Una psicología real

En un mundo artificial como el actual, donde el psicólogo lo sabe todo, el coach se muestra perfecto, el profesor de yo

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Spanish Pages 238 Year 2020

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Table of contents :
Sinopsis
Portadilla
Dedicatoria
I. Motivos para una revolución
1. LAS TRES MENTES
2. EL NIÑO DEL CUENTO DEL TRAJE DEL EMPERADOR
II. La sombra
3. EL GRAN TEATRO AMERICANO
4. LA MILITARIZACIÓN SOCIAL
5. LA RELIGIÓN DE LA CIENCIA OFICIAL
6. TELEVISIÓN Y PRENSA COMERCIAL
7. LA CULTURA DEL «SELFIE»
8. HOGAR PATOLÓGICO Y AMOR TÓXICO
9. LA DICTADURA DE LA MENTE RACIONAL
10. LA PSICOLOGÍA 1.0 Y LA FIEBRE DEL «COACHING»
11. «NEW AGE» DISNEY
III. La luz
12. UNA PSICOLOGÍA REAL
13. EL NIÑO INTERIOR
14. EL HEMISFERIO DERECHO
15. LA MENTE GRANDE
16. UNA ESPIRITUALIDAD REBELDE
Notas
Créditos
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Una psicología real

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Índice Portada Sinopsis Portadilla Dedicatoria I. Motivos para una revolución 1. LAS TRES MENTES 2. EL NIÑO DEL CUENTO DEL TRAJE DEL EMPERADOR II. La sombra 3. EL GRAN TEATRO AMERICANO 4. LA MILITARIZACIÓN SOCIAL 5. LA RELIGIÓN DE LA CIENCIA OFICIAL 6. TELEVISIÓN Y PRENSA COMERCIAL 7. LA CULTURA DEL «SELFIE» 8. HOGAR PATOLÓGICO Y AMOR TÓXICO 9. LA DICTADURA DE LA MENTE RACIONAL 10. LA PSICOLOGÍA 1.0 Y LA FIEBRE DEL «COACHING» 11. «NEW AGE» DISNEY III. La luz 12. UNA PSICOLOGÍA REAL 13. EL NIÑO INTERIOR 14. EL HEMISFERIO DERECHO 15. LA MENTE GRANDE 16. UNA ESPIRITUALIDAD REBELDE Notas Créditos

Sinopsis En un mundo artificial como el actual, donde el psicólogo lo sabe todo, el coach se muestra perfecto, el profesor de yoga sonríe a todas horas y el desarrollo personal es un negocio, el doctor Sergi Rufi disiente, se moja y comparte desde la crudeza de la imperfección su propio camino y vía de sanación. Con un verbo afilado y sin pelos en la lengua, narra primero su experiencia como bala perdida y eterno paciente, y como profesor universitario y terapeuta consolidado después. Un texto de psicología alternativa para espíritus jóvenes, valientes e inconformistas. Un exabrupto atemporal contra la cultura oficial, la psicología convencional y la autoayuda comercial, contado en primera persona por un peculiar doctor en psicología. Un ensayo autobiográfico sobre angustia, incomprensión, rebeldía y redención. Un manifiesto contundente sobre las causas del sufrimiento en el siglo XXI. Un alegato a favor de una nueva psicología más REAL y de una espiritualidad útil, más verdadera. Es la era de la «nueva normalidad», la hora de una mayor coherencia y honestidad. Lo REAL no va de pensamiento positivo o negativo, ni de hacerlo mejor o lograr más cosas. Lo REAL no va de seguir modas, va de la pureza del sentimiento y la reflexión personal. Cada camino es único e intransferible y nadie nos puede decir cómo vivir nuestra vida.

UNA PSICOLOGÍA REAL Cómo transformé mi sufrimiento en sentido y bienestar

Sergi Rufi

Dedicado a Linda, mi gran compañera y musa durante la gestación de este libro. Ya descansas eterna en mi memoria, te llevo siempre en mi corazón.

I Motivos para una revolución

Solo deberíamos leer libros que nos muerdan y pinchen. El libro que estamos leyendo debería obligarnos a despertar como un puñetazo en la cara. Un libro debe ser el hacha que rompa el mar helado dentro de nosotros. F. KAFKA

1. LAS TRES MENTES La mente puede ser un instrumento de bienestar o de tortura. Puede ser el motor de una vida equilibrada o de un camino pedregoso. Pero ¿comprendemos realmente lo que nos ocurre por dentro? ¿Conocemos de verdad ese centro que gestiona nuestras preferencias y experiencias? Este primer capítulo es una invitación al conocimiento de una parte esencial y a menudo muy desconocida de nosotros: nuestra mente. En la actualidad, existen tres tipos de mentes que representan distintos paradigmas psicosociales (psicológico y social) y emoespirituales (emocional y espiritual). A lo largo de estas páginas voy a ir dibujando su contorno, pero, para empezar, haré una breve descripción de cada una de ellas.

LA MENTE 1.0 Representa el viejo paradigma psicosocial y se estructura a partir de lo racional, de la autoridad descendente y de la consiguiente desconexión emocional, reminiscencia de la cultura bélica del siglo pasado, una cultura que fabrica bandos, facciones y conflicto inherente. La mente 1.0 sigue a pies juntillas el libro de instrucciones, el manual académico, la portada del periódico, el método científico y la verdad oficial. Habita en un yo heredado traspasado de generación en generación, que no se autocuestiona ni cuestiona la realidad. Esta conciencia refleja el eslabón perfecto de la cadena de montaje oficial, un individuo convencional, estándar, tradicional, obediente, políticamente correcto, consumidor fidelizado, socialmente programado y, por lo tanto, replicante. La mente 1.0 vertebra una cultura oficial diseñada para ahogar cualquier amago de originalidad, creatividad, diferencia, comunión, transformación y cambio, porque estas son percibidas como amenazas. Este tipo de mente supone un nivel de conciencia cuyos rasgos son: La idea de que el pensamiento controla la emoción (modelo de procesamiento y decisión top-down), y que la mente controla el cuerpo y es

la causa de la realidad. La evitación y control emocional como forma de vida. La rigidez intelectual y el pseudoescepticismo (niega en lugar de dudar). La negación de la sensibilidad y la vulnerabilidad. La fortaleza como ocultación de debilidad, y la fragilidad visible como error y vergüenza. El estilo discursivo condescendiente-paternalista y la voz interior crítica. La estrategia de resolución de conflictos basada en el ataque-defensa, el castigo y la culpa (siempre a la defensiva). La ideología maniquea de bueno o malo, positivo o negativo, masculino o femenino, héroe o mártir. El moralismo con la diferencia y la exclusión del diferente. La negación del principio de feminidad, del niño interior herido, 1 y la proyección de este sobre los demás. La creencia en la casualidad y el azar. La idealización de la infancia y el optimismo infantil. La baja conciencia o inconsciencia (está emo-espiritualmente «dormido»). Además, es una mentalidad afín a la ideología del sacrificio, el esfuerzo continuado y el hacedor compulsivo. Posee una baja conciencia de interdependencia humana e interespecies y sigue el dictado de la lógica religiosa, la científica oficial y los medios de comunicación comerciales. Se especializa en el eje horizontal-material de la vida y su propósito es la ostentación de éxitos visibles: estudios, trabajo, dinero, pareja, casa, familia, estatus. Además, sospecha de toda disidencia del molde oficial y rechaza el cambio psicológico y, ante el error propio, se justifica, no se disculpa. Para la mente 1.0, lo divergente está errado de raíz y condenado a regresar al hogar tradicional, como ocurre en la parábola del hijo pródigo. Sin embargo, también hay personas 1.0 no invasivas, que no se entrometen en la vida de los demás y dejan a la gente en paz con su diferencia.

LA MENTE 3.0 Por el contrario, la mente 3.0 representa el nuevo paradigma, el cual significa conexión, apertura y aceptación emocional como estilo de vida; flexibilidad y regulación emocional; realismo del sentimiento, sensibilidad, atención,

presencia, escucha, comprensión, confrontación amable y conciliación, cariño, perdón, oportunidad, responsabilidad, comunicación horizontal, adulto interior, unión, inclusión, error y solución, respeto, fortaleza como conexión y expresión de la vulnerabilidad, apertura a la debilidad, fragilidad sin culpa, una mente emo-espiritualmente «despierta». Supone un nivel de conciencia que cree en la sincronicidad, en el continuo de opuestos complementarios: agradable y desagradable, masculino y femenino. Una mente consciente de que la emoción y los valores dirigen el pensamiento (modelo de procesamiento bottom-up), de que este es una consecuencia, y que confía en la vida y en la unidad cuerpo-emoción-pensamiento-espíritu. La conciencia 3.0 cuestiona el credo heredado y se ha emancipado de las coordenadas convencionales, poniéndose de pie por sí misma. Cree en la intuición, la interdependencia y el hemisferio derecho del cerebro, y se ha liberado del manual de instrucciones del sistema oficial y su lógica maniquea. Es hereje porque recela de los medios de comunicación comerciales, la religión y la ciencia oficiales, agentes de control social. Ha chocado contra los muros de la iglesia de la moral y el buen pensamiento, y por ello ha sido señalado como raro y diferente. La mente 3.0 es consciente de que el ser humano es una pieza más del universo y su cometido es convivir en armonía con el resto de los seres. Sabe que quien asume y elabora la herida interior de la infancia se empodera y no necesita de dogmas heredados. Es de naturaleza sensible, inquieta, inconformista, libertaria, y se moviliza para renovar el viejo paradigma. Se interesa por el eje vertical-espiritual de la vida sin renunciar a las posesiones mundanas. Practica la espiritualidad sin etiquetas, en cualquiera de sus facetas. A través de la experiencia, halla la esencia de su identidad y acaba empujando la conciencia más allá de su nicho familiar. Esta mentalidad fabrica una cultura que se instala en el proceso, la cooperación, la autenticidad, la fusión de los opuestos y el cuestionamiento pacífico de la Máquina, del sistema oficial. La mente 3.0 hace de su vida una vía de evolución interior hacia un yo REAL (un yo propio, al margen de los dictados familiares). Para esta mentalidad, la vida es una dinámica abierta donde el tipo de relaciones están por construir y las verdades por escribir a golpe de aprendizaje.

LA MENTE 2.0

Por último, la mente 2.0 es un híbrido de las dos anteriores. Posee una alta conciencia y percibe la realidad profunda e interconectada de las relaciones como la mente 3.0, pero tiene un desarrollo emo-espiritual escaso porque, como la mente 1.0, no cree en la transformación interior. Por lo tanto, sufre y a veces manipula con su herida interna (complejos, bloqueos, inseguridades y traumas). Además, suele ser escéptica, hiperracional, pesimista y victimista. La mayoría de los trastornos psicológicos se suelen manifestar en este nivel de conciencia, ya que el inconsciente (1.0) no se da cuenta y el emancipado (3.0) se sigue trabajando. Muy poca gente nace en un estado de conciencia 3.0, la mayoría nacemos entre el nivel 1.0 y el 2.0. En general, una acción externa en sí misma no revela el grado de conciencia de quien la realiza. Es la intención, o nivel de comprensión de la repercusión que esta tiene, la que hace que el autor de dicha acción tenga un nivel de conciencia u otro. Es decir, hay profesores de yoga con mentalidad 1.0 y algún político con mentalidad 3.0. En realidad, que tengas un nivel de conciencia u otro no tiene que ver tanto contigo. No se trata de una elección racional y consciente: la conciencia nos contiene a nosotros, se amplía y se despliega a sí misma. Unas veces ocurre desde la cuna, otras tras sufrir una vivencia traumática; pero llega un momento en el que, de repente, el molde estalla y los finos hilos que hilvanan el universo se visibilizan. Entonces, los botones premeditados de la Máquina se avistan y el montaje oficial queda al descubierto. Una vez la manzana del autoconocimiento ha sido mordida, las puertas del paraíso de la inocencia Disney se cierran para siempre. La ficha cae, la conciencia 2.0 se desdobla y ya no hay marcha atrás. Toca decidir si seguir intimidado y replicar el sufrimiento heredado, o tratar de renovar el tablero sobre el que se desenvuelve la realidad.

2. EL NIÑO DEL CUENTO DEL TRAJE DEL EMPERADOR Desde que tengo uso de razón, he sido un elemento incómodo para la Máquina. Recuerdo como si fuera ayer el comentario que le hizo una profesora a mi padre. Fue durante el primer curso de colegio, yo tenía apenas seis años y en el apartado de observaciones del informe de calificaciones rezaba diáfana una sentencia: «Sergi es un pendenciero y revoluciona la clase». No entendí el significado de aquella extraña palabra, pero no tardé mucho en sentir sus consecuencias. Debí de ser uno de los niños más castigados por el sistema educativo. Constantes amenazas, broncas, mofas, golpes, collejas y tortazos, a mano abierta y a diario, por parte de aquella autoridad sádica. Eran otras épocas y el abuso de autoridad era el pan nuestro de cada día en las aulas. A mí no me hizo bullying ningún alumno, sino el claustro entero de profesores.

REBELDE DESDE LA CUNA Yo no era ningún santo. Ciertamente, era un niño nervioso, inquieto, impaciente, con una mente veloz que lo atrapaba todo al vuelo y a quien el cadencioso ritmo de lo cotidiano sumía en un incómodo aburrimiento. Guardar silencio, ponerse en fila, seguir normas, memorizar datos, pasar el test, ser monitorizado, juzgado y comparado. Para colmo, sacaba buenas notas sin esforzarme, era de los primeros en finiquitar los ejercicios en clase y los deberes en casa. Además, tenía un imán en lo social y, donde iba, la gente me seguía; sin quererlo, me convertía en el líder de la clase, de mi pandilla, en el capitán del equipo de fútbol. Al mundo de los adultos le sacaba de quicio mi marcada inclinación disruptiva, que pensara diferente, que hablase diferente, que latiera diferente, que necesitara mi propio ritmo para casi todo. Ellos no lo veían como algo natural, sino malintencionado. En cualquier lugar donde había una dirección férrea, esta me percibía como una amenaza para la convivencia y me tomaba como cabeza de turco descargando su frustración contra mí.

Conforme iba creciendo, los calificativos hacia mí iban escalando en intensidad: gamberro, provocador, rebelde, indomable, oveja negra, bala perdida... Sin embargo, nadie consideraba mis carencias emocionales. Nadie se preocupaba por indagar en los motivos subyacentes que alimentaban mi manera de habitar en el mundo. Mi sensibilidad, mi naturaleza oscilante, mi intensa reactancia ante la manipulación, mi tendencia a dinamitar espacios ocupados. Mi sufrimiento desde la cuna y la consiguiente necesidad de escucha, comprensión y reconocimiento, de un abrazo cálido y maternal que aflojara el nudo de mi bloqueo interior.

EL HOMBRE EQUIVOCADO Y así, buscando mi lugar en el mundo y una cierta paz interior, comenzó mi peregrinaje por los caminos de la salud emocional. Mi padre me llevó a toda suerte de profesionales para tratar de arrojar luz sobre mis problemas de conducta y maniatar el miura interior. Pedagogos, psicólogos y psiquiatras convencionales me exploraron, me colocaron sus etiquetas, arrojaron sus consejos de manual y me cortapisaron el impulso con sus medicamentos. Y pasé de niño a adolescente y de adolescente a paciente crónico en plena juventud. Me convertí en una carga para mi familia, para los profesores, para el mundo de los adultos. Oficialmente, era el hombre equivocado porque todo lo que tocaba se rompía, todo lo que intentaba se torcía, y yo no sabía cómo romper esa inercia. Me sentía un renglón torcido, un cajón lleno de problemas sin fondo. Era un villano, un señalado, una carga indeseable a esquivar por la gente de bien.

EL ATRAPAMIENTO CULTURAL Cuando me preguntaban a qué quería dedicarme de mayor, contestaba que cantante de rock o escritor maldito. Solo tenía claro que quería señalar las injusticias del sistema oficial y abollar la corrupción del mundo adulto con mi voluntad contestataria. Me negaba a repetir el mismo bucle que todos seguían ciegamente: familia, escuela, universidad, trabajo, matrimonio, hipoteca, hijos, fin de semana para desconectar, vacaciones en agosto... El atrapamiento cultural del sistema monocromático y reiterativo no era para mí. No estaba interesado en seguir los peldaños marcados por quienes me habían marginado y humillado

públicamente tantas veces. Yo no encajaba en sus epígrafes, sus moldes, sus modas ni en sus inventarios aleatorios. Yo representaba la amenaza al traje y a la corbata, a la rueda de hámster. Me negaba a replicar algo en lo que nunca había creído. Me sentía desempoderado por quien se suponía que tenía que comprenderme y ayudarme a convertirme en alguien de provecho y ser feliz. Estaba convencido de que debía de haber alguna alternativa más tonificante para mi alma inquieta. Supongo que en el fondo de mi mente albergaba un deseo ardiente de venganza. La Máquina me había despojado de toda confianza en mí mismo y flotaba por las calles solitarias sin propósito ni dirección, lleno de rencor. La misma semana que fui a hacer una prueba para convertirme en actor porno, me presenté en el seminario conciliar a informarme del plan de estudios. Quería encontrar mi sitio y escapar del aburrimiento cósmico como fuera. Mientras tanto, realizaba pequeños trabajos como árbitro de fútbol, repartidor de comida, mensajero, camarero, socorrista, figurante, comercial de tarjetas de crédito o guía de despedidas de soltera. Cuando alguno de los trabajos me saturaba emocionalmente, lo abandonaba fingiendo un accidente. Me colocaba una escayola antigua en la mano, de una de las veces que me había peleado, y, tremendamente consternado, le comunicaba al jefe mi incapacidad de seguir en aquel trabajo que me hacía tan feliz.

UNA PIEZA DEFECTUOSA DE LA CADENA DE MONTAJE Tras varios fracasos haciendo pinitos en diferentes áreas académicas como la informática, el derecho, la música o el guion de cine, decidí probar suerte con la psicología. Me urgía hallar algo de sentido y alejar los pies de la cornisa. Anhelaba la idea de tener una oportunidad y encontrarme de una vez por todas. Durante los cuatro años de la licenciatura, estuve emocionalmente abducido por el trepidante ritmo universitario. Me subí desesperado a aquel tren de medianoche y, proyectándome hacia fuera, la herida dejó de supurar. Sin embargo, a mitad de trayecto, la oscuridad fue surgiendo de nuevo. Los manuales académicos resultaban incapaces de comprender la complejidad de la mente y los profesores en lo alto de la tarima se mostraban demasiado lejos de la calle. La letra impresa se confundía con la praxis clínica, la opinión con la norma, la hipótesis con la teoría, el caótico ser humano con una precisa y perfecta maquinaria suiza. El mapa único se promulgaba como territorio, el

prejuicio y la hiperracionalización eran los instrumentos terapéuticos de la psicología oficial. Parecía que Sócrates, en la noche de los tiempos, había empujado el edificio del conocimiento hasta sus cotas más altas. De nuevo, la tendencia a homogeneizar y moralizar, la mentalidad obediente como emblema de lo correcto. Una personalidad replicante y dócil, con las emociones reprimidas, sin deseos propios, adoctrinada para servir y proteger el statu quo dominante ejecutando órdenes sin rechistar. Y yo, que no encajaba en aquella conceptualización tan insensible y calculada del ser humano, me sentía una pieza defectuosa de la cadena de montaje.

MI GRAN DEPRESIÓN Una mañana me encontré con el ansiado título universitario bajo el brazo y desconfiando plenamente de la psicología académica, tan racional, matemática y alejada de la realidad del sentimiento. Más parte del problema que de la solución al sufrimiento existencial. La lacerante sensación interior de haber malgastado tantos años de mi vida y de seguir con el mismo fondo de deriva escocía demasiado. Poco a poco, se me había ido apagando la ilusión, deshaciendo el talento, marchitando el fuego interior, la llama de la vida, hasta quedar solo las cenizas de mi potencial y el esqueleto solitario de todo lo que podía haber logrado y llegado a ser. Me sentía una ballena varada, un saco de complejos, me asfixiaba la prisión de la presión social. El mismo mes en que me entregaron el título, hinqué las rodillas extenuado por la batalla y entré en una profunda depresión. Había dejado de saber quién era, para qué valía o a dónde quería ir vital y profesionalmente. Peleado con medio mundo, me había convertido en el parásito disfuncional que se suponía que debía ser. Sin dirección, destino ni sentido, la vida peligraba. Y veía cómo los roces con mi padre se habían convertido en roces con los profesores para convertirse después en roces con los jefes, con el mundo de los adultos al completo. Expulsado de las aulas, de media familia y de decenas de trabajos. La vida no iba a ser un pasillo de aplausos. Fue una época plagada de sustancias y excesos, de relaciones tensas y amores tóxicos, de noches de veinticuatro horas, violencia verbal y peleas. Era un ser asfixiado en una cárcel emocional cuyo pecho ardía a todas horas. Me visualizaba bajo un puente, precipitándome por una ventana, con los huesos en la cárcel o desnucando a alguien en un desesperado arrebato de venganza. Si no hubiera sido por el continuo drenaje de

la lectura, la escritura y la música rock, no sé que habría pasado conmigo. Leer, escribir, cantar y gritar a los cuatro vientos mi descontento fueron las válvulas para descargar mi dolor interior, la biografía del lamento.

CABALLO DE TROYA Un día, la psicóloga que me ayudó a salir de aquel pozo emocional me sugirió que probara en el mundo de la educación. «Eres especial, empatizarás bien con los alumnos», me dijo. Y así lo hice, y me gustó. Mis rarezas también gustaron. Las aulas se llenaban, los alumnos se acercaban y hablaban maravillas de mi desenfadado estilo docente. Era la primera vez que un jefe depositaba su confianza en mí y comenzó a florecer una cierta autoestima, un cierto rumbo profesional. En aquella época viví una relación con una chica americana y acabé mudándome a California durante unos años. De regreso a Barcelona, mis fundamentos profesionales eran más sólidos. Retomé la universidad, de donde hacía cinco años había salido corriendo. Dejé de hacer la guerra por mi cuenta y acepté ser un caballo de Troya: la revolución se fabrica desde dentro. Sentía coherencia repartiendo conocimiento oficial desde la tarima y escuchando música antisistema en el Ipod. Acabé cursando un máster y un doctorado, y cumplí la meta profesional de convertirme en profesor universitario. Paralelamente, seguí formándome como terapeuta y sobre todo trabajando conmigo mismo más y más profundo, dándole cada vez más espacio y cariño a mi niño interior herido. Más adelante, abrí mi propia consulta terapéutica y logré el sueño de adolescencia de publicar libros. Una editorial valiente se interesó por mi mirada divergente sobre el mundo de la psicología y la espiritualidad. Y así fue como, tras largas sesiones terapéuticas, un valle de lágrimas y un tsunami de epifanías en el centro del pecho, la ficha fue cayendo. El destino marcaba la senda pulsando el latido de mi corazón. Todo guardaba sentido y había llegado en el momento preciso. Nada podía ser diferente de como había salido. La culpa y la vergüenza se fueron evaporando, por fin palpaba mi lugar en el mundo.

LIBRE DE CULPA

Después de todo, no estaba tan equivocado. Igual eran la lente, la regla, el foco y la enciclopedia los que estaban incompletos y necesitaban una renovación. Nunca había vibrado con la mayoría, no puedo borrar la extraña circunstancia que me aterrizó en esta vida. Desde niño, he preferido estar inquieto en mitad del océano que cómodo en una pecera. Aprendí a sospechar de la autoridad porque recibía sermones que ni ellos seguían, y un bosque de estigmas por los que nadie se disculpó. Me mantuve vigilante en mi constante búsqueda de pureza, transparencia y verdad. Desaprendí sus etiquetas, no rindo culto ciego a la tradición y sé que no hay error en mi manera de ser. Desde niño, tengo voz propia, y la diferencia siempre ha incomodado a la mente 1.0. Soy consciente de que en mi interior albergo un niño difícil y que el mundo de los adultos nos orilla cuando no encuentra etiquetas con las que clasificarnos, grilletes con los que tenernos controlados. Soy el reflejo de un sistema nervioso, una emoción base y un guion de vida de donde emergen mi arquetipo y rol social. Y nada de eso lo he elegido yo, ni mi cuna, mi educación, mis genes, mi cerebro, mi mente o mi personalidad. Y mis preferencias, apegos, aversiones y conductas dependen de todo lo anterior. Por lo tanto, no cabe la culpa.

EL NIÑO DEL TRAJE DEL EMPERADOR Mi misión no es diferente a la que, con distinto grado de conciencia, atino y finura, ya estaba realizando. Nuestro niño interior siempre marca la dirección de nuestros pasos. Como profesional de la psicología, mi cometido es señalar el precipicio de la inercia y la tradición. Volar más allá del síntoma y la tirita y proponer alternativas que garanticen alivio no solo a corto plazo, sino una transformación real que nos brinde un mayor sentido. Soy el niño del traje del emperador que tira de la manta y descubre el pastel, convertido en adulto, porque ya no reacciono a golpes, sino que respondo desde la comprensión, el respeto y el cariño. Soy Mercurio, porque transmito el conocimiento destilado en mi viaje interno para guiar al otro en su odisea personal. Soy Prometeo, porque mucha gente que sufre desconoce los motivos reales de su descontento y necesita saber. He estado enfrente y detrás del escritorio, en las mazmorras del olvido y en la cima del reconocimiento. He aceptado que toda gran misión encuentra una gran oposición; una gran batalla interior es reflejo de una gran misión. Mis cicatrices son la garantía de mi valía, la oveja negra centrada acaba liderando el rebaño.

El librepensador y libresentidor, el valiente que toma conciencia y se abre a todas las emociones sin evitar ninguna, que a pesar de ser perseguido y censurado mantiene el espíritu rebelde y cultiva el autoconocimiento veraz, hallará el bienestar emocional y la redención personal en esta vida.

II La sombra

Cuando todos piensan igual es porque ninguno está pensando. W. LIPPMAN

3. EL GRAN TEATRO AMERICANO Lo anglosajón siempre me ha calado más hondo que lo latino. De niño crecí con el cine familiar y los deportes del otro lado del océano. Películas como La Guerra de las Galaxias, Indiana Jones, Regreso al Futuro o Superdetective en Hollywood, o series como El Coche Fantástico, V, El Equipo A o MacGyver marcaron a varias generaciones de niños. En su momento vibré con Michael Jordan, Carl Lewis y Mike Tyson. Nunca me gustó el lento cine costumbrista europeo, ni las series españolas. De adolescente descarté la música nacional y latinoamericana, tanto la contemporánea como la folclórica. Además, conforme iba desarrollando un gusto propio, me fui desanclando de las modas porque no me representaban. Solo la percepción de pureza, autenticidad y riesgo frente a las estructuras heredadas cautivaba mis sentidos.

EL UNDERGROUND NORTEAMERICANO La música y la literatura alternativas que llegaban de Estados Unidos me salvaron la vida. El hard-rock, el heavy metal, el punk californiano, el hardcore neoyorquino y la generación beat me inocularon estética, ideología, sentimiento de pertenencia a una tribu y sentido. En un plano filosófico-existencial me enseñaron más sobre la vida que el sermón de cualquier cura, profesor o miembro de mi familia. En mis auriculares y en las reuniones con mis amigos sonaban canciones que descubría yo mismo investigando en revistas extranjeras. Yo decidía la banda sonora que acompañaba mi desaliento: Rollins Band, Life of Agony, Stone Temple Pilots, The Cult, Faith No More, Danzig, Deftones, Helmet, Pantera, Alice In Chains, Vision Of Disorder, Tool, Quicksand, Madball, Misfits, Ramones, Sex Pistols o Fugazi. Me encantaba el humor ácido y surrealista de Groucho Marx, Woody Allen y George Carlin. Me fascinaban la elegancia de las películas del Hollywood clásico, la filmografía de Hitchcock, Kubrick, Lynch, Shyamalan y Tarantino, y el cine contemporáneo de actores

como Sean Penn y Matt Dillon. Además, algunos de mis héroes literarios eran Kerouac, Capote, Bukowski, Fitzgerald, Faulkner o Salinger.

ESTADOS UNIDOS VERSUS ESPAÑA Desde la explosión del Maine en 1898 y la pérdida de Cuba y Puerto Rico, España se arrastraba económica y socialmente medio siglo por detrás de Estados Unidos. Durante la Revolución Industrial del fordismo en ese país y su consiguiente expansión económica, en España la gente se disparaba a traición por la calle y las familias malvivían en las trincheras de la Guerra Civil. Cuando allá mucha gente conducía un flamante Cadillac, aquí unos pocos privilegiados se movían en un Seat 600. Cuando en los cincuenta, al otro lado del charco, apareció el rock and roll de la mano de Bill Haley, aquí arrasaba Concha Velasco. El icónico magnetismo de Marilyn Monroe está a años luz del de Marisol, como lo está el legado de Elvis Presley con respecto al de Juanito Valderrama, o el de Allen Ginsberg con el de Gloria Fuertes. Cuando allí la rabia de Nirvana golpeaba la radio, aquí triunfaban los Hombres G. Cuando allá reinaba Marlon Brando y empezaba a despuntar Robert De Niro, aquí seguían en cartel Alfredo Landa y José Luís López Vázquez. Cuando en Londres explotaba la revolución antisistema del punk inglés de la mano de los Sex Pistols y los Clash, y en Los Ángeles la del punk californiano anti-establishment, con Black Flag y Dead Kennedys, en Madrid se difundía la movida madrileña. Una versión light para todos los públicos financiada por el gobierno del momento, con los Nikis y Alaska y los Pegamoides a la cabeza. No tenía nada que ver la creatividad que llegaba de Estados Unidos con lo que percibía aquí: propuestas políticamente correctas, medias tintas y revoluciones de plastilina. Mi descontento y mi frustración eran reales como la punta de una navaja afilada, y solo la revuelta sin complejos me representaba. En aquel entonces decidí llamarme Sergi Fuss (fuss, follón, follón en el alma). Lo mío era la rabia de la distorsión, la invasión de los decibelios y la provocación de los tatuajes.

MI AMERICANISMO Además, fue creciendo en mí la admiración hacia Estados Unidos por su poderío

militar y su política expansiva. Era un romántico de la guerra de Vietnam a raíz de películas como Rambo, Apocalypse Now, Platoon y La chaqueta metálica. Me tragué hasta lo más hondo la cantinela del orgullo, el honor, el escudo, la bandera, el himno y la nación. Seguí en directo la caída de las Torres Gemelas y, con la piel de gallina, la segunda invasión norteamericana de Irak, con sus drones y operaciones quirúrgicas de videojuego. Paralelamente, había ido adaptando mi look a la contracultura norteamericana: perilla de chivo o barba amish, melena larga o cabeza rapada, camisetas de manga corta de grupos musicales en invierno, gorras y gorros, ropa de la talla XL y, como devoto de la religión del rock, me fui llenando el cuerpo de tatuajes emulando a mis héroes musicales. El arte en la piel era la quintaesencia de la rebelión explícita, un manifiesto visible de diferenciación y conflicto contra la corriente principal y la clase bienpensante. El primer tatuaje me lo hice al alcanzar la mayoría de edad y mi padre, tras soltarme su frase lapidaria estrella, «Ya te has perdido para la humanidad, no te pierdas también para Dios», me retiró la palabra durante una temporada. Llovía sobre mojado y, de alguna manera, aquella fue mi primera victoria silenciosa: que me dejara en paz por un tiempo.

Y SERGI FUSS SALTÓ EL CHARCO Hace trece años di carpetazo a mi vida en el Mediterráneo y me mudé de forma permanente a California. Barcelona se ponía demasiado cuesta arriba, sus inercias me consumían por dentro. Había logrado desviarme, perderme, destruirme, encontrarme, recuperarme, estudiar, tener pareja, sacarme títulos, conseguir un trabajo decente y aparentar normalidad. Sin embargo, sentía que dilapidaba el tiempo repitiendo constantemente el mismo bucle insípido. Además, no veía la forma sana de ganar un sueldo digno, pues los precios estaban por las nubes y las adicciones cotidianas permanecían intactas bajo la fina alfombra. Así que un día lo cerré todo, lo vendí todo y me despedí de todos. En mi mente llevaba muchas promesas e ilusiones; en el bolsillo, el finiquito, y en el banco, un pequeño préstamo de mi hermano. Mi novia me esperaba desde hacía un tiempo en San Diego, su ciudad de origen. Por primera vez, me sentía un privilegiado en lugar de un desgraciado. La vida me sonreía y me brindaba una oportunidad de oro: mudarme a la cultura que tanto me atraía y con la que tanto había soñado. Tras un día de vuelo, aterricé una medianoche en la bella California. Sin

planificación ni fecha de retorno, sin contactos ni ayudas externas, sin papeles y con toda mi vida en dos maletas. Vestía camisa con palmeras, bermudas anchas y chanclas. El look barcelonés encajaba a la perfección en el molde californiano, me estrenaba con buen pie. A pesar de que iba con el dinero justo y sin trabajo, vislumbraba un horizonte de comprensión, prosperidad y expansión profesional. Hasta hallar nido propio, me instalé con mi novia en la mansión familiar. En la planta de abajo vivían los padres, arriba nosotros. La casa estaba situada en una urbanización residencial en la cima de una colina solitaria. Rodeada por palmeras y abundante césped, en el patio trasero había una piscina con tumbonas, columpios y una zona de barbacoa. La urbanización estaba compuesta por decenas de residencias idénticas. Las calles estaban desiertas y las aceras vacías, parecía que la vida se desarrollara en el entorno doméstico. Los vecinos con los que me cruzaba en el supermercado o en el gimnasio eran de aspecto alegre y apuesto, y se desplazaban en vehículos de dimensiones extraterrestres. Mi adaptación no fue tan suave como esperaba. El ritmo, los hábitos y la mentalidad norteamericana no eran sencillos de coordinar con los mediterráneos. A pesar de haber tenido alguna novia extranjera, haber viajado y vivido ya en otros países, mi nivel de inglés no parecía suficiente para desenvolverme con soltura. América parecía un universo diferente. El acento y la jerga hacían de aquel idioma una lengua distinta al inglés académico. Su concepto de diversión también era singular: empujar carros por pasillos interminables de centros comerciales rastreando ofertas y descuentos, caminar por calles desiertas, mordisquear un donut glaseado, sonreír y hacerse fotos, montar una fiesta con los vecinos, emborracharse con la familia en el jardín o conducir sin rumbo por la autopista no encajaba con mis perspectivas personales. A la mañana siguiente de aterrizar, mi suegro me llevó a desayunar pancakes y me dijo que yo era el hombre más afortunado del mundo por mudarme a California del sur, «El cinturón dorado y corazón del sueño americano, todos fantasean con retirarse aquí». El padre de mi novia era un farmacéutico de ideología republicana con más orgullo norteamericano que el Big Mac y la música country juntos. Una ensalada de contradicciones con mirada de cowboy y verbo condescendiente que hacían sentir incómoda a la gente. «Tienes que aprender las reglas del fútbol americano o no harás amigos.» «Siéntete como en casa, pero este es mi reino.» El tipo prefería dormir con un rifle debajo de la cama a cerrar con llave la puerta de la calle. Cuando le informé de que no era necesario rociar con ketchup el fuet que le había regalado, él refunfuñó y me soltó que el lujo se acompañaba con lujo. «Hay que cerrar las fronteras con

México o nos pondrán una bomba en el centro de la ciudad», afirmaba con soltura mientras un grupo de inmigrantes mejicanos ilegales arreglaba su piscina.

LA REALIDAD ME GOLPEA EN PLENA CARA Al mes de instalarme, cuando el globo americano comenzaba a desinflarse, me casé con mi novia para arreglar mi situación legal. Empezaba a realizar mis primeros trabajos y palpaba la posibilidad real de ganar dinero. Sin embargo, la falta de espontaneidad y conexión honesta de la gente empezaba a irritarme. Lentamente, la inicial admiración (e incluso envidia) por la fachada perfecta que todo el mundo exhibía se había ido tornando en sospecha. Ya no quedaba ninguno de los cuadros de la boda del primo de mi novia y su esposa que decoraban la casa la noche que aterricé en San Diego. Tan apuestos, exitosos y sonrientes, con las guirnaldas hawaianas en el cuello, el matrimonio apenas había durado un par de meses, hasta que pillaron al primo en un motel en medio de una orgía con prostitutas y cocaína sufragada con la tarjeta del padre. En los supermercados y tiendas, las dependientas me preguntaban con sonrisa perfecta si había tenido un buen día; en el banco, me preguntaron alguna vez si era feliz. Esa presión social hacia la conformidad y la felicidad permanente me incomodaba. No tenía amigos, ni familia, ni mucho dinero, y me sentía en la obligación de sonreír para encajar y sentirme uno más entre ellos. La aventura de compartir lo que realmente sentía duró un par de días. Sostener la mirada de asombro y rechazo que recibía de vuelta era un infierno. Además, en California se tomaban las frases de forma literal, no había lugar para el doble sentido. La tía de mi novia, con la que me gustaba conversar porque mostraba una afilada picardía, tomaba antidepresivos. «Solo hace cinco años que es así», me comentaron. Asimismo, presencié en primera fila como a mi suegro, al que detectaron una grave leucemia por la que tuvo que coger la baja laboral, le iba volviendo la espalda el sistema norteamericano que tanto defendió y por el que tanto pecho sacaba. Al poco tiempo, la empresa farmacéutica para la que había trabajado la última década le rescindió el contrato. Después, el seguro médico que había sufragado religiosamente toda la vida se negó a hacerse cargo de los gastos médicos y le obligó a meterse en un proceso judicial denigrante teniendo en cuenta su estado físico. Más adelante, debido a las altísimas facturas médicas, y al no disponer de ingresos, se declaró en bancarrota. La fastuosa bandera de barras y estrellas que clavaba los días

festivos en el jardín de la entrada le dejaba en la estacada. El flamante sueño americano terminaba en triste pesadilla. Al final del viaje, el obediente ciudadano era tratado como una pieza inservible que una vez exprimida se tiraba al cubo de basura. «Mi consejo es que ahora que puedes cojas tus maletas y te vuelvas a España, si yo pudiera haría lo mismo», me advirtió a las dos semanas de llegar un español que tenía esposa e hijos norteamericanos y que llevaba demasiado tiempo allí. «Si Estados Unidos hubiera sido conquistado por los españoles en lugar de por los ingleses, igual tendríamos menos dinero, pero sabríamos vivir mejor y seríamos más felices», me confesó sin atisbo de duda un compañero de trabajo. Me daba cuenta de que existían tres Estados Unidos: la cultura llamativa que se muestra en las películas y series; el precioso país que cualquier turista visita fugazmente de vacaciones, y la cruda realidad del residente que se muda para siempre. Al fin y al cabo, ellos inventaron las leyes del marketing y saben vender lo suyo como nadie. Aquella aventura amenazaba con ponerse más cuesta arriba de lo previsto. Presentía que la industria del cine me la había metido doblada hasta el fondo. Tras un intenso período de reflexión, decidí continuar con mi periplo y mimetizarme aún más con el entorno. Aproveché que estaba en la meca del cine y la interpretación para aprender a ocultar la verdad de mis sentimientos. En aquella tierra de actores, vendedores y artistas, nadie decía lo que pensaba. Comprendí la tendencia de la gente a las adicciones, la doble vida y la sobreactuación, ostentando casas, coches y atuendos para compensar la tensión del teatro americano, y asumí la obligación de representar el papel de ciudadano feliz. Si quería éxito, debía mostrarme impecable. Sentí como mi identidad se desdoblaba y aparecía un yo social rutilante de vendedor de coches de segunda mano. Todo el mundo era un target, un cliente potencial. Detecté las palabras claves para cada contexto social y comencé a interaccionar con expresiones tibias, frases hechas y el corazón apagado. Me acostumbré a entablar conversaciones de ascensor a todas horas. Traté de acomodarme al estar por estar, los momentos vacíos y la presencia sin contenido. Me hice un experto en anticipar intenciones y manifestar lo obvio para conectar. Solo el más fuerte, solo el mejor impostor, sobrevivía en aquella gran comedia.

AVENTURA EN MÉXICO

Una mañana, un intenso dolor de muelas me avisó del drama en el que se podía tornar la película. El prohibitivo presupuesto que se sacó de la manga el médico de urgencias amenazó con mi ruina anticipada. Tratando de escapar de la escabechina, crucé la frontera con México y me puse en manos de una doctora que cobraba cinco veces menos. La clínica dental se hallaba en el interior de una frutería, algo común en aquella zona. La silla que hacía de sala de espera estaba junto a una caja de plátanos de piel oscura. Temiendo por mi vida, le comuniqué a la doctora que yo era un político español y el presidente de España tenía constancia de mi desplazamiento a aquel lugar. Me pasé la tarde tumbado en un viejo sillón mientras la doctora apretaba un taladro contra la muela. De cuando en cuando sacaba un cubo de playa y me volcaba en la boca un líquido desinfectante que decoloró mi camisa. Al caer la noche me informó con la frente sudada de que no podía continuar debido a la escasez de luz. Me mostró una radiografía donde no se descifraba nada, me pidió dinero y me invitó a regresar al día siguiente para continuar el trabajo. Las noches siguientes, fue difícil conciliar el sueño. El dolor de muela se había convertido en dolor de cabeza, de bolsillo y de alma. Con el rabo entre las piernas, decenas de dólares después y una camisa menos, regresé al médico de urgencias en San Diego. La sala de operaciones parecía la cabina de una nave espacial repleta de pantallas y botones de colores fluorescentes. Antes de nada, me hizo contratar una tarjeta de crédito para financiar la intervención. Después, me mostró con una radiografía digital el vandalismo de la doctora mejicana y me dijo que podía haber perdido la muela, el nervio y hasta la vida. A la salida me entregaron un papel donde aparecían la explicación de la intervención, el precio y un comentario, «Sergi Rufi ha sido un paciente excelente». En la fotografía aparezco con la sonrisa atónita de la anestesia... Y del pingüe importe cargado a mi nueva tarjeta de crédito.

EL CIRCO DE SAN FRANCISCO Poco a poco, la relación con mi novia se fue deteriorando. El aburrimiento cultural de San Diego fue haciendo mella en nuestro espacio íntimo. La ciudad era de postal, con playas y palmeras, eternos cielos azules y parques frondosos. Sin embargo, estaba ausente de variedad y hueca de alma, y yo comenzaba a sentir claustrofobia por culpa del personaje que me había forjado para subsistir en aquella civilización. Estaba consumido por la ubicua perfección estética que

ocultaba conservadurismo, represión y doble moral. Anhelaba la ciudad gris del bullicio, la aventura y la honestidad del pecado. Caminar por la calle sin levantar sospechas, mezclarme con otra gente, moverme en transporte público, hacer amigos de verdad. Finalmente, mi novia y yo nos separamos y decidí mudarme a San Francisco, una ciudad radicalmente opuesta a la cultura del sur de California. Desde el principio, su paisaje urbano me golpeó como un guantazo en la cara. La primera figura humana que distinguí fue la de un hombre desnudo en mitad de la acera, con el tronco doblado hacia delante rebuscando algo con los dedos entre las nalgas. Si en San Diego los vagabundos eran apestados invisibles, en San Francisco eran una legión evidente que se mezclaba con los peatones. La mayoría eran afroamericanos, cogían el transporte público e interaccionaban con los viandantes dibujando una sonrisa y asintiendo con la cabeza. Ocultaban la crudeza de las calles y la miseria de la alienación, y le extendían la mano al peatón de forma convincente. Luego le lanzaban un piropo, le deseaban que tuviera un buen día, le dedicaban una frase motivacional y antes de marcharse le pedían algo de suelto. Allí, hasta el homeless mantenía el rictus de complacencia y orgullo. Nunca había visto tanta gente de aspecto tan grotesco, tantos brotes psicóticos y tantas escenas chocantes en un espacio público. Una vez vi a un afroamericano tumbado en medio de la calzada gritando «¡Mis piernas!, ¡Mis piernas!» y de la ventanilla de un autobús caer un juego de piernas de plástico. También conocí a un hombre que aparecía sentado en distintos bares conversando con gente, hasta que un día uno le gritó «¡Déjame en paz!» y comprendí que no conocía a ninguna de las personas con las que compartía mesa e interactuaba a diario. Presencié robos a manotazo limpio de cigarros que algún peatón estaba a punto de encenderse, robos violentos de móviles, peleas sucias en el suelo, gente andando con los pantalones bajados, miradas vacías, miradas perdidas, miradas psicóticas, miradas asesinas. A plena luz del día, las paradas de autobús parecían una rave en el descampado de un poblado de yonquis. Gente de aspecto extremo, sucio, despeinados, tuertos, cojos, mutilados, semidesnudos, desdentados. Un negro albino con las cejas quemadas, un hombre sentado en una silla de ruedas con una única rueda esperando a que alguien le empujara. Prostitutas, chaperos, proxenetas, travestidos, mendigos, bandas, regueros de alcohol, orines y comida desparramada por el suelo de los autobuses. Cánticos, silbidos, gritos, insultos, empujones. Acabé teniendo pesadillas en las que me veía arrastrándome por aquellas calles plomizas con el pelo embarrado y una cochambrosa camisa sin

mangas ni botones. Conocía poca gente de confianza, apenas tenía red de apoyo y el ambiente norteamericano me resultaba demasiado combativo. Hasta los homeless sonreían a todas horas y yo no lo lograba. Algo en mi interior se había roto y parecía irremediable. Una tarde me encontraba en la calle con un colchón de segunda mano recién comprado esperando a que me vinieran a recoger cuando de pronto un coche patrulla con las sirenas encendidas se acercó a toda velocidad y se detuvo frente mí. Del interior salió un policía gritándome de malas maneras «¡Michael! ¡Michael!». «Yo no soy Michael», le repliqué sorprendido. «¡No te muevas, Michael!», me soltó mientras me esposaba con las manos a la espalda y me empotraba contra el capó del coche. Entonces revisó mi documentación y siguió afirmando a grito pelado que yo era Michael, un armenio en busca y captura por haberle propinado una paliza a una chica. En aquel momento, recordé la historia de un español a quien la policía había confundido con un narcotraficante colombiano y había recluido una semana en la cárcel, donde había sido vilmente torturado. Cuando yo ya estaba sentenciado, asomó por la ventanilla del coche la cabeza de un segundo policía que dio el aviso de que habían cazado al auténtico Michael. En un instante me liberaron de las esposas, me devolvieron la documentación y, sin disculparse, se marcharon a toda velocidad por donde habían venido. San Francisco es una ciudad ventosa, lluviosa, añeja, sucia, fría, artística, melancólica, caótica, incómoda, con decenas de colinas, pendientes y desniveles que atraviesan el casco urbano. Además, es una ciudad radicalmente desigual. Tiene alguna zona con preciosas y elegantes casitas victorianas con vistas verdes de campiña inglesa, y abundantes áreas repletas de edificios dilapidados que recuerdan la atmósfera distópica de Mad Max o Blade Runner. En un barrio reina el sol y es verano todo el año, en otro hace niebla, frío y es eternamente invierno. Además, es una ciudad segregada en guetos: en una zona habitaban los asiáticos; en otra, los hispanos; en otra, los negros; y en otra, los blancos. También pude conocer la cara amable de San Francisco, de la mano de una amiga que tenía contactos influyentes. Me mezclé con el diseño, el artisteo, la intelectualidad, las fiestas y el lujo. La parte europea de San Francisco era preciosa, respiraba cultura, internacionalidad y una infinita diversidad, aunque los extranjeros que llevaban tiempo allí lo habían logrado montando sus propios clubes sociales. Ya podía vivir a miles de kilómetros de su casa, que el español frecuentaba españoles y montaba fiestas con tortilla de patata, jamón y flamenco; el italiano frecuentaba italianos, comía pizza y hablaba del Calcio, y el francés

frecuentaba franceses y hacía catas de vino y queso. Conocí a centenares de personas; en el trabajo, en bares, en la calle, por internet. Californianos, norteamericanos, latinoamericanos, afroamericanos, asiáticos y europeos de todas las clases. En general, todos conocían y admiraban Barcelona, y si una chica se enteraba de que eras de ahí tenías cita garantizada. En aquella época conocí a muchas chicas a través de Myspace. Subía canciones caseras que yo mismo componía, me inventaba una historia y contactaba con mujeres de la zona. Ya dominaba el código americano y fingía el currículum, el puesto de trabajo, los planes de futuro y mi tren de vida. En aquella cultura lo importante eran los contactos, y yo simulaba tener un círculo de amigos intelectuales europeos con los que aparentaba estar ocupado. La soledad, la introversión y la reflexión levantaban recelos. Llevaba un año trabajando en una zona conflictiva de la vecina Oakland, la tercera ciudad más peligrosa de Estados Unidos, y su decrépita atmósfera estaba afectando mis cimientos. Mirando mi agenda, comprobaba que el tipo de amistades que me había forjado tampoco era muy edificante. En mi interior me apretaba el síndrome de Gauguin, percibía cómo había huido de Barcelona en busca de la redención en la Tierra Prometida, y en su lugar había ido descendiendo por una escalera infernal hasta penetrar en el núcleo de la soledad mayúscula. Por otro lado, dominaba el inglés, había iniciado mi práctica espiritual diaria y había florecido en mí la motivación por reemprender mi idilio profesional con la psicología. El gusanillo de la universidad había anidado en mi interior y, con las ideas más claras, decidí saltar el charco de regreso a mi añorado hogar.

4. LA MILITARIZACIÓN SOCIAL En el pináculo de mi adolescencia errática, decidí apuntarme al gimnasio. Mi manotazo fácil y agresividad en las calles eran incongruentes con mi escaso volumen corporal. Además, admiraba la figura musculosa y tatuada de una de mis referencias de juventud, un músico alternativo cuya imagen sin camiseta gritándole a un micrófono coronaba la pared de mi habitación. En casa, mi padre me preguntó si era «mariquita» y me invitó a sufragarme yo mismo la cuota con mi escasa mensualidad. A mediados de los noventa, buena parte de los gimnasios que había en Barcelona eran de barrio. Por entonces muy poca gente levantaba pesas, el culto al cuerpo era un asunto marginal y yo era un raro declarado. Durante el primer invierno, logré ponerme encima varios kilos de músculo y en verano fui la envidia de la playa. Mi capacidad de intimidación había aumentado exponencialmente y los roces de noche habían ido decreciendo en número, pero aumentando en intensidad. Me vestía con camisetas apretadas marcando bíceps y pectoral, y la gente se giraba con admiración y se apartaba a mi paso. Me metía en desencuentros y encontronazos a todas horas, a puñetazo limpio en discusiones de tráfico, en el trabajo, en bares o en discotecas. No tenía futuro, pero vivía en un intenso y excitante presente. Entre semana me machacaba en el gimnasio esperando a que llegara el fin de semana para emborracharme, intimidar, hacer el gamberro y ligar con alguna chica gracias a mi físico esculpido. Sin embargo, a finales de los noventa el diámetro de mis bíceps dejó de llamar la atención. Todo el mundo me preguntaba si había dejado de levantar pesas sin caer en la cuenta de que eran ellos los que las habían comenzado a levantar. Los decrépitos locales de barrio fueron cerrando sus puertas ante la proliferación de las cadenas de gimnasios. Las salas de máquinas se llenaron de estudiantes y de mentalidades convencionales. El grueso de la juventud blandía físicos portentosos y de noche cada vez me involucraba en menos altercados.

EL CULTO A LA IMAGEN El culto a la imagen propio de la cultura norteamericana comenzaba a desembarcar a gran escala. Una década después de regresar de California, compruebo de primera mano la homogeneización cultural que se está viviendo. Actualmente, la playa de Barcelona es una fotocopia de las playas de San Diego o de Los Ángeles, una pasarela de cuerpos esculpidos en gimnasios abiertos las veinticuatro horas, de deportes vistosos y enérgicos, y de moda fitness. Los norteamericanos han exportado globalmente la cruzada contra la epidemia de la obesidad que ellos mismos generaron con el fast-food y las bebidas azucaradas. Ellos crearon el desorden, ellos ofrecen la solución. El músculo ha sido siempre el protagonista en la mitología norteamericana. Superman, Batman y Spiderman, o personajes clásicos del cine como Harry el Sucio, Rambo, Rocky o Terminator, por poner algún ejemplo, son glorias nacionales, y todos levantaban pesas y tomaban batidos proteicos o química de dudosa reputación. Lo hercúleo es el ideal masculino imperante; cuánto más grande es la percha, más admiración y taquilla se garantizan. En jerga norteamericana, a los bíceps se les llama guns (pistolas) porque intimidan y atraen a partes iguales, en una cultura agresiva y territorial cuya motivación transversal se basa en el triunfo estético, la competitividad, la industria de las armas y los lodos de las guerras internacionales en las que históricamente los estadounidenses se entrometen cada par de décadas. El músculo en lo físico, como la sonrisa en lo psicológico, son símbolos de prosperidad y felicidad por excelencia, y el atajo que algunos utilizan para evitar acudir a un psicólogo. Se busca destacar, sobresalir, ser literalmente visto y reconocido mediante músculo, belleza cosmética u ostentosas posesiones materiales. Para algunos, lo grande es mejor y la talla XL es la medida exacta de éxito nacional. Comer, engullir, devorar y exportar la cultura de comer mucho a cualquier hora. Donuts, hamburguesas, pizzas, patatas fritas, bebidas energéticas, refrescos y cafés XL para adquirir dimensiones de gorila, intimidar por el físico y que la frágil autoestima de fondo se cuele por el desagüe y se resuelva por arte de magia. En Estados Unidos, el panadero es XL en músculo o grasa y sonríe igual que la cajera, el policía, el médico, el banquero, el abogado o el gurú. Este arquetipo unidimensional, experto en blandir grandeza, perfección y hacer sentir pequeño al prójimo, desembarca en el imaginario colectivo de la humanidad de la mano de Instagram, YouTube, Netflix, la gastronomía foodie, el new age

Disney y la industria de la autoayuda comercial, que ve en el modelo norteamericano la gallina de los huevos de oro y el paraíso terrenal. Es la mentalidad del bigger and stronger (más grande y más fuerte), terreno abonado para la pandemia de ortorexias y vigorexias, productos norteamericanos exportados a medio mundo.

EXTREMISMO E HIPERRELIGIOSIDAD La norteamericana es una sociedad extrema remachada con leyes estrambóticas —en California está explícitamente prohibido disparar a las señales de tráfico—, multitud de enmiendas, prohibiciones radicales —en San Diego hay calles y playas enteras donde está prohibido fumar tabaco— y de una hipócrita doble moral —en muchos lugares está prohibido consumir alcohol en la calle a no ser que lleves el envase cubierto con una bolsa de papel marrón—, corredores de la muerte y condenas a cadena perpetua con las que se abren los telediarios. Una sociedad donde el matrimonio es una obligación moral —para la mayoría de los norteamericanos, el propósito de la vida es casarse y tener hijos— y los divorcios masivos la consecuencia directa. Muchas familias, por consiguiente, son desestructuradas y un gran número de infancias quedan rotas, lo cual genera adultos con psicologías límite y conductas imposibles. En un país de huérfanos y desarraigados, el ritual de jurar bandera, besar el escudo, empuñar un arma, aprobar el heroísmo, el honor de la guerra y emocionarse con el himno compensan el vacío familiar, ejercen de pegamento social y se convierten a la vez en el ojo vigilante que todo lo registra y que de todo sospecha. Para equilibrar esa tensa atmósfera, se instala el control social de la hiperreligiosidad y el new age como otro rasgo distintivo de la cultura norteamericana. En San Diego, en apenas tres calles coexistían la iglesia anglicana, la iglesia presbiteriana, la iglesia luterana, la iglesia griega ortodoxa, la iglesia mormona, la iglesia de la cienciología, varias iglesias católicas, tres estudios de yoga, varios tarotistas, centros de meditación, uno de imposición de manos y diversas comunidades cristianas. Todos los movimientos religiosos tenían flyers de colores llamativos repartidos por la ciudad y carteles con eslóganes vehementes clavados en mitad de la calle: «Preocúpate por ti, encuentra ya a Dios», «Al final de la cuerda está Dios y hay esperanza» o el tajante imperativo de una iglesia baptista «Dios sobrevivirá a tu rechazo, pero tú no».

Porque al americano le gusta que le digan lo que tiene que hacer, ya sea Dios, una ley, un predicador, un militar, una corporación o una marca comercial. La obediencia a la autoridad en la vida real se traduce en obediencia a los logos y a la simbología agresiva de las multinacionales, tanto civiles como religiosas. La guerra y la paz coexisten, aunque sea una paz amenazante cuyo libro de cabecera es el Antiguo Testamento, un reguero de violencia, guerra, sangre y venganza con la palabra de Dios de fondo, en el que se inspiran la industria bélica, literaria y cinematográfica. De ahí surgen consejos como el que ofrece un sacerdote católico: «Sonríe siempre para no dar a los que te odian el placer de verte triste». En una sola frase se comprime el trasfondo de la cultura convencional norteamericana o 1.0. La apariencia es la estrategia a seguir, tener enemigos o fabricarlos es algo común y batirlos el motor de la existencia. Es como predicar el amor con una sonrisa mientras se blande una metralleta.

LA DICTADURA DE LO MASCULINO La exaltación del principio masculino se impone en cualquier área. La disciplina, el sacrificio, la lealtad, el esfuerzo, la tenacidad, el foco, el entusiasmo, la concentración, la superación, el resultado, la posesión, la competición, el rendimiento, la mejora, la productividad, la fuerza de voluntad y la obsesión orientada a la tarea son rasgos deseables de corte bélico que todo norteamericano debe expresar en el colegio, en el trabajo, en la familia, en el ocio y en el deporte. Este último ámbito ha sido el más paramilitarizado, con la eclosión de deportes extremos, el auge popular de las maratones y demás competiciones de alto impacto como el cross-fit. La figura del coach estricto o profesor de fitness beligerante emerge en medio de tales modas. A la colleja del padre, la regla en los nudillos del profesor y el látigo del jefe, les sigue ahora el grito del coach. Un famoso explicó en un podcast haber acabado un Ironman con la planta del pie rota y sin analgésicos... A ver quién es más duro, más dramático, más bélico, más épico, más macho alfa. La vida entendida como un show, una exageración, una historia de ciencia ficción o, si no, no merece la pena. Es la mentalidad militar del do it or die (hazlo o muere en el intento), de la que beben grandes marcas deportivas con la que han reflotado sus millonarios negocios. Se apropian de valores como la libertad o la rebeldía y los asocian a deportes extremos, cuando el deporte nunca había estado asociado al rebelde ni al libertario. Por antonomasia, el emancipado no se integraba en la corriente

principal y el rebelde era un solitario que iba en motocicleta y rechazaba seguir modas e ir disfrazado como la mayoría. Así, los escaparates, las marquesinas y las vallas publicitarias de las grandes ciudades están en la actualidad repletas de modelos con gesto de sacrificio, cuerpos tonificados y ropa atlética y atrevida, saltando obstáculos, escalando, sudando la gota gorda como si fueran máquinas militares bajo confusos eslóganes como: Be more human, Attitude, Shut up and do it, Against the establishment, o Free! Da igual que para ser libre haya que transgredir la norma imperante, no seguirla a pies juntillas. Además, es imprescindible correr con zapatillas de última generación para proteger las rodillas una temporada, y la otra calzar los pies con un guante porque así lo mandan los últimos estudios científicos al servicio de las propias marcas. No importa que se confunda estudio científico con directriz de mercado, tecnología punta con necesidad de pertenencia y, de rebote, nos convirtamos en títeres a merced del caprichoso Dow Jones. De este modo, grupos de runners avanzan por la ciudad uniformados con ropa tecnológica, el rostro severo y la mandíbula apretada como si estuvieran en las calles de Alepo. La intensidad de los discursos paramilitares articula los lemas deportivos. El mundo milita sin saberlo en la afirmación y defensa de la esencia bélica norteamericana. We don't fight to kill, we fight to live (no luchamos para matar, luchamos para vivir), le dice un amigo a otro antes de iniciar una maratón.

ESTADOS UNIDOS COMO MOLDE DEL MUNDO Es la cultura del antagonismo, del yo en lucha constante contra el cronómetro, contra la marca personal a batir, contra el instante presente, contra la sombra, contra el pasado, contra los fantasmas, contra el silencio, contra uno mismo, contra la propia identidad. La narrativa del «eres mi amigo o mi enemigo», del «estás conmigo o contra mí», de las facciones contrapuestas y sin margen para los espacios intermedios. Es la cultura de buscar en el otro a Lex Luthor, al Joker, al Doctor Octopus, al villano de turno contra el que tensar músculo y concentrar el esfuerzo. Los vaqueros y los indios, los policías y los delincuentes, los detectives y los criminales, los buenos y los malos bien armados hasta los dientes. Porque el romance adrenalínico de Bonnie and Clyde, lleno de tiroteos, robos de bancos, aventuras al límite y persecuciones kamikazes con la policía, supera el amor

europeo victimista de Romeo y Julieta. Incluso la industria del cine español, antiguamente en las antípodas conceptuales, ha hallado su renacimiento calcando los mismos postulados violentos. A medida que el mundo acaba copiando el modelo norteamericano, cada vez se van desdibujando más las raíces propias de cada cultura. América se ha convertido en el hilo conductor, el denominador común, el molde que allana el camino hacia la prosperidad y el entusiasmo: aspecto visible de la felicidad comercial. Las redes sociales están expandiendo el cine, la literatura, la música, el look and feel norteamericanos. Incluso se están mimetizando el sistema sanitario y el sistema educativo. Los libros de texto desde los que se imparte la psicología convencional en las aulas de las universidades están basados en experimentos con población norteamericana. Los andamios de la ciencia de la mente son, por tanto, oficialmente americanos y menosprecian la idiosincrasia cultural del resto de los países. Estados Unidos ya es el ADN, hilo y aguja del mundo entero, y lo que allí se cocina, tarde o temprano, se acabará masticando en el resto de los países.

EL MITO DEL TRABAJO DURO Cuando vivía en San Francisco me sorprendió el hecho de que dos de cada tres chicas con las que interaccioné en una web de contactos afirmaban en la descripción de su perfil estar interesadas en conocer a un hombre con capacidad de trabajo y ética laboral. La visión calvinista de que el trabajo es el centro de la vida y que trabajar duro tiene beneficios morales y espirituales era una plaga. Según esa perspectiva, en los hornos de las corporaciones se forja la personalidad del achiever (triunfador), para quien los ascensos, los aumentos y las conquistas profesionales son el reflejo de la valía personal, sin importar que la tarea realizada suponga o no un beneficio ético. Este es otro concepto norteamericano que está traspasando fronteras. En el trabajo, en el deporte o en las relaciones humanas se sigue la imposición silenciosa de un modelo único de actuación basado en las estrategias del Ejército norteamericano. Trabajar duro para conseguir eliminar al adversario (el enemigo). Para ello, se debe aterrizar en el mercado (o en el país en conflicto), reventar precios (u ocupar el territorio), quebrar la competencia (o destruir la oposición), dominar el mercado y subir precios (o apropiarse de los recursos locales conquistados). Las situaciones en entornos extremos y de emergencia,

como las situaciones de guerra, han servido de laboratorio para testear la mente humana y manipular sus limitaciones: conocer cuánto tiempo puede resistir un ser humano sin dormir, sin comer, sin beber, quieto, de pie o caminando sin parar, realizando tareas complejas, con el sistema nervioso en constante tensión, en estrés absoluto o en constante peligro conviviendo a todas horas con la muerte. Además, han permitido todo tipo de fármacos para mejorar el rendimiento cerebral, como anfetaminas, opiáceos, nootrópicos y psicodélicos en macro y microdosis. Cualquier práctica extrema dentro del contexto deportivo o laboral hunde sus raíces en la ideología bélica y ultracompetitiva norteamericana. El problema es creer que trabajar duro y sentir que le faltan horas al día es sinónimo de éxito. Hay que trabajar duro, luchar y ser fuerte para llegar a la cima (¿acaso existe alguna cima exterior?), y si tienes un problema es porque no te has esforzado lo suficiente. Porque la tendencia natural del ser humano es hacer cada vez menos y ser un vago, y eso no conduce a ningún lugar. Solo se puede llegar lejos a través del reto constante y haciendo las cosas que más miedo nos dan. El éxito requiere de disciplina y determinación, porque el mundo es justo y siempre recompensa a quien se esfuerza más. Los buenos triunfan, los malos fracasan y los finales siempre son felices. «Tu maníaca dedicación al trabajo es muy inspiradora, me hace sentir que tengo que trabajar aún más», le decía con admiración un famoso cómico a un famoso escritor. Aunque, en realidad, por mucho tiempo, obsesión, compulsión y esfuerzo que le dediquemos a algo, a veces simplemente no acaba saliendo. El éxito en una tarea también tiene que ver con una pertinente elección de la misma y una adecuada gestión de los recursos personales, lo cual va estrechamente ligado a una serie de aspectos infravalorados por no ser monetizables, como son el descanso, la serenidad, la intuición, la inspiración, la capacidad de autoconocimiento, de instrospección, de reflexión, de empatía o de sensibilidad. Todos ellos elementos intangibles, íntimos, internos y alejados del espectáculo mediático porque no encajan en los cánones marciales y efectistas.

