Vida y obra de Juan Ramón Jiménez. La poesía desnuda 8424905652, 8424905660, 8424905679, 8424905687


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Solapa
NOTA PRELIMINAR
CAPÍTULO I
POR EL CRISTAL AMARILLO: MOGUER
CAPÍTULO I I
RELIGIÓN, RETÓRICA Y POÉTICA: EL «COLEGIO DE SAN LUIS GONZAGA»
CAPÍTULO I I I
EL AMOR. «VINO, PRIMERO, PURA, ...»: BLANCA HERNÁNDEZ-PINZÓN
CAPÍTULO IV
EL 'COLORISMO' Y LOS PRIMEROS POEMAS: SEVILLA
CAPÍTULO V
EL 'MODERNISMO’ Y LOS POEMAS MODERNISTAS: MADRID
CAPÍTULO VI
LOCURA, ‘SIMBOLISMO’ Y RIMAS: FRANCIA
CAPÍTULO VII
«VESTIDA DE INOCENCIA ...»: SOR AMALIA Y EL SANATORIO DEL ROSARIO
CAPÍTULO VIII
«PÁGINAS DOLOROSAS» Y NOVIAS BLANCAS: PRIMERAS PROSAS Y ARIAS TRISTES
CAPÍTULO IX
PAISAJE Y NOSTALGIA DE LA CARNE: JARDINES LEJANOS
CAPÍTULO X
LOS INSTITUCIONISTAS, LA INSTITUCIÓN LIBRE DE ENSEÑANZA Y LA ALDEA: PASTORALES
CAPÍTULO XI
LOS MARTÍNEZ SIERRA Y EL TEATRO DE ENSUEÑO
CAPÍTULO XII
LA MUERTE, LA PROSA Y EL PUEBLO
CAPÍTULO X III
LA MUJER BLANCA Y LA MUJER DESNUDA. «LUEGO SE FUE VISTIENDO / DE NO SÉ QUÉ ROPAJES...»: LAS HOJAS VERDES, LAS BALADAS Y LAS ELEGIAS
CAPÍTULO XIV
LA SOLEDAD Y LA MUJER: EL KEMPIS Y FRANCINA
CAPÍTULO XV
OPULENCIA EN LA CONCEPCIÓN DE LA MUJER Y EL VERSO. «LLEGÓ A SER UNA REINA, / FASTUOSA DE TESOROS...»: LA SOLEDAD SONORA, POEMAS MAGICOS Y DOLIENTES, LABERINTO Y MELANCOLÍA
CAPÍTULO XVI
«...MAS SE FUE DESNUDANDO, ...»: LA OBRA INÉDITA. RELIGIOSIDAD Y ENTENDIMIENTO DESNUDEZ Y BELLEZA
CAPÍTULO XVII
LA RESIDENCIA DE ESTUDIANTES Y EL INSTITUTO INTERNACIONAL DE SEÑORITAS: ZENOBIA
CAPÍTULO XVIII
ZENOBIA, PLATERO Y TAGORE
CAPÍTULO XXX
«CREI DE NUEVO EN ELLA ...»: MONUMENTO DE AMOR, SONETOS ESPIRITUALES, ESTIO
CAPÍTULO XX
EL DIARIO DE UN POETA RECIÉN CASADO .LA POESÍA DESNUDA
ÍNDICE DE NOMBRES PROPIOS
INDICE DE OBRAS DE JUAN RAMÓN JIMÉNEZ QUE SE MENCIONAN O SE EXPLICAN EN ESTE TRABAJO
ÍNDICE GENERAL
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Vida y obra de Juan Ramón Jiménez. La poesía desnuda
 8424905652, 8424905660, 8424905679, 8424905687

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GRACIELA PALAU DE NEMES

VIDA Y OBRA DE JUAN RAMÓN JIMÉNEZ LA POESÍA DESNUDA SEGUNDA ED ICIÓ N COM PLETAM ENTE RENOVADA

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BIBLIOTECA ROMÁNICA HISPÁNICA EDITORIAL GREDOS MADRID

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VIDA Y OBRA DE JUAN RAMÓN JIMÉNEZ Tan distinto es ahora este libro por dentro y por fuera, tan de otro ritmo y enfoque, que se diría absolutamen­ te nuevo. Sus dos volúmenes abarcan la vida y la obra de Juan Ramón Jimé­ nez, pero sólo desde el Moguer natal (1881) hasta la boda con Zenobia (1916), y no sin profunda razón, según veremos. Primer asombro para el lec­ tor: que los sucesos externos e inter­ nos del poeta —y aún más vivamente los internos— están reproducidos con una prodigiosa, casi increíble minucio­ sidad. Sabido es que Juan Ramón lo anotaba todo o casi todo: llevaba dia­ rios íntimos, señalaba sus propias fuen­ tes, transcribía hora a hora sus impre­ siones. Y muchos de estos materiales se conservan. Además, en nuestro poe­ ta la obra entera es fiel reflejo de su vivir. Graciela Palau de Nemes ha po­ dido, pues, aprovechar las mejores fuentes. Amiga personal de Juan Ra­ món y Zenobia; en contacto con las personas más allegadas a la pareja; conocedora de los archivos juanramonianos; estudiosa del tema durante lar­ gos años, todavía ha podido añadir da­ tos completamente desconocidos, pese a la anterior publicación postuma de libros inéditos del poeta. Es ésta la historia entremezclada de (Pasa a la solapa siguiente)

(Viene de la solapa anterior)

una evolución humana y artística. La poesía juanramoniana brota de realidades vividas. Qué hiperestesia desde niño (amarillo jardín, ataúdes), qué obsesiones neuróticas ( ¡cuidado, esa araña! ), qué ricas tonalidades de poe­ ta en estilo, métrica y temas (roman­ ticismo, modernismo, sim bolism o...). Pero, sobre todo —tocamos ya el hilo conductor del libro—, qué corazón loco, inflamable, saliéndosele del pecho, ante Blanca, ante Sor Amalia (entre otras novicias), y Francina, y Louise, y muchas más (mejor aún si tenían al­ guna hermana bonita), y hasta Geor­ gina... Llevados al verso, estos amores apasionados, entre novias castas y amantes de carne, marcarán distintas fases en la trayectoria literaria de Juan Ramón según el predominio de espíri­ tu o sexo, etc. Porque él es, al decir de nuestra autora, «un hombre sen­ sual que busca a través de la carne la pureza y la poesía». Al irrumpir Zenobia en la vida del poeta —deliciosas escenas, las del no­ viazgo—, éste encuentra por fin el amor verdadero, síntesis de cuerpo y alma, pasión y poesía, desnudez y plenitud esencial. Para Juan Ramón, la desnudez había llegado a ser símbolo de la esen­ cial y suprema Belleza, de lo puro, claro y sencillo. Por eso prorrumpía conmovido: «¡Oh pasión de mi vida, poesía / desnuda, mía para siempre! ». Con Zenobia —equilibrio vital— se co­ rona su existencia, y también se re­ mata orquestalmente este libro.

BIBLIOTECA ROMÁNICA HISPÁNICA D ir ig id a

por.

DÁMASO ALONSO

II. ESTUDIOS Y ENSAYOS,. 31

GRACIELA PALAU DE NEMES

VIDA Y OBRA DE JUAN RAMÓN JIMENEZ LA POESÍA DESNUDA SEGUNDA E D IC IÓ N COMPLETAMENTE RENOVADA

JÉ BIBLIOTECA ROMÁNICA H ISPÁ N IC A

EDITORIAL GREDOS MADRID

©

GRACIELA PALAU DE NEMES, 1974. EDITORIAL GREDOS, S. A. Sánchez Pacheco, 81, Madrid. España.

Depósito Legal: Μ. 13241-1974.

ISBN ISBN ISBN ISBN

84-249-0565-2. 84-249-0566-0. 84-249-0567-9. 84-249-0568-7.

Obra completa. Rústica. Obra completa. Tela. Volumen I. Rústica. Volumen I. Tela.

Gráficas Cóndor, S. A., Sánchez Pacheco, 81, Madrid, 1974, — 4130.

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Joh n a n d K r a ig

Los estudios e investigaciones realizados en España y América por esta autora durante la preparación de esta obra fueron subvencionados en el verano de 1960 por THE AMERICAN PHILOSOPHICAL SOCIETY OF PHILADELPHIA y en los veranos de 1965 y 1967 por TÉE UNIVERSITY OF MARYLAND GENERAL RESEARCH BOARD

NOTA PRELIMINAR

Este libro iba a ser la historia de Zenobia Camprubi, y quizás lo sea, a la luz de la de su marido, que le dio realce a su vivir. La mayor parte de lo que yo sé de Juan Ramón y Zeno­ bia me lo contaron ellos, o me lo revelaron al decir candi­ deces que surgían del fondo de sus recuerdos más entraña­ bles. Porque durante mis visitas, a veces casi diarias, a su casa en Riverdale, Maryland, muy cerca de la mía, por la ne­ cesidad que tenían de comunicar en la propia lengua en un ambiente ajeno, Zenobia y Juan Ramón me decían a m í o delante de mí, estudiante entonces de conocimientos rudi­ mentarios, las cosas que no se le dicen a los escritores de profesión. Y al regresar a mi casa, llena de la luz de ellos, yo sentía la necesidad de apuntarlas, a lo Juan Guerrero Ruiz, por cariño y por admiración. Los recuerdos eran de ellos y no míos, y para desentra­ ñarlos ha sido necesario reconstruir sus vidas. En el primer intento, ellos m ismos me ayudaron, com o he dejado dicho en la «Nota preliminar» a la primera historia: V ida y obra de Juan Ram ón Jim énez (Madrid, Gredos, 1957). Entonces fal­ taban los papeles relacionados con la etapa de sus vidas en España, que se quedaron allí al venir ellos a América y fija­ mos algunas fechas a base de sus recuerdos. Si en algún

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Vida y obra de Juan Ram ón Jiménez

caso, como se aclara en esta obra, se fijó la fecha errónea­ mente, el error estuvo en m i interpretación y no en los re­ cuerdos del poeta y su mujer. Con la documentación en los archivos de Juan Ramón en España y la asistencia de las personas que por derecho están enteradas de sus vidas allí, como la familia del poeta o las viejas amistades de la pareja en España y América, he ampliado el conocimiento de ellos y he podido comprender mejor la obra. Son varias las personas e instituciones que m e han ayu­ dado en esta lenta labor, interrumpida muchas veces durante los últim os diez años, y al mismo tiempo, madurada. Menciono los nombres y la aportación de cada cual, como prueba de reconocimiento. Capital para m í ha sido la ayuda de la fam ilia de Juan Ramón Jiménez, en particular la atención y el estím ulo de Francisco Hernández-Pinzón Jiménez, estrechamente relacio­ nado con sus tíos Juan Ramón y Zenobia. Paco HernándezPinzón continúa devotamente la labor de ordenación y reco­ pilación de los papeles de ellos. A sus esfuerzos se debe el que haya visto la luz la obra inédita de Juan Ramón en Es­ paña, que constituye una importante aportación para la com­ prensión total del papel de este gran poeta en la literatura del siglo y en las letras hispánicas. A otro gran devoto juanramoniano, Juan de Gorostidi y Alonso, director de la Casa Municipal de Cultura «Zenobia y Juan Ramón» de Moguer, debo información y ambiente, extraordinarios recorridos por los lugares juanramonianos que él conoce tan a fondo, por todo Moguer, por Fuentepiña, el Pino de la Corona, Huelva, La Rábida; la orientación ha­ cia Jerez, el Puerto de Santa María y Rota y asistencia en el uso de la documentación en la Casa que él dirige. Pero ni Francisco Hernández-Pinzón Jiménez, ni el resto de la fami-

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lia del poeta, ni Juan de Gorostidi son responsables por lo que yo digo o no digo de Moguer y sus habitantes. Cuando difirieron nuestros puntos de vista, com o mujer al fin, he se­ guido m i propio parecer, diciendo lo que quizás ellos no hu­ bieran dicho, como hombres al fin. La más valiosa información relacionada con Zenobia, su familia y su ambiente se la debo a la señora doña Raquel García de Navarro, viuda de Fortuny, y a la señora doña Lui­ sa Capará de Nadal, ambas de Barcelona. La señora García de Navarro conoció a Zenobia de niña y fue amiga de con­ fianza de la fam ilia Camprubí. La señora Capará de Nadal conoció a Zenobia y a Juan Ramón por su madre, la señora doña María Muntadas de Capará, compañera de juegos de Zenobia y sus hermanos. La amistad de los Jiménez con las personas mencionadas duró toda la vida. A la asistencia de estas personas se unió la del señor don Henry Shattuclc, de Boston, amigo de Zenobia y su familia desde los años de su juventud. El señor Shattuclc fue com­ pañero de cuarto del hermano mayor de Zenobia, José Cam­ prubí, durante los años de estudiante en Harvard, y fue des­ pués administrador de los bienes de la familia Camprubí Ay­ mar y de Zenobia y Juan Ramón. Largas y repetidas conversaciones y correspondencia con la señora doña Elisa Ramonet, marquesa viuda de Almanzora, y con la señorita Josefina Diez Lassaletta, ambas de Ma­ drid, amigas de la pareja desde los años en que Juan Ramón pretendió a Zenobia hasta el final de sus vidas, iluminaron y ambientaron la época relacionada con el encuentro y el no­ viazgo. A esta información contribuyó por correspondencia, por mediación de Josefina Diez y Francisco Hernández-Pin­ zón, la señora doña María Martos, viuda de Baeza, que de soltera fue benévola intercesora de Juan Ramón en la época en que pretendió a Zenobia.

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Vida y obra de Juan Ram ón Jim énez

Para la verificación de ciertos datos fue de suma impor­ tancia la entrevista con la señora doña María Martínez Sierra en su residencia en Buenos Aires. Esta se realizó por me­ diación de la señorita Ana Marta Diz, porteña y colega mía en la Universidad de Maryland, quien durante una larga vi­ sita a María recogió sus respuestas personales a m is pregun­ tas por escrito. Entiéndase que la interpretación de ciertos aspectos de la amistad y colaboración de Juan Ramón y los Martínez Sierra es sólo mía. El señor Ángel Rivas Serrano, que fue estudiante de la Universidad de Sevilla, y la doctora María A. Salgado, profe­ sora de la Universidad de Carolina del Norte, m e transcri­ bieron algunas primeras obras de Juan Ramón, difíciles de conseguir, publicadas en revistas y periódicos de España. De particular importancia ha sido la ayuda prestada por el señor don Francisco García Ruescas, publicitario de Ma­ drid, que puso a m i disposición las facilidades de su firma para la grabación de entrevistas y duplicación de documen­ tos, Al señor García Ruescas se debió una em isión especial basada en Platero y yo al ganar Juan Ramón el Premio Nobel. Por ayuda de otra índole, no menos valiosa, he de men­ cionar los nombres de la señorita Luisa Andrés, empleada de la pareja en España; de mi hermano Manuel Palau, que desempeña un cargo en la Biblioteca del Congreso; de mis colegas en la Universidad de Maryland la doctora Margueri­ te C. Rand y el profesor José Ramón Marra-López; de las colegas doctora Marie J. Panico, de Fairfield University, Con­ necticut, y la señorita Elaine Riccio, de Gallaudet College, Washington, y de la señorita María Cristina García, de la Universidad de Puerto Rico. En la redacción final de este trabajo se tuvieron en cuen­ ta las estim ables observaciones de la doctora María A. Sal­ gado y de mi colega en la Universidad de Maryland la seño-

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ra Laura Núñez de Villavicencio, a cuyo criterio som etí el manuscrito. La American Philosophical Society, de Filadelfia, y el General Research Board, de la Universidad de Maryland, sub­ vencionaron actividades importantes relacionadas con esta labor. En la documentación de esta obra consta la deuda mía, que es la de cualquier biógrafo de Juan Ramón y Zenobia, a Juan Guerrero Ruiz, Ricardo Gullón y Francisco Garfias. Sus publicaciones de material juanramoniano antes inédito son de primer orden. Gullón merece nuestra más alta estimación por su consistente y certera labor de divulgación y crítica juanramoniana. Al pensar en la documentación, se piensa en la «Sala Ze­ nobia y Juan Ramón Jiménez» de la Universidad de Puerto Rico, y en el antiguo rector, señor don Jaime Benitez, a quien se debe el que se mantenga vivo en ella el recuerdo del poeta y su mujer. De la documentación en dicha Sala me serví, por voluntad de Zenobia y Juan Ramón, antes de que se convirtiera en un centro de investigaciones, y después, en 1959, con la asistencia de la devota persona a su cargo, la señorita Raquel Sárraga. Finalmente, en la lectura de las pruebas he contado de nuevo con la inestimable ayuda y consejo de m i colega José Ramón Marra-López y con la experta asistencia en materias bibliográficas de m i hermano Manuel Palau. En la dedicatoria constan mis sentim ientos por el im­ prescindible y cariñoso apoyo de m i marido, el doctor John L. Nemes, y nuestro hijo, Kraig, siempre tan generosos y tan constantes. ^ ^ Graciela P alau

de

N emes

University of Maryland, septiembre de 1970 y febrero de 1974.

CAPÍTULO I

POR EL CRISTAL AMARILLO: MOGUER

Arruinado y lejano, yo haré p o r ti, Moguer, en lo ideal, lo que no han querido hacer m aterialm ente los que te han ma­ noseado inicuamente, los arteros, los fantasm ones, los egoís­ tas... Te llevaré, Moguer, a todos los países y a todos los tiem ­ pos. Serás, p o r mí, pobre pueblo mío, a despecho de los lo­ greros, inm ortal Las palabras de Juan Ramón Jiménez llenaban el ámbito moguereño y en vano quería desplazarlas el avanzado y rui­ doso siglo veinte, que jadeante de petróleo, se le metía por sus caminos antes olorosos a marisma y a naranjos, y por sus calles aún blancas de cal con sol. El peso de la moderni­ dad ensordecía los adoquines por los que tan sonoramente transitaran, a principios de siglo, el coche de la estación, los panaderos, los burros cargados de uva, los gitanos, los traba­ 1 J. R. J., «Prólogo jeneral», reproducido por Domingo Paniagua en «La casa ‘Zenobia y Juan Ramón Jiménez’ de Moguer», Punta Eu­ ropa, Madrid, año III, núm. 31-32, julio-agosto 1958, pág. 65. Este pró­ logo, anteriormente inédito, corresponde a la obra de J. R. escrita en España antes de su salida de esa tierra en 1936. Estaba destinado a un libro en proyecto dedicado a Moguer que quedó inédito.

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jadores, las viudas, las lecheras, los vendimiadores, los ni­ ños, el tío de las vistas, el quincallero de Lucena, el lencero de la Mancha, el poeta y «Platero». Vociferando bajo el peso de su carga industrial, los camiones cruzaban por el pueblo buscando o dejando las nuevas refinerías de más allá de la Rábida. Las m otocicletas avasallaban impacientes las calles y los caminos; los autos de variadas cosechas, por momen­ tos desaparecían tragados por el polvo de las nuevas carre­ teras en construcción; los autobuses, jadeantes, se abrían difícil paso por la antigua Calle Nueva, dando tiempo a que los curiosos y amontonados ojos del interior se salieran por las ventanillas, m etiéndose por cualquier puerta o ventana abierta de las todavía señoriales casas del lugar. Por una de esas puertas abiertas se alcanzaba a ver un patio y un aljibe de mármol blanco. Una placa en la fachada decía que el sitio era un museo: la Casa Municipal de Cultura «Zenobia y Juan Ramón». El museo podía no ser un día, el patio y el aljibe de mármol nunca dejarían de ser, pues com o la casa y la antigua Calle Nueva tenían aseguradas su lírica existen­ cia siempre igual, como todas las cosas de Moguer que su romántico hijo Juan Ramón había descrito en las páginas de Platero y y o 2. Aún antes de Platero, el pueblo tenía ya una honda historia entre las poblaciones de la muy antiquísima y dorada provincia andaluza de Huelva. Algún osado se ha atrevido a decir que la antigüedad de Huelva es de antes del diluvio. Otros dicen que existió seis mil años antes de Jesucristo, y otros, que trescientos años 2 Platero y yo. (Primera edición. Edición menor.) Ilustrada por Fernando Marco, Biblioteca de Juventud, Talleres de La Lectura, Ma­ drid, 12 diciembre 1914. Obras de J. R. J., Platero y yo (1907-1916). (Pri­ mera edición completa.) Casa Editorial Calleja, Imprenta Fortanet, Madrid, 13 enero 1917. Verificado su contenido autobiográfico, se usa esta obra para reconstruir la niñez de J. R. J. Los capítulos citados en este trabajo se refieren a la edición completa.

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antes de Cristo. Dicen los que dicen más que los iberos sa­ caron oro de las minas de Tharsis en Huelva para el templo de Salomón y que el oro que el Rey Mago ofrendó al Niño Jesús era de Tharsis. Los sabios historiadores y enciclope­ distas aseguran que Huelva fue tierra del antiguo Imperio Tartesio y que las minas de cobre del río Tinto de Huelva, como las de Tharsis, fueron de las más importantes del mun­ do, explotadas por cartagineses y romanos antes de la era cristiana. Al poeta hijo de Moguer le gustaba esa historia y había dicho: Como soy de Moguer y de Sevilla, canto mis ilusiones por seguidillas. Por seguidillas canto mis ilusiones, Tartesia linda3.

Algo tuvo que ver Moguer con el oro de Huelva. Antigua población de España, corresponde a la que se halla desig­ nada en Tolomeo con el nombre de Urium. Como Moguer está en una colina, se cree que los antiguos romanos la lla­ maron Mons-Urium, nombre que con el tiem po se fue con­ virtiendo en Mons-Hurium y en Mons Gúrium. Hay quien cree que de allí pasó a Moguer, aunque otros aseguran que ese era el nombre del caudillo moro que la conquistó, por­ que los moros ocuparon la población por cinco siglos, del octavo al decimotercero, hasta que Alfonso el Sabio la res­ cató. También fue Moguer lugar de encuentros y de luchas 3 J. R. J., «Tartesia linda», cuarto poema de «Seguidillas del tiem­ po de Moguer», en Moguer. Ilustraciones de José R. Escassi. Edición realizada por la Dirección General de Archivos y Bibliotecas, Talleres de Tipografía Moderna, Valencia, 1958, pág. 20.

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Vida y obra de Juan Ram ón Jiménez

durante la Guerra de Sucesión. Durante la Guerra de la In­ dependencia sufrió la furia de los franceses; pero el pueblo había olvidado esas cosas. No lo del Mons-Urium. Todo el mundo en Moguer conocía el lado opuesto del río, por donde estaban las viñas, que aún hoy se llama Monturrio. En Pla­ tero, Mons-Urium es el nombre de «las colinitas rojas, más pobres cada día por la cava de los areneros, que, vistas des­ de el mar, parecen de oro y que nombraron los romanos de ese modo por brillante y alto» (CXXIII, «Mons-Urium»). Desde el día que de niño Juan Ramón Jiménez supo el ori­ gen del nombre por primera vez, se le ennobleció el Mon­ turrio para siempre. Su nostalgia de lo m ejor halló un en­ gaño deleitable sintiendo bajo él «como una raíz fuerte» los romanos (ibid.). A Juan Ramón le gustaba menos la otra tradición de su pueblo, la Colombina. Como el Puerto de Palos y el monas­ terio de Santa María de la Rábida quedaban cerca, Moguer se incorporó desde el principio a la empresa del Descubri­ miento. De las tres carabelas que salieron de Palos, la «Niña» -era de los hermanos Niño de Moguer, partícipes en el pri­ mero y subsiguientes viajes al Nuevo Mundo. Colón recorrió muchas veces las calles del pueblo, en el que tuvo favorece­ dores además de seguidores. En Moguer se decía que Colón había estado en una de las casas en que le tocó vivir a Juan Ramón más tarde; que había comulgado en la iglesia del convento de Santa Clara. El P. las Casas cuenta en su Diario que el Almirante, estando a bordo de la «Niña» y en peligro­ so trance en las Azores, hizo voto con sus hombres de velar, hacer decir m isa y rezar en Santa Clara. En Moguer se seña­ laban las hospederías que lo eran desde tiem pos colombinos y los Pinzones de los tiem pos modernos son descendientes de los de Palos, capitanes de la «Pinta», que emparentaron con la familia del poeta. Pero Juan Ramón no necesitaba de

Moguer

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la épica para amar a su pueblo. Moguer era su ámbito de luces, su verso se nutrió de su radiante blancura armónica a su ideal, de la serena música de sus espacios, y su anhelo fue infinito, com o el cielo azul, «limpio y constante», de Moguer. Pura era la noche en que nació Juan Ramón Jiménez Man­ tecón, clara de estrellas, dura y fría víspera de un día de Nochebuena. Nació a las doce de la noche del 23 de diciem­ bre de 1881. La hora se prestaba a todo, y com o terminaba un día y empezaba otro, escogiendo el instante hacia el fu­ turo, quedó con la convicción de haber nacido el 24 de di­ ciembre, víspera de Navidad. Por razón de la hora, después llegó a creer que había nacido el m ism o día de Navidad, y en su ancianidad, sabiendo que poéticam ente había alterado la fecha de su nacimiento, quiso restituirla a su debido sitio y adelantó el día al 26, en vez de atrasarlo4. Juan Ramón nació de padres buenos en buena casa y en un buen sitio. En una tierra de marineros y labradores, le tocó nacer del lado del río, en la casa número dos de la 4 Carlos del Saz-Orozco, en su libro Dios en Juan Ramón, Editorial Razón y Fe, Madrid, 1966, documenta este hecho citando «una nota inédita y manuscrita del poeta que dice textualmente, con las correc­ ciones suyas: 'Al final Destino || Epílogo de Animal de fondo || Al cum­ plirse los 50 años || de m i || de mi poesía pública [yo || tengo ¡ /nací el 26 de d. de 1881/ || ahora 68 || empecé a publicar a los 17 años; y tengo ahora 68 cumplo 69 en diciembre]'. 'Sala Zenobia-Juan Ramón Jiménez', Universidad de Puerto Rico. (Esta es la única nota que ha encontrado el autor de esta tesis en que el poeta no afirme haber na­ cido la noche de Navidad)», pág. 9, nota 15. J. R. J. le dio la fecha correcta de su nacimiento a esta autora, que en Vida y obra de Juan Ramón Jiménez (Editorial Gredos, Madrid, 1957), respetando el hecho histórico y la poética costumbre del autor, escribió: «nació ... Juan Ramón la víspera de la Nochebuena de 1881» (pág. 14), que es lo mis­ mo que decir: nació el día que antecede al de la Nochebuena, o sea, el 23 de diciembre. Todas las referencias a Vida y obra se refieren a esta 1.a edición.

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Vida y obra de Juan Ram ón Jim énez

calle de la Ribera, la principal de Moguer. El río era la más importante vía comercial. La casa era grande, de dos pisos, y en una esquina, por el costado, daba a la calle de las Flo­ res. La construyó un arquitecto de Sevilla, por encargo del padre de Juan Ramón, animado por los amigos que por allí vivían. La gente del pueblo la llamó desde el principio «la casa grande», y como era tan grande, después sirvió para cuartel de la Guardia Civil. La fachada era elegantona, con dos grandes ventanas enrejadas hasta el suelo, una a cada lado de la puerta principal, y sobre la puerta, un balcón de hierro al descubierto, con dos graciosas ventanas mudéjares al fondo y otros dos balcones de hierro, uno a cada lado del balcón principal, cubiertos ambos de cristales de colores. El niño nacido la víspera de Nochebuena habría de ser el últim o hijo de Víctor Jiménez y su esposa, María de la Pu­ rificación Mantecón. El matrimonio tenía tres pequeños más: Victoria, de tres años y medio; Eustaquio, de dos, y una chi­ ca mayorcita, Ignacia, hija de don Víctor y la difunta pri­ mera esposa, Emilia Velarde, de la fam ilia del poeta de Cádiz José Velarde y Juste. El recién nacido fue bautizado en la iglesia parroquial de Nuestra Señora de la Granada; el tío, Gregorio Jiménez, fue el padrino, y le dieron el nombre de Juan Ramón, pero le llamarían Juanito. E l padre de Juan Ramón era un riojano rubio de ojos azules. Sus antepasados y sus padres, Manuel Jiménez Sáenz e Ignacia Jiménez, eran de Nestares de Cameros, en la pro­ vincia de Logroño. Allí estaban enterrados. El doble apellido Jiménez que le correspondía a don Víctor, le resultó después a su hijo Juan Ramón redundante y poco poético y prefirió llamar a su padre Víctor Jiménez y Sáenz del Prado, com­ pletando un apellido al saltar el repetido, lo cual era mucho más armonioso que Víctor Jiménez y Jiménez Sáenz.

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El capital de los Jiménez y Jiménez en la región andaluza procedía de un tío-abuelo de Juan Ramón. Su padre, Victor, y los hermanos de su padre, Francisco, llamado Paco, y Gre­ gorio, salieron de Nestares de Cameros para encargarse de la firma «Francisco Jiménez y Compañía», de Huelva, que tenía que ver con distintas empresas. Como representantes de la Compañía Tabacalera, tenían arrendamiento de tabaco, y como representantes de la Compañía Trasatlántica eran consignatarios de buques. En Cádiz tenían negocios de minas y en Moguer bodegas para la fabricación de vinos y coñac, y fincas, viñas y olivares. La finca favorita de la fam ilia era Fuentepiña, allí tenían una casa y de una planicie al fondo se percibía claramente todo Moguer y, por ende, los lugares de las cuatro bodegas del pueblo: «El Diezmo Viejo», «La Ilascuras», «La Castella­ na» y «El Molino de Coba», y de las casas de alquiler de su propiedad por el barrio de los labradores y por la calle de Hornos y de la Fuente. La poca astucia de Víctor y Paco Jiménez en los negocios menguó el capital de la familia. Gregorio, el m ás cultivado de los tres hermanos, independizado del resto, quiso respon­ der por ellos cuando sobrevino la ruina, y perdió también su capital. Los Jiménez eran de distinta disposición: Grego­ rio era un hombre culto, gran lector y asiduo viajero, todo lo contrario de Víctor, el padre de Juan Ramón, a quien no le interesaban los viajes ni las lecturas. Amaba el campo y por eso se quedó a vivir en Moguer. Otro hermano, Eusta­ quio, prefirió vivir en París y allí murió; su novia era fran­ cesa. Cuando nació Juan Ramón Jiménez, los negocios aún mar­ chaban bien. Don Víctor era cosechero y exportador de un vino fino moguereño que se enviaba a Málaga, Cádiz y Gi­ braltar en el barco de la familia, el «San Cayetano». Don

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Vida y obra de Juan Ram ón Jim énez

Víctor era una persona acomodada en el pueblo y también era un hombre sencillo, por eso se casó, al enviudar, con María «Pura» Mantecón, que había hecho labores de costura en su casa en vida de su primera mujer. Pura Mantecón nació en Osuna, Sevilla, y fue criada en Moguer. Su madre, María Teresa López Parejo, era una mu­ chacha fina, de buena familia. El padre, Ramón Mantecón, de quien Juan Ramón heredó el nombre de pila, era de Man­ zanillas, Huelva. Vivieron tanto tiempo en Moguer que la gente llegó a creerse que María Pura era moguereña, pero a Juan Ramón le gustaba que fuera como era, de Sevilla, y poetizando su origen, recordaba a una condesa de CasaMantecón que había sido fundadora religiosa. A la abuela sevillana, «mamá Teresa», se la imaginaba también romanti­ quísima, «inclinada tercam ente sobre las macetas celestes o sobre los arriates blancos» (Platero, CXV, «Florecillas»), aun­ que no se acordaba cóm o era. Su madre le había dicho que la abuela «agonizó con un delirio de flores» llamando a un «jardinero invisible» y eso le impresionó vivamente (ibid.). El abuelo materno de Juan Ramón no se abrió camino en Moguer. Las limitadas circunstancias económicas de la fa­ m ilia de Pura Mantecón pueden haber contribuido a la bon­ dad y mansedumbre de su carácter. Entre los recuerdos de su hijo poeta se destaca su figura callada y buena llenando con su cariño el ámbito infantil, que a él le pareció envuel­ to en cálida luz, como todo lo que miraba por el cristal amarillo de la cancela de su casa. Juan Ramón recordaba que de pequeñito, en la calle de la Ribera, su delicia mayor era el balcón mudéjar «con sus estrellas de cristales de colores», y las lilas blancas y lilas y las campanillas azules que colgaban de la verja de madera del fondo del patio (Platero, CXVII, «La calle de la Ribe­ ra»). Los recuerdos de su primera infancia están coloreados

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de azul, como su barrio. Del mirador de la casa alcanzaba a ver el mar azul y le parecía que desde su baja estatura de niño veía el río por entre las azules piernas abiertas de los marineros que pasaban por la calle de la Ribera. El azul co­ loreó sus primeros años de ta] modo que en su incompleta lengua infantil llegó a decir que vivía en una «casa atul ma­ rino», frase que le ilusionó de hombre y le pareció un buen título para un libro de versos que no llegó a publicar5. El amarillo figura también entre los más tiernos recuer­ dos de Juan Ramón. El primer amarillo inolvidable fue el del corral «dorado siempre de sol» de la casilla de Arreburra el aguador, que le quedaba enfrente (Platero, XVI, «La casa de enfrente»). Y entre los pocos malos recuerdos está el de «Fernandillo». Cuando le daba sueño le decían: « ¡Ahí viene Fernandillo! », y él se lo imaginaba entrando al comedor es­ curriéndose por los agujeritos negros de «un florón hueco de rosas de yeso que tenía el cielorraso en el sostén de la lámpara» (Cristal, «Fernandillo», 109). «Fernandillo» le era odioso, como los ratones y como el feo y odioso panadero, que se llamaba Fernando. Para que no viniera Fernandillo, él hacía lo posible por no dormirse,

5 Ver J. R. J., «Casa azul marino», Por el cristal amarillo. Selec­ ción, ordenación y prólogo de Francisco Garfias, Aguilar, Madrid, 1961, páginas 29-30. Como en el caso de Platero y yo, comprobado el conte­ nido autobiográfico de esta obra, se usa como fuente básica para re­ construir la niñez del poeta. Los personajes que J. R. menciona en estos libros tuvieron sus dobles en la vida real y aparecen con sus verdaderos nombres y apodos la mayor parte de las veces. En algunas ocasiones, J. R. cambia levemente los nombres de las personas que fueron objeto de su inspiración: en Platero usa Florez por Flores; en Por el cristal amarillo usa Montemayorcita Jote por Mayorcita Jote, Cintia Marín por Concha Marín, «La Cruda» por «La Crúa». En la re­ lación de los sucesos de la vida de J. R., al referirnos a las selecciones que aluden al hecho en Por el cristal amarillo, abreviaremos el título de esta obra a Cristal siempre que no se preste a confusiones.

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pegando la cara contra los cristales de la cancela del jardín para ver, entre otras cosas, las campanillas azules. El otro m al recuerdo de su primera infancia tenía que ver con el malestar que le causó el incendio de un barco inglés que se quemó en la Barra, él lo había visto desde el mirador de su casa con los otros niños (Platero, CXVII, «La calle de la Ri­ bera»). Se acordaba de esas cosas; pero no se acordaba de cuan­ do empezó a ir a «la miga», el kindergarten de doña Benita Barroeta y Escudero. Habría asistido entre los cuatro y cin­ co años, como era la costumbre. Allí aprendería a hacer pa­ lotes y el A B C y el credo, porque eso era lo que se aprendía en «la miga». Después se habría ido a vivir a la preciosa casa de la calle Nueva, tierra adentro, fuera del ruidoso ba­ rrio marinero. De eso sí que se acordaba. Cómo su padre era muy amigo del silencio, se disgustó con el alboroto del barrio azul, con las pendencias de los marineros y las mala­ crianzas de los chiquillos. Hasta el viento se batía en la es­ quina de la casa, «la esquina de las pulmonías», com o la 11aïnara después el poeta, recordando el bullicioso lugar. La gente del mar era muy alegre, guardaba de ellos muy buenos recuerdos. Se acordaba bien de Picón, el marinero que man­ daba «La Estrella», el barco de su tío, y le llevaba en lancha al «San Cayetano», el barco de su padre, cuidándole mucho, teniéndole de la mano no fuera el niño a lastim arse contra los barriles de vino acumulados en cubierta o contra las ca­ denas y maromas del muelle (Cristal, «El 'San Cayetano'», 62). Y al regreso del viaje contaba a la familia, sonriendo, todo lo que el pequeño había hecho. Los marineros de Moguer vivían en sitios con nombres de agua y de mar, y de cosas de las aguas del mar: la calle de la Aceña, donde empezaba el barrio de los marineros; el callejón de la Sal, la calle del Coral, donde vivía Granadilla,

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la hija del sacristán de San Francisco, que siempre estaba contándoles cuentos a las criadas de la casa: a María Huel­ va, que era muy burlona; a Concha la Mandadera, que era muy chismosa, y a la Macaría, que era muy generosa. Las criadas eran del barrio de los labradores. Una vivía cerca del cementerio, en la calle de la Friseta, y las otras dos, en las afueras del pueblo, por el lado opuesto al río, en la calle del Monturrio y en la de los Hornos. Se creían todo lo que les contaba Granadilla, que hablaba con mucha gracia y andaba con más gracia todavía (Platero, XCIII, «La escama»). Él conocía a un niño del barrio de los marineros que, aunque padecía del corazón, se esforzaba y se esforzaba para poder jugar con los niños ricos, que le decían «el Marinerito». Los padres de los niños ricos eran los dueños de los laúdes, ber­ gantines y faluchos en los que trabajaban los padres de los niños pobres. El barco mejor era el «San Cayetano» de Víc­ tor Jiménez, el padre de Juan Ramón; lo mandaba un pobre marinero, Quintero, y empleaba más gente que los demás. Se acordaba de él acabado de pintar de verde y amarillo, cargado de más de cien barriles nuevos llenos de vino mos­ catel. Era uno de los pocos barcos con nombre masculino, los demás tenían nombres de mujer, com o «La Estrella» de su tío, o la «Enriqueta», o «La Caprichosa», o «La Joven Eloísa». Las lanchas que llegaban hasta los grandes barcos tenían nombres de santos com o el barco de su padre y es­ taban pintadas de colores brillantes: verde, azul, amarillo, carmín, blanco. Hasta en su trabajo eran pintorescos los hom­ bres de mar. Los pescadores subían a la plaza del Pescado con canastas de sardinas, ostiones, anguilas, lenguados y cangrejos para vendérselos a las mandaderas que iban y ve­ nían corriendo de la plaza a las casas particulares (Plate­ ro, XCV, «El río»). El patrón de los marineros, San Telmo, el más rico en la procesión del Corpus, llevaba en las manos un

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navio de plata, y la patrona de los marineros, la Virgen del Carmen, tenía un manto abierto y bordado que se podía ver en una escama de pescado. Granadilla se lo había dicho a las criadas de su casa. El tumulto del barrio de los marineros se tornó en reco­ gimiento al mudarse a la calle Nueva y lo azul se volvió blan­ co. La nueva casa era blanca, más recogida y bellísima. Tenía dos pisos y muchas ventanas enrejadas que daban a la calle, una a cada lado de la puerta principal y tres en el se­ gundo piso, sobre un solo balcón de quince metros de largo, con guarda de pizarra negra y hierro verde (Cristal, «Conti­ nente de estrellas», 282). Las ventanas no tenían toques mu­ déjares; pero los dorados clavos de sus dobles puertas a cuarterones, abiertas al interior, brillaban a todos los soles y a todas las luces. Contrario a la casa de la calle de la Ri­ bera, la fachada era lisa; pero estaba coronada de almenas. Por dentro la casa era lúcida, por su blanco patio de már­ mol, resplandeciente al sol que se filtraba por los cristales de la montera y traspasaba el aljibe de mármol dándole un tono alabastrino. Por la noche la luna le daba al patio una belleza blanca mate. De mármol era la escalera al segundo piso, abierto al patio blanco, con galerías resguardadas por simétricas barandas de hierro. Una cancela de hierro con cristales blancos, azules, rojos y amarillos llevaba a otro pa­ tio de arriates llenos de geranios, hortensias, azucenas y cam­ panillas azules. Más al fondo había un corral con una puerta al monte. La casa era como para estar en ella todo el día, viendo cómo el sol mañanero ponía rubores sobre el suelo y las paredes, entibiando de colores las manos, la cara y los ojos. Al niño Juan Ramón le gustaba mirar por el cristal ama­ rillo de la cancela, porque por él todo parecía «cálido, vi­ brante, rejio, infinito» (Cristal, Prólogo, 25). El espectáculo por el cristal amarillo sería después «nostaljia de lo univer­

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sal latente» en el poeta desde su sem illa, «exaltación musi­ cal, escalofriante y definitiva» (ibid., 26). La maravillosa me­ moria sería después exaltada en el libro con el nombre Por el cristal amarillo, que él no llegó a publicar; pero que otros publicarían por él. En la casa de la calle Nueva aprendió a oír el rumor del agua que caía de la azotea en el aljibe. Se desvelaba al ruido; pero le entusiasmaba pensar que a la mañana siguiente podía ver con los otros niños hasta dónde había llegado el agua; si había llegado muy alto, todos gritarían de asombro y ad­ miración (Platero, XXVI, «El aljibe»). Eso, si llovía. Cuando no llovía todo era blanco y dorado, blanca la casa y la calle, doradas las cosas. Don José, el dulcero de Sevilla que vivía en la casa de enfrente, llevaba botas de cabritilla de oro y pintaba las puertas del zaguán de amarillo canario con fajas de azul marino (Platero, XVI, «La casa de enfrente»); el quincallero que se acercaba contra las paredes recién enca­ ladas, con sus modestam ente ricos «almireces, velones, ba­ dilas, sahumadores, palmatorias», tilíntineando calle Nueva abajo, parecía como si llevara una armadura de oro, de tan envuelto que iba en resplandores (Cristal, «El quincallero do­ ble», 45). A veces pasaban cosas feas por la calle Nueva y Juan Ramón niño le tenía una horrible aversión a la fealdad. Se acordaba del día en que la calle se llenó de gente a ver llegar tres coches de la segunda empresa: el ómnibus, el fa­ miliar y un riper amarillo, que era un m odelo de coche de caballos con un horrible nombre: «El Feo Malagueño». El nombre evocó terribles cosas en su imaginación, le parecía que su dueño tenía que ser «torcido, cojo, bizco, zurdo, ri­ beteado, chato»; le pareció que tenía que vivir en algún sitio horrible, telarañoso, pedroso, ratoso, triste, frío, polvoriento, destartalado, húmedo. Le preocupaba que los chiquillos del vecino pueblo de San Juan creyeran que «El Feo Malagueño»

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era de Moguer, estaba seguro que lo apedrearían. Le parecía que en las estaciones de ferrocarril los viajeros de la ruta de Sevilla, Huelva, Riotinto, Valverde verían al «Feo» como se ve un ratero; que se arrastraría como un perro sarnoso (Cristal, «El Feo Malagueño», 101-103). También le era odioso el relojero portugués, por extravagante. Bajito, delgado y ca­ bezón, vestía de chaqué, levita negra y sombrero calañés. Con una corona fúnebre al pecho y un reloj de m úsica en la mano, andaba por los carnavales, las semanasantas, los en­ tierros y las flamenquerías (Cristal, «El relojero portugués», 119). Las cosas muertas le daban sustos y escalofríos, com o la corona quemada del castillo de fuego de la Virgen de Montemayor. La tiraron del Ayuntamiento al final del vera­ no y cayó en el tejadillo del lavadero de su casa, allí se la encontró un día que se asomó con la criada María Huelva. Se acordaba que había ardido con una bella cola de luces de bengalas azules, rojas, verdes y blancas; pero se horrori­ zó al verle el esqueleto de caña negro, reseco y llovido (Cris­ tal, «La corona de caña», 137). En su casa nada era feo, por todas partes hallaba gozo su fantasía: por el jardín, por el corral, por la azotea, por el patio y la escalera de mármol, por la sala amarilla, por el balcón. Por eso no le gustaba ir a la escuela de la calle Ras­ cón a cantar rezos y deletrear la cartilla. La institución, pa­ trocinada por el Ayuntamiento, tenía el largo nombre de «Co­ legio de primera y segunda enseñanza de San José, incorpo­ rado al Instituto Provincial de Huelva-Moguer», por lo que todo el mundo lo llamaba por el nombre de su director, que lo fue, primero, don Carlos Girona y Mexía y después don Joaquín de la Oliva y Lobo. Era una buena escuela, a la que mandaban niños internos de los pueblos vecinos. Había ocu­ pado primero una antigua casa que tenía, en la plataforma, una ventana que daba a un abandonado jardín, feo, con sus

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naranjos, jazmines, enredaderas y cipreses sobre la yerba alta y entre la yedra y la humedad. La escuela se mudó des­ pués a la calle de la Aceña, siendo su director don Joaquín de la Oliva y Lobo; pero él siempre prefirió al primer direc­ tor, don Carlos, pese al feo jardín. En los días de invierno, cuando llovía y él se aburría, su entretenimiento era ver fil­ trar los colores del poniente sobre el cielo de tormenta por la gran ventana que daba al jardín. Entonces oscurecía a las cuatro de la tarde (Cristal, «El colejio», 153). Se fijaba en que don Carlos siempre llevaba paraguas y quevedos de oro y usaba unas tarjetas muy bonitas. Hablaba mucho cuando iba al Casino de los Caballeros de Moguer, que estaba en una calle que la gente llamaba «Pasadizo de la Iglesia». A Juan Ramón le molestaba que los señores del Casino: don José Sáenz, don Juan Márquez y don José Joaquín Rasco, se bur­ laran de él porque decía, por ejemplo, áccido en vez de áci­ do. Querían consultar el diccionario, pero don Carlos no los dejaba porque a él no le importaba nada el diccionario y seguía diciendo áccido (Cristal, «Don Carlos Girona», 115116). A Juan Ramón también le gustaba el auxiliar Silóniz, aunque no vestía muy bien. Llevaba siempre un traje de al­ paca gris raído y encogido y la gente decía que había come­ tido un robo. Hasta el tío Esteban, primo de su papá don Víctor Jiménez, había hablado de eso en su casa, de sobre­ mesa; pero él no lo creía y se preocupaba mucho pensando que el auxiliar pudiera pasarlo mal en la cárcel de Moguer (Cristal, «El Auxiliar Silóniz», 63-65). En el colegio de don Carlos Girona, Juan Ramón era uno de «los siete sabios de Grecia», que así llamaban a los chicos que sabían más. Después, el colegio se le fue haciendo más pesado. Cuando don Joaquín de la Oliva y Lobo fue su maestro, le costaba mucho resistir el humo de su cigarro y le aburría su clase de latín; pero le gustaba su gabinete de fí­

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sica, porque tenía un globo terráqueo en el que se podía ver unas islas de las que hablaba mucho un amigo de su padre, don Luis Bayo. Las islas se llamaban las Filipinas (Cristal, «Su tío abuelo», 68). Don Joaquín de la Oliva fue el que dijo que la tortuga que él y su hermano Eustaquio se encontra­ ron en el camino un mediodía de agosto, de vuelta del cole­ gio, era una tortuga griega. Ese día, como hacía mucho calor, la mandadera que los llevaba y traía de la escuela los m etió por una callejilla, para acortar el camino. La tortuga estaba entre la yerba de la pared de un granero que por allí había, y tenía el carapacho tan terroso que se confundía con la tie­ rra. Cuando se lo lavaron salieron a relucir unos dibujos de oro y negro, y por eso don Joaquín supo que era una tortuga griega. Griega y todo, él y su hermano Eustaquio le hacían maldades: la mecían en el trapecio, se la echaban al perro y la ponían boca arriba días y días (Platero, LXXXVII, «La tor­ tuga griega»). Por las mañanas no le importaba tanto tener que ir a la t escuela, por las tardes, sí. Las tardes en su casa eran dora­ das; en el colegio, no. La sala de su casa se ponía preciosa después del almuerzo, a las tres. Entonces el sol entraba por los cristales y lo ponía todo amarillo: las arañas de cristal de roca, los candelabros, los espejos, los retratos, las pare­ des y las alfombras. Los damascos amarillos se ponían más amarillos. A las dos y media de la tarde se metía en la sala y se hacía el dormido para dar tiem po a que se hiciera tarde. Sabía que eran las tres y cuarto cuando pasaba, tocando la corneta, el coche de las tres que hacía el servicio a la esta­ ción de ferrocarril. Si en otro cuarto de hora no lo descu­ brían en la sala, ya no tenía que ir a la escuela porque se había hecho tarde. Feliz entonces en su fingido sueño, soña­ ba de verdad, despierto. Moviendo el cuerpo para que se m o­ vieran todos los cristales de la sala amarilla, escuchaba silen-

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cioso su m úsica y las voces lejanas que venían del fondo de la casa (Cristal, «Las tres y cuarto», 253-254). Solamente una vez había ido al colegio con prisa y alegría, cuando era de don Carlos Girona. Fue el día en que llevó todas sus cosas marcadas con su nombre y el de su pueblo, el día en que al fin tuvo su sello, un sello como el de su condiscípulo Fran­ cisco Ruiz. Tener un sello con su nombre se había convertido en una obsesión. Había tratado de hacerse de uno formándolo con una imprentilla que había descubierto en un escritorio viejo de su casa; pero no resultó. Al fin pudo encargárselo a un viajante de escritorio que pasó por allí, pagándoselo de su alcancía. Esperó el sello angustiadamente toda la semana, ve­ lando el correo y poniéndose sudoroso y triste porque no llegaba, y cuando al fin llegó, lo marcó todo: libros, blusas, sombrero, botas decían: «Juan Ramón Jiménez —Moguer» (Platero, LX, «El sello»). Sus pequeñas preocupaciones le causaban un gran m ales­ tar, se ponía pálido, lejano, todo ojos negros. La niñera de Matilde Navarro, una niña muy bonita que a él le gustaba mucho, le había dicho un día: «— ¡Qué ojos tienes, Juanito! ¡Jesús, qué ojos tienes, hijo!» (Cristal, «Amor», 255). Su ma­ dre a veces decía que era demasiado antojadizo, exigente, majadero, fastidioso; pero se lo decía con mucho cariño y, como tenía una gran imaginación y quería averiguarlo todo, le llamaba «Juanito el Preguntón» y «El Inventor» y «capri­ choso», «loco», «exagerado». A sus padres no les gustaba mu­ cho que él se pasara las horas en muda contemplación, que­ rían que estudiara, o que jugara, o que dibujara; pero, aun­ que le gustaba dibujar, prefería mirar por el ojito del cali­ doscopio el mundo mágico de su imaginación: caminos que bajaban al río; su madre, joven y radiante com o debió haber sido, paseando en una barca; el auxiliar Silóniz, como quería

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él verlo, bebiendo una copa de vino dulce de la bodega de su padre; su tío abuelo como le correspondía, de no estar inválido sentado en un sillón con las piernas hinchadas y ven­ dadas, de Almirante en un barco que rodaba por entre los cristalitos del calidoscopio, convertidos en islas tropicales, con los m ismos loros, piñas y negritas desnudas que se veían en las etiquetas de las cajas de tabaco y fuentes como las de las botellas de Agua de Florida (Cristal, «Su tío abuelo», 68). A veces, él mism o se asustaba de sus propias visiones, entonces dejaba el calidoscopio y lo escondía bajo el cojín de damasco amarillo del sofá y escondiendo también su tur­ bación, corría a la puerta a ver si veía al ayudante de su padre, Lauro, su confidente único. Fuera del calidoscopio, también tenía sus islas. Una de ellas estaba en el jardín de su casa, por unas matas de plá­ tanos y araucarias que a él le parecían un bosque. Echado bajo su sombra por las tardes, al volver del colegio, quieto y callado, contemplaba el cielo tornarse rosa. De tan quieto que se quedaba, a su familia a veces le parecía que le pasaba algo (Cristal, «El tesoro», 143-144). También se quedaba ab­ sorto durante las comidas, mirando el agua del vaso y el vino de las copas, porque podía ver en ellos muchas cosas bellas, como en el calidoscopio. El barco de su padre, el «San Ca­ yetano», perdido desde una noche de tormenta de truenos y relámpagos en que varó en la Barra, volvía a flotar en el agua del vaso, desprendido del banco de arena, hermoso y com o recién botado (Cristal, «El ‘San Cayetano'», 61). El juego de la imaginación le atraía mucho más que los otros juegos. Aun jugando de verdad se imaginaba cosas. Cuando jugaba con los otros niños «a la limón, a la limón, que se ha roto la fuente» y le tocaba pasar en la parte «pa­ sen los caballeros», se imaginaba un caballero como su papá y pasaba con mucha cortesía y muy despacio. Jugaba con

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los otros niños porque no le quedaba otro remedio; pero prefería estar solo, jugar solo. A veces, al salir del colegio se quedaba con los compañeros jugando a cualquier cosa en la plaza de las Monjas, frente al convento de Santa Clara; otras veces, Rafaelito Almonte, el hijo de don Rafael Almon­ te, médico de su casa, iba a jugar con él; pero seguía prefi­ riendo estar solo, la soledad le era necesaria para su esparci­ m iento mayor. Las personas mayores no se daban cuenta de esas cosas. Un día de Semana Santa en que quería estar solo el doctor Almonte le había anunciado que le iba a mandar a Rafaelito a jugar con él, y don Julián Borrego, el arcipreste a quien él respetaba y besaba la mano, le había pedido que llevara un cirio colorado en la procesión. Él no podía, nece­ sitaba, necesitaba estar solo con Jesucristo a las tres para morir con Él. Le habían entrado ganas de morir con Jesu­ cristo al oír en la iglesia las bellas palabras: «Esta tarde es­ tarás conmigo en el Paraíso». Se puso nervioso esperando el momento, no quiso ni comer y, como siempre, en su casa creyeron que estaba enfermo, que había comido algo por ahí que le había hecho daño. Su mamá le regañó, le amenazó con darle un purgante, sin darse cuenta que para él los días de purgante eran de fiesta, porque no tenía que ir al colegio, porque le daban de comer cosas que a él le gustaban: té, sopa de jamón; porque tenía que estarse todo el día en el cuartillo, solo, imaginándose lo que le diera la gana todo el bello día, tan largo, contemplando el cielo por la ventana (Cristal, «El Blancote», 47-49). Sus padres se ocupaban mucho de él. Su madre le parecía un modelo de madre. Le gustaba estar junto a ella y cuando se sentaba a coser, él se entretenía a su lado mirando el ca­ lidoscopio. Su madre era muy trabajadora y él esperaba con ansiedad que llegaran las cinco de la tarde para que ella se arreglara y se viera bonita (Cristal, «Su madre», 57). Su pa­

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dre lo llevaba a pasear, a visitar y a las bodegas, y le daba cosas a escribir porque él tenía muy buena letra. En la es­ cuela, le gustaba mucho hacer planas con pluma y tinta, y le gustaba también poner la pluma a trasluz para ver el color de la tinta por el ojo del punto, cardenal, tornasolada de verde con un rico olor y sabor a m etálico (Cristal, «El Auxi­ liar Silóniz», 64-65). Tornasolada era la corbata de raso ver­ de de su padre, la que se ponía cuando llevaba el chaleco blanco y un traje de tela marrón oscura suave y exquisita. Se veía muy bien su padre en él, caminando despacio y apar­ tando las basuras del camino con el bastón. Iban de visita, a ver a los Sáenz, sus parientes, y a otros señores de Moguer. A veces iban a una casa a la orilla del río, de un señor que se llamaba Verdejo, entonces sí podía extasiarse en la con­ templación del paisaje (Cristal, «La casa de la orilla del río», 53). Como a su padre, le gustaba mucho el campo, ver el pai­ saje desde el molino de viento, descubrir nuevos caminos, sa­ ber que el arroyo de los Llanos era el mism o que partía el camino de San Antonio por su bosquecillo de álamos; que caminando por él, en el verano, cuando estaba seco, se podía llegar a ciertos lugares. En invierno, cuando tenía agua, podía echar un barquito de corcho y hacerlo navegar hasta otro sitio, pasando por debajo del puente (Platero, LXVII, «El arroyo»). Era bella la vida al aire libre y una verdadera ale­ gría, sobre todo, si hacían el recorrido de las propiedades de la familia. Los patios de las bodegas daban al campo, en los corrales había caballos y perros y en la vendimia el trajín de las cuadrillas y de los bodegueros transformaban el lugar en un excitante mundo de cargadores de uvas; de asnos blan­ cos, cargados de verde y amarillo que llegaban de los pue­ blos cercanos: Lucena, Almonte, Palos, con el producto de las viñas. Tenían que esperar, para descargarlos, a que se desocuparan los lagares. Todo era trajín: los bodegueros

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cantando y lavando botas; los toneleros, dando golpes en los toneles; los trasegadores, pasando las jarras espumeantes de m osto o de la sangre de toro con que clarificaban el vino (Platero, LXII, «Vendimia»). Aun en m edio del trajín de las bodegas, él podía jugar a lo suyo y recogerse en las islas do­ radas de su fantasía. En la bodega del Diezmo, dando la vuel­ ta por la pared de la calle de San Antonio, había una verja cerrada que daba al campo, sobre una vereda que se alargaba hasta borrarse bajando en las Angustias; de allí se veía la ca­ rretera que salía de Moguer, con su puente y sus álamos, se veía el horno de ladrillos, y las lomas de Palos, y los vapores de Huelva. De allí se veían, al anochecer, las luces del muelle de Riotinto y el eucalipto grande de los Arroyos se destacaba oscuro y solo contra el ocaso (Platero, X X III, «La verja ce­ rrada»). En los Arroyos vivía Mariano, que tenía un naran­ jal que él conocía muy bien porque en el invierno, por las tardes, lo llevaban allí de paseo con los otros niños de la escuela. A él le gustaba ir porque podía abrir piñones con su navajita de nácar en forma de pez que tenía dos ojitos de rubí por los que se veía la torre Eiffel (Platero, CV, «Piño­ nes»); pero le gustaba mucho más contemplar el paisaje por entre los hierros de la verja cerrada y transformarlo mara­ villosam ente con la imaginación, como transformó la aban­ donada plaza de toros en un bello paisaje el día que le dio la vuelta, corriendo, por las gradas de pino. Él no sabía cóm o era una plaza de toros de verdad, esa tenía una hierba muy verde en el centro, estaba en la calle de Palos, en la zona de bodegas llamada El Castillo, y decían que se había quemado; él sí conocía las plazas de toros de las estampas que venían en el chocolate, en las que un toro negro echaba al aire unos perritos grises. A él no le gustaban los toros, cuando los veía venir por los caminos a la salida del pueblo corría a refugiarse bajo el puente de las Angustias. Los cho­

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colates de las estampas se los regalaba un amigo mayor, Manolito F lores6. Él tenía algunos amigos de su edad, com o Alfredito Ra­ m os, que se murió una primavera; él y su hermano Eustaquio, con otros dos amigos, Pepe Sáenz y Antonio Rivero, llevaron su blanco ataúd al cementerio, porque en Moguer, cuando se moría un niño, los otros niños llevaban sus restos al cemen­ terio (Platero, «El cementerio viejo», XCVII). En el verano, cuando los cóm icos daban funciones de noche, él iba con su primo y otro amigo a ver pintar el telón de mar, lo pintaba el galán joven en casa de la actriz, que era muy bonita (Cristal, «El dondiego de noche», 85-86). Él se fijaba mucho en las mujeres del pueblo, sobre todo si eran bonitas o dis­ tintas. Se acordaba que de chiquitín la hija del aguador Arreburra le daba m uchos besos, y se acordaba tam bién de una niñita con quien jugaba por las tardes en la plaza de la igle­ sia de Moguer. Cuando se la llevaba la niñera y él se queda­ ba solo, sin que nadie lo viera, besaba las piedras por las que ella había pasado (Cristal, «Amor», 255). Ya m ás grande "se había enamorado de una niña de Huelva a quien conoció una noche que su padre le llevó al teatro a ver una zarzuela. Entonces él tenía diez años y le gustaba mucho Huelva, se ponía nerviosísim o anticipando el viaje, se sentaba y se le­ vantaba de la mesa, no acertando a comer. Huelva olía a gas, com o debían oler las grandes ciudades, y tenía aceras an­ chas y barcos anclados en el puerto, y cafetines donde comer helado después del teatro. La niña de Huelva era tan delica­ 6 Manolito Flores, residente en la plaza de los Escribanos de Mo­ guer, tenía unos quince o veinte años más que J. R. y era un hombre educado de la clase media, bien relacionado con los señores de las clases altas de Moguer. La plaza de toros del pueblo, en el Castillo, se quemó. Se sabe que para 1892 ya no existía. Para esa fecha el poeta tenía diez años. (Ver cap. C, «La plaza vieja de toros», en Platero.)

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da y tan fina que le hizo sentirse un niño basto de pueblo; le había mirado confusa al irse y desde entonces había so­ ñado con ella (Cristal, «Pepita Gonzalo», 133-134). Le gustaban mucho las mujeres de otra parte. En Moguer había m ujeres bonitas; pero las de otra parte le gustaban más. Por las mañanas iban a bañarse al río muchas mujeres, él notaba cómo se les encogían del frío los brazos, los pe­ chos, los m uslos y se fijaba siempre más en la sobrina de don Manuel el cura, que era rubia y bonita y venía de otra parte (Cristal, «La m ujer de otra parte», 129). Le intrigaban las m ujeres distintas, atendía a lo que se decía de ellas por el pueblo, en la barbería del Conde Reyné, de la calle Ven­ dedera, y en el Casino de los Caballeros. E l Conde Reyné, que era muy popular, no era conde sino barbero, y tenía fama de ocurrente; por él se enteró que Ciriaca Marmolejo toca­ ba el piano. Le fascinaba esa persona con ese nombre y su casa, cuya sala estaba llena de espejos con m arcos dorados. Como era muy averiguador, remoloneaba al pasar frente a su casa y ella a veces conversaba con él. Entonces le pre­ guntaba si de veras sabía tocar el piano y le contaba que un señor del casino había dicho que ella era «un poema musi­ cal». Ciriaca tenía un gran piano de cola y cuando él le pedía que tocara algo ella se lo prometía y tocaba en el aire con las manos. Él no se acordaba de haberla oído tocar; pero sí se acordaba de sus bellas manos largas, cuidadas, con ho­ yuelos, y le parecía que le había dicho que sus manos eran como flores magnólicas y que ella, asombrada, le había pre­ guntado quién le enseñaba esas cosas (Cristal, «Ciriaca Mar­ molejo», 39-43)7. 7 Ciriaca Marmolejo era una moguerefia que, por su buen tipo y su donaire, llamó la atención de Juan Ramón niño e inspiró el trozo en prosa que lleva su nombre, «Ciriaca Marmolejo», publicado por J. R. en el núm. 19 de 1953 de la revista Platero de Cádiz, bajo el tí­

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Otra mujer del pueblo que le llamaba la atención era una doña Luisa, a quien llamaban «La cubanita» y vivía en la plaza de la iglesia, en una casa que fue después de la herma­ na de una novia de él, Coral Flores. Se había fijado muy bien en lo que llevaba doña Luisa el día que salió a regañar a los chiquillos que le rompieron un cristal de la cancela: bata blanca de mangas cortas con un gran escote que dejaba ver sus carnes generosas. Doña Luisa era buena con él y le pres­ taba libros que su hermano le traía de Cádiz, entre ellos una traducción del H am let de Shakespeare (Cristal, «Herodes», 132). También le interesaban las hijas de don José González, un médico de fuera que vivía en la calle Aceña. Eran dos y llevaban luto por la muerte de su madre; una le parecía confusa, pero le gustaba mucho la otra, muy blanca, de abun­ dante pelo negro y ojos también negros (Cristal, «Don José González», 139-140). Eloísa Infante, una fina m ujer de Mo­ guer que gustaba contemplar desde su balcón la estrella de la mañana, le parecía una visión contra el cielo azul en su bata morada, con el cabello negro sobre los hombros, los brazos " desnudos y los ojos en alto (Cristal, «La estrella de la maña­ na», 121), y se había fijado muy bien en la biznaga de jaz­ m ines que Herminia llevaba en el pecho una tarde de pri­ mavera. Herminia era una mujer alta de ojos azules que vestía de blanco y salía a recibirle, sonriente desde el fondo tulo «Casa azul marino». La fantásticamente Urica versión juanramoniana no fue del agrado de los hijos de esta señora y uno de ellos le escribió al poeta sobre el particular. Al publicar el trozo de nuevo, J. R. añadió lo siguiente: «UN SUEÑO. Ciriaca Marmolejo, este nom­ bre tan extraordinario, me reclamó siempre asistencia. Y obsesionado por él, no por persona alguna, escribí bajo él un sueño, que a mí me trajo mi memoria dormida. / Lo declaro aquí con toda lealtad y gusto y pido perdón a los ofendidos por mí sin voluntad despierta» (Moguer, página 41). Por el cristal amarillo contiene la primera versión de «Ci­ riaca Marmolejo», de 1924.

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de la casa de ella, por un paseo de piedrecitas que llegaba al zaguán (Cristal, «Herminia», 123-124). Las mujeres vestidas de blanco tenían para él un encan­ to muy particular, más aún si eran de tez blanca porque en­ tonces resaltaba más toda la blancura. Mayorcita Jote, la costurera que vivía en la calle de San José y que iba a coser a su casa de campo en Fuentepiña, era muy blanca y vestía de percal blanco, con un pañuelo grana al cuello; su pelo negro contrastaba con la blancura de su porte y se veía tan fresca y tan limpia, que se le parecía a la Virgen de Montemayor, cuya ermita estaba en la finca de Ignacia. A él le dolía que viviera en una casa pobre, porque ella merecía vivir en una casa con cancela de colores al patio y balcones (Cristal, «Montemayorcita Jote», 71-72). Era una muchacha ya ma­ yor, tendría diez años más que él y lo de Jote era un apodo, su verdadero nombre era Montemayor Díaz. Cuando él pa­ saba por la ventana de la señorita Montemayor Díaz, costu­ rera de Moguer, ella le saludaba complacida y alegre. Otra muchacha sencilla del pueblo que él miraba absor­ to, porque era muy bonita, era la hija de Lauro, el ayudante de su padre. Se llamaba Aurelia y vivía en la calle de San Miguel; por eso a él le gustaba esa calle. También le gustaba la casa pobre de la plaza de las Monjas, donde vivía una actriz muy bonita que la gente decía que era muy desgra­ ciada. Estaba hética. El galán joven pintaba el telón de mar en el corral de la casa de ella (Cristal, «El dondiego de no­ che», 86). La gente hablaba también de la enfermedad de Concha Marín, una señora viuda muy blanca, que se veía más blanca vestida de negro. Decían que tenía un zaratán en el pecho, un cáncer que nadie había podido curarle, y él de­ seaba matar a ese animal que la mataba a ella y com o no podía, mataba a todas las sabandijas que veía por el camino si se parecían a un zaratán. Cuando los chicos salían del co­

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legio, si se encontraban con Concha Marín, se ponían a decir cosas de ella y de su enfermedad y él se imaginaba que ese zaratán tenía que ser el mism o diablo, tan malo como los hombres malos del pueblo, que, según las personas mayores, hacían sufrir a sus mujeres matándolas de hambre, frío y abandono; y preocupado por Concha Marín, se iba por la calle del Coral, donde ella vivía, a ver si la veía sola con el zaratán8. En el pueblo vivían otras mujeres extrañas. Pasando un día ante una reja vecina, había visto a una m ujer casada toda desnuda, contemplando frente al espejo del ropero un lunar grande que tenía en la sien. De la azotea de su casa la oía reírse. Decían que era tonta porque se paseaba al ama8 La Cintia Marín de «El zaratán» es un lírico doble de la señora Concha Marín, de Moguer. Esta obra se publicó en El Sol de Madrid el 12 de enero de 1936, bajo el título: «Con la inmensa minoría. Leyen­ da (Elegías andaluzas). El zaratán», y mucho después en forma de libro, como sigue: El zaratán. Con 19 grabados de Alberto Beltrán, Co­ lección «Lunes», núm. 20, Imprenta de Bartolomé Costa-Amic, México, 1946; El zaratán. Edición conmemorativa de la apertura de la Biblio­ teca «Juan Ramón Jiménez» en su casa de Moguer. Con ilustraciones de Gregorio Pietro. Edición realizada por la Dirección General de Ar­ chivos y Bibliotecas, Talleres de Tipografía Moderna, Valencia, 1957. Los lugares que J. R. menciona en esta obra son todos reales, a ex­ cepción de la calle «Los Corales», embellecimiento de la calle del Co­ ral; los nombres de muchas de las personas en la obra corresponden a los de verdaderos habitantes del pueblo: Herminia Picón, Reposo Neta, don Joaquín de la Oliva y Lobo, don Domingo el médico (Do­ mingo Pérez), Nicolás Rivero (a quien está dedicada la obra), don Au­ gusto de Burgos y Mazo. Otros nombres tienen una gran semejanza a los de personas reales: Lolo Ramos se parece a Lobo Ramos, habi­ tante de Moguer; Manolito Lalaguna tiene trazas de ser una fonética adaptación de otro nombre conocido. Cuando J. R. se expresa de una manera negativa sobre una persona real, altera bastante el nombre; si se refiere a un asunto de carácter personal aunque no necesaria­ mente negativo, cambia levemente el nombre; si se refiere a un hecho conocido por todo el pueblo: e. g. «el colegio de don Joaquín de la Oliva y Lobo», da el nombre tal como es.

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necer, muy arreglada, entre los arriates de heliotropo de su naranjal, pidiéndole en voz alta a la Virgen de Montemayor que le trajera un niño. Y cuando su marido le traía los niños que había tenido con otras, la generosa «tonta» los aceptaba como suyos. Le impresionaban las m il cosas que se conta­ ban de ella y ya grande había de evocarlas poéticam ente, cambiando un poco el nombre de la recordada, no queriendo ofender ni tampoco deformar la realidad (Cristal, «Concha Monte», 127-128). Le interesaba todo lo que se decía en el pueblo, pero se aburría soberanamente en el colegio. Aun así, era un estudiante bueno y cumplidor. Cuando se exami­ nó de instrucción primaria el 25 de septiembre de 1891 en el Instituto de Huelva para ganar acceso a la enseñanza media, su nota fue Sobresaliente. Como siguió estudiando el bachillerato en el mismo plan­ tel, entretenía su aburrimiento marcando los libros con su sello, pintando viñetas y escribiendo su dirección y nombres. En el primer curso, de 1891 a 1892, dio Latín y Castellano, y Geografía; en el segundo curso, de 1892 a 1893, dio Historia de España y siguió con el Latín y Castellano. Pese a lo que le aburría el «latín adormilado» de don Joaquín de la Oliva y Lobo, en el primer curso de Latín y Castellano sacó Nota­ ble, y en el segundo, Sobresaliente. La Geografía le intere­ saba más porque tenía que ver con esos sitios por donde iban los barcos de Moguer y por donde se figuraba que había estado su tío-abuelo. La aprobó con Sobresaliente, y en His­ toria de España, que le interesaba menos, sacó Notable. Sus libros de estudios estaban escritos por los catedráti­ cos del Instituto Provincial de Huelva, donde se examinaba, o por los del Instituto de Jerez de la Frontera, personas to­ das de mucha preparación. A Juan Ramón le gustaba la Gra­ m ática elem ental de la lengua latina del doctor don José Ríos y Rivera, catedrático numerario por oposición de latín

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y castellano en el Instituto de Jerez de la Frontera. Era éste un señor de muchos cargos, según rezaba en las primeras páginas del libro: abogado de los tribunales de la nación, del claustro y gremio de la Universidad Literaria de Sevilla en el de Derecho, licenciado en la Facultad de Filosofía y Letras, académico de la sevillana de Jurisprudencia y Legis­ lación, antiguo sustituto retribuido y auxiliar con destino a las cátedras de la sección de Letras en el Instituto Provin­ cial de Sevilla. A Juan Ramón le gustaba el libro porque daba algunas reglas en verso, como las de la página 29, que trata­ ba de los «Géneros de los nombres y Reglas de significación»: Por su significación Son masculinos los nombres De varón, animal macho, Los oficios, profesiones De aquel y en el mismo género En latín siempre se ponen Todos los inanimados De vientos, ríos y montes Los de meses, y es preciso Distinguir como excepciones Los Alpes, ninfas, mujeres Que el propio idioma dispone Que sigan el femenino Pues como tal se conocen

Al pie de esa página Juan Ramón había anotado: «Estas re­ glas han sido escritas en verso castellano por don Arturo Cayuela y Pellizzari» 9, y com o le gustaba el libro no había es9 Los libros de estudio aquí mencionados están en cuidado de Francisco Hernández-Pinzón Jiménez, sobrino quien debe la autora el haber examinado este material. bros de J. R. hay una edición de la Gramática elemental latina que parece haber pertenecido a Jerónimo Villalón tiene los mismos versos al final, con leves variaciones.

España bajo el del poeta, a Entre los li­ de la lengua Daoíz y que #

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crito ni dibujado en sus páginas. También muy docto tenía que ser el autor de su libro de H istoria de España, el doctor don Antonio Fernández y García, Comendador de número de la Real Orden Americana de Isabel la Católica, Individuo Co­ rrespondiente de la Real Academia de H istoria y la de Bue­ nas Letras de Sevilla, Catedrático por oposición de Geogra­ fía e Historia y Director del Instituto Provincial de segunda enseñanza de Huelva. El libro era de 1890. Para el curso académico de 1893-1894 Juan Ramón se ma­ triculó en el Instituto de Huelva la Retórica y Poética, la H istoria Universal, el primer curso de Francés y Aritmética y Álgebra; pero tuvo que renunciar a la matrícula porque su padre decidió mandarle a él y a su hermano Eustaquio a un colegio de jesuítas en el Puerto de Santa María, cerca de Cádiz, a una corta distancia de Jerez de la Frontera. Se lla­ maba «Colegio de San Luis Gonzaga».

CAPÍTULO I I

RELIGIÓN, RETÓRICA Y POÉTICA: EL «COLEGIO DE SAN LUIS GONZAGA»

—Madre, m e olvido de algo, y no m e acuerdo... / Madre, ¿qué es eso que olvido? / —La ropa va toda, hijo. / —Sí, m as m e falta algo, y no recuerdo... / Madre, ¿qué es eso que olvido? / —¿Van todos los libros, hijo? / —Todos, m as m e falta algo, y no m e acuerdo... / —Madre, ¿qué es eso que "o lvido? / —Será... tu retrato, hijo. / —¡No, no! Me falta algo y no recuerdo... / Madre, ¿qué es eso que olvido? / —No pienses más, duerm e, h ijo ...1. Por la mañana, temprano, salió el pequeño Juan Ramón con su hermano Eustaquio para el «Colegio San Luis Gonzaga» del Puerto de Santa María, cerca de Jerez. En esa ma­ ñana del temprano otoño de 1893 todo le parecía distinto. Atravesaron la marisma, detrás de los eucaliptos se veía el humo del tren, el cochero iba cantando; pero el chico lleva­ ba el corazón oprimido. i «El adolescente», de Domingos (1911-1912), en Poesías (1899-1917) de Juan Ramón Jiménez, The Hispanic Society of New York, 1917. (Impreso en Madrid, Imprenta Fortanet), y en la Tercera antolojía poética (1898-1953). Texto al cuidado nio Florit. Editorial Biblioteca Nueva, Madrid, 1957, pág. 296.

escojidas America, pág. 166, de Euge­

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Llegó al colegio rendido de nostalgia. No se fijó que pa­ recía un palacio, que era tres veces más grande que el más grande edificio de Moguer. La fachada era más grande que la del Ayuntamiento de Moguer; pero no tan bonita, porque el Ayuntamiento tenía en ambos pisos una gran galería en­ rejada, sostenida por delicadas columnas y m edias columnas de mármol y el colegio no tenía al frente columnas de már­ mol. Era tres veces más grande que el convento de monjas de Santa Clara de Moguer; pero no era tan histórico ni tan antiguo. El convento estaba en la plaza de Monjas, donde él jugaba con sus amigos; él sabía que había sido una fortale­ za de los tiem pos de la Reconquista y había visto, dentro de la iglesia, los sepulcros de don Jofre Tenorio, Almirante de Castilla, y sus familiares, los señores de Portocarrero, con figuras yacentes de mármol y alabastro. El colegio de los jesuítas, del Puerto de Santa María, era inm enso por fuera y por dentro. En la fachada tenía tres grandes puertas enrejadas, con tres grandes ventanas enci­ ma y tres tragaluces más arriba. A cada lado de las puertas de entrada había tres hileras de seis ventanas cada una y una hilera baja de seis tragaluces; total: treinta y nueve ventanas, quince tragaluces y tres puertas en la fachada, y no se podían contar, de tantas que eran, las ventanas a los lados laterales del edificio que daban a calles distintas, y las ventanas del fondo. Dentro todo era espacioso, empezando con el vestíbulo, con su gran escalera de mármol rosa con barandales y balaustres tam bién de mármol. En el amplio descanso que conducía al segundo piso estaba la estatua de San Luis Gonzaga, el puro varón, con su lirio al brazo, guian­ do a un niño del otro brazo, su blancura sombreada por el nimbo de luces que se colaban por los cristales blancos y rojos de la ventana al fondo. A los cuatro lados de su in­ menso interior, el colegio tenía interminables hileras de cuar­

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tos con las interminables hileras de ventanas que daban al exterior. Amplios pasillos, resguardados por galerías cubier­ tas de cristales, servían de marco al gran patio interior y dejaban que la luz se derramara por los suelos y las paredes enlosadas. Alrededor de los cuartos del segundo piso había una terraza de ladrillos con barandales de hierro entre m e­ dias columnas coronadas por m acetones de geranios. En ese recinto interminable había de todo: una iglesia con un reta­ blo franciscano y churrigueresco; una capilla; una enferme­ ría; salones de clases; salón de actos y fiestas; comedor, dormitorios, despachos; convento para la comunidad. Pero el pequeño Juan Ramón no se fijó mucho en estas cosas; notó, sí, que encendían los focos grandes del patio, como para alegrarles su tristeza, y cuando los sacaron de paseo al otro día de su llegada, un domingo, su día favorito en Mo­ guer, día callado y tranquilo como para contemplar y soñar a sus anchas, en el Puerto de Santa María le pareció la tarde del domingo descompuesta, incolora, hueca, tonta (Cristal, «El submarino Peral», 106). " Los niños internos en el «Colegio San Luis Gonzaga» del Puerto de Santa María andaban muy excitados ese primer domingo porque habían oído decir que el submarino Peral iba a estar en la Carraca, y cuando fueron a la playa de paseo hubo quien señalara hacia la Catedral y el castillo por sobre la bahía de Cádiz diciendo que lo veía. Juan Ramón no lo veía. Él sabía m uy bien quién era Isaac Peral, el inventor del submarino, y sabía muy bien qué apariencia tenía el fa­ m oso submarino, dibujado al centro de su pañuelo favorito en un color morado que de tanto lavarse había quedado vio­ leta. En Moguer todo el mundo sabía esas cosas porque Isaac Peral era pariente de Narciso Macías, un albéitar del pue­ blo, es decir, un señor que sabía curar a los animales. Por lo del parentesco había estado allí de visita y lo habían aga-

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sajado en el Casino de los Caballeros, donde tenían su retra­ to. Por el trasmuro había un dibujo añil del submarino Peral y ese dibujo y el de su pañuelo eran m ás de verdad que esa cosa que los internos señalaban en la playa diciendo que era el submarino Peral. Además, la playa estaba muy fea, llena de latas y retama, los colores no se veían, el agua estaba su­ cia y densa y la fábrica de gas, negra, estorbaba la vista. En su pueblo blanco y su casa blanca sí que brillarían los colo­ res y sería dorada la sombra de la tarde y después se me­ tería la luna por los cristales de colores de la cancela del patio de los arriates y el límpido cielo se pondría azulado de luceros y la voz de su madre estaría sonando por toda la casa; pero él, tan lejos, no podía oírla. Pasó todo el otoño oscuro y nublado de nostalgia, para el invierno el mar empezó a parecerle azul, para la primavera se fijó que también allí los crepúsculos y las nubes eran rosa y que el sol brillaba «en el agua primaveral del patio gran­ d e» 2. Cuando la huerta se puso verde, oyó el canto de la noria, notó que el cielo estaba ««todo limón» y que de bajo poniente Cádiz se veía bellísimam ente rojo. Al fin, los do­ mingos volvieron a ser su día favorito. A fines del siglo xix, época del internado de Juan Ramón Jiménez en el «Colegio San Luis Gonzaga» del Puerto de Santa María, ésta era una ciudad importante y próspera y un gran centro vinícola; sus famosas bodegas estaban cerca del colegio, una de ellas a un costado, calle enmedio. Las ca­ lles eran amplias, las casas grandes, las iglesias bellísimas, obras, algunas de ellas, de Alfonso el Sabio y de los duques de Medinaceli. Tenía el Puerto una fam osa plaza de toros, alegres paseos llenos de limoneros y naranjales, teatros, fon­ das, hospitales, sociedades, academias; pero ese no era el 2 Inédito. En los archivos de J. R. J. en España.

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mundo de los internos del colegio de los jesuítas. Su mundo era el del colegio y el de los breves paseos los días de fiesta. Más cerca que las bellezas del centro de la población estaba la bella vista de Cádiz lejana, a través de las muchas venta­ nas del piso alto. Por las mañanas, Juan Ramón contempla­ ba las doradas cúpulas de la catedral, resplandeciendo al sol por sobre el doble azul de mar y cielo. Se acordaba enton­ ces de las lecciones de historia de la época fenicia, y pensa­ ba en un gran templo con toldo de púrpura «bajo el inmen­ so azul con so l» 3. Para entonces ya conocía Rota, un pue­ blo marinero y agricultor que cerraba la bahía frente a Cá­ diz; en las huertas, sobre las tierras arenosas al lado del mar, antes de comenzar los cultivos tenían que echar tierras fértiles. Con sus calles limpias y blancas se le parecía mucho a Moguer, por eso le gustaba. Estas cosas le distraían en el ascético ambiente del colegio, para él tan grande y tan frío. De tan ascético que era su nuevo ambiente empezó a sentir «una vaga sensación de paganismo» al contemplar la aurora azul y alegre de Cádiz4. Se sentía cohibido, pesaroso, "pecador, al dar rienda suelta a su fantasía y a su curiosidad. Lo natural había dejado de ser la regla, no se podía hablar de novias ni de tonterías, era necesario ir serios cuando se les daba algún encargo, caminar en las filas con los brazos cruzados, vestir un uniforme de gente grande, de Almirante, negro, con galones dorados y rojos. Las pequeñas maldades se castigaban en grande, la cena se convertía en pan y agua de rodillas, a la entrada del comedor sobre el banquillo de 3 «Castro», recuerdos inéditos. En los archivos de J. R. J. en Es­ paña. 4 Ver «Juan R. Jiménez. Habla el poeta», relación autobiográfica publicada en la revista Renacimiento de Madrid, en el número de oc­ tubre de 1907, pág. 422. Al volver a citar de esta fuente, abreviaremos a Renacimiento.

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los expulsados. Para salvar el alma era preciso mortificar el cuerpo. Eso no lo había sabido él hasta entonces. En Mo­ guer los deseos del cuerpo jamás habían estorbado las ilu­ siones del alma. Cuando sentado a los pies de su madre mi­ raba el calidoscopio, soñando todas las bellezas posibles e imposibles, si se lo pedía el estómago, corría al comedor por un pico de rosca (Cristal, «Su madre», 58). Por las tardes, ti­ rado a la sombra dorada del sol, en el jardín de su casa blanca, soñaba sus sueños mejores y, tanto en su casa como por las calles y los caminos de Moguer, andando com o le diera la gana, sin pensar cómo llevaba los brazos, podía ha­ blar y mirar y preguntar y fijarse por mera curiosidad, por­ que le gustaba, en el pelo y los brazos y los ojos de cualquier mujer, y en lo que llevara puesto, y podía hablar de ellas con los otros niños, como hacían los mayores cuando se re­ unían, como hacía toda la gente del pueblo. Pero en el cole­ gio de los jesuítas estas cosas eran un pecado, éstas y mu­ chas cosas más, la humildad cristiana le hacía sentirse a uno pecador, era necesario hacer constante examen de concien­ cia y era necesario meditar, su pasatiempo favorito; pero los jesuítas querían que los niños meditaran sobre el pecado, la muerte, el juicio final, el Cielo y el infierno. Para ganar el Cielo había que ser puro, como San Luis. Más importante que el saber era la moralidad, más importante que entrenar la m ente era entrenar el alma, para eso eran las devociones, el retiro, las prédicas, las ligas, las congregaciones y el cate­ cism o explicado de los domingos por la mañana, que acaba­ ban por echarle a perder el día. Como el niño Juan Ramón era bueno y sensitivo, al prin­ cipio de su estancia en el ascético ambiente jesuíta se sintió piadosamente sobrecogido, pensó que le gustaría ser jesuíta. En el año de 1893, año de su entrada al colegio del Puerto de Santa María, pasó a ser miembro de la Congregación Ma-

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riana que dirigía el buen, padre Juan Nepomuceno Oliver, su director espiritual, a quien ya iba queriendo mucho. La Con­ gregación era muy importante y los quince niños que a ella pertenecían, en días de guardar, llevaban sobre los unifor­ mes unas cintas azules con la medalla de la Virgen. En mar­ zo de su primer año en el colegio (1894) se ganó un primer premio de conducta y le dieron una medalla especial. Después se ganó otros premios; pero recibir premios le daba males­ tar (Platero, LVII, «Los gallos»). El colegio del Puerto iba a ser su morada por unos años más y dócilmente se adaptó a esa vida distinta. A los cinco m eses de estar a llí5 le hicieron dirigir una solicitud al direc­ tor del Instituto de Huelva pidiéndole que le anularan la matrícula y que se le diera un certificado de estudios para que se hiciera el traslado al Instituto de Jerez de la Fronte­ ra, con el que estaba afiliado el «Colegio de San Luis Gon­ zaga», del Puerto de Santa María. Las clases del colegio del Puerto eran a veces tan aburri­ das como las del colegio de don Joaquín de la Oliva y Lobo *en Moguer, entonces él se entretenía dibujando, com o en Moguer. Si antes pintaba viñetas, ahora pintaba cosas sagra­ das, porque estaba rodeado de ellas: cálices y hostias; el corazón de Jesús ardiente y sangrante, traspasado de espi­ nas, como en los escapularios; la cruz, el rosario; el pódium del maestro que tenía delante; los libros sagrados y una tumba con las palabras «Acuérdate que morirás». La muerte ya no le parecía natural, como cuando murió su amigo Alfredito Ramos y fueron a llevar su cajita al cementerio, o como cuando murió la abuela mamá Teresa, en un delirio de flo­ res, como contaba su madre. Como una protesta, tachó un día el dibujo de la tumba con el «Acuérdate que morirás»; 5 En febrero de 1894.

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pero no tachó el dibujo de una placa que decía «Volemos al Cielo para allí juntarnos con tan cariñosa Madre», aunque se trataba también de morirse, ya que de otro modo no se podía volar al Cielo. Ambas eran copias de dibujos que por allí tenían los Jesuítas, era absurdo que él fuera a inventar esas cosas. Lo de la cariñosa Madre era más armónico a sus inclinaciones. Como todos los moguereños, él era muy devo­ to de la Virgen; pero su devoción estaba vinculada a la ale­ gría del pueblo, a las romerías. Todo Moguer iba a la ermita de la Virgen de Montemayor, a la bonita finca que llevaba ese nombre, a rendirle homenaje a la Divina Patrona. Esa finca sería después de Ignacia, la hermana de Juan Ramón; la compraría el marido de ella, Pedro Gutiérrez. En Moguer mucha gente se llamaba Montemayor, Mayor, Mayorcita y hasta Montemayorcita. Los moguereños querían mucho también a la Virgen del Rocío, Patrona de Almonte, otro pueblo de Huelva. La ermita estaba en las marismas de la margen derecha del Guadalquivir. La Virgen que tenían los jesuítas no era como éstas, es decir, cuando se pensaba en ella no se pensaba en el pueblo y en las romerías porque era la Inmaculada Concepción y había que pensar en su pureza. Distraído o hastiado, el alumno Juan Ramón Jiménez re­ petía el nombre del colegio en cualquier espacio en blanco de sus libros, y las iniciales «JHS» y las propias iniciales «J. R. J.». Dibujaba el perfil de hombres ascéticos, sus maes­ tros, y la cara de luna con espejuelos de un padre Pablo. Su Manual de R etórica y Poética estaba lleno de dibujos (Cris­ tal, «Aburrimiento», 125-126). Publicado tres años atrás, es decir, en 1890 6, el libro andaba por la quinta edición. Su au6 Jerez, Imprenta de El Guadalete, a cargo de don Tomás Bueno, calle Compás, núm. 2.

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tor, Nicolás Latorre y Pérez, era catedrático numerario de dicha asignatura en el Instituto Provincial de Jerez de la Frontera, de donde una com isión de señores catedráticos iba a examinar a los alumnos del colegio del Puerto. E l Manual del catedrático Latorre y Pérez estaba lleno de referencias a toda clase de autores. Se les citaba a manera de ilustración, apoyándose en el estilo de los grandes escritores com o Fray Luis de Granada, Fray Luis de León, Garcilaso, Cervantes, Góngora, porque «el estilo, com o el gusto, se forma ante todo con m odelos bellísim os nutrido», decía el Manual en la pá­ gina 74, en «Medios para adquirir un buen estilo», remedan­ do un verso de la Poética de Martínez de la Rosa que ya ha­ bía sido citado en una página anterior (la 4). Como los m o­ delos bellísim os no se estudiaban de por sí, sino para ilus­ trar los preceptos, el alumno Juan Ramón Jiménez no enten­ día que procedían de un conjunto, ya fuera en verso o en prosa. Le parecía que eran así, sueltos: «Acude, corre, vuela...», «Pasando por un p u eb lo...»7. Le aburría la clase, se ponía a pensar en otras cosas, llenó de garabatos las «No­ ciones preliminares» de Literatura y Estética en las prime­ ras páginas del Manual. En la esquina izquierda de una de esas páginas pintó la bonita cabeza de un burro. Según fue adelantando en los estudios, Juan Ramón se fue enterando que los ejemplos del Manual de R etórica y Poética en algunos casos eran partes de poemas muy bellos, en particular los tom ados de G óngora8. Empezó entonces a escribir versos sueltos, con lápiz y pluma, en las márgenes

7 «Libros simpáticos y antipáticos». Apuntes inéditos. En los ar­ chivos de J. R. J. en España. 8 «Cuando estudiaba Retórica y Poética, lo que más me gustaba era Góngora. Sus romances», le dice J. R. a Juan Guerrero Ruiz en Juan Ramón de viva voz. Edición y prólogo de Ricardo Gullón, ínsu­ la, Madrid, 1961, pág. 68.

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del libro, y como esos habían sido sus primeros versos, des­ pués, para conservarlos, le arrancó esas páginas al lib r o 9. Para esa fecha su afición mayor no era la poesía, sino el di­ bujo, y como el Manual tenía una página entera en blanco, la llenó con la figura de un cruzado de perfil, pergamino en mano y espada al cinto y a la cabeza un yelm o en punta sobre una cara fina de barba corta puntiaguda y ojos negros. La cara era ascética y de mirada intensa com o en los caballe­ ros de «El entierro del Conde de Orgaz». Después de la pági­ na ya no en blanco por el dibujo, y empezando en la página 7 del Manual, se trataba del arte del bien decir y eso estaba muy bien marcado, com o todo lo que el maestro hacía des­ tacar, porque era necesario saberse de memoria los precep­ tos, sin dar opiniones ni especular. En la página 3, por indi­ cación del maestro, había tachado la frase: La belleza es una, espiritual, pero se m anifiesta de varios m odos, y en su lugar 9 J. R. le refiere este hecho a Guerrero, que más tarde confirma haber visto algunos versos en hojas sueltas: «las poesías del Colegio, escritas en las márgenes de sus libros de estudio, la Retórica, la His­ toria de España, y son las poesías de los catorce años, de las cuales hay algunas recogidas en Rimas» (J. R. de viva voz, pág. 96). También dice Guerrero: «De uno de los grupos de libros que hay sobre la mesa del comedor (J. R.) escoge dos textos suyos de su época de estudian­ te: la Historia de la Filosofía, del año preparatorio de Derecho, y su Retórica y Poética, del Instituto, muchas de cuyas hojas están sueltas y escritas a lápiz y pluma, con algunos versos, dibujos ...» (ibid., pá­ ginas 180-181). Se conoce y comenta en esta obra el Manual de Retóri­ ca y Poética, libro que J. R. usó en el colegio de los jesuítas y que está lleno de marcas y dibujos; pero no se conocen las hojas sueltas con algunos versos. Las dos historias que menciona Guerrero corres­ ponden a dos asignaturas que siguió J. R. en la Universidad de Sevi­ lla, de 1896 a 1897, entre los catorce y quince años de edad. La rela­ ción de Guerrero está basada en conversaciones con J. R. en marzo y mayo de 1931. Existe un testimonio posterior de J. R. en el que dice que no conservaba nada de lo que escribió a los quince, que lo había destruido, menos lo que, por ser del público, ya no consideraba suyo. Esto aparece en un artículo sin firma titulado «Lo primero que escri­ bieron nuestros grandes autores», en Estampa, Madrid, julio 15, 1933.

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había dejado lo que decía: «la representación de la belleza por los medios de que el hombre dispone, se llama A rte bello en general». Había hecho destacar estas líneas con marcas al margen y también lo que seguía, que trataba de la exteriorización de la belleza y su representación por medio de imá­ genes o signos que llegan principalmente a nuestra alma por conducto de los sentidos (Manual, ibid.). En las «Nociones preliminares» del Manual de R etórica y Poética, literatura y belleza quedaban identificadas en el pri­ mer párrafo: «Se entiende por Literatura, en toda su exten­ sión, la ciencia que se ocupa en los estudios relativos a la belleza, en las teorías y leyes por que deben regirse las com­ posiciones literarias, y en la historia razonada de las que ha producido el ingenio humano». En la misma página se de­ finía la Estética com o «la teoría de la belleza», y la belleza como: «la propiedad misteriosa, el quid divinum, que tienen ciertos objetos de producirnos una emoción deleitosa, pura y desinteresada» (Manual, pág. 1). Los párrafos que seguían sobre las Bellas Artes y sobre el Gusto estaban tachados; pero los de la parte correspondiente a «La verdad de los pensamientos» se hacían resaltar. Explicaban que la verdad del pensamiento consistía «en su conformidad con las cosas a que se refiere» y que, de faltar esta conformidad, el pen­ samiento se llamaba falso, inexacto. Con tres versos de Fer­ nández de Andrada se ilustraba un pensamiento con verdad absoluta: La codicia en manos de la suerte Se arroja al mar, la ira a las espadas Y la ambición se ríe de la muerte (Manual, pág. 10).

Dos versos de Góngora servían para ilustrar una verdad poé­ tica o relativa:

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La primavera florece Do la breve huella estampa (ibid.).

La parte que tenía que ver con la «Naturalidad» se había he­ cho destacar también con marcas al margen: «Es natural el pensamiento que nace del fondo mism o del asunto sin des­ cubrir arte ni esfuerzo por parte del escritor; de tal suerte que parece hubiera ocurrido á cualquiera»; de lo contrario, explicaba, «se llama el pensamiento afectado, estudiado ó re­ buscado» (Manual, pág. 14). Las páginas del capítulo II del Manual sobre el lenguaje, las voces y su pureza, la propiedad de las voces, la naturalidad, la decencia y armonía del len­ guaje, las figuras de dicción y los m edios para adquirir un buen estilo tenían muchas marcas al margen. Mucho le abu­ rrió al estudiante Juan Ramón el estudio de las «figuras por adición» y el de la metáfora. Al lado de una estrofa de la «Ele­ gía al Dos de Mayo» de Gallego, dibujó a un padre Pablo de cara fea, quizás porque no le gustaba la estrofa: Mustio el dulce carmín de su mejilla Y en su frente marchita la azucena, Con voz turbada y anhelante lloro De su verdugo ante los pies se humilla, Tímida virgen de amargura llena; Mas con furor de hiena, Alzando el corvo alfange damasquino Hiende su cuello el bárbaro asesino. (Manual, pág. 51.)

Mucha atención se había puesto en aquellas lecciones del Manual en las que se recomendaba la claridad com o cualidad fundamental del lenguaje, definiendo com o propias «las pa­ labras que enuncian exactamente la idea que intentamos ex­ presar» (pág. 27) y como naturales «las palabras que apare­ cen empleadas sin arte ni violencia, y que se brindan por sí mismas (non invita) al escritor» (pág. 28). Los preceptos «De

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la decencia» también estaban destacados con líneas al mar­ gen: «Esta cualidad del lenguaje antes que literaria, es mo­ ral y de buena crianza, principios á que no es dado faltar á nadie. Las palabras impías, obscenas, bajas ó groseras no deben manchar nunca los labios del que habla, ó la pluma del que escribe. En tanto son bellas las formas de expresión con que enunciamos nuestros pensamientos en cuanto son el resplandor de lo bueno, de lo decente y de lo digno. La Moral y el Arte no pueden menos de vivir indisolublemente unidos» (págs. 28-29). En la tercera parte del Manual, sobre «Poética», el alumno Juan Ramón escribió la palabra vertías al margen de los artículos 3 y 4, que decían que «la poesía es la prime­ ra de las bellas artes, y en tal concepto no copia ni im ita simplemente, sino que inventa y fantasea con arreglo á tipos ingénitos y más o menos perfectos de belleza». Proseguía el artículo 4: «Lo verdadero y lo bueno son su fondo necesa­ rio, pero no lo verdadero y lo bueno tal como nos lo presen­ ta la realidad imperfecta y limitada, sino em bellecidos é idea­ lizados por la imaginación, por el sentimiento, por el entu­ siasmo, ó sea por el quid divinum, ó el est deus in nobis que justam ente se arrogan los poetas». Cuando llegó el mo­ m ento de leer la «Epistola ad Pisones», en la que Horacio enseña que en toda creación poética debe de haber, además de unidad y variedad, armonía, Juan Ramón volvió a abu­ rrirse, tal vez no le gustó la comparación entre un monstruo y un poema mal concebido. Además de Retórica y Poética, Juan Ramón dio el primer año en el colegio de los jesuítas, Aritmética y Álgebra y el primer curso de Francés. Odiaba los logaritmos, con sus pa­ peles azules y rojos que jamás supo para qué servían, el libro volvió a su casa nuevo. Le gustaba el Francés y el libro de Castellón de lecturas selectas: Morceaux Choisis de L ittéra­ ture Française (depuis le X V Ie siècle ju squ ’à nos jours,

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1840), que incluía la prosa de Lamartine, Chateaubriand, Gau­ tier, Rousseau, Voltaire, Pascal, Montesquieu, La Bruyère, Mme. de Staël, A. Dumas, Balzac, V. Hugo, George Sand, Daudet, Zola; versos líricos de La Fontaine, Charles Hubert Millevoye, Pierre Alexander Guiraud, Le Franc de Pompignan, Nicolas Joseph Gilbert, Mme. Desbordes-Valmore, de Béranger, Lamartine, Rousseau, Chénier, Andrieux, Musset, Delavigne, Boileau; versos épicos de Hugo, Lamartine, Voltaire, Racine, Delille y fragmentos dramáticos de Molière, Corneil­ le, Racine y Voltaire. De todas las selecciones, la que más le impresionó fue un trozo de Gautier, recogido de «L’Alameda de Grenade à la tom bée de la nuit», de su Voyage en Espagne, porque era como las caídas de la tarde de sus contemplacio­ nes moguereñas. Gautier hablaba de un manto de seda cam­ biante, con destellos de plata; de sem itonos violetas, según el sol desaparecía; de un cielo andaluz centelleante y sereno, como los de su pueblo: «la montagne sem ble avoir revêtu une im m ense robe de soie changeante, pailletée d’argent; peu à peu les couleurs splendides s’effacent et se fondent en de­ mi-teintes violettes; l ’ombre envahit les croupes inférieures; la lum ière se retire vers les hautes cimes, et toute la plaine est depuis longtemps dans l’obscurité que le diadème d’ar­ gent de la Sierra étincelle encore dans la sérénité du ciel sous le baiser d’adieu du soleil» (pág. 29). En junio de 1894 la com isión de señores catedráticos del Instituto» de Jerez examinó al nuevo alumno del colegio de los jesuítas del Puerto de Santa María, Juan Ramón Jiménez Mantecón, en las tres materias en que se había matriculado: Retórica y Poética, Aritmética y Álgebra y el primer curso de Francés. En las tres asignaturas sacó Sobresaliente. En el segundo y tercer año en el colegio del Puerto, de 1894 a 1895, y de 1895 a 1896, las clases fueron más y las notas menos, en particular en el segundo año, que le tocó

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dar el segundo de Historia, el primero de Filosofía, Derecho, el tercero de Matemáticas, el primero de Física y el primero de H istoria Natural. Él había estudiado en Moguer el primer año de Historia, que trataba de H istoria de España. El se­ gundo año trataba de Historia Universal y el libro que usa­ ban los jesuítas le gustaba más por las notas que por el contenido. Su calificación fue Bueno. Le disgustaban las cla­ ses de Filosofía y de Derecho: la primera tenía que ver con Psicología Elemental y la segunda con el Derecho Natural. El libro. E lem entos de Filosofía, escrito por un jesuíta, el padre Francisco Ginebra, llevaba el subtítulo: Principios de É tica y de Derecho Natural, y era una tercera edición hecha en Barcelona en 189410. En esa clase, se entretenía firmando su nombre por las páginas del libro y dibujando esos perfi­ les de hombres con barbas que tanto le gustaba hacer. Tam­ bién dibujaba caballos, pensando quizás en Almirante, el ca­ ballo que su padre tenía en Moguer, y a un negrito de es­ paldas, como los que vivían en las islas, según las etiquetas de las cajas de tabaco que él había visto en Moguer. Las tar­ des de domingo en su pueblo, cuando él viajaba alrededor del mundo mirando el calidoscopio, había visto esos n egritos11. A veces dibujaba los cálices, cuadros y altares del colegio, y en un espacio grande en blanco dibujó un Jesús a su ma­ nera: sin la corona de espinas, sin el corazón ardiente y san­ grante traspasado por la espada, como en los escapularios y las estampas, que él imitaba en las páginas del Manual de R etórica y Poética durante el primer año en el colegio. Este Jesús se parecía a la cariñosa madre, a la Inmaculada Con­ 10 Imprenta de Francisco Rosal, Hospital, 115. h Ver «Tarde de domingo», en J. R. J., Primeras prosas. Recopila­ ción, selección, ordenación y prólogo de Francisco Garfias, Aguilar, Ma­ drid, 1962, pág. 411. Al citar de esta obra en el texto, abreviaremos a P. P.

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cepción. Como ella, subía a los cielos con las vestes flotantes y las manos juntas; pero el manto no era azul, sino púrpura, como el del Crucificado. Pese a ese aburrimiento, en la clase de Filosofía y la de Derecho Natural, alguna atención había prestado a las indicaciones del maestro. En el libro había muchas cosas tachadas. Muy importantes eran las cosas no tachadas, como el artículo 81, que decía: «El hombre tiene obligación de obrar con conciencia cierta». Tampoco estaban tachados los siguientes corolarios: «I — No es lícito obrar con conciencia venciblemente errónea. II — Tampoco es lí­ cito obrar en conciencia dudosa. III — Caso de conciencia perpleja, hay que decidirse por el precepto mayor». Tampo­ co estaba tachado, aunque la página tenía muchos dibujos de hombres con barbas, el artículo 102 que trataba de la «División de las pasiones: I Concupiscibles ó directas e iras­ cibles o reactivas. II Directas: se subdividen en amor, deseo y alegría y sus opuestas que son odio, aversión y tristeza. Reactivas: esperanza y desesperación, audacia y temor é ira». Cuando Juan Ramón examinó las asignaturas recibió la nota Aprobado en Filosofía, y en Derecho, Bueno. Su mejor nota ese segundo año con los jesuítas fue en el tercero de Mate­ máticas: Geometría y Trigonometría, que aprobó con Sobre­ saliente. En Física e H istoria Natural se distinguió poco, sacó Bueno y Aprobado, respectivamente. Odiaba los animales em­ balsamados en la clase de Historia Natural (Platero, CXXV, «La fábula»); pese a que en la vitrina grande tenían una tor­ tuga griega como la que él y su hermano Eustaquio se en­ contraron en Moguer, pero la de él estaba viva. En una de las páginas del libro de H istoria Natural había encontrado un dibujo de la fam osa tortuga griega. En el último año del Bachillerato los estudios le fueron mejor. Se matriculó en cinco cursos y los aprobó con Sobre­ salientes y Notables: en Lógica y Ética y el segundo curso

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de Francés sacó Sobresaliente; en Fisiología e Higiene, en Química y en Agricultura sacó Notable. Pese a que la Física y la Química no le eran asignaturas fáciles, el padre Mar­ tínez, su maestro, con frecuencia hacía que él explicara las lecciones a los otros !2. En cuanto a la Agricultura, no le dis­ gustaba porque procedía de un pueblo agricultor, por eso también le gustaban los versos de Núñez de Arce, titulados «La Agricultura»13. Entre los alumnos del colegio del Puerto, Juan Ramón Jiménez Mantecón era un chico juicioso, dó­ cil y disciplinado. Los profesores y compañeros le escucha­ ban con atención, el Rector del colegio le estim aba y sus maestros a veces le ponían de modelo a los demás; pero él no estimaba por igual a todos sus profesores. Entre sus superiores, le impresionaba mucho el padre Castelló, Rector del «Colegio San Luis Gonzaga», hombre fino, bondadoso, caballeroso, excelente, pese a que usaban su nombre para amenazar a los estudiantes a la menor in­ fracción de las reglas. De otros no tenía tan buena impresión y al acordarse de ellos se los imaginaría medio hombres, me­ dio animales, medio cosas, como su maestro de catecismo, con «su bonete exactamente horizontal, y com o enquistado a sus cejas de crin, a su boca pegada, a sus enormes gafas ama­ rillas, mayores que su carita de recién nacido», y recordaba que se movía «como un muñeco con ruedas», que los miraba «con sus duros, aislados, opacos ojos de orozuz, que parecían pasas postizas, peladillas de carbón en escaparate» u . Otro padre, a quien después le daría el literario nombre de padre 12 Ver Francisco Quesada, «La vida escolar del insigne poeta, refe­ rida por un condiscípulo suyo», ABC, Madrid, diciembre 1956. 13 «Libros simpáticos y antipáticos». Inédito. 14 «Sonrisas de Fernando Villalón con soplillo distinto», en J. R. J., La corriente infinita. Crítica y evocación. Recopilación y nota prelimi­ nar de Francisco Garfias, Aguilar, Madrid, 1961, pág. 81. En repetidas referencias a esta obra se abreviará el título a Corriente.

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Zebriany15, encargado de los juegos durante el recreo, le pa­ recía «un gamo negro, elástico, alerta, ojeante, un poco bi­ sojo», con una cara que era «trasunto exacto de la de Carlos el H echizado»16. Recordaba que los trataba «con finura y gracejo serio», iniciando el juego con alguna salida «pedante, abierta, desvergonzada»17. El Prefecto de su división, el pa­ dre José M. de la Torre, un hombre altísim o que en los re­ cuerdos posteriores de Juan Ramón, «andaba con miedo, caí­ da la cabeza morena contra el corazón, como un ahorcado», les obligaba a escribir a sus familias unas cartas «tristísi­ mas» cuando se portaban m a l18. Él las dictaba, encargándole a los interesados que fueran a buscar al delincuente cuanto antes; pero el truco jamás se cumplía. En la Secretaría Se­ gunda, cuarto de las reprimendas, el padre de la Torre guar­ daba el vino dulce, el café, las pasas, el chocolate, las nueces y el tabaco, cosa desmoralizante para los reprendidos. Las grandes travesuras del estudiante Juan Ramón Jimé­ nez Mantecón eran poca cosa. Como los otros alumnos, conse­ guía del barbero del colegio Susinis para los camaleones y Henry Clays. Su travesura mayor fue hacer un dibujo de mu­ jer en la clase de catecismo y pasárselo a un compañero. No se acordaba bien de los detalles, si le había pasado el dibujo a Fernando Villalón Daoíz y Halcón, como le llamaba el padre Prefecto en las lecturas de notas, o a otro compañero llama­ do Meneos. La cosa fue que el padre Caries interceptó el di­ bujo y él y el otro, que quizás fuera Villalón, cenaron de ro­ dillas y en cruz a la entrada del comedor. La dibujada era la 15 En fragmentos inéditos con recuerdos del colegio de los jesuí­ tas aparece el nombre de un padre Fedriany, del que sin duda se de­ riva el nombre literario Zebriany. 16 «Sonrisas de Fernando Villalón Corriente, págs. 82 y 83. 17 Ibid. i® Ibid., pág. 84.

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Battistini, una tiple italiana que él, Villalón y Meneos habían ido a ver a un teatro de Sevilla durante las vacaciones. Los tres se enamoraron de ella, y él, que se entretenía dibujando cuando le aburría la clase, la pintó dormida en su papel de «La Sonámbula» con una camisa blanca. Villalón, que sim­ patizaba con él y procuraba agradarle, descubierto el dibujo intercedió, diciendo que Juan Ramón había pintado el cuerpo y él la camisa de dormir encima del cuerpo invisible en el dibujo. Pero el dibujo era de Juan Ramón, para entretenerse de su disgusto de la dichosa clase de catecismo de los do­ mingos por la mañana, que le estropeaba la alegría del día. Y el libro le era odiosísimo, un «mazorral tipográfico» em­ pastado en color chocolate, con tin retrato negro del autor, el padre Mazo, y «guardas grises con la casa de pisos del edi­ tor en V alladolid»19. La docilidad y delicadeza del niño Juan Ramón Jiménez fueron sus peores enemigos en el colegio de los jesuítas. Los demás se desquitaban de sus pequeños grandes disgustos; él, no. Villalón, que era un niño decente, a veces se sentía "con ganas de romperle la cara a uno de los padres y se atre­ vía a gastarles burlas y a desafiarlos casi. A Juan Ramón le parecía que había llegado a darle una bofetada al padre Fedriany20. Él, sin embargo, estaba siempre dispuesto a confe­ sar sus pequeñas culpas, a contestar sencilla y directamente sus pequeñas grandes verdades. Por ejemplo, cuando escribía a su casa ponía sencillamente Huelva y Moguer debajo, lo cual disgustaba mucho al padre Prefecto, que insistía que lo correcto era provincia de Huelva. Un día él y Villalón tuvie­ ron que ir al cuarto de las reprimendas por hablar de novias y de tonterías y porque Villalón, que era muy burlón, se mo­ faba del padre Oca, del que decían: «Juan Oca, no te cases». 19 Ibid., págs. 80 y 81. 20 En una carta inédita en los archivos de J. R. J. en España.

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El Prefecto les hizo escribir la consabida carta triste a la familia y al ver que Juan Ramón ponía Huelva en vez de provincia de Huelva y en otro sitio que a la izquierda del sello, como les tenía enseñado, le reprendió, interrogándole duramente por qué no lo hacía bien. Villalón, que había es­ crito su dirección como era debido, intercedió burlón, dicien­ do que Juan Ramón lo ponía abajo y a la izquierda porque Huelva estaba al suroeste de Moguer y él ponía la suya bien porque Morón estaba debajo de Sevilla; pero Juan Ramón se lim itó a contestar que lo había puesto a su modo porque le gustaba m á s21. Villalón vivía en Morón; pero veía a Juan Ramón en Se­ villa porque sus tíos vivían allí. De Sevilla eran los juegos que llevaban al colegio para jugar en un lugar solitario del patio de recreo. Aunque de su mism a edad, Fernando Villa­ lón tenía más cuerpo que él y, pese a sus alardes, era un muchacho sensitivo, sabía expansionarse con su compañero Juan Ramón, a quien conmovía cualquier gesto bondadoso. Por eso había recordado siempre a otro compañero, Rafael Aguilar, alumno de la tercera división, que el día del castigo por lo de la B attistini le miró cariñosamente al pasar, mani­ festándole su simpatía con un roce del codo. Los tres años pasados con los jesuítas, de septiembre de 1893 a junio de 1896, se le metieron tanto por el cuerpo y el alma que llega­ ron a constituir una larga época pensada por él, la del ba­ chillerato, olvidándose que los dos primeros años los había estudiado en Moguer, en el colegio de don Joaquín de la Oliva y Lobo. Llegó a creerse que había entrado al colegio de los jesuítas en el Puerto de Santa María hacia los nueve años de edad y cuando en 1931 le pidieron unas anécdotas de la vida de colegial de Fernando Villalón, para un hom e­ 21 «Sonrisas de Fernando Villalón ...», Corriente, pág. 85.

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naje que pensaba hacerle un grupo de escritores, escribió: «Fernando Villalón era de m i misma edad. En el colejio de San Luis Gonzaga, de los jesuítas del Puerto de Santa María, donde estuvim os juntos cinco años, 1889-1894, existió por fuera, entre los dos, una relación con stan te...»22. En el año 1907, menos alejado de su niñez, al hacer su autobiografía para la revista Renacim iento de Martínez Sierra, recordaba, con la fidelidad de la distancia menor en el tiempo: «los once años entraron de luto, en el colegio que tienen los je­ suítas en el Puerto de Santa María», y en unos apuntes iné­ ditos para una obra en preparación reiteraba: «Los Jesuítas. A m is once años. Preparación para mi obsesión de la muer­ te». En 1893 fueron sus once años, los había cumplido el 23 de diciembre del año anterior. Las nostalgias y las tristezas del primer año con los jesuí­ tas, magnificadas, suplantaron todos los demás recuerdos de su estancia en ese colegio; pero mucho después, en las postrimerías de su vida, con ocasión de dedicarle un li­ bro de poemas a su sobrino Fernando Jiménez, que estudió para el sacerdocio en el mismo «Colegio de San Luis Gonza­ ga», le decía: «A mi querido sobrino-nieto Fernando, en los lugares en que tanto soñé, sufrí y gocé de m uchacho...». Le pedía que le mandara retratos con los fondos que recordaba tan bien y con tanto cariño: la glorieta del jardín, con los bancos frente a las escaleras; la montaña rasa que se veía desde la ventana del salón de clases; el patio central abierto al cielo donde se celebraban las mejores fiestas del colegio; la clase de pintura, el comedor, la escalinata que salía a la enfermería y la vista desde ésta de la bahía de Cádiz23. 22 Ibid., pág. 87. A base de estos recuerdos se fijó la edad de entrada en el colegio de los jesuítas en Vida y obra de J. R. J., pág. 23 J. R. hacía el pedido por mediación de su mujer, Zenobia. carta de ésta, enviada con el libro al sobrino-nieto Fernando, fue

su 20. La re­

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En junio 19 y 25 de 1896 el alumno Juan Ramón Jiménez Mantecón, del «Colegio de San Luis Gonzaga», hizo en Jerez los ejercicios del grado de Bachiller y salió aprobado. Por razones poéticas, el colegio pasó a ser, en la obra por escri­ bir, «un colegio grande y frío», y los jesuítas, «los hombres negros». De palabra y por escrito, Juan Ramón Jiménez dejó constancia que había estado a punto de ser je su íta 24. De al­ gún modo le atrajeron «los hombres negros», que desperta­ ron en él el neto instinto español hacia la simplicidad auste­ ra de hondas raíces metafísicas y la consciencia de que la actividad puede ser estimulada por la voluntad cuanto más que por las pasiones. Y del «San Luis Gonzaga» se llevó, con el grado de Bachiller, una gran preocupación por el alma y el cuerpo: una obsesión con la carne y un ansia incompren­ sible de pureza. producida en parte por Joaquín María Carretero, S. I., en «Juan Ramón Jiménez y el Colegio del Puerto. Nuevos datos para la biografía», ABC, Madrid, diciembre 26, 1964. 24 Fragmento inédito. En los archivos de J. R. J. en España.

CAPÍTULO I I I

EL AMOR. «VINO, PRIMERO, PURA, ...»: BLANCA HERNÁNDEZ-PINZÓN

Al salir del colegio, hubo algo feliz en m i vida: es que el Am or aparece en m i ca m in o 1. Se había enamorado de Blanca Hernández-Pinzón, a quien conocía de siempre, porque entre la familia de él y la de ella existía una gran intimidad. Sus padres eran don Anto­ nio Hernández-Pinzón Berruezo y doña Dolores Flores Tello. Don Antonio, muerto cuando Blanca era pequeña, ha­ bía sido Juez Municipal de Moguer, además de agricultor acomodado, y tenía, como los Jiménez, negocio de vinos, con una bodega en El Salto del Lobo, un antiguo castillo árabe del que sólo quedaban un par de torreones. El tío de Blanca llevaba el negocio y los dos hermanos, José y Antonio, estu­ diaban fuera. Blanca y su hermana María Gracia vivían con su madre viuda en una casona de la calle de la Cárcel pro­ piedad de los Hernández-Pinzón. José, el hermano que estu­ diaba para abogado en la Universidad de Sevilla, era novio de la hermana de Juan Ramón, Victoria Jiménez, a quien él 1 J. R. J., Renacimiento,

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no le había hecho mucho caso de pequefiito, por haber pre­ ferido a Ignacia, la hermana mayor; pero ésta se había casa­ do por los años de su entrada al «Colegio San Luis Gonza­ ga» y al volver él a Moguer de vacaciones, Victoria «apareció como la estrella familiar» e iba con él a pasear por los pi­ nares, a verle pintar, a leer juntos. Por Victoria se fijó en Blanca, y Blanca en él. Nada extraño tendría que se casara con Blanca cuando fuera grande, pues su hermana Ignacia se había casado con un joven de una fam ilia como la de Blanca; se llamaba Pedro Gutiérrez Díaz y era agricultor, ganadero y vinatero. Blanca estaba en el colegio de doña Margarita Asencio, un colegio de niñas de Moguer, y en las vacaciones iba a casa de los Jiménez a hacer crochet con Victoria y él iba a casa de Blanca de visita. Una vez que ella se puso enferma, con mucha vergüenza de él, le hicieron entrar en su cuarto; se acordaba que, como ella tenía mu­ cha fiebre, todo el mundo hablaba bajito (Cristal, «El brazo», 151). El noviazgo de ellos consistía en besarse de prisa, mien­ tras la madre de ella dormía con el rosario en la m an o2. A él le parecía a veces que Gracia, la hermana de Blanca, se interponía entre los dos, queriendo que él se fijara en ella, pero él a quien quería era a Blanca, su novia preferida; aunque también estaba un poco enamorado de María Teresa Flores, que también tenía una hermana, Coral, que se inter­ ponía reclamando su atención. Por cierto que María Teresa era pariente de los Hernández-Pinzón, su madre se llamaba doña Fernanda Iñiguez Hernández-Pinzón, com o los de la epopeya. Su padre era don Antonio Flores, y la familia tenía también fincas y negocios de vinos. El noviazgo con María Teresa era una cosa pasajera. Ella estaba interna en un co­ 2 Ver «Balada de cuando yo estaba lejos de la luna», Primeras prosas, pág. 264.

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legio de irlandesas, donde aprendía algo de inglés y le gus­ taba traducirle la etiqueta de su frasco de esen cia3. Sus días en Moguer volvían a tener el encanto de antes, los bellos rincones de su casa volvían a ofrecerle solaz. En el segundo descanso de la escalera de mármol encontró un lu­ gar favorito de soledad, allí leía libros de bandoleros que en­ contraba por su casa, Diego Corrientes y el Q uijote, y libros de viaje. Su padre había comprado un caballo marismeño vivo y fuerte y él se iba de paseo temprano por la mañana a galopar por las marismas, asustando los grajos que busca­ ban de comer cerca de los molinos. El caballo se llamaba «Almirante» y tenía un pesebre en el mismo patio de su casa. Se encariñó con él de tal modo que cuando su padre se lo vendió a un m onsieur Dupont se enfermó de los nervios, tu­ vieron que llamar al médico y darle calmantes (Platero, XCL, «Almirante»). Desde los días del internado se había vuelto otro, recordaba que entre los trece y los dieciséis años «era violento, terrible, malo» (Cristal, «Exijente, feroz, terminan­ te», 263). Si las cosas no estaban en su punto, se exaltaba, «rabiaba y amenazaba». Hizo sufrir mucho a su madre, la gente decía que «le había cojido manía». La hacía llorar, lo que le ponía a él de peor humor, aunque después de pena llorara él mismo, pero no se enmendaba. Se ponía a discutir con sus tíos, que sabían más que él, de cosas de las que él sabía muy poco, com o el arte, la literatura, los viajes, y que­ ría ganar siempre. Ahuyentó de la m esa a su única primahermana de parte de madre, María Teresa Ríos Mantecón, que com ía con ellos y que tenía un padecimiento nervioso que hacía que la mano le diera una vuelta de tirabuzón. Juan Ramón se empeñaba en que era manía de ella y le gritaba, le reñía, la amenazaba, poniendo a la pobre chica m ás ner­ 3 Ibid., pág. 265.

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viosa. Después llegaron a parecerle horribles estas cosas; pero se acordaba que sus amigos eran con sus madres lo m ism o que él (Cristal, 264) y se olvidaba que él y sus amigos atravesaban la crisis de la adolescencia. Recordaba que por esa época le entró un afán loco por las escopetas. Las armas de fuego no eran cosa extraña en su casa, eran parte de los recuerdos de familia, con los libros amarillos que uno de sus tíos había comprado en sus viajes a Londres y a París; con los libros encuadernados de azul con grabados en made­ ra por ahí por los estantes, como el M useo de las familias, V iajes p o r España, Viaje alrededor del m undo; con los da­ guerrotipos y las cajas intactas de tabaco viejo y seco y los premios de exposiciones de vinos y los lacres. Cuando le dio por cazar, tuvo escopetas de todas clases, de salón, de bali­ nes, de dos cañones, de bala. Los días de tiro se iba a la finca «El Cebollar» hasta el vallado final, a cazar gorriones, mirlos, jilgueros, chamarices, palomos, cuervos. «El Cebo­ llar», al lado de Montemayor, la finca de su hermana, era de los primos de Blanca y, como ella pasaba temporadas allí, él iba a cazar por verla. Con lo mal que se portaba él para esa época, le tiraba también a las gallinas y los gatos y le parecía que le había hecho saltar una capa de carey a la tor­ tuga griega, de un tiro (Cristal, 263), o sería en su imagina­ ción, porque «el Sordito» una vez le había dado un tiro para que vieran que de verdad era dura (Platero, LXXXVII, «La tortuga griega»). Se acordaba que de maldad le había mata­ do un águila a Ignacio Ríos Mantecón, su primo, hermano de María Teresa e hijo de su tía Enriqueta, que era hermana de su madre (Cristal, 264)4. Sus maldades pudieron haber 4 Debido a una errata de imprenta aparece la palabra Anguila en vez de águila en la relación de este incidente por J. R. Ver «Exijente, feroz, terminante» (Cristal, 263). En Moguer era frecuente que los niños tuvieran un aguilucho o cernícalo como entretenimiento.

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sido fantaseos de su imaginación, pero sí fue verdad que un día, cazando, le apuntó a un pajarito que cayó cerca de él herido; cuando lo recogió, aleteaba aún. Tanto le impre­ sionó el incidente, que cuando supo hacer poesía lo pasó a un poema. Le había apuntado «para tener el cielo en las manos» o para ver «el tesoro alto de luz y colores», como dejó escrito en sus apuntes inéditos. Al recuerdo del delito se debe un bello poem a de Olvidanzas, un libro que esta­ ba componiendo entre 1906-1907: «Yo le tiré al ideal, / cre­ yendo que no le daba. / — ¡Tiro negro, cómo abrió / tu cu­ latazo mi alma! — »La tarde, después del tiro / que le partió las entrañas, / se calló de pronto, oscuro / lo verde, la frente pálida. »Y oí, allá en m i corazón, / que, saltando, lo esperaba, / el golpe seco del cielo / muerto, cerrado de alas» (Tercera antolojía poética, 119).

CAPÍTULO IV

EL 'COLORISMO' Y LOS PRIMEROS POEMAS: SEVILLA

Hay p o r Sevilla un jirón de niebla que el sol más claro no acierta a disipar. Se va de un lado a otro, pero nunca se quita; algo así com o esas estrellas que ven ante sí los ojos confusos. E s Bécquer. ¿Es Bécquer? ¡Es B écq u er!l. Al aprobar el Bachillerato en el colegio del Puerto de Santa María, el padre de Juan Ramón decidió que estudiara leyes en la Universidad de Sevilla. Ingresaría durante el cur­ so académico de 1896-1897 y, como ya le había dado por di­ bujar, daría clases de pintura. En el colegio de los jesuítas había hecho preciosas estampas, oraciones iluminadas con delicadas orlas. Si había de ser buen pintor lo sería estudian­ do en Sevilla, así es que lo mandaron a estudiar pintura y el curso preparatorio para los estudios jurídicos. Se hospedó en un hotel de la calle Gerona, por donde tenían los pintores sus estudios, y encontró un maestro gaditano, Salvador Cle­ mente, «autor 'colorista' de vendimias de M oguer»2, que pin1 J. R. J., «Sevilla», Por el cristal amarillo, pág. 324. 2 Ver «El 'colorista' nacional», en J. R. J., La corriente infinita, página 57. Reproducido también en Cuadernos de Juan Ramón Jimé­ nez. Edición preparada por Francisco Garfias, Taurus, Madrid, 1960, página 194.

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taba también cosas típicas para gustos de turistas ingleses. Con él aprendió Juan Ramón a pintar flamencas, bodegones, campos de sol, un paisaje sevillano con la Torre del Oro, el bobo de Velázquez y un Cristo, que en opinión de algunos se parecía al fam oso «Cachorro» del barrio gitano de Triana. Después hizo un retrato de Lord, un fox terrier sevillano que se llevó a Moguer. Los estudios preparatorios, de Filosofía y Letras, no le quitaban mucho tiempo porque él no se lo dedicaba. Sevilla no era como el Puerto, tenía un encanto muy especial para él, que había estado allí muchas veces y conocía bien los es­ caparates de la calle de las Sierpes, por donde desfilaban sus cincuenta y cinco m il habitantes, y «la quieta jente abejosa» que pegada en grupos comentaba lo que se comentaba por todas partes. Conocía las otras calles que olían a cera por Semana Santa, los teatros, los hoteles y los circos, las azoteas de macetas añiles y hortensias rosadas. Tenía tiempo para pasearse por el Guadalquivir, para ambular por sus acoge­ doras calles convertidas en casas cuando se les cubría de toldos para cobijarlas contra el ardiente sol canicular; para aspirar el olor a claveles de los puestos regados; para ver a sus anchas la Giralda de verdad, de la que era sólo copia la torre de la iglesia de Moguer. La Giralda le parecía capri­ chosa, al aire puro de la mañana se ponía transparente, como de cristal; después, al sol primero se ponía alegre y cantora, y vibrante y soñadora a la luz com pleta de la tarde. Nacida para el sol, veía con pena cómo se ennegrecía en los días lluviosos. Le gustaba también el Alcázar. Todo en la ciudad era armonía y color para él. Notaba sus rubios claros al sol, sus rojos a la caída de la tarde, sus albos blancores a la luna. Paseaba de noche por sus plazas, «penetrada el alma del olor de azahar», y por el río Guadalquivir a ver la luna grande y redonda rielando sobre sus aguas. En Sevilla descubrió a

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Bécquer y se entusiasmó con él. Su recuerdo estaba v iv o 3, se cantaban las R im as y la gente iba a ver el balcón de las golondrinas. Sevilla tenía además algo que no había en Mo­ guer, el Ateneo, con libros y revistas de todas clases y una peña poética activa. Podía pasar allí el día y la noche leyen­ do, escribiendo y escuchando la animada discusión de un grupo de personas que todo el mundo conocía, com o «El ba­ chiller Francisco de Osuna», es decir, el abogado de Osuna Francisco Rodríguez Marín, que así había firmado sus escri­ tos de joven. Famoso por su erudición, Osuna era autor de poesía y crítica y un notable folklorista, colector de cancio­ nes, refranes y dichos populares. Con él se reunían otros hombres de letras, partícipes de un florecimiento intelectual en la región, como Luis Montoto y Rautenstrauch, un poeta fino de transición, y José de Velilla, que tenía una hermana, Mercedes, también p o etisa 4. Oyéndoles hablar empezó a con­ cebir la ilusión de llegar a ser como ellos. Iba descubriendo un mundo nuevo porque en el Ateneo tenían las obras de los poetas gallegos, Rosalía de Castro y Curros Enriquez, a quie­ nes él no conocía. Compró primeras ediciones de Follas no­ vas y A ires de m inha te r r a 5, descubrió tam bién al poeta ca­ talán Mosén Jacinto Verdaguer, y a Vicente Medina, uno de los nuevos, del que le gustaba la lengua dialectal y la mane­ ra lírica de tratar los temas sociales. Se aprendió de memo­ 3 En Vida y obra de J. R. J. se recogieron algunas de sus impre­ siones sobre el culto de Bécquer en Sevilla (pág. 34). J. R. alude de nuevo a este tema en la obra de Ricardo Gullón Conversaciones con Juan Ramón Jiménez, Taurus, Madrid, 1953, pág. 101. Al volver a refe­ rirnos a esta obra abreviaremos el título a Conversaciones. 4 Ver «El siglo xx, siglo modernista», en J. R. J., La corriente in­ finita, pág. 230. Este ensayo está también en la obra de J. R. J. El Modernismo. Notas de un curso (1953). Edición, prólogo y notas de Ricardo Gullón y Eugenio Fernández Méndez, Aguilar, México, 1962, página 54. 5 Ver Gullón, Conversaciones, pág. 101.

