Un judío en Alemania : conferencias y tomas de posesión (1978-1991)
 9788497841771, 8497841778

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Ernst Tygendhat UN JUDÍO EN ALEMANIA

Serie Cla»De »Ma Filosofía

C la*De*Ma Filosofía

Ernst Tugendhat Un judío en Alemania Conferencias y tomas deposición (1978-1991) Egocentricidad y mística Un estudio antropológico Ser-Verdad-Acción Ensayos filosóficos Lecciones de ética Diálogo en Leticia El libro de Manuel y Camila Diálogos sobre ética (en colaboración con Celso López y Ana M* Vicuña) Problemas Introducción a la filosofía analítica

UN JUDIO EN ALEMANIA

Conferencias y tomas deposición (1978-1991)

Ernst Tugendhat Traducción de Daniel Gamper Sasche

© Suhrkamp Verlag Frankfurt am Main Esu obra (a excepción del prólogo y «La política de los irreconciliables») fue publicada originariamente en alemán bajo el título de Ethik und Poli­ tik: Vorträge und Stellungsnahmen aus den Jahren 1978-1991, una publi­ cación de Suhrkamp Verlag Frankfurt am Main* © Ernst Tugendhat, 2008 Ilustración de cubieru: taller de maquetación editorial Gedisa

Primera edición: febrero de 2008, Barcelona

Derechos reservados para todas las ediciones en castellano © Editorial Gedisa, S.A. Avda. Tibidabo, 12,3a 08022 Barcelona (España) Tel. 93 253 09 04 Fax 93 253 09 05 correo electrónico: [email protected] http://www.gedisa.com ISBN: 978-84-9784-177-1 Depósito legal: B. 4228-2008 Impreso por Romanyá Valls Verdaguer, 1 - 08786 Capellades (Barcelona) Impreso en España

Printed in Spain Queda prohibida la reproducción parcial o toul por cualquier medio de impresión, en forma idéntica, extractada o modificada de esta versión cas­ tellana de la obra.

Para Margot Zmarzlik y Jürgen Habermas

índice

Prefacio a la nueva edición española ........................... 11 Mirada retrospectiva en el otoño de 1991 ................... 13 Contra la pedagogía autoritaria ................................... 23 Gitanos y judíos............................................................. 33 Racionalidad e irracionalidad del movimiento pacifista y sus adversarios. Tentativa de diálogo ....................... 39 La República Federal Alemana se ha convertido en un país xenófobo....................................................... 67 Asilo: ¿clemencia o derecho hum ano?......................... 71 Contra la repatriación al Líbano................................... 81 Ser judío en la República Federal Alemana................. 85 El problema de la eutanasia y la libertad de expresión 99 La Guerra del Golfo, Alemania e Israel....................... 103 El problema de la paz, h o y ........................................... 121 El «debate Singer»......................................................... 137 Discurso de recepción del Premio Meister Eckhart .. 143 La política de los irreconciliables................................. 149 Procedencia de los textos ..

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Prefacio a la nueva edición española De estos discursos «ético-políticos» que escribí en los años ochenta, apareció en 1998 una traducción en una editorial española. Estoy muy agradecido a Alfredo Landman por publicar en Gedisa una nueva traducción (con un nuevo tí­ tulo y un apéndice) de este librito. Nadie me notificó la edi­ ción de 1998 (debo confesar que en aquellos años era nó­ mada y no era muy fácil localizarme), y cuando más tarde alguien me la dio a leer, la eché por la ventana después de to­ parme en la primera página con el siguiente error: se trata­ ba de mi mudanza de Alemania a Chile en 1992 de la cual decía que contenía tal vez ein Stück politischer Feigheit. La traductora lo convirtió en «un componente de libertad po­ lítica», poniendo «libertad» (Freiheit) en lugar de «cobar­ día» (Feigheit). El nuevo título se corresponde con el asunto más impor­ tante de estos artículos (también la traducción francesa lleva el título, Être juif en Allemagne).* En la presente edición Al­ fredo y yo hemos añadido dos contribuciones recientes so­ bre Palestina y el sionismo. Una es la primera versión de la * E. Tugendhat, Être juif en Allemagne, Les Éditions du Cerf, Paris, 1993. 11

última parte de la ponencia sobre mística que presenté cuan­ do me concedieron, en diciembre de 2005, el premio Meis­ ter Eckhart (la versión definitiva, que se encuentra en el vo­ lumen también publicado por Gedisa, Antropología en vez de metafísica, es más breve y más reservada). La otra es una entrevista que concedí al Kölner Stadt-Anzeiger en febrero de este año. Tubinga, 20 de septiembre de 2006 E r n st T u g e n d h a t

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Mirada retrospectiva en el otoño de 1991 Procedente de la emigración judía en Venezuela y en los Es­ tados Unidos, llegué a Alemania en noviembre de 1949 con 19 años para estudiar el pensamiento de Heidegger. Sólo mucho más tarde me di cuenta de que este había sido un paso bastante problemático. Lo peor no era el hecho en sí, sino el gesto de reconciliación con el que llegué y que no se adecuaba a alguien a quien, como yo, le había ido bien en la emigración, y que resultaba escandaloso frente a las vícti­ mas (los muertos y los supervivientes). Esta es una de las ra­ zones por las que vuelvo ahora a Latinoamérica. Hay por supuesto otros motivos que son privados y de los que no corresponde decir nada aquí. Pero no quiero que esta deci­ sión sea mal entendida. No se dirige contra Alemania, sino que me concierne sólo a mí. Al contrario, la República Democrática me recibió bien. Ahora, tras la reunificación con Alemania del Este y el sor­ prendente retorno de la xenofobia, el espíritu liberal lo ten­ drá más difícil en este país. De modo que es posible que en mi partida haya en parte algo de cobardía política. Quien, como yo en mi época de entusiasmo con Hei­ degger, empezó de modo tan apolítico, tan abstractamente filosófico, debe preguntarse por las influencias que lo llevá­

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ron a ser más concreto y a intervenir. En primer lugar se me ocurren los amigos, y si tengo que citar a dos que fueron, junto a algunos otros, los más importantes, como modelos y consejeros, pienso en Margot Zmarzlik y Jürgen Habermas. Por este motivo les he dedicado este librito. Además, ambos-fueron parcialmente causantes de la primera de las publicaciones aquí reunidas. Son dos figuras eminentes de la República Federal, que pertenecen a esta generación, también la mía, para la que, así como para muchos otros, el fin de la guerra supuso un proceso radical de reflexión que activó nuevas fuerzas político-morales. «¡Nunca más!» era la divisa, y ambos sabían que no bastaba sólo con decirlo. A mí lo que me activó fue en primer lugar el movimien­ to estudiantil. Lo cual se vio facilitado porque entonces ocupaba mi primer puesto de responsabilidad como profe­ sor en Heidelberg. Había que tomar partido, de un modo u otro. Si tengo que mencionar la persona que, con excepción de Margot Zmarzlik, fue la más importante en estos asun­ tos, pienso en Andreas Wildt, que por aquel entonces aún era representante de los estudiantes de filosofía. Su modo de hablarme era tan inexorable, grave y paciente, que me hizo ver las cosas bajo un nuevo prisma, a lo que hay que añadir su capacidad de escuchar. Puesto que era incapaz de no ad­ herirme a un argumento que me parecía correcto, escribi­ mos juntos algunos textos -bien sea, por ejemplo, de críti­ ca a Israel o exigiendo la dimisión del rector («un colega no hace algo así»)- por los que me fustigaban al día siguiente. Por aquel entonces, en 1968, la situación en Heidelberg era dramática, así como, de nuevo, a principios de los se­ tenta, cuando Rolf Rendtorff era rector y yo decano de la facultad más agitada. Se dieron en particular conflictos con­ siderables entre los colegas de facultad, que no perdonaban la deslealtad al grupo. Pero fueron justamente estos con­ flictos los que hicieron que yo, que hasta entonces siempre me había sentido un extranjero bien asimilado, pero ex­ 14

tranjero a fin de cuentas, por primera vez me pudiera iden­ tificar plenamente con este país. Cuando me despedí de mis compañeros antes de partir hacia Starnberg* en 1975, pen­ sé si acaso no debía expresarles mi agradecimiento porque se habían relacionado conmigo con tanta y con tan poca consideración como merecía a sus ojos mi comportamien­ to político; porque mi condición de judío no había desem­ peñado ningún papel; porque en su ira, que claramente per­ cibí, no hubiera ningún deje de antisemitismo; por no haberme tratado con guantes de seda. Era en realidad uno de ellos; un sentimiento que tal vez no sea del todo com­ prensible para un no judío. En este país se me ha recibido como a alguien que forma parte de él, y se me ha concedido igualmente un espacio de libertad para sentirme otra cosa que judío. Fue gracias a esto que aprendí a expresar libremente mi opinión política. Fue bello durante un tiempo formar parte de una comunidad. Quiero aún mencionar otra experiencia. Durante los dos últimos años he frecuentado al caer la tarde una bodega cer­ cana. Se suele beber cerveza en la barra y la mayoría son hombres solos. Al principio, cuando se me sentaba algún gigante de ojos azules al lado sentía el antiguo miedo judío. Con mucha frecuencia me ha sorprendido comprobar que se trataba de hombres inofensivos, simpáticos y a menudo interesantes. Y cuando he mencionado que era judío, pues las conversaciones suelen ir rápidamente al fondo de los asuntos, ni una sola vez me he tenido que arrepentir de ha­ berlo dicho. Por supuesto que no se puede generalizar a partir de esta experiencia en una bodega regentada por un extranjero en el extrarradio de Nikolassee. Antes evitaba a ser posible mencionar que soy judío. Ahora me es casi fácil decirlo, tal vez porque me asumo mejor a mí mismo, pero * En donde se encuentra el Instituto Max-Planck, dirigido en aquel en­ tonces por Jürgen Habermas. (N. del T)

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en cualquier caso no me han dificultado hacerlo. En cam­ bio, en otros países (los Estados Unidos o Suiza) he experi­ mentado en la propia piel el antisemitismo. No se trata de comparaciones objetivas. Podrían ser falsas y he tenido mu­ cha suerte, pero experiencias así no se deben acallar. Ale­ mania, un país poco hospitalario, me ha acogido bien. En la época del movimiento estudiantil publiqué algunos artículos políticos, pero sólo en periódicos locales y no eran de interés suficientemente general. Por ello no he recupera­ do ninguno para este volumen. Asimismo, tampoco he re­ cuperado algunas pequeñas tomas de partido de finales de los setenta sobre la histeria provocada a propósito de la RAF (Rote Armee Fraktion).1 No fue hasta 1983 que me comprometí plenamente con dos movimientos políticos: el movimiento pacifista y la lu­ cha a favor del derecho de asilo. Entre 1983 y 1987 pro­ nuncié varias conferencias que fueron publicadas junto con otras dos tomas de partido más breves en mi libro Nachdenken über die Atomkriegsgefahr und warum man sie nicht sieht (Reflexiones sobre el peligro de guerra nuclear y sobre las razones por las que no se percibe).1 En el presente volumen sólo incluyo la primera, que también fue publica­ da, de forma más popular y recortada en Spiegel (1983, n° 47, pp. 80 ss.), y que fue la que tuvo más repercusión a pe­ sar de que hoy en día es la más obsoleta. Llegué a la discusión sobre el derecho de asilo a través de la Gesellschaft für bedrohte Vólker (Sociedad para los pue­ blos amenazados), en la que durante años ocupé un puesto 12 1. Véase «Kriminalisierung der Kritik», en F. Duve, H. Boíl y K. Staeck,

Briefe zur Verteidigung der Republick, Reinbek, 1977, pp. 153-155; tam­

bién se debe mencionar «Der “Stern* durfte die Standorte für Atomwaffen produzieren», en F. Duve, H. Böll y K. Staeck, Zuviel Pazifismus?, Rein­ bek, 1981, pp. 94-96. 2. Rotbuch-Verlag, 1986, 2.a edición aumentada, 1987, ambas ya ago­ tadas.

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en la dirección federal. Además, pronto me di cuenta de que mes res agitar. En este contexto escribí mucho y pronuncié muchas conferencias, pero a causa de las muchas repeticio­ nes basta con que presente aquí tres de los discursos publi­ cados. El breve discurso en la Passionskirche de enero de 1987: «Contra la repatriación al Líbano», más adelante en pp. 81-84, ni lo había escrito ni preparado. Se trataba de un discurso improvisado que fue grabado en cinta magnetofó­ nica, y que me parece especialmente importante porque en él se conectan inmediatamente los dos temas: el asilo y los judíos alemanes. El segundo tema es tratado más amplia­ mente en los artículos: «Ser judío en la República Federal Alemana», pp. 85-98, y «La guerra del Golfo, Alemania e Is­ rael», pp. 103-120. El discurso en la Passionskirche lo pro­ nuncié de forma vacilante en un silencio sepulcral y tenía la sensación de hablar a tientas. Poco después en la conferen­ cia de Loccum, en diciembre del mismo año, logré una toma de partido que en cierto modo me parece más ajustada. Ahora me parece que el artículo sobre la guerra del Gol­ fo que escribí ese año está más logrado. Le agradezco la oportunidad al editor de Zeit. En este artículo alcancé por fin una comprensión, espero que ponderada, de esta cues­ tión que me ha mantenido ocupado durante toda mi vida.3 En cambio, rompí mi compromiso con la problemática del asilo poco después del discurso en la Passionskirche. El motivo externo fue una experiencia ciertamente grotesca. En aquel entonces estaba bajo tratamiento con mi dentista, que era judío. Sabía que políticamente era muy conservador pero apreciaba su tratamiento médico, que me parecía ca­ racterísticamente judío (cuando se reflexiona sobre el anti­

3. Cuando tenía 15 años escribí un ensayo contra la culpabilidad c lectiva. Considerando mi retorno prematuro a Alemania, habría que tener en cuenta qué difícil es para un niño con cierto sentido de la justicia que ha­ bía crecido en un ambiente de emigrantes, alcanzar un juicio ponderado.

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semitismo hay que tener en cuenta que los judíos siempre son los que tienen los mayores prejuicios). Un día, tras ha­ ber leído algo sobre mí, abordó el tema de los solicitantes de asilo. Decía que eran sucios, criminales y codiciosos. Le pedí que interrumpiera la conversación pues no nos íbamos a poner de acuerdo. Pero insistió. Sacó un artículo del dia­ rio Bild de un cajón y me lo leyó. Perdí completamente los estribos y empecé a chillar: «¿Cómo puede usted siendo ju­ dío...?», agarré mi abrigo y, preso de pánico, me lancé co­ rriendo escaleras abajo. Al día siguiente me telefoneó desde la clínica para decirme que había tenido un infarto de mio­ cardio y que no podía tratarme más. Es asombroso cuánto se puede odiar. Por supuesto que no existía ninguna rela­ ción causal, pero me habría gustado que así fuera. Desde aquella experiencia traumática y hasta hoy, no me he vuel­ to a expresar públicamente sobre el asilo político. Sin duda uno de los componentes del odio es el senti­ miento de impotencia. Y por aquel entonces estaba cada vez más poseído por el sentimiento de la falta de sentido de mi actividad política. ¿Había hecho algo más, por lo que se re­ fería al derecho de asilo y a la xenofobia, que darme de ca­ bezazos contra la pared? ¿Había convencido a alguien que no lo estuviera previamente con mis conferencias contra el rearme? En esta disposición sombría volví a tener otra experien­ cia decisiva. Por aquellos días de la primavera de 1987 un periodista de la revista Life me estaba entrevistando sobre mis ideas políticas. Comenzó con una pregunta del todo inocente desde su perspectiva: «¿Por qué usted, como judío, vino a Alemania tan pronto, en 1949?». Me quedé paraliza­ do. Era mi talón de Aquiles. Desde una conversación con Ruth Stanley en el café Einstein, sabía que era «mi» culpa, pero lo había mantenido reprimido. Ya no recuerdo lo que respondí en la entrevista. Pero desde entonces no la he vuel­ to a eludir. A fin de cuentas no soy el único en Alemania a 18

quien las minas le empiezan explotar cuarenta años más tar­ de. Desde entonces lo he ido asimilando. Creo que ahora puedo tener una visión de conjunto de mi desarrollo juve­ nil y espero que ahora el péndulo descanse y no vuelva a os­ cilar. Pero de todos modos decidí que volvería a Venezuela tan pronto como me fuera posible. Por aquel entonces pasé algunos meses en Suramérica. Cuando volví a Alemania me retracté de esta decisión precipitada. No quería exagerar y no me trasladaré a América hasta el año que viene, cuando me jubile. He vuelto a encontrar la paz con Alemania, una paz que había perdido temporalmente en mi crisis personal de hace cuatro años. (En esos años, 1986-1987, escribí un par de artículos políticos que no he incluido ni menciona­ do aquí pues su tono era demasiado estridente.) ¿Cómo debo ahora responder a estos sentimientos de impotencia y a la pregunta de si la filosofía puede aportar algo a la política? Empiezo por la segunda pregunta: desde que las cuestio­ nes políticas se convirtieron para mí en lo más importante, me ha hecho sufrir mucho que mi modo de filosofar sea tan abstracto. Me sentía incapaz de decir nada relevante sobre asuntos concretos. La ruptura llegó en 1983 con una confe­ rencia sobre «Racionalidad e irracionalidad». Al principio tenía la impresión de que era una causa perdida, pero al fin se convirtió en un gran éxito en el Auditorium Maximum de la Freie Universität de Berlín. Empecé lentamente a com­ prender que la filosofía apenas puede aportar nada, pero de lo que se trata es de confrontarse con un problema concre­ to mediante una argumentación análoga a la filosófica, y de­ jar que el problema se manifieste en sus diversas facetas. Lo mismo se puede decir de cuestiones como las del asilo, que indudablemente contienen un fuerte componente ético. Tam­ poco aporta ahí la filosofía casi nada, pues en un contexto tal hay que poder partir de que lo ético no se puede aclarar, en primera instancia, filosóficamente, sino que existe un 19

consenso y, a continuación, hay que proceder del mismo modo: intentar alcanzar claridad. ¿Y los sentimientos de impotencia? Evidentemente hay que comprender que en cuestiones políticas, en las que los sentimientos y las ideologías son tan fuertes, apenas se pue­ de convencer a nadie, y hay que conformarse con aportar argumentos para aquellos que de antemano piensan de modo semejante a uno mismo. Las numerosas cartas que re­ cibí a propósito de mi artículo sobre la guerra del Golfo me convencieron de que existe en este respecto una necesidad y una tarea que cumplir. Es cierto que hoy los problemas se modifican y se agu­ dizan. Me explico el hecho de que tan pocos intelectuales alemanes pudieran ofrecer orientación sobre la guerra del Golfo, como resultado de que las inesperadas transforma­ ciones masivas en el Este y en Alemania nos han dejado de repente sin habla. Empieza una época completamente nueva en Alemania, con nuevas dificultades y nuevos problemas. Hay que es­ perar que haya bastantes fuerzas para afrontar estos retos. Pero creo que las cuestiones globales que son determinantes en América Latina también van a ocupar el primer plano en Alemania. El penúltimo artículo de este volumen testimo­ nia ya a mi parecer un cambio de perspectiva en relación con el Tercer Mundo. Que esta conferencia fuera escrita en español y tuviera que ser traducida al alemán, no es, evidentemente, una ca­ sualidad. Espero poder seguir presente en Alemania desde la otra orilla del Atlántico, en donde volveré á ser extranje­ ro. El paso de 1949 con el que buscaba una identidad que se me adecuara fue un error, aun cuando en sus consecuencias se ha revelado que no carecía de sentido. (No soy un filó­ sofo consecuencialista.) Bajo su forma macabra, este error fue un desatino bas­ tante singular, pero debe ser comprendido en contextos más 20

amplios: en primer lugar, en el contexto de un problema ge­ neral ante el que se encuentran los judíos modernos no re­ ligiosos, y, en segundo lugar, en el contexto del problema más amplio de cómo uno, sea judío o no, debe relacionarse con la pregunta sobre la propia identidad colectiva particu­ lar, con la identidad nacional. El deseo -ciertamente com­ prensible, es decir, «explicable»- de una identidad nacional constituyó desde el final del siglo XIX el problema moral más relevante en la autoconciencia de los judíos seculariza­ dos centroeuropeos: fueron muchos los que se sobreidenti­ ficaron con el país de acogida (en especial en Alemania an­ tes de 1933); muchos otros, en cambio, aspiraron a una patria judía propia, el sionismo. Visto desde el punto de vis­ ta de la religión judía en ambos casos se trata de aberracio­ nes, de «pecados»: el sionista abandona la fe en que el re­ torno a Jerusalén tendría que darse en principio con el advenimiento del Mesías. (Mi extravagancia de 1949 se ex­ plica también en este contexto. Opté por el deseo de so­ breidentificación, y, por si fuera poco, lo hice en el peor momento, justo después del Holocausto, como una forma de retorno.) En su libro Von Berlin nach Jerusalem (Fráncfort, 1977), Gershom Scholem contrapone su opción, para él supuestamente la única correcta, por el sionismo a los ca­ minos adoptados por su familia (sobreasimilación) y su her­ mano (universalismo socialista). Hoy tal vez sea más fácil ver que el sionismo es, al igual que el intento de sobreasi­ milación, un callejón sin salida. Pero se podría preguntar aún si existía o existe un cami­ no «correcto». Creo que sí. Creo que es bueno tener una identidad colectiva particular de tipo normal. Lo único con­ denable son las aberraciones agresivas del nacionalismo. Y también es malo que las personas que no tienen ninguna identidad nacional «normal» intenten tener una. De este in­ tento sólo pueden resultar ideas falsas y exageraciones. In­ cluso a los que sólo tienen una identidad limitada y/o com­ 21

pleja de este tipo, no les queda otra opción, al igual que el resto de las personas, que aceptarla tal y como es. (Por su­ puesto pueden también modificarla por buenas razones o por ninguna razón -lo cual ya sería en sí mismo una buena razón-, pero también hay malas razones, y el motivo de querer tener una identidad más unívoca si no se basa en nin­ guna otra buena razón, es una mala razón.) El cosmopolitis­ mo tampoco es una alternativa. Creo que el nivel nacional no se puede superar ni deformar impunemente. Por supues­ to que todos nosotros debemos entendernos de modo uni­ versalista, pues la ética sólo se puede entender hoy en día en términos de respeto universal, pero cada uno, en tanto que ciudadano del mundo, sólo puede relacionarse práctica­ mente en lo concreto como aquel que él es, lo que también implica, como «uno» en la identidad simple o fragmentada o compleja que precisamente tiene. La concepción contraria de creer que uno se puede entender inmediatamente como ciudadano del mundo, sólo resulta evidente en la situación especial de los inicios de la República Federal Alemana, pero en este caso no se debería especular ideológicamente y se debería saber que era una situación especial que, por suerte para todos los que fueron condicionados por ella, ha facilitado muchas cosas en estos cuarenta años. Berlín

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Contra la pedagogía autoritaria* (1978) Las tesis suelen ser opiniones presentadas de tal manera que invitan a la controversia argumentada. Sin embargo, las nueve tesis que quieren restablecer el coraje para educar anuncian un mensaje alegre, verdades evidentes, que debe­ ría poder entender cualquiera que no sea malintencionado o esté ideológicamente adoctrinado. La Ia tesis empieza con la frase: «Nos oponemos al error de creer que la mayoría de edad que debe ser enseñada en la escuela radica en el ideal de una sociedad futura liberada completamente de todas las determinaciones vitales condi­ cionadas por la tradición». Aparentemente sólo se puede estar de acuerdo, pues es indudable que resulta absurdo pensar que la emancipación o mayoría de edad consiste en la creación de una tabula * Este texto polémico va dirigido contra las «9 tesis “Coraje para edu­ car”» formuladas por Hermann Lübbe en un congreso en Bonn en 1978 y que también suscribieron Hans Bausch, Wilhelm Hahn, Golo Mann, N i­ kolaus Lobkowicz y Robert Spaemann, y que el Ministerio de Educación de Baden-Württemberg distribuyó a todos los maestros. Tras el artículo hubo reacciones de Robert Spaemann en Zeit n° 26 y n° 30 (1978), de Golo Mann en Zeit n° 26 y una réplica de Jürgen Habermas en Zeit n° 30.

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rasa, de una nada. Pero también habría que poder pregun­ tar: ¿contra quién se dirigen en realidad los autores de estas tesis? Tanto en esta como en el resto de las tesis el oponen­ te se halla entre nieblas. De este modo se puede convencer mejor a la audiencia. ¿Existen ciertamente concepciones pedagógico-políticas que consideran que la «liberación com­ pleta de todas las determinaciones vitales condicionadas por la tradición» es un fin en sí mismo? Desde el escrito de Kant «Respuesta a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración?» (1784) no debería ser necesario seguir discutiendo sobre el significado de la «mayoría de edad». Kant la define como la capacidad de «usar el propio enten­ dimiento sin la guía de otro». Semejante uso del entendi­ miento implica que debe decidirse si las «determinaciones vitales condicionadas por la tradición» son racionales o no, lo cual significa al mismo tiempo: si son o no justas. Sólo en la medida en que las determinaciones no se correspondan con este criterio debe el mayor de edad exigir un cambio. El que los autores no presten atención a este criterio positi­ vo que todas las concepciones políticas (ya deban ser justi­ ficadas individualmente o no) que aspiran a una transfor­ mación tienen en su punto de mira, se debe evidentemente a que ellos por su parte sostienen que el mantenimiento de lo existente es un fin en sí mismo. Esta sería, sin embargo, una posición enemiga de la razón, en sentido estricto, irra­ cional, a no ser que se diga con Hegel: «Lo racional es real, y lo real es racional». Tanto Lübbe como Spaemann son dis­ cípulos del neohegeliano Joachim Ritter, cuya conceptualidad se reencuentra en estas tesis. En la frase mencionada, Hegel pervirtió el significado de «razón» en su opuesto. Pero no es necesario discutir sobre la palabra «razón». Lo que está claro es que lo que quieren decir es: lo existente es, puesto que existe, bueno; ¡hay que adaptarse! En términos peda­ gógicos: la tarea de la escuela es educar para adecuarse a lo existente. H

Se dudará en atribuir a los autores de las nueve tesis un odio semejante a la razón. Pero en la siguiente sentencia confirman, ciertamente con algunas salvedades, la interpre­ tación recién ofrecida. «En realidad» -la 2a sentencia de cada una de las nueve tesis empieza asegurándonos de este modo que aquí se habla ex cathedra- «la mayoría de edad que la escuela sólo puede promover bajo las condiciones de la tradición dada en cada caso, es la mayoría de edad de los que finalmente se han emancipado de la autoridad del maestro». Esta frase es tan «bonita» que uno casi ni se da cuenta de lo que dice. Evidentemente apenas puede ser entendida de otra manera que la siguiente: «bajo las condiciones de la tradición dada en cada caso» el alumno debe someterse a «la autoridad del maestro» hasta que se pueda «emancipar» de ella preci­ samente porque se ha identificado con ella. De este modo no se reinterpreta la mayoría de edad, pues seguiría siendo ciertamente la capacidad de vivir sin la guía de otro, pero sólo en la medida en que se ha aprendido a ya no usar más el propio entendimiento. Se podría pensar que estas inge­ niosas tergiversaciones realizadas como de pasada son chis­ tosas, si no se tomara en consideración su pretensión dema­ gógica. Todo maestro (y aquí hablo también por experiencia propia en tanto que ejerzo asimismo, como segunda ocupa­ ción, de maestro de ética en un instituto bávaro) sabe que es mucho más fácil dar clases de manera autoritaria que ac­ tivar la disposición a la actividad propia. En la actualidad se ha reforzado el enquistamiento autoritario de nuestras escuelas a través de los numerus clausus y la presión para conseguir un buen rendimiento, y se intenta dar buena conciencia a los que se hallan atrapados en este proceso. Aquí ya queda claro lo que se quiere decir con «Coraje para educar». La siguiente y última frase de la primera tesis reza: «Pues si la escuela tuviera a la mayoría de edad de la humanidad 25

futura como ideal pedagógico, entonces nos declararía me­ nores de edad durante toda nuestra vida hasta el futuro». Lo fascinante de semejantes formulaciones es que no es posible decidir si han sido pensadas para idiotizar a los lec­ tores o si en última instancia los redactores mismos se las creen. Para cualquiera que no se deje llevar por la embria­ guez del pathos de Lübbe, como hace él mismo, está claro que la facultad de criticar asociada a la mayoría de edad va dirigida en todo caso hacia el futuro, pero que justamente por eso no puede ser postergada hasta entonces. De igual modo, tampoco se considerará que la mayoría de edad es un estado sino que debe ser concebido como un proceso inter­ minable. También aquí los autores desean expresar un re­ sentimiento, el de los que se ofenden cuando se considera que ellos también deben verse a sí mismos como imperfec­ tos en el momento en que se han «emancipado de la auto­ ridad del maestro». Pues, como que lo existente es bueno, nosotros, que afirmamos lo existente, también somos bue­ nos. Hace bien que nos aseguren que las cosas son así «en verdad». La 4* tesis, el núcleo de toda la serie, demuestra que no he forzado la interpretación de esta Ia tesis. «Nos oponemos al error de creer que la escuela podría ha­ cer que los niños y las niñas sean *críticos ” si se los educa para no aceptar nada de lo establecido sin cuestionarlo. En realidad de este modo la escuela lanza a los niños y las niñas en brazos de los sabelotodos ideológicos que elevan preten­ siones absolutas. Pues sólo es capaz de oponer resistencia crí­ tica y escepticismo a semejantes seductores el que mediante su educación se halla en consonancia con lo establecido». De modo que la «consonancia» con lo «establecido» es el único patrón de la crítica. A partir de estas premisas hejclianizantes se sigue forzosamente por lógica, en primer ugar, la transformación positiva de la primera sentencia de •ata toáis: que la escuela debe educar para «aceptar sin cues­

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tionar», así como, en segundo lugar, la afirmación de la se­ gunda parte de la tesis: que el único objeto legítimo de crí­ tica son los críticos de lo existente, los «sabelotodos». De modo que se oculta que, antes bien, la propia posición que declara lo establecido como sacrosanto, es la que merece como ninguna otra la etiqueta de lo ideológico y la que ele­ va una «pretensión» «absoluta» (pero sobre todo: una que no puede ser fundamentada racionalmente). Resulta paradójico que justamente la educación de la fa­ cultad crítica tenga que lanzar a los niños y niñas «en bra­ zos» de «seductores». Pero es manifiesto que los autores consideran ingenua la idea liberal de que sólo la educación de la propia facultad de juzgar puede hacernos resistentes frente a las ideas políticas mal fundamentadas, vengan de la derecha o de la izquierda. Los autores creen, con Cari Schmitt (que ha influenciado profundamente a la escuela de Joachim Ritter), en las categorías de amigo y enemigo, y el enemigo se halla a la izquierda. Evitan, ciertamente, las pa­ labras «derecha» e «izquierda», pero la idea es clara: la edu­ cación de una capacidad de crítica libre, determinada sólo por la razón y no vinculada a la «consonancia con lo esta­ blecido» no ofrece ninguna seguridad contra el peligro de la izquierda: de modo que semejante crítica libre («desarrai­ gada») debe ser atajada. Conocemos este modelo por la his­ toria: el conservadurismo desactiva al liberalismo cuando amenaza un peligro desde la izquierda. Lo novedoso ahora es sólo que también debe ser desactivado aun cuando hoy en día no se hable de un peligro de la izquierda en la Repú­ blica Federal. En tanto que los autores de las nueve tesis no sólo se defienden de la izquierda sino que declaran preven­ tivamente que los principios del liberalismo son «errores», manifiestan una tendencia totalitaria que se expresa de ma­ nera más patente en la 2a tesis: «Nos oponemos al error de creer que la escuela podría en­ señar a los niños y niñas a ser felices al animarlos a elevar 27