LA IRONMIND Y EL HACEDOR COMPULSIVO La mente y el cerebro son el foco de estudio de disciplinas, en apariencia dispares, como la ingeniería robótica, militar o espacial, la neurociencia, la economía, el marketing o el coaching. Aprender a controlar la mente es, en

Estados Unidos, un asunto nacional y a lo que se dedican profesionalmente conferenciantes y coaches. El motivador profesional representa la quintaesencia de la mentalidad norteamericana, tan altamente preparada para desenvolverse con efectividad en lo social y encandilar al auditorio. Allí hasta los homeless son elocuentes y sonríen imitando la gestualidad exitosa del fake it til you make it (fíngelo hasta que lo logres). Muchos se muestran socialmente dignos e incluso, si te descuidas, te endosan a discreción un speech memorizado que dejaría colorados a la mayoría de los políticos españoles. Todavía recuerdo el sermón sobre potencial humano, esperanza y felicidad que con absoluta convicción me soltó un hombre que yacía estirado junto a las puertas de un McDonalds y al que le había dado un dólar. Es ahí cuando se revela la tremenda contradicción norteamericana en su máxima expresión, los discursos ampulosos y los consejos de manual de autoayuda que ellos mismos no llevan a cabo. Se trata de personificar la fórmula del superhombre y parecer resistente, resolutivo, antifrágil, emprendedor, inteligente, encantador, extrovertido y que sabe en todo momento lo que hace. «El miedo se supera siendo más agresivo», afirma un exNavy Seal (unidad de élite del Ejército norteamericano) con talla de superhéroe, reconvertido en famoso motivador, cuyos métodos extremos de entrenamiento físico y mental son seguidos por millones de estadounidenses. Se sale de casa a por todas con la misma ironmind con que se podría ir al gimnasio, al trabajo o al campo de batalla. Si puedes controlar tu cuerpo y añadirle músculo, velocidad, potencia y resistencia, también puedes controlar la mente y proporcionarle solo motivación, excelencia, realización y alegría. El exmilitar convertido en glorioso millonario habla con el ceño fruncido y las venas del cuello hinchadas. Considera que todas las excusas son mentira y que el mejor consejo de motivación es que cuando tengas que hacer algo dejes de buscar excusas y simplemente lo hagas. No se puede dejar para mañana lo que se puede hacer hoy. Solo hay una vida que vivir y es necesario emprender, producir y reinventarse veintisiete veces, porque lo importante es que tu vida inspire a alguien y sea digna de ser narrada. Es fundamental apretar el paso y mostrar seguridad, ya sea en traje y corbata o con mallas de gimnasio. Aunque uno no sepa muy bien adónde va ni para qué sigue yendo cada día en esa misma dirección. Se debe hacer todo con prisa porque queda bien en la foto y lo que cuenta es el pico de dopamina. Con prisa y sonrisa, músculo y un punto de agobio. Para comprar, consumir, obedecer, trabajar a destajo y mostrar señales de estrés. Esos ingredientes del sueño

americano han penetrado también en los ámbitos de la psicología y la espiritualidad, como iremos viendo. Un psicólogo muy mediático e influyente a escala internacional utiliza en su discurso terapéutico términos como combatividad, competitividad, agresividad y control. Sus charlas no están enfocadas a vivir de forma más equilibrada, a alcanzar más paz interior o hallar más sentido a la vida, sino a cómo ser tan «hipereficiente y preciso» en la ejecución de las tareas como un ordenador y convertirse en el perfecto roboticano (el robot americano). Además, opina, con un verbo incendiario y con claro ademán de estar todo el día indignado, que cuanta más carga de responsabilidad nos echen mayor será nuestra autoestima. Mesiánicamente, afirma que la juventud necesita de sus arengas, y entre los consejos que dispara está su Grow up! Man up! (¡Hazte mayor! ¡Hazte un hombre!) marca de la casa. Se lleva a la motivación por gritos y amenazas, por inoculación de miedo, culpa, estrés y castigo. Un país edificado en la amenaza, el látigo, el revólver y la espada de Damocles donde las pistolas se llaman peacemaker porque la paz la resuelven a pistoletazo limpio. Igualmente, pretenden alcanzar la paz interior a base de músculo, disciplina y más agresividad. Hay multitud de deportistas profesionales que se han pasado al lifestyle militar y escriben libros sobre management y negocios, sobre cómo controlar el propio destino y alcanzar cada día nuestra mejor versión. Además, toman a diario una larga lista de suplementos alimentarios con los que exprimir las funciones cerebrales, maximizar las habilidades cognitivas, trabajar más duro y terminar las tareas. Al fin y al cabo, hay que mejorar para intentar ser el mejor en algo. También es primordial ser hiperactivo y hacer cuantas más cosas mejor. Practicar la multitarea es una religión, como lo es presumir de hacer cien cosas raras para poder contarlo. Fabricarse una vida de película para ser reconocido como the man, the myth, the legend (frase con la que se presenta a alguien que se admira mucho). Lo excesivo vende, hay millonarios que una vez fueron homeless.

LA MILITARIZACIÓN SOCIAL La tesis que defiendo en este libro es que nunca nadie va a sanar recibiendo órdenes, broncas positivas y consejos no solicitados. Si en la infancia nos educaron con gritos, y de adolescentes nos hirieron con gritos, de adultos no

vamos a sanar con más gritos. Se confunde la salida cortoplacista de la huida hacia delante con la solución estable, la tregua puntual con la declaración de paz. A medio plazo, se implantan como modo de vida la amenaza, el susto y el malvivir del miedo y la lucha por la supervivencia, y se pospone la caída del Imperio romano interior necesaria para autocuestionarnos y acercarnos a la verdad. De esta forma, se perpetúa la motivación del consejo paternalista en lugar de la comunión por conexión, cariño y comprensión. Además, se trata de un modelo de éxito que no coincide con el deseo de toda la gente, ni siquiera de la mayoría si pudieran compartir su fuero interno sin sentirse señalados. Hay mucha gente no atlética, ni extrovertida, ni competitiva que no encaja en el patrón norteamericano, y con el discurso oficial se fabrican muchos losers en apariencia por el mero hecho de ser diferentes. Se premia la interpretación del rol estereotipado que permita el encaje social en detrimento de la búsqueda de individualidad y autenticidad de cada ser humano. En la sociedad de la represión emocional y la negación de lo blando, de la homogeneización del carácter y del dolor silenciado, de la tensión de la hipermasculinización y del insomnio, la ciencia oficial, con su cóctel de analgésicos, ansiolíticos y antidepresivos sintetizados, se frota las manos.

CUESTIONA A TUS ÍDOLOS Personalmente, me resulta muy edificante hacer ejercicio físico, levantar pesas, cuidar la dieta, sentirme fuerte, sano y atractivo, ejercitar el sentido del humor y sonreír sin imposiciones cuando la situación espontáneamente lo genera. Sin embargo, estas respuestas representan tan solo unas pinceladas de la experiencia humana, no la paleta entera. Resulta tanto o más relevante ser capaz de conectar con la honestidad de la melancolía, la fragilidad de la duda, las lecciones de la soledad, permitirse las flaquezas y compartirse desde ahí hacia fuera con el mundo. Prefiero airear y no evitar mi totalidad. No echar tierra sobre el pozo ni fingir la ausencia de grietas a todas horas porque pierdo el hilo con mi cuna y por ende con la humanidad compartida. Prefiero seguir mi propio pálpito y latido a igualar mis gustos y aficiones a las del resto para sentir pertenencia. La vida no es esfuerzo, pero a veces incluye esforzarse; la vida no es un campo de batalla, pero puntualmente a veces tocará batallar. Si no ponemos atención, el ser humano acabará con mentalidad de escasez, de esfuerzo, de soldado. La violencia relacional escalará y el dramático guion de vida repleto de

picos y valles, éxtasis y agonías, riqueza y miseria made in America será la única sinopsis a escala mundial. Una personalidad bélica y autoritaria no esconde más sabiduría, igual que un cuerpo grande no alberga más felicidad. Ningún estudio afirma que a mayor musculatura mayor bienestar emocional, no hay relación entre el diámetro del bíceps y el nivel de serotonina disponible en el cerebro. Existen otras soluciones orientadas al bienestar emocional y al bienser. Por lo tanto, es crucial lanzar una mirada crítica a la cultura comercial de aquel rincón del mundo, porque se ha convertido en nuestra propia cultura convencional. Como decía en el capítulo anterior, la cultura americana tiene dos ejes contrapuestos. Por un lado, la facción underground es de las más fértiles y excitantes del planeta; sin embargo, la versión 1.0, la procesada, corporativa, ultraconsumista y paramilitar es la que está haciendo mella en la psique del globo entero, atrapando y confundiendo la mente de la juventud. El desconocimiento de las agendas ocultas hace que nos arrodillemos ante el mapa confundiéndolo con el territorio y mantengamos conductas de idealización, dependencia y sumisión. Porque otras cosmovisiones, filosofías, estrategias y formas de prosperar no son solo posibles, sino necesarias y deberían coexistir con el modelo oficial. En una conferencia, un chico me preguntó qué tenía que hacer para superar definitivamente el miedo. Había logrado muchas cosas, como tirarse en paracaídas, hacer puenting, correr una maratón y, exiliado de la zona de confort, se hallaba extenuado buscando prosperidad. Le propuse que en lugar de inhalar y esforzarse tanto, se deshiciera del palo y la zanahoria y probara con exhalar, con aceptarse y darse más cariño. El miedo indica más una carencia de relación que la ausencia de acción. Es fundamental abandonar el modelo de hiperactividad militar y la necesidad de grandes hazañas con las que conquistar enemigos internos para recuperar el sentido de merecimiento. Toca reunirse con uno mismo a solas, sentirse y ser amable con la fatiga, aflojarse en la incomodidad y abrazar el niño interior en lugar de exprimirlo a todas horas con riesgo escapista y chutes de cortisol. Es hora de desmantelar el campo de batalla e izar la bandera de la paz. La valentía 3.0, la auténtica redención, reside en atreverse a respirarse, aflojarse hasta el fondo y volcar la atención con cariño hacia nuestro patio interior.

5. LA RELIGIÓN DE LA CIENCIA OFICIAL De niño yo era impulsivo y entusiasta. Tenía unas enormes ganas de experimentar la vida y rasgar la novedad. Conforme crecía, los múltiples baches, golpes y palos en las ruedas por parte de la autoridad me fueron arrancando la ilusión y la curiosidad por empaparme de conocimiento. Poco a poco fui soltando la motivación y acumulando reparo y negatividad, hasta entregarme al rol del gran escéptico. Igual que santo Tomás necesitó palpar las heridas de Jesucristo para convencerse de su resurrección, yo partía de no creer en nada que no pudiera comprobar directamente por mí mismo. Me sentía moralmente engañado por las promesas de mis padres, mis profesores, los curas, la religión y el gobierno. En una cultura donde la mitad de la población predica sin el ejemplo y la otra mitad da consejos que ellos mismos no cumplen, solo confiaba en mis referencias y en la veracidad de mis cinco sentidos. Crecí incrédulo porque las sucesivas traiciones me enseñaron a relacionarme desde el rechazo, y de la desconfianza hice mi maniobra de supervivencia. De la incredulidad pasé más adelante a la hipercrítica y al cinismo, la soberbia, la arrogancia y el rictus de superioridad moral. Siempre tuve talento para desmantelar a los profesores poco preparados y a los falsos profetas, a la pléyade de mangantes y de mentirosos. Del nihilismo comprendí que la vida era un valle de lágrimas, un castigo divino, un vía crucis, la roca de Sísifo, el lacerante eterno retorno al útero estéril y que a todo final le precedía un cataclismo. Así ingresé en la escuela del pesimismo intelectual, asfixiando la pulsión inicial de mi niño interior de dejarse atravesar por la vida. En lugar de eso, la anticipaba, la medía, la calculaba. Acabé dudando de todo, de la familia, de los amigos, de las mujeres, del futuro, de Dios, del sentido de la vida, hasta acabar dudando de mi propia adecuación y sucumbir en una profunda crisis. En las tinieblas del pozo sentí que el psicólogo no decía la verdad, el psiquiatra no decía la verdad, la vidente no decía la verdad, el maestro de yoga no decía la verdad. Sin embargo, con el tiempo, a medida que me iba purgando interiormente, fui recobrando el latido y el aliento hasta lograr resetear mi

famélica curiosidad inicial. Comprendí que con el grado justo de escepticismo que tejiera la red de seguridad podía permitirme ser curioso y vibrar con los ciclos de la existencia hasta emprender de nuevo el vuelo. La salud emocional consiste en hallar el equilibrio interno entre el escepticismo riguroso del padre protector y la curiosidad inocente del niño. Todo ser humano equilibrado necesita un sistema de creencias personalizado que se vaya ajustando a cada nueva etapa. Si cada año no se cree en algo nuevo, por hastío se acaba dudando de uno mismo.

LAS MAZMORRAS DE LA CIENCIA OFICIAL Mi padre es médico e influyó en mi manera de descartar lo que racionalmente no se podía explicar y de racionalizar la experiencia de cualquier evento. La explicación atomista, biologicista, empírica, matemática y unifactorial siempre imperó en mi hogar. Todo se podía explicar racionalmente y, lo que no se podía, obraba en la gracia del Dios justiciero al que mi familia rendía pleitesía. Siempre disponíamos de lápices, gomas, bolígrafos, libretas, carpetas y camisetas de los congresos farmacéuticos a los que mi padre asistía. Hasta cumplir la mayoría de edad, jamás hice cola ni pedí cita para visitar a un médico. Pediatras, dermatólogos, odontólogos, traumatólogos, oftalmólogos, psiquiatras, cardiólogos, urólogos, aparato digestivo, análisis clínicos, diagnóstico por imagen..., todos eran conocidos de la familia. En la mesa, mi padre hablaba de anatomía; en los viajes, sus amigos conversaban sobre casuística médica. El medicamento contenía el principio activo del milagro, el médico pertenecía a una élite de elegidos y su palabra era la verdad. Para mi padre, la psicología era un cuento chino; la figura dominante era el psiquiatra, para quien el psicólogo era un mero escudero. Así, el mismo psiquiatra que trató a mi madre, trató a mi padre y acabó tratándome a mí. El mismo psiquiatra que le aconsejó a mi padre que yo no estudiara psicología o «me daría cuenta de todo» y que una década después se acabó quitando la vida. Pese a todo, decidí estudiar la carrera de psicología para poder comprenderme mejor. Al año de acabar los estudios, desencantado con la disciplina y perdido como una mosca a merced del viento, comencé a trabajar como comercial de una empresa farmacéutica. El coche, el móvil de empresa y la cuenta bancaria para gastos extras no me impidieron dilucidar lo que se cocía en las mazmorras de la ciencia de la salud. El triángulo ciencia, farmacéutica y medicina era un romance

demasiado turbio para participar en él. Mi periplo de desencuentros y encontronazos duró apenas unas semanas, el tiempo justo para empotrar el coche oficial en la columna de un aparcamiento y enviar a paseo aquel tinglado institucional.

MI MIRADA CIENTÍFICA Durante mi estancia en California, comprobé cómo en las portadas de los best sellers de psicología, biología, nutrición y medicina aparecía el nombre del autor junto a tres rutilantes letras, Phd (doctor). Comprendí que una forma eficaz de ascender en la escala social y que mi discurso adquiriera reconocimiento masivo era reingresar en la carrera científica. De vuelta a Barcelona, invertí seis años de mi vida en la universidad como investigador, doctorando, profesor y, finalmente doctor. Desarrollé mis áreas de expertise en temas como la conciencia, el bienestar, la felicidad, las emociones compartidas, la identidad colectiva y la psicología de grupos. Me dediqué en cuerpo y alma a la ciencia, a la vez que estudiaba y practicaba budismo zen y budismo tibetano. Buda, con su aproximación empírica y pragmática al estudio de la mente, seguía el principio científico de descreencia. El maestro invitaba a sus discípulos a no tomar ninguna de sus enseñanzas al pie de la letra a no ser que las pudieran experimentar por sí mismos.

EL EDIFICIO DE LA CIENCIA La ciencia es un sistema de conocimiento basado en el método científico, un proceso dividido en pasos concretos para explicar un hecho de la forma más precisa posible trazando relaciones explicativas con otros hechos. Para ello, se coge un tema de interés y se establecen una serie de predicciones (hipótesis), las cuales se someten a una cuidadosa experimentación que da unos resultados. Antes de ser considerado como verdadero, el resultado debe ser replicado y confirmado por otros científicos. Se trata de un proceso exigente y riguroso, ya que se deben considerar otras posibles explicaciones y a su vez las conclusiones finales deben someterse a constantes pruebas y revisiones. La ciencia plantea, mide, calcula, verifica y exige dudar de todo por defecto, busca pruebas medibles y replicables que confirmen las conclusiones del estudio.

La ciencia reta al sentido común y el saber popular, a los que tilda de subjetivos, prejuiciosos y contradictorios. El saber científico se posiciona por encima de este conocimiento «de segunda categoría» jactándose de ser objetivo, de no tener prejuicios (las conclusiones pueden cambiar con la aparición de una nueva evidencia), de ser exacto (recoge la información de forma rigurosa) y de ser escéptico (nuevos estudios verifican constantemente los viejos hallazgos). Por ello, la ciencia es muy necesaria como filtro para separar el polvo de la paja y desmitificar supersticiones, dogmas y mitos encumbrados meramente por ser tradición. Su mecánica es fundamental para discernir el hecho de la especulación, el dato frío de la opinión, la evidencia de la charlatanería. Se trata de un sistema conservador basado en el principio de prudencia. Se requiere de muchas mentes críticas para dar por válido un resultado final, el cual es publicado en revistas científicas para que sea cuestionado por otros científicos. Durante mi tesis doctoral, yo mismo sufrí este engranaje de control (y censura extrema), a veces exagerado. Los dos últimos años los pasé enviando mi investigación de un lado para otro a directores, revisores, correctores y tribunales para pulir, ampliar y mejorar el producto final en base a unas opiniones muchas veces opuestas y contradictorias entre sí. Con ese nivel ingente de cerrojo (y a veces de imposición y relaciones de poder) se va levantando el edificio del conocimiento sólido con el que va evolucionando la sociedad. Así es como muchos de los datos científicos acaban esculpiendo la cultura popular. Se utilizan para generar nuevos hábitos adaptativos y crear maquinaria o medicamentos que mejoren la calidad de vida de la gente. De algún modo, la ciencia empuja la sociedad a horizontes inéditos creando nuevas tecnologías e industrias, y generando puestos de trabajo y grandes cantidades de dinero que hacen girar la economía.

LA TRAMPA DE LA ESTADÍSTICA Las ciencias de la salud y las ciencias sociales son básicamente disciplinas estadísticas. Marcadores fisiológicos, biológicos, psicológicos y sociológicos reflejan una zona comunal que se presupone al resto de la sociedad y a partir de la cual esta se identifica. La media estadística de una pequeña muestra de población se utiliza para conocer los patrones de conducta ocultos de la mayoría. Desde esta presunta normalidad se radiografían tendencias latentes, se infieren necesidades, se construyen etiquetas (que por arte de magia encajan en la

sociedad entera), se pronostican enfermedades, se diseñan protocolos de intervención o, por ejemplo, se configuran los planes de estudio en el ámbito de la educación. Personalmente, he sufrido la tiranía de la campana de Gauss. Me he sentido muy pocas veces representado por un estudio estadístico porque matemáticamente resulta que no soy muy normal. En muy pocas variables encajo dentro de la media, ni en altura, ni en inteligencia, ni en sensibilidad, ni en creatividad, ni en mis hábitos sociales, opiniones, preferencias, motivaciones o aficiones. Según la estadística no soy un español medio porque no veo la televisión cuatro horas al día, no mido 175 centímetros de altura, no como carne roja, no fumo, no bebo, no veo fútbol, no voy de rebajas ni de compras por Navidad, ni siento ningún himno ni bandera convencional. Además, a mí un ansiolítico me provoca ansiedad, eyacular me carga de energía y, contrariamente a la creencia popular, me encantan los domingos y el lunes es mi día de la semana favorito, por poner algún ejemplo sencillo y publicable. Igualmente, por mucho que diga la ciencia convencional, cuantos más años cumplo más ágil, resistente, inteligente y de alguna forma más rejuvenecido me siento. Sea como sea, lo cierto es que no encajo en muchos de los patrones convencionales y cuando tomé conciencia de ello, hice mi trabajo interior, lo acepté y me liberé del grillete social de sentirme señalado por ser diferente, quemé el prospecto y comencé a tirar del sentido común que emerge de mi propia experiencia, observación e intuición. La ciencia convencional predica con el mismo lenguaje a todo el mundo, pero no todo el mundo es igual. La ciencia gravita sobre un punto medio donde la mayoría coincide, y la mente 3.0 (la minoría consciente y emancipada) se apoya en su propia experimentación. Para la ciencia, la excepción es anomalía, una mera anécdota, y en lugar de estudiarla para comprender al ser humano de forma profunda, la separa y la aparta. Desde niño he sufrido la persecución de la religión de la ciencia, guardián de la moral y las costumbres, del registro oficial de la estadística y la dictadura de lo normal. De forma natural, muchos no habitamos zonas intermedias y, en mi caso, forzarme a creer lo contrario cuando era niño me hizo sufrir una guerra civil interior. ¿Hago caso a la portada o a mi voz interior? ¿Camino a través del ojo eléctrico o sigo mi propio latido, aunque pronostiquen el precipicio? He fingido normalidad demasiadas veces para pertenecer, aparentando que me complacía lo que les complacía a los demás para sentirme tan humano como el resto... ¡Hay tanta gente divergente, imprevisible y sana que no encaja en el molde conservador de la ciencia!

Es necesario tener agallas para nadar a contracorriente y denunciar la voluntad invisible de querer uniformarnos a todas horas. Así es como la ciencia pasa del noble ejercicio de la descripción para una mejor comprensión y abastecimiento al ejercicio de predecir para controlar, modificar, moralizar y acabar adoctrinando a la masa. La ciencia debería estar al servicio de la sociedad, no la sociedad al servicio de la ciencia. Debería hablar en términos de «es probable que para el setenta por ciento de la población tal cosa pueda tener tal consecuencia», pero nunca afirmar «si haces A seguro que te va a pasar B» o «todo el mundo tiene que hacer esto». Debería dejar claro que habla de probabilidad, no de certeza, y no confundir una parte con el todo, lo particular con lo general, lo relativo con lo absoluto. Debería practicar la humildad del dato aislado en lugar de la demagogia numérica, o se acabará convirtiendo en el nuevo órgano regulador del comportamiento humano, una suerte de estructura moral inquisidora con ideología propia, agenda y hogueras. En realidad, los preciosos diagramas, barras y demás gráficos estadísticos son exploraciones, meras orientaciones, y las conclusiones que se extraen de estos son más modestas de lo que nos hacen creer. Ningún estudio es del todo independiente ni está exento de error, ya que detrás de él hay un sistema de creencias, un idea política, una moral, una filosofía, una cosmovisión, un interés previo que defender a capa y espada. El día que le concedan a alguien un doctorado por presentar un estudio donde las hipótesis iniciales hayan sido refutadas y las conclusiones sean contrarias a lo previsto, la ciencia habrá sanado con un acto científico de honestidad y humildad.

PROPAGANDA Y CONTROL SOCIAL Una maniobra común por parte de la ciencia oficial es intercambiar correlación por causalidad y confundirnos. Dos hechos correlacionan cuando al cambiar uno también cambia el otro. La correlación es positiva cuando ambos cambian hacia la misma dirección y negativa cuando cambian en el sentido opuesto. Si estudiamos la relación entre dos hechos como, por ejemplo, el insomnio y la cafeína, encontramos una correlación positiva entre ambos, ya que cuanta más cafeína consumimos más probabilidad de padecer insomnio tendremos. El problema es que este hallazgo se suele comunicar oficialmente afirmando que consumir café provoca insomnio, o sea, se intercambia correlación positiva con causalidad. Y todos conocemos a gente que toma hasta cuatro tazas de café al

día y duerme a pierna suelta, y gente que no consume café a quien le cuesta conciliar el sueño. Cada cerebro es un universo. Un ejemplo de correlación negativa sería la que existe entre la práctica de deporte y la depresión. Investigaciones científicas han concluido que el ejercicio físico moderado y continuado podría reducir la probabilidad de padecer depresión, aunque habría que conocer el porcentaje real de dicha probabilidad. Sin embargo, lo que oficialmente se tiende a afirmar tanto por el médico de cabecera como por las grandes firmas deportivas amparadas por científicos a sueldo es que practicar deporte es el mejor ansiolítico y antidepresivo. Y ahí va la mitad de la humanidad corriendo por la calles, evitando así ir a un buen terapeuta y realizar un trabajo emocional sólido. Deporte y terapia psicológica deberían complementarse, no sustituirse. Así es como se hace un uso tendencioso de las estadísticas y algunos estudios científicos acaban ejerciendo de propaganda del atajo y la solución rápida enmascarando las causas reales. Por mucho que la ciencia sea un edificio en eterna construcción, al científico le cuesta aceptar que su verdad es una interpretación temporal que no está lejos de ser refutada. Muy pocos admiten la tendencia humana a validar las asociaciones y los resultados que confirman nuestra ideología, y a silenciar los que la cuestionan.

LA INDUSTRIA DE LA CIENCIA OFICIAL Aunque oficialmente no se reconozca, en las paredes de la ciencia también abundan las grietas. Si bien a priori se trata de un ámbito noble e independiente, igual que cualquier otra actividad humana está abierto a la manipulación. Muchos resultados son maquillados, distorsionados y adulterados según el interés del científico. Se inflan los datos que validan una opinión, se ocultan los que la contradicen y se acaban mezclando informaciones precisas con numerología capciosa. Biólogos, físicos, estadísticos, ingenieros y psicólogos han sido cazados publicando estudios fraudulentos en prestigiosas revistas científicas como Science o Nature. Además, en la práctica, los gobiernos y las corporaciones acaban utilizando la ciencia en beneficio propio. Muchos resultados científicos son teledirigidos por intereses económicos. Las corporaciones tienen su propio comité científico que valida sus productos alegando estudios independientes. Incluso muchos científicos que pertenecen a organismos públicos oficiales forman parte de la plantilla de grandes

multinacionales del medicamento, de la nutrición o del deporte. Por lo tanto, la ciencia, que debía servir únicamente para descubrir, testar, certificar y hacer progresar la sociedad por el bien común, se utiliza a veces para sacar réditos económicos y dirigir la vida de la población. El método científico pasa de buscar la verdad a buscar el beneficio monetario. Entre la promesa de la ciencia teórica y la realidad de la ciencia practicada distan dos galaxias. Cuando el nivel de conciencia y el desarrollo interior son escasos, la alargada sombra no integrada gobierna cualquier ámbito de lo humano y acaba mancillando la buena intención inicial. Cuando una investigación científica es financiada por el poder, se orienta más a lucrar a dicho poder que a ayudar a la población. Se trata de una ciencia cada vez más orientada a las ventas, la producción y el consumo masivo. La salud se ha convertido en un negocio, como la cosmética o la automoción, movido por los incentivos y no por la voluntad de sanación. Algunas afirmaciones científicas acaban siendo propaganda farmacéutica y la línea entre industria y ciencia se estrecha cada vez más. Por ejemplo, si somos lo que comemos, ¿por qué el médico sabe de endocrinología, pero no de nutrición? ¿Por qué muchos oncólogos desconocen la relación entre tumoración, inflamación e ingesta de azúcar? ¿Por qué en los menús de la planta de oncología se sirve bollería y repostería industrial? ¿Y por qué se utilizan opiáceos, con su alto índice de tolerancia, abstinencia y trágicos efectos secundarios y, sin embargo, el uso de cannabinoides, de sencillo autocultivo y sin apenas efectos secundarios, sigue prohibido? ¿Es la sustancia que palía sin someter psicológicamente un mal negocio para la ciencia oficial? ¿Por qué la mirada holístico-naturista es anatema entre la clase médica convencional? ¿Cui bono? ¿A quién beneficia todo esto? Otro ejemplo es el mito de los alimentos o los hábitos cancerígenos. Se afirma que el tabaco es cancerígeno, y vemos gente de ochenta años fumando como un carretero o gente que muere a los noventa con un cigarrillo en la boca. Se proclama que la carne procesada es cancerígena, y vemos gente sanísima que se ha alimentado toda la vida de carne roja. Yo no fumo y cuido mucho mi alimentación, pero creo firmemente que tratan de confundirnos con estudios subvencionados por organismos o empresas de un lado o del otro. Ahora se dice que la soja también es un precursor de cáncer, pues aumenta los niveles de estrógenos, pero, ¿qué pasa si cada mañana lo compensas tomando en ayunas un vaso de cítricos, dos ajos crudos, semillas de lino y té verde? Estoy seguro de que no existe un alimento o producto que por sí mismo genere cáncer. Es la

combinación, la suma, las distintas interacciones, lo que produce tumoración. El cáncer es una enfermedad multifactorial, como todas, en la que el componente emocional es el gran desconocido; incluso hay quien señala que puede ser el factor principal. La verdad es que no hay nada concluyente en el ámbito de la salud humana. Se habla muy poco de las interacciones entre los medicamentos sintéticos, entre medicamentos y alimentos, entre los medicamentos y los sistemas nerviosos de las diferentes personalidades, porque para la ciencia convencional somos todos iguales, robots sociales que encajamos en la misma media poblacional. La clave es unificar protocolos para llegar al enfoque único de la dosis única de la molécula única para el funcionamiento óptimo del único modelo de ser humano, y que alguien en el despacho de algún rascacielos se haga más rico. Y este paradigma pasa de ser una sugerencia a una imposición masiva, convirtiéndose en un procedimiento mecánico. Así, todos tratan de descubrir la causa y la verdad única para exprimir la gallina de los huevos de oro soslayando la compleja multidimensionalidad del ser humano. Pocos tienen en cuenta las causas ambientales (ondas electromagnéticas, polución, gases invernadero), porque de momento no hay negocio, y las causas psicológicas (estrés, ansiedad, ignorancia), porque señalando lo invisible se señaliza la incoherencia del sistema oficial 1.0. Y es que no hay un único alimento desencadenante de enfermedad, como no hay un único cáncer: hay tanta casuística como hábitos y personas. Pero la ciencia convencional se rige por objetivos concretos para generar más ingresos y obtener más beneficios. Cumplir con la previsión de ventas sustituye el cumplir con la ética profesional. Y así el metal acaba desplazando a la moral, la cronificación de la enfermedad se antepone a la curación y se fidelizan los clientes. Cuando la industria del petróleo se apropia de la industria farmacéutica que patrocina la ciencia, los intereses del mundo acaban girando en manos de unos pocos: los de siempre.

LA SALUD HUMANA COMO OBJETO DE ESTUDIO Algunas de las conclusiones de disciplinas como la psicología, la psiquiatría o la neurociencia, en lugar de anunciarse a bombo y platillo deberían cogerse con pinzas y susurrarse en petit comité con boquita de piñón. Cualquier trastorno biopsicológico es sistémico y multifactorial, ningún fenómeno es aislado, local y

monocausal. Lo que afecta a la mente afecta al cerebro y a todas sus relaciones y sistemas endógenos (sistemas endocrino, inmunológico, etc.) y exógenos (medio ambiente, relaciones con otros seres humanos, etc.). Una depresión está relacionada con patrones mentales, emocionales, conductuales, alimentarios, ambientales y sus múltiples interrelaciones. La causa del desorden orgánico nunca es lineal y unidireccional, nada es tan sencillo ni tan rápido como nos quiere vender la ciencia convencional. Las influencias, tanto endógenas como exógenas (si es que existe tal separación), que recibe el organismo son diversas y, de todas ellas, las observables, medibles y registradas por el microscopio y el vademécum tal vez no llegan ni a una centésima parte. El cuerpo humano es un complejo entramado de relaciones causa-efecto en cadena, integrado dentro de otros sistemas mayores, y no puede regirse por una lógica binaria. Nadie está mal o bien del todo, nadie está enfermo o sano del todo, nadie es normal o anormal del todo, igual que nadie es del todo malo o bueno, o las emociones no son negativas ni positivas en sí. La ciencia oficial debería ser más humanista y menos mercantil; se necesitan menos especialistas aislados y más esfuerzos de integración. La única certeza es que no se sabe nada con plena certeza. La misma dosis de quimioterapia que salva a alguien aniquila al otro. En general, al científico oficial se le considera un experto cuya opinión es infalible. Sin embargo, tantos años aislado en el laboratorio o absorto frente al ordenador son tiempo no cultivado en su mundo interior. El científico oficial no se conoce a sí mismo ni conoce el alcance de su condicionamiento mental. Sabe de estadística, pero no de sus prejuicios. Domina los medicamentos, pero desconoce sus miedos. Alega un código ético que le impide la manipulación y la corrupción, sacralizando el ejercicio de la ciencia. Ignora que no existe la neutralidad en lo humano, que el observador modifica el objeto observado como una idea cincela el movimiento o el pensamiento agita el electrón (y, en ambos casos, también al revés). La simple recogida de datos en la que se basan algunos estudios científicos está manchada de sesgo psicológico, por no hablar de aspectos técnicos como la metodología utilizada en sí. Y así, de una matriz matemática se transita al modelo animal y de ahí se deduce que funciona en la compleja multidimensionalidad del ser humano.

LA RELIGIÓN DE LA CIENCIA OFICIAL

Hace una década, a modo de experimento social, le decía a la gente que el plátano canario era Viagra natural y que si consumías a diario un plátano y medio te volvías un semental. La historia la compartía de la siguiente manera: «Según un estudio de la Universidad de Wisconsin, el potasio del plátano (especialmente el canario), consumido a diario durante al menos treinta días aumenta el riego sanguíneo en los genitales hasta aumentar entre quince y treinta grados el ángulo de erección del pene». Lo decía con mirada de convicción y nunca nadie me llevó la contraria... Sé de hombres que durante una temporada comieron más plátanos de lo normal. Pude comprobar que una afirmación que comenzaba con la frase «Según un estudio de la Universidad de... (nombre norteamericano a poder ser)» tenía muchas posibilidades de ser aceptada como verdad sin cuestionarse. La sumisión y la fe ciega ante los dictados de la ciencia son fenómenos apasionantes. Si, de una forma tan sencilla, logré infiltrarme en el sistema de creencias de muchas personas, me imagino lo que gente de bata blanca con más credenciales que escrúpulos puede llegar a hacer. En la actualidad, han quedado al descubierto el fraude, la corrupción moral y la manipulación emocional por parte de la Iglesia. Se ha demostrado que la represión emocional puede impulsar una doble vida y que tras algunos moralistas se esconde un pervertido. Muchos clérigos han sido acusados de pederastia y vivimos un momento crítico para la fe religiosa y los mensajeros de Dios en la Tierra. Ante la creciente desconfianza en el clérigo y en el político, el científico se erige como el nuevo gurú del siglo XXI, libre de egoísmo, corrupción y ansias de poder. Así es como la religión de la ciencia ha ocupado el espacio de la religión de la moral. «El estudio no es científico», «el lenguaje no es científico», «el artículo sí es científico», «lo dice la ciencia», «la ciencia afirma» o «está científicamente demostrado» son los mandamientos de la nueva religión. ¿Y quién financia las investigaciones? ¿A qué partido vota el acreedor? ¿Qué paradigma siguen los científicos oficiales? ¿Qué ideología personal tienen? «Solo la ciencia nos une y mejora nuestras vidas», afirma con gesto de divo un científico famoso y millonario en la portada de un periódico convencional. «Porque mi Biblia es mejor que la tuya» es el viejo credo de otra nueva religión. La ciencia oficial es religiosa por dogmática y moralista, por separar el bien y el mal, lo benigno y lo maligno. El que se confesaba al sacerdote, se confiesa ahora al médico de cabecera; quien consultaba con Dios, lo hace ahora con su farmacéutico. El problema es creer que en la universidad se enseña la verdad y no cuestionarse nada. Confundir estudioso con experto, autoridad con honestidad

y la obediencia ciega a sus dictados sin tener en cuenta que la presunta exactitud esconde estimación y mera probabilidad. El gen es a la ciencia lo que el milagro a la religión, un cajón de sastre donde habilitar lo inexplicable y mantener válido el sistema de creencias que enarbola su absurdo pedestal. El enemigo es externo para la teoría microbiana como para el judío el problema es el musulmán. La teoría del gen, y el elitismo de tener buenos o malos genes, es difundida por los que presuntamente tienen buenos genes. Si fumas como tu padre es porque cargas con el gen de la adicción; si tienes cáncer, como tu padre, es porque tienes el gen del cáncer; si golpeas a la gente cuando estás furioso, como tu padre, es porque tienes el gen de la agresividad. No importa que nadie haya podido aislar el gen de la adicción, del cáncer o de la agresividad. El día que un médico reconozca que desconoce la causa de una dolencia o una enfermedad, la clase médica habrá avanzado de golpe siete siglos en humanidad. Toda conducta se aprende en los primeros quince años de vida, y el niño graba en su mente inconsciente las estrategias de gestión emocional de sus padres, maestros y amigos. Si el padre come para contener la ansiedad, el hijo tenderá a hacer lo mismo y acabará también obeso. Si el padre fuma para capear el estrés, el hijo tenderá a hacer lo mismo y así aparecerán los cánceres o la agresividad. De hecho, parece que la expresión genética puede transformarse con el cambio de hábitos y los nuevos aprendizajes. La epigenética afirma que el gen es elástico, maleable y adaptable, y no algo oscuro y rígido como supone la medicina convencional.

LA ANTIESPIRITUALIDAD DE LA CIENCIA La supremacía de la ciencia como sistema de conocimiento ha instaurado en la sociedad el dominio de la razón sobre el misterio, de la palabra sobre el sentimiento, del algoritmo sobre la poesía, del hemisferio izquierdo del cerebro sobre el hemisferio derecho, de la energía masculina sobre la femenina. «Si no lo puedes explicar, no existe», nos repetía con sorna el profesor de Latín en el colegio. La ciencia es causa y a su vez resultado de hipertrofiar el hemisferio izquierdo, escéptico y conservador, e inocularlo en la cultura. La dictadura de la duda sistemática y el materialismo se ha impuesto a la práctica espiritual y la expresión artística etiquetadas por la cultura 1.0 como alternativas o marginales. La ciencia convencional articula el pensamiento oficial a través de la educación tradicional, se erige en la voz pública de la Máquina a través de los medios de

comunicación convencionales, y potencia una filosofía basada en el miedo a lo desconocido y la aversión a la novedad, que promociona una versión del ser humano desconectado de su centro, de su raíz, de los sistemas esenciales que le nutren y, por tanto, desempoderado, asustado, infantil y maleable. Se trata de una praxis contradictoria que confunde síntoma con causa y que propone una solución cortoplacista que, a medio plazo, acaba siendo otro problema a solucionar. Los psiquiatras recetan hipnóticos para dormir, cuando su dependencia pronto será otra nueva razón para no conciliar el sueño. Cuando me diagnosticaron intolerancia a un azúcar, me recetaron un antibiótico gástrico cuyo excipiente era el mismo azúcar al que era intolerante. Mi conciencia y sensibilidad detectaron el círculo vicioso y me sacaron a tiempo de la rueda lucrativa. Cuando falleció mi abuela, el médico escribió en el acta de defunción que la causa había sido una parada cardiorrespiratoria y se quedó tan ancho. ¿Y cuál fue la causa de esa parada cardiorrespiratoria? A todo último suspiro le sigue el cese del flujo sanguíneo y la respiración. Es como afirmar que el barco dejó de funcionar porque los motores se pararon. ¿Y cuál es la causa de que los motores se pararan? Este es el tipo de explicaciones simplistas a las que nos tiene acostumbrados la ciencia oficial del formulario y el protocolo, a la que le interesa más describir, clasificar, confirmar y archivar lo obvio que investigar, explorar el trasfondo y evolucionar desde la raíz a la superficie para madurar. Más allá del síntoma, símbolo externo y visible, no conoce la causa interna y razón emocional-espiritual, y tampoco le preocupa. Es un conocimiento conservador, replicante y acomodado. La ciencia puede ser profunda hacia abajo, pero es raquítica hacia arriba. No puede brindar ninguna respuesta sobre el propósito del ser humano y el sentido de la vida. Por mucho que para la ciencia oficial el alma no exista, si a un científico fundamentalista le das un vaso de ayahuasca o le entrenas para que tenga una experiencia extracorporal, le quedarán pocas dudas de que somos más que hemoglobina y razón, por mucho que no se pueda defender la experiencia con evidencia estadística. Para comprender las verdades elevadas hay que apagar el microscopio y silenciar la mente, soltar las suposiciones y penetrar en el universo de lo desconocido. Por eso cuando cierro los ojos y meto la mirada hacia dentro, la ciencia, con sus dogmas y expectativas, deja de serme útil. La no justificación racional del síndrome de Lázaro 1 no impide que este exista. Por mucho que la ciencia oficial no pueda demostrarlo con marcadores somáticos objetivos, si siento dolor, me fío de mi vivencia. Si he sentido a Dios es

irrelevante que la ciencia no lo pueda demostrar, simplemente no es el método adecuado para comprenderlo. Las intuiciones y experiencias personales no solo preceden al método científico sino que muchas veces son el motor de este.

A LA CIENCIA LO QUE ES DE LA CIENCIA Y A LA CONCIENCIA LO QUE ES DE LA CONCIENCIA

La irrupción de la ciencia en la historia de la humanidad fue imprescindible para arrojar luz sobre el denso manto de oscurantismo de las religiones dogmáticas y la incoherencia del pensamiento mágico. Era necesaria la creación de un sistema de control que filtrara las prácticas insalubres y las creencias irracionales. La ciencia y la tecnología han mejorado objetivamente la calidad de vida de la humanidad, pero en la actualidad le han acabado entregando las llaves del conocimiento a gobiernos, para el control social, y a corporaciones, para fines lucrativos. Además, es importante diferenciar las afirmaciones tajantes de la ciencia sensacionalista y el periodismo científico comercial de la ciencia precisa, rigurosa y humilde que propone sin imponer, habilitando espacios de debate, permitiendo la libertad de acción y la previsión frente a la anestesia. Para la conciencia 3.0, a menudo su vivencia personal puede llegar a estar por encima de la teoría científica oficial. Sabe que su cuerpo, su autoconocimiento, su experiencia y su capacidad de discriminación pueden convertirse en su mejor médico. Sabe discernir cuando toca acercarse al médico oficial para informarse y tratarse y cuando no. Sabe separar la información útil de la propaganda farmacéutica. Tiene claro que no necesita esperar la confirmación de ensayos clínicos para usar algo que le lleva funcionando desde hace tiempo. La ciencia oficial camina por detrás de la experiencia personal, es una herramienta al servicio del ser humano, no una religión que le obligue a algo. El problema es intentar hacer ciencia de nuestra experiencia, como hacen algunos best sellers de autoayuda comercial. Si lo que a mí me sirve le sirve a todo el mundo y de todo el mundo hago mi cliente, busco hacerme de oro siguiendo la lógica de la ciencia oficial. Que yo me guíe por mi propio latido antes que por un manual no significa que mi senda sea ciencia irrevocable. De pronto, aparece en la prensa convencional un cardiólogo que lleva estudiando experiencias cercanas a la muerte durante varias décadas, afirmando que hay conciencia más allá de la muerte. Algo que la mente 3.0 ha comprobado por sí misma hace tiempo. Sabemos que hay algo más allá de esta dimensión, de

este cuerpo, de este pensamiento, de esta vida. La ciencia podría ayudar tratando de integrar esas experiencias en el día a día para ayudarnos a vivir de manera más orgánica, amorosa y pacífica. A eso debería dedicarse la ciencia, y no a comprobar oficialmente algo que mucha gente oficiosamente ya conoce. Se trataría de una práctica menos descriptiva, paternalista y confirmatoria, y más creativa, humanista e innovadora.

6. TELEVISIÓN Y PRENSA COMERCIAL En mi primera juventud acudí como espectador a un par de programas de televisión y pude constatar lo que se cocía más allá de los focos. Los protagonistas afirmaban una cosa en los pasillos y otra en el plató. Los discursos oscilaban dependiendo de si la cámara estaba encendida o apagada. Básicamente, en la televisión todo es sesgo y apariencia. Desde la imagen de los presentadores, distorsionada por el maquillaje, la peluquería, el vestuario y las luces (cuando tropiezas por la calle con algún personaje de la televisión apenas lo reconoces), hasta el hecho de que los discursos están guionizados, ensayados y calculados milimétricamente para que todo luzca natural, aunque el espacio para la autenticidad sea inexistente. Triunfan los formatos en que supuestos héroes se pierden por la jungla solos, con un macuto y un machete en la mano. Diferentes cámaras, planos y secuencias fabrican el espejismo de peligro en el repentino encuentro con animales salvajes, los cuales están en otro plano recortado y pegado al plano del protagonista. En televisión no hay aventura sino tecnología; no hay casualidades sino cálculo, no hay improvisación sino guion, no hay sentimiento sino interpretación. Por ese motivo, el show del famoso escritor que de forma airada denunció en el plató que su presencia en aquel programa era para hablar de su libro, lo cual no estaba ocurriendo, o el del youtuber que con su lengua barriobajera ametralló a medio plató en aquel programa sobre Eurovisión, se han convertido en leyenda en el imaginario colectivo de este país. Ambos salieron de la rutina enlatada y tiraron de la espontaneidad del sentimiento, reventándole el corsé a la doble moral de lo políticamente correcto.

MI EXPERIENCIA PERSONAL Hace dos décadas, pude experimentar de primera mano la gloria hueca y la agonía que supone aparecer unos instantes en directo en la televisión. La directora de una agencia de modelos y actores de medio pelo, a través de la cual

había aparecido en algún anuncio publicitario sin mucha trascendencia, me preguntó si quería participar como concursante en un programa nuevo de una cadena comercial que se estrenaba aquel verano. No tenía ni idea de qué se trataba, pero accedí por un puñado de billetes. Una mañana me llamó la productora del programa, me hizo una serie de preguntas y me invitó oficialmente a participar. El programa iba de encontrar pareja. Mi objetivo era seleccionar entre tres chicas a la que más me gustara, y otros dos chicos tenían que hacer lo mismo. Se grababa todo en Madrid y allá fui con todos los gastos pagados. La hora antes de empezar el programa estuve conversando con las chicas de peluquería, paseando por los pasillos, conociendo a la presentadora e intercambiando anécdotas con los otros dos concursantes, y me fui dando cuenta de la magnitud del lío en el que me había metido. Unos instantes antes de aparecer en escena, sentado en la sala de espera con una cámara apuntándome a escasos tres palmos, deseaba que la tierra me tragara. Quería salir corriendo, qué carajo pintaba yo allí. De repente mi nombre se escuchó por el altavoz, se abrieron las puertas y salí caminando hacia una silla colocada en medio del plató, frente al público. Era una tarde de verano en hora punta, el país estaba de vacaciones parado frente al televisor y yo estaba apareciendo en uno de los canales de televisión más populares. Me dejé caer en la silla medio pálido, dándome cuenta de que no pintaba nada en ese lugar. Aquella no era mi gente, ni mi tribu, ni mi escena, ni aquel era mi cometido. La presentadora comenzó a hacerme preguntas y a los pocos instantes se activó de forma automática Sergi Fuss, mi alter ego durante aquella larga época difícil. «¿Quién eres?» «Soy un bad boy» (risas en el plató). «¿Qué significa eso?» «Que soy un chico malo» (risas en el plató). «¿Qué tipo de chica te gusta?» «Alguien como tú» (risas en el plató), le contesté a la presentadora tirándole los trastos. Ella se puso colorada mientras el público lanzaba vítores y se revolvía a carcajadas en sus asientos. El circo de lo grotesco quedaba inaugurado, la temperatura del plató iba en ascenso. Acto seguido aparecieron mis tres pretendientas, con sus nombres escritos en un papel pegado a la ropa. Yo fingí no ver el nombre de una de ellas, que llevaba un escote monumental, y le pedí al cámara que hiciera un plano corto, para escándalo del plató. Mientras soltaba sandeces, el público se iba entregando cada vez más al absurdo y a la provocación. Después le pedí un masaje a otra chica y, medio desnudo, en un plano corto, le iba pidiendo clemencia a mi abuela: «¡Lo siento, abuelita!»

«¡Perdónales!» «¡No saben lo que hacen!». La onda expansiva de aquel carrusel esperpéntico y surrealista tuvo consecuencias impredecibles. Al finalizar el show, el público del plató me chocaba la mano y me pedía autógrafos coreando «¡El puto amo!». El pico de audiencia del programa ascendió hasta las nubes. Eran otras épocas, pre Gran Hermano, pre Operación Triunfo, pre reality shows, y el nivel de rareza y provocación en un plató no era tan común como puede serlo en la actualidad. El programa se hizo muy popular entre la juventud y estuvo muchos años en antena. La productora me propuso participar en otros capítulos, pero no lograron convencerme. Me reconocían por la calle, por la playa, en los bares. Incluso fui reconocido en Londres por una chica española en un autobús. Aunque yo siempre lo negaba todo. Afirmaba que se confundían de persona o me hacía pasar por extranjero y en inglés respondía que no entendía lo que me preguntaban. Gracias a esa experiencia, aprendí mucho sobre los efectos psicosociales de la televisión y, en especial, cómo alguien que no había hecho nada más que decir tonterías, hacer el gamberro, salirse de la dictadura del guion y engañar a todo el mundo diciendo que buscaba novia se podía convertir en un ídolo temporal. Me di cuenta del miedo que tiene la gente a decir lo que piensa, a soltarse, a juguetear y a ser uno mismo. Caí en lo desconectadas que están muchas personas de su instinto, de su inspiración, de su fondo de espíritu, y cómo en ausencia de referencias y de ilusión, carentes de movimiento propio, acaban absorbiendo e idealizando lo que sale en la televisión.

LA FÁBRICA DE LA MENTALIDAD 1.0 En general, los medios de comunicación comerciales, y en particular la televisión, son la más eficiente fábrica mundial de mentalidad 1.0. A pesar de ello, mucha gente considera que reproducen literalmente la realidad social de forma neutral y objetiva, y que su exposición es un acto inocuo. Se cree que los contenidos son fieles al momento y que apenas tienen impacto psicológico, social y espiritual en la mente de los consumidores. Por increíble que resulte, todavía existe la creencia extendida de que lo que aparece en la televisión es verdad. «Lo he visto por la televisión», «Lo han dicho por la televisión». Lo mismo se podría decir de los periódicos, las revistas y las emisoras de radio convencionales. Y resulta curioso, porque en su creación la función original de la televisión era, por este orden, informar, formar y entretener. En teoría, la

televisión aterrizaba para acercarnos las bondades de la vida, narrarnos con ojos neutrales los dilemas del día a día, brindarnos oportunidades, ayudarnos a comprender mejor el mundo, tutelarnos hacia la verdad y hacernos sentir más libres. Sin embargo, si actualmente encendemos el televisor a hora punta y lanzamos una mirada limpia, veremos de cerca la maquinaria de propagación de confusión, preocupación, miedo, culpa, ignorancia y anestesia emocional e intelectual más poderosa y mejor engrasada del mundo. Una pléyade de datos sesgados y opinión travestida de verdad, debates a grito pelado y a golpe de interrupciones, chismorreos estériles y momentos repetidos, aplausos arrancados y risas enlatadas, miradas pesimistas con olor a naftalina, entremezcladas con un optimismo ingenuo de anuncio de cerveza mediterránea, analfabetismo orgulloso e innumerables ídolos de plastilina. En la televisión no sale el mejor en ninguna materia sino el que más vende, y no vende la calidad sino el que más dinero tiene y poder acumula. Las canciones, los libros o los economistas no son los de mayor calidad sino los mejor posicionados y más afines al manual de la Máquina para perpetuar la misma serenata. La afilada cultura de la distracción está especializada en infantilizar al espectador y desactivar su mirada crítica. La realidad es que la televisión nos desinforma, nos deforma, nos preocupa, nos asusta, nos controla, nos acaba educando en la dispersión. Una cosa es la gente, la calle, la sociedad, el mundo y la vida como la experimentamos en la piel, y otra la gente, la calle, la sociedad, el mundo y la vida que nos brinda la televisión. Debe de existir una correlación negativa entre la cantidad de horas consumidas frente al televisor y el nivel de conocimiento real que uno atesora. Probablemente, cuantas más horas permanezcamos frente al televisor menos informados acabemos y, de rebote, menos inteligencia operativa acabemos poseyendo.

SOCIALIZACIÓN EN EL ESPECTÁCULO Aunque es de sobra conocido, ninguna autoridad oficial advierte y previene del trascendental papel educador y socializador que tiene un televisor encendido. Por ejemplo, Barrio Sésamo marcó a toda una generación de niños dibujándonos inocentes coordenadas en el mundo de los adultos; Verano Azul construyó valores de amistad, convivencia y relaciones íntimas en la adolescencia; Bola de Dragón transmitió la idea de que la vida está llena de obstáculos, pero que el

bien acaba siempre imponiéndose al mal. Luego vinieron El Príncipe de Bel-Air, Salvados por la campana, Porky's, Sensación de vivir, Melrose Place y, más adelante, Sexo en Nueva York o Friends, y todas estas series norteamericanas nos enseñaron más acerca de cómo vivir la vida, disfrutar y crear vínculos que cualquiera de los profesores que tuvimos o incluso que nuestros propios padres. Ello tiene que ver, entre otras cosas, con que en nuestro sistema educativo abundan los profesores, pero no los maestros. Si somos honestos, de las decenas de profesores que tuvimos en el instituto, en la universidad, en los distintos cursos y talleres complementarios que hemos realizado para compensar lagunas académicas, ¿cuántos nos han inspirado y motivado a nivel existencial? Yo los puedo contar con los dedos de una mano. Y así, huérfanos de inspiración, de referentes y de sendas claras por las que emprender la marcha, la mente, famélica de sentido, echa mano de botones y mandos a distancia, de parrillas y pantallas en busca de oráculos, brújulas y manuales de instrucciones donde descansar el sentido de pertenencia, calmar la angustia y rescatar el tacto cálido de la existencia. Nos encontramos con que el entretenimiento y el espectáculo se han impuesto hasta acabar orillando a la reflexión. La prensa rosa ha desplazado a la ciencia, la ideología a la información, la publicidad al sentido común, la risa orquestada a la indagación. Y, si en silencio uno andaba perdido, con el televisor encendido acaba al borde del precipicio. Porque todos necesitamos de guías que nos orienten y modelos que nos motiven en una dirección vital próspera. Algunos los escogen a cuenta de su propio sudor y riesgo, en busca de metas y sueños. Otros aguardan con una pizza en el sofá de casa a que el televisor les esboce deseos disfrazados de sueños y se los carguen en su cuenta bancaria. En la universidad, demostraba a mis alumnos que la televisión no es un mero reflejo aséptico de la realidad como nos quiere hacer creer la Máquina, sino que acaba siendo el gran pincel y cincel de la misma. La televisión no reproduce cándidamente los hechos sociales sino que, unas veces por simple ignorancia y otras por interés y lógica económica, los acaba recreando, repitiendo y amplificando. Al poder le interesa vender la versión de que la televisión es inocente, que solo describe lo que ya preexiste. Esconde el martillo y nos enseña solo el espejo. No admite que acaba comparando, señalando, etiquetando, separando y condenando; por lo tanto, que también construye y prescribe, e influye en la cosmovisión, la percepción, el sistema de creencias, la escala de valores y la autoestima del espectador. Sin embargo, una mirada adulta, una mirada crítica, consciente y 3.0,

sospecha de la convención y no duda en admitir que la televisión es tanto mapa como territorio. Que ejerce de agente socializador porque crea realidad, es sujeto intoxicador porque crea formas de hablar y relacionarse mediante un uso característico del lenguaje, una jerga propia y argot, con sus motes, sus cortes de pelo, su vestuario y particular estilo de interacción. Crea tipos de vínculos sociales, modelos de amor romántico, formas de amistad, de diversión, de humor, gustos estéticos. Nada es inocente y está exento de responsabilidad en un plató de televisión.

VIOLENCIA COTIDIANA Una mirada a la parrilla de televisión a las once de la noche un día cualquiera entre semana es suficiente para esclarecer la escuela de pensamiento que nos quieren inyectar y la cultura emocional del mundo. Asesinos de élite, Mentes criminales, CSI Las Vegas, Major Crimes, fútbol, Gran Hermano, El asesino, fútbol, Terapia Diabólica, fútbol, Peces monstruosos, fútbol, Transporter, fútbol, Los animales más peligrosos del mundo, La guerra en mí, Rambo, fútbol, Casos sin resolver. La violencia norteamericana y el fútbol europeo constituyen la fórmula preferida de la cultura 1.0 para seguir confundiéndonos. Al caer la noche se suben los decibelios de los gritos, el rugir de los motores, las explosiones, las bombas, los tortazos y los mamporros y también de los anuncios, no vaya a ser que en mitad de una guerra mundial te hayas quedado traspuesto en el sofá. Se suceden las escenas de violencia para excitar las neuronas, acelerar el ritmo cardíaco, subir la tensión arterial y azotar el ritmo circadiano. Les interesa desensibilizarnos, elevar el umbral de lo aceptable para crisparnos, desorientarnos, extenuarnos y que después necesitemos más y más activación emocional para seguir tirando del carro. Series y películas en las que aparecen bandas, narcotráfico, armas, crímenes y criminales, asesinatos, bombas, sangre, elementos que en sí crean rechazo en la vida real, acaban levantando admiración y movilizando masas frente a la pantalla del televisor. Estados Unidos es el país con más industria de televisión, y también con más violencia y asesinatos del planeta. En el siglo XXI, el imperio norteamericano ha colonizado la parrilla televisiva con sus programas y series de violencia y asesinatos. Ya veremos cómo serán las sociedades de la aldea global en treinta años. Los medios de comunicación uniformizan la cultura, globalizan los valores

y monopolizan las preferencias. Transmiten estereotipos de género, violencia verbal e hiperconsumismo gracias a la publicidad. La televisión y el cine norteamericanos tapan la crueldad y la deshumanización de la guerra mostrando épica y camaradería. Suavizan, edulcoran y romantizan los episodios bélicos, haciendo apología de estos. Las bandas sonoras, la heroicidad o los amores poco tienen que ver, en realidad, con la crudeza inhumana del campo de batalla. Sin la función probélica que realiza la televisión, nadie querría ir a la guerra. Porque cualquier batalla real es silencio, tensión, pavor, fatiga, rabia, sangre, gritos, trauma, dolor. Lo mismo ocurre con las cocinas de los restaurantes famosos o con los escenarios. Se idealizan las vidas de cantantes y cocineros, se enseña la parte amable, el aplauso, las galas, lo romantizan todo mientras silencian que el clima de la trastienda supone estrés, conflicto, presión, fatiga y ansiedad. Se frivoliza la violencia, se normaliza el estrés convirtiéndonos en partícipes al tolerar acciones intolerables. De la denuncia se pasa a la sensación y el humor; el monstruo asesino es magnético y se ríe de todo; el psicópata sicario es un visionario carismático, un genio. La televisión crea mitos a partir de la realidad que acaban reemplazando a la propia realidad. El ladrón es guapo, el soldado es justo, el detective es buen padre de familia. Y el adolescente 1.0 teleadicto ve sus series y compra el merchandise, convirtiéndose así en mensajero inconsciente de su perverso mensaje. La expansión del teatro americano desforesta bosques, deshiela polos, poluciona el aire, degüella animales, invade países y masacra economías, pero como paga sueldos elevados y sonríe todo el día, es el modelo que se admira e imita en todo el mundo. Nada es inocuo, toda experiencia intensa acaba cobrando su peaje emocional. Televisar a todas horas series de narcotraficantes, psicópatas, violadores o pederastas tiene consecuencias. Sin querer, se acaban promocionando sus historias, sus biografías, sus acciones; se acaba participando del círculo de la violencia, además de activar la inspiración en mentes similares. ¿Seguirían existiendo asesinos en serie, asesinos en masa, lobos solitarios, niños masacrando a otros niños en las aulas de los colegios, todos ellos narcisistas declarados, si la prensa comercial no les diera portadas y se hiciera eco de los detalles? ¿Seguirían, si después no se rodaran series y películas taquilleras? ¿Sabe el mundo que la mayoría de los norteamericanos son yonquis de la fama y aspiran a hacerse famosos justificando el uso de cualquier medio? Si de verdad se está en contra de algo, basta con minimizarlo quitándole el foco de atención. Así es como la cultura comercial acaba cocreando muchos de

los delitos y crímenes que después denuncia en las portadas de los telediarios para generar audiencia, aumentar ratios y facturar más. Se producen programas sobre cárceles donde aparecen psicópatas conversando amablemente sobre sus delitos, documentales que tienden cebos y atrapan en directo a pederastas a punto de cometer su acto favorito. Se construyen mitos alrededor de narcotraficantes, torturadores, delincuentes y asesinos. Y, en la calle, el adolescente 1.0 lleva una camiseta con el rostro de su psicópata favorito estampado en el pecho. Un policía de uniforme le espeta con gracia a su compañero: «plata o plomo», para estar a la última y ligar más. Parece que a la mente 1.0 le pierden los asesinos en serie, al menos hasta que un loco filetee a su madre y se la envíe por correo en una caja de zapatos. Solo entonces algunos despertarán y comprenderán la realidad de lo que están promocionando con su teleadicción y ayudando por lo tanto a cocrear.

EFECTOS DE LA CULTURA DEL MIEDO Hay que tener agallas para apagar el televisor y encender el cerebro, desarrollar una mirada profunda y labrarse una opinión personal sobre la realidad que nos envuelve. Basta con meter un rato el mando a distancia en el congelador y abrir un buen libro, salir a dar un vuelta sin prisa por el barrio o comprarse un billete de avión. He vivido en varios países, he viajado por medio planeta y jamás he experimentado el mundo que nos presentan los telediarios: un escenario inhóspito lleno de violencia, guerras y expectativas funestas, que solo se alivian comprando el seguro de vida que anuncia el mismo presentador que nos pinta el cuadro tan negro. Es la clásica estrategia de fabricar el problema y vender la solución, por la misma mano que mece la cuna. El bombardeo diario de imágenes dramáticas mancha el estado de ánimo; la perspectiva y los valores se resienten. De esta forma, nuestras acciones son ejecutadas con un trasfondo de desesperanza bien aprendida. Los periodistas no ven los eslabones de la cadena del sufrimiento que ellos mismos tejen y perpetúan. Y, como ciudadanos, además de cocreadores, son también espectadores convertidos en víctimas. Es el circuito cerrado del sufrimiento alimentado por el periodismo 1.0, que expande la noticia e ignora su impacto. La exposición frecuente a la violencia configura la idea de que el mundo es un lugar peligroso y malvado donde uno puede convertirse en víctima en cualquier momento. Además, es un mecanismo de insensibilización a esta, tanto

ficticia como real, porque se van disolviendo las reacciones naturales de miedo y ansiedad ante el dolor de las víctimas. La violencia se normaliza al exponernos reiteradamente a ella y se percibe como algo normal y aceptable, justificable al estar reforzada por el éxito, el dinero o el triunfo. Se aprende que la violencia es una manera sensata de resolver los conflictos personales y se percibe incluso como algo divertido y justificado. Además, la violencia se contagia porque hay una mayor probabilidad de imitar las conductas observadas. Cuanta más violencia se percibe, más violento se vuelve uno, sobre todo niños y adolescentes impulsivos y con predisposición de base según su temperamento. Existe una correlación positiva entre la violencia en los medios de comunicación y la violencia en la sociedad. En Estados Unidos, un alto porcentaje de los programas de la tele contienen algún tipo de violencia, lo mismo que ocurre con las películas o las series. Además, en muchas películas el violento es atractivo y la violencia se mezcla con el humor. Hay una llamativa relación entre la llegada de la televisión y el aumento de los asesinatos: en Estados Unidos, en la década de los años sesenta y setenta, el índice de homicidios se duplicó. En Sudáfrica, se introdujo la televisión en los años setenta y, en esa década, los asesinatos se duplicaron. Por lo tanto, hay una obvia correlación entre televisión y conducta violenta. La violencia vende y, como las televisiones buscan aumentar su beneficio aumentando sus cuotas de audiencia, la violencia aumenta. El caso único nunca debería ser noticia, el uno entre un millón no forma ni informa, solo es especulación y entretenimiento. Confundir lo esencial con lo accesorio es una práctica perversa en un telediario. Y, sobre todo, crea alarma social. «Una peligrosa medusa se aproxima a la costa española para pasar el verano», se anuncia a bombo y platillo, como si llegara Godzilla para aniquilar a la humanidad y usurparle el planeta. Les apasiona lanzar predicciones en política y en economía: «España entrará en corralito en un mes», vaticinaba un premio Nobel en economía en plena crisis económica. No importa que no acierten casi nunca, hay que seguir suministrando titulares cada día para mantener la reputación y el poder intactos. La ilusión de utilidad y el falso servicio son el pan nuestro de cada día en la cultura del miedo. ¿Y quién se responsabiliza del impacto emocional (preocupación, miedo, ansiedad, estrés) que estos pronósticos agoreros que nunca se cumplen generan en la mente 1.0 que idealiza la televisión? Como se suele decir, hay mucho más miedo que peligro. Además, se sabe que el periodismo comercial es experto en hacer del verdugo (la Máquina) la víctima, y de la víctima (el pueblo) el verdugo. «La crisis

económica es debida a que la gente ha vivido por encima de sus posibilidades», explicaban oficialmente los creadores de la crisis, soslayando la especulación, el fraude, el saqueo y la corrupción de sus acólitos. Y lo triste es que la gente humilde en la calle repetía el mismo mantra sin caer en que el poder les había confundido de nuevo. «Tienen las portadas, tienen los medios de comunicación, tienen nuestra mente», vaticinó Mark Twain. Y así, la mente 1.0 afirma las mismas opiniones que dice la tele. Y entre debate crispado y debate crispado, entre noticias adulteradas del telediario, entre serie y serie de cadáveres, película y película de tortazos, en medio de la confusión de la tortilla catódica, aparece la publicidad, recordándonos que tenemos que sonreír, no quejarnos, estar en forma, tener pareja, tener hijos, irnos de vacaciones y ser felices en el trabajo. ¿Alguien ha visto alguna vez un anuncio que refleje la realidad tal como la vivimos o que diga directamente la verdad?

EL ESPÍRITU CRÍTICO Ninguna imagen es inocente, toda la información es aspirada por la esponja de la mente inconsciente y va alimentando lentamente nuestro sistema nervioso. Los contenidos de la mente (pensamientos e imágenes) están hechos del material de lo que vemos y de lo que leemos a lo largo del día. Aunque apenas se lee. Sin embargo, hay gente capaz de visionar la parrilla de televisión entera; y de aquellos polvos televisados, estos lodos emocionales. La realidad es que, a escala mundial, la mayoría de los cerebros están tan agitados y excitados, tan mediatizados, que el título Guerra infinita, algo que en lo cotidiano sería insufrible, es un taquillazo asegurado. Sin embargo, Paz infinita, que es lo que el mundo necesita y, todo espíritu anhela, sería un fiasco histórico. Los programadores se lavan las manos y afirman emitir lo que le gusta a la gente. Así, la mente 1.0 está convencida de que le encanta la violencia y el fútbol. Sin embargo, el individuo 3.0, emancipado de la corriente principal, al margen del pensamiento oficial, comprende que el paladar y las preferencias se condicionan desde la cuna a base de exposición y repetición. Y en eso los medios de comunicación comerciales tienen un papel fundamental, una responsabilidad mayúscula. Es importante repetir alto y claro que la televisión y el periodismo comercial no son la única verdad, igual que no lo son la universidad y la ciencia oficial.