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ria su «Cansera»: «—¿Pa qué quiés que vaya? Pa ver cuatro espigas / arrollás y pegás a la tierra, / pa ver los sarm ientos ruines y m ustios / y esnúas las cepas, / sin un grano d ’uva,/ ni tam poco, siquiá, som bra de ella...». Leyó también al gra­ nadino Manuel Paso, que pronto habría de malograrse a cau­ sa de la bebida. Su poema «Nieblas» le gustó muchísimo: «¡Ya pron to anochece! / ¡Qué triste está el cielo! / E l aire cim brea / los álam os secos; / ya hay nieve en la cum bre del m onte; / la luna am arilla / se refleja en los cam pos abiertos». El Ateneo le hizo perder el entusiasmo por la pintura, su ambiente serio le gustaba más que el fandanguero del «limbo de los pintores» de la calle de Gerona. Al poco tiem po de estar en Sevilla se dio a la escritura. «Yo em pecé a escribir muy temprano —diría después—, entre m i últim o año de Ba­ chillerato en los jesuítas, m is 14, y mi primero de pintor en Sevilla, m is 15. Lo primero que recuerdo fue un fragmento en prosa y una rima becqueriana. Los dos, que no conservo, m e los publicó el director de Έ1 Programa' de Sevilla en la pájina literaria de su diario»6. En las postrimerías de su vida precisó aún más: «Yo em pecé a escribir a mis quince años, en 1896. Mi primer poema fue en prosa y se titulaba ‘Andén’» 7. En el otoño de 1896, cuando Juan Ramón fue a Sevilla, no había cumplido los quince, pero los cumplió al poco tiempo, el 23 de diciembre de ese año. Observador aten­ to de lo que le rodeaba, en los viajes por tren entre Moguer y Sevilla, notaría a alguna loca en algún andén, y poetizaría el incidente. «Andén», según sus recuerdos, «hablaba de una loca que esperaba siempre en un tren cualquiera a un hijo

6 En carta a esta autora, reproducida en J. R. J., Cartas (Primera selección). Recopilación, ordenación y prólogo de Francisco Garfias, Aguilar, Madrid, 1962, pág. 388. 7 Ver «El siglo xx, ...», Corriente, pág. 229.

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que nunca había tenido»8. Pudieron haberle publicado el trabajo hacia la fecha en que cumplió los quince. Recordaba que había salido en 1896 en E l Programa de S evilla9. Lo segundo que Juan Ramón escribió, otro trabajo en prosa, titulado «Riente cementerio», fue recogido en el alma­ naque de 1899 del diario C órdoba10. Moguer le proporcionó la sustancia de esta obra: «Riente cementerio» es una alegre y sensual descripción del cementerio de su pueblo, y contie­ ne algunos ligeros detalles morbosos. La mañana es esplén­ dida y el cielo azul, como en Moguer, y como en Moguer, el patio del cementerio es pobre, los nichos y las cruces son sencillas, y las típicas «mariposas blancas juegan besándose entre las flores». Estas mariposas del cementerio de Moguer y sus alrededores, por los Consumos, volverán a aparecer en los poemas de Juan Ramón de la primera época y en los que le siguen, y, como todas las cosas de Moguer, estarán en Platero y yo. A los quince años no había que pensar en los aspectos horribles de la muerte; en «Riente cementerio» todo alza «un grandioso cántico a la Vida, a la Juventud, al Amor, a la Es­ peranza». Juan Ramón habla de cuatro niños que entran al cementerio una cajita blanca y pequeña, «celeste como la di­ cha». La cajita de Alfredito Ramos, que él ayudara a llevar de pequeño, tenía que haber sido así. Después, cuatro hombres entran una caja blanca, de una virgen que había muerto so­ » Citado por Francisco Garfias en el prólogo a 3. R. J., Primeras prosas, pág. 15. 9 J. R. reitera que «Andén» fue su prim er trabajo poético en la nota siguiente: «Y, a mis quince años, dio El Programa, Sevilla, 1896, mi primer trabajo poético, un poema en prosa: ‘Andén’». Estas líneas aparecen en «Prosa inédita. Complemento estético», El Sol, Madrid, junio 25, 1933. 10 Según información de Francisco Garfias en el prólogo a J. R. ]., Primeras prosas, pág. 15.

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ñando y llorando. «El poeta también llora», decía en «Riente cementerio», pensando Juan Ramón tal vez en Carmen, la bonita tísica de Moguer cuya prematura muerte evocaría des­ pués en el capítulo «El cementerio viejo» de Platero (XCVII). «Riente cementerio» es lo que canta un adolescente a la vida por vivir, a la juventud y, sobre todo, al amor por conocer. La expresión anti-poética está llena de ingenuidad: «podridos cadáveres ríen de felicidad bajo las losas de las tumbas»; pero lo sensual halla su cauce poético, el joven autor contiene la respiración para poder empaparse de la fragancia a lirios, a salvia, a violetas y «poseerla un momen­ to com o a una bacante hermosísima; un momento dichoso, embriagador...» (P.P ., pág. 34). La brisa es una mujer, «una loca chiquilla palpitante de júbilo» que, presa de «los pri­ meros deseos», aprieta al rostro los labios húmedos llenos de besos, caricias, suspiros. Pasa rápida, como una pequeña barca inocente «entre peñascos robustos que quieren enca­ denarla, abrazarla con sus brazos de piedra, para romper su virjinidad11 con placeres brutales, formidables...». Los sau­ ces no lloran lágrimas, sino perlas, diamantes, en «un alegre lloriqueo de risa frenética, apasionada», porque no hay que pensar «en la muerte horrible», sino en «la vida del amor». «Las violetas y los lirios se abrazan y se besan delirantes, enamorados...; las mariposas juguetean enardecidas juegos

il Este trabajo se reprodujo en Primeras prosas con la ortografía peculiar que J. R. habría de adoptar mucho después, pero que no es­ taba en los textos primitivos. Garfias, ordenador de las P. P., explica en el Prólogo: «Los textos primitivos no tenían, naturalmente, la or­ tografía personal que su autor adoptara años después, pero en algunas páginas retocadas aparecen ya jotas por ges, eses por equis y demás novedades ortográficas. Tanto Francisco Hernández Pinzón —el sobri­ no del poeta que tanta luz me ha prestado en este trabajo de rebusca y ordenación— como yo hemos preferido unificar todo el volumen con la ortografía que su autor empleara hasta su muerte» (pág. 27).

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de placer...; el sauce besa el sepulcro...; las luces y las fra­ gancias se besan también con besos de color, de frescura embriagadora...» (P.P., pág. 36). La vida del amor es gene­ rosa, incluye a la muerte: cuando los niños entran al patio la cajita blanca, «un corazón desesperado ... quiere dar a aquel muerto un beso último de eterna y triste despedida» y el romántico autor termina lamentando la muerte de la «virjen serena». «Riente cementerio» está hecho de retazos sentimentales de la realidad que asoman a través de la des­ cripción de la radiante atmósfera de luces y ondas de Mo­ guer que todo lo traspasa, hasta el cementerio, y revela un contenido afán sensual y erótico que alimenta desde recién nacida la obra juanramoniana. En Juan Ramón primero fue la prosa, después el verso. Mal o bien, en «El siglo xx, siglo modernista» recordaba que el segundo poema que escribió, en verso, había sido «impro­ visado una noche febril en que estaba leyendo Rimas, de Bécquer, (y) era con copia auditiva de alguna de ellas, algu­ na de las típicas rimas con agudos», y que lo envió inmedia­ tamente a El Programa de Sevilla, donde lo publicaron al día siguiente, después de lo cual siguió «escribiendo y enviando poemas a todos los diarios de Sevilla y Huelva», firmándose, «por vergüenza», J. R. (Corriente, págs. 229 y 230). De los poemas publicados por Juan Ramón en los perió­ dicos de Andalucía el más antiguo que se ha podido encon­ trar es «Luto», que apareció en El Progreso de Sevilla el 4 de septiem bre de 1898 con las iniciales J. R. Se conocen tam­ bién «Consuelo», fechado el 7 de enero de 1899, que apareció el 13 de marzo de 1899 en el Correo de Andalucía; «Ültimas notas», publicado en el número 31 de H ojas Sueltas de Se­ villa, del 18 de enero de 1900; «Calma», publicado en El Progreso de Sevilla el 14 de abril del m ism o año, y «Las ni­ ñas» y «A la música inefable», que aparecieron en el núme­

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ro 1 del 30 de noviembre de 1900 y en el número 3 del 30 de diciembre del m ism o año, respectivamente, de La Quince­ na de Sevilla, y varios poemas publicados en El Program a de Sevilla en 1899. Parece que en 1896 Juan Ramón apenas es­ cribía poesía, ni a principios de 1897. Para esa fecha tenía una novia en Sevilla con un padre poeta y cuando tuvo que escribirle algo en su abanico, le fue necesario copiar versos de otro. Se había encontrado la novia en Sevilla, contemplando, como siempre, a las mujeres. Primero la vio asomada a un balcón de la calle de Otumba, después se fue enterando que era de fuera, hija de un Cronista Oficial de la Isla de Puerto Rico que estaba documentándose en el Archivo de Indias, Salvador Brau Asencio, hijo de españoles, romántico escritor de obras dramáticas con temas de costumbres, de aventuras y episodios históricos. Defensor en su tierra de la abolición de la esclavitud, en uno de sus primeros poemas había can­ tado el dolor de los esclavos y en los Juegos Florales de la Isla, de 1888, su poem a « ¡Patria! » ganó la flor natural. Ya añtes un jurado calificador designado por el Ateneo de Ma­ drid había premiado una memoria suya sobre «Las clases jornaleras de Puerto Rico», presentada ante un certamen del Ateneo Puertorriqueño en 1882. Buen observador de los pro­ blemas sociales y políticos de su tierra, don Salvador Brau había escrito varias Disquisiciones sociológicas12, novelas cortas y biografías. Aunque autonomista, era leal a España; criticó la equivocada política colonial y había colaborado en periódicos reform istas de la Isla; pero hacia 1893 se quitó de luchas políticas y se dedicó de lleno a la literatura y a 12 Salvador Brau, Disquisiciones sociológicas y otros ensayos. Intro­ ducción de Eugenio Fernández Méndez, Ediciones del Instituto de Literatura, Universidad de Puerto Rico, 1956. De esta introducción pro­ ceden los datos relacionados con la vida y la obra de Brau.

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las investigaciones históricas. A raíz de la muerte de un hijo varón, con su esposa y dos de sus hijas, Graciela, mayor, y Rosalina, menor, embarcó para España. Había salido de Puerto Rico en julio de 1894 para dedicarse a hacer investi­ gaciones en el Archivo de Indias de Sevilla y había regresa­ do en diciembre de 1895 en busca de apoyo oficial para con­ tinuar la labor. Tuvo éxito, en marzo de 1896 volvió a Sevilla con el cargo de Cronista Oficial de la Isla y con una buena remuneración. Fue entonces que Juan Ramón conoció a Ro­ salina Brau, es decir, la conoció hacia la segunda mitad de ese año de 1896, cuando él fue a estudiar a Sevilla. Le pare­ cía que ella tenía entonces veintidós años, recordaba que él tenía catorce13, y, efectivamente, los tenía, habiéndolos cum­ plido el pasado diciembre de 1895. «Nos enamoramos, sin saber cómo, locamente», escribió después (ibid.). Para cuan­ do la fam ilia Brau regresó a Puerto Rico, muy a principios de 1897 (Disquisiciones, pág. 89), según Juan Ramón, ya eran «novios». El breve «noviazgo» con Rosalina Brau se le grabó muy hondo. En su vejez seguía recordando que Rosalina fue su segunda n o v ia 14 a los quince años y decía segunda porque la primera novia en el orden de sentim iento profundo lo era la bella niña moguereña Blanca Hernández Pinzón, que ya mayor recordaba con sana alegría su noviazgo con Juan Ra­ món. No así Rosalina Brau, que insistía en que no había sido novia de él en el sentido estricto de la palabra; decía que Juan Ramón «se había enamorado de ella a lo adivino» y «le había dedicado unos versos»1S. Lo de los versos sería 13 Ver «Rosalina», en J. R. J., Por el cristal amarillo, pág. 257. 14 En el artículo «Isla de la simpatía», Asomante, Puerto Rico, nú­ mero 1, enero-marzo 1953, pág. 5. 15 Según un reportaje de su sobrino, E. Ramírez Brau, «Aclara no­ viazgo de Juan Ramón», El Mundo, San Juan de Puerto Rico, sábado 7 de enero de 1958.

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después, en la obra Pastorales, de 1905, y en Laberinto, de 1910-1911, porque Juan Ramón escribió que cuando primero conoció a Rosalina todavía no hacía versos de verdad, ni sospechaba que iba a ser poeta: «entonces yo pintaba fla­ mencas y campos de sol, como m i maestro, y no tenía la menor sospecha de m i porvenir poético», recordaba. Tan poco poeta era que los versos que puso en el abanico de Rosali­ na, como él mismo dijo, fueron «copiados» («Rosalina», Cris­ tal, 257-258). Ella,' en cambio, le copió «una poesía de su padre — 'Mi camposanto'— como si fuera una joya» (ibid.). A Juan Ramón siempre le pareció que Rosalina le quiso y que Graciela, la hermana mayor, le quiso tanto o m ás que e lla u . Recordaba con exactitud cronológica, comprobable con la estancia de los Brau en Sevilla, que cuando éstos re­ gresaron a Puerto Rico a principios de año, él se quedó te­ rriblemente solo «—solo como nunca! », viendo en sus ensue­ ños el buque negro que se llevaba a Rosalina por «los mares eternos» (ibid.), y escribió después, líricamente, que había sentido mucho el consentir que Rosalina rompiera las cartas que le había escrito, algunas de cuyas frases quedaron en él con «un sentido profundo, lleno de pasión y de voluptuosi­ dad» (ibid.). Pero no fue Rosalina la que rompió las cartas, sino otra novia, Blanca. Juan Ramón parece haber conocido bastante a los Brau, un criado negro de esta fam ilia pasó después por Moguer. Juan Ramón escribió de él en las pági­ nas autobiográficas de Platero (LXXIV, «Sarito»),

i6 En un libro posterior de J. R., Laberinto (1910-1911), Renacimien­ to, Madrid, 1913, la segunda parte, titulada «Tesoro», está dedicada como sigue: «A / Graciela / la hermana mayor de Rosalina, / que me quería / tanto ¡o más! que ella». Esta obra y los primeros libros de poesía de J, R. están en J. R. Primeros libros de poesía. Recopila­ ción y prólogo de Francisco Garfias, Aguilar, Madrid, 1959. Al citar de esta colección abreviaremos el título a P. L. P.

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Dibujo de Juan Ramón Jiménez

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Sin Rosalina para engalanar su vida romántica en Sevilla, Juan Ramón se pasaba las noches ensayando a escribir y le­ yendo, gastaba todo su dinero en libros. Los estudios prepa­ ratorios estaban descuidados, daba entonces H istoria de la Filosofía, Literatura General y Española e Historia Crítica de España, el curso que más le aburría, por lo que ensayó versos en las márgenes del libro. Contrario a su paso por el colegio de los jesuítas, se iba a acordar poco de su paso por la Universidad de Sevilla, aunque alguna vez en conversa­ ción recordaría que en la clase de Literatura se m etía en pe­ leas y discusiones sosteniendo que Rubén Darío, escritor nue­ vo para él, era mejor poeta que Núñez de Arce, hasta que un día lo echaron de la c la se 17. Cuando llegó la hora de exa­ minarse, le suspendieron en Historia Crítica de España. El suspenso no fue, según él, por desconocimiento de la asigna­ tura, sino porque don Federico de Castro, que le examinó en H istoria además de Metafísica, le hizo preguntas del prólogo de su obra que nadie había estudiado y «que contenían unos razonamientos muy difusos sobre el concepto de la asigna­ tura» 18; él se dio cuenta en seguida que iba a ser suspen­ dido, porque antes de preguntarle a él don Federico le había hecho a los otros la misma pregunta. A pesar del suspenso, recordaba con afecto a don Federico de Castro, que después le recordó a don Francisco Giner, y en su vejez diría sencilla­ mente: «Estudié algún tiempo en Sevilla y no m e licencié porque un incidente me obligó a abandonar la carrera»19. Se acordaría que en esos tiem pos se decía de don Federico, en tono ofensivo, «es un lcrausista», y los compañeros de Universidad le preguntaban: «¿cómo tratas a ese krausista?», 17 J. R. J. en conversaciones con la autora. Ver Vida y obra de J. R. ]., pág. 36. 18 Ver Guerrero, Juan Ramón de viva voz, pág. 235. 19 Gullón, Conversaciones, pág. 57.

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porque el serlo parecía pecaminoso. Su profesor de Litera­ tura, Juan Hurtado, autor con González Palencia de la His­ toria de la literatura española, no era krausista. Es probable que Juan Ramón llegara a matricularse en la Universidad de Sevilla para los cursos de segundo año en el año académico de 1897-1898. Conservaba dos libros de tex­ to de asignaturas de segundo, el Resum en de H istoria de la Filosofía, por José de Castro y de Castro, 2.a edición de Se­ villa (Imprenta de Francisco de P. Díaz, Gayicha, 6, 1897, 668 págs.), y los tom os I y II de la H istoria de la Literatura Griega de Alejo Pierron, traducida de la 2.a edición revi­ sada, corregida y aumentada por don Marcial Busquéis, Bar­ celona (Imprenta de Luis Tasso, calle de Guardia n.° 15, 1861); pero para fines de 1897 Juan Ramón ya no vivía en Sevilla sino en Moguer, había regresado a su casa enfermo y recordaba muy bien que los médicos le habían aconsejado a su madre que no le permitiera trabajar; que había estado pálido y que había caído al suelo varias veces sin conoci­ miento; «pero él era entonces optim ista y no le hacía caso a la ciencia ni a la muerte» (Renacim iento). La lectura siguió siendo su pasatiempo favorito en Mo­ guer. En la biblioteca de su casa tenían varias ediciones del R om ancero20 y libros franceses que habían pertenecido al hermano de su padre muerto en Francia, y se dio entonces a la lectura de los romances y de los autores que figuraban en el Morceaux Choisis de Littérature Française del colegio de los jesuítas. Se aprendió de memoria las Orientales de Victor Hugo; le gustó la poesía de Lamartine y el «Intermez­ zo» y «Las Noches» de M u sset21. En una antología general de poesía, también de su casa, leyó versos de Goethe, Schiller 20 Ver «El siglo xx ...», Corriente, pág. 230. 21 Ver «Mis primeros romances», Cristal, pág. 270.

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y Heine, este últim o le impresionó hondamente; él ya co­ nocía al traductor, José Joaquín Herrero, porque había leído su poema «Mar adentro», que le parecía muy bueno, y una traducción que hiciera del poeta K alidasa22. Volvió a leer a los poetas «del litoral», como Rosalía de Castro, Manuel Cu­ rros Enriquez, Vicente Medina, Jacinto Verdaguer, Juan Maragall, Augusto Ferrán23. Leyó traducciones en prosa de poesía árabe-andaluza que en su casa tenían porque circula­ ban mucho en ton ces24 y se llenó de un romanticismo «tea­ tral y absurdo», patrocinado, según él, por Bécquer, el con­ vento de Santa Clara de Moguer, la luna amarilla del grana­ dino Manuel Paso, las lechuzas y Blanca Hernández Pinzón, su primer amor 25. Escribió febrilmente, fuera de sí, un cuen­ to «moderno» sobre un «rapto de monja blanca y tormenta y maitines y 'a la mañana siguiente’» se lo leyó, excitado, a la costurera de su casa, que, después de oírlo, dijo sonrien­ do «se continuará», como decía en los folletines (Cristal, «Se continuará», 162). Escribía como un loco versos y prosas, al­ gunos de los cuales se los publicaban en los periódicos de la región. Anhelaba vivir en el cementerio, lejos de todos y que todos pensaran en él; que le fueran a visitar sus ami­ gos, a quienes les leería cosas terribles. El cementerio se había convertido para él en «lo más prestijioso, lo más uni­ versal» de su pueblo (ibid., 161). Se imaginaba sobre una tum­ ba declamando, «exaltado, pálido, contra el poniente, con un 22 Ver «El siglo X X ...», Corriente, pág. 230. 23 Ver «Mis primeros romances», Cristal, pág. 271. 24 Gullón, Conversaciones, pág. 103. 25 Ver «Se continuará», Cristal, pág. 161. En «El siglo xx ...» dice J. R.: «También leía a un poeta granadino, Manuel Paso, hoy injusta­ mente almacenado, y de donde yo saqué mis 'lunas amarillas’: La luna amarilla se refleja en los campos desiertos». (Corriente, pág. 230)

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hueso en la mano», mientras su maestro en Moguer, Fede­ rico Molina, y su amigo Julio del Mazo irían a preguntarle qué hacía allí y las muchachas del pueblo le sonreirían con respeto (Cristal, «Romanticismo», 169). Molina y del Mazo le tomaban en serio y alimentaban sus ilusiones de p o eta 26, ambos eran personas cultivadas y afables; el primero, maes­ tro nacional en Moguer, y el segundo, un aficionado a la pin­ tura, com o Juan Ramón, y además, poeta festivo que cele­ braba a las personas y sucesos del pueblo, había hecho la carrera de Leyes en Sevilla y era pariente de los condes de Tarifa. Estos amigos entendían su exaltado rom anticism o y su gusto por el cementerio. El cementerio de Moguer fue la inspiración de sus m ejo­ res versos primerizos, influidos por Bécquer y los poetas gallegos y catalanes. E l temprano poema «El cem enterio de los niños», descripción del patio infantil del cementerio de Moguer, repetía, desprovisto de sensualidad y excesos, ele­ mentos del temprano poema en prosa «Riente cementerio». Carecía de los elem entos morbosos y eróticos que malogra­ ban los líricos fragmentos de la prosa y superaba muchas de las expresiones originales, com o puede apreciarse en los trozos cotejados a continuación: «Riente cementerio» ... ese olor viene casi perdido, ago­ nizante, envuelto en la fragancia de los lirios blancos, de las siemprevivas de oro, de la sanguinolenta salvia, de las azules violetas silvestres; ... (P. P., 34.)

«El cementerio de los niños» (De Almas de violeta) Doradas siemprevivas, inmaculados lirios, violetas y jazmines, perfuman aquel mágico recinto, (P. L. P., 1529.)

26 J. R. habla de estos amigos en «Mis amigos de Moguer. Vida». Inédito, en los archivos de J. R. J. en España.

Prim eros poem as Los sauces no lloran lágrimas...; lloran perlas de sus ramas que se inclinan para besar las humildes cruces... (P. P., 35.) ... los nichos y las sencillas cruces que brotan del suelo... Mariposas blancas juegan besán­ dose entre las flores; ... (P. P., 34.) ... las mariposas juguetean enar­ decidas juegos de placer... (P. P.,

85 allí no llora el sauce su lagrimeo fúnebre y sombrío. (P. L. P., 1528.) Azules mariposas, en amorosos giros, imprimen blancos besos en las sencillas cruces de los ni· [chos... (P. L. P., 1529.)

«Luto», el otro poema primerizo, tiene tam bién algo que ver con las ideas expresadas en «Riente cementerio», es como una proyección del párrafo que dice: «Un corazón desespe­ rado, que quiere dar a aquel muerto un beso últim o de eter­ na y triste despedida, levanta la tapa... El muerto es un an­ gelito... ¡También sonríe...! ¡Dichoso...! ¡Murió sonrien­ d o...!» (P. P., 36). La primera estrofa es una descripción del pequeño difunto, como podría aparecer al que destapara el recién cerrado ataúd: Vestido de blanco, cubierto de flores de leve fragancia, estaba su cuerpo marchito, sin alma, sus ojos, sin vida miraban al cielo; su boca, entreabierta, besé yo con ansia, creyendo que iba tal vez a animarse con dulces palabras...

Es de notarse que en «Riente cementerio» el muerto son­ ríe; no en «Luto», en el que, con más arraigo en la realidad, Juan Ramón describe la boca entreabierta del pequeño di­ funto. Tampoco es dulce la noción de la muerte, como en «Riente cementerio», sino glacial y amarga:

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Vida y obra de Juan Ram ón Jim énez ¡Qué duelo, qué pena pasé aquella noche tan triste y amarga!... Después, desde el punto que ya no me animan sus dulces miradas, el luto conservo, constante en mi cuerpo, y el luto en el alma.

E ste poema, «Luto», no fue recogido por Juan Ramón en ninguna de sus futuras colecciones y no es de extrañarse, porque en su desmedido romanticismo de chico de dieciséis años, hablaba de besar al muerto. El m orboso deseo de besar el cadáver del niño o la niña muerta aparece más de una vez en sus primeros versos; pero conviene recordar que entre los españoles el gesto en sí no tiene nada de particu­ lar. Para el Juan Ramón de 1897, afectado hondamente por las m uertes blancas, el beso es un máximo tributo de amor y dolor. Es curioso comprobar la relación que existe entre todos sus primeros poemas, cuyo tema es la muerte, y lo se­ gundo que escribió, el fragmento en prosa poética «Riente cementerio». En este fragmento Juan Ramón describe a la virgen que cuatro hombres llevaban en su blanco ataúd: «Es el cadáver de una virjen serena...; su carita de nieve y vio­ letas ostenta la huella del sufrimiento, del pesar... Murió llo­ rando... Murió soñando ilusiones» (P.P., 36). Estas líneas constituyen el tema de «Tristeza primaveral», uno de sus pri­ meros poemas, que fue recogido en Almas de violeta, libro de principiante, publicado en Madrid en 1900: Yo tan sólo veo aquel cementerio donde ella descansa...; yo tan sólo veo aquella dulzura con que agonizaba, aquellas pupilas que lloraban muertas, aquella carita fría y azulada, ¡aquella sonrisa de inmensa amargura

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entre los azahares de la caja blanca...! ¡yo tan sólo siento aquel beso último empapado en lágrimas...! (P. L. P., 1524-1525)

En «Nivea», un sentido romance primerizo, vuelve a apa­ recer la niña muerta por alguien «ciego de rabia y de celos», y de nuevo se describe al cadáver en su caja, sonriendo y en espera del beso: su frente pura aguardaba el roce del primer beso; lloraban sus muertos ojos, y sus labios entreabiertos parecía que esperaban una lágrima del cielo...; y entre los blancos azahares, al compás del balanceo de la caja, iba la niña sonriendo..., sonriendo... (P. L. P., 1528)

Cuando la visión lúgubre de la muerte irrumpe en el poe­ ma, Juan Ramón repudia el ansia del beso; pero lo intere­ sante es, claro, que el ansia está allí, como en «Elegiaca», otro poem a primerizo incluido en Almas de violeta: De su atahúd carcomido por las entreabiertas tablas, se arrastrarán los lagartos hasta su carita blanca;

no voy a pegar mis labios a su boquita cerrada...! (P. L. P., 1537-1538)

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Los muertos de esta primera poesía son jóvenes com o el autor. La ancianidad era entonces para él amargo tem a poé­ tico y es interesante comprobar la relación que existe en la vida y en la obra en cuanto a esa temprana actitud hacia la vejez. Hacia 1898, don Víctor Jiménez, padre de Juan Ra­ món, estaba enfermo, paralizado a consecuencia de un ata­ que al corazón. En el verano, lo sentaban en el patio de már­ m ol de la casa de la calle Nueva hasta que la esposa, doña Pura, o la hija, Victoria, lo llevaban a acostar. Juan Ramón lo veía solo, callado, «como si ya no hubiera nada, mirando todo distraídam ente...», pero no se quedaba a hablar con su padre, sino que se iba al jardín, tras el encanto de la noche estrellada, buscando sus fragancias y sus sonidos, y fuera sentía «como una existencia de lo futuro, la pena inmensa» (Cristal, «Mi padre», 267-268). Un temprano romance sobre la vejez, titulado «Amarga» y recogido en Almas de violeta, expresa esta pena inmensa. Juan Ramón agrupa los versos en series, a su antojo, lo que ha de hacer con todos sus ro­ mances: Con los ojos apagados, viejo el cuerpo y vieja el alma, sin un ensueño de Gloria, sin ilusiones doradas, embargados de recuerdos, inundados de nostalgias de juventudes marchitas y primaveras lejanas, ¡cuántos pasean por la vida su ancianidad desgraciada...! ¡Yo quiero mejor morirme que vivir sin esperanzas...! ¡Ay! ¡con qué lástima miro a los que no esperan nada...! (P. L. P., 1526-1527)

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Es obvio que la realidad circundante es fuente de la pri­ mera poesía juanramoniana. Esta incluía el elem ento popu­ lar, como en el poem a «Ültimas notas», cuyo tem a es la bien conocida tragedia de amor entre gitanos. Era éste de rima leve, graciosa, en octavillas pentasílabas dactilicas con un decasílabo también dactilico: Junto a los hierros de la ventana cantando amores, quejas amargas, arranca trinos de su guitarra el gitano que sufre desdenes de su gitana.

A la manera del pueblo, como «la hermosa ingrata» no oye las quejas del enamorado, que le cantaba al pie de la reja, allí m ism o el pobre gitano se quita la vida; la ingrata duer­ me; pero las flores, «más amantes que ella, despiertan / llenas de lágrimas...». Concluye el poema: De roja sangre están manchadas las cuerdas rotas de la guitarra...; Y entre la brisa de la mañana, aún parece que flotan tristes quejas de un alma...

En otros poemas primerizos aparece tam bién la línea po­ pular. En el titulado «Negra», al que Juan Ramón le atribui­ rá después influencia de H ein e27, se nota ya, desde el título, 27 Ver J. R. J., «El Modernismo poético en España y en Hispano­ américa», El trabajo gustoso (Conferencias). Selección y prólogo de Francisco Garfias, México, 1961, pág. 220.

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que se deriva de la frase popular «pena negra». Recordaba que lo había escrito al levantarse, que lo había pasado en limpio en seguida, enviándolo esa misma noche a H ojas Suel­ tas de Sevilla (Cristal, «Mis primeros romances», 269). E ste poema fue también recogido en Almas de violeta y tiene ese sentido de lo popular m elancólico de la región andaluza: Conmigo duermen mis penas por la noche, fatigadas de la lucha que en el día sostuvieron con mi alma... Mas ¡ay! que con el reposo igual que yo, ellas descansan, y con nueva y mayor furia, al despuntar la alborada, a mi alma triste despiertan para ofrecerle batalla... (P. L. P„ 1530)

Es de notarse que Juan Ramón no usó la frase com pleta «pena negra» com o título del poema, lo cual constituía en sí una novedad puesto que le estaba dando a su dolor el simbólico valor del negro. Pero este valor ya estaba algo ma­ noseado, más novedoso fue el que Juan Ramón empezara a referirse a las em ociones en términos de los colores en esos poemas de 1897-1899. En su temprano romance «Triste», in­ cluido también en Alm as de violeta, sus dichas y sus entu­ siasm os son de color blanco: «el mismo sol que en sus rayos / envolvió m is blancas dichas / y mis blancos entusiasmos» (P. L. P., 1529), y en «Salvadoras», de la mism a colección, su llanto es «blanca dicha» y sus penas son «negras tablas» (P. L. P., 1539). Después escribe todo un poema titulado «Pe­ nas blancas» 2S, del que se iba a acordar defendiendo su «co­ 23 Este poema, corregido, aparecerá después en la Segunda anto-

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lorismo»: «Cuando yo tenía dieciocho años publiqué una cosa llamada ‘Penas blancas’. Yo dije en una carta: 'pues, seño­ res, si es negra, si hay penas negras, ¿por qué no puede haber penas blancas?’» 29. Después tituló otro poema opti­ mista, en que expresaba su alegría, «Azul». É ste pasó tam ­ bién a Almas de violeta: «Ya estoy alegre y tranquilo; / ¡sé que mi virgen m e adora!...» (P .L .P., 1528). El colorismo juanramoniano, tan cerca ya del simbolis­ mo, se ha de acrecentar por influencia de la poesía nacional; pero de principio corresponde a una innata actitud hacia la realidad, de la que se deriva su poesía. «Riente cementerio» es ya una obra colorista desde el primer párrafo, que descri­ be un «cielo azul, despejado» que «arroja raudales vivísimos de luz, de color, de vida» (P. P., 33), y el tal cielo no es ima­ ginado, es el cielo de Moguer. A partir de ese primer párra­ fo, según avanza la descripción, aumentan los detalles colo­ ristas: las arboledas son esmeraldinas; las alegres tapias del cementerio blanquean; hay un radiante laberinto de reflejos; la yerba es una inm ensa nota brillantísim a, chillona, de color verde agrio; las siemprevivas son de oro; el lloriqueo nubla las pupilas con blanco velo. No es de extrañar, pues, que esta consciencia de los colores pasara, por extensión, a las em o­ ciones, amén de que tal cosa estaba ya en el léxico popular. El arraigado carácter nacional de la incipiente poesía juanramoniana se comprueba una y otra vez. La influencia de Rosalía de Castro y Curros Enriquez es difícil de medir en los primeros poemas, porque se trata de una influencia de fondo más que de forma, o sea, de una m ism a actitud poética ante ciertas realidades. Juan Ramón se acordaba que había traducido el « ¡Ay! » de Curros Enriquez: «¿Cómo fue? lojía poética (1898-1918), Espasa-Calpe, Madrid, 1922, pág. 14, y en las sucesivas: Antolojía poética, Losada, Buenos Aires, 1944 y en la T.A. P. ® El Modernismo, pág. 207.

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Me encontraba yo fuera / y las negras viruelas le dieron. / Me llamó con un p a rte su m adre / y vine corriendo». Pensa­ ba él que ese poema le había servido de inspiración para uno primero suyo, escrito a la muerte de una amiguita que en­ fermó de difteria; creía haberlo recogido en uno de sus dos primeros libros, Almas de violeta, y haberlo publicado, co­ rregido y aumentado en otro libro posterior, R im a s30; pero tal cosa se queda sin comprobar porque en Almas de violeta sólo aparecen irnos «Cantares» con una ligera relación, por el tem a de la ceguera, con la segunda estrofa del « ¡Ay! » de Curros, com o se verá en los versos cotejados a continuación: « ¡Ay! » ¡Pobrecillo! Sintiendo mis pasos hacia mí revolvía sus ojos. No me vio, y lloró. ¡Los tenía ya ciegos del todo!

«Cantares» Era el pobrecillo ciego, y cantaba sollozando la luz de unos ojos negros. ¡Qué divinos eran sus ojos risueños...! ¡pobrecita! ¡llorando una pena quedóse sin ellos! (P. L. P., 1535, 1536)

Más relación con el poema de Curros tiene el titulado «Aromas y lágrimas» que Juan Ramón recogió en Rimas. De m étrica marcadamente romántica, empieza con dos largas estrofas de versos decasílabos, seguidas de dos largas estro­ fas de hexasílabos, una de octosílabos y otra últim a estrofa decasilábica. En este poema se llora la muerte de una niña en términos un poco parecidos a los del poema de Curros Enriquez, desde el primer verso que dice: « ¡Pobrecita! ¡Qué pena tan grande! » a la manera del « ¡Ay! » de Curros: « ¡Po30 Ver «El siglo xx ...», Corriente, pág. 233.

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brecillo! Sintiendo mis pasos...». La madre del poema juanramoniano tom a a la hija muerta en los brazos, así com o el padre en el poema de Curros Enriquez: « ¡Ay! »

«Aromas y lágrimas»

No me acuerdo del tiempo que estuve en la cuna de dolor doblado, sólo sé que me erguí con mi niño sin vida en los brazos.

La tenía su madre en los brazos abrazándola muerta de pena, abrazándola loca, anhelando de la muerte fatal defenderla; ... (P. L. P., 143)

Pero el poema de Juan Ramón, de noventa y ocho versos, a veces de encomiable y lírica sencillez, dista bastante de la maravillosa economía y precisión de sentim iento del de Cu­ rros. Un romanticismo exacerbado afea ciertas expresiones: «Y la muerte volvía espantosa / de su largo viaje de nieblas / sonriendo con negro sarcasmo...»; sin embargo, lo mejor de la expresión poética juanramoniana está, en ese poema, en las descripciones de la naturaleza, que surgen sin esfuerzo aparente: «llenas de trinos de alondras / las campiñas des­ pertaban!» o «Limpio el cielo de mayo reía, / y cantaba la alegre mañana» (P. L. P., 145). El espectáculo extraordinaria­ mente lírico de la naturaleza es verdadera fuente de inspira­ ción juanramoniana y en Moguer este espectáculo es su pan cotidiano. El sol, las nubes, el cielo, las marismas, el río, el mar, el monte, las estrellas, la luna, todo lo que abarcaban sus ojos en el abierto espacio moguereño le atraía y llenaba de em o­ ción. Recordaba que se subía a la azotea de su casa a inspi­ rarse con la puesta del sol y que a los quince años había sentido «la primera ansia de poesía pura» contemplando las nubes rosas que se desvanecían en oro o azul; quería poder hablar de ellas sin tener que referirse a otras cosas y esto

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constituyó una lucha, se había olvidado qué versos había es­ crito y lo más probable es que no hubiera escrito gran cosa, no a los quince; sin embargo, le quedó muy clara la impre­ sión de «el color, la luz, lo ideal» (Cristal, «Nubes», 261). Su pueblo le parecía «una blanca maravilla», un «mundo mági­ co» 31; le alegraba mirar «el lim pio cielo moguereño» y a ve­ ces sentía unos impulsos incontrolables de hacerse uno con el ámbito circundante. Recordaba que la m úsica le afectaba así. Unos parientes suyos, los Núñez-Sáenz, eran muy devo­ tos de la música y a veces presentaban en su casa mism a conciertos con m úsicos traídos de Sevilla. Para Juan Ramón la casa, que él frecuentaba, era como «un santuario de la música» (Cristal, «Chopin», 278). Feliciana Sáenz, la esposa, tocaba muy bien, Sobre todo los preludios de Chopin y el Preludio 24 tenía una extraña sujeción sobre el joven poeta, que salía de casa de la pianista embriagado de música a vagar por el pueblo y por las marismas, espacio abierto desde don­ de su vista alcanzaba a ver mar, río, monte y cielo. Ya en las marismas, de noche blancas de luna, se ponía a dar vueltas horas enteras, a veces en círculo, deteniéndose fijo otras ve­ ces, en un frenesí como el de quien quisiera escurrirse en el espacio. Se ahogaba de incomprendidas emociones de belle­ za en el amplio espacio abierto de su pueblo, tan lleno por las noches de cielo nítido, estrellas bajas y luna b lan ca32. El 31 Estos sentimientos están expresados en uno de sus poemas pri­ merizos, titulado «Remembranzas», en el que el poeta da la visión de su pueblo cuando era niño: «Recuerdo que cuando niño / me parecía mi pueblo / una blanca maravilla, / un mundo mágico, inmenso», y pretende que esta visión ha cambiado al regresar él a su pueblo des­ pués de «largos viajes». Para entonces J. R. no había salido de la re­ gión andaluza y sus «largos viajes» eran a Huelva, Sevilla y el Puerto de Santa María en Jerez. El poema, recogido en Almas de violeta, se encuentra en P. L. P., págs. 1525-1526. 32 Ver la descripción de esta experiencia de su juventud en J. R. J., «Chopin», Por el cristal amarillo, págs. 278-279.

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espectáculo sideral de su pueblo le deslumbraba, recordaba la acumulación de estrellas en las noches de verano y cuan­ do su casa y el pueblo dormían, él salía al balcón a verlas brillar y hasta le parecía que las oía son ar33. Por eso empezó a sentir una preferencia por aquellos poetas que sabían can­ tarle a la noche, com o Musset, y le parecía que los poetas extranjeros, orientales como Kalidasa o septentrionales tal vez, tenían que haber expresado estas cosas que él veía, que él quería expresar y no sabía. A los diecisiete y dieciocho años, la romántica obsesión con el cem enterio se interponía en la poesía de Juan Ramón; el cementerio era tem a y término de comparación: «Recuer­ do también que un día / en que regresé a m i pueblo, / des­ pués de largos viajes / m e pareció un cementerio», dijo en «Remembranzas», otro poema primerizo que se recogió en Almas de violeta (P. L. P., 1526-1527), y en «Calma», un sen­ cillo y bien logrado poema que empieza con una descripción de las estrellas titilantes, sobre la aldea dormida, y termi­ na, en una progresiva visión, comparando al pueblo con un «noble cementerio». Primero, es un lecho de obscuro ter­ ciopelo; después, las cabañas le van pareciendo «sepulcros melancólicos»: «Sepulcros melancólicos / de un noble ce­ menterio, / en donde las pasiones / reposan en el sueño de la M uerte...» (P. L. P., 1498-1499). Este poema, publicado en El Progreso de Sevilla el 4 de abril de 1900, y antes en Ma­ drid, fue recogido en otro primer libro, Ninfeas, que se pu­ blicó en ese mism o año con Almas de violeta. La nota fatídica iba interponiéndose en casi todo lo que escribía, y él se daba plena cuenta de ello porque así lo hizo notar en un soneto titulado «Nubes» que pensaba usar como prólogo a un primer libro del m ism o nombre que iba 33 Ver «Continente de estrellas», ibid., pág. 281.

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preparando con lo escrito hasta 1899. Decía, al plantear el fe­ nómeno de la inspiración poética: De la evaporación del sentimiento, —mar grandioso de inmensas oleadas— en el alma aparecen condensadas las nubes del divino pensamiento. E igual que en el capuz del firmamento, hay allí puras tintas nacaradas y hay fatídicas notas enlutadas y luz y frío y sombra y ardimiento... (P. L. P., 1538)

Al final del soneto, un «sudario fúnebre» cubre el Sol de la inspiración haciendo llorar las nubes. El planeado libro no llegó a publicarse, y el soneto pasó a Almas de violeta. Parte de esta poesía menor, que habría de pasar a los dos primeros libros de 1900, iba viendo la luz en Andalucía, con lo que Juan Ramón iba adquiriendo una pequeña reputa­ ción. Para esa fecha, 1897-1899, en Sevilla se publicaban cin­ co periódicos: E l Baluarte, El Progreso, E l Porvenir, El No­ ticiero Sevillano y El Program a; Juan Ramón publicaba en tres de ellos: E l Progreso, E l Porvenir y El Programa, en este últim o, traducciones de Lamartine, Hugo y Leopardi, que firmaba sólo con una J. (J. R. de viva voz, 97). También sa­ lían sus cosas en el Diario y Heraldo de Huelva, en E l Co­ rreo de Andalucía y en dos revistas sevillanas que se ocupa­ ban de lo más moderno, H ojas Sueltas y La Quincena. La primera era un semanario «con aspiraciones nacionales», se­ gún Juan Ramón, dirigido por Dionisio de las Heras, «espe­ cie de Quijote del periodism o»34. La Quincena tenía un buen grupo de redactores, entre ellos Juan Centeno y Timoteo 34 «El Modernismo poético en España y en Hispanoamérica», El trabajo gustoso, pág. 220.

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Orbe, fundadores de «La Biblioteca», especie de centro cul­ tural con una biblioteca general, m esa de revistas y sala de distracción. En Sevilla, Timoteo Orbe y don José Lamarque de Novoa, protector de E l Programa y muy apegado a la poesía co­ rriente tradicional, le aconsejaban. Lamarque de Novoa in­ sistía en que leyera a los poetas de la peña del Ateneo: a Rodríguez Marín, los Velilla, Montoto y Rautenstrauch. Cuando lo que publicaba Juan Ramón le parecía bueno, le enviaba a Moguer cajones de naranjas de su finca de «Dos H erm anas»35. Pero no habría de ser la poesía de forma tra­ dicional como el romance o el soneto, la que llamara la atención de los literatos jóvenes españoles que luchaban por darle vida a la prosa y al verso español de finales del si­ glo X I X . Los dos sobrevivientes de la generación postromántica, Campoamor y Núñez de Arce, seguían ejerciendo la leve influencia de los mayores; pero la nueva sensibilidad pedía una renovación total de las letras. Campoamor, por los ochenta y pico para esa época y enfermo, recomendaba a los que le pedían consejo, que estudiaran nmcha m etafísica y que no leyeran a Quintana36. Núñez de Arce, veinte años más joven, estaba dado a su labor de financiero en el Banco Hipotecario y escribía sólo en periódicos y revistas. Aunque aún le daba el espaldarazo a los poetas jóvenes, y había re­ accionado en contra del Romanticismo, no era de los innova­ dores, pese a que había cuidado mucho de la forma. En la m ism a línea que Quintana, puso la poesía al servicio de la causa cívica y social y sus poemas de tema ideológico y pseudofilosófico perdían a veces valor poético.

35 Ibid. 36 Andrés González Blanco, Los grandes maestros. Salvador Rueda y Rubén Darío, Librería de Pueyo, Madrid, 1908, págs. 119-120.

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Juan Ramón Jiménez no había sentido ninguna atracción hacia ellos. Había empezado a cultivar preferentem ente el romance y había sido fiel al legado de la versificación román­ tica; pero poco a poco se iba dando a los ritmos nuevos. Empezó a emplear los menos comunes eneasílabos, dodeca­ sílabos y versos libres, y usaba más y más la silva de versos mezclados de distintas medidas. Por la forma y por el colo­ rismo de algunos de sus versos le iban conociendo com o nue­ vo por la región andaluza. Un señor de Córdoba, don Enri­ que Redel, un influido por la corriente colorista, le mandó su libro Obras literarias. Modesto entonces en cuanto a sus vir­ tudes poéticas y honrado en sus juicios, no habiendo leído el libro regalado le escribió al autor: «Yo acerca de él no puedo decirle nada; primero, porque no he hecho m ás que hojearlo; segundo, porque no sé, ni valgo nada, para darle m i opinión; y después, porque ya sería tarde e inoportuno» Cuando el señor Redel le mandó el segundo tom o de Obras literarias, volvió a excusarse: «Yo alcanzo poco en materias literarias, pero, francamente, m e entusiasman sus escritos». Le "gustaba la obra de Redel porque reflejaba el corazón de todo el que se sintiera poeta. Ya para entonces, Juan Ramón estaba «muy animado con la poesía» 3S. Le preocupaba mu­ cho cualquier errata de imprenta. Cuando le publicaron una poesía dedicada a Redel, salió con una errata y queriendo que éste tuviera la versión correcta, le escribió: «Ya que a V. iba dedicada, quiero que la tenga V. sin una errata que lleva, y que es la siguiente: en la 2.a estrofa, en el renglón 3.°, dice: ‘Breve soplo especial el norte lanza’

37 Carta de Moguer, diciembre 11/98, en Cartas, pág. 25. 38 Así se lo dice a Enrique Redel en otra carta de Moguer, mayo 9/99, Cartas, pág. 30. La cita anterior, de la misma carta, en la pág. 29.

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y debe decir: 'Breve soplo glacial el norte lanza'.

Se lo digo, no porque tenga importancia, sino para quitar esa palabra sin sentido»39. En marzo de 1899 se enteraron en Madrid que por Huelva había un poeta nuevo porque Juan Ramón se atrevió a man­ dar una de sus poesías largas, «Nocturno», a V ida Nueva, que allí se publicaba. El poema salió en el número 42 el 26 de marzo con la firma Juan R. Jiménez; era un poema colo­ rista de tres largas silvas en versos endecasílabos y heptasílabos, macabros, morbosos, eróticos, musicales. Vida Nueva era una publicación independiente de Madrid, de carácter moderno, dirigida por Dionisio Pérez, un joven de veintisiete años que por su erudición, fecundidad literaria y agudeza habría de llegar a ser un gran m aestro del perio­ dismo. El primer número de Vida Nueva se había publicado el 12 de junio de 1898 y siguió saliendo todos los domingos hasta el número 94, del 25 de marzo de 1900. En el primer número colaboraron los hombres de nota del momento: el gran orador Em ilio Castelar; el entonces célebre autor de novelas de amor eróticas, Jacinto Octavio Picón; el novelista regional valenciano Vicente Blasco Ibáñez; el académico de la lengua y distinguido dramaturgo Eugenio Sellés; el insig­ ne periodista Mariano de Cavia; el gran historiador de la li­ teratura Marcelino Menéndez Pelayo, V ida Nueva daba cabi­ da en sus páginas a la obra de los autores nuevos, y en el «Nocturno» de Juan Ramón estaban representadas las nue­ vas corrientes de la época: el poema revestía un tem a ro­ mántico, filosófico-social, con los recursos técnicos más nue­ vos. Se trataba de la moderna danza macabra. La primera 39 Carta de Moguer, enero 9/1899, Cartas, pág. 28.

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estrofa, la mejor, describía un enervado ambiente de luces, perfumes, colores y hermosas mujeres voluptuosas, ricamente ataviadas, en «vértigo de placer y de pasiones». La segunda estrofa contenía viejos resabios pueblerinos de la poesía juanramoniana: describía el paso de un carro mortuorio con un féretro blanco «que llevaría algún ángel al reposo». Este hecho sirve de punto de partida para el elem ento didáctico o pseudo-ideológico del poema, que une la visión de la her­ mosura a la de la muerte, al mism o tiempo que contrasta la belleza de los cuerpos con la escondida podredumbre de sus almas impuras. Escrito, sin duda, con miras a los lectores de Madrid, el poema señalaba con dedo acusador los vicios de la sociedad, enumerándolos: «odio, escarnio, pasiones, / embriaguez, ape­ tito lujurioso, / envidia, falsedad, torpe impureza, / adula­ ción, ultrajes y ambiciones, / rastrera hipocresía y egoísmo, / farsa, burla, vileza...»; pero la primera estrofa del «Noc­ turno» era colorista y los mejores poetas del mom ento eran dos coloristas andaluces, Manuel Reina y Salvador Rueda. En sus versos predominaba el colorido, las luces, la caden­ cia; las frases que evocaban impresiones táctiles, auditivas, olfativas y la musicalidad íntima. Reina era un cordobés rico que vivía apartado en una finca propia de Campo Real, en Puente Genil. Sus versos, nacionales, tenían un sugestivo y leve nuevo tono lírico. Para 1899, Manuel Reina había publi­ cado seis libros de poemas; pero no se adhería a bandos li­ terarios, ni hacía acto de presencia en Madrid; sin embargo, había pasado a ser el gran poeta lírico de su generación. Juan Ramón le llamaría después parnasiano, recordando que «estaba enamorado de los jardines fantásticos, del m es de mayo, del claro de luna, del ruiseñor oriental, de los bando­ lines, de las espadas a la española, todo revuelto», y decía: «Habló mucho de lo azul y del cristal; tuvo su agua de lago

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llena de estrellas, sus góndolas de marfil y sus mascaradas rojas y negras» 40. Salvador Rueda, el otro maestro colorista, ejercía desde Madrid una mayor influencia que Reina y fue el verdadero lazo de transición para la nueva poesía. Rueda era de Mála­ ga, de origen humilde y escasas letras. Desde 1885 estaba in­ troduciendo innovaciones en el verso y defendía las nuevas corrientes, había sido el primer poeta español en emplear metros nuevos, por él Rubén Darío publicó por primera vez uno de sus raros poemas en España, el «Elogio de la segui­ dilla»: «M etro mágico y rico que al alm a expresas / llamean­ tes alegrías, penas arcanas...». Darío, a su vez, escribió un largo «Pórtico» para el libro En tropel de Rueda, de 1892, llamándole: «Joven homérida», «buen capitán de la lírica guerra, / regio cruzado del reino del arte», reconociendo su talento original, influido sólo por su propio temperamento andaluz, temperamento colorista que le llevó a reunir en su poesía, audazmente, todos los elem entos de la lírica nueva y vieja. En el apéndice a En tropel, Rueda había hablado de evo­ lucionar el ritm o y él colorido de la poesía castellana y suge­ ría nociones que después pasarían a ser parte de la esencia del m odernism o: «Y puesto que nuestro público está cansa­ do de la poesía que ofrece la idea y el sentim iento de un modo preciso, ¿qué inconveniente hay en ofrecer sentimien­ to e idea, por ejemplo, diluidos en la estrofa por medio de la música y del color que ... son naturaleza mism a de la poesía? No sabrá el que lea cuándo, en qué mom ento penetró en él la emoción, o se arraigó en su cerebro la idea; pero dentro de él estarán a buen seguro. Se sentirá invadido poco a poco,

40 «Elejía accidental por don Manuel Reina», Corriente, pág. 36.

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y así la asimilación intelectual y bella será más suave y dulce e irá revestida de un nuevo halago»41. El innato colorismo juanramoniano había sido estim ula­ do por la poesía de Rueda, que para 1899, fecha de la publi­ cación del «Nocturno» de Juan Ramón, había impreso ya dieciséis libros de versos. Juan Ramón conocía Camafeos, pu­ blicado en Sevilla en 1897, que el mismo Rueda le había en­ viado. Se trataban por carta. Los poemas de Camafeos le habían impresionado por su «belleza colorista indudable y nueva»; recordaba que se le habían quedado «vibrando en la imaginación» y los consideraba después «equivalentes a los poemas de los hispanoamericanos» modernistas, aún le so­ naban en la imaginación los versos de los «Pavos reales», de Rueda: «Cuando vuelvo cantando por los trigales / ya al m orir entre púrpuras el sol caído» 42. Pero, en conjunto, Rue­ da no le gustaba tanto como Rosalía de Castro o Verdaguer, que a su vez le llegaban más a lo hondo que Rubén Darío, cuyos poemas aislados había leído en la Ilustración Española y Americana, que se recibía en casa de su hermana Ignacia, y en El Gato Negro, de Barcelona, que él recibía, y en la mism a Vida Nueva*3. En ésta habían publicado un saludo a 41 Citado por González Blanco en Los grandes maestros, pág. 294. 42 «El Modernismo poético en España y en Hispanoamérica», El trabajo gustoso, pág. 224. 43 En «El siglo xx ...», Corriente, dice J. R. refiriéndose al mo­ mento de su entrada en la órbita de Darío: «... y, naturalmente, entré en la órbita de Rubén Darío, de quien ya había leído meses antes Friso, en El Gato Negro, de Barcelona; Salutación al rey Óscar, en La Ilustración Española y Americana, y Urna funeraria, en Vida Nue­ va» (pág. 232). En «El Modernismo poético ...», El trabajo gustoso, dice: «... había leído en la Ilustración Española y Americana de casa de mi hermana Ignacia, muy amiga de revistas, el májico poema Co­ sas del Cid, de Rubén Darío; y en El Gato Negro de Barcelona, que yo recibía y al que mandaba versos y dibujos, el para mí entonces extravagante Friso de Rubén Darío; y en Vida Nueva, de Madrid, don­ de yo colaboraba frecuentemente, Urna votiva, esa joya de la palabra

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Darío con motivo de su llegada a España en enero de 1899; pero Darío aún no había influido en él; Rueda y el coloris­ mo, sí. Desde su época de estudiante de pintura en Sevilla, Juan Ramón tenía conciencia del colorismo de la época; Salvador Clemente, su primer maestro de pintura, era colorista. Si «Riente cementerio», lo segundo que escribió, tenía ya aspec­ tos coloristas, se debía a que el autor era entonces más pin­ tor que poeta y veía el cementerio de su pueblo con ojos de pintor, notando las luces y los tonos; pero en el caso del «Nocturno», escrito bajo la influencia de Manuel R eina44, el colorismo es imaginado. Al alarde de luz, colores y tonos se unen otras expresiones sensoriales de olores, sonidos, tex­ turas: Semejaba el salón un gran diamante con facetas de mágicos colores... Bullicioso conjunto, luz radiante, perfumes de mujeres y de flores, brazos desnudos, pechos mal velados y el ritmo nuevos, de Rubén Darío» (pág. 219). Es de notarse que J. R. recuerda bien el título de las revistas en las que leyó por primera vez a Darío, aunque equivoque los títulos de los poemas: e. g,, «Salu­ tación al rey Óscar» en vez de «Al Rey Óscar», y «Urna funeraria» en vez de «Urna votiva». 44 J. R. menciona esta influencia en carta a esta autora, sin fecha (escrita en 1949 en Riverdale, Maryland), que pensaba usar en la pro­ yectada obra Destino, de modo de poder referirse con naturalidad a sus primeros escritos. «En ‘Vida Nueva’ —dice— publiqué versos de tipo social entre anarquistas y románticos, era la moda, algunos de los cuales recojí en mi libro, de algún modo tengo que llamarlo, ‘Ninfeas’. Entre los que no recojí está el siguiente ‘Nocturno’, escri­ to bajo la influencia de Manuel Reina, hoy olvidado y que por enton­ ces se le consideraba como un maestro del Parnaso español: ‘Semejaba el salón un gran diamante, con facetas de májicos colores: ...'». (Ver J. R. J C a r t a s , págs. 389-390).

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Vida y obra de Juan Ram ón Jim énez del color de la nieve, y con tersura de jazmín, de azahares y de rosas; ricos trajes de sedas y brocados bellamente adornados con mil piedras preciosas de deslumbrante y múltiple hermosura; ... 45.

Este logrado colorismo no pasa de la primera estrofa. La descripción del ambiente cerrado de la ciudad, en la segunda estrofa, carece de gracia: Cuando salí a la calle, atravesando la gran mole de carne que ocupaba la puerta, donde estaba larga fila de coches aguardando, negro el cielo, nevaba; ... (Ibid., 51-52)

Además, en el poema hay un elemento macabro: el paso de un carro mortuorio que lleva el consabido féretro blanco. Al verlo, el poeta-narrador imagina com o en un sueño que los coches están llenos de esqueletos asquerosos, sím bolos de la destrucción de la hermosura, y al volver en sí sueña despierto una verdad: el mundo que febril gira en satánico baile es un cadáver en cuyo pecho anidan todos los vicios, los cuerpos retratan la belleza; pero las almas son «nidos de impureza, / de cieno, de inmundicia y de gusanos». Así como en «Riente cementerio» desentona la introducción de una mal escogida imagen macabra (que subrayamos), la acumu45 Este poema, más otros publicados por J. R. en Vida Nueva, fueron reproducidos por Manuel García Blanco en el «Apéndice» a su estudio «Juan Ramón Jiménez y la revista Vida Nueva (1899-1900)», Studia Philologica, Homenaje a Dámaso Alonso, Gredos, Madrid, 1961, tomo II, págs. 31-72. Se indicará esta fuente dando el nombre de Gar­ cía Blanco y la página, si el poema no está incluido en ninguna colec­ ción juanramoniana.

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lación de imágenes macabras que constituyen la moraleja del poema «Nocturno» rebajan la poesía: «Riente cementerio»

«Nocturno»

'5 «Mis primeros romances», Cristal, pág. 272. 16 J. R. hizo reproducir este prólogo en una publicación del estu­ diantado de la Universidad de Puerto Rico, Río Piedras, cuya sección literaria él asesoraba: Universidad, vol. 5, núm. 69. Suplemento sin fecha, correspondiente a abril de 1953, págs. 3-4. De esta fuente deri­ vamos las citas.

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poesía, según la clasificación de Bécquer, es la «natural, bre­ ve, seca, que brota del alma como una chispa eléctrica, que hiere el sentim iento con una palabra y huye, y desnuda de artificio, desembarazada dentro de una forma libre, despier­ ta las m il ideas que duermen en el océano sin fondo de la fantasía». Bécquer consideraba que la primera era la poesía de todo el mundo y la segunda la de los poetas, y que la poesía popular era la breve y seca, desnuda de artificios. Comentando el carácter conciso y profundo de los canta­ res de Ferrán, Bécquer expuso conceptos que se podrían aplicar a Juan Ramón: «Esa impaciencia nerviosa que siem­ pre espera algo, algo que nunca llega, que no se puede pedir, porque n i aún se sabe su nombre; deseo quizá de algo divi­ no, que no está en la tierra y que presentim os, no obstante. »Esa desesperación del que no puede ahuyentar los do­ lores, y huye del mundo, y los tormentos le siguen, porque su tortura son sus ideas, que, como su sombra, le acompa­ ñan a todas partes». La impaciencia nerviosa, la inquietud, un deseo inefable, un perenne dolor caracterizaban la obra del poeta de Mo­ guer. Un poema escrito en Arcachon, titulado «Inefable», re­ fleja este estado que se transmite al ambiente; el poema pasó a Rimas: En el aire embriagado de serenos olores se dormía el recuerdo y se ahogaba el pesar. De lo lejos venían los tranquilos rumores con que canta la muerte de las tardes el mar. (P. L. P„ 181)

En sus versos más íntimos, los de amor, otra vez a la manera sencilla de sus principios, es decir, en verso octosilábico de rima asonante, com pletamente carente de artificios, estaba esa nota de dolor y de reproche del que huye del mundo:

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Vida y obra de Juan Ram ón Jim énez ¿Por qué la olvidé? Pensando que pronto me moriría me acariciaba con lágrimas de una ternura infinita. ¿Por qué la olvidé? Sintiendo la tristeza de mi vida, me envolvía con sus ojos y llorando sonreía. (Rimas, P. L. P., 130)

La sencillez con que Juan Ramón expresa los sentim ientos imponderables es conmovedoramente humana, a veces lo hace en términos tan corrientes que se creería que la expresión es común, que podría ocurrírsele a cualquiera; pero no se trata de una expresión común, sino de una poesía elusiva, por leve, como en esta estrofa de «Muerta»: Yo sé que está bien muerta; pero, a veces, por el sendero de mi vida pasa, y ¡es ella!, ¡es ella!, el corazón me grita: mas no, no puede ser..., será un fantasma. (Rimas, P. L. P„ 151)

José Enrique Rodó notó las esenciales calidades becquerianas de estos poemas. En carta del 2 de julio de 1902, en la que le agradecía a Juan Ramón el envío de las para entonces publicadas Rimas, encareció el parentesco espiritual del poe­ ta de Moguer con Bécquer, su más acentuado acento heiniano y las nuevas influencias de su poesía más adaptadas al gusto dom inante, influencias benéficas, en su opinión, para la poesía hispánica tan inm ovilizada en viejos m o ld e s 17. La opi­ 17 La correspondencia entre J. R. y Rodó, incluyendo esta carta, aparece en José Enrique Rodó, Obras completas. Editadas con intro­ ducción, prólogos y notas por Emir Rodríguez Monegal, Aguilar, Ma-

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nión de Rodó interesa, puesto que estaba libre de las presio­ nes del círculo modernista inmediato a Juan Ramón y libre de prejuicios españolizantes. Admirador de Bécquer, amo­ nestaba: «Esa manera alada, suave, desdeñosa del efecto plástico y dotada de recóndita virtud sugestiva, no debe de­ jarse perder en el verso castellano», y notaba que por su esencial lirismo, la forma poética nueva creada por Bécquer podía persistir cualesquiera que fueran el gusto y el senti­ miento en poesía (pág. 1332). Hondo en su valoración, Rodó se refirió tres veces a la originalidad de la poesía de Juan Ramón y exaltó cuatro veces su carencia de artificios: No se equivocaron, por cierto, al presentármele a usted como un pariente espiritual del soñador de otras Rimas, sin mengua de la originalidad de su fisonomía personal. (Pág. 1332.) ...y, sobre todo, tiene usted personalidad propia y distinta, y la sincera y simpática sencillez, con que nos le manifiesta im­ prime en su libro el interés humano, ... (Ibid.) ... porque nada más natural y verdadero que su manera de sentir, y nada más sin artificios que sus tristezas, ... (Ibid.) ... tratándose de quien, como usted, tiene suficiente persona­ lidad propia y pulcritud y delicadeza de gusto ... (Ibid.) ... veo transparentarse en las páginas de su libro una verda­ dera alma de poeta, muy llena de naturalidad y delicadeza en el sentir, muy enseñoreada de los tonos suaves de la descripción y de la sencillez y elegancia de la forma; ... (Págs. 1332-1333.)

En Le Bouscat, Burdeos, en la «Maison de Santé du Castel d'Andorte», Juan Ramón cumplió veinte años. Se marchó de allí a principios de 1902. Sucesos posteriores en su vida indican que en Francia tuvo amores carnales que entonces le parecieron naturales; pero que en el más recatado ambiendrid, 1957, págs. 1331-1335. Derivamos de esta obra las citas de la carta de Rodó, que van seguidas del número de las págs. correspondientes. Según nota de Rodríguez Monegal, J. R. publicó partes de la carta de julio 2, 1902, en Renacimiento, tomo II, núm. 7, septiembre 1907.

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te español llegaron a parecerle pecaminosos. El recuerdo de estos amores se convirtió en obsesión, causándole un con­ flicto personal y artístico que habría de desem bocar en la poesía.

CAPÍTULO V II

«VESTIDA DE INOCENCIA ...»: SOR AMALIA Y EL SANATORIO DEL ROSARIO

Con aquella m im osa dulzura, m ordiéndose el lunar de su labio —viene usted, Juanito, a ver nacer la luna? Dejándose tirar del velo que le ponía tirante la frente y doblando atrás la cabeza, cerraba los ojos com o las muñe­ cas al tenderse La muñeca era Sor María del Pilar de Jesús, Hermana de la Caridad del Sanatorio del Rosario de Madrid, donde Juan Ramón se recluyó a su regreso de Francia, por intervención del doctor Luis Simarro, que consiguió que le dieran un dor­ m itorio y una sala, como en un hotel, porque él no podía soportar los ruidos del centro de M adrid2. Desde el Sana­ torio del Rosario, en la primavera, Madrid era otra cosa: «campo verde pasado de soles ponientes, con vacas en paz y Guadarrama azul y nieve»3. Su reconciliación con la Corte 1 «Recuerdos. (Sor Pilar)». Inédito. En los archivos de J. R. J. en España. 2 Ver «Simarro», J. R. J., La colina de los chopos. Selección, orde­ nación y prólogo de Francisco Garfias, Taurus, Madrid, 1965, pág. 173. Al referirnos a esta obra abreviaremos a Colina. 3 J. R. J., «Velázquez 96», Colina, pág. 178.

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empezó en el año de 1902, en las noches de primavera, según florecían los jardines. La nostalgia de su tierra y su fam ilia le había hecho regresar a España; pero, lleno com o estaba del «verdor, humedad, dulzura y sensibilidad» del paisaje francés, el paisaje castellano le pareció aún más árid o4, has­ ta que, pasado el invierno, empezó a atisbar la llegada de la primavera por las ventanas del sanatorio: por las del salón, las de su cuarto, las de los cuartos deshabitados y bajando al jardín lleno de acacias en flor. Por entre los senderos de rosales veía pasar las blancas figuras de las novicias y las negras figuras de las monjas viejas. Notó que tam bién en Madrid el ocaso era de oro y que la luna rosa llenaba el campo de luz; por la ventana abierta entraba el olor a aca­ cias; a veces oía el suave canto de los pájaros y a veces el sitio se llenaba de oro, luz y jardín. Al segundo día de estar en el Sanatorio del Rosario Juan Ramón conoció a la hermana Pilar, Pilar Ruberte. Ella y otra hermana, de nombre Manuela, entraron corriendo a su cuar­ to a decirle que fuera a ver los fuegos de la Guindalera; de momento, llamaron abajo y él y la hermana Pilar se queda­ ron solos. Desde entonces se sintió románticamente atraído hacia ella. De los balcones del salón principal, que daba de la casa al jardín, miraban juntos los fuegos de la Guindalera y a veces ella le invitaba a ver nacer la luna. La dulce her­ mana blanca de ojos negros le parecía una Venus de Milo, «como resurjida de la espuma de algún sueñ o»5. Las mon­ jas jóvenes: Sor Pilar, Sor Amalia, Sor Andrea y Sor Ma­ nuela, eran todo ternura, él veía en ellas a la m ujer buena ausente por tanto tiempo, la madre, la hermana, la novia, la niña; algunas veces las pensaba santas; otras veces se las

4 Ver J. R. J., «Arias tristes», ibid.,, pág. 168. 5 J. R. J., «El salón», ibid., pág. 164.

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imaginaba pecadoras. Cuando los pacientes se iban de vera­ neo, él jugaba con ellas por los pasillos com o si fuera un chiquillo; otras veces, paternalmente, les regalaba golosinas que ellas, demasiado jóvenes para estar acostumbradas a la disciplina, se comían alrededor de la estufa del cuarto de él. Sabiendo el miedo que el poeta tenía a las tormentas, al estallar éstas pretendían refugiarse en su cuarto, con gran aspaviento. Se distraían distrayéndole como a un niño, ves­ tían de monja a una escoba y la sentaban en el sofá de su pequeña sala, o le ponían en la cama, arropada, la fotografía de la amiga francesa6. Él, sufriendo aún de una crisis per­ sonal y religiosa, se debatía entre los im pulsos perversos y el exacerbado sensualismo que a veces le dominaba, y los de­ seos de pureza. Dominado por la sensualidad, quería llegar hasta la carne que castamente protegían los hábitos. La her­ mana Pilar le parecía un mármol de m useo que él ablandaba y calentaba. A Sor Andrea, rubia, de ojos negros, se atrevía a tocarle las manos para confusión y vergüenza de ella, que se ponía nerviosa. A él le parecía que ella quería y no quería irse; que ella le apartaba con los brazos pero le atraía. Cuan­ do Sor Amalia Murillo descorría las ventanas verdes de la galería y el cuarto se encendía del color de la tarde, él quería retenerla. En las noches de verano las monjas se sentaban en la terraza y, en busca de la brisa, se quitaban las mangas interiores, manteniendo los brazos en alto agarradas al res­ paldo de las mecedoras. Al verlas así descubiertas, embarga­ do de sensualidad, le parecía que acariciaba el brazo desnu­ do de la hermana Amalia, «largamente, hasta llegar al pe­ cho», y se imaginaba los pechos «menudos, medrosos, sólo 6 Sobre las relaciones de J. R. con las monjas del Sanatorio del Rosario, de Madrid, véase, en la parte 5, titulada «Sanatorio del Re­ traído», de Colina, además de los trozos ya citados, «Mi Venus de Milo», pág. 165, y «Las niñas», pág. 171.

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vistos por las manos, porque el hábito no se podía quitar fá­ cilmente» 7. Su afición a las novicias llegó a ser causa célebre y llegó el mom ento en que le enviaron las com idas con una m onja mayor que a él le pareció viejísim a8. Peor aún, a la hermana Amalia, la preferida, por culpa de él la trasladaron súbita y calladamente del Sanatorio del Rosario. Después se dio cuenta de que la hermana había querido despedirse y lo contó así en sus «Recuerdos»: «Unos pasos suaves y preci­ pitados llegaron hasta la puerta que se abrió momentánea­ m ente y el rostro pálido y descom puesto de la hermana Ama­ lia miró con angustia. Casi no miró. Aquello fue m enos de un segundo. Mi profesor de alemán estaba conmigo, ella no lo sabía. Y los pasos huyeron otra vez apresuradamente. Yo sentí confusamente algo que no pude explicar entonces. Era que aquellos pasos se alejaban... para siempre...». A la partida de la hermana Amalia le volvió a invadir una honda tristeza. Se figuraba que se había marchado «enferma y triste» y que no la vería «hasta el Cielo». No podía olvi­ darla, su toca blanca —decía— y sus ojos negros habían lle­ gado a hacerse de su alm a9. Todos conocieron su tristeza, volvió a inquietarse y a pensar en la muerte. En la angustia de ese primer invierno que pasó en el sanatorio de Madrid le alentaba sólo la presencia del doctor Simarro, que llegaba siempre inesperadamente, a últim a h o r a 10. El doctor y su mujer eran su apoyo moral, a menudo le invitaban a su casa a comer, y algunas veces el doctor hacía que le acompañara a la Institución Libre de Enseñanza. Cuando Mercedes Roca,

7 «Recuerdos». Inédito. En los archivos de J. R. J. en España. 8 Anécdota de María Martínez Sierra al contestar personalmente

en su residencia de Buenos Aires, en julio de 1968, a unas preguntas por escrito de esta autora. 9 J. R. J., «Páginas dolorosas», V, Primeras prosas, pág. 59. 10 Ver J. R. J., «Simarro», Colina, pág. 173.

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la esposa de Simarro, le iba a visitar al sanatorio, le llevaba antojos. El pintor Em ilio Sala, que vivía cerca, le mandaba con ella «unas setas cocinadas exquisitam ente»u. A veces Sala le visitaba con Mercedes. Estaba viejo, pero aún daba clases de pintura, y le hizo posar para un retrato. Lo pintó com o el romántico poeta que era a los veinte años. Le lleva­ ba a Juan Ramón los libros de Ángel Ganivet porque la hija de éste era una de sus alumnas. El pintor Sala era un hom­ bre comprensivo, con quien se podía contemplar sin disimu­ los las acacias. En el verano los Simarro se fueron de Madrid de vaca­ ciones y Juan Ramón buscó apoyo moral en el cura del sa­ natorio, un capellán joven, andaluz, suplente, con fama de ignorante, por lo que se decía no le habían asignado parro­ quia. Le llamaban «Candileta» porque, en vez de decir en buen latín «Quam dilecta tabernacula tua», decía algo que sonaba a «can dileta» n. Cuando Juan Ramón se acordara de él después, lo describiría «feo, ignoble —com o decía Villaespesa», y además, bajo, bizco, con nube en un ojo, deslen­ guado y com ilón 13. Las hermanas lo despreciaban y le ha­ cían maldades y el capellán se vengaba de un modo poco edificante: poniendo tinta en las pilas de agua bendita de la capilla. Pese a sus muchas faltas, com o el poeta necesitaba tener siempre a su lado a quien, en su opinión, podía prote­ gerle de la muerte, se hacía acompañar de él. El ministro del Señor era una gran protección espiritual por su oficio, no por sus dotes individuales. Su confianza en el capellán flaqueó un nevado día en que, paseando por Colón en una berlina cerrada, después de almorzar, le dijo, «jirando el ojo h «Don Emilio Sala», ibid., pág. 170. 12 Anécdota de María Martínez Sierra a esta autora. 13 «El Sanatorio del Retraído. (Don Adrián Bugada)». Inédito. En los archivos de J. R. J. en España.

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terrible y reluciente su colmillo blanco: —Juanito, dejémosnos de tontería, ¿qué hay en esta vida ni en la otra como pa­ searse en una berlina, satisfecho el estómago y un buen puro en la boca? Y [le] dio un codazo en el estómago mientras soltaba una carcajada cerrado de boca y abierto de piernas» 14. Los hom bres negros que Juan Ramón conoció en el «Co­ legio de San Luis Gonzaga», los jesuítas, le fueron adversos por su severidad; pero de ellos aprendió que el ascetism o y la pureza eran ideales cristianos. Preocupado por la propia sensualidad, abominó el exceso del capellán destinado a dar­ le buen ejemplo y jamás le perdonó la grosería. No tuvo m ejor suerte con otro capellán interino del Sanatorio del Ro­ sario en quien también quiso encontrar apoyo moral en au­ sencia de sus médicos. Según sus recuerdos, «el Padre —un andaluz de Jaén, alto, seco, rojo y con ojos azules corridos de carne rosa, lujoso de sanatorio —seda y moaré —zapatos —hebilla de plata —y de sombrero —Villasante», le hizo «una confidencia grosera sobre sus amores con una jamona de la Plaza M ayor»15. Escribió sobre ello con turbación: «Aquello que él consideraría tan natural era para mí algo terrible, desconcertante, espantoso. Me sentí de pronto como aislado, solo entre m is ideas de catástrofe, desorientado como en un desierto sin salida. El sostén de mi voluntad se había quebrado. Yo creo que si aquel hombre negro y rojo hubie­ ra sido un hombre intelijente, si m e hubiera hablado con ciencia o con razón de la vaciedad del Cielo, si hubiera sido un platónico, m i corazón no habría notado la transición del ideal y hubiese seguido latiendo tranquilo. No, aquella nega­ ción de lo espiritual era soez, burda, de sacerdote que de­ biera haber sido en la estación de las pulgas mozo de cuerda

w Ibid. 15 «Recuerdos». Inédito.

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o tabernero del Rastro, y el golpe fue espantoso, terrible, sin solución». El poeta dijo que lloró por dentro y se quedó «arrinconado, medroso y triste como un niño perdido —como un niño que llora en la noche, que grita por la luz!» (ibid.). El incidente había sido más que «una confidencia grosera», según Juan Ramón le confió después en una carta a uno de sus médicos: «¿Y el sinvergüenza del padrecito? Buena bro­ ma me hizo pasar. ¿Se lo conté a usted? Me introdujo en casa de una señora que él disfrutaba y que empezó a echar­ m e a su hija, una boba con la cara sucia, ¡figúrese usted lo demás! Yo vi que aquello marchaba mal y me fu i» 16. Las relaciones de Juan Ramón con los capellanes del sa­ natorio durante su aguda crisis nerviosa y espiritual fueron negativas y contribuyeron a su anticlericalismo. De los dos andaluces (el otro era de Granada y jaranero), conservaba la más mala impresión. El de Granada parece haber sido un pecador empedernido, el Obispo le había prohibido confesar y vivir en la casa principal. Recordaba el poeta que leía en alta voz y mal las reseñas de las corridas de toros, que a él le eran odiosas, y le gastaba bromas que le hubieran pareci­ do mal hasta de un laico. Le decía: «Don Juan, mañana en el Gloria voy a cantar una petenera», o si no: «¿Qué quiere usted que le diga mañana a las niñas?». Las niñas eran las novicias que él tanto quería y admiraba. A veces, insinuante, le decía: «Acabo de dejar a la madre con el tío ese agustino en su cuarto», y sabiendo que Juan Ramón era poeta le re­ citaba los versos más so ec es17. Ciertos poemas, escritos años después, tienen mucha relación con estos incidentes, en par­ ticular el titulado «Capellán»: w Carta de Moguer, ¿1912?, al doctor X, Madrid. Cartas, págs. 102103. (Se ha citado del original, en el que dice: el sinvergüenza del pa­ drecito.) 17 «El Sanatorio del Retraído. (D. Manuel...)». Inédito.

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Vida y obra de Juan Ramón Jiménez Acento de Jaén; sombrero de Villasante; vueltas de ormesí, enteritis y querida. Canta misa y rosario, a un compás rasgueante de su guitarra. Su ¡Gloria! suena a ¡Olé, mi vida! Se comulga las hostias que consagrara el otro, para el yantar divino de las de Santa Ana; —pasa la madre, 'muslo de dama', y hace el potro—; y se remanga por el riego la sotana. Sermón. 'La Voz del púlpito' le da el tema eucarístico, que él rellena de escombros de bazofia latina. Se vuelve a las novicias y, en un arrobo místico: 'Bien así como la pasajera golondrina...’ ls.

Los versos que Juan Ramón escribió estando en el Sana­ torio del Rosario eran de otra índole: poemas nostálgicos sobre el paisaje, el jardín, la música, las novias blancas y la muerte. Cuando los amigos escritores de Madrid se enteraron dónde vivía el poeta de Moguer, fueron a visitarle. Manuel Reina, que estaba entonces casi ciego, diabético y cojeando a consecuencia de un accidente —había sido arrastrado por un tranvía—, a su paso por Madrid fue a verle y Juan Ramón le dio a leer el manuscrito de R im as de som bra. Aunque ta­ chó cosas que a él le parecían muy buenas, le dijo al dejarlo: «—Su flor es la ‘sensitiva’» 19. Valle Inclán, más estrafalario

is Este poema fue publicado por J. R. en la Segunda antolojía poé­ tica (1898-1918) y apareció como el segundo poema de los «Alejandrinos de cobre» de la parte titulada «Esto». Excluido por él mismo de la Tercera antolojía poética (1898-1953), volvió a incluirse en el postumo J. R. J., Libros inéditos de poesía, 1. Selección, ordenación y prólogo de Francisco Garfias, Aguilar, Madrid, 1964, pág. 194. Al citar de esta obra abreviaremos a L. I. P. 19 J. R. J., «Don Manuel Reina», Colina, pág. 163.

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que nunca, mejor escritor y aún más generoso que antes, notó que su romance estaba contagiado del de Espronceda20. Valle le iba a ver a menudo y le llevó su Sonata de otoño. Una vez que el sanatorio quedó incomunicado de Madrid por tres días, a causa de una gran nevada, se le apareció inespe­ radamente, cumpliendo su promesa de ir a v er le21. A los vi­ sitantes se les recomendaba guardar silencio; pero Valle Inclán no se daba por enterado y discutía, leía en voz alta, gri­ taba, haciendo aún la crítica modernista con los adjetivos de rigor, para alboroto de las monjas jóvenes, que se divertían imitándole y riéndose de él a sus espaldas Ώ. Salvador Rueda iba tam bién a visitarle al Sanatorio, hum ildem ente vestido, a veces «con traje blanco de albañil... gorra y alpargatas», que usaba, según decía, para mezclarse de veras con el pue­ blo n. Algunas veces, pareciéndole que andaba muy mal pues­ to, no se atrevía a entrar, solamente pasaba a preguntar cómo estaba el paciente. Villaespesa, que de m om ento había des­ aparecido del horizonte juanramoniano, volvió a procurarle el mism o de siempre, excitado y excitando con sus noticias: que llegaba D'Annunzio, que llegaba Eugenio de Castro, y hasta Juan Ramón a veces se iba con él al anunciado encuen­ tro, haciendo en vano el recorrido de las estaciones, porque los ilustres no aparecían24. Jacinto Benavente, que le había escrito algo agradable por su colaboración en Electra, y Gre­ gorio Martínez Sierra, de quien el joven poeta tenía muy alta opinión, al enterarse que estaba en el Sanatorio fueron en 20 Ver «Ramón del Valle-Inclán, II», La corriente infinita, pági­ nas 93-94. 21 Ver «Ramón del Valle-Inclán», Colina, pág. 174. 22 J. R, comenta la reacción de las monjas del sanatorio a las vi­ sitas de Valle Inclán en los escritos sobre éste mencionados en las notas 20 y 21. 23 J. R. J., «El 'colorista' nacional», Corriente, pág. 56. 24 «Recuerdo al primer Villaespesa», Corriente, págs. 67-68.

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seguida a verle. Enterado de que el lechero pasaba por casa de Martínez Sierra, empezó a enviarle cartas por mediación de éste todas las m añanas25. Alentado por todos estos ami­ gos, Juan Ramón quiso dar a la publicación su libro y como él no estaba del todo bien, Julio Pellicer y Enrique Ruiz le pasaron en lim pio los p oem as2Ó. Manuel Reina, Benavente y el m ism o Pellicer le aconsejaron que quitara la palabra som ­ bra del título y que suprimiera las tres divisiones del libro, porque eso de «Paisaje del corazón», título de una de ellas, sonaba raro en aquella ép oca27. Le hicieron además quitar algunas de las nuevas poesías y agregar otras que a ellos les gustaban de Ninfeas y Almas de violeta, como «El cemente­ rio de los n iñ o s» 2S. Cuando al fin la Librería de Fernando Fe, de Madrid, publicó R im as en ese año de 1902, diecisiete de los setenta y dos poemas, aunque corregidos, habían visto ya la luz y muchos de los poemas nuevos quedaron fuera. El libro salió con doscientas veinticuatro páginas y dedicado a la memoria del padre del poeta, a su madre y a sus hermanos. Con la publicación de R im as Juan Ramón se volvió a in­ corporar al grupo m odernista español y Villaespesa y Martí­ nez Sierra le llevaron al Sanatorio del Rosario los nuevos escritores del grupo. Conoció entonces a los hermanos Ma­ chado, Antonio y Manuel, y a Ramón Pérez de Ayala. Las tertulias modernistas se celebraban en su cuarto los domin­ gos por las tardes y a él le dio por llamarle a la vivienda «el Sanatorio del Retraído». Los jóvenes escritores iban «al

25 Anécdota de María Martínez Sierra al contestar a las preguntas de esta autora. 26 Al relatar este hecho en «Rimas», Colina, pág. 166, J. R. da las iniciales de estos amigos. Ver la nota 27, que sigue. 27 Hablando de Rimas, J. R. se refiere a estas cosas en el libro de Guerrero Juan Ramón de viva voz, págs. 159-160. 28 Juan Ramón de viva voz, pág. 163.

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campo» a ver al «enfermo de melancolía» 23. Los nuevos visi­ tantes eran, además de los mencionados, Rafael Cansinos As­ sens, sevillano, dos años mayor que Juan Ramón; Pedro Gon­ zález Blanco, asturiano, casi de su mism a edad; Viriato Díaz Pérez y José Ortiz de Pinedo, escritores menores amantes de la nueva literatura. A estos tertulianos, acostumbrados a re­ unirse en los cafés, les impresionaba el ambiente del sanato­ rio, la pulcritud del lugar, los médicos, las enfermeras, el cuarto de Juan Ramón, su romántica apariencia, su tristeza y gravedad, su manera pausada de hacer las cosas y sus versos. Cansinos Assens decía que en su presencia se sentían intimidados, que Villaespesa bajaba su voz atronadora y que procuraban sentarse sin ru id o30. Hasta a Antonio Machado, que era tal vez el más grave del grupo, le parecía Juan Ramón pálido y circunspecto y su tono, ceremonioso y d istante31. Éste, que había notado con gusto la gravedad y discreción de Antonio, dirigía a él su atención32. Ante sus compañeros lite­ ratos, el poeta era otro que el paciente juguetón y sentimental mimado por las monjas jóvenes del lugar y enamorado de ellas. Cansinos Assens decía que los nuevos amigos se habían figurado encontrarle «deshecho en lágrimas» y lo encontraron impasible, fríamente correcto y hasta ligeramente irónico al hablar «de algún pobre colega menos dotado de gracia su til»33. Todavía llevaba luto por la muerte de su padre y vestía ele­ gantemente de oscuro. Empezó a dejarse crecer la barba, 29 Rafael Cansinos Assens se refiere a este hecho en su obra La nueva literatura, 2.a ed., tomo I, Los Hermes, Editorial Páez, Madrid, 1925, pág. 24. 30 Ibid., I, 159. 31 Según el recuerdo de Miguel Pérez Ferrero en «El cansado de su nombre», ABC, Madrid, noviembre 7, 1946. 32 Según el recuerdo de Rafael Cansinos Assens en «Juan Ramón Jiménez», Ars, San Salvador, núm. 5, abril-diciembre 1954. 33 La nueva literatura, I, 160.

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cultivando una apariencia distinta a la de todos los demás. A veces les contaba a los visitantes los horrores de sus noches de insom nio, de una araña con cabeza humana —recordaba Cansinos Assens—, y luego, más humano, hablaba de una mujer operada la tarde anterior, cuyo huerfanito se agarra­ ba lloroso a las frías verjas del jard ín 34. Otro visitante de Juan Ramón era un cuentista y funda­ dor de revistas, entre ellas la R evista Nueva, donde empeza­ ron a publicar los que después se llamarían «noventaiochistas». Se trataba de Luis Ruiz Contreras, quien para ani­ marle a salir le hablaba de las tertulias interesantes de Ma­ drid, en particular la de Concha Gimeno de Flaquer, en la calle Barquillo, concurrida por aristócratas y literatos, don­ de a veces se daban conciertos. Las concertistas eran Juana de Quirós y su hermana Adela, hijas de la vizcondesa de Ba­ rrantes, muy admiradas por los tertulianos, sobre todo Jua­ na, una gran intérprete al piano de los clásicos alemanes e italianos, entonces de moda. Ruiz Contreras contagió a Juan Ramón de su admiración por la pianista y en las Navidades de 1902 hizo que le dedicara, sin conocerla personalmente,

34 Estas cosas, en parte, coinciden con el contenido de «Páginas do­ lorosas», fragmentos de prosa poética publicados por J. R. en Helios, VI, 1903, alrededor de la misma fecha en que contaba a sus amigos los horrores de sus noches de insomnio. E. g.: en La nueva literatura dice Cansinos Assens: «En la estancia pulcra y triste, rodeamos al ami­ go, que habla lento y dulce ... de terrores nocturnos, de una araña con cabeza humana», I, 25. En «Páginas dolorosas» dice J. R.: «algu­ nas de estas largas noches de insomnios y desesperanzas me da horror estar solo, ... por los corredores largos encuentro siempre un perro negro con cabeza de hombre; ... Hay días en que el perro debe estar enfermo, porque viene a sonreírme con la misma cabeza de hombre; una araña verde, grande, monstruosa, y esta ya entra en mi cuarto y sube por mi lecho blanco con sus patas erizadas», IX, Primeras prosas, páginas 67-68.

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un ejemplar de R im a s35. Acariciaba la esperanza de que Juan Ramón le diera el nombre de Juana a una de las bellas mu­ jeres de sus poemas de entonces; pero como las verdaderas musas eran las novicias del Sanatorio del Rosario, el poeta no se dejó influir, pese a que le gustaba la Juana de Quirós que el amigo tan hábil y románticamente le describía. Cuan­ do le dedicó a Juana, entonces enferma, el ejemplar de Ri­ mas, Ruiz Contreras añadió u n poem a de ocasión suyo a la dedicatoria, en el que deja traslucir su deseo de que Juan Ramón diera el nombre de Juana «a la visión blanca, / la visión de sus ensueños de poeta»: 'Hermoso nombre —al trazarlo decía el poeta enfermo— ’suena cadenciosamente 'con el vibrar dulce y recio ’del bronce fortalecido 'por la caricia del tiempo'. No le dije que tu nombre será de tu alma remedo, pues como en el bronce antiguo vibra en ella el sentimiento. Y, acaso, a la visión blanca, la visión de sus ensueños de poeta, dará el nombre de mi enfermita, el enfermo. Lois Rurz y 26 diciembre 1902

C ontreras

La crítica de R im as salió, en gran parte, del grupo de vi­ sitantes del Sanatorio del Rosario. Salvador Rueda lo celebró Ver Luis Ruiz Contreras, «Salones literarios», Memorias de un desmemoriado, M. Aguilar, editor, Madrid, 1946, págs. 443-445, En Juan Ramón de viva voz, Juan Guerrero Ruiz se refiere también a este in­ cidente, págs. 436-437. 3« Autógrafo manuscrito, propiedad de Francisco Hemández-Pinzón Jiménez, sobrino de J. R. J.

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en el Heraldo, de Madrid; Martínez Sierra en La Lectura; Manuel Machado en E l País; Rafael Leyda en El Globo; Julio Pellicer en N uestro Tiem po, y en otros periódicos y revistas: Cansinos Assens, González Blanco, Pérez de Ayala, José Ace­ bal, José Betancourt, Manuel Bueno, Isaac Muñoz Llórente, J. Ruiz Castillo y J. Sánchez Rodríguez. El «sabio Unamuno» no quiso o no pudo hacer la reseña, para desconcierto de Juan Ramón que le había mandado un ejemplar con una tar­ jeta en la que se dirigía a él ceremoniosamente: «Muy Sr. m ío y maestro respetado», y le rogaba que si creía que el libro era digno de ello, se ocupara de él en algún periódico, «cen­ surando todo lo que crea censurable, y señalando las relati­ vas bellezas»37. En Andalucía, el viejo amigo Federico Moli­ na y el costum brista malagueño Salvador González Anaya, celebraron el libro del compatriota andaluz y algunos escri­ tores hispanoamericanos tomaron nota: Manuel Díaz Rodrí­ guez publicó u n elogio en El Cojo Ilustrado, y José Enri­ que Rodó, cuyo Ariel circulaba por las reuniones modernis­ tas de Madrid, al recibir el ejemplar enviado por Juan Ra­ món le escribió la «inestimable» carta ya comentada. A la crítica jocosa, que se ensañaba con los modernistas, R im as le pareció mejor que Ninfeas. «Gedeón», especializado en ataques personales contra los nuevos poetas, después de re­ ferirse erróneamente al poeta de Moguer como el «fabrican­ te de cogñacs de Málaga», dijo: «Al año siguiente, 1902, ...ha publicado otro tom o de versos por el estilo de las Ninfeas que largó el año pasado... Estas rimas del señor J. R. Jimé­ nez no son tan... ninfeas como las otras. Hablando con pro­ piedad, no son ninfeas n i bonitas» M.

37 Cartas, pág. 45.

38 Citado por Jorge Campos en «Cuando Juan Ramón empezaba», ínsula, Madrid, núm. 128-129, julio-agosto 1957, pág. 9.

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Hacia el 1902 el modernismo español iba saliendo de su estado confuso y los nuevos adeptos tenían el oído más aten­ to al sim bolism o francés y a Góngora que al modernismo hispanoamericano. Para entonces, Juan Ramón y los Macha­ do habían leído directamente a Baudelaire, Verlaine, Mallar­ mé, Samain, Moréas, Laforgue, y habían traído de Francia sus libros. Los Machado eran —decía Juan Ramón— «firmes sostenes de la 'poesía nuevar» 39. El nuevo ídolo era Verlaine; Juan Ramón tenía su retrato y se lo enseñaba a todos sus visitantes. De los hispanoamericanos, sólo Rubén Darío se­ guía ejerciendo una gran influencia. Juan Ramón, que había perdido noticias de su paradero, se enteró de su dirección por Manuel Machado y le escribió, enviándole Rimas. Le ase­ guraba que no le olvidaba, que seguía trabajando pese a su anemia y a su hipocondría; le pedía perm iso para dedicarle una nueva edición de Ninfeas, corregida, que pensaba d a r40. Darío tardó algo en contestarle y cuando al fin le escribió de París, el 7 de diciembre de 1902, le acusaba recibo de la carta pero no le mencionaba haber recibido Rim as. La carta de Darío era corta pero cariñosa, le daba las gracias por la prometida dedicatoria y le aconsejaba voluntad de vivir y voluntad de sanar. Ignorando que Juan Ramón había estado recluido en el sanatorio de Castel d’Andorte, le decía: «¿Por qué no se viene V. a curar a Francia? Creo que en poco tiempo, el cambio y este ambiente vital y alegre le pondrán una salud y un humor adm irables»41. 39 En «Recuerdo al primer Villaespesa», Corriente, pág. 67. 40 Carta de J. R. a Darío, en la obra de Antonio Oliver Belmás Este otro Rubén Darío, págs. 176-177. 41 Ver Donald F. Fogelquist, The literary collaboration and the per­ sonal correspondence of Rubén Darío and Juan Ramón Jiménez, Uni­ versity of Miami Hispanic American Studies, núm. 13, Coral Gables, University of Miami Press, 1956, pág. 15. En futuras referencias a esta obra citaremos solamente el nombre del autor, Fogelquist.

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A pesar de que la juventud española ya tenía sus propios m aestros en Benavente, Valle Inclán, Azorín, Baroja y en Unamuno, a quienes respetaban «un poco de lejos», no le habían perdido el cariño y admiración a Darío. Benavente había escrito El nido ajeno en 1897; Valle Inclán había pu­ blicado la Sonata de otoño en los Lunes de E l Im parcial, antes de regalarle el libro a Juan Ramón en el Sanatorio; Azorín había publicado La voluntad; Pío Baroja, Camino de perfección, y Unamuno había dado Paz en la guerra. Con nuevo entusiasmo e idealismo, Juan Ramón y varios amigos del grupo modernista, capitaneados por Martínez Sierra, decidieron hacer una revista literaria mensual seria, como el M ercure de France, por puro placer estético, cos­ teándola e llo s 42; cada uno pondría cien pesetas mensuales. Los interesados eran, además de Juan Ramón y Martínez Sie­ rra, Ramón Pérez de Ayala, Agustín Querol, Pedro González Blanco y Carlos Navarro Lam arca43. Cada uno atraería cola42 Ver en la mencionada obra de Fogelquist la carta de J.R. a "Darío sobre este particular, pág. 13. Fogelquist le asigna la fecha de 1902, y lo más probable es que fuera escrita en diciembre de 1902 o en enero de 1903. El 7 de diciembre de 1902 Darío contestó la primera carta que J. R. le escribió del Sanatorio del Rosario de Madrid, al en­ terarse de su paradero por Manuel Machado (ver la nota 40). En esta correspondencia no se mencionaba la revista Helios (ver Fogelquist, página 15). Es dudoso que hacia las Navidades J.R. molestara a Darío pidiéndole colaboración ^rara la revista. El hecho de que la contesta­ ción de Darío a J. R., refiriéndose a la de éste sobre Helios y ofrecién­ dole la colaboración, sea del 10 de febrero de 1903, indica que proba­ blemente la de J. R. fue del mes anterior. La carta de Darío, de fe­ brero, está en la «Sala Zenobia y J. R. J.» de la Universidad de Puerto Rico y se cita, en parte, en Vida y obra de J. R. J., pág. 92. « J. R. da los nombres de estas personas en una nota a una carta de Antonio Machado: «Helios es la revista que hicimos Gregorio Mar­ tínez Sierra, Agustín Querol, Ramón Pérez de Ayala, Carlos Navarro Lamarca, Pedro González Blanco y yo». Ver Cartas de Antonio Macha­ do a Juan Ramón Jiménez. Con un estudio preliminar de Ricardo Gu­ llón y prosa y verso de Antonio Machado y J. R. J. Ediciones de La To-

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boradores de peso, que a su vez invitarían a otros. Alentado por la reciente carta de Darío, Juan Ramón se iba a encar­ gar de pedirle colaboración; invitarían tam bién a los Macha­ do y esperaban conseguir colaboración de Unamuno por su mediación; Martínez Sierra le pediría colaboración a Bena­ vente, y así sucesivamente contaban atraer escritores de va­ lía. Sin pérdida de tiempo, Juan Ramón le contó el proyecto a Darío, pidiéndole versos y prosa y permiso para copiar cartas o fragmentos de las cartas que éste escribía para La Nación de Buenos Aires Como Darío vivía de su pluma, ne­ cesitaba cobrar por sus escritos; pero le contestó que no esperaba que el grupo le pagara más que «un sou », aunque tendrían que decir que le pagaban com o al que más. Apoyó el proyecto recomendándoles que demostraran «con hechos, con obras, con ideas» que sabían como los que más y que vo­ laban alto, y sobre todo —decía—, «no mentar nombre de escuela»45. Ni Juan Ramón ni los otros editores de H elios se desani­ maron ante la perspectiva de tener que pagarle a Darío por su colaboración, esperaban que dentro de tres o cuatro me­ ses la revista llegaría a tener dinero para pagarle al mentor espléndidam ente46; habían hecho toda suerte de planes res­ pecto a su publicación, iban a dar traducciones del alemán y del inglés y originales franceses. rre, publicaciones de la «Sala Zenobia-Juan Ramón» de la Universidad de Puerto Rico, serie B, núm. 1, 1959, págs. 17-18. Esta explicación coincide con el primer párrafo de la carta de J. R. a Darío, que em­ pieza: «Cinco amigos míos, y yo, vamos a hacer una revista literaria seria y fina» (ver Fogelquist, pág. 13). “M Fogelquist, pág. 13. 45 Carta de Darío a J. R. del 10 de febrero de 1903, en la «Sala Z. y J. R. J.» de la Universidad de Puerto Rico, no incluida en Fogelquist. Reproducida en parte en Vida y obra de J. R. J., pág. 92. 46 Ver la carta de J. R. sobre este particular en Fogelquist, pági­ nas 14-15.

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El primer número de Helios salió en abril de 1903, sin Agustín Querol, que había sido uno de los iniciadores. La revista vivió una espléndida vida por un año, de abril de 1903 a mayo de 1904. De los catorce números que se publi­ caron, Juan Ramón colaboró en once, con escritores que pa­ saron a ser ilustres en las letras españolas: Darío, Unamu­ no, Ganivet, los Machado, Azorín, Benavente, Pérez de Ayala, Martínez Sierra, los hermanos Quintero y los ya reconocidos Juan Valera y Pardo Bazán. En sus cartas a Juan Ramón, Darío hizo la crónica de H e l i o s Del primer número dijo, en carta de París del 12 de abril de 1903: «H elios está pre­ ciosa»; el 24 de julio de ese año escribía: «H elios es lo más brillante que hoy tiene la prensa española. Todos los redac­ tores, cosa rara, valen»; el 20 de octubre: «Helios cada día mejor. Todos allí piensan, y eso es mucho»; el 20 de no­ viembre: «H elios está lleno de distinción mental»; y el 12 de enero de 1904, desde Málaga: «He leído el últim o núme­ ro de Helios, y m e ha gustado muchísimo». El 22 de marzo de 1904 Darío se quejaba en una tarjeta de no haber recibi­ do número nuevo de la revista; el 7 de mayo de ese mismo año pedía que le mandaran H elios a Venecia, y ya no volvió a mencionar más la revista. La amistad de Darío y Juan Ramón se había renovado a través de la correspondencia en relación a Helios, en la que, además de referirse a la colaboración y producción literaria de ambos, se contaron sus crisis personales y se hicieron con­ fidencias, Darío aconsejando y alentando siempre al discí­ pulo y Juan Ramón confesando su admiración y cariño por el maestro, aunque ya no trataba de imitarle. Estaba conven­ cido de la superioridad de Darío sobre todos los demás poe­

47 En la mencionada obra de Fogelquist están incluidas todas las cartas de Darío que se mencionan a continuación.

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tas de su lengua; admiraba las sensaciones de arte en su poe­ sía y le parecía su obra «de espíritus y para alm as»48. A Da­ río le preocupaba la melancolía de Juan Ramón y de sus versos y, como estaba convencido que podría cambiarle las ideas y devolverle la alegría del vivir, le invitaba a ir a Versalles, a encontrarse con él en Granada o en Málaga, porque Darío, en el invierno, abandonaba París y se iba a buscar el sol por Andalucía y más allá: Sevilla, Córdoba, Almería, Gibraltar, África. Juan Ramón estaba enfermo de tristezas; pero Darío estaba enfermo «del entendimiento, de la memo­ ria y de la voluntad», como él mism o decía, con las tres po­ tencias del alma «dadas al diablo»49. Tenía entonces treinta y seis años y Juan Ramón veintidós. Había vivido mucho y estaba totalm ente desengañado de las am istades falsas y de la vida en general; la pureza de sentimientos en Juan Ramón le conmovía y aunque dejaba sin contestar las cartas de otros, siempre contestaba las del joven poeta, que se mante­ nía fuera de las intrigas de la época. El que dijera mal de la producción de Darío era para Juan Ramón, sencillamente, un bruto, porque Darío era el m ejor poeta que había escrito en castellano, porque desde Zorrilla nadie hacía versos com o él, y no se cansaba de decirle en sus cartas cuánto le quería y admiraba, y Darío, que necesitaba ese estím ulo, le contesta­ ba: «Cuídese, y sea el admirado poeta que es, y no m e deje de querer»; «mándeme sus letras, y créame siempre su Ru­ bén Darío»; «sus versos me han venido a perfumar la mente. Siga, sueñe, viva, diga sus cosas! »; «suyísimo»; «suyo, muy suyo»; «le quiero de veras».

48 Fogelquist, pág. 21. La carta con esta opinión de J. R. es proba­ blemente de enero de 1904. 49 Fogelquist, pág. 18. (La carta de Darío con estos sentimientos es de París, 20 octubre 1903.)

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Juan Ramón había conseguido una segunda edición de Prosas profanas hecha en París en 1901 por la casa editora Viuda de Ch. Bouret, y se la mandó a Darío para que se la firm ara50. En vez de una sencilla firma, el nicaragüense le escribió todo un poema en la primera página titulado « ¡To­ rres de Dios! ¡Poetas!», que se recogió en Cantos de vida y esperanza. En él afirmaba su fe en la poesía, quizás por es­ tímulo de Juan Ramón, que mantenía intacto el ideal. Los versos de « ¡Torres de Dios! » hablan de la ira y la esperanza rubendariana: «Esperad todavía. / El bestial elem ento se so­ laza / en el odio a la sacra poesía / y se arroja baldón de raza a raza. / La insurrección de abajo / tiende a los Exce­ lentes. / El caníbal codicia su tasajo / con roja encía y afi­ lados dientes. / Torres, poned al pabellón sonrisa. / Poned, ante ese mal y ese recelo, / una soberbia insinuación de brisa / y una tranquilidad de mar y c ie lo ...» 51. Juan Ramón no recibió el libro con la dedicatoria-de Da­ río hasta el otoño de 1903, después de pasar una temporada en la Sierra de Guadarrama con uno de los m édicos del Sa­ natorio del Rosario, el doctor Francisco Sandoval. Al regre­ so a Madrid, no volvió al sanatorio. En la carta que le escri­ bió a Darío agradeciéndole el envío le ofrecía su casa en Conde de Aranda, 1 52. La casa tenía que haber sido la del doctor Luis Simarro, que le invitó a vivir con él. so «Un día de estos le enviaré mi ejemplar de Prosas profanas para que me ponga usted su firma», le escribe J. R. a Darío (ver Fogelquist, página 15). Esta carta, atribuida a 1902 por Fogelquist, pudiera ser de 1903, porque en carta de París, 4 de julio de 1903, Darío le anuncia a J. R. el envío de Prosas: «Mientras le escribo largamente, sobre mi tristeza y su última carta, y le envío las Prosas y varios versos nuevos, le remito estas líneas» (ver Fogelquist, pág. 17). si Rubén Darío, Poesías completas. Edición, introducción y notas de Alfonso Méndez Planearte, Aguilar, Madrid, 1961, pág. 722. 52 Carta sin fecha publicada por Antonio Oliver Belmás en Este otro Rubén Darío, pág. 177. La carta tiene que ser de 1903; por su

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La tranquilidad de Juan Ramón seguía dependiendo de la constante presencia de un médico; la terapéutica fisiológi­ ca y moral se la proporcionaban los doctores Simarro, San­ doval, Achúcarro y Miguel Gayarre, hombres dedicados y cul­ tivados que entendían su sensibilidad y disfrutaban de su compañía. Simarro seguía tratándole com o a un hijo, aleján­ dole la idea de la muerte, animándole a escribir. A veces le hacía carácter. Cuando Juan Ramón, con una pistola en la mano, decía que se iba a matar, Simarro le advertía que un medio más efectivo sería tirarse por el balcón, al mismo tiempo abría la ventana y le invitaba a h acerlo53. Sandoval era transigente y cariñoso con él, gran amigo de la naturale­ za, le gustaba, como al padre del poeta, pasear a pie, atento al correr del agua del río o a aspirar el fresco perfume del campo. Durante las temporadas que Juan Ramón pasaba con él en la Sierra del Guadarrama, se acompañaban sin hablar­ se a veces; él leía a Góngora o Verlaine y Sandoval se fijaba en la menuda floración, porque le gustaban las cosas peque­ ñas, incluyendo los diminutivos; observaba los bichitos del campo, estudiaba o pintaba. A Sandoval se debía la manera que tenían de tratarse: Sandoval llamaba a Juan Ramón «el poetita»; Simarro a Sandoval, «Sandovalito», y todos a Achú­ carro, «Achucarrito». Tanto contagiaban los diminutivos que algunos pasaron a la poesía juanramoniana de esa época, re­ cogida después en Arias tristes, de 1903, y en Pastorales, de 1905 54. Achúcarro, un joven vasco con alguna sangre norue­ ga, era un viajero y lector incansable en siete lenguas; sabía contenido, se sabe que tuvo contestación en una de Darío, de París, fechada el 29 de octubre de 1903 y que es posterior a otra de Darío del 20 de octubre del mismo año. (Verlas en Fogelquist, pág. 18.) 53 Anécdota de María Martínez Sierra al contestar a las preguntas de esta autora. 54 Ver «Sandovalito», Colina, pág. 175.

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de pintura, de baile, de alpinismo y era un apasionado de Debussy. Juan Ramón recordaría su alegría, dinamismo y bondad más que su poco atildamiento personal y un defecto en un ojo que el poeta notó el día que, hablando con él en un tranvía, sin pensar, al referirse a otra persona la llamó «ese tío b izco»55. En cuanto a Gayarre, era un hombre firme, inteligente y lleno de humanidad; neuropsiquiatra, después habría de destacarse por sus investigaciones médicas con Achúcarro sobre la parálisis. Fuera del Sanatorio del Rosario, Juan Ramón cultivó cier­ tas amistades. Gustaba de charlar de arte con Miguel A. Ro­ denas y con Pérez de Ayala, del que tenía muy alta opinión, porque era, como él, aficionado a la pintura. En una carta a Darío se lo encomiaba como «un poeta joven de bastante ta­ lento y muchísima cultura» x . Disfrutaba de las visitas al es­ tudio del pintor Emilio Sala y de su conversación. Sala,-que de joven había conocido a Eduardo Rosales, el gran pintor pobre y tísico de la com posición equilibrada y la justa pro­ p orción 57, le contaba a Juan Ramón que le había visto pin­ tar «La muerte de Lucrecia» en un salón frío que alguien le había cedido porque en su pobreza ni siquiera tenía una boardilla. Rosales terminó el cuadro tosiendo y pintando, y tosiendo y sudando tuvo que cargar con él después de una gran nevada para exhibirlo en un lugar que no valía la pena. Estas bien recordadas conversaciones se convirtieron en sustancia poética al hacer Juan Ramón después el retrato lí­ rico de R osales58. 55 J. R. J., «Ese tío bizco», Colina, pág. 177. 56 Fogelquist, pág. 14. 57 Según Enrique Lafuente Ferrari, Breve historia de la pintura es­ pañola, 4.a ed., Editorial Tecnos, S. A., Madrid, 1953, pág. 490. 58 «Eduardo Rosales (1873)», Españoles de tres mundos (segundo retrato de la serie), 1.a ed., Editorial Losada, Buenos Aires, 1942.

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El otoño de 1903 fue un otoño galante para Juan Ramón. Se vio rodeado de mujeres bellas, elegantes y finas en las casas de sus nuevos amigos; empezó a asistir a tés y a co­ midas, se fue convirtiendo en el poeta favorito del grupo. Había entre ellos quienes se aprendían de memoria los ver­ sos que publicaba en Helios. Frecuentaba la casa de Carlos Navarro Lamarca, que vivía en un lujoso piso con su mujer y su madre y le gustaba la bella doncella que recibía y par­ ticipaba si el señor no estaba. La m ujer de Navarro Lamarca, María Elena, hija de un viejo m inistro argentino, le enseñaba los caprichos que había adquirido en sus viajes. Era agradable y cariñosa «en frío», según él, y lamentaba que teniendo un gran piano se hubiera olvidado de tocar. A menudo le invitaban a almorzar y a cenar; las reuniones eran a veces graves y eruditas y el ambiente le parecía «arti­ ficial aunque discreto»59. Las mujeres allí estaban siempre llenas de brillantes y se hablaba de todo y de Shakespeare y de Rosetti. A la hora del té asistía a la tertulia de los Pérez Triana, presidida por la señora Georgina O’Day de Pérez Triana, inglesa, rubia y bella como «una margarita de primave­ ra». Ésta tenía tam bién piano y sabía tocar cosas que a él le gustaban mucho, como el «Elogio de las lágrimas», «Tú eres la paz» y «Rosa del campo» de Schubert, y piezas de Bee­ thoven, Schumann y Grieg. Además, cantaba cosas de Ver­ laine y había hablado de ponerle m úsica a algunos de sus versos. Los Pérez Triana eran amigos de los Martínez Sierra, los conocía por ellos. En su casa se reunían muchos extrañ­ as La información referente a las actividades y pensamientos de J. R. J. en el otoño de 1903 proceden del «Diario íntimo», inédito, en los archivos del poeta en España. Se ha podido precisar el año por­ que el «Diario» incluye una carta de Rubén Darío de París, 29 de oc­ tubre de 1903, y las demás fechas de J. R. concuerdan; e. g.: «Día 27», «Día 30. Mañana». A la carta de Darío siguen unas notas de J. R. fe­ chadas: «Noviembre, día 1».

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jeros cultos y los tés eran un verdadero prodigio de pulcri­ tud femenina. La señora O’Day le regaló después a Juan Ra­ món un libro sobre el té, escrito por ella, con una dedicato­ ria entre burlona y seria: «To Jiménez, from the author, with the hope that these practical ideas w ill not disturb his poet­ ic dreams». Él correspondió escribiendo un «Comentario sen­ timental» basado en la dedicatoria y titulado «El té», que se publicó en La República de las Letras el 22 de julio de 1905 ^ Era un comentario colorista, modernista, exquisita­ m ente burlón, celebrando el té y su hora, y las comidas rosas y elegantes de la señora O'Day, después de declarar que como «poeta lunario» le gustaban más las comidas blancas, por­ que iban m ejor con lo interior: «Declaro con absoluta inge­ nuidad que a mí, poeta lunario, me gustan mucho más las comidas blancas: m i crema de arroz, mi pechuga de gallina en aspic, mi pudding the coco, mi queso de Neufchátel, mis bruños de Portugal, m i agua... Todo esto va bien con lo in­ terior». A la blancura de sus gustos gastronómicos contrasta­ ba las preferencias rosas de la dama del té, dándole valor estético a lo culinario: «Pero ella prefiere las comidas rosas... La nieve de la m esa se ha floreado de rosa; el cristal ostenta rosas-la-France y claveles rosas, llueve la luz rosamente, y ella, de rosa, sonríe a su crema de tomate, a su salmón, a su solom illo a la Rossini, a su jamón de York, a sus meloncitos llenos de helado de fresa, a sus petit-fours rosados, a sus vinos de Chipre y de Hungría... y siempre pone a su comida rosa una nueva y fresca golosina —como diría mi querido y caprichoso Manuel Machado—, labios rosas. »E1 té es una vaga preparación para la comida rosa de la noche». «o Ver María A. Salgado, «En torno a una página olvidada de Juan Ramón Jiménez», South Atlantic Bulletin, vol. XXXIV, núm. 4, South Atlantic Modern Language Association, noviembre, 1969, págs. 9-10.

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Le gustaba visitar a Francisco A. de Icaza, diplomático mexicano que vivía en Madrid, muy fino de carácter y muy amplio de cultura. A Juan Ramón le gustaba el modernismo de sus dos libros de versos, Efím eras, de 1892, y Lejanías, de 1899. Icaza se daría después con mayor entusiasm o a la crí­ tica y a la investigación. Su obra, Examen de críticos, de 1894, había sido severa. Juan Ramón admiraba su biblioteca, aficionado como él a los libros bien impresos. Icaza tenía magníficas ediciones de algunas obras, entre ellas, una insu­ perable de Los laúdes, de D’Annunzio. A los Martínez Sierra les debía Juan Ramón muchas de las amistades de esa época. Consintiéndole com o poeta mi­ mado, atraían hacia él gente culta y mujeres bellas. María, la m ujer de Gregorio, era buena y cariñosa con él, suplien­ do esa necesidad que él tenía de compañía y halago femeni­ no directo y sencillo. Tenía gestos poéticos que a él le agra­ daban: cuando ella le estrechaba la mano, hacía como que se la llevaba al corazón. Sentía por ella una profunda y sana atracción, la acompañaba cuando Gregorio no estaba, su charla le era siempre simpática, se sentía a gusto en la casa de ellos y se veía allí con otros hombres de letras: Can­ sinos Assens, Candamo, Rodenas, Ortiz de Pinedo y Alejandro Sawa, novelista, periodista y colaborador de revistas, muy admirado entonces en los círculos literarios. Culto y elegan­ te, llamaba la atención de Juan Ramón por las cosas que con­ taba y porque leía bien los versos de Gabriel Vicaire, recien­ temente muerto (en 1900), y recitaba de memoria los de Verlaine. Entonces, a nadie se le hubiera ocurrido que Sawa habría de morir ciego y loco seis años después, es decir, en 1909. Martínez Sierra acompañaba a Juan Ramón a veces en sus salidas, aunque se tratara del cementerio, a donde iba el poeta a visitar la tumba de Mercedes Roca, la mujer de Simarro, que murió en el verano ese de 1903. Por ella volvió

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a su antigua costumbre de frecuentar ese recinto, aunque el de Madrid le gustaba muy poco, no era un lugar de paz y de retiro como el de Moguer. Mercedes estaba enterrada en el Cementerio del Este, a veces lleno de coches, de gente que lloraba, según él, «automáticamente», de «flores empolva­ das», de carros de muertos, de vendedores de flores, de cie­ gos, de niños mendicantes, de gentes cargadas de crucesr co­ ronas y faroles. Los días que visitaba el cementerio, agobia­ do por el ambiente y el ir y venir entre nubes de polvo, Cas­ tilla le parecía m ás árida y se sentía profundamente depri­ mido. Hizo muchos viajes al cementerio con el doctor Sima­ rro, que se ocupaba del arreglo de la tumba de su m ujer y había encargado una lápida. Juan Ramón se preocupaba como si se tratara de un miembro de su familia. El día que colo­ caron la losa, descom pusieron la yedra y la madreselva, por lo que fue a quejarse, indignado, al florero Lapoulide, que estaba a cargo de los arreglos. En su tienda compraban los crisantem os para la difunta. E l Día de Todos los Santos hizo dos viajes a la tumba de Mercedes porque los jardineros no aparecieron en toda la mañana como habían convenido. Él m ism o se ocupó de buscar a otra gente para el arreglo y por la tarde fue a cerciorarse de que lo habían hecho. Arreglada, le parecía bella la tumba de Mercedes, le gustaba la losa sen­ cillam ente inscrita: «Mercedes. Agosto XI, 1903», y la franja de yedra alrededor. Sus desvelos le causaron un ataque ner­ vioso, el cementerio estaba atestado de gente, hacía mucho sol, el ver la gente enlutada yendo a visitar a sus muertos le hizo recordar a los propios en el cementerio de Moguer, y a la familia. La ausencia era como la muerte. No iba a ver a su fam ilia convencido de que habría de m orirse por el ca­ mino, de emprender el viaje. Le parecía que hacía una eter­ nidad que no los veía y tenía la certeza de que todo había cambiado y él sería un extraño entre los suyos. Las cartas de

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su madre siempre eran tristes; su hermano Eustaquio había asumido el lugar de don Víctor, su padre, y con ello la res­ ponsabilidad de la fam ilia y los negocios; Ignacia y Victoria, sus hermanas, ya casadas, tenían hijos, sus sobrinos, que apenas conocía. Creía que moriría sin volver a Moguer y el Día de los Difuntos lloró su muerte y a sus muertos, enfer­ mo de veras, con opresión en el pecho, taquicardia y vérti­ gos, a punto, creía, de sufrir un colapso cardíaco. Pero el doctor Simarro, siempre cerca, le devolvía la serenidad. En ese otoño de 1903 Juan Ramón había pasado a ser su alumno y asistía a sus clases de Psicología. Simarro era catedrático de Psicología Experimental en la Universidad de Madrid y lector de Psicología Fisiológica en la Escuela de Estudios Superiores del Ateneo Científico y Li­ terario. Allí, en clase, su paciente y alumno le oía hablar de Spinoza, Descartes, del pensar lógico y el apológico. Las lec­ ciones continuaban después de la clase, porque Simarro in­ fluía en las lecturas de su protegido. Juntos iban a la libre­ ría de Romo, lugar favorito de su otro gran amigo médico, Nicolás Achúcarro, porque allí se recibían todas las noveda­ des de Europa. Frecuentaban otras buenas librerías de Ma­ drid, entre ellas la de Fernando Fe, que había publicado R im as y se encargaba del nuevo libro, Arias tristes. Estas actividades y los paseos por el Prado, Recoletos, Colón, le hacían pasable la estancia en la ciudad, que por lo demás le parecía insoportablem ente fea. Su com pensación era buscar la belleza, fijarse en ella donde quiera que pudiera encontrar­ la y generalmente encontraba ese deleite en la mujer. Reac­ cionaba de manera marcada al fugaz paso en la calle de cual­ quier mujer extraña, diferente, misteriosa: la de ojos negros y «pomposo sombrero negro» en el tranvía; las hermanas de luto, elegantes y hermosas en la florería; la m onja blanca y joven, más blanca que las otras que la acompañaban, que vio

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pasar en una berlina, cerca de la librería de Fe. El recuerdo de sus amores en el Sanatorio del Rosario, de la hermana Amalia y la hermana Pilar, estaba aún fresco, por algo le deleitaba tanto la lectura de «Margarita la Tornera», de Zo­ rrilla, en su opinión, uno de los grandes poetas castellanos. Más belleza veía en el otoño madrileño que en la prima­ vera, porque los días eran más azules y con más sol y le pa­ recía ver oro y raso por las tardes. Notaba cóm o cambiaban los colores, sobre todo los amarillos, que iban convirtiéndose en cobre a la puesta del sol. Los rasos del cielo le parecían rasos antiguos, «gris, verde, celeste, rosa, un rosa em ocio­ nante». Su balcón era el medio más accesible para la con­ templación de las, en su opinión, pocas estampas bellas de Madrid: el viejo jardinero de barba blanca cuidando con es­ mero las rosas del jardín por las mañanas, la puesta del sol sobre el Botánico por las tardes. Entre las dos contempla­ ciones, si no salía, leía por placer y para hacer crítica para la sección de «Los Libros» de la revista Helios. Se daba con empeño a todo lo que tuviera que ver con Helios. Por su asidua correspondencia con Darío consiguió que le enviara a la revista «Un soneto a Cervantes» y la oda «A Roosevelt», que se publicaron en los números correspon­ dientes a septiem bre de 1903 y febrero de 1904, respectiva­ mente. Darío estaba preparando un nuevo libro de versos y sabiendo que Juan Ramón conservaba muchos poemas sueltos que él había perdido, además de saberse otros de memoria, le pidió que se ocupara de su publicación: «En cuanto al [libro] de versos mío, le diré que tengo ya unos cuantos que podrían formar una bonita plaquette, juntán­ dolos con los que V. tiene. (La 'Marcha Triunfal', por ejem­ plo, que yo no tengo.) Se podría clasificar lo que hay y dar ordenación a los escasos materiales. Si V. gusta, lo haremos,

El Sanatorio del Rosario

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—o lo hará su bondad de Vd.» 61. Al estím ulo de Juan Ramón, siguió enviándole versos sueltos para el proyectado libro. De donde quiera que iba le escribía aunque fuera una postal, le enviaba colaboración de amigos de letras para Helios, revis­ tas europeas para ayudar con la bibliografía, le hacía encar­ gos, le daba consejos. No le gustaba la R. que el joven poeta usaba en el Juan R. Jiménez, y le aconsejaba que se la qui­ tara: «Sea simplemente Juan como el Arcipreste y Jiménez como el Cardenal»62. Pese a su devoción al modernismo, el poeta moguereño había resistido el cambio de nombre, es de­ cir, el adorno. Él mism o contaba después que algunos escri­ tores españoles, influidos por los hispanoamericanos, busca­ ron «efectos suntuosos, históricos, fan tásticos»63, y Valle pasó a ser Valle Inclán, y Cansinos, Cansinos Assens. Quizás él no cayó en la tentación porque el apellido materno, Mante­ cón, no se prestaba; sin embargo, no se le ocurrió hasta mucho después firmarse con el nombre propio completo: Juan Ramón. Darío no le había aconsejado mal, el Juan Ji­ ménez tenía su ritmo. Darío le tenía verdadero afecto, con­ fiaba en él, le ponía al corriente de los chism es de la profe­ sión, confiando encontrar en él y en H elios a los paladines que le defendieran de los injustos ataques y las falsedades de otros escritores. De Málaga, en una carta de 24 de enero de 1904, le contaba que José Juan Tablada, el poeta mexica­ no, había escrito que el movimiento «moderno» de Hispano­ américa se debía a José Asunción Silva, por alabarle; dicha «inexactitud» —decía— había sido afirmada por un señor de Colombia en un número pasado del Mercure de France; y se quejaba: «Yo no reclamo nada para m i talento, ni para mi 61 62 quist, 63

En carta de París, 12 de diciembre de 1904. Fogelquist, pág. 30. En la posdata a una carta de París, 24 de julio de 1903. Fogel­ pág. 18. En «Recuerdo al primer Villaespesa», Corriente, pág. 68.

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corta obra; pero sí para la verdad en la historia de nuestras letras castellanas. Es cuestión de fechas. Cuando yo publiqué m i canción del Oro y todo lo que constituye Azul, no se co­ nocía en absoluto ni el nombre ni los trabajos de S ilva»64. El libro que cuidaba Juan Ramón habría de ser el tercero de la gran trilogía dariana. Se llamó Cantos de vida y espe­ ranza y lo publicó Martínez Sierra en 1905, en la Tipografía de la Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos. Juan Ramón incluyó el poema-dedicatoria de Darío «¡Torres de Dios! ¡Poetas! » sin indicar su procedencia. No importaba, el maes­ tro le había dedicado una parte del libro titulada «Los cis­ nes», compuesta de cuatro poemas en los que expresaba todos sus anhelos divinos y humanos. Era un canto de des­ consuelo, de esperanza, al arte, a la belleza, al amor. Canto de la carne, que habría de prevalecer en la m ejor poesía del siglo. El poeta de Moguer entendía su letra y su música. En la últim a estrofa del poema IV decía Darío: ¡Melancolía de haber amado, junto a la fuente de la arboleda, el luminoso cuello estirado entre los blancos muslos de Leda! 64 Fogelquist, pág. 23,

CAPÍTULO V III

«PÁGINAS DOLOROSAS» Y NOVIAS BLANCAS: PRIMERAS PROSAS Y ARIAS TRISTES

Me he acordado de todos; he llorado sobre m i almohada. La luna está triste y enferma. Una voz lejana canta jo ta s a la luna. La m onotonía recorta los árboles cercanos sobre el cielo alum brado y es tan melancólica la voz que canta y la guitarra que llora que todo el cam po nocturno se pone la mano en la m ejilla y sueña m irando la hoz de los m uertos. Cuando yo vuelva a m i pueblo, m i m adre tendrá la ca­ beza blanca y m is hermanos ¡habrán cam biado tanto! y los pobres niños ... Oh, los niños ya no serán niños! No m e co­ nocerán porque yo tam bién m e he pu esto m uy viejo. Com­ prendo que no m e hace bien el claro de lu n a1. Esta melancolía en las notas de su «Diario íntimo» esta­ ba también en todo lo que escribió en Madrid entre los años de 1903 y 1905. En 1903 salieron en Helios diecisiete de los poemas que formaban parte del libro Arias tr is te s 2, publica­ 1 J. R. J., «Diario íntimo». 2 Agrupados bajo el título «Arias tristes», en el tomo I del primer

año de la revista se encuentran: «Las noches de luna tienen...»; «¿Está muy lejos la aldea?...»; «Viene una música lánguida...»; «Esta noche hay una brisa...»; «Entre el velo de la lluvia...» (págs. 15-20). Bajo el título «Paisajes», en el tomo III se encuentran: «En la quietud de

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do ese mismo año por la Librería de Fernando Fe de Madrid. En 1904 salieron nueve poemas más en la revista, tres del libro Jardines lejanos, que el mismo editor publicaría ese año, y seis de Pastorales, que no vería la luz hasta 19113. Juan Ramón hizo, para Helios, cuatro traducciones libres de poemas de Verlaine: «Claro de luna» y «Mandolina» de Fêtes galantes; «La hora del pastor» de Paysages tristes, y el poema V de Rom ances sans paroles (Helios, VI, 1903, pági­ nas 349-350). Con excepción de «Mandolina», traducido en oc­ tosílabos, las demás traducciones, en verso de arte mayor, eran casi idénticas a la versión francesa. N ótese la traduc­ ción de la segunda estrofa de «Clair de lune»: V e r l a in e

Tout en chantant sur le mode mineur L’amour vainqueur et la vie op­ portune, Ils n’ont pas l ’air de croire à leur bonheur Et leur chanson se mêle au clair de lune, ...

J

uan

R

am ón

Y

mientras van cantando en el modo menor el amor vencedor y la vida opor­ tuna, parecen que no creen en su dicha, y deslíen en el claro de luna su canción y su música

estos valles...»; «El triste jardín se pierde...»; «Río de cristal, dormi­ do...»; «Mañana alegre de otoño...»; «Paisaje dulce, está el campo...» (págs. 433-436). Bajo el título «Nocturnos», en el tomo VIII se encuen­ tran: «El piano que ha llorado...»; «Siento esta noche en mi fren­ te...»; «Para dar un alivio a estas penas...»; «La lluvia ha cesado; huelen...»; «Yo me moriré, y la noche...»; «Mi balcón esta noche lu­ ciente...»; «Mi alma ha dejado su cuerpo...» (págs. 431-435). 3 De los tres poemas bajo el título «Jardines lejanos» (Helios, I, 1904, págs. 9-11), el segundo que se menciona a continuación no se en­ cuentra en el libro: «Mañana de primavera..,»; «El azul de este cielo no es tan...»; «Cuando viene el mes de mayo,..». Los seis poemas bajo el título «Pastorales» (Helios, IV, 1904, págs. 380-384) sí se recogieron en la obra de ese nombre, y son: «Era una dulce ribera...»; «Galán ha pasado ya ...»; «Al abrir esta mañana...»; «Tristeza dulce del cam­ po...»; «Sobre el cielo gris, el humo...»; «Qué blanca viene la luna...».

«Prim eras p rosas» y «Arias tristes»

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Al apartarse de la version original, de modo de sostener la métrica, Juan Ramón lo hace con extremo cuidado, como en la traducción de «L'heure du berger», en la que añade a la primera estrofa la frase «bajo el cielo», que a continuación subrayamos: V e r l a in b

La lune est rouge au brumeux horizon Dans un brouillard qui danse, la prairie S'endort fumeuse, et la grenouille crie Par les joncs verts où circule un frisson; ...