“pretensiones de felicidad*. En realidad de este modo la es­ cuela no hace más que alentar falsamente la felicidad de los niños y niñas y neurotizarlos. Pues la felicidad no consiste en la satisfacción de pretensiones sino que resulta de hacerlo co­ rrecto». Esta tesis misantrópica podría ser adoptada por cual­ quier sistema totalitario, en el que el sistema no existe para la felicidad de los individuos sino que las personas son re­ ducidas a su función para el sistema. La escuela existe para que los niños y niñas aprendan oportunamente a identifi­ carse con esta función. Mientras que la idea de una escuela democrática tiene como objetivo la promoción del proceso de desarrollo propio, esto es, de la felicidad, de los niños y niñas, la tarea de la escuela totalitaria consiste en anular este proceso o canalizarlo para que el niño «aprenda» a creer que su lugar en el sistema es su autorrealización, o, como dicen los autores, a encontrar su felicidad en «hacer lo co­ rrecto». Por el contrario, quien, sea niño o adulto, los ani­ ma a reclamar sus derechos o quien les señala la oposición entre la conformidad al sistema y la autorrealización, los neurotiza. Me maravilla que cuando los autores escribieron esta frase, no pensaran en lo que sucede con semejantes «neuróticos», por ejemplo, en la Unión Soviética. Es evi­ dente que también consideran un error la frase de la Decla­ ración de Independencia americana que sostiene que uno de los derechos inalienables del hombre es the pursuit of happiness. La 5a tesis está estrechamente relacionada con la 2a: «Nos oponemos al error de considerar que la escuela debería guiar a los niños y niñas a *percibir sus intereses”. En verdad, con ello la escuela deja a los niños en manos de los que saben uti­ lizar estos intereses para sus propios intereses políticos. Pues, antes de poder percibir los propios intereses, hay que haber sido introducido en las circunstancias vitales en las que estos intereses propios adquieren su primera forma». 28

La tesis adquiere su fuerza retórica de la indeterminación de la última frase. Recuerda, de una parte, algo trivial: que los intereses sólo se pueden desarrollar en conexión con ins­ tituciones sociales y políticas. Pero sugiere al mismo tiem­ po que esta conexión sólo es pensable en forma de concor­ dancia y que, por tanto, los individuos no pueden distinguir sus intereses de los papeles que les han sido atribuidos por las instituciones. De ello se sigue, por consiguiente, que tampoco puede ser tarea de la escuela educar para esta fa­ cultad de distinguir. Pero, desde una perspectiva democrá­ tica, esta distinción es fundamental porque las instituciones sólo pueden ser enjuiciadas racionalmente si sirven a los in­ tereses de los individuos. La ideología de la concordancia presupuesta por los autores es la posición del totalitarismo. Justo por ello los niños caen «en manos de los que saben utilizar estos intereses para sus propios intereses políticos». Las instituciones, no los individuos, son la última instancia. Si fuera así «en verdad», no habría ni derechos fundamen­ tales ni democracia, y entonces las ideas de la Declaración de Independencia americana y la Declaración francesa de los Derechos Humanos serían igualmente errores. La escuela a la que apunta esta tesis es una escuela antidemocrática en la que no se educan ciudadanos, sino súbditos. Esto es corro­ borado por la 3a tesis: «Nos oponemos al error de creer que las virtudes del tra­ bajo, la disciplina y el orden hayan devenido obsoletas por haber sido objeto de un abuso político. En verdad estas vir­ tudes son necesarias en todas las circunstancias políticas. Pues su necesidad no es específica del sistema, sino que está fun­ damentada en el ser humano». Es escandaloso tener que discutir una «tesis» semejante. También ella se opone a enemigos nebulosos. Los autores deberían nombrar exactamente a los que han declarado que estas «virtudes» son obsoletas y no a los que sólo las han relativizado en relación con otras virtudes. No han sido estas 29

virtudes las que han sido susceptibles de ser utilizadas po­ líticamente, sino el desproporcionadamente alto rango que se les ha atribuido, y aún se les atribuye, en la educación ale­ mana tradicional, y que en todos los casos es superado por los autores de las nueve tesis. Pues cuando uno se pregunta en qué lugar mencionan estas tesis metas educativas positi­ vas, debe concluir desconsolado que todas las tesis sólo se defienden, sólo son antítesis, con sólo una excepción en esta 3a tesis en la que el trabajo, la disciplina y el orden son las únicas metas mencionadas por los autores. Esto no tiene visos de ser un descuido. Pues, ¿qué otras metas educativas pueden nombrar los autores? ¿Emancipa­ ción? En la Ia tesis ya la han descalificado. ¿Despliegue de uno mismo? A esta le quitaron todo fundamento en la 2a te­ sis. Pero es cierto que en esa misma tesis se hablaba de «ha­ cer lo correcto». ¿No es esta una meta educativa en cuya consecución vale la pena esforzarse? Pero su significado, tal y como lo formulan, resulta ambiguo. Los dos puntos de referencia evidentes en toda moral moderna desde la Ilus­ tración, «razón» y «moral», son rechazados por los autores. Sólo se puede entonces concebir una seudomoral en la que (para decirlo en términos de Kant) el ser humano ya no sea pensado como fin en sí, sino sólo como medio, de modo que las «virtudes» que se esperan de él sean las virtudes de una herramienta. Efectivamente: lo que significa este «hacer lo correcto» según estas nueve tesis no puede ser otra cosa que las virtudes que se presentan en la 3a tesis: «trabajo, dis­ ciplina y orden». ¿Es posible que los autores no se hayan dado cuenta de que de este modo han establecido como norma final de la educación al tipo humano de Adolf Eichmann? Tanto desde el punto de vista de la intención de los auto­ res, así como objetivamente, las primeras cinco tesis debe­ rían ser las más importantes, de modo que las otras cuarto basta simplemente con mencionarlas. No están claramente 30

conectadas con las primeras cinco, pero persiguen, con los mismos medios retóricos, el objetivo de movilizar diferen­ tes resentimientos contra diversos aspectos de la reforma escolar. En la 6a tesis, en relación con la exigencia de igualdad en las oportunidades formativas, se atiza el resentimiento contra la nivelación con el falso supuesto de que la igualdad de oportunidades formativas ya se ha realizado entre noso­ tros. La 7a tesis se opone «al error de que en la escuela se pueden llevar a cabo reformas que la sociedad misma no de­ sea implementar en sus instituciones políticas», de nuevo un argumento retóricamente muy efectivo sin contenido de verdad, porque o bien se trata completamente de reformas que en su proceso han escamoteado a los legisladores, o bien, en cambio, de ideas reformistas que en modo alguno pueden ser decretadas por la ley pues exigen una transfor­ mación de la actitud. Además, con esta tesis se niega de nue­ vo todo derecho a una relevancia política autónoma de la educación. En las tesis 8a y 9a se trata en concreto la antipa­ tía especialmente extendida entre los progenitores contra la «cientifización de la docencia» y contra una «educación pro­ fesionalizada e institucionalizada al máximo», como si los que persiguen tales metas fueran los mismos que los que se oponen a las cinco primeras tesis. Lo que Hahn celebra como un «nuevo punto de partida para la educación» consiste por lo tanto en el desmontaje de todos los logros de la pedagogía desde la Ilustración. Que este «punto de partida» «determinará durante la siguiente dé­ cada la política educativa de la República Federal Alemana» puede ser un pronóstico correcto. Pues, fieles a su propia di­ visa, los autores están animados por el arrojo de la concor­ dancia afirmativa con lo que de todos modos está en marcha. Que uno tenga que confrontarse con tesis de una calidad in­ telectual tan precaria, con tesis que no encontrarían eco en ningún otro país de la Europa Occidental, lo debemos a la ac­ tual situación espiritual en la República Federal. Los autores 31

han logrado volver respetables las ideas pedagógicas autoritañas acariciadas por muchos, pero que nadie se atrevía a ar­ ticular desde 1945, arropándose en un nuevo lenguaje retó­ rico que cubre en parte su tendencia totalitaria. De nuevo ahora, como en tiempos pasados, se nos invita a tener el co­ raje para una educación que no exige ningún coraje, ninguna fantasía, ninguna simpatía y ninguna responsabilidad para los individuos... para una educación a costa de los niños y niñas y a costa de la democracia.

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Gitanos y judíos (1979) Gitanos y judíos están hermanados por su origen. Ambos pueblos han vivido durante siglos sin tierra en Europa, dis­ persados, discriminados en todas partes a causa de su dife­ rencia, expulsados una vez tras otra y en búsqueda de nue­ vos nichos espaciales y comerciales para seguir existiendo. En la sociedad moderna con su igualdad de derechos que sólo fue garantizada para aquellos que estaban dispuestos a hacerse iguales, se les planteó a ambos el problema de una integración que presupone la adecuación, el abandono de la tradición y la identidad propias. Los nazis, que atribuyeron la diferencia a una determinación racial, los desembaraza­ ron de este problema mediante la solución final de la ani­ quilación física. ¿Cuál es ahora, ya pasada la pesadilla, la si­ tuación de los supervivientes? Pero ¿ya ha pasado? Sí para nosotros, judíos. Hoy un ju­ dío asimilado no vive mal en la República Federal. Pero ahora intento imaginarme cómo sería mi vida si los prejui­ cios contra los judíos tras Auschwitz se mantuvieran tan firmes como los prejuicios contra los gitanos. Para ellos la pesadilla no ha acabado. Los que están preocupados porque en la actualidad hay aún entre los alemanes un antisemitis33

mo latente que sólo se mantiene reprimido por considera­ ción externa, apartan el problema real. El que sólo se fija en la posibilidad de una discriminación latente de una minoría concreta, está ciego para la abierta discriminación que ame­ naza a otras minorías ahí donde realmente sucede hoy en día entre nosotros. A fin de cuentas, el antisemitismo es sólo una manifestación posible de una enfermedad más profun­ da que consiste en la incapacidad de conformar la concien­ cia de la propia identidad colectiva sin despreciar otras identidades culturales y nacionales, llegando hasta la nega­ ción de la humanidad de los otros. Los judíos resultaban víctimas propiciatorias de esta proyección negativa porque no tenían otro país, porque no tenían ningún país en el que no fueran minorías. Por el mismo motivo, aún hoy día, los gi­ tanos en comparación con otras minorías nacionales son el objetivo de los prejuicios. En el Tercer Reich los judíos eran considerados infrahumanos. Aún hoy los gitanos no son designados como infrahumanos, pero sí que son percibidos y tratados como tales. ¿Por qué se concentra la superación del pasado (Vergangenheitsbewaltigung) en la República Federal de modo tan masivo en los judíos? ¿Por qué se obvia el destino de los gi­ tanos bajo los nazis? Hay para ello varias razones, natural­ mente también la que se menciona en este volumen, a saber, que la República Federal en relación con los judíos, pero no en relación con los gitanos, se encontraba y aún se encuen­ tra bajo presión internacional. Esto se debe a su vez a la cir­ cunstancia de que los judíos, a diferencia de los gitanos y gracias a otra tradición cultural, avanzaron bastante pronto en el camino de la adecuación y han seguido avanzando considerablemente. Pero esto tiene también como conse­ cuencia que para un alemán de hoy es más fácil distanciar­ se emocionalmente de la persecución de los judíos que de la persecución de los gitanos. Los judíos ya no se presentan ante los alemanes como extraños y amenazantes: amena­ 34

zantes no, porque apenas están presentes en Alemania, y ex­ traños tampoco porque se perciben en ellos características con las que uno cree poder identificarse especialmente, si se piensa, dependiendo del punto de vista de cada cual, por ejemplo, en la tantas veces conjurada simbiosis espiritual ger­ mano-judía, o en el Estado de Israel. Y así, cuando nos fija­ mos en la persecución de los judíos, el período entre 1933 y 1945 aparece más fácilmente como un fragmento de histo­ ria extraña, como una mancha vergonzante pulcramente de­ limitada. Quien haya leído las contribuciones de la presente anto­ logía, no puede dejar de reconocer que la imagen histórica se oscurece tan pronto como se contempla la persecución de los gitanos. En relación con ellos, se pone de manifiesto que existe ampliamente en la mentalidad e incluso en parte en la legislación una continuidad entre la época del káiser, la República de Weimar, el Tercer Reich y la actualidad, que se expresa ejemplarmente en una frase que forma parte de una sentencia del Tribunal Federal Supremo en 1956: «Las medidas adoptadas por las autoridades nacionalsocialistas contra los gitanos tras 1933 no se distinguen en absoluto de otras acciones similares ocurridas antes de 1933 en la lucha contra los desórdenes provocados por los gitanos». La dispu­ ta jurídica de si los gitanos fueron deportados por los nazis sólo porque los consideraban asociales o si desde el princi­ pio fue por motivos racistas es una disputa absurda, pues precisamente la clave para los nazis era que los gitanos eran asociales a causa de su raza. Si nosotros nos confrontamos con la persecución de los gitanos por los nazis, puedo que­ rer decir, en primer lugar, cuando digo «nosotros», «noso­ tros, alemanes», pues en este contexto uno en tanto que ju­ dío se encuentra involuntariamente en el bando equivocado, en el bando de los que humillan y no de aquellos con los que se comparte destino. Cuando se trata del rechazo de otras minorías, nosotros, judíos alemanes, compartimos los 35

prejuicios del resto de alemanes, pues no en vano nos he­ mos esforzado durante tanto tiempo para ser más alemanes que los alemanes (con lo que no quiero excluir que haya ju­ díos sin prejuicios, así como también existen alemanes sin prejuicios). En segundo lugar, la superación del pasado ya no es pensable como un acto de delimitación en relación con algo pasado, sino únicamente como superación del presente que nos concierne a todos. Las categorías de culpa y pecado son claramente estériles pues están orientadas hacia el pasa­ do. El problema es más bien que nosotros mismos debemos cambiar. En relación con los gitanos es más claramente re­ conocible que en otros contextos que los excesos de los na­ zis sólo eran una escalada de la disposición espiritual pre­ sente ya antes de 1933 y en la que aún nos encontramos en la actualidad. Empezando por no-querer-tener-nada-quever con una minoría cuyos derechos no son representados por ningún otro Estado y que en caso de necesidad ni si­ quiera pueden ser deportados a su propio país, pasando por su confinamiento y desplazamiento forzosos, hasta llegar al campo de concentración hay en cada caso un paso de extre­ ma gravedad, pero a fin de cuentas se trata sólo de un paso. Desde nuestra propia perspectiva, el problema de los gi­ tanos sólo tiene que ver secundariamente con el futuro de los gitanos (algo que en última instancia está en sus manos). Nos preocupa en primer lugar cuál es nuestro deber. Sólo es en segunda instancia un problema jurídico que no se pue­ de resolver ni jurídica ni administrativamente, pues en pri­ mera línea es un problema que concierne a nuestro compor­ tamiento social. El prejuicio de que los gitanos son asociales sólo es el reflejo de nuestras propias formas de vida asocia­ les: los llamamos asocíales porque no se quieren adaptar a nuestra sociedad del esfuerzo en la que se aísla a los indivi­ duos. No basta con una reflexión meramente caritativa que, por amor a los gitanos, cambie nuestra opinión de ellos, pues eso los volvería a convertir en objetos. Sólo se acaba­ 36

ría con la maldición si dejáramos de presuponer que nues­ tra forma de vida debe valer de manera no cuestionable como patrón; si ya no tuviéramos que reprimir en nuestra conciencia los aspectos insatisfactorios y asociales de nues­ tra forma de vida; si el lugar del miedo al contacto fuera ocupado por una necesidad de contacto con personas que viven de otra manera. Surge un rayo de esperanza en el hecho de que algunos de los miembros de nuestra generación más joven han desarro­ llado una conciencia que lleva a considerar que los valores con los que nuestra sociedad mide la vida plena son insatis­ factorios. Esta generación ha redescubierto valores que en gran medida se acercan a los de los gitanos. Por ello, que encontremos un camino hacia una integración amistosa con los gitanos, depende de si encontramos la senda hacia una confrontación auténtica con la contracultura que forma parte de nuestra propia cultura. Pero también lo contrario: si no dejamos de discriminar a unos, tampoco podremos hacer más que recluir a los otros en guetos y oprimirlos.

Racionalidad e irracionalidad del movimiento pacifista y sus adversarios Tentativa de diálogo (1983) I

Parto de la angustiosa experiencia repetida una vez tras otra de la imposibilidad de entendernos sobre nuestra supervi­ vencia común. Casi todo el mundo occidental está como di­ vidido en dos grandes sistemas comunicativos que trascien­ den las fronteras nacionales y que amenazan con cerrarse el uno al otro trazando nuevas fronteras que separan a fami­ lias y amistades. No son simples finalidades políticas con­ trapuestas. La diferencia profunda que puede hacernos de­ sesperar los unos de los otros y, dado que tenemos la piel tan fina, también de nosotros mismos, es la diferencia en el lenguaje, en la comprensión, en los presupuestos tácitos que desempeñan un papel en la percepción recíproca de las rea­ lidades políticas. Cuando las personas ya no se entienden, se perciben re­ cíprocamente como irracionales; este es el sentido del no entenderse. Por ello no es casualidad que el reproche recí­ proco más común, lanzado por los enemigos del movi­ miento pacifista y por estos contra los primeros, es el re­ proche de la irracionalidad. Semejante reproche significa 39

siempre que los motivos que dan los otros de sus convic­ ciones, son considerados insuficientes. Si ya no podemos entender las razones de los otros, sólo nos queda intentar explicar sus convicciones a partir de motivos de los que ellos mismos no son conscientes. Semejante procedimien­ to implica que ya no nos tomamos en serio a los otros como interlocutores, que ya no podemos hablar con ellos, sino sólo sobre ellos. Este recurso a las motivaciones psi­ cológicas y socialpsicológicas subyacentes es racional e in­ cluso imprescindible, cuando ya no podemos comprender directamente una posición. Pero no es racional si aparece con excesiva premura, es decir, si antes no hemos hecho todo lo posible para comprender las razones de nuestro in­ terlocutor en el diálogo. En nuestro caso, el reproche pre­ cipitado de irracionalidad en ambas direcciones es poco convincente, pues no es posible hacernos creer que todos los representantes de la otra parte son en cada caso estúpi­ dos, malvados o ambas cosas. En la lucha política se tiende a difamar al adversario. El diálogo se rompe con la mayor celeridad posible, cada par­ te elige los aspectos del otro que parecen más débiles. Pla­ tón contrapuso este método retórico, como lo llamaba al fi­ losófico, en donde «filosófico» significa simplemente que se aspira a un diálogo en el que no se trata de acumular pun­ tos de vista, sino de alcanzar la mayor sinceridad mutua po­ sible, es decir, la mayor racionalidad intersubjetiva posible. La exigencia de Platón de que los políticos deben ser filóso­ fos ha sido ridiculizada durante siglos. Pero en la pregunta que nos ocupa, en la que se trata de nuestra supervivencia, no nos podemos permitir la renuncia al entendimiento mu­ tuo. Cada negligencia de racionalidad es un paso más hacia el abismo. Pero la racionalidad es esencialmente racionali­ dad intersubjetiva, pues sólo podemos medir la pertinencia y el peso de las propias razones cuando nos exponemos a las razones contrarias de la otra parte. 40

Por ello en lo que sigue me voy a imaginar un interlocu­ tor que defiende una posición opuesta a la mía, del que sé que no es ni estúpido ni malévolo y del que presupongo que tiene una necesidad de entendimiento tan grande como la mía. La conversación con Rudolf -este es el nombre que le doy a mi amigo- debe tener el sentido de iluminar el pano­ rama de los puntos de vista litigiosos así como sus supues­ tos de fondo. No le doy ningún nombre ficticio al interlocutor de Ru­ dolf, sino que me mantengo en primera persona para evitar una falsa apariencia de objetividad. No quiero negar mi compromiso, no estoy por encima de las partes. Además, está claro que el diálogo en su totalidad es subjetivo en la medida en que yo he construido la conversación y yo soy el que pone los argumentos en boca de mi amigo. No puedo hacer más que esforzarme para dotarlo de los argumentos más sólidos que conozco de otras conversaciones, de la lite­ ratura y de mi propia reflexión, y está naturalmente del todo excluido que con ello, aunque sólo fuera de manera aproximativa, alcance una objetividad real. Se me podría preguntar si no sería mejor renunciar al diálogo ficticio e intentar un diálogo con un interlocutor real que aportaría argumentos que yo no puedo en modo alguno anticipar. Una cosa no ex­ cluye a la otra. Los debates públicos y las entrevistas tienen sus ventajas, pero también sus dificultades específicas. Al principio de la conversación, Rudolf no estará en modo alguno dispuesto a participar en una argumentación que va encabezada por el título de esta conferencia. «¿Pero acaso se puede hablar de el movimiento pacifista?», le oigo preguntar. «¿Acaso no consiste el movimiento pacifista en una mezcla de las más diversas posiciones? Y si el movi­ miento pacifista no representa una posición determinada, entonces tampoco podemos determinar qué queremos decir cuando hablamos de “sus adversarios”. Además, al atribuir­ se el nombre “movimiento pacifista” es especialmente eno­ 41

joso pues presupone que sólo los que forman parte de este movimiento persiguen la paz. Pero todos tenemos como meta el mantenimiento de la paz, sólo nos distinguimos en nuestra idea de cuáles son los medios más adecuados.» «Efectivamente», le respondo, «es preciso hacer algunas distinciones. Sin embargo, la referencia global a “el movi­ miento pacifista” en el título era obligada, pues desempeña un papel en la conciencia pública. Es de esta conciencia de la que debemos partir. Además, la referencia global a “el” movimiento pacifista suele desempeñar precisamente un papel retórico cuando tus amigos sostienen que el movi­ miento pacifista es irracional Empiezan diciendo que deter­ minados fines de largo plazo, defendidos por muchos de los que forman parte del movimiento pacifista, son utópicos, no realistas y, en este sentido, irracionales, y trasladan sin más este juicio a determinados fines de corto plazo, como el de impedir el rearme, que son promovidos por el movi­ miento pacifista.» Por tanto, estoy de acuerdo con Rudolf en que la pre­ gunta de la racionalidad e irracionalidad del movimiento pacifista y sus adversarios sólo puede ser esclarecida si dis­ tinguimos distintos niveles. Prescindo totalmente de una gran parte del movimiento pacifista al que se le puede re­ prochar falta de información sobre detalles de política mi­ litar. No informarse o informarse poco sobre una cuestión que se considera de importancia crucial y que se sabe que es controvertida y, todo y con ello, defender una determinada posición, es una actitud que efectivamente se puede califi­ car mejor que a cualquier otra de irracional, pero esta acti­ tud se encuentra igualmente en la otra parte, y en una pro­ porción sensiblemente más elevada, lo cual tiene una explicación muy sencilla: gran parte de los que no pertene­ cen al movimiento pacifista no consideran que se trate de un problema de importancia crucial. Por cierto, esta forma de irracionalidad -no informarse adecuadamente- es, por su­ 42

puesto, un fenómeno gradual. Ciertamente, esto no lo hace mejor, sino que es antes bien el mal fundamental. Lo que define a Rudolf a mis ojos es que está más o menos tan in­ formado como yo, ninguno de los dos es un experto. Por ello estamos inmediatamente de acuerdo en renunciar de antemano al reproche recién mencionado, y, en lugar de ello, ahí donde topemos con asuntos de los que podemos percibir que no sabemos suficiente, los utilizaremos como una oportunidad para informarnos mejor. Dicho de otra manera: presupongo que ambos tenemos, cuando menos, la voluntad de racionalidad. Deseo ahora responder en dos niveles a la exigencia de Rudolf de precisar de tal modo el concepto de movimiento pacifista para así poder confrontarlo con dos posiciones bien definidas. El mínimo común denominador del movi­ miento pacifista europeo es el rechazo al así llamado rear­ me. Este es el punto decisivo de la discusión actual. Pero ni Rudolf ni yo estamos dispuestos a limitar la conversación a este aspecto algo superficial. Si nos limitáramos a esta defi­ nición tan concreta, no podríamos siquiera comprender cuáles son los puntos en común entre los movimientos pa­ cifistas en los diversos continentes: en Europa, América del Norte, Japón, Australia. ¿Cuáles son estos puntos en común? Creo que se pueden expresar en dos hipótesis empíricas y un objetivo determi­ nado. Las dos hipótesis empíricas rezan: 1) la guerra nuclear es probable, y 2) su probabilidad aumenta. El objetivo reza: la guerra nuclear debe evitarse a toda costa. El acento recae en la expresión «a toda costa». Por el contrario, la evitación a toda costa de la guerra en general (subrayo: «a toda cos­ ta») es un objetivo ciertamente muy extendido entre los movimientos pacifistas pero acerca del cual no hay consen­ so. Por tanto quiero mantener como elemento definitorio del movimiento pacifista que no es absolutamente pacifista a toda costa, sino que es absolutamente y a toda costa paci­ 43

fista en cuanto a la guerra nuclear. Es importante apreciar claramente las valoraciones implícitas en este objetivo. En primer lugar, toda guerra es un mal. Esta es una posición valorativa compartida en la actualidad (no siempre ha sido así) por todos dentro y fuera del movimiento pacifista, pero la guerra nuclear es, a ojos del movimiento pacifista, un mal incomparable con el de las otras guerras, pues es el mal su­ premo, ya que puede significar el fin de la especie y de la vida en general. En segundo lugar, dado que la guerra nu­ clear es el mal supremo, también es incomparable con el res­ to de valores negativos. Ahora también le puedo dar a entender a Rudolf por qué el movimiento pacifista está justificado en usar este nombre, lo cual no implica que a los que no forman parte del movi­ miento pacifista se les hurte esta voluntad de paz. Es obvio que los adversarios del movimiento pacifista quieren evitar la guerra nuclear en la medida de lo posible, pero justamen­ te ahí radica la diferencia: quieren evitarlo en la medida de lo posible, no a toda costa. Y ahí se halla implicada otra es­ cala de valores. Querer evitar la guerra nuclear en la medi­ da de lo posible, significa querer evitarla salvo en el caso en que sin ella no se pueda evitar un mal tan grande o mayor, por ejemplo, la privación de libertad. Para los adversarios del movimiento pacifista es, así pues, un valor elevado, pero no el valor supremo: o bien hay un valor aún más elevado (recuerdo aquí la sentencia de Alexander Haig: «Hay cosas más importantes que la paz»), o se dice, como se ha podido oír en boca de políticos de la República Federal, que los dos valores, paz y libertad, son del mismo rango. Con ello ha quedado claro en qué medida el movimiento pacifista está justificado en su apelativo: representa la concepción que otorga la máxima prioridad a la paz, dicho más específica­ mente, a la evitación de la guerra nuclear. Ahora puedo acordar fácilmente con Rudolf la estructu­ ra de nuestra conversación: en la primera parte se discutirá 44

sobre la meta a corto plazo del movimiento pacifista: el re­ chazo al rearme; en la segunda parte, la posición funda­ mental del pacifismo nuclear. No hay ningún nexo lógico entre ambas cuestiones: en principio sería factible (aunque por buenos motivos no se da empíricamente) que un paci­ fista nuclear defendiera el rearme si fuera de la opinión de que el rearme haría más improbable el estallido de la guerra atómica. Y, por supuesto, es también posible la combina­ ción inversa (y empíricamente muy extendida) de que al­ guien rechazara el pacifismo nuclear así como el rearme. Mientras discuto con Rudolf sobre el rearme puedo, así pues, dejar abierta la cuestión sobre los valores últimos y presuponer que ambos perseguimos el mismo fin, a saber, reducir la probabilidad de una guerra nuclear. A Rudolf, ciertamente, le parece especialmente importante el punto de vista añadido de que también debemos evitar la posibilidad de ser objeto de chantaje político. Sea como sea, la cues­ tión de la racionalidad que hemos discutido en esta prime­ ra parte es en gran medida esa forma sencilla de racionali­ dad que atañe a la pregunta sobre cuáles son los medios más adecuados para alcanzar una meta predeterminada. En la se­ gunda parte, nos las habremos con otro aspecto de la racio­ nalidad. En primer lugar, con cuestiones valorativas que también intervendrán en la primera parte, por ejemplo la pregunta si es racional -con el significado aquí de «adecua­ do a la realidad- considerar que la probabilidad de la gue­ rra nuclear es bastante alta o bastante baja. Estas cuestiones de apreciación pueden en parte ser decididas objetivamen­ te. Aquí la racionalidad consiste en alcanzar claridad recí­ procamente sobre el valor de este factor subjetivo y de sus implicaciones. La racionalidad intersubjetiva no debe con­ sistir en demostrar que una valoración es más racional que la otra (una valoración no es racional en sí misma), sino en que nos ayudemos mutuamente para no dejar en penum­ bras las propias valoraciones y sus implicaciones. 45

II

Empecemos por el rearme. Supondré que Rudolf fundamen­ ta más o menos como sigue su actitud positiva sobre el rear­ me: «Los rusos», dice, «han utilizado el tiempo de distensión política para incrementar enormemente su armamento tanto en el sentido convencional como en el nuclear, en especial los misiles de medio alcance. Además, es conocida su tendencia expansionista, tanto por motivos ideológicos como por su experiencia más reciente, si no véase el caso de Afganistán. Puesto que conozco tu tendencia y la de los que piensan como tú a contemplar la amenaza procedente del Este con cierta ingenuidad y banalizando su peligro, renuncio a ex­ tenderme sobre este asunto, pues tampoco podría conven­ certe en pocos minutos. Por suerte en nuestra consideración de esta cuestión podemos obviar las hipótesis sobre las in­ tenciones de los líderes soviéticos. Basta con el mero hecho del desequilibrio armamentístico. Aquí tienes una cita de un discurso de Kissinger en Bruselas el 1 de septiembre de 1979: “No soy en modo alguno de la opinión de que los actuales lí­ deres soviéticos tengan ganas de aventuras”. Pero “nunca en la historia anterior se ha dado el caso de que una nación haya alcanzado superioridad en todas las categorías armamentísticas esenciales y no haya intentado también conseguir al­ gún tipo de ganancia en política exterior con ellas.”1Estoy dispuesto a aceptar que Kissinger exagera cuando habla de “todas las categorías armamentísticas esenciales”, pero con­ sidero probada la superioridad soviética en las armas con­ vencionales y en los misiles de tierra de medio alcance. Dada la superioridad rusa en las armas convencionales no nos po­ demos permitir abandonar la doctrina de la disuasión nuclear 1. El discurso de Kissinger se encuentra en A. Mecfatersheimer y P. Bahrdt (eds.)> Den Atomkrieg führbar und gew innbar Rowohlt, 1983, pp. 48ss.

