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Spanish - Castillian Pages 203 Year 2013
Luis Beldi Tras los muros
Cárceles. Una historia de locura y corrupción
INTRODUCCIÓN LA HISTORIA
Capítulo I. El principio Capítulo II. Las cárceles argentinas nacieron mal Capítulo III. La tierra maldita Capítulo IV. Evita penitenciaria
EL HOMBRE ARAÑA
Capítulo I. Camino a Ciudad Gótica Capítulo II. Los superhéroes Capítulo III. Los presos políticos Capítulo IV. El fracaso del Hombre Araña
DEVOTO
Capítulo I. La universidad de los secuestradores Capítulo II. Devoto por dentro
FUGAS COMPRADAS
Capítulo I. Migua Capítulo II. Camel Capítulo III. El Zurdo Olivera Capítulo IV. La fuga de Chaco Capítulo V. Improvisados y corruptos Capítulo VI. Los cazadores
LOS BARRABRAVAS
Capítulo I. «La 12» Capítulo II. La Plata, ciudad tomada Capítulo III. La peor solución
LOS EVANGELISTAS
Capítulo I. La llegada de los pastores Capítulo II. La tragedia de Magdalena Capítulo III. El ocaso de «Cristo, la única esperanza»
EPÍLOGO A QUIENES LES DEBO
Luis Beldi
Tras los muros Cárceles. Una historia de locura y corrupción
Beldi, Luis
Tras los muros. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Planeta, 2013. E-Book ISBN 978-950-49-3643-5 1. Ensayo. I. Título CDD A864 © 2013, Luis Beldi Diseño de cubierta: Departamento de Arte de Grupo Editorial Planeta S.A.I.C. Todos los derechos reservados © 2013, Grupo Editorial Planeta S.A.I.C. Publicado bajo el sello Planeta® Independencia 1682, (1100) C.A.B.A. www.editorialplaneta.com.ar Primera edición en formato digital: octubre de 2013 Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del “Copyright”, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático. Inscripción ley 11.723 en trámite ISBN edición digital (ePub): 978-950-49-3643-5
A Mariana y Nicolás, mis hijos, mi mejor historia de amor
INTRODUCCIÓN
Las cárceles son El retrato de Dorian Gray de la sociedad. La novela de Oscar Wilde es una parábola sobre el lado siniestro y oculto de la vida. Cuando el pintor Basil Hallward intercambió miradas con Dorian Gray en una fiesta, lo admiró y le temió. Sus ojos le atravesaron el alma; tenían el atractivo de la perversidad. Gray era joven, bello y arrogante. Hallward intuyó que si trasladaba esa figura a una tela podría crear su obra cumbre. Tuvo un debate interno sobre la conveniencia de cruzar su destino con el de Gray. Finalmente se acercó al joven para proponerle que fuera su modelo. Tuvo que insistir con la propuesta porque Dorian Gray le temía más a la vejez que a la muerte. El retrato, con el tiempo, sería el testigo de su decadencia física. En el atelier de Hallward, se encontró con Lord Henry Wotton, un amigo del pintor. Antes de posar pasearon por el jardín; Wotton lo había atrapado con la exaltación de la belleza y la juventud. Gray le confesó que envidiaba al retrato porque nunca envejecería y que daría su alma para que sucediera al revés. En ese momento, sin saberlo, selló un pacto. El diablo se quedó con su alma a cambio de alterar el orden que impone el tiempo; Dorian Gray conservaría su belleza y el retrato envejecería. El narcisista estaba comprando una eternidad perfecta porque no solo no perdería la belleza exterior, sino que el retrato reemplazaría su alma. La pintura, además de cargarse con las arrugas que trae la vejez, incorporaría los rictus que se instalan en las facciones de los desalmados. Eternamente joven y con un rostro puro, se transformó en un psicópata egoísta y descontrolado. No le importaban los daños que generaba, el costo lo pagaba el retrato que se deformaba entre arrugas y rasgos siniestros. Cuando sintió que no podía más con su vida subió al atelier a ver el cuadro. No soportó su cara repugnante y rasgó la tela con un cuchillo. Cuando la servidumbre oyó los gritos, subieron la escalera y encontraron el retrato de un hermoso joven y el cadáver de un monstruo con un puñal clavado en el corazón. Por los anillos reconocieron a su patrón, Dorian Gray. Las cárceles son el retrato de Dorian Gray de la sociedad. Cada asesinato, cada violación, cada robo, cada delito y la creciente corrupción, enturbian las prisiones y las van volviendo ingobernables. La sociedad, por comodidad, mantiene un aire de indiferencia hacia el monstruo que se está incubando tras los muros. Quienes visitan las cárceles argentinas notan que sus habitantes son cada vez más jóvenes y feroces. Hasta hace pocos años los adolescentes eran minoría. La población carcelaria estaba compuesta por gente con edad superior a veinticinco años. Hoy predominan los jóvenes de entre dieciocho y veinte años que, si se suman a los que tienen entre veinte y veinticinco, componen la mitad de los encarcelados de la provincia de Buenos Aires, la zona que tiene los presos más feroces del país. La mayoría de estos jóvenes tiene en su haber al menos un homicidio; matar da prestigio entre los delincuentes.
Los guardias, desmoralizados porque el Gobierno les recorta poder y por los bajos salarios, cruzan la barrera y se integran a los negocios negros de las prisiones. Buenos y malos se involucran en un baile perverso. Cumplir con el deber no solo no tiene premio sino que a veces se castiga porque puede poner en peligro ese mundo secreto y corrupto que construyeron tras los muros. La decadencia tiene correlación con los gobernantes que mantienen intactas las reglas de juego y con la sociedad que permanece indiferente a lo que sucede dentro de las prisiones. No importa que la suciedad exista, sino que esté oculta. Cuando la delincuencia avanza y los ciudadanos se sienten desprotegidos, la sociedad reacciona contra su retrato, las cárceles, y piden seguridad de una forma cruel; desean que la prisión sea un instrumento de venganza y no un lugar de seguridad donde se procure la reinserción de los detenidos. Creer que prisiones más crueles van a reducir la tasa de delincuencia equivale a pensar que en las escuelas donde más se castiga se reciben los mejores alumnos. Pero motivos no les faltan para pensar que la solución es encerrar o eliminar definitivamente a los delincuentes. En 2008 —la última estadística oficial que dio a conocer el Ministerio de Justicia, después ocultó las cifras— hubo 297.825 delitos contra las personas. Apenas 4.925 delincuentes fueron condenados. En otras palabras, 1,65 por ciento de los que roban, secuestran o matan son castigados por la Justicia. Para notar las dimensiones de esta cifra vale un ejemplo: si alguien va al casino y decide jugar su dinero a un pleno, tiene una posibilidad en 37 de ganar. En cambio si decide robar, secuestrar o matar, las chances de ser condenados son 1 en 60; es más fácil acertar un pleno a la ruleta que ser castigado por un robo o un crimen. El secuestro es otra de las actividades exitosas si se las mide por el castigo. Hay delincuentes que se perfeccionan en la tarea de privar a inocentes de su libertad porque es el delito que tiene menos probabilidades de recibir condena. Las chances son 1 en 88. Con estos datos se entiende que en 2008 se hayan cometido 144.242 delitos contra la libertad de las personas. Año tras año siguieron creciendo, pero el Gobierno guarda las estadísticas de los últimos años como un secreto de Estado. Los delitos contra la propiedad que incluyen robos de casas y autos sumaron casi 800 mil. El porcentaje de condenados fue 2,66. Acá las chances de castigo son las mismas que ganar en la ruleta. La imagen a la que acudí del casino versus el delito no es casual. La vida y el patrimonio de los argentinos están desprotegidos porque el Gobierno está ausente y depende del azar. La baja probabilidad de castigo desalienta la reinserción y estimula que cada vez más jóvenes se vuelquen al crimen. Por eso el porcentaje de reincidencia de los que salen de las cárceles se acerca a cien por ciento; es más fácil y rentable robar que conseguir un trabajo. La Justicia ignora su responsabilidad. El juez de la Corte Suprema, Eugenio Zaffaroni, a principios de diciembre de 2012 dijo: «Debemos desprendernos de la vieja idea de reincidencia genérica y mecánica, que no sirve para nada y que solo tiene como resultado impedir la libertad condicional». Con sus declaraciones apoyó un fallo de la Corte de Tucumán que unos días antes había considerado inconstitucional que la reincidencia de un delincuente con antecedentes sea un elemento que agrave la pena. Pocos días después, el Tribunal de Casación Penal hizo suyo este fallo de la Corte tucumana. Hoy el reincidente recibe la misma condena que el primerizo; el fallo protege a los criminales más peligrosos.
Para comprender a un delincuente hay que adentrarse en sus códigos. El secuestro, el narcotráfico, el robo o el asesinato por encargo son su trabajo y las armas, las «herramientas». Cuando un ladrón relata un robo dice: «Hicimos un trabajo». Las «herramientas» siempre están bien guardadas y en perfecto estado porque son esenciales para su vida. La «herramienta» preferida es la pistola 9 mm. Ante la imposibilidad de reducir la criminalidad, las autoridades nacionales decidieron dejar de publicar las estadísticas. Sin esa guía es imposible aplicar una política criminal; es volar a ciegas y sin instrumental. En realidad, las estadísticas se siguen confeccionando pero sus números reflejan el fracaso de los funcionarios. Por eso eligen ocultarlas; no quieren mostrar el estado del retrato de Dorian Gray. Las prisiones sacaron a la luz lo que los números ocultan. Lugares como la moderna cárcel de Ituzaingó en la provincia de Buenos Aires, que hasta 2009 alojaba a presos de la zona que habían cometido delitos menores y donde se fundó una universidad, hoy es una prisión de delincuentes peligrosos. Las nuevas generaciones, que crecieron en una época más laxa con una policía desprestigiada que no atina a actuar, barrió con los pocos códigos de los ladrones. Hoy, matar en ocasión de robo es frecuente. La droga les potencia el instinto asesino. Un veterano asaltante recordó que en una oportunidad le apuntó con su pistola a una anciana. La mujer se resistió y comenzó a golpearlo con la cartera. «Salí corriendo; no le quise pegar, solo quería robar. Los pibes de hoy la hubieran matado.» El ladrón retirado no tiene nostalgias porque el tiempo pasado fue peor. «Ahora es más fácil ser delincuente. La policía no te dispara, van haciendo espiral [cercar al fugitivo] para atraparte vivo. Antes, había menos patrulleros pero iban tres a bordo. El de atrás llevaba una escopeta Itaka o una ametralladora, si les llegabas a disparar te mataban o te molían a trompadas en la comisaría. Había que ser muy guapo para robar. Y no se te ocurra matar a un policía porque daban vuelta [arrasaban] el barrio hasta que te entregabas. Después tenías que bancarte lo que venía; cuando se hartaban de torturarte te entregaban al juez.» El delincuente recordó una práctica olvidada: «Cuando entrabas en una prisión tenías que atravesar una doble fila de carceleros con palos. No podías caerte, tenías que resistir hasta el final». De aquel extremo indeseable se llegó a este opuesto donde el delincuente está sobreprotegido por jueces garantistas, organismos politizados de derechos humanos y policías que no quieren complicaciones por disparar sus armas. Para que la vida no dependa del azar, debe existir una política criminal, un concepto que es opuesto al de la politización. Debe haber una política de Estado permanente que esté por encima de los gobiernos y sobreviva a los presidentes. La seguridad es el sentimiento o la sensación que transmite la política criminal. Cuando la sociedad tiene «sensación de inseguridad» es porque falla la política criminal. Quienes creen que suavizar o no repetir las noticias policiales atenúa la sensación de inseguridad, están del mismo lado que la parte de la sociedad que quiere que la cárcel oculte lo que no quieren ver. Gobernantes y gobernados le temen a la realidad. La solución empieza cuando se reconoce el problema. Los pilares que sostienen la política criminal son la Justicia, las fuerzas de seguridad y el servicio penitenciario. El cuarto pilar es la comunidad. Como los tres primeros pilares están dominados por los políticos, los ciudadanos quedaron
desprotegidos. En una sociedad inerte y librada a su propia suerte, cada uno pide no ser la próxima víctima. La política criminal es tan fuerte como el más vulnerable de sus pilares. En la Argentina, con el avance de la política sobre la Justicia, la policía y el servicio penitenciario, todos los pilares son débiles. Cada día de las cárceles de la provincia de Buenos Aires se libera a ochenta personas. Casi todos vuelven a delinquir, no tienen interés en cambiar. Al convivir en las mismas penitenciarías los procesados con los condenados, la prisión se transforma en una escuela que devuelve a los jóvenes más preparados para el crimen; en los años de detención van incorporando los conocimientos y los contactos de los más veteranos. El enfrentamiento entre sociedad y criminales es una guerra desventajosa porque los ciudadanos están desarmados y las fuerzas de seguridad que los deben proteger, desmoralizadas. Si matan a un delincuente deberán enfrentar una investigación donde la política garantista jugará en contra; será un proceso cargado de testigos y de familiares de la víctima que gritarán su culpabilidad. El otro bando, el de los criminales, está entregado a su trabajo y entrena con toda clase de armas. Tiene la moral alta, sabe por lo que pelea. En un enfrentamiento demuestra más audacia que los policías, presionados por las largas explicaciones que deberán dar si matan a uno de ellos. El delincuente se está apropiando del poder que pierde la policía y el servicio penitenciario.La política degradó a la Justicia y desmoralizó a las fuerzas de seguridad. En la Argentina «represión», que es el uso legal de la fuerza por parte del Estado, es una mala palabra. El policía o el agente del servicio penitenciario, para los militantes de los derechos humanos, es un «represor». La pérdida de autoridad y de imagen ha transformado a las fuerzas de seguridad en un ejército derrotado que no se anima a utilizar sus armas. No son pocos los casos de policías o guardiacárceles que, expulsados de la fuerza, se dedicaron a robar o integran alguna barra brava de los clubes de fútbol, o son la fuerza de choque de algún intendente, o su prestigioso puntero que maneja los bolsones de pobreza que no van al más necesitado sino al militante que hace acto de presencia donde lo necesitan. Ante este fracaso de la Justicia y de la policía, la sociedad espera que el servicio penitenciario les brinde lo que no está en condiciones de dar. Por la mente de los desprotegidos pasa la necesidad de aniquilación. Algunos exigen la pena capital, otros imaginan escuadrones de la muerte y no faltan los que quieren que los presos mueran en las cárceles. Pero en un país donde la corrupción se instaló de la mano de la política, la pena de muerte, además de inútil, es inaplicable; pueden morir inocentes. Quien piensa en soluciones ilegales debe recordar que los escuadrones de la muerte siempre están a un paso de transformarse en bandas de delincuentes, y las prisiones, en palacios de tortura. Ejemplos sobran: las legiones cívicas, la Alianza Libertadora Nacionalista, la Triple A, entre otras. Hasta los organismos de derechos humanos son afectados por la corrupción; algunos se transformaron en un instrumento de la política y no son pocos los que reciben subsidios del Gobierno. El dinero público no puede ir a esas organizaciones porque roza el soborno y atenta contra los principios para los que fueron creados: defender a los ciudadanos de los abusos del Estado. Que el Gobierno financie a los organismos de derechos humanos es como si la familia de la víctima pagara los honorarios al abogado del asesino. Este absurdo ocurre en la Argentina. Hoy se ve con fastidio las altas sumas que han cobrado las familias de las víctimas de la subversión mientras que los soldados que defendieron los cuarteles de los ataques suicidas no solo no han recibido compensación alguna sino que han sido olvidados.
Siempre se mencionó al «largo brazo de la ley». Pero los presos, cuando hablan del servicio penitenciario, dicen que es «el brazo más largo de la ley». Las cárceles guardan la biblioteca negra de la humanidad. Allá están ocultas las partes vergonzantes de la biografía de funcionarios que venden fugas o salidas para robar, de narcotraficantes que se refugian en pabellones evangelistas, de hombres de Dios que no son santos ni pobres, de gente que no pensó ser delincuente pero se animó por la permisividad del sistema. Esta historia desordenada es la historia negra de las cárceles que muestra cómo el brazo más largo de la ley se fue encogiendo por la política y por la corrupción. También es la historia de los nuevos habitantes de este mundo oculto a la vista que se maneja con leyes que no están escritas. En la primera parte de este libro me permití resumir la historia de las cárceles. Cómo nacieron y cómo se desarrollaron. Me pareció una información necesaria para entender el presente que relato en la segunda parte. El sistema penitenciario argentino, que en algún momento fue uno de los más avanzados, hoy se ubica entre los más primitivos y corruptos. El retrato de Dorian Gray de la sociedad argentina está acelerando su descomposición.
La historia
CAPÍTULO I
El principio
Las civilizaciones más antiguas eliminaban a los delincuentes. Los ahorcamientos, decapitaciones, desmembramientos por ruedas o por caballos, las hogueras, la crucifixión o el ajusticiamiento con arco y flecha eran una fiesta para la familia que se celebraba en la plaza principal. Para los pequeños ver morir a un delincuente era excitante, casi una aventura; para las vecinas, una fuente de chimentos. Las ejecuciones eran el principal tema de conversación en las tabernas. Esas historias se trasladaban de pueblo en pueblo con agregados que las transformaban en leyendas con toques diabólicos. Las ejecuciones nacieron como venganzas para que descanse en paz el espíritu del asesinado. Mientras el asesino viviera, la víctima vagaría como un fantasma. Hasta las guerras se desataban por venganzas. Para sociedades donde todos los días eran iguales, sin futuro, sometidas por los señores feudales, la muerte fue un espectáculo. Por eso los gobernantes hacían coincidir las ejecuciones con los días de fiesta. La función original de la cárcel fue asegurar la presencia del acusado para matarlo, torturarlo o mutilarlo, si lo encontraban culpable. Los presos dormían desnudos sobre pisos de tierra y se les daba pan y agua día por medio. En el derecho romano la prisión solo tenía el carácter de medida preventiva para evitar la fuga de los procesados, pero el derecho de la Iglesia organizó a la prisión como pena sometiendo a los encarcelados a un régimen de penitencia. Así nacieron las penitenciarías. Como el crimen fue aumentando y los monarcas no podían abusar de las ejecuciones públicas porque perderían su carácter festivo para transformarse en una monotonía sanguinaria, la cárcel tuvo funciones adicionales como la de encerrar a los delincuentes y ajusticiarlos puertas adentro. En España, Francia e Inglaterra, no todos los reos eran ejecutados, algunos eran enviados a las galeras o condenados a picar piedras hasta el último día de sus vidas. A remeros y picapedreros casi no se los alimentaba y morían por los azotes de los guardias, el hacinamiento o las enfermedades infecciosas. Los gobernantes creían que mantener vivo al que cometía un delito o un crimen era malgastar el dinero; esas personas no eran recuperables y siempre estorbarían a la sociedad. Avanzado el tiempo, las prisiones se convirtieron en mazmorras o bóvedas subterráneas en fortificaciones que no habían sido diseñadas para servir de cárceles. El objetivo era quitar a los miserables de la vista de la sociedad. Por eso las mazmorras se transformaron en depósitos de almas que llamaron hospicios. A los asesinos se los veía y se los trataba como locos emocionales. No los asistía ningún derecho. Pero no solo los criminales habitaban esas bóvedas. Junto a ellos había prostitutas, enfermos mentales, mendigos, ancianos, niños o cualquier persona que molestara la vista del rey. Los más
peligrosos eran encadenados a la pared o puestos en cepos antes de ser ejecutados en ceremonias públicas que ya habían perdido el carácter festivo. Ahora esas ejecuciones eran una advertencia a la población. Cuando se habla de la historia del sistema carcelario, el centro lo ocupa Inglaterra, que fue líder e innovador. Los demás países europeos siguieron su modelo y más tarde se propagó a América. El Reino Unido tuvo las prisiones más crueles pero también al más grande reformador del sistema penitenciario, John Howard. Las prisiones nacieron a principios del siglo XI, cuando se erigió la Torre de Londres en la ribera norte del río Támesis, construida por Guillermo I después de la conquista normanda en 1066. Hoy la torre es uno de los sitios turísticos de la ciudad, pero durante novecientos años fue un lugar de terror del que sobrevivieron muy pocos. El protagonista del gran cambio fue Enrique II que construyó en 1166 la prisión de Claredom desde donde sancionó un nuevo y estricto orden legal al promulgar las constituciones. Uno de los grandes aportes de Enrique II, a la justicia fue el juicio por jurado. Hasta ese momento los delincuentes o perseguidos políticos eran sometidos a los juicios de Dios u Ordalía, donde los acusados, para probar su inocencia, debían sostener hierros candentes, ser sumergidos por largo tiempo en el agua o poner las manos en hogueras. Si soportaban el dolor sin desmayarse o no morían durante las torturas, eran absueltos; consideraban que Dios se había expedido y los declaraba inocentes. De estos juicios viene la expresión «poner las manos en el fuego». A finales del siglo XII en Inglaterra, Italia y España se crearon las cárceles privadas administradas por familias importantes. Los principales cautivos eran mujeres que no cumplían su promesa de matrimonio y deudores morosos. El sistema tuvo una corta existencia; fue absolutamente ineficaz porque predominaron las venganzas personales y el enriquecimiento por sobre la justicia. Las solteras rebeldes y los deudores terminaban su pena cuando cumplían su promesa matrimonial o cancelaban sus obligaciones con el acreedor y pagaban la estadía en la cárcel. La corrupción acabó con el sistema. Durante el feudalismo creció una clase social de mercaderes que se caracterizó por su empuje. El intercambio comercial hizo que las ciudades se abrieran para recibir a nuevas gentes. El auge del comercio y la merma de la producción agrícola por la emigración de los campesinos a las ciudades, hicieron caer al feudalismo. Las metrópolis crecieron en habitantes pero también en delincuentes, mendigos y prostitutas. No se los podía ejecutar o torturar a todos; los lugares de detención resultaban insuficientes. Los presos fueron los protagonistas de la colonización de América. El 30 de abril de 1492, Fernando e Isabel, los reyes de Aragón y Castilla, firmaron una «Real Provisión» por la que se ordenó «suspender el conocimiento de las causas reales criminales contra los que van con Cristóbal Colón, hasta que vuelvan». Las tripulaciones de las tres naves, la Santa María, La Pinta y La Niña, estaban integradas por presidiarios, algunos condenados a muerte. En la América precolombina, donde las culturas eran contrapuestas a las de Europa, la situación carcelaria era similar. Las tribus tenían una división estricta de las castas sociales, y los castigos de encierro o muerte eran para la clase más baja. Las penas no alcanzaban a los reyes, a la aristocracia
guerrera y a los sacerdotes. El sistema de cárceles y justicia era lo único que tenían en común con Europa. Solo el espanto es universal. Con el descubrimiento de América, nació la pena del destierro. Los condenados eran enviados al nuevo continente y no podían regresar porque se les aplicaba la pena de muerte. Los británicos comenzaron a mandar presos a sus colonias en América del Norte. En 1718 partió el primer barco con condenados a siete años de destierro. El sistema implicó una doble solución para el reino. Por un lado utilizaban barcos que no tenían uso militar ni comercial por su antigüedad y, por el otro, aliviaban sus cárceles superpobladas. Con los presos se aseguraron la posesión de los nuevos territorios; la mayoría no regresó. El destierro a América terminó en 1776 cuando las colonias se sublevaron y se declaró la independencia de los Estados Unidos. Como los británicos temían que sucediera lo mismo en Canadá, comenzaron a enviar a los prisioneros a África, pero el primer viaje fue un fracaso; las enfermedades acabaron con la mitad de los desterrados. Entonces se eligió Australia. En 1787 arribó el primer contingente con setecientos setenta y cinco presos, seguido de tres grandes flotas que formaron la base de la población. La política de deportación terminó en 1868 por los reclamos de los auténticos colonos. Muchos presos se enriquecieron y se radicaron en la colonia. Francia también aplicó el destierro penal pero con otro espíritu; no esperaba transformar al preso en colono, sino dejarlo librado a su suerte. Desde 1758 los presos políticos junto a los más peligrosos fueron enviados a la Guayana. La cárcel de la Isla del Diablo es un ícono de crueldad en el mundo penitenciario. La tasa de mortalidad fue muy elevada por las enfermedades de la selva. Recién en 1938 cesó el exilio. Para ese entonces por las Islas de la Salvación y la Isla del Diablo, habían pasado ochenta mil almas; la mayoría murió en prisión. Los perseguidos religiosos que habían arribado a los Estados Unidos se preocuparon por diseñar un régimen moral de castigo. En Filadelfia, los cuáqueros impusieron a fines del siglo XVII el aislamiento. Querían que el hombre estuviera a solas con su conciencia. Lo encerraban en una celda las veinticuatro horas para evitar que sus pensamientos se contaminaran con los de los otros presos y para permitir su contacto íntimo con Dios. Este estilo de detención se llamó «celular» e hizo escuela a pesar de los daños colaterales; muchos delincuentes se transformaron en dementes irrecuperables, padecieron depresiones o se suicidaron. En el siglo XVIII y principios del XIX, la Revolución Industrial produjo una segunda oleada migratoria de campesinos hacia las ciudades inglesas. La población urbana y la delincuencia crecieron de manera desproporcionada. Las cárceles resultaban insuficientes porque además debían albergar a los prisioneros de la Francia napoleónica. El destierro penal había dejado de ser solución porque las colonias de América se habían independizado. Inglaterra no podía exportar presos. Los puertos del sur fueron reactivados para albergar a la población carcelaria. Los buques abandonados (hulks) en el Támesis se utilizaron como prisiones «flotantes». En 1779 se introdujo un nuevo concepto de trabajos forzados y los presos alojados en los hulks debieron dragar el Támesis. El sistema carcelario estaba colapsado, pero se insistía en mantenerlo sin cambios; solo se pensaba en construir nuevas cárceles. Pero los grandes hombres aparecen en las crisis; el destino se empeña en tejer situaciones que los convocan.
La vida de John Howard y la historia carcelaria cambiaron en 1756. El filántropo tenía treinta años cuando se embarcó en Londres, su ciudad natal, con destino a Lisboa porque quería conocer los efectos que había ocasionado un reciente terremoto. Howard, un hombre de considerable fortuna, fue un adelantado en sus ideas, de hecho era vegetariano algo inusual en el siglo XVIII. Su confianza y la voluntad que ponía en cada emprendimiento hizo que desoyera las advertencias que le hicieron sus amigos sobre los peligros del viaje; Inglaterra y Francia libraban la que se llamó «la Guerra de los Siete Años» y el Canal de la Mancha era intransitable. La embarcación de Howard fue atacada por un corsario francés. Lo capturaron junto a sus compañeros de travesía y fueron encerrados en el cadalso sin agua y comida hasta que llegaron a Brest, una ciudad de la costa francesa. Inmediatamente fueron trasladados a un calabozo subterráneo, húmedo, oscuro y sucio. Ratas e insectos deambulaban entre los frustrados viajeros que dormían casi desnudos sobre camastros de paja húmeda. En el calabozo eran pocos los que sobrevivían a las fiebres y la viruela, las enfermedades más habituales. Howard comenzó a perder peso igual que sus acompañantes. La comida no llegaba de forma regular. «A la semana de ingresar nos dieron una pata de cordero cruda y en mal estado cuya carne arrancamos con uñas y dientes», relató Howard. A la semana siguiente fueron trasladados a la prisión de Morlaix. Lo liberaron dos meses después por una operación de intercambio de prisioneros. Los primeros días en libertad le mostraron que su vida no volvería a ser igual, que el horror de la cárcel no se iría de la memoria. Le costaba conciliar el sueño, le temía a la oscuridad y al encierro. Sus sueños eran pesadillas de las que despertaba angustiado. La mortificación es una condena perpetua para el que pasó alguna vez por una prisión. Decidió transformar su angustia en energía e inició una cruzada contra el régimen inhumano de las cárceles. Estaba decidido a que las personas no siguieran pagando un error por el resto de su vida. El filántropo dedicó gran parte de su fortuna personal a la causa. No le interesaba la riqueza por eso solicitó, y consiguió, el modesto cargo de alguacil del condado de Bedford que le permitió visitar prisiones. Las injusticias lo sorprendieron. Cuando eran liberados, aunque fueran inocentes, los presos debían pagar el costo de su estadía. Los carceleros cobraban sus salarios de esos ingresos. Por eso la corrupción estaba arraigada. La comida extra o una mayor cantidad de paja en el camastro debía ser negociada con los guardias. Al quedar libres, su salud estaba tan quebrantada que les era imposible volver a trabajar y rehacer su vida. Sus cuerpos habían quedado doblegados por el peso de las cadenas, sus pulmones reducidos por la ausencia de aire y su vista dañada por la eterna oscuridad de las bóvedas. La mayoría de los liberados durante años no vio el sol, por lo que sus cuerpos eran blancos y raquíticos. Howard visitó prisiones tan sofocantes y herméticas que los detenidos se tenían que acercar a una pequeña ventana para tomar el aire necesario para vivir. Todas estas anormalidades las volcó en 1777 en un informe que tituló «El estado de las prisiones en Inglaterra y Gales», que se transformó en el tratado que revolucionó el sistema penitenciario. Howard propuso mejorar el salario de los guardias y la higiene de las cárceles para evitar epidemias que después afectarían a toda la población. Los presos deberían separarse por sexo y luego ser subdivididos de acuerdo con la gravedad del delito. Para eliminar la promiscuidad proponía alojar en distintas celdas a los reclusos. En las nuevas prisiones debía incentivarse el
trabajo como forma de reinserción y no de castigo. El informe se presentó al Parlamento inglés que tomó sus recomendaciones. A partir de estas innovaciones se cambió el nombre de prisión por el de penitenciaría porque el objetivo era recluirlos y educarlos. La fama de Howard se extendió junto con sus reformas por Europa, a excepción de Francia e Italia, en donde fue perseguido por su activismo. En 1790, tras unas visitas a las prisiones del Este de Europa, murió en Ucrania víctima del tifus contraído en una de las prisiones. Su cuerpo, por expresa voluntad, está en la Iglesia de Todos los Santos en Jerson, a orillas del río Dniéper. Su epitafio dice: «Quien quiera que seas estás ante un amigo». Con Howard surgió la necesidad de reformar los edificios de alojamiento de los presos para que se cumplieran los requisitos de separación por sexo y gravedad de la pena. Pero también era necesario cambiar la manera de vigilar y atender al recluso. En 1791 Jeremy Bentham presentó el diseño de un edificio que iba a completar la obra del reformador inglés. Inspirado en una fábrica que pertenecía a su hermano, donde se vigilaba que los empleados cumplieran su trabajo, diseñó un edificio con pabellones que nacían de un centro y se extendían en círculo como si fueran los rayos del sol. Al diseño se lo bautizó «panóptico». Bentham también propuso separar a los que estaban bajo proceso judicial de los condenados. Consideraba que debían recibir distinto tratamiento. La vigilancia en el panóptico se facilitaba porque, al igual que en las fábricas, un solo hombre, ubicado en el centro, podía observar todo el movimiento sin ser visto. Uno de los grandes atractivos de la idea era la reducción de los costos de custodia que se estaban convirtiendo en una carga pesada para el presupuesto. Bentham era un ideólogo del capitalismo; llegó a justificar la usura para lograr eficiencia en la economía. Pero también sabía de subsidios. Como los presos que estaban sin condena no podían hacer trabajos forzados, propuso que el Gobierno creara una caja específica de donde saldrían los fondos para mantenerlos. El costo que generaba un delincuente peligroso en libertad era menor al de mantenerlo encerrado. Dos años después de la propuesta de Bentham se inició la construcción de la penitenciaría nacional en Millbank para superar las serias críticas sobre la eficiencia de los hulks y para reducir las deportaciones a Australia que estaban provocando malestar en los colonos. Millbank se convirtió en la prisión más grande de Europa, con una capacidad de alojamiento de mil doscientas plazas. Tenía un régimen especial de confinamiento, de trabajos forzosos y escasa alimentación, que generó motines y violencia entre los presos acostumbrados al más relajado régimen de los hulks y al de las pequeñas cárceles de condado. En el invierno de 1823 fallecieron treinta y un internos y cuatrocientos quedaron incapacitados por tifus, disentería y escorbuto: el riesgo de una epidemia hizo que lo clausuraran temporariamente. En 1842 y ante la necesidad de revertir el desastre ocasionado por Millbank, se desarrolló un nuevo modelo de prisión: Pentonville. Su arquitectura se basó en el diseño filadélfico, donde los presos pasan la mayor parte del tiempo encerrados en celdas individuales. El régimen disciplinario que se aplicó fue el «auburniano», que propone un régimen de trabajo diurno grupal en silencio. Si un preso hablaba, recibía castigo corporal. El lenguaje de las manos, que hasta hoy se utiliza en los presidios del mundo, nació como necesidad ante las leyes de silencio. El régimen disciplinario hubo que dejarlo de lado porque a los ocho años de inaugurado se
registraron quince casos de locura e innumerables depresiones, entre otras enfermedades de la mente. En 1898 la «Ley Penitenciaria» (Prison Act) adoptó las reformas de John Howard y predominaron los diseños de Bentham. Las ideas del reformador británico hoy integran el Pacto Internacional de los Derechos Civiles y Políticos, uno de los tratados que nacieron de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Howard fue inspirador de la mejor época del sistema penitenciario argentino.
CAPÍTULO II
Las cárceles argentinas nacieron mal
Las leyes de Indias reflejaron el espíritu de España aunque en el Virreinato del Río de la Plata se aplicaron de manera discrecional, en particular en las prisiones, materia en la que la Madre Patria no fue un ejemplo. En Buenos Aires, una ciudad abierta al río serpenteada por cientos de túneles, la función de las cárceles fue la de almacenar gente hasta que fuera ejecutada. Para el virrey y la sociedad, la muerte era una solución rápida y adecuada. No cuestionaban el método porque no se hacen preguntas donde no hay interés en las respuestas. Si se trataba de caballeros, funcionarios o «personas honradas», las leyes de Indias los eximían de la cárcel pública y les permitían cumplir la detención en sus casas o en el Cabildo. Un noble, aunque delinquiera, no molestaba a la sociedad. El Nuevo Mundo tomaba lo peor del viejo continente. El Alcalde del Cabildo era el jefe de las cárceles públicas y tenía a su cargo empleados «carceleros». Debían «controlar las rejas, puertas y cerraduras para evitar fugas». Eran respetados, porque en ocasiones cumplían funciones de jueces. El castigo más frecuente era imponer una determinada cantidad de azotes a un esclavo delante de su amo. Cumplido el castigo, el azotado era devuelto al propietario. También aplicaban el cepo o la estaca para inmovilizar y amansar a los más rebeldes. En ocasiones disponían de fusilamientos porque consideraban que era el método menos cruento para quitar la vida. Por hacer estos trabajos sucios, los alcaldes no frecuentaban la alta sociedad; a ellos los rozaba el lado oscuro de la vida; eran testigos de lo que la sociedad no quería ver. No había alcaldes del Cabildo de apellidos ilustres, como en la Iglesia o las Fuerzas Armadas. A medida que la ciudad fue creciendo aumentó la población carcelaria; ya no se los podía ejecutar a todos. Esas mazmorras sin aire ni luz con el tiempo y con acierto fueron bautizadas «tumbas» y sus habitantes, «tumberos». A los carceleros, de acuerdo con las leyes, les estaba prohibido torturar y recibir sobornos. La realidad era opuesta; los castigos, el abandono y el maltrato eran rutina. Las cárceles no solo alojaban a matreros, homicidas, vagos, ociosos «consuetudinarios amancebados» (pareja que no estaba casada) o «malentretenidos», sino que recibían a «locos hasta que se les encuentre un lugar adecuado». No importaba la gravedad del delito o el sexo, convivían hacinados. Como la locura es contagiosa, las enfermedades mentales comenzaron a hacer estragos en los presos. Algunos temían que un maniático los asesinara mientras dormían; otros no podían conciliar el sueño por sus desgarradores aullidos. Los dementes daban el toque que faltaba para que los cadalsos se asemejaran al infierno. Los que recuperaban la libertad quedaban discapacitados. No podían recuperar su vida porque, además de las enfermedades del cuerpo, padecían alteraciones mentales que les impedían trabajar y quedaban condenados a vivir en la calle. La mayoría sobrevivía como mendigos; algunos
adelantaban su final con el suicidio. La muerte era un alivio para el suicida y para la sociedad que no le tenía reservado un lugar. El que salía de la cárcel seguía pagando su culpa; la sociedad con sus habladurías y su indiferencia le aplicaba una pena de muerte lenta. La gente de la alta sociedad tenía privilegios. Por caso, en sus casas de campo o chacras tenían cárceles para encerrar a sus sirvientes o a sospechosos que delinquían en la zona. Pero las grandes víctimas fueron las mujeres, porque las leyes amparaban a los hombres que las sometían. La verdadera prisión de las mujeres empezaba en el hogar. Los hombres, favorecidos por normas que les permitían disponer de la vida de sus parejas, gobernaban su vida. La violación estaba considerada un delito menor y pocas veces se denunciaba. La Justicia tampoco las atendía si eran golpeadas o robadas. En las prisiones la jerarquía de las mujeres era tan baja como la de los esclavos e indios, que eran la cuarta parte de la población carcelaria. En 1755 hubo un avance; se separó a las mujeres de los presos comunes. El Colegio de San Miguel de Niñas Huérfanas fue transformado en cárcel para mujeres. Allá moraban las acusadas de crímenes o «excesos». Irse de la casa o desobedecer al marido o no contraer matrimonio con el hombre elegido por los padres, eran algunos de los «excesos». Los golpes de los hombres eran un método tolerado para encarrilar a la mujer que se rebelaba. La cantidad de mujeres encarceladas fue creciendo a favor de leyes discriminatorias y absurdas. El 2 de julio de 1767 los Jesuitas fueron expulsados del Virreinato del Río de La Plata por un decreto de Carlos III de Borbón. El templo y sus instalaciones fueron la cárcel de los sacerdotes hasta octubre de 1768 cuando se hizo efectiva la orden del Rey. Los Bethlemitas, una orden religiosa que cien años antes había sido fundada en Guatemala, reemplazaron a la congregación expulsada. Los nuevos sacerdotes, que tenían conocimientos de medicina, se hicieron cargo del templo jesuita de Nuestra Señora de Belén, que estaba ubicado en la actual plaza Dorrego en el barrio de San Telmo, pero debieron cederle al virrey Vertiz la casa de retiro espiritual, vecina a la iglesia, para que la transformara en una cárcel que llamó «Casa de Recogidas», donde las mujeres de «vida licenciosa» deberían purgar sus delitos. El concepto tan amplio no fue casual; la acusación de «vida licenciosa» permitía castigar el adulterio solo cuando lo cometía una mujer. Las alcohólicas y las prostitutas también eran «licenciosas». Pronto el lugar que había sido creado para orar y hacer promesas a Dios y llegó a funcionar como hospital, se transformó en un alojamiento tan miserable que fue un castigo en sí mismo. En 1806, la situación se agravó; la Casa de Recogidas recibió a los condenados por no pagar deudas. La aglomeración en tan pocos metros se hizo intolerable. Los detenidos ya no veían el sol; comían y dormían mal. Las enfermedades infecciosas se propagaban, la tuberculosis era la más frecuente. Desde el 4 de diciembre de 1980 este edificio sobrevive como el Museo Penitenciario Argentino Antonio Ballvé. Después de la Independencia hubo cambios en la sociedad pero no en el sistema penitenciario. Los presos continuaron padeciendo las mismas arbitrariedades que durante el virreinato. En 1822, con el federalismo entronizado en el país y las provincias divididas, se adquirió una casa
muy cerca del Cabildo adonde mudaron a una parte de las mujeres. Se hicieron las reformas para que el Cabildo y la nueva prisión quedaran comunicados por el patio. En ese lugar, hombres y mujeres vivían en condiciones infrahumanas. Los archivos del Cabildo incluyen ejemplos de la escasa consideración a las mujeres, como esta resolución de 1822 que se reproduce textualmente con sus abreviaturas y faltas de ortografía: […] el alcaide de la cárcel recivira a la negra q. dice se llama Juana Q. por Insolente y Desvergonzada a disposición del señor Juez de 1ra. Instancia Don D. Juan Garcia de Cocia. Bs. Ay. Y 8 de abril de 1822. Fdo. Juan Lorenzo Castro. Juez de Paz Intº de la Parroquia de Moncerrat. Las paredes gruesas impedían que los gritos que arrancaban los azotes llegaran a la calle. La preocupación de los carceleros era que los gritos no molestaran a una sociedad que estaba pendiente de otros intereses políticos. El país estaba en pleno proceso de organización y cada provincia con sus caudillos estaba librada a su suerte. Los tratados interprovinciales más que unir, separaban. La suerte de los encarcelados no importaba a los funcionarios que estaban librando otras batallas por el poder. Algunas provincias mitigaron el drama de la superpoblación con el destierro interno. El gobierno de Salta fue uno de los pioneros y envió a los procesados a los fuertes de fronteras. Estos hombres, sin juicio y sin sentencia, debieron transformarse en soldados a la fuerza. Los destinaron a lugares de donde era imposible salir con vida; fue una forma de condenarlos a muerte sin dar explicaciones que, por otro lado, nadie pedía. Algo similar hizo Buenos Aires cuando derivaron a grupos de condenados al confín sur de la provincia. Para Bahía Blanca y Carmen de Patagones los nuevos habitantes fueron un alivio porque había que poblar el lugar para consolidar la conquista. La zona albergó colonias de presidiarios con una mínima custodia militar. La vigilancia era innecesaria; los presos no tenían adónde huir porque las tribus indígenas estaban al acecho. Quedarse en esa parte inhóspita de la Patagonia les aseguraba comida, un techo y la muerte. Las ideas de John Howard y de Jeremy Bentham arribaron a estas costas en 1820 pero tardaron en ser aplicadas. Sus obras estaban en la biblioteca de los hombres más destacados, incluido el general José de San Martín que aplicó algunas de esas experiencias cuando gobernó Mendoza. En Buenos Aires, los intelectuales argentinos comenzaron a reclamar una reforma carcelaria cuando Brasil terminó de construir la penitenciaría de San Pablo, la primera de América del Sur, en 1834. Como el país no podía ir a la zaga de los brasileños, comenzaron a alzarse voces importantes. Juan Bautista Alberdi reclamó curar los males sin prisiones, cadenas ni cadalsos. Domingo Faustino Sarmiento exigió mejores cárceles porque no se podía perpetuar la pena de muerte. En medio del debate, los presos se hacinaban y Brasil continuaba erigiendo modernos presidios. Chile se unió al movimiento reformador y en 1853 se construyó la penitenciaría de Santiago que, además de seguir las tendencias arquitectónicas de la época, aplicaba las últimas normas para el tratamiento de los presos. En la Argentina el proyecto de instaurar un sistema penitenciario solo estaba en la mente de los
intelectuales, los gobernadores de las provincias no tomaban nota. Ellos creían en la obra pública que les daba rédito político y votos. La situación empeoraba año a año. En los distintos cabildos del país convivían condenados, procesados, deudores y mujeres. Todos eran maltratados. Los carceleros sacaban cadáveres de los cadalsos con una frecuencia mayor; las enfermedades infecciosas eran parte inevitable de la prisión. Pero fuera de los muros esa situación no importaba, los comentarios en las tertulias o bares justificaban las enfermedades como parte del castigo a los que violaban las leyes. Cada verano las elevadas temperaturas daban comienzo a un ciclo siniestro infectando las aguas y haciendo irrespirable el lugar. Las heladas del invierno completaban la tarea y acababan con la vida de los enfermos que dejaba el verano. Las fugas eran frecuentes; salir de la cárcel era salvar la vida. A la sociedad le preocupaban esos escapes por el daño que les podrían hacer los delincuentes en libertad. Los presos porteños estaban en la misma situación que los prisioneros europeos un siglo antes. Los intelectuales locales leían y admiraban a Howard, pero Buenos Aires seguía estacionada en la prehistoria carcelaria. El debate para la modernización giraba alrededor de una idea: para eliminar la pena de muerte había que construir grandes penitenciarías que pudieran albergar a todos los delincuentes. Si había lugar para alojarlos, no se los mataba. En aquellos años la pena de muerte no era solo un castigo, sino una solución para la superpoblación carcelaria. No faltaron propuestas para cuando se ampliara la capacidad de alojamiento de presos, como la de canjear la pena capital por una duplicación de los años de condena. Era una manera de tranquilizar a una sociedad egoísta que creía en la solución final y se preocupaba si los delincuentes no eran ejecutados. El caso más penoso de la ligereza con que se aplicaba la pena de muerte ocurrió en 1848 cuando el padre Ladislao Gutiérrez y Camila O’Gorman, embarazada de ocho meses y con solo veinte años de edad, fueron fusilados en el Cuartel General por ser amantes. Fue la primera mujer condenada a muerte. Esta sentencia le trajo un enorme desprestigio a Juan Manuel de Rosas y precipitó su caída. El Brigadier no escuchó siquiera las súplicas de su hija Manuelita. La sociedad y el Gobierno estaban muy ligados al poder eclesiástico, al punto que el padre de Camila fue uno de los que exigió un castigo ejemplar para su hija. En 1853, cuando se redactaron las bases para la Constitución Nacional, todavía se aplicaba la pena capital. Los grillos y las cadenas eran parte del tratamiento a los presos. Varios ex mazorqueros fueron fusilados y sus cuerpos se exhibieron colgados en patios de iglesias durante días. El debate se reabrió cuando la condena alcanzó a una mujer. El recuerdo de Camila O’Gorman le salvó la vida; la Justicia decidió conmutar la condena de la mazorquera. Era tanta la sed de revancha contra la gente de Rosas que pasaban poco tiempo en la cárcel. No solo se los condenaba a muerte rápidamente, sino que después colgaban sus cuerpos por unas horas para que la gente los viera. El coronel Ciriaco «el Guapo» Cuitiño no quería pasar por esa humillación. Antes de ser fusilado en el paredón de la Iglesia de la Concepción, en Tacuarí y avenida Independencia, pidió como último deseo aguja e hilo para coserse los pantalones a la camisa. No quería que cuando colgaran su cadáver se le cayeran los pantalones. A su lado fue fusilado Leandro Antonio Alen, otro integrante de la Mazorca. Su hijo se cambió el apellido para ocultar el pasado y se hizo llamar Leandro N. Alem. El avance de Chile en la reforma carcelaria estimuló a los mendocinos, que decidieron ser los
pioneros de este lado de la Cordillera. El Congreso aprobó la construcción de una penitenciaría que se pudiera comparar con las más modernas de Europa. Pero los ejecutores se encontraron con el egoísmo de sus vecinos; San Luis y San Juan no aceptaron colaborar en el proyecto a pesar de que podía beneficiar a toda la región cuyana porque albergaría a los delincuentes de las tres provincias y reduciría los costos. Después de largos debates y demoras, la Cárcel de Mendoza se terminó de construir en 1865. En Buenos Aires seguía la indiferencia; no querían enterarse de lo que sucedía intramuros de las tres prisiones de la ciudad. La historia cambió el 3 de mayo de 1869, cuando Emilio Castro asumió como gobernador. En su discurso sorprendió a la Asamblea Legislativa bonaerense; dedicó un extenso párrafo a la situación de las cárceles. Para resaltar el estado de emergencia señaló que debía preferirse la construcción de una penitenciaría al mejor ferrocarril. Castro llevó al Parlamento las ideas que le inculcó su ministro de Hacienda, Pedro Agote, un admirador de John Howard. Agote se había recibido de abogado en 1860 con una tesis sobre el estado de las cárceles de Buenos Aires. Ferviente lector del reformador inglés, inspeccionó exhaustivamente la Nueva Cárcel, la Cárcel del Cabildo y La Floresta, que era un lugar de detención temporal. Mantuvo conversaciones extensas con los presos y escuchó historias estremecedoras. Al principio no supo cómo trasladarlas al papel, pero pasada la parálisis se apasionó por la humanización de las cárceles. Su tesis tuvo una de las notas más altas de la facultad, no solo por la excelencia del análisis, sino por el temperamento que puso en la escritura. En el informe alertó sobre el peligro que eran las cárceles para la salud de la población. Denunció que en los lugares de detención «las baldosas nadaban en un líquido infecto, capaz de envenenar a todos los presos». Advirtió que los encarcelados estaban en «condiciones muy inferiores a las que tenían las bestias en los peores establos». Había visto a hombres semidesnudos, absolutamente sucios invadidos por parásitos. Después del discurso del gobernador Castro, el ministro de Gobierno, Antonio Malaver, puso toda su voluntad para resolver el problema. Agote era el ideólogo y Malaver, el ejecutor. El gobierno entero con Castro a la cabeza quedó comprometido en el proyecto de la reforma penitenciaria. En un resumido y concreto decreto Malaver hizo un llamado a concurso para que en sesenta días le presentasen planos y presupuestos para el nuevo edificio. La nueva penitenciaría debía observar la separación de sexos y de los condenados de los procesados. También debía agruparlos de acuerdo con la gravedad del delito. Los mayores no podían estar en los mismos pabellones que los menores de dieciocho años, y las mujeres en los de las menores de quince años. El edificio debía tener una capacidad para seiscientos hombres y cien mujeres con la posibilidad de ampliarlo sin dañar su solidez. La nueva penitenciaría no solo tendría muros elevados, sino locutorios, enfermería, talleres y hasta un huerto. Las celdas deberían ocupar una superficie de treinta metros cúbicos con ventilación natural que no era una exigencia menor; la mayor cantidad de muertes era por la escasez de aire y de luz. También estaba especificado cómo debía ser el alojamiento de los guardianes y del personal de servicio. El impulso inicial encontró el freno de la burocracia. En diciembre de 1870 el jurado de especialistas que nombró el Gobierno rechazó los siete proyectos que le presentaron. La decisión no fue para desafiar al gobernador sino para complacer a un grupo de empresarios. La nueva cárcel
tocaba demasiados intereses porque se pensaba construir en los terrenos de los mataderos del sur, actual Parque Patricios frente al estadio del club de fútbol Huracán. La presión de Castro sobre el jury fue formidable. El gobernador tenía la ambición de ver colocada la piedra fundamental con su nombre. La opinión pública se hizo sentir y las críticas periodísticas por el retraso y el estado de las cárceles comenzaron a apuntar al jurado. El diario El Nacional escribió en su editorial que «a este paso no habrá cárceles hasta 1890». La misión del jurado estaba fracasando. La tensión era insoportable y comenzaban a padecer la condena social. Para no perder la batalla, modificaron el llamado: ahora serían los concursantes los que propondrían el nuevo emplazamiento de la penitenciaría. De esta manera, el jurado se desligaba de las presiones subterráneas de los hombres más representativos de la sociedad que no se animaban a exponer sus disidencias. En octubre de 1870, el alcalde de la Cárcel Pública que funcionaba en el Cabildo, en un comunicado que se pareció a una profecía, advirtió a la municipalidad la necesidad de cambiar los pisos para evitar el estancamiento de las aguas ante la proximidad del verano. El alcalde fue claro al señalar que se estaba gestando un foco infeccioso. En ese momento la cárcel albergaba a 270 hombres y 80 mujeres. El reclamo fue elocuente y el jurado aceleró su decisión. Preseleccionó tres proyectos de arquitectos y desechó los de los ingenieros. En aquellos años, según el censo, en Buenos Aires había 122 ingenieros y 33 arquitectos. El proyecto elegido el 8 de noviembre de 1870 fue el de Ernesto Bunge, el arquitecto que manejó su ira mediáticamente a diferencia de sus competidores que habían optado por el perfil bajo. El escándalo en ciertas profesiones era un sacrilegio. Bunge acumulaba rencores porque el día de su boda se enteró de que todos los proyectos habían sido rechazados. No solo no recibió el regalo más anhelado sino que se sintió humillado porque le había anticipado a los íntimos que iba a ser el constructor de la nueva cárcel. El arquitecto reaccionó con palabras duras y desató una polémica que alimentó a los diarios y se convirtió en un problema para el jurado y para el Gobierno. Para acelerar los tiempos, Castro decidió cambiar el lugar donde se iba a levantar el presidio y liberó a los concursantes de esa responsabilidad. La zona elegida estaba en el norte sobre cuatro manzanas en Palermo, un pueblo alejado de la ciudad de Buenos Aires, que «tiene a su frente al Río de la Plata que es el Este sobre el camino que por el pie de la barranca conduce al Puente Grande del Arroyo de Maldonado». El camino en 1885 se bautizó avenida general Las Heras. La calle paralela, años después, se transformó en Juncal y las laterales, en avenida Coronel Díaz y Jerónimo Salguero. En enero de 1871, cuando parecía inminente el comienzo de la construcción de la penitenciaría, se desató la epidemia de fiebre amarilla; las advertencias proféticas de Agote y del alcalde Nicolás Leguizamón se habían cumplido: el foco infeccioso estaba en las aguas estancadas y putrefactas de la Cárcel Pública. Los presos fueron evacuados a Palermo y al Pueblo de San Martín. Muchos no sobrevivieron. La epidemia duró seis meses y se llevó diecisiete mil vidas, casi el diez por ciento de los 198 mil habitantes de Buenos Aires. Superada la epidemia de fiebre amarilla, la penitenciaría fue el tema central; la muerte había nacido en las cárceles y castigado a la sociedad que pecó de indiferencia. La construcción de la penitenciaría daba ahora el rédito político que antes otorgaba la obra
pública. Por eso Miguel Estévez Saguí, el nuevo presidente de la ciudad (después ese cargo se transformó en el de intendente) criticó al ministro de Gobierno, Antonio Malaver, por la demora. En un acto demagógico y como si él no tuviera ninguna vinculación con lo que sucedía, Saguí definió a las cárceles como «sepulcros en vida». Malaver le recordó que los presidios también eran responsabilidad de la ciudad. El gobernador Castro bendijo la polémica porque le dio el motivo para apurar en la legislatura la aprobación del presupuesto de la nueva penitenciaría. Pero el Congreso tenía sus tiempos, más lentos que los del gobernador, por supuesto, y postergó el tratamiento del proyecto. En su último mensaje a los legisladores, el 1º de mayo de 1872, Castro les habló en el tono crítico y lastimero que tienen los hombres frustrados. Los culpó por la demora para construir la penitenciaría que iba a ser una verdadera casa de corrección. El funcionario se fue derrotado y con un pedido a los legisladores para que conviertan en ley el proyecto que les presentó el 14 de noviembre de 1870; faltaba aprobar los planos y el presupuesto. A los pocos meses de asumir el nuevo gobernador, Mariano Acosta, el proyecto de ley de Castro fue aprobado en comisión. Pero previamente, en mayo de 1872, hubo un debate que pudo haber cambiado la historia carcelaria si se hubieran aprobado las modificaciones que propuso Leandro Nicéforo Alem, un diputado novel de treinta años, temperamental y elocuente. El proyecto de la penitenciaría fue su debut como orador en la Cámara baja. Leandro N. Alem propuso que la cárcel que se iba a erigir en Palermo fuera solo para procesados. No consideraba conveniente mezclarlos con los condenados. El legislador no creía en la convivencia de hombres que podían ser declarados inocentes o recibir condenas leves con criminales peligrosos. Los condenados, para Alem, no podían ser alojados en un lugar cercano a la ciudad como Palermo. El legislador les hizo notar que los pueblos de Palermo y Belgrano en pocos años iban a estar integrados a Buenos Aires y por lo tanto las cárceles volverían a ser un problema. Alem imaginó una penitenciaría lejana con talleres y un lugar de trabajos forzados para preparar la reinserción de los condenados en la sociedad. Aristóbulo del Valle apoyó a Alem y propuso que se construya la penitenciaría para condenados en la Isla Martín García y que Palermo fuera un correccional para procesados. Los opositores salieron al cruce de esta propuesta. Señalaron que las cárceles que imaginaban Alem y Del Valle eran para venganza y castigo y que no se correspondía con las modernas teorías penitenciarias. El argumento sonó contundente en el Congreso, pero era la mitad de una verdad; el mundo avanzaba en la idea de la reinserción social del preso pero también en la importancia de separar a condenados de procesados. El diputado Juan Montes de Oca relató una anécdota real para reforzar su idea de construir con urgencia la penitenciaría y disuadir a los reformistas Alem y Del Valle, porque los cambios que proponían iban a demorar el emprendimiento de Palermo. Según Montes de Oca, el alcalde de la Cárcel Pública le contó que sospechaba que uno de los presos quería fugarse. Para evitar la huida ordenó que le colocaran grillos en las piernas. A los pocos días el preso castigado lo llamó y le mostró el agujero que había hecho en el techo con los grillos. «¿Ve que no me quiero escapar?», le dijo. La idea de una cárcel para condenados en la Isla Martín García tuvo buena recepción en la prensa y en la opinión pública. El recuerdo de la epidemia de fiebre amarilla favorecía cualquier proyecto que mantuviera a los presos alejados de la ciudad. Para la sociedad eran portadores de pestes. Domingo Faustino Sarmiento, que era el presidente del país, apoyó la idea de Alem, pero quiso
saber de planos y de presupuestos. No era un dato menor el costo de construir una penitenciaría en Martín García. El ministro de Gobierno de la provincia de Buenos Aires, Enrique Pinedo, dijo que solo se debía construir la penitenciaría de Las Heras porque allí condenados y procesados podrían convivir en lugares separados. El 20 de mayo de 1872 desapareció la ilusión de tener un sistema penitenciario de avanzada; se votó a favor de la construcción de Las Heras. Al descartar Martín García se dejó de lado un régimen más eficaz que habría obligado a la Justicia a actuar con rapidez. Los legisladores jamás imaginaron que con su voto egoísta, que atendía a las necesidades inmediatas, perjudicaron el futuro: las provincias adoptaron el mismo sistema que Buenos Aires, que rige hasta el presente. Hoy en las cárceles argentinas se mezclan sesenta por ciento de procesados con cuarenta por ciento de condenados. Comparten el patio general y se mantienen comunicados. No hay separación de acuerdo con el delito. Las violaciones, el maltrato a los recién llegados, los suicidios o las muertes violentas son moneda corriente. «Para un preso no hay peor verdugo que otro preso», señala un dicho tumbero. El gobernador Castro, pese a su empeño, no pudo poner en marcha la construcción de la cárcel, pero se hizo justicia y su nombre estuvo en la piedra fundamental; el gobernador Mariano Acosta le dio un cargo en la comisión que controlaría la obra. Era un puesto voluntario al que accedían ciudadanos honestos que querían saber cómo se gastaba cada peso del Gobierno. El 13 de abril de 1873 se colocó la piedra fundamental de la Nueva Cárcel, siendo gobernador de la Provincia el Sr. D. Mariano Acosta; Ministro de Gobierno el Dr. D. Amancio Alcorta; Ministro de Hacienda el Dr. D. Carlos Saavedra Zavaleta y miembros de la Comisión Directiva D. Emilio Castro, D. José Antonio Acosta y D. Juan A. Fernández. El 5 de enero de 1877 el arquitecto Bunge comunicó que la obra de la nueva cárcel estaba concluida. Allí empezó otro debate. ¿El jefe de la penitenciaria se llamará gobernador o director? Triunfó la propuesta de llamar gobernador a la máxima autoridad del nuevo penal que iba a recibir un salario de 500 pesos fuertes, una suma considerable para la época. La remuneración atrajo a varios candidatos, entre ellos al senador Domingo Faustino Sarmiento, que había sido presidente de la Nación hasta 1874. Un periódico definió al sanjuanino como un «deseador permanente de cargos públicos». Eran años donde para un funcionario lo más importante era la paga, no se admitía otro ingreso por ejercer la función pública. El jefe de policía de la ciudad, Enrique O’Gorman, fue el elegido. La preferencia por el nuevo gobernador estuvo atada a la tragedia de su hermana Camila. Su defensa de la vida y su aversión a la pena de muerte se reflejó en su actividad como jefe de policía; no solo prohibió el uso de cepos y anuló los instrumentos de tortura, sino que tuvo un comportamiento destacado durante la epidemia de cólera de 1866 y la de fiebre amarilla en 1871. Enrique tenía dieciocho años cuando fusilaron a su hermana. Le sobraban motivos para oponerse a la pena capital y favorecer la construcción de penitenciarías. La elección del nuevo gobernador
pareció una obra del destino y no de los hombres. El 28 de mayo de 1877 la Penitenciaría de Palermo alojó a los primeros veintidós condenados que fueron trasladados desde el Cabildo.