J

uan

R

am ón

La luna es roja en el horizonte de bruma; en la niebla que danza, el prado, bajo el cielo se aduerme humoso; grita la rana entre los juncos verdes por donde pasa un estre­ mecimiento; ...

En Helios, en los números de mayo, junio y septiembre de 1903, respectivamente, aparecieron tres obras de Juan Ra­ món en prosa poética tituladas: «La corneja. D e un libro de recuerdos», «Páginas dolorosas» y «Los rincones plácidos». «La corneja» podría clasificarse como un cuento, porque re­ lata un breve incidente fantástico y lo lleva a su conclusión; pero el incidente no es imaginado, sino real y poetizado. Se trata de un suceso relacionado con la llegada del poeta al sanatorio de Castel d’Andorte en Burdeos: su encuentro, en el parque del manicomio, con una loca que hacía como una corneja, al fin la encontraron yerta y agonizante al pie de un árbol. La obra lleva al pie la anotación «Burdeos, Sanatorio de Castel d’Andorte, 1901», fecha de la estancia del poeta en dicho lugar, no necesariamente la fecha de escritura. Esta temprana prosa poética de Juan Ramón, pese a su lenguaje cándidamente sentimental, es de un gran lirismo, por lo m isterioso y extraño del ambiente, por el ritmo inter­ calado de la frase, por sus elem entos a lo Nocturno-de-Silva:

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«Yo recuerdo que, en aquellas largas noches de tristeza y presentim iento en que llenaba mi almohada de lágrimas, lle­ gaba a mí, entre el largo ladrido que los perros mandaban a la luna grande y melancólica ... el trágico canto de corneja de aquella vieja extraña; y yo sentía espanto, y m is párpa­ dos se apretaban de miedo, y con los ojos cerrados veía de­ lante de mí a la loca subida a un árbol, con la cara iluminada por la luna triste y los ojos redondos y magnéticos clavados no sé dónde, en todas partes, en los insectos, en las estre­ llas, en m is ojos...» (P. P., 94). Los detalles feos y macabros de la obra adquieren calidad artística al dotarlos el poeta de su propia melancolía; como, por ejemplo, al describir su visita al laboratorio del doctor Lalanne: «Sobre los armarios había cerebros enmohecidos y duros, y cráneos cubiertos de polvo; otros cerebros conservados en alcohol m e hicieron pensar en cosas macabras; y los vaciados en yeso de torsos humanos contrahechos y deformes y los animales muertos, me apenaron profundam ente... El doctor m e enseñó deteni­ damente aquellos cerebros de enfermos, con flemones, con manchas, todo parado y descom puesto, con la m elancolía de los relojes sin cuerda, con la amarga tristeza de lo que ha vivido un día y ha sentido y ha reflejado luces, visiones y mú­ sicas» (P. P., 91). «Páginas dolorosas» es de menos calidad artística. La ma­ yor parte de estos fragmentos de prosa poética consiste de recuerdos de hechos reales, con un fondo triste y sentimen­ tal del que se alimenta el lirismo del poeta. El paralelo entre la obra de creación y la vida del poeta es a veces muy mar­ cado, como en los trozos que se comentan a continuación. En el primer trozo, en una casa llena de olor a flores, un hijo sintió que se moría, sus dos hermanas lloraban y la madre, angustiada, le repetía: «Hijo, mira cóm o huele la casa a flores», empeñada en distraerlo y distraerse, según el autor.

«Primeras prosas» y «Arias triste s»

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En el primer largo párrafo de este breve trozo se describen las sensaciones del hijo en el umbral de la m u erte4; pero el m otivo de la elaboración artística es un «olor a flores» que se queda sin explicar y que el lector por fuerza asocia a la muerte. Al final del fragmento, cuando llega el médico a la casa, el hijo ya está muerto. El médico notó que la casa olía muy bien a flores, lo que también notaron todos los que fue­ ron a visitar el cadáver en la casa con olor a flores. Como el hijo del fragmento, Juan Ramón tenía dos her­ manas, y una madre que, conociendo su amor a las flores, gustaba de contarle que la abuela materna había muerto «en un delirio de flores». Como el hijo del fragmento, Juan Ra­ món sufrió un desvanecimiento, principio de una crisis ner­ viosa que le haría tem er por su vida. Entonces, toda fragan­ cia y en particular la de las flores, se le hacía adversa. En el fragmento que com entamos «cuando llegó el médico, el hijo había ya muerto» (P. P., 52); en la vida real, el poeta temía morir de no tener el médico al lado. Cuatro años después de la publicación en H elios de «Páginas dolorosas», Juan Ramón relataba en la nota autobiográfica para la revista Renaci­ m iento: «la muerte de m i padre inundó m i alma de una pre­ ocupación sombría; de pronto, una noche sentí que m e aho­ gaba y caí al suelo; este ataque se repitió en los siguientes días: tuve un profundo temor a una m uerte repentina; sólo m e tranquilizaba la presencia de un m édico — ¡qué parado­ 4 «El hijo se moría; miraba aterrado los relámpagos de la otra vida de misterios en que iba a entrar; miraba cómo, antes de la muer­ te, rápidamente, sin saber por qué, la vida azul se aparecía junto a su cuerpo y hacía pasar ante sus ojos, que no se cerraban, las som­ bras ya casi precisas de sus fantasmas; se vio cerca de las estrellas y pensó en su lumbre blanca con tristeza, porque siempre las había tenido olvidadas; sentía extraños estremecimientos; su cara se azula­ ba, palidecía, tomaba tonos de cirio; sus ojos se hundían espantosa­ mente...» (P. P., 51-52).

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ja! ». El que Juan Ramón asociara en el fragmento la muerte del hijo con una casa que olía a flores pudiera estar relacio­ nado con el olor a flores a la muerte de su padre, cuando la casa se llenaría de ofrendas florales cuya fragancia, al calor del verano, de las velas y del amontonamiento de gente, se acentuaría. El cuarto de los once trozos de «Páginas dolorosas» pu­ blicados en H elios (VI, 1903, págs. 303-311) trata del retrato de Verlaine. El deprimido autor, excesivo en su admiración por el poeta francés, al hacerle tem a de su prosa poética raya en un sentim entalism o chocante para el futuro lector. Doliéndose de que la cabeza de uno tan lleno de m úsica y de m atices estuviera en el cementerio llena de gusanos, dice: «Y he puesto m is labios sobre el retrato y, cerrando los ojos, en silencio, he dejado un beso muy largo y muy tierno en la frente ancha cargada de ensueño sobre la melancolía fina de la mirada» (P. P., 58). Es un hecho comprobado que Juan Ramón tenía el re­ trato de Verlaine en la época en que escribió estas líneas. Cansinos Assens, otro gran admirador del poeta francés, re­ cordando las visitas al sanatorio del Rosario, se admiraba de que el joven poeta de Moguer permaneciera im pasible hasta cuando les mostraba el retrato fam oso5. Para esa época eran muchos los escritores españoles obsesionados con la poesía verleniana y, por ende, con el autor. En la reseña de Peregri­ naciones, de Rubén Darío, que Juan Ramón publicó en H elios en 1903 6, hace otra vez el panegírico de Verlaine en superla­ tivos, llamándole el poeta más com pleto que había nacido, junto a Heine, «el alma de ensueño más extraña y más dulce y m ás íntim a que había pasado por la tierra». 5 La nueva literatura, I, 159. 6 En la sección «Los libros», con el título «‘Peregrinaciones’ — Por Rubén Darío — París 1903 —» (IV, 1903, pág. 116).

«Primeras prosas» y «Arias tristes»

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Otro trozo, el quinto, es también una elaboración artísti­ ca de un hecho real, tiene que ver con la forzada partida de la hermana Amalia del sanatorio del Rosario: «Cuando aque­ lla pobre hermana de la caridad, enferma y triste, m e dijo: ‘Hasta el cielo', y se fue, quizás para siempre, m e quedé en m i ventana, solo y más triste que ella, mirando al cielo vio­ leta del crepúsculo. Su toca blanca y sus ojos negros habían llegado a hacerse de mi alma, ...» (P. P., 59). El trozo sépti­ mo, sobre el día de los muertos, contiene el mism o senti­ m iento expresado en el inédito «Diario íntimo», el de la au­ sencia, que era como la muerte. Pensaba que su familia ha­ bría llevado, com o era costumbre, una corona y unos faroles a la tumba de su padre; que en su casa todo sería tristeza y llanto; que a la hora de la cena habría dos sitios vacíos, uno por el padre muerto y otro por él, un muerto vivo (P. P., 63-64). En todos los demás trozos hay también indicaciones de que Juan Ramón poetiza a base de realidades, no de la ima­ ginación. En el segundo trozo se duele de un niño de la ciu­ dad que en un día de mucho frío no llevaba m ás que su ropa de marinero, iba helado y resignado, sonriendo al pasar fren­ te a las tiendas, y él lo seguía lleno de com pasión (P. P., 5354). Su preocupación por los niños era sincera, ya nos hemos referido a que Cansinos Assens contaba que durante su visita al sanatorio le había hablado con pena del niño de una se­ ñora operada, a quien había visto llorando, agarrado a las verjas del jardín 7. En el sexto trozo recuerda a una blanca y dulce costurera de aldea que iba a coser a la campiña y que murió prematuramente (P. P., 61-62). La descripción corres­ ponde, en parte, a la persona de una bonita costurera de Moguer que en la infancia del poeta iba a coser a la casa de 7 La nueva literatura, I, 25.

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campo de la familia, en Fuentepiña. Le llamaba la atención su porte, su bonito cabello negro contrastaba con la blancu­ ra de su piel. Su verdadero nombre era Montemayor Díaz, del que el poeta habría d e derivar el de «Montemayorcita Jote», m ote y título muy moguereño con que exaltó de nuevo el recuerdo de la admirada joven, diciendo, para que no hu­ biera duda, que vivía en la calle de San José, donde efectiva­ mente vivía (Cristal, 71-72). La costurera verdadera murió en Sevilla, la del poético trozo juanramoniano murió en la aldea donde yacía olvidada; pero sobre su tumba habían brotado unas flores. El noveno trozo de «Páginas dolorosas» tiene que ver con sus miedos de enfermo, con las apariciones macabras que le asediaban en las noches de insomnio, de las que le hablaba a algunos amigos que iban a verle al sanatorio del Rosario, entre ellos Cansinos Assens, que menciona el hecho en su libro La nueva literatura (I, 160). En el trozo poético descri­ be la aparición, a altas horas de la noche, de un hom brecillo extraño de mirada fija y siniestra, de un perro negro con ca­ beza de hombre y ojos magnéticos que hipócritamente le invitaba y esperaba a la vuelta de los pasillos. Cuando no, le sonreía con la m ism a cabeza de hombre «una araña verde, grande, monstruosa», ya no en los pasillos, sino en su cuarto m ism o, subiendo por su «lecho blanco con sus patas eriza­ das» (P. P., 67-68). El tem a de este y otros trozos son ela­ boraciones artísticas de sus experiencias durante la estan­ cia en Madrid, a partir de 1902; sin embargo, al publicarlos en H elios Juan Ramón pone al pie: «Burdeos, 1901». Esta evasiva nota se comprende si se tiene en cuenta que algunos trozos tratan de incidentes autobiográficos recientes de ín­ dole muy personal. Teniendo en cuenta la psicología juanramoniana, tan al descubierto en las páginas que com entamos, hay que prestar atención particular al trozo octavo, que se

«Prim eras prosas» y «Arias tristes»

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refiere a una «muchacha enlutada», huérfana, que le quiso mucho, «cuya carne blanca y mate se marchitaba entre la ne­ grura del vestido y de la vivienda». Se amaron sensualmente. La muchacha era buena; pero limitada de miras, por cuya razón el poeta tuvo que olvidarla. En el trozo pone lejanía y olvido en sus amores: «¿Qué habrá sido de aquella mu­ chacha enlutada que me quiso tanto?» (P. P., 65), y describe la breve pasión con nostalgia, por la ternura de esa mujer y el «algo divino y aromado» de su alma: «mi amor era sen­ timental, y el suyo humanamente intenso y sin matices; ella veía el mundo en m í y yo la veía a ella en el mundo; vivía ella de esperanza sobre mi alma, y yo de realidades sobre sus pechos, de caricias, de besos, del placer de sus brazos blancos y tibios que se escapaban del vestido negro para col­ garse de mi cuello. Sus labios que habían estado sin besos desde la niñez, besaban locamente, y sus besos venían de allá del alma impregnados de algo divino y aromado, de un no sé qué, que dejaba recuerdo en mis labios; una ternura flo­ tante e invisible» (P. P., 65-66). La fecha en que fue escrito este trozo, la descripción de la muchacha: «carne blanca», su im plícita sencillez, dulzura y bondad y el hecho de que Juan Ramón la recuerde en una casa oscura nos lleva a la convicción de que se poetiza a la novia francesa, probable­ m ente la institutriz de los niños del doctor Lalanne, una mu­ jer que el poeta parece haber conocido carnalmente; pero habiendo sido su amor panacea y dádiva en una época en que enfermo y separado de los suyos en el sanatorio de Castel d’Andorte se vio privado del cariño normal de la mujer familiar, tan necesario en su vida, la humilde amada france­ sa pasó a ser una heroína blanca en la obra, blanca por el color de su carne, su identidad bien a resguardo en el poéti­ co nombre «Francina de Francia». Con este nombre, adjudi­ cado ya permanentemente, aparece reiteradamente en las

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notas juanramonianas mencionando las fuentes humanas de su poesía s. Los restantes trozos de «Páginas dolorosas» tratan de te­ mas favoritos: el tercero, del paisaje y la propia tristeza; el undécimo, del encanto otoñal del cementerio, un cemente­ rio no español puesto que el sol sobre él es «tibio y dulce sol que viene de España» (P. P., 72). Le parece ver en él los rostros de Musset y de Bécquer. En este trozo se vuelve a notar el arraigo de la obra en la realidad: el cementerio, probablemente francés, no tiene nada en común con la blan­ cura, las flores y las mariposas del bien descrito cementerio moguereño, ni con el polvo y gentío que el poeta ve en el de Madrid. En el trozo décimo aparece otro recurrido temá, el del niño muerto en la aldea, a quien llevan al cementerio calle arriba en una cajita blanca. La referencia a la aldea ocurre cuando el poeta trata de temas obviamente moguereños. En el trozo que comentamos, el niño muere de una enfermedad venenosa que dejó el aire envenenado, matando así a una muchacha joven que lo aspiró. Pese al sentim entalism o excesivo de «Páginas dolorosas» y a la falta de tino para tratar algunos temas, el estilo es suave; el vocabulario, poético y sencillo. El tem a de la muchacha envenenada por el envenenado aire de la muer­ te en vez de ser sugerido, dotándolo de misterio, es expli­ cado, y el ingenuo poeta hace que la muchacha beba el ve­ neno, aunque sea figurativamente: «con sus labios frescos y llenos de besos, llevó a su garganta el veneno que el muertecito dejó en el aire; y a la mañana celeste y luminosa,

8 Guillermo Díaz-Plaja, en Juan Ramón Jiménez en su poesía, es­ pecula: «Francina, de Francine; que parece ser una joven sirvienta de la casa del doctor Lalanne, en donde vivió durante su estancia en los Bajos Pirineos» (pág. 171).

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otra caja blanca se iba meciendo al cementerio, dejando atrás una estela de aroma y muchas lágrimas» (P. P., 70). «Los rincones plácidos», publicados en el número de sep­ tiembre de Helios (1903, págs. 162-166), consiste de cinco tro­ zos que hablan de la nostalgia de los lugares conocidos, los de la niñez: tapias ruinosas, el remanso de los ríos, el balcón de su casa donde escribió algunos de sus primeros versos. El último trozo tiene que ver con los rincones de jardín del hospital, por donde hay bancos viejos para que se sienten los enfermos. La serenidad del ambiente le hace pensar en la muerte. Ilustra la página del título un dibujo a pluma hecho por él, de un rincón de jardín del sanatorio del Rosario de Madrid, su «hospital». Las «Páginas dolorosas» llevan tam­ bién una ilustración, dibujo suyo a pluma que muestra un sendero que lleva a una fuente y parece ser de un jardín de la vecindad o del sanatorio de Castel d ’Andorte de Francia. Importante, por señalar las pautas de Juan Ramón como crítico, son las reseñas publicadas en la sección «Los libros», de H elios 9. Interesa la ya mencionada «'Peregrinaciones' por Rubén Darío, París, 1903» (IV, 1903, 116-118), libro que con­ tiene las crónicas escritas por el poeta nicaragüense durante el año de la Exposición de París. A Darío le pareció la re­ seña admirable, noble y valiente. Admirable por lo bien es­ 9 Además de la mencionada, las otras reseñas de J. R. publicadas en Helios, que en su mayor parte se comentarán en esta obra, son: «'Corte de amor': Florilegio de honestas y nobles damas: Lo compuso Don Ramón del Valle Inclán — Madrid 1903» (V, 1903, 246-247); «‘Odios’ — Por Ramón Sánchez Díaz — Madrid 1903» (V, 1903, 250-251); «'Anto­ nio Azorín’. Pequeño libro en que se habla de la vida de este pere­ grino señor — Por J. Martínez Ruiz — Madrid 1903» (VII, 1903, 497499); «'Jardín umbrío' — Por Don Ramón del Valle Inclán — Madrid 1903» (VIII, 1903, pág. 118); «'Valle de lágrimas' — Su autor: Rafael Leyda — Madrid 1903» (XI, 1903, 501-503). En la sección «Letras de América» aparece otra reseña de J. R. titulada: «Un libro de Amado Nervo» (X, 1903, 364-369).

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crita, según le decía en carta a Juan R am ón10, y noble y va­ liente porque se había atrevido a castigar a los críticos. Considerando que Juan Ramón era el discípulo y, en tal sen­ tido, deudor de Darío, lo de veras admirable de la reseña es la justa valoración crítica de la obra. Tres elem entos distinguen el juicio juanramoniano: hon­ radez y sinceridad de criterio; valentía en decir lo que se piensa y certera intuición crítica. El libro Peregrinaciones, de Darío, de crónicas periodísticas, escritas para ganarse la vida, carecía de la calidad artística de la obra voluntaria. Juan Ra­ m ón hacía notar que no se puede escribir una crónica pe­ riodística com o un poema; pero lamentaba que Darío tuvie­ ra que adaptar su pluma a la escritura de lucro: «Porque aunque se ve que la mano del poeta tiende y se escapa a cada mom ento a las notas divinas de las otras cuerdas, no sé qué voluntad firme, qué resistencia formidable la retiene en la vibración agria. De esta m ezcla nace la prosa bella de sus cartas, matizada, ondulante, un poco desordenada, llena de fugas a lo invisible, de aspiraciones a la luz. Es triste, sin - embargo, el efecto de unas alas cortadas, de unas grandes plumas blancas de ala rozando el hierro de la tierra» (pági­ na 116). Juan Ramón no negaba el exceso de periodismo en el libro de Darío: «Un escritor americano, el señor Blanco Fombona, ha dicho en E l Renacim iento Latino que en este libro hay un exceso de periodismo. A ratos». Después pre­ guntaba si el libro era «un libro de periodista», concluyendo: «Creo que más bien y a pesar de su periodismo, es el libro de horas de un poeta» (pág. 117). Se atrevía a hacerle frente a don Juan Valera, uno de los más distinguidos críticos de la época, diciendo que se entendía que la gente vulgar no io De París, 12 de abril de 1903: «su artículo es noble, valiente, se necesita valentía, allí... —y admirablemente escrito» (Fogelquist, pá­ gina 16).

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comprendiera a Darío, pero que era doloroso que Valera no lo comprendiera: «Doloroso es que don Juan Valera ... diga, hablándo del libro Los raros, de Rubén Darío, que por aquí no conocemos ni tenemos deseos de conocer a Verlaine, por ejemplo» (ibid.). La impresión general que Juan Ramón tenía entonces de la obra de Darío, pese a que estaba en un período de apren­ dizaje, era la mism a que habría de tener en la madurez de la vida y la obra, sólo que después lo expresaría de manera más acabada. La poesía de Darío era entonces para él como una orquestación en grande, con ritmo de mar y em oción si­ deral. La coincidencia de criterios entre el juicio de la ju­ ventud y el de la madurez se puede apreciar en los párrafos sobre Darío a continuación, el primero de la reseña de Helios y el segundo de Españoles de tres mundos. ...poeta singular, tan maravilloso y tan extraño en sus músicas íntimas y perfumadas, henchidas de caricias para el alma, y en sus visiones siderales, grandes de pompa orquestral, lentas y grandes, entre salmos de mares y resplandores de astros. (Pág. 116)

Su misma técnica era marina, Modelaba el verso con plástica de ola: hombro, pecho, cadera de ola; muslo, vientre de ola; le daba ero­ puje, plenitud pleamarinos, altos, llenos de hervoroso espumeo lento de carne contra agua. Sus iris, sus arpas, sus estrellas eran marinos. («Rubén Darío [1940]»)

En la crítica juanramoniana de H elios interesan otros dos elem entos, uno estilístico, otro psicológico. En la reseña «O dios’ —por Ramón Sánchez Díaz—, Madrid 1903» (V, 1903, 250-251), comentando los aciertos de frase del autor, Juan Ramón se aproxima al estilo de la gran obra de crítica que iba a dar en su madurez, Españoles de tres mundos, adqui­ riendo la prosa el mism o tono y calidad de lo que describe, que a su vez pasa a ser atributo del que lo escribe. Sánchez

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Díaz, que describía unos ojos como poseedores de «algo de ese azul de las herramientas», le inspira a Juan Ramón este juicio de su prosa y su persona: «hay en su prosa aparicio­ nes, fosforescencias, aprisionamiento de vaguedades. Soña­ dor sobre el hierro revuelto y sonante de su vida tan ator­ mentada, su alm a se ilum ina por dentro del cuerpo y del traje, ...» (pág. 250). El sugerente «azul de las herramientas» constituye una de esas «apariciones, fosforescencias, aprisio­ namiento de vaguedades» de la prosa de Sánchez Díaz que Juan Ramón se imagina «soñador sobre el hierro» con un alma iluminada como por fosforescencias «por dentro del cuerpo y del traje». El elem ento psicológico, patente en la reseña que comen­ tamos, tiene que ver con la compasión del poeta por la niñez desvalida, que a su vez acusa una honda preocupación con la niñez, con los niños, tem a de sus conversaciones y de su obra. Juan Ramón se fija en estas frases del libro Odios de Sánchez Díaz: «he jurado, profunda, honda y honradamente, jugar m i felicidad contra la cárcel, el día que vuelva a ver pegar a un niño pobre...», y comenta, terminando la reseña: «Cuando leyó por m is ojos estas palabras el ángel que yo llevo dentro de mí, un ángel muy triste y m uy blanco, tuvo rimas de bendición para el poeta, porque m i ángel siempre quiso a los niños pobres como una madre joven» (pág. 251). La íntima relación que existe entre la realidad y el con­ tenido de la obra juanramoniana se aprecia repetidamente en las reseñas críticas de Helios. El lugar que ocupa la mujer en su vida se insinúa en la reseña «'Corte de amor’: Florile­ gio de honestas y nobles damas: Lo com puso Don Ramón del Valle Inclán — Madrid 1903» (V, 1903, 246-247). Celebrando las creaciones femeninas del autor, «su tendencia a crear complicadas almas femeninas y carnes tan blancas y tan ti­ bias», Juan Ramón hace el elogio de la mujer: «en las orillas

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de los ríos, en las sendas de los jardines, en el marco de las puertas, en el fondo de las estancias, tras los cristales de una ventana o entre la blancura de un lecho de virgen o de cortesana, la mujer, solamente la mujer, nos redime de nues­ tras tristezas y de nuestras penumbras; y un trozo de su carne o una ráfaga de su espíritu valen bien por nuestros campos de desolaciones» (pág. 246). Después, en un parén­ tesis, alude indirectamente a su malogrado amor con la no­ vicia del sanatorio del Rosario: «(Es doloroso que las mu­ jeres, en la vida, guarden tanto esas carnes que se marchitan entre la sombra de los trajes y la sombra de las viviendas; y que las novicias no entreguen el alma y el cuerpo a los poetas)» (246-247). En la reseña «'Antonio Azorín'. Pequeño libro en que se habla de la vida de este peregrino señor — Por J. Martínez Ruiz — Madrid 1903» (VII, 1903, 497-499), Juan Ramón cele­ bra la melancolía y castellanismo de frase del escritor y ve ya al futuro Azorín como lo que ha de ser: «este escritor es hoy el único prosista de España que nos cuenta emociones nuevas en un lenguaje rancio y soñoliento» y nota la visión justa y nueva de la vida actual española y de la propia que el autor evoca «sobre un fondo amarillo de años viejos». Al generalizar sobre las evocaciones que inspiran las páginas del entonces Martínez Ruiz, Juan Ramón evoca realidades pro­ pias: cosas encontradas en las estanterías de su casa, perió­ dicos de un tío no conocido, «un tío que se murió joven y dejó com o una estela de muerte». Se trata de Eustaquio, el hermano de su padre que murió joven en Francia. El libro Antonio Azorín evoca otros sentim ientos que el poeta no in­ cluye en la reseña, pero deja escritos, por la necesidad que siente de escribir sus emociones íntimas. En Antonio Azorín se relata el viaje por tren de dos mon­ jas jóvenes a quienes dos monjas viejas han ido a despedir

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a la estación, encargando una de ellas que a la joven, sor Elisa, «se le vayan ciertas ilusiones». La reacción juanramo­ niana es de protesta, al recuerdo, sin duda, del forzado viaje de la hermana Amalia: «Estas monjas, y otras que yo he visto, y todas las monjas que viajan, m e llevan a los rinco­ nes sombríos y húmedos de m i más honda melancolía. Y pro­ testo contra estos viajes de monjas. Es amargo ver que estas pobres mujeres amortajadas tienen que abandonar su pe­ cho, tienen que marchitar sus flores más frescas y m ás fra­ gantes entre la penumbra y la oración. Porque el m isticism o com ún —no es posible pensar que estas pobres m ujeres sean todas como Teresa de Jesús— es simplemente consolador; es una bóveda de resignación y de paciencia» u. Olvidado de que las monjas viejas fueron novicias un día, escribe: «Las pobres novicias que van de un lado a otro con su corazón asustado bajo la toca, guardadas por esas viejas monjas, son tal vez los seres más dignos de lástima y de cariño» (ibid.). El amor de Juan Ramón por las novicias, sobre todo por sor Amalia y sor María del Pilar, fundido con su admiración por el paisaje, la hora, la música y confundido con su tris­ teza y su miedo a la muerte, fueron inspiración y tem a de los poemas d e-A rias tristes, escritos en esa época en que vivió en el sanatorio del Rosario dé Madrid. Por un obvio mecanismo de evasión, Juan Ramón no nombra en este libro a la hermana Amalia, sino a «María», por lo que pudiera atri­ buirse a sor María del Pilar ciertos incidentes mencionados en los poemas que concuerdan con la realidad. Por lo visto, la hermana de este nombre resistía con destreza los senti­ mentales avances del poeta y no hubo necesidad de sacarla del sanatorio ni de disfrazar su nombre en la dedicatoria a ella en la tercera parte del libro, dedicado, de manera gene­ 11 Inédito. En los archivos de J. R. J. en España.

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ral, a su tío Gregorio Jiménez, que se ocupaba mucho de él y había pasado a verle de viaje a la Exposición de París. Arias tristes está repleto de expresiones de agradecimien­ to. En una de las primeras páginas hay un párrafo mencio­ nando el agradecimiento del poeta a las diecisiete personas que escribieron bien sobre Rimas, dando sus nombres y ape­ llidos. Las tres partes en que está dividido el libro van de­ dicadas a tres mujeres y en los dos primeros casos Juan Ra­ m ón parece saldar algún compromiso galante, porque estas m ujeres no aparecen entre las «fuentes humanas» de su poe­ sía ni pasan a ser heroínas o personajes de las mismas, con excepción de un verso de ocasión escrito para esa época, com o se verá. La primera dedicatoria es la de «Arias otoña­ les» a Ana María de Solís, probablemente la Ana María a quien escribe un poema titulado «A Ana María (E l color de sus ojos)», destinado a «Anunciación», título para un libro de poemas en los que pensaba recoger los escritos entre 1898 y 1902, pero que sólo vio la luz parcialmente años después en las antolojías. El mencionado poema indica que Ana Ma­ ría tenía una hermana, María del Carmen: Ana, tú tienes los ojos como el alma de tu hermana, por tanto, tus ojos son ojos de color de alma. ¿Son azules? Que María del Carmen lo diga; que abra su boca y tus ojos sean del color de sus palabras, (L. I. P., 1, 47)

La segunda parte de Arias tristes, «Nocturnos», está dedi­ cada a la pianista Juana de Quirós, la conocida por referen­ cias de Ruiz Contreras. Con la dedicatoria, Juan Ramón re­

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suelve airosamente la sugerencia del mencionado admirador de Juana que deseaba que la incluyera en sus versos; al m is­ m o tiempo, se mantiene fiel a la realidad, asociándola con la música. En el prologuillo invitaba a los que se estremecían en la noche «oyendo venir en la brisa la sonata de un pia­ no», a que leyeran los versos de «Nocturnos». La tercera par­ te, aptamente titulada «Recuerdos sentimentales», es la de­ dicada a sor María del Pilar de Jesús. Arias tristes es la primera gran obra poética del moder­ nism o español. Identifica la poesía con la m úsica por influen­ cia directa de Verlaine y del simbolismo francés. Además del título musical Arias, las tres partes del libro están encabe­ zadas, respectivamente, por las partituras de com posiciones de Schubert preferidas por Juan Ramón y muy en boga en la época: «Elogio de las lágrimas», «Serenata» y «Tú eres la paz». El nuevo tono modernista juanramoniano, m usical y suave, conviene a la cita de Verlaine antepuesta a la segunda parte: «Au calme clair de lune triste et beau, / qui fait rêver les oiseaux dans les arbres». Una sugerente cita de M usset ‘ está antepuesta a la parte dedicada a la monja sor Maria del Pilar y llena del recuerdo de sor Amalia: «J'ai vu sous le so­ leil tomber bien d'autres choses / Que les feuilles des bois et l'écume des eaux, / Bien d'autres s'en aller que le parfum des roses / Et le chant des oiseaux». Los poemas de la primera y segunda parte de Arias tris­ tes tienen que ver predominantemente con el paisaje, y este paisaje es como el de los alrededores del sanatorio del Ro­ sario, de las afueras de Madrid, y de la Sierra del Guada­ rrama. En la primera parte el paisaje es diurno, triste y a veces lluvioso; en la segunda es un paisaje nocturno de lunas blancas, también triste. En estos paisajes aparecen novias vestidas de blanco. En un único poema una viste de negro porque el poeta ha muerto. En la segunda parte, «Noctur-

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nos», el tema es la noche y el poeta piensa en su propia muerte, ve su cuerpo como una sombra negra errante, las novias son sombras blancas. En la tercera parte, «Recuerdos sentimentales», la m ujer hace un papel muy importante y el paisaje queda relegado a lugar secundario; la amada vestida de blanco o con una toca blanca está en el paisaje, viene, se aleja, sonríe, sonllora, él la ve como desde una ventana, lo cual concuerda con los elem entos a los que Juan Ramón atribuye la inspiración de ese libro de poemas, en la muy recurrida autobiografía publicada en Renacim iento: «...am ­ biente de convento y jardín ... Algún amor romántico, de una sensualidad religiosa, una paz de claustro, olor a incien­ so y a flores, una ventana sobre el jardín, una terraza de ro­ sales para las noches de luna... Arias tristes». En otras pala­ bras, el ambiente del sanatorio del Rosario le ofreció los es­ tím ulos afines a su personalidad poética: gustoso recogimien­ to en un paisaje suave, de suaves colores, sonidos y sensa­ ciones en general. En este ambiente estaba la m ujer blanca, pura, sensitiva, buena, dulce; novia, hermana, «cariñosa ma­ dre», como la Inmaculada Concepción del colegio de los je­ suítas, tales eran las monjas novicias de la orden de Her­ manas de la Caridad que asistían a los enfermos en sus blan­ cos hábitos de enfermeras. En Moguer, en su adolescencia, el poeta había estado ro­ deado de ese tipo de mujer, que alimentó sus primeros ver­ sos. En el sur de Francia el paisaje era suave y melancólico; pero faltó la mujer que correspondiera al ideal de pureza. La amada poseída, y todo indica que la de Francia lo fue, era blanca, buena y dulce, pero no era pura, dejó de serlo. Es de notarse que en Rimas, que contiene los únicos poemas escritos en Francia, Juan Ramón no le canta a la mujer fran­ cesa; pero sí le canta a la niña francesa, en el poema titu­ lado «A una niña mientras duerme», que sin duda corres-

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ponde a una visión real, ya que entre sus notas encontramos una referencia al doctor Lalanne, su médico en el sanatorio de Castel d'Andorte, en la que dice que le había llevado a ver a su niña que dormía d esnuda12. La niña es la pureza y él la ve rodeada de una luz pura: «Esa lumbre apacible que de­ rrama la pura / suavidad de sus tintas en tu plácido sueño» (P. L. P., 96), y exhalando un efluvio virgíneo: «Sobre ti flota un algo de visión errabunda, / un efluvio virgíneo ...» (ibid.). No que en R im as falten las blancas y castas adolescentes, pero éstas son las heroínas moguereñas de los primeros ver­ sos, a quien echa de menos, como en el poema «Llanto»: «Su carita melancólica, / más blanca que una azucena, / no tie­ ne quien la dé besos / esta triste primavera» (P. L. P., 75). En Arias tristes la visión de la mujer es más madura, hay más insistencia en la carne y el cuerpo. En el poem a V de la primera parte del libro está descrita esta mujer: y su traje blanco, sus manos divinas y blancas, lo adivinado, más blanco que sus manos, se esfumaban entre la sombra amorosa llena de tenue fragancia, ... (P. L. P., 214)

En el poema, se quiere penetrar esa blancura: Y allí, bajo el traje blanco, allí, entre la sombra, estaba su cuerpo, su dulce cuerpo, defendido por su alma;

12 Ver la nota 13 del capítulo VI, referente a la versión corregida de este poema.

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todo su encanto, el secreto de su carne inmaculada, todo su encanto, escondido sólo bajo seda blanca... (Ibid.)

Los poemas de Arias tristes están llenos de esa insistencia en lo blanco en relación a la mujer: «Ya no pensaré en su traje / blanco» (P. L. P., 218); «—visión, sombra, novia, blan­ ca— » (pág. 224); «la sombra blanca pasó...» (pág. 235); «con su carne mate y blanca, / intacta bajo lo blanco, / blanca en la sombra teñida» (pág. 243); «y esta noche divina he pen­ sado / que debiera leerme m is rimas / una novia vestida de blanco» (pág. 282); «mi corazón quiere un pecho / blanco donde sollozar...» (pág. 284); «iba vestida de blanco» (pági­ na 300); «¿Tienen sangre voluptuosa / en su carne blanca?» (pág. 318); «una aparición fragante / vestida de blanco, fres­ ca» (pág. 328). El hecho de que todas las mujeres amadas en los poemas de Arias tristes vayan vestidas de blanco deja al descubierto la psicología poética juanramoniana, puesto que estaba enamorado de una monja enfermera, novicia, que lle­ vaba hábito blanco, y rodeado de otras monjas admiradas vestidas del mismo color, porque eran tres las monjas pre­ feridas, según sus notas inéditas, en las que están agrupadas así: «Amalia, Pilar y Andrea» o «Pilar, Filomena y Amalia», dando el nombre y apellido de las que más contaban en sus sentim ientos, Amalia y Pilar. En «Las niñas», de La colina de los chopos, explica: «Eran las hermanas más jóvenes. La hermana Pilar Ruberte, la hermana Filomena y la hermana Amalia Murillo» (pág. 171); pero al anotar las fuentes hu­ manas de su poesía, los nombres que reitera, juntos, son: Pilar, Andrea y Amalia. La artística elaboración de esta rea­ lidad aparece en el poema XI de la tercera parte de Arias tristes, la dedicada a sor María del Pilar:

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Vida y obra de Juan Ram ón Jim énez Por el jardín —tarde hermosa de abril, florida de estrellas— van, entre la bruma rosa, las tres novicias más bellas. Corazón, saben de amores? ensangrientan su alegría? —Sólo sé que cogen flores para la Virgen María. —Han sabido que están bellas con sus tocas blancas? —Sí. —Y no dan besos!... Estrellas, que piensen las tres en mí! (P. L. P., 318)

Al leer el últim o poema de la tercera parte, últim o del libro, sabemos que tam bién se trata de la poetización de una rea­ lidad, la forzada partida de sor Amalia. Entonces lo blanco se torna negro, no hay ojos para la toca blanca sino para el manto negro de la monja: Su carita blanca y triste llena de amor y de ensueño, se perdía entre la sombra que arrojaba el manto negro. El manto negro envolvía el misterio de su cuerpo de nardo y nieve, enterrado como si ya hubiera muerto. (Ibid., 339)

El manto negro arroja una sombra divina, los ojos negros tiemblan y brillan como luceros negros y tristes, pero en medio de tanta negrura resalta la pureza de la m onja y en­ tonces el poeta se vuelve a fijar en la toca blanca:

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«Prim eras prosas» y «Arias triste s» La toca blanca, y más blanca la carita...; quiso el cielo dejar ver sólo lo blanco de su frente y de su pecho! (Ibid.)

Y al fin, en las estrofas finales del poem a se desliza el dato autobiográfico: Parece mentira! al irse no me dio siquiera un beso; ¡cómo matan a las rosas la azucena y el incienso! Mi corazón me lo ha dicho: ella me miró un momento; pero se fue... para siempre..., y ya nunca nos veremos. (Ibid., 340)

Así termina Arias tristes. La dulce tristeza que invade todos los poemas del libro está motivada en gran parte por este sentimental y romántico amor del poeta por las novicias, y por la partida de sor Amalia, hechos verídicos de los que quedaron abundantes pruebas. En las notas del poeta, una que se refiere a sus planes para la obra dice: «Hablar del colegio, de Sevilla, de m is novias, de m i enfermedad, de mi manicomio, de m is monjas, de m is amores con ellas —la her­ mana Pilar, la hermana Amalia—; hablar del fondo de todos mis libros; Rimas, Burdeos, Arias tristes —«Nocturnos», so­ bre todo, en el Sanatorio de M adrid»IS. Es de notarse en estas líneas la importancia que Juan Ramón le concede a los hechos relacionados con su estancia en el sanatorio. También se ve com o andan juntas las ideas del amor y la muerte, ya 13 Inéditas. En los archivos de J. R. J. en España.

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que «Nocturnos» denota su preocupación con la muerte. Además del mism o Juan Ramón, María Martínez Sierra, la amiga y confidente de esa época, alude en una de sus cartas al amor y la m elancolía del poeta, comprobando una vez más el fondo de realidad de su poesía. Dice María: «Querido Juan Ramoncito: Estoy en León, y me acuerdo un poquito de V. porque vivo en el Hospicio donde hay muchas monjitas jó­ venes muy amables, que harían excelente acogida a un poeta melancólico: una de ellas m e ha hecho sus confidencias de noches de vela junto a un jazminero que hay en el claustro: V. comprende que con todo esto no hay modo de olvidar al poeta de 'Nocturnos' y otras hierbas» u. En otra carta indig­ nada y zalamera porque el joven amigo la acusa de «sobra de sinceridad», María se refiere más directamente al noviazgo de Juan Ramón con la monja del sanatorio: «me sorprendió agradablemente el encontrarme en la firma con ‘Juan Ramón' en lugar del cerem onioso ‘Juan’ de costumbre, porque para m í 'Juan' es el Sr. Jiménez, un poeta que ha estado medio

M «Cartas de María Martínez Sierra», Relaciones amistosas y lite­ rarias entre Juan Ramón Jiménez y los Martínez Sierra. Estudio preli­ minar de Ricardo Gullón. Ediciones de La Torre, publicaciones de la «Sala Zenobia-Juan Ramón» de la Universidad de Puerto Rico, Serie B, número 2, 1961, pág. 73. Gullón asigna a esta carta la fecha de 1905, sirviéndose de ciertos datos que él menciona en una explicación preliminar (pág. 40), y es­ pera que se puedan fijar mejor las cosas en investigaciones ulteriores. De acuerdo a la cronología juanramoniana, la carta debiera ser an­ terior a 1905, probablemente de 1903, puesto que María dice: «un poe­ ta ... que vive en un sanatorio, ... y que tiene una novia monja». En 1905 Juan Ramón ya no vivía en el Sanatorio del Rosario, al que se refiere la carta, sino en casa del doctor Simarro. Juan Ramón vivió dos años en el sanatorio, de 1901 a 1903, y con Simarro, de 1903 a 1905. En su nota autobiográfica para Renacimiento Juan Ramón, muy cerca de los hechos, escribió referente a su estancia en el sanatorio: «En este ambiente de convento y jardín he pasado dos de lós mejores años de mi vida».

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loco, que vive en un sanatorio, que es muy cerem onioso y que tiene una novia monja y una americana blanca: y ‘Juan Ra­ m ón’ es un amigo —aunque bastante ingrato— , amigo y poe­ ta y todo lo que ya estamos cansados de saber» (ibid., 77). De esta carta de María Martínez Sierra se deriva un dato biográfico interesante: que el poeta Juan R. Jiménez empezó a firmarse Juan Ramón en cartas particulares a aquellos que preferían llamarle por su nombre de pila completo, y que comenzó a hacerlo alrededor de 1903 durante su residencia en el sanatorio del Rosario de Madrid. Las novicias del sanatorio que sirven de inspiración a la poesía juanramoniana de Arias tristes no son las únicas no­ vias blancas del libro. El contenido de otros poemas hace pensar en la novia de Moguer, la blanca Blanca Hernández Pinzón, tal es el caso en el poema IX de la primera parte del libro, lleno de referencias familiares: «la puerta del jardín», «mi casa», «mis pobres acacias», «mi cuarto», «mis libros», «mi hermana», «la adorada ... vestida de negro» (Blanca lle­ vaba luto por la muerte de su abuelo). Anticipando su propia muerte y su entierro el poeta ve el carro que ha de llevar el ataúd al cementerio, parado a la puerta del jardín de su casa, y piensa: Y si a la adorada, triste, vestida de negro y pálida, dejan que venga a llorar a la estancia solitaria, una voz dulce y amiga, quizá la voz de mi hermana, le dirá: Ese es el sitio en donde él se sentaba. (P. L. P., 220)

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La novia blanca viste de negro por estar de luto; de lo contrario, la amada ha de vestir de blanco, color hondamente relacionado con todos los atributos positivos de la mujer: Yo dije que me gustaba —ella me estuvo escuchando— que en primavera las jóvenes llevaran vestidos blancos. (P. L. P„ 303)

En otro poema, el IX de la tercera parte, la amada entra riendo en el cuarto del poeta y se pone a tocar el piano, él observa la blancura de sus manos y al quejarse ella de que no le dice nada, contesta lacónicamente: «Ah! vas vestida de blanco...» (P. L. P., 315). La mism a nostalgia que aparece en los poemas de amor está en las descripciones del paisaje, impregnado de la tris­ teza del poeta que identifica con el paisaje sus sentim ientos de soledad, muerte, sufrimiento, belleza. E sta em oción apa­ rece desde el primer poema de Arias tristes: La campiña se ha quedado fría y sola con sus árboles; por las perdidas veredas hoy no volverá ya nadie. Voy a cerrar mi ventana porque si pierdo en el valle mi corazón, quizá quiera morirse con el paisaje. (P. L. P., 207)

El oír a lo lejos un piano que toca la serenata de Schubert, le hace bajar llorando al jardín, y entonces ya no es él solo quien sufre, sino la noche:

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La noche sufre en silencio; tibia noche de nostalgias, qué amarga es tu primavera de brisas y de fragancias! (P. L. P., 276)

En el poema XV de la segunda parte, una aguda percepción de belleza le hace compenetrarse con el paisaje: Siento esta noche en mi frente un cielo lleno de estrellas; bajo la luna poniente están las cosas tan bellas! (P. L. P., 278)

La sensación de belleza es tan honda que el poeta cree que de veras ha muerto; sin embargo, en los dos últim os versos del poem a se restituye al plano de la realidad notando cómo la luna m uere sobre la ciudad: El jardín... La dulce estrella. Juraría que es verdad que he muerto... La luna bella muere sobre la ciudad.

(Ibid.) La m isteriosa maravilla del paisaje está sugerida en estos versos, lo que indica un manejo de la técnica muy superior a la de los tres primeros libros del poeta. Mucho más origi­ nal que una descripción directa del paisaje es la descripción indirecta en el poema XVIII de la segunda parte, «Noctur­ nos», que delata una insistente preocupación con la muerte. En él el alma del poeta deja su cuerpo, queriendo averiguar «el secreto / de la arboleda fantástica», y es a través del me­ rodeo del alma que se va describiendo el paisaje:

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Vida y obra de Juan Ram ón Jiménez Y ya, sola entre la noche, llena de desesperanza, se entrega a todo, y es luna y es árbol y sombra y agua. Y se muere con la luna entre luz divina y blanca, y con el árbol suspira con sus hojas sin fragancia, y se deslíe en la sombra, y solloza con el agua, y, alma de todo el jardín, sufre con todo mi alma. (P. L. P„ 281)

Para expresar sus dolencias de espíritu Juan Ramón ha encontrado m odos nuevos. Antes necesitaba del manoseado alm a blanca en contraposición con el cuerpo, ahora crea una expresión simbólica cargada de significados: la claridad de m i alma, que en la estrofa siguiente implica luz, pureza, co­ nocim iento (poem a XXI, segunda parte): Y por mi cuarto, en la sombra vagamente plateada, mi cuerpo negro pasea la claridad de mi alma. (P. L. P., 285)

El alma no es doliente ni llorante, como en «La canción de los besos», de Ninfeas: «En el lago de sangre de m i alma doliente, / del jardín melancólico de mi alma llorante...» (P. L. P., 1467); basta la triste visión de las cosas para co­ municar su tristeza: Bajo el cielo azul, brillante de estrellas, los troncos secos dicen al alma lo triste que es la vejez y el invierno. (P. L. P„ 287)

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En el peor momento de su poesía, el de los alardes pseudo-modernistas del 1900, Juan Ramón traducía la em oción ín­ tima a un empalagoso llanto a viva voz; pero entre 19021903, fecha de la producción recogida en Arias tristes, el llan­ to se insinúa levemente. La diferencia de expresión al tratar de un mism o tem a salta a la vista al comparar cuatro versos del poema «Titánica» de Ninfeas con cuatro versos del poe­ ma XXI de la segunda parte de Arias: ...Y el cuerpo ya no puede guardar entre sus bordes el llanto venenoso el llanto que el Martirio acumuló... (P. L. P., 1478)

... las fragancias son más frescas, los suspiros más amantes, la nostalgia más divina; siente el cuerpo toda la bruma del alma, ... (P. L. P., 286)

Juan Ramón realza la idea poética empleando recursos sen­ cillos; pero muy superiores a los de su época de confusión. En Ninfeas se valía de la acumulación repetitiva a lo José Asunción Silva mal imitado; como en el poema «Y las som­ bras...»: ...Era el Di'a de los Sueños...; era el Dïa en que las penas sueñan Besos..., y soñó el Alma tristezas..., y soñó el Alma lamentos...: (P. L. P., 1514)

En Arias no hay repeticiones, la acumulación es sencilla y directa, como en el poema XVIII de la tercera parte: Le hablé de besos, de estrellas, de recuerdos, de nostalgias, de flores..., y pensativa siguió, sin decirme nada. (P. L. P„ 329)

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Vida y obra de Juan Ram ón Jim énez

O el poem a IV de la segunda parte: Y después, calma, silencio, estrellas, brisa, fragancias... la luna pálida y triste dejando luz en el agua... (P. L. P., 261)

Esta acumulación ocurre en frases verbales y adverbiales, com o en el verso X, también de la segunda parte: Mi sombra inclina la frente, gesticula, piensa y habla ... Mi sombra extiende los brazos y sonríe, y se levanta... (P. L. P., 270)

Y en el verso VI de la tercera parte: un amor sereno y dulce sobre las pobres cabañas, sobre los techos sin humo, sobre las puertas cerradas. (P. L. P., 307)

Con una simple pero artística acumulación de elem entos corrientes, Juan Ramón pinta un paisaje bello y desolado con sólo dos versos en el poema IV de la primera parte de Arias: cielo gris, árboles secos, agua parada, voz muerta. (P. L. P„ 212)

Y en el poema X X la acumulación lleva, en crescendo, a una apoteosis del paisaje en los dos versos finales:

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una tapia ruinosa, un valle, una pobre ermita, una flor de oro, una diafanidad amarilla... (P. L. P., 238)

La acumulación de frases con adjetivos que sugieren som­ bra, m isterio y quietud le dan al poema II de la tercera parte su lírica emoción: es el dulce valle umbrío, es la luna opaca y rosa, es la barca temblorosa, es el remanso del río; es la aldea, la campiña, que han pasado por el alma, el humo blanco, la calma del corazón de la niña; ... (P. L. P., 302)

Hemos citado la segunda estrofa para hacer notar otra supe­ ración de estilo: los versos «es la aldea, la campiña, / que han pasado por el alma», están muy lejos del manoseado «soñó el Alma» de los primeros versos juanramonianos. El bien empleado recurso de la acumulación sirve para acrecentar ese sentimiento de irrealidad que impregna las páginas del libro. Lo vem os en el poema XIX de la primera parte: Mi corazón tiene sueño... La sombra blanca pasó... El jardín está sin flores... ¿Con quién sueñas, corazón? Son unos ojos que miran largamente..., un beso..., son

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Vida y obra de Juan Ram ón Jim énez risas de niños, esquilas, valles floridos, frescor. (P. L. P., 235-236)

En el poema X X III, de la segunda parte: Siempre pensé: aquel jardín..., aquellas finas acacias, aquella fuente... (P. L. P., 288)

En el poema XVIII, de la tercera: Y le dije: adiós... si quieres..., cuando salga el sol..., mañana... Entonces abrió sus labios y me dijo: no te vayas. (P. L. P., 329)

Juan Ramón, que ha aprendido a personificar el paisaje, personifica a veces sus elem entos por acumulación: la campiña se ha dormido con la pena de su invierno. (1.a parte, X. P. L. P„ 221) los árboles verdes sueñan al son lloroso del agua. (3.a parte, IV. P. L. P., 304)

Con Arias tristes, libro de al fin el modernismo español, su primera y gran reseña de lada «La tristeza andaluza» 1S,

tan sencillos recursos, t r iu n f a porque, como dijera Darío en la poesía juanramoniana, titu­ la voz era genuinamente espa­

15 Publicada con el título «La tristeza andaluza: un poeta», en He­ lios (XIII, 1904, 439-446). Este artículo apareció primero en el perió­ dico La Nación, de Buenos Aires, y se recogió en el libro Tierras so­ lares, que vio la luz en Madrid en 1904.

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ñola, voz del pueblo, de cantaor andaluz, voz «larga y gimiente», «hilo del alma», «armonía enferma». Según Darío, «más que una pena personal, era una pena nacional». Repudiando la Andalucía de pandereta «a la francesa, de exposición uni­ versal o de cajas de pasas», el poeta nicaragüense veía en los poemas del de Moguer la Andalucía «reino del desconsuelo y de la muerte» y notaba, sí, la influencia de Verlaine, de Hei­ ne y de Musset; pero declaraba que era un poeta «completa­ m ente de su tierra», que nadie había sido más personal e in­ dividual, desde Bécquer; que su romance sonaba a música de Góngora. Vaticinadoramente, escribió entonces Darío: «No penséis que Francis Jammes o Juan R. Jiménez harían mejor en pensar en el porvenir poético de sus respectivas naciones, que en decir los sentimientos que brotan al calor apacible de sus dulces musas». Darío insistió en el carácter nacional de la poesía de Juan Ramón: «Su cultura le unlversaliza, su vocabulario es el de la aristocracia artística de todas partes; pero la expresión y el fondo son suyos como el perfume de su tierra y el ritmo de su sangre». En efecto, el aprovechamiento de los bellos elem entos sensoriales que constituyen la materia prima de Arias tristes, no era mera influencia modernista hispanoame­ ricana, ni el sentimiento del paisaje com o estado de alma, mera influencia sim bolista francesa. En la madurez, Juan Ra­ món habría de referirse, reiteradamente, a ciertos aspectos de su poesía derivados del Romancero, de Góngora y de Béc­ quer 16, y explicó de qué índole fueron la influencia nacional y la verleniana en los poemas de Arias: «Un poco después, saltando sobre m is diecinueve años modernistas, ya más due­ le «—Dice Juan Ramón—: el sentimiento del paisaje como 'esta­ do de alma’ es moderno y ya se inicia en Bécquer; sin embargo, hay algo en algún verso de Góngora también...» (Guerrero, Juan Ramón de viva voz, pág. 199).

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ño de mí, y con el romance del Rom ancero y el de Góngora en m i tesoro, vino la riada que habría de inundar tres años m íos (Madrid, 1901, 1902, 1903): Arias tristes, el primero. Mientras, llegó Verlaine con sus equivalencias, en su arte menor, al romance, en el punto en que yo estaba. Entonces empezó m i romance contemporáneo mío, menos pensativo que al principio, más meditativo; menos lójico, más em ocio­ nal; menos gris, más colorido; menos neutro, m ás señala­ do» 17. De la m ism a vena que el romance popular son estro­ fas com o esta de Arias: Corazón, para qué sirve tener los ojos abiertos, si ha de estar siempre distante la primavera del cielo? (2.» parte, XXIV. P. L. P., 292)

Rehusando la libertad de versificación, tan frecuente en los poemas de Ninfeas y Almas de violeta por serlo del m o­ dernismo hispanoamericano, Juan Ramón se acoge al molde español tradicional. No hay duda de que tenía presente la lí­ rica tradicional, aparte de las citas de Verlaine y Musset antepuestas a dos de las tres partes del libro, algunos poe­ mas de Arias triste s comienzan con versos de Góngora: dos llevan estos epígrafes, respectivamente: «Sin luz muriera si no / m e la prestara la luna» (2.a parte, VIII, P. L. P., 266); «Y en la tardecita, / en nuestra plazuela» (3.a parte, XVII. Ibid., 327). Un tercer poema lleva estos versos de Jorge Manrique: «¿Qué fueron sino rocíos / de los prados?» (3.a parte, XIX. Ibid., 330). La tardecita de Góngora, además de la costumbre del médico amigo, el doctor Sandoval del sana­ torio del Rosario, de hablar en diminutivos, puede haber con­ 17 «Mis primeros romances», Cristal, pág. 274.

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tribuido al uso del diminutivo en algunos poemas de Arias: hum ito azul, estrellita tem prana, aldeíta, tejaditos, tem prani­ to, cam inito, pobrecita. De la Sierra del Guadarrama es el paisaje bucólico de Arias. Allí pasó Juan Ramón cortas tem­ poradas con el doctor Sandoval. Los pastores, bueyes, aldeas, valles, casitas y caminos son poetizaciones del Guadarrama de a principios del siglo xx. Cuando el tem a bucólico no co­ rresponde a la visión de lo español, lo que sucede con un poem a sobre un pastor y sus esquilas, Juan Ramón pone al pie: «Pirineos» (3.a parte, IV. P. L. P., 305). El tema es de añoranza por el propio suelo: Pastor, toca un aire dulce y quejumbroso en tu flauta, llora en estos valles llenos de languidez y añoranza; llora la hierba del suelo, llora el diamante del agua, llora el ensueño del sol y ios ocasos del alma. Que todo el valle se inunde con el llanto de tu flauta; al otro lado del monte están los campos de España. (P. L. P., 304-305)

Del mism o modo que Juan Ramón siente la nostalgia de España ante el paisaje de Francia, siente la nostalgia del pai­ saje andaluz ante el paisaje castellano y reacciona con mayor sensibilidad ante aquellos aspectos de verdura y frescor de los alrededores de Madrid: los jardines, en particular los del sanatorio del Rosario y el paisaje de la Sierra. E so constitu­ ye el fondo natural de los poemas de Arias. Acostumbrado a vivir en el campo, las calles de Madrid, sin árboles —según

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le contaba años después a su amigo Juan Guerrero—, «le producían verdadero espanto, eran algo trágico para é l» 18. El im plícito homenaje a la región está en el hecho de que en vez de maldecirla o denigrarla, como hicieran otros escrito­ res, se fijara en sus aspectos más amenos, poetizándolos con verdadero arte y sentimiento. Nada de lo que escribió fue puro invento, sino maña artística, poetización. Cuando sus amigos, extrañados, comentaban su «luna rosa» él los invita­ ba a levantarse temprano por la mañana para ver el color de la luna a la m adrugada19. Si tantos elem entos del paisaje fueron blancos, se debió, quizás, a la presencia em otiva de un amor blanco. Aun así, no era falso hablar del humo, los álamos, la noche, la luna y la lumbre en términos de blancu­ ra. En Arias tristes las casas «se esfuman entre humo blan­ co» y «parecen humo»; los álamos son «blancos álamos se­ cos»; las noches tienen «una lumbre de azucena»; la luna es «blanca», «el blanco plenilunio» sueña y la lumbre es «en­ ferma y blanca» 20. Existe, además, lo blanco en la poesía es­ pañola como decoración desde Góngora, según el m ism o Juan Ramón, que escribió en unos apuntes: «Góngora escribe con los m ism os colores con que pintó el Greco. »Con Góngora aparece el blanco en la literatura española. »Tiene Góngora como platas de alba, luces de amanecer, de renacer —que fue lo suyo—» 21. Los tonos y sugerencias de color predominan, en Arias tristes, sobre el color mismo. Lo blanco está expresado en términos como azucena, luciente, inmaculada, intacta, de 18 Juan Ramón de viva voz, pág. 69.

»

Ibid., 199.

20 Ver en P. L. P. el poema X, 221, primera parte de Arias, y los

poemas II, 258; VIII, 266, y XII, 274 de la segunda parte de Arias. 21 Inédito. En los archivos de J. R. J. en España este fragmento lleva el título «El mirlo de cristal».

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plata, plateado; las tardes, las noches y los cielos son azules, pero también azulados y celestes. Las tardes, en particular, están descritas en sus tonos: oro, de oro, dorada, rosa, son­ rosada, rosa m ate. El día es gris violeta, y el humo, gris; la blancura, amarillenta y los árboles, alguna vez, en el cre­ púsculo, son de cobre o cobrizos. El morboso rojo de sangre del período pseudo modernista juanramoniano desaparece, en todo Arias tristes apenas hay lunas rojas. Más interesante, desde el punto de vista artístico, es la luna anaranjada de uno de los poemas. Los dramáticos vocablos como sangre, para designar el color del ocaso, y los muy comunes carmín y grana, aparecen muy raramente y cuando esto ocurre están artísticamente justificados por el valor cromático del paisaje o la visión impresionista, como en el poema X II de la pri­ mera parte, que contiene muchos de los elem entos que he­ mos estado comentando relativos a los colores y los tonos y que subrayamos: La campiña se oscurece bajo el crepúsculo grana, con sus árboles cobrizos y sus sendas solitarias. Y las ráfagas de sangre del cielo, tiñen el agua que en la llanura dejaron las lluvias de la otoñada. Entre la fronda dormida están mudas las cabañas, con el humo gris y triste sobre sus techos de paja. Y allá en la niebla de Oriente que ha velado las montañas, va subiendo sobre el campo una luna anaranjada. (P. L. P., 225)

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Vida y obra de Juan Ram ón Jim énez

Los adjetivos y adverbios exacerbados que usó Juan Ra­ m ón para expresar sus tristezas en los primeros poemas es­ critos bajo la influencia modernista, desaparecen, el léxico de Arias tristes es casi elemental: triste y tristem en te son los calificativos más comunes. Aparecen también: lastimeramen­ te, fría, helado, sola, solitario, desierta, silencioso, callado, vagas, velado, viejas, lánguido, melancólico, nostálgico, lán­ guidamente, doliente, quejumbroso, dolorosamente, herida, olvidada, ignorados, oscura, brumoso, lluvioso, marchita, pá­ lido, lejano, distraído, rendido y fatídico, este últim o es el vocablo más excesivo, relativamente, que usa el poeta para expresar sus tristezas. Si la sensación es amable, los califi­ cativos más em pleados son: dulce, dulcemente y dulcísimo; además: acariciadora, dormido, soñoliento, plácida, plácida­ mente, tranquilo, serena, apacible, quieto, tenue, suave, sua­ vemente, balsámica, tibio, perfumada, fragante, fresca, crista­ lino, floridos, florecientes, divina, encantada, alegre. Los más excesivos son: inefable, voluptuosa, fantástica y espléndidas, que apenas ocurren. Se han señalado los sencillos recursos artísticos de Arias tristes: la acumulación, la personificación y la im precisión son los principales. Es de notarse que en esta obra no hay alarde de correspondencias, un recurso altamente francés. La sinestesia de estos poemas juanramonianos es del mismo leve carácter que los otros artificios que hemos señalado, com o se puede notar por los ejemplos a continuación: El cielo azul cada instante es más azul; y yo siento que en la mañana hay fragancias aunque no haya flores; ... (1.» parte, II. P. L. P., 208)

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Y he acariciado los árboles con miradas de tristeza, ... (2.a parte, XXIV. P. L. P., 245) La luna se ha muerto... ¿Lloro? ¿Para qué, si todo el llanto no apagará el oro alegre del sol? ........................... (1.a parte, XI. P. L. P., 223)

La crítica de esta obra m odernista nueva la hizo, en par­ te, el grupo amigo que se había ocupado de Rim as: Cansinos Assens, Pedro González Blanco, Rafael Leyda, Martínez Sie­ rra, Julio Pellicer, J. Ruiz-Castillo, José Sánchez Rodríguez. Nuevos nombres, también del grupo modernista español, se sumaron a éste: Manuel Abril, Bernardo G. de Candamo, Vi­ riato Díaz Pérez, Antonio Machado, F. Navarro Ledesma, J. Ortiz de Pinedo, Miguel A. Rodenas, J. Martínez Ruiz y un escritor nuevo, José Ortega y Gasset. El único hispanoameri­ cano que se ocupó entonces del libro, con excepción de Da­ río, fue Manuel U garte22. La reseña española que más interesa es la de Antonio Machado, que le abriría caminos a la poesía nacional por vías parecidas a la del poeta de Moguer. A Antonio Machado le pareció «admirable» el libro de Juan Ramón. En una carta escrita en el Bar Gambrinus, después de apurar «muchos bocks de cerveza», le confesaba que lo había leído y releído, que por él había pensado, sentido y llorado23. Quería hacer

22 Los nombres de todas estas personas aparecen en el libro Jar­ dines lejanos, en la página que sigue al título y lleva esta sentimental expresión juanramoniana: «Aquí deja mi alma su agradecimiento para los poetas que tan cariñosamente escribieron sobre su libro Arias tris­ tes·.i>. Jardines lejanos salió en 1904 (Librería de Fernando Fe, Madrid). 23 Cartas de Antonio Machado a Juan Ramón Jiménez, págs. 27-28.

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V ida y obra de Juan Ram ón Jim énez

una crónica, y H elios le parecía el mejor sitio para su publi­ cación, ya que era la única revista que mantenía «la juventud y el amor de la belleza». (Ibid.) Hecha la crónica, citó a Juan Ramón para verse en el Café de Goya y que él la leyera y le diera su parecer, antes de publicarla en El Heraldo, donde tenía medios de hacerlo24. Sin duda, había abandonado la idea de publicar en H elios por haber sido destinadas a esta revista otras reseñas. A Juan Ramón no le gustaba nada el ambiente de café de Madrid; pero le gustaba Antonio Ma­ chado, es decir, el poeta que Antonio era entonces, el de Soledades, su primer libro, que salió en el m ism o año que Arias tristes. En un prólogo que Antonio escribió en 1917 dice que las com posiciones de Soledades publicadas en enero de 1903 fue­ ron escritas entre 1899 y 1902 Sus biógrafos aseguran que no fue hasta el tercer número de la revista E lectra de Ma­ drid, de 1901 (el primer número salió con fecha de 16 de marzo de ese año), que Antonio Machado publicó poesía al­ guna; por lo tanto, es de suponer que el autor tuvo la opor­ tunidad de seleccionar y mejorar los primeros versos, al de­ cidir publicarlos dos o tres años después de escritos. La prueba de que seleccionaba, como cualquier otro buen poeta, está en el hecho de que al publicar de nuevo Soledades dejó fuera trece poemas y lo más curioso es que muchos de estos eran poemas a los que Juan Ramón se refería encom iosa­ mente, en la reseña del libro que publicara El Pais de Ma­ drid en ese año de 1903, algunos de ellos muy rubendarianos; otros, suavemente nostálgicos; uno, con una ira que malogra 24 Ibid., 30. 25 «Soledades», Antonio Machado, Obras: Poesía y prosa. Edición reunida por Aurora de Albornoz y Guillermo de Torre. Ensayo preli­ minar por Guillermo de Torre. Editorial Losada, S. A., Buenos Aires, 1964.

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el v erso 2é. Pero Juan Ramón los alababa a todos, viendo en algunos de los poemas un encuentro, en no sabía qué encru­ cijada, del alma de Jorge Manrique con el alma de Enrique H ein e27. En verdad, Soledades es un gran primer libro, libre del exceso de fallos que marca las dos primeras obras de Juan Ramón, Ninfeas y Almas de violeta. Aun cuando Anto­ nio Machado cae en los excesos de un mal imitado moder­ nismo, estos excesos no lo son comparados con los de Juan Ramón. En uno de los poemas omitidos de las ediciones de Sole­ dades que siguieron a la primera, se aprecia la huella rubendariana; se titula «La fuente» y Juan Ramón había escrito en su reseña: «En 'Tarde' y ‘La fuente', primeros manantia­ les, sinfonías —sinfonías sabias— llenas de motivos, el enig­ ma del agua es magnético, y la voz del poeta, trémula junto al mármol, pide para los ojos la quietud de lo eterno y para la cabeza el musgo de la piedra húmeda». (Ibid.) Juan Ra­ món se fijó en las excelencias del poema, que las tiene, como se puede apreciar en las últimas estrofas. La rubendariana es la primera, que también citamos:

26 Estos poemas están incluidos en la sección titulada «Poesías de ‘Soledades’» de Obras, págs. 31-41, y se titulan: «La fuente», «Invier­ no», «Cénit», «El mar triste», «Crepúsculo», «Otoño», «Del camino» (IV y XIV), «Preludio», «La tarde en el jardín», «Nocturno», «Never­ more» y «La muerte». En la sección de Obras titulada «índice crono­ lógico de Antonio Machado» (págs. 15-22), Aurora de Albornoz recoge los datos principales de su vida y obra basándose, según hace constar en una «Nota» (pág. 22), en Miguel Pérez Ferrero, Vida de Antonio Machado y Manuel, y en otras fuentes que allí menciona. 27 En la reseña titulada «'Soledades', poesías, por Antonio Macha­ do, Madrid, 1903», que se publicó ese mismo año en el periódico El País de Madrid. R. Gullón recogió esta reseña en la sección «Prosa y verso de Juan Ramón Jiménez a Antonio Machado» de Cartas de A. M. a J. R. ]., págs. 57-59. Nos referimos a esta obra al indicar las páginas cuando citamos de la mencionada reseña de J. R.

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Vida y obra de Juan Ram ón Jiménez Desde la boca de un dragón caía en la espalda desnuda del Mármol del Dolor —soñada en piedra contorsión ceñuda— la carcajada fría del agua, que a la pila descendía con un frívolo, erótico rumor. Y en ti soñar y meditar querría libre ya del rencor y la tristeza, hasta sentir, sobre la piedra fría, que se cubre de musgo mi cabeza. (Obras, 31 y 32)

En otro poema, también omitido en futuras ediciones de So­ ledades, el monte es azul, el horizonte flamígero, la nostalgia roja, los sueños berm ejos y el cielo lactescente; sin embargo, estos artificiosos calificativos y otros muchos que abundan en el poema, titulado «Crepúsculo», no resaltan tanto a la vista com o los calificativos artificiosos de Ninfeas o Almas de violeta. Nótense en la primera estrofa del poem a de Ma­ chado a que nos referimos: Caminé hacia la tarde de verano para quemar, tras el azul del monte, la mirra amarga de un amor lejano en el ancho flamígero horizonte Roja nostalgia el corazón sentía, sueños bermejos, que en el alma brotan de lo inmenso inconsciente, cual de región caótica y sombría donde ígneos astros, como nubes, flotan, informes, en un cielo lactescente. (Obras, 34)

Los otros poemas suprimidos adolecen levem ente de ciertos excesos de em oción parecidos a los de Juan Ramón; pero

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en número mucho menor. Así leem os versos que contienen tales frases, chocantes en sí, pero salvadas en conjunto por la artística integración con los otros elem entos del poema: hercúleo pecho, éxtasis convulso y doloroso, entenebrece, ti­ tán doliente, huracán frenético, árbol esquelético, cárdenos nublados congojosos, cárdeno otoño, inciensos de púrpura, vísperas carmíneas; o sangran am ores los rosales; la nube lejana ¡ suda am arilla palidez de m uerto. Hay, en los poe­ mas suprimidos, elem entos de obvia influencia pseudo-modernista, como: loto azul, espum a azul de la montaña, azur ingrave, pífano de Abril, recóndito salterio, verde salterio, cítaras lejanas, recónditas rapsodias, alegres gárgolas, canto­ ras gárgolas, gárgolas rientes. Los evónim os de un par de versos: «Entre verdes evónimos corría», y «entre verdes evó­ nim os ignota» le placen a Juan Ramón, que celebra en su reseña: «libro de Abril, triste y bello: gris y triste con sus mares remotos de cielo pardo y rojo bergantín; verde y triste con sus jardines de lustrosos evónimos; ...» (pág. 57). Un cacófono «Nocturno» dedicado a Juan Ramón, con unos ver­ sos de Verlaine com o epígrafe: «... / berce sur l'azur qu'un vent douce effleure / l'arbre qui frissonne et l'oiseau qui pleure», desaparece después de la primera edición; sin em­ bargo, el poema se salva por lo delicado del sentim iento, pa­ tente en cada estrofa, como en la última, a continuación: Mi corazón también cantara el almo salmo de abril bajo la luna clara, y del árbol cantor el dulce salmo en un temblor de lágrimas copiara —que hay en el alma un sollozar de oro que dice grave en el silencio el alma, como en silbante suspirar sonoro dice el árbol cantor la noche en calma— (Obras, 39)

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En otro poema titulado «La muerte», que también desapare­ ce en futuras ediciones, la ira del autor quiebra la armonía de la rima en el últim o verso, al increpar con la palabra «ca­ nalla» a un juglar burlesco que le pregona «el sueño alegre de una alegre farsa»: Mas quisiera escuchar tus cascabeles la última vez y el gesto de tu cara guardar en la memoria, por si acaso te vuelvo a ver, canalla! ... (Obras, 41)

El Juan Ramón de 1903 no oye más que la m úsica de los versos de Antonio Machado, música que abunda en Soleda­ des. En su reseña de la obra leemos: «una poesía que vibra como bronce y perfuma como nardo; algo de contraste, ro­ sas de hierro, bruma de sol», palabras que hacen pensar en algunos versos de Machado, como, por ejemplo, el siguiente: «Y a martillar de nuevo el agrio hierro / se apresta el alma en las ingratas horas / de inútil laborar, ...» (Obras, XIV, 36), es decir, que en la crítica juanramoniana se sigue insinuan­ do esa característica de identificarse con el autor a través del estilo. De la música de los versos de Soledades dice es­ pecíficamente: «El consonante adquiere una gracia de arpe­ gio extraordinaria, es maravillosa la riqueza de orquesta­ ción y el verso y la frase y la palabra llevan, verdaderamente, color y son y luz» (pág. 58). Soledades es, en efecto, de una lograda variedad métrica, muy modernista y también muy tradicional; de un tono y profundidad de contenido envidia­ bles no ya en un principiante, sino en un poeta hecho. El canto de Antonio Machado, como el de Juan Ramón, cuando es bueno es cante jondo, pero su hondura es pavorosa y la de Juan Ramón no lo es. Lo que en Juan Ramón es tristeza, en Antonio es amargura; Juan Ramón ve el paisaje, Antonio

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lo evoca; Juan Ramón ve en el paisaje la dulzura del aima, Antonio ve la propia aridez; los pájaros en los poemas de Antonio a veces silban burlones, mientras que en los de Juan Ramón siempre endulzan la tarde. En uno de los poemas de Antonio el hablante piensa que las estrellas arden en su co­ razón, mientras que en uno de los poemas de Juan Ramón el hablante, que es él, siente las estrellas en su frente. Juan Ramón ve llegar la primavera, Antonio no la alcanza de lleno, sus poemas son de abril; a Juan Ramón la claridad del alma le alumbra la sombra, Antonio tiene el corazón de sombra; Antonio no sabe si su voz es la suya o la de un histrión gro­ tesco, Juan Ramón sabe que es su voz y que su voz es de poeta. El amor le recuerda a Antonio los juncos lánguidos y amarillos, el cauce seco, la amapola marchita, el sol yerto, la fuente helada, y a Juan Ramón le recuerda las rosas, el arro­ yo, las amapolas del campo, el sol de oro, el murmullo de la fuente. Juan Ramón ve en todo a la m ujer amada, la real; Antonio se la imagina sin atreverse a mirarle el rostro. El cristal de los sueños de Antonio se fabrica en una honda gru­ ta mientras él vaga en borrosos laberintos de espejos; los sueños de Juan Ramón se fabrican en campos, jardines, va­ lles, abiertos todos, por donde él vaga despierto, conocedor de las entradas y salidas. E stos dispares elem entos, deriva­ dos de los poemas de sus respectivos libros, Soledades de Antonio Machado y Arias tristes de Juan Ramón Jiménez, ocurren por exceso de sinceridad artística, porque en ambos la poesía es vida; pero mientras que Juan Ramón, en la sen­ timental reseña de Soledades, da de vez en cuando con la clave de la poesía machadiana, Antonio, en su reseña de Arias equivoca el sentido de la poesía de Juan Ramón. Juan Ramón vio en Soledades lo que era más común a su sensibilidad: además de la «música de fuentes y de aroma de lirios», la dulzura, misterio y hondura de la parte titulada

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«Del camino», que en realidad es la que contiene los poemas más hondos y meditativos. E l poeta de Moguer se fijó de­ masiado en las «novias m ísticas y visiones que nunca han sido novias» de dicha parte, que están, sí, pero no le dan el torturado y profundo tono a la obra; pero también notó aquellas características esenciales que ya apuntaban en la poesía machadiana: la tristeza castellana y la nota goyesca de algún poema, «inmensa de tristeza y de tortura». Dice Juan Ramón de los poemas «Del camino»: «Las callejas som­ brías y estrechas que sonrosan sus paredes grises al cre­ púsculo y cortan sus muros sobre la gloria de oro de los ocasos lejanos, las plazuelas cerradas, con hierba entre las piedras y viejos conventos, todo lo solitario, lo umbrío, lo musgoso, se anima, en su tristeza castellana, con almas de un país de bruma, ...» (pág. 59). La crónica de Arias tristes escrita por Antonio Machado se publicó en 1904 en El País. Su autor había procurado ha­ cer algo sincero, «lleno de verdad y amor», pero com o le había escrito él mism o a Juan Ramón, referente a otra re­ seña: «V. sabe que soy un crítico infernal. Para ser crítico hay que ser un poco más objetivo de lo yo [sic] puedo ser» 2S. Quizás porque la propia tristeza era demasiado honda, se preguntaba Antonio de la de Juan Ramón en Arias tristes: «¿Tristeza?... Afortunadamente, Juan Ramón Jiménez no sabe lo que es tristeza» (pág. 48). Antonio hablaba de los poetas cuya poesía se nutría del recuerdo de su vida, para él Juan Ramón no cabía en ese grupo, lo de Juan Ramón era sueño: «la poesía de Juan R. Jiménez, de este hombre en sueños, se alimenta de vaguísimas nostalgias, y tiene acaso un fondo placentero, y que es así como una nebulosa espe­ ranza de algo que ha de vivirse un día. Su libro es un prelu28 Cartas de A. M. a J. R. J., pág. 29.

«Primeras p rosas» y «Arias tristes»

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dio admirable, cuyos motivos no pueden recordar una his­ toria de actos buenos o m alos, alegres o tristes, de triunfos o de desastres, pero fatales porque fueron irremediables. No. E se libro es la vida que el poeta no ha vivido, expresada en las formas y gestos que el poeta ama. Así, tal vez, quisiera vivir el poeta» (pág. 49). En esta reseña Antonio Machado divide la vida de cada cual en vida activa (vida real) o inactiva (vida no real): «Juan R. Jiménez se ha dedicado a soñar, apenas ha vivido vida activa, vida real» (ibid.); pero cada cual vive su vida, la que sea, y esa es su vida real. La vida inactiva era la vida real de Juan Ramón y su poesía estaba llena de eso que era su vida; por lo tanto, no era sueño para él, aunque le pare­ ciera sueño al bueno de Antonio. No se trataba de que el poeta quisiera vivir así, como en su poesía; sino de que vivía así. Contrario a la opinión de Machado, el contenido de Arias tristes correspondía a circunstancias muy reales en la vida de Juan Ramón. El arte, por serlo, disimulaba la realidad en su caso; es decir, con las nuevas artes del sim bolism o, que convenían a la sensibilidad juanramoniana, revestía de va­ guedad hechos reales de su vida. El noble Antonio ignoraba, com o todos los demás, los aspectos más íntim os de la vida de su grave amigo moguereño y amonestándose a sí mismo, le amonestaba, hablaba del poeta egoísta y soñoliento que huía de la vida «para forjarse quiméricamente una vida me­ jor en que gozar de la contemplación de sí mismo» (ibid.), y le aconsejaba al supraintrospectivo Juan Ramón una labor de autoinspección, no fuera a hallarse en el m ism o caso. En com pleto desacuerdo con el criterio de Darío en su crónica «La tristeza andaluza», según le había comunicado a Juan Ramón ya en carta29, le parecía la poesía de éste poco cas­ » Le dice Antonio: «Muy bello el artículo de Rubén, aunque no me satisface como crítica» (ibid.).

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tiza, no reconociéndole ascendientes literarios españoles: «Que el poeta sea o no sea castizo, cosa es que importa poco, a mi juicio; que sus ascendientes literarios estén en la poesía española o en la francesa, es cuestión baladí. Si el casticism o no es ingénito, ¿a qué adoptarlo? Sería una fase también, la más inútil de todas» (pág. 51). Pero como a Antonio le pa­ recía bello el libro, lleno de una sensibilidad fina y vibrante, sincero, con «el encanto de la verdad que se ignora a sí m is­ ma» (pág. 50), concluía la reseña con elogios: «Juan Ramón Jiménez sigue el camino de sí mismo, que es el bueno». «Y yo le digo: ¿Bravo... y adelante!» (pág. 51). La mejor crítica de Arias tristes fue honrada como la de Antonio Ma­ chado y estableció las bases sobre las que habría de fun­ darse la futura crítica de la obra juanramoniana: la con­ frontación o no confrontación del poeta con la realidad, que a la vez atañe a la personalidad real y poética del autor. Desde este punto de vista, muy acertada fue la reseña de Gregorio Martínez Sierra, que se publicó en el número 39 de La Lectura de Madrid, del mes de marzo de 1904 3°. Sus jui­ cios, por sinceros, eran elogiosos y duros a la vez: «Jiménez es fiel, pero no es abnegado; su temperamento, en fuerza de personal, toca en egoísta, un egoísmo amable y tenaz, suave de forma e inflexible. Las añejas metáforas del 'huerto se­ llado' y de la 'torre de marfil’ truécanse en realidades aplica­ das a la definición de su ser espiritual, y así son sus versos, como su espíritu, obstinadamente personales y únicos, cla­ ros, bien sonantes, despertadores de esas lágrimas que son a 30 Recogida por Gullón en la sección «Prosa y verso de Gregorio Martínez Sierra a Juan Ramón Jiménez» de Relaciones amistosas y li­ terarias entre J. R. J. y los M. S., págs. 114-118. Las citas de las re­ señas se derivan de la obra de Gullón. Con leves variaciones están incluidas en el libro Motivos de Martínez Sierra. Primera edición, Garnier, París, 1906.

«Primeras p rosas» y «Arias triste s»

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un tiem po placer y melancolía, hechos de realidad —de rea­ lidad mirada a través de una niebla violeta— y honrados y emocionantes por verdaderos. Todo cuanto rima, juro a Dios que lo siente» (págs. 115-116). En cuanto a la tristeza que invade los poemas de Arias, verdadera tristeza del poeta, dice Martínez Sierra: «la tal tristeza no es en él amargura como en Heine, ni rebeldía como en Byron, ni desilusión como en Gustavo Adolfo Bécquer: la tristeza en Jiménez es privilegio —augusto, imperial privilegio—, y está con ella tan bien ha­ llado y es tan su amigo que si la tristeza perdiera —perdón por el conceptism o— sería perder el más exquisito goce de su vida» (pág. 116). Martínez Sierra, que conocía a Juan Ramón muy a fondo, daba testim onio de la verdad, es decir, la realidad de los ele­ m entos de su poesía, al comentar la primera parte de Arias tristes: «‘Arias otoñales’ son versos hechos de paisajes y de sensaciones. ‘La imaginación hace al paisaje', dice Baudelai­ re. Si es así precisa confesar que la imaginación de Juan R. Jiménez es maestra en verdades; los atardeceres de sus campiñas, sus aldeas y sus esquilas, el humito de sus caba­ ñas y la tristeza de sus otoños huelen a campos y a aldeas y a otoño, y son hermosos y conmueven, más que nada por­ que son verdad» (ibid.). Otro agudo juicio en la reseña de Martínez Sierra se refiere a la última parte de Arias, la titu­ lada «Recuerdos sentimentales», que tiene que ver con sus novias del sanatorio y de Moguer: «Jiménez llora el recuer­ do sentimental de las mujeres que le amaron, porque —poe­ ta antes que enamorado— siempre tuvo en su amor hacia ellas desdenes exquisitos, y su corazón, asomándose a los paraísos que pudieron ser suyos, se compadece, porque hay lágrimas sobre las flores —que son las almas de sus novias blancas» (pág. 118).

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No toda la crítica de Artas tristes fue seria, com o las re­ señas que hem os estado comentando. La crítica española fes­ tiva seguía burlándose de la poesía nueva, y en 1905, en el Almanaque de Gedeón, salió una parodia de Arias. Las bur­ lonas estrofas tenían elem entos en común con poem as de la primera parte del libro, en los que hay alusiones al melan­ cólico canto del sapo y a los álamos del sendero, com o en las estrofas a continuación, que se dan careadas con las de la parodia: A nuestro dulce regreso ya se dormían los campos. Entre los juncos cantaba un melancólico sapo; ...

La luna grande soñaba sobre el rio; y en los álamos glosaba algún ruiseñor el dulce flautín del sapo. (XXIII, 242 y 243) Y en la ribera olvidada, llena de vago misterio, parecen humo flotante los blancos álamos secos. (X, 221) Es un paisaje sin voces, triste paisaje que sueña, con sus álamos de humo y sus brumosas riberas.

(Parodia) Cantan bajito las ranas y en el borde de un sendero deja un sapo sus tristezas de color amarillento.

Caen las hojas poco a poco, de los álamos entecos, quedando sin esperanzas en los bancos del paseo. Pobres hojitas que tienen forma y color del quinquenio 31.

(IV, 212) 31 Estos versos, así como los datos referentes a la crítica festiva, proceden de Jorge Campos, «Cuando J. R. empezaba», Insula, núme­ ros 128-129, julio-agosto 1957, pág. 21, antes citado.

«Prim eras p rosas» y «Arias triste s»

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Al paso de los años, un crítico moderno de vena burlona pero bien enterado de la historia de las letras españolas, Ramón Gómez de la Serna, fijó muy en serio la importancia de Arias tristes: «este libro ... situado en el 900 tiene una importancia colosal y de él nacen todos a la nueva poesía» 32. La nueva poesía era la poesía de lo bello; pero lo bello real, natural, no lo bello artificioso. En La nueva literatura, cró­ nica de esa época modernista española, se preguntaba Rafael Cansinos Assens: «¿Qué hem os hecho, oh amigos?», y se con­ testaba: «Hemos hecho finas las acacias y hem os descubier­ to los nenúfares... Hemos señalado a las estrellas verdes... ¿Y qué m ás?... No hem os hecho nada, porque no hem os agotado la Belleza» (pág. 45). E s obvio que el sentido más hondo y verdadero del modernismo seguía sin descubrir por­ que no era cuestión de nenúfares y estrellas verdes. En Arias tristes las acacias hacían un papel porque eran parte del pai­ saje; pero no los nenúfares, que Juan Ramón dejó atrás por artificiosos; en Arias tristes había claros de luna porque eran parte del paisaje; pero no estrellas verdes, por artificiosas. En cuanto a la Belleza por sí sola, con mayúscula, no había hecho ningún papel importante en la obra, puesto que Juan Ramón se había limitado a cantarle a la belleza de las cosas que le rodeaban sentida por él. La Belleza con mayúscula, aún sin comprender en los tanteos de los que la perseguían, quedaba para después, para el encuentro con la poesía des­ nuda, que acabaría de revelar el verdadero carácter de la belleza anhelada por los escritores modernistas. 32 «Juan Ramón Jiménez», Retratos contemporáneos. Obras com­ pletas, Editorial A H R , Barcelona, 1959, tomo II, pág. 1504.

CAPÍTULO IX

PAISAJE Y NOSTALGIA DE LA CARNE: JARDINES LEJANOS

Si p o r vu estros bosques de ensueño no halláis el grito le­ jano, lo m ejor es dorm ir jun to al arroyo. Porque el sueño tiene apariciones de jardines y de estrellas y todos som os poetas cuando dorm im os, la m uerte hace poetas a todos los hom bres y el sueño es el hijo m enor de la m uerte *. Los jardines de Jardines lejanos, el libro de poem as que siguió a Arias tristes, no son soñados pero están llenos de apariciones, sombras de mujeres ausentes que irrumpen por las veredas y los parques y los paisajes conocidos. En el llanto por la m ujer ausente hay nostalgia de la carne, la sen­ sual invita y la novia blanca atrae, y el poeta, en un primer prologuillo de los tres antepuestos a las tres partes del libro respectivamente, reviste su conflicto de sim bolism o y con­ cluye: «para las últimas lágrimas no hay más amiga que la muerte». El tono galante de este libro de versos es nuevo en Juan Ramón y hace leve la nota sensual. La mujer está en todas

1 J. R. J., «‘Valle de lágrimas’ —Su autor: Rafael Leyda— Madrid 1903», Helios, noviembre 1903, pág. 502, en la sección «Los libros».

«Jardines lejanos»

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partes: por las frondas, por las fuentes, por los senderos, por los balcones, tras los cristales y tras las cortinas de mu­ selina. Siguiendo las m ismas m otivaciones psíquicas que dic­ taron la división de Arias tristes, Juan Ramón divide el libro en «Jardines galantes», «Jardines m ísticos» y «Jardines do­ lientes», explicando en un prologuillo el estado em ocional al que corresponden los poemas de dichas partes. De la prime­ ra dice: «Por las sendas plateadas de lima vienen unas som­ bras vestidas de negro; si el viento alza los trajes, suele sur­ gir una pierna de mujer. Se acercan...; no sabemos quiénes son, porque traen antifaces de seda negra; pero los ojos nos fascinan con un magnetismo de serpientes». A veces la visión es el recuerdo de la novia blanca: «Otra noche es el lago de un jardín...; es una sonrisa de novia blanca..., es una mano blanca con una azucena... —oro y nieve, com o dijo Bécquer— y es el sol de los días felices, y son senos tibios entre las rosas, y son carcajadas alegres y huecas...»; pero es de notarse la persistencia del elemento sensual, que desaparece en el prologuillo de la segunda parte, que habla del «recuer­ do inextinguible de algunas mujeres que han pasado por mi vida», dice el poeta, «y que no pudieron besarm e..., y que yo no pude besar...». Se refiere, sin duda, a las monjas del sa­ natorio, ya que las describe «con su palidez de azucena y de claustro, y su sonrisa de santidad». No en balde el título de esta segunda parte es «Jardines místicos». El primer poema es de sumo interés por su simbolismo: una voz llama al poe­ ta de lejos, por la avenida «hay temblor de carnales place­ res» y olor de mujeres, y continúa: Por las ramas en luz brillan ojos de lascivas y bellas serpientes; cada rosa me ofrece dos rojos labios llenos de besos ardientes. (P. L. P„ 409)

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Entonces aparece la novia de nieve que restituye al paisaje su calma: Aparece la novia de nieve... Y me muestra sus dulces blancores... Tiene senos de nardo, y su alma se descubre en un fondo de flores a través de las carnes en calma. Y a su triste mirar, y a las bellas ilusiones que trae en su frente. se han parado de amor las estrellas en el claro de luna doliente. (Ibid., 410)

En esta segunda parte del libro predomina el sentim iento de nostalgia por las novias blancas, y en la tercera, en cuyo prologuillo habla de la paz y silencio hogareño: «Dentro, los cristales, las muselinas que levanta a veces una mano pálida, la primera llama del hogar, las flores que ella trajo antes del invernadero...», el poeta se refugia con su pena en el paisaje. Relacionando de nuevo sus versos con la música, Juan Ramón antepone a las respectivas partes del libro partituras de «Gaviota» de Gluck, de «Dolor sin fin» de Schumann y de «Romanzas sin palabras» de Mendelssohn. En una de las páginas iniciales expresa su agradecimiento a los que escri­ bieron sobre Arias tristes, dando sus nombres, y dedica la primera parte del libro «A la divina memoria de Enrique H eine...», la segunda a Francisco A. de Icaza y la tercera a Antonio Machado. En el primer poema de Jardines lejanos el poeta estable­ ce sus preferencias en cuanto a la carne de mujer:

«Jardines lejanos»

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—yo amo carne de azucenas, carne de nardos, más bien que carne de sol; mis penas son penas blancas también—; (P. L. P., 352)

A la nostalgia de la carne se une una leve inquietud religio­ sa en el poem a VI. Los vientos juegan con las sedas perfu­ madas de las m ujeres que van a misa, «carne cristiana»: Es un pecado discreto, es una carne cristiana que va a misa, con un lirio entre rosas deshojadas; (P. L. P., 363)

En el poema XXVIII, últim o de la primera parte, el poeta celebra la alegría del mes de mayo en el campo y tomando nota de que es el m es de la Virgen, exclama: La santa Virgen Maria desde el cielo azul nos llama... ...Madre, ¿y la nueva alegría? ¿Y la carne que nos ama? (P. L. P., 401)

Al final del poem a se decide por lo sensual: Es tiempo de sol y risa; y aunque suene la campana, no podemos ir a misa, porque nos llama la brisa galante de la mañana.

(Ibid., 402

)

La expresión «carnes intactas» se encuentra repetidamente en los poemas de esta primera parte. E l poema VIII asocia

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Vida y obra de Juan Ram ón Jim énez

a las mujeres de «carnes intactas» con España; además, el color de sus vestidos es suave y su mirada es franca: Muchas te miran riendo, tienen sus carnes intactas, y están vestidas..., ya ves..., de gris y blanco, de malva y gris, de gris y celeste; miran bien..., y sus miradas llevan las flores de abril y la alegría de España... (P. L. P., 369)

En el poema XV, Juan Ramón adjudica un «blancor perfu­ mado» a las «carnes intactas», vuelve a asociarlas con los m ism os colores suaves y las llama «dolorosas»: la tristeza de los pechos que quisieran manos locas para el blancor perfumado que se mustia entre la sombra... Los vestidos van poniendo su color bajo las frondas; dentro llevan la dulzura de las carnes dolorosas. Son los grises, son los blancos, son los malvas, ... (P. L. P., 379-380)

En el poema XI, las monjas a punto de comulgar son «jar­ dines de lirios blancos» y Jesús es el «novio blanco» que se acerca sonriendo:

«Jardines lejanos»

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¡Jardines de lirios blancos! primavera de senderos! valles verdes, valles verdes y fragantes de los cielos! Dulce esposo, novio blanco, que te acercas sonriendo con el corazón florido en tu costado entreabierto! (P. L. P., 373)

Juan Ramón extrae de su poesía inesperados recursos para su canto sensual a la mujer de «carnes intactas». En otro poem a de la primera parte, el IX, que se refiere a la amada monja, lo sensual se desvanece ante la insistente vo­ luntad de dotar a esta mujer de castos atributos. Doliéndose de no haberle visto los cabellos cubiertos por el velo, el se­ creto se vuelve blanco por proyección del velo que lo cubre: Sobre sus ojos azules, la frente; luego, el secreto que se hace blanco en la sombra melancólica de un velo; (P. L. P., 385)

Para describir a esta mujer el poeta crea novedosas sinestesias, y un bello neologismo: «liriados», todo lo cual subra­ yamos: Sabía a m ujer dorada, era lánguida, eran sueños celestes sus sueños, eran liriados sus pensamientos; Hablaba siempre en azul, era dulcísima..., pero yo nunca pude saber si eran rubios sus cabellos. (Ibid.)

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Obsesionado por la castidad de la mujer, reviste de blancura su propia sensualidad en el poema XIII: Tengo fragantes mis manos para tus carnes intactas; si tus pechos están blancos tú verás mis manos blancas. (P. L. P., 376)

En Jardines lejanos Juan Ramón cultiva el conocido verso oc­ tosílabo de rima asonante, lo que también ha hecho en Arias tristes. Algunos de sus poemas son romances modernizados, puesto que están divididos en estrofas, generalmente de cua­ tro versos. En Jardines lejanos sólo cuatro poemas no se avienen a la m étrica octosilábica; se trata de versos decasí­ labos de rima consonante alterna y lo curioso es que dos de estos poemas (de la primera parte) tienen que ver con la novia extranjera, Francina: el número X, en el que aparece asociada a Francia, su país, y el número XIV, en el que apa­ rece su nombre junto al de Magdalena y ambas son descri­ tas com o m ujeres tentadoras. En el primer caso el poeta se duele de la ausencia de Francina: He venido a este oculto sendero a soñar a la luna de Francia, porque lloro un amor, y no quiero que me mate su triste fragancia... ¡Ay!, no es ella... Si mi alma volara! Llanto, estrellas, tul, flores..., en fin, todo adorna lo azul, como para que Francina descienda al jardín... (P. L. P., 371-372)

En el segundo caso se duele del maleficio de su presencia. Francina, acompañada de Magdalena, le hacen dudar de su

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identidad, representan la lujuria y quieren llevarle a la muerte: Magdalena, Francina y yo somos la visión de este parque dormido. ...Yo no sé lo que somos... Las bocas de ellas ponen su fiebre en la mía. Tengo miedo... Parecen dos locas que me quieren volver la alegría. Tengo miedo... Sus bocas me hieren como bocas de víboras... Rojos fuegos tienen sus ojos... Ay!, quieren que esta noche yo cierre mis ojos... (P. L. P., 378)

En otros dos poemas sobre Francina, romances, también de la primera parte, Juan Ramón vuelve a recordar el ardor de los besos de esta mujer; pero el recuerdo es placentero. En el poema XVII dice: «Francina deshojó a besos / su boca sobre m i boca» (P. L. P., 382), y en el poema XXIV, en que la describe «tan bella y fina, tan fina, / tan dulce, tan fina y bella», recuerda sus pechos blancos, pero sus ojos aún queman y sus besos aún enloquecen en el recuerdo: Sus pechos blancos tenían sabores de flores; hechos para mis besos, sabían a nardo y rosa sus pechos. Sus ojos negros brillaban bajo los rizos; sus rojos labios mordían, quemaban lo que miraban sus ojos.

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Vida y obra de Juan Ram ón Jim énez Sus besos me enloquecieron, ¡eran sus labios tan sabios! Di, luna, ¿dónde se fueron aquellos floridos labios? (P. L. P., 394)

En la primera parte de Jardines lejanos Juan Ramón le canta por primera vez a la m ujer desnuda, en el poem a XII, y considera su desnudez pecaminosa, puesto que dice que no había «manos santas ni ojos buenos»: He visto en el agua honda de la fuente, una mujer desnuda... He visto en la fronda otra mujer... Quise ver cómo estaban los rosales a la lumbre de la luna, y encontré rosas carnales. Quise ver el lago, y una mujer huyó hacia la umbría. Todo era aroma de senos primaverales; no había manos santas ni ojos buenos. (P. L. P., 375)

Las heroínas de la segunda parte de Jardines lejanos son blancas o están vestidas de blanco; pero parecen quimeras del poeta más que mujeres de carne y hueso, com o en el poema VIII: ...Y pienso en ella..., ella es blanca por la misma vida; creo que si ella fuera a la luna, en la luna fuera un sueño.

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yo estoy solo, y el jardín melancólico y enfermo es, a la luna, un jardín de pesadilla o de cuento... (P. L. P., 422423)

La novia blanca es un ideal del poeta febril en los poemas de la segunda parte, en los que ve «fantasmas de cosas que nun­ ca han sido» y anuncia la llegada de una novia que le ha de nevar el alma; la muerte, tal vez, en el poema XIV: una dicha bella y triste que el corazón quiera para antes de morir, que no llega nunca y que es muy blanca...

—Juan, ¿a qué buscas eí frío para tu frente abrasada, si pronto vendrá una novia que te ha de nevar el alma? Iba vestida de blanco... Se estaba muriendo... Andaba dulcemente entre unas pobres ilusiones deshoj adas... (P. L. P., 433 y 434)

En el poema XV el recuerdo de la novia blanca es con­ solador: Y allá en la tibia penumbra de una mágica avenida, una novia blanca alumbra la tristeza de mi vida... (P. L. P., 435)

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V ida y obra de Juan Ram ón Jim énez

Otros poemas de la segunda parte reiteran su pena por la partida de la blanca mujer amada, y los versos se hacen en­ trecortados, com o si fueran sollozos en el núm. XX: Y ella se fue sin decirme nada..., sin dejarme nada... ¡Ay! y yo voy a morirme esta noche perfumada! Era blanca y triste, era de un corazón como el mío... y al llegar la primavera me dejó morir de frío... Era blanca..., y triste... Era...(*). (P. L. P., 442)

El asterisco es advertencia del poeta, que dice, al pie del poe­ ma, que escribió esos versos sollozando. Por el contenido y el nombre de la heroína sabemos que se trata otra vez de la desterrada m onja del sanatorio del Rosario: Sendero, ¿adonde se irla? ...mira, era blanca y muy bella... cuando miraba tenía la tristeza de una estrella..., y se llamaba María... (P. L. P., 443)

En «Jardines dolientes», tercera y últim a parte de Jardi­ nes lejanos, predomina la vaga nostalgia del amor perdido, sin referirse los versos, casi, a m ujer en particular. En un poema de esta parte se recrea o revive la em oción de otro corto poema, de dos estrofas, que apareció en Alm as de vio­ leta con el título «Azul», y en Rimas, sin título, desprovisto de los excesivos puntos suspensivos y de admiración de la versión primera (P. L. P., 100). Esta versión sirve de epígrafe al poem a X de la tercera parte de Jardines, que consiste de

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ocho estrofas, de las que las tres primeras y la ultima son una recreación de los sentim ientos expresados en el poema corto. Ponemos en contraposición el poema corto y aquellas estrofas del poema X que ofrecen analogías: «Azul» Ya estoy alegre y tranquilo; sé que mi virgen me adora; ya en el rosal de mi alma abrieron las blancas rosas.

El poema X de Jardines lejanos: En el rosal de mi alma ya se secaron las rosas blancas, que abrieron un día a la caída de las hojas. Fue en este mismo balcón... Era una tarde llorosa; pero ella me quería y hubo flores en la sombra.

Fuera, en el mundo, hace frío; el otoño triste llora; mas ¿qué me importa que caigan de los árboles las hojas?

Cogí mi alma y canté: el otoño triste llora; mas ¿qué me importa que caigan de los árboles las hojas?

Yo estaba alegre y tranquilo, tenía un amor de novia... en el rosal de mi alma abrieron las blancas rosas... (P. L. P., 487-483)

Se podrá ver en la primera, segunda y cuarta estrofas del poema X los versos análogos a los de «Azul». La segunda es­ trofa parece introducir un elem ento nuevo, pero en realidad es la ampliación del recuerdo, precisando el mom ento que sirve de inspiración a la pasión amorosa que es tema de los poemas que comentamos. Cuando Juan Ramón dice en la

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segunda estrofa: «Fue en este mism o balcón», está haciendo el traslado psíquico de una realidad poética igual a la que le produce la em oción que provoca la escritura del poem a X. E ste verso tiene su antecedente en el conocido poema de la mism a época de «Azul» recogido también en Rimas, cuya primera estrofa es: En el balcón, un momento nos quedamos los dos solos; desde la dulce mañana de aquel día éramos novios. (P. L. P„ 142)

La referencia al balcón en estos poemas tiene importancia en cuanto a demostrar, una vez más, cómo la poesía de Juan Ramón se alimenta de realidades. El balcón de los primeros versos de Juan Ramón tuvo su doble en la realidad. En las obras autobiográficas del poeta se describe su apariencia y su función: era atalaya de lo bello. En «Continente de estre­ llas», de la obra Por el cristal amarillo, dice: «La pared cua­ drada, blanquísima de cal tosca de m i casa, con almenas, y el balcón corrido, al que yo entraba más que salía, delirante de ansia, m e eran un sorprendente palco contra el espectáculo si­ deral» (pág. 282). En el sanatorio del Rosario, donde Juan Ramón escribió los poemas de Jardines, otro balcón es su atalaya, la terraza, mencionada en el resumen autobiográfico publicado en Renacim iento: «una ventana sobre el jardín, una terraza con rosales para las noches de luna...» (pág. 424). En las notas inéditas consta que esta terraza era el balcón, sitio de la amada: «...En las noches de agosto, las hermanas se sentaban en la terraza sobre la capilla»; en un fragmento referente al sanatorio del Rosario, recogido en La colina de los chopos, que trata, como siempre, de su obra y de las monjas, dice: «En verano abríamos el balcón» («El salón»,

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164). Entonces, al actualizar el recuerdo en el verso del poe­ ma X «Fue en este mism o balcón...», Juan Ramón revive una experiencia amorosa análoga, funde en uno dos recuerdos, el de la adolescente que le quiso en el balcón de su pueblo y el de la novicia que también le quiso en el balcón del sanato­ rio, ambos amores perdidos al escribir el poema X. Otro importante rasgo de estos poemas revividos que comentamos es el hecho de que el paisaje es el mismo, lo que varía levem ente es la percepción del poeta, que corres­ ponde al estado de alma al percibirlo; pero que no altera la realidad de lo percibido. En los tres poemas que venimos examinando la estación es la misma, el otoño, y el día es de lluvia. «En el balcón, un mom ento...», que debe mencionarse en primer lugar porque se refiere al hecho que provoca las expresiones poéticas de los otros, el poeta no tiene ojos para la lluvia, sino para el amor. Sabemos que el día era de otoño nublado por la descripción el cielo gris: El paisaje soñoliento dormía sus vagos tonos bajo el cielo gris y rosa del crepúsculo de otoño. (P. L. P., 142)

En el poema «Azul», que habla de la alegría y tranquilidad que le proporciona el saberse amado, «El otoño triste llora»; pero a él no le importa. En el poem a X de Jardines, que llora el perdido amor presente y el perdido amor pasado, recuer­ da que «era una tarde llorosa» y verifica qué tarde era en la estrofa tercera que repite los versos de la segunda estrofa de «Azul»: «Cogí m i alma y canté: / el otoño triste llora». Esta será la pauta que han de seguir los poemas revividos de Juan Ramón, que no son meras correcciones, reelabora­ ciones, adiciones, sino la expresión de nuevas emociones, avi­

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vadas al recuerdo de iguales circunstancias poéticas, alimen­ tadas por sucesos reales que sirven de inspiración a toda su obra. En los poemas de Jardines lejanos se acentúa el profundo sentim iento de la belleza de las cosas. En el poema IV de la tercera parte se describe la sensibilidad poética necesaria «para sentir los dolores / de las tardes». N o se m enciona la belleza ni una vez en el poema; pero se describen o mencio­ nan los estados de sensibilidad que la captan: hay que tener el corazón frágil: «tener en el corazón / fragilidades de li­ rios...»; hay que ser mujer y niño: «tener gestos de mujer, / m elancolías de niño». También es necesaria la contempla­ ción, el orgullo, el desdén, sufrirlo todo y querer sufrirlo: Mirar bien al horizonte, extasiarse en lo indeciso, tener orgullo, tener desdenes suaves y místicos... Pero sufrir siempre el rosa, sufrir el llanto sombrío de la fuente abandonada..., sufrirlo y querer sufrirlo. Y hasta dejarse morir de pena, morir de frío, morir de penumbra, o de color, o de lirismo... Dar toda la vida al alma, hacerse el gris..., y sentirlo todo como una mujer triste y frágil como un lirio. (P. L. P., 477)

E l prodigio de los poemas de Jardines lejanos es su músi­ ca y su engañosa elaboración, engañosa para el lector que la

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sabe allí, pero no la ve, de sencilla que es. Sin recurrir a recursos parnasianos de orfebrería, Juan Ramón hace obra de orfebre, dotando al paisaje y la propia em oción de los más delicados atributos. En los poemas de Jardines hay tem ­ blor diamantino, colgar de esplendores, tristeza celeste, pla­ ta melancólica, dolida lumbre, melancolía violeta, dolientes muselinas, ternezas de rosas blancas, triste esplendor de seda, alm a de luz de oro, noche de nieve y seda, sueño de rosa y pla­ ta, nocturno azul de seda, tarde violeta, sendas violetas, p e­ num bras violetas, tarde de seda, tarde m alva, tarde de largos sueños violetas, cielo azul con oro. Un único poema, el XVIII de la segunda parte, con elem entos aparentemente parnasia­ nos: mármoles, estatuas y pórticos, es la artística descrip­ ción del Jardín de Museo, como se hace notar al pie. En este caso el mármol está bellamente integrado con el paisaje, como en la tercera y cuarta estrofa: Diana caza bajo el pórtico, hay una fuente que sueña, los pájaros nuevos, cantan sobre la clásica piedra... ...El sol de la tarde dora los rosales y las hierbas, los blancos pechos de mármol, los ojos ciegos... (P. L. P., 440)

Juan Ramón no se lim ita a describir lo bello, sino que crea belleza, descubriéndola o intuyéndola donde es menos apa­ rente y ajustándose a la realidad. En los poemas de Jardines se nota una nueva certeza y precisión en el vocabulario poé­ tico; las imágenes son originales, espléndidas, las visiones bellas se encadenan y superponen. Estas cualidades de la poesía juanramoniana se pueden apreciar en el poem a XXII

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de la segunda parte de esta obra en el que se describe una fuente musgosa, sin agua, en un jardín abandonado. Juan Ramón em bellece la fuente y el paisaje al describirlos a la caída de la tarde, cuando los suaves colores del sol poniente crean delicados tonos sobre el musgo y las plantas: La fuente, esta primavera, aunque está sin agua, llora. Pero tiene el sol poniente rosadas cristalerías que irisan mágicamente las llorosas elegías. (P. L. P., 448)

En la estrofa que le sigue a la citada, se prolonga la sensa­ ción de belleza, y se proyecta hacia el futuro al dirigirse el poeta al sol con la familiaridad y precisión del que, al dar una orden, tiene el convencimiento de que será obedecido: —Sol, yo quiero que tú dores cuando te vayas muriendo estos antiguos verdores que el llanto fue oscureciendo; y entre las sedas tranquilas del crepúsculo español, que huelan a abril las lilas desteñidas por ti, sol!

(Ibid.) Al encargo de em bellecer la fuente se añade el de hacer olo­ rosas las lilas; la suave reprimenda al sol por haber deste­ ñido las lilas suena a copla popular. En los versos: «rosadas cristalerías / que irisan mágicamente / las llorosas elegías» se forja una serie encadenada de bellas visiones, sostenidas en los versos siguientes por las frases: antiguos verdores y

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sedas tranquilas. La suave descripción del «crepúsculo es­ pañol» se ajusta a la visión real, tantas veces percibida, de un bello atardecer por tierras de España. E l triste senti­ miento del paisaje corresponde al del poeta: ...Y el dulce sol rosa y oro sueña sobre el musgo verde, y todo llora —y yo lloro— por ese sol que se pierde...

(Ibid.) pero es de notarse que en este caso los atributos del paisaje son análogos de por sí a sus sentimientos, se trata de un jardín desierto y abandonado. La progresión del sentimiento de abandono al de la muerte está mucho más lograda artís­ ticam ente en este poema que en otros anteriores: el tono nostálgico se convierte en pavoroso por medio de una brusca transición en la que el poeta abandona la descripción del paisaje para hablar de la muerte: El azul dorado vierte pesar... Y son blancos brazos que entreabren flores de muerte debajo de sus abrazos; almas de carnes sombrías que aún tienen dos bellos ojos, que enlutan las tumbas frías con sombra de sus cabellos; desesperación y llanto en mármoles sepulcrales..., algo que seca de espanto las rosas primaverales! (P. L. P„ 448-449)

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Contribuyen a la poética sensación de espanto la vaguedad y fragmentación de las imágenes que acusan el confuso esta­ do de la psiquis: blancos brazos, carnes som brías, som bra de sus cabellos no se refieren a ningún ente corpóreo definido; sin embargo, cuando el poeta vuelve a describir lo que se percibe en el plano físico, la visión vuelve a ser lógica y bien definida: Y esa baranda caída y esa pobre fuente seca y esa siniestra avenida por donde ya nadie peca bajo el árbol de la vida... (P. L. P„ 449)

Otro inesperado recurso en Jardines lejanos es el apropiar­ se, a plena vista del lector, de los atributos del paisaje. Nótese, en los versos siguientes del mismo poem a que hemos estado comentando, cóm o el poeta le quita el oro al sol: el sol que dora el doliente jardín, como si quisiera eternizar su oro en calma sobre una piedra marchita, sin saber que existe un alma violeta que se lo quita...

(Ibid.) La relación artística entre poeta y paisaje es mucho más directa e íntima en Jardines que en Arias. En la fam iliar ma­ nera de la copla popular, el poeta se comunica, le habla al paisaje; y el poeta se apropia de sus atributos. Los siguien­ tes son ejem plos de la artística actuación del paisaje: «El valle que las estrellas / nievan de luz en el cielo» (P. L. P.,

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415); « ¡Cuándo abrirá la mañana / sus rosadas alegrías! » (pág. 420); «Mira, el jardín teje plata / con seda de lilas» (pág. 427); «Si, de pronto, un sol de oro / a esta noche sor­ prendiera» (pág. 417); «yo haré que caiga la nieve / de la seda de tus hojas...» (pág. 457). A continuación el poeta se dirige al paisaje: «¿Qué tienes para el que llora / hora de azul y azucenas?» (pág. 431); le dice a la luna: «¿Se te mu­ rieron los lirios?» (pág. 441); y a la noche: «Noche, ¿y tu espada de plata?» (pág. 443); y al jardín: «Si el cielo negro te llueve, / ábrele tú rosas rojas» (pág. 457). Dirigiéndose a la vez a dos elem entos del paisaje les increpa: «—Ciudad gris, eres un sueño... / Jardín, y tú un cuento blanco...» (pá­ gina 444). En los versos siguientes el poeta se apropia, con una envidiable sencillez lírica, de los atributos del paisaje: «Sueña en m i pecho un dormido / parque de azules qui­ meras» (pág. 435); «hay corazones que sienten / el enre­ do de las rosas / de sus blancos floreceres» (pág. 437). Los mencionados aspectos de la relación artística entre el poeta y el paisaje aparecen juntos en la primera estrofa del poe­ ma XX de la tercera parte de Jardines: Otoño gris y amarillo! ay!, otoño de mi alma!, me vas mostrando tus tardes y yo no quiero mirarlas! (P. L. P., 504)

El paisaje actúa: «me vas mostrando tus tardes», y al m is­ mo tiem po que el poeta se dirige a él en la frase popular: «ay!, otoño de m i alma! », se apropia de dicho paisaje, que pasa a ser de su alma. Muchos de los recursos de Jardines lejanos han sido em­ pleados ya en Arias tristes: Juan Ramón enumera, repite, acumula, sugiere con vaguedad e imprecisión; pero los re­

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cursos inesperados abundan en la obra. En el poem a VIII de la tercera parte, una sencilla enumeración de plantas co­ munes es interrumpida, inesperadamente, por una enumera­ ción de elem entos poéticos que dan a la estrofa el tono lí­ rico; subrayamos: Araucarias, magnolieros, tilos, chopos, lilas, plátanos, ramas de humo, nieblas mustias, aguas verdes, plata, rasos... (P. L. P., 483)

En otra parte del m ism o poema, un adjetivo inesperado: magos, introduce una nota de misterio en la sencilla descrip­ ción del gris de la tarde: ............................... Yo amo estos grises de las tardes, grises viejos, grises magos que entreabren el secreto de los parques y los campos. (Ibid.)

En otra estrofa, el adjetivo ignorados, también usado inespe­ radamente, tiene la m ism a función, introducir una nota de misterio: y hay más verdes en las hierbas y más blancos en las manos, y amarillos y violetas y celestes ignorados. (P. L. P., 484)

Al mism o tiempo, los comunes verde y blanco adquieren ca­ lidad poética por el sencillo recurso de anteponerles el ad­ verbio más: «y hay más verdes en las hierbas». La intro­ ducción de elem entos ajenos e inesperados en otra parte del

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mism o poema convierten en dinámico lo estático. Nos refe­ rimos al verso «gnomos, sátiros, Ofelias» en las estrofas que siguen: Todo muerto, todo en éxtasis, agua, helechos, musgo, lagos, las hojitas verdes, como corazones que han volado. Una trama de oros grises, un ensueño de hilos blancos, gnomos, sátiros, Ofelias, voces vagas, ojos trágicos.. (Ibid.)

Las dedicatorias y las citas de los poemas de Jardines le­ janos indican el influjo de autores extranjeros en la poesía juanramoniana, además del influjo de la propia tradición li­ teraria, la española; en las páginas de esta obra encontra­ m os los nombres de Heine, Verlaine, Laforgue, Rodenbach y Darío, Mendoza, Suero de Ribera, Carvajales, Espronceda, citado tres veces; y Juan de Mena. Cualquiera que sea la in­ fluencia ajena, Juan Ramón la asimila y la españoliza. En Jardines hay sabor a viejo romance y a copla popular, como en el poem a XVII de la segunda parte: —Me parece, jardinero, que ese alegre cornetín... —Dios nos guarde, caballero, el encanto del jardín. (P. L. P., 439)

o el poem a XII de la tercera parte: ...Te pido con toda el alma que no vuelvas a matarme; ya sé que el amor en calma nunca tornará a encontrarme;

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Vida y obra de Juan Ram ón Jim énez pero qué le hemos de hacer..., nada cambiará en la vida; tú serás una mujer que me ha causado una herida... (P. L. P., 491)

Ni exótico ni versallesco, ni griego ni pintoresco, el paisaje de Jardines es el mismo que le sirvió a Juan Ramón para cantar las tristezas de Arias, y si el paisaje se vuelve galante es porque el poeta lo engalana. En estos poemas el piano suena menos y los violines y bandolines suenan más, así como el acordeón, el armonio, la guitarra y la flauta. Las mujeres en los cantos de amor son las mismas: la amada pura, como las monjas del sanatorio del Rosario o la blanca novia de la adolescencia, y la amada bella y fina, pero impura, com o la Francina de Francia. El metro es español: el verso de ocho sílabas, con excepción de los cuatro poemas ya mencionados, algunos de ellos sobre Francina, en verso de diez sílabas. Una prueba más de que Juan Ramón necesita de realida­ des para alimentar su inspiración es el hecho de que ninguna de las heroínas de Jardines lejanos tiene semejanza alguna con una mujer desconocida que irrumpe en la vida juanra­ moniana para esa fecha, una supuesta admiradora del Perú, Georgina Hübner, a quien el poeta quiso dedicarle el libro; pero ella no consintió. Georgina apareció en la vida de Juan Ramón en mayo 6 de 1904, día en que recibió, y contestó una carta fechada en Lima el 8 de marzo de 1904, en la que la corresponsal de ese nombre le decía al poeta que se había enterado por el bisemanario español ABC de la publicación de Arias tristes, libro que no había podido conseguir en su país, y le suplicaba que tuviera la bondad de enviárselo, ex­ cusándose por la m olestia que ello le ocasionara y por la im­ posibilidad de mandarle el importe de tres pesetas que eos-

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taba el ejemplar, ya que no había giro por esa cantidad2. Juan Ramón hizo el envío, acompañándolo de una gentil y breve carta sin saludo, seguramente porque ignoraba si se trataba de una señora o señorita. Se dirigía, sencillamente, «A Georgina Hübner, en Lima» en estos términos: «he reci­ bido esta mañana su carta, tan bella para mí, y m e apresuro a enviarle m i libro ‘Arias tristes’, sintiendo sólo que m is ver­ sos no han de llegar a lo que usted habrá pensado de ello s» 3. Le ofrecía mandarle, con el mayor placer, si ella le mantenía al corriente de su dirección, los libros que fuera publicando, dándole al despedirse gracias por su fineza. La corresponsal respondió el 23 de junio, en un tono halagador e insinuante. Hacía alarde de un tardío bochorno por haberse atrevido a hacer el pedido y mencionaba sus veinte años com o excusa de su atrevimiento, subterfugio eficaz para informar al poeta de que se trataba de una mujer de casi su misma edad. Sus frases eran sugerentes: «Después de haber mandado al co­ rreo la carta para U. pidiéndole su libro 'Arias tristes', hu­ biera querido retirarla, destruirla. ¿Por-qué? Le diré; supuse que el paso que daba no era mui propio, no era mui correc­ to. Sin conocer a U., sin haberlo visto siquiera, le escribía, le hablaba [sic]; / Cuando como yo, se tiene 20 años, se piensa pronto y se sufre mucho! ». Se trataba de una señorita 2 Esta carta y otras dos de Georgina Hübner, donadas por J. R. a la «Sala Z. y J. R. J.» de la Universidad de Puerto Rico, fueron re­ producidas por Ricardo Gullón en su artículo «Cartas de Georgina Hübner a Juan Ramón Jiménez», Insula, año XV, núm. 160, marzo 1960, pág. 1. La primera carta de Georgina aparece en este artículo con la fecha «8 de mayo de 1904»; pero en la reproducción del autógrafo de la respuesta de J. R. a esta carta de Georgina, también en dicho artículo, dice: «La carta de usted es del día 8 de marzo; ...». 3 El facsímile de la carta de J. R. aparece en el artículo de Gullón en Insula por cortesía de Antonio Oliver, que se ocupó del asunto J. R. J.-Georgina Hübner en su tesis de doctorado sobre «José Gálvez y el modernismo». La carta está incluida en J. R. J., Cartas, pág. 66.

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bien de a principios del siglo xx; el párrafo siguiente era un dechado de propiedad: «Mas felizm ente todos m is desa­ sosiegos se han calmado, todas m is dudas han desaparecido, al recibir su atenta carta y su hermoso libro». Celebraba con verdadero sentim iento los versos del poeta: «Sus versos lle­ nos de tristeza hablan al corazón y al cadencioso vibrar de las notas m elancólicas de Schubert, recordaré esas estrofas en las que vaga el perfum e delicado y suave del alma de su autor». Para una persona poco segura de la ortografía, la corres­ ponsal demostraba poseer desproporcionados recursos de es­ tilo, sus juicios acusaban una intuición crítica más propia de un literato que de una simple lectora: «Si le dijese a U. que una parte de su libro m e gustaba más que la otra, men­ tiría. Cada una tiene su encanto, su nota gris, su lágrima y su sombra». Georgina se despedía «amiga y admiradora», pre­ parando el camino para continuar la correspondencia, ya que le enviaba al poeta unas vistas que éste, por fuerza, tendría que agradecerle. La correspondencia entre Georgina Hübner y Juan Ra­ món duró meses. Ramiro W. Mata, uno de los comentaristas posteriores del suceso, que debe haber conocido las cartas del poeta a la peruana, porque citó de ellas, se refiere a una carta de Juan Ramón de diciembre de 1904 y dice que el co­ fre de Georgina guardaba «unas treinta cartas del p oeta»4. El mism o Juan Ramón declaró posteriormente que las cartas de Georgina a él eran «varias» y que las tenía a la disposi­ ción de la au tora5. Se conocen tres cartas de Georgina: la 4 Ramiro W. Mata, La Generación del 98, Ediciones Liceo, Uruguay, 1947, pág. 217. Cuando la información proceda de esta obra daremos el apellido del autor y la página. 5 En «Una entrevista con Juan Ramón Jiménez», por Juan Bertoli Rangel, La Prensa, Nueva York, domingo 1 de febrero de 1953. Esta

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que inició la correspondencia y la segunda, que la continuó, ya comentadas. La tercera carta, cuya fecha se ignora, reve­ la a la corresponsal como una m ujer comprensiva, román­ tica, sensitiva, capaz de despertar la admiración y el amor del poeta; sus palabras oscilaban entre el apasionamiento y la discreción, en un sagaz juego femenino destinado a man­ tener vivo el interés del poeta. Le contaba de una enferme­ dad que la tuvo varias semanas en cama; pero, pese a su gravedad, la fina Georgina había notado la delicadeza de pro­ ceder de sus parientes: « ¡Cuántos días de fiebre he devora­ do! Veía, como en sueños, a m is parientes, pasar por mi cuarto, despacio, muy quedo, con temor de hacer ruido y contemplaba asustada y nerviosa las caras graves y secas de los médicos que m e curaron. »Después, ya convalesciente, en el Barranco, salía en las mañanas, a mirar el mar y a oir la música que hace la brisa entre las flores». En su enfermedad, Georgina confesaba haber pensado mucho en Juan Ramón: «Cuando fui a La Punta, solitaria y melancólica, a la puesta del sol, con un libro entre las manos, cuanto he pensado en U. amigo mío». Los versos del poeta le habían servido de com pañía y de consuelo: «Un primo mió m e llevó ‘Ninfeas’ y con el he sentido mucho. Sus versos sua­ ves y dulces, m e sirvieron de compañía y de consuelo». Juan Ramón, enamorado, sintió celos del primo: «Pero, ¿usted tiene un primo?; hasta ahora no m e lo había dicho, Geor­ gina?» (Mata, 217). Ya se atrevía a reprocharle, antes se había dirigido a ella con cumplidos, como se puede apreciar del contenido de la tercera carta que comentamos, en la que le dice Georgina: «Me pregunta U. si m e he enojado porque me entrevista se publicó de nuevo en El Día de Ponce, Puerto Rico, sá­ bado 3 de noviembre de 1956. J. R. contestó por escrito a las pregun­ tas de Rangel.

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pide mi retrato? N o!, no m e crea tan pequeña de espíritu. Espere, ya irá; pero antes justo es que m e mande U. el suyo». Alimentando las esperanzas del poeta, la corresponsal le mantiene al corriente de su dirección y le insta con coque­ tería a que le siga escribiendo: «Le comunico ... que m i nue­ va dirección es: Amargura, N.° 275, principal... »Espero que m e siga U. escribiendo. Son tan raras cartas tan hermosas como las suyas! Ahora que estoy convalesciente m e hacen el efecto de un vino suave y generoso. »No se olvide de su amiga y escriba más largo: Georgina». Georgina era la mujer diferente que siempre llamó la atención del poeta, desde su infancia. No es de extrañar que éste quisiera conocerla. Mata dice que en una de sus cartas pide Juan Ramón que Georgina realice un viaje hasta Espa­ ña (Mata, 217) y cita un párrafo de otra carta del poeta que indica su intención de ir a conocerla personalmente. Las pa­ labras de Juan Ramón implican que Georgina corresponde a su pasión: «¿Para qué esperar más? Tomaré el primer bar­ co, el más rápido, el que m e lleva [sic] a su lado. No m e es­ criba más. Me lo dirá usted personalmente, sentados los dos, frente al mar, o entre el aroma de su jardín con pájaros y luna» (Mata, 218). El viaje y el idilio quedaron en nada, m ejor sería decir quedaron tronchados, porque a Juan Ramón se le com unicó por medio del cónsul del Perú en España que Georgina había muerto. Mata cita el cable: «Georgina Hübner ha muerto. Rogárnosle comunicar la noticia a Juan Ramón Jiménez. Nuestro pésame» (Mata, 218). Pese a la carencia de datos por parte de este escritor, que en ningún momento señala la pro­ cedencia de tal información, no cabe duda que Juan Ramón recibió un cable con estas noticias, redactado en estos térmi­ nos. Él m ism o se refirió a este asunto por escrito: «Yo me interesé en Georgina y le escribí que pensaba ir a Lima para

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conocerla personalmente. Después de varias cartas, en las que m e decía que estaba enferma, no volvió a escribirme. Yo pedí entonces al cónsul del Perú en Sevilla que m e averigua­ se el paradero de Georgina. Meses después el cónsul me con­ testó dándome la noticia de su m uerte»6. Más importante que esta declaración a posteriori es el poem a titulado «Carta a Georgina Hübner en el cielo de Lima», en el que Juan Ramón, a base de su correspondencia con la peruana, reme­ mora el idilio y se duele de su muerte. E l primer verso del poema se refiere al cable del cónsul: El cónsul del Perú me lo dice: «Georgina Hübner ha muerto...» ¡Has muerto! ¿Por qué?, ¿cómo?, ¿qué día?

Se da por hecho que este poem a es de la misma época de la correspondencia con Georgina, es decir, de 1904 ó 1905, su­ poniendo que Juan Ramón se enteró de su muerte para esa fecha; sin embargo, en estilo y en contenido el poema se aparta de los rasgos característicos de la obra juanramonia­ na de esa época; pero tiene mucho en común con la obra pos­ terior y con los poemas de Laberinto y de Melancolía, de 1911-1912. Es de notarse que el poema a Georgina apareció en Laberinto. Lo comentaremos al referim os a dicha obra. De no haber sido por la publicación del poema, el idilio con Georgina Hübner no hubiera pasado a ser causa célebre; pero el poem a se avenía a la correspondencia con tal exactitud que salió a relucir que las cartas de la peruana habían sido producto de la imaginación de unos escritores de su país, entre ellos José Gálvez Barrenechea y Carlos Rodríguez Hüb­ ner, con la ayuda de la prima de éste, Georgina Hübner, que

6 Ibid.

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consintió en prestar su nombre para conseguir el deseado Arias tristes. Al recibirlo con la promesa del envío de los otros libros que el poeta fuera publicando, los admiradores americanos continuaron la superchería, dándole a las cartas el calculado tono sentimental para mantener vivo el interés del poeta. Al expresar Juan Ramón su deseo de ir a Lima a conocer a Georgina personalmente, la del nombre, «llamó a capítulo» a los causantes, que no sabiendo como salir del doble apuro, acabaron haciendo creer que Georgina había muerto 7. Pese a lo mucho que se ha escrito sobre el asunto y al cré­ dito que se le ha dado a las declaraciones del escritor Enri­ que Labrador Ruiz, que a su vez pretende aclarar el asunto reproduciendo declaraciones de José Gálvez, principal perpe­ trador del hecho, el asunto no está esclarecido del todo. Dice Gálvez: «Yo, poseedor por entonces de letra de tipo delica­ do, m e encargué de la grafía y escribí, con la colaboración de Rodríguez, la primera misiva. Tuvimos suerte, pues a vuel­ ta de correo recibim os un volumen de poemas. Continuó la correspondencia. Juan Ramón parecía estar enamorándose de su corresponsal limeño y anunció venir». Es de notarse la om isión en este relato del papel de Georgina, del apasio­ nado carácter de sus cartas, evidente en las pocas que se co­ nocen. Las cartas demuestran una psicología evidentemente femenina. La declaración de Gálvez es testim onio de la par­ ticipación directa de Georgina en la superchería, y se entien­ de que en su mayor edad los responsables quisieran prote­ gerla de cualquier malentendido que pudiera ocasionarle esta

7 Ver Enrique Labrador Ruiz, «Juan Ramón Jiménez, Georgina Hübner y Don Pepe Gálvez», Atenea, Chile, año CXXVI, núm. 373, no­ viembre-diciembre 1956, págs. 333-338. Las citas que siguen, atribuidas a Gálvez, proceden de este artículo.

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inocente maldad de su juventud. Dice Gálvez, refiriéndose al aprieto en que todos se vieron cuando Juan Ramón anunció viaje a Lima: «En esta situación Georgina Hübner —que di­ cho en su honor no quería continuar la broma— nos llamó a capítulo». La participación directa de Georgina está también im plícita en la siguiente declaración de Gálvez: «Ya había declinado la dedicatoria del libro Jardines lejanos y hasta ahora (1956) conserva un ejemplar con la aljamiada escritu­ ra del poeta: Ά Georgina, este libro que debió ser todo para ella’». En este punto los recuerdos de Gálvez andan mezcla­ dos, ya que para la fecha de Jardines la escritura de Juan Ramón era sencilla, como lo demuestra el autógrafo de su primera carta a Georgina, publicado en Insula. Según aumentó la fama de Juan Ramón, aumentó el nú­ mero de los que reclamaban la paternidad del idilio con Georgina Hübner; pero ha quedado establecido que José Gálvez fue el principal promotor, aunque otros admiradores juanramonianos, incluyendo otras mujeres que Georgina, tu­ vieran alguna pequeña participación en el hecho. La admira­ ción de Gálvez por Juan Ramón consta en su obra temprana. Seguidor de Darío y Villaespesa, Gálvez logró su tono mejor a la manera de Arias tristes y Jardines lejanos, obviamente influido por la lectura de estas obras. Siendo alumno univer­ sitario, fue premiado en los Juegos Florales de Lima; en 1910 se publicó en París su primer libro, titulado B ajo la luna. Entre los poemas de éste, el muy celebrado «Sonatina», de 1907, es del mismo tono suave y melancólico de la poesía juanramoniana de 1903-1904 y, al mismo tiempo, conserva su tono personal. La primera estrofa pudiera ser de Juan Ramón: Dulzura y paz. En la calma de la aldea va la luna,

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Vida y obra de Juan Ram ón Jim énez suave y tranquila como una consoladora del alma 8.