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flexible. Y la superioridad soviética de misiles de medio al­ cance ha abierto una “ventana de vulnerabilidad” en la estra­ tegia de disuasión flexible. Existe el peligro de un desacopla­ miento entre Europa y los Estados Unidos, entre la disuasión mediante los misiles de corto alcance y la disuasión median­ te los misiles internacionales. Es racional desear -lo contra­ rio sería irracional- que los Estados Unidos instalen por su parte misiles de medio alcance si la Unión Soviética no des­ truye los suyos. Justamente ese es el sentido de la doble re­ solución de la OTAN del 12 de diciembre de 1979.» «Muy bien, Rudolf. Por lo que se refiere a tu primer punto, mi ingenuidad: no considero que los líderes soviéti­ cos sean buenas personas, les creo capaces de cualquier fal­ ta de escrúpulos para realizar sus intenciones. Pero me pa­ rece, como tú ya has supuesto, que tu valoración de sus intenciones no es realista. Te recomendaría la lectura del li­ bro A la sombra de la bomba atómica (Im Schatten der Atombombe) de George Kennan, que no por nada es el pa­ dre de la política disuasoria americana. En su exposición de 1978 ahí publicada sobre «Metas de la estrategia soviética» ofrece con gran precisión los criterios que, según su opi­ nión, los líderes soviéticos consideran válidos para las in­ tervenciones militares, por lo que se puede deducir de su comportamiento e ideología. Es cierto que se trata sólo de una opinión, si bien fundada empíricamente, y tú puedes sostener que opiniones contrarias podrían elevar una pre­ tensión semejante de estar fundadas empíricamente. Por tanto el único comportamiento intersubjetivamente racio­ nal que nos queda es la disposición a informarnos sobre el asunto y a reconocer, por cierto, que existen sobre este asun­ to distintas valoraciones. Siempre tendremos que delimitar con precisión estas cuestiones de apreciación, y establecer qué valor cabe atribuirles para el resto de nuestra argumen­ tación. En el caso concreto que nos ocupa, estoy de acuer­ do contigo en que nuestras apreciaciones discrepantes de las 47

intenciones de política militar de los soviéticos poseen, en relación con nuestro problema del rearme, un valor emo­ cional susceptible de ser explotado demagógicamente, pero ningún valor racional. Para todo el transcurso de nuestra ar­ gumentación de hoy voy a adoptar, hipotéticamente, tu apreciación que a mí me parece improbable. Existe aún otro conjunto de incertidumbres empíricas que tal vez podamos tratar de manera similar. Me refiero a la pregunta sobre la magnitud del desequilibrio en los misiles de medio alcance. Según las estimaciones del Instituto de In­ vestigación sobre la Paz de Estocolmo, SIPRI, se trata de una relación de 2 a 1 a favor de la Unión Soviética. Sabes que existen muchas otras estimaciones que divergen en las dos direcciones, radicando las diferencias sobre todo en la poca precisión del concepto de misil de medio alcance: ¿se inclu­ yen en esta estimación también los misiles de medio alcance franceses y británicos y, en caso afirmativo, sólo los actual­ mente existentes o también los planeados?, ¿se cuentan tam­ bién los llamados forward basedsystems de los americanos?, ¿se cuentan también los sistemas marítimos? y, en caso afir­ mativo, ¿cuáles?, etcétera. Los expertos y las delegaciones para el desarme discuten estas cuestiones. ¿Debemos noso­ tros también discutir sobre ellas? Desde tu perspectiva está claro que sí, pues piensas que el punto de vista del equilibrio es esencial en todos los niveles. Dado que yo no considero que el punto de vista del equilibrio sea esencial, me parece fácil también concederte esta segunda cuestión apreciativa. Admitamos, por tanto, que el desequilibrio numérico es tan desfavorable para el Oeste como quieras. Estoy dispuesto a admitir hipotéticamente este presupuesto. Ahora me puedo concentrar en el único punto que no es una cuestión de apreciación, sino que se refiere al principio que tú das por supuesto, el del equilibrio. En este caso me veo obligado a abandonar el papel que desempeño y a utili­ zar términos polémicos. Considero que este argumento del 48

equilibrio que domina toda la argumentación de los defen­ sores del rearme es demagógico justamente porque en la su­ perficie posee una apariencia tan marcada de plausibilidad y, por tanto, de racionalidad, que sólo cuando se mira más atentamente se revela insignificante. La apariencia de plausi­ bilidad es el resultado de que esta categoría del equilibrio numérico era efectivamente relevante para todas las formas pasadas de armas y de guerras. No es extraño que este argu­ mento del desequilibrio cause una profunda impresión en el hombre de la calle que no conoce detalladamente este asun­ to. Los rusos tienen misiles de tierra de medio alcance, no­ sotros no tenemos, por tanto sólo nos podremos proteger de ellos si también nosotros instalamos algunos. ¿Pero es este el caso? ¿Qué aspecto tiene la situación si se analiza con detalle? La función de los misiles nucleares consiste en disuadir, es decir, se amenaza a un enemigo con unos daños que no puede aceptar. Pero para ello no es ne­ cesario un equilibrio. Un único submarino Poseidón ame­ ricano con 140 cabezas nucleares bastaría para disuadir de un ataque de los SS-20.» «¿Y el vínculo con los Estados Unidos?», arguye Rudolf. «Si los Estados Unidos desean este vínculo lo pueden es­ tablecer con ese único submarino, y si no lo desean tampo­ co no lo establecerán con misiles de tierra.» «Suponiendo que tuvieras razón al decir que el equilibrio es irrelevante», dice Rudolf, «entonces en el mejor de los ca­ sos la consecuencia sería que el establecimiento del equilibrio mediante el rearme no sería necesario. Ópticamente sería me­ jor, sin duda, y la amenaza que representa es importante para incitar a los soviéticos a reducir sus SS-20. De tu propia ar­ gumentación se seguiría que el equilibrio mediante el rearme tampoco es perjudicial. ¿Por qué, entonces, os oponéis tanto a él?» «Porque», respondo, «los nuevos misiles tal y como han sido previstos transgreden otro principio, que es el más de­ 49

cisivo en la época nuclear, el principio de la estabilidad re­ lativa. El argumento decisivo contra el rearme sostiene que conlleva una desestabilización, es decir, que acrecienta en alto grado el peligro de estallido de una catástrofe nuclear. Ya conoces la fundamentación: tanto los cohetes Pershing II como los misiles Cruise poseen una precisión de tiro su­ perior a cualquier otro misil, y se prestan muy bien para realizar ataques por sorpresa, unos porque apenas necesitan tiempo de vuelo, los otros a causa de su capacidad para vo­ lar sin ser detectados por los radares. Es cierto que los SS20 también poseen una precisión de tiro considerable, aun­ que bastante menor, pero la diferencia decisiva es que los nuevos misiles americanos van a amenazar a una parte del corazón del terreno soviético, mientras que no existe una amenaza soviética equivalente. En este contexto se recuer­ da acertadamente la crisis de Cuba. El intento de la Unión Soviética de instalar un potencial de medio alcance a las puertas de los Estados Unidos fue considerado tan amena­ zante por Kennedy que le planteó un ultimátum a la Unión Soviética con el que se arriesgaba a provocar el estallido de una guerra nuclear. Además, el estacionamiento de misiles debe ser conside­ rado a la luz de dos nuevas concepciones estratégicas ame­ ricanas, la primera de las cuales es tan decisiva que fue di­ rectamente el detonante del movimiento pacifista. Se refiere a los planes del último año de la legislatura de Cárter sobre cómo se puede ejecutar delimitadamente y ganar una gue­ rra nuclear mediante ataques selectivos. Estos planes son aún más amenazantes si se ven en conjunción con el con­ cepto de la así llamada escalada horizontal, es decir, con'la doctrina ya proclamada por Cárter durante la crisis con Irán y con Afganistán de que en una confrontación con la Unión Soviética en espacios fuera de Europa considerados vitales por los Estados Unidos, se sopesarían contraataques también en Europa. De ahí que cuando hablas de la posible 50

susceptibilidad de Europa de ser objeto de chantaje nuclear, debes también incluir en tus consideraciones el eventual chantaje nuclear del que la Unión Soviética por su parte po­ dría ser víctima. Y, por favor, no me digas que a ti no te ata­ ñen los problemas de los rusos. Si los rusos se sienten exce­ sivamente amenazados, nosotros también nos sentiremos amenazados de modo similar. En toda gran crisis interna­ cional debemos contar con que cada parte debe temer un ataque preventivo y, dado el caso, intentar adelantarse a él. A lo que hay que añadir el peligro, incrementado por la re­ ducción de los tiempos de vuelo, del estallido de una guerra nuclear por errores informáticos. La segunda nueva estrategia en la que los nuevos misiles desempeñan un papel decisivo es el llamado Plan Rogers en el que también participa nuestro ministro de Defensa, Wdrner. En general es menos conocido, pero seguro que cono­ ces los detalles de este plan por Adelbert Weinstein pu­ blicados en Frankfurter Allgemeine Zeitung.2 La nueva estrategia, que ya aparece en el field manual del ejército americano con el título airland battle,3 consiste en destruir justo después del estallido de las hostilidades las reservas del ejército soviético y todo su sistema militar en la retaguar­ dia: 2.685 objetivos fijos y móviles, como lo refiere Weins­ tein. Este nuevo procedimiento es posible gracias a las nuevas armas de precisión que, sin embargo, deben ser transporta­ das por cohetes Pershing II y misiles Cruise (me limito a ci­ tar a Weinstein, a quien tú consideras una autoridad), su­ puestamente con cabezas no nucleares (¿pero cómo pueden saber los soviéticos qué tipos de cabezas transportan los mi­ siles que los sobrevuelan?). Dicen que este plan debe per­ 2. Véase Frankfurter Allgemeine Zeitung, 12-11-1982 (p. 7) y 30-111982 (p. 12). 3. Véase el artículo de R. Nikutta en el taz [Tageszeitung de Berlín] del 27-9-1983, p. 9.

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mitir elevar el umbral nuclear, pero lo que efectivamente su­ cede es que de este modo desaparece de antemano no sólo la frontera entre guerra defensiva y ofensiva, sino también entre guerra convencional y guerra nuclear, en primer lugar, porque la limitación a cabezas convencionales no puede ser garantizada,4y, en segundo lugar, porque la Unión Soviéti­ ca por su parte intentaría destruir inmediatamente estos mi­ siles y cohetes, utilizando, dado el caso, armas nucleares. Llego por tanto al resultado, y no veo cómo se puede re­ futar, que el estacionamiento de cohetes Pershing II y de misiles Cruise podría tener en muchos aspectos un efecto extremadamente desestabilizador.» «Si admitimos que tienes razón», dice Rudolf, «que el concepto de desestabilización es aquí el decisivo, ¿afirma­ rías que el actual estacionamiento de los SS-20 no tiene efec­ tos desestabilizadores?» «Desde el punto de vista político, sin duda; desde el pun­ to de vista militar, la cuestión es controvertida. Pero puesto que aquí no podemos entrar en detalles, me limitaré a con­ testar tu pregunta con un sí, a pesar de que, como se colige de lo que acabo de decir, considero que la magnitud de la de­ sestabilización provocada por los SS-20 es sustantivamente menor que la magnitud de la desestabilización que provoca­ rían los nuevos misiles americanos. Pero como siempre: ¿qué quieres decir con este argumento? ¿Quieres decir que si los soviéticos consuman una medida con efectos desesta­ bilizadores, los americanos tienen derecho a hacer lo mis­ mo? ¿Pero se trata de derechos? ¿Acaso no se infiltran aquí de nuevo ideas de equilibrio inadecuadas y por tanto irra­ cionales, procedentes en este caso del ámbito jurídico? Pue­ de que jurídicamente sea así, que cuando alguien hace algo contra otro y el otro responde con algo equivalente surja un 4. Según Nikkuta el nuevo field manual prevé de antemano la «inte­ gración de armas convencionales, atómicas y químicas».

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equilibrio. Pero desestabilización de una parte más desesta­ bilización de la otra no es igual a cero, no es igual a estabili­ zación, sino a una desestabilización potenciada. Creo que hemos alcanzado un punto en el que ya nos podemos centrar totalmente en la única cuestión relevante: ¿es el rearme racional en el sentido de que es un medio ade­ cuado para incrementar nuestra seguridad e impedir que se nos chantajee? Esto sólo sería así si estos nuevos misiles sir­ vieran para disuadir a la Unión Soviética de un ataque con sus SS-20. Pero no sirven para eso, porque estos misiles de tierra americanos, a diferencia, por ejemplo, de los misiles en submarinos, pueden ser destruidos por un ataque con SS-20, antes de poder contraatacar. Los misiles que prevé el rearme no sirven como armas de contraataque, de segundo uso, sino que han sido concebidos únicamente como armas de ataque, de primer uso. De ello se sigue que no sólo son inadecuados para evitar un ataque de los SS-20, sino que por el contrario son adecuados precisamente para aumentar la probabilidad de semejante ataque. Estos misiles son, como se ha dicho, imanes. Por tanto sólo pueden conducir a la destrucción de Europa, no a su defensa, no a la disuasión de un ataque, sino sólo a su provocación. Pero esto sólo signi­ fica que es irracional estacionar los nuevos misiles proyec­ tados no porque no consideremos que los SS-20 son ame­ nazantes, sino justo porque así los consideramos.» «Aún me queda, sin embargo, una objeción de peso», dice Rudolf. «¿No ves que el movimiento pacifista le sigue el juego a Moscú? ¿Y que de este modo ataca por la espalda a los americanos en las negociaciones de Ginebra? Si los so­ viéticos no estuvieran obligados a tomar en consideración el rearme, no se habrían sentado a la mesa de negociación y ni siquiera habrían hecho las pocas concesiones que han he­ cho.» «Que la meta más cercana del movimiento pacifista coin­ cida con los intereses de Moscú es correcto, Rudolf, ¿pero 53

por qué es eso un argumento? Sólo sería un argumento si todo lo que beneficia a Moscú perjudica al Oeste y vicever­ sa. Pero este argumento sólo tiene una aplicación limitada. Si el mal que una parte teme es el incremento de la proba­ bilidad de una guerra nuclear, este es el mismo mal que teme la otra parte. De modo que también este argumento, al igual que el argumento del equilibrio, es inadecuado y, por tan­ to, irracional y además con la misma fuerza demagógica, porque este argumento también posee una gran plausibilidad superficial. Por lo que se refiere a lo segundo que mencionas, la dis­ posición a negociar y las concesiones de la Unión Soviética, quiero decir que tú mismo ves que el punto de partida de la negociación de los americanos permite algunas concesiones soviéticas, pero pocas. Estoy de acuerdo contigo en que los soviéticos no hacen concesiones voluntariamente. Pero de­ searía una posición de negociación bien distinta por parte de los americanos, que no persiguiera un incremento de la amenaza recíproca, sino su disminución.» «Eludes la cuestión», me reprocha Rudolf. «El marco de negociación ya está dado y en él el movimiento pacifista contribuye a una debilitación de la posición americana, ¿sí o no?» «Sí», admito. «Pero no se pueden tener las dos cosas a la vez. Tenemos que sopesar el peso relativo de los dos bienes en disputa. Naturalmente que me alegro de cada reducción de los SS-20 que consiguen los americanos con su presión sobre los rusos, pero si me hallo ante la desagradable elec­ ción entre aprobar la amenaza del rearme y la consiguiente probabilidad de su realización, o resignarnos por necesidad con el número de SS-20 existentes, sería irracional no elegir el mal menor.» «Echemos una mirada retrospectiva», dice Rudolf. «Pue­ de ser que tu argumentación sea acertada, si se acepta, como tú haces, que la probabilidad de un estallido de la guerra nu­ 54

clear es relativamente elevado. Pero si, en cambio, se consi­ dera que esta probabilidad es muy reducida, ¿no seguirá sien­ do baja la probabilidad que tú argüías para el caso del rear­ me? Si es así, entonces los puntos positivos de la otra parte, que tú consideras completamente secundarios, adquieren un mayor peso: primero, que al apoyar el rearme no arries­ gamos una crisis en la Alianza; segundo, que logramos con­ cesiones de la Unión Soviética; tercero, que cediendo en sus negociaciones la OTAN no demuestra debilidad política; y cuarto, que será más difícil chantajearnos. En este sentido hay un artículo de Alois Mertes en el Europa-Archiv de este año que considera que el peligro de una guerra «es extre­ madamente reducido» y que el auténtico peligro radica en la «sumisión rampante» bajo el chantaje soviético y que, por ello, el rearme es una opción racional.5 ¿Puedes cuestionar la racionalidad de esta posición?» «Veamos, Rudolf, me resulta siempre difícil imaginarme una situación en la que los rusos nos pudieran imponer ma­ yor presión nuclear si no tenemos los nuevos misiles. En este contexto te recuerdo que no se trata de armas de con­ traataque y que por tanto no son armas que puedan evitar las amenazas, pero es posible que haya algo que me pase de­ sapercibido. En este caso la posición de Mertes sería racio­ nal, es decir, sería racional defender el rearme si, de una par­ te, se cree que se puede excluir prácticamente el peligro efectivo de un estallido bélico, y si, en segundo lugar, nos concentramos exclusivamente en la amenaza del Este y no tomamos en consideración la percepción de la amenaza por parte de la Unión Soviética. Esta es, pues, la posible racio­ nalidad del rearme, pero se trata de una racionalidad inma­ nente que no contempla aspectos esenciales de la situación y que por tanto es irracional en su totalidad.» 5. A. Mertes, «Friedenserhaltung - Friedensgestaltung», Europa-Ar­

chiv, 1983, pp. 187ss.

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Sin embargo, Rudolf ha puesto el dedo en la llaga, en un punto esencial y el suyo no es un caso aislado. Por lo que sé, es un caso bastante generalizado que los defensores del rearme característicamente consideren que la probabilidad de una guerra es reducida, mientras que los adversarios del rearme la consideran elevada. Bastantes cosas dependen de esta cuestión de apreciación.

III Así llego a la segunda parte de nuestro debate sobre la po­ sición básica del movimiento pacifista: su insistencia en el pacifismo nuclear. Esta exigencia se basa en'dos premisas: 1) una guerra nuclear es el peor mal imaginable, y 2) en las circunstancias actuales la guerra nuclear es probable y cada vez lo es más. La primera premisa debería resultar eviden­ te. ¿Y la segunda? «Me temo, Rudolf, que una posición como la de Mertes no es consistente. No se puede, como él hace, considerar que la amenaza con una guerra nuclear es políticamente esencial y después decir que la probabilidad de una realización de esa amenaza es casi igual a cero, pues si es así entonces la amena­ za no es creíble. La razón invocada por Mertes para justificar este riesgo nulo es sorprendentemente ingenua. Escribe: “da­ dos los intereses de las grandes potencias en sobrevivir”. ¿Acaso no sabemos que el verdadero problema, sin tomar en consideración los errores informáticos, es que los implica­ dos se pueden encontrar, en contra de su voluntad y a causa de las amenazas, en una situación sin salida, en la que los acontecimientos se les han escapado de las manos? Esto no se debe a la debilidad humana, sino que simplemente forma parte del sentido de una amenaza. En el caso de la crisis de Cuba, Kruschov se doblegó porque los soviéticos estaban en una situación de extrema inferioridad nuclear, pero parece 56

evidente que por ese motivo fue destituido. ¿Qué pasará en la siguiente ocasión? Si el amenazado no se doblega, el ame­ nazador está obligado a actuar o en el futuro sus amenazas no serán tomadas en serio. ¿Y si la próxima vez vuelve a sa­ lir bien, que pasará la siguiente? Weizsácker escribe en su libro Wege in der Gefahr (Sen­ das hacia el peligró)'. «La tercera guerra mundial es proba­ ble» (p. 110), y en el capítulo 8 presenta una demostración matemática que Afheldt resume del siguiente modo: «Para que la disuasión sea creíble la probabilidad de la utilización de las armas a largo plazo debe ser mayor que 0. Pero si esta probabilidad se mantiene superior a cero, a largo plazo aca­ bará siendo igual a 1: la guerra es por tanto inevitable.»6 Rudolf me reprocha que se trata de una reflexión «a muy largo plazo». «Es cierto, no se puede precisar matemáticamente en el corto plazo. Pero lo que parece seguro es que, sea cual sea el plazo temporal que propongamos, la probabilidad se acrecienta rápidamente en la actualidad, aun cuando ya no hubiera rearme. Esto se debe sobre todo a la idea presente en las dos grandes potencias sobre la posibilidad de llevar a cabo una guerra nuclear limitada. Desde una perspectiva global, el peligro aún mayor que el rearme son los planes americanos dedicados a arruinar a la Unión Soviética, en especial en el plan de rearmarse masivamente mediante mi­ siles de crucero submarinos de gran exactitud a los que la Unión Soviética no tendría nada que contraponer en pri­ mera instancia. Aquí se podría aplicar, si bien en el sentido contrario, la cita de Kissinger que has mencionado, pero ahora en relación con el proyectado rearme masivo ameri­ cano tanto de armas convencionales como nucleares. En el bando soviético esto puede llevar a reacciones desespera­ das. 6. H. Afhledt, Verteidigung und Frieden, Hanser, 1976, p. 22.

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No voy a ahondar en esta cuestión. Está claro que la cuestión sobre la probabilidad de una catástrofe nuclear es subjetiva. Sólo el supuesto de que la probabilidad es nula es poco realista y, por tanto, irracional. Recuerdo que la ac­ ción racional consiste en que dadas diversas alternativas ante una situación dada deben tomarse en consideración dos pa­ rámetros: primero, la probabilidad y segundo, el valor po­ sitivo o negativo de las alternativas. El valor negativo del acontecimiento que aquí tratamos es el mayor posible. De nuevo es imposible decidir objetiva y matemáticamente so­ bre el producto de ambas opiniones: la opinión sobre la probabilidad y la opinión sobre el valor negativo del resulta­ do. Por supuesto hay aquí factores subjetivos que desempe­ ñan un importante papel. Personas distintas tienen también disposiciones distintas en relación con el riesgo. Algunas personas hacen todo lo posible para protegerse de un acon­ tecimiento relativamente improbable pero especialmente temible, y muestran indiferencia ante acontecimientos rela­ tivamente más probables pero menos graves. Otras perso­ nas se comportan de modo opuesto. Pero sea cual sea la di­ ferencia psicológica entre los individuos, ante la misma probabilidad debe incrementarse el miedo ante el creciente carácter terrible del acontecimiento. “Debe”, si el sujeto es ra­ cional. Suele reprocharse al movimiento pacifista que es irracional (por supuesto no es el caso de Rudolf que es de­ masiado listo para eso), pues está dominado por el miedo. Se trata de un error pues supone que los afectos son irra­ cionales. Pero los afectos sólo son irracionales cuando no se ajustan a la realidad; y la carencia de afectos, cuando no se ajusta a la realidad, es igualmente irracional. Ante un pe­ ligro probable y terrible lo irracional no es el miedo, sino la ausencia del mismo. De modo que la acción racional consiste en elegir entre alternativas existentes. Tenemos por tanto que probar qué aspecto tienen las alternativas: si el producto de la probabi­ 58

lidad y el valor negativo de la alternativa pacifista es mayor o menor que el peligro al que nos arriesgamos con la guerra nuclear, es decir, el acontecimiento cuyo valor negativo es el más elevado y cuya probabilidad se halla entre 0 y 1. A causa de los factores subjetivos mencionados, esta cuestión, ya lo sabemos ahora, no puede ser respondida de modo uní­ voco. Para decidir la cuestión de la racionalidad hay que tra­ tar con la subjetividad de los factores, con la imposibilidad de alcanzar una respuesta unívoca. Pero, a su vez, sería irra­ cional no efectuar un cálculo a causa de la existencia de es­ tos factores subjetivos. Hay que esclarecer en primer lugar en qué consiste la al­ ternativa. Consiste en el rechazo de Occidente a la disua­ sión nuclear, es decir, a la disuasión frente a un ataque con­ vencional, dicho de otra manera: el rechazo a ser el primero en utilizar armas nucleares, para lo cual es necesario que este rechazo, si quiere ser creíble, no pueda consistir única­ mente en una declaración, sino en una modificación equi­ valente de la estructura militar, en especial en una destruc­ ción de todos los misiles nucleares de corto alcance. Esta es la sensacional sugerencia propuesta por cuatro importantes políticos americanos, McGeorge Bundy, George Kennan, Robert McNamara y Gerard Smith, que redactaron un ar­ tículo el año pasado publicado simultáneamente en Foreign Affairs y en Europa-Archiv.7 Esta propuesta sólo puede convertirse en una alternativa real si el Este hace lo mismo. La Unión Soviética ya ha expresado que no desea ser la pri­ mera en utilizar las armas nucleares, y Andropov, en una entrevista en Pravda el 27 de agosto, ha vuelto a mostrarse dispuesto a destruir todos los misiles de corto y medio al­ cance, de modo que podemos tomarle la palabra. Final­ mente, la amenaza de responder con un contraataque nu­ clear a un ataque convencional ha formado parte desde el 7. Europa-Archiv, 1982, pp. 183ss.

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principio de la estrategia occidental, no de la soviética. Si se realizara la propuesta de los cuatro americanos, esto signi­ ficaría que ambas potencias mundiales sólo poseerían armas intercontinentales, que únicamente servirían para neutrali­ zarse mutuamente. De este modo no se eliminaría el peligro de una catástrofe nuclear, pero su probabilidad se reduciría drásticamente, lo cual basta para nuestra reflexión.» «Cierto», exclama Rudolf, «pero ahora tenemos que ver cuál es la contrapartida. El artículo de los cuatro america­ nos fue respondido por cuatro alemanes, Karl Kaiser, Georg Leber, Mertes y el general Schulze, en el siguiente número de las revistas mencionadas.8 Deberías leerlo, es excelente, y en él no encontrarás la doctrina usual sobre la disuasión nuclear, a saber, que es más barata. Estoy de acuerdo conti­ go en que este argumento de amenazar con un asesinato en masa contiene cálculos económicos de inconcebible frivoli­ dad. No, en este caso su fundamentación es la siguiente: por supuesto que también tenemos que evitar una guerra con­ vencional y eso sólo lo lograremos mediante la disuasión nuclear. Lo que asegura la libertad, según los autores, es el riesgo incalculable que radica en la amenaza de una res­ puesta nuclear flexible.» «A diferencia de ti, no logro encontrar tanta fuerza en este argumento», respondo. «Es posible que durante un tiempo la amenaza de la escalada nuclear haya contribuido a evitar la guerra, aunque tampoco esté probado que sea así. Dado el actual desarrollo técnico, que hace pensable una guerra nuclear limitada, me parece incluso que la argumen­ tación opuesta es más plausible, a saber, que la plausibilidad del estallido de la guerra con armas nucleares es más elevada hoy en Europa de lo que lo sería sin estas armas. Pero inclu­ so si no tomamos en consideración estos recientes desarro­ llos, cada vez más se considera que la doctrina del contraa­ 8. Europa-Archiv, 1982, pp. 357ss.