Ninguna autoridad en ningún campo es la única verdad hasta que lo demuestren investigadores independientes, libres de los grilletes de los credos comerciales y de los cheques de los patrocinadores de la Máquina. Es el mismo error que confundir a un médico con un experto por el mero hecho de que sea un especialista en la materia (puede que no se haya actualizado en su campo desde que finalizó sus estudios, hace dos décadas), o que confundir lo normal (lo que hace, ve y sigue la mayoría de la gente) con lo que es sano (lo que sienta bien a nuestra mente y cuerpo). Actualmente, lo normal es ver la televisión cuatro horas al día; lo natural sería apagarla durante varios días para descansar del adoctrinamiento cotidiano y encontrar uno mismo su propio deleite. La exposición a la pantalla comercial tiene siempre efectos colaterales. La autoestima se desploma a medida que pasan las horas frente al televisor. La mente se compara con esas imágenes perfectas, donde el sonido y la imagen está en HD. En la vida real hay días de mala sintonización y baja definición, de lluvia, sobrepeso y rostros desdibujados, de caras recién lavadas. La televisión nos entrena en el estrés, la ansiedad, la depresión, los trastornos de alimentación, los trastornos compulsivos y las conductas adictivas, por comparación con un ideal edulcorado y superior a lo que tenemos. La televisión y los medios comerciales tienen un efecto demoledor sobre la inteligencia, la capacidad crítica y el bienestar emocional. El cuarto poder es el primero en socializarnos en la idiocia. Mucha gente da por buenos y hace suyos los argumentos que exponen las portadas de los periódicos de los cuales son suscriptores. Un conocido mío afirma milimétricamente lo mismo que dice el presidente de su equipo de fútbol y, en relación a la política, opina literalmente lo mismo que el presidente del partido político al que vota. Puede que este hecho parezca una obviedad, pero él lo niega cuando apunto el dato. Hay gente que se lleva las manos a la cabeza por los salarios raquíticos, el desempleo, las pocas oportunidades laborales dignas que el mercado contempla o las largas listas de espera en sanidad y, sin embargo, sigue siendo fiel al partido político que crea esta situación de precariedad psicosocial. Sin espíritu crítico, nuestra confusión es su pingüe negocio. Dime cuántas horas de televisión consumes y te diré quién eres. No se puede ser sensible, inteligente y espiritual, estar centrado emocionalmente y consumir mucha parrilla de televisión. Quien es consciente y está comprometido con su propio camino sabe que no sirve a la sociedad, sino que la construye con su ejemplo. No hay nada malo en ver ocasionalmente la televisión comercial, lo lamentable es la dependencia e idealización. Hay que tener presente que, si nos excedemos y nos

sobreexponemos, nuestro personaje, nuestro ego, nuestra sombra, irá recuperando poco a poco el terreno perdido hasta hacernos sentir de nuevo amputados, necesitados e infelices.

7. LA CULTURA DEL SELFIE Una madrugada de verano me encontraba empapado de canícula, danzando en el concierto de un grupo de pop-electrónico, cuando se me acercó un simpático chico de marcado plumaje. Deslizó su brazo espontáneamente por mi hombro y, durante unos instantes, estuvimos tarareando al ritmo de la música. Acto seguido sacó su móvil y nos hizo una foto juntos, me pidió amistad en Facebook y desapareció por donde había venido. A la mañana siguiente, vi en su muro nuestra foto y varias imágenes más de aquella misma noche junto a otros chicos. Moví el cursor hacia abajo y vi múltiples imágenes como la nuestra en distintos sitios, con distinta gente, en diferentes días. En todas ellas seguía el mismo modus operandi: una imagen suya con los labios apretados hacia fuera, la localización nocturna y festiva, el nombre de los coprotagonistas etiquetados, la fotografía con múltiples likes y comentarios de admiración, y él jamás respondía ni daba likes de vuelta a nada. Le seguían mil y pico de personas, que en aquella época embrionaria de las redes sociales era una salvajada teniendo en cuenta que no se trataba de un personaje público ni famoso. Y me fijaba en el detalle de que la interacción se basaba en un ticket de ida sin retorno; él jamás argumentaba de vuelta ni reconocía a nadie. Era la primera vez que me tropezaba con una diva digital: alguien que se dedicaba a mezclarse con gente anónima, con la única meta de atraer seguidores para ser adorado por su presunto estilo de vida. Era la búsqueda de reconocimiento porque sí, sin necesidad de aportar valor con algún logro o resultado propio que resultase encomiable o fuera de lo común. Acumular fans por el hecho de acumular, sin presentar mérito. Una fama perezosa, sin esfuerzo. El foco social vuelto hacia el ombligo de uno mismo. Una suerte de Diógenes digital, que aglutinaba números para reforzar una identidad ficticia. Antes se tenían admiradores porque se era famoso, ahora se tienen para serlo.

LA REVOLUCIÓN GLOBAL DE LA IMAGEN DIGITAL

Recuerdo cuando las cámaras fotográficas eran analógicas y había que llevar el carrete a revelar a las tiendas de fotografía. Al cabo de una semana de larga y ansiosa espera, y tras desembolsar un dineral, comprobabas estupefacto cómo muchas de las imágenes habían quedado borrosas, el enfoque era desastroso o estaban veladas. Sentías impotente cómo aquel momento, aquel encuentro, aquel entrañable hallazgo retratado se habían esfumado para siempre. La magia que anticipaba la mente y lo que reflejaba el papel al cabo de una semana no se parecían en nada. De esa forma, desaparecían de la memoria los viajes y los encuentros memorables. Una madrugada, a principios de este siglo, un chico se me acercó en la pista de baile de una discoteca y me enseñó en el monitor de su cámara fotográfica unas imágenes mías bailando como un descosido. Verme a mí mismo a tiempo real me dejó estupefacto y me hizo sentir importante. A los pocos segundos, mis amigos y yo nos reuníamos ojipláticos alrededor de aquel invento. Le suplicábamos imágenes al chico y celebrábamos el encuentro con aquel gurú de la instantánea de alta calidad. La revolución global de la imagen digital tuvo lugar más adelante, cuando a un visionario se le ocurrió la idea de incrustar una cámara fotográfica en el interior de un móvil. En la actualidad, nadie se cuestionaría ese perfecto maridaje, pero en su momento la ocurrencia se antojaba un capricho, ya que el móvil se utilizaba exclusivamente para hablar, no para inmortalizar imágenes. Sin embargo, su uso se extendió como una mancha de aceite hasta popularizarse masivamente. A través de la cámara frontal del móvil, y sin conocimientos de fotografía, uno podía inmortalizarse y compartirse al instante con su gente.

INSTAGRAM Y LA VIDA PARALELA De este modo el desarrollo tecnológico creó una nueva función, el selfie, y esta una nueva necesidad: autofotografiarse. La necesidad creó nuevos patrones de conducta: la vanidad digital. El patrón creó un nuevo rol psicosocial en ambos géneros, la diva digital, a partir del cual se enarboló una nueva comunidad global y un negocio multimillonario: Instagram. A través de esta comunidad se acuñó un nuevo epígrafe laboral, el instagramer. Una vez la corporación norteamericana puso el hilo en la aguja todo fue coser y cantar. La mente cotidiana encontró un juguete de uso rápido y sencillo con el que cumplir el anhelo humano de equilibrio estético y acercarse un poco más a la ilusión de perfección. Buena parte del mundo comenzó a fabricarse una pomposa vida

paralela en red, con la que compensar la trivialidad y soledad de la vida diaria. A la imagen personal, imagen grupal e imagen social, se le añadió la imagen digital y la consiguiente presión inherente por mantenerla lo más atractiva posible. A través de este juguete, se crearon personalidades digitales con un lenguaje audiovisual, escrito e interactivo propio. Con cada actualización, la aplicación permitía alcanzar cotas más altas de definición, fantasía, camaradería y excelencia. Ya no era cuestión de compartirse, sino que había que compartir la mejor versión de uno mismo. Los niños jugaban a ser adultos y los adultos a parecer eternos adolescentes. Pronto, saber posar ante la cámara se convirtió en una habilidad fundamental a la hora de obtener reconocimiento y éxito social. Los niños de hoy en día saben mirar a la cámara antes que leer y escribir, y algunos adultos lo confunden con madurez. En breve, ser fotogénico y posar con gracejo serán cualidades a presentar en el curriculum vitae, como antes lo fue escribir a máquina, tener carnet de conducir o atesorar experiencia en el uso de paquetes informáticos.

TODO EL MUNDO ES FELIZ MENOS YO Aunque la nueva tendencia apunta a compartir de cuando en cuando también algún obstáculo (siempre que haya sido superado), en las redes sociales es imperativo compartir los éxitos. En Instagram se prohíben los miedos, los momentos difíciles, las dudas, las inseguridades, las imperfecciones, los dilemas, los bloqueos o las pérdidas, y podemos acabar convencidos de que nadie siente flaqueza salvo nosotros. Si bien la comparación social es un mecanismo de motivación natural puntualmente útil, acaba desmotivándonos y desesperándonos cuando a nuestro alrededor todos comparten una sola cara de la moneda: la mejor sonrisa, la mejor versión. El negocio de la comparación y la envidia es ladrillo y martillo del saldo en las redes sociales, y va en alza. Generar envidia entre los seguidores es fuente de riqueza y un negocio muy rentable para los profesionales de las redes sociales, aunque les salga muy caro a los seguidores en forma de frustración, malestar emocional, ansiedad o depresión. La lógica del influencer 1.0 es: «yo estoy bien, tú estás mal», «yo sé, tú no sabes», «yo tengo lo que tú envidias, me necesitas y me das un like». Por lo tanto, «yo gano porque soy un ganador y tú pierdes porque eres un perdedor» y reafirmo así la premisa inicial. La realidad es que un mundo donde unos pocos prosperan respecto a muchos otros a partir de la comparación, la envidia, la

perfección del filtro y la adicción no puede ser un mundo justo y equilibrado. Y todos acaban perdiendo: el seguidor en la soledad de su habitación, el instagramer en su soledad interior. En mi consulta he comprobado que mucha gente cree en la veracidad de las redes sociales y de los perfiles exitosos. He escuchado frases literales del tipo «en comparación con el resto del mundo, no valgo nada» o «todo el mundo es feliz menos yo». Por otro lado, han contactado conmigo modelos de Instagram con ansiedad, estrés o adicciones, cuando en sus cuentas solo parecen existir el éxito, el triunfo, la satisfacción y el goce. Aseguran que se trata solo de trabajo y precisamente ese es el engaño y la causa de su malestar. Separar lo doméstico de lo profesional, separar el yo personal del yo laboral, es una trampa para llevar una doble vida, practicar la doble moral y evadir la responsabilidad de nuestras acciones. La consecuencia es una carga de deshonestidad emocional interna que deriva en alienación y pérdida de sentido. No se puede ser radicalmente diferente en dos sitios sin pagar el coste emocional de la incoherencia y sentirse partido por dentro. La incapacidad de postear el estado de ánimo real, lo que uno siente, por miedo a perder likes y mercado, es parte del problema existencial con el que se encuentran: partidas por dentro, intoxicadas por la cultura convencional, embebidas por la mentalidad 1.0, arrastradas por la gloria rápida, la validación del like anónimo, el cash en mano y el alma vaciada por una vida sinsentido.

LA PRIMERA INSTAGRAMER Una conocida me llevó al bosque para realizar una sesión de fotos para mi nueva web. Era una excelente fotógrafa e hizo unas fotos espectaculares. Tenía una cuenta de Instagram con fotos preciosas seguida por decenas de miles de personas de todo el mundo. Vivía una vida apresurada, con poco descanso, mucho trabajo, escasos ingresos y mucho sacrificio y estrés, algo que no aparecía por ningún lado en su cuenta de Instagram. Me recomendó que me abriera una cuenta para hacer crecer mi negocio. Yo albergaba mis dudas, no veía relación entre una imagen bucólica y el tipo de psicología que yo practicaba. Le pedí consejo sobre la orientación de mi cuenta y me aconsejó seguir sus propias pautas: siempre el mismo tipo de foto idílica en la naturaleza, el mismo tipo de colores, el mismo tipo de filtro y el mismo tipo de texto sugestivo. De regreso a casa, mientras la fórmula del éxito se repetía en bucle en mi cabeza, sentía el cuerpo en tensión y una leve presión en el pecho. Me sentía

encorsetado y orillado de la improvisación y el disfrute, como el adolescente al que le imponen una norma injusta que no comprende. Los tentáculos del protocolo se extendían hasta el perímetro de mi propia habitación, conquistando la esfera personal. Solo con pensarlo, me sentía atrapado en una cárcel corporativa. Para tener éxito digital había que escribir, actuar y vestir de una forma concreta, como antes se tenía que llevar traje y corbata. En el fondo, de nuevo el imperio de la apariencia, casi siempre falsa.

TODA MONEDA TIENE DOS CARAS Una vez, una clienta instagramer me confesó que «si vieran cómo soy de verdad, no me querrían». La búsqueda a corto plazo de réditos económicos mediante engaño digital se paga a medio plazo con debacles morales y psicológicas. La vida no es tan bonita como aparece en las redes sociales. No existe camino sin obstáculos ni vida sin altibajos, y los que tapan su sombra tienen más dificultades al resistirse a la naturaleza dual de la vida. Todo llega y se marcha, cambia y se transforma, nada permanece estático por mucho bisturí, filtro y Photoshop que haya. Toda moneda tiene dos caras y todo ser humano tiene dos polos, luz y sombra, fachada y sótano, virtudes y defectos. La estructura se acaba desmoronando cuando se evita la moneda entera. En lo que hacemos deberíamos volcar nuestra individualidad, nuestros valores y nuestro estilo personal y auténtico. En la escuela nos deberían enseñar a conocernos, a valorarnos, a ser nosotros mismos mientras cooperamos con el resto, a labrar nuestro propio camino y dejar de imitar vidas, gestos y cuentas de Instagram. Encajar en el estereotipo social de estilo de vida y pose ideal alivia a corto plazo porque es sencillo, pero a la larga nos deja vacíos al borde de la cama. Insomnes, aislados, como un barco extraviado en mitad del océano... ¿Quién soy? ¿De qué va la vida? ¿Esto es todo?

LA ADICCIÓN COMO GUIÑO COMERCIAL Internet es un invento americano. Apple es un invento americano. Microsoft es un invento americano. Google es un invento americano. YouTube es un invento y reflejo americano. Facebook es un invento y reflejo americano. Instagram es un invento y reflejo americano. La revolución de las redes sociales se inició con

eslóganes pacíficos, amables, filantrópicos, cuasi terapéuticos. La motivación inicial era estrechar el mundo para conectarnos, acercarnos, relacionarnos mejor. Más adelante se vio que su uso generaba confusión, dependencia, estrés, porque ningún avance tecnológico es inocuo... Han cambiado las formas, el fondo es el mismo. Facebook nos ayuda a conectar, pero también nos engancha y nos roba la intimidad. Instagram parece un juego inocente con el que pasar el rato, pero está transformando la dinámica de las relaciones humanas. Estos portales sociales han sido utilizados como caballo de Troya para socializarnos en el estilo de vida norteamericano 1.0, el de un pueblo que cuida la imagen pública a la perfección, en el que todos saben interpretar ante la cámara y tienen un asombroso desparpajo para las interacciones comerciales. Una famosa atleta norteamericana sube una foto con la sonrisa exagerada, el gesto entusiasmado y un batido verde en la mano. El pie de foto reza: «¡Soy adicta a este nuevo producto!». Porque la adicción es el nuevo argumento dorado de superventas. Se normaliza y hasta se eleva a la categoría de estado emocional ideal. Queremos que algo nos enganche y nos haga emocionalmente dependientes. Al mercado le interesa hacer negocio de la adicción, de la comparación, de la perfección, y sacar la máxima tajada de la vulnerabilidad humana. Las celebridades, artistas e influencers 1.0 suelen ser máximos exponentes en inseguridades y hacen de cebo y de puente próspero entre la marca y los seguidores. Su máxima aspiración es convertirse en modelos y lucir medidas perfectas para convertirse en la percha de una famosa marca que les obligará a no mostrarse física ni psicológicamente como son, y a la que en privado acusarán por hacerlas sentir ansiosas y vacías. Cuando un norteamericano afirma en una red social «soy un hombre nuevo, estoy mejor que nunca», seguramente quiere decir «he vuelto a caer en las drogas, la estoy palmando». La sonrisa forzada disimula un océano de vergüenza y soledad. Alcanzar el éxito y la fama digital anhelados acaba siendo a medio plazo un atajo directo al hoyo emocional.

EL EFECTO HALO Mucha gente sueña con ser una celebridad. La vida y la psicología de la gente famosa se juzga por su mejor papel, su mejor spot, su mejor vídeo, su mejor concierto, su mejor entrevista, su mejor selfie. Vemos una escena bella y la

distorsión del efecto halo nos dice que se trata de una persona satisfecha, afortunada, realizada, equilibrada, inteligente y sana. Nuestra mente Disney concluye que se trata del epítome del ser humano, de la reencarnación del nuevo mesías en la tierra. Y empieza a proyectarse en él, a idealizarlo, a venerar su discurso y a convertirse a sus pasos. Sin embargo, una vez se retiran las alfombras, se apartan los focos y se apaga la cámara, el personaje divino se esfuma y aparece de nuevo la persona de carne y hueso con su historia, su mochila y su herida personal intacta. Si conociéramos las vidas privadas de muchos ídolos no les envidiaríamos tanto ni nos caerían tan bien. La altura, las curvas, los músculos, la tez morena, la sonrisa blanca, la elocuencia, las maneras de político y la fortuna en el banco no garantizan la conexión profunda y una convivencia doméstica en paz. Una fotografía, un vídeo o una película no pueden transmitir el verdadero temperamento, carácter, personalidad ni el alma de nadie. Relacionarse con una persona de marcado histrionismo y narcisismo, de corte caprichoso y tan dependiente emocionalmente de la mirada ajena y del reconocimiento público, es tan inestable y dramático como los papeles que representan en sus películas, series, canciones y videoclips. Son máquinas inagotables de reclamar atención mientras los golpes de angustia, los picos de ansiedad y las oleadas de desesperación se silencian y se soportan en privado. Albergan en su interior un niño hambriento de validación familiar que compensan con el éxito a escala mundial. Su autoestima depende de la taquilla y de los likes.

EL LADO OSCURO DE LA CULTURA DEL SELFIE En la última década, la tasa de suicidios ha aumentado en Estados Unidos y está provocando estragos en el mundo de las celebridades. Nadie habla del lado oscuro de la cultura del selfie y de los peligros de la fama fatua. La cultura de la superficialidad, la prisa y la monetización de la apariencia enfrentan la necesidad de reconocimiento del yo materialista y de sentido profundo del yo espiritual. Nunca ha sido tan sencillo generar estelas de admiradores y sensación de comunidad mediante unos egos sobredimensionados. Nunca antes las relaciones sociales han sido tan triviales y la rigidez emocional hacia la alegría efusiva ha estado tan extendida. Antiguamente, la interpretación de los actores duraba el tiempo que duraba la película en pantalla y allí se quedaba. Entonces regresabas al hogar y volvías a reconectar con la realidad rectilínea de la cotidianidad. Ahora, la sombra alargada de las caretas sonrientes y felices nos persigue a todas horas en todos

los medios (redes sociales, webs, blogs, pop-ups, publicidad, stories). Así se infiltran en nuestro día a día, y cargamos en nuestros móviles con el peso de esa vida de vino y rosas que nos señala el desacierto de la nuestra. Para el influencer, mantener la tensión de ese montaje es un esfuerzo titánico que le acaba pasando factura. Una instagramer española se suicidó hace algún tiempo, harta de vivir secuestrada por su propia mentira. A otra le han operado ya varias veces del corazón, y continúa subiendo fotos desde la cama del hospital. La adicción a las redes sociales de la diva digital es una realidad que ella misma silencia. Estar todo el día entregada a la dopamina del móvil, chequeando el número de likes, comentarios, halagos, alabanzas y críticas genera mucha inseguridad, estrés, ansiedad e insomnio. Para una mente criada en la cultura del miedo, la escasez y el rechazo, tanta atención repentina es algo demasiado grande como para poder gestionarlo sin acabar implosionando emocionalmente.

INSTAGRAMER 1.0 Y 3.0

Me apasiona la comunicación en todas su formas y me encantan Internet, Google, YouTube, la Wikipedia, Instagram y Facebook. Considero que estas herramientas han mejorado la calidad de mi vida personal, social y profesional. El móvil y las redes sociales no son el problema, solo son instrumentos como el teléfono o el telescopio. El problema es el uso sesgado que mucha gente hace de esa tecnología para vender una imagen idealizada de sí misma y ponerse por encima del otro en lugar de ser honesta y buscar las partes comunes que nos unen a todos. El instagramer 1.0 solo comparte públicamente estados basados en la emoción de la alegría y toda su gama: disfrute, entusiasmo, euforia, éxito, optimismo, dicha, amor, satisfacción, logro, confianza, esperanza, éxtasis. Solo vende su mejor imagen, su mejor momento, su mejor historia, su mejor sonrisa, con el único propósito de que se le idealice. No le importan los efectos que su sesgo emocional deposita en el corazón de la gente, sino su cuenta bancaria. No le incomoda que cada vez que alguien le idealiza se desempodera a sí mismo. Lo crucial es captar la atención del observador y retenerle, impresionarlo y meterle el gusanillo en el cuerpo presentándole su mundo ficticio para fidelizarle y convertirle en un yonqui digital. Enjaularle en un estado de déficit permanente que solo el instagramer puede rellenar. La gallina de los huevos de oro de la comparación se hiperactiva cavando una

zanja lo más amplia posible entre el instagramer y sus seguidores: sacar rédito de la separación, la jerarquía, la envidia y el complejo de inferioridad que él mismo alimenta. En la cima estoy yo, allá abajo vosotros. El quid del negocio dorado reside en debilitar emocionalmente al seguidor y hacerle sentir diminuto. Al instagramer no le importa que tapando sus defectos se resalten los de los demás. Cuanto más frágiles se sientan sus seguidores, más necesitarán de las fotografías de su oráculo digital para levantar la moral, y así hasta engancharse en una relación de idas y de venidas, de amor y odio secreto hacia su ídolo. Porque algunos detectan la mentira, pero necesitan del chute emocional cuando presencian la vida ajena. Es una lástima que mostrarse natural no genere volumen de negocio, aunque sea lo único real. Me gustan el deporte, la belleza, la dieta, el yoga, la gastronomía, viajar y la cirugía estética bien puesta. Para mí, cosmética y espiritualidad no están reñidas, como no lo está la chapa del coche con el motor o la piel con el hígado. Todo va unido, todo es causa y consecuencia, todo es vida entrelazada. También me parece bien el uso del filtro y del like, pero no el empleo poco ético y destructivo con el que esas parcelas de la vida se están imponiendo. No hay problema cuando la modelo hace de modelo, la diseñadora hace de diseñadora, la profesora de yoga hace de profesora de yoga, la dietista hace de dietista, el deportista hace de deportista o la escort hace de escort. El problema es cuando alguien pierde de vista la realidad y para raptar miradas y amasar reconocimiento y billetes glorifica su vida mostrándose perpetuamente certero, exitoso y feliz. Un instagramer 3.0 no le tiene miedo a los estados emocionales y se comunica desde lo que siente. Tal vez la gama de la alegría tenga una mayor presencia, pero no hay que evitar compartir la tristeza, los miedos y las frustraciones. El instagramer 3.0 es un líder ético que emplea su privilegiada posición de visibilidad con responsabilidad porque es consciente de que es referencia y espejo. Sus acciones cuentan a la hora de construir un mundo más armónico y auténtico porque son imitadas por mucha gente. No basta con que uno sepa, en su fuero interno, que atraviesa dificultades, sino que es moralmente necesario mostrarse en público de vez en cuando desde ahí para normalizar esas situaciones. Sabe que un mundo más justo y equilibrado no se logra quitándole miga a los problemas y animando a la gente constantemente. Esa función ya la realizan los cómicos, los artistas o los profesionales del sexo. El instagramer 3.0 es un ejemplo de comprensión, conexión y compasión porque el mundo sufre a solas y en silencio. Y lo hace normalizando su existencia, mostrando la moneda entera. Cuando está triste no sube una foto

sonriendo, cuando le deja su pareja no dice que él se lo pierde. Es un ejemplo de comunicación honesta y escribe textos realistas describiendo su parte rutilante y los momentos grises. En la vida real todos tenemos bodas y funerales, por eso el influencer consciente comparte desde la transparencia emocional, haya vulnerabilidad o conflicto. Es consciente de que ya hay demasiada vanidad, envidia y competitividad en el mundo y se compromete con el equilibrio y la sostenibilidad del ecosistema. Su meta es mostrar su humanidad completa para inspirar autenticidad y evitar que se le idealice. Tiene conciencia de interconexión y quiere ser ejemplo, no gurú. Si cuando él se enriquece el receptor de su mensaje se empobrece, si su prosperidad le señala al otro su pobreza, a la larga la vida acabará colapsando para los dos.

8. HOGAR PATOLÓGICO Y AMOR TÓXICO En la primera visita a mis clientes, les hago una serie de preguntas sobre su familia. La mayoría parece amar a sus progenitores y llevarse de mil maravillas con ellos. En la segunda visita, y a medida que van sintiendo mayor confianza en la interacción, resulta que la relación con sus padres no es tan bucólica como proclamaban al principio. En la tercera visita, cuando el velo de lo políticamente correcto ha caído, confiesan con la mirada húmeda la amalgama de sentimientos contradictorios que sienten hacia estos. Personalmente, conozco a poca gente que entre su nacimiento y la mayoría de edad haya mantenido un vínculo seguro, amable, tranquilo, equilibrado, respetuoso, amoroso, lineal y sano con sus progenitores. Lo cierto es que muchos somos fruto de un hogar patológico. Familiares, amigos, parejas, compañeros de trabajo, vecinos, famosos, pobres, millonarios, artistas y políticos... Personas con las que convivimos a diario pueden ser producto de un vínculo tenso e incluso conflictivo con sus padres durante la infancia. El padre ausente y la madre sobreprotectora (o viceversa) y el padre autoritario y la madre indulgente (o viceversa) son un clásico de los manuales de psicología. El progenitor negligente o el padre meramente económico están también al orden del día. Respecto a la familia, lo cierto es que el adagio «el hogar es donde está tu corazón» responde más a un ideal que a la realidad. Por el contrario, «el hogar es donde más nos duele» parece ser algo más probable y sensato. No hay que confundir el tipo de vínculo que mantuvimos con nuestros padres en nuestra infancia y adolescencia con la relación actual que nos une a ellos. Uno pudo vivir una relación tóxica con alguno de sus progenitores y de adulto, en apariencia, llevarse bien. Sin embargo, la herida emocional está grabada en la infancia y es ahí, en el corazón de nuestro niño interior, donde hoy todavía duele y nos obliga. Si quieres dejar de idealizar a alguien, vete a convivir una temporada con él. Saborearás las mieles de su hogar patológico a través del amor tóxico con el que mantiene viva la llama de tu interés.

LA INERCIA DE LOS HIJOS Hay parejas que tienen hijos porque así lo desean, por amor, por reforzar su vínculo, por crear vida y lanzarla al mundo. Pero hay otras que los tiene por capricho, por inercia, por tradición, por presión, por error de cálculo, por compensación, por desesperación, porque se pasa el arroz. Sin conciencia, sin sensibilidad, sin ganas. Tener un hijo debería ser, idealmente, la consecuencia de un trabajo interior profundo y, tras despojarse uno de capas y capas de toxicidad amatoria heredada, de conocer a la pareja adecuada. Además, igual que para conducir un coche uno tiene que obtener un carnet como garantía de conocimiento y responsabilidad, igual que para casarse por la Iglesia católica uno tiene que realizar un curso prematrimonial, para tener hijos debería exigirse un cursillo gratuito sobre psicología, educación, convivencia y el significado moral de traer un ser humano a este mundo.

LA AUTOESTIMA ARRANCADA Muchos progenitores pintan a sus hijos un mundo basado en el déficit, el sacrificio, el miedo y la culpa. Educan en la amenaza de la pérdida, la preocupación y el abandono. Obligan a sus hijos a hacer cosas que ni ellos mismos cumplían. Exigen demasiado y apenas dan apoyo de vuelta o dan mucho cariño, pero no piden nada a cambio. No se molestan en escuchar, en atender las necesidades del niño en lugar de las suyas; tampoco en comprenderlo, porque ni siquiera se comprenden a ellos mismos. Empujan a sus hijos a ser alguien que no son. El resultado es que, de adultos, arrastran un carro lleno de injusticias, humillaciones, traiciones, culpa, vacío y vergüenza. Se habla de bullying en la escuela y de mobbing en el trabajo, pero nadie habla del bullying y del mobbing que muchos han sufrido en el seno de su propio hogar. La resonancia, el respeto y la afinidad es lo que une a los seres humanos, y lo cierto es que muchos somos hijos de padres que hoy en día no estarían juntos y que, lamentablemente, nuestros hermanos tampoco son nuestros mejores amigos. Cuando, de niños, la autoridad (padres, profesores) nos arranca la autoestima a voces, collejas o con un silencio tenso, nos pasamos el resto de la vida buscando recuperarla mediante triunfos externos y fugaces logros. La forma más visible de restaurar la paz interior es sacándonos insípidos títulos universitarios o ganando mucho dinero. La más rápida es conquistando románticamente a

mujeres y a hombres. Pero toda esa agua, lejos de apagar la sed, acaba incendiando el espíritu. Yo conquistaba a la mujer bajándola del pedestal. Le minaba suavemente la autoestima haciéndola adicta a mi veneno, como había visto hacer a mi padre con mi madrastra. Desempoderaba a la gente porque en casa me habían desempoderado y confundía poder con amor. Y ese es el camino hacia la desgracia.

UNA TRAGEDIA GRIEGA El hogar patológico se basa en un amor tóxico cuyas raíces se hunden en la tragedia griega, que a su vez bebió de la propia mitología y, con seguridad, de fuentes anteriores. Los elementos del teatro griego eran similares: el héroe, el dilema moral, la pasión, el error, la pérdida, la lucha, la intensidad, la aventura, el drama y la catarsis final. En el siglo XVIII, el romanticismo popularizó las historias de amoríos, leyendas, hazañas, aventuras y bandoleros guapos. Posteriormente surgió la novela rosa, que relata una historia romántica acerca del idilio entre un hombre y una mujer cuyo amor supera diferentes obstáculos hasta acabar triunfando. La conceptualización del amor trágico alcanza su cumbre con la obra de Shakespeare Romeo y Julieta: en el seno de dos familias enfrentadas se traza una relación sentimental imposible, basada en un amor que acaba con la muerte de ambos enamorados. En la cultura pop 1.0 encontramos el epítome de relación romántica tóxica en el mito americano de Bonnie & Clyde: un chico malo atrae a una niña bien, la enamora locamente, la pervierte y la convierte al lado oscuro. Ambos criminales forman una pareja despreciable y conceptualizan el ideal de amor incondicional por excelencia de la cultura convencional. Esta unión imposible que acaba en muerte es interpretada en la mayoría de las películas de cualquier género y formato: cine negro, wésterns, thrillers, dramas, vídeos musicales o teatro, y sigue vigente de la mano de muchos cantantes y artistas. En las redes sociales, los influencers con cientos de miles de seguidores aparecen con poses románticas y frases amorosas: «Tú me tienes, yo te tengo, todo lo demás es irrelevante», «Conducimos juntos, morimos juntos», «No elegí esta vida: le escogí a él y esta vida era parte del trato», «Todo hombre necesita una mujer cuando su vida es un lío porque, como ocurre en una partida de ajedrez, la reina protege al rey». En privado, oculto a la mirada pública, se sucede la cara B del amor tóxico, del maltrato, el abuso y la violencia. Este tipo

de amor repite el patrón, se eterniza en el túnel del tiempo y se extiende hacia todos los rincones del planeta. Como la mujer del yonqui que prueba la heroína para comprender la lucha interior de su amado, por amor, o más bien por necesidad, se acaba enganchando y ambos acaban compartiendo el mismo infierno. Al contextualizarse en Estados Unidos, luego se divorcian y ella publica una autobiografía bipolar poniendo verde al marido. El libro se convertirá en un best seller y muchos acabarán replicando en el anonimato la misma historia. Nuestro sistema nervioso es producto de lo que vemos, escuchamos y leemos. Cada vez leemos menos, vemos más televisión y escuchamos más música pop edulcorada. En el repertorio de la mayoría de los artistas más vendidos hay infinidad de canciones cuyas letras son una oda al amor tóxico. Seleccionando solo una de las decenas de canciones de amor de cada uno de los artistas, escuchamos a Elvis Presley (Love Me Tender), The Beatles (Here, There and Everywhere), Prince (I Wanna Be Your Lover), Michael Jackson (I just Can´t Stop Loving You), Elton John (Love Is a Cannibal), Madonna (Forbidden), Police (Every Breath You Take), Mariah Carey (Alone in Love), Queen (Somebody to Love), Abba (Lay All Your Love on Me), U2 (With or Without You) o los Bee Gees (I Love You Too Much). Todas y cada una de ellas, desde su particular tono, timbre y melodía, transmiten el mismo tipo de mensaje. La cadena trófica de artistas comerciales que les sigue por debajo también participa de la construcción de un ideal de relación romántica basado en la obsesión, la posesión, la inviabilidad y el victimismo. A las nuevas generaciones también se les inocula el veneno del amor atormentado a través de los corazones martirizados de sus embajadoras favoritas: Rihanna, Beyoncé, Britney Spears, Christina Aguilera, Lady Gaga, Katy Perry, Selena Gómez o Demi Lovato. Son las teen idol, estrellas Disney o chicas malas en clara mímesis del rol clásico de adolescente rebelde. Además, existen en el mercado dispositivos específicamente diseñados para esparcir las ondas del amor dramático o ñoño. Son las boy bands, desde los Jackson Five a New Kids on the Block o Take That, pasando por Backstreet Boys o los Jonas Brothers, y las girl bands, desde las Wilson Philips, Destiny's Child, TLC o las Spice Girls. Entre suspiros y lágrimas, todos se retuercen sobre el escenario entonando el relato del abandono, la pérdida y el anhelo de un amor imposible. Estos cantantes han hecho su agosto promoviendo la dramaturgia del amor adictivo y conflictivo a través del cual los fans, víctimas de las consecuencias amatorias de su propio

hogar patológico, anhelan airear por efecto catártico sus heridas emocionales y ahorrarse la visita al psicólogo.

FAMA Y HOGAR PATOLÓGICO No es de extrañar que muchos de los artistas comerciales lleven una vida privada disfuncional. Interpretando sus canciones por medio mundo, recrean una y otra vez sus propias desdichas, atrayéndolas de nuevo. Se convierten en víctimas y verdugos reproduciendo con su arte la narrativa heredada del amor imposible entre Romeo y Julieta. Es el tipo de amor que escriben, cantan, venden, representan y con el que pagan las facturas. Una apología del catastrofismo, la inestabilidad y la insostenibilidad emocional, producto del apego inseguro que de niños les transmitieron. ¿Cómo iba Kurt Cobain a dejar de consumir heroína si vendía millones de discos y le admiraba medio mundo? ¿Cómo iba a dejar de escribir sobre su miseria y depresión si ello le reportaba pingües beneficios? ¿A santo de qué iba Ian Curtis a acudir al psicólogo, si su propio desorden emocional le convirtió en un icono cultural que inspiró a la mayoría de las bandas de su época? Cuando en el bar donde almuerzo aparece Adele en alguno de sus dramáticos vídeos, a través de su bella voz percibo un muñeco roto adicto a la nostalgia y al sufrimiento que con sus gestos pide ayuda. Luego me vienen a la mente la cantidad de fans que, desde la soledad de su habitación, toman el estilo dramático de su ídolo como referencia de vida. Cuando veo el documental sobre Amy Winehouse, percibo la huella de su hogar patológico y la consecuente relación tortuosa y bonnieandclydense que mantenía con su pareja. Debajo de la piel de una diva que suplica atención colectiva se esconde el corazón herido de una niña abandonada. Las almas torturadas de los artistas de masas construyen el prototipo de amor convencional, y la mente 1.0 replica a pies juntillas el mismo protocolo. ¿Qué les habría pasado a Adele y a Amy si hubieran acudido a un buen psicoterapeuta antes de que su arte alcanzara el éxito? ¿Qué habría ocurrido si, en lugar de hacer negocio de su desgracia, la hubieran sanado con algún profesional? ¿Tal vez serían enfermeras, dependientas, profesoras o policías anónimas, a las que les costaría llegar un poco más a fin de mes, pero vivirían más felices? Muchas veces, el arte es el resultado de una huida emocional hacia delante y el éxito masivo acaba de una forma u otra descarrilando el tren de la mente.

LA IMPORTANCIA DEL MENSAJE EN LAS CANCIONES La música no solo transmite emociones, sino también mensajes cuyo bombardeo nos va tallando un marco mental por el que nos asomamos al mundo y creamos nuestra realidad. Hay canciones cuya letra pivota alrededor de un amor nostálgico, desgarrado, miserable, venenoso y no correspondido, que conciben a la mujer como un ser inocente, infantil, angelical, divino (de ahí procede lo de diva) y un objeto sexual, y al hombre como un macho alfa promiscuo o un bufón victimista. Hay géneros musicales convencionales y muy arraigados en la cultura pop, como la bachata, la cumbia, el vallenato o el bolero, dedicados enteramente a glosar un amor no correspondido, dramático y shakespeariano. Otros, como el hip-hop comercial o el reggaeton, tiran de una narrativa amorosa más a lo bonnieandclydense y son más explícitos en la doctrina del chico malo, la hipersexualidad, la violencia y la erótica del peligro. La retórica de ir contra el destino, de retar a los enemigos ocultos y de ir aparentemente contra el sistema es muy atractiva. Por último, están las baladas del rock y el heavy metal, donde el cantante aparca su aspecto rudo y primario y confiesa su fondo inestable, su dependencia emocional y su corte Disney. No cuestiono la calidad artística de esta música, su brillante percusión, composición e instrumentación, sino el inconsciente goteo de un mensaje perverso. Son melodías pegadizas con letras trampa que nos atrapan emocionalmente y nos condicionan ideológicamente en el dogma de que el amor, para ser auténtico, debe incluir una montaña rusa de subidones y bajones llena de cumbres cósmicas que culminarán en desgracias finales y eternas. Al menos, hasta que salga el nuevo disco.

UNA CULTURA TÓXICA INVISIBLE A nuestro alrededor se recrea una cultura invisible. La gente se une a grupos para bailar y se apunta a clubes donde tomar lecciones. Se junta para socializarse, mover las caderas y liberar el estrés. En ese contexto, se atiende al movimiento del ritmo y a la emoción de la melodía sin tener en cuenta el mensaje en la letra. Se escucha la melodía, se danza la coreografía, pero no se es consciente del significado de las frases y cómo estas van transmitiendo la memoria colectiva de la desgracia. Algunos tararean inocentemente las letras, sin percatarse de que su mente inconsciente está siendo condicionada. Casi nadie reflexiona sobre cómo afecta a su cerebro la carga existencial de esa música.

Cómo va hilvanando un imaginario colectivo y cómo ellos mismos replican los mensajes en sus propias vidas tropezándose con su familiar amor patológico. El ritmo alegre y ligero se acompaña a menudo de letras superficiales. Si escuchas mucho un tipo de música, por arte de magia, tu vida acaba tomando la forma de su mensaje. Un caramelo envenenado, un placer acústico en apariencia inocuo por el que los consumidores acaban pagando un peaje. En el gimnasio, en la tienda, en el metro, en el centro comercial, en casa o en el coche, el incesante canto a un amor agónico y desesperado nos va martirizando hasta convencernos de que esa es la única realidad posible. Es como el que, al despertarse, se sorprende por las pesadillas, sin caer en la cuenta de que antes de acostarse vio una película de terror. A los dueños del negocio musical no les interesa que la gente despierte, que el nivel de conciencia se eleve, que las heridas de la infancia sanen y el amor pueda ser amable y correspondido, perdurable y sólido. De esa manera, la música popular de la que se lucran dejaría de existir de un plumazo y con ella la millonaria industria de la que vive tanta gente y que mueve tantos hilos. Nuestra confusión es su gallina de los huevos de oro.

EL NEGOCIO DEL AMOR 1.0 Regalar un anillo, regalar una rosa, regalar un libro por San Jordi, salir a cenar por San Valentín, pedir la mano, los emoticonos, el matrimonio religioso para ateos, la boda como negocio para recaudar dinero, los clubes de solteros, las despedidas de solteras, las webs de citas, las agencias matrimoniales, los memes, las frases hechas de red social, la devaluación del I love you usado a todas horas en Estados Unidos, los divorcios y el matrimonio como posesión y estatus («my wife», «my wife» a todas horas)... El negocio del amor 1.0 (y el irremediable desamor) vertebra transversalmente la sociedad de consumo. Es un producto más de una cultura inmadura y esquizofrénica que desde la cuna premia constantemente la belleza externa —«¡Qué mono!, ¡Qué guapa!»— y que, de mayores, ante el irremediable ocaso de la fachada, afirma que lo verdaderamente importante es la belleza interior. Una cultura donde si un día me deja mi pareja, al día siguiente subo una foto sonriente para resaltar lo que aquel ha perdido para generar envidia y activar el arrepentimiento. Y cuanto peor me encuentro, más presumo. Quien clama «¡Estoy superfeliz!» a los cuatro vientos, en realidad, en ese preciso instante, se siente solo y a la deriva. Realidad pura y dura.

ESA TRAMPA LLAMADA AMOR INCONDICIONAL El concepto de lealtad relacional extendido por la cultura 1.0 se basa en una paciencia sin límites, un aguante sin límites, un apego sin límites. La cruz del amor incondicional es la dependencia emocional sin límites, una interpretación civil del concepto de amor originalmente expandido por el contrato matrimonial religioso. «En la enfermedad y en la salud hasta que la muerte nos separe» es la fórmula perfecta para el estupro emocional, la infidelidad y la doble vida. Convivir es la tarea más difícil encomendada a dos seres humanos y, tal vez, una cantinela cultural prefabricada con el interés de maniatar el instinto caprichoso del ser humano. Quizá sea cierto que el cerebro no está diseñado para mantener una unión armónica durante más de cinco años. Especialmente si esta unión es estética, superficial y basada en el amor tóxico. Entender el amor como un cheque en blanco al portador es el principio activo del hogar patológico. De hecho es su aminoácido, su ladrillo, su andamio. Sin ese juramento de amor eterno tan cinematográfico, no existirían muchas familias tóxicas, con caldos de cultivo que han inoculado tanto sufrimiento en nuestro latido. Desigualdad, violencia de género, acoso, violaciones, feminicidio. No poner condiciones al amor suele normalizar el engaño, el atropello y el abuso. El amor incondicional es un concepto que debería estar garantizado solo a nuestro propio niño interior (el amor hacia uno mismo ante el tropiezo), a un animal, a un enfermo o a un anciano a nuestro cargo y a un vástago. Y este último solo hasta que pueda sostenerse económicamente por sí mismo. Para el resto de las situaciones, seres y personas, deberíamos entregar nuestro amor solo si se nos respeta. Quien siente un amor incondicional, consciente y equilibrado hacia sí mismo pone condiciones a su amor hacia los otros. Atención, escucha, conexión, presencia, honestidad y agradecimiento son las cláusulas conscientes que uno pide amablemente a su amado. El amor maduro es libre. Yo te pido esto, no por mí sino por nuestra conexión, y no te exijo que cambies porque no te obligo a quedarte. Si te quedas, te abrazo, si no te quedas, te abrazo igualmente. Si tu marcha me produce dolor, yo me lo trabajo y no te acuso por ello. Porque soy consciente de la herida de hogar patológico que arrastro, me responsabilizo de ella y evito realizar proyecciones desde esta cuando su dolor me atrapa y me ciega. La obligatoriedad genera esclavismo y culpa ante la improbabilidad de su cumplimiento. La tensión de los grilletes crea frustración existencial. Sin embargo, la libertad genera espacios abiertos, la dulce espontaneidad de los encuentros voluntarios.

HOMBRES Y MUJERES 1.0 En la cultura 1.0, el amor parece corresponder a la mujer y el sexo al hombre. La mujer 1.0 aprende a ser el centro de la pasión y a disimular la impaciencia. El hombre 1.0, a tapar la verdad de lo que siente, artimaña certera con la que en mi época de bandolero tripliqué mi saldo de conquistas. En esta cultura supresora de la expresión emocional y de las libertades individuales, cuanto más atracción intuye la mujer, más miedo siente. Y se activan en ella la negación, el autoengaño e incluso el autoboicot del «yo te rechazo primero por miedo a ser rechazada por ti después». Le atraen el liderazgo del lobo y la bravura del toro, pero le aterran su soltura y su libertad. Por ello encadena y desasta, sin caer en que la fiera amansada no la hace sentir tan deseada. Arrancado el imán del reto constante, abandona al perro y al buey en la acequia. Un ejemplo de amor 1.0 basado en el miedo más que en el amor, en necesitar a alguien más que quererle, es el que me explicó una clienta. Hacía un par de noches había conocido a un chico que le había encantado. Afirmaba que constantemente le hacía salirse de su centro (victimismo) y que eso no podía ser (negación de lo que ya estaba siendo). Me contaba que no podía caer (culpa y evitación) porque era mucho más joven que ella (prejuicio), pero que el chico le gustaba mucho (el miedo del amor 1.0). Esta clienta ilustraba la fábula de La zorra y las uvas, o cómo la gente acaba despreciando el fruto que anhela porque lo considera inalcanzable. Este mecanismo psicológico de defensa de la atracción tipo «te rechazo yo a ti antes de que tú me rechaces a mí» se percibe más en mujeres. A la mujer 1.0, cuanto más intensamente le atrae alguien (enamoramiento), más le crecen las ganas de rechazarlo por incapacidad de gestionar el pico emocional de ese sentimiento (miedo).

EL SÍNDROME DE LA SUPERWOMAN A orillas de este río revuelto se extiende el síndrome de la superwoman: la alumna perfecta, la hija perfecta, la empleada perfecta, la novia perfecta, la madre perfecta constantemente infalible de cara a la galería. Una mujer alfa, de fachada impecable, que no se doblega ante nada y parece estar por encima de las circunstancias. Ocupada, emprendedora, líder, que pisa con prisa, esclava del tiempo y víctima de la agenda, como el arquetipo clásico de macho proveedor que detesta pero imita. Muchas veces, en la intimidad, le asustan la báscula, el espejo, la ropa y las opiniones verdaderas igual que a la mujer débil a la que

repudia y de la que se considera antagonista. Le incomoda la ternura de la conexión profunda porque le asusta y, por ello, le resta importancia. La igualdad entre géneros no se logra atrincherando los egos, activando la testosterona de los ismos y mimetizando la versión pobre del hombre 1.0. Se manifiesta en el encuentro amable del lado femenino de ambos géneros.

EL MITO DE LA SOLEDAD Una causa fundamental del amor tóxico es la cronificación del miedo a la soledad. A este mito se le teme más que al mito del cáncer y al de la muerte. La soledad se percibe como la antesala de la muerte física o la propia muerte en vida, la muerte social. En el colegio, al solitario se le hace bullying; en el trabajo, mobbing, y en la comunidad de vecinos se desconfía de él. La lógica del consumismo criminaliza la soledad pintándola de déficit, carencia, enfermedad, un vacío cual herida infecta que necesita sanarse ya. El hueco se rellena de mercancía con la que evadirse un instante de la inexorable fragilidad que conlleva estar vivo. Uno se percibe menos solo y, por ende, menos herido, enchufado a un móvil, desplazado por un coche, ordeñado emocionalmente por Netflix. Tener algo entre manos para no sentirse solo, caminar con gente para evitar sentirse inútil. Un joven estudiante universitario acudió a mi consulta con una depresión de caballo. Medicado hasta las cejas, se arrastraba con quince kilos de sobrepeso. Tras indagar en el historial de su hogar patológico y sus atormentadas uniones románticas de novela rosa, detecté en el fondo de su desfragmentada mente el mito de la soledad. Era incapaz de hacer nada solo y descargaba la tensión de su incompetencia interna sobre sus amistades cuando no estaban disponibles para hacer planes con él. Se había peleado con medio mundo y su intolerancia a la soledad le había dejado paradójicamente solo. Después de realizar un trabajo emocional extenso y profundo en el maravilloso viaje hacia el descubrimiento de sí mismo, le propuse realizar una rutina progresiva con la que lograr su rehabilitación social. Al principio le escalaba el pico de ansiedad con la mera idea de verse solo en situaciones sociales. El primer día, bajó al bar de debajo de su casa a ver un partido de fútbol por la televisión. Se sintió extraño, observado y ansioso, pero mantuvo la compostura y superó la presión. Otro día se fue a pasear media hora por las afueras de la ciudad. Después se fue al centro de la ciudad una hora. Más

adelante, de compras a un centro comercial. Otro día se fue a la montaña sin programar el reloj. Así, hasta recuperar el sentido de la autonomía y la valía, y una forma de vivir la vida que nunca antes había experimentado. Tras un largo año de intenso, denso y profundo trabajo emocional, le abandonaron los kilos de más, la depresión y las relaciones sociales tóxicas. La desesperación es terreno abonado para la dependencia y el abuso emocional. Si cuando quedo con gente lo hago para escapar de mí mismo, mendigaré que me llenen el vacío de autoamor y empezarán las exigencias, las cuentas y las deudas. Por el contrario, si sé regularme anímicamente y no dependo de nadie para sentirme pleno, cuando quedo con gente me compartiré desde la abundancia, la generosidad y la celebración. Hay pastel de sobra para todos e incluso se puede repetir. Ni te cojo tu trozo, ni te pido que me sirvas más porque sí. De joven, yo era el líder de mis amigos, proponía dónde y cuándo quedar. Con el paso del tiempo, comencé a sentir el desgaste, el peso de la holgazanería y la presión grupal. A los diecinueve años, decidí ir al cine solo por primera vez. La cola llegaba hasta la calle y una cruel voz interior me recriminaba que era un colgado y que no tenía amigos. Sentí vergüenza de que algún conocido me viera y mi mente comenzó a fabricar decenas de excusas. Tras vencer aquel obstáculo, poco a poco fui derribando el miedo heredado a ser percibido como un solitario. Hoy me siento libre porque he sido capaz de derribar el mito de la soledad vinculado a dos grandes obstáculos: la noche y los viajes. He salido solo muchas noches y también he viajado a varios países. He vivido infinidad de aventuras increíbles en ambos contextos que, acompañado, no hubiera podido vivir. Quien viaja con amigos, viaja acompañado de sus amigos; quien viaja solo, lo hace acompañado por todo el mundo. La soledad consciente es el vehículo para accionar la fortaleza interior. Al afrontar por uno mismo ciertos prejuicios sociales, traspasada la inseguridad inicial y con perseverancia, percibimos mucha más entereza de la que imaginábamos. La soledad es el puente que nos conduce de la dependencia social y las relaciones tóxicas a la amistad real con uno mismo y con la gente. Cuando uno conquista su propio espacio interior, las relaciones sociales se sanan a sí mismas. Cuando uno se hace amigo de sí mismo, se hace amigo de su soledad. Cuando uno se hace amigo de la soledad, ya no mantiene relaciones insanas, porque la causa de estas es la elevada necesidad, dependencia y ansiedad de uno mismo. Yo soy un solitario social, necesito de frecuentes espacios de soledad donde sentirme, equilibrarme y crear, y de espacios sociales rodeados de gente, de

conocidos y de amigos donde compartir, proyectarme y conectar. Si estoy cómodo con alguien, repito encantado; si no me siento conectado, me escurro amablemente. Elijo mi compañía con conciencia porque no necesito compartir mi tiempo con nadie. El hecho de ser respetuosamente selectivo con las amistades es señal de autoconocimiento y madurez emocional. Sospecho que si la humanidad entera realizara un trabajo interior de desaprendizaje profundo, coincidiría con esta afirmación. La mente 3.0 percibe la soledad como posibilidad y principio, no como vacío y final. No se trata de una trampa, sino de un trampolín, no es un muro sino un peldaño para evolucionar. Si estás bien solo, nunca estás solo. Para la Real Academia Española, solitario significa abandonado, vacío, insociable, tímido. Para mí, solitario también significa elección, autonomía, libertad y trabajo interior. Hay que derribar toda estructura clásica que estigmatice al redimido y emancipado de la cacofonía conceptual que nos inculca la cultura 1.0. Toda institución oficial que, con sus dogmas, se oponga al desarrollo emoespiritual deberá perecer en nuestro camino hacia la reconquista de la dignidad. Para la mente 1.0, la soledad es separación externa patológica y unión destructiva con uno mismo. Para la mente 3.0, la soledad es separación externa terapéutica y unión constructiva con uno mismo. No se puede llegar a la cima de la montaña interior agazapado entre el pelotón. El ascenso debería alternar la efervescencia de la compañía con la soledad redentora y la comunión con uno mismo.

LA REALIDAD DE LAS PAREJAS Personalmente, me inspiran muy pocas de las parejas que conozco. Los hombres, cuando están con otros hombres, critican a sus parejas; las mujeres, cuando están con otras mujeres, critican a sus parejas. Si cada vez que un hombre me recomienda no casarme nunca, recibiese un billete de cincuenta euros, mi fortuna aparecería en la lista Forbes. Muchas parejas se unen desde la incapacidad, la ansiedad por el reconocimiento y el miedo a estar solos. Si soy incapaz de equilibrarme por mí mismo, le cargaré el muerto a mi pareja y, como no podrá atenderme, comenzará por mi parte el despliegue de castigos y reproches. Muy pocas parejas parten de la completitud interna y la soledad consciente de ambos miembros. Que se vayan de vacaciones, sonrían en una foto, duerman juntos, se blanqueen la sonrisa y afirmen que son felices no garantiza ninguna

conexión auténtica. He conocido parejas que se han casado por la Iglesia, de blanco, en un castillo y habiendo movilizado a centenares de invitados, que se han divorciado al volver del viaje de bodas o se han unido en matrimonio cuando uno de los dos ya mantenía una vida paralela. Hace quince años, trabajé una temporada como guía de despedidas de soltera. Acompañaba a la prometida y a sus amigas en la cena, presentaba los espectáculos y después las llevaba a una discoteca. Detestaba esa tradición igual que el trabajo, ese contexto tan 1.0 diseñado para liberarse del corsé del protocolo y dar rienda suelta al deseo reprimido. Para desmantelar aquella mentira social, tuve encuentros espontáneos con alguna madre, hermana e hija de las prometidas. Incluso, en una ocasión, me besé apasionadamente en un lavabo con la futura novia. Durante una época fui terapeuta de parejas. Mucha gente está en pareja para que esta le mantenga alejado de la peor versión de sí mismo. «Tengo pareja para no drogarme, para que mi familia me quiera, para sentirme menos ansioso.» Lo que alguna gente está dispuesta a soportar con tal de no sentir la soledad 1.0 no está escrito. Al no trabajar nuestras inseguridades e incapacidades, tendemos a juntarnos con alguien que nos calme las heridas. Ese es el inicio de la dependencia emocional y la base de la existencia de muchas parejas. Son acuerdos desde la necesidad (déficit personal, miedo, seguridad, obligación), y no desde el amor (abundancia, confianza, libertad, elección). La consecuencia es que el «te quiero mucho» es, en realidad, «te necesito mucho para sentir que soy alguien». Y no puedo querer mucho a alguien si no me quiero antes a mí mismo. Eso es miedo a sentir separación, no amor por alguien. Hay parejas que solo se enamoran cuando se faltan al respeto. Se vejan, se gritan, se desempoderan mutuamente replicando el decálogo del amor patológico. Así rememoran el clima familiar de cuando sus progenitores les faltaban al respeto. «¡No te quejes! ¡Eres un vago! ¡No llores! ¡Eres una dramática! ¡Eso no tiene importancia!» Sienten el calor del hogar patológico y se unen desde las heridas de sus niños interiores humillados. Porque si alguien te quita la autoestima, regresarás a él para tratar de recuperarla encandilándole o agrediéndole. De esta forma usamos a la pareja como saco de boxeo para soltar nuestra agresión desplazada. La castigamos a ella a modo de venganza aplazada por no saber defendernos de los atropellos de la autoridad (padres, profesores, jefes y amigos). Otras parejas se unen desde el «yo estoy mal y tú estás mal, y nos juntamos en un funeral romántico». O desde la perspectiva del salvador y la víctima, desde la madre y el niño, desde la terapeuta y el paciente. También existen parejas de

conveniencia, a quienes la conexión profunda con las defensas bajadas y el corazón abierto les estresa demasiado y prefieren vivir en lo mental. El hogar seguro del personaje que representamos en el teatro de la vida. Comen juntos, viajan juntos, conversan todo el día sobre cosas insustanciales, pero en la profundidad del arrecife todavía se desconocen. Un día uno descubre que el otro tiene un amante y se lleva las manos a la cabeza haciéndose cruces. «¡Cómo me puede hacer esto!» «¡Estábamos tan bien juntos!», sin reconocer que su punto de unión era sólido como la mantequilla. También están las parejas new age que se psicoanalizan mutuamente y que, desde una presunta unión espiritual, en lugar de lanzarse platos a la cabeza se lanzan diagnósticos incriminatorios. Y, hoy en día, está el amor millenial de poseer, usar, coleccionar y mostrarlo en público. Odia planificar y todo lo improvisa, sufre la autosuficiencia emocional de la cultura del selfie y sigue la moda de mantener relaciones «abiertas y libres». Los jóvenes de hoy en día no están en una relación, están saliendo con alguien, pero a la vez no están saliendo. Tienen alergia a las etiquetas porque son incapaces de comprometerse con nada e intimar con nadie. Son artistas del camuflaje afectivo. Creo que si las parejas realizaran un proceso terapéutico serio y por separado con un buen profesional, muchas de ellas se disolverían. Están juntos por inercia, por costumbre, por tradición, porque es lo que toca. Algunas no siguen por amor, sino por la culpa que sentirían si abortaran la relación y dejaran al otro en la estacada. Otras siguen juntas por miedo a la agresividad del otro si decide romper la relación. Ignoran que hay otra posibilidad, piensan que no hay nada mejor. Cogen como modelo el rutinario matrimonio 1.0 de sus padres y amigos. Como terapeuta, la primera pregunta que hago es que escriban por separado una lista de razones por las que no se separan en ese preciso momento. La tinta se queda quieta durante largos espacios de tiempo y la lista queda medio vacía. Las escasas palabras que se utilizan no nacen del espacio interior, son demasiado estereotipadas. Sin embargo, ahí siguen, juntos, como obligados por un contrato mercantil.

EL ESTIGMA DEL SOLTERO La cultura 1.0 ha creado presión social hacia el soltero y obligación de conformidad hacia la pareja. La soltería es analogía de soledad y, por tanto, de desdicha, porque de antemano se percibe forzada y no elegida. «¿Cómo vas de novias?» es la pregunta que más veces me han hecho a lo largo de mi vida. Una

famosa revista rosa anuncia en portada una sección especial: «Solteros de oro: sin suerte en el amor». ¿Por qué el matrimonio es la meta del amor convencional? ¿Por qué se ve como la cumbre de la felicidad cuando, en realidad, pocos matrimonios son felices de verdad? ¿Por qué convivir juntos todos los días del año es la norma imperante de la relación convencional? Replican el clima que les sometió de niños, nunca sanarán. ¿Y a quién beneficia la perpetuación de costumbres, a menudo insanas, sobre otras formas más orgánicas de experimentar las uniones? ¿A quién le favorece la imposición del grillete sobre la libertad de movimientos?

EL MECANISMO OCULTO DEL ENAMORAMIENTO Lo cierto es que nunca nos enamoramos de nadie, sino del concepto mental que tenemos sobre dicha persona. De nuestra imagen, nuestra definición, nuestra expectativa de esa persona y de la emoción que sentimos al activarse en nuestro interior todos esos contenidos automáticos. Nos gusta el primer día, y el segundo no tanto; nos gusta la primera semana, y la segunda no tanto; nos gusta antes de la primera relación sexual, y después no tanto; nos gusta el primer mes de convivencia, y el segundo no tanto. La otra persona nos deja de gustar cuando nuestro concepto comienza a emborronarse y pasamos de percibir una representación interna de la realidad a percibir la propia realidad tal cual es. A veces, la realidad nos sorprende y se revela por encima de nuestra especulación; entonces se enciende la chispa del amor 3.0. La mayor amenaza para la aparición de este tipo de amor consciente y maduro es la maestría colectiva que hay en el manejo de la primera impresión, una herencia del teatro americano expandido mediante la cultura del selfie. Recrear el ideal de personaje reconocido y admirado socialmente nunca ha sido más sencillo. Nos enamoramos del estereotipo cultural que mejor encaja con la imagen que percibimos, no de la persona en sí. En la distancia, nos atrae la bella instagramer y su fabricada vida abundante. En la convivencia, descubrimos la cara oculta de la moneda. Egocentrismo, inseguridad, histrionismo histérico, estrés, insomnio y la fragmentación compulsiva del instante presente por adicción al selfie. El atractivo espejismo del efecto halo ha atrapado de nuevo nuestra mente Disney. La cruda mediocridad del influencer 1.0 emerge, en la realidad, de la calle, lejos de su guarida online. Cuando hoy una chica rastrea la sombra del personaje de chico malo en mí,

las cenizas la decepcionan. Su personaje se ha quedado sin personaje accesorio del que retroalimentarse. La intimidación que siente en ese momento es la sintonización que percibe con la fragilidad de su ser profundo. Si guardara silencio y respirase lenta y profundamente, palparía por primera vez la verdad de lo único que, en realidad, es: vulnerabilidad sin maquillaje.

AMOR REAL Una vez que te trabajas internamente y comienzas a abrazar a tu niño interior, a aceptar tu pasado y todos tus fantasmas familiares, vas renunciando paulatinamente a la dictadura de la tragedia griega y la novela rosa. El amor REAL está lejos del desgarro y el reggaeton, porque no es un subproducto de los complejos, la represión y la incapacidad emocional. Algunas mujeres presuntamente empoderadas me han acusado de no luchar por la relación cuando esta entraba en números rojos. Para mí, luchar es reforzar la retórica del amor tóxico basado en la extorsión y el drama que ellas mismas denuncian. Yo no lucho por nadie porque no lucho por conquistar nada, tan solo trato de gobernar mejor mi cuna, mi hogar, mi amor propio, mi espacio interior. Si estamos de acuerdo en que es necesario superar el relato de la princesa-víctima y el príncipe-héroe, hay que borrar también de un plumazo los castillos, las brujas, las hadas, las conquistas y las reconquistas de los culebrones románticos. Que cada uno se conquiste a sí mismo y, desde su espacio de libertad, decida acercarse o no a la otra persona. El amor 3.0 parte del cariño que cada uno se tiene hacia sí mismo y de la libre voluntad de unirse o no a otra persona para caminar juntos un trecho del camino o incluso el camino entero. La pareja 3.0 no basa su relación en la dependencia emocional hacia el otro, sino en un equilibrio de las energías de unión y de separación. «Habito unos días contigo y otros sin ti, realizo un número de cosas contigo y otras sin ti.» Sabe que el contrato y la inercia aseguran tanto como aprisionan. La lealtad real depende menos de compartir la misma cama y más de sentir la llama de la unión durante la separación física. La mente 3.0 busca relaciones conscientes donde se enciendan paulatinamente los cuatro centros del cerebro: sexualidad, emotividad, comunicación y espiritualidad. Está convencida de que el amor está más presente en los gestos espontáneos que en los calendarios, los rituales forzados y las palabras que se lleva el viento. No le pide novios al universo sino compañeros de

viaje vertical. No pretende tener maridos sino compartir vehículos de transformación interior. Por lo tanto, no basta con entonar el All You Need Is Love o el One Love con ropa blanca alrededor de una hoguera. Es necesario, además, definir el tipo de amor responsable que estamos cantando y desgranarlo en actitudes concretas. Hay muchos ideales de amor, tantos que no todo lo que se denomina amor lo acaba siendo. Hay gente que «por amor» abusa, roba, viola, mata y destroza su legado y el de otros. Con tono romántico, se utiliza la frase «morir de amor», cuando el amor REAL es luz que vitaliza y regenera, jamás asesina ni condena. No basta con afirmar que lo único que necesitamos es amor, sino especificar claramente el tipo de amor que somos capaces de dar y recibir. A un lado está el amor tóxico, basado en la posesión, la presión, los juegos de poder, el teatro del qué dirán, el romper el corazón, el fingimiento de roles y los rituales estereotipados. Este amor comercial carece de originalidad y de alma, y se parece más al antiamor, que transforma la existencia en miseria. En la otra orilla se encuentra el amor 3.0, que se halla atravesando la armadura del personaje hasta descansar en la ternura del corazón. Es un tipo de amor consciente, presente, agradecido, cariñoso y atento, basado en el aprendizaje, el empoderamiento, la conexión, la libertad y la admiración mutua. Eso es amor REAL, amor con mayúsculas. Para habitar ese espacio hay que desprenderse de las garras de esta cultura tóxica, reflejo del hogar patológico que nos perpetúa en el sufrimiento. El amor es lo único fundamental y, sin su inefable vivencia, es imposible comprender de qué va realmente la vida.

9. LA DICTADURA DE LA MENTE RACIONAL Una tarde de verano, me hallaba paralizado por la angustia frente al televisor. Me sentía atrapado por un segundo ciclón masivo existencial. El primero lo había logrado sortear por los pelos, aplazándolo con abundante medicación, racionalización profesional y algún pequeño cambio de hábitos. Cinco años después, un segundo seísmo acechaba la costa de mi corazón y me recordaba que solo había pegado las piezas rotas, en ningún caso había descendido a la profundidad del arrecife para liberar su contenido tóxico. La ansiedad del peso de la vida amenazaba de nuevo con hacer estallar la vieja taza en mil pedazos. Otra vez debía tirar de la píldora para detener el borboteo de la desesperación, contener la memoria de los fracasos e impedir el salto final al vacío. La inutilidad de mi vida era ya incuestionable para el discurso prestado de alguien que no se hubiera arrastrado en mis zapatos. El psiquiatra me había recomendado leer best sellers, mirar telenovelas y dejar de darle tantas vueltas a todo. Yo era el primero en desear dejar de ser tan raro, adaptarme a la corriente y ser normal para sufrir menos. Pero nadie me explicaba cómo lograr dejar de ser yo mismo. Un profesional de la psicología apareció en la televisión hablando sobre la depresión y subí el volumen. Sonriendo con entusiasmo, afirmaba que la depresión era una elección personal, que se trataba de una imagen catastrofista y exagerada de la realidad que la persona deprimida había escogido. El sufrimiento era producto de una mente que no sabe pensar bien, de un individuo débil que no es capaz de poner en perspectiva el sufrimiento. Era cuestión de ser fuerte mentalmente, de negarse a ver la vida de forma terrible y de perseverar en ello. Tenía que ser tan valiente y realista como lo había sido Epicteto hacía casi dos mil años. Parece que este había logrado vencer toda adversidad a pesar de haber sufrido mucho más que nadie en la historia de la humanidad. Por lo tanto, cualquiera podía dejar de estar deprimido, era cuestión de hacer un esfuerzo mental. Y, si no, uno siempre podía salir al mundo a construir algo positivo y disfrutar de ello. El señor 2.0, paradigma del psicólogo convencional, férreo defensor de la

mente 1.0, hablaba de mí a través del sufrimiento que suponía que yo sentía, sin conocerme de nada. No conocía mi infancia, mis secretos familiares, mis complejos, mis inseguridades, mi valle de lágrimas, mis problemas de relación, mi incapacidad para canalizar mi mundo interior, los métodos terapéuticos fallidos, la lista de profesionales a los que había acudido. Indirectamente, me llamaba vago, tonto, débil, y me culpabilizaba por encontrarme emocionalmente hundido como estaba. Por la forma tan ecpática 1 y liviana con que desgranaba su discurso, quedaba claro que no había transitado por nada parecido. Era la primera vez que el señor 20 aparecía en mi vida. En mitad de la indignación, encontré mi misión de vida. Frente a aquella psicología oficial de corte simplista había que posicionarse frontalmente con un argumentario elaborado y profundo. Era necesario iniciar una revolución REAL para abrazar a toda la gente que se retuerce en el sofá víctima de la doctrina paternalista de la psicología convencional 1.0. Había que confeccionar una psicología más consciente, empática, emocional, espiritual, y rebelde contra la frivolidad de la psicología teórico-académica.

AUTODESCONOCIMIENTO POR DEFECTO Si paras a una decena de personas por la calle y les preguntas qué son las emociones y dónde se hallan, cuáles son las emociones básicas, qué es la personalidad, qué es una actitud, cuáles son sus valores personales y cuál es el sentido de la vida, la probabilidad de que no sepan qué contestarte o que, para salir del paso, te contesten con frases estereotipadas, son muy altas. En general, la población no se conoce a sí misma. Poca gente sabe quién es, ni cómo funciona el organismo cuerpo-mente, ni mucho menos su cerebro. Y la gente corriente es la muestra de estudio que la psicología académica utiliza para realizar sus investigaciones, llegar a resultados, extraer conclusiones y elaborar la ciencia de la psicología que después se esparce por las universidades. También se realizan experimentos controlados, test y se pasan escalas cuyos ítems utilizan lenguaje no ordinario y que versan sobre asuntos que a la mayoría de la gente se le escapa. El resultado es que uno acaba respondiendo por inercia, para quedar bien, para no parecer tonto. La mayoría de las veces lo hace basándose en una imagen ideal que se tiene de sí mismo o movido por el estado interno que siente en ese momento, el cual cambia constantemente. Si me encuentro alegre, la batería de ítems reflejará un sesgo optimista; si me

encuentro abatido, un sesgo pesimista. Para aprender a separar mi estado emocional de la percepción del mundo que me rodea, hace falta un trabajo interior profundo que muy pocos realizan. Me he pasado años dando clases en la universidad con manuales y temarios en los que no creía, un cúmulo de conclusiones incompletas e inexactas con las que me sentía incómodo. En lo alto de la tarima, el discurso suena robusto a nivel técnico, pero en el silencio de una consulta, frente a alguien que está sufriendo, se descubre muy poco efectivo. Puede que en la asepsia del laboratorio funcione, pero no somos cobayas. Cuando se apaga el PowerPoint y se cierra la puerta del aula, la bibliografía académica cojea hasta estrellarse. En los pasillos del departamento hay muchos profesores de psicología y muy pocos psicólogos. Hay experiencia en manuales y desconocimiento del sufrimiento real en la calle. Una sociedad ansiosa es producto de una educación superficial e incompleta.

PSICOLOGÍA Y PSIQUIATRÍA La psicología y la psiquiatría comparten el mismo objetivo de intervención: restaurar la salud psicológica de la gente que sufre. La psicología oficial considera que los problemas psicológicos son aprendidos y que el origen de estos reside en la mente o en la propia conducta condicionada. La psiquiatría opina que la causa de estos es un desequilibrio bioquímico o una disfunción cerebral por un trauma o un gen defectuoso. En muchos trastornos psicológicos, la psiquiatría y la psicología oficiales intervienen juntos. La primera, recetando fármacos; la segunda, ayudando al paciente a reinterpretar la vida y a tomarse las cosas de forma más «realista». La psiquiatría confía en reformular los niveles de neurotransmisores en el cerebro, la psicología, en cambiar el signo de los pensamientos en la mente. Hay gente que acude únicamente al psiquiatra porque desconfía de la psicología, y gente que acude solo al psicólogo porque no cree en la psiquiatría. Ambas disciplinas utilizan las mismas herramientas que la medicina: un protocolo de diagnóstico, un protocolo de pronóstico y otro de intervención. Según los modelos de intervención del psiquiatra y el psicólogo oficiales, la mente es pura matemática. A cada tipo de sufrimiento le corresponde una etiqueta exacta para la cual existe un itinerario trazado de antemano en el laboratorio. Si este se sigue a pies juntillas, se llega a la tierra de la liberación. Si no se llega, es problema de la persona, no del protocolo. Llegados a la fase final, incluso a veces hasta se convence a la persona de que ya

está bien o que no está tan mal como parece. El protocolo no se cuestiona porque es un destello del irrebatible método científico. El enfoque terapéutico se presume universal porque la mente es lineal y constante.

EL PROBLEMA DE LAS ETIQUETAS PSICOLÓGICAS Los psiquiatras y psicólogos convencionales no reconocen la flagrante realidad que la influencia del diagnóstico tiene en la mente de sus pacientes. El profesional lanza una hipótesis con carácter de ley orgánica para atajar el problema y controlar la situación. El paciente lo agarra al vuelo por el mismo motivo, sin caer en que lo que delimita también le va a limitar. A veces se da en el clavo y ambos, etiqueta y protocolo, encajan de maravilla en el tipo de sufrimiento y tratamiento. Otras veces no funciona tan bien, y el efecto secundario de la etiqueta terapéutica en la mente del paciente hace que el trastorno se desencadene por sí mismo. Lanzar un diagnóstico en presencia del evaluado nunca es un ejercicio inocuo, siempre tiene consecuencias. El juicio de una autoridad emitido en presencia de alguien tiene efectos inmediatos o latentes en la psique de esa persona. Si alguien viste con bata blanca, todo lo que salga de su boca será automáticamente verdad. Una mera opinión será aplaudida como evidencia científica. Cuando alguien llega a una consulta hundido emocionalmente en busca de respuestas y soluciones, cada juicio que el profesional emita en voz alta le queda grabado en el cerebro y le atraviesa el alma. Toda etiqueta psicológica tiene una efecto trifásico: al principio, alivia; a medio plazo, aprieta; y, a la larga, debilita al hacernos esclavos de ella. Si quiere recuperarse, tendrá que seguir obligatoriamente esos pasos; si se sale del itinerario, pagará un precio alto. Le han colocado la cruz, la losa, el sambenito, le han arrancado las alas. Ahora tiene dos problemas: solucionar el síntoma original y sacarse la espina clavada de la etiqueta. Al poco de estallar mi primera crisis personal, acudí a una psiquiatra en busca de respuestas. Me preguntó si dormía bien y le dije que sí, que incluso dormía demasiado. Le inquirí por el motivo de aquella pregunta y me explicó que, durante la noche, la mente recapacita sobre los asuntos del día. En el silencio de la cama, los problemas emergen y el pico de angustia se dispara. Lo normal estando en mi situación era no dormir bien. Por arte de magia, aquella misma noche sus palabras se hicieron realidad y, a partir de entonces, no pegué ojo durante una larga temporada.

Las etiquetas se usan como oposición a la diversidad de la condición humana. Muchas veces se utilizan para evitar sentir la humanidad compartida que nace desde el centro del corazón abierto. El terapeuta 1.0 acaba intuyendo etiquetas en lugar de ver personas. Se olvida de que él mismo también sufre y se distancia del paciente porque le recuerda el sufrimiento propio, que creía anestesiado, pero que en verdad le oprime el pecho. De hecho, la palabra paciente significa «el que sufre», y el terapeuta que la usa, a veces lo hace en un intento de bajarse de la cruz del sufrimiento humano y endosársela a otro. Durante mi infancia y adolescencia, sufrí la colocación de múltiples etiquetas por parte de los profesionales. Si las hubiera aceptado y no las hubiese ido deshojando una a una, tal vez no estaría aquí ahora. Es conveniente acudir a un profesional y recibirle bien atento, incluso seguir con humildad los pasos recomendados. Pero si transcurrido un tiempo comprobamos que estos no nos están llevando a buen puerto, es necesario saltar en marcha del barco antes de que nos hundamos con él. De nuevo en tierra firme, hay que realizar un trabajo de desetiquetaje, desaprendizaje, desintoxicación y desprogramación de los prejuicios y las proyecciones ajenas.

LAS HIPÓTESIS DE LA MEDICINA CONVENCIONAL He sufrido dos crisis graves en mi vida. En la primera, la medicación y la psicología convencional me sacaron del pozo y me permitieron seguir adelante con mi vida. Sin embargo, en la segunda, la medicación me apartó del balcón, pero la psicología convencional ya no podía ayudarme. Mi nivel de conciencia se había ampliado, intuía los ciclos de las recaídas y la cronificación si seguía el mismo mapa de carreteras. Y yo no quería convertirme en otro enfermo más del sistema. Además, una etiqueta estándar no puede representar la compleja humanidad de una persona, su sensibilidad, conciencia e inteligencia. La medicación silencia el síntoma, aplazando el careo con la causa. La farmacoterapia es útil para lidiar con ciertas disfunciones cerebrales, ciertos trastornos mentales graves y para momentos puntuales de crisis agudas donde el sufrimiento es excesivo y la vida o la cordura peligran. Sin embargo, se revela ineficaz para la gestión de crisis emocionales de corte identitario y existencial. No todo el mundo es igual ante el dolor, ni sufre por lo mismo, pero a todos les recetan lo mismo. En Estados Unidos, la industria farmacéutica factura más de diez mil millones de

dólares al año con la venta de antidepresivos, pero un alto porcentaje de pacientes recaen en su condición médica. Esto convierte la hipótesis psiquiátrica del desequilibrio químico en una panacea financiera más que en una solución terapéutica. Hay tantas formas y motivos de estar triste como formas y motivos para estar alegre. Hay tantas depresiones como modos de ser feliz. El desequilibrio químico puede asociarse con el episodio de abatimiento, pero no es su causa. El precio que paga la psicología académica por disponer de estatus científico es deshumanizarse del sufrimiento ajeno. Al aliarse con la medicina convencional, la psicología se encastilla en la burocracia y el determinismo terapéutico del protocolo. Así se aparta de la auténtica problemática del ser humano: la dificultad para encontrarle sentido, propósito y conexión profunda a la vida. Decidí entonces abandonar la cultura del diagnóstico, el protocolo, la medicación, la recaída y la pasividad del paciente, para explorar las posibilidades que pudieran existir en otros ámbitos alternativos.

LA CULTURA DEL CONTROL En la base de cualquier problema psicológico común (estrés y ansiedad tóxicas, depresión, adicción, etc.) reside la cultura del control de las emociones mediante el pensamiento. La imposición de la mente sobre el cuerpo, de la fachada sobre la víscera, del principio masculino sobre el femenino. La propaganda de esta filosofía de vida 1.0 es incubada por el teatro americano, la religión de la ciencia, el amor tóxico y el hogar patológico, y es divulgada por los medios de comunicación comerciales, la cultura del selfie, la psicología y el coaching convencionales, el new age Disney y la millonaria industria de la autoayuda. Los mensajes culturales afirman que para vivir bien y sentirse bien hay que pensar bien. Para vivir la vida que se quiere vivir, uno debe controlar sus pensamientos y emociones malas y reemplazarlos por pensamientos y emociones buenas. La tristeza, el miedo y la rabia son patología. Se supone que la felicidad no incluye cierto sufrimiento y que, si uno está sano, no debería sentirse en ocasiones débil. Si la vida es amarga es porque uno ha decidido concienzudamente amargársela a sí mismo. La ansiedad se debería mantener a raya porque si uno no la controla esta acaba controlándonos. En definitiva: para controlar la vida hay que eliminar la ansiedad. Así se construye socialmente la idea de que para llevar una existencia valiosa es necesaria la lucha

constante contra la realidad del cuerpo y de la mente. Esta es la filosofía de vida oficial heredada. Se contempla el interior de uno mismo como un campo de batalla, sin percatarse de que las tensiones de las guerras interiores alimentan las declaraciones de guerra exteriores.

EL PROBLEMA DE LA METÁFORA DEL ORDENADOR El paradigma cognitivo-conductual de la psicología 1.0 y su metáfora del ordenador son los manantiales que nutren ese pensamiento oficial rígido. La mente es una computadora, si hay un bloqueo, apago y enciendo. Puedo borrar un pensamiento tan rápido como un archivo. Igual que me deshago de un virus informático, puedo deshacerme de una emoción desagradable. Todos somos iguales y, para frenar una emoción, debo controlar pensamiento, verbo y acción. La emoción, el sentimiento y el cuerpo son actores secundarios a merced de la mente. Si en cada momento pienso y hago lo que toca, me sentiré bien porque somos seres racionales y el corazón se sujeta con la razón. Así podemos solucionar bloqueos psicológicos arraigados en el lejano pasado con terapias breves, porque como somos robots disponemos de botones. Al ser pura materia, somos resistencia, lucha y esfuerzo. No canal, presencia y silencio. La velocidad acaba anulando la profundidad; la silueta; el despertar del alma. Desde esta perspectiva, el psicólogo es un sargento impasible y hermético que, con la moral en alto, alecciona a sus desorientados cadetes. El señor 2.0 ha alcanzado la otra orilla y desde allí observa panza arriba el arduo acontecer del resto de los mortales. A él no le incumbe el modo en que el río de la vida nos revuelca con sus rápidos, nos rasguña con las rocas, nos zambulle en sus descensos; tampoco los vaivenes y latigazos que incluye el camino. Es una efigie que examina el patio revuelto de una guardería.

LA FILOSOFÍA NO FUNCIONA PARA LIBERAR LA MENTE La psicología es una disciplina que desciende de la filosofía. Para diferenciarse de esta, en sus orígenes, no se centró solo en la observación de los fenómenos psicológicos, sino también en su verificación mediante el método empírico. Así pasó de ser una disciplina meramente teórico-especulativa a considerarse una ciencia experimental-práctica, de la mano de la fisiología, la biología y la

medicina. Actualmente, la psicología se considera una disciplina rigurosa con un campo de estudio e intervención concretos, la mente y el comportamiento humano. A pesar de utilizar el método científico, la psicología convencional no ha logrado destetarse de la filosofía. Dispone de diagnósticos y protocolos propios, pero aún tira de la racionalización como herramienta terapéutica estrella. Por ello acaba siendo una especialidad más teórica-racional que realistaaplicada. Para la psicología, racionalizar consiste en explicarse el mundo exterior y así dejar de sentir el desasosiego del universo interno. Se cree que organizando el puzle del sentimiento con palabras, la pulsión subyacente desaparece automáticamente. Para esta psicología, comprender es sanar porque conocerse racionalmente es liberarse emocionalmente, como se afirma que ocurría en Grecia hace veintiocho siglos. La realidad es que filosofando no se desbloquean las emociones enquistadas. El bienestar no es consecuencia del bien pensar sino del bien sentir, que consiste en aprender a abrirse al sentimiento y acariciarlo sin condiciones. Esta es la causa del bien pensar (la reflexión fina y equilibrada), y no al revés. La mente racional es incapaz de abarcar la totalidad de la existencia humana ni la compleja relación de causas y efectos que tira de sus hilos. Por ello, ninguna respuesta racional trae la paz interior definitiva que anhelamos. Analizar es examinar los problemas de forma tangencial sin alcanzar la causa original, la cual es preverbal y, por lo tanto, indescifrable para la mente racional. Enfocarse en el pensamiento matemático para sanar emocionalmente es tan útil como planchar los calzoncillos. Pensar tensa el cuerpo y, pensar rápido, más todavía. Por eso hay tanta ansiedad y estrés tóxicos. Si en lugar de tensar nos aflojamos entonces reflexionamos de forma espontánea, lo cual es muy sano, aunque pocos lo practican. Muchas personas prefieren pensar no para hallar la solución, sino porque son adictos a la intensidad del pensamiento. Prefieren hablar por los codos, no para conectar, sino porque son adictos a la evitación emocional del momento. Estar bien no depende de dar con la respuesta correcta ni con la pregunta adecuada. Estar bien es desprenderse de la necesidad de buscar más respuestas y abrirse a la vida. El bienestar se instala por sí mismo cuando nos abrimos a la incertidumbre y a los misterios de la existencia, no cuando tratamos de encapsular todos los sucesos con el molde de las palabras. La ciencia experta debería permanecer en el laboratorio, la vida debería vivirse con la ilusión de un artista primerizo.

Todo desequilibrio emocional es un intento racional de penetrar en el misterio imposible de la vida. Igual que no se puede saborear la comida leyendo el menú, ni palpar la gruta mirando el plano, no se puede concebir el misterio de la condición humana tirando solo de la razón. En el cálculo de lo incalculable está la obsesión; en la obsesión, la tensión; y en la tensión sostenida, el drama psicológico. Es igual que tratar de conocer el fondo del océano analizando un charco o comprender la fuerza de una ola bebiendo su espuma. La espuma es el pensamiento, la corriente marítima que genera la emoción. Hay mucha vida fértil más allá del análisis si renunciamos a la mente racional por un instante y, sin palabras, nos abrimos emocionalmente a aquel asunto pendiente que nunca nos hemos atrevido a sentir. En la quietud y en el silencio de la respiración amable, la patología no encuentra espacio para su aquelarre.

EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA Hace algunos años, me invitaron a participar en un club de filosofía. En la primera reunión se trataba el tema de la felicidad y, en una sala, sentados en círculo, nos hallábamos nueve filósofos y yo. Cada uno iba explicando lo que para él significaba la felicidad. Mientras se iban sucediendo las reflexiones, los relatos, las anécdotas y los ejemplos, el ambiente quedaba impregnado por la duda de la hipótesis, la preocupación de la rumiación y la palpable indefensión de la reiteración. Cuando llegó mi turno, me quedé en silencio. No sabía con claridad en qué consistía la felicidad, y menos aún dónde se encontraba. Preferí ser honesto y no hablar para aparentar que sabía algo al respecto. Aquel ambiente tenso me dejó claro que con la nave de la especulación compulsiva no se puede desembarcar en la playa de la felicidad. Fuera lo que fuese, se hallara donde se hallase esta. No regresé más. La filosofía es el ejercicio de la duda y la anticipación, las causas en sí del sufrimiento emocional, consecuencia de no vivir en el instante presente aceptando lo que hay. Filosofar consiste en darle vueltas a la mente buscando la verdad de la vida (equilibrio, belleza, bondad, Dios), y a la verdad se llega a través del silencio y del sentimiento. No atreverse a ello le hace a uno tener que intelectualizarlo todo, y así nace el pensamiento-defensa como estrategia de enmascaramiento de las sensaciones desagradables que no se toleran. Estás mal porque no toleras estar mal, y es ahí donde hay que trabajar. En permanecer quieto y aflojarte un rato sintiendo esa intolerancia hasta que descargues las

historias pendientes que escondes. No se le puede explicar el color rojo a una persona invidente, ni con mil palabras y analogías. Es necesario que lo experimente con la mente vacía para llegar a la verdad. La certeza emerge con la mente huérfana de conceptos. Las ideas más útiles, funcionales y acertadas surgen espontáneamente en una mente serena que descansa sobre un cuerpo abierto y aflojado. Cuando estamos descansados y relajados, analizamos el problema desde el ángulo sereno. Ese es el momento más oportuno para escoger entre diferentes opciones y tomar decisiones importantes. En el fondo, los problemas no existen, solo existen los diferentes estados de ánimo que van y vienen a través de los cuales experimentamos la dificultad y nos posicionamos mentalmente respecto a ella. Con la mente llena de ideas y de literatura heredada, solo percibo mi condicionamiento (el prejuicio) respecto a lo que siento. No lo que siento en sí mismo.

LA TRAMPA DE RACIONALIZAR Racionalizar alivia temporalmente, pero no sana a largo plazo, confundimos salida con solución. Mucha gente que viene a mi consulta me dice «esto ya lo he trabajado con un terapeuta» (a menudo convencional). Entonces les hago cerrar los ojos, evoco con una técnica de liberación emocional la memoria dolorosa, se activa la emoción enterrada bajo la alfombra de la racionalización y, literalmente, se rompen. En ese momento afirman sorprendidos que creían que lo habían superado. Yo les explico que han confundido racionalización con sanación. Sin embargo, no han viajado psicológicamente al pasado para revivirlo hasta vaciar las emociones desagradables pendientes. Eso es superar un trauma y hacer un duelo como el universo manda. La psicología cognitiva enmascara racionalizando; la psicología conductista, llevando a cabo una acción reparadora. Afirman que se puede superar el bullying sufrido de niño practicando artes marciales de adolescente o siendo boxeador de adulto. Sin embargo, la herida sigue intacta bajo la fina capa de golpes y obligaciones. La parte dolida está tocada y se sufre de la misma manera, pero ahora con más músculo y agresividad. No solo los delincuentes, sino también muchos profesionales de los deportes de combate, militares y gente de acción tienen infancias de acoso, abuso y humillación. Si se trabajara ese período vital al nivel de la psicología profunda, no haría tanta falta aprender a pelear.

LA DICTADURA DE LA MENTE RACIONAL Mediante la hiperracionalización, la distracción y la dispersión de la atención, la necesidad adictiva de control mental nos atrapa. La mente racional se erige como una estrategia de evitación de la realidad, la cual, paradójicamente, ya está ocurriendo. Así, los pensamientos son los protagonistas de la vida y resultan siempre ciertos. Son como una orden que hay que obedecer o una mentira que hay que desenmascarar a toda costa. Una amenaza a evitar, algo que ocurre en el presente, aunque nos hable del futuro. Algo muy importante que requiere siempre de atención y de conciencia, que nos obliga a luchar contra ello, instaurando la dictadura de la mente. Y esa dictadura es el verdadero trastorno a curar. Para evitar el malestar interno, me separo de la realidad de lo que siento a través del pensamiento. Pero cuanto más pienso, más necesito pensar, y mientras alimento la adicción a la mente me separo de la verdad de lo que siento. Entonces acabo habitando en la función teatral de mi cabeza, en lugar de participar en la película de la vida real. El pensamiento acaba yendo por un lado, la sensación corporal por el otro. La fragmentación interna provoca la ruptura del yo, de la identidad y, con ella, la pérdida de sentido y la deriva existencial. En psicología, pensar es revivir el pasado para tratar de repararlo. Pensar es anticiparse a un futuro que no existe para intentar controlarlo resolviendo de antemano los obstáculos. Pensar es divorciarse del cuerpo para huir del presente. En lugar de sentir el sudor frío y el pinchazo en el pecho, el reflejo del miedo que siento, prefiero distraerme pensando la solución. Me resisto a sentir lo que siento y, paradójicamente, la sensación desagradable prevalece. Sin embargo, la auténtica aceptación es corporal y silenciosa. Aflojado en la exhalación, apoyado en el cuerpo, el conocimiento se manifiesta solo. La redención espiritual es rendición intelectual para entregarnos al abrazo de lo que sentimos plenamente, sin palabras. Porque hablar sin experimentar es prejuzgar, es hipotetizar, es especular, es evitar el flujo del sentimiento que me escuece. La voz sin experiencia es miedo, y el miedo al silencio es miedo a sentir. Las palabras afloran solas en la mente del valiente que se ha atrevido antes a experimentar.

LA VERDAD ES EXPERIENCIA DIRECTA La mente no cambia desde la mente (centrándose en ella y atendiendo el flujo de pensamientos), sino saliendo puntualmente de sí misma para descansar en el

corazón. No atreverse a ese gesto afectuoso de reconocerse a uno mismo en la vulnerabilidad es lo que genera que la mente se acelere. Una mente compulsiva es una mente con miedo a sentirse. Ante un pequeño vislumbre de la emoción desanudándose en su interior, uno echa a correr como un animalillo asustado. La mente busca el atajo, el pensamiento es una muleta para huir de la vulnerabilidad del momento mostrándonos superiores en algo. El pensamiento eclipsa la verdad de lo que buscamos, la cual emerge por sí misma de forma espontánea después de la descarga emocional. Esta purga interna debería ser mostrada a la persona por un profesional. No es cuestión de pensar bien, sino de gestionar mejor las emociones. El pensamiento se transforma con la emoción, el pensamiento es resultado de la emoción. Antes y después de una buena comida, de hacer el amor, de una conversación estimulante, de una buena película, de un paseo por la naturaleza, de un bello viaje... Si hemos puesto los cinco sentidos en esa experiencia, si en lugar de pensarla la hemos experimentado, comprobaremos que el tono y el contenido de la mente son diferentes. La experiencia modifica la forma que tenemos de percibir el mundo, y esta nueva percepción transforma nuestras ideas al respecto.

EL ARTE DE SENTIRTE HASTA EL FINAL DE LO MÁS HONDO Para liberarnos, debemos ser humildes y aceptar que no podemos encontrar petróleo rascando la superficie de la tierra con una cucharilla de café. Es necesario dejar de defenderse con palabras y renunciar a la quimera de alcanzar la respuesta última. Hay que rendirse y atreverse a sentir de la cabeza a los pies hasta el final sin etiquetas ni conclusiones. No le quito importancia a la función sociocultural de la filosofía. Me encantan el cuestionamiento, el análisis y la reflexión, pero no en el área del bienestar emocional. El mundo de las emociones y del alma no está sujeto a la racionalidad ni a la causalidad. Cuando dejé de confiar en la mente racional como instrumento para comprender el mundo, pude abrirme a la literalidad de los sentidos y las sensaciones y, con ello, a una nueva forma de estar en la vida sin tanto prejuicio. Y entonces comencé a sanar. Si le damos muchas vueltas a todo es porque no nos atrevemos a apartar la atención de los pensamientos para depositarla amablemente en la sensación corporal. Bajo el manto de piel habita la verdad del momento; en la misma experiencia sincera de lo que sientes, no en lo que piensas que deberías sentir. Reconoces la vida porque esta deja huella en tu

cuerpo a través de lo que percibes en él. Muchas veces piensas sobre lo que sientes porque no te atreves a experimentar directamente lo que sientes. Y acabas pensando la vida en lugar de vivirla a pulmón abierto. Otra cosa es que luego queramos explicarnos la experiencia. Entonces sí que deberemos reflexionar y organizar el discurso, pero no antes de tener la propia vivencia. Para ello hace falta entrenamiento en una correcta gestión interior. En el colegio nos enseñaron a darle vueltas a las cosas para lograr el resultado óptimo. En el plano emocional, buscar y rebuscar es como forzar a quedarse dormido, un fracaso garantizado: el sueño hay que esperarlo, se escapa si lo obligas, y con la verdad ocurre lo mismo. Llega en forma de inspiración, no de memorización de un párrafo prestado. Pensar es buscar y tensar, sentir es aflojarte y recibir. Intelectualizar en círculos es presionar, y el hiperanálisis constante es la ansiedad en sí. En lugar de tratar de pensar en positivo, de no pensar para calmarte o no sentir lo desagradable, te das permiso para enfadarte y llorar, parar liberar la mente del corsé del prejuicio y del control a través de la descarga emocional. Las defensas intelectuales caen cuando las emociones reprimidas se vacían. Saber cuándo agarrar el pensamiento (reflexionar) y cuándo soltarlo es comprender que nunca dispondremos de todas las respuestas acerca del futuro en el momento presente. El fármaco no cura la enfermedad, palía el síntoma, igual que el pensamiento no libera la emoción, sino que la embota. Se trata de un acto interior de rebeldía consciente 3.0 contra el sistema educativo convencional, la dictadura de la mente y la enfermedad de pensar a todas horas.

10. LA PSICOLOGÍA 1.0 Y LA FIEBRE DEL COACHING Durante varios cursos académicos impartí clases de psicología convencional en diversas facultades. En la primera sesión, preguntaba a los alumnos si habían acudido alguna vez al psicólogo. A los pocos que levantaban la mano les preguntaba qué tipo de terapia habían seguido. Todos afirmaban que se basaba principalmente en conversar, racionalizar y emitir juicios. Además, les habían hecho realizar ejercicios que solo con explicarlos arrancaban el bostezo a los asistentes, el mío incluido. Después pedía a toda la clase que compartieran la palabra con la que definirían a un psicólogo. Los estereotipos que más se repitieron fueron «comecocos», «sacacuartos» y «oportunistas». Fuera de la facultad de Psicología y de las puertas de la consulta, poca gente habla bien de la figura del psicólogo, ese científico de la mente con aire de superioridad, mirada seria y verbo condescendiente, perpetuador inconsciente de la tóxica relación paterno-filial que seguramente ha llevado a unos cuantos a visitarle. Porque él sabe y tú no sabes, él está bien y tú estás mal, él es la autoridad y tú no. De nuevo, el modelo maniqueísta de la separación y la competición, la oposición experto-paciente que, en lugar de sanar a medio plazo, acaba revictimizando. Porque no se puede sanar la herida de la infancia mediante otra relación asimétrica paternalista. No se puede acompañar hacia la madurez emocional infantilizando más con la distancia. Para el sistema convencional, la emancipación de ideas es un pecado y la diferencia una anomalía que penaliza cargándonos con la cruz de la culpa. Para dejar de sufrir es necesario regresar a casa como hizo el hijo pródigo. Hay que arrodillarse y disculparse ante la autoridad por haberse salido de la norma oficial. La audacia se paga cara porque es imprudencia. La inocencia es inconsciencia, la originalidad una locura. Y dicen que si cambias tus ideas cambiará tu mundo, como si los pensamientos hubieran sido alguna vez la causa de algo y no la consecuencia de todo lo vivido anteriormente. La psicología 1.0 es una labor diplomática, institucional, protocolaria y moralista. Una maniobra de lavado de cerebro para encajarnos en la conducta buena y la mirada única.

EL PROBLEMA DE LA COMPARACIÓN TERAPÉUTICA La herramienta terapéutica estrella del señor 2.0 es la comparación descendiente. Compárate con la realidad del niño africano, del indigente, del malformado. Tienes suerte, no te quejes. Saca toda tu paja mental de la cabeza y sal a la calle. Ahora haz algo de provecho por lo que tu familia se sienta orgullosa y sonríe porque estás vivo. El alivio por compararse con quien más sufre o menos posee es temporal y muy limitado. La cultura convencional se basa en la competición. Nuestra mente ha sido entrenada para compararse de forma ascendente, no hacia abajo. Uno equipara involuntariamente su carencia con la abundancia del otro, percibiendo esa distancia con envidia por unos, admiración por otros y motivación de mejora para unos pocos. Precisamente, la sociedad de consumo se articula en ese mecanismo de la mente que no detecta en la escasez libertad, sino necesidad y el consiguiente anhelo de posesión. Otra de sus técnicas infalibles es quitarle miga al dolor. Soy un exagerado, no hay para tanto, todo está en mi cabeza, no debo dramatizar y ser tan catastrofista. Y si esta nueva ideología me falla, entonces me río un rato de mí mismo. Como si no se hubieran reído ya lo suficiente mis padres, mis profesores, mis jefes y el mundo entero de los adultos. Porque si controlas tu mente controlarás tu vida. Siempre proyectados hacia el futuro en formato de promesa, porque el bienestar se ha escapado del aquí-ahora y reside lejos. Y yo sigo sin conocer a nadie que haya logrado controlar las ideas de su mente automática, el enemigo oculto a batir por la psicología 1.0. Otra generalización habitual por parte de algunos psicólogos es afirmar que la depresión es la forma que usan los flojos para llamar la atención. Al recibir esta sentencia científica, la persona depresiva se siente todavía más culpable y, por lo tanto, más depresivo. Ya que la culpa es el ladrillo de la depresión y, la vergüenza, su cemento. Ya se sentía abatido por un gusto, una palabra, una acción, una omisión, una decisión, un trauma, por no saber poner límites. Ahora también por un sentimiento automático que no ha elegido y por un pensamiento oficial heredado que lo estigmatiza. La psicología 1.0 solo entiende y acepta la depresión de la gente con infinitos problemas o el trastorno del que tiene una disfunción cerebral que pueda medirse objetivamente.

LA LEY DE CAUSA-EFECTO Y EL MITO DE LA MENTE LINEAL En la ciencia convencional se considera que una cosa es la causa de algo por el

mero hecho de precederlo en el tiempo. Si me duele el estómago después de comer, es porque he comido muy deprisa o algo me ha sentado mal. Si estoy triste, es porque he fallado en algo antes. Y así se va creando un estándar cultural. Sin embargo, la causa de cualquier fenómeno humano es siempre multifactorial. En la consulta de un psicólogo, la frase que más se escucha es: «Lo tengo todo y, sin embargo, me siento vacío». Por todo se entiende: casa, trabajo, coche y pareja. No se tiene en cuenta que todo eso es lo que la cultura 1.0 quiere que confundas con la realización personal. La verdad es que no te conoces, no sabes qué son las emociones y aún menos cómo gestionarlas. Arrastras los mismos microtraumas de la infancia y todavía idealizas a tus padres. Lo tienes todo en apariencia, pero flotas por la vida empujado por el viento de tu círculo de amistades, que están igual de perdidas. Si eres honesto contigo, te sientes incomprendido e indefenso. Habitas espacios que no te interesan y vives la vida de alguien que ni conoces. Cualquier sufrimiento psicológico tiene una variedad múltiple de causas, y la mayoría son invisibles. Puede que tengas problemas de socialización, complejos que arrastras desde la infancia, bloqueos emocionales sin resolver, un neurotransmisor disfuncional, algún parásito en el intestino, geopatías 1 en tu casa. Puede incluso que tengas un empaste dental de metal, metales pesados en sangre o que alguien te echara un mal de ojo... El número de posibles causas ante un trastorno emocional es innumerable. Pero la ciencia oficial es materialista, y lo que el ojo no llega a ver, no existe.

EL PINGÜE NEGOCIO DE CONFUNDIR IDEAL CON REALIDAD La clave del negocio 1.0 para hacerse de oro es confundir ideal por realidad y vender la moneda de una sola cara. El mito de soltar viejas creencias, como si deshacerse de pensamientos antiguos grabados a fuego en nuestro ADN fuese una mera cuestión de atreverse a abrir la mano y dejar ir un grano de arena al viento: cambia tu mente en cinco minutos, sigue el mismo patrón marketiniano de vender un deseo, una ilusión, un espejismo por una posibilidad real. No poder alcanzar el ideal acaba revictimizándonos. Si los demás parecen poder hacerlo manteniendo una sonrisa perfecta y yo no, eso quiere decir que hay algo malo en mí. Todo lo que no sea trabajo y proceso profundo que incluya la infancia, el niño interior, las emociones, el cuerpo y la espiritualidad es un parche. En la mente la mecánica está oculta y va despacio. En la mente no existe el atajo. El

desaprendizaje de patrones tóxicos heredados requiere de su tiempo de cocción a fuego lento. En la mente, confundir ideal por realidad es una estrategia comercial para hacerse rico.

MITOS DE LA PSICOLOGÍA 1.0 Sobre todo, tienes que hacer que tu vida merezca la pena. Tú decides lo que piensas, tú decides lo que haces, tú decides lo que sientes, tú decides tu identidad, tú decides tu vida. También decides tus aciertos, tus éxitos y tus errores. He aquí el mito millonario de la elección: «Es uno quien elige cómo quiere sentirse y cómo quiere vivir». Porque tenemos botones en lugar de arterias y vivimos libres del condicionamiento del gen, la cuna y el universo. Tu vida es tu voluntad y, si estás fastidiado, es tu culpa, porque, como uno siempre elige, es uno quien se mete voluntariamente en este fregado. Es el mito de pasar página, y como no siempre se puede uno se siente doblemente avergonzado. Como si un proceso de duelo fuera un mecanismo racional. ¡No te ralles! ¡Pasa página! Como si el pozo interior se drenara con la metáfora del ordenador. Si todo fuera una cuestión de decidir, cualquier ser vivo del planeta habría decidido desde hace tiempo dejar de sufrir. Sin embargo, igual que un parto o que te deje la pareja duele, solo abrirnos al dolor hace que este se vaya mitigando, aunque la señal física no desaparezca del todo. El dolor existencial es el trozo de vida que asoma cuando no se tiene lo que se quiere, cuando se tiene lo que no se quiere y cuando de repente se pierde lo que se tiene y se quería. El señor 2.0 predica que en cualquier situación y en cualquier contexto, ante todo, lo importante es evitar enfadarse, cuando la rabia interna es a menudo energía de cambio personal y la indignación ha movido a los pueblos a lo largo de la historia hacia la conquista de la justicia social. La Revolución francesa, la Revolución norteamericana y la Revolución rusa acabaron de un plumazo con los abusos y los privilegios del feudalismo, las colonias y los zares. Cualquier revolución surge de la afilada energía de la rabia, pero al señor 20, hijo predilecto del sistema 1.0, le conviene amansar a la fiera y perpetuar el actual estado de las cosas. Es el guardián de la moral, la ciencia y la religión. Desde la perspectiva de la elección, el suicidio se percibe como un acto de cobardía, de egoísmo, incluso como un capricho o un gesto de esnobismo intelectual. Tenía mujer e hijos, tenía una familia maravillosa. Tenía fama,

dinero, reconocimiento, éxito laboral y gloria. Parecía tan feliz, siempre sonriendo. Era tan buena persona, tan amable y simpático. Qué egoísta, no lo entiendo, cuánto sufrimiento deja a los suyos. Porque hay quien cree que el sufrimiento de un niño de África es legítimo, pero no lo es el del exitoso millonario. Tiende a obviar los problemas estructurales de base. Las circunstancias de la infancia y la adolescencia, la relación paterno-filial, el cúmulo de fracasos, las muertes de seres queridos, las adicciones, la baja autoestima, el vacío interior. La búsqueda exagerada de logro externo con que rellenar el agujero negro que carcome por dentro es un claro aviso. Mucha gente aún cree que sufrir emocionalmente o tener el juicio confundido es un acto voluntario. La mente 1.0 superficial es incapaz de comprender que el sufrimiento es el síntoma, no la causa, y que es un hecho automático y multifactorial. Es incapaz de ver que la manifestación externa de perfección material esconde miedo a mostrar vulnerabilidad. El exceso de exhibición material y la sonrisa exagerada pueden indicar una baja autoestima que acerca al precipicio.

LA FIEBRE DEL COACHING La psicología académica ha visto en el auge del coaching una amenaza sustancial a su existencia. Por miedo a perder su estatus científico, ha construido un enemigo frente al que atrincherarse. El original rechazo universitario hacia este movimiento alternativo norteamericano no impidió su expansión en el primer mundo a principios de este siglo. Si entonces la universidad hubiera tenido algo de visión amplia, podría haber hecho de él un campo de especialización más de la psicología académica: psicología social, psicología educativa, psicología organizacional (RRHH), psicología clínica y psicologíacoaching como puente entre la organización y la clínica. Además, si entonces la vieja psicología hubiera abierto la mente y abrazado la oportunidad, ahora el coaching sería cosa de psicólogos, y no cuestión de sacarse un diploma en unas semanas. Esa cabezonería oficial ha hecho que en la actualidad la mitad de la población mundial sea coach y cualquiera atienda el sufrimiento de la gente. La psicología 1.0 es responsable de que el coaching sea actualmente una moda, una tendencia. Es responsable de que le haya quitado la mitad del mercado a la psicología clínica y se haya convertido en su rival a batir. Además, la imagen del psicólogo nunca ha estado más en tela de juicio. A la gente le tira más hablar de misión, visión, objetivos, valores, liderazgo,

emprendimiento, empowerment y engagement que de ansiedad, estrés, crisis de identidad y depresión. A la mente consumista le apetece más seguir procesos efervescentes de coaching, mentoring, counselling, training y managing, que ser juzgada por un intelectual con rictus de sabelotodo en un ambiente por lo general opresivo. Hace una década, las tendencias del mercado me llevaron a sacarme el título de coach. Actualmente, tengo clientes con los que realizo un trabajo emoespiritual de intensa profundidad que se muestran satisfechos de trabajar con un coach y haber logrado buena parte de sus objetivos. A la psicología en conjunto también le han llovido palos desde fuera. No solo a la clínica le ha salido el acné del coaching y las terapias alternativas. La psicología social arrastra la piedra en el zapato de la educación social; la psicología educativa lo hace con la psicopedagogía; y la organizacional, con el coach-consulting. La psicología científica, por su cabezonería moralista, ha acabado fagocitando el noble ejercicio de la propia psicología. La victoria del coaching y de los nuevos movimientos terapéuticos es una derrota de la psicología oficial con su ideología inmovilista y anacrónica. Aunque es necesario afirmar que hay coaches realmente muy competentes, hay que ser muy prudente en el ámbito del coaching personal. Hay teóricos profesionales que cobran dos veces más que un psicólogo por hacer algo para lo que no están cualificados y que, ley en mano, no deberían hacer: hurgar en el pasado del cliente, en la esfera de la intrahistoria personal, en la herida emocional de su niño interior. A mi consulta han acudido personas salidas de procesos con coaches famosos, con el bolsillo vacío y la cabeza llena de ruido. Han sido víctimas del modelo de percibir al cliente como una mera transacción comercial. Son los damnificados de una psicología de bigdata y algoritmo, de la vida enfocada como negocio, de la ayuda deshumanizada como empresa y del oportunismo espiritual. Algunos coaches miden su utilidad profesional por el volumen de facturación mensual. También he conocido a coaches que se sacan el título para no ir al psicólogo y blindarse contra la desdicha. Quieren ser curanderos sin haber sido antes cobayas. He oído afirmar que es posible «reiniciar» la mente en treinta segundos. Que para reinventarse hay que poner el foco en lo que uno quiere y alejarse de lo que le atemoriza, cuando el miedo a menudo nos señala precisamente lo que necesitamos para crecer. He oído a un veinteañero sin rasguños ni cicatrices llamarse life coach y quedarse tan ancho. He visto a famosos de papel cuché hacerse coaches, y a coaches hacerse famosos en la tele. He sabido de coaches que han tratado procesos depresivos, crisis de ansiedad y trastornos de

personalidad. He visto a un coach, en una conferencia, prohibir a la gente quejarse de la precariedad económica y arengar con que, en lugar de ello, monten una empresa para revertir la situación. Sería oportuno un examen de conciencia y una cura de humildad pública por parte del coaching y de la psicología convencional. Reconocer hasta dónde se puede y no se puede ayudar.

EL MITO DE LA RAPIDEZ Existe un ideal norteamericano muy popular que afirma que, para conseguir un resultado nuevo, hay que hacer algo nuevo. Se trata de una aseveración tan indiscutible como lo es el hecho de que se puede llegar a un resultado nuevo perseverando en lo antiguo. El mundo está lleno de ejemplos, y yo soy uno de ellos. Aunque lo que el coaching hace creer a la gente es que, por el mero hecho de intentar algo nuevo, se logra un resultado nuevo. De esta forma, han importado el entusiasmo por la prisa y la velocidad por innovar, renovar, implementar y lograr. Es la tendencia a saltarse los pasos, acortar el proceso, ir directo al resultado, cuando lo único cierto es que el fruto germina cuando plantamos, regamos y esperamos. Pero, para muchos, esperar es perder el tiempo y hacer es el único remedio. Hacer mucho más para llegar a un hipotético éxito que aplace la resolución del vacío interno. Es como volar en avión. Hay gente que solo atiende al aterrizaje y al despegue, luego el viaje le aburre y se distrae o sestea. Pero incluso cuando por la ventanilla percibes la misma estampa una y otra vez, el avión está avanzando y todo a su alrededor se mueve. La altitud, la temperatura, la velocidad, el territorio, el paisaje, la mente. Aunque a simple vista no lo parezca, todo está siempre en proceso de transformación, y observarlo sin hacer nada es muy inspirador. Una coach me preguntó cuántas sesiones necesitaría si iniciaba un proceso conmigo, sin explicarme nada sobre ella. Le contesté que unas doscientas cincuenta y siete, pero que aun así no le podría garantizar de antemano que se pondría bien de lo suyo.

LA AUTOESTIMA Y EL MITO DEL ESFUERZO El coach es el embajador de la cultura de la disciplina, el esfuerzo y el sacrificio. Es el líder en el proceso de maquinización, el paso definitivo de ser humano a

robot. En lo físico, mi experiencia me ha demostrado que más esfuerzo es igual a más lesión, a más servicios de rehabilitación, a más productos, más suplementos, más gasto mío y más negocio suyo. De la misma manera, en el plano mental, más esfuerzo a menudo equivale a más estrés. En Estados Unidos, si quieres ganar confianza te apuntas a clases de artes marciales. La autoestima se trabaja haciendo cosas, ocupando el tiempo, llenando la agenda, acumulando éxitos externos. Poco importa que la autoestima puntual lograda corriendo un Ironman dure apenas unos días. Tampoco que sea localizada y no general, ya que no se contagia a ninguna otra área de la vida. Además, es insostenible, porque para mantener ese nivel de confianza y mantener la mente ocupada uno debería correr maratones cada mes. En realidad, no se trata de autoestima, sino de tener un objetivo y poner la atención en él. Es un tipo de subidón gaseoso, inestable, frágil y dependiente de constantes metas externas. La supresión puntual de pensamientos y emociones desagradables mediante el ejercicio físico extrema la frecuencia y la intensidad de su práctica, y ello en ocasiones acaba en lesión, recaída o retirada. Algunos atletas profesionales conviven con trastornos latentes camuflados por el exigente estilo de vida del máximo rendimiento. Durante la convalecencia de una lesión, se deprimen, y algunos, al retirarse, descubren una adicción o incluso se suicidan. Ahí está la herida intacta, esperando a que la fiebre del hacer y rehacer compulsivamente pase de largo. El deporte es un asunto importante, pero como salida emocional puede convertirse en otra rueda de hámster más. No ayuda a madurar la personalidad, sino a enfocar la atención en un resultado externo que enchufe la dosis de vitalidad necesaria y restituya el sentido perdido. La cosmovisión estable no se conquista empujando más la rueda hacia fuera sino viajando hacia dentro.

EL MITO DE LA TOMA DE CONCIENCIA COMO SANACIÓN La conciencia por sí misma informa, pero no sana. Igual que comprender cómo se entrelaza un complejo nudo no hace que automáticamente se desate, saber los porqués de un comportamiento no lo extingue. Tal vez también porque jamás conoceremos las múltiples causas de una conducta, ya que la mayoría son invisibles al ojo humano. Una cosa es conocerse y otra trabajarse internamente, las dos son distintas fases del viaje interior. Muchas escuelas confunden la intelectualización propia del autoconocimiento con la sanación emocional en sí.

El psicoanálisis, como teoría psicosociocultural, es de una validez inmensa, pero como técnica de intervención psicológica es un escándalo. Cualquier tratamiento que dure entre dos y diez años con una y hasta tres visitas semanales debería ser terapéuticamente invalidado. En ese dilatado tramo espaciotemporal ocurren tantas cosas, se suceden tantas asociaciones, que la intervención terapéutica en sí ya no es garantía de evolución individual. A veces, los procesos personales meramente racionales acaban retorciendo más la mente de la persona. Hay ocasiones en los que la ignorancia es felicidad y la toma de conciencia duele más. Un día corría por el campo, me tropecé con una roca y cuando me iba a estrellar contra el suelo saqué por acto reflejo una mano, me apoyé en el suelo y pude seguir corriendo como si no hubiera ocurrido nada. Al cabo de unos minutos me miré la mano y vi el hueso de un dedo asomando a través de la piel. La mano estaba amoratada, la uña ensangrentada, el dedo torcido. En aquel instante tomé plena conciencia de lo que había ocurrido; de alguna manera, hice consciente lo que hasta entonces ignoraba. Esa conciencia cristalina disparó imágenes, diagnósticos y presagios oscuros en mi cabeza. Darme cuenta despertó el dolor latente hasta ese preciso instante. Entonces dejé de correr y de disfrutar de aquel precioso día en el campo.

LA PROMESA DE CAMBIAR DE HÁBITOS COMO SOLUCIÓN Un hábito nocivo no se cambia con un nuevo ejercicio, un nuevo pensamiento o un nuevo libro. Un árbol torcido no se yergue podando la rama; por muy fuerte que soples, la nube no se va a apartar. Un patrón tóxico no desaparece cambiando de hábito, sino trabajando el bloqueo emocional situado en la raíz. Hay muchos métodos efectivos, pero la gente no los lleva a cabo porque inconscientemente se boicotea, y es ahí donde hay que comenzar a elaborar. En el centro del hogar patológico, del niño herido, de la inmadurez emocional, del amor tóxico, de toda una vida atrincherado en la cornisa de la fachada simulando capacidad. Se sana con cariño, calma, perseverancia, paciencia, recurriendo al método correcto de la mano de un experimentado profesional. Ni a gritos ni a empujones, como pretenden algunos, se logra que la grieta se oculte de nuevo. A algunos ya nos gritaron bastante de niños en la escuela y en nuestro hogar patológico. Tu padre, tu madre, tu profesor, tu jefe, tus amigos, tu pareja te han gritado, y no has logrado cambiar ni hacer las cosas mejor. Cualquier barrera mental tiene un origen emocional y se orquesta hacia el

exterior desde el centro de la cueva subterránea, del pozo interior del pasado, donde la chistera del coach se revela ineficaz porque no alcanza. El coach personal puede ser un fotogénico surfista o un alpinista corpulento, pero quizá carece del temple del espeleólogo y de los pulmones del buceador. No se puede ayudar a alguien con un mapa de carreteras entregado en la escuela y trazado de antemano. Hay que tener el coraje de tomarle de la mano y juntos adentrarse en el corazón del bosque oscuro, campo a través.

PSICOLOGÍA 1.0 Y CONTROL MENTAL Tanto la psicología 1.0 como el coaching convencional alimentan con sus herramientas y su ideología la dictadura del pensamiento, el control de la mente y la evitación experiencial. Muchos psicólogos y coaches replican el sistema filosófico-terapéutico que nos atrapa en la prisa de la supervivencia y nos tiraniza en la superficie del Ser. El desequilibrio neuroquímico de la psiquiatría y los pensamientos negativos de la psicología 1.0 y el new age son una cantinela demasiado simplista. La depresión no es un síndrome de Münchausen, 2 nadie es tan brillante como para fingir para siempre su muerte en vida. Lo humano no es algo tan lineal y sencillo. El problema no se resuelve con un cambio de interpretación y la generación de una nueva narrativa mental. Por ejemplo, yo sigo pensando que el mundo está dirigido por gente emocionalmente ignorante. Sin embargo, haber realizado un profundo e intenso trabajo emo-espiritual, que relataré en detalle en esta segunda parte del libro, hace que no me sienta provocado e hiperactivado constantemente. Racionalizar el dolor para controlarlo tal vez pueda protegernos temporalmente de él, pero nos separa del sentimiento, del cuerpo, de la conciencia, de la espiritualidad y del amor puro. Uno se centra en solucionar conflictos, en apagar fuegos, en sellar grietas y en pisar fuerte, cuando suprimir el síntoma es dejar lo importante sin abordar. Si te hicieras un experto en sintonizar con lo que sientes acabarías comprendiendo la naturaleza del sufrimiento, conectarías con la esencia de la humanidad y el conflicto externo se acabaría resolviendo por sí mismo. Ponte en la piel de alguien con una depresión, un trastorno de ansiedad (TAG) o un trastorno obsesivo compulsivo (TOC). Los tres comparten una atención secuestrada hacia potenciales amenazas y hechos desagradables, una culpa por el pasado y un miedo ante la incertidumbre del futuro, síntomas que tratan de atemperar mediante el constante flujo de un pensamiento compulsivo

que busca la redención. Mírate en el espejo y dile a esa persona que te mira asustada a los ojos que tiene que controlar aún más la mente. Dile que tras todos estos largos años de pensamientos automáticos, veloces y solapados sin tregua, todavía no lo sabe hacer bien. Que tras todo el día fusionado con las imágenes mentales en una constante visión de túnel, de piloto automático, debe echarle más leña a ese fuego que está abrasando su vida. Ahora tiéndele una mirada cariñosa, de escucha, silencio y recepción sin juicio ni acción, hasta que se sienta comprendido por primera vez. El control nace del rechazo, la conexión es amor. Tratar de controlar la mente, los pensamientos, las emociones y la voluntad, es vivir cerrado a la vida. No permitirte dejarte llevar es negarte a abrazar la vida como es y conformarte con sobrevivir sometido por la dictadura del miedo. Personalmente, yo no atiendo a todo lo que me pasa por mi mente, porque ni esta ni mi cerebro son míos del todo, ya que yo no los he elegido conscientemente. La apertura y no la cerrazón, el aflojamiento y no la tensión, ese es el comienzo de la única terapia útil y sostenible en el tiempo. Empezar por abrazar la oscuridad, la inseguridad y el complejo, y despatologizar lo normal. No se puede eliminar la noche porque nos dé miedo, todo es vida, todo es humanidad. Cuando rechazas lo «negativo» y sujetas solo lo «positivo», te cargas a tu niño interior por entero. Además, jamás lo conseguirás por completo, porque es imposible alcanzar la felicidad maniatando las emociones. Ello te coloca en guerra directa con tu propia naturaleza. Pirotecnia y maquillaje aparte, no conozco a nadie que haya avanzado realmente en su comprensión personal siguiendo los dictados de la psicología 1.0. Muchos han pasado de la represión a la evitación emocional, y de ahí, a la autosuficiencia emocional del selfie. A veces me da vergüenza llamarme psicólogo cuando escucho lo que predican algunos profesionales de la psicología oficial. Las terapias basadas en reinterpretar el estilo de razonamiento para hacerlo más adecuado («más lógico») le faltan el respeto a la persona, porque sin querer le dicen que su historia personal es ilógica e inadecuada, ya que la mente que produce esos pensamientos es producto de su historia. Es más respetuoso y terapéutico afirmar que tienes el estilo de pensamiento que tienes según lo que has vivido, del grado de sensibilidad, conciencia y trabajo interior que hasta el momento has realizado. No se puede cambiar el pensamiento desagradable desde el mismo pensamiento. El pensamiento desagradable es consecuencia del malestar emocional interno reprimido. Liberado este, poco a poco se va disolviendo el pensamiento enquistado por la intolerancia a sentir emociones desagradables, pero psicobiológicamente útiles y necesarias.

LOS PSICÓLOGOS TAMBIÉN TENEMOS PROBLEMAS Aunque sea poco honesto y terapéutico exhibir socialmente solo nuestro lado rutilante, es más rentable económicamente porque así nos idealizan. Sin embargo, tapar los problemas y mostrar solo una cara de la moneda es hacer un flaco favor a la gente. Si de verdad nos preocupa la salud de las personas, un terapeuta debería ser visto más como un compañero de viaje y menos como un gurú o un maestro. El terapeuta 3.0 sabe que es más terapéutico desmitificarse para acercarse a la gente que idealizarse y separarse para hacer negocio. Cuanto más nos distanciemos de la gente, más tardará esta en sanar. Igual que al oncólogo ser un experto en cáncer no le exime de padecer esa enfermedad, o al arquitecto ser un experto en el diseño de espacios no le impide tener goteras en el techo del lavabo, al psicólogo, ser un experto en problemas emocionales no le impide tener su propio talón de Aquiles. La sociedad evoluciona, la realidad se complejiza y la psicología académica se queda atrás. La psicología 1.0 puede servir para salir puntualmente del atolladero, pero controlando la mente y reprimiendo el cuerpo no se puede llegar ni profundo ni lejos. Cuando descifré la ideología subyacente de la psicología convencional, comprendí que la segunda crisis existencial me vino a despertar porque fue la última. Cuanto más pienso en algo, más se reproduce eso en la mente, y así se refuerza el circuito cerrado de la ansiedad, porque no se libera. Pese a ello, si me abro a la energía de base que dispara el pensamiento y siento esa sensación desagradable, la emoción va perdiendo su centro y se va disolviendo y extinguiendo lentamente. Al principio, se necesita de mucha práctica y de supervisión profesional. Es cierto que quien tenga una mente 1.0 tirará de la psicología 1.0 porque le interesa el alivio puntual del desvío a mitad de camino, no la liberación del destino final. Sin embargo, la mentalidad 3.0 debería aspirar a una piscología más holística, profunda y REAL.

11. NEW AGE DISNEY Como hemos visto, la cultura 1.0 dispone de una agenda social orientada a la supresión emocional. Hay una propaganda ubicua y sibilina para la negación de las emociones desagradables, que son estigmatizadas al ser etiquetadas de negativas. Se transmite la idea de que la salud y el bienestar dependen de la ausencia de emociones difíciles. Se jerarquizan y se anteponen unas emociones sobre otras igual de naturales. La tristeza, el miedo y la rabia se criminalizan, la alegría se idealiza y se erige como la única emoción válida. Las emociones desagradables se juzgan como negativas, por lo tanto son moralmente malas y el que las alberga es un pecador. Las emociones agradables se tildan de positivas, por ende son automáticamente buenas y quien reporta públicamente sentirlas más tiempo es un ganador. Así se construye una sociedad controladora, evitativa, superficial y hedonista. De esta guisa, la mente 1.0, peón inconsciente de la millonaria industria de la autoayuda comercial, cuelga en las redes sociales su carnaval de sentencias new age Disney dirigidas a la oposición, desconexión y mutilación del cuerpo sensitivo profundo. Bastan unos instantes observando distintas cuentas al azar de Instagram o Facebook para vislumbrar el calculado plan de control mental de la cultura 1.0: «Las mentes hermosas están libres de miedo.» «Hoy es un buen día para sonreír.» «La vida es corta, así que ámala, sé feliz y sonríe siempre.» «La felicidad no es un sentimiento, es una decisión.» «Cada mañana empieza una nueva página en tu historia, escribe una grande hoy.» «Hoy voy a ser feliz porque me veo más guapa con una sonrisa.» «Vivir riendo, eso es vida.» «Un día sin reír es un día perdido.» «Sonríe y sé feliz, así de sencillo.» «Que tu alegría sea contagiosa y viva para expulsar la tristeza de los demás.» «Asegúrate de que tu peor enemigo no viva entre tus dos oídos.» «Sé fuerte y sonríe, demuéstrales que tú puedes ser feliz, hagan lo que hagan, digan lo que digan.» «La vida es demasiado corta para levantarse triste.» «Hay tres cosas en la vida que nunca puedes perder: tu sonrisa, tu alegría y tu forma de ser.» «No hay mejor medicina que tener pensamientos alegres.» «Sé diferente, sonríe en los malos momentos, porque en los buenos todo el mundo lo hace.» «Por cada minuto que estás

enfadado, pierdes sesenta segundos de felicidad.» «Todos los días sé feliz y sonríe.» «La mejor venganza es sonreír, ser feliz y no hacerles saber que te dolió.»

LA TRAMPA DE LA SONRISA COMO META Hay un culto silencioso alrededor de la sonrisa. Una pandemia mundial de adicción a la alegría exagerada y de aversión a la tristeza. Una caza de brujas abierta contra el introvertido, el serio, el reflexivo, el temperamento melancólico y el colérico. Hay multitud de sentencias cubiertas de pseudociencia, construidas mediante flagrantes falacias, que afirman que sonreír es contagioso, baja la presión sanguínea, actúa como analgésico natural y le hace a uno ser exitoso y parecer más joven y atractivo. Además, se afirma que las emociones negativas dañan el cuerpo, y, sin embargo, la risa reduce el estrés y el amor trae paz y armonía. Los gurús de la autoayuda comercial confunden de nuevo relación con causalidad y afirman que la sonrisa produce felicidad y la tristeza estropea la piel. En Estados Unidos, las palabras más utilizadas en los encuentros sociales son happy y love, y las frases más comunes son Are you happy? y I love you. Así es como estar feliz ha sustituido a estar contento. Interesa confundir sonrisa con alegría, y alegría con felicidad. Es lo mismo que confundir un gesto de alivio puntual con un sentimiento profundo. La sonrisa es una expresión emocional hermosa y necesaria, aunque quien cada mañana se levanta con una sonrisa de felicidad en la cara no me llega adentro porque esconde o evita algo. Al igual que las lágrimas, el temblor corporal o la mandíbula apretada, la sonrisa es solo una rama más del frondoso árbol de la vida. Sonreír cuando uno se siente inseguro es separarse de la verdad humana, del vacío que nos atrapa al percibir a través de las pequeñas muertes cotidianas la impermanencia de la existencia, la fecha de caducidad de nuestro tiempo en la Tierra. La misma cultura 1.0 que sube los precios por los aires, diseña políticas de sueldos raquíticos, crea un mercado laboral paupérrimo y convierte al ciudadano en esclavo ordinario de la rapiña de la banca, le repite constantemente que no se preocupe, que sonría y sea feliz. Cuando, a veces, solo preocupándonos por lo que necesitamos, por conocer el motivo por el que no funcionan las cosas, y cuestionando la realidad de lo que nos envuelve, podemos desenmarañar el atrapamiento cultural 1.0 en el que habitamos y llegar al verdadero bienestar que merecemos. Teniendo en cuenta estas circunstancias, sonreír a todas horas puede

tener más de negación y autoengaño que de expresión orgánica y gesto honrado. Igual que echar azúcar sobre una herida la infecta, sonreírle a la desgracia la eterniza, porque evita que uno se abra a ella para empaparse de humanidad y reconocerse en el sufrimiento. Si el dolor del prójimo me es ajeno y me queda lejos, le acabaré declarando la guerra.

LA FELICIDAD EDULCORADA Ya he hablado de Estados Unidos como santuario de la sonrisa eterna y cuna de la inautenticidad emocional. He comentado cómo la mayoría de la gente fuerza la alegría social para aparentar ser el más feliz de la calle, del barrio, de la oficina, del Starbucks o de la ciudad. Se impone la idea de que convenciendo a los demás de algo uno se autoconvence automáticamente de lo mismo. De esta forma, quien habita el tiempo suficiente en aquella cultura tiende a reportar la sensación de vivir atrapado en una función teatral. Una obra dramatúrgica sin demasiado sentido, ya que, por mucho que se fuerce, el hábito no hace al monje. Se persigue la ilusión de que la vida es fácil y unidimensional porque la moneda de la existencia tiene una sola cara, la de la alegría y la felicidad. A este respecto, el filósofo francés Michel Foucault observó que afirmar que se es feliz no es lo mismo que serlo, como decir que se está bien no es lo mismo que estarlo. Y es que, por mucho que uno grite «¡estoy genial!», si el corazón va a mil, se hace difícil respirar y en el estómago aprieta un nudo, bien del todo no se está. La idea de una felicidad fija e inmutable es un cáncer, y la de que esta depende de una mera actitud y una elección voluntaria es pura metástasis. Se disfraza y se acaba vendiendo un estado puntual común (el packaging de la sonrisa) por un rasgo estable en el tiempo (la ilusión de la felicidad eterna). Ciertamente, en la vida existen múltiples instantes de equilibrio, disfrute, inspiración, creación, elevación, goce, enamoramiento y traspersonalización. Sin embargo, la felicidad es un constructo cultural, un producto humano, una definición personal e intransferible que dista de ser un rasgo universal inalterable e incluso medible de forma objetiva. Tal vez se trate de una sensación fugaz o un estado gaseoso más, como cualquier otro. Pero tratar de embotellar un fogonazo pasajero para conservarlo y perpetuarlo es un intento desesperado de asirse a algo para evitar el efecto contrario. Es como el náufrago que se agarra al trozo de madera en mitad del océano para no ahogarse: dicho esfuerzo no elimina la posibilidad real de perecer en el intento.

Alimentar la idea de colonizar un único sentimiento es señal de rigidez psicológica y de escasa salud emocional. La verdad es que quien se siente feliz no tiene por qué sonreír, no es necesario, ya sabe que forzar la sonrisa no le hará más dichoso. El pájaro pía porque está contento, no está contento porque silba. Un animal no alberga culpa ni vergüenza y, por tanto, no necesita fingir para tratar de perpetuar una imagen pública impecable y sentirse admirado. Un día, una conocida que trabajaba de coach me contó que la relación con su novio no marchaba bien. Ese mismo año, se casó con él y, cuando nos volvimos a ver, me dijo que la cosa no acababa de funcionar. Al cabo de poco, tuvieron una hija y, ese mismo año, se divorciaron. Una tarde, me invitó a su casa y la encontré consternada. Criticaba duramente las carencias de su exmarido, pasando por alto que ella ya conocía de antemano la tensa situación y aun así había decidido contraer matrimonio y tener una hija. Mantenía una actitud victimista con una mirada de incredulidad, incomprensión y resentimiento hacia aquel hombre. El pasillo, el comedor y el baño de su casa estaban recargados de carteles, bandejas, tazas y pegatinas con imágenes inocentes alrededor del mismo mensaje. Sonríe, sé feliz, ama, la felicidad es lo más importante, smile, smile, smile, don't worry, be happy, love, happiness. No caía en que ese mundo de cuento de hadas era una de las causas de la desdicha que vivía. No se daba cuenta de que había metido al enemigo en casa, pues la fraseología de motivación pueril acaba desmotivando. No veía que esa exigencia social hacia la represión emocional, esa obligación de confluir con la cultura Disney de la negación oficial, tal vez era lo que la había metido en el lodazal sentimental en que vivía y que tanto le escocía por dentro. La perpetua comparación del ideal de lo que debería ser y nunca será (la perfección) con la realidad de lo único que es (la imperfección humana) deviene garantía de sufrimiento eterno. Al menos hasta tropezar con otro salvavidas, otro bastón, otra muleta, otro oasis en el desierto de la existencia inmadura. Un nuevo hombre al que colgarse del hombro desde el escapismo, la dependencia y la posesión del amor tóxico. Un vendaje más para seguir caminando sin responsabilizarse de las propias acciones y evitar la imperativa necesidad de realizar un trabajo interior profundo con el que dejar de idealizar la infancia, madurar emocionalmente y comprender cómo la cultura comercial de la felicidad edulcorada es una distracción constante que, a la larga, acaba carcomiendo la autoestima. El camino hacia la paz interior consiste en superar la visión simplista de la vida y encarar los obstáculos pendientes.

LA NECESIDAD DE OCULTAR LA VULNERABILIDAD La alegría permanente de telepredicador americano y vendedor de biblias es un caramelo envenenado, una trampa. El positivismo extremo es un acto egoísta que lleva a conductas ecpáticas, con resultados crueles con los demás y con uno mismo. Presumir es la cara oculta de la carencia, y quien afirma ser muy positivo en el fondo recela de la vida. Quien lo es no necesita expresarlo a todas horas. Si oculto mi parte vulnerable, no valido la de los demás. Si me muestro solo rutilante, criminalizo el lado frágil de la gente. Ocultar una cara de la moneda humana genera réditos económicos y también un mundo de apariencia y engaños adolescentes. El negocio se basa en pregonar a los cuatro vientos el hallazgo de la felicidad externa que nadie encuentra en su patio interior, aparecer socialmente como el cisne negro, el mirlo blanco, el milagro nunca visto pero vaticinado por profetas. La fantasía de la moneda de una sola cara pretendiendo instalarse como posibilidad real en el inconsciente colectivo.

ARROGANCIA ESPIRITUAL Y CONFUSIÓN CON EL EGO En general, buscamos la llave de la paz interior y la salud emocional donde hay suficiente luz y calor y nos sentimos seguros. A menudo, bien lejos de la confusión que genera la oscuridad, el lugar donde la hemos perdido. Así es difícil comprender los motivos ocultos y llegar a resolver el puzle de la vida. Es más sencillo subir al ático soleado a hacer un saludo al sol en pantalones de yoga que ir al sótano oscuro a llorar y abrazar a nuestro niño interior herido, aunque solo una temporada en el abismo interno acompañados profesionalmente hará que, cuando subamos al ático, lo hagamos desde la pureza del corazón abierto, lejos de la pose y la búsqueda de aplausos. Hay gente que utiliza la práctica espiritual para intentar escapar de los obstáculos terrenales y del sufrimiento cotidiano. Se dejan barbas largas, visten túnicas y pulseras para tratar de evitar emociones como la tristeza, el miedo o la rabia y fingir estar por encima de las noticias desagradables. Se busca trascender los complejos, los bloqueos y las inseguridades echándose encima un pareo de estética hindú en lugar de meterse de lleno en el pozo interior personal a sanar la herida del pasado convulso. De este modo, el new age Disney acaba deshumanizando a sus acólitos al separarlos de la gente corriente. Quien evita sentir su incapacidad emocional nunca podrá comprender el calado del sufrimiento ajeno y caerá en la condescendencia paternalista, la risa floja, el juicio o el abuso.

Todo ser humano consciente que anhele madurez y equilibrio emocional, experimentar la verdad de la vida y su versión más auténtica, ecuánime y elevada debería realizar un trabajo interior en dos direcciones. Primero, una exploración de la escalera de abajo, el sótano, la mazmorra, la cloaca, la sombra, donde se halla supurando aún la herida de la infancia y de las relaciones tóxicas paternofiliales, amistosas y románticas del pasado. Para ello, es necesario recorrer la biografía del sufrimiento instalada en el inconsciente inferior. Este espacio debe ser tanteado junto a un profesional contrastado de la psicoterapia. La meta es conectar, sacudir y liberar los traumas para clarificar, reprogramar, restablecer y fortalecer el amor propio. En una primera fase, se debe reestructurar la ilusión del ego para experimentar el plano material de forma más serena y equilibrada. Después, se realiza un trabajo de escalera de arriba, o de inconsciente superior, para borrar puntualmente las líneas de separación del ego recién saneado y disolvernos en éxtasis con la humanidad, los animales, las plantas, el planeta y la galaxia entera. Para este trabajo completo de inclusión de opuestos, de tierra y de cielo, de suelo y de techo, de raíz y de ramaje, es imprescindible madurar previamente la personalidad para asirnos mejor y permitir un aterrizaje sólido en la realidad tangible. Ese es precisamente el cometido de la psicoterapia, que el avión aterrice con los viajeros y la tripulación a salvo. Con posterioridad, la espiritualidad es necesaria para comprender el sentido amplio de la vida desaferrándonos temporalmente del plano material. Si la psicoterapia recupera la confianza en la mirada propia, la espiritualidad desarrolla una visión universal y profunda. La psicoterapia sin espiritualidad convierte al individuo en un búnker hermético; la espiritualidad sin psicoterapia, en un castillo de arena. El new age Disney detesta la escalera de abajo, desprecia el trabajo sobre el pasado, rechaza entrar en el ojo del huracán personal para desmadejar el sufrimiento heredado. El new age está peleado con el ego, al cual pretende fútilmente aniquilar, porque no comprende la importancia de su función. Ignora que si se niega y no se integra, adquiere su versión más contradictoria y dañina, el ego espiritual. Así niega su dolor humano y le interesa solo una cara de la moneda, el ego disfrazado de falsa humildad, amor, belleza, generosidad, buenismo, palabras grandes, perfección y trascendencia estética. Cae en la solemnidad de la postura, el look ampuloso y la apropiación de vocablos y usos orientales para evitar el sufrimiento psicológico de la escalera de abajo. Le habla a alguien atrapado en su sótano con lenguaje poético de escalera de arriba. Al yonqui le espeta que admita la divinidad en su adicción; al deprimido clínico,

que su condición es solo una ilusión del ego. Utiliza lenguaje vago, ambiguo, etéreo y abstracto a quien necesita más que nunca de literalidad, certeza y raíz. La nula empatía, la condescendencia y el paternalismo son la consecuencia de haberse desvinculado emocionalmente de la propia vulnerabilidad que nos conecta con el sufrimiento del mundo. El newager confunde evitar su sombra con haberla sanado, y se muestra solemne y estricto en su práctica espiritual. Afirmará que ha superado sus bloqueos, complejos e inseguridades porque toma té, se da masajes, hace dieta, respira profundo, se postra ante una figura y estira el cuerpo de forma conveniente. Es igual que confundir un año sabático alejado del estrés laboral viajando por medio mundo con haber solucionado los problemas ordinarios. De nuevo, es confundir salida con solución, alivio con sanación, aplazamiento con superación. La intención del new age Disney es precintar la cloaca para anular la sombra, y por ello se desconecta de la humanidad compartida, que le recuerda que cierto grado de sufrimiento es una experiencia humana y natural. Al new age Disney se le reconoce por su vestimenta marcadamente mística: túnicas, faldas, bombachos, pareos, pañuelos, ornamentos tribales y constantes viajes a la India. Su discurso está atravesado por preciosos conceptos etéreos como la energía, la vibración, la luz, el universo, el amor o los chakras, y el contacto visual tiende a ser intenso o esquivo. Muestra perfección en la postura y en el rictus social, se justifica en lugar de disculparse, te llama hermano sin conocerte, evita responsabilizarse de sus acciones y muestra autosuficiencia emocional demostrando un presunto desapego. Repele la planificación adscribiéndose a una vida basada en el flujo de la improvisación, porque la agenda es algo demasiado material para ser verdadero. Utiliza la palabra ego constantemente, fantaseando con poder arrancárselo sin comprender que, igual que sin concha el caracol perece, el ego ocupa la función humana de protección natural en la Tierra.

LA COMERCIALIZACIÓN DEL YOGA En el 2003, la práctica diaria de yoga me ayudó a serenarme, al enseñarme a aterrizar la atención en el cuerpo y salir de la mente ansiosa. Acudía a un humilde centro sin demasiadas pretensiones, que regentaban dos mujeres en edad de jubilación vestidas de blanco. Lejos queda en la actualidad esa práctica sagrada y privada de recogimiento y de minorías. Hoy en día, muchos centros de

yoga son un circo masificado de cuerpos de gimnasio y lleno de contorsión, acrobacias, rigidez postural, control emocional, actitud competitiva y miradas por encima del hombro. El otrora oasis de paz y feminidad ha pasado a ser otro núcleo más de comparación y estrés. En pleno siglo XXI, la práctica del yoga se ha convertido en otro negocio más. Como en cualquier otro ámbito humano, se pueden hallar trazas visibles de sacrificio, competición, sonrisa forzada, perfeccionismo y exhibicionismo. Las mismas causas de la alienación y el estrés que antes conducían al ser humano a contactar con el refugio del yoga han conquistado el corazón de esa práctica sagrada. El yoga en Occidente se ha convertido en otro sucedáneo estético, en otro conato de atajo cosmético más de la espiritualidad spa. En Barcelona, centenares de centros y de gimnasios imparten clases de yoga repletas de atletas jóvenes y gente guapa. En múltiples escuelas puedes obtener el título de instructor de yoga en unos pocos meses, incluso en la India puedes adquirir el papelito tras un mes intensivo de práctica. No conozco ninguna otra modalidad que, a priori, pueda ser dominada en tan poco tiempo ni cuya maestría se pueda alcanzar sin haber practicado durante largas y extensas temporadas.

EL BOOM DEL MINDFULNESS Hace casi una década conversaba en la terraza de un bar con una maestra zen acerca del boom del mindfulness. Analizábamos cómo se estaba popularizando el principio activo aislado de la meditación budista y, lentamente, iba penetrando en el tejido social e incluso en el circuito empresarial. Ella llevaba años ofreciendo cursos sobre meditación zen y consultoría a empresas y la demanda era escasa. Hablamos de la similitud entre la propuesta zen y la propuesta mindfulness, y de cómo el éxito de esta nueva modalidad se basaba en haber amputado los aspectos sagrados de la milenaria práctica introspectiva y haber comprobado científicamente su impacto en la salud emocional. Por aquel entonces, en sus cursos se negaba a intercambiar la palabra zen por mindfulness. En esa misma época, un maestro zen español escribía artículos críticos sobre la banalización de la meditación a través de la irrupción del mindfulness y sobre cómo la sagrada práctica introducida en Occidente por el budismo había perdido la esencia al desmembrarse del contexto original y de sus principios éticos y espirituales.

Meditar consiste en dejar de hacer por un instante para, poco a poco, irnos desvinculando del impulso neurótico que nos lleva a hacer tanto y con tan poco sentido profundo. Se trata de quedarse quieto, en silencio, y girar la atención hacia dentro para sentirse y dejar pasar por un instante la constante búsqueda de reconocimiento externo. Con un tiempo de práctica, los beneficios de la meditación aparecen en forma de una mayor atención, serenidad, equilibrio y presencia. Este estado de sosiego existencial conduce al individuo a apartarse de prácticas poco conscientes y estresantes, lo cual acaba desembocando en un estilo de vida más orgánico, amable y sostenible. Sin embargo, con el éxito del mindfulness, parece que la meditación ha pasado de ser una práctica de conexión con un estado interno de mayor conciencia y paz a un instrumento para alcanzar un estado ulterior donde poder seguir desconectado de uno mismo. El hacedor compulsivo utiliza este espacio interior «de no hacer» para después ser capaz de «hacer más y mejor». Ahora, grupos de yuppies agresivos y militares practican mindfulness, cuando la práctica de la meditación conlleva soltar la necesidad de acumular bienes materiales innecesarios o de mancillar vidas. Mindfulness se ha convertido en el rentable hashtag de una marca ganadora, el estado ideal para encajar mejor en la sociedad de consumo o el nombre de una revista lujosa, al igual que ha ocurrido con otras palabras como alegría, sonrisa o felicidad. Actualmente, se medita para seguir comprando sin tanta culpa o para seguir con el estrés de la multitarea de una manera más eficiente. La espiritualidad se ha puesto al servicio de la Máquina como un objeto de consumo más, se ha trivializado al arrancársele la ética y los motivos profundos que transmitían las tradiciones sagradas. Corrientes como el mindfulness o la meditación trascendental no se utilizan para indagar y madurar emocionalmente, desaprender y desprenderse del anhelo de posesión y dependencia enfermiza, sino para lograr mayor admiración y éxito externo. Incluso hay coaches que venden cursos de meditación afirmando literalmente que meditar ofrece la ventaja definitiva para poder triunfar en los negocios. Conozco a algunos instructores que imparten cursos de mindfulness y apenas meditan ni han profundizado en la práctica, aunque poseen el título oficial. Diez años después, tanto mi amiga como el maestro zen imparten cursos de mindfulness y no les critico por ello. Los sabios saben que a la iluminación le sigue la colada y que, por mucho que meditemos, las facturas se acumulan.

EL SÍNDROME DEL GURÚ Contrariamente a lo que la mayoría de los buscadores piensan, lo peor que le puede pasar a alguien es iluminarse de repente; o así creerlo, que es lo mismo. Por mucho que a la hora punta el sol se sienta eterno en la cima del cielo, la soledad de la luna siempre regresa. La vida es rítmica, cíclica, gaseosa, está en constante movimiento. Separarse de la sombra personal es alejarse de la sombra de la humanidad y perder así la empatía que nos conecta a todos a través del sufrimiento. He visto a gurús de renombre internacional reírse a carcajadas de las preguntas de algunos asistentes a sus conferencias. Gente que, desde la desesperación y la fractura interna, se acerca públicamente al maestro anhelando la chispa de luz que ilumine su lacerante oscuridad y a cambio recibe una broma con aroma a colleja condescendiente. Hay algunos gurús que se han olvidado del punto de partida del que proceden. Se han descuidado de sus inicios, cuando eran cinturón blanco, y desde su posición elevada ningunean el dolor de los que se encuentran por debajo en la pirámide de la evolución espiritual. Creen haber trascendido el sufrimiento del ego y por ello están más atrapados que nunca en sus redes, porque al vestirse este con traje espiritual se ha hecho invisible a su inteligencia. Los abusos psicológicos, morales, espirituales, físicos y sexuales en entornos espirituales se suceden en este nivel. Cada vez que el sótano personal es negado, este engulle la percepción total y la persona acaba habitando en una suerte de eclipse mental al que confunde con la claridad de la luz del alba. Restarle importancia al sufrimiento ajeno es señal de mentalidad 1.0. Cuando la ansiedad se me hizo insoportable y la fiebre espiritual me subió alta, el anhelo de una vida más sosegada y auténtica se tornó en una búsqueda impecable. En aquella época tuve varios maestros con los que compartí tiempo y espacio de calidad, e incluso con algunos de ellos inicié una bonita amistad. Tal vez sea por mis preguntas, mis reflexiones en voz alta o mi forma de habitar los espacios, pero en general los gurús con los que me he tropezado me han acabado acogiendo bajo su ala. La personalidad magnética del maestro cautiva la mirada en la cima de la montaña, guiando meditaciones y ejercicios trascendentales que arrancan el aplauso de los seguidores. Sin embargo, a la hora de compartir individualmente otras esferas de la vida, en la conversación cotidiana, en el intercambio de cariño, en el trasiego de las avenidas y los bares, abundan las carencias como todo el mundo. Una cosa es la oratoria en el altar y otra diferente la convivencia en la calle. Una vez bajan del pedestal, son seres humanos muy

comunes. A veces prefiero quedar con alguien 1.0 y charlar unos instantes de gastronomía, arte o meteorología que con un newager desapegado y cursi. En mi espacio profesional, he recibido a sanadoras espirituales, terapeutas energéticas, canalizadoras, videntes y tarotistas. Recuerdo el caso de una sanadora espiritual que vino a verme porque afirmaba tener la autoestima muy baja. Tomaba antidepresivos y presentaba cuadros clínicos compatibles con varias fobias. Estaba divorciada, no tenía amigos ni apoyo social y era repudiada por sus padres, los cuales la habían maltratado repetidamente durante la infancia. Le propuse un trabajo profundo de pozo interior para poderse liberar de los grilletes emocionales del pasado, levantar el edificio emocional desde los cimientos y empezar a vivir en el presente de forma plena. Cada sesión lloraba de forma estentórea mientras iba purgando la herida y madurando emocionalmente. Sin embargo, al final de cada ejercicio me decía que no comprendía la necesidad de ir al pasado, si lo importante era el presente. Esta es la argumentación estrella de la intolerancia de alguna gente a la escalera de abajo. Yo le replicaba que precisamente evitar esos peldaños durante tantas décadas era lo que la había metido en los problemas emocionales que le oprimían y la hacían arrastrarse en el presente. No abordar los asuntos pendientes para soltarlos y vaciar la mente inconsciente de ellos la había colocado en ese atolladero sentimental y de aislamiento social en que se hallaba. Ella decía sentirse muy culpable por ser incoherente y mentirosa al cobrar una elevada suma de dinero por enseñar cosas que ella misma no practicaba y en las que tampoco creía. Mientras trabajábamos juntos, seguía promocionando talleres y retiros proclamando lo que ella misma era incapaz de encarnar: «Es muy simple, permítete ser. No tienes que hacer ningún esfuerzo para tener más autoestima, ya eres puro amor. No tienes que luchar para ser mejor, solo debes reconocer tu grandeza. No tienes que batallar para encajar en el mundo, únicamente debes estar presente. Permítete guiar tu vida desde tu luz interior». Un día le propuse si no sería mejor ser más sincera y no vender ilusiones que ella misma no lograba alcanzar. No acudió más a mi consulta. Actualmente, sigue llenando sus talleres de gente que anhela lo que ella todavía no ha logrado encontrar: honestidad, coherencia y una autoestima sana. Tres perlas que solo se descubren explorando amablemente las heridas de la infancia.

LA REPRESIÓN DE LA RABIA

Una vez tuve una novia que cada vez que vivíamos algún desencuentro encendía un palosanto y esparcía su aroma por las esquinas de la casa tratando de reequilibrar la energía, en lugar de sentarnos y charlar para limar asperezas y avanzar de la mano. Ese gesto representaba el sectarismo de lo positivo, la resistencia a lo desagradable y las lecciones tan útiles que este alberga en su interior. La mente Disney tiene especial aversión a la rabia y reprime la energía de la confrontación y las ganas de darte una colleja cósmica. En su lugar, pronuncia la palabra namasté, te da un abrazo de luz y te desea un día divino. Luego somatiza el bloqueo en el colon y se hace adicto a la hidroterapia y los enemas de café. Hay una propaganda adversa contra la rabia, un movimiento silente de acoso y derribo contra esta emoción natural. Claman que un minuto al día de ira debilita el sistema inmune durante cuatro o cinco horas, mientras que un minuto de risa fortalece el sistema inmune durante veinticuatro horas. Una actitud común en el que empieza el camino de la práctica espiritual es percibir la rabia como una emoción errónea y sentir culpa cuando la siente. De pronto, una pátina de optimismo forzado lo aplaca todo. Se ha envainado la espada de la contienda y se ha entregado uno al cáliz de la paz eterna. Si todo el mundo envainara a la vez el hierro, el gesto sería un acierto. Sin embargo, mostrar la otra mejilla cuando te golpean y el resto la oculta es terreno abonado para la injusticia. Así, nos desconectamos de nuestras necesidades y de nuestra identidad, y nos acaban tomando el pelo. Tanto Marte (dios de la guerra) como Venus (diosa del amor) son dos principios naturales que todos poseemos y, desenchufando el primero, atraemos el atropello. La espiritualidad real nos ayuda a vivir con la espada envainada pero no a entregar las armas. Si bien el miedo, en un principio, nos paraliza, la rabia adiestrada nos moviliza hacia la autoafirmación individual mediante la colocación de límites respetuosos.

INCOHERENCIAS DISNEY Para mí la iluminación que no se refleja en la plaza del pueblo es una maniobra de escapismo esnob. Hallar la voz de Dios en la soledad de una montaña, retirado de los ruidos y anestesiado del estrés de la civilización no es tan difícil como parece, pero puede no ser muy práctico. Aislarnos es resistirnos a sentir lo que hay y, a la larga, igual que resignarnos, se puede convertir en otro problema más a solucionar. Evitar obstáculos jamás ayuda a madurar la mente profunda. El bypass espiritual consiste en saltarse el dolor de las heridas de la infancia y

subir directamente a la escalera de arriba para aparentar calma y sabiduría. Mucha gente acólita al pensamiento positivo y la sonrisa, cuya práctica espiritual parece sólida, establece las mismas relaciones de poder y sigue planteando en la intimidad los mismos juegos psicológicos. Como tienen intolerancia a la vulnerabilidad, confunden asertividad empática con honestidad brusca y antipática porque tienen aversión a sentir emociones desagradables y, desde ahí, expresar sus necesidades reales. Por mucha estética 3.0 y por mucho que lo diga Shiva, el mundo interno de esa gente sigue gobernado por las mismas actitudes manipuladoras y comportamientos ecpáticos de la mentalidad 1.0. Hay gurús sin conciencia de interdependencia que dedican el retiro de yoga a la paz mundial, mientras depositan el dinero de los asistentes en bancos que invierten en armamento militar. Le dedican a la divinidad rituales para crear de forma abstracta un mundo mejor, en lugar de bajar a la calle y ofrecer un bocadillo al pobre. Separarse de la sociedad aislándose en un castillo de mandalas e incienso, en lugar de arremangarse y participar en lo social yendo a votar a un partido político que apueste por la justicia económica y la igualdad social, es otro rasgo de la mente Disney. Los gurús no votan porque afirman no creer en el sistema. Aunque no votar perpetúe la corrupción del sistema económico y eso les convierta en sus cómplices. Prefieren cambiar el mundo huyendo a la aldea ideal que solo existe en su mente. Se han desconectado del sufrimiento cotidiano de los más necesitados, las minorías, los discapacitados y excluidos de la calle, del barrio, de la ciudad y del sistema, porque le recuerdan su propia herida no sanada. Muchos fanáticos de la espiritualidad se obsesionan con la trascendencia de los estados emocionales desagradables y, por ese motivo, se esconden en los escalones superiores, llenando la agenda con talleres y retiros espirituales. Pocos caen en la cuenta de que la integración pasa por bajar al sótano a abrazar la herida y que sin ese movimiento nunca serán capaces de aterrizar en la práctica cotidiana las fenomenales sensaciones vividas en el ático soleado.

VERDADES COMO PUÑOS ESPIRITUALES No hace falta ir a la India para practicar yoga, ni ir al Perú para tomar ayahuasca. Tampoco seremos más espirituales por realizar posturas perfectas, quemar incienso, repetir constantemente namasté o sat-nam, ponernos un nombre hindú, recitar pensamientos positivos ni tomar decenas de vasos de medicina sagrada.

Personalmente, siento que no hay mejor sitio para encontrarse a uno mismo que en la intimidad de nuestra habitación, con los ojos cerrados, o en el bosque solitario a media hora de casa. Después llegarán los viajes lejanos, pero no antes de haber conquistado el espacio interior personal, o se tratará de otra huida más hacia delante. Aprender a relajarnos, meditar y hacer yoga es fundamental para conectarnos a nuestra esencia, aflojar tensiones y mejorar la calidad de vida, pero estas prácticas no van a resolver por sí mismas nuestros problemas de comunicación y de relaciones. Aunque sea muy terapéutica y necesaria, no hay que confundir la utilidad y el cometido de la espiritualidad con la de la psicoterapia o el coaching. Una cosa es sentirse muy espiritual y otra diferente tener la mente equilibrada y la cabeza bien amueblada. Es necesario cubrir todo el rango emocional de nuestra escalera interior. A la música, el masaje, la pulsera, el cuarzo, el turbante o la fragancia terrosa le otorgamos el poder del que interiormente carecemos, y acabamos dependiendo de ellos para ser. Todos esos objetos externos son útiles para acompañar nuestras prácticas y procesos personales. Sin embargo, si no prestamos atención, nos pueden acabar confundiendo y alejando la posibilidad de acudir a un buen terapeuta que nos eche una mano con nuestras heridas. Para comprender profundamente y, sobre todo, integrar la sensación de trascendencia puntual en el día a día, antes hay que abrazar y liberar de dolor a nuestro niño interior. Para ir hacia arriba, antes hay que ir hacia dentro. Solo una personalidad madura y bien estructurada es capaz de sacarle frutos al encuentro con la parte mayestática de la vida sin caer en el escapismo del autoengaño y la arrogancia. De lo contrario, se activará el síndrome del gurú y acabaremos despistándonos, a nosotros y a la gente que nos rodea. El mismo reset o escapismo mental que la sociedad de consumo concede a la mente 1.0 mediante el fútbol, la televisión, la fiesta de fin de semana, la seducción exprés, la velocidad, el tabaco o el sabor potenciado de la comida, en el 3.0, si no estamos atentos, se puede dar mediante el cuenco, la pulsera, el yoga comercial y el retiro en la India. La verdad es que si sigues reprimiendo las emociones desagradables, y sigues negando tu propia fragilidad, sigues desconectado de tu identidad esencial. Si nunca te permites estar triste o sentir rabia, nunca llegarás a saber, en realidad, quién eres. No he conocido a nadie que en la vida real haya logrado despojarse del ego y vivir en el más profundo amor desinteresado, en la entrega y la generosidad. El maestro zen, durante los retiros, servía la comida, se llenaba el cuenco más que

nadie, repetía y se acababa solito el puchero. La maestra budista engañaba a los alumnos y robaba dinero de la caja. Mi primer maestro de meditación no contestaba los emails a los alumnos. El gurú del mindfulness era brusco en lo emocional y tenía escasas habilidades sociales. Cuando paseaba por la ciudad, la chamana se comportaba con la altivez de una diva. Todos tenemos una agenda personal y necesitamos sentirnos importantes y reconocidos, es algo humano. Todos tenemos un ego, un yo individual, una mente pequeña, y cuando oigo a alguien afirmar que ha disuelto y trascendido su humanidad, cambio de acera y sigo mi camino. Mi experiencia profesional me demuestra que cuanto más recorrido espiritual se lleva, cuantos más retiros de yoga, teatro terapéutico, danza oriental, cuencos, meditación y tomas de ayahuasca sin haber realizado un trabajo de profundidad en las arenas movedizas del pasado, mayores son las resistencias y la negación que se presenta. Más ego espiritual y muros en el camino hacia la liberación. El autoengaño Disney complica el trabajo de honestidad y madurez emocional que requiere el sótano interno para poder limpiarlo y liberarse de su yugo. Igual que un cirujano no puede suturar la herida sin acercarse a ella, palparla y manipularla, no se puede sanar la aflicción emocional sin enfrentarla. En definitiva, con tal de no conectar con la herida del pasado y revivirla de nuevo en el presente para liberar las emociones desagradables que la forjaron y sanar de una vez por todas, nos ponemos a dieta, nos apuntamos al gimnasio, probamos un nuevo peinado, nos damos masajes exóticos, encendemos incienso, estiramos el cuerpo, corremos maratones, movemos energías, nos echan las cartas, acudimos a cursillos de moda, trazamos una sonrisa perenne y leemos libros de autoayuda comercial sobre métodos rápidos y sencillos con los que alcanzar un pensamiento estático alegre. Todos esos rituales externos pueden funcionar como complemento, pero nada sustituye al sublime ejercicio de conectar, en un entorno terapéutico, con la llaga de la infancia que nos aprieta por dentro para descargar las emociones asociadas a ella y que nos condicionan en el presente y nos empujan a proyectarnos hacia fuera, para huir del pasado que somos y escapar un poquito más de nosotros mismos.

III La luz

Cuando bordeamos un abismo y la noche es tenebrosa, el jinete sabio suelta las riendas y se entrega al instinto del caballo. A. PALACIO VALDÉS

12. UNA PSICOLOGÍA REAL Tras múltiples fracasos a lo largo de mi vida tratando de maniatar, menospreciar o aniquilar las olas de ansiedad que gobernaban mi rumbo existencial, necesitaba relacionarme de una forma diferente con ella y con mi descontento con el mundo. Estaba hastiado de la psicología oficial, tan miope y obsesionada con el síntoma, mera expresión externa de un bloqueo interno cronificado y multifactorial. Harto del parche del protocolo y la molécula sintética que preceden una nueva recaída. Era un milagroso superviviente de la distracción y la represión emocional de la ciencia oficial y el new age Disney. Anhelaba una forma de psicología más ancha y profunda, responsable y sostenible. La psicología REAL nace de la honestidad de la propia experiencia, de la memoria del sufrimiento, de la inteligencia racional puesta al servicio de la sensibilidad a flor de piel y la conciencia expandida. Su principio activo no se calca de un libro de texto ni se oficializa con un título académico. Va más allá de universidades, talleres, retiros, cursillos, técnicas y herramientas concretas. Un estudioso del bienser parte de la respuesta en su propio cuerpo, su organismo, templo y laboratorio. El único tratamiento causal y radical (porque hace mella en la raíz) es la terapia emo-espiritual, aquella que desbloquea el sentimiento y abarca el espíritu. Es necesaria la recuperación del niño interior herido en el pasado y vulnerable en el presente, y la conexión profunda con la sinceridad vertical de la mente grande (la espiritualidad). La mayoría de los problemas psicológicos que la gente padece son consecuencia de una forma superficial y limitada de comprender el mundo de la mente y las emociones. Para la ciencia oficial y la psicología 1.0, solo es verdadero lo que existe y solo existe lo que es observable, medible y replicable estadísticamente. Por lo tanto, únicamente puede corroborar la existencia del pensamiento racional que se percibe a través de la palabra oral o impresa y la acción o conducta externa. De ahí se deriva que solo el estudio de los ejes cognitivo y conductual es científico (y, por lo tanto, válido por certero), el resto, por estar oculto, no merece un análisis riguroso. Además, lo oficial es cortoplacista, ya que solo mide la mejora del síntoma después de la intervención.

No hay un seguimiento fiable a largo plazo, ni se calcula el grado de recaída y cronificación. Tampoco la relación del tratamiento con el nivel de infantilismo psicológico del individuo tratado con sus métodos. Como ya hemos visto, muchos de los trastornos psicológicos son creados por la propia ciencia oficial, la psicología 1.0 y el new age Disney con sus eslóganes cargados de metas tóxicas imposibles de cumplir, sus premisas rígidas y sus soluciones aisladas y parciales. Frente a esta desidia intelectual, lo REAL cuestiona la verdad oficial esparcida por la ciencia convencional y los medios de comunicación comerciales, y se opone a la promoción cultural del patrón de personalidad entusiasta, extrovertido y hacedor compulsivo, considerado el único válido y exitoso. Es necesario abandonar los juegos infantiles en el parque y adentrarse en la cueva interior. Es hora de sustituir la topografía racional por la espeleología emocional. El sentido no nos espera en el fragor de la prisa y la multitarea, sino en el paseo solitario por una playa desierta en invierno. Hay que desempoderar al personaje heredado, la apariencia automática y convencional del ser. Hay que reempoderar la parte blanda y rehabilitar la ilusión de crear vínculos profundos. Hay que atreverse a aflojarse en lo que hay y lo que somos sin maquillaje. Exhalar, aflojar el pecho e introducir la atención amable en ese recoveco de profundo desconocimiento del ser que la cultura 1.0 nos ha hecho expertos en evitar. Solo así nos reencontraremos con nuestra esencia, quietos, silenciados, temporalmente aislados, atentos a la verdad del pozo. Palpando su fondo para comprender el sentido del sufrimiento y su proceso de disolución. Todo es flujo y reflujo, ola y orilla, espuma y arena. Todo viene y se marcha, solo si nos lo permitimos todo. Es imprescindible normalizar el sufrimiento. Sufrir es consecuencia de abrirnos a la experiencia y danzar con la vida. Una vivencia muy humana y, por tanto, común y natural. Además, estando atrapados en una cultura 1.0 que nos desorienta inyectando miedo y recortando autoestima, y que después se sorprende de que tengamos miedo completando el ciclo carcelero-salvadorcarcelero, sufrir es aún más normal. Es necesario también normalizar la dificultad y los obstáculos en el camino. Sanar significa ir a contracorriente y desaprender y desprenderse de los grilletes culturales, lo cual no es tarea sencilla. Igual que crear vínculos y mantenerlos, tener pareja y mantenerla, o gestar un hijo, parirlo y educarlo, en la vida todo lo que merece la pena requiere su tiempo. Igual que nacer duele, igual que dar a luz es doloroso, la vida también duele.

Además, tenemos que ser conscientes de que a lo largo de una vida que merezca la pena deberemos despedirnos muchas veces. De personas, animales, objetos, casas, ciudades, culturas, vínculos, rasgos, hábitos. Y eso duele. Siempre duele.

EL TERAPEUTA 3.0 Un terapeuta REAL no necesita ser respaldado por papá ciencia oficial y mamá medicina convencional, y no llama pacientes a sus clientes. Es sensible al lenguaje porque este enmarca y crea el mundo que habitamos. Paciente viene de la palabra latina patiens, que significa «el que sufre», y si te llamo paciente, me diferencio, me separo y me distancio, creando la pseudología fantástica de que yo no sufro. Por arte de magia, ya me he puesto por encima de ti. Y, como hemos visto, el sufrimiento es una experiencia humana transversal: todos sufrimos, en menor o mayor medida. Deseos, anhelos, apegos, miedos, inconsciencia e ignorancia son los resortes que se activan automáticamente, separándonos del instante presente vislumbrando nuestra carencia e incompletitud. El sufrimiento es inherente a la vida. Empecemos evitando los juegos psicológicos y las relaciones de poder con la gente que viene a vernos. Ya han sido manipulados por el abuso de poder de demasiadas autoridades injustas (padres, profesores, jefes, parejas). Pongámonos como ejemplo de horizontalidad porque aterrizan ante nosotros socialmente infantilizados, con la autoestima mancillada, y necesitan recorrer el camino de vuelta a su voz adulta. Atrevámonos a presentarnos frente a ese ser humano con el terreno allanado bajo nuestros pies, sin miedo al contacto visual profundo. Para ello el terapeuta REAL muestra los trescientos sesenta grados de su ser, no hay distancia entre profesión y persona. No hay nada que fingir, nada que vender, nada de lo que convencer si uno mismo ya está convencido. La verdad no se defiende, es elocuente por sí misma y se acaba colando por las grietas del maquillaje. Por eso, el terapeuta 3.0 se muestra cercano y ecuánime, mostrando ambas caras de la moneda, su luz y su sombra, sus logros y flaquezas. No hay nada que ocultar, no hay doble fondo, no hay moral que predicar. Él mismo es ejemplo de autenticidad, dando la circunferencia entera de quien es. Por lo tanto, comparte solo lo que él mismo realiza, invita al espacio que él mismo habita. No obliga, orienta. No aconseja, propone. Facilita y acompaña, sin saberlo todo ni ser el salvador de nadie. La verdad es un escudo; si uno es transparente, no se tiene que defender de nada.

Contrariamente, a lo que la psicología 1.0 predica, es muy terapéutico que el cliente conozca aspectos del viaje interior del terapeuta. Pocos psicólogos hablan de su propio proceso personal, pero es imprescindible para que, quien está enfrente, en lugar de juicio sienta conexión e inspiración, seguridad y cercanía, acompañamiento y motivación. Cuando alguien sufre, le recibo desde la memoria de mi propio sufrimiento, no desde mi lado rutilante. Eso sería egoísmo, ignorancia y miedo. Para ello debo tener mi propia herida limpia y que no supure al unirse temporalmente a la de los demás para no añadir más sufrimiento. Por eso el psicólogo convencional teme colocarse en esa posición horizontal, se siente amenazado y vulnerable, y prefiere subirse al falso pedestal. No ha trabajado su herida hacia abajo, ya que la tarea de manipular el pensamiento no alcanza las capas centrales del ser. Con lo cual, ante el miedo a desbordarse, uno mismo activa la defensa del pensamiento racional y le dice al que sufre que lo hace porque piensa mal. El terapeuta 3.0 no permite que se le idealice porque sabe que encumbrar al otro es desempoderarse uno mismo, la enfermedad que los medios de comunicación comerciales transmiten fabricando ídolos sintéticos que la gente replica en las redes sociales. Cuanto más alto te veo a ti, más víctima me siento por dentro. Muchos clientes salen de la consulta del terapeuta irresponsable que les acoge desde el falso pedestal de la moneda alegre aún más revictimizados. Yo no soy tu maestro, mi mente pequeña (ego) te agradece que la consideres así, pero es algo que ni queriendo podría lograr. Mi papel es ayudarte a explorar tu mente y aclararte, empoderarte y que no dependas de mí ni de nadie. Te ayudo a ayudarte a conectar con tu propia motivación, tu claridad mental, tu intuición, tu voz interior, tu maestro interior, tu propósito, tu camino, tu propio destino personal e intransferible. El terapeuta REAL es consciente de que los sentimientos no entienden de ecuaciones ni de tablas de multiplicar, y de que quien no se apoya e incluye en el proceso terapéutico ciertas actitudes o prácticas propias de la espiritualidad es un matemático de la mente y añade más cálculo y control, más represión emocional y, por lo tanto, más sufrimiento. El terapeuta REAL entrega a sus clientes una invitación para superar la psicología convencional y desplegar la conciencia 3.0. Para ello, les acompaña en el viaje hacia la conexión, la aceptación y la liberación emocional, disolviendo la tensión, la culpa y el estrés de la mente 1.0.

LAS CUATRO ESTACIONES DEL ALMA

Las emociones biológicas, naturales y primarias que compartimos con los mamíferos de orden superior son el miedo, la rabia, la tristeza y la alegría. La función biológica del miedo es avisarnos de las posibles amenazas que esconde el entorno para evitarlas y que así podamos mantener nuestra vida intacta a nivel primario. Queremos sentir el latido del corazón bombeando fuerte cuando apretamos demasiado el acelerador, para detectar imprudencia, permanecer atentos y no matarnos en la carretera. Queremos sentir el jadeo en la respiración al transitar un callejón poco iluminado de madrugada, para localizar la zona de peligro y agudizar los sentidos. A un nivel psicosocial, el miedo tiene la función de protegernos la autoestima (evitando el posible ridículo de la sobreexposición) y, a la vez, nos indica la acción que necesitamos emprender para crecer y madurar emocional y socialmente. Hablar en público nos da miedo y, sin embargo, lo necesitamos para sacarnos el título; hablar con la chica que nos atrae nos da miedo y, sin embargo, es lo que necesitamos para sentirnos realizados. Las mayores resistencias y los mayores miedos los tenemos siempre ante las cosas que más necesitamos. Justo detrás del miedo se halla la meta que precisamente nos liberará de la dictadura paralizante del miedo. Si me da miedo realizar esa acción, esa es justamente la acción que necesito realizar para liberarme de ese miedo. Si la evito constantemente, evito la posibilidad de llevar la vida que deseo. Desde una perspectiva 3.0, el miedo esconde nuestra vulnerabilidad, nuestra fragilidad, lo más íntimo, lo que tememos perder y, por tanto, lo que más necesitamos y no queremos que nadie sepa. El miedo habla de nosotros mejor que nuestra madre. Ha sido y será siempre nuestro santo y seña, nuestra identidad y nuestro hogar. Por eso la cultura 1.0 mantiene un doble juego en su guerra contra el miedo. A nivel consciente, mediante la militarización social, muestra beligerancia y cero tolerancia porque, como sociedad de consumo, le interesa que nos desconectemos de nuestro centro. Sin embargo, a través de la televisión y la prensa comercial, la ciencia oficial, la educastración tradicional y la política, nos inocula miedo constantemente. Nos quiere alerta, hiperactivados, hiperventilados, preocupados, caóticos, insomnes y descentrados de nuestra esencia para dirigirnos mejor. La función biológica de la rabia es intimidar y luchar para defendernos de las amenazas. A nivel psicosocial, es una energía que nos propulsa a poner límites, pedir respeto, sacarnos espinas clavadas y mantener nuestra autoestima intacta. Es la emoción de la justicia porque me permite luchar por mis derechos, reclamar lo que me toca, recuperar las riendas y exigir disculpas. Muchos de mis clientes tienen una relación muy tóxica con la rabia. Viven desempoderados, sin

reclamar sus derechos, eternamente atropellados por familiares, amigos, jefes y parejas. La cultura 1.0 es hiperviolenta, y, sin embargo, a través de la educación tradicional, se nos ha prohibido la conexión con esta emoción fundamental que nos ayuda a defendernos de los parásitos, vampiros y buitres. La han criminalizado, lo cual es como criminalizar nuestra piel, algo que nos contiene y pertenece legítimamente por derecho de nacimiento. Nos quieren silenciados, maniatados, sumisos, obedientes, homogeneizados, cuerpos sin cabeza, marionetas replicantes del software de la maquiavélica Máquina. Sin embargo, la rabia es la emoción de la autoafirmación y el autoempoderamiento, del que lidera su vida y del que nadie abusa ni atropella. Rabia es susurrar un no cuando el entorno presiona y conspira para que digas sí. Rabia es mantenerse firme en una idea, aunque a la autoridad de turno le moleste. La rabia es la emoción de la independencia y la libertad, y la cultura 1.0 nos ha programado para obedecer y ser dependientes emocionalmente. Rabia no es igual a agresividad ni a violencia, eso es una pobre comprensión y peor gestión de esta emoción biológica y natural. Precisamente, la violencia estalla cuando he reprimido la rabia por sentirme incómodo, indigno y culpable al sentir esa energía tensar el músculo y, de tanto contenerla, ha explotado en forma de agresión desplazada. A menudo, evitar el conflicto y tragarse el enfado genera un conflicto interior y, como no sé poner límites a mi jefe, utilizo a mi hijo como válvula de escape. Le acabo berreando y golpeando a la mínima ocasión. La misma rabia que urge al violento a romper, al masoquista a poner el cuello, al pasivo-agresivo a contener ante la autoridad y vaciar con el lacayo, a la mente 3.0 le ayuda a detectar una oportunidad de crecimiento y ser asertivo. El consciente no elude el roce, lo percibe como una oportunidad de profundizar y hacer evolucionar la relación. El 3.0 no evita el careo, lo utiliza como plataforma para practicar la conexión y hacer del mundo un lugar más auténtico. Pero para el newager Disney, la rabia es urticante. Sentirla es reconocer que su trabajo espiritual (de evitación escapista, más que nada) es un fracaso. Por eso finge públicamente ser inmune a ella y haberla superado. Cuando lo confrontas desde tu rabia consciente y natural, él sonríe alegremente de manera condescendiente y le agradece a la vida que hayas aparecido en su camino para darle ese feedback tan útil para su evolución espiritual. Luego te bloquea del WhatsApp y desaparece para siempre. La función psicosocial de la tristeza es invitarnos a aislarnos y recluirnos para recapacitar sobre los errores y aprender de ellos. La tristeza es la emoción de la pérdida, del cierre, del duelo y, por lo tanto, de la conciencia y la transformación

personal. Es la emoción de la profundidad de espíritu, del artista, del creativo de una disciplina mayúscula. Los grandes genios de la humanidad, pintores, escultores, músicos, escritores, filósofos, eran seres muy sensibles a la tristeza. Muchas de las obras que nos estremecen, de las canciones que nos conmueven, están atravesadas por la tristeza. La tristeza es la carga de profundidad de la vida, la comprensión, la madurez, la verdad del pozo. Quien no conecta con la tristeza, desconecta del latido profundo de la existencia. Sin embargo, vivimos en una sociedad donde no se permite la tristeza. Algunas clientas, al inicio de su proceso terapéutico, me piden disculpas por llorar. Las risas se comparten, las lágrimas se ocultan. La alegría es generosidad; la tristeza, egoísmo. La vida es santa; la muerte, un pecado. En mi consulta, el pañuelo para secarse las lágrimas está prohibido. En mi espacio profesional, se naturaliza la tristeza tratando de no verter más vergüenza y culpa sobre ella. Para ello, hay que dejar de tapar, borrar, ocultar la expresión de cualquier emoción natural. La tristeza nunca es el problema, lo es la pobre gestión emocional, la carencia de visión profunda y autocompasión que arrastramos desde niños. Todo el día poniéndonos chubasquero y paraguas para disimular la lluvia, cuando nos escala de abajo arriba y ya nos está calando por dentro. Buscar alegría para regular la tristeza, cuando solo se transforma conectando y abriéndonos de par en par a ella. La tristeza pide frenarte un instante para inclinarte hacia dentro y reflexionar para poder reparar y evolucionar espiritualmente. Tal vez te invite a pedirte disculpas a ti mismo o a otros, pero nunca pretende que la bloquees fingiendo una sonrisa. Igual que no me avergüenzo de mi hemoglobina ni del calcio de mis uñas, tampoco me avergüenzo de sentirme triste. Son ingredientes de mi organismo, estructuras lógicas, partículas vivas que me mantienen eléctrico y me dan sentido. En realidad, la forma más rápida de dejar de estar triste es, precisamente, llorar. A la agonía le sigue el éxtasis; a la tormenta, el arco iris. Por eso, en lugar de enseñarnos a ser expertos en disimular las lágrimas, de niños nos deberían enseñar a llorar de forma digna para conectar con nuestro ser profundo. A mimarnos cuando sufrimos, a descargar tensión en lugar de reprimirnos tanto. Además, la práctica espiritual y las habilidades artísticas son vehículos de distensión y compensación de la energía de la tristeza. Si me la permito y la expreso mediante lágrimas y pinceles, canciones y letras, transformo su energía en luz que alumbra a otros y le acabo cogiendo cariño. Mucha gente tuerce el gesto, se tapa el rostro o desvía la mirada al suelo con tal de que no le vean llorar. Yo prefiero quedarme tal cual estoy, centrarme en la

respiración, exhalar, aflojarme y permitir que las lágrimas recorran mi rostro con total normalidad como el caudal de un río. Tuve plena conciencia de que la muerte de mi abuela era un hecho irreversible e inminente una tarde que iba en moto a trabajar. Bajando por las calles de Barcelona, con el casco puesto y la mirada al frente. El viento fresco soplaba contra mi rostro y abundantes lágrimas se deslizaban sin parar. No había nada de lo que huir, nada que tapar. La verdad no se oculta; el sentimiento auténtico, tampoco. Mientras una película de recuerdos suyos desfilaba por mi cabeza, sentía en aquellas lágrimas la celebración de una tristeza, una belleza y una gratitud honestas y reales. Aquel fue mi último homenaje en vida a mi querida abuela. La función psicosocial de la alegría es celebrar, conectar, compartir, socializarnos, conocer gente nueva, expandir la red de amigos. Del ramillete sentimental, la alegría es la gran mimada culturalmente y de su lado amable no hace falta decir mucho. Que la sientas con frecuencia le interesa a tu madre, a tu jefe, a tus amigos, a tu pareja. Si la tristeza nos mete hacia dentro, la alegría nos saca hacia fuera y nos convierte en el amigo ideal, el trabajador afable, el consumidor perfecto, el hijo predilecto del sistema. Por eso el pobre, el rico, el feo, el guapo, el tonto, el listo, todos sonríen en Estados Unidos. Nadie consume más que quien está alegre y entusiasmado y, mientras tanto, las marcas se frotan las manos. El alegre es optimista, y el optimista despilfarra más, porque el miedoso es tacaño, el triste se distancia, el rabioso le pone inconvenientes a todo. Para la mente 1.0, alegría es igual a despreocupación, felicidad, autoestima, sabiduría, estatus, riqueza y éxito social. Equivale a salud, longevidad y buena suerte. Sin embargo, todas las emociones tienen su lado oscuro y quien siempre está alegre tiende a no detenerse a reflexionar y, por lo tanto, a veces no tiene opinión propia. La alegría es una energía extrovertida, expansiva aunque superficial; demasiado tiempo instalado en ella le hace a uno cándido e inmaduro, temerario e irresponsable. El alegre tiende a ser menos empático con el otro y más egoísta con sus estados emocionales, y acaba invadiendo el espacio ajeno con su energía. Nunca me ha molestado ver a alguien llorando, estuviera yo alegre o como fuese que me sintiera. Pero cuando he tenido un momento de flaqueza y he escuchado a alguien, al otro lado del pasillo del supermercado o del andén del metro, riéndose a mandíbula batiente, me he sentido incómodo. Existe el mito 1.0 de que la alegría anima y expulsa los malos espíritus. Una lectura menos simplista y más profunda nos da a entender que la risa no siempre contagia alegría, pues a veces conecta con la inseguridad y la baja autoestima. Sobre todo

cuando está fuera de contexto o no es solicitada. La mente 3.0 sabe que la alegría exagerada en un espacio público molesta más que la tristeza porque trata de forzarnos hacia una dirección, un plan, una intención alejada de nuestra perímetro interno. La alegría trata de contagiar y bajar las defensas. El vendedor, el instagramer, el cura y el psicópata dominan ese mecanismo de seducción. La alegría puede ser muy violenta. Contrariamente a lo que predica la cultura 1.0, las cuatro emociones son neutras. No existen las emociones positivas ni negativas, eso es un juicio de valor que parte de una idea maniqueísta, infantil, fundamentalista y religiosa. Son etiquetas perversas que utiliza la Máquina como mecanismo de control social. El miedo, la rabia y la tristeza son negativas, la alegría es positiva, y así lo creen el 80 por ciento de mis clientes al inicio de su proceso terapéutico. Y ahí reside el néctar de su desesperación. Toda la vida sintiéndose incorrectos e indignos porque cada día, durante instantes, segundos, minutos y horas, la mente atraviesa cada una de las cuatro estaciones. Bien mediante encuentros y desencuentros externos, bien mediante imágenes y recuerdos automáticos que se activan internamente como productos biológicos con una función psicosocial clara. Por lo tanto, al criminalizarse los ciclos emocionales, se castiga a uno mismo y, desempoderado por dentro, se necesita tirar de la mitología de la televisión comercial y la cultura del selfie para ser rescatado. En realidad, no hay nada positivo ni negativo por sí mismo en esta vida. Una muerte alumbra una vida, un final es un inicio, una mala noticia le saca a uno de la meta absurda que perseguía. De mis miedos, he concebido mis fortalezas; con mi alegría, he hecho daño a veces. Solo existe la vivencia y la conciencia de esa energía neutral que amanece de forma autónoma y se abre paso en nuestras entrañas. Por tanto, sí que hay sensaciones físicas y, por tanto, emociones que en un momento dado son agradables o desagradables. Pero ninguna experiencia mía, por muy dura que fuera, resultó negativa, y ninguna emoción es per se destructiva. He aprendido de todo, todo ha tenido su tiempo y su sentido. De mi depresión, mi crisis de ansiedad, mis complejos y bloqueos, he salido reforzado cuando lo he puesto en un contexto amplio y profundo de crecimiento y me he seguido trabajando. A veces llorar duele y, otras veces, es un placer. A veces la rabia nos descentra y, otras veces, lanzar un grito al cielo es un acto redentor. Nunca ningún esfuerzo será suficiente para hacer justicia y normalizar y equiparar las cuatro emociones primarias. Esta sociedad reprimidamente alegre, superficial e inmadura seguirá tratando de culpabilizar unas y divinizar otras, de ello depende su negocio. Sin embargo, todo fenómeno físico está en constante

movimiento, toda estructura biológica pulsa en ciclos. Todo patrón energético muta su forma y expresión a lo largo y ancho de un período de tiempo determinado. En el cielo se suceden las nubes, la lluvia, la brisa, el sol. En la mente el miedo, la tristeza, la rabia, la alegría. La meteorología cambia; la psicología, también. En el calendario hay cuatro estaciones; en el alma, también. La primavera es momento de florecimiento, crecimiento y movimiento, es la estación de la rabia, energía de acción. El verano es momento de celebración y exteriorización, es la estación de la alegría, energía de conexión. El otoño es momento de aterrizar y ponerse nuevas metas; es la estación del miedo que acompaña a toda finalidad relevante, energía de autoconocimiento si se entiende este como maestro. El invierno es momento de detenerse y recogerse, es la estación de la tristeza, energía de reflexión y descanso. La calidad de vida no depende de que se active una emoción u otra, sino de permitirnos en el pecho las cuatro estaciones del alma y respirarlas sin añadir sorpresa, extrañeza, duda o culpa. No estás mal ni equivocado, es una estación temporal más de la mente. Todo pasa, todo cambia, todo es escuela y vehículo de transformación si me lo permito. Una emoción natural nunca genera drama, es todo lo que hacemos para resistirnos a ellas lo que lo genera. Las adicciones cotidianas que utilizamos para desconectarnos de nuestro cuerpo como comer, beber, narcotizarnos, engañar, manipular o fingir son el drama de lo humano. Es la forma en la que gestionamos la biología natural de las emociones, reprimiéndolas, jugando a ser dioses, tratando de elegir qué deberíamos y qué no deberíamos sentir en cada momento. El drama es no querer llorar cuando estoy triste. Entonces, la tensión penetra en el tejido inconsciente de la mente y encalla en la oscuridad del arrecife. El drama se somatiza y, detrás de todo ese dolor, reside intacta la intolerancia a la incertidumbre y a la soledad, la sensación de incomprensión, de impotencia, de vergüenza eterna. Nadie se resiste a que el verano muera en el otoño, este en el invierno y, de nuevo, renazca la primavera. Sin embargo, debido a la conceptualización tóxica de las emociones que ha popularizado la cultura de la prisa y el control a través de la televisión comercial y la psicología convencional, se espera que la mente sea un sistema binario, estático, del tipo apagado y encendido, play y stop, que pueda controlarlo todo. Y en esa expectativa perversa de la metáfora del ordenador reside el verdadero trastorno. El sufrimiento cotidiano hunde sus raíces en la ignorancia construida por la cultura 1.0.

LOS DOS TIPOS DE PENSAMIENTO Siéntate en una silla con la espalda recta y pon la atención en un punto fijo en el suelo a un metro de distancia. Conecta con la respiración en el estómago y quédate quieto un par de minutos. Mientras estás ahí concentrado, verás cómo aparecen pensamientos e imágenes de forma automática. Con algunos te marchas donde te llevan, con otros comienzas a hablar sin querer, de otros eres consciente, no te dejas atrapar y a pesar de ellos eres capaz de seguir atendiendo el punto en el suelo. Acabas de conectar y diferenciar entre los dos tipos de mentes: la voluntaria (estoy haciendo el ejercicio de mirar el punto en el suelo) y la automática (de repente aparecen pensamientos e imágenes de otro momento y lugar, que me sacan del ejercicio). Sufrimos por la mente automática. En nuestra mente conviven dos tipos de pensamiento y ningún terapeuta 1.0 habla de ello. El pensamiento automático A es una especie de alarma, sirena o radio que opina y me avisa a todas horas y que yo no elijo conscientemente. El pensamiento voluntario V es el que añado voluntariamente cada vez que reflexiono, planifico o calculo de manera consciente. El pensamiento A representa el 80 por ciento de todos los pensamientos, el pensamiento V apenas el 20 por ciento. La psicología 1.0 confunde el pensamiento A con el V y no comprende que, por mucho que se trate de reestructurar el pensamiento, o pensar de forma positiva, esto solo afecta al pensamiento V, no al A. El A es producto de mi biografía y herida personal (traumas, inseguridades, complejos) y, para que este cambie, hay que regresar simbólicamente al pasado y revivirlo de forma terapéutica y así liberar la energía bloqueada y que deje de molestarnos. Por eso la terapia racional para resolver bloqueos emocionales es inútil, forma parte de una escuela de percepción ingenua y superficial del mundo y de la mente. Tratar de repensar, reestructurar y cambiar todo el día el bucle de pensamientos desagradables que se activan en mi mente puede aliviar puntualmente a corto plazo. Sin embargo, a medio y largo plazo, la vida se convierte en una lucha interior constante, lo cual genera más tensión, preocupación, rumiación y pensamiento circular. Hay que tener claro que se trata de una partida de ajedrez perdida de antemano. Los pensamientos desagradables son infinitos, como los posibles peligros que nos acechan cada vez que salimos a la calle. Nos pueden robar, atropellar, golpear o engañar, y el pensamiento A se encargará de recordárnoslo cada vez que identifiquemos un estímulo peligroso que asociemos con una vivencia personal o vicaria. El pensamiento A se piensa a sí mismo de

forma compulsiva y las interpretaciones del mundo se materializan según las tendencias innatas y los aprendizajes de cada uno. Es su función natural, pensarse por asociación, curiosidad, creatividad, imaginación, fantasía, y no añado más leña al fuego. Permito el río, lo dejo en paz. La mente A alberga fantasías increíbles, ideas racionalmente absurdas y crímenes silenciados, explora áreas que la cultura coercitiva le prohíbe e impide realizar. En sueños, nadamos, volamos, nos arrastramos, poseemos, conquistamos, matamos y así liberamos la energía reprimida durante el día por la prisa, los rituales sociales y la agenda llena de actividades. De noche, el animal toma el control, se libera y completa todas las ideas frustradas, como gritar al padre, golpear al jefe, tener una casa más grande o lograr un millón de euros. Es una función reparadora natural e imprescindible de la mente profunda. De cuando en cuando, en períodos de estrés, enfermedad o vulnerabilidad emocional, esos contenidos oscuros se destapan de la mente profunda y emergen a la luz del día. Hay gente que entonces se asusta y quiere evitar esas imágenes y pensamientos A. Y ese es precisamente el inicio del trastorno: interpretar ese automatismo como una amenaza y resistirse a esa función natural de automantenimiento de la que dispone la mente para aligerar tensión y resolver conflictos. Una vez comprendido este mecanismo de autoconservación, dejo de esforzarme en cambiar nada y me centro en el presente. Le retiro la atención, vuelvo suavemente a la respiración, exhalo y me aflojo. La mente dispone de su propio programa para preservarse en un estado óptimo. Una explicación, una comprensión y una actitud erróneas hacia ese bucle cognitivo, esa tortilla de conceptos, recuerdos, imágenes y juicios automáticos que se cocina a sí misma, se regurgita y aparece en la pantalla de la mente, es lo que decanta que vivamos el día de forma tranquila o estresada. Hay que tener claro que la mayoría de los pensamientos A no suelen ser agradables porque nos avisan de posibles amenazas. Son productos naturales de nuestro organismo cuyos órganos tienen todos la misma misión: ayudarnos en nuestra supervivencia. Por lo tanto, igual que el hígado genera bilis para la digestión o el pulmón filtra oxígeno para la sangre, la mente genera pensamientos para avisarnos en el entorno social. La psicología oficial afirma que la calidad del pensamiento A determina nuestra salud psicológica, y ahí empiezan el error, el conflicto y el engaño. No es la calidad de mis pensamientos automáticos lo que decanta mi salud interior, es la capacidad de dejarlos intactos y no racionalizarlos, de observarlos sin añadir más pensamiento. Yo observo, pero no tengo nada que ver con ese mecanismo

automático y mucho menos me siento culpable por él, ya que no elijo que se active cuando lo hace. No soy responsable de nada de lo que aparece en mi mente, y menos de lo que aparece de forma espontánea y repentina sin que yo lo haya elegido. No depende de mí, sino de la evolución de la especie, de mi genética heredada, de un aprendizaje inconsciente. Y lo dejo estar. No puedo ni quiero anular mis pensamientos y emociones porque la mayoría son automáticos, producto de mi biografía, y no puedo cambiar lo que he vivido. Permitirme pensamientos y emociones es aceptar lo que he vivido, aunque me haya dolido. No puedo negarlo, toca atenderlo sin darle más vueltas y permitir soltarlo, que ocurra y pase hasta que deje de doler y de regresar. El hecho desagradable que viví en el pasado fue el terremoto, los pensamientos y las emociones asociadas al evento en el presente son el seísmo que aún se agita puntualmente en mi interior. Dejará de activarse cuando me abra a esa sensación o la libere y me deje de resistir a ella. Por lo tanto, no me identifico con todos mis pensamientos, fantasías y pesadillas automáticas, pero me los permito, ya que no los he elegido yo. Me acabo convirtiendo en lo que hago, que está en línea con mis valores, convicciones, rituales y acciones. Y nada de esto tiene que ver con mi mente automática, inconsciente, racional, condicionada y heredada, sino con lo que a pesar de esta soy capaz de hacer y lograr por mí mismo. Cuanto más nos centramos en tener pensamientos «positivos» (agradables), alegres y sonreír a todas horas, paradójicamente más estamos luchando contra los «negativos» (desagradables), el miedo y la tristeza que subyacen, y hacemos de esa lucha interior el centro de nuestra vida. Por el contrario, doy fe de que mi mente piensa todo el día de forma automática como una radio encendida y yo la observo. Le doy las gracias sin enredarme en ella, exhalo, me aflojo y sigo con mi vida. No puedo frenar mi río interior cargado de pensamientos y sensaciones automáticas, me permito navegar su cauce con el cuerpo, aflojarme en su caudal, usar su poder natural a favor de mi autoconocimiento. No se puede cambiar el pensamiento desagradable desde el pensamiento, porque es una consecuencia del malestar interno, el cual es emocional. Por ello las terapias basadas en reinterpretar nuestro razonamiento para hacerlo más adecuado (más lógico) le faltan el respeto al cliente, porque le dicen indirectamente que su historia personal es ilógica e inadecuada, ya que la mente, la cual acoge los pensamientos, es un producto (y no causa) de ella. Es imposible cambiar mi forma de pensar intentando no pensar lo que pienso. Al contrario, reconozco lo que pienso, expreso mis emociones, desbloqueo y muevo mi

cuerpo, canalizo mi energía hacia cosas que me hacen sentir vivo, me fundo con la naturaleza siempre que puedo y veo mi mente cambiar naturalmente sin necesidad de forzarla. La mente es un producto de lo que hacemos y cómo nos sienta lo que hacemos, no al revés. Solo cuando logro enderezar mi vida poco a poco, mi mente se transforma. Intentar cambiar un pensamiento desagradable por uno agradable cuando estamos en plena crisis es tan efectivo como intentar escapar de una tempestad de nieve en la montaña visualizando una cálida playa tropical en verano. Las crisis emocionales se desencadenan por la suma de intentos fallidos para tratar de controlar y sustituir pensamientos y sensaciones desagradables en lugar de abrirnos plenamente a ellos hasta que amaine su presencia y comprendamos sus mensajes ocultos. Muchos de los pensamientos, sensaciones y emociones desagradables son fenómenos completamente normales que el desconocimiento profundo de lo humano por parte de la psicología convencional y la cultura new age Disney han psicologizado y etiquetado como problemas. Cambia tu trabajo, cambia tu novio, cambia tu peinado, cambia tu ropa, cambia tu coche, cambia tu casa, cambia tus aficiones, cambia lo que quieras, pero no intentes cambiar tus emociones. Esas siéntelas, escúchalas, vívelas, conecta con ellas porque te están susurrando quién eres en cada momento. Olvida las frases rosas digitales, deja de ensayar una nueva sonrisa social y sé honesto contigo mismo. Si llevas tiempo sufriendo, si ahora mismo estás sufriendo, seguramente estás tratando inútilmente de controlar tus emociones. Tus emociones son tú hasta que las escuchas, las comprendes, las expresas, las regulas, te aflojas en lugar de tensionarte. Entonces, tratar de cambiarlas deja de ser tu leitmotiv, te centras en vivir la vida y así te reconcilias contigo mismo.

CULPA Y VERGÜENZA, FANTASMAS DE LA MENTE No es redundante ni exagerado afirmar que la culpa de todo lo tiene la culpa. Detrás de cada trastorno y bloqueo emocional hay mucha resistencia, ansiedad y culpa. Reprimir la expresión de una emoción natural es como ponerle un bozal a un animal cuando llora o castigar a un niño cuando tiene miedo, ¿tú harías eso? Sin embargo, es lo que han hecho con nosotros, los raros, divergentes, neurodiversos, piezas defectuosas de la cadena 1.0 de montaje. Nos han hecho sentir avergonzados por pensar, sentir, preguntar, hablar, caminar, desear y soñar de forma diferente. Nos han hecho sentir culpables por tener ideas propias,

planes propios, dirección y propósitos propios, orillados de la masa. Hemos nacido con una mente con tendencia a la libertad del cielo abierto y el campo a través. Unos han venido a replicar el mapa, nosotros a renovarlo, pero el aceite que lubrica la Máquina es el miedo y por eso detesta lo inédito. De niños nos han juzgado lanzándonos sus eres como dagas al cuello. Eres sensible, eres quejica, eres vago, eres nervioso, eres inestable, eres tímido, eres irresponsable, eres problemático, eres raro, eres tonto, y todo porque nos hemos salido de sus estrechos esquemas mentales. Siempre fuimos un reto para el mundo de los adultos, la clase dirigente, el sistema educativo tradicional, el ciudadano medio, civilizado, bien adaptado, la clase pudiente y bien pensante. La masa acrítica. Somos espejos incómodos de la cultura 1.0 porque reflejamos sus defectos y mentiras. Y al faro que inspira nuevas travesías se le teme como a la bomba nuclear que amenaza con transformar la geografía del territorio consensuado. Al diferente se le etiqueta de anomalía y se le señala, se mofan de él, se le aísla, se le corrige a collejas y se le corre a coces. Hasta que al diferente se le instala el virus psicosocial de la vergüenza y la culpa, le penetra la eterna duda y se le cae la autoestima. Y se siente fracasado por no ser como el resto y alienado por no estar a la altura de las expectativas familiares. La culpa es la emoción que la cultura 1.0 pincha en vena a la ciudadanía para cortocircuitar sus brotes de libertad. Es la primera emoción social con la que el padre acorrala el deseo del niño: «¡Eso, no!». En el camino hacia la independencia personal, siempre nos encontramos el mismo obstáculo: la culpa. Sin deshacernos de ella es imposible sentirnos libres. La culpa es el subproducto y la emoción residual de los mensajes culturales emitidos por las autoridades (padres, profesores, jefes) que nos van frenando el impulso a la autoafirmación. Para educarnos, socializarnos, civilizarnos y hacernos encajar, hace falta que nos vayan recortando el instinto hacia la autonomía individual. Y cada vez que se activa la rabia para movilizarnos y dar salida a una resolución independiente, sentimos el puñal de la culpa clavarse más hondo y nos quedamos inmovilizados por la memoria del sufrimiento y el grillete social del qué dirán. Así adquiere más peso la opinión del vecino que nuestra propia voz interior. Y nos sentimos desafortunados, ingratos, egoístas, incapaces, impotentes, inferiores, indignos, malos. Y merecemos un castigo por pensar en nosotros mismos e infelicidad por querer salirnos de la norma. La culpa es el triunfo del silente plan que tiene la Máquina para convertirnos en robots obedientes que replican y no piensan. A

menudo, para la mente 1.0, independencia es amenaza y libertad es temeridad. Así nos han domesticado. De nuevo, el truco estrella de la cultura 1.0 es hacernos sentir culpables por el contenido de los pensamientos, imágenes mentales, sensaciones y emociones A (automáticos). Culpa por un sentimiento, por un pensamiento, un gusto, una palabra, una decisión, por no poner límites a tiempo. El triunfo de la civilización sobre la individuación. Recibo a mucha gente en mi consulta con un nivel de culpa devastador por contenidos de su mente automática que reflejan deseos y voluntades divergentes, como si ellos hubieran elegido contener esos pensamientos. Que las ideas invadan nuestro campo de la conciencia y nos golpeen, no quiere decir que sean nuestras, porque no las hemos elegido nosotros. En una sociedad consciente, abierta y asertiva, nadie debería sentirse culpable por albergar un sentimiento o una idea, solo son productos de la mente inconsciente. Sentir malestar por contener un pensamiento A, una energía que se activa en la pantalla de mi mente sin que yo haga nada al respecto, es un ejemplo elocuente de la programación cultural para el autocastigo. Una prueba de cómo la moralidad 1.0 domina y esclaviza nuestra mente. El otro truco para desempoderarnos y hacernos sentir erróneos es criminalizar la rabia. En mi caso, la culpa que arrastré durante veinte largos años no era tanto por mis rarezas, sino porque la rabia, junto a la alegría, es mi emoción primaria principal, la que da forma a mi temperamento, un temperamento que me vino dado desde la cuna y que no he elegido yo. Y la rabia es pecado, está mal vista. En mi proceso personal, primero tomé conciencia de esta perversa interpretación y, después, comencé a liberar emocionalmente la rabia de mi ADN. Más adelante, desterré la palabra «culpa» de mi vocabulario para siempre. Prometí no utilizarla nunca más, jamás arrojar esa daga para manipular ni permitir que nadie me manipule con ella. Cometo errores cada día, pero emocionalmente soy un adulto y no merezco ningún castigo de nadie por ello. La mente 1.0 se comunica de forma descendiente, condescendiente o paternalista, porque culpabiliza y castiga. La mente 3.0 se comunica de forma horizontal, señala el error y ofrece una oportunidad de reparación. Después de todo, nadie está mal por sentir las cuatro estaciones del alma, sino por la frecuencia e intensidad con que siente las mismas. No estoy mal por estar triste o tener miedo, sino por estar demasiado triste o tener demasiado miedo. Estoy mal porque se me ha dicho que soy un llorón, un miedica, y me siento

impotente e incapacitado. Ahí emerge la ansiedad tóxica, la cara visible de la vergüenza y la culpa, de la cual hablo acto seguido.

EL MIEDO TÓXICO Y LA ANSIEDAD AMIGA No hay nada más tóxico que fingir no tener miedo o interpretarlo gracias a la psicología 1.0 como un enemigo interno a batir. Todos tenemos miedo, ya que este se esconde de forma cotidiana bajo múltiples disfraces: duda, estrés, ansiedad, olvido, rabia, tristeza, dependencia, pereza, rigidez, autoboicot, aplazamiento, desconcentración, impuntualidad, hiperactividad, control emocional, compulsión, postergación, violencia, sumisión, adicción, rechazo, grito, hasta presunto amor, en muchos casos (el amor 1.0). Así que antes de sacar pecho y afirmar ufano como un cowboy «yo no tengo miedo», hay que pensárselo dos veces. Cuando la luz de la conciencia brilla, el autodescubrimiento no falla. Estamos como estamos porque nos resistimos a lo que sentimos y no nos entregamos a la vida como nos viene. Tenemos tanto miedo a lo desconocido en nuestra mente como a bañarnos solos en alta mar. Lo incierto que esconde el fondo del océano es lo incierto que esconde el misterio de la vida. Por eso activamos al hacedor compulsivo y rellenamos espacios en blanco con palabras, gestos, acciones, ruidos y colores. Todavía no hemos superado el horror vacui y no hemos madurado como especie. Albergamos miedo al vacío, al silencio, a la soledad, a dejar de hacer y sentir en la piel la fragilidad de lo que somos. Un saco de inseguridades, incertezas y complejos. Y desde ahí abrazar la fragilidad de la vida y sentirnos más auténticos. Si no huyo de nada, de nada me tengo que defender. El hacedor compulsivo es un huidor emocional compulsivo, exitoso tal vez en lo social, fracasado en lo íntimo. Somos adictos a la intensidad, la tensión, la pasión, la preocupación y la ansiedad. La palabra pasión tiene el mismo origen que paciente y pasivo, todas hunden sus raíces en el sufrimiento. A las chicas les gusta el chico pasional, pero luego no pueden sujetarlo porque el pasional es, de base, un estresado que alimenta la propia inestabilidad emocional. Aunque un ligero pico de ansiedad nos estimula y nos motiva. Una suave tensión en el cuerpo nos permite mezclarnos de forma más activa con el mundo y lanzarnos a nuestro cometido. Sin tensión, no hay puente; sin resistencia, no hay silla; aunque es fundamental sabernos relajar y descansar diariamente. Ligeros picos de ansiedad amiga me

han llevado a movilizarme y emprender, me han traído la creatividad que ha marcado la diferencia. Vivir siempre calmado, en el aquí y ahora, me impediría emprender algo. Lo estático es patológico, la clave es la eterna danza entre la calma y una suave ansiedad sana. El equilibrio entre el aquí y el allí, el ahora y el entonces. Lo sabio es el péndulo, el bucle, el movimiento. Así, agradezco el sutil pellizco de ansiedad y su función protectora. La ansiedad amiga me habilita, la tóxica me paraliza. Un café me da claridad mental y velocidad en la ejecución, dos cafés me descoordinan y me activan el vértigo. Igualmente, la ansiedad a un determinado nivel me protege y me ayuda a comprenderme mejor; a otro, me desvía y hace descarrilar el tren. La ansiedad es tóxica cada vez que me resisto a lo que siento porque me resulta desagradable y trato de controlarlo y evitarlo. La ansiedad tóxica no es ninguna emoción primaria en sí, sino un intento de bloquear la sobreactivación generando más tensión y represión. Entonces la emoción primaria adquiere entidad propia y pasa de miedo a culpa, de activación emocional a trastorno afectivo. Una voz nueva con sentido funesto en el universo psicológico.

CONTROL VERSUS ACEPTACIÓN DEL MUNDO INTERIOR Controlar es tensar el cuerpo, apretar músculo, tratar de desconectar y distraerse, cerrar, negar, reprimir, bloquear, darle vueltas al pensamiento para evitar sentir lo que resulta desagradable. Aceptar es reconectar, atender, abrirse, aflojarse, permitirse todo, tanto lo que resulta agradable como desagradable. Aceptar es habilitar la transformación de lo que viene y se va, pensamientos y emociones. Aceptar no es resignarse a lo desagradable, sino abrirse a la posibilidad de que no tengamos ningún control sobre la mente automática, ya que antecede a la conciencia y se activa involuntariamente. Aceptar no es una orden racional — eso es control—, sino una actitud corporal y atencional de sentirnos y permitirnos conectar plenamente con ello. Aceptar es abrirnos a la sensación que produce en el cuerpo esa noticia que nos han dado y soltar la tentación de racionalización. Aceptar es abrir la mano cuando algo duele y exhalar el aliento para hacerle hueco y que el dolor, como una ola, llegue y se marche. Controlar es cerrar el puño, contener el aliento y luchar contra lo que no nos gusta, esperando que cambie por la fuerza bruta. Controlar es resistirse, rigidizarse, tratar de evitar lo que ya está siendo y no puede dejar de ser porque se desdobla dentro. Controlar es un martillo que rompe tejido, una sierra que

rasga y trocea la existencia. Aceptar es adaptarse, flexibilizarse y comprometerse con la vida fuera de la piel abrazando todo lo que ocurra en nuestro cuerpo. Aceptar es una vela que acoge el viento de la vida, una boya que danza con la marea sin perder su sitio. A pesar de esto, tratar de controlar los pensamientos y las emociones es una actitud interna normal, popularizada por varios motivos. Primero, el control funciona en el mundo físico. Para sobrevivir aprendemos a controlar el entorno: si tengo frío, enciendo la calefacción; si tengo calor, abro la ventana; si me molesta la televisión, la apago. Pero, en el mundo psicológico, tratar de reprimir y evitar tiene el efecto contrario. No pienses en un silla rosa de tres patas y ahí la tendrás. Al querer apartar algo de la conciencia, lo empujamos con velcro y nos quedamos enganchados a ello. Así es la paradoja de la mente. Además, cuando éramos niños, nuestros padres y profesores nos obligaron a intentar controlarnos con sus órdenes y mensajes. No digas eso, no pienses así, no te enfades, no llores, no hay para tanto, no grites, pórtate bien. Y así, fuimos suprimiendo la expresión externa de nuestro estado emocional-cognitivo interno y creímos que habíamos superado nuestro mundo interior. La mayoría de las terapias cognitivo-conductuales caen en el mismo error: donde no se ve nada, no hay nada. Si cada vez que estás triste te dicen que no te pongas triste, si cada vez que estás nervioso te dicen que te tranquilices, si cada vez que sientes rabia te dicen que no es para tanto, si te enseñan a ignorar tus emociones, la verdad de lo que sientes, te enseñan en todo momento a no aceptarte. También de niños vimos que los adultos podían lograrlo. Muy pocas veces vimos llorar a papá y a mamá. Los adultos ocultan a los niños las emociones desagradables, igual que la cultura oficial oculta la muerte para sostener una visión de la vida cándida, monocromática y superficial. Por otro lado, el control mental puede ser posible a corto plazo. Hay gente exitosa que afirma lograrlo sin caer en que lo que han conseguido es reprimirlo por un instante. El atleta necesita controlar los pensamientos antes de salir a competir; el actor, antes del estreno de la obra; el emprendedor, antes de presentar sus servicios a un cliente. Suprimir puntualmente la expresión emocional en aras de la ejecución de una tarea importante es muchas veces posible, útil y necesario, lo cual no significa que se pueda lograr siempre. También existen la inconsciencia, la ignorancia, la insensibilidad, el autoengaño y la mentira del que finge lograrlo siempre. El control mental a medio plazo, como estilo de vida, es otro mito. No hay que confundir el alivio temporal por sedación emocional que ofrece la ciencia oficial, a través del aplazamiento de la

farmacoterapia y los protocolos que urgen y cercenan el curso natural de un proceso biológico que contiene su tempo y etapas propias, con la resolución del conflicto y la liberación y sanación del sufrimiento. Por último, la publicidad y las redes sociales nos bombardean cada día con imágenes de perfección y conclusiones alegres que nos hacen creer que es posible vivir la vida sin emociones difíciles. Sin embargo, la verdad es que tratar de controlar todo el tiempo el cuerpo y la mente se convierte en el problema, porque nos fundimos con las sensaciones y pensamientos desagradables que tratamos de evitar creyendo que lo que pasa por dentro está ocurriendo también por fuera. Se trata de una orden que hay que obedecer, una amenaza a evitar a toda costa que ocurre aquí y ahora, aunque sea imaginada. Así, la cabeza se separa del cuerpo, la atención se disocia de la piel y la ansiedad tóxica se abre paso como un río de lava. Una emoción es energía incandescente, desatada, en pleno movimiento, con vida propia. Trata de controlar una ola y acabarás revolcado en el agua; lo mismo ocurre con una emoción. O pasará al inconsciente y, parapetada en las tinieblas de la cueva, te controlará ella a ti (en forma de fobia, complejo, aversión, adicciones), haciéndote la vida imposible. El control en sí mismo es el déficit, la tensión, la crisis, la enfermedad, el trastorno. Si me pica el grano y me rasco, me pica el doble. Si me molesta la mosca y la espanto, me molesta más. Sin embargo, si una abeja revolotea y se posa en nuestra piel, y nos quedamos quietos, nos aflojamos y exhalamos, esta se paseará, perderá el interés y se marchará. Yo no comencé a sanar de verdad hasta que integré en mi día a día la práctica de la aceptación radical de todo pensamiento A y sensación física A que registraban mi mente y mi cuerpo. Hasta que dejé de ver lo que aparecía en mi interior como un enemigo al que debía enfrentarme y tratar de achicar a todas horas, para sentirlo como un mensaje que la vida depositaba dentro de mí a través de la situación concreta que vivía en cada momento. A veces, prestándole atención al detalle; otras, recibiéndolo a modo de antena, de receptáculo, sin más cometido, sin añadir más pensamiento. Así pude comprobar que lo que en realidad duele no es el dolor, sino lo que uno hace para tratar de controlarlo (evitarlo), las estrategias que nos enseña la cultura 1.0 para evitar entrar en contacto con lo que se despliega con total naturalidad por dentro: racionalizarlo, darle vueltas todo el día, ocupar la agenda con eventos, trabajar a destajo, la ingesta compulsiva de medicamentos, mantener relaciones tóxicas o las adicciones cotidianas para evitar la soledad y el dolor que engendra de forma colateral la represión emocional. De este modo desaprendí todas las técnicas,

etiquetas y herramientas de la psicología oficial y la cultura 1.0, las tiritas y soluciones cortoplacistas convertidas a medio plazo en trampas y, a la larga, en nuevos problema a solucionar. Cerrando el corazón y apretando el puño nunca sanaremos. Cuanto más nos controlamos, más nos preocupamos. Si impedimos el inicio, el desarrollo o el desenlace de una emoción, si bloqueamos su recorrido natural, la recortamos, anestesiamos los sentidos y la apartamos de la conciencia se irá al inconsciente, donde se atrincherará controlando nuestra vida. Intentar controlar una emoción es colaborar para que nos acabe controlando a nosotros. Se parapeta en el fondo del pozo como agua estancada, impregnando con su hedor todas las parcelas de la vida. Una emoción reprimida, un episodio biográfico suprimido, es el cadáver en la habitación oscura y cerrada con cinco llaves que acaba controlando cada uno de nuestros pasos. Y todo el día con la espada en alto, vigilantes y con el sistema de luchadefensa echando humo. Algo realmente extenuante. Hay que abrirle la ventana interior al dolor. Abrir la puerta y generar un pasillo por donde pueda correr la energía libremente, se ventile y se libere el tufo. Cuando me duele algo, me dan una mala noticia, me rechazan o un vehículo me cierra circulando, trato de exhalar, aflojar la tensión y abrirme a ello. Me destenso, me suelto, dejo de resistirme y de luchar, me permito y conecto sensorialmente con ese espacio abierto, ese río fluyendo. Y me aflojo en esa alteración como un faquir emocional hasta encontrar la comodidad en lo incómodo, porque al ser eso lo que hay dentro de mí, acepto su presencia y me deja de molestar. La sanación está en la exhalación, en aflojarme en lo que hay, en el hormigueo que siento al dejar suavemente de apretar un puño. La inhalación cuando algo me molesta es añadir tensión y otro intento más de control para que no me roce. Estás mal porque no te permites sentir lo que en el fondo de ti ya estás sintiendo y no te gusta. Es necesario sentirse hasta el fondo, hasta el final de lo más hondo, dejarse atravesar por lo que hay. Es un acto radical, rebelde, de desaprendizaje REAL que se lleva realizando desde hace siglos en tradiciones milenarias como el budismo zen. Sentirse con lo que hay no tiene nada que ver con el victimismo, la pasividad o las tendencias sadomasoquistas: eso es control. Aprender a sentirse hasta el final es el mayor acto de conciencia, amor y aceptación. Otras veces, también acepto que aún no puedo aceptar algo y me permito cualquier reacción natural espontánea. Algunas veces, me permito movilizar la energía y lanzar una mirada amenazadora o incluso soltar un grito si es lo que toca y el contexto lo merece. Me lo permito porque siento cero culpa, nada me

devuelve al pasado emocional porque lo he liberado. Nada constriñe mi energía y confío en que no haré daño a nadie, aún menos a mí mismo. Por eso me lo permito todo y, si ofendo o he sido injusto con alguien, me disculpo inmediatamente. La maestría emocional se adquiere conectando y sintonizando con las cuatro estaciones del alma sin quedarnos encallados en ninguna. De lo contrario, sigue siendo culpa y vergüenza. El control y la aceptación no son técnicas complementarias, sino dos estilos de vida opuestos e irreconciliables. Llegados a una altura de la montaña interior, nos encontramos con una bifurcación desde donde se dibujan dos caminos. Uno es el del control, la evitación y la represión, y otro el de la aceptación, la conciencia y la conexión. Puedes hacerte la manicura o ir a la peluquería para sentirte bella o para evitar un duelo y compensar la baja autoestima. Puedes consumir marihuana para huir y evitar la soledad o para conectar, sentirte y observarte mejor. Igualmente puedes hacer yoga o meditación para explorar la conciencia y encontrar más sentido a la vida, o ir a África desde la honestidad de unos valores humanitarios, o puedes hacer todo eso porque es moda, para salir en Instagram o para compensar la culpa que sientes por trabajar en una corporación que invierte en armamento. Ninguna acción externa define a ningún ser humano, es la intención y motivación internas con la que se llevan a cabo lo que marca la diferencia.

GESTIÓN EMOCIONAL REAL Hay tres formas de gestionar las emociones: el control mental, la conexión y aceptación, y la liberación emocional. El control mental es la estrategia estrella de la ciencia oficial y la psicología 1.0. Se basa en desactivar la mente con química sintética o racionalizar los pensamientos negativos que, según este modelo, activan las emociones, usando medicinas o reestructurando el pensamiento, leyendo libros o acudiendo a conferencias, apuntándose a cursillos o viendo vídeos en YouTube. Se trata de poner foco a la mente y restarle importancia al cuerpo. Esta estrategia no es errónea en sí y puede funcionar puntualmente, como he dicho antes. El error reside en convertirla en un estilo de vida, pues genera más obsesión mental y tensión corporal, un desgaste absurdo que acaba convirtiéndose en el trastorno en sí. También existe la estrategia conductual de que cada vez que sienta una emoción que no me gusta debo hacer algo para contrarrestarlo. Así aparece la

figura del hacedor compulsivo adicto a la multitarea y al deporte extremo. Las agendas se llenan de eventos para evitar sentir emociones desagradables. De esta forma se acaba fingiendo, aparentando, mirando hacia el otro lado y sonriendo más alto y fuerte, como nos dictan la cultura del selfie, la televisión, la educación tradicional y la ciencia oficial. El control puede ser una estrategia útil como alivio a corto plazo, pero resulta ineficaz para sanar, y más si quieres vivir y disfrutar la vida de forma auténtica y real. Yo también fui víctima de este control psicosocial y acabé enfermando más, porque el remedio 1.0 es peor que la enfermedad. Si hablas en privado con la mayoría de los psicólogos convencionales te confesarán que aplican el control por inercia, sin tener clara su eficacia. Es todo lo que han aprendido en la carrera universitaria y no conocen otra forma de ayudar. La conexión y la aceptación constituyen otra estrategia de gestión emocional. Su lógica terapéutica hunde las raíces en tradiciones espirituales milenarias como el budismo, el hinduismo o el taoísmo, y en sus prácticas orientadas a la unidad de la mente y el cuerpo a través de la respiración consciente, como la meditación, el yoga, el taichi o el qigong. Para el cristianismo, cuna cultural de la represión y el control emocional, el cuerpo es la cárcel del alma. Sin embargo, para las tradiciones orientales el cuerpo es el templo del alma y, por ello, es necesario conectar con las sensaciones y emociones, que al ser energía biográfica contienen un mensaje útil. Si niego mi cuerpo, niego mi identidad. Por lo tanto, debemos observar y abrirnos a las sensaciones, ya sean agradables o desagradables, sin añadir pensamiento ni más presión. Practicar poco a poco esta nueva actitud de apertura hacia nuestro universo interior permite ir transformando la relación con las emociones. Hacer las paces con el cuerpo es ir sanando el pasado a la vez que se va disolviendo la tensión del control. Por último, está la estrategia de la liberación emocional, que no se enseña en las universidades porque requiere de un trabajo interior intenso y profundo por parte del terapeuta. Es el verdadero trabajo de héroes que muy pocos se atreven a realizar y que, sin embargo, representa la vía que permite una auténtica rehabilitación emocional. Mucha gente afirma haber aceptado cosas cuando, en realidad, solo las ha racionalizado (control mental) o ha evitado meterse en un contexto similar (evitación conductual). Se nota cuando les pido que cierren los ojos y les llevo a aquello que dicen haber trabajado (en realidad, racionalizado) y haber aceptado (en realidad, controlado). La mayoría se rompen emocionalmente y yo les explico entonces el error de la estrategia emocional utilizada. La racionalización tapa y aplaza, no ventila y sana. Hay muchas situaciones

vividas que nos han mermado psicológicamente y no podemos controlar y eliminar de la conciencia, y tampoco podemos aceptar del todo. Yo las llamo las espinas clavadas o la losa biográfica. Son una serie de traumas que nos atan al pasado y nos bloquean en el presente (mediante recurrentes pensamientos, imágenes y sensaciones físicas desagradables), impidiendo disfrutar de la vida. Yo tuve que liberar mucho abuso y mucho odio recibidos de niño y adolescente, en el colegio y en casa. Durante un largo período de tiempo tuve que vaciar mediante catarsis biográfica muchos capítulos que atormentaban mi cuerpo y mi mente. Tuve que despedirme de toda esa basura emocional que arrastraba hasta lograr disolver las tendencias límite, depresivas, antisociales y subcriminales que se activaban en mí de forma automática, haciéndome la vida imposible. Solo cuando logré aligerar la carga emocional de mi pozo interior pude sentir que la vida merecía la pena ser vivida y comprendí el espejismo que supone la psicología 1.0. El terapeuta REAL, aquel que de verdad quiere ayudar a la gente a sanar y a evolucionar, debe centrar el proceso terapéutico en la conexión, aceptación y liberación emocional. Sanar no es olvidar y borrar la memoria, eso es una meta tóxica, por imposible, que desemboca en negación y autoengaño. Sanar consiste en desbloquear y aceptar para cambiar la relación emocional con uno mismo y que lo desagradable deje de molestar. La psicología del control es filosofía, la psicología con aceptación es espiritualidad. La psicología que a la aceptación le añade liberación emocional es psicología REAL.

LA LIBERACIÓN EMOCIONAL Los seres humanos tenemos tres cerebros interconectados, que fueron surgiendo sucesivamente durante la evolución. El cerebro reptiliano o instintivo apareció hace quinientos millones de años en los peces, después en los anfibios y, finalmente, hace doscientos cincuenta millones de años, en los reptiles. El cerebro límbico, o emocional, se desarrolló en los mamíferos hace ciento cincuenta millones de años. Finalmente, el cerebro neocórtex, o racional, se expandió entre los primates hace unos dos o tres millones de años. El reptiliano regula funciones básicas como la frecuencia cardíaca, la temperatura corporal o el equilibrio, y sus respuestas tienden a ser rígidas e impulsivas. El límbico está especializado en los comportamientos que producen experiencias agradables y desagradables, y por tanto es el responsable de las

emociones y los juicios de valor que hacemos de forma inconsciente y que afectan a nuestras acciones. El neocórtex está formado por dos hemisferios, de los cuales hablaré más adelante, y es el responsable del desarrollo del lenguaje, el pensamiento, la abstracción, la percepción y la conciencia. La psicología convencional, mediante la metáfora del ordenador, sigue considerando al ser humano básicamente como un ser racional que procesa la información que recibe del entorno de arriba abajo, lo que se conoce como procesamiento top-down. Es decir, en cualquier decisión primero se activa la mente consciente (neocórtex) mediante un pensamiento voluntario, «Hoy tengo la reunión con mi jefe para pedirle un aumento de sueldo»; de ese pensamiento emerge una emoción, por ejemplo, el miedo (cerebro límbico), y entonces aparece la respuesta en el cuerpo, con el latido del corazón acelerado, el vuelco en el estómago y el patrón de respiración más superficial (cerebro reptiliano). Personalmente, opino que este tipo de procesamiento ocurre en algunas situaciones, como puede ser en el contexto de liberación emocional que explico más adelante, y quizá se trate del procesamiento de información más utilizado por un tipo concreto de personalidad. Sin embargo, mucha gente utiliza el mecanismo de procesamiento contrario, llamado bottom-up o de abajo arriba, o ambos procesamientos dependiendo del nivel de ansiedad y preocupación. Es decir, al ver a mi jefe de lejos el cuerpo activa una respuesta inconsciente, el latido del corazón se acelera, el estómago se retuerce y el patrón de respiración se modifica (reptiliano); eso pulsa la emoción del miedo (límbico), lo cual da paso el recuerdo «Hoy tengo la reunión con mi jefe para pedirle un aumento de sueldo» (neocórtex). Eso implicaría que la activación va del inconsciente al consciente, primero responde el cuerpo y luego la mente. La información sensorial activa la reacción corporal, luego la emoción y, finalmente, los pensamientos y creencias al respecto. Esta explicación me parece mucho más realista y humilde y, sobre todo, terapéutica. Primero somos reptiles y mamíferos, ya que nuestro cerebro primario tiene quinientos millones de años y las respuestas automáticas de esa estructura básica nos pesan y obligan demasiado a la hora de tomar decisiones. Después somos primates y, por último, humanos. Creer lo contrario es vernos por encima de nuestras posibilidades y, por tanto, tener la expectativa de que deberíamos controlar nuestro cuerpo y nuestra mente a la perfección porque somos robots sociales. La creencia en el procesamiento mente-cuerpo, o topdown, como única forma de vivir la vida, aparte de posicionarnos por encima del resto de las especies, cayendo en un nocivo antropocentrismo arrogante al

separarnos de nuestros orígenes y por ende de nuestro hogar, la naturaleza, es de donde beben las terapias racionales, breves, cognitivo-conductuales, el coaching 1.0 y la militarización social. Afirman que cambiando tus creencias se cambian las reacciones del cuerpo. Si controlas lo que piensas, controlas tus respuestas fisiológicas. Si piensas bien, eliminas la ansiedad; si hackeas el cerebro nuevo, el viejo te sigue siempre. No estoy diciendo que esta premisa sea errónea o falaz. En algunos casos puede funcionar, aunque no es debido al itinerario terapéutico que propone la psicología oficial. Hace quince años, la última psicóloga convencional a la que acudí me conminaba a que no juzgara, a pesar de que yo notaba que el juicio se hacía solo en mi mente. Se trataba de un pensamiento A como respuesta a una sensación corporal y una emoción desagradable. Ella me repetía en tono confrontativo que no juzgara, que el juicio era malo y, ante la opinión de una profesional de la mente, yo me encogía en la silla. Sin embargo, el juicio era algo involuntario, yo no lo elegía. Se trataba de una respuesta psicobiológica del tipo bottom-up de mi organismo cuerpo-mente y, por mucho que la racionalizaba, no lograba frenarla. Ese intento fallido solo me hacía sentir más avergonzado e impotente, así es como la psicología convencional crea cadáveres. Te dicen que el juicio automático, un proceso natural de la mente, está mal mientras ellos te lanzan un juicio. Hace una década que no tengo ansiedad tóxica. Puedo afirmar que me he liberado de las respuestas fisiológicas patológicas del cerebro reptiliano-límbico que se activaban de forma automática y me hacían la vida imposible manteniéndome eternamente en modo supervivencia, atrapado en el tormentoso mecanismo lucha-defensa a toda horas. Pero no lo he logrado tratando de controlar mis pensamientos (eso me volvía aún más obsesivo), ni medicándome (eso me volvía más zombi), ni siguiendo los protocolos rígidos de la ciencia oficial (eso me desempoderaba más). Lo he logrado, primero, identificando los errores de la psicología 1.0 y reinterpretando el desconocido mundo de la mente, las emociones y los cerebros de forma correcta. Y, después, entregándome en cuerpo y alma a la liberación emocional de mi losa biográfica. Estar bien es una práctica, a muy pocos les viene de serie. Para ello, en primer lugar debemos entender que la mente es la consecuencia, no la causa del malestar emocional. Hay que tener claro que no se puede cambiar el pensamiento (neocórtex) sin cambiar antes el sentimiento (límbico), y este solo se transforma a largo plazo, liberando la energía estancada del cuerpo (reptiliano). La verdad reside en el soma, no en la mente; la verdad yace en

nuestro cerebro animal, no en la arrogancia de la mente racional. Por tanto, hay que descargar el animal asustado que todos arrastramos debido a que la cultura 1.0 ha culpabilizado nuestra animalidad desde la cuna. En un entorno terapéutico, seguro y protegido, es necesario dar rienda suelta al yo primario y, de la mano de un profesional 3.0, buscar la catarsis con sentido. Hay que liberar la sensación de ser deficiente, insuficiente, indigno, defectuoso, inadecuado, malo, tarado, inmerecido. De nada sirve gritar por la calle, dar un puñetazo a alguien o bailar descosidamente en una rave. Todo eso descarga, pero no nos libera de la losa biográfica. Para que la liberación emocional sea terapéutica, ha de ser biográfica, individual y guiada por un profesional que haya recorrido él mismo esa trayectoria y se haya liberado de su propia losa. Ahora mis decisiones no se toman al activarse de forma descontrolada mi sistema reptiliano-límbico y ser estas reacciones defensivas las que controlan mi vida. Ahora confío en mi cuerpo liberado, he hecho las paces con mi parte animal y mi instinto me susurra porque lo he desatado y ha dejado de ser una losa, una amenaza, y está alineado con mis valores y mi intuición. Hoy me dejo llevar por lo que siento, no por lo que pienso y, atravesando todo ese sentimiento, la vida se decide a sí misma a través de mí. Primero me permito sentir sin etiquetas y luego amanece el pensamiento, porque, liberado el cuerpo, la mente liberada le acompaña. Así, fisiología, emoción y pensamiento conviven en armonía, dejan de ser una amenaza y me siento cómodo en la unidad del organismo cuerpo-mente. De la misma forma, en mi consulta normalizo el discurso y la inteligencia de mis clientes. No hago sentir a nadie culpable y avergonzado, como hacen la ciencia oficial y la psicología convencional. Nadie es defectuoso por no poder reprimir las emociones de forma eficaz. Les muestro que su problema reside en una comprensión errónea de las emociones y una incorrecta gestión emocional, lo cual tiene que ver más con la cultura que habitamos que con ellos mismos. El problema no es enfadarse, sentirse triste o tener miedo, sino no liberar el enfado, la tristeza y el miedo. Sufrimos por el bloqueo de nuestro cerebro reptilianolímbico debido a la hipertrofia de la razón a la que nos somete la dictadura del control mediante la cultura 1.0 y la ciencia oficial. De niños, la tradición quiso hacernos expertos en reprimir las emociones para lograr la quimera de vivir felices y desconectados de nuestro instinto. Por eso en mi espacio profesional llevo a la gente de un estilo de vida marcado por el control, la apariencia y el estrés a un viaje hacia la conexión, la aceptación, la liberación emocional y la autenticidad. En general, salvo en el caso de trastornos psiquiátricos severos,

para sanar de verdad se necesita un trabajo interior centrado un 50 por ciento en lo emocional, un 20 por ciento en lo espiritual, un 10 por ciento en lo cognitivo y un 10 por ciento en lo conductual.

13. EL NIÑO INTERIOR La mayoría de mis clientes llegan a la consulta sintiéndose partidos por dentro. En alguna parte de su cuerpo albergan un sentimiento de fragilidad y vulnerabilidad, mientras que en su mente una vocecita con tono estricto se encarga de criticar y rechazar ese sentimiento. Viven con una fractura interna entre la razón y el corazón, el pensamiento y la emoción. Inmersos en la incómoda dualidad de un yo fragmentado; se sienten incoherentes, defectuosos, avergonzados y ansiosos. Por un lado está lo que deberían pensar, sentir y hacer y, por el otro, lo que en realidad están pensando, sintiendo y haciendo. Subidos en una suerte de escalera mecánica propulsada por la tradición y la inercia, sin rumbo, la vida ha perdido su sentido profundo. Se sienten víctimas, atrapados por el canto de sirena de una vida feliz, de anuncio, que les es esquiva. La cultura 1.0 les ha ido desconectando de su pálpito, les ha arrancado la confianza en su espontaneidad, en su talento y elemento natural, y lejos de la esencia la raíz del árbol de la vida languidece. Todos tenemos en nuestra biografía, como mínimo, un carcelero. Alguien que con su verbo o silencio, con su acción u omisión, nos ha herido y dejado marcados de por vida. Puede ser nuestro padre, nuestra madre, un profesor, un familiar, un amigo, un compañero, un conocido. Es imprescindible ser honestos con nosotros mismos e identificarlo. Debemos dejar de idealizar la infancia y a nuestros padres, ellos quizá también arrastren una herida emocional de cuando eran niños. Algunos fueron educados en el grito, la amenaza, la ausencia o el vacío, y pasaron a sus hijos la cruz y la mochila que les pasaron a ellos sus padres. No repararon su pasado y se lo traspasaron a sus hijos. Crecieron en un nido incómodo formado por un padre ausente y autoritario y una madre permisiva, negligente y victimista-sobreprotectora, o al revés. Como hicieron con ellos sus padres, una veces han exigido mucho y han dado poco cariño, obligando a sus hijos a hacer algo sin explicarles el motivo. Otras veces, no han puesto límites, pero tampoco han dado apoyo, o han dado mucho cariño sin molestarse en educar. Y los hijos han aprendido a vincularse de esa misma forma con la gente, los amigos y las parejas y, también, con ellos mismos.

El tono hiriente con el que nuestro padre o nuestros profesores nos hablaban se ha convertido en la voz interior que, de adultos, nos murmura, nos acompaña, nos monitoriza y a través de la cual vivimos la vida. Una voz severa que nos exige mucho y apenas nos halaga. La forma en la que nos trataron de niños nuestras figuras de cuidado y referencia es exactamente cómo nos tratamos nosotros ahora por dentro. Nos hacían sentir inseguros, separados, victimizados y avergonzados y, de igual modo, hemos aprendido a relacionarnos con nosotros mismos. Con demasiada exigencia y poca comprensión, con demasiado látigo y poco cariño. Por supuesto que también puede darse el caso contrario, que las figuras de referencia nos hayan dado amor, generosidad y un amplio margen para la libertad, pero son los hijos heridos los que necesitan apoyo, respeto y sanación.

EL PADRE INTERIOR CRÍTICO En general, tendemos a relacionarnos con el mundo como nos relacionamos con nosotros mismos, que es como se relacionaron nuestros padres con nosotros cuando éramos niños. A menudo, si exijo mucho por fuera, es porque me exijo mucho por dentro, lo cual es debido a que mis padres me exigieron mucho. Me trato mal porque me trataron mal, me cuesta amarme porque no me amaron como merecía y, por tanto, no me enseñaron a amarme a mí mismo. De algún modo, todo el mundo está atravesado por una suerte de hilo conductor que une su presente y su pasado, otorgando coherencia biográfica, identidad y sentido, aunque a veces ese hilo sea destructivo. De niños, nuestros padres tenían la misión de educarnos y socializarnos. En la mayoría de los casos lo hicieron por nuestro bien, para nuestra propia integridad y supervivencia. Evitaban que metiéramos los dedos en el enchufe y nos electrocutáramos, nos obligaban a estudiar para que tuviésemos opciones laborales en el futuro... Así, nos fueron controlando el comportamiento y las reacciones instintivas y emocionales. Nos repitieron tantas veces normas, obligaciones y prohibiciones («tienes que ser así», «haz esto», «no hagas aquello») que nuestra mente inconsciente introyectó su discurso y lo hizo suyo. De la misma manera, opinaron tantas veces sobre nosotros que sus juicios fueron grabados en nuestra mente profunda y acabaron siendo nuestros propios juicios. Además, nos enseñaron lo que estaba bien y lo que estaba mal, y esa moral se instaló en nuestro mundo interior empujándonos automáticamente a unos sitios y

alejándonos de otros. Esa vocecita externa parental (también la de la madre), que nos hablaba en segunda persona, se fue transformando en primera persona en el interior de nuestra mente. Los primeros pensamientos del niño se basan en palabras, ideas, normas, órdenes, opiniones, preferencias y juicios de los padres. De tanto expresarlos externamente y repetirlos internamente, el niño acaba pensando «mi deber es hacer esto», «tengo que ser así», «es malo hacer eso» y «yo soy este». En realidad, todas esas opiniones presuntamente propias son ideas de nuestros padres que no nos hemos atrevido a cuestionar. Y esa voz externa cuya misión, en principio, era protegernos, hacernos sentir seguros y ordenados, en nuestro interior se convierte en un vigilante, un inspector, un juez, un policía o un árbitro, que vigila, controla, juzga, sanciona e intercede en todo pensamiento, sentimiento o preferencia que no siga el orden moral de la familia. De niños, rodeados por un mundo nuevo, necesitábamos que papá nos orientara sobre lo que teníamos que hacer. De adultos, esa voz interna sigue desmenuzando lo que está bien visto y lo que está mal. Esa parte normativa, controladora, exigente, racional, crítica, juiciosa, va siendo cada vez más estricta, perfeccionista, fría, moralista, autoritaria, represora, sabelotodo y, con el paso del tiempo, incomoda más la vulnerabilidad y castiga de forma más severa el error. A través de ese verbo interior, la cultura 1.0 nos inyecta su recelo, nos cortapisa la tendencia a la individualidad y nos tortura racionalmente para que nos conformemos con la opinión de los demás. Esa voz nos protege porque en el fondo sigue desconfiando del éxito de nuestra autonomía, no se fía de nosotros, nos considera inmaduros. Teme que una mañana no vayamos a trabajar, dejemos de ahorrar, hagamos una insensatez, dejemos de ser responsables y «buenas» personas. Esa alarma sospecha de nosotros, de nuestra capacidad, de nuestra inteligencia, de nuestro pálpito, de nuestra espontaneidad, de nuestro don innato y de la vida en general. Esa autoridad predicadora teme nuestra esencia, duda de nuestro derecho a la libertad y ha hecho de nuestro universo interior su imperio y su ley. El padre interior crítico es eco y vestigio de la voz que de niños nos controló y educastró en casa y en el colegio. Aquella que nos advirtió que llorar era de niñas y que una niña no podía enfadarse. Que nos motivó mediante el sentimiento de culpa para que lo hiciéramos mejor la próxima vez. Que nos separó del instinto, la emotividad y la intuición porque les tenía y les sigue teniendo pavor. Esa parte racional la siembra y controla el cuadro oscuro de la religión y de la ciencia, y la alegría violenta de los medios de comunicación comerciales. Cuando escucho hablar en televisión a un tertuliano, un periodista

comercial, un científico oficial, un psicólogo convencional o un cura, escucho el mismo verbo aterrado por la conexión emocional, la transformación profunda y el progreso de la especie. Me ocurre lo mismo con los políticos y su estilo de interacción condescendiente, guardianes de la moral, víctimas de un padre exterior severo al cual siguen subyugados y de un padre interior crítico que no han superado. Cuando veo cómo interaccionan y se mezclan con el mundo esas mentes tan 1.0, percibo su hogar, su servidumbre, su afán de reprimir y controlar en otra gente su propia lucha interior de una infancia no superada. Y así ahogan en otros lo que no se permiten a sí mismos, niegan a otros lo que se impiden a sí mismos. Ese es el talante de esta sociedad paternalista y del mundo de presuntos adultos. Casi todo el tiempo recriminando, moralizando, prohibiendo y proyectando en otros lo que secretamente desearían para ellos.

EL NIÑO INTERIOR PODEROSO Y EL NIÑO INTERIOR HERIDO El niño interior es una metáfora de la parte emocional, las cuatro emociones biológicas o cuatro estaciones del alma, y el enamoramiento, el amor, el apego. De niños nos emocionábamos y nos asustábamos con muchas cosas; de adultos, también. Internamente, y por muy adultos que nos creamos, seguimos siendo niños necesitados de sintonía emocional y celebración. El niño interior poderoso es nuestra parte creativa, alegre, fantasiosa, aventurera, soñadora, disfrutadora, divertida, festiva, alegre, juguetona, rebelde, soñadora, estética, artística, sexual y espiritual. El niño interior herido representa nuestro aspecto triste, miedoso, impotente, frustrado, vulnerable, frágil, sensible y victimista que la cultura 1.0 nos ha enseñado a reprimir. A mucha gente le gusta reconocer a su niño poderoso. Sin embargo, a muy pocos les seduce la idea de conectar con su parte herida. Unos creen que solo pueden disfrutar, otros que están condenados a no poder; ambos viven polarizados en un solo lado del espectro. La infancia, la emoción y nuestro niño interior tienen siempre dos caras. Una amable, alegre y llena de luz, y otra incómoda, triste y llena de sombra. Es así para todos, en todos los lugares del mundo, por mucho que la mente 1.0 trate de negarlo. Y, al rechazar su sombra, niega su totalidad y prohíbe la realización de la completitud al resto de la gente. Tiene tanto miedo a la vulnerabilidad de su niño interior que se oculta tras un

personaje social exitoso y sonriente: el atleta, el político, el vendedor, el actor, el seductor, el gurú, el emprendedor, la diva digital, el científico. El niño interior lastimado es la herida de la infancia, la acumulación de miedo, rabia y tristeza reprimidas y no expresadas en su momento a fin de adaptarse a las normas y encajar en las expectativas de la familia. Es el cúmulo de situaciones donde nos hemos sentido rechazados, abandonados, humillados, traicionados, ridiculizados, culpabilizados, negados, solos, avergonzados y tratados injustamente. Todos arrastramos muchos episodios dolorosos en nuestro espejo retrovisor, una losa biográfica que nos impide ser auténticos en el presente. Quiero hablar con una chica que me gusta y me quedo en blanco, quiero dejar a mi novio y no me decido, quiero cambiar de trabajo y no me atrevo. En estas situaciones estresantes se activa nuestro niño interior herido, hacemos una regresión espontánea a una etapa infantil y emerge la misma herida de la infancia: indecisión, desconfianza, inacción, impotencia, vergüenza, culpa, lo mismo que nos ocurría en la adolescencia y que, si no trabajamos, nos ocurrirá siempre. Porque nuestras figuras de cuidado no nos acogieron cuando fallamos, no nos sostuvieron como necesitábamos. Nos abandonaron en la caída, no estuvieron a la altura, nos ridiculizaron, nos hicieron sentir solos, y esa vocecita fría y desconectada de nuestra voluntad profunda sigue controlando nuestro mundo emocional. En el presente, vivo internamente la misma guerra entre mis anhelos y lo políticamente correcto, entre lo que me apetece y lo que se supone que debo hacer. Dentro de mí habita un niño reprimido por una voz impaciente que hace lo mismo que mis padres hacían conmigo de niño. Me repitieron que no llorara y no tuviese miedo, y ahora me avergüenzo cada vez que en mi interior siento tristeza y espanto. Y sigo sin reconocer del todo ni ser capaz de expresar las emociones y, por acumulación, la energía comienza a desbordarse. Porque sigo sin poner límites, sin tener derecho a sentir lo que siento y a compartir lo que en realidad pienso.

EL ADULTO INTERIOR Mi consulta es un laboratorio, un banco de pruebas, un protectorado donde dar a luz y practicar ese nuevo yo que reivindica su sitio. Es una especie de isla segura donde la gente puede expresar libremente todo lo que no se atreve a expresar, donde conectar con lo que reprime, donde reconocer lo que no se permite y

comenzar a soltar y liberarse. Es necesario ventilar la parte emocional atropellada por la dictadura de la mente racional, del padre crítico. Levantar la losa biográfica, desactivar las espinas clavadas, sacarse las piedras en la mochila que impiden avanzar. Todos tenemos un marcador somático, una zona que se nos tensa, nos oprime, nos presiona, se vuelca, se abre o se cierra espontáneamente. El cuello, los hombros, el pecho, el estómago, la mandíbula, la espalda o los puños se bloquean ante recuerdos, noticias, pensamientos e ideas desagradables. Ahí reside, en esos espacios, de esa forma, con esa presencia, intensidad y color, nuestro niño interior herido. Más presente que nunca. Todas esas sensaciones son el reflejo de emociones reprimidas en la infancia, en el pasado y el presente. El nudo, el vuelco y el pinchazo que tu padre activó en ti son la huella que de adulto aún se acciona en su presencia y su recuerdo. Hay que ponerse suavemente la manita en esa zona caliente, nuestro marcador somático, y aflojar, respirar y hablarle cariñosamente. Hay que ir desaprendiendo la inercia de tensionar más y más para reprimir y ahogar involuntariamente su expresión. Atender amablemente esa zona conflictiva es atender nuestra infancia, incluirla, integrarla, sanarla. Cerrar los ojos, sentir el niño interior y darle espacio para que se sienta importante y que dirija él mismo la sanación. Hay que ser valientes y comenzar a validar nuestro mundo interior en lugar de reprobarlo. Es hora de ser honestos; el control y la evasión no han funcionado porque nunca lo hacen, solo han logrado aplazar el careo terapéutico. Toca ser coherentes: si a mi hijo, cuando llora, lo calmo y lo protejo, ¿por qué a mi niño interior, cuando se estremece, lo sigo desatendiendo? Si queremos sentirnos emocionalmente adultos, es necesario liberar aquellos episodios desagradables de nuestra historia personal que aún arrastramos. Hay que sacar la rabia y el dolor para desbloquear y sanar la relación con nuestros padres y, por ende, con nuestra voz interior. Sanamos cuando tenemos la intuición sanada, la voz del niño poderoso. Para ello hay que permitir que el niño libere todo su dolor pendiente en relación con los padres. Es cierto que la mayoría de nuestros padres nos lo han dado todo. Sin embargo, no es menos cierto lo que también se silencia: muchos también nos lo han quitado todo. Nos han dado alimentación, economía, vínculo, educación, y también nos han vertido sus prejuicios, preferencias, complejos y manías. Además, a algunos nos han dado muestras de afecto solo cuando nos comportábamos como ellos consideraban que debíamos. Algunos de nuestros padres no estaban preparados emocional ni

intelectualmente para tener hijos. La cultura 1.0 nos alecciona para tener descendencia por hábito, tradición, religión o presión social. La incondicionalidad es una preciosa palabra y un difícil gesto. Hay que cortar ese cordón umbilical de dependencia emocional, de vergüenza, de deuda y de culpa. Emanciparse económicamente no es suficiente, hay que independizarse afectivamente. Quien afirma querer a sus padres sin haber hecho un trabajo interior profundo de liberación emocional, seguramente aún les teme o los necesita, pero no se ha dado cuenta porque emocionalmente aún es un niño. Por mucho que, de adulto, uno entienda racionalmente y haya perdonado a sus padres, si el niño interior no ha liberado las emociones desagradables de la infancia, la relación paterno-filial no ha sanado. Cada día lo veo en mi consulta. La emoción (el niño) no entiende de razones, cuando a un cliente le hago cerrar los ojos y lo llevo al pasado se sigue rompiendo emocionalmente. El único trabajo a hacer es el de liberar al niño interior herido, sanar el vínculo interno con uno mismo, equilibrar la relación con nuestro mundo psicológico. No duele fallar o no lograrlo, sino sentir cómo el padre interior sigue castigando a nuestro niño cada vez que fallamos y no logramos algo. Y sigue así metiendo su dedo acusador en la llaga de la infancia, impidiendo que se despliegue nuestro adulto interno. Todo proceso terapéutico sólido, profundo y sostenible debe ser bottom-up y estar orientado a disolver a nuestro pequeño dictador interior y sembrar una actitud, un gesto y una voz más amable y cariñosa. Es imprescindible que aprendamos a ser mamás de nosotros mismos, que nos hablemos, nos expliquemos y nos signifiquemos con mucho más afecto y respeto. Primero, vamos liberando la culpa y la vergüenza, reflejo del vínculo inseguro creado por la represión del niño interior, y vamos así desempoderando emocionalmente esa voz profunda. La fría razón se siente incómoda en presencia de la emoción, a la que no comprende y considera (por irracional) salvaje, y hace lo posible para achicar el espacio y evitar su expresión. A veces, con la mejor de sus intenciones, como es intentando explicársela a todas horas (racionalización compulsiva). Igual que nuestro padre nos impedía el llanto en público, nuestra voz se enfada cuando nos sentimos indefensos o vulnerables. Y así, nos separamos y nos partimos por dentro, igual que nos separábamos emocionalmente de nuestro padre cuando nos impedía llorar. Por mucho que le hiciéramos caso. Segundo, anclando la atención en el cuerpo instalamos suavemente una voz amable, cariñosa, comprensiva y respetuosa. Vamos creando poco a poco una

mirada consciente, un yo (observador en lugar de censor) que contempla, conecta, permite y abraza tanto el error como el sentimiento. Así nos vamos juntando y reuniendo con nosotros mismos. La parte que siente con la parte que observa, la parte que se estremece con la parte que susurra cariño. De la herida de separación y la vergüenza va emergiendo poco a poco un sentido de comprensión y unión. Esa mirada, esa voz, esa actitud interna es también la raíz de una nueva forma y expresión externa. Así se repara el vínculo roto de la infancia, transformando la relación con esa parte blanda, vulnerable. Juntándome con lo que me duele, ese amor hacia mí mismo en el presente va reparando la dolorosa soledad del pasado. Por dentro, nos responsabilizamos amablemente de lo que sentimos y lo aceptamos, no lo evitamos ni nos autoengañamos. Desactivamos así la culpa y no perdemos la dignidad, sea lo que sea que sintamos o pensemos de forma automática. Ese nuevo yo 3.0 cree en el error y la responsabilidad, el perdón y la reparación, la gratitud y la dignidad. Se da y ofrece oportunidades, y se calma a sí mismo porque es su propia madre y su propio padre. Se siente, se abraza, se reconforta, se valora y se reinterpreta desarrollando la propia incondicionalidad perdida en el trasiego del arduo camino hasta el presente. Se brinda un espacio interno de protección y seguridad para que el niño se exprese, se aventure, conozca, investigue, descubra y aprenda a través del sentimiento, la experiencia propia y el juego. Acoge su niño interior y desde ahí se moviliza hacia fuera cuando su sentimiento y su intuición están alineados con sus valores. Tercero, comenzamos a expresarnos en el mundo físico de forma asertiva y amable, de adulto a adulto, dejando atrás una vida desconectada, basada en vínculos inseguros de romance y amistad entre padres y niños externos, propios de quien vive en un yo heredado o 1.0, un yo estricto, severo, no comprensivo, que controla las emociones, recrimina el fallo y es intolerante hacia la vulnerabilidad propia y de la gente, que manipula y salpica a los demás con su herida de la infancia y por lo tanto culpabiliza porque se siente culpable. Y reconocemos un yo propio, o 3.0, conectado con su esencia y su potencial, que se autogestiona, se responsabiliza de su infancia, se permite la expresión emocional y la permite a los demás. Un yo emancipado del yugo del pasado, de la vergüenza y la culpa. Alguien que se hace cargo de sus emociones desagradables, que ha aprendido a regularse y no necesita a nadie que lo calme y, por tanto, no depende emocionalmente de nadie, ni culpa a nadie por no saber regularlo. Un yo adulto, maduro, reempoderado y presente, seguro y confiado, que no necesita mostrarse arrogante ni tampoco ejercer una falsa humildad

porque no está en deuda con nadie. Simplemente, se entrega a la vida y recibe desde su yo REAL. Conozco a gente inteligente en lo racional, gente rica, gente guapa, gente divertida o gente educada. Sin embargo, conozco a muy poca gente emocionalmente madura. Para la cultura 1.0, madurez significa tener un trabajo, una casa, una pareja, montar una familia. Tal vez tener unos ahorros en el banco, ser discreto en los espacios públicos, obedecer las normas sociales, cumplir las leyes civiles y penales, llevarse bien con la familia y que la gente opine bien de uno. Se trata de una madurez observable, visible, medible, conductual y que está relacionada con encajar en la sociedad, guardar las formas, seguir la tradición y parecer normal y predecible. Sin embargo, para la mente 3.0, la madurez no sigue una lógica económica, sino emo-espiritual. Para la conciencia evolucionada, la esfera de la economía y lo cotidiano es algo primario, básico, cuyo cumplimiento garantiza la supervivencia, no el sentido profundo. Sabe que de nada sirve ser independiente económicamente si su autoestima sigue dependiendo de la opinión de papá y mamá. Para la mente 3.0, la madurez tiene que ver con el viaje interior, con el autodescubrimiento, con la capacidad de valerse por sí mismo, de sanar las cuentas pendientes de la infancia, de sentirse emocionalmente adulto, de poner límites y de atreverse a caminar por la vida aportando su propio granito de arena. La madurez 1.0 se exhibe de cara a la galería y es terreno abonado para el maquiavelismo, la incongruencia y la doble vida. La madurez 3.0 tiene que ver con la coherencia entre el espacio interior y el espacio físico, entre la coincidencia entre los valores personales y las acciones en el mundo externo. La madurez 1.0 se basa en el miedo y la seguridad, y consiste en «sentar la cabeza», pretender ser un padre exterior perfecto siguiendo el ejemplo de su padre y de su abuelo. La madurez 3.0 se basa en la rabia consciente y la libertad, se fundamenta en abrir el corazón, ventilar el pasado y abrirse a la vida sin obligaciones con nadie, aportando su propia visión de las cosas. He visto a millonarios atrapados, inmaduros y desorientados, y a jóvenes sensatos avanzando por la vida con el paso firme y la mirada despejada.

COMUNICACIÓN REAL La mente 1.0 utiliza su discurso paternal heredado para criticar, atacar, obligar, exigir, rebajar, empequeñecer y desempoderar al otro. También puede utilizar la

narrativa del niño desvalido, victimista e idealizador de lo ajeno para manipular a su interlocutor. La mente 1.0 tiende a generalizar para condenar la personalidad entera de la gente utilizando los adverbios siempre y nunca. Siempre llegas tarde, siempre lo haces mal, nunca me haces caso, nunca lo haces bien. También utiliza como una daga emocional la palabra eres. Eres malo, eres bueno, eres tonto, eres muy listo. Todo eres establece una relación de poder. Cuando eres malo, te castigo; cuando eres bueno, te halago para atraerte e instrumentalizarte en beneficio propio. La voz 1.0 replica en el presente la comunicación paterno-filial, a menudo hiriente, que recibió en la infancia. Es un replicante que vive en el pasado y lo reactiva a todas horas, trasladando la relación disfuncional padre-hijo a otras áreas de la vida: pareja, compañeros de trabajo, amigos, familia. Él lo sabe todo o no sabe nada, es el mejor jefe o el peor empleado. Vive en una realidad cartesiana, en un blanco y negro científico y eterno. En casa lo sabe todo, en el trabajo no sabe nada, o siempre sabe todo o nunca sabe nada. En la comunicación 1.0 hay abundantes imperativos, órdenes, amenazas y vejación socialmente aceptada. Hay condescendencia y paternalismo, ascendencia o descendencia, pero siempre desnivel entre los interlocutores. Hay rivales, facciones y posiciones enfrentadas. Uno habla y el otro escucha, una dicta y el otro copia. Hay separación, desconexión, cerrazón, incomodidad, vacío, sordera y monólogos. La comunicación 1.0 se basa en relaciones de poder y juegos psicológicos para someter al otro hundiéndolo o pretendiendo salvarle, otra forma de alejarlo de su adulto potencial. La mente 1.0 no ama, necesita al otro y lo posee. Le infantiliza racionalizando sus emociones, interpretando los sentimientos como un obstáculo, solucionándole los problemas, organizándole la vida, aconsejándole sin su permiso. Él ha sido ninguneado y ahora ningunea, ha sido oprimido y se convierte en opresor. La mente 3.0 concibe la comunicación como una plataforma para practicar su parte adulta. Una oportunidad de oro para compartir humanidad y reconocer el hilo conductor que nos acerca a todos. Aprovecha ese momento para repartir conocimiento de forma horizontal. La comunicación es una energía bidireccional que consiste en dar y recibir, hablar y escuchar. Yo sé de esto, tú sabes de aquello, y juntos elevamos nuestra conciencia. Cuando lanza una crítica, el adulto emocional lo hace de forma específica y concreta hacia una acción, no hacia la forma global de ser del interlocutor. Trata de no utilizar los nunca, los siempre y los eres porque no busca señalar y castigar al niño interior del otro. No elude las crisis porque son una oportunidad para reflexionar, suavizar

diferencias, apartar muros y conectar más para llevar la relación hacia un lugar más profundo. Sabe que sin tensión no hay transformación, sin roce no hay evolución. La crisis es como un cambio de ritmo en la canción, es algo sano, sin ella la vida sería rutinaria y perecedera. Quien huye del conflicto acaba entrando en conflicto consigo mismo. Quien evita enfadarse, evita su derecho a autoafirmarse. La mente 3.0 pide, no exige, apoya, no soluciona, y menos si no se lo piden directamente. Escucha, atiende, acompaña, pregunta, respeta y comprende, porque viste la piel del otro. Concilia posiciones y mitiga el error tratando de salvar la herida interior del otro, no haciéndolo sentir ignorante y desamparado. Sobre todo, lo que distingue una comunicación de la otra es la comprensión. El adulto emocional escarba en su propia problemática para conectar con el problema del otro, siente su propia herida para poder comprender el sufrimiento del otro. Comprende que los problemas de todo el mundo, de la humanidad entera, en cualquier grado, a escala individual y grupal están relacionados con un déficit de comprensión. En nuestro fuero interno, sabemos que nadie nos ha comprendido del todo, ningún cuidador ni ninguna figura de autoridad en el pasado. O nos han ninguneado, o se han asustado, o se han reído de nuestras opiniones, ideas, gustos, preferencias y tendencias, y por eso hemos acabado compartiendo solo la arista convencional de nuestra compleja personalidad. Porque la cultura 1.0 nos ha hecho sentir avergonzados, llamándonos raros, diferentes, alocados, inmaduros e inconscientes, por salirnos del esquema cotidiano. El adulto emocional sabe recibir el estado interior del otro y sentir su momento de fragilidad. No lo arrincona, lo valida, le da espacio. Comprende, respeta y conecta con el déficit de comprensión que todos arrastramos en el fondo de nuestro corazón. Se comunica con la presencia, la atención, la mirada, el gesto, el silencio, la palabra, el abrazo cuando es solicitado. Valida el mundo privado del otro y no le incomoda porque no le incomoda el propio, ha hecho las paces con su niño interior. Así, rompe la cadena de sufrimiento heredado y renuncia a hacer sufrir a otros con más comunicación paternalista o victimista. Siempre que ofrezcamos nuestra comprensión, respeto, aceptación y cariño, estamos ayudando a sanar el niño herido del interlocutor y, a la vez, sanando el nuestro. Estamos saliendo de la perpetuación de la comunicación niño-padre y de la tiranía de la dependencia emocional que nos inocula la cultura 1.0. En momentos de conflicto, la comunicación REAL consiste, primero, en ir hacia dentro y conectar con nuestras emociones, necesidades y valores. Segundo,

en mostrar comprensión hacia las emociones, necesidades y valores del otro para validarlo y no ofenderle como ser humano. Tercero, en comunicar de forma amable nuestro estado emocional desagradable. Y cuarto, en pedir que nuestras necesidades y valores se respeten si no está siendo así. Quien se comunica de forma madura y consciente sabe aflojarse ante la incomodidad propia y no atacar para contagiársela al otro. Cuando se expresa, lo hace para compartirse y conciliar, para mejorar la relación. Percibe cuando alguien baja las defensas y quiere conectar desde su vulnerabilidad. Entonces, aprovecha dicha apertura para bajar también sus defensas, igualarse en el terreno y entregarse a la conexión horizontal. Además, pide disculpas con facilidad si ve que alguna acción suya ha podido causar un dolor innecesario en alguien. A la mente 1.0, en cambio, le cuesta un mundo disculparse, porque ello representa un acto humillante y culpabilizador, significa confesar un pecado, arrodillarse y merecer un castigo como cuando era niño porque destapa su imperfección. Sin embargo, para la mente 3.0 disculparse es un acto conciliador y liberador de reconocimiento de su fragilidad, la humanidad compartida, y lo hace sin perder dignidad, manteniendo su centro y su autoestima intacta. No se trata de una condena ni un acto de humillación, sino de una acción de entendimiento, una oportunidad de reconexión y reempoderamiento mutuo. Por último, nadie tiene derecho a exigirnos algo que antes no le hayamos ofrecido. Nadie nos puede pegar bronca por algo que antes no nos haya pedido. Igualmente, no le podemos exigir a alguien algo que antes no nos hayamos dado a nosotros mismos. Nadie tiene la obligación de salvarnos; especialmente de nuestra propia incapacidad. Primero debemos conectar con nuestras necesidades, luego ser capaces de exponernos y expresarlas. Para ello, debemos reconocer y abrirnos a los sentimientos de vulnerabilidad, nadie tiene el deber de leer nuestra mente. Podemos expresar cualquier cosa a cualquier persona en cualquier momento, si lo hacemos desde el cariño y la comprensión. Ni desde el juez, ni desde la víctima. Siempre tuve tendencia a ser demasiado honesto, a no morderme la lengua y dar mi punto de vista sin problemas. Me creía mejor que el resto por ser capaz de decir la verdad superando los grilletes de lo políticamente correcto. La gente pedía honestidad y yo se la ofrecía sin medias tintas. Era la misma gente que después se sentía ofendida e iniciaba una batalla campal o desaparecía de mi vida. Así me cargué numerosas relaciones de amistad y de pareja hasta llegar a cuestionar y desenmascarar el mito de la honestidad 1.0. El concepto de

honestidad nos lo han metido en la cabeza los mismos que lo han pervertido: la clase religiosa, la clase política y la clase judicial, estamentos donde la mentira, la corrupción y la doble moral campan a sus anchas. Por lo tanto, la mente 3.0 no está obsesionada con el significado literal de la palabra honestidad porque no es moralista y, como se ha liberado de la culpa tóxica, no está interesada en manipular y predicar sin el ejemplo. Tiene claro que su función social no es humillar ni salvar a nadie. Le interesa menos la honestidad del contenido de su mensaje que ser honesto con sus propios valores. Y los valores de conexión, comprensión y cuidado de su interlocutor son prioritarios siempre. Por eso, para ella, la responsabilidad antecede a la honestidad litera y, llegado el caso, entre la espada y la pared, prefiere compartir el grado justo de honestidad de su mensaje, que en ese momento el otro será capaz de procesar. Le interesa más la relación, el vínculo, la amistad y, a menos que el otro se lo pida expresamente, prefiere ser cien por cien sincero y leal a eso. Porque la honestidad brutal puede ser un suicidio relacional. Decir lo que se piensa sin pensar en lo que se dice y, sobre todo, en cómo va a afectar emocionalmente a la gente, es un acto de egoísmo inmoral y de sinceridad tóxica. No es necesario decirle a nuestro hijo de cinco años que no llegamos a fin de mes o, al jefe, que nos cae mal y que estamos buscando otro trabajo. A veces, abrimos de par en par las puertas de nuestro mundo interior y acabamos abrumando. En realidad, no somos capaces de gestionar los dilemas que nos presenta la vida, de sostener la culpa de nuestra complejidad, y necesitamos ventilarla y compartirla a toda costa con alguien. De nuevo, el acto de airear sin reparar en quién tenemos delante y cómo le va a afectar no es honestidad, sino egoísmo. También es importante no comunicarse desde la emoción cruda, sino anteponer siempre los valores humanistas y ajustar el lenguaje al grado de comprensión del interlocutor. Lo sano es saber leer cada situación y ser flexible según la tensión del momento y la capacidad de recibir honestidad literal del otro. Lo realmente honesto es detectar el estado de vulnerabilidad de la gente y responsabilizarnos de nuestras palabras, y no querer herir ni hacer un daño innecesario. Si doy de más, puedo abrumar; si doy de menos, puedo ofender. El equilibrio justo lo otorgan nuestra intuición y nuestro trabajo interior, que nos permiten vestir la piel del otro y leer su momento interno. No pretendo engañar halagando falsamente, ni tampoco ofender siendo brusco. Si la comunicación es el grifo y la honestidad el agua, la responsabilidad es la manija con la que regulo la cantidad de agua que ofrezco, teniendo en cuenta el grado de comprensión y

vulnerabilidad de mi interlocutor y que mi meta principal es ayudar, no humillar a nadie.

14. EL HEMISFERIO DERECHO El neocórtex está dividido en dos mitades o hemisferios conectados entre sí por un conjunto de fibras llamadas cuerpo calloso. A pesar de que las habilidades humanas son, en general, producto de la activación y la transferencia conjunta de información entre ambos hemisferios, estas mitades están especializadas en funciones diferentes y, por tanto, tienen características propias. El hemisferio izquierdo, o racional, está especializado en la información lógico-matemática, en la producción del lenguaje y en el pensamiento analítico; es verbal, lineal, auditivo, intelectual, controlado, dominante, científico, mundano, activo. Procesa la información de forma secuencial (de estímulo en estímulo), recibe impulsos nerviosos y coordina el movimiento de la parte derecha del cuerpo. El hemisferio derecho, o emocional, está especializado en el pensamiento holístico y la comprensión simultánea de la información; es sintético, visual, espacial, imaginativo, intuitivo, creativo, introspectivo, artístico, musical, espiritual, receptivo. Recibe impulsos nerviosos y coordina el movimiento de la parte izquierda del cuerpo. El hemisferio izquierdo despliega una mirada microscópica y parcial, percibe el tramo separado de la historia, el dato independiente del hilo argumental, el trozo que se esconde debajo de la nariz, el tronco que tiene enfrente, y considera su árbol especial y distinto al resto. El hemisferio derecho desarrolla una mirada telescópica y panorámica, contempla en perspectiva, percibe el bosque en su conjunto, y es consciente de que, a pesar de que en el bosque no hay dos árboles iguales, todos están interconectados porque sus raíces comparten el mismo terreno y las hojas emiten el mismo oxígeno. La educación tradicional, basada en la memorización de datos, el cálculo, la anticipación, la repetición, la competición y la represión emocional, nos ha obligado a lateralizarnos en el hemisferio izquierdo. La mayoría de las asignaturas (matemáticas, física, química, historia, lenguas), bien por temática o bien por metodología, requerían de una mayor activación de ese hemisferio. Eran las más importantes para el currículum, las que más carga lectiva tenían y de cuya calificación dependías para ser vitoreado o no en las aulas y en casa. Sin

embargo, música, dibujo o gimnasia eran asignaturas residuales, complementarias, de escasa presencia en cuanto a tiempo y recursos. Si sacabas un diez en matemáticas, tu padre te regalaba una bicicleta; si lo sacabas en dibujo, te regalaba una calculadora. Muchos hemos sido víctimas del sistema educativo, tan monótono y aburrido, frío y poco edificante para el espíritu libérrimo. Algunos lo hemos expresado públicamente, otros lo han sufrido en silencio. Pero el aburrimiento en las aulas, el maltrato de los profesores y el ambiente rancio en los pasillos han roto muchas infancias, torcido muchas adolescencias y mutilado a muchos adultos. Debe de haber por el mundo mucho artista atormentado y gente creativa frustrada dedicándose a trabajos monótonos por una mala gestión de su talento en aquellos largos años de deformación escolar. Y todo ello consecuencia de la ingeniería social que tuvo lugar durante principios del siglo XX, una tentativa de la Máquina a gran escala para moldear el comportamiento del ser humano y hacerlo lo más previsible y manipulable posible, para crear un ciudadano civilizado, estático, reprimido, operario, peón, eslabón, con brazos pero no cerebro, que cumplía órdenes sin rechistar y solo respondía efusivamente a la propaganda política, publicitaria y deportiva. Un ser humano recortado de su raíz, que repetía compulsivamente el pasado porque había sido adoctrinado para creer que cualquier tiempo pasado fue moralmente mejor, ya que había valores, familia y religión.

YIN-YANG Y LA CRISIS DE FEMINIDAD La cultura 1.0 ha borrado del mapa el cuerpo calloso y ha separado, dividido y enfrentado las especializaciones de ambos hemisferios. Popularmente, se puede afirmar que al hemisferio izquierdo, o racional, se le considera el cerebro masculino-yang y al hemisferio derecho, o emocional, el femenino-yin. En una cultura falocrática donde la dictadura de la mente racional se ha impuesto por vía de la militarización social y la religión de la ciencia oficial, el hemisferio derecho ha quedado relegado. Ahora todo el mundo quiere avanzar, actuar, liderar, controlar, calcular, hablar, enseñar, trabajar, competir, imponer, luchar y enfrentarse. Sin embargo, nadie quiere dejar, retroceder, esperar, seguir, soltar y fluir, intuir, sentir, escuchar, aprender, cooperar, negociar, rendirse a la vida y conciliar posturas. Actualmente, hombres y mujeres tienen prisa, buscan desesperadamente la acción, la estructura razonable, la expansión profesional, y

la ciencia oficial enarbola su discurso. Sin embargo, para progresar también son necesarios la calma, la quietud, el caos (antesala de la creatividad), la contracción y permitir que el sentimiento espiritual nos atraviese. Todo mecanismo tiene su par de extremos, todo sistema que aspire a la salud y el equilibrio debe incluir sus opuestos, porque, igual que los hemisferios cerebrales, son complementarios. En realidad, no hay guerra de sexos ni de géneros, se trata de una cortina de humo orquestada por la propia Máquina. Lo que hay es una crisis de feminidad y de conciencia. Para que la sociedad madure y evolucione, debe aprender a integrar sus dos mitades, sincronizar la energía masculina y femenina. Antes, a la mujer se la obligaba a ejercer el papel femenino, se la encasillaba en ese espacio, se la subyugaba y humillaba por ello. Ahora nadie quiere ocupar el sacro espacio de lo femenino, del hemisferio derecho, porque se ha malinterpretado y mancillado, y activar el yin trae recuerdos funestos. Todo el mundo prefiere la luz, el día, el sol, el verano, y nadie tolera la sombra, la noche, la luna o el invierno, pero lo primero se alimenta de lo segundo y viceversa. Igual ocurre con la mente y con el ser humano. En nuestra sociedad hay crispación y separación porque hay dos mitades igual de necesarias cercenadas y enfrentadas entre sí por no incluir y encajar el movimiento opuesto dentro del suyo. En la actualidad, lo femenino ha sido ninguneado y desplazado por la cultura 1.0. Hay un sufrimiento emocional masivo por la hipermasculinización social de ambos géneros y sexos. Hombres y mujeres se han centrado en la economía y los negocios, en echarse los problemas a la espalda y tapar las emociones para ser resolutivos. Por lo tanto, ambos están enfrentados con su propia feminidad, nadie se interesa por conectar, comprender, empatizar y comunicarse suavemente. Al clásico macho alfa desconectado emocionalmente le ha surgido su réplica en la mujer hipermasculinizada, con su síndrome de la superwoman, ambos aparentando determinación y fortaleza, mostrándose agresivos e hipersexuales. Ambos sintiéndose carentes de oxitocina y vinculación y, por tanto, incompletos. Tan atractivos y eficientes por fuera como incapaces de dar las gracias, pedir disculpas y mostrarse amables y reales. Para que se establezca el equilibrio, se necesita dar el mismo tiempo y espacio al principio masculino y al femenino. Hablo y escucho, pienso y siento, doy y recibo, río y lloro, soy duro y suave, soy yin y soy yang. La vida auténtica no se despliega desde la guerra, la tenacidad y el sacrificio sino desde el amor, la intuición y la inspiración, que son principios femeninos. La cultura 1.0 nos impele a expandirnos, tragar sin masticar, cambiar y abrirnos a la novedad y la

aventura porque nos quiere desorientados y superficiales. Como antídoto, debemos trabajar el lado opuesto, la profundización, y aprender a degustar, repetir y penetrar los tejidos desde la paciencia y la lealtad al proceso. Toca exaltar la necesidad de más paz y amor, más belleza y sensibilidad, aptitudes femeninas que vienen a salvarnos de la dictadura de la mente racional. Y estas virtudes residen en el espacio sagrado del hemisferio derecho junto al sentimiento, el arte, la vulnerabilidad y la espiritualidad.

LA IMPORTANCIA DE LO BELLO La percepción de belleza es enemigo frontal del hacedor compulsivo y la multitarea nerviosa, supone una amenaza real para el corazón hermético del robot social y la metáfora del ordenador. Desde esta perspectiva, lo estético es algo accesorio y periférico, y la belleza no es más que un mero objeto de consumo. A la mente 1.0 no le interesa demasiado lo bello porque su valor es algo intrínseco, pasivo y femenino, que escapa a la razón, y ocioso, porque no implica producir ni reproducir un resultado palpable. Sin embargo, en esta sociedad llena de ruido, prisa, conflicto, represión emocional y estrés es fundamental recuperar y recordar el impacto terapéutico que tienen las cosas bonitas en nuestra psicología. Al contrario de lo que afirma la cultura 1.0, el bienestar no está necesariamente relacionado con sonreír muchas veces al día, tener pareja o emprender un nuevo proyecto profesional. El bienestar auténtico está estrechamente ligado al bienser, que se articula menos haciendo y adquiriendo que sintiendo y experimentando. La inteligencia estética, la capacidad de percibir y apreciar la belleza, es una de las cualidades humanas que más nos acercan a este bienser. La habilidad de darnos cuenta y valorar los cuantiosos aspectos hermosos que nos ofrece la vida tiene consecuencias directas en la calidad de nuestra existencia. Para conectar con lo bello, antes hay que arriesgarse a destapar el corazón y descubrirse al sentimiento. Es un acto de valentía porque requiere acallar el pensamiento y frenar los pasos para abrirnos en canal a la experiencia y al shock redentor de la sorpresa. Si permitimos que la belleza nos penetre hasta el fondo, el sentimiento nos revelará un sentido más profundo, sutil y elevado de la vida. En mi consulta, en la primera cita a mis clientes, les pregunto qué aspectos de la vida (cosas, objetos, situaciones, contextos o personas) les conectan con la belleza. De un centenar de clientes a quienes les he hecho la pregunta, he

recogido doce categorías de situaciones y aspectos que más reportan sensaciones de belleza. En concreto, hay cuatro categorías que destacan y se imponen sobre el resto, activando placer estético en la mayoría de la gente. La primera, de largo, es la naturaleza, donde se incluyen los paisajes naturales, el mar, las olas, la playa, la montaña, el aire puro, los bosques, el sol, la luna, los cielos, los atardeceres, los amaneceres, las estrellas, las plantas y las flores. La segunda es el arte, que abarca la pintura, el dibujo, la arquitectura, la fotografía o los museos. La tercera categoría que más nos conecta con lo bello es la música. La cuarta es la percepción de una serie de valores humanistas como son las muestras de amor y cariño verdadero, la bondad, la empatía, la humildad, la amabilidad, la ayuda, el respeto y la educación. Después aparecen siete categorías importantes en el siguiente orden: estar con animales (perros y gatos); la belleza femenina (percibir rasgos de belleza en una mujer); la percepción de autenticidad, originalidad, honestidad y naturalidad; la luz y los colores; la gente con gusto y estética; la risa y la sonrisa; y la literatura, la poesía, la escritura y los discursos. Por último, hay otras áreas que a alguna gente les conectan con la belleza como son viajar, una mirada, la familia, los niños, el cine y los olores. Además, para comprobar el efecto psicológico que tiene la experiencia estética en la gente, les pregunto por el conjunto de emociones y sentimientos que les despierta lo bello. A la mayoría les reporta emociones de alegría, optimismo, esperanza, felicidad, fe y plenitud. El mismo número de gente afirma albergar sentimientos agradables de corte más profundo como son la paz, la serenidad, la calma, el bienestar y el silencio. Por otro lado, un gran número de personas manifiesta vivir sentimientos de alta activación como el éxtasis, el asombro, el impacto, el empoderamiento y la energía. Además, muchas personas afirman otros efectos agradables como sentimientos de amor, ternura, compasión y aceptación, conexión, atracción y admiración, placer y gozo, agradecimiento, libertad e independencia, inspiración y ganas de crear, nostalgia (la tristeza feliz) o melancolía, y satisfacción. A mis clientes también les pregunto por los aspectos de la vida que les conectan con la fealdad. Para la vasta mayoría, lo más desagradable que hay en el mundo es la violencia y sus distintas expresiones y tonalidades, como el odio, la maldad, la agresividad, los gritos, el maltrato, el abuso, el autoritarismo, el desprecio, el menosprecio, la manipulación, la prepotencia y la brusquedad. Después vienen la mentira, la falsedad, la hipocresía y la falsa felicidad de red social. Le siguen la ciudad y sus ruidos, su caos y suciedad. Por último, aparecen la falta de respeto, la mala educación y el incivismo.

Más allá de estas cuatro categorías principales (violencia, mentira, ciudad y falta de respeto), existen cinco aspectos que también producen malestar a la gente: la injusticia y la desigualdad, el maltrato animal, la crítica y el juicio, el egoísmo y la dejadez. Además, a alguna gente le parecen feos la prisa y el estrés, la inconsciencia y la estupidez, el desorden, la política y los políticos, la soledad, la negatividad y las luces fuertes. Las reacciones emocionales más comunes frente a estos aspectos oscuros de la vida son la rabia y la indignación, después la lástima y la tristeza. Otra gente siente asco y rechazo, impotencia y angustia o tensión. Finalmente, hay personas que sienten miedo, resignación y frustración. Conocemos ahora los efectos que la belleza y la fealdad tienen en nuestra salud y equilibrio emocional, las consecuencias terapéuticas de la percepción de lo hermoso y las secuelas infecciosas de lo desagradable. La dimensión estética, lejos de ser un sentimiento inocuo y superficial, impacta directamente en nuestra calidad de vida, haciendo mella en nuestra psicología. Lamentablemente, la cultura 1.0 ha construido un mundo lleno de violencia, mentiras y ramplonería. Vivimos en ciudades grises, llenas de asfalto, ruido y suciedad. Cada día amanecemos con el estruendo de un despertador y nos hinchamos a azúcar, cafeína y tabaco. Las noticias en la radio nos dibujan un mundo lleno de crispación, corrupción y desencuentro. En el metro, nos hacinamos alineados en los vagones. En las calles, el denso tráfico, el rugido de los motores y el humo de los tubos de escape nos suben la presión arterial y la frecuencia cardíaca. En la televisión, los invitados al plató siguen mintiendo y faltándose el respeto. El mercado sube los precios, el parlamento congela los salarios, la banca se frota las manos y cada final de mes se convierte en otro ascenso al Everest. De noche, para relajarnos, ponemos la serie de moda, cuyo hilo conductor es la amenaza. Los medios de comunicación comerciales son una fábrica de sensacionalismo, miedo e hipermasculinización que da forma a las lentes sesgadas de los consumidores. Así es como lo feo, silenciosamente, nos va invadiendo hasta acabar dirigiendo el contenido de nuestros planes y pensamientos, ideología prestada y proyecciones cortadas por el mismo patrón de conformismo, pasividad, pesimismo y desconexión. La privación de belleza nos desordena, nos preocupa, nos fragmenta, nos hiperactiva y nos deprime. Nos victimiza y nos acerca al ansiolítico, al analgésico, a la dependencia y la adicción. Sin belleza no hay inspiración y, sin inspiración, no nos alcanza el aire fresco, nos asfixiamos y languidecemos fundiéndonos con la masa acrítica que replica lo que en el fondo detesta.

Es imprescindible compensar esta ubicua fealdad institucionalizada, escapar a la programación a la que nos somete la Máquina, creando belleza a nuestro alrededor. Si nos envolvemos de encanto, este amortiguará la exposición obligatoria a la mediocridad raptándonos temporalmente del pesimismo y sanándonos del trastorno cotidiano. La belleza es una necesidad vital porque ensancha el mundo interior, conecta con las emociones, estimula la empatía, disuelve la soledad, genera autoestima e inspira a vivir de forma más espontánea e intuitiva. La experiencia estética nos sana temporalmente al recargarnos de sentido y enseñarnos a enfocarnos en los detalles de la vida y cómo estos nos hablan de nosotros mismos. La percepción de belleza nos ayuda a madurar cognitivamente porque nos obliga a observar, atender, ser conscientes y dejarnos remover sin frenos. El artista es un chamán urbano que nos guía en el camino de vuelta al hogar. A mis clientes, aparte de trabajar en la conciencia, aceptación y liberación emocional, les receto baños semanales de belleza. Que apaguen el televisor y enciendan la sensibilidad, que eviten la prisa y conecten con el sentimiento estético. Ese giro interno nos saca del automatismo del yo heredado y nos mete en el yo REAL. Nos conecta con la humanidad entera en un momento atemporal más allá del contexto. Así, la belleza nos abre la puerta a la trascendencia y recupera la importancia de la sensibilidad en nuestro equilibrio emocional. Observar el detalle hermoso fuera me activa dentro. La belleza, la sensibilidad y la espiritualidad son tres ramas sagradas interconectadas en el árbol de la feminidad.

LA ALTA SENSIBILIDAD La sensibilidad es la capacidad inherente del sistema nervioso de procesar información sensorial, es decir, de percibir, sentir y discriminar estímulos a través de los sentidos. La sensibilidad es un mecanismo adaptativo imprescindible para la supervivencia. Tanto los animales como las plantas captan señales del entorno y emiten una respuesta apropiada para ajustarse biológicamente a las demandas ambientales. En cuanto a los seres humanos, la sensibilidad es uno de los rasgos peor comprendidos y más denostados por la corriente principal, sobre todo cuando esta es elevada. Nadie se mofa de alguien por ser demasiado inteligente a nivel racional; sin embargo, la mente 1.0 tiende a ridiculizar la alta sensibilidad. «No seas tan sensible, eres demasiado sensible, no

hay para tanto, no exageres, qué cursilada, eres un flojo...» Parece un rasgo indeseable del que haya que huir a toda costa, una señal de que algo no funciona bien en nuestro interior. Por otro lado, nadie se atreve a cuestionar el aporte cultural a la historia de la humanidad de figuras como Oscar Wilde, Van Gogh o Freud, por poner alguno de los múltiples ejemplos. Sin embargo, no hay que pasar por alto su enorme sensibilidad y el hecho de que gran parte de su excelencia intelectual, estética y creativa era debida precisamente a ese rasgo. La alta sensibilidad es una estrategia de supervivencia automática, no elegida ni desarrollada voluntariamente. Se trata de un rasgo de personalidad innato, no de una tara o una lesión provocada por algún accidente, o un castigo psicológico por haber cometido algún error en el pasado. La persona sensible tiene un sistema nervioso más perceptivo y, por tanto, un procesamiento de los estímulos físicos, emocionales y sociales más profundo. Al tener un umbral perceptivo naturalmente bajo, la información biopsicosocial se procesa en su interior de forma más intensa. Por lo tanto, tiene una respuesta más emotiva a estímulos como el dolor, los ruidos o el hambre, y también a la belleza, la sensualidad o la crítica. El individuo altamente sensible es muy receptivo a lo sutil y a la delicadeza, dispone de una notable empatía y emotividad, lo cual conlleva una tendencia natural a la sobre-activación y sobreestimulación de su sistema nervioso. Tiene una propensión inconsciente a quedarse atrapado dándole vueltas a la información y a sentirse fácilmente abrumado o agotado física o mentalmente. A alterarse y a saturarse emocionalmente antes que el resto, y a sufrir más fácilmente ansiedad tóxica, estrés o depresión. Un mecanismo asociado a la alta sensibilidad es la inhibición latente. Se trata de un proceso automático del cerebro mediante el cual este descarta la información no útil para sus necesidades. Una persona con una inhibición latente alta percibe un objeto, lo reconoce, lo archiva de forma inconsciente y tiende a olvidarlo. Su mente filtra lo banal y atiende conscientemente solo lo imprescindible según las necesidades y demandas de la situación. Su mente reconoce una lámpara, la clasifica y siempre ve la misma lámpara. Igualmente, observa a María, procesa sus rasgos y siempre reconoce a la misma María. La mente con inhibición latente alta tiende a ver lo fundamental y prioritario para su supervivencia, y se le escapan los detalles de las cosas. Por el contrario, el cerebro de una persona con inhibición latente baja está permanentemente abierto en canal y expuesto a nueva información del ambiente. Su mirada percibe naturalmente más complejidad y variedad en el entorno.

María tiene dos peinados diferentes según su estado emocional, su timbre de voz oscila según el momento del día y usa tacones cuando se siente insegura. La lámpara reluce más cuando está limpia, su brillo depende del haz de luz que entra por la ventana, la forma recuerda a un jarrón que vio en una película y nota cuando la mujer de la limpieza lo cambia milimétricamente de lugar. Además, los días alegres juguetea con la idea de que la mujer de la limpieza la mueve voluntariamente para emitir algún tipo de mensaje oculto que él necesita descifrar. Una inhibicion latente baja aumenta la predisposición a ser sensible y creativo. Casi todos hemos sufrido a lo largo de la vida episodios de injusticia, abuso de poder, manipulación, bullying, insomnio, mente en blanco o gatillazos, pero a las personas sensibles estos avatares se nos han quedado grabados de forma más intensa que al resto. Además, la incomprensión y el juicio que hemos recibido por parte de la ciencia oficial y de la mente 1.0 nos han hecho creer que teníamos un defecto y hemos acabado somatizando. El sensible ha sido burlado, apartado, se le ha tildado de débil, de frágil. Si es hombre, se le ha cuestionado su masculinidad y, según cómo, hasta su sexualidad se ha puesto en tela de juicio. Está mal visto emocionarse, ilusionarse y sentir sin freno. La incomprensión de la cultura 1.0 nos ha obligado a replegarnos como medida de protección, mostrándonos a veces más desconfiados, introvertidos y tímidos de lo que en realidad nos gustaría, por recelo a la ofensa. En mi caso, las reacciones adversas a las ocasiones en que mi sensibilidad afloró en público de forma espontánea cuando era niño me hicieron comprender el acierto de ocultar mi parte blanda de joven. Si quería sobrevivir en el mundo, me debía mostrar hermético y duro de pelar. Por fuera solo exhibía rasgos masculinos de sensibilidad y, por tanto, permitidos, como la tendencia a la impaciencia y la frustración. De alguna forma, era reconocido en todos los sitios a los que acudía; acababa liderando todos los grupos a los que pertenecía. Nadie (ni yo mismo, hasta que, de adulto, profundicé en mi proceso de sanación) era consciente de mi pico de ansiedad social y mi rasgo de timidez. El mundo conocía mi talante contestatario y agresivo, pero ignoraba mi extremada sensibilidad y mi tendencia natural a la saturación, ambos rasgos causantes de mi manifiesta rabia. Por mucho que me rodeara de gente, en el fondo siempre me sentía solo. Mi mente reparaba en detalles y reflexionaba sobre cosas que los demás pasaban por alto. Mi cerebro almacenaba datos que los demás no advertían porque no se fijaban en ellos, y había aspectos de la vida que no podía compartir con nadie. En ocasiones, pensaba que los detalles eran fútiles y me

enfadaba con mi mente. Otras veces, albergaba resentimiento con el mundo por ser incapaz de alcanzar lo que yo veía. Me sentía raro por dentro, raro por fuera. Incómodo en mi piel, incómodo en compañía. Me molestaba que mi afilada memoria me trajera recuerdos que la mayoría de la gente no guardaba. No podía compartir con nadie mis pensamientos, ideas, fantasías y conclusiones privadas porque, cuando lo hacía, se sentían abrumados o me miraban con cara de loco. Me acordaba de nombres, de caras, de todos mis antiguos amigos, conocidos, parejas, de anécdotas y fragmentos exactos de mi biografía. Una fragancia, un sonido, un paisaje, un gesto o un simple acento bastaba para activar una explosión de asociaciones multicolores en mi cabeza. Así era como el pasado nunca dejaba de estar presente y me costaba más que al resto superar los baches. Mi alta emotividad grababa a fuego lento vivencias que la mayoría olvidaba pasando la página. Mi precisa capacidad para evocar recuerdos era interpretada como obsesión, paranoia, amenaza y rencor. La gente me veía como alguien tan inteligente como perturbado y enfermo por recordar tanto, como si aquello fuera algo voluntario o deseado. La cultura 1.0 trazaba una línea roja y me empujaba a vivir mi sensibilidad como una maldición. Hasta que comencé a fingir olvido, omitir reacciones emocionales y simular pasotismo para parecerme al resto. Es sencillo identificarse con el lado amable de la alta sensibilidad. El disfrute del arte, la música, los sabores, olores y sonidos le proporciona a uno placer y le sube la autoestima. Tampoco duelen prendas reconocer que posees una vida interior rica y que eres consciente de los detalles del entorno. Aunque en esta cultura 1.0, tan hacedora y militarizada, es más complicado admitir que nos sentimos fácilmente saturados y estresados. Además, en esta cultura del selfie y la apariencia, cuesta aceptar el hecho de que eres reactivo al dolor y a los ruidos. A todo el mundo le gusta el lado artístico de la alta sensibilidad, pero en la parte blanda cuesta reconocerse porque uno tiende a sentirse deficiente. Todos aman conectar con el niño interior poderoso, pero rechazan al niño interior herido. Sin embargo, el perro juega y ladra, la moneda tiene dos caras, todo principio encierra dos opuestos conectados. No se puede dar una sensación sin esperar la otra. Toda vida libre incluye debilidad y fortaleza, y un aspecto se despliega dentro del otro. Personalmente, he hecho las paces con las dos caras de mi sensibilidad. Me encanta poder reconocer emociones en la gente, intuir sus deseos y dilemas internos, y anticipar respuestas mirando a los ojos. He aceptado la posibilidad de emocionarme con el progresivo solapamiento de colores de una puesta de sol o la musicalidad afilada de un poema, y de advertir un cigarro ajeno a treinta

metros u oír al vecino de arriba conversando por teléfono. Además, es algo que no depende de mí y no puedo cambiar. De mí depende recrearme en el gozo y protegerme de lo difícil, y tratar de no caer en un exceso de exigencia, obsesión y perfeccionismo. Y que la sobreactivación de la belleza mayúscula y el logro masivo no me impida descansar por la noche. La mayoría de mis clientes tienen una alta sensibilidad y no lo saben. Aparentemente, son sociales y extrovertidos como yo. Sin embargo, sufren por no encajar, por sentirse raros, por no haber encontrado a su gente. Además, muchos de ellos tienen una inhibición latente baja y altas capacidades. En una cultura consciente y amable, estos rasgos bastarían para legitimar una vida rica y plena. Pero en esta sociedad encorsetada, lineal y cuadriculada, quien es brillante es menos predecible, menos domesticable, y se convierte en un reto y una amenaza. Siempre empatizo mucho con mis clientes, he estado en sus zapatos. Hasta que me descubrí, adquirí el conocimiento justo y sané, fui señalado, silenciado y expulsado de muchos sitios. Con la información, la compañía y el trabajo interior correcto, la alta sensibilidad no significa alta probabilidad de fracaso ni de trastorno afectivo. La persona sensible no es una víctima; la sensibilidad, si se detecta, se comprende, se acepta y se utiliza a favor, se convierte en un gran don. El grado de sensibilidad debería ser el factor principal a la hora de elegir un estilo de vida, orientando nuestra profesión, amistades y lugar de residencia. Un sistema nervioso más sensible conlleva un cerebro más evolucionado. La vida se vive en 4D abrazando la riqueza de sus matices y su profundidad. La sensibilidad es tanto receptáculo de belleza y empatía como receptor de desigualdad e injusticia. Somos los artistas, los bohemios, los místicos y los ayudadores en potencia. Nuestra misión es mejorar el mundo porque vemos los defectos, la corrupción, la incoherencia, hacemos saltar la liebre y señalamos los fallos de la Máquina. Somos los niños del cuento del traje del emperador, es nuestra función social y no tenemos que escondernos. Debemos inspirar y aspirar a que el mundo evolucione. En mi consulta, ayudo a normalizar la diferencia, no a hacer normal a quien es legítimamente diferente. La diferencia es necesaria para crear nuevos espacios y abrir nuevas posibilidades para enderezar este mundo tan 1.0. El hemisferio derecho es el lado del cerebro que libera la feminidad y sana a nuestro niño interior, otorgando un papel protagonista al sentimiento, la sensación y la sensibilidad. Toda mente 3.0 es de inteligencia estética y altamente sensible. Si eres sensible, tienes conciencia y no

te medicas ni te hiperexcitas con estimulantes; lo normal en un día es transitar varias veces todos los estados mentales. Eso es señal de salud emocional. La cultura 1.0 interpreta la percepción de belleza y la sensibilidad como una pérdida de tiempo cuando, en realidad, es una inversión, un valor a largo plazo. ¿Cuándo aprenderemos que descansar es hacer algo y que trabajar en exceso es perder el tiempo? ¿Estoy vagueando cuando leo algo que me conecta y me inspira? Es probable que la mayoría de las cosas que hacemos cuando dicen que perdemos el tiempo no lo sean, y que las que hacemos cuando dicen que lo aprovechamos sean una pérdida de tiempo. A las autoridades oficiales les interesa convertir al toro indómito en un lacónico buey. El objetivo de una vida debería ser aprender a permitirnos descansar sin sentirnos culpables, simplemente porque nos lo merecemos. Observando belleza con la piel erizada, te estás formando sin darte cuenta, estás discriminando, afilando la intuición, aprendiendo a vivir mejor. Estás buscando faros, marcos y espejos para establecer referencias y modelos. La inspiración es la fase invisible de la creatividad. El artista se nutre en dos movimientos igual de necesarios. En modo yin siente y se inspira; en modo yang, ejecuta y culmina. No se puede crear una partitura sin antes sugestionarse. Un día, una clienta me comentó que estaba preocupada porque en su día festivo había descansado demasiado, once horas exactamente. Este pensamiento es consecuencia de la cultura basada en el logro, en el hacer para ser, en el emprender para destacar, en el apretar mandíbula porque siempre hay que hacer algo y llegar a algún sitio para ser alguien. Hay pavor a descansar, a parar máquinas, ya que se asocia con perder el tiempo, con el pecado de no producir nada. Y así, mi clienta, como mucha otra gente, se sentía culpable por pasarse un día descansando en casa porque la fórmula es hacer compulsivamente para seguir la corriente y huir del contacto íntimo con nosotros mismos. Siempre implementando, mejorando, siempre la misma fórmula para el desastre. Que se lo digan a los Robin Williams, Avicii y demás muñecos rotos de la cultura 1.0. La ideología de la producción en cadena, de trabajar a destajo cincuenta y sesenta horas a la semana, crea cadáveres insomnes con el sistema nervioso manchado por la cafeína, el estrés y la tensión crónica de la rueda de hámster. Trabajar sin descanso es la fórmula redonda para el fracaso. Desconectarnos de la fisiología y la biología y malvivir con la cabeza separada del cuerpo. Así, otros piensan por nosotros y, de paso, nos dirigen. La gran conquista que nos libera de la desazón y la pérdida de sentido no es aquella que nos lleva a alcanzar una nueva promoción en el trabajo o a adquirir una nueva casa o a abrir un

próspero negocio. La conquista redentora consiste en saber estar sin hacer nada y permanecer así en paz, sin estrés ni culpa. Solo si dominamos ese arte podremos estar en línea con las demandas estresantes del entorno y no perecer en la carrera de obstáculos y el campo de batalla con aire acondicionado en el que se ha convertido esta sociedad. Antes no confiaba en mi cuerpo, me asustaba estremecerme, agitarme y sentirme abrumado por la belleza y atropellado por la fealdad. Siempre me creí más tonto que el resto porque mi mente se daba cuenta de más detalles que nadie y, al ser datos soslayados por la mayoría, pensaba que eran irrelevantes. Ahora mi sensibilidad me hace disfrutar del hecho de ser tan observador, curioso, detallista, imaginativo, versátil, intuitivo, creativo. Mi piel es el detector de verdades más fino que conozco. Cuando mi organismo se eriza, mi corazón se estremece y afloran las lágrimas, descubro la pureza, la originalidad y la grandeza de la vida ante mí. La mente racional se disuelve, el contenedor material de mi ser se rompe en mil pedazos, el tiempo se desvanece mientras la belleza y la excelencia me penetran y saboreo la eternidad del alma. Me siento un elegido por tener un sistema nervioso sensible al sentido profundo de la vida y poder despertar a la verdad que subyace bajo toda superficie perecedera. Extasiado, le agradezco a la vida haberme concedido el don de la sensibilidad y ser capaz de discernir donde habita y se esconde lo REAL.

INTELIGENCIA REAL No existe una única definición de inteligencia; hay tantas como autores la han estudiado. Por inteligencia se entiende la capacidad de comprender, aprender, reflexionar y emitir juicios usando la razón. Es la habilidad de adquirir y aplicar conocimiento. Es la capacidad de lograr objetivos en diferentes entornos y la habilidad de resolver problemas y adaptarse a nuevas situaciones utilizando la memoria, el conocimiento, la experiencia, la comprensión, la razón, la imaginación y el juicio. Por su parte, la psicología académica ha tratado de fijar con claridad su significado y define la inteligencia como una combinación de habilidades necesarias para la supervivencia, la adecuada adaptación y el progreso dentro de una cultura. Es la facultad de tener sentido común e iniciativa para ajustarse a las circunstancias y la capacidad de reorganizar el comportamiento para actuar de forma más eficiente en situaciones nuevas. Es la habilidad de crear productos

valorados por una o más culturas. Es la suma de una serie de habilidades cognitivas: sensación, percepción, asociación, memoria, imaginación, discriminación, juicio y razonamiento. Es la facultad de percibir orden en una situación caótica y la habilidad para tener pensamiento abstracto. Es la capacidad para conseguir lo que te propongas en la vida. No se trata de un proceso mental único, sino la combinación de diferentes mecanismos interrelacionados orientados a una correcta adaptación al entorno. El factor que convencionalmente mide la inteligencia es el coeficiente intelectual (CI), un test cuya puntuación sirve para construir un sistema de clasificación con el cual describir y diferenciar la aptitud cognitiva de la gente. El CI es un índice útil para distinguir las diferencias individuales, aunque polémico por diferentes motivos. Su utilización se extendió durante la Primera Guerra Mundial para comparar diferentes grupos de población según nacionalidad y raza. Esta coordenada se utilizó como instrumento de control de la inmigración que llegaba a los EE. UU. De esta forma, se convirtió en una herramienta para medir la calidad de los genes y acabó justificando la jerarquía, supremacía, eugenesia y discriminación racial. Además, es un índice estadístico-descriptivo que no permite diagnosticar con claridad la inteligencia operativa de la gente. Se trata de una medida de laboratorio (no prescriptiva), ya que en la vida real garantiza pocas capacidades específicas. No hay dos personas iguales con el mismo CI, es un factor que, aislado, da poca información sobre el mundo interior de una persona y su comportamiento. Además, es un concepto arbitrario, ya que diferentes test de CI creados por diferentes investigadores en diferentes contextos y diferentes épocas generan diferentes clasificaciones. En general, el concepto de CI representa la dominancia de una aptitud, la lógico-matemática, sobre el resto de las inteligencias. Este tipo de habilidad permite detectar patrones, razonar de forma deductiva y reflexionar de forma lógica. Las matemáticas son el vehículo principal para desarrollar estas aptitudes. La implantación de la inteligencia lógico-matemática es un sesgo derivado del contexto socioeconómico de principios del siglo XX en Estados Unidos. El fordismo se basó en la producción industrial en serie, para lo cual se introdujo una maquinaria especializada que funcionaba en cadena y producía en masa. En plena expansión tecnológica, se necesitaba detectar y reclutar a gente cuyo talento pudiera focalizarse en el desarrollo y la gestión de esa maquinaria. Para cumplir estas funciones, se requería gente eficiente en la organización y el razonamiento lógico-abstracto, como ingenieros, matemáticos, economistas y

perfiles de científicos puros. A partir de entonces, los test de inteligencia se centraron en discriminar y encumbrar a la gente más brillante en ese ámbito. En la sociedad actual, sigue siendo el tipo de inteligencia más valorada y mejor remunerada en el mercado laboral. La lógica económica atraviesa todo el conocimiento humano y las aptitudes que más nos permiten desarrollar la riqueza material son las que más se valoran. Considerando el significado académico que la inteligencia ha alcanzado, comprobamos de nuevo la dictadura del hemisferio izquierdo sobre el hemisferio derecho. La cultura 1.0 ha separado ambas mitades, premiando la computación sobre la emoción, la especialización sobre la mirada holística. La sociedad fragmentada, regida por cerebros fragmentados, educa a los niños para desarrollar aptitudes o de hemisferio izquierdo o de hemisferio derecho, y ya nos han enfrentado. El resultado es que, o se tiene inteligencia abstracta-mecánica, o se tiene inteligencia emo-social. Así, quien se especializa en lidiar con números, fórmulas y diagramas, no se especializa en leer las situaciones sociales y viceversa. La educación tradicional ha creado individuos desequilibrados, huérfanos de activación de importantes áreas cerebrales. En mi consulta he recibido a numerosos ingenieros, arquitectos, físicos y matemáticos, personas brillantes en el hemisferio izquierdo y, a menudo, analfabetas en el derecho. Geniales en el tratamiento de datos útiles en el laboratorio e ineficaces en la cola del pan. Un as del álgebra lineal sin fluidez verbal, con una velocidad de procesamiento de la información emocional nula y socialmente torpe, o un físico obeso que, a sus cuarenta años, ha sufrido dos infartos. Un economista que ignora que su alta ingesta diaria de cafeína está relacionada con una crisis de ansiedad generalizada. ¿De qué sirve un CI alto, si uno es incapaz de comprenderse holísticamente, cuestionar lo obvio, comunicarse y relacionarse eficientemente? ¿Qué mide, en realidad, ese índice? ¿La potencialidad de ganar mucho dinero trabajando sesenta horas a la semana en una corporación que colabora para que el mundo sea un lugar más injusto y desequilibrado? ¿La alta probabilidad de ser absorbido, exprimido y triturado por la rapiña de la Máquina? La inteligencia hiperracional, por lo general, supone represión emocional (para encender al máximo un hemisferio hay que cerrar el otro), atrae el pensamiento compulsivo, se separa de las necesidades del mundo y lo aleja a uno de la paz interior. De poco sirve diseñar un dispositivo para rastrear agua en Marte si en la Tierra votas al partido político que financia la desforestación del planeta. No hay inteligencia operativa sin coherencia, no hay coherencia sin

conciencia de interconexión e interdependencia. El exceso de inteligencia racional ejerce de tapón hacia la felicidad. Para ser feliz hay que ser capaz de soltar la rumiación de la duda eterna y dejarse movilizar por la vida. Y para que la vida nos conduzca, hay que confiar en que su misterio es algo más brillante y certero que uno mismo. Además, el índice de CI no asegura ni predice el éxito académico, profesional ni personal. Hay genios sin estudios peinando las calles de noche porque no encajaban en el decepcionante sistema educativo tradicional. Hay gente intelectualmente limitada, pero trabajadora, que en la universidad fue cum laude. El CI tampoco augura el índice de felicidad, porque no mide la gestión emocional ni el éxito social, por eso es una medida irrelevante a la hora de discernir la inteligencia potencial de la operativa, la académica de la práctica. Un índice alto en el test de CI plasma una capacidad alta resolviendo el test, pero no refleja directamente talento eficaz alguno en la vida cotidiana. El concepto 1.0 de inteligencia es un sesgo hacia el dominio de un ámbito concreto del conocimiento asociado a un sistema económico que garantiza la resolución de problemas tecnológicos, no emo-sociales. Por lo tanto, se le puede considerar una inteligencia limitada, ya que no garantiza la función principal que se le supone a la propia inteligencia: la adaptación fructuosa al contexto presente y la supervivencia del linaje. Principalmente, la inteligencia debería usarse para cuestionar el significado sesgado de la inteligencia. Y de paso, superar el culto a la inteligencia racional promocionado por la ciencia oficial y su plan sibilino para oprimir al sensible, al consciente, al diferente. En realidad, no parece muy inteligente medir la inteligencia de una mente del siglo XXI con un test de inteligencia del siglo XX. ¿Quién fue más brillante, Beethoven o Napoleón, Fleming o Picasso? Todos tenemos una habilidad especial, un don innato, una inteligencia de serie donde destacamos a no ser que tengamos una disfunción grave. Aunque muchas veces esa misma disfunción se asocia y tal vez pulsa el propio don, que se acaba viviendo subjetivamente como una maldición, como ocurre con algunas personas con superdotación lógicomatemática y síndrome de Asperger (podría ser el caso de Nietzsche cuando afirmaba que habitaba algo en él que no paraba de crear y le llevaba a la tortura). La verdad es que todos somos maestros en algo y torpes en lo otro, todos podemos ayudar y ser ayudados. Además, la inteligencia no es algo vinculado únicamente a lo cognitivo-intelectual y, por tanto, no se trata de una habilidad única, sino que incluye diferentes áreas y capacidades. No es una estructura rígida heredada, sino flexible y maleable por el entorno, lo cual implica que la

experiencia adquirida en cada una de las habilidades o tipos de inteligencia influye en su expresión. Me convence más la existencia de ocho inteligencias repartidas no solo en el hemisferio izquierdo, sino también en el hemisferio derecho. La inteligencia lógico-matemática, lingüística, corporal-cinestéstica, visual-espacial, musical, naturalista, intrapersonal e interpersonal. A la teoría de las Inteligencias Múltiples del psicólogo estadounidense Howard Gardner creo conveniente agregarle dos tipos de inteligencia más: la pedagógica y la espiritual. La inteligencia pedagógica es la capacidad de ajustar la información al nivel comprensivo del receptor y transmitirla de forma eficiente para que los datos se conviertan en conocimiento. Es la inteligencia que debería dominar entre los profesores y maestros del sistema educativo convencional. Sin embargo, en mi paso por la escuela y la universidad, muchos profesores carecían de esta habilidad y en las aulas sufríamos contenidos teóricos que estoy convencido de que, explicados por personas con más capacidad pedagógica, habrían sido edificantes. Este es otro error de la cultura 1.0. El sistema selecciona a los docentes por parámetros meramente lógico-matemáticos (hemisferio izquierdo), no por habilidades interpersonales y pedagógicas (hemisferio derecho). Así, la empatía y la horizontalidad en las aulas brillan por su ausencia, y ello influye directamente en el alto índice de fracaso escolar. La inteligencia espiritual es la capacidad de comprender, afrontar y significar el sufrimiento, de expandir la conciencia de quiénes somos y ver conexiones e interdependencia en lo que hacemos, de conectar con nuestros valores y caminar nuestro propio camino, de renunciar a causar daño a los demás y, por ende, a nosotros mismos. Por último, es la disposición para comprender de dónde venimos y a dónde vamos para trascender e integrar el plano material. La inteligencia no debería ser un sesgo elitista, un mero instrumento transaccional de memorización de datos y solución de problemas abstractos. En un momento dado, debería ser la capacidad de liberarnos del anhelo de controlar la realidad tangible para acercarnos a la paz interior, la auténtica felicidad. Por otro lado, ya se ha comentado que disponemos de tres cerebros superpuestos, el reptiliano, el límbico y el neocórtex, a los que podríamos añadir la glándula pineal, en tanto que órgano endocrino y asiento simbólico del alma. Si disponemos de cuatro cerebros, o cuatro centros de procesamiento de la información y toma de decisiones, debe haber cuatro tipos de facultades distintas, disponibles e interrelacionadas entre sí. Una inteligencia instintiva predominante en la persona reptiliana, la cual se mostraría más reactiva, práctica,

corporal y cinestésica en su adaptación al medio. Una inteligencia emocional en la persona límbica, más relacional, visual, empática e intrapersonal. Una inteligencia racional en la persona cortical, más analítica, reflexiva, lingüística y auditiva. Y una suerte de inteligencia espiritual en la persona pineal, que sería más interpersonal, naturalista, holística y mística. Cada uno de los cuatro cerebros, las cuatro inteligencias y las cuatro personalidades se relaciona de forma particular con las coordenadas espaciotemporales. Las personas reptilianas y emocionales tienden a vivir mejor en el aquí-ahora, y les distingue la inclinación a la acción o a la volatilidad. La persona cortical se instala en un allí-entonces lineal. Y la persona pineal, en la conciencia de interdependencia y eternidad. Todos tenemos que liberar nuestros cerebros para resetearlos, equilibrarlos y alcanzar su interconexión y funcionamiento óptimos. La gente bloqueada no tiene fluidez y armonía en alguno (o todos) sus cerebros, los cuales, en lugar de ayudarse mutuamente y compartir información, se boicotean y acaban conspirando entre sí. «Mi cuerpo me da miedo, no quiero sentir estas cosas, mi mente es mi enemiga, a veces veo luces, ¿me estoy volviendo loco?»... Son reflexiones cotidianas que reflejan bloqueos en esos cuatro centros que les llevan a desconfiar de su mundo interior. Personalmente, tuve que liberar mi límbico de traumas del pasado para poder fiarme de él. Una vez que se soltó, la mente racional le siguió y, al despejarse de creencias tóxicas, el camino vertical hacia la pineal quedó allanado. No se puede llegar a Dios desde el circuito cerrado de la mente racional. El trabajo terapéutico debe ser un edificio cuyas plantas se van encendiendo paulatinamente de abajo arriba. Si liberamos cuerpo y emoción, el cielo se abre espontáneamente sobre nosotros. La militarización social nos instala en una constante huida reactiva hacia delante, el new age Disney afirma que hay que viajar desde el corazón, la ciencia oficial nos exhorta a pensar bien para vivir bien. Yo opino que una persona sana que aspire a una conciencia 3.0 debe trabajarse para unificar los cuatro centros y fiarse de las señales de su cuerpo, emoción, mente y espíritu. Al fin y al cabo, instinto, sentimiento, reflexión e intuición son diferentes códigos que expresan el mismo mensaje. Somos tanto animales humanos como seres divinos. Estamos muy vivos y conectados, somos pilares en la tierra capaces de alcanzar el cielo. En conclusión, la inteligencia REAL es tanto la capacidad de comprender conceptos nuevos y resolver conflictos como de tener empatía, saber comunicar eficientemente, ser responsables con nuestras acciones y lograr alcanzar la paz interior. La única manera de alcanzar sabiduría es conciliando conocimiento y

bienestar. La verdadera inteligencia reside en saber cuándo activar la reflexión y cuándo apagarla y tirar de instinto o intuición, cuándo escudriñar el misterio y empujar el río de la vida, y cuándo toca soltar la mecánica y dejarse llevar por su caudal. La inteligencia REAL es darse cuenta de la incapacidad de la mente racional para comprender la vasta existencia. Sin conciencia de interconexión no hay comprensión profunda de la vida, sin interdependencia no hay inteligencia operativa. Sin visión ancha y cierto misticismo conciliador, la superdotación intelectual puede ser una maldición. Un CI alto sin liberación emocional es hipertrofia del hemisferio izquierdo, y refleja una mente escéptica, obsesiva, pedante y pesimista. Un CI alto y liberación emocional rescata el hemisferio derecho y reestablece el equilibrio entre pensamiento y emoción. Seguramente, el CEm (coeficiente emocional) y el CEs (coeficiente espiritual) sean mejores predictores de éxito y bienestar que el CI. La tríada luminosa de la personalidad tendría los cuatro cerebros interconectados y los tres coeficientes equilibrados. Es una voz que primero intuye y fluye, después reflexiona y organiza. Abraza la espiritualidad y se reconoce desde la humildad como uno de los elegidos para inspirar con su ejemplo la evolución de la humanidad. Al fin y al cabo, la sanación y el equilibrio emocional no están relacionados con la capacidad de conocer los motivos ocultos, sino con la habilidad para fluir con la ambigüedad. Lo que diferencia al sabio del intelectual es la experiencia mística.

15. LA MENTE GRANDE Hace mucho tiempo tenía una web donde daba rienda suelta a mi verbo cínico e incendiario. Un breve texto titulado «Terapia a la carta» rezaba así: «Flores de Bach, reiki, shiatsu, biofeedback, acupuntura, biodanza, homeopatía, osteopatía, siestadedoshorasconpijama. Kinesiología, posturología, reflexología, sofrología, botellawhisky. Fitoterapia, aromaterapia, zumoterapia, musicoterapia, risoterapia, auriculoterapia, hidroterapia de colon, gritoporlaventana. Quiropráctica, pilates, cosmética curativa, terapia floral, oxígeno,teatro terapéutico, hostiónenlapuerta. Técnica Alexander, hipnosis, feng shui, ayuno, vudúaljefe. Todas buscan lo mismo: descargar tensión y relajarnos. Unas son gratuitas, con otras hay montado un gran negocio».

ZEN Y TRIBU La psicóloga a la que visité durante mi primera crisis emocional me grabó en la cabeza una sentencia: «Siempre que digas nunca, allá irás de cabeza». Unos años después, sufrí mi segunda caída y cuando todo lo oficial dejó de serme útil me metí de cabeza en la práctica espiritual. Me pasé mucho tiempo imbuido en la práctica formal del zen, con shanga, dõjõ y maestro incluidos; me gustaba porque era serio, directo y austero, y respetaba mi espíritu científico. Había leído varios libros de psiquiatras americanos sobre los estrechos vínculos entre el zazen y la psicoterapia. Me parecía una práctica espartana que entrelazaba muy bien espiritualidad e intelectualidad, conciencia y reflexión. Las florituras y los tics religiosos del budismo tibetano que había frecuentado en distintas etapas de mi vida habían dejado de ser una opción terapéutica para mí. Me urgía ir al grano de la cuestión, sin medias tintas ni autocomplacencia. Tenía prisa. Mi deriva era real y no tenía tiempo para sonrisas y cánticos, cuencos y ofrendas. La herida estaba abierta y supuraba demasiado. Necesitaba descender al epicentro de mi mente magullada y desmenuzar de una vez por todas las causas de mi

sufrimiento cronificado. Cada día me sentaba con las piernas cruzadas encarando la blanca pared frente a mí. Presenciaba en secreto la formación y desintegración de un oleaje espontáneo de imágenes e ideas hasta que la pantalla de la mente se calmaba. Entonces, sin barreras de ideas y sensaciones, mi atención se fundía con la pared hasta traspasarla y volcarme sin esfuerzo en una dimensión sensorial sin oposiciones ni etiquetas. Por un instante ya no era Sergi, era pared. Ya no era caótico, inquieto, impetuoso. Era indefinido, impreciso, eterno. Media hora, una hora, tres horas, siete horas al día, hasta que las rodillas amagaban con estallar en mil pedazos. Soledad, presencia, práctica. Rigor, rectitud, repetición. Decenas de lecturas, talleres y retiros, algunos de una semana en silencio. La senda áspera del zen ocupó mi agenda y me atrapó rápido. La estricta disciplina me brindaba, paradójicamente, una sensación de calma, compañía y libertad como nunca antes había experimentado. Un fondo de hogar, una ocupación fértil y sensación de pertenencia me acompañaban mientras recuperaba la fe en la vida. El zafú no me juzgaba, la pared no me miraba mal. Sentarme, echar la mirada hacia dentro y sentir la mente. Observar el tren automático de pensamientos aparecer por una esquina y desaparecer más allá. Alcanzar una mirada ecuánime sobre el cojín era sencillo. Paralelamente, trabajaba con técnicas de liberación emocional y comenzaba a sentir avances sólidos. Entre la descarga emocional de las sesiones y la edificación de un nuevo yo interior, observador y silencioso, mi voz interior hiriente fue menguando. En el dõjõ conocí a un chico que me invitó a participar en un grupo terapéutico de hombres que estaba formando. La experiencia fue maravillosa desde el principio. Aterricé macho alfa y, a mitad de camino, emergió el niño interior. En cada reunión se esfumaba la defensa del fiero personaje y aparecía una figura mundana y afable. Me notaba acogido, acompañado, sin juicios. Por primera vez en la vida, sentía que mi sombra era comprendida y recibida de manera cálida, amable y conciliadora. En aquel espacio seguro y nutritivo podía abrirme en canal, compartirme y ofrecerme desde la vulnerabilidad. Podía llorar, abrazar y transmitir sin miedo los secretos de mi complejidad. También entré en contacto con esferas de la vida que mi mente científica no me había permitido experimentar antes: eneagrama, astrología, tantra, movimiento espontáneo, danza. Caí en que había vivido toda la vida partido por la mitad, con un solo lado del cerebro operativo. De espaldas al misterio y a la feminidad, era otra víctima de la dictadura de la mente racional y la hipertrofia del hemisferio izquierdo, siempre mezclándome con la vida desde el pedestal aséptico, escéptico, cínico y repelente, desde la arrogancia del

que cree saberlo todo antes de experimentar nada, la ignorancia convencional de lo oficial. Yo no había nacido así, era la cultura 1.0 la que me había clausurado de aquella forma. Las decepciones y traiciones me habían hecho desconfiar de la vida. Dicen que el escepticismo es un suicidio lento. Si le miramos el corazón a un escéptico, veremos las heridas de un creyente herido.

LA ENFERMEDAD COMO CAMINO Una vez que el tapón de la mente racional estalló en mil pedazos, el niño recobró su mirada inocente y la magia se instaló en mi cotidianidad. El zen me había ayudado a salir del atolladero existencial, pero con el tiempo su rectitud se había convertido en rigidez y me oprimía. Su exceso de estructura y falta de espontaneidad me apelmazaban emocionalmente y me impedían abrirme a lo desconocido. Jamás dejé la meditación, pero fui introduciendo elementos más alegres y placenteros. Fui experimentando con chakras, meridianos, visualización creativa, fosfenismo, relajación consciente, qigong, hipnosis o repetición de frases. Realicé una formación en psicoterapia alternativa que combinaba la psicología científica con la parapsicología. En mitad de aquella nueva fiebre espiritual, una vecina me contó que un masajista que pegaba las orejas a la planta de sus pies adivinó que bebía alcohol para cenar, se levantaba de noche a orinar y hacía un par de días había tenido la regla. Dos buenos (y sensatos) amigos me confesaron sus particulares encuentros con fenómenos extraterrestres. De esta manera iba atrayendo historias extraordinarias que hasta hacía poco rechazaba frontalmente. Un día tropecé con un médico racional, de corte científico como yo, al que una serie de accidentes le habían sacado de su particular atalaya mental y le habían colocado en el camino del ocultismo. Pasé días enteros recluido en mi habitación leyendo y releyendo su blog y su libro con el vello erizado y la mirada extasiada. Por primera vez, sentía una especie de destino, una intensa sensación de llamada. Había llegado la hora de reconocer que la ciencia oficial no me había ayudado a despejar dudas y sanar interiormente. Anhelaba una vida llena de aventuras y experimentación, asombro y expansión mental. Tocaba saltar la barrera y meterme de cabeza en aquello que había rechazado por considerarlo un cúmulo de premisas falsas, un cuento chino sectario, lleno de espejismos psicóticos e ilusiones ópticas, encumbrado y venerado por gente analfabeta y desequilibrada. Una vez que la mente racional se abrió en canal, bajé del podio intelectual para

experimentar la vida sin prejuicios: tarotistas, canalizadoras, chamanas, videntes, médiums, astrólogos, masajistas energéticas. Un maestro taoísta me impulsó a conversar con el universo y pedirle cosas. A partir de entonces, las serendipias y los encuentros mágicos comenzaron a salpicar mi vida. Pedía y se me concedía, visualizaba y se materializaba. Aunque dicen que creer es crear, mi mente solo creía si veía, y de pronto comencé a ver demasiado. Mi vida dio un giro de ciento ochenta grados, mis semanas giraban alrededor de encuentros, experiencias y descubrimientos insólitos, la mayoría de los cuales yo me seguía explicando con una narrativa científica, a pesar de desafiar con creces las leyes de la física. Un acontecimiento concreto marcó para siempre mi vida. Un amigo me propuso apuntarnos a un curso de fin de semana para aprender a hacer viajes astrales. Al principio acogí con escepticismo la retahíla de datos que los dos profesores iban compartiendo. Ambos quedaban para encontrarse en sueños y viajar juntos a través de aquella dimensión onírica. Uno se había encontrado en sueños con su jefe y, al día siguiente, este le había dicho que había soñado con él. A pesar de todo lo experimentado, mi mente era aún demasiado cuadriculada para digerir aquello. Apagaban las luces y practicábamos diferentes ejercicios que incluían la visualización, la respiración y el movimiento energético. Hacia el final del taller, comencé a notar sensaciones corporales que jamás había sentido. Un oleaje uniforme de calor, vibración y luz me escaneaba el cuerpo de los pies a la cabeza, una sensación tan inédita e inexplicable que me hacía sentir una mezcla de fascinación y pavor. De pronto se abrían las puertas a una realidad desconocida para la que en absoluto me sentía preparado. Aun así, mi curiosidad hacía que cada noche, antes de dormirme, realizara los ejercicios y sintiese el mismo escáner energético. En mitad de la noche sentía un zumbido en los oídos, flashes de luz y una fuerza interna tratando de emanciparse del cuerpo físico. Entonces me desvelaba, empapado en sudor, y me sentaba en la cama temblando de miedo. Aquella experiencia me despertaba tanta curiosidad como terror. Mi inconsciente quería viajar, pero mi mente racional temía perder el control. Y seguía practicando los ejercicios y seguía desvelándome por las noches, hasta que un día decidí dejar de intentarlo. Pero ya era demasiado tarde. Había perdido el patrón del sueño para siempre. Mi cerebro había aprendido a despertarse y me metía en la cama alerta, tratando de identificar alguna señal. Y me dormía y, sin querer, yo mismo me despertaba, caía y me levantaba. Y fui entrando en un bucle de incomprensión, descontrol y claustrofobia. De día me encontraba centrado, equilibrado y sano; de noche,

impotente, desamparado y loco ante aquella situación sin salida. No podía hablar con nadie porque nadie entendía mi historia. Busqué respuestas y recabé información por todos lados, pero nadie parecía darme una respuesta clara a lo que me ocurría. Al intentar dormirme, una extraña fuerza me devolvía la atención al cuerpo y me impedía soñar. Me arrepentí de haberme metido en cosas tan irracionales y comencé un peregrinaje angustioso de vuelta a la ciencia oficial. El hijo pródigo anhelaba aterrizar de nuevo. Atormentado, acudí a neurólogos, psiquiatras y médicos oficiales. Me hicieron análisis de sangre, escáneres cerebrales y todo salió negativo. Me compré una cama nueva, cambié de dieta, me operé el tabique nasal desviado porque un médico me diagnosticó apnea del sueño. Pero nada funcionaba, nada me ayudaba a dormir. Cada noche sufría una agonía. Mi grado de desesperación era superlativo. Algunas noches golpeaba con el puño cerrado el colchón sollozando, ¿por qué? ¿Por qué a mí? Fue la época más dura de mi vida. La pérdida inexplicable de sueño me llevó a perder fe, la confianza y hasta una relación de pareja. La ciencia oficial me diagnosticó terrores nocturnos por ansiedad. ¿Y cuál era la causa? Me recetaron ansiolíticos y salir de la cama si pasados unos minutos no me dormía. Salir y esperar a que el sueño me atrapara de nuevo. Un médico me animó a que aprovechara esos momentos para crear y así comencé a salir de la cama cada noche porque no caía dormido. Y mientras el mundo dormía plácidamente, me sentía Rimbaud en su infierno personal martilleando poesía maldita y rasgando la guitarra. La ciudad se ausentaba y yo me deslizaba en soledad por los pasillos de mi casa. Y así fue como reforcé en mi cerebro el hecho de no dormir y acabé no durmiendo de verdad, hasta verme forzado a usar medicación convencional, que tampoco funcionaba. Yo no tenía ansiedad tóxica y las pastillas no actuaban. Si lo hacían, a la mañana siguiente me sentía tan desenchufado y deprimido que me quería suicidar. Lo que no había logrado la falta de sueño, lo estaba logrando la medicación oficial. Era un extraño caso de doctor Jekyll y mister Hyde. De día me arrastraba como un zombi por no haber pegado ojo y, sin embargo, a nivel espiritual me encontraba más despierto que nunca. Meditaba y conectaba cada día con mi espacio de silencio, me sentía vulnerable y a la vez más próximo a la verdad que cuando lograba descansar. De noche, en la cama, me retorcía en una soledad de eterna incomprensión. No entendía el motivo por el que mi propio cuerpo me despertaba y no me dejaba descansar. En Internet no encontraba literatura que versara sobre una sintomatología tan extraña. Si hubiera continuado en la rueda lucrativa de la ciencia oficial, habría acabado

diagnosticado de ansiedad, depresión, algún trastorno de personalidad y medicalizado hasta las cejas. Y eso que una molécula sintética jamás ha curado de nada a nadie. De nuevo comencé a acercarme a la esfera esotérica. Sospechaba que aquel eclipse total traía un mensaje. El insomnio resquebrajaba mi sistema de creencias para llevarme más allá. Me dejé miles de euros en formaciones, terapias y métodos energéticos. Homeopatía, kinesiología, reiki, registros akáshicos, talleres de sueños, constelaciones. Por lo menos me sentía escuchado y comprendido, aunque no todo fueron sucesos alegres. Tropecé con charlatanes y con algún mangante. De las veintinueve terapias que alegremente había ninguneado en aquel manifiesto cínico de chico malo, la vida me llevó a probar veinte. Dije nunca una vez, como advirtió la psicóloga, y allí acabé estrellándome estrepitosamente. Cada terapeuta alternativo al que acudía, al escuchar los síntomas, me explicaba lo mismo: durante el sueño, la mente consciente se desvanece y entramos en contacto con una dimensión donde la mente inconsciente toma el mando. No duermes porque temes perder el control racional durante el sueño, tienes un miedo atroz a lo desconocido, a la locura, a la muerte. De ese modo, la vida se estaba manifestando a través de mi sufrimiento. ¿Debía dejarme llevar o seguir resistiéndome? ¿Tocaba expansión de conciencia o el precipicio? Parece que mi conciencia se hallaba en plena maniobra de actualización al 3.0, y mi parte académica la frenaba asustada. La reduccionista cultura científica oficial había estado a punto de reprimir mi despertar espiritual, confundiendo señales con síntomas y medicalizándolos. Mi mente racional se resistía a soñar y se asía a la vigilia porque abrirse a la realidad onírica implicaba perder el control. El conflicto traía confusión, antesala de la transformación de conciencia que permitiría recuperar la estabilidad. Tocaba aprender a conectar con el misterio de lo desconocido. Me rendí al proceso multidimensional de sanación total que escapa a la comprensión intelectual. Dejé de buscar respuestas racionales y de resistirme a la incertidumbre de lo que no se ve y ya está siendo. Superé la noche oscura del alma como se debe, sin encender la luz ni salir de la cama. Era momento de entregarme sin reparos a la pulsión de la glándula pineal y a la sensibilidad del hemisferio derecho. Abrirme a la fantasía, la imaginación, la intuición, la inspiración, la creatividad, el humor, el desorden, las señales, soltar la estructura y cimbrear la cuerda de la locura sana. Finalmente, fui recuperando la conexión y el sentido, el sueño y el descanso. Un ser consciente es una mente sensible a los estadios automáticos de transformación interior que

la subyacen. Una mente despierta quizá duerma menos, pero descansa más. Seguía siendo el mismo pero, en el fondo, todo había cambiado.

DOS EJES PARA DOS MENTES Habitamos dos planos de existencia que la mente 1.0 ignora y la mente 2.0 mezcla y confunde. Uno es el eje horizontal, terrenal, material y relativo donde camina la psicología, y otro es el eje vertical, sensible, sutil y absoluto donde se mueve la espiritualidad. En la dimensión horizontal opera la mente pequeña (mente racional, yo pensador, ego, personalidad, personaje social), que necesita comprender racionalmente para prosperar. En la dimensión vertical habita la mente grande (conciencia, yo observador, alma, el Ser), y para acceder a ella es necesario soltar la mente pequeña, ocupar el cuerpo y abrirse a la intuición y a la imaginación. La mente pequeña bebe del miedo y de la ciencia; la mente grande, de la mística y la libertad. La mente pequeña pretende la conservación y la replicación; la mente grande, la fusión y la transformación en algo más leve y puro. Ambas mentes son vehículos necesarios, diseñados para desplazarse con éxito por su propia realidad. La mente 1.0 niega la existencia del sendero vertical, la mente 2.0 percibe ambas realidades enfrentadas y la mente 3.0 comprende su confluencia y conexión. La mente pequeña inhala, aprieta, pretende controlar el pensamiento, ocupar la atención en lo agradable y evitar así lo desagradable. Su mirada es convergente, estrecha, y su miopía está programada para fortalecer su existencia verificando sus prejuicios en aras de un espejismo de verdad. La mente grande exhala, suelta y se afloja, reposando en el manto de cualquier sensación. Su mirada es divergente, profunda, universal y valiente porque se abre a nuevas pistas que sosieguen los grilletes y la ayuden a vivir en paz. La mente pequeña apunta a la duda y a la evidencia, y se alimenta de cortinas y creencias. La mente grande se revela en el silencio y el misterio, y se nutre de experiencias y certezas. La mente pequeña es espada, se agita y busca. La mente grande es recipiente, se acomoda y se encuentra. En la mente pequeña hay bandos, intereses y conflictos; la mente grande es una y única para todos. La mente pequeña es masculina y precisa de integración; la mente grande es femenina y requiere de trascendencia. Como he apuntado anteriormente, en el último peldaño de la escalera de abajo se haya el sótano y en su interior se esconde el niño interior herido. Quien

pretenda ir hacia arriba y rayar alto, antes debe ir hacia abajo y desplomarse por completo. Para abrazar sin miedo el futuro, hay que girarse antes hacia el pasado. Para danzar atemporalmente en el ático soleado, antes hay que pasar una temporada en el infierno. Sin lágrimas terapéuticas no hay amor 3.0, hay control, represión, apariencia y miedo. El amor auténtico es transparencia, independencia, liberación, y se alcanza uniendo los peldaños de ambas escaleras, fusionando ambos ejes, conciliando ambas mentes, encajándolas como una matrioska. Una forma directa de palpar la presencia de ambas mentes es recordando la asistencia a algún retiro espiritual o taller terapéutico de corte exigente. Mientras viajamos hacia el lugar, y durante los primeros pasos de la enseñanza, la mente pequeña toma protagonismo, segregando pensamientos de separación del tipo «qué pereza, con lo bien que estaría tranquilo en casa, ¿por qué demonios habré decidido apuntarme?». Si eres sensible, te descubrirás comparándote, incluso frunciendo el ceño ante la extravagante presencia de otro, mirando de soslayo el reloj o musitando internamente: «¿qué pinto yo aquí?». A medida que se desarrollan las actividades y se profundiza en la convivencia, la sensación inicial de rareza se va suavizando y se suceden momentos de desconexión y reconexión, los intervalos de mente pequeña y mente grande. Al final del retiro, y tras habernos compartido, entregado y vaciado al espacio común del grupo, no se distinguen rasgos ni hay diferencia apenas entre personalidades. Todo es semejanza y comprensión, sincronía y sinfonía, empatía y fraternidad. Sin diferencia no hay amenaza, no hay defensa ni escudo. No hay complejos ni bloqueos que custodiar. Todo es vínculo y unidad. Una familiar sensación de espacio uterino, de regreso al vientre materno, el auténtico hogar, nos atraviesa la piel. En el regazo de la mente universal, nos sentimos rejuvenecidos y nos palpamos más anchos, más largos y más altos porque formamos parte de un sentimiento colectivo de suspensión y eternidad. Y comprendemos que, cuanto más duro es el principio, más bello es el final; cuanto más queremos marcharnos al principio, más queremos quedarnos al final. Después, la vuelta a la prisa, la agenda apretada y la rueda de hámster nos va devolviendo a la personalidad convencional, al personaje social y la separación propia de la mente pequeña. Sin embargo, haber habitado la mente grande durante un instante nos permite regresar a ella. Conocemos los pasos y distinguimos el camino entre la maleza revuelta de la cotidianidad. Somos esencia y ego, alma y personaje, mente grande y mente pequeña. Negar el ego es la coartada new age para eludir la responsabilidad cuando

dañamos a alguien. Matar el personaje es una ilusión de la mente pequeña, una falacia Disney. Somos forma y fondo, imagen y vacío, chapa y motor. Dos vehículos que discurren en su particular dimensión. El ego debe controlar; el alma, soltar. Ambas mentes deben colaborar, ambos anhelos deben conciliarse. Hay que fundirse más allá de las nubes y madrugar para pagar las facturas. Es importante mantener esos dos hilos unidos, esos dos discursos bien solapados y entretejidos, esos dos planos de la realidad comprendidos y fundidos, no confundirlos. La mente racional no es per se enemiga del alma, ambas pueden y deben cooperar. Lo sabio no es intentar liberarte de la mente, sino hacer que trabaje en línea apuntando a lo vertical.

EL YO OBSERVADOR Para entrar en contacto con el yo observador, es necesario que nos sentemos, cerremos los ojos y pongamos la atención en la respiración. Hay que soltar toda determinación por conseguir ninguna meta. Solo es preciso centrar la atención en el estómago y observar cómo se mueve con cada inhalación y exhalación. Es importante intentar aflojar las tensiones en el cuerpo, durante unos instantes toca no esforzarse y dejar de aparentar. Hay que abandonar la pretensión de que hay algo que fingir, de que hay algo que hacer bien. Probablemente, la primera lección que recibirás es que mientras estás despierto te cuesta estar quieto, sin generar movimiento, sin mirar a ningún sitio, con los ojos cerrados. La mente, estresada desde la cuna, no sabe estar relajada sin hacer nada porque la cultura 1.0 le ha convencido de que está perdiendo el tiempo. El estrés ha sido su combustible, su motivación, su estrella de Oriente. Nadie nos enseñó a permanecer tranquilos sin hacer nada, y mucho menos a ponernos en posición de observador de la inquietud e impaciencia inherentes de la mente pequeña. Trata de seguir unos instantes más concentrado en el vaivén de la respiración, puedes poner una mano en el estómago para entrar más en contacto con el proceso. Si sigues así, pronto verás que mientras la atención está en el estómago, en la respiración, comienzan a aparecer pensamientos automáticos del tipo «no me gusta esto», «vaya pérdida de tiempo», «no lo estoy haciendo bien», «a ver si se acaba ya», «esto es una cursilada new age», etc. Trata de darte cuenta de esos pensamientos y de volver a la respiración, sin juicios, con amabilidad. Vuelve al ejercicio suavemente, con cariño. Al principio, programa el temporizador para cinco minutos y practica

diariamente durante una semana. La siguiente, aumenta, quizá a diez minutos, no hace falta más. Es sencillo, pero no simple. Se trata de sentarse, cerrar los ojos, poner la mano en el estómago y entregarse por completo a apreciar la respiración. Sentirás cómo aparecen imágenes y pensamientos, quizá en forma de duda o aburrimiento mientras haces el ejercicio. Unas veces los observas; otras, te enganchas sin darte cuenta a conversar con ellos. Está bien, no te juzgues por ello, es normal. Cuando te des cuenta, sigue volviendo suavemente al ejercicio, a la respiración. Se trata de estar centrado y permitirte que los pensamientos e imágenes te descentren para que, al darte cuenta de que te has ido con ellos al futuro o al pasado, a cuestiones agradables o desagradables, vuelvas amablemente y vuelvas y vuelvas. Sin juicio, con cariño, navegando a través del bucle atención-distracción-atención-distracción. Atiendo a la respiración, me olvido, vuelvo a la respiración. Suelta la trampa de tener que estar los cinco o diez minutos concentrado y haciendo el ejercicio de forma correcta, eso es ya un pensamiento, una obligación 1.0. No hay nada que hacer bien, solo volver y volver al ejercicio cada vez que te despistes. Olvida la trampa de tener que lograr algo o hacer algo más complicado, eso es otro pensamiento 1.0. Trata de estar presente en la atención, la respiración, las sensaciones del vaivén, el contacto de la mano con el estómago. Esa es la única instrucción. Olvídate de la falacia de la mente en blanco, eso es una ilusión, de nuevo, otro pensamiento 1.0. Verás cómo lentamente, con práctica, al cabo de un día, una semana, un mes, vas a ir sintiéndote cómodo en ese espacio interior, cómodo sintiéndote. Vas a comprobar cómo los intentos de moverte, de tensionar, de irte con los pensamientos automáticos o replicarlos es algo interno, profundo, inconsciente, que si no le das salida deja de activarse. Y comprenderás también cómo al dejar pasar pensamientos, imágenes y emociones, nada de lo que no tenga que ver con el ejercicio te obliga a nada. Nada inconsciente es una orden ni es verdad, es una opinión, una interpretación, una mera posibilidad. Solo reaccionando a ello lo hacemos una realidad, y así acabamos confundiendo pensamiento con verdad. Estás conociendo la maquinaria de la mente pequeña, el caldo de cultivo de tu personalidad, tu personaje social. Mientras respiras, toda suerte de ideas y juicios asaltan la pantalla de tu mente, ¿quién los ha elegido? Tú no, tú solo estás poniendo la atención en la respiración. Si practicas lo suficiente, sentirás que al retirar la atención les vas quitando importancia y vas dejando de identificarte con ellos. Los respetas porque están dentro de ti pero, al no dialogar con ellos, al no darles energía, al dejar de reaccionar ante ellos, van perdiendo fuerza,

frecuencia, presencia. Aunque no pretendemos que desaparezcan; esa es otra falacia 1.0. La única meta es encontrarte por primera vez con el yo observador, esa atalaya interior desde donde descubres el mecanismo automático de la mente pequeña. Durante el día vienen pensamientos y reaccionas a ellos. Les hablas, los pones en acción, los niegas, los debates como te ha enseñado la psicología convencional y así adquieren importancia y regresan y regresan. De este modo, se empodera la mente pequeña y esta acaba liderando nuestra vida. A partir de ahora, invierte unos minutos al día, sin excederte ni obsesionarte, en tomar la posición del yo observador y contemplar sin análisis, sin palabras, sin juicios, lo que pasa en nuestro fuero interno. Eso es autoconocimiento, eso es autodescubrimiento, eso es encontrar la verdad de lo que somos en el espacio que toca. Solo desde la posición de testigo, del yo observador, conecto con la mente grande y desde ahí contemplo el yo pensador, el río de pensamientos que desciende en piloto automático. Y comprendo que llevo toda la vida identificado y fusionado con esa parte inconsciente que yo no he elegido y que ocurre por sí misma. Y así, me doy cuenta de que he sido una víctima más de la cultura 1.0 que, sin querer, ha empoderado el río de pensamiento racional y vive la vida en modo automático. De forma reactiva, replicando, imitando y luchando por símbolos mediatizados que solo representan los intereses de la Máquina. Desde el asiento del yo observador contemplamos también cómo nada es permanente. Los pensamientos vienen y se marchan, igual que las imágenes y las emociones si no les pongo energía, si me rindo y no trato de hacer nada con ellos. Entonces no hay nada permanente. Si no me agarro a ello, ni mis ideas, ni mi ideología, ni mis preferencias permanecen. Observo cómo el yo pensador, de repente, llega, se desarrolla y desaparece. Igual que la lluvia llega, se desarrolla y desaparece, los problemas llegan, se desarrollan y desaparecen, la alegría llega, se desarrolla y desaparece. La mente pequeña es pura memoria, reacción y miedo. Solo permanece la atención, la presencia, alguien sentado que realiza el ejercicio, el yo observador, la mente grande. Desde esa distancia emocional puedo reconocer que mi realidad, mis identificaciones, mi personalidad, lo que me da sentido y lo que refuerzo con cada acción, en realidad, es algo transitorio y aprendido, y esa conclusión comienza a liberarme por dentro. Los traumas, el estrés, los trastornos, las mentiras, las heridas, las adicciones, la televisión comercial, la ciencia oficial... Todo eso es la materia prima del flujo automático de mis pensamientos inconscientes. Todo eso forma parte de mí, pero no soy solo eso. Al observarlo sin reaccionar, compruebo cómo me voy distanciando de la cultura 1.0 que se despliega dentro de mí, pero no me pertenece. Y voy

comprendiendo la verdad y la esencia de la vida. Soy observador, contenedor, receptáculo. Soy conciencia que se da cuenta de la naturaleza programada de la mente. Siempre preocupándose, en eterna duda, ¿le fiarías tu vida a una voz tan inestable? ¿Dejarías tus decisiones en sus manos? Siempre anclada entre el pasado, recordando, y en el futuro, anticipando. Atrapada entre la culpa y la incertidumbre. Ocupada hilando datos, atando cabos, tan adicta a la creencia prestada y la ideología. Sin embargo, la mente grande, la mente silenciosa, permanece quieta, muda, instalada en la certeza del presente. No habla, no se esfuerza, no se sacrifica, solo siente, recibe, intuye, sabe. Y de actor interno paso a observador, y me doy cuenta de que tengo una mente que piensa sola, que tengo un cuerpo que siente solo, que tengo deseos y juicios que se activan solos y no se convierten en ansia ni en rabia si no les doy acción y les retiro amablemente la atención regresando al cuerpo. Y soy testigo de que en la mente pequeña todo lo psicológico se inicia y se desarrolla independientemente a mi voluntad y de que, si no actúo y lo sigo observando, se desvanece, independientemente de mi voluntad. Y comprendo que, igual que el hígado excreta bilis y el riñón orina, la mente segrega pensamientos y no es culpa mía porque no es mi voluntad. Yo no elegí ser hombre, no elegí mi estatura, no elegí mi mente, no elegí mi pensamiento. Yo solo decido si me convierto en actor y me fusiono con la mente pequeña, o recupero la posición de observador, me desidentifico con ese flujo y me abro a la mente grande. Y, desde ahí, me permito todo, me abro a todo, lo observo todo. La duda, los errores, los sentimientos. Y voy soltando la reacción y así me voy perdonando, me voy dando permiso para todo y el yugo de la culpa y la vergüenza se van disolviendo. Voy conteniendo todo sin reaccionar a nada, voy dejando llegar y atravesarme a todo. Todo lo condicionado, todo lo perecedero, todo lo aprendido, todo lo olvidado. Desde el yo observador, la atención pura, la conciencia, nunca me enfado, nunca me pongo triste, nunca tengo miedo. Y pueden venir el presidente del gobierno, un científico oficial o un vendedor de biblias a decirme que su opinión es la única verdad. No me afecta. Ello no implica negar la importancia de la mente racional, pero una vida con sentido no puede regirse solo por esa regurgitación heredada. La mayoría de la gente afirma saber quién es por su diálogo interior, el torrente de pensamientos automáticos y las réplicas conscientes que añadimos tratando de darles o quitarles la razón (rumiación). Ese es el terreno del yo pensador, el guardián de la mente pequeña, el yo convencional. Las ilusiones y

metas prefabricadas, y nuestras distintas personalidades, se cocinan ahí y se alimentan de esos recuerdos, imágenes y juicios que se validan constantemente hasta identificarse por completo. Y, ¿qué ocurre cuando por unos instantes, entre pensamiento y pensamiento, no hay verborrea interna? ¿Quién soy yo, entonces? Ahí emerge la terapia del yo observador, pues al salirnos puntualmente de esa cháchara ganamos en flexibilidad y bienestar. La verdad profunda de la vida, el sentido, el propósito, el origen, el destino, nuestra identidad vertical, se hallan más allá del pensamiento racional, cuando nos sentamos a observar de forma neutral todo ese teatrillo interior. Así, vamos saliendo de la dictadura de la mente racional, de los dominios de la mente pequeña. Si practicamos el tiempo suficiente la posición del yo observador, descubriremos que la mente es como Júpiter. De lejos, el robusto planeta se despliega en el espacio interestelar como una masa bien diferenciada. Al acercarnos y tratar de aterrizar sobre su superficie, descendemos y descendemos atravesando nubes sin lograr tocar suelo, ya que parece una esfera de gas sin fondo ni límites, sin origen ni final. El mismo espejismo ocurre con la mente. A simple vista, su existencia resulta clara, la ciencia oficial afirma que se trata de una función del cerebro y su perímetro está delimitado. Sin embargo, si tratamos de sujetarla y controlarla para colocarla bajo la lente de la razón (mente 1.0), o sencillamente la observamos y descendemos en su profundidad a través del yo observador (mente 3.0), descubriremos un trasfondo de inestabilidad cambiante, gaseosa, contradictoria. Como un agujero sin fondo, un cielo sin techo. Es más una posibilidad que algo exacto, no tiene perímetro tangible. El origen y el mecanismo de la mente son inaccesibles a la razón, por eso toca abrir un espacio interior. No se sabe racionalmente lo que se halla bajo las nubes de Júpiter, tampoco debajo de los pensamientos cotidianos. Para creer en el cambio, hay que creer en las posibilidades de cambio. La razón nos aplaza el encuentro con la verdad, que se halla en un plano distinto al método científico. Paradójicamente, solo abrazando el misterio de lo que somos y de dónde venimos, se calma el miedo heredado a vivir y se restaura la confianza en la vida y en uno mismo. Entiendo que si nunca antes has practicado la posición del yo observador, o no lo has hecho durante el tiempo suficiente, o nunca has tenido una experiencia fuera del cuerpo o un sentimiento oceánico 1 espontáneo, todo esto puede parecer poesía new age. Solo saliendo al espacio y observando la amplitud del cosmos se puede llegar a vislumbrar lo pequeña y relativa que es la vida en la Tierra. Igualmente, solo saliendo puntualmente y sin obsesionarse de la mente

convencional se puede comprender el condicionamiento de su funcionamiento. Solo modificando el ángulo desde el que habitualmente te asomas a la vida, puedes concebir las dioptrías de la mirada convencional y la naturaleza de la mente racional. Si quieres saber lo ignorante que es la razón, todo el día persiguiendo sombras e ilusiones, sal ocasionalmente de la mente pequeña. Solo observando la mente automática, cómo se repliega sobre sí misma, cómo se piensa a sí misma sin que hagamos nada, podemos derribar todos los prejuicios e ideologías y el pensamiento racional deja de tener tanta relevancia. La sanación REAL es atreverse a salir puntualmente de la cárcel de la cháchara, de la duda científica que utiliza la razón como escudo para defender su cobardía intelectual. El sentido común no consiste en una síntesis intelectual calculada, sino en un pálpito espontáneo. No parte de la culpa porque no viaja en el tren del pensamiento de la mente pequeña. Parte de una mirada apartada de la obligación del personaje que recupera el sentido de interconexión. El sentido común asoma de la mirada distanciada de la conciencia, del asiento reposado del yo observador conectado con la ética y los valores superiores.

EL PAPEL TERAPÉUTICO DE LA ESPIRITUALIDAD No puede haber sanación emocional sin conexión espiritual. Cuerpo y mente, ego y espíritu, mente pequeña y mente grande, psicología y espiritualidad deben caminar de la mano para que la profunda comprensión se manifieste por sí sola. No hay mística terapéutica sin previa liberación emocional; si nos consideramos realmente espirituales, no puede haber ansiedad existencial. El pensador certero se trabaja interiormente, está conectado con el bienser y pone su reflexión al servicio del misterio de la vida. El intelectual REAL es siempre un místico. Tratar de aniquilar la mente pequeña, como propone el new age Disney, es una quimera, una ilusión 1.0. La mente convencional nos ayuda a sobrevivir en el plano horizontal protegiéndonos de la agresión humana y la incertidumbre material. Lo que podemos pretender es alinear la mente pequeña con la grande, lograr que colabore en lugar de entorpecer y resistirse, que se abra en lugar de cerrarse y replegarse. Nuestro adulto acuna a nuestro niño interior, el cuerpo calloso hace de puente fraternal entre ambos hemisferios cerebrales. Basta una experiencia mística para perderle el miedo a la muerte y entrar en sintonía con el sentido de la vida. Entonces, el dique cultural de la represión emocional se quiebra y da paso a la experimentación terapéutica. Así, la mente grande se

convierte en brújula de la mente pequeña y la ética sustituye a la culpa como mecanismo de regulación de la acción. Un centenar de clientes, la mayoría de los cuales no practicaban necesariamente la espiritualidad a nivel formal al iniciar su proceso terapéutico conmigo, definieron con sus palabras el concepto de espiritualidad. Es la capacidad de encontrar tu verdadero Yo, el yo superior, la mente no programada, y alcanzar un estado superior del ser que no solo está en lo visible. Es el despertar de la conciencia, un estado de equilibrio y de tranquilidad interna para vivir la vida con un sentido profundo e inspirador, y experimentar y escuchar el alma. Es una energía que nos hace entender que no somos solo materia ni un animal racional, sino que formamos parte de la tierra. Es todo lo que trasciende al cuerpo y la mente, una parte que no depende de ti, que no puedes controlar del todo. Es la capacidad de abrirme a conocer otras realidades y relatos. Es una herramienta para entrar en el mundo de otra manera, como en una danza colectiva con mucha gente y ser parte de esa danza. Es una mirada hacia dentro en lugar de hacia fuera, para reconocerme, tanto en lo bueno como en lo malo. Es la capacidad de ver más allá de lo que mis ojos me enseñan y de hablar con uno mismo y hacerse preguntas. Es el hecho de sentir que hay posibilidades, que algo bueno está por venir, que todo el sufrimiento y todo el mal van a valer la pena. Es el altruismo que equilibra nuestra vida material, es la conexión con uno mismo ayudando a los otros. Es la capacidad de fluir con todo, saber que todos somos uno y que lo que haces al resto te lo haces a ti mismo. Es la capacidad o sensibilidad para conectar con lo no-material, con lo emocional. Es la sensación de tranquilidad, alegría, plenitud, paciencia, paz. Es la sensación de libertad, sabiduría, fluidez y amor. Es la capacidad de observar y agradecer todo lo que soy y tengo. Es la capacidad de vivir, desde el amor y el desapego, una vida con sentido. Viendo lo que la gente formalmente no-espiritual opina sobre la espiritualidad, está claro el papel terapéutico que la espiritualidad tiene en nuestro bienestar. Cataliza la conexión, la unidad, la pertenencia, el encuentro, la capacidad, la energía, el equilibrio, el sentido, las posibilidades, la comprensión, el amor, la tranquilidad, el sentimiento, la observación y el aprendizaje. Entonces, si nos equilibra, nos conecta y nos da sentido, ¿por qué no se estudia en la carrera de psicología? ¿A quién beneficia que no se enseñe en la escuela? Y si los beneficios psicológicos resultan tan obvios, ¿como es que muy pocos la practican? Las religiones oficiales, convencionales, dogmáticas y corporativas han dañado el concepto de espiritualidad. Se han apropiado de un sentimiento

inherente al ser humano, han hipotecado una parte fundamental del cerebro para nuestro bienestar. Y al descubrirse los abusos y los crímenes de los que predican paz y amor, el grueso de la sociedad ha dejado de creer y practicar la espiritualidad. Pero igual que no se puede ser o no ser emocional, ya que el ser humano es básicamente un sujeto emocional, no se puede decir que alguien sea o no sea espiritual. Puede no identificarse con ese sentimiento, no haber despertado a él o no interpretarlo como algo trascendental. Sin embargo, al igual que hay gente reprimida o desconectada de sus emociones, hay gente que practica y gente que no practica la espiritualidad a nivel formal. La espiritualidad no es el resultado de una lucha, un sacrificio o un esfuerzo. No es pecado y culpa, castigo y arrepentimiento. No es hipocresía y doble moral. Eso es control y represión, la guerra histórica con que la religión ha secuestrado el alma noble y libre de la humanidad. La espiritualidad es redentora y terapéutica o no es espiritualidad. Es algo que no se busca, te encuentra. Te descubre ella a ti a través de una sensación de unión con lo de arriba que hace que lo de abajo se reconecte solo. Una canción que te humedece de éxtasis las pestañas, un olor que te hace cerrar los ojos, te lleva a algún sitio y te expande el pecho. Caminando descalzo por el bosque, tumbado en el suelo con los ojos cerrados, abrazando un árbol, observando los pliegues en la piel de un bebé. Inhalando los pétalos de una flor, pasando la mano por el pelo de un animal, pescando solo en alta mar. Recuperando lo primario, lo básico, conectando con lo inmediato. Al regresar de un fin de semana en la naturaleza, sentimos más conexión con la humanidad, aflora la sensación de interdependencia, se rehabilita la compasión. La espiritualidad es una sensación natural de conexión y propósito que, además, se agudiza a través de los sentidos con una práctica formal: meditación, respiración, relajación consciente, baile espontáneo, qigong, yoga, visualización o baños de bosque, son vehículos que nos aúpan al plano vertical. La espiritualidad es una mecánica subyacente y sutil más robusta que el pensamiento y que escapa a las redes neuronales de la mente racional. La espiritualidad es la savia, la esencia, la energía, el impulso eléctrico, el campo magnético, la sincronía de los cuatro cerebros y la disolución de la escalera de abajo con la de arriba. La auténtica espiritualidad no es una comprensión racional fruto de una lectura, un microscopio, una ofrenda, una liturgia, una iglesia. No se puede creer en Dios porque no se puede diseccionar con la mente racional: o se siente o no se

siente. Una vez aprecias el universo en el centro del pecho, intuyes la verdad y tal vez la puedes verbalizar. La iluminación es un rayo ascendente que nace en el corazón y escala a la cabeza. La espiritualidad REAL es emocional. Requiere abrir el corazón y, para ello, hay que perder el miedo a sentir. En una sociedad marcada por la alienación, la incomprensión, la soledad tóxica y la falta de sentido, se necesitan grandes dosis de espiritualidad inclusiva y amable. Sin credos ni dogmas, sin prohibiciones ni crucifijos. A veces, la mejor manera de avanzar es quedándote quieto en el sitio y yendo hacia dentro, pero en actitud de reflexión e introspección uno no consume, ni corre, ni sonríe. Por eso la vida interior es la revolución REAL. No hay nada que se pueda hacer activamente para superar una depresión. Ni cambiar el trabajo, ni cambiar de ciudad, ni cambiar de pensamientos, ni hacer ejercicio; todo eso son salidas, no soluciones; son alivios temporales, no curaciones. Y los medicamentos a largo plazo son parches. La depresión se supera dejando de intentar y de esforzarse inútilmente, dejando de fingir roles y de sacrificarse porque toca. Una depresión se supera aprovechando la crisis para dejar de huir hacia delante y retirarse un rato hacia dentro. Investigando, conectando, descubriendo el asiento de la mente grande y empezando a vivir la vida a partir de esta. La depresión se puede llegar a superar desarrollando la espiritualidad, iniciando una práctica diaria sólida, citándote con el universo bajo las estrellas, descubriendo una nueva manera de respirar y abrazar la vida. También con un trabajo de liberación emocional que resetee el cerebro traumatizado con patrones tóxicos del pasado y que garantice la no recaída. Curiosamente, los clientes que no podían definir con palabras la espiritualidad eran los que más bloqueo emocional sufrían y más lejos del equilibrio interior se hallaban.

INTUICIÓN, INSPIRACIÓN Y SENTIDO Cuando los juguetes convencionales en los que se acomoda la mente pequeña para distraerse y hallar sentido urgente, como el fútbol, el bar, el dinero, el ascenso profesional o la conquista sexual, dejan de ofrecernos amparo, la mirada se hace profunda, la mente grande se despliega y el destino vertical comienza a abrirse paso. No se puede pasar de las metas horizontales al sentido vertical sin una crisis previa que agite el mapa de carreteras heredado y remueva el itinerario familiar. Para ser mariposa hay que tener conciencia de haber sido gusano. Algunos de mis clientes envidian la vida de otra gente, familiares, amigos,

celebridades. A mí me pasaba lo mismo cuando me encontraba deprimido, a pesar de albergar la sospecha de que todos estábamos igual de perdidos, aunque el resto eran mejores actores que yo. Sin embargo, el efecto halo de la fachada me acababa deslumbrando y sucumbía a la comparación tóxica. Con el tiempo, concluí que cuando todos caminan en la misma dirección es que nadie sabe dónde va; cuando todos parecen iguales, nadie sabe quién es. Hay niños precoces que se preguntan sobre el sentido de la vida, la muerte y el destino. De niño, me preocupaba por quebrar la norma, hacer ruido, evitar castigos y tratar de pasarlo bien. Hay gente que busca a Dios para escapar de la ansiedad. Yo me metí en la práctica espiritual para rebajar la frecuencia de mis bajones anímicos. No tenía interés en la especulación estéril y el más allá, anhelaba instrucciones concretas y respuestas prácticas para vivir mejor en el aquí. Primero solucioné la ansiedad tóxica con espeleología y liberación emocional biográfica. Disolviendo el trauma y el rencor del pasado, se despejó el hemisferio derecho y la glándula pineal se acabó descalcificando. Así se desempañó mi natural mirada escéptica, hermana gemela de la ansiedad y cabeza visible de la familia pesimista. Entonces, una suerte de orden cósmico y lógica invisible sutil, tal vez sin base racional pero contundente y precisa, se fue abriendo paso. La grandeza del universo se posa de forma natural en un cuerpo liberado de traumas, resistencia y miedo a la incertidumbre. Igual que el pajarillo se posa sobre la mano transigente y curiosa. Al principio, tenía miedo de perder el contacto con la realidad si me metía tan de lleno en la espiritualidad. Una vez dentro, comprendí que sin espiritualidad profunda no hay esencia, y que lo que la mente 1.0 llama realidad no es más que el mapa de la Máquina. La espiritualidad real es carnal. No consiste en pensar que existe un significado universal para lo que ocurre en el mundo. Espiritualidad es sentir. No se trata de creer que existe algo superior que determina nuestra vida y nos protege. Espiritualidad es tener la certeza de ello. Por eso la verdad escapa a cualquier debate filosófico, no se defiende, es elocuente por sí misma. Es la convicción que nos atrapa después de las lágrimas terapéuticas, con la mente limpia y el corazón abierto. La verdad es un gesto pausado y espontáneo, un rictus corporal de asombro. Una presencia reconfortante que diluye las aristas y las fronteras. Al principio, el sentido de la vida consiste en encontrarle sentido a la vida y cierta búsqueda es necesaria. Sin embargo, hay que tener claro que en la búsqueda no hay aceptación, sino déficit, necesidad, tensión, ansiedad. Por ello, primero hay que aliviar la ansiedad tóxica de urgir que todo ocurra y se resuelva

ya, si no el aturdimiento nos dirige y el sentido de la vida acaba siendo dejar de sentirnos ansiosos. Es imprescindible reflexionar sobre las veces que le hemos puesto todo nuestro tiempo, trabajo y cariño a proyectos que no han acabado saliendo, y las veces que las cosas se han materializado sin esfuerzo alguno. Podemos presentarnos siete veces a unas oposiciones y no aprobar nunca, y una mañana recibir la llamada de una importante empresa cautivada por nuestro perfil. Podemos desgastarnos durante años insistiendo en establecer una relación romántica con alguien con quien no acabamos de cuajar, y un día tropezar con alguien en la cola del pan y estar juntos el resto de la vida. ¿Seguimos esforzándonos y resistiéndonos, o decidimos prestar atención y colocarnos a favor del viento de la vida? Si estamos atentos, a través de nuestros éxitos y fracasos, nuestros sacrificios y encuentros inesperados, el orden va despejando poco a poco nuestro camino. Comprender que vivir es un proceso constante y continuo independiente de nuestra voluntad nos conecta con el sentido profundo de la vida. Nos evita luchas innecesarias y aparca los ansiolíticos. Estos días me ha venido el recuerdo de un cantante al que escuchaba durante mi primera juventud y que falleció de un ataque al corazón hace una década. Su imagen me rapta y me lleva a Internet a ver sus entrevistas y conciertos y, de ahí (sin saber por qué), paso a otros vídeos relacionados con la muerte y el más allá. Entre ellos descubro a un neuropsiquiatra experto en ECM (experiencias cercanas a la muerte), de carácter crítico y escéptico, al que las abundantes evidencias en su práctica clínica le han llevado a revisitar su sistema de creencias. Su discurso posescéptico me recuerda mucho al mío. Entonces suena una campanita en mi interior y acabo comprándome dos de sus libros. Practicar el sentido es ver puntos en común en lo que antes parecía aleatorio, es vivir la vida desde un marco de significado holístico, donde todas las acciones y encuentros guardan un vínculo. Practicar el sentido es reconocer la mano invisible del universo en las pequeñas señales y darles movimiento. Eso es vivir desde la mente grande, la sensibilidad, el hemisferio derecho, la glándula pineal. ¿Por qué aparece de repente en mi mente una canción de alguien, en bucle? ¿Por qué en ese preciso instante? ¿Quién la puso ahí y para qué? No lo sé, la sanación emocional no es una respuesta lógico-matemática, sino un abrirnos a la incertidumbre y confiar en la voluntad del universo. La vida nos agasaja con nuevos aprendizajes, nos presenta nuevas formas de existir; nuestra misión no es indagar en los motivos racionales, eso es miedo, sino expandir conciencia y evolucionar como seres humanos. Para ello, es necesario confiar en uno mismo, en la propia sensibilidad, inteligencia y conciencia como filtro. Dios no nos

espera al final de una fórmula matemática ni debajo de la lente de un microscopio. Dios se siente, no se piensa. Su hallazgo se celebra, no se calcula.

AUTODESCUBRIMIENTO RADICAL La cultura 1.0 nos educa para racionalizar la magia y socializar el deseo. En la universidad, se utiliza la expresión «pensamiento mágico» para encasillar el esoterismo como sesgo cognitivo, y así se lo transmitía yo a mis alumnos. La psicología convencional acuñó ese término despectivo para separarlo del pensamiento «normal» y desestimar cualquier vivencia de conexión vertical y propósito, de sincronicidad y sentido. La ciencia oficial enseña que no hay nada más que lo que sucede en el cerebro, dentro del cual se encuentra todo nuestro ser. Sin embargo, que algo parezca irracional solo significa que escapa a la razón, no que sea falso. La imaginación no es un error; de hecho, es la antesala de la materialización. Si estoy escribiendo en este teclado es porque un diseñador lo imaginó en su cabeza y luego lo materializó. Si estoy escribiendo este libro es porque primero apareció en mi imaginación y luego me puse a escribirlo. Que la ciencia oficial no pueda verificar una anormalidad no significa que esta no sea cierta, sino que su autenticidad no puede ser comprobada científicamente. Lo cual, literalmente, quiere decir que por ahora ese fenómeno es anecdótico, ya que no se puede replicar ni generalizarse. Quizá la metodología y la tecnología actuales no permitan discriminar estímulos excesivamente sutiles, y lo irracional y anecdótico sea explicable solo mediante metáforas. Mi experiencia puede no servir como explicación científica, lo cual no la convierte en especulación y tampoco la invalida. La realidad es como un trampantojo, la materialización depende de tu percepción y esta de tu nivel de conciencia. Donde la mente 1.0 ve anécdotas, fantasía y alucinaciones, la mente 3.0 percibe certezas, sincronicidades y un brillo divino. Así vivimos, y así moriremos. Incrédulos con lo de arriba e ingenuos respecto a lo de abajo unos, confiados con lo de arriba y conscientes en lo de abajo los otros. Una de las experiencias fundamentales a la hora de abrirme definitivamente al sendero vertical fue mi primer encuentro con un astrólogo humanista. En aquel entonces yo era profesor de Psicología casi a tiempo completo en la universidad pública, y la práctica diaria del yo observador me había puesto en la pista de la cara oculta de la Luna. Una dimensión sutil, innacesible a la razón, pero tan real

como un cuenco de madera, brotaba a diario sentado en mi cojín de meditación. El hecho de que el astrólogo fuera economista y programador informático me convenció a visitarlo. La gente de corte escéptico en proceso de conversión como yo necesitamos de pilares que hundan sus raíces en la tierra. Cuando un monje habla de divinidad y un científico de método hipotético-deductivo, mi atención se evade. Cuando un monje habla de la necesidad de experimentación personal y un científico de la mente grande, recupero la fe en la humanidad. La lectura de mi carta astral tuvo una influencia en mí que, a día de hoy, perdura y me alienta. Aquel insospechado encuentro me asombró y me dolió a partes iguales. ¿Cómo era posible que alguien que nunca me había visto ni me conocía personalmente supiera más de mí que yo mismo por entonces? Mi mente pequeña se hizo cruces, mi mente grande se regocijó ante aquella afrenta. Yo me había reído de la astrología muchas veces. Me parecía una cantinela de marujas, un chisme de gente trastornada con un presunto CI inferior, que creía en bolas de cristal y pitonisas. Incluso había discutido públicamente con algún practicante etiquetándola de placebo barato. Sin embargo, aquel día, con ese astrólogo, mi fundamentalismo científico siguió fracturándose. Al cabo de un tiempo, comenzaba a someterla a prueba en mi consulta con mis clientes de psicoterapia. Recababa fechas, horas y lugares de nacimiento, y construía una matriz de datos. Tras un largo trabajo de investigación, repleto de hipótesis, encuestas, análisis y comprobación, quedó diáfana la insólita concordancia entre astrología y psicología, los planetas y la personalidad. Parece que el error de Descartes de separar la mente del cuerpo le ha salido carísimo a la humanidad. La verdad tiene que ser blanca o negra, y la razón y la ciencia se acabaron imponiendo al sentimiento y la espiritualidad como recipientes de certeza. Con el tiempo, la fe del fundamentalismo religioso fue sustituida por el rigor del dogmatismo científico. El ser humano se había mutilado de su ADN espiritual y la ciencia se había convertido en la única religión válida. Sin embargo, una mirada científica y a la vez valiente (o sea, no oficial) al mapa astrológico, nos permite dilucidar la existencia de una clara coherencia entre lo celestial (de cuerpo celeste) y lo terrenal. Se comprueba cómo la astrología, la psicología, la biología y la fisiología caminan armónicamente de la mano. La astrología habla de cuatro elementos; la psicología, de cuatro temperamentos; la biología, de cuatro emociones básicas; la fisiología, de cuatro hormonas principales; y todas concuerdan entre sí. Es decir, cada uno de los siguientes bloques están compuestos por cuatro descriptores que, desde distintas

capas superpuestas de la realidad, determinan cuatro tipos de conductas y personalidades. Agua (elemento), melancólico (temperamento), tristeza (emoción), oxitocina (hormona). Tierra (elemento), flemático (temperamento), miedo (emoción), serotonina (hormona). Aire (elemento), sanguíneo (temperamento), alegría (emoción), dopamina (hormona). Fuego (elemento), colérico (temperamento), rabia (emoción), testosterona (hormona). A través de la carta astral, se puede/n calcular el/los elementos/s principal/es de cualquier persona y, automáticamente, salen los otros tres aspectos y puedes describirle sin conocerle de nada. En mi caso, soy Aire y, por tanto, sanguíneo, alegre y dopamínico, lo cual hace que sea comunicativo, curioso, espontáneo y entusiasta (aspecto armónico), y también inconstante, cambiante, exagerado y disperso (aspecto disonante). Además, soy Fuego y, por tanto, colérico, rabioso y testosterónico, lo cual significa que soy aventurero, independiente, valiente y expansivo (aspecto armónico), y también provocador, dominante, directo y agresivo (aspecto disonante). La astrología supera cualquier test de personalidad de la psicología convencional porque este no lo responde la mente pequeña. El ego queda apartado y, con él, los típicos sesgos y trampas de sus respuestas. Solo hay que dar los datos de nacimiento y aparece un preciso mapa que precede a nuestro intelecto y nos habla con precisión de quienes somos. El mapa astrológico nos permite conocer el color de nuestros cuatro cerebros y nos da una explicación global (fisiológica, biológica, psicológica y metafísica) de quienes somos. Nos ayuda a dejar de resistirnos a nuestra singularidad y aceptarnos. ¿Y cómo es que la ciencia oficial admite como científicas la fisiología, la biología y la psicología, pero excluye a la astrología, si con distinto lenguaje se refieren a lo mismo? Primero, porque la ciencia oficial no puede aceptar la idea de determinación. Necesita fantasear con la conceptualización de un ser humano libre y dueño de su destino, sin importarle que ello le arranque de su cuna cósmica y, por tanto, lo aísle de la naturaleza y los elementos. Poco le importa que ese error condene a la humanidad entera a un materialismo recalcitrante que nos empuja a la más absoluta soledad, separándonos los unos de los otros, y esté acabando también con la vida en el planeta. Segundo, porque aceptar que hay una tendencia predeterminada hacia un tipo de conducta y personalidad es abrazar la posibilidad de que hay un ser superior que nos alumbra y nos monitoriza. Tercero, porque eso conllevaría el ejercicio de humildad y de reconocimiento de que con la matemática y el microscopio no se puede alcanzar la verdad final. Cuarto, porque tambalea el sentido de la realidad consensuada y

la ciencia oficial no puede permitirlo, ya que iría en contra de su propio fundamento y razón de ser. Reconocerlo sería admitir su propio fracaso como sistema fiable de conocimiento de la realidad y, acto seguido, debería cerrar el chiringuito. Sea como sea, la astrología supone un desafío para la ingenuidad de la ciencia conservadora. Con esto no estoy afirmando que el astrólogo sea un erudito y el científico un indocumentado. De hecho, la astrología queda humillada por el pobre ejercicio de algunos astrólogos —mucha gente reniega de la astrología porque la confunde con el horóscopo de la prensa comercial, o con los augurios de las pitonisas que se mueven en los más singulares ámbitos—, igual que la ciencia se ve destrozada por el abuso de algunos científicos oficiales. Es deber individual de cada uno discernir al visionario del charlatán, al místico del sectario. Por eso, la astrología debería ser ejercida por gente con estudios científicos y mirada crítica; y la ciencia, por personas que practiquen el esoterismo y la espiritualidad. De nuevo, ambos hemisferios deberían colaborar en lugar de enfrentarse, la energía masculina y femenina coexisten para fraternizar. Debo decir que conozco a gente formada académicamente en la ciencia oficial (matemáticos, ingenieros, arquitectos, físicos, químicos, psicólogos, psiquiatras) que practican la meditación y la astrología. Sin embargo, no conozco a ningún astrólogo que haya estudiado después el grado de física en la universidad. Cuando uno camina por la senda de la verdad, la suavidad del terreno la hace irrefutable. Convencerse de que existe una correspondencia entre lo de arriba y lo de abajo es admitir que la mente pequeña no tiene tanto protagonismo y control en nuestras decisiones como ella piensa. Por eso reconocer la divinidad le saca literalmente de las casillas, lo cual paradójicamente resulta muy sanador. Si con frecuencia sientes tristeza no es porque haya nada malo en ti, o hayas cometido algún error, como te hace creer la religión de la ciencia oficial, sino porque seguramente el elemento natural que vertebra tu personalidad es el Agua. La cultura 1.0 nos ha intoxicado hipnotizándonos con la idea de que todos somos iguales y que todos podemos lograr lo que queramos si nos esforzamos. Y así va configurando moldes, metas y modelos de referencia de cómo deberíamos ser y actuar y, de paso, nos va insuflando el sufrimiento al fracasar en el intento. La cultura 1.0 nos quiere a todos Tierra; trabajadores, disciplinados, replicantes, emocionalmente reprimidos... ¿Y qué ocurre entonces si, por ejemplo, tu elemento principal es el Agua y, por tanto, eres muy sentido? Pues que en lugar de ocultar los sentimientos deberías permitir que estos guiaran tu vida. En lugar

de desgastarte haciendo crossfit, deberías invertir tu tiempo en ayudar, entrar en contacto con el arte y la práctica espiritual. Esto no significa que dejes de perseguir tus sueños, sino que, antes de seguir nada, te conozcas muy bien para asegurarte de que tus sueños encajan con tu elemento. No vaya a ser que, en realidad, tus sueños sean las metas de otros y acabes viviendo la vida de otro. O que te lances a una carrera de espejismos donde te desgastes inútilmente o te precipites por un peñasco. El aumento de analgésicos y ansiolíticos está relacionado con la pérdida de sentido por las preferencias culturales de unos elementos sobre otros y el autodesconocimiento psicológico de la gente. Si mi elemento predominante es el Fuego, necesito sentirme libre y no llevo bien recibir órdenes. Si mi elemento es el Aire, necesito comunicarme y aprender cosas nuevas. En nuestra carta aparece claramente quién ha venido a replicar y quién a renovar, quién es naturalmente líder y quién seguidor. En mi consulta hago dos tipos de lecturas de carta según el grado de conciencia del cliente: una confirmatoria y armónica para la mente 3.0, otra despertadora y lacerante (aunque terapéutica) para la mente 2.0. En realidad, la astrología humanista no falla, falla nuestro bajo nivel de autoconocimiento y el alto nivel de autoengaño, ignorancia y miedo a dejarnos llevar por la vida. Para hallar la armonía del bienser es necesario conocernos y ser coherentes con lo que somos, aunque el descubrimiento al principio rompa las expectativas y nos duela. Me di cuenta de que mi mente científica había filtrado la astrología siguiendo las distintas fases de admisión de una verdad. Primero, la había ridiculizado; luego, la había negado; después, me había opuesto frontalmente a ella y, más tarde, con datos en la mano, la había tenido que aceptar por evidente. Tengo claro, pues, que existe una armonía entre el cosmos y la mente, una coherencia entre lo de fuera y lo de dentro. Mi hermano me llamó un día y me advirtió del error que suponía para mi reputación académica practicar abiertamente la astrología psicológica. Siempre me consideré un hereje del sistema, y ser quemado en la hoguera oficial era un halago. La gente tiene pavor a conocerse y descubrir que la cultura 1.0 representa un árbol rígido cuya sombra nos cobija, pero que nos impide la libertad del frondoso bosque cósmico.

DENTRO Y FUERA DEL CUERPO La astrología es un mapa descriptivo, no prescriptivo de la realidad. Nos define conceptualmente y nos facilita la navegación en el plano horizontal. Sin embargo, no nos ayuda a convencernos de que somos uno con lo de arriba, ya

que un gráfico no alquimiza espontáneamente la herida de separación de la infancia. La transformación interior amplia y sólida no se logra por la vía intelectual, ha de ser de abajo arriba mediante trabajo emocional y experiencias directas, tal como ya he mostrado en las páginas anteriores. Para ello, después de liberarnos de la losa biográfica, debemos utilizar vehículos exploratorios de los distintos planos de existencia. La terca mente pequeña necesita comprobación del terreno en primera persona para alinearse con la mente grande. Solo así se puede comprender la complejidad del ser humano y confirmar el fracaso de la ciencia oficial para explicar de dónde venimos. El trabajo con los sueños nos ayuda a trascender el plano físico y saborear las distintas realidades que nos conforman. Ya he contado mis pinitos con los viajes astrales, cómo mi mente pequeña se resistía a ello y durante mucho tiempo me quedé atrapado en la cama sin poder confiarme al descontrol de sueño. Inconscientemente, me agarraba a lo tangible por miedo a desaparecer y no saber regresar. Este tipo de trabajos son potencialmente tan sanadores como peligrosos si no tenemos el grado de madurez psicológica y de ajuste emocional necesarios, y no los realizamos con la supervisión de un profesional contrastado. Finalmente, logré desdoblarme del cuerpo y pude acceder al espacio astral, una realidad paralela inasequible a la comprensión intelectual. Experimentar el yo observador fuera del cuerpo es la constatación de que la conciencia no se genera en el cerebro. Por tanto, somos mucho más que cerebro y materia, más que mente pequeña y razón. El impacto psicológico que puede conllevar a la persona sensible dicha experiencia puede tener consecuencias profundamente transformadoras en su estructura psíquica. En mi caso concreto, una vez que logré lo que buscaba, dejé de practicarlo. El trabajo de sueños no es el vehículo de transformación idóneo para mi mente pequeña. A cada tipo de mente o personalidad le corresponde una u otra herramienta. No todo funciona para todos. Otro vehículo transformador que nos acerca al sendero vertical son los enteógenos: ayahuasca, hongos psilocibios, bufo, mescalina, LSD, marihuana. Su consumo puntual responsable y, sobre todo, en un entorno terapéutico o chamánico y, de nuevo, de la mano de un guía muy experto, nos permite trascender temporalmente la mente pequeña y aterrizar en una nueva realidad. Nunca olvidaré mi primer encuentro con la ayahuasca. Llevaba años leyendo sobre ello; sin embargo, no acababa de decidirme. Dicen que el maestro aparece cuando estamos preparados, e igual ocurre con la planta sagrada. Hasta que no fui capaz de traspasar el cerebro neocórtex, centro de control de las emociones y represión del instinto, y vivir aflojado desde la intuición, mi psicología no estuvo

lista. Solo entonces estuve preparado para entrar en un plano ilógico de la mente, donde la razón no tiene cabida. Siguiendo una serie de señales y sincronicidades, acabé en el interior de una cabaña en mitad de un bosque, rodeado de desconocidos y en un país extranjero. El primer tramo del viaje con la medicina me entregó un manual de instrucciones de la mente racional. Duda, negación, resistencia, arrepentimiento, culpa, castigo, ansiedad, lucha, control fútil, y por lo tanto un sufrimiento masivo y una pesadilla claustrofóbica que aniquiló mi psicología y me llevó a un viaje definitivo hacia la muerte. Era un hachazo de humildad para la mente pequeña, que se jactaba de haberlo visto todo y, de repente, tomaba conciencia de su supina ignorancia, de la ceguera y la deriva de la cultura 1.0. Toparse de bruces con el determinismo cósmico es muy doloroso para el intelecto controlador, aunque garantiza un despertar espiritual espontáneo al ojo atento. La idea de que vivimos la vida conforme a nuestra voluntad independiente perece ahí mismo ipso facto. Entonces, tras un constante bombardeo de revelaciones e incesantes ráfagas de verdad mayestática, la travesía hacia lo desconocido se reveló inevitable y mi mente cedió el control y se rindió a la experiencia hasta fundirse con ella. Pasé del análisis intelectual y la percepción sensorial a una identificación vivencial directa. Libre de pensamientos cotidianos, de referencias espacio-temporales concretas, me convertí en la totalidad de la existencia. En ese momento, ascendí a las cimas más elevadas de contemplación, epifanías y comprensión extática. Me sentí acompañado, comprendido, unido a una malla cósmica que ejercía de placenta maternal. Saciados el conocimiento, la conquista, el deseo, el hambre y la sed, dejé de resistirme, me acomodé y descansé en lo que estaba ocurriendo. Certeza, compañía, luminosidad, completitud, comodidad, consuelo, apoyo, calma, amor, compasión, sencillez, expansión, elevación, paz y liberación. Hubo un antes y un después de esos tres días encerrado en la cabaña del bosque. Desde entonces, no me considero un buscador espiritual porque ya encontré lo que buscaba. Ahora sé de dónde procedemos y a dónde volvemos. Conozco el sentido de la vida, mi destino y mi misión. En realidad, la planta per se no sana, lo hacen el trabajo interior y la práctica espiritual acumulados hasta ese momento de encuentro mágico con la conciencia cósmica. La planta es un mecanismo de disolución de la mente racional y de conexión con el yo superior que nos lleva a confirmar nuestra grandeza y eternidad a través de la identificación con la mente universal. Pero si no llevas el niño interior sanado y dispones de cierto grado de sensatez, el viaje puede resultar inútil o una pesadilla kafkiana. De hecho, parece que a la mayoría de la

gente los frutos les son esquivos porque apenas hay trabajo psicológico previo realizado. A quien busque un atajo, la planta lo embarcará en una odisea; a quien busque turismo espiritual, la planta lo llevará al infierno de los espejos incómodos. Solo se logra expandir conciencia (el yo observador) si hay conciencia previa que expandir. Solo se hallan respuestas si antes se ha soltado el equipaje. El despertar espiritual no es posible para quien no ha alcanzado la madurez de espíritu. El uso de enteógenos se han convertido en una nueva moda de la cultura 1.0, y mucha gente acude sin la preparación psicológica necesaria para hacer del viaje un antes y después en su vida horizontal. Muy poca gente es capaz de integrar la experiencia y aplicar las enseñanzas en su día a día. En mi consulta recibo a gente a quien la ayahuasca no le ha solucionado nada. El timing de la experiencia es fundamental, falta más conocimiento profundo y honestidad en el mundo esotérico. Parece que hoy en día algunos chamanes están más pendientes de ganar dinero que de expresar la verdad. Si yo hubiera probado la planta sagrada durante mi primera crisis existencial, igual me hubiera vuelto loco. Mientras que a la mente 3.0 le ayuda la homeopatía, la 1.0 se mofa de ella y se la prohíbe al resto. Los instrumentos espirituales funcionan cuando alcanzamos el grado de desarrollo emo-espiritual necesario. Hay que evitar escuchar los cantos de sirena y salir desesperadamente a buscar la promesa de liberación instantánea. Eso no funciona. Cuando nuestra psique alcance el grado de cocción justo, será ella la que nos encuentre. Entonces estaremos preparados para que la experiencia nos atraviese de arriba abajo y nos transforme para siempre. Tanto el trabajo de sueños como el de enteógenos son viajes de regreso a la unión oceánica con nuestro yo superior. Son experiencias donde logramos cabalgar los tres dones divinos: Omnipresencia, omnipotencia y omnisciencia. Rebasamos las limitaciones de nuestros sentidos, del espacio-tiempo lineal, y vivimos experiencias transpersonales más allá del límite de la piel. Por tanto, experimentamos el grado de realidad más absoluta. Somos testigos de dos mundos entretejidos, solapados entre sí, separados por una exhalación, un pestañeo, un sonido. Dos realidades colindantes, coexistentes, separadas por un suspiro, un aleteo, un chasquido, y nos encontramos de golpe flotando en una dimensión ingrávida y real como la materia. Puntualmente, nos convertimos en el universo, fundidos con el cosmos, trascendemos la carne y nos transformamos en la Fuente: el origen y el final. Al terminar la experiencia, comprendí que cada vez que nos marchamos temporalmente de nuestra identidad cotidiana, al regresar le hemos ganado unas

tallas al corsé del personaje y vivimos más holgados dentro de él. Con más grados de libertad, la mente pequeña deja de oprimir y de obligar tanto. No es que uno deje de ser del todo quien es, pero circunstancialmente la conciencia se ha expandido, el sentido de individualidad se ha perdido y, por eso, la personalidad se flexibiliza. La identidad rígida sana al regresar y haber dejado durante un rato de actuar el melodrama de la separación. Así es como el eje horizontal y el vertical acaban armonizándose. La mente pequeña es un río que confluye en el océano de la mente grande. Sujeto y objeto, humanidad y mundo, lo relativo y lo absoluto constituyen una unidad indisoluble. La diferencia entre el trabajo de sueños y el de la medicina es que, de alguna manera, durante el sueño tú eres el actor y pilotas el viaje. Sin embargo, con la ayahuasca, el viaje te pilota a ti y tú eres un mero espectador. Es como un sueño en el que despiertas y sientes que el sueño te sueña a ti. Tú no tienes ningún control y estás obligado a permanecer quieto y aceptar el papel de observador. La diferencia entre ambos trabajos es que si el sueño se tuerce puedes despertarte y aterrizar en la cama. Con la medicina, la nave sigue hacia delante, aunque te resistas y no puedes saltar en marcha. Toca seguir exhalando, aceptando y permitir. El trabajo de sueños es menos arriesgado y, por tanto, su impacto en la psique es menor. Sin embargo, para la mente madura y sensible el trabajo con la planta esconde una transmutación radical. No me cansaré de repetir que, antes de realizar cualquiera de los dos trabajos, es imprescindible realizar previamente un proceso terapéutico individual de autoconocimiento y liberación de la losa biográfica, además de ser guiados y supervisados por personas con sólida y amplia experiencia en la materia.

LECCIONES VERTICALES PARA EL DÍA A DÍA El viaje con la planta sagrada es una metáfora radical de la vida. La ansiedad es la resistencia a los contenidos desagradables del viaje. Si lo permitimos, nos lleva dulcemente; si nos oponemos, nos zarandea salvajemente. Por eso es una escuela de aceptación radical para el hacedor compulsivo que llevamos dentro. Uno solo decide si permite que la experiencia le lleve o se resiste a ella. Si aceptamos, nos abrimos y fluimos con el caudal de la emoción, el viaje y la vida, conectamos, aprendemos, nos liberamos, sincronizamos y evolucionamos. Si racionalizamos, controlamos y nos protegemos del caudal de la emoción, el viaje y la vida, desconectamos, ignoramos y creamos la ansiedad, la pérdida de

sentido y el trastorno. Es imposible controlar el proceso del viaje, como el de la vida y la muerte. Posee su propio ritmo y el sentido fundamental de la vida consiste en aprender a aceptarlo y rendirnos a él. Frente al delirio del control, toca entregarse al ritmo de los acontecimientos, confiar en la fuerza mayor que nos conduce o nos atrapa. De nosotros depende el despliegue del buen viaje o del mal viaje. Es humillante para el controlador militarizado comprobar cómo el universo es un reloj cuyas saetas avanzan al margen de nuestra voluntad. Despertar a la idea de que mi vida nunca ha sido mía, sino de la propia existencia es un duro revés para la arrogante mente científica. No nos han enseñado a abrirnos, fluir con los acontecimientos y dejarnos llevar por la intuición. Nos han educado en el esfuerzo, el sacrificio y la lucha constante. Durante el viaje con la planta, comprobé que cada vez que me resistía y luchaba para no entrar en contacto con lo que estaba viviendo, el pánico me atrapaba y la respiración se congelaba. Sin embargo, cuando exhalaba y aflojaba los músculos me inundaba la paz. Me sentía flotando en mitad de un mar galáctico donde emergían las revelaciones. La agonía y el éxtasis dependen de la inhalación o la exhalación, de la resistencia o la permisión, del control o la aceptación. Las causas de un mal viaje no son externas sino internas, y dependen de cómo nuestro organismo reacciona a la vida. De la misma manera se explica la ansiedad tóxica, consecuencia de la resistencia a experimentar sensaciones y pensamientos desagradables. Si me resisto a ellos, trato de rechazarlos pensando mucho o haciendo mucho (control), se activa el sistema simpático (lucha/huida) ante «lo que ya está ocurriendo» en la pantalla de mi mente. El mecanismo del control 1.0 es en sí la ansiedad. No es un enemigo que viene de fuera y contra el que se tenga que luchar. Es mi propia actitud de resistencia, de no querer abrazar el cactus. Sin embargo, si me aflojo en la respiración ante la incomodidad, si exhalo ante la tremendidad y recupero la posición de yo observador, sin querer quitar ni añadir nada a «la funcion teatral» que estoy observando (aceptación), entonces la desgracia viene, se va, le hago espacio y no me atrapa. La ansiedad es resistencia, consciente o automática, a la realidad de lo que es. No creas nada de esto porque yo te lo diga, utiliza tu mente crítico-científica para verificarlo por ti mismo. Primero, libérate del pasado traumático y conecta con el niño interior poderoso; después, emancípate de los grilletes de la cultura 1.0. Edifica así tu propio templo, forja tu propio criterio y atrévete a apreciar la vida desde ese espacio interior liberado. Comprueba tú mismo si se van

cumpliendo tus metas y sueños. Hace apenas una década yo me reía a carcajadas de todo esto y coincidía con que estaba ansioso y deprimido. Actualmente, me encuentro emocionalmente equilibrado, más sano, inspirado y vertical.

16. UNA ESPIRITUALIDAD REBELDE Una mujer de treinta y cinco años tiene un hijo con parálisis cerebral. Gana trescientos euros al mes limpiando casas y está a punto de ser desahuciada. Mientras tanto, en el pueblo donde vive hay doscientos pisos vacíos. Los padres de un joven fallecieron juntos en un accidente de coche, él es hijo único y se quedó sin familia. Tras el trágico accidente, entró en barrena emocional y cayó en una depresión profunda por la cual le acabaron despidiendo del trabajo. De esta forma le fue imposible seguir haciendo frente a la hipoteca y, al no disponer de red de apoyo, se quedó en la calle, donde subsiste como sintecho. No hay auténtica espiritualidad sin conciencia de interconexión psicosocial. Política, economía, educación, sociedad, cultura, individuo, mente, espíritu... Todo está interconectado, y cada eslabón de lo humano influye en el conjunto de la cadena. Hay mucho estrés y ansiedad, mucha depresión y trastorno de personalidad de origen económico y, por ende, político. El trabajo precario, el contrato basura, los sueldos paupérrimos y el incumplimiento de los derechos humanos destrozan más horizontes, humillan más autoestimas y aniquilan más familias que el brote de cualquier virus o bacteria. Muchas enfermedades están relacionadas con la represión emocional y la práctica de una psicología convencional al servicio de la cultura 1.0 que, en lugar de aligerar la carga heredada, recriminan la vulnerabilidad y nos revictimizan. Practicar yoga, meditación o qigong es compatible, por supuesto, con votar en unas elecciones políticas o acudir a una manifestación para reclamar más justicia y derechos sociales. Precisamente esos hábitos verticales deberían apartarnos de la mirada miope 1.0 y reforzar la pertenencia horizontal a un colectivo, un todo concreto, de carne y hueso, que transpira y sufre en silencio en el suelo de un cajero automático. No como una representación poética, una figura religiosa o una entelequia esnob. Huir a la escalera de arriba para trascender la problemática mundana, motivo principal por el que alguna gente se apunta a la moda espiritual, acaba en una funesta desconexión psicosocial. La espiritualidad que no nos haga más sensibles al desequilibrio y a las injusticias sociales, y nos propulse a implicarnos en una causa justa compartiendo con los demás parte de

nuestro patrimonio en forma de conocimiento, tiempo o dinero, es completamente estética. La espiritualidad útil debería proveernos del equilibrio emocional necesario para comprometernos en un permanente activismo de solidaridad cargado de menos postración y menos gestos solemnes de cara a la galería y de más acción psicosocial concreta. La ignorancia emocional y el egoísmo espiritual de la mente 1.0 deben contrarrestarse con empatía real y apoyo 3.0. El escapismo vertical y la falsa trascendencia del new age Disney deben equilibrarse con la presencia en la tierra y la integración de ambas escaleras. El maestro zen no le es útil a la sociedad aislado en la cima de la montaña, sus años de experiencia son necesarios para encabezar protestas pacíficas, dando ejemplo de cómo conciliación y ecuanimidad no están reñidos con denuncia social y participación. El newager optimista, ingenuo, adicto al pensamiento positivo, cree que la vida es un carnaval y que la celebración es la solución a todos los males. No se cuestiona nada, no piensa por sí mismo, ha anulado la reflexión crítica. Esa inocencia mórbida es reflejo de la desconexión y la pereza espiritual. Todo es inocuo, inofensivo, bienintencionado, y lo contrario es pesimismo. Hay que alegrarse por estar vivo, cantar, bailar y disfrutar porque todo es una broma cósmica y nada tiene sentido. Ese entusiasmo Disney se basa en la fantasía de que todo funciona bien y no hay que preocuparse por nada. Su estilo de afrontamiento de los dilemas de la vida es la distracción y la alegría violenta. Frente a este infantilismo psicológico, existe un optimismo 3.0 que en lugar de ser un ejercicio de auto-abducción, o un estado de ensimismamiento autoindulgente, es un trampolín de interacción consciente que impulsa a la transformación psicosocial. El new age Disney es el resultado de la mercantilización de la espiritualidad por parte de la Máquina, que ha convertido la práctica de la mística en otro sonajero con el que distraernos. Este tipo de espiritualidad comercial ha dibujado un tipo de ser humano risueño por fuera e indolente por dentro. La espiritualidad spa, lejos de azuzar la razón y hacernos despertar de la hipnosis consumista colectiva, se ha puesto al servicio de la mente pequeña y ha enviado cualquier posibilidad de transformación psicosocial al limbo. Así, el newager se retira ufano a su torre de marfil, eludiendo el conflicto porque este le revela el tamiz cosmético de su evolución personal. La espiritualidad en Occidente necesita madurar y ser más reivindicativa y práctica. Para ello, debería dejar de ocultarse tras el olor a incienso y la asana perfecta para calmar su delicada autoestima, y bajar al asfalto para mezclarse con la gente que sufre. El logro interno se refleja

sin esfuerzo cuando comprendemos y conectamos con el corazón de la gente necesitada. El newager no deja propina, envía energía. El ego utiliza múltiples disfraces. No se viste solo de orgullo, arrogancia, agresividad, control, tacañería o dominancia, también de alegría invasiva, autocomplacencia, amabilidad ritualizada, disfrute compulsivo, falsa humildad, ayuda interesada, dependencia emocional, victimismo y evitación de conflictos. La rabia es la energía natural que nos lleva a poner límites, demandar respeto, cuestionarnos, discernir, mantener la dignidad y, llegado el momento, nos permite pinchar el globo de la celebración escapista y poner sentido común y coherencia a la huida institucionalizada. La rabia consciente, la denuncia espiritual y la transgresión amable del statu quo imperante, de la lógica cartesiana de la militarización social, la ciencia oficial y el new age Disney son motores imparables del cambio psicosocial. Frente a la demonización social de la emoción biológica de la rabia por parte de la espiritualidad cosmética, lo REAL se opone señalando la relevancia terapéutica de la queja consciente. La queja 3.0 es el inicio de todo; sin queja, no hay acción posterior. La alternativa a la queja no es emprender y montar una empresa para cambiar la situación. No todos podemos abrir un negocio cada vez que nos pisotean los derechos. Si el autobús llega con una hora de retraso sin dar explicaciones, y me hace llegar tarde al trabajo, puedo poner una reclamación. Si un camarero me sirve un plato con olor fétido y se hace el loco, voy a poner una reclamación. La queja consciente es un instrumento de cambio psicosocial fundamental. Gracias a la moción de censura y la hoja de reclamaciones, la gente pone límites y reclama respeto. La queja consciente es el arma del pueblo contra la inconsciencia de la Máquina. De hecho, es la queja, en cualquiera de sus manifestaciones (hoja de reclamación, denuncia, pancarta, manifestación o moción de censura), el instrumento popular que hace evolucionar a las sociedades. Sin queja no habrían derechos sociales, económicos y políticos. Reconocidos y admirados artistas de la queja consciente fueron Gandhi, Mandela, Luther King o Malcom X. La queja es la denuncia que moviliza ideas y movimientos sociales, la antesala del cambio, y quien nunca se queja y no se posiciona, acepta y colabora con este mundo injusto. La Máquina nos quiere alegres y autoindulgentes en la fachada y, en el fondo, bien atemorizados. Una cosa es quejarse y otra ser un quejica, lo segundo es victimismo. En la misma línea, para empoderarnos es importante aprender a poner límites, a exponer de forma respetuosa nuestras necesidades, que se esconden incrustadas en nuestros valores. Si en la interacción con alguien me siento

incómodo, puede que algún valor o necesidad mío haya sido ninguneado y tengo derecho a pedir que se respete. El arte de poner límites consiste en saber cuándo aflojarnos, respirar y dejar pasar, y cuándo seleccionar los pequeños conflictos a encarar y hacerlo de una forma amable, tratando de no generar enemigos. Es tan tóxico no poner límites nunca como ponerlos siempre. Eso es tener compromiso con nuestra identidad y con la idea de mejorar el mundo y hacer de él un lugar con mayor tolerancia. La mayoría de la gente con la que me he comunicado a nivel REAL y consciente me han comprendido, han tomado conciencia de algo en lo que no habían caído y hemos acabado siendo más amigos que antes. Fingir haber trascendido las circunstancias y que nada nos perturba es escapismo, además de egoísta por no querernos implicar y aportar nuestro granito de arena para hacer de este mundo un lugar más consciente, responsable y maduro. Está bien que de vez en cuando saludemos al sol en ropa de yoga, tratemos de comer menos animales, hagamos un cursillo de mindfulness, bailemos vestidos de diosas hindúes con nuestra tribu o acudamos a retiros en silencio y tomemos ayahuasca, pero si luego, en la realidad del día a día, todo eso no nos hace ser más atentos, accesibles, escuchadores, ayudadores, cariñosos y generosos con los demás, esa parafernalia efectista de moda no nos estará sirviendo de mucho. La espiritualidad estética, de cara a la galería, se ha convertido en el opio del pueblo en el siglo XXI. Asegurémonos de que nuestras prácticas personales ayudan a permeabilizar nuestra mente pequeña, no a blindarla y elevarla aún más. Y sobre todo, que nos acerquen cada vez más a la escucha y la comprensión de las necesidades reales de la gente corriente de la calle.

MECÁNICA Y MISTERIO ¿Hay tiendas de cerebros? ¿De mentes? ¿De personalidades? ¿Has elegido ser extrovertido o introvertido? ¿Ser hablador o reservado? ¿Has elegido tu nivel de inteligencia racional? ¿Tu sensibilidad? ¿Tu nivel de conciencia? ¿Tu orientación sexual? ¿Tus preferencias musicales? ¿Has elegido tus genes, tu familia, tu colegio? ¿El país y la cultura donde naciste? Somos el resultado de un elemento guía (agua, tierra, aire, fuego) y de una emoción base (tristeza, miedo, alegría, rabia), condicionados por múltiples factores que se escapan a nuestra voluntad porque no los hemos elegido conscientemente. Somos la consecuencia de todo lo que no hemos decidido y,

por tanto, tendemos a hacerlo lo mejor que podemos y sabemos aquí y ahora. Es momento de despatologizar la diferencia y abrazar el momento presente, por complejo que sea. Hemos heredado nuestro coeficiente de inteligencia y nuestro nivel de conciencia, somos producto de esas medidas, son el motor que nos guían. Además, la cultura 1.0 nos ha incitado a la fútil tarea de pelear contra molinos de viento en aras de un espejismo de control y una ilusión de libertad que ha dificultado nuestra sanación. Así hemos sido condenados generación tras generación a interpretar a Sísifo con su roca a cuestas. Y la verdad es que, si pretendemos cambiar nuestra personalidad, acabaremos fingiendo. El temperamento y la cuna son el radar interior que marca el ritmo y la dirección de los acontecimientos, y no se pueden intercambiar por otros. Igual que el pez no puede volar y de una tomatera no crecen pepinos. Toda mente pequeña tiene un sentido biográfico y, aunque nos genere un sufrimiento relativo, refleja una suerte de orden y coherencia. Ningún logro externo nos dará autoestima, solo la autocompasión nos ofrece alojamiento y un plato de comida caliente. La vida a través de la conexión vertical nos conduce al Ser si nos la permitimos. Si nos oponemos, acabará arrastrándonos y llegaremos magullados a la misma orilla. El trabajo terapéutico 3.0 está centrado en autodescubrirnos, conocer todos los recovecos y aristas de nuestra mecánica interior. Disolver la culpa y la vergüenza que nos impiden elevar la mirada al cielo y llevarnos mejor con nuestras rarezas. Transformar la relación con nosotros mismos respetando el ritmo inherente de nuestra mecánica. Comprender, desaprender y deshojar el veneno del amor tóxico, la militarización social, la religión de la ciencia oficial, la prensa comercial, la cultura del selfie y la represión de la psicología convencional y el new age Disney. Detectar las trampas culturales de la prisa eterna y los «no tengo tiempo», «es muy difícil», «soy demasiado mayor», «yo no puedo», «he perdido demasiado tiempo» y el tener que producir constantemente para ser, buscar el atajo, ir a la universidad porque toca o querer ser diferente cuando ya lo eres. Para iniciar el camino de vuelta al hogar, necesitamos trabajar tres ejes: el intrapersonal (una terapia individual profunda de escalera de abajo, el niño interior herido), el transpersonal (desplegar la mente grande y que nos lleve al último peldaño de la escalera de arriba) y el interpersonal (hallar nuevas alianzas, asociaciones, conexiones y relaciones donde nutrirnos para salir del charco egocentrista y evolucionar). Es fundamental señalar que la piedra rara, cuando se acepta, se convierte en piedra preciosa. Liberar a Jonás del vientre de

la ballena y rendirnos al misterio de la vida nunca ha sido tan necesario. Y estas páginas pretenden ser una invitación a todo ello.

Notas

1. El niño interior herido es una metáfora utilizada por la psicología para referirse al cúmulo de situaciones vividas durante las etapas de la infancia y la adolescencia, donde uno se ha sentido rechazado, abandonado, humillado, traicionado, ridiculizado, culpabilizado, negado, solo, avergonzado y tratado injustamente. Es la carga de miedo, rabia y tristeza reprimidas que no fue expresada y liberada en su momento para que la persona pudiera adaptarse a las normas y encajar en las expectativas de la familia y de la sociedad. Es la herida de la infancia que seguimos arrastrando de adultos y la fuente de nuestras preferencias, aversiones y limitaciones actuales.

1. El síndrome de Lázaro consiste en el retorno de la actividad cardíaca en personas que han sido dadas por muertas, tras haber cesado la reanimación cardiopulmonar. Es un retorno a la vida, una suerte de resurrección.

1. La ecpatía es un concepto complementario a la empatía, que se refiere al proceso voluntario de exclusión, y por tanto control, de los sentimientos, pensamientos y actitudes inducidos por otras personas o que nos llegan desde fuera, y que ayuda a mantener a raya el contagio emocional. Podríamos decir que es una especie de mecanismo compensatorio para impedir que las emociones ajenas se apoderen de nosotros.

1. La geopatía es un exceso de radiación, de origen natural o artificial, recibido durante un período de tiempo prolongado, que puede provocarnos problemas de salud y enfermedades diversas.

2. Trastorno mental por el cual el paciente imagina dolencias e incluso se autolesiona para asumir el papel de enfermo. También se conoce como trastorno ficticio.

1. El sentimiento oceánico es la extraordinaria percepción de que las fronteras entre el yo y el universo se diluyen por un breve instante, lo cual permite percibir el cosmos como un todo vivo e interconectado y provoca un intenso placer espiritual.