Pero Gálvez no es un mero imitador, el paisaje es el propio: un desolado paisaje de mar, sin las flores ni las fuentes del de Juan Ramón: Todo reposa y se duerme; el mar con su mansedumbre, me va dando la costumbre de soñar y entristecerme. Ni un árbol, la tierra triste no da flores, ni hay la fuente murmuradora y doliente que de ensueño nos reviste.

La m úsica también es propia, la triste quena peruana: A veces en lo lejano con son amargo la quena me hace recordar con pena la aristocracia de un piano.

Es de dudarse que el autor de versos tan exquisitos, de tono tan cultivado, pudiera haber escrito sólo tres años antes una carta de ortografía deficiente; pero se duda poco que él haya sido el autor de los juicios críticos y las cultivadas expresio­ nes que a veces salen a relucir en las cartas de Georgina. Gálvez llegó a ser catedrático de Literatura Antigua de la Fa­ cultad de Letras de la Universidad de San Marcos de Lima y fue autor de varios libros de prosa; cultivó la poesía civil, considerada inferior a su poesía personal íntima. Hoy se con8 Este poema está incluido en varias antologías de la poesía hispa­ noamericana, entre ellas la de Federico de Onís, la de Julio Caillet Bois y la de Ginés de Albareda y Francisco Garfias.

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sidera el poeta más representativo de la generación limeña de 1910; sin duda, fue el primer discípulo preclaro de Juan Ramón en América. La poesía de Juan Ramón apareció en América en 1903, en E l Cojo Ilustrado, que publicó tres poemas de R im a s9. Una publicación de Buenos Aires, titulada España, parece haber recogido en septiembre de 1903 una obra del poeta, «Los lo­ cos», que salió en A B C , de Madrid, el 30 de junio de ese año; pero de anteriores publicaciones en América no se tienen más noticias, pese a que Juan Ramón sostenía que Vi­ llaespesa vendió gran parte de la edición de Ninfeas y Almas de violeta a un librero hispanoamericano. Gálvez y Georgina Hübner conocían Ninfeas, libro que mencionan en su carta. Hacia 1904, fecha en que apareció Jardines lejanos, Juan Ramón había publicado en Relieves, E lectra, M adrid Cómico, A B C , Blanco y Negro, E l País y Alma Española de Madrid, además de Helios. La aparición del nuevo libro fue celebrada, como de costumbre, por el grupo modernista. Gregorio Mar­ tínez Sierra, en esa fecha el m ejor amigo de Juan Ramón des­ pués de sus médicos, escribió una reseña perspicaz que se publicó en La Época, de Madrid, en 1905. Le parecía escuchar en los versos de Jardines «un son sutil de casi femenina per­ versidad»; no le parecía el alma del poeta compasiva para las otras almas, el llanto pedía llanto, era como si los versos dijeran: «soy como un Príncipe que ama su tristeza sobera­ namente; y de este orgullo m ío... de este orgullo de mi dolor no queráis curarme, porque es el consuelo y la defensa de mi vida» 10. 9 «Primavera y sentimiento», «Me he asomado por la verja...», y «Esta noche hallé en mi sueño...», año XII, núm. 265, 1.° de enero de 1903, pág. 13. 10 Ver Gullón, Relaciones amistosas y literarias entre J. R. J. y los M. S„ pág. 119.

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Conocedor de los lugares en que Juan Ramón vivía y es­ cribía, Martínez Sierra aseguraba que los jardines no eran de ensueño, aunque el ensueño viviera en sus avenidas y bajo sus fuentes: «son jardines reales, jardines de España, y por eso los versos románticos que dicen de ellos tienen una emo­ ción humana» (ibid., 120). Opinaba que el poeta de Jardines añoraba no un amor, sino el amor, y no el amor que habían de tenerle, sino el que deseaba sentir: «yo bien creo —de­ cía— que este corazón nunca ha de dolerse de que no le amen, y creo que padece el mal de no amar, espanto de Te­ resa de Jesús, el alma poeta maestra de amor» (ibid.). Martí­ nez Sierra concluía celebrando la sencillez sabia que el poeta lograba cada vez más para sus rimas. Compleja em oción de amor la de los poemas de Jardines lejanos y sabia sencillez poética. No la había m ejor en la poesía m odernista de esa época.

CAPÍTULO X

LOS INSTITUCIONISTAS, LA INSTITUCIÓN LIBRE DE ENSEÑANZA Y LA ALDEA: PASTORALES

Don Luis Sim arro m e trataba com o a un hijo. Me llevaba a ver personas agradables y venerables, Giner, Sala, Sorolla, Cossío; m e llevaba libros, m e leía a Voltaire, a Nietzsche, a Kant, a W undt, a Spinoza, a Carducci. ¡No sé las veces que alejó de m i alrededor, dándom e vo­ luntad y alegría, la m uerte imajinaria! Más tarde, m uerta su m ujer, la bella y buena M ercedes Roca, m e invitó a pasar un año en su casa K Mercedes Roca murió el 11 de agosto de 1903. En el otoño de ese año, por voluntad del viudo Luis Simarro, Juan Ra­ món Jiménez, paciente favorito, y Nicolás Achúcarro, discí­ pulo preclaro, fueron a compartir su vivienda y su soledad. Comentando la amistad del médico Simarro con su pa­ ciente poeta, Ramón Gómez de la S em a describió a los Simarro com o «tipos magníficos y románticos, sobre los que había revoloteado el gran ángel del arte, del amor y de la 1 J. R. J., «Simarro», Colina, pág. 173.

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desgracia»2. Según el autor de las greguerías, Ramón Sima­ rro, padre del médico y «pintor inspirado», conoció en Roma a la poetisa Cecilia Lacabra, se casaron, tuvieron un hijo, Luis, a quien dejaron doblemente huérfano el día que el pa­ dre murió de una tisis galopante y la madre, de pena, se sui­ cidó tirándose por una ventana (pág. 1506). Luis Simarro tenía entonces cuatro años; cuando se hizo hombre, mandó hacer «unas bellas y sencillas lápidas» y las hizo colocar en las tumbas de sus padres. A Juan Ramón le admiraba su ca­ riño por los padres desconocidos, de los que el médico solía hablar «largamente». «Al hablar de la madre —decía Juan Ramón— la voz se le empaña, la voz sonora hecha a las di­ sertaciones científicas, frías y graves»3. Simarro era un destacado hombre de ciencia, al tanto de las teorías más modernas relacionadas con la psicopatía. Estudió en París con científicos ilustres, entre ellos con el fa­ m oso autor de Leçons sur les m aladies du systèm e nerveux (1873), Jean Martin Charcot, que ejerció gran influencia en el desarrollo de la neurología y cuya obra representó un mar­ cado avance en el conocim iento y distinción de las enferme­ dades nerviosas. Simarro, a los cincuenta y pico, cuando pasó a ser médico, amigo y maestro de Juan Ramón (entre 1902 y 1905), se distinguía por su labor científica y docente. Más tarde se distinguiría por sus simpatías hacia el partido so­ cialista y las clases obreras y su antipatía hacia los clericales y los católicos fanáticos. Su activa participación en la defen­ sa de Francisco Ferrer, un reo político sectario condenado a m uerte y ejecutado en 1909, consta en un libro de más de seiscientas páginas titulado E l proceso Ferrer y la opinión 2 «Juan Ramón Jiménez», Retratos contemporáneos. Obras comple­ tas, II, pág. 1505. La información que sigue es de la misma fuente. Se indica la página. 3 «Los padres desconocidos», Primeras prosas, pág. 386.

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eu ropea4. Un comentarista del proceso y del libro de Simarro dijo que éste debía tener un sentido crítico muy elevado y un juicio discrim inador5. Las actividades de Simarro en los años en que influyó en Juan Ramón tenían mucho que ver con la Institución Libre de Enseñanza. El médico era un viejo institucionista, buen amigo de don Francisco Giner y de las otras grandes figuras de la Institución. Donó fondos para establecer los laborato­ rios de física y química, colaboró en el B oletín, órgano oficial de la Institución, y figuró en el cuadro de profesores de cien­ cias fisiológicas. Cuando Juan Ramón empezó a frecuentar la Institución con Luis Simarro en 1902, poco después de su llegada a Madrid, ésta llevaba más de un cuarto de siglo de existencia.

4 Impreso por El Socialista, Espíritu Santo, 18, Madrid, 1910. Fran­ cisco Ferrer Guardia (1859-1909) gozó fama de anarquista y de maestro. En su tiempo hubo quien le considerara un diseminador de irreligión, quizás por haber establecido una Escuela Moderna en Barcelona cuya educación era nacionalista y agnóstica. Enjuiciado por los sangrientos sucesos de la «Semana Trágica», Ferrer fue condenado a muerte sin suficiente evidencia; el proceso y la sentencia, que se cumplió, causó gran protesta en el extranjero. El hecho apasionó y dividió a los más destacados intelectuales españoles de la época. (Véase: José Ortega y Gasset, «Sencillas reflexiones», Obras completas, vol. X, Revista de Oc­ cidente, Madrid, 1969, pág. 169; Josep Benet, Maragall y la Semana Trágica, Península, Barcelona, 1966; Unamuno y Maragall. Epistolario y escritos complementarios, Edimar, Barcelona, 1951.) Sobre Ferrer y el proceso existe una amplia bibliografía; algunos comentaristas del caso le llaman un mártir, y otros, un precursor del bolchevismo. El estudio de 1962 de Sol Ferrer La vie et l’oeuvre de Francisco Ferrer, un m artyr au XXe siècle (Préf. de Charles Auguste Bonteps, avec un portrait original par Aline Aurouet. Librairie Fischbacher, París), deri­ vado de una tesis escrita en París en 1959, contiene un análisis crítico de las obras principales consagradas a Ferrer. 5 Jaime Angulo, «The 'trial’ of Ferrer, a clerical-judicial murder... A review of the Ferrer 'trial' based on professor L. Simarro’s The trial of Ferrer and European opiniom, New York City, 1920, pág. 4.

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En un número del B oletín de 1904 decían los institucionistas: «no ha habido reforma contemporánea de alguna tras­ cendencia en el sistem a de nuestra educación pública y pri­ vada que no proceda de los m ism os principios en que la Ins­ titución se inspira, muchos de los cuales ya hoy nadie dis­ cute» 6. No exageraban. La Institución anticipó en España to­ das las corrientes de la modernidad y contribuyó a la forma­ ción mental y moral de muchas grandes figuras del siglo. El mayor interés de sus fundadores, los krausistas, fue la refor­ ma de la educación nacional y en ese empeño influyeron en todos los niveles de la enseñanza. La Institución Libre de Enseñanza comenzó como un cen­ tro de estudios universitarios, a los que se unieron los de segunda enseñanza; más tarde se creó una escuela primaria. El propósito de esta organización era formar hombres capa­ ces de dirigirse en la vida y de ocupar digna y útilm ente el puesto que les estuviera reservado. Francisco Giner de los Ríos y Manuel Bartolom é Cossío fueron los dos grandes artí­ fices de esta labor. «Yo no iba nunca a la Institución que no saliera con un mundo lleno de cosas», diría después Juan Ramón recordando a los grandes maestros. Don Francisco le parecía todo luz y llama, bueno, buenísim o por gusto, lleno de pensativo y alerta sentim iento, capaz de ser hom bre com o cada hombre, es decir, de identificarse con él, entonces joven y enfermo. «Taló, besó, achicharró, murió, lloró, rió, resucitó con cada persona y con cada cosa», escribiría después Juan Ramón recordando al admirado don Francisco7. Celebraba su carencia de egoísmo, se daba a todos «abundantemente», decía Juan Ramón, y le recordaba coqueto, queriendo con­ quistar a todo el que con él hablaba; adivino y mago, viendo 6 Núm. 533, año XXVIII, Madrid, 31 de agosto de 1904, pág. 250. i J. R. J., «Francisco Giner (1915)», Españoles de tres mundos.

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«la chispa del espíritu de cada persona» y encendiéndola con su enorme personalidad. Si don Francisco le encontraba si­ lencioso y olvidado en su presencia, don Francisco se le acer­ caba y le decía lo que estaba pensando, «por lejano que ello fuere»; su andalucismo era sutil, decía Juan Ramón, Giner era puro no por inocencia, sino «por conquista, por venci­ miento» 8. Juan Ramón le observaba todos sus gestos y en­ contraba en su proceder justificación para su propio anticle­ ricalismo. Andando una vez con Giner y Simarro por el Pa­ seo del Cisne, se encontraron con unos frailes «vulgares, obe­ sos» que dejaron al pasar «un olor a tabaco, a cocina y a ropa sucia». Con un gesto que a Juan Ramón le pareció inol­ vidable, oyó decir a don Francisco: «—Ahí tenéis los que han de salvar a España! » 9. Para esa fecha, desencantado con la actuación de los curas del sanatorio del Rosario, Juan Ramón andaba des­ orientado en materias de religión. A la muerte de la esposa dé Simarro, una mujer buena y cariñosa que había sido su consuelo desde los primeros días de su estancia en el sana­ torio, el poeta se preguntaba: «¿Rezar? ¿Para qué? ¿Sirven de algo m is rezos?» 10. Sus amistades íntimas habían notado su escepticismo; María Martínez Sierra, que para entonces siempre ponía en sus cartas la señal de la cruz y el JHS, en una de 1905 le llamaba un herejote, que había dejado de creer en los ángeles después de haber querido tanto a la Virgen María u. En otra ocasión le comunicaba que le había incluido en sus intenciones al comulgar en la misa de media noche, y le decía burlona: «y le pedí al Niño Jesús, cosas que no le s «D. Francisco». Inédito. En los archivos de J. R. J. en España. 9 Fragmento sin título. Inédito. En los archivos de J. R. J. en Es­ paña. «Diario íntimo». Inédito. H «Cartas de María Martínez Sierra», Relaciones amistosas y lite­ rarias entre J. R. J. y los M. S., núm. 5, pág. 75.

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digo, porque no son de la cuerda de V.: dispénseme por ha­ berme atrevido, sin su autorización, a disponer un poco de su alma, más allá de la vida y de la muerte» 12. Acordándose de esa época, Juan Ramón declararía des­ pués que su escepticism o no provenía de su contacto con los institucionistas: «Giner era cristiano; sobre eso no hay du­ da, pues yo m ism o se lo oí decir» n, o diría: «en la Insti­ tución no se imponía una religión determinada» 14. Pero se sabe que «en el lcrausismo aparece por primera vez en Es­ paña la nota de angustia del propio yo ante el mundo, la in­ quietud de vago tipo religioso, que, aliada con el pesim ism o aprendido de Schopenhauer, iba a ser uno de los rasgos fun­ damentales de los escritores de fin de siglo» 15. La angustia y la inquietud de vago tipo religioso estaban presentes en la primera poesía juanramoniana, escrita antes de 1900, y se acentuaron con las lecturas bajo el tutelaje de Simarro y con el desencanto con los curas del sanatorio del Rosario en la vulnerable época de su depresión nerviosa. Anticlerical desde entonces, Juan Ramón exoneró a la Institución de in­ fluencia directa en este particular, declarando a los institu­ cionistas «conservadores», «poco amigos de novedades» que en literatura alemana no habían pasado de Goethe; creía que Nietzsche no les parecía bastante se r io 16. ' La lista de libros recibidos por la Institución, publicada mensualmente en el Boletín, apoya el posterior juicio juanramoniano. Los libros, en francés, alemán e inglés, versan so­ bre ciencias y artes en general, sobre lenguas y cómo apren­ 12 Ibid., núm. 10, pág. 85. 13 Gullón, Conversaciones, pág. 58. 14 J. R. J., El Modernismo, pág. 187. 15 Ángel del Río y M. J. Benardete, Introducción a El concepto contemporáneo de España. Antología de ensayos (1895-1931), Editorial Losada, Buenos Aires, 1946, pág. 19. 16 Ver Gullón, Conversaciones, pág. 78.

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derlas. La mayor parte de los libros en alemán son de peda­ gogía. Juan Ramón notaría después que en la Institución «había menos libros que en casa de Simarro» (ibid.). Él se sirvió de los libros de éste desde su estancia en el sanatorio del Rosario y Simarro y Achúcarro le sirvieron de guía en sus lecturas. Achúcarro había vivido en Alemania, donde hizo parte del bachillerato y algunos estudios médicos, y conocía a fondo la literatura alemana, además de ser un ávido lector de obras extranjeras. Aun antes de vivir juntos en casa de Simarro, Juan Ramón frecuentaba su trato, porque Achúca­ rro se movía en la órbita de sus médicos, trabajando y reci­ biendo de ellos enseñanza clínica. Achúcarro y Simarro le mantenían al corriente de las nuevas ideas científicas y filo­ sóficas que quizás en aquella época no entendiera del todo, pero que más tarde le sirvieron para precisar sus creencias y sus teorías literarias, en particular las del modernismo. Viviendo con Simarro y por mediación de Achúcarro, Juan Ramón leyó a Nietzsche y leyó el libro del teólogo francés Alfred Firmin Loisy L'Évangile et l’église, que apareció en noviembre de 1902 y fue seguido por una segunda edición au­ mentada. Esta obra crítico-histórica promovió mucho interés de parte del público lector y una gran oposición de parte del c ler o 17. Loisy consideraba esencial el contenido vivo del 17 En su vejez, con la necesaria perspectiva histórica para revalo­ rar el Modernismo, J. R. consideraba esta obra de Loisy como una prueba más de que este movimiento había correspondido a una crisis del espíritu que se había manifestado en religión tanto como en lite­ ratura. J. R. recordaba vivamente la lectura del libro de Loisy y se refería a menudo a esta obra en sus cursos sobre «El Modernismo» en la Universidad de Maryland, entre 1948-1950, y en la Universidad de Puerto Rico en 1953, haciendo hincapié en el carácter modernista teo­ lógico de sus ideas. En El Modernismo (Notas de un curso) se pueden comprobar estas referencias en las págs. 52, 53, 223 y 251; en el libro de Gullón Conversaciones, J. R. vuelve a referirse al «modernismo» de Loisy en las págs. 50 y 113.

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Evangelio, las enseñanzas auténticas de Jesús, las ideas por las que luchó y murió, y proponía que la adaptación del Evangelio a la cambiante condición humana era, en su día, m ás necesaria que nunca. En casa de Simarro, Juan Ramón leyó también a los gran­ des poetas ingleses: Shelley, Browning, Shakespeare. La ma­ yor parte de sus lecturas de autores extranjeros era en fran­ cés, ya fuera en el original o en traducciones. Para entonces estudiaba el alemán y el inglés, con la ayuda de los libros de la Institución para aprender lenguas, y ampliaba su cul­ tura en muchas direcciones asistiendo con Simarro o sin él a las funciones que allí se daban: conferencias, conciertos, veladas, comidas, tés, exposiciones y excursiones. Allí se cul­ tivaba el intelecto en lo hondo, en las comidas se discutía a Kant y a Goethe, en los tés hablaban Giner y Cossío. De éste diría después Juan Ramón: «Hablando él, un jardín se mue­ ve al viento, la tierra olea bajo nosotros, como un mar sóli­ do, y somos todos marineros del entusiasm o»18; y recordan­ do las exposiciones y excursiones, al mism o tiem po que el elem ento popular del modernismo español, se quejaría: «Tampoco se asomó Rubén Darío a la Institución Libre de Enseñanza, donde se fraguó, antes que con la jeneración del 98, la unión entre lo popular y lo aristocrático: lo aristocrá­ tico de intemperie, no se olvide. Manuel Bartolomé Cossío estudiaba con exaltación a El Greco, cuya importancia capi­ tal ya señaló Bécquer, de pasada, con su esquisita clarividen­ cia. La Institución fue el verdadero hogar de esa fina supe­ rioridad intelectual y espiritual que yo promulgo: poca ne­ cesidad material y mucha ideal» 19. De la Institución derivó Juan Ramón un moderno concep­ to del ascetismo, que nada tenía que ver con regiones geo­ 18 «Manuel B. Cossío (1915)», Españoles de tres mundos, pág. 130. 19 «El Modernismo poético ...», El trabajo gustoso, pág. 225.

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gráficas sino con características nacionales: era necesario ser un aristócrata en su propia tierra. Después definiría: «Aristo­ cracia, a mi modo de ver, es el estado del hombre en que se unen —unión suma— un cultivo profundo del ser interior y un convencimiento de la sencillez natural del vivir: ideali­ dad y economía. El hombre más aristócrata será, pues, el que necesite menos esteriormente, sin descuidar lo necesario, y más, sin ansiar lo superfluo, en su espíritu»20. A los veintidós años Juan Ramón practicaba la sencillez natural del vivir. Durante su estancia con Simarro, a princi­ pios y en la primavera de 1904, se aisló casi, dependiendo del m édico amigo que salía poco porque andaba achacoso y en­ tristecido por la muerte de su mujer. La constante presencia de Simarro tranquilizaba al joven poeta, preocupado todavía con la idea de la posible muerte repentina. Sin duda a ins­ tancias del médico, y respondiendo a sus solícitos cuidados, Juan Ramón consintió en ir a pasar a Moguer el verano de 1904. Pastorales, su sexto libro de versos, recoge toda la emo­ ción y la alegría de su regreso al pueblo. Con Pastorales Juan Ramón inicia la costumbre poética de almacenar la obra, sin preocuparse por su publicación. Los versos que forman parte de esta colección, inspirados por el campo de Guadarrama y el de Moguer y fechados en 1905, no vieron la luz hasta 1911. El tono de Pastorales es bucólico, como conviene al pai­ saje; pero los poemas tienen bastante en común con los de Arias tristes y Jardines lejanos, Juan Ramón sigue cultivan­ do el verso octosílabo e insiste en la modalidad m étrica de separar el verso, lo que ya había hecho en Rimas, dejando que una parte pase a otra línea y cabalgue sobre el verso si-

20 «Aristocracia y democracia», El trabajo gustoso, pág. 60.

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gu íen te21, como en la estrofa a continuación, del poem a VI de la segunda parte: Todo era sed; todo era fiebre y frío... La campana del pueblo llamaba «ntonces a misa de madrugada. (P. L. P., 591)

Verdadera novedad m étrica en Pastorales es la de dejar el verso con una frase o un vocablo incompleto, como en las estrofas a continuación; la primera, del poem a XIV de la primera parte, y la segunda, del poema IX de la segunda parte: Bajo a los castaños, a la sombra de la luna de oro, los elfos de barbas blancas jugaban entre nosotros. (P. L. P., 555) ¡Asno blanco; verde y ama­ rillo de parras de otoño; asno dulce y blanco, penas lleva tu duelo de adorno! (P. L. P., 597)

Las novias blancas de los libros anteriores vuelven a apa­ recer en los poemas de Pastorales: Estrellita, Francina, Blan­ ca, María. Esta María ya no es como la monja del sanatorio 21 Guillermo Díaz-Plaja, en J. R. J. en su poesía, pág. 139, propone que J. R. imita un procedimiento usado por Darío, y se refiere a «En el jarrón de cristal» de Darío, que se publicó por primera vez en Helios, como característico de esta «orquestación sincopada del ro­ mance». Creemos que se refiere al poema «Por el influjo de la prima­ vera», incluido después en Cantos de vida y esperanza, cuyo primer verso dice: «Sobre el jarrón de cristal».

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del Rosario, sino que tiene su doble en Moguer, en la hija del médico Almonte. También aparecen en los nuevos poe­ mas, como antes en Rimas, heroínas de los cuentos infanti­ les: Caperucita, Florecita y la Molinera. Los elem entos del campo: troncos, bueyes, carretas, asnos y m olinos son poéti­ cos elem entos del libro; Juan Ramón habla de su amor al campo en el prologuillo de la obra, dirigido a Gregorio Mar­ tínez Sierra, a quien está dedicada. Siguiendo la costumbre establecida en sus obras anterio­ res, el poeta divide el libro en tres partes, más un apéndice con nueve poemas escritos para el Teatro de ensueño de los Martínez Sierra. Cada una de las tres partes está precedida por una com posición musical y va dedicada a una mujer. La primera parte, titulada «La tristeza del campo», lleva la pie­ za de Schumann «Canción del campo» y una dedicatoria a Francina que coincide con la temprana descripción que de ella hace el poeta en el cuento «La corneja» y en versos an­ teriores: «A / Francina / carne blanca, ojos bellos, / finos rizos». Los poemas de esta primera parte son nostálgicos com o el título: las carretas lloran cargadas de troncos muer­ tos; los pájaros le tienen m iedo al ocaso; la música de la velada llega hasta el cementerio; las novias se despiden llo­ rosas, en silencio, de los galanes que se marchan del pueblo; el invierno pone bruma y rocío sobre el paisaje. La segunda parte de Pastorales, titulada «El valle», va precedida por la «Sinfonía pastoral.—Motivo» de Beethoven y está dedicada: «A / la memoria de / Estrella / que se murió en mayo». Estrella, en los poemas, es una muchacha del campo que el poeta a veces llama por el diminutivo y que aparece por primera vez en Arias tristes, en el poema XIII de la primera parte, que debe estar relacionado a la estancia de Juan Ramón en el Guadarrama con el doctor Sandoval, el amigo de los diminutivos:

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Vida y obra de Juan Ram ón Jim énez Llueve, llueve; la aldeíta se ha dormido dulcemente; los tejados tienen humo... ¡Qué alegría! ¡Cómo llueve! —Estrellita, ven a casa, que m i hermana quiere verte, que nos contará mi abuela muchos cuentos si tú vienes. (P. L. P., 226)

Otro poema de Arias, el VI de la tercera parte, aunque en él no se nombra a la heroína, pudiera relacionarse con Estrelli­ ta, ya que se describe a una niña que va con la abuela por un paisaje de aldea; un mozo de ojos negros la ha enamora­ do, la niña llora por él y al final del poema tiemblan en el cielo las estrellas, en diminutivo: Vienen la abuela y la niña por la senda... La luz blanca de la luna grande y triste de primavera, derrama un amor sereno y dulce sobre las pobres cabañas, sobre los techos sin humo, sobre las puertas cerradas.

Mozo, mozo de ojos negros y de doliente mirada, qué le has hecho al corazón de esta niña dulce y blanca?

pasa, mozo de ojos negros, besa la carita blanca, tibia flor entre la brisa y el miedo y la luna; pasa

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porque se alumbra la noche y la luna está muy alta, y ya tiemblan en el cielo las estrellitas del alba! (P. L. P., 307-309)

Los m ism os elem entos de estos poemas de Arias tristes apa­ recen en Pastorales en aquellos poemas que tratan de Estrellita, en la parte a ella dedicada. En el poema XX de esta segunda parte el poeta habla de su muerte en un tono más bien juguetón que quejumbroso: Se está muriendo Estrellita... La abuela va por la senda y la senda va entre flores y entre flores a la aldea. El cielo azul da a los campos su gracia de primavera; canta la alondra en el surco, canta el agua entre la hierba... (P. L. P., 617)

Algunos de los poemas sobre E strellita llevan antepuesta la frase: «Habla Galán», lo que parece indicar una identifica­ ción del autor con personajes de ficción, intención que va re­ calcada por la inclusión de la abuela que cuenta cuentos y acompaña a la niña. El nombre que aparece más a menudo en los poemas de Pastorales es el de María, a quien está dedicada la tercera par­ te del libro, titulada «La estrella del pastor» y precedida pol­ la partitura del «Regreso de los labradores» de Schumann. Juan Ramón usa un nombre ficticio para esta María y un lugar ficticio: «A / María del Rocío, / la de Gala de Rosa»; pero todo indica que lo ficticio se usa para encubrir una rea-

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lidad, que la María del Rocío es María Almonte, la m ujer que le endulzó la vida a su regreso a Moguer. En las listas del poeta en las que da las fuentes de su poesía, aparece el nombre de María Almonte específicamente encasillado bajo el título «Fuentes humanas de mi poesía». Pero Juan Ramón no podía dedicarle versos a María Almon­ te abiertamente en el pequeño pueblo de Moguer, porque allí tenía fama de loco; porque al padre de María, su médico, que conocía a fondo su mal, no le hubiera gustado que ga­ lanteara a su hija, y el pueblo hubiera censurado a María de saber que no le desagradaban las atenciones del poeta enfem io de los nervios. Se explica que Juan Ramón haya usado «María del Rocío» en lugar de María Almonte, puesto que la Virgen del Rocío es la patrona de Almonte, pueblo de Huel­ va, y es de suponerse que el «Gala-de-Rosa» encubre el nom­ bre de cualquiera de los lugares verdaderos asociados con María; se piensa en Moguer, que se cree ser una corrupción de Mons Urium, en español, Monte-de-oro, o en Calaroza, pue­ blo serrano de Huelva, por la relación de «monte» con «sie­ rra». También se explica el título «La estrella del pastor» que el poeta le da a esa tercera parte del libro dedicada a María, puesto que él se identifica con un pastor galante para quien ella es una estrella. Ya se ha mencionado que algunos de los poemas de Pastorales llevan antepuesta la frase «Ha­ bla Galán». Este Galán es un pastor enamorado en el poema X III de la segunda parte: —Ayer pasó por aquí Galán el pastor, abuela, y me dijo: No me olvides; volveré a la primavera. (P. L. P., 60S)

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En la tercera parte dedicada a María del Rocío, al reverso de la página con la dedicatoria, Juan Ramón cita, a manera de epígrafe, de un poema propio: El pastor, lánguidamente con la cayada en los hombros, mira, cantando, los pinos del horizonte brumoso, ... (P. L. P., 626)

El papel de María Almonte en su vida quedó indicado en los «Recuerdos» inéditos. En las tardes claras de septiembre el poeta iba a buscar a María con el padre de ella, al colegio de las Esclavas; la recordaba como entonces: «Tú venías lijera, sofocada, con tus ojos negros encandilados y más intensos de cielo azul y la sonrisa de tu boca de cereza era para m í una cosa májica y sin nombre. Tú querías todo lo que yo quería, eras siempre partidaria de m is sueños y m e pregun­ tabas qué quería yo que tú hicieras. Sabías de memoria to­ dos m is versos. Alguna vez — ¿te acuerdas?— en la soledad m e preguntabas ¿no estás mejor aquí conmigo? Evitabas m i mirada, te turbabas ante m í y la jente decía que tú me que­ rías. Verdaderamente, m e querías. Y yo te tengo aún en el alma, tal com o entonces eras, con tu trenza, tus senos na­ cientes, tu boca enormemente roja, tus ojos negros, dorados, azules encandilados... que se ve como, M aría»22. Entre estos mismos «Recuerdos», en el titulado «Diálogo de las alondras» queda María identificada con la hija del médico que vivía cerca de la casa del poeta en Fuentepiña. Se sabe que la casa era del médico Almonte; en el mencionado «Diálogo» se describe tal com o era: 22 Este fragmento, con el «Diálogo de las alondras» que se men­ ciona a continuación, también inédito, se conserva en los archivos de J. R. J. en España.

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Lugar de acción: En Fuente-Piña. Un camino arenoso poco transitado, que une la antigua casa del poeta con la del médico, la hierba de las orillas, la jara, están llenas de gotas de rocío. Amanece. En el oriente, un sol frío lucha por romper unas nubes blancas, lu­ minosas. Dos alondras cantan en la arena.

Las alondras recuerdan al poeta de barba negra, con su som­ brero lleno de flores y su manta escocesa; y al médico de barba blanca que le salía a veces al encuentro diciéndole que parecía un bandido italiano; y a la hija del médico: A l o n d r a 2.a: Y de la hija del médico, te acuerdas?, María. Era como una alondra morena. Un poco arisca, pero el poeta le de­ cía cosas dulces, y ella sonreía... y los dos buscaban vinajeras amarillas y verbenas rosas y azules... A l o n d r a 1 .a : Y otras veces venía el poeta en un asno Platero y subía también a María y se iban trotando por el pinar... y ella volvía la cara hacia la del poeta, y se dejaba besar... y callaba...

En Pastorales, la María cuyo doble fue la sensitiva María Almonte de Moguer tiene categoría de mujer casta y admira­ da, va vestida de blanco en el poema VII de la parte a ella dedicada, en el que se menciona también una rosa, de oro: María, aunque vas de blanco y, por tristeza, eres mía, aunque te beso en los ojos, aunque no quiero tu risa, ¡si vieras qué alegre estaba la luna sobre las viñas! Mira..., el sol se iba rosando. · y era una rosa de oro..., mira... (P. L. P„ 638)

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En Pastorales, el poeta sigue revistiendo a sus novias de blancura: en el poema X III de la primera parte el poeta se despide de una « ¡Novia de m ejillas blancas / y de pobres ojos negros! » (P. L. P., 553); en el poema XVII de la segunda parte le dice a Estrellita: «mandaré hacer un vestido / blan­ co, com o para ti...» (P. L. P., 612); en el poema II de la ter­ cera parte se ha muerto la molinera sin que ningún galán la besara: «La molinera iba blanca / en un nido de azahares» (P. L. P., 628). La más blanca de todas las mujeres de Pas­ torales es la llamada Blanca, cuyo doble fue la moguereña Blanca Hernández Pinzón; su nombre se presta para un poé­ tico juego de palabras y conceptos, como en el poema XVI de la tercera parte:

tristezas de lirios blancos, no tan blancos como tú... |Blanca blanca! Tú me abriste la flor de tu juventud, ... (P. L. P., 651)

Y como de costumbre, la blancura que Juan Ramón le atri­ buye a Francina es de la carne; Francina sigue siendo la no­ via de carne blanca, como en el poema X III de la tercera parte: Yo pensaba que en la aldea vivía siempre Francina, la bella de rizos de oro y carne de margarita... (P. L. P., 646)

En Pastorales el poeta necesita más de la presencia de la mujer que del paisaje. En Jardines lejanos un jardín le con­

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solaba de la herida causada por una mujer (poema X X II de la tercera parte): Cuando el corazón nos duele por causa de una mujer, qué dulce es poder tener un jardín que nos consuele! (P. L. P., 510)

Pero en Pastorales el poeta necesita de la mujer para que le endulce el paisaje, com o en el poema X IX de la segunda parte, en el que andan mezclados, con el olor de la carne y el traje blanco, el del campo: Mujer, perfúmame el campo; da a mi malestar tu aroma, y que se pongan tus manos, sobre el tedio de mis rosas. ¡Olor a carne y romero, traje blanco y verdes hojas, ... (P. L. P., 615)

El malestar del poeta tiene que ver con el deseo de la carne: ¡Pero mátame de carne, que me asesine tu boca, dardo que huela a tu sangre, lengua, espada dulce y roja! (Ibid.)

La naturaleza ha dejado de ser el fondo de sus tristezas y se ha convertido en la aliada de sus sentidos; la nota sensual confundida con el paisaje resulta leve, da agilidad a la ex­ presión poética, hace que lo sensual pase casi desapercibido; pero en Pastorales se exalta más a la mujer que al paisaje. La boca de la mujer está sobre la aurora (poema VIII de la segunda parte):

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Tu boca de carne en flor vence a la boca del día, no hay nada tan de cristal como tu voz cristalina... (P. L. P., 594)

El paisaje está saturado de los atributos de la m ujer (poema XI de la segunda parte): Era un humo azul... Llegaba una voz de copla y risa; había un cantar de arroyo, pasaba un olor a niña... (P. L P., 600)

La naturaleza toda le sirve al amor (poema XI de la tercera parte): Mi corazón oye bien la letra de tu cariño..., el agua lo va contando entre las flores del río; lo va soñando la niebla, lo están llorando los pinos, y la luna rosa y el corazón de tu molino... (P. L. P., 643)

Como en las obras anteriores, el paisaje de los poemas de Pastorales corresponde mayormente al de los alrededores del poeta en el mom ento de la creación, en este caso al de la sierra del Guadarrama y al de Moguer, aunque en la tercera parte del libro Juan Ramón parece reunir en uno los paisa­ jes cam pestres conocidos por él. La artística elaboración de los elem entos reales del paisaje se puede apreciar en la se­ gunda parte de Pastorales, en la que se describen escenas

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Vida y obra de Juan Ram ón Jim énez

pueblerinas corrientes, como las que han de aparecer en su obra más popular, Platero y yo. En la primera parte del li­ bro Juan Ramón evoca los lugares familiares del pueblo, que tam bién han de aparecer en Platero: el río, el cementerio, el pinar, el castillo viejo, la ermita blanca, las campanillas azu­ les en el jardín, el pozo seco. Los poemas están ordenados de tal modo que los de la primera parte denotan la nostalgia del pueblo, y los de la segunda, su presencia; entonces todo lo que los sentidos abarcan se convierte en sustancia poéti­ ca. Del mediodía dice el poeta: «Mediodía; sol y rosas; / todo el pueblo se ha dormido»; «de la sombra de las casas / vienen cantares dolidos»; «las palabras de las madres / tie­ nen fragancias y ritmos» (III, 585). De la calle de los marine­ ros: « ¡calle de los m arineros!, / ¡qué verdes están tus árbo­ les! , / ¡qué alegre tienes el cielo! » (IV, 587). De la fam ilia a la hora de la tormenta: «Margarita y Blanca rezan, / los niños vienen llorando..., / m i madre dice: los pobres / que estén en el m ar...» (XIV, 606). Del molino: «Molino de vien­ to, rojo / molino de viento, al cálido / pensamiento de los últim os / soles granas del verano! » (XVI, 609). Del ciego del pueblo: «...Los niños le dicen: —Padre, / ya está la acacia florida... / Y el padre pone en la acacia / sus m anos..., y la acaricia...» (XVIII, 614). El poema XXII, últim o de esta segunda parte, lleva como epígrafe la frase: «El poeta ha muerto»; pero en él Juan Ramón no le canta a la muerte sino a la vida del pueblo, al río, al viento, a los pinos, a los niños, a las mariposas blan­ cas, a la paz amarilla del mediodía: —Buenos días. —Buenos días. Tú, pueblo alegre y florido te irás llenando de sol, de humo blanco, de humo blanco, de campanas y de idilios...

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...Cuando venga el mediodía habrá paz... Entre los pinos cantará un pájaro..., y todo será mudo y amarillo. (P. L. P., 619)

En una carta fechada el 8 de septiembre de 1904, el médi­ co Simarro, que había notado alguna mejoría en su paciente, le recomendó que regresara a Madrid hacia la segunda quin­ cena del mes, insistiendo en la poca necesidad que tenía de ser acompañado en el viaje por su hermano E ustaquio23. Como Juan Ramón seguía tem iéndole a la muerte repentina, no quería hacer el viaje solo. Moguer le había hecho olvidar en parte sus tristezas, pero no la muerte. El contacto con el pueblo había avivado su espíritu andaluz jocoso y de ello quedó prueba en un poema que permaneció inédito, quizás porque el tono favorito de Juan Ramón no era el jocoso, sino el del cante jondo. En el poema inédito, sin título, se burla de su condición y de la madre de una de sus novias del pue­ blo, que la había alejado de é l M. Es un poema largo de trece estrofas en octosílabos y contiene elem entos autobiográficos: Juan Ramón se refiere a su escritura, sus silencios, su poco católica costumbre de no ir a misa, sus lecturas volterianas, su amor a las novicias, su anticlericalismo, su falta de oficio, sus gustos raros. En las estrofas a continuación se incluyen el principio y el fin de este curioso poema: La madre de mi adorada no me quiere, porque hago unos renglones muy cortos y unos silencios muy largos. 23 Carta en la «Sala Z. y J. R. J.» de la Universidad de Puerto Rico. Reproducción en parte en Vida y obra de J. R. J., pág. 116. 24 Inédito. En los archivos de J. R. J. en España.

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Vida y obra de Juan Ram ón Jim énez Porque nunca voy a misa creo que porque me baño todos los días y esto tiene un sabor mahometano. Porque no llevo en el pecho medallas ni escapularios, ni en el alma; porque leo libros que son volterianos

Porque adoro a las novicias con un pecado romántico, ...

Y dice: después de todo el pobre no es mal muchacho; pero, mire usted Don Pedro, tiene unos gustos tan raros. Ya ve usted no va a los toros ni a los bailes ni al teatro... y luego haga sol o lluvia coje las piernas y al campo Sí señora, tiene usted mucha razón y está claro la niña está hecha una rosa no hay que dársela al diablo.

La nota más fina de la poesía juanramoniana de esta épo­ ca es la conmovedora del poema que encabeza la segunda parte del libro, llena de amor al pueblo, el conocido saludo a Moguer. El tono cariñoso y humilde, la sinceridad del senti­ miento, desnudo por com pleto de alardes patrióticos o regio­ nales, la veracidad de su contenido, hacen del poema una de las ofrendas líricas más altas de un poeta a su tierra. Juan Ramón le canta al campo, a la primavera, no com o el cele-

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brado poeta que regresa de la capital, sino como el mu­ chacho-poeta del pueblo que todos conocen: «el novio de Blanca»: Muy buenas tardes, aldea. Soy tu hijo Juan, el nostálgico. Vengo a ver cómo florece la primavera en tus campos. ¿Te acuerdas de mí? Yo soy el novio de Blanca, el pálido poeta que huyó de ti una mañana de mayo. (P. L. P., 583)

Con nuevo dominio del verso, Juan Ramón le da a escoger a su pueblo la canción que quiera oír: Aldea con sol, ¿te digo sentires viejos y lánguidos?, ¿o quieres coplas de abril llenas de sol y de pájaros?

(Ibid.) El producto será ofrenda del corazón y los labios: ¡Dímelo tú, y yo abriré mi corazón y mis labios, y volará sobre ti una bandada de cánticos! (Ibid.)

Los poemas de Pastorales fueron la bandada de cánticos, y con el cuidado peculiar que Juan Ramón ponía en la distri­ bución de sus versos, puso com o últim o del libro un cantar sobre una molinera que esperaba a su galán que habría de volver (poema X X III de la tercera parte):

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V ida y obra de Juan Ram ón Jim énez —Mi novio será un galán que hace un año se ha partido... Se lo he jurado hace un año a la Virgen del Rocío... ...Sollozaba el corazón de la rueda del molino, huía el viento, cantaban el agua, el sapo y el grillo. Mi corazón se alejó por el sendero florido que va, nadie sabe adónde, andando al lado del río... (P. L. P., 663-664)

Los nueve poemas del «Apéndice», del m ism o tono pasto­ ral, fueron escritos en Madrid. Juan Ramón los separó lla­ mándolos «Poesías pastorales». Siguiendo los consejos de su médico, el lum inoso hijo de Moguer regresó a Madrid en el otoño de 1904.

CAPÍTULO X I

LOS MARTÍNEZ SIERRA Y EL TEATRO DE ENSUEÑO

Ay, Gregorio! los días han pasado. N osotros ¡ éram os dos hermanos y el jardín nos unía... / Libros, flores y músicas. Después vinieron otros... / Y María, tres veces amapola, María, / agua y lira tres veces, la que llevó al po eta / com o un niño a través de estos parques de llanto, / tendrá una rosa o un oro en vez de aquel violeta / del corazón florido que la quería tanto..Λ Con su inteligencia, comprensión y cariño María Martí­ nez Sierra colmó las ansias de Juan Ramón, que necesitaba tener a su lado a una mujer en cualquiera de los benignos papeles propios de su sexo, y el poeta fue para ella el amigo perfecto que encarnó el soñado ideal de fraternidad entre hombre y m u jer2. Las relaciones entre los Martínez Sierra y 1 J. R. J., «Rosas de amistad», segundo de los cuatro poemas por distintos autores que aparecen, a manera de prólogo, en la obra de Gregorio Martínez Sierra La casa de la primavera, Librería de Pueyo, Madrid, 1907. 2 Ver María Martínez Sierra, Gregorio y yo. Medio siglo de colabo­ ración, Biografías Gandesa, México, D. F., 1953. En esta obra María clasifica a J. R. J. como «el amigo perfecto» y habla de su amistad en

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Vida y obra de Juan Ram ón Jiménez

Juan Ramón eran verdaderamente fraternales. María se bur­ laba cariñosamente de su melancolía y con perenne buen hu­ m or y graciosa frivolidad levantaba su decaído ánimo. Su marido Gregorio apreciaba las finezas del poeta con ella, sus caminatas con ambos a la escuela, acompañando a María que era maestra, las largas horas de conversación y de lec­ tura, en voz alta, de los versos de Verlaine y de Juan Ramón, la preocupación de éste por la salud de María: el médico le había recetado com er la carne casi cruda, y para que le re­ pugnara menos, él se la picaba y la ponía en sellos que traía de la farmacia. Le llevaba flores, le daba del perfum e que se compraba para él, y como las mujeres empezaron a usar blusas de estilo camisa, con corbata, le regaló tam bién una corbata. María correspondía a sus gentilezas desempeñando sus encargos sentimentales e intercedía con sus bellas ami­ gas a ver si permitían que el poeta les dedicara sus versos. Con discreción, respetaba los silencios del poeta y admiraba su poesía con verdadera sinceridad. Como Gregorio pasaba mucho tiempo fuera, ocupado en labores editoriales y bus­ cando editores para su propia obra, Juan Ramón se quedaba a acompañar a María, ayudando a corregir pruebas, a mejo­ rar las rimas y el orden de las com posiciones y buscándoles títulos para sus obras. Un día que los Martínez Sierra se vieron apurados para terminar el manuscrito de la novela La hum ilde verdad, que iban a presentar a un concurso litera­ rio, Juan Ramón pasó con ellos la noche entera ayudándoles a copiarlo a mano. las págs. 167-170. La información biográfica referente a J. R. J. duran­ te los años de su íntima amistad con los Martínez Sierra se basa en esta obra de María, en sus cartas al poeta publicadas por Gullón en Relaciones amistosas y literarias entre J. R. J. y los M. S. y en las res­ puestas de María en Buenos Aires, julio de 1968, a las preguntas por escrito de esta autora. (Ver capítulo VII, nota 12.)

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La romántica personalidad de Juan Ramón dejó su huella en las obras escritas por los Martínez Sierra durante los años de íntima amistad con el poeta. Esta influencia se nota en Teatro de ensueño, de 1905, una obra modernista com­ puesta de cuatro piezas teatrales más aptas para ser leídas que representadas, ya que el diálogo está interrumpido por artísticas descripciones del paisaje o del estado de alma de los personajes. Un poema de Juan Ramón relacionado con la trama precede cada una de las cuatro piezas de la obra, ti­ tuladas: «Por el sendero florido», «Pastoral», «Saltimban­ quis» y «Cuentos de labios en flor». En el caso de «Pastoral», dividido en cuatro partes, además de la parte inicial las otras tres van precedidas por un poem a juanramoniano. En «Sal­ timbanquis» Juan Ramón figura como personaje: es el autor de la obra y como tal recita un poema de él a la heroína en el segundo acto. En «Cuentos de labios en flor», además del poema inicial que sirve como prólogo, hay uno que hace las veces de epílogo. Estos nueve poemas son los que apare­ cen en el Apéndice del libro de Juan Ramón titulado Pas­ torales. Teatro de ensueño se publicó con el nombre de Gregorio Martínez Sierra como autor, llevaba un prólogo titulado «Me­ lancólica sinfonía de Rubén Darío» por este poeta y desig­ naba los poemas juanramonianos com o «Ilustraciones líri­ cas» de Juan R. Jiménez. Las «ilustraciones líricas» a la ma­ nera del Teatro de ensueño después se pusieron de moda en España y América; pero n i los Martínez Sierra ni Juan Ra­ món le concedieron mucha importancia a esta colaboración. En unas notas que el poeta dejó inéditas, decía, como en tono despectivo, que escribía las «ilustraciones líricas» en casa de los Martínez Sierra después de alm orzar3, y cuando se le in3 En los archivos de J. R. J. en España.

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terrogó a María Martínez Sierra sobre el particular, años más tarde, contestó: «Juan Ramón y nosotros nunca hemos trabajado en colaboración. Él leía nuestras cosas cuando ya estaban hechas y nos decía: ¿Quieren que les ponga unos versitos? Naturalmente le decíamos que s í» 4. No cabe duda entonces que Juan Ramón adaptó sus poemas a los temas de los Martínez Sierra; pero estos temas tenían elem entos afi­ nes a la vida y la obra del poeta. Los poemas que éste es­ cribió para Teatro de ensueño son como los de su libro Pas­ torales, escritos en 1904 y 1905, que seguramente leyeron los Martínez Sierra para esa fecha. Las fuentes de los poemas de este libro de Juan Ramón proceden en su mayor parte, como ya se ha explicado, de circunstancias reales en su vida. La excepción sería el elemento ficticio relacionado con la identificación del poeta con un pastor galante enamorado; pero aun este elem ento corresponde a una realidad psicoló­ gica. También podría exceptuarse como elemento no real la inclusión de heroínas de cuentos en algunos poemas; pero ya antes Juan Ramón había usado en sus versos elem entos de la narrativa. Tanto en Pastorales como en Teatro de en­ sueño hay música de molino, carretas por el sendero, sende­ ros floridos y silenciosos, nieve sobre el paisaje, una novia de nieve, novias blancas, novias muertas, canciones de pri­ mavera y otoño. Todos estos elementos habían aparecido an­ tes en la poesía de Juan Ramón. La primera pieza del Teatro de ensueño, «Por el sendero florido», tiene que ver con unos húngaros que pasan en una carreta por un empolvado camino de Castilla, casi al pie de los montes del Guadarrama. La mujer de uno de ellos mue­ re y su marido tiene que enterrarla en el corazón de la llanu4 Respuesta personal de María en Buenos Aires, julio de 1968, a las preguntas por escrito de esta autora.

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ra porque el pueblo supersticioso, creyendo que murió de peste, les impide darle la debida sepultura en sus confines. La trama será de los Martínez Sierra; pero el paisaje está visto por los ojos de Juan Ramón, que en el poema inicial lo describe como en otros tantos versos inspirados por esa re­ gión. El poema tiene relación con otro de «La tristeza del campo», primera parte de Pastorales; contraponemos las tres primeras estrofas con las tres últimas del poema inicial de la obra de los Martínez Sierra: Allá vienen las carretas... Lo han dicho el pinar y el viento, lo ha dicho la luna de oro, lo han dicho el humo y el eco...

...La aldea está sonriente, el cielo azul, la luz llena de paz..., mas todo se apena cuando se pasa la fuente.

Son las carretas que pasan estas tardes, al sol puesto, las carretas que se llevan del monte los troncos muertos...

Sendero, tú haces el llanto largo..., tu polvo lo calla todo..., al hallarte se halla la tapia del camposanto...

¡Cómo lloran las carretas, camino de Pueblonuevo! (VIII, P. L. P., 545)

Hay alguien que se ha dormido soñando en su pandereta... Por el sendero florido ¡cómo llora la carreta! (Apéndice, I, P. L. P„ 671)

En ambos poemas el llanto de las carretas es un simbólico llanto a la muerte y este simbolismo constituye el elemento principal de la pieza dramática de los Martínez Sierra. Juan Ramón pudo haber influido en la creación directa e indirec­ tamente, los húngaros eran parte del paisaje y la vida moguereña, aunque esto no quiera decir que sólo en Moguer se les conociera; pero es un hecho que en el moguereño libro de Juan Ramón Platero y yo el poeta se ocupará de ellos re­ petidamente por ser tan del pueblo.

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En la segunda pieza del Teatro de ensueño, titulada «Pas­ toral», la trama simbólica se puede relacionar con la búsque­ da juanramoniana de una novia blanca ideal. Se trata de una mujer ideal, una reina blanca de ojos azules y cabellos do­ rados a quien un mozo pastor busca por todas partes a tra­ vés de todas las épocas del año: a través del invierno o «tiem­ po de nieve», de la primavera o «tiempo de rosas», del vera­ no o «tiempo de amapolas» y del otoño o «tiempo de hojas secas». Al fin, el pastor se da cuenta que la novia ideal es la muchacha buena que siempre ha estado con él; pero ya es tarde y la pierde. Los poemas que anteceden las cuatro par­ tes, relacionadas con las estaciones del año, tienen mucho en común con los del libro Pastorales; el antepuesto al «Tiempo de rosas», título del segundo cuadro, celebra la fiesta de la Cruz, típica de Moguer y muy cantada en la poesía juanra­ moniana. A continuación, estrofas de los poemas con el m is­ mo tema en las respectivas obras: VIII

III

Έ1 tambor llama a la flauta..., vamos a bailar, María; que tus pies alegres pisen las flores que mis pies pisan.

Mira, la flauta está loca y está loco el tamboril... ¡Ay!, tamboril, toca; ¡ay!, toca flauta alegre y juvenil.

Ya te has puesto buena..., todos creyeron que te morías, ¡mas la santa Virgen no quiso quitarme la vida! (Pastorales, parte 2.a, P. L. P., 594)

¡Porque la Virgen bendice, porque la Virgen María, porque la Virgen bendice a toda la pradería! (Apéndice, P. L. P., 674)

La María del primer poem a citado es la que tiene su doble en María Almonte; en el segundo poema citado, escrito para el Teatro de ensueño, Juan Ramón escoge llamar a la Virgen por este nombre en vez de cualquiera de los nombres que se

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le da en Moguer; pero es obvio que ambos poemas corres­ ponden casi a un mism o sentim iento alegre relacionado con el campo conocido por el poeta. En la tercera pieza titulada «Saltimbanquis», el poema puesto en boca del personaje que representa a Juan Ramón describe a la heroína Margarita, blanca, com o todas las no­ vias del poeta, autor ficticio y real del poema: ¡Margarita de oro y lino, niña, estrella, luz, canción, flor que nievas el camino con todo tu corazón; ¡Tú eres blanca, tú eres bella, tú sabes quitar el frío, ...tendrás el pecho de estrella y las manos de rocío! (Apéndice, VII, P. L. P., 682)

En «Cuentos de labios en flor», la cuarta y últim a pieza del Teatro de ensueño, dos castas hermanas: Blanca, rubia, y Rosalina, morena, se enamoran del m ism o hombre, un pin­ tor que les habla de amor. Cada una se da cuenta de que la otra quiere al galán y al mism o tiem po se cree preferida por él, y para dejarle el camino libre a la hermana, cada una se quita la vida ahogándose en el río. El hecho de que los Martínez Sierra le hayan dado a sus heroínas los nombres de Blanca y Rosalina indica hasta qué punto Juan Ramón influye en la obra. Los nombres corres­ ponden a los de sus novias en la vida real: Blanca Hernán­ dez Pinzón y Rosalina Brau. Juan Ramón quiso a ambas al m ism o tiempo, entre sus catorce y quince años, siendo él es­ tudiante de pintura en Sevilla, donde vivía Rosalina. Blanca era la novia de Moguer. En este detalle existe otra vez una curiosa coincidencia con la obra de los Martínez Sierra, ya

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que el galán de «Cuentos de labios en flor» es pintor. El sim­ bolism o de la obra armoniza también con la vida sentimen­ tal del poeta que se sentía igualmente atraído hacia la casta Blanca y la también casta pero más apasionada Rosalina. Ninguna de las dos llegó a ser su novia formal. Sim bólica o subconscientemente, en el poema escrito para Teatro de en­ sueño, Juan Ramón pide dos cajas iguales para las novias muertas, muertas para él en la vida real, y juega con sus nombres como tantas veces lo ha hecho con el nombre de Blanca: buen carpintero, haz dos cajas de blancura de lucero!, las dos forradas de seda, las dos iguales, iguales..., dos cajas primaverales, las dos forradas de seda y cubiertas de cristales. Una caja para Rosalina y otra para Blanca, una caja blanca y rosa, otra caja rosa y blanca... (Apéndice, VIII, P. L. P„ 685)

Desde sus primeros poemas Juan Ramón ha descrito la blan­ ca caja de sus blancas heroínas. La caja blanca y rosa apa­ rece en otro poema, el II de la tercera parte de Pastorales, que lleva antepuesta la estrofa de un romance popular y cuya heroína es una casta molinera: Cuando sacaron la caja se puso a llorar el valle; la caja era blanca y rosa, y la tapa de cristales.

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El molino nuevo está llorando como una madre. La molinera iba blanca en un nido de azahares; ... (P. L. P., 628)

Concluimos que los poemas que Juan Ramón escribió para el Teatro de ensueño de los Martínez Sierra no fueron meras creaciones para acomodo casual de esta obra, sino que con­ tienen elementos típicos del mundo poético juanramoniano que armonizan de manera curiosa con el contenido de las piezas teatrales que reflejan la psicología juanramoniana y hechos reales de su vida amorosa sentimental. Recordando la época de su amistad con Juan Ramón, Ma­ ría Martínez Sierra, con su gracia peculiar y ya anciana, dijo: «Algunos de los nombres de mujer que figuran como amores de Juan Ramón no son de m ujeres de carne y hueso sino de protagonistas de algunas obras nuestras ... Se enamoraba de esas protagonistas de nuestras obras. Hay una obrita nuestra, cuyo nombre ya no recuerdo, en la que dos mucha­ chas están enamoradas del mismo hombre; ambas creen que la otra es la favorecida con el amor de este hombre, y deses­ peradas se matan. Se tiran al río, creo. De ahí Juan Ramón escribió una poesía 'para las novias tristes... (ya no me acuer­ do)... amén’» 5. Se entiende que María no recuerde los deta­ lles exactos de la obra después de más de medio siglo de su escritura y es admirable que recuerde el poema de Juan Ramón que sirve de epílogo a la obra y que lleva com o epí­ grafe la frase: «Oración por las novias tristes». En cuanto a la opinión de María que Juan Ramón se enamoraba de las protagonistas de las obras de ellos, todo indica lo contrario; s Ibid.

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es decir, las m ujeres idealizadas por Juan Ramón y las no­ vias de carne y hueso pasaron a ser las heroínas de las obras de los Martínez Sierra en el caso del Teatro de ensueño y en otro caso del que se hablará más adelante. A María Martínez Sierra le parecía que Juan Ramón se enamoraba de cuanta m ujer amable acertara a pasar a su lado, ya fuera una monja del sanatorio o la bella esposa de un amigo; pero por sus cartas se comprueba que las mujer res que fueron objeto de la admiración del poeta alentaron sus galanterías. De éstas, sólo una habría de ser fuente de su poesía, la señora Muriedas, una bella y fina extranjera casa­ da con un español de ese apellido. Juan Ramón la conoció en la órbita de los Martínez Sierra y quiso dedicarle unos versos, probablemente una de las tres partes de Pastorales. Ella consintió, pero preocupada por el posible qué dirán es­ pañol y por la negativa de otra admirada del poeta llamada Margot, también amiga de los Martínez Sierra, le retiró el consentim iento6. La señora de Muriedas acabó por separar­ se del marido por mal comportamiento de él, que, según opi­ 6 La señora de Muriedas le dio el encargo, por correspondencia, a María Martínez Sierra, que informó a J. R. J. del asunto copiándole el párrafo entero de la carta, que a continuación reproducimos: Recibo una carta de Mrs. Muriedas, y traduzco para V.: «Tengo un encargo para el Sr. Jiménez que espero no tendrá V. inconveniente en darle. Margot prefiere que no le dedique la parte de su libro, dándole al mismo tiempo las gracias por su atención, que ella aprecia mucho, y en vista de la negativa de Margot le pido que tenga la bondad de consentir que le retire mi consentimiento para lo mismo, por razones que explicaré a V. María, cuando vuelva a Madrid, y que espero comprenderá V. Ya sabe V. que en España tiene una que conformarse con muchas cosas que no están de acuerdo con sus convicciones, así es que aunque a mí me parecería muy bien la dedicatoria, en­ cuentro más prudente no aceptarla, y si ya no es demasiado tarde, le suplico que se lo diga así al Sr. Jiménez. Por supues­ to, si V. cree que puede ofenderse dejo a la discreción de V. el

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nión de María, era muy poco sen sitivo7, y en su desolación la mal casada le encargó a Juan Ramón, por mediación de María, que no abandonara su buena intención de escribirle, puesto que sería una obra de caridad8; tam bién le hizo saber cuánto sentía que las circunstancias le hubieran obligado a rehusar la dedicatoria de sus versos y cómo un día que vio al poeta pasar de lejos sintió deseos de verle otra vez «en circunstancias más favorables» 9. Libre ya de su marido, esta señora volvió a usar su nombre de soltera, Louise Grimm, y sostuvo una fina correspondencia con Juan Ramón en una época de gran depresión para él, que acabó por enamorarse de ella por su cultura, sus virtudes y sus nobles sentimien­ tos. Ella fue la inspiración de muchos de sus versos, que él

decírselo o no, y espero que no es exigir demasiado de su buena amistad». («Cartas de María Martínez Sierra», en Relaciones amistosas ..., núm. 3, págs. 72-73.) 7 Le dice María M. S. a J. R. J. en una carta a la que Gullón atri­ buye la fecha de 1907: «La bella ingrata ha tenido que separarse de su marido, porque era borrachísimo y no entendía de poemas: ahora vive en Londres, -34 Bedford Place-W. C. con su nena, y casi pobre. Puede usted escribirle, pero no le vaya usted a querer más que a mí». Ibid., núm. 25, pág. 100. 8 Encargo que María M. S. comunicó a J. R. J. en la posdata de una carta de Gregorio: «La Sra. Muriedas me dice: ‘Dígale a J. R. Ji­ ménez que no abandone su buena intención de escribirme; será una obra de caridad'». «Cartas de Gregorio Martínez Sierra», Relaciones amistosas ..., núm. 7, pág. 52. 9 De nuevo María M. S. informa a J. R. J. copiándole el párrafo entero de la corresponsal: «La Sra. Muriedas me escribe, y traduzco para V.: ‘He visto de lejos a J. R. Jiménez un día que pasaba en un coche, y desearía verle otra vez, en circunstancias más favorables, pero no he sido tan afortunada. No creo que pueda haber sentido mi negativa más que la he sentido yo y deseo que consiga V. hacerle creer que es así, pero que las circunstancias la hicieron inevitable’. ¿Por qué no va V. a hacerle una visita, y con eso endulzará V. un poco las melancolías de ella y las suyas propias?» («Cartas de María Martínez Sierra», Relaciones amistosas ..., núm. 7, págs. 78-79).

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le dedicó usando su nombre de soltera y con consentimiento de ella. Tal era la compenetración de los Martínez Sierra con Juan Ramón que en una de sus obras anticiparon casi estos sucesos. En una carta de Londres, en 1906, María le pedía tí­ tulo para un libro de Gregorio en el que un poeta casi se enamora de una m ujer que está a punto de casarse y en au­ sencia del novio ambos cultivan discretamente la sentimen­ tal atracción. Se casa ella y al otoño hay un libro de versos del poeta dedicado a la casada con consentimiento de e lla 10. María quería un título para el libro de versos en la historia; pero Juan Ramón, que para entonces había regresado a Mo­ guer, le contestó tarde y equivocadamente. Al volver a escri­ birle María sobre el asunto, refiriéndose una vez más al epi­ sodio, confiesa que el poeta de la ficción es como Juan Ra­ món y que los libros de Gregorio siempre llevan algo de él: «Muchas, muchas gracias por el título... que llegó tarde: no era para un libro, sino para un episodio de libro; una novela que ha escrito Gregorio para la casa Montaner, en la cual un poeta que se parece un poquitito a V. —muy poco— publica un libro de versos, por el estilo del que V. escribiría pen­ sando en Beatriz. La novela ya está en Barcelona, y el libro del poeta se quedó sin nombre, pero como sin duda está es­ crito que no vaya un libro de Gregorio sin algo de usted, como para el final hacían falta cuatro versos, yo le he rega­ lado cuatro de aquellos que Vd. me envió a Bruselas en los tiem pos en que tenía ganas de escribirme ...» u. Unas líneas 10 Ibid., núm. 15, pág. 90. 11 Ibid., núm. 17, págs. 92-93. Los versos son éstos, citados por María M. S. en su carta:

... y cómo huelen las flores cuando una mujer se ha ido; cuando todo, alma, jardín, casa, se queda vacío...!

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después dice María que el poeta en la novela, simpático y feo, escribe un diario y Gregorio dice que a ratos parece de Juan Ramón y a ratos de ella. (Ibid.) La Beatriz que mencio­ na María Martínez Sierra era una amiga rubia muy admirada por Juan Ramón, cuyo nombre aparece de vez en cuando en las cartas de María al poeta, y si éste se había enamorado de ella, era m ujer de carne y hueso y no protagonista de las obras de los Martínez Sierra. Sin embargo, es obvio que de ella y del poeta derivaron estos inspiración para crear los protagonistas de la novela en cuestión. Juan Ramón con su romántica personalidad influyó en la obra de los Martínez Sierra y María alimentó las románticas inclinaciones del amigo poeta intercediendo siempre en su favor. Por su alegría, comprensión, optimismo y gracioso des­ enfado María anticipó el tipo de mujer que habría de consti­ tuir el ideal definitivo juanramoniano. Echándole en cara constantem ente su tristeza y sus particularidades, María le reiteraba constantem ente su cariño y amistad, manteniéndo­ se intachable en su conducta. Cuando Juan Ramón frecuentaba la casa de los Martínez Sierra, éstos vivían en partes agradables y céntricas de la ciu­ dad. Una vez, estando Gregorio fuera, María se fue a Carabanchel al lado de su familia, y como el poeta no fue a visi­ tarla, le acusó de no haberlo hecho porque en Carabanchel había mucho polvo y olía m a ln. Echando a broma la tristeza de Juan Ramón, le incitaba a llorar, o le aseguraba que se moriría ese año, o le instaba a posponer la muerte mientras ella hacía tal o cual cosa; o celebraba que el poeta hubiera pospuesto el suicidarse para el otoño próximo. Pero todo no era broma; por el profundo cariño que le tenía, María per12 Ibid., núm. 3, pág. 72: «sé que no ha venido V. a despedirse por­ que en Carabanchel hay mucho polvo y huele mal».

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sistía en sacar a Juan Ramón de su melancolía, diciéndole y demostrándole con sus constantes atenciones que le quería escandalosam ente, que le quería en la luna y que ella y Gre­ gorio eran m uchos a quererle. Como su marido en la reseña de Jardines lejanos, tachaba al poeta de no saber ni querer querer y le escribía que era un niño de los que sabían po­ nerse enfermos a tiempo para salirse con todos sus gustos y ganarse todos los mimos y hacer siempre su santa volun­ ta d 13. Sus cartas indican cuál fue su actitud hacia el poeta: le insultaba zalamera llamándole fiera, grandísim a fiera, fierísim o, ingratísim o amigo, mal bicho, bicho infame, poeta lunático, poeta del demonio, calam itoso poeta, po eta fúne­ bre, cerem onioso, em pecatado melancólico, y al m ism o tiem ­ po le mimaba con un Juan Ram oncito, em brujado amigo, chiquillo m im oso y orgulloso, querido Jeremías. Cuando Ma­ ría empezó a estudiar el alemán le escribió a Juan Ramón que en su honor había aprendido las palabras Otoño (Herbst), Triste (Traurig), violeta (Veilchen) y bruma (N e b e l)14, y re­ criminándole su irreligiosidad le decía burlona que los san­ tos deberían estar con él «a menos de media corresponden­ cia», pero que San Juan, «por tener la desgracia de ser su patrón», se compadecería un poquito de él enviándole algu­ na buena ventura en su d ía 1S. Juan Ramón pasó en Moguer las vacaciones de verano de 1905. Al regresar ese otoño a Madrid debe haberse sentido muy solo en ausencia de los Martínez Sierra, que andaban por Bruselas. E l doctor Simarro, que por sus achaques ape­ nas podía moverse, se estaba haciendo construir una vivien­ da por la entonces retirada calle General Oraa, donde tenía el laboratorio con el doctor Juan Madinaveitia. Juan Ramón 15 Ibid., núm. 8, pág. 79. 14 Ibid., núm. 7, pág, 78. is Ibid., núm. 9, pág. 83.

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se ocupó bastante de los asuntos relacionados con la cons­ trucción, y terminada ésta, Simarro la ocupó con los familia­ res de su difunta esposa, que se fueron a vivir con él por­ que su estado de salud reclamaba solícitos cuidados. Achúcarro se marchaba a Alemania a especializarse en psi­ quiatría y neurohistología16 y Juan Ramón decidió volver a Moguer definitivamente. Teniendo en cuenta que el Teatro de ensueño de los Mar­ tínez Sierra se publicó en 1905, no extraña que Juan Ramón prefiriera no publicar Pastorales, que llevaba la mism a fecha, y que lo mantuviera inédito hasta muchos años después. De haberse publicado juntos o cercanos estos dos libros, los crí­ ticos hubieran notado su curiosa relación y esto no hubiera convenido a ninguno de los autores. Cuando Juan Ramón dio a la luz Pastorales en 1911, estaba cultivando otro estilo de poesía y los Martínez Sierra otra clase de teatro, com o Can­ ción de cuna, Lirio entre espinas, Prim avera en otoño, que representaría lo m ejor y más típico de su obra. En cuanto a la obra juanramoniana, es importante notar que por más que el poeta quiso dedicarle partes de sus libros a las bellas casadas que conoció con los Martínez Sierra, éstas no pasan a su poesía, lo que significa que no le inspiraron verdade­ ros sentim ientos amorosos. La gran excepción será Louise Grimm, la mujer de la que verdaderamente se enamoró, en circunstancias decorosas para ambos, ya que para esa fecha ella estaba libre de su marido. También es de notarse que Louise, necesitando de Juan Ramón, tan sensitivo com o ella, le ofreció su amistad e inició correspondencia con él por su propia voluntad, alentando así la sentimental pasión del poeta.

16 Ver Nicolás Achúcarro (1880-1918). Su vida y obra. Con textos de varios autores. Secretario de la edición: Gonzalo Moya, Taurus Edi­ ciones, S. A., Madrid, 1968.

CAPÍTULO X II

LA MUERTE, LA PROSA Y EL PUEBLO

Sobre la plaza vieja, donde una música de m etal am arillo se lam enta al cielo azul y puro de la tarde de siesta, los te­ jados bajos llenos de verdor m ojado, blando, verdinegro, sue­ ñan llenos de sol. ¡Qué irisaciones! Tras ellos algún árbol —una pim ienta, una palm era— son oro y sueño, una ensoña­ ción m usical y nostálgica de verdor y de lum bre, hacia el ocaso de diam ante celeste y lím pido, donde el sol puro ilu­ m ina de cristal la tarde sobre el campo. ¡Los árboles, los te­ jados! ¡Hongos blanquinegros, verdes, rojizos, verdín, orti­ gas, todo verde y con sol! Y si yo, rom ántica y em belesada­ mente, pongo m i palidez y m i luto entre estas m ajias verdeoro, silbidos y voces infantiles llenan el aire de la plaza. —¡Eh, eh! ¡El loco! E l loco en el tejado i. El poeta admirado, tolerado y mimado en Madrid por sus distinguidos médicos, por sus amigos, por las grandes figuras de la Institución Libre de Enseñanza, era para la gente de su pueblo un loco que había regresado de los hospitales de Fran­ cia y de Madrid. Los chiquillos del pueblo le gritaban a su i J. R. J., «¡El loco!», Primeras prosas, págs. 397-398. Siempre que sea conveniente se seguirá usando la abreviación P. P. para esta obra, seguida del número de la página.

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paso: «¡E l loco!...». El traje y sombrero negro y la barba negra ya crecida que en la capital le hacían parecer románti­ co y distinguido, en Moguer, montado en un asno, medio de transporte favorito para la gente humilde pero no para los de su clase, le daban un aspecto muy singular. En 1905 Moguer ya no era el próspero pueblo vinatero de su niñez, ni la fam ilia del poeta figuraba entre las más prós­ peras del lugar. Las plagas agrícolas habían arruinado la zona, principalmente las viñas. El río era un «leve hilo de sangre», sus nimias aguas estaban contaminadas por las mi­ nas de cobre, principal industria del norte de Huelva. De los dos grandes barcos de carga de los Jiménez, sólo quedaba el armazón de «La Estrella» pudriéndose sobre la superficie exangüe del río. Los Jiménez ya no tenían vino que exportar, les quedaba un lagar para el que bastaban unos tres lagare­ ros. Las grandes bodegas de antaño tenían las puertas y ven­ tanas tabicadas. A la muerte de don Víctor Jiménez, padre del poeta, el tío Paco, que quedó al frente de los negocios, los llevó a todos a la ruina. La quiebra, según el poeta, había sido por valor de quince m illones de pesetas 2. La bella casa de la calle Nueva con el patio de mármol blanco ya no era de ellos. Incautada y vendida después en pública subasta pasó a ser propiedad de la madre de José Hernández-Pinzón Flo­ res, casado con Victoria, la hermana de Juan Ramón. El ma­ trimonio se quedó allí y siguió ocupando el segundo piso, como cuando la casa era de los Jiménez; pero la suegra de Victoria se mudó al primer piso, y doña Pura, la viuda de don Víctor, y Eustaquio el hijo, hermano mayor del poeta, tuvieron que mudarse a una sencilla casa de alquiler en la calle de la Aceña. Juan Ramón fue a vivir allí a su regreso de Madrid. 2 Ver Guerrero, Juan Ramón de viva voz, pág. 151.

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Al enfrentarse de lleno con las tristes circunstancias fa­ miliares, su m elancolía se hizo más profunda, volvió a poner­ se malo de los nervios, se acentuó su inclinación al suicidio. El invierno de su regreso lo pasó yendo de la Casa de Soco­ rro a los consultorios de los médicos y boticas del lugar, y conoció al médico titular, al especialista, al boticario, obser­ vándoles desempeñar sus funciones. Le parecieron hombres poco compasivos, que dispensaban sus servicios según la es­ cala social de cada cual, atendiendo siempre mejor a los que podían hacer el gasto. Entre ellos y los com petentes y dedi­ cados m édicos que le atendían en Madrid, no había compa­ ración. Sus antiguos temores se acrecentaron, de noche el sueño le inspiraba terror, convencido de que la muerte le sorprendería durmiendo, como a su padre. En la angustia del insom nio se le hacía imprescindible tener un médico cer­ ca y acudió al doctor Luis López Rueda, joven marido de una prima suya, Manuela Jiménez. El pariente se tuvo que quedar a dormir algunas noches en casa de Juan Ramón. La inconveniencia del arreglo se resolvió después yendo Juan Ramón a vivir con la pareja, convirtiéndose en el insepa­ rable compañero del pariente médico, acompañándole hasta cuando iba a visitar a los enfermos contagiosos3. Los tísi­ cos y agonizantes que conoció en sus visitas con el médico sirvieron de inspiración para algunas de las páginas de pro­ sa poética que escribió en esa época, parte de las «Pala­ bras románticas» y de las «Baladas para después»4, y con los conocimientos adquiridos en Madrid de sus m édicos y en Moguer de López Rueda, aprendió bastante medicina prácti­

3 Ver Francisco Garfias, Juan Ramón Jiménez, Taurus, Madrid, 1958, págs. 51-52. 4 Incluidos en J. R. /., Primeras prosas, págs. 127 y sigs., y pág. 209 y sigs.

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ca para hacerle a sus amigos el diagnóstico correcto de al­ gunos males comunes recetándoles con acierto. A Juan Ramón le atraía la muerte morbosamente, la sen­ tía plenamente con él, en él, en el latir de la sangre, en el centro del corazón, «con la garra de hueso abierta, amena­ zando apretar y descomponer a cada instante la máquina di­ vina de la vida» 5. Escribía describiendo su entierro, se veía muerto, «blanco, azul, maloliente», cargado en el ataúd por los hombres vestidos de n egro6; le gustaba describir las muertes de otros, comentando sobre el mal olor del cadáver a punto de descom posición y doliéndose de que todo siguie­ ra en la tierra y el muerto se quedara abajo en el sepulcro, y se preguntaba: «¿Y no hay más?» 7. Repasando en el papel los nombres de los poetas favoritos: Heine, Musset, Bécquer, Poe, Verlaine, Machado, Laforgue, Samain, Rodenbach, que como él habían pensado a la luz de la luna «en la belleza de la muerte», decía que no quería encontrarlos bajo la tierra, sino «camino de la luna, en la noche ultraterrena de la muer­ te» 8. Le obsesionaba el cementerio, la tierra, el sepulcro que habría de tragarse su cuerpo y en sus escritos le pedía a la comprensiva María (Almonte) que, al morir él, quemara su carne de poeta 9. Decía que quería estar siempre en el cemen­ terio, pero vivo, sintiendo la vida en el recinto de la muerte, y describía el bullicio de los pájaros que anidaban en los cipreses y los nichos, los geranios encendidos de sol, las abe­ jas que libaban la m iel de los rosales de los muertos 10. Decía que sentía amor por los muertos y una necesidad de sufrir 5 Ver «Palabras románticas», II, Primeras prosas, pág. 131. * «Palabras románticas», XXII, P. P., 167. 7 Ibid., IX, P. P., 144. « Ibid., XIII, P. P., 150. 9 Ibid., XXIV, P. P., 182. 10 Ver «Balada de la dulzura de la muerte», P. P., 333-334.

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con ellos el peso de la tierra, que quería estar muerto en muchas partes, ser consuelo en muchos cementerios, vivir siempre y morir todos los días, en todos los países u. Notaba los nombres en las piedras de los sepulcros, se dolía de los que habían muerto jóvenes: Margarita Garrido, niña cuando él era niño; Carmen la tísica, que siempre le había parecido tan bonita; Alfredito Ramos, cuya cajita él ayudó a llevar al cementerio; Rosa Hernández y Lola Márquez, muchachas ambas del pueblo. La tumba de Margarita Domínguez, muer­ ta y enterrada en Moguer en 1830, a los diecisiete años de edad, le hacía pensar en la inmutabilidad de su estar a la sombra pese a los cambios que el tiempo había traído al pueblo n. Alucinado por la idea del tiempo muerto, escribió una reconstrucción del pasado, como para rescatarlo del ol­ vido: en 1830, las monjas enterradas en el cementerio esta­ rían vivas, sentadas en horas de recreo en el patio del claus­ tro donde se sentaba él; el sol endulzaría los m ismos toronjos y naranjos, volaría una clara brisa com o la que él sentía, el cielo estaría del mism o azul, las abejas picarían lo mism o entre las flores, y frescas voces, ya apagadas, resona­ rían por el cla u stro I3. Con la llegada de la primavera, Juan Ramón empezó a ir al campo, a una finca y casa de los primos en un lugar lla­ mado Huerto de las Monjas, por donde pasaba un arroyo y había naranjos en flor y los típicos granados de Moguer. Cerca estaba el Pino de la Corona, el más grande de esa re­ gión, árbol gigante y antiquísimo, de larga historia, que ser­ vía de faro a los marineros. Al poeta le agradaba su sombra y la paz del Huerto de las Monjas. En los veranos seguía

H «Balada de la muerte múltiple», P. P., 278. 12 «Balada de la muchacha del 800...», P. P., 315. 13 «Superposición», P. P., 415-416.

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yendo a Fuentepiña. El campo le devolvió la alegría y escri­ bió versos alegres: las Baladas de prim avera. El campo se le hizo imprescindible para su tranquilidad; buscando su sole­ dad gustosa, se iba andando y, como se cansaba, empezó a usar el burro de Manuel, el casero de Fuentepiña. El animal era blanco y gris, como muchos de los de la región. A Juan Ramón le había sido posible en Madrid asociarse con personas de su elección, cultivadas, afines y comprensi­ vas; pero en Moguer le faltaban estas amistades. Como en cualquier pueblo pequeño, el habitante promedio era limita­ do de miras y de cultura. En Madrid había disfrutado de la amistad de mujeres cultas com o María Martínez Sierra y sus bellas amigas, la rubia Beatriz, Louise Grimm y la señora O'Day; la mujer y la madre de Navarro Lamarca; la difunta esposa del doctor Simarro; las esposas e hijas de los hom­ bres de la Institución. Pero en Moguer las mejores mujeres del pueblo, como Blanca Hernández Pinzón o la esposa del médico, graciosas y naturalmente finas, no entendían ni gus­ taban de la m úsica de Schubert, por ejemplo. Otras mujeres de su clase social le parecían cursis, com o la mujer del bo­ ticario, que alardeaba de un gusto que estaba muy lejos de poseer; a otras mujeres del pueblo las despreciaba por su fanatismo, en particular a una católica que sin ser monja había hecho voto de castidad. Tan anticlerical como en Ma­ drid, le chocaba ver al cura del pueblo hecho m iel a la hora de las devociones, ya que antes le había visto tirar guijarros y maldecir a toda voz a los chicos que le robaban las naran­ jas del huerto. Convertido en observador de las costumbres de su pueblo, con la más amplia perspectiva del que viene de fuera, le vio sus lacras. Lamentaba la inercia y suciedad de las familias gitanas que vivían a la salida del lugar y la poca afición que le tenía el pueblo en general al trabajo pro­ pio, aunque consideraba que esta característica era nació-

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n a l14. A él le parecía digno y honroso pasar doce horas al día dedicado a escribir sin esperar ninguna recompensa tangi­ ble; sin embargo, el pueblo no entendía que en las épocas en que él gozaba de relativa salud no se dedicara a exportar vi­ nos, aliviando así la crisis económ ica de la familia. Él pensa­ ba que en Moguer cada cual hacía lo que no le tocaba hacer, desatendiendo el verdadero oficio y buscando el tiempo que no necesitaba para dedicarlo a lo otro, y los que pasaban por escritores o intelectuales, no lo eran; a los instruidos les faltaba discernimiento en materias literarias. Una vez, unos amigos de Madrid, creía Juan Ramón que Ortiz de Pinedo o María Martínez Sierra, por gastarle una broma publicaron una poesía a la manera de las doloras de Campoamor en una revista titulada La Saeta y le pusieron al pie: «Por la im ita­ ción, Juan R. Jiménez». La revista cayó en manos de Juan Verdejo, el boticario de Moguer, y sus hijos, que con la m ejor voluntad, alegrándose de poder leer al fin algo del poeta del pueblo, se la llevaron a su casa, felicitándole por su talento. Se la habían aprendido de memoria y jamás se les hubiera ocurrido que se trataba de una b rom a)5. Juan Ramón llegó a comprender mejor a la gente simple del pueblo y a los niños. No se ofendía cuando los chiquillos de los gitanos le gritaban a su paso; «¡E l lo c o !...» o le chi­ llaban que era «más tonto que Pinito». Él sabía que era dis­ tinto, que estaba más cerca de los locos que de los cuerdos. Recordaba vagamente a Pinito y simpatizaba con él porque era uno de los tipos legendarios del pueblo, había oído ha­ blar de él en su niñez, se decía que había m uerto de una borrachera y que dos días después encontraron su cadáver en la zanja de la zona de bodegas llamadas el Castillo (Pla­ 14 Ver J. R. J., «El telegrafista», Por el cristal amarillo, pág. 287. is La reacción de J. R. consta en «El poema», Cristal, pág. 167, y en la obra de Guerrero Juan Ramón de viva voz, págs. 236-237.

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tero, XCIV, «Pinito»), En Moguer había tontos y locos actua­ les, com o Aguedilla, una buena mujer que le mandaba frutas y flores de su huerto, y «el Tonto», un niño incapacitado de nacimiento, a quien con la franqueza y crueldad popular le llamaban así, como si ese fuera su nombre de pila. Los po­ bres del pueblo le inspiraban inm ensa compasión y notaba y celebraba sus virtudes. Le gustaba Lucila, la titiritera del circo, bella y ágil en sus maromas; las hijitas del casero Ma­ nuel, amplias de alegría en la estrechez de su pobreza; Ani­ lla, una graciosa muchacha del campo que vivía al otro lado del arroyo y con quien se encontraba y hablaba en sus pa­ seos en burro 16; Baltasar, el casero del cura, un pobre hom­ bre enfermo que tenía que arrastrarse penosamente del cam­ po al pueblo a vender sus míseras escobas; León, el mozo de cuerda que tenía a mucho su ocupación y su afición, to­ caba los platillos en la banda. Como entre el poeta y la gente de su clase no existía gran comprensión, se desahogaba es­ cribiendo todas sus impresiones. A veces escribía y leía sin cesar, envuelto en una manta, porque padecía de frío. Conti­ nuó la serie de fragmentos de prosa poética que había em­ pezado en Madrid y que se titulaba «Palabras rom ánticas»17, 16 El nombre de Anilla aparece en las notas inéditas de J. R. entre las fuentes humanas de su poesía. Este personaje es probablemente la Antoñilla del capítulo LXXXIX de Platero y yo titulado «Antonia» y llamado así por evasión. Según la costumbre juanramoniana, en aquellos casos en que siente necesidad de cambiar el nombre real de una persona en su obra, lo altera, conservando trazas del original. 17 En el Prólogo a Primeras prosas dice Garfias: Las Palabras románticas están escritas entre 1906 y 1912 —los años de las Elejías, las Baladas, Pastorales, La Soledad sonora y los Poemas májicos y dolientes—. Casi todas ellas fueron es­ critas en Moguer, donde el poeta vivía alejado de la vida litera­ ria por aquellos años. Tienen, pues, un ambiente campesino y frutal que el poeta disimulaba con un lujoso alarde de jardines, fuentes, parques con crepúsculos, malvas de cielos bajos, ruise-

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y empezó unas «Meditaciones líricas». Su acendrado temor a la muerte, el insomnio, las pesadillas, un miedo infantil de perder su amor a la Virgen, a quien se sentía inclinado de nuevo al estím ulo de las devociones y celebraciones del pue­ blo, la mustia apariencia de su madre, su propia convalecen­ cia, le proporcionaron temas, entre otros igualmente tristes, para unos trozos que tituló «Paisajes líricos». Escribía y or­ denaba tres libros de versos titulados, el primero, a la ma­ nera de la lengua popular: O lvidam os; el segundo, inspirado por el pueblo y el campo: Baladas de prim avera, y el terce­ ro, por influencia francesa de Victor Hugo: E leg ía s18. Siguiendo la costumbre ya establecida, dividió los manus­ critos de sus libros en tres partes, según el tono. Las tres partes de Olvidanzas eran: 1) «Las hojas verdes», 2) «Rosas ñores, cristalería de colores, rosas de septiembres y olvidados senderos donde la hierba crece. Pero por debajo de este decorativismo ... (P. P., pág. 17). Es importante aclarar que algunos trozos estaban escritos antes de 1906, probablemente son de 1905, fecha de Pastorales, que Garfias incluye entre las obras de 1906 en adelante. Hacemos esta declaración teniendo en cuenta las coincidencias de expresión entre algunas partes de las Palabras románticas y los versos anteriores a 1906, y apoyán­ donos en un dato del propio J. R. en el trozo XXIII, que dice: «Pero la fiebre arde en mi cuerpo dolorido y de todo lo que me rodea no puedo llevarme al sueño más que esta melancolía joven, pobre enfer­ medad de veintitrés años ...» (P. P., pág. 170). En 1905 J. R. tenía veintitrés años, habiéndolos cumplido en diciembre del año anterior. Lo que Garfias llama lujoso alarde de jardines y decorativismo de algunos trozos, diciendo que con ello el poeta disimulaba el ambiente campesino de Moguer, no lo es; corresponde al ambiente urbano de Madrid, en donde J. R. aún residía en 1905, el mismo ambiente del li­ bro de poemas Jardines lejanos, de 1904, en el que anunció Palabras románticas. Cuando J. R. trata en las Palabras románticas de experien­ cias o recuerdos de experiencias que tuvieron lugar en los sitios urba­ nos en que residía, el ambiente corresponde al sitio. is J. R. J.: «y así como sobre mí ejerció influencia Victor Hugo con sus Elegías, ...». Citado por Guerrero en Juan Ramón de viva voz, página 148.

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de septiembre» y 3) «Versos accidentales»; las tres partes de Baladas de prim avera eran: 1) «Baladas de primavera», 2) «Platero y yo» en prosa y 3) «Otoño amarillo», y las tres partes de las Elegías eran: 1) «Elegías puras»; 2) «Elegías intermedias» y 3) «Elegías lamentables». E stas obras no se publicaron según sus primeros planes. De O lvidam os sólo dio a la luz, como un primer tomo, «Las hojas verdes»; de las «Baladas de primavera» salieron la primera y segunda partes como libros separados, y la tercera se quedó sin pu­ blicar; y las Elegías salieron en tres tomos separados, del mismo nombre que las partes. Por el estím ulo de los Martínez Sierra, Juan Ramón co­ laboró en una nueva revista de Madrid, Renacim iento, que apareció en marzo de 1907, dirigida por Gregorio. Durante su estancia en la capital, de vez en cuando salían cosas de él en otras revistas que Helios. Entre 1903 y 1905 publicó en Blanco y Negro, Alma Española y La R epública de las Letras; pero en 1906 no se ocupó de enviar nada a las revistas y de no haber sido por la intervención de Martínez Sierra no se hubiera preocupado de ello. Al tanto de la situación econó­ mica de los Jiménez y de lo difícil que sería para el poeta ganarse la vida en la región con su talento, Gregorio le ins­ taba a regresar a Madrid, sugiriéndole medios de ganarse al­ gunas pesetas, pero el poeta pasaba por alto sus consejos provocando el disgusto de su amigo, que con la franqueza de siempre le echaba en cara que no sabía sacrificarse y que cuando le parecía conveniente, para ciertas cosas, sí que te­ nía una tremenda fuerza de voluntad19. Los Martínez Sierra estaban en condiciones de hacer lu­ crativas las actividades literarias de Juan Ramón. En sus via­ 19 Ver «Cartas de Gregorio Martínez Sierra», Relaciones amisto­ sas ..., núm. 4, págs. 47-48.

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jes por Europa se encontraron con un hombre de negocios en Londres dispuesto a sufragar por dos años la publicación de una revista mensual por el estilo del V ers et prose fran­ cés, la administración estaría a cargo de la casa Garnier de París, pero se imprimiría en Madrid. Para esa fecha, tanto Juan Ramón com o los Martínez Sierra eran leídos en la Amé­ rica hispana y Gregorio contaba con el posible éxito de la revista a llí20. Durante la publicación de H elios Juan Ramón había hecho gala de excelentes ideas estéticas y un gran sen­ tido crítico y los Martínez Sierra le pidieron por escrito po­ sibles títulos para la nueva revista e ideas sobre el tamaño, color y disposición de las letras para la cubierta. Juan Ramón sugirió una cubierta amarilla, sin nada de dibujos y con las firmas al p ie 21. Desde pequeño le gustaba el amarillo, lo aso­ ciaba a recuerdos muy gratos de la infancia: a las ñoras de em beleso mirando los juegos de la luz que se filtraba por 20 Ibid., núm. 3, págs. 45 y 46. A J. R. se le conocía ya bastante en Hispanoamérica. En una carta de Madrid, 30 de julio de 1907, Villaespesa, siempre al corriente de la vida literaria de América, le escribía: Hoy mismo te haré un paquete de todos los periódicos ame­ ricanos que tienen algo tuyo: Cojo Ilustrado, Trofeos (de Co­ lombia), Revista Moderna, El mundo ilustrado (de México), Amé­ rica (de Cuba), El Correo del Valle (de Cali-Colombia) y Apolo (de Montevideo). (Citado por Ricardo Gullón en «Relaciones li­ terarias entre Juan Ramón y Villaespesa», Insula, Madrid, nú­ mero 149, 15 de abril de 1959, pág. 3.)

El mismo J. R. reclamaba que sus primeras obras habían ejercido influencia en Hispanoamérica; en Juan Ramón de viva voz dice Gue­ rrero, citándole indirectamente: «Herrera (y Reissig) publicó libros enteros, como Las lunas de oro y Los pianos crepusculares, que están todos escritos bajo la influencia de Arias tristes, Jardines lejanos, Pas­ torales, etc.; todo el tono menor de Herrera y Reissig ha nacido de la obra primera de Juan Ramón Jiménez» (pág. 254). 21 «Cartas de Gregorio Martínez Sierra», Relaciones amistosas núm. 5, pág. 49: «La revista se hará a gusto de usted: cubierta ama­ rilla, nada de dibujos, firmas al pie, etc.».

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los cristales amarillos de la cancela de la bonita casa en la calle Nueva; amarillos eran los cojines y cortinas de damas­ co de la sala donde tanto había soñado con el juguete prefe­ rido, el calidoscopio; amarillos eran los bonitos libros viejos de la biblioteca cuyos estantes tanto le fascinaran en su niñez; amarillo era el color predominante en la fam osa des­ cripción de Granada de Teófilo Gautier, que tanto le impre­ sionó al leerlo por primera vez en el colegio de los jesuítas del Puerto de Santa María, porque Gautier decía que en la Alameda el día era amarillo en vez de a zu l22; amarillo era el bello otoño moguereño, y el sol vibrante de las tardes, y las ediciones del M ercure de France, que él admiraba porque es­ taban pulcramente hechas. Además de sugerir el color de la portada, Juan Ramón sugirió posibles nombres, pero al fin y al cabo se llamó R enacim iento porque el propietario y el administrador insistieron en ello. Los trámites para la publicación de Renacim iento dura­ ron un año. Se suponía que el primer número saliera antes del 15 de febrero de 1906, pero no vio la luz hasta un año después, en marzo de 1907. Los Martínez Sierra acordaron que Juan Ramón fuera la autoridad en materias de poesía, decidiendo él lo que se debía publicar. Cuando llegó la hora, le mandaron, entre otras, unas poesías de Amado Ñervo, de Andrés González Blanco y de Enrique Diez Cañedo, reco­ mendándole que fuera benévolo y eligiera algunas, ya que los autores se portaban bien con ellos. Por ejemplo, decían que Ñervo les ayudaba en México con la revista y convenía que su nombre apareciera en e lla 23. Juan Ramón había pro­ 22 Ver Guerrero, J. R. de viva voz, pág. 77.

23 «Envío a usted certificados los versos de González-Blanco por­ que son los borradores; devuélvamelos usted certificados también. Sea usted benévolo y elija usted unos cuantos; Andrés se porta muy bien con nosotros»; «Ñervo nos ayuda en Méjico. Y conviene su nom-

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metido mandar versos, prosa y notas para el Glosario, que, com o en el caso de Helios, consistía de opiniones sobre cosas de actualidad relacionadas con las letras y las artes. Tanto demoró en hacerlo que Martínez Sierra empezó a dudar de su apoyo; pero cumplió y desde el primer número de la re­ vista, de marzo de 1907, mensualmente, hasta el número de diciembre de ese mismo año, se publicaron trabajos del poe­ ta, poemas de Pastorales, Olvidanzas, Baladas de prim avera y Elegías, libros entonces inéditos, unos trozos en prosa poé­ tica: «Palabras románticas» y «Paisajes líricos» y un par de reseñas críticas, la primera era una opinión sobre Rubén Darío publicada en H elios en 1903, y la segunda tenía que ver con el libro de Martínez Sierra La casa de la prim avera. Martínez Sierra le había enviado a Juan Ramón las pruebas de esta obra, autorizándole a hacer correcciones, cambiar tí­ tulos, ponerle orden a las poesías y, en fin, hacer del libro como si fuera propio; también le pidió una nota bibliográ­ fica para el H eraldo de Madrid, pero la nota apareció en R e­ nacim iento 24, y fue un testim onio de amistad porque la opi­ nión personal que el poeta tenía de los Martínez Sierra se convirtió en el tem a lírico de la supuesta reseña crítica. Juan Ramón no se fijó en las faltas, sino en que Martínez Sierra había puesto su vida en verso y su vida era la que todos de­ searían: «el poeta, dentro de la felicidad, levanta la vida como una hostia», decía, «es, ante todo, un elevador de la vida»; se refería a María celebrando su gesto peculiar al es­ trechar la mano: «Y luego, una mujer que, cuando estrecha bre». «Cartas de G. M. S.», Relaciones amistosas ..., núm. 5, pág. 50, y núm. 13, pág. 56, respectivamente. 24 En la sección «Los libros», como sigue: «La casa de la prima­ vera... y de G. Martínez Sierra. Pueyo, editor, Madrid, 1907». Renaci­ miento, núm. X, diciembre de 1907, págs. 747-748. Esta reseña fue re­ producida por Gullón en Relaciones amistosas págs, 135-136, y lleva la fecha «noviembre 1907» en vez de diciembre.

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nuestra mano, hace como que se la lleva al alma». Refirién­ dose a la amistad de estos amigos, a sus felices horas hoga­ reñas y a los frecuentes viajes por los climas altos de Euro­ pa, benignos para Gregorio, cuyos hermanos habían muerto tuberculosos, Juan Ramón habla de «rosas de amistad, feli­ cidad quieta entre paredes grises, felicidad errante por el florecimiento de oro de las sendas», y atribuye a la intacha­ ble vida conyugal de la pareja el calificativo blanca, y por proyección, a la página escrita por el amigo: «Sobre la vida blanca, digo, sobre la página blanca, el arte en paz. Libro sin mancha! ». Le parecían los versos «felices, claros, santos», y Gregorio, un hombre «todo flor», com o decían en Moguer. Estos m ism os sentimientos aparecen en aquellos poemas juanramonianos inspirados por la amistad de los Martínez Sierra y dedicados a ellos. De los cuatro poemas de autores varios que aparecen al principio de La casa de la prim avera, el segundo es de Juan Ramón y se titula «Rosas de amistad». El primero es la fa­ m osa «Balada en honor de las musas de carne y hueso» de Rubén Darío, y el tercero y cuarto son: «El poeta» de Anto­ nio Machado y «Convivial» de Eduardo Marquina. De los tres que habrían de ser grandes poetas de la lengua, Antonio se expresó amargamente, mencionando las desiertas galerías del alma, y Darío y Juan Ramón tuvieron muy en cuenta a María Martínez Sierra al rendirle homenaje a su marido. Juan Ramón llama la casa de esta pareja «nuestra casa lí­ rica», contrastando la paz de ella y la tristeza de él, y se duele de que haya pasado la dicha que gozó en ella por su amistad. En La casa de la prim avera hay otro poema de Juan Ramón titulado «A Gregorio, por su carta de primavera y cariño», respuesta al poema-carta de Gregorio que le prece­ de, titulado «A Juan R. Jiménez». En un tono casi de conver­ sación, Martínez Sierra le cuenta a su amigo de Moguer que

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en mayo Madrid tiene poco sentido porque falta la dulzura de su melancolía y le regaña y aconseja como un hermano mayor: «¿por qué le pone usted puertas al corazón / y ce­ rrojos de plata? Los jardines se han hecho / para estar siem­ pre abiertos de par en par, y el pecho / es un jardín en donde florecen maravillas»; y reiterándole la opinión expre­ sada en la reseña de Jardines lejanos le dice: «Le quieren, y no quiere querer; lleva cerrados / los ojos para no ver que florece mayo». Finalmente, le aconseja que no cierre los ojos a la gracia del huerto aldeano: «no desdeñemos / ni a la flor por humilde, ni a la abeja por loca; / al cabo toda m iel nos endulza la boca, / y aunque parques soñáramos con toda aristocracia / de bojes y glorietas, si encontramos la gracia / desaliñada de los huertos aldeanos, / amemos al romero com o buenos herm anos»25. El poema-respuesta de Juan Ra­ m ón es otro melancólico canto de nostalgia por las ilusiones perdidas, sin ninguna alusión a los consejos del amigo pero con una últim a estrofa que es una apasionada expresión de amistad: Y... amigos! yo os perfumo de ensueño, yo os adoro; y pues venís, llorando, a este hogar sin fortuna, tomad mis alas blancas... vosotros sois mi oro, mi cielo azul, mi monte, mi jardín y mi luna!

Martínez Sierra correspondió con largueza a la amistad del poeta, instándole a publicar sus libros y ocupándose de las impresiones en Madrid y en el número de octubre de 1907 de Renacim iento, dirigida por él, apareció una larga re­ seña crítica de J. Ortiz de Pinedo comentando la obra del 25 Los poemas de J. R. y G. M. S. que se comentan fueron repro­ ducidos por Guitón en Relaciones amistosas ..., págs. 133-134 (J. R.) y 123-125 (G. M. S.).

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amigo moguereño, seguida de una relación bibliográfica: «Obras de Juan R. Jiménez», que incluía las publicadas y las «Terminadas en manuscrito», y imas «Opiniones» encomiás­ ticas recogidas de las reseñas de autores distinguidos: un trozo de Tierras solares de Rubén Darío, de 1904; un trozo de una carta de Rodó escrita a propósito de Rimas, de 1904; otro de Salvador Rueda de una reseña publicada en el He­ raldo de Madrid en 1902; otro de una reseña de Emilia Par­ do Bazán de La R evue de París, de 1906; y de una reseña de Antonio Machado en El País, de 1904; de J. Martínez Ruiz en Alma Española y de Manuel Machado, también publicada en El País, sin dar las fechas de las dos últimas. Había ade­ más «opiniones» de Martínez Sierra, de M otivos, el libro que publicó en París en 1906, en el que recogió sus reseñas sobre la obra juanramoniana publicadas con anterioridad; y de Andrés González Blanco, del libro Los contem poráneos, pu­ blicado también en París en la mism a fecha. A esta impor­ tante relación crítica seguían cuatro páginas autobiográficas tituladas «Juan R. Jiménez. Habla el poeta» y una «Autocrí­ tica». En la corta nota autobiográfica escrita para Los contem ­ poráneos Juan Ramón había dicho lacónicamente: «Nací en Moguer —Huelva— el 24 de diciembre de 1881. Mi padre era del norte, mi madre del mediodía» (pág. 220); pero en Rena­ cim iento hablaba más largo de su vida y su obra, daba una fecha más poética para su nacimiento y describía a sus pa­ dres: «Nací en Moguer —Andalucía— la noche de Navidad de 1881. Mi padre era castellano y tenía los ojos azules; mi madre es andaluza y tiene los ojos negros». Mientras que en la nota anterior para Los contem poráneos se quejaba de una gran enfermedad de corazón y decía que tenía perdida toda esperanza, en R enacim iento celebra su vida de soledad y me­ ditación entre el pueblo y el campo y alega tener «la indife­

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rencia más absoluta para la vida y el único aliento de la belleza para el corazón». En la «Autocrítica» que sigue a la autobiografía Juan Ra­ món declara por primera vez que su religión es la belleza y empieza citando un precepto de Kempis practicado por él: «(Si atiendes a lo que eres dentro de ti, nada te importará lo que hablen de ti los hombres.) Estas palabras de Kempis po­ drían resumir m i vida y m i obra. Y ya dentro de m i alma, rosa obstinada, m e río de todo lo divino y de todo lo huma­ no, y no creo más que en la belleza». Se declaraba amante de la música, en contra de los parnasianos, y adepto al sim ­ bolismo: «Sobre todas las cosas bellas amo la música, ... Odio el palacio frío de los parnasianos. ... que en el vocablo haya siempre un sub vocablo, una sombra de palabra secre­ ta y temblorosa, un encanto de misterio, ...». Necesitaba de la mujer, la m úsica y las cosas bellas para su poesía: «Dad­ me siempre una mujer, una música lejana, rosas, la luna —belleza, cristal, ritmo, esencia, plata—, y os prom eto una eternidad de cosas bellas». En su soledad, Juan Ramón em­ pezaba a comprender el verdadero carácter del modernismo. Cuando no se creía en otras cosas, se podía creer en la belle­ za por ser perceptible y comprobable. La belleza no se fal­ seaba ni se inventaba, era, y emanaba de sí, la obra de arte derivaba belleza de la belleza misma. Como en Helios, en la revista Renacim iento, tam bién de corta vida, publicaron autores de reputación ya hecha, nue­ vos y viejos, destacados escritores y seguidores del moder­ nismo, Rubén Darío y Unamuno, los Machado y Rodó, Menéndez y Pelayo y Eugenio d’Ors, la Pardo Bazán y Santiago Rusiñol, Juan Maragall, Benavente, Amado Ñervo, Villaespesa, Francisco A. de Icaza, Enrique Diez Cañedo. Entre sus muchas actividades editoriales, Martínez Sierra se ocupaba de las ediciones de la Tipografía de la Revista de

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Archivos, que hacía unas magníficas tiradas para la Bibliote­ ca Nacional y Extranjera, una empresa patrocinada por el hispanófilo inglés Leonard Williams con Martínez Sierra al frente. Éste dirigía también la Revista de Archivos y la Bi­ blioteca Renacimiento, lo cual facilitó la publicación de la obra de su amigo Juan Ramón, que dio a la imprenta su co­ piosa producción escrita en Moguer, con excepción de Plate­ ro y yo, en total, diez libros. Es dudoso que Juan Ramón hu­ biera hecho por publicarlos sin la intervención de Martínez Sierra, que le instó a hacerlo, consciente del daño que se hacía con su silencio. Su último libro, Jardines lejanos, era de 1904, y Elegías, I. Elegías puras fue publicado por la Ti­ pografía de la Revista de Archivos en 1908. Gregorio era un amigo generoso, le había ofrecido a Juan Ramón las m ismas condiciones que él disfrutó al publicar La casa de la prim avera: además de colocarle los libros, le daría quinientas pesetas por la primera edición de mil ejem­ plares, quedando la obra propiedad del autor; el poeta co­ rregiría pruebas dos veces, pero él se encargaría de todo lo necesario, pidiendo a París el papel amarillo de cubiertas que tanto le gustaba26. Por este primer estím ulo de Martínez Sierra vieron la luz como ediciones de la Tipografía de la Revista de Archivos, además del primer tom o de las Elegías, ya mencionado, que era un libro de ochenta páginas, dos obras m ás en 1909: el segundo tomo de Elegías, Elegías interm edias, 1908, de se­ tenta y seis páginas, y O lvidam os, I. Las hojas verdes, 1906, de setenta y cuatro páginas. En 1910 salieron el tercer tomo de las Elegías, Elegías lamentables, 1908, de ochenta páginas, y Baladas de prim avera, 1907, de ochenta y seis páginas. En 1911 se publicaron La soledad sonora, 1908, de doscientas 26 «Cartas de G. M. S.», ibid., núm. 10, págs. 53-54.

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cuarenta páginas; Poem as mágicos y dolientes, 1909, de dos­ cientas catorce páginas, y dos ediciones de Pastorales, 1905, de la Editorial Renacimiento; este libro tenía doscientas veinticinco páginas. En 1912 salió Melancolía, 1910-1911, de doscientas cuarenta páginas, y en 1913, Laberinto, 1910-1911, de doscientas setenta y ocho páginas, también publicado por Renacimiento. Todos estos libros aparecieron con los títulos de las partes como subtítulos y se vendieron, según el nú­ mero de páginas, a dos y tres pesetas cincuenta. El conte­ nido de estas obras es una guía de la vida interior de su autor.

CAPÍTULO X III

LA MUJER BLANCA Y LA MUJER DESNUDA. «LUEGO SE FUE VISTIENDO / DE NO SÉ QUÉ ROPAJES...»: LAS HOJAS VERDES, LAS BALADAS Y LAS ELEGIAS

¿Dónde estás, quién eres, m ujer con quien he soñado esta noche? pues que eres una form a de m i pensam iento, en al­ guna pa rte tienes que existir. Preséntate una vez de día, deja ya los caminos de som bra de la noche. ¡Oh, qué haría yo, m ujer blanca, para que tu imagen no se borre de m i alma! Quisiera cerrar los ojos para siem pre y que un éxtasis eterno m e tuviera suspendido ante ti. ¡Ay! Pero te vas desvaneciendo. Tú, que pareces com o el recuerdo de una muerta, como la aparición de algo que ha existido ya, eres una m u jer de otro tiem po o eres el presentim iento de un am or que ha de venir... ¡quizás cuando yo esté muerto! . . . l. i «Balada de la mujer de ensueño», en J. R. ]., Libros de prosa, 1. Ordenación y prólogo de Francisco Garfias, Aguilar, Madrid, 1969, pá­ ginas 390-391. Cuando nos servimos de esta «balada», estaba inédita, después pasó a esta colección que incluye, con ampliaciones y varia­ ciones, las primeras publicaciones postumas de los libros de prosa de J. R.: P. P., Cristal y Colina, que usamos en este trabajo.

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La nota más sostenida en la obra escrita por Juan Ramón en Moguer a partir de su regreso en 1905 es una honda pre­ ocupación de carácter sensual. En Las hojas verdes, de 1906, se trasluce la nostalgia por la amada, el poeta recuerda con tristeza a la novia de Francia y a las novias blancas. En las Baladas de prim avera, de 1907, libro de temas moguereños, le canta a Blanca más que a otras mujeres; en las Elegías puras, de 1908, el tono es de completo desencanto por falta «de una boca roja»; en las Elegías interm edias maldice la sensualidad y en las Elegías lam entables parece obsesionarle la ausencia de la mujer, confuso y trastornado, la maldice. Estas obras son de 1908. Juan Ramón escogió el título Las hojas verdes en armo­ nía con el ambiente de campo de Moguer. En el prologuillo del libro explica: «No son para los pechos, ni para las penas, ni para las estancias con piano», y aunque no dice para qué son las describe más naturales: «menos fragancia, más fres­ cura»; «son las primeras que vieron el cielo azul y que oye­ ron la música de los nidos»; son la «juventud de las hojas secas», dice el poeta, con lo que toma en cuenta su extinción. Del prologuillo se deduce que no está en disposición de ha­ blar de rosas, aunque le dedique el libro a un «maestro de rosas», su amigo pintor de Madrid, Emilio Sala. En el párrafo inicial del prologuillo se pregunta Juan Ra­ món, refiriéndose a su poesía anterior: «Yo hice aquellos ra­ m os de flores? ... Escogí las rosas blancas, los jazmines, las adelfas, las violetas, las celindas. Entonces quedaron las ho­ jas verdes». Sin embargo, en el primer poema del libro, titu­ lado «Otro jardín galante», habla de rosas, pero son otras rosas y otro jardín que los descritos en sus obras anteriores. Se trata de un jardín carnal, las rosas son carnes:

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y, entonces, todas las carnes, bajo los vestidos claros entreabrieron sangres rojas a flor de nieve y de raso. (P. L. P„ 695)

Las manos, errando por el jardín, lo tocan todo: Ya las manos erraban por el jardín blancas, malvas, sobre el mármol de las tazas de las fuentes en el agua alegre, bajo la seda de alguna rosa singular, ... (P. L. P., 695-697)

«La carne lo soñó todo» —dice el poema— y «si acaso / co­ bró el dueño de una carne / su placer, ... no quedó nada; las carnes / entreabiertas se cerraron...» (P. L. P., 697). En una de las estrofas de este poem a se alude a un hombre como el poeta: No acabó el pecho de rosa de mostrar su rubí mágico al señor de barba negra que quería acariciarlo. (Ibid.)

En los poemas de Las hojas verdes hay elem entos que pu­ dieran asociarse a sucesos reales de la vida amorosa del au­ tor. En «Serenata triste a la luna de Francia» se alude a un novio español recordando a su amada, por implicación fran­ cesa: Estaban las ramas doradas de sol... ¡Te amo! ¿Me amas?

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Vida y obra de Juan Ram ón Jiménez ...Y el novio español mustió con sus llamas a su girasol, bajo aquellas ramas doradas de sol. (P. L. P., 701)

Otra estrofa del mismo poema reitera el goce sensual de ese amor: Me entregó la vida.. , ¡qué dulce mujer!, estaba florida de flor de placer...; (P. L. P., 702)

El poema titulado «Otra novia blanca» contiene detalles des­ criptivos que encajan con la novia del sanatorio del Rosario, la hermana Amalia. Juan Ramón se refiere al hábito: V istió de virgen María y a su cuerpo inmaculado: No me atreví a acariciar su blancura con mis manos... Vistió de virgen María para mi espíritu santo; y mi amor pasó en silencio por su cuerpo inmaculado, como el sol por un cristal, sin romperlo ni mancharlo. (P. L. P„ 716)

La nostalgia del amor está en casi todos los poemas de Las hojas verdes que tratan de la mujer, a veces es nostalgia de la carne y a veces nostalgia de blancura. En el poem a titu­ lado «Lluvia de oro» leemos: «Mi frente cae en mi m ano..., / ¡ni una carne, ni un piano!»; en el poema VII: «Y me llenó de sol y labios, / ¡ah!, / ¡y mi alma no puede olvidar­

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la / ya! »; en «Tarde azul y fría»: «Tengo un retrato de mujer querida, / un libro de Samain, y algunas flores / ... el re­ cuerdo nostálgico y eterno / de una blancura en flor que ya no existe»2. La pasión está en todo, el poeta atribuye a la pasión amorosa el apresurado latir de su corazón, síntoma real en sus crisis nerviosas, y le aconseja en «Lamento de primavera»: Desdeña el opio, desdeña bro­ muro, té, método, libro y reloj..., florece, ríe, sé de pasión, ¡que tú estás hecho para el amor! (P. L. P„ 712)

En Las hojas verdes Juan Ramón se aparta del octosíla­ bo y emplea desde el bisílabo hasta el alejandrino, combi­ nando los versos a su gusto en estrofas cortas y largas. Como en Pastorales, a veces rima frases incompletas, corta la frase y encabalga el verso. El rítmico juego demuestra su dominio de la versificación; pero el tema sigue siendo la nostalgia de la carne, como en el poema XV, que empieza con una refe­ rencia a un libro de Francis Jammes y termina aludiendo a diversos olores, entre ellos, el de la carne: Tengo un libro de Francis Jammes bajo una rosa de la tar­ de. El agua llora en mi cristal. Tarde de invierno, lluvia en paz. ¡Olor a libro, a rosa, a tar­ de, a carne, a alma, a lluvia en paz! (P. L. P., 722) 2 P. L. P., págs. 705, 709 y 717, respectivamente.

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En «Otra balada a la luna» Juan Ramón usa como epígra­ fe una estrofa de la «Ballade à la lune» de Musset e incor­ pora a su poema la version española de dicha estrofa, cor­ tando la rima: C’était, dans la nuit brune Sur le clocher jauni La lune, Comme un point sur un i. (Musset)

Tú, que entre la noche bruna, en una torre amari­ lla, eras como un punto, ¡oh, luna! sobre una i; ... iΛ í, ··· (J. R., P. L. P., 719)

El título y los elem entos de este poema indican que Juan Ramón hace un mero ejercicio poético, evocando a otros cantores a la luna a quienes menciona en el primer verso: «Heine, Laforgue, Verlaine...» (P. L. P., 718). Las citas de poetas extranjeros y nacionales en los poe­ mas escritos en Moguer son índice de las lecturas juanramonianas. Laforgue vuelve a aparecer en Baladas de prim avera, de 1907, y Samain, Shakespeare, Cervantes, el marqués de Santillana y una canción popular. En cada caso hay una re­ lación, aunque no siempre obvia, entre lo citado, general­ m ente antepuesto al poema, y el contenido de éste. Juan Ra­ m ón se refiere a las Baladas como expresiones de la «música humana, menos íntima que la música de las cosas» (en el pro­ loguillo), y en la página que le sigue, antepuesta al primer poema, pone estas líneas de Samain: «Comme un millier d’oi­ seaux qui chantent dans mon coeur». El libro está dedicado «A / Andrés González-Blanco / en provincia, / com o Jules Laforgue», que acababa de incluirle en su obra de 1906 Los contem poráneos. El tono juguetón, alegre, diferencia a las Baladas de p ri­ m avera de los otros libros escritos por Juan Ramón hasta esa fecha. Los poemas son estampas de la vida en Moguer: cantos a la mañana de la Cruz y a la del Corpus, al mar, a los

«Las hojas verdes», las «Baladas» y Zas «Elegías»

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domingos en el pueblo, a la primera novia, a la mujer del pueblo, morena y alegre, al amor en el campo, a los besos, a las canciones populares, a la primavera, a las flores del monte, a los pájaros, a la mariposa blanca, a la luna en el pino, a la estrella, a la soledad, al castillo de la infancia, a las lánguidas piernas del poeta, a su paseo a caballo por el sendero de la tarde. La mujer más cantada en las Baladas es Blanca. El poeta la pone por encima de todas las mujeres y la reviste de la pureza y castidad que le caracterizan. En la «Balada del al­ moraduj » es la novia más blanca, es más blanca que un blan­ co lucero, y como el lucero, alumbra: —Blanca, ¿qué buscas? —Estoy cogiendo luna entre las rosas de olor de la colina; quiero ponerme más blanca que ninguna, más que Rocío, que Estrella y que Francina. Almoraduj del monte, tú estabas blanco de luna, almoraduj. —Tú eres más blanca que el más blanco lucero, más que Rocío, que Estrella y que Francina, tus manos blancas alumbran el sendero blanco que va bajando la colina. (P. L. P., 746)

En estos poemas a Blanca empieza la asociación juanramoniana de pureza-desnudez. En el prologuillo a las Baladas Juan Ramón explica que los poemas son un poco exteriores, con más música de boca que de alma y añade: «donde la car­ ne aparece, se cierra la flor de dentro». En efecto, aun cuando las metáforas empleadas tienen por objeto exaltar la pure­ za de la amada, los símbolos delatan la sensualidad del sen­ tim iento poético. E sto se puede apreciar en la «Balada del prado con verbena»:

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Vida y obra de Juan Ram ón Jim énez ¡Blanca, en el prado que azula la verbena déjame oír tu alegre corazón! Rosa vestida de carne de azucena, samaritana radiante de pasión, ¡oh Blanca!, ¡oh luna!, ¡hermana, novia, llena toda de paz, de sol y de canción! (P. L. P., 783)

Blanca es una rosa, símbolo usado ya por Juan Ramón en referencia a la carne de mujer en el poema «Otro jardín ga­ lante» de Las hojas verdes; al decir que la rosa está vestida de carne de azucena se exterioriza el don de la pureza; al llamar a Blanca sam aritana la dota de compasión, que como virtud desmerece con el calificativo radiante de pasión adju­ dicado a Blanca por proyección de la del poeta. Hacia el final del poema Blanca vuelve a ser pura y sencilla, triunfo de la castidad sobre la sensualidad: La margarita te deja pisar, suena la brisa azul en tu alegre corazón, ¡todo lo nievas, porque eres blanca y buena como una estrella, como una bendición! (Ibid.)

En la última estrofa del poema aparece la poética ecuación desnudez-pureza y desaparecen los atributos pasionales; Blanca ya no está radiante de pasión, sino de ilusión: Hoy, que has venido desnuda de azucena, blanca, desnuda, radiante de ilusión, ¡Blanca, en el prado que rosa la verbena, déjame oír, tu alegre corazón! (P. L. P., 784)

La rosa vestida de carne de azucena de la estrofa ya citada viene al poeta desnuda de azucena, es decir, desnuda de car-

«Las hojas verd es», las «Baladas» y Zas «Elegías»

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ne, o sea, que el poeta no le ve la carne a Blanca sino que ve lo esencial en esta mujer. En el verso que sigue la llama sencillamente: blanca y desnuda. La «Balada del prado con verbena» coincide con la nueva aparición de Blanca Hernández Pinzón en la vida del poeta. Blanca, soltera aún, frecuentaba la casa de su hermano ca­ sado con Victoria, la hermana de Juan Ramón, y éste, re­ puesto de sus achaques, iba allí a menudo a jugar y salir con sus sobrinos. En la «Balada de la flor de la jara» hay una posible alusión a este nuevo encuentro con Blanca: Hoy que apareces, Blanca, para llevarme al cielo que perdí, ¡oh, Blanca!, ¡oh, luz, flor de la jara! ¡di que eres toda para mí! Ponte de blanco, Blanca, para ver en el monte la flor de la jara. (P. L. P., 753)

Pese al tono popular de las Baladas, Juan Ramón crea versos exquisitos, como lo hiciera en su obra urbana Jardi­ nes lejanos, y del mism o modo que entonces, sin falsear el ambiente real que era fuente de su inspiración ni recurrir a falsos recursos de orfebrería. En el caso de las Baladas los elem entos son los del paisaje moguereño: la pradera, el helecho, el viento, la fronda, los tallos, los pinos. La «Balada de la soledad verde y oro» es de esta índole, e interesa además por su referencia a la desnudez. Esta balada tiene cinco es­ trofas de seis versos cada una, los versos son de dos penta­ sílabos dactilicos pareados, y Juan Ramón usa un estribillo en la primera, tercera y últim a estrofa cambiando la frase inicial, que es, primero: dorada; después: desnuda, y por úl­ timo: florida. Citamos la tercera estrofa que contiene el ca­ lificativo desnuda además de exquisitas imágenes:

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Vida y obra de Juan Ram ón Jim énez Desnuda, en medio de la pradera, me pareciste la primavera... ¡Oh, qué locura, sobre el helecho blando y fragante, tu cuerpo hecho de sangre y agua, de viento y fronda, bajo una llama de seda blonda! (P. L. P., 754)

Las Baladas, además de su propio ritm o métrico, contie­ nen artísticas alusiones a la música del pueblo y del campo: «flauta y tambor sollozarán de amores»; «la guitarra lloraba en tu pecho»; «pájaro de agua / ¿qué cantas, qué cantas?»; «luz, pandereta, cristal en flor, granada»; «cariño, música, esplendor, fragancia»3. En «Balada de la mañana de la cruz» el estribillo de la canción popular pasa a ser el estribillo del poema: «Vámonos, vámonos al campo por romero, / vámo­ nos, vámonos / por romero y por amor...» (P. L. P., 739). La musicalidad de las Baladas persiste a través de su gran va­ riedad métrica: los versos son de seis a doce sílabas; las estrofas, de dos a ocho versos; los estribillos, de uno, dos o tres versos; la rima, asonante y consonante. El color más notable en las Baladas es el azul, como el del cielo de la clara región moguereña; este azul tiñe los conceptos y las cosas: Dios está azul, la tarde está o era azul, la mujer es de azul, y el agua y la brisa, lo azul erraba sobre los árboles, el prado azula la verbena 4, El morado, el verde y 3 Las citas proceden de los siguientes poemas, en P. L. P.: «Bala­ da de la mañana de la cruz», pág, 740; «Balada triste de los pesares», página 742; «Balada triste del pájaro de agua», pág. 751; «Balada de la mujer morena y alegre», pág. 771; «Balada del castillo de la infan­ cia», pág. 778. 4 El azul está usado metafóricamente en el otro libro de campo escrito en Moguer, Las hojas verdes, de 1906, pero se nota menos; en Las hojas verdes hay un poema titulado «Tarde azul y fría» (P. L. P., 717), en el que el poeta habla de esta sombra azul; en «Crepúsculo en el agua» (P. L. P., 721) pasa una brisa azul; en «Nostalgia de otros

«Las hojas verdes», las «Baladas» y las «E legías»

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el rosa, así com o la plata y el oro, abundan en los poemas y no son artificios poéticos, sino poetizaciones de la realidad. Cuando Juan Ramón usa el color violeta en la «Balada de la luna en el pino», describe una realidad porque en primavera y verano los atardeceres moguereños son violeta: La luna estaba en el pino, rosa en el cielo violeta... (P. L. P., 756)

Por proyección del cielo violeta, la frescura y el suelo son también violetas y el camino es m orado. En este mism o poe­ ma la expresión llanto verde tampoco es artificiosa: Llanto verde, la carreta llora, del verdor del pino... (P. L. P., 756)

Se trata de un pino talado que va rozando el suelo sobre la carreta que lo lleva m uerto, la savia apropiadamente es el llanto verde. Del m ism o modo, en las Baladas, según la hora del día, el mar es morado, de plata, de oro y de rosa; el sol es dorado y el aire o el mediodía, de oro; la estrella es de plata, la tranquilidad violeta y el pinar, un verde palacio. Los pocos recursos sinestésicos son sencillos, en armonía con el carácter popular campestre de los poemas: «luminosa al­ garabía», «olor a dicha agreste», «carne de música»; los más elaborados están com puestos de frases sencillas: «el blanco tiempos», poema I del grupo titulado «Aires tristes» (P. L. P., 724), aparece la frase amor azul de cielo; en «Ramo de dolor» (P. L. P., 730), La primavera ríe, entre los dones del azul. Las referencias al azul en las Baladas de primavera, citadas en el texto, se encuentran en los poemas «Balada de la mañana de la cruz» (P. L. P., 739); «Balada triste del avión» (P. L. P., 758) y «Balada de la flor del romero» (P. L. P., 760); «Balada triste de la mañana del Corpus» (P. L. P., 762); «Balada del prado con verbena» (P. L. P., 783).

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Vida y obra de Juan Ram ón Jiménez

azahar m e nieva de olores», «trina plata y estrellas la golon­ drina» 5. En las Baladas Juan Ramón demuestra poseer una gran habilidad para crear imágenes poéticas; en la «Balada de la amapola», por ejemplo, hay una lluvia de metáforas, la amapola es: «sangre de la tierra», «herida de sol», «boca de la primavera azul», «novia alegre de la boca roja», «mariposa de carmín en flor» y «gala de la vida» (P. L. P., 748). Juan Ramón vuelve al tono triste normal de su poesía en las Elegías, casi cien poemas, en tres tom os, alejandrinos suaves de tipo normal en algunos casos; en otros, el poeta distribuye a su antojo las pausas y acentos. Las Elegías tie­ nen el m ism o tono de tristeza íntima que Arias tristes, y de­ rivan su norma de una poesía de Victor Hugo titulada «La nuit de juin» de los Cantos del crepúsculo, según confesión del a u tor6. Mallarmé, Tristan Corbière y Samain también están presentes en estos poemas, así como Bécquer y Zorri­ lla; Juan Ramón antepone a sus versos los de ellos y, como es su costumbre, a veces, versos propios. El primer tom o de las Elegías fue dedicado a Enrique Diez Cañedo, que colaboraba en Renacim iento y que había publicado en 1907 su segundo libro de versos, La visita del sol. Según la dedicatoria, Juan Ramón consideraba a Diez Cañedo un «poeta sin mancha». El segundo tom o fue dedi­ cado a Ricardo León, hombre de letras andaluz y funciona­ rio del Banco de España, gran exaltador, en sus obras, de la tradición castiza y el sentim iento de religiosidad. Su novela Casta de hidalgos, de 1908, habría de darle alguna fama, ya 5 Las frases se encuentran en la «Balada del domingo» (P. L. P., 744); «Balada de la mujer morena y alegre» (P. L. P., 771); «Balada triste del avión» (P. L. P., 758); «Balada triste de las piernas lángui­ das» (P. L. P., 767). 6 Guerrero, Juan Ramón de viva voz, pág. 77. J. R. reproduce el poema de Hugo en el número 6 de su pliego Sucesión, bajo el título Fuentes de mi poesía.

«Las hojas verdes», las «B aladas» y Zas «Elegías»

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antes publicó un primer libro de versos, Lira de bronce, de 1901; por eso Juan Ramón en la dedicatoria, valiéndose de la natural asociación con Ricardo Corazón de León, dijo: «A Ricardo León / lira de bronce y corazón de oro». El tercer tom o de las Elegías fue dedicado a Ortega y Gasset, activo colaborador entonces de revistas y periódicos, que regresó a España en 1907 después de cursar estudios filosóficos en Ale­ mania; se había marchado viviendo el poeta con Simarro, a cuya casa Ortega fue a despedirse a su partida de España. En la dedicatoria el poeta le llamó «fuerte y pensativo». En los tres tom os de las Elegías el autor se duele de la ausencia del amor en su vida. En Elegías puras, el primer tomo, nota que la belleza no está en él como antes; no en­ cuentra nada blanco ni nada dulce, quiere morirse. En Ele­ gías interm edias, el segundo tomo, el tono es contradictorio y amargo, quisiera poder ver sin sensualidad a la mujer y a la luna; le asaltan recuerdos de mujeres impuras; la vida le parece negra; le huele a cementerio, a novia muerta, a carnes sepulcrales que se derrumbarán sin ver la primavera. En Ele­ gías lam entables, el tercer tomo, hay una confusión de re­ cuerdos y de pensamientos puros e impuros: su primer cari­ ño, amores veraniegos, m ujeres en su alcoba; el poeta re­ cuerda su infancia tristemente; la naturaleza ya no le alegra; dice que otros hombres del pueblo fuman, beben vino, mien­ tras él piensa en la poesía y va por una senda cobarde que le lleva al cementerio; anticipa su entierro y siente olor a car­ ne y a sexo. Termina por maldecir a la mujer, «abismo en flor», y se declara amargado ante los «hombres en flor» de Moguer, los jueces de paz, los peritos agrícolas, los doctores. En las Elegías puras el concepto de blancura en la mujer adquiere elegancia al ser expresado en alejandrinos, y no se menciona la novia blanca, sino una mujer indefinida, bella com o una rosa blanca (poema XXVI):

378

Vida y obra de Juan Ram ón Jiménez Era la tarde, cuando, bella como una rosa blanca, bajaba al parque a acariciarlo todo, ... (P. L. P„ 816)

Su elegancia se transmite al amor y al ambiente: Y su caricia era de tan fresca elegancia que todo le prestaba su olor en la arboleda; así ella estaba siempre cargada de fragancia y estelaba la estancia de perfume y de seda... (Ibid.)

La blancura no está ya en la amada, sino que es, de por sí, un ideal: Hoy, cuando nada blanco ni nada dulce encuentro entre esto blanco y dulce que miro suspirando, ... (Ibid.)