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taque flexible es una ilusión, pues la autodisuasión es tan grande como la disuasión de los otros. Ya hemos visto an­ tes que no se puede mantener a largo plazo sin que se tenga que contar con que suceda el acontecimiento con el que se amenaza. Soy de la opinión que amenazar con una guerra nuclear era cuando menos comprensible cuando una parte tenía el monopolio de estas armas, era comprensible aunque también testimonio de un desprecio a la humanidad, pero ahora ya no es racional. Si tú, sin embargo, crees en oposición a mí que los cua­ tro autores tienen razón cuando sostienen que el estallido de una guerra europea es más probable si Occidente no amenaza con ser el primero en usar armas nucleares, enton­ ces debes preguntarte si de las dos posibilidades prefieres la alternativa cuya probabilidad es menor pero que represen­ ta el mal supremo, o la otra, cuya probabilidad, según tu opinión, es mayor y que comporta ciertamente un mal enorme, pero limitado. Debes por tanto elegir entre la pro­ babilidad de dos cifras que se hallan entre 0 y 1, pero por lo que se refiere al tamaño del mal, debes elegir entre una mag­ nitud infinita y una magnitud casi infinita, pues en el caso de la guerra nuclear existe la posibilidad de que sea limita­ da, pero también es probable que suponga el fin de la espe­ cie y el fin de la vida en general, lo cual para nosotros ya no es una magnitud finita, limitada. Si se supone, como yo, que la probabilidad de la guerra se reduce cuando se rechaza usar en primer lugar las armas nu­ cleares, entonces la opción del pacifismo nuclear resulta evi­ dente. Aunque esta opción no deja de depender de este su­ puesto empírico referido a las probabilidades. Lo que caracteriza al pacifista nuclear es que también cuando, como tú, se supone que la probabilidad de la guerra sería mayor, no importa cuánto mayor, sin la amenaza nuclear, sigue luchan­ do en contra de amenazar con la guerra nuclear, porque quie­ re erradicar sin condiciones la posibilidad del mal supremo.» 61

Esta posición, que como hemos visto al principio for­ ma parte de la definición que he propuesto del movimien­ to pacifista, no está presentada adecuadamente mientras la única alternativa sea la guerra convencional. Para destacar la diferencia esencial entre Rudolf y yo es necesario dar un paso más. Hay que cuestionar, por su parte, la necesidad y el tipo de la guerra convencional. Excluyo en lo que sigue la opción opuesta a toda acción bélica. Esta sería la posi­ ción del pacifismo radical sobre la que no hay un consen­ so total en el movimiento pacifista. La posición interme­ dia del movimiento pacifista entre pacifismo nuclear y pacifismo radical no se puede determinar con exactitud pues existen naturalmente los más diversos matices. De modo que aquí sólo puedo presentar una posición posible, la mía. Se puede resumir en dos puntos: 1) se concede una prioridad absoluta a los medios pacíficos (todas las medidas concebibles que favorezcan las relaciones de confianza) por encima de los medios militares; y 2) no se amenaza ni nu­ clearmente ni con ninguna medida militar: Occidente ex­ cluye la posibilidad de ser el primero en usar las armas y de iniciar una guerra ofensiva, no sólo, como hasta la fecha, con palabras, sino valiéndose de la estrategia y las armas, es decir, limitándose estrictamente a la defensa. La con­ cepción más elaborada de esta posición se encuentra en el libro de Horst Afheldt, Verteidigung und Frieden (.Defen­ sa y paz) (1976). N o hay que adherirse a toda la concep­ ción de Afheldt; de lo que se trata es de ver que ahí se en­ cuentra la primera alternativa verdadera y además completamente realista. Es irracional que haya sido tan desprestigiada en la discusión pública. También en este caso la irracionalidad es la de los que se mantienen presos de esquemas mentales que parecen superficialmente plau­ sibles, pero que no toman en modo alguno en considera­ ción la especificidad de la situación militar determinada por la más novedosa tecnología militar. Se defiende la ne­ 62

cesidad de las armas nucleares y, especialmente, de las ar­ mas de neutrones, dada la gran superioridad soviética en tanques. Sin embargo, un lugar común de la más reciente literatura técnica militar es que la técnica moderna de la munición de precisión ha convertido en obsoletos los grandes ejércitos de tanques.’ «Pero vamos a contemplar ahora», dirá Rudolf, «el caso que para ti es más desfavorable, para que podamos aclarar cuáles son las valoraciones fundamentales de cada cual. Su­ pon que este concepto puramente defensivo no tiene éxito; supon, como me has confesado al principio, que el Este tie­ ne y mantiene expectativas agresivas contra Europa Occi­ dental, no hay ningún escudo nuclear, que los soviéticos no se dejan amedrentar por la defensa convencional y, dado el caso, puramente defensiva de Occidente y que la defensa se viene realmente abajo.» «Tengo que aceptar este riesgo», respondo. «Toda con­ cepción conlleva riesgos, y la deshonestidad de las argu­ mentaciones usuales es que no explicitan los riesgos. La pre­ gunta es qué riesgos son más soportables y cuáles son más fáciles de asumir.» «En esto estoy de acuerdo contigo», dice Rudolf. Nos pondremos rápidamente de acuerdo en que tanto el movi­ miento pacifista como sus adversarios dejan a oscuras sus puntos de vista relativos a sus valoraciones últimas, no se confrontan con ellas, es decir, no se las presentan racional­ mente. De modo que ambas posiciones son deshonestas y demagógicas si sólo evocan sus aspectos positivos. Cuando Alois Mertes, representante de muchos, escribe que «la paz y la libertad [...] son valores éticos máximos del mismo9 9. Véase, por ejemplo, Paul F. Walter, «Wirksame Verteidigung mit intelligenten Abwehrwaffen», en Spektrum der Wissenschaft, 10/1981, re­ producido en U. Albrecht (ed.)> Rüstung und Abrüstung, Spektrum der Wissenschaft, 1983, pp. lOOss. 63

rango»,10suena por supuesto muy bien, pero no es sostenible lógicamente. La realidad es más fea de lo que quieren percibir los oradores de ambos bandos. Tenemos que deci­ dir si en caso de conflicto otorgamos la preeminencia a evi­ tar la guerra nuclear o a mantener nuestro sistema político. La posición de Mertes reza, sin ocultar nada: para mantener nuestro sistema político nos arriesgamos a una guerra nu­ clear (y esto significa que la paz no tiene el mismo rango sino que se halla en segundo lugar). Y la posición del paci­ fismo nuclear afirma, sin ocultar nada: si sólo podemos mantener nuestro sistema político con la amenaza, es decir, aceptando una guerra nuclear, debemos arriesgarnos a que este sistema desaparezca. Debemos subrayar claramente que en ambos casos se trata sólo de riesgos, pero son justamen­ te los riesgos los que, en última instancia, son aquí decisivos. ¿Qué riesgo es mayor? Esta es aquí la única cuestión. Puede existir disparidad de opiniones cuando se comparan las pro­ babilidades, pero no cuando se comparan los males. ¿O tal vez sí? Es cierto que algunos sostienen que la pérdida de nuestro sistema político es un mal comparable con la guerra nuclear, pero en esta opinión sólo logro percibir falta de seriedad y una extraña falta de imaginación. Si la posición opuesta es re­ ducida a la divisa «mejor rojo que muerto», se incurre en una presuposición falsa. Pues la palabra «muerto» no es adecua­ da en este contexto, ya que se refiere a los individuos. Pero la desaparición de todo es algo distinto que la muerte de mu­ chos individuos. Incluso el que está dispuesto a defender con las armas el sistema político propio, cuyas ventajas relativas le son bien conocidas, no está dispuesto, si se da el caso, a arriesgar la existencia del mundo. Desde siempre el signifi­ 10. A. Mertes, «Sicherheitspolitik für die 80er Jahre», en D. Lutz (ed.),

Sicherheitspolitik am Scheidweg ?, Schriftenreihe der Bundeszentrale für

politische Bildung, Bonn, 1982, pp. 71ss. 64

cado de la máxima «dulce et decorum est pro patria morí» era que para el individuo, dado que se siente una parte esencial del todo, tiene sentido sacrificarse para el mantenimiento de la integridad del todo. ¿Pero en nombre de qué totalidad nos sacrificamos en una guerra nuclear? En una guerra nuclear nadie se sacrifica para el todo, sino que el todo es sacrifica­ do por nosotros. A diferencia de lo que se suele presuponer falsamente, el rechazo a la guerra nuclear no surge de la preocupación por la mera supervivencia propia. He obser­ vado, en cambio, que son en primer lugar las personas ex­ tremadamente individualistas las que no temen tanto la gue­ rra nuclear, pues a sus ojos la eliminación del todo no es más que una forma de la propia muerte individual, simplemente multiplicada cuantitativamente por varios millones. Por el contrario, los que se entienden primariamente a partir de una totalidad que los trasciende (algo que es propiamente constitutivo de los humanos), lo cualitativamente novedoso y singular de la guerra nuclear consiste en la eliminación del todo mismo, del todo universal que abarca a todas las tota­ lidades particulares espaciales y temporales. En contraposición con esto, todos los riesgos políticos -y se trata, según mi opinión, de riesgos muy improbables-, hasta el caso extremo de una dominación soviética de Euro­ pa o de toda la tierra, son males que, si somos francos, no po­ seen una dimensión comparable. Amenazar con la guerra nuclear, cuya perversidad por la fuerza de la costumbre la mayoría de nosotros hemos olvidado con los años, implica bien mirado un etnocentrismo atlántico fantástico. Si pensa­ mos cuántos países están dominados hoy en día por el siste­ ma soviético (y lo aceptamos), en cuántos otros países vincu­ lados a nuestro sistema occidental reina el terror y la tortura (y que nosotros también aceptamos e incluso indirectamen­ te promovemos), más aún, en cuántos lugares de la tierra mueren de hambre millones de personas al año, algo que no sería necesario si renunciáramos a nuestro armamento (y 65

esto también lo aceptamos), visto todo esto, en función dé la simple posibilidad, aún lejana si lo observamos con sereni­ dad, que a nosotros también nos amenace un destino que ni siquiera sería el peor de los aquí enumerados, ¿debemos pre­ ferir la amenaza de hacer desaparecer no sólo a nuestros ad­ versarios, no sólo a nosotros mismos, sino todo? Semejante concepción es igual de grotesca en la dimensión temporal. ¿Quién sabe cómo evolucionaría el mundo si se hallara bajo un único poder hegemónico totalitario? ¿Cómo os podéis atrever a anticipar algo así y a decir que sería mejor que el mundo dejara de existir de una vez por todas? «Te voy a hacer una última pregunta», dice Rudolf, «para ver en qué medida tu posición se basa en principios. Supon que no son los soviéticos sino los nazis, ¿qué"opinarías en­ tonces?» «Sabes, Rudolf, que haría todo lo pensable dentro de ciertos límites, que mataría y arriesgaría la propia vida, pero lo ilimitado debería ser evitado sin condiciones. Intenta imaginarte la situación en concreto. Prescindo del hecho de que la guerra nuclear puede significar el fin de toda la espe­ cie. Imagínate una situación restringida. Y piensa ahora en qué es lo peor que nos vincula a los nazis. Imagínate que eso ocurriera actualmente en el este de Europa. Ahora como an­ tes en los pueblos y en las ciudades se hacinaría a las perso­ nas y se las fusilaría. Ahora como antes habría cámaras de gas. Y, sin embargo... ¿liberarlos gracias a la amenaza y dado el caso la realización de una guerra nuclear? Piensa que ante el inminente holocausto que nos esperaría en ese caso, aquellos de nosotros que no hubiéramos muerto in­ mediatamente, aquellos que aún tuviéramos armas, pediría­ mos que nos fusilaran, a nosotros y a nuestros hijos, y que si aún hubiera cámaras de gas, haríamos voluntariamente cola ante sus puertas.»

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La República Federal Alemana se ha convertido en un país xenófobo (1984) Hablo aquí como judío, como miembro de un pueblo que sufrió de modo especialmente terrible la persecución de los nazis que finalmente acabó en la aniquilación en los campos de concentración. Bergen-Belsen era uno de ellos. Mi familia tuvo la suerte de ponerse a salvo a tiempo, de modo que formo parte de los supervivientes. Pero entre los ocho y los once años experimenté lo que los yazidíes expe­ rimentan ahora: el miedo a no ser acogidos en ninguna par­ te. Sé por propia experiencia que este miedo es un miedo mortal. La primera estación en la emigración de mi familia fue Suiza. Si no fuimos expulsados de Suiza fue porque se dio la casualidad de que la profesión de mi padre era reque­ rida en Suiza. Pero muchos otros judíos fueron devueltos sin compasión a Alemania por las autoridades suizas, por los mismos motivos egoístas por los que ahora los yazidíes y tantos otros son expulsados de la República Federal. Hoy la República Federal vuelve a ser un país xenófobo, y este hecho demuestra qué poco se ha modificado la acti­ tud básica del pueblo alemán desde la época de los nazis. Justo después de la guerra muchos alemanes tenían la ho­ nesta voluntad de construir otra Alemania. Esto propició el artículo en nuestra Constitución según el cual se garantiza 67

sin condiciones asilo a todos los perseguidos políticos. Pero con el tiempo este artículo ha pasado a ser papel mojado. La mayor parte de las autoridades alemanas y de los juzgados alemanes hacen todo lo posible para vaciar completamente de contenido este artículo, y con ello vuelven a situarse -hay que llamar a las cosas por su nombre- en la tradición de la disposición espiritual nazi. Lo verdaderamente malo no es que vulneren la Constitución, sino la falta de huma­ nidad. Una triste tradición alemana consiste en creer que el ordenamiento jurídico en cuanto tal es sagrado, de modo que se está dispuesto, con el aval de los tribunales, a come­ ter sobre esta base las mayores atrocidades. ¿No es triste te­ ner que decir explícitamente que no existen parágrafos sa­ grados ni tampoco veredictos sagrados, sino que lo único que debería ser sagrado para nosotros es la vida y la inte­ gridad humanas? Se ha reflexionado mucho sobre si los que dieron las ór­ denes de asesinar a los judíos desde sus despachos no son más culpables que los que ejecutaron los asesinatos. ¿Pero acaso no se les debe atribuir, entonces, una culpa terrible a las autoridades suizas que sabían que enviaban a los judíos a una muerte segura? Pero si esto es así, ¿qué decir de la cul­ pa de las autoridades alemanas que expulsan a los yazidíes y a otros que han buscado refugio entre nosotros? ¿Qué de­ cir de la culpa de todos nosotros que permitimos que en nuestro nombre se trate de forma inhumana a personas? El Ministerio del Interior ha querido prohibir esta manifesta­ ción a las puertas del campo de concentración diciendo que se perturba la paz de los muertos y de los memoriales. Pero si los muertos que hay aquí aún pudieran oír, nada socava­ ría más profundamente su paz que este desvergonzado ar­ gumento. Un lugar de conmemoración que no sea al mismo tiempo un lugar de advertencia pierde su sentido. Si el re­ cuerdo del horror sucedido aquí no logra transformarnos, si no consigue que hagamos todo lo posible para evitar re­ 68

peticiones, entonces el sufrimiento de los condenados en Bergen-Belsen es en vano. No, esta manifestación no podría tener lugar en ningún sitio más adecuado. Es hipócrita decir que el recuerdo del asesinato de los perseguidos por el régimen nazi es utilizado por esta mani­ festación. Dondequiera que se persiga a seres humanos se trata siempre de una y la misma cosa. La persecución es la persecución, y el asesinato en masa no es más que la esta­ ción final consecuente de toda discriminación. Esto no su­ cedió únicamente con la persecución de los judíos y los gi­ tanos en el Tercer Reich, sino también con el genocidio de los armenios en Turquía. La pregunta sobre cuándo serán asesinados ahí los últimos yazidíes, es presuntamente ya sólo una cuestión de tiempo. El intento de presentar el genocidio judío como algo ab­ solutamente único sólo puede tener la función de que de lo sucedido no hay que aprender nada ni para el futuro ni para el presente. Tiene la función de ocultar los problemas se­ mejantes que nos rodean hoy en día. En Alemania ya no está bien visto ser antisemita, pero es muy fácil ser antise­ mita cuando ya casi no existen más judíos. La proscripción del antisemitismo es una coartada para que se pueda dar rienda suelta a la xenofobia y al desprecio humano. Puede ser que haya judíos, posiblemente incluso repre­ sentantes oficiales de la comunidad judía que consideren que esta manifestación implica una utilización abusiva de estos lugares de memoria. Pero espero que no sea así, pues la insistencia en la especificidad del destino judío, como re­ pite Israel una vez tras otra, no se corresponde con la autén­ tica tradición judía. La verdadera tradición judía se halla ex­ presada en una historia con la que deseo concluir: «Un viejo rabino preguntó un día a sus alumnos cómo se debía determinar la hora en la que finaliza la noche y em­ pieza el día. i Es cuando se puede distinguir a la distancia, a un perro de una oveja?, preguntó uno de sus alumnos. No, 69

dijo el rabino. ¿Es cuando se puede distinguir a la distancia una palmera de una higuera ?, preguntó otro. No, dijo el ra­ bino. ¿Pues cuándo?, preguntaron los alumnos. Es cuando puedas mirar el rostro de un hombre cualquiera y veas en él a tu hermana o a tu hermano. Hasta entonces la noche nos envolverá.» Bergen-Belsen

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Asilo: ¿clemencia o derecho humano? (1986) Pocas veces una discusión política ha tenido un nivel tan ín­ fimo y se ha conducido con tanto engaño consciente o in­ consciente, pocas veces una discusión política ha sido ex­ presión de una bancarrota moral tan completa como la que se da en los últimos meses en nuestro país sobre el derecho de asilo. De modo que si se quiere alcanzar una base sólida no queda otra que partir de los fundamentos. Con este fin cabe suponer que la mayoría de las personas poseen algo así como lo que de modo algo arcaico se puede denominar conciencia moral. El núcleo de la moral es lo que se designa como ley de oro, a saber, esa antiquísima ley pre­ sente en muchas culturas y que la lengua popular reduce a la fórmula: no hagas a los otros lo que no quieras que te ha­ gan a ti. Formulada en sentido positivo: compórtate con el prójimo como quieras que se comporten contigo. De esta ley se siguen una serie de máximas que se corresponden con los derechos. La obligación más fundamental es respetar la dignidad humana en el prójimo, que en sentido negativo significa no humillarlo. Esta norma, la más fundamental, es consecuencia inmediata de la regla de oro, pues cada uno de nosotros desea que se tome en serio el sentimiento que tie­ ne de su propio valor, desea ser respetado como ser huma71

no. Que respetamos a las personas en este sentido significa simplemente que los respetamos en general como sujetos de derechos morales y por ello todas las otras normas morales se pueden deducir de esta norma fundamental. Cuando digo que a buen seguro la mayoría de las perso­ nas tienen conciencia moral quiero decir que tienen una conciencia de que no les está permitido humillar a otras per­ sonas. El que vulnera conscientemente esta norma es o bien un monstruo -es decir, no tiene conciencia moral- o bien se vulnera a sí mismo en su núcleo más íntimo, pues la con­ ciencia de la propia dignidad humana está tan vinculada al respeto de la dignidad humana de los otros, que cuando fal­ tamos el respeto a los otros no nos podemos respetar a no­ sotros mismos. Dado que ofender conscientemente a otros es tan peli­ groso para el respeto que nos debemos a nosotros mismos, y dado que por otra parte tenemos motivos tan vigorosos (el poder, el egoísmo individual o de grupo, pero también sencillamente la comodidad) para no tomar en considera­ ción los intereses y la dignidad de nuestros prójimos, por ello la mayoría de nosotros conseguimos recluir más o me­ nos en el inconsciente la conciencia moral que tenemos, conseguimos reprimirla. Nos convertimos en monstruos pero no nos damos cuenta. El sentido de todo discurso mo­ ral y también político debería consistir en ayudarnos mu­ tuamente a resistirnos a este proceso de adormecimiento de nuestra conciencia moral, y, por tanto, del respeto a noso­ tros mismos. ¿También del discurso político? ¿Qué tiene que ver la política con la moral? Con frecuencia, muy poco, pero en sí, mucho. Cuanto mayores son las concentraciones de po­ der, tanto económicas como políticas, más impotentes so­ mos en tanto que individuos para protegernos a nosotros y a otros, a partir de una base individual, contra estos pode­ res. El Estado, que tiene el monopolio de la violencia, es la 72

mayor de estas concentraciones de poder, de ahí que tenga­ mos que exigirle que limite tanto su propio poder como el poder de las instancias económicas en favor de los derechos de los individuos. Un Estado sólo es legítimo si todas sus acciones van dirigidas al bienestar y a la dignidad humana de las personas que viven en su territorio, a todos por igual. Pero es evidente que esta no es sólo una competencia del Estado como tal, sino que el Estado democrático es tan bue­ no o tan malo como la mayoría de sus ciudadanos, es decir: la pregunta de si nos relacionamos como seres morales o como monstruos no sólo se pone de manifiesto en nuestro trato cotidiano, sino sobre todo en si exigimos del Estado que se comporte moralmente o si le exigimos o simplemen­ te le permitimos que se comporte monstruosamente. Estos derechos morales de los individuos son los que de­ signamos como derechos humanos: los derechos humanos que presenta explícitamente un Estado en su Constitución constituyen los derechos fundamentales que reconoce jurí­ dicamente como vinculantes. El fundamento de estos dere­ chos fundamentales en sentido jurídico es el respeto de la dignidad humana. Por ello la Constitución de la República Federal Alemana se inicia acertadamente en su artículo pri­ mero con la sentencia: «La dignidad de los seres humanos es inviolable». Dicho esto, por lo que respecta a los dere­ chos fundamentales concretos que se siguen de este princi­ pio fundamental, desde los primeros catálogos de derechos, en el contexto de la Declaración americana de independen­ cia y la Revolución Francesa, se ha dado un proceso histó­ rico. Sin embargo sería erróneo concluir de ahí que una re­ latividad histórica afecta a estos derechos humanos. Sólo su descubrimiento estuvo en cada caso condicionado históri­ camente, dependiente de las experiencias concretas que sen­ sibilizaron a las personas acerca de determinados males y efectos del poder estatal y no estatal. Pero lo extraño es que una vez se presta atención a un derecho fundamental que no 73

había sido reconocido hasta entonces, ya no es posible anu­ larlo. Un ejemplo de nuestra época es el derecho a la igual­ dad de las mujeres. Hoy este derecho ya no puede discutir­ se, resulta admitido de una vez por todas, cuando menos sobre el papel. En la actualidad nos hallamos en medio de otro proceso histórico de reconocimiento de derechos. Los derechos humanos clásicos eran en su totalidad así llamados derechos de libertad, como el derecho a la integridad de las personas o el derecho a la libertad de expresión, limitándo­ se las Constituciones de las democracias occidentales a es­ tas libertades. Esto se debió a prejuicios históricos y eco­ nómicos. En aquel entonces también se daba la experiencia de la miseria social, pero los ciudadanos políticamente re­ presentativos se podían permitir obviar esta circunstancia. Pero en la Declaración Universal de los Derechos Huma­ nos de 1948 se reconocieron, bajo la presión de los países comunistas y también de los países del Tercer Mundo, los así llamados derechos sociales (como el derecho a una sub­ sistencia conforme con la dignidad humana y el derecho al trabajo), en plano de igualdad con los derechos relativos a las libertades. En la actualidad son cada vez más los juristas y filósofos occidentales que consideran esta equiparación bien fundamentada.1Hoy en día debería ser fácil ver que las personas que son excluidas por poderes económicos del ac­ ceso a recursos para la subsistencia y pasan hambre, o las personas con discapacidades que no son apoyadas, no son reconocidas en su dignidad humana. Sólo lentamente se acepta en la actualidad que el derecho de asilo también es un derecho fundamental que no se puede dejar en manos de la clemencia del Estado de acogida. Este

1. Véase Paul Sieghart, The Lawful Rights of Mankind, Oxford, 19 y Susan Moller Okin, «Liberty and Welfare: Some Issues in Human Rights Theory», en J. R. Pennoch y J. W Chapman (eds.), Human Rights (Nomos, 23). 74

proceso también reposa sobre experiencias históricas. Los millones de refugiados existentes tras el fin de la Segunda Guerra Mundial contribuyeron a que el derecho de asilo encontrara un lugar en la Declaración de los Derechos H u­ manos de las Naciones Unidas, aun cuando se limitara a ser un derecho declamatorio, y las especiales experiencias rea­ lizadas en Alemania durante la época nazi con la persecu­ ción política y racial, llevaron a que tengamos el artículo 16 de nuestra Constitución que contiene la sentencia: «Los perseguidos políticos gozan del derecho de asilo». Es una calumnia del Consejo parlamentario cuando hoy en día se le presupone con frecuencia que no sabía lo que hacía y que no podía prever cuántos refugiados habría, pues entonces no había menos refugiados, siendo la única diferencia que en­ tonces no provenían del Tercer Mundo. Lo que no podía prever el Consejo parlamentario era la magnitud del chovi­ nismo, racismo y conformismo que se ha extendido en el poco tiempo desde que se juró que determinadas cosas no volverían a ser posibles aquí. Debería sorprender la falta de sensibilidad frente al destino de los refugiados por parte de un pueblo cuya quinta parte de la población -10 millo­ nes- ha sufrido en su propia carne el destino de la huida. Un signo más de cómo todo lo que se vivió en esa época ha sido reprimido. Que el derecho de asilo sólo encuentra reconocimiento internacional lentamente tiene que ver con que la concep­ ción clásica de los derechos humanos iba unida a la idea de que el Estado sólo tiene obligaciones morales con sus pro­ pios ciudadanos, o sea, sólo hacia dentro no hacia fuera. Una idea que debe parecer arcaica a la vista de las crecien­ tes interdependencias internacionales. El filósofo america­ no del derecho Bruce Ackerman ha afirmado recientemente que el Estado no debe ser concebido como un club privado y que no tiene ningún derecho a prohibir la inmigración de extranjeros: el mero hecho de haber llegado antes no es, 75

como tampoco la pertenencia a una determinada raza o na­ ción, una razón moral para negar el acceso y la participa­ ción.2En la actualidad se suele declarar que la República Fe­ deral Alemana no es un país de inmigrantes. Si el argumento de Ackerman es cierto, ningún país tendría derecho a de­ clarar que no es un país de inmigrantes. Pero el derecho de asilo no va tan lejos como el derecho a inmigrar, pues sólo es de aplicación para las víctimas de persecución política. Con ayuda de la regla de oro se puede ver claramente que este derecho es realmente un derecho moral fundamental y que bastan sólo experiencias históri­ cas para prestarle la debida atención. Basta con ponerse en el lugar del refugiado político para reconocer inmediata­ mente que no sólo debería permitirse su entrada sino que rechazarlo debería ser considerado como una burla a la pro­ pia dignidad humana. Dado que muchos miembros del Consejo parlamentario habían sufrido un destino semejan­ te, la necesidad del derecho de asilo les pareció evidente. El escéptico podría decir que dado que la aplastante mayoría de los que viven hoy aquí ni han experimentado ni temen la persecución política, están justificados por su parte para re­ chazar este derecho. Pero esto sería un malentendido de la regla de oro. La moral no es un contrato de seguros. Los de­ rechos humanos favorecen siempre a las minorías, a los más débiles, a los disconformes políticamente, y por ello los que tienen el poder o forman parte de la mayoría silenciosa pueden fácilmente menospreciar los derechos humanos. De ahí que el estatus de los derechos humanos sea precario, pero en el modo en que nos relacionamos con el derecho humano al asilo -el más inusual hoy pero no el menos fun­ damentado- se muestra el valor que concedemos a la tota­ lidad de los derechos humanos.

2. Bruce Ackerman, SocialJmtice in the Liberal State, Yale Universi Press, 1980, §§ 17s$. 76

Puesto que todos los que han confeccionado Constitu­ ciones saben de este estado precario de los derechos huma­ nos, siempre han dificultado especialmente la modificación de este artículo de la Constitución. Con ello llego a la discu­ sión actual sobre el artículo del derecho de asilo. Esta dis­ cusión es grotesca por dos motivos. En primer lugar porque de acuerdo con el artículo 19 de la Constitución ninguno de los derechos fundamentales «puede ser alterado en su con­ tenido esencial». De modo que la modificación del derecho de asilo no puede ser objeto de debate: es imposible de acuer­ do con el derecho constitucional. ¿Cómo se debe entonces entender que todos hagan como si fuera posible una modi­ ficación, los unos exigiéndola, los otros rechazándola? La respuesta sólo puede ser: a ninguno les importa el asunto, sólo la audiencia: el CDU y el CSU quieren aparecer como los que hacen todo lo posible para proteger al pueblo ale­ mán de algo que presentan como una plaga de langostas; el FDP i el SPD quieren escenificarse como los defensores de la Constitución. La segunda absurdidad consiste en que en este caso ya no hay nada que defender, pues lo específico del artículo 15 es que no sólo prohíbe la expulsión de los per­ seguidos políticos (como ya está garantizado por la Con­ vención de Ginebra reconocida internacionalmente) que se encuentran en el territorio (aunque sea ilegalmente), sino que ordena positivamente su entrada. Pero esto presupone que se mantengan abiertas las fronteras. Sin embargo, la República Federal, al igual que todos los otros Estados europeos, ha impermeabilizado sus fronteras. De modo que el artículo 16 sólo está en el papel. La posición del SPD es especial­ mente grotesca, pues es la más falsa de este debate ridícu­ lo: de una parte se vanagloria de haber contribuido a cerrar las fronteras, de otra parte declara que no se puede hablar de la desaparición del artículo 16. ¿Por qué, nos pregunta­ mos, necesitamos todavía este artículo como no sea con fi­ nes cosméticos? 77

El mal verdaderamente grave del que esta discusión sin sentido no debiera distraernos es la profundamente inhu­ mana legislación sobre el procedimiento de asilo existente desde 1982. Esta ley provoca que las familias de los solici­ tantes de asilo sean con frecuencia arbitrariamente desga­ rradas, separando a los niños de sus padres, a las mujeres de sus maridos; se los obliga a vegetar en campos de internamiento («albergues colectivos», como se los llama eufemis­ ticamente), hacinados en espacios ínfimos vigilados por pe­ rros; no disponen de permiso de trabajo, su ayuda social está reducida, no tienen acceso a asistencia médica. Conde­ nados a la ociosidad en esta situación degradada, tienen que esperar con frecuencia años a que finalice su procedimiento de admisión.3 No sólo se vulnera un único derecho funda­ mental, sino que se mantiene a un grupo de personas en un estado de completa carencia de derechos, como seres huma­ nos inferiores. Mientras lo permitamos, hacemos de nuestro Estado un Estado de monstruos. Y el hecho de que no se re­ conozca abiertamente como en la época de los «amos», sino que lo cubramos con bonitas palabras mediante la supuesta validez del artículo 16 no lo hace mejor. Pero, cuando menos, esta enojosa situación se puede acabar fácilmente. Tan sólo habría que derogar esta inhu­ mana legislación sobre el procedimiento de asilo. Habría que invertir al mismo tiempo el procedimiento de admi­ sión. Es decir: a los refugiados que consigan ilegalmente abrirse camino entre nosotros a pesar de la impermeabili-

3. Véanse las detalladas exposiciones sobre los efectos de estas dispo ciones en Teresa Hoffmann (ed.), Abgelehnt, Ausgewiesen, Ausgeliefert (Gesellschaft f. bedrohte Völker, Postfach 20 24, Göttingen). Se encuentra una documentación estremecedora del efecto de los cuidados médicos o de su carencia en «Abschrecken statt Heilen», ed. por Ärztegruppe-Asyl, Ber­ lin o. J. (1986). Una panorámica de la vasta literatura sobre el problema la ofrece Robin Schneider en Progrom n° 11 (1986), pp. 69-79 y también en Vorgänge 1986, Heft 4, pp. 103-109.

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dad de las fronteras, se les concede un permiso provisional de residencia (tal y como ha hecho Canadá recientemente con las familias tamiles que han abordado su costa); al mis­ mo tiempo se les conceden todos los derechos fundamen­ tales normales: el derecho a circular libremente, a elegir su lugar de residencia libremente, y al trabajo. Este permiso de residencia se les puede cancelar con posterioridad si se demuestra que no cumplen con las condiciones del artícu­ lo 16. Dicho de pasada, este sería el único método para ace­ lerar el procedimiento de admisión deseado por todas las partes. Es cierto que con ello no se habrá logrado mucho mientras la mayor parte de los juzgados mantengan su in­ humana legislación declarando como justa la injusticia, y dando poderes a los ministros de Interior para expulsar a los refugiados, tildados de seudosolicitantes de asilo, a paí­ ses en los que los espera la cárcel, la tortura y la muerte.4Es evidente que no se puede modificar esta jurisprudencia bárbara «en nombre del pueblo» si no se modifica la con­ ciencia del pueblo mismo. La exigencia de derogación del procedimiento de demanda de asilo sería el mínimo moral absoluto. Tal exigencia se mueve en el marco de la Con­ vención Internacional de Refugiados y no entra en contra­ dicción con el artículo 16. La siguiente exigencia sería el restablecimiento efectivo del artículo 16 y la consiguiente apertura de fronteras, y esto de manera unilateral: con ello tal vez nuestro xenófobo país se hallaría ante un reto ma­ yúsculo. Pero incluso esta exigencia sería comparativa­ mente limitada si recordamos la tesis de Ackermann de que un Estado que no permite la entrada de inmigrantes -o sea, los así llamados refugiados económicos-, no merece ser considerado un Estado de derecho.

4. Se encuentran pruebas de la jurisprudencia en el folleto de «Amn tía Internacional»: Schutz fürpolitisch Verfolgte, febrero de 1986, pp. 44ss. y 72ss. 79

Los señores de Bonn que dicen que los jóvenes son ene­ migos de la Constitución y los excluyen de los servicios pú­ blicos aun cuando no hacen más que usar su derecho a la li­ bertad de expresión, deberían preguntarse cómo quieren verse a sí mismos. Han eliminado de facto un derecho ga­ rantizado por la Constitución, y además, con su ley sobre el procedimiento de asilo, han puesto, cuando menos, en peligro el fundamento de toda la Constitución -la garantía de la dignidad humana para todos los seres humanos y no sólo para los alemanes- y han sembrado el odio. Han de­ vuelto nuestro sistema jurídico y nuestra cultura política mucho más atrás de 1949.