CAPÍTULO III
La tierra maldita
La Penitenciaría de Ushuaia surgió como una necesidad de reafirmar la soberanía en el extremo sur y se transformó en un infierno. Fue la única manera de enviar argentinos a una parte del mundo adonde nadie quería ir. Chilenos e ingleses estaban al acecho para apropiarse del extremo sur de la Argentina. Para evitar perder la zona en alguna escaramuza diplomática, el 12 de octubre de 1884, el presidente Julio Argentino Roca fundó Ushuaia y la Gobernación de Tierra del Fuego. Pero no bastaba con bautizar al territorio y ubicarlo en el mapa; había que poblarlo para evitar la usurpación. Aunque esa parte llamada el fin del mundo no mostraba cualidades para atraer a ningún ser humano. El Perito Moreno había advertido esta situación en 1876 cuando escribió en su diario de viaje que una solución para habitar la Patagonia era la construcción de cárceles. El pionero imaginó un establecimiento en Puerto Deseado, provincia de Santa Cruz, una zona absolutamente desolada pero más benévola que Ushuaia. En 1888 se comenzó a avanzar en la población del sur con la inauguración de la penitenciaría de Chos Malal, en Neuquén. Motivos había para ocupar la Patagonia. Chile tenía concentrada su fuerza diplomática y militar en expandir su flaco territorio. Estaban dispuestos a tomar lo que descuidaran sus vecinos. En 1881, cuando se firmó el tratado de límites con la Argentina, los chilenos estaban en plena Guerra del Pacífico contra Bolivia y Perú de la que iban a salir victoriosos dos años después. El triunfo significó que Chile expandiera sus fronteras del norte: se apropió del litoral de Bolivia dejándolo sin salida al mar y de las provincias peruanas de Tacna, Tarapacá y Arica. Tacna fue devuelta al Perú en 1929. En Tierra del Fuego, la nueva provincia argentina, los escasos habitantes hablaban inglés. Los británicos habían mandado a sus adelantados; una misión cristiana se había acercado a los indios tanto como los chilenos que tenían poblada la localidad vecina de Punta Arenas. La misa a cargo del misionero británico era oficiada en inglés con cantos en yagan, la lengua indígena, y algún rezo en español. El territorio podía ser otra Malvinas o pasar a manos chilenas. Julio Argentino Roca, que llegó a la presidencia de la Nación en 1880 por la popularidad que le dio la Conquista del Desierto, era consciente del riesgo de usurpación pero también sabía que colonizar esa zona aumentaría su caudal político. El militar conocía los manejos extra diplomáticos de los chilenos que colaboraban y alentaban a los malones comprándoles a las tribus el ganado robado. Con la diplomacia pura no los iba a poder vencer. Tenía una fórmula que consideraba exitosa: tomar el territorio con militares y poblarlo con presos. Esa experiencia la aplicó en 1881, tres años antes de la fundación de Ushuaia, en Sierra Chica a
trescientos treinta kilómetros de la ciudad de Buenos Aires y a doce kilómetros de Olavarría. La combinación de fuertes militares y cárceles fue exitosa. A Sierra Chica la pobló con presos con condena firme que debieron construir su propia prisión triturando las piedras de las canteras de granito que estaban al lado de las vías del flamante ferrocarril. La obra pública era uno de los sistemas carcelarios más instalados en Europa. La otra tendencia, obligada por la superpoblación carcelaria, era el destierro de los presos. En 1884, Roca presentó al Congreso el proyecto «Colonia Penal al sur de la República». Para el Presidente ese trámite era una pérdida de tiempo; despreciaba la burocracia tanto como a los políticos porque no comprendían la emergencia del sur. En el debate político le hacían ver que era una exageración que se pudiera perder esa zona por demoras en aprobar la ley. Pero para el militar, Tierra del Fuego era una gesta; al mismo tiempo que envió el proyecto de ley al Parlamento, ordenó la partida de la División Expedicionaria Atlántico Sur a la Isla de los Estados. A bordo de la cañonera Paraná y el buque Villarino iba un puñado de gente de los cuales once eran presos de la Penitenciaría de Palermo expertos en picar piedras. La primera tarea de los reclusos fue la construcción del Faro de San Juan de Salvamento, que se popularizó como el Faro del Fin del Mundo. La expedición instaló, además, una subprefectura marítima, una estación de socorro para los náufragos del peligroso Cabo de Hornos y un penal para los militares acusados de homicidio. Durante cinco años los presos estuvieron alojados en una colonia, donde los castigos más grandes eran el clima y la distancia. No había confort en ningún lugar de ese páramo. Se podía enloquecer de soledad. Para afianzar el proyecto de colonizar Tierra del Fuego, en 1896 se enviaron diez presas. Tres de ellas se casaron con reclusos y otras tres con la gente que los custodiaba. De las otras cuatro no hay historia. Ese mismo año se firmó el decreto presidencial que ordenaba la construcción de una nueva penitenciaría para presos con condena firme. Los políticos imaginaron que los autores de los peores crímenes ayudarían a desarrollar ese confín. El viaje iba a ser cruel y la estadía también. Para justificar el sufrimiento de los que iban a poblar la cárcel más austral del mundo, dijeron que el emprendimiento beneficiaría a los presos porque se reducirían las condenas a muerte al haber más lugar para alojarlos. En aquellos años si las prisiones estaban colmadas, la población carcelaria se reducía con la horca o los fusilamientos. En 1902 mudaron la colonia penal de los militares a Bahía Golondrina a cinco kilómetros de Ushuaia. Mientras construían el nuevo presidio, cincuenta presos redujeron a los desprevenidos guardias que jamás imaginaron que alguien intentaría huir de ese páramo. Los fugitivos se habían apropiado de un bote a remos y se lanzaron a las aguas del estrecho de Le Maire; querían desembarcar en la otra orilla, la isla grande de Tierra del Fuego. Pero desafiar al mar encrespado con tres pares de remos era una insolencia. La embarcación nunca pudo salir porque las olas la devolvían a la costa. Los presos quedaron agotados sobre el bote; no fue grande el esfuerzo para recapturarlos. Fue la primera de una serie de fugas imposibles. El proceso de ocupación del sur avanzaba con imperfecciones, pero sin tegua. En 1904 se inauguró la Penitenciaría de Río Gallegos. El 15 de septiembre de ese año se colocó en Ushuaia, al lado de la cantera, la piedra fundamental de la nueva penitenciaría. Los presos alojados en Bahía Golondrina comenzaron a triturar la roca y a
levantar paredes de sesenta centímetros de ancho. Se pensó en un lugar para alojar a trescientos ochenta condenados. Como sucede con todas las cárceles del mundo, ese cálculo resultó equivocado; con el tiempo la cantidad de presos duplicó la capacidad del penal. En 1910 en Ushuaia comenzó a funcionar el «trochita», conducido por presos. Las vías del tren de trocha angosta alimentado a leña, que recorría veinticinco kilómetros, fueron tendidas por los reclusos que salían en grupos de noventa custodiados por treinta guardias armados con fusiles Remington con bayoneta calada. La función de «trochita» era transportar los árboles que talaban los reclusos además de material de construcción, que incluía rocas, para la nueva penitenciaría. La madera de los bosques no solo sirvió para la construcción del penal, sino que alimentó los tambores que daban una endeble calefacción a la penitenciaría. La construcción del penal tardó dieciocho años, se inauguró en 1920. La nueva penitenciaría era un edificio radial. Desde una rotonda central partían como rayos de sol cinco pabellones de setenta y nueve celdas individuales de apenas cuatro metros cuadrados. Al final de cada pabellón había duchas y algunos talleres. El lugar era calefaccionado con leña que los presos quemaban en tambores metálicos en los pasillos. A la noche, cuando los engomaban (encerraban), quedaban aislados del calor. Con el tiempo desarrollaron una extraordinaria resistencia al frío; podían caminar en mangas cortas en la nieve y lavarse las manos y la cara rompiendo la escarcha del agua. Era adaptarse o morir. En el espacio que había entre pabellones se edificó la panadería y la cocina. En construcciones separadas se instalaron los talleres para treinta actividades distintas. No hubo un muro perimetral, apenas un alambrado. Para qué más, si era imposible fugarse de esa provincia aislada del continente cuyo único paso terrestre es por Chile. Pronto la realidad fue dejando de lado los ideales que motivaron la fundación de la penitenciaría. Como era difícil conseguir carceleros argentinos, se instalaron mesas de reclutamiento en el puerto de Buenos Aires que estaba desbordado por la llegada de inmigrantes europeos. Así alistaron a yugoslavos que no hablaban español pero entendían el lenguaje universal de techo y trabajo. También se incorporaron escoceses que venían huyendo del imperio austro-húngaro. Apenas firmaban el acuerdo de reclutamiento eran embarcados a Ushuaia. Así se fue construyendo un lugar singular y salvaje. Los guardias europeos fueron brutales en el tratamiento de los reclusos. Se sentían inseguros porque no entendían el idioma. Cualquier gesto o grito los alteraba. Utilizaban la agresión como defensa. Los presos no debían hacer demasiados esfuerzos para acabar con la paciencia de los nuevos guardias. Los jefes pasaban por alto los excesos porque sabían que había una deuda con ellos: el primer año trabajaban por la vivienda y la comida porque la burocracia demoraba sus nombramientos. Después, cuando la paga comenzó a llegarles regularmente, sus ánimos no se sedaron ni los superiores modificaron su actitud pasiva; para qué cambiar un sistema que parecía funcionar. Cuando los carceleros se sintieron seguros en el nuevo destino, trajeron a sus familias y Ushuaia comenzó a poblarse. El mérito del desarrollo de la zona fue de los presos, una mano de obra barata y sin derechos laborales. Los reclusos construyeron la infraestructura de Ushuaia. Se levantaban a las cinco de la madrugada en verano y a las seis en invierno; regresaban doce horas después. Vestían uniforme y gorra a rayas horizontales azules y amarillas. Los homicidas llevaban una cinta roja en el brazo
izquierdo y en la gorra. Marchaban con grillos en los pies, escoltados por guardias. Talaron bosques, hicieron caminos, levantaron puentes, construyeron el muelle, casas, edificios de gobierno e instalaron la red de agua corriente. El pueblo dependía de la penitenciaría. Los presos representaban poco menos de la mitad de las mil quinientas personas que habitaban la nueva provincia. Abastecían a la población de pan, zapatos, ropa, fideos y herramientas. Llegaron a editar dos revistas, El Loro y El Inflador con crónicas de las actividades dentro de la cárcel. El presidio se transformó en un polo de desarrollo que atrajo nuevos inmigrantes. Pero el fin para el que fue creado se fue desvirtuando. Ya no llegaban presos peligrosos y con condena firme, sino cualquiera que trajera problemas en Buenos Aires. Por eso se mezclaron asesinos seriales y dementes con ladrones y estafadores. El penal del fin del mundo albergó en diferentes pabellones a presos de alta peligrosidad y a mujeres y menores reincidentes. Fue una perversa mezcla de almas. En Buenos Aires, los guardias amenazaban a los presos de mala conducta con enviarlos a la «tierra maldita». El nombre no surgió del azar. La estadía no fue menos cruel que el traslado. Partían del puerto de Buenos Aires en buques cargueros engrillados en los tobillos con cadenas que les permitían dar pasos muy cortos. Cuando caminaban por la planchada se bamboleaban como ancianos. Luego, con extremo cuidado, debían descender una estrecha escalera que los llevaba a una oscura bodega, donde iban a morar los veintinueve días que duraba el viaje. En febrero de 1926, José Domínguez, un claustrofóbico condenado a veinticinco años por un homicidio que le temía más al encierro en la bodega que a la cárcel, se tiró al Río de la Plata desde la planchada que lo llevaba al buque. Se hundió al instante por el peso de las cadenas. El descenso del buque en el muelle de Ushuaia era humillante. Caminaban arrastrando los pies con el ruido fantasmal de las cadenas. En fila de a dos llegaban a la cárcel. Antes de ingresar miraban alrededor y daban un suspiro de resignación; pensaban que no verían más a sus familias. Los primeros presos fueron elegidos pasando por encima de los principios que impulsaron la creación de la penitenciaría. La prioridad la tenían los más aptos para trabajar en la construcción del nuevo penal. Por eso un buen porcentaje de prisioneros fueron jóvenes que habían cometido delitos menores. Ushuaia fue el reflejo de lo que sucedía en el país. En 1930 comenzaron a llegar presos políticos. La mayoría pertenecía a la Unión Cívica Radical. El gobierno de Hipólito Yrigoyen había sido derrocado por el golpe de Estado del general José Félix Uriburu. Hubo un odio ciego contra los radicales, las represalias fueron desproporcionadas. Esos hombres honestos no merecían la cárcel. Pensar distinto no está sancionado en ningún código penal. Los políticos no se mezclaron con los presos comunes; fueron alojados en casas particulares por las que el Estado pagaba un canon. Uno de los primeros en llegar fue el radical Elpidio González que había sido vicepresidente de la Nación de Marcelo T. de Alvear entre 1922 y 1928 y ministro del Interior de Yrigoyen hasta el golpe de 1930. La historia lo recuerda como uno de los políticos más honestos. Cuando fue liberado de Ushuaia volvió a Buenos Aires y se empleó como vendedor puerta a puerta de pomada Colibrí para
zapatos. Murió en 1951 en el hospital donde fue internado. Permaneció allí porque no tenía una morada adonde volver, estaba en la pobreza absoluta. El historiador Ricardo Rojas, rector de la Universidad de Buenos Aires hasta el golpe de Estado, fue otro de los destacados presos políticos. En 1934 pagó su militancia radical con la libertad y lo enviaron a Ushuaia. El autor de El Santo de la Espada escribió en su estadía un ensayo que llamó «Archipiélago» donde denunció las condiciones de la cárcel del fin del mundo. Rojas supo de la influencia británica en Ushuaia cuando un cacique Yamán lo despidió: «You are a christian gentleman». Yamanes, tehuelches y mapuches tenían conocimientos de inglés. Honorio Pueyrredón, electo gobernador de Buenos Aires, fue otra víctima de la represalia: no solo estuvo encarcelado en Ushuaia sino en San Julián y en Martín García. También fueron trasladados los radicales Adolfo Güemes, Enrique M. Mosca, Pedro Bidegain, Víctor Juan Guillot, Mario Guido, Federico Álvarez de Toledo y José Pecco, entre otros. Todos vivieron en casas particulares en la Isla Grande pero debían presentarse diariamente ante la delegación policial. Estar en casas fuera del penal no evitó que se enteraran de los castigos que aplicaban a los presos. Los golpes con bastones o con cachiporras de alambre grueso eran habituales. A veces los mojaban y encerraban en buzones. No era extraño que de las celdas de castigos salieran enfermos o muertos. El alimento en los buzones era pan y agua en escasas raciones. Fueron infinitas las formas de dar dolor al preso. Los guardias los trataban como esclavos y no discriminaban a los autores de delitos menores de alevosos criminales. En la «tierra maldita» lo único que se repartía democráticamente era el maltrato. Los presos políticos, en particular Ricardo Rojas con su ensayo «Archipiélago», lograron llamar la atención de los periodistas de Buenos Aires y pusieron en evidencia lo que sucedía en el penal. Sus reclamos fueron escuchados por la opinión pública y por los políticos opositores. El Gobierno tuvo que tomar medidas postergadas para mejorar la calidad de vida de los presos y de los pobladores. Había un déficit absoluto en materia de salud. En 1936 llegó el primer dentista y en 1943 se construyó el hospital que fue compartido por presos y pobladores; era el único centro sanitario de la zona. Hasta ese momento los habitantes de la isla iban a Punta Arenas, en Chile, a hacerse atender, mientras los presos no tenían otra alternativa que convivir con el dolor. Los únicos que pudieron escapar del presidio de Ushuaia fueron tres presos políticos. Emir Mercader, Néstor Aparicio y Orestes Cassanello. En realidad no huyeron de la penitenciaría, sino de las casas particulares donde se alojaban. El trío no planeó con demasiados detalles la fuga. Se aprovisionaron de pescado, agua y pan y comenzaron a caminar hacia el mar a suerte y verdad. Llegaron a la propiedad de un hacendado chileno que les dio refugio. El gobierno argentino reclamó la repatriación, pero la Cancillería chilena se negó a entregarlos y les concedió asilo político. Un preso notable que fracasó en su fuga fue el ucraniano Simón Radowitzky. Fue el primer preso político de la isla. El anarquista llegó a Ushuaia condenado a reclusión perpetua por haber arrojado la bomba que mató al jefe de policía coronel Ramón L. Falcón y a su secretario en mayo de 1909. Antes de ser capturado en Buenos Aires intentó suicidarse con un disparo en el pecho al grito de «¡Viva el anarquismo!». En Ushuaia se vengaron. Ser el asesino del jefe emblemático de policía, el primer cadete recibido en el Colegio Militar creado por Domingo Faustino Sarmiento, le hizo padecer una condena adicional a la que dictaron los jueces. Además de los golpes y de someterlo a la impiedad del frío,
Radowitzky fue violado por tres guardias. Algunos dicen que de la violación participó el director del penal. Cuando se acercaba el aniversario de la muerte de Falcón, Radowitzky debía estar veinte días a pan y agua por veredicto de los jueces. El castigo incluía diez años de encierro en calabozos. Intentó escaparse ayudado por un grupo de anarquistas argentinos y chilenos que habían contratado los servicios de un delincuente conocido como «el Pirata del Beagle». Radowitzky abandonó el penal disfrazado de guardia. Llegó a la pequeña goleta Sokolo de bandera Dálmata y huyó a Punta Arenas, pero fue interceptado por un buque de la Armada chilena. El prófugo se arrojó al mar y nadó hasta la costa. Pronto fue capturado y devuelto a Ushuaia. Su condena se agravó y durante dos años permaneció encerrado en un calabozo con media ración de pan y agua. En 1930 fue indultado por el presidente Hipólito Yrigoyen, había cumplido veintiún años de encierro. Abandonó la Argentina y peleó para los republicanos en la Guerra Civil Española. Murió en México a los sesenta y cinco años. El intento de fuga más cinematográfico sucedió en 1934 liderado por el mafioso Bruno Debella, conocido como Facciabrutta, que estaba condenado por múltiples asesinatos y robos a mano armada. El hombre, que era muy elocuente como buen italiano, hizo fabricar una bomba de treinta kilos. Arengaba a su gente como si fueran a librar una guerra. Hacía un culto de la exageración. Consiguió una considerable cantidad de revólveres, fusiles y pistolas. Pagó sobornos para que ingresaran al pabellón uno. El día señalado corrieron decididos hacia la puerta pero se frenaron como si hubieran chocado contra una pared de vidrio al ver a un pelotón de soldados que los estaba esperando en posición de tiro con sus fusiles Mauser. El valor desapareció. Depositaron sus armas en el suelo y se rindieron mansamente. Por el penal también pasaron criminales famosos. La historia de Ladrón de Guevara recuerda a la del dentista Ricardo Barreda. Una noche mató a tiros a su mujer e hijos y huyó. Fue el hombre más buscado por la policía bonaerense. En su fuga asesinó a un comerciante. Fue arrestado gracias a la investigación de un detective aficionado que fue premiado con el ingreso a la policía. En Ushuaia Ladrón de Guevara se volcó a la religión con el fanatismo de los conversos. Pasaba el día orando y meditando. Era uno de los presos de cartel, como se denomina en la cárcel a los más respetados. Cuando le preguntaban por qué había asesinado a su familia, decía que esa persona ya no existía. La religión le sirvió para no responsabilizarse por su pasado; se definía como un hombre entregado a Dios. Por lo menos eso le hacía creer a los demás. La criminología en aquellos años era primitiva. Los profesionales estaban lejos de saber cómo funciona la mente de un psicópata y mucho más de conocer que no padecen tristeza ni tienen arrepentimiento. En las cárceles abundan los presos que buscan refugio en la Biblia. Donde solo hay sufrimiento, la religión es un alivio porque no tiene la competencia de las tentaciones. Los atrae la posibilidad de redimirse aferrándose a un credo cuyo enemigo es el infierno. Sienten alivio en las oraciones y se entusiasman con el nuevo camino. Pronto se arrepienten de los crímenes que cometieron y se ilusionan con tener más oportunidades. Pero al salir en libertad la mayoría olvida la religión y vuelven al camino de los errores. Las tentaciones, la falta de oportunidades y comprobar que la realidad no es como la imaginaron en el encierro, los devuelven a lo que eran. Pero no todos eran psicópatas en Ushuaia. Había reclusos que tenían remordimientos. Uno de ellos mostraba un enorme desprecio por su vida. Se exponía a diario volando con dinamita las rocas de la cantera. Manejaba los explosivos con habilidad, como si fueran juguetes. Parecía que la muerte fuera
un alivio; estaba purgando prisión perpetua por el asesinato de una telefonista, a la que confundió con una prostituta y le quiso robar la cartera. Como la mujer se resistió la mató con un desafortunado golpe. Su vida desde ese momento fue un infierno; el dolor no cedía. No encontraba alivio ni en el sueño; las pesadillas eran la otra tortura. Otro de los reclusos notables fue Mateo Banks que asesinó en la localidad de Azul, en la provincia de Buenos Aires, a su cuñada, cuatro sobrinas y tres peones para quedarse con dos estancias. Le dieron cadena perpetua por los ocho crímenes. Salió en libertad después de veinte años pero no la pudo disfrutar. A los pocos días resbaló con el jabón y golpeó con la nuca en el borde de la bañera. Una paradoja macabra fue la de Serruchito, que descuartizó el cuerpo de su socio y lo arrojó al lago de Palermo. En el presidio le asignaron la tarea de trozar las reses que alimentaban a los reclusos. El amor sórdido había condenado a perpetuidad a Eduardo Sturla que interrumpió la tranquilidad de una tarde soleada de Floresta al acuchillar a su cuñada de catorce años. La adolescente le había dicho que quería terminar esa relación clandestina porque no soportaba hacerle daño a su hermana. Sturla se cegó por el dolor de que lo abandonara esa joven a la que le había quitado la virginidad dos años antes. La relación prohibida había transformado a la niña en el amor de su vida. Con otra mujer no iba a sentir lo que con su cuñada; la perversión provocaba una excitación con la que no se podía competir. Sturla mantuvo buena conducta. Despreciado por su mujer y su familia, sobrevivió en Ushuaia por el recuerdo del amor prohibido. Siempre se preguntaba en qué se había equivocado para que su cuñada decidiera terminar esa relación. A sus compañeros de cautiverio les contaba que ella fue el gran amor, mucho más que su hermana. A veces la pintaba como la mujer más linda del mundo y en otras como una desagradecida y traidora, igual que «las demás». Pero el preso emblemático de Ushuaia es Cayetano Santos Godino, alias el Petiso Orejudo, el primer gran asesino serial de la Argentina. Nació en 1896 y fue el menor de nueve hermanos. Padeció los castigos de un padre sifilítico y alcohólico y de su hermano mayor. Ambos descargaban sus frustraciones en ese pequeño desangelado que desagradaba a todos por su cuerpo y sus facciones. Godino padeció raquitis y creció desproporcionado. Quizás los golpes o tal vez la falta de amigos convirtieron al niño en un ente desinteresado de lo que ocurría alrededor. Iba por la vida sin demostrar sentimientos. Fue expulsado de seis colegios. No le interesaba estudiar y fue analfabeto hasta la mayoría de edad. En la primera revisación médica que le hicieron para entender las causas de su violencia y su ignorancia, le contaron veintisiete cicatrices provocadas por las palizas del padre y del hermano. El castigo lo convirtió en un sádico; no solo mataba animales sino que disfrutaba torturándolos. La madre, desesperanzada y sin saber cómo enfrentar la situación, llevó al niño de nueve años a la comisaría. Quería que alguien lo castigara de manera más efectiva. La mujer le temía a su hijo; esa mañana había quitado los ojos y las plumas a los canarios y los puso en una caja de zapatos al lado de su cama para que fuera lo primero que viera al despertar. Cayetano parecía tener menos años de lo que decía su documento. El raquitismo lo había convertido en un chico de baja estatura y muy delgado. Su cuerpo era un descalabro. Los brazos de largo exagerado colgaban de manera grotesca; parecían ser de otra persona. Su cara angulada lucía enorme entre los hombros estrechos. Por sus orejas sobresalientes en forma de abanico lo llamaban «el Petiso Orejudo» o, directamente, «el Oreja». Cayetano se aburrió de torturar y matar mascotas, quería emociones más fuertes. Falló en el intento de matar a una criatura de dos años golpeándole la cabeza con una piedra porque fue sorprendido por
el vigilante de la esquina. Lo llevaron a la comisaría donde dijo que se estaba peleando con el chico. Llamaron al padre y se lo entregaron. Para sacarse el problema de encima los policías coincidieron en que se trató de una pelea entre niños. Los agentes pasaron por alto que el padre no llevara los documentos de Cayetano; pensaron que El Petiso Orejudo no tenía más de cinco años. ¿Qué podían hacer con él? Era un problema insoluble; no sabían qué castigo darle. A los doce años lo encerraron en un reformatorio en Marcos Paz. Tres años después le dieron la libertad para que celebrara con su familia la Navidad de 1911. Regresó al hogar con las fobias intactas. Tenía quince años cuando sus asesinatos en serie conmovieron a la opinión pública. En 1912 desplegó su sadismo y perversión. Su primer crimen lo cometió un mes después de Navidad. El 25 de enero de 1912 en una casa vacía de la calle Pavón 1541 apareció el cuerpo estrangulado y golpeado de Arturo Laurora, de trece años. El 7 de marzo vio a Reina Bonita Vainicoff, una niña de cinco años, contemplando una vidriera. Aprovechó la desatención de la pequeña para arrimar un fósforo a su vestido blanco con volados y puntillas. El fuego se propagó al instante por la inflamable fina tela de verano. Un policía se arrojó sobre la niña para apagar las llamas con su cuerpo. El abuelo de Reina Bonita, que vio la escena desde la vereda de enfrente, cruzó desesperado la avenida Entre Ríos y murió atropellado por un auto. A los dieciséis días de internación la nena falleció; tenía quemaduras de tercer grado en casi todo el cuerpo. Godino estaba excitado con la repercusión de sus crímenes en los diarios. No solo disfrutaba de matar niños sino que sentía fascinación por el fuego. El 16 de julio incendió un corralón en Garay al 3100. Cuando vinieron los bomberos colaboró con ellos para apagar el fuego arrimando baldes de agua. En setiembre acuchilló a un caballo en los establos de Chiclana al 3300 y dos días después incendió una estación de tranvías de la Anglo. Nadie relacionaba estos hechos con los crímenes de los niños. A principios de noviembre de 1912, maniató a Roberto Carmelo Russo, un niño de dos años y medio, para ahorcarlo con piolines. Un policía llegó en el momento justo y lo sorprendió. El Petiso Orejudo tuvo una buena excusa a mano: dijo que vio al niño maniatado y estaba liberándolo. Le creyeron; no sabían que ese chico de orejas grandes era el asesino más buscado del país. Los incendios e intentos de asesinatos de criaturas siguieron a lo largo de 1912. El Oreja, como lo llamaban despectivamente en el barrio, le prendió fuego a un galpón de materiales de la construcción y estuvo a punto de asesinar a Carmen Ghittoni de tres años a la que dejó de golpearla porque un policía se acercó a la carrera. El Petiso logró huir y el vigilante no pudo identificarlo. El 3 de diciembre cometió el crimen que escandalizó a Buenos Aires por la desmesurada crueldad. En una vereda del barrio de Once, Jesualdo Giordano, un nene gordito de tres años, jugaba con una pelota de goma en la puerta de su casa. Godino lo tomó de la mano y lo convenció de ir a patear juntos a un baldío que hacía las veces de basural y se lo conocía como la Quinta de Moreno. Cuando llegaron, intentó ahorcarlo con un piolín muy fino que le provocó heridas cortantes pero no lo mató. El cuello del chico era más ancho por su gordura. Para terminar su obra sacó de su bolsillo un enorme clavo que golpeó con una piedra y le atravesó ambas sienes. Se quedó un instante mirando el cuerpo sangrante de Jesualdo y lo cubrió con unas chapas. Se alejó caminando y regresó a su casa donde nadie notó nada anormal; su expresión era tan despreocupada como la de los demás días. El crimen movilizó a los ciudadanos. Los diarios criticaron duramente a la policía. La opinión pública pedía justicia y acusaba a algunas de las mafias que poblaban Buenos Aires, entre ellas La Mano Negra que se dedicaba a secuestrar chicos y a pedir rescate.
El Oreja disfrutó este crimen más que los anteriores. No solo fue hasta el basural el día que se hizo la reconstrucción sino que después asistió al velatorio. Allá se mostró tan dolorido como sus parientes más cercanos. Se arrimó al cajón blanco de Jesualdo, subido a una tarima asomó su cabeza para ver el cuerpo, simuló que rezaba y le acarició el pelo. Exhibirse y arriesgarse le daba tanto placer como matar, torturar e incendiar. La muerte de Jesualdo estaba en la tapa de los diarios. Godino compró Crítica y se lo hizo leer al diarero porque era analfabeto. Luego recortó la crónica y la guardó en el bolsillo. Estaba disfrutando de lo que sucedía. No tenía conciencia de la gravedad de matar. Era incapaz de ver el dolor de los demás. La vida le parecía un juego. El testimonio de los vecinos, que dijeron haber visto a Godino pasear de la mano con Jesualdo, hizo que al día siguiente del velatorio fuera detenido. No hubo que esperar mucho por su confesión; sin arrepentimiento contó con detalles sus crímenes. Al día de hoy hay dudas si no hubo más víctimas. Durante los dos años del juicio lo recluyeron en el Hospicio de las Mercedes. Los más grandes criminólogos de Europa y Estados Unidos acudían a estudiarlo. Era un material de laboratorio ideal para los seguidores de la nueva escuela fundada por Cesare Lombroso. El científico italiano despertaba odios y adhesiones. Era una época de grandes discriminaciones y la teoría favorecía a los de tez más blanca. Lombroso escribió que hay rasgos particulares en los criminales. La forma de su cráneo, de la mandíbula, las orejas, los arcos superciliares, el tamaño de la frente, el color y el tono de la piel junto a factores como la instrucción, la posición económica y la religión, definían a un delincuente. El científico italiano propiciaba medidas extremas: «Para los criminales natos adultos no hay muchos remedios: es necesario o bien secuestrarlos para siempre, en los casos de los incorregibles, o suprimirlos, cuando su incorregibilidad los torna demasiado peligrosos». Godino con sus rasgos daba prestigio a la escuela lombrosiana y acallaba la voz de los opositores que tenían ideas menos extremas y más piadosas. El asesino serial medía un metro y medio, tenía la cabeza pequeña y las orejas y el pene muy grandes. No le faltaba nada para ser una atracción casi circense para los criminólogos. Cada uno iba con la esperanza de descifrar la mente de ese fenómeno de dieciséis años que comenzó a matar e incendiar desde pequeño. La opinión pública reclamaba la pena de muerte que estaba vigente pero no se podía aplicar a menores. Sus respuestas en los interrogatorios sorprendieron. Se definió como un chico feliz y sin remordimientos. Dijo que mataba para aliviar los fuertes dolores de cabeza que padecía y que después de cada crimen las migrañas desaparecían. En 1914, Godino fue encerrado en la Penitenciaría de la avenida Las Heras donde aprendió a leer y escribir. En 1923 lo trasladaron a la flamante prisión del sur. Allí ocupó la celda 90. La distancia no desalentó a los criminólogos: iban hasta el sur a visitarlo, convencidos de que estaban frente al ícono de los asesinos. En su afán de lograr reconocimiento por sus investigaciones, le operaron las orejas para ver si su instinto criminal se apaciguaba, a pesar de que los carceleros les habían advertido que el Petiso tenía buena conducta desde que estaba en cautiverio. No podía ser de otra manera; no podía torturar animales o incendiar colchones porque sus compañeros lo vigilaban. Tenía la tranquilidad de una fiera en el zoológico. Godino, como todo asesino serial, era despreciado por los presos. Las orejas recién operadas no aplacaron su sadismo. Cuando aparecía algún gato por el presidio, lo torturaba hasta matarlo. Pero un día quemó vivo a uno que era mascota de los reclusos. Lo
golpearon entre todos sin que se le escuchara un quejido de dolor. Cayetano Santos Godino murió en la cárcel el 14 de noviembre de 1944 a los cincuenta años. El diagnóstico oficial fue «hemorragia interna causada por gastritis avanzada». Lo que oculta el certificado de defunción es que esa hemorragia fue consecuencia de la paliza que le dieron los presos. En la década del 40, la mitad de la población carcelaria estaba compuesta de hombres que habían delinquido por primera vez. Una baja proporción eran criminales peligrosos. Gran parte de los condenados por homicidio fue por emoción violenta o por alguna borrachera. Eran hombres de una sola muerte y estaban confinados en el extremo sur como si fueran asesinos seriales. Hubo gente del norte que mató en un duelo a cuchillo. Ese error lo pagaron con creces en Ushuaia donde el frío los enfermó porque estaban acostumbrados a vivir en climas calurosos y húmedos. Los guardias más intransigentes obligaban a los presos de mala conducta a desnudarse y los arrojaban a la nieve. No extrañó a los médicos el enorme porcentaje de tuberculosos que alojaba la penitenciaría. Pero eran pocos los que reclamaban y muchos menos los que escuchaban. Había guardias sádicos que se vengaban de algún desplante de un preso y por las noches, sorpresivamente, les arrojaban un balde de agua helada. Pero la violencia fue una parte de la vida; muchos presos de buena conducta encontraron alivio en los talleres o en la tala y desmalezamiento de los bosques. Hubo directores del penal que buscaron mejorar las condiciones de aislamiento y copiaron lo mejor de la Penitenciaría de Palermo. Así nació la banda de la prisión con instrumentos de viento, tambores y un bombo. La música y los castigos convivieron en ese infierno. Los ejecutantes no perdían su tristeza ni su mirada torva aunque ejecutaran melodías alegres. El pueblo iba a verlos cuando tocaban en los actos. Los que vivían en Ushuaia también eran prisioneros de la isla que buscaban que los días pasaran más rápido. Los que estaban fuera de los muros eran parientes de los carceleros o trabajaban para el presidio. No faltaban algunos comerciantes y talleristas entre las fuerzas vivas del pueblo. La cárcel era la industria de Ushuaia. Más triste no podía ser esta parte de la Argentina. Pero es en esos lugares donde se despierta el superviviente y se acomoda a la hostilidad. Por eso algunos reclusos una vez cumplida la pena y sabiéndose olvidados por sus familiares, se radicaron en la isla; al menos tenían un empleo. El Servicio Penitenciario Federal aprendió de los horrores de Ushuaia. Lo asumen como «un destello» en la historia de las cárceles. Y razón no les falta porque el penal se terminó de construir en 1920 y fue cerrado en 1947, pero lo que sucedió fue tan intenso que parece haber funcionado durante más de un siglo. Hoy es una de las principales atracciones turísticas de Tierra del Fuego. En el balance positivo del presidio hay que destacar que rescató para la Argentina una parte del territorio que podía haberse perdido a manos de los chilenos o de los ingleses. El 21 de marzo de 1947, por iniciativa del inspector general del Servicio Penitenciario de la Nación, Roberto Pettinato, el presidente de la Nación, Juan Domingo Perón, firmó un decreto que ordenó el cierre del presidio. Con Pettinato comenzó a cambiar la historia del servicio penitenciario.
CAPÍTULO IV
Evita penitenciaria
Los grandes reformadores conocieron las cárceles en su profundidad. A sus conocimientos teóricos, le sumaron un extenso peregrinar por aberrantes presidios. El horror fue el gran maestro de estos humanistas. Su sensibilidad les dio un conocimiento avanzado de la sociedad porque se acercaron al lado más oscuro del ser humano. Aprendieron que el peor camino es el del castigo más allá del encierro. Pensar que el celador que propina los más duros escarmientos es el mejor carcelero, está en la mente de los que creen que a los hijos y a los alumnos hay que educarlos con el rigor de los azotes. Las cárceles están pobladas de gente que fue golpeada por sus padres. El sistema penitenciario argentino avanzó con la aparición de hombres providenciales que arremetieron contra los prejuicios de la sociedad y los gobernantes. Trajeron ideas nuevas; coincidieron en reencauzar al delincuente elevando los estímulos para que trabajaran y aprendieran oficios en el encierro. La prisión debía mejorar al hombre. El general José de San Martín es reconocido como el pionero de la renovación del sistema carcelario argentino. Pensadores como Juan Carlos García Basalo, otro gran reformador e investigador del siglo XX, coinciden en que el prócer fue el primero en ocuparse del tratamiento que debían recibir los presos. En 1816, cuando asumió como gobernador de Cuyo, el Libertador envió un oficio a la cárcel del Cabildo de la región reclamando que se alimentara mejor a los detenidos. Estaba indignado porque los detenidos recibían una comida por día. San Martín, tiempo después, con sentido práctico y humano, ante la falta de fondos para el cruce de los Andes, creó una casa de detención con condiciones más dignas para que «se recojan a las mujeres escandalosas o de conducta antisocial». Decidió utilizarlas para la causa de la libertad. Las detenidas comenzaron a trabajar en la confección de los abrigados uniformes del Ejército. Con esta tarea le dio un sentido a sus vidas; estaban colaborando con la independencia de América. Llevó la prédica reformista a Perú donde liberó a delincuentes que no tenían sentencia firme y pidió que todas las causas se cerraran en veinte días. A la semana siguiente emitió un decreto aboliendo los azotes. El Libertador prohibió todo tipo de tormentos y clausuró los «infiernillos», la forma más cruel de encierro subterráneo que impuso España en sus colonias. Cuando abandonó Perú dejó un Reglamento Carcelario de veinte artículos donde se contemplaba la revisación médica si el arrestado llegaba enfermo a la penitenciaría, la apertura de las puertas de la celda desde la mañana hasta que se ponga el sol para que puedan higienizarlas y ventilarlas, la inviolabilidad de la correspondencia que remitan a los jueces y los liberó del pago del carcelaje, entre otros beneficios. A partir de la construcción de la primera Penitenciaría Nacional en 1877 en Palermo, se comenzó a
avanzar con la reforma. En 1904, Antonio Ballvé asumió la conducción de la penitenciaría. Era un hombre con vocación de servicio. Su carrera empezó desde el llano cuando ingresó a las fuerzas de seguridad como agente de policía. Como tantos otros humanistas se inició sin privilegios porque quería conocer en profundidad el sistema que quería cambiar. Llegó a la Penitenciaría Nacional para aplicar sus conocimientos. Sabía que las cárceles son la última esperanza para rescatar a asesinos y ladrones. Cuando alguien regenera a un delincuente, salva vidas. Pero al no saber el nombre y apellido de quienes podían haber sido las víctimas del hombre recuperado, la labor no es reconocida. Regenerar a un malviviente es cambiar su historia y la historia de los demás. Un delincuente rehabilitado equivale a menos muertos y menos damnificados por delitos. Lamentablemente, las medallas se otorgan a los que salvan vidas en actos visibles. Un médico o un guardavidas tienen más reconocimiento que un penitenciario. Ballvé tenía esa convicción cuando asumió la dirección del penal. Sabía de la ingratitud; la sociedad no iba a percibir en toda su dimensión los beneficios de reeducar al preso. La gente vive de espaldas a las cárceles sin tomar conciencia de que los apresados son una amenaza latente. A la sociedad solo le preocupan los delincuentes que están en libertad. Si pudieran comprender que una cárcel es una constante rotación de criminales y ladrones, tendrían otra actitud; el preso siempre tiene la posibilidad de quedar libre por la justicia o por el camino de la fuga. Ballvé aplicó principios avanzados para la época. Su programa se basaba en tres pilares: el régimen de disciplina, la educación y el trabajo de los condenados. Decía que el delincuente debía ser tratado con todos los medios terapéuticos. Que no era posible aplicar un tratamiento psicológico o médico aislado, sino que toda la ciencia debía concentrarse en su ayuda. El nuevo director decidió aliviar las condiciones de encierro y reglamentó las calificaciones para premiar la buena conducta. En esos años regía el sistema auburniano que prohibía hablar a los presos. Si un recluso violaba el régimen de silencio, recibía castigo corporal además de encierro en los «buzones» (calabozos) a pan y agua. Permitió que los presos se comunicaran, porque el silencio no solo fracasó como sistema de reinserción sino que fue un camino a la locura y la depresión. Impuso un sistema de puntos para estimular la buena conducta. En la manga del uniforme una marca indicaba la evolución del comportamiento del recluso. La norma de calificación se mantiene hasta el presente. Hoy en prisión los puntos por buena conducta son para el preso un bien tan apreciado como el dinero o las tarjetas de llamada telefónica. Una buena cantidad de puntos determina salidas transitorias o ir a cárceles de menor seguridad con mejores condiciones de alojamiento y comida. Con Ballvé un preso de buena conducta era premiado con más tiempo de luz en su celda o se le permitía recibir golosinas, café o chocolate de sus familiares. Otro premio invalorable era la autorización para usar bigote. En 1907 inauguró el Instituto de Criminología y puso al frente a José Ingenieros, quien creó las teorías de clasificación y estudios de los presos a partir de sus características físicas. Ingenieros estaba influido por la escuela de Cesare Lombroso. Ese año fundó el Hospital Penitenciario y ordenó dos censos para conocer las condiciones de detención de la población carcelaria del país y profundizar los cambios. Su salud, muy frágil, le impidió concluir su obra. Ballvé murió en 1909. En menos de cinco años al frente de la Penitenciaría Nacional dejó enseñanzas que sobreviven. Sus avances son citados en congresos internacionales. Ese breve lapso hizo historia por eso el Museo Penitenciario que está en
San Telmo lleva su nombre. Las medidas de Ballvé se profundizaron en 1933 con la Ley de Organización Carcelaria y Régimen de la Pena que impulsó Juan José O’Connor durante su gestión en la Dirección e Inspección de Cárceles de los Territorios Nacionales. El abogado redactó el proyecto después de recorrer los penales del país. Las condiciones infrahumanas de alojamiento lo convencieron de la necesidad de avanzar en los cambios. Con la ley, se creó la Dirección General de Institutos Penales y se cambió la figura del preso por la del «interno obrero». El apogeo del sistema penitenciario llegó con Roberto Pettinato, un hombre carismático y de notable presencia. Su militancia lo acercó a Juan Domingo Perón y a Eva Duarte, a quienes les relató cuáles eran sus ideas para humanizar las cárceles. Nadie vinculado al servicio penitenciario había llegado hasta un presidente de la Nación. Cuando terminó la conversación salió conforme, percibió que Perón y Evita lo escucharon con atención. De hecho, el encuentro se prolongó más de lo estipulado. Eva Perón, más sanguínea que su marido, tomó como una cruzada personal la reforma carcelaria. Fue la gran gestora entre el funcionario y el Presidente. Pettinato nació el 3 de setiembre de 1908. Fue un gran deportista con una vida sentimental agitada. Era un hombre de un físico exuberante y de manos gigantes. Los presos lo respetaban y le temían. Dentro de la cárcel, cuando se referían a él, hablaban de «el Grandote». Era un carcelero «picante», como llaman en la jerga al que es estricto. Cuentan que para demostrar que tenía cómo respaldar su autoridad, peleó con un preso «cachivache» (rebelde) que la pasó muy mal enfrentando a esa mole. En las cárceles, cuando un oficial se despoja de su cargo y enfrenta mano a mano a un recluso, se gana el respeto de la población. Tal vez porque alguien lo vio pelear con un estilo muy técnico se dijo que en su juventud había sido luchador de catch con el seudónimo de Máscara Negra y que protagonizó un memorable combate con el otro ídolo de ese deporte-ficción: Máscara Roja. El castigo para el perdedor fue mostrar el rostro. Pettinato se tuvo que sacar la máscara negra en el centro del ring. La historia oficial no hace alusión a ese pasado en el catch; dice que Pettinato practicaba artes marciales. Lo cierto es que el hombre tenía el cuerpo y la fuerza de un luchador. En 1933, poco después de la incierta o memorable pelea de catch, de acuerdo con quien la relate, Pettinato ingresó al servicio penitenciario de la Nación. En 1939 fue nombrado jefe de seguridad interna del penal de Ushuaia. La experiencia que adquirió en la «tierra maldita» terminó de darle forma a sus convicciones de cambio. Como buen jefe no solo era responsable de los guardias, sino de los presos, y pese a que encontró a los peores asesinos del país se conmovió ante las condiciones infrahumanas de alojamiento. Encontró que el servicio penitenciario era inorgánico, que había demasiada improvisación con castigos desproporcionados que ponían en peligro la vida del preso. Pronto se ganó el respeto de los internos y de los guardias; a todos les hizo la vida más confortable y le dio un sentido a la profesión. En 1944 se entusiasmó con las ideas del secretario de Trabajo y Previsión, Juan Domingo Perón. Las conquistas sociales le hicieron ver dónde podía canalizar sus inquietudes humanísticas. Se volcó al peronismo con pasión. Pettinato no entendía la vida sin pasión. Cuando Perón llegó a la presidencia, el Grandote ya estaba cerca del poder.
En 1947 conoció a Clara Anderson de Fyhn, una mujer bella, refinada, que trabajaba en Sucesos Argentinos, el compacto de noticias en blanco y negro que se exhibía en los cines. Clara era ferviente admiradora de Eva Duarte; se peinaba como ella. En su escala de afectos la ponía por encima de Juan Domingo Perón. Cuando no le gustaba alguna medida del Presidente, decía que Eva lo haría mejor porque tenía menos contemplaciones. Roberto Pettinato y Clara se casaron en Montevideo. Estaba impedido de hacerlo en la Argentina porque no regía el divorcio y tenía un matrimonio anterior con una mujer colombiana que borró de su vida. El casamiento con Clara potenció su pasión y su acercamiento al peronismo. En 1947 consiguió el mayor avance en la historia del servicio: apoyado por Eva Duarte consiguió que el presidente Juan Domingo Perón acelerara la aprobación de la ley que creó la Escuela Penitenciaria de la Nación, que comenzó a funcionar el 14 de enero de 1948 dentro de los muros de Palermo. La institución debía formar a los nuevos oficiales porque eran el corazón del cambio. El personal carcelario no estaba capacitado para trabajar en la penitenciaría que imaginaba Pettinato. Los capacitó para que entendieran la nueva manera de tratar al preso. La educación fue vital para jerarquizarlos porque a partir de la reforma pasaron a ser integrantes de las fuerzas de seguridad, algo que provocó recelos en las tres Fuerzas Armadas que no querían una nueva institución militarizada que no dependiera de ellos. La Argentina fue pionera en el mundo en la creación de un instituto formador de agentes del servicio penitenciario. La nueva entidad reemplazó a la escuela de Celadores y Guardianes que se fundó en 1924 pero no capacitaba a los hombres para custodiar las cárceles. Pettinato ya tenía su lugar para avanzar con las transformaciones del sistema penitenciario. Su militancia política le daba un «plus» para poder encarar los cambios que iban a ser resistidos. Evita era uno de sus más firmes soportes. La esposa de Perón quería una vida mejor para los presos; a ellos también los consideraba sus «descamisados». Coincidía con Pettinato en que había que trabajar desde la autoridad y el respeto y que los reclusos debían ganarse los privilegios. Estaba a favor de un verdadero sistema de premios y castigos, algo que, como un contrasentido, había dejado de funcionar en la sociedad desde la llegada del peronismo al poder. Se instaló en la vivienda que correspondía a su jerarquía dentro del predio de la Penitenciaría Nacional. La primera medida que tomó fue cerrar el presidio de Ushuaia. Para el Grandote era una vergüenza comparable a la prisión de la Isla del Diablo. Eliminó los grilletes y las cadenas y abolió el traje a rayas. Creó un sistema atenuado de castigos y permitió visitas íntimas a los casados. En uno de sus libros detalló cómo debía funcionar el nuevo régimen de visitas. También les devolvió la identidad porque hizo que a los presos se los llamara por su nombre y no por su número. Los reclusos en aquellos años eran un ente, una cifra. El tango «El penado 14», compuesto por Carlos Pesce y Agustín Magaldi, que en 1929 vendió más de un millón de discos, se inspiró en esa realidad carcelaria. En una celda oscura del presidio lejano el penado catorce su vida terminó.
Dicen los compañeros que el pobre presidiario murió haciendo señas y nadie lo entendió. Pettinato se ocupó de las mujeres encarceladas mejorando los lugares de reclusión con atención especial a las que estaban embarazadas. Creó alojamientos específicos para menores de 18 a 21 años. No quería que se mezclaran con los presos más veteranos. Lo que emprendía no era improvisado. Leyó los trabajos de Naciones Unidas y aplicó sus reglas para el tratamiento de reclusos. Se rodeó de los mejores hombres en cada área. García Basalo, que tiempo después sería el coautor de la ley de Penitenciaría Nacional y escritor de los mejores libros de historia sobre las cárceles argentinas, fue uno de sus consejeros y profesor de Penología y Ciencia Penitenciaria en la nueva escuela para penitenciarios. De la agencia de noticias Andy, se llevó al periodista Salem Yapur para que sea su comunicador y el contacto con los medios. Quería mantener abiertas las cárceles a la opinión pública. Con Yapur desarrollaron una gran relación de afecto cercana a la amistad, pero jamás se tutearon. Pettinato era un buscador de equilibrios. Las transformaciones no favorecieron solo a los presos. Para los agentes del servicio penitenciario logró la ley 13.018 de retiros y pensiones. El prestigio y el poder del nuevo director iban en ascenso. La cárcel estaba cambiando; el trabajo de los presos era remunerado. En los talleres se fabricaban los uniformes de los presos y guardianes, zapatos y borceguíes incluidos. También se hacían pupitres para la escuela del penal y se imprimía el boletín oficial. Funcionaba una biblioteca y un coro y orquesta de presos. Los ambientes eran ventilados e iluminados. La cárcel tenía que ser la imagen de «la nueva Argentina de Evita y de Perón» que se estaba industrializando, por eso instalaron la imprenta, la fundición, la zapatería, la sastrería, la herrería, la panadería, la talabartería, el taller de chapa y pintura y el taller de electricidad. Se hacía el mantenimiento del edificio y se reparaban los vehículos oficiales. No faltaba una huerta para reforzar su alimentación. Los internos debían asistir a la escuela y el fin de semana podían practicar deportes. El servicio les proveía las camisetas y los premios para el torneo interno. El penal tenía una enorme piscina para los presos. Los domingos había misa y se enseñaba catecismo. La cárcel prosperaba y los alrededores, también. Pronto Palermo se transformó en un barrio elegante y la penitenciaría pasó a ser un estorbo, igual que la Cervecería Palermo, que estaba al lado, con sus chimeneas que emitían el humo de la fermentación que agredía el olfato de los vecinos. Estar casado no significó para Pettinato el final de su vida de seductor. Uno de sus romances más prolongados fue con la actriz Malisa Zini, compañera de elenco de Evita en la película La pródiga, dirigida por Mario Soficci y protagonizada, además de Eva Duarte y Malisa, por Juan José Miguez y Alberto Closas. El film se pudo ver recién en 1984 porque Perón presionó para que no se exhibiera; como buen militar quería borrar el pasado de actriz de su mujer. Malisa militaba en el Ateneo Eva Perón que captaba artistas para la causa. Cuando cayó el Gobierno, la actriz tuvo un intento de suicidio porque salió del lugar de privilegio para integrar la nueva lista negra de actores que reemplazaba a la anterior. Los nuevos eran tan intolerantes como los
anteriores que habían aplicado la censura a los que no simpatizaban con el peronismo, como Libertad Lamarque que en 1946 tuvo que exiliarse por su enfrentamiento con Eva. Ahora, en 1955, Francisco Petrone, nuevo director de Canal 7, le prohibía a Malisa entrar en el canal. Clara soportó la infidelidad de su marido. La única manera de retener a ese hombre era haciendo concesiones. Su agitada vida sentimental no le hizo descuidar su carrera. Comenzó a asesorar al Ministerio de Justicia en todo lo que tuviera que ver con las cárceles, una práctica que la Revolución Libertadora abolió. Hoy, cuando hablan de seguridad, los ministros de Justicia de la Nación y las provincias no dicen qué van a hacer con los más de ciento cincuenta presos que salen en libertad cada día. Se lució como delegado oficial en el Décimo Congreso Penal de La Haya y en el Segundo Congreso de Criminología de París. A partir de ese momento los grandes eventos internacionales lo tenían como invitado especial. Descolló en el Primer Congreso Internacional de Cárceles y Capellanes. Para el director de las cárceles, la religión era importante para rehabilitar a los presos. Su prestigio lo llevó al cargo de asesor de Naciones Unidas en el Departamento de Cuestiones Sociales para la Prevención del Delito. Luego fue presidente del Grupo Latinoamericano de Formación, Reeducación y Tratamiento de los Delincuentes. Publicó la revista Penal y Penitenciaría, que alcanzó prestigio internacional porque escribían los grandes pensadores y era una fuente de información de los avances que tenía el sistema penitenciario en el mundo. El ocaso llegó con la Revolución Libertadora en 1955. Con su esposa se asilaron en la embajada de Ecuador. Clara estaba con un embarazo avanzado. Allí nació Robertito Pettinato que trascendió como periodista, músico y conductor de televisión y radio. A Roberto padre no le agradaba que su hijo tocara la guitarra ni que se vistiera con colores tan estridentes, pero no impidió que siguiera su camino. Durante la Revolución Libertadora, se reabrió la cárcel de Ushuaia para los presos políticos. En la década del 30 fue alojamiento de los radicales, ahora le llegaba el turno a los peronistas. La Argentina seguía dividida. En la Penitenciaría Nacional, desde donde nacieron los grandes cambios al sistema, el 12 de junio de 1956 por orden del general Pedro Eugenio Aramburu, fusilaron al general Juan José Valle que se había levantado contra la Revolución Libertadora. El tiempo le dio otra opotunidad a Pettinato. Después de tres años de exilio en Ecuador regresó a la Argentina. El 17 de noviembre de 1972 fue uno de los integrantes de la comitiva que voló a Madrid para acompañar a Juan Domingo Perón en su regreso del exilio. Durante la última presidencia del General fue jefe del Servicio Correccional de la provincia de Buenos Aires gobernada por Oscar Bidegain. Las segundas partes nunca fueron buenas y esta no fue la excepción. Pettinato no comprendió la nueva Argentina y el nuevo peronismo donde la izquierda pugnaba por apropiarse del movimiento. En 1973 se abrieron las cárceles para los presos políticos. La guerrilla recuperó a sus principales hombres y al poco tiempo enfrentaron a Perón desde fuera del movimiento. Bidegain hizo su aporte al caos; envió al Congreso de la provincia de Buenos Aires el proyecto de ley que indultó a trescientos setenta y tres presos integrantes de los movimientos guerrilleros. La provincia albergaba a los peores delincuentes del país. Cuando se abrieron las cárceles para que salieran los detenidos políticos, las penitenciarías quedaron convulsionadas. Los presos comunes querían los mismos privilegios que los guerrilleros; los motines se hicieron frecuentes. Pettinato se vio desbordado por alzamientos y fugas.
El motín de Olmos, donde más de tres mil presos tomaron rehenes, fue emblemático. Como les concedieron casi todo lo que pidieron, comenzaron a rebelarse las demás cárceles de la provincia. Poco tiempo después hubo una fuga masiva de Olmos. En junio de 1973 se liberó a la mitad de los presos comunes porque tenían penas leves. La sobrepoblación fue la excusa del gobierno de tendencia progresista. Desde ese momento el delito se multiplicó. La fuga de Carlos Robledo Puch tuvo gran impacto mediático. Cuando recapturaron al asesino serial, Pettinato apareció en todos los noticieros de radio y televisión para intentar, sin éxito, mejorar su imagen apagada. Falleció el 11 de agosto de 1993 y se lo recuerda. En su homenaje, el 22 de diciembre de 2005 se dispuso la denominación de Roberto Pettinato a la Academia Superior de Estudios Penitenciarios. En la provincia de Buenos Aires desde el 24 de abril de 2011 la Alcaldía Penitenciaria de Olmos lleva su nombre. Lo curioso es que el homenaje se lo hizo el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner que se ubicó en las antípodas del pensamiento penitenciario de Pettinato y de Juan Domingo y Eva Perón al avanzar sobre la desmilitarización de los carceleros y nombrar civiles al frente del Servicio Penitenciario Federal. Su gestión tomó partido por los presos y le quitó poder a los guardiacárceles. Hay una anécdota que diferencia a ambos gobiernos. Un 9 de julio de 1950, durante el desfile militar tradicional, se presentó la primera camada de oficiales del servicio penitenciario recibidos en la nueva escuela. Eva Perón estaba en el palco junto a Pettinato y los comandantes de las Fuerzas Armadas. A los militares no les agradó ver a un nuevo cuerpo de uniformados; se les notaba en la cara. Eva, que tomó nota del disgusto, cuando los hombres del servicio penitenciario marcharon a paso redoblado frente al palco e hicieron el saludo con sus sables, dijo: «Ahí van mis muchachos».
El Hombre Araña
CAPÍTULO I
Camino a Ciudad Gótica
Batman, el caballero de la noche asciende es una fantasía para cualquier espectador del mundo menos para los argentinos. Buenos Aires puede ser Gótica. No es una asociación exagerada. Lo que sucedió en el Servicio Penitenciario Federal, un organismo que aloja a casi diez mil presos en veintiocho penitenciarías y seis complejos carcelarios en todo el país, es el principio del camino a la ciudad del superhéroe. En julio de 2012, cuando se estrenó Batman, el caballero de la noche asciende, se supo que Víctor Hortel, el director nacional responsable de todas las cárceles federales, había llevado a los presos más peligrosos a actos políticos en el Museo Penitenciario donde se instaló una fundación latinoamericana de mujeres que lleva el nombre de Mercedes Sosa. Entre los prisioneros había dos femicidas. Eduardo Vázquez, el baterista de Callejeros condenado por quemar a su mujer, y Pablo Díaz, que en una salida transitoria, violó y asesinó a Soledad Bargna. No faltó un barrabrava, Ariel «Colo» Luna, procesado por asesinar a Gonzalo Acro, hincha de River Plate. La opinión pública reaccionó y la presidente de la Nación, Cristina Fernández de Kirchner, defendió este paseo como una forma de reinsertar a los presos en la sociedad. Fue imposible no relacionar esas salidas de criminales sin custodia armada con la película de Batman. En Gótica los presos fueron liberados por un mercenario. Luego tomaron la ciudad y no solo ocuparon los cargos gubernamentales, sino que se apoderaron de la Justicia, se autonombraron jueces y comenzaron a juzgar a los ciudadanos. A todos les impartieron la misma condena: la muerte. Los delincuentes —que habían encerrado a los policías en los túneles del Metro— cumplieron un sueño: caminar por la calle sin vigilancia. Hay zonas de Buenos Aires, del Conurbano bonaerense o de Rosario, similares a Gótica. En la ciudad de Batman, los delincuentes dominaron los pilares de la política criminal. Se erigieron en jueces y se convirtieron en fuerzas de seguridad que perseguían a los habitantes de la ciudad. El servicio penitenciario había sido abolido porque las cárceles no eran necesarias: los ciudadanos eran ejecutados en el instante. No se necesitan guardianes para prisiones vacías. La nueva administración devolvió a los habitantes de Gótica a la Edad Media cuando la Justicia dependía del rey y las ejecuciones públicas eran verdaderos eventos sociales a los que asistían las familias. Cada muerte en Gótica era una fiesta, un espectáculo diurno. Al condenado le hacían creer que podía salvar su vida si llegaba a la otra orilla del río congelado. La chance le hacía asomar una leve sonrisa de temor y esperanza. Comenzaba a caminar lentamente, intentando que cada paso amortiguara el peso de su cuerpo. A los pocos metros el hielo comenzaba a crepitar. La multitud gozaba con el suspenso. El condenado intentaba retroceder pero era tarde; el piso cedía y el ciudadano se ahogaba. Los delincuentes festejaban; Gótica había vuelto al medioevo de la mano de jueces que respondían al nuevo gobierno.
Los habitantes habían perdido sus derechos y sus bienes. Habitaban edificios marginales que convertían en escondites. La clase media vivía de la misma manera que poco tiempo antes lo habían hecho los delincuentes. Los roles estaban invertidos en la ciudad de ficción donde el delito más grave era pensar distinto de los ex presidiarios devenidos en jueces impiadosos. El líder que programó la toma de la ciudad argumentaba que los delincuentes habían sido las víctimas de una sociedad opresora que los explotó y no les dio oportunidades. Esa sociedad ahora debía ser castigada. Aunque el film no lo menciona, el mercenario estaba transmitiendo las ideas del filósofo francés Jean-Jacques Rousseau: el hombre es bueno por naturaleza; la sociedad es la que lo corrompe. La fecha exacta en que Buenos Aires comenzó a acercarse a Gótica fue el 11 de abril de 2011 cuando Víctor Hortel, un militante de cuarenta y nueve años, apadrinado por el juez Eugenio Zaffaroni y el CELS, el organismo de derechos humanos que preside Horacio Verbitsky, asumió como director nacional del Servicio Penitenciario Federal. Hortel encabezaba el movimiento «Vatayón Militante», cercano a La Cámpora, que se autodefine como «una fuerza de choque». En su decálogo explican por qué «Vatayón» lo escriben con «V». Dicen que es la V de la Victoria y la V de la Vuelta. Es también la V de la Verdad, la del Valor y la del Voto. Es la V del Vino, la de la Verga, la de la Vagina y la de la Vida. Este grupo no está registrado como una ONG pero funciona como si lo fuera. Está integrado, además de militantes, por ex detenidos que regresaron a las cárceles como visitantes, amparados por el nuevo jefe penitenciario. Por supuesto, no es una militancia gratuita, cobran sueldos por «sus actividades culturales» en las prisiones. Llegaron como parte de la estrategia de Cristina Fernández de Kirchner de reemplazar a los políticos tradicionales por jóvenes que iban a garantizar la pureza de un modelo donde la militancia es más importante que la gestión. Con la asunción de Víctor Hortel, el Ministerio de Justicia y las cárceles fueron monopolizados por La Cámpora, los guardianes del modelo que comanda Máximo Kirchner, el hijo de la Presidente. El nuevo jefe llegó al servicio penitenciario con poder absoluto y el presupuesto más alto de la historia. En su discurso de asunción sorprendió a todos: «Queremos agradecer a los Negros de Mierda por su apoyo», en alusión a una fracción política integrante de La Cámpora que lo tenía como jefe. El nuevo director de los penales nació y se crió en La Plata, la capital bonaerense. Es hijo de Eduardo Hortel, un destacado jurista fallecido que fue profesor de derecho penal en la universidad de esa ciudad y miembro de la Cámara Penal de la capital bonaerense. En 1992 cuando Carlos Menem era presidente de la Nación, su padre lo recomendó a Jorge Casanovas, titular de la Cámara Nacional de Casación Penal. Hortel fue secretario letrado de la Sala IV, paradójicamente la que tiene competencia para asuntos militares y, más tarde, fue designado secretario general de la de Casación. Casanovas era famoso por su política de mano dura contra la delincuencia y tuvo un fallido paso como ministro de Justicia de Carlos Ruckauf en la provincia de Buenos Aires. A sus amigos les comentaba que era partidario de la pena de muerte, una posición que jamás hizo pública. Hortel admiraba a Casanovas y a sus ideas. Pero su estancia en Casación terminó abruptamente en 1997 cuando, gracias al sorteo, el caso de la «Aduana Paralela» recayó en un tribunal sospechado de favorecer a los implicados. Las dudas
afectaban a la Oficina de Sorteos que dependía de Hortel, que tuvo que renunciar. El abogado platense era ambicioso. Para favorecer a su carrera no tuvo problemas en mutar sus ideas sobre la mano dura para los delincuentes. Años después se acercó al juez Eugenio Raúl Zaffaroni y se transformó en un férreo garantista. Ese cambio le permitió ser asesor de la subsecretaría de Derechos Humanos durante la presidencia de Néstor Kirchner. Hortel, que tiene el fanatismo de los conversos, llamó a sus hombres de confianza. Su mano derecha, Carlos Zabala, era un oficial que había sido separado de su cargo por sospechas de corrupción. Zabala tuvo problemas en la Alcaldía de Comodoro Py (U. 29) porque hubo faltantes de pertenencias de algunos internos. Las denuncias involucraron alhajas y un Rolex. A Hortel no le importó ese pasado y limpió su legajo; tenía una función clave para ese hombre. Luego estableció línea directa con los directores de las distintas cárceles pasando por encima de los directores generales. Era la primera señal de que no los necesitaba. Alejandro Yapur, hijo de quien fuera mano derecha de Roberto Pettinato, el gran reformador del sistema penitenciario, seguía en el cargo de director de la Academia de Estudios Superiores y era el jefe de Prensa de la institución. A pesar de que es un catedrático reconocido que da conferencias y clases magistrales en distintos eventos y universidades del exterior, sabía que tenía fecha de vencimiento. Al domingo siguiente de haber asumido, Hortel organizó una fiesta en el Complejo de Mujeres de Ezeiza. Los nuevos funcionarios bailaron cumbias con las presas para mostrarles que se venía una cárcel distinta, donde ellas iban a ser las privilegiadas. Las celadoras, que jamás habían visto a directores danzar con las internas, presintieron que se aproximaban malos tiempos para el personal penitenciario. Al día siguiente, Hortel convocó a Yapur. —¡¿Por qué la fiesta no tuvo cobertura en los medios?! —Porque nadie me avisó que iban a hacer un baile el domingo —contestó. —¡A partir de este momento está relevado de la oficina de prensa! ¡Está arrestado! ¡¿Le quedó claro?! Yapur se quedó asombrado; en sus años de profesión no había visto un personaje tan estilo Mussolini. No le hubiera extrañado esa característica en un oficial penitenciario, pero Hortel era un abogado defensor de los derechos humanos. Por supuesto no fue arrestado. Hortel no tenía esa atribución con el personal civil, pero le gustaba usar esa palabra con asiduidad aunque tenía un odio visceral por las Fuerzas Armadas, agentes penitenciarios incluidos. Al poco tiempo llegó Fabián Matus, el hijo de Mercedes Sosa, para ocupar el histórico edificio del servicio penitenciario. La gestión había empezado unas semanas antes cuando Alejandro Marambio era el jefe de la institución. Ese día, Matus vino acompañado del secretario de la Presidencia, Oscar Parrilli, y de la cantante Teresa Parodi. Le comunicaron que tenían el proyecto de instalar en el edificio donde funciona el Museo Penitenciario Argentino Antonio Ballvé, el Museo Mercedes Sosa - La Voz de Latinoamérica. —Les puedo dar una oficina —les dijo Marambio. —Usted no entiende, queremos toda la planta baja. La orden la dio la Presidente de la Nación —le contestó Parrilli. —Tráiganme algo firmado que los respalde porque no puedo entregar así porque sí el patrimonio
público. Los visitantes se fueron. Marambio no toleraba que el lugar histórico construido en 1640, donde funcionó la primera cárcel de mujeres, fuera a tener un uso partidario. Con Hortel en el cargo se eliminaron los obstáculos y tomaron toda la planta baja del Museo. La ocupación obligó a trasladar la escuela de posgrado, donde hacían cursos de perfeccionamiento los oficiales superiores. También se mudaron los cursos de extensión académica que eran certificados por el Instituto Latinoamericano de las Naciones Unidas. Desde aquel día el histórico edificio de Humberto Primo y Defensa se transformó en un salón de eventos. Comenzaron a cederse espacios para fiestas, cócteles privados y casamientos. A la semana de asumir Hortel, el ministro de Justicia Julio Alak visitó la Unidad 3, el centro de detención de mujeres de Ezeiza. Yapur estaba en el acto. Hortel lo detectó al instante. —¿Qué hace usted aquí? —Convoqué a la prensa —¡Usted no es más jefe de prensa! ¡Váyase de aquí! —le ordenó. Una joven de veintidós años de La Cámpora era la nueva jefa de comunicaciones de Hortel. Cuando habló ante Vatayón Militante, a la que denomina fuerza de choque, les dijo: «La postura doctrinaria de hacer una mejor cárcel es una trampa, porque eso es más encierro. Es funcional a la no abolición de la cárcel. Lo que tratamos es que no sea mejor, sino que sea menos cárcel». Comenzó a aplicar sus doctrinas al día siguiente de su asunción con la seguridad y el vértigo de los iluminados. «Soy un militante antes que un funcionario», era su excusa para atropellar leyes y reglamentos. Hortel le dio importancia a las tareas de Inteligencia. A esa área la dotó de una importante cantidad de hombres y equipamiento. Extrañó esta estrategia porque está prohibido hacer escuchas o espionaje sobre los presos sin autorización judicial. Pero el objetivo del nuevo director eran los funcionarios y los oficiales penitenciarios. Para el cuestionado Zabala tenía una misión clave. Lo nombró director de la Escuela Penitenciaria de la Nación a cargo de la Dirección de Institutos de Formación del Personal Penitenciario de donde dependen la Academia Superior de Estudios Penitenciarios —que perdió sus instalaciones en el edificio histórico en San Telmo— y la Escuela de Suboficiales. El objetivo era que los nuevos agentes estuvieran afiliados a La Cámpora para adecuar a las nuevas generaciones al modelo revolucionario. Zabala, además, descartaba a los que consideraba «represores» formados en la vieja escuela. Para el penitenciario era una ofensa que alguien que había tenido un sumario por corrupción manejara los destinos de hombres honestos. Zabala, para complacer a su jefe, fue más allá de lo que le pidieron. Su primera medida fue retirar los cañones históricos de la la Plaza de Armas de la Escuela de Cadetes que fueron obsequiados por el Ejército. Prohibió el uso del histórico fusil Mauser para el desfile del Cuerpo de Cadetes, pero no pudo sacárselos a la Guardia de Honor ni a la Escolta de Bandera porque entraba en conflicto con la gente de Protocolo Nacional, respetada como defensora de las tradiciones. También eliminó la práctica de tiro en el polígono de la escuela y redujo al mínimo las horas de instrucción y adiestramiento. Por supuesto, le quitó horas a las materias «Operativas», al tiempo que incrementó las cátedras humanísticas con profesionales que ingresaron sin concurso. Hortel en tanto avanzaba por otro flanco: el de la imagen. Modificó el aspecto de las cárceles. La
puerta principal del penal de Devoto, que da a la calle Bermúdez, cambió su color verde oliva por el rosa y fue ilustrada con corazones rojos y flores celestes y amarillas. La pesada puerta metálica luce más apropiada para un kindergarten que para una prisión gracias al arte de un trío de presos coordinados por un integrante de Vatayón Militante. La renovación de la fachada era parte de un plan para politizar las cárceles. Como la ley prohíbe las pintadas partidarias en las prisiones, Hortel anunció pomposamente el plan «Mil murales». Disfrazó de actividad cultural la intervención de los muros con propaganda oficial. Las paredes interiores de Devoto tenían trazada en aerosol la letra «P» envuelta por la «V» junto a la palabra «Volveremos». No faltaron otros símbolos de la organización guerrillera Montoneros. En Ezeiza, los muros se pintaron de celeste y blanco con leyendas que ensalzaban la estatización de YPF, la recuperación de la soberanía y frases de Evita, cuyo pensamiento respecto al servicio penitenciario era absolutamente opuesto al de los integrantes de Vatayón Militante. En el penal de Devoto seleccionaron a los reclusos que mejor dibujaban. Los presos, sobrevivientes que se aferran a todo lo que les mejore la estadía, se embarcaron en la propuesta previo acto de fe en los ideales kirchneristas. La historia oficial, escrita en letra chica en los murales que se extienden en el frente principal de la cárcel a ambos lados de la puerta rosa, dice que las ilustraciones salieron de la mente de los internos. Pero fueron los artistas de Vatayón Militante los que llevaron las ideas y aconsejaron a los encarcelados adoptarlas como propias. A los reclusos, a quienes les da lo mismo pintar una mujer desnuda que una bandera, no les importó el detalle; sabían que convenía adherir a las ideas del Gobierno para una estadía más confortable y para acercarse a la puerta de salida; no iban a dejar pasar de largo una oportunidad de fuga. Los trazos del mural fueron corregidos por el pintor y escultor que coordinaba el programa. La obra fue tomando forma. El centro lo monopolizaba la imagen de la libertad con un vestido azul Venecia que deja al descubierto los hombros. La mujer de refulgentes ojos celestes, que armonizan con el vestido y miran amenazantes, tiene un asombroso parecido con Cristina Fernández de Kirchner. Ella empuña eslabones de cadenas rotas y despega cual Superman hacia el cielo desde el mapa de Sudamérica. Una leyenda en letra cursiva señala que «el mérito se mide por las resistencias que provoca». En otras palabras, lo que para los militantes era revolucionario, para los ciudadanos era temerario. El ideólogo, a diferencia del idealista, cree que los errores —aunque sean frecuentes— son la excepción que confirma la regla. Por eso las protestas de la sociedad potencian su fanatismo. La imagen de la libertad estaba rodeada de flores, símbolo de la primavera, y de uvas. Uno de los militantes les explicó a los presos devenidos en pintores que las uvas significan el vino, que es la bebida nacional de la Argentina y el emblema de la unión de los pueblos del continente. Sin esa explicación hubiera sido imposible entender la presencia de los racimos. Lejos del talento y de la esencia revolucionaria de los muralistas mejicanos David Alfaro Siqueiros y José Clemente Orozco, en la obra abundan simbolismos, algunos incomprensibles. Mirando desde la vereda de enfrente, la figura de la libertad de ojos azules se asemeja a una heroína de historietas que despega del muro presta a volar para liderar una salida masiva de los presos, como ocurrió el 25 de mayo de 1973 en esa misma cárcel cuando gracias a un indulto se abrieron los portones de par en par para que salieran cuatrocientos guerrilleros, entre los que se infiltraron delincuentes comunes y narcotraficantes como François Chiappe. La nueva imagen de Devoto era el reflejo de la cárcel que se venía. Buenos Aires se estaba
acercando a Gótica.
CAPÍTULO II
Los superhéroes
Víctor Hortel, el nuevo jefe penitenciario, estaba convencido de que iba a entrar en la historia como el gran reformador de las cárceles. Su gente, de elogio fácil, alimentaba su ambición. Les decía que no entendía cómo a ningún funcionario se le ocurrió darle más afecto a los presos y ponerles límites a los guardias. Cuando fue al Congreso Internacional de Viena y expuso estas ideas, dejó sin habla al auditorio de expertos internacionales, que le brindó un aplauso de compromiso. Los mails que llegaron de los participantes del Congreso a los colegas de la Argentina, palabras más palabras menos, preguntaban: «¿A quién mandaron?». Los asistentes no podían creer que un jefe penitenciario portara ideas de desprecio al guardiacárcel al que veía como un producto de la cultura de la dictadura militar. La exposición estuvo cargada de teorías absurdas sobre las corporaciones y los medios de comunicación. No fue difícil para los expertos anticipar el fracaso. Pero Hortel, que decía «soy militante antes que funcionario», siguió adelante con sus extravagancias. Descuidó por completo la seguridad de los penales y desarrolló el área de eventos. Los presos de buena conducta que no se integraban ni identificaban con las ideas políticas de Vatayón Militante o no querían quedar pegados a «la gorra», como denominan a los penitenciarios en la jerga «tumbera», quedaban excluidos de las «salidas culturales», que además de mítines políticos incluían partidos de fútbol en la cancha de Tristán Suárez, club que está íntimamente ligado al intendente de Ezeiza, el ex menemista y ahora incondicional kirchnerista, Alejandro Granados. Cuatro de los presos que integraban el equipo de fútbol estaban sin autorización del juez para salir del penal. Miguel Ángel «Mameluco» Villalba, el alma máter de la organización de estos partidos, era uno de ellos. Dos de los hijos del delincuente detenido por tráfico de drogas, y que en una oportunidad se presentó como candidato a intendente del partido de San Martín, trabajan en la intendencia de Ezeiza a las órdenes de Granados. Los agentes del servicio penitenciario que se negaron a trasladar a Mameluco y a los otros tres reclusos, porque no había orden judicial, fueron pasados a disponibilidad. La asesora de la Dirección General, Sofía Sordo, que se sentía una de las mujeres más poderosas, pidió que los trajeran en un transporte privado. Mameluco no podía faltar: pagaba el lunch que se daba a los presos después del partido. El hombre hacía valer esos favores en la cárcel; su celda tenía dos cómodos sillones, escritorio, televisión y computadora. A veces comía en el casino de oficiales. Sofía Sordo no estaba bien vista por los internos que decían que era amante de un preso. La relación fue denunciada ante el juez por los internos Pablo Lejarza, Héctor Montenegro y Guillermo Centurión. Los reclusos decían que había privilegios en el Pabellón G de la Unidad 2 del complejo carcelario de Ezeiza, que la asesora daba beneficios a un grupo de presos entre los cuales estaba su amante.
El juez le trasladó la denuncia a Hortel. Le advirtió que los habitantes del pabellón decían que los privilegios que recibía el preso amante perjudicaban al programa de internos primarios; ver la desigualdad en el trato los sublevaba. El señalado como amante de la asesora, Gustavo Romero, estaba condenado a diez años de cárcel por robos con arma de fuego y secuestro extorsivo. Su conducta era un problema para los guardias. El 20 de julio de 2012 destruyó las ventanillas traseras de la ambulancia que lo trasladaba y se resistió a sus carceleros. Sus privilegios le permitieron no cumplir la sanción de quince días en «buzones» (celdas de aislamiento). El 25 de setiembre de 2012 insultó a un oficial y se resistió con agresiones físicas a una revisación médica. Tampoco lo sancionaron. La razón que dieron para no castigarlo fue que el informe oficial dijo que esa conducta se debió a «una probable crisis de excitación psicomotriz». Dos meses después, se lo calificó con «conducta ejemplar (10)». Hortel olvidó que su función era controlar las cárceles y se convirtió en una asidua visita de los presos. Al principio iba los jueves a comer pizza con los internos. A los delegados les dio su número de celular para que lo llamaran ante algún abuso de los guardias. Los militantes de Vatallón Militante entraban en las cárceles de Devoto, Marcos Paz y Ezeiza sin trámites previos y sin ser requisados. Podían ingresar hasta lo que estaba prohibido. Llegaban con cargamentos de pizzas y libros de adoctrinamiento. Imaginaban convertir a los presos en el brazo armado de su revolución. Así se fue gestando una relación cada vez más cercana que borró la línea que divide a jefes penitenciarios e internos. Esa frontera dentro de los códigos de la cárcel es sagrada. Hay un convenio no escrito entre guardias y carceleros para no atravesarla. Los guardias deben vigilar a los presos; los temas afectivos y personales están a cargo de los profesionales del área de tratamiento. Los presos de Devoto tuvieron la prueba de lealtad cuando los guardias los despertaron en una requisa nocturna. Llamaron al celular de Hortel que al instante llegó al penal y reprendió al personal por revisar las celdas para ver si encontraban drogas, armas o elementos que permitieran fugarse. —Es una falta de respeto. Estas son horas de descanso de los internos. No pueden hacer esto —les dijo. Los penitenciarios fueron sancionados y, como los presos le contaron que en las requisas había malos tratos, ordenó que esos procedimientos se filmaran. En ese momento, la requisa dejó de tener valor porque la sorpresa es clave para encontrar elementos que pongan en riesgo la vida o la seguridad del penal o de la gente que está en libertad. Por caso, con un celular se hacen secuestros virtuales. A partir del incidente cedieron los controles, y los presos pudieron acceder más fácilmente a las drogas, al alcohol y a los celulares en todas las prisiones federales del país. En la cárcel de Resistencia, en Chaco, donde el personal de la cocina es civil, la droga comenzó a entrar en cantidades importantes porque el supermercado que llevaba los pedidos de alimentos para los presos entraba en la penitenciaría sin ser requisado. Los parientes de los internos aprovechaban esa facilidad para utilizarlos como correo para enviar lo que les pedían. Pero Hortel no se conformaba con dar a los internos una vida sin los sobresaltos de la requisa y la incomodidad de los castigos, quería que se divirtieran, que vivieran en la cárcel como si estuvieran en libertad. Por eso los eventos fueron la parte central de su plan de reinserción. Se festejaban los carnavales,
el día del amigo, el día del niño, el de la primavera y se organizaban festivales de cumbia y de rock. El evento más recordado, porque marcó la imagen del nuevo jefe penitenciario, fue el del 2 de julio de 2012, cuando el penal de Devoto fue acondicionado para un festival musical para los presos y sus familias. Antes del mediodía, Víctor Hortel hizo su entrada triunfal al campo de deportes de Devoto vestido de Hombre Araña (Spider-Man) y escoltado por sus directores disfrazados de Batman, Mickey Mouse, el muñeco Barney y el Hombre Lobo. Los seguía un nutrido grupo de Vatayón Militante con las remeras negras con el nombre de la agrupación en letras amarillas. Devoto en un instante se transformó en Disney World. Para que no quedaran dudas de la pasmosa alianza, los disfrazados se fotografiaban con los presos haciendo la señal de los dedos en «V». Resultaba bizarro —y producía espanto— ver a Spider-Man enfundado en un ceñido traje azul y rojo que destacaba su vientre, junto a los otros superhéroes acosados por los internos. Los carceleros no estaban visibles. Es habitual que cuando se organiza la salida de presos al campo de deportes formen una pasarela que va desde el hospital hasta cada una de las plantas. Dos mangueras hidrantes deben reforzar la seguridad para evitar las peleas entre presos. Pero esta vez no se hizo el operativo; las medidas fueron abolidas por orden de Hortel porque los reclusos podían incomodarse ante cualquier forma de control. Decía que la vigilancia pertenecía al pasado. Los únicos guardias estaban en la parte superior del muro pero no eran visibles: debían quedarse dentro de las garitas para no hacer sentir a los presos que eran vigilados. Desde las garitas miraban con rencor la escena. Se sentían humillados por la nueva conducción. Les provocaba enojo ver los gestos de afecto de los directores con los delincuentes. Cada palmada entre funcionarios y presos era un retroceso; sabían que estaban perdiendo la autoridad y el control de la cárcel. Hortel, en cambio, estaba convencido de que había iniciado un cambio profundo en el sistema penitenciario a partir del afecto por los presos y el desprecio por los guardias. La fiesta en Devoto la abrió el grupo Los Parraleños. Subieron al escenario con look japonés. Llevaban kimonos brillantes y sus caras estaban maquilladas de blanco al estilo Kiss. Los llaman «el heavy metal samurái» y hacen covers de temas de rock en ritmo de cumbia. Por supuesto, abrieron el show con su hit «Megadeth»: ¿Sabrá tu novio que escuchamos Megadeth? ¿Que te ponés las tachas por la noche? ¿Sabrá tu novio que escuchamos Megadeth? ¿Y que vibrás cuando escuchás alguna distorsión? Pero hay algo que vos no sabés que escuchamos cuarteto y chamamé y también escuchamos a Van Halen Los dos nos cansamos del arroz pero vos no sabés lo que es comer arroz Que es mentira lo de Björk y lo de Beck ¡Ay!, matemos al maldito Dee-Jay Él me mira diciendo que yo le afané pero nunca sabrá lo de Megadeth.
El Hombre Araña bailaba con ritmo. Sabe música; toca el saxofón y el redoblante en la murga que armó en Marcos Paz. Batman, a su vez, conversaba con un grupo de prisioneros. Mickey estaba rodeado por pequeños que ignoraban que debajo de ese disfraz estaba Juan Nattello, el director de Régimen Correccional, un cargo clave. Nattello puede ubicar a los presos en las distintas cárceles y pabellones. Es el hombre que otorga o quita privilegios. Para los presos tiene el poder de un semidiós. Femicidas, asesinos, ladrones, dealers de drogas y secuestradores, danzaban y se veían más cerca de la libertad. Hortel y sus directores festejaban la revolución. Los guardias veteranos tenían malos presagios; conocían estas situaciones porque habían vivido épocas similares donde la política se metió en las cárceles y los beneficiados fueron los delincuentes y los carceleros corruptos. Ahora el manejo de las prisiones federales estaba en manos de gente de la agrupación Vatayón Militante que imaginaba captar para su causa nacional y popular a delincuentes, sin importar si asesinaron, violaron, secuestraron, traficaron drogas o robaron. Los imaginaban como el brazo armado de una nueva Argentina. Esa tarde entre los reclusos circuló con discreción el alcohol y la marihuana. A los directores no les importó, ellos querían la felicidad de los presos. Luego vinieron los obsequios y los sorteos. Los chicos recibieron bicicletas que fabrican los detenidos de distintas cárceles federales para una empresa privada. Hortel entregaba los rodados. Los guardiacárceles acumulaban rencor; sus hijos no solo no recibieron regalos ni participaron de eventos especiales durante la nueva conducción sino que a ellos la música les fue abolida; el grupo de los penitenciarios que interpretaba temas folclóricos había sido disuelto y la sala de ensayo, cerrada. No faltaron las burlas de algunos de los reos. Los guardias debieron contenerse ante las provocaciones. Sabían que entre el preso y el carcelero, Hortel se iba a inclinar por el preso. Las fiestas siguieron. Un oficial definió con ironía las nuevas cárceles: «Ya no son un lugar de tratamiento, sino de eventos». Un mes después, en el colmo de los excesos, se organizó una bailanta en la capilla de Devoto. Tuvieron el recato de tapar las imágenes religiosas pero lo hicieron por superstición y no por respeto. Tal vez temían que si Dios existiera no aprobaría el baile de directores con las presas. Fue una profanación; Hortel quería mostrar que era el único Dios en la cárcel. El sábado 3 de marzo de 2012 el Complejo I de Ezeiza de mujeres fue decorado y preparado para celebrar «Carnaval para todos». Desde los establecimientos del Gran Buenos Aires y Devoto llegaron ómnibus cargados de presos y familiares. La organización estuvo a cargo de Vatayón Militante que a esta altura era un brazo del servicio penitenciario con plenos poderes para entrar y salir de las prisiones. Con un llamado abrían los portones y pasaban sin ser requisados. A sus seguidores los premiaron con play stations, lavarropas, computadoras, televisores LCD de 29 pulgadas y zapatillas de primeras marcas. Las «llantas» son un tesoro apreciado por los presos más jóvenes. Antes de empezar los festejos, se cantó la Marcha Peronista y después el Himno Nacional. Algunos oficiales penitenciarios se ofendieron por el lugar que se le dio a la canción patria. Los que le manifestaron su indignación recibieron los gritos de Hortel y fueron trasladados. Después de la retirada de los disconformes, la fiesta siguió. Los primeros en subirse al escenario fueron los cantantes melódicos. Carlos de la cárcel de Marcos Paz cantó «A mi manera», y Carmen del Complejo 4 interpretó «Nostalgia».
Luego actuaron los grupos de cumbia «Elegantes de Marcos Paz», «Los mismos de siempre», «Los chasquis» y «Amanecer» de Ezeiza y «Sin Escrúpulos» de Devoto. La atención se desplazó al boulevard del complejo —que tiene una extensión de seiscientos metros y fue transformado en un sambódromo— porque un sonido de tambores anunció la entrada triunfal de Hortel, que abrió la marcha con su redoblante seguido por Pablo Díaz con una enorme galera a rayas verdes y naranjas, un jacquet naranja y pantalones verdes. Pablo Díaz está condenado a prisión perpetua porque en 2009 violó y asesinó de veintiséis puñaladas a Soledad Bargna, una joven de diecinueve años. El crimen lo cometió durante una de las salidas transitorias que le otorgaron por buena conducta. Había entrado en prisión en 2002 por violar a una menor de quince años. Detrás de Hortel, que comandaba a los «Estudiantes de Marcos Paz», se encolumnaron «Las pibas de Ezeiza», «ARESUR», «La caravana del 6», «Carnaval Vatayón» y «Los inocentes». No faltaron las murgas invitadas como «Los chiflados de Boedo» y «La lonja de San Telmo», además de grupos de candombe de Montevideo. Los travestis semidesnudos se paseaban entre los niños que ingresaron con las visitas. Los infaltables choripanes y las gaseosas alimentaron a las ochocientas personas durante las ocho horas de carnaval. Pero además se repartió una revista sobre murgas impresa en papel de alto gramaje. La publicación estaba poblada de fotos de murgas y un editorial de Hortel que tituló «El proyecto», donde explicaba por qué se inclinaba por los presos. Para cuidar la salud de los internos y sus familiares había ambulancias; una de ellas tenía equipamiento para terapia intensiva. Abundaban los médicos y los enfermeros. El cierre del festival estuvo a cargo del grupo «Clase K» que hizo bailar a todos y todas. El costo del evento fue de casi medio millón de pesos y mereció un pedido de investigación de los diputados nacionales que, por supuesto, fue rechazado. Al final de la fiesta se mezclaron todos y todas y fue un descontrol. En uno de los eventos, una menor quedó embarazada. Fue un error no repartir preservativos junto a la revista de murgas. Hortel parecía tener la energía del Hombre Araña. Era incansable. Se hacía tiempo para jugar al vóley con las mujeres de Ezeiza y al fútbol con los hombres. Tocaba el redoblante en la murga de Marcos Paz —iba a todos los ensayos— y se acoplaba a los grupos de cumbia en las fiestas. Era tan familiar el trato que en una visita al penal de Marcos Paz se abrazó con un grupo de presos y se pusieron a brincar mientras cantaban «el que no salta es un gris», en alusión al color del uniforme de los guardias. Los carceleros se sintieron humillados. Los que se quejaron fueron trasladados. En la unidad de mujeres, cuando llegaba no saludaba a las celadoras, pero besaba a cada una de las internas que se le acercaba. Tiempo después, varios de los reos que fueron abrazados por los funcionarios, tuvieron enfrentamientos con los penitenciarios que no pudieron hacerles sumarios o iniciarles una causa por agresión porque el modelo debía ser perfecto; si aparecía un problema que contradijera las virtudes del sistema, había que ocultarlo. A una celadora que le llamó la atención a una interna, le arrojaron una máquina planillera a la cabeza. La detenida, luego, la denunció por apremios ilegales. Las agentes no podían defenderse de los golpes de las internas. A una le aflojaron un diente de un golpe y a otra le fracturaron la mandíbula.
Una de las presas casi se queda con la cabellera de una jefa de turno. Un episodio similar vivió una celadora que ordenó a las presas de uno de los módulos del Complejo Federal de Mujeres de Ezeiza que se despojaran de las remeras negras que Vatayón Militante les regaló en la Navidad de 2011. Los internos no pueden vestir prendas negras. Es un color que les está prohibido porque se confunde con el uniforme del Personal de Operaciones que interviene cuando hay conflictos en los pabellones. La guardiana fue sumariada y separada de su función; las presas siguieron vistiendo las remeras negras con la leyenda «Vatayón Militante» en letras amarillas que, al igual que las banderas de la agrupación que dicen «Cristina», «La Cámpora», «YPF», eran confeccionadas por las presas en los talleres de Ezeiza. Las reclusas les recordaban a las celadoras que eran sus empleadas. Alguna se propasaba y las trataba de «sirvientas con uniforme». Ese discurso se los bajó Hortel al definir a los guardias como servidores públicos. «Ellos están para servirlos», les decía y les daba el teléfono para que lo llamaran si había abuso de autoridad. El celular fue un arma para frenar a las celadoras. «Me tocás y lo llamo a Hortel», amenazaban. El poder de los presos fue creciendo tanto como las agresiones a los carceleros, que más de una vez fueron «pinchados» con una faca que les provocaba heridas sangrantes. Por supuesto, no podían defenderse ni aplicar castigos. Si dañaban a un preso, la iban a pasar mal. Cuando amagaban con denuncias eran disuadidos por sus superiores, que pagaban por el silencio con traslados a lugares más tranquilos donde realizarían tareas administrativas. La mayoría aceptó porque querían terminar sus días en paz. La indefensión de los guardias aumentó cuando perdieron el derecho a la defensa. Hortel prohibió al personal del Servicio Penitenciario Federal que los representaran los abogados de la fuerza en las causas contra los internos. Para los carceleros fue quedar a la intemperie porque las denuncias de los presos por maltratos son cotidianas y solo un porcentaje mínimo de esas acusaciones tiene sustento. Ningún oficial reclamó por este derecho perdido; le temían a Hortel. La contracara fue la situación de los presos que se vieron favorecidos por un fallo de la Cámara del Crimen integrada por los jueces Juan Cicciaro, Carlos González y Mariano Scotto, que dispusieron que los presos deben contar con la asistencia de abogados para defenderse de las sanciones disciplinarias que les impongan los guardiacárceles. Si este criterio se extendiera a todas las actividades, los alumnos de un colegio secundario podrían pedir la intervención de un abogado cada vez que fueran amonestados. Los guardias del Complejo Penitenciario II de Marcos Paz hicieron un fondo común; todos los meses cada agente aportaba doscientos pesos para ser representados por un abogado particular. Un paso de la reforma fracasó a mediados de 2012 cuando Hortel obligó a los carceleros a vestir de civil. Sobre los muros, los guardias con ropa de calle portaban ametralladoras y escopetas. Si había un motín no podrían distinguirse de los delincuentes. Las protestas se hicieron sentir, el personal decidió que había que poner límites porque sus vidas estaban en juego. Hortel entendió que no podía llegar tan lejos y decidió archivar momentáneamente la idea. Solo la aplicó al personal administrativo. El hombre detesta a los uniformados. Para el jefe penitenciario, los guardias estaban asociados a la represión y los consideraba los «malos» de las cárceles. Su fanatismo le hizo olvidar quiénes eran los delincuentes.
Fue tanto el desprecio que en la placa adosada al costado de la puerta de Devoto, los trató como asesinos. El 1º de octubre, Hortel decidió «señalizar» Devoto como «sitio de la memoria» e hizo confeccionar una placa. El primer párrafo señala: «El 14 de marzo de 1978 se consumó la masacre conocida como “la noche de los colchones” en la que personal penitenciario asesinó a decenas de internos en el pabellón 7 y dejó morir quemados o asfixiados a 65 de ellos, según datos oficiales». Los carceleros pasaron otro mal momento en los actos del 22 de agosto de 2012, en el 40º aniversario del asesinato de los guerrilleros recapturados que se habían fugado del penal de Rawson. Durante el escape hirieron al cabo Juan Valenzuela, que fue rematado por Norma Arrostito que volvió sobre sus pasos para darle el tiro de gracia. Hortel llegó a Trelew para conmemorar el aniversario en un vuelo de Aerolíneas Argentinas con integrantes de Vatayón Militante que no pagaron sus pasajes aunque no pertenecen al Servicio Penitenciario Federal. Antes del homenaje oficial a los fusilados, los guardias habían depositado una modesta ofrenda floral en la placa que recuerda al compañero caído en acción. Hortel hizo retirar las flores que homenajeaban a Valenzuela. El acto era únicamente para los guerrilleros. Pero el jefe penitenciario además de homenajear al pasado, cuidaba su presente y su futuro. Por eso en el momento que la presidente Cristina Fernández de Kirchner decidió tener la suma del poder público con la reforma judicial, hizo su aporte. Cuando el 14 de mayo de 2013 en la Universidad Nacional de La Matanza se realizó el «Congreso Nacional sobre la Democratización de la Justicia», decidió movilizar gente para aplaudir a la Presidente en el discurso de clausura. Además de la presencia de Vatayón Militante, decidió dar un golpe de efecto al llevar a trescientos estudiantes de la Escuela Penitenciaria. Una semana antes, los jóvenes habían ensayado «La Marcha Peronista» y les explicó que eran parte de la nueva Argentina. Un oficial se opuso. Lo sancionaron y lo trasladaron al norte. Los jóvenes llegaron a las diez de la mañana y se quedaron hasta las ocho de la noche después del discurso presidencial. Cuando los militantes de las villas y otras organizaciones populares vieron a los futuros agentes penitenciarios les empezaron a gritar «gorra», «forros», «yuta», «soretes» y los invitaron a pelear. Les recordaron que tenían amigos o parientes encarcelados. Los jóvenes no pudieron comer; estuvieron ocupados en protegerse. Los sacaron antes de que termine el acto porque corría riesgo su integridad física. La cumbre del avance del poder de los presos llegó el 13 de junio de 2012 cuando en el penal de Devoto se fundó el primer y único gremio de presos del planeta. El Sindicato Único de Trabajadores Privados de la Libertad Ambulatoria (SUTPLA) pertenece a la Central de Trabajadores Argentinos (CTA) que encabeza Hugo Yasky, afín al gobierno de Cristina Fernández de Kirchner. Todos los presos que perciben remuneración por su trabajo pueden afiliarse. En los primeros días el sindicato sumó seiscientos treinta agremiados y el objetivo es abarcar a todos los presos. Cabe recordar que los internos que realizan tareas en los talleres cobran un salario de hasta 3.600 pesos mensuales. Como hay jueces garantistas que compiten por ver quién le da más ventajas al preso, a fines de diciembre de 2012 la jueza Susana Castañera emitió un fallo que transforma a los «limpieza» (los
representantes de cada pabellón) en delegados gremiales. La magistrada aceptó un hábeas corpus de dos reclusos «para corregir condiciones violatorias de derechos fundamentales» y los facultó para que acuerden con el personal del servicio penitenciario el régimen de visitas y de requisas. Otro hábeas corpus permitió que los presos recibieran llamadas en los teléfonos públicos que están habilitados en los distintos pabellones. Para hablar por esos aparatos, los internos deben comprar tarjetas telefónicas. Los jueces consideraron que era un impedimento para que el preso se comunicara con su familia, así que autorizaron la recepción de llamadas. La sorpresa llegó a fin de mes, la factura telefónica de Devoto fue de 60 mil pesos porque todas las llamadas que recibieron fueron de cobro revertido. No es casualidad que en el mundo no haya sindicatos de presos. La libertad de reunirse facilita las huelgas, los motines y las fugas porque evita la tarea de planearlos a espaldas de los guardias o enviar mensajes cifrados. Una simple reunión de delegados sirve para coordinar un plan de evasión o la toma del pabellón o del penal. El idioma de las manos lo desarrollaron los reclusos para comunicarse sin que los vieran; pronto en las cárceles argentinas será parte del pasado. El 24 de abril de 2013 debutó el sindicato con una medida de fuerza de 72 horas anunciada en un comunicado con el pomposo título «Primer paro de actividades laborales en las cárceles argentinas y del mundo». La medida consistió en una huelga de hambre que mutó a paro general apenas terminó la batucada del mediodía; el redoblar de los tambores y el desfilar por los pabellones les había abierto el apetito. Por supuesto, no hicieron las tareas por las que perciben el salario mínimo, pero mantuvieron el régimen de visitas, lo que implicó que los «fajineros» fueran obligados a trabajar para recibir a los familiares. Pronto se acumuló la basura. El director ordenó a los guardias que la recogieran. Se negaron. «Esa es tarea de los presos», dijeron. El superior no insistió con la orden por temor a una medida de fuerza de sus subordinados y porque también padecía la misma humillación. Entre las reivindicaciones del nuevo sindicato estaba el «trabajo para todos», un eufemismo para decir que los presos deben cobrar aunque no trabajen en los talleres. También exigieron que no se les pague por hora sino recibir mensualmente el salario mínimo, vital y móvil de 3.600 pesos. Algunos presos cobran menos porque trabajan pocas horas diarias. Pero el setenta por ciento de la población carcelaria federal recibe algún tipo de remuneración. Entre las reivindicaciones estaba la creación de un fondo de desempleo para seguir cobrando el sueldo cuando salgan de prisión. Otra demanda fue la del pago a término, mes vencido, y que se les abriera una cuenta sueldo en el banco y les dieran una tarjeta de débito. No faltaron en las exigencias aportes previsionales y una obra social y una ART para todos que no es un pedido menor; hay presos que se provocan lesiones para denunciar torturas; si tuvieran una cobertura de riesgo de trabajo esa autoflagelación pasaría a ser rentada y se multiplicaría. Al final de los panfletos hubo una arenga: «0% violencia», que significa no ser reprimidos por los guardias. La frase final decía: «Unidos y organizados, la victoria es nuestra. 100% del poder». Buenos Aires y las grandes ciudades de la Argentina están en camino de ser Ciudad Gótica, pero con Batman protegiendo a los delincuentes.
CAPÍTULO III
Los presos políticos
«El olvido es más importante que la memoria.» No es una metáfora, es una afirmación de los científicos que estudian la mente. Ellos dicen que es necesario desalojar recuerdos para que ingresen los nuevos. La primera década del siglo XXI fue una de las más prósperas de la historia del mundo. La integración al mundo de China y la India trajo más de seiscientos millones de consumidores que hicieron disparar los precios de las materias primas. Fue como si dos nuevos Estados Unidos hubieran desembarcado en el planeta. Pero lo que hizo posible el milagro económico fue el olvido. Las dos naciones más pobladas del planeta decidieron sepultar sus pasados porque estaban habitadas por cientos de millones de personas desposeídas y hambrientas que necesitaban el presente y pensar en el futuro. En China y la India la miseria abarcaba a más del noventa por ciento de la población. La economía no tenía respuestas para los países pobres y superpoblados. Esas dos condiciones unidas eran una condena perpetua hasta que apareció la tecnología. Las dos naciones, que en pocos años contendrán a la mitad de la población del planeta, no desaprovecharon la oportunidad. Comenzó un proceso de unión interna y de mayores libertades. La economía había cambiado su enfoque y los países superpoblados se transformaron en codiciados mercados porque cada pobre se convirtió en un posible consumidor. Junto con la oportunidad aparecieron los líderes adecuados. Manmohan Singh asumió como ministro de Finanzas en 1991 cuando la India estaba al borde del default por décadas de corrupción de gobiernos que intervenían en cada fase de la economía con la excusa del «Estado presente». Singh pertenece a la comunidad sikh, la minoría religiosa que en 1984 asesinó a Indira Gandhi. Desde la independencia de la India, demandaron la creación de un país independiente, Jalistán («Tierra de los puros»). Cuando se hizo la partición del país, Pakistán y Bangladesh quedaron como naciones musulmanas y la India fue para los hindúes. Los sikhs se sintieron despojados y se convirtieron en enemigos internos que reclamaban para sí la región de Punjab. El 1º de noviembre de 1984 tres miembros de la custodia asesinaron a Indira Gandhi. Eran sikhs que se habían infiltrado con paciencia y estaban vengando la masacre de junio cuando Indira sofocó una revuelta en Punjab. El ejército entró a sangre y fuego y mató a setecientos sikhs, incluyendo a Jarnail Bhindranwale, líder de la secta, que se convirtió en mártir. A pesar de este pasado, Singh llamó a los indios a unirse sin rencores religiosos. «Si nos dividimos en nombre de la religión, el país estará en peligro. Tenemos que crear una atmósfera de paz.» Singh había recogido las enseñanzas del Mahatma Gandhi. El ministro abrió una de las economías más cerradas del mundo, sobreprotegida por aranceles que bloqueaban las importaciones. Los negocios familiares eran monopólicos y generaban una de las
distribuciones de ingresos más injustas del planeta. El sector privado vivía de los favores del Estado. En 1956, Deng Xiaoping, secretario general del Partido Comunista, era el segundo hombre más poderoso de China. Pero se distanció cuando en 1958 Mao Tse-Tung lanzó el programa «el Gran Salto Adelante», un intento de industrialización que terminó en 1961 con una feroz hambruna. Deng tuvo que hacerse cargo de la destrozada economía. Pero Mao se opuso a las medidas de ajuste. No confiaba en Deng ni en algunos miembros del partido. En 1965 lanzó la Revolución Cultural para revitalizar su poder. Junto a Chou En-lai y el general Lin Biao, sentaron las bases de un programa de depuración ideológica masivamente respaldado por los Guardias Rojos comandados por su tercera esposa, Chiang Ching, una ex actriz bastante más joven que el líder chino. Todos los elegidos para integrar el cuerpo de los Guardias Rojos eran jóvenes, y no por casualidad: Mao consideró que los adolescentes eran los puros que iban a librar al Partido Comunista Chino de los contrarrevolucionarios, culpables del hambre y la pobreza que se habían instalado en el país. El poder transformó a los jóvenes en fanáticos. Fueron la expresión más dura del anticapitalismo. Cualquier intelectual podía ser calificado de enemigo. Los Guardias Rojos, en nombre de la pureza, expulsaron o eliminaron al sesenta por ciento de los dirigentes del Partido Comunista, unas 400 mil personas. Otra cifra similar de maestros, profesores, funcionarios y profesionales murió en campos de concentración. Las falsas denuncias de un alumno aplazado eran suficientes para que los Guardias Rojos arrestaran a su maestro. Un obrero resentido podía lograr que mataran a su capataz. Del humor de un hijo castigado dependía la vida de su padre. A Deng lo acusaron de impulsar políticas capitalistas y burguesas y fue obligado a hacer una autocrítica. En 1968 junto a su esposa permanecieron con arresto domiciliario en Beijing. Al año siguiente los enviaron a la provincia de Jiangxi donde trabajó en una fábrica de tractores. Su familia también fue perseguida. Su hijo Deng Pufang, acusado de capitalista, fue lanzado por los Guardias Rojos por una ventana de la universidad de Pekín. El joven quedó parapléjico por el resto de su vida. Para pesar de los revolucionarios, la hambruna seguía instalada. Mao vio que estaba perdiendo el control del país y de la Revolución Cultural. Entonces, le pidió al general Lin Biao que el ejército disolviera a los Guardias Rojos. Para justificar la decisión, Chiang Ching, su esposa, anunció en Shangai que los jóvenes —no ella que era su comandante— habían fracasado en su misión de fortalecer la revolución. Los fundamentalistas no acataron la orden de disolverse. El enfrentamiento con el ejército costó un millón de vidas. Con la situación controlada, vino una depuración, tan burda y cruel como la fracasada Revolución Cultural. Lin Biao inventó un enemigo que llamó «Grupo 16 de Mayo». Entre 1970 y 1971 se ejecutaron a millares de personas acusadas de militar en esta imaginaria organización conspirativa, a la que se le atribuyeron todos los desastres de la China. Se les prohibió a los campesinos cualquier actividad fuera de las autorizadas y tuvieron que dejar de criar cerdos, pollos o patos. El hambre continuó en China, pero esta vez la represión anuló las protestas. Después de la muerte de Mao, el 9 de setiembre de 1976, se entabló una lucha por el poder. Hua Guofeng fue el triunfador y la Banda de los Cuatro, entre la que estaba la viuda de Mao, fue
encarcelada. El escaso carisma de Hua y la manera en que había alcanzado el poder hicieron imposible que pudiera mantener su posición frente al acoso de los partidarios de Deng Xiaoping, mayoritarios en el partido y que incluían a muchos líderes regionales. Hua se vio obligado a aceptar la rehabilitación de Deng Xiaoping en la cúpula de poder del partido y del ejército. En 1980 se transformó en el líder máximo. La sesión plenaria del Comité Central del partido publicó un documento titulado «Resolución sobre diversas cuestiones en la historia de nuestro Partido desde la fundación de la República Popular», en el que se emitía una valoración oficial sobre la Revolución Cultural y sobre la figura de Mao. En ese documento se culpaba a Lin Biao y a la Banda de los Cuatro de la Revolución Cultural. El documento consideraba que los méritos de Mao como líder revolucionario habían estado muy por encima de sus errores. El cuerpo embalsamado de Mao se colocó en la plaza de Tiananmen. Un gigantesco retrato mira a la plaza desde el frente de la Ciudad Prohibida. Deng definió la decisión de transformar a China, en una frase: «Qué más da que el gato sea blanco o negro si sirve para cazar ratones». Deng perdonó a Mao porque su prioridad era el presente; debía alimentar a 1.300 millones de seres humanos. Con la apertura de China al mundo —que llamó «una nueva etapa del marxismo», para no abrir debates— no solo logró dejar atrás la hambruna que provocó Mao sino que los chinos pasaron a consumir diariamente 900 mil toneladas de cereales, 700 mil toneladas de verduras, 400 mil toneladas de carne de cerdo, 300 mil toneladas de pollo y 100 millones de metros de tela. La Argentina, en vez de concentrarse en el nuevo mundo que demandaba más alimentos y materias primas, eligió debatir el pasado y dividir a la sociedad. El 12 de agosto de 2003 se anularon las leyes de Punto Final y Obediencia Debida. El proyecto fue presentado por Patricia Walsh, entonces diputada de Izquierda Unida. Poco tardó el gobierno de Néstor Kirchner en adoptarlo como propio ante la duda de varios de los integrantes del partido gobernante. Hay que recordar que 48 horas antes, la bancada oficialista impulsaba un proyecto alternativo, opuesto, hablando de la «inoponibilidad», una confusa categoría jurídica para no votar la nulidad. La presión de la movilización de las organizaciones partidarias de los ex guerrilleros fue notable. El juez Canicoba Corral decretó la prisión de más de cuarenta altos jefes militares, entre ellos el ex teniente general Jorge Rafael Videla y el ex capitán de fragata de la Armada, Alfredo Astiz. Con el voto en contra de algunos radicales, el Congreso aprobó la anulación de las leyes de Obediencia Debida y la imprescriptibilidad de los crímenes de guerra y de lesa humanidad. En 2004 la Corte Suprema declaró la inconstitucionalidad de las leyes que cerraron el pasado y se reabrieron las causas cerradas en 1986 por las leyes que promulgó el gobierno del presidente Raúl Alfonsín. No bastaban grandes motivos ni pruebas concluyentes para arrestarlos. Cualquier denuncia era suficiente. La vida de los prisioneros tiene el mismo valor, cualquiera sea el crimen que hayan cometido. Los derechos humanos alcanzan a todos los individuos. Pero en la Argentina, los militares y los que participaron de los enfrentamientos de los 70, están excluidos. En la cárcel no solo hay militares,
sino civiles acusados de pertenecer a la Triple A, un organismo paramilitar que apadrinó el propio general Juan Domingo Perón. En este libro no se juzga lo que hicieron los llamados presos por los crímenes de lesa humanidad, sino sus derechos humanos que no son respetados tras los muros. Al momento de escribir este libro había 1.680 militares imputados. Los que están en prisión son 677 y la edad promedio es de 72,5 años. El sistema carcelario no está preparado para recibirlos. El personal penitenciario no tiene los conocimientos necesarios para tratar con ancianos. Esto explica por qué al 31 de agosto murieron en prisión 216 militares y civiles acusados de «crímenes de lesa humanidad». Representan 12,6 por ciento de los detenidos, el índice de mortandad más grande de las cárceles. No solo arrestaron a los oficiales superiores, sino también a suboficiales y conscriptos como Nicolás Caffarello que fue acusado de pertenecer a Concentración Nacional Universitaria (CNU), un movimiento de ultraderecha que fue la génesis de la Triple A. Caffarello fue acusado por Alberto Toledo, que tenía quince años cuando su hermano fue secuestrado por el Ejército. En su declaración dijo que actuó como chofer del general Manuel Arrillaga. El ex conscripto estuvo ocho años detenido en Batán, Mar del Plata. El general Arrillaga, que participó en «la noche de las corbatas» donde secuestraron y mataron a siete abogados de Mar del Plata que pedían hábeas corpus para los detenidos, fue condenado a prisión perpetua. La persecución que se desató apenas se anularon los indultos hizo que distintas ONG buscaran colaboradores que aportaran denuncias. Era el momento de la venganza. Un ex suboficial del ejército que estaba desocupado y había sido dado de baja por corrupción fue contactado por un organismo de derechos humanos que manejaba listas de militares dados de baja. Le prometieron restituirlo al ejército en situación de retiro con el grado de suboficial mayor y le dieron un adelanto de dinero. Le pidieron nombres de oficiales que estuvieron en el cuartel de ingenieros de Goya. El suboficial denunció al teniente coronel Alberto Silveira Ezcamendi, que siempre estuvo en ese cuartel y rechazó traslados para estar cerca de su familia. El suboficial, apenas terminó el juicio, fue a decirle al juez que todo lo que declaró fue un libreto preparado por los que lo contrataron, que no le constaba que Ezcamendi hubiera participado en operativos de secuestro de personas. Le pidió rectificar su declaración porque no le pagaron ni cumplieron con lo prometido. El magistrado se rehusó y le dijo que si lo hacía lo tenía que procesar por falso testimonio. Ezcamendi está en prisión desde 2004. Tiene setenta años y perdió a su familia. Cuando Víctor Hortel asumió la jefatura del Servicio Penitenciario Federal decidió empeorar las condiciones de detención de los militares. Quería diferenciarse de su antecesor, Alejandro Marambio, que fue acusado por distintas organizaciones de derechos humanos de darles condiciones de privilegio a los integrantes de las Fuerzas Armadas. Marambio había reubicado a los militares de acuerdo a la edad y el estado de salud. El trato era el mismo que daba a los presos de conducta. Pero los reclamos eran incesantes y absurdos. Cuestionaron que al coronel Carlos Caggiano Tedesco, ex jefe del Distrito Militar Misiones, lo alojaran a la espera del juicio en la Unidad 17 de Candelaria porque era una colonia penitenciaria con bajas condiciones de seguridad. El militar,
nacido en 1927, está enfermo. Las probabilidades de que se fugue una persona de ochenta y seis años son mínimas. Hortel en la primera semana decidió dar una muestra de lo que iba a ser su gestión. Trasladó a Jorge Rafael Videla de la prisión de Campo de Mayo a Marcos Paz. En una conferencia para militantes, que después eliminaron de internet, dijo que los militares «iban a conocer una cárcel de verdad» y que «como funcionario debía dejarlo a Videla en Campo de Mayo pero como antes soy un militante lo mandé a una cárcel común». Después de trasladar a Videla, modificó la prisión de Campo de Mayo. Al ver que tenía características de cuartel con ventanas, las clausuró e hizo celdas cerradas que dividió con mamparas. También quitó las luces, solo permitió una lámpara de 25 watts por celda que daban una iluminación precaria. Los militares no tenían permitido más de dos libros y se les prohibió el uso de anteojos por «arma impropia»; decía que con los cristales podían atacar a los carceleros. Jorge Videla murió en Marcos Paz de una hemorragia interna el 26 de mayo de 2013; durante su agonía de diez días pasaron militantes y presos con elementos de percusión para mortificarlo. Tres días después del deceso de Videla, Hortel ordenó que los internos de mayor edad que estaban detenidos en el penal de Marcos Paz fueran llevados a Ezeiza. También dispuso que los catorce marinos alojados en el Hospital Penitenciario fueran trasladados a Marcos Paz, a pesar de que eran pacientes de riesgo. Inmediatamente se presentó un recurso de hábeas corpus. Hortel le contestó a la jueza federal Adriana Pallotti que el Complejo Penitenciario Federal Nº 2 de Marcos Paz estaba en condiciones de atender enfermos terminales. La jueza fue a inspeccionar la prisión y al ver que el hospital estaba inoperante e inactivo, ordenó que los afectados —que corrían riesgo de muerte— fueran llevados al Hospital Naval de Buenos Aires a recibir el tratamiento adecuado. Pero el ministro de Defensa, Agustín Rossi, en una de sus primeras medidas prohibió que los prisioneros militares sean atendidos en los hospitales Naval, Militar o Aeronáutico. Fundamentado en esa resolución, el recurso de hábeas corpus fue apelado y consiguieron que un juez dispusiera el traslado de los prisioneros al Hospital Municipal de Marcos Paz. El lugar era precario. Cuando llegaron los enfermos, el director Miguel Ángel Castellvi se negó a atenderlos por razones personales. Los alojó en el sitio más aislado, junto al patio donde se depositan los residuos patológicos y en el cuarto contiguo al pabellón de «terminales», lugar donde agonizan los tuberculosos sin esperanza de cura. A la habitación donde alojaron a los cinco marinos más graves, entre los que estaba el capitán de navío Carlos Guillermo Suárez Mason, con una seria afección cardíaca de la cual fue operado, se la conoce como pabellón de indigentes. El cuarto donde fueron depositados tenía cinco metros por tres; una cama estaba pegada a la otra. Solo podían permanecer acostados, les estaba impedido caminar. La madre de Suárez Mason tuvo que comprarle los medicamentos más básicos antifebriles o para la presión porque el hospital no los suministraba. Además, como si hubiera riesgo de escape, les soldaron la única ventana que da al patio de basura orgánica. Tenían una sola bombita eléctrica funcionando. Faltaban la luz y el aire. Diez guardias con armas largas los custodiaban. Pasaron veinte días en el infierno. Retornaron a Marcos Paz, porque Hortel temió un escándalo cuando se publicó una carta de lector en el diario La Nación, denunciando el martirio.
Otros militares padecieron el maltrato del Hombre Araña. El coronel Jorge Tocallino, un capitán que estaba en Mar del Plata a las órdenes del general Alfredo Arrillaga en la agrupación de artillería, fue condenado a prisión perpetua sin que haya testimonios firmes que probaran su participación en la violación de los derechos humanos. Tocallino fue condenado a perpetuidad. Tiene ochenta años y está detenido en Ezeiza. Durante la gestión de Hortel, a pesar de su salud afectada, se le prohibió usar la heladera, el ventilador y comulgar. El almirante Alejandro Vañek a sus noventa años estaba con arresto domiciliario, pero la Cámara de Apelaciones de La Plata, en un juicio que no tiene sentencia firme, decidió mandarlo al penal de Marcos Paz. Apenas llegó se descompensó; tuvo un síncope debido a una arritmia que elevó a 300 sus pulsaciones. Tenía 5 de presión. En la caída se cortó la frente y permaneció tirado en su celda durante horas hasta que lo encontraron. Fue llevado al hospital de la ciudad de Marcos Paz, que no tiene medios para atender casos complejos. Estuvo en terapia intensiva y luego fue derivado, por orden judicial, al Hospital Argerich donde estuvo tres días en una guardia porque no estaba habilitada la unidad coronaria y no había camas disponibles en otros hospitales. Cuando encontraron cama y se enteraron de que era militar, le cerraron las puertas en el Hospital Alemán y el Sanatorio Colegiales. Vañek sigue en el penal de Marcos Paz, sus posibilidades de sobrevida son escasas. El caso más emblemático es el de Luis Patti, que tiene más de sesenta años y afrontó una fallida cirugía de vértebras cervicales, en la que se le insertó una prótesis en el cuello. A poco de ser operado tuvo un accidente cerebrovascular (ACV) que lo dejó parapléjico. Pasa sus días en una silla de ruedas, inmovilizado. Actualmente está en Ezeiza donde le niegan el tratamiento de rehabilitación. Lo obligaron a ir a cada audiencia con arduos traslados y permanencia en camilla, a pesar de que es obvio que está imposibilitado de sustraerse a la acción de la Justicia o entorpecer la investigación. Hubo jueces que se ensañaron, como el que en agosto de 2013, por una nueva causa, obligó al general Santiago Omar Riveros de noventa y un años a dejar su arresto domiciliario para volver al penal de Ezeiza a pesar de que padecía cáncer. Hortel lo alojó con los presos comunes. Cuando asumió Marambio lo subieron al primer piso para que esté con sus pares. Unos días antes, a Omar Chabán, que padece linfoma de Hodgkin en un grado avanzado y está en estado terminal, le concedieron el arresto domiciliario. El ex propietario de Cromañón es otra víctima de la desidia penitenciaria porque su estado actual se debe a la falta de tratamiento cuando la enfermedad era controlable. En enero de 2013 Chabán comenzó a tener 40° de fiebre. Los médicos del hospital de Marcos Paz no supieron cómo tratarlo. Cuando lo derivaron al Hospital Santojanni estuvo un mes en la camilla de la guardia. El diagnóstico fue tuberculosis y lo devolvieron a la cárcel. Vicente D’Attoli, el abogado de Chabán, fue contundente: «Lo dejaron morir». La persecución llegó al extremo en 2010 cuando el general César Santos Gerardo del Corazón de Jesús Milani, que en ese momento era subjefe del Estado Mayor del Ejército, entregó los listados de la gente que había que pasar a retiro porque eran hijos de militares condenados. Señaló que eran posibles vengadores.
Cabe aclarar que si se le aplicara la ley, Milani debería estar acompañándolos porque hay pruebas en su contra sobre la desaparición de un conscripto y de haber participado en operativos de secuestro, más concluyentes que las que llevaron a su actual destino a los militares presos.
CAPÍTULO IV
El fracaso del Hombre Araña
Los militantes de La Cámpora y el Hombre Araña estaban decididos a llevar adelante su revolución a partir de la reforma del sistema carcelario. Querían exportar el modelo a América Latina. Creían que los presos iban a ser soldados de la causa. Su bandera de los derechos humanos tenía sus límites porque solo eran bienvenidos los organismos afines al Gobierno. En noviembre de 2012, a Oscar Castelnovo, periodista y militante de la Agencia Rodolfo Walsh, le impidieron coordinar el Taller de Periodismo y Expresión en el Centro Universitario de Devoto (CUD). Castelnovo fue sometido a una requisa profunda, como la que no le hacían a los presos ni a sus visitas ni a los profesores del CUD. Luego de la revisación llegó un mensaje de la gente de Hortel: «Si quieren talleres déjense de joder con las denuncias». El inspector general Fernando Suppa, que era titular del Ente Cooperativo Penitenciario (Encope) y además manejaba la Tesorería, era una de las claves del proyecto. Suppa, un hombre seductor que sabe vender sus ideas, convenció a Hortel de que la compra de un barco pesquero en el sur iba a generar una imagen favorable de su plan de reinserción de los presos. Le contó que Juan Domingo Perón, en su presidencia, tuvo un proyecto similar que no pudo cumplir porque su gobierno fue derrocado. El Hombre Araña encargó la construcción de una embarcación pesquera a la que bautizó Néstor Kirchner. El barco, que tenía en el momento de la construcción un valor de mercado de alrededor de 600 mil pesos, costó casi un millón de pesos, a los que hay que sumarle una cifra mayor para que obtenga el permiso de pesca. Pero la inversión no terminó allí. En la penitenciaría de Rawson de alta seguridad, se construyó una planta procesadora de pescado para cuando la nave comenzara a operar. El barco, que está anclado en el puerto de Rawson frente al edificio de Prefectura, mide diez metros de largo por cuatro de ancho. Tiene los colores celeste y blanco y una bandera argentina dibujada en la proa. En cada incursión de pesca, deberían viajar cinco presos. Por oponerse al proyecto, relevaron a Gumersindo Gómez, el director de la penitenciaría de Rawson. El hombre había asumido sesenta días antes e hizo saber su disconformidad con el proyecto que está sospechado de sobreprecios. El Encope, el organismo que manejaba Suppa, paga los salarios de los presos que cumplen tareas en los talleres. De acuerdo con las horas que se les anoten en las planillas pueden ganar hasta un salario mínimo que a agosto de 2013 era de 3.600 pesos, una remuneración considerablemente más elevada que la jubilación mínima de 2.165 pesos. El setenta por ciento de los internos del Servicio Penitenciario Federal cobra alguna remuneración. En un sistema penitenciario sin corrupción, la retribución al trabajo es un acto de justicia que no le cuesta al Estado porque lo pagan las empresas privadas que encargan tareas a los talleres de los
penales. Pero con Hortel el salario se transformó en una herramienta de poder. Varios líderes de los pabellones cobraron el sueldo sin trabajar una sola hora. Respondían a Vatayón Militante y era suficiente. El sistema transformó los penales en la «Cárcel de los porongas», como se denomina en la jerga «tumbera» a los presos de cartel. Esos líderes y los presos que tenían familia con peso dentro de las villas fueron parte de un entramado peligroso: además del salario su familia recibía bolsones de comida y distintos planes sociales. Suppa convenció al jefe penitenciario de tramitar los subsidios; combinar sueldos y dádivas suponía un enorme avance en la revolución carcelaria. De esta manera, se dio una situación inédita, los presos fueron el principal sostén de su familia. No son pocos los políticos que creen que en ese mundo subterráneo van a conseguir los servicios de un ejército letal y silencioso. Pero es una fantasía. El preso es autónomo, está acostumbrado a caminar solo y utiliza a los políticos para cumplir su prioridad: fugarse. Fuera de la cárcel, no tiene aliados. Con estos antecedentes no es difícil deducir cómo nacieron los saqueos de diciembre de 2012 que hicieron que varias ciudades del país se parezcan a Gótica. En los días previos a la Navidad desde los barrios carenciados salieron hordas organizadas para vaciar negocios y supermercados de cuarenta ciudades. No solo no estuvo Batman para impedirlo, sino que la policía llegó tarde o no llegó. En Bariloche un puñado de agentes se defendió con gomeras. En el Gran Buenos Aires se demoraron en llegar. Sabían que estaban en desigualdad de condiciones. Como tenían prohibido disparar balas de goma, quedaban expuestos a los piedrazos. Cuanto más tardaran, menos daño padecerían. Por los incidentes se arrestó a más de quinientas personas. A ninguna se le retiró el subsidio que cobra del Estado ni hubo condenas. Para algunos el saqueo fue político, para la policía fue un test de malvivientes para probar la resistencia que les pueden oponer las fuerzas de seguridad. Ambos tienen razón, el saqueo lo ejecutaron delincuentes favorecidos por la política. Hortel ignoró cada una de las señales de peligro que aparecieron en su modelo. No se daba cuenta de que las medidas de seguridad se habían deteriorado y el personal estaba desmoralizado. Cuando los presos advirtieran la situación, los muros de los penales se iban a convertir en un inmenso queso gruyere. El caso más humillante para los penitenciarios fue el incidente que tuvo el director administrativo de Devoto, Víctor Frattini, que prohibió que las visitas permanecieran en los pabellones. Esa medida se toma por seguridad para evitar tomas de rehenes y fugas. Se corre el riesgo, como sucedió en Florencio Varela, de que algún preso se disfrace y se vaya con las visitas. Los visitantes tienen un lugar específico que está fuera de los pabellones. Los presos no aceptaron la imposición de Frattini y le reclamaron a Hortel. El jefe penitenciario convocó al oficial y lo enfrentó a los cinco internos que se quejaron de su comportamiento. —Pedile disculpas a tus compañeros —le dijo Hortel. —Con mi personal no hay problemas —le respondió Frattini.
—No, estos que están acá son tus compañeros —le insistió señalando a los reclusos. —Ésos no son mis compañeros, mis compañeros usan uniforme y con ellos no tengo problemas. En cambio a los internos los tengo que vigilar, no soy su camarada. —¡Andate de acá! ¡No te quiero ver más! —Luego mirando a sus subordinados les dijo: — ¡Échenlo a la mierda! Frattini cumplió treinta días de arresto y pasó a disponibilidad. El mensaje fue claro: no se podía actuar contra el preso aunque hubiera riesgo de fuga. En ese momento, el personal penitenciario tenía tres opciones: auto acuartelarse, fabricar un motín provocando a los presos o quedarse quieto. Eligieron la última posibilidad, la de no complicarse la vida. A partir de ese momento, las requisas pasaron a ser una inspección liviana y previsible para que los presos no se quejaran. Tampoco les llamaban la atención a los visitantes que venían con camperas con capuchas u otra vestimenta prohibida que pudiera favorecer algún escape. Con tantas libertades, no extrañó la fuga del lunes 8 de abril de 2013 a las siete de la tarde. Treinta y cuatro internos con las manos y los pies sin esposar venían de declarar en Tribunales en el ómnibus de traslado. La custodia interna estaba compuesta por dos hombres y una mujer desarmados. La custodia armada viajaba en otro vehículo. Los presos tenían las manos y las piernas libres porque las órdenes de Hortel son no esposar a los presos salvo que haya hechos de violencia. «Esposarlos va contra los derechos humanos», les recordaba el Hombre Araña. Para Hortel los preceptos de los organismos de derechos humanos están por encima de las normas de seguridad. El ómnibus, como casi todos los vehículos del Servicio Penitenciario Federal, no estaba en condiciones para ese traslado. La claraboya no tenía seguro y se podía abrir fácilmente desde adentro. Toda la flota padece la falta de mantenimiento y de inversión. Cuando el vehículo llegó al peaje del Mercado Central, en la autopista Ricchieri, y disminuyó la velocidad, cinco internos corrieron al medio de la unidad, treparon al techo y se fueron por la claraboya. El primero se arrojó cuando el ómnibus no había desacelerado lo suficiente y golpeó contra el asfalto; falleció antes de llegar al Hospital Paroissien. El segundo sufrió traumatismos y fue recapturado. Los otros tres tuvieron éxito. Víctor Hugo Martínez, procesado por homicidio en ocasión de robo; Cristian Rueda, por robo, y Hernán Salas, alias «el Gordo», que integraba la banda «Los Backstreet Boys» en Fuerte Apache, condenado a catorce años de prisión por secuestro y robo, son peligrosos; pueden matar y van a robar para mantenerse en libertad. Por su captura no se ofrecen recompensas. Hasta principios de setiembre de 2013 seguían en libertad. Previo a la fuga, los guardias debieron soportar toda clase de insultos de los detenidos por la demora del juez en atenderlos. No pudieron llamarlos al orden porque inmediatamente serían denunciados ante Hortel. El 12 de abril de 2013, a la semana siguiente de la fuga del trío, Ricardo Martín Araya que estaba alojado en el módulo 1, pabellón 5 de Marcos Paz, una cárcel de máxima seguridad que aloja a delincuentes peligrosos, huyó sin forzar puertas ni cavar túneles. Estaba condenado por homicidio y le faltaban diez años para cumplir la pena. Al caer la tarde, aprovechó que hubo un levantamiento en el penal y huelgas de hambre que mantenían a los guardias ocupados. El fugitivo caminó tranquilamente hasta el Hospital Penitenciario Central, pero poco antes de llegar se desvió al campo de deportes, abrió con una llave el candado del portón, cortó los dos
alambrados —el del módulo y el externo— y ganó la calle. Las cámaras filmaron esta secuencia pero nadie lo detuvo en su tranquilo andar. Cuando se hizo el recuento, cuatro horas más tarde, los guardias se dieron cuenta de su ausencia. Hortel decidió castigar a cuatro celadores y gariteros que no tuvieron responsabilidad en la huida, pero no avanzó en la investigación para descubrir las conexiones internas del preso y las fallas de su sistema que le permitió deambular sin controles por la penitenciaría. Si algún guardia lo hubiera detenido en su andar, habría sido sancionado por molestarlo. Dos meses más tarde, el 28 de junio, Shiba Narada Benítez, un boliviano de treinta años que era considerado un interno de conducta ejemplar, se fugó de Devoto cuando era trasladado a la Facultad de Derecho para cursar materias. Tres veces por semana, el personal penitenciario lo trasladaba a hasta la facultad de Figueroa Alcorta y Pueyrredón. Pero el 28 de junio no ingresó a la clase y los guardias lo perdieron de vista. El hombre estaba condenado por narcotraficante. Integraba una banda de la villa Illia que llevaba a sus víctimas de secuestros exprés a la villa 1-11-14. El 2 de julio siguiente se fugaron del Hospital Militar Central el mayor Jorge Olivera, de sesenta y un años, y el teniente primero Gustavo de Marchi, de sesenta y tres. Estaban condenados a reclusión perpetua y detenidos en San Juan. Vinieron hasta el hospital porteño para ser atendidos en «kinesiología, dermatología y psiquiatría» por gestión de la esposa de Olivera, la psicóloga Marta Ravasi, que estaba en el área de salud mental del hospital. El ministro de Defensa, Agustín Rossi, decidió el pase a retiro y relevo de siete militares que ocupaban cargos de conducción en el hospital mientras el ministro de Justicia y Derechos Humanos, Julio Alak, pasó a disponibilidad a siete penitenciarios, ordenó que el SPF no traslade a los condenados por delitos de lesa humanidad a algún centro de salud militar y le solicitó al presidente de la Corte Suprema de Justicia, Ricardo Lorenzetti, una acordada para que los jueces no los enviaran a unidades médicas de las Fuerzas Armadas. Por la captura de los dos militares se ofrecen cuatro millones de pesos. Las fugas fueron en aumento y se ocultaba información. Los presos con salidas transitorias concentraban el mayor porcentaje de escapes. El sábado 17 de agosto, se fugó el violador serial Walter Alberto Brawton que cumplía una condena de cuarenta años en el penal de Ituzaingó. El hombre, que era contador público, fue atrapado en 2005 y condenado en 2009. A pesar de la condena, lo autorizaron a salidas especiales para visitar a su madre enferma. Al llegar a la casa materna, en Merlo, los guardias fueron convidados a comer empanadas y a beber un vaso de vino que tenía somníferos. Brawton tenía ocho denuncias por violaciones que ocurrieron entre enero y principios de marzo. Se cree que las víctimas fueron más pero no se animaron a denunciarlo. La recompensa para el que brinde información sobre el violador serial es de trescientos mil pesos. Una semana después, el 19 de agosto de 2013, se produjo la más grande fuga en la historia de las cárceles argentinas. Thiago Ximenez y Renato Dutra, que estaban condenados por narcotráfico, alojados en el módulo 3, pabellón B, fueron los gestores. Los dos brasileños eran expertos en fugas. Habían protagonizado escapes exitosos como el del penal Tres Lagoas en Foz de Iguazú, Brasil.
En 2011 fracasaron al querer escapar de la Unidad 7 de Resistencia, Chaco. Sus padres, dos importantes narcotraficantes brasileños, decidieron liberarlos porque estaban por cumplir la mitad de la condena en la Argentina y estaban en condiciones de ser extraditados a Brasil. El regreso de los dos jóvenes les iba a traer problemas porque había bandas que querían tomar venganza. Como el muro del penal de Resistencia no tiene un alambre perimetral, los narcotraficantes aprovecharon para poner una importante cantidad de explosivos, cerca del puesto de control 2, que era el más cercano al pabellón 10 donde estaban alojados sus hijos. La buena fortuna hizo que uno de los cables estuviera mal conectado y fracasara la explosión. Un pequeño estallido, que hizo volar el reloj de la bomba, alertó al guardia que dio la alarma. Alcanzaron a ver dos camionetas Hilux blancas que huyeron. Allí iban los padres de los dos presos. La cantidad de explosivos era importante, si hubiera estallado habría volado con facilidad un buen tramo del muro y podría haber ocurrido una tragedia: el centenar de presos del pabellón 10 se habría abalanzado sobre los habitantes de la ciudad buscando salvarse a cualquier precio. Después del fracaso de Resistencia, los dos brasileños fueron trasladados a Ezeiza. Su llegada coincidió con el cambio de conducción del Servicio Penitenciario Federal, se iba Alejandro Marambio y llegaba Víctor Hortel. Los brasileños, que a pesar de su juventud pasaron la mitad de la vida encarcelados, no podían creer lo que estaba sucediendo. Los guardias estaban cada vez más permisivos y el complejo abundaba en fiestas y eventos. Era tan exagerado el privilegio que se daba a los internos que se eliminaron las rejas de los patios internos de los módulos. Hortel no quería que los presos se sintieran en una cárcel. Las requisas cada vez eran menos estrictas. La fuga no podía ser más fácil, solo había que conseguir las herramientas. Los guardias estaban con la moral caída porque habían desbaratado otros intentos de fuga y no se hicieron sumarios ni hubo sanciones para los presos. El Hombre Araña no quería manchas en su gestión. Un mes antes de la huida, un interno que tuvo problemas en su ranchada delató a sus compañeros y se encontraron sogas de más de cuarenta metros y ganchos armados con los ángulos de la ventana. Salir del pabellón no era un problema porque habían quitado las rejas de cuatro ventanas. Bastaba descolgarse con las sogas hasta la planta baja y luego atravesar los alambrados. Los brasileños no se desalentaron por esas historias de fracasos y eligieron la celda 22 para excavar un boquete. De a poco, fueron ingresando los elementos que se necesitaban para perforar el piso de cemento, que no resultó tan duro como imaginaban; milagros de las licitaciones argentinas donde las empresas ganadoras no ponen el material detallado en el pliego. En el pabellón durante el día había cincuenta internos y un solo celador, cuando la dotación mínima es de tres guardias. El celador estaba aislado en un cuarto de acrílico donde no escuchaba nada, era la única manera de no aturdirse porque los presos estaban con la música a todo volumen o con la televisión encendida para tapar los ruidos de la excavación. Las cámaras de televisión que supervisan los movimientos internos y externos no funcionaban, hacía tiempo que estaban fuera de servicio. Hay que destacar que Hortel había desprovisto de autoridad a los celadores. Por caso, no podían evitar que un interno ingresara a la celda de otro, una práctica absolutamente prohibida y clave para la fuga. El boquete de la celda 22 se hizo recalentando el piso con fuelles como se llama a los ladrillos
con hendiduras por las que pasan resistencias que se enchufan a la pared. En la vida cotidiana se utilizan para calentar el agua para el mate, alguna comida o como calefacción de la celda. También utilizaron una barra de hierro, traída por los presos que salían a trabajar a los talleres, que pasó por las bachas de la cocina. A ellos no los requisaban por orden de Hortel. Después de recalentar el suelo golpeaban con el hierro punzante. Trozo a trozo lo fueron perforando y ponían los escombros dentro de una manta, a la que anudaban en la punta y la apoyaban sobre la parte perforada para que los guardias no se dieran cuenta de lo que estaba sucediendo. El mismo trabajo se estaba haciendo en otra celda que estaba unos metros más allá, pero el avance era lento. Como había orden de no molestar a los presos, los guardias no entraban en la celda, se limitaban a mirar desde afuera. En otra ocasión hubieran dado vuelta hasta los colchones buscando cualquier indicio de fuga. Pero los agentes que hicieron requisas profundas terminaron sumariados o trasladados a destinos lejos de sus domicilios. El día del niño, el domingo 14 de agosto, fue el elegido para acelerar las excavaciones. Pareció un castigo al Hombre Araña que organizó un evento con payasos y títeres para los hijos de los presos a los que, además, regalaron juguetes. Antes de Hortel, los hijos de los penitenciarios tenían su fiesta. La música y las risas tapaban el ruido. Una vez terminado el boquete de cuarenta centímetros por veintidós, llegaron a la tierra que estaba en un estado ideal, ni blanda ni sólida. La excavación del túnel no fue complicada. En la noche del lunes 19 de agosto, comenzaron a salir por el boquete. Tres reclusos, excedidos de peso, no pudieron pasar. Quedaron magullados, raspados y con heridas sangrantes. Los otros trece, que salieron con alguna dificultad, recorrieron casi tres metros bajo tierra y se encontraron a cincuenta metros con el primer alambrado olímpico; lo abrieron con alicates que entraron las visitas y sin problemas porque los sensores no funcionaban. Hacía cuatro años que habían sido destruidos por un rayo y no se pudieron importar los repuestos por las restricciones que impuso el Gobierno para cuidar las divisas. Sabían que tenían dos obstáculos, el guardia que estaba a unos metros en el puesto base «tero», pero que debía hacer una recorrida de cien metros entre dos pabellones. Ya habían calculado el tiempo de la recorrida. El otro inconveniente era una garita que estaba a ciento sesenta metros del puesto «tero», pero como el pasto estaba muy alto no los podía ver si se arrastraban con sigilo. Cortar los dos alambrados restantes no fue problema porque los reflectores direccionales de los otros puestos de guardia no funcionaban. Tampoco hubo recorrida de perros. Los animales no siempre están sueltos para que no se acostumbren al recorrido. Pronto llegaron a la calle y se dispersaron. Casi todos tenían quien los esperara, menos dos internos que fueron caminando hasta Cañuelas y fueron apresados al día siguiente. El mediodía del 20 de agosto, Víctor Hortel convocó a una conferencia de prensa. «Soy el máximo responsable político de esta fuerza, asumo la responsabilidad que me cabe, por eso he presentado mi renuncia indeclinable.» Lo que ocultaba era que el Gobierno le pidió que se fuera ante la magnitud del fracaso. Por supuesto que puso la culpa en otro lado: acusó a agentes penitenciarios de colaborar en la evasión. El Hombre Araña se olvidó un detalle: debía conducir una fuerza de 11.722 hombres que custodian 9.700 presos. Al igual que el mercenario que tomó ciudad Gótica, se ocupó de los presos y se desentendió de los agentes penitenciarios y de la sociedad.
Devoto
CAPÍTULO I La universidad de los secuestradores
Alejandro Marambio fue el primer civil que asumió como jefe del Servicio Penitenciario Federal. Estuvo en el cargo desde el 13 de julio de 2007 hasta el 11 de enero de 2011. La Cámpora, junto a organismos de derechos humanos vinculados al Gobierno y al procurador penitenciario Francisco Mugnolo, se encargaron de desplazarlo para que asuma Víctor Hortel. El fracaso del Hombre Araña le pasó factura a los que lo recomendaron: el Gobierno volvió a convocar a Marambio para reemplazarlo. Fue una señal humillante para Mugnolo y La Cámpora, los padrinos del descalabro del Sistema Penitenciario Federal. La permisividad de Hortel dejó a los presos en estado de amotinamiento y listos para continuar con las fugas. Marambio, cuando lo convocaron, estaba en España. Lo había contratado la Conferencia de Ministros de Justicia de los Países Iberoamericanos y dictaba clases de Ejecución de la Pena y Derecho Penitenciario en la Universidad Carlos III de Madrid. Marambio sabía que debía restaurar el respeto a los guardias y comenzar a limar con paciencia los privilegios a los presos y a Vatayón Militante. La primera señal la dio a poco de asumir. Fue a inspeccionar el lugar por donde se fugaron los trece presos de Ezeiza y se puso una campera gris con las siglas SPF que indicaban de qué lado estaba. Cuando comenzó a caminar por el pabellón de los fugitivos, desde una celda un preso le gritó: —¡Eh, Marambio, vení! El nuevo jefe del servicio penitenciario se hizo el desentendido. Los gritos del recluso fueron en aumento. Ante el fracaso de su pedido, le dijo: —Marambio, todo mal con vos. Entraste con el pie izquierdo. El funcionario detuvo el recorrido y se dirigió al oficial que caminaba a su lado: —Sanciónelo. Hubo miradas de aprobación y alguna sonrisa de los carceleros. Marambio conoce en profundidad el sistema. De 2000 a 2005 fue jefe de Gabinete de la Subsecretaría de Asuntos Penitenciarios, luego lo trasladaron a Mendoza —el gobernador era Julio Cobos— como director de Readaptación Social. Su primera gestión al frente del servicio penitenciario comenzó el 13 de julio de 2007 tras la renuncia del inspector general Hugo Sosa, por supuesto apoyo a los barrabravas de Boca Juniors detenidos en Ezeiza. El primer problema que enfrentó fue la superpoblación carcelaria, en particular en el penal de Devoto; modificar la distribución de los presos era pasar por encima de un sistema feudal. Los presos que tenían condena firme y eran los más pesados se habían adueñado del penal. Había
demasiados privilegios, en particular en el Centro Universitario de Devoto (CUD). Los condenados no querían el traslado porque decían que en Ezeiza y Marcos Paz desnudaban y golpeaban a los internos durante las requisas. En Devoto los lugares estaban tarifados. Había que pagar para estar en los mejores pabellones; el CUD era un destino VIP para los diez alumnos que lo habitaban. Los pabellones tenían una capacidad de alojamiento para ochenta presos. Los menos deseados albergaban a más de cien reclusos. Los más codiciados, por los que había que pagar, tenían menos de cincuenta habitantes. El paso siguiente fue un estricto control del ingreso de celulares. Las requisas eran filmadas para evitar que los guardias se quedaran con los aparatos que después vendían al quiosco que está frente a la penitenciaría y que luego se encargaba de revenderlos a los familiares de los presos. Los mismos aparatos celulares, y sus cargadores, entraban y salían continuamente de Devoto. Hasta ese momento era tan laxo el control que dentro de la cárcel se encontró un paquete de un kilo de marihuana. Era imposible que entrara en Devoto sin la complicidad de los que requisaban. Para encubrir el escándalo, los guardias fragmentaron el kilo de marihuana. Después dijeron que eludieron los controles porque ingresó en mínimas cantidades. El primer enfrentamiento de Marambio ocurrió a mediados de 2008 cuando los militantes de organismos de derechos humanos le pidieron autorización para hacer un acto en homenaje a los detenidos y desparecidos en cárceles federales. La fecha que proponían era el 22 de agosto, conocida como «día del erpiano» por el fusilamiento de los guerrilleros en Trelew. Pensaban en un acto de quinientas personas en el penal de Devoto con actividades especiales con los presos. En una reunión que tuvieron con el director de la Academia de Estudios Superiores y jefe de Prensa y Difusión del Servicio Penitenciario, Jorge Yapur, le dijeron: —Tenemos derecho a hacer ese acto con los presos. —También tienen derechos los que no quieren participar de ese acto —les contestó en referencia al personal del servicio penitenciario que había perdido un camarada en ese intento de fuga de los guerrilleros del penal de Rawson. Los organizadores llamaron todos los días esperando la respuesta de Marambio. Los organismos de derechos humanos sumaban presión. Jorge Yapur terminó con la disputa en un comunicado donde explicaba lo inconveniente del evento en un lugar donde se privilegia la seguridad. Razón no le faltaba; un acto político en una penitenciaría es como dictar un curso de cocina dentro de una jaula de leones. El embate político contra Marambio fue creciendo. El procurador penitenciario Francisco Mugnolo —hermano del ex jefe del Estado Mayor Conjunto, Juan Carlos Mugnolo—, un hombre que venía del radicalismo y estaba dispuesto a todo para sobrevivir en el cargo que debió haber entregado en 2006, decidió aprovechar la oportunidad para prolongar su estadía en la función pública y comenzó a actuar con el fervor militante de los partidarios del gobierno de Néstor Kirchner primero y de Cristina Fernández, después. El hecho de que su hermano fuera general no lo favorecía no solo por ser militar sino porque se reunía con frecuencia con ex funcionarios de Alfonsín y por su apoyo manifiesto al campo durante el trámite de la resolución 125. A gran parte del Gobierno le cae mal que un funcionario tenga un pariente militar. Sienten la misma aversión que los «tumberos» a un preso que es hijo de un policía. Pero Mugnolo superó ese inconveniente apoyado por el Centro de Estudios Legales y Sociales
(CELS), el organismo de derechos humanos de más influencia en el Gobierno. Ambos estaban detrás de la caja de la «Comisión Nacional contra la Tortura» que había sido aprobada por ley e iba a manejar un presupuesto que quintuplicaba al de la Procuraduría Penitenciaria. Uno de los ataques más grotescos a Marambio fue la publicación de una encuesta a mil presos. Según Mugnolo, sesenta y tres por ciento de los reclusos dijo haber recibido agresiones físicas y ochenta y tres por ciento reveló que fueron desnudados y maltratados en las requisas. Un penitenciario de carrera no hubiera tomado en serio las cifras; los presos jamás van a elogiar a los carceleros; son enemigos irreconciliables. Pero en el CELS y en la Procuraduría se privilegiaba la voz del recluso. En 2010 se libró la batalla más dura entre Marambio, el procurador, los organismos de derechos humanos y la Universidad de Buenos Aires. Marambio, que quería terminar con los privilegios escandalosos del Centro Universitario de Devoto (CUD), consiguió autorización judicial para hacer escuchas telefónicas porque sospechaba que se estaban haciendo secuestros virtuales a través de celulares. La reacción de Leandro Halperín, director del Programa UBA XXII, responsable del CUD, no tardó en llegar. Acusó a Marambio de hostigamiento a los estudiantes, y cada requisa que se hacía sobre los presos las llamaba allanamientos. Las escuchas mostraron que los habitantes del CUD no eran presos estudiantes. Una de las conversaciones que mejor definió lo que sucedía en la universidad fue la de Diego Petrissans, uno de los internos alojados en el CUD, con un amigo al que le pidió que le consiga un cobrador para los secuestros. —Acá es Devoto, acá es otra vida. Acá tenemos todo. Hasta robamos. Encima estamos impunes. Robamos impunemente. Vamos a la universidad. Tenemos mucha visita, mucha comida. Imaginate si no estamos cómodo’, amigo. Metemos caño, cualquier cosa, esto da pa’ todo. Soy un preso burgués. —¡Jajajajaja! El descanso. —Y hacé de cuenta que es así, que lo tomamos pa’ la joda. Y encima hacemos conducta con la universidad. Es de villa, pero la gente está tranquila, está cómoda y se mantiene el contexto social así, de tranquilidad. —La armonía. —Claro ahí, tranquilo. —¿Volviste a hablar con el Seba? ¿Cómo le fue? —El gato salió el sábado y le dije que vaya a hacer de cobrador y el domingo a la tarde tenía un pedo que no podía ni hablar. Mañana lo voy a llamar así se rescata y lunes o martes va a laburar y hacemos un par de pesos porque yo tenía un par de pesos para comprar un vehículo. —Vos ya lo tenías el lunes laburando. —Pero está bien, boludo. El sábado está con la chica se echó un par de polvos, el domingo está con la familia. El lunes andaba por allá pelotudeando, por ahí agarramos a uno y vas, buscás la plata y te vas a tu casa. Mirá qué fácil. El chabón no llega ni al lunes, el domingo estaba redrogado. —El lunes y martes me quedo y llamo todo el día. Alguno vamos a agarrar y lo vamos a hacer pollo. —¿Estás cursando materias, Diego? —No, ya estoy. Jueves y viernes tengo materias tres horas a la mañana, tres horas a la tarde, y mañana tengo dos horas a la mañana y tres horas y media a la tarde. Me funden el cerebro. Pero
bueno, me gusta. Está bien, está piola, estudiar no ocupa lugar. ¿Viste? —¿Y la rubia alta con el cubo de Ezeiza, cuándo hacen? —Ah, las guachas esas cuando me las traigan, por ahora está programado para el último lunes de junio. —Ah, falta. —Falta más o menos un mes. Ojalá venga la gallega así puedo hablar con ella directo. ¿Entendés? Y si trae alguna amiguita que venga con ganas de que le sacudan las plumas. —Te vas a volver loco vos. —Hay que hacerle el favor a las piernas ahí. —Sí, seguro. Igual mañana a la noche voy a hablar con la amiga de mi mujer. ¿Viste? Pero la mina hace zona sur. Así que le voy a pedir que me traiga una buena dirección de allá. Yo ya sé cuáles son los barrios más piola porque yo conozco. Entonces le pido un par de indicadores y te mando alguna para allá. —Mejor entonces, yo estoy rescatando alguno para Tapiales, Madero. Ahí se entrega en cinco minutos. —Esta mina está con apuro y mi mujer le va a sacar las indicaciones. Me va a traer un par de direcciones largas y te mando la mitad. El diálogo de Pablo Pérez, otro de los estudiantes, con su novia fue más amplio. —Te voy a comentar un secretito por los teléfonos, cuáles tengo en realidad. ¿Viste? Habrás escuchado en la tele de los famosos hechos que hacen con los teléfonos dentro de las cárceles. —Sí. —Y bueno, ahí comencé a remontar un poco. Y de eso es que como ahora un poco me mantengo yo, ya no le pido más a mi mamá. Igual ella, mi mamá, pobrecita, cuando viene me compra las cosas; no me falta nada. ¿Entendés? Somos dos hermanos y al fin no me falta nada. Pero bueno ahora tengo plata ahorrada, imaginate de lo que hago con esto. —Y bueno, Pablo, pensá en invertir en algo. —No sé la verdad a veces tengo planes en invertir en algo, pero como yo no estoy, ¿entendés? Como yo ahora tengo noción de cómo llegar a invertir plata en algo, de cómo retribuirme para tener otra vez plata que, en su momento, cuando era guacho lo único que hacía era gastar, ahora que sé cómo se maneja el sistema. ¿Entendés? Sé cómo agarrar cierta cantidad de plata y voy a invertir en algo y de eso voy a tener una retribución. Es como una cadena. ¿Entendés? Como para que entiendas ahora en simples palabras de que después a la larga eso me va a retribuir cierta cantidad de plata y que por ahí no voy a estar tan atorado y tengo que salir desesperado a hacer algo. ¿Me entendés, Marta? —Sí. —A eso me refiero. Pero con lo que tengo ahora ahorrado me alcanza para un par de meses gracias a estos teléfonos, ¿me entendés? —Salís adelante. —Claro, salir del paso, salir un poco a flote. Pero para que los celulares entraran en la cárcel, se necesitaban cómplices. Los profesores del CUD, por pertenecer al ámbito de la Universidad de Buenos Aires, estaban exentos de la requisa.
Un audio con un lenguaje hermético, entre dos de los acusados por los secuestros, habla de provisión de drogas y celulares con la complicidad de una profesora que era abogada y trabajaba en una fiscalía. La mujer y otras dos profesoras, además, tenían sexo con tres internos. —Cuando te lo venden, te lo venden a 3,88 pero cuanto te lo compran, te lo compran a 3,80. Hago un coso de doscientos pesos ahora, el sábado cuando me entra. Lo subo, divido la bolsa, porque todo lo que le mandé a pedir, le mandé a pedir el doble. ¿Me entendés? Por ejemplo, ¿dos yogures? Cuatro yogures le mandé a pedir. ¿Me entendés? Dos galletitas, cuatro galletitas. Entonces separo, todo por la mitad y te mando una bolsa. —Bueno, sí, como vos digas. —Esto es de los verdes aquellos. ¿Te acordás, amigo? —¡Ah! Claro, cierto. —Por eso amigo, qué te pensás. ¿Que te voy a dejar morir, boludo? —No, yo soy medio revirado nomás. No pasa nada. —Bueno, bueno, pero yo no me olvidé, amigo. —Y bueno, mandá el paquete con todo eso. Yo voy a ver qué pasa con los temas estos y va a ir seguro. —Escuchame, si no llegamo’ a estar en huelga, el otro fin de semana hago otro paquetazo de gamba ochenta. —Sí, eso manejalo vo’. —Dale, listo, negro. —Después todo piola acá. —Y bueno en la semana, los otros doscientos. Ahí llegó recién el otro amigo, el Pedro de Mendoza, así que esta semana se lo voy a hacer llegar a la mano del chabón. —¡Ah! Bueno. Mejor, entonces. —¿Vos el jueves tenés visitas, negro? —No, acá hay martes, miércoles y domingo. Si vos comprás el paquete el sábado, yo cualquier cosa lo rescato el domingo. —Está bien, yo te lo bajo todo (el CUD está en la planta baja). Es por lo otro que te lo digo, por el cargador y el perfume. —Sí, igual yo lo dejo depositado el miércoles y te digo dónde. —Si vos tenés visita el miércoles, dejalo el miércoles y la mina cuando viene lo rescata. Mañana es miércoles. —Claro, pero yo tengo recién para el otro miércoles. ¿Y el martes? ¿No se puede para el martes? —Si tenés visita el martes, el martes. Si tenés visita el miércoles, el miércoles, cualquiera de los dos. ¿Sabés qué tenés que hacer? Ponelo en un sobre de papel madera, de esos marrones. —A nombre de la doctora… (se reserva el nombre y apellido de la profesora porque no se le siguió la causa judicial). —Exactamente. Y yo le aviso a la «pintura» (guardia) de acá. —Yo le aviso entonces y lo dejo el miércoles. —Listo, lo dejás cerrado a nombre de la doctora, es la de más confianza, amigo. —Lo pongo a nombre de la doctora y lo dejo allí. —Con esa línea (la doctora), morí callado negro. ¿Sabés? El «palomeo», lanzamiento de paquetes desde fuera de los muros, era otra forma de ingresar
celulares y droga. Pero tenía algunos inconvenientes como se observa en esta conversación de Diego Petrissans, uno de los procesados por los secuestros virtuales, con el presidente del Centro Universitario de Devoto. —Hola, Diego. ¿Cómo andás? —¿Llegó todo? —No, boludo, no. Está todo arriba del techo. ¿Estás con visitas vos? —Sí, pero igual decime. —Quedó arriba del techo, boludo. —Chango, en la pelotita te mandé un poco de polvo y la otra bolsa tiene un teléfono y un cargador para Maxi que no sé a quién se lo tiene que dar. —Bueno, dale. —¿Llegó todo? —No, boludo, te dije está todo arriba del techo, ahora tengo que pescar. —¿Ninguna de las dos? —No, ninguna. —Una es una pelotita envuelta en la bolsa de nylon y el otro es con otra media. —Dale, me fijo. Halperín, el responsable del CUD, seguía con sus reclamos en los medios: «Lo más grave pasó en Devoto, donde unos diez presos, todos estudiantes, fueron trasladados sin justificativo alguno, o con causas inventadas, a Marcos Paz. Así vaciaron las carreras de sociología, filosofía, los cursos de computación y la asesoría jurídica gratuita a otros detenidos. Reclamamos que ellos vuelvan urgente a Devoto para que pueden iniciar las clases en marzo». Los presos a los que se refería Halperín estaban procesados por la Justicia por los secuestros virtuales que sucedieron entre enero y setiembre de 2010. Las grabaciones fueron una prueba contundente. Cada conversación de los alumnos del CUD con las víctimas estaba grabada. Hubo seis acusados: Diego Petrissans, Víctor Medina, Diego Villordo, Roberto Salerno, Hernán Pazos y Marcelo Villafañe. Los otros cuatro que trabajaban desde el exterior, entre ellos una mujer, no fueron identificados. Utilizaban celulares de Movistar y Personal porque permitían recargas ilimitadas y brindaban información de los usuarios. Hacían llamados a domicilios a Lanús, Lomas de Zamora y Monte Grande, donde cómplices que estaban en libertad marcaban a las víctimas. Cuando llamaban a la casa del que iba a ser estafado, para evitar que los denunciaran, decían que eran integrantes de las fuerzas policiales que tenían a un familiar secuestrado y que lo iban a matar si no les entregaban dinero. Petrissans fue identificado como el jefe y organizador de la banda y se le adjudicaron diez hechos delictivos. Era el más inteligente: obtenía la información de las víctimas, recibía los teléfonos celulares y chips y mantenía la comunicación con los damnificados. Medina, mientras Petrissans se encontraba en contacto telefónico con las víctimas, brindaba los datos imprescindibles a los cobradores que estaban en la calle para que buscaran el rescate. Villordo, Villafañe, Pazos y Salerno vigilaban los domicilios de las víctimas y luego iban a recoger el dinero. El primer secuestro virtual fue el del 26 de enero de 2010. Se comunicaron con Carina Salvadore. Le dijeron que su madre había tenido un accidente. Poco después, llamó Víctor Medina haciéndose
pasar por el comisario Gastaldi de la policía bonaerense. Le dijo que tenía secuestrada a su madre. Carina pagó 3.500 pesos que dejó en el cantero en una intersección de calles. Ese mismo día, pero a las tres y media de la tarde, hicieron otro operativo exitoso. La víctima fue Mirta Roldán a quien le dijeron que tenían secuestrado a su hijo. La mujer envolvió dos mil pesos en un repasador y los dejó en el cesto de basura que le indicaron. Al día siguiente, a la una de la tarde estafaron a Laura Canosa a quien el comisario Gastaldi, el personaje inventado por los internos del CUD, le dijo que habían secuestrado a su marido. La mujer asustada pagó doce mil pesos y mil setecientos dólares. La lista de llamados fue interminable. No todos fueron exitosos pero consiguieron reunir importantes sumas de dinero, como ocurrió el 11 de marzo cuando amenazaron a Gabriela Nicolás con matar a Horacio Santucho, su marido. La mujer depositó un paquete con 42 mil pesos en un cesto de basura de una calle de Lanús. Los delincuentes no solo pedían dinero. Belén Podokian el 12 de abril tuvo que entregar seis mil pesos, dos cadenitas oro con la imagen de la virgen niña y una cámara de fotos digital para liberar a su madre supuestamente secuestrada. Pero uno de los operativos salió mal. El 9 de marzo contactaron a Gustavo Arias Casarino, quien simuló aceptar el pago del rescate por su hermano. El hombre se comunicó con la policía que detuvo en la estación Lanús a Hernán Walter Pasos, Roberto Daniel Salerno y Marcelo Rubén Villafañe cuando iban a buscar el dinero. Marambio dispuso dos allanamientos en el CUD. En el sector donde se alojaban los diez internos se encontraron más de setenta celulares, veintinueve chips y cuatro módems. No solo la profesora y fiscal ingresaba los aparatos sino que las visitas de los detenidos los entraban en su vagina a favor de que no podían ser sometidas a minuciosas revisiones por un hábeas corpus presentado tiempo antes por Alejandro Gutiérrez, preso estudiante e integrante de la banda que hacía secuestros virtuales, que fue aceptado por la jueza Wilma López que declaró inconstitucional la requisa profunda. La magistrada desmoronó gran parte del sistema de seguridad del penal. El fallo abrió la puerta para que prosperaran las drogas y los celulares en el Centro Universitario. Hay jueces que no piensan en los que están fuera de los muros, que con sus impuestos sostienen al CUD entre otras instituciones. Tres agentes fueron puestos en disponibilidad porque tomaron parte del entramado para el ingreso de la droga y los celulares. Marambio intentó instalar inhibidores de señal de celulares pero tuvo que desistir porque dejaba incomunicada a una buena parte del barrio. Tras los allanamientos sacó la Asesoría Jurídica de la UBA del CUD y se cambiaron las computadoras de lugar para que el curso de computación no se dictara en sus aulas. De esta manera, se impidió que presos comunes ingresaran en el espacio universitario. Los profesores también entraron en el ajuste y se profundizó el control para que ingresaran los que efectivamente tenían que dar clases. Los estudiantes que realizaron secuestros virtuales fueron alojados en Marcos Paz, a pesar de las quejas de Halperín, que decía que no iban a poder retomar sus estudios. Marambio le contestó que serían llevados a Devoto cada vez que tuvieran que rendir un examen.
El enfrentamiento con Halperín fue creciendo. El jefe penitenciario cuestionaba que de los cincuenta y dos internos que terminaron carreras universitarias en Devoto, cuarenta y ocho recuperaron su libertad pero once volvieron a delinquir y retornaron a prisión. Esto significaba que había veintitrés por ciento de universitarios reincidentes y no dos por ciento como publicitaba el responsable del CUD. En ese momento solo veintidós internos cursaban abogacía, sociología, derecho, filosofía y ciencias económicas. En el Ciclo Básico había cuarenta alumnos. La exigua cantidad no se debía a las restricciones de Marambio sino a que la UBA no le prestaba atención al CUD, que se había convertido en un espacio de privilegios y los alumnos no deseaban que se trajera más gente. El caso de Horacio Adolfo Rojo es una muestra de la utilización política que se hizo de la universidad en las cárceles. Rojo se había recibido de abogado en el CUD y al poco tiempo de salir en libertad fue detenido por un robo. Marambio no lo quería de nuevo en Devoto porque era un preso conflictivo, pero la Universidad de Buenos Aires presentó un recurso de amparo contra el servicio penitenciario a quien acusaba de obstaculizar la actividad universitaria en las cárceles. Rojo se quedó en Devoto. Al poco tiempo, durante una de las salidas transitorias, fue abatido en un tiroteo con la policía en Uruguay y Tucumán durante un intento de robo. El destino a veces juega pesado: Rojo murió cerca de Tribunales, lugar en el que podría haber estado si hubiera ejercido su profesión de abogado. La UBA, lejos de admitir su error por la presentación del recurso de amparo, apoyó la petición de los presos y bautizó a la Asesoría Jurídica del Centro Universitario Devoto «Doctor Horacio Rojo». Marambio dejó a los presos menos conflictivos en Devoto. Redujo la población carcelaria del penal en un treinta por ciento, a 1.737 internos. La penitenciaría tiene una capacidad para 1.900 presos. Los más complicados fueron separados y enviados a Ezeiza y Marcos Paz. Quedaron apenas 318 presos con condena firme. En las cárceles del país, casi el sesenta por ciento de los detenidos está sin condena. Al eliminar la superpoblación carcelaria, por ampliación de los espacios de los penales y por redistribución de los internos más conflictivos, en 2010 alcanzó la estadística perfecta: no hubo muertes violentas en las cárceles del Servicio Penitenciario Federal. Lo que más lamentó Marambio es que los suicidios se mantuvieron entre siete y nueve casos anuales. El encierro es el gran cómplice de la muerte por mano propia. Pero como la política de los necios no mira los resultados, el conflicto con el CUD le costó el cargo a Marambio. Le inventaron un ascenso a subsecretario de Gestión Penitenciaria del Ministerio de Justicia como premio a su gestión. Marambio se equivocó cuando aceptó y creyó que desde allí iba a tener más facultades para profundizar la reforma de las cárceles. Pero Julio Alak, el ministro de Justicia que lo nombró en el nuevo cargo, no tenía el poder. El que manejaba el ministerio era el secretario de Justicia, Julián Álvarez, un hombre de La Cámpora. Con la asunción de Víctor Hortel, la Justicia y las cárceles fueron monopolizadas por La Cámpora. El Hombre Araña no le dejó un resquicio a las reformas que pensaba introducir su antecesor. Marambio, que era un decorado en el Ministerio de Justicia, no tuvo que pensar demasiado para tomar la decisión de irse. Pronto, lo siguieron los directores generales del servicio penitenciario.
CAPÍTULO II
Devoto por dentro
—Acá nunca me sentí preso —me decía Migua mientras caminábamos frente a la colorida puerta de entrada a la penitenciaría de Devoto sobre la calle Bermúdez. No había estado siquiera cerca de la cárcel desde que salió en libertad en junio de 2011. Yo no era su amigo, sino la esperanza de cambiar su vida de delincuente. Tal vez por eso confiaba en mí y me contó cómo sobrevivió en la cárcel. La corrupción fue una de las herramientas para sobrevivir tras los muros. Comenzamos a caminar alrededor de la manzana de la prisión donde pasó dos años y siete meses. El sol del mediodía de octubre de 2012 no daba tregua. Migua, encandilado, entrecerraba los ojos como si aún no se hubiera desacostumbrado a la oscuridad de su celda. Nunca fue amante del sol. Su tez es blanca todo el año. Cuando está en libertad duerme de día. Es noctámbulo. La noche le trae pesadillas y malos recuerdos. Cuando estaba preso sus horarios eran absolutamente opuestos: se levantaba a las seis y media de la mañana y se acostaba a las nueve de la noche. Me di cuenta de que el verano no era el mejor momento para remover los recuerdos. —¿Qué te pasa, Migua, te jode el sol? —Detesto el día. Veo a la gente y todos tienen algo que hacer. A esta hora es cuando menos sentido le encuentro a mi vida. La noche es libertad, no te joden los cobradores ni te reclaman deudas. Migua se llama Miguel Ángel Ruiz Dávalos. Su alias se lo debe a un pájaro de su país de origen, Paraguay. Fue uno de «Los Doce Apóstoles» de Sierra Chica. Está «quemado»; no quiere volver a la cárcel porque no soporta el ruido, el hacinamiento y las horas muertas. Sueña con instalar un taller de chapa y pintura; su oficio antes de delinquir. Nació en 1963 y pasó veintisiete años en distintas prisiones. Se fugó tres veces sobornando a carceleros. También pagó para salir a robar los fines de semana. Se iba el viernes y regresaba con el botín en la tarde del domingo. En abril de 2008 cumplió su condena en la Unidad 9 de La Plata. Pudo irse tras un acuerdo con el tribunal de casación (caución juratoria). Por supuesto, prometió regenerarse. Su vida en libertad duró pocos meses, el 28 de octubre lo arrestaron y lo encerraron en Devoto. En el allanamiento de la casa de su pareja en el barrio Carlos Gardel, le encontraron marihuana y un revólver. Jura que todo lo puso la policía y que el problema fue con una vecina «ortiva de la gorra». Según el apóstol, como la comisaría estaba sospechada de hechos de corrupción, si detenían a un delincuente con cartel podían mejorar la imagen. Su pareja también fue arrestada y purgó dos años y medio en la Unidad 54 de Florencio Varela. «Fue una injusticia», repite. En su época más salvaje llegó a ser adorador de Satanás. Invocaba al Diablo en las noches cerradas. Se hacía acompañar de seis sacerdotes a una encrucijada de caminos. Le pedían a Satanás dinero y poder, luego se separaban en siete rumbos con la seguridad de tener a Lucifer dentro de su
cuerpo. Su misión en la iglesia satánica era reclutar a mujeres jóvenes para el culto. Si eran vírgenes, mejor. Una orgía era el rito de iniciación. Se tiroteó en varias oportunidades con la policía. Mató al dueño de casa en un robo. Lideró una banda mixta de tres hombres y otras tantas mujeres. Con ellos liberó a dos presos a sangre y fuego de la cárcel de Batán en Mar del Plata. Tiene en el tórax y las piernas seis cicatrices de balazos que parecen chispas. Vivió en un día toda la violencia que cualquier otro ser humano vive a lo largo de su vida. Migua tiene buen «chamuyo», como llaman en la jerga «tumbera» a la facilidad de palabra. Aprendió a hacer los escritos a los jueces con la solvencia de un abogado. En libertad, ese «chamuyo» le permitió conquistar a Daiana, la pareja que tenía al momento que caminábamos por Devoto. La conocí. Era una morocha de poco más de treinta años. Ella creía que Migua tenía un gran destino, que era un delincuente distinto de los que había conocido porque podía vivir de contar su historia. Ruiz Dávalos era de estatura mediana pero parecía más bajo por su andar encorvado. El cabello negro se lo peina de acuerdo con la ocasión. Si está solo, con raya al costado; si viene con una mujer, arma un flequillo. Era muy delgado y no alcanzaba a terminar un buen plato de comida. Las pastillas acabaron con su apetito. En soledad, viste con camisa blanca, jeans y zapatillas para no llamar la atención. Cuando está con una mujer o va a la bailanta, es bizarro. Le gustan las camisas con brillos. En una oportunidad combinó un pantalón marrón muy claro con una camisa blanca con cuello de bordes dorados. Una pequeñísima cadena, también dorada, abrochaba el cuello y quedaba colgando en el lugar donde podría lucir un moño o una corbata. Es buen bailarín. El único lugar donde no le molestaba la gente era en las bailantas o en el corso del barrio del que fue animador yen el que manejó la venta de bebidas alcohólicas. El carnaval le dejó algún dinero que lo ayudó a vivir unos meses. Conoce la psicología de sus vecinos; cuando se emborrachan gastan lo que no tienen. Migua no era distinto de ellos, siempre vivió al día. Robó sumas importantes que gastó con rapidez. Las mujeres fueron su debilidad; dilapidó en ellas buena parte de los botines. Le gustaba ostentar. Ahora, retirado, está enfrentando una realidad austera que le molesta. Tiene tatuados los dos brazos. El más grotesco es el dibujo del derecho que representa a una mujer desnuda boca abajo. Lo hizo en la cárcel con su mano menos hábil; la imagen no salió como esperaba. En el izquierdo, está tatuada la llama de la libertad. Los trazos son más firmes, pero visto desde algunos ángulos puede pasar por un cono de helado. En sus piernas está asentada la pasión por el diablo. Sobre el muslo izquierdo se tatuó en colores celeste y naranja un hombre con barba blanca y un tridente. Los cuernos que sobresalen levemente evitan que al demonio se lo confunda con Poseidón o Neptuno, los dioses del mar de la mitología romana y griega. En la pierna derecha hay una serpiente enroscada a una espada. Cuando se tatuó en colores tomó la precaución de ingerir antibióticos para no infectarse con los pinchazos de la aguja que untaba con pintura. Su físico era tan magro que cualquiera podía animarse a pelearlo si antes no le miraba los ojos. Su mirada de pupilas negras centelleantes anticipaba que estaba dispuesto a todo. Era hábil con la faca y de excelente puntería con las armas de puño. Se entrenó disparando con revólveres y pistolas a aves en vuelo.
Cuando se descontrolaba, algo que sucedía cuando salía a robar drogado, la violencia crecía con cada patada o trompada que daba a su víctima. En un robo a una terminal de colectivos, castigó salvajemente a un chofer que, tendido boca abajo, levantó la cabeza para mirarlo. Migua no quería que las víctimas recordaran su cara. El paraguayo fue un ídolo para los delincuentes más jóvenes; «Los Doce Apóstoles» son una leyenda carcelaria vigente. Solo dos de ellos siguen en prisión: Jorge Pedraza y Marcelo Brandán Juárez, más conocido como «Popó». Cinco están en libertad y los otros cinco murieron, cuatro asesinados y uno de un ataque cardíaco. A Migua lo conocí en 2007 cuando comencé a escribir «Los Doce Apóstoles». Recuerdo que cuando lo vi el primer día en «la nueva» —la Unidad 9 de La Plata— estaba con Jorge Pedraza, con quien lideró el motín de Sierra Chica en Semana Santa de 1996. Yo le había pedido a Jorge que estuviera presente porque no confiaba en el paraguayo. Cuando empezó a hablar no le entendí lo que me decía; estaba tan «empastillado» que tenía la boca seca. Cada palabra parecía pronunciada con la lengua pegada al paladar. Por suerte, Pedraza, que estaba acostumbrado a tratarlo, me hizo de traductor. Otro día lo encontré más fresco y tuve un diálogo atrapante porque Ruiz Dávalos tiene buena memoria y es una biblioteca de la vida en la cárcel. Lamenté que encontrar lúcido a Migua fuera una cuestión de azar. Me contó que tomaba treinta Rivotril, Rohypnol o Artane por día y que fumaba tres atados de cigarrillos. El tabaco, el alcohol, los ansiolíticos y los remedios contra el Parkinson le hacían más llevadera la prisión. Le pregunté si tenía tanto dinero para comprar ese arsenal de pastillas. Me explicó que en casi todas las cárceles es fácil conseguir psicofármacos. Que siempre hay algún médico de receta fácil. Los oficiales miran para otro lado; todo vale para mantener la paz de las prisiones. No les importa que la droga los destruya y los transforme en seres sin voluntad, inservibles para la libertad. Las pastillas son enemigas de la recuperación del delincuente, pero a quién le importa. Cuando no estaba medicado, Ruiz Dávalos se desesperaba; no soportaba los pensamientos que despierta el encierro. Tenía muertes en su haber, hijos a los que no veía y una madre que se lamentaba por el camino que había elegido. A veces la cárcel lo separaba de un amor. La idea de que ella estuviera con otro hacía intolerable el encierro y comenzaba a doparse. Como sucede con gran parte de los detenidos, la mujer de turno los visitaba solo las primeras semanas. Pero Migua siempre fue seductor y más de una vez consiguió que parientas de otros reclusos lo fueran a ver. Nunca le faltó sexo en la cárcel. Cuando salió de prisión me llamó de madrugada por el celular. Yo estaba en un casamiento y me extrañó recibir una llamada a esa hora: —¿Dónde carajo te metiste? ¿Me podés decir? —¿Quién habla? —Migua, soy Migua, la concha de tu madre. Hace tres días que salí y me tenés abandonado. —Te corto, estás dado vuelta. Sabía que era inútil explicarle que no me había enterado de su libertad. Bajo el efecto de las drogas el paraguayo no razonaba. Cuando terminó la conversación, tuve miedo. Nos reconciliamos cuando nos reencontramos. Migua estaba en pareja y necesitaba dinero. Le pregunté por qué me había puteado. Sabía que delante de su mujer no iba a mostrarse como era. Me pidió disculpas ante la mirada atenta de su concubina.
Como estaba perdido de amor fingió un enorme arrepentimiento. Luego vinieron las disculpas de ella: «Cuando está dado vuelta es intratable, pero le avisé que si llega a tomar, lo abandono». Le creí más a ella que a Migua. Pero eso fue el pasado. Ahora los días sobrios son frecuentes y nuestro trato, afectuoso. Seguimos caminando alrededor de Devoto. El paraguayo estaba tranquilo; el tiempo consiguió lo que no pudieron las rejas: domesticarlo. No bebía ni se drogaba. Hasta había dejado de fumar. Su salud no era la mejor. Nos detuvimos frente a la entrada de Devoto, Ruiz Dávalos no podía creer que la puerta estuviera pintada de rosa y decorada con flores. —Esto es muy fuerte para mí, es una puerta para putos —me dijo riéndose. Como hacía mucho calor, me propuso que fuéramos al café de enfrente que me quería contar y mostrar algo. —Me siento raro mirando el penal de afuera. Lo entiendo por dentro, pero ver los muros y el alambrado desde otro lugar me pone mal. Cómo mierda pude estar encerrado en este lugar. Mirá los días que me perdí. En veintisiete años de cárcel se le fue más de la mitad de la vida. Recorrió casi todos los penales de la provincia de Buenos Aires. En el encierro se movía como una sombra para buscar la manera de fugarse. Era un ávido lector de novelas policiales. En los libros quería encontrar ideas que lo pusieran del otro lado del muro. Se entusiasmó cuando leyó El quinto jinete donde se explicaba cómo armar una bomba atómica. Cuando entramos en el café, me sugirió: —Andá a espiar el baño de mujeres, total a esta hora no hay nadie. Le hice caso. Me encontré con un ambiente de tres metros por tres con paredes grises y sucias semitapadas por azulejos. Una rústica cortina de plástico daba privacidad a un rincón de paredes descascaradas que alguna vez fueron azules. Cuando salí Migua me explicó que en los días de visita, esa cortina del baño es un lugar estratégico. —Allí adentro arman los «pericos». —¿Qué son los pericos? —Los condones donde ponen la cocaína y los celulares. Algunas son muy hábiles y les hacen nudos para separar las «tizas» de los teléfonos. Después se ponen el forro armado dentro de la concha para eludir la requisa. A algunos celulares les quitan la batería y los circuitos; las visitas los transforman en caballos de Troya de la cocaína. —¿No tienen miedo de que el profiláctico se les rompa? —Usan doble forro por las dudas. Son hábiles. Se lo meten bien profundo para que cuando se tienen que agachar y abrir la concha no se vean. —Pero ¿pueden llevar mucho dentro del forro? —Calculá que el forro lo estiran hasta un largo que es más o menos la distancia que va de la punta de un dedo hasta el codo. —¿Tan profundo se lo meten? No sabía que las vaginas tenían esa capacidad. —Las vaginas de algunas. Te imaginás que las que hacen eso no tienen la concha estrecha. —¿Qué diferencia hay entre la tiza y la cocaína?
—La tiza es cocaína reducida al cuarenta o cuarenta y cinco por ciento. Cuesta tres veces menos que la otra que tiene más de noventa por ciento de pureza. La tiza tenés que limarla para aspirarla. Pero te hace pelota. No es como la blanca. Así me fui enterando de las falsas suelas de las zapatillas para llevar marihuana o cocaína y que se puede poner alcohol dentro de una botella de gaseosa utilizando una inyección. Me contó que los que disponen de dinero vienen al bar donde estábamos. —Esto lo maneja una mujer que es de confianza de algunos guardias. Los familiares vienen y hacen el pedido que la mujer hace llegar a los presos en menos de veinticuatro horas. —Es como un correo clandestino. —Sí, pero muy caro. Podés mandar de todo. Marihuana, alcohol, celulares. —¿Y la policía y los guardias no lo saben? —Sí, pero se hacen los boludos. La mujer es intocable. Cada vez que asume un jefe penitenciario y la quiere investigar, la policía se opone. —¿Por qué? —Porque es «buche» de la «gorra». Unos metros más allá, un local vende celulares robados o requisados a los presos. A los familiares de los internos se los cobra al triple del valor que los compró. Gracias a las requisas de los guardias infieles, los mismos celulares entran y salen con frecuencia de ese comercio. —Un día me llegó un mensaje de texto de tu celular que decía: «Puta, comprame tarjetas o tu pareja la va a pasar mal» —le digo. —Sí, la «gorra» me había requisado el celular y cuando vieron tu número, que era el que más usaba y que tenía agendado con nombre de mina, me preguntaron si era el de mi pareja; les dije que sí. Quería que te dieras cuenta y los denunciaras. —Vi que algo raro pasaba y consulté con un amigo del servicio penitenciario pero no pudieron detectar nada porque el celular ya había sido revendido. —Son muy rápidos. Salieron a nosotros —dice riendo sin ganas. —Pero no me digas que te sacaron el celu para quedárselo ellos. —No, estos boludos aprendieron mucho de nosotros. Hay «cobanis» que hicieron secuestros virtuales con los celu que nos afanaron. La mayoría fracasó porque no supieron cómo cobrar el rescate. Son unos cagones. Los que la hacían bien eran los pibes del centro universitario. —¿Por qué decís que en Devoto no te sentiste en la cárcel? ¿Qué tiene distinto de las otras prisiones donde estuviste? —Todo. Cuando bajás al patio de recreo te ofrecen lo que quieras. Hay narcos que trabajan para la «gorra» y están custodiados por «tumberos» pesados. La población no quiere a los narcos por eso la «gorra» los protege con presos «ortivas». Ellos tienen que vender y mandar la plata para arriba, si no se acabó el negocio. —Parece un mercado persa. —Lo que te cuento es un diez por ciento de lo que pasa cada día. La «gorra» te vende celulares que requisaron un rato antes en otros pisos. Los días de visita se arma una carpa con las putas que trae un «fiolo». Tienen todo el servicio tarifado, desde una «mamada» hasta un polvo. La «gorra» se lleva su «astilla» (parte). El relato de Migua fue avanzando en detalles. El acompañante se enteró de que el trabajo está dividido en la cárcel. Los peruanos venden pasta base, el temido paco y algunos guardias, whisky, marihuana, pastillas y cocaína.
—Una vez fumé paco. Me partió la cabeza, volé. Nunca una droga me dejó nocaut. Es muy adictiva. Le tuve miedo, por eso no seguí. —Pero vos tomaste de todo en estos años. ¿Por qué te iba a asustar? —Porque te destruye rápido. Las pastillas, el alcohol y la cocaína tardan en hacerte mierda. Los verdaderos «tumberos» no son boludos. Por eso casi no hay paco en la cárcel. Siempre tenés que estar listo para la fuga y el paco te deja inservible. La pasta base es la materia prima para hacer cocaína. Pero para transformarla en el polvo codiciado, hay que tener una «cocina» y elementos químicos. Los adictos de menos recursos consumen la pasta base directamente. Como es semilíquida, similar a un chicle mascado, la ponen en pipas y la fuman. El efecto dura poco tiempo y el síndrome de abstinencia llega rápido. Habíamos terminado el café y mirábamos por la ventana los muros de la cárcel. Yo estaba sorprendido; podía presentir lo que pasaba dentro de Devoto. El relato de Ruiz Dávalos era una radiografía que atravesaba las paredes. —No hay nada más lucrativo que un preso —me dice. Nos levantamos y continuamos el tour alrededor de Devoto. Migua era el mejor de los guías. Me sentí recorriendo una ciudad con un experto que me revelaba las historias ocultas, las que no están en los libros ni en los diarios. Cuando llegamos a la esquina de Bermúdez y Nogoyá, el paraguayo se detuvo en la vidriera de un local que exhibía bolsas de mandados multicolores, con dos aros de plástico como asas. Todas las bolsas eran iguales. —En Devoto las visitas pueden entrar comida. En otras cárceles no te dejan porque para los directores es asumir que te están dando de comer como el orto. —¿Y esas bolsas qué tienen que ver? —Para entrar la comida, las visitas deben comprar estas bolsas, que no son baratas si las comparás con otras iguales. Si no llevás la comida en estas bolsas, la comida no pasa. —Pero eso es un monopolio. Un negocio para el quiosquero —le digo como si las leyes del libre mercado fueran parte de ese mundo. —Para el quiosquero y para la «gorra». Así funciona y ninguno se queja porque, si no, perdés otras ventajas. Me di cuenta de que hay un pacto no escrito que une a algunos carceleros con los presos. Unos venden y los otros compran. El negocio para ambas partes es tan importante que hasta estuvieron de acuerdo con el motín de la medianoche del 26 de junio de 2012. La rebelión de los presos fue para salvar el corrupto sistema que funciona como una empresa dentro de Devoto. Hortel, el jefe del Servicio Penitenciario Federal, había instalado un escáner para que las requisas sean más humanas. El aparato detectaba armas, celulares, drogas y cualquier otro elemento prohibido que intentaran ingresar las visitas. Las modernas máquinas evitaban a las mujeres la humillación de desnudarse y agacharse y separar con sus manos los cantos del ano y los bordes de la vagina. En algunas prisiones de mujeres, cuando la visita es atractiva, deben soportar la mirada de guardias lesbianas. A veces las contemplan de a dos o de a tres y les hacen insinuaciones. Con el escáner se había terminado la humillación, pero los presos de Devoto no lo aceptaron; decían que la máquina invadía su intimidad. Los carceleros no hicieron nada para impedir el motín que incluyó el incendio de colchones y la participación de una unidad de bomberos para extinguir el
fuego. Esa noche de los colchones fue distinta de la del 14 de mayo de 1978 cuando murieron calcinados sesenta y cinco presos. Este motín, que duró cinco horas, fue una farsa para evitar que se arruinara el negocio de presos y carceleros. El escáner impedía transar. Cuando el aparato detectaba drogas, armas o celulares no había con quién negociar, se levantaba un acta y era confiscado. Nadie se quería arriesgar porque la máquina grababa todo en el disco rígido. El motín fue exitoso y se retiraron los escáneres. El dinero de los contribuyentes otra vez se dilapidó. Los aparatos fueron una considerable e inútil inversión. La huelga, además, impidió que se equipara al resto de las penitenciarías federales. Devoto volvió a la requisa humana y a los negocios: si alguien llevaba droga en su vagina, seguía teniendo la chance de negociar con el «requisa». En ese momento aparece un sendero que se bifurca. El legal indica que debe labrarse un acta y entregar la droga al juzgado. El otro, dejarla pasar a cambio de dinero o quitarla para revenderla en el penal a través del «narco» amigo. En la gestión anterior a la de Hortel, la de Alejandro Marambio, se intentó habilitar lockers para que las visitas y guardiacárceles ingresaran a Devoto sin elementos personales. Los guardias no querían dejar sus celulares y las visitas veían un impedimento para entrar lo que no estaba permitido. Las organizaciones de derechos humanos se opusieron a la medida porque era vejatoria e invadía la intimidad de presos y guardias. Marambio tuvo que desistir. A cada paso Migua me iba haciendo alguna revelación que me sorprendía. El tour alrededor de la penitenciaría de Devoto era una travesía horrorosa y fascinante. Cuando doblamos por Nogoyá nos detuvimos en Magdalena, una de las dos cortadas de la cuadra. Esta calle tiene cien metros, nace en Baigorria y termina en Nogoyá. Desde allí se ve el muro a pleno y por detrás sobresale un altísimo alambrado. —Entre el muro y el alambrado hay cuatro metros de distancia. Eso es tierra de nadie. Lo que cae allí se lo disputan presos y guardias —me cuenta. —No entiendo lo que me querés decir. —¿Ves las garitas de la «gorra»? Ellos vigilan el patio y lo que pasa afuera. Por este muro, cuando no hay vigilancia, entra droga. —¿Cómo hacen? —Rellenan pelotas de tenis con marihuana o cocaína y las arrojan por encima del muro y del alambrado. Eso se llama «palomeo». —Pero hay que tener fuerza, no cualquiera puede lanzar una pelota de tenis a esa distancia. Calculo que el alambrado debe tener como mínimo ocho metros de altura. —Te equivocás, el muro tiene ocho metros y el alambrado, once metros. Lo que está entre el alambrado y el muro es tierra de nadie. Ellos lo llaman cinturón de seguridad. Antes, si te agarraban en ese lugar en un intento de fuga, te quemaban a balazos. Ahora te tiran con balas de goma. Yo dudaba de que alguien pudiera alcanzar esa distancia. —Solo un lanzador de béisbol puede poner una pelota de tenis del otro lado del alambrado para que la recojan los presos. —Hay uno que es especialista, el Jirafa. —¿Quién es el Jirafa? —Es un flaco de Mataderos. Cobra cien mangos por lanzamiento y no falla. Es un morocho,
peloduro, de brazos largos. No sabés la fuerza que tiene. En el barrio era el de más puntería cuando se agarraban a piedrazos. Tiene una buena historia como chorro, pero ahora encontró un trabajo donde gana mucho y arriesga poco. —¿Y por qué lanza desde aquí, desde la cortada Magdalena? —Porque toma carrera en la cortada. Recorre veinte metros a toda velocidad y apenas pasa la esquina lanza la pelota. Del otro lado está avisado el recibidor que la atrapa y la esconde entre la ropa. —¿Y los guardias no hacen nada cuando ven pasar la pelota de tenis? —Es que la lanzan cuando los guardias no están o no la pueden ver. —¿Qué pasa si cae antes del alambrado, en la tierra de nadie como la llamás vos? —Los guachos de la gorra, igual que los «chorros», tienen unos «robadores» para recoger la pelota. No sabés cómo se disputan a ver quién la agarra primero. —Pará que me perdí. ¿Qué es el «robador»? —Son como una línea de pescar; están hechos de tanza y tienen anzuelos en las puntas para enganchar la pelota de tenis. —Deben tener habilidad para enganchar una pelota de tenis desde esa altura. —Es un espectáculo ver pescar a la «gorra» desde arriba del muro y a los chorros pasando el «robador» entre los alambres. —¿Por qué el guardia no avisa a otros guardias que vengan a buscar la pelota? —Porque quieren la droga para ellos. Después se la venden a los presos. El acompañante imaginó esas garitas de los guardias equipadas con ametralladoras, escopetas Itaka, fusiles, pistolas y un «robador». Pasado el asombro, Migua me contó que hay un bar un poco más lejos, donde hay punteros políticos que se reúnen con las visitas. Levantan los reclamos y hacen favores a cambio de votos. No falta nada en este mercado. —Corren muchos billetes por Devoto. —¿De dónde sale todo el efectivo? —De los sueldos que cobra el preso. —¿Pero disponen libremente del dinero? Tengo entendido que pueden tomar una parte y que el resto se lo depositan en una cuenta bancaria para cuando queden en libertad. Eso me parece bien porque les da una oportunidad para comenzar otra vida. —Vos sos muy gil. ¿Para qué están los jueces? Me acuerdo de que dentro de la cárcel me ganaba unos pesos preparando los escritos para pedir cautelares para que el preso tuviera más dinero. Los jueces con sus fallos autorizaban a que retiraran hasta setenta y cinco por ciento. Así y por distintas causas, se van haciendo de todo lo que se les paga. —¿Pero no es que no puede entrar dinero en la cárcel? —Sí, está tan prohibido como la droga, los celulares y las armas. Pero los familiares retiran la plata con la orden del juez y se la dan al preso; la «gorra» no hace bardo porque saben que sus clientes tienen más dinero para consumir lo que les venden. Hay requisas donde se afanan la guita por eso el secreto es tener un buen escondite. Hay que hacer agujeros en el piso o las paredes. Hay quienes se la guardan envuelta en el culo. A esta altura quedé convencido de que en la cárcel es donde mejor funciona el capitalismo. Adam Smith diría que las prisiones son la prueba de que nada puede impedir la libertad de mercado. Si existe la compra y venta en un lugar amurallado y custodiado por una legión de hombres, ¿cómo pretende el Estado combatir con éxito el contrabando, los mercados marginales de divisas o la fuga
de capitales? —¿Vos cobrabas sueldo? —No. Yo trabajaba en la cocina del Centro Universitario y esa tarea era gratis. —¿Quién decide los trabajos? —La gorra. El otro día me contó un muchacho que salió hace poco que hay tipos que no hacen un carajo pero como están bien con la gente del Gobierno les pagan anotándoles doscientas horas que nunca trabajaron y se llevan más de tres lucas. Cuando llegamos al final de Nogoyá, doblamos a la izquierda en Desaguadero y tomamos por Melincué. Pasamos por el portón de entrada del club de fútbol Atlético General Lamadrid. Desde allí Migua me señaló una de las ventanas de los edificios de la cárcel de Devoto que miran al club. —En esa celda estaba yo. Cada vez que había partido se asomaban todos los presos de esos pabellones para verlo. —¿Es cierto que los presos son hinchas de Lamadrid? —No, al preso le chupa un huevo el fútbol y el club. Cuando había partido alentábamos al equipo contrario para encular a la hinchada de Lamadrid. Les pegábamos cada gastada. Les gritábamos «forros» y le hacíamos con los dedos la «L» de looser. Nos desafiaban a pelear. Se volvían locos nos cantaban cada puteada ¡Qué pelotudos! La anécdota me hizo reír. El tour había llegado al final. Nos despedimos en la avenida Beiró. Migua volvía a su vida cotidiana, cargada de temores por el futuro. Tenía cuarenta y nueve años y no sabía qué iba a ser de su vida. Temía volver a la cárcel. Cuando nos detuvimos para despedirnos porque tomábamos caminos opuestos, se sinceró: —Estoy preocupado por lo que está pasando. —Más preocupado tengo que estar yo que puedo ser víctima de los delincuentes. —Mirá, vos tenés una mirada distinta porque andamos por diferentes lugares. —Haceme la crónica de un preso en libertad. ¿Qué es lo que ves afuera que te preocupa tanto? —El otro día acompañé a un amigo a comprar marihuana a la villa 31. Vine a hacer turismo porque la Capital casi no la visito. El relato de Migua fue sincero. El amigo compró droga en la 31 porque era el lugar más barato y donde se conseguía la mejor calidad. —Es como si compraras en un supermercado en vez de un almacén. Me contó que no entraron por Retiro para que no los vea la policía. Saben que los extraños van a la villa solo a comprar drogas. Por eso fueron por la estación de tren Saldías junto a las vías del Ferrocarril Mitre y el San Martín. Detrás de la estación, entre Recoleta y Palermo, hay una playa de cargas para las formaciones que vienen del norte, que está cerca del puerto. —Nos metimos por ese lugar para llegar caminando a la villa 31. Pasamos por una zona de contenedores y empecé a oler cadáveres. —¿En serio? —Sí, pero no eran muertos; estaba lleno de gente que fuma paco. Todos, destruidos. No comen, no se bañan. Te juro, había mugre por todos lados y el olor era a muerte. Solo salen para robar o pedir plata y seguir consumiendo. —Es fuerte lo que me decís. —Hasta a mí me impresionó. Pero te sigo contando. Llegamos a la villa y los pasillos estaban poblados de gente. De pronto no quedó nadie en la calle, nos dejaron solos. Vimos llegar a un
patrullero. Allí nos dimos cuenta de que el sistema de alarma interno que tienen funciona; cada vez que viene la policía se hacen a un costado o se ocultan. Apenas pasó el patrullero la gente volvió al lugar. —La droga nos invadió —le dije. —Hay narcos en todas partes. Los peores son los peruanos de la 11-14. Nunca vi algo así. Me quedé en silencio, pesimista, desesperanzado. Lo miré y le extendí la mano. —No hagas macanas, Migua. —Eso espero. Ahora voy a organizar el corso de mi barrio en Grand Bourg y con esa guita voy a tirar un tiempo más. Me contó que iba a vender bebidas alcohólicas y contratar comparsas. Además estaba armando la murga «La Glamur». Migua había llegado hacía poco más de un año al barrio. Se ganó a la gente con promesas de éxitos con la murga y los carnavales. Siempre organizaba fiestas, pero nunca perdió el contacto con los delincuentes. Con ellos hacía negocios y, aunque no me lo dijera, estaba esperando que le entregaran algún dato para dar un buen golpe. Lo vi subirse al micro que lo iba a llevar a Grand Bourg, donde había comprado una casa en la villa con lo que le quedó de un robo a una casa de electrónicos un año antes. Lo vi derrotado y tuve el presentimiento de que no lo iba a ver más. Sentí que la muerte caminaba cerca del paraguayo. El presentimiento fue certero. El 28 de febrero de 2013 me mandó un mensaje de texto por el celular. Me pedía plata. La necesitaba urgente. Le contesté al día siguiente. Si le respondía en el momento que me mandaba el mensaje era un signo de debilidad y de que estaba pendiente de él. Mi nuevo mensaje no tuvo respuesta. Dos días después, recibí un texto: «Migua murió».
Fugas compradas
CAPÍTULO I
Migua
Miguel Ángel Ruiz Dávalos estuvo en reformatorios desde los quince años. Vivía en la Villa de Melo, en Villa Martelli, y había armado una banda de menores. Cada día, al caer la tarde se reunían en uno de los infinitos pasillos del asentamiento desde donde partían sin rumbo a robar, beber y drogarse. La vida delictiva del paraguayo y su banda había comenzado con el robo de un auto para dar una vuelta por el centro de Buenos Aires. Vio una ciudad que no conocía y que se juró conquistar. Para eso necesitaba más dinero del que ganaba con su trabajo de chapista. Con la banda asaltaron a un usurero; se llevaron una inesperada fortuna en dólares, pesos y joyas. Era como si un jugador fuera por primera vez al casino e hiciera saltar la banca. Los días siguientes transcurrieron entre drogas y diversión. El paraguayo sintió que había conquistado la ciudad que pocas semanas antes descubrió con el auto robado. Se volvió más audaz y más cruel en los robos. Un día uno de los cómplices le preguntó: —¿No le tenés miedo a la muerte? —No. Le tengo miedo a la cárcel. La frase provocó al destino. La policía de Munro lo detuvo después de que el paraguayo le robara la camioneta a un repartidor de embutidos. En la comisaría recibió golpes en los tímpanos todos los días. Sus cómplices, que le eran leales, se hicieron arrestar para acompañarlo. Como detestaban a los «niños bien», golpearon con saña a un joven. Los detuvieron y los llevaron a la comisaría donde estaba Migua. Desde allí fueron trasladados al Instituto Estrada donde estuvieron cuarenta y cinco días. A la banda se había unido un morocho corpulento que venía de los monoblocks de San Martín. Tenía quince años y apostaba a la fortaleza de su contextura. Tenía el cuerpo del que levanta pesas: espaldas anchas y brazos y manos muy grandes. Como caminaba con la espalda encorvada, alguien lo asoció con el personaje animado de una marca de cigarrillos. Lo llamó Camel y el apodo reemplazó a su nombre y apellido. «Quiero independizarme de mis viejos», les dijo. Para los delincuentes de la villa era un «niño bien». Por eso no lo aceptaron. Pero a Migua le caía bien y lo puso a prueba; debía demostrar que merecía estar con ellos. Debutó en un robo que no se consumó porque el auto que habían robado se descompuso. Un patrullero, que vio el vehículo con la tapa del motor levantada, se detuvo. Al ver a los menores les gritaron: «¡Quietos! ¡Policía!» y los apuntaron con la Itaka y una pistola. El sargento, que comandaba el grupo, avanzó para revisar el auto. Camel observó que el policía más cercano desvió la mirada y se jugó con un golpe cruzado de derecha: le dio en el oído al agente que se aferró al patrullero para no caerse. Todos corrieron. Les dispararon con la escopeta sin dar en
el blanco. Camel fue aceptado. «Tenés huevos, te paraste de mano con la gorra», le dijo uno de los escépticos de la banda. Al día siguiente los policías heridos en su orgullo y después de recibir las ironías de sus colegas porque habían sido burlados por los menores, se infiltraron en la villa. Uno de ellos se vistió de pordiosero para vigilar los lugares que frecuentaban. En el barrio, donde la historia se había propagado, no toleraron esa presión y los entregaron. Camel fue al reformatorio Almafuerte y Migua, al Alfaro. Les pegaron todos los días. El paraguayo no soportó más. Tenía odio e iba a hacer lo necesario para salir. Se cortó las venas y lo llevaron a un hospital. Cuando regresó al instituto organizó un motín, incendió el edificio y se escapó. Su fama después de ese episodio creció. Son pocos los que devuelven golpe por golpe a los carceleros. A los veintidós años fue condenado por homicidio en ocasión de robo. Desde aquel día hasta que cumplió cuarenta y nueve años conoció la libertad por los intervalos que le daban las fugas exitosas. Migua, que había sido adorador de Satanás, salió a robar esa noche de febrero de 1985 con un presagio funesto. Lo acompañaban un cómplice y un chofer que debía hacer las veces de campana. Buscaban una vivienda elegante. Necesitaban un buen botín para sostener los gastos de sus vidas descontroladas. A pocas cuadras de Avenida del Libertador, en Vicente López, dieron con un chalet de dos plantas con las luces apagadas. Los dueños parecían estar ausentes y no había seguridad adicional en la cuadra. Creyeron ver en esos datos una oportunidad. Se bajaron del auto y, como dos indios sigilosos, dieron una vuelta alrededor de la casa. Decidieron entrar por una ventana lateral que daba al comedor. El cómplice se deslizó primero. En la planta alta, el dueño de casa y su esposa despertaron por los ruidos. Ambos manejaban armas. Bajaron con sigilo y desde el borde de la escalera vieron el momento en que el paraguayo ingresaba por el ventanal. Le tiraron al unísono. Una bala dio en la espalda de Ruiz Dávalos que respondió desde el suelo antes de perder el conocimiento. Su disparo impactó en el pecho del dueño de casa. La mujer gritó de espanto y se echó sobre el cuerpo de su marido. El cómplice no hizo fuego, solo atinó a recoger a Migua y sacarlo de la casa. Quería huir pero no podía abandonar a un compañero porque los códigos del hampa son estrictos. Lo cargó en brazos hasta el auto donde lo esperaba el chofer con el motor en marcha; lo llevaron al hospital de Vicente López y lo abandonaron en la vereda. Casi al mismo tiempo llegaba la ambulancia que trasladaba al propietario de la casa en estado de agonía. Mientras los camilleros ingresaban a Migua, su víctima iba camino al quirófano y una secretaria del hospital avisaba a la policía del ingreso de dos personas con heridas de armas de fuego. Ruiz Dávalos estuvo seis días en terapia intensiva sin conocimiento. El proyectil había entrado por la espalda y perforado el estómago. Había hemorragias internas. El dueño de casa no tuvo la misma suerte, murió a los diez días. Los médicos se preguntaban qué destino ordenaba que viviera el peor. La bala de Migua había destruido a una familia. El paraguayo desde su mundo, donde la vida no cotiza, no podía percibir —y tampoco le importaba— la suerte de la víctima. Por el hecho fue condenado a quince años de prisión. La suerte de Migua se había acabado; hasta la noche del asalto a la casa a Vicente López se sintió invencible.
En febrero de 1985, estaba purgando su condena en la prisión de Olmos en La Plata. Nunca antes había estado en una cárcel de alta seguridad. Era novato en códigos «tumberos». Dentro de la cárcel tenía que contener sus berrinches; convivía con gente que había matado y volvería a matar. No se podía descontrolar como le sucedió en algunos robos donde golpeó a víctimas indefensas. La droga y el alcohol lo convertían en una bestia. Ahora estaba en una jaula con semejantes que podían quitar cualquier vida, incluso la de él si no se adaptaba. Al principio fue un observador de pocas palabras. Buscaba una brecha en la psiquis de sus compañeros y de los guardias para ganar su confianza. Su rutina fue patio y celda, como corresponde a quienes no tienen privilegios. Un día se enteró de que Maidana, uno de los presos de su pabellón, estaba por salir en libertad. Comenzó a intimar para que le cuente su vida. Se mostró como un confidente interesado en sus historias, amigos y familiares. Le espió la ficha y anotó los nombres de quienes lo iban a visitar. Se convirtió en un experto en la vida de Maidana, podía ser su biógrafo. El preso jamás imaginó que Migua no intimaba para ser su amigo sino para arrebatarle la libertad. Cuando llegaron las cartas del juez que ordenaban la libertad de Maidana, se las apropió. Armó el «mono», la colcha donde se colocan todas las pertenencias y se cierra con un nudo que asemeja las orejas de un simio, y enfiló hacia la Dirección de la Guardia. Le presentó las cartas al encargado, que las miró con atención. Uno de los carceleros que estaba dentro de la oficina lo reconoció. —¡Ruiz Dávalos, qué carajo hacés aquí! —le gritó —Soy Maidana —respondió sin inmutarse. El guardia que tenía las cartas lo hizo detener. —Quedate quieto, no te muevas. Voy a chequear todo. En el instante se dieron cuenta de que era un intento de fuga. Volvió a su celda y lo trasladaron al penal de alta seguridad de Sierra Chica, el destino más indeseado por los presos. Estaba a 340 kilómetros de Buenos Aires. Todas las llamadas eran de larga distancia. El teléfono consumía las tarjetas con voracidad. Los familiares, mujeres y amigos casi no visitaban a los internos de Sierra Chica por el costo de los pasajes y por la odisea de partir en ómnibus a las nueve de la noche y arribar a las dos de la madrugada. Luego había que albergarse en alguno de los bares de alrededor de la penitenciaría. Pagaban por dormir en una mesa, en una silla o en el suelo hasta las seis de la mañana cuando iniciaban los trámites de ingreso al penal. Migua pronto se congració con los guardias. Se entusiasmó cuando el fin de semana, en el patio, uno de los reclusos le comentó: «Acá la ponés y te vas». Era cuestión de juntar el dinero y hacerse amigo de la «gorra». Los oficiales honestos del Servicio Penitenciario Bonaerense recuerdan a los camaradas de esa época que aceptaban sobornos como «Corrupción 15», porque era el número de promoción a la que pertenecían. La gran decadencia de las cárceles bonaerenses comenzó en esos años y no se detuvo. Los oficiales honestos intentaron combatir la inmoralidad, pero no les fue bien. Eran trasladados o pasados a retiro. Otros fingían no ver para no comprometerse. Una camada tan peligrosa como los delincuentes se estaba gestando tras los muros, dispuestos a todo para hacerse de dinero. El país vivía una democracia que había heredado una estructura corrupta del gobierno militar. Las empresas del Estado estaban en manos de sindicatos y
funcionarios. La industria del juicio hacía estragos en los fondos públicos. El Gobierno emitía para pagar sueldos y deuda. La inflación se comía los salarios y obligaba a convenios trimestrales. Las mesas de dinero hacían su negocio con tasas de interés que rondaban treinta por ciento mensual. No había crédito y el dinero al contado era lo que mandaba. En el Servicio Penitenciario Bonaerense empezaron a aparecer los peores hombres. Eran pocos pero dominaron la escena; el honesto parecía no tener lugar. Muchas penitenciarías comenzaron a transformarse en virreinatos donde el director manejaba la vida y haciendas de los condenados apoyado por un reducido entorno. El nivel de vida de algunos fue tan elevado que en una oportunidad un consagrado futbolista de Boca Juniors que vivía en la ciudad de La Plata, cuando un periodista le preguntó qué le hubiera gustado ser si no fuera futbolista, dijo: «Penitenciario». Muy cerca de su chalet había otro más ostentoso que pertenecía a un ex oficial. Más allá del incidente del intento de fuga en Olmos, Migua no era un preso que trajera problemas y para los guardias era una virtud invalorable porque les facilitaba la tarea. Hablaba lo justo. Aplicaba el lema «tumbero» que dice: «Calla, preso, que tu silencio es tu libertad». En la cárcel, el verborrágico es mirado con desconfianza. Los internos no soportan las lluvias de palabras. Creen que el hablador es un cobarde y un potencial delator. Los presos saben que los directores de los penales quieren tener el control y organizan un servicio de inteligencia con una red de presos informantes que, a cambio de vivir bien, los tienen al día sobre el movimiento interno. El comportamiento de Migua fue aceptado por presos y carceleros. Su «chamuyo» agradaba porque era un buen observador; siempre tenía la frase exacta para describir una situación o indicar un plan de acción. Hizo «conducta» y pudo trabajar, en la cantera de granito rojo, junto a ochenta presos fuertemente custodiados. Golpeaban la roca con pesadas mazas en grupos de cuatro. «Con este material se hizo el piso de la Catedral de La Plata», le contó un guardia y Migua fingió que le interesaba la historia. Sabía que estaba en observación y debía agradar al que lo vigilaba. Cada movimiento apuntaba a ganar la confianza de los carceleros, que eran la llave para la fuga o, al menos, para sobrellevar mejor la detención. Pronto le dieron tareas más aliviadas. Estuvo en la cocina, en el taller de mantenimiento de automotores y en la fábrica de pastas. Los amigos le habían traído plata para ayudarlo. Migua les prometió que cuando estuviera en libertad iba a saldar ese préstamo. En 1988 con la plata de los amigos, compró el retorno a Olmos, una cárcel con seguridad más laxa. El paraguayo no soportaba el rigor de Sierra Chica ni estar tan alejado de sus familiares y amigos. En el nuevo destino lo mandaron al chiquero. Debía alimentar a los chanchos. Pronto lo pusieron a trabajar en la reforma de la vieja Unidad 8 de Los Hornos, que alojaba menores y se iba a transformar en cárcel de mujeres. Iba a la mañana y volvía al atardecer. En Los Hornos había hablado con los guardias que le pidieron mil dólares para irse en libertad. Los amigos volvieron a colaborar. Se puso un mameluco y envolvió alrededor del hombro una manguera como si fuera el jardinero. Fue hasta la capilla y de allí enfiló al portón de salida que estaba abierto. Los guardias habían acordado no cerrarlo. El último control lo atravesó vestido de jardinero con la manguera cruzando el pecho. Salió a la rotonda donde convergían las rutas 36 y 215,
tomó la calle 52 y comenzó a correr. A los que cobraron el dinero no les importaba que el paraguayo o alguien de su banda mataran a un inocente. Aceptar el soborno era la condena a muerte para algún miembro de la sociedad. A los treinta y seis días lo recapturaron porque la policía vigilaba las casas de sus parientes. Migua no soportó no ver a su hijo Cristian, que había tenido con Laura, su novia de los diecisiete años. Apenas merodeó el lugar, la policía lo atrapó. En la Unidad 9 de La Plata tuvo que soportar un tiempo de perfil bajo porque la fuga lo había alejado de los privilegios, y los jefes del penal no aceptaban sobornos. Estuvo un año meditando cómo escapar. Leía novelas policiales buscando ideas, pero no encontraba presos que quisieran subirse al «bondi», como se llama en la jerga «tumbera» a la fuga. Lo trasladaron a Sierra Chica. Allí se sintió mejor: conocía el ambiente y los carceleros sabían que era leal porque jamás había contado del arreglo para fugarse de Los Hornos. Le dieron un destino privilegiado: la casa del director del penal para hacer tareas de mantenimiento. Ya no era un preso común, tenía el mameluco azul que le daba aspecto de trabajador. Ruiz Dávalos avanzaba en su estrategia de volver a reunir dinero para salir de la cárcel, había dejado en manos amigas una buena suma de dinero que le quedó de los robos que hizo en el poco tiempo que estuvo en libertad. No descartaba las huidas heroicas a sangre y fuego, escalando muros o cavando túneles; pero si las podía evitar, mejor. El paraguayo escuchaba relatos de escapes donde se excavaron interminables túneles. Otros le dijeron que la mejor manera de huir era cuando lo trasladaban a declarar, y no faltaron los más veteranos que aconsejaban limar las rejas. Para Ruiz Dávalos todo ese proceso era lento y antiguo; corría el riesgo de fracasar en el día decisivo. Los tiempos cambiaron y la compra de fugas pasó a ser la manera más cómoda y rápida para salir de la cárcel. Un suboficial comenzó a entablar conversaciones cotidianas con el paraguayo. A veces eran temas triviales y otras le preguntaba por los «trabajos» que había hecho. Como sus respuestas no dejaban evidencias porque no mencionaba lugares ni delataba compañeros, entendió que era un hombre reservado. Migua se preocupó cuando trasladaron al director de la cárcel, pero se tranquilizó cuando llegó el reemplazante y le comentaron que la política seguiría tan flexible como antes. A principios de 1993 surgió la oportunidad. El director había chocado su auto particular. Un oficial que sabía que Migua trabajó en un taller de chapa y pintura, lo llamó y le mostró el guardabarros abollado del vehículo. —¿Te animás a arreglarlo? —Si me dan las herramientas y la pintura lo hago. No es un choque complicado. —Conseguí todo vos —le dijo el oficial. —¿Cómo hago? —Te doy el color exacto de la pintura y te vas para afuera. —Me conseguís un «fierro» y te traigo todo. —No, no entendiste. La salida la tenés que pagar arreglando el auto. —Está bien. Dame un par de días para volver con los materiales. ¿Me puedo rajar el jueves? Migua se fue de la cárcel sin problemas. Le dieron un carnet de salida condicional como si hubiera reunido diez puntos por comportamiento. Para que el juez aprobara las salidas, arrancaron de su
expediente la página de la fuga de Los Hornos. El paraguayo sabía que tenía que volver victorioso. No podía escapar porque lo buscarían por cielo y tierra y no lo iban a atrapar vivo para evitar que contara cómo había salido. El paraguayo fue a Villa Martelli. El mercado negro estaba lleno de armas. Desde el levantamiento de los carapintadas, pistolas, fusiles y ametralladoras engrosaron la oferta. Las armas se vendían o se alquilaban, lo mismo que los uniformes policiales. Nada más fácil para un delincuente que vestirse de Policía Federal o de la provincia de Buenos Aires. Esa ropa sale de las proveedurías oficiales. En el mercado negro hay gente que se ocupa de abastecer a una banda de lo que necesite. Militares retirados dieron más eficiencia y nuevos productos a ese sórdido mercado. El paraguayo quería una pistola 9 mm. Prometió pagarla en pocos días. Como tenía crédito en el ambiente, se la fiaron. Es un ámbito que se maneja con la confianza, no hay papeles y no se firman pagarés. Migua hizo su tarea el viernes con un cómplice de la villa Loyola que había robado un auto. Le prometió a cambio la mitad de lo que encontrara en la caja. «El resto es para la gorra», le explicó. Entró en una pinturería en San Andrés poco antes de la hora de cierre y se aseguró de que no hubiera ningún cliente. Describió el color que necesitaba y le dijeron que tenían stock. Pidió una lata de cinco litros, masilla colorada y plástica, rodillos, varias clases de lija y un galón de cuatro litros de impresión, el componente que se aplica antes de pintar. Cuando se los trajeron, sacó la pistola, inmovilizó al encargado y a su empleado. Por supuesto, tomó el dinero de la caja y la billetera y el reloj de los empleados. Regresó a Sierra Chica en la madrugada del sábado en el ómnibus de las visitas. Cuando entró en el penal le hicieron firmar un formulario de regreso de salida transitoria. Dejó los materiales en la guardia; ya estaban avisados. Un alto oficial vino y se llevó todo. «Yo me hago cargo», le dijo al guardián encargado de la requisa. El auto quedó sin rastros del choque. Lo felicitaron por su «trabajo». Migua entendió que estaban contentos con su tarea de chapista y de ladrón. Desde ese día llegaron autos particulares de otras partes. El método de aprovisionamiento siempre era el mismo, pagaba los días de libertad haciendo chapa y pintura. En esos fines de semana robaba para él y para la «gorra». La corrupción era cada vez más descarada y se había extendido a varios penales. Su eficiencia lo hizo ascender a la categoría de preso VIP. Le dieron una «casa de conducta» a la que solo pueden acceder los presos que reúnen diez puntos por comportamiento. Esas viviendas son extramuros porque confían en el buen comportamiento del recluso. Solo una pequeña alambrada de medio metro las separa de la calle. En ese barrio de Sierra Chica predominaban los internos de buen comportamiento pero había excepciones; Migua era una de ellas. Como los presos de buena conducta no hablaban entre sí, el paraguayo nunca supo quiénes eran los de su misma condición. En algunos presidios es un negocio inmobiliario que manejan oficiales indecentes. Esas casas de conducta dejan una renta muy elevada. El que no la puede pagar con dinero contante y sonante, entrega televisores, equipos de audio o cualquier objeto de valor robado. En la cárcel no solo el billete compra voluntades. Hacia ese barrio fuera de los muros de la penitenciaría se mudó el paraguayo con su pistola 9 mm. La primera tarea se la encargó un oficial del servicio penitenciario. Debía robar una estancia cerca de Azul a treinta kilómetros de la cárcel. El lugar alojaba a turistas los sábados y domingos. Era raro que durante la semana tuviera visitantes. Le dieron todos los datos y el movimiento del campo. Los martes y miércoles los dueños no estaban; solo quedaban unos pocos empleados y casi todos eran mujeres. No había guardia armada.
Migua convocó a un cómplice recién salido de la cárcel de Batán en Mar del Plata. El asalto no fue complicado. Redujeron sin problemas a tres mujeres asustadas pero sin histeria y se llevaron recados, monedas antiguas, boleadoras, rastras, candelabros y otros objetos de oro y plata. Todo lo que brillaba lo ponían en una bolsa. No podían distinguir el valor de los objetos. No estaban acostumbrados a las antigüedades y sospecharon que algunas eran falsas. Pero no les importaba, el botín era para la «gorra». A la mañana siguiente, entregó lo robado. No se quedó con nada, salvo la parte que se llevó el compañero. Quería que confiaran en él porque iba tras un objetivo más grande. El paraguayo siguió levantando el precio de sus acciones y pasó al siguiente nivel. Podría salir a robar los fines de semana. La salida costaba trescientos dólares por día, era la época del uno a uno. Sus blancos debían ser rentables para justificar lo que abonaba. Reclutó gente de Ciudadela y de Moreno. Sus robos preferidos fueron las sucursales de correo. En aquellos años manejaban dinero en efectivo y había un solo policía de vigilancia; era más fácil que asaltar un banco. La banda asaltó además comercios, joyerías, terminales de ómnibus, cambistas y alguna entidad financiera. En uno de los atracos estuvo a punto de ser atrapado por la policía. Habían robado una terminal de colectivos durante la madrugada y eran perseguidos por un patrullero que les disparaba desde una posición más favorable. Migua estaba desesperado porque si continuaba la persecución iba a perder el botín y los privilegios de la prisión. —¡Hacé cualquier cosa para zafar que nos están cagando a tiros! —le gritó al chofer. El hombre vio un charco y se jugó. Apretó el freno sobre el agua y pegó un volantazo. El auto comenzó a girar ciento ochenta grados ayudado por las gomas mojadas. Cuando parecía que iba a volcar o salir despedido en cualquier dirección, el chofer controló el semi trompo con golpes cortos de volante y apretando y soltando el freno mientras tiraba rebajes con la caja de cambio. Era uno de los conductores más hábiles del hampa. Los patrulleros se sorprendieron al ver que la trompa del vehículo venía directo hacia ellos. Ahora Migua y su gente les disparaban desde una posición frontal y avanzaban como kamikazes. Presintieron que no les iba a importar chocarlos porque estaban jugados. El patrullero se fue arriba de la vereda y el paraguayo y su gente pudieron escapar. La suerte no siempre lo acompañó. Fracasó en el intento de robo al Trust Joyero Relojero en la avenida Corrientes porque otro ladrón que fue a lo «guaraní» (sin un plan previo) le ganó de mano. Tampoco pudo asaltar el casino de Bahía Blanca. Tenía un dato que le había dado Lucho Brica, que tiempo después iba a ser uno de «Los Doce Apóstoles». Los oficiales de Sierra Chica consideraron que era un golpe muy jugado y no iban a dejar que los presos hicieran los cuatrocientos kilómetros hasta esa ciudad. Esos traspiés no hicieron mella; siguió robando en el Conurbano bonaerense. Nunca iba a la Capital. Pero todo sistema por bien que funcione tiene un final. Ruiz Dávalos juntaba tanto dinero que comenzó a darse gustos infrecuentes entre los presos. Vestía bien y tenía varios pares de zapatillas importadas que llamaron la atención de los más jóvenes (las «llantas» cotizan en la cárcel porque son parte del estatus del preso). Fumaba cigarrillos Camel importados y bebía whisky escocés. Su heladera estaba bien aprovisionada de fiambres y carne. Entre sus postres preferidos estaba el helado que compraba en el quiosco, a dos cuadras del lugar. No le faltaba marihuana y con frecuencia se reunía con los nuevos amigos del barrio que vivían del otro lado de la alambrada, tomaban un remís y se iban hasta la terminal de Olavarría donde pagaban prostitutas que los llevaban
a un hotel y se quedaban hasta el alba. Antes de las seis de la mañana, regresaba a su casa. Al otro día no madrugaba. Los guardias estaban preocupados por la ostentación de Migua y se lo hicieron saber a su superior. Los presos corrieron la voz y se instaló el rumor de que el paraguayo tenía un arreglo con la «gorra», un acercamiento imperdonable en el código «tumbero» que ponía en riesgo su vida. A fines de 1994 decidieron que era hora de terminar el ciclo: los presos querían asesinarlo por «ortiva», como llaman al que trabaja para el servicio penitenciario. La propuesta para que se vaya fue atractiva; le cobraron tres mil dólares para llevarlo a Baradero de donde podría escaparse sin dificultades porque era un lugar donde los presos tenían el beneficio de las salidas laborales; se iban de día y volvían antes de que caiga el sol. La nueva prisión tenía un régimen semiabierto, sin muros. Apenas un alambrado rodeaba el lugar. Parecía un centro de rehabilitación, más que una cárcel. Los tres mil dólares incluyeron el servicio VIP: un ómnibus especial lo dejó como único pasajero en el nuevo destino. Su primera tarea en el nuevo destino fue descargar ladrillos. Lo despertaban a las cinco de la mañana y lo enviaban al campo. Regresaba al caer la tarde. «Esto no es para mí», se dijo. Había prometido permanecer unos días para no comprometer a la gente de Sierra Chica y cumplió. Una tarde, no regresó. Se escondió entre los matorrales. Cuando vio que los demás internos habían vuelto a sus celdas, y antes de que empezara el recuento, se arrojó al río Baradero y cruzó a la otra orilla. No lo iban a atrapar por una ingenuidad como la vez anterior. Era un fugitivo y aprendió a tomar precauciones. Camel, el cómplice de la adolescencia de Migua que había purgado una condena en el reformatorio Almafuerte, volvió a la cárcel a los diecinueve años por amenazar a un hombre con una pistola para llevarse su auto, que necesitaba para asaltar a un camión blindado. Esa noche de 1987 la policía lo interceptó con el vehículo robado en un cruce de calles. Intercambió algunos disparos y se rindió. Su primer destino fue la Unidad 9 de La Plata. Luego llegaron Olmos, Sierra Chica, Bahía Blanca y Devoto. En cada penal acumuló experiencia y conoció gente que fue útil para su vida criminal. En las prisiones se entra en la sociedad «tumbera» y se logran los contactos para formar bandas. En 1993 lo liberaron después de cumplir siete de los nueve años de condena. Hizo algunos robos de poca monta para subsistir. En los primeros días de 1994 le contaron que Migua se había fugado de Baradero. Admiraba al paraguayo que había conocido en los monoblock de San Martín, una zona caliente del Conurbano bonaerense. Siempre recordaba el «trabajo» frustrado donde noqueó al policía y se ganó el respeto de la banda de Migua. Los delincuentes llaman «trabajo» al robo, porque esa es su manera de ganarse la vida. Cuando apuntan a alguien con un arma están «trabajando». Y si la víctima se resiste es un enemigo que quiere arruinarles la tarea. Cuando llegan a la casa la mujer, los hijos, los amigos les preguntan cómo les fue en el «trabajo». Al reunirse con Migua, a través de amigos comunes, le contó su estadía en Devoto. —Tengo más experiencia, deberíamos trabajar juntos. —Vos te jugaste por nosotros aquella vez. Sos mi hermano. Vas a venir a mi nueva banda. Le contó que el nuevo grupo estaba integrado por tres mujeres, dos de ellas pistoleras reconocidas y una principiante muy atractiva que hacía la inteligencia de los lugares donde iban a robar. El otro
integrante era «el Cabe», un delincuente querido en la villa por su generosidad con los pibes. Ahora la banda mixta tendría tres mujeres y tres hombres. El primer trabajo los llevó a San Isidro en dos autos. Tenían un dato, sin chequear. En una casa cercana al hipódromo se juntaba el intendente de San Isidro con un sindicalista y otros pesados de la política a jugar al póker por mucho dinero. Si hubieran profundizado la información se habrían enterado de que el intendente era aficionado a los caballos pero no a las cartas. Cualquier delincuente de experiencia hubiera desistido del golpe. Pero Migua y su gente apostaban a su suerte. Giraron por el barrio para ubicar la casa. A un patrullero le pareció sospechoso el derrotero del auto y lo siguió a distancia. El paraguayo se dio cuenta y avisó al otro vehículo para separarse. Aceleraron y se entabló la persecución. Comenzaron a intercambiarse disparos. Migua recibió un impacto en el hombro derecho. Camel, desesperado, tomó una granada y se la arrojó al patrullero sin pensar que la explosión podía matar a inocentes. En su atolondramiento olvidó contar los segundos antes de lanzar el explosivo. El patrullero pasó por encima de la granada que estalló detrás; los policías salvaron la vida por milagro. La explosión les permitió ganar unos segundos y tomar distancia. Decidieron separarse y reunirse en la villa. El primero que debía ponerse a salvo era Migua que estaba herido. El paraguayo se arrojó del vehículo a la entrada de la villa Loyola de Villa Martelli, que comienza sobre la avenida Constituyentes cruzando General Paz y está cerca de la Villa de Melo, donde pasó parte de su infancia y adolescencia. Debilitado, se internó en uno de los pasillos y esperó a Camel, que tuvo dificultades para eludir a los patrulleros que rodeaban la villa dispuestos a «reventarla» (barrer casa por casa hasta encontrarlos). Les habían tirado una granada y no los iban a perdonar. Migua se apoyó contra Camel y comenzaron a avanzar con dificultad. Al pasar frente a un patio arrancaron la ropa que estaba tendida en una soga y cambiaron su vestimenta. Si la policía tenía una descripción les iba a ser más difícil ubicarlos. Camel lo ayudó a colocarse la camisa robada. Vio que el hombro del paraguayo sangraba. «Bancate el dolor un rato que vamos a lo de mi novia que es enfermera», le dijo. Caminaron hasta el otro sector de la villa que estaba alborotada por el operativo policial. Apenas golpearon, la pareja de Camel abrió la puerta y los ayudó a entrar rápido porque, a pesar de los códigos de la villa, a veces los vecinos recuerdan que tienen ojos, oídos y boca y venden información. Sentó a Migua en una silla. Los años de delincuente le dieron experiencia médica. Ambos sabían que una bala en el hombro podía haber dañado un pulmón. La novia ubicó enseguida el proyectil; era posible ver el relieve en el omóplato. Le dieron a beber media botella de whisky porque lo iban a cortar sin anestesia. La mujer hizo un tajo con un cuchillo que calentó hasta que estuvo candente y extrajo el proyectil. Camel le hizo el test básico. Tapó con un dedo el lugar donde le extrajeron la bala, para ver el comportamiento de la sangre en el orificio opuesto, el de entrada de la bala. —Tomá aire y respira —le pidió. Migua, mareado por el alcohol y el dolor, inspiró. Cuando exhaló, la sangre siguió manando normalmente. Se sintieron aliviados. Si se hubiera formado un globo, estarían en problemas porque era el indicio de que el proyectil había perforado el pulmón y deberían llevarlo a un hospital. Ahora restaba cerrar la herida. —Amanda, tráele más whisky porque esto le va a doler.
No hizo falta pedirle a Migua que bebiera. El paraguayo sabía que tenía que tomar todo el alcohol que pudiera para no sentir el dolor de la curación. Cortaron la camisa en tiras que rociaron con alcohol para pasarlo de lado a lado por el agujero que abrió la bala y limpiar la pólvora. Luego introdujeron un trapo con azúcar para ayudar a la cicatrización. Finalmente recubrieron la herida con vendas con naftalina para evitar que los insectos depositen sus larvas. Migua estaba mareado pero no se podían quedar en la casa de la novia de Camel. La policía estaba muy cerca. Eludieron el cerco policial. El paraguayo llevaba un pulóver varios talles más grande para que no se notara el vendaje. Se fueron en colectivo hasta Fuerte Apache. Camel lo dejó en un «aguantadero», donde pasó varios días medicado por un profesional que curaba sin preguntar. Cuando se recuperó volvió a la villa Loyola. Estaba listo para un nuevo trabajo. La banda se rearmó. Robaron líneas de colectivo, colegios privados, fábricas y, por supuesto, sucursales de correo. El botín se dividía en partes iguales. Era una época próspera. En agosto de 1994 les entregaron un banco. Tenían los horarios y movimientos internos de la entidad. Cuando estaban listos para el asalto, tuvieron un inconveniente: Camel, en un trabajo que quiso hacer por fuera de la banda, fue atrapado con otros tres hombres cuando iba a robar el laboratorio Ciba Geigy. La policía los emboscó en Munro. Iban en un Opel K 180 con pedido de captura. La libertad le había durado menos de diez meses y colocó en problemas a Migua que debía buscar un reemplazo para el asalto. Alba propuso reemplazarlo con Daniel, su pareja, que estaba preso en Batán. Era temerario liberar a un preso para un robo, pero se sentían con suerte. Además Migua le debía un favor a Alba. Fueron a Mar del Plata a hacer la inteligencia y pensaron que la fuga no iba a ser complicada. A pesar de que el invierno estaba terminando hacía frío en la costa. Migua se alojó en La Perla en un hotel de escasa categoría. El resto de la banda ocupó un chalet cercano que alquilaron por una semana. Daniel, en la cárcel, los anotó como visita para que pudieran verse el domingo. En el encuentro le pidieron que estuviera «careta» (sin drogarse) el día de la fuga. El problema de la cocaína y de los analgésicos, además de descontrolar la mente, es que si se produce una herida de bala, hay hemorragia. También le aconsejaron que tuviera conducta porque si lo mandaban a «buzones» (celdas de castigo) se frustraba el plan. Daniel preguntó a Migua si podía salir con otros hombres porque solo no iba a poder escapar. —Sí, cuantos más mejor, así armamos «bardo». Daniel subió al «bondi» (participó de la fuga) a su compañero que reclutó a otros dos. Les dijo que al día siguiente, el lunes 30 de agosto de 1994 a las 18:30 debían estar en la calle. Media hora antes de la hora señalada, redujeron a dos guardias del pabellón y los ataron. Después fue el turno de un oficial que tomaron de rehén a punta de «faca», el cuchillo que fabrican en las cárceles. Afuera Migua y su gente viajaban en dos Peugeot, un 404 y un 505, hasta el estadio mundialista. Bajaron en el lugar y subieron con varias mochilas a dos remises que habían contratado. A poco de andar los choferes de los autos rentados fueron apuntados por pistolas y encerrados en el baúl. Alba y el Cabe los reemplazaron al volante. A las 18:25, Migua, Alba, Fernandito, Gonzalito y el Cabe comenzaron a disparar con FAL,
ametralladoras 45 mm, PAM 1 y PAM 2 y armas de puño sobre tres garitas y la puerta de salida de la guardia. Cuando oyeron los disparos, los cuatro presos se encaminaron hacia la primera alambrada con el oficial que tomaron de rehén. Llevaban tijeras y un hacha para perforar el tramado. No tuvieron que hacer gran esfuerzo, la sal del aire por la proximidad con el mar había debilitado los alambres. Al llegar a la segunda alambrada sospecharon que podía estar electrificada. Los fugitivos, ante la duda, arrojaron al oficial sobre el cerco; la electricidad estaba desconectada. Avanzaron, cortaron dos cercas más, atravesaron ciento cincuenta metros de terreno y se unieron al grupo de tiradores que disparaban sobre la cabeza de los guardias para que no se levantaran y pudieran contestar el fuego. Migua había pisado la cinta de la bandolera en el piso para que la ametralladora quedara firme. Un leve desvío del arma y las balas parten a cualquier lado. Llevaba cargadores con veinticinco proyectiles. Si bien tenían una capacidad de treinta balas, no los completaba para reducir los riesgos de que se trabara. El paraguayo era un experto tirador y regulaba los disparos; agotaba cada cargador con cinco presiones sobre el gatillo. El ruido de los disparos era ensordecedor, por eso llevaba tapones en los oídos. Tenían las bocas y las gargantas resecas por el olor a pólvora. A Migua lo excitaba el peligro. Disfrutó de esos tres minutos de balacera donde disparó cientos de balas. El rehén salvó su vida porque apenas llegaron los fugitivos se subieron a los remises. Migua y su gente pensaban volver al estadio mundialista para hacer transbordo a los Peugeot pero un helicóptero estaba iluminando el camino y la calle oscura detrás del hipódromo que habían elegido para escapar. A falta de Plan B, tomaron la ruta 188 pero pronto la abandonaron, y por un camino lateral se dirigieron a Mar del Plata. Los patrulleros siguieron de largo, creyendo que iban a Necochea. Migua se bajó antes porque estaba alojado en el hotel frente a la terminal. El resto fue al chalet. Dos de los delincuentes llevaron los autos a una villa y los abandonaron con los choferes encerrados en el baúl. Alba no perdió el tiempo y se fue a la cama con Daniel. Los cómplices escuchaban los gritos desgarradores de los orgasmos de la pistolera que hacía meses que no estaba con su pareja. Daniel rugía de placer. Eran dos salvajes. Pero el sexo fue interrumpido por la policía que irrumpió en la vivienda. Los detectaron porque en los inviernos monótonos de Mar del Plata sobresale lo que no es habitual. Las fuerzas de seguridad no tardaron en saber del grupo de porteños que alquiló el chalet y del paraguayo que contó en el hotel que venía a hacer inversiones inmobiliarias. Los patrulleros llegaron a la vivienda con agentes del servicio penitenciario. Estaban heridos en su orgullo porque les liberaron presos a sangre y fuego. Rodearon la casa, la iban a «cortar» con ametralladoras (disparar sin interrupciones) hasta que se murieran. Se dispersaron por la casa y cuando entraron en el dormitorio donde estaba Alba y su pareja los hicieron levantar de la cama. A Daniel le dieron trece disparos en la cabeza. Según Alba, fue un fusilamiento, porque tenía las manos en alto. A ella, la detuvieron. Uno de los fugitivos fue alcanzado por siete balas cuando escapaba por el techo. Los otros dos se entregaron. Toda la banda fue apresada. A Migua lo pararon en la ruta. El paraguayo se dio cuenta de que estaban dispuestos a matarlo. Detuvo el auto y se rindió. Lo enviaron a Azul. A partir de ese momento comenzó otra historia que lo iba a colocar en un lugar de privilegio dentro del mundo criminal cuando protagonizó el motín de Semana Santa de Sierra Chica; fue uno de los dos caudillos de «Los Doce Apóstoles».
CAPÍTULO II
Camel
En setiembre de 1994 Camel estaba preso en la cárcel de Caseros y Miguel Ángel Ruiz Dávalos, Migua, en la de Azul. Los dos querían fugarse y rearmar la banda que les dejó buen dinero en poco tiempo. La oportunidad le llegó a Camel al poco tiempo de su detención. Cuando fue a declarar al juzgado penal de San Isidro, durante los cuatro metros que caminó desde que bajó del camión de traslados, observó cada detalle de la fachada de la vieja casona que albergaba al tribunal. El encierro desarrolla un sentido adicional para detectar los lugares por donde huir. Camel lo encontró en los escasos segundos que toma dar cinco pasos; era una ventana en el primer piso con un robusto aparato de aire acondicionado. Cuando regresó a Caseros compartió la novedad con su «ranchada», sus compañeros más cercanos del pabellón. —Pidamos una audiencia al juez y nos largamos —les propuso. Recibió respuestas vacilantes, ellos no estaban convencidos de irse. Camel se dio cuenta de que su «bondi» (plan de fuga) no tenía pasajeros. Al día siguiente pidió la audiencia. Se la concedieron una semana después. Lo trasladaron a los tribunales y lo dejaron esperando en las celdas de la planta baja del enorme caserón. Hasta allí fue el juez; antes de tomarle declaración quería saber si la audiencia tenía sentido o iba a ser irrelevante para la causa. Camel sabía de la avidez de los jueces por resolver los casos. Ganan prestigio, ahorran una enorme cantidad de tiempo e impiden que los cuerpos de la causa ocupen lugares valiosos en los sobrepoblados archivos. En los tribunales, atiborrados de carpetas, cada expediente es un problema. Apenas llegó el juez, reja de por medio, le dijo: —Su Señoría, quiero decirle toda la verdad. El magistrado sonrió, creyó que estaba frente a un hombre quebrado; con la confesión el caso quedaría resuelto. Camel lo observaba con atención. Se dio cuenta de que el juez había comprado el personaje del delincuente arrepentido e impuso exigencias. —Antes de contarle todo, quiero reunirme con mi abogado a solas. Al magistrado le pareció apropiada la solicitud y aceptó. Antes de que el juez se marchara, hizo una reafirmación innecesaria. —Lamento si empeoro la causa de mis compañeros —dijo con voz entristecida y la cabeza gacha. La sobreactuación fue un riesgo; la hizo para su propio deleite. Si el juez no estuviera pensando en la gloria que lo aguardaba, habría sospechado de la exagerada docilidad. El delincuente, exultante, disfrutaba de la primera victoria en su plan para fugarse. El juez regresó optimista a su despacho. Pensaba que con la confesión de Camel se iban a aclarar
una serie de robos que daban una imagen negativa sobre la seguridad y la justicia de San Isidro. Como los vecinos reclamaban constantemente ante los medios, podría convertirse en el personaje del momento si se aclaraban estos hechos violentos. El juez amaba las cámaras de televisión. Llamó al agente del Servicio Penitenciario Bonaerense y le pidió que acompañara al detenido a una sala del primer piso. El destino estaba jugando a favor; la oficina adonde lo iban a llevar era la que había visto desde la calle con el enorme aire acondicionado a pocos metros de la vereda. Estaba seguro de que el equipo iba a soportar su peso. Ir a ese despacho sin escalas le facilitaba la fuga. Se sentó frente al enorme escritorio y observó la ventana abierta. Era un verano de calor extremo y el aire acondicionado no funcionaba. A su espalda, quieto, permanecía el agente penitenciario. Unos minutos después entró el juez con el abogado oficial. —Vea, el doctor lo va a asesorar y después paso a tomarle indagatoria —le dijo el juez. Camel le hizo un gesto disimulado con la cabeza apuntando al penitenciario, al tiempo que le preguntaba: —¿No puedo hablar a solas con el abogado? El juez entendió que no quería quedar como un delator delante del guardia. Si el penitenciario contaba que Camel había entregado a sus compañeros, su vida estaría en peligro en cualquier cárcel. No quería que nada arriesgara la resolución del caso que lo haría popular, le aseguraría una buena imagen y con el tiempo, tal vez, sería la base de una carrera política. Su pensamiento acelerado le impedía razonar y ver el peligro. Jamás desconfió de la sumisión del preso. El funcionario no solo hizo salir al guardia sino que le pidió que le quitara las esposas de las muñecas. Camel ni en sus mejores sueños imaginó ese escenario. «Este es un pelotudo», se dijo. Mientras el defensor oficial miraba con atención los papeles de la causa, Camel giraba los ojos con velocidad, sin mover el cuello, buscando un elemento cortante o con punta. Se detuvo en la lapicera fuente que el abogado había dejado sobre el escritorio. Se levantó como un resorte, tomó al defensor por los cabellos y le apoyó la pluma en la garganta a la altura de la arteria carótida. El abogado sabía que bastaría una pequeña presión sobre la lapicera para desangrarlo. —Quedate callado. Necesito quince minutos. No grites. —Me comprometés —le dijo el abogado para ensayar una respuesta que no lo dejara como un cobarde. —No te comprometo un carajo. Si me jodés te voy a meter la lapicera hasta los sesos. Dame quince minutos y después gritá todo lo que quieras. Camel salió por la ventana. Se aferró al marco y se dejó caer sobre el aire acondicionado. Pasó al balcón de contiguo que estaba algo más abajo y luego saltó dos metros a la vereda. No fue necesario que el abogado diera la alarma porque un penitenciario observó el movimiento y desenfundó la pistola 9 mm. «¡Alto ahí!», le gritó. Camel no se detuvo, sabía que no iba a hacer fuego; había demasiada gente en la vereda. Se metió dentro de un auto que estaba detenido por el semáforo. —¡Arrancá que te mato! —amenazó sin armas al conductor. El hombre fuera de sí le pegó dos trompadas. Camel, que era un hombre fuerte y habría podido vencerlo, no tenía tiempo para pelearse. Se bajó y siguió su huida. Al dar la vuelta a la esquina vio a una mujer estacionar un Renault. En el momento que descendió se introdujo en el vehículo listo para acelerar e irse. La mujer desesperada comenzó a gritar: «¡Mis hijos, mis hijos!». Se dio vuelta y vio dos criaturas en el asiento trasero. A uno de los nenes, que no tenía más de siete años, lo sacó por la ventanilla y lo soltó para que cayera sobre el césped. Al otro, se lo entregó en los brazos. Salió en primera a toda velocidad pero a las treinta cuadras chocó contra
otro automóvil y descendió. Estaba en el medio de la calle mirando hacia dónde ir porque toda la policía estaba detrás de él. La fortuna siguió de su lado. En ese momento pasó un motociclista que desaceleró para observar el choque. Lo tomó del cuello con el brazo, lo tiró al suelo y se escapó en su moto. Camel decidió organizar su propia banda. Se sentía con antecedentes como para liderarla. En la villa Carlos Gardel, en el departamento de Morón, muy cerca del Hospital Posadas, se encontró con el «Conejo» Rosales, un conocido de Devoto, que le dio refugio hasta que armara su nuevo grupo. El Conejo, que estaba al tanto de la vida y obra de los recién salidos de la cárcel, le recomendó a tres convictos y comenzaron a planear los futuros trabajos. Les habían entregado un frigorífico pero no confiaron en los informantes. Camel era más cauto que Migua. Hizo una investigación exhaustiva, y las horas y los movimientos que les dio el informante no coincidían. En esos lugares no hay margen de error porque los empleados manejan cuchillos de gran porte. En noviembre de 1994, cuando le informaron sobre el blindado que todos los días a la misma hora depositaba pesos y dólares en el cajero automático que estaba en la puerta de la sucursal de Ituzaingó de Supermercados Norte, hizo la misma rutina que con el frigorífico y confirmó que la fuente era confiable. Estudió el lugar, vio la zona donde podían estacionar sus dos autos, analizó las calles, y acordaron dos vías para huir separados. Uno de los integrantes de la banda era amigo de un narcotraficante que les prestó una casa en José León Suárez para que les sirviera de «aguantadero» el día del robo. Desarrollaron un plan que se perfeccionó por azar cuando uno de los integrantes de la banda conoció a un ex empleado de OCA que estaba resentido con la empresa de correo privado porque lo habían echado. Comenzaron a hablar generalidades y le dijo que en una de esas le tenía un negocio. Quedaron en verse al día siguiente. Cuando llegó a la casa de José León Suárez le contó a Camel lo que sucedió. —En una de esas sirve para algo. —Claro que sirve. Chamuyalo, porque así nos hacemos de los uniformes de cartero y nos va a ser más fácil acercarnos al blindado. El delincuente volvió al bar al día siguiente y le habló frontalmente al ex empleado de OCA. —Te pagaron bien por lo menos —le dijo el delincuente. —No, la indemnización fue una mierda porque hacía poco que trabajaba. —¿Querés cagarlos a esos hijos de puta y sacarles más plata? —¿Qué tengo que hacer? —Mirá, conozco gente pesada. Si me das algunos datos que te voy a pedir de donde laburabas, te hago ganar unos cuantos mangos. El joven le describió con minuciosidad la sucursal donde había dinero en efectivo. La cantidad de gente que trabajaba a la noche y cómo podía hacer para entrar. —De bronca me llevé el uniforme —dijo el cesanteado. —Prestámelo —le pidió el delincuente. A la noche fueron a la sucursal de OCA con la seguridad que da tener una información minuciosa. Uno de los delincuentes tocó el timbre y, siguiendo las instrucciones del ex empleado, gritó: —¡Encomienda especial de Lanús!
El encargado miró por el visillo y vio un hombre con el traje violeta de la compañía. Apenas abrió la puerta los cuatro hombres entraron con las pistolas desenfundadas. Los apuntaron empuñando el arma con las dos manos para demostrarles que eran profesionales; era una manera de tranquilizarlos y garantizarles que no iban a recibir golpes innecesarios. Redujeron a los seis empleados y les quitaron los uniformes. Los dejaron en ropa interior y los ataron con precintos. Luego tomaron el dinero de un cajón; no era una suma importante pero iba a alcanzar para recompensar al entregador. El joven se puso contento porque recibió una indemnización adicional por el despido pero no la pudo disfrutar: no tardaron en atraparlo. Era el principal sospechoso de entregar la sucursal. La policía lo interrogó pero no les pudo dar datos relevantes. Solo le dijo que conoció a uno de ellos en un bar de José León Suárez. El joven no mentía. El día del robo, estacionaron el auto a la vuelta del supermercado, a menos de cien metros de donde iba a detenerse el blindado. Los cuatro falsos carteros de OCA fueron llegando de a uno con frecuencia de cinco o seis minutos para no despertar sospechas. Traían fiambre, pan y bebidas. Cuando llegó el blindado, quince minutos antes de las dos de la tarde, los carteros comían y bebían sobre el mantel que habían tendido en el césped. Se reían y hablaban a pocos metros del vehículo. Parecían desentendidos del mundo pero observaban el paisaje de reojo. Estaban alerta a que alguno de los guardias, que todavía estaban adentro, bajara a orinar o a comer. No debieron aguardar demasiado. La puerta trasera del blindado se abrió y descendió un hombre de más de cincuenta años. —Esperen, lo apretamos cuando vuelva —ordenó Camel. El veterano regresó con dos vinos y sándwiches. Golpeó la puerta del blindado. Los guardias no pueden beber alcohol en horas de servicio pero estaban confiados en que ese día soleado no era distinto de los anteriores. El detalle de los tetrabrick no pasó inadvertido para la banda. Los guardias confiados son los más vulnerables. Apenas le abrieron la puerta al que traía la vianda, tres de los cuatro hombres de la banda se metieron en el camión. El guardia tiró las bolsas para agarrar el arma, pero le pusieron una pistola en el cuello. A los tres guardias restantes los acostaron boca abajo. Tomaron la caja metálica donde estaba el dinero para cargar el cajero automático, rompieron la radio para que no se comunicaran, los encerraron en el camión y huyeron en dos autos. Llegaron a la casa que les prestó el narco en José León Suárez a las tres de la tarde. Cuando contaron el dinero, festejaron; el botín era de doscientos mil pesos que en aquellos años equivalían a una cantidad similar de dólares. Camel volvió a la Carlos Gardel. A los pocos días se compró una moto y cumplió el sueño de su vida, tener una casa propia. Adquirió en Villa Adelina una vivienda que había que refaccionar. Luego partió a Mar del Plata para disfrutar el dinero que le había quedado. Volvió al barrio para no despertar sospechas. Lo único nuevo que exhibió fue la moto. Siguió con su rutina, que incluía mujeres distintas cada noche. No salía a robar porque tenía miedo de volver a la cárcel y porque le quedaba una razonable cantidad de dinero del golpe al blindado. Cuando la casa nueva estuvo en condiciones, decidió mudarse. Era setiembre de 1995, comenzaba la primavera. Apenas llegó el flete que iba a transportar sus pocos muebles, los vecinos salieron a la calle. —¿Para dónde vas? ¿Qué pasa? ¿Nos dejás?
Las preguntas de los vecinos iban más allá de la curiosidad. —Me voy cerca de la Loyola —les contó. Cuando dijo «cerca», los vecinos se dieron cuenta de que no iba a otra villa. En el barrio algunos no perdonan la prosperidad. Había gente de la Gardel que jamás salió del barrio, que no conoce siquiera el centro de Buenos Aires a pesar de que está a una hora de ómnibus. Otros no salen del perímetro porque son lisiados; les falta una pierna o un brazo. Fueron heridos de bala en algún tiroteo y atendidos por médicos que directamente los amputaron. Los delincuentes dicen que es una práctica para castigarlos. Los profesionales se defienden y cuentan que cuando amputan es porque la herida no cicatriza debido a que inhalaron cocaína o tomaron pastillas que imposibilitan la coagulación de la sangre. Es un lugar que parece una nación porque hasta tiene una guerra propia que se desató hace sesenta años entre los que se drogan y los «antidrogas». Por eso el resentimiento abunda en esas fortalezas casi inexpugnables para la policía. Si a alguien le va bien, debe comprarse una casa en el mismo barrio, dicen los fundamentalistas. Uno de los vecinos, informante de la policía, alertó de la mudanza. El alerta llegó a Jefatura de la provincia que ordenó investigarlo. Camel no tardó en ser detenido. Lo acusaron de tenencia de explosivos, falsificación de documentos, tenencia de armas de guerra y robo. Lo condenaron a cuatro años. Camel volvió a la penitenciaría de Devoto. Apenas ingresó, se descompuso; le faltaba el aire. Estaba deprimido porque estuvo a un palmo de habitar su primera casa propia. Se dedicó a observar todo lo que sucedía en el penal. Comenzó a familiarizarse con la enfermería, a mirar las ventanas y los muros. Se movía ansioso dentro del penal. Cada día se preparaba para la libertad. No iba a quedarse resignado en la celda contando los días que faltaban para salir. Fue a trabajar al Centro Universitario de Devoto (CUD). Una vez que se familiarizó con el lugar pidió audiencia con el director y el subdirector; quería ver cómo eran sus oficinas. También estudió las celdas VIP detrás de la capilla. Cada edificio de Devoto tiene patios a ambos lados adonde van los internos en las horas de recreo. La distribución no es al azar sino que buscan separar a los más conflictivos para evitar peleas. Camel no dio problemas. Su estrategia era pasar inadvertido hasta conocer el lugar y la gente. Pronto comenzó a probar la resistencia del sistema. Una novia de la Gardel fue a visitarlo. Se sentaron juntos en un banco, como lo hacían todas las parejas. A mediados de los noventa, no podían siquiera tomarse de la mano. Los guardias disfrutaban cuidar que los presos no tengan contacto físico con sus parejas. Para los internos la prohibición era una tortura semejante a la de derramar agua delante de un sediento. Si un recluso violaba el reglamento, venía la paliza y luego los «buzones» (calabozos). Camel, que conocía la evolución de las cárceles por los relatos de los reclusos más veteranos, tenía claro que detrás de cada conquista «tumbera» hubo infinidad de garrotazos. En prisión nada se logra sin violencia. Las transformaciones comenzaban siempre con rebeliones. Atrás venían las operaciones políticas cuando los legisladores, fiscales, jueces o punteros trataban de sacar rédito de la revuelta. Camel, que había quedado excitado después de ver a su novia, estaba decidido a conseguir mejores condiciones para las visitas.
Comenzó a hablar con los presos de su pabellón. Sus arengas eran una verdadera «revolución sexual». Les decía que en el CUD los estudiantes mantenían relaciones sexuales con sus parejas, que ellos no eran menos que los pendejos universitarios. Le pidió a la gente de su pabellón que corrieran la voz de que exactamente a las tres de la tarde del miércoles debían darle un beso en la boca a sus parejas. Ese día como si fuera una obra teatral ensayada hasta la perfección, cincuenta presos tomaron al mismo tiempo a sus mujeres por la cintura y las besaron. Al instante entraron los guardias repartiendo bastonazos y obligando a los «besadores» a ponerse boca abajo con las manos en la nuca. Los «buzones», que solo podían albergar a una persona, quedaron sobrepoblados a pesar de que los encerraban de a cuatro. No pudieron castigar a todos los que habían violado las normas y eso era una muestra de debilidad. Hubo una serie de reuniones entre el director y los delegados de los pabellones y acordaron que las parejas podían tomarse de la mano pero no besarse, porque al estar sentados en un banco a la intemperie no tenían intimidad. En las siguientes visitas las parejas se tomaron de la mano, pero se excitaban y los besos eran inevitables. Volvió la violencia y los guardias se dieron cuenta de que esa historia no se iba a detener con garrotazos o con encierros en «buzones». El movimiento estaba lanzado y se extendió a todo el penal. Decidieron adelantarse a los planes de los internos y autorizaron el beso. Camel, convertido en líder, les dijo que iban a ir por más. Era un hombre que sabía arengar a la gente. —Pídanle a sus mujeres que vengan con manteles. Estos hijos de puta nos autorizan a que las besemos porque saben que nos vamos a contener porque hay chicos. Esto no es un espectáculo para las criaturas ni para nuestras madres. A la visita siguiente, los bancos, aun los que no eran de parejas, se transformaron en toldos blancos. Todos los familiares de los presos colaboraron con la rebelión. Los manteles cubrían a los amantes que, además de besarse, se masturbaban. Se hacía complicado desbaratar ese campamento improvisado porque los guardias no podían adivinar debajo de qué mantel estaban las parejas. Camel disfrutaba con el virus que había introducido. Su «revolución sexual» estaba debilitando el sistema de seguridad y podía favorecer una fuga. Los «limpieza», los delegados de los pabellones, fueron advertidos: «El que arme un toldo va en cana». En la requisa siguiente no dejaron entrar a las visitas con los manteles. Los guardias no sabían que en la anterior ocasión, los lienzos habían quedado en poder de los presos. Por eso cuando colocaron los bancos en el patio, desde las ventanas superiores comenzaron a arrojar manteles y palos para armar carpas. En minutos montaron una escenografía semejante a una toldería indígena y se encerraron en las improvisadas carpas. Volvieron a mandarlos a buzones y los golpearon con más ensañamiento. «¿Así que sos cachivache (rebelde)?», les decían. La situación se hizo insostenible y el director del penal aceptó que armaran las carpas contra las paredes y que organizaran los encuentros de manera más pudorosa. «No me importa lo que hagan debajo del mantel, pero no quiero que esto se transforme en un prostíbulo porque perdemos todos», les advirtió. Los presos comenzaron a redactar las nuevas reglas. En el servicio penitenciario sabían que estos delincuentes podían asesinar pero no ofender con exhibiciones obscenas a sus madres, hijos o hermanas.
Lo primero que exigieron los líderes fue que apenas recibieran a las novias, parejas o amantes cerraran bien los toldos. Se prohibieron gritos y gemidos. Debían amarse en silencio por respeto a los niños, las madres y demás familiares. Para los presos las exhibiciones obscenas delante de la familia son faltas graves que dan derecho a la represalia más dura. El que no cumplía las reglas podía ser apuñalado. Para un preso no hay peor verdugo que otro preso. El «tumbero» impone códigos; la cárcel les pertenece aunque los guardias los vigilen. Los carceleros no tienen el control absoluto de las prisiones. Hay un territorio que se les pierde. La comunicación entre los presos es muy fina, se hablan hasta con las manos. Sus códigos son laberínticos, es una subcultura difícil de entender. Poco a poco los toldos se fueron perfeccionando y ampliando; eran verdaderas carpas. Se apoyaron contra los muros para que fueran más consistentes. Incorporaron equipos de audio, colchones y algún ventilador en el verano. Los guardias se adecuaron a los nuevos tiempos y los controles fueron más flexibles. El preso que había tenido relaciones bajaba sus niveles de violencia. Después de todo era mejor que se aplacaran por el sexo que por las pastillas psiquiátricas que les daban los médicos. Los reclusos respondían a los estímulos y se organizaron porque las visitas son lo más importante que les sucede en el encierro. Cuando se iban los familiares y amigos, los «fajineros» limpiaban la suciedad y dejaban el patio impecable. Pronto se organizaron en las «ranchadas» para que los visitantes estuvieran bien atendidos. Al final del día, la «ranchada» compartía lo que les habían traído. Del festín participaban hasta los compañeros que no recibían visitas. El rancho es la familia del preso en la prisión, entre ellos se protegen de otras bandas. Cuando un preso hace referencia a otro y dice «ranchaba conmigo», está hablando de un amigo, casi un hermano. Comparten penas y alegrías, planes de fuga y se dan un enorme abrazo el día en que alguno sale en libertad. Camel era querido por los presos. Si bien llevaba adelante la revolución sexual y familiar, nunca dejó de observar los muros. Sabía que el día que se decidiera a escapar iba a encontrar cómplices porque se había transformado en un líder. De tanto mirar se detuvo a estudiar la elevada alambrada que está cuatro metros antes del muro. Era insalvable, había que escalar demasiado. «¿Por qué no me pongo a cavar un túnel?» se preguntó. Era la Semana Santa de 1996. Devoto estaba convulsionado por un motín en Sierra Chica. Camel lo seguía con atención, sabía que allí estaba Migua. Su amigo, igual que él, vivía pensando en fugarse. Estaba orgulloso de que Miguel Ángel Ruiz Dávalos, alias Migua, fuera uno de «Los Doce Apóstoles». La rebelión de Sierra Chica aceleró los planes para escapar de Devoto. En su estrategia entraban los «fajineros», que acarreaban las bolsas que traían las visitas y las acompañaban hasta las carpas. «Estos tipos se pasean todo el tiempo con bolsas delante de los guardias, los voy a usar», pensó. Con su «ranchada» ultimaron los detalles. Debían reemplazar a los tres «fajineros» del pabellón, era la parte clave de la estrategia. Los reclusos más pesados los apretaron y los convencieron de que debían resignar su tarea a manos de ellos. No hubo problemas; el «fajinero» es sumiso y servicial, es el de menos cartel en el penal porque es un subalterno de los presos. Ninguno se resistió.
Camel se dedicó a buscar el lugar más apropiado para iniciar el túnel y se decidió por la parte trasera del pabellón cuatro, el último del edificio uno. El día de visitas, con sus compañeros de fuga se instaló en el lugar con cinco carpas. Tuvieron que hacer acuerdos con los presos que tenían asignadas esas posiciones. La cantidad de carpas tenía una razón. En la del medio se iba a excavar. Las que estaban a ambos lados iban a estar desocupadas. La idea era ocupar espacio para no tener vecinos que escucharan los ruidos de la excavación del túnel. La tierra que extraían la colocaban en bolsas de nylon o de hilo trenzado tapadas con repasadores y trapos que llevaban al cuarto piso y escondían debajo de las camas. Se trabajaba los días de visitas, lunes, miércoles y sábado, de una a cinco de la tarde. Cuando terminaba la jornada, el túnel se tapaba con cuatro baldosas. La profundidad iba a ser de dos metros y el largo, de doce. Tenían la suerte de que la tierra era firme y casi no había tránsito pesado en las calles de alrededor. Para que no les faltara el aire, idearon un sistema de inyección. Rompieron una heladera vieja y extrajeron la bocha trasera con el compresor. Adecuaron el aparato para que transformara el aire externo en oxígeno que, a través de una manguera robada en sanidad, le hacían llegar a los que trabajaban en el túnel. Las carpas de la excavación se fueron equipando con ventiladores, cables, zapatillas para los enchufes y una manguera de suero que llegó a medir quince metros por donde se inyectaba el aire. Cuando se marchaban las visitas, comenzaban a comer lo que les había traído la familia y se repartían hasta los porros. Luego los guardias hacían el recuento para asegurarse que estaban todos. A las nueve de la noche quedaban encerrados en sus celdas y no los molestaban hasta las seis de la mañana. A partir del recuento, los guardias hacían su vida. Comían, conversaban y jugaban a las cartas. No atendían a los presos a no ser que hubiera alguna urgencia. Camel y su gente aprovechaban ese momento de distracción de los carceleros para sacar las bolsas de tierra de debajo de la cama y llevarlas al baño, donde había dos piletones y tres cubículos con un agujero en el piso con una puerta que daba privacidad. El primer paso era llenar la pileta de agua. Dos presos separaban las piedras de la tierra y luego la disolvían a mano hasta que quedara un polvo fino. Luego mezclaban esa tierra fina con el agua, sin espesarla. El líquido marrón se derramaba en los agujeros de los cubículos. Después limpiaban los sedimentos de los piletones con baldazos de agua y las piedras las arrojaban por la ventana o las mezclaban con la basura. El punto débil del túnel no es la excavación, la provisión de oxígeno o la manera de deshacerse de la tierra, sino la discreción. Trabajando tres días por semana con compañeros que a su vez tienen familiares y amigos, es casi imposible mantener el secreto. Camel, que conocía esas debilidades, quería acelerar la excavación; tenían que trabajar más días y más horas. Para eso fabricaron un muñeco con un jean, una media, un globo y una peluca, que rotaban por las camas. Lo cubrían con una manta y era un hombre durmiendo. Cuando terminaban las visitas, uno de los presos no subía al pabellón, se quedaba excavando. El muñeco ocupaba su lugar. El preso trabajaba un rato y salía porque la falta de aire se hacía sentir. Enseguida era reemplazado por otro compañero. Cuando estaban terminando el túnel, que iba a desembocar en la calle Nogoyá, y todos pensaban en pasar las navidades de 1996 con su familia, la discusión por quién iba a esperarlos del otro lado se transformó en una pelea. Cada uno tenía un candidato para esperarlos con un auto. Un preso le
pegó al otro. Los separaron, pero uno de ellos quedó resentido y se persiguió con que lo iban a matar. A la mañana siguiente, veinticuatro horas antes de la fuga, se escapó del pabellón y entregó a sus cómplices. El escándalo fue enorme. Los guardias no entendían cómo pudieron excavar semejante túnel delante de sus narices. Camel llevó la peor parte en los castigos. A principios de 1997 lo trasladaron al Chaco, una de las peores prisiones del Servicio Penitenciario Federal, donde odian al porteño. Jamás imaginó que iba a protagonizar una fuga donde la realidad se parece a la mentira.
CAPÍTULO III
El Zurdo Olivera
Oscar Olivera nació en Montevideo el 27 de octubre de 1963. Nelson, su padre, era tapicero y Delfa, su madre, ama de casa. Se crió en el barrio Sayago, un lugar donde se cruzan todas las vías del ferrocarril que unen Uruguay. Ese entramado de rieles es como el destino. Cada vía tiene un final distinto. A Olivera le tocó una vía muerta, un camino triste con final triste. En la travesía hizo daño y se hizo daño. La única etapa feliz fue la infancia. El padre, un hombre alto y excedido de peso, tenía buenos ingresos porque era un buen artesano. Había vivido en España y sabía tapizar cofres antiguos. A pesar de ser robusto tenía manos diestras. Al mediodía comían lo que cocinaba Delfa, una maravillosa cocinera. A Oscar le gustaba pasar horas en los baldíos. Jugaba bien al fútbol, era un zurdo habilidoso. Un amigo del padre que lo vio jugar lo llevó a Racing de Montevideo; lo probaron y lo ficharon. Los partidos de los sábados con camiseta y botines despertaron sus ganas de ser un crack. Nelson lo iba a ver a todos los partidos, le molestaba que su hijo fuera algo apático y que no pusiera ganas cuando jugaba. «Juega bien pero no tiene sangre charrúa», les decía a los amigos. Cuando volvían del fútbol, Delfa los esperaba con el almuerzo listo. En la comida casi no se hablaba. El diálogo era escaso. En 1974, su padre emigró a Buenos Aires como muchos compatriotas; la dictadura uruguaya había tomado el poder y había víctimas políticas y económicas. La capital argentina no era más tranquila: gobernaba Juan Domingo Perón y había empezado el enfrentamiento entre las organizaciones guerrilleras y los organismos paragubernamentales. Un año después, cuando consiguió trabajo, regresó a buscarlos y los tres fueron a vivir a una modesta casa que alquiló en Moreno. Irse del barrio ensombreció la vida de Oscar. Extrañaba jugar en Racing y a sus compañeros. Se transformó en un chico triste propenso a la depresión. Sus estados de ánimo se los ocultaba a su familia. Su madre no pudo percibir el drama de su hijo. Nelson, aunque lo quería, no le prestaba atención porque estaba preocupado en llevar adelante la casa. Un exilio pasa sus facturas; era una tarea enorme mantenerse unidos y no quebrarse ante la adversidad. Les costaba sobrevivir al día a día. Se había terminado la época de la comida abundante con Delfa cocinando mil delicias caseras. Ahora debía hacer milagros con lo poco que compraba en el almacén. Oscar Olivera era un solitario sin amigos que llegó a tercer año de la Escuela Técnica Nº 1 y abandonó. Era buen alumno pero faltaba demasiado. La tristeza lo paralizaba y le impedía entrar en el colegio. Deambulaba por Moreno soñando con una vida mejor. Luego volvía a su casa como si regresara de clases.
En 1976 su padre lo llevó a jugar a las inferiores de All Boys. Se probó en los dos puestos que más le gustaban: el de enganche y el de volante de contención. Aprobó el examen pero dejó de ir a los entrenamientos porque se habían agravado los problemas económicos y no tenía dinero para el colectivo. Su padre no se adaptaba a la Argentina y sus ingresos habían caído; los trabajos de tapizado no tenían mercado. Había comenzado la tablita cambiaria del ministro de Economía, José Alfredo Martínez de Hoz y los productos importados, más baratos que los locales, arrasaban en la Argentina. El Zurdo, como lo llamaban en el barrio, decidió ayudar a sus padres. Dejó los estudios y el fútbol. Comenzó a buscar trabajo sin convicción. La paga le parecía insuficiente. Como veía el futuro peor que el presente, se echó al abandono. Los días de ocio lo acercaron a amigos ociosos. Con ellos comenzó a robar ciruelas de los árboles de las casas quinta que estaban deshabitadas durante la semana. El riesgo lo excitaba, lo sacaba de su encierro interno. La adrenalina apareció como la mejor solución para la tristeza monótona. Con esos amigos se sintió feliz. Cuando el hurto se hizo rutina, decidieron ir por más. Con el mejor amigo, comenzaron a forzar puertas y ventanas. Entraron en las casas quinta que permanecían deshabitadas hasta el fin de semana. Encontraron objetos de valor, dinero y armas de todo calibre. Ahora estaba eufórico porque los botines que lograban eran más valiosos que un puñado de ciruelas. Con una parte de lo robado ayudó a los padres. Les dijo que hacía trabajos puntuales a pedido de algunos vecinos. La madre le creyó y se enorgulleció de un hijo tan sensible. Con el resto del dinero, comenzó a divertirse. Con sus amigos iba a al centro de Buenos Aires; frecuentaban pizzerías de la avenida Corrientes y después iban a bailar a los boliches de Once. La vida empezaba a tener más sentido, aunque la tristeza aparecía cada tanto; era una tenaz habitante. Nelson sospechaba que su hijo no hacía changas aisladas. No se podía conseguir tanto dinero con trabajos temporales. Que la plata la consiguiera robando no le preocupaba; al contrario, era un alivio para su orgullo porque justificaba que su hijo ganara más que él. Le dolía pasar por un incapaz que no podía mantener a la familia. «Por el lado de la decencia no vas a ningún lado», le repetía a la mujer. No quiso meterse en el tema ni hablarle a su hijo de las malas compañías porque temía interrumpir el flujo de dinero. No le importaba que robara; lo único que le pedía a Dios era que lo protegiera. Cuando el Zurdo Olivera cumplió dieciocho años frecuentó a gente de pasados más complicados en las localidades de Moreno y Rafael Castillo. Algunos conocían la cárcel y otros se iniciaban en la delincuencia armada. Los nuevos amigos casi lo duplicaban en edad. Tenía que ganarse su confianza. Lo logró cuando mostró la pistola 7,65 mm. Algunos cómplices dudaron de que la supiera manejar porque el Zurdo tenía la apariencia de un joven inofensivo. Su hablar bajo y pausado lo colocaba del lado de las personas buenas y lejos de los pesados. Era de mediana estatura, de pelo castaño claro con algunas entradas que auguraban una calvicie prematura. Tenía labios gruesos y una mirada escurridiza. —¿Esa arma no será de tu viejo? —le preguntaron. Les contó que la había robado en una casa de Moreno y que había vendido escopetas y rifles a reducidores. Cuando dio los detalles de los robos, le creyeron y lo pusieron a prueba. Sus primeros trabajos fueron apropiarse de llantas de autos nuevos. El dinero que sacaban no era demasiado y había que repartirlo entre cuatro. Olivera se cansó de ganar tan poco y buscó un grupo más decidido. Ingresó a una banda que robaba autos por pedido. Les daban papeles falsos donde constaba la
marca y características del vehículo que debían levantar. Les pagaban bien, pero decidieron utilizar algunos autos para hacer robos por cuenta propia. El debut de los cuatro ladrones no fue el mejor. La falta de experiencia los llevó a un barrio policial donde hicieron una «entradera» al azar. No tenían idea de dónde se habían metido. Vieron a un hombre, acompañado por su mujer y un hijo pequeño, que estaba ingresando el vehículo a la cochera. Los apuntaron con dos pistolas desde ambas ventanillas delanteras; no sabían que el conductor era un policía de civil. En un descuido el suboficial escapó, subió las cortas escaleras y entró en la casa. Desde la ventana de su dormitorio comenzó a tirarle con su arma reglamentaria al auto de los asaltantes. El que estaba al volante no perdió la serenidad y movía el vehículo para dificultarle el blanco. Eran tiempos donde los delincuentes no disparaban a las mujeres ni a los niños. Dejaron a los rehenes y se subieron al auto en marcha. El Zurdo se quedó atrás corriendo tras el vehículo que mantenía la puerta abierta esperando que subiera. El policía le comenzó a disparar, era un blanco fácil. Hubiera caído en el tiroteo si uno de los compañeros no lo hubiera cubierto con una escopeta. Cuando el policía se corrió para evitar los perdigones, desaceleraron y lo hicieron subir. A los veintitrés años el uruguayo Olivera comenzó a hacerse de un nombre en el hampa. No era buen tirador pero siempre portaba un arma y tenía la audacia necesaria para estar sereno ante las situaciones más complicadas. Era un observador del comportamiento de los más pesados. Estudiaba sus desplazamientos en cada robo o tiroteo. No le resultó difícil transmitir la imagen de un ladrón experimentado. A mediados de 1986, la nueva banda que integraba el Zurdo comenzó a trabajar con dos policías desleales de la comisaría de Luján, que les entregaban datos para sus robos. Hay una zona gris donde la policía y el ladrón son socios. Los agentes, cuando ven que sus superiores son corruptos y reciben dinero adicional, se resienten porque no entran en el reparto y buscan sus propios negocios. El hampa es un ambiente que se fue complicando cuando algunos policías de la provincia comenzaron a convertirse en delincuentes. Algunos pasaban al otro bando al ser dados de baja por corruptos y otros robaban en sus horas de franco. El primer objetivo que les marcaron los policías fue un ómnibus de la línea 57 que hacía el recorrido de Palermo a Luján. Los agentes señalaron a un hombre de edad que subía en la parada siguiente a General Rodríguez. Viajaba dos veces por semana con bolsas que llevaban la recaudación de la línea para depositarla en un banco de Luján. Después de un par de semanas de memorizar la rutina, el Zurdo y dos cómplices subieron al colectivo algunas paradas antes de General Rodríguez. Los seguía muy cerca el automóvil con el cuarto integrante de la banda, listo para recogerlos cuando se bajaran del bus. Apenas subió el recaudador le pusieron un revólver en el estómago y le ordenaron al chofer que se detuviera a un costado de la ruta. Calmaron a los pasajeros. —A ustedes no les vamos a robar nada, pero no griten. La gente, con tal de mantener intactas sus pertenencias, hizo caso. Con las bolsas de dinero escaparon en el auto que los esperaba estacionado detrás del ómnibus. Los policías se llevaron su «astilla» (parte). La banda en vez de dividir por cuatro dividía por seis. Pero la policía no es una e indivisible. Los propietarios de la línea de colectivos tenían sus contactos por encima de los policías desleales. El sistema de corrupción estaba organizado de tal manera que no permitía infiltrados.
En la plana mayor de la comisaría se movieron con agilidad; apretaron a los entregadores a quienes les prometieron trasladarlos a otra jurisdicción a cambio de información. El Zurdo se creyó a salvo en la nueva casa de su padre, una chacra en Ituzaingó muy cerca de la Villa Olímpica del Club Vélez Sarsfield, que tenía un alquiler menor a la anterior. Era un lugar tranquilo pero desolado. Una madrugada, cuatro días después del asalto, sintieron los inconfundibles golpes y gritos en la puerta: «¡Policía, abran!». El pedido era un formulismo, porque derribaron la entrada antes de obtener respuesta. Se diseminaron por todas las habitaciones, la cocina y el baño y sorprendieron al Zurdo y a su padre. Afortunadamente la madre no estaba porque había viajado a Uruguay. Los pusieron boca abajo y patearon al Zurdo. —Hablá, hijo de puta, dónde pusieron la guita. —No sé de qué me hablan. —No te hagas el pelotudo, tus amigos te entregaron —le dijo el agente mientras le pateaba el estómago. Nelson quiso intervenir. —¡Dejen a mi hijo que no hizo nada! —Quedate tranquilo, Gordo —lo disuadió el policía poniéndole el caño de la 9 mm en la nuca. Cuando revisaron la casa, además de una escopeta y una pistola, encontraron otras armas. Lo llevaron a la Brigada de Delitos Graves en Banfield. Los policías del lugar tenían fama de duros. El Zurdo recibió puñetazos y patadas para ablandarlo. Después, le hicieron el «submarino seco»; le cubrieron la cabeza con una bolsa de polietileno y lo dejaron sin aire. En el momento previo al desmayo, cuando comenzó a jadear y su cuerpo a aflojarse, recibió una trompada en el estómago que lo dobló y lo puso de rodillas. El dolor era profundo. Le hizo sentir que la muerte estaba por sobrevenir. Pero a los pocos minutos se recuperó y escuchó la risa de los agentes que lo amenazaron con otra sesión de «submarino seco». —Ahora me toca a mí. Te juego a que lo quiebro —dijo uno de los policías. Las risas y las apuestas eran un juego psicológico para mostrarle que la tortura no los aburría y podían prolongarla toda la noche. Estaban de civil y a cara descubierta para dar idea de impunidad. El Zurdo no quiso más castigo y firmó la confesión para pasar a manos del juez. Lo trasladaron a la Brigada de San Martín con asiento en Caseros porque tenía que declarar en distintos juzgados. Por las armas, compareció ante el juez Alberto Piotti en San isidro que lo derivó al juez federal de Morón, Juan Ramos Padilla. Y por el robo, ante Horacio Palazuelos. Iba a los tribunales fatalmente desmoronado. Las «bolseadas» le generaron taquicardias, depresión y ataques de pánico que lo condenaron a vivir medicado toda la vida. Un mes y medio más tarde lo enviaron a Olmos a la cárcel de procesados. Estuvo cuarenta y cinco días en el pabellón de ingresos en el segundo piso. Cuando salió, lo alojaron con los demás internos y descubrió un mundo impensado. La cárcel era un inmenso queso gruyere. «Los Pitufos», una banda de ladrones que manejaba el penal, hacía huecos en las paredes, pisos y techos. Las duchas y las cocinas no se salvaban de las perforaciones. Todas las celdas estaban comunicadas por esos agujeros. Olmos era una cárcel tomada. El control de Los Pitufos era absoluto. Cuando llegaron una docena de travestis al pabellón gay, atravesaron las paredes y los violaron. A las víctimas las bautizaron las «pitufinas». El recuento de las seis de la mañana era una odisea. Los carceleros debían contar las manos que asomaban por el «pasaplatos» (la ventana por donde entra la comida en la celda). Como los internos
estaban en cualquier pabellón, alguien tomaba el lugar del que faltaba. Los guardias sabían lo que pasaba pero hacían la vista gorda; lo importante era que el recuento diera bien. Los Pitufos tenían un ingenioso sistema de comunicaciones que bautizaron «las palomas» y consistía en sogas que unían distintas ventanas para transportar desde cartas hasta paquetes. Con ese sistema le hacían llegar alimentos a los que estaban castigados en «buzones». El Zurdo disfrutaba de la libertad con que se movía dentro del penal. Se había convertido en un sobreviviente que se adaptaba a cualquier situación. Cuando tenía ganas de sexo, buscaba a algún «putito» y lo llevaba a su celda. Al igual que los demás presos, odiaba a los violadores. Cada tanto los guardias les entregaban un «violín», para que sea «bautizado». El depravado era salvajemente castigado y violado. Los presos se golpeaban entre sí para penetrarlo o golpearlo. «Violar a un violador no es violación, es castigo», dicen los «tumberos». El ritual es de una violencia inusual. No solo los penetran con el pene, sino que a veces utilizan palos o envases de desodorantes. Hubo violadores muertos durante esos «bautismos». El preso sabe que la muerte del pervertido va a ser encubierta y certificada por algún médico y que no hay castigo. En el código «tumbero» el violador y el asesino serial son enemigos de los «chorros» porque pueden atacar a sus familias. El Zurdo justificaba su inclinación. Era normal enamorarse de un hombre en la cárcel y eso no significaba ser homosexual. Los «tumberos» activos, los que penetran a otro preso, no se consideran gay. En 1989 lo trasladaron a Mercedes donde retomó los estudios; quería «hacer conducta» para ir a una cárcel de menor seguridad. Pero su paso por las aulas se interrumpió por el motín de un grupo de menores que protestaba porque uno de los internos fue baleado y apaleado por un guardia cuando intentaba fugarse. Sus compañeros lo rescataron del patio, lo llevaron al pabellón e iniciaron la rebelión. Para levantar la toma del penal, exigieron que sacaran al herido a la calle para que lo atendieran en un hospital. Pero estaban tan ansiosos que no aguardaron la respuesta; la tensión y las drogas no los dejaban pensar. Por eso prendieron fuego los colchones, rompieron los candados y arrancaron la puerta de acceso a la terraza. Junto a los menores se levantó el pabellón 5 de Primarios, delincuentes que ingresaban por primera vez a una cárcel. Los cabecillas del motín se reunieron con la dirección del penal y acordaron sacar a algunos de los detenidos. Pero la salida no fue pacífica; a medida que subían al camión de traslado, los guardias los golpeaban con los bastones. Desde la terraza observaron el maltrato y en represalia rodearon al agente que leía la lista de los que iban a ser trasladados. Lo tomaron de los brazos entre dos internos y un tercero le rompió los dientes con un enorme candado o «sapo», como lo llaman en la jerga «tumbera». La sangre fluía incontrolable; lo soltaron y el agente cayó desvanecido. Los presos más grandes trataron de calmar a los menores que no medían las consecuencias y querían lincharlo. —Si lo matamos, nos matan a todos. Entiéndanlo. Nosotros estamos encerrados y no podemos ir a ninguna parte —les advirtió el más veterano. El hombre, con algunas canas en el pelo, era respetado y por eso lo escucharon.
El motín duró apenas cuarenta y ocho horas porque, al haber ganado la tapa de los diarios y los títulos de los noticieros, atrajo a los funcionarios de la gobernación, a los organismos de derechos humanos y a los políticos opositores. Los presos los despreciaban porque decían que querían hacer campaña con sus desgracias. Cuando llegó la calma, se dispuso un traslado importante de presos. No era bueno que los amotinados siguieran juntos. El Zurdo fue enviado a Sierra Chica; peor destino no le podía tocar. Estuvo dos meses en las superpobladas celdas de castigo junto a otros tres amotinados. No podían hablar con nadie. Cuando llegaba la orden de «patio», tenían que estar listos para caminar con las manos atrás por un sendero marcado. Los guardias eran muy estrictos y no aceptaban un desvío de la ruta. Les daban agua una vez al día. La dosis era insuficiente porque los sacaban a hacer gimnasia y regresaban agotados y sedientos. En la celda se abalanzaban sobre el hueco donde orinaban y defecaban. El chorro de agua que arrastraba las heces calmaba la sed. La ducha era una ligera pasada por el agua helada. Cada tanto alguno recibía golpes por quedarse más tiempo del permitido. Un varillazo bajo el agua fría produce un ardor insoportable. A los tres meses, el Zurdo regresó a Mercedes con los presos que estaban estudiando; tenía buena conducta. Su comportamiento no era consecuencia de su sumisión, sino de sus deseos de escapar. En junio de 1990, cuando comenzó el mundial de fútbol en Italia, poco después de ver el empate sin goles de Uruguay con España, se tuvo que presentar a una minijunta y a la junta mayor que integraban el jefe de la unidad y un representante de la jefatura del Servicio Penitenciario Bonaerense. Lo interrogaron sobre su vida, qué pensaba hacer fuera de la cárcel y le hicieron un ping pong de preguntas. Luego hizo algunos dibujos que analizaron los psiquiatras. Le fue bien en la evaluación: los test fueron satisfactorios para los peritos, que decidieron que podía tener salidas transitorias. El sábado 16 de junio le dieron permiso para salir hasta el martes. El jefe de la unidad, Magnasco, un hombre honesto que buscaba la reinserción de los presos, le entregó una modesta suma de dinero para que pudiera viajar en colectivo. Pero el Zurdo se quedó en Mercedes. Buscó cobijo en el cuarto de la pensión donde vivía Liliana, una amiga poco agraciada de diecisiete años con la que ocasionalmente mantenía relaciones. La conoció en la cárcel; era la hermana de su compañero de celda, al que visitaba con frecuencia. Comenzó a dormir con ella a solo quince cuadras de la unidad. Para Liliana cualquier compañía era mejor que la soledad insoportable de cada día. Olivera no disfrutaba de las relaciones sexuales con esa morocha bajita de pelo negro ondulado. En cambio, Liliana vivía ese amor con intensidad. Como sabía que si el martes no se presentaba lo irían a buscar, partió con su compañera a la casa paterna en Ituzaingó. Apenas golpeó la puerta, Nelson se apresuró a abrir y le dio un abrazo con sonoras palmadas en la espalda. Su mamá se quedó quieta, emocionada; esperó que su hijo la fuera a besar. —¿Venís con custodia? —le dijo mirando a Liliana. —Sí, pero amorosa —le contestó. Mientras Liliana conversaba con Delfa, su padre lo llamó aparte. —¿Qué pensás hacer? —Me están buscando, me escapé de la cárcel. —Tenés que rajarte para Uruguay. Tengo plata ahorrada. —No, viejo, me voy a quedar acá, me las voy a rebuscar.
A los dos días, los penitenciarios del Servicio de Inteligencia fueron a la casa de Ituzaingó. La dieron vuelta y no encontraron nada. El Zurdo se había ido y estaba de vuelta en Mercedes en la pensión donde vivía Liliana. Habían decidido regresar para conseguir dinero y mudarse a otro lugar. Olivera era un inconsciente que estaba comprometiendo a la menor que se jugaba todo por un hombre que pronto iba a salir de su vida. Los penitenciarios no tardaron en llegar. Apenas golpearon la puerta, el fugitivo se encerró en un pequeño ropero. Liliana lo cubrió con una enorme cantidad de ropa y cerró el mueble con llave. Los agentes no estaban convencidos de que el prófugo estuviera allí; solo un demente se puede alojar en un hotel vecino a la cárcel de la que escapó. Pero no podían descartar posibilidades y revisaron el lugar. —Ustedes no traen orden de allanamiento y además no me pueden hacer nada porque soy menor — les advirtió Liliana, que negó que el Zurdo estuviera allí. Uno de los guardias vio ropa masculina en la silla. —¿De quién es este pulóver? —Mío. Le creyeron; miraron debajo de la cama y se marcharon. El Zurdo temblaba dentro del ropero. Si lo abrían, lo iban a encontrar. Cuando se marcharon, se dio cuenta de que no había tiempo para que Liliana le consiguiera dinero; los guardias podían volver. Se despidió con un beso como si fuera a regresar pronto. No tenía un centavo, estaba en las mismas condiciones que un vagabundo; la diferencia era que tenía un pedido de captura. Como cualquiera que esté desorientado, comenzó a caminar por las vías hasta Gowland. Allí le pidió a un colectivero que lo llevara gratis hasta Moreno. Se bajó y le pidió a otro chofer que lo dejara en Ituzaingó. No le quedaba más remedio que pedirle plata a su padre, era el último recurso y el que detestaba utilizar. Antes de entrar dio varias vueltas a la chacra para asegurarse de que no estuvieran vigilando la casa. Le contó a su progenitor lo que le estaba sucediendo. Se llevó algo de plata y comenzó a recorrer el círculo de contactos que había logrado en la cárcel. Fue a la Villa de Melo en San Martín y a Fuerte Apache donde se encontró con Ramón, su compañero de celda en Olmos. El hombre tenía armas a disposición y decidieron hacer un primer trabajo para alimentar los flacos bolsillos del uruguayo. Ramón llamó a su hijo mayor para que los ayudara, debía conducir una camioneta robada. El trío recorrió Moreno. Detuvieron la camioneta frente a una ferretería industrial. Se quedaron cerca observando los movimientos y al caer la tarde, cuando no había clientes en el local, entraron. No fue demasiado trabajo reducir al matrimonio. En el fondo del local vivía la suegra del dueño y se llevaron dinero en efectivo y algunas joyas. En la casa de Ramón, celebraron. El asalto les había dejado más dinero del que imaginaron. Cuando el botín es bueno, las duplas no se desarman. Por cábala o porque creen que hay una buena química, siguen robando juntos. Pero el Zurdo esquivó esta ley y abandonó a Ramón, seducido por la «Pantera Melo», ex compañero de Sierra Chica. El hombre, un morocho retacón de cara tosca, tenía todos los atributos del delincuente nato: sabía moverse en los asaltos y hacía punta con el arma. Era un cuarentón que mantenía el prestigio porque siempre iba al frente y se tiroteaba con la policía si era necesario.
Con la Pantera robaron un hotel en General Rodríguez y después un departamento en un edificio de la calle República de la India, en la Capital Federal, que le entregaron dos amigas de la dueña que vendía ropa importada de contrabando. En Bragado asaltaron la oficina de un usurero. Uno de los empleados se escapó y tuvieron que irse rápido, pero alcanzaron a llevarse dinero. Pronto se desarmó la dupla. A Olivera no le gustaba permanecer demasiado tiempo en cada lugar. Los ataques de pánico lo afectaban y debía cambiar de aires. Se encontró con su padre, que era su confidente. Le contó los últimos pasos. El hombre le aconsejó que administrara bien el dinero y desapareciera por un tiempo, para borrar los rastros. Olivera volvió a Montevideo y se alojó en una modesta pensión donde vivió con una prostituta durante un mes y medio. Fue un período de ocio absoluto que interrumpió para volver a Ituzaingó a celebrar las fiestas de fin de año con sus padres. Luego, el 7 de enero, retornó a Montevideo a pasar el verano. Estar en Uruguay le aplacaba la tristeza, le hacía creer que podía vivir en un mundo sin problemas. Así pasó enero, febrero y parte de marzo. Cuando el dinero se estaba agotando, recibió un llamado de su padre para que regresara. El tapicero, que manejaba la carrera del hijo como si fuera el representante de un boxeador, le contó que había hecho contacto con Víctor, un vecino culto y muy bien conectado. Era un militar retirado de poco más de cuarenta años de buena presencia con una esposa muy linda. —Pero apenas lo conocés. ¿Cómo sabés que se va a prender a robar? —Vos dejame a mí. El padre se cruzó a la casa de enfrente a hablar con el hombre. Su aspecto era distinguido, parecía pertenecer a una clase social más alta que la que habitaba ese barrio. Era elocuente en sus ademanes y hablaba en voz alta como para que lo escucharan los vecinos. Parecía un actor italiano. Utilizaba palabras poco habituales para demostrar dudosos conocimientos sobre diversos temas. Teorizaba y hacía análisis obvios sobre la vida, el honor, la decencia y la honradez pero aclaraba que no eran valores absolutos; a veces había que vulnerarlos porque lo importante era vivir bien. Para Nelson el militar era un hombre profundo; cualquier otra persona se daría cuenta de que estaba ante un estafador. A poco de conversar apareció la ambición. Le insinuó que a su hijo le iba bien pero necesitaba un organizador con contactos con la policía, un cerebro. Cuando el militar le preguntó a qué se dedicaba Oscar, le contestó que hacía trabajos lucrativos pero arriesgados y que tenía un pedido de captura. El militar no se inmutó. —Confíe en mí, no me voy a asustar si su hijo roba bancos o empresas. Los grandes ladrones de este país son los banqueros y los empresarios. Además tengo contactos con la policía y la Justicia. Podemos hacer grandes cosas con su hijo. En los días sucesivos las conversaciones se profundizaron; comenzaron a conocerse más. Víctor dijo que se retiró como Mayor de Intendencia en el Ejército y que se tuvo que ir porque era el mejor calificado de su camada para ascender pero despertaba muchas envidias. —Siempre me destaqué en todo lo que emprendí. Pero, usted vio, cuando a alguien le va bien, lo quieren voltear. Nelson asentía. El militar continuó con su monólogo de autoelogio.
—Tengo amigos importantes que me deben favores, contactos que nos pueden servir. Armé una estructura con llegada a la policía y un abogado que saca al instante al que caiga preso. Puedo conseguir información sobre empresas, bancos y financieras que valgan la pena ser robados. Además soy militar y puedo armar una banda eficiente. Damos unos cuantos golpes, hacemos una pequeña fortuna, desaparecemos y nos vamos a vivir de la renta. El tapicero estaba deslumbrado por el manejo del lenguaje y los conceptos precisos de Víctor. Su hijo necesitaba a alguien así. El militar organizó la banda. El Zurdo le presentó a Liebre y Palangana, dos delincuentes jóvenes. Víctor vino con un abogado, un hombre de buen discurso. Tenía una estampa firme que se desarticulaba cuando caminaba: tenía una pierna ortopédica. La risa del profesional lucía tan fácil como falsa. Era un hábil declarante que siempre tenía a mano un elogio. Víctor les advirtió que de los golpes que dieran había que separar un porcentaje para el profesional que los iba a sacar de la comisaría si eran apresados. —Es la cuota de protección para que nadie vaya preso. Ninguno puso reparos en esa especie de seguro contra accidentes de trabajo. La organización pronto dio resultado. Los golpes eran bien planeados y abundaba la información. El militar no se privaba de hablar de movimientos estratégicos, disciplina de tiro, cobertura de la retirada. Con esas directivas los hacía sentir importantes. Les dijo que sentía que tenía un grupo comando a sus órdenes, algo que satisfacía su ego porque en el Ejército no perteneció a un arma de combate sino a una de servicios. Detrás de ese hombre seguro, además de un ambicioso sin escrúpulos, se ocultaba un enorme acomplejado. El primer trabajo fue una fábrica de camperas de cuero inflables de propietarios bolivianos. Era un golpe arriesgado porque estaba a la vuelta de la brigada de Morón. Les habían avisado que guardaban el efectivo para pagar los sueldos de los cincuenta empleados del lugar. Llegaron a la hora indicada y demoraron menos de diez minutos para alzarse con el dinero y una camioneta cargada de camperas. La planificación fue de Víctor. El militar no participaba directamente de los golpes, sino que hacía de chofer. Los delincuentes no detectaron que ese hombre que relataba aventuras de sus años de militar tenía miedo y solo buscaba sacar ventaja de la situación. Se llevaba una buena parte de cada botín con la excusa de que la mitad se la daba al abogado que en realidad era un farsante que jamás pisó la facultad de Derecho. Dos veces por semana a las seis de la tarde se reunían en una funeraria donde planeaban los asaltos y repartían el botín. El día y la hora eran siempre los mismos para evitar las comunicaciones. Cuando sucedía algo imprevisto, se convocaba a reunión. El dueño de la cochería estaba bien relacionado con algunos policías que le pasaban información y le entregaban algunos lugares. A los encuentros asistía el abogado que manejaba un auto con una patente judicial tan falsa como su título universitario. En una de las reuniones, el empresario fúnebre llegó con los datos de una fábrica de chocolate. Víctor hizo la inteligencia del lugar. Sacó fotos, inspeccionó todos los accesos y las vías de escape. Era un obsesivo al que le gustaba dibujar planos y utilizar marcadores y resaltadores flúo de distintos colores para señalar los puntos clave. Hacía cálculos que nadie entendía y trazaba líneas misteriosas para estimar la distancia. Víctor hacía verdaderas puestas en escena de la planificación de cada golpe. El día señalado, el Zurdo y el Tano fueron en tren hasta el punto de encuentro en el cruce de las rutas 8 y 23. Allí los esperaba el militar, con un auto cargado de armas, y la Liebre, que había
arribado en ómnibus. En pocos minutos se llevaron el dinero de la recaudación y al día siguiente lo repartieron en la funeraria. Víctor era admirado por el resto de la banda. Los dos golpes fueron tan fructíferos que se encandilaron y no pusieron objeciones a la significativa parte que separaba para el abogado que hasta ese momento no había aportado ningún servicio. —Este hombre es nuestra salvación. Ojalá las demás bandas tuvieran a alguien como él —les decía cada vez que les entregaba el dinero. El siguiente golpe parecía más simple. Lo había diseñado íntegramente el oficial retirado. Con el ego a pleno por el ascendiente que tenía sobre la banda, se le ocurrió que los tour de compras a Brasil eran de fácil ejecución. Descontaba que la gente llevaba dólares en efectivo porque el tipo de cambio los favorecía frente al real brasileño, que había padecido una salvaje devaluación. Al no tener información precisa, recorrió una parte de la ruta en su auto y decidió que después del puente Zárate-Brazo Largo, había que actuar. Confiado en el éxito de los últimos atracos, Víctor creyó que estaba protegido por los dioses más que por la eficiencia en la organización de los golpes. Pronto se dio cuenta de que la compañía celestial jamás existió. Apenas se bajaron del auto para caminar hasta la parada del bus, apareció un patrullero que presintió que eran delincuentes. Sonó la sirena y un policía dio la voz de alto. El Tano no dudó: sacó la pistola y disparó. La policía respondió. El militar no esperó a nadie; aceleró el vehículo y se dio a la fuga. Rompió todos los códigos de los delincuentes al dejarlos abandonados. El Zurdo, la Liebre y el Tano cubrieron su huida a tiros y se metieron entre los matorrales al lado del camino. Estaba cayendo la noche y era difícil verlos bien. Palangana y la esposa del militar, que actuaba por primera vez en un golpe, fueron apresados. La mujer participaba como señuelo para que el conductor del ómnibus y los pasajeros no sospecharan que iban a ser robados. El Zurdo y el Tano regresaron como pudieron y se reunieron en la cochería con Víctor que adornaba con excusas las razones de su huida. No le contestaron porque confiaban que el abogado de la pierna ortopédica liberaría a los compañeros. Pero los días pasaban y los apresados no salían en libertad. El Zurdo y el Tano estaban inquietos. La mujer de Víctor estaba desilusionada porque su pareja no había aparecido por la comisaría. En la celda se hizo amiga de una prostituta a la que le prometió pagarle cuando saliera si entregaba un mensaje. La mujer fue hasta la funeraria el día y la hora indicada y se acercó al Zurdo. Le contó que la mujer y Palangana seguían arrestados y que nadie hizo gestiones para liberarlos. Olivera le preguntó a la prostituta si no vio al abogado en la comisaría. La mujer insistió en que nadie preguntó por ellos, que estaban a la deriva. El Zurdo llamó a la Liebre y al Tano para reunirse en la funeraria. El dueño de la cochería llamó por teléfono a Víctor para avisarle que los delincuentes estaban reunidos y temía que hubiera consecuencias si no los calmaban. El abogado, que iba con frecuencia porque hacía gestiones para el funebrero, se sorprendió al ver a la banda reunida. Intentó irse, pero el Zurdo lo llamó. —Vení que tenés que explicarnos un par de cosas. —Todavía no sacaste a Palangana. ¿Para qué carajo te damos plata? —le preguntó el Tano. El abogado se deshizo en explicaciones que no le creyeron. Dijo que habían cambiado la cúpula de la Brigada y que estaba arreglando con los nuevos. No le creyeron. El silencio tensó el ambiente. El falso jurista no soportó la presión; temió por su vida y acusó a Víctor de conocer lo que sucedía. —Me asombra que no los haya tenido al tanto de mis gestiones. Víctor y yo somos socios, el dinero no era todo para mí, él se llevaba la mayor parte.
Los tres se dieron cuenta de que habían sido traicionados por el militar que usaba al falso abogado para quedarse con la mayor parte de los botines. El dueño de la cochería les pidió calma. —Víctor está por llegar. A los pocos minutos apareció el militar. El Zurdo, para ver si estaban arreglados, le dijo a Víctor que tenían que matar al abogado. —Si lo dejamos ir nos denuncia —explicó. El Tano estaba de acuerdo; iba a ser el ejecutor de la sentencia. La Liebre también votó a favor. Víctor, para sorpresa de todos, votó favorablemente, pero después hizo un alegato donde explicó pros y contras de eliminarlo. Entre los problemas mencionó que había que desarmar la banda. —Por un golpe que salió mal no podemos voltear una empresa. Porque esto no es una banda, es una empresa que deja mucho dinero. Si nos iba bien, ¿por qué no nos va a seguir yendo bien? Inmediatamente propuso perdonarle la vida y utilizar el auto del abogado para cometer los próximos robos y que quedara involucrado. —El auto tiene patente judicial y nos va a facilitar las cosas —les dijo. El Tano y la Liebre, que tenían entendederas muy cortas, le creyeron al militar. El único voto a favor de la ejecución del abogado fue el Zurdo que antes se puteó con el Tano por ser tan crédulo. —Este error nos va a costar caro; no pueden ser tan pelotudos. Yo me abro. ¡Vayanse a la mierda! —les dijo. Luego se dirigió al abogado porque sabía que era vengativo y temía que tomara represalias con su padre. —Si va la policía a mi casa y joden a mi viejo, te busco y te mato. Pasaron dos semanas y la mujer del militar y Palangana fueron liberados porque el defensor oficial demostró que no había pruebas que los incriminaran; el bus no había sido asaltado y los que dispararon eran los tres fugitivos. Víctor, después de la liberación, fue a buscar al Tano y al Zurdo. Se adjudicó la salida de su mujer y de Palangana. A partir de ese relato, los convenció de volver a robar. —Vamos a ser nosotros tres, no necesitamos a nadie más. Les adelantó que tenía en mente un atraco que les iba a dejar mucho dinero. Que le habían entregado una cueva financiera en Pergamino sobre la ruta 8. Partieron con el militar al volante. El plan era tan improvisado que se equivocaron de puerta y alertaron a todos. El «arbolito», el hombre que estaba en la puerta voceando para cambiar dólares y había entregado el local, se encerró en la oficina. Tuvieron que huir. Volvieron derrotados. El Zurdo juró no volver a hacerle caso a Víctor. Pero la necesidad es el argumento más contundente para cambiar de opinión. El dinero de los golpes anteriores se estaba agotando. Estar en la clandestinidad tiene un precio alto: hay que cambiar de vivienda con frecuencia. Cada día en un «aguantadero» sale caro porque no solo hay que alquilar el lugar, sino comprar el silencio. El militar sabía de la vulnerabilidad de los bolsillos de sus cómplices. Por eso se animó a volver pero con un golpe «serio y planeado». —Esta vez la fuente es impecable, no como el «arbolito» de Pergamino. Les contó que había una financiera en Pehuajó que tenía un solo hombre de custodia. —En esa ciudad todos son confiados porque jamás pasa nada. Es cuestión de llegar, robar en minutos y huir. Entramos pobres y nos vamos ricos. Les mostró los accesos y la ruta de salida y un Plan B: la posibilidad de esconderse en la casa de una prima.
El Zurdo y el Tano fueron a Pehuajó en el auto del militar que no paró de hacer proyectos en el aire para elevar la moral de sus descreídos cómplices. Les dijo que con ese dinero iban a poner un emprendimiento para no tener que volver a robar. Entrar en la financiera no fue complicado. El Zurdo y su amigo apuntaron a los clientes y desarmaron al guardia. Encontraron una buena cantidad de dinero en la caja y en los bolsillos de los clientes. El único obstáculo fue una mujer de alrededor de sesenta años que no quería entregar el dinero. Mientras el Tano forcejeaba con la clienta, el Zurdo observó que desde afuera alguien apoyaba la cara contra el vidrio para ver qué sucedía en el interior. Salió al instante; tenía que entrarlo porque podía alertar a toda la ciudad. En el apresuramiento, olvidó los recaudos y no miró a los costados. Un fuerte golpe en la cabeza lo derrumbó, el que espiaba era un guardia que estaba armado y le pegó con la culata de la pistola. El Tano, que vio la escena desde adentro, disparó dos veces al piso, provocando el pánico de los clientes; debía ganar tiempo para rescatar a su amigo. El guardia, al escuchar los tiros, desapareció de la escena para cubrirse y dejó al Zurdo tambaleando en la vereda. El Tano lo levantó y lo aferró de la cintura. Víctor, esta vez, no desapareció; sabía que había mucho dinero en juego que estaba en los bolsillos de sus cómplices. Arrimó el auto y los dos delincuentes se subieron. Apenas vio la sangre en la cabeza del Zurdo, Víctor se descontroló. Las heridas lo descomponían; en los cines llegaba a perder el conocimiento ante alguna escena donde hubiera inyecciones o cirugías. Pese al terror pidió que le dieran su parte antes de ponerlos a salvo. Quería sacárselos de encima y huir, algo que hizo toda la vida. —Los dejo en la casa de mi prima y a la noche vengo a buscarlos. Fueron hasta un barrio de los suburbios de Pehuajó y se detuvo frente a una modesta vivienda blanca de techo verde. Antes de que tocaran el timbre, huyó con el auto a gran velocidad. Una voz femenina preguntó quiénes eran. —Somos los amigos de Víctor. —Hace años que no veo a Víctor. Váyanse. —Si te avisó que íbamos a venir. —Nunca me llamó. El Tano estaba impaciente. —Otra vez nos cagó. ¿Por qué no le tiramos la puerta abajo a esta hija de puta? —Estás loco, nos va a caer la «yuta». Rajemos. Los dos estaban a pie y con una enorme cantidad de pesos y dólares en las riñoneras que tenían bajo el pantalón. Al anochecer, cuando iban caminando para buscar un refugio, vieron un auto en un descampado. Se acercaron sin hacer ruido observaron a una pareja besándose. Se dieron cuenta de que era uno de los amores prohibidos de las ciudades chicas. Los apuntaron con una pistola. Los amantes no sabían si temerle más al asalto o al escándalo que les esperaba al regreso. A los delincuentes no les costó convencerlos de que abandonaran el vehículo. Los tranquilizaron diciéndoles que no era un robo, sino que querían salir de la zona. El hombre les explicó que no había muchas alternativas fuera de la ruta 5. Les pidió que los dejaran ir, que se llevaran el dinero pero les dejaran el auto.
—No les va a pasar nada. Llevanos a dar una vuelta —ordenó el Tano. Hicieron un recorrido sin sentido porque no conocían el lugar y retornaron al punto de partida. Pero no todo iba a ser alegría para los amantes, les dejaron el auto pero se llevaron las llaves. La pareja estaba en problemas; deberían explicar una situación comprometida en sus hogares. El hombre debería encontrar una excusa para justificar por qué regresaba tarde y sin el auto. No era fácil regresar a pie al atardecer. Y si al llegar a la zona urbana tomaban un taxi, el chofer iba a ser el primero en esparcir la novedad. El Tano y el Zurdo, en tanto, caminaron por las vías hasta Francisco Madero, un pueblo que está a veintidós kilómetros de Pehuajó y tiene poco más de mil doscientos habitantes. Rodearon la zona para ver de qué se trataba y no les gustó; en ese lugar cualquier extraño llamaba la atención. Pronto encontraron una casa abandonada donde podían pasar la noche. Se repartieron el botín por si les sucedía algo. El Tano se quedó con las armas y el Zurdo fue a la estación de ómnibus del pueblo a comprar alimentos y a averiguar los horarios. Entró en un bar pidió dos sándwiches y dos gaseosas. Apenas salió lo esperaba la policía con el comisario de Francisco Madero a la cabeza. Se hizo el distraído e intentó caminar. —Usted no es de la zona —le dijo el oficial. —No. —Hay una denuncia. En ese momento llegó el comisario de Pehuajó y habló con su colega para hacerse cargo porque podía ser uno de los delincuentes que estaban buscando por el robo a la financiera. —Esta causa es mía, gracias por avisarme —le dijo. El jefe policial de Pehuajó fue amable, intuía que había dinero dando vuelta. El Zurdo fue el primero en hablar. —Haceme la gamba, dame salida, no tengo fierros. Te doy todo lo que tengo encima. —No vengo solo, pero quedate tranquilo que vamos a hacer algo. En la comisaría lo revisó un hombre de confianza y se llevó el dinero. El Zurdo conservaba la esperanza de comprar la libertad con esa plata. Pronto se desengañó; lo hicieron afeitar y lo llevaron a declarar al juzgado. Los propietarios de la financiera eran gente de influencias y querían recuperar lo robado. Olivera no entregó a su compañero, les dijo que se separaron apenas terminó el robo. Le preguntaron por qué llevaba dos sándwiches y dos gaseosas. «Eran para el camino porque si me daba hambre no quería bajarme del bus.» En cuanto llegó al juzgado vio a dos de los damnificados. La mujer a la que le quisieron arrebatar el bolso y el custodio. Lo reconocieron en el momento. El Zurdo se negó a declarar y lo encerraron en una celda. Estuvo un mes detenido en Pehuajó, luego lo enviaron a Junín y pronto lo llamaron del juzgado de Mercedes por la fuga de 1990; llevaba dos años fugitivo. Apenas entró en el penal de Mercedes lo tuvieron quince días en «buzones», treinta días sin beneficios, siempre encerrado, y noventa días en el pabellón de reincidentes. Después de unos meses, un enfermo de tuberculosis que concurría asiduamente a Sanidad vio la posibilidad de escapar haciendo un túnel; la enfermería estaba cerca del muro y la salida daba a un chalet. Se lo comunicó a la «ranchada» del Zurdo y prepararon la fuga. Con la ayuda de un preso enfermero pasaron las herramientas por Sanidad. Pero el túnel se interrumpió a pocos metros de la salida. Los presos de la Unidad 9 de La Plata se amotinaron porque
había fracasado una fuga con armas. Casi al instante se unió Bahía Blanca y las demás prisiones de la provincia de Buenos Aires. En Mercedes tomaron el penal y hubo que adherir e interrumpir la excavación que hasta ese momento habían mantenido en secreto. El motín creció en violencia. El jefe del penal fue tomado de rehén y comenzaron a negociar. —Del control para allá, ustedes y del control para acá, nosotros —fue la propuesta de la cúpula. Los presos aceptaron. Pronto se rindieron y en diciembre de 1993 el Zurdo fue enviado a Olmos al pabellón de castigos, en el segundo piso, donde estuvo ocho meses. No lo dejaban salir ni a bañarse, se tenía que higienizar con una palangana. Nelson, su padre, lo fue a visitar. Cuando lo vio tan delgado y sucio, lloró. No volvió más, no quiso repetir el sufrimiento. Tal vez se arrepintió de haber alentado la carrera de delincuente. En marzo de 1995 lo enviaron a Sierra Chica donde un año después iba a entrar en la historia carcelaria como uno de «Los Doce Apóstoles». Tras el motín de Sierra Chica pidió ver a su padre, pero el encuentro no pudo ser porque murió el 23 de noviembre de 1996. Al Zurdo no lo dejaron ir al sepelio y se cargó de culpas que le duran hasta hoy. La tristeza la tuvo que detener con más medicación. La única compensación que recibió por la muerte de su padre fue un traslado de dos meses a Devoto, para que lo visite Delfa, su madre, que estaba desolada por la viudez y por el hijo preso. En marzo de 1997 lo trasladaron a la penitenciaría de Chaco junto a Jorge Pedraza y a Gianni. Unos meses después llegó Camel y comenzaron a escribir otra historia.
CAPÍTULO IV
La fuga de Chaco
Cuando Camel llegó a la penitenciaría chaqueña, lo tuvieron diez días en «buzones». En cuanto lo trasladaron al pabellón de reincidentes, se dedicó a observar con atención el ambiente como hizo en cada prisión que le tocó habitar. Pero la de Chaco era distinta de las cárceles de Buenos Aires donde se desenvolvía con más soltura. La mayoría de la población eran chaqueños y paraguayos que detestaban a los porteños. Le habían advertido que girara el cuello para todos lados porque los provincianos «pinchaban» de atrás. Sin descuidarse ni levantar el perfil notó que el hombre fuerte de la cárcel era el paraguayo Gamarra que controlaba la venta de droga y la prostitución. El hombre era delgado, de mediana estatura, pelo negro de la textura del alambre y una nariz sobresaliente que hacía más profundos los ojos negros. Le gustaba hacer ostentación pero sus charlas eran imposibles de seguir porque vivía bajo el efecto de las pastillas y la cocaína. Estaba considerado un buen cuchillero, como todo paraguayo, y no tenía problemas en arreglar en un duelo o mandar a matar si alguien disputaba el poder. Asesinar por la espalda figuraba entre sus opciones. Cuando bajaba al patio llevaba los bolsillos cargados de bolsitas con Artane, Rivotril y cocaína. Se comentaba que era socio de los penitenciarios. Nadie tenía pruebas pero no era difícil de adivinar que solo alguien que tenía una conexión con la superioridad se podía manejar con esa impunidad dentro del penal. El mecanismo de venta era ingenioso y eludía cualquier inspección que viniera desde fuera de la penitenciaría. Cuando un preso recibía una encomienda, firmaba un recibo en contaduría al mismo tiempo que una autorización para que la retirara la pareja de Gamarra; era la forma de pagar las drogas o los servicios de alguna prostituta. Si era un giro postal, el preso lo endosaba y la pareja del paraguayo lo cobraba en contaduría. El dinero jamás circulaba dentro de la cárcel y era un alivio para los oficiales penitenciarios. La mujer del paraguayo anotaba la deuda que acumulaba cada preso y arreglaba las cuentas con la gente del penal involucrada en el negocio. La pareja de Gamarra era una flaca teñida de rubio, hiperactiva y muy fumadora. Pitaba con tanta fuerza los cigarrillos que parecía consumirse en cada inhalación. No le gustaba perder el tiempo, sus órdenes eran cortas y concretas. Los días de visita la acompañaban dos prostitutas que registraba como familiares de su marido y las hacía pasar a un baño del penal donde los presos formaban fila para tener relaciones. El tiempo del encuentro era breve y el menú tenía dos opciones: sexo oral o penetración «en cuatro» sin sacarse la ropa. Las dos mujeres distaban de ser agraciadas, solo podían cobrar por sexo en ese lugar de
desesperados. La más baja se teñía de pelirroja y estaba entrada en carnes. La otra, flaca de huesos visibles, tenía el pelo de color paja y los pechos caídos como globos desinflados con largos y negros pezones en la punta. A la pelirroja le faltaban algunos dientes. A los presos no les importaba; estar con ellas era mejor que tener sexo con los «putitos» de los pabellones. Un guardia vigilaba que no hubiera disturbios. La mujer del paraguayo cobraba en efectivo o anotaba si el cliente tenía cuenta corriente con Gamarra. En uno de los pabellones de la penitenciaría estaban algunos de «Los Doce Apóstoles». Jorge Pedraza, alias «el Karateca» o «Pelela», y Oscar Olivera, «el Zurdo», llegaron al Chaco después del motín de Sierra Chica de abril de 1996. En aquel momento, gracias a la intervención de organismos de derechos humanos y de algunos legisladores, «Los Doce Apóstoles» consiguieron que no se los separase y se los trasladase a Caseros. A los treinta días tomaron rehenes para fugarse. Pero el plan falló y los guardias los reprimieron con balas de goma. Cuando salieron del hospital los separaron y los enviaron a distintas prisiones. Pelela y el Zurdo se encontraron en Chaco con Gianni, un preso de enorme físico y un hábil declarante. Podía envolver a quien quisiera con su conversación. Camel sintió alivio al saber que los tres estaban en un pabellón cercano. No tenía problemas con los «paisanos» pero tenía temor al ataque a traición; se le hacía difícil dormir. En un encuentro en el patio habló con Olivera y le contó su amistad con Migua, otro de los Apóstoles. El uruguayo le dijo que se quedara tranquilo. A los pocos días Camel estaba en el pabellón de los porteños y comenzó a «ranchar» con Gianni y los Apóstoles. La primera misión era derrocar a Gamarra: era incontrolable y trabajaba para la «gorra». Había que subvertir el orden del penal para conseguir una brecha para fugarse. A Pedraza no le importaba Gamarra porque estaba en su mundo, pero si iban a hacer algo no quería quedar afuera. Estaban amparados por el tremendo cartel de haber encabezado el motín más sangriento de la historia carcelaria. Habían conseguido reivindicaciones importantes como la reducción de penas por robo de automotores y un mejor régimen de visitas. Gamarra, que era muy cínico y diplomático, les hacía ver que era ajeno a las agresiones de los paisanos. Por eso todos los días visitaba a los porteños, que eran sus clientes y los que más dinero recibían de sus familiares. La historia cambió a principios de 1998 cuando llegó de Devoto un enano que se transformó en un verdadero azote del presidio. «El Antonito» era salvaje y pintoresco. No tenía códigos de lealtad, era tan falso como audaz. Medía un metro y cincuenta y cinco centímetros. Tenía pelo negro abundante como un casco que no se molestaba en peinar porque en la prisión no existe el fijador. Su mirada era inquieta y denunciaba su picardía. Parecía estar buscando una víctima para sus estafas. El día de visitas vino su hermana desde Buenos Aires. Se la presentó a Gamarra como su pareja. El Antonito no se andaba con medias tintas y eligió como presa al líder de la cárcel porque era el que más plata tenía. Le pidió sesenta pastillas que no pensaba pagar; las iba a revender más baratas que el paraguayo en su pabellón. —Ahora cuando terminen las visitas mi mujer le paga a tu mujer, quedate tranquilo. Gamarra, confiado, le dio Artane y Rivotril. Era imposible pensar que el insignificante enano iba a traicionar al mejor «faquero» del penal y el que controlaba la cárcel.
Pero el Antonito tenía su plan. Se despidió de su hermana y le dijo: —Andate, Laura, andate ya. No mires para atrás y no digas nada. Volvé el mes que viene que te voy a extrañar. Laura nunca preguntaba. Sabía que el hermano vivía de «hacer embollo» y si le ordenaba irse tenía sus razones. Cuando caminaba a la salida, la pareja de Gamarra la siguió y la tomó de un brazo. —Me tenés que pagar las pastillas de tu marido. Laura, que era «tumbera» de Fuerte Apache, la miró fijo: —Tomátelas. No soy la mujer, soy la hermana. Antonito te «escabió», gila. Le dio un empujón y se fue. La rubia mal teñida no podía creer el desplante. Estaba paralizada. Pronto sonó el celular; era Gamarra que preguntaba si le habían pagado. —Nos cagaron —fue la respuesta. Ese día comenzó la guerra entre el Antonito y Gamarra. El paraguayo que era un gran cuchillero invitó al petiso, faca en mano, a pelear. El enano se asomó a la ventana de la celda y desde arriba le gritó: «¡Ya bajo!» En el pabellón le pidió al Zurdo y a Gianni que se aseguraran de que el duelo iba a ser limpio y que no iba a intervenir nadie más. Los porteños bajaron y vieron a Gamarra ajustarse una faja que envolvía diarios y revistas que le cubrían la parte superior del cuerpo para atenuar las puñaladas. Estaba cumpliendo al pie de la letra la rutina del «faquero». Volvieron al pabellón y no lo encontraron. El Antonito estaba escondido en la celda de un compañero al que sobornó con pastillas. Al Zurdo y a Gianni no les molestó la actitud del enano, era previsible. Todos los días Gamarra le gritaba: —¡Bajá, enano cagón! El Antonito no daba señales de vida. No lo conmovía siquiera la mirada de rechazo de sus compañeros de pabellón. La cobardía no está bien vista entre los «tumberos». Gianni, Camel, Pedraza y el Zurdo disfrutaban de la situación porque podía afectar a Gamarra; estaban convencidos de que el enano preparaba algo que iba a terminar con su reinado. El Antonito, cuando menos lo esperaban, implementó su Plan B. Comenzó a repartir las pastillas que le quedaron de la estafa a Gamarra y arengó a los porteños a «cagar a palos a los paisanos de mierda». Envalentonados por las pastillas y leales a su benefactor, aullaron como una jauría, fueron a buscar las «facas» y bajaron al patio. El Antonito jamás imaginó que sus amigos habían fabricado semejante cantidad de cuchillos «tumberos». En el patio rodearon a los paisanos que estaban con Gamarra. Les pidieron que nombraran a sus mejores diez hombres para pelear contra los diez mejores porteños. Se dieron sin tregua, cuando uno caía otro tomaba su lugar. El combate fue desigual. Los paraguayos terminaron cortados y abandonando el patio que quedó para los porteños que ahora iban por todo. Eran un ejército triunfante y querían matar a los cabecillas para tomar el control de la cárcel. Cuando vieron que la gente de Gamarra estaba perdiendo, los guardias entraron a garrotazos a separarlos. En la cúpula entendieron que Gamarra en el futuro iba a pasarla mal. Que después de la derrota
era el primer condenado a muerte de los porteños. Para evitar un escándalo y que se investigara lo que estaba sucediendo dentro del penal con la droga y la prostitución, trajeron tres camiones de traslado y se llevaron a Gamarra y sus soldados. Todos fueron a parar a la cárcel de alta seguridad de Rawson, en Chubut, a dos mil quinientos kilómetros de Resistencia. El Antonito aprovechó la situación y armó «línea» con un oficial. —Tengo cabida para «batirte cantina». —Fijate quiénes van a laburar con vos —le advirtió el oficial. —Son de confianza. —Está bien. Te voy a habilitar, me decís quiénes son tus subalternos y una vez por semana arreglás conmigo. A partir de ese momento comenzó a recibir droga en consignación. Pronto reclutó un grupo de presos para que la vendieran. A todos les mintió: —No hagan cagadas que atrás de esto están los Apóstoles. Camel, que sabía de este embrollo, le contó a Pedraza que el Antonito los involucraba en los negocios que tenía con el servicio penitenciario. —No quiero que digan que trabajo para la «gorra». Lo voy a frenar al enano. Pedraza lo desalentó: —No vale la pena, pensemos en escapar. El enano nos va a servir. —Pelela tiene razón. Qué carajo nos importa que el enano diga que lo protegemos, total si lo cagan a patadas no movemos un dedo. Algo vamos a rapiñar de esta mentira —dijo Gianni, el más especulador de todos. Gianni habló con el Antonito y consiguió que les diera dinero todas las semanas. Esa plata la guardarían porque les iba a servir el día de la fuga. La hermana, que había venido de Buenos Aires y se instaló en una pensión cerca de la penitenciaría, era la clave del negocio porque el enano con dinero en la mano era un misil sin dirección. Sin ese soporte fraterno la venta de drogas no hubiera sobrevivido una semana. No solo incorporó a las dos prostitutas de Gamarra sino que trajo tres más para aumentar la recaudación. Camel, Pedraza, el Zurdo y Gianni, que venían ahorrando desde hacía un año el dinero que les pasaba el enano, tenían en el último lugar de sus opciones la compra de la fuga. Por eso no dejaban de observar los muros para ver si había otra manera de irse. El problema era qué hacer después de atravesar las paredes porque entraban en territorio desconocido. Analizaron la posibilidad de estrellar el camión de ladrillos contra uno de los portones traseros. Pero no había suficiente espacio para que el vehículo tomara envión. Todas las alternativas que investigaban terminaban en un fracaso. Decidieron volver al plan original. Gianni le ofreció dinero a uno de los oficiales a cambio de que su jefe consiguiera que los incluyeran dentro del Régimen de Progresividad de la Condena para que les mejoraran los puntos por conducta y pudieran tener salidas transitorias para trabajar. La idea era irse y no volver. Una semana después el oficial trajo la respuesta: —Es imposible porque tengo que mezclar a la plana judicial. Lo que les puedo dar a cambio de esa plata es el portón de talleres sin vigilancia para que salgan por allí y «arrebaten» la calle. Quedaron en contestar. Las conversaciones siguieron acerca de cómo iban a liberar de guardias la zona. —Transfiero a otro puesto a los cuatro viejos, les faltan dos años para jubilarse y no se van a jugar la vida. En el lugar había galpones y funcionaba el horno de ladrillos. Tenían estudiados los horarios en
que los presos bajaban a la cancha de fútbol y vieron que había un control cada treinta minutos. El día y la hora ideal era el lunes siguiente a la una de la tarde. Hablaron con uno de los jefes del penal y llegaron a un arreglo: la fuga costaría dos mil dólares. Les pidieron que les vendieran una pistola para reducir a los guardias. Les prometieron que no las utilizarían. —Yo no les voy a dar un fierro, ni loco. —Entonces no hay fuga —le dijo Gianni. —Está bien, les doy una 9 mm pero sin cargador. Afuera tienen más de cincuenta autos en la playa; todos tienen la llave en la garita. No necesitan las balas. Mientras iban ultimando los detalles, Gianni tuvo un duelo «faca» en el patio. Le fue bien pero los amigos del apuñalado juraron vengarlo. —Tuviste suerte —le dijo Pedraza—, pero no hagas más cagadas hasta la fuga. —Si te vienen a «caranchear» (atacar entre varios) te defendemos porque no hay más remedio, pero evitemos la pelea. La fuga está primero —terció Camel. El lunes 3 de agosto de 1998 poco después del mediodía, un agente los llevó hasta el taller de chapa y pintura. En ese momento estaba entrando el subdirector del penal con su auto que cuidaba como a una amante. Lo llevaba para que le hicieran retoques. Los delincuentes ya se habían hecho de la pistola sin cargador. La portaba Gianni. Cuando el subdirector bajó del auto, Pedraza y el Zurdo se miraron y se olvidaron del convenio. Se abalanzaron sobre el oficial superior y lo amenazaron con las facas que sacaron de entre sus ropas. Camel y Gianni se ocuparon del agente. Iban a ser su garantía en la fuga. No confiaban en la palabra de los que les vendieron el escape. Se cruzaron a ladrillería y siguieron por la sastrería y la tornería. Cuando llegaron a la jefatura del taller, los ataron de pies y manos y los tiraron al suelo. Tomaron de rehenes al maestro ladrillero y a un agente de la requisa. Debían caminar hasta el muro pegado a ellos para evitar que los tiroteen desde las garitas. Enfilaron hacia la puerta. Adelante iban el ladrillero y el guardia acompañado por Camel y el Zurdo; atrás, el subdirector y otro agente estaban flanqueados por Gianni y por Pedraza. Llegaron hasta el portón de alambre que está antes del muro; les abrieron al reconocer a los penitenciarios. Apenas traspusieron el alambrado se dirigieron a la garita y redujeron a los dos guardias. Seis rehenes eran una cantidad difícil de manejar. Ataron a cinco y dejaron libre al agente de requisa que los acompañó hasta el portón de salida que da al boulevard de avenida Las Heras. Al llegar el guardia gritó: «Saco a dos para que laven el auto del jefe del penal». Apenas abrieron Gianni empujó la puerta y el guardia que estaba detrás cayó al piso. Camel lo levantó y le puso la faca en el cuello: «Quedate quieto porque te mato». El hombre se quedó inmóvil y se dejó arrebatar el arma. El Zurdo y Pelela atacaron al vigilante de la garita. —¿Dónde tenés los cargadores? —preguntó el Karateca. El hombre señaló un cajón. Cuando los abrieron había ocho pistolas; todos los guardias que entraban en el penal dejaban el arma en ese lugar. Dentro de la cárcel deben caminar desarmados para que los presos no se tienten a reducirlos. —¡Si sabía esto armaba una guerra! —exclamó Gianni. Pedraza se lamentó por no haber tenido el dato; podría haber organizado una fuga masiva. Imaginaba a los presos asolando la ciudad en busca de vehículos para irse. Le gustaba pensar en
gestas gloriosas como las de los libros que leía en su celda. Tomó los cargadores y se los repartieron. Cada uno tenía dos pistolas. Pero cuando todo va bien, el preso experimentado desconfía. Traspusieron el portón principal con facilidad y fueron a la playa de estacionamiento. Había más autos que lo habitual. El ambiente olía a emboscada. El silencio era absoluto; nada caminaba, nada volaba. Pedraza eligió a la distancia uno de los autos. Fueron hasta la garita y redujeron al playero que tenía todas las llaves en un enorme aro. —Dame las del Taunus rojo —le dijo Pelela. El hombre tembló tanto que el aro se le cayó de las manos y las llaves se desparramaron. Cuando se agacharon a recogerlas, el Zurdo notó que un guardia con uniforme y pistola en la cartuchera venía caminando. Le hizo una seña a Gianni que salió a interceptarlo. El uniformado intentó desenfundar la pistola y recibió un disparo de Gianni. El hombre cayó como un peso muerto contra el césped y rodó hacia el muro. Creyeron que estaba sin vida. Después se enteraron de que fue una simulación para que no le siguieran tirando. El tiro de Gianni adelantó la emboscada que les tenían preparada. De detrás de los muros asomaron decenas de guardias con ametralladoras que comenzaron a rociarlos de balas. Disparaban a mansalva. Los proyectiles repicaban a lo largo y ancho de la playa de estacionamiento, perforaban los techos de los autos, rebotaban contra el piso o se incrustaban en el césped. Más que una emboscada parecía un fusilamiento. Comenzaron a devolver el fuego con las pistolas. «Tenemos que arrebatar a derecha o izquierda pero no nos podemos quedar acá», gritó Pedraza. Comenzaron a correr entre las casas del barrio de oficiales y el muro. Camel y el Zurdo siguieron por la calle, pero Pedraza y Gianni se filtraron en una vivienda del barrio de oficiales y tomaron de rehén a la esposa del jefe de la Guardia Armada y a su hijo de catorce años. La falta de disciplina de tiro de los uniformados les salvó la vida. Los guardias ponían el dedo en la ametralladora y se les iba todo el cargador; lo óptimo es oprimir cinco veces el gatillo para graduar la ráfaga y tener posibilidad de corregir el tiro. Al final de la calle, con los dos rehenes, Pedraza y Gianni salieron a la avenida Edison a un costado del penal. Rogaban que pasara un auto para reducir al conductor, pero era la hora de la siesta y las calles de Resistencia estaban desoladas. Camel y Olivera corrieron hacia la avenida Las Heras; pensaron que podía tener algo más de tránsito. Por uno de los portones aparecieron veinte guardias mientras se oían las sirenas de los patrulleros y la alarma del penal. Camel y el Zurdo se dieron cuenta de que las dos cuadras de ventaja que les llevaban a sus perseguidores se iban acortando; faltaban un par de minutos para que los atraparan. Pero como en una película de suspenso, en el momento exacto, apareció un Fiat 133 blanco. Camel se plantó en medio del boulevard y le apuntó al parabrisas. El conductor frenó bruscamente. Se subieron por la puerta lateral y lo encañonaron. Como la camioneta iba en dirección a los guardias, le ordenaron que retomara la avenida y acelerara. El hombre, que estaba paralizado por el miedo, puso mal el cambio y aceleró a destiempo; el auto se detuvo, no había tiempo de volver a encender el motor. La guardia no disparó para no herir al conductor. Prefirieron rodearlos. Los uniformados eran un bloque compacto alrededor del auto. Camel le puso la pistola en la sien al conductor y gritó: «Bajen las armas o lo mato». Los guardias siguieron apuntando. «Zurdo, esto se acabó», le dijo a su compañero y entregaron las armas. Cuando
bajaron del auto, los golpearon y los pusieron cuerpo a tierra. Pedraza y Gianni estaban a cien metros de la escena; cuando vieron pasar al pelotón que iba tras Camel y el Zurdo, se escondieron, soltaron a los rehenes y les pidieron que no gritaran. Apenas pasó el pelotón intentaron cruzar la calle como dos transeúntes despreocupados pero no se dieron cuenta de que atrás venía un segundo grupo. Uno de los guardias que conducía una moto se detuvo y tomó posición de tiro. Descargó sin pausa su ametralladora Uzi. Gianni recibió tres balazos en el estómago y Pelela uno en el hombro que le rozó el pulmón. Quedaron tendidos en el borde de la vereda mirando al cielo. Cuando volvió la calma apareció un drama imprevisto. Una camioneta que transportaba en su caja cubierta por un toldo un grupo de changarines, estaba detenida en la avenida y todos sus ocupantes menos uno comenzaron a salir para buscar refugio. En la caja de la camioneta quedó el cuerpo de uno de los trabajadores con una bala en la espalda. La lona había sido perforada por un proyectil y le dio en la espalda a Walter Caje, de veintiún años. El modesto trabajador, padre de dos hijos, fue el gran perdedor de la corrupción carcelaria y de la falta de entrenamiento de los guardias que dispararon a mansalva. Cuando los uniformados se acercaron, los changarines sobrevivientes los recibieron con insultos. Los guardias dijeron que los fugitivos habían sido los asesinos, pero las pruebas eran concluyentes; el disparo vino desde los muros. En el juicio se mezclaron la mentira y la verdad de manera perfecta. Los oficiales juraron que jamás vendieron la fuga y menos un arma. Los fugitivos declararon lo contrario, pero era tan exactos e incomprobables los relatos que el juez quedó cargado de dudas. Los presos dijeron que el arma se las vendió un oficial, pero un agente relató que la hizo entrar una mujer que iba a ver a Jorge Pedraza a través de un gay que frecuentaba la penitenciaría. Cuando quisieron cargar la muerte del trabajador a los fugitivos, Camel declaró: —Señor juez, ¿usted cree que tengo el tiro teledirigido? ¿Cómo voy a perforar el techo de la lona desde el piso? Nosotros no lo matamos. El juez los absolvió de ese cargo pero no pudieron averiguar quién fue el autor del disparo. El fallo intentó tapar el escándalo. Ningún hombre del servicio penitenciario fue condenado pero a los pocos días comenzó el traslado de los guardias que dispararon desde el muro. También pasaron a retiro a los oficiales tomados como rehenes, incluido el subdirector que no tuvo un comportamiento a la altura de su jerarquía: en el juicio se reveló que cuando fue apuntado se orinó en el pantalón. Después de la fuga de Chaco, Gianni deambuló por distintas cárceles. Salió en libertad cinco años después pero pronto fue recapturado por un robo a mano armada. En julio de 2013 todavía seguía detenido. Está derrotado. No tiene siquiera la facilidad de palabra que lo libró de varios entuertos. Hace buena conducta y no sabe si quiere salir en libertad porque no tiene quien lo espere y le faltan las fuerzas y la agilidad para seguir robando. Cometió el pecado más grave para un delincuente: vivir demasiado tiempo. Dicen que el Diablo castiga las vidas prolongadas; le tienen que entregar su alma antes de los cincuenta años si no su estadía en la tierra se transforma en el infierno. Jorge Pedraza deambuló por todos los penales de la provincia de Buenos Aires. En cada uno de ellos participó en revueltas e intentó organizar motines. Nunca se dio por vencido en su lucha por
fugarse. Desde 2012 está en el penal de alta seguridad de Rawson, aislado del mundo. Su hijo —que no conoció a su padre en libertad— se hizo adicto a las drogas y se transformó en un delincuente. Fue acusado del descuartizamiento de una mujer y condenado a reclusión perpetua. En la cárcel sobrevivió a las puñaladas de otro recluso que le perforó el hígado y lo dejó en coma varias semanas. Pedraza no entiende por qué los jueces demoran en darle una libertad que le corresponde por el cómputo de los años que lleva preso. Cree que los magistrados temen ponerle la firma a la orden de liberación porque es una leyenda en la cárcel y lo consideran peligroso. Todos los días les escribe recursos solicitando su libertad. Está en la cárcel desde marzo de 1987. Todos estos años su único contacto con la libertad fueron los minutos que estuvo en la calle cuando escaparon de la penitenciaría de Chaco. El Zurdo y Camel fueron trasladados a Devoto; los enviaron a distintos pabellones; no los querían juntos. Tenía que cumplir una condena de quince años. Se comunicaban de ventana a ventana, pero no los dejaban hablar ni en el patio. El Devoto al que regresaron los dos presos no era el mismo. La droga invadía el penal. Camel vio cómo una pelota de tenis cargada de cocaína lanzada desde la calle, golpeó y desmayó a una mujer que visitaba a uno de los presos. El escándalo fue grande y se tapó con prebendas para los afectados. Olivera, a su vez, ganó la confianza de un narcotraficante peruano que estaba en el pabellón 6 de la planta 39. Necesitaba pastillas más que cualquier otro preso para combatir esa tristeza que no le daba tregua. Cuando logró una suficiente cantidad, una requisa le llevó todo. En una oportunidad, el narco necesitó los servicios de Olivera. —Zurdo, tengo noticias: una mina va a traer diez tizas, necesito que las recojas. —¿Y yo qué gano? —Te doy una tiza y te podés coger a la mina. Olivera aceptó. La cocaína no era lo aconsejable en el encierro porque cuando se va el efecto produce paranoia, delirios de persecución y ataques de pánico. La droga que mejor va tras los muros son los psicofármacos. El día de visitas, Olivera fue a la carpa donde estaba la mujer que sacó de la vagina las diez tizas envueltas en doble preservativo. El Zurdo se llevó la tiza de comisión pero la mujer, que era mula en Ezeiza y Devoto y fue contratada por chat telefónico, le pidió plata para tener relaciones. El Zurdo no tenía dinero y se fue frustrado. La chica era habitué del penal. Iba con la mujer del narcotraficante y armaban el «Perico» en el baño del bar de enfrente al penal. La tiza la cambió por pastillas. El Zurdo tomaba más de veinte pastillas de clonazepam por día. Si estaba con ataques de pánico, el número se aproximaba a treinta. Cuando jugaba al ajedrez el tiempo transcurría más rápido. En las pentienciarías federales se encuentran más jugadores de ajedrez porque el nivel de los delincuentes es más elevado que en la provincia de Buenos Aires. Pero la estadía en Devoto duró cuatro meses, a fines de 1998 lo trasladaron a Melchor Romero, la Unidad 29 de alta seguridad en las afueras de la ciudad de La Plata. Se separó de Camel y no se vieron más. Olivera tenía que comenzar a restablecer los contratos para hacerse de pastillas. Era
absolutamente dependiente. Comenzó a sondear los distintos contactos. Se acercó a los presos con HIV con los que entabló una buena relación. Tal vez porque eran tristes como él, se hermanaron en la angustia. Pronto encontró el contacto que necesitaba, un médico psiquiatra. Lo fue a ver por sus ataques de pánico. El profesional se dio cuenta de la dependencia de Olivera. —¿Querés pastillas? —Sí, las necesito. El doctor puso sobre la mesa varias tabletas de clonazepam y biperideno, un antiparkinsoniano que produce tranquilidad pero quita el sueño y el apetito. —¿Te alcanzan? —Sí, claro. El Zurdo estiró la mano para agarrar las tabletas, pero le médico se las detuvo envolviéndola con las suyas. —Pará, pará, no es tan fácil —le dijo y comenzó a entrelazar los dedos. El Zurdo no retiró la mano en señal de aceptación. El médico se levantó de su silla y le acarició la cara y le besó el cuello. El uruguayo se dejó hacer. Pronto el médico se arrodilló y bajó hasta su bragueta. Le hizo sexo oral y se sintió satisfecho cuando Olivera, que padecía una larga abstinencia, le dio su semen en la boca. Se subió la bragueta y tomó las pastillas. —Volvé cuando necesites —le dijo el doctor. Una o dos veces por semana, a veces tres, la rutina se repetía. Jamás pasó de sexo oral. Pronto lo trasladaron a Rawson y lo mandaron al peor de los pabellones, el tres, el de los paisanos. Pero se adaptó rápido y compartió con ellos el televisor que trajo de Melchor Romero. El Zurdo era solidario y cuando uno de los paisanos necesitó plata para la fianza, salió con los compañeros a pedir ayuda por los distintos pabellones. En el de homosexuales conoció a «Bella», un muchacho de veintiún años, de tez blanca, delgado, de estatura mediana, de rasgos suaves y peinado con flequillo. Apenas lo vio se sintió conmovido. Se acercó y comenzaron a conversar. Bella le dio dinero para el amigo y lo despidió con un beso en la boca. En su celda no dejó de pensar en Bella. Comenzaron a mandarse cartas. A los pocos días, el Zurdo pidió audiencia con el director del penal y consiguió que lo trasladaran al pabellón de homosexuales donde convivió con su amante. Para que el juez aprobara el cambio, inventaron una historia sobre que habían sido amantes de antes de Rawson. Los días del Zurdo fueron los mejores de su vida. Estaba enamorado, pleno, sin depresiones y no necesitaba pastillas. Bella era un extraordinario jugador de fútbol. Ambos estaban en el mismo equipo pero el uruguayo era extremadamente celoso y siempre estaba al borde de la pelea cuando le pegaban o le tocaban el trasero a su pareja en alguna acción de pelota dividida. Pero la felicidad no es un pasajero sedentario y no se queda demasiado tiempo en el mismo lugar. A los pocos meses a Bella lo trasladaron a Río Negro. Fueron inútiles las gestiones para que se quedara en Rawson o para que el Zurdo lo acompañara. A partir de ese momento volvió la tristeza y la dosis mayorista de pastillas. En 2007 lo dejaron en libertad. Volvió a Moreno. Los días se le hacían interminables por esa depresión que no lo dejaba en paz.
El dolor por Bella no tenía fecha de vencimiento y lo llevaba a pozos profundos. A veces dormía tres días seguidos. No tenía fuerzas para levantarse de la cama. La rutina de la depresión se interrumpió cuando se encontró con un ex compañero de la cárcel de Chaco que estaba sin dinero y que le propuso que fueran a robar a General Rodríguez una sucursal de Pago Fácil. Le contó que tenía estudiados todos los movimientos y que iba a ser un trabajo fácil. La adrenalina lo sacó de la inmovilidad y aceptó. Entraron a punta de pistola y redujeron a clientes y empleados. Los ataron con precintos pero no tenían la velocidad de antes y se olvidaron de maniatar a un cliente que, en cuanto salieron, avisó a la policía. El Zurdo y su amigo salieron caminando del local buscando un lugar para cambiarse de ropa y dificultar su individualización, pero apenas doblaron la esquina vieron al patrullero y se dieron cuenta de que algo había salido mal. Se separaron y Olivera se metió en un negocio de lencería femenina. Eligió el peor lugar porque su barba crecida y sus ropas contrastaban con el local. Su perfil no se asemejaba al de un amante que busca prendas para su mujer. Dos policías se pararon en la puerta del negocio y lo llamaron. El Zurdo salió decidido del local y les preguntó: —¿Qué necesitan? —Estás detenido. —¿Por qué? ¿De qué me acusan? Soy policía. Amagó con irse pero los dos policías lo tomaron del brazo, lo tiraron al piso y le colocaron las esposas. El Zurdo volvió a Sierra Chica y lo liberaron a fines de 2011. Retornó a Montevideo a vivir con Delfa, su mamá, en el mismo barrio de antes. Trabaja en una panadería adonde entra a las cinco de la mañana. La vida es un círculo que devolvió a un hombre triste al lugar donde se crió un niño feliz. Oscar Olivera sigue tomando pastillas para poder enfrentar el día cada vez que se despierta. Camel cambió. Mantiene su cuerpo musculoso, pero cuando se sienta dobla su espalda como si fuera un anciano. Su mirada es la de un hombre cansado pero feliz. Es de estatura mediana, se tiñe el pelo de rubio y sonríe con frecuencia. Sus cincuenta años solo figuran en el documento. La vida que llevó vale por varias vidas. Es sabio cuando habla de las cárceles y de la gente. Las horas muertas del presidio lo convirtieron en un observador natural. Es práctico, no le gusta perder el tiempo. Lejos de su mujer se siente perdido. La conoció cuando estaba en Devoto, la prisión adonde lo enviaron después de la fracasada fuga de Chaco y donde años antes inició la revolución sexual para permitir que el preso tenga intimidad con su pareja. Ella iba a visitar a un compañero del pabellón. Se enamoraron a primera vista. Comenzaron a tener encuentros sexuales en el penal. Cuando salió en libertad la fue a buscar y se fueron a vivir juntos. Pero antes Raquel le impuso como condición que buscara un trabajo y se olvidara de las armas. Camel atiende un quiosco y lucha por mejorar la vida de su familia. Sus días son más rutinarios pero felices. El amor es uno de los regeneradores más eficaces. Los más bravos delincuentes sucumbieron ante una mujer. Hoy Camel vive en una modesta casa en Moreno. Recuerda con angustia los días de fuego
sin orgullo, con dolor, y no habla con sus amigos de su pasado. Miguel Ángel Ruiz Dávalos, alias Migua, fracasó en su intento de regenerarse. El 2 de marzo de 2013, mientras ensayaba con la murga que estaba armando, «La Glamur», se acercó Daniel Rocha, un delincuente analfabeto de treinta años que había pasado tres años en prisión por un homicidio que cometió durante un robo el primer día de enero de 2006, una hora después de la celebración del año nuevo. En 2009 fue liberado con caución juratoria, que es la promesa de no delinquir y la obligación de presentarse cada quince días ante el juez. Rocha lo increpó a Migua por una deuda de dinero, agravada por un problema de mujeres. El paraguayo le tiró su cartel encima. —No me vengas a sacar mano porque te quemo. El joven lo midió, metió la mano debajo de la remera, sacó la pistola y le dio un tiro en el corazón. Le disparó «sin pan», como dicen en la jerga «tumbera» cuando se mata a alguien a sangre fría. Migua estaba desarmado y murió en el instante. Rocha lo había madrugado porque tuvo miedo de que lo matara por la espalda. Sabía que Ruiz Dávalos cuando se enfurecía asesinaba de cualquier manera. Dos historias se enfrentaron en ese momento, la del Apóstol de cuarenta y nueve años y la del delincuente que había matado y solo purgó tres años en la cárcel. El Diablo, si existe, armó la trama para reclamar el alma de Migua que estaba por cumplir cincuenta años. Migua pasó encarcelado veintisiete de sus cuarenta y nueve años. Robó, mató, golpeó, secuestró y se drogó. Amó mucho y no lo amaron tanto. Despilfarraba lo que robaba. Murió sin dinero y en soledad. Lo mejor que dejó fue su familia: nadie siguió sus pasos, tal vez porque les dedicó poco tiempo. Olivera recibió la noticia de la muerte de Migua como algo esperado. Pedraza se enteró por un pastor evangélico y dijo que no lo sorprendía, que debería haber muerto antes porque siempre estaba al límite. Camel recibió la noticia con dolor pero también la vivió como una confirmación de que había cambiado a tiempo. Él también podría haber muerto antes de los cincuenta años. La lápida de Migua debería tener la más conocida de las frases policiales: «El crimen no paga». La vida del paraguayo fue un desperdicio. El Diablo hubiera puesto otro epitafio: «¿Quién quiere vivir para siempre?».
CAPÍTULO V
Improvisados y corruptos
Los penales de la provincia de Buenos Aires, a fines de mayo de 2013, albergaban a veintiocho mil setecientos treinta presos a los que hay que sumarles ochocientos setenta que están alojados en comisarías. El ochenta por ciento de los detenidos son residentes del Conurbano. A principios de 2012 las comisarías albergaban a casi seis mil presos sin condena. La vigilancia de los detenidos restaba policías de las calles. Hubo que mandarlos a los penales, a pesar de la sobrepoblación, para recuperar el control de las ciudades. En los presidios bonaerenses las fugas eran frecuentes; llamaba la atención que los guardias estuvieran desatentos. Cada gobernador intentó cambiar la pavorosa realidad. En 2007 Felipe Solá, al final de su mandato como gobernador de la provincia, decidió transformar a una fuerza de seguridad como es el Servicio Penitenciario Bonaerense en una agencia de empleos y le pidió a los intendentes del Conurbano que le confeccionaran las listas de los ingresantes, tarea que antes estaba a cargo de los penitenciarios. Como la política contamina el hábitat que le es ajeno, la medida aceleró la decadencia de esa fuerza de seguridad. En la Argentina la vida de los ciudadanos deja de ser prioridad cuando se trata de lograr votos. Las listas de aspirantes dejaron de ser tramitadas por la cúpula del servicio penitenciario. Los hijos de los guardias dejaron de tener prioridad para el acceso a la carrera. Familias con generaciones de penitenciarios vieron interrumpida la tradición. El ingreso era simple ya que no se exigía siquiera que tuvieran la educación primaria completa. Los punteros vieron una oportunidad porque sus seguidores daban ese perfil de exigencia mínima. Comenzaron a anotar, a cambio de favores políticos, a los aspirantes a suboficiales penitenciarios. Las listas se entregaban a los intendentes que luego las elevaban al ministro de Justicia y Seguridad. Los elegidos recibían un curso de un mes para vigilar a los delincuentes más peligrosos del país. De esta manera comenzó el ingreso de un personal inadecuado para la compleja tarea. Una encuesta mostró que apenas el dos por ciento de los aspirantes tenía vocación de penitenciario. Para el resto era un empleo que les daba beneficios sociales y un sueldo seguro. La modalidad dio lugar a situaciones absurdas como las que se producían en las cercanías del complejo de Florencio Varela, donde funcionan cinco unidades. En la calle que sale a la ruta provincial 53 a la altura del kilómetro 15,5, lugar de tránsito obligatorio de las visitas de los presos, se instalaba una camioneta Traffic blanca con punteros políticos que respondían al intendente. Las visitas, después de hacer la fila para ver a sus parejas, amigos o parientes, hacían una segunda cola frente a la Traffic para inscribirse como agentes del Servicio Penitenciario Bonaerense. La política permitía el absurdo de que la gente más cercana a los delincuentes fuera la encargada de vigilarlos. El intendente, que manejaba la zona como un feudo, cosechaba votos con estas acciones. Hubo otras dos unidades que padecieron estos ingresos de guardias: Ituzaingó y San Martín. Los
nuevos carceleros eran amigos de los presos, se habían criado en el mismo barrio y algunos eran parientes. Esas cárceles pasaron a ser permisivas, violentas y cargadas de irregularidades. Una de las muertes por las fallas del nuevo sistema ocurrió el 28 de enero de 2012 en la Unidad 46 de San Martín. Patricio Cisneros tenía veintiséis años y desde 2004 cumplía una condena a dieciséis años por varios robos a mano armada. El interno había sido trasladado quince días antes para tener un encuentro sexual con Giselle, su mujer, de dieciocho años y embarazada de cuatro meses. El día de la visita, los guardias —que tenían problemas desde que llegó Cisneros, porque era un preso de carácter complicado— le dijeron que no podía concretarse el encuentro con su pareja ya que el lugar no estaba preparado. Cisneros lo tomó como una revancha por su falta de sometimiento y comenzó a insultarlos. Los guardias se abalanzaron para reducirlo. El primero recibió una trompada que enfureció a los demás. Lo llevaron a un pasillo, lo esposaron, lo rociaron con gas pimienta y lo castigaron con alevosía. Una de las patadas le dio en la sien; Cisneros murió al instante. Los cuatro guardias declararon que fue un suicidio. Que Patricio, a pesar de estar esposado, los había atacado con una faca. Aseguraron que estaba descontrolado y golpeó su cabeza contra la reja una y otra vez hasta perder la vida. El testimonio de los testigos desbarató la insostenible versión. Los guardias fueron condenados a prisión perpetua. El director, el subdirector y el jefe de Asistencia y Tratamiento de la Unidad 46, fueron apartados del caso. Los verdaderos culpables, el sistema político que permitió el ingreso de esos agentes sin preparación, no se hizo cargo de la muerte. Los intendentes siguieron recomendando gente para vigilar a los presos. Otro episodio sorprendente ocurrió en la Unidad 50 de mujeres de Mar del Plata. Uno de los guardias de los muros fue reconocido por un agente del servicio como un ex delincuente que había estado detenido en el penal de Dolores por secuestro extorsivo. El director de la unidad lo desafectó del muro y elevó los antecedentes a sus superiores. El guardia apeló a la Justicia y siguió en su cargo; el director fue acusado de discriminación. Los bajos salarios y el pésimo nivel de selección del personal hicieron que las cárceles se tornaran más inseguras y que los guardias se desmoralizaran ante el avance los presos favorecidos por la política, por algunos jueces y por los organismos de derechos humanos. Las fugas crecieron por este cóctel de circunstancias. Cuando se habla de huidas de presos, el pensamiento remite a túneles, motines, tomas de rehenes, salidas a sangre y fuego o evasiones con sogas y ganchos. Esos escapes son parte del pasado. Ahora hay descuidos, negligencia y corrupción que permiten que el preso salga caminando sin violencia y sin forzar candados. En la primera parte de 2012 hubo decenas de evasiones. Las más de las veces la opinión pública no se entera porque son recapturados a los pocos días. Solo de las casas para los presos de buena conducta en los alrededores de las penitenciarías llegó a haber más de veinte fugas mensuales. No se comprende cómo se fugan presos de buena conducta. Pero los legajos también se compran y se cambian las calificaciones de conducta que permiten que delincuentes peligrosos habiten esas casas de régimen semi abierto. Algunos se quedan por un tiempo y las utilizan de guarida para salir a robar. ¿Quién va a buscar a un ladrón dentro de una cárcel? Cuando juntan algún dinero, se fugan definitivamente.
No hay sumarios, no hay condenas ni intenciones de anular el beneficio porque para algunos carceleros es un negocio. En los primeros días de 2013, un suboficial de la Unidad 9 acomodó en su baúl a Spadafora, un preso condenado por robo. Lo sacó a las cinco de la tarde y media hora después lo dejó en la puerta de una agencia de remises. Quedaron en verse unos días después. Cuando se hizo el recuento de presos a las diez de la noche, Spadafora no estaba. Desde la jefatura le advirtieron al director que debía quedarse en la unidad hasta averiguar qué había pasado. Cuando comenzó el interrogatorio del personal, descubrieron que un solo suboficial estuvo en el sector de talleres y que era el único que había ingresado al penal con su automóvil. La investigación se centró en el hombre. Por los relatos de otros guardias se supo que mantenía conversaciones diarias con el fugitivo. El suboficial se quebró y admitió que lo ayudó a escapar a cambio de veinte mil pesos que, según dijo, todavía no había cobrado. No costó mucho detener al prófugo. Los investigadores fueron hasta la agencia de remises y el chofer les dijo dónde había dejado al fugitivo. Entre las fugas más escandalosas, donde se sospechó de los penitenciarios, estuvo la de Marcelo Adrián Segovia, alias «Monguito», que el viernes 20 de julio de 2012 se fue caminando de la Unidad 23 del Complejo de Florencio Varela. El interno cumplía una condena a veintinueve años de prisión por un robo en junio de 2010 en el que había matado por la espalda al comerciante Emiliano Martino. Ninguno de sus compañeros sabía que se iba a fugar. No era como en otras ocasiones cuando las fugas se planeaban y participaban varios presos. Esta fue inesperada. Segovia estaba en la Unidad 23 de máxima seguridad por su condición de reincidente, por su peligrosidad y por recomendación del juez que lo condenó. El viernes 20 de julio, según la versión oficial, se vistió de mujer y se fue del penal caminando al lado de su pareja mezclado con las visitas. A la noche, al hacer el recuento se dieron cuenta de su ausencia. Los presos no creyeron la versión. «Era muy feo como para vestirse de mujer. Salió caminando, estaba arreglado con la gorra porque muchos estaban en el final de la carrera.» Lo cierto es que la jefa del Servicio Penitenciario Bonaerense, Florencia Piermarini, separó de su cargo al jefe de la Unidad 23, Horacio Barrera y a cinco oficiales más. Barrera estaba a punto de ser pasado a retiro por las constantes denuncias de los internos. En la investigación sobre su responsabilidad, buscaron en ese inminente alejamiento las razones de la fuga. Monguito fue recapturado a las tres semanas del escape en un aguantadero de Luján. El prófugo venía de Fuerte Apache donde eludió un allanamiento. En la nueva guarida llevaba una semana sin salir. Como necesitaba víveres se comunicó por teléfono con Claudia Pérez, su pareja, que estaba detenida en Mercedes por ser su cómplice en el asesinato del comerciante. La mujer le pagó a una interna para que le pidiera a su visita que le llevara las provisiones a Monguito. Florencia Piermarini se contactó con oficiales de confianza del servicio penitenciario que hicieron las escuchas con orden judicial y trabajaron en contacto con la policía. El operativo permitió detener al prófugo en el momento en que un adolescente de quince años le llevaba una tarta y gaseosas a su refugio de Luján. Un mes antes, en junio de 2012, del complejo de Florencio Varela, pero de la Unidad 32, se escapó Ariel Boytovich que estaba condenado a prisión perpetua por ajustes de cuentas con dos
hampones a los que mató de una manera brutal. Boytovich salió de la Unidad 32 escoltado por cuatro guardias para visitar a su padre que estaba muy enfermo en su casa de Parque Barón en Lomas de Zamora. Los atendió la mucama y lo que llamó la atención fue que los guardias no se sorprendieran de que les dijera que el padre no estaba porque había ido a ver al médico de urgencia. Nadie la interrogó. Si la enfermedad era grave no se entendía cómo el médico no iba a su domicilio. Lo aconsejable, ante el inconveniente, era regresar a Florencio Varela, pero los guardias le permitieron esperar el regreso del enfermo. Boytovich ingresó solo a la casa a cambiarse de ropa. La actitud laxa de los penitenciarios fue al menos sospechosa. Boytovich se encerró en una habitación, aflojó los tornillos de dos maderas cruzadas que simulaban una puerta tapiada y escapó por la parte trasera del terreno. La fuga había sido preparada con tiempo. La fiscal Mariana Monti de Lomas de Zamora sospechó de los cuatro guardias pero no logró que el juez los condene; se les inició un sumario administrativo. Boytovich sigue en libertad. Menos complicada fue la fuga del 6 de mayo de 2012 del penal de Bahía Blanca. En la madrugada del domingo, Sebastián «la Cabra» Carbajal y Luciano «Chano» Martín se escaparon de un pabellón de máxima seguridad forzando las rejas de la celda. Según el oficial de seguridad, ayudados por palos de escoba treparon los muros del penal, uno de cinco metros y el externo de siete metros. La explicación no convenció. Es imposible que desde las garitas no los hubieran visto. La investigación encontró responsable a un oficial que pasó a disponibilidad. Chano fue recapturado y la Cabra sigue libre. El sábado 2 de junio de 2012, la Argentina goleó a Ecuador cuatro a cero por las eliminatorias al mundial de Brasil de 2014. Los televisores monopolizaron la atención de presos y carceleros del penal de Batán en Mar del Plata. Lionel Messi encandiló a todos. Pero hubo cuatro presos desapasionados que estaban más interesados en su libertad que en la selección argentina. Walter Santamarina, Pablo Cabrera, Cristian Tapia y Daniel Ríos se quedaron con sus visitas hasta poco después de las siete de la tarde. De allí se fueron a un patio interno y con ganchos y sábanas escalaron el muro de ocho metros y luego cortaron parte del alambrado perimetral para ganar la calle. Dos horas más tarde, cuando se hizo el recuento, los guardias descubrieron la ausencia del cuarteto. Llamó la atención que los vigilantes que estaban en el muro no los hubieran visto trepar. La distancia entre las garitas es de veinticinco metros. Además no fue uno, sino cuatro los que escalaron la pared, lo que implica una demora mayor. Las opiniones están divididas: unos piensan que la zona fue liberada y los más pragmáticos que los guardias estaban viendo el partido por televisión. Cuando se hizo el sumario, no se encontraron culpables ni separaron a penitenciarios del cargo. La impunidad hizo que en el mismo penal, poco tiempo después, el 28 de julio de 2012, se fugara Pablo Lapenta de veinte años, que estaba encarcelado hacía cuatro días por robo a mano armada. El interno escapó de la Alcaldía haciéndose pasar por Guillermo Cisneros, que debía ser excarcelado ese día. Lapenta salió caminando por la puerta del penal sin que nadie verificara su identidad. Horas después, cuando la madre de Cisneros se comunicó con el penal para preguntar por qué no habían liberado a su hijo, descubrieron el error.
Pero el escape más burdo fue el de Gustavo Maciel Villaverde, alias «Poxi» o «el Simulador», que fue lugarteniente de Néstor «Sopapita» Merlo, un delincuente de la villa El Mercado de Caseros. Sopapita era idolatrado por los delincuentes porque a mediados de los noventa fue uno de los más conocidos ladrones de la zona Oeste. Su banda enfrentaba a las de la vecina Carlos Gardel y consiguió más cartel cuando baleó el frente de una comisaría con una ametralladora. Pero el mito terminó de la manera más humillante en 1996 cuando un almacenero boliviano lo mató a martillazos para impedir que le robara. El comerciante tuvo que irse de la villa porque le tirotearon el comercio y amenazaron a su familia. Sopapita fue enterrado y despedido con una salva de balas. El periodista Enrique Sdrech de Clarín, que cubría el hecho, fue herido en el hombro por Poxi que estaba de francotirador en uno de los techos. Poxi fue el sucesor de Sopapita. Es un delincuente callado, no hace ostentación y se mueve con inteligencia. Se especializó en robar bancos y blindados. Utilizó con frecuencia uniformes policiales. Tenía ahorros porque, a diferencia de otros delincuentes, guardaba dinero para cambiar de vida. Poxi, que cumplía una condena de treinta años de prisión, venía preparando la fuga en la Unidad 48 de San Martín, pero el plan se complicó: habían endurecido los controles desde la muerte de Cisneros a manos de los guardias. El 5 de junio de 2012 fue trasladado desde la Unidad 30 de General Alvear a la 41 de Campana para recibir visitas durante siete días. El preso fue alojado en un lugar VIP para no mezclarlo con los demás internos. Dos días después, a las tres de la mañana, llegó una camioneta de traslado con tres oficiales del servicio penitenciario con una orden judicial. —Vengo a buscar un reintegro porque tiene que ir a declarar a tribunales —dijo el oficial a cargo. El preso se fue en la camioneta y no volvió más. El 23 de junio desde General Alvear llamaron a Campana para que reintegraran a Poxi; un juez lo estaba reclamando para declarar por dos causas. En la unidad le dijeron que hacía dieciocho días que se lo habían llevado con orden judicial y creían que estaba en Alvear. En ese momento se dieron cuenta de la fuga y comenzó la investigación. El plan era burdo y no entendían cómo no advirtieron que el vehículo, los uniformes y la orden judicial eran falsos. Poxi es un delincuente de alta peligrosidad y lo entregaron sin tomar recaudos. Fue tan grande el escándalo por la vergonzosa fuga que la jefa del Servicio Penitenciario Bonaerense le presentó la renuncia al gobernador Daniel Scioli, pero no se la aceptaron. Lo que agravó más la huida fue que el 18 de julio de 2008, cuatro años antes, Poxi se había escapado de la Unidad 9 de La Plata con la misma argucia de la orden judicial falsa. En esa oportunidad se fue caminando porque falsificó la firma de la secretaria del Juzgado Nº 3 de Morón, Verónica Jerez. Cuando la jueza a cargo inspeccionó la cárcel y pidió ver al reo, que tenía reclusión perpetua, los guardias le dijeron que desde su juzgado le habían concedido el beneficio. La magistrada pidió ver los papeles y así descubrió que habían trucado la firma de su colaboradora. Estuvo tres años en libertad y lo recapturaron el 1º de diciembre de 2011 tras un intento de robo a mano armada y un tiroteo con la policía de San Miguel donde murió un cómplice. Se movía con documentos falsos a nombre de Marcelo Ramón Salazar. La investigación por la fuga de Campana comenzó con el seguimiento del jefe de la unidad y el estudio de sus cuentas bancarias y patrimonio. El hermano de Poxi, que estaba detenido en Lomas de
Zamora, fue trasladado a Sierra Chica porque se sospechó que pagó a un penitenciario por el traslado a Campana. El delincuente estuvo prófugo cinco meses. A mediados de noviembre de 2012 fue apresado por el personal de la División de Drogas Ilícitas de San Miguel. En el procedimiento secuestraron dos pistolas 9 mm, una 45 y dos uniformes policiales. Durante todo ese tiempo, el delincuente estuvo vestido de policía. Robaba amparado en el uniforme. Por las calles del Conurbano Oeste caminaba como si fuera un suboficial que cuidaba la vida de la gente. Pero el caso más sorprendente fue el del penal de Gorina durante las inundaciones de La Plata. Gorina está a diez kilómetros de la capital bonaerense. El 6 de abril de 2013 a las 7:40 cuando hicieron el recuento faltaban los presos Víctor Fraga y Federico Barea. Ambos estaban en celdas de castigo. Cuando hicieron la inspección dedujeron que se habían escapado por la salida de la calefacción hasta el patio y luego sortearon el perímetro de seguridad. El escape era imposible sin ayuda interna, pero el sumario no encontró culpables y sancionaron a oficiales de baja graduación. El director del penal al poco tiempo fue ascendido. El domingo 7 de agosto de 2011 una doble fuga de la Unidad 32 de Florencio Varela comprometió a jefes penitenciarios. La relación estrecha que dos gitanos mantenían con los directores de la unidad llamó la atención de los guardias; no hay amistad entre presos y carceleros, sino sociedades y siempre con dinero de por medio. Los delincuentes gitanos tienen fama de pagar para estar bien dentro del penal o comprar fugas. En la división de clases sociales dentro de la cárcel, están entre los que tienen dinero. Ese día, Hugo Miguel y Gustavo Traico, los gitanos privilegiados por la cúpula de la unidad, aprovecharon una serie de llamativas distracciones y se fueron del penal. Hugo Miguel tenía una amplia libertad de movimiento porque prestaba servicio en el Casino de Oficiales que estaba fuera del penal. Aunque ese día no tenía que trabajar y por lo tanto no debía salir, nadie se lo impidió y fue hasta el sector de talleres donde Gustavo Traico, que tampoco debía estar allí porque no tenía visitas, estaba con el guardia Ángel Zabala. Eran las ocho de la mañana y el penal tenía un gran movimiento. Los tres conversaban animadamente hasta que Zabala los dejó solos porque dijo que tenía que controlar otro lugar. Cuando el guardia regresó los presos no estaban. A los pocos segundos de que el guardia se marchó, los gitanos fueron hasta el portón divisorio de las unidades 24 y 32 que estaba cerrado con un candado sin llaves y que se abrió cuando Miguel le dio un certero golpe con la mano. Encontrar un portón que se abre tan fácilmente en un penal de alta seguridad solo se logra con la ayuda divina o la de un carcelero amigo. A partir de allí ganar la calle fue un trámite. Cuando el Ministerio de Justicia inició la investigación estaban convencidos de que la fuga había sido comprada. Los primeros pasos les dieron la razón. Los dos internos tenían beneficios inconcebibles otorgados por la jefatura del penal. Se movían como si fueran presos de buena conducta y podían deambular por todos los sectores. Esos privilegios se los había otorgado el director de la unidad, el inspector mayor Pablo Keegan, a través de disposiciones internas a las que les puso su firma.
Para recibir esos beneficios los presos deberían haber pasado por juntas de psicólogos y asistentes sociales, algo que no sucedió. Los oficiales dijeron que los dos hombres estuvieron a prueba durante un año y demostraron ser personas de confianza. Cuando les preguntaron si sabían que eran criminales peligrosos, uno de ellos respondió que no había leído en detalle los legajos. El gitano Miguel en el momento de la fuga tenía cuarenta y cinco años. Morocho robusto con sobrepeso, purgaba una condena en primera instancia de veinticinco años de prisión por cuatro homicidios. Integraba una banda de gitanos que asaltaba con violencia a ancianos que cobraban pensiones de Europa. En 2007, durante el robo en una casa de Hurlingham, mató a María Epifania Di Ciccio, de ochenta y un años. Traico cumplía una pena de siete años por doble robo calificado. Hacía dos meses que había sido apresado. Era pariente lejano de Miguel. Entre los carceleros llamaba la atención la confianza que tenían los evadidos con el director Keegan y con el subdirector de Asistencia y Tratamiento, el prefecto Luis Morete. Por la fuga, Keegan, Morete y el prefecto mayor Ebert Rojas, los máximos responsables del penal, pasaron a disponibilidad absoluta; perdieron el derecho de uso del grado que tenían en la fuerza. Zabala, el guardia que dejó de vigilarlos, cumplió un arresto de treinta días. Miguel con su esposa y su hija de cuatro años se mudaron al Uruguay, tenían a toda la policía argentina detrás de ellos. El Gitano pronto rehizo su vida. Comenzó a estafar gente en Montevideo e hizo algunos robos. Luego alquiló un chalet en el barrio El Pinar de la ciudad balnearia de Atlántida. Miguel manejaba dinero en efectivo para no dejar huellas. Alquilaba autos de alta gama en Montevideo que, después de los robos, dejaba abandonados. Pronto al balneario llegaron tres oficiales de Interpol que le pidieron colaboración a la policía local. —Ustedes tienen acá a un argentino prófugo de la cárcel condenado por cuatro homicidios —le dijo el hombre de Interpol al comisario. Cuando los policías vieron la foto comenzaron la búsqueda. En la tarde del viernes 7 de octubre de 2011, dos meses después de la fuga, un agente que custodiaba el casino de Atlántida identificó al prófugo. Los investigadores pidieron las filmaciones de las cámaras de seguridad del casino y se quitaron todas las dudas, era el hombre que reclamaba Interpol. El Gitano fue apresado a las cuatro de la mañana del sábado después de un aceitado operativo policial. Le cayeron encima sin darle chance a defenderse. Lo rodearon y lo apuntaron con las pistolas. El Gitano no se resistió; les ofreció una fuerte suma de dinero. —Tómenlo, pero no me arruinen la vida —les dijo. Miguel como buen estafador era melodramático cuando se lo proponía. Cuando allanaron su casa encontraron dos mil quinientos dólares, tres mil euros y siete mil pesos argentinos. Poco tiempo después, en Salta, fue apresado el otro gitano, Gustavo Traico. Esta fuga hizo que el Servicio Penitenciario Bonaerense hiciera algunos ajustes. La Dirección de Inspección y Control, dependiente de la Subsecretaría de Política Criminal e Investigaciones Judiciales del Ministerio de Justicia y Seguridad comenzó a llevar adelante todos los sumarios por corrupción.
Sospechaban que cuando estuvieron a cargo de la jefatura del servicio penitenciario encubrían a su gente. Las fugas compradas, pese a este endurecimiento en los castigos, no cedieron y a mediados de 2012 se decidió cambiar el proceso de selección del personal y terminar con las recomendaciones de los intendentes. Las inscripciones para cubrir cuatrocientas vacantes se hicieron por la página web del servicio penitenciario. Se anotaron seis mil hombres y mujeres. El examen de ingreso fue estricto y se seleccionaron a los mejores cuatrocientos aspirantes que resultaron ser los de más elevado nivel de estudios; casi todos habían completado el colegio secundario. El curso de capacitación duró cuatro meses y se incorporaron nuevos profesores y nuevas materias. El 17 de mayo de 2013 en un acto en el Estadio Único de La Plata, los cuatrocientos suboficiales hicieron el juramento. El primer día de junio comenzaron a trabajar. También empezó a reforzarse el control de los que habitan las casas extramuros, y las fugas en los primeros ocho meses de 2012 se redujeron a cuarenta y dos contra casi ochenta del mismo período de 2011. Se eliminaron los talleres de chapa y pintura de automóviles que, si bien representaban ingresos para el servicio penitenciario y para los reclusos, terminó siendo un lugar de corrupción porque se desarmaban autos robados. A partir de 2012 se aumentaron los costos para las empresas que encargaban trabajos en las distintas unidades. El precio de la hora subió considerablemente ante las denuncias de que los presos eran mano de obra esclava. Los internos que trabajan ocho horas reciben un salario mínimo. Confeccionan ropa y calzados, fabrican hornos industriales, faenan pescado en Batán, Mar del Plata, y trituran tomates, entre otros trabajos. Todavía es escasa la cantidad de reclusos que está volcada a estas tareas. De todas maneras, estos esfuerzos son microscópicos ante la gigantesca corrupción organizada que involucra, además, a la Justicia y a la policía.
CAPÍTULO VI
Los cazadores
En 2002 el Servicio Penitenciario Bonaerense atravesaba serios problemas por la elevada corrupción en la fuerza, el crecimiento de las fugas y el hacinamiento que había convertido a las cárceles en lugares de desmedida violencia. Los guardias no tenían el control de los penales. La cárcel de Olmos estaba tomada por «Los Pitufos» que la habían transformado en un inmenso queso gruyere al perforar todas las paredes de las celdas y pabellones para estar comunicados por dentro. En la prisión de Azul, «las palmeras», como se denominan a las camas superpuestas, llegaron a tener ocho pisos. Quien se caía dormido del catre más alto, podía perder la vida. Hoy «las palmeras» se forman con dos camas, la más alta es para el preso de menor cartel. La comida era escasa y mala porque al preso no le llegaba todo lo que se compraba. En medio de esta anarquía se nombró al frente del Área de Operaciones de la Secretaría de Información al subprefecto Hugo Rascov, el oficial que encabezó el Grupo de Operaciones Especiales (GOE) del Servicio Penitenciario Bonaerense durante el motín de Sierra Chica. Rascov se encontró con un grupo joven y con ganas de revertir la espantosa imagen de la fuerza que compartió inmediatamente su plan: «Desde ahora ponemos todas las fichas en las recapturas, no le podemos dejar esa tarea a la policía porque los presos se nos escapan a nosotros», les dijo. El nuevo jefe tenía entrenamiento de comando. Había ingresado a la escuela de cadetes en 1979 y su primera tarea fue en Olmos donde le tocó actuar en el motín del 3 de noviembre de 1983. El penal se retomó a sangre y fuego y hubo dos presos muertos. La presión de los organismos de derechos humanos hizo que lo trasladaran junto a otros oficiales que participaron de la represión. El paso más importante de su carrera lo dio en 1984 cuando fue seleccionado junto a otros nueve oficiales para hacer el curso de comando en la Policía Federal. Aprendió tiro nocturno, estrategia e inteligencia y se transformó en un eficiente tirador táctico, como se designa al que dispara en movimiento con rapidez y puntería. Manejaba toda clase de armas y podía hacer estragos con el pequeño cuchillo que llevan los comandos. Había practicado boxeo chino a los trece años en La Plata, su ciudad natal. Su instructor fue José María Cañón que se hizo leyenda porque Patricio Rey y los Redonditos de Ricota lo mencionaron en la letra de «Masacre en el Puticlub». Buena faena de tajo y talón, Ruedan los dientes del negro Cañón, Su mala leche no siente dolor Y arroja entrañas por todo el salón.
Luego se perfeccionó en Taekwondo. En el barrio lo apodaban «el Karateka», en el servicio penitenciario, al ver la habilidad para manejar el cuchillo, lo llamaron «el Indio». Bromeaban con su pasión para recapturar presos, le decían que era capaz de cortarles el cuero cabelludo. A los veintidós años era un avanzado comando. Su aspecto podía confundir al que intentaba desafiarlo. Su baja estatura y facciones que no mostraban a un combatiente sino a un hombre retraído, hubieran animado a cualquiera a pelearlo. Pero Rascov evitaba los conflictos porque sabía de su capacidad de hacer daño. Recibió desafíos callejeros por parte de quienes se sentían más fuertes físicamente pero los eludió, prefirió pasar por temeroso antes que complicarse y complicarle la vida a su desafiante. El Karateka es una persona de elevada inteligencia que calcula los costos antes de emprender alguna acción. Cuando llegó al nuevo destino el grupo estaba formado. Eran profesionales jóvenes y además capacitados. Los que manejaban el área informática conducidos por Pablito podían entrar en las redes más complicadas para obtener información. Descifraban códigos y encontraban las claves. El personal de calle tenía formación de comando y eran jóvenes arriesgados. Podían vivir en los lugares más inhóspitos si era necesario. Aldo y «el Viejo M» tenían informantes en todos los niveles. Había delincuentes que los contactaban para darles datos necesarios a cambio de ayuda para alguna pareja o familiar. El nuevo jefe decidió que cinco personas iban a estar permanentemente en las calles y el resto iba a analizar y a procesar la información. La lista de prófugos se clasificó de acuerdo con la peligrosidad. A la cabeza estaban los más peligrosos. Tenían una sola regla: no se descartaba la información ni la manera de conseguirla. Por supuesto, las formas no incluían golpes ni torturas, solo buscaban a los delatores y negociaban con ellos. Lo primero que hizo fue cambiar el aspecto de los hombres que iban a la calle. Se les permitió el pelo más largo, portar barba de varios días y hasta vestimenta andrajosa si la situación lo requería. Rascov estaba dispuesto a terminar con los estereotipos que regían en ese momento. Quería un organismo de inteligencia que no solo controlara lo que pasaba en los penales, sino que fuera operativo en las calles. En la búsqueda de datos iban a las villas o hacían operaciones de entrecruzamiento de datos. De manera encubierta, obtenían informes de hackers. Hacían seguimientos de las visitas de los presos y anotaban cualquier dato de interés. Detectaban a los que podían vender información y ganaban la confianza de vendedores ambulantes y taxistas. Los personajes estacionados en las veredas y los encargados de edificios también eran fuente de información. En las computadoras comenzaron a almacenar fechas, aniversarios, datos de amantes, amigos y parientes de los presos. Los días de la madre, Navidad o cumpleaños eran favorables para las capturas porque el evadido iba a alguno de los domicilios que tenían en sus archivos. Como cada año hay un solo día de la madre, el más sagrado para el preso, se seleccionaba al prófugo más peligroso porque no podían cubrir todo el espectro de sospechosos. El amor a la madre hacía que fuera fatal para la mayoría de los fugitivos que dejaban de lado las precauciones para saludar a la «vieja». Otra de las directivas era evitar la violencia, por eso cuando rodeaban a un fugitivo lo «carancheaban», es decir le caían en amplia mayoría numérica para que desistiera de resistirse y provocar un enfrentamiento en la vía pública. El operativo se realizaba con la colaboración de los
policías de la zona a los que se les avisaba a último momento para que no entorpecieran la operación. Sabían que en la policía no todos eran confiables, por eso no fueron escasas las veces que pasaron por encima de los comisarios. Dentro del servicio penitenciario le ocultaban datos a algunos directores; cuanto menos gente supiera de sus movimientos, mejor. Siempre había un oficial del grupo en la calle. Otros recibían información de los presos que, a cambio de mejores condiciones de detención, entregaban datos sobre los prófugos o sus contactos. El día de visitas a las cárceles, los presos se ponen al día por las informaciones que les traen sus parejas, familiares o amigos. Uno de los temas es la vida de los que se escaparon. En las villas siempre hay información sobre el que llega a buscar refugio porque es buscado por la policía. Los presos siempre tienen la última información sobre los prófugos. Por eso eran una de las fuentes del grupo. También buscaban a los comisarios que querían levantar puntos ante sus superiores; la captura de un prófugo les daba prestigio. No es lo mismo arrestar a un criminal que a un «punga» (carterista). Cuando ganaban la confianza del comisario ponían a uno de sus hombres para acompañar la ronda del jefe de calle. Esos destacamentos eran ideales para el grupo. A veces, cuando se sentían próximos a un fugitivo, dormían en la comisaría. Como había presión política para dar imagen de que la seguridad mejoraba en la provincia de Buenos Aires, los comisarios estaban dispuestos a remontar la estadística de su dirección para que no los dieran de baja o los trasladaran por algún fracaso. Una buena captura tenía la forma de ascenso. Un oficial en la base reunía toda la información dispersa y la analizaba. En uno de los entrecruzamientos de datos surgió el nombre de las parejas de los prófugos que cobraban algún subsidio del Gobierno por desempleo, por ayuda familiar, escolar o embarazo. Cuando extendieron la búsqueda, se sorprendieron porque había prófugos que seguían recibiendo subsidios como jefes de hogar o desempleados. Los especialistas en informática comenzaron a cargar en sus bases de datos los nombres de las concubinas, sus fotos, los apellidos de las visitas que recibieron mientras estaban en la cárcel y luego incorporaron el calendario de pagos y las sucursales del Banco de la Provincia de Buenos Aires donde se hacía efectivo el subsidio. Cruzaron los datos y decidieron vigilar las filas frente a los cajeros automáticos porque los subsidiados estaban bancarizados y retiraban el dinero con tarjetas de débito. El resultado fue sorprendente: más de veinte fugitivos fueron atrapados haciendo fila frente al banco. Algunos acompañaban a su mujer a cobrar, y otros aún tenían asignado el subsidio: el Gobierno jamás se los retiró aunque hubieran delinquido. La falta de entrecruzamiento de datos entre la Nación y la provincia permitía que un criminal prófugo cobrara un sueldo del Gobierno. Así descubrieron que había delincuentes en actividad cuyos ingresos eran los robos y los subsidios. Cuando detectaban a un prófugo, pedían refuerzos y lo rodeaban entre siete. De esta manera, alejaban cualquier chance de tiroteo o de lucha cuerpo a cuerpo. «El Indio» Rascov les decía: «No te hagas el malo, ninguno se quiere morir hoy». No todas las recapturas fueron tan simples como las de los que cobraban subsidios. A mediados de 2004 tuvieron datos de que una de las mujeres prófugas estaba refugiada en una villa de Morón junto a su pareja.
Se apostaron por horas delante de la puerta hasta que llegó una ex compañera de la cárcel — arreglada con los captores— a golpear la puerta. Cuando la evadida salió a conversar a la vereda, los hombres del grupo la tomaron desde atrás por los brazos. La mujer comenzó a gritar y salió su pareja; un gigante dispuesto a golpear sin medir las consecuencias. Uno de los oficiales, con pulso firme para que no quedaran dudas de sus intenciones, lo encañonó en la frente con la pistola 357. El gigante comenzó a retroceder a los saltos. «Quedate tranquilo que la llevamos a la comisaría», le dijo y el hombre que lo único que quería era que a su mujer no le pasara nada, se metió en su casa y cerró la puerta. La fama del grupo fue creciendo y fueron clave en un caso que tuvo en vilo al gobierno nacional, al gobernador Felipe Solá y a las policías federal y bonaerense. Patricia Nine había sido secuestrada el 28 de noviembre de 2004 por un grupo comando de diez delincuentes que se movían en tres vehículos; todos llevaban puestas máscaras del hombre araña. La mujer de treinta y siete años iba apresurada porque faltaban diez minutos para ingresar al colegio. Llevaba a sus dos hijas y sus dos sobrinas y no quería que llegaran tarde. Pero imprevistamente tuvo que clavar los frenos cuando fue encerrada por los tres vehículos. La hicieron bajar del automóvil y la pasaron a uno de los suyos. Los cuatro chicos quedaron abandonados. El cuadro fue desolador e impactó a la opinión pública que reclamaba más seguridad. Los medios multiplicaron la noticia y en el Gobierno no había respuestas. Néstor Kirchner presionó a Solá para que resolvieran el caso con urgencia. Las encuestas indicaban que había una caída de la imagen presidencial. Al día siguiente, el padre de Patricia, Eduardo Nine, recibió una llamada en la que le pedían un rescate de un millón quinientos mil dólares. Los delincuentes sabían que el hombre tenía una considerable fortuna. Era propietario de un shopping, una arenera y el desarrollador de un barrio privado. La policía no lo dejó pagar e intervino las líneas de comunicación. El secuestro se prolongaba y las presiones también. Si bien se estaban acercando a la resolución del caso, la pista clave la aportó el Grupo de Operaciones del servicio penitenciario. La gente de Rascov había recibido la información de la amante de un preso que estaba en una cárcel de alta seguridad. La mujer pidió mejores condiciones de detención para su pareja y un trabajo estable para ella. Cuando transmitieron las exigencias, León Arslanián, que era el ministro de Justicia de Felipe Solá, aceptó. La amante conocía el domicilio exacto donde estaba secuestrada Patricia Nine, en la calle Gallo del partido de Moreno. A esta altura se habían desplegado más de mil quinientos policías que habían allanado cuarenta y seis viviendas sin resultados alentadores. El dato del grupo que comandaba Rascov fue exacto. En esa dirección encontraron a Patricia Nine amarrada a una cama. Los agentes entraron a sangre y fuego. El sargento Aquino se arrojó sobre la secuestrada para cubrirla y recibió un disparo en la espalda que no lo afectó porque tenía puesto el chaleco antibalas. Uno de los secuestradores murió acribillado y el otro se suicidó al grito de «no me entrego». La investigación se profundizó y se pudo detener a toda la banda que había participado en alrededor de treinta secuestros en la Argentina y Paraguay. Entre sus víctimas estaba Cristian Riquelme, hermano de Román, el jugador de fútbol de Boca Juniors. No todos los secuestrados por la banda habían sido reintegrados; al menos dos empresarios fueron asesinados.
La investigación permitió detener a todos los involucrados y se descubrieron conexiones con la policía. Néstor Kirchner, presidente de la Nación, no dejó pasar la oportunidad para capitalizar el éxito. Llamó a la familia Nine y recibió a Solá y Arslanián. Los policías que la liberaron fueron ascendidos. «Solamente la acción conjunta de las fuerzas de seguridad, la investigación judicial y la coordinación absoluta en ambos niveles pudo garantizar un resultado como el que se obtuvo. Para llegar a este fin hubo muchos días de trabajo silencioso y tenaz en conjunto», declaró Solá a la prensa. Después de esta acción, el grupo de Rascov fue felicitado por el gobernador pero casi en silencio como sucede con las fuerzas de inteligencia. El hecho desvió las miradas hostiles que había dentro del servicio penitenciario. La cúpula no estaba de acuerdo con los métodos del Indio y su gente y querían terminar con esa división de operaciones, pero ahora deberían soportarlos. En varios momentos el destino jugó a favor de los cazadores. Lo puede atestiguar Andresito, uno de los integrantes del grupo que salvó la vida por un detalle durante la búsqueda de Miguel Ángel Vecchio, un delincuente fanático de River Plate que disparaba su arma al menor movimiento que no comprendiera a su alrededor. Rascov y su gente tenían información de que iba a ir el domingo al estadio Monumental a alentar a su equipo. El hombre acostumbraba a mezclarse en el centro de la tribuna alta con «Los borrachos del Tablón», la barra brava del club. Un grupo de agentes del servicio y de la policía se ubicó en la tribuna San Martín disfrazados de simpatizantes para acercarse al núcleo de la barra brava, mientras Rascov y dos oficiales se sentaron en la sala de monitoreo para ubicarlo a través de las pantallas de alta definición. Cuando asumieron el fracaso del operativo y se iban a retirar, recibieron un llamado; Vecchio había sido visto en la villa Centenario. El grupo partió a buscarlo y rodearon la casa. El delincuente, intuyó que lo estaban rodeando porque en un instante todo estaba en silencio. Se subió al techo para tener un mejor panorama y vio a los penitenciarios. Les comenzó a disparar pero enseguida respondieron el fuego y fue alcanzado por una bala, rodó por el techo y cayó al piso. La herida era grave. El disparo le había perforado el pecho y afectado un pulmón. A pesar de su estado, Vecchio le dijo a Andresito: —Te tuve en la mira y te pude haber matado pero no lo hice porque tenías puesto el gorro de River. Seré una mierda pero tengo códigos; yo no puedo matar a un hincha de River. La eficiencia y el prestigio del grupo fueron creciendo. Localizaron a fugitivos como Raúl Balsas, que estaba evadido desde agosto de 1998. El 20 de junio de 2005 lo identificaron en una cárcel de Sevilla, en España. Inmediatamente se solicitó su extradición. También lograron extraditar a fugitivos detenidos en Paraguay. El hallazgo más inesperado fue el de Enrique Hinze, que tenía tres homicidios en su haber. Se había fugado de Gorina en enero de 2003. Entre sus víctimas estaba Diego Santa Marinha, al que sorprendió en el auto en San Isidro mientras se besaba con su novia. El descuido de la pareja fue trágico. Hinze los hizo bajar del auto. Despojó al muchacho de la billetera y el celular y le pegó un tiro en el estómago. Sin guardar la pistola se subió al auto, cerró la puerta y pasó con el vehículo por encima del cuerpo del joven. Hinze estaba al comienzo de la lista de los delincuentes que Rascov quería atrapar.
Llegaron de manera casual. El 5 de marzo de 2005 en un allanamiento en la villa Carlos Gardel, encontraron correspondencia. Al analizarla se enteraron, por un párrafo perdido en una de las cartas, que el delincuente estaba detenido desde el 26 de diciembre de 2004 en la comisaría quinta de La Matanza bajo el nombre de Sergio Ferloni. Al instante alertaron al comisario y un cuerpo del servicio penitenciario lo reintegró a prisión. Fue fácil identificarlo por los tatuajes. En un hombro, tenía dibujado un payaso asesino inspirado en el tema de Los Redonditos de Ricota. En el pectoral derecho se leía «muerte a la yuta» y en el brazo derecho estaba el logo de la banda de rock Deep Purple. El brazo izquierdo mostraba al Diablo. Pero no todos los policías facilitaban la tarea de los cazadores. Con algunas comisarías hubo problemas. En 2004 las pistas de un fugitivo los llevaron a una villa de Morón. Pero cada vez que se acercaban, el hombre desaparecía. Se dieron cuenta de que alguien le avisaba de su presencia; decidieron hacer el operativo sin participación de la policía. —Indio, el «querusa» compró la dormida a la DDI (Dirección de Investigaciones) —le dijo uno de los oficiales a Rascov en alusión a que algunos policías recibían dinero para encubrirlo. —No nos comuniquemos más con ellos —les ordenó. A los veinte días llamaron de la comisaría para ver cómo marchaba la pesquisa. —¿Hay novedades? —le preguntó el comisario a Rascov. —Levantamos el procedimiento porque nos enteramos de que se fue a la mierda. El Indio no hizo mención a que habían infiltrado a un hombre en la villa, que se hacía pasar por un delincuente de paso huyendo de la policía. Al agente encubierto no le costó demasiado seducir a la hermana del prófugo, una flaca que tenía sexo con cuanto hombre joven se le acercaba. A través de ella consiguió información sobre sus movimientos. Cuando se enteró de que iba a San Martín le avisó a Rascov, quien inmediatamente se puso en contacto con la DDI de la zona que le era leal y lo capturaron. El incendio del penal de Magdalena cambió varios destinos además del de los oficiales encargados del penal y de los familiares de los treinta y tres internos fallecidos. El siniestro hizo que el 17 de octubre de 2005, las autoridades del servicio penitenciario le pidieran al grupo que actúe de apoyo para el traslado de un detenido peligroso porque no disponían de gente para hacerlo. En el recorrido, advirtieron que frente a la fiscalía de Trenque Lauquen, estaba estacionado un vehículo con el motor en marcha. Les llamó la atención porque lo más frecuente es que detengan el motor cuando están estacionados, salvo que estén preparándose para irse en cualquier momento. Avisaron de la novedad a la comisaría que envió dos móviles con efectivos que rodearon el auto y les pidieron a los dos ocupantes que se bajaran. Al revisar el vehículo encontraron una pistola 9 mm y un maletín con trescientos mil pesos. Cuando identificaron a los ocupantes la sorpresa fue grande. El hombre era Fabián Sampietro, que estaba bajo el régimen de salidas condicionales. La tenencia de ese dinero y un arma de guerra violaban las condiciones de libertad. Su acompañante era Azucena Racosta que integraba La Cantora, una organización de derechos humanos que dicta cursos de periodismo y tiene a su cargo una red de radios en las penitenciarías de la provincia de Buenos Aires. La mujer es profesora de periodismo en la Universidad Néstor Kirchner de La Plata y pareja de Sampietro desde hace varios años.
Dentro de la fiscalía había una rueda de reconocimiento para identificar a Ángel Pontecorvo, un delincuente que participaba en los proyectos de resocialización de La Cantora. Para los policías había intención de ayudar a Pontecorvo a fugarse. Para La Cantora estaba claro que se les había armado una causa. Negaron que la pistola y el dinero fuesen de ellos y acusaron al servicio penitenciario por el complot. El juez no les creyó y la pareja fue detenida. La situación se complicó porque el arma tenía pedido de secuestro, había sido robada a un policía durante un asalto en Pilar. La titular de La Cantora, Carolina Brandana, que tenía una relación muy estrecha con el secretario de Derechos Humanos de la provincia de Buenos Aires, Remo Carlotto, hizo valer sus influencias. El contacto con el hijo de la presidente de las Abuelas de Plaza de Mayo le daba poder y presentó el caso ante la opinión pública como una persecución a los organismos de derechos humanos. Racosta salió en libertad a las cuarenta y ocho horas pero su pareja fue condenada a cuatro años y medio de prisión. Sampietro había sido liberado cuatro meses antes. Acumulaba causas por robos con armas, estafas, lesiones y un asesinato. Por todos los delitos había sido condenado a veinticinco años de prisión. Pero en junio de 2005, cuando llevaba cumplidos diez años de la condena, fue liberado por un tribunal de Casación en un fallo polémico y dividido. Ahora, cuatro meses después volvía a la prisión. La Cantora presentaba a Sampietro, un hombre que pasó en prisión veintitrés de sus cuarenta y cinco años de vida, como un héroe de Malvinas perseguido por el sistema porque mató a un policía que regenteaba un prostíbulo. El hombre contaba larguísimas y heroicas historias sobre su actuación en las islas. Decía que había tomado la colina de un monte ocupado por los ingleses y que allí plantó la bandera argentina. Lo cierto es que jamás pisó las islas. Cuando sucedió la guerra tenía diecisiete años. Ningún Centro de Combatientes lo tiene registrado en sus listas. Tampoco mató a un policía: estaba en la cárcel porque el 19 de octubre de 1995 asesinó para robarle a Ricardo Zaccheo, un vendedor ambulante de la localidad de Ingeniero White. Su relación con Azucena Racosta le permitió tener el firme apoyo de La Cantora que lo presentó como una víctima de las torturas del Servicio Penitenciario Bonaerense y un emblema de la resistencia. El hombre protagonizó motines y huelgas de hambre. También denunció torturas pero se negaba a que lo trasladaran a una prisión federal, quería seguir en las prisiones bonaerenses. Sampietro era una pieza útil para La Cantora, una organización afín al kirchnerismo que recibía subsidios del gobierno nacional y de la provincia y se oponía a la existencia de las cárceles. Fernando Díaz, un abogado que era el director del Servicio Penitenciario Bonaerense y estaba identificado con los organismos de derechos humanos, se encontró ante un dilema porque sus relaciones con La Cantora no eran las mejores; cada vez que Sampietro tenía algún problema, era denostado por las publicaciones afines a la organización. Pero por otra parte, no podía estar del lado de un grupo de inteligencia al que la gente de la organización calificaba de «represores». La Cantora impuso su pertenencia al Gobierno y pidió la disolución del grupo que arrestó a Sampietro. En la presión a Díaz sumó a otros organismos de derechos humanos. Díaz intentó suavizar su decisión y dividió en dos áreas la dirección del servicio penitenciario, Inteligencia y Contrainteligencia, y crearon un área de Asuntos Internos. Rascov pasó a Contrainteligencia por escaso tiempo y luego fue trasladado, su tarea no tenía sentido. El grupo dejó
de recapturar fugitivos y se dedicó a levantar información de lo que sucedía dentro de las prisiones. Según Díaz el detonante fue el incendio del penal de Magdalena; el grupo debió haber hecho inteligencia en esa cárcel para prevenir la tragedia en vez de estar en la calle cumpliendo tareas que correspondían a la policía. Hay quien habla de una interna porque el grupo de Rascov no toleraba a Díaz por su acercamiento a los organismos de derechos humanos y porque le quitaba autoridad a los penitenciarios. Lo cierto es que hubo una distribución de panfletos contra el director que ordenó allanar las oficinas de Rascov porque creyó que era el culpable de la campaña. La disolución del grupo pudo ser una mezcla de todas estas razones, y los organismos de derechos humanos lo vivieron como un triunfo contra la represión. Pero lo cierto es que desapareció una organización que recapturó a doscientos cincuenta y siete prófugos en tres años y medio y salvaron a miles de personas que pudieron ser víctimas de esos criminales.
Los barrabravas
CAPÍTULO I
«La 12»
Los integrantes de las barras de fútbol no fueron habitantes frecuentes de las prisiones hasta que la política se introdujo en la tribuna. Desde entonces tomaron la forma de organización mafiosa. Cuando comenzó la democracia, una parte de la dirigencia sindical y política intentó tenerlos a su servicio. En ese momento terminó una forma de vida violenta pero con límites; la fortaleza de una barra la daba su destreza en las peleas o combates, como a ellos les gustaba llamarlos. No había armas de fuego, a lo sumo palos, cinturones y cadenas. Eran la pasión exaltada y la defensa irracional de los colores. Se formaban como un ejército para quitarles las banderas a los contrarios. Se desafiaban entre hinchadas y hasta arreglaban las condiciones en cuanto a la cantidad de gente que iba a llevar cada uno. Los encargados de combatirlos en democracia les dieron más poder y dinero porque vieron en las hinchadas una fuente de votos y de llegada a los sectores más humildes. La violencia fue creciendo en la misma proporción que las muertes en los estadios. Los barras eran temidos pero al estar cerca del poder lograban una impunidad que hacía que algunos se jactaran de conocerlos, y no eran pocos los que querían una foto con ellos. Rafael Di Zeo es el último eslabón entre los barrabravas del pasado y los actuales. Perdió su lugar en la tribuna porque no entendió los nuevos tiempos. Nació del matrimonio entre un napolitano y una gallega de Pontevedra que se conocieron en Buenos Aires. Rafael nació en 1962 y su hermano Fernando, cuatro años después. Se criaron en Lugano cuando todavía se podía jugar a la pelota en las calles de tierra. Rafael era tranquilo en los partidos, no se peleaba. Jugaba en el medio campo y tuvo un paso breve por las inferiores de Huracán y Argentinos Juniors. Como no le gustaba entrenarse, eligió quedarse con sus amigos en el barrio. Conoció la cancha de Boca Juniors cuando tenía siete años y su hermano, tres. Las familias iban a la cancha en aquellos años. Domingo, su padre, los llevó a la popular. Todavía recuerda el gol de Pianetti contra Rosario Central donde atajaba el Gato Andrada. Pero más que el partido lo deslumbró el entorno, no dejó de mirar hacia arriba, al centro de la «popu», donde la hinchada saltaba con banderas y bombos. Domingo los hizo socios de Boca y continuó llevándolos a la platea. Los chicos, que seguían mirando hacia la bandeja alta, le pedían al padre que el próximo partido los llevara con la hinchada. Domingo se resistía; no consideraba que fuera un lugar seguro para sus hijos. Cuando Rafa cumplió diecisiete años comenzó a ir a la Bombonera con su hermano. El padre ya no los acompañaba. Se ubicaban en un costado de la tribuna con la esperanza algún día de llegar al centro de la bandeja; el paravalanchas que estaba detrás del arco era un lugar de privilegio y había que ganarlo. El jefe de la barra era Enrique Ocampo, conocido como Quique «el Carnicero». Mientras duró su
mandato, los hermanos Di Zeo no se acercaron. Junto a «Querida» y «Manzanita», sus amigos de la tribuna, miraban desde lejos a la hinchada. Quique no quería «pendejos», su gente tenía entre veinte y treinta años. Pero el liderazgo se fue desgastando por su conducción personalizada; se había vuelto soberbio y la vanidad lo alejó de la hinchada. Mientras caía la imagen de Quique, crecía la de José Barritta, «el Abuelo» —lo llamaban así porque tenía el pelo prematuramente blanco—, que iba acercando gente de otros barrios. Pronto tuvo la cantidad suficiente de seguidores como para aspirar a ser el jefe de la hinchada. Barritta tenía los genes que se necesitaban para ser líder boquense. Llegó de Catanzaro, Italia, cuando tenía dos años y vivió con sus padres en la Boca. Después, se mudaron a San Justo. El 24 de junio antes del partido que Boca jugara de visitante contra Newell’s Old Boys, los seguidores del Abuelo se tomaron a golpes con los de Quique y los hicieron retroceder. Barritta quedó en el centro de la tribuna, la cumbre de la montaña para el alpinista. La jefatura se definió una semana después en una pelea a trompadas entre José Barritta y Quique en la plaza Matheu, en La Boca. El Abuelo no tenía una gran técnica para pelear, pero era duro. Los golpes de Quique no parecían hacer mella; el Abuelo avanzaba sin guardia y a cara descubierta porque su objetivo era acercarse para descargarle una andanada de golpes —pegaba como un noqueador— o tomarlo del cuerpo y derribarlo. La pelea fue intensa pero triunfó el Abuelo. Quique se refugió en su negocio de merchandising de Boca y en su parrilla que estaba frente a la Bombonera. Con el ascenso de Barritta, los hermanos Di Zeo se acercaron al centro de la tribuna, el lugar que buscaron desde la primera vez que fueron a la cancha. El cambio de imagen de la hinchada fue notable. Ahora alentaban con bombos, trompetas y paraguas. Había más colores y más banderas y desapareció la campana que utilizaba Quique. Comenzaron a administrar el poder con un estilo más violento. El Abuelo hacía ostentación de su jefatura y en alguna oportunidad fue a la concentración de los jugadores y puso una pistola sobre la mesa para convencerlos de que debían ganar o pasarle más seguido la pelota a Diego Maradona, la reciente adquisición de Boca Juniors. Los Di Zeo no dejaron pasar la oportunidad de ascender hasta la segunda línea de la barra. En cada pelea repartían golpes a pie firme cerca del Abuelo. El nuevo jefe los comenzó a respetar porque no retrocedían en el combate. Rafael era meticuloso en su preparación física. Iba diariamente al gimnasio y practicaba boxeo. Fernando era fibroso y tenía la técnica de las artes marciales. Los hermanos peleaban uno junto al otro. Las peleas entre barras tenían algunos códigos que desaparecieron. Por caso, si el jefe de una de las hinchadas quedaba aislado no se ensañaban; respetaban el cartel y no querían que perdiera ascendencia con su gente. Lo mismo sucedía si alguien en inferioridad de condiciones peleaba sin rendirse; lo ayudaban a levantarse del suelo y le facilitaban el repliegue. El «aguante» se veneraba. El negocio de esos años era el reparto de entradas y la colecta entre los futbolistas para seguirlos adonde jugaran. Cuando comenzó la democracia en 1983, junto a la libertad apareció la droga y la política. El dinero comenzó a crecer y la violencia, también. Raúl Martínez, uno de los integrantes de «la 12» murió de un balazo calibre 38 tiroteándose en Caminito contra la barra de Quilmes liderada por «el Negro» Thompson. La otra víctima del enfrentamiento fue Raúl Calixto, que falleció en el hospital de un paro cardíaco. En el clásico con Racing, en la cancha de Boca Juniors, murió Roberto Basile por una bengala
lanzada desde la tribuna local. En 1985 en el partido contra Independiente, la víctima fue Adrián Scasserra, un hincha de Boca de tan solo catorce años, en medio de una batalla gigantesca con fuerzas policiales sobrepasadas y descontroladas que le tiraban a todo lo que se movía. En tres años murieron doce personas en hechos violentos relacionados con el fútbol. Barritta introdujo un virus letal cuando se vinculó con las 62 Organizaciones comandadas por Lorenzo Miguel y comenzó a trabajar para Antonio Cafiero, fanático de Boca Juniors, a quien iba a ver al palco para recibir instrucciones. El jefe de la barra luego regresaba a la tribuna para orientar los cantos de apoyo al peronismo. Cafiero era el favorito para ganar la interna justicialista contra Carlos Menem. El ganador sería el candidato a presidente de la Nación. Gente pesada y con armas se unió a la hinchada. Barritta armó una fuerza de choque que iba al frente en todas las canchas y perseguía a los carteristas («pungas») en la tribuna para erigirse en un custodia del hincha boquense. También «protegía» a los comerciantes de la zona a cambio de dinero. Por supuesto, la protección no era una decisión voluntaria de los protegidos. Su liderazgo fue puesto a prueba en 1988 cuando se casó en la cancha de Boca. Después de la fiesta, junto a su esposa se fueron al paravalanchas para ver el partido. Boca era su mundo y él era el rey. Esa exhibición para una parte de la barra no solo fue una muestra innecesaria de vanidad sino que no condecía con los códigos. No se podía unir el amor por una mujer con el amor por el fútbol; no era de hombres. Santiago Lancry, un histórico de la época de Quique, encabezó una movida para derrocarlo. Los hermanos Di Zeo los enfrentaron al lado del Abuelo y se destacaron repartiendo golpes. Cuando terminó la pelea quedaron victoriosos en el centro de la tribuna. Desde ese día los llamaron «los hermanos Macana». En 1990 comenzó a ponerse en duda la jefatura del Abuelo. Una parte de la barra lo acusó de quedarse con dinero. Un grupo de hinchas lo emboscó en un club de la Boca y le dieron diez puñaladas. El Abuelo estuvo grave y quedó resentido de un pulmón. El 3 de abril de 1991 por consejo del presidente de la Nación, Carlos Menem, el Abuelo, ex admirador de Cafiero que había sido derrotado en la interna por el riojano, inscribió la fundación «Jugador Número 12». El domicilio legal fue el de la casa de Rafael Di Zeo. La presidencia recayó en Barritta. Era una forma de blanquear la recaudación. Rafa Di Zeo, que ya ocupaba un lugar importante en la barra, le advirtió sobre los nuevos personajes de la política que estaban a su lado. Discutieron como nunca lo habían hecho. «Somos quinientos tipos, no tenemos necesidad de llevar armas. Si hay algún quilombo, el primero en ir en cana vas a ser vos», le profetizó el Rafa. Pero el Abuelo era muy orgulloso y no quería admitir que la situación lo estaba sobrepasando, que no tenía el control absoluto y que una nueva generación empujaba con droga y con pistolas. Su poder era una ficción. Durante cuatro fechas los hermanos Di Zeo estuvieron ausentes de la tribuna. La advertencia de Rafa pareció premonitoria porque el 30 de abril de 1994, luego de una derrota con River en la Bombonera, un grupo de barras de la segunda y tercera línea emboscaron a los hinchas del club de Núñez en la esquina de Brasil y Huergo. Los balearon a mansalva y mataron a Walter Vallejos y Ángel Delgado. Pese a que el Abuelo no participó de la emboscada, como atestiguó una periodista entre otros
testigos, se lo acusó de asociación ilícita y de extorsión por la protección que cobraba a los comerciantes. Barritta estuvo prófugo y se entregó después del mundial de fútbol de junio de 1994 —en los Estados Unidos— en el juzgado de Daniel Llermanos. En 1997 en un juicio oral y público lo condenaron a nueve años de prisión. En los tribunales rompió los códigos de la tribuna al delatar a cómplices de la barra. Ese día murió su liderazgo y su prestigio. Rafa y Fernando Di Zeo fueron a visitarlo a Devoto con el Turco, su mejor amigo. Se encontraron con un derrotado que les pidió que tomen el control de la barra. Recuperó la libertad el 17 de diciembre de 1998 favorecido por la ley del dos por uno, pero no era el mismo. Durante su estadía en la cárcel padeció una fuerte depresión y tuvo que aislarse en un pabellón de refugiados: los «chorros» querían venganza porque perseguía a los carteristas en la tribuna. Di Zeo lo fue a buscar cuando salió, pero el Abuelo no quiso saber nada; su carrera como hincha estaba terminada. No volvió a la cancha de Boca y en 2001 murió de neumonía a causa de la afección que tenía en el pulmón por una de las puñaladas que recibió en el combate de 1990. No hubo oposición a los hermanos Di Zeo. Quique el Carnicero amagó con volver pero enseguida lo cruzó Rafa: «No te queremos en el medio, si querés mirá el partido desde un costado que nadie te va a joder». El ex líder de «la 12» no discutió. Rafa llamó a Miguel Cedrón de Lomas para compartir el liderazgo. Era un personaje querido por la hinchada. Un bohemio de buena reputación que ayudaba a los más jóvenes. En más de una oportunidad con el poco dinero que llevaba le compró un sándwich a alguno de los pibes más necesitados. En 1997, Claudia, la diputada peronista hija del histórico caudillo de la Unión Cívica Radical y vecino de La Boca, Carlos Bello, lo fue a buscar. Eran amigos desde muy jóvenes cuando Rafa la protegió en una pelea provocada por hinchas de Estudiantes en un tren que venía de La Plata. —El Jefe te quiere hablar —le dijo. Rafa sabía que le estaba hablando de Carlos Menem. El encuentro con el Presidente de la Nación fue distendido. Quería que Di Zeo colaborara con Daniel Scioli que iba a disputar contra Miguel Ángel Toma la interna del Partido Justicialista que definía los candidatos a diputados nacionales de la Capital Federal. Rafa se reunió con Scioli en la Unidad Básica de la calle Anchorena. Después se encontró en un bar cerca de la cancha de River Plate con el empresario Oldemar «Cuqui» Barreiro Laborda, que era propietario de la empresa Lo Jack, en cuyas oficinas se firmó el retorno de Claudio Caniggia a Boca Juniors, para arreglar las condiciones de la colaboración. Oldemar apoyaba a Scioli y todo lo que el menemismo le marcara. Di Zeo puso la bandera «Scioli Diputado» en la bandeja de «la 12». Tuvo que vencer resistencias porque había un entorno que simpatizaba con el radicalismo y otro que no quería saber nada con la política a menos que hubiera reparto de favores. Y lo hubo. No era extraño que una importante porción de la hinchada estuviera cerca de los radicales; Carlos Bello siempre fue una fuerte influencia en La Boca porque dedicó su vida a ese barrio. Hoy el Comité de la UCR de la Boca lleva su nombre. Scioli derrotó a Miguel Ángel Toma. Di Zeo cree que esa elección condicionó su futuro.
En el verano de 1999, cuando los líderes de «la 12» estaban en Mar del Plata, debieron volver anticipadamente por pedido de un dirigente. El 3 de marzo el equipo iba a jugar un partido amistoso de entrenamiento a puertas cerradas con Chacarita Juniors y temían problemas. El dirigente les contó que en el anterior enfrentamiento amistoso con Quilmes, en la Bombonera, hubo agresiones de hinchas visitantes que golpearon a los socios boquenses que estaban haciendo deportes en las instalaciones del club y amenazaron a los jugadores locales. «Si hubieran estado ustedes, esto no habría sucedido», les dijo. El partido se jugaba a la mañana. Una docena de hinchas, entre los que estaban Rafael y Fernando Di Zeo, Miguel Cedrón y Gustavo Pereyra que eran los líderes, seguidos por Diego Rodríguez, Juan Antonio Castro y Fabián Kruger, entraron por la puerta de socios y se enfrentaron a una parte de la hinchada visitante en la cancha de papi fútbol. Los persiguieron hasta una de las tribunas y allí se generalizó la pelea. «Pajarito», el líder visitante, rodó por las escaleras y quedó aislado; además de golpes recibió puntazos en una pierna y las nalgas. El combate fue desigual y la hinchada visitante llevó la peor parte. Dos días después de los incidentes los llevaron al juzgado correccional donde fueron acusados por lesiones, amenazas y robo en poblado en banda porque les habían arrebatado algunas banderas a los visitantes. En la Sala I de Apelaciones, se encontraron con otro detenido a punto de ser juzgado por ejercer la medicina con un título falso. Como se les denegó la excarcelación, el 5 de marzo los hermanos Di Zeo junto al Oso Pereyra, ingresaron al penal de Devoto. Miguel Ángel Toma era el secretario de Seguridad del Ministerio del Interior. Para Rafa su intervención fue decisiva para que no les otorgaran la excarcelación; cree que no le perdonó su apoyo a Scioli en la interna justicialista. Apenas ingresaron los requisaron y recibieron la golpiza que se daba en aquellos años a los presos más peligrosos. Los hicieron ingresar por una doble fila de penitenciarios con bastones. Después los enviaron a celdas de aislamiento donde estuvieron dos semanas. Antes de salir de «buzones», Rafa pidió permiso para bañarse. Los ocho suboficiales encargados de la requisa lo llevaron a la nueva celda. Cuando llegó la calma se dio cuenta de que su estadía no iba a ser tan espantosa como imaginaba. De la celda de al lado lo saludó un preso: «Cómo le va». Era el falso médico. Al instante oyó otro golpe a la reja. Le pidieron que se asome a la ventana. Era el vecino de celda que se presentaba: «El tano Pirulo, mi compadre, me habló de ustedes». Enseguida les prestó el mate que Rafael agradeció porque era lo que más necesitaban. Pronto se amplió su universo de contactos. Se encontró con el Beto Alegre que era uno de los jefes de «la Chocolatada», una banda de adolescentes con algún cartel pero que los presos veteranos despreciaban porque estaban agrandados y rompían códigos. «Andá a tomar chocolate», les decían cuando contaban alguna de sus andanzas. «La Chocolatada» tenía integrantes que habían participado en acciones de alguna envergadura como robos de autos o de casas. Eran muy organizados y despilfarradores de dinero. Les gustaba la ostentación. Los días de la banda terminaron cuando los separaron y los enviaron a prisiones de la provincia de Buenos Aires donde fueron combatidos por los ladrones del Conurbano. Hay una rivalidad histórica porque los delincuentes de la provincia de Buenos Aires consideran «blandos» a los porteños.
Rafa, cuando habló con Beto Alegre, se dio cuenta de que podía tener algunas ventajas. Ellos estaban en un pabellón separados del resto de la población. Los guardias los aislaban porque «la Chocolatada» era un grupo complicado siempre listo para amotinarse. En una oportunidad Di Zeo tuvo que hacer una llamada telefónica y desde el único lugar que se podía hablar era desde el pabellón de «la Chocolatada»: en el resto de los edificios se habían robado los cables. Los guardias no aceptaron el pedido de Di Zeo, le explicaron que corría riesgo su vida. Rafa les dijo que no se preocuparan, que él se hacía responsable de lo que sucediera. Los guardias lo escoltaron hasta la puerta y pidieron hablar con Beto Alegre que les confirmó que Rafa era bienvenido. Desde ese día frecuentó a «la Chocolatada». Con ellos los hinchas de Boca pasaron Navidad y Año Nuevo. A fines de mayo, el tribunal accedió a excarcelarlos, hasta que se dictara la condena. El 29 de enero de 2000 en Mar del Plata, el grupo tuvo una baja importante. Cuando terminó el superclásico de verano en Mar del Plata, uno de los hinchas de River, que había sido acorralado por la barra, sacó una pistola y comenzó a disparar a mansalva y no precisamente de la cintura hacia abajo. Hirió a seis boquenses y mató a Miguel Cedrón. El disparo no habría sido fatal si el proyectil no hubiera ingresado por el mismo lugar donde recibió otra bala en 1994 en el tiroteo de Mendoza — en el Arco de Desaguaderos— con la hinchada de Independiente. Todos lloraron al más veterano de la barra, tenía cuarenta y ocho años. Lo velaron con la bandera de Boca Juniors que Rafa conserva entre sus recuerdos. Miguel era el más querido de los hinchas. Su lugar lo tomó Guillermo de Caballito. Los Di Zeo necesitaban organizadores porque eran conscientes de que para conservar el poder no debían aislarse de ninguna de las líneas de la barra. Rafa, el más carismático, trataba de bajar el perfil porque temía terminar condenado al destierro como el Abuelo. En 2002, gente de la barra le presentó a Mauro Martín. Le dijeron que era un buen muchacho que alentaba desde el costado de la tribuna. Mauro era entrador y le contó a Rafael que manejaba el gimnasio del Club Leopardi en Villa Luro y lo invitó a entrenar allí. Mauro es buen boxeador y cultiva su físico con pesas y anabólicos. Lleva tatuado el escudo de Boca Juniors en uno de sus brazos y en el otro el nombre de su hijo, bautizado Blas en homenaje a Giunta, el defensor de Boca que fue respetado por su temperamento. La amistad con Mauro se fue estrechando y pronto estuvo en la segunda línea de la barra. Pero eran dos culturas distintas. Rafa siempre les decía que si veían a un jugador de Boca en la noche, lo apretaran y lo mandaran a dormir porque no pueden defraudar a los hinchas. Mauro, con el tiempo, cuando se acercó a los jugadores les pedía que lo hicieran entrar en los lugares nocturnos que frecuentaban. El 31 de agosto de 2003 en el partido contra Chacarita, se reavivó el odio entre las dos hinchadas. Antes del partido los «funebreros», que eran visitantes, rompieron algunos molinetes de acceso al estadio y destrozaron varios puestos de comida y bebidas. En la mitad del segundo tiempo, los visitantes comenzaron a arrojar trozos de mampostería, palos y objetos contundentes a los hinchas de Boca que estaban en la bandeja inferior. La barra, que consideraba que su misión era proteger a los boquenses, al grito de «y pegue Boca, pegue» y con Di Zeo a la cabeza, consiguieron que uno de los empleados del club les abriera una puerta. Pasaron por detrás de las cabinas de transmisión y de las plateas para subir hasta las
bandejas para tomarse a golpes con los agresores. La infantería de policía intervino para separarlos y se suspendió el partido. La batalla campal terminó con catorce heridos y denuncias sobre la conexión entre los barrabravas y los políticos. En la causa intervino el juez Mariano Bergés que encarceló al vicepresidente de Chacarita, Armando Capriotti, a los barrabravas Luis Gómez y Héctor Maninno y a varios integrantes de «la 12». Cinco de ellos, que estaban prófugos, fueron capturados en Santa Teresita. En la causa estuvo procesado Luis Barrionuevo, presidente de Chacarita y senador de la Nación. El juez se instaló como una esperanza para acabar con la violencia en el fútbol, pero los políticos lo dejaron sin apoyo porque su negocio estaba con los barras. Rafa Di Zeo pasó cinco meses eludiendo a la policía. Vivió en distintos lugares en la provincia de Buenos Aires y la Capital Federal. Su pareja, Viviana Parrado, que era cabo de la Policía Federal, le daba cobertura. Como sospechaba que su novia estaba siendo seguida, le dijo que iba a ir a buscar ropa a la casa de la madre, que estaba de viaje en España. Antes de ir a la vivienda materna en el barrio de Caballito, buscó a un amigo y se fueron con una moto con los cascos puestos para que no lo reconocieran. Se instalaron en la esquina del departamento para observar los movimientos. Pronto llegaron los patrulleros para allanar la casa. Le dieron vuelta todos los ambientes y le robaron camisetas autografiadas por los jugadores de Boca Juniors y cien mil pesos. En su lugar dejaron cambio chico para denunciar que ese era el dinero de la reventa de entradas. Por supuesto, el dinero grande no apareció como tampoco las camisetas ni un Rolex de acero. Uno de los policías dejó sus zapatillas viejas y se llevó unas Nike nuevas. A la prensa le dijeron que mientras allanaban, Di Zeo escapó descolgándose con sábanas desde la ventana de su dormitorio. Pocos creyeron esa versión que fue creciendo con el tiempo. No faltaron agregados como que llevaba armas en su cintura y una se le cayó en la huida. El juez Bergés acusó de encubrimiento a la suboficial Parrado, pareja de Di Zeo, pero no fue detenida porque el delito es excarcelable. A partir de ese incidente, Rafa mandó a negociar a su abogado José Monteleone para entregarse. Su foto estaba en todos los noticieros para que la gente lo identificara. Gustavo Béliz, ministro de Justicia de Néstor Kirchner, había hecho una causa de la lucha contra los barras. Di Zeo habló por teléfono con Carlos Menem que estaba en Santiago de Chile. El ex presidente le aconsejó que no siguiera huyendo, que se presentara para no pasar las fiestas dentro de la cárcel. El 10 de diciembre en la oficina de su abogado José Monteleone en Lugano, se entregó y lo enviaron a Marcos Paz. Allá estaba el jefe de la barra de Independiente, el Patón de la Cava, condenado por un robo con toma de rehenes. La gente que lo acompañaba lo fue a buscar para que compartieran el pabellón. Menem tuvo razón, el 30 de diciembre lo liberaron y pasó año nuevo con su familia. Cuando salió en libertad volvió a «la 12» con más poder. Un amigo le presentó al fiscal Carlos Stornelli, socio e hincha fanático de Boca Juniors. El primer pedido de Stornelli fue que lo llevara a la tribuna con la barra a ver un partido. Por supuesto que accedió; no era el primer personaje sobresaliente que le hacía ese pedido. Di Zeo recuerda que el ex dueño de un canal y una radio le pidió que llevara a sus hijos a la tribuna. La particularidad del pedido es que el hombre y sus hijos eran hinchas de River Plate. En ese momento estaba de novio con Soledad Spinetto, secretaria privada del gobernador de la
provincia de Buenos Aires, Felipe Solá. Era eficiente y trabajadora. La consideraban una mujer brillante. Se casaron en diciembre de 2005. La fiesta se hizo en la quinta «Los Galpones» en la localidad de Benavídez. Estuvo todo el gabinete de Solá, entre ellos el ministro de Obras Públicas, Raúl Rivara. No faltaron Aníbal Fernández ni Diego Maradona. También estuvieron el fiscal Stornelli y Teresa González Fernández, «la Colorada», ex mujer de Felipe Solá. La felicidad terminó en marzo de 2007 cuando el Tribunal de Casación confirmó la sentencia y debió volver a prisión junto a su hermano y el Oso Pereyra. Antes de entregarse, Di Zeo habló con el ministro de Justicia de la Nación, Aníbal Fernández, y con el jefe del Servicio Penitenciario Federal, inspector general Hugo Sosa, para asegurarse de que las condiciones de detención fueran las mejores. Estuvieron poco más de un mes en Marcos Paz y luego los trasladaron al pabellón 6 del Complejo 1 de Ezeiza, un verdadero VIP que estaban terminando de construir. Antes de ingresar a Ezeiza, Di Zeo arregló una nota con Daniel Hadad que en aquel momento era uno de los propietarios de Canal 9. El pabellón les pertenecía. Eran los únicos. Una de las primeras visitas que recibieron fue la de Omar Buchacra, que había sido concesionario de un puesto de alimentos en la cancha de Boca Juniors. A Di Zeo no le caía bien. El hombre llegó con una propuesta: coordinar la visita de los jugadores. Les dijo que tenía muy buena llegada con Sosa, el director del servicio penitenciario. Di Zeo rechazó la intermediación, le habían llegado rumores de que Buchacra trabajaba para la policía. Soledad, su mujer, lo visitaba todas las semanas. Estaba contenta porque tenía un nuevo cargo: secretaria del nuevo ministro de Justicia del gobernador Daniel Scioli, Carlos Stornelli. Casi todos los jugadores de la primera división de Boca fueron a visitarlos. Román Riquelme fue la excepción, pero hablaba por teléfono con ellos. Di Zeo, que conocía la personalidad del diez de Boca, para quitarle de encima el compromiso, le aconsejó que no fuera a verlos. En cada visita recibían entradas para los partidos de Boca que repartían con los guardias para conseguir beneficios. Pero lo que sucedía en Ezeiza repercutía en la cúpula penitenciaria que vivía una interna porque el Gobierno quería desmilitarizar a la fuerza y el inspector general Sosa era un obstáculo. Para desacreditarlo se echó a rodar el rumor de que favorecía con privilegios a los barrabravas y tuvo que renunciar; en su lugar asumió Alejandro Marambio, el primer civil que comandó el Servicio Penitenciario Federal. El 4 de abril de 2008, el ministro de Justicia, Aníbal Fernández, que estaba recorriendo el Complejo 1, fue hasta el pabellón 6 y se dio un efusivo abrazo con cada uno de los barras delante del nuevo director del penal. Se quitó el saco y se quedó conversando con ellos. Ese abrazo fue un aval y un aviso sobre cómo debían ser tratados. En la tribuna, el lugar de Di Zeo fue ocupado por Mauro Martín, que hizo una limpieza en la primera y segunda línea. No aceptó a Roberto «Tyson» Ibáñez ni a Richard Laluz Fernández, apodado «el Uruguayo» William. Ambos eran hombres cercanos a los Di Zeo. A partir de ese momento la barra se dividió en dos sectores que iniciaron una guerra interna que todavía no terminó. Por un lado estaba «la 12» oficial que respondía a Mauro; por el otro, los ex Di Zeo con el Uruguayo a la cabeza.
A fines de 2008 llegó al pabellón VIP, Mario Segovia, «el rey de la efedrina», condenado a catorce años por el asesinato de tres empresarios en General Rodríguez. Los barras le explicaron cómo eran sus reglas y que tenía que compartir parte de lo que recibía. Los paquetes que llegaban para Segovia eran exagerados. Di Zeo y sus compañeros distribuían sobres de jugo y otros alimentos con los pibes más jóvenes. Segovia tenía oculto un celular y varios chips. Los boquenses no lo sabían; también ignoraban que el rey de la efedrina estaba siendo escuchado por orden de un juez de Campana que sospechaba que desde la cárcel seguía comandando el negocio de la droga. Y no se equivocó. A fines de octubre de 2009 gracias a las escuchas obtuvo las coordenadas para organizar un gigantesco operativo en Rosario, con más de veinte allanamientos, donde se detuvieron a ocho personas del entorno íntimo de Segovia. Su novia, su suegra, su cuñado, su abogado y hasta dos de sus posibles testaferros subieron al camión celular. También resultó demorado su padre. De las escuchas se obtuvieron detalles sobre cómo elaboraba las metanfetaminas y la efedrina sintética. A los barrabravas les llegó la información. Uno de los guardias les dijo que había alboroto porque detectaron un celular en el pabellón. Di Zeo encaró a Segovia. —¿Acá hay un celu? —le preguntó. —No sé. —Tenés que ubicarlo porque la SIDE está sospechando. —Gracias por el aviso. Di Zeo, su hermano y el Oso comenzaron a vigilarlo. Cuando se dieron cuenta de que tenía el celular, lo arrinconaron en la celda. —Vos tenés un celular, la concha de tu madre. Por tu culpa nos están volviendo locos. Tiralo a la mierda. Segovia prometió hacerlo. Di Zeo no quería perder el privilegio que tenía de ir a trabajar al estudio de un abogado en Capital Federal de 7:00 a 17:00 para luego volver a la cárcel a dormir. Al día siguiente del incidente, mientras el jefe de «la 12» estaba trabajando, allanaron el pabellón 6 para buscar el celular del narcotraficante. Segovia, que le pagaba dinero a algunos guardias, consiguió que pusieran todo lo que lo comprometía en la celda de Di Zeo. Cuando hicieron la requisa los celulares, chips para teléfonos, un módem de computación, pinzas, dinero y bebidas alcohólicas estaban en el alojamiento del jefe de «la 12». Por el escándalo fueron separados el subdirector del penal y cuatro guardias sospechados de recibir dinero de Segovia. Afuera, en tanto, seguía la lucha por el poder en «la 12». Ni la policía ni los dirigentes habían aprendido la lección, cada vez que alguien pierde el liderazgo, hay un período salvaje para ocupar ese lugar privilegiado. En marzo de 2009 antes del partido con Argentino Juniors, un tiroteo entre la fracción de Mauro y la del Uruguayo frente al parque Lezama, terminó con una mujer de ochenta y cinco años herida de bala en una pierna y con el Uruguayo internado en el hospital con traumatismo craneano. El 10 de mayo de 2010 los hermanos Di Zeo y el Oso Pereyra recuperaron la libertad.
Ese año absolvieron al juez Bergés en una causa en la que estaba acusado de «abuso de autoridad» y «violación de los deberes de funcionario público», por intervenir el teléfono del entonces senador Luis Barrionuevo que dijo que estaba protegido por sus fueros parlamentarios. El juez federal Julián Ercolini resolvió absolverlo. El día del fallo alrededor de cincuenta hinchas de Chacarita y militantes del gremio de Gastronómicos fueron a insultar a Bergés por haberlos investigado. Además, agredieron a una docena de personas que pertenecían a la ONG «Salvemos al fútbol» que apoyaba al ex juez. Entre los agresores estaba Armando Capriotti, ex vicepresidente del club, que cumplió una condena de seis meses por los incidentes de aquel partido de fútbol de 2003. Barrionuevo y Capriotti habían sido absueltos en 2007 en otra causa en la que estaban acusados de encabezar una «asociación ilícita» como denominaron a la hinchada del club. Otra vez triunfó la política y quedó garantizada la violencia en las canchas. Para los hinchas de Boca, la causa se cerró en julio de 2012; el Tribunal Oral en lo Criminal Nº 6 (TOC 6) absolvió al líder de «la 12» y a los otros quince imputados. El fiscal Diego Nicholson había pedido once años de condena para Di Zeo y los demás líderes de la barra, lo que los hubiera devuelto a la cárcel. En diciembre de 2011, Daniel Angelici fue electo presidente de Boca Juniors. Derrotó con cincuenta y cinco por ciento de los votos a Jorge Ameal, el candidato del gobierno nacional. Angelici, que fue apoyado por el jefe de Gobierno de la Ciudad, Mauricio Macri, nombró a Carlos Stornelli jefe de Estadio y Seguridad Deportiva del club. El ex fiscal, a pesar de que a Di Zeo le aplicaron el derecho de admisión y no lo dejaban entrar en el estadio de Boca, mantuvo un buen diálogo. Incluso, apenas triunfó Angelici le habló para diseñar una estrategia para la barra de Boca. El hombre, además, dialogaba con Mauro Martín. Cuando Di Zeo le dijo que quería ir al estadio, Stornelli le contestó que dentro del club no tenía amigos. «¿Ah, sí? Entonces si te veo dentro del club yo no te conozco y te cago a trompadas», fue la respuesta. Si la gestión del nuevo jefe de Seguridad se analizara por los resultados, se podría afirmar que fue un fracaso. Su andar por medias aguas con los barras le dio más aire a la violencia porque se sentían respaldados. El 25 de agosto de 2012 se vivió otra batalla por el poder. «La 12» viajaba a Santa Fe para presenciar el partido con Unión y se encontró con los «ex Di Zeo» que habían sido enviados de vuelta a Buenos Aires por la policía porque no tenían entradas para ingresar al estadio. Se cruzaron en la autopista Rosario-Santa Fe, a la altura de San Lorenzo Sur. Hubo un intenso tiroteo donde Mauro Martín recibió un disparo en el abdomen que le atravesó los intestinos y fue internado en terapia intensiva. A su segundo, Cristian «Fido» Debaus, una bala le entró por la boca y salió por la nuca. Ambos sobrevivieron por milagro. Otro de los heridos en esa contienda trabajaba en el Servicio Penitenciario Federal. Rafael Di Zeo fue apuntado por los medios como el organizador del enfrentamiento aunque no estuvo presente en el lugar. A esta altura, el ex jefe de «la 12» había anunciado oficialmente su retiro y estaba trabajando para el kirchnerismo. «Soy peronista y siempre voy a trabajar con los que sean peronistas», les decía a los que le recordaban su amistad con Carlos Bello, el caudillo radical. En un intento por mejorar su posición, Di Zeo se acercó a los dirigentes de Boca para proponerles
la unión de la hinchada. Les dijo que estaba dispuesto a arreglar con Mauro para pacificar la tribuna. La propuesta no fue aceptada y como si un autor con una alta dosis de perversión estuviera escribiendo una novela, se agregó un nuevo ingrediente a la historia. El 7 de enero de 2012 Mauro Martín fue detenido por matar a golpes a Ernesto Cirino, un vecino del barrio de Mataderos. Como lo acompañaba su segundo en «la 12», Maxi Mazzaro, pidieron su captura. El lugarteniente fue atrapado el 9 de junio de 2013, pero la relación con Mauro —que le confió la jefatura de la barra a Fido Debaus, el otro sobreviviente del tiroteo de la autopista a Santa Fe— estaba rota. Dentro de Tribunales hablaron e involucraron a dirigentes de Boca Juniors en la falsificación de carnets y de entradas que facilitaban a los barrabravas. Mauro le aconsejó a su sucesor que confiara en el vicepresidente del club, Juan Carlos Crespi. El ex arquero de Boca, Juan Carlos Migliore, que estaba atajando en San Lorenzo de Almagro, fue encarcelado en Ezeiza por encubrimiento. Un mes después, declaró ante el juez y fue liberado. Tras las declaraciones del jugador se amplió la investigación. El arquero que perdió la libertad por colaborar con los barrabravas, pasó a ser sospechado de traición. A partir de ese episodio la interna se tornó despiadada, fue lo más parecido a una guerra. El 20 de julio de 2013 —veinticuatro horas después del «día del amigo»— antes de un partido amistoso con San Lorenzo de Almagro, «la 12» con Fido a la cabeza fue emboscada por los «ex Di Zeo». La mayoría de los militantes eran de la barra de Lomas de Zamora. Se intercambiaron más de cien disparos y hubo dos muertos. La policía se tuvo que atrincherar porque el Gobierno les impide portar armas. Estaban tan indefensos como la gente que circulaba por el lugar. Se lo culpó a Di Zeo por el ataque. El ex jefe de «la 12» demostró que ese día estaba en la casa de su madre. «Conozco a todos los pibes y si cada vez que pasa algo me van a acusar a mí por ser amigo de ellos, soy culpable de todo lo que suceda en Boca», decía Rafael que el día del amigo había recibido el llamado del hermano de Mauro para saludarlo. «Con Mauro no quedaron rencores», le contaba a sus íntimos para dejar una puerta abierta. Haber perdido el liderazgo parecía unirlos. Mauro Martín está en el Complejo 1 de Ezeiza, en la celda que ocupaba el ex arquero de San Lorenzo de Almagro Pablo Migliore, acusado de encubrimiento; en el mismo sector VIP donde años antes estuvo Rafa. En ese pabellón están los músicos de Callejeros. Las celdas son confortables, hasta tienen un escritorio. El jefe del servicio penitenciario cuida que no le falte nada. Mauro pertenece al grupo de los privilegiados.
CAPÍTULO II
La Plata, ciudad tomada
Los intendentes hicieron de las barras su topa de elite y no es una adhesión gratuita. Gabriel Bruera, diputado provincial y hermano del intendente platense, Pablo Bruera, no oculta su intención de ser presidente de Gimnasia y Esgrima. Participa activamente de la política del club. El otro hermano del intendente, Mariano Bruera, tiene estrecha vinculación con la dirigencia de Estudiantes de La Plata. Es que la ciudad de La Plata tiene su destino ligado a los jefes de las hinchadas de Estudiantes y Gimnasia y Esgrima. Tienen influencia en el negocio de las drogas y manejan hasta el sindicato de taxis. Con un botín tan importante, la disputa por el liderazgo es feroz, por eso los reinados son más breves. Esta historia es una parábola del negocio de la pasión; los intereses pudieron más que el amor por las camisetas en la relación de los jefes de las barras de Gimnasia y Esgrima y Estudiantes de la Plata. El 19 de octubre de 2007, tres policías fueron asesinados con alevosía mientras custodiaban el predio de telecomunicaciones del Ministerio de Seguridad Bonaerense. Uno de los oficiales recibió treinta y tres puñaladas y un tiro de gracia en la frente. Como la masacre sucedió a nueve días de las elecciones presidenciales que ganó Cristina Fernández, había urgencia por esclarecerlo. El presidente Néstor Kirchner trató de politizar el tema para desalojar la idea de inseguridad. «No es casualidad que suceda pocos días antes de las elecciones», dijo. El matrimonio Kirchner, junto al gobernador Felipe Solá, asistieron al sepelio de los policías, una actitud que les era infrecuente. Pero la conmoción se propagó como una onda expansiva. La sociedad se sintió desprotegida: si podían asesinar a tres policías, qué quedaba para ellos. El ministro de Seguridad de la provincia de Buenos Aires, León Arslanián, fue víctima de la presión presidencial y en su apresuramiento cometió el error de ir a la escena del crimen en el helicóptero oficial. Al aterrizar, el viento que provocaron las aspas barrió las huellas del lugar y complicó la tarea de la policía científica. La escena era estremecedora. Los cadáveres de los tres policías uniformados estaban dispersos en pocos metros; dos de ellos desfigurados por las puñaladas. Fueron atacados alrededor de las dos de la madrugada, por un grupo de delincuentes que, según los investigadores, se aproximaron en un vehículo, pero ingresaron al predio a pie. Los suboficiales Ricardo Torres Barbosa, de veintiséis años, y Alejandro Vatalaro, de veintisiete, recibieron golpes con una barreta de hierro, decenas de puñaladas y fueron rematados con un disparo en la cabeza, para dejar el sello de ajuste de cuentas.
El sargento Pedro Díaz, de cuarenta y cinco años tenía cuatro disparos. Fue el que se despertó al oír los ruidos y comenzó a disparar a los intrusos que respondieron el fuego y lo acribillaron. Según trascendió, los criminales solo iban a amenazar a uno de los policías por un negocio relacionado con drogas pero la reacción inesperada de Díaz desató la masacre. Los asesinos huyeron en una camioneta policial que abandonaron en el barrio Unión, a seis kilómetros. Se llevaron una escopeta 12/70, una ametralladora Uzi, varios chalecos antibalas y las armas reglamentarias de los oficiales. Como el tiempo jugaba en contra y faltaban pocos días para las elecciones provinciales y nacionales, se anunció que el móvil del crimen fue pasional, que no era una conspiración sino una historia de amores contrariados. El relato oficial decía que Leandro Colucci, un hincha de Estudiantes, había contratado a los líderes de su barra para que amenazaran a uno de los policías que estaba saliendo con su ex novia. Fabián Gianotta, el jefe de los «pincha», y Gustavo Gabriel Mastrovito, su lugarteniente, fueron los sospechosos. Mastrovito fue detenido, se dio por esclarecido el hecho y la sociedad se sintió aliviada. Pero a poco de pasadas las elecciones, lo liberaron porque no tenía conexión con los asesinatos. El crimen había quedado sin resolver pero era lo de menos; en La Plata la intendencia la había ganado Pedro Bruera, que sucedió a Julio Alak, y Cristina Fernández de Kirchner era presidente con casi cuarenta y cinco por ciento de los votos. Pero el fiscal Marcelo Romero, que tomó la investigación del caso, no pensaba lo mismo. Estaba obsesionado con el crimen. El hombre era un conocedor del movimiento de los barrabravas de la ciudad porque tuvo a su cargo la causa de las amenazas a los futbolistas de Gimnasia para que fueran «a menos» en el partido contra Boca y perjudicar a Estudiantes, que era candidato a ganar el Torneo Apertura. Estudiantes fue el campeón a pesar de las amenazas de la barra de Gimnasia a su plantel. Romero empezó a entrelazar en su computadora los datos del narcotráfico con los de los barrabravas, dos ingredientes emparentados. Cuando tuvo los elementos mandó a detener a once personas acusadas de integrar una banda mixta de policías y civiles sospechados de utilizar el predio donde asesinaron a los agentes para esconder drogas. Entre los detenidos estaba Juan Pablo «Papupa» Córdoba, el jefe de «la 22» como denominan a la barra de Gimnasia y Esgrima de La Plata. Papupa es hijo de un ex suboficial de la policía bonaerense y tiene un prontuario poblado de causas. Estuvo en prisión en 1997 por tráfico de drogas, fue apresado en el operativo «Favela Blanca». En 2001, cuando estaba en libertad condicional, fue acusado de robo a mano armada y volvió a la cárcel. Como el hombre es líder en La Tolosa, la mayor villa de La Plata, está vinculado a los líderes peronistas. Es una figura clave para captar votos. No hay intendente platense que no lo convoque para colaborar. Unos meses antes del crimen, Papupa fue acusado de la usurpación de diez casas recién terminadas del Plan Federal de Viviendas para luego subalquilarlas. En la usurpación hubo un tiroteo entre los invasores y los que tenían adjudicadas las viviendas. Papupa recibió un disparo en la pierna. Su hermano Gustavo, que tiempo después iba a ser arrestado por el crimen de los agentes, fue herido en un testículo. Los otros detenidos por el triple crimen fueron Miguel Tobar, Pablo Cepeda y Sebastián Tallarico, que habían liderado la barra de Estudiantes hasta que los destronó Fabián Gianotta. Papupa tuvo una buena recomendación política y fue trasladado a la Unidad 25, la cárcel
evangélica que recibía presos VIP. Dos años después a esa cárcel llegó el líder de la barra de Estudiantes, Fabián Gianotta, acusado de un asesinato cuando estaba en el apogeo de su carrera de barrabrava. Gianotta fue agente de la policía bonaerense y lo exoneraron en 2007 pero dejó contactos importantes. En 2006, la feroz interna contra Omar «el Hache» Alonso se dirimió en su favor y no solo pasó a gobernar la barra de Estudiantes, sino que sus buenos amigos en el poder judicial mandaron al Hache a la cárcel por un tiempo prolongado. El barrabrava durante su reinado tuvo la suerte de que su pariente, el comisario Rubén Pérez, fuera nombrado titular del Comité Provincial de Seguridad Deportiva (Coprosede), el organismo que se encarga de prevenir la violencia en el fútbol. Pérez fue procesado por incumplimiento de los deberes del funcionario público. El 25 de junio de 2009 jugaban Estudiantes y Nacional de Montevideo la semifinal de ida por la Copa Libertadores. Esa noche, un barrabrava de Estudiantes, Sergio «el Uruguayo» Chans, fue baleado en la tribuna. Al comenzar a investigar el episodio, la Justicia incautó imágenes que mostraban a un subordinado de Pérez en el Coprosede, el teniente Osvaldo Domínguez, facilitando el paso de la tribuna norte a la sur a la barra brava de Estudiantes encabezada por Fabián Gianotta. A partir de ese momento desapareció el viento a favor de la vida de Gianotta que además era propietario de la disco Alcatraz, donde circulaba la droga y el alcohol y las noches eran violentas. Por eso Gianotta había contratado como agentes de seguridad a dos de sus hombres más fuertes en la barra, Felipe Garaña y Ariel Evrett, que pasaban parte del día levantando pesas en el gimnasio. El 9 de agosto de 2009 a las seis de la madrugada se desató una pelea en Alcatraz, pero estaba escrito que no iba a ser como las anteriores. Gianotta y sus dos hombres estaban descontrolados porque habían recibido algunos puñetazos y salieron a la calle a perseguir los rivales. El relacionista público que estaba en la vereda con un bolso les suministró pistolas a los tres barras que comenzaron a hacer fuego contra un grupo. Uno de los disparos impactó en el pecho de Juan Maldonado, de veintiséis años, que murió en el acto. Gianotta recibió una condena de quince años y sus lugartenientes, otra de siete años. Por supuesto, Gianotta también fue a la cárcel VIP pero su pasado de policía le preocupaba porque temía una venganza de los internos. Le explicaron que esa cárcel era pacífica, pero el barrabrava se sentía perseguido y veía enemigos en cada metro cuadrado. Estaba al borde de un ataque de pánico no solo porque había perdido la confianza que le daba encabezar un grupo de violentos incondicionales sino porque era supersticioso y sabía que la suerte lo había abandonado. Se respaldó en Papupa que hizo el rol de protector. Su amistad fue creciendo al extremo de que ambos se juntaban en una celda para ver por televisión o escuchar por radio los clásicos entre Estudiantes y Gimnasia mate por medio. Gritaban los goles sin ofenderse y evitaban las discusiones. Eran dos líderes en desgracia y la pasión había quedado de lado. Estaban pensando en cómo recuperar el liderazgo; podían vivir sin gritar goles, pero no sin el poder. Compartieron la cárcel evangélica durante un año. Gianotta se tuvo que ir de ese destino privilegiado porque habló demasiado y le hizo saber a los guardias que estaba allí por recomendación de Julio Alak, el ex intendente de La Plata que en ese momento se desempeñaba como ministro de Justicia de la Nación, y por Ricardo Casal, ministro de Justicia de la provincia de Buenos Aires. La ostentación llegó a los oídos de Casal. A las pocas semanas fue sometido a una sorpresiva evaluación psicológica que no aprobó y tuvo que dejar la prisión VIP para cumplir su condena en una
de las cárceles del Complejo de Florencio Varela. Papupa, en tanto, fue sobreseído por el triple crimen por la aparición de un video donde un ex policía se autoincriminaba aduciendo que había cometido los asesinatos para desestabilizar a Arslanián y al gobierno nacional. Todo es extraño cuando la política cubre al crimen. Tal vez el juicio oral aclare este sinsentido.
CAPÍTULO III
La peor solución
El 31 de julio de 2012, la presidente Cristina Fernández de Kirchner anunció un acuerdo con la AFA para la prevención de la violencia en los estadios. En su discurso no solo elogió a los barrabravas sino que los puso como ejemplo para militar en la política. Esos tipos parados en los paravalanchas con las banderas que los cruzan, arengando son una maravilla porque vos los ves realmente en la cancha colgados del paravalancha y con la bandera, nunca mirando el partido, porque no miran el partido, arengan y arengan y arengan. ¿La verdad? Mi respeto para todos ellos. Porque la verdad que sentir pasión por algo, sentir pasión por un club, es también, ¿sabés qué? Estar vivo. Los que no tienen pasión por nada, la verdad, que yo siempre desconfío de los que no tienen pasión por nada. Por algo hay que tener pasión, por la política, por el fútbol, por la literatura, por la educación, por la ciencia, por lo que fuera. Pero esa gente que todo «se gual», a mí personalmente no me gusta; a mí me gusta mucho la gente pasional. El anuncio presidencial marcó el final del comisario Rubén Pérez, titular del Coprosede, pariente del jefe de la barra de Estudiantes, Fabián Gianotta. Después de tres causas judiciales —si bien fue absuelto por la Corte Suprema en el encubrimiento de delitos de la barra de Estudiantes— lo abandonaron a su suerte. El esfuerzo político para que no quedara vinculado a los barrabravas había sido enorme, pero después del discurso presidencial era insostenible en el cargo. Los diarios iban a recordar que el hombre que debía proteger a la gente que concurría a los estadios de fútbol de la provincia de Buenos Aires, estaba señalado como un facilitador de la violencia. Por eso días después, el gobernador Daniel Scioli eliminó el Coprosede y el cargo del comisario Pérez. En su lugar creó la Agencia de Prevención de la Violencia en el Deporte (Aprevide). La salida del controvertido comisario se produjo dos semanas después del anuncio presidencial del nuevo plan de prevención de la violencia en el fútbol, que terminó en un rotundo fracaso. A partir de ese momento se sucedieron episodios violentos, el más grave fue el de julio de 2013 entre integrantes de «la 12» que dejó dos muertos. La decisión tras el fracaso fue permitir que los socios del equipo local fueran los únicos que podían concurrir a los estadios. Los hinchas visitantes quedaron marginados. A un año del anuncio del convenio del Gobierno con la AFA para prevenir la violencia en el
fútbol, la solución consistió en limitar la entrada de gente a los estadios. Fue llamativa la contradicción del programa oficial bautizado «Fútbol para Todos» con la realidad.
Los evangelistas
CAPÍTULO I
La llegada de los pastores
En las prisiones de la provincia de Buenos Aires, la decisión de un hombre, inspirado en Dios, hizo que miles de reclusos leyeran el Evangelio y se conviertan en seguidores de la Iglesia Pentecostal. Solo a los partidarios del rigor y los golpes sorprende el crecimiento del evangelio en las cárceles. Ellos no saben que las almas de los condenados necesitan tanto consuelo como la de los hombres libres. El reverendo Juan Zuccarelli, un suboficial mayor del Servicio Penitenciario Bonaerense, fue el pionero. Su capacidad para llegar a los presos sedujo al poder político pero también despertó envidia entre los carceleros y los evangelistas. Para unos fue un santo para otros un ambicioso. Lo que nadie le podrá quitar es el mérito de haber sido el primer predicador y el que abrió un territorio nuevo a las iglesias. Su obra atrajo a pastores de todo el mundo. Zuccarelli ingresó a la Iglesia Evangélica Pentecostal en 1976, a los dieciocho años, de la mano de Julio, su amigo de toda la vida —con quien fue compañero de viajes como mochilero— que lo invitó a presenciar un servicio. Al principio se negó. Juan y sus padres eran católicos practicantes. Había sido bautizado en Luján y estudió en el colegio religioso San Miguel. Julio insistió, le pidió que viniera en nombre de la amistad incondicional que los unía de pequeños. Fue una apelación eficaz. Cuando llegaron al templo, fueron recibidos por los fieles en la puerta. A Juan Zuccarelli lo emocionó que le dieran la mano y lo abrazaran con una calidez familiar. Pensó que si todos fueran afectuosos como esa gente, el mundo sería maravilloso. Salió conmovido de la capilla no tanto por el culto, que no lo entendió, como por las personas que oraron junto a él. Los había observado con detención —había rostros en paz con los ojos muy cerrados— y se admiró de su concentración al rezar, como si hablaran directamente con Dios. Asistió a la iglesia durante cinco meses sin comentarlo con su madre ni su padrastro. En una de las ceremonias, el predicador comenzó a hablar de los pecados. El mensaje le atravesó el corazón y lo inundó de ansiedad por conocer todo lo que le faltaba a su vida para estar en paz. Cuando alzó la cabeza, el pastor lo señaló y lo hizo pasar al frente del altar para arrepentirse de sus pecados. Zuccarelli se arrodilló, rezó y sintió paz mientras el reverendo le dirigía palabras atemorizantes al diablo para que se mantuviera alejado. Recordó que en las misas católicas rezaba para cumplir con la rutina de la ceremonia y sentía una leve calma. Pero ahora, después de un llanto silencioso y entrecortado, su cuerpo no tenía peso, como si levitara, y su mente estaba inundada de luz. Su vida parecía tener un sentido. Veía el futuro atado a Dios, quería transformar el mundo y que los hombres fueran como la gente que lo abrazó el día que llegó a la iglesia.
El chico que regresó a su casa no era el mismo que había salido temprano al templo. Decidió contarle a su madre, que estaba cocinando las pastas para el almuerzo, lo que había vivido esa mañana. —Ma, recibí al Señor en mi corazón. —¿Qué fue eso? —Me hice evangelista. —¡¿Qué?! ¿Traicionaste a Dios? ¿Cómo pudiste hacerlo? La mujer se puso a llorar como si le hubiera revelado el peor pecado. Pronto llegó el padrastro que, después de escuchar el relato apresurado del adolescente, comprendió la situación. Sabía que su mujer era sensible en lo que concierne a la fe. Creía que todo lo bueno que le había pasado en su vida se lo debía al Dios de los católicos. No admitía que otras religiones pudieran adorarlo. Cuando menguó el llanto, Juan le dijo: —Mirame, ma, soy mejor persona. No me juzgues sin conocerme. No le dijo nada. Media hora después los tres comieron las pastas sin hablar del tema. Al cabo de unos días notó que su hijo había cambiado, que era más sensible y se preocupaba por los demás. Sus libros, su comportamiento en clase, sus relaciones, mostraban a un adolescente que no estaba interesado por lo terrenal. Fue esa mutación la que hizo que al tiempo decidiera aceptar su invitación para acompañarlo a la iglesia. La mujer padecía una artrosis reumática en las manos que con el tiempo se iba agravando y Juan le dijo que esos males se curan con la oración. Le dieron la bienvenida con la misma calidez con la que tiempo antes recibieron a su hijo. En la ceremonia hubo cantos y aplausos. Luego oraron por ella para que el Señor le quite sus males. La mujer, cuando llegó a su casa, sintió alivio en sus manos y atribuyó la curación a una señal de Dios. Desde ese día junto a su marido acompañaron a Juan en su fe hasta que en 1981 hizo el curso de pastor y se convirtió en el reverendo Juan Zuccarelli. El pastor se casó con Mary que es su sostén vital y la que lo ayuda a tomar las grandes decisiones. No hubo otra mujer en su vida. En 1983, mientras caminaba por la plaza Moreno de la ciudad de La Plata, sintió que debía predicar en las cárceles. No entendía esa necesidad porque jamás había visitado un presidio ni pensó en redimir a delincuentes. Cuando llegó a su casa, le contó a Mary lo que le había sucedido. «¿Por qué no lo hablás con Dios?», le dijo ella y se pusieron a rezar. Cuando terminaron el diálogo con Dios, Juan le dijo que lo que le sucedió en la plaza fue una señal de Dios que debía seguir. La capital bonaerense está rodeada por trece penitenciarías y su presencia es inevitable en el subconsciente de los habitantes: siempre alguno depende de esa actividad. Hay hijos que siguen la carrera penitenciaria, proveedores que trabajan para las cárceles y bares que reciben a los familiares de los presos. A pesar de tantas prisiones, La Plata es una ciudad insegura para sus habitantes. La concentración de cárceles no desalienta a los delincuentes. Los primeros pasos de Juan fueron desalentadores; la prisión era un mundo impenetrable para la gente de extramuros. No conseguía atravesar los portones de ingreso; los directores de los penales le prohibían el acceso.
Supo que ese camino de fracasos lo venían transitando distintos pastores desde 1951. Habían pasado más de treinta años y los portones les seguían cerrados. La Iglesia católica estaba muy arraigada en el Servicio Penitenciario Bonaerense aunque la presencia de los sacerdotes no era frecuente. Uno de los fieles de la iglesia, que era suboficial del Servicio Penitenciario Bonaerense, le dijo que la única manera de entrar en una cárcel era como preso o como guardia. Zuccarelli lo escuchó con atención. El primer día de noviembre de 1983 llegó la segunda señal en forma de crisis. En el penal de Olmos dos mil seiscientos internos se amotinaron para pedir mejoras en las condiciones de detención. Raúl Alfonsín era el presidente electo de la Nación pero le faltaba un mes y medio para asumir. Los presos, que tienen un enorme sentido de la oportunidad, supieron que era el momento para conseguir reivindicaciones. El motín tuvo la adhesión de todos los penales porque no generó dudas en cuanto a la conveniencia. Los carteles que decían «fuera jueces del proceso» estaban atados a las rejas de distintas ventanas para que las cámaras de televisión los enfocaran. Los presos querían ser parte de la democracia. Las autoridades del Servicio Penitenciario Bonaerense, designadas por el debilitado gobierno militar, mantenían la política de no otorgar concesiones. Por eso rechazaron a Zuccarelli cuando les pidió que lo dejaran mediar con los presos. Cuarenta y ocho horas después ingresó un pelotón de asalto disparando balas de goma y gases. Recuperaron el penal de Olmos, mataron a dos presos y quedaron decenas de heridos. Rascov, que años después integró el grupo que se dedicó a recapturar prófugos, fue uno de los oficiales sancionados por la represión. El pastor se dio cuenta de que empezaba una nueva época en las cárceles y al día siguiente se anotó como suboficial penitenciario; estaba siguiendo la señal. Olmos, la Unidad 1, era el penal más violento de la provincia de Buenos Aires; no le pertenecía al servicio penitenciario sino a los presos; había sido tomado por la banda de «Los Pitufos». El presidio tenía cinco pisos; en el cuarto, «el piso de los elefantes», estaban los presos de mayor cartel y prolongada condena. Los elefantes manejaban la vida y la muerte. En su pabellón se planeaban los motines, se vendían las drogas, en particular psicofármacos que sacaban de la enfermería, se organizaban las visitas y se ordenaban los asesinatos y las venganzas. Los jefes tenían sus «putitos». Algunos habían sido violados y obligados por la fuerza a ser su pareja. La primera vez que entró en Olmos su alma quedó arrasada por la realidad. Se encontró dentro de una zona de guerra con los peores hombres de la tierra. Observó que había un altar de magia negra con velas rojas y negras y figuras de San La Muerte. Al falso santo lo adoran vertiendo sangre sobre su estampita o su escultura y orientan su imagen hacia el lugar donde creen que está la persona que odian; en sus oraciones le piden que las mate. Zuccarelli creyó que los presos que le gritaban desde detrás de las rejas estaban poseídos y debía exorcizarlos. Para un novelista el cuarto piso era un cónclave de criminales; para el pastor era el territorio de Satanás. El predicador comenzó a sentir un intenso dolor en el pecho por la energía negativa de los pasillos. En su angustia creyó oler azufre, una señal indiscutible de la presencia de Lucifer. A la
mayoría de los visitantes los pasillos de las prisiones les producen migrañas, a Zuccarelli le oprimía el pecho y le quitaba el aire. La cárcel no era lo que imaginaba, un mundo de pecadores prestos a ser redimidos; eran militantes del demonio que no querían cambiar de bando. En su desconcierto atinó a ir al baño y se dejó caer de rodillas para orar. Creía que ese dolor lo producía el diablo que había comenzado a habitar su alma. La sensación del pastor no era distinta de la del preso. La diferencia es que el pastor culpa a Satanás y el interno, a la sociedad. En 1983 no había escuela de suboficiales. El curso era una charla de orientación dentro del penal de Olmos. Néstor Papa, un hombre robusto que padecía asma y era el instructor y el jefe de los nuevos guardia cárceles, les explicó los derechos y responsabilidades de cada persona y de lo que se podía hablar con los presos. La política era un tema prohibido. Zuccarelli levantó la mano: —¿Podemos hablar de religión? —¿De qué religión sos? ¿De la católica? —le preguntó Papa. —Soy cristiano evangélico. —Odio a los evangélicos. Si sos evangélico vas a tener muchos problemas conmigo. Desde ahora yo soy la voz de Dios para vos. ¡Andate de acá! Cuando terminó el curso le encargaron la custodia del muro. Tuvo que portar un arma para dispararle a cualquier interno que se quisiera fugar. Al lunes siguiente, Néstor Papa lo llamó a su oficina —¿A quién conocés acá en la cárcel? Debés tener un acomodo. —A nadie, jefe, solo a Jesús de Nazaret. —Me ordenaron que te envíe a las oficinas administrativas. —¿Se da cuenta que Cristo está conmigo? ¡Gloria a Dios! —¡Andate! No te quiero ver. En la nueva oficina tenía más libertad pero no podía acercarse a los presos. La barrera entre guardias y reclusos era infranqueable. El tiempo comenzó a poner orden. Sucedieron acontecimientos tan exactos, que los tomó como nuevas señales de Dios. Había una fuerza que empujaba al suboficial pastor a ir al corazón de la cárcel. El día señalado, a mediados de 1985, se manifestó en el título en la tapa de El Día, el principal periódico de la ciudad de La Plata: «Pastor evangélico preso por ladrón». El delincuente era Antonio García, un predicador que había sido capturado por la policía a mediados de 1985 después de un robo. Zuccarelli leyó el artículo con detenimiento y deseó conocer a ese hombre. En su iglesia pidió que asistieran a la esposa y a los ochos hijos del pastor encarcelado. Al poco tiempo García fue trasladado desde la Unidad 9 de La Plata a la Unidad 1 de Olmos. Cuando se instaló, Zuccarelli lo visitó en su celda. García le agradeció lo que había hecho por su familia. —No sé qué me pasó. Fue la impotencia para ganar un dinero que cambie mi vida o la falta de fe. De lo que estoy seguro es de que no volveré a robar —le confesó al suboficial. —Vamos a orar, hermano. Se arrodillaron. García oraba y sollozaba. El pastor veía en ese llanto el regreso de la fe.
El reverendo estaba convencido de que Dios estaba presente en cada acción. Su fe se reforzaba y lo animaba a ir por más. Se transformó en un guardia disciplinado. En las rondas se detenía a conversar con los presos; los escuchaba. Para el interno, que es desconfiado, es indispensable que alguien se interese por sus historias. Poco a poco ganó su confianza y les aconsejó leer a Dios para aliviar el pesar. La mayoría lloraba por novias que los abandonaron porque no tuvieron la paciencia de esperarlos. Otros, porque la prisión los había alejado de la familia, y sus hijos —bajo el efecto de las drogas— habían elegido el mismo camino. Por eso en las cárceles odian a los narcotraficantes porque además de corromper a sus familias les quitan —a través del vicio— dinero que pueden destinar a comer o comprar lo que más se necesita. Juan predicaba en voz baja para no ser oído por sus compañeros de uniforme. A los internos les pedía que se arrepintieran de sus pecados y les dejaba un libro de salmos y proverbios. No faltaron exorcismos. Se encerró en celdas con presos que gritaban, insultaban y escupían. El pastor, a los gritos, le ordenaba al demonio que se fuera, ponía su mano en la cabeza del poseído, que se debatía con convulsiones hasta que entraba en trance. Estos ritos en la cárcel tomaron dimensiones de leyenda. Fuera de los muros, un psiquiatra daría una explicación científica y hablaría de brote psicótico. Pero al preso no le interesan las razones sino el resultado. Y como rezar y hablar con el pastor los aliviaba, comenzaron a aumentar los seguidores. Los rumores sobre su capacidad de curar y calmar las penas se extendieron. Apreció la llegada a Olmos del evangelista José Luis Tessi como otra señal de Dios. Fue un hombre fundamental para que el Evangelio ingresara a las cárceles. Tessi le contó que en el penal había una emisora AM, «Radio General San Martín», que no funcionaba porque los equipos estaban rotos. Los pastores fueron a hablar con el director del penal y le propusieron arreglar la radio si les permitían tener una programación cristiana. El director aceptó. Zuccarelli no se sorprendió por la respuesta: —Dios está trabajando —le dijo a Tessi. —Gloria a Dios, hermano. En la iglesia pidieron donaciones y compraron los repuestos. Cuando la emisora comenzó a funcionar los presos se entusiasmaron. Los temas cristianos eran sus problemas. Leían párrafos del Nuevo Testamento que tienen una explicación para las penas del corazón. No fue difícil atraerlos porque en el encierro la fe no compite con las tentaciones salvo los días de visita cuando llegan sus parejas o alguien trae prostitutas. Zuccarelli siempre empezaba el programa de radio con una frase de la Biblia: «El que robaba que no robe más. Que ahora trabaje con sus manos para darle al que menos tiene». La radio comenzó a ser un alivio: les daba una esperanza para resolver sus problemas. Los internos sentían que era un entrenamiento para el día que salieran en libertad. El optimismo les hacía ver un futuro menos complicado donde la calle los aceptaría porque estaban cerca de Dios. De a poco comenzaron a relatar a micrófono abierto sus desdichas y sus sueños. Pasaban música, dedicaban los temas a sus amores y mantenían informados a sus compañeros y guardia cárceles de las novedades del penal. Recibían y leían mensajes de los parientes. En esos años sin teléfono celular, la radio fue para los presos un instrumento de comunicación. Tessi, gracias al prestigio que le dio la emisora, reunió a un grupo de internos a los que les comenzó a predicar. Con Zuccarelli armaron una reunión evangélica en la escuela de los presos. Era una idea audaz que
podía terminar en fracaso. Pero se sorprendieron cuando vieron que se acercaron trescientos reclusos. Los pastores se abrazaron, la primera batalla estaba ganada, eran reconocidos dentro de Olmos, el penal que tenía los delincuentes más peligrosos del país. Tessi dio un mensaje que impactó profundamente. Y cuando oraron, los presos y sus guardianes se sintieron identificados; la oración había quebrado una de las barreras que los separaba y dejaron de mirarse como animales. Las autoridades apostaron a la experiencia y la frecuencia de las reuniones aumentó a tres veces por semana. La decisión fue revolucionaria; una iglesia se comenzaba a formar en un lugar parecido al infierno. En los años siguientes, Tessi se dedicó a la enseñanza y entrenamiento de los presos para la vida y el ministerio cristiano. Comenzó a observar a quienes podían ser buenos predicadores y líderes de los pabellones evangélicos. Así surgieron dos guías. García, el pastor que cumplía la condena por robo, y «Chiquito» Delgado, un preso de pasado violento que parecía imposible de redimir. La sorpresa más grande la dio Néstor Papa, que se acercó a conversar con su ex alumno. —¿Cómo anda su asma? —le preguntó el pastor. —Siempre me jode, no tiene cura. —¿Por qué no viene conmigo? Creo que tengo una solución para usted. Al domingo siguiente se reunieron en una plaza de las calles 38 y 25 donde se levantó una carpa para una campaña evangélica. Ese día de campo cambió la vida de Papa. Cuando regresó a su casa cayó en la cuenta de que no había utilizado su inhalador para el asma. Al día siguiente lo fue a ver al pastor y comenzó a trabajar como secretario. Lo acompañó por más de diez años. El reverendo Zuccarelli, que seguía trabajando en la administración de Olmos, comenzó a facilitar la entrada de nuevos religiosos. El desembarco espiritual era necesario para que formaran más presos pastores. Cuando García y Chiquito Delgado cumplieron sus sentencias, su lugar fue ocupado por Héctor, José y Jorge, tres reclusos procesados por robo. Desde 1985 a 1988 los pastores convivieron con los descreídos y tuvieron que soportar sus insultos. El preso, cuando presiente que se aproxima algo que puede modificar su vida, reacciona con violencia. Es un mecanismo común a los seres humanos. Cuando la mente se adapta a una manera de vivir, rechaza lo que la pueda cambiar. Si no existiera este mecanismo, el hombre no podría convivir con sus enfermedades, defectos físicos, adicciones y otras vulnerabilidades. Los predicadores, ante la resistencia del preso a su mensaje, intuyen la antesala de la conversión. Si no les interesara la palabra de Dios, se alejarían sin escucharlos. La misión de convertirlos era difícil. El preso debía vencer prejuicios porque convertirse en seguidor de Cristo es un signo de debilidad y de traición a los códigos «tumberos». Las «ranchadas» a las que pertenecen los expulsan y su vida queda sin protección. Deben soportar los ataques de los líderes de los pabellones que quieren dar un ejemplo de cómo se trata a los «ortivas» y «antichorros». Los evangélicos crearon sus propios pabellones con otras normas de convivencia. La vida en ese lugar era distinta, no había violencia. Pasar a la zona evangélica se convirtió en un estímulo para los demás internos para mejorar la conducta. La demanda para mudarse con los religiosos aumentaba
pero no había capacidad para alojarlos. Violadores y procesados por abusos sexuales eran un porcentaje importante de los que buscaban refugio con los evangélicos. En los pabellones comunes estaban condenados a muerte. Zuccarelli aprovechó la oportunidad para difundir un libro escrito por Yiye Ávila que enseñaba a rezar y ayunar. A partir de la lectura, comenzaron a formarse cadenas de oración y ayuno de 72 horas para pedir más celdas para los evangélicos. El reverendo sentía que todavía estaba en los principios de su obra. Tenía la necesidad de trascender y comenzó a enviar pastores a otras penitenciarías para que la evangelización llegara a todas las cárceles. Hacia fines de 1987 ocuparon una celda en cada uno de los cinco pisos de Olmos. A principios de 1988 tomaron seis bloques del cuarto piso, el de «los elefantes». Los nuevos presos sintieron que entraron en la tierra prometida el día en que se mudaron al cuarto piso. En ese momento, 26 de los 72 pabellones eran evangélicos. Zuccarelli fue nombrado responsable de los cultos no católicos de la prisión de Olmos. Después de cinco años se había cumplido el sueño que nació en una plaza de La Plata, en 1983, cuando tenía veinticinco años. Poco a poco se estaba armando una estructura importante que lo llevó a crear la Organización No Gubernamental (ONG) «Cristo, la única esperanza» para avanzar con su obra y conseguir aportes privados. En 1987 durante una campaña evangélica, se le acercó una mujer para pedirle que orara por su hijo que había sido trasladado al penal de Dolores. —¿Cómo se llama su hijo? —Es el oficial Daniel Tejeda. El pastor rezó por el carcelero con quien se cruzó en algunas oportunidades en distintas prisiones. Al principio no le cayó bien. Pero unos meses más tarde, el pastor Hotton Aguirre elogió a Daniel Tejeda a quien le había estado predicando. —Creeme, ese hombre escuchó a Dios y te va a ser útil, conoce las cárceles como pocos. —Sé quién es pero no lo conozco. Me gustaría que me lo presentaras. Tejeda no era bien visto por los presos y por varios oficiales. Se lo sospechaba de actos de corrupción. Decían que en la cárcel de mujeres de Los Hornos que estuvo a su cargo hubo prostitución. Algunas internas trabajaban a la noche fuera del penal en las calles y en una whiskería que estaba a pocas cuadras. A la noche cuando regresaban debían entregar lo que recaudaban a un oficial. Los comentarios en voz baja indicaban que el dinero iba más arriba. Tejeda, que tenía rango de oficial, se acercó a Zuccarelli como un servidor. Se presentó como un pecador que estaba cambiando su vida y quería servir a Dios. La unión con Zuccarelli le permitió avanzar en su carrera. Fue una sociedad conveniente porque el nuevo miembro tenía la habilidad de bajar a tierra todos los proyectos del pastor y conocía en profundidad las cárceles de la provincia de Buenos Aires. Era muy activo. Se levantaba a las cinco y media de la madrugada. Con el oficial la obra avanzó más rápido y trascendió a distintas iglesias evangélicas del mundo. Pastores de distintos países vinieron a la Argentina a ver la transformación de Olmos. En 2000, Agape, una institución suiza, donó a «Cristo, la única esperanza» trescientos mil dólares.
Con ese dinero compraron un campo de noventa y seis hectáreas sobre la ruta 11 muy cerca del penal de Magdalena. Se utilizó como granja de rehabilitación y de refugio para presos que salen en libertad y no tienen hogar. En el campo se comenzaron a criar vacas, ovejas, patos, conejos gallinas y se cultiva una huerta. Los veinticuatro moradores se autoabastecían con lo que producía la granja. El Patronato de Liberados les mandó en varias oportunidades gente en situación de calle. A uno de ellos, Néstor Balmaceda, que quedó hemipléjico por una paliza que recibió en un penal del sur, lo designaron al frente de las tareas. La granja fue equipada con televisores LCD y computadoras. Un grupo de maestros les enseña a leer y escribir. Los huéspedes deben pagar con trabajo y oraciones. No se trató de la única donación importante para «Cristo, la única esperanza». Por eso hubo oficiales del Servicio Penitenciario Bonaerense que desconfiaron y comentaban que una parte del dinero iba para los jefes superiores. Tejeda era el centro de sus sospechas. Jamás se comprobó esa conexión. También hablaban mal del diezmo. El preso pastor —que cumple órdenes del siervo, un coordinador de todos los pabellones— es el encargado de recaudar. El día de visitas se encarga de recordarle al interno que debe donar una parte de lo que le trajeron los familiares. Los que miran desde afuera dicen que se exige con rigor y a veces con malos modales y que por eso el preso pastor es un hombre de cartel y pesado. En los pabellones comunes compartir es un acto voluntario y generalmente se hace con la «ranchada», como se denomina a los distintos grupos que conviven en un pabellón. Los que habitan los pabellones evangélicos niegan que sean obligados a donar. Cuando entran en el lugar saben cuáles son las reglas y que los que más reciben de sus visitas son los que más dan. El diezmo es el corazón del sistema, la solidaridad de los que comparten el encierro. Los recelos tienen explicación, es difícil tolerar un nuevo jugador en las cárceles. Los evangélicos estaban creciendo en prestigio y poder. Con la llegada de los pastores, los penales habían cambiado y para bien. En febrero de 2002 Marcelo Lapargo fue designado subsecretario de Política Penitenciaria. Felipe Solá, el gobernador de la provincia, le había encargado que mejorara el funcionamiento de las cárceles. Al año siguiente, cuando Néstor Kirchner asume la presidencia, los organismos de derechos humanos comenzaron a ganar poder político y económico porque recibían dinero del gobierno nacional. Lapargo, después de consultarlo con el gobernador, decidió darles protagonismo a los evangélicos que no estaban politizados ni subsidiados como algunos de los organismos de derechos humanos que declamaban su lealtad al gobierno de Kirchner. La jugada de Felipe Solá fue inteligente; estaba convocando a una iglesia que se ocupaba de los presos sin recibir dinero del Estado y que asistía a los internos cuando quedaban en libertad, tarea que no hacen los organismos de derechos humanos. —¿Se anima a tener toda una cárcel evangelista? —le propuso Lapargo a Zuccarelli. La propuesta lo sorprendió. No había antecedente en el mundo de un emprendimiento así. —Sí, hace tiempo que vengo soñando con algo así. Tengo una idea y un proyecto. —Entonces conversemos, puede funcionar.
—Solo le pido que me deje elegir el director de la cárcel porque tiene que ser un hombre que entienda mi proyecto. Lapargo aceptó y Daniel Tejeda, que a esta altura había hecho el curso de pastor, fue el director del nuevo establecimiento —la Unidad 25— que estaba deshabitado. Juan Pablo Cafiero, ministro de Desarrollo Humano y católico practicante al igual que su padre Antonio, presidió la inauguración. Se descubrió una placa que destacaba la obra del reverendo Juan Zuccarelli y del prefecto mayor Daniel Tejeda. La nueva cárcel ubicada en la localidad de Lisandro Olmos, a sesenta kilómetros de Buenos Aires, se rebautizó con el nombre de la ONG, «Cristo, la única esperanza». Zuccarelli instaló la oficina pastoral al lado del director Tejeda para vigilar el desarrollo del nuevo emprendimiento. Se eliminaron las rejas y los «buzones» (las celdas de castigo). Los hombres de la iglesia repararon las camas en mal estado que estaban fuera de uso en Olmos y las instalaron en la nueva unidad. Doscientos cincuenta internos convivían con ciento ochenta guardias que profesaban la misma fe. Pronto la lista de presos que deseaban ser trasladados a esa unidad llegó a tres mil. Todos querían ser evangelistas para disfrutar de los beneficios de la nueva cárcel. Era una prisión de baja seguridad, de paredes blancas y tejas rojas, muy luminosa y de impecable pintura. Los pisos brillaban y olían a desinfectante. Reinaba la paz por la buena convivencia de presos y guardias. Era un destino privilegiado para ambos. Los pabellones tenían el régimen de autodisciplina. A la noche los internos cerraban sus celdas; no necesitaban las órdenes de los celadores. El recuento se hacía en un instante. En las demás cárceles ese proceso puede llevar más de quince minutos porque alegan que no escucharon la orden o que les falta terminar el aseo. Es un ritual para molestar al guardia. En la nueva unidad esos hábitos no existían. El preso pastor los vigilaba y reportaba si alguien no cumplía. El castigo era el traslado, y nadie quería abandonar esa cárcel. Pronto se inauguraron talleres y se comenzaron a fabricar guantes de cuero, zapatillas y bicicletas. También armaron una huerta. Los fines de semana cuando llegaban las visitas los presos regalaban a sus familiares lo que cultivaban. Muchas madres se asombraban. «Es la primera vez que mi hijo trabaja», decían. Había estricto control en las compras de provisiones, un rubro que siempre está sospechado de corrupción porque no todo lo que se compra le llega al preso, en el camino queda la mejor carne, frutas y verduras que algunos penitenciarios llevan a sus casas. Otras veces hay arreglos con los proveedores que sobornan para entregar menos cantidad de la pedida. En la nueva unidad había transparencia. Cuando sobraba comida perecedera, se donaba a un comedor de niños que estaba cerca del penal. Los cumpleaños y casamientos se celebraban en un salón de eventos de la unidad. Los familiares de los presos eran los principales invitados. Estaba prohibido beber, fumar y ver televisión de aire o cable. Solo se exhibían videos religiosos en la única pantalla que había en el salón de eventos. La vida era distinta de la de cualquier otro penal. Los presos cantaban, aplaudían y oraban a distintas horas del día. A los católicos los llamaban «rolos». La unidad tenía, además, una capilla y un campo de deportes. Lograron el índice de reincidencia más bajo de la provincia de Buenos Aires: apenas tres por ciento de los liberados de la 25 volvía al delito. El índice es comparable al de los presos que estudian en la Universidad de la Cárcel de Devoto.
La repercusión en los medios fue importante. En 2008 se filmó el largometraje Unidad 25 dirigido por Alejo Hoijman que fue estrenado en el Festival Bafici y ganó varios premios. Zuccarelli daba charlas en distintas partes del mundo sobre la nueva experiencia. En México le pidieron que hiciera el mismo trabajo en una prisión del Distrito de Juárez. De Ucrania también se interesaron por el proyecto. Gustavo Béliz, ministro de Seguridad, Justicia y Derechos Humanos de la Nación, visitó la unidad; fue una señal de aprobación del gobierno nacional acentuada por la militancia católica de Béliz. El ministro les propuso llevar el modelo a las cárceles federales. Invitó a Daniel Tejeda a visitar el penal de Devoto porque allí se podría intentar una experiencia similar. El oficial del servicio penitenciario llegó a Devoto vestido de negro como para que no quedaran dudas de su pertenencia. Los presos tienen prohibido utilizar ese color en su vestimenta para no confundirse con los carceleros. Recorrieron el penal e intercambiaron ideas. Béliz se mostraba entusiasmado, porque estaba preparando una profunda reforma en la política de seguridad y el proyecto de los evangélicos podía instalarlo como el gran reformador de las cárceles. Pero poco tiempo después, el 24 de junio de 2004, Béliz enfrentó una crisis con la muerte a manos de la policía de un militante de la Federación Tierra y Vivienda que encabezaba Luis D’Elía. El incidente terminó con la destrucción de la Comisaría 24ª de La Boca. El ministro demostró debilidad porque no se supo imponer al dirigente protegido por el gobierno de Néstor Kirchner. Un mes después, un ataque al edificio de la Legislatura porteña cuando se trataban modificaciones al Código de Convivencia, lo puso en la puerta de salida. El ministro se defendió con denuncias sobre una mafia que abarcaba al Servicio de Inteligencia del Estado (SIDE), a la Policía Federal y a los jueces. Béliz se fue convencido de que le sabotearon su plan de seguridad, que incluía una profunda reforma de las cárceles.
CAPÍTULO II
La tragedia de Magdalena
El crecimiento de Juan Zuccarelli despertó recelos. En la cúpula del servicio penitenciario no le podían perdonar que tuviera a su disposición un penal porque lo vivían como un fracaso personal. La historia carcelaria comenzó a cambiar en mayo de 2005. El viento a favor había dejado de soplar y las prisiones entraron en su época más violenta. Los motines y las muertes de internos eran sucesos cotidianos por la superpoblación de las penitenciarías. En cinco años la cantidad de presos se había duplicado. De los 15.017 detenidos en 2000 se pasó a 32.000 en 2005. Doscientas personas de cada cien mil habitantes de la provincia de Buenos Aires estaban en la cárcel, era la proporción más alta de América Latina, un número desmesurado, alejado de todas las proporciones. La multiplicación de detenidos se produjo por la abolición de la Ley de Dos por Uno, que daba por cumplidos dos años de la pena por cada año sin condena. Cuando el juez emitía su fallo, el generoso cómputo hacía que fuera escaso el tiempo que quedaba por cumplir de la pena. El beneficio irritaba a la sociedad porque acortaba de manera exagerada la estadía en la cárcel. La mayoría de los delincuentes, cuando recuperaban la libertad, volvían al delito. Y cada vez que se atrapaba a un ladrón o un asesino, los medios de comunicación destacaban que había salido en libertad por el beneficio del Dos por Uno. Con esa ley se buscó acelerar los procesos para lograr rápidas condenas. Pero el resultado fue el opuesto; la Justicia siguió igual de lenta y lo que se precipitó fue la libertad de los presos. Para la mayoría de los ciudadanos la anulación del beneficio iba a ser una solución a la inseguridad. Pero como la cárcel es el retrato de Dorian Grey de la sociedad, con la derogación de la ley había menos delincuentes en las calles pero aumentaron desproporcionadamente la población carcelaria y los problemas intramuros. Los penales debieron alojar al doble de gente. Como no había capacidad para los nuevos habitantes, las fugas, los motines, los asesinatos y la corrupción prosperaron. Durante la gestión del gobernador Carlos Ruckauf —que prometió «mano dura» contra el delito— comenzó la construcción de cárceles de bajo costo que no resolvieron el problema porque no eran las adecuadas; se construyeron pensando en el rédito político y no en los metros cuadrados. Los penales de la provincia eran depósitos de gente. En celdas para dos podían hacinarse más de ocho personas. En algunas celdas se acomodaban en improvisadas hamacas paraguayas de tela para poder dormir con alguna comodidad. La política de seguridad de Ruckauf fue un fracaso y cuando terminó su mandato los penales bonaerenses estaban en un estado de rebelión permanente y fuera del control de los guardias. El nuevo gobernador, Felipe Solá, continuó con el programa de construcción de cárceles pero sin corregir los defectos. Tras el fracaso de la derogación de la ley que facilitaba la liberación de los delincuentes, dos
líneas políticas se disputaron la conducción del Servicio Penitenciario Bonaerense (SPB). Una que reclamaba que al frente de la institución estuviera un funcionario de carrera para endurecer más el sistema y poder recuperar la moral caída de los penitenciarios tras el fracaso de la política de seguridad de Ruckauf. La otra, impulsada por los organismos de derechos humanos, pedía la desmilitarización de los agentes penitenciarios y un sistema de tratamiento más benévolo para los presos. Dentro de esa línea había abolicionistas de las cárceles. Fernando Díaz, un abogado que venía del Servicio Penitenciario Federal y estaba bien visto por las organizaciones de derechos humanos, fue el elegido. Ahora tenía la misión de pacificar las cárceles con mano blanda. Tener de director a un civil irritaba a los penitenciarios. Apenas asumió, en mayo de 2005, el nuevo jefe se enteró de que el suboficial mayor Juan Zuccarelli y el prefecto mayor Daniel Tejeda querían hacerse cargo de la Unidad 1 de Olmos para transformarla en una prisión evangélica como la Unidad 25 «Cristo, la única esperanza». Díaz citó a los pastores porque tenía otra idea. Cuando los entrevistó se dio cuenta de que a pesar de que Tejeda tenía grado de oficial penitenciario, la voz cantante era la del suboficial mayor Juan Zuccarelli, el pastor de los pastores. Entre ambos, la jerarquía eclesiástica pesaba más que el grado que les dio el Servicio Penitenciario Bonaerense. Llamaba la atención que un subordinado diera órdenes a su superior. Díaz no ignoraba la influencia que había ganado Zuccarelli como reformador de las cárceles. La gestión siempre es un punto a favor en el tablero de los políticos. El nuevo jefe había recibido informes dispersos sobre los evangélicos. Los datos estaban contaminados por el amor o el rencor de sus informantes. Para algunos eran servidores de Dios y para otros, los jefes de una empresa con forma de iglesia evangélica. Las estimaciones de las donaciones podían alcanzar cifras disparatadas de acuerdo con la fuente. Le habían dicho a Díaz que la donación para el campo había sido de un millón y medio de dólares pero que se quedaron con menos porque repartieron con los jefes del servicio penitenciario y el Gobierno. Otros decían que el campo tenía trescientas hectáreas. No faltaron los que hablaban de una explotación agropecuaria a gran escala. Díaz, con prevenciones, fue a la reunión. No adhirió totalmente cuando los pastores le dijeron que el Evangelio iba a ayudar a recuperar la tranquilidad en las cárceles. A partir de ese momento, la conversación transformó a la religión en un hecho político donde Dios quedaba al margen. Los pastores querían repetir la experiencia de la Unidad 25 «Cristo, la única esperanza» en Olmos, donde habían evangelizado una cantidad considerable de presos. El nuevo jefe no estaba convencido de la eficacia de los evangelistas. Algunos oficiales le dijeron que la paz de los pabellones evangélicos era artificial. Le ponían como ejemplo el caso de los violadores o condenados por abusos sexuales que son sometidos por los evangélicos a una obediencia estricta bajo amenaza de volver a convivir con la «población», como se llama a los internos del penal. Para los que consiguen refugio en el sector evangélico, volver con los presos comunes es la condena más temida porque saben que los espera la muerte o ser violados. El relato se completaba con la visión de algunos organismos de derechos humanos que le relataron a Díaz que en la Unidad 25 mandaban a los internos a los talleres a trabajar para empresas privadas sin jornal y sin límites de horas de trabajo. Los pastores señalaban que los salarios de los presos los
fijaba la reglamentación del servicio penitenciario. Y daban el ejemplo de la empresa de bicicletas que pagaba generosamente a los internos y cada fin de mes les depositaba en la contaduría del penal la remuneración que podían retirar ellos o sus familiares. El preso no puede recibir dinero directamente para evitar que compre drogas, alcohol o pague sobornos. Debe pedir el efectivo a la contaduría cada vez que lo necesite y explicar en qué lo va a gastar; el dinero no puede circular dentro de la cárcel. Los talleres durante largo tiempo fueron un negocio para empresarios y algunos directores del servicio penitenciario hasta que en 2010 se fijó una remuneración horaria para el preso que equivalía a un sueldo mínimo. Díaz, recién llegado a la jefatura, no podía entregar la cárcel de Olmos a los pastores. El personal no se lo iba a permitir; había demasiados intereses en juego, comenzando por los extensos talleres del penal que triplicaban en capacidad a los de la Unidad 25 y estaban al servicio de empresas privadas. Díaz les dijo que Olmos no iba a ser negociada, que no podía ser como «Cristo, la única esperanza», porque albergaba a más de dos mil presos de alta peligrosidad de los cuales el noventa por ciento no tenía condena. Los procesados son más difíciles de regenerar porque tienen puesta su mente en salir en libertad con los oficios de un buen abogado. A cambio les ofreció la Unidad 28 de Magdalena que era un penal complicado con una población de mil presos, la mitad de Olmos. Zuccarelli no estaba convencido pero Tejeda sabía que la decisión de Díaz de apartarlos de «Cristo, la única esperanza» estaba tomada. Magdalena tenía características que la asemejaban a Olmos; se podían crear talleres para desarrollar emprendimientos privados. La reforma iba a ser gradual; poco a poco iban a incorporar pabellones evangélicos. Zuccarelli advirtió que se venían nuevos tiempos y debía hacer concesiones; el sueño de la prisión enteramente evangélica se estaba contaminando. Tejeda aceptó ser director de la Unidad 28 de Magdalena y fue reemplazado en la Unidad 25 por Daniel Suárez, un oficial de absoluta confianza de Fernando Díaz. La gestión del director de Magdalena, Carlos Castrovinci, el antecesor de Tejeda, le había dado prioridad a mantener una población adecuada a la capacidad de albergue de cada módulo porque el lugar había funcionado como penal militar y su diseño no era el adecuado para presos comunes. Ese presidio lo habían ocupado desde desertores del Ejército que cumplían penas muy cortas, hasta objetores de conciencia —casi todos pertenecientes a los Testigos de Jehová— que se negaban a ponerse el uniforme y a portar armas. También hubo presos de alta graduación como el coronel Mohamed Alí Seineldín y sus comandos que diariamente salían a correr fuera del penal. Terminado el ejercicio aeróbico volvían a sus celdas; no necesitaban del rigor de la vigilancia. Los integrantes de las juntas militares que dieron el golpe de Estado de 1976 cumplieron allí parte de su condena. El lugar tenía sala de cine, biblioteca y salón de esparcimientos; era un penal pensado para albergar gente que no tenía la intención de fugarse. Zuccarelli desde el principio tomó distancia del proyecto. Estaba abatido porque sin Tejeda podía perder el control de «Cristo, la única esperanza». Continuó instalado en la oficina pastoral de la Unidad 25 y solo en tres ocasiones fue a Magdalena.
Tejeda, desbordado por la ansiedad de mostrar progresos, ignoró la cautela de Castrovinci e incrementó la población en más de doscientos presos. Trajo a internos de la Unidad 25 y de pabellones evangélicos de la Unidad 1 de Olmos para que colaboraran en la evangelización. No fue fácil el ingreso de los nuevos pobladores porque el espacio físico era reducido. En la cúpula esta migración no preocupó, creyeron que Tejeda había traído gente que no causaba problemas. Entre los recién arribados había presos de extrema confianza del nuevo director que se encargaron de la organización de los pabellones religiosos. Eran observadores que pasaban las novedades no solo de los internos sino del personal penitenciario; para que Magdalena funcionara como la Unidad 25 era esencial que los carceleros modificaran su trato con los presos. Con esa información, el director y pastor sancionaba a los guardias que obstaculizaban las tareas de sus internos de confianza. El subdirector del penal, Jorge Lemos, se puso del lado de los uniformados y mantuvo enfrentamientos con Tejeda. Lemos le recordó que la seguridad de la cárcel no correspondía a los «siervos» sino a los agentes del servicio penitenciario. Pero fue inútil, el oficial evangélico tenía un método exitoso y no iba a cambiar una sola letra de su plan aunque estuviera por encima de cualquier reglamento de seguridad. Como buen pastor, presentía que Dios los iba a ayudar. Su fe lo llevó a desafiar los malos presagios que desataban las reformas. Lemos vio todos los movimientos como una apuesta al azar; el esquema que había desarrollado Tejeda requería de una enorme dosis de suerte para triunfar con esa mezcla de presos. La pólvora estaba muy cerca del fuego. Pronto la mayoría del personal se puso del lado de Lemos y la cárcel albergó una interna de poder. Los evangelistas no toleraban a los que obstaculizaban sus propósitos y los penitenciarios no querían recibir orden de los civiles. La primera medida fue la apertura de dos pabellones evangelistas y uno de autodisciplina para presos de buena conducta. El problema era que el penal de Magdalena estaba construido para aprovechar todo el espacio disponible. Los pabellones tenían forma de barraca. Al ingreso estaba la cabina de vigilancia y a un costado, los sanitarios. Al frente, las duchas y después se agrupaban las camas cuchetas que, al ser superpuestas, permitían aumentar el cupo de presos aunque los metros cuadrados fueran escasos. Desde la entrada hasta la recepción donde aguardaban los internos, había que recorrer trescientos metros, una distancia que se hacía infinita para las visitas que llegaban con bolsas cargadas de alimentos, yerba mate y artículos de higiene. Tejeda, a instancias de Zuccarelli, impuso un sistema de carritos para llevar las bolsas y aliviar a los visitantes de caminar con semejante peso. Las autoridades superiores sabían de la superpoblación porque cada día se les informaba de la cantidad de internos y en qué pabellones estaban alojados. Una semana antes del día de la madre ingresaron a Magdalena dos hermanos que habían sido heridos durante una pelea en Olmos. Los alojaron en el pabellón 16 de autodisciplina aunque su conducta no los hacía aptos para ese lugar. El primer objetivo de los recién llegados, dos tipos de cuidado, fue hacerse de un carnet de «limpieza» que tiene tanto valor como las tarjetas para hablar por teléfono. El «limpieza» es el delegado del pabellón, el que tiene la posibilidad de caminar toda la penitenciaría porque recibe a las visitas y lleva y trae recados. Es quien hace cumplir el reglamento en los pabellones, el que evita las peleas y decide cómo se liman las diferencias. También acuerda
las normas de convivencia. Tiene que tener dotes de diplomático porque media con los oficiales para conseguir beneficios para su pabellón. Como representa a todas las ranchadas, es el líder y el más querido. Destituirlo no es fácil, tiene que rebelarse alguna ranchada fuerte que le diga: «engomate» (encerrate en tu celda). Es el momento donde su poder se pone a prueba. Si «saltan» (lo defienden) sus adeptos es porque sigue siendo el líder. Los hermanos estaban dispuestos a pelear por el poder. Siempre lo hicieron, fue su forma de sobrevivir. Sus códigos no tenían nada que ver con los de los presos de buena conducta reunidos en ese pabellón de autodisciplina. Casi todos eran delincuentes primarios. Llevar a los dos salvajes fue un error. Cuando terminaba la noche del viernes y empezaba la del sábado 15 de octubre, los ánimos estaban tensos porque al día siguiente venían las madres a visitarlos para celebrar su día. Ese domingo es el más especial del año. El rol del «limpieza» es fundamental: recibe a las visitas y mueve todos los paquetes que traen de regalo a sus hijos. Los hermanos, que estaban decididos a tomar el control del lugar, pasaron por al lado del «limpieza». Uno de ellos le hundió la faca en el estómago. Un grupo de presos se abalanzó para defenderlo y los hermanos se pusieron espalda contra espalda con las facas en la mano y una manta enrollada en el brazo que quedaba libre. Cuando comenzó la pelea, el guardián del módulo dio la alarma pero los suboficiales estaban haciendo el recuento de presos a cien metros del lugar. Cuando arribaron, la batalla estaba generalizada; era imposible separarlos con los métodos habituales y comenzaron a dispararles postas de goma. Los presos retrocedieron hacia el fondo del pabellón y pusieron colchones en las rejas para cubrirse de los impactos. Uno de los reclusos prendió fuego a una almohada para arrojársela a los guardias como una bomba molotov, pero el material inflamable le quemó la mano antes de que pudiera lanzarla. La almohada en llamas cayó sobre un colchón de poliuretano envuelto en mantas de fibra sintética que se transformó en un letal foco de incendio. El fuego ganó el techo recubierto por una membrana asfáltica y se expandió generando gases tóxicos y una densa humareda que bajó al piso porque no tenía canalización hacia las puertas y ventanas. Las llamas consumieron el cableado de la instalación eléctrica y el pabellón quedó sin luz. Comenzaron a quemarse y a intoxicarse en la oscuridad con la única luz de las llamas, lo que aumentó el terror. Los gritos desesperados hicieron que sus vecinos del pabellón 15 saltaran por el techo para ayudarlos. Cuando llegaron los bomberos no pudieron activar el sistema contra incendios porque, si bien estaban instaladas las cañerías, no habían conectado el tablero eléctrico a la red y no podían funcionar las bombas que daban presión al agua. Con sus mangueras sin agua, se sintieron impotentes y aterrados; eran conscientes de que el humo tóxico de los colchones de poliuretano iba a matar a los internos en escasos minutos. Los uniformados se unieron a los muchachos del pabellón 15 y les alcanzaron mazas y hachas para que los ayudaran a romper el techo y las paredes del 16 para que el humo encontrara un escape. Era una lucha desigual, el tiempo corría demasiado rápido. Bomberos y presos rescataron a algunos internos. Los más audaces se envolvieron en mantas húmedas para ingresar, pero el humo había formado una cortina impenetrable y venenosa. Cada preso que inhalaba la nube tóxica entraba en coma. Bastaban dos minutos para que perdiera
la conciencia. El humo de los colchones transportaba cianuro que hacía que los cartílagos de la nariz se pegaran y luego se derritieran. Era una muerte rápida vista desde afuera, pero dolorosa porque esos segundos eran eternos. El insoportable dolor de cabeza de la víctima parecía anticipar un estallido del cerebro. Las manos se cerraban agarrotadas haciendo fuerza para que entrara el aire. La cara de los jóvenes tomaba un color morado intenso. Sus ojos se desorbitaban; morían con los párpados abiertos. Después, llegaba el fuego para desfigurarlos. Algunas manos quedaron pegadas a las rejas ardientes. Ver morir a los jóvenes de esa manera provocó el llanto de algunos bomberos y la ira descontrolada de los internos del pabellón 15 que descendieron por los techos hacia los talleres y los incendiaron. La locura se extendió y estalló el motín. El penal de Magdalena quedó tomado y no hubo guardia que opusiera resistencia porque los presos tenían motivos para la rebelión. Estaban doloridos, sabían cuál era la causa de la tragedia y quiénes eran los responsables. Los bomberos fueron los primeros en darse cuenta de que el módulo no tenía las mínimas condiciones de seguridad para alojar personas. No estaban disponibles los elementos de lucha contra incendios y el cielorraso era de membrana asfáltica que, en contacto con el fuego, se transformaba en veneno. No había que ser un experto para saber que había desidia y corrupción detrás de la tragedia. La noche del incendio, Zuccarelli y Tejeda comían hamburguesas con sus esposas en la plaza Moreno. Estaban felices porque horas antes, junto a representantes de iglesias evangélicas de los Estados Unidos, Centroamérica y Europa, habían celebrado un casamiento en la Unidad 25 «Cristo, la única esperanza». A la fiesta acudieron cuatrocientas personas, ya que fueron invitados los familiares de los internos. Para los pastores esa ceremonia era clave: querían mostrarle a Fernando Díaz, el director del servicio penitenciario, la repercusión internacional de la obra. El reverendo y el pastor conversaban animadamente e interpretaban el impacto que podía haber tenido tamaña demostración de poder de la obra evangélica en las cárceles. Pero algo debía haber fallado en la comunicación con Dios porque el paseo por la plaza Moreno fue interrumpido por una llamada al teléfono celular de Tejeda. «Se pudrió todo en Magdalena, venite», le dijeron. El oficial partió de inmediato al penal y Zuccarelli llevó a la mujer de Tejeda a su casa. Luego hizo lo mismo con Mary y enfiló para el penal. Fernando Díaz, recién llegado a su casa, recibió una llamada similar. Salió apresurado y preocupado porque le adelantaron que se iba a enfrentar a una tragedia, la primera de su recién comenzada gestión. Cuando llegaron a Magdalena, a la una y media, era el caos. Los bomberos luchaban casi sin elementos contra el fuego que provocaron los amotinados. El lugar no era una cárcel dedicada a Dios, sino el infierno. El director Tejeda quedó derrotado, no atinó a reaccionar. El penal que creyó que iba a servir para extender la obra evangélica, estaba bajo el fuego, el símbolo del demonio. No entendía por qué Dios permitió la tragedia. Tejeda no acusaba directamente al Creador, pero tampoco asumía su responsabilidad. Los oficiales estaban indignados porque le habían advertido que el penal estaba superpoblado y que se les recortó el poder para controlar a los reclusos. La decisión inconsulta más grave fue la de mezclar
a lobos con ovejas en un pabellón de buena conducta. Cuando llegó Fernando Díaz, se puso tenso; sus gestos eran similares a los de un boxeador en posición de no contest ante una andanada de golpes. Comenzó a tomar conciencia de que el cargo que le dieron era un revólver amartillado. Discutió con el fiscal que a los gritos estaba acusando a todo el servicio penitenciario por el siniestro. Uno de los oficiales tomó al jurista por el cuello y lo puso contra la pared. No iba a permitir que hiciera una carrera política de una tragedia. Díaz tuvo que emprender una larga negociación con los rebeldes que estaban absolutamente descontrolados. Algunos lloraban, otros emitían gritos salvajes. Querían venganza. Tejeda y su Evangelio los irritaban. Afuera había más de quinientas personas parientes de los presos, además de funcionarios y periodistas. El caos era absoluto y todavía no habían tomado dimensión de la tragedia. Zuccarelli entró en el penal para apoyar a Díaz en las negociaciones. Cuando los ánimos se calmaron, se les prometió que si regresaban a sus pabellones, iban a poder recibir a sus madres al día siguiente. Los presos aceptaron porque en el calendario «tumbero» el Día de la Madre es una fecha sagrada. Cuando se extinguió el incendio y se debilitó el humo, comenzó el primer recuento de los cuerpos. La primera cifra fue diecisiete. A medida que avanzaban sobre el pabellón el número creció y se detuvo en treinta y tres. La experiencia de pacificar la cárcel terminó en tragedia. Pareció un castigo de Dios a la negligencia y la corrupción. Los funcionarios pasaron por alto medidas de seguridad elementales que se hicieron más notables con la superpoblación. El proceso del sistema contra incendios debió ser controlado por la jefatura del SPB a través de la dirección correspondiente, ya que las autoridades de la cárcel no tenían injerencia en los contratos con las empresas que ganan licitaciones. Díaz, que había asumido hacía poco, comenzó a darse cuenta de que la herencia recibida era más pesada de lo que había imaginado. Y la corrupción, también. La tragedia de la noche del sábado 15 de octubre podía haber ocurrido en cualquier unidad. Las edificaciones no contaban con elementos aptos para la lucha contra incendios y tenían escasas puertas de emergencia. Las celdas eran bombas de tiempo que albergaban materiales inflamables como sábanas, frazadas, colchones y almohadas de poliuretano, además de la ropa y pertenencias de cada interno, y los libros y las revistas. El fuego pudo haberse evitado y, si se pudo evitar, no fue accidente. Entre los cadáveres carbonizados estaba el de Eduardo Guillermo Maglioni, un joven de veinticuatro años esperanzado en salir en libertad después de recuperarse de la adicción a las drogas. Su padre, Eduardo Maglioni, murió físicamente el 3 de diciembre de 2012 pero su vida había terminado siete años antes cuando reconoció el cuerpo desfigurado de su hijo después del incendio del penal. Las muertes de Magdalena le enviaron una señal a Maglioni: no todos los servidores de Dios sirven a Dios. Eduardito Maglioni fue un joven tranquilo. De estatura mediana, rubio, de ojos celestes, le gustaba practicar boxeo y llevaba una vida sana. Eduardo, su padre, que hacía servicios de vigilancia, quería proteger a su hijo del mundo y hacerlo más fuerte. El amor por el primogénito era inmenso.
Vivían en Pontevedra, partido de Merlo, al costado de la ruta 21, donde todos los vecinos se conocen. Su casa blanca tenía un enorme patio y daba a la ruta. Era una vivienda modesta y confortable. Tenía el toque cálido de la calefacción a leña. Padre e hijo hachaban los troncos para defender al hogar del invierno que en ese descampado se volvía más cruel. Pero Eduardito dejó de ser adolescente y creció. A los dieciocho años la calle le mostró que puede tener más encantos que un hogar. Con sus amigos se divertía y quería pasar la mayor parte del día y la noche. Hablaban de hacerse de dinero para comprarse lo que se les ocurriera y volar de ese pueblo. Predominaba la idea de que trabajar no les iba a dar la vida que deseaban. Pronto llegaron el alcohol y la marihuana. La cocaína no tardó en aparecer. En ese estado, Eduardito entró en un mundo distinto que lo alejaba de los días calcados de Pontevedra. Las drogas lo dejaron sin proyectos; solo le interesaba vivir ahora. La prioridad era tener plata para la marihuana, las pastillas y la cocaína, que eran el escudo contra un mundo que no entendía. No escuchaba consejos y rehuía a su padre. Menospreciaba lo que los había unido; ya no practicaba boxeo ni cortaba leña. Hablaba poco y, cuando el padre se interesaba por sus salidas, contestaba con evasivas. Como para el alcohol y las drogas hace falta dinero, comenzó a robar. Eran hurtos menores, pero para su padre, el mayor de los crímenes. Eduardo se preguntó en qué había fracasado; su hijo estaba en el camino opuesto al que le había indicado. No era un hombre de grandes recursos, pero tenía una voluntad gigante y estaba dispuesto a recuperar a su Eduardito. Por eso vendió su camioneta y lo internó en un centro de rehabilitación de drogas de Pontevedra. Eduardito se resistió a ir a ese lugar que imaginó como un centro de tortura y encierro. Pero al llegar se encontró con otros adictos que eran delincuentes avanzados y formaron un grupo más peligroso que el que tenía cuando frecuentaba la calle. En el centro abundaban las drogas y las armas. Junto a su grupo salían a robar a la noche y regresaban a la madrugada para dormir hasta muy tarde. La gran recaudación de los propietarios no era la modesta cuota que pagaban los padres de los adictos, sino el porcentaje del botín que dejaban sus «pacientes». Eduardo vio que su hijo desmejoraba. Discutió con el dueño y lo retiró del lugar. Eduardito regresó con sus amigos. Les habló de sus días en el centro de rehabilitación y les contó que conocía el lugar donde se guardaban las drogas y las armas. Una noche lo saquearon, sabían que el dueño no iba a hacer la denuncia. Ahora, armados, iban a ser una banda en serio. El padre se dio cuenta de que su hijo era incontrolable. Tomó la decisión más dolorosa, lo entregó a la policía. Se lo dejó al comisario de Pontevedra con la esperanza de que con el castigo pudiera recapacitar. Rita, la madre, no sabía lo que pasaba. Estaba enferma de cáncer y Eduardo le ocultaba las malas noticias porque en poco tiempo iban a someterla a una cirugía delicada. El día de la operación, la madre pidió verlo. Eduardo fue a la comisaría a pedir por su hijo. —Dámelo, me debés favores —le dijo al comisario. —No puedo, vos sabés que no puedo, se mandó una cagada grande y tengo una orden del juez. —Su mamá se está muriendo. Vos no lo capturaste, yo te lo traje y yo te lo voy a volver a traer. Es importante que vea a la mamá. —Está bien, llevalo pero estamos a mano, no me pidas otro favor.
Eduardito fue hasta el hospital Argerich con su padre y un policía. Le asignaron un cuarto para que hablara con su madre. Horas después Rita fue operada con éxito. Cuando volvió a la comisaría, le dijo al jefe: —Tomá, te lo entrego, cuidámelo. Tal vez un año en la cárcel le venga bien y salga limpio de cocaína. Tal vez se dé cuenta de que puede cambiar. Eduardito fue a Olmos. La Unidad 1 no era un buen lugar para un delincuente primario; aunque funcionaban los pabellones evangélicos, la influencia de los presos más peligrosos se hacía notar. El padre se movió y consiguió que lo trasladaran a Gorina en las afueras de La Plata, un penal que tenía un programa de rehabilitación para adictos. A los cuatro meses le dieron el alta y lo enviaron a Bahía Blanca. Rita y Eduardo eran fieles visitantes. En cada conversación notaban el progreso de Eduardito. Se alimentaba mejor, estaba más comunicativo y tenía proyectos; les prometió empezar una nueva vida apenas saliera de la cárcel. Cuando se acercó el Día de la Madre, Eduardo pidió que lo trasladaran a un presidio más cercano para poder visitarlo con Rita. Como Eduardito tenía buen comportamiento aceptaron la solicitud. Lo enviaron a Magdalena, donde Tejeda estaba haciendo su experiencia evangélica. Le asignaron el pabellón 16 porque tenía buena conducta. Los días de Eduardito transcurrieron en calma. Escuchaba el evangelio, trabajaba en los talleres y bajaba al patio con sus compañeros. Eran sesenta reclusos en un pabellón con capacidad para treinta. Eduardo reconoció el cadáver de su hijo a pesar de la cara quemada. Su llanto fue desgarrador, se sintió el culpable de la muerte de su compañero de box, de hachar leña, el de las largas charlas y las extensas caminatas. Vio en ese cuerpo quemado al niño que fue, al que le enseñó los rudimentos de la carpintería y le contó interminables historias de sus viajes de marino mercante. Aunque era difícil ver sus rasgos pensó que le decía: «¿Por qué me trajiste aquí, papá?». «Yo lo maté, yo lo maté.» Eduardo lloraba y se culpaba. Se preguntaba por qué le había entregado un hijo al Gobierno para que lo regenerara y se lo devolvían muerto. Tuvo ganas de suicidarse pero decidió que iba a vivir para que no le sucediera lo mismo a otros hijos. Iba a convertirse en el vigilante de las prisiones y en el controlador de los carceleros. Su deseo era que se hiciera justicia y que Tejeda fuera a prisión. Hasta el último día de su vida odió a ese evangelista que le había arrebatado lo que más amaba con la excusa de transformarlo en un hombre de Dios. Tejeda eludió su responsabilidad en el calvario de las treinta tres familias y siguió predicando el Evangelio. Junto a quince agentes del servicio penitenciario fue procesado por abandono de persona. La carrera del oficial terminó en ese momento, pero siguió al lado del reverendo Zuccarelli, que veía opacarse su poder en la Unidad 25 «Cristo, la única esperanza». A partir de ese día, Eduardo se hizo militante de la causa de los presos. Convocó a los organismos de derechos humanos de Morón y organizó marchas pidiendo la demolición de Magdalena y mejores condiciones para los internos. Pero pronto descubrió que en las organizaciones que contactó había más necesidad de hacer política que de trabajar por los derechos de los reclusos. Cuando apareció el grupo Quebracho y las marchas se tornaron violentas, se alejó. Golpeó todas las puertas. Cuando no las abrían, insistía. Así logró llegar al gobernador Felipe Solá que le habló como si fuera ajeno a las ideas de Tejeda. Compartió la furia del padre y se puso de su lado.
Eduardo Maglioni le llevó un petitorio con veintiuna propuestas. Solá prometió estudiarlas y le adelantó que estaban cambiando todos los colchones y las almohadas en los penales de la provincia de Buenos Aires. —Es una buena noticia. Si están haciendo esos cambios, gobernador, sería bueno que pudiéramos verlos en cualquier momento, cuando se nos ocurra. Solá aceptó y le dio una credencial para que se moviera libremente por las cárceles de la provincia de Buenos Aires. Pronto consiguieron una camioneta con chofer. En la recorrida comenzó a desconfiar de los dirigentes de los organismos de derechos humanos; observaba que cuando hablaban con los presos hacían promesas que no podían cumplir. Tomaban denuncias de torturas que no eran creíbles. Había gente que decía que la habían picaneado o pateado. —Vi los cables en el piso, ellos mismos se hacían esas marcas para conseguir ventajas —les decía a los militantes que no querían escuchar algo distinto de las denuncias por torturas. También le molestaba verlos ingresar a los pabellones y preguntar a viva voz quiénes habían sido torturados, como si semejante afrenta a los derechos humanos fuera una mercadería que se vendía voceándola. Para algunos organismos, acumular denuncias para hacer extensos informes era parte de la tarea para desarmar al servicio penitenciario y para justificar los subsidios que cobraban. Las publicaciones de fin de año con las estadísticas de torturas y maltratos eran subvencionadas por el gobierno nacional sin verificarlas. Pronto comenzaron las divisiones. Había demasiadas ambiciones en esas personas. Maglioni se unió a dos parientes de los muertos en el incendio y formaron la comisión de Familiares de las Víctimas de Magdalena. Juntos, siguieron bregando por los derechos de los presos. Como no negociaban con el servicio penitenciario, les ofrecieron subsidios para acallar sus reclamos, pero los rechazaron. La tragedia de Magdalena molestaba al poder político que se jactaba de defender los derechos humanos. El andar de Maglioni por las penitenciarías le dio experiencia. A medida que recorría las cárceles aparecían las novedades porque no solo se interesó por el preso sino por el guardia que era parte del sistema. El sueldo de un penitenciario bonaerense es la tercera parte de la de un penitenciario federal. Es la primera gran desigualdad y la puerta de entrada a la corrupción. El otro problema sobre el que alertó Maglioni fueron los asistentes sociales del Patronato de Liberados que deben hacer el seguimiento del preso en libertad. Su salario es tan magro que no se arriesgan. No entran en los barrios donde viven los recién salidos. Por eso los citan en un café donde les hacen las preguntas de rigor, llenan el informe, se lo hacen firmar y regresan sin el deber cumplido. No conocen siquiera el entorno familiar o los lugares que frecuentan. El fracaso del Patronato de Liberados está a la vista: casi todos los presos reinciden en el delito. El sistema es tan vulnerable que no se entrecruzan con la policía las huellas digitales. A veces no se enteran de la verdadera identidad del que ingresa a las cárceles. Cuando atraparon a Popó Brandán, uno de «Los Doce Apóstoles», no sabían de quién se trataba. Lo descubrieron una semana después. Lo mismo pasó con un asesino serial que mataba en nombre de San La Muerte. Lo llevaron a Bahía Blanca y mató a otro recluso. En ese momento —habían pasado veinte días— se dieron cuenta de que el preso no era quien decía ser sino Pucho Almirón, uno de los hombres más buscados en el país. No son pocos los delincuentes que tienen más de un documento de identidad. A veces no logran averiguar cuál es el verdadero nombre del que apresan. Nada es más fácil en la Argentina que
falsificar un DNI. Descubrió que el otro problema del preso recién liberado es que vuelve a la calle indocumentado o en condiciones de salud mental precarias por las pastillas que tomó durante su detención. Algunos salen con un enorme resentimiento porque fueron violados y buscan venganza. Maglioni comenzó a sentirse mal a mediados de 2012. En el hospital Argerich le diagnosticaron cáncer de esófago. Los médicos, apenas comenzaron la operación, desistieron de continuar; la enfermedad estaba avanzada y no había posibilidades de salvarlo. El hombre siguió fumando y no perdió contacto con el servicio penitenciario y los presos. Pero las noticias que recibió antes de su internación le hicieron ver que había perdido la batalla; en los primeros seis meses se fugaron diez presos y en casi todos los casos hubo desidia de los guardias. Maglioni y los que conocen el servicio penitenciario saben que tras esos descuidos de los guardianes, casi siempre hay corrupción. Alguien da la orden de relajar la vigilancia. Eduardo Maglioni murió triste. El 3 de diciembre de 2012 cerró los ojos con la certeza de que no pudo cambiar esa parte oculta del mundo y sin saber el día en que Tejeda, a quien responsabilizó de la muerte de su hijo, iba a ir a juicio oral. Hasta mediados de 2013, el juicio siguió pendiente.
CAPÍTULO III
El ocaso de «Cristo, la única esperanza»
Magdalena marcó el rumbo de la gestión de Fernando Díaz, que se alejó de los evangélicos que dependían de Zuccarelli. Tejeda tuvo que dejar el puesto de director de Magdalena porque fue procesado por la Justicia como uno de los responsables de la tragedia. Zuccarelli debió regresar a Olmos como suboficial, pero mantenía el poder por el respeto que imponía entre los pastores evangélicos. Díaz designó en «Cristo, la única esperanza» al pastor Juan Park, un abogado descendiente de coreanos, un emprendedor que tenía excelente llegada con los compatriotas propietarios de supermercados. Pronto la cárcel dejó de ser absolutamente evangélica. Comenzaron a ingresar algunos personajes VIP recomendados por políticos o porque disponían de dinero y pagaban una cifra elevada en alguno de los altos niveles para ser trasladados a ese lugar. La Unidad 25 fue perdiendo su santidad. La primera prohibición que se levantó fue la de fumar. Así llegaron jefes de la barra brava de Estudiantes y de Gimnasia y Esgrima de La Plata. Daniel Bellini, el propietario de Pinar de Rocha condenado por la muerte de su mujer, se alojó en una de las celdas que pronto transformó en una oficina desde donde administraba sus negocios. Para recibir de manera íntima a su pareja consiguió que reformaran la habitación de encuentros de acuerdo con su gusto. Por supuesto que la reforma no fue gratis. Las influencias políticas hicieron que abandonara Olmos, su destino original, para ir a la prisión más deseada de la provincia. En Olmos, Bellini era el preferido de los guardias que le pedían entradas para ir con sus parejas a bailar a Pinar de Rocha. El desfile por la celda de Bellini incluía a Omar Buchacra, un hombre del ambiente del fútbol que tuvo la concesión de quioscos de panchos y hamburguesas de Boca Juniors y estuvo muy ligado a la barra. Otro huésped VIP fue Adrián Torres, conocido como Chelo, cantante del grupo bailantero Green, acusado de abuso sexual de una menor. Llegó espantado de la cárcel de Ituzaingó donde le robaron la ropa y las zapatillas en menos de cuarenta y ocho horas. Cuando ingresó a «Cristo, la única esperanza», estaba descalzo y se tuvo que cortar el pelo. Pronto las generosas visitas le repusieron el vestuario y lo colmaron de comida. El cantante quiso hacer valer su popularidad y se presentó ante Jorge Pedraza, el ex jefe de «Los Doce Apóstoles» en el motín de Sierra Chica de Semana Santa de 1996. Pedraza estaba allí por pedido de Fernando Díaz, que quería que estudiara porque era un preso problemático pero inteligente. Jorge miró con desprecio a Chelo y lo dejó con la mano tendida. Tiempo después le hizo pasar otro mal momento cuando el bailantero denunció que le habían robado cigarrillos que le habían traído las visitas. Pedraza lo encaró y lo trató de buchón. A Chelo le faltó poco para perder el conocimiento; le temía al apóstol. El cantante se casó en la Unidad 25 con la hermana menor de la chica que había abusado. Grabó un
CD que tituló «El Chelo y la Unidad 25. Alabando a Cristo». El ex jefe de «Los Doce Apóstoles», que no se llevaba bien con Zuccarelli quien no creía en su conversión, siguió cerca de Bellini; disfrutaba de la hospitalidad de su celda, la mejor equipada de la unidad. El propietario de Pinar de Rocha colmaba de provisiones la heladera de Pedraza. Juntos celebraron Navidad y año nuevo de 2009, aunque ninguno de los dos creía en Dios. No faltaron personajes acusados de corrupción como el ex juez Rolando Lima, condenado a cinco años de prisión por ayudar a escapar a un delincuente. Tuvo que ser derivado a «Cristo, la única esperanza» porque corría riesgo de vida en cualquier otro penal. El ex magistrado en enero de 2005, cuando prestaba funciones en el juzgado de Junín, pagó a dos hombres para que denunciaran haber sido asaltados en Piedra del Águila. Tras la denuncia, pidió el traslado a Junín de Alberto Zvizer, que estaba preso en Córdoba, para una rueda de reconocimiento como sospechoso del falso robo. Terminada la rueda, recibió un fax de la Justicia cordobesa que disponía la inmediata libertad de Zvizer. El juez ordenó al momento la salida del detenido y se fue de licencia para no dar cuenta de la liberación. Pero a minutos de que el preso saliera, se descubrió que el fax había sido enviado desde un locutorio de Villa María por cómplices de Zvizer. La investigación permitió encontrar vínculos más profundos del juez con el preso. Años antes, cuando Lima era fiscal, lo hizo figurar declarando en una causa el mismo día en que participaba de un asalto en Dock Sud. La coartada le permitió salir en libertad. Otro preso que pasó por la Unidad 25 fue Alfredo Franchiotti, el ex comisario que, junto al cabo Alejandro Acosta, en junio de 2002 mataron en el puente Pueyrredón a los militantes Maximiliano Kosteki y Darío Santillán. Les dispararon con escopetas Itaka cargadas con munición de plomo desde cincuenta metros. En cualquier cárcel iba a ser asesinado por los presos por su condición de policía. Franchiotti había salvado su vida de milagro en el penal de Magdalena cuando un grupo de internos entró en el pabellón de refugiados a clavarle una faca. Ahora, en la Unidad 25 se movía con absoluta libertad pero no participaba de las celebraciones religiosas ni de los rezos diarios. Su única actividad era estudiar Derecho, quería ser su propio abogado. A finales de enero de 2008 se descubrió que el ex comisario entraba y salía de la unidad sin ser controlado. Un suboficial había asentado en el libro de guardia la salida de Franchiotti esa mañana a pesar de la prohibición tácita de registrar sus movimientos. No fue casual la anotación, los suboficiales honestos sospechaban que esos privilegios no eran gratis. Cuando los organismos de derechos humanos denunciaron el hecho, el ministro de Justicia, Ricardo Casal, relevó a la plana mayor de la Unidad 25 y trasladó al ex comisario a la cárcel de máxima seguridad de Florencio Varela, donde lo alojaron en un pabellón de refugiados. En 2009, Fernando Díaz tuvo que renunciar. Casal quería un director con otro perfil. Daniel Scioli, que lo sostuvo en la primera parte de su gestión porque tenía buenas referencias del funcionario, accedió al pedido de su ministro de Justicia. Con el nuevo jefe, la situación en la Unidad 25 no se modificó. Los presos no evangélicos, muchos de ellos VIP, ahora representaban el treinta por ciento de la población. Del sueño del reverendo Juan Zuccarelli quedaron girones. A mediados de julio de 2012, el ministro de Seguridad y Justicia, Ricardo Casal, decretó el fin de la única cárcel evangélica del mundo; a partir de ese momento iba a ser para presos mayores de
sesenta años o valetudinarios, personas con incapacidades físicas. De «Cristo, la única esperanza» no quedó siquiera la placa que recuerda a Juan Zuccarelli y Daniel Tejeda como los fundadores. En ese momento de debilidad aparecieron competidores por el poder de los pastores como Julio Bozzarelli, que estaba dispuesto a armar una carrera política desde el Evangelio. Antes de ser pastor, Bozzarelli trabajaba como gestor judicial. A las cárceles llegó por casualidad. A fines de 2003 un amigo fue denunciado por su ex mujer por intento de violación. La familia buscó a Bozzarelli para que lo visitara y lo ayudara. El gestor comenzó a visitarlo en la Unidad 1 de Olmos convencido de su inocencia. El hombre había sido denunciado por una ex concubina despechada que estaba en pareja con un policía. En la cárcel la estaba pasando mal y su vida estaba en riesgo como la de cualquier violador o abusador sexual. De acuerdo con el estatuto «tumbero», el que viola debe ser violado. El acusado sabía que tarde o temprano los presos iban a cumplir con esa premisa del código no escrito aunque gritara que era inocente. —¿Por qué no me llevás a la veinticinco? Salvame porque me van a matar —le pidió al amigo en la primera visita. Bozzarelli comenzó a moverse en ese ambiente que le era extraño pero lo seducía. Las cárceles parecen elegir al que quieren atrapar. A través de los contactos que logró en los tribunales llegó al prefecto mayor Daniel Tejeda. Sabía que era un hombre de influencia en el servicio penitenciario por su condición de evangelista. El oficial no presintió que estaba ayudando a crecer a quien iba a ser su enemigo. La mediación fue exitosa, consiguió que trasladaran a su amigo a «Cristo, la única esperanza». La nueva prisión era el edén comparada con la Unidad 1. La gestión le dio prestigio a Bozzarelli, que comenzó a tratar con otros pastores y a visitar nuevos presos. Cuando alguien consigue un traslado tan importante, todos lo quieren de gestor. Para los internos, pasó a ser un hombre de consulta y de esperanza para conseguir mejores condiciones de detención. Como Bozzarelli es un hombre carismático y elocuente, sus palabras le quitaban peso a la soledad. Así se convirtió en confidente de varios internos. No era pastor, no era psicólogo, pero los confortaba y aliviaba el encierro. El gestor judicial pasó a ser la única visita de decenas de presos olvidados por familiares y amigos. Sin darse cuenta, fue atrapado por el mundo de las cárceles y se desató la vocación oculta de servir al prójimo. En cada visita a la Unidad 25 crecía la cantidad de presos que le pedían que regresara, en especial el hijo de un obispo de la iglesia evangelista que estaba en prisión por robo a mano armada y era adicto a las drogas. Con el joven tenía conversaciones extensas y pudo ver que siempre había actuado por reacción contra el padre; quería llamar su atención. El joven le contaba que se sintió dejado de lado por su progenitor, que prefería dedicar su tiempo a los demás, y encontró su lugar en un grupo de amigos que también renegaban de sus padres. Entre cervezas y marihuana se fue alejando de su casa y de la iglesia. El obispo Gutiérrez supo de la existencia de Bozzarelli por los relatos de su hijo y pidió conocerlo. Se reunieron un domingo. Tuvieron una extensa charla donde el gestor le explicó cuál era el abismo que lo separaba de su hijo y que su rectitud de evangelista no alcanzaba para solucionar el problema.
—¿Me permite que le haga una observación? —Adelante —le dijo el obispo. —Su hijo necesita un padre, no un pastor. Un pastor atiende el rebaño y un padre, al hijo. El evangelista se quedó meditando; el diagnóstico era acertado. Decidió aprovechar la condena para acercarse a su hijo. La cárcel iba a dejar de ser un castigo para convertirse en una oportunidad de recomponer la relación. Abrazó a Bozzarelli, le agradeció las palabras. —Usted sabe llegar a la gente. ¿Por qué no estudia para ser pastor? Tiene una enorme vocación. Si se decide, venga a verme —le propuso el obispo. Pronto Bozzarelli se anotó en la Unión Apostólica de Dios en la sede de San Martín y comenzó a predicar. Con la credencial que le entregó el Servicio Penitenciario Bonaerense quedó habilitado para visitar todas las cárceles. Comenzó un extenso recorrido pero los penales que más frecuentaba eran la Unidad 1 de Olmos y la 25 «Cristo, la única esperanza», donde Zuccarelli y Tejeda eran los hombres fuertes. El nuevo pastor comenzó a hablar con los presos, aprendió escuchar y a observar. Los datos que obtuvo le hicieron prestar atención a los detalles y sintió que la iglesia era un buen camino para lograr poder político. Algunos detenidos le contaban que para ir a la prisión evangélica les cobraban entre cuatro y cinco mil pesos. Que había un mecanismo aceitado: en el servicio penitenciario observaban las fichas para ver cuáles estaban en condiciones de pagar un traslado para lograr mejores condiciones de detención. Una parte de la Unidad 25 no era para predicar el evangelio y llevar a Cristo en el corazón; era caja. Los presos VIP pagaban una mensualidad y recibían a sus parejas, amantes o prostitutas. Lo que no tomaba en cuenta el nuevo pastor era que la Unidad 25 ya no la manejaba en exclusividad Zucarelli. El nuevo pastor, que mediante mil intentos había intentado penetrar en el círculo del reverendo, quiso brillar con luz propia y comenzó a denunciar la corrupción y se enfrentó con un ala de la iglesia evangélica. Su vehemencia lo puso en la vereda de enfrente de «Cristo, la única esperanza». Denunció —en soledad y sin pruebas— por los medios de comunicación que algunos evangelistas estaban asociados a gente de la Dirección de Traslados del servicio penitenciario para cobrarles una mensualidad a los que iban a la Unidad 25. El enfrentamiento de Julio Bozzarelli con el presidente de la Federación de Consejos Pastorales, Juan Zuccarelli, se profundizó. Era una lucha desigual; Zuccarelli tenía una historia prolongada en las cárceles y Bozzarelli, para derrumbar ese poder, necesitaba desprestigiarlo. Fracasó en su intento y al poco tiempo le fue prohibido ingresar a la Unidad 25 «Cristo, la única esperanza». Tampoco logró entrar en el penal de Olmos. Su vehemencia le impidió revertir la situación y redobló la apuesta; propuso armar un sindicato de presos evangélicos. Los directores penitenciarios consideraron esa propuesta una afrenta y le extendieron la veda a todas las penitenciarías de la provincia. Pero Bozzarelli no se rindió. Creía que la Federación era un sello de goma que fabricó Zuccarelli. Por eso le respondió fundando el Sindicato Único de Religiones. A partir de ese momento se desató la guerra entre los pastores. Bozzarelli denunció que a la granja
de Magdalena donada por los evangelistas suizos y sostenida por aportes empresarios, llevaban a los presos a trabajar para beneficio personal. Los escándalos comenzaron a rondar a los evangelistas, pero Zuccarelli soportaba las presiones e ignoraba a su enemigo. Las denuncias de corrupción iban en aumento. En la Unidad 25 no solo estaban los que profesaban ciegamente la fe y pasaban jornadas enteras de oración y cantos de salmos, sino que había presos VIP. Lo que ignoraba Bozzarelli era que ese negocio no pertenecía a los evangelistas; Zuccarelli se había retirado de la oficina pastoral de la Unidad 25. Ahora los traslados los decidía un sector del servicio penitenciario que estaba sospechado de corrupción. Atacar al enemigo equivocado fue un error que Bozzarelli pagó caro y se tuvo que retirar de las cárceles. Hizo un último intento de reconquistar el poder a principios de 2012 cuando falleció Marcelo Pernici, jefe del Servicio Penitenciario Bonaerense. Como habían comenzado los movimientos para colocar al sucesor, Bozzarelli se reunió con Fernando Díaz, el ex jefe de la institución entre 2005 y 2009, uno de los más largos mandatos en la historia de la fuerza. Le dijo que había hablado con Juan Gabriel Mariotto, vicegobernador de la provincia y que podía arreglar una reunión. Díaz desconfió porque sabía que era imposible llegar a ese cargo por el lado de Mariotto debido a su enfrentamiento con el gobernador Daniel Scioli, pero asistió a la reunión. Lo recibió un diputado provincial que no tenía demasiada influencia. Díaz se lamentó de haber ido al encuentro y de haber confiado en el pastor. Bozzarelli terminó su breve carrera evangelista sin pena ni gloria. Quedó aislado de religiosos y penitenciarios y decidió dar pelea desde la política. Fundó el Partido por la Defensa de la Identidad Nacional al que le dedica las veinticuatro horas del día, sin olvidar el rencor por Zuccarelli. Pero también hubo otros pastores que sin estar en la iglesia de Zuccarelli comenzaron a ampliar su obra como David de Benedetich, un futbolista que escuchó a Dios y a través del deporte llegó a las cárceles. Es pastor de «Palabra de Vida», una fundación que nació en Nueva York en 1971. Tienen métodos distintos de los de «Cristo, la única esperanza», pero los respetan. En sus pabellones no existe el diezmo, se mantienen con donaciones privadas. No creen en la sanación ni en el don de la lengua (estar en trance y hablar idiomas desconocidos). Tampoco hacen exorcismos. David a los trece años trabajaba en Cometarsa, una empresa de Siderca. Vendía gaseosas al personal de la empresa y después fue empleado. Allí conoció a Mario Ponce de León, que le predicó el Evangelio; sintió que esas palabras interpretaban lo que quería de la vida. Jugaba de arquero en la reserva de Villa Dálmine. Fue compañero de jugadores que después se consagraron, como Pepe Basualdo, el mediocampista de Vélez Sarsfield, Boca Juniors y la selección argentina. David tuvo un viaje revelador en 1989 cuando lo invitaron a los Estados Unidos a un torneo de fútbol de organizaciones evangélicas. Hicieron una gira que incluyó Miami, Atlanta, Virginia, Tennessee y Nueva York donde por primera vez visitó una cárcel. Quedó asombrado por el trato a los presos. La comida era de calidad, había limpieza y los internos estaban en constante actividad física o laboral. No había tiempos muertos. Esa experiencia no la olvidó, pero quedó dormida en algún lugar del corazón. Resucitó en 2006 cuando viajó a Sidney, Australia, y visitó dos prisiones que se asemejaban a las norteamericanas. Apenas regresó a Buenos Aires, se puso a orar. Le pidió a Dios que lo dejara ingresar a las
cárceles argentinas. Quería cambiarlas porque veía cómo las familias de los presos quedaban desarmadas y sus hijos seguían el camino del padre. En el campo de setenta y siete hectáreas que «Palabras de Vida» tiene en San Miguel del Monte, sobre la laguna, donde hay jardín de infantes, colegio primario y secundario además de canchas de fútbol, vóley, tenis, gimnasio y pileta de natación, tomó contacto con esa realidad. Setecientos chicos del pueblo de Monte van todos los días al predio. En enero y febrero reciben a jóvenes de otras provincias y a los hijos de los presos. Algunos de los adolescentes, cuando quedan involucrados con la iglesia, son enviados al centro de discipulado de Calamuchita, donde hacen un curso de un año. La entrada a las cárceles la consiguió a través de Marcelo Rotjer, un oficial del Servicio Penitenciario Bonaerense, que seguía de cerca su obra y era director del penal de Campana. El funcionario lo convocó para armar un partido entre ex jugadores e internos del penal que dirigía. David convocó al Pipa Gancedo, Omar Catalano y a Cristian y Fabián Zermatten, entre otros. La convocatoria tuvo éxito y comenzó a predicar en Campana donde conoció a Luis «el Gordo» Valor, que era líder de un pabellón. El ex asaltante de bancos y blindados no es un hombre que busca a Dios pero tiene trato con los pastores y les aconseja cómo manejarse con los presos. Rotjer fue trasladado a la Unidad 13 de Junín y lo llamó para ampliar su obra. Llevaron películas de aventuras o comedias con contenidos evangélicos como A prueba de fuego o Los valientes. También organizaron un campeonato de fútbol. Para los días de fiesta sumaron un show para niños con actores, payasos y bailarines para entretener a los hijos de los internos. Sobre la experiencia de un matrimonio atormentado por las drogas y el alcohol que tocaron fondo cuando contrajeron HIV, montaron una obra de teatro. El matrimonio se unió a la cruzada de «Palabras de Vida» y predican desde el infierno que vivieron. Así comenzaron a expandirse y llegaron a Magdalena, Gorina y San Martín. Aunque tiene algunas diferencias de forma, respeta al reverendo Zuccarelli porque fue quien hizo el primer movimiento y sigue trabajando con los presos y con los que salen en libertad. Zuccarelli fue quien abrió las puertas de las cárceles a todos los evangelistas, y ese privilegio no se lo pueden quitar.
EPÍLOGO
Entrar en la profundidad de las cárceles fue como ir a lo más profundo del mar para buscar restos de un naufragio que expliquen cómo se hundió el barco. Los que están en las prisiones son un espejo oscuro de lo que sucede en la Argentina. Han creado un infierno con códigos para que sea más tolerable. Presos y carceleros, por culpa de la política, bailan una danza macabra. Los que están presos volverán a las calles y los carceleros se quedarán aguardando su regreso porque saben que no tienen chances de sobrevivir. El odio entre presos y carceleros no es distinto del que ha ganado a la sociedad en los últimos tiempos. Lo que resultaba imposible de imaginar es que algún día iba a aparecer un director del servicio penitenciario admirador del Hombre Araña que proclamara su amor por los presos y su desprecio por los guardias. Pero nada debe asombrar. La corrupción permite que lo absurdo sea la normalidad. No puede haber una solución para las cárceles si no se acaba con la corrupción en la Argentina. La corrupción nos deja sin futuro, gobierne la izquierda, la derecha, el centro o el populismo. La cárcel es el fracaso más grande porque aun en los países más avanzados el porcentaje de reinserción de los presos es bajo. En la Argentina la recuperación de reclusos es nula, el índice es menor al uno por ciento. En el otro extremo, los países escandinavos y Nueva Zelanda reinsertan al treinta por ciento de sus detenidos. El éxito de un programa de seguridad no se mide por los presos que se regeneran sino por la cantidad de delincuentes en proporción a los habitantes del país. Cuantos menos delincuentes, menos presos. La Argentina tiene un ejército de casi un cuarto de millón de personas que están al margen de la ley. Casi todos armados y con alguna muerte en su haber. Hoy el cincuenta y dos por ciento de los adolescentes tiene catorce años y a esa edad ya hay criminales. Los que ingresan a la cárcel son cada vez más jóvenes y despiadados. En ese mundo, matar da prestigio. Los delincuentes se forman en la calle, no en las escuelas. Se preparan para vivir pocos años porque no ven el futuro. No quieren envejecer, quieren una juventud intensa de dinero fácil. Muchos son indocumentados porque no los anotaron el día que nacieron. La solución no es la cárcel, sino atacar la fábrica de presos. La marginalidad, la pobreza perpetua, la ausencia de educación que hace que se elija el camino del crimen porque no pueden ver el futuro. En el país que se dice líder de los derechos humanos la vida cotiza poco. Los gobiernos populistas imaginaron que dar dinero a los pobres en forma de subsidios era una solución. Lo que consiguieron fue hacer más confortable la pobreza y anular la voluntad de trabajar. Mientras impere la idea de que distribuir riqueza es regalar dinero a los que menos tienen, la delincuencia seguirá prosperando y el futuro estará en invertir en la construcción de más cárceles. Y como todo lo que crece se transforma en un negocio, los encargados de la seguridad poco hicieron para cambiar la situación. Por el contrario, tratan de sacarle algún rédito.
La cárcel siempre escondió un negocio de presos y carceleros, pero luego se sumaron jueces, fiscales y abogados, y por último los organismos de derechos humanos. En este libro intento desenmascararlos. La seguridad de los argentinos no es un problema que atañe solo a jueces, policías y penitenciarios, sino a educadores, economistas, médicos, psicólogos y estudiosos del tema. Entre todos deben conciliar una política de seguridad que incluya el ataque a la pobreza y la marginalidad. Esa política debe sobrevivir a los gobiernos. Las fuerzas de seguridad, incluido el servicio penitenciario, deben ser organismos independientes, lo mismo que la Justicia, porque cuando la política se mete, la Argentina se transforma en Gótica.
A QUIENES LES DEBO
Cuando me entrevisté con la gente de Editorial Planeta, llevé la idea de escribir una novela que no era esta. La relaté y les encantó. Terminada la presentación, comencé a contar mis anécdotas e historias de mis visitas a las cárceles. El silencio de Gastón y de Nacho fue absoluto. Cuando terminé de hablar, los dos me dijeron: «Queremos que esto que nos estás contando lo transformes en un libro». Así nació Tras los muros. A medida que fui avanzando en la historia se me abrieron otras, y la obra que estaba pensada para ser escrita en tres meses demoró un año. Mi primera entrevista fue con Eduardo Maglioni, que perdió un hijo en la cárcel. Fui a verlo, lejos, muy lejos. Me relató una historia conmovedora. Estaba enfermo, murió dos meses después de nuestro encuentro. Cada historia que anotaba me provocaba sentimientos intensos. Emanuela Berrón compartió todos mis estados de ánimo desde que leyó el primer capítulo. Fue importante que quedara atrapada con el relato porque me mostró que iba por el buen camino cuando yo no encontraba el rumbo y no sabía siquiera cómo iba a terminar lo que estaba escribiendo; eran historias que parecían no relacionarse entre sí. En un momento pensé que estaba creando un libro sin sentido. Emiliano Blanco me transmitió su sabiduría y me dio los libros que necesitaba; me transformó en un investigador de la historia de las cárceles. Silvia Cavallari fue mi aliento permanente, el optimismo. Leyó cada capítulo y me aportó sus opiniones para que no me desequilibrara. Ella sabe de equilibrios. Cuando me descorazonaba, me mandaba alguna canción para inspirarme. Me resulta imposible escribir, si no escucho música. Lorena Udaeta Siles corrigió el libro completo. Me hizo sus aportes, me sugirió frases y me criticó párrafos enteros. Ella me leyó como una escritora. Claudia Bruno fue implacable en sus críticas y mejoró muchos textos. Grace Fusco fue clave al principio y al final de la obra. Me presentó a personas fundamentales para que Tras los muros no fuera un libro más. «El Gran Hermano» y gente de «Hermandad penitenciaria», amantes de la institución que vivieron una época olvidable en la historia del Servicio Penitenciario Federal, me mantuvieron informado de lo que ocurría en las distintas prisiones. Carlos Shäferstein fue de un aporte invalorable para que me acercara al sufrimiento de los presos políticos. Marcela Rainelli y Eduardo Maldonado Calí, siempre que necesité estadísticas, estuvieron cerca. «El Indio» y Humberto me orientaron en la investigación y en cada locura que emprendí. «El Indio» me cuidó cuando entrevisté a un prófugo. Son dos consejeros invalorables. Y como los tiempos cambian, apareció otra clase de amigos, los que están en Facebook. Siempre tuvieron una frase de estímulo cuando estaba agotado porque corría contra el tiempo para entregar el libro. Con ellos no solo nos une el ciberespacio, sino la calidez y el misterio de querernos sin vernos.
A todos, gracias por acompañarme.