En las Elegías interm edias (IV) se queja el poeta: «El amor ya no tiene aquel florido encanto, / ni el sol aquella gracia, ni aquella voz el m undo...» (P. L. P., 832). Los versos delatan la raíz de su inquietud: (V) «Estoy negro de vicio, de sol y de pereza, / roto para la lira y para los amores»; el poeta quisiera «ser fuerte y triste y ver, con las carnes en calma, / la mujer y la luna, los libros y las rosas! » (P. L. P., 833). En el poema XXIV se reitera con mayor fuerza la ob­ sesión sensual: Sensualidad, veneno azul, cómo embelleces los sueños con estrellas! ¡Cómo tu torpe mano nos lleva a los naufragios de lirios! ¡Cuántas veces surges, como el amor, de un libro, de un piano, de una rosa!... ¡Maldita tú, florida verdura, que te pones delante de las cosas eternas; tú, sirena, que ahogas la lira triste y pura entre dos brazos blancos o entre dos locas piernas! (P. L. P„ 852)

«Las hojas verdes», las «Baladas» y las «Elegías»

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La lograda metáfora naufragios de lirios simboliza el fraca­ so de las aspiraciones puras del poeta de las novias blancas, que con delatadora aberración empieza a maldecir la impu­ reza en la mujer. El poema VII de las Elegías interm edias está precedido de unos versos de Tristan Corbière relacio­ nando un amor a unas lilas: ...J’avais une amante là-bas, Et son ombre pâle me hante Parmi des senteurs de lilas...

Este poema tiene que ver con un amargado recuerdo, más bien con un recuerdo cariñoso amargado por una m ujer im­ pura: ¡Cariño doloroso que en mi vida perdura como la hoja perenne de un árbol de belleza, rosa que hiciste negra tú, mujer impura, invierno en flor, espada, manantial de tristeza! (P. L. P., 83S)

Un año después, en los Poem as mágicos y dolientes, en el II de la tercera parte titulada «Francina en el jardín», el poe­ ta asocia a la amada con las lilas: Con lilas llenas de agua le golpeé las espaldas. (P. L. P„ 1112)

Debido al título de esta parte es justo asumir que la amada es Francina. Juan Ramón antepone a este poema un verso de Victor Hugo: «...rit de la fraîcheur de l ’eau». En otro amargo poema de las Elegías interm edias, el IX, el poeta recuerda a una rubia adúltera de la ciudad. Se pien­ sa en la rubia Beatriz, la casada amiga de los Martínez Sie­ rra galanteada por el poeta en las tertulias de Madrid. En su

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Vida y obra de Juan Ram ón Jiménez

exaltación, a Juan Ramón pudiera parecerle adulterio el que ella aceptara sus galanteos: La vida es falsa y hueca. Soledad, yo me acuerdo de aquella rubia adúltera, de aquel amigo triste; ¿qué resta de su carne callejera? Un recuerdo sin color, un bostezo, dolor y sombra... (P. L. P., 837) ¿Existe la dicha de ciudades? ...................................... (P. L. P., 837)

Las Elegías interm edias están llenas del sentimiento del hastío y de la muerte. En el poema XIX las violetas con agua le huelen al poeta «a cementerio, a novia muerta, a amante / desdeñosa, a poeta triste, a sombra m ojada...» (P. L. P., 847); el aroma de las rosas otoñales en el poema XXVI dejan «un encanto doliente de carnes sepulcrales / que se derrum­ barán sin ver la primavera! » (P. L. P., 854); en el poema XXII el otoño es una «primavera invertida», ya antes ha quedado igualado con la muerte: «...O toño, muerte, néctar para los que tenemos / cansancio de la vida y de nosotros mismos! » (P. L. P., 854). En el último poema de las Elegías interm edias, pese a la queja de que «no hay una luz que en­ cante lo negro de la vida...» (P. L. P., 860), el poeta se con­ suela de ver pasar la vida «desde un camino / que lleva a un prado eterno de estrellas y de rosas» (ibid.). Pero esta ilusión no se cumple en los versos de las Elegías lamentables, terce­ ro y último tomo de esta colección, porque la visión está dominada por la amargura del sentimiento amoroso. En algunos poemas de este tomo el poeta habla de amo­ res pasajeros, desprovistos del encanto y el romanticismo de sus amores ideales, como en el poema XI:

«Las hojas verd es», las «B aladas» y las «Elegias»

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Triste ilusión de amores veraniegos, amores de casa en sombra y de abanico y de pereza! ...Ronda quieta y pesada de humedad y de flores, lascivia enrojecida de carnes sin tristeza... (P. L. P„ 875)

Y sigue buscando una mujer ideal que le enamore (poe­ ma XII): ¡Oh, una mujer fragante, que sus palacios abra para mí solamente, y que ría y que llore, que no ponga la vida en letra ni en palabra, que no tenga talento, pero que me enamore! (P. L. P„ 876)

La visión del pasado y del presente está determinada por la amargura del sentimiento amoroso. En los bellos alejan­ drinos del poema IX está el recuerdo de la adolescencia, cuando se amaba sin complicaciones; citam os la primera y tercera estrofas: Oh triste coche viejo, que en mi memoria ruedas; pueblo que en un recodo de mi alma te pierdes! ¡Lágrima de la albada, lucero que te quedas temblando, en la colina, sobre los campos verdes! Y en el alma un recuerdo, una lágrima, una mano alzando un visillo blanco al pasar un coche...; la calle de la víspera, azul bajo la luna solitaria, los besos de la última noche... (P. L. P„ 873)

Los dos planos de este poema, uno exterior y otro interior, están magistralmente integrados: una visión ordinaria, la de un coche viejo, en el primer hem istiquio del primer verso, se interioriza a base del recuerdo pero de una manera nove­ dosísima, «que en m i m em oria ruedas»; la noción de movi-

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Vida y obra de Juan Ram ón Jiménez

miento continúa, pero ya no es el coche, sino el pueblo, el que rueda por la memoria. Al mismo tiempo, el pueblo pasa a ser parte del alma del poeta, ya que se pierde en un reco­ do de m i alma y la visión del pueblo emociona tan honda­ m ente al viajero que la percibe que su lágrima, lágrima de la albada, abarca el paisaje entero, lo retiene en la visión in­ terior, ya que pasa a ser un lucero, tem blando en la colina, sobre los cam pos verdes. La imagen lágrima-lucero es logradísima; tratándose de la alborada, el lucero es el de la maña­ na y la lágrima es del poeta; la lágrima es también el rocío de la mañana, y su resplandor, el lucero. Las posibilidades de interpretación en este caso son variadísimas; la integración artística del recuerdo de un hecho real: posiblem ente, la triste partida del estudiante, con la visión amorosa y nostál­ gica del paisaje y la añoranza dulcemente nostálgica de esa nostalgia del pasado, hacen de esta primera estrofa del poe­ m a una de las más altas expresiones líricas de la lengua, una expresión lírica perfecta en la que un complicado proceso psíquico se exterioriza en todos sus planos con inim itable sencillez de expresión y de recursos. El tema del recuerdo rodando en la memoria com o un coche, utilizado en otro poema inspirado por un elem ento discorde del paisaje, el grito del pavo real en el crepúsculo, adquiere un tono completamente distinto (poema XVI): Grito del pavo real al crepúsculo verde, y tú, Venus de plata, estrella humedecida! ...¡Ráfaga sensual y triste, que se pierde en los recodos polvorientos de mi vida! ¡Oh, brisa en el crepúsculo! ¡Oh, ponientes de España! ¡Honda suntuosidad de cielos orientales, olor nocturno y suave de mujer que se baña, de rosas al revés en morados cristales!... (P. L. P„ 880)

«Las hojas verdes», las «Baladas» y las «E legías»

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En la segunda estrofa, por implicación, el poniente es sun­ tuoso como el pavo real, el tono displicente del paisaje es reflejo del estado displicente del autor. Pero la naturaleza sirve de fondo a los poemas de Elegías, aun cuando el poeta le niega su encanto y la dota de su propia sensualidad mal­ sana (poema XIII): Ni me encanta el arroyo de cristal, ni me llama el áureo mar lejano, ni el cielo azul me alegra... Mis ojos están fijos bajo el sol que derrama sobre el campo amarillo mi errante sombra negra. La frondosa verdura me invita lujuriosa, ... (P. L. P., 877)

Pero el paisaje no es el tema de las Elegías ni de los otros poemas de Juan Ramón. El paisaje está porque su ambiente preferido es el natural, no el urbano, y como tal, él vive en contacto con la naturaleza. E l gran tem a de la poesía juanramoniana es el amor; cuando la emoción amorosa se convier­ te en obsesión amorosa, en sensualidad perversa a veces, la poesía lo refleja, pese a la maestría de expresión que con­ vierte en arte cualquier emoción. En el poema VII de Ele­ gías lam entables Juan Ramón le canta a la hora: la siesta, el ocaso y las vísperas, y termina con una agria nota sensual: Las vísperas. El agua blanca brilla a lo lejos..., la vida es toda amor..., en las hondas moradas duermen, soñando, los enfermos y los viejos, con sexos negros y con bocas encamadas... (P. L. P„ 871)

En otro poema, el XXII, le asalta el recuerdo de la carne que le es vedada:

3.84

Vida y obra de Juan Ram ón Jim énez Bandadas de mujeres desnudas van dejando olor a sexo de alma por el aire violeta... ¡Un agua oculta cuenta, soñando y sollozando, misterios de un placer que no tendrás, poeta! (P. L. P., 886)

El recuerdo de una mujer poseída y la im posibilidad de sa­ ciar el deseo de la carne andan mezclados con la belleza en el poema XV: En el sofá —¡oh recuerdos!— la magia de tu enagua, tu huella en el desorden fragante de tu lecho, ¡ah, y en la palangana de plata, sobre el agua, una rosa amarilla que perfumó tu pecho! ¡Y un olor de imposible, de placer no extinguido y saciado, ese más que tiene la belleza, laberinto sin clave, sin ñn y sin sentido, que nace con locura y muere con tristeza! (P. L. P., 879)

La muerte, deseada y esperada, será lamentable porque que­ da atrás la carne de mujer (poema VIII): Entre la hierba rota del verde cementerio, caeré, violeta y blanco, en la mojada fosa, mientras, en un poniente de ilusión y misterio, muera, sobre los campos, alguna nube rosa... ¡Caeré pensando en ti, paraíso de alegría, carne de aroma sano y de lazos ardientes, mujer fuerte y morena, que verás todavía, tanta fiesta de rosas en los dulces ponientes! (P. L. P., 872)

Las Elegías lam entables terminan en una nota de fracaso y amargura. En los poemas XXXII, XXX III y XXXIV, los tres últimos del libro, Juan Ramón, respectivamente, maldi­ ce a la mujer, confiesa que su vida está confusa y trastorna­

«Las hojas verd es», las «Baladas» y las «E legías»

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da, y se excusa despreciativamente ante los otros hombres del pueblo: jueces de paz, peritos agrícolas, doctores, por ser un hum ilde ruiseñor del paisaje. El que llame a éstos «hom­ bres en flor» tiene mucho que ver con su naturaleza enfer­ miza; ya antes, en el poema XIII, se ha referido a ella en términos narcisistas: «la roca roja y agria m e habla de for­ taleza, / mas m i frente se cae como una hoja de rosa / y en m is manos de seda se dobla mi tristeza» (P. L. P., 877). El poema XXXII, antepenúltimo del libro, se distingue por la aspereza de las metáforas para calificar a la causante de su desventura. La mujer es un abism o en flor, una rosa de filo, una espada tierna, una fontana de letargo, un lirio cuya seda m uerde, un m árm ol de tum ba, un lodo abierto en abrazos y, por implicación, un ser rastrero, pero con un teso­ ro. Las imágenes y el sim bolism o en relación a la mujer en este poema son contradictorios, ya que el poeta la llama lirio e implica que es serpiente, le dice ser de seda pero también dice que muerde; declara que hace lo negro de oro y dulce lo amargo; la antítesis está en todas las imágenes: abismoflor, rosa-filo, espada-tierna, fontana-letargo: Mujer, abismo en flor, maldita seas, rosa de filo, espada tierna, fontana de letargo, ¿con qué nos muerde, lirio, tu seda? ¿cómo, diosa, haces lo negro de oro y haces dulce lo amargo? Yo iba cantando, un día, por la pradera de oro, Dios azulaba el mundo, y yo era alegre y fuerte; tú estabas en la hierba, me abriste tu tesoro, ¡y yo caí en tus rosas y yo caí en la muerte! ¡Ay!, ¿cómo das la sombra entre tus labios rojos, mujer, mármol de tumba, lodo abierto en abrazos? ¡Tú que pones arriba el cielo de tus ojos mientras nos enloquece la tierra de tus brazos! (P. L. P„ 896)

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Vida y obra de Juan Ram ón Jim énez

El primer verso del poema XXXIII: «Mi vida está confusa, trastornada...», es una redundancia. Los elem entos esencialmente poéticos de las obras co­ mentadas, escritas mayormente entre 1906-1908, suavizan su sentido erótico. Esto no sucede con la prosa juanramoniana de la mism a época: las «Palabras románticas» escritas en Moguer, los «Paisajes líricos» publicados en Renacim iento, y los poemas en prosa «Baladas para después», cuyo título parece indicar la intención de que por el mom ento quedarían inéditas, com prensible deseo ya que son como una confesión, como un desahogo de la crisis interior. El trozo cuarto de los «Paisajes líricos» de Renacim iento es una diatriba en contra del cuerpo: ¡Cuerpo miserable, qué poco me obedeces! ¿Tú no sabes que llevas dentro una frágil primavera de cristal y de flores? Guar­ dián oscuro de mi alma, ¡qué vil carcelero te has vuelto! Cuer­ po, carne viciosa, tabernera y brutal, ¿y tu pobre princesa en­ cantada? ¡Bípedo triste y lujurioso, asesino de margaritas, portero canalla, quién pudiera asesinarte! —Dentro suena el llanto de mi alma (XLII, en P. P., 202)

En la prosa poética aparece también la búsqueda de la mu­ jer ideal. En la «Balada de la mujer ideal» el encuentro se realiza idealmente: Te encontré en cualquier parte, sin saber cómo, de vuelta de pordioseos de carne y de chanzas sin sentido. Y tú, la buena, la bella, la verdadera, me estabas esperando —¡desde cuándo!— con la sonrisa en los labios, entre el barullo de los que no son como tú... ni como yo... ¡Si yo hubiera sabido que tú estabas aquí! ¡Oh!, te he encontrado, mujer única, Desdémona, Ofelia, Cor­ delia, con tu voz velada, tus canciones de niña, tu castidad sin tacha, alma de carne que incitas a lo infinito. (P. P., 219-220)

«Las hojas verd es», las «Baladas» y las «E legías»

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Esta m ujer ideal no es la del primer amor, que en la «Bala­ da del primer amor» se muere como los niños: «El primer amor es blanco. ... El primer amor tiene ... voz de monja joven, ... El primer amor se muere com o los niños, ... como un primer am or...» (P. P., 225-226). Juan Ramón rechaza las limitadas aspiraciones de sus primeros amores en la «Bala­ da de cuando yo estaba lejos de la luna», que contiene datos biográficos aplicables a las niñas que amó en la adolescencia. El poeta recuerda: «Cuando yo amaba largamente a ella, que hacía crochet con m i hermana» (P. P., 264), lo que hace pen­ sar en Blanca Hernández Pinzón, compañera inseparable de Victoria Jiménez, novia en aquel entonces de su futuro mari­ do, el hermano de Blanca. En este mism o trozo, al decir: «Cuando yo consultaba sobre palabras inglesas a m i novia porque estaba en un colejio de Irlandesas —vacaciones— y ella m e traducía la etiqueta de frasco de esencia» (ibid., 265), se piensa en María Teresa Flores íñiguez, su otra novia moguereña, que asistió a ese colegio cuando él estaba en el de los jesuítas del Puerto de Santa María, de ahí la referencia a las vacaciones. E stos incidentes tienen que ver con esa época de su vida en la que él estaba lejos de la luna, es decir, de la poesía. Sus aspiraciones amorosas, ya poeta, son dife­ rentes, la mujer ideal es una mujer desnuda en la «Balada del amor desnudo»: Venía desnuda, sobre los pétalos malvas que la luna deshoja­ ba en las alfombras de la estancia oscura... Los pétalos le caían en una mano, en un pecho, en un muslo, y brillaba su carne un momento con una ceniza irisada, de un iris que en vez de ser del sol fuera un iris de la luna. ... (P. P., 256)

El ideal tiene que ver con esta carne desnuda de mujer, do­ tada de un misterio del que surge una noción de eternidad:

388

Vida y obra de Juan Ram ón Jim énez ¿Hay algo que se acerque tanto al ideal como una mujer desnuda en la sombra? Es como si el alma fuera la que escon­ diera el cuerpo, como si lo ignoto fuera la materia, como si todo se hubiera trastornado. Perdida la hora, el sitio, el aspecto familiar de las cosas, la eternidad que surje de lo confuso se complace en venir un instante hacia nosotros. (Ibid., 256-257)

En este trozo el concepto de la desnudez vuelve a asumir un carácter sensual, termina en una nota negativa: ¿Comprendéis por qué es tan sucia, tan falsa, y tan fea la aurora en el amor? (Ibid., 257)

Es de notarse la insistencia del poeta en llegar a lo esencial a través de lo sensual. En la «Balada de la amada desnuda», de la misma época (1906-1908), Juan Ramón despoja a la mu­ jer de sus adornos y la encuentra más bella, que es exacta­ m ente lo que ha de hacer más tarde con la poesía: Cuando después del largo paseo de la tarde, bajo las acacias con sol, te desnudas —te desnudo— en tu alcoba, tu cuerpo surje de tus sedas y de tus muselinas como un sol de carne de aurora. ¡Tu cuerpo desnudo! ¡Qué grande me parece de pronto! ¿Cómo ha podido estar aprisionado en estas leves y estrechas telas? ¡Oh qué tesoro, qué mar, el de la amada desnuda! Te estás despojando y es como si te adornaras; ¿cómo, si te quitas bellezas, eres más bella? ¿por qué te arrancas tus rique­ zas y te quedas más rica? ... (P. P., 272-273)

El tema de la mujer desnuda está en muchas de las baladas en prosa. En la «Balada de la carne ausente» la ausencia de la carne le hace ver en la luna a la mujer desnuda: Yo soñaba entristecido... Y en mi sueño la madreselva con la luna era una mujer desnuda y la carne ausente era como una luna desnuda que estaba entre las madreselvas... (P. P., 290)

«Las hojas verdes», las «Baladas» y las «E legías»

389

En la «Balada de la luna de m i vida» la fragmentada carne de m ujer pasa por el ocaso com o las nubes: Pasan las muselinas de las nubes. ¡Eres verde, eres rosa, eres celeste, eres amarilla, eres blanca! ¡Tus pechos! ¡Otra nube! ¡Un muslo! Otra nube. ¡Oh, tu sexo, entre una nube vaga! (P. P., 326)

El poeta hace el nostálgico trayecto de la pasión erótica en las «Baladas para después». El tono es a veces quedo, como en la «Balada de la novia ida»: La luna camina, llena de rosas azules. Las rosas del jardín son rosas de luna. Hay en todo este brillo celeste de la noche un hervor de vida de mujer, un misterio lejano de ti, la nostaljia de tu sexo y de tu voz, el estravío romántico de tu mirada azul. (P. P., 301)

Otras veces, el canto a la carne es a toda voz, como en la «Balada del viaje por tu cuerpo»: Sobre el oleaje blanco y blando de tu cuerpo quise llegar a las islas de tus ojos. Dejé en la playa mis dolores y, lleno de amor, me embarqué sobre tus muslos. Dos olas grandes guarda­ ban las islas, un escollo sombrío intentaba hacerme naufragar. Lo vencí todo. Y al anclar entre tus muslos gocé del paraíso. (P. P„ 311)

Unas veces Juan Ramón enaltece el placer cam al, com o en la «Balada del placer idealizado», en la que para idealizar lo que él llama placer ambiguo y m ultiform e busca m om entos y lugares donde la carne pierda sus crudezas (P. P., 343): Te he sentado desnuda ante el piano. Me he vestido de terciopelo negro para estrecharte desnuda. Te he subido a la almena roja de sol poniente para que 1u cuerpo sea de oro.

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Vida y obra de Juan Ram ón Jim énez Te he llevado, desnuda, a la pradera junto al arroyo. Te he subido, desnuda, al damasco verde y cargado de fruto y de sol poniente. ¡Ay, tu carne gris y rosa bajo el verdor transparente! ¡El olor de tu carne, del verdor y los damascos! (P. P., 343-344)

En la «Balada de las tiernas adolescentes perversas» el tono es perverso: ¡Oh, la crudeza tibia de tu sexo impúber! ¡el candor perver­ so, ardiente, de tus ojos azules! ¡Oh, la pequeñez malsana de tus nacientes pechos, las rosas quemadas de tu aliento! ¡Oh, la inocente blandura, la voluptuosidad de tus muslos, la nieve encendida de tus pies desnudos! Oh, la voluntaria erección de tus pezones, la sombra de tus brazos, con las primeras flores. (P. P., 247)

A veces, la nota erótica es alucinante, como en la «Balada de la m ujer estraña»: Oculta bajo la pomposidad de un árbol desbordado, una mu­ jer estranjera, de húmeda mirada fascinante, os sonríe. Es ma­ temente blanca. Nadie. Silencio. De pronto se levanta la falda de seda negra. Y os deja entrever — ¡horror!— una vejetación estraña. (P. P., 299)

Entre la poesía y la prosa poética de 1906-1908 existe el mismo curioso paralelo que entre la primera prosa de Juan Ramón que se conoce, «Riente cementerio», y los poemas que le siguieron: los temas son los mismos, pero expresados con mayor dominio artístico en el verso que en la prosa. En el verso el tono lírico se sostiene mucho mejor. Un aromo del cementerio que con sus olorosas flores amarillas da su color y fragancia a una tumba sirve de inspiración para el poe-

«Las hojas verd es», las «Baladas» y las «Elegías»

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ma XIX de las Elegías lam entables y para la «Balada del aromo del cementerio», en prosa. En el poema la descripción está dotada de una susurrante suavidad; en la prosa, la descrípción es altisonante: El aromo decora de una lumbre de oro y de fragancia el nombre de la tumba cerrada y, en el cielo dé marzo, hiere un cálido coro de pájaros en celo la soledad ca­ llada... (P. L. P., 883)

Primera voz del corazón: Amarilla es, ¡oh aromo!, la cla­ ridad que pones sobre la tumba amada; amarillo es tu olor y el sol poniente y la hoja seca del otoño. (P. P., 223)

Un recuerdo del primer amor está expresado en el poema IV de las Elegías lam entables y en la «Balada de la rama en sombra», en prosa, con el mismo lírico sentimiento; sin em­ bargo, la dulzura del sentim iento emerge sin tacha en el poe­ ma, mientras que en la prosa se rompe el encanto al men­ cionar que los pájaros chillaban por el jardín: Y aquella suave noche azul, en aquel banco, bajo la tibia sombra de la acacia florida, ella, cuando la luna daba su lino blanco, dijo que me quería para toda la vida. (P. L. P., 868)

¡Amor! Amor. Amor. Fue bajo una acacia de abril donde sus ojos celestes me miraron agrandados por el amor. El sol se ponía y se quitaba de ellos, y los pájaros chi­ llaban por el jardín. Recuerda, corazón. La acacia parecía una joya de verdor. El cielo azul con nubes blancas, apa­ recía de vez en cuando entre las ramas. (P. P., 263)

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Vida y obra de Juan Ram ón Jim énez

El hecho de que la poesía y la prosa de Juan Ramón coinci­ dan a veces hasta en incidentes nimios, confirma su arraigo en la realidad. El pavo real, que aparece en el poema XVI de las Elegías lam entables, ya comentado, está descrito en la «Balada del pavo real», en la que espera a una novia que no llega. Se trata de una elaboración artística que aprovecha un incidente ordinario, observado sin duda por el autor: El pavo real se sube a lo alto del tejado y mira del lado del sol. Arroja su grito diabólico. No ve venir a nadie y nadie le contesta. Las otras aves, acostumbradas a su hermosura, ni si­ quiera levantan la cabeza. Están cansadas de admirarle. Él vuelve a bajar al patio, tan seguro de ser bello que es incapaz de rencor... (P. P., 328)

En la poesía y la prosa se encuentran temas derivados de la enfermedad del poeta y de sus crisis nerviosas, se mencio­ nan los síntomas y los medicamentos. Durante su enferme­ dad, Juan Ramón sufría aceleración del pulso, vértigos, de­ bilidad en las piernas, y le recetaban medicinas de la época: bromuro, opio y esparteína. La «Balada del corazón hiper­ trofiado» es una lírica versión de la realidad, empieza imi­ tando el acelerado latir del corazón y mencionando los medi­ camentos: «Toe, toe; tic, toe... Bromuro, Esparteína...», e incorpora al vértigo la primavera entera: Toe, toe; tic, toe... ¡Ay, la primavera jira ante mí como una rueda loca; qué mareo de luces vivas, de colores, de deslumbra­ mientos! ¡Oh, mis pobres piernas lánguidas vacilan...! ¡Al si­ llón! Toc, toc; tic, toc... (P. P., 245)

No extraña que la visión del cementerio cercano esté en este trozo, y el antiguo temor a la noche, y el nuevo tem or al in­ vierno:

«Las hojas verdes», las «B aladas» y las «E legías»

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¡Ay, tras el pinar verde, blanquea el cementerio. Tristes jeranios decoran los nichos y la tierra está mojada y llena de hue­ sos viejos y vendrá la noçhe... y el invierno! Toe, toe; toe, toe, toe, toe... (Ibid., 246)

Esta curiosa balada anticipa tendencias surrealistas al imi­ tar con el ritmo cronométrico el latido del corazón, y con la puntuación, las pausas. N ótese que al pensar en el cemente­ rio el corazón acelera su latido con la brusquedad del mono­ corde toc, toc. En «Lamento de primavera», poema IX de Las hojas ver­ des (1906), está poetizado también el ritmo cardíaco de ma­ nera muy original. Para dar la sensación de un latir acelera­ do e irregular, taquicardia en el poema de un corazón hecho para el amor, Juan Ramón usa el pentasílabo polirítmico: Corazón mío, pálida flor, jardín sin nadie, campo sin sol, ¡cuánto has latido sin ton ni son, tú que estás hecho para el amor! ¡Oh, sordo!, ¡oh, ciego!, ¡oh, mudo!, yo te daba bro­ muro, té, método, libro y reloj..., ¡y estabas hecho para el amor! (P. L. P., 711)

Es notable el aprovechamiento de los medicamentos opio y bromuro en el poema, su mención parece ser un mero recur-

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so poético, en particular al dejar Juan Ramón incompleta la palabra bromuro. Las piernas lánguidas de la «Balada del corazón hipertro­ fiado», en prosa, son tema del poema «Balada triste de las piernas lánguidas» del libro Baladas de prim avera. Teniendo en cuenta la enfermedad del poeta, es lógico asumir que está poetizando una sensación real: Piernas, ¿qué hicisteis que en un jacinto me convertisteis? ¡Por los senderos duros de escarcha no emprenderéis, con firme marcha, otros viajes hacia lo eterno, como en las noches de aquel invierno, cuando sus rosas blancas ponía en vuestra carne la luna fría! (P. L. P., 768)

Así como en los poemas Juan Ramón se ve muerto y des­ cribe detalles como el traslado de su cuerpo al cementerio, en prosa, en la «Balada de la noche de luna en el cemente­ rio», se describe saliendo de su nicho y enfrentándose a un mundo que gira blandamente: ¿Qué? Había salido de mi nicho a cojer flores azules. Y el aire ha dicho algo... ¿Qué? Las luciérnagas sueñan en la yerba de los nichos. Y en la quietud solemne de la noche blanca de luna, el mundo jira, como un molino enorme y sueña blanda­ mente. (P. P., 268)

La producción literaria del poeta a su regreso de Moguer está arraigada, como la de la estancia en Madrid, en la rea­ lidad circundante y actual, ya sea exterior o interior. El amor sigue siendo la motivación principal de su producción lite­ raria, pero una nostalgia de la carne afecta su concepción idealista de la mujer. Movido por la sensualidad, Juan Ra­

«Las hojas verdes», las «Baladas» y las «Elegías»

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món quiere llegar al alma por la carne, la nota sensual eró­ tica aparece en el verso con más regularidad y predomina en la prosa. En la obra de 1906-1908 hay indicios de un hondo conflicto psíquico en el autor y de una lucha por dominar sus carnales apetitos. La muerte sigue siendo una presencia constante en su vida. Con todo, repuesto de sus males, los afectos de familia, las distracciones sanas del pueblo y el curso normal de la vida influyen en el poeta, hasta que la estancia en su rincón de Andalucía se le hace verdadera­ m ente gustosa. La obra sigue su ritmo y Juan Ramón va pe­ netrando el verdadero secreto de la poesía.

CAPÍTULO XIV

LA SOLEDAD Y LA MUJER: EL KEM PIS Y FRANCINA

Después de las largas lluvias de octubre, en el oro celeste del día abierto, nos fuim os todos a las viñas. Platero llevaba la m erienda y los som breros de las niñas en un cobujón del seroncillo, y en el otro, de contrapeso, tierna, blanca y rosa, com o una flor de albérchigo, a Blanca. ... De pronto, las niñas, una tras otra, corrieron, gritando: —¡Un raciiimo! ¡Un raciiimo! ... Tenía el racim o cinco grandes uvas. Le di una a V icto­ ria, una a Blanca, una a Lola, una a Pepa —¡los niños!—, y la última, entre risas y palm as unánimes, a Platero, que la cogió, brusco, con sus dientes enorm es Las niñas eran sus cuatro sobrinas, hijas de su hermana Victoria. Pepe, el varón, no estaba con ellos el día que se en­ contraron el racimo de uvas. Los sobrinos eran la mayor alegría del poeta. Los llevaba al campo, les organizaba jue­ gos, y convertía en poesía las pequeñas tragedias de la infan­ cia, como la muerte del canario que los niños habían here1 J. R. J., Platero y yo, cap. XC, «El racimo olvidado».

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dado de doña Sabina, una señora castellana de Moguer. Por ella le llamaron «La Sabinita». A Juan Ramón no le gustaba tener pájaros enjaulados; pero el pobre canario estaba ya viejo y acostumbrado a que le dieran de comer y de beber. Cuando murió, ayudó a los niños a enterrarlo al pie de un rosal del jardín. La muerte del canario no les dolió tanto com o la del bu­ rro del casero Manuel, de Fuentepiña. Juan Ramón y los so­ brinos se habían encariñado tanto con el animal que Manuel les dejó usarlo como si fuera de ellos. En su casa de la calle Nueva los niños tenían el pequeño pesebre que había servido para Almirante, el caballo marismeño de la familia del poeta. Allí ponían al burro al regresar del campo y el tío lo cuidaba con verdadero cariño, simpatizando más con el viejo veterinario que curaba al animal cuando se les en­ fermaba, que con los m édicos que a él lo atendían. Le pare­ cía que el veterinario era un hombre compasivo, que se daba a su oficio con verdadera inclinación. El burro llegó a hacérsele imprescindible a Juan Ramón, que lo encontraba muy cómodo para las idas y venidas entre el pueblo y el campo. Se habituó a ir al campo a diario montado en él y poetizó su amistad con el bruto en la se­ gunda de las tres partes destinadas a Baladas de primavera, titulada «Platero y yo». Las idas al campo le evitaban fre­ cuentar la compañía de la gente del pueblo, y resuelto ese conflicto tan de índole personal, la estancia en Moguer se le hizo agradable. Se convirtió entonces en un espectador del pueblo, pasó a ser un verdadero aficionado y terminó por co­ nocerlo y amarlo com o quizás ningún otro en su tiempo o después. Para sus sentidos, cultivados en la apreciación de todos los estím ulos, Moguer ofrecía extraordinarios espec­ táculos. Como en todo pueblo andaluz, había fiestas todos los m eses del año. Apenas se reponían del Año Nuevo y Re­

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yes, llegaba el Carnaval, antes de la Cuaresma. A los sobrinos les gustaba disfrazarse y por llevarlos a la plaza Juan Ramón se rozaba con las máscaras que iban a parar allí. A él no le gustaban los carnavales, pero le parecían poéticas las com­ parsas de muchachas disfrazadas de Ofelias, con los cabellos sueltos y coronas de flores en la cabeza; le parecía esto más natural que los disfraces que llevaban en las procesiones de Semana Santa, en su opinión, verdaderas mascaradas. En un poema titulado «Semana Santa», que no quiso publicar, cons­ ta su impresión de las procesiones: La Fe... La Magdalena... La mascarada avanza. Se orina un angelito. Luna. Silencio. El viento caliente por los cirios. Al fin, tras la Esperanza, viene, a una marcha fúnebre, todo el Ayuntamiento 2.

Le parecía que el pueblo utilizaba la Semana Santa para fines poco piadosos. Tenía la impresión de que en los Sábados Santos el pueblo se deshacía de sus odios descargando sus escopetas sobre las efigies de los Judas colgando al aire por algunos barrios. Las celebraciones religiosas verdaderamente populares sí le gustaban, com o la fiesta de la Cruz o las ro­ merías de verano. En la fiesta de la Cruz, en mayo, el pueblo se engalanaba de flores y todo el mundo desfilaba por la calle de las Flores, adornada con colgaduras de colores. En la romería de la Vir­ gen del Rocío se situaba en un sitio apartado del camino para ver pasar las adornadas carretas llenas de gente joven repi­ cando y cantando sevillanas. Le llamaba mucho la atención la última carreta, que era blanca, tirada por bueyes, y que llevaba al Sin Pecado. También le gustaba la fiesta del Cor­ pus, en junio. Las calles por donde pasaba la procesión es2 De «Esto», Libros inéditos de poesía, 1, pág. 175.

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taban todas decoradas con tapices, tapetes y colchas, y des­ filaban entre banderas, llevadas por los devotos, todas las imágenes veneradas por el pueblo y la Guardia Civil escol­ taba la Custodia entre nubes de incienso. En septiembre quemaban fuegos artificiales que él podía mirar desde la tranquilidad del campo. En invierno, las fies­ tas de Navidad le disgustaban tanto como las de Semana San­ ta, por considerar que se equivocaba su significado; él pre­ fería celebrar rodeado de la gente hum ilde alrededor de una hoguera en el campo. E l día de los Reyes, por darle gusto a los niños, se disfrazaba, como otros miembros de la casa o de la familia, para hacerles creer que los Reyes habían desfi­ lado frente a sus cuartos. De las celebraciones del pueblo las que más le disgusta­ ban eran las corridas de toros. Los días de las corridas no se pensaba en otra cosa, la banda tocaba desde temprano; los coches, que de ordinario se oían sólo a las horas fijas del servicio a la estación, iban y venían sin cesar por las calles adoquinadas y hasta las mujeres y los niños se daban de lleno a los festejos. Él se refugiaba en el campo. Las cele­ braciones le hacían pensar que básicamente el pueblo había cambiado poco. Las casas, las bodegas y las fincas de sus fa­ miliares habían pasado a otras manos; pero otras cosas eran las mismas: los m ism os barrios, las mismas calles, los mis­ mos callejones, las mismas carreterías, las m ismas plazas y plazuelas, y muros y fuentes y cementerios, y morideros y cuadras y corrales. Había menos río y más campo con las mismas dehesas y cortijos, bosques y pinares y puentes y pasadas y cañadas y huertos. El Moguer de siempre era el pueblo que él amaba, lo prefería a Madrid, tan seco y pol­ voriento, con ese nombre que le parecía de mujer. Moguer era Mons Urium, el Monte de Oro de los romanos. Su pueblo era un pueblo bueno y bello, pese a sus lacras: los sucios

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gitanos, los pobres rucios fláccidos y viejos, los perros sar­ nosos, los tísicos, y hasta una cortesana, bien que se acorda­ ba de «la cruda», a quien el pueblo llamaba «la crúa», que­ rida de uno de los señores del lugar. Se acordaba de su cara pintada, detrás de una ventana de las del caserón en que vivía; pero «la crúa» era una rareza. Moguer era un pueblo sano, olía allí a pueblo sano: a pan caliente, a vino, a pino quemado, a naranjas, a grano limpio, a prado azul. Moguer era, por fuera y por dentro, un pueblo blanco. Le fascinaba la blancura de su pueblo, de sus calles, de sus casas, de sus marismas. El blancor de la cal cegaba al mediodía, bajo el azul constante de su cielo el pueblo le parecía más blanco. Las mañanas eran puras, traspasadas de azul; en el aire puro, los sonidos eran más límpidos, se oía más claro el canto del pájaro y del grillo; por las noches, tam bién claras, las es­ trellas brillaban más. En el campo moguereño, todo era aún más fresco, más blando, más límpido, más vivo: el verdor, el agua, el viento, la candela, la flor, el almendro, el naranjo, las amapolas. Todo era un verdadero regalo para los sentidos y él mantuvo los sentidos alertas a la maravilla de su pueblo. Por todas estas razones se le hizo agradable su soledad, aunque en Moguer le faltaban los grandes estím ulos cultura­ les de Madrid. No necesitaba la vida literaria de Madrid, pero sí necesitaba «ciertos elem entos de arte» de los que no podía prescindir: «la m úsica —conciertos—, ciertos aspectos de suntuosidad y de jardín»3. Madrid le había ofrecido estas cosas, aunque, por lo demás, desde Moguer le parecía una gusanera. «Madrid, desde aquí, m e hace el efecto de una gu­ sanera. Yo en cambio, aquí m e siento limpio, sueño alto, toco el m ism o cielo con las manos», le decía a Antonio Machado 3 Carta de J. R. J. a Antonio Machado, sin fecha, en Cartas, pági­ na 116. Esta carta debe ser de 1908.

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en una carta, agregando: «Desde lejos, aunque parezca pa­ radójico, se sabe más de todo, se está más enterado de todo. Y nos comprendemos mejor, y es m enos literaria nuestra poesía» (ibid.). Hacía tiempo que Juan Ramón se había desligado de los amigos aristócratas y mundanos que fueron sus compañeros en el andaluz colegio de los jesuítas; le parecían frívolos y «sin el menor asomo de ideal». «Son muchos los que m e lla­ man amigo —decía— pero yo no lo soy del todo de ningu­ no» 4. Los amigos con los que cambiaba impresiones y libros le mantenían al corriente de todo en sus cartas, que él no siempre contestaba. En una ocasión le confesó a un amigo que tenía sin contestar unas setenta cartas5. La correspon­ dencia le complicaba su trabajo, que era escribir poesía. La gente le pedía prólogos para sus libros, colaboraciones para sus revistas, opiniones sobre sus versos. Algunas veces los escritores jóvenes de los alrededores iban a verle para leerle sus cosas, o si no, le mandaban los manuscritos pidiéndole un «elogio lírico» 6. Pero sus elogios eran escasos, cuando no le parecían buenos los versos se lo decía a los autores o les devolvía los manuscritos negándose a escribir un prólogo; sin embargo, cuando caía en sus manos algo de valor, si el escritor era desconocido, le daba el espaldarazo. Así sucedió con dos de sus paisanos: Pedro A. Morgado y Pedro García Morales, andaluces ambos, que publicaban buenos versos en ■* Carta inédita a Louise Grimm, sin fecha. En los archivos de J. R. J. en España. Por su contenido se sabe que la correspondencia entre J. R. y Louise es de 1907-1908 en adelante. s Ver «A X.», Cartas, pág. 93: «¡En los pueblos nuestro trabajo se complica enormemente con las cartas! Debo unas 70, o quizás más. Como soy un enfermo, no puedo disponer siempre de mí». 6 Ver «A Pedro A. Morgado», ibid., pág. 52: «Hoy mismo devuelvo a... un manuscrito que me mandó pidiéndome un 'elojio lírico’ — ¡cual­ quier cosa!— como prólogo».

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las revistas y periódicos de Sevilla y Huelva. Les instó a los dos a publicar un primer libro y los relacionó con personas de letras de Madrid y Sevilla. García Morales era de Huelva y había ido a Moguer a leerle su manuscrito titulado Gérme­ nes. Simpatizó con él porque tam bién era muy aficionado a la música. A Morgado lo conoció al leer unos versos y frag­ m entos de prosa lírica que éste publicara en un semanario de Huelva, La Palma, al que se acogía un grupo de poetas del pueblo de ese nombre atentos a las nuevas corrientes. El periódico le había hecho un elogio a Juan Ramón, que le escribió al director agradeciéndoselo y preguntándole, al m ism o tiempo, quién era el nuevo poeta de «severidad román­ tica» y «espíritu m oderno»7. En carta al propio Morgado volvió a celebrar con cautela algunos de sus sonetos, «entre otros más flojos» y «algunas notas en prosa lírica»8, y po­ niéndole de ejemplo a Mallarmé, le instaba a publicar un primer libro de verso y prosa, prometiéndole su ayuda para conseguir impresor y papel y cubierta de los que él mismo usaba, y como al contrario de los demás principiantes Mor­ gado no estaba ansioso de publicar un libro, Juan Ramón le admiró más, poniéndole de ejemplo a André Chenier, «que fue guillotinado —decía— sin haber publicado más que cin­ co o seis composiciones» y al «muy amado Bécquer ... que tampoco vio sus obras en libro» 9. La amistad con García Morales fue verdaderamente agra­ dable para Juan Ramón, por él la música volvió a ser parte de su vida, porque este joven de Huelva, que residía habi­ tualmente en Londres, era com positor y músico y estaba muy al tanto de las corrientes culturales en el extranjero. Tocaba

7 Carta «A Vicente García Gabaldón», ibid., pág. 48. 8 Ver carta «A Pedro A. Morgado», ibid., pág. 50. 9 Ibid., pág. 57.

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el violín y cada vez que regresaba a Huelva, acompañándose de un amigo que tocaba el piano, se iba a Moguer a visitar a Juan Ramón y darle conciertos particulares. Por él, el poe­ ta volvió a escuchar la música de Schubert, Bach, Beethoven y Cesar Frank y oyó piezas, para él nuevas, de Debussy, Luis Eller y Gabriel Urbain Fauré10. García Morales compuso una pieza alrededor del poema XX de la primera parte de Jardi­ nes lejanos: «Mañana de primavera, / Vino ella a besarme, cuando / Una alondra mañanera / Subió del surco cantan­ do: / Mañana de primavera! » (P. L. P., 386), y ésta fue una de las com posiciones con que debutó en Londres como com­ positor en un concierto para violín y piano de Fritz Kreisler y Harold Bauer. Los conciertos de García Morales compensaron a Juan Ramón de las notas agrias y la música de lata am arilla de la banda de Moguer, que tocaba los domingos y los días de fiesta. Poco después de su llegada al pueblo, había encontra­ do solaz en la casa de las Almonte, que tocaban el piano. Estas jóvenes eran de otra familia que María Almonte, la hija del médico con la casa en Fuentepiña. Eran hijas de Juan Ignacio Almonte, dueño de una fábrica de anisados en Moguer, en el barrio conocido con el nombre del Castillo; vivían en la calle de la Aceña, como Juan Ramón, y eran tres, dos solteras: Susana y María Dolores, y una casada, Te­ resa. De las tres, Susana, una chica guapa, agradable y na­ turalmente coqueta, llamó su atención, aunque no era ella la que tocaba el piano. Le gustaba también una amiga de las Almonte que asistía a las tertulias musicales, se llamaba Do­ lores Bedoya y era de menuda apariencia, gentil y vivara­ 1° La información biográfica aquí contenida se deriva de las cartas de J. R. a Louise Grimm inéditas, en los archivos de J. R. J. en Es­ paña. J. R. menciona la pieza «Berceuse and Romance» de Fauré para violín.

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c h a 11. Estas graciosas chicas llenaban con su presencia el vacío sentimental en la vida amorosa del poeta porque sus preferidas, Blanca Hernández Pinzón y María Almonte, por obediencia a sus padres se distanciaban de él; los padres querían yernos prácticos que pudieran ocuparse de los nego­ cios de la fam ilia y proveer para ellos y sus futuros hijos. Sin verdadera novia para sus sueños y su poesía, Juan Ramón fijó su atención en la mal casada y bella Louise Grimm, que le encargaba, por mediación de los Martínez Sierra, que no olvidara sus buenos deseos de escribirle. Des­ pués del fracaso de su vida matrimonial, Louise había reco­ rrido media Europa acompañada de su hija, para quien eran todos sus desvelos. Aunque mayor que Juan Ramón, Louise era una de esas mujeres superiores, distinta por su cultura; sabía de música, de pintura, de literatura. El poeta, que siempre sintió una romántica atracción hacia la m ujer dis­ tinta, hizo de ella el objeto de su cariño. «El trato con la m ujer inteligente y bella —le escribía— activa la viveza de nuestro espíritu y nos llena las horas de una espléndida ple­ nitud de pureza, de un encanto espiritual que no da la m is­ m a amistad con hombres superiores» 12. Se atrevía a propo­ nerle, poéticam ente, vivir en una ciudad donde no fueran co­ nocidos, dedicados a la música, el libro y el amor: «Sueño esta tarde de lluvia en una ciudad que no nos conociese, en donde pudiéramos vivir los dos, dueños y señores de nues­ tra vida, en una comunión de afectos elevados, libres y sere­ nos, con el encanto de la idea y del sentim iento plenos puri­ ficados por el alimento ideal; la música, el libro, el amor. Piense usted en esto. ¿Nunca será posible? Necesito de usted para mi vida» (ibid.). Louise no tenía otras intenciones que 11 Ver Francisco Garfias, Juan Ramón Jiménez, pág. 52. 12 Carta inédita. En los archivos de J. R. J. en España.

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criar a su hija y hacerla feliz; pero Juan Ramón no desistía y confiaba que cuando la hija no la necesitara Louise le po­ dría hacer feliz a él. Al pie del retrato que ella le había mandado ponía flores frescas a diario; le mandaba pétalos de rosas en las cartas y las cosas que iba publicando. Louise fue la inspiración de muchos de sus poemas en verso y en prosa. Mientras tanto, el tedio por la falta de verdaderas activi­ dades culturales en el pueblo era a veces interrumpido por la llegada de algún forastero. Dos pintores amigos le visita­ ron en Moguer y le hicieron posar para un retrato. Uno de ellos, el pintor Francisco Pompey, no era aún muy conoci­ do, no había exhibido en Madrid; pero el otro, Joaquín Sorolla, había exhibido en París, Londres y Nueva York y es­ taba en la provincia de Huelva por encargo de Archer Hun­ tington, fundador y presidente de la Sociedad Hispánica de Nueva York, que le había comisionado un lienzo de Colón saliendo del Puerto de Palos. Sorolla necesitaba visitar La Rábida y el Puerto para ambientarse y acordándose de Juan Ramón, a quien conoció en Madrid, le preguntó en una carta de 9 de noviembre de 1909 si había dónde alojarse bien por esas partes 13. Como en realidad no había, los Jiménez le in­ vitaron a hospedarse en su casa y durante su estancia en Moguer el poeta le acompañó a todas partes, pero no logró expansionarse con él. Le consideraba un gran pintor, «pero no lo saque usted de lo esterno —le escribía a Louise—, no tiene la menor cultura ni quiere tenerla, con él no puedo ha­ blar de nada, como no sea de sus cuadros» 14. Juan Ramón fue a La Rábida con Sorolla. Estando allí, su amigo pintor necesitó unos prism áticos y el guarda del

13 Carta de Madrid, 9 de noviembre 1909. En la «Sala Zenobia y J. R. J.» de la Universidad de Puerto Rico. Μ Carta inédita. En los archivos de J. R. J. en España.

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monasterio se los fue a pedir prestados al ingeniero jefe de Huelva, Raimundo Camprubí, que ocupaba con su fam ilia la residencia oficial al otro lado del monasterio. El ingeniero Camprubí se los llevó en persona y les invitó a pasar por su casa a tomar el té; pero como se les hacía muy tarde para el regreso a Moguer, no aceptaron la invitación. El viaje se hacía en coche, tirado por lentas muías de cascabeles. De haber aceptado la invitación hubieran conocido a tres mujeres distintas y muy cultas: doña Isabel Aymar de Cam­ prubí, esposa del ingeniero; su hija Zenobia, muchacha de veintiún años, y otra joven norteamericana prima de ésta, Hannah Crooke, que era pintora por afición. Hacía poco que la fam ilia residía en La Rábida, llegaron a Andalucía de los Estados Unidos en abril de 1909. Conocían Valencia, la tie­ rra de Sorolla, por haber residido allí antes de marcharse a Norteamérica, y también estaban al tanto de su obra por haber exhibido éste en la Sociedad Hispánica de Nueva York viviendo ellas en esa ciudad. Zenobia Camprubí, la hija del ingeniero, muchacha dis­ puesta y emprendedora, aprovechó la ocasión que le brinda­ ba la visita del pintor a La Rábida para escribir dos artículos en inglés, idioma que dominaba como el propio, y enviarlos a unas revistas norteamericanas. Uno de ellos, titulado «A letter from Palos», salió en la revista St. Nicholas. Illu strated magazine for boys and girls, en el número de octubre de 1910 (págs. 1111-1112). En él describía el monasterio, se re­ fería a las bellezas naturales del lugar, a la importancia his­ tórica de los alrededores, a la gente del pueblo que iba allí de jira los días de fiesta y al deseo de algunos residentes del lugar de construir un pabellón en las cercanías para estable­ cer una exposición panamericana permanente como especie de monumento del Nuevo Mundo. En el otro artículo, titula­ do «Valencia, the City of Dust, where Sorolla lives and

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works» 15, describía con acierto las bellezas y la luz de esa ciudad, mostrando con qué arte Sorolla las trasladaba al lienzo. Juan Ramón perdió aún otra oportunidad de conocer a las forasteras. Su hermano Eustaquio le anunció una tarde que iba a ir a la villa del cónsul de la Argentina, por Palos y La Rábida, y que allí estarían también dos muchachas de los Estados Unidos, la hija del ingeniero Camprubi y una prima. El poeta no hizo el menor esfuerzo por acompañarle, no le interesaba la vida social. Eustaquio era muy distinto a su hermano poeta, era afa­ ble, sociable, querido y solicitado por todos. Juan Ramón se lo había recomendado a Rubén Darío para cónsul de Nica­ ragua en Huelva, pero Darío, entonces ministro de Nicaragua en España, no pudo ayudarle porque Nicaragua tenía consu­ lados solamente en aquellas regiones de España con las que mantenía comercio activo y Huelva no era una de ellas. A Juan Ramón no se le hubiera ocurrido solicitar para sí se­ mejante ayuda de Darío, la soledad se había convertido en una imprescindible condición de su vida y justificaba su ais­ lamiento apoyándose en los preceptos de Kempis, pero sin pretensiones al renunciamiento total. Necesitaba la presen­ cia de los escogidos y, sobre todo, de la mujer. En A rte me­ nor, libro de 1909 que se quedó sin publicar, planteó la dia­ léctica de su vida: El ‘Kempis’ y Francina... ¡Dos cosas tan distintas! ...Pues ellas son mi vida. (L. I. P., 116)

is En la Casa Municipal de Cultura «Zenobia y Juan Ramón» de Moguer se conserva un recorte de este artículo que no contiene nin­ guna indicación en cuanto a su procedencia.

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Despreciando las veleidades exteriores, se había dado gus­ toso a la vida interior, pero no gozaba de paz interior, por­ que le hacía falta la mujer. En su ejemplar de La im itación de Cristo, de 1882 (tenía casi la misma edad que él), subrayó los versículos más afines a su conducta. Estos tenían que ver con la concentración en sí mismo, con el amor a la soledad y el silencio. Subrayó, entre ellos: «Es cosa laudable que el hombre religioso salga pocas veces, que huya de ser visto y que no quiera ver a los hombres» 16; pero los versos de su soledad indicaban que los hom bres eran otra cosa que en Kempis; es decir, el poeta no quería ver a los hombres pero quería ver a la m ujer. Su poema sobre «El 'Kempis' y Fran­ cina» concluía: Dios. Francina. La otra vida. Esta vida. Carne blanca. Alma nítida. (L. I. P., 117)

. is Libro I, cap. XX, 6. El ejemplar del Kempis al que nos referi­ mos se conserva en la «Sala Zenobia y J. R. J.» de la Universidad de Puerto Rico.

CAPÍTULO XV

OPULENCIA EN LA CONCEPCIÓN DE LA MUJER Y EL VERSO. «LLEGÓ A SER UNA REINA, / FASTUOSA DE TESOROS...»: LA SOLEDAD SONORA, POEMAS MAGICOS Y DOLIENTES, LABERINTO Y MELANCOLÍA

Mi querida Luisa: quisiera que esta carta le llevara a usted un arom a de flores nuevas que ya flota en el aire azul de esta soledad. E stam os en Abril siendo Febrero. El retrato que m e mandó usted m e ha hecho feliz, hay en sus ojos aquella m ism a pe­ num bra enigm ática que yo tenía de usted en m i memoria; ojos que no son com pletam ente azules, ni del todo verdes, ni grises solam ente; lo recuerdo bien; eso y el color levem ente plateado, levem ente moreno, com o espolvoreado de luna, — 'moreno de luna’, digo en una poesía de ’La soledad sonora’ hablando de no sé quién— es lo que m ás vivam ente persiste en m í de sus fugaces aparicion es1. El título se le había ocurrido en 1907, se lo había rega­ lado a Gregorio Martínez Sierra2, que no lo aprovechó; Juan 1 Carta a Louise Grimm, inédita. En los archivos de J. R. J. en España. 2 En carta de Madrid, de julio 1907, Martínez Sierra le dice a J. R.: «'La soledad sonora’ es un título maravilloso. Decididamente así se

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4.10

Ramón, su autor, lo usó para un libro de poemas inspirados por la lectura de los poetas m ísticos y profanos citados aquí y allá, empezando con el fam oso verso de San Juan de la Cruz: «La soledad sonora...», antepuesto a la primera, de las tres acostumbradas partes, y reiterado en la segunda parte, encabezada por el verso de Quevedo: « ¡De humilde soledad verde y sonora! ». La tercera parte del libro iba pre­ cedida de una cita de Samain: «...Que ce soit un secret va­ poreux qu’on devine...». Otras citas procedían de versos de Góngora, Fray Luis de León, Laforgue, Henri de Regnier, Poe y del propio Juan Ramón. Los versos de la primera y tercera parte del libro son alejandrinos; los de la segunda parte, octosílabos de rima asonante alterna. En La soledad sonora el poeta deriva belleza del paisaje para refugiarse en ella y consolarse de la ausencia del amor; «mi corazón sin ella — ¿sin quién?— suspira y llora», dice en el poem a VIII de la primera parte (P. L. P., 916), y en el poe­ ma X III se desdice: «...¿A qué quiero que nadie se mezcle entre m is cosas? / ¡Mi corazón me basta para las cosas be­ llas! » (P. L, P., 921). Al identificarse con los elem entos bellos del paisaje se atribuye belleza a sí mismo, como en el poe­ ma IX de la primera parte: Mi frente hay rosas y mi corazón y mi llorar

tiene luz de luna; por mis manos jazmines de algún jardín doliente; da música lejana de pianos es de agua nostálgica de fuente... (P. L. P., 917)

En la estrofa que sigue el poeta recalca el carácter afemi­ nado narcisista de este poema:

llamará mi libro». «Cartas de Gregorio Martínez Sierra», Relaciones amistosas ..., num. 20, pág. 60.

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Vive una mujer dentro de mi carne de hombre; siete ríos de plata prestan ritmo a mi lira; la boca se me inunda de un encanto sin nombre cuando sonríe a la ilusión, cuando suspira... (Ibid.)

La metáfora narcisista vuelve a aparecer cuando expresa cómo retiene la belleza percibida, en el poema XXXI, último de la segunda parte: Hilos de plata y oro van de verdura a verdura, con las rosas ideales del sol del ocaso. Una maravilla se va abriendo dentro de mi vida. Urnas son mis ojos de una gracia melodiosa, eterna, única... (P. L. P., 994)

Los puntos suspensivos de estas estrofas son un recurso de puntuación al que Juan Ramón es muy adepto y se encuen­ tran en todos sus libros, aunque sin el exceso de los dos primeros, en los que entre los versos ponía líneas enteras de puntos suspensivos. La soledad sonora es un libro contradictorio. El mismo título implica una serenidad que el poeta está muy lejos de poseer. El libro lleva dos dedicatorias generales, una a Loui­ se Grimm, «honda, fina y dulce entre todas las mujeres», y otra «A la soledad», título a la vez de un poem a dedicatoria en que la soledad está artísticamente concebida como una mujer y como la m adre de la belleza; el poeta querría apri­ sionar su cuerpo, estar dentro de ella. Las tres partes del libro están dedicadas a tres cultivadores de belleza; la pri­ mera, «A / José Enrique Rodó / sembrador de estrellas».

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Vida y obra de Juan Ram ón Jiménez

Rodó le envió a Juan Ramón su libro M otivos de Proteo, en 1909; pero la dedicatoria de Juan Ramón tiene que ver con las últim as frases de Ariel: «La vibración de las estrellas se parece al movimiento de unas manos de sembrador». La se­ gunda parte está dedicada «A / Manuel B. Cossío / en una biblioteca que da a un jardín», circunstancias enaltecedoras del gran institucionista en opinión del discípulo poeta. La dedicatoria de la tercera parte: «A / Manuel Díaz Rodríguez / mágico cuentista / de cuentos de colores» es un homenaje al narrador modernista venezolano, que en obras como Cuen­ tos de color (1899) llevó la prosa modernista a su apogeo. Esta tercera parte lleva un prologuillo en prosa que reitera el carácter impreciso, indefinido y mutable de la poesía. Juan Ramón la compara con el paisaje, el agua, el cielo de la tarde y la identifica con una mujer de la que se declara esclavo: «la poesía, mujer de bruma, es la esencia indeleble de la vida», y más tarde: « ¡Esclavo tuyo soy, poesía, y moriré de enfermedades de belleza! ». Lo que Juan Ramón predica en el prologuillo de la terce­ ra parte de La soledad sonora está en sus poemas de esa fecha: «Vaguedad infinita de formas y de tonos, en donde los jardines ideales, de rosas, de carnes, de almas o de nubes, florecen en una sucesión inextinguible». La vaguedad e im­ precisión en la poesía, la asociación de la mism a con la mú­ sica y los colores son características del simbolismo; pero la ecuación poesía-m ujer-belleza es una idea juanramoniana cada vez más definida. En La soledad sonora Juan Ramón continúa m odernizan­ do las formas poéticas. Como el culto pastor de las églogas, este pastor modernista va por los campos cantando sus pe­ nas, aunque no todas son de amor. Algunas veces quiere ser parte del divino espectáculo: « ¡Inflámame, poniente, hazme perfum e y llama»; otras veces se vincula a la belleza: «El

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alma siente, lo mism o / que un remanso, flores rosas»; o se dirige quejosamente a la luna: «¿Tu agua surte de ti? ¿Eres agua? ¿Eres pena? / ¿Tienes una mujer en tu linfa dolien­ te?»; o envidia al tronco caído: « ¡Quién fuera como tú, viejo tronco, caído / en la pradera blanda, risueña de colores»3. El poeta pastor siente también la nostalgia de la carne: «mas hoy siento nostalgia de carnes y de cosas...» y conjura líricas visiones de mujeres desnudas: « ¡Oh su sexo con luna! ¡Esencia indefinible / de su sexo con luna! Hervían los blan­ cores / de la carne»; y siente rumores distantes: «Hay un rumor distante de sedas ilusorias»4. El agua, tem a de la lírica de San Juan y Garcilaso, pre­ domina en los poemas de La soledad sonora, aunque en la primera parte del libro se destaca menos porque trata tam­ bién de otros elem entos del paisaje. En la segunda parte, «La flauta y el arroyo», el poeta, como un Pan con su flauta, expresa las variaciones de una mism a canción, la del arroyo: su canto, su fluir, su fragancia, sus flores, su claridad, su sombra. Las esmeradas imágenes de algunos de los poemas en ésta y otras partes del libro le dan un tono galante no acostumbrado en anteriores descripciones del paisaje moguereño del que el poeta deriva inspiración. La técnica se nota más aunque el lenguaje es, como siempre, sencillo, pero las imágenes no lo son. El arroyo no corre, platea; su co­ rriente se convierte en cantante platería; las mojadas plumas de los chamarices son las gayas plum as de perlas; al temblor de la brisa, el campo cristalea; las nubes manchan de luto los pinos; en el remanso sin sol, se copian, enlutadas, las na­

3 Los versos citados de La soledad sonora (en P. L.P.)pertene cen, respectivamente, al poema XXXII de la parte 1, pág.940; al XVI de la parte 2, pág. 967; al XXIV de la parte 1, pág. 932, y al XXXIII de la parte 1, pág. 941. * Ibid., VIII, 1, 916; XIII, 3, 1013, y X, 918, respectivamente.

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ranjas; el m anjar del poeta son las claridades de ámbar, y su vino, los céspedes undosos. El adjetivo verde, tan recurri­ do en el equivocado primer modernismo, anterior al acerta­ do tono sim bolista de Arias tristes, reaparece en La soledad sonora sin la naturalidad que en los libros anteriores, ya que el poeta le atribuye caprichosamente su sensibilidad displi­ cente; pero aun así, Juan Ramón, demasiado artista para com eter los errores de antaño, justifica el adjetivo a través de la particular visión del paisaje. En el poema XX de la segunda parte el uso del verde queda justificado en la pri­ mera estrofa por la palabra umbrío. Se puede decir con na­ turalidad de un arroyo cubierto de sombra, que es verde, ya que donde el caudal es escaso suelen crecer plantas acuáti­ cas en el fondo. En el poema que com entamos este verde pasa a ser atributo de la mariposa que se mira en el agua: Verde, sin platas, sin música, el arroyo umbrío pasa..., sólo una rosa caída dice la fuga del agua. En la urna de su fondo se oscurece el azul; blanca mariposa que en él juega, se mira verdes las alas. El légamo hace praderas, grutas y selvas y playas, en el remanso se copian, enlutadas, las naranjas... (P. L. P., 975)

En un arroyo umbrío es dudoso que se refleje el revoloteo de una mariposa, o que se copien las naranjas; además, en la estrofa que sigue a las citadas, el poeta dice que no hay «ni un rayo de sol»; por lo tanto, se entiende que el poema corresponde a un estado de sensibilidad que afecta la poeti­

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zación de una vision real. Este verdear las cosas por pro­ yección no es mero artificio, sino un verdadero logro poéti­ co. En el poema XXIII de la segunda parte el uso del verde, por proyección de una realidad, aparece de nuevo: Cuando la blancura verde tiembla bajo el cielo malva, ... Entre los pinos se ve el humo de las cañadas; Venus tiembla en el poniente, desnuda, verde, metálica... (P. L. P., 980)

El color verde m etálico de algunos árboles, de los pinos en particular, justifica la imagen blancura verde; del mismo modo, mirada por entre la verde-blanca fronda, Venus puede ser verde y metálica, aunque en este caso se nota más el ar­ tificio. En el poema XXXI de la tercera parte el uso del verde es aún más artificioso, ya que ni antes ni después que­ da justificado por elementos del paisaje, aunque se entiende que el poeta le adjudica valor emocional: Sobre cojines malvas, de raso perfumado, mi desfallecimiento se extasía en la luna; músicas de otro mundo resuenan a mi lado, jacintos de oro aroman mi pasión sin fortuna... La noche es verde y triste......................................... (P. L. P„ 1931)

En los poemas de la tercera parte del libro la nostalgia del amor se expresa en tono erótico. En el poema VI un fantasma antiguo se sienta al lado del poeta, es «una mujer vestida de un tornasol celeste, / con los brazos desnudos y el pecho descotado...» (P. L. P., 1006); en el poema XXII re­ cuerda a una mujer dormida en su lecho:

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Vida y obra de Juan Ram ón Jiménez La brisa era infinita. Tú tus piernas se enlazaban en y tu mano de seda, celeste, tapaba, sin tocarlo, tu sexo

dormías, desnuda...; cándido reposo, ciega, muda, tenebroso. (P. L. P., 1022)

Hasta sus propios sentimientos le parecen m ujeres desnudas en el poema XXXI: Luceros hechos sangre circulan por mis venas; mi corazón se va por las aguas del río, en una barca blanca en que bogan mis penas cual mujeres desnudas que se mueren de hastío... (P. L. P., 1031)

A La soledad sonora siguieron, en el orden cronológico de su creación, Poem as mágicos y dolientes, Laberinto y Melan­ colía, de 1909 y 1910-1911, respectivamente, obras en las que el poeta vuelve a cantarles, preferentemente, al amor y la mujer. Leídos en sucesión, estos versos alejandrinos con su insistente tono de tristeza y nostalgia, cansan, y se notan apenas las excelencias poéticas, que abundan; Juan Ramón posee un inagotable caudal de expresiones líricas para ador­ nar un mismo tema. Los Poemas mágicos y dolientes tienen rasgos muy distin­ tivos: las divisiones del libro aumentan a seis partes; las fuentes de inspiración no son naturales, los poemas descri­ ben estampas de pintores antiguos y modernos; y además del cuarteto alejandrino cerrado y libre que Juan Ramón ha estado usando con anterioridad, utiliza la silva perfecta y libre en la primera y quinta partes del libro, que está dedi­ cado, de manera general, a Albert Samain «en el cielo de Citeres» y «A la poesía» en un poema dedicatoria de ese nombre. Hasta este mom ento las dedicatorias de Juan Ra­ món han sido a personas conocidas, ya fuera personalmente

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o por correspondencia, como en el caso de Rodó; el que le dedique su libro a Samain, muerto en 1900, cuando el poeta de Moguer publicaba sus primeros balbuceos poéticos, indi­ ca una admiración o identificación de carácter profundo con el poeta francés, que probablemente tiene que ver con el hecho de que su talento poético se desarrolló en la soledad, com o el de Juan Ramón; Samain fue un poeta aislado, crea­ dor de imágenes lánguidamente bellas y poseedor de un ex­ quisito sentido de la melodía de la frase, com o Juan Ramón. La segunda dedicatoria de Poemas mágicos «A la poesía» tiene dejos de la poesía antigua de Juan Ramón: reaparecen los adjetivos supra-emocioiiales de Ninfeas y Almas de vio­ leta: negros, sangrientos, trágicos; pero empleados con sor­ presa y maestría: « ¡Negros, sangrientos, trágicos, me asaltan los instantes...». La poesía lleva adorno: corona de diaman­ tes, y el poeta no la convierte en mujer, sino que él se con­ vierte en m u jer curiosa para examinar su pedrería: ¡Divina Poesía, tú sola me sostienes! ¡Negros, sangrientos, trágicos, me asaltan los instantes...; pero tú entonces vienes y me regalas tu corona de diamantes! Como mujer curiosa, recorro con los ojos y con las manos la celeste pedrería... ¡Oh, cómo entre mis rojos duelos, fulge la polícroma fantasía!

Teniendo en cuenta la sencillez que para esta época había alcanzado la poesía juanramoniana, celeste pedrería, rojos duelos y polícrom a fantasía, podrían calificarse de artificio­ sas, pero en la estrofa siguiente el poeta vuelve a asumir el tono natural: Luego, cual en un blando amanecer de mayo, un rocío de gracia dentro del alma llora...

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Vida y obra de Juan Ram ón Jiménez Apolo da su rayo, y en diamantes y en lágrimas tiembla la nueva aurora...

Extraña que el que llamara siempre al sol por su nombre corriente recurra al artificio del nombre mitológico; sin em­ bargo, el recurso es armónico con la corona de diam antes que constituye la imagen principal del poema; pese al hecho de que la concepción es de un carácter más decorativo que el corriente en este autor. Las seis partes de los Poemas mágicos están dedicadas, respectivamente, a los escritores con quien Juan Ramón mantiene relaciones por correspondencia, admiradores de su poesía que hacen la reseña de sus libros: J. Ruiz Carrillo, Rafael Leyda, Ramón Gómez de la Serna, R. Cansinos Assens, Pedro González Blanco y Viriato Díaz Pérez. Los versos y frases antepuestos a los poemas proceden de Samain, Ver­ laine, Fray Luis de León, Garcilaso, Victor Hugo, Mallarmé, Góngora y José Asunción Silva. Estampas de Aranjuez, Se­ villa y La Granja, escenas marinas, de Bocklin y de autores no identificados, son fuente de inspiración de los poemas. Entre las fuentes no identificadas se puede asumir que le hayan servido de inspiración las cosas que el autor mencio­ na entre sus apuntes respecto a las fuentes estéticas de su poesía: miniaturas persas, fotografías de países, desnudos, las mujeres de Tiziano, Corot, Angelico, Tintoretto, Watteau, el Greco, Botticelli, la ola de Gauguin, Delacroix, Ingres, el Partenón, las estatuas griegas y las ruinas de Itálica5. No es fácil establecer la asociación directa entre las obras men­ cionadas y los poemas juanramonianos; pero no es difícil señalar las afinidades entre Juan Ramón y su obra y la de los pintores elegidos. Tiziano, cuyas mujeres desnudas pu­ 5 «Fuentes de mi poesía», inédito. En los archivos de J. R. J. en España.

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dieran ser los desnudos que m enciona el poeta, viraba los cuadros terminados contra la pared y no volvía a mirarlos por m eses, entonces les buscaba las faltas; lo mismo hacía Juan Ramón con su poesía; Tintoretto ampliaba y alteraba las com posiciones originales: cuando Juan Ramón antepone versos propios a un poema nuevo, está ampliando la concep­ ción original; El Greco, en su extático apasionamiento, pin­ taba sucesivamente un mism o asunto: también Juan Ramón, en apasionado éxtasis poético, canta el mism o tema repeti­ das veces, en La soledad sonora hay treinta y un poemas su­ cesivos al arroyo. Corot hacía vagas pinturas del paisaje en suaves tonos de grises y verdes, como Juan Ramón; Watteau trasladó a sus lienzos, como Juan Ramón a su poesía, el sen­ tido pasajero y melancólico de lo transitorio de la vida y sus goces; a Delacroix le bastaba con haber sido el mayor pintor del movimiento romántico en Francia para que le admirara el romántico Juan Ramón; además, era, com o él, gran amigo de los animales; Botticelli, Gauguin e Ingres se avenían con su sensualismo, la «Primavera» y el «Nacimiento de Venus» de B otticelli fueron temas modernistas. De las pinturas de Gauguin pudieran proceder los paisajes tropica­ les y las mujeres negras desnudas de las Baladas para des­ pués; algunas de las voluptuosas desnudas imágenes de mu­ jeres en la poesía juanramoniana pudieran derivarse de las escenas orientales dé voluptuosas mujeres desnudas, tenien­ do en cuenta que el propio sensualismo y deseo de la carne le llevan a fijarse en ciertas estampas con preferencia a otras. Juan Ramón no describe, reelabora lo que percibe y lo de­ vuelve en creación propia. Muchas de las estrofas de los Poem as mágicos parecen descripciones de estampas, pero no lo son. En el primer poema de la primera parte, titulado «Otoño», la descripción de un príncipe es una original metá­ fora, puesto que se trata del otoño:

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Vida y obra de Juan Ram ón Jiménez Otoño, triste príncipe de ojos celestes y cabellos áureos todo vestido de brocado negro, con hojas amarillas en las manos... (P. L. P., 1045)

En el poema «Jardín carnal» se describe un tema pictórico común: el de la mujer desnuda jugando con el agua de la fuente (en la segunda estrofa de dicho poema); pero el acer­ cam iento al tem a es muy personal. En la primera estrofa se expresa un estado de quietud interior: Qué quieto está el jardín, qué quieto y qué celeste! ¡Las margaritas blancas y las rosas blancas, entre lo verde, me hablan, con sus estrellas y sus rasos, de cosas que se fueron para siempre! Desnuda y cruda, como una luna, opulenta de placeres, jugaba con sus manos en el agua tranquila de la fuente; ... (P. L. P., 1072)

En la tercera estrofa, con una maroma poética, Juan Ramón, interiorizando de nuevo, crea una bella m etáfora surrealista relacionada a un anhelo de la carne: Me clavó el corazón con su mirada azul... Eternamente, mi corazón, que reposó en sus muslos blandos, entre lo verde, se desangra, latiendo para ella, por el jardín celeste. (Ibid.)

Tal vez por esta mágica habilidad de subjetivización al uti­ lizar una estampa, el autor le dio a su obra el título de Poe­

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m as mágicos y dolientes. La relación de este libro con la pin­ tura es variada: algunos de los poemas son de un solo color, como quien dice, tal es el caso de «Primavera amarilla», poe­ ma de tres estrofas con predominio del color amarillo; en las dos primeras se mencionan los elem entos del paisaje, lleno de flores amarillas; amarillo es el arroyo, la senda, la colina, el cementerio de los niños, el huerto; el sol tiñe de amarillo los lirios y las mariposas sobre las rosas amarillas. En la últim a estrofa se introducen dos conceptos a base de metáforas relacionadas con el amarillo, de oro y dorado: Guirnaldas amarillas escalaban los árboles; el día era una gracia perfumada de oro, era un dorado despertar de vida... (P. L. P., 1055)

Los dos últim os versos de esta estrofa son una sorpresa poé­ tica y contienen una amplia posibilidad de interpretaciones: Entre los huesos de los muertos, abría Dios sus manos amarillas. (Ibid.)

La segunda parte de los Poemas mágicos y dolientes, titu­ lada «Ruinas», sugiere la utilización, por parte del poeta, de grabados de pinturas de ruinas; pero de nuevo lo pictórico adquiere otro valor que el de su belleza visual, el tem a de los poemas es el derrumbamiento de una vida: en el poe­ ma XX dice el autor: «Cómo se ha derrumbado m i vida, poco a poco, / en un trastorno de dolientes primaveras! » (P. L. P., 1102). Los poemas de esta segunda parte expresan un sentim iento de desolación, de fracaso, de abandono. El que antes atribuyera a su espíritu sensitivo virtudes femeni­ nas, ahora se iguala a un niño y tiene un sentim iento de or-

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•fandad que por proyección se aplica a los elem entos del paisaje y a la belleza misma: «Igual que un niño loco, entre rosales, canto», dice en el poema III en el que las flores son huérfanas: «flores sin madre, blancas, que un día se caye­ ron» (P. L. P., 1085), y en el poema XIV se refiere a la orfan­ dad de la belleza: «En la desolación de m i negra fortuna, / como un niño sin madre, solloza la belleza...» (P. L. P., 1096). A la poesía juanramoniana le falta el alimento de lo blanco (poema VII): Creí que la fragancia, el matiz, la armonía, en su virtud tuvieron defensa para todo...; no, la ilusión fue vana; la misma poesía se envilece, si el plectro toca rosas de lodo. (P. L. P., 1089)

Del tono de los versos se deduce que las rosas de lodo son los amores burdos que le impiden ver más allá de la carne (poema XIV): ¡Amor burdo, que ríe de la gracia indecible!, fque si le hablo del sueño, cubre lo que en mí sueña con carne! ¡Amor de estío, obstinado y posible, obtuso como el plomo, duro como la peña! (P. L. P., 1096)

Juan Ramón quiere pen etrar el m isterio de la mujer. En el poema IX, cuyo primer verso es: «Impenetrable es tu fren­ te, cual un muro! », termina con una apasionada súplica: ¡Mujer, que yo lo vea! Libra de sus penosas dudas a esta constante nostalgia de mis penas; ¡quiero saber si tu alma es un jardín de rosas, o un pozo verde, con serpientes y cadenas! (P. L. P., 1091)

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En la tercera parte de los Poemas mágicos y dolientes, titulada «Francina en el jardín», el tono es más suave. Teniendo en cuenta la correlación de la poesía juanramoniana con la vida del autor, al leer estos poemas se confirman hipótesis en cuanto al papel que hizo la doble de esta lírica heroína en la vida de Juan Ramón. Su desnudez está descri­ ta minuciosam ente y el tono de ternura es el mismo con el que siempre se refiere a este personaje. La frecuencia con la que se repiten ciertas imágenes simbólicas en los poemas a Francina indican que el poeta la piensa sencilla y dulce, como las otras novias blancas. La teoría de que Francina era una subalterna en la casa del doctor Lalanne, en el sanatorio de Castel d’Andorte, donde residió Juan Ramón, está respalda­ da por el hecho de que la primera vez que éste la menciona en su obra la sitúa allí, además de asociarla a Francia; pero en los Poemas mágicos y dolientes hay detalles lírico-psíqui­ cos que respaldan esta teoría: Juan Ramón asocia el recuer­ do de Francina al color violeta, símbolo de la humildad. En el bien conocido poema II de «Francina en el jardín», el poe­ ta le golpea la carne con lilas: «Con lilas llenas de agua / le golpeé las espaldas» (P. L. P., 1112); en el poema III, la sombra de Francina le evoca «el malva vago / de las viole­ tas umbrosas» (P. L. P., 1113); en el poema IV, «los lirios, las violetas / nevaban más» su desnudez (P. L. P., 1115); recor­ dándola desnuda ante él: «el cielo estaba violeta, / la página estaba malva...» (P. L. P., V, 1118); en el poem a VI, el olor a Francina está asociado al de las lilas: « ¡Cómo olía / a lilas nuevas y a ti! » (P. L. P., 1120). Las repetidas alusiones a los atributos sexuales de Francina apoyan la teoría de que Juan Ramón conoció íntimamente a la doble de este personaje lí­ rico. En el primer poema de la parte «Francina en el jardín» dice: «su sexo, entre las flores pomposas escondido, / parece un lirio de oro, un suave y fino lirio» (P. L. P., 1111); en el

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III, «El sol le alumbraba el fondo / de las cosas misteriosas; / los ojos, el blando nido / del amor, la axila blonda...» (P. L. P., 1113); «eran rosados sus pechos, / rosas sus pier­ nas redondas» (P. L. P., 1114); en el poema VI, «gotas había en tus pechos / crudos y azules, Francina» (P. L. P., 1119), «gotas había en tus muslos / blandos y azules, Francina» (P. L. P., 1120); en el poem a IV, «Francina iba desnuda, de­ licada, opulenta; / su cuerpo blanqueaba con esplendor de estrella» (P. L. P., 1115). Juan Ramón no se refiere al amor de Francina com o un amor blanco, expresión favorita relacionada con las novias vírgenes como Blanca o las monjas. Como en los poemas an­ teriores, Francina sigue siendo blanca por su apariencia, la blancura de su piel está reiterada en numerosas imágenes a través de los poemas de «Francina en el jardín»: com o una rosa blanca; com o una violeta blanca; sus p ies —nieve, már­ m o l—; carne m ojada y cándida; m i som bra la hacía blanca; de violeta blanca y sola; su cuerpo blanqueaba; n itidez m ate —nardo, jazm ín, cam elia—, Francina es la encarnación de un concepto ideal de la desnudez; aunque Juan Ramón no le aplica a su amor el calificativo blanco o puro,sí se lo aplica a su desnudez, a la que atribuye altas cualidades alcompa­ rarla con las estrellas (poema IV): Francina iba desnuda; los lirios, las violetas nevaban más, con su morada soñolencia, la molicie sensual de su frescura egregia; y miraba, perdidamente, a las estrellas y comparaba sus blancuras con la de ella... Hoz de oro, la

luna hirió el cielo violeta...

¡Oh, en el hondo crepúsculo, Francina y las estrellas! ¡Desnudez de cristal y desnudez de tierra! (P. L. P., 1115)

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En el poema V Francina desnuda huele a rosas blancas y es como la luna: ¡Oh, qué olor a rosas! ¡Eras tú; desnuda, tú estabas ante mí, como la luna del día! (P. L. P., 1117)

Finalmente, la blanca desnudez de Francina merece el cali­ ficativo pura en el poema VI, en el que se nota también la propensión a asociar su carne, o su desnudez, a elementos contrarios a la pasión, en este caso la nieve, en el verso penúltimo: En la tarde estremecida eras más blanca que tú, y más pura que la brisa. Gotas había en tus muslos blandos y azules, Francina; de nardo con nieve eras entre las mojadas lilas... (P. L. P., 1120)

Pese a su admiración por Francina, Juan Ramón nunca le ad­ judica en sus versos calificativos que indiquen superioridad de alguna índole, como en el caso de Louise Grimm, a quien por sus dotes culturales llama m ujer divina. En el primer verso del primer poema de la parte «Francina en el jardín» Juan Ramón la llama blanca y dulce, y estos son los adjeti­ vos que siempre ha de usar al referirse a ella. Los versos de la cuarta parte de Poem as mágicos y do­ lientes llevan el título «Marinas de ensueño» y se inspiran en escenas naturales y artísticas. El poema I de esta parte se había publicado ya en Las hojas verdes con el título «Marina

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de ensueño», que se suprime al imprimirlo por segunda vez. Al epígrafe del original: «Recuerdo de Cervantes», Juan Ra­ m ón añade otro: «(La española inglesa)». El que dé la refe­ rencia exacta a la obra de Cervantes que es motivo de su inspiración, hace pensar en sus sentimientos por Louise Grimm, otra española inglesa. Al buscar en el mencionado poema los elem entos cervan­ tinos se comprueba de nuevo que la intuición poética juanramoniana es fiel a la realidad, aunque sólo se trate de re­ crear un episodio literario. La obra de Cervantes tiene que ver con un joven inglés, Recaredo, que es enviado por la reina Isabel a ganar méritos en una empresa naval para me­ recer a su prometida. Ésta, protegida de la reina, es una bella y virtuosa española tomada prisionera de niña y criada por la fam ilia inglesa de Recaredo. El poema de Juan Ramón recrea el episodio en que Recaredo regresa victorioso des­ pués de batirse con dos galeras de turcos y apoderarse de una nave cargada de especerías, perlas y diamantes. Las m uestras de tristeza y alegría a la llegada del vencedor y su ámorosa actitud expectativa son los elem entos que afectan la emoción poética juanramoniana. Comparamos esta parte de la novela «La española inglesa» de Cervantes, con el poe­ ma de Juan Ramón: No quiso Recaredo entrar en el puerto con muestras de alegría, por la muerte de su general, y así mezcló las señales alegres con las tristes; unas veces sonaban clari­ nes regocijados; otras trompetas roncas: unas tocaban los atambores alegres y sobresaltadas armas, a quien con señas tristes y lamen­ tables respondían los pífanos; de una gavia colgaba, puesta al re-

E1 puerto estaba lleno de gentes. Y el navio, como una aparición de nuevas primaveras, subía lentamente por el cristal del río, alegre y triste de canciones y ban­ deras. Regocijados y altos clarines de fortuna,

La concepción de la m ujer vés, una bandera de medias lunas sembrada; en otro se veía un luengo estandarte de tafetán ne­ gro, cuyas puntas besaban el agua. Finalmente, con estos tan contra­ rios extremos entró en el río de Londres con su navio, .................... ... suspenso ... el infinito pueblo que de la ribera los miraba ...

427 roncas trompetas, daban guerre­ ras aureolas a un estandarte azul que plateaba la luna y a un pendón largo y negro que besaba las olas.

... Era Recaredo alto de cuerpo, gentil hombre y bien proporciona­ do; y como venía armado de pe­ to, espaldar, gola y brazaletes y escarcelas, con unas armas milanesas de once vistas, grabadas y doradas, parecía en extremo bien a cuantos le miraban; ... algunos hubo que le compararon a Mar­ te, ... ... aquella poderosa nave que en la mar se quedaba ... ... pasa de un millón de oro el valor de la especería y otras mer­ cancías de perlas y diamantes que en ella vienen ... («La española inglesa»)

Lejos, entre la niebla, mecíanse en bonanza las perlas y diamantes del mágico tesoro, mientras entraba, abierto de orgu­ llo y de esperanza, Marte galán, vestido de hierro, sangre y oro. (P. L. P„ 1127)

El poema juanramoniano reproduce con fidelidad los ele­ mentos de la descripción cervantina: 1) el gentío del puer­ to; 2) la entrada del navio por el río mezclando las señales alegres y tristes de clarines y trompetas; 3) las dos banderas flotantes; 4) la nave con el tesoro de perlas y diamantes que se quedó en la mar; 5) la entrada del valiente guerrero y su gallarda apariencia. La única alteración en el poema está en la referencia a una bandera azul: «un estandarte azul que

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plateaba la luna», en vez de «una bandera de medias lunas sembrada», símbolo de la bandera turca con su luna cre­ ciente. Pero es de notarse que Juan Ramón se perm ite una licencia poética en el mismo sentido que Cervantes. También añade Juan Ramón un elemento: la niebla de la tercera es­ trofa: «Lejos, entre la niebla, m ecíanse en bonanza / las perlas y diamantes ...»; pero hay que tener en cuenta que se trata de un fenóm eno natural común en Londres. La es­ cena marina del poema juanramoniano es síntesis de la del episodio novelesco; pero con unidad propia. La visión pasa a ser la del poeta que le da nueva vida. Los poemas de «Marinas de ensueño» son descriptivos, pero lo visual se transmuta, adquiere un sello original: los sentidos todos perciben en una sinestesia poética que sobre­ pasa el objeto percibido. Tal es el caso en el poema IV, que tiene que ver con un naufragio. La primera estrofa reprodu­ ce lo visual: La lluvia lo hace todo gris... El viejo castillo surge, en la mole enorme del peñón, vagamente...; la indefensa corbeta hunde el casco amarillo en el plomo del mar que levanta el poniente... (P. L. P„ 1130)

El resto del poema recrea lo que no es visible: el rugir del viento y de las olas, la confusión, el llanto, la queja, el mal­ decir de los náufragos: Un gran aullido largo, inacabable, fiero, plañe el viento marino, de no se sabe dónde...; como un vientre de bronce, bajo el roto aguacero, el monstruo turbio, elástico, del agua le responde. Los pájaros marinos vuelan mal... El empuje convierte la impotencia en llanto reprimido... El fragor es inmenso... La boca que lo ruge apaga el llanto, el grito, la amenaza, el gemido... (Ibid.)

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Acostumbrado al tono m elancólico de la mayor parte de los poemas juanramonianos, las fuertes imágenes aquí empleadas sorprenden al lector. Al describir el clamor de las olas en la lluvia, respondiendo al clamor del viento, Juan Ramón crea una visión dura y violenta del mar: éste es un vientre de bronce y un m onstruo turbio, elástico. La descripción es de otra índole en el poema VII, que trata del mar del sur, mar de aguas mansas. Entonces se vuelve a suavizar la imagen, adquiriendo nueva elegancia: «la mar mece, ... una diamantería de olas soleadas», «el agua abre sus frescos abanicos de plata» (P. L. P., 1133). «Estampas», la quinta parte de los Poem as mágicos, se compone de cuatro poemas o estam pas líricas que corres­ ponden a las cuatro estaciones del año. En la «Estampa de otoño» predominan los tonos amarillos, y en «Estampa de invierno», el blanco y el negro, que sugieren al lector la nieve y la sombra de esa estación. La descripción puramente pic­ tórica de este poema deja de serlo en la segunda estrofa, en un inesperado recurso sinestésico del que se vale el poeta para crear una logradísima metáfora, que hacemos destacar: El que camina, negro; negro el medroso pájaro que atraviesa el jardín como una flecha... Hasta el silencio es duro y despintado. (P. L. P„ 1146)

En «Perfume y nostalgia», la última parte de los Poemas mágicos, Juan Ramón hace una apología por la repetición del m ism o tema. En el prologuillo dice: «Repetición de las mismas cosas? Sí. Una obsesión de felicidad. ... ¡Y cuando la dicha es pobre, aumenta lo pequeño, fija lo fugaz, para hacer un siglo de cada abrazo, una eternidad de cada suspi­ ro! ». En los poemas de esta parte las manos se encuentran,

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hay instantes de besos, abrazos y rubores. El poeta aspira de nuevo al amor ideal, con toda su belleza (XII): ¡Mi brazo rodeará tu mimosa cintura, tú dejarás caer en mi hombro tu cabeza, y el ideal vendrá, entre la tarde pura, a envolver nuestro amor en su eterna belleza! (P. L. P., 1164)

Testimonio de la maestría poética de Juan Ramón para la fecha de creación (1909) de los Poemas mágicos y dolientes que hemos estado comentando, es su liberación de influen­ cias ajenas. En los musicales pero apasionados primeros versos modernistas, recogidos en Ninfeas y Almas de viole­ ta, Juan Ramón trató de imitar recursos de otros; en el caso de la m étrica se señaló la huella del fam oso «Nocturno» de Silva. En los Poem as mágicos aparece otra vez la huella de Silva en el poema VII de la última parte, que lleva como epígrafe el verso «Y eran una sola sombra larga...»; pero en este caso es obvio que el poeta andaluz quiere de este modo hacer constar la coincidencia poética como especie de home­ naje al que tan magistralmente habló en poesía de la som bra larga, único punto de comparación entre su poema y el de Silva. El de Juan Ramón, de tres estrofas, de las que se citan la primera y la última, es de tono muy distinto al del poeta colombiano y está muy en consonancia con todos los versos de esa fecha del poeta andaluz: Ya se oían los gritos del pueblo; ya el lucero se ocultaba, temblando, con la torre... Y nosotros, que íbamos delante, en la cruz del sendero nos sentábamos, tardos, a esperar a los otros... ¡Oh, qué instante de besos, de abrazos, de rubores, de miradas de fuego negro! Lenta, la luna

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lo iluminaba todo —arenas, agua, flores...—, nuestras dos sombras largas se fundían en una... (P. L. P„ 1159)

Juan Ramón tenía en Moguer el tom o de Poesías de J. A. Silva con prólogo de Unamuno, publicado en Barcelona en 1908. Lo había leído a fondo, el ejemplar está todo marcado y subrayado por él. Al lado del «Nocturno» escribió: «Esta poesía se lee de rodillas y descubierto»; pero el tomo, que contiene verso y prosa de desigual calidad, tiene también esta anotación en letra juanramoniana: «Qué lástima de li­ bro! Sólo debieron reunirse las cosas más bellas. Que eran, por otro lado, suficientes p.a (para) la inmortalidad de Silva! » 6. Los otros dos libros que Juan Ramón escribió durante esta época en Moguer son Laberinto y Melancolía. El prime­ ro, de 1910-1911, es un libro recargado, redundante, excesivo y aptamente titulado. Hay poco en él que no haya dicho antes con mayor gracia y espontaneidad; pero la obra es va­ liosísim a como índice de la psicosis juanramoniana. El títu­ lo queda explicado en el poema X de la cuarta parte de Me­ lancolía, de la mism a fecha, el laberinto juanramoniano es carnal: Cárcel sombría, hecha de todos mis instintos! ¡Cielo azul, infinito, que ya no me bendices! Mujer, jardín carnal de tristes laberintos, que ensangrientas el sol de las tardes felices! (P. L. P., 1434)

Al reflejar en su obra el laberinto psíquico de su existencia Juan Ramón se adelanta a la tendencia literaria que habría 6 Este ejemplar anotado por J. R. se conserva en la Casa Munici­ pal de Cultura «Zenobia y J. R.» de Moguer.

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de ponerse en boga años después. E ste largo libro tiene cien poemas además del de la dedicatoria «A la mujer escogida», y está dividido en siete partes que recuerdan a siete muje­ res escogidas por su amistad o su amor: Natalia, la hija de Manuel Bartolomé Cossío, cuya casa Juan Ramón visitó más de una vez en Madrid; Graciela, la hermana de Rosalina Brau, su novia puertorriqueña de su adolescencia como es­ tudiante de pintura en Sevilla; Jeanne Roussie, amiga fran­ cesa que conoció durante su estancia en el sanatorio de Castel d’Andorte, cerca de Burdeos; Denise, poético nombre que encubre a una figura de la vida real: Marthe, la hija del doctor Lalanne, del mencionado sanatorio francés; Blanca, cuyo doble en la vida real es Blanca Hernández Pinzón, la primera y preferida novia de la adolescencia, y Susana, cuyo doble en la vida real es Susana Almonte, la guapa vecina moguereña de la calle de la Aceña. Por las páginas de Labe­ rinto aparecen los nombres de otras mujeres, dobles líricos de personas reales, de algún modo relacionadas con la vida sentimental del poeta, entre ellas Georgina Hiibner. El poema «Carta a Georgina Hübner en el cielo de Lima», que aparece en la segunda parte de Laberinto, recoge con fi­ delidad los incidentes reales relacionados con esta persona. Sin duda, Juan Ramón recibió el cable con la noticia de su fingida muerte, residiendo en Moguer. La cercanía a Sevilla, donde había Consulado peruano, le facilitaría el hacer las diligencias para averiguar el paradero de esta persona que tan bruscamente cesó la correspondencia con él. Esto es exactamente lo que el poeta declaró en una entrevista poste­ rior ya mencionada 7, y los sucesos de su vida apoyan su de­ claración. El poem a a Georgina empieza mencionando la no­ ticia transmitida por el cónsul del Perú: «El cónsul del Perú 7 Capítulo IX, nota 5.

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me lo dice: 'Georgina / Hübner ha m uerto...’», y continúa lamentando su muerte y recordando sus cartas; se la imagi­ na muerta en su ataúd y tam bién viva, en los lugares men­ cionados en su correspondencia. La elegía repite aquellas frases escritas que alimentaron sus esperanzas y sus desve­ los, como la línea «' ¡Cuánto he pensado en usted, amigo m ío !...’» (P. L. P., 1208), y la noticia de que un prim o le había llevado Ninfeas: «—Me escribiste: ‘Mi primo m e trajo ayer su libro...'» (ibid.). El poeta se duele de no saber cómo era la amada: «Yo no sé cómo eras, / ¿morena?, ¿casta?, ¿tris­ te?», y se refiere a los veinte años por ella confesados: ¡Sé que mi pena tiene aquella letra suave que venía, en un vuelo, a través de los mares, para llamarme 'amigo' ..., o algo más..., no sé..., algo que sentía tu corazón de veinte años! (Ibid.)

Con la proverbial fidelidad en la obra a la realidad de su vida, ya sea exterior o interior, Juan Ramón indica en el poe­ ma su intención de ofrecerle su mano a Georgina y de em­ barcar para el Perú en busca de ella: Quise entrar en tu vida y ofrecerte mi mano noble cual una llama, Georgina... En cuantos barcos salían, fue mi loco corazón en tu busca...;

Ahora, el barco en que iré, una tarde, a buscarte, no saldrá de este puerto, ni surcará los mares; ... (Ibid.)

La referencia a este puerto es otra indicación de que el poe­ ma es de la fecha de la residencia en Moguer, comunicado por el río a los puertos cercanos. La imaginación de Juan Ra­ món no suple detalles en el poema. Es de notarse su preocu­

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pación con la castidad de Georgina en el verso: «Yo no sé cóm o eras, / ¿morena?, ¿casta?, ¿triste?». Lo único blanco en su evocación de esta mujer, que no conoce personalmente, es el ataúd, que por fuerza tenía que haberlo sido, ya que Georgina era entonces soltera. La descripción de la que él, por buenas razones, cree muerta está desprovista de las usuales delicadezas que en sus tempranos poemas y en la fecha de la correspondencia con la supuesta Georgina le dis­ pensaba a las vírgenes muertas, otra prueba de que el poema fue escrito mucho después. El tono es sensual, com o el de los otros poemas de Laberinto. El poeta piensa sólo en la apasionada figura de las cartas. En la segunda estrofa, en la que empieza la evocación de la muerta Georgina, la describe con un erótico apasionamiento: ...Ya tu espalda ha sentido el ataúd blanco, tus muslos están ya para siempre cerrados, en el tierno verdor de tu reciente fosa el sol poniente inflamará los chuparrosas. (P. L. P„ 1207)

El poema termina con el mismo tono de fastidio y desespe­ ranza de la obra para esa fecha (1910-1911): El cónsul del Perú me lo dice.: 'Georgina Hübner ha muerto...’ Has muerto. Estás, sin alma, en Lima. Y si en ninguna parte nuestros brazos se encuentran, ¿qué niño idiota, hijo del odio y del dolor, hizo el mundo, jugando con pompas de jabón? (P. L. P., 1209)

Tres citas con la nota al pie: «(Cartas de Georgina al poeta. Verano de 1904)» sirven de epígrafe al poema, lo cual indica que las cartas sirvieron de inspiración al poeta. Las citas

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representan las frases que a él le parecieron más halagado­ ras: «...Pero ¿a qué le hablo a usted de m is pobres cosas melancólicas; a usted, a quien todo sonríe?»; «...con un libro en la mano, ¡cuánto he pensado en usted, amigo mío! »; y «...Su carta me dio pena y alegría; ¿por qué tan pequeñita y tan ceremoniosa?» (P. L. P., 1207). El poem a prueba, una vez más, que Juan Ramón necesita de la m ujer real, conocida, cer­ cana, para alimentar su poesía; los versos de «Carta a Georgi­ na Hübner» nacen de la displicencia, no del agrado del poeta. En un mom ento en que está privado de la cercanía del amor, recibe o recuerda la noticia de la muerte de Georgina, la lejana mujer conocida sólo por correspondencia; ello le hace pensar en el incidente sentimental relacionado a su amistad con ella y convertirlo en sustancia poética sin aña­ dirle o cambiar los hechos reales. La noticia de la muerte es el punto de partida del poema, pero no el amor que cree te­ nerle a esta mujer, porque no hay otro poema a Georgina en su obra, ni otro que a ella pueda asociarse por su contenido. Contrario al caso de Francina, Blanca, Louise, queda el poe­ ma a Georgina como inspiración única, después revivida, pero nunca repetida. Los versos de Laberinto llevan antepuestos, como en «Carta a Georgina Hübner», frases que se refieren a la pro­ pia vida del poeta, además de a la obra, como es su costum ­ bre. Algunas de estas cosas son menudas líneas o palabras que sin ser títulos hacen ese papel: «Adolescencia», «A Geno­ veva ausente», «Marzo». Las siete partes de Laberinto son de contenido desigual, compuestas unas de siete, diez, once poemas, y otros, de más de veinte. Como en los Poemas mágicos y dolientes, algunas com posiciones llevan título y otras no y hay referencias a poetas extranjeros y nacionales: Jules Laforgue, André Chénier, Poe, Fray Luis de León, Bécquer, Espronceda y Gón-

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gora. La silva, apenas empleada por Juan Ramón en sus libros anteriores, hace en este libro un importante papel por las riquísimas combinaciones y rimas. La voluntad m oder­ nista del poeta se ve en la dedicatoria general «A / Jacinto Benavente / Príncipe de este Renacimiento». Por primera vez se refiere Juan Ramón a las nuevas tendencias literarias com o un renacimiento, calificando en términos superlativos dentro de estas tendencias al dramaturgo Benavente, que re­ novaba el teatro español creando situaciones y caracteres que encarnaban la nueva sensibilidad: la acción era interna, como la de la poesía juanramoniana y como la habría de ser en la gran literatura del siglo xx. Otra prueba de la adhe­ sión del poeta, en esta obra, al modernismo está en el prologuillo a la primera parte, en el que señala la relación entre su poesía y la pintura de Watteau: «Ambientes y emociones de un Watteau literario un poco más interior y menos opti­ m ista que el Watteau pictórico, ...», y advierte que su alma está «ansiosa de una elegancia espiritual y suprema que lo invadiera todo, que todo lo cambiara». En la manera de ex­ presar esta ansia de elegancia espiritual y suprema estriba la gran diferencia entre el modernismo de Juan Ramón Ji­ ménez y el de Rubén Darío: el hispanoamericano, más exte­ rior, cultivó la belleza externa, con una maestría que algunos de sus seguidores estaban muy lejos de poseer, con funestas consecuencias para la comprensión del m ovimiento moder­ nista por la crítica; el español, más interior, convierte la be­ lleza en gala de los sentimientos íntimos del hombre. No cul­ tivó Darío la belleza por un mero sentim iento artificioso; el arte mejor, en cualquier época, nace de actitudes psíquicas, emocionales, intelectuales, de complicadas raíces humanas. A fines del siglo x ix y principios del xx lo bello, comprobable por la percepción directa, adquirió un valor nuevo, trascen­ dental. En el prologuillo antepuesto a la primera parte de

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Laberinto Juan Ramón quisiera que el vivir cotidiano tuvie­ ra siempre el m isterioso encanto de las cosas sencillas y finas de la vida: « ¡Si el vivir cotidiano tuviera sus frondas de jardín con pajarillos líricos, sus horizontes de campo, sus ríos quietos y sus montañas en flor, sus estancias apacibles, con rosas, con ventanas abiertas y con mujeres ideales! ». Los poemas de Laberinto exaltan em ociones elem entales del vivir cotidiano, podría decirse más bien que en esta obra Juan Ramón eleva las sensaciones básicas por medio del li­ rismo de su poesía, porque ésta es su obra más sensual. Por sobre todas las sensaciones básicas, Juan Ramón exalta el olor en Laberinto. En el primer verso del primer poema surge la pregunta: «El amor? ¿A qué huele?» y la gran mayoría de los versos de la primera parte contienen respuestas directas y metafóricas a esta pregunta: en el poe­ ma III el beso es «algo que huele a sol, a dientes, a puñales, / a estrellas, a rocío, a sangre, a luna» (P. L. P., 1177); en el IX las cosas huelen a muier, «— ... ¡El bigote fragante de la boca de ascua, / el hombro perfumado de los suaves ca­ bellos» (P. L. P., 1183); en el XVII todo lo de la mujer hue­ le: « ¡Un aroma tan nuevo, tan de fruta, tan suave! », la rosa huele a su mano fría y el agua del estío huele a sus brazos malvas (P. L. P., 1191). En el poema «Playa del Sudoeste», de la segunda parte, el poeta está perfumado de la mujer: «mis sentidos / nadaban en fragancias, en músicas, en tonos» (P. L. P., 1212). La gran metáfora del olor culmina en la úl­ tima parte de Laberinto titulada «Olor de jazmín», que lleva como prologuillo tres versos de Góngora, asociando el jaz­ mín a la lascivia y a Venus: ...Del blanco jazmín aquel cuya castidad lasciva Venus hipócrita es.

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En el poema I la tristeza del poeta tiene olor de jazm ín; en el II huele a jazm ines, en pensiles de bruma; en el III, un viejo libro de versos con olor a jazm ines, tiene com o una estela de hom bros y de sexos; en el V la m ujer en camisa parece un jazm ín; en el IX en la besada boca de la mujer ríen dos hileras de duros jazm ines; en el X III el crepúsculo huele, cual un jazm ín, a m ujer. En el poema XV recuerda a una m ujer que le echó una noche por el balcón una biznaga fresca de jazmines: Me diste en los jazmines todo: tus blandos brazos con sus rincones negros, las limas apretadas de tus pechos, tus muslos infinitos, la sangre de tu boca de fruta..., ¡el alma! en tu mirada... (P. L. P., 1325)

La nostalgia de la carne de m ujer está descrita de mil modos en los poemas de Laberinto; fuertes imágenes sen­ suales sorprenden al lector, ya que no se trata de la mujer, sino del paisaje, como en el poema XIX de la tercera parte: El pinar se diría el sexo de la noche;

Todo está abierto. Nada falta. Un esplendor de gloria transparente, tibia y dulce, ilumina las espaldas de piedra, los brazos inmortales, los muslos opulentos, la testa de ceniza... (P. L. P., 1250)

En el prologuillo a la VI parte el poeta menciona «la per­ manencia de un lívido dolor intacto, entre la frondosidad se­ xual y verde de los días...». La suerte que corren algunos elem entos constantes en su poesía, como la luna, demuestran el estado de hastío y amargura del poeta. Para cantar sus

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penas y alegrías, Juan Ramón ha descrito la luna de mil modos positivam ente bellos. En algunos de sus primeros poemas a la luna hay un fondo m ístico, como en estos que no fueron incluidos en Arias tristes al publicarse esta obra en 1903, pero sí en las selecciones bajo este nombre en las antolojlas: La luna me echa en el alma honda, un agua de deslumbres, que me deja lo mismo que un pozo templado y dulce. Entonces, mi fondo, bueno para todos, sube, sube y abre, al nivel del prado del mundo, su agua de luces. Agua que une estrella y flor, que llama a la sed con lumbres celestes, donde están, náufragos de amor, los reinos azules. (Nocturnos) (T. A. P., 54)

El poema es una gran metáfora que anticipa una visión amo­ rosa del cosm os de carácter trascendental. De mom ento la visión está limitada a los reinos azules y el motivo de inspi­ ración es sólo la luna. En Laberinto las imágenes relaciona­ das con la lima son negativamente bellas, ya que se le atri­ buyen sensaciones duras y frías. Representativo de esta nueva actitud es el poema XIV de la tercera parte, que lleva antepuesta esta frase: «Luna fría, luna fría... Canción». El tono duro y frío aparece desde los dos primeros versos: «Como una escarcha verde, la luna fría cae / sobre la ado­ lescente primavera del campo», y la segunda estrofa aumen­ ta con una serie de metáforas encadenadas los atributos de dureza y frialdad: Es una luna clara, desnuda, firme, impúdica, redondo seno enhiesto y crudo de alabastro,

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Vida y obra de Juan Ram ón Jim énez evocación helada, altiva y suntuosa, de cúpulas de piedra, de niveos columnarios... (P. L. P., 1245)

En la tercera y últim a estrofa se superlativiza esta negativa sensación transfiriendo a las cosas la dureza atribuida a la luna y dotándola de más atributos negativos: Endurece las rosas blancas, con una lumbre despótica y callada; y, sin ojos ni labios, dalia fósil y vana, exhibe su opulencia sin tristeza, convexa, orgullosa, de mármol... (Ibid.)

En el poema XX de la misma parte, también de tono displi­ cente, en el que la visión de un barrio es fría, extraña y es­ pectral, la luna vuelve a ser descrita con negativa magia: Uf!, ¡qué frío! La luna de cobre va de prisa, harapienta de nubes... Pasa, veloz, el viento... Parece que la vida huye a un sinfín de luto, mientras huimos nosotros, torvamente, a lo nuestro. (P. L. P., 1251)

La novedosa imagen harapienta de nubes es una de las mu­ chas imágenes distintas en la poesía juanramoniana de la época de Laberinto; la blancura de la luna a la hora del crepúsculo en el poema IV de la primera parte está expresa­ da en la novísima frase: «Se limpiaba la luna...» (P. L. P., 1178); en el poema XIV de la misma parte el otoño le ins­ pira los extraños y logrados versos: « ¡Eras, otoño mío! / Y tus ojos inm ensos m e miraban» (P. L. P., 1188). En el poe­ ma II de la tercera parte el silencio es «amarillo y mojado» (P. L. P., 1232). La blancura y la castidad, características del amor ideal en los versos juanramonianos, vuelven a aparecer en la sexta

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parte de Laberinto, cuyo tem a es el nostálgico recuerdo del amor de la blanca Blanca Hernández Pinzón, a quien se re­ fieren las líricas frases antepuestas a la mencionada parte: «Llorando a Blanca / casta y pálida / como una rama de al­ mendro en flor». Después de un prologuillo en el que el autor menciona las «memorias tristes que yerran por el alma», cita versos de Espronceda y de Poe, aplicables a esta novia blanca que ilum inó la dorada mañana de su vida (Es­ pronceda) y que jamás tendrá en sus brazos (‘Nevermore’, Poe). En el poema II, que lleva antepuesta la frase «Nostal­ gia de blancura», complejas imágenes expresan el concepto de la blancura del amor, blancura superlativizada por la acumulación de símbolos armónicos a ella, que hacemos des­ tacar: Paloma celestial en un sagrado almendro siempre en flor; nave velera que hincha su pabellón, todo nevado, a una brisa jovial de primavera... (P. L. P„ 1290)

La palom a en un alm endro es una duplicación de símbolos; lo blanco im plícito en la frase nave velera se hace más blan­ co con la mención del pabellón nevado; a la imagen de blancura se añade el concepto de pureza con el uso del cali­ ficativo celestial, que modifica el sustantivo paloma, y el ca­ lificativo sagrado, que modifica almendro. En la estrofa que sigue a la citada hay una mayor acumulación de imágenes de blancura y castidad, todas lo son: Fresco lucero en chopo matutino, prado tierno y carnal de margaritas, corderillo pascual, joya de lino, tropel de nubes castas y benditas... (Ibid.)

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Las imágenes convienen al tono de frescura con que se debe expresar el amor de la adolescencia, tem a del poema. El úl­ tim o verso de la estrofa anterior: «a una brisa jovial de pri­ mavera», da el tono a los que le siguen, sostenido por los ca­ lificativos fresco, m atutino, tierno y los sustantivos lucero, chopo, prado, m argaritas, corderillo. Juan Ramón crea sus imágenes líricas con extrema facili­ dad, incurriendo a veces en un narcisismo extrem oso que puede justificarse poéticam ente, como en el caso del poe­ ma XIV de la primera parte, en el que al pintar un paisaje frío, amarillo, debilitado, el del muriente otoño, se pinta él del mism o modo; pero, aun así, desagrada el narcisismo de las imágenes: El terciopelo negro de mi traje se hacía más negro, y mi doblada mejilla de jacinto era una rosa virgen, mate, triste, sin sangre, a la vehemente fuga del crepúsculo lívido... (P. L. P., 1188)

A Melancolía, libro de la m ism a fecha de Laberinto (19101911), le faltaron dos poemas para tener los cien. E l tema sigue siendo la nostalgia de la carne, pero con una agrada­ ble variación: los poemas de la primera parte, dedicada a Manuel Machado, tratan de las sensaciones de un viajero que observa el paisaje por la ventanilla de un tren. La técni­ ca es impresionista, como corresponde al asunto. En las cortas y acostumbradas frases aclaratorias que el autor con­ tinúa anteponiendo a los poemas se da el posible itinerario: se trata de un viaje al sur de Francia, el tren pasa por Cas­ tilla, Guipúzcoa, los Pirineos; se menciona el apeadero en los bosques y las landas francesas; el paradero es Laruns; dice el poema II: «¡Laruns! ¡Al fin! ... el corazón, que salta, va preparando un beso...» (P. L. P., 1338).

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Los poemas de «En tren», título de esta primera parte de Melancolía, deben estar relacionados con el viaje que Juan Ramón hizo a Lourdes alrededor de la fecha en que se es­ cribieron, 1910-1911, Lourdes está al lado de Laruns; y aun­ que los poemas se refieren a distintas estaciones del año, se menciona repetidas veces el mes de agosto, el viaje pudo haber sido en ese m es de veraneo: «Mujeres de otras partes — ¡sensualidad de agosto!—» (P. L. P., V, 1341); «Luego, la suave brisa de la tarde de agosto» (VIII, 1344); «El crepúscu­ lo. Agosto. Sobre los campos gualdos» (XII, 1348). De las seis divisiones de Melancolía, dos tienen que ver con personas que Juan Ramón conoció durante su estancia en el sur de Francia entre 1901-1902: Marthe Lalanne y Filo­ mena Ventura. La parte segunda, titulada «El alma encen­ dida», lleva esta frase a manera de dedicatoria: «Pensando en Marthe Lalanne». La parte sexta, titulada «Tenebrae», está dedicada: «A / Filomena Ventura / que, en su opulen­ cia morena / y triste, / m e evoca la ‘Melancolía’ / de Arnold Boecklin». Juan Ramón conoció a Filomena Ventura en Arcachon, en la época de su residencia en Burdeos, en el sanatorio de Castel d’Andorte. Ya en España, correspondió con ella y le envió sus libros, que ella gustaba de leer en ese pueblo que, por lo visto, a él le atraía, según consta en una tarjeta postal que Filomena le escribió de Arcachon con fecha «24 août 1905»: De cette ville que vous aimez tant, je vous envoie mes plus affectueux et sincères souvenirs. Je viens ici deux fois par se­ maine, et c’est ici que j ’aime à relire poésies si belles, dans ma solicitude, elles sont pour moi une douce consolation8.

s En los archivos de J. R. J. en España.

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La cuarta parte de Melancolía, «Tercetos melancólicos», está dedicada a Luisa (Louise Grimm) y las dos partes res­ tantes a dos amigos: la tercera, titulada «La voz velada», a Pedro García Morales, y la quinta, «Hoy», a Domingo Barnés, distinguido publicista y pedagogo sevillano, redactor del B oletín de la Institución. La dedicatoria al primero, com o un homenaje, reconoce el hecho de haberle puesto éste música al poema de Juan Ramón sobre la mañana de primavera y la alondra cantora: «A / Pedro García Morales / m úsico y poeta / alondras mías de primavera / que ha recogido / en el arco de su violín». La dedicatoria al segundo indica una deuda de gratitud: «A / Domingo Barnés / que en horas frías / de hombres prosaicos / fue báculo de mi espíritu / desvalido». B am és fue, probablemente, un amigo que supo ayudarle. Las referencias y versos antepuestos a los poemas confirman la preferencia por casi los m ism os poetas que aparecen en los libros anteriores: Verlaine, Lamartine, Samain, Baudelaire, Shakespeare, Fray Luis de León, Bécquer y el propio Juan Ramón. En el último caso se trata, natural­ mente, de la recurrencia de una inspiración o motivo lírico. Rubén Darío sigue siendo objeto de admiración del poeta, a él está dedicado el libro de manera general, com o «Me­ lancólico capitán de la gloria», y es obvio que Juan Ramón siente en este mom ento una gran afinidad con el maestro de antaño, en cuyos versos hay la mism a nota de amargura que en los propios, ambos están buscando la luz. N ótese la igual­ dad del sentimiento en sus m elancólicos poemas:

9 386).

El poema XX de la parte primera de Jardines lejanos (P. L. P.,

La concepción de la m ujer «Melancolía» (Cantos de Vida y esperanza) Hermano, tú que tienes la luz, dime la mía. Soy como un ciego. Voy sin rum­ bo y ando a tientas. Voy bajo tempestades y tormentas ciego de ensueño y loco de ar­ monía. Ese es mi mal. Soñar. La poesía es la camisa férrea de mil puntas crüentas que llevo sobre el alma. Las espi­ nas sangrientas dejan caer las gotas de mi melan­ colía. Y así voy, ciego y loco, por este mundo amargo; a veces me parece que el camino es muy largo, y a veces que es muy corto... Y en este titubeo de aliento y agonía, cargo lleno de penas lo que ape­ nas soporto. ¿No oyes caer las gotas de mi melancolía? (D

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Parte 5, poema IX de Melancolía ¡Otra vez la esperanza! Como un cielo nublado de abril, tiene mi alma bruscas al­ ternativas de sol y llanto... Antes, ¿quién hu­ biese apostado por mí una flor? ¡Ahora todo es alas vivas y puras! ¡Ah, mi vida! ¡Lo mismo que una diosa mendiga, por sus rotos andrajos muestra el cielo! ...En un jardín de invierno era una tierna rosa..., fue la aurora, entre nubes dramá­ ticas de duelo... No sé qué hacer, ni adonde —¡ni cómo!, ¡ni por dónde!— salir... ¡Soy cual un ciego de des­ lumbrantes ojos...; llamo a lo eterno —lo sé bien— y me responde...; mas la senda está oculta entre pe­ ligros rojos! (J. R. J., P. L. P., 1433)

a r ío )

Las básicas diferencias entre el maestro de antaño y el de hogaño son obvias en sus respectivos poemas: Darío pide a otro la luz sin ningún sentido del destino final: voy sin rum ­ bo y ando a tientas; Juan Ramón sabe ya cuál es este des­ tino: llamo a lo etern o—lo sé bien —y m e responde. Darío, o

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Vida y obra de Juan Ram ón Jiménez

su verso, es aún ensueño y armonía: ciego de ensueño y loco de armonía; el de Juan Ramón es alas vivas: ¡Ahora todo es alas vivas y puras!, y, por último, la ceguera de Darío es pri­ vación de luz: y así voy, ciego y loco, p o r este m undo amar­ go; la de Juan Ramón es exceso de luz: ¡Soy cual un ciego de deslum brantes ojos ...». En su poema Darío no menciona la carne, pero ella está presente en su armonía mejor. Juan Ramón, en su canto reconoce que la senda está oculta entre peligros rojos: los poemas de la quinta parte de M elancolía hablan del hambre del alma, del aguijón del placer y reve­ lan la lucha entre los deseos de la carne y las ansias de pu­ reza. El tema de la muerte reaparece. Como en los años del internado en el «Colegio de San Luis Gonzaga», los concep­ tos de pureza y eternidad, pecado y muerte están ligados, los opuestos hacen su aparición: «Dice la vida: ¡Vive!, y m e cierra el cam ino...; / un ansia delirante de eternidad me in­ flama...» (parte 5, poema V, P. L. P., 1429). E l poeta habla de un corazón sin mancha, defendiendo su carne com o una vir­ gen pura (ibid., VII, 1431). La m elancolía es ardiente y sen­ sual. En el primer poema de la última parte, aptamente ti­ tulada «Tenebrae» y aptamente dedicada a la opulencia m o­ rena de Filomena Ventura, está descrita: Es la melancolía ardiente y sensual que anida en una trágica llamarada de encono; la pasión sin cansancio de una mujer morena, con grandes ojos fúnebres frente a un ocaso rojo... (P. L. P„ 1443)

La metáfora se refiere a una obsesión sensual, presente en todos los versos. En el poema X de la parte quinta parece el horizonte un cinturón de hierro (P. L. P., 1434); en el poe­ ma III de la parte sexta las viudas torcerán sus inútiles sexos (P. L. P., 1445); hasta en la descripción del cadáver de

La concepción de la m ujer

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una mujer domina la nota sensual erótica (parte sexta, poe­ ma VII): —Se han nutrido los brazos de azucenas sin nombre, rasos nuevos ondearon el partido cabello, ardió, obscena de ansia, la viva rosa negra, triste de olor malsano, del olvidado sexo...— Nada puede enfriar la ola enhiesta y cálida que el corazón levanta, bajo un ardiente viento...; las manos hallan vagas formas incitadoras, la boca se entreabre, y se erigen los senos... (P. L. P., 1449)

El verso X de la parte sexta revive una experiencia ante­ rior que es tema del fragmento XXVII de «Palabras román­ ticas», en prosa; una línea del fragmento en prosa: « ¡Qué tarde tan rara hace! », le sirve de epígrafe al poema. Entre ambas creaciones median algunos años, el poema es poste­ rior. Las referencias familiares del trozo en prosa indican que se trata de un enfermo allegado al poeta, ya que el en­ fermo y el autor comparten el fuego del hogar, pudiera ser aquél un tío de Juan Ramón que murió poco después de re­ gresar éste a Moguer. La comparación de ambas obras ilu­ mina el proceso creativo y la maestría que el poeta va ad­ quiriendo en su aislamiento en Moguer, porque es allí, en la concentración y serenidad del ambiente, cuando logra el dominio de su arte. En el trozo en prosa Juan Ramón es sólo un espectador; en el poem a se identifica de tal modo con el enfermo que siente él mism o la sensación de la muerte: Él no sabe que se va a morir. ¡Qué tarde tan rara hace! Acaba de decirme: '¡Qué tarde Un enfermo. tan rara hace!... ¡Tan rara!’ Y se Lluvia cerrada para el fin de un ha dormido en la penumbra de triste sueño la estancia. comenzado entre el sol! ¡Hora va­ cía y baja,

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V ida y obra de Juan Ram ón Jim énez

Yo estoy leyendo versos dulces al amor dorado de la lámpara. El fuego crepita en el hogar y él no sabe que se va a morir. Él ve en­ tre sueños, este fuego, oye esos coches que pasan y esos pianos que sollozan. Yo sé que se va a morir y estoy leyendo versos dul­ ces mientras llega la muerte. — ¡Qué tarde tan rara hace!... Es una sangre que está llena de agonía. Él no sabe que se va a morir. Yo le he visto los ojos hin­ chados, las sienes pálidas... Es un corazón grande que va a romper­ se para siempre. —¿Qué tarde tan rara...! Pero no sabe que se va a morir. (P. P., 177-178)

con las obligaciones sobre las pe­ sadumbres, con el miedo a una muerte posi­ tiva y cercana! ¡Frío en toda la carne..., dolorosa fijeza de un mal de última hora en la quieta mirada! ...¡Sillón eterno tras la ventana con calle! ...¡Este cansancio del que nunca se descansa! ...El cartero que pasa... sin na­ da..., esas mujeres..., y la boca violeta y las manos hin­ chadas! Un temblor para todo lo que diga que sí... ¡Si supierais, amigos, lo que son tardes raras! (P. L. P., 1452)

El fragmento en prosa es exterior, no deja nada a la imagi­ nación; el poema es sugestivo, se presta a interpretaciones varias, el sentim iento de hastío está relacionado con el de la muerte y el tono de desasosiego se mantiene sin el artifi­ cio del estribillo. El sentim iento de orfandad en los poemas de Melancolía encuentra su óptima expresión en el poema X II de la parte sexta, en cuyo epígrafe el poeta se identifica con Bécquer: Yo era huérfano y pobre... ¡El mundo estaba desierto... para mí! B

El enorme crepúsculo de cobre y de carmín inflama la ciudad... ¿Qué hago yo aquí..., perdido?

écq uer

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La concepción de la m ujer

...Soy, entre tantos hombres, como un niño en los bosques...; me dan horror los árboles..., y me estremezco..., y chillo... (P. L. P., 1454)

En esta primera estrofa, con un bien escogido verbo: chillo, el poeta sugiere la propia displicencia que determina su sen­ tim iento de orfandad. En la siguiente estrofa el desentonan­ te verbo es redimido por una bella imagen, al ser comparado su chillar con un parpadeo de estrellas de diamante. Juan Ramón también utiliza en esta estrofa un elem ento de la na­ rrativa infantil: las migajas de pan que deja el niño para marcar su camino por el bosque: Y mi chillar se pierde como en un parpadeo de estrellas de diamante, que temblaran de frío...; informes masas negras ocultan torvamente, el reguero de pan que dejé en el camino... (Ibid.)

En la tercera y últim a estrofa Juan Ramón recurre a un ele­ mento usado con anterioridad: los versos entrecortados para dar la impresión de llanto; pero en este caso hay un detalle nuevo, en el último verso la madre del poeta huérfano es la m uerte y a ella clama, deseando que le encuentre dorm ido: No sé hacia dónde ir... Tengo pena... Estoy solo... Quisiera que se fueran..., que no dieran más gritos..., que se fueran del todo..., que no volvieran nunca..., que... mi madre la muerte... me encontrara... dormido... (Ibid.)

El estilo impresionista de los versos de Melancolía es no­ table; merece recordarse que el impresionismo en pintura fue una forma de sensualismo y que Juan Ramón, poeta co­ lorista desde sus principios, tenía gran inclinación a la pin­

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Vida y obra de Juan Ram ón Jim énez

tura. En la última estrofa citada hay un im presionismo de carácter psicológico, se transmite una serie de sensaciones psíquicas a través de ciertos detalles y síntomas que el lec­ tor ha de comprender; pero la técnica impresionista de la poesía de Juan Ramón es más evidente en la primera parte de Melancolía, la titulada «En tren». Según acelera el tren, en el que se sitúa el autor al describir el paisaje, acelera la visión del mismo. Las cosas dan la sensación de ser masas aisladas de colores. La descripción sigue los m ovimientos naturales de la marcha. Cuando el tren arranca, y por con­ secuencia el movimiento es lento, la descripción es precisa: calles vacías en la aurora, puertas cerradas; cuando el tren para, se describen claramente las azoteas, las campanas, los miradores, los olivares; pero cuando el tren acelera la des­ cripción se hace im presionista por la fidelidad con que la palabra reproduce lo visual. Los recursos son los m ism os que los de un paisaje de Monet hecho a pequeños, brillantes pin­ celazos: « ¡Qué regueros rosados, violetas, azulados, / de flores, en las verdes praderas pantanosas!» (Poema XVII, P. L. P., 1353). Como en la pintura, la lírica descripción juanramoniana está desprovista de líneas firmes, y hasta la som­ bra es luz de otra clase, en la que persiste la brillantez del color. En los versos del m ism o poema: «Mariposas de luto, nevadas, amarillas, / se van al cielo; el sol se oxida entre la sombra / del humo», el oro del sol se vuelve de otro tono, de cobre; pero cuando el poeta dice (en ibid.): «Coronitas de humo celeste y blando velan / un instante las flores...», sigue dominando la sensación ya creada de regueros rosa­ dos, violetas, azulados, por el uso del elem ento temporal un instante. El im presionismo en los versos de Juan Ramón adquiere el tono personal con el que modifica cualquier recurso artís­ tico. Los elem entos lum inosos y cromáticos del paisaje se

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convierten en metáforas im presionistas de un lirismo excep­ cional, com o en estos dos últim os versos del poema VIII: y, mientras me miraba, cogiéndose el cabello, en sus ojos floridos las praderas pasaban... (P. L. P., 1344)

En los poemas de «En tren» la sensación visual va acompa­ ñada de otras sensaciones, como en el poema XII, que junta lo visual, olfativo y auditivo, al m ism o tiempo que el poeta transmite su propio desasosiego al paisaje: Abajo, pasan pueblos con campanas que lloran, eras de donde sube un seco olor a trigo, y mujeres lozanas, y niños de colores, que rasgan el instante con momentáneos gritos... (P. L. P„ 1348)

En una sinestesia emocional, los recuerdos se convierten en una edad m edia de abigarrados colores, y la tristeza, paisajes de figuras belicosas que pasan como nubes por el cielo (poe­ ma XV): Estampas de otros días, m i corazón remueve —una edad media de abigarrados colores—, y parece que pasan sobre el sangrar del cielo bosques de lanzas negras y morados pendones... (P. L. P., 1351)

El cromatismo se interioriza como antes el paisaje. En el poema I de la segunda parte se puede apreciar esta cualidad del verso juanramoniano: El sol divino me engalana las heridas con orillas de luces, de esencias, de colores...; (P. L. P„ 1361)

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En otro poema, el XIII de la tercera parte, vuelve a apa­ recer: Diluirse en una vaga idealidad celeste, en donde apunten claras estrellas de topacio...; (P. L. P., 1391)

El cromatismo, el erotismo, la nostalgia y el idealism o se dan cita en el poema X III de la cuarta parte, que describe la luz del sol de última hora: claridad de cobre, filtrándose en el interior de la estancia: Todo se torna joya... El pezón es más noble, más leve, más purpúreo — ¡altivos bermellones! — entre la opacidad de los otros colores... Elegía, nostalgia, romanticismo... Sones de una música de oro antiguo, que casi se oye..., pétalos de un ocaso mustio de irisaciones... (P. L. P., 1417)

Otro elem ento destacado en los poemas de Melancolía es la subjetivización del tiempo: un reloj da una hora desierta y melancólica; la noche viene entrando, confusa y trastorna­ da; los viajeros van hacia una noche nublada y sin sentido 10. La hora, los sonidos, la visión de las cosas adquieren un trágico valor definitivo: Paisaje que ya nunca se tornará a pasar; una nota de pájaro que no se oiría más; m ás / triste que lo que siem pre fue ausencia y orfandad; vendrá la noche fría y lo rom perá todo u. En el poem a VI de la últim a parte de Melancolía el sentimiento es trágico y de muerte: 10 Las tres citas son de los poemas I, VII y XIX de la primera parte, titulada «En tren» (P. L. P., págs. 1337, 1343 y 1355, respectiva­ mente). 11 Las cuatro citas son de los poemas que siguen en P. L. P.: parte 1, IX, pág. 1345; 1, XIII, 1349; 2, X, 1388; 3, XII, 1390.

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Estas horas oscuras, sin fe, con viento, tienen algo de fosa... Yerran no sé qué rondas húmedas..., y los que, entre la sombra, se acercan en silencio, semejan personajes de un teatro de ultratumba... Se llegan... ¿Sois amigos? ¿Estáis vivos? ¿Sois almas? ...La distancia parece la muerte... Y es absurda la vida, cual si fuese una vaga memoria ...a la que no quisiéramos que nos volvieran nunca... (P. L. P., 1448)

En los poemas de M elancolía el calificativo desnudo hace un doble papel metafórico: un papel sensual y un papel abstracto. En el poema VIII de la cuarta parte el papel es sensual, la primavera está igualada a una mujer: La tarde era de lluvia... La primavera se iba desnuda, con la carne violeta estremecida... (P. L. P., 1412)

En el poema X II de la parte quinta la desnudez se usa como concepto abstracto, el poeta castiga la falsedad de la forma que reviste la idea de un falso infinito: Todo lo que parece sin fin, duda y termina...; el anhelo quisiera prolongar lo infinito, y se excede a sí propio, y sobre lo que fina alza la cumbre de oro de otro falso infinito... ¡No! La ilusión acaba... Sólo las envolturas hacen soñar en formas hondas y prodigiosas...; se desnuda la idea: las magias más oscuras surgen en una estéril convexidad de rosas... (P. L. P., 1436)

Una honda preocupación del autor en cuanto a la per­ cepción de la belleza, la obra y la muerte empieza a definirse

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en Melancolía. La indolencia obstruye la visión de la belleza en el poema X III de la quinta parte: Me rodean los sueños más claros, más divinos; jardines inmortales maravillan mis ojos...; pero el telón absurdo de la indolencia borra para siempre, de un golpe, los fondos deleitosos... (P. L. P., 1455)

El deseo de captar en el verso lo inefable de la vida y acep­ tar después la muerte aparece también en este poema: ¡Oh, la obra concluida! Poder pensar, ¿en qué? Que la muerte, el invierno, el luto, el mal, el odio, hundan la vida en un torbellino de sombra..., pero que tenga versos perfectos y gloriosos...

(Ibid.) Los poemas de La soledad sonora, Laberinto y Melanco­ lía adquieren un significado más amplio relacionándolos con el resto de la producción poética de Juan Ramón, que éste prefirió no publicar y que revelan su vena crítico-satírica, sus sentim ientos compasivos, sus inclinaciones religiosas. Toda esta poesía es el diario de un proceso psíquico. Los tres libros mencionados son testim onio de una profunda crisis interior en el poeta. Hemos expuesto los conflictos de índole personal que se reflejan en la obra: el tono se vuelve con­ tradictorio y, sobre todo, el sentim iento erótico predomina sobre el ansia ideal de un amor blanco y puro que caracteri­ za los versos anteriores. E l verso ha perdido su sencillez en el fondo y en la forma. Se multiplican las partes del libro, domina el alejandrino, las imágenes y metáforas se hacen complejas. Juan Ramón se ha apartado com pletamente del tono lírico sencillo de su período modernista propio, sin in­ fluencia rubendariana o hispanoamericana mal entendida, por

La concepción de la m ujer

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supuesto. La soledad sonora, Laberinto y Melancolía son li­ bros muy distintos a los de 1903-1906, tales com o Arias tris­ tes, Jardines lejanos, Pastorales, Baladas de prim avera; pero, pese a su carácter complejo, las mencionadas obras poste­ riores representan, com o es justo, gran maestría poética de parte del autor. La soledad sonora, Laberinto y Melancolía constituyen la poesía fastuosa del modernismo juanramoniano, que el autor habría de repudiar por el resto de su vida.

CAPÍTULO XVI

«...MAS SE FUE DESNUDANDO, ...»: LA OBRA INÉDITA. RELIGIOSIDAD Y ENTENDIMIENTO. DESNUDEZ Y BELLEZA

¿Qué es, si no, la inspiración? La onda que trae de im pro­ viso a nuestra alm a una estrofa cerrada, una frase perfecta, ¿no es, acaso, una cláusula de ese idiom a íntim o y concreto que hablan los árboles con las nubes, las estrellas con los pájaros, las rosas con el corazón? Las cosas, se dice, se pien­ san solas... Solas, sí; porque el espíritu no necesita para la esteriorización de sus elaboraciones más que de nuestra vo­ luntad; fuerza creadora no le da el cuerpo al espíritu; lo que le p resta es atención. Som os com o testigos, com o oyentes de nosotros m ism os, y cuando más solos estam os, m ás intensa­ m ente nos com prendem os. La idea se densifica a fuerza de silencio y de esta sis... ¡La acción! ¡Piedra salvaje que albo­ rota la bandada en reposo de la vida in terio r!l. De la inacción, el silencio y el éxtasis de su vida en Mo­ guer nacieron tantos versos que Juan Ramón podía escribir1 «A Ramón Gómez de la Serna», en J. R. J., Cartas, pág. 71. Esta carta sin fecha es de la época de la residencia del poeta en Moguer, probablemente fue escrita en 1910.

La obra inédita

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le a su amigo Pedro A. Morgado, sin exageración: «De mí —y hablo de m í para justificarme— sé decirle que tengo 23 libros inéditos» 2. Veintitrés eran los títulos de las obras en marcha entre 1906 y 1912, época de la residencia en su pue­ blo. Once de estas obras se imprimieron entre 1908 y 19143. Doce se quedaron sin publicar. Después, Juan Ramón esco­ gería versos de estas obras inéditas para sus antolojías, usando los títulos como nombres de las partes y añadiendo además los títulos de las que hubieran sido partes de la obra si se hubiera publicado de por sí. Las obras inéditas representadas en las antolojías fueron: A rte menor, de 1909, dedicada a Góngora y dividida en cinco partes: 1.a, «Cancioncillas»; 2.a, «El jardinero sentimental»; 3.a, «Quinta cuerda»; 4.a, «Música en la sombra», y 5.a, «Los rincones plácidos», título este últim o que había usado ya para los tempranos trozos de prosa poética que se publicaron en Helios. Un prologuillo antepuesto a los poemas de la parte 3.a indica el significado del título de esa parte, la quinta cuerda es la dim ensión m isteriosa y desconocida de la vida: ¿El violín no tiene más que cuatro cuerdas? No..., tiene otra en la bruma, el hilo divino que cae del lado de la sombra. Es la cuerda de las iniciaciones, de las pesadillas, a la que casi nunca se llega, que salta siempre con un rumor de lágrimas... La cuerda morada, la cuerda de la luna y del sol poniente, una cuerda más allá de la última... ¡La quinta cuerda! (L. I. P., 122) 2 Cartas, pág. 57.

3 La Tipografía de la Revista de Archivos de Madrid publicó Ele gías puras y Elegías intermedias en 1908, Las hojas verdes en 1909 Elegías lamentables y Baladas de primavera en 1910, La soledad sono ra y Poemas mágicos y dolientes en 1911 y Melancolía en 1912. La edi torial de la Biblioteca Renacimiento, dirigida por Martínez Sierra, pu blicó Pastorales en 1911 y Laberinto en 1913. La Biblioteca de Juven tud, Talleres de La Lectura de Madrid, publicó Platero y yo en 1914

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Vida y obra de Juan Ram ón Jim énez

La parte 4.a, «Música en la sombra», está dedicada a una muchacha de Moguer: «A / Enma Ulloa / que en / carnaval se vestía siempre de loca, / con hojas verdes y cascabeles de plata / en el negro cabello desatado». Esta parte contie­ ne dos poemas quinta cuerda: el titulado «Desnudos» y el ti­ tulado «Sueños». El primero encarna una idea poética no del todo discernible, pudiera interpretarse com o el preludio de una iniciación a la que el poeta no alcanza a llegar: Por el mar vendrán las flores del alba —olas, olas llenas de azucenas blancas—, el gallo alzará su clarín de plata. —...¡Hoy!, te diré yo, tocándote el alma.— ¡Oh, bajo los pinos, tu desnudez malva, tus pies en la tierna yerba con escarcha, tus cabellos, verdes de estrellas mojadas! —...Y tú me dirás, huyendo: ¡Mañana!— (L. I. P., 134)

En el poema «Sueños» el poeta se dirige a algo o a alguien que él llama tú, pero que se queda en la sombra: Que yo estoy en la tierra, que yo soy calle oscura y mala, jaula fría y mohosa, cárcel cerrada siempre, ¿quién lo podrá negar?

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La obra inédita Que tú estás por el cielo, que tú eres nube de colores, pájaro errante y libre, brisa de última hora, ¿quién lo podrá negar? (L. I. P., 136)

Otro libro inédito, E sto, de 1908-1911, se quedó sin dedicar. Consta de tres partes: 1.a, «Poesías del revés»; 2.a·, «Mercu­ rio», y 3.a, «Alejandrinos de cobre». Poem as agrestes, tam­ bién inédito, de 1910-1911, está dedicado de manera general a Francisco Giner de los Ríos y consta de cinco partes, de las cuales la primera, tercera y quinta llevan el mism o nombre que el título y están dedicadas a los m édicos del poeta en Madrid: la primera, «A / Nicolás Achúcarro, / que, com o la aurora, / lo alumbra todo y lo alegra»; la segunda, «A / Mi­ guel Gayarre, / hombre-roca / con dos violetas en los ojos», y la tercera, «A / Francisco Sandoval, / que en el ojo / de la mano hipocrática / pone un corazón endulzado en el pai­ saje». La segunda parte de Poemas agrestes, titulada «El pá­ jaro en la rama», lleva un prologuillo importante, punto de arranque de un tema que llegará a adquirir gran auge en la obra. Juan Ramón clasifica a los pájaros en categorías, como si fueran poetas, y propone que de traducirse el canto de estás aves, se encontrarían estrofas y versos sueltos como en los grandes líricos. Lo que los pájaros cantan ha de ser lo mismo que canta el poeta, es decir, que en vez de la mú­ sica verleniana en la poesía, Juan Ramón está proponiendo una música más natural: Los pájaros, ¿qué son sino poetas? Ruiseñor: poeta lírico; gorrión: poeta naturalista; jilguero: poeta descriptivo; alondra: poeta sentimental; verderol: poeta elejíaco; mirlo y oropéndo­ la: poeta satírico. Lo que los pájaros cantan ante la maravilla errante de la naturaleza ha de ser lo mismo que cantamos nos­

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Vida y obra de Juan Ram ón Jiménez otros. Y seguramente, si su canto pudiera ser traducido, halla­ ríamos en él estrofas y versos sueltos iguales a los de Anacreon­ te, a los de Ovidio, a los de Heine, a los de Poe, a los de Francis Jammes, a los de Góngora, a los de Rosalía de Castro. (L. I. P., 225.)

A los Poem as im personates, comenzados en 1911, Juan Ramón les fue agregando versos de ocasión hasta 1914. Consta este libro inédito de cinco partes: 1.a, «Prosodias»; 2.a, «Versos a, por, para...»; 3.a, «Iconolojías»; 4.a, «Al en­ causto», y 5.a, «Dejos». El libro tiene poemas dedicados a varias personas; pero no lleva dedicatoria; incluye los dos poemas de 1907 a los Martínez Sierra, publicados en La casa de la prim avera, obra de Gregorio, y otros versos dedicados a personas que el poeta conoció en Madrid entre 1912 y 1914. En este libro irregular vuelven a aparecer los epígrafes: citas de las obras de Jorge Manrique, Lord Byron, Mallarmé, André Chénier, Heine y Keats. H istorias, de 1910-1912, también está dividido en cinco partes: 1.a, «Historias para niños sin corazón»; 2.a, «Viñe­ tas»; 3.a, «Otras marinas de ensueño»; 4.a, «La niña muerta», y 5.a, «El tren lejano». Libros de amor, de 1911-1912, dedica­ do «Al amor», consta de tres partes: 1.a, «Pasión primera»; 2.a, «Lo feo», y 3.a, «Memoria del corazón». A partam iento hubiera sido, de haberse publicado, una obra en tres tom os, com o las Elegías. El primer tom o, subti­ tulado Domingos, tiene tres partes: 1.a, «Domingos en Mo­ guer»; 2.a, «Emoción», y 3.a, «Poemas impresionistas». El se­ gundo tomo, subtitulado E l corazón en la mano, también tiene tres partes: 1.a, «El dolor solitario»; 2.a, «Segundo amor», y 3.a, «El corazón en la mano». Está dedicado a Mi­ guel de Unamuno. El tercer tomo, sin partes, se subtitula Bonanza.

La obra inédita

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La frente pensativa, de 1911-1912, está también dividida en las tres consabidas partes, la primera lleva el mismo nom­ bre, la segunda se titula «Canciones» y la tercera, «Cenizas de rosas». De tres partes son los otros dos libros que queda­ ron inéditos: Pureza, de 1912, dividido en: 1.a, «Amanece­ res»; 2.a, «Desvelo», y 3.a, «Tardes», y E l silencio de oro, de 1911-1913, dividido en una primera parte del mism o nombre, una segunda titulada «Amor de primavera y amor de otoño», y una tercera, «Romances indelibles». Juan Ramón reconoce el origen del título anteponiendo a la obra el verso de Rabbi Dom Sem Tob: (Sy fuese el fablar de plata figurado, deve ser el callar de oro afynado.)

A esta interminable lista habría que añadir la obra en prosa: Palabras románticas, de 1906-1912; Baladas para después, en marcha en 1908, y M editaciones líricas, de 1906-1912, de las que sólo algunos trozos vieron la lu z 4. La obra que Juan Ramón dejó inédita no ofrece las ca­ racterísticas de conjunto que la obra publicada por él, cuya cuidadosa selección y ordenación perm iten el examen a fon­ do de las más destacadas tendencias y motivos; pero algu­ nos aspectos de esta producción inédita deben ser comenta­ dos porque ayudan a comprender m ejor al poeta. En primer lugar, demuestran la disciplina que él mismo se impone, su voluntad de superar los aspectos negativos de su arte, y en segundo lugar, anticipan ciertos elem entos que serán parte 4 La mencionada obra inédita en prosa se recogió póstumamente en Primeras prosas. La obra inédita en verso se recogió, también pós­ tumamente, en los dos tomos titulados Libros inéditos de poesía. Selec­ ción, ordenación y prólogo de Francisco Garfias, Aguilar, Madrid, to­ mo 1, 1964; tomo 2, 1967.

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Vida y obra de Juan Ram ón Jiménez

de la obra futura. Los poemas de E sto, por ejemplo, revelan su disgusto hacia los vicios de algunos de sus conciudadanos y, al mism o tiempo, su voluntad de no darles qué sentir, ya que dejó sin publicar la mayoría de ellos. En sus principios, la vena satírica juanramoniana es amarga y dura, caricatu­ riza a sus paisanos con más maña que arte. En los «Alejan­ drinos de cobre», tercera parte del libro E sto, el «Médico ti­ tular» en el poema de ese nombre es una grotesca figura ecuestre: A caballo, ¡Dios suyo!, sobre un catre de cobre, parece que se abre en canal, como el... Rey. ...Al llegar a la puerta de la choza del pobre, potro y galeno toman el pulso de la grey. (L. I. P., 193)

El neurópata es un lorito «Neuropatillo»: Y es de verle, lorito, cuando algún pobre cliente le suplica: «Doctor, ¿y será bueno esto?» tomar un aire escéptico, contestar displicente: ‘Eso dicen’, reír, y cobrar por el jesto. (L. I. P., 195)

De la avaricia de la prestamista el autor se consuela por los besos que dice que cogió de balde a las hijas: Se guarda los recibos en el seno. ¡Si fuera el cielo un banco, y las estrellas pesetas fijas! ...La araña de su tumba será la primavera en que cojí, de balde, los besos de sus hijas. («Banquera», L. I. P., 196)

En el poema «Boticario» remeda el regateo y los reclamos entre éste y sus clientes:

La obra inédita

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¿Conciencia... boticario? ¿Quién enjendra los tales? Mas la inocencia suele vivir entre los frascos. Es un duro más... por ser para usted, dos reales... Es de Francia... o más lejos quizás. Y hace mil ascos. (L. I. P., 197)

El «Escritor» de su galería de caricaturas es un hombre mu­ groso: Da la mano (y la deja pegada entre la nuestra...) ¡La mano negra! Y son de ver los corredores de su casa estrellados con esa dulce muestra... —Tome asiento. —¿Yo? ¿Dónde? —¡Qué pringues y qué olores! (L. I. P„ 200)

La beata que sin ser monja pretende haber hecho voto de castidad, le asquea en el poema «Católica»: Cree — ¡pues no faltaba más!— en las gradaciones sociales. Y es esclava en su casa la pobre... Votó su castidad —¡hay que verla en... calzones!—, huele a baño de sábado y a manejo de cobre. (L. I. P„ 201)

La crítica de estos poemas no es gratuita, nace de la cons­ ciencia social del autor, que lamenta el desprecio de los pro­ fesionales del pueblo: médico, neurópata, boticario, por los clientes pobres; o el abandono personal de ciertas personas, como el escritor, o la básica irreligiosidad de la beata cató­ lica. A los «Alejandrinos de cobre» pertenece el poema-cari­ catura «Capellán», comentado en relación a su estancia en el sanatorio del Rosario de Madrid y al mal comportamiento de los curas en quienes confió encontrar apoyo moral. La vena satírica juanramoniana tiene aspectos más agra­ dables, que se pueden apreciar en los pocos poemas de la primera parte de E sto, de más gracia y lirismo que los co­

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V ida y obra de Juan Ram ón Jim énez

mentados, por tratarse, quizás, de mujeres jóvenes. El se­ gundo poem a de esta parte, sin título, representa esta acti­ tud. Se trata de una cantante del coro del convento: Fuera, el otoño piensa su elejía violeta, y prende en el ocaso un recuerdo amarillo... Madre Lina, me dice: ¿No oye usted, mal poeta, qué fervor pone en el precioso estribillo? Yo: Una Santa Teresa, luz de Santa Cecilia... Conozco la miel suya. Y esos lirios de toca de sus labios son, madre, de la misma familia de los ricos corales que ponía en m i boca. (L. I. P., 174)

La caricaturización en la poesía de Juan Ramón está a veces impregnada de tensión dramática. Tal es el caso en algunos poemas de H istorias, cuyos personajes son los niños pobres o infelices del pueblo. Los poemas parecen haber sido inspirados por frases o mom entos sorprendidos al azar, como en el caso de «El niño pobre», que convierte en cuadro compasivo y gracioso una grotesca realidad: malvisten a un niño pobre con un ridículo traje nuevo que la fam ilia cree ser una maravilla. La ignorante y cariñosa exclamación de la familia: «‘ ¡Hijo, / pareces un niño rico!...'», se convierte en el estribillo del poema. Finalmente, el chico se acerca a los bien vestidos niños ricos: El niño se les arrima, y radiante y decidido, les dice en la cara: '¡Ea, yo parezco un niño rico!’. (L. I. P., 361)

Más conmovedor es el poema «La carbonerilla quemada», en el que Juan Ramón remeda, con dramática tensión, el dia-

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lecto de las clases bajas del pueblo. El horno de carbón prende los vestidos de la chica, que no tiene quien la soco­ rra porque la madre ha salido a las faenas del campo: —‘Mare, me jeché arena zobre la quemaúra. Te yamé, te yamé dejde er camino... ¡Nunca ejtubo ejto tan zolo! Laj yama me comían, mare, yo te yamaba, y tú nunca benía! (L. I. P., 362)

En este poema el paisaje es un aliado del absurdo. La niña, espantada de dolor, va en lento potro por el camino indife­ rente a su sufrimiento: La brisa jugueteaba, ensombrecida y fresca. Corría el agua por el lado del camino. Ondulaba la yerba. ... (L. I. P., 363)

Ante la tragedia infantil, el poeta querría que se doblegara el paisaje; pero como la realidad parece ser otra, desafía al muy cantado azul del cielo moguereño en una amarga e iró­ nica frase en que también le pide cuentas a la Providencia: Dios estaba bañándose en su azul de luceros. (Ibid.)

La cuarta parte de H istorias contiene cinco poemas ele­ giacos inspirados por la muerte de su sobrinita Pepa, hija de Victoria Jiménez, ocurrida en Moguer el 25 de septiembre de 1911, y está dedicada a Victoria. El tema de la niña muer­ ta es uno de los más antiguos en la poesía juanramoniana, aparece en «Nivea», poema primerizo anterior a 1899, reco­ gido en Almas de violeta; pero entonces constituye una con­

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Vida y obra de Juan Ram ón Jiménez

cepción ingenua de poeta jovencito y romántico. La niña de «Nivea» es una adolescente asesinada brutalmente por un amante «ciego de rabia y de celos»; de la herida de su pe­ cho mana un hilo de sangre; en la caja blanca, nevada, la frente aguarda el primer beso, los ojos lloran, los labios en­ treabiertos sonríen. La inspiración para el poema procedería sin duda de alguna copla popular. La comparación entre el temprano poema y el de 1911 muestra hasta qué punto la nueva poesía juanramoniana está arraigada en la realidad, porque al lamentar la muerte de su sobrina el dolido tío nota hechos verídicos: el crecimiento que acompaña a la muerte; la lívida blancura del cadáver; la tez, contra los ne­ gros cabellos muertos que da la impresión de un dibujo in­ animado en blanco y negro. El poeta intelectualiza su dolor y al lamentar la muerte de la niña se duele también del de­ rrumbamiento de una belleza futura, de la desaparición de la forma y de la ruina de la esperanza. Para su m ejor apre­ ciación, se contraponen los versos descriptivos del poema de antaño con los de 1911; en sencillo romance octosílabo el primero, en más elaborada silva m odernista asonantada el segundo, cuyo primer verso es: «Igual que una magnolia...»: «Nivea»

manaba un hilo de sangre de la herida de su pecho; su frente pura aguardaba el roce del primer beso; lloraban sus muertos ojos, y sus labios entreabiertos parecía que esperaban una lágrima del cielo...; y entre los blancos azahares, al compás del balanceo

Poema de Historias Cual los azucenones por abril, con la muerte has crecido, en una trájica primavera de nieve. —Todo te está más corto...— Y en la cándida caja, falso regazo de celindas, yaces, como pintada —un carbón de no sé qué pintor triste—;

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La obra inédita de la caja, iba la niña sonriendo..., sonriendo... (P. L. P., 1527-1528)

¡ay, solo negra y blanca! ...Di, ¿por qué te deshaces, porvenir de belleza, que ya estabas en la ilusión del mundo? ¡Forma en ruinas, ruina de la es­ peranza! (L. I. P., 381)

La obra inédita complementa un aspecto de la sensibili­ dad juanramoniana que domina la producción de la época de su residencia en Moguer: la obsesión con el amor sensual de carácter erótico. Al mism o tiempo, en parte de la obra inédita domina un tema ausente en la obra por él publicada, el tema religioso. El inédito Libros de am or confirma los es­ casos datos biográficos referentes a ciertos sucesos de la vida sentimental del poeta, que parecen tener un efecto decisivo en su obra; el contenido de este libro en relación con lo pu­ blicado comprueba, ilumina y verifica. En un poema de la parte titulada «Pasión primera» apa­ rece com o epígrafe el nombre: «(Marthe)». E ste poema con­ tiene unos versos que coinciden con la descripción del jardín del doctor Lalanne en el temprano relato en prosa «La cor­ neja», publicado en H elios en 1903; entonces se sabe que la Marthe del poema es Marthe Lalanne, ya que en el relato en prosa Juan Ramón se refiere al doctor por su nombre, y a sus dos hijos, usando la versión española de los nombres: Marta y Andrés. A continuación, el detalle que acusa el fondo real del poe­ ma, por su coincidencia con el fragmento en prosa: La misma tarde de mi entrada en el sanatorio, el doctor Lalanne ... me llevó al parque para enseñarme su colección de pájaros.

La sangre levantaba tu mejilla pecosa, y en el fondo con pintas de tus ojos fantásticos,

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Bajo los grandes árboles dorados por el otoño y por el sol ponien­ te, las jaulas se inundaban de jue­ gos de luz de oro y de sombra, y los pájaros exóticos llenaban de alegres notas de color el fondo de fronda enferma. («La corneja», P. P., 89)

se copiaba chiquito el jardín de tu padre, con su rincón de exóticos pájaros enjaulados. («¿Te acuerdas, Marthe?...», L. I. P., 402)

Juan Ramón le dedica a esta niña, que tan hondamente le impresionó, la segunda parte de Melancolía, a través del sub­ título: «Pensando en Marthe Lalanne». En Libros de am or también aparece el nombre de Marta, en español; pero se trata de otro personaje, la hija de Jean­ ne Roussie, mujer a la que Juan Ramón dedica la tercera parte de Laberinto en términos que concuerdan con los del poem a de Libros de amor, en el que aparece la m ención a Marta. Comparamos la dedicatoria a Jeanne Roussie con dos estrofas del poem a para que se pueda apreciar la coinci­ dencia: Jeanne Roussie 'La romántica’ que, entre el vaho verde del jardín regado, se paseaba conmigo, a la luna de junio, con las ramas de los sauces en los ojos.

¿Te acuerdas? Te decían tus hijas 'la romántica’... Gustabas descender al jardín con un libro y acariciar las rosas con las lán­ guidas manos por los senderos más lejanos y es­ condidos. Yo te esperaba pálido de ilusión y de duda, en aquel banco oculto, bajo los sauces finos que el sol poniente, atravesando verdes, teñía vagamente de un color ama­ rillo... (L. I. P„ 442)

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En la tercera y últim a estrofa del poema queda Marta iden­ tificada como la hija de «La romántica»: Luego, cuando tornábamos, tus hijas se arrojaban en tus brazos, llenando tu impureza de mimos ...y los ojos de Marta, la mayor, me miraban lentos —¿te acuerdas?— plenos de osadía y de instintos... (Ibid.)

En otro poema de Libros de amor, también sin título, Juan Ramón vuelve a referirse a Marta y a su romántica madre; el poema contiene además una alusión que podría referirse a la de la estrofa que se acaba de citar: Tú habrás crecido, Marta. Y aquel retrato mío que me pidió tu madre, bella cual tú, y romántica, te habrá puesto tal vez, en horas de recuerdo, seria, como aquel día, jentil y preocupada. (L. I. P., 461)

Otro personaje real en la vida sentimental del poeta en los poemas de Libros de amor, Louise Grimm. Pese m ención de carácter pasajero que se hace de ella en la te 3.a, «Memoria del corazón», un detalle psíquico-lírico lita la identificación:

está a la par­ faci­

Mujeres altas, finas, un poco mustias, que alucináis el alma con vuestros ojos májicos. Luisa, Genoveva, las otras cuyos nombres no supe nunca, ¡gracia de mis más puros años! (L. I. P., 462)

De Genoveva sabemos poco. En Laberinto el poeta dedica el poema «Sol de otoño» como sigue: «A Genoveva ausente». En la citada estrofa les adjudica a ambas mujeres el califi­ cativo finas, y al dedicarle a Louise Grimm por su nombre La soledad sonora, la llama también fina: «A / Louise Grimm

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/ honda, fina y dulce / entre todas las mujeres»; por lo tan­ to, es lógico asumir que la Luisa de la estrofa citada es la m ism a persona. En el caso de Louise o Luisa, abundan las pruebas de que ella fue la inspiración de innumerables poe­ mas. En una de sus cartas a ella Juan Ramón le anticipa: Va ‘Melancolía’. Seguirá usted encontrándose por muchos versos. Además, he ornamentado los tercetos melancólicos con su nombre, guirnalda de mis pensamientos. ... Suyo siempre y como siempre, corona de mis sueños. J. R. (Cartas, 83)

Las frases de esta carta pasan a la dedicatoria de «Tercetos melancólicos», cuarta parte de Melancolía: «A / Luisa / vida de m is sueños, / gala de m i amor, / por un ramo de rosas que llevó / en m i nombre—y en el suyo— / a la tumba de Amiel / en el O a sis’ de Clarens». No queda duda entonces de que la Luisa no identificada en la dedicatoria es Louise Grimm. Por la correspondencia entre Louise y Juan Ramón se sabe que ella no correspondió a los sentimientos del poeta con la pasión que él. Con este conocimiento, el primer poema de los «Tercetos melancólicos» adquiere carácter biográfi­ co: lleva como epígrafe la palabra «Desamor» y se explica a sí mismo: ¿Para qué, para qué, si habías de matarme, me hablaste de aquel modo?... La pregunta insondable, desnuda, trastornada, se arrastra por el parque... La cándida sonata revuela entre las rosas — ¡y me falta tu carta!—, y las divinas notas me dicen melancólicamente: llora, llora... (P. L. P„ 1405)

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La primera estrofa de otro poema en «Tercetos melancóli­ cos» tiene alguna relación con el párrafo de una carta de Juan Ramón a Louise. Dice el poema (IV): «Por el camino del cementerio, besándonos, / en la tarde de mayo, ya caída, tornamos»; y la carta: «He pasado muchas horas de cemen­ terio y m e he acordado mucho de usted entre las tumbas» (Cartas, 85). En este caso la estancia del poeta en el cemen­ terio se debe a la muerte de su sobrina Pepa. Indice de la relación entre vida y poesía es la que existe entre las cartas y los poemas a Louise. Ambas indican que las relaciones sentimentales entre esta mujer y el poeta fue­ ron delicadas, que en Louise encontró Juan Ramón una mu­ jer fina y comprensiva que a la pasión amorosa de él co­ rrespondió con inteligencia y discreción. El libro inédito El silencio de oro contiene el epílogo de esta sentimental rela­ ción. Entre los papeles del poeta están unos apuntes que pa­ recen tener algo que ver con el libro. Los reproducimos a continuación: Amor de primavera: Amor de niña que cada día cobra un encanto nuevo Amor de otoño: Amor de mujer marchita (pasada) que cada día pierde un encanto. Lo primero descrito en la primera composición del libro; lo último, en la última 5.

«Amor de primavera y amor de otoño» es el título de la se­ gunda parte del mencionado libro, del que Juan Ramón es­ cogió para las antolojias, entre otros poemas, uno que lleva al pie el título «(Amor de primavera)» y otro que lleva tam­ bién al pie el título «(Amor de otoño)». Estos poemas no se refieren a ninguna mujer en particular, pero el primero ce5 En los archivos de J. R. J. en España.

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lebra la alegría y fragilidad en el amor y el segundo el goce lento del amor otoñal. Entre los que se quedaron sin publi­ car hay uno que termina en una amarga estrofa: ¡Amor de otoño! ¡Abrazos en que hay un presentido morir! Flores mojadas tras cerrados cristales... horas en que se tiene más miedo del olvido... en que la carne huele a rosas sepulcrales... («La tarde triste de agua...», L. I. P. 2, 338)

En uno de los poemas de La frente pensativa consta que Juan Ramón perdió a Luisa. En el sentim iento poético no hay amargura, más bien ternura y comprensión: Te fuiste... Ya no he de volver a verte. Y vivimos los dos ¡pero tan lejos! Antes de amarnos nos haremos viejos. Antes de amarnos llegará la muerte. ...Tan lejos. No. Mas somos tan pequeños que no podemos vernos. Tú, Luisa, sonreirás a otro sol; en otra brisa navegarán las naves de tus sueños. Ojos que ahondaron en mi alma tanto que creí que eran míos. Ilusiones que entre nuestros amantes corazones tejieron hilos de ilusión y encanto. (L. I. P. 2, 198)

La constante comprobación del fondo real del que se ali­ m enta la poesía juanramoniana permite asumir que otros temas que no se pueden comprobar tienen tam bién arraigo en la realidad. La parte titulada «Lo feo», en Libros de amor, se refiere al conocimiento, placer y hastío de la carne. En estos poemas está la historia de un placer cuyo recuerdo agobia al poeta:

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Yo te pedía más, tú me lo dabas todo hasta un sinfín ignoto de lujuria y de olvido ... (L. I. P., 434) Era un sendero oscuro, interior, sin pisadas, aquel sendero estraño de carne por que íbamos ... (Ibid.)

La nota se repite: ....................................................... A veces, nos reíamos al comenzar —¡qué triste!— las vanas saciedades... Lo mentido era escudo forjado por los dos a los actos más bajos; ella ansiaba... saciarse por si la vida no le daba el goce... honrado... Yo iba sólo por un afán de novedades. («Imitábamos bien el amor; ...», L. I. P., 436)

La narración no es elem ento característico de la poesía amorosa juanramoniana; pero la poesía de «Lo feo» tiene carácter narrativo: Nunca nos enfadábamos. ¡Para qué si no íbamos tras el encanto dulce del amor verdadero! Antes de los encuentros ya estaba preparada la hora; todo era... aprovechar el tiempo. (L. I. P., 425)

Los versos lamentan la ausencia del amor puro: Nuestro amor no era puro, era un juego nocivo sin el encanto lírico de los amores de oro, un anhelo tardío de mujer y de hombre, con el cansancio de lo ausente y de lo roto... («Le decía palabras duras...», L. I. P., 435)

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En uno de estos poemas de «Lo feo» aparece la m ujer des­ nuda como la poseedora de un secreto que el poeta no puede descifrar, pese al conocimiento de la carne. La m ujer del poema viene hacia él desnuda, palpitante, abierta de deseos: Haces lo que te pido. Como una humilde esclava, mirándome de frente, me muestras lo que quiero y ya en la ardiente proximidad de la carne me besas locamente, sin esperar mis besos... ¡Mujer, mujer desnuda! ¿De qué rincón, de dónde sacas la permanencia loca de tu secreto? Te lo he buscado en todas partes, en todas, pero el misterio ts tuyo, mujer, y no lo encuentro. («Impudicia es tu nombre...», L. I. P., 432)

Pero los poemas de «Lo feo» no son todos de este tono. En alguno el poeta habla del «encanto del amor oculto, del placer oculto, de la ciencia oculta» (L. I. P., 439), y menciona una mutua y agradable inteligencia en la fundición de dos cuerpos: Esas miradas por encima de los otros... la muda intelijencia de nuestros dos secretos...

¡Y nosotros tan cerca! Siempre en una fundida las dos almas, en uno fundidos los dos cuerpos, ... (Ibid.)

Parece como si mujeres distintas fueran la inspiración de los poemas: la mujer poseída tiene a veces ojos negros: «tus ojos negros eran más negros y más blandos» ... «te dabas toda porque sí, porque querías» (L. I. P., 431); pero otras veces tiene los ojos azules: «Pasada la locura de tu carne m im osa / parecía que no habías hecho nada; / la trenza sobre el pecho, com o una niña grande, / ¡qué azules, qué

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serenos tus ojos me miraban! » (L. I. P., 445). La carne de una m ujer es blanca mate, la de la otra es morena. La mujer poseída queda absuelta por su impureza en algunos poemas, en otros no. Hay un poema que se refiere a una mujer blan­ ca, suave, que hace pensar en Francina, a quien Juan Ramón parece haber poseído con la dulzura de un amor triste por parte de ambos. En la primera estrofa del poema se men­ ciona su carne mate y blanca: Como fue entre la sombra, y apenas nos veíamos, parece que no fuiste tan mía; nada, nada me dijeron los ojos de tu carne suave que en mis manos ansiosas presentí, mate y blanca... (L. I. P„ 427)

En la segunda estrofa el poeta dice tener una clara ilusión de esta mujer cuya suavidad perdura en su recuerdo: Tengo de ti una clara ilusión, cual de una vida, en que sólo se sintieran las ansias... Tu suavidad perdura, como un oleaje triste, en la tristeza eterna de mis manos cansadas... (Ibid.)

Finalmente, en la tercera estrofa clasifica a esta mujer entre las castas y dice cómo en su mutua soledad se dieron sus almas: Y nos miramos, frente a frente, por la vida, tú sin sentir vergüenza, yo creyéndote casta. Fuimos otros, dos cuerpos que se sintieron solos, que, fuera de nosotros, nos dimos nuestras almas. (Ibid.)

E ste poema explicaría las frecuentes alusiones a la blanca desnudez de Francina, la ternura con la que la recuerda el poeta, la inclusión de Francina entre las novias blancas, aun­

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que Juan Ramón no le atribuya directamente atributos de castidad y pureza. De cualquier modo, la m ujer que le ins­ piró este poema tiene que ser otra que la mujer morena desnuda del poema, cuya primera estrofa dice: Impudicia es tu nombre, mujer. Vienes a mí desnuda, palpitante, abierta de deseos, sin una leve sombra de pudor, decidida, en la propia lujuria de tu cuerpo moreno. (L. I. P., 432)

El recuerdo de esta lujuriosa pasión pesa sobre el poeta. «Lo feo» en los poemas de ese nombre es ello: No quedaba, después de la pasión saciada, más que celos, perezas, veleidades y enconos, una pena vacía, sin porvenir de ensueño, nada... un hastío falso y un comienzo de odio... («Le decía palabras duras...», L. I. P,, 435)

Porque Juan Ramón idealiza la En uno de los poemas en los que blanca: «Los brazos y los pechos blancos todavía tus finos muslos cer sensual es fina y lírica:

actitud casta en el placer. habla de la amada de carne eran más blancos; y / más eran», la expresión del pla­

Entre el placer tan sólo los ojos se veían —los ojos con jardines, con playas, con estrellas— y te sonreías tristemente... y me apartabas... ...Y tu color bajaba, de pronto, a la azucena... («El óvalo de ensueño...», L. I. P., 433)

En otro poema, en el que la m ujer poseída carece de delica­ deza, el tono es despreciativo: Cuando ella mirándome con fijeza de dardo me mostró largamente sus sabidos secretos.

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después de un rato largo, como yo no quería, roja, como en un ascua, los ocultó de nuevo. (L. I. P., 437)

En conclusión, los poemas de amor en los libros inéditos amplían el contenido de los versos que vieron la luz, sin al­ terar los rasgos típicos de la sensibilidad artística del autor, hombre sensual que busca a través de la carne la pureza y la poesía. El tema amoroso predomina en toda la obra de Juan Ra­ món, no así el religioso. El recogimiento espiritual aparece en los tres tomos inéditos de Apartam iento y en La frente pensativa, Pureza y El silencio de oro; este tema no está en la obra publicada por el autor, producto de la residencia en Moguer. La actitud religiosa del poeta corresponde a su dolor por la muerte de su sobrina. Como cuando murió su padre, el poeta vuelve sus pensamientos a Dios. El hondo pesar que le causa la muerte de la niña consta en una de sus cartas a Louise Grimm: Después, en este mes de setiembre, cuyo crepúsculo vesper­ tino dura aún, he tenido una tristeza muy honda. Ha pasado por mi casa entre nosotros la muerte blanca. La que se ha ido era una criatura intelijente y bella, una hija de mi hermana Victoria, a quien todos teníamos como un juguete de carne. (Cartas, 84-85)

Los títulos de las obras mencionadas reflejan la actitud del poeta: apartada, pensativa, de pureza, de silencio. Se ve que la noche, que antes le hacía pensar en amores a la luz de la luna, le hace ahora elevarse a Dios; que, desvelado, no piensa en la carne, sino que siente una inminencia de algo infinito y trastornado. En el poema «La una», del libro Pure-

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za, Juan Ramón trata de expresar ese nuevo sentimiento a través de numerosas imágenes imprecisas y opuestas: ...¡Qué consuelo de lo alto —qué humano desconsuelo—, como un maná luciente, cae en el corazón! —Un calofrío sube a veces del río y recorre el desvelo. Es cual una inminencia de algo infinito y trastornado, que aunque viene muy lejos, ya se siente llorar, reír —nacer—, a nuestro lado... (L. I. P. 2, 289-290)

Los opuestos: consuelo-desconsuelo; de lo alto-humano; infi­ nito-trastornado; llorar-reír, indican la im posibilidad de pre­ cisar el sentimiento. La imposibilidad se acrecienta en la estrofa que sigue, de la cual son estos versos: Pensativa inconciencia de un remoto rumor de caravanas, ... Palabras ya cercanas, ya lejanas, ... Un placer ya indistinto, ya distinto, ... (Ibid., 290)

La nueva percepción procede de un estado de quietud espi­ ritual, según consta en las dos últimas líneas del poema: ¡Mi alma, Señor, está despierta, y hacia ti, blanca y limpia, se levanta! (Ibid.)

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Por proyección, el paisaje encarna a veces los sentimien­ tos de pureza del autor. En el poem a «Víspera», del libro Pureza, el am biente se inunda / de un viento ardiente de pureza (L. I. P., 2, 295); en otro poema sin nombre, de la misma obra, el haza arada ara la pureza (ibid., 274). En «Hora inmensa», poema de El silencio de oro, leemos: Mece los frescos árboles una pureza errante (ibid., 307); y en otro poema sin nombre del mismo libro: La vida [es] limpia, pura, azulm ente dorada... (ibid., 320). La pureza es inmanente: y hay tras mí como una inmensa estela de cosas altas, que mana, divina y pura, la soledad de mi alma.— 6

En los poemas de este período de recogimiento espiritual se nota un intelectualismo ausente en los poemas de amor: «Deja que digan. Todo es nada. Sólo vale / la convicción su­ prema de la eterna armonía», dice una estrofa de El corazón en la mano (L. I. P., 2, 81). En otro com plejo poema en que el autor se iguala a una rosa en su maceta entre plebeyas da­ lias en jarros, desprecia las exteriores luminaciones de éstas a la luz del sol y en un abrupto cambio de la imagen de la rosa a la primera persona declara, com o poeta, que sus con­ cepciones están teñidas por la pura claridad de la aurora, que su alma se corresponde con la divinidad. Vuelve de nue­ vo a la imagen de la rosa en la maceta para declarar que allí un día sólo hallarán esencia: ...La aurora, aun en la siesta, tiñe mis concepciones, y, a su claridad pura, viajan, quietos, mis ojos. ¡No, no os amo! Entre toda vuestra vecinería, mi alma se corresponde, plena de su conciencia, 6 Este poema, «Se lo va diciendo el oro...», de El silencio de oro (L. I. P. 2, 341) aparece en todas las antolojías.

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Vida y obra de Juan Ram ón Jiménez, con la divinidad. Moro en mi poesía, y en mi maceta, un alba, sólo hallaréis esencia. (L. I. P. 2, 85)

E ste poema, escrito entre 1911-1912, es un anticipo de la poe­ sía esencial, culminación de la vida y la obra juanramoniana. De la mism a fecha son los poemas de Bonanza, que llevan antepuestos unos versículos del capítulo II del Libro III de Im itación de Cristo, capítulo que trata de «Cómo la verdad habla dentro del alma sin sonido de palabra». La cita expre­ sa el deseo del entendimiento de conocer las verdades divi­ nas: «Dame, Señor, que mi entendimiento penetre tus ver­ dades, inclina mi corazón a las palabras de tu boca, y des­ ciende a m í tu habla así com o el rocío». De los veintiocho poemas de Bonanza sólo nueve pasaron a las antolojías, y éstos son de distinto carácter que los que se quedaron sin publicar, fervientes oraciones líricas en las que los m otivos de los poemas de amor se convierten en motivos m ísticos: la desnudez, la belleza, el laberinto, el pai­ saje. A través de la lectura de estos poemas inéditos se pue­ de apreciar mejor cóm o la desnudez va convirtiéndose en un símbolo de lo esencial y cómo adquiere múltiples connota­ ciones, que tienen que ver principalmente con la pureza en el sentido de una mayor claridad y de una ausencia de arti­ ficios. Ya en Poem as agrestes (1910-1911), la desnudez repre­ senta una idea abstracta; las frases pura y desnuda se igua­ lan en el poema «Amor»: Amor. Por todas partes va la palabra pura desnuda como el mármol pagano de una espalda, ... (L. I. P., 216)

En el poema «Lluvia» denota la sinceridad del sentimiento en contraste con el adorno (la lluvia) del paisaje:

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La obra inédita ¡Oh, tristeza desnuda tras un líquido encaje, ... (Ibid., 242)

En la misma obra, la desnudez tiene que ver con una primi­ tiva y sana sensación de paganismo. En un canto a la pri­ mavera, sin título, de la quinta parte, es tan total la percep­ ción de todo lo naciente que se siente su desnudez y se qui­ siera formar parte de esta desnudez: Se siente lo desnudo... Se quisiera ser oro, cristal, luz..., se quisiera tornar a lo pagano, un paganismo eterno, sereno, sin historia, fuerte como los mármoles, grande como el ocaso... (Ibid., 273)

Un sentimiento hermano a éste aparece en uno de los Poe­ mas im personales, titulado «Letra de Adán Pasión Jiménez», fechado en Moguer en 1911. El título está lleno de claves psico-líricas: Adán por el primer hombre desnudo, Pasión por la sensual disposición del poeta, Jiménez por la obvia identificación con su persona. Es de notarse también que el Adán rima con Juan y el Pasión con Ramón. En este poema se trata de un idílico estado primitivo, de un vivir en armo­ nía plena con la naturaleza desnuda, por lo que se condenan los artificios de la vida civilizada: Ropas en vez de venas, biombos en vez de ramas, sofás en vez de rocas, techos en vez de nubes, espejos en vez de aguas; ¡qué necedad segunda! Porque andamos desnudos, salimos entre hojas, nos tiramos en piedra,

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Vida y obra de Juan Ram ón Jiménez reímos bajo el cielo, amamos en el agua —¡qué necedad segunda!—. (L. I. P., 351)

Cuando el sentimiento religioso es la inspiración de la poesía, como en los poemas de Bonanza, la desnudez divina es concebida como atributo perfecto y claro; es decir, que Juan Ramón rechaza el elaborado ropaje que otros han col­ gado en el Señor. E ste ropaje m etafórico tiene que ver con la ortodoxia en oposición al anhelo de ver al Señor en su perfecta desnudez y está claramente expresado en u n poem a que lleva como epígrafe las palabras de Cristo: «Las pala­ bras que os he dicho, / espíritu y vida son...». El primer ver­ so expresa deseo y duda: Si eso fuera verdad, Señor, ...

Se nota el anhelo de recibir la palabra divina sin distorsio­ nes ni agregaciones. En la segunda estrofa del poema se trata de la desnudez del Señor: Quisiera yo encontrarte a la revuelta del camino, un día, vestido de ti mismo, libre, al fin, de las ricas estrofas que los otros te colgaron en tu perfecta desnudez clarísima, ... (L. I. P. 2, 139)

En estas líricas oraciones de Bonanza está expresada aspiración a percibir una belleza más alta, independiente los sueños, las nostalgias, las realidades. La aspiración mística, la belleza que busca el poeta está equiparada a

la de es la

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luz; pero quiere percibir esta luz a través de todos los sen­ tidos y en la carne: Tu luz en todos mis sentidos, tu alma en cada instante de mi carne, ... (Ibid., 142)

Recordando que toda luz ha de apagarse, el poeta quiere po­ der vencer la tristeza de este desenlace y en la estrofa final de este poema sin nombre, que comentamos, pide: Una luz cada vez más encendida, sin tristeza romántica que sabe que la sombra rodea nuestras ansias, que un día toda luz ha de apagarse... (Ibid., 143)

En la gran tradición m ística española, se vale de alegorías relacionadas con la llama. La belleza que anhela, belleza sólo, pura, exacta, es arder perdurable: un arder perdurable sin que alimento alguno tenga que sustentarle... (Ibid., 142)

El logro, a la manera mística, ya no será belleza, sino un éstasis sin nombre, esencia y verdad: todo estasis sin nombre, todo esencia, Señor, todo verdades. (Ibid.)

En su fervor, belleza y amor son com plem entos que él desea, no ya para sí, sino para el prójimo. Con la mism a marcada preferencia que muestra en toda su obra por la mujer, el niño, el enfermo y el débil, quiere que éstos sean los benefi­ ciados del amor y la belleza, en « ¡Señor, que todos sueñen...»:

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Vida y obra de Juan Ram ón Jim énez ¡Que la belleza haga buenos a todos! ¡Que la mujer, el niño, el enfermo y el débil tengan todas las manos a su alivio; que el símbolo indeleble de la existencia sea el amor! ... (Ibid., 167)

Una preocupación social intelectualizada le anima, porque pide para sus sem ejantes bienes del intelecto, además de los materiales: que no pasen hambre, ni frío, ni sed y que pien­ sen y amen: ¡Que no tenga hambre nadie, ni sed ni frío! ¡Que todos, Señor, piensen! ¡Que piensen y que amen! (Ibid.)

En los poemas-oraciones de Bonanza el símbolo del labe­ rinto, que ha sido usado para expresar su sensual disposición amorosa, adquiere un carácter positivo: el laberinto es un estado fisiológico de bienaventuranza, es una sensación de bienestar interior descrita por medio de imágenes exteriores com o la visión de un día puro y claro o la sensación de una serena brisa. El alma en su pío estado siente la sensación suave de la carne como si ésta la rodeara: ¡Alegre laberinto de nuestras almas pías! ¡Oh, días claros, puros! ¡Oh, largas fiestas límpidas; en derredor del cuerpo una serena brisa; en derredor del alma una carne dulcísima,

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485 clara como tu sol, Señor, de paz y eternidad unjida! (L. I. P. 2, 147)

El laberinto vuelve a adquirir carácter negativo cuando el poeta lo usa como símbolo de la carne: Señor, abrid la herida, más, para que el dolido corazón pueda ver toda tu gloria, para que pueda huir de su presidio de carne más deprisa, ... ¡Oh, Señor, cuándo, cuándo por este laberinto de penas y de sombras hallaré la salida al infinito! (Ibid., 149)

En estas oraciones líricas, el sol, com o elemento poético, asume valores m etafísicos, porque es com plem ento alegóri­ co de la luz, recurso que expresa la nueva percepción juanramoniana. Esta calidad se nota en los siguientes versos, que se refieren a la presencia del Señor: Aquí estabas, aquí, y yo no te veía; el mismo sol, que creí cosa seca, sin ilusión, te ha dado forma. (L. I. P. 2, 163)

Entonces el poeta ve al Señor en todos los elem entos del pai­ saje; el Señor está en todo lo que perciben los sentidos: en el campo, en la vereda, en el agua, en los colores, en la brisa: En todo vives Tú. Campo que eras páramo de dolor, hoy eres todo rosa; vereda que te ibas,

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Vida y obra de Juan Ram ón Jim énez cómo vienes a mí; agua sonora de mis penas, ... (Ibid.)

La nueva percepción del paisaje es una revelación para el poeta: ( ¡Señor, no te veía.) Estos mismos colores, esta loca brisa menuda, todo este paisaje cotidiano eras Tú, Señor, ... (Ibid.)

El lírico nombre de la nueva visión es paisaje de lo eterno, en los dos últim os versos del poema que comentamos: ¡Paisaje de lo eterno, qué bello eres ahora! (Ibid., 164)

En su recogimiento espiritual Juan Ramón es tan apasio­ nado como en su período de exaltación sensual. Así com o en las elaboradas imágenes de los versos nostálgicos sensuales compara su m ejilla con un jacinto, adjudica a su corazón y a su carne suaves atributos femeninos o llama a sus manos nobles, en el mom ento de exaltación m ística quiere ser Dios. En ciertos casos la expresión subraya la aspiración de poseer en un grado perfecto ciertas recomendables virtudes de ca­ rácter. En uno de los poemas de E l corazón en la mano, el deseo de perdonar a quien no sabe juzgarle lo lleva a querer ser un Dios. Les parezco una espada y soy la hoja de un lirio, dice; y quiere poder no sentir la afrenta: ¡Ay, ser igual que un Dios y que nadie lo crea...! Que se deshaga el corazón por aquel mismo que lo vio roca. ... («Lloran porque soy malo...», L. I. P. 2, 96)

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En un poema de El silencio de oro quiere ser Dios por dejar de ser carne: ¡Qué cansancio de ser de carne! ¡Qué nostáljico anhelo de ser otro, de ser Dios, ay campana del Ánjelus! («Dulzura de estas horas,..», L. I. P. 2, 321)

La poca ortodoxia de la expresión religiosa juanramoniana es notable. En los poemas de Bonanza muy pocas veces usa las mayúsculas para referirse a los atributos divinos, y, sin embargo, por la directa invocación al Señor se sabe que a Él se dirige. También se nota su preferencia unamunesca por la persona del Hijo, en vez del Padre. Los poemas-ora­ ciones están dirigidos a Cristo y al Señor en la mayor parte de los casos, pocas veces se invoca directamente el nombre de Dios, aunque no quiere ello decir que no se invoque. Uno de los poemas de Pureza que pasó a las antolojías termina: Canta la codorniz, fresca, allá abajo... Viene un gorrión a la ventana abierta... Pienso en Dios... Y trabajo. («Brisas primaverales...», L. I. P. 2, 270)

Pero la identificación, las súplicas, el agradecimiento es, como conviene a los mortales, con el Hijo. Está en E l corazón en la mano: No me quieren creer... —Un loco... ¡un loco, un loco!— Me acuerdo de Jesús... (L. I. P. 2, 88)

Está en Bonanza: ¿Tanto es lo que te pido, Señor, que no quieres oírme? (L. I. P. 2, 154)

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En otro poema le pide Su cruz: Dame, Señor, tu cruz, ... (L. I. P. 2, 141)

En otro, de E l corazón en la mano, le da las gracias: Gracias, Señor. Estoy traspasado de lumbre, carne viva es mi cuerpo... qué lejos, Señor, veo aquel viejo camino desde la altura. Cumbre con cadenas de luz cual otro Prometeo. («Con su dedo de sombra...», L. I. P. 2, 89)

La nueva luz es, pues, llama que consum e y cadenas que atan. Dominados los pensamientos eróticos, Juan Ramón se acoge a la poesía con un sentido más hondo y adquiere conscien­ cia de la fuerza creadora. E l conocido poema «A un poeta» que pasó a las antolojías es de esta fecha, del libro Poemas im personales: Creemos los nombres. Derivarán los hombres. Luego, derivarán las cosas. Y sólo quedará el mundo de los nombres, letra del amor de los hombres, del olor de las rosas. (L. I. P„ 287)

La preocupación por los nombres es preocupación por la pa­ labra. Su relación con la belleza está expresada en muchos de los poemas de los libros inéditos. En La frente pensativa afirma: Una bella palabra, / es toda la palabra (L. I. P. 2, 180), y el querer ser eterno para decir lo bello está im plícito en la fam osa estrofa de El silencio de oro:

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489 Belleza que yo he visto, ¡no te borres ya nunca! Porque seas eterna, ¡yo quiero ser eterno! («Tarde ultima y serena...», L. I. P. 2, 313)

Dominada la obsesión amorosa sensual, cuando el poeta vuelve sus ojos al paisaje para gozarse de nuevo en su belle­ za pura, nota en particular el ocaso, porque armoniza más con su renunciación y recogimiento. Entonces empieza a mos­ trar una preferencia por el oro de la tarde en vez de la plata de la luna. En los poemas de E l silencio de oro el ocaso y el otoño son motivos preferidos y al observar la tarde últim a corta com o una vida prorrumpe en la citada estrofa desean­ do la eternidad. También hay que tener en cuenta que un amor otoñal, el de Louise Grimm, su apoyo en esa época, pudo haber contribuido a esta preferencia por el ocaso y el otoño. Al mismo tiempo, dominada la sensualidad, el poeta puede volver a pensar en el amor puro primaveral. Al creer de nuevo en la pureza del amor, renace la esperanza de vol­ ver a encontrar un amor puro y este sentim iento está expre­ sado en el poema titulado «Amor», de La fren te pensativa: No has muerto, no. Renaces, con las rosas, en cada primavera. Como la vida, tienes tus hojas secas; tienes tu nieve, como la vida...

La brisa dulce torna, un día, al alma; una noche de estrellas, bajas, amor, a los sentidos, casto como la vez primera.

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Vida y obra de Juan Ram ón Jiménez ¡Pues eres puro, eres eterno! ...........................

¡Eres eterno, amor, como la primavera! (L. I. P. 2, 176-177)

Examinada la obra inédita en conjunto, se explica que Juan Ramón escogiera no publicarla, porque revela los as­ pectos más íntim os de su vida: Libros de am or es como el punto culminante de su erotismo; al otro extremo, Bonanza es la más honda expresión de su religiosidad, quinta cuerda de su apasionada sensibilidad. Otros factores pudieron ha­ ber influido en la voluntad juanramoniana al no dar estas obras a la publicación: el propio limitado ambiente moguereño o el circunspecto seno familiar le impedían publicar versos tan francamente descriptivos de sus relaciones carna­ les y, en cuanto a los poemas de temas religiosos, le expo­ nían al proselitism o del clero tan aborrecido por él, o a la abierta crítica por su escasa ortodoxia. Tampoco los poemas satíricos merecían su publicación, otros poemas no eran obras de conjunto como las muy cuidadosas colecciones ya destinadas a la imprenta. La obra inédita confirma la influen­ cia decisiva que tuvo el ambiente nativo, Moguer, en el encauzamiento de la poesía juanramoniana. Y no se trata de atribuirle a Moguer la consabida influencia de carácter pai­ sajista; se trata de algo más profundo, de que Moguer fue para Juan Ramón gustoso claustro natural para poéticos ejer­ cicios espirituales que le revelaron que la belleza era segura expresión de la Divinidad. El aislamiento de Juan Ramón en Moguer fue gustoso en un sentido restringido. Él lo expresa claramente en una carta de 1911 a su siempre admirado Darío:

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Me habla usted de mi aislamiento ¡mi aislamiento! Yo he sido siempre, como usted sabe, un aislado; como que la soledad es buena amiga de la bondad y de la belleza. Ahora bien, la cuestión es ésta: ¿Dónde debe uno aislarse? ¿En un pueblo como Moguer? Hay paz, hay silencio... relativo; se reciben libros, revistas, cartas; pero no puede ir uno a un museo, a un con­ cierto, a un parque monumental. ¿En una gran ciudad como París? En el ambiente de una gran ciudad existe todo, pero, por lo mismo, falta la nostalgia. En fin, el asunto es soñar, pensar y cantar de un modo o de otro, pues que en todas direcciones puede encontrarse la belleza absoluta; . .. 7.

De los cuatro poetas de más promesa en el cenáculo moder­ nista español de a principios del siglo xx, Juan Ramón, los dos Machado y Salvador Rueda, sólo Juan Ramón, a la par que Darío, seguía persiguiendo insistentem ente a la belleza como el más alto ideal del arte. La actitud de ambos corres­ pondía a un indefinible estado del ser difícil de precisar, pero que ambos podían captar en sus respectivos versos y que tenía que ver con preocupaciones y tristezas muy hondas, de carácter muy personal. En carta de París, de 7 de mayo de 1911, Darío le decía a Juan Ramón: «De todo ese m ontón de poesía que Vd. me ha remitido he sondado mucho, he sorbi­ do hondo, he respirado vasto, he gustado suave, he querido triste, he admirado bello, he recorrido silencioso, he vagado solitario»8. Para ambos la belleza era un medio de ahondar en el m isterio del universo y de la propia personalidad. En «Dilucidaciones», prólogo a El canto errante, publicado en Madrid en 1907, con más honda conciencia poética que la de su primer modernismo, Darío defendió la visión directa e introspectiva de la vida que es el patrimonio del poeta, así

7 Fogelquist, pág. 34. 8 Ibid., pág. 33.

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com o la supervisión que va más allá de lo que está su jeto a las leyes del general conocimiento. En este sentido, decía Darío, la religión y la filosofía se encuentran con d arte en tales fro n te ra s9. En Darío y Juan Ramón la poesía había llegado a ser una forma de meditación, ambos creían en la bondad del arte, ambos alimentaban anhelos de salvación a través del arte. En el fondo, les movía la voluntad de vencer el escepticism o de la época acogiéndose a la prueba palpable y comprobable de la armonía y propósito del universo; pero con una mo­ derna sensibilidad, sentían la necesidad de ser parte ellos m ism os de esa armonía. En «Dilucidaciones» Darío se refe­ ría en un m ism o párrafo a la Belleza, al vencimiento del tiempo y el espacio, al problema de la existencia, a su deseo de hundirse en el alma universal. Relacionando su poesía a un intenso amor absoluto de la Belleza, explicaba: la activi­ dad humana no se ejercita p o r m edio de la ciencia y de los conocim ientos actuales, sino en el vencim iento del tiem po y del espacio. ... Es el A rte el que vence el espacio y el tiem po. H e m editado en el problem a de la existencia y he procurado ir hacia la m ás alta idealidad. He expresado lo expresable de m i alm a y he querido pen etrar en el alm a de los dem ás, y hundirm e en la vasta alm a universal (ibid). «Dilucidaciones» era una defensa de Darío, de su poesía y, por lo tanto, del Modernismo, pero al hacer su autodefensa Darío afirmaba el hondo carácter de la nueva modalidad y su arraigo en el pro­ blema de la existencia. En el último párrafo del mencionado prólogo Darío poeta y humana criatura resume: La poesía existirá m ientras exista el problem a de la vida y de la m uer­ te. El don de arte es un don superior que perm ite entrar en lo desconocido de antes y en lo ignorado de después, ... hay 9 Parte V de «Dilucidaciones».

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una música ideal com o hay una m úsica verbal. ... Toda la gloria y toda la eternidad están en nuestra conciencia. Nadie practicaba la doctrina rubendariana tan de lleno como Juan Ramón Jiménez, ni siquiera el m ism o Darío, y no lo hacía aquél por imitación del maestro, sino por convenci­ m iento propio y porque las peculiares circunstancias de su vida se lo permitían. En Moguer, dedicado por com pleto al Arte, Juan Ramón llegó a despreciar cualquier actividad que interrumpiera el reposo de su vida interior y acabó por vivir la poesía con un recogimiento casi religioso. Entre los poetas que se iniciaron en España com o modernistas, muy pocos, casi nadie pudo darse ese lujo. Antonio Machado trabajaba como catedrático de francés en el Instituto de Soria, y aun­ que en 1911 fue a París pensionado por el Estado, para en­ tonces compartía su intimidad con su mujer: llevaba dos años de matrimonio. Su hermano Manuel trabajaba también para vivir, escribiendo sólo en las horas que le quedaban libres; además, como Antonio, se había casado. Villaespesa, que tanto prometiera al principio de su carrera, disipaba su ta­ lento en un sinnúmero de proyectos literarios y, según opi­ nión de Manuel Machado, escribía bastante m al para esa fe ch a 10. Esta mala opinión pudiera estar relacionada con el hecho de que Villaespesa con anterioridad había juzgado a Manuel im posible y agotado y decía que Antonio apenas si hacía un verso desde que se había casado u. La realidad es En una carta de 1911, Manuel Machado le decía a J. R. que en una conferencia que había dado sobre el Modernismo había leído «unos cantares de Villaespesa (bastante malos porque no los tiene mejores su último tomo Andalucía)·». Carta núm. 5, en «Relaciones amistosas y literarias entre Juan Ramón Jiménez y Manuel Machado», por Ricardo Gullón, Cuadernos Hispanoamericanos, núms. 128-129, Ma­ drid, agosto-septiembre de 1960. il Según consta en carta de Villaespesa a J. R. J., fechada el 24 de octubre de 1909. Carta núm. 5, en «Relaciones literarias entre Juan

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que Antonio y Manuel Machado publicaron a su debido tiem­ po poemas de mayor calidad poética que los de Villaespesa, y que su obra representó, más altamente que la de Villaes­ pesa, esa nueva consciencia artística de a principios del si­ glo xx, pero ellos m ismos no alcanzaron a entender el carác­ ter profundo de la nueva estética modernista. Manuel Ma­ chado, por ejemplo, consideraba a Juan Ramón como uno de los elegidos del arte y la Belleza y proclamaba a ésta señora de la poesía, pero negaba que existiera tal cosa como el Mo­ dernismo. Esto se puede apreciar en su correspondencia con Juan Ramón. En una carta de 1911 le decía: Mi conferencia sobre el modernismo (!!) en Poesía —que le enviaré en cuanto se publique por el ministerio de Instrucción, es decir, allá para el año tres o cuatro mil de nuestra era— de­ cía en síntesis que modernismo se llamó aquí a la revolución literaria que Vd. y yo conocemos y que ya pasó todo eso y no hay tal modernismo ni tales carneros. Señalaba los adelantos de fondo y forma (más de forma) de la poesía nueva, hablaba de la floración de excelentes poetas de principio de siglo, reducién­ dola sin embargo a sus verdaderos términos, y concluía recitan­ do (entre grandes aplausos) las preciosas composiciones del úl­ timo libro de Vd. . . . 12.

En otra carta de la misma fecha Manuel celebraba de nuevo la poesía juanramoniana: Recibí su carta, tu carta, llena de la finísima gracia inteli­ gente y poética que distingue —sin quererlo ellos— a los predi­ lectos del Arte y de Nuestra Dama la Belleza. Bien haces, queri­ do Poeta, en vivir alejado y solo (en la mejor compañía) si así nos das flores como tus libros, que voy leyendo, saboreando, as­ pirando, como ramos inefables. Frescura y melancolía de jardín, Ramón y Villaespesa», por Ricardo Gullón, Ínsula, Madrid, año XIV, número 149, 15 de abril de 1959, pág. 3. i2 Carta núm. 5, en «Relaciones amistosas y literarias entre J. R. J. y Manuel Machado».

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con el agridulce de nuestro limonero andaluz; yo siento, des­ pués de leerlos, la necesidad de escribirlos... tal como van refle­ jándose en mi espíritu y uno de estos días verás en algún perió­ dico mis impresiones sobre ellos y sabrás y sabrá la gente cómo me hacen pensar y sentir 13.

Es decir, que Manuel, como tantos otros, declaraba que los adelantos de la poesía nueva eran más de forma que de fon­ do; pero al celebrar la poesía juanramoniana, entonces la más alta expresión de esa nueva poesía modernista en Es­ paña, le emocionaba de tal modo su fondo, su contenido, que le hacía pensar y sentir de una manera inefable que no po­ día precisar. El mism o Juan Ramón, cuyos poemas reflejaban ese fondo que iba convirtiendo la percepción de la belleza en una búsqueda de carácter metafísico, no se daría cuenta hasta muchos años después que el modernismo había unido lo sensorial con lo m etafísico, como diría él mismo, el dogma con el h o m b re 14. En la mism a carta de Manuel Machado a Juan Ramón celebraba a su hermano Antonio con filiales superlativos: « ¡Qué divino Poeta! El mejor de todos ¿verdad, (sic) Su pró­ xim o libro Tierras de Castilla, maravilloso»; pero para esa fecha no eran menos caros los elogios de la poesía juanra­ moniana por la crítica en general, en España y fuera de Es­ paña. Emilia Pardo Bazán había celebrado a Juan Ramón por sus Arias tristes en un artículo sobre «Los nuevos poetas españoles» publicado en La revue de París en 1906. De la misma fecha era el libro Los contem poráneos de Andrés González Blanco, publicado también en París, que dedicaba más de setenta páginas al poeta de Moguer y su obra. En la América hispana dos comentaristas de actualidad se fijaron 13 Carta núm. 6, en ibid. 14 El Modernismo. Notas de un curso (1953), pág. 80.

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en él: Amanda Labarca Hubertson en Im presiones de juven­ tud, obra publicada en Chile en 1909, y Juan Mas y Pi en Letras españolas, publicada en Buenos Aires en 191115. La primera le había dedicado seis páginas en su comentario de «La poesía castellana de hoy», estudio de unas 77 páginas, y el segundo le dedicó nueve páginas, es decir, que no se tra­ taba de una mera m ención del poeta moguereño. En 1911 la obra juanramoniana gozaba de prestigio en América, prueba de ello es el que Delmira Agustini le enviara a Juan Ramón sus dos primeros libros de versos, E l libro blanco, de 1907, y Cantos de la mañana, de 191016, y el que Julio Herrera y Reissig, en su tono más lírico-bucólico, se acercara tanto a ciertos dejos bucólicos de Juan Ramón. Y no estam os ha­ blando de influencias, sino de afinidades artísticas en una m ism a época. La crítica más perspicaz de la obra juanramo­ niana tenía en cuenta los adelantos y novedad de fondo y forma que ella representa. En su reseña de los modernistas libros juanramonianos Las hojas verdes y Elegias puras, Gómez de la Serna llamaba al autor el más grande poeta es­ pañol evocado en lo h on d o17, mientras que Enrique Diez Cañedo, al comentar las Elegías y las Baladas de prim avera, exaltaba la perfección técnica de estas ob ras1S, y José Enri­ que Rodó celebraba la esencia y la envoltura de la poesía 15 Impresiones de juventud, Imp. Cervantes, Santiago de Chile, 1909, dividida en «La novela castellana de hoy» y «La poesía castellana de hoy», y Letras españolas, Librería Nacional J. Lajouane, S. C., Bue­ nos Aires, 1911. 16 Ver la carta de J. R. a Delmira Agustini agradeciéndole el envío. Cartas, págs. 79-80. 17 «Las hojas verdes y Elegías puras, dos libros admirables del ad­ mirable Juan R. Jiménez», Prometeo, Madrid, año II, núm. X, agosto 1909. is «Poesías. Elegías, II. Elegías intermedias, 1908. Baladas de pri­ mavera, 1907, por Juan Ramón Jiménez. Dos tomos. Madrid, 1909-10». La Lectura, Madrid, año X, vol. III, 1910, págs. 67-68.

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juanram oniana19. Otros críticos menos destacados vieron ya en la obra ciertos atributos que habían de caracterizarla: Pedro A. Morgado escribió en 1911 que Juan Ramón había desligado la Poesía de toda forma extraña a ella, elevándo­ la 20. Prueba del consenso de opiniones en cuanto a la obra de este autor fue su elección, en ausencia y por unanimidad, com o miembro de la Academia de la Poesía Española de Madrid en 1910, y el acto de adhesión que le tributaron los andaluces en Sevilla, en el m ism o Ateneo en que soñó pri­ mero ser poeta. El homenaje del Ateneo se planeó por dos años y llegó a tomar tal carácter apoteósico que Juan Ramón, alarmado, pidió a los responsables que desistieran del propósito. En sus comienzos había sido una cosa espontánea y sencilla: un delicado cronista pueblerino que se firmaba «Cardenio» propuso que se le hiciera al poeta un hom enaje sutil, de ín­ tima refinada belleza, sin la severidad de una ceremonia ofi­ cial o un acto de etiqueta; que fuera algo dulce, candoroso, conmovedor, com o cubrirle las ventanas, balcones y m esa de trabajo de rosas, o que una embajada de poetas adolescentes le llevara una violeta cincelada en oro. La idea fue secundada con tal entusiasmo que un grupo de poetas trató de organizar una romería a Moguer en su honor y al fin Juan Ramón tuvo que ir a Sevilla a hacerles desistir a los inventores porque el asunto iba tomando un carácter apoteósico. Como resultado se organizaron otras co­ is En «Recóndita Andalucía. Al margen de las Elegías de Juan R. Jiménez». Recogida en El mirador de Próspero (1913). Rodó reitera la opinión expresada en carta a J. R. de septiembre 17, 1909, agradecién­ dole el envío de las Elegías. En las O. C. de Rodó editadas por Rodrí­ guez Monegal, Aguilar, Madrid, 1957, se encuentran la reseña y la carta mencionadas. Ver las págs. 613 y 1334-1337. 20 «Notas de arte», La Palma, Huelva, 1911. En la «Sala Zenobia y J. R. J.» de la Universidad de Puerto Rico.

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sas que culminaron en el acto del Ateneo, con numerosa con­ currencia y la ausencia del homenajeado, en cuyo honor se leyeron poemas y adhesiones de Madrid, Sevilla y Huelva. Cuando tuvo lugar el acto, Juan Ramón preparaba el regreso a Madrid. Salía de Moguer con el hábito de poeta, dispuesto ya para el gran sacerdocio. Aislado de literaturas, pero no de la literatura; aislado de los hombres, pero no del hombre; apartado de los amores, pero no del amor; en el sencillo pero amoroso ambiente fa­ miliar, en contacto abierto con la armónica obra de la crea­ ción, Juan Ramón pudo al fin discernir el verdadero signifi­ cado de su vocación. Moguer fue su claustro. En otro claustro había cumplido parte del noviciado: en el sanatorio del Ro­ sario de Madrid, aislado de los hombres, pero rodeado de monjas dulces y castas, de jardín y de campo, de m ísticas voluptuosidades. El enclaustramiento en Moguer fue dife­ rente, allí cumplió castigos y privaciones su sensual dispo­ sición, allí aprendió a ver la pureza en la desnudez. De la difícil y finalmente clara época del claustro poético de Juan Ramón en Moguer son estos versos de La frente pensativa: ¡Quién sabe del revés de cada hora! ¡Cuántas veces la aurora estaba tras un monte.

Yo pensé una florida pradera en el remate de un camino, y me encontré un pantano. Yo soñaba en la gloria de lo humano, y me hallé en lo divino. (L. I. P. 2, 175)

CAPÍTULO XVII

LA RESIDENCIA DE ESTUDIANTES Y EL INSTITUTO INTERNACIONAL DE SEÑORITAS: ZENOBIA

Yo preparo m i viaje a esa para pronto. Mi preocupación —la m uerte defin itiva— es lo único que m e detiene. Tengo dado encargo de buscarm e casa en las cercanías de una de Socorro. Usted podría ayudarm e en esto. ¿Le sería difícil en­ contrarm e pensión en la calle de Almirante, Tamayo o Paseo de Recoletos, cerca de la Policlínica? No necesito los servi­ cios de este centro, sino com o proxim idad para yo estar tran­ quilo. Una fam ilia poco ruidosa, sin huéspedes, dos habita­ ciones —dorm itorio y despacho—, buena com ida e hijiene. El precio ellos lo dirán. Haga usted algo. Se lo agradecería mucho. Cerca de cualquier Casa de Socorro; no es necesario que sea esa La carta iba dirigida a uno de los m édicos amigos de Ma­ drid, pero Juan Ramón le había hecho el mism o encargo a Gregorio Martínez Sierra, a Julio Pellicer, a Ramón Gómez de la Serna. «Se casa quien no debiera casarse —le escribía a Martínez Sierra—, los Bancos de España y de Bilbao sa1 «Al Doctor X», en J. R. J., Cartas, pág. 102.

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can a subasta todos nuestros bienes, exceptuando lo de m i madre, los hermanos estam os distanciados... Y todo esto en un pueblo pequeño y pueblo en plena decadencia sin una sola persona —ni una!— que se interese por cosas de arte. Crea en mi heroísmo. Hace un siglo que no salgo de m i casa para n a d a ...» 2. Primero había pensado irse para Sevilla a desempeñar algún oficio amable, en lo que encontraba los m edios de con­ seguir el dinero que necesitaba para cubrir los gastos de la residencia en Madrid. Contaba con hipotecar unas fincas de su padre, después decidió venderlas, calculando que con los ingresos de la venta, unos cuarenta duros mensuales, podría costearse la estancia en Madrid por unos cuantos años. Tenía la ilusión de encontrarse con Louise Grimm y le envió un telegrama avisándole su llegada. Recibió otro como respues­ ta anunciándole que Louise se había marchado a L ondres3. El 27 de diciembre de 1912 Juan Ramón paraba en Sevilla de paso a Madrid. De allí le escribió a Gregorio Martínez Sierra anunciándole que llegaba en dos días en el tren ex­ preso de las diez y trein ta4. E l Madrid de 1912 le causó a Juan Ramón tanta tristeza com o el de 1900. Todo había cambiado, sus amigos le pare­ cieron com pletam ente industrializados, quizás porque al pro­ curarles encontró a cada cual ganándose la vida en un oficio necesario, que a veces no tenía nada que ver con las letras. 2 «Borradores de Juan Ramón Jiménez», Relaciones amistosas y li­ terarias entre J. R. J. y los M. S., carta núm. 2, págs. 109-110. 3 Ver «A Luisa», en J. R. J,, Cartas, III, pág. 82. 4 «A Gregorio Martínez Sierra», VIII Carta desde Sevilla, en ibid., página 113. Por un matasello de una carta de J. R., en los archivos de J. R. J. en España, se sabe la fecha de su partida a Madrid. En Vida y obra de 1. R. J., de esta autora, se reconstruyeron las fechas de su partida y de su encuentro con Zenobia a base de los recuerdos de ambos. Las fechas resultaron adelantadas por un año.

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Tampoco se halló bien en la casa de huéspedes en donde paró. Le habían encontrado acomodo en un lugar de la calle de Gravina, bastante cerca de la Casa de Socorro del Arco de Santa María; pero el ruido, el mercado y la numerosa fa­ m ilia del piso alto no le dejaban en paz. Se fue a vivir enton­ ces a otro sitio mucho mejor, la pensión Arizpe, en el número cinco de la calle de Villanueva. La casa era nueva y de primera clase, con muchas comodidades, bien amuebla­ da, clara, espaciosa y relativamente tranquila. Las comidas eran excelentes, pero los inquilinos que vivían pared por medio hacían a veces demasiado ruido. «Aquí estoy, triste y desconcertado, en una pensión que no estaría mal si la jente fuese de otro modo», le escribía a L uisa5 y a su madre, en Moguer: «En la nueva casa no estoy mal, pero me resulta un poco cara y voy a buscar algo que me convenga más. Como bien y duermo tranquilo»6. Los vecinos ruidosos eran un matrimonio norteamerica­ no, Arthur Byne, arquitecto, y su mujer. Cuando tenían vi­ sitas, tocaban el piano, charlaban y se reían tanto que él tenía que dar en la pared con el bastón para que se callaran. En medio de la algazara notaba una agradable voz y risa de mujer. Le llamó tanto la atención que se propuso averiguar quién era la dueña de tanta clara alegría, y quedó sorprendi­ do al enterarse que se trataba de la hija de Raimundo Cam­ prubí, el ingeniero jefe de Huelva estacionado en La Rábida. Zenobia Camprubí, «la Americanita», como la llamaban en Madrid, era un tipo distinto de mujer, no tanto por su gen­ til apariencia: era blanca, rubia, de ojos azules, sino porque lo hacía todo con gracioso desenfado. Hablaba distinto, re­ tardando la frase en español porque la pensaba primero en 5 En J. R. J., Cartas, pág. 82. «A su madre y a su hermano Eustaquio», ibid., XIII, pág. 178.

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inglés; caminaba distinto, como con airosa prisa; se movía distinto, con seguridad de movimiento. Era fina y totalm ente fem enina. El poeta quedó fascinado, como siempre que se encontraba con una mujer distinta, y empezó a interesarse en sus ruidosos vecinos y en la joven que venía a visitarles. Arthur Byne estaba en España en una m isión cultural, enviado por Archer M. Huntington, el fundador de la Socie­ dad Hispánica de Nueva York que le encargó a Sorolla la pintura que le llevó a La Rábida. La Hispánica publicaba li­ bros sobre arte español: sobre rejerías, esculturas, capiteles, y a Byne se le asignó el estudio de algunas de estas cosas. Su m ujer le ayudaba y observaba la vida española, como tem a para artículos que vendía a las publicaciones de su país. En cuanto a Zenobia Camprubí, la amiga de los Byne, de La Rábida, se había ido a vivir a Madrid, pasando allí parte del año 1911, pues a fines de ese año hizo otro viaje a los Estados Unidos con su madre; regresaron a Madrid en 1912, al piso que ocupaban en el Paseo de la Castellana nú­ mero 18, en una casa con muchas puertas y ventanas a la calle, que a Juan Ramón le hizo pensar en un palomar. Al encontrar de nuevo a una mujer ideal en su camino, al poeta se le hizo gustosa la estancia en Madrid. Determinó entonces resolver su situación económica y procuró la so­ ciedad de los hombres. El pulso de la capital era distinto al de sus estancias anteriores. Ya no se hablaba de «ismos», se hablaba de autores. Para entonces Gregorio Martínez Sie­ rra gozaba de gran popularidad como dramaturgo, y también Eduardo Marquina, amigo de los Martínez Sierra. Con Gre­ gorio y María el poeta empezó a frecuentar ensayos y repre­ sentaciones y, com o si fuera un miembro de la familia, ocu­ paba el mism o palco especial oculto al público cuando se daban obras de Gregorio, y después iba con los Martínez Sierra a celebrar el buen éxito del estreno en el restaurante

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donde se reunían con los viejos amigos, como los matrimo­ nios Rodenas y Ruiz Castillo. A su llegada a Madrid Juan Ramón procuró a algunas amistades viejas, como Ortiz de Pinedo y Cansinos Assens, y a un gran amigo y admirador a quien sólo conocía por co­ rrespondencia, Ramón Gómez de la Serna. Se habían car­ teado largo con motivo de la revista Prom eteo. Ramón soli­ citó colaboración de él y la obtuvo. Juan Ramón publicó en P rom eteo verso y prosa poética de los libros que llegaron a publicarse y de los que quedaron inéditos; en el primer caso, de Elegías interm edias, Poem as mágicos y dolientes, Labe­ rinto y Melancolía, y en el segundo caso, de las Baladas para después, Arte m enor y Libros de amor. La colaboración duró de 1909 a 1911 7. Juan Ramón le mandaba todos sus libros al otro Ramón y como tenía poco que contarle de su vida en Moguer, le hablaba de su soledad, de sus tristezas, de su poesía, en una correspondencia lírica que Gómez de la S em a sostenía con igual lirismo, tanto que llegó a vislum ­ brar, a través de la sensibilidad juanramoniana, un Moguer galante, fantasmagórico, de jardines y estatuas, que descri­ bió en un capítulo de su libro Tapices, firmado con el seudó­ nimo «Tristán». Sus reseñas de los libros de Juan Ramón en P rom eteo eran siempre elogiosas y Juan Ramón le celebró en la revista El libro mudo, que había publicado Gómez de

7 En Prometeo se publicaron las siguientes colaboraciones juanramonianas: «Elegias intermedias», año II, núm. VIII, junio de 1909, pá­ ginas 1-2; «Poesías», núm. 10, agosto de 1909, págs. 35-39; «De las ‘Ba­ ladas para después’», núm. 12, 1909, págs. 94-99; «Poemas mágicos y dolientes», año III, núm. 15, 1910, págs. 8-11; «De 'Variaciones inefa­ bles'», núm. 18, 1910, págs. 313-314; «De ‘Melancolía’», núm. 28, 1910, pá­ ginas 725-727; «De 'Arte menor'», año IV, núm. 26, 1911, pág. 148; «Mú­ sica en la sombra», núm. 28, 1911, págs. 348-352; «De ‘Libros de amor’», número 33, 1911, págs. 805-806.

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la Serna para esa fe ch a 8. Le hacía pensar en ciertos moder­ nos pintores alemanes continuadores de Bôcklin y de los im­ presionistas franceses, que vieron una realidad sensualizada. «Tienen una inquietud descontentadiza de lo real —le decía Juan Ramón—, que amontona fantasías y lirism os tentado­ res, como en un universo estraño, vivido ya, o presentido solamente, pero que existe, sin duda, en alguna parte». Y ha­ ciendo de su crítica trasunto de la obra del criticado, creaba acertadísimas imágenes para definir lo que habría de ser el carácter definitivo de la obra de Gómez de la Serna: Es como una vida en que lo normal fuese el sueño y la vijilia fuese el reposo. Dramaturjias y madrigalerías que se alum­ bran momentáneamente en los rincones del cerebro, surjen, al conjuro del arte, para superponer a la vida monótona estampas de belleza, ... Algo absurdo, delirante y descontentadizo hay en las creaciones de usted. Son como un crepúsculo subterráneo, o visto desde una cárcel, algo de luz sombría que surjiera de pronto a la luz abierta, en una aspiración inestinguible 9.

Cuando los dos escritores se conocieron personalmente, Gómez de la Serna quedó sobrecogido por el porte de califa del poeta de Moguer. Con menos barba y vestido de blanco, a los veintiún años Juan Ramón impresionaba a sus amigos madrileños; a los treinta y uno, con más barba y vestido de negro, más grave, correcto y pulcro, más pausado y medido en sus acciones, más reconcentrado, más seguro de sí, se comprende que impresionara a Gómez de la Serna que por correspondencia había llegado a tutearlo. El autor de las gre­ guerías jamás se sintió com pletamente a gusto al lado de Juan Ramón, y así lo dejó escrito; pero la visión de la per8 «A Ramón Gómez de la Serna», Prometeo, año III, núm. 23, 1910, páginas 918-921. 9 Ver «A Ramón Gómez de la Serna», en J. R. /., Cartas, pág. 69.

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sona no malogró la com prensión de la o b ra 10. Más compati­ ble le resultó a Juan Ramón la amistad de otro admirador desconocido, Juan Guerrero, que fue a conocerle a la pen­ sión Arizpe a los pocos m eses de su llegada a Madrid. Juan Guerrero Ruiz era de Murcia, estudiante de Dere­ cho, aficionado a la literatura y de un modo muy particular a la poesía de Juan Ramón. Su amistad se inició en una tarde de mayo de 1913 en la que conversaron de la poesía lírica, de la música, de la pintura y, puesto que Juan Ramón estaba enamorado, del amor, que comparaba con la poesía lírica por ser ambos todo sentimiento. El poeta reiteró en su conversación que vivía por la poesía y en poesía, en un asce­ tism o espiritual, ajustando su vida a una norma de perfec­ ción m ora l11. Durante esta tercera residencia en Madrid Juan Ramón estrechó su amistad con Jacinto Benavente y José Martínez Ruiz, autores respetables ya en los círculos culturales de la capital. Éstos propusieron uno de los libros de Juan Ramón para un premio que la Academia otorgaba anualmente. También se había propuesto un libro de Antonio Machado. Aunque el poeta de Moguer consideraba el fallo favorable, una cuestión de política y no de méritos, le agradó el honor, tenía esperanzas de que algún beneficio redundaría de ello n. Madrid le abría las puertas. Frecuentó las tertulias de Francisco Acebal, fundador en 1900 de la revista La Lectura, en la que Juan Ramón colaboraba desde su residencia en M oguer13. La revista había sobrevivido las peripecias litera­ ίο Ver «Juan Ramón Jiménez», Retratos contemporáneos. Obras completas, tomo II, págs. 1497-1530. u Ver Guerrero, Juan Ramón de viva voz, págs. 31-32. 12 Ver «A su madre ...», en J. R. ]., Cartas, XIII, págs. 180, 13 En La Lectura se publicaron las siguientes colaboraciones juanramonianas: «Pastorales», año VIII, núm. 87, marzo de 1908, págs. 292295; «Elegías puras», núm. 93, septiembre de 1908, págs. 20-21; «De '01-

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rias de principios de siglo y se iba a crear la «Biblioteca de La Lectura» en conjunto con la revista. Volvió a frecuen­ tar la compañía de sus médicos amigos, en particular de Sandoval y Achúcarro. Le atraía la labor de estos hombres y se encontraba a gusto en su ambiente. Por mediación del doctor Sandoval consiguió que el em inente cirujano Goyanes operara de cáncer a un amigo andaluz sin cobrarle un cen­ tavo, e hizo con el amigo el recorrido de consultorios y la­ boratorios, actividad a la que estaba tan acostumbrado, y estuvo con él durante la operación14. En cuanto a Achúcarro, siguió siendo un amigo predilecto, cuanto más que se había convertido en una figura de primera plana en la vida cultu­ ral de Madrid, después de una gran labor de preparación científica como neurólogo y psiquiatra en Munich y Wash­ ington. Cultivó la amistad de hombres de la Institución Libre de Enseñanza como Giner de los Ríos y Cossío, asistiendo de nuevo a las comidas que allí se daban. La fam ilia de Cossío le deparó una sorpresa inesperada: Carmen, la mujer de Cossío, y Natalia, la hija, conocían a Zenobia Camprubí del Instituto de Señoritas (International Institute for Girls), que funcionaba en armonía con la Residencia de Estudiantes y estaba al lado. El mencionado Instituto estaba dirigido por Susan Huntington, amiga de Zenobia. La Residencia de Estudiantes era una institución nueva en Madrid, que habría de hacer un papel muy importante en la vida de Juan Ramón. Había sido fundada por la Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones, junta creada vidanzas’», año IX, núm. 97, enero de 1909, págs. 33-35; «Elegías lamen­ tables», núm. 103, julio de 1909, págs. 265-266; «Poesías», núm. 106, oc­ tubre de 1909, págs. 148-153; «Poesías», año X, núm. 109, enero de 1910, págs. 39-42; «Poesías», núm. 112, abril de 1910, págs. 387-390; «Poesías», año XI, núm. 122, febrero de 1911, págs. 167-169; «Poesías», año XIII, núm. 150, junio de 1913, págs. 134-141. 14 Ver carta «A su madre ...», en J. R. Cartas, pág. 143.

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en los años de 1905-1907, cuando el poeta había regresado a Moguer. La Junta venía desarrollando una extraordinaria la­ bor cultural en España, que tocaba a todas las ramas del saber. En 1912, por ejemplo, le habían encargado a Achúcarro la organización del Laboratorio de Histopatología del Sistema Nervioso para adiestrar a los m édicos que salían para el extranjero a perfeccionarse en sus respectivos cam­ pos. La labor de la Junta era tan amplia que ha sido compa­ rada con la del Pritaneo de Atenas. A la Junta pertenecían las grandes figuras del mom ento en las ciencias y las artes, hombres como Santiago Ramón y Cajal, que en 1906 fue pre­ miado con el Nobel por sus descubrimientos científicos, y como Ramón Menéndez Pidal, que en 1904 publicara el Ma­ nual de gram ática histórica española, considerada com o la prim era y más clara exposición de las leyes fonéticas y m or­ fológicas del español. A la Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones se le encomendó por Real Decreto de 1910 la fundación de una Residencia de Estudiantes, que se inició en el número catorce de la calle de Fortuny, de Madrid, en octubre de ese año, con diecisiete plazas. Llenaba una gran necesidad edu­ cacional y tuvo tan buena acogida que al año triplicó las pla­ zas y a los dos años alojaba nueve veces más el número de estudiantes. Para el otoño de 1913, año de la estancia de Juan Ramón en Madrid, la Residencia ocupaba los números ocho al catorce de la calle de Fortuny, acomodando a 150 es­ tudiantes entre los quince y veintiún años de edad. Ramón Menéndez Pidal era el presidente del Patronato de la Resi­ dencia, Achúcarro era uno de los miembros del Patronato y Alberto Jiménez Fraud era director de la Residencia. El Laboratorio de Histopatología, dirigido por Achúcarro, se ha­ bía instalado en el jardín de uno de los hoteles en la calle de Fortuny y empezó a funcionar en el año académico de

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1913-1914. El com plejo de viviendas consistía en hoteles y jardines con pabellones para bibliotecas, laboratorios, come­ dores, salas y campos de recreo; pero no eran estas como­ didades su mayor distinción. La Residencia encarnaba un concepto de la educación muy adelantado: servía de vivien­ da estudiantil y sitio de la Sociedad de Conferenciantes Es­ pañoles, proveyendo alojamiento y educación excepcional a los ocupantes, que vivían en contacto directo con los patro­ nes y los conferenciantes en un ambiente tanto hum anístico com o científico. La Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones daba cursos de vacaciones para extranjeros dedicados a la enseñanza del español o que deseaban familiarizarse con la lengua y la literatura hispánicas. El programa del curso con­ sistía en conferencias sobre temas culturales y de trabajos prácticos sobre monumentos interesantes. Los jóvenes se alojaban en la Residencia y las jóvenes en el Instituto Inter­ nacional de Señoritas. En el verano de 1913, el primero que Juan Ramón iba a pasar en Madrid durante esa segunda es­ tancia, el curso se daba del 25 de junio al 5 de agosto, bajo la dirección de Menéndez Pidal. El programa consistía en conferencias sobre el Cid, por Federico de Onís; sobre Juan Ruiz, por Américo Castro; sobre Cervantes, por Menéndez Pidal; sobre el teatro del siglo xvii, por Benavente; sobre la geografía de España y su relación con la literatura, por Ma­ nuel B. Cossío. Enrique Diez Cañedo daría cinco conferen­ cias sobre «Arte m étrica española»; Menéndez Pidal, Vicente García de Diego, Federico de Onís y Américo Castro darían lecciones de gramática, y Bartolomé Cossío y Rafael Altamira, de historia. Zenobia Camprubí se inscribió para el programa de con­ ferencias, que costaba diez dólares. El matrimonio nortea­ mericano Byne también se inscribió, y como «la Americani-

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ta» vivía muy cerca de la Residencia de Estudiantes, los Byne arreglaron pasar a recogerla para ir a las conferencias. Enterado Juan Ramón y a cuenta de que Cossío daba una conferencia sobre geografía y literatura que tenía que ver con La Rábida, consiguió al fin la ansiada presentación a la que había conocido a raíz de su llegada a Madrid. Los Byne le presentaron al fin a Zenobia Camprubí15, y como el tema de la conferencia les proporcionaba muchos tópicos de con­ versación: Sorolla, La Rábida, Moguer, Palos, Huelva, y como hacía m eses que Juan Ramón se había fijado en ella y se había enamorado de ella, allí mismo se le declaró, a su ma­ nera: «—Ya ve usted lo que m e ha pasado a mí ahora; usted decidirá». A partir de ese día y a cuenta de que vivía en la mism a pensión que los Byne, empezó a ir con ellos a la Residencia, es decir, a ir con Zenobia, porque los Byne siempre pasaban a recogerla. Cuando Diez Cañedo habló so­ bre «Arte m étrica española» aprovechó la oportunidad para escribirle a Zenobia unos romances que ella le contestó, para sorpresa de él, pues también conocía las coplas populares: se las había aprendido de la gente del pueblo durante su estancia en Andalucía. Un día doña Isabel Aymar de Cam15 La fecha de la presentación formal de J. R. y Z. (verano de 1913) queda aclarada a base de la amplia documentación derivada de los archivos de J. R. J. en España. En Vida y obra de J. R. J., por esta autora, con la aprobación de J. R. y Z., se dio la fecha de 1912. J. R. insistía en que conoció a Z. el mismo año de su llegada a Madrid, y ambos recordaban que se conocieron cuatro años antes de casarse. A base de estos recuerdos se fijó la fecha del encuentro en 1912 (ver el cap. XX de Vida y obra) y la de la partida de J. R. de Madrid en 1911 (cap. XVIII de Vida y obra). Verificadas las fechas, resulta erró­ nea la interpretación de los recuerdos del matrimonio, no sus recuer­ dos, ya que los cuatro años antes de casarse se refieren a 1913, 1914, 1915 y 1916 y no a cuatro años de doce meses cada uno. Y puesto que Juan Ramón llegó a Madrid a punto de terminarse el 1912, no dura­ ron esos días en su recuerdo, sino los del nuevo año de 1913. De ahí que dijera que conoció a Zenobia el mismo año de su llegada a Madrid.

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prubí, la madre de Zenobia, asistió a una de las conferencias de la Residencia y le presentaron al poeta Jiménez. La amis­ tad de su hija con el poeta alarmó a doña Isabel. Zenobia era la única mujer entre los cuatro hijos del ma­ trimonio Camprubí, y era su consuelo, su alegría, su com­ pañía y su apoyo moral. Nació en Malgrat, Cataluña, el 31 de agosto de 1887, pasó su infancia en Barcelona, Tarragona y Valencia, sitios en donde estuvo destinado su padre, el inge­ niero Camprubí, español por los cuatro costados. Zenobia heredó la sangre extranjera de la familia materna: su madre, Isabel Aymar, era hija de un norteamericano de Nueva York y de una puertorriqueña de ascendencia italiana, y sus fami­ liares maternos vivían todos en los Estados Unidos. A los nueve años, Zenobia hizo con su madre el primer viaje a ese país, a donde volvió a los trece y a los dieciocho. Se que­ dó entonces a vivir allí con su madre y sus hermanos, que estudiaban en los Estados Unidos, y aunque siempre tuvo tutores particulares, consiguió que la admitieran como estu­ diante especial en el Teacher's College de la Universidad de Columbia de Nueva York, durante el año académico de 19081909. No asistió el año entero porque en la primavera, casa­ do su hermano mayor, que en los Estados Unidos hizo las veces de padre para la familia, doña Isabel decidió regresar a España y reunirse con su esposo, destinado entonces a Huelva. José Camprubí Aymar, el hermano mayor que aca­ baba de casarse, era ingeniero, como su padre; pero había hecho toda su carrera en los Estados Unidos y se había gra­ duado en Harvard. Los viajes de doña Isabel a ese país ha­ bían sido, aparentemente, con el objeto de internar a sus hijos en escuelas y universidades, las mejores del lugar: Middle Essex School y Harvard, en Massachusetts, y Co­ lumbia, en Nueva York. Creía que en la América sajona sus hijos tendrían mayores oportunidades de abrirse camino, pues

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estaban muy bien relacionados y emparentados con gentes que se habían distinguido por su arrojo e industria en el Nuevo Mundo. La historia de los Aymar, apellido materno de Zenobia, era una historia épica. Los Aymar eran descendientes de hugonotes, que vivie­ ron en las Indias Occidentales antes de trasladarse a Nueva Y ork 16. Según la tradición familiar, huyeron de Europa du­ rante las persecuciones religiosas. Se hablaba de toda una saga de peregrinaciones y naufragios antes de llegar a Nas­ sau, de los bienes raíces abandonados, de las riquezas que algunos no pudieron llevarse. No se les conoce blasón ni pu­ dieron documentarse estas historias. Jean Aymar o Eymar, progenitor de la rama norteamericana de la que descendía Zenobia Camprubi Aymar, está inscrito como labriego rico en los Archivos de la Iglesia Francesa de Nueva York, en el año de 1731, cuando bautiza a una hija. Benjamín Aymar, descendiente directo de éste y bisabuelo de Zenobia, era también un hombre rico, dueño de ingenios y cañaverales en Puerto Rico y uno de los mayores comerciantes del Nueva York de la primera mitad del siglo xix, y como tal, parte de la historia de esa gran ciudad que iba transformándose en el mayor puerto comercial del mundo. Benjamín Aymar era dueño de un paquebote, el De W itt Clinton, y desde su casa señorial en la calle Greenwich, una casa planeada por Pierre Charles l ’Enfant, arquitecto de la gran ciudad de Washington, podía ver, por sobre las frondas del Battery Park, el paseo más elegante de la ciudad, las blancas velas de su barco y de los barcos de sus vecinos. Augustus, el hijo de Benjamín Aymar, se casó en Puerto Rico con Zenobia Lucca, la hija de un rico inmigrante ita­ 16 Ver Benjamin Aymar, Aymar of New York. Reprint from the Proceedings of the Huguenot Society of America, vol. I ll, Part. 2, New York, 1903.

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liano. Isabel Aymar Lucca, la hija de este matrimonio, se casó en Puerto Rico con Raimundo Camprubi Escudero, en­ viado de España a esa isla como ingeniero de caminos, ca­ nales y puertos, a dirigir la construcción de una carretera entre dos poblaciones importantes, de Ponce a Coamo. Quien conoció a Raimundo Camprubi17 lo describió como un hombre de líneas distinguidas en su cara sin ser guapo, y listo, agradable, correcto y caballeroso; pertenecía a una buena familia española que en la tradición del Viejo Mundo desem peñó cargos importantes en su tierra al servicio del Rey. Los Camprubi Escudero no eran adinerados, pero eran hombres de carrera que se distinguieron como militares e hicieron la Guerra Carlista en Cataluña al lado del general Martínez Campos. Un hermano de Raimundo Camprubi ganó en combate la Laureada de San Fernando. Raimundo Camprubi, el padre de Zenobia, aspiraba a que sus hijos se hicieran en España hombres de carrera, como él. Isabel Aymar de Camprubi, la madre de Zenobia, aspira­

is Debemos esta información y la referente a ciertos aspectos de la vida doméstica del matrimonio Camprubi Aymar a la señora doña Raquel García Navarro, viuda de Fortuny, y a la señora doña María Luisa Capará de Nadal, ambas de Barcelona. La señora Raquel García Navarro fue amiga de confianza de la familia de José Camprubi Escu­ dero, hermano del padre de Zenobia. Cuando el matrimonio Camprubi Aymar llegó a Barcelona de América con su primer hijo, Raquel Gar­ cía Navarro, entonces niña, fue a recibirles con la familia de José Camprubi, estableciendo una amistad con los Camprubi Aymar que duró toda la vida y se extendió a todos los hijos del matrimonio, en particular a Zenobia, que nació después. La señora María Luisa Ca­ pará de Nadal conoció a Zenobia y a Juan Ramón por su madre, la señora María Muntadas de Capará, muy al corriente de la niñez de Zenobia y de la vida doméstica de sus padres porque fue la compa­ ñera de juegos de los niños Camprubi Aymar durante su residencia en Sarriá, en las afueras de Barcelona. Los Jiménez cultivaron con poético entusiasmo la amistad de esta hija de la compañera de juegos de Zenobia.

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ba a que sus hijos se hicieran hombres de carrera en los Estados Unidos. El apego a la cultura de cada cual contri­ buyó a la desavenencia del matrimonio. Doña Isabel tenía capital y don Raimundo no lo tenía; con su capital, doña Isabel pudo llevar a cabo sus planes en cuanto a la educa­ ción de sus cuatro hijos. José, el primero, había nacido en Puerto Rico; después, el matrimonio se trasladó a Barcelo­ na, donde nacieron Zenobia y otros dos varones, Augusto y Raimundo. El equívoco cultural surgió con el nacimiento del primer hijo. Doña Isabel quería dar a los varones el apellido Aymar como parte del nombre de pila, a la usanza de los Estados Unidos, para identificarlos con la familia ma­ terna, cuyo apellido, en el matrimonio, pierde vigencia. Pero el español don Raimundo no podía transigir con una costum­ bre que hacía que el apellido materno apareciera antes del paterno. Doña Isabel gozaba con algunas de las inocentes tra­ vesuras de sus hijos, acostumbrada a la libertad de acción y expresión del democrático ambiente norteamericano, y le parecía severa la actitud de su marido hacia sus hijos. Las costumbres domésticas en casa del matrimonio CamprubíAymar chocaban con las del círculo de amistades españolas de don Raimundo. Isabel Aymar hacía la misma vida en su casa de Barce­ lona que en los Estados Unidos. Con la ayuda de una escla­ va libre que se había criado con ella, único vínculo en Espa­ ña con su tierra y sus costumbres, doña Isabel manejaba su casa a lo norteamericano, con no poca curiosidad y admira­ ción de los vecinos catalanes, que no entendían, entre otras cosas, que una negra ex-esclava gozara de los m ismos privi­ legios que el ama, o que se cenara a la hora del té. La escla­ va libre de doña Isabel tenía el curioso sobrenombre de Bobita. Se la habían regalado al nacer para que fuera su com­ pañera de juegos, y aunque los padres de doña Isabel fueron

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de los primeros en libertar a los esclavos de sus ingenios en Puerto Rico, Bobita no quiso separarse de su ama y se que­ dó con ella el resto de su vida, cuidando a sus hijos cuan­ do nacieron. La única vez que le pegaron a la niña Zeno­ bia Camprubí Aymar fue en consideración a Bobita, que para convencerla que se dejara bañar, le dijo: —Nena, si no se deja labá, cuando sea grande será negra. La niña le con­ testó sin malicia: —Nunca seré tan negra como tú. En ese m om ento entraba la abuela con el cepillo de cabeza en las manos. La abuela Zenobia Lucca de Aymar se había ido a vivir a Barcelona para estar cerca de su hija y de sus nietos. Murió allí y allí la enterraron. En España causaba extrañeza el modo diferente con que la democrática Isabel Aymar trataba a Bobita y a todo el servicio, no que les diera confianza, sino porque demostraba tener una religión y caridad extremada en el fondo, y en esa época aun los españoles más religiosos y caritativos le exi­ gían al servicio tareas hoy inadmisibles. Las cosas que se hacían en casa de doña Isabel extrañaban aún más, los que llegaban a la hora del té eran invitados a cenar, porque allí se cenaba a las seis de la tarde, como en los Estados Unidos, y se servía roast beef y pudding. Madre e hijos se hablaban en inglés, los niños leían en inglés revistas infantiles y la historia de los Estados Unidos, entre otras cosas, y jugaban en inglés. Doña Isabel le había escogido cuidadosamente a su hija Zenobia una compañera de juegos, la niña María Muntadas, hija de un gran ingeniero catalán que llegó a ser al­ calde de Barcelona. María Muntadas tenía una institutriz in­ glesa y hablaba inglés y se iba a pasar los veranos a Sarriá con sus abuelos, vecinos de los Camprubí Aymar, que se habían ido a vivir allí porque la niña Zenobia padecía de fiebres y el médico les recomendó salir de la ciudad.

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El proceso de norteamericanización de Zenobia Camprubí se cumplió entre 1905 y 1909, viviendo en los Estados Unidos con su madre y sus hermanos. En una de las crisis maritales, doña Isabel se marchó para la tierra de su padre, y se quedó a vivir por los alrededores de Nueva York: New­ burgh, Flushing y, finalmente, Nueva York. La estancia se prolongó mientras los varones se educaban en las escuelas del Este, y aunque doña Isabel llevaba una vida recogida y sufrida separada de su marido, hizo que Zenobia disfrutara de todas las ventajas de la vida social a la que le acreditaba su distinguida parentela diseminada por Washington, Mas­ sachusetts y Nueva York. En los Estados Unidos, Zenobia se cultivó en todas direcciones. Su vida en España había sido sumamente limitada: lecciones de música, francés, ita­ liano, historia y literatura con su mamá y con profesores que iban a la casa; paseos aburridos de una hora diaria con su papá; salidas los domingos a m isa con Bobita; juegos con sus hermanos cuando estaban en casa de vacaciones, y mucha lectura. Apenas conocía a otras niñas de su edad. En los Estados Unidos fue popular porque era graciosa, co­ noció mucha gente joven que la invitaban a fiestas y paseos, asistió a actos culturales, estudió, viajó y aprendió a hacerles frente y a resolver los constantes problemas de la vida co­ tidiana causados por el continuo desaliento y tristeza de su madre y las privaciones económicas de la familia, pues las rentas iban menguando. Cuando sus padres se reconciliaron y doña Isabel decidió volver a España, a Zenobia le pareció la idea monstruosa. Le consolaba la creencia de que al jubi­ larse su padre regresarían todos a los Estados Unidos. Se marchó decidida a no quedarse a vivir en España y, sobre todo, a no casarse con un español. Doña Isabel Aymar supo inculcar a sus hijos conceptos de­ mocráticos y humanitarios y le dio a Zenobia una educación

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envidiable que le ayudó a convertir en valor único las dife­ rencias culturales que ni el padre ni la madre supieron su­ perar. Acostumbrada a la libertad de acción, en España, Ze­ nobia ajustó sus acciones a las costumbres locales, permi­ tiéndose sólo leves concesiones, por no acatar hipócritamen­ te hábitos mal avenidos a sus convicciones. De allí su activa vida cultural, su cultivo de amistades norteamericanas, su acción intermediaria siempre que se trataba de dar a cono­ cer a una cultura las excelencias de la otra. Durante su estancia en los Estados Unidos, Zenobia se dio cuenta que existía un verdadero interés por los produc­ tos de artesanía española, productos que llegó a conocer du­ rante su residencia en Andalucía. Al volver a los Estados Unidos hizo arreglos para servir de intermediaria en la compra y venta de estos productos y no se lim itó su interés a la artesanía popular, sino que quiso informarse de todo lo que tenía que ver con el arte español. Por esta razón había estrechado sus relaciones amistosas con los Byne, ayudándo­ se mutuamente. Zenobia amaba la antigüedad y la tradición, su madre también. Este amor lo heredaron de la abuela de Zenobia, descendiente de italianos. Antes de los ocho años Zenobia Camprubí leía a los autores clásicos en los libros que tenía la abuela en Barcelona. La abuela le contaba cuen­ tos de la antigua Grecia y cuando a don Raimundo lo tras­ ladaron a Tarragona, Zenobia se ilusionó con las murallas que rodeaban la ciudad, creyéndose de veras que habían sido construidas por los gigantes de un solo ojo en la frente. En Tarragona estaba viva la venerable antigüedad española y en los restos del gran Imperio Romano, templos, anfiteatros, acueductos y edificios públicos, Zenobia aprendió a amar las piedras viejas de España, y, por extensión, a toda su anti­ güedad. En Madrid se dio a la búsqueda de antigüedades con avidez intelectual, y con el sentido práctico de los ñor-

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Manuscrito de un poema inédito rubendariano de Juan Ramón Jiménez

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teamericanos empezó a obtener beneficios de su inclinación recibiendo una com isión cuando sus esfuerzos tenían éxito para los interesados. En este sentido anticipó un concepto mercantil que habría de tener vigencia años después entre las personas de su sexo: actuó de middleman. Las idas y venidas de Zenobia con los Byne y el mutuo interés en las actividades de la Residencia de Estudiantes le facilitaron a Juan Ramón sus encuentros con ella y, para atraer a Zenobia al círculo de sus amistades más íntimas, que eran los Martínez Sierra, consiguió que María diera una conferencia al grupo de extranjeros del curso de verano. Los planes de Juan Ramón se cumplieron con resultados inespe­ rados, que ocasionaron su alejamiento de María y Gregorio. El día de la conferencia de María Martínez Sierra, Zeno­ bia no pudo asistir por hallarse indispuesta. Su madre, doña Isabel, asistió en lugar de ella y oyó a María pronunciar una conferencia militante, feminista. La fidelidad de la mujer es­ pañola a su voto matrimonial —decía María— se debía a ra­ zones económicas que obligaban a una mujer a portarse del mism o modo con su marido que con su amante. Doña Isabel Aymar de Camprubí se escandalizó. Ella era la prueba vivien­ te de lo contrario: pese a las desavenencias conyugales y a que su desahogada situación económ ica le había permitido vivir independientemente de su marido, le había sido fiel toda su vida, jam ás se le hubiera ocurrido divorciarse y al fin se había sacrificado regresando a su lado. Y ni siquiera era española. El disgusto de doña Isabel aumentó al oírle decir a María que la española se mantenía por regla general tan ignorante que, si iba a San Sebastián de veraneo, no sabía si estaba al norte o al sur de España; en cuanto a la instrucción pública, estaba tan mal dispuesta, según María, que ella, que había sido maestra muchos años, se había visto precisada a abandonar la profesión. María estaba empeñada

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en hacerles ver a los extranjeros ciertas desventajas del sis­ tema en el fondo de las grandes diferencias culturales; pero a doña Isabel le pareció la charla de muy mal gusto, en par­ ticular por estar dirigida a un grupo m ixto y de extranjeros. Por el apellido español que llevaban sus hijos y por su entroncamiento con los Camprubí, Isabel Aymar había enalte­ cido siempre la cultura española. Herida en lo más vivo, al reunirse con María Martínez Sierra sintió la necesidad de defender la posición de la m ujer española, que «se sacrifica­ ba —decía— obrando por sus hijos y manteniendo su hogar». María, buena amiga de expresar sus opiniones y oír las de los demás, aconsejada por Juan Ramón, se deshizo en aten­ ciones con doña Isabel y la invitó a ir a su casa con Zenobia al día siguiente a tomar el té. Por cortesía, doña Isabel acep­ tó la invitación. E l día del té se confirmó su mala im presión de los Martínez Sierra y del poeta Jiménez. En casa de los Martínez Sierra, Juan Ramón se sentó en un sofá al lado de Zenobia con la madre de Zenobia senta­ da al frente. Su conmoción fue total, y a doña Isabel le hizo el efecto de que acababa de perder a su madre, a su pa­ dre o a su mejor amigo. El desasosiego del poeta tenía que ver con el hecho de que Zenobia no demostraba el menor interés en él. La había hecho invitar para que los Martí­ nez Sierra se cercioraran de la disposición de «la Americanita» hacia él, y com o ésta le reiterara a Gregorio que no tenía el menor interés en Juan Ramón, aquél le aconsejó que cortara toda relación con el poeta para convencerlo, porque estaba actuando com o un niño de seis años. Cuando al cabo de su visita Zenobia le contó a su madre estas cosas, a doña Isabel le pareció una terrible falta de etiqueta el que se les hubiera invitado para llevar a cabo tal estratagema. Madre e hija decidieron no tener nada más que ver con el poeta, y

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los Martínez Sierra desmerecieron más ante los ojos de la m ad reIS. Para esta fecha Zenobia alimentaba la esperanza de vol­ ver a América y le apetecía muy poco la idea de casarse con un español para estorbo de sus planes. La idea le apetecía menos a su madre, que había sido tan desgraciada en su matrimonio. Doña Isabel veía con buenos ojos la amistad de su hija con Henry Shattuck, un correcto joven norteamerica­ no a quien su hijo José había invitado un fin de semana a vi­ sitar la familia viviendo ellos en Newburgh, Nueva York. José Camprubi y Henry Shattuck fueron compañeros de cuarto en Cambridge, Massachusetts, durante sus años de estudian­ tes en Harvard. Ambos se graduaron en esa universidad, José de ingeniero y Henry de abogado. Henry Shattuck re­ unía todas las cualidades que doña Isabel admiraba en la juventud norteamericana: era un joven emprendedor e inte­ ligente, de modales intachables y buen porte. Pertenecía ade­ más a una familia distinguida y de posición. El joven había tenido atenciones con Zenobia en los Estados Unidos y espe­ raban verle en Barcelona en el verano de 1913, pues iba a hacer escala en ese puerto de paso a Alemania, donde acos­ tumbraba pasar las vacaciones. El joven Shattuck era ad­ ministrador de los bienes de Isabel Aymar de Camprubi en los Estados Unidos, ejercía funciones de asesor y atendía a una propiedad de ésta, un edificio en Nueva York, en la Sex18 Los hechos que aquí se relatan están basados en los papeles, cartas y diarios de Zenobia y su madre, algunos de los cuales se en­ cuentran en los archivos de J. R. J. en España y otros en la «Sala Z. y J. R. J.» de la Universidad de Puerto Rico. Esta información ha sido ampliada a veces y constatada: e. g. El señor don Henry Shattuck, de Boston, que consintió en una entrevista con esta autora, proporcio­ nó datos concernientes a su amistad con la familia Camprubi Aymar. Sus relaciones de juventud con Zenobia no pasaron del plano de la amistad, que duró toda la vida, e incluyó a Juan Ramón.

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ta Avenida. En comparación con Henry Shattuck, Juan Ra­ món Jiménez le parecía a doña Isabel un pretendiente de muy pocas prendas, amén de que le iba conociendo en cir­ cunstancias poco favorables. Habiendo resuelto la madre y la hija que no tendrían nada más que ver con el poeta, al otro día del infausto té en casa de los Martínez Sierra, le llegó a Zenobia una conmo­ vedora carta de Juan Ramón pidiéndole m iles de excusas por lo sucedido y rogándole que no le impidiera verla. A la madre la carta no le agradó; a la hija, sí. A instancias de su madre, Zenobia dejó de asistir a las conferencias de la Residencia de Estudiantes. Juan Ramón se consolaba de su ausencia sentado en el banco del Paseo de la Castellana que daba frente al piso de los Camprubí, con la esperanza de ver aunque fuera la silueta de Zenobia a través de las muchas persianas. Al banco de la Castellana iban a parar cuantos daban con él, hasta el médico Achú­ carro, y los que conocían menos que éste su idiosincrasia, al ver el fervor que ponía en el empeño, llegaron a creerse que desempeñaban un papel muy especial en sus amoríos y exaltaron su parte después, cada cual a su manera. La ver­ dad es que Juan Ramón se valía de m il pretextos para man­ darle notas y recados a Zenobia, todo lo cual le parecía a doña Isabel sumamente impropio; pero iba surtiendo el de­ seado efecto en la hija. Cuando doña Isabel se enteró de las relaciones amistosas de Juan Ramón con el grupo de la Institución Libre de En­ señanza, sintió mayor recelo contra él. Le tenía muy poca simpatía a los Cossío, a quienes Zenobia trataba desde antes de su encuentro con Juan Ramón. La amistad de Zenobia con los Cossío se debía a Susan Huntington, la directora del Instituto Internacional de Señoritas. Por mediación de ella, Bartolomé Cossío le había dado a Zenobia su opinión sobre

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unas pinturas que le interesaban, enseñándole cómo apreciar las originales y distinguirlas de las copias, con lo que se había ganado la estim ación de «la Americanita». A doña Isa­ bel le parecía don Bartolomé m uy descuidado en su aparien­ cia y le desagradaba la actitud fem inista m ilitante de su mu­ jer, Carmen. Ésta, que se había encariñado con Zenobia, la solicitaba y había estado a visitarla, dejando tan mal impre­ sionada a la madre que no quiso salir a saludarla la próxima vez que volvió. Alentada tal vez por el hecho de que doña Isabel era de los Estados Unidos, Carmen Cossío defendió las ventajas del divorcio, durante esa primera visita, con ar­ gumentos poco loables en la opinión de doña Isabel, ya que se refería a los amores ilícitos de una m ujer casada conocida de ella que llevaba relaciones con un hombre de quien estaba enamorada, lo cual no sucedería —decía Carmen— si hubie­ ra podido divorciarse de su marido. En la opinión de Car­ men Cossío, la mujer, el marido y el amante eran bellísim as personas dignas de m ejor suerte. La conversación había te­ nido lugar en presencia de una persona del sexo opuesto, lo que ofendió aún más la sensibilidad de doña Isabel, amén de que en su opinión ninguna persona decente persistiría traicionando a su esposo y viviendo con él. Las ideas avanzadas de la gente de la Institución Libre de Enseñanza inspiraban tanta desconfianza en doña Isabel como en muchos de sus contemporáneos y ella prefería que Zenobia no tuviera nada que ver con ese grupo. Carmen Cossío, como Zenobia, les vendía a los norteamericanos bor­ dados, encajes y cosas antiguas; pero con más experiencia que Zenobia. Sus argucias le parecían de muy m al gusto a la señora de Camprubí, que toleraba la presencia de estas per­ sonas que iban a buscar a su hija, por razones de urbanidad. La oposición de doña Isabel constituyó un obstáculo que Juan Ramón se propuso vencer aun sin contar con el amor

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de Zenobia. Prometió a la madre que respetaría su voluntad, procurando sólo la amistad desinteresada de su hija, y a la hija le prometió tratarla como una hermana. El perseguir amores im posibles había sido siempre su mayor satisfacción; pero necesitaba de la presencia palpable de la amada: verla, hablarle, oírla, olería. Zenobia no le negó la amistad, porque estaba acostumbrada a tratar con personas tristes, cariñosas, contradictorias com o él. Su propia madre reunía esas cuali­ dades. Con su positiva actitud ante la vida, se propuso sacar a Juan Ramón de su tristeza y en el empeño acabó por ena­ morarse de él. Su madre le había enseñado a encaminar to­ das sus actividades a un fin útil y venciendo sus propios escrúpulos le perm itió seguir asociándose y recibiendo en su casa a las personas de su elección. Las personas que al­ canzaron a notar su desagrado se la imaginaron una cuáque­ ra norteamericana intransigente. Por su procedencia, la to­ maban por ultra-liberal perm itiéndose en su presencia cier­ tas actitudes y opiniones que no convenían ante una persona de su edad y de sus prendas. Doña Isabel era una mujer cir­ cunspecta y conservadora, pero correctísim a en sus relacio­ nes sociales. Su código de conducta era impecable y muy alto su sentido del deber. El fracaso de su matrimonio la había convertido en una mujer triste y amargada; pero en sus mejores épocas se había distinguido por su compren­ sión, su cultura, su claro concepto de las cosas. Era católica, apostólica y romana; pero entendía la religión en función de humanidad. La m ejor amiga de doña Isabel era su hija Ze­ nobia, que le tenía tanto cariño que llegó a considerar a su padre responsable por la infelicidad de su madre. Para esa fecha el matrimonio compartía un techo y nada más. Don Raimundo se había desentendido por com pleto de la crianza de sus hijos y cuando Juan Ramón quiso hablarle a solas buscando su apoyo para lograr la mano de Zenobia, le di-

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suadió, diciéndole que ella tenía bastante edad para saber a qué atenerse. Consciente de la sufrida vida que su mujer lle­ vaba a su lado, le dijo al poeta que Zenobia no había nacido para casarse, pues, como su mujer, era una santa. Puesto que las personas de su círculo no le agradaban a doña Isabel, Juan Ramón empezó a valerse de las personas del círculo de Zenobia, entre ellas María Martos, Josefina Diez y Marie Louise de Gosse de Chatelat, dama de compañía de Zenobia, a quien llamaban «Mademoiselle». Maria Martos era hija de una de esas m ujeres otoñales a quien Juan Ramón conoció y admiró durante su primera es­ tancia en Madrid a principios de siglo. Vivía en Serrano, 45, en el barrio de Salamanca, muy cerca de los Camprubí, por lo que se le facilitaban las idas y venidas a esa casa. Mucha­ cha sensitiva, callada y mansa, en un momento de gratitud por su benévola intervención a favor de él, Juan Ramón la describió como una amiga aterciopelada y nítida, joya del pinar y de la c a s a 19. María era miembro de una familia culta en cuya casa se reunían las amistades a hablar, a leer y a oír conciertos. María tocaba el piano y su hermana la man­ dolina. La buena amiga aterciopelada, admiradora de la poe­ sía juanramoniana, se convirtió en su confidente, secundan­ do sus empeños y preparándole de m il maneras encuentros con Zenobia. Su leal intercesión le costó no pocos disgustos. Al principio Juan Ramón se valía de ella para obtener entra­ da en casa de los Camprubí, lo que mortificaba bastante a doña Isabel, que en su disgusto incluía a María. Cuando Ze­ nobia no estaba de humor para aceptar los requiebros del poeta, hacía que María le devolviera las cartas sin abrirlas, y, por ende, se enfadaba con ésta por servirle de cómplice.

19 Ver «A María Martos», en J. R. J., Cartas, XII, pág. 131.

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Mejor suerte tenía Josefina Diez Lassaletta, relacionada con el grupo del Instituto Internacional y muy solicitada por los extranjeros que andaban por España en m isión cul­ tural, entre ellos los Byne, porque Josefina conocía com o na­ die el arte de la encuadernación. Un pariente suyo, el conde de Navas, bibliotecario de Palacio, le animó a aprender este arte. Zenobia asistía con Josefina algunas veces a las fun­ ciones de la Residencia de Estudiantes, y ésta estaba en el grupo el día de la presentación de los Byne, y como Zenobia entraba y salía con mucha confianza en casa de la fam ilia Diez Lassaletta, allá iba el poeta a conmover con sus quejas amorosas todos los corazones, mientras el objeto de su amor echaba a broma sus tristezas y sus versos. Después, cuando Juan Ramón con su insistencia logró cartearse con Zenobia, si a ella no le daba tiempo de terminar de escribirle en su casa, terminaba la carta en casa de su amiga Josefina. Muy femenina, pero muy práctica; muy cariñosa, pero muy poco apasionada, Zenobia había calado muy a fondo el carácter juanramoniano y por carta le echaba en cara toda su idio­ sincrasia. Desde temprano le cogió cariño, pero no se lo de­ mostró. En el verano de 1913, cuando a raíz del té en casa de los Martínez Sierra su madre se dispuso a prohibirle a Juan Ramón la entrada en su casa, Zenobia se echó a llorar, confesando que le quería mucho, aunque eso no quería decir que correspondía a su pasión amorosa o que estaba dispues­ ta a casarse con él. Cuando las relaciones entre Juan Ramón y Zenobia se fueron formalizando por parte de ella, se valieron de los ser­ vicios de Marie Louise de Gosse de Chatelat, que hacía de dama de compañía de las hermanas Ramonet de Gabriel, y pasó a serlo de Zenobia. El tener que andar con dama de compañía le había disgustado a Zenobia sobremanera, ya que estaba acostumbrada en los Estados Unidos a ir y venir a su

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antojo sin que nadie pensara mal de ella, pero en los mo­ mentos en que le correspondía a Juan Ramón, «Mademoisel­ le», la dama de compañía, la sacaba de m ás de un apuro, con ella podía ir al Retiro y pasar la mañana sentada en un ban­ co pelando la pava con Juan Ramón. Con sus versos Juan Ramón jamás hubiera conquistado a Zenobia. La conquistó con la prosa de sus cartas. Los poe­ mas de Juan Ramón le parecían insulsos a Zenobia y a doña Isabel. Sus lecturas favoritas, com o el carácter de los Esta­ dos Unidos, nación preferida, unían al gusto estético el gusto por la acción, ya fuera en verso o en prosa. Los libros de Juan Ramón, com pletamente desprovistos de acción y de na­ rración, les parecieron inútiles. Cuando salió Laberinto, en 1913, Juan Ramón se apresuró a darle un ejemplar a Zeno­ bia. A ésta le disgustó el libro, cuya sensualidad rayaba en lo erótico. En su opinión, Juan Ramón no podía hacerle a nadie ningún bien con ese libro, y aunque le parecía un desa­ cato que se lo hubiera prestado, consideraba mayor desaca­ to el que lo hubiera escrito 20. Entre mimosa y enfadada, Ze­ nobia le echaba en cara a Juan Ramón no ya la inutilidad de sus versos, sino sus rarezas, su ensimismamiento, su aisla­ miento que le hacía creer en una falsa superioridad endure­ ciéndole en todos sus defectos. Juan Ramón, que la veía siempre rodeada de gente y muy divertida, la había tachado de frívola, hablándole de goces espirituales muy superiores, en su opinión, a los que ella derivaba de sus ocupaciones; pero Zenobia le contestaba con argumentos tan lógicos y tan humanos que a él no le quedaba más remedio que justificar­ se o retirar lo dicho: 20 Ver «Cartas de Zenobia Camprubi y Juan Ramón Jiménez», Mo­ numento de amor. Con un estudio preliminar de Ricardo Gullón. La Torre, Revista General de la Universidad de Puerto Rico, año VII, nú­ mero 27, julio-septiembre 1959, carta núm. 3, pág. 172.

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Vida y obra de Juan Ramón Jiménez ¿Cree Vd. que hay algún trabajo superior a otro? —tal vez, pero yo no lo creo. Es el modo de hacerlo. ¿No cree Vd. que cuando compro cerámica estoy pagando jornales de alfareros? Claro que preferiría que la fábrica fuera mía y hacer las cosas a mi manera. Pero al ir y venir con mis chamarilerlas ¿cree Vd. que se me ofrecen pocas ocasiones de hacer cosas buenas por el camino? ... ¿Y cuando estoy tomando té entre mis 'simpáticas amigas’ —y amigos— (lo de amigos parece que va con más saña conque vamos allá.) Yo pienso en cada ocasión en servir de algo 21.

El trabajo que Juan Ramón le había recomendado com o su­ perior era el trabajo espiritual, en una carta en la que cen­ suraba sus reuniones con amigas que no habían podido com ­ pren der al Greco, y de manera edificante la reprimía por pa­ sar el rato, amoldando un alma como la suya a la de ellas: «estar con e l l a s — ¡o con ellos!— por 'pasar el rato’, amol­ dando un alma como la que tienes a las suyas, es sencilla­ mente una bajeza»22. Pero Zenobia no le daba tregua: Seguramente vería Vd. un 'flirteo' naciente en que yo escri­ biera 6 cartas largas por un muchacho de Jerez que sólo había visto dos veces. ¡Parece mentira Zenobita! Pero el muchacho ese iba a los E. E. U. U. y las cartas eran en su mayoría para amigos de allá que tienen fincas o industrias en las que trabajan muchos obreros que viven todos en casitas que dan gusto, con jardines y muchas otras cosas encantadoras. Yo pensaba 'qué bien si se le ocurriera hacer algo análogo con los obreros suyos’. Seguramente no se le ocurrirá pero ¿y si se le ocurriera? Yo no creo que haya nada en el mundo que no pueda empezar toman­ do una taza de té o haciendo cualquier otra simpleza puramente convencional. No es lo que se hace, es el modo de hacerlo23.

21 Ibid., pág. 171.

22 Ibid., carta núm. 2, págs. 169-170. 23 Ibid., carta núm. 3, pág. 171.

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Las excusas de Juan Ramón a estos argumentos de Zenobia resultaban pálidas, insignificantes: «...el sentido en que has tomado la mía no es el que yo quise darle. ¡Claro es que el bien se puede hacer de todas maneras, y que tú lo haces me­ jor que yo! Pero tú lo podrías hacer de un modo superior, puesto que estás dotada para ello » 24. Aún más, él, que siem­ pre andaba buscando la pureza en la mujer, sintió la nece­ sidad de excusarse o justificarse ante Zenobia por la falta de pureza en su obra: En cuanto a ‘Laberinto’, te diré que no tienes razón. Es cier­ to que hay en este libro poesías que no son todo lo puras que yo quisiera, pero tampoco hay que tomarlas tan al pie de la le­ tra. En todos mis versos 'carnales’ hay, si lo miras bien, tina tristeza de la 'carne'. Puedes o no creerlo; pero te diré que me hastía tanto el placer material, que siempre que he caído me he levantado muy a tiempo. Estoy libre, nada me impide ‘gozar’ materialmente. No lo hago, sin embargo. He llegado a respetar­ me de una manera absoluta en ese sentido. Por lo demás, ese y todos mis otros libros están plenos de aspiración ideal y de sentimientos nobles. Es que no tienes el gusto de la poesía tan desarrollado como el de otras cosas, igualmente importantes, desde luego, o más. No sé por qué, en medio de tu cariño, tie­ nes siempre una espina para m í25.

Pero entre los argumentos, acusaciones y reprimendas de parte y parte, les iba uniendo un lazo de ternura, evidente en el empeño que ponía Zenobia en sacar al poeta de su tristeza e inculcarle algunas de sus prácticas ideas, y obvio en las abiertas y reiteradas expresiones de cariño de él. Zenobia empezó llamándole «Frate Luna» y «Hermano Luna:-(tico)» y se firmaba «Su hermana 'La Risa'», «su hermana-amiga 24 Ibid., carta núm. 4, pág. 173. 25 Ibid.

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‘La alegría del m ediodía’», y después: Zenobita Camprübí, Zenobia, Zenobita. Para entonces ya se dirigía a él por su nombre completo: Juan Ramón; pero sus cartas estaban siempre llenas de ideas prácticas, carecían por com pleto de apasionamiento y eran un reflejo de su vida activa y útil. La gracia de las cartas de Zenobia estaba en su fino sentido del hum or y en la manera levem ente burlona con que correspon­ día a los excesos de apasionamiento juanramoniano: «Cuan­ do m e vuelva a escribir, oh, excelso! hágame el favor de abandonar el estilo inefable», «no m e había Vd. escrito nun­ ca una carta tan sensata como la primera que me escribió después de su viage y llegada. Ojalá hubiese Vd. tenido más de eso en su vida y menos introspecciones y 'ratos líricos’» 26. En las cartas de Juan Ramón a Zenobia están todos los m atices de la emoción: humildad y orgullo, enfado y alegría, duda y certeza, súplica y concesión. La gracia de sus cartas está en la poesía de su amoroso apasionamiento: «—Escrí­ beme, dáme la luz y véme sosteniendo ‘hermana risa’, 'ar­ busto débil’, (¡sí, débil!), ‘friolera’, (¿cuántas mantas te echaste anoche?), ‘poco pulso’, ‘salud de dos días’, ‘ángel de la guarda’, ‘tanagra catalana’, 'virgen de Italia’, hermana, ma­ dre, hija, chiquillo, pájaro, maravilla de m i v id a !» 27, «¡Zeno­ bia, Zenobia, Zenobia! ¡Querría que mi voz llegara a usted a través de la noche estrellada! » 28; «acérquese a m í de una vez, 'gitanilla rubia’, ‘sangre de mi sangre’, com o dice la copla popular, reina, vida, gloria! » 29. Locamente enamorado de Zenobia Camprubi, Juan Ra­ món empezó a amoldar sus acciones al gusto de ella y de la madre de ella, distanciándose paulatinamente de las amista26 27 28 29

Ibid., carta Ibid.,carta Ibid., carta Ibid., carta

núm. núm. núm. núm.

9, págs. 185 y 186, respectivamente. 4, pág. 174. 14, pág. 197. 15, pág. 199.

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des que no les caían bien, entre ellos los Martínez Sierra; retiró de la imprenta el erótico Libros de amor, que iba a salir en septiembre de 1913; le dio a leer a Zenobia uno de sus libros de carácter más narrativo, Platero y yo, aún sin publicar. Zenobia no parece haber tomado muy en serio esta obra, porque en una de sus cartas le decía a Juan Ramón: «Si fuera verdad que encima de un asno le floreciera el co­ razón... pase... pero si a Vd. no le florece el corazón nun­ ca » 30. Más importante aún es el hecho de que Juan Ramón no aprovechara una oportunidad de ir al extranjero ese ve­ rano pensionado por el Ministerio de Instrucción Pública. De ir a Moguer, se le presentaba una ocasión de servir a los Camprubí, y el poeta pasó en su pueblo las vacaciones de verano de 1913, y fue a La Rábida a cumplir el encargo de la amada y a recrearse oyendo a los vecinos del lugar hablar de ella. Zenobia Camprubí y su madre doña Isabel dejaron muy buenos recuerdos en La Rábida. Desde antes de su llegada al lugar, Zenobia había planeado hacer algo de utilidad. La fa­ m ilia de su prima Hannah K. Croolce, joven que viajó con ella, tenía fincas en los Estados Unidos y entendía mucho de cultivos y ambas chicas pensaban iniciar el cultivo de toron­ jas, que les parecía se darían muy bien en la región andaluza. Al llegar a La Rábida, Zenobia se dio cuenta que existían otras necesidades más adecuadas al medio y a su talento: los niños del lugar no tenían n i maestros, n i escuela. Sin pérdida de tiempo Zenobia se convirtió en maestra rural vo­ luntaria de los diecinueve niños de edad escolar de esos con tornos31, y en el empeño se ganó el cariño de todos. 30 Ibid., carta núm. 1, pág. 167. si En las notas de Zenobia se dan los nombres de los alumnos como sigue: Antonio Rebollo y Rebollo, Manuel García, Salvadora Bocanegra, Teresita Bocanegra, Antonio Bocanegra, Luis Bocanegra, Antoñito

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Cuando Juan Ramón se dispuso a regresar a Moguer, Ze­ nobia y doña Isabel se valieron de él para enviarle unos re­ galos a una de las familias del lugar. La visita de Juan Ramón fue un peregrinaje amoroso. Hizo el viaje a caballo con su amigo y vecino moguereño, el doctor Almonte, recorriendo los lugares por donde Zenobia vivió y transitó y hallando su mayor placer en escuchar las historias de los que la habían tratado más de cerca. Los habitantes del lugar sabían que el poeta de Moguer, cuyos versos habían leído en algún perió­ dico, estaba enamorado de la hija del ingeniero Camprubí y le hablaron de ella con la misma unción que hablaban a otros de Cristóbal Colón. Aprender, con Zenobia de maestra, había sido un trabajo placentero para los niños del lugar, y Juan Ramón se enteró de las muchas bondades de las Cam­ prubí y de la belleza y el lirismo de sus utilitarias acciones. Todo lo relacionado con la escuela de Zenobia tenía gracia. La escuela había estado al aire libre, detrás de la casa del ingeniero Camprubí. Las clases duraban dos horas por la mañana y dos por la tarde. Los niños aprendían, sobre todo, a leer y a escribir y tenían para la maestra los gestos más amables. Luis Bocanegra, hijo del guarda del monasterio, un chico de catorce años, hizo los bancos y las mesas para la escuela, de la que su familia habría de derivar bastantes be­ neficios, pues sus hermanos Antonio, Salvadora y Teresa también irían. Los alumnos asistían en familia: Manuelita, Ana y Juan Molina, los García, los Borrego, y otros Molina. Zenobia le contaba a Juan Ramón que de algunos tenía re­ cuerdos muy particulares: Manuelita Molina, por alegrarla un día de tristeza, le fue a buscar una m atita de albahaca bajo una tormenta y regresó hecha una sopa; Manuel García, García, Paca García, Luis Hernández, Lobillo, Juan, Manuela, Ana Mo­ lina, Dolores, Maito, Femando Molina, Carmela Borrego, Sebastián Bo­ rrego, Carmen Josefa. La nota está entre los papeles de 1909, en España.

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saladísim o, le cantaba coplas cuando pasaba frente a su casa, pero era tan vergonzoso que si ella se asomaba, se callaba; Catalina Lagares, una mujer casada que no era su alumna, le seguía en todas sus caminatas por el lugar, enseñándole los rincones más preciosos y contándole casos y cosas con la gracia peculiar del pueblo andaluz. De ella había aprendi­ do las coplas populares con las que le devolvió a Juan Ra­ món las suyas durante las conferencias de Diez Cañedo en la Residencia de Estudiantes. «Quien dice Catalina, dice An­ dalucía», le había escrito Zenobia a Juan R am ón32. De Cata­ lina recordaba Zenobia una copla que se avenía muy bien a su sentir y su manera de ser: Hay razones que se dan y son mentiras, las razones que se callan son las grandes de la vida.

Zenobia se m erecía las atenciones silvestres de los alum­ nos de La Rábida no ya por su bondad, sino por la alegría que ponía en servirles. En los recreos les llevaba corriendo por el camino de Palos, instándoles a descubrir las frutas y golosinas que colgaba para ellos de las ramas de los árboles. En las Navidades les puso un árbol de Navidad en el come­ dor, con muchos juguetes para todos. Se interesaba por la salud de ellos y, sobre todo, por una niña ciega, Ana Molina García, cuyos hermanos eran sus alumnos, pensando con su natural optimismo que pudiera tener remedio su ceguera. Al regresar Juan Ramón a Moguer, le dio el encargo de po­ nerse al habla con los padres de la niña de modo de que consintieran trasladarla a Madrid para que la examinaran 32 «Cartas de Z. C. y J. R. J.», Monumento de amor, núm. 6, pá­ gina 176.

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los buenos médicos de allí. Pese a que Zenobia iba a encar­ garse de todo lo relacionado con el asunto, sin ella delante para darles ánimos, los padres de la chica, antes dispuestos a la empresa, negaron su consentimiento. El éxito o el fra­ caso de los encargos de la amada no era lo que m ás le im­ portaba a Juan Ramón, sino desempeñarlos, porque en ello le regalaban los oídos e iba descubriendo a la m ujer que había tenido tan cerca y no había llegado a conocer por su indiferencia y aislamiento de lo que él consideraba la vida mundana. Hasta María Almonte le regaló el oído recordando la visita de las forasteras Camprubí a Moguer, se había fija­ do tan bien en ellas que le describió el sombrero y el ves­ tido que Zenobia llevaba puesto y estas trivialidades le ha­ cían sentir al poeta una gran ilusión. Juan Ramón pasó parte de ese verano de 1913 en Fuentepiña y en Montemayor, fue a Huelva con sus amigos, procuró a las viejas amistades y encontró gusto en hablar con su fa­ milia de su vida y su porvenir y, sobre todo, de Zenobia y su familia. A su regreso a Madrid en el otoño, pasó a vivir a la Residencia de Estudiantes en la calle Fortuny. De allí se podía ir, andando, al piso de los Camprubí. La invitación a vivir en la Residencia representaba el re­ conocim iento oficial de la obra poética juanramoniana de parte de los sectores culturales de Madrid, y Juan Ramón disfrutó de privilegios muy acordes a su sensibilidad. Alber­ to Jiménez Fraud, fundador con la Junta de la Residencia y por muchos años el director, rodeó al poeta de comodida­ des prácticas y líricas: sólo él podía coger flores del jardín para adornar su cuarto, que estaba en uno de esos rincones plácidos tan de su gusto. La habitación tenía tres grandes ventanas que daban a una parte silenciosa del jardín, por donde nadie osaba andar por no hacer ruido. Hacía las veces de sala-dormitorio, innovación para esa época, con cama-di­

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ván, butacas, m esa de trabajo, librerías corridas con cristales donde colocar los quinientos libros que el poeta había acu­ mulado durante su corta estancia en Madrid. La habitación tenía además una acogedora y bella estufa de mármol gris y negro. Desde la ventana del Poniente se veía el Instituto In­ ternacional para Señoritas, que Zenobia frecuentaba. La vida en la Residencia le ofrecía a Juan Ramón otras ventajas más prosaicas: por la calidad y la cantidad, las co­ midas satisfacían los gustos más exigentes; treinta y ocho sirvientas uniformadas se congregaban en el comedor para el servicio. Juan Ramón ocupaba el puesto a la derecha del director, Jiménez Fraud, y hacía con él los honores a los invitados, que eran personas distinguidas en política, cien­ cia, arte y literatura. En la Residencia, Juan Ramón estre­ chó su amistad con José Ortega y Gasset, uno de los anima­ dores de esa institución, que ejercía una gran influencia en sus asuntos. Ortega ocupaba la cátedra de Metafísica en la Universidad de Madrid y empezaba a asumir el liderato in­ telectual de la época, atento a todas las expresiones de la vida española. La vida en la Residencia de Estudiantes le ofreció a Juan Ramón Jiménez todas las oportunidades posibles de elección en el amplio campo de las actividades humanas. Allí empe­ zó a estudiar griego y siguió estudiando inglés, esta última lengua a cambio de lecciones de español a uno de los resi­ dentes, un profesor americano de la Universidad de Manila. Allí conoció y estableció amistad con personas ilustres en campos muy variados, entre ellos el diplomático Ramón de Basterra, poeta y traductor de Émile Verhaeren; el filósofo catalán Eugenio d'Ors (para esa fecha Enrique Diez Cañedo había traducido varias de sus narraciones al español); el m úsico Óscar Esplá, que había obtenido el premio Munich en competencia con destacados artistas europeos; el catedrá-

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tico Federico de Onís, de las universidades de Oviedo y Sa­ lamanca, y el gran Miguel de Unamuno, escritor ya de mu­ cho prestigio que había consentido en salir de su Salamanca para convivir una temporada con los estudiantes de la Re­ sidencia. Juan Ramón intervino directamente en la organización de las funciones de la Residencia y asumió la dirección de las publicaciones que se iniciaban debido al interés del director Jiménez Fraud. Se negó, sin embargo, a firmar un manifiesto que Ortega y Gasset se proponía lanzar adhiriéndose al par­ tido Reformista, formado por intelectuales, con el propósi­ to de hacer la labor que no podían hacer el partido Conser­ vador ni el Liberal, por haber perdido terreno. A Juan Ra­ m ón le agradaba el proyecto, pero no quería participar acti­ vam ente en política ni se encontraba capacitado para ello. En cambio, se dio de lleno a otro proyecto de Ortega de ca­ rácter más poético: una fiesta en Aranjuez en honor de Azo­ rín, nombre por el que ya se conocía al escritor José Martí­ nez Ruiz. En 1913 se presentó la candidatura de Azorín para acadé­ mico, sabiéndose que el nombramiento recaería sobre un po­ lítico con muy pocas dotes de literato. En referencia a los premios de la Academia, Juan Ramón ya le había escrito a su madre: «La Academia es una institución política y, gene­ ralmente, no es la justicia que triunfa»33. Por esta razón, Or­ tega quiso que se le rindiera a Azorín un homenaje de adhe­ sión y a Juan Ramón se le ocurrió que Aranjuez era el sitio más apropiado para ello. El homenaje se celebró en la glo­ rieta del Niño de la Espina, en presencia de un gran número de amigos, el 23 de noviembre de 1913. Ortega inició el acto,

33 «A su madre ...», en J. R. J., Cartas, XIII, pág. 179.

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Juan Ramón leyó un poema que escribió para la ocasión y un elogio de Antonio Machado por el libro Castilla, de Azo­ rín, que acababa de salir en 1912, y se leyó una carta escrita también para la ocasión que Pío Baroja enviara desde París. La sencillez del homenaje a Azorín convenía al homenajea­ do; para Juan Ramón representaba lo que él quiso que fuera el homenaje en su honor en Sevilla. Viviendo Juan Ramón en la Residencia de la calle Fortu­ ny se empezó a construir un nuevo edificio para los residen­ tes en los altos del Hipódromo, un sitio modelo, lleno de co­ modidades. El poeta asumió parte de la dirección del pro­ yecto y todos los días iba al terreno por un par de horas a supervisar la labor y le sobraba tiempo para escribir, pese al carácter relativamente activo que iba asumiendo su vida, porque en la Residencia Juan Ramón vivía en pleno contac­ to con la realidad. Se iba dando cuenta de lo gustoso que era servir a los demás en las menudas peripecias de la vida normal. Las cartas a su familia parecían cartas de colegial, pues les contaba los más mínimos aspectos de su existencia y les enviaba libros, recortes, fotografías, cualquier cosa que documentara el carácter de su nueva vida. Y no le parecía mal que la familia le hiciera encargos, por banales que fue­ ran, hasta de comprarle a su hermana Victoria abrigos y som ­ breros en Madrid. A fines del primer año de su estancia en la Corte, el 23 de diciembre de 1913, se casó la idealizada novia de la adoles­ cencia, Blanca Hernández Pinzón. En otra época el hecho le hubiera provocado una crisis emocional, pero entonces tenía puestos todos sus pensamientos en Zenobia Camprubí, aun­ que sus relaciones con ella tenían altibajos que le sumían en una desesperación absoluta. Después del acercamiento a la familia Camprubí que le había proporcionado la visita a La Rábida, Zenobia se había vuelto a alejar de él y Juan Ra­

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m ón llegó a creer que la obstinación de ella y de la madre se debía a su falta de capital. En el año de 1914 cambió el rumbo de sus relaciones con Zenobia Camprubí. La inminencia del juicio de la fami­ lia Jiménez, que apeló a la Corte Suprema el caso del em­ bargo de sus propiedades en la provincia de Huelva, movió a Zenobia a hacer las paces con el poeta, no queriendo que él tuviera un recuerdo duro ni despreciativo de ella cuando estaba a punto de pasar un día de tanta incertidum bre. Inte­ resada en despabilar a Juan Ramón, tampoco deseaba un fallo a su favor. Le escribía: «Si el tener un poco más de dinero le va a hacer despabilarse menos, entonces prefiero que lo pierda», y le prometía pedirle a Dios el fallo que le hiciera a él m ejo r34. El que el litigio de la fam ilia Jiménez fuera a dar a la Corte Suprema se debía en gran parte a las diligencias de Juan Ramón en Madrid, que a su regreso de Moguer había logrado interesar en el caso a abogados amigos, com o Ortega y Gasset, el marqués de Palomares y Leopoldo Palacios, que a su vez lo recomendaron a personas más influyentes. La documentación estaba completa, el distinguido abogado Eduardo Dato, a cargo de la defensa, la delegó en un joven inteligente y noble, según opinión de Juan Ramón, el abo­ gado Hornachea. El día de la vista no aparecieron los pape­ les a favor de los Jiménez y los abogados del Banco de Es­ paña, autores del embargo, alegaron que se habían quemado en el fuego de la vieja iglesia de las Salesas de Madrid, sitio del Tribunal Supremo. El abogado defensor acusó a la parte contraria de haber sido ellos los que quemaron los papeles, y los magistrados, que pasaron la vista durmiendo, a los po34 «Cartas de Z. C. y J. R. J.», Monumento de amor, núm. 10, pá­ gina 186.

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cos días fallaron a favor del Banco de España, que ya había ganado en Sevilla el pleito contra la familia Jiménez, en par­ ticular contra Ignacia Jiménez, hija del primer matrimonio de don Víctor y la que contaba aún con algún capital. Con la exaltación propia de su sensibilidad, este últim o caso ce­ lebrado en Madrid pasó a significar para el poeta la pérdida total de todos los bienes de la familia, y contándole a Zeno­ bia su fracaso, le decía: «¿Es que cree usted que yo, por tener algún dinerillo más, iba a olvidarme de mí? ¡Zenobia! Cuando yo era rico, era cuando trabajaba más, naturalmen­ te » 53; pero en la época de mayor producción, la de su es­ tancia en Moguer, el capital de su fam ilia ya estaba embar­ gado. Sin embargo, el fallo definitivo en su contra le hacía perder la esperanza de aparecer ante la madre de la mujer amada como un pretendiente medianamente dotado. La se­ ñora de Camprubi seguía opuesta a las relaciones de su hija con el poeta, y Zenobia, por no disgustarla, pues la mamá tenía quebrantada la salud, veía al poeta con m il apuros, a espaldas de ella. Zenobia seguía viendo a Juan Ramón porque había en­ contrado al fin una actividad útil en sus relaciones con él, que la había animado a traducir al español la obra del poeta hindú Rabindranath Tagore, y porque, pese a ella misma, se encariñaba con él cada vez más. En 1914, al marcharse de veraneo con su madre para Burguete, le dejó a Juan Ramón dos pruebas de su cariño: un retrato y un vestidito de cuan­ do era niña. Antes de su partida, algo en su mirada le indicó al poeta que su amor era correspondido. No pudiendo creer del todo en su buena ventura, corría el tren llevándose a la amada y corrían desbordados sus pensamientos en la pri­ mera carta que habría de enviarle: 35 Ibid., carta núm. 11, págs. 188-189. En esta misma carta J. R. le da a Z. detalles del caso.

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Vida y obra de Juan Ram ón Jiménez Ya no me quitará usted más esta dicha, Zenobia, no, ¿verdad que no? Así, mirándome como esta mañana: ¿verdad que no? ¡Ay, Dios mío, ¿me he merecido esta dicha? ¿Tanto era lo que yo valía, lo que yo quería valer? Sí, puesto que será para mí. ¡Para mí! ¡Oh! ¡es para volverse loco! ¡Qué músicas y qué alas aquí dentro en mi frente! Es el cielo que está aquí y usted allí como una reina36.

Zenobia era la mujer ideal que había esperado encontrarse en cualquier vuelta del camino, y en el m ism o mom ento de exaltación le había escrito: «Me parece que en usted ha to­ mado forma esa mujer que siempre m e sonrió desde las es­ trellas. ¡Yo la he soñado a usted tantas veces! ¡Oh! ¡gracias, Dios mío, gracias por esta bendición! » (ibid.). 36 Ibid., carta núm. 12, pág. 192.

CAPÍTULO X V III

ZENOBIA, PLATERO Y TAGORE

... and w hen night sets in, the silence is so intense that one looks out of the barred w indow s and imagines that one can alm ost hear the m oonbeam s brushing over the pineneedles and creeping through the branches of the tr e e s x. Al describir las noches de La Rábida en «Carta de Palos», publicada por la revista infantil St. Nicholas, Zenobia Cam­ prubí Aymar hizo gala de un delicado lirismo. Escribía bien. En el artículo «Valencia, the City of the Dust, where Sorolla lives and w orks»2 describió también con arte las bellezas de la ciudad, cuya luz Sorolla trasladó a sus lienzos: And Sorolla, in painting all this splendid opulence of light and air, and swift yojous movement, was merely expressing in his own way the things he had seen around him all his life, for he was born in Valencia and himself played as a child in the sands by the sparkling blue sea of the Valencian coast ...

1 Zenobia Camprubí Aymar, «A letter from Palos», St. Nicholas. Illustrated Magazine for boys and girls, New York, octubre 1910, pá­ gina 1112. 2 Ver la nota 15, cap. XIV.

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Vida y obra de Juan Ram ón Jiménez I know this, because I, too, was born in Valencia and grew to womanhood under its sunny skies, and although I left it five years ago, the picture of its stately towers, its gay-colored roofs and homes, and its busy crowded streets are still as vividly be­ fore me as if I had never gone outside the old city gates 3.

Decía Zenobia que había nacido en Valencia para darle autoridad a sus opiniones. No fue en la costa valenciana sino en la Costa Brava donde ella vio la luz. De Valencia no tenía muy buen recuerdo, la estancia allí fue una página negra de su vida. Allí ocurrió el rompimiento de sus padres, su madre había huido casi de Valencia a los Estados Unidos, y desde entonces vivía llena de presentim ientos, como si les amenazara un gran peligro. Se acostumbró a vivir con la madre sin contagiarse de su pena. La quería entrañable­ mente. En los Estados Unidos, la víspera del día que iba a cum­ plir la mayoría de edad, Zenobia se trazó un plan de con­ ducta para el resto de su vida y lo anotó en su diario: sería dueña de sí, dominando, no dejándose dominar por las cosas; recordaría que las cosas de por sí no se mueven, hay que moverlas; se guardaría de ser extremosa en sus ocupacio­ nes, no dedicándole más de dos horas a ninguna tarea en particular, a menos que ello dependiera de la voluntad de otros; aun en las temporadas difíciles, cumpliría con los com promisos que exigen las reglas de urbanidad; se levan­ taría temprano, dedicaría dos horas a la escritura y dos horas a la lectura, proponiéndose leer por lo menos un buen libro al mes que no fuera una novela; antes de tomar una decisión la consideraría muy bien, asegurándose que podía llevarla a cabo y, una vez tomada la decisión o establecida la regla, no se permitiría excepciones ni concesiones. No se 3 Ibid.

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daría a nada sin estar en disposición para ello; no se daría de lleno a abstracciones, había que estar firmemente arrai­ gada en la realidad. Sus planes de conducta tenían que ver con las relaciones con su familia y el bienestar de cada miem­ bro: se proponía atraerse a su madre a su modo de ver, con buenas mañas, y ayudar a sus hermanos a cultivarse, a mejorar en el vestir y a adquirir más experiencia, según las necesidades de cada cual. Zenobia empezó a llevar un diario por consejo de su madre, para que se diera cuenta de la utilidad que pudieran tener sus acciones y de lo poco bueno que se hacía en un día, comparado con lo banal. El diario la acostumbró a va­ lerse de la escritura para la edificación propia y ajena, por eso mantenía la correspondencia con Juan Ramón aun sin pensar en serio en el noviazgo, convencida de que podía in­ fluir en él por medio de la palabra escrita. La diaria cos­ tumbre de escribir y su propia inclinación a las letras la lle­ varon a traducir unas páginas de un libro en inglés para que se enterara su amigo poeta. Se trataba de un libro de poemas en prosa, The Crescent Moon, del escritor hindú Rabindra­ nath Tagore, al que le encontró algún parecido con Platero y y o 4. The Crescent Moon pudo haber llegado a manos de Ze­ nobia Camprubí por mediación de su hermano José, que le enviaba libros en inglés de Nueva York para que los coloca­ ra en España; o a través de cualquiera de las norteameri­ canas del Instituto Internacional; pero esto tiene que haber sido a fines de 1913 o ya en 1914, cuando empezaron a circu­ lar las versiones inglesas de la obra de Tagore. En el tercer número de la revista norteamericana Poetry, de diciembre de 1912, aparecieron algunos poemas del Gitanjali, publica­ 4 Información directa de Zenobia en conversación con esta autora.

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dos por intervención de Ezra Pound, pero ésta era una re­ vista para las minorías selectas. En 1913, la Editorial Mac­ m illan de Nueva York publicó una versión inglesa del Gitanjali con un prólogo, hoy clásico, de W. B. Yeats. Tagore pasó una estancia de varios m eses en los Estados Unidos, y dio conferencias en las Universidades de Illinois, Chicago y H arvard5. Al concedérsele el Premio Nobel, en noviembre de 1913, el Gitanjali alcanzó gran difusión e inmediatamente después la mism a editorial publicó The Crescent Moon y The Gardener. La crítica de estas obras se hizo en las revis­ tas norteamericanas a partir de enero de 1914. Se duda que estos libros llegaran a España antes de esa fecha. En España apenas se conocía a Tagore. Pérez de Ayala había escrito algo sobre él en La Tribuna del 25 de octubre de 1913, en referencia a un ensayo publicado en The H ibbert Journal. Parece que alguien tenía un ejemplar del G itanjali en la Re­ sidencia de Estudiantes, y un ejemplar de The Crescent Moon en el Instituto Internacional de Señoritas 6. 5 La información referente a la estancia de Tagore en los EE. UU. y a la publicación de su obra en este país proviene de Sujit Mukherjee, Passage to America. The Reception of Rabindranath Tagore in the United States, 1912-1941, Bookland Private Ltd., Calcutta, agosto 1964. 6 J. R. se refiere a estas y a otras circunstancias relacionadas con su conocimiento de Tagore en una nota que se conserva en la «Sala Zenobia y J. R. J.» de la Universidad de Puerto Rico: «Mucho se ha escrito de la influencia de Tagore en mí. Voy a concretarla exactamente. En 1912? Pérez de Ayala 'La Tribuna’ Madrid Residencia de Estudiantes (el rubio) ‘Gitanjali’ Miss Gretchen Todd (‘Luna Nueva') Zenobia.» Howard T. Young, que transcribió a esta autora la nota citada, fijó la fecha exacta del artículo de Pérez de Ayala. En cuanto a la Gretchen Todd de esta nota, debe ser la «profesora americana» (del Instituto Internacional) en otra nota de J. R., que dice: «La luna nueva. Prof.

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Los mencionados libros estaban en prosa; Tagore escribía en verso casi sólo en bengali, pero como el hombre culto de su tierra, conocía bien el inglés, haciendo él mismo la ver­ sión inglesa de sus obras que otros corregían para su publi­ ca ció n 7. La lírica prosa se prestaba para la traducción al español y la versión de Zenobia llamó la atención de Juan Ramón, muy poco amigo de las traducciones en verso. En una de sus cartas a Louise Grimm, interesada en traducir al­ gunos de sus poemas al inglés, le aconsejó que lo hiciera en prosa. «Creo imposible —le escribió— conservar la expre­ sión exacta, el ritmo exacto, la rima equivalente, la emoción. Prefiero dar a un lado el texto original en donde pueda es­ tudiarse el metro, el ritmo, la rima y al otro la versión exac­ ta en prosa», y observaba que tenía una edición francesa de los clásicos griegos traducida en esa forma que le había sido muy ú til8. Él mism o tradujo en prosa cuatro de los doce poemas franceses, cuya versión dio en español para la anto­ logía de Enrique Diez Cañedo, La poesía francesa moderna, de 1913 9. americana. Mi novia. P. y yo. 1913. La luna nueva 14. Premio Nobel del 13». (Inédita. En los archivos de J. R. J. en España.) Estas notas confirman que J. R. conoció la obra de Tagore por Zenobia e indican que una de las norteamericanas del Instituto de Señoritas, al lado de la Residencia, tuvo algo que ver con La luna nueva, ya sea proporcio­ nándole el libro a Zenobia o notando el parecido con Platero y yo. Esta persona fue probablemente Gretchen Todd. Ver carta de J. R. a Gretchen, de Madrid, julio de 1914, en Cartas, págs. 317-318. i Este asunto ha sido aclarado por Sujit Mukherjee en Passage to America, págs. 17-18. » Inédito. En los archivos de J. R. J. en España. 9 Los cuatro poemas en prosa son: «El recuerdo desgarrador», «A la muñeca de cera», «Voluptuosidad» y «El último amante», de Pierre Louÿs. Los otros poemas en verso son: «La hora del pastor», «Claro de luna» y «Mandolina», de Paul Verlaine; «Otoño», de Albert Samain; «O toi qui sur mes jours de tristesse ...», «Je me compare aux morts...», «Les morts m’écoutent seuls», de Jean Moréas, y «Epigra­ ma», de Henri de Regnier.

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Como la mayor parte de los modernistas, Juan Ramón consideraba que se podía escribir poesía en prosa tanto como en verso. Hacia 1907, fecha de la escritura de Platero y yo, venía cultivando paralelamente el poema en verso y el poe­ ma en prosa. Las Baladas para después eran poemas en pro­ sa, Platero era la tercera parte de Baladas de prim avera; pero al dar la obra a la imprenta dio sólo la primera parte en verso del mismo nombre. Los libros que daba a la im­ prenta eran siempre en verso, tal vez porque el poem a en prosa era ajeno al gusto de la época. Pero su aceptación del género, o su consciencia de él, consta en la mencionada carta a Louise Grimm, en la que celebraba los versos de Swinburne diciendo que le conocía por una versión francesa publicada en el M ercure de France. En su opinión, Swinbur­ ne, Meredith y Symons eran de los mejores poetas contem­ poráneos de Inglaterra, en verso. La forma en que se publicó Platero y yo demuestra la falta de aceptación del género en España; Platero salió como un libro escolar, con una cubierta de pasta con florecitas y dibujos elem entales, según opinión del propio autor. Los dibujos eran de Fernando Marco, que había ilustrado las publicaciones de Martínez Sierra en Renacimiento. Juan Ra­ món no parece haber estado al tanto de las condiciones de publicación. Con su falta de atención a los aspectos comer­ ciales de su obra, al darle el libro al amigo que se interesó en la publicación, dio también su consentimiento y los dere­ chos de publicar la obra a gusto del editor. Teniendo en cuen­ ta que al poeta le preocupaba mucho la apariencia de sus libros, el descuido resultaría extraño. No lo es porque Juan Ramón nunca tom ó a Platero muy en serio. Le llamaba un libro de ensayos estem o s e inspiración objetiva y sólo lo apreció más tarde, obligado casi a ello por el público lector. Los ensayos resultaron ser poemas en prosa, y el libro, el

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primero del género del grupo m odernista del cenáculo de Madrid. El Platero escolar fue una obra abreviada, con sólo se­ senta y tres de los ciento treinta y cinco poemas originales que pasaron a las ediciones posteriores. El librito tenía 141 páginas, incluyendo el índice. El primer capítulo se titulaba «Platero», y el último, «Melancolía» y llevaba como epílogo el titulado «A Platero en el cielo de Moguer», con el dato al pie: Moguer, 1907. Platero es una obra de creación y un documento impor­ tante en la vida y la obra de Juan Ramón Jiménez. Haciendo a un lado los elem entos negativos de su diario vivir, Juan Ramón reconstruye la visión mágica de la infancia y da la visión real del hombre adulto. Moguer emerge en las páginas de Platero, bello sin em bellecimientos; sencillamente ordi­ nario, mas no grosero; corrientemente bueno o malo, que es la más justa dimensión humana, y genuinamente español. Juan Ramón no desvirtúa ni exalta la realidad para crear un m ito, todo en Platero corresponde al diario vivir. En este sentido Juan Ramón se aparta de sus contemporáneos no­ ven t aiochistas, que idealizaron y particularizaron zonas geo­ gráficas y espirituales no necesariamente comunes a toda la nación. La zona de Platero es por fuerza la andaluza; pero sin que el espacio sea jamás concebido com o un m ito geo­ gráfico, sino como una sim ple zona del humano vivir. La carencia de otro propósito que expresar la emoción de la vida corriente da a Platero su fuerza de comunicación. Los seres humanos en Platero son lo que son de acuerdo a sus circunstancias actuales, la dimensión humana no se mide según los atributos heroicos de un prototipo. En este sentido la obra está de lleno dentro de las corrientes más represen­ tativas del siglo XX, preocupado con el hombre común, la célula más importante de la Humanidad. Así, el propio autor

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se sitúa en la proporción justa en relación al pueblo: es un loco sencillo, sin la heroica dimensión de un Quijote o un Hamlet, y como tal, le dedica su libro a un espíritu afín, Aguedilla, la pobre loca de la calle del Sol, que le mandaba moras y claveles. Los pilares de la comunidad no hacen acto de presencia en Platero, sino los otros: Baltasar, el casero del cura; Ville­ gas, dado totalm ente a la bebida; don Ignacio, el contraban­ dista y proveedor de aguardiente; la fam ilia del gitano Amaro, con su prole igual para seguir la raza, sucios, indo­ lentes, haraganes; Lipiano, predicando a los niños el Evange­ lio para mejor compartir su merienda; León, que se cree que es un gran don del Cielo el poder retener una tonada la primera vez que la oye; Sarito, el vagabundo negro, his­ panoamericano y toreador; el tío de las vistas, desempeñan­ do con fastidio su fastidiosa ocupación; el cazador furtivo, con una bala en el brazo, víctim a de su escogida ocupación; las gitanas viejas, sudorosas, sucias, llevando con confianza la vejez a la vida; el niño tonto y mudo, habitante normal de un pueblo en donde entra poca sangre nueva; Pinito, el hombre tonto, afirmación de la anormal normalidad; Anilla la Manteca, otra tonta de gustos metafísicos, el traje de fan­ tasm a era su vestido favorito; Lolilla, la tonta-lista que se atreve a decir lo que los otros callan, y las otras mujeres del pueblo, algo tontas en su corriente dimensión humana: la niña sucia y frágil tratando de arrancar al fango una carre­ ta; Antoñilla, la campesina ruborosa; Lucía, la titiritera del circo; Granadilla, la hija del sacristán; la libertina «Colilla» y sus buenas mozas hijas; la tísica, la mandadera, la costu­ rera; los niños pobres, los niños decentes; los pregoneros, los vendedores, los que no pueden ser exaltados por sus vir­ tudes, pero tampoco condenados por sus vicios. Descritos

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con simpatía en la mayor parte de los casos, estos habitantes le dan al pueblo y a la obra su gran dim ensión humana. Platero contribuye a esclarecer el carácter del Modernis­ mo, que no es la evasión de los aspectos no bellos de la rea­ lidad, sino el enaltecimiento de la realidad en la literatura. En su poesía Juan Ramón le canta con preferencia a lo bello porque es el mayor estím ulo de su inspiración; pero al des­ cribir en prosa a su pueblo, el autor incluye todos los ele­ mentos que lo forman y crea belleza donde no la hay valién­ dose de los recursos modernistas; pero hay que tener en cuenta que estos recursos provienen de su sensibilidad mo­ dernista, siempre atenta a la percepción de los sentidos. En el capítulo XXX III, «Los húngaros», de Platero, Juan Ramón describe a los Amaro, una fam ilia de gitanos sucios e indolentes que viven haciendo bailar a un mono con un pandero. La descripción de la familia, directa y sin adornos, resume el trozo en un párrafo final: —Ahí tienes, Platero, el ideal de familia de Amaro... Un hom­ bre como un roble, que se rasca; una mujer, como una parra, que se echa; dos chiquillos, ella y él, para seguir la raza, y un mono, pequeño y débil como el mundo que les da de comer a todos, cogiéndose las pulgas...

El párrafo contiene más reflexión que belleza. El trozo ad­ quiere belleza y calidad literaria en el segundo párrafo, en el que Juan Ramón describe a los miembros de la familia, primero a la gitana joven: La muchacha, estatua de fango, derramada su abundante des­ nudez de cobre entre el desorden de sus andrajos de lanas gra­ nas y verdes, arranca la hierbaza seca a que sus manos, negras como el fondo de un puchero, alcanzan.

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La metáfora estatua de fango enaltece a la descrita, sugirien­ do la gallardía propia de su raza, pese a la carencia de há­ bitos de limpieza. Al continuar la descripción, Juan Ramón usa un verbo afín a fango, derramada, pero ya no se trata del fango, sino de la abundante desnudez de cobre de la gi­ tana. El vocablo cobre enaltece de nuevo la descripción, creando una sensación de color y de brillo, por el uso de la palabra desnudez; al mismo tiempo, mantiene la sensación de firmeza y gallardía creada por el uso de la palabra estatua al principio de la descripción. En la siguiente frase, al decir lanas granas, en vez de rojas, el autor vuelve a dar una di­ mensión bella a un concepto que no lo es, se trata de andra­ jos; pero el lector evoca lo fino y brillante al leer granas. Al comparar las manos de la muchacha con el fondo de un puchero, utensilio familiar y amable, se suaviza la mala im­ presión que pudiera ocasionar el notar sólo la suciedad de esas manos; al mism o tiempo, sin referirse a la tosquedad del acto de arrancar la hierba seca, Juan Ramón la insinúa usando el aumentativo hierbaza. La descripción de los otros miembros de la fam ilia en el capítulo «Los húngaros» completa el cuadro de abandono y desmoralización. Juan Ramón capta el mom ento de más típica indolencia y, al mism o tiempo, enaltece artísticamente el cuadro: La chiquilla, pelos toda, pinta en la pared, con cisco, alego­ rías obscenas. El chiquillo se orina en su barriga como una fuente en su taza, llorando por gusto. El hombre y el mono se rascan, aquél la greña, murmurando, y éste las costillas, como si tocase una guitarra.

En la imagen com o una fuente en su taza el acto del chiqui­ llo adquiere gracia y calidad literaria, y al decir que el mono se rasca las costillas com o si tocase una guitarra, Juan Ra­

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m ón crea una imagen diferente, pero armónica con la reali­ dad, y al mismo tiempo, amable, por lo familiar, como en el caso del puchero. En el mismo capítulo, Juan Ramón se refiere a la hora de la siesta sin mencionarla. Su precisión y sencillez son envi­ diables: Las tres... El coche de la estación se va, calle Nueva arriba. El sol, solo.

En el contexto de la obra juanramoniana Platero tiene los m ismos planos de significación peculiares a toda la obra. La visión del pueblo corresponde al concepto de pureza que aparece a lo largo de la poesía y la prosa. El pueblo está re­ vestido, como una mujer, de atributos de blancura, confir­ mando la buena opinión que Juan Ramón tiene de él y que consta en un párrafo, ya citado, de una carta a Antonio Ma­ chado, que vale la pena repetir: «Madrid, desde aquí, me hace el efecto de una gusanera. Yo en cambio, aquí, m e sien­ to limpio, sueño alto, toco el mism o cielo con las m anos»10. El adjetivo blanco y sus derivativos, como calificativos del pueblo y sus cosas, abundan en Platero: se vio, blanco, el m ar lejano, ... iban trocando blancura p o r blancura las azo­ teas (IV, «El eclipse»); las últim as calles, blancas de cal con sol (VII, «El loco»); en la verde blancura de un relám pa­ go, ... la luna ... encendía de blanco en el patio el agua que todo lo colm aba (XVIII, «La fantasma»); ciego del blancor de la cal (XXI, «La azotea»); la mañana de Santiago está nu­ blada de blanco y gris (LXIII, «Gorriones»); (el) corralón polvoriento ... lo llena a uno hasta los ojos de su blanco polvo cernido (XLIÏ, «El niño y el agua»); p o r las blancas calles tranquilas y lim pias (CV, «Piñones»). 10 J. R. J., Cartas, pág. 116.

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En Platero lo blanco expresa también una profunda di­ mensión de ternura. La querida sobrina Pepa, la muertecita de «La niña chica» (LXXXI), está descrita con su vestidillo blanco y su som brero de arroz; su mano es un nardo cándi­ do; su enfermedad, los largos días en que la niña navegó en su cuna alba, río abajo, hacia la m uerte. La joven madre, la hermana Victoria del poeta, no nombrada en «Susto» (capí­ tulo CII), le da el pecho blanco al pequeñuelo, y el burro Platero, su cabezota blanca, agigantada por la som bra, con­ tem pla de fuera el dulce comedor encendido. Y Platero se diría todo de algodón (I, «Platero»). Lord, el perro que Juan Ramón trajo de Sevilla en sus días de estudiante, era blanco, casi incoloro de tanta luz (LI, «Lord»); Diana, la bella perra blanca . . . s e parece a la luna creciente (LXXIX, «Alegría»); la niña tísica, que tanta compasión le inspira, tiene blanca la cara y mate, cual un nardo ajado, y lleva un hábito cándido de la Virgen de M ontem ayor (XLVI, «La tísica»). Juan Ramón aumenta el valor del calificativo blanco por la insistencia con que lo usa en el capítulo CIII, «La fuente vieja», que se refiere a una fuente en un pinar del pueblo, símbolo para él de la vida, del amor, de la poesía, de la rea­ lidad, de la alegría y de la muerte: Blanca siem pre sobre el pinar siem pre verde; rosa o azul, siendo blanca, en la auro­ ra; de oro o m alva en la tarde, siendo blanca; verde o celes­ te, siendo blanca, en la noche. Del mismo modo, Moguer, el pueblo blanco, se torna verde, rosa, azul, oro, malva, en un lírico juego de colores que constituye el mayor encanto de las descripciones. En Platero, com o en los otros libros de Juan Ramón, el arte no altera la visión real de las cosas. El cielo moguereño es casi siempre azul; por lo tanto, el autor no le adjudica blancura, sino pureza, haciendo notar sus tonos: El cielo se deshace en rosas (X, «¡Ángelus!»); el infinito cielo de azul

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constante de Moguer (XI, «El moridero»); el paisaje verde nada en la lum brarada florida y soñolienta y en el azul lim ­ pio (XIV, «La cuadra»); todo lo que en el poniente había sido cristal de oro, era luego cristal de plata (XXII, «Retor­ no»); el sol pone en la tierra su alegría de plata y oro (XXV, «La primavera»); la mañana era clara, pura, traspasada de azul (XXXII, «Libertad»); resuena en el cielo de la mañana de fiesta com o si todo el azul fuera de cristal (LXVIII, «Do­ mingo»). Como un máximo tributo al puro ambiente de su pueblo, en el capítulo CXX, titulado «Noche pura», exclama el poeta: Diera yo toda m i vida y anhelara que tú quisieras dar la tuya, p o r la pureza de esta alta noche de enero, sola, clara y dura! Las sensaciones táctiles, auditivas, olfativas, en Platero encarecen los atributos de pureza y bienestar que emanan del ambiente moguereño: El norte silencioso acaricia vivo, con su pura agudeza (CXX, «Noche pura»); el sol y el viento dan un blando bienestar al corazón (XXXIV, «La novia»); el cam­ po se abre en estallidos, en crujidos, en un hervidero de vida sana y nueva (XXV, «La primavera»); olía con un olor más penetrante y, al m ism o tiem po, m ás vago, que salía de la flor sin verse la flor, flor de olor solo, que em briagaba el cuerpo y el alma (XXII, «Retorno»); hay un olor al nutrido grano lim pio (LIX, «Anochecer»); vaga p o r el llano una esencia pura y divina de confundidos prados azides, celestes y terres­ tres (LXIX, «El canto del grillo»); los habares mandan al pueblo m ensajes de fragancia tierna (ibid.). Fiel a la realidad, Juan Ramón no suprime las sensacio­ nes negativas, sino que las redime mencionando los elemen­ tos de pureza y bienestar. Tal es el caso en el capítulo LVIII, «Los gallos». Ante el enervante malestar de la plaza de gallos del pueblo, el autor ve por la rota lona del reñidero un na­ ranjo sano, que en el sol puro de fuera arom aba el aire con

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su carga blanca de azahar. Sintiendo la atracción del ambien­ te sano y puro, alimento de su vida y su poesía, exclama: ¡Qué bien ser naranjo en flor, ser viento puro, ser sol alto! (ibid.). Ciertas imágenes de Platero delatan la sensual disposi­ ción del autor. Los troncos de las higueras le parecen mus­ los corpulentos: bajo las grandes higueras centenarias, cuyos troncos grises enlazaban en la som bra fría, com o bajo una falda, sus m uslos opulentos, dorm itaba la noche (IX, «Las brevas»). Refiriéndose a la comprensión entre el bruto y él, dice: Platero se m e ha rendido com o una adolescente apa­ sionada (XLIII, «Amistad»). Al perro Lord lo describe pleno com o un m uslo de dam a (LI, «Lord»); al taconearle Antoñi­ lla la barriga a Platero, le ciñe el pensamiento cual una co­ rona de rosas con espinas el verso que Shakespeare pone en boca de Cleopatra: «Ό happy horse, to bear the w eight of Antony!’» (LXXXIX, «Antonia»). La desnudez, concepto que aparece en la obra escrita en Moguer a partir de 1906, está también en Platero aliada a la pureza y presenta características ya comentadas: imágenes casi siempre sensuales relacionadas con atributos femeninos. La primavera es una mujer coqueta que se ha levantado, des­ nuda, demasiado temprano: La prim avera tuvo la coquetería de levantarse este año m ás tem prano, pero ha tenido que guardar de nuevo, tiritando, su tierna desnudez en el lecho nublado de m arzo (XIII, «Golondrinas»). Platero, mojado y limpio de su baño, parece una muchacha desnuda (XXXIX, «Aglae»). Las flores del campo mandan al pueblo su fragan­ cia cual en una libre adolescencia candorosa y desnuda (LXIX, «El canto del grillo»). En el capítulo CXI, «La llama», el concepto de la desnudez tiene que ver con la fuerza ele­ mental del fuego al que es comparada la mujer con menos­ cabo de ella: No creo que m ujer desnuda alguna pueda poner

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su cuerpo con la llamarada. ¿Qué cabellera suelta, qué brazos, qué piernas resistirían la com paración con estas desnudeces ígneas? El carácter distintivo y personal de Platero desmiente in­ fluencias ajenas n. Sin embargo, la obra tiene puntos de con­ tacto con The Crescent Moon, de Rabindranath Tagore. Si dos poetas en mundos apartes, sin conocerse y sin leerse, dan una obra del mismo carácter, es porque están dotados de la mism a sensibilidad y ésta es discernible al comparar Platero y yo, The Crescent Moon y otros escritos de Tagore y Jiménez de contenido autobiográfico. En su libro de recuerdos My R em in iscen ces12 Tagore se deleita evocando la vista desde la azotea de su casa: las hi­ leras de cocoteros al extremo del jardín, después las chozas, el puesto de la lechera, y entre las copas de los árboles las azoteas de Calcutta, de formas y alturas diferentes, que se extendían hacia el gris-azul del horizonte oriental centellean­ do la blancura del sol del mediodía (pág. 14). En Platero, Juan Ramón también evoca la vista desde «La azotea» (XXI) 11 J. R. escribiría después: En lo que yo me parezco a Rabindranath Tagore, ¿no será en las palabras, jiros, acentos míos, que yo le he puesto al tra­ ducirlo con mi mujer? ¿No será en la semejanza de mi Anda­ lucía con su Bengala? Porque yo no conozco a Tagore hasta 1914 y en esa época yo había ya escrito la mitad de mi obra y, especialmente, esos libros sentimentales —Arias Tristes, Pasto­ rales, Platero y yo— en los que, en realidad, existe una seme­ janza. ¿No será que yo he inventado, en nuestra traducción, un Rabindranath Tagore andaluz, un R. Tagore parecido a mí? Un amigo nuestro, norteamericano y conocedor de Tagore, nos dijo: «Vuestra traducción es más Tagore que Tagore». (Inédito. En los archivos de J. R. J. en España.) 12 Sir Rabindranath Tagore, My Reminiscences, The Macmillan Com­ pany, New York, 1917. (La versión en español, de esta autora, se deri­ va del contenido de la obra, según las páginas señaladas.)

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y dice que se sentía quemado en el sol pleno del día, anega­ do de azul como al lado mismo del cielo, ciego del blancor de la cal; se entusiasmaba al captar el amplio panorama: las otras azoteas, los corrales donde la gente afanada atendía a lo suyo. En M y Rem iniscences, Tagore recuerda el encanto que tenía para él el interior de las casas extrañas (pág. 15), y en el capítulo XVI, «La casa de enfrente», de Platero, Juan Ramón dice del atractivo extraordinario que ésta tenía para él, vista desde su cancela, su ventana o su balcón. Al acordar­ se de sus años de escolar, Tagore habla de una ventana del segundo piso, que daba a la calle; entre clases, él se sentaba al lado de la ventana a contemplar el exterior. La estancia en la escuela se le hacía más odiosa después de haber estado en contacto con la naturaleza, la gente y el pueblo. Entonces le parecían los días de internado como bocados ofrecidos al tedioso vientre de la Escuela Normal que habría de tragár­ selos (My Rem iniscences, págs. 33 y 48). Las razones de Juan Ramón al recordar la tristeza de su estancia en el cole­ gio de los jesuítas del Puerto de Santa María, son casi las mismas. En la corta autobiografía que escribió para el nú­ mero V de la revista Renacim iento, de julio de 1907, dijo que sus once años entraron de luto en el colegio, lamentando, entre las cosas que dejaba atrás, la ventana por donde veía llover sobre el jardín, su bosque, el sol poniente de su calle. En el segundo piso del colegio tenía, como Tagore, su ven­ tana al exterior, por donde se extasiaba en la contemplación del cielo, el mar y el puerto lejano de Cádiz. Los dos amantes y contemplativos de la naturaleza reac­ cionaban igual ante ciertos absurdos de la vida. En My R e­ m iniscences Tagore recuerda la mala impresión que le pro­ dujo el ver una pierna amputada, le pareció horrible el pre­ senciar al hombre de ese modo fragmentario y por muchos días no pudo desprenderse de la impresión de esa oscura

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pierna sin sentido (pág. 43). En el capítulo CXXV, «La fá­ bula», de Platero Juan Ramón menciona su aversión a los animales en el silencio de las vitrinas hediondas de la clase de Historia Natural. Una pierna amputada y un animal em­ balsamado son absurdas representaciones del ser; pero no todos los seres reaccionan tan adversamente a su presencia como estos dos poetas. En la valoración de sus primeras obras, Tagore y Jimé­ nez reaccionan también del mismo modo. Para ambos los primeros escritos constituyeron una época de excitación ex­ tática, palabras que usa el poeta hindú recordando que pasó muchas noches sin dormir, leyendo a la débil luz del salón de clases (My Rem iniscences, pág. 148). En el artículo de la revista Renacim iento Juan Ramón también refiere que pasó muchas noches escribiendo y muchos días leyendo nerviosa­ mente al principio de su carrera poética. Flemáticamente, Ta­ gore explica: «Mientras que los elem entos que formarán la vida de un joven no han tomado aún su forma definitiva, son aptos a la turbulencia en el proceso de su formación» (ibid.), y Juan Ramón demuestra haber sido víctima de esa turbu­ lencia: «estuve muy pálido y caí al suelo varias veces sin co­ nocimiento» (Renacimiento). En cuanto a la obra, sabemos por My R em iniscences que Tagore se sonrojaba al leer las efusiones de su juventud: «Mientras que la m ente no ha cap­ tado aún las verdades y las palabras de otro son el único recurso propio, la sencillez y comedimiento en la expresión son imposibles» (pág. 149); pero reconoce el valor de sus primeros esfuerzos y opina m etafóricamente que si el soplo del error fue necesario para alimentar las llamas del entu­ siasmo, mientras que lo que debió reducirse a cenizas se ha vuelto cenizas, la buena obra de las llamas no habrá sido en vano (pág. 151). La reacción de Juan Ramón a sus primeros escritos es la misma, en el artículo de Renacim iento confiesa

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estar horrorizado de sus primeros versos, pero no pasa por alto su valor: «entre tanta frondosidad y tanta inexperiencia, lo mejor, lo más puro, y lo más inefable de mi alma, está, tal vez, en esos dos primeros libros». La afinidad entre estos dos poetas ha de manifestarse también en su producción lírica si éstas son un reflejo de la propia vida, como en el caso de Platero y The Crescent Moon. En ambas obras los autores evocan las emociones de la in­ fancia. La obra de Tagore procede, en su mayor parte, de Sisu (El niño), escrito en la lengua nativa, el bengali, des­ pués del fallecim iento de su hija en 1904. Tagore se refiere a esta muertecita, como Juan Ramón se refiere a su muerta sobrina Pepa; ambos señalan la disparidad entre la natura­ leza y la vida tronchada en las mencionadas obras, atenién­ dose a la estación del año en que ocurre la muerte, lo cual quiere decir que están reviviendo una realidad. En el capítu­ lo de Platero, «La niña chica» (LXXXI), Juan Ramón recuer­ da, nostálgico: ¡Qué lujo puso Dios en ti, tarde del entierro! Setiembre, rosa y oro, como ahora, declinaba.

En el poema «The recall» de su obra The Crescent Moon Ta­ gore se lamenta: She went away when the trees were in bud and the spring was young.

Ambos autores se refieren a un árbol que fue la inspiración de su poesía primera. En The Crescent Moon se trata de una higuera y el poema se titula «The banyan tree». El autor indio recuerda que de niño miraba el árbol desde su venta­ na queriendo ser viento para soplar entre sus ramas, o ser la sombra de la higuera alargándose en el agua al paso del día,

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o ser un pájaro posado en su más alta ramita. En Platero el árbol es una acacia que Juan Ramón mism o sembró. Recuer­ da que cualquiera de sus ramas, «engalanada de esmeralda por abril o de oro por octubre», le refrescaba la frente al mirarla, como la pura mano de una musa (XLV, «El árbol del corral»). Tagore y Juan Ramón se refieren al infantil miedo al re­ lámpago y al trueno. En el poema «The land of the exile», el niño indio se dirige a su madre: The fierce lightning is scratching the sky with its nails. When the clouds rumble and it thunders, I love to be afraid in my heart and cling to you.

En el capítulo «Tormenta», de Platero (LXXI), dice el autor: El trueno, sordo, retumbante, interminable, ... como una enorme carga de piedra que cayera del cénit al pueblo, ... ... Los corazones están yertos. Los niños llaman desde todas partes...

Al autor no le gusta tener miedo, com o al indito, para aga­ rrarse a su madre. El miedo al trueno es miedo de hombre que, com o los niños, contiene el aliento. En Platero y The Crescent Moon la imaginación infantil forja encantos de lo vedado. En el capítulo «La verja cerra­ da» (XX III), Juan Ramón niño se imagina los más prodigio­ sos jardines tras la verja que da al campo. En el poema «Vo­ cation», de Tagore, el niño indio quiere ser vendedor para pasarse el día pregonando pulseras; o jardinero, para cavar el jardín toda la tarde sin que nadie se lo impida; o sereno, para perseguir la sombra con el farol. Ambos autores descri­ ben negativa y artísticamente el ocaso. En el poema «The home» Tagore lo compara a un mísero escondiendo su oro:

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Vida y obra de Juan Ram ón Jiménez I paced alone on the road across the field while the sunset was hiding its last gold like a miser. The daylight sank deeper and deeper into the darkness, and the widowed land, whose harvest had been reaped, lay silent.

En «Paisaje grana» (cap. XIX ) Juan Ramón lo ve herido por sus propios cristales: Ahí está el ocaso, todo empurpurado, herido por sus propios cristales, que le hacen sangre por doquiera. A su esplendor, el pinar verde se agria, vagamente enrojecido; ...

Pero Tagore ha visto la sombra caer sobre una tierra dos veces viuda: por la oscuridad y por la entrega de su cosecha, mientras que Juan Ramón ha visto sólo que el rojo tono san­ griento descompone el verdor de los pinos. En Platero, Juan Ramón se refiere repetidamente al pinar, por ser éste un elemento dominante del campo moguereño. Y com o el bambú es el elemento dominante del campo de Bengala, Tagore se refiere a él repetidamente en The Cres­ cent Moon; pero sus descripciones del paisaje tienen el mis­ mo tono amable que las de Juan Ramón, por ser ambos amantes de la Naturaleza. La descripción del viento del Este en el poema «The flower school» es suavemente lírica, como casi todas las descripciones de la naturaleza en Platero: When storm-clouds rumble in the sky and June showers come down, The moist east wind comes marching over the heath to blow its bagpipes among the bamboos. Then crowds of flowers come out of a sudden, from nobody knows where, and dance upon the grass in wild glee.

Para Juan Ramón debió haber sido un verdadero placer dar­ le la justa dimensión lírica a la traducción de este párrafo

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por Zenobia. A continuación, el resultado de tal colabo­ ración: Cuando caen los chubascos de junio, y los nubarrones negros braman por el cielo, y el viento levante viene mojado por el de­ sierto a tocar la flauta en los bambúes, las flores salen en súbi­ ta algazara, sin que nadie sepa de dónde, y se ponen a bailar sobre la yerba locas de alegría13.

Se han señalado los puntos de contacto entre la persona­ lidad y las obras de Jiménez y Tagore; quedan por mencio­ nar las diferencias que serán más evidentes en las obras de la madurez de estos autores; al referirse a la infancia en Platero y The Crescent Moon, se apartan ya. En la obra del poeta de Bengala abundan los sueños y las fantasías peculia­ res a su cultura. El niño sueña con palacios y princesas en­ cantadas, con príncipes proscritos cabalgando por el desier­ to, con cruzar los siete mares y los siete ríos del país de las hadas y poner a los pies de su fam ilia sus mágicos tesoros. Y se imagina un heroico paladín venciendo los peligros de la travesía en un país desconocido. El sueño y la fantasía no son temas de Platero, donde los episodios tienen que ver con la vida del pueblo del autor a base siempre de su particular punto de vista, como narrador único. El pueblo no hace un papel importante en The Crescent Moon. El tema de la infancia da unidad a la obra, pero se da a través de variados puntos de vista: los episodios que constituyen los poemas en prosa a veces son relatos del pa­ dre, otras veces del niño y otras de un narrador omnisciente. 13 «La escuela de las flores», de La luna nueva, en Rabindranaz Tagore, Obra escojida. Traducción de Zenobia Camprubi de Jiménez. Con un epistolario liminar de José Ortega y Gasset y un colofón lírico de Juan Ramón Jiménez. Prólogo de Agustín Caballero, Aguilar, Ma­ drid, 1960, pág. 103.

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Padre e hijo hacen el papel de protagonistas. La igual dispo­ sición de Jiménez y Tagore hace que la expresión sea igual­ m ente lírica y sencilla. La colaboración de Juan Ramón y Zenobia en las traduc­ ciones de Tagore tuvo un buen efecto en sus relaciones. Al terminar la versión española de The Crescent Moon, que llevó el título La luna nueva, Zenobia se dio a la traducción de los otros libros de Tagore publicados en inglés, Gítanjali y The Gardener. Cuando se marchó de veraneo en 1914, dejó la primera obra lista para la imprenta. Para esa época Juan Ramón se había dedicado a cuidar de la parte estética de las Publicaciones de la Residencia de Estudiantes. Las M edita­ ciones del Q uijote de Ortega y Gasset, primer volumen de la Serie III, salió en ese año de 1914. Las Publicaciones de la Residencia comprendían series distintas: Cuadernos de Trabajo, Ensayos, Biografías y Mis­ celánea. En los Cuadernos se recogían los trabajos de los re­ sidentes de talento y aplicación, para estím ulo de los estu­ diantes. El primer volumen de las Biografías iba a ser una traducción de Juan Ramón de la vida de Beethoven escrita por Romain R olland 14. El primer volum en de Ensayos era el de Ortega y la serie de Miscelánea tenía que ver con la pu­ blicación de las lecturas que se daban en la Residencia y los sucesos de interés cultural, tales como la Fiesta de Aranjuez en honor de Azorín. Las publicaciones que cuidaba Juan Ramón se hacían en el tipo elzeviriano de letra redonda, que él prefería al tipo alemán entonces de moda. Se ocupaba mucho también de las encuadernaciones, que llamaron la atención del público por su elegante sobriedad y llegaron a influir en otras publi­ 14 J. R. iba a traducir las otras biografías escritas por Romain Rolland, pero ésta fue la única que vio la luz.

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caciones. Ortega y Gasset quedó tan complacido cuando salió su libro que lo hizo notar al dedicarle un ejemplar al res­ ponsable: «A Juan Ramón Jiménez, que dio al espíritu del libro un cuerpo tan bello». Para 1914 Juan Ramón era ya conocido por su nombre completo. Zenobia y su grupo le llamaban Juan Ramón, y él, que firmaba las cartas de confianza de ese modo para distin­ guirse de otros Juanes, se acostumbró al nombre completo. Zenobia, burlona, le llamó alguna vez Juan R. Jiménez y en sus momentos de mayor ternura le decía Juanito. Platero y yo fue el primer libro del poeta en el que apareció el Juan Ramón Jiménez. Juan Ramón pasó en Madrid parte del verano de 1914. A veces salía para San Rafael y El Escorial a visitar a Or­ tega, a Menéndez Pidal y a otros amigos de la Residencia con casas de veraneo por esos contornos. María Martos, su confidente en cuestiones de amor, también vivía por allí. Empeñado en ganarse la buena voluntad de doña Isabel Aymar de Camprubí, durante su ausencia, el poeta tuvo aten­ ciones con ella, logrando establecer correspondencia con la madre y con la hija. Al regresar a Madrid después de una breve estancia en Moguer fue recibido en casa de los Cam­ prubí y el día de su cumpleaños, en diciembre de 1914, le in­ vitaron a la casa y le hicieron un regalo para su m esa de trabajo. Doña Isabel le trataba ya con cariño, pero como amigo de la familia, sin admitir que fuera novio de su hija. En vano Juan Ramón procuró el apoyo de don Raimundo Camprubí; éste se negó a tomar partido, por lo que seguía imperando la voluntad de su mujer, que estaba convencida de que un p oeta lírico no podía hacer feliz a su hija. Debido a doña Isabel, Juan Ramón y Zenobia seguían valiéndose de las amistades para solazarse en su amor, y ésta a veces ale­ jaba al poeta, disgustada con sus peculiaridades de carácter;

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pero fue tanto el empeño de él, tanta su constancia y leal­ tad, que al fin Zenobia le prometió ser su mujer. Al mar­ charse de nuevo con su madre en el verano de 1915, le dio al poeta palabra de matrimonio, sin enterar a su madre, que se sentía mal, sufría trastornos cardíacos y se marchaba a Navarra con esperanzas de recuperar la salud. El año de 1915 fue decisivo para Juan Ramón y Zenobia, al darse cuenta que, aparte del cariño que se tenían, deriva­ rían utilidad y satisfacciones intelectuales de su futura unión. Además de las traducciones de las obras de Tagore, trabaja­ ban en una versión española de A M idsum m er Night's Dream, de Shakespeare, y de una obra de la duquesa de Sutherland sobre el reciente conflicto europeo. La duquesa había estado de enfermera en Bélgica. Juan Ramón no dudaba que po­ drían ver la luz estas obras, por la relativa buena acogida de La luna nueva, publicada por la Imprenta Clásica Española en julio de 1915 y seguida por una segunda edición en octu­ bre de ese año. El libro salió con sólo las iniciales de la tra­ ductora: Z. C. A. y la firma com pleta de Juan Ramón, como autor del poema en prosa antepuesto a la obra y dirigido «Al niño indio de La luna nueva», afirmando que sentían su presencia sin saber dónde estaba. Se supone que Zenobia, por ser completamente descono­ cida en el mundo literario español, haya preferido ocultar su identidad tras las iniciales de su nombre y hacer destacar el bien conocido nombre de Juan Ramón. Se supone también que Zenobia haya querido evitarle un disgusto a su madre, que no hubiera quedado muy complacida al enterarse de la colaboración con el poeta. También pudiera ser que no usara su nombre por discreción, ya que entre ella y Juan Ramón no existía ningún vínculo aparente; pero a Zenobia no le dis­ gustó que María Martínez Sierra descubriera su identidad al publicar una nota, encomiando la traducción, en la revista

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Blanco y N e g ro 15. María equivocó el nombre de Zenobia, y la llamó Zenaida, lo que indica que jamás tuvo con ella la amistad que con Juan Ramón, ni éste hizo de los Martínez Sierra sus confidentes en sus relaciones con Zenobia. Para la fecha de la publicación de La luna nueva hacía dos años que los Martínez Sierra conocían a las Camprubí, pero el poeta no podía valerse de sus viejos amigos porque éstos no eran del agrado de doña Isabel ni, por ende, de la hija. Ante el éxito de La luna nueva, Juan Ramón estim uló a Zenobia a continuar las traducciones de Tagore; para que sa­ lieran con la firma de ella, él firmaría el prólogo poético que hiciera para cada una de las obras. Quería también que Ze­ nobia escribiera algo original, considerándola muy capaz para ello. Y lo era. Durante la residencia en Madrid, aun antes de conocer a Juan Ramón, había escrito varios artícu­ los para colocarlos en publicaciones de los Estados Unidos, entre ellos, «The King of Spain Opens Las Cortes», «The Ca­ talans and Ferrer» y «Doña Blanca». Se sabe que no le acep­ taron el artículo sobre Ferrer por lo mucho que se había 15 Sobre este incidente le escribe J. R. a Z.:

Debo darte una noticia desagradable. M.a Martínez Sierra hace, en su sección de 'Blanco y Negro’, en este último n.°, una nota sobre 'La luna nueva'. Da tu nombre. Te aseguro que le escribí —existe la carta— que no lo diera. Ella ha creído, sin duda, que no te desagradaría. Pero en vez de Zenobia, pone Ze­ naida. Se ha salvado, pues, la patria 'chica'. La nota es cariñosa y leal, pero un poquitillo seca. María debió hacer más. («Car­ tas de Z. C. y J. R. J.», en Monumento de amor, La Torre, nú­ mero 18, págs. 207-208.) Zenobia le contesta a J. R. desde Burguete, Navarra: Como aquí no llega el Blanco y Negro no he visto lo que dice María Martínez Sierra sobre nuestra traducción. Si es agra­ dable supongo que cuando llegue a Madrid sería bien educado de mi parte el escribirle dos letras de gracias ¿no? (ibid., nú­ mero 19, pág. 209).

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publicado ya sobre el caso en los Estados Unidos y en el ex­ tranjero. Las traducciones de Tagore eran obra de Zenobia, Juan Ramón no conocía el inglés lo suficiente para esta labor pero al corregir la versión de ésta le daba a la traducción su propia expresión, con lo que le devolvía el lirism o de la crea­ ción original en bengali. Eufórico, pensando en el futuro, Juan Ramón hacía planes para su matrimonio, su labor edi­ torial en la Residencia le abría caminos impensados y por primera vez en su vida consideró la posibilidad y la necesi­ dad de trabajar a sueldo. En 1915, la Residencia publicó dos obras de Azorín, El Li­ cenciado V idriera visto por Azorín y Al m argen de los clási­ cos, y preparaba la publicación de obras de Unamuno, Anto­ nio Machado y otros escritores de peso, atraídos por la ex­ celente presentación de la serie, al cuidado de Juan Ramón. Su labor llamó la atención de la Casa Calleja, que le escribió interesándose en sus servicios. El poeta se propuso aceptar un puesto a sueldo y pedirle a la Residencia que le pusiera tam bién a sueldo. Se iba a atrever a plantearle la situación al director, Jiménez Fraud, sabiendo que le era útil y que no aceptaría que se marchara. Se había olvidado de sus en­ fermedades y de su temor a la muerte, se veía, en cambió, rico y feliz casado con Zenobia, padre de los hijos que Dios quisiera darles. La guerra europea había impedido la publicación de una edición de lujo de su obra, paralizando el envío de los mate­ riales que venían de fuera, pero tenía en la imprenta dos li­ bros nuevos, de versos, y contaba con su colaboración en las revistas y periódicos de España y América. En una carta de 1915 le decía a Zenobia: «Fío, en absoluto, en mí. Pero es absolutamente preciso que nos casemos pronto. No sabes la paz, la fuerza, la tranquilidad, el tiempo, que esto m e daría. Piensa tú que tu presencia m e es necesaria, Zenobia, que mi

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vida sin ti está falta de vida. La mañana que yo amanezca a tu lado, ¡qué nuevo va a parecerme el mundo! » 16. Doña Isabel Aymar de Camprubi le dijo a Juan Ramón en cierta ocasión que quisiera a su hija poquito, porque ella era un cristalito f r ío 17. Zenobia quería profundamente, pero desapasionadamente, la razón determinaba todas sus accio­ nes y no padecía del m al de la sensualidad. En una de sus cartas le había dicho a Juan Ramón: «El Rubaiyat es indu­ dablemente una cosa estupenda bajo el punto de vista ar­ tístico pero la verdad es que es una exaltación de todos los instintos animales que se deben tener enjaulados o mejor dicho encadenados» 18. Mientras que Juan Ramón la requería de amores, ella hacía planes concretos para el éxito de su matrimonio. Lo que anhelaba no era seguridad material, sino comprensión, franqueza, honradez, valentía al declarar las opiniones personales. La vida de sus padres era una serie de malentendidos, le parecía que vivían en un estado de matri­ monio intermedio, sin felicidad y sin esclavitud, privados de verdadero cariño conyugal. Le inquietaba el carácter de Juan Ramón, le preocupaba el hecho de que en su familia, como en la de ella, había alienados mentales. Conocía las depresio­ nes nerviosas de Juan Ramón, su recorrido de hospitales y casas de socorro. Sabía que su padre, don Víctor Jiménez, que había sufrido un derrame cerebral que le dejó inválido, durante su larga enfermedad pasó dos años com o enajenado mentalmente; había oído decir que uno de los Aymar predi­ jo su propia muerte en las aguas del río. Alegre y burlona, a sus amistades íntimas les decía: «—Todos en mi familia 16 Ibid., núm. 17, pág. 204. 17 Le dice J. R. a Z. en una carta: «¡Qué bien decía tu madre,

cuando me 'aconsejaba' que te quisiera ‘poquito’, porque tú eras un cristalito frío. Pero ya me querrás más. Lo espero». (Ibid., núm. 18, página 208.) 18 Ibid., núm. 13, pág. 195.

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son desequilibrados, ¿cómo voy a entrar a uno más?». Antes de darle a Juan Ramón palabra de matrimonio se aseguró con un médico que la locura no era hereditaria, por el deber que sentía hacia los hijos que pensaban tener. Cuando doña Isabel Camprubí se dio cuenta que Zenobia intentaba casarse con Juan Ramón, quiso evitarlo y planeó viaje a los Estados Unidos, haciéndose acompañar de ella com o era su costumbre, con el explícito propósito de cono­ cer a una segunda nieta, hija de José, el hijo mayor y her­ mano favorito de Zenobia. Juan Ramón había hecho planes para casarse a princi­ pios de 1916. Su fam ilia secundaba sus planes, y su madre le instaba a ello, ignorando las vicisitudes del noviazgo. Les extrañaba que ni Zenobia ni su madre se hubieran dirigido a ellos, pero Juan Ramón las excusaba achacándoselo a las costumbres de los Estados Unidos. A principios de diciem­ bre de 1915 las Camprubí embarcaron del puerto de Cádiz y Juan Ramón las fue a despedir, prometiendo seguir a Ze­ nobia si era necesario, ya que en los Estados Unidos la novia no necesitaba el consentimiento de los padres para la boda. Al partir, Zenobia actuó como una mujer profundamente enamorada. Había ido a despedirlas un grupo de amistades y al buscar la mirada del poeta no la encontró, por estar él entretenido momentáneamente en conversación con una de las presentes. Zenobia sintió celos por primera vez y le re­ prochó al poeta su descuido en una carta, advirtiéndole que jamás le perdonaría una deslealtad19. Le asaltó el temor de no agradarle, ella se mareaba, ¿tendría él que verla descom­ puesta en el viaje de luna de miel al regresar a España? Ella, que añoraba el regreso permanente a los Estados Unidos, es­ taba decidida a permanecer en España y Juan Ramón había 19 Esta información se deriva de las cartas inéditas de Z. a J. R. en la «Sala Z. y J. R. J.» de la Universidad de Puerto Rico.

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planeado la disposición de muebles, objetos y libros, en el piso que habitaran, con un alto sentido estético y con el mis­ mo cuidado que ponía en la disposición y presentación de sus libros. Ya habían acordado qué rincones de la casa se­ rían los rincones plácidos donde se sentarían a resolver sus dificultades y a contárselo todo con franqueza y cariño. El otoño e invierno de 1915 hubieran sido arduos para él sin la esperanza de su amor. Estaba con un pie en la Resi­ dencia de la calle de Fortuny y el otro en el nuevo edificio al término de la Castellana, en una colina que llamaban el Cerro del Aire, en los altos del Hipódromo, por la que corría un canalillo que le hacía mucha ilusión. La nueva Residen­ cia estaba apartada de la ciudad; pero tenía compensaciones, contaba con los adelantos más recientes y con espaciosos cuartos, laboratorios, bibliotecas, salas de tertulia y de con­ ciertos. En la colina yerma y desolada se plantaron tres m il cho­ pos nuevos, por lo que Juan Ramón la llamó Colina de los Chopos. Se sembró un jardín, y al llegar los pájaros, la so­ ledad se hizo sonora. El poeta se acostaba temprano y se le­ vantaba temprano a contemplar la alborada. De un lado de la colina se veía el Guadarrama; del otro, todo Madrid, que le seguía pareciendo im posible, sin arraigo ni fuerza, arqui­ tectónicamente ridículo, y Castilla, dura. Para él, la única poesía del pobre campo madrileño era el Guadarrama. Su Madrid ideal hubiera sido el de Carlos III, con su armoniosa proyección de ciudad baja; los únicos aspectos suntuosos de la Corte eran, en su opinión, la fachada norte del Palacio y la calle de Alcalá bajo la puerta de Alcalá; el edificio más armónico, la casita del Príncipe en el Prado, de ladrillo rojo y granito, baja y generosa 20. Pero ya no pasaba por alto los 2° Estas impresiones de J. R. aparecen en La colina de ios chopos, en los trozos titulados «Guadarrama» de «Cerro del viento (1915-1924)»,

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aspectos del ambiente que no se avenían a su sensibilidad, com o en las estancias anteriores. Ahora podía enfrentarse a todo lo que le rodeaba, porque tenía lo que más le importa­ ba en la vida: el amor de una mujer, amor intenso y puro. En sus libros de verso, por publicarse, le había cantado a ese amor. En la Colina de los Chopos se dedicó a otras cosas, a escribir sus impresiones, sus aforismos, sus definiciones. Mucho tiempo ha de pasar antes de que esta obra vea la luz. En ella aparece la ideología que ha de dominar la futura producción literaria y que iba tomando forma desde la es­ tancia en Moguer, en lo que anotaba y comentaba durante aquella época. Los resabios característicos de la primera épo­ ca van quedando atrás. Los versos de amor son tam bién dis­ tintos, porque es distinta la pasión que le inspira la m ujer distinta que apareció al fin en su camino para tom ar todas sus ansias y desvelos en amorosa eternidad. páginas 107-108, y en los trozos que siguen, bajo el título «La colina de los chopos (Madrid posible e imposible)»: «El Madrid posible», pági­ na 86; «Arquitectura», pág. 94; «El barroco y el granito», pág. 34; «Cie­ lo de Madrid», pág. 66; «Los aspectos suntuosos», pág. 73, y «La casita del Príncipe en el Prado», pág. 98. Estas obras aparecen también en la primera edición póstuma de La colina de los chopos, Vergara, Bar­ celona, 1963, que no incluye la parte titulada «Sanatorio del Retraído». Esta parte está en la edición de Taurus, Madrid (1965), de la que se ha citado en esta obra y a la que se refieren las mencionadas páginas.

CAPÍTULO XXX

«CREI DE NUEVO EN ELLA ...»: MONUMENTO DE AMOR, SONETOS ESPIRITUALES, ESTIO

Me he convertido a tu cariño puro / com o un ateo a Dios. / ¿Lo otro, qué vale? / Como un pasado oscuro y andrajoso / puede todo borrarse. ¡Borrarse, sí! Las rim as bellas ¡ que no cantan tu amor; sus m atinales / alegrías sin ti; sus tardes líricas / en cuya paz no m e m iraste; / las noches cuya clara luna llena / no deslum bró tu candoroso ánjel. ..Λ Estos versos, del poema «Zenobia», son los únicos en la obra de Juan Ramón en los que aparece el nombre de la mujer cuyo amor fue definitivo en su vida. El poema estaba destinado al proyectado libro M onumento de am or, lírico tes­ timonio de las ansias amorosas del poeta, que contendría poemas y cartas de los años en que tuvieron relaciones2. El libro está representado en las antolojías juanramonianas con 1 J. R. J., «Zenobia», Libros inéditos de poesía, 2, pág. 425. (Segui­ remos abreviando a L. I. P., 2 en el texto, dando, seguido, el número de la página.) 2 Ver Ricardo Gullón, «Estudio preliminar» a Monumento de amor, La Torre, pág. 151.

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el subtítulo «Epistolario y lira» que indica la intención del autor de incluir la correspondencia. Bajo estos títulos y la fecha 1913-1916 aparecen siete poemas en las antolojías. Por el contenido, se sabe que los poemas son anteriores a 1916, pero la correspondencia hubiera incluido cartas escritas en esta fecha. En M onumento de am or el poeta se identifica e identifica a la amada con Oberón y Titania, personajes de El sueño de una noche de verano, de Shakespeare. El hecho de que Juan Ramón y Zenobia colaboraran en la traducción de esa obra durante 1914 es razón bastante para que el poeta se sirva de los nombres de dichos personajes. Sería lógico asumir que Juan Ramón se consideró un Oberón por su empeño en ven­ cer la fuerte voluntad de Zenobia, una altiva Titania. En los poemas, Titania es toda luz y representa a la mujer ideal, es­ perando ser descubierta por el poeta: (Oberón a Titania) Fuiste como esta luna en el día. Por el cénit radiante de topacio, del mundo, hacía mucho tiempo que alumbrabas. Mi vida no te había encontrado... (L. I. P. 2, 403)

La mayor parte de los poemas de M onumento de am or reflejan los altibajos del sentim iento amoroso. El tem a no es nuevo, la expresión sí lo es porque los poemas de esta obra carecen del sentimentalismo y la sensualidad de las obras anteriores. Comparada con Idilios, de 1912-1913, la obra más inmediata que le precede, se aprecian las diferencias. Juan Ramón no llegó a publicar Idilios. De los veintidós poemas que se conocen bajo este títu lo 3 dieciséis pasaron a 3 Incluidos en Libros inéditos de poesía, 2, págs. 371-396.

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las antolojías. La obra, dividida en dos partes: 1.a, «Idilios clásicos», y 2.a, «Idilios románticos», está sin dedicar. Algunas imágenes de este libro, com o las que se dan a continuación, eran de carácter levem ente sensual: «Otro día posee / el Sol a la abatida Venus, piedra / fecunda que rojea, viva, / en su lecho de yerba. / ... ¡Tierra / púber, más verde y más preñada / que la esperanza! » («Junio»); « ¡y te abra­ zaste a mí, toda desnuda, / solo con tus cabellos negros, blanca! » («Amanecer»); « ¡faro de eterna luz, mujer, sobre la carne / eternamente acojedora de tu orilla! » (« ¡Oh, cómo m e mirabas!»); «Aquí se desnudaba y se vestía / ella, ...» («Cuarto al jardín»); «Y, abrazados, tú riéndote, / ojos y la­ bios se besan...» («Invierno»)4. Uno de los poemas de Idilios, titulado «Pureza negra», era una variación del tema de la pureza perdida: ¡Sombra que encandilaste mi corazón! ¡Serenos, negros ojos, que, en un tranquilo juego de osadías y dulzuras, trocasteis el tesoro mejor del mundo! ¡Ojos, lo puro es ahora negro, por vosotros! (L. I. P. 2, 376)

Los poemas de Idilios contenían vagas expresiones de amor, recuerdos de lágrimas, de rostros, de miradas. E l poe­ ta le cantaba al amor y al amanecer, al agua, al otoño. El poema más novedoso del grupo reflejaba un cierto hastío de parte del autor, el título era una pregunta: «¿Triste?», y el contenido era ingenioso y mordaz, como en la copla popular:

4 Libros inéditos de poesía, 2, págs. 371, 372, 377, 385 y 387, respec­ tivamente.

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Vida y obra de Juan Ram ón Jim énez Sí; soy un cementerio nuevo, que ha estrenado, esta tarde, una mujer que ha muerto. (L. I. P. 2, 388)

Estos versos expresaban la renuncia definitiva, quizás por primera vez, a una mujer. Se piensa en Blanca Hernández Pinzón, que se casó en 1913, y en Louise Grimm, que en esè m ism o año dejó de ser la ilusión amorosa del poeta porque Zenobia apareció en su camino. A partir de Idilios sólo Zenobia será alimento de la poe­ sía de amor de Juan Ramón. Este hecho queda definitiva­ m ente establecido en el poema que lleva su nombre, y es reiterado en el resto de la producción a partir de 1913. Del poem a «Zenobia» de M onumento de am or son los versos que siguen: El cielo de tu gracia será el comienzo y el final. En balde quieren los lobos asaltar la cerca en donde tus ovejas blancas pacen. No quiero más que un oro y es el oro que emanan tus sentidos inmortales. ¡Solo tú, solo tú! Sí, solo tú. Yo no he nacido, ni he de morir. Ni antes ni después era nada, ni sería nada yo sino en ti. (L. I. P. 2, 425-426)

Los dos primeros versos citados indican que una nueva poe­ sía nacerá y morirá bajo el influjo de la mujer amada. A con­ tinuación, el poeta declara que la maldad no podrá nada con­ tra la pureza, inocencia y bondad atribuidas a la amada. En el contexto de la obra juanramoniana, la maldad tiene que ver con la impureza de pensamiento. En los versos: «No quiero más que un oro...» el oro pasa a ser un atributo de

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la amada. En la obra juanramoniana el oro llega a ser una metáfora que expresa las cualidades óptimas de los seres y las cosas y nace de la exaltación del color amarillo, color preferido por el poeta, lo que quedó señalado en la discu­ sión de los Poemas mágicos y d o lien te s5. En los citados versos del poema «Zenobia», al usar Juan Ramón la metáfora del oro en relación a los sentidos de la amada, indica que la piensa corpórea, consciente, captando impresiones y respondiendo a ellas; pero no la piensa sen­ sualmente. Al decir tus sentidos inm ortales. Juan Ramón atri­ buye a la sintiente Zenobia el don de la inmortalidad, gene­ ralmente atribuido a la parte espiritual del ser; al mismo tiempo, se atribuye él mism o inmortalidad y poder por ella: Y o no he nacido, ni he de m orir. Ni antes / ni después era nada, ni sería / nada yo sino en ti. El sentimiento amoroso del poeta rebasa los límites de lo sensual. En la últim a estrofa del poema «Zenobia» las rosas, símbolos de la carne en la poesía de antaño, se espiritualizan al colgarlas la amada en el alma del poeta. El concepto al­ canza una dimensión de espiritualidad aún más alta al decir él que en sus cálices se refleja el cielo cándido: Y los rosales que has colgado en mi alma —¡con qué encanto! — a este sol viejo y nuevo me entreabren sus rosas en que el cielo se repite cándido y múltiple en sus cálices. (Ibid., 426)

El sol es viejo y nuevo porque simboliza el ardiente anhelo amoroso de siempre, lo nuevo es el amor que le inspira esta mujer al poeta. Todos los versos de M onum ento de am or re­ s Véase supra, pág. 421.

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flejan esta nueva manera de sentir. E l anhelo de posesión está comparado a la reflexión del árbol en el agua del río: (Oberón solo) No te he tenido más en mí, que el río tiene al árbol de la orilla; ... (L. I. P. 2, 407)

La ausencia de la amada, en «La infinita ausente», es: Enfermedad sin nombre que sólo yo conozco, ... (L. I. P. 2, 411)

La angustia del poeta, en el mism o poema, es «esta talla sin rosa hacia la luz, / este chorro de angustia, flecha roja» (ibid., 412). El amor es una esencia: «Lo m ism o que el perfum e en la semilla, / estaba en mí este amor desde lo eterno» (ibid., 415); es una hoja de oro: « ¡Amor mío, hoja de oro / que en la gracia de un día de promesas / te creiste infinito como el cielo» (ibid., 423). El poeta reitera que la vida, sin la ama­ da, no es nada: «Estoy mirando el cielo azul / y m e parece absurdo y aburrido. / ¡Ay, sólo tú, divina, humana, / lo eres todo! » (ibid., 432). La nueva poesía, producto del nuevo sentim iento amoro­ so, está en Sonetos espirituales, libro de 1914-1915, publicado en 19176. Como otros libros de Juan Ramón, éste está dedicado de manera particular y general; en el primer caso, «A / Fede­ rico de Onís / áspero y dulce / como un paisaje español / de piedra y cielo»; la otra dedicatoria: «Al soneto / con mi alma», podría leerse: «A Zenobia / con m i alma», la concep6 Incluido en la colección Juan Ramón Jiménez. Libros de poesía. Recopilación y prólogo de Agustín Caballero, Aguilar, Madrid, 1959. Al citar de esta colección abreviaremos el título a L. P., dando la página.

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ción del libro así lo indica. En primer lugar, Juan Ramón antepone a esta dedicatoria estos versos de D. G. Rossetti, de los que puede haber derivado el título del primer libro inspirado por Zenobia, M onumento de amor: A sonnet is a moment's monument, Memorial from the soul’s eternity To one dead deathless hour.

O sea, que el soneto es el monumento de un momento en conmemoración de la eternidad del alma a una muerta hora inmortal. En el soneto-prólogo del libro, cuyo título es repe­ tición de la dedicatoria: «Al soneto con m i alma», el poeta traza un interesante paralelo: el soneto, en su forma limi­ tada, contendrá la totalidad de su ansia pura, así como su carne de él, que le limita, contiene su total anhelo: Como en el ala el infinito vuelo, cual en la flor está la esencia errante, lo mismo que en la llama el caminante fulgor, y en el azul el solo cielo; como en la melodía está el consuelo, y el frescor en el chorro, penetrante, y la riqueza noble en el diamante, así en mi carne está el total anhelo. En ti, soneto, forma, esta ansia pura copia, como en un agua remansada, todas sus inmortales maravillas. La claridad sin fin de su hermosura es, cual cielo de fuente, ilimitada en la limitación de tus orillas. (L. P., 9)

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El total anhelo del poeta tiene que ser el de su amor no men­ cionado en el poema; pero se sabe que los Sonetos espiritua­ les nacen de la pasión amorosa que le embarga. En los dos tercetos, la frase ansia pura parece ser el su­ jeto del que se predica todo lo demás; pero es lógico asumir que el verdadero sujeto es la no mencionada amada, a la que Juan Ramón ya ha adjudicado en el poema «Zenobia» sentidos inm ortales. Es decir, que las inm ortales m aravillas y la claridad sin fin de su herm osura no se refieren al ansia pura, sino a la amada. Teniendo en cuenta las peculiares cir­ cunstancias de las relaciones de Zenobia y Juan Ramón, no extraña que en un libro destinado a la publicación su autor omitiera referencias precisas a su amor o a su amada. Pero a la im precisión del contenido Juan Ramón contrapone la precisión de la forma, adhiriéndose a la del soneto clásico sin perm itirse ninguna de las acostumbradas licencias mo­ dernistas. Abandonado el recargamiento en la división de sus libros, Juan Ramón divide la obra en tres partes, como en su pe­ ríodo de mayor sencillez. Estas partes se titulan: 1) «Amor»; 2) «Amistad», y 3) «Recojimiento». Aunque la expresión sigue espiritualizándose en los Sone­ tos espirituales, el apasionamiento propio del autor le lleva a su peculiar narcisismo. En «A m i alma» se canta a sí mismo: Siempre tienes la rama preparada para la rosa justa; andas alerta siempre, ... (L. P., 56)

En el últim o terceto de este soneto hay un anuncio de la poesía futura, soberbia, trascendental, cósmica:

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Tu rosa será norma de las rosas, tu oír de la armonía, de las lumbres tu pensar, tu velar de las estrellas. (Ibid.)

La carne se le diviniza en el poema «Esperanza»: «La carne se m e tom a más divina» (L. P., 68), y en el poema «Otoño» se le hace alma el cuerpo: « ¡Encantamiento de oro! ¡Cárcel pura, / en que el cuerpo, hecho alma, se enternece» (L. P., 71). Anulando el sentimiento erótico de su pasión, la amada «Mujer celeste», en el soneto de ese nombre, es elevada a una fortaleza hecha de la ilusión y locura del amante; la amada es una rosa cándida y una estrella pura: Trocada en blanco toda la hermosura con que ensombreces la naturaleza, te elevaré a la clara fortaleza, torre de mi ilusión y mi locura. Allí, cándida rosa, estrella pura, me dejarás jugar con tu belleza... (L. P., 27)

Estos versos contienen dos tributos máximos: Juan Ramón reviste de blanco, símbolo de la pureza, la hermosura de la amada y la coloca más alta que la hermosura de la natura­ leza, ensombreciendo a ésta con su resplandor. Muy importante en este soneto es la nueva definición del anhelo de posesión en el poeta: desnuda en lo ideal, seré tu dueño; ...

En los Sonetos espirituales, para describir estados de exaltación, Juan Ramón usa imágenes que tienen que ver con el fuego y la luz. El amor es un fuego divino en el sone­ to 3: «¡Ay, qué vivir de bienaventuranza / la de un amor guardado, este divino / fuego que un día se regala» (L. P.,

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14). En el poema titulado «Muro con rosa», el amor es ¡Ar­ diente, duro / amor! (L. P., 15). Las flores merecen el califi­ cativo ardiente en el soneto «Ocaso»: « ¡Claras flores, / sum a ardiente de olores de colores» (L. P., 18), y en «Luna de setiembre»: «el color y el olor de tanta ardiente / flor» (L. P., 48). La comparación entre las ramas y el corazón del poeta en el soneto «Árboles altos» está hecha a base de la imagen del fuego: ¡Él, cual vosotras, se deshace en llamas, y abre a los horizontes infinitos un florecer espiritual de lumbres! (L. P., 55)

Lo mismo ocurre con la descripción del ambiente en el so­ neto «Setiembre»: La ola amarilla que setiembre inflama, como mayo la azul, en triste fuego se alza, igual que un alma arrepentida, ... (L. P., 58)

En el soneto «Hierro» los brazos del poeta vibran luz: ¡Que mis brazos, verdor del pecho mío, se levantaron solos, en augusto poder, vibrando luz, al vasto cielo! (L. P., 63)

En Sonetos espirituales el oro y sus derivados están rela­ cionados con la luz y el fuego en el poema «Luto» (subra­ yamos): Aquella claridad que me ponía de oro la frente, como un ascua pura, aquella lumbre celestial, frescura que en torno de mi paz resplandecía; ... (L. P„ 21)

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En «Hastío» la luz, atribuida a la amada, dora su pena: «Tu sol discreto que desgarra un punto / el cielo gris de enero, y, dulce, dora m i pena, ...» (L. P., 25). Una voz sencilla y bue­ na es descrita en términos de la luz y el oro en el soneto «Voz nueva»: «...Voz que m e hace volver los ojos, triste / y alegre, a no sé qué cristal de gloria / de oro» (L. P., 28). En «Mañanas» la paz deseada está concebida también como una luz de oro: «descansada paz — ¡única aurora!— / que envuelva en lentos oros cuanto existe» (L. P., 36). En el sone­ to «Crepúsculo» la comprensión es «la única luz, la que en las venas prende / de oro de paz la sangre enriquecida.—» (L. P., 47). En «Primavera» el poeta vuelve a relacionar la luz y el oro: «Una andariega primavera hirviente / bajó, hormi­ guero de oro, de la frente» (antes ha dicho: « ¡oh montones de luz, ...» (L. P., 51). En el soneto «Setiembre» el oro es luz: «La dolencia / del oro hace del jardín ardiente / el ver­ dadero ocaso» (L. P., 58), y en el soneto «Octubre», «el sol le dora al río sus verdines» (L. P., 60). Como com plem ento por oposición de la luz, la sombra y lo relacionado con ella: oscuridad, oquedad, umbrosidad, ne­ grura, representan los estados negativos de la nueva sensi­ bilidad poética del autor de Sonetos espirituales, como en las imágenes a continuación: «con el raudal de m i recuerdo os­ curo»; «por la negra oquedad de m is dolores» («Muro con rosa», L. P., 15); «la dura / som bra de un delirar de m i des­ velo», «la m iseria de la carne um brosa» («Ojos celestes», L. P., 16); «me traspasa / la negra som bra de un almendro en flor» («Nubes», L. P., 49); «Mayo triste dejaba negro y recto / m i bosque interno» («Primavera», L. P., 51); «el m ons­ truoso olvido, / negro y brutal, se levantó», «huyó ante el sol despierto, / to rvo » («Panal», L. P., 52). En el soneto «Nada», ante el abandono de la amada, plañe el poeta: «Fa­ bricaré en m i som bra la alborada» (L. P., 19); la nostalgia le

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hace sentirse com o el día al irse el sol: «Cuando la som bra, com o negra frente, / piensa» (L. P., 23). En el soneto 3, sin título, se puede apreciar de lleno el sentimiento, en este jue­ go de luz y sombra de la nueva poesía juanramoniana: Mas si me quitas tú esa luz, oscuro quedará mi existir, y astrosas nieblas decorarán mi corazón, que escombra el sol. Me olvidaré del cielo puro, llegaré a ver la luz de las tinieblas, y haré lo que se hace entre la sombra. (L. P., 14)

La luz que el poeta tem e perder: si m e quitas tú esa luz, es la de la esperanza de su amor, que él opone a la luz de las tinieblas, la que a su vez tiene que ver con la impureza, simbolizada en las frases astrosas nieblas; que escom bra / el sol; lo que se hace entre la som bra. La oposición entre lo puro y lo impuro consta en el verso: Me olvidaré del cielo puro. Las nuevas imágenes con que el poeta describe estados de exaltación: la luz, el fuego, el oro, en contraste con la sombra y lo relacionado a ella, aparecen en el ya menciona­ do soneto «Luto». En la primera estrofa se compenetran los tres primeros elem entos en imágenes sucesivas (subrayamos): Aquella claridad que me ponía de oro la frente, como un ascua pura, aquella lumbre celestial, frescura, que en torno de mi paz resplandecía; ... (L. P., 21)

En los tercetos finales, una acumulación de imágenes cone­ xas a base del sim bolism o de la sombra alcanzan su más alta

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expresión al sintetizar el poeta, oscureciendo con su sombra el oro total de la luz (subrayamos): Hoy, un negror tenaz —nublado umbroso, trájica pesadilla— me enlutece el sagrario inmortal del pensamiento. Voy y vengo, cansado y espinoso; y al huir hacia la luz, se entenebrece su oro total con mi oscurecimiento. (L. P., 21)

En esta poesía del claro-oscuro hay exquisitas imágenes basadas en el concepto de la luz, como: «el alba le encrista­ la / la morada interior», del soneto titulado «Crepúsculo» (L. P., 47); «un cobarde / estrelleo titila por tu frente...», de «Paseo» (L. P., 50); «recomencé el camino / por un májico campo encristalado», de «Primavera» (L. P., 51); «abre a los horizontes infinitos / un florecer espiritual de lumbres! », de «Árboles altos» (L. P., 55). La delicada movilidad de las imágenes le dan a los so­ netos la fluidez con que superan las restricciones de la forma. En los versos citados, encristala, estrelleo, titila, encristala­ do, florecer espiritual de lum bres, sugieren un constante y suave movimiento luminoso. El primer poema, después del poema-prólogo de los Sonetos espirituales, está lleno de imá­ genes leves, movibles y luminosas. Su título «Primavera» se refiere a la mujer amada. En los dos primeros versos Juan Ramón se vale de una imagen movible de luz para decir que el invierno no tendría luz sin la ayuda de la amada: Abril, sin tu asistencia clara, fuera invierno de caídos esplendores; ... (L. P„ 13)

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En la segunda estrofa, la amada es comparada a las cosas bellas, ligeras, movibles, de la naturaleza: Eres la primavera verdadera; rosa de los caminos interiores, brisa de los secretos corredores, lumbre de la recóndita ladera. (Ibid.)

En el segundo verso, aunque la rosa sugiere belleza estática, el concepto se convierte en dinámico por la palabra caminos (rosa de los caminos). También es de notarse cómo estas imágenes representan el carácter íntim o y secreto del senti­ miento amoroso de Juan Ramón: caminos interiores, secre­ tos corredores, recóndita ladera. Este sentimiento está des­ provisto de sensualidad. En el primer terceto del soneto se sostiene la intimidad del concepto llevándolo a su culmina­ ción en la frase abrazados los dos: ¡Qué paz, cuando en la tarde misteriosa, abrazados los dos, sea tu risa el surtidor de nuestra sola fuente! (Ibid.)

La frase su rtidor le da a la estrofa su leve movilidad; tarde m isteriosa y nuestra sola fuente mantienen el íntimo carác­ ter del sentimiento. El poeta, que se ha referido sólo a la risa de la amada, le da al poema su máxima nota alada en el terceto final, al reiterar las metáforas rosa, brisa y luz (antes lumbre), calificativos de la mujer amada: Mi corazón recojerá tu rosa, sobre mis ojos se echará tu brisa, tu luz se dormirá sobre mi frente... (Ibid.)

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En Sonetos espirituales, com o en los otros libros de Juan Ramón, hay detalles que perm iten la comprobación del fon­ do real de su poesía. El soneto titulado «Panal», último poe­ ma de la parte titulada «Amistad», lleva la dedicatoria: «(A M—a M—s, en elojio de su noble dilijencia)». Se trata de María Martos, la benévola intercesora en las relaciones de Juan Ramón y Zenobia. El título «Panal» tiene que ver con su bondad: Otra vez, amistad, a mí has venido, dulce, con todo el corazón abierto como un panal... (L. P., 52)

El poeta superlativiza la intercesión de esta amiga: « ¡Bendi­ ta tú, virtud resplandeciente, / que traspasas las llagas con divinas / lenguas de blandas mieles fervorosas» (ibid.). La amiga merecía el elogio, el poeta le daba encomiendas muy sutiles: Querida María: le mando una carta para Zenobia. Le agradeceré mucho que se la dé esta misma tarde, cuidando que la madre no la vea. Como ve usted, va cerrada. ¡Perdóneme! Yo sé que usted, aun­ que fuera abierta, no la leería; pero lo hago por Zenobia. No sé si le gustaría que fuese sin cerrar. ¡Perdón, otra vez, María, y gracias! (Cartas, 129).

Por encargo del poeta, María Martos guardaba el secreto de sus amores: Le agradeceré muchísimo a usted que siempre que alguien le hable de Zenobia y de mí, le afirme rotundamente que entre ella y yo no ha habido ni hay más que una buena amistad. Procuraré borrar con mi más noble constancia alguna lijereza que me haya dictado el temor de perder a Zenobia. Ayúdeme usted. (Cartas, 128-129)

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Vida y obra de Juan Ram ón Jim énez

Por el temor de causar el más leve estorbo en sus relaciones con Zenobia, Juan Ramón om ite el nombre de la confidente en la dedicatoria del poema de Sonetos espirituales, y como se hizo su costumbre, no cambió la dedicatoria aun cuando el libro se publicó años después, habiendo cambiado las cir­ cunstancias prevalentes en la época en que escribió el poema. Zenobia no parece haberse enterado de que era la mejor musa del poeta. Juan Ramón no le daba a leer los poemas de amor inspirados por ella, lo que no extraña, ya que su reacción al leer por primera vez los libros de versos de él, fue poco favorable. En una de sus cartas a María Martos le recomienda que no le enseñe a Zenobia los versos que le manda: Querida María: muchas gracias por su carta, ¡tan buena! He hablado ya con Zenobia. No haga usted por su parte nada, absolutamente nada, ni le diga a ella que le he escrito a usted, ni le enseñe esos versos que le mando. ¡Silencio sepulcral! (Cartas, 137).

También consta en la correspondencia con María Martos que el amor a Zenobia fue la inspiración de los Sonetos espiri­ tuales. En los mom entos turbios de sus relaciones Juan Ra­ m ón le mandaba a María repetidos recados, sabiendo que Zenobia la hacía partícipe de su disgusto con las cosas de él, com o cuando le escribió a María Martos una carta terrible, por culpa de él. En esa ocasión Juan Ramón le envió esta nota a la confidente: Querida María: antes le he puesto una tarjeta. Ahí va otra. No deje usted de mandarme esta noche esa carta. ¡Esté usted tranquila! Preci­ samente estoy en momentos de inspiración, y me vendrá muy bien el nuevo dolor para hacer con él un 'soneto espiritual'. (Cartas, 138-139)

«Creí de nuevo en ella...»

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Los altibajos amorosos siguieron siendo la inspiración de los versos de 1915, que Juan Ramón publicó bajo el título E stío y la dedicatoria: «A / Azorín / en su sereno escepti­ cismo resignado / con una rama permanente / de yedra / cogida del estío». Para esa fecha la amistad entre los dos escritores se había estrechado. Se servían mutuamente, Juan Ramón se esmeraba en la publicación de las obras de Azorín para la serie de la Residencia y contaba con él para que escribiera algo sobre la traducción La luna nueva. En una carta de San Sebastián, de 20 de agosto de 1915, Azorín le decía: «No he recibido todavía el libro de Tagore. Distribu­ yen aquí con algún retraso los impresos. Hablaré, intentaré hablar, daré un rodeo para hablar, en ABC» 7. La traducción de Zenobia salió en agosto, los titubeos del escritor de Monóvar tendrían que ver con la difícil tarea de comentar la obra de una autora desconocida cuyo nombre no podía dar. El poema «Mutability», de Shelley, que sirve de prólogo a Estío, conviene en parte a la obra de Azorín porque las nubes constituyen el tema de la primera estrofa. En su totalidad, el poema tiene que ver con las circunstancias amorosas de Juan Ramón. Shelley compara al hombre con las nubes que velan la luz de la luna de prisa e inquietas y alumbran radiantes el cielo de la noche para ser tragadas por la oscuridad. En la segunda estrofa los hombres son comparados a las liras abandonadas, cuyas cuerdas jamás repiten el mism o tono, y en las dos estrofas finales concluye el poeta que, dormidos o despiertos, riendo o llorando, nada importa porque ayer jamás será hoy, lo único verdadero es la Mudanza. La disposición de E stío armoniza con el poema de Shel­ ley. El libro está dividido en dos partes, tituladas: 1) «Ver­ 7 Carta en la «Sala Z. y J. R. J.» de la Universidad de Puerto Rico, reproducida en Vida y obra de J. R. J., pág. 181.

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Vida y obra de Juan Ram ón Jim énez

dor», y 2) «Oro», con una parte intermedia de un poem a solo que lleva el mism o título que la parte: «Amanecer de agosto». El tono de los poemas de la primera parte del libro es inquietantem ente alegre, a la manera de la nube de Shelley, llena de momentánea luz que ha de ser oscurecida. La ex­ presión poética es interrogante y contraria: «¿Es lo tuyo más o menos? / ¿Lo mío es menos o es más?» (L. P., 94); «No es posible olvidarte para siempre, / ni quererte del todo» (L. P., 96); «De pronto, un raro vacío, / una inquietud sin razón...» (L. P., 100); «Estoy triste de hoy, pero / contento para mañana» (L. P., 104). La impaciencia consume al aman­ te: «Deprisa, tierra, deprisa; / deprisa, deprisa, sol; / des­ com poned el sistem a, / que m e espera a m í el amor» (L. P., I ll) ; «¡Días, días, días, días! / Pero el día nunca llega» (L. P., 119). Otros poemas de esta parte son cantos a la gra­ cia y belleza de la mujer amada. «Amanecer de agosto», el poema de la parte intermedia, está relacionado con la tercera estrofa de «Mutability»: We rest. —A dream has power to poison sleep; We rise. —One wandering thought pollutes the day; We feel, conceive or reason, laugh or weep; Embrace fond woe, or cast our cares away: ...

Como en un mal sueño, Juan Ramón tiene una visión des­ agradable de las cosas. En el poema hay dos planos, uno co­ rresponde a la visión exterior del poeta y el otro a la visión interior que está relacionada con algo no puro: —la pureza despierta en bajo desarreglo, con mal sabor la boca que ayer besaba el céfiro...— (L. P., 144)

En la últim a estrofa el sentimiento está relacionado con el sueño:

«Creí de nuevo en ella...»

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...¡Eterno amanecer de frío y de disgusto, fastidiosa salida de la cueva del sueño! (Ibid.)

Parece como si las malas pasiones de antaño asediaran al poeta en el sueño. Un detalle psico-lírico apoya esta opinión: aunque en E stío predomina el verso de arte menor que Juan Ramón ha vuelto a cultivar después del encuentro con Zeno­ bia, «Amanecer de agosto» está escrito en versos alejandri­ nos, como en la complicada, recargada época de los Poemas mágicos y dolientes, Laberinto y Melancolía. Los poemas de la segunda parte de E stío son a veces tris­ tes y desesperanzados: « ¡Con qué dolor volví atrás / tu hora, corazón sin paz! » (L. P., 150); «Estío, seco, ha venido. / El rosal — ¡todo pasó!— / ha abierto, tardo, en m is ojos / dos capullos de dolor» (L. P., 161); «¡Qué triste, ahora, hoja, / tu amarillo y el mío! » (L. P., 167); «Dirán los vientos: ¿Sin quién? / Y mi corazón: ¡Sin nadie!» (L. P., 183). El sentimiento de los poemas de E stío armoniza con las circunstancias reales de la vida amorosa del poeta. Zenobia le dio a Juan Ramón seguridad de su amor en 1915, pero inmediatamente le privó de su presencia; en agosto se mar­ chó a Navarra con su madre, doña Isabel. La ausencia de la amada determina el estado deprimente del poeta; pero no le embargan los sentimientos eróticos de que era presa al faltarle la mujer. Juan Ramón piensa siempre a la nueva amada pura y de ello deriva fuerza. En el primer poema de E stío la mujer amada está situada por encima de todas las mujeres. El poema se titula «Tú», pronombre que se refiere a Zenobia, en el que lleva su nombre, ya comentado, de Mo­ num ento de amor: «No quiero más que un oro y es el oro / que emanan tus sentidos inmortales. / ¡Solo tú, solo tú! Sí, solo tú» (L. I. P., 425-426).

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V ida y obra de Juan Ram ón Jim énez En el «Tú» de E stío la amada es blanca, plácida y casta: Pasan todas, verdes, granas... Tú estás allá arriba, blanca. Todas, bullangueras, agrias... Tú estás allá arriba, plácida. Pasan arteras, livianas... Tú estás allá arriba, casta. (L. P., 81)

La castidad de la amada le llena de serenidad: —La sombra que, dulce, sonríe a mi paz, y de azul traspasa mi amor inmortal; la sombra, agua pura de tu castidad.— (L. P., 103)

En la época en que Juan Ramón escribió estos versos le dijo a su amigo Juan Guerrero, refiriéndose a Zenobia: Ella es una muchacha que, claro, no diré que sea mejor que todas las demás, porque en el mundo hay muchísimas mujeres de valía, pero uno ha de hablar en relación con aquellas que conoce, y yo de cuantas he encontrado es la mejor —no sé si a los demás les gustaría, y esto me tiene sin cuidado—, pero a mí, sí. Es agradable, fina, alegre, de una inteligencia natural, clara, y que tiene gracia; esa gracia especial que se adquiere con los viajes, con la gran educación social del país norteamericano donde está educada; . .. 8.

Lo que más le admiraba era poder estar con Zenobia sin la preocupación sexual que le ocasionaban otras mujeres: 8 Juan Ramón de viva voz, págs. 35-36.

«Creí de nuevo en ella...»

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Entre nosotros los meridionales suceden cosas, por ejemplo, con la cuestión sexual, y es que constituye un problema que siempre está delante, que en ningún momento se prescinde de él, que siempre se piensa en ello, y con arreglo a esta manera de ser no se considera posible que un muchacho esté con una muchacha sin exponerse a algo resbaladizo, peligroso. Y con las personas educadas en aquel ambiente no es así, porque para ellas lo sexual es una de tantas cosas, pero nada más; no les ocupa por entero. (Ibid..)

Decía Juan Ramón que esta clase de personas podían estar junto a uno como camaradas, igual que un niño puede estar jugando con una niña. Este hecho de la vida real ilumina la obra, de nuevo van juntas la realidad y la poesía: en los nuevos poemas de amor, después del encuentro con Zenobia, la pureza y castidad de la amada vuelven a ser temas, y en un poema de E stío el poeta se avergüenza de los delitos amo­ rosos de otras primaveras. El poema pudiera estar relaciona­ do con el disgusto que le causó a Zenobia la lectura de La­ berinto: —El cielo se ha puesto sucio, de repente; ciegas pasan, malas nubes, todas las antiguas primaveras.— ...Ahora es cuando he cometido aquellas miserias viejas, ¡ahora que a ti, mujer única, te han hecho llorar de pena! (L. P., 109)

En su apasionamiento, Juan Ramón ha convertido en llanto el disgusto de la amada. En los poemas de E stío la expre­ sión es apasionada, pero no es erótica. La primavera huele a mujer; pero no con el aroma sensual y enervante de los jazmines de antaño. El olor de la mujer es inmenso y está sobre todos los demás; como en el poema «Eva»;

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Vida y obra de Juan Ram ón Jiménez ¡La primavera, placer! —Flores, flores, flores, flores.— Sobre todos los olores, ¡qué inmenso el tuyo, mujer! (L. P., 101)

El olor de la amada es sano y sencillo, igual para todos los que lo perciben: ¡La sana, la sencilla; eres como la rosa, que a todo el que la huele regala igual aroma! (L. P., 117)

En el segundo poema de la segunda parte de E stío, que es una exaltación de lo blanco, Juan Ramón traza la trayec­ toria de su pasión amorosa: su amor de la adolescencia, ca­ racterizado siempre en su poesía com o un am or blanco, es un blanco de inocencia, ciego, de ignorancia: Blanco, primero; de un blanco de inocencia, ciego, blanco, blanco de ignorancia, blanco...

La sensualidad es un veneno que oscurece lo blanco: Luego verdea el veneno; sus ventanas abre el cuerpo; lo blanco se pone negro.

El conflicto personal entre los deseos de pureza y la pasión erótica está representado en la tercera estrofa, en la oposi­ ción entre el viento y la brisa, y en la última la vuelta a lo blanco:

«Creí de nuevo en ella...»

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¡Guerra de noches y días! El viento mata a la brisa, la brisa al viento... La brisa torna, conquistado, el blanco; blanco verdadero, blanco de eternidad, blanco, blanco... (L. P., 148)

Puesto que los sentim ientos amorosos del poeta han de­ terminado el carácter de su obra, este poema expresa tam­ bién la trayectoria poética. El blanco de ignorancia de la primera estrofa corresponde a su primera dulce poesía de amor. El veneno que verdea está representado en la obra escrita en Moguer con predominio del elemento erótico, com o Libros de am or y la muy castigada y mencionada trilo­ gía Poem as mágicos y dolientes, Laberinto y Melancolía, ade­ más de algunos trozos en prosa de las Baladas para después. El vaivén de viento y brisa o guerra de noches y días sería el debatirse entre los sentim ientos que expresan estas obras y los de los poemas de tono recogido y religioso de los libros inéditos: A partam iento, La frente pensativa, Pureza, El silen­ cio de oro. La brisa que torna, el conquistado blanco apare­ ce a partir de los Sonetos espirituales. En E stío la palabra eternidad (blanco de eternidad) y la palabra infinito están asociadas con su amor: «—Eres ignorada, / eres infinita, como el mundo y yo—» (L. P., 90); «Sólo valdrán / las llamas del corazón / para nuestra etern idad» (L. P., 94); «Todo el día tengo, amor, / tu corazón en mis brazos / — ¡oh blanca flor infinita!—» (L. P., 107). Juan Ramón junta en estos poe­ mas lo divino y lo humano para expresar realidades interio­ res, calidades del espíritu. Muchos de los poemas de E stío se titulan «Jardín», palabra que Juan Ramón asoció con el amor desde Arias tristes, de 1903, hasta Laberinto, de 1910-

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Vida y obra de Juan Ram ón Jiménez

1911; pero los jardines de E stío tienen poco que ver con el paisaje exterior, son producto de su enaltecida concepción del amor: Te encontraré cien veces por las rosas y las estrellas, como yo quería que fueras tú, mujer, motivo de mi pasión divina y mi ilusión humana. (L. P., 176)

La totalidad del sentimiento amoroso y la intensidad de la pasión, que ha dejado de ser sólo de la carne, resuelven el conflicto del alma y el cuerpo, concebidos aún com o dos en­ tidades distintas, pero que mutuamente se purifican: « ¡El cuerpo tiene más hambre, / o el alma?...», se pregunta el poeta, y concluye: «Hastiado / el cuerpo, el alma es de oro; / el alma, el cuerpo es el áureo... / ¡Amor del alma y del cuerpo! » (L. P., 121). En el breve poema titulado «Epitafio de nosotros», la primera persona del plural se refiere al alma y cuerpo del poeta, que se transmutan espacialmente, el cuer­ po queda arriba y el alma abajo: Muertos tú y yo. Lo mismo que un día de esos vastos, con el suelo muy hondo, con el cielo muy alto. Amor, mi cuerpo arriba, tu alma, amor, abajo. (L. P., 163)

Para enaltecer su amor, el poeta se vale del concepto de la altura, que le permite sobrepasar los lím ites de lo terres­ tre humano. De su amada ha dicho en un poema ya comen­ tado: «Tú estás allá arriba, blanca». De su amor dice: «Más que amor de romance, / más que amor de milagro, / más

«Creí de nuevo en ella...»

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sin pareja, ¡más, / más alto!» (L. P., 115); y de sí mismo: « ¡Alto, lejos, lejos, alto! / ¡Solo yo por los espacios, / de mí m ism o reencarnado, / y de ti resucitado!» (L. P., 194). La orientación de la pasión amorosa es hacia los ámbitos del espíritu, Juan Ramón reitera su honda necesidad de poseer el amor en alma y cuerpo; pero aspira llegar así, por la po­ tencia total del ser, al ámbito infinito del espíritu: Lejos tú, lejos de ti, yo, más cerca de mí mismo; afuera tú, hacia la tierra, yo hacia adentro, al infinito. Los soles que tú verás serán los soles ya vistos; yo veré los soles nuevos que sólo enciende el espíritu. (L. P„ 186)

La luna ha perdido significado en la nueva visión juanramoniana. Para el fuego que lo consume, el sol es el símbolo exacto; al consumirse en las llamas del amor, su alma tam­ bién se purifica. La pureza atribuida a la amada en E stío es también atri­ buto del poeta. En «Canción alegre» se goza de ello: «Puro, fuerte, / en la dicha bella estoy; ...» (L. P., 87). En el poe­ ma 26 de la primera parte se atribuye blancura viva (L. P., 108), y el poema 34 expresa el bienestar que se podrá gozar en el corazón de la amada, cuya agua mitiga la pasión: ¡Qué bien se estará allá dentro, mitigada la pasión del estío con las frescas aguas puras de tu amor! (L. P„ 118)

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En el poem a 49 la carne es la grata casa del alma: «Jardín grato — ¡Alma m ía!— / de m i casa de carne; ...» (L. P., 133). En E stío la desnudez de la carne es un concepto positivo, aunque relacionado a la pasión. El poema 28 de la primera parte es de suma importancia en cuanto al devenir de la poesía juanramoniana: No os quitéis la pasión del momento. Que el grito de la sangre en los ojos os rehaga el sentido tierra, un punto, de fuego sólo, sobre el sol ígneo. ¡No! Ciegos, como el mundo en que miráis... lo visto, cuando veis lo que veis; tal vez con el instinto uno y fuerte, un momento vayáis hasta el destino. Tiempo tendréis después de alargar los caminos vistiendo, hora tras hora el desnudo bien visto. ¡Con qué segura frente se piensa lo sentido! (L. P., 110)

En la primera estrofa Juan Ramón usa la frase no os quitéis la pasión, refiriéndose a ella como una túnica, signi­ ficado que se confirma en la tercera estrofa, en los versos vistiendo, hora tras hora / el desnudo bien visto. La segun­ da estrofa del poema implica una visión distinta, percibida sólo por el autor, que instintivamente ha de llegar por ella a su destino.

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El concepto de la desnudez se ensancha en Estío. En el poema «Crepúsculo» el resplandor del astro está en él, aun­ que no lo vea, y lo que él siente es el dinam ism o de una des­ nudez única: ¡Siempre la desnudez única, en constante dinamismo, mandando imágenes plenas hacia lo desconocido! (L. P., 188)

Es significativo que Juan Ramón incorpore a E stío uno de los Poem as im personales, de 1911, titulado «Ahogada», en el que compara la desnudez de la mujer y el mar en térmi­ nos que nada tienen que ver con lo erótico: ¡Su desnudez y el mar! ¡Ya están, plenos, lo igual con lo igual! La esperaba, desde siglos, el agua, para poner su cuerpo solo en su trono inmenso. (L. P„ 129)

Según los dos versos finales del poema, se trata de Venus: « ¡Sabedlo, marineros: / de nuevo es reina Venus! »; pero se piensa que en el mes de agosto, mes que se menciona des­ pués del título, Zenobia está en la playa y Juan Ramón debe haber pensado en ella al incluir el viejo poema en la nueva obra. Aparte de la importancia de E stío en el plano de la signi­ ficación, el estilo ofrece importantes novedades. Como siem­ pre, la mina poética de Juan Ramón es inagotable, las nue­ vas imágenes surgen con la mism a facilidad que en la poesía

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de antaño, pero sin sentimentalismo y con mayor predomi­ nio del elemento emotivo intelectual que le da a los poemas un carácter hermético. Las imágenes de E stío encarnan con­ ceptos que sorprenden por su novedad, concisión y posibili­ dades de interpretación, como en la primera estrofa del poe­ m a «¡Sí!»: Dejé el sí que lo enterraran desnudo, porque estuviese siempre, siempre agujereando ¡hacia arriba! de la tierra de la muerte. (L. P., 137)

En la siguiente estrofa el sí es un tallo agudo, una áurea len­ gua perm anente. Algunas imágenes son inesperadamente opuestas, pero siempre leves: «Estaba encima y ausente / de todo, y todo, envolviéndole / el corazón transparente» («Mayo», L. P., 93). En este caso lo inesperado opuesto es en­ cim a y ausente y la levedad consiste en envolver un corazón transparente. De nuevo Juan Ramón contrapone conceptos inesperados y opuestos en estos otros versos del m ism o poe­ ma: «Su nieve / era inmortal y celeste. / Nevada del suelo al cénit.— » (ibid.); y en los versos finales: «Pasó, sin irse. Indeleble / y absorto, quedó el presente / mirando su huida, siem pre...» (ibid.). No es común asociar la nieve con la in­ mortalidad y el concepto m irando su huida es inesperado y novedoso, es un concepto del intelecto expresado con senci­ llez engañosa, por el léxico corriente que lo hace compren­ sible a cualquier lector. La sencillez de expresión continúa siendo característica de la poesía juanramoniana, aunque esta sencillez revista conceptos cada vez más hondos. El adorno sigue desapare­ ciendo del verso, en E stío casi no hay colores y hay menos

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oros que en Sonetos espirituales. En el poema «Otoño» el autor propone quemar las hojas secas y dejar solo el dia­ m ante puro, para incorporarlo al recuerdo, y concluye: «lo ardiente, lo claro, lo áureo, / lo definido, lo neto! » (L. P., 193). En E stío consta que el poeta está preocupado por su obra, com o si la felicidad en el amor pudiera ser un impedi­ mento para un logro indeterminado. Esta inquietud aparece en las dos partes del libro. En el breve poema 8 de la pri­ mera parte: ¡Mirto al vivir! ¡Sí, sí, gané lo conseguido! ...¡Pero he perdido lo que podía conseguir! ¡Mirto al morir! (L. P., 88)

y en el poema 95 de la segunda parte, cuya primera estrofa dice: ...Yo no sé cómo saltar desde la orilla de hoy a la orilla de mañana. (L. P., 187)

Pero Juan Ramón realizará, de hecho, el metafórico salto, al trasladarse de España a América para la consumación de ese amor del alma y del cuerpo que ha cambiado y renovado su vida y su poesía.

CAPÍTULO XX

EL DIARIO DE UN POETA RECIÉN CASADO. LA POESÍA DESNUDA

Madrid, 17 de enero de 1916. ¡Qué cerca ya del alma / lo que está tan inm ensam ente lejos / de las manos aún!... ... ¡Oh, qué dulce, qué dulce / verdad sin realidad aún, qué dulce! Con el mism o esmero que una novia prepara su ajuar, Juan Ramón preparó el suyo para el viaje a los Estados Uni­ dos a casarse con Zenobia. La atildada presencia del poeta y sus impecables modales distanciaban de él a los escritores menos cuidadosos de su persona. María Martínez Sierra recordaba que hasta doña Pura, la madre del poeta, solía decirle: — ¿De dónde le ven­ 1 J. R. J., Diario de un poeta recién casado, en Libros de poesía, página 209. (Abreviado a L. P. en el texto, seguido del número de la página.) La primera edición de esta obra apareció como sigue: Obras de Juan Ramón Jiménez. Diario de un poeta recién casado (1916), Ma­ drid, Casa editorial Calleja, Imprenta Fortanet, 1917. En 1948 el poeta publicó esta obra en América (Editorial Losada, Buenos Aires) y le cambió el título a Diario de poeta y mar.

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drá a mi hijo este atildamiento?, ya que una pequeñísima mancha en el saco —decía María— podía producirle sustos y contrariedades insospechadasz. Para el viaje a los Estados Unidos, Juan Ramón se com­ pró dieciocho camisas, quince calzoncillos, cinco pijamas, dos docenas de pañuelos y veinticinco pares de calcetines. Llevaba, además, siete pares de guantes, un traje de frac com pleto con tres chalecos, un traje de levita, un traje de chaquet, un traje de smoking, y otras levitas, chaquets, cha­ lecos y pantalones que hacían juego, un traje azul, un traje gris, un traje negro, un abrigo azul, dos abrigos grises, una docena de pares de calzado entre zapatos, botas y botines, y todo lo demás perteneciente al atavío masculino. Llenó un baúl, tres maletas, una sombrerera y una cuellera. Zenobia y su madre desembarcaron en Nueva York, el 15 de diciembre de 1915. Juan Ramón salió de Madrid rum­ bo a Cádiz el 21 de enero de 1916. Había hecho muchas veces el viaje de Madrid a Sevilla y de Sevilla a San Juan del Puerto, punto cercano a Moguer, donde siempre le espe­ raba su hermano Eustaquio. En enero de 1916, pese a que no era su estación favorita, iba inspirado, convirtiendo en poemas todas sus impresiones. Pocos días antes de salir de Madrid, hechos sus planes y seguro del amor de Zenobia, empezó a llevar un Diario poético que continuó durante el viaje. En el verso escrito en la trayectoria, la amada sigue siendo exaltada por su gracia y castidad: la vista de un al­ mendro en flor, tierna blancura casta, le recuerda al poeta la herm osura blanca del alma de la am ada3; la imagina más 2 Anécdota de María Martínez Sierra al responder en Buenos Ai­ res, en julio de 1968, a las preguntas por escrito de esta autora. 3 «Primer almendro en flor», poema con la nota «A Moguer, 21 de enero», en el Diario de un poeta recién casado, en Libros de poesía, página 220. Toda mención al Diario se refiere a esta obra.

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blanca y pura vestida de blanco en su traje de novia y re­ cuerda el vestidito blanco de niña y el rizo que ella le dio rien d o 4. En ella está toda la gracia de Sevilla. Juan Ramón llegó a Moguer el 21 de enero. Las relacio­ nes con su fam ilia habían mejorado durante los años de re­ sidencia en Madrid. Tal vez por ejemplo de Zenobia, siempre atenta y cariñosa con su madre, el poeta hizo a la suya, doña Pura, objeto de sus más tiernos cuidados, proveyendo para sus necesidades. La vuelta a Moguer le llenó de paz, disfrutó de nuevo de la blancura, la soledad y el reposo de su pueblo, de las mariposas blancas y del cementerio blanco que aún ejercía sobre él su extraño influjo. No se había olvidado de la muerte, la había postergado a causa del amor. El 27 de enero, de madrugada, Juan Ramón salió en co­ che de Moguer para coger el tren en San Juan del Puerto rumbo a Cádiz, a donde llegó el 28. El 29 embarcó en un vapor de la Compañía Trasatlántica. El viaje a América no le fue agradable, sentía la ausencia de la tierra. En los días nublados de lluvia y de tormenta, víctim a de las más confusas sensaciones, el mar le pareció tan aburrido y tonto como La Mancha, y el barco, un oso m al oliente. Mareado, hastiado, apenas se mezclaba con los pasajeros y al poner en el Diario sus impresiones de viaje, describió con dureza el incoloro paisaje marítimo: un mar d e olas de zinc y espum as de cal; un mar de zinc y yeso; un mar desorden sin fin, hierro incesante; azogue sin cristal; es­ p e jo picado de la nada; un cielo gris y blanco, seco y duro; un cielo d e yeso y zinc; una noche como una cerrada fosa; 4 «Duermevela», poema con la nota «En tren, a Sevilla, 27 de ene­ ro», en el Diario. El poema lleva como epígrafe dos versos de un ro­ mance popular: «(Vestida toda de blanco, / toda la gloria está en ella)», L. P., 226.

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un agua férrea como un duro cam po llano de minas agota­ das; un rumor inmenso, negro, duro y f r ío 5. Sus propias sen­ saciones fueron descritas del m ism o modo agrio. Sentía que le habían echado tiza en los ojos; que el mar y el cielo lo fundían en un solo blanco crudo. El sol se volvió un agujero naranja, el verde del mar, verdeuva. Decía que sentía frío en la nariz, en las orejas y en el pensam iento 6. El día antes de llegar a Nueva York quiso describir una «Llegada ideal» re­ cordando el mar de los lienzos de su amigo Sorolla, a quien dedicó el fragmento que acertó a escribir, en prosa, y que terminó angustiosamente maldiciendo el m ar igual, aburrido, soso, el eterno m árm ol negro veteado de blanco y el barco pesadote, oso m aloliente (L. P., 277). El poeta llegó a Nueva York el sábado 12 de febrero de 1916, aniversario del nacimiento de Abraham Lincoln. Zeno­ bia y su madre doña Isabel fueron a recibirle. El encuentro le alegró, le conmovió y le inquietó. Fue invitado a pasar ese fin de semana en casa del hermano mayor de Zenobia, José Camprubí, padre de los nietos que doña Isabel fue a conocer. José, que le llevaba ocho años a su hermana Zenobia, había hecho las veces de jefe de fam ilia en ausencia del padre, don Raimundo Camprubí. El poeta le pidió a José la mano de Zenobia, y él se la concedió. A José Camprubí Aymar la familia le llamaba Yoyo, co­ rrupción del diminutivo inglés de su nombre de pila, Joe. José era el hermano favorito de Zenobia por muy buenas razones: inteligente, comprensivo y fino, reunía en su perso­

5 Estas expresiones aparecen en la parte 2 del Diario titulada «El amor en el mar». (Darío había dicho en «Sinfonía en gris mayor», en Prosas profanas: «el mar, ... cristal azogado», y «cielo de zinc».) 6 «Sensaciones desagradables», fechado «6 y 7 de febrero» en el Diario, L. P„ 260-261.

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na las óptimas cualidades de carácter del español y el norte­ americano. Estaba bien relacionado en Nueva York por ra­ zón de su parentesco con la destacada fam ilia Aymar y por su profesión de ingeniero graduado de Harvard. Como tal, participó en la construcción del gran túnel de la ciudad, bajo el río Hudson. Por vía del matrimonio, emparentó con otra importante fam ilia norteamericana. Agnes Ethel Leaycraft, su mujer, descendía de comerciantes e ingenieros distinguidos. La fam ilia norteamericana de Zenobia acogió al poeta con cortesía, y doña Isabel, conmovida al fin por la constancia del pretendiente de su hija, consintió en la boda. El domin­ go antes de que se efectuara, Henry Shattuck, el amigo y albacea de los Camprubi Aymar que doña Isabel hubiera acep­ tado sin titubeos para marido de su hija, fue invitado a co­ nocer a Juan Ramón Jiménez, de cuya existencia y preten­ siones no había tenido noticias. La boda, íntima y sencilla, tuvo lugar el 2 de marzo en la iglesia católica de St. Stephen, número 142 E ste de la calle 29 de Nueva York, en presencia de la madre de Zenobia y los tres hermanos: José, Raimundo y «Epi» (Augusto), la prima Hannah Crooke, una tía y dos antiguas amigas de la familia. José y Hannah fueron testigos. La novia no vistió traje de bodas, sino un traje de calle hecho especialmente para la ocasión. Pasaron los dos primeros días de casados en el «National Arts Club», rodeados de flores y de gente. Se fueron a Boston a presentarle el novio a una infinidad de parientes y viejas amistades de Zenobia, residentes del Boston mejor y bien relacionados con la Universidad de Harvard. Fueron a Har­ vard un par de veces, pero Juan Ramón no quiso ser pre­ sentado a las personas em inentes de esa institución. En Har­ vard le regalaron seis libros sobre el profundo tem a de la inmortalidad, y como estaban en inglés, Zenobia anticipaba

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volverse loca si tenía que leérselos a su m arid o7. En Cam­ bridge visitaron los talleres de la Editorial Houghton & Mif­ flin, debido a que el poeta representaba a la casa Calleja de Madrid. Juan Ramón apreció el señorío de Boston y, sobre todo, el cuidado que ponían en conservar los cristales morados, malvas para él, de las antiguas casas coloniales; Henry Shattuck le habló del «Arts and Crafts Club», dedicado a conser­ var y enaltecer la artesanía popular, y el poeta pensó que en España se podía instituir algo semejante. Desde su con­ tacto con la Institución Libre de Enseñanza, que enaltecía lo popular neto, a Juan Ramón le interesaron las artes popula­ res. Pero la arquitectura de Boston no le fue amena; las calles mejores: Marlborough, Commonwealth y Newberry le parecieron tres tijeras paralelas de casas de chocolate, que el día alarga y encoge la n o ch es. El B oston nevado de a principios de marzo no le ofreció grandes atractivos al poeta amante de la belleza. Llegaron a un hotel que no les gustó, el Bellevue; se mudaron al Som erset, en la barriada mejor, cerca de la riachuela, hija de Carlos, es decir, el pequeño brazo del gran Charles River, que tanta gracia le hizo y des­ cribió en su Diario («Fililí»). Allí se sintieron más a gusto; pero en el torbellino de actividades en Boston tuvieron el primer disgusto. El poeta se alegró de regresar a Nueva York; pero de nuevo fueron a dar a un mal hotel, volvieron

7 Los datos sobre esta época de la vida del poeta y su mujer pro­ ceden de un diario «de bodas» de Zenobia cuidado por su sobrina po­ lítica Carmen Moreno Vergara, casada con Francisco Hernández-Pinzón Jiménez. La interpretación del contenido es de esta autora. Las fechas de las actividades del matrimonio, incluyendo las del viaje de regreso a España, son del diario de Zenobia. 8 «El mejor Boston», en la parte 6 del Diario, L. P., 513.

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a mudarse, y en el Van Rensselaer, en un sitio agradable de la calle 11, cerca de la Quinta Avenida, disfrutaron de rela­ tiva tranquilidad. Entre las visitas e invitaciones de familia­ res y amigos lograron poner orden en sus vidas. La escritu­ ra era la válvula de escape del poeta, al Diario pasaban las buenas y las malas impresiones que recibía; mientras tanto, Zenobia leía o traducía, le leía a su marido la poesía en inglés y él a veces a ella poesías en español, y com o ne­ cesitaba estar solo, su mujer lo dejaba solo, gustosa, para hacer la vida activa que para él no tenía importancia y para ella sí. Entonces Zenobia asistía a almuerzos, tés y reunio­ nes, o se iba de compras o al teatro con las amistades. Con su marido iba a museos, exposiciones y actos culturales. En los conciertos de la Orquesta Filarmónica de Nueva York oyeron tocar a Harold Bauer, a Pablo Casals y a Ignacio Paderewsky, y en sus andanzas por los círculos culturales se dieron con el crítico dominicano Pedro Henríquez Ureña y su mujer. La compañía del hombre de letras de su lengua le proporcionó solaz, salió con él y le recibió en el hotel va­ rias veces. Poco después de su llegada a Nueva York, Juan Ramón se había encontrado con otro español, el m úsico Enrique Granados, que estaba allí con su mujer para el estreno de su Goyescas en el M etropolitan Opera. La ópera se represen­ tó con éxito y pospusieron el viaje de regreso a España para dar una audiencia en Washington, razón que les obligó a tomar otro vapor que no iba directo. De Inglaterra salieron en un vapor inglés, el Sussex, que fue torpedeado por los alemanes el 26 de marzo de 1916. En Nueva York, Juan Ra­ món se enteró que Granados y su mujer, a bordo del vapor, perecieron ahogados. Después, ya en España, le contaron que Enrique se había tirado al mar con su mujer; por m iedo al mar, y al hacer su retrato, lo describió bueno, tím ido, lejano,

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tolerando angustiosamente su horror del mar, de Nueva Y ork abstracto, del hotel, del teatro, de la je n te 9. Zenobia y el amor se interpusieron entre Juan Ramón y la angustia durante la estancia en Nueva York. Le disgus­ taron algunos aspectos de la ciudad, pero sintió también su fuerza y poderío: ¡New York, m aravillosa N ew York! ¡Pre­ sencia tuya, olvido de todo!, escribió en el Diario, al regresar de B o sto n 10. La vida de los círculos sociales y culturales del lugar le desagradó, pero tampoco le gustaba en España. Los familiares y relaciones de Zenobia en Nueva York eran so­ cios de los mejores clubs, por ellos cenaban a menudo en el C osm opolitan Club y frecuentaban el Author’s Club, el Colony Club y el National A rts Club, todos los cuales le dis­ gustaban al poeta por los puros, las colillas y las bebidas de whisky que se consumían. El Author’s Club le recordaba el seco y polvoriento Ateneo madrileño. Detestaba las paredes llenas de retratos y autógrafos manchados y el porte descui­ dado de algunos escritores que se reunían allí, poetas de dé­ cim a clase, en su opinión, sin ningún aprecio de la poesía mejor. La decoración del Colony Club, donde a veces tom a­ ban el café, le daba fiebre, mucho más al enterarse de lo mucho que había costado. Le parecía m onstruosa la im ita­ ción del Trópico, el techo lleno de loros verdes, azules y amarillos y le parecía despreciable la clientela de viejas ricas, pintadas y coquetas del Cosm opolitan Club que asistían a todas las reuniones de los demás clubs. A Juan Ramón no le causó ninguna ilusión la ciudad de Nueva York. Los altos edificios del centro le estorbaban la visión amplia del cielo; de noche, los anuncios no le dejaban ver la luna; los domingos echaba de menos el tañido de las 9 «Enrique Granados (1917)», Españoles de tres mundos.

i» «De Boston a New York», fechado «17 de marzo, por la tarde», en el Diario, L. P., 304.

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campanas y hasta lamentó que el ruido de las máquinas no le dejara oír el trueno; las escaleras de incendio le parecie­ ron jaulas aprisionando la ciudad; le angustiaban los olores y los ascensores, y en las afueras las iglesias le parecieron de juguete. Con el tiempo, él y Zenobia descubrieron algu­ nos rincones plácidos donde sentir de lleno su felicidad: una pradera verde y silenciosa en Riverside Drive mirando al río, un camino a lo largo del Reservoir alejado del ruido, un bello cementerio judío, un banco en Washington Square bajo un árbol florido con pájaros en las ramas y en una ba­ rriada vieja, callada y acogedora; en la primavera iban allí todas las noches y se sentaban a leer bajo la magnolia en flor. En la primavera fueron a Filadelfia y a Washington. La capital le pareció al poeta la ciudad mejor. Visitaron los parques, monumentos y museos de ambas ciudades y volvie­ ron a Nueva York dispuestos para el viaje de regreso a Es­ paña a principios de junio. J. G. Underhill, amigo de la fam ilia Camprubí Aymar, tra­ bajó en Nueva York con Juan Ramón en la traducción de Platero y yo para publicarlo en inglés, pero el proyecto fra­ casó porque el traductor, de habla inglesa, no comprendía bien el carácter del libro. En un encuentro con Archer Hun­ tington, que invitó a Juan Ramón a visitar la Sociedad His­ pánica, que él dirigía, y le regaló unos cincuenta libros, se acordó publicar una antología de su poesía en vez de la ver­ sión inglesa de Platero, ya que el mism o Huntington había sido el promotor de la idea. El 7 de junio de 1916 Juan Ramón y su m ujer embarca­ ron en Nueva York de regreso a España. En el mism o vapor volvía doña Isabel Aymar de Camprubí. Una docena de fa­ miliares y amigos fueron a despedirles y almorzaron con ellos a bordo. El día estaba lluvioso y frío y el poeta no lamentó la partida. Vio desaparecer la ciudad con indiferencia. Entre

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las notas del Diario, escribió y no publicó este breve y elo­ cuente testim onio de la impresión que le causó Nueva York: ¿Por qué no se queda u sted aquí? Porque soy poeta y esto lo puedo contar, pero no cantar u. Pero la estancia de Juan Ramón en Nueva York, en una época en que su propia poe­ sía tomaba otros derroteros, simplificándose y volviéndose más concisa, le orientó, dándole consciencia de su verdadero camino. En los Estados Unidos el poeta de Moguer fue testigo de la gran renovación de la poesía en lengua inglesa y la nueva poesía coincidía en muchos aspectos con la propia. En 1916 el movimiento im aginista estaba en su apogeo. Encabezado en Inglaterra por Ezra Pound, pasó a América bajo el lide­ rato de Amy Lowell. Los im aginistas repudiaron la poesía fácil y sentimental del siglo xix; la antología de 1915, Some Im agists Poets, editada por Amy Lowell, contiene su mani­ fiesto: proclamaban la necesidad de usar el lenguaje común y, sobre todo, la palabra exacta; querían ritm os nuevos, li­ bertad en la selección de temas y se proponían, sobre todo, crear imágenes concisas, precisas y claras. El mejor poema im aginista de Amy Lowell, «Patterns», de 1915, incluido en su libro de 1916 Men, W omen and Ghosts, encarnaba estas ideas; pattern s era una imagen poética precisa para repre­ sentar la rigidez de la vida, el molde que im pide la natura­ lidad, ya sea en el adorno (su traje de brocado), ya sean las configuradas veredas de un jardín o el cruel diseño de la guerra que a la heroína del poem a le roba su amante para siempre. Como los im agists, Juan Ramón había abandonado el molde y el adorno para escribir una poesía natural, libre de toda sujeción, sostenida levemente por palabras exactas e imágenes precisas. 11 Inédito. En los archivos de J. R. J. en España.

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Entre los nuevos poetas norteamericanos, a Juan Ramón le llamó la atención Robert Frost, cuyos dos primeros libros, A B o y’s Will, de 1913, y N orth of B oston, de 1914, publica­ dos en Inglaterra, vieron la luz en los Estados Unidos en 1915. La lengua sencilla de Frost y la naturalidad de sus te­ mas, relatos directos de los trabajos, alegrías y aspiraciones de la gente del pueblo de la Nueva Inglaterra, le eran gratos, com o le fueron gratos, desde muy temprano, los poemas de Vicente Medina, que a veces usaba la lengua dialectal y tra­ taba líricamente los temas de la vida cotidiana del pueblo. Le gustó tam bién Vachel Lindsay y su poem a «The Congo. A Study of the Negro Race», publicado en la obra de este autor The Congo and Other Poem s, de 1914. El poema lleva­ ba instrucciones exactas de cómo modular la voz en la lec­ tura, y Juan Ramón y Zenobia lo leyeron con júbilo. E l ele­ m ento costum brista y el léxico del pueblo habían sido incor­ porados a la poesía lírica por Juan Ramón desde muy tem­ prano; no explotó esta vena porque el amor, pasión dominan­ te de su vida, dominó también la obra. Aun así, en la tra­ vesía a Cádiz, en un poema sobre la madre y la novia au­ sentes, incorporó los pregones del pueblo: ¡Do Jermaaaana!, ¡Violeeeetaa!, ¡Agüiiiita frejca! Mucho antes, en H istorias, de 1909-1912, había incorporado a la poesía el habla del pueblo. Su predilección por lo popular genuino determinó su incli­ nación a la nueva poesía norteamericana; la obra Spoon Ri­ ver Anthology, de Edgar Lee Masters, le impresionó honda­ mente. Esta obra, que hizo fam oso a su autor, era un poé­ tico epitafio de los pobres muertos de un cementerio de pue­ blo del Medioeste, que en los poemas de Masters vivían sus pobres vidas. De vez en cuando, Juan Ramón había hecho poéticos epitafios de los muertos enterrados en el cemente­ rio de su pueblo. En los días pasados con su fam ilia antes del viaje a los Estados Unidos visitó el blanco cementerio

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de Moguer, que le inspiró un poema que fue incluido en el Diario con el título: «A una mujer que murió, niña, en mi infancia»: Veinte años tienes en la Eres ya una mujer —¡qué Veinte años... ¡Te pareces bella y fría —qué pura!—,

muerte. hermosa eres!— a esta aurora ¡tierra y gloria! 12.

Las preocupaciones de Juan Ramón de carácter trascen­ dental encontraron también eco en la nueva poesía de Nor­ teamérica. Edna St. Vincent Millay se había dado a conocer por un extraordinario poem a m etafísico titulado «Renascen­ ce», que apareció en una antología de 1912, The Lyric Year. En «Renascence» la autora, finita, siente sobre ella el Infi­ nito y resucita de su poética muerte para sentir, apasionada­ mente, la inefable belleza de la creación. A Juan Ramón le gustó también la poesía de Edwin Arlington Robinson, cuyo poem a mejor, «The man against the sky», de 1914, es de ca­ rácter trascendental. Estos fueron los poetas que más le im­ presionaron; pero leyó a muchos más. En 1916 la revista Poetry, de Harriet Monroe, llevaba cuatro años de existencia y circulaba en los lugares que él frecuentaba. En Poetry, la primera revista de los Estados Unidos dedicada enteramente a la poesía, se publicaba la poesía nueva y ensayos y reseñas sobre los poetas y tendencias nuevas. Por mediación de Ezra Pound, su corresponsal extranjero, la revista publicó los pri­ meros poemas de Tagore en los Estados Unidos, y los pri­ meros poemas de Frost (en 1914), y los primeros poemas de William Carlos Williams (en 1913); allí salió el primer gran

12 Fechado «Moguer, 26 de enero», este poema lleva el epígrafe «Cementerio de Moguer» y aparece en la parte 1 del Diario, L. P., 224.

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poem a de Vachel Lindsay, «General W illiam Booth enters into heaven»; Marianne Moore envió a Poetry su primer poe­ ma en 1914, y P oetry fue la primera revista que publicó un poem a del entonces Thomas Stearns Eliot: «The love song of J. Alfred Prufrock». El certero juicio crítico juanramoniano no falló al influjo de la poesía extraña. Juan Ramón conocía y admiraba la obra de Poe y de Whitman. Durante la estancia en Nueva York conoció la obra de otros poetas de reputación bien es­ tablecida; pero, pese a ello, reaccionó negativamente a su poesía. Los poetas nuevos que a él le gustaron llegaron a ser fam osos o alcanzaron mayor fam a y los poetas viejos que le parecieron un poco falsos han sufrido vaivenes en la esti­ m ación de la crítica: Henry Wadsworth Longfellow, James Russell Lowell, m inistro en España antes de que naciera Juan Ramón, y m ejor crítico que poeta; W illiam Cullen Bryant, que pese a su gran vision de la muerte en «Thanatopsis», se distinguió más como periodista que como poeta, y el otro gran periodista y menor poeta, Thomas Bailey Aldrich. Sin embargo, a Juan Ramón le gustó y tradujo la poesía de Emily Dickinson, aunque en 1916, cuando la conoció, no se tenía la mism a consciencia de su personalidad poética como al publicarse la historia de su vida y su correspondencia en 1924 13, y al revisarse la obra a partir de 1930, centenario de su nacimiento. Sus sencillos versos anticiparon la nueva poe­ sía y sus tendencias neom ísticas le hacían pensar a Juan Ra­ m ón en Santa Teresa. Emily Dickinson se educó en un ambiente conventual, en un seminario de mujeres donde se celebraba la Navidad me­ ditando y ayunando; se dice que fue víctima de una pasión 13 Martha Dickinson Bianchi, The Life and Letters of Em ily Dic­ kinson, Houghton Mifflin Company, Boston & New York, 1924.

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amorosa truncada; le cantó a la vida, a la naturaleza, al amor, a la eternidad y a la muerte en términos directos, sen­ cillos y profundos. Le importaba la idea más que la rima y el adorno, y para la fecha en que Juan Ramón leyó su poesía andaba él por los m ism os caminos. En los Estados Unidos el poeta español amplió su cono­ cimiento de la obra de los autores de habla inglesa: leyó la crítica de Poe sobre sus contemporáneos, algunas cosas de Keats y la crítica de Tagore sobre Ratan Devi, pseudónimo del doctor Ananda Kentish Coomaraswamy, autoridad y pro­ tector de las artes orientales, recién llegado a la América sa­ jona. Juan Ramón y Zenobia asistieron a una comida en su honor en el National A rts Club. En tierra extranjera, Juan Ramón halló solaz en la lec­ tura de los bien conocidos versos de los poetas clásicos es­ pañoles en The Oxford Book of Spanish Verse, de James Fitzmaurice-Kelly, profesor de español de la Universidad de Liverpool. Pero leyó con disgusto algunas líneas sobre él en dicha obra, y los títulos adjudicados a algunos de sus poe­ mas. Zenobia dio en Nueva York con el libro, publicado en Oxford en 1913. Las últimas páginas contenían seis poemas de su marido, precedidos de selecciones de la obra de Darío, Manuel y Antonio Machado y Francisco Villaespesa. Azorín había actuado de mediador obteniendo perm iso de los poe­ tas españoles para que se incluyeran sus poemas. Cuando el libro se ordenó, Juan Ramón estaba en Moguer enfermo para siempre, en la opinión de los otros escritores de Madrid. Esta opinión influyó en Fitzmaurice-Kelly, que en las peque­ ñas notas biográficas al final de la obra, relacionaba a su modo de ver la vida y la obra del poeta: Juan Ramón Jiménez ... was bom at Moguer (Huelva). After passing through a pietistic phase, he studied painting, and be­ came a permanent invalid. Hence, no doubt, the gentle, concen-

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Vida y obra de Juan Ram ón Jim énez trated, and sometimes morbid sadness which pervades all his elegiacs from Arias tristes (1903) to Melancolía (1912)14.

A Juan Ramón le pareció la Antología lam en table1S. N i invá­ lido ni morboso, alentado por el amor verdadero, cruzó el océano, recorrió la América del Este llevado por su activí­ sim a Zenobia, la «Miss Rápida» del Diario, y con el espíritu y los sentidos liberados distinguió lo bello de lo feo: la rosa blanca llevada por la mano negra; los apuros de la recién nacida primavera, su adolescencia, su triunfante juventud; la serenidad de un cementerio de inmigrantes. El viaje a los Estados Unidos fue la fiesta de víspera o la víspera de la fiesta de su renacer como hombre y como poeta. Sosegado e ilusionado con volver a su tierra y con Zeno­ bia suya para siempre, el mar de regreso le pareció otra cosa, le pareció un aliado de su amor. Entonces le cantó al amor y al mar. El lunes 19 de junio desembarcó en Cádiz con su mujer. Como pasaban por Jerez en tren y el Puerto de Santa María quedaba cerca, pararon a visitar el colegio 14 «Notes», The Oxford Book of Spanish Verse, xiiith Century-xxth Century. Chosen by James Fitzmaurice-Kelly, F. B. A., Clarendon Press, Oxford, 1913, pág. 451. is Ver J. R. J., «‘Me siento azul’», fechado «New York, 3 de mayo», parte 3 del Diario: Antes de saber que el rubio y seco inglés lo decía de este modo, ya yo, que como el que lo dice y el que no lo dice, me había sentido azul muchas veces —no tantas quizá como supone Fitzmaurice-Kelly, que, en su lamentable The Oxford Book of Spanish Verse, me ha bautizado en azul de cromo y a su gusto cuatro poesías—, ... (L. P., 384-385).

Juan Ramón se refiere al hecho de que Fitzmaurice-Kelly le da títulos que no llevan originalmente a cuatro de las seis poesías de él inclui­ das en la antología: «Una noche», «Domingo de primavera», «Espinas perfumadas», «Hastío de sufrir», títulos que, en opinión del poeta, son azul de cromo, es decir, falsamente melancólicos.

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de San Luis Gonzaga, donde los recibió el padre Castelló, que era rector cuando él estudió allí. La fam ilia de Juan Ramón no conocía a Zenobia y fueron a encontrarla por todo el camino a Huelva: Eustaquio, su único hermano, y los sobrinos varones en La Palma; doña Pura, la madre, y su nieta, Blanca, en San Juan del Puerto; las hermanas, Ignacia y Victoria, con sus familiares, en Moguer. Zenobia recorrió el pueblo con su marido y fue a La Rá­ bida a visitar las viejas amistades. Los Jiménez le regalaron a los novios muebles y objetos de plata, y cuando se mar­ charon, las niñas de la familia, encariñadas con la nueva tía, lloraron de pena. A ella le agradó, le había gustado Moguer, aunque en la iglesia, el domingo, el pueblo la mirara con demasiada insistencia. Al marchar, le pareció herm osísim o el campo moguereño. El sábado 1 de julio el matrimonio llegó a Madrid; pero equivocada la fecha de su llegada, nadie fue a recibirles. Juan Ramón contaba con poder regresar a la Residencia de Estu­ diantes, pero tuvieron que irse al hotel de Roma. La prime­ ra visita fue a los padres de Zenobia; después, a las ofici­ nas de Calleja. Rafael Calleja se ocupó del matrimonio, les invitó a comer varias veces y le dio a Zenobia el encargo de traducir quince cuentos para agosto, pagándole por cada cuento treinta pesetas. Alberto Jiménez Fraud les fue a sa­ ludar al hotel y pudieron mudarse al cuartito de Juan Ramón en la Residencia, que le pareció a Zenobia un dormitorio de muñecas. En la apartada Residencia de Estudiantes volvieron a sentirse felices, Juan Ramón siempre se portaba más amable en la soledad. Durante los cuatro m eses de matrimonio pa­ sados en los Estados Unidos, llevando un ritm o de vida ac­ tiva a la que el poeta no estaba acostumbrado, tuvieron dis-

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gustos; Zenobia a veces se echaba a llorar, como cualquier otra mujer en sus circunstancias, pero se contentaban pron­ to; él era a veces una fuente de ternura y ella era siempre una fuente de comprensión. De vuelta a Madrid, cuando las cosas les iban mal, ella se iba a llorar a casa de su madre, a quien veía casi todos los días, se contentaban de nuevo, se amaban con ternura y ella le comprendía cada vez más. La estancia en la Residencia fue provisional. Buscaron casa. De vez en cuando se encontraban con las amistades para com er en el Café Gijón y por el Paseo de Recoletos. Veían a menudo al padre Castelló, que andaba por Madrid y les había enviado flores, y a Rafael Calleja y a Jiménez Fraud, que les brindó su piso para los m eses de verano que estu­ viera él ausente de Madrid. En el Café Gijón vieron al pintor Javier de Winthuysen y a Américo Castro, que andaba con Pedro Salinas, lector de español en la Sorbona a punto de terminar su doctorado en Letras en la Universidad de Ma­ drid. Veían mucho a un poeta nuevo, José Moreno Villa, cuyo primer libro de versos, Garba, publicado en 1913, gustó a Juan Ramón por sus recursos poéticos sutiles. Moreno Villa, seis años más joven que él, era de Málaga y se había educado con los jesuítas. A las dos semanas de estar en la Residencia, Juan Ramón y Zenobia se mudaron a un piso en Conde de Aranda, 16, cerca del Retiro. Empezaron la vida dom éstica con m il apu­ ros, con la casa a medio amueblar y acostándose a la luz de una vela. Lo único que tenían en abundancia era libros, por­ que en los Estados Unidos ambos se gastaron todos sus aho­ rros y al regreso a España tuvieron muy pocas entradas. Para mudar los libros de Juan Ramón de la Residencia necesitaron cuatro baúles y cinco cajas. Los pocos enseres de su pertenencia ocuparon sólo un baúl. Afrontaron la vida doméstica con los afanes y las delicadezas del que, por no

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tener, se esmera más. Doña Isabel Aymar de Camprubí les regaló la vajilla, cristalería y algunos muebles, y ellos se compraron cosas pequeñas, pero hermosas. Ya instalados, Zenobia empezó a escribir los cuentos para la casa C alleja16 y a ayudar a su marido con lo que iba a publicarle esa firma: una edición com pleta de Platero y yo, los Sonetos espirituales y el Diario de viaje, que iba a salir con el título: Diario de un poeta recién casado. Juan Ramón describió esta obra como una breve guía de am or por tierra, m ar y cielo y se la dedicó agradecido a Rafael Calleja. Las publicaciones de Calleja le aseguraban al matrimonio algunas entradas para el futuro, pero la situación económica presente estaba sin resolver. Por primera vez en su vida el poeta se preocupó por el dinero y Zenobia se angustió por las deudas contraídas. Su madre tuvo que hacerle un présta­ mo, y no sabían cómo iban a pagar el alquiler del piso que se vencía. En el momento de mayor desamparo, doña Isabel se les apareció con una carta que acababa de llegar de la Compa­ ñía Trasatlántica indemnizándoles por cuatro mil pesetas por una carga de cosas de bodega que trajeron de los Esta­ dos Unidos y se echó a perder en la travesía. E se fue el pri­ mer milagro, entre los muchos que iban a alumbrar sus vi­ das. Pagaron sus deudas y se hicieron regalos. Él le compró a su mujer una bandeja de plata y un cepillo de plata a su suegra. Su mujer le compró útiles para su despacho y, entre otras cosas, atendieron a las estanterías para los libros. Antes del mes, tranquilo ya, Juan Ramón escribió el prólogo w En el diario «de bodas» Zenobia menciona los títulos de los cuentos que escribió para Calleja: «El cuento que no tuvo fin», «Los tres osos», «El Rey del Río de Oro», «El gran rostro de piedra» y «La princesa ligera».

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para el Diario de un poeta recién casado, que llevaba, ade­ más, otro prólogo que el poeta debía a su mujer. E l primer prólogo del Diario, fechado en Madrid, 3 de setiem bre de 1916, tiene un tono de autoridad: N i m ás nue­ vo, al ir, ni más tejos; más hondo. Nunca m ás diferente, más alto siem pre. La depuración constante de lo m ism o ... El prólogo contiene un concepto antes cantado en el poema «Tarde», que perm ite apreciar si la obra es, o no es, dife­ rente; si es, o no es, más honda: «Tarde» De El silencio de oro (1911-1913)

Del prólogo al Diario (1916)

Cada minuto de este oro, ¿no es un latido inmortal de mi corazón, radiante por toda la eternidad? (TAP, 383)

En la tarde total, por ejemplo, lo que da la belleza es el latido íntimo de la caída idéntica, no el variado espectáculo externo; la exactitud del latido.

En la estrofa del poema se pregunta; en el Diario se afirma; en el poema el autor se refiere al oro de la tarde; en el Dia­ rio, a la tarde total, que implica una síntesis de colores, de horas, de elementos; pero en ambas obras se expresa el sen­ tim iento poético com o un íntimo latido del corazón ante la belleza del momento. En el Diario la expresión está depura­ da y va más hondo. El segundo prólogo del Diario, «Saludo del Alba», es una versión en español de la versión inglesa «The Salutation of the Dawn» del sánscrito, trozo favorito de Zenobia. Durante el noviazgo, cuando la alegría de ella le pareció a Juan Ra­ món frivolidad, él le recomendó en una carta que recordara las palabras de Leonardo da Vinci: Como un día bien em­ pleado da alegría al dorm ir, una vida bien usada da alegría al m o r ir 17, y ella le contestó: Me continúa gustando el Sr. i? «Cartas ...», Monumento de amor, núm. 6, pág. 169.

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Leonardo. ¿Y esta oración del S ánscrito?18; que era lo mis­ mo que decir: «Me es conocida la máxima, y aun otras, su amonestación está de más». Su madre le había enseñado, des­ de muy joven, a cuidar bien de cada día en un sentido más práctico que el de la poesía. El Diario de un poeta recién casado estaba proyectado en cinco partes correspondientes a la travesía; pero de regreso a España Juan Ramón añadió una sexta parte describiendo aquellos lugares y escenas de los Estados Unidos, más pro­ pios para contarlos que para cantarlos. Las seis partes del Diario son: 1.a, «Hacia el mar»; 2.a, «El amor en el mar»; 3.a, «América del Este»; 4 .\ «Mar de retorno»; 5.a, «España», y 6.a, «Recuerdos de América del Este». La primera parte, «Hacia el mar», fechada entre el 17 y 29 de enero de 1916, representa la trayectoria de Madrid a Cádiz, puerto de embarque. Comienza con el paso de Madrid a Sevilla por tren, seguido de la escala en Moguer y la vuelta a Sevilla para dirigirse a Cádiz, hasta la estancia en dicho puerto. La segunda parte, «El amor en el mar», de fecha 30 de enero a 11 de febrero, representa la reacción del poeta al mar, las sensaciones orgánicas desagradables. De no ir hacia el amor, el poeta preferiría la tierra. En el poem a «Noctur­ no» de esa parte le domina el hastío: « ¡Oh mar sin olas co­ nocidas, / sin ‘estaciones’ de parada, / agua y luna, no más, noches y noches!» (L. P., 251). La inmensidad del mar es su desnudez sola en el poem a «Mar» (L. P., 259). Hastiado del mar, su desnudez es tanta / que ya no es («Hastío», L. P., 264). El mar real le parece menos que el mar de su imagina­ ción en el poema aptamente titulado «Menos»: « ¡Todo es menos! El mar / de mi imajinación era el mar grande; ...»

is Ibid., núm. 3, pág. 172.

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(L. P., 257). Del m ism o modo, en la tercera parte del Diario, titulada «América del Este», cuya primera fecha es febrero 20 y la últim a junio 7, ya a bordo del vapor en que regresa a España, expresa un breve desencanto con la realidad del amor consumado, desencanto natural, considerando la enor­ midad de su ideal amoroso. Este sentim iento está en un poe­ m a escrito en Nueva York el 25 de marzo, tres semanas y dos días después de la boda: Sí. Estás conmigo ¡ay! ¡Ay, sí! Y el peso de tu alma y de tu carne sobre mi carne, no me deja correr tras de tu imajen — ¡aquellos prados de rosales granas, por donde huías antes, de donde a mí viniste, suave!—; aquella imajen tuya, inolvidable, aquella imajen tuya, inesplicable, aquella imajen tuya, perdurable como la mancha de la sangre...

(L. P., 310) Zenobia sigue siendo el amor del alma y la carne, el poeta dice: el p eso de tu alma y de tu carne; pero dice también: sobre m í carne, excluyendo su espíritu, que es su modo de referirse a la experiencia sensual del amor consumado. La comparación en el último verso armoniza con esta interpre­ tación. Pero el desencanto es breve, con su característico arraigo en la realidad, Juan Ramón deja a un lado lo iluso­ rio y se acoge a la realidad del amor: la amada verdadera es pobre en su desnudez; pero es su amada real, enaltecida en el poem a que sigue: Tus imájenes fueron, tus imájenes bellas, gala fácil de aquellos verdes campos—,

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¡tus imájenes fueron ¡ay! las que hicieron, sin mí, locas, lo malo! Tú, la tú de verdad, eres la que estás aquí —pobre, desnuda, buena, mía—, a mi lado. (L. P., 312)

Los dos poemas, el del desencanto y el de la aceptación, están relacionados. En el segundo poema la mujer por él imaginada, gata fácil / de aquellos verdes campos, tiene que referirse a esa concepción de la mujer que le llevó a paro­ xism os sensuales, ya que en los dos versos que siguen dice que ellas hicieron lo malo y en su poesía Zenobia no le oca­ siona pensamientos malos. Tú, la tú de verdad será entonces la m ujer verdadera, la amada verdadera: Zenobia; es decir, la concepción abstracta y la mujer concreta que ella encar­ na. Los calificativos desnuda y m ía relacionan el sentimiento de este poema con el del poem a anterior del amor consuma­ do; el adjetivo buena enaltece a la amada desnuda y el adje­ tivo p obre indica destitución y sencillez: carente de atribu­ tos sensuales y de todo adorno. Mujer, amor y poesía están ligados en ambos poemas, ya que las imágenes o percepcio­ nes del poeta pasan a ser las imágenes literarias de su poesía. En otro canto a esta amada desnuda y sencilla, en la ter­ cera parte del Diario, Juan Ramón anticipa que por ella ha de llegar al secreto del centro del mundo: Cuando dormida tú, me echo en tu alma, y escucho, con mi oído en tu pecho desnudo, tu corazón tranquilo, me parece que, en su latir hondo, sorprendo el secreto del centro del mundo. (L. P., 332)

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El poeta sigue pensando a la amada en términos del alma y del cuerpo una vez poseída. En el poema «Berceuse» se ve este sentimiento, y en la variante de este poema, que quedó inédita: Boston 16 de marzo «Berceuse» No; dormida no te beso. Tú me has dado tu alma con tus ojos abiertos — ¡oh jardín estrellado!— a tu cuerpo. No, dormida no eres tú... No, no, ¡no te beso! —...Inñel te fuera a ti si te be­ sara a ti... No, no, no te beso...— (L. P., 298)

(Variante) No, no eres tú, dormida. Tú te me has entregado en alma y cuerpo y te he tomado yo, en el mundo que, dichosos, veíamos a un tiem­ po. Tú te me has entregado a mí despierta, con tus ojos de par en par abier­ tos. ¿Quién eres, di, quién eres dormida? No, no eres tú, yo no te siento a ti por este mundo que no vemos a un tiempo. No, no eres tú, dormida, con tus ojos cerrados. No te b eso I9.

El poema inédito ilumina el édito. Juan Ramón opta en el amor por el mundo de él y de la amada y por la realidad de la entrega consciente, concepto que no se deja ver en el her­ m ético poem a édito más leve y conciso, en el que la expre­ sión queda reducida a lo esencial: la redundante «con tus ojos de par en par abiertos» pasa a ser «con tus ojos abier­ tos», y es em bellecida con la imagen «— ¡oh jardín estrellá­ is En los archivos de J. R. J. en España.

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do!— ». Además, el explícito: «te me has entregado en alma y cuerpo», «te he tomado yo», «te m e has entregado a mí», desaparece y en su lugar queda el poético y sugerente: «Tú m e has dado tu alma / con tus ojos abiertos ... / a tu cuer­ po». También desaparecen las frases interrogativas, quedan­ do solamente las afirmativas y en vez de la explicación: «yo no te siento / a ti por este mundo / que no vemos a un tiempo», el poeta pone puntos suspensivos, denotando una omisión y sintetiza el concepto que estas frases encierran: (tú perteneces al mundo de lo real, tu realidad es mi amor) «— ...Infiel te fuera a ti si te besara / a ti...». El «No, no, / no te beso...— » de los versos finales del poema édito, es más artístico que el «No te beso» del poema inédito, porque re­ presenta la vacilación del poeta y deja en suspenso la acción. En otro poema a la amada dormida, de la tercera parte, el poeta se afirma en su amor total y verdadero: Ahora, que estás dormida puedo, solo, adorarte, sin serme, con tu parte, mi fe correspondida. ¡Qué bien, dar uno, entero su afán, sin recompensa! Ésta es la vida inmensa, el amor verdadero! (L. P., 366)

El poema se titula «Serenata espiritual» y en él su autor continúa atribuyéndole a la m ujer amada atributos de blan­ cura y pureza: ¡Qué bien, ver la hermosura que copia lo infinito en el blancor bendito de esta tu ausencia pura; ... (L. P„ 367)

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E l depurado sentimiento poético de Juan Ramón se pue­ de apreciar en el poema a Rubén Darío, escrito con motivo de su muerte, ocurrida el 8 de febrero de 1916. El poem a está incluido en la tercera parte del Diario, el discípulo se enteró de la triste noticia durante el viaje a Nueva York, en alta mar, y fechó el poema en esta ciudad el día antes de su matrimonio, usando como epígrafe los dos últim os versos de una estrofa de «Yo soy aquel que ayer no más decía ...», el fam oso poema de Cantos de vida y esperanza de Darío; ver­ sos que subrayamos a continuación: Mi intelecto libré de pensar bajo, bañó el agua castalia el alma mía, peregrinó mi corazón y trajo de la sagrada selva la armonía.

La sagrada selva del poema de Darío es el bosque ideal que lo real complica, donde el cuerpo arde y vive y Psiquis o el alma, vuela. La armonía, en el caso de Darío, es la poesía na­ cida de la pasión del cuerpo y del alma, como en el caso de Juan Ramón, y su selección de los dos versos de Darío refle­ ja su consciencia de ello. El poema de Juan Ramón a la muerte de Darío está dividido en cuatro partes marcadas con números romanos, división que corresponde a la que Darío usó en «Los cisnes», cuatro poemas bajo este título dedicados a Juan Ramón, que constituyen una parte de Can­ to s de vida y esperanza, libro de cuya publicación se ocupó éste. En «Los cisnes» Darío junta lo erótico y lo divino. Dice Pedro Salinas en su incomparable estudio La poesía de Ru­ bén Darío: «La beldad y la belleza, Leda y su hermosura, serán alcanzadas, poseídas, merced a esta incorporación del poeta en el cisne. Lo que el cisne significa es el símbolo hasta ahora más bello que encontró el poeta de la realización del

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anhelo erótico posesivo» 20. Sin aludir abiertamente al carác­ ter erótico de la poesía de Darío, Juan Ramón se refiere a ello en la segunda parte: Lo que él, frenético, cantara, está, cual todo el cielo, en todas partes. Todo lo hizo fronda bella su lira. Por doquiera que entraba, verdecía la maravilla eterna de todas las edades. (L. P., 291)

La tercera parte del Diario contiene las impresiones del poeta ante la avasalladora América del Norte, sobre todo, Nueva York. De los cien trozos que componen esta parte, cincuenta y seis están en prosa y cuarenta y cuatro en verso. El verso y la prosa están mezclados desde la primera parte del Diario, en la que aparecen un aforism o y un pequeño trozo titulado «De la guía celeste», en prosa, en la que el poe­ ta cita y amplía versos de Álvarez de Villasandino, poeta del Cancionero de Baena que cantó a Sevilla enalteciéndola y comparándola con el Paraíso. La segunda parte del Diario, com puesta de treinta trozos, incluye cinco en prosa. En la tercera parte Juan Ramón describe en prosa lo más exterior: túneles, paisajes fríos vistos desde la ventanilla del tren, un entierro, una casa colonial, las iglesias, los cementerios, los olores insoportables, las escaleras de incendio, la tormenta, los anuncios que no le dejan ver la luna, su paso de noche por la ciudad, su estancia en los pueblos cercanos, los ama­ neceres y atardeceres difíciles. El contenido de estos trozos corresponde a la percepción real del poeta y es de notarse que no hay distorsión de la realidad pese a su feliz disposi­ 20 Editorial Losada, Buenos Aires, 1948, pág. 99.

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ción. En plena luna de miel, Juan Ramón pudo haber dota­ do al paisaje de elem entos amables, pero las ciudades del Este de los Estados Unidos que él conoció entre febrero y abril de 1916 estaban cubiertas de nieve y desprovistas de todo verdor: Blanco y negro, pero sin contraste. Blanco su­ cio y negro sucio, dice en su Diario («Túnel ciudadano», L. P., 296). Este blanco y negro hace un papel importante en las descripciones juanramonianas: Abajo, la nieve en todo, dejando fuera piedras y casas ne­ gras. Negros los árboles secos; negro el retrato de los cielos en los redondeles liquidos que va teniendo la riachuela al deshe­ larse; negros los puentes, ... El humo y la nieve lo ennegrecen todo por igual, ... Todo es confuso, difuso, monótono, seco, frío y sucio a un tiempo, negro y blanco, es decir, negro, sin hora ni contajio. (Ibid., L. P., 296, 297)

Esta visión corresponde a la estancia en Boston en el mes de marzo. El negro y el blanco son los colores predominan­ tes de otra descripción que corresponde al trayecto «DeBos­ ton a New York», según lo indica el título: El sol poniente, claro y frío, alumbra, entre los negros tanos —tronco de hierro y hoja de cobre— ...

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Finos álamos blancos, en hilera infinita. (L. P., 301) Todo blanco. —El sol muere.— Blancos difíciles, impintables, ¡oh Claude Monet! Blancos de todos colores. (L. P., 302) Calvas piedras negras en la nieve blanca. Calvos islotes de nieve blanca en la deshelada agua negra. (L. P., 303)

La nieve no está em bellecida porque no es bella a la vista. Juan Ramón la describe inm ensa y dura; desierto de nieve m alva (L. P., 301, 303). Algunas de las imágenes empleadas

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en esta descripción «De B oston a Nueva York» parecen en­ carnar este desagradable contraste que la vista percibe: El cielo sin sol parece el suelo; el suelo sin sol parece el cielo. (L. P., 302) La luz fría se hace invisible a fuerza de esaltarse. El bosque negro se hace invisible a fuerza de esconderse. (L. P., 303)

En el párrafo a continuación, de ese m ism o trozo, la compa­ ración de las estrellas con las moscas y la repetición al con­ trastar tres elem entos en cada frase acentúan el negativismo del sentimiento del poeta: ...estrellas, como las moscas, imas veces fuera, otras en el techo del vagón, sobre el cielo, otras dentro, en el cielo, sobre el techo del vagón. (L. P., 304)

Debido a la carencia de elem entos naturales amables a los sentidos, en esta prosa juanramoniana irrumpen expresiones descriptivas nuevas, algunas caricaturescas con rasgos su­ rrealistas: Abriéndose sobre la nieve, la tarde, como una inmensa media naranja, lo gotea todo, ... («Fililí», L. P., 299) ... abiertos los ojos al cielo ... al sol poniente que, como un caramelo grana, se pierde poco a poco tras la niebla ... («Día de primavera en New Jersey», L. P., 376). ... las iglesias, ... acechan echadas —la puerta abierta de par en par y encendidos los ojos—, ... («Iglesias», L. P., 316) New York, el marimacho de las uñas sucias, despierta. («¡Viva la primavera!», L. P., 361) La luna ojerosa de primavera mojada, el eco y yo. («Alta no­ che», L. P., 364) Sus tumbas se derraman, ... como una luna hecha pedazos, ... («Cementerio alegre», L. P., 381)

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Vida y obra de Juan Ram ón Jim énez Salida dura y fría, sin dolor, como una uña que se cae, seca, de su carne; ... («Despedida sin adiós», L. P., 422)

Cuando la percepción es dulce, y esto ocurre a los primeros atisbos de la primavera, las cosas mejores son comparadas con una m ujer desnuda. En el poema titulado «Ocaso de entretiempo» el paisaje es dulce com o una mujer que va a acostarse, un poco / cansada, p o r la tarde (subrayamos): fuerte aún en la pálida ternura en que está ya, de su sencillo desnudarse. (L. P., 286)

La primavera que se acerca es una mujer que va «en el taxi, desnuda, a sus sports» («Physical culture», L. P., 293); por la mañana, los rayos del sol que vienen en su ayuda «la sacan desnuda y chorreante» porque ha estado «bañándose en la luna nueva» (« ¡Viva la primavera! », L. P., 361); después está «■desnuda y fuerte, en Washington Square» (ibid., 362). La graciosa riachuela de Boston quiere mostrarle «su cuerpo de cristal ... que no ha querido sacar, ¡perezosa! de la cama de la nieve» («Fililí», L. P., 299). El verso aumenta y disminuye la prosa cuando el poeta disfruta de mayor serenidad de espíritu. En la cuarta parte del Diario, titulada «Mar de retorno», treinta de los cuarenta y un trozos que la componen son poemas. El mar hace un papel principal en esta parte, Juan Ramón describe sus co­ lores cambiantes de acuerdo a la hora o a su estado violento o en calma y le asigna al mar un sim bolism o positivo que no depende de su apariencia sino de sus cualidades intrínse­ cas: de su plenitud, de su ardiente y frío dinam ism o, de su soledad, de su eternidad. El mar es comparado a un árbol:

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La poesía desnuda de pie siempre en ti mismo, árbol de olas, y sosteniendo en tu agua todo el cielo! («Mar despierto», L. P., 445)

Aparentemente, el amor no es el tem a predominante de esta cuarta parte del Diario; pero muchos de los poemas ex­ presan el bienestar del autor que en la vida real tiene que ver con su nuevo estado. E ste positivo bienestar aparece expresado con el ya usado símbolo de la luz y la llama, rela­ cionando el oro con ellos, com o lo hiciera en los Sonetos espirituales. En «Oro mío», del Diario, un poema que Juan Ramón dedicó a Manuel Machado, el oro lo transmuta: Vamos entrando en oro. Un oro puro nos pasa, nos inunda, nos enciende, nos eterniza. (L. P., 459)

El alma se quema y se purifica: ¡Qué contenta va el alma porque torna a quemarse, a hacerse esencia única, a trasmutarse en cielo alto! (Ibid.)

En esta estrofa el espíritu (esencia única) y el espacio (cielo alto) están equiparados. El fuego de la purificación afecta la expresión, la lengua: ¡Ay, que torno a la llama, que soy otra vez ya la lengua viva! (Ibid.)

En la primera y tercera estrofa de este poema Juan Ramón usa la primera persona del plural, refiriéndose así, como acostumbra, a sus dos entidades: la espiritual y la corpórea;

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en la tercera estrofa (no citada) siente el alma libre: «el sol, más de oro, / nos libra el alma», y en la últim a estrofa, como en una reintegración del ser, usa la primera persona del singular: «que torno a la llama, / que soy otra vez ...». En dos breves poemas de la cuarta parte, mar y amor se juntan para expresar conceptos amplios y hondos. En el primero, titulado « ¡Desnudo! », el mar está representado sin otros atributos que su esencia, es un m ar desnudo como el am or desnudo: [Desnudo ya, sin nada más que su agua sin nada! ¡Nada ya más! Éste es el mar. ¡Éste era el mar, oh amor desnudo! (L. P., 427)

En el otro poema titulado «Todo» y dedicado «(Al mar y al amor)» se exalta la posesión de ambos. Juan Ramón conocía el mar desde su niñez, sin haber viajado por él o estado en él. Está en él al ir en busca de la amada y regresar con ella y este hecho le da al mar su verdad, lo exalta y le hace un sím bolo que habrá de ser parte inseparable de la poética juanramoniana. Entonces el mar se asocia a los castos re­ cuerdos de la infancia y, pese a su furor, es enaltecido, como ocurre en el poem a «Niño en el mar» de la segunda parte del Diario, en el que el mar, como símbolo del corazón, es lo verdadero, y no el mar sin fondo, de hierro, que le tras­ torna: ¡Oh corazón pequeño y puro, mayor que el mar, más fuerte en tu leve latir que el mar sin fondo, de hierro, frío, sombra y grito!

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¡Oh mar, mar verdadero; por ti es por donde voy —¡gracias, alma!— al amor! (L. P., 272-273)

En el viaje de retorno el mar y el amor contribuyen a la ver­ dad del poeta: «Verdad, sí, sí; ya habéis los dos sanado / mi locura» (L. P., 470), que ahora conoce lo que antes igno­ raba: «El mundo me ha mostrado, abierta / y blanca, con vosotros, / la palma de su mano, ...» (ibid); entonces el poeta se siente posesor del mar con el amor: ¡Tú, mar, y tú, amor, míos, cual la tierra y el cielo fueron antes! ¡Todo es ya mío ¡todo! digo, nada es ya mío, nada!

(Ibid.) Nada es ya del poeta porque la percepción total y la pose­ sión total implican también una entrega total, en la vida o en la poesía; por eso el corazón, antes llamado m ar verda­ dero, y el mar verdadero, se confunden: «Entran, salen / uno de otro, plenos e infinitos, / com o dos todos únicos» («No sé si el mar es, hoy ...», L. P., 469). En la tercera parte del Diario Juan Ramón compara la primavera con una mujer desnuda, para enaltecer su gracia; pero la desnudez sigue significando lo esencial en otras par­ tes de la obra. En el poema «Soñando», de la primera parte, refiriéndose a una secreta joya que un niño lleva en las ma­ nos, dice: «Casi vem os lucir sus dentros de oro / en desnu­ dez egrejia ...» (L. P., 215), y al decir adiós le parece «que la tarde ¡una lágrima! se tiende / desnuda, inmensamente», tras él, por retenerle (L. P., 233). En la cuarta parte del Dia­ rio, la m úsica desnuda, armonía de la tarde y la ola, le per­ fuma el cuerpo hecho alm a («¿...?¡>, L. P., 464). Ola y mar

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sirven para ponderar el amor filial en el poem a «Madre» de la quinta parte del Diario, que corresponde al regreso a Es­ paña: Te digo al llegar, madre, que tú eres como el mar; que aunque las olas de tus años se cambien y te muden, siempre es igual tu sitio al paso de mi alma. (L. P„ 492)

De este mom ento en adelante el mar será un símbolo que hará un papel muy importante en su poesía, el mar será creación del poeta: ahora parecerás ¡oh mar distante! mar; ahora que yo te estoy creando con mi recuerdo vasto y vehemente. («Elejía», L. P., 502)

La quinta parte del Diario consta de doce poemas y ocho fragmentos en prosa, y la sexta y últim a parte, con los re­ cuerdos de la América del Este, está toda en prosa, a excep­ ción del primer trozo, traducción de tres breves poemas de la obra de Emily Dickinson The Single Hound. El contenido de la últim a parte consiste mayormente de descripciones caricaturescas de lugares y personas de los Es­ tados Unidos; puesto que Juan Ramón incluye com o traduc­ ción única de la poesía norteamericana los poemas de Emily Dickinson y las traducciones corresponden, no a encargos, como en el caso de las que vieron la luz en Helios y en el libro de Diez Cañedo La poesía francesa m oderna, sino a la propia voluntad del autor, es justo asumir su afinidad con la obra de esta autora. The Single H ound está com puesto de ciento cuarenta y seis poemas cortos y, en opinión de Amy Lowell, este es el

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libro más representativo de la autora, a quien considera pre­ cursora de los Im a g ists21. Indiferente a las reglas del ritmo y la m étrica y en una lengua que se ha dicho ser com o la que usaba al hablar, la poesía de esta mujer encam a un mundo de sabiduría y de honduras m etafísicas libre de toda rigidez ortodoxa, porque concebía a la Deidad de un modo particular. Juan Ramón hubiera sido su perfecto traductor al español, a juzgar por las traducciones que aparecieron en el Diario, en las que el verso de arte menor de Emily Dickin­ son adquiere añejo sabor español. Juan Ramón escoge las equivalencias con envidiable precisión, siguiendo casi al pie de la letra los versos de la autora. El primer poema de los tres traducidos contiene una alteración mínima en el orden de los dos últim os versos: The Single Hound II The Soul that has a Guest, Doth seldom go abroad, Diviner Crowd at home Obliterates the need. And courtesy forbid A Host’s departure, when Upon Himself be visiting The Emperor of Men!

El mastín solo II El Alma que tiene Huésped rara vez sale de Sí. Más Divina Compañía quita la necesidad; y cortesía prohíbe que salga de Él el Señor, mientras el Rey de los Hombres está de visita en Él. (L. P., 507)

La alteración del orden de los dos últim os versos enriquece la versión española. En la traducción del poema que sigue 21 «Amy Lowell, who hailed Emily as a precursor of the Imagists, valued ‘The Single Hound’ more than all three earlier volumes put together—finding Emily more fully in ‘The Single Hound’.» «Intro­ duction», The Poems of Emily Dickinson. Edited by Martha Dickinson Bianchi and Alfred Leete Hampson, Centenary Edition, Little, Brown, and Company, Boston, 1936, pág. IX.

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Juan Ramón altera también levem ente los dos ultim os ver­ sos, pero en este caso mejora la estrofa, corrigiendo lo que parece ser un descuido de la autora, aunque no por ello des­ merezca su poema: XXVII

XXVII

The gleam of an heroic act, Such strange illumination— The Possible’s slow fuse is lit By the Imagination!

¡Resplandor de un acto heroico 1 ¡Qué estraña iluminación! —La mecha lenta del Puede prende en la Imajinación.—

(Ibid.) En la versión inglesa, la frase verbal is lit del tercer verso pudo haber caído al principio del cuarto, suavizando la rima; al traducirla, Juan Ramón la coloca en el cuarto verso: pren­ de, conservando el ritmo octosilábico. La aparente afinidad de Juan Ramón con la poesía de Emily Dickinson, con su honda percepción de lo que le ro­ dea, anticipa la orientación de la nueva poesía juanramoniana. En la cuarta parte del Diario el poema «Sol en el cama­ rote», por el título y el contenido, anuncia su más clara per­ cepción de la realidad. El poema está precedido por una ex­ plicación que raya en ingenua: «(Pensando mientras me baño, viendo, por el tragaluz abierto, el mar azul con sol, y cantando, luego, toda la mañana.)» No más soñar; pensar y clavar la saeta, recta y firme, en la meta dulce de traspasar. Todo es bueno y sencillo; la nube en que dudé de todo, hoy la fe la hace fuerte castillo.

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Nunca ya construir con la masa ilusoria. Pues que estoy en la gloria ya no hay más que vivir. (L. P., 428)

La bondad y la sencillez han sido las virtudes más exal­ tadas por Juan Ramón desde su conocim iento de Zenobia. Estas cualidades son las de la amada de verdad, de la que ha dicho en sus versos: pobre, desnuda, buena, mía, por ella está en la gloria. Los caminos de la gloria han sido los del amor, caminos laberínticos al final de los cuales percibía antes a la mujer desnuda en una falsa y sensual desnudez que poco tenía que ver con su bondad y su sencillez. Duran­ te su estancia en Moguer, cuando privado de un amor ver­ dadero le obsesionó la idea de la mujer desnuda, escribió: En la adolescencia, cuando el placer carnal es todavía un m isterio, la m ujer —lo oculto de la m u je r— se aparece com o una fronda enmarañada, confusa, sin fin, un laberinto perdi­ do, entre las som bras de sus vestidos, de nuestros sueños. Viene después la realidad, se analiza el placer; se hace un análisis detenido de la m ujer desnuda: la cabeza, los brazos, las rodillas, los pies, el cuello, las piernas, los hom bros, los m uslos, debajo de los brazos, los senos, el vientre, la espal­ da, las caderas, la p elvis... y se em pieza otra vez. AUi está todo, no hay duda; aquello tiene fin; no es tam poco un la­ berinto. E ra un desierto p rotejido por la som bra. Y viene la desilusión. ¡Porque el placer era una cosa convexa! («Ideas líricas», P. P., 448-449). Entonces le pareció que el amor de la mujer cultivada era el placer más completo: La m ujer cul­ tivada, recoje la ilusión de nuestra carne con alma, y la goza y la com plica y la devuelve, en esos instantes en que vem os países ideales a través de unos ojos apasionados, instantes que son com o una pasajera realización de lo eterno, en que

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nos suspendem os sobre la vida (ibid., 452). Pero en el Diario de un poeta recién casado no hay ninguna descripción, defi­ nición o referencia al placer de la carne porque el amor ver­ dadero no era cosa del alma o del cuerpo, separadamente, sino cosa del alma y del cuerpo en síntesis indivisible y mu­ tuam ente purificadora. Después del poema de aceptación de la realidad del amor: Tú, la tú de verdad, / eres la que estás aquí —pobre, desnuda, / buena, m ía —, a m i lado, hay otro que empieza: Todo dispuesto ya, en su punto, para la eternidad. (L. P., 315)

E ternidades se llamó el libro del que fue Prólogo el Diario de un p o eta recién casado. Dedicado sencillam ente «A mi mujer», lleva un lema: «Amor y poesía cada d ía»22. El quinto poema de E ternidades es el fam oso poem a de la poesía desnuda, eco de una pasión amorosa que se con­ virtió en una pasión poética: Vino, primero, pura, vestida de inocencia. Y la amé como un niño. Luego se fue vistiendo de no sé qué ropajes. Y la fui odiando, sin saberlo. Llegó a ser una reina, fastuosa de tesoros... ¡Qué iracundia de yel y sin sentido!

22 Obras de Juan Ramón Jiménez. Eternidades. Verso (1916-1917), Tip. Lit. de Ángel Alcoy, S. en C., 1 de agosto de 1918. Este es el pri­ mer libro en el que J. R. simplifica la ortografía, exceptuando la obra Poesías escojidas (1899-1917), edición especial para The Hispanic So­ ciety, de 600 ejemplares no destinados a la venta. (Mencionada en el capítulo II, nota 1.)

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...Mas se fue desnudando. Y yo le sonreía. Se quedó con la túnica de su inocencia antigua. Creí de nuevo en ella. Y se quitó la túnica, y apareció desnuda toda... ¡Oh pasión de mi vida, poesía desnuda, mía para siempre! (L. P„ 555)

En este poema los conceptos amor, mujer y poesía se transmutan. La primera estrofa representa al primer amor, a las novias puras y a las niñas blancas de la primera poesía juanramoniana, cuyo prototipo es la blanca Blanca Hernán­ dez Pinzón, inspiración de los sencillos poemas de amor de Ninfeas y Almas de violeta (ambos de 1900), poemas recogi­ dos después en Rimas, de 1902. Sor Amalia, la novicia cuya bondad y presencia alimentó la ilusión amorosa del poeta durante su estancia en el sanatorio del Rosario de Madrid, es, con Blanca, la inspiración de la poesía de Arias tristes, de 1903, en la que las mujeres van vestidas de blanco o con tocas blancas. La segunda estrofa del poem a de la poesía desnuda repre­ senta la etapa de la vida y la obra del poeta que sigue a la mencionada, cuando, por su indiscreción, trasladan a sor Amalia del sanatorio del Rosario de Madrid. Entonces nace la poesía sensual galante de Jardines lejanos, de 1904, en la que el poeta ve a la mujer por todas partes y es tentado por la carne blanca: la carne de azucenas, las carnes intactas, y aparece en el verso la novia de Francia, Francina, cuya carne es blanca, y las castas novias blancas se convierten en qui­ meras. Juan Ramón ha empleado el octosílabo de rima aso­ nante en casi todos los poemas de amor; pero usa el verso

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decasílabo de rima consonante en dos de los poemas a Francina, la novia no casta. En Pastorales, de 1905, continúa la canción a las novias blancas y a Francina, la ausencia de la carne llena de mal­ estar al poeta, la m ujer le es necesaria para endulzarle el paisaje que siempre le ha servido de fondo amable a su poe­ sía amorosa. La nostalgia del amor se trasluce en Las hojas verdes, de 1906, en cuyos versos Juan Ramón recuerda con tristeza a la novia de Francia, Francina, y a las novias blan­ cas y hace gala de gran habilidad en el manejo de la métri­ ca: separando el verso, dejando que una parte pase a otra línea y cabalgue sobre el verso siguiente, dejando el verso con una frase o un vocablo incom pleto y rimando frases in­ completas. La m étrica se complica, Juan Ramón abandona el sencillo octosílabo asonantado y cultiva, desde los versos di­ sílabos hasta el alejandrino, mezclándolos en series y en toda clase de estrofas. Sus recursos estilísticos se convierten en obra de orfebrería: dota al paisaje y a la propia em oción de delicados atributos, enumera, repite y acumula los elemen­ tos poéticos. A esta etapa de su vida y su obra se refiere la segunda estrofa del poema de la poesía desnuda: Luego se fue vistiendo de no sé qué ropajes. Y la fui odiando, sin saberlo.

Desencantado y obsesionado por la ausencia de la mujer en su vida, el poeta maldice la sensualidad y la m ujer en las Elegías, de 1908-1910, usa exclusivamente el alejandrino y acumula las metáforas. A partir de las Elegías, se complica el sentim iento poético: el tono se vuelve contradictorio, sur­ ge la poesía erótica, aumentan las expresiones narcisistas. La visión de la m ujer desnuda se hace opulenta, los propios sentim ientos del poeta, tanto en el verso com o en la prosa,

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son comparados a mujeres desnudas. En La soledad sonora, de 1908, hasta el sencillo campo moguereño se vuelve galan­ te. Los calificativos son usados sin naturalidad, reaparecen los adjetivos supra-emocionales de los peores poemas de Ninfeas y Almas de violeta, aumentan las divisiones de los libros y, al fin, Juan Ramón abandona la descripción del pai­ saje y se da a la descripción de estampas pictóricas y lite­ rarias en Poemas mágicos y dolientes, de 1909. Le obsesiona un deseo: penetrar el misterio de la mujer. En Laberinto, de 1910-1911, colección de más de cien poemas y dividida en sie­ te partes de contenido desigual, el poeta recuerda a siete mujeres que hicieron algún papel en su vida, sigue cultivan­ do el alejandrino, exalta la percepción de los sentidos, sobre todo, el olor enervante que le recuerda a la m ujer y al sexo. El narcisismo se vuelve extremoso. En Melancolía, de 19101911, libro dividido en seis partes, el tem a es aún la nostal­ gia de la carne, pero la desnudez se convierte en un con­ cepto abstracto. A esta época de la vida y la obra del poeta se refiere la tercera estrofa del poema de la poesía desnuda: Llegó a ser una reina, fastuosa de tesoros... ¡Qué iracundia de yel y sin sentido!

A la par que Juan Ramón escribe los fastuosos versos de las mencionadas obras, escribe otros versos destinados a li­ bros que quedaron inéditos, algunos de los cuales hubieran constituido diversos tom os, divididos a veces en cinco o más partes. Algunas de estas obras contienen versos amargos, ca­ ricaturizantes, com o los de E sto, de 1908-1911, o versos de acentuado contenido erótico, como los de Libros de amor, de 1911-1912, y todos complementan ese aspecto de la sensibili­ dad poética del autor que domina la producción de esa épo­ ca: la obsesión con el amor sensual. Pero entre esta produc-

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Vida y obra de Juan Ram ón Jiménez

ción inédita, Apartam iento, en tres tom os, y La fren te pen­ sativa, ambas obras de 1911-1912; Pureza, de 1912, y E l silen­ cio de oro, de 1911-1913, contienen poemas que representan una actitud de recogimiento espiritual. El poeta busca, a tra­ vés de la carne, la pureza y la poesía. En las mencionadas obras, la desnudez es usada como un sím bolo de lo esencial y el concepto adquiere múltiples con­ notaciones que tienen que ver principalmente con la pureza, en el sentido de una mayor claridad y de una ausencia de artificios. Belleza, amor, pureza y desnudez quedan igualados en esta poesía. A ella se refiere la cuarta estrofa del poema de la poesía desnuda: ...Mas se fue desnudando. Y yo le sonreía.

En la poesía religiosa inédita, el autor expresa su fervor sin recargamientos, los recursos poéticos son sencillos; pero la expresión religiosa tradicional no es la nota tónica de la poe­ sía juanramoniana y es de notarse que de las seis estrofas del poem a de la poesía desnuda la más breve es ésta, que consiste de dos versos solamente; además, empieza con pun­ tos suspensivos, sugiriendo una omisión, lo que va muy bien con el carácter inédito e inconcluso de esta poesía religiosa en la obra de Juan Ramón Jiménez. Los dos versos indican un aparte, una distinción, ya que las estrofas que le preceden son de tres versos; y pueden también relacionarse con la vida amorosa del poeta y su idilio con Louise Grimm, su apo­ yo moral en su época de mayor confusión. Su amor por Loui­ se, alimentado por correspondencia, no tuvo carácter sensual, pero estas relaciones constituyeron una etapa sentimental imperfecta, incompleta, porque Louise era una m ujer casa­ da, separada de su marido, y no podía representar a la mujer

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ideal, la amada casta y pura de los sueños del poeta. En con­ clusión, la breve estrofa de dos versos en el poema de la poe­ sía desnuda representa tanto la obra como la mujer y el amor en la vida del autor. La quinta estrofa del poem a representa de nuevo a la no­ via casta pensada en la infancia y a la casta poesía amorosa sencilla por ella inspirada. Esta m ujer es Zenobia, es ella la inspiración de M onumento de amor, de 1913-1916; Sonetos espirituales, de 1914-1915, y E stío, de 1915, que marcan un re­ torno a la sencillez en el estilo y en la métrica, como en la primera poesía amorosa, representada en los mejores poe­ mas de Ninfeas y Almas de violeta, en R im as y Arias tristes; pero la sencillez es de otra índole, no tiene ya que ver con el elem ental concepto de pureza representado por lo blanco. En la nueva poesía de E stío, donde aún aparece el concepto de blancura relacionado con la mujer amada, Zenobia, el au­ tor llama al antiguo blanco: blanco de inocencia, ciego, blan­ co de ignorancia. El nuevo blanco es de eternidad. Es de no­ tarse que el calificativo blanco no aparece en el poema de la poesía desnuda, poema de la posesión. El blanco, símbolo de la castidad, ha sido suplantado por el calificativo desnudo, que expresa un concepto mucho más hondo, atribuido a lo divino y a lo humano en la poesía juanramoniana. Louise Grimm, la mujer cultivada que le inspiró al poeta un amor desprovisto de sensualidad, fue la primera que me­ reció el calificativo divina en la obra. Después del encuentro con Zenobia, ésta es la amada divina-humana y los senti­ m ientos relacionados con ella adquieren carácter divino. En los Sonetos espirituales el amor es un fuego divino y la mujer es m otivo de la pasión divina y la ilusión humana del poeta. La desnudez es el concepto relacionado con lo divino y humano en la poesía de Juan Ramón. En un poema-oración que se refiere al Señor, de Bonanza, proyectado tercer tomo

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de Apartam iento, aparece el concepto de la desnudez rela­ cionado con lo divino: Quisiera yo encontrarte a la revuelta del camino, un día, vestido de ti mismo, libre, al fin, de las ricas estrofas que los otros te colgaron en tu perfecta desnudez clarísima, ... (L. I. P. 2, 139)

La desnudez está relacionada con lo humano en un poema de Estío, libro del amor a Zenobia: Tiempo tendréis después de alargar los caminos vistiendo, hora tras hora el desnudo bien visto. (L. P., 110)

En ambos poemas la desnudez, com o concepto abstracto, aparece en la ecuación vestido-desnudo. La transposición de este concepto a la poesía nacida del amor divino y humano del poeta por la m ujer buena, desnuda, representa un paso lógico y también es lógico que surjan los versos después de la consum ación de ese amor. La últim a estrofa del poema de la poesía desnuda indica revelación, posesión, totalidad: Y se quitó la túnica, y apareció desnuda toda... ¡Oh pasión de mi vida, poesía desnuda, mía para siempre!

El verso dice: poesía desnuda, mía para siem pre, com o pudo haber dicho: m u jer desnuda, m ía para siem pre, o am or des­ nudo, m ío para siem pre, porque en la vida y la obra de Juan

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Ramón la trayectoria amorosa y la trayectoria poética son idénticas. La poesía, ya lo hem os demostrado, correspondió a la pasión amorosa. Liberados por el amor verdadero los apetitos sensuales, enaltecida la pasión del cuerpo al hacerse tam bién del alma, el conocim iento de la amada desnuda se reduce a poesía, y la poesía encuentra su símbolo: poesía desnuda. Entonces, el intelecto, liberado también, irá en bus­ ca de la desnudez mayor en un neom isticism o poético que constituirá la más alta expresión de la poesía hispánica de la primera mitad del siglo xx. O, tal vez, del siglo xx.

ÍNDICE DE NOMBRES PROPIOS

A B C , 60, 296, 305. Abril, Manuel, 261. Acebal, Francisco, 505. Acebal, José, 206. Achúcarro, Nicolás, 213, 214, 219, 307, 313, 345, 459, 506, 507, 520. Aguilar, Rafael, 64. Agustini, Delmira, 496. Albareda, Ginés de, 304. Albornoz, Aurora de, 262, 263. Aldrich, Thomas Bailey, 610. Alma Española, 305, 355, 361. Almonte, Juan Ignacio, 403. Almonte, María, 316-317, 320-322, 336, 349, 403, 404, 532. Almonte, María Dolores, 403. Almonte, Rafael, 33, 164, 167, 317, 530. Almonte, Rafaelito, 33. Almonte, Susana, 403, 432. Almonte, Teresa, 403. Alonso, Dámaso, 104. Altamira, Rafael, 508. Alvarez de Villasandino, 623. Amalia, Sor, 195, 196, 220, 229, 238, 240, 243-245, 368, 635. Amaro, 546.

América, 356. Anacreonte, 460. Andrea, Sor, 195, 243. Andrieux, 57. Angélico, Fra, 418. Angulo, Jaime, 309. Anilla, véase Antoñilla. Antoñilla, 353, 546. Apolo, 356. Asencio, Margarita, 67. Aurouet, Aline, 309. Aymar, Augustas, 511. Aymar, Benjamín, 511. Aymar, Jean, 511. Aymar de Camprubí, Isabel, 509-511, 512-523, 525, 529, 530, 561, 563, 565, 566, 587, 601, 606, 615. Azorín (J. Martínez Ruiz), 131, 208, 210, 237-238, 261, 361, 534-535, 561, 564, 585.

Bach, 403. Baltasar, 353, 546. Balzac, 57. Barnés, Domingo, 444.

406, 537, 602, 163, 505,

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Baroja, Pío, 131, 162, 208, 535. Baroja, Ricardo, 143, 147. Barrantes, vizcondesa de, 204. Barroeta y Escudero, Benita, 24, Basterra, Ramón de, 533. Battistini, la, 62, 63. Baudelaire, 168, 207, 444. Bauer, Harold, 403, 604. Bayo, Luis, 30. Beatriz, 342, 351, 380. Bécquer, 71, 72, 77, 83, 125, 139, 170, 188, 189, 191, 232, 255, 271, 349, 376, 402, 435, 444, 448. Bedoya, Dolores, 403. Beethoven, 215, 317, 403, 560. Benardete, M. J., 312. Benavente, 131, 133, 134, 160, 201, 202, 208, 209, 210, 362, 436, 505, 508. Benet, Joseph, 309. Béranger, 57. Beriso, Luis, 160. Bertoli Rangel, Juan, 298. Betancourt, José, 206. Bianchi, Martha Dickenson, 610, 631. Blanco Fombona, 234. Blanco y Negro, 305, 355, 563. Bobita, 513-514, 515. Bocanegra, Antonio, 529, 530. Bocanegra, Luis, 529, 530. Bocanegra, Salvadora, 529, 530. Bocanegra, Teresa, 529, 530. Boecklin, 418, 443, 504. Boileau, 57. Boletín de la Institución Libre de Enseñanza, 309-310, 312. Bonteps, Charles Auguste, 309. Borrego, Carmela, 530. Borrego, Julián, 33.

Borrego, Sebastián, 530. Botticelli, 418, 419. Brau, Graciela, 79, 80, 432. Brau, Rosalina, 79, 80, 81, 337-338, 432. Brau Asencio, Salvador, 78. Browning, 314. Bryant, William Cullen, 610. Bueno, Manuel, 206. Burgos y Mazo, Augusto de, 40. Busquets, Marcial, 82. Byne, Arthur, 501, 502, 508, 509, 516, 517, 524. Byron, 271, 460.

Caballero, Agustín, 574. Caillet Bois, Julio, 304. Calleja, Rafael, 613, 614, 615. Campo, Almendros, 139. Campoamor, 97, 134, 352. Campos, Jorge, 206, 272. Camprubi Aymar, 512, 519, 606. Camprubl Aymar, Augusto, 513, 602. Camprubi Aymar, José, 510, 513, 519, 541, 601-602, 603. Camprubi Aymar, Raimundo, 513, 602. Camprubi Aymar, Zenobia, véase Zenobia. Camprubi Escudero, 512. Camprubi Escudero, José, 512. Camprubi Escudero, Raimundo, 406, 407, 501, 510, 512-513, 516517, 522, 530, 561, 601. Candileta, 197. Cansinos Assens, Rafael, 203, 204, 206, 217, 221, 228, 229, 230, 261, 273, 418, 503.

Indice de nom bres propios Capará de Nadal, María Luisa, 512. Caperucita, 317. Carducci, 168, 307. Caries, padre, 61. Carlos III, 567. Carlos el Hechizado, 60. Carmen, 350. Carmen Josefa, 530. Carretero, Joaquín María, 65. Carvajales, 295. Casal, Julián del, 121, 139. Casals, Pablo, 604. Castelar, Emilio, 106. Castelló, padre, 59, 613, 614. Castellón, 56. Castro, Américo, 508, 614. Castro, Eugenio de, 160, 201. Castro, Rosalía de, 73, 83, 91, 102, 125, 139, 460. Castro, Federico de, 81. Castro y de Castro, José, 82. Cayuela y Pellizzari, 42. Centeno, Juan, 97. Cervantes, 25, 370, 426-428, 508. Cid, el, 508. Clemente, Salvador, 71, 103, 160. Colilla, 546. Colón, 18, 405, 530. Contenac, 165. Coomaraswamy, Ananda Kentish, 611. Corbière, Tristan, 376, 379. Córdoba, 75. Corneille, 57. Coronel, María Francisca, 118. Corot, 418, 419. Cosmópolis, 160. Cossío, Carmen de, 506, 521. Cossío, Manuel Bartolomé, 307,

645 310, 314, 412, 506, 508, 509, 520521. Cossío, Natalia, 432, 506. Crooke, Hannah Κ., 406, 529, 602. Cruz, San Juan de la, 156, 410, 413. Curros Enriquez, Manuel, 73, 83, 91, 92-93, 125.

Charcot, Jean Martin, 308. Charon, Pierre, 165. Chateaubriand, 57. Chénier, André, 57, 402, 435, 460. Chopin, 94.

D'Annunzio, 168, 201, 217. Darío, Rubén, 81, 101, 102, 103, 106, 107, 118, 121, 125, 130, 131, 133, 134, 135, 136, 137, 138, 139, 141, 142, 147, 148, 149, 153, 154155, 156, 160, 161, 162, 170, 173, 174, 175, 188, 207, 208, 209, 210213, 214, 215, 220-222, 228, 233235, 255, 261, 269, 295, 303, 314, 316, 359, 362, 407, 436, 444-446, 490-494, 611, 622-623. Dato, Eduardo, 536. Daudet, 57. Debussy, 403. Delacroix, 418, 419. Delavigne, 57. Delille, 57. Desbordes-Valmore, Mme., 57. Descartes, 219. Devi, Ratan, véase Coomaraswa­ my, Ananda Kentish. Diario de Huelva, 96. Díaz, Leopoldo, 121, 156, 160.

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Vida y obra de Juan Ram ón Jim énez

Díaz Mirón, 121. Díaz-Plaja, Guillermo, 119, 142, 165, 232, 316. Díaz Pérez, Viriato, 203, 261, 418. Díaz Rodríguez, Manuel, 136, 160, 206, 412. Dickinson, Emily, 610, 630, 631-632. Diez Cañedo, Enrique, 357, 362, 376, 496, 508, 509, 531, 533, 543, 630. Diez Lassaletta, Josefina, 523, 524. Domínguez, Margarita, 350. Domínguez Ortiz, Tomás, 126-128. Dominici, Pedro César, 160. Dumas, A., 57. Durbán Orozco, José, 139.

El Baluarte, 96. El Cojo Ilustrado, 206, 305, 356. El Correo de Andalucía, 77, 96, 116. El Correo del Valle, 356. El Gato Negro, 102. El Globo, 206. El Mundo Ilustrado, 356. El Noticiero Sevillano, 96. El País, 206, 262, 305, 361, El Porvenir, 96, 161. El Programa, 74, 75, 77, 78, 96, 97, 116. El Progreso, 77. El Renacimiento Latino, 234. Electra, 162, 163, 164, 201, 262, 305. Eliot, T. S., 610. Eller, Luis, 403. Escassi, José R., 17. España, 305. Esplá, Óscar, 533.

Espronceda, 168, 170, 201, 295, 435, 441. Estrellita, 316, 317-319.

Fauré, Gabriel Urbain, 403. Fe, Fernando, 219, 224. Fedriany, padre, 61. Fernández de Andrada, 54. Fernández Méndez, Eugenio, 73, 78. Fernández y García, Antonio, 43. Ferrán, Augusto, 83, 188. Ferrer, Francisco, 308, 309, 563-564. Ferrer, Sol, 309. Filomena, Sor, 243. Fitzmaurice-Kelly, James, 611-612. Florecita, 317. Flores, Antonio, 67. Flores, Coral, 38, 67. Flores, Manolito, 23, 36. Flores, María Teresa, 67, 387. Flores Tello, Dolores, 66. Flórez, véase Flores, Manolito. Florit, Eugenio, 44. Fogelquist, Donald F., 207, 208, 209, 210, 211, 212, 213, 214, 221, 222, 234, 491. Francina, 166, 231, 232, 280-281, 296, 316, 317, 323, 407, 408, 423-425, 475-476, 636. Frank, Cesar, 403. Frost, Robert, 608, 609.

Gálvez Barrenechea, José, 297, 301, 302-304, 305. Gallego, Juan Nicasio, 55. Ganivet, 210. García, Antoñito, 529-530.

ín d ice de nom bres propios García, los, 530. García, Manuel, 529. García, Paca, 530. García Blanco, Manuel, 104, 105, 121. García de Diego, Vicente, 508. García Gabaldón, Vicente, 402. García Lorca, 135. García Morales, Pedro, 401-403, 444. García Navarro, viuda de Fortu­ ny, Raquel, 512. Garcilaso, 52, 413, 418. Garfias, Francisco, 23, 58, 60, 71, 74, 75, 76, 80, 89, 167, 193, 200, 304, 348, 353, 365, 404. Garrido, Margarita, 350. Gauguin, 418, 419. Gautier, Teófilo, 56, 357. Gayarre, Miguel, 213, 214, 459. Gedeón, 206, 272. Genoveva, 469. Gil, Ricardo, 134, 135. Gilbert, Nicolas Joseph, 57. Gimeno de Flaquer, Concha, 204. Ginebra, Francisco, 58. Giner de los Ríos, Francisco, 81, 307, 309, 310-312, 314, 459, 506. Girona y Mexía, Carlos, 28, 29, 31. Gluck, 276. Godoy, Ramón de, 139. Goethe, 82, 312, 314. Gómez Carrillo, Enrique, 160. Gómez de la Serna, Ramón, 273, 308, 418, 456, 496, 499, 503-504. Góngora, 52, 54, 213, 255, 256, 258, 410, 418, 435-436, 437, 457, 460. González Anaya, Salvador, 117, 206. González Blanco, Andrés, 97, 102, 357, 361, 370, 495.

647 González Blanco, Pedro, 160, 203, 206, 208, 261, 418. González de Candamo, Bernardo, 130, 160, 217, 261. González Palencia, 82. González Prada, 121. Gosse de Chatelat, Marie Louise de, 523, 524. Granada, Fray Luis de, 52. Granadilla, 546. Granados, Enrique, 604. Grandmontagne, Francisco, 138. Greco, el, 314, 418, 419, 526. Grieg, 215. Grimm de Muriedas, Louise, 340341, 351, 401, 403, 404-405, 406, 409, 411, 425, 435, 444, 469-472, 477, 489, 500, 501, 543, 572, 638-639. Guerrero Ruiz, Juan, 52, 53, 81, 149, 168, 172, 202, 205, 255, 258, 347, 353, 356, 357, 376, 505. Guiraud, Pierre Alexander, 57. Guitón, Ricardo, 52, 73, 81, 83, 123, 208, 246, 270, 297, 305, 312, 313, 331, 341, 356, 358, 493, 525, 569. Gutiérrez, Pedro, 51, 67. Gutiérrez Nájera, 121, 156, 173, 174.

Hamlet, 38, 546. Hampson, Alfred Leete, 631. Heine, 83, 89, 156, 228, 255, 271, 295, 349, 370, 460. Helios, 208, 209-211, 215, 220, 223, 224, 225, 228, 231, 233, 236, 254, 262, 305, 316, 355, 362, 457, 467, 630. Henríquez Ureña, Pedro, 604. Heraldo de Huelva, 96.

263, 221, 235, 358,

648

Vida y obra de Juan Ram ón Jiménez

Heraldo de Madrid, 206, 262. Heras, Dionisio de las, 96. Hernández, Luis, 530. Hernández, Rosa, 350. Hernández-Pinzón, Antonio, 66. Hernández-Pinzón, Blanca, 66, 67, 79, 83, 164, 247, 316, 323, 329, 337338, 351, 366, 371-373, 387, 404, 432, 435, 441, 535, 572, 635. Hernández-Pinzón, Gracia, 67. Hernández-Pinzón, José, 160, 347. Hernández-Pinzón Jiménez, Blan­ ca, 396, 613. Hernández-Pinzón Jiménez, Fran­ cisco, 42, 76, 205, 603. Hernández-Pinzón Jiménez, Lola, 396. Hernández-Pinzón Jiménez, Pepa, 396, 465, 471, 556. Hernández-Pinzón Jiménez, Pepe, 396. Hernández-Pinzón Jiménez, Victo­ ria, 396. Herrera y Reissig, Julio, 356, 496. Herrero, José Joaquín, 82, 83. Hojas Sueltas, 77, 90, 96. Horacio, 56. Hübner, Georgina, 296-302, 303, 305, 432-435. Hugo, Victor, 57, 82, 96, 156, 354, 376, 379, 418. Huntington, Archer, 405, 502, 606. Huntington, Susan, 506, 520. Hurtado, Juan, 82.

Ibsen, 110. Icaza, Francisco A. de, 217, 276, 362. Ignacio, don, 546.

Ilustración Española y America­ na, 102. Infante, Eloísa, 38. Ingres, 418, 419. ínsula, 303. íñiguez Hernández-Pinzón, Fer­ nanda, 67. Isabel, la Reina, 426. Jaimes Freyre, 121, 136, 137, 156, 160, 172. Jammes, Francis, 168, 369, 460. Jiménez, Eustaquio, 20, 30, 43, 44, 219, 327, 347, 407, 599, 613. Jiménez, Fernando, 64. Jiménez, Francisco, 21, 347. Jiménez, Gregorio, 20, 21, 239. Jiménez, Ignacia, 20, 67, 102, 219, 537, 613. Jiménez, Manuela, 348. Jiménez, Víctor, 20, 21, 22, 25, 88, 219, 347, 537, 565. Jiménez, Victoria, 20, 67, 219, 347, 373, 387, 396, 465, 535, 550, 613. Jiménez Fraud, Alberto, 507, 532, 533, 534, 564, 613, 614. Jiménez Sáenz, Manuel, 20. Jote, Mayorcita, 23, 39, 230. Jote, Montemayorcita, véase Jote, Mayorcita. Kant, 307, 314. Keats, 460, 611. Kempis, el, 407-408. Kreisler, Fritz, 403. La Bruyère, 57. La Época, 305. La España Moderna, 118.

Indice de nom bres propios La Fontaine, 57. La Lectura, 206, 270, 505. La Nación, 106, 133, 137, 209. La Palma, 402. La Quincena, 78, 96, 117, 163. La República de las Letras, 216. La Revue, 361. La Saeta, 352. La Tribuna, 542. Labarca Hubertson, Amanda, 496. Labrador Ruiz, Enrique, 302. Lacabra, Cecilia, 308. Laforgue, 168, 207, 295, 349, 370, 410, 435. Lafûente Ferrari, Enrique, 214. Lagares, Catalina, 531. Lalanne, Andrés, 166, 467. Lalanne, Dr., 165, 167, 231, 232, 242, 423, 467. Lalanne, Marthe, 166, 432, 443, 467. Lamarque de Novoa, José, 118, 160. Lamartine, 57, 82, 96, 444. Lapoulide, 218. Las Casas, padre, 18. Latorre y Pérez, Nicolás, 52. Leaycraft, Agnes Ethel, 602. Leconte de Lisle, 168. L'Enfant, Pierre Charles, 511. León, 353, 546. León, Fray Luis de, 52, 410, 418, 435, 444. León, Ricardo, 376-377. Leonardo da Vinci, 616. Leopardi, 96. Leyda, Rafael, 206, 261, 418. Lindsay, Vachel, 608, 610. Lipiano, 546. Loisy, Alfred Firmin, 313-314. Lolilla, 546.

649 Longfellow, Henry Wadsworth, 610. López Rueda, Luis, 348-349. Louÿs, Pierre, 544. Lowell, Amy, 631-632, 607. Lowell, James Russell, 610. Lucca de Aymar, Zenobia, 514. Lucía, 546. Lugones, 121, 136, 139, 156. Lunes de El Imparcial, 208.

Macías, Narciso, 46. Machado, Antonio, 162, 163, 202, 203, 207, 208, 209, 210, 261, 262268, 269-270, 349, 359, 361, 362, 400, 491, 493, 494, 495, 505, 564, 611. Machado, Manuel, 162, 163, 202, 206, 207, 208, 209, 210, 263, 361, 362, 442, 490, 493, 494-495, 611, 627. Madinaveitia, Juan, 344. Madrid Cómico, 305. Maeterlinck, 139. Maeztu, Ramiro de, 138, 163. Maldonado de Guevara, Francis­ co, 138. Mallarmé, 168, 207, 376, 402, 418, 460. Manrique, Jorge, 263, 460. Mantecón, María de la Purifica­ ción, 20, 22, 347, 598, 600, 613. Manuel, 351, 353, 397. Manuela, Sor, 194, 195. Maragall, Juan, 83, 309, 362. Marco, Fernando, 16, 544. Margarita, 337. Margot, 340.

650

Vida y obra de Juan Ram ón Jiménez

María del Pilar de Jesús, Sor, 193, 194, 195, 220, 238, 240, 243, 245. Marín, Cintia, véase Marín, Con­ cha. Marín, Concha, 23, 39, 40. Marmolejo, Ciriaca, 37-38. Márquez, Juan, 29. Márquez, Lola, 350. Marquina, Eduardo, 359, 502. Martí, 173, 174. Martínez Campos, 512. Martínez de la Rosa, 52. Martínez Sierra, Gregorio, 64, 142, 160, 201, 202, 206, 208, 209, 210, 215, 217, 261, 270-271, 305, 317, 331-336, 338-340, 342-344, 345, 355361, 362, 363, 380, 404, 409, 413, 460, 499, 500,502, 517, 518-519, 520, 524, 563. Martínez Sierra, María, 196, 197, 202, 217, 246-247, 311, 331-336, 338, 339-344, 345, 351, 352, 355-360, 380, 404, 460, 502, 517-519, 520, 524, 562-563, 598, 599. Martos, María, 523, 561, 583, 584. Mas y Pi, Juan, 496. Masters, Edgar Lee, 608. Mata, Ramiro W., 298, 300. Mazo, padre, 62. Mazo, Julio del, 84, 160. Medina, Vicente, 73, 83, 134, 136, 608. Mena, Juan de, 295. Mendelssohn, 276. Méndez Planearte, Alfonso, 212. Mendizábal, Federico, 140. Mendoza (íñigo de), 295. Menéndez Pidal, Ramón, 507, 508, 561. Menéndez y Pelayo, 156, 362.

Mercure de France, 120, 168, 208, i 221, 357, 544. Meredith, 544. Millay, Edna St. Vincent, 609. Millevoye, Charles Hubert, 57. Molière, 57. Molina, Federico, 84, 160, 206. Molina, Manuelita, 530. Molina Garcia, Ana, 531. Molina, los (Dolores, Fernando, Maito), 530. Monet, 450. Monroe, Harriet, 609. Montemayor Díaz, véase Jote, Mayorcita. Montesquieu, 57. Montoto y Rautenstrauch, Luis, 73, 97. Moore, Marianne, 610. Moréas, Jean, 207, 544. Moreno Vergara, Carmen, 603. Moreno Villa, José, 614. Morgado, Pedro A., 401-402, 457, 497. Moya, Gonzalo, 345. Mukherjee, Sujit, 542, 543. Muntadas (de Capará), María, 512, 514. Muñoz Llórente, Isaac, 206. Murillo, Sor Amalia, véase Ama­ lia, Sor. Musset, 57, 82, 95, 232, 240, 255, 256, 349, 370.

Navarro, Matilde, 31. Navarro Lamarca, Carlos, 208, 215, 351. Navarro Ledesma, Francisco, 261. Navas, conde de, 524.

Indice de nom bres propios Nervo, Amado, 121, 136, 156, 357, 362. Neta, Reposo, 40. Nietzsche, 307, 312, 313. Nuestro Tiempo, 206. Núñez de Arce, 61, 81, 97, 134. Núñez-Sáenz, los, 94.

Oberón, 570, 574. Oca, padre, 62. O’Day de Pérez Triana, Georgina, 215, 216, 351. Oliva y Lobo, Joaquín de la, 28, 29, 30, 40, 41, 50, 63. Oliver, padre Juan Nepomuceno, 56. Oliver Belmás, Antonio, 138, 207, 212, 297. Onis, Federico de, 304, 508, 534, 574. Orbe, Timoteo, 97, 119, 160, 161. Ors, Eugenio d’, 362, 533. Ortega y Gasset, José, 261, 309, 377, 533, 534, 536, 560-561. Ortiz de Pinedo, José, 203, 217, 261, 352, 360, 503. Ovidio, 460.

Pablo, padre, 55. Paderewsky, Ignacio, 604. Palacios, Leopoldo, 536. Palomares, Marqués de, 536. Palomero, Antonio, 138. Paniagua, Domingo, 15. Pardo, Eduardo, 160. Pardo Bazán, condesa de, 210, 361, 362, 495. Pascal, 57.

651 Pascoli, 168. Paso, Manuel, 83. Pellicer, Julio, 130, 142, 160, 202, 206, 261, 499. Peral, Isaac, 46, 47. Pérez, Dionisio, 99, 109, 160. Pérez, Domingo, 40. Pérez de Ayala, Ramón, 202, 206, 208, 210, 214, 542. Pérez Ferrero, Miguel, 203, 263. Pérez Triana, 215. Picón, Herminia, 40. Pierron, Alejo, 82. Pinito, 546. Pinzones, los, 18. Poe (Edgar Alian), 139, 349, 410, 435, 441, 460, 610, 611. Poetry, 541, 609-610. Pompey, Francisco, 405. Pompignan, Le Franc de, 57. Pound, Ezra, 542, 607, 609. Prieto, Gregorio, 40. Prometeo, 503, 504. Querol, Agustín, 208. Quesada, Francisco, 60. Quevedo, 410. Quijote, 68, 546. Quintana, 97. Quintero, hermanos, 210. Quirós, Adela de, 204. Quirós, Juana de, 204, 205, 239. Racine, 57. Ramírez Brau, E., 79. Ramón y Cajal, Santiago, 507. Ramos, Alfredito, 36, 51, 350. Ramos, Lobo, 40. Ramos, Lolo, véase Ramos, Lobo.

652

Vida y obra de Juan Ram ón Jim énez

Rasco, José Joaquín, 29. Rebollo y Rebollo, Antonio, 529. Recaredo, 426. Redel, Enrique, 98. Regnier, Henri de, 410, 543. Reina, Manuel, 100, 103, 118, 134, 144, 160, 200, 202. Relieves, 95, 305. Renacimiento, 64, 82, 130, 161, 191, 228, 241, 246, 286, 355, 357, 358, 359, 361-362, 376, 386, 544, 554, 555-556. Revista Moderna, 356. Revista Nueva, 204. Reyes (Aguilar), (Arturo), 119. Riccio, Elaine C., 185. Río, Angel del, 312. Ríos Mantecón, María Teresa, 68. Ríos y Rivera, José, 41. Rivero, Nicolás, 40. Robinson, Edwin Arlington, 609. Roca, Mercedes, 196, 217-218, 307. Rodenas, Miguel A., 214, 217, 261. Rodenbach, 295, 349. Rodó, José Enrique, 190-192, 206, 361, 362, 411412, 417, 497. Rodríguez Hübner, Carlos, 301. Rodríguez Marín, Francisco, 73, 97. Rodríguez Monegal, Emir, 190-191, 497. Rolland, Romain, 560. Romancero, 82, 168, 255, 256. Rosales, Eduardo, 214. Rosetti, D. G., 215, 575. Rousseau, 57. Roussie, Jeanne, 166, 432, 468. (Roussie), Marta, 468469. Ruberte, hermana Pilar, véase María del Pilar de Jesús, Sor.

Rueda, Salvador, 100, 101, 102, 112, 118, 121, 130, 132, 134, 139, 142, 144, 160, 162, 201, 205, 361, 491. Ruiz, Enrique, 202. Ruiz, Francisco, 31. Ruiz, Juan, 508. Ruiz Castillo, J., 206, 261, 418. Ruiz Contreras, Luis, 201, 204, 205, 239. Rusiñol, Santiago, 362.

Sabina, doña, 397. Sáenz, Feliciana, 94. Sáenz, José, 29. Sala, Emilio, 197, 214, 307, 366. Salinas, Pedro, 614, 622-623. Salgado, María A., 215. Samain, Albert, 207, 349, 369, 370, 376, 410, 416, 417, 418, 444, 544. Sánchez, Francisca, 137, 138. Sánchez Díaz, Ramón, 235, 236. Sánchez Rodríguez, José, 118, 139, 142, 160, 165, 206, 261. Sand, George, 57. Sandoval, Francisco, 212, 213, 257, 459, 506. Santillana, marqués de, 370. Sarito, 546. Sawa, Alejandro, 217. Saz-Orozco, Carlos del, 19. Schiller, 82. Schopenhauer, 312. Schubert, 215, 240, 248, 351, 403. Schumann, 215, 276, 319. Sem Tob, Rabbi Dom, 461. Shakespeare, 38, 215, 314, 370, 444, 552, 562, 570. Shattuck, Henry, 519-520, 602, 603. Shelley, 314, 585.

Indice de nom bres propios Silva, José Asunción, 121, 122, 123, 124, 133, 139, 156, 221, 225, 250, 418, 430-431. Simarro, Luis, 165, 166, 193, 196, 213, 217, 218, 219, 246, 307-308, 311-312, 314, 315, 327, 344. Simarro, Ramón, 308. Soils, Ana María de, 239. Solís, María del Carmen, 239. Sorolla, Joaquin, 307, 405-406, 407, 502, 509, 539. Spinoza, 307. St. Nicholas. Illustrated magazine for boys and girls, 406, 539-540. Staël, Mme. de, 57. Suero de Ribera, 295. Sutherland, duquesa de, 562. Swinburne, 544. Symons (Arthur), 544. Tablada, José Juan, 121, 156, 160, 221. Tagore, Rabindranath, 537, 541543, 553-560, 561, 564, 609, 611. Tarifa, condes de, 84. Tenorio, Jofre, 45. Teresa, Santa, 610. The H ibbert Journal, 542. Tintoretto, 418, 419. Titania, 570. Tixe de Isern, María, 115, 116. Tiziano, 418, 419. Todd, Gretchen, 542. Torre, padre José M. de la, 60. Torre, Guillermo de, 262. Trofeos, 356. Ugarte, Manuel, 261. Ulloa, Enma, 458.

653 Unamuno, 136, 163, 206, 208, 209, 210, 309, 362, 460, 534, 564. Underhill, J. G., 606. Valencia, Guillermo, 121, 133, 136, 137, 156, 160. Valera, Juan, 210, 234-235. Valle Inclán, 131, 133, 134, 138, 139, 160, 162, 200, 201, 208, 221, 236. Vázquez Díaz, 118. Velarde, Rafael, 106. Velilla, José de, 73, 97. Ventura, Filomena, 167, 443. Venus, 437. Verdaguer, Jacinto, 73, 83, 102, 125. Verdejo, Juan, 352. Verhaeren, Émile, 533. Verlaine, 168, 207, 213, 215, 224, 228, 240, 255, 256, 265, 295, 349, 370, 418, 444, 544. Vicaire, Gabriel, 217. Vida Nueva, 99, 102, 104, 105, 109, 110, 111, 119, 120, 121, 123, 126, 160. Villaespesa, Francisco, 120, 121, 124, 125, 131, 135, 136, 137, 138, 139, 140, 141, 142, 148, 149, ISO151, 153-154, 155, 156, 160, 163, 185, 197, 201, 203, 303, 305, 356, 362, 493, 611. Villalón Daoíz y Halcón, Fernan­ do, 61, 62, 63. Villalón Daoíz, Jerónimo, 42. Villegas, 546. Voltaire, 57, 307. Watteau, 418, 419, 436. Whitman, 610. Williams, Leonard, 363.

654

Vida y obra de Juan Ram ón Jiménez

Williams, William Carlos, 609. Winthuysen, Javier de, 614. Wundt, 307. Yeats, W. B., 542. Young, Howard T., 542. Zebriany, padre, véase Fedriany, padre.

Zenobia, 64, 406, 501-502, 506, 508533, 535-538, 539-543, 560, 561-564, 565-567, 569-570, 572, 573, 575, 576, 583-584, 585, 587-589, 595, 598, 599603, 604, 605, 606, 608, 611, 612616, 617, 618-619, 633, 639-640. Zola, 57. Zorrilla, 220, 376.

INDICE DE OBRAS DE JUAN RAMÓN JIMÉNEZ QUE SE MENCIONAN O SE EXPLICAN EN ESTE TRABAJO (Se da la fecha de composición y entre paréntesis la de publicación cuando no coinciden)

A)

P o em as

su elto s

1. Miscelánea 1898-1907 «A Ana María (El color de sus ojos)», 239. «A Denise dormida», 176. «A Gregorio, por su carta de primavera y cariño», 359-360. «A la música inefable», 77. «A la Virgen María», 183-185. «Consuelo», 77, 115. «El paseo de carruajes», 113-115. «En donde la Verdad se encierra», véase 2. «Plegaria». «La cruz abandonada», 117. «La fiesta de mayo. En la aldea», 116. «La madre de mi adorada ...», 327-328. «La nueva primavera con sus besos ...», 147. «Luto», 77, 85, 86. «Rosas de amistad», 331, 359. «Tartesia linda», 17. «Ültimas notas», 77, 89. 2. Colaboración en Vida Nueva 1899-1900 «A mi amigo el orador revolucionario», 110, 123. «A un día feliz», 126. «A varios ¿amigos?», 107-108. «Egoísmo», 107.

656

Vida y obra de Juan Ram ón Jiménez «El cisne», 112-113. «El minero», 110, 123. «En la muerte de Castelar», 107. «La guardilla», 108-109. «Las amantes del miserable», 121-125. «Marchita», 126. «Nocturno», 99, 103-105. «Paisaje», 111, 112, 143. «Pájaro y pajarero», 110, 123. «¡Partida!», 110, 123. «Plegaria», 110-111. «Poder del recuerdo», 110, 123. «Vanidad», 105-106. 3. Colaboración en Helios 1903-1904 «Arias tristes», 223. «Claro de luna», 224-225. «Jardines lejanos», 224. «La hora del pastor», 224, 225. «Mandolina», 224. «Nocturnos», 224. «Paisajes», 223-224. «Pastorales», 224.

B)

L

ib r o s

1. En proyecto inéditos 1898-1907 Anunciación, 239. Besos de oro, 159, 160, 163. El poema de las canciones, 159. Laureles rosas, 159. Nubes, 111, 118, 125, 131, 143. Olvidarnos, 70, 354-355, 358. Siemprevivas, 159. 2. Antologías, 91, 172, 457, 471, 479, 480, 488, 570, 571. Poesías escojidas 1899-1917 (1917), 44, 634. Segunda antolojía poética 1898-1918 (1922), 90-91, 200. Antolojía poética 1898-1918 (1944), 91.

ín d ice de obras

657

Tercera antolojía poética 1898-1953, 44, 70, 200. «El adolescente», 44. «La luna me echa en el alma ...», 439. «Penas blancas», 90-91. «Yo le tiré al ideal ...», 70. 3. Obras publicadas por el autor Ninfeas (1900), 95, 103, 143, 144, 145, 150, 153, 157, 161, 180, 185, 188, 202, 206, 207, 251, 256, 263, 264, 299, 305, 417, 430, 433, 635, 637, 639. «Calma», 77, 95, 144. «Cementerio», 144. «El alma de la luna», 144. «La canción de la carne», 149-150. «La canción de los besos», 176-178. «Melancólica», 180. «Mi ofrenda», 144. «Ofertorio», 144-145. «Otoñal», 144, 171. «Paisaje del corazón», 144, 164, 185. «Perfume», 144, 147. «Quimérica», 180-181. «Recuerdos», 144. «Somnolenta», 171. «Spoliarium», 150-151. «Tarde gris», 185. «Tétrica», 178-179. «Titánica», 251. «Tropical», 171. «Y las sombras ...», 151-152, 251. Almas de violeta (1900), 86, 90, 92, 95, 96, 111, 143, 144, 153, 157, 161, 170, 183, 185, 202, 256, 263, 264, 284, 305, 417, 430, 465, 635, 637, 639. «Almas de violeta», 143. «Amarga», 89, 143. «Azul», 91, 143, 185, 186, 284-285, 287. «Cantares», 92, 116-117, 143. «El cementerio de los niños», 84. «Elegiaca», 143, 182, 185.

658

Vida y obra de Juan Ram ón Jiménez «Marina», 143, 144. «Negra», 89, 143, 185. «Nivea», 87, 143, 185, 465-466. «Nochebuena», 143. «Nubes», 96, 143. «Ofertorio», 143. «Remembranzas», 94, 95, 143. «Roja», 143. «Salvadoras», 89, 143, 185-186. «Silencio», 143. «Solo», 143, 171, 182-185. «Triste», 89, 143. «Tristeza primaveral», 86, 143. Rimas (1902), 53, 92, 170, 171, 172, 175, 180, 185, 188, 190, 200, 202, 205, 206, 207, 219, 239, 241, 242, 245, 261, 284, 305, 315, 317, 361, 635, 639. «A mis penas», 185-186. «A una niña mientras duerme», 176-178, 242. «Alborada ideal», 172. «Apagábase el día; ...», 172. «Aquella tarde, al decirle ...», 175. «Crepúsculo de abril», 179. «Cuando le dije a la pobre ...», 190. «Cuento», 173-174. «El invierno», 175. «El lago del dolor», 305. «El palacio viejo», 181. «En el balcón, un momento ...», 286-287. «Esta noche hallé en mi sueño ...», 305. «Florecita», 173, 174. «Inefable», 189. «Las niñas», 77, 163-164. «Los niños abandonados», 305. «Los sauces me llamaron, y no quise ...», 182. «Llanto», 305. «Me he asomado por la verja ...», 305. «Muerta», 190. «Nadie me besa, y a veces ...», 177. «Paisaje», 180-181.

Indice de obras

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«Primavera y sentimiento», 169-170, 171, 305. «Sombras», 172. «Versos de niños», 175. «Vi que estaba tras la verja, ...», 175. Arias tristes (1903), 219, 223, 238, 239-240, 241, 242-245, 247-261, 262, 267, 268, 269, 270-273, 274, 275, 276, 280, 292, 293, 296, 297, 302, 303, 315, 318, 319, 356, 376, 414, 439, 455, 591, 612, 635, 639. Primera parte: «Arias otoñales» Poema I, 248-249; II, 260; IV, 252, 272; V, 242-243; IX, 247248; X, 254, 258, 272; XI, 261; XII, 259; XIII, 317-318; XIX, 253-254; XX, 252-253; XXIII, 272. Segunda parte: «Nocturnos» Poema II, 258; IV, 252; VIII, 256, 258; XII, 258; XV, 249; XVIII, 249-250; XXI, 250, 251; XXIII, 254; XXIV, 256, 261. Tercera parte: «Recuerdos sentimentales» Poema II, 253; IV, 254, 257; VI, 252, 318-319; IX, 248; XI, 243244; XVII, 256; XVIII, 251, 254; XIX, 256; XXVII, 244-245. Jardines téjanos (1904), 224, 261, 274-286, 287, 303, 305, 306, 315, 324-325, 344, 356, 360, 363, 373, 403, 455. Primera parte: «Jardines galantes» Poema I, 277; IV, 277; VIII, 277-278; IX, 279; X, 280; XI, 278279; XII, 282; XIII, 280; XIV, 280-281; XV, 278; XVIII, 281; XX, 403, 444; XXIV, 281; XXVIII, 277. Segunda parte: «Jardines místicos» Poema I, 275-276; VIII, 283; XIV, 283; XV, 283; XVII, 295; XVIII, 289; XX, 284; XXII, 289-292. Tercera parte: «Jardines dolientes» Poema IV, 288; VIII, 294-295; X, 285-286, 287; XII, 295; XX, 293; XXII, 324-325. Pastorales 1905 (1911), 80, 224, 315-330, 333-334, 345, 353, 356, 358, 364, 369, 455, 457, 636. Primera parte: «La tristeza del campo», 335. Poema XIII, 323; XIV, 316-317. Segunda parte: «El valle» Poema I, 328-329; III, 326; IV, 326; VI, 316; VIII, 324-325; 336; IX, 316-317; XIII, 320; XIV, 326; XVI, 326; XVII, 323; XVIII, 326; XIX, 324; XX, 319; XXII, 326-327. Tercera parte: «La estrella del pastor»

660

Vida y obra de Juan Ram ón Jiménez Poema II, 323, 338-339; VII, 322-323; XI, 325; XIII, 323; XVI, 323; XXIII, 329-330. Apéndice, 330. Poema I, 335; III, 336; VII, 338; VIII, 338. Las hojas verdes 1906 (1909), 363, 366-370, 374, 425, 457, 496, 636. «Crepúsculo en el agua», 374. «Este dolor me lo he buscado ...» (poema VII), 368. «Lamento de primavera», 369, 393. «Lluvia de oro», 368. «Marina de ensueño», 425-426. «Nostalgia de otros tiempos», 374. «Otra balada a la luna», 370. «Otra novia blanca», 368. «Otro jardín galante», 366, 367. «Ramo de dolor», 375. «Serenata triste a la luna de Francia», 362, 367-368. «Tarde azul y fría», 369, 374. «Tengo un libro de Francis Jammes ...» (poema XV), 369. Baladas de primavera 1907 (1910), 351, 353, 354-355, 358, 363, 366, 370-376, 397, 455, 457, 496, 544. «Balada de la amapola», 376. «Balada de la flor de la jara», 373. «Balada de la flor del romero», 374. «Balada de la luna en el pino», 375. «Balada de la mañana de la cruz», 374. «Balada de la mujer morena y alegre», 374, 376. «Balada de la soledad verde y oro», 373-374. «Balada del almoraduj», 371. «Balada del castillo de la infancia», 374. «Balada del domingo», 376. «Balada del prado con verbena», 371-373, 375. «Balada triste de la mañana del Corpus», 374. «Balada triste de las piernas lánguidas», 376, 394. «Balada triste de los pesares», 374. «Balada triste del avión», 375, 376. «Balada triste del pájaro de agua», 374.

Indice de obras

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Elegías, 353, 354-355, 358, 376-386, 460, 496, 497, 636. I. Elegías puras (1908), 363, 366, 377-378, 457, 496. Poema XXVI, 378. II. Elegías intermedias 1908 (1909), 363, 366, 377, 378-380, 457, 496, 503. Poema IV, 378; V, 378; VII, 378-379; IX, 379-380; XIX, 380; XXII, 380; XXIV, 378; XXVI, 380; XXXII, 380. III. Elegías lamentables (1910), 363, 366, 377, 380-386, 457. Poema IV, 391; VII, 383; VIII, 384; IX, 381-382; XI, 380381; XII, 381; XIII, 383, 385; XV, 384; XVI, 382-383, 392; XIX, 391; XXIII, 384; XXXII, 384-385; XXXIII, 384-385, 386; XXXIV, 384-385. La soledad sonora 1908 (1911), 353, 363, 409-416, 419, 454, 455, 457, 469, 637. Primera parte: «La soledad sonora» Poema VIII, 410-411, 413; IX, 410; XXIV, 413; XXXII, 413; XXXIII, 413. Segunda parte: «La flauta y el arroyo» Poema XVI, 413; XX, 414; XXIII, 415; XXXI, 411. Tercera parte: «Rosas de cada día» Poema VI, 415; X, 413; XIII, 413; XXI, 415; XXII, 415-416; XXXI, 415416. Poemas mágicos y dolientes 1909 (1911), 353, 364, 379, 416-431, 436, 457, 503, 573, 587, 591, 637. «A la poesía», 417-418. Primera parte: «Poemas mágicos y dolientes» «Jardín carnal», 420. «Otoño», 419. «Primavera amarilla», 421. Segunda parte: «Ruinas» Poema III, 422; VII, 422; IX, 422; XIV, 422; XX, 421. Tercera parte: «Francina en el jardín» Poema I, 423, 425; II, 379, 423; III, 423, 424; IV, 423, 424425; V, 423, 425; VI, 423, 424, 425. Cuarta parte; «Marinas de ensueño» Poema I, 425-428; IV, 428429; VII, 429.

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Vida y obra de Juan Ram ón Jiménez Quinta parte: «Estampas» «Estampa de invierno», 429. «Estampa de otoño», 429. Sexta parte: «Perfume y nostalgia» Poema VII, 430-431; XII, 430. Laberinto 1910-1911 (1913), SO, 301, 364, 416, 431, 432, 434, 435-442, 454, 455, 457, 468, 469, 503, 525, 527, 587, 589, 591, 637. Primera parte: «La voz de seda» Poema I, 437; III, 437; IX, 437; XIV, 442; XVII, 437. Segunda parte: «Tesoro» «Carta a Georgina Hübner en el cielo de Lima», 301, 432-435. «Playa del sudoeste», 437. «Sol de otoño», 469. Tercera parte: «Variaciones inefables» Poema II, 440; XIV, 439-440; XIX, 438; XX, 440. Sexta parte: «Nevermore» Poema II, 441-442. (Prologuillo), 438. Séptima parte: «Olor de jazmín» Poema I, 438; II, 438; III, 438; V, 438; IX, 438; XIII, 438. Melancolía 1910-1911 (1912), 301, 364, 416, 431, 442-455, 457, 468, 470, 503, 587, 591, 612, 637. Primera parte: «El tren» Poema I, 452; II, 443; V, 443; VII, 452; VIII, 443, 451; IX, 452; XII, 443, 451; XIII, 452; XV, 451; XVII, 450; XIX, 452. Segunda parte: «El alma encendida» Poema I, 451; X, 452; XII, 452. Tercera parte: «La voz velada» Poema XIII, 452. Cuarta parte: «Tercetos melancólicos» Poema I, 470-471; VIII, 453; X, 431; XIII, 452.

ín d ice de obras

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Quinta parte: «Hoy» Poema V, 446; VII, 446; IX, 445-446; X, 446; XII, 453; XIII, 454. Sexta parte; «Tenebrae» Poema III, 446; VI, 452-453; VII, 446-447; X, 447-448; XII, 448-449. Sonetos espirituales 1914-1915 (1917), 574-584, 591, 597, 615, 627, 639. «A mi alma», 576. «Al soneto con mi alma», 575-576. «Arboles altos», 578, 581. «Crepúsculo», 579, 581. «Esperanza», 577. «Hastío», 579. «Hierro», 578. «Luna de setiembre», 578. «Luto», 578, 580-581. «Mañanas», 579. «Mientras la última luz de la esperanza ...» (soneto 3, I), 577, 580. «Mujer celeste», 577. «Muro con rosa», 578, 579. «Nada», 579. «Nubes», 579. «Ocaso», 578. «Octubre», 579. «Ojos celestes», 579. «Otoño», 577, 597. «Panal», 579, 583. «Paseo», 581. «Primavera», 579, 581-582. «Setiembre», 578, 579. «Voz nueva», 579. Estío 1915 (1916), 585-597, 639, 640. «Amanecer de agosto», 586-587. «Blanco, primero; de un blanco ...», 590-591. «Canción alegre», 593. «Crepúsculo», 595.

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Vida y obra de Juan Ram ón Jiménez «Epitafio de nosotros», 592. «Eva», 590. «Jardín grato —¡alma mía!— ...» (poema 49, I), 594. «Mayo», 596. «Miro correr por tus ojos ...» (poema 34, I), 593. «¡Mirto al vivir! ...» (poema 8, I), 597. «No os quitéis la pasión ...» (poema 28, I), 594, «Nunca la negligente ...» (poema 26, I), 593. « ¡Sí! », 596. «Tú», 587-588. «Yo no sé cómo saltar ...» (poema 95, II), 597. Diario de un poeta recién casado 1916 (1917) (verso y prosa), 598, 599, 600, 601, 603, 604, 605, 607, 609, 612, 615, 616-634; véa­ se también II. P r o s a . (Verso) Primera parte: «Hacia el mar» «A una mujer que murió, niña, en mi infancia», 609. «Duermevela», 600. «Primer almendro en ñor ...», 599. «Soñando», 629. Segunda parte: «El amor en el mar» «Hastío», 617. «Mar» («Parece, mar, que luchas ...»), 617. «Menos», 617. «Niño en el mar», 628-629. «Nocturno», 617. Tercera parte: «América del Este» «Berceuse», 620-621. «Cuando dormida tú, me echo en tu alma, ...», 619-620. «Ocaso de entretiempo», 626. «Serenata espiritual», 621. «Sí. Estás conmigo ¡ay! ...», 618, 619. «Tus imágenes fueron 618-619. Cuarta parte: «Mar de retorno» « ¡Desnudo! », 628. «Mar despierto», 627. «Oro mío», 627-628.

Indice de obras

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«Sol en el camarote», 632-633. «Todo», 628. «¿...?», 629. Quinta parte: «España» «Madre», 630. Eternidades 1916-1917 (1918), 634. «Vino, primero, pura, ...», 634-641. 4. Obras inéditas publicadas póstumamente Arte menor 1909, 407, 457-459, 503. «Desnudos», 458. «Sueños», 458459. Esto 1908-1911, 398, 459, 462-464, 637. «Banquera», 462. «Boticario», 462463. «Capellán», 199-200, 463. «Católica», 463, «Ella, cuya voz de falsete es cosa fina, ...» (poema 2, X), 464. «Escritor», 463. «Médico titular», 462. «Neuropatillo», 462. «Semana Santa», 398. Poemas agrestes 1910-1911, 459460, 480. «Amor», 480. «Lluvia», 480-481. «Una alta línea de oro recorre vagamente ...», 481. Poemas impersonales 1911, 460, 488, 595. «Ahogada», 595. «Letra de Adán Pasión Jiménez», 481482. Historias 1909-1912, 460, 464-466, 608. «El niño pobre», 464. «Igual que una magnolia ...», 466. «La carbonerilla quemada», 464-465. Libros de amor 1911-1912, 460, 467-469, 472-477, 490, 503, 529, 591, 637. «Como fue entre la sombra, y apenas nos veíamos, ...», 475.

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Vida y obra de Juan Rdm ón Jiménez «Cuando ella mirándome con fijeza de dardo ...», 476. «El óvalo de ensueño de tu rostro divino ...», 476-477. «Esas miradas por encima de los otros ...», 474. «Imitábamos bien el amor; en el fondo ...», 473. «Impudicia es tu nombre, mujer. Vienes a m í ...», 474, 476. «Le decía palabras duras, agrias, sin orden ...», 473, 476. «Nunca nos enfadábamos. ¡Para qué si no íbamos ...», 473. «¿Te acuerdas, Marthe? El oro verde de tu cabello ...», 467468. «¿Te acuerdas? Te decían tus hijas 'la romántica’ ...», 468 469. «Tú habrás crecido, Marta. Y aquel retrato mío ...», 469. «Yo te pedía más, tú me lo dabas todo ...», 473. Apartamiento, 460, 477, 591, 638. I. Domingos, 460. II. El corazón en la mano 1911-1912, 460. «(Amistades)», 479-480. «Con su dedo de sombra Él solo me ha mostrado...», 488. «Deja que digan. Todo es nada. Sólo vale ...», 479. «Lloran porque soy malo. Río porque soy bueno ...», 486. «No me quieren creer... —Un loco... ¡un loco, un lo­ co!—», 487. III. Bonanza 1911-1912, 460, 480, 482488, 490, 639-640. «Alegre laberinto ...», 484-485. «Aquí estabas, aquí, y yo no te veía; ...», 485. «Dame, Señor, tu cruz, ...», 488. «¡Señor, que todos sueñen! ...», 483-484. «Si eso fuera verdad, Señor, ...», 482. «¿Tanto es lo que te pido, ...», 487. «Tu luz en todos mis sentidos, ...», 483. La frente pensativa 1911-1912, 461, 472, 477, 488, 489-490, 498, 591, 638. «Amor», 489490. «¡Quién sabe del revés de cada hora! ...», 498. «Te fuiste ... Ya no he de volver a verte ...», 472.

Indice de obras

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Pureza 1912, 461, 477-479, 487, 591, 638. «Brisas primaverales ...», 487. «La una», 477-478. «Víspera», 479. El silencio de oro 1911-1913, 461, 471, 477, 487, 488, 489, 591, 638. «Dulzura de estas horas que nos llevan al Ánjelus, ...», 487. «Hora inmensa», 479. «La tarde triste de agua me hace pensar en ella 472. «Se lo va diciendo el oro ...», 479. «Tarde última y serena, ...», 488-489. Idilios 1912-1913, 570-572. «Amanecer», 571. «Cuarto al jardín», 571. «Invierno», 571. «Junio», 571. «¡Oh, cómo me mirabas! «Pureza negra», 571. «¿Triste?», 571-572.

571.

Monumento de amor 1913-1916, 525, 531, 536, 563, 569-570, 572, 573, 575, 587, 616, 639. «Zenobia», 572-573, 576. C)

C o l e c c io n e s

p o st u m a s d e l a o bra

su elta

y la

o br a i n é d i t a

Primeros libros de poesía 1900-1913 (1959), 80. Libros de poesía 1914-1953 (1957), 574, 598, 599. Libros inéditos de poesía 1. 1909-1912 (1964), 200, 461. Libros inéditos de poesía 2. 1911-1916 (1967), 461, 569, 570, 571.

II. A)

P r o sa

PRO SA

su elt a

1. Miscelánea 1898-1953 «Andén», 74. «Castro», 48. «Comentario sentimental. El té», 216. «D. Francisco», 311.

668

Vida y obra de Juan Ram ón Jim énez «Diario íntimo», 215, 223, 311. «El mirlo de cristal», 258. «El Sanatorio del Retraído. (Don Adrián Bugada)», 197, 198. «El Sanatorio del Retraído. (D. Manuel...)», 199. «El zaratán», 40. «Fuentes de mi poesía», 166, 418. «Isla de la simpatía (Prólogo muy particular)», 79. «Libros simpáticos y antipáticos», 5. «Líricos y críticos de mi ser», 132, 133. «Mis amigos de Moguer. Vida», 84. «Prólogo jeneral», 15. «Recuerdos», 193, 195, 196, 198, 321. «Recuerdos. ‘Diálogo de las alondras’», 321-322. «Riente cementerio», 75, 76, 84, 85-86, 106, 124, 390. «'Soledades', poesías, por Antonio Machado, Madrid, 1903», 263264, 265, 266, 268. «Sucesión», 376. 2. Colaboración en Helios 1903-1904 «‘Antonio Azorín'. Pequeño libro en que se habla de la vida de este peregrino señor — Por J. Martínez Ruiz — Madrid 1903», 233, 237-238. «‘Corte de amor’: Florilegio de honestas y nobles damas: Lo compuso Don Ramón del Valle Inclán — Madrid 1903», 233, 236. «‘Jardín umbrío' — Por Don Ramón del Valle Inclán — Ma­ drid 1903», 233. «La corneja», 225, 467-468. «Los rincones plácidos», 225, 233. «‘Odios’ — Por Ramón Sánchez Díaz — Madrid 1903», 233, 235, 236. «Páginas dolorosas», 204, 225-233. «Un libro de Amado Ñervo», 233. «‘Valle de lágrimas’ — Su autor: Rafael Leyda — Madrid 1903», 233, 274. 3. Colaboración en Renacimiento 1907. «Autocrítica», 361, 362. «Juan R. Jiménez. Habla el poeta», 48, 361. «Paisajes líricos», 354, 358, 386.

Indice de obras B)

L

669

ib r o s

1, En proyecto inéditos 1900-1936 Destino, 103. Rosa de sangre, 159. Rubíes, 159. 2, Obras publicadas por el autor Platero y yo 1907-1916 (1914, edición menor; 1917, completa), 16, 18, 23, 75, 80, 326, 353, 355, 363, 396, 397, 457, 529, 541, 542, 544-559, 561, 606, 615. «Aglae», 552. «Alegría», 550. «Almirante», 68. «Amistad», 552. «Ángelus», 550. «Anochecer», 551. «Antonia», 353, 552. «Domingo», 551. «El aljibe», 27. «El árbol del corral», 557. «El arroyo», 34. «El canto del grillo», 551, 552. «El cementerio viejo», 36, 76. «El eclipse», 549, 550. «El loco», 549. «El moridero», 551. «El niño y el agua», 549. «El racimo olvidado», 396. «El río», 25. «El sello», 31. «Florecillas», 22. «Golondrinas», 552. «Gorriones», 549. «La azotea», 549, 553-554. «La calle de la Ribera», 22, 24. «La casa de enfrente», 23, 27, 554. «La cuadra», 551. «La escama», 25.

670

Vida y obra de Juan Ram ón Jiménez «La fábula», 59, 555. «La fantasma», 549. «La fuente vieja», 550. «La llama», 552. «La niña chica», 550, 556. «La novia», 551. «La plaza vieja de toros», 36. «La primavera», 551. «La tísica», 550. «La tortuga griega», 30, 69. «La verja cerrada», 557. «Las brevas», 552. «Libertad», 551. «Lord», 550, 552. «Los gallos», 50, 142, 551. «Los húngaros», 547-549. «Mons-Urium», 18. «Noche pura», 551. «Paisaje grana», 558. «Pinito», 352-353. «Piñones», 35, 549. «Platero», 550. «Retorno», 551. «Sarito», 80. «Susto», 550. «Tormenta», 557. «Vendimia», 35. Españoles de tres mundos 1914-1940 (1942), 235. «Eduardo Rosales», 214. «Enrique Granados», 605. «Francisco Giner», 310. «Manuel B. Cossío», 314. Diario de un poeta recién casado 1916 (1917), (verso y prosa), véase también I. P o e s í a . (Prosa) Segunda parte: «El amor en el mar» «Llegada ideal», 601. «Sensaciones desagradables», 601.

ín dice de obras

671

Tercera parte: «América del Este» «Alta noche», 625. «De Boston a New York», 605, 624-625. «Día de primavera en New Jersey», 625. «Fililí», 603, 625, 626. «Iglesias», 625. «Me siento azul», 612. «Physical culture», 626. «Túnel ciudadano», 624. « ¡Viva la primavera! », 625, 626. Sexta parte: «Recuerdos de América del Este escritos en España» «El mejor Boston», 603.

C)

C o l e c c io n e s

po st u m a s de la

o bra

su elt a y la

o bra in é d it a

Primeras prosas 1898-1954 (1962), 75, 76, 167, 204, 348, 353, 461. Baladas para después, 348, 386, 419, 461, 503, 544, 591. «Balada de cuando yo estaba lejos de la luna», 67, 387. «Balada de la amada desnuda», 388. «Balada de la carne ausente», 388. «Balada de la dulzura dela muerte», 349. «Balada de la luna de mivida», 389. «Balada de la muchacha del 800...», 350. «Balada de la muerte múltiple», 350. «Balada de la mujer estraña», 390. «Balada de la mujer ideal», 386. «Balada de la noche de luna en el cementerio», 395. «Balada de la novia ida», 389. «Balada de la rama en sombra», 391. «Balada de las tiernas adolescentes perversas», 390. «Balada del amor desnudo», 387-388. «Balada del aromo del cementerio», 391. «Balada del corazón hipertrofiado», 392-393, 394. «Balada del pavo real», 392. «Balada del placer idealizado», 389-390. «Balada del viaje por tu cuerpo», 389. Ideas líricas, 633.

672

Vida y obra de Juan Ram ón Jiménez Meditaciones líricas, 354, 461. «¡El loco!», 346. «Los padres desconocidos», 308. «Superposición», 350. «Tarde de domingo», 58. Páginas dolorosas, 196, 204. Palabras románticas, 348, 349, 353, 354, 358, 386, 447, 461. Fragmento XXIII, 354; XXVII, 447-448; XLII, 386. Libros de prosa, 1. 1898-1954 (1969), 365. Baladas para después, véase Primeras prosas 1898-1954 (1962). «Balada de la mujer de ensueño», 365. Cartas 1898-1958 (1962), 74, 98, 99, 103, 106, 107, 159, 199, 206, 297, 400, 401, 402, 456, 457, 477, 496, 499, 501, 504, 505, 506, 523, 534, 543, 549, 583. Por el cristal amarillo 1902-1954 (1961), 23, 26, 27, 38, 79, 94, 286. «Aburrimiento», 51. «Amor», 31, 36. «Casa azul marino», 23. «Castelar», 106. «Ciriaca Marmolejo», 37. «Concha Monte», 41. «Continente de estrellas», 26, 95, 286. «Chopin», 94. «Don Carlos Girona», 29. «Don José González», 38. «El Auxiliar Silóniz», 34. «El blancote», 33. «El brazo», 67. «El colejio», 29. «El dondiego de noche», 36, 39. «‘El Feo Malagueño’», 28. «El poema», 352. «El quincallero doble», 27. «El relojero portugués», 28. «El ‘San Cayetano'», 24. «El solano», 158. «El submarino Peral», 46.

Indice de obras

673

«El telegrafista», 352. «El tesoro», 32. «Exijente, feroz, terminante», 68, 69, 70. «Femandillo», 23. «Herminia», 39. «Herodes», 38. «La casa de la orilla del río», 34. «La corona de caña», 28. «La estrella de la mañana», 38. «La mujer de otra parte», 37. «Las tres y cuarto», 31. «Mi padre», 88. «Mis primeros romances», 82, 83, 90, 118, 170, 188, 256. «Montemayorcita Jote», 39, 230. «Nubes», 94. «Pepita Gonzalo», 37. «(Prólogo)», 26. «Romanticismo», 84. «Rosalina», 79, 80. «Se continuará», 83. «Sevilla», 71. «Su madre», 33, 49. «Su tío abuelo», 30, 32. La corriente infinita 1903-1954 (1961), 71. «El ‘colorista’ nacional», 71, 132, 201. «El siglo xx, siglo modernista», 73, 74, 77, 82, 83, 92, 102, 110. «Elejía accidental por don Manuel Reina», 101, «‘Mis’ Rubén Darío», 131, 138. «Ramón del Valle Inclán», 131, 132, 133, 138, 201. «Recuerdo al primer Villaespesa», 131, 132, 135, 136, 139, 140, 165, 201, 207, 221. «Sonrisas de Fernando Villalón con soplillo distinto», 60, 61, 63. La colina de los chopos 1913-1928 (1965) (la ed. 1963 no incluye la parte titulada «Sanatorio del Retraído»), 193, 195, 286, 567. «La colina de los chopos (Madrid posible e imposible)» «Arquitectura», 568. «Cielo de Madrid», 568. «El barroco y el granito», 568.

674

Vida y obra de Juan Ram ón Jiménez «El Madrid posible», 568. «La casita del Príncipe en el Prado», 568. «Los aspectos suntuosos», 568. «Cerro del viento» «Guadarrama», 567. «Sanatorio del Retraído», 195, 567. «Arias tristes», 194. «Don Emilio Sala», 197. «Don Manuel Reina», 200. «El salón», 194, 286-287. «Ese tío bizco», 214. «Las niñas», 195, 243. «Mi Venus de Milo», 195. «Ramón del Valle Inclán», 201. «Rimas», 202. «Sandovalito», 213. «Simarro», 193, 196, 307. «Velázquez 96», 193. Cuadernos de Juan Ramón Jiménez 1925-1935 (1960), 71, 76. El trabajo gustoso 1948-1954 (1961), 89. «Aristocracia y democracia», 315. «El modernismo poético en España y en Hispanoamérica», 89, 96, 102, 108, 118, 120, 125, 136, 137, 314. El Modernismo. Notas de un curso 1953 (1962), 73, 91, 132, 136, 231, 312, 313, 495. Rabindranaz Tagore. Obra escojida (1955), 559. La luna nueva, 542, 559, 560, 562-563, 585.

ÍNDICE GENERAL Págs. N

.................................................................................................

9

I. — Por el cristal am arillo: Moguer ...............

15

II. — Religión, Retórica y Poética: E l «Cole­ gio de San Luis G onzaga»................................................

44

III. — El amor. «Vino, primero, pura, ...»: Blanca Hernández-Pinzón ......... ......... ......................

66

IV. — El 'colorismo’ y los primeros poemas: S e v illa .....................................................................................

71

V. — El ‘Modernismo’ y los poemas m oder­ nistas: M a d rid ......................................................................

130

VI. — L ocu ra,'sim b olism o'y Rimas: Francia.

158

VII. — «Vestida de inocencia...»: Sor Amalia y el Sanatorio del Rosario .............................................

193

VIII. — «Páginas dolorosas» y novias blancas: Prim eras Prosas y Arias t r i s t e s ................. ...................

223

IX. — Paisaje y nostalgia de la carne: Jardines le ja n o s .................................................................. ............................................

274

X. — Los institucionistas, la Institución Libre de Enseñanza y la aldea: P a s to r a le s ...........................

307

ota p r e l i m i n a r

C a p ítu lo C a p ítu lo

C a p ítu lo

C a p ítu lo

C a p ítu lo

C a p ítu lo C a p ítu lo

C a p ítu lo

C a p ítu lo

C a p ítu lo

XI. — Los Martínez Sierra y el Teatro de en­ sueño ....................................................................................... 331

C a p ítu lo

Vida y obra de Juan Ram ón Jim énez

676

Págs. XII. — La muerte, la prosa y el p u e b lo .........

346

XIII. — La mujer blanca y la mujer desnuda. «Luego se fue vistiendo / de no sé qué ropajes...»: Las hojas verdes, las Baladas y las Elegías .........

365

XIV. — La soledad y la mujer: el K em pis y F ra n cin a .................................................................................

396

C a p ítu lo C a p ítu lo

C a p ítu lo

XV. — Opulencia en la concepción de la mu­ jer y el verso. «Llegó a ser una reina, / fastuosa de tesoros...»: La soledad sonora, Poem as mágicos y dolientes, Laberinto y M ela n co lía ................................. 409

C a p ítu lo

XVI. — «...Mas se fue desnudando, ...»: la obra inédita. Religiosidad y entendimiento. Desnu­ dez y b e lle z a ......................................................................... 456

C a p ítu lo

XVII. — La Residencia de Estudiantes y el Instituto Internacional de Señoritas: Z en o b ia .........

499

XVIII. — Zenobia, Platero y T a g o r e ...............

539

C a p ítu lo

C a p ítu lo

XIX. — «Creí de nuevo en ella ...»: Monu­ m ento de amor, Sonetos espirituales, E stío .......... 569

C a p ítu lo

XX. — El Diario de un poeta recién casado. La poesía d e s n u d a ..............................................................

598

.....................................................

645

I n d ic e d e o b r a s d e J u a n R a m ó n J im é n e z q u e s e m e n c io ­ n a n o s e e x p l i c a n e n e s t e t r a b a j o ................................

655

C a p ítu lo

I n d ic e d e n o m b r e s p r o p io s

I. P o e s í a : A) Poemas sueltos: 1. Miscelánea 18981907; 2. Colaboración en Vida Nueva 1899-1900; 3. Co­ laboración en Helios 1903-1904. B) Libros: 1. En pro­ yecto inéditos 1898-1907; 2. Antologías; 3. Obras pu­ blicadas por el autor; 4. Obras inéditas publicadas póstumamente. C) Colecciones póstumas de la obra suelta y la obra inédita.

ín d ice de obras II. P r o s a : A) Prosa suelta: 1. Miscelánea 18981953; 2. Colaboración en Helios 1903-1904; 3. Colabo­ ración en Renacimiento. B) Libros: 1. En proyecto inéditos 1900-1936; 2. Obras publicadas por el autor. C) Colecciones postumas de la obra suelta y la obra inédita.

677