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Contra la repatriación al Líbano (1987) Creo que me corresponde hablar sobre todo sobre la situa­ ción jurídica. Cumpliré muy rápido con esta tarea para de­ cir después algo más. La situación jurídica es inequívoca. El punto decisivo no es, como muchos creen, el artículo sobre el asilo en nuestra Constitución, que reza: «Las víctimas de persecución polí­ tica disfrutan de asilo», sino un parágrafo en la ley de ex­ tranjería retomado de la Convención de Ginebra, según el cual no está permitida la expulsión de personas a un país en el que sean perseguidos por motivos raciales, religiosos, so­ ciales o políticos. Hay que prestar atención aquí a una pequeña e impor­ tante diferencia: aunque me parece que es bastante absurdo, se suele afirmar que alguien no es considerado un persegui­ do político si no ha sido perseguido por el Estado en cues­ tión. En la pregunta de la expulsión podemos abstraemos de esta sutilidad. Debe quedar prohibida la expulsión de personas perseguidas por las razones del orden anterior­ mente mencionado, bien sean perseguidas por el Estado o por un grupo social del país al que serían expulsados. Le pido disculpas al padre Quandt si critico dos de las palabras que ha utilizado: que estas personas se queden en81

tre nosotros no es una cuestión de generosidad, sino que se trata de mero derecho. Por las mismas razones también es falsa la palabra tolerancia: el Estado está obligado a no ex­ pulsar a estas personas y el hecho de que los tribunales constitucionales alemanes declaren lo contrario no cambia nada de este asunto. Los que hacen esto posible no son sólo el señor Kewenig y sus pares, cada uno de los ministros de Interior, pues no podrían hacerlo si los tribunales no fueran tan políticamente corruptos que declararan justa la injusti­ cia. Esta es nuestra situación. Si digo: «la situación jurídica es inequívoca», se me responde: «los tribunales dicen otra cosa». Por ello entre nosotros ya no nos podemos referir al derecho. Tan sólo queda argumentar moralmente. En este punto, tratándose de la repatriación de libaneses, no puedo olvidar que pertenezco al pueblo judío. El Líbano es un país en el que, como sabemos, conviven pacíficamen­ te muchos grupos. No se puede decir simplemente: «Las causas de los problemas son los conflictos entre grupos». Lo que voy a decir es difícil de decir para los alemanes no judíos, y a mí tampoco me es fácil decirlo. Se ha dicho ya anteriormente: «Debe ser posible expresar diversas opinio­ nes». Y los alemanes no pueden expresar, por razones com­ prensibles, ciertas cosas. Corro el riesgo, también, de ser malentendido por ustedes y por otros. Además no lo he ex­ presado nunca antes. De antemano se puede constatar que el Estado de Israel es una causa esencial de lo que ocurre hoy en el Líbano. La frase que voy a decir es la que más me cuesta, pues es probablemente la que con más facilidad puede ser mal en­ tendida. Considero que el sionismo es un error fatal. N o­ sotros, judíos, no teníamos derecho, sólo por haber sido perseguidos, de ir a Palestina para intentar fundar ahí un Es­ tado judío. Con ello no deseo provocar por así decir ani­ madversión contra el Estado judío. La situación se ha com­ plicado enormemente. El error al que me refiero se remonta 82

al pasado remoto de la historia judía, y por tanto también de la historia europea, y este es el aspecto que nos concier­ ne a todos nosotros, a ustedes como alemanes, no sólo a mí. Es especialmente importante para mí que ustedes y los amigos palestinos y libaneses presentes sepan que entre no­ sotros, judíos, coexisten diversas concepciones y que mu­ chos judíos, ciertamente demasiado pocos, señalaron muy pronto lo cuestionable de este intento, que se caracterizaba por dos aspectos que pueden ser considerados en general centroeuropeos. 1. La actitud colonialista. Se decía: «Queremos fundar ahí donde no hay nada un Estado propio», pues se presu­ ponía que donde sólo hay árabes no hay nada. 2. Se trata de un malentendido nacionalista del judaismo. Este malentendido nacionalista del judaismo está estrecha­ mente ligado con el nacionalismo centroeuropeo, el alemán, el polaco y otros, así como con el antisemitismo. Sería fal­ so decir que la fundación de Israel es una consecuencia ne­ cesaria de la persecución judía, pero creo que nadie en Ale­ mania puede decir que los alemanes, del modo que sea y con la complejidad que en cada caso se perciba, no están vincu­ lados fatalmente por su destino con la fundación del Esta­ do de Israel, y por ello con todas sus consecuencias, así como con todas las desgracias que han resultado. De ahí que no se pueda hacer como si en el caso de los refugiados liba­ neses y palestinos se tratara de unos refugiados cualesquie­ ra. No deseo, con estas palabras, degradar el destino de otros refugiados, sólo quiero señalar que aquí se observa una co­ rresponsabilidad alemana muy específica. Por este motivo me resulta aún más inconcebible por qué este aspecto no ha sido percibido. Quiero acabar mi aportación con una antigua historia ju­ día, en la que se muestra que la verdadera tradición judía es idéntica en el fondo a la verdadera tradición cristiana y a la verdadera tradición islámica. 83

Un viejo rabino preguntó a sus alumnos: «¿Cómo se re­ conoce la hora en la que finaliza la noche y empieza el día? Los alumnos preguntaron: «¿Es tal vez cuando se puede distinguir a un perro de una oveja?» «No», dijo el rabino. «¿Es cuando se puede distinguir una palmera de una higue­ ra?» «No», dijo el rabino. «¿Pues cuándo?», preguntaron los alumnos. «Es cuando», dijo el rabino, «puedas mirar el rostro de un hombre cualquiera y veas en él a tu hermana o a tu hermano. Hasta entonces la noche nos envolverá.» Berlín

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Ser judío en la República Federal Alemana (1987) He aceptado, en un momento de evidente imprudencia, re­ dactar una ponencia bajo el título: «Ser judío en la Repúbli­ ca Federal Alemana». No soy científicamente competente sobre el asunto, de modo que sólo puedo hablar desde la perspectiva subjetiva. A esto hay que añadir que mi pers­ pectiva subjetiva no es típica de la conciencia de la mayoría de los pocos judíos que vuelven a vivir en Alemania, en es­ pecial en la República Federal Alemana. No llegué a Alemania por descuido, sino intencionada­ mente, con 19 años, poco después del fin de la guerra, en 1949. Poco antes había escrito, justo después del fin de la guerra, un texto contra la estigmatización colectiva de los alemanes. Era durante la emigración en Suramérica. El tor­ pe ensayo del quinceañero era una reacción a la opinión ex­ tendida entre el círculo de emigrantes: que sería mejor eli­ minar un pueblo que había hecho o dejado hacer algo tan bárbaro. Me parecía que esta idea de venganza era absurda, que si la hubiéramos realizado, nosotros, los judíos, no ha­ bríamos hecho otra cosa que invertir la inhumanidad de los nazis, nos habríamos hecho cargo de ella. Me parecía nece­ sario acabar con este círculo vicioso. 85

Pero ¿no resultaba indigno y en esta medida falso, vol­ ver tan pronto como judío intencionadamente al país de los genocidas? Es probable que lo fuera, pero no porque fuera demasiado pronto. En los años tras el fin de la guerra había en Alemania una gran disposición a la reflexión. Sólo des­ pués llegaron los años de la normalización. Y no fue hasta hace unos pocos años que muchos de nosotros nos hemos apercibido, despertados por sucesos como el de Bitburg, que aún no se ha repensado adecuadamente el pasado, por ninguna de ambas partes. Creo que las dificultades de ambas partes, si bien por motivos contrapuestos, son igualmente grandes. La realidad es compleja, de modo que resulta comprensible abstraerse de aspectos importantes y adoptar posiciones poco diferen­ ciadas. Lo que acabo de explicar sobre mi propia reacción juvenil es un ejemplo. Tras haber considerado, creo que con razón, que determinada actitud judía era falsa, caí en un punto de vista contrapuesto que también era falso. ¿Es necesario un diálogo entre judíos y alemanes? Cuan­ do los alemanes se preguntan por su identidad histórica to­ pan ineluctablemente con el pasado nacionalsocialista. Por su parte, cuando los judíos se preguntan cómo quieren en­ tenderse a sí mismos, no pueden evitar reflexionar sobre su propia historia y por tanto sobre la larga historia de perse­ cuciones. Persecuciones que en la erradicación sistemática del judaismo europeo por los nazis encontraron una forma radical impensable hasta entonces. Desde dos perspectivas contrapuestas se enfrenta una y la misma historia. La existencia de distintas perspectivas conduce también a que muchas de las cosas que suceden en el presente, ya sea en la República Federal, ya sea en Israel, ya sea en cualquier otro lugar, no sólo sean valoradas de modo distinto, sino que incluso su facticidad sea percibida de modo distinto. Pero se trata de unos y de los mismos acontecimientos ob­ jetivos. Creo que, desde un punto de vista racional, hay una 86

resistencia a que estos acontecimientos objetivos se disuel­ van en perspectivas contrapuestas. Y, aunque en el enjuicia­ miento valorativo es seguro que permanecen aspectos sub­ jetivos, habría con todo que creer que un determinado acontecimiento, por ejemplo un asesinato, debería ser valo­ rado de modo igual por todos, pues en caso contrario no podríamos mantener la idea de una comunidad moral uni­ versal. Quien desee mantener esta idea, debe en tanto que afectado perseverar en el diálogo tanto con los que han sido afectados de modo contrapuesto como con los no afecta­ dos, pues ahí radica una oportunidad no de abandonar la propia posición, sino de abandonar antes bien las deforma­ ciones de la percepción objetiva, así como las de la valorativa, con que las experiencias personales amenazan cons­ tantemente con seducirnos. Parece que esto es válido tanto para todas las situaciones vitales individuales como para las colectivas. Es por eso que, para volver al caso concreto, parece tan importante el diá­ logo entre alemanes y judíos con el fin de lograr la autocomprensión de cada cual. Ambos, alemanes y judíos, están especialmente inseguros en su identidad, al contrario que por ejemplo los franceses o los católicos. Es evidente que ambos grupos, alemanes y judíos, no se excluyen. En cualquier caso, no lo han hecho en el pasado. Había judíos que eran al mismo tiempo alemanes, judíos alemanes, y aún hoy exis­ ten de nuevo algunos, aunque muy pocos, en la República Federal Alemana. Esto es un hecho, aun cuando algunos sean de la opinión de que no debería existir. Y quien vive conscientemente y no forzado como judío en este país, se plantea este problema sobre su identidad judía en relación con el pasado nazi de Alemania de manera aún más dramá­ tica, pues su vida en este país parece especialmente necesi­ tada de una justificación desde el punto de vista judío. Empiezo con una breve historia que me ocurrió hace poco tiempo. Un señor cultivado, bastante mayor que yo y 87

que ha residido con frecuencia en Israel, me dijo en el cur­ so de una conversación: «Hasta ahora no sabía que usted fuera de origen judío». Tras un instante de duda le respon­ dí: «No sólo soy de origen judío, sino que soy judío». Mi interlocutor estaba algo desconcertado y opinó: «¿Pero us­ ted no es judío practicante?». Esta pregunta me sorprendió pues no se le habría ocurrido planteármela si yo hubiera sido israelí. Sólo más tarde tomé conciencia explícitamente de algo que había suscitado con mi propia respuesta provocativa: la extrañeza del hecho de que en la República Federal suele ser bastante corriente evitar la denominación «judío» para decir en su lugar «origen judío». Que yo sepa estos circunloquios no existen en otros países. ¿Por qué no se atreven los alema­ nes a llamar judío a alguien? Supongo que es porque les pa­ rece una falta de delicadeza, quizás casi se pueda decir que lo consideran una tara. Y el hecho de que yo mismo dudara al responder me recordó con qué frecuencia no sólo en este país, pero sí que aquí con mayor frecuencia, he evitado, cuando se podía hacer decentemente, decir que soy judío. De modo que este breve diálogo fue significativo para las dos partes. Por mi parte se puso de manifiesto la ambiva­ lencia presente en toda la historia judía entre el orgullo in­ terior de ser judío y la conciencia de ser algo con menor va­ lor o en todo caso chocante para el mundo exterior. Pero sin duda hay otro aspecto que es aún más significativo. En la reacción de mi interlocutor se evidenció algo que me pare­ ce característico del modo en que los alemanes se confron­ tan con el problema de su relación con los judíos. A saber, que la pregunta acerca de la autocomprensión judía no se plantea. A los judíos se los contempla desde el exterior, lo cual es completamente comprensible: o bien desde la pers­ pectiva del antisemitismo o bien desde la perspectiva de su superación, lo cual en última instancia significa: como víc­ timas del antisemitismo. Si se le preguntara a un ciudadano 88

no judío de la República Federal Alemana quién es judío, pensaría en primer lugar, como mi interlocutor, en los cre­ yentes religiosos y luego también en Israel. Esta concepción es tanto más curiosa cuanto que se con­ trapone radicalmente con la definición de judío existente en Alemania antes de 1945. ¿Debemos decir que esta oposición se debe al hecho de que se ha tomado conciencia del carácter erróneo de la definición que condujo al exterminio? Pero esta definición no tendría que haber conducido necesaria­ mente al exterminio, era ciertamente falsa en términos de teorías raciales, porque como tal se mostró inaplicable. Pero la aplicación práctica iba dirigida a la clase de los que justa­ mente tenían origen judío. El que tenía origen judío era ca­ lificado como judío, tanto si se percibía a sí mismo en estos términos como si no era este el caso. Y muchos de nosotros nos percibimos como judíos justo como reacción al antise­ mitismo. Sartre se quedó corto al interpretar esto como si esta autocomprensión judía sólo fuera una proyección del antisemitismo. Para mí no se trata aquí en modo alguno de preguntarnos qué criterio de identidad es correcto para los judíos. Considero que semejante pregunta normativa no tiene sentido y para mí se trata en todo caso sólo de la cues­ tión fáctica descriptiva sobre cómo se responde la pregunta de la identidad desde el punto de vista judío. En la época de la emancipación, es decir, desde que la continuación de la tradición religiosa ya no es evidente en sí misma, existía y existe todavía el camino religioso, así como tres alternativas, que serían en total las cuatro posibi­ lidades de entender la identidad judía. En la autobiografía de Gershom Scholem, Von Berlín nach Jerusalem (De Ber­ lín a Jerusalén)y las tres posibilidades no religiosas se ilus­ tran en los tres caminos diferentes elegidos por Scholem y sus hermanos. Los dos hermanos mayores buscaron la asi­ milación, el tercer hermano, Werner, se hizo socialista, y Gershom, sionista. Scholem describe estas diversas opcio­ 89

nes como si la historia, mientras tanto, hubiera mostrado que sólo la suya, la decisión sionista, era la correcta. ¿Pero es esta una descripción legítima? ¿Es realmente el resultado histórico el que decide la adecuación de una autocomprensión? E incluso si uno pudiera contestar afirmativamente: ¿a la vista de la situación precaria de Israel puede realmen­ te decirse que el camino sionista ha sido refrendado por la historia? ¿Debemos en realidad considerar que retrospecti­ vamente el camino de la asimilación fue refutado por el na­ zismo? De este modo no se hace justicia a los muchos ju­ díos que aún prosiguen en muchos países el camino de la asimilación o cuando menos la aceptan. Es cierto que se puede decir que este camino no es au­ ténticamente judío pues consiste en anhelar o aceptar la paulatina desaparición de la identidad judía. Pero, sea au­ ténticamente judía o no, es una opción real que tienen los judíos, siempre y cuando esta opción no esté prohibida, como en la época del nazismo, por el antisemitismo. Sólo se puede rechazar este camino como inautèntico en la medida en que, como Scholem cree reconocer en su familia, impli­ ca el autoengaño y la autonegación. Pero, en primer lugar, se plantea la pregunta de si existe algún camino para la iden­ tidad judía no religiosa que no implique el peligro del autoengaño, y en segundo lugar si no es inequívoco que la idea de una paulatina asimilación sólo sea posible como autoen­ gaño y no como una posibilidad completamente realista. El hecho de que la identidad judía no se deje reducir a la reli­ gión se manifiesta en la circunstancia de que en la idea de la asimilación entran en juego en gran medida el autoengaño (en tanto que no se ve el hecho del antisemitismo) y la au­ tonegación (de lo que se es en tanto que judío). Se sigue siendo judío aun cuando se deja de ser religioso. En caso contrario la asimilación sería algo casi automático. El conflicto verdaderamente interesante es sin embargo el que representan los dos hermanos Scholem más jóvenes. 90

Mientras que la asimilación que se lleva a cabo sin autoengaño es un camino legítimo, pero no positivamente judío, estas dos son posibilidades positivas de interpretar el pro­ pio ser judío cuando ya no se lo entiende religiosamente. Uno, el sionista, sigue insistiendo en la especificidad de los judíos que ya no son entendidos religiosamente, sino de modo racional. Por ello, el camino sionista que siguió Gershom Scholem se puede designar como el particularista. Para comprender los otros caminos en su generalidad hay que tener en cuenta que la autocomprensión socialista de Werner sólo es una entre otras. Lo característico de este camino en general es que en él la identidad judía se sublima en lo universal, es decir, la experiencia judía es reinterpreta­ da como una experiencia que hace que uno sea más sensible para todas las injusticias sea cual sea su víctima. Esta con­ cepción universalista de la identidad judía ya no es percep­ tible desde la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo sigue existiendo en figuras como por ejemplo B. Marek Edelmann, el antiguo vicecomandante de la sublevación del gue­ to de Varsovia. En una entrevista aparecida en alemán el año pasado en la nueva revista Babylon (vol. 1, 1986, pp. 92107), el ahora médico en la ciudad de Lodz respondió la pregunta sobre qué significa ser judío hoy con las palabras: «Significa estar de parte de los débiles...» (p. 106). Hay que aceptar que esto no puede ser una definición de la identidad judía. Por ello las preguntas ulteriores sobre cómo deben entonces comprenderse los no judíos que tam­ bién toman partido por los débiles, pusieron a Edelmann en dificultades terminológicas. Pero esto sólo tiene una im­ portancia relativa para esta idea. Es sin duda legítimo decir que uno se pone de parte de los débiles y humillados porque uno es judío, sin que ello implique que todas las otras per­ sonas no puedan tomar partido por los débiles y humilla­ dos. Lo que Marek Edelmann quiere decir es que esta es justamente la consecuencia que los judíos por su parte pue­ 91

den sacar de la experiencia de lo que significa ser humilla­ do, pues aplican en lo universal la especial sensibilidad que han logrado con esta experiencia. Hay que reconocer que este tercer camino no religioso de la identidad judía puede, dado el caso, desembocar en el primero, el de la asimilación. Más concretamente, el que opta por el camino universalista no persigue la asimilación, sólo la acepta. Esto no puede usarse como un argumento contra esta opción a no ser que se presuponga que la conti­ nuidad del colectivo judío tiene un valor en sí. La opción re­ ligiosa y la nacional coinciden en el presupuesto de que el colectivo judío debe ser mantenido incondicionalmente, pero sólo la tradición religiosa concede un fundamento a esta opción. Aquí nos debemos preguntar si lo más hones­ to no sería reconocer que sólo la fe judía puede fundamen­ tar el imperativo de sufrir por la continuidad del pueblo ju­ dío. Este sufrimiento será absurdo si ya no se considera que ha sido impuesto por Dios. Si uno se toma esto en serio, entonces la opción sionista parece carente de sentido. Parece partir de dos ideas, una muy fundamental, la otra más bien reactiva. La idea reacti­ va era que la fundación de un Estado judío propio repre­ senta el único refugio aún disponible frente a un antisemi­ tismo desbordado. Esa idea fue considerada especialmente atractiva durante los años más oscuros de la persecución nazi en la que ningún país del mundo estaba ya dispuesto a recibir judíos. Lo que hoy en la República Federal ya no se percibe es que el sionismo sólo pasó a ser considerado una opción mayoritaria del judaismo a causa de la persecución nazi durante los años de la guerra y de la posguerra. Hay que distinguir este fundamento sobre todo reactivo y en cierto modo pragmático del sionismo, del fundamen­ to principal que viene a conformar una nueva definición de la identidad judía particular. Es difícil encontrar una justi­ ficación de esta nueva definición. Aquí, de una parte, se ha92

lian únicamente los caminos religioso y universalista, y pue­ de que la vía de la asimilación; el camino nacional se halla de la otra parte. Los sionistas decían: «Queremos ser un pue­ blo como todos los otros pueblos», una idea que está en contradicción con la tradición judía. Esto se podría formular más radicalmente: si fuéramos un pueblo que fuera como todos los otros pueblos, entonces no seríamos el pueblo que somos. Con lo dicho quiero concluir estas reflexiones sobre la identidad judía. No es necesario que añada que mi propia concepción es la de la opción universalista. Lo que para mí era importante era mostrar que cada una de las tres opcio­ nes no religiosas conlleva dificultades y que la fijación con Israel existente entre los no judíos también de fuera de Ale­ mania no le hace justicia a la complejidad de la autocomprensión judía. A pesar de que desde el fin de la guerra se han convertido en una minoría y apenas son perceptibles, existen hoy aún posturas judías antisionistas. Es evidente que el diálogo con los alemanes es más fácil para la opción universalista. Pero no es en modo alguno el requisito para que se dé tal diálogo, pues justo cuando cada uno de los interlocutores mantiene su punto de partida par­ ticularista, deben tener la capacidad de elevarse a un nivel objetivo manteniendo al mismo tiempo este punto de par­ tida. Y podría ser que justamente el peligro de los judíos que se consideran de antemano universalistas fuera que, en diálogo con una postura no judía, renegaran del propio punto de partida, que es el que precisamente debe ser man­ tenido para que el diálogo dé buen fruto. La dificultad específica existente en el caso especial del diálogo entre alemanes y judíos es la asimetría. Entre ale­ manes y judíos no había una guerra simétrica y recíproca, sino que los alemanes persiguieron a los judíos y los elimi­ naron en la medida en que pudieron. Creo que en una si­ tuación semejante ambos interlocutores corren el peligro de 93

caer en ciertas trampas típicas que se corresponden de modo especular, lo cual a su vez conduce de un modo u otro al fra­ caso del diálogo. Ya he dado a entender que según mi opinión el diálogo sólo puede tener éxito si, en primer lugar, ambas partes mantienen su situación particular, y, en segundo lugar, se elevan a un nivel objetivo. Si esto es correcto, entonces el diálogo está amenazado en ambas partes por dos posibles debilidades. La primera consistiría en que la situación asi­ métrica sería más o menos negada, lo que significaría que se ascendería a un nivel universalista que no tomaría en consi­ deración los hechos particulares, lo cual a su vez implicaría que se hace como si no hubiera habido genocidio o como si se pudiera abstraer del hecho que cada uño se sitúa de una parte o de la otra. Aunque sea de forma indirecta, todos no­ sotros participamos de estos contextos. Y cada una de las partes debe reconocer este hecho tanto por lo que se refie­ re a sí misma, como a la otra. El otro peligro consiste en un apego excesivo a esta par­ ticularidad que impide elevarse al mismo tiempo más allá. En la parte judía esto puede conducir a una peculiar superio­ ridad moral, a una actitud que el historiador judío Michael Wolffssohn, en un artículo en Zeit del año 1983, describió como la actitud del «nosotros buenos, vosotros malos». Wolffssohn escribe: «Con independencia de que se haya vi­ vido o no bajo la esfera de influencia de los verdugos, en tanto que judío se pertenecía al grupo de las víctimas, se for­ maba parte de los poderes de la luz y del bien. Cada judío, bien fuera prisionero de un campo de concentración o no, podía reivindicar Auschwitz en su cuenta, y ciertamente en la cuenta de los haberes». De ahí surge, según Wolffssohn, una tendencia por parte judía a presentarse como «maestrillos» y «sermoneadores» {Die Zeit, 1983, n° 22, p. 9). De este modo hay una fijación tal con la particularidad de lo fáctico que no se percibe que los papeles podrían haber es­ 94

tado invertidos. Se estiliza lo láctico para hacerlo algo esen­ cial y se confronta a los alemanes con un veredicto como si lo que sucedió formara parte de su esencia. De este modo no es posible que surja un diálogo comprensible. En la otra parte encontramos el retrato invertido de la ac­ titud judía, cuando los alemanes participan en el diálogo con un sentimiento colectivo de culpa más o menos confe­ sado. Esto conlleva que, como judío, uno sea tratado con cierto cuidado, como si no fuera una persona del todo co­ rriente. Dado que nadie desea vivir con sentimiento de cul­ pa, este sentimiento de culpa se transforma fácilmente en una tergiversación, un empecinamiento o una negación de la realidad. De modo que aun cuando por parte judía no se atribuya la culpa colectiva a la otra parte, el diálogo puede ser imposibilitado por parte de los alemanes. Surgen curiosos malentendidos como se pudo ver en re­ lación con los acontecimientos de Bitburg en mayo de 1985. Desde la perspectiva judía parecía moralmente imposible que el presidente americano honrara a los soldados que ha­ bían luchado por Hitler, porque de este modo se negaba el carácter especial de esta guerra, que era una campaña or­ questada para la conquista y el exterminio. Por su parte mu­ chos alemanes malentendieron esta actitud, como si se pre­ tendiera privar a estos soldados de su honor en tanto que seres humanos. De modo que parecían surgir dos posicio­ nes. O bien negar que esta guerra era mala o sentirse afec­ tado por la atribución de culpa colectiva. En eso parece consistir la tendencia al sentimiento de cul­ pa, a saber, que conduce a la negación de la difícil realidad. El sentimiento de una culpa colectiva por parte alemana, la atribución de culpa por parte judía, son por tanto nefastas para todo entendimiento sobre lo que sucedió entonces y lo que sucede en el presente. Como dijo el Presidente Federal Weizsácker en su discurso del 8 de mayo de 1985, no hay culpa colectiva. Por su propio sentido la culpa sólo puede 95

ser personal. No puedo sentirme culpable por algo que ha hecho mi padre. Sin duda puedo avergonzarme de algo que ha hecho mi padre. De modo equivalente existe algo así como vergüen­ za por lo que sucedió en nombre del propio pueblo. No sé en qué medida nos ayuda identificar el sentimiento moral aquí relevante como vergüenza en lugar de culpa, dado que todo sentimiento negativo, también la vergüenza, entorpe­ ce el proceso de conocimiento. Por otra parte de alguien que ante el conocimiento de determinadas circunstancias que exigen vergüenza, no la sintiera, diríamos que no ha toma­ do conocimiento verdadero de estas circunstancias. No hay duda de que el diálogo entre judíos y alemanes no judíos es difícil, porque el diálogo por ambas partes cuando no se niega la realidad está inexorablemente cargado de emo­ ciones, y toda emoción provocada por un factor parcial de la realidad tiene el efecto tendencioso de cegar frente a la to­ talidad de la realidad. Pero la dificultad no implica imposi­ bilidad. Sigue siendo posible reconocer objetivamente los hechos históricos. En última instancia no puede haber una visión alemana de las cosas, de una parte, y una judía, de la otra. Si fuera así no habría ningún diálogo. ¿No debería ser esto válido tanto para la visión crítica de la historia judía cuanto para la visión crítica de la historia alemana? El derecho a criticar a Israel es un ejemplo. Cuando a principios de este año en una manifestación en una iglesia de Berlín me opuse como judío a la expulsión de libaneses y palestinos y emití una crítica de principio contra el Esta­ do de Israel, otros participantes me comentaron: «Compar­ timos en todo punto su opinión, pero como alemanes no lo podemos decir. Sólo usted, como judío, puede». ¿Es real­ mente así que lo que se puede decir depende de quién lo dice? ¿Por qué los alemanes no pueden criticar a los judíos? Como judío uno desearía que lo hicieran, pues en caso con­ trario los judíos mantendrán un estatus especial, y porque 96

todo lo que sólo se piensa y no se dice acaba teniendo re­ percusiones nefastas. Es cierto que muchos judíos, cuando topan con críticas de los no judíos, tienden a suponer que se deben al antise­ mitismo. De este modo se otorgan a sí mismos un estatus especial. Y dado que muchos alemanes proyectan de ante­ mano el temor a que las expresiones críticas sean interpre­ tadas como antisemitismo, se envuelve fácilmente entre al­ godones a los judíos en la República Federal cuando se trata de asuntos judíos. Personalmente, en los 38 años que he vi­ vido en este país, apenas he podido percibir antisemitismo y, en cualquier caso, menos que en otros países. Es cierto que esto no se puede generalizar, pero el hecho de las ex­ presiones antisemitas es cuando menos tan digno de aten­ ción como el hecho de que en muchas situaciones en este país ser judío es un punto a favor. El antisemitismo es un tabú. De ahí que no se puede de­ cir ni que no existe ni que existe. Tanto desde la perspecti­ va judía como desde la no judía se observa con mucha preo­ cupación el peligro de un retorno del antisemitismo en este país. No sé si esto es correcto. A fin de cuentas el antisemi­ tismo por su parte no es más que un síntoma. El autor ita­ liano-judío recientemente fallecido por su propia mano Primo Levi, superviviente de Auschwitz, escribe en el pró­ logo de su libro sobre Auschwitz, Si esto es un hombre, que el libro no fue escrito para elevar nuevos reproches, sino para mostrar a qué conduce la idea extendida entre tantas personas y pueblos de que cada extranjero es un enemigo. Según él la última consecuencia de esta convicción fueron los campos de exterminio. Creo que esta convicción sigue teniendo presencia en este país, pero que, justo porque el antisemitismo es un tabú, es menos visible en relación con los judíos que en re­ lación con otras muchas minorías como los gitanos, los tur­ cos y los solicitantes de asilo. Y me temo que los que se 97

preocupan no aciertan en el verdadero motivo de preocu­ pación si tienen unívocamente al antisemitismo en el punto de mira. Aquí se pone de manifiesto la verdadera dificultad de al­ canzar un diálogo sustantivo con los alemanes que tienen los judíos que se entienden a sí mismos en términos parti­ cularistas. Dado que sólo ven su particularidad se quedan anclados en el antisemitismo. El resultado no es que de este modo la parte judía no se pueda entender con la parte ale­ mana. Tal vez las dos partes se entienden demasiado bien. Para la parte alemana esta fijación con el antisemitismo tie­ ne la ventaja de que les permite obviar los verdaderos y vi­ rulentos problemas de la actual xenofobia. Existe también la posibilidad de un entendimiento dialógico que no será objetivo y acorde con los hechos, sino que estará alterado por factores subjetivos que a su vez se refuerzan recíproca­ mente. Tal vez sea superfluo volver a subrayar para acabar que sólo hablo por mí. Poner en el título «ser judío» es dema­ siado pretencioso. Son sólo las reflexiones y las preguntas de un judío.

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£1 problema de la eutanasia y la libertad de expresión (1990) Un pequeño público berlinés observa recientemente con curiosidad y tal vez con cierta ansiedad la confrontación en­ tre el Instituto de Filosofía de la Universidad Libre de Ber­ lín y grupos de discapacitados que han saboteado el Semi­ nario de Ética Práctica de Beate Róssler en el que se debía discutir sobre eutanasia. Quisiera saber qué efecto tiene este sabotaje del seminario en nuestras cabezas. Seguro que un efecto tan distinto como distintas son las cabezas. En lo que sigue hablaré sólo según la mía (pero algunas otras piensan de manera similar). Me parece útil comparar el sabotaje de este seminario con una bofetada, sobre todo para distinguirla de otras for­ mas de impedir la celebración de un seminario. En todo caso yo lo he vivido como una bofetada. La primera reac­ ción ante un bofetada es la indignación, así lo sentí yo en este caso. La segunda puede ser (no necesariamente) el re­ torno a la razón. Y es este retorno a la razón lo que persi­ gue la otra parte. En tanto que acto violento simbólico, una bofetada es un modo de comunicación extremo, siempre moral, usualmente desde una posición inferior, algo así como un grito: «¿No ves, no veis, cómo pisoteáis nuestros intereses, nuestros derechos?». 99

La moral consiste en gran parte en entrenarse para adop­ tar los puntos de vista de los otros. La discusión filosófica sobre eutanasia surgida en los últimos años (también en mis clases magistrales) ha sido hasta la fecha sorprendentemente (visto de mañerea retrospectiva) inexistente. Cuando ahora vuelvo a leer la «Declaración de filósofos berlineses» (refe­ rida a un sabotaje de un seminario en Duisburg), que yo mismo había firmado, me parece poco meditada. En ella no se encuentra ni una palabra de comprensión con el sufri­ miento de los discapacitados. Al escribirla y firmarla no hi­ cimos más que levantar unilateralmente la bandera de la li­ bertad de expresión y de discusión. Sin duda es verdad que la institución de la universidad y muchas otras se basan en este derecho. ¿Pero tiene una vali­ dez absoluta? Supongamos que en un instituto se anunciara un seminario sobre las leyes raciales de Núrenberg no desde el punto de vista del análisis histórico, sino en términos de comprobación normativa: para aclarar qué partes deberían re­ novarse y cuáles deberían ser reformadas radicalmente. ¿No seríamos muchos los que apoyaríamos a los boicoteadores? ¿Es totalmente absurda esta comparación? No, desde la perspectiva de los discapacitados. Sienten que la discusión sobre la eutanasia amenaza su existencia: «¡Pero eso es fal­ so!», dicen algunos. A lo que se pueden responder dos co­ sas: primero, aunque fuera falso, deberíamos respetar que se sintieran amenazados. Segundo, ¿se equivocan al tener este sentimiento? «Si en el futuro los recién nacidos que tengan tales y tales características son asesinados, nosotros, si se nos hubiera aplicado este reglamento, no existiríamos.» «¡Pero si no nos proponemos establecer semejantes nor­ mativas!» Esto, sin embargo, tampoco es del todo cierto si se contempla la discusión sobre la eutanasia en la totalidad de la filosofía alemana. En todo caso, estas reglamentacio­ nes son consideradas por Peter Singer, cuyo libro es estu­ diado en la mayoría de los seminarios. 100

Si las cosas son así, si tenemos que constatar que con la discusión amenazamos a una minoría que ya es víctima de discriminación, ¿no sería más correcto en el futuro dejar fuera de nuestras cátedras esta temática? Sin embargo, aquí nos topamos con una consideración opuesta. No podemos abandonar esta temática, no por mo­ tivos de una abstracta libertad científica, sino porque en el fundamento del interés filosófico sobre la problemática de la eutanasia radica un importante problema práctico que no está bien solucionado en nuestra sociedad: me refiero al problema de las personas incurables y con enormes sufri­ mientos, y en especial de los recién nacidos y otras perso­ nas que no pueden expresar su voluntad. Parece que la eutanasia es en muchos casos lo único que va en interés del recién nacido, pero el médico no puede lle­ varla a cabo porque lo prohíbe nuestra jurisprudencia, ba­ sada en ideas éticas indeterminadas y que hoy en día ya no resultan evidentes. Por ello en muchos casos se practica la así llamada eutanasia pasiva, es decir, dejar morir por inac­ ción, por ejemplo dejar de alimentar, lo cual en compara­ ción con la eutanasia activa significa un aumento de la cruel­ dad. Una teoría anticuada de la acción apoya la concepción de que la inacción es algo esencialmente distinto de la acción: si se desenchufa la máquina de respiración artificial se ase­ sina; si se observa cómo se desenchufa sola y no se hace nada, no se asesina. Estas son las escapatorias de una ética excesivamente rígida no pensada por los seres humanos. De modo que aquí parece que es necesario actuar y esto significa que es preciso aclarar y discutir los asuntos. Se me objetará sin embargo que no podemos decidir sobre la vida de personas que no se pueden expresar. ¿Pero, por qué no? ¿Acaso no existen fuertes motivos para la concepción opues­ ta desde la perspectiva de la persona misma cuando se dan determinadas circunstancias extremas? 101

También se me objetará que no hay fronteras claras en­ tre los casos que son desesperanzados y los que no lo son. ¿Pero realmente podemos sólo porque no hay fronteras cla­ ras, decidir la cuestión unívocamente en beneficio de una parte y dejar a la otra a su propia suerte? Aquí no puedo defender una determinada respuesta a to­ das estas cuestiones. Sólo quiero dejar claro que se trata de preguntas vitales que deben ser aclaradas y discutidas con urgencia. El hecho de que estas cuestiones constituyan el punto de partida de la discusión sobre la eutanasia en las clases de filosofía muestra por qué la anterior comparación de este seminario con uno sobre las leyes raciales de Núrenberg es en todo punto absurda: la discusión afecta cier­ tamente (antendiendo al statu quo actual) al interés negati­ vo de los discapacitados, pero al mismo tiempo va en interés positivo de todos. Todos debemos estar interesados en que a nuestros propios hijos, si se hallaran en una situación se­ mejante, no se los tratara de manera inhumana. (Y no soy yo el que decreta el significado de «inhumano» pero tam­ poco nadie tiene el monopolio de decretarlo.) Justo por ello estamos todos interesados en clarificar estas cuestiones de común acuerdo. Dado que no hay fronteras claras sino una amplia franja gris de incertidumbre, no es posible distinguir limpiamen­ te una buena eutanasia de la mala, es decir: incluso si limi­ tamos la discusión a las cuestiones más concretas y ética­ mente necesarias de la eutanasia, a las que no queremos renunciar, esto despertará sentimientos de amenaza en los discapacitados. Ahí tenemos un dilema moral que podría suavizarse si nosotros, los que filosofamos sobre estas cues­ tiones, logramos realmente implicarlos. Pero, claro está, ¿dejaremos que sean ellos los que decidan si quieren parti­ cipar o no en el debate?

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La Guerra del Golfo, Alemania e Israel (1991) «¿Cómo hemos llegado a esta decadencia de la cultura po­ lítica?, pregunté, «¿a esta declaración de bancarrota de los intelectuales? Casi me recuerda a 1914. Ciertamente no el mismo entusiasmo pero sí la misma ofuscación. ¿Cómo puede ser que todos, con algunos matices, os hayáis decan­ tado por la línea oficial?» «Tal vez», opinó mi amigo, «porque es correcta». «Tal vez», respondí, «¿pero habéis pensado claramente o estáis determinados únicamente por la oscura satisfacción de haber vuelto a conseguir una presunta normalidad? Ima­ gínate lo siguiente: Ha pasado un año. Una mujer está con su niño pequeño en la ventana. Miran afuera. Está oscuro, el hollín. No se puede salir a causa de los rayos ultraviole­ ta. La mujer le explica al niño cómo eran las cosas antes y lo que ha sucedido. El niño pregunta: “¿Y por qué nadie hizo nada para evitarlo?”. Esta pregunta se la hacen las mujeres y los hombres y es la que les impulsa a salir a la calle. Es difamar al así llamado movimiento pacifista preguntarle por qué no se ha mani­ festado contra la invasión de Kuwait o contra el gaseamiento de los kurdos o con ocasión de cualquier otro horror. En primer lugar, no hay “un movimiento pacifista”, sino sim­ 103

plemente muchas personas indignadas. En segundo lugar, es característico de lo que se llama movimiento pacifista este vínculo de miedo y moral, y además es legítimo. La gente no sale a la calle por meros motivos morales por muy gran­ des que estos sean (por ejemplo, la catástrofe kurda que dura ya diversas décadas). En 1983 también era así. Las ma­ sas sólo se manifiestan cuando también tienen miedo. No deberías difamar nuestro miedo. Es racional pues se teme la contaminación del planeta. ¿O acaso objetas que sentir mie­ do por uno mismo y por los hijos es egocéntrico? ¡Aunque lo fuera! Además, en la mayoría de los manifestantes este miedo se transforma en el miedo por los otros niños y per­ sonas de la ciudad, del país, del mundo. No es posible se­ parar en este asunto el miedo y la moral.» «Tal vez tienes razón», dijo mi amigo. «Pero os habéis dejado conducir a error por el miedo. Al hijo de esa mujer le debemos decir: “No se podía oponer nada, era inelucta­ ble, y cualquier otra cosa habría sido inmoral y una cobar­ día”.» «¿Sí? ¿Crees que el niño aceptará tu respuesta?» En lo que sigue voy a intentar mostrar en dos capítulos a mi amigo y a los amigos de mi amigo que ellos son los que se equivocan. En primer lugar voy a poner a prueba la fundamentación de esta guerra, cómo nos ha sido presentada hasta su estallido el 16 de enero y cómo debe ser considera­ da en grandes términos hoy en día. Saddam Hussein había invadido Kuwait y debía ser obligado a retirarse de Kuwait. Muy poco después del inicio de la guerra se añadió otra ra­ zón que para muchos tiene mucho peso: el ingente arma­ mento de Irak, también de armas no convencionales, lo convertía, si se le añadían las amenazas de Saddam, que ma­ nifestaban un claro desprecio por los seres humanos, en una amenaza terrible, en especial para Israel. Por ello, se dice ahora, la guerra también es necesaria como guerra preven­ tiva. 104

Es comprensible que Alemania ocupe un primer plano en esta segunda razón. Trataré este asunto en la segunda parte. En la primera no tomaré en consideración a Israel. Este modo de proceder puede parecer artificial, pero en mi favor debo decir que no hay que hacer valer, como hace mi amigo, una u otra razón una vez que una de ellas ha sido refutada. Proceder así no favorece la claridad del pensamiento.

I La fundamentación oficial de esta guerra reza: un país no debe invadir a otro. Cuando esto sucede debe ser obligado a retirarse de nuevo, y en caso de necesidad habría que obli­ garlo mediante la guerra. Este es un buen principio. Pero si tiene que ser un prin­ cipio debería ser aplicado universalmente, pues en caso con­ trario surge la sospecha de que es un pretexto. ¿Por qué en el caso de Kuwait? O, ¿por qué precisamente ahora? Pién­ sese en la entrada de la Unión Soviética en Afganistán, en la invasión de los Estados Unidos en Panamá. Se podría responder: frente a un superpoder no es posi­ ble aplicarlo. De modo que hay que suavizar un poco el principio: sólo tiene validez cuando un pequeño Estado es atacado por uno mediano. Los Estados Unidos siguen sien­ do libres de hacer la guerra contra Panamá o Nicaragua u otros países, especialmente latinoamericanos, nadie se lo impedirá porque nadie puede hacerlo. Alguien dirá que in­ cluso un principio tan limitado es mejor que nada. Pero este principio no ha sido ni siquiera utilizado en esta versión li­ mitada. Piénsese en la entrada de Israel en el Líbano, en el ataque de Irak a Irán, de Turquía en Chipre, de Indonesia en Timor Oriental, etcétera. Se podría replicar que en algún momento hay que empe­ zar a aplicarlo. Pero entonces está justificado preguntar: 105

¿por qué precisamente ahora y aquí? ¿Acaso no resultá evi­ dente responder: aquí, por el petróleo; ahora, por la desa­ parición de la polaridad Este-Oeste? Desde el fin de la gue­ rra fría los Estados Unidos apenas han reducido su enorme armamento pesado. De modo que necesitan nuevos pretex­ tos para mantenerlo. Lo corrobora el entusiasmo america­ no por la eficiencia de las nuevas armas. No se puede dudar de que esto se corresponde con el interés de la industria mi­ litar estadounidense, así como con el interés político de los Estados Unidos. En su discurso sobre el estado de la nación Bush declaró que persigue un nuevo orden mundial en el que los Estados Unidos ocupen el primer lugar. Se podría objetar que las razones para la guerra suelen estar sobredeterminadas. En este caso los intereses de la in­ dustria del petróleo, de la industria armamentística y la he­ gemonía de los Estados Unidos coinciden precisamente con el principio moral. Pero esta es una manera poco clara de pensar. La parte decisiva de la fundamentación es aque­ lla sin la cual no habría tenido lugar la guerra. Es cierta­ mente correcto que no se puede conducir a un pueblo (o a una parte del mundo) a una guerra si no se ofrece una ra­ zón «moral». Una guerra que no persiga un «bien» sea como sea que lo entendamos, no puede llevarse a cabo. Pero hay que distinguir entre las razones invocadas y las razones reales. De modo que supongamos que sea completamente falso que «el» fundamento de esta guerra sea el llamado principio del derecho internacional. Entonces se vulnerarían dos prin­ cipios básicos de la guerra «justa», es decir, legítima. 1. Una guerra en sí legítima sólo está justificada cuando se han agotado todos los medios no bélicos para la desapa­ rición del mal; y 2. Los males que la guerra conlleva no de­ ben preverse desproporcionados en relación con el mal que ha de ser evitado. En nuestro caso ambos principios han sido vulnerados inequívocamente. La mera infracción de 106

uno de estos principios de la guerra ya la habría convertido en una guerra injusta. Que nadie me pregunte cómo deben fundarse a su vez estos principios. El que tenga dudas que se pregunte cómo decidiría en una discusión entre individuos. De modo que esta guerra no sólo era evitable sino que además vulnera el derecho internacional, no debería haber­ se permitido que se iniciara y debería ser detenida de inme­ diato. Sólo era inevitable en la medida en que los america­ nos, anticipándose a la guerra, habían desplazado un poder militar a la zona que no podían retirar con facilidad y al que no podían mantener mucho tiempo en estado de espera. No se estaba dispuesto a permitir que Saddam Hussein (que an­ tes de su invasión de Kuwait se había asegurado de la neu­ tralidad de la embajadora americana) salvara su reputación ante su propio pueblo y el resto de los países árabes. Así se contempla la situación en amplios círculos del mundo islámico, de modo que el mundo occidental no de­ bería creer que puede hacer como si no le incumbiera esta percepción. La pregunta sobre la identidad del justiciero le­ gítimo deviene así problemática. Es cierto que la guerra ha sido provisionalmente sancionada por la ONU, pero la eje­ cutan los Estados Unidos junto con algunos países occi­ dentales aliados. ¿Por qué la aclaración del problema de Ku­ wait no es un asunto que atañe, en primer lugar, al mundo islámico? El hecho de que diversos países de Oriente Próximo se hayan unido a la alianza americana (en lugar de que se pro­ dujera lo contrario) no es un contraargumento. En esos países, los poderosos (que con mejores armas estarían ten­ tados de ocupar el lugar de Saddam) defienden su propia supervivencia, no el interés de sus respectivos pueblos. El caso de Jordania sería un buen ejemplo de cuál es la situa­ ción real, pero me falta el tiempo y el espacio para presen­ tarla aquí. 107

Es importante ver que esta guerra se convierte cada vez más en una guerra entre el mundo industrializado coerci­ tivo y estéril que se denomina «Occidente» y el mundo del Islam, un mundo vital, retrasado industrialmente, rico en petróleo y humillado, que posee una enorme tradición hu­ manística y tanto potencial de ilustración como Occidente. Es importante ver cómo en la ligereza con la que Occiden­ te conduce esta guerra se entremezclan resonancias racis­ tas. Ha sido Europa la que durante este siglo ha conducido las guerras más terribles, las más despreciadoras de la hu­ manidad, las más criminales. Pero el potencial de arrogan­ cia de un europeo o de un americano es, por lo visto, ina­ gotable. Ningún Vietnam, ningún Auschwitzhan cambiado las conciencias en este respecto, como mucho han servido para erigir monumentos conmemorativos. Se encuentra un indicio de esta actitud en la disposición de los americanos en relación con las pérdidas de esta gue­ rra. El principio que dirige exclusivamente esta guerra es: las pérdidas propias deben rebajarse tanto como sea. Los miles y tal vez pronto cientos de miles que no son america­ nos (las tropas americanas son, principalmente, de color) no cuentan. No todos los seres humanos son iguales. Se res­ ponde que esto «se debe a razones de política interior». Ciertamente, pero es insignificante para el sufrimiento que los americanos han llevado hasta la fecha a Latinoamérica, Vietnam, etcétera, y con el que a partir de ahora quieren in­ fligir al mundo entero. Esta actitud tiene profundas raíces en la comprensión que los americanos tienen de sí mismos y produce efectos devastadores en la medida en que los americanos abando­ nan su antiguo aislacionismo y se proponen establecer un nuevo orden mundial. Los Estados Unidos tienen una gran tradición de política interior, tal vez la menos mala que exis­ te en la modernidad. Tenemos que aprender muchas cosas 108

de ellos. Pero la idea de un Estado democrático de derecho estaba orientada de antemano y de modo casi exclusivo a la política interior. Hacia el exterior sólo existe la ley del leja­ no oeste, los propios intereses, no los derechos humanos. La Declaración Americana de Independencia empieza con la profunda sentencia: «all men are created equal» («to­ dos los seres humanos han sido creados iguales»), pero en la praxis de la política exterior lo que impera es: «some men are more equal than others» («algunos seres humanos son más iguales que otros»). Sería ingenuo suponer que un Es­ tado democrático puede estar seguro de no cometer atroci­ dades en el nivel de la política exterior. Los americanos es­ tán tan mal preparados como es posible para desempeñar su papel de policías mundiales. Para finalizar este capítulo hay que añadir unas palabras de Max Weber sobre la acertada distinción entre ética de las convicciones y ética de la responsabilidad. La diferencia en­ tre ambas éticas consiste en que la primera afirma ciertos principios sean cuales sean sus consecuencias («se debe man­ tener una promesa», «el delito debe ser castigado»); por el contrario, la segunda se preocupa de la apreciación ética de las consecuencias. La presunta fundamentación moral de la guerra actual, en el caso de que fuera realmente determi­ nante, sería propia de la ética de la convicción. «Fiat justitia, pereat mundus». El principio de proporcionalidad, por el contrario, for­ ma parte de la ética de la responsabilidad: para reparar un crimen no se pueden cometer crímenes aún más terribles. Asesinar a miles de niños inocentes (aun cuando sólo se tra­ te de semitas) no es una pequeña falta. Igualmente, no ha­ bría que incurrir en el riesgo de contaminar el mundo ente­ ro para mantener supuestamente un principio propio de la ética de la convicción. La otra fundamentación de la guerra, por el contrario, la que sostiene que se trata de una guerra preventiva necesa109

ría, proviene de la ética de la responsabilidad. Debemos po­ nerla a prueba. II Las dos razones que se han mencionado para esta guerra, reparación y prevención, no están separadas tan claramen­ te cómo lo he dado a entender más arriba. Se puede decir que obligamos a que Irak se retire de Kuwait y lo hacemos para impedir simultáneamente que ataque otros países. (El nexo existe pero no es de naturaleza lógica: Irak podría re­ tirarse de Kuwait y no obstante atacar a otro país.) Por lo que sé hay buenos motivos para que el derecho in­ ternacional no reconozca las guerras preventivas. Con una ética de la convicción no limitada por una ética de la res­ ponsabilidad se puede hacer mucho daño. El fin no justifi­ ca los medios. Pero debemos estudiar aquí los detalles. Los peligros ul­ teriores más importantes que se podrían seguir del expan­ sionismo iraquí afectan a Arabia Saudita e Israel. Sin duda no se pueden tratar estos peligros como si fueran bagatelas. Pero podrían haber sido contrarrestados con medios más adecuados a las circunstancias, por ejemplo estacionando pequeños contingentes americanos en ambos países. Políti­ camente no habría sido demasiado fácil, pero sí que habría sido posible. En Alemania se oye con frecuencia la siguiente reflexión: «Nos hallamos ante un dilema. De un lado estamos de par­ te de Israel, tenemos una responsabilidad particular con Israel; por otra parte estamos de parte de la paz; ambos se excluyen pero el primero es más importante, por tanto debemos apo­ yar la guerra.» Debemos decir en primer lugar que esta responsabilidad particular existe efectivamente. Cualquier observador obje­ 110

tivo lo afirmaría, no lo digo como judío. Los alemanes in­ tentaron exterminar a los judíos. Murieron millones. Y aho­ ra Irak utiliza gas tóxico alemán con fines bélicos. El camino para que lo obtuvieran puede que haya sido indirecto, pero el hecho no deja de ser terrible. Si se entiende el término co­ rrectamente hay que hablar aquí de «culpa colectiva». Con este término quiero decir (¡y que no se me haga decir una cosa por otra!): el que forma parte de un colectivo, inclui­ dos los que han nacido más tarde, que ha hecho algo terri­ ble, debe alejarse explícitamente de él y actuar en conse­ cuencia. La pregunta ahora es: ¿Qué significa en este caso «actuar en consecuencia»? Significa, sin duda, tener cierta concien­ cia de responsabilidad en relación con los otros (de forma análoga a como ocurre entre individuos), en especial cuan­ do se trata de asuntos que son efectos directos del propio comportamiento culpable. De modo que es perfectamente correcto que en Alemania se diga: «Estamos de parte de Is­ rael. Debemos estarlo». Pero la pregunta entonces es: ¿Qué significa estar de parte de Israel? De nuevo la pregunta es análoga a cuando uno se pre­ gunta: ¿Qué significa estar de parte de un individuo, por ejemplo de alguien a quien se ha dañado, humillado y perse­ guido? Hay dos casos extremos (y muchas formas mixtas). Si la culpa que se siente no es procesada conscientemente, entonces no es racional y controlada. Esto tiene como con­ secuencia que uno se comporta con el otro haciendo todo lo que el otro cree que deberíamos hacer. Se abandona, así, la autonomía del propio juicio y el otro tiene la oportunidad de manipular la propia culpa. Hay personas y también Esta­ dos que pueden jugar con el irracional sentimiento de cul­ pabilidad de los otros con el virtuosismo de un buen pianis­ ta. Es lo que hacen los israelíes con los alemanes. La otra posibilidad es procesar racionalmente la culpa. «Me preocupo de él» ya no significa que me someto a los 111

deseos eventualmente irracionales del otro, sino que, antes bien, mantengo mi capacidad autónoma de juicio y pregun­ to: ¿cómo puedo ayudar al otro, en qué radican sus intere­ ses reales? (De este modo tampoco le privo de su autono­ mía.) Los mismos judíos se hallan divididos ante esta cuestión. La mayoría sionista, en especial los israelíes, sostienen que esta guerra les favorece porque se evita un eventual ataque posterior de Saddam. A ello hay que añadir también el de­ seo de no tener que modificar nada del propio statu quo, en especial por lo que se refiere a los colonos y a los palestinos esclavizados por los israelíes. De ahí el rechazo a cualquier conferencia sobre Oriente Medio. La argumentación de los otros judíos, en particular de los no sionistas, es la siguiente: 1. El armisticio debe decidirse inmediatamente, pues cada día de guerra suplementaria puede suponer un ataque de gas tóxico contra Israel. 2. Si se les objeta que los iraquíes más adelante podrían atacar Israel, les responden, en primer lugar, que en la re­ gión son los israelíes los que ya tienen armas nucleares, pero sobre todo, en segundo lugar, que la fijación con Irak es de miras estrechas. El odio a Israel parte de Palestina y abarca a todo el mundo islámico. Si ahora se depone a Saddam y otros países de Oriente Medio reciben armas del Oeste como ya las recibió en su momento Irak, la guerra contra Israel la encabezará más tarde cualquier otro país. 3. El odio de los musulmanes a Israel no carece de fun­ damento. Los sionistas les han robado una parte de su país y desde la fundación del Estado de Israel en 1948 la relación oficial de Israel con los árabes en su país y en los países que mantienen ocupados ilegalmente, siempre ha sido de un desprecio creciente. Durante este período ha habido acer­ camientos por parte de los palestinos, se planeó el recono­ cimiento del Estado de Israel, pero el comportamiento in­ 112

transigente de Israel ha empujado a los musulmanes en ge­ neral a una situación tan desesperada que de nuevo ven la guerra como su única esperanza. Saddam utiliza esta situa­ ción. Parece descartado que la situación en Oriente Próxi­ mo se estabilice jamás si Israel no revisa radicalmente sus posiciones. Esta no es únicamente mi opinión personal. Desde el ata­ que a Líbano, existe en Berlín y en Zúrich un llamado «gru­ po judío» que se autodenomina, tal vez un poco pretenciosa­ mente, «judíos críticos». Buena parte de los miembros de este grupo difundió hace dos semanas una declaración que en esencia reza: «Si los Estados Unidos y sus aliados acaban ga­ nando esta guerra, el mundo islámico intentará a largo plazo aniquilar Israel con armas nucleares. Sólo el armisticio inme­ diato puede evitar ulteriores males. Israel sólo alcanzará la paz y la seguridad cuando a los palestinos, tras reconocer el Esta­ do judío, se les reconozca el derecho de autodeterminación». De modo que el asunto también es controvertido entre los judíos. Antes de preguntar qué significa esto para los alemanes, quisiera intercalar una breve retrospectiva histó­ rica, pues en Alemania se sabe muy poco de nosotros. De­ bido a su religión, los judíos siempre habían tenido la ten­ dencia a reaccionar éticamente frente a su destino, pero había dos posibilidades extremas. Unos dicen: «Sabemos lo que significa ser una minoría perseguida. Esto no debe vol­ ver a pasar nunca más ni en ningún otro lugar. Lo más im­ portante es que todos somos seres humanos, hijos de Dios, y no el hecho de ser judíos, cristianos o musulmanes, alemanes o polacos». Los otros dicen: «Queremos ser un pueblo como todos los otros pueblos. Políticamente también que­ remos ser una nación. Y nuestra meta primaria no deben ser los derechos de los seres humanos, sino la supervivencia y el bienestar de nuestro pueblo». Denominaré el primero de estos caminos judíos (por su­ puesto que ambos beben de las fuentes de la religión judía), 113

el camino universalista. A él pertenecen todos los grandes humanistas judíos: Karl Marx, Sigmund Freud, Albert Einstein, Martin Buber, cientos de otros nombres y cientos de miles de judíos anónimos. El otro camino, el «particularis­ ta» (autoafirmación del pueblo judío), fue promovido sobre todo por el sionismo pujante entre los siglos xix y XX. Antes, en Europa y América el judaismo universalista imperaba. El cambio llegó en 1944, el último año de la gue­ rra, cuando las grandes organizaciones judías americanas, que hasta la fecha habían sido antisionistas, tuvieron que aceptar desesperadas que Inglaterra y los Estados Unidos, que supuestamente llevaban a cabo una guerra por el bien y en contra de los crímenes nazis en Europa, no estaban dis­ puestos a nada, y menos que nada, a hacer algo por la sal­ vación de los judíos en Europa, cosa que habría sido posi­ ble; que ni ninguno de los aviones que los aliados enviaban a bombardear Hamburgo o Dresden fue destinado a bom­ bardear las vías del tren que conducían a Auschwitz (véase D. S. Wyman, The Ahandonment of the Jews; America and the Holocaust 1941-1945, Pantheon Books, 1984). Los ju­ díos americanos estaban desolados: «Nadie nos ayuda». En ese momento los sionistas alcanzaron la mayoría decisiva en las organizaciones judías americanas. Este cambio no sólo es comprensible, sino que era casi inevitable. Lo que era menos comprensible y tal vez me­ nos inevitable fue la progresiva radicalización posterior del particularismo, en un principio en Israel y como consecuencia, más tarde, también en la mayoría de los judíos americanos. Pero no hay que olvidar que antes, durante y después de los nazis muchos judíos decían y dicen: «Estamos contra el sionismo, en primer lugar porque esta interpretación na­ cional sin el Mesías se contradice con la tradición judía, y en segundo lugar porque la fundación de un Estado sobre una injusticia no puede resultar en nada bueno». Lo trágico de este último punto es que para la mayoría de los judíos (y 114

de los europeos en general) Palestina no era nada más que un país vacío. El hecho de que ahí vivieran árabes carecía de importancia. Esta era la mentalidad europea por aquel en­ tonces. Pero hoy en día deberíamos estar mejor advertidos. Estas dos corrientes del judaismo no son hermanos ene­ migos. El particularismo no se corresponde con el sionismo. Hay israelíes que han conservado un modo de pensamiento universalista, pero son la minoría y son difamados. Los judíos no sionistas sienten solidaridad con Israel. Esta solidaridad debe entenderse, al igual que el sentimien­ to de culpa, en dos direcciones. Los judíos universalistas les dicen a los israelíes: «Compartimos vuestros sentimientos. Pero en lugar de vuestros deseos de corto plazo, sólo nos interesan vuestros intereses a largo plazo. Sólo se pueden satisfacer estos intereses si finalmente también tomamos en consideración los intereses y los miedos del resto de las per­ sonas que viven en Palestina. Lo cual significa que debéis recordar también la otra parte de nuestra tradición judía. Vivís en el día a día. Sólo veis el peligro inminente, perseve­ ráis para superarlo, pero de este modo provocáis más sufri­ miento y todo vuelve a empezar de nuevo. ¿Cómo acabará todo esto?». De modo que lo que quiero decir es lo siguiente: si se toma en consideración el largo plazo (y esta es la perspecti­ va que a fin de cuentas hay que adoptar), lo mejor para el resto de países de Oriente Próximo es también lo mejor para Israel, y al contrario. ¿Es esto demasiado idealista? Existe sin embargo un hecho claro: dondequiera que diver­ sas personas tengan que coexistir, ya sean personas o colec­ tivos distintos, sólo pueden lograrlo si con el tiempo entierran el hacha de guerra e intentan entenderse, tomando en cuenta recíprocamente sus intereses. Es difícil, pero no hay alternativa. Tras este excurso sobre la discusión en el seno del ju­ daismo (en el fondo este es el núcleo de mi argumentación), 115

vuelvo a la relación de los alemanes con Israel. En estos días me suelen decir: «Lo que dice es cierto. Pero sólo lo puede decir como judío. Si nosotros lo dijéramos nos dirían que somos de ultraderecha, es decir, que negamos la responsa­ bilidad especial de los alemanes en relación con Israel». Esto me deja anonadado. ¿Queréis decir, les pregunto, que creéis tener que decir algo que consideráis falso? ¿No existe en­ tonces objetividad ninguna? Todo esto es aun mucho peor si pensamos que no se trata aquí de puntos de vista perso­ nales, sino de opiniones que son determinantes para las ac­ ciones que debe llevar a cabo Alemania. ¿Es verdad que todo debe verse de forma perspectivista? Este problema atañe tanto a los individuos como a los colectivos. La manera en que yo me juzgo a mí mismo y la manera en que otro me juzga, ¿deben divergir completa­ mente? Naturalmente, este relativismo tan popular entre la filo­ sofía francesa actual y tan apreciado por la actual joven ge­ neración, es absurdo. Si fuera así, nadie podría pedirle con­ sejo a nadie. Lo correcto, por el contrario, es que cuando una persona comete una injusticia contra otra, debe saber que en el futuro tendrá que ser prudente cuando dé conse­ jos. La mejor solución suele ser no dar ninguno. Por otra parte, la otra persona tampoco no puede exigir de la prime­ ra que haga todo lo que la segunda persona quiere. En todo caso, y esto es lo que me parece más importante, la primera persona debe comportarse con circunspección tanto en lo que concierne al tono cuanto en lo que concierne a la forma de su intervención; en la medida en que debe quedar claro que no quiere hacer como que no tiene ninguna responsa­ bilidad. Sin embargo, si se implica en la situación debe intentar ser tan implacablemente objetiva como pueda, contra todo interés de corto plazo, incluso contra sus propios intereses a corto plazo. Nunca se puede conocer definitivamente la 116

situación de un individuo o de un colectivo, pero la perdi­ ción llega cuando uno deja influir conscientemente (o me­ dio conscientemente) su juicio por motivaciones no perti­ nentes. Entonces se abandona la pretensión de actuar de la forma más juiciosa posible. De modo que admito que como judío me resulta más sencillo ver determinadas cosas, pero o bien mis puntos de vista son falsos, o bien un alemán no judío debería ver las cosas como yo. Ya he hablado, más arriba, de los modos ra­ cionales e irracionales de confrontarse con la culpa respec­ to a los judíos. Cabe destacar, a partir de lo dicho, que cuando la confrontación es racional, la particular respon­ sabilidad que tienen los alemanes a causa de su culpa fren­ te a Israel debería coincidir con la particular responsabili­ dad de los judíos universalistas a causa de su copertenencia con Israel. Y viceversa, es evidente que los deseos irracio­ nales de los israelíes (la imposición de sus intereses a corto plazo) establecen una alianza fatal con los deseos irracio­ nales de los alemanes (el perdón de la culpa). Se mantiene, sin embargo, aún la pregunta de por qué los alemanes se han confrontado tan irracionalmente con la cul­ pa del Holocausto. Esta confrontación irracional es la que les lleva a agacharse cuando los israelíes los señalan con el dedo. Esta predisposición a ceder o a agacharse parece ser un fenómeno generalizado, pero en los alemanes es espe­ cialmente fuerte, también en relación con los americanos. En ambos casos tiene que ver con la Segunda Guerra Mun­ dial y con su fin. En relación con los americanos la palabra clave es «solidaridad». A buen seguro que hay buenos mo­ tivos para relacionarse solidariamente con los americanos, pero aquí se repite la pregunta de si no hay dos tipos de so­ lidaridad: una racional y adulta y otra irracional e infantil. La segunda puede ser fatal en lo político y en lo humano. No soy psicólogo social y no entiendo gran cosa de es­ tos mecanismos. Pero si contemplamos con atención tam­ 117

bién los otros países de la Europa occidental, entonces'vemos que hay otro motivo determinante para convertirse de forma digamos que evidente en copartícipe de una guerra injusta. Aquí se reparten pasteles, ideales y materiales, y cada cual quiere su parte. Esto muestra de nuevo qué gran­ de es el poder de los Estados Unidos. Pero podría haber aún otro motivo para esta cesión ante los judíos. Me pregunto por qué la confrontación racional con este sentimiento de culpa es tan difícil. Es cierto que el horror de lo sucedido era incomparable. Pero tal vez hay aún otra cosa que sólo voy a formular a título de hipótesis. ¿No podría ser que la duradera conciencia irracional de cul­ pa y la de un antisemitismo subyacente se retroalimenten? Esto incluye la tesis de que sigue existiendo un antisemitis­ mo subyacente y extendido en Alemania. Me cuesta decir esto porque no he realizado investigaciones empíricas y porque yo mismo nunca he experimentado en propia car­ ne, durante mis cuarenta años de estancia en este país, nin­ guna forma de antisemitismo. Sin embargo, quiero señalar una pequeña y chocante ob­ servación que tiene algo que ver con algo que está univer­ salmente extendido en Alemania y que, no obstante, es tan insignificante que no debería poder molestar seriamente a nadie. Sucede siempre en algún momento, en cualquier país, que a nosotros se nos pregunte si somos judíos. Lo curioso es que en Alemania y sólo en Alemania la pregunta siempre se formula así: «¿Es usted de origen judío?». En estos casos siempre me siento un poco ofendido y es­ toy obligado a responder: «No sólo soy de origen judío, sino que soy judío». Hace poco alguien me ha explicado que la gente se expresa así porque no se concibe qué es un judío que no sea religioso ni ciudadano de Israel. A ello hay que decir, en primer lugar: ¿por qué son los alemanes los únicos que se expresan así? Y en segundo lugar: ¿no basta con que nosotros mismos nos podamos imaginar perfecta­ 118

mente lo que cae bajo este concepto, como en mi caso, por ejemplo (y probablemente para la mayoría de judíos) en que la judía es mi identidad indudable? De modo que parece ineluctable suponer que hay otra explicación. Podría ser que se tratara de cierta prudencia y buena educación la que suscita esta formulación algo alam­ bicada. Se debería a que tal vez es indiscreto preguntarle a alguien directamente si es judío. Pero ¿por qué? Sólo me puedo imaginar que el que pre­ gunta siente que ser judío tiene algo de chocante, como una tara. Por nuestra parte, los judíos estamos tan plenamente satisfechos y orgullosos de ser judíos, nos cuesta tanto des­ hacernos de que somos «el pueblo elegido», a pesar de que es tan absurdo, como el hecho de que vosotros nos encon­ tréis chocantes. Pero si casi todos vosotros habláis de este modo («¿Es usted de origen judío?»), ¿no hay ahí algo re­ lativamente inocente que demuestra que consideráis que los judíos tienen una tara? Si además suponemos (todo un poco hipotético) que esto sólo es un síntoma, ¿no es entonces realmente comprensi­ ble que no podáis deshaceros del sentimiento irracional de culpa, porque tal vez es tan difícil desprenderse de determi­ nados prejuicios aparentemente inocuos procedentes de la época de los nazis y más atrás aún, del mismo modo que para nosotros es difícil liberarnos del pesado prejuicio de ser de antemano el pueblo elegido? ¿No es profundamente inhumano este prejuicio judío, y no se halla en el funda­ mento de la actitud israelí frente a su entorno islámico? ¿No deberíamos nosotros, judíos, decir que ahí radica nuestra parte de culpa y que nuestra arrogancia y vuestro antisemi­ tismo se complementan? Puede ser que este ínfimo ejemplo nos permita a todos nosotros, tanto judíos como alemanes, reconocer mejor el fondo del problema, pues es sabido que las cosas demasia­ do significativas pueden suscitar fácilmente reacciones vio­ 119

lentas. Casos insignificantes como estos podrían tal vez constituir el punto de partida no sólo para reconocerse unos a otros ciegamente, sino para comprenderse mutuamente sin menosprecio subrepticio ni disimulo. «¿Afirmas pues que ahí radica la razón fundamental de que apoyemos a Israel en la guerra?» Una razón. No hay ninguna razón objetiva e inequívocamente moral para esta guerra. Muchos, tal vez, sienten cierto placer guerrero in­ consciente, es el caso de los americanos, los ingleses y los franceses, unos de forma más explícita, otros más disimula­ damente. El hecho principal es que la guerra de nuevo es algo concebible y admisible en Alemania.

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El problema de la paz, hoy (1991) ¿En qué consiste el problema de la paz? ¿Queremos todos la paz y se trata únicamente de cómo conseguirla cuanto an­ tes? La guerra del Golfo ha vuelto a demostrar que es evi­ dente que muchos de nosotros tenemos algo que nos hace disfrutar de la guerra. La guerra es la caída en lo que se de­ nominaba status naturae, en el estado de naturaleza en el que, como dijo Hobbes, el hombre es un lobo para el hom­ bre, una descripción con la que tal vez se señala algo correc­ to pero que es un insulto para el lobo, pues ni los lobos ni otros animales de cualesquiera especies, con excepción del ser humano, se matan entre sí. Creo que esto es comprensible. Otros animales no se en­ cuentran en un estadio de socialización. La socialización ofrece muchas ventajas a los hombres, hace que la vida sea más fácil, segura y tal vez más cultivada, pero implica tam­ bién, como Freud mostró (y como, por otra parte, resulta evidente), que los hombres deben renunciar a un salvajismo que podemos observar en los niños y que seguramente (y para expresarlo de la manera más neutra posible) es una par­ te de nuestro ser, junto con el estado de socialización y re­ primido por éste. De ahí que sea comprensible que el Esta­ do que permite e incluso exige que se haga lo más prohibido 121

en la vida civil, el asesinato, tenga para nosotros algo fasci­ nante. Todos hemos padecido injusticias, unos más, otros menos, y asesinar es la venganza más satisfactoria. De modo que las guerras, con independencia de la valoración de los fines bélicos, parece que contienen en sí un elemento emo­ cionalmente positivo. Hay un segundo factor que no me parece tan universal como el que acabo de describir, pero que en todo caso está bastante extendido. Se lo puede denominar el factor de la competencia o factor futbolístico. Muchos de nosotros no nos entendemos a nosotros mismos tanto como seres huma­ nos, cuanto como miembros de un determinado colectivo, como valencianos, berlineses, españoles o alemanes. Y no sólo nos entendemos como miembros de esté colectivo sino también por oposición a otros colectivos. Cuando estas iden­ tidades no coexisten pacíficamente, lo cual también sería po­ sible, sino que se ven bajo el aspecto de la superioridad o in­ ferioridad, entonces aumentará el sentimiento del propio valor cuando su colectivo o su nación venza a otro, ya sea en un juego como el fútbol, ya sea bajo las condiciones ilimita­ das de la guerra. Este segundo factor emocional que eleva nuestra disposición a la guerra podría reducirse si se lograra que las personas interpretaran su identidad de otro modo. Esto sucede cuando las personas se ven primero como seres humanos y sólo después como miembros de cualesquiera co­ lectivos, lo cual significaría que entienden su identidad espe­ cífica como miembros de un colectivo como si se encon­ traran junto a otros colectivos y no contra ellos. ¿Cómo se alcanza esta comprensión tolerante de la propia identidad? Probablemente de modo que el sentimiento del valor propio se normalice, es decir, cuando ya no estamos dominados por el resentimiento, es decir, cuando ya no sufrimos bajo senti­ mientos de inferioridad. La supresión del sentimiento de ser menospreciado o despreciado presupone por su parte la su­ presión de la injusticia en la estructura de la sociedad. 122

La primera razón que he ofrecido por la que gozamos de la guerra, es decir, el deseo de retomar al estado de natura­ leza, se podría reducir mediante una supresión de las injus­ ticias estructurales en nuestra sociedad. Pues si gozamos del salvajismo sobre todo por nuestra necesidad de venganza y si esta necesidad se origina en las injusticias que creemos ha­ ber padecido, entonces una supresión de la injusticia social contribuiría a disminuir el goce que provoca el estado de naturaleza. Por tanto, en la medida en que el problema de la paz con­ siste en una tendencia humana a disfrutar de la guerra, se podría decir que la cuestión de la paz encontraría su res­ puesta a través de la justicia social. Es evidente que el problema de la paz no sólo radica en esta tendencia. Pero quería mencionarla para empezar por­ que suele ser omitida y porque sin duda es una condición necesaria, aunque nunca suficiente, para la guerra. Existen, especialmente, otras dos condiciones. Una es la ideología en cuyo nombre se hace la guerra. Con ella me refiero a la ra­ zón preexistente por la cual un Estado entra en guerra, una razón que suele tener un sentido ético para los que creen en ella: por ejemplo, que los otros son increyentes, o que han hecho o habrían hecho algo malo en el pasado, como se de­ cía durante la guerra del Golfo. En los siglos pasados no era necesario que la razón fuera incondicionalmente moral, bastaba con que consistiera en el interés colectivo de la pro­ pia nación, pero a la vista de la creciente brutalidad y tota­ lidad de la guerra en este siglo, apenas se aceptan razones no morales. El hecho de que para que haya guerra tiene que ha­ ber siempre una razón ideológica y que en nuestra época ésta debe ser ética, merece nuestra atención, pues pone de manifiesto que los dos motivos por los que la guerra nos provoca placer nunca son lo bastante fuertes para posibili­ tar sólo ellos el estallido de una guerra: aunque los seres hu­ manos tienden a satisfacer a una parte de su personalidad 123

con el retorno al estado de naturaleza, la tendencia contra­ ria es tan fuerte en otra parte de su personalidad que no irían a la guerra sin una razón presuntamente moral. La otra condición añadida para el estallido de una guerra consiste evidentemente en los intereses de los grupos de po­ der como los líderes militares de un Estado, los industria­ les, en especial los productores de armas, y naturalmente la clase política dominante. A esto hay que añadir lo que estos últimos y el pueblo mismo consideran que son sus intere­ ses nacionales; este era el caso a buen seguro en la guerra del Golfo, con los intereses de los Estados Unidos en la hege­ monía así como con los intereses correspondientes de todos los otros países que constituían la coalición bélica. Creo, por tanto, que estos tres factores tiehen que estar presentes para que estalle una guerra: en primer lugar, una disposición humana que siempre está presente; en segundo lugar y como la verdadera causa eficaz, los intereses de los poderosos en el Estado; y finalmente, el motivo ideológico. En un Estado democrático los poderosos no podrían hacer la guerra sin el propio pueblo, lo cual significa que no pue­ den hacer la guerra sin convencer al pueblo de una fundamentación ideológica. La tradición filosófica del así llamado problema de la guerra justa, que debería denominarse mejor problema de la guerra justificada, tiene que ver únicamente con el aspec­ to de la fundamentación ideológica o ética. Aquí tengo que aclarar previamente dos cosas. En primer lugar, se podría pensar que la pregunta sobre la guerra justa o, mejor, justificada, es unívoca pues no toma en consideración las otras dos causas de la guerra. Pero, sin embargo, hay que entender que las otras dos causas no tie­ nen nada que ver con la cuestión de la justificación. Ambas son condiciones profundas, no refiriéndose la primera a una guerra en concreto. Quien critica estos dos factores, no cri­ tica esta guerra o aquella, sino la disposición universal a la 124

guerra presente en un Estado o en un grupo de poder. Sólo el pacifista radical se limita a una crítica de estos dos facto­ res añadidos, a saber, la disposición ideológica y los intere­ ses de los poderosos, pues para él no existe ninguna razón que pudiera justificar una guerra. Nosotros, en cambio, que estamos convencidos de los horrores de las guerras, pero que creemos que en casos excepcionales puede estar justifi­ cada una guerra o una revolución, haremos ciertamente todo lo posible para reducir la influencia de estos dos fac­ tores: exigiremos estructuras sociales justas, intentaremos limitar el poder de los poderosos, y nos implicaremos para que este poder no adquiera una forma tal que dé la sensa­ ción de que una guerra contra los vecinos u otros países es lucrativa. Dicho esto, los que no son pacifistas radicales también se preocuparán por la cuestión de saber si la pre­ sunta razón moral está justificada. Llego ahora al segundo punto. En relación con la guerra del Golfo se planteó abundantemente la pregunta sobre la justificación. Muchos se rieron de esta cuestión pues les pa­ recía anticuada e impregnada de falso moralismo. Pero creo que esto no es correcto. Sólo el pacifista radical tiene dere­ cho a rechazar la pregunta sobre la justificación, pues para él no puede existir ninguna justificación en absoluto, pero entonces hay que aceptar que o bien el pacifista radical de­ fiende una postura dogmática y, por tanto, no justificada, o bien que debe dar pruebas de que todas las guerras son in­ justificables por principio. De modo que la pregunta sobre la justificación es en cada caso inevitable. Muchos creen que las reglas de la guerra justa constitu­ yen un código de comportamiento procedente de la filoso­ fía medieval, pero que ni se pueden justificar ni son aplica­ bles a una guerra moderna. Pero hay que decir en primer lugar que la mayoría de estas reglas son aplicables a todas las guerras y, en segundo lugar, creo que no debemos con­ siderar que estas reglas sean algo sagrado e inviolable, sino 125

que deberíamos insuflarles nueva vida siguiendo nuestro mejor juicio. El punto de referencia de la justificación de es­ tas reglas me parece que debería ser entendido de modo análogo a la posible justificación de un acto violento de un individuo sobre otros. Se podría objetar que los individuos, a diferencia de los Estados, siempre se relacionan bajo con­ diciones de legalidad. Pero esto no es cierto: hay situacio­ nes de emergencia y hay relaciones entre personas en las que la ley apenas interviene, por ejemplo entre marido y mujer. Somos de la opinión de que en una discusión entre parejas nunca debe haber violencia, nunca deben llevarse a cabo bajo la violencia física, ¿pero no hay excepciones? ¿Y no están autorizados los niños, en casos excepcionales, a usar la violencia física contra sus padres? De modo que parece que se puede hacer una analogía en­ tre el comportamiento individual y las reglas del comporta­ miento entre Estados. Tomemos dos reglas que tienen un significado central en la teoría de la guerra justa. La primera dice que el otro Estado tiene que haber cometido una injus­ ticia con el Estado propio. Podemos añadir que esta injusti­ cia tiene que haber sido considerable. Pero incluso entonces la solución bélica sólo es legítima si antes se ha hecho todo lo posible para lograr una solución sin medios bélicos. Y la segunda regla dice que una guerra sólo está justificada en la medida en que se puede prever que los daños que causará no serán mayores que los que quiere paliar. Ambos princi­ pios, que se debe haber probado la inutilidad de todos los medios no bélicos y el principio de la proporcionalidad, fueron manifiestamente vulnerados durante la guerra del Golfo. Fue, por tanto, una guerra no justificada. La validez de estos principios parece manifiesta. El sentido del pri­ mero es que antes de utilizar la violencia contra alguien hay que darle la oportunidad de reparar por sí mismo lo que ha hecho, ciertamente bajo presión pero sin violencia. En se­ gundo lugar, podemos ver fácilmente que utilizamos las 126

mismas reglas en el caso de un individuo. Si el mal produ­ cido es considerable permitimos e incluso recomendamos el uso de la violencia como último medio (pero sólo cuando es el último medio y no tenemos que temer que vaya a te­ ner peores consecuencias que el mal que pretende paliar). Bajo las condiciones actuales, este principio de proporcio­ nalidad excluye casi todas las guerras y conduce casi hasta la posición del pacifismo, pero ahora ya no como punto de vista dogmático, sino fundado racionalmente. Hay otros aspectos de la justificación de una guerra a los que la tradición de la guerra justa no ofrece respuestas cla­ ras. Según mi opinión deberían ser esclarecidos mediante los mismos métodos, es decir, con la analogía del caso indivi­ dual. (En teoría se podría uno imaginar que semejante ana­ logía, a causa de la diferencia fundamental entre una disputa entre colectivos y una disputa entre individuos no es válida, pero en los casos sencillos parece que sí que se puede apli­ car.) Quiero mencionar dos aspectos que parecen impor­ tantes en la discusión actual sobre la guerra del Golfo y sus Consecuencias. En primer lugar se plantea la pregunta de si se tiene la obligación de reaccionar no sólo al mal que uno mismo ha causado sino también para ayudar a otro. Esta era la pre­ gunta en relación con el mal que había sufrido Kuwait, pero también se puede plantear en relación con la catástrofe de los kurdos. La diferencia entre estos dos casos es meramen­ te que, según los estatutos de las Naciones Unidas, la sobe­ ranía de un Estado es inviolable. Si un gobierno realiza algo terrible dentro de sus propias fronteras territoriales no se puede hacer nada, de modo que en el caso de Kuwait se po­ día utilizar la violencia para reparar la situación, no así en el caso de la seguridad de los kurdos. Esta sería una limitación que efectivamente no es análoga al caso de los individuos. Se introdujo este principio en los estatutos de las Naciones Unidas por el simple motivo de que estos estatutos fueron 127

redactados por los gobiernos y todo gobierno tiende a pre­ servar su soberanía absoluta. La regla no posee sustancia ética. El principio de ayuda como tal parece que también es válido en el caso individual: cuando veo que se comete una injusticia terrible contra alguien tengo la obligación de in­ miscuirme, en caso extremo de manera violenta. Pero aquí entra en juego otro principio que sostiene que si el mal puede ser paliado por la ley, esta, en tanto que ins­ titución anónima, tiene siempre preeminencia sobre mi ac­ ción individual. Hay una regla ética que afirma que si po­ demos salir del estado de naturaleza, entonces lo tenemos que hacer. Pero parece que esta sea una regla acerca de la cual nos podemos preguntar si en el presente no ha sido fundamentalmente despreciada por los Estados Unidos. Sin duda, los Estados Unidos respetan superficialmente esta ley. Las Naciones Unidas es, también por lo que respecta a los Estados Unidos, la institución que debería decidir la cuestión de la guerra. Pero la política de los Estados Unidos y la aplicación de las resoluciones de la ONU demuestran que la participación de la O N U no ha servido, de manera apenas velada, más que para ocultar la que ha sido en reali­ dad la política de los Estados Unidos. Además, los Estados Unidos no hacen nada para reformar la estructura de esta institución, por ejemplo creando un Parlamento con dos cá­ maras similar al de los sistemas democráticos y sin el dere­ cho de veto de algunos pocos poderes, un remanente del fin de la Segunda Guerra Mundial Creo que en principio se puede decir que si tuviéramos un Parlamento semejante, que se acercaría a lo que sería un gobierno mundial, ningún Estado tendría el derecho a de­ clarar la guerra bajo la excusa de la ayuda a una parte de los ciudadanos de un Estado; y en segundo lugar, que a la vista de semejante situación el Estado que tiene el poder de to­ mar una iniciativa semejante tiene también el deber de con­ tribuir a transformar la única asamblea mundial que posee­ 128

mos en un organismo con una auténtica legitimación, trans­ firiendo así a las Naciones Unidas reformadas el poder ex­ clusivo de inmiscuirse en las disputas entre Estados y, en caso extremo, también en las diferencias surgidas en el inte­ rior de los Estados. La razón por la que preferimos que se inmiscuya una institución legal a que lo hagan los indivi­ duos es evidentemente que en el caso de los individuos con demasiada frecuencia lo que se atribuye el nombre de ayu­ da no es más que una excusa para ocultar los verdaderos motivos egoístas. Y ahí donde un individuo o un Estado no sólo ofrece ayuda en un caso concreto, sino que define la ayuda como su política general, como hacen los Estados Unidos en la actualidad, este gran poder que quiere ayudar a todos aparece a ojos de los pequeños (y todos los otros son pequeños) como un gigante que hace lo que le place.

II Con estas últimas palabras he empezado a tratar la proble­ mática actual. El problema de la paz es el problema de la paz hoy. ¿Cuáles son las perspectivas para la paz en este mo­ mento y cómo debemos interpretar la guerra del Golfo? ¿Cuáles son sus consecuencias? ¿Qué deberíamos haber aprendido? ¿Y cuáles son los principios que deberíamos de­ fender nosotros, los ciudadanos de los Estados europeos? Quiero mencionar tres puntos. Primero: esta guerra no habría sido posible en el perío­ do de la bipolaridad de las superpotencias. Es impresionan­ te ver qué rápidamente ha dirigido Occidente sus tropas contra el Tercer Mundo tan pronto como el Segundo Mun­ do ha perdido su peso. Es remarcable que no haya habido ni haya un desarme y que, por el contrario, el mundo occi­ dental se prepare para una serie de intervenciones en los paí­ ses del Tercer Mundo. Incluso la OTAN es instrumentali129

zada con este fin. En relación con nuestro propio arma­ mento, en los países europeos deberíamos contraponer dos principios a este proceso: en primer lugar, deberíamos con­ seguir la prohibición de toda exportación de armamento, y no sólo, como se exige hasta la fecha, la exportación de ar­ mas a territorios en guerra, sino a todas las regiones, pues las crisis se producen a causa de la exportación de armas, como se ha visto claramente en el caso de Irak. Además, tan pronto como la situación de la Unión Soviética se aclare, no existirá ninguna excusa para la presencia de armas y tropas del tipo que sea en nuestros países, salvo un contingente no­ minal. De modo que deberíamos exigir el desarme total. En segundo lugar: un fenómeno sorprendente en la pre­ paración de la guerra del Golfo fue la facilidad con la que casi todos los países se alinearon con los Estados Unidos. Creo que esto se explica por dos motivos. En primer lugar, estos países se dieron cuenta de que había un buen botín tanto material como ideal. Les pareció importante partici­ par en esta guerra imperialista. En segundo lugar, es evi­ dente que los Estados Unidos ejercían presión sobre los que dudaban (como los alemanes). Es notable en qué medida los Estados Unidos están dispuestos a presionar, algo que ya se pudo comprobar hace unos años a propósito del referén­ dum en España sobre la entrada en la OTAN. No tengo cla­ ro cómo se ejerce esta presión, pero es evidente que lo ha­ cen. La moraleja que los europeos deberían extraer de esta indigna situación es apostarlo todo para que Europa apren­ da a entenderse a sí misma como poder independiente que podría contribuir a restringir el poder casi ilimitado de los Estados Unidos. Cuando una persona en relación con otras personas, o un Estado en relación con otros Estados, dis­ pone de un poder incomparable esto significa que esta per­ sona o este Estado representa un peligro para los otros, con independencia de sus posiblemente buenas intenciones. Por ello, en la situación actual los Estados Unidos son el peligro 130

número uno para la paz en el mundo, y aún no se ha deci­ dido qué posición adoptarán los otros Estados para prote­ gerse de este peligro. El chantaje en sus diversas formas será más importante que el uso inmediato de la violencia. Esta situación actual es una fase que no podría haber resultado de otra forma tan pronto como se acabó la bipolaridad. No puede durar eternamente pero el tiempo de transición pre­ sagia muchos peligros. En tercer lugar: los peligros afectan en especial al Tercer Mundo. Pero los Estados Unidos tienen suerte, pues sus in­ tereses y los de los europeos coinciden en esta cuestión. Todo el hemisferio norte se ha unido contra los países del sur. Este antagonismo es en primer lugar de naturaleza eco­ nómica: el hemisferio norte se transformará cada vez más en una fortaleza contra el hemisferio sur. La divisa reza: no de­ jar en modo alguno que el Tercer Mundo participe de la ri­ queza, sino antes bien mantener la posesión de las riquezas y aumentarlas; dejar que la población del hemisferio sur se hunda en una pobreza aún más profunda; rechazar un mer­ cado justo de materias primas; imponer intereses injustos; defenderse contra toda forma de inmigración. De modo que el problema más urgente no es la paz, sino la justicia. El problema capital es el progresivo aumento del bienestar en una parte de la tierra a costa de la otra parte. Y las guerras servirán como la última ratio para lograr lo que en el caso normal se consigue mediante la presión económica. ¿Qué hacer? Es muy difícil responder a esta pregunta, pues el problema de la justicia global es un problema moral y la moral no suele desempeñar ningún papel en las accio­ nes de los Estados. Sería necesario que los intereses propios concordaran con los mandamientos éticos. Esta era en par­ te la situación en los años sesenta, cuando muchos Estados se deshicieron de su estatuto de colonias y los grandes po­ deres rivalizaban por favorecer al Tercer Mundo. Lo carac­ terístico y deprimente de la situación actual es que el inte­ 131

rés del hemisferio norte en hacerse con las simpatías de los países menos desarrollados desapareció definitivamente tan pronto como la Unión Soviética se retrajo a sí misma. No tengo ninguna fórmula sobre cómo se podría detener este proceso tan terrible para miles de millones de personas. Tampoco no se ven los castigos que esperan a los países del hemisferio norte si mantienen su injusto comportamiento actual. No obstante tiene algún sentido cuando menos per­ cibir la situación tal y como es. Además hay que recordar lo que he dicho sobre la (supuesta) fundamentación ética: que forma parte de toda acción bélica, pero también de toda ac­ ción política en general. Los países del hemisferio norte in­ tentan hacerse con una conciencia tranquila en relación con los países menos desarrollados, y una de las pocas cosas que podemos hacer es impedirles que puedan hacerlo. Debería­ mos hacer hincapié en cuáles son las acciones que se co­ rresponderían con el mandato de la justicia. En primer lu­ gar se trataría de un sistema económico mundial justo. La guerra del Golfo ha puesto de manifiesto que cuando los Estados occidentales lo desean pueden poner en movimien­ to sin dificultades enormes cantidades de dinero que po­ drían utilizarse de manera productiva. Un segundo punto sería que los Estados occidentales se abrieran sin condicio­ nes a la inmigración. La idea de que el problema de la justi­ cia sólo se puede entender en el marco interior de los Esta­ dos, como supuso John Rawls en su Teoría de la justicia, está superada: la justicia es algo a lo que todos los hombres tienen derecho. El hecho de que alguien haya nacido al otro lado de la frontera no puede ser decisivo para conculcarle sus derechos. Tan pronto como nos demos cuenta de que los derechos no se limitan al interior de los Estados, vere­ mos que las leyes de inmigración limitadoras vulneran los derechos humanos más básicos. Nos hemos acostumbrado a considerar que estos derechos son constitucionales, pero también se hallan en la Declaración Universal de los Dere­ 132

chos Humanos, y deben ser considerados universales tam­ bién según las normas básicas de la ética. Me acuerdo cómo me eché atrás cuando hace treinta años un amigo (significa­ tivamente del Tercer Mundo) me expuso por vez primera las ventajas del mestizaje entre los pueblos. Sólo más tarde me di cuenta de en qué medida mi comportamiento se co­ rrespondía con el típico chovinismo europeo. El miedo que muchos europeos tienen ante esta idea carece de funda­ mento, ya que no habrá un auténtico mestizaje dado que casi todas las personas tienden a quedarse con los suyos en su país aun cuando deban con ello asumir algunas desven­ tajas. Dicho esto, un mestizaje considerable no sería sólo el resultado de una política justa de inmigración, sino que ade­ más ejercería una influencia favorable sobre la disposición pacífica de los pueblos. Al principio he intentado mostrar que una de las condiciones de la disposición a la guerra de un pueblo es que las personas tengan una identidad propia agresiva. Si hubiera un mestizaje de muchos pueblos dentro de un mismo Estado se dificultaría el desarrollo de seme­ jante identidad. Para finalizar quiero volver a subrayar que la justicia es el punto de referencia de la mayor parte de mis observacio­ nes sobre la paz. Hemos visto que el problema básico de la política internacional hoy es la injusticia, que las guerras son el resultado del esfuerzo por consolidar y ampliar la in­ justicia, y que no poseen más que el valor de última ratio. Pero también hemos visto que las dos condiciones subya­ centes que contribuyen a la disposición de un pueblo a en­ trar en guerra (el interés en un retorno al estado de natura­ leza y la identificación particularista y agresiva con el propio colectivo) se debilitarían si se estableciera una sociedad más justa. En última instancia, el interés de los poderosos en la guerra tiene siempre algo que ver con la injusticia. En este caso no se trata de desigualdad entendida como un estado desigual de la sociedad, sino de la disposición espiritual. 133

Platón utilizaba en este sentido el concepto pleonexia, que se podría traducir como el deseo de tener siempre más, más que antes y más que los otros. Una persona que está domi­ nada por este deseo es injusta. Y todas las personas en el po­ der que, bajo determinadas circunstancias, intentan iniciar una guerra lo hacen por esta razón. Y si lográramos esta­ blecer una sociedad justa, la pleonexia no quedaría supera­ da, pero sí algo domesticada. En todo caso estas observa­ ciones son utópicas pues no sabemos cómo se pueden hacer realidad. Quiero concluir con una pregunta para la que no tengo respuesta y me temo que nadie la tiene. La problemática de la paz es la problemática de la vida y la muerte y por ello se trata de un problema que afecta a nuestro interés propio, y desde luego a nuestro interés propio colectivo. Pero la cues­ tión de la supervivencia tiene que ver con la justicia social, que por su parte no es un problema del interés propio, sino un problema ético. Esta meta ética, la justicia social, a su vez no se puede realizar si no se consiguen encontrar los inte­ reses propios (es decir, los intereses económicos) que concuerdan con los imperativos morales. Y esta es la cuestión de nuestra supervivencia para la que no tenemos respuesta. El marxismo creía haberla encontrado. Marx afirmaba, en primer lugar, que la economía colectiva era superior a la economía capitalista, y, en segundo lugar, que la economía colectiva conduce a la justicia. La creencia de los marxistas y de Marx mismo en estas convicciones es tan fuerte que creían no necesitar ninguna teoría de la justicia, ningún con­ cepto normativo de ética. La realidad, es decir, la economía, conduciría necesariamente, según ellos, a lo justo y por ello no es necesario desarrollar ningún concepto especial de jus­ ticia. Marx se reía de lo normativo. Sin embargo, la motiva­ ción de la mayoría de los marxistas era el deseo de justicia, aun cuando de modo más implícito que explícito. La pre­ sente decadencia del marxismo es un factor más de la pregun­ 134

ta por la paz hoy en día, en un sentido positivo, pero tam­ bién en un sentido negativo. Lo positivo creo que radica en el necesario desencanto en relación con las afirmaciones que acabo de mencionar. Los antiguos marxistas se han dado cuenta finalmente de que la tesis de que la economía colec­ tiva es superior a la capitalista, es tan falsa como la tesis de que la economía colectiva realiza automáticamente la justi­ cia social. Son falsas, en primer lugar, porque no fueron ve­ rificadas en el llamado socialismo real existente, y en segun­ do lugar porque no se pueden excluir otros modelos que verificarían esta tesis. Es positivo liberarse de ilusiones. Pero, en segundo lugar, los que han sido marxistas tienden en la actualidad a abandonar todos sus antiguos contenidos de fe, así como su antigua defensa de la justicia, y ahí creo que ra­ dica lo negativo de la crisis del marxismo. De esta crisis no sólo deberíamos salvar la idea ética de justicia, sino también lo que me parece que fue una aportación duradera de Marx, a saber, concebir que la justicia no se puede instaurar me­ diante sermones morales, sino sólo cuando efectivamente encuentren apoyo en los correspondientes motivos econó­ micos. No hallamos pues ante dos errores contrapuestos en relación con esta idea de Marx. El primero, el error tradi­ cional, sería creer que podríamos lograr cualquier cosa re­ levante en el ámbito social a partir de un puro esfuerzo éti­ co. El segundo es el error de Marx, que creía que la moral y lá economía están tan interrelacionadas que podemos dejar de lado la dimensión ética como elemento autónomo de nuestra acción. El abandono de la moral y la problemática de los derechos humanos tiene, como es sabido, efectos fa­ tales en el llamado socialismo real existente. No podemos ni debemos despedirnos de la dimensión moral como di­ mensión autónoma. Por otra parte: si mantenemos la moral como dimensión autónoma, surge de nuevo la pregunta so­ bre cómo creamos el vínculo entre las metas éticas y la fun­ ción de la economía. Sabemos que la economía capitalista, 135

que parece más fuerte económicamente que cualquier otro sistema, es intrínsecamente injusta y belicosa, el factor más amenazador para la paz. Por tanto, debemos perseverar en el sueño ético de la justicia (por nuestro interés en la super­ vivencia, si no por sí misma); pero también debemos perse­ verar en la convicción de Marx de que la justicia no se pue­ de realizar sin una forma económica correspondiente, y no sabemos cómo se podría modificar el sistema capitalista o cómo se podría alcanzar una nueva forma no capitalista de economía que fuera económicamente eficiente y que al mis­ mo tiempo permitiera la realización de la justicia. Me pare­ ce que este es el núcleo del problema de la paz hoy.

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El «debate Singer» (1991) ¿Hay un «debate Singer»? En realidad, no, pues un debate consiste en argumentos a favor y en contra. Sin embargo, aquí una de las partes apenas argumenta, más bien difama e imposibilita la discusión. En Alemania, desde hace dos años no pueden realizarse actividades académicas en las que se tra­ te de la obra de Peter Singer Ética práctica. En algunos de los artículos recogidos en esta antología (Hegselmann, Anstótz, Singer) el lector traba conocimiento con la tremenda cantidad de insultos, tergiversaciones y citas falseadas que constitu­ yeron una parte de la campaña contra el huésped de Aus­ tralia y sus anfitriones. r El libro se divide en dos partes. La primera contiene con­ tribuciones sobre el asunto, la segunda el llamado «debate». Tal vez el libro tendría más valor si también se le hubiera dado la palabra a la parte adversa. Los editores escriben que el libro «en cierto modo toma partido». Pero esto sólo afec­ ta al punto decisivo, a saber, que todos (incluso el único ar­ tículo de R. Wittmann que rechaza en todos los aspectos la posición de Singer) defienden decididamente el derecho a la libertad de expresión y la necesidad de la discusión. La mayoría de los artículos son apasionantes. 137

En relación con el punto central de la discusión sobre la eutanasia de los recién nacidos, que a fin de cuentas habría que discutir independientemente de Singer, la mayoría de los artículos son igualmente unánimes: hay que dejar morir a los recién nacidos con graves discapacidades que no tie­ nen otra expectativa que el sufrimiento y no la curación. Las contribuciones de H. Kuhse y R. Merkel muestran la men­ dacidad de los que rechazan declamatoriamente lo que hace tiempo que se practica y es tolerado jurídicamente. Apenas se percibe que la condena a vivir de estos infelices no es más que la consecuencia de la doctrina de la Iglesia sobre el ca­ rácter absolutamente sagrado de la vida. No es cristiana sin más, pues ¿acaso no es misericordioso el Dios cristiano? ¿Puede permitir crueldades? Como subraya Helga Kuhse, para una ética secularizada la vida no puede tener valor en sí, sino sólo los vivientes, los intereses de los individuos. Di­ versos autores muestran en este contexto qué inadecuado es el derecho a la vida, porque nadie lo discute. Se trata antes bien que en estos casos extremos también se reconozca el derecho a morir que es el resultado inmediato del derecho a satisfacer los intereses fundamentales. Diversos autores señalan qué perversa es la equiparación de la pregunta de Singer de si la vida aún es digna de ser vi­ vida para el individuo con la formulación de los nazis sobre la vida «que no merece ser vivida» en contra del punto de vista de los individuos. Si estamos obligados en general a ponderar entre sufrimiento y muerte (y a veces lo estamos ya sea para nosotros mismos o para otros que no se pueden expresar), la pregunta sobre si merece ser vivida una vida así para el individuo es inevitable, bien se use esta formulación u otra. Los autores tienen diversas opiniones acerca de la pre­ gunta ulterior de si debemos (no sólo si nos está permitido, pues se trata de una obligación moral de dejar morir) dejar morir al niño en estos casos o de si se debe matar activa­ 138

mente. Esta pregunta no es analizada en profundidad en este volumen. Los que rechazan la eutanasia activa argu­ mentan de modo más bien tradicional: hay que hacer esta distinción. El contraargumento reza: la distinción no se sos­ tiene conceptualmente y la eutanasia pasiva no hace más que prolongar la mayoría de las veces el sufrimiento. Aún otra pregunta que hace comprensible la reacción de espanto hacia Singer en Alemania se refiere a si dado el caso se pueden abortar fetos o si incluso se pueden matar recién nacidos aun cuando no se adopte la perspectiva propia de es­ tos sino desde el punto de vista de la carga para las familias. El ejemplo estándar es la trisomía 21 (mongolismo). Ningu­ no de los autores apoya este paso ulterior y apenas se dis­ cute en el libro sobre él. Sin embargo, hay que hacerlo y quiero aportar lo siguiente: 1) Para Singer este paso se dis­ tingue claramente del primero; de modo que no es justo que en las objeciones contra él se mezclen ambos pasos. Cada cual es libre de aceptar el primero y rechazar el segundo. Para Singer la circunstancia de que el recién nacido aún no sea una «persona», es decir, que aún no tenga una relación consciente con su futuro, estando permitida por tanto una muerte indolora, es decisiva sólo en el segundo paso (en el que se trata de lo que está permitido no de lo obligatorio); 2) La cesura clara que se suele señalar entre fetos y recién nacidos, es decir, el nacimiento, probablemente es razona­ ble, pero en modo alguno carece de problemas, y esta es la razón por la que Singer no se contenta con hablar de inte­ rrupciones del embarazo justificadas de esta manera; 3) En la actualidad hay una práctica (apoyada por muchos de los que se indignan con Singer) generalmente reconocida (y ju­ rídicamente permitida) según la cual está permitido inte­ rrumpir el embarazo hasta la semana 22, no sólo cuando puede haber lesiones graves, sino también cuando hay diag­ nósticos de trisomía 21. ¡Y a pesar de tanta inconsistencia no se debe permitir la discusión! 139

En las discusiones sobre Singer tuvieron mucho peso algu­ nas asociaciones de discapacitados. Dos de los artículos de este libro, los de D. Bimbacher y U. Wolf, tratan de los mie­ dos y argumentos específicos de los discapacitados, lo cual es importante. Bimbacher es de la opinión, por razones utilita­ ristas, de que habría que tomar en consideración las reaccio­ nes ofendidas de los discapacitados aun cuando se las consi­ dere injustificadas. Es evidente que hay que tomarlas en consideración, pero si influenciaran la argumentación ética como tal, entonces esto implicaría evidentemente el fin de toda ética. Bimbacher se hace a sí mismo la siguiente objeción: en ese caso «el utilitarismo estaría comprometido con la es­ trategia ultraconservadora que consiste en defender las anomalías sociales más graves en la medida en que su supre­ sión sería susceptible de ofender a las almas sensibles». El ar­ gumento aparentemente fuerte que ofrecen una vez tras otra los discapacitados reza: «Si este método hubiera existido an­ tes habríamos muerto». Esto es falso de antemano porque, a diferencia del segundo paso de Singer, ninguno de los autores de este volumen piensa en recién nacidos que podrían sobre­ vivir. La palabra «discapacitado» induce de manera extrema a error. De modo que el argumento sólo tiene valor contra la in­ terrupción selectiva del embarazo. En su extremadamente in­ teresante contribución, Ursula Wolf añade la siguiente obje­ ción: «Supongamos que una sociedad acuerda que a causa de la superpoblación en el futuro nadie podrá tener más de dos hijos. ¿Implica esto que de este modo se les discute el derecho a la existencia a los terceros, cuartos, etcétera, hijos?». También muestra que la posición aún más extrema de­ fendida por algunos discapacitados y que consiste en re­ chazar la idea de una curación futura mediante una técnica de genética prenatal conduciría a que se pusiera en cuestión la idea de medicina y de curación según la divisa «hagamos lo posible para que haya un número tan grande posible de discapacitados como nosotros». 140

Al final del libro se encuentra una declaración de solida­ ridad firmada por filósofos alemanes que protestan en con­ tra de que se impida el ejercicio de la libertad de discusión «sin por ello tomar partido a favor o en contra de las tesis de Singer». Curiosamente parece que este asunto no preo­ cupa a nadie más que a los colegas de Singer, mientras que el público alemán en su totalidad reacciona con indiferen­ cia a una situación que en modo alguno afecta sólo a los fi­ lósofos, sino que es un atentado severo contra las libertades constitucionalmente garantizadas de expresión y de inves­ tigación científica. Los mismos que en el 68 se indignaban contra las infracciones limitadas a reglas simbólicas aceptan que hoy se impida efectivamente una discusión sobre un tema de gran importancia social. ¿Cómo es posible? Sería en realidad macabro que la policía tuviera que proteger los actos académicos de los ataques de los discapacitados, pero en primer lugar nadie ha exigido algo semejante, y en se­ gundo lugar el hecho de que las asociaciones de discapacita­ dos instrumentalicen para sus acciones los especiales senti­ mientos de culpa presentes en la sociedad hacia ellos, aunque su meta declarada es ser reconocidos como ciudadanos con los mismos derechos y obligaciones fundamentales, este he­ cho da que pensar. Los discapacitados sólo han reaccionado así en el ámbi­ to germano. El año pasado hubo que trasladar un congreso internacional sobre ética médica de la ciudad de Bochum a Maastricht en Holanda, en donde tuvo lugar pacíficamen­ te. La explicación evidente de que, tras los crímenes que los nazis cometieron bajo el eufemismo «eutanasia», en Ale­ mania se tiene que reaccionar de manera especialmente sen­ sible a todo auténtico debate sobre la eutanasia es verdad, pero no basta. Los holandeses consideran que estos crímenes no son menos horribles que los alemanes. Me parece que el motivo por el que los alemanes y sólo los alemanes se preo­ cupan o permiten que se impida la discusión abierta sobre 141

esta urgente cuestión, se remonta efectivamente al pasado nazi, pero tiene raíces más profundas. Llama la atención el grado de irracionalidad e intolerancia, las tergiversaciones y la incapacidad de diferenciar por parte de los adversarios en la discusión. Creo que se trata de sentimientos de culpa no procesados, aún reprimidos, que han producido en este país una tendencia tan fuerte a convertir en tabú las conviccio­ nes éticas tradicionales y hasta la fecha no discutidas, y que imposibilitan una discusión tolerante tal y como se debería dar por supuesta en una sociedad democrática. Singer lo ve de modo semejante, basta con leer su aportación a este vo­ lumen y su texto en New York Review of Books del 15 de agosto, «On Being Silenced in Germany»,* un título acer­ tado y vergonzoso para nosotros. Francfort

* Hay traducción española: «De cómo no me dejaron hablar en Ale­ mania», en Peter Singer, Una vida ética. Escritos, Madrid, Taurus, 2002, pp. 349-364.

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Discurso de recepción del Premio Meister Eckhart (2005) Sin duda cada época considera que su miseria presente es es­ pecialmente grave. No importa si esto es objetivamente co­ rrecto. Sin embargo, me parece una peculiaridad de nuestra situación actual, sobre todo si se la compara con los últimos 200 años, que nos hemos vuelto especialmente pesimistas, pues no nos podemos imaginar de ningún modo cuál es el fu­ turo de la humanidad y por ello nos podemos muy bien ima­ ginar que en un tiempo previsible desaparecerá, así como que en muchas cuestionas concretas ni siquiera tenemos una idea de cómo podemos remediar la miseria. Así, por ejemplo, pa­ rece que la globalización del capitalismo vuelve a actualizar la crítica de Marx, pero, al contrario que él, hoy nadie tiene una idea de cómo se puede alcanzar la justicia social. Para nuestra sorpresa ha caído el telón de acero, pero en su lugar se han erigido nuevos muros, tan bien fundamen­ tados en su superficie como lo estaba el Muro que separaba esta ciudad, de modo tal que los poderosos, en lugar de anu­ lar las injusticias que han creado, intentan protegerse de las reacciones que estas suscitan. Me refiero, de un lado, a los muros que han sido construidos en las ciudades españolas situadas en Marruecos, Ceuta y Melilla, y que son los re­ presentantes visibles del cinturón policial que toda Europa 143

ha levantado a su alrededor contra el mundo pobre, y, del otro, a los muros que han sido construidos en Palestina. Ambos muros son en apariencia razonables, pues ¿no es comprensible que los europeos quieran impedir una inmi­ gración que se percibe ilimitada, y no es razonable que los israelíes se quieran proteger de las intrusiones de los terro­ ristas suicidas? En ambos casos se trata de medidas que sólo son indispensables si no se está dispuesto a acabar con la in­ justicia de base. Con todo, pienso que en estos casos ni si­ quiera tenemos una idea de cómo se puede allanar la injus­ ticia: cómo se debería llevar a cabo. Me concentro en el muro construido en Palestina, por­ que como judío me siento especialmente avergonzado por el desprecio humano con el que la mayoría de los israelíes (afortunadamente sólo la mayoría) se relaciona con los pa­ lestinos que mantienen sometidos, y porque deseo señalar dos cosas triviales que serían más difíciles de decir para un no judío en Alemania que, a causa de la vergüenza alemana en relación con los judíos, sería inmediatamente desacredi­ tado. También existen, ciertamente, judíos antisemitas, pero si fuera designado como tal me daría igual. No, yo y los que piensan como yo no somos antisemitas, sino que entende­ mos nuestro ser judíos de otro modo, a saber, del modo en que algunos de los antiguos profetas lo expresaron y por supuesto Jesús, que fue el más grande de los profetas, y en nuestro tiempo, por ejemplo, Marek Edelmann, el viceco­ mandante de la rebelión en el gueto de Varsovia, que a pe­ sar del resurgente antisemitismo polaco no emigró cons­ cientemente a Israel y que, a la pregunta de lo que para él significaba ser judío, respondió: «Ser judío significa, de una parte, estar a favor de los débiles». Este universalismo ju­ dío, que se puede ilustrar con figuras como Sigmund Freud, Rosa Luxemburg o Víctor Gollancz, fue convertido desde 1944 en una tendencia minoritaria por el sionismo, un pro­ ceso que he tratado en otra parte. Pero hay que reconocer, 144

desgraciadamente, que este triunfo del particularismo de lo étnico en el judaismo es también la consecuencia de una tra­ dición que ha sido una carga para nosotros desde un prin­ cipio, la idea del pueblo elegido. Esta supuesta bendición se nos ha convertido en una maldición. Las dos cosas triviales que quería señalar son: en primer lugar el sionismo ha sido desde el principio un camino erró­ neo y una injusticia, y sólo se puede comprender desde la pretérita conciencia colonial europea. Un camino erróneo también porque contradice tanto a la religión judía según la cual sólo habrá retorno cuando venga el Mesías, así como a la idea de la emancipación judía. Y ha sido una injusticia ya desde el principio: cuando aumentó la inmigración judía a principios del siglo pasado, los árabes no estaban en con­ tra de la emigración como tal, pero sí que les parecía com­ prensiblemente insoportable de antemano la meta explícita de fundar en esa tierra un Estado extranjero. Para ver con claridad qué perversa era esta idea hay que imaginarse cómo reaccionarían los europeos, que ni siquiera permiten la in­ migración como tal, si, por ejemplo, los kurdos, que sufren la misma dominación que los judíos sufrieron, quisieran es­ tablecer un Estado kurdo en Europa. La idea de ser el pue­ blo elegido y la idea del reino de Dios son los dos polos contrapuestos que determinan contradictoriamente la autocomprensión judía. La idea del reino de Dios, que fue reco­ gida por Kant con su idea del reino de los fines, conduce a una autodisolución del pueblo judío así como también a una relativización de todas las otras ideas del pueblo. Lo segundo que quisiera señalar es lo siguiente: el Estado de Israel se ha convertido mientras tanto en un hecho que también debe ser aceptado por los palestinos, pero dado que esto no se ha dado naturalmente, la tarea de los israelíes debería haber sido facilitárselo. La oportunidad se presen­ tó tras la Guerra de los Seis Días en 1967. Habían vencido de manera brillante y ocuparon toda Palestina. Como ven­ 145

cedor se puede ser generoso, pero también hay que serlo si se desea conseguir una solución constructiva. Esta oportu­ nidad de una solución de dos Estados no sólo no fue perci­ bida por los israelíes que mantuvieron la ocupación y se comportaron como verdaderos ocupantes con todas las tra­ bas, sino que han obstruido la paz activamente y sin nece­ sidad mediante su política de asentamientos, una política que a pesar de la desocupación de la franja de Gaza ha se­ guido en alza. Esta política de asentamientos es una infil­ tración que conduce a una anexión y que sitúa a los palesti­ nos ante la elección de emigrar de ahí o de aceptar el estatus de parias en su propio país. No me parece evidente explicar los atentados suicidas palestinos simplemente como fana­ tismo religioso: no son más que, en primer lugar, por muy aguda que sea la crítica, atentados de desesperación. Si los asentamientos se desmontaran, sería el paso decisivo para la superación de la desesperación y hacia un acuerdo recípro­ co. Pero parece apenas imaginable que la nación israelí con su mezcla de odio, miedo y arrogancia llegue tan pronta­ mente a la situación de ejecutarla voluntariamente, y apenas es imaginable lo que pasaría si fueran obligados -pero ¿por quién?- a hacerlo. La Fundación Identity me ha manifestado su amabilidad al otorgarme un premio de 50.000 euros. Lo considero como una oferta para que pueda decidir cómo debe ser utilizado este dinero. Con base en las razones hasta aquí mencionadas espero la comprensión de la fundación a mi donación de este monto a Palestina no para la finalidad aparentemente más constructiva de una reconciliación arabe-israelí, pues esto podría parecer una patraña dado el rechazo de toda recon­ ciliación por parte de la política israelí, sino sólo para la re­ construcción de Palestina. A los no judíos ilustrados ale­ manes también les puede parecer importante ayudar a Palestina, aunque comprensiblemente les parezca difícil. No fue sólo el nazismo, sino el antisemitismo del centro y 146

del Este de Europa en su totalidad, el corresponsable de la desgracia de los palestinos, y en lugar de los millones sufra­ gados por los alemanes en la actualidad para monumentos en recuerdo del Holocausto que sólo sirven para la mitiga­ ción del propio sentimiento de culpa, no hay duda de que la ayuda activa es lo que se requiere, la ayuda activa para to­ dos los necesitados, pero en especial para los que, ahora y hoy, son perseguidos, sometidos, y aún de modo más espe­ cial para aquellos de cuya desgracia uno se puede sentir res­ ponsable, aunque sólo sea indirectamente. Para acabar deseo hacer aún dos observaciones con la es­ peranza de evitar malentendidos. Primera: sé que se me reprochará que con lo que he di­ cho favorezco ideas antisemitas, y no puedo siquiera ex­ cluirlo. Pero no se puede decir nada en absoluto política­ mente relevante sin que un grupo cualquiera haga un mal uso y lo explote para sus finalidades. Deseo que esa parte de mi discurso se entienda como una contribución que defien­ de que en Alemania también debe poder decirse sobre este asunto lo que cada cual crea correcto, sin ser sospechoso. Considero insoportable y extremadamente inconveniente para el futuro del Estado de Israel que la crítica a su políti­ ca sea equiparada automáticamente con el antisemitismo; es este un método, el de aislarse frente a las críticas, del que na­ die ha sacado aún nada bueno. Segundo: el no dedicar mi donación a un proyecto de en­ tendimiento, sino meramente a la reconstrucción palestina, no es sólo expresión de mi pesimismo, sino que deseo des­ tacar algo en concreto. Tengo mucho respeto por los pro­ yectos destinados directamente a la reconciliación, pero a mis ojos ahí radica una dificultad. Reconciliación no signi­ fica sólo la disposición a la asociación, no es posible sim­ plemente saltar por encima de las injusticias cometidas. Si tengo razón con los dos puntos que he calificado de trivia­ les -sobre el sionismo inicial y sobre la política de asenta­ 147

mientos- entonces se encuentra aquí una asimetría en la in­ justicia básica (por mucho que en concreto pueda existir cierta simetría en el odio recíproco y en las acciones y reac­ ciones mortales). Parece muy poco imaginable que los is­ raelíes reconozcan jamás que los que han sufrido primaria­ mente la injusticia en este terrible conflicto sea la otra parte; con todo, la aceptación de esto y la obligación de reparación concomitante son los requisitos de una reconciliación real. Y en todo caso no sabría por qué nosotros los que nos ha­ llamos en el exterior -ya seamos judíos o no judíos- no se lo podríamos decir. Y por ello -lo he reflexionado mucho y hablado con amigos que tenían otra opinión- mi donación no va directamente a un proyecto de reconciliación, sino que tiene sólo este sentido simbólico de un gesto de repara­ ción.

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La política de los irreconciliables (2006 )

Kölner Stadt-Anzeiger (Michael Hesse): Señor Tugendhat, ¿con la retirada de la franja de Gaza, no ha enviado Israel una señal positiva? Tugendhat: Con la retirada de la franja de Gaza, Sharon ha realizado una maniobra genial: por una parte parece como si él, el otrora azuzador, de repente estuviera a favor de una solución pacífica (hay que añadir que para Israel la franja de Gaza no tenía ningún valor y su ocupación era sólo una car­ ga); por otra parte, de este modo Sharon podía distraer la atención de la opinión pública mundial sobre las situacio­ nes extremas a que ha conducido la política de colonización en Cisjordania. La finalidad no declarada de esta política sólo puede ser la anexión: se va a acabar con los palestinos y Occidente lo permite. ¿No son preocupantes los resultados de las elecciones en Palestina? Tugendhat: Israel y Palestina se incitan recíprocamente. Parece que en parte la victoria de Hamás se explica por la corrupción de Al-Fatah, pero forma parte de la irreconci­ liable política israelí. Cuando la situación no tiene salida, predomina el fanatismo. 149

¿Deben manifestarse con velas1 los alemanes a favor de los palestinos? Tugendhat: No, esto sería exagerado. El que hoy en día critica la política actual de Israel, sólo puede hacerlo si deja claro que no tiene motivos antisemitas, y esto tal vez no sea fácil. Pero nosotros, judíos, por nuestra parte, no debemos creer que a causa del Holocausto no podemos ser critica­ dos. El que ha sido perseguido, no adquiere por ello el de­ recho a perseguir a otros. Que alguien haya sido expulsado de su casa, no le da derecho a irrumpir en la casa de otro. También los palestinos deben aportar algo al proceso. Tugendhat: Naturalmente. Israel ya es un hecho que debe ser reconocido por los palestinos. No quiero hablar aquí del tiempo anterior a 1967; hasta entonces los israelíes tenían que vivir con el miedo a ser «lanzados al mar» por los árabes, tenían que luchar por su existencia. Pero con la Gue­ rra de los Seis Días en 1967 se impusieron. Fueron claros vencedores, y el vencedor puede permitirse ser generoso. Según mi opinión, entonces habría sido posible una verda­ dera paz: una solución bien sopesada de dos Estados. Israel no percibió esta oportunidad. En lugar de ello mantuvo ocupado militarmente el territorio de los vencidos. ¿Son los judíos sionistas los desencadenantes del conflic­ to? Tugendhat: Este es el problema más antiguo del que no habría que apartar la mirada. Hoy se piensa que judíos y sionistas son casi lo mismo. Pero el sionismo que surgió ha­ cia 1900 era una especial interpretación nacionalista del ju­ daismo rechazada en las primeras décadas del siglo xx por 1. Desde principios de los noventa se extendieron en Alemania, en pro­ testa contra los ataques neonazis a los centros de refugiados políticos y a casas de extranjeros, las manifestaciones en las que los participantes porta­ ban velas encendidas, creándose cadenas de velas ( Lichterketten). (N. del T.)

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la mayoría de los judíos que se entendían a sí mismos bien en términos religiosos bien en términos de asimilación. No fue hasta 1944 que el sionismo se hizo mayoritario en las principales organizaciones judías de los Estados Unidos. No obstante, en la actualidad hay también muchos judíos que se sienten distanciados del sionismo. Ciertamente, siem­ pre han existido dentro del sionismo -e igualmente hoy en Israel- grupos que defendían un verdadero entendimiento con los palestinos, esto es, la igualdad de derechos. Sin em­ bargo, no se puede negar que el sionismo era por esencia na­ cionalista y, por tanto, potencialmente agresivo hacia el ex­ terior. ¿Cómo se explica usted esto t Tugendhat: Se encontraba ya en la idea inicial de no li­ mitarse a emigrar a Palestina, sino fundar ahí un Estado propio. Se puede entender que una idea así, que sólo se pue­ de explicar a partir de la conciencia colonial europea de aquel entonces, fuera inaceptable para los árabes. ¿No es el sionismo una consecuencia del Holocausto f Tugendhat: No. La principal emigración sionista a Pa­ lestina sucedió antes del Holocausto y no fue una reacción a la política de aniquilación de los nazis, sino al fenómeno generalizado del antisemitismo, aún más en el Este de Euro­ pa que en Alemania. Por tanto sólo se puede decir: el sio­ nismo fue una consecuencia comprensible, pero ciertamen­ te no «necesaria» del antisemitismo. ¿Había otras opciones? Tugendhat: Sí. Se pueden ver en las alternativas mostra­ das por Gershom Scholem. Scholem -el principal autor de mística judía-, que emigró de Alemania a Palestina en el año 1924. En su autobiografía reflexiona sobre su juventud en Berlín. De una parte, ve a sus padres que intentaban asimi­ larse. De la otra, a su hermano que se hizo comunista. Fren­ 151

te a estos dos caminos consideró el suyo propio, el sionista, como el único que se demostraba practicable. Pero ¿se pue­ de afirmar esto? Kölner Stadt-Anzeiger (25-26 de marzo de 2006)

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Procedencia de los textos «Mirada retrospectiva en el otoño de 1991» («Rückblick im Herbst 1991»): escrito a modo de introducción para este vo­ lumen. «Contra la pedagogía autoritaria. Escrito polémico con­ tra las tesis “coraje para educar”» («Gegen die autoritäre Pädagogik. Streitschrift gegen die Thesen “Mut zur Er­ ziehung”): Die Zeit, 2-6-1978, p. 48. «Gitanos y judíos» («Zigeuner und Juden»): prólogo a Tilman Zülch (ed.), en In Auschwitz vergast, bis heute ver­ folgt. Zur Situation der Roma und Sinti in Deutschland und Europa, Reinbek, 1979, pp. 9-11. «Racionalidad e irracionalidad del movimiento pacifista y sus adversarios. Tentativa de diálogo» («Rationalität und Irrationalität der Friedensbewegung und ihrer Gegner. Ver­ such eines Dialogs»), en Verlag und Versandbuchhandlung Europäische Perspektiven GmbH (Schriftenreihe des Arbeistskreises Atomwaffenfreies Europa e. V, vol. 7), Berlin, 1983. 153

«La República Federal Alemana se ha convertido en un país xenófobo. Discurso en Bergen-Belsen contra la expul­ sión de yazidíes» («Die Bundesrepublik ist ein fremden­ feindliches Land geworden. Rede in Bergen-Belsen gegen die Abschiebung von Yezidi»): prólogo a Robin Schneider (ed.), en Die kurdischen Yezidi. Ein Volk auf dem Weg in den Untergang, Kassel, 1984, pp. 9-11. «Asilo: ¿clemencia o derecho humano?» («Asyl: Gnade oder Menschenrechtt»), en Kursbuch 86 (1986), pp. 172176; también en K. Barwig y D. Mieth (eds.), Migration und Menschenwürde, Mainz, 1987, pp. 76-82. «Contra la repatriación al Líbano. Discurso pronunciado con ocasión de una reunión de protesta en la Passionskirche de Berlín el 21 de enero de 1987» («Gegen die Abschiebung in den Libanon. Rede auf einer Protestversammlung in der Passionskirche Berlin am 21. Januar 1987»), en Kirche ak­ tuell, Berlín, febrero de 1987, pp. 27-29. «Ser judío en la República Federal Alemana» («Als Jude in der Bundesrepublik Deutschland»), Loccumer Protoko­ lle 66 (1987), Geschichte - Schuld - Zukunft, Evangelische Akademie Loccum, 1988, pp. 6-8. «El problema de la eutanasia y la libertad de expresión» («Das Euthanasieproblem und die Redefreiheit»), en Taz, 6-6-1990. «La guerra del Golfo, Alemania e Israel» («Der Golfkrieg, Deutschland und Israel»), en Die Zeit, 22-2-1991, pp. 62 ss. «El problema de la paz, hoy» («Das Friedensproblem heute»), Conferencia en Valencia el 30-4-1991; edición ale­ mana en Kursbuch, 105 (1991), pp. 1-12. 154

«El “debate Singer”». A propósito del libro de Rainer Hegselmann y Reinhard Merkel (eds.), en Zur Debatte über Euthanasie («En torno al debate sobre la eutanasia»), Fráncfort, 1991 {«Die Singer-Debatte»), Die Zeit, 18-101991, p. 47. «Discurso de recepción del Premio Meister Eckhart»: di­ ciembre de 2005. «La política de los irreconciliables» («Die Politik der Unversöhnlichen»): entrevista publicada en Kölner StatdAnzeiger el 25 de marzo de 2006.

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