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SIEMPRE REGRESO A TI
Pedro Francisco Almaida
© 2007, Pedro Francisco Almaida.
Editor: Bubok Publishing S.L. ISBN: 978-84-92580-10-1 Depósito Legal: PM 1820-2008
Diseño portada: Mila Tovar
ÍNDICE
I.
LAS PRIMERAS PALABRAS .................................................................... 9
II.
EL TRABAJO (I)
III.
..................................................................................
15
EL VIAJE
................................................................................................
21
IV.
LA RUEDA
................................................................................................
27
V.
LA PSICÓLOGA
VI.
..................................................................................
33
ÁGATA
................................................................................................
43
VII.
EL NIÑO
................................................................................................
53
VIII.
TRAMPAS
................................................................................................
57
IX.
SER CONSCIENTE
..................................................................................
73
X.
EL HILO DORADO
..................................................................................
79
XI.
CONFIAR EN UNO MISMO
XII.
EL MIEDO
XIII.
LA RUEDA SE VA CONVIRTIENDO EN ESPIRAL
XIV.
DESCIFRANDO UNA MENTE OBSESIVO-COMPULSIVA (I)
XV.
LA LARGA COLA DE LA TORMENTA .....................................................
105
XVI.
EL TRABAJO (II)
113
XVII.
CAMBIO DE ESTACIÓN
.................................................................... 81
................................................................................................ ......................... ...........
................................................................................. ...................................................................
87 95 99
117
XVIII.
DESCIFRANDO UNA MENTE OBSESIVO-COMPULSIVA (II) ................
121
XIX.
FUERA DE LA AUTOPISTA
133
XX.
EMERGIENDO DE LA CALMA
.....................................................
141
XXI.
LA AZOHÍA ...............................................................................................
145
XXII.
LA CANCIÓN DEL PIRATA
..................................................................
153
XXIII.
BOARE EL LOCO
................................................................................
159
XXIV.
DESCIFRANDO UNA MENTE OBSESIVO-COMPULSIVA (III) ..............
165
XXV.
ANHELO
173
XXVI.
LA SEGUNDA BOTELLA
.................................................................
177
XXVII.
DIBUJANDO UN AMANECER .................................................................
183
XXVIII.
EL DIARIO
194
XXIX.
AÚN QUEDA EL MIEDO
XXX.
EL SEŃOR DE LAS GAVIOTAS
..................................................
207
XXXI.
LA TORMENTA QUE HA DE VENIR
..................................................
215
XXXII.
LA DESPEDIDA
..............................................................................
221
XXXIII.
AMIGOS
............................................................................................
225
XXXIV.
EL MAESTRO DE ESCUELA ................................................................
231
XXXV.
VUELTA A CASA
237
...................................................................
..............................................................................................
............................................................................................. ................................................................
................................................................
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A las luces que se han cruzado en mi camino. A aquellos que me dieron de beber, que me entregaron su abrazo, junto a los que lloré. A ellos que fueron la voz de un corazón que creía apagado.
Entre tus viejas páginas a menudo descansa mi alma.
Allí van a morir muchas de mis lágrimas, que para siempre formarán parte de tu historia.
Te maltrato con mi pluma dibujando garabatos con mis manos temblorosas, muchas veces te hablé de la muerte. Mi viejo cuaderno, compartes un trocito de mi carga. Tú me la guardas a buen recaudo. En las interminables noches, en la penumbra más oscura, te vomito palabras tan hediondas que me quemaban. Siempre viste de mí la sombra siniestra, la flor marchita, la esperanza perdida. Tantas veces te hablé de la muerte.... Y
siempre
termino
regresando
a
ti
(mar
de
mis
lágrimas,
barco
de
mis
tempestades...), como guerrero vencido... una y otra vez. Con mis manos manchadas de ausencia, esculpo mi angustia en tus entrańas y encuentro mi corazón entre tus páginas.
Siempre regreso a ti
Pedro Francisco Almaida
I LAS PRIMERAS PALABRAS
26 de Mayo de 2005
Éstas son las primeras palabras que consigo arrancar del miedo, de la duda, de la terrible ansiedad que me ha atrapado entre sus garras y me impide volver a sentir ninguna paz, ninguna dignidad, nada que me muestre que sigo siendo yo. He escrito estos años cientos de páginas para entablar bajo el atuendo de las metáforas el diálogo con mi interior, ése que siempre necesita de los cuentos y las historias para encontrar un sentido a tantos hechos que se han ido dibujando a ambos lados del camino. Siempre me gustó imaginar que yo era un caballero, un hombre errante dispuesto a afrontar la vida sin armadura para poder escuchar en todo
momento
el
latido
de
su
corazón.
He
dejado
que
las
lágrimas
me
acompańaran en interminables silencios y me dejé llevar por los versos que inventaban situaciones donde yo podía luchar como luchan los caballeros, con enemigos de carne y hueso, hastiado de fantasmas y profecías. Ésta fue la forma
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que hallé, a través de las palabras traté de dejar atrás la profunda tristeza que siempre me anegó y me hizo sentir la melancolía de otros tiempos donde yo era un niño y jugaba sin miedo. En los últimos ańos mis pies caminaron firmes impulsados por los acontecimientos que siempre se sucedían, arrojándome fuera del camino que se suponía debía recorrer. Pronto me di cuenta de que debía encontrar otras sendas en las que mi corazón al fin oyera y no me sintiera solo y descompasado. No quise ser nunca distinto a los demás, mejor que nadie, sólo quise no ser peor que yo mismo pues nunca perdí la esperanza de poder seguir siendo un niño a pesar de los pesares, de la carga, de todas las preguntas que nunca pude responder. Y poco a poco fui emergiendo desde lo más profundo de mí hasta encontrarme mirando cara a cara al mundo, dispuesto a extender mis brazos y viajar donde el viento me llevara, encontrar la libertad de quien confía en sus pasos y en las señales que indican el camino que ha de mover las conexiones de esa red en la que estamos todos. Por fin la luz emanaba de mí y me atreví a salir al mundo, me fui a Tenerife a pasar un mes y, de este modo, conocí a Ágata, la chica a la que más quiero en el mundo. Al año siguiente me entregué al ideal, a cumplir todos los sueños pendientes, a vivirlos todos y cada uno de ellos con toda la fuerza que en
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esos momentos sentía en mí. Creí que al fin todo era perfecto, que ya había luchado bastante con aquella oscuridad que me atrapara ańos atrás. Pero ahora me veo roto, con la sensación de que he vivido demasiado en estos dos años y que mi mente no ha podido soportarlo. Ahora me veo llorando para dar forma a unas pocas palabras después de semanas dudando de mí, de si soy bueno, de si ya no tengo control sobre mis actos. Sigo estando aquí pero siento que estoy roto, atravesado por dos puńales, la duda y el miedo. El tiempo me ha apresado y me ha arrojado hasta La Rueda y ahora veo que esta lucha requiere de todas mis fuerzas. Debo confiar en mí, en lo que mi corazón me habla, luchar hasta que su voz apague los malditos pensamientos que me asedian, ser yo y romper de una vez las cadenas del miedo.
***
Cuando escribí estas palabras, llevaba ya cuatro semanas en mitad del trastorno de ansiedad. Durante
ese
tiempo
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creí que
me estaba
volviendo
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completamente loco y que mi mente había encontrado la manera de acabar conmigo. Las dos primeras semanas las pasé tratando de luchar contra algo que desconocía, una lluvia de pensamientos homicidas recorrían mi mente, todo mi cuerpo reaccionaba ante ellos mientras yo sucumbía al miedo y la duda de si me había convertido en un monstruo. No podía acercarme a un cuchillo, algo que siempre había sido un simple utensilio de cocina, ahora disparaba en mí una gran tensión y escuchaba la voz de mi pensamiento sugiriendo mil posibilidades a cual de ellas más dantesca, se pintaban frente a mí escenas donde agarraba la hoja afilada y me recreaba introduciéndosela en el vientre a la persona más cercana, a mi padre, a mi madre, a mi pareja, a mis hermanos. Todo mi mundo, todos mis sueños, toda mi alegría se esfumó ante aquellos pensamientos que parecía que en cualquier momento se iban a apoderar de mis actos e iba a lanzarme a acometer las más cruentas atrocidades. Al principio me atenazaba la idea de irme a la cama, tenía que estar siempre pendiente, alerta para no perder el control. Poco a poco, el pánico se fue extendiendo hasta el punto de que cualquier cosa me instalaba en la alerta, tener cerca unas tijeras, un bastón, un vaso, todo era interpretado por mi mente como una posible arma.
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Las primeras dos semanas me sentí completamente subyugado por estos pensamientos pero de alguna forma creí que podría acabar cerrándoles la puerta, apantallarlos hasta que desistieran y se marcharan por donde habían venido. Hacía diez años que el miedo a la muerte que siempre había tenido había adoptado la forma del temor a contraer la enfermedad del SIDA y, al igual que ahora, mis pensamientos pesaban como la piedra y caían sobre mis entrañas, dejándome agotado. Un asedio constante tras el que corría, quedando totalmente alejado del mundo. Entonces escribí sobre lo que llamé La Rueda, el pensamiento cíclico con nuestro interior que nos puede lanzar hacia lo más profundo de nuestra mente, en nuestro
intento
por
refutar
ideas
absurdas
que
nos
vienen
sin
que
nos
identifiquemos con lo que nos dicen. Pasé de los diecisiete a los diecinueve ańos apresado por el miedo, incapaz de abrir mis brazos al mundo, sentía la permanente necesidad de encontrar pruebas de que nada iba a sucederme, de que iba a vivir por muchos años. Claro está que no las encontré y que la vida, con su discurrir lento, un amanecer tras otro, una ocasión perdida tras otra, me hizo darme cuenta de que debía salir de esa rueda y volver al mundo para vivir sin certezas, sabiendo que la respuesta a ciertas preguntas es simplemente “no lo sé”.
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Pero todo lo que viví entonces no me servía ahora porque, en estos momentos, yo no era el único en peligro. ¿Cómo podía acercarme a los demás si existía la más mínima posibilidad de que pudiera pasarles algo? Todo se agitaba a mi alrededor, mi cuerpo vibraba como si quisiera sacudirse mi voluntad y arremeter contra todo el mundo. Sí, definitivamente me estaba volviendo loco. Tras esas dos semanas reuní el valor para buscar un sentido a lo que me estaba pasando, saber qué era aquello que se había colado dentro de mí y que me dejaba todo el día rígido sin la posibilidad siquiera de encontrar el refugio que siempre hallé en las palabras. Si no era yo, ¿cómo podía mostrarme ante el vacío?, ¿para decir qué?, ¿que me creía capaz de las cosas que más me habían repugnado siempre?, ¿que no estaba seguro de ser dueño de mis acciones? Pero lo cierto es que las palabras volvieron y que con ellas volví a sentir el latido de mi corazón. Derramé muchas lágrimas de puro dolor pero ese diario que inicié tras cuatro semanas me iría indicando el camino de vuelta a vivir.
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II EL TRABAJO (I)
Trabajo para un periódico de Barcelona. Tras terminar la carrera de periodismo comencé como becario y desde hace tres años cubro todo tipo de noticias, aunque últimamente me dedico fundamentalmente a los sucesos. Mi trabajo consiste en buscar la historia que hay detrás de asesinatos, suicidios, malos tratos, separaciones, robos etc. Esto no es lo que yo había soñado, de hecho siempre sentí la certeza de que estaba errando, estas noticias ya me incomodaban cuando las veía en televisión o las leía en el periódico. Vivía continuamente en contacto con el lado más oscuro del ser humano. No sé como en este último año y medio he ido permitiendo que se me asignara todo tipo de trabajos, sin decir que no a nada. No vale la excusa de que hay que empezar por algún lado. Claro, que yo tampoco me podía imaginar la repercusión que iba a tener para mí todo el tiempo que navegué a la deriva en tantos aspectos de mi vida. Aquel era un importante periódico y yo, un chico apasionado por las palabras que siempre se
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refugió en ellas y que soñaba, como sueñan tantos, en publicar un día un libro. Supongo que, después de un tiempo trabajando allí, creí que el periódico no me podía aportar más y me dejé llevar, como si de un trabajo rutinario se tratara. Pero la historia empezó de una forma muy diferente, cuando terminé mis estudios y empecé a trabajar en el rotativo, sentí que la vida al fin se arrojaba a mis pies, me sentí libre por vez primera. Ahora no sé de dónde saqué las fuerzas y la disciplina necesaria para acabar la carrera, para pasar tantas horas estudiando entre las materias que me gustaban, muchas otras que no me interesaban en absoluto. Pero eso se había acabado, era mi momento, el mundo crecía y crecía y yo estaba dispuesto a no dejar escapar la oportunidad de viajar y experimentar todas las sensaciones que siempre había soñado. Así fue como llegué a Tenerife para permanecer un mes recogiendo material para un reportaje en el dominical acerca de los rincones menos conocidos de la isla. Durante ese tiempo descubrí lugares increíbles, sobre todo ese bosque maravilloso que ha sobrevivido hasta nuestros días gracias a la bruma que se pasea entre sus ramas, la laurisilva, una parte de mi alma permanece allí y en su lugar quedó en mi interior algo de aquel silencio mágico.
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Pero también conocí antes de irme a Ágata, una chica increíble que me hizo sentir por vez primera que mi larga búsqueda del amor había concluido, que allí estaba mi compañera añorada. La conocí unas semanas antes de irme, la conocí libre pues sabía que me marchaba, sintiendo la dirección que nos indica que nos encontramos en el camino y, durante mi estancia en Tenerife, no pude dejar de pensar en ella. Recorrí la isla con mi cámara, tratando de captar las imágenes más hermosas para mi trabajo pero también para compartirlas con ella, escribiendo para tratar de captar la esencia de lo que veía, para mi trabajo pero también para hacerle llegar un poco de lo que sentía, para gritarle que cuando volviera, quería enseñarle todo, mostrarle mi alma. Y así fue que regresé y me encontré con ella y comenzamos nuestra increíble aventura de vivir juntos. Todo marchaba sobre ruedas, ya no estaba solo, tenía un trabajo que me apasionaba. Pero la vida no es un cuento infantil y la historia no se detenía en ese final idílico. Después de unos meses maravillosos, de total comunión con la vida, comenzó una parte de mi historia para la que supongo no estaba preparado. Eso digo ahora que, viajando en el tren, he empezado a leer las páginas de mi diario y
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comprendo que durante los dos años siguientes todo fue perdiendo su brillo, que me lancé a una actividad creciente, sin freno, que mi trabajo empezó a importarme menos, que me llené sólo de los momentos con Ágata en que los dos pasábamos horas y horas juntos, hallando una calma que nunca había imaginado. Y fue entonces que ella se fue a hacer un máster a Tarragona, que dejamos de vernos tanto y que yo me vi vacío, totalmente dependiente de esa paz serena que no sabía hallar por mí mismo. Entonces me di cuenta de que mi trabajo no me satisfacía, que ya no hacía reportajes de lugares increíbles, sino que escribía sobre homicidios, sobre peleas entre parejas, actos vandálicos etc. Empecé a sentirme solo, cansado, sumido en un mundo gris. Los meses siguientes fui perdiendo el rumbo, comencé a sucumbir a un ruido incesante que estallaba una y otra vez en mi cabeza, no podía estar centrado en nada, todo giraba entorno a pensamientos repetitivos que distorsionaban la realidad y me hacían mirar hacia un precipicio. El miedo se fue hinchando en mi corazón hasta que comenzó a oprimirme todos los músculos, creando una sensación tan fuerte que parecía que algo terrible iba a suceder en cualquier momento. Comencé a dudar de todo en lo que siempre había creído, empecé a dar
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crédito a la tensión recurrente que me embargaba, y a perseguir las voces agoreras que rugían en mi cabeza. Trataba de encontrar un sentido a cuanto me ocurría pero me sentía desbordado. Creí que se me pasaría pero no fue así.
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III EL VIAJE
Tras cinco meses alejado del trabajo diagnosticado con un trastorno de ansiedad, me voy reincorporando poco a poco. He pactado con mi jefe empezar con un trabajo de campo, algo que me permita salir de Barcelona tras todo este tiempo exánime y reflexionar sobre todo lo que me ha pasado. Un viaje donde pueda poner en orden mis ideas y me vuelva a sentir yo. Ágata me ha animado a hacerlo, siempre ha estado ahí durante este tiempo y es increíble, cada día me siento más cerca de ella. Jorge, mi jefe, me ha propuesto ir a un pequeño pueblo de la costa murciana, un lugar en el que ha estado y del que habla muy bien. Quiere que trate de captar el encanto del lugar y que haga unas cuantas fotos. Me dice que me lo tome con calma, que no arriesgue mi salud y que se trata sólo de un regreso tranquilo. Me sorprenden mucho sus palabras, supongo que durante este tiempo quise arrojar mi malestar sobre todo. En alguna ocasión pensé que me estaban
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explotando, llevándome de un lado para otro según su conveniencia, pero ahora compruebo desconcertado que sólo he tenido que exponerle mis intenciones, hablarle con sinceridad de mi situación y de lo que necesito y lo ha entendido, he conseguido un trabajo de campo. Es un viaje más largo de lo que me había imaginado pero lo he aceptado, no pienso permitir que el miedo me siga atenazando. A los tres días ya me he despedido de Ágata y cojo el tren que me ha de llevar hasta Murcia, allí he quedado con un amigo que conocí en Tenerife. Quiero alquilar un coche para recorrer los cien kilómetros aproximados que hay hasta La Azohía, según he leído, un pequeño pueblecito pesquero que pertenece a Cartagena, muy cerca del Puerto de Mazarrón. El tren es extremadamente pesado pero lo he escogido para disfrutar del viaje de una forma más serena, quiero coger mi diario y leer las anotaciones que he ido haciendo desde que empezó mi trastorno. La sensación que me ha producido leer esas primeras palabras ha sido muy extraña. Cuando las escribí, sentí un profundo dolor, como si ya no pudiese plasmar nada en el vacío, me sentía roto.
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Ahora, sin embargo esas palabras me tocan el corazón y casi lloro, era yo el que las estaba escribiendo, un verdadero grito de socorro para que cesara la tormenta. Con esas palabras comenzaba el viaje de regreso a mí, la reconquista de lo perdido. Fue en ese momento cuando volví a apostar por mí, por mis silencios, cuando empecé a luchar por buscar soluciones, a aceptar mi situación y afrontar el reto de salir de ella. Fui a mi médico de cabecera, fui al hospital a urgencias. En ambos casos me sorprendió el que le dieran tan poca importancia a mi caso, me hablaron de una simple crisis de ansiedad. Después de unas pocas preguntas me recetaron una medicación compuesta por ansiolíticos y antidepresivos y, sin más explicaciones, me citaron dos meses más tarde en psiquiatría. Me sentí indignado, ¿cómo podían dar tan escasa importancia a algo así?, ¿con esas pocas preguntas ya sabían que no representaba un peligro para los demás ni para mí mismo? No podía quedarme sólo con eso. Tenía mucho miedo a la medicación, no quería que me dejase en un estado de aturdimiento que me impidiera afrontar la situación siendo yo. Quería ser
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consciente de los pasos que había que dar para salir de aquel infierno, para no caer nunca más. En esta situación, decidí buscar en la guía telefónica un psicólogo y revisé el listado sin ninguna orientación, hasta encontrar un anunció que parecía ir dirigido a mí: Clínica especializada en el tratamiento de la ansiedad y la superación del miedo. En todo momento me sentía muy perdido, siempre he leído mucho sobre temas existenciales, psicología etc. y he reflexionado sobre los problemas de la mente pero nada de lo aprendido hasta el momento me había preparado para afrontar el caos en el que me hallaba inmerso. Claro que había oído hablar de las crisis de ansiedad pero no de que la ansiedad fuese asociada a pensamientos de este tipo. Me asaltaban imágenes tremendamente explícitas sobre salvajadas que cometía
y
mi
cuerpo
acompañaba
a
tales
pensamientos
contrayéndose
y
dilatándose, rompiéndose una y otra vez. Una vez fui a una farmacia y, cuando el boticario dejó el cúter que había usado para retirar el código de barras de las cajas de ansiolíticos, me encontré con la escena salvaje en que yo mismo lo agarraba y le cortaba el cuello, recreándome en ver surgir la sangre a borbotones de su
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garganta mientras el hombre trataba de gritar. Salí de la farmacia totalmente angustiado, llorando, sintiéndome
culpable
porque semejantes
pensamientos
brotaran de mi cabeza. Nunca pasaba nada pero era un auténtico asedio, me sentía sucio, corrupto. Cada día era un suplicio. La jornada comenzaba con una
terrible
sensación de culpabilidad a la que se unía el miedo omnipresente a que volvieran los pensamientos. Y cada día volvían, sino era una cosa era otra. Llegó el momento en que no podía estar tranquilo en ningún lugar, ni siquiera en casa rodeado de mis padres, de mis hermanos. El tercer fin de semana de trastorno me vi sumido en una terrible depresión, mi mente me estaba acorralando, no encontraba manera de salir, los pensamientos se volvían ahora contra mí, antes de hacer nada malo a nadie era mejor que me suicidara y, siendo totalmente consciente de la espiral en la que me hallaba inmerso, sólo el apoyo que recibí de mi gente, sólo confiando en ellos, pues en mí no podía, sólo así reuní las fuerzas para no perderme en la desesperación. Durante aquellos días llegaba completamente desbordado a la noche, caía completamente rendido en la cama. El trastorno se generalizaba, ya daba igual que
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estuviera o no dormido, todos mis sentidos reaccionaban ante cualquier situación como si hubiera un verdadero peligro. El viaje de vuelta a vivir comenzó el día en que entré por vez primera en mi vida a una clínica psicológica, es cierto que muchas veces había pensado que algún día acudiría para aprender sobre mí, sabía que tenía una serie de tendencias muy marcadas que me llevaban continuamente a acelerarme y correr delante de momentos vividos que me atemorizaban, o detrás de espejismos futuros que resolvían mis pesares presentes. Siempre he tenido la marca del tiempo en mi pecho y sentía que debía desprenderme de ella. Ahora sé que intuía muchas de las tendencias que amenazaban con truncarme la vida, siempre habían estado ahí, pero las había escondido dentro y me había acostumbrado a vivir dándoles la espalda. De este modo esa parte de mí se quedó excluida, sin la luz de la consciencia y la sombra perenne hizo que fuera creciendo y deformándose hasta crear un monstruo que esperaba su oportunidad, esta oportunidad. Otra vez me encontraba inmerso en el pensamiento cíclico en que todo se distorsiona, ese que hace años llamé la Rueda.
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IV LA RUEDA
12 de Octubre de 2002
La Rueda es una cárcel que nuestra mente fabrica para nosotros si caemos en el pensamiento constante, cuando queremos encontrar certezas donde éstas no existen y perseguimos nuestros pensamientos por una necesidad de analizarlo todo. En ella podemos pasar toda nuestra vida, en una especie de bloqueo que anula cualquier posibilidad de sentirnos vivos, libres ante el mundo. Si no se sale pronto, la depresión nos embarga y nos identificamos con la tristeza, asumiendo la infelicidad como un estado natural y la felicidad como algo que solo está al alcance de unos pocos agraciados. La Rueda se alimenta de nuestra necesidad de racionalizarlo todo. Continuamente nos está colocando trampas, muchas veces son preguntas sin respuesta, otras juega con la imagen de lo que deberíamos ser y nos
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sentimos fracasados, que no correspondemos a aquello que se espera de nosotros. Hay que aprender a vivir sabiendo que la respuesta a ciertas preguntas es simplemente “no lo sé”, que no podemos analizarlo todo. Esto nos permite entregarnos a la vida y asumir los riesgos, desarrollar nuestros dones y afrontar el camino con el firme propósito de aprovechar el tiempo que se nos ha dado. Existen multitud de trampas, de estrategias subconscientes que quieren enjaular nuestro corazón, nos hablan con nuestra voz pero no somos nosotros. Quieren que preservemos una imagen estática de nosotros mismos pues tienen miedo al cambio, a la inseguridad, siembran miedos y bloquean las vías de salida de nuestro corazón. Esas trampas se visten con imágenes impuestas, tratan de destruir nuestro verdadero ser mediante el reproche. Hablan como nuestros padres, nuestros profesores, como todas aquellas personas que en nuestra infancia trataron de imponernos algo que no éramos en realidad. Beben con el amor que sentíamos, por el respeto y la admiración hacia esas personas, sus mensajes eran tan importantes que penetraban dentro de nosotros, dando forma a las estructuras que conformaron nuestro subconsciente, el que genera las voces y
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las
trampas,
pues
Pedro Francisco Almaida
quiere
sobrevivir.
Nos
sentimos
mal
pues
nos
dicen
continuamente que les estamos fallando, que no les estamos devolviendo todo lo que han hecho por nosotros. Uno de los síntomas al caer presa de La Rueda es que los momentos felices se convierten en lagunas donde uno llega a sentirse hasta culpable de estar bien y busca en su mente explicaciones, siempre hay que estar pensando. De este modo se activa uno de los resortes y el intento de racionalizar va haciendo que todos los pensamientos sean atraídos hacia La Rueda, distorsionando la realidad y bloqueando nuestro verdadero ser que sucumbe a la mente. Las lagunas vienen con las palabras de algún amigo, las de un hermano, de la pareja. Durante un tiempo conseguimos encontrar calma y, durante ese momento, sentimos alivio. Pero dentro, la inquietud va creciendo y sabemos que volverá a asediarnos y no podemos dar la espalda al pensamiento. Alcanzamos la laguna porque nos han llegado palabras verdaderas, nos han hablado como si fuera nuestro corazón el que lo hiciera, nuestro ser reacciona pues sabe que eso es cierto. Pero cuanto más tiempo estemos dando vueltas en La Rueda, más difícil será salir y sus estrategias pueden llegar a apoderarse de nuestro cuerpo. Los
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pensamientos llegan a provocar sensaciones físicas, estremecimientos, los golpes a la puerta se hacen más fuertes y es casi imposible darles la espalda. Debemos creer en esas palabras que nos iluminan durante un tiempo y nos hacen emerger de las aguas del subconsciente. Debemos creer en esas personas que nos están dando su aliento, creer en esos estímulos externos. Al principio se sale de La Rueda como el que deja de fumar, dando la espalda a esas voces que nos quieren arrastrar. Simplemente se trata de estar presente, de centrarse en el momento sin tratar de racionalizar nada, huir del pensamiento continuo y buscar la calma de las pequeńas cosas que siempre nos gustó hacer. El primer día es muy difícil, también el segundo y el tercero pero poco a poco vamos notando que nuestra mente empieza a ceder y que una sensación de
liberación,
de
despertar
nos
va
invadiendo.
Llega
el
día
en
que
los
pensamientos empiezan a retroceder y comprobamos que nada pueden hacernos si escuchamos nuestro corazón, nuestro ser que clama porque seamos nosotros mismos y luchemos por las cosas que realmente importan. Pronto empezamos a detenernos en los momentos, a disfrutar del amor por todas las cosas, empezamos a beber del ahora y a darnos cuenta de que nuestro estado original, cuando nos
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desprendemos de todo ese lastre que nos arrojaron encima, es la felicidad. Que sólo necesitamos de nosotros mismos para ser felices. Entonces podemos amar y amar muchísimo más de la necesidad que realmente tenemos de otras personas. Cuando vienen esas voces les damos la espalda, sabemos que vienen a por nosotros, que si les hacemos caso, es como una de esas ventanas que se abren cuando navegamos en Internet. Si caemos en su trampa, bloquean lo que estábamos haciendo y nos arrastran a una realidad distorsionada que nos aleja de nuestro verdadero ser. Poco a poco iremos despertando nuestra sensibilidad por las cosas importantes, ésas que sabemos desde lo más profundo, que son las que de verdad nos hacen felices y nos muestran el rumbo. Sentir esa brújula interior, que estamos participando del camino, de la maravillosa aventura de vivir.
***
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V LA PSICÓLOGA
La primera vez que entré en la consulta, la espera en la pequeńa salita se me hizo eterna. Trataba de calmar la tensión mirando los cuadros de la pared, uno enorme con la orla de la facultad del psicólogo jefe y muchos más pequeños con los diferentes títulos de cada uno de los miembros del gabinete. Completamente desbordado por la ansiedad, me imaginaba las palabras del psicólogo alarmándose ante la descripción de mis pensamientos, expresando la gravedad de mi cuadro y la apremiante necesidad de asistencia psiquiátrica. Pero esa imagen se vino abajo como un castillo de naipes cuando una chica de unos treinta y pocos años me llamó a la consulta y, ante mi discurso nervioso y apresurado, me dijo, muy tranquila, que eso mismo le pasaba a muchísima gente y que no me estaba volviendo loco ni iba a hacer nada de lo que esos pensamientos me gritaban. Ya no recuerdo nada más de mi primera visita, eso era suficiente para mí, por primera vez
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en dos largas semanas, me relajé y creí que saldría del túnel en que me había metido. ¡Que le pasaba a mucha gente!, ¡no me lo podía creer! Salí de la consulta nuevo, como si la crisis ya se hubiera solucionado con aquellas palabras. Me sentí de nuevo ligero, como si todo el peso de los pensamientos se hubiera esfumado. Pero la realidad fue que al día siguiente los pensamientos siguieron viniendo y me siguieron desbordando a pesar de que me repetía una y otra vez las palabras de Olga, como se llamaba la chica. Todavía me seguía mostrando muy impaciente ante aquella situación, buscaba una píldora mágica que me curase de la noche a la mañana, que me elevase de aquel pozo y que, de pronto, lo recordase todo como un mal sueño, una mera fantasía incapaz de hacerme ningún daño. La
semana
siguiente
volví
a
la
consulta
para
realizar
un
test
de
personalidad y entregar a Olga un cuestionario de tipo autobiográfico. Fue esta vez cuando empecé a descifrar algunas de las claves de todo el proceso que se abría ante mí, lejos de sospechar que no había hecho más que empezar.
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El test definió mi personalidad como extremadamente compulsiva, muy asociada con la infiltración de pensamientos obsesivos. Esto quería decir que tenía una mente muy analítica, con una fuerte tendencia a sujetarlo todo bajo control y que, en aquellas situaciones donde eso no ocurría, se sentía inquieta y buscaba y buscaba la
forma de poder controlar aquello que no dependía de mí. El mayor
problema de todo esto era que mi mente componía un Yo demasiado amplio, compuesto por multitud de factores que asumía como necesarios para poder vivir, factores que no pueden ser controlados, que no dependen de uno. Mi pensamiento actuaba entonces recorriendo todas las parcelas de esa gigantesca entidad buscando que nada fallase. Esa forma de operar hacía que siempre estuviera tenso, carente de alguno de esos elementos necesarios para sentirme en paz. Según Olga me iba describiendo las características de la personalidad obsesivo-compulsiva, una honda impresión me recorría. Me encontré de nuevo con sentimientos encontrados, por un lado sentí alivio ante un diagnóstico claro y certero que daba en la diana de todo cuanto me estaba pasando. Por otro, mi ego se sentía humillado al comprobar que no era un ser único en el mundo sino que todo lo que me estaba ocurriendo era algo bastante común en nuestra sociedad.
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Siempre regreso a ti
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En verdad, desde que sé todo esto, puedo observar muchos de estos comportamientos obsesivo-compulsivos en las personas que me rodean, en mi padre, en mis tíos, en amigos. Comportamientos heredados en parte y, en parte, aprendidos que, en muchas ocasiones, son considerados no sólo como normales sino también como modelo a seguir. Estaba empezando a recorrer mi lado oscuro, a identificar mis tendencias, a clarificar los esquemas mentales que hasta ahora gobernaban buena parte de mi día a día y con los que me costaba identificarme pues sentía que me consumían, afectado de un malestar crónico. Algunos llaman carácter a comportamientos repentinos, fuera de lugar, exagerados. Yo veo en esas tendencias la sombra que todos tratamos de ocultar, ese fantasma que creció dentro de nosotros mientras tratábamos de darle la espalda. Tenía una mente obsesivo-compulsiva, con sus peligros y con sus oportunidades y debía aceptarlo para no sucumbir en una carrera contra mí mismo. La tendencia a racionalizar lo irracional, a controlar lo que no dependía de mí, era la materia prima de la que bebía mi subconsciente. Me ponía trampas y al accionarlas, me hacía caer en La Rueda, en el pensamiento constante que aleja cualquier posibilidad de ser feliz.
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De esta manera he vivido hasta ahora, enfrentándome a fantasmas, a pensamientos que no he sabido aceptar como parte de la mente y no de la realidad,
estropeando
los
momentos
que
he
vivido
por
atender
a
sus
maquinaciones. Al querer dar explicación a estos pensamientos absurdos, al querer rebatirlos, alejarlos desde la razón, generaba una lucha desigual donde el pensamiento se hacía más y más fuerte, más y más repetitivo. A todos se nos puede pasar alguna vez por la cabeza pensamientos absurdos como meterle un dedo en el ojo al vecino que nos habla muy cerca de la cara. Se trata de pensamientos que no dicen nada de nuestra verdadera identidad, de nuestros verdaderos deseos, pero ocurre que si empezamos a darles credibilidad a esos pensamientos irracionales, si empezamos a creer que podemos hacer eso, si sucumbimos ante la duda y el miedo arraiga en nosotros, estaremos dando forma al trastorno de ansiedad. Yo que siempre había seguido a la razón, que siempre había creído en ella, en su potencial y su capacidad para poder crecer, apenas podía entender que todos esos pensamientos no eran en realidad mas que automatismos del subconsciente. Este trastorno había ido tomando forma en mi mente compulsiva y
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adquiriendo cierto poder sobre mis sensaciones físicas. Mi mente interpretaba situaciones inofensivas como peligrosas y la reacción de mi cuerpo me alertaba, esperando, como si un peligro real se avecinara. Los pensamientos se disparaban y la ansiedad campaba a sus anchas. Pronto empecé a trabajar con los pensamientos, éste fue el esquema que traté de incorporar como respuesta a ellos:
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CIRCUITO ERRÓNEO:
PENSAMIENTO OBSESIVO (DESAGRADABLE)
LE DOY IMPORTANCIA
ME ASUSTO (MIEDO)
(NO ASUMO QUE ES SÓLO UN PENSAMIENTO)
AUMENTA FRECUENCIA E INTENSIDAD DEL PENSAMIENTO
CIRCUITO CORRECTO:
PENSAMIENTO OBSESIVO (DESAGRADABLE)
ASUMO PENSAMIENTO (NO MIEDO, CONFÍO EN MI)
LO ACEPTO
LO POSPONGO
LE RESTO IMORTANCIA
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Durante las semanas siguientes la visita a la clínica se convirtió en un oasis de paz donde tomar aire y recuperar fuerzas. Después volvía a la angustiosa realidad, con sus múltiples trampas. Los ataques de los pensamientos se sucedían, elevándo la ansiedad dentro de mí como un volcán que emergía, amenazando con estallar y desatar a mi alrededor todas mis pesadillas. Cada semana era para mí una eternidad, contaba los días que restaban para la siguiente consulta. Incapaz de sujetar mis sensaciones, de encontrar calma bajo aquel asedio continuo, varias veces llamé antes de tiempo. No confiaba en mí, no terminaba de creer que no existía verdadero peligro. Siempre ocurría algo que me sobrepasaba y necesitaba saber
que
no
había
algo
que
fallara,
mi
mente
buscaba
continuamente
contrapartidas a las recomendaciones de Olga, ¿por qué estaba tan seguro de lo que ella me decía?, ¿y si se equivocaba? Incluso dudaba de mi propia naturaleza, me planteaba hasta qué punto era real que yo no quería cometer todas esas barbaridades que bailaban en mi cabeza. No me permitía discutir con nadie, pensar nada negativo de nadie porque podían desencadenarse los pensamientos y no estaba seguro de nada. El trastorno crecía y crecía instigado por mi tendencia a analizarlo todo, todavía incapaz de ver que sólo tenía que cultivar la calma y
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negarles identidad a mis pensamientos. A base de enfrentarme a las situaciones, de soportar las subidas y bajadas de la ansiedad, muy lentamente se fue generando en mi interior un mínimo espacio desde donde pude respirar por mí mismo y desde el cual comencé la batalla por recuperarme. Poco a poco me fui dando cuenta de que, por muy fuertes que fueran los pensamientos, que por muy intensos que fueran los golpes de ansiedad, ninguna de sus profecías se cumplía. Después de unas cuantas visitas a la clínica algo me decía que todas las herramientas que estaba adquiriendo no me servirían de nada si no se asentaban sobre una base fundamental, la confianza en mí mismo. Asumir los pensamientos como algo hueco que no decía nada verdadero de mí, que eran pensamientos irracionales y que no debía tratar de darles ningún sentido. Tenía que ser valiente y enfrentarlos, que cuando vinieran estuviese esperándolos, respondiéndoles con la calma en la que el subconsciente se diluye, incapaz de existir sin tiempo.
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VI ÁGATA
Alzo los ojos del pequeño cuaderno. Me encuentro muy emocionado recordando todos estos momentos. Es una emoción agradable, una caricia que me arrulla y me serena. Quizás sea un destello, una gota de todo un mar de calma... De vez en cuando siento que me dirijo hacia una playa esmeralda, guiado por una brisa serena, anhelando el día en que podré sumergirme en sus aguas para no volver a sentir la angustia de estos meses. No sé cómo pude vivir hasta ahora, no concibo todo ese tiempo corriendo, negando mis temores, creyendo que así los esquivaba. Ahora empiezo a entender o, al menos, a intuir. Es cierto que las enfermedades son maestros y aprender a vivir es la lección que nos dejan. Ahora trabajo para recuperar la confianza, para soltarme de mi mente y volver a escuchar mi corazón, desde el silencio, desde la dulce calma. Su voz es la intuición, el conocimiento sin certezas, las señales que guían, que iluminan el desierto para que nuestros pasos hagan florecer el camino.
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Inmerso en este momento eterno, buceo en mis recuerdos y uno de ellos brilla más que el resto. Fue el día en que mi trastorno tomó forma y, también, el día en que Ágata me mostró toda esa luz que lleva dentro. Era un sábado de finales de abril, decidimos ir a la playa y pasar allí la noche. No nos habíamos visto en toda la semana y queríamos descansar y pasar tiempo juntos. Fuimos a una pequeña casita que mis padres habían comprado hacía unos años. Yo llegué tratando de estar bien pero no lo estaba, ya llevaba varias semanas sintiéndome pesado, agotado, costándome mucho llegar al final de cada día. No sabía qué me estaba sucediendo, una terrible inseguridad procreaba pensamientos que competían entre sí, se devoraban y engendraban otros en una danza que removía mis entrañas. Esos pensamientos me quemaban y trataba de arrojarlos fuera de mí con otros pensamientos que, lejos de traerme paz, se unían a aquellos generando una agitación que se extendía por mi cuerpo y amenazaba con estrujarme el corazón. Esa agitación afloraba en forma de olas de emociones que surcaban mi espíritu y aflojaban los pilares de mi personalidad. Por momentos tenía ganas de reír, por momentos de llorar. Se proyectaban ante mí imágenes que, como voces agoreras, dibujaban un futuro ajado por los celos y la desconfianza, un
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futuro en el que era incapaz de amar y naufragaba en la locura. El miedo me empujaba, me batía en todas direcciones, me sentía en un gigantesco reloj que retumbaba, rompiendo cualquier posibilidad de sostener un mínimo de paz. Cuando estábamos juntos, me sentía tan culpable por tales pensamientos que me resultaba imposible sostener su mirada. No sabía cómo afrontar aquella situación. Ella sospechaba que algo me pasaba mientras yo trataba de generar normalidad creyendo que se me pasaría descansando en la arena junto al mar. Antes de bajar a la playa, nos pusimos a preparar una ensalada de fruta para merendar. Estábamos muy cerca el uno del otro y fue entonces que mi atención se fijó en el cuchillo que sostenía en la mano derecha y, por unas milésimas de segundo, lo vi como algo peligroso. Por mi mente pasó la imagen de que podía hacer daño a Ágata estando tan cerca de ella. Una tensión terrible se apoderó de mis músculos y una oleada de pensamientos se adelantaban en el tiempo construyendo una imagen terrible en que yo le hundía la hoja en el costado. Me quedé rígido, casi sin respirar. Algo se activó dentro de mí, como una maquinaria que se movía por sí sola, pieza sobre pieza, hasta dar forma al trastorno de ansiedad. Desfilaron por mi mente recuerdos de otras ocasiones en las
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que había tenido este tipo de pensamientos, se conectaron con la posibilidad de que los pensamientos pudieran obligarme a hacer algo que no quisiera, de que realmente hubiera estado a punto de hacer algo malo. Acto seguido mi pecho empezó a sacudirse, un pensamiento llovió sobre mí con una insistencia terrible, había estado a punto de asesinar a Ágata. Había perdido por un momento el control sobre mis movimientos y eso podía volver a ocurrir. Por un momento no reaccioné, con la mirada perdida bajé a la playa con Ágata. Cuando nos tumbamos en la arena, no pude aguantar más. Empecé a llorar, ya no veía colores, ya no me relajaba estar cerca del mar, no sentía la caricia de la brisa ni el sonido de las gaviotas que otrora portaran la calma. Ágata no entendía qué me pasaba, roto por la emoción incontenible, empecé a contarle todo lo que me había estado pasando. Ella me cogió de la mano sin decir nada, mirándome seria. Entramos caminando al agua muy despacio, me abrazó mientras yo lloraba y lloraba. Sabía que algo se había movido dentro de mí, tenía muchísimo miedo. No quería que pasáramos la noche solos por temor a que volviera a ocurrir, a que mi cuerpo caminara por sí solo y pudiera lanzarse contra ella. A la vez, ese temor era como un ácido que me quemaba, estaba sumido en una espiral, caía
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hacia un abismo cogido de la mano de la locura. Mi mente buscaba todas las posibilidades en que podía perder el control, dejar de ser yo. A pesar de que le sugerí a Ágata que nos marcháramos, que fuésemos a algún hospital, ella me dijo que tenía que tranquilizarme, intentar relajarme. Cuando cayó la noche, el ataque de pánico comenzó a ceder dando paso a un enorme cansancio, caí dormido sin que desapareciera por completo el miedo, caí dormido por la fuerza de ella que me sujetó fuerte y no me soltó en toda la noche. Después del fin de semana, estuvimos unos días sin vernos, sin hablarnos. Fui a casa de mis padres, Ágata regresó a Tarragona, no quería quedarme a solas en nuestro piso. Ella no sabía qué me pasaba, yo tampoco. Sólo sentía miedo, una profunda inquietud que me había trastornado los sentidos. Ya no veía el mundo del mismo modo, me costaba caminar por los lugares por donde siempre había estado, hacer las cosas que siempre había hecho. Estaba siempre alerta, me daba miedo quedarme dormido pues podía despertar en medio del sueño entregado a la locura, me aterraban los cuchillos que simbolizaban el arma homicida por excelencia, todo era revisado por mi mente como posible situación de peligro para las personas que tenía cerca. Me repetía cuánto quería a esa gente pero no podía convencerme de
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nada, no me sentía merecedor de su compañía. Hablaba con todos sin poder apenas mirarles a la cara, trataba de decirles a ellos, para convencerme yo, que todo aquello era mentira, que jamás les haría daño. Pero mientras hablaba el miedo apretaba más y más fuerte. Lloré y lloré. Durante los días que pasé sin hablar con Ágata, no sabía qué hacer. Una parte de mí quería desaparecer, irme lejos de las personas que amaba para no dañarlas. Me esforzaba en buscar alguna forma de escapar, un espacio libre de aquella demencia. Otra parte me susurraba que huir no era la solución, que debía quedarme y afrontar la situación, hablar con mi gente y confiar en ellos cuando ni siquiera podía confiar en mí. Finalmente nos vimos el sábado siguiente y, después de mucho hablar, decidimos afrontar juntos el problema. Ya no nos volvimos a separar. Ahora puedo decir que ella ha sido la persona que mejor me ha comprendido en todo este tiempo. Me acompañó a la clínica y enseguida entendió el proceso por el que estaba pasando. Me dio su apoyo y su comprensión y siempre estuvo a mi lado regalándome normalidad. Ahora lloro al rescatar los momentos que hemos pasado,
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lloro y sonrío a la vez porque me siento afortunado de tenerla a mi lado, de que de este infierno pueda en este momento rescatar tantos buenos recuerdos.
Los fines de semana, cuando iba a casa con Ágata, era una verdadera prueba. Al estar con ella, los pensamientos se me disparaban, tenía que hacer un verdadero esfuerzo para estar tranquilo, para no dejarme dominar por el miedo, para tener el valor de aceptarlos, de esperarlos para que no me sorprendieran, de decirles que el que mandaba era yo. Esos días de visita a mi pareja eran tan intensos, la ansiedad subía y bajaba tantas veces, que al día siguiente sentía que algo había cambiado dentro de mí. Era como si mi subconsciente captara el mensaje de que no podía hacer nada realmente si yo no me dejaba amedrentar por el miedo y la inseguridad. Tener a una persona a mi lado que me comprendía tan bien como ella, a la que podía contarle todo lo que se me pasaba por la cabeza, exteriorizar los pensamientos para restarles importancia, era para mí la mejor terapia posible. Se sentaba a mi lado en la mesa y comíamos en presencia de cuchillos. Yo le prometí que le contaría todo lo que se me pasara por la cabeza y la
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avisaría cuando la ansiedad llegara, ella lo sabía siempre antes de que yo se lo dijera.
Y es que el mecanismo de la ansiedad funciona como un circuito de retroalimentación positiva. En otras palabras, ante un brote de ansiedad, ante la sensación de que va a pasar algo de forma inminente, si seguimos el circuito erróneo, si le damos credibilidad a esa falsa sensación de peligro, la ansiedad va subiendo y subiendo. El corazón se acelera y la respiración se dificulta a medida que una oleada de nerviosismo recorre el cuerpo. Parecía que iba a perder el control, que mi cuerpo iba a empezar a moverse por su cuenta y que todos mis miedos se iban a hacer realidad. Al principio salía corriendo de la situación y esa evitación que parecía que me iba a aportar alivio, se convertía en todo lo contrario porque quedaba la sensación, casi la certeza que de haber permanecido, algo habría pasado, lo peor. La culpa activaba La Rueda de pensamientos, me iba haciendo retroceder frente al miedo, generando más inseguridad. Por mucho que tratara de escapar, el trastorno iba conmigo. Me sentía atrapado, sin salida.
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Poco a poco fui enfrentando las situaciones y quedándome hasta el final, hasta que la ansiedad se desvaneciera. Era un acto de confiar, de permanecer cuando todas las sensaciones físicas me auguraban un peligro real. Cuando lo conseguía quedaba extenuado pero con una extrańa sensación de bienestar, me había quedado y no había pasado nada. Poco a poco fui enfrentándome al miedo gracias a mi familia que estuvo siempre a mi lado y gracias a Ágata que fue mi verdadera compañera, que siguió compartiendo su vida con la mía incluso ahora que estaba quebrado. Una de las mejores cosas que pude hacer fue continuar viviendo con ella, luchando juntos, confiando en su calor a pesar de que me sentía indigno de estar con ella.
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VII EL NIÑO
15 de julio de 2005
Un rayo me ha alcanzado y todo cuanto era, se ha quebrado. Me encuentro como el árbol abatido, apenas muerto, apenas vivo. Mirando aún hacia atrás, me persigue una tormenta que me arroja una y otra vez al suelo. El camino de vuelta quedó cerrado, continuar es seguir una senda, la de los caminos perdidos, arremeter contra la tormenta y enfrentar sus acometidas. Ya no reconozco mi mente, en ella no busco tierra firme. Me lanzo a explorar el vacío que me queda, perseguido por un aliento de ira. Bajo un cielo que estalla, envuelto por una oscuridad que me envenena, camino sin resuello sintiendo aún el temblor en mi cuerpo. En la nada encuentro pequeńas islas de calma, lugares ocultos que me traen recuerdos de mi infancia. Siento que son las piezas de un puzzle, restos de algo que existió y que naufragó en la noche, las últimas llamas de una hoguera que
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iluminó este lugar. Recurro una y otra vez a las últimas fuerzas, algo me alienta. Siento al niño que una vez fui, vuelve una y otra vez envuelto en lágrimas. Entonces, hasta las victorias más pequeńas cuentan y de la oscuridad, brotan momentos luminosos que entretienen la angustia mientras yo sigo adelante. Él me enseńa de nuevo a sentir, me mostró que podía volver a escribir. Su mano ayudó a la mía a batirse de nuevo con las palabras. Él me seńaló el corazón que yo creía apagado y ya nunca dejaré de escucharlo. Él me enseña a pintar los momentos de colores y, en mitad de la tormenta, a sonreír cuando encuentro otro pedacito de mí.
***
Por las mañanas, apenas abría los ojos, caían sobre mí pensamientos de todo tipo. Me gritaban que estaba maldito, que acabaría cediendo, que en realidad yo quería hacerles daño a mis seres queridos, que nunca se acabaría todo aquello. Una mańana era tal el asedio, que tuve que salir de la cama e irme en busca de un
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lugar donde poder controlar mi mente. Fui al salón y allí estaba mi madre. Me miró a los ojos preocupada ¿Cómo estás esta mañana? preguntó. Yo no podía contestar, me sentía fatal, mi cuerpo se agitaba y parecía que me iba a lanzar hacia ella a golpearla, a lanzarle cualquier cosa. Me dejé caer en el sofá hinchado por la tensión, sintiéndome sucio. No podía ni llorar. Ella cogió mi mano y sin decirme nada, empezó a acariciarme el brazo y después la cara. El solo tacto de su mano, la dulzura con la que me estaba tratando a pesar de que por mi cabeza desfilaban las peores imágenes, me hizo sentir como un niño, un niño asustado que necesitaba cariño. Poco a poco las lágrimas comenzaron a brotar y la tensión fue abandonando mi cuerpo, que quedó exhausto, roto de nuevo. Me entregué rendido al sueńo y cuando desperté, aquella mañana parecía un mal recuerdo. Le di las gracias a mi madre aún con la resaca del miedo. Desayunamos juntos, hablando, yo le contaba cómo me sentía y ella trataba de restarle importancia.
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VIII TRAMPAS
27 de Julio de 2005
Si no llevo mucho cuidado, enfermaré No debí haber hecho nunca aquello
Voy a volverme loco
Voy a ser incapaz de estar con nadie
PERDER EL CONTROL
Voy a ser un celoso
Si no pienso en todo, pasará algo malo
Tengo que hacer más de lo que hago. No puedo fallar a los demás.
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Va a haber todos los días una serie de pensamientos lanzados por el subconsciente como golpes sobre la puerta, reclamando mi atención, que les escuche, y mi cuerpo se estremecerá bajo su llamada indemorable. Son trampas, vestirán de mil formas (posibilidad de volverme loco, de hacer daño a alguien, celos, culpa...) con el firme propósito de mantener enganchada mi mente a La Rueda, a ese estado de angustia que niega la existencia y da la espalda a los sentidos. Recuerdo que todo esto empezó como un pensamiento absurdo, como los que todo el mundo puede tener en algún momento de su vida. Al hacerle caso, desperté en mi la inseguridad y el miedo y fue tomando forma al trastorno de ansiedad, un trastorno obsesivo-compulsivo que se asienta sobre una base, el miedo a perder el control en algún momento y poder hacer algo terrible. Ese trastorno dispone de una legión de fantasmas, va adoptando diversas formas cuyo propósito es sorprenderme, que esos pensamientos me desborden una y otra vez. De este modo, paso los días luchando contra lo que parecen ser enemigos diferentes, con cada uno no sirve de nada lo aprendido con los demás y así, se mantiene la duda y la desconfianza y el miedo sigue nutriendo al trastorno. Cada
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día se van socavando las fuerzas a medida que crece la sensación de que nunca podré salir de este infierno que me atormenta. Recuerdo que primero todo estaba focalizado al tema de los cuchillos, luego a la posibilidad de hacer daño en general, incluso me he planteado si yo soy o no una buena persona. El querer racionalizar continuamente estas cosas no me ayuda, al contrario, la imposibilidad de racionalizar lo irracional, de encontrar continuamente explicaciones en mí, me hace estar continuamente en La Rueda. Escucho los pensamientos, me siento a conversar con ellos y permanezco sumido en el pensamiento cíclico que todo lo distorsiona. Esta necesidad de refrendarlo todo, de guardarlo todo bajo control, refleja mi inseguridad. Me estoy identificando con esas voces que me mienten al oído y dudo de todo, hasta de mi propia naturaleza. Por mis venas corre el veneno de la ansiedad y mi sangre se tiñe de tristeza. Al llegar al agotamiento, tiendo a dejarme caer hacia ese oscuro abismo que es la depresión. Cada vez que algo me pone nervioso, los pensamientos acuden a aprovechar la oportunidad, se crea esa asociación ansiedad-posibilidad de perder el control y en cualquier situación que esté, todo mi pensamiento buscará un posible peligro, uno que nunca ha existido y que cuando estoy tranquilo ni me lo
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planteo. Cuando pasan estas situaciones de ansiedad y miedo, esas en que los pensamientos han campado a sus anchas, a pesar de que no ha pasado nada, me invade la CULPA, otra de las trampas, pues luego quedan en mí las imágenes de los pensamientos como si hubiera existido la posibilidad de que hubiera ocurrido algo en realidad. Siento la necesidad de recorrer una y otra vez el momento vivido buscando la absurda certeza de que nada podía haber pasado. Escribiendo,
haciéndome
consciente
de
todas
estas
artimañas
del
pensamiento, empiezo a entender que entre esos pensamientos y mis movimientos hay un verdadero abismo, ellos no me van a obligar a hacer nada, no me van a someter a su voluntad porque quien decide soy yo. Cuando estoy tranquilo, estos pensamientos no acuden y cuando acuden y los afronto, no pasa nada. Procuro ver los pensamientos como algo ajeno que me viene, que no representan ningún problema real. Intento verlos como algo que no me representa y que en la medida que me vaya distanciando de ellos, que no me identifique con ellos, dejaré de verlos como algo peligroso. Ya no me sentiré culpable pues sé que sólo yo tengo el control de mis actos y que esos pensamientos son vacíos y nada dicen de mí. Voy a trabajar para crear esa distancia. El miedo abandonará mi
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cuerpo en la medida que siga enfrentando las situaciones que me dan miedo. Poco a poco voy consiguiendo adelantarme a ellos, cuando voy a pasar por un momento donde sé que van a venir, procuro no esperar a que lo hagan, no temerlos pues sé que los dirige el subconsciente. No dicen nada real de mí.
Es muy importante que no vuelva a caer en la culpa y el remordimiento. Debo llevar la confianza en mí como bandera y en los peores momentos, desde esa confianza, invocar la calma. Ante los pensamientos, creer en mí y permanecer tranquilo. Si no caigo en la tentación de controlarlo todo, si no escucho las profecías de mi mente intentando asegurar lo que está todavía por llegar, si no me dejo llevar por los temores, la ansiedad y los pensamientos se diluirán, pues necesitan del tiempo.
***
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Recuerdo perfectamente el día en que Olga me habló de las trampas del subconsciente. Fue aquel un día extraño en el que no me salían las palabras, en el que trataba de expresar lo que sentía pero no podía. Durante esa consulta fue ella la que me hablaba todo el tiempo mientras yo escuchaba con la certeza de que estaba descubriendo una nueva herramienta para enfrentar el trastorno, una que me iba a permitir dar un salto sustancial en mi recuperación. Salí totalmente sosegado, con muchas ganas de escribir en mi diario aquella
valiosa
lección
que
clarificaba
muchas
de
las
artimañas
de
los
pensamientos. Poco a poco iba identificando a mi enemigo y, a medida que lo iba desenmascarando, sentía que aquélla era una batalla que podía ganar.
Por entonces, ya llevaba dos meses desde que todo el proceso comenzara y aunque iba notando cierta mejoría, pasaba momentos verdaderamente críticos, sobre todo aquellos en que la ansiedad crecía y no podía hacer mucho más que permanecer acostado tratando de no pensar. Cuando me levantaba, tenía que ir con mucho cuidado porque parecía que mi cuerpo se iba a mover por sí solo, que
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iba a coger un vaso y a lanzárselo a quien tuviese más cerca, o a propinarle un puñetazo. Me costaba estar cerca de nadie. Recuerdo que un día me ocurrió paseando por Las Ramblas con Ágata y me tuve que sentar, no podía moverme, la sensación de movimiento incrementaba la impresión de que no controlaba mis actos.
En efecto, todos aquellos pensamientos que se ramificaban cada vez más, todo aquel trastorno que se generalizaba, todo ello respondía a una misma cosa, el miedo a perder el control. Ése era el verdadero tronco del árbol que había germinado en mi cabeza y cuyas cien ramas eran cien trampas que trataban de mantener en mí el miedo y la duda, que siguiera pensando y pensando. Cuando superaba una siempre llegaba otra y otra hasta que me sentía de nuevo desbordado y confuso. De este modo, el trastorno se prolongaba, subsistía dentro de mí mientras mis fuerzas flaqueaban. La sensación de culpa ante las imágenes que se proyectaban en mi cabeza, ante las escenas de crímenes que había perpetrado o que iba a cometer,
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los pensamientos celosos que me iban a empujar hacia tal enajenación, las explosiones de ansiedad que parecía iban a someter mi cuerpo, el manantial de posibilidades que emergían de forma incansable señalándome hacia un horror inminente, todo ello obedecía
a una misma cosa y es que dudaba de que yo
tuviera el control, dudaba de si esos pensamientos podían acabar saliéndose con la suya, quebrantando mi voluntad y sumiéndome en la oscuridad. Durante los
días siguientes
me convertí en un observador de mis
pensamientos, fui tratando de identificarlos todos, fui comprobando que era cierto, que todo respondía a un mismo miedo raíz, a un parásito que se había colado dentro de mí y que no se iba a ir si no vencía todas sus artimañas.
Debía bregar con los pensamientos sin miedo a su miríada de formas. Eran diferentes ramas que partían de un mismo tronco, dando la impresión de que el problema era mayor. Canalizar mi energía en descifrarlos todos suponía un desgaste enorme y desviar mi atención del verdadero problema.
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Esa semana me fui sintiendo mucho mejor. Una mañana me levanté de la cama con la sensación de que empezaba a encajar las piezas, que podía diseñar un plan a seguir cada día para afrontar la ansiedad y vencer el maldito trastorno. Corrí hasta mi diario y una vez más me apoyé en él para no abandonar la lucha.
***
¿Cómo ir venciendo los pensamientos obsesivos? 1º Identificándolos. Sé que están ahí y que me importunan, no me identifico con ellos. No me planteo la vida con ese tipo de pensamientos pero lo cierto es que están ahí y que si no sé afrontarlos me machacan y me generan tensión y ansiedad. Posibilidad de hacer daño a alguien. Celos. Posibilidad de hacerme daño yo. Culpa ante situaciones vividas de estrés. 2º Asumir que vienen esos pensamientos. Esos pensamientos están ahí y hay que aceptarlos, eso es fundamental. Hay que asumir que vienen y que debo permanecer tranquilo ante ellos. Ahí juega un papel primordial la confianza en mí mismo y también en la gente que me rodea, los profesionales que me diagnostican y me guían, y las personas a las que quiero y me muestran su cariño y confianza en mí.
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No voy a hacer nada por el hecho de que mi subconsciente me bombardee con esos pensamientos, no tiene más poder sobre mí que el miedo y la duda con el que le doy forma a este trastorno de ansiedad. Cuanto más miedo, más inseguridad y más dude de mí, más pensamientos vendrán y con más intensidad me sentiré desbordado, como si no pudiera hacer nada ante la situación. 3º Posponer esos pensamientos. En los momentos en que me vienen y los identifico, no debo ponerme nervioso, no empezar a justificarlos ni intentar rebatirlos. Sé que son pensamientos obsesivos que se infiltran aprovechando mi debilidad del momento. Sé que no dicen nada verdadero de mí. Me tranquilizo y los pospongo hasta la noche. Hasta el momento en que esté más despejado. Me permito tener el pensamiento, lo tengo identificado y lo pospongo. 4º Al llegar la noche, cuando esté tranquilo, racionalizo los pensamientos durante no más de 15 minutos. No hay que caer en la Rueda del pensamiento, la conversación interior es cíclica y puedo caer en la necesidad de pensar de forma constante. Si consigo posponer los pensamientos, luego los veré desde la distancia, como lo que son, meros pensamientos subconscientes, absurdos y que no dicen nada de mi verdadera personalidad.
***
Se trataba de afrontar todos los días consciente de que tenía un trastorno de ansiedad al que tenía que responder de forma decidida y firme. Plantar cara a esa nueva etapa de mi vida sin caer en la desesperación y programar los días para
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enfrentarme al mayor número de situaciones sensibles, con cuchillos y demás. Esto suponía un cambio de actitud frente al problema, desde la aceptación y la confianza. De nada servía levantarme esperando a que mi pesar fuera sólo un mal sueño, una pesadilla cuya fuerza se fuera desvaneciendo con el paso de los primeros minutos de la vigilia. Dar los primeros pasos cada día con el temor de que esa esperanza quedara hecha jirones con nuevos pensamientos y fuera enterrada bajo una nueva sacudida de ansiedad, salir corriendo para negar la situación y acabar llorando de impotencia, sin poder ver la salida tras ninguna puerta. Empecé a organizar el día de forma que pudiera afrontar el máximo número de situaciones desde la normalidad. Intentaba que siempre hubiera alguien de mi familia a mi lado en esos momentos para poder hablar y restar importancia a los pensamientos y la ansiedad. Se trataba de ir insensibilizándome a esas situaciones una a una y así ir ganándole terreno al trastorno. Cuando me exponía un número determinado de veces, cuando la ansiedad subía pero yo permanecía allí comprobando que no pasaba nada, que en realidad entre los pensamientos y mis actos se interponía siempre la consciencia, poco a
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poco me iba sintiendo más tranquilo ante esas situaciones. El miedo estaba allí pero tenía que ser valiente, sentía que todo aquello funcionaba.
Sabía que el momento de levantarme era uno de los más estresantes del día. Al despertar mi cuerpo pasaba del estado de sueño a afrontar otro día más, interminable, otra batalla. En esos momentos el trastorno de ansiedad era implacable, no me daba tregua, mi mente se aceleraba de cero a mil en unos segundos y el nerviosismo se apoderaba de mí. Entendí que era muy importante conseguir relajarme, no lanzarme a una actividad constante para huir de los pensamientos. Tenía que conseguir canalizar toda esa energía obsesiva en otra dirección, romper la conexión de mi mente con la sensación física de la ansiedad. Ser paciente, convencerme de que las cosas no cambiarían de un día para otro, los pensamientos iban a seguir viniendo y tenía que afrontarlos. Hacía respiraciones abdominales, con expiraciones muy prolongadas, y trataba de conseguir una relajación profunda con un cedé que me dejó Olga. Todos estos ejercicios conseguían atraer mi mente al presente y observar mi cuerpo. Podía relajar mis
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músculos y hacer desaparecer la tensión, comprobar cómo los pensamientos se apagaban cuando entraba en el estado de relajación.
El poder del momento presente, el olvidar todos los tiempos que no sean el ahora, es el mejor remedio contra las enfermedades de la mente. Las voces de la ansiedad son agoreras, se lanzan hacia situaciones que no podemos controlar, nos gritan momentos futuros en los que desatan sus tormentas. También hacia el pasado para que nos consuma la culpa. Es difícil para una mente compulsiva vivir el momento. Suena tan absurdo... Tuve que aprender a aceptar que mi flujos mentales eran erróneos, que mis pensamientos no sólo no me definían sino que podían lanzarme a una carrera contra mí mismo. Me convertí en un observador y para ello, lo más costoso fue generar esa distancia con mis pensamientos. Esa distancia sólo se puede conseguir con la relajación y la fe en que desde la calma, uno observa y decide.
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Así, por las mañanas, detenía el tiempo en mi cabeza haciendo ejercicios de relajación y trataba de afrontar las situaciones según venían, sin lanzar profecías que no hacen sino turbar la mente y mantenerme alejado de la calma. Me repetía que no había que buscar continuamente explicaciones pues ya las tenía, estaba perfectamente diagnosticado, sólo tenía que estar tranquilo y afrontar el día sereno, conocedor de que los pensamientos nada pueden sobre mí.
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29 de Julio de 2005
En un proceso tan largo como es el de combatir la ansiedad, ésta se comporta como una legión de fantasmas que se nos presentan con diferentes formas, con diferentes caras. Con el paso del tiempo voy comprendiendo que el enemigo real es en todo momento el mismo y eso hace que la posibilidad de que me desborden los pensamientos sea menor.
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Al principio, el trastorno de ansiedad va abriendo diferentes frentes, como un fuego que se propaga espoleado por las condiciones más adecuadas. Nace de la desconfianza que hace saltar la chispa ante un pensamiento absurdo y avanza favorecido por el viento cambiante que le otorgan el miedo y la inseguridad, las dos flores negras: el miedo y la duda. Poco a poco se va consumiendo la confianza, hasta tal punto que uno se lo llega a plantear todo. No me permito tener un mal pensamiento, discutir con nadie etc. Por eso, en el proceso de librarme de esa legión de fantasmas, es fundamental asumir que es un solo enemigo, el mismo todo el tiempo y que hará todo lo posible por sobrevivir dentro de mí, como un parásito muy molesto. Cada día tratará de sorprenderme con algo nuevo y no debo esperarlo con miedo. Sé que aparecerá y que lo sabré identificar y que contra él, lo mejor es la indiferencia, permanecer en calma y sereno, confiando en mí. No quiero escuchar lo que me dice, no le quiero a mi lado.
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IX SER CONSCIENTE
Me encuentro muy bien, el viaje está resultando ser un verdadero recopilatorio de mis últimos meses. Me gusta colocar en su lugar los pasos dados y, de este modo, apreciar con perspectiva todo este proceso. Olga me dijo que mucha gente con trastornos de ansiedad no quieren rememorarlos cuando reciben el alta en la clínica, únicamente olvidarlos y continuar. No me extraña nada que quieran pasar página cuanto antes y retomar sus vidas. Entiendo también que estos temas no estén en la calle, son difíciles de explicar para quien no ha vivido algo parecido. Uno mismo se pasa mucho tiempo tratando de convencerse de que no ha perdido la razón. Aún así, no siento el deseo de olvidar sin más. Por supuesto que quiero pasar página y sentirme renovado después de tanta zozobra, pero quiero aprender al máximo de todo cuanto me ha pasado, incorporarlo dentro de mí, guardar los momentos vividos sin temores, sin rencores, guardarlos como el abono del que han
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de crecer muchas cosas positivas. Creo que estas malas experiencias pueden servirme para crecer y no perder la dirección una vez más. Además, el leer las páginas del diario está resultando ser una terapia casi tan eficaz como escribirlas. Me ayudan a no perder la perspectiva, a saber dónde me encuentro.
Estiro un poco las piernas. Camino hacia el vagón cafetería donde pido un café descafeinado con leche. He dejado la cafeína por un tiempo, me he dado cuenta de que no la necesito para nada y que antes de todo este proceso, sólo por inercia, llegaba a tomarme hasta cinco cafés al día. Qué fácil es caer en esa actividad frenética que nos consume. Uno se vuelve adicto a un ritmo que le deteriora físicamente y abandona su bienestar interior. Parece que nos sintamos orgullosos de llevar mil cosas para delante y negamos el que nos podamos levantar un día resfriados o que nos duela algo. He visto mucha gente que enseguida acude a la medicación sin darle más importancia, todo parece válido con tal de no bajarnos del tren, de este ritmo de locos que unas veces nos imponen desde fuera y que otras veces nos imponemos nosotros mismos, como si en ese grado de
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ocupación cotidiana, nos sintiéramos inmortales y que nada de lo que tememos nos pudiera alcanzar.
Desde hace unos días estoy pensando en dejar la medicación de ansiolíticos y antidepresivos, pero debo ser paciente y consultarlo con el psiquiatra. Estos medicamentos me han ayudado a superar los peores momentos de mi trastorno, cuando por mí mismo no era capaz de detener las oleadas de pensamientos y las convulsiones nerviosas de mi cuerpo. Sumido en aquel infierno, recibí un tratamiento cuyo efecto apenas notaba en un principio. Entonces estaba dispuesto a aumentar la medicación cuanto hiciera falta, buscaba cualquier cosa que detuviera la demencia en que me había sumido. Gracias a los consejos de Olga aguanté con la medicación que me habían recetado, mientras iba entendiendo que la salida de aquel pozo sería larga. Con el paso de las semanas me fui haciendo más consciente de mi situación y adquiriendo herramientas para afrontar el trastorno. Según iba siendo capaz por mí mismo de alcanzar un nivel de relajación normal, se hacía más patente que la medicación circulaba por mi sangre. Perdía tensión muscular y me envolvía una profunda somnolencia. Pasaba unos
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días en que me costaba tirar de mi cuerpo. Entonces bajaba la medicación siguiendo las indicaciones del psiquiatra. Así fui actuando hasta que llegó un momento en que la dosis que ingería era mínima. El médico me decía que ese tratamiento ya no me provocaría ningún efecto secundario y que lo debería estar tomándo por un periodo indefinido. Me debía dar un tiempo, no obsesionarme con salir del trastorno. No quiero atarme a esas pastillas de por vida, tengo miedo a no poder vivir sin ellas pero no tanto como el que tenía cuando, devorado por la ansiedad, buscaba la fórmula mágica que me diera alguna tregua. Es complicado pues uno no se encuentra completamente bien en ningún momento. Por un lado uno siente ganas de dejar las pastillas y recuperar la normalidad en cuanto se siente algo más fuerte pero por otro lado sabe que el proceso es largo y que no puede renunciar a esa ayuda, al menos de momento. Que sin la medicación puede haber recaídas y todo se hace más difícil. Sé que a medida que me hago consciente de lo que me pasa, voy adquiriendo las herramientas y no pienso mantener un ritmo superior a base de contaminar mi organismo, pero debo ser paciente. Conozco a amigos que cuando tienen ansiedad, se toman uno de estos ansiolíticos y cuando se
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encuentran mejor, no se lo toman y ésta me parece una conducta equivocada. Si hay algo que tengo claro en este momento es que quiero encontrar mi propio ritmo, mi forma de hacer las cosas y que no quiero lanzarme tras las huellas de otros. Tomaré la medicación mientras me lo aconseje el psiquiatra y Olga pero no recurriré a ella para evitar enfrentarme a los problemas como tampoco descargaré sobre ella mi impaciencia por salir de este trastorno.
Al volver a mi asiento, encuentro unas notas que tomé en mi diario...
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5 de septiembre de 2005
Estoy muy cansado después de este fin de semana. Llevo unos días durmiendo una media de doce horas y me siento aturdido todo el tiempo. Tengo
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tendencia a estar triste y de nuevo oigo la voz seductora de la depresión. Y es que este cansancio perpetúa la sensación de que nunca saldré de este proceso pues, cuando el cansancio se agudiza, soy la luz a la que se acercan revoloteando las malditas voces que juegan conmigo. No dejan de lanzarme sus negras profecías. No caeré en el desánimo, sé que volverán mis fuerzas.
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X EL HILO DORADO
Poco a poco conseguí que los días fueran más serenos, fui identificando los pensamientos y enfrentándome a las situaciones y, cuando sentía que ya había afrontado un número suficiente de ellas, buscaba relajarme a solas, tranquilo, pues no había
llegado
a desbordarme. Al día
siguiente podía
borrar todos los
pensamientos del anterior y volver a empezar con fuerzas renovadas, seguro de que iría saliendo del túnel. Me fui sintiendo más yo y continué escribiendo en mi diario tratando de apuntalar las lecciones más importantes que iba aprendiendo, esas que se correspondían con los verdaderos saltos cualitativos en el proceso. Cuando iba a acostarme trataba de pensar en los logros que estaba consiguiendo, cada vez me sentía más tranquilo en casa, ya no me inquietaba tanto sentarme cerca de un cuchillo. Trataba de animarme, de sentir que estaba
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haciéndolo bien, pensaba en la gente que me estaba ayudando, en mi familia, en Ágata. Me gustaba imaginar que en mitad del bosque oscuro donde me hallaba perdido sin luz, aprendiendo a caminar en las nuevas condiciones, a poder dar algún paso sin caerme. Me imaginaba que allí, en medio de aquella oscuridad, encontraba un hilo luminoso, apenas una hebra dorada cuya luz me atraía. Al tomarla, sentía una leve vibración, o más bien un sordo latido. Pronto lo identificaba, debajo de todo el ruido de los pensamientos, de las voces que me asediaban, allí estaba la voz de mi corazón. Después de dos meses de lucha, al fin podía escucharla de nuevo. Si seguía aquel hilo, seguro que llegaría hasta el final de aquel bosque sombrío y de nuevo me alcanzaría la luz del mundo. Al identificar aquellos pensamientos, había ido enmudeciéndolos, apagando el ruido hasta conseguir oír el murmullo. Apenas me susurraba pero al escucharle, ya no tenía dudas, seguiría aquel hilo hasta donde me llevara.
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XI CONFIAR EN UNO MISMO
El día está lluvioso. Del otro lado de la ventanilla el paisaje adopta diferentes matices y nuevos colores se asoman a la superficie. Todo parece participar de una nueva atmósfera que me conduce hacia los caminos perdidos, hacia los últimos meses. Con la mirada colgando en el limbo y la profunda paz que me sirve de abrigo en este viaje, siento que este tren me lleva en una dirección. Hacía tiempo que no la sentía. Todavía la tormenta no se ha marchado del todo, pero estoy en el buen camino. Olga me dijo que ya sólo me quedaba por superar los últimos coletazos del trastorno. Si seguía confiando en mí mismo, lo más duro con seguridad había pasado. Después de casi cuatro meses todavía tengo que convencerme de que yo no quiero hacer todas esas cosas, todavía de vez en cuando me sorprende algún pensamiento, tengo pequeñas crisis. Después de comer en presencia de cuchillos
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diez veces, a la undécima, mi atención se dirige al más cercano y me asaltan los pensamientos. Ya no me pongo tan nervioso, la ansiedad ha retrocedido, pero me cuesta aceptar que los pensamientos no se vayan de una vez. Leer el diario me ayuda en verdad pero sé que lo más importante es no perder la confianza en mí mismo. Recuerdo en este momento el día en que la consulta dejó de tener el efecto que hasta entonces había tenido, empecé a darme cuenta que estaba estancado. Me habían avisado de que salir del trastorno no era algo lineal, no era una mejora progresiva, sino que se pasaba por baches donde parecía que uno volvía a la situación inicial y había que afrontarlos con tranquilidad hasta que pasaran, para contrarrestar ese paso atrás con nuevos pasos adelante. Pero era complicado. Cuando uno se siente mejor y empieza a mirar para adelante y de repente siente la sacudida, cuando la mente empieza a clarificarse y aún así vuelve la ansiedad y los pensamientos, el desánimo tiende a instalarse en el corazón. Tendía a pensar que no se acabaría nunca.
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En medio de uno de esos baches fui a la consulta y me encontré hablando toda una hora de las mismas cosas. Sin que Olga me dijera nada nuevo, salí de la clínica con la convicción de qué era lo que estaba fallando. Si no confiaba en mí, mis esfuerzos no servirían de mucho. Además, ella me dijo que se marchaba de vacaciones y yo no sabía qué hacer. Finalmente decidí seguir yendo a la consulta, me trataría otra chica, Maite. Sentía que necesitaba aún de aquellas conversaciones aunque sólo fuese para normalizar los pensamientos y coger aire.
Era muy consciente de todo lo que me estaba pasando pero había muchas cosas que no se podían racionalizar. Si asumía mi situación, la aceptaba y confiaba en mi mismo, poco a poco iría saliendo. Aquella tarde, después de la consulta, estuve hablando con Ágata acerca de esas sensaciones. Esa noche cogí de nuevo mi diario y escribí sobre la necesidad de confiar:
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6 de agosto de 2005
Siento que ha llegado el momento de confiar en mí, ya no puedo buscar más herramientas fuera. He racionalizado todo mil veces, ahora es el tiempo de soltarme y dejar a un lado el temor a lo que pueda llegar a ser. No puedo asirme a un tiempo incierto donde pueda suceder algo que no quiero. Ese tiempo no existe y sólo me queda este donde tengo que centrar mi esfuerzo. No soy perfecto, nadie puede serlo, o quizás todos lo seamos con nuestras virtudes y nuestros defectos. No puedo vivir con miedo a que se tuerza mi vida, seguir negando lo que siento y que esta tensión es producto de un trastorno que debo afrontar. La calma crea distancia con los pensamientos y ésta no es posible si no puedo confiar. Debo vivir el momento con la certeza de que la tormenta se irá, permanecer espectador sin tiempo, concederme la paz que necesito para no chocar contra mis tendencias. Disfrutar de los pequeños momentos, de los grandes progresos, permitirme la felicidad. Debo dejar atrás el miedo y aplacar la inseguridad. En este momento sólo tengo que permanecer tranquilo, sin pintar futuros, olvidar el drama, el eterno
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lamento. Abrirme a la vida que me está esperando, despertar los sentidos y escuchar en silencio. Hallar la luz que sé que hay en mí. Creo en mí, creo en mí, me lo repetiré cada día tantas veces como sea necesario. No necesito más pruebas, no necesito más estímulos externos, creo en mí, creo en mí, creo en mí...
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XII EL MIEDO
Algo cansado de los sonidos del tren, enciendo mi pequeño reproductor de música y me pongo los auriculares. La música de relajación me devuelve al estado de sosiego que me acompaña últimamente. Ya van cuatro horas de viaje y aún resta para llegar, todavía puedo seguir leyendo un poco más del diario. Cuando nos estemos acercando a Murcia quiero revisar el informe sobre el trabajo pero siento que no debo dejar escapar la posibilidad de recordar estos últimos meses, quiero dejar todo esto en el fondo de mí y afrontar este viaje sin perder la perspectiva. Aún no sé cómo será pero en estas horas de trayecto quiero pasar de lo que he sido a lo que voy a ser. Creo que debo aprender todo lo que pueda de esta experiencia tormentosa y dirigir mis pasos hacia otra dirección, no quiero volver a cometer los mismos errores. Hay demasiadas cosas sueltas en mí, demasiadas puertas abiertas, es hora de que empiece a apostar, el miedo no va a paralizarme otra vez más, asumiré los riesgos.
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16 de agosto de 2005
El miedo, así como la ansiedad, es un mecanismo natural de defensa que nos ayuda en el proceso de aprendizaje con nuestro entorno, a interaccionar con él. El miedo es, por lo tanto, importante para tener verdadera consciencia de nuestros pasos y asumir los riesgos del camino. El problema se da cuando el miedo nos paraliza y cierra las puertas del mundo. Ese miedo alimenta los fantasmas, las trampas del pensamiento que quiere funcionar como La Rueda que gira y gira. La inseguridad (la duda) y el miedo van asociados en una mente como la mía, compulsiva hasta el extremo, con situaciones que ésta interpreta como fuera de su control, situaciones que escapan del ideal de la lucha. La imposibilidad de
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agarrar esos pensamientos y demostrarles que mienten, genera tensión así como la sensación de que algo falla. Aceptar las tendencias de mi propia mente es fundamental, esto me permite observarla con distancia y no dejarme arrastrar hacia La Rueda. Si sucumbo ante sus impulsos nunca hallaré ninguna paz pues ésta siempre pertenecerá a otro momento diferente al que vivo. La búsqueda de certezas se convierte en un camino hacia la perdición, en la búsqueda desencaminada de un espejismo, producto de las elucubraciones del intelecto. La tensión que generan los pensamientos se asocia con el miedo, una robusta sensación que no deja de resonar en mis entrañas: “Si hago caso omiso a lo que me dicen esos pensamientos mi mundo se derrumbará y me veré perdido, consumido por todas mis pesadillas. Mientras esté pendiente de todas ellas, estaré a salvo, protegido por una campana invisible”.
El miedo es un potente inhibidor del espíritu, uno es capaz de renunciar a casi todo por el miedo. Si lo dejamos crecer, si decidimos no afrontarlo, puede volverse una losa, una carga pesada que convertirá cada paso en un esfuerzo
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gigantesco. La vida se volverá un camino de espinas. Las sensaciones de frustración y resentimiento junto con la ira crecerán en nuestro interior y saldrán en sucesivas
explosiones causadas por el más
mínimo estímulo
externo. Los
fantasmas del pasado unidos a los riesgos del futuro nos encerrarán en una atmósfera irrespirable.
No se puede vivir en esa Rueda en que se convierte el diálogo con nuestro interior, no se puede vivir de espaldas a la vida. No se puede construir una burbuja en la que sentir esa falsa seguridad de quien cree que lo tiene todo bajo control. No se puede expulsar de una vida el aroma de la existencia ni la belleza de andar por el mundo abierto a sus peligros, por supuesto, pero también a sus infinitas posibilidades. Dejar que el alma se marchite como una flor olvidada en un jardín de monotonía. Debo levantarme cada día sabiendo que tengo estas tendencias, que van a venir los pensamientos. Decidir que no voy a tener miedo, que no voy a perderme la vida luchando contra fantasmas virtuales. Que voy a mirar al presente y a disfrutar de las oportunidades de la realidad. Salir a vivir sin miedo, sin la necesidad
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de atar esos falsos peligros, dejar de hilar con el pensamiento los cabos que terminarán construyendo una red que cercene mi libertad. Vivir sin más, sin ser perfecto, sabiendo que hay muchas preguntas cuya respuesta no llegaré a conocer. Que la vida es un hermoso misterio donde hay que apostar, luchar por construir nuevos caminos escuchando siempre al corazón.
***
Estas lecciones han supuesto en este tiempo los verdaderos saltos hacia delante en mi trastorno y no las olvidaré jamás. Cada vez más me doy cuenta de que
ésa
es
la
verdadera
esencia
de
esta
vida,
asumir
con
confianza
la
responsabilidad de dar un paso y el siguiente con la única seguridad de que uno está viviendo. Elegir con el corazón un camino y seguirlo, consciente de los peligros, dispuesto a cumplir los sueños sin que la falta de certezas me paralicen. Recuerdo cuando escribí esas palabras tratando de no perder el rumbo, arengándome para seguir. A base de trabajar en mi confianza, de nuevo me sentí mejor, cada vez mejor. Iban pasando los días y no necesitaba darle tantas vueltas
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a las cosas. Cuando venían los pensamientos los identificaba y los posponía y, ante mi tranquilidad, se disolvían. Pero el trastorno no me iba a abandonar sin desplegar todas sus formas, la variedad de los pensamientos parecía inagotable. Estaba removiendo toda la basura que había en mí. Yo aún me sentía débil, no podía evitar sentirme angustiado de vez en cuando. Necesitaba tiempo para incorporar las nuevas herramientas, para que la calma creciera y disolviera todas las artimañas de mi mente. En las siguientes dos semanas empezaron a volver todos aquellos pensamientos
sobre
el
SIDA
de
hacía
diez
años.
Me
venían
recuerdos
distorsionados sobre momentos pasados donde yo había estado expuesto a contraer la enfermedad. Cuando uno se iba, venía otro y, entonces, el anterior dejaba de tener sentido y así, uno tras otro. Al final, decidí que no quería vivir con esos pensamientos y que había perdido demasiado tiempo con ellos. Otro día, me dio un ataque de ansiedad conduciendo, empezaron a venirme pensamientos sobre estrellarme a propósito. Me agobié muchísimo, me asusté. Me mentalicé y volví a coger el coche, no podía ceder más espacio al trastorno.
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Luego empezaron a venirme pensamientos sobre cosas horribles que había hecho en el lugar del que acababa de salir. Sentía una gran necesidad de volver al sitio para comprobar que no había sido así. Caí la primera vez en la trampa pero pronto me di cuenta de que las comprobaciones no hacen sino empeorar las cosas y que si caía en esa actitud, me pasaría la vida revisando escenas que sabía perfectamente que no habían sucedido. El sentir los golpes de los pensamientos y no abrirles la puerta fue algo durísimo y en estos días creo que el trastorno llegó a su cota máxima, teniendo que bregar con este tipo de pensamientos nuevos y todos los anteriores. Un día, incluso, mi cuerpo se agitaba y parecía que mi mano se iba a mover y a introducirme un dedo en el ojo. La angustia era total pero a medida que los pensamientos se volvían más y más irracionales, me podía demostrar más veces al día que no tenían poder verdadero sobre mí. De hecho, hoy sé que si no hubiera hablado nada de esto con nadie, habrían pensado que estaba deprimido, pasándolo mal. Muy pocos se habrían imaginado nada de lo que me estaba ocurriendo en realidad. Mi comportamiento a ojos de los demás no habría levantado sospechas y hay muchas cosas que para la gente justifican un estado de tristeza. Sí, si no les hubiera dicho nada, nadie se
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habría dado cuenta de mi verdadero problema. Pero si no lo hubiera exteriorizado, si no hubiera decidido ir al psicólogo, si no hubiera luchado por compartirlo todo con Ágata, ahora estaría sumido en la oscuridad, completamente solo y perdido. Para nada iría de camino hacia Murcia a cubrir una noticia y a tratar de recuperar definitivamente mi vida.
Levanto los ojos del diario, veo en el reflejo de la ventanilla mis ojos humedecidos, sonrío y con toda mi alma doy las gracias a esas personas que permanecieron a mi lado y cuya presencia me alumbró cuando todas las demás luces se habían apagado.
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XIII LA RUEDA SE VA CONVIRTIENDO EN ESPIRAL
25 de agosto de 2005
Comienzo a elevarme. Como en una espiral ascendente, las vueltas de este proceso van alzándome hacia la superficie del lodazal en el que me había sumergido. Los ciclos se van ampliando a medida que se alejan del fondo y, con ellos, crece mi confianza, la seguridad en mí mismo y en que, en un día no muy lejano, me habré librado de este miedo que la ansiedad ha instaurado en mí de forma traicionera. Ahora empiezo a vislumbrar un mañana luminoso donde poder vivir sin toda esta carga, donde me halla perdonado y conseguido aceptar las tentativas de mi mente. Ahí veo cada vez más distante a ese demonio que me habla con mi voz, he empezado a identificar sus trampas y a escucharle sin temor. Dicen que cada uno somos de una manera, en gran medida heredada, y que no podemos hacer nada para cambiarlo. Yo pienso que tenemos unas tendencias a la hora de interpretar nuestras experiencias y afrontar la realidad. Asumir esas
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tendencias es como asumir que toda luz proyecta una sombra y que no hay sombra sin luz. En nuestro camino conoceremos partes de nosotros con las que no nos queremos identificar y debemos aceptar que ahí están y que debemos observarlas, escucharlas sin temor, con la confianza de que somos nosotros quienes decidimos. En eso consiste la vida, en arrojarse al vacío dispuestos a afrontar el maravilloso riesgo que es vivir.
La ansiedad va cediendo, las islas de paz ganan terreno al mar tormentoso. Durante esos momentos vuelvo a recibir la caricia del mundo, parece desvanecerse la rigidez de mi cuerpo y participo de cuanto me rodea. Recibo al viento, escucho a los árboles, respiro su aliento. A medida que camino, me abraza el momento, todo queda suspendido en un instante eterno y una profunda calma se aloja en mí. El miedo es un eco lejano y mi corazón palpita en voz alta al son de mis pasos. Por fin la mente cede su puesto al cuerpo y puedo observar a través de sus ventanas que el mundo no se ha ido, que sigue estando ahí. Desde una colina el cielo me regala un atardecer, una profunda paz tiñe el aire y, al entrar en mi
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cuerpo, me hace llorar. Vuelvo a sentir una armonía que escupe las paranoias mentales. Me siento feliz.
Sé que volverán las voces, que la ansiedad regresará, pero en este momento nada de eso me importa porque he llegado hasta aquí. El mundo me grita que no abandone el camino, que no deje de mirar hacia la luz que brota de mí. Siento renacer mis fuerzas.
***
Volvieron las caminatas, los largos paseos a pie que tanto me aportan. Primero sólo unos minutos al día pues me sentía muy fatigado. Mi mente estaba casi todo el tiempo activa y cuando se relajaba me sumía en un estado de completo agotamiento. Paulatinamente fui recuperando fuerzas, reduciendo la medicación pues ya podía por mí mismo alcanzar un estado de relajación normal. Me estaba reencontrando de nuevo con la calma. Había momentos del día donde vislumbraba
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por fin la salida del trastorno. Ahora el bosque ya no era tan oscuro y el hilo dorado se había convertido en una poderosa cuerda que latía e impulsaba mis pasos hacia una luz que ya parpadeaba a lo lejos, llamándome, preparada para recibirme.
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XIV DESCIFRANDO UNA MENTE OBSESIVO-COMPULSIVA (I)
Interrumpo de nuevo la lectura y, al mirar hacia la ventanilla, me encuentro con una mirada que hacía tiempo no había visto. Por vez primera en todo este proceso, puedo reconocerme en ella y siento la certeza de que el niño ya no está solo, que vuelvo a dirigir mis pasos con una nueva fuerza emanando de mi interior. Ya no contemplo la posibilidad de ceder pues sé que este camino me está sanando, que estas palabras se agitan al leerlas y es que hay vida en ellas. Puedo gritar con esta paz que creo en mí, que creo en lo que escribo, mi alma camina por el mundo de las palabras y converso con ella a través de este diario.
Una semana antes de salir de Barcelona le comenté a Olga mi intención de pasar un tiempo fuera de la ciudad y tomar aire mientras seguía colocando las piezas del puzzle en su lugar. Me dijo que tratara de hacer un ejercicio, que intentara observar en el día a día mi comportamiento y que redactara dos listas,
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una con las tendencias que sea capaz de reconocer porque manejan la percepción que tengo de lo que soy y lo que hago, y otra en la que las desvista de distorsiones y miedos y las sitúe en su verdadera dimensión, las vea de forma objetiva y, de este modo, pueda afrontar con confianza mis decisiones, sintiendo que soy consciente de mis pasos. Quiero descifrar las pautas de mi mente y lograr el espacio vital desde el que crear la distancia necesaria que me permita realizar este ejercicio, desde el que respirar con calma y decidir, sabiéndome protagonista de mi vida.
Me vuelvo de nuevo a mi diario, tomo aire y me entrego a la escritura. Cuando escribo soy yo y no hay mentira ni falsedad, soy incapaz de engañarme cuando me enfrento al universo blanco de una página de mi cuaderno. Él me muestra los caminos que conducen a mi interior y me enseña a romper las barreras hacia la calma. Cuando alcanzo esa conexión y me despojo del ruido de mis pensamientos, puedo sentir que mis sueños siguen intactos y que, en esta situación en la que me encuentro, incapaz de negar mi existencia y de buscar caminos paralelos con los que no afrontar mi verdadero rumbo, los veo brillar más
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que nunca y que ellos son los que conforman el hilo dorado que me conduce hacia delante.
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29 de septiembre de 2005
Siento una inquietud constante, una rabia que crece y me asegura que hay algo que tengo que gritar al mundo. Sé que hay una flecha, una dirección que marca el camino y no puedo negar la tendencia que tengo de leer el final de mi historia. Sé que debo evolucionar al ritmo de mis pasos sin seguir otras huellas que vaya encontrando, pero el tiempo me atrapa y tiendo a adelantarme. Me encuentro en un contrasentido pues mi espíritu tiende a abrirse y extenderse por el mundo mientras que mi mente quiere encontrar seguridad, sentir la apariencia de que puedo controlarlo todo, acabar con los cambios y sentirse a salvo de cualquier peligro. Sé que mi mente compulsiva persigue una rutina severa, una vida sin
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sorpresas, un trabajo donde supiera que tras ocho horas, se termina la jornada sin llevarme nada a casa ni pensar en qué tendré que hacer al día siguiente. Pero sé también que eso no es lo que quiero y que no puedo vivir sin el cambio, que necesito aprender y sentir que voy haciendo algo nuevo. Así se abre la brecha entre lo que soy y lo que quiero ser. Así empieza uno a descubrir sus defectos, esas tendencias que tiene y con las que tendrá que convivir si no quiere emprender una carrera contra sí mismo. Mi mente persigue la quietud de una jaula de barrotes forjados con el miedo a caer, con el cambio, con el movimiento. Por otro lado, mi espíritu clama por desprenderse de todas las barreras, para no sucumbir a una vida taciturna llena de cosas que no me rocen el corazón. Un contrasentido en el que se entrelazan como dos serpientes dos tipos de temores. Por un lado, tengo miedo de caer, de enfermar, de morir, de que el abismo me devore y me pierda en la nada. Por otro, el temor a vivir dormido, a no descubrir la vida, a ser incapaz de ser libre y extender mis brazos al mundo. Todo lo que sé, todo lo que he leído, me hace analizar muchísimo todas las opciones, con el temor de que si cierro una puerta, esa será la correcta. Me encuentro siempre con todas las cartas sobre la mesa, barajándolas
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todas,
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planteándomelas
todas,
presionándome
más
y
más
para
no
fallar,
prorrogando mis decisiones y sin avanzar. Así
nace
y
crece
la
ansiedad
por
perfilar
un
futuro
que
debe
ir
desgranándose poco a poco, paso a paso, en el presente. De este modo, mis pensamientos van de rama en rama y no los dejo marchar. Los retengo y los consiento y sé que es el miedo el que me impide dejarlos volar, que en ocasiones niego la libertad de elegir, de confiar, de saber que sólo las cosas que perduran, lejos de la ansiedad, sólo las opciones que no se caen con la calma, sólo ésas reflejan una verdadera posibilidad y que estar siempre tenso, siempre en alerta, no ayuda a evolucionar. No hay forma de asegurar el futuro, no hay nada que nos permita adelantarnos a los hechos. Es absurdo preocuparse por problemas que no han llegado y perderse la vida planteándose si se sabrá reaccionar ante ellos. Hasta ese punto alcanza la desconfianza y uno se cree en disposición de controlar lo que es ingobernable. La lección primordial de todo cuanto he aprendido en este tiempo es la de aprender a confiar, a vivir sin certezas, a romper las barreras de mi mente compulsiva. Todo lo que tengo es este instante y no me lo quiero perder.
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XV LA LARGA COLA DE LA TORMENTA
A medida que los pensamientos homicidas iban amainando, el trastorno asentado sobre el miedo a perder el control se fue extendiendo a todas las facetas de mi vida. Los pensamientos fueron mutando y se dirigieron al futuro, al trabajo, a la imposibilidad de vivir con tales problemas mentales. Una gran inseguridad deformaba la visión de todo cuanto desfilaba por mi cabeza y no podía evitar otorgar cierto crédito a los negros augurios que se dibujaban dentro de mi cabeza. Esa enorme inseguridad conformaba la cola de la tormenta, una agitación remanente que perduraba en mi interior y que me hacía sentir indefenso frente a las maquinaciones de mi mente. Su carácter compulsivo detectaba amenazas en cuanto me rodeaba, se había roto su espejismo de seguridad y era más consciente de lo que había sido nunca de la imposibilidad de fijar las situaciones. Ahora vivía sin certezas de ningún tipo, sólo podía confiar en mi y salir a vivir más allá de la frontera del miedo.
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Me encontraba afrontando una situación extraña en la que me sentía cada vez más distante de la demencia homicida a la que parecían abonados mis pensamientos, pero en la que me sentía incapaz de seguir una vida normal. Cualquier idea que brotara de mi cabeza me exaltaba y me hacía sentir sin ningún control. El maldito control, la imposibilidad de retener, de poseer, de someter los movimientos de la existencia, hacían que mi cabeza no detuviese su noria de posibles peligros y mi cuerpo se agitaba con ella con lo que me sentía en una montaña rusa donde la ansiedad seguía con sus idas y venidas. La cola de la tormenta iba a tardar en pasar, de hecho, su sombra aún hoy me provoca una gran zozobra y sé que ha de pasar el tiempo y que debo ir afianzando mis pasos poco a poco. Este es quizás el momento en el que debo ser más paciente.
Recuerdo que, durante las últimas semanas de agosto, vivía en esa alternancia de calma y serenidad de momentos fugaces donde veía con alegría que la tormenta iba pasando, con el aturdimiento y la ansiedad de otros momentos en que me sumía de nuevo en la oscuridad y los días se hacían eternos y el ánimo languidecía ante la sensación de que el viento había dejado de soplar y que el
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temporal se asentaba de nuevo sobre mí. Seguía teniendo mucho miedo, la posibilidad de perder el control seguía provocando la ansiedad y esperaba demasiado a los pensamientos, no conseguía apartar mi atención del trastorno. Me costaba mucho recuperar los hábitos que me gustaban, cualquier situación nueva hacía saltar mi inseguridad y me hacía afrontar el miedo. Tendía a saturarme por lo que tenía que dosificarme mucho. Ir a tomarme una cerveza con mis amigos, salir una noche con Ágata, todo me alteraba. Estaba especialmente susceptible a cualquier imagen o noticia acerca de asesinatos o cualquier tipo de violencia, ni siquiera podía ver películas de donde mi mente pudiera tomar ideas para seguir castigándome. Todavía no me sentía que era yo y, por lo tanto, tenía miedo de empezar de nuevo mi vida tal y como era, de volver a situaciones que había atravesado y que no me habían dejado una buena huella.
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10 de septiembre de 2005
Quizás sea un miedoso crónico y ahora lo que sienta sea el vértigo de las alturas. En estos momentos en que asciendo desde la oscuridad taciturna y percibo de nuevo el aire, en que la ponzoña se diluye bajo el impulso de la luz de un nuevo sol. Quizá, en estos momentos, siento una extraña añoranza y veo la nube alejarse con el temor de que quien queda aquí no sea ahora más fuerte. Ya no tengo excusas, el oxígeno hincha mis pulmones y siento el deslizarse cálido de la brisa de las noches de septiembre, esa que trae recuerdos de otros otoños, de otros momentos pasados en que, como éste, debía afrontar los cambios y no dejarme intimidar por los miedos y la inseguridad que crecen a mi lado, por los fantasmas que quieren volver a arrojarme al lodo. Hasta ahora, el estar mal se debía al trastorno de ansiedad, esto era tan evidente que todo el horizonte era un gigantesco muro donde estaban escritos todos los lemas del “no puedes pasar”. Ahora ese muro se vuelve transparente gracias a la lucha de estos tres últimos meses y allí aparecen los signos de una nueva vida. Ya no tengo que ocupar todas mis fuerzas en combatir con el trastorno de ansiedad y puedo al fin mirar por
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nuevos caminos que ya se abren, serpentean y ascienden en busca de nuevas experiencias. Sé que estoy en un punto clave en mi evolución, he conseguido ascender desde el infierno y ahora me encuentro en un purgatorio. He dejado tras de mí una ladera umbría adonde no llegaban más que rumores de otros lugares bañados en sol y tapizados de flores y colores. Ahora ya veo el sol y percibo esa calma que todo este tiempo se me escurrió entre las manos. Veo más allá del muro de piedra que debía ascender para vislumbrar la solana y ahora debo detenerme aquí y no seguir demasiado deprisa, aclimatarme a estas nuevas condiciones y no partir hasta que esta altura deje de emborracharme. Todavía se oyen dentro de mi mente los susurros de la gran tormenta, cuyos rugidos no dejan de recordarme que aún no se ha disipado, está más lejos cada día pero no se desvanece. En estas escarpadas alturas, entre ladera y ladera, debo hacer que mis pasos desfilen sin tiempo, despacio, cortos. Mantener el equilibrio en esta cuerda donde llegan corrientes de las alturas. Ya no son corrientes profundas inundadas de voces oscuras. Éstas son corrientes más claras, de esas que quieren desplegar nuevas alas para ascender, esas que te pueden impulsar un paso más adelante.
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Poco a poco me voy sintiendo mejor en este lugar y cada vez más sueño con nuevos horizontes, con estar más cerca de este sol que me mira. Sueño con seguir ladera arriba hasta colocarme en lo más alto de esta montaña y poder contemplar desde lo alto el hermoso paisaje que me está esperando.
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Y hoy es veintinueve de septiembre, el tren pronto llegará a la estación de Murcia. Quiero continuar mi vida y creo que este viaje debe significar un paso adelante en mi evolución. En este estado de confusión mental en que me encuentro, con la cola de la tormenta sobrevolando aún mi cabeza, debo permanecer sereno y confiar en este proceso que ya se prolonga cinco meses. Debo reconocer los logros que he alcanzado, todo el espacio reconquistado, debo tener paciencia y perseverar. Me sigo permitiendo llorar a ratos y sé, ahora más que nunca, que continuaré descargando las tormentas en las páginas de mi diario, este mismo que
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ahora leo y siembra en mí la calma por todo el camino andado y que me permite comprobar que cada día estoy mejor.
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XVI EL TRABAJO (II)
Cierro el diario y tomo el informe de la redacción acerca de la Azohía, sé que no es sólo el trabajo lo que me ha traído hasta aquí pero debo ir centrándome un poco. Me dirijo al sur del litoral murciano, a un pequeño pueblo perteneciente al término municipal de Cartagena, que linda con Mazarrón. Al parecer Jorge estuvo allí hace un año y le gustó porque simbolizaba uno de los últimos reductos vírgenes (o casi) de una zona donde la urbanización avanza inexorable tapizando toda la costa levantina. Se trata de un minúsculo asentamiento pesquero que se ha mantenido bastante inalterado con el paso de los años. En época no estival, su población ronda los cien habitantes y la tranquilidad es la principal propietaria de las pocas casas que se acuestan sobre la montaña que pone rumbo al norte conformando la Sierra de la Muela. Entre Cabo Tiñoso y el Cabo Cope, al sur, se forma el gran Golfo de Mazarrón. Al acercarse a la población, va tomando forma en
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lo alto la Torre de Santa Elena, una construcción del siglo XVI, de planta hexagonal, desde la cual se daba protección a los barcos de la zona, que encontraban allí refugio cuando eran asediados por piratas berberiscos. Parece ser que la historia del lugar está bastante ligada a los barcos corsarios que asaltaban estas costas haciendo casi imposible el asentamiento humano. La forma de vida en la zona ha estado basada tradicionalmente en la pesca y la agricultura, ha sido muy habitual la práctica de la almadraba, un arte de pesca heredado de los árabes y que consiste en acorralar a los peces con diferentes embarcaciones y luego en ir alzándolos con las manos y la ayuda de ganchos. En la Azohía existe una pequeña ermita junto a un viejo embarcadero desde donde salen modestas embarcaciones para practicar la pesca y también, actividades subacuáticas. Lanchas repletas de submarinistas bordean el litoral hacia Cabo Tiñoso, según parece, un lugar privilegiado por sus fondos marinos bien conservados. Leo que existe aquí un largo conflicto porque, mientras unos luchan porque esta zona sea declarada reserva de fondos marinos, otros pretenden instalar aquí puertos deportivos. Es la historia de siempre, los intereses económicos priman sobre cualquier otra cosa. En esta zona costera la especulación inmobiliaria es brutal y amenaza con hacer desaparecer los
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ecosistemas costeros en muy poco tiempo. Se construye en las inmediaciones del mar sin respetar nada, se arrasan zonas de alto valor ecológico para tapizarlas de bloques de cemento, todos iguales. Además de la saturación de las playas en los meses de verano, la proliferación de estos puertos deportivos amenaza la estabilidad de las poblaciones marinas, caracterizados por su extrema fragilidad. Me pregunto cuándo los hombres adquirirán una verdadera conciencia que les acerque de una vez a la naturaleza. Le estamos dando la espalda y colmándola de nuestra inmundicia y, lo más absurdo de todo, es que creemos que no habrá consecuencias de nuestra actitud. Tenemos tanto miedo a la existencia que queremos llenar el vacío de nuestras preguntas no satisfechas con todo lo que podamos acumular. Si no somos capaces de sentirnos parte de todo esto, si sólo generamos conflictos para situarnos por encima de los otros, si el ego contininúa manejando el mundo..., este planeta no se sostendrá por mucho tiempo. Estos temas siempre me provocan una gran frustración que trato de sobrellevar con las palabras que escribo y la forma en que vivo, siempre buscando el contacto con la naturaleza. Ya se acerca el final de este viaje. Cuando llegue a la Estación del Carmen he quedado con un amigo que conocí en Tenerife, estoy
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encantado con la idea de volver a verle después de patearnos juntos la isla. Él vive en la capital pero sus padres tienen una casita en Mazarrón y ésta queda a unos veinte minutos de la Azohía. Me ha comentado que puedo quedarme en su casa el tiempo que quiera. Él se me unirá cuando pueda y me enseñará la zona. He aceptado su proposición, prefiero esta opción a la de alojarme en un hotel, así tendré un guía experimentado y un compañero para caminar y tomarnos algo. Sólo tengo que conseguir una conexión a internet que me permita recibir noticias de mi trabajo y poder escribir a Ágata. Quiero seguir enviándole cartas y alguna que otra foto para que sienta parte de lo que yo siento y que una parte mía siempre estará con ella. Es curioso como sin haberlo planeado, todo está saliendo tan bien.
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XVII CAMBIO DE ESTACIÓN
Al llegar a la estación de Murcia, pronto me encuentro con Sergio, altísimo y desgarbado, con su rostro delgado de ojos enormes. Verle me recuerda de inmediato la sensación de aventura y me siento embriagado, percibo una dirección y mi atención se suelta, deja de mirar para mis adentros y se abre a la vida. Estoy feliz. Son las diez de la noche, en menos de media hora ya he dejado las maletas en su casa y, después de hablar con Ágata y de una ducha, estamos paseando por la ciudad. Me enseña el paseo del río Segura, el Ayuntamiento y nos adentramos en la zona antigua caminando por callejuelas hasta desembocar en la plaza de la catedral, una auténtica maravilla. Nos alejamos de la zona turística con la intención de tomarnos algo a precios terrenales. Respirando el aire todavía cálido de la ciudad, Sergio me cuenta que le va bastante bien. Él es Biólogo, está haciendo la tesis en la Universidad de Murcia donde ganó una beca y ya lleva tres
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años. Me cuenta que está un poco agobiado porque se le acaba el tiempo y lleva el trabajo un poco atrasado. La investigación es muy dura me dice, pero al oírle hablar uno percibe la pasión con la que vive lo que hace. Después de ponerme al día me toca a mí. Delicadamente me pregunta por qué no he respondido a sus últimos correos. Empiezo a contarle la historia. Joder tío... me dice sorprendido , ¿todavía sigues con los sucesos? Sé que es una mierda pero todo ha sido culpa mía. Se hace un momento de silencio antes de proseguir He venido hasta aquí para ponerme un poco en orden después de todo esto, aún estoy en el proceso. Ya me imagino. Le sigo contando y él me escucha y me anima. Seguimos
paseando por la
ciudad, marchamos por la
plaza Santo
Domingo, por la plaza del Teatro Romea y salimos a Gran Vía para regresar a su
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casa. Me dice que le espere al fin de semana, iremos en su coche hasta Mazarrón, pasaremos el fin de semana juntos y me enseñará la zona. Merece la pena recorrérsela. Me alegra mucho tenerle aquí. Le digo que me parece bien, es jueves y puedo emplear estos días en terminar de ver la ciudad antes de tomar rumbo a la costa. Muchas gracias tío. A las dos de la madrugada estoy al fin en una cama, agotado después del largo día. Cierro los ojos y me entrego al sueño, guiado por la felicidad que palpita dentro de mí, y es que permanece la intuición de que este viaje supondrá el paso a un nuevo estado en mi vida, a una nueva estación.
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XVIII DESCIFRANDO UNA MENTE OBSESIVO-COMPULSIVA (II) Sobre el Mi y el Yo: La aceptación.
Quiero dedicar la mañana del viernes a organizar un poco mis ideas. Por la tarde Sergio se va a escapar del departamento en que trabaja y vamos a seguir viendo la ciudad. Siento la llamada de mi diario, me entrego a él para seguir observando mi mente y llevar al papel las estrategias de mi subconsciente.
***
30 de septiembre de 2005
En este largo camino que me está llevando a recorrer las parcelas ocultas de mi mente, me siento observador de los movimientos del subconsciente. Ahora que he reunido las fuerzas y el valor para mirar de frente a esa oscuridad que
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subyace en mi interior, puedo contemplar sus acometidas y darles un significado, y es que siempre han formado parte de mí. Cada día observo mis tendencias y trato de esgrimir el modo en que estas propensiones quieren afilarme la vida. Todas las emociones que se abalanzan sobre mí en el día a día, los flujos de pensamientos que me lanzan de la alegría exagerada a la tristeza más profunda, la enorme inquietud que me ocupa el corazón y me hace tan esquiva la calma. En todo este tiempo he negado ciertas facetas de mi mente por temor a que se adueñaran de mi vida, he esquivado sus movimientos y he huido en una carrera sin sentido que me ha hecho caer. Ahora, sin embargo, he comprendido que, del mismo modo que los pensamientos homicidas, estas tendencias no reflejan mi verdadera personalidad y que sólo tienen poder sobre mí si las sigo negando desde el miedo y la desconfianza. La aceptación es el primer paso para romper su asedio. Debo ser capaz de acercarne a ese lado oscuro al que he dado la espalda y hacer las paces con él. Allí residen muchas de las piezas que me faltan, extraviadas durante los años en que buscaba la aprobación que viniera de fuera. Es hora de que la luz de la consciencia entre en las habitaciones oscuras, de abrir las ventanas y permitir que el aire fresco las rescate del abandono.
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Y es que el subconsciente va conformándose de forma paralela a la personalidad. Durante nuestro aprendizaje recibimos de nuestro alrededor señales de aprobación y rechazo que nos van, de alguna manera, modelando. Debido a nuestra necesidad de ser queridos y de responder a lo que se nos demandaba, nuestra familia, nuestros amigos y profesores, todos ellos nos marcaban el modo en que debíamos ser, de manera que una parte nuestra iba siendo relegada al fondo de nuestra mente, condenada al rechazo. Esos instintos
reprimidos,
excluidos de la realidad, fueron enquistándose y cambiando lejos de nuestra atención. Evolucionaron como una isla lejos de nuestra consciencia hasta formar un ente denominado subconsciente, ego, sombra. Esa entidad va creciendo, late en nuestro interior y nos envía señales, tiene ciertas conexiones con nuestro cuerpo y nuestras emociones y a veces estalla y nos vemos que rompemos a gritar ante la mínima, que lloramos por cosas aparentemente insignificantes... Eso que algunos llaman tener un fuerte carácter y que, en realidad, se trata de una parte inconsciente de la persona que sale a la superficie cuando se activan ciertas trampas.
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Cuando las dos flores negras germinaron dentro de mí, el miedo y la duda lo enturbiaron todo. Sentí una gran confrontación con mi mente, me sentía más separado de ella que nunca. Una enorme confusión hizo mella en mí, destapando la caja de las miserias de mi subconsciente. El trastorno había tomado forma. Yo no podía entender que esos pensamientos que consumían mi espíritu fueran únicamente automatismos, exaltados por un estado de estrés creciente y una ansiedad acuciante. Tan sumergido estaba en esa lucha interior por negar las evidencias de mi deterioro físico y psíquico, que pensé en un primer lugar que me estaba volviendo loco y que, en realidad esos pensamientos reflejaban mis deseos. El primer ejercicio en todo el proceso fue aceptar esos pensamientos y no caer en el circuito erróneo que me llevaba a considerarlos con auténtico poder sobre mí. Esta aceptación ha sido uno de los mayores logros durante el trastorno, el reconocer esa sombra interior y permitirme tener los pensamientos. Estar en paz conmigo mismo asumiendo que tenía un problema clínico, el cual debía afrontar con toda la paciencia del mundo, conciliando el miedo, que tardaría en alejarse de mí, y buscando la paz desde la confianza en mí mismo. Dejando que esos
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pensamientos viniesen y se marchasen sin que se quedaran adheridos a mi mente, observándolos con distancia.
La mejor terapia es la de aceptar que están ahí, observarlos con tranquilidad y distancia. Mandarle al subconsciente mensajes de quietud para que se rompan las conexiones con mi cuerpo, conexiones que van ligadas al tiempo. Si no hay tiempo, el pensamiento se detiene, no hay alerta, no hay tensión, La Rueda no tiene por qué girar. En el momento de calma no hay prisas, no hay ansiedad. En ese estado, con confianza, uno puede conversar con su interior sin el diálogo cíclico con la mente, predomina la intuición, o diálogo con el espíritu. Tengo una sombra que me habla de frustraciones y temores, la escucho en paz, sereno y, a continuación puedo continuar con mi camino, libre, con la seguridad de que, quien decide, soy yo.
Mi
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Tengo una fuerte tendencia a fijarme en lo que hacen otros, a comparar mi ritmo con el suyo, siempre con un exceso de responsabilidad, arrojando sobre mis decisiones demasiada presión. Se trata de una forma manifiesta de inseguridad en la que se antepone lo que se supone es correcto, sobre mi intuición que me dice cómo he de afrontar las cosas a mi manera. El ego domina estos pensamientos truculentos, siempre tratando de generar distancia con uno mismo y con los demás. ¿Cuántas veces me he visto extenuado por tratar de sostener un ritmo imposible?, ¿corriendo detrás de los espejismos de mi mente?, ¿sobrepasando mis límites para llegar a metas que me alejaban del presente para chocar contra mí mismo?.
Yo
Ir siguiendo los pasos de los demás es una muestra manifiesta de desconfianza, donde niego mi capacidad para tomar decisiones y de elaborar mi propia historia. Encontrar el ritmo interior es asumir que todos somos diferentes y que hallar las propias limitaciones es una forma de potenciar mis pasos, emplear mi energía en la dirección correcta y no en el “debería”. He ido afianzando mis pasos cuando he conseguido darles el verdadero valor que tienen, cuando me he dado
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cuenta de la situación en la que me hallaba (de forma objetiva) y la he afrontado con humildad, conocedor de las herramientas que tengo. He dejado de mirar el tiempo, me he escuchado y he decidido que mi ritmo lo debo elegir yo.
Mi
En los días en que hay mucho que hacer como estos de septiembre donde se vuelve al trabajo y demás, veo que en la velocidad que impone el día a día, mi mente funciona de forma que va lanzando ganchos al futuro, hacia situaciones o momentos que interpreto como idílicos y siento que no puedo estar completamente bien hasta que no llegue hasta ellos. Entonces, de forma inconsciente, me voy acelerando y me lanzo en una carrera para llegar, lo hago todo con nerviosismo y sin estar presente. Ej. Llego del trabajo y sólo pienso en quitarme las lentillas y acostarme, como rápido, me lavo los dientes rápido... cuando llega el momento de acostarme, llevo ese nerviosismo acumulado. Mi mente trata de abarcar todos los tiempos, se proyecta en todas las direcciones y no me permite vivir el momento con calma.
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Yo
No tengo por qué estar haciendo siempre algo, no debo temer relajarme, no estar pendiente siempre de todo. Confiar en mí significa poder estar sin hacer nada y saber que no se me va a torcer el camino. No puedo sujetar la vida como si todo dependiera de mí, lo importante permanece más allá del tiempo y florece con la calma. Lo superfluo se aleja de la paz serena pues pertenece a La Rueda. Tengo una serie de herramientas y he de confiar en que sabré usarlas llegado el momento. Existen señales que desde la paz me indican por dónde discurre el camino, aparecen sin necesidad de andar buscándolas, aparecen únicamente siguiendo el propio camino, escuchando el silencio. Cuando he sentido la dirección en mi interior, esa sensación de que el mundo se mueve, de que hay algo que fluye y me lleva hacia delante, algo tan grande que me hace sentir la totalidad de mi vida, es tal la alegría de sentirse presente, consciente, abierto de par en par a la existencia...
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Mi
Tengo conocimientos,
una a
gran
veces
ambición me
espiritual,
presiono
no
analizándolo
hago todo
más
que
buscar
continuamente.
Me
identifico con un ser trascendente que puede cambiar las cosas, que debe gritar al mundo los descubrimientos que hace cada día. No confío sin embargo en mí como para caminar sin buscar, para dejarme llevar, para sentir el mundo y sus mensajes sin estar siempre alerta.
Yo
Ante mi ambición espiritual, quiero disfrutar también del estado de inanición que me deje sin ruidos ni voces, para que aflore el verdadero yo. Disfrutar de las cosas sencillas sólamente mostrándome abierto ante el mundo, vivir y sentir y dejar que las experiencias me enseñen.
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Mi
Hablo demasiado, tengo la tendencia a ser maestro de la gente. Siento a veces como una necesidad de transmitirles lo que he aprendido, de que reciban lo que yo he recibido. Muchas de esas veces acabo hablando más para mí que para ellos. A veces me creo capaz de solucionar los problemas de los demás. Con esta actitud puedo llegar a saturar a las personas que quiero y, a pesar de creer estar haciéndolo bien, transmitir la sensación de que no confío en ellos.
Yo
Permanecer al lado de las personas sin necesidad de sujetarlo todo con palabras, crear la atmósfera de confianza necesaria en que cada cual pueda permanecer tranquilo, sin necesidad de corroborar los sentimientos del otro. Todos pasamos por malos momentos. Todos, en ciertos casos, necesitamos estar solos y
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todos tenemos tendencias como las que confieso en estas páginas. Transmitir sin necesidad de nada más que la mera presencia, la dulzura de un gesto y la calma de quien te dice que estará a tu lado, también en los malos momentos. La comunicación no siempre necesita de las palabras.
***
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XIX FUERA DE LA AUTOPISTA
El viernes por la tarde salimos a caminar por la ciudad pero pronto se le ocurre a Sergio que salgamos a campo abierto y hagamos una excursión. Cogemos su coche y ponemos rumbo al este, hacia el lienzo montañoso sobre el que se perfilan los edificios. A medida que dejamos atrás la ciudad, compruebo que Murcia
se
encuentra
en
una
hondonada
del
terreno,
su
silueta
se
va
empequeñeciendo por efecto de la altitud y aumenta la sensación de distancia como si también ella se moviera en sentido contrario al nuestro. La carretera asciende hacia el Puerto de la Cadena cercenando un monte cerrado de pinos para luego emprender camino hacia el famoso Mar Menor. La autovía está saturada de coches que se pelean por devorar el trayecto, saltando de un carril a otro con tal de no pisar el freno. Me alegra comprobar que nuestra ruta sale pronto del tumulto de coches y que, antes de coronar el puerto, toma una vía secundaria que discurre paralela olvidada por el tráfico. Nos detenemos cerca de unas casas y Sergio me advierte de que vamos a ascender por una senda que lleva al Morrón del puerto,
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señalándome hacia un macizo que emerge imponente coronado por una extraña repisa donde, al parecer, descansan las ruinas de lo que iba a ser un gran castillo musulmán que no llegó a culminarse. Quiero enseñarte uno de los lugares a donde me escapo de vez en cuando para tomar aire me anima Sergio. Empezamos a caminar, todavía paralelos a la autovía donde los coches pasan a desbandadas, montaña arriba, y nos encontramos que a un lado hay paz y un lugar hermoso por donde discurre un riachuelo lampiño y brotan los pinos, y al otro la arteria de asfalto por donde decenas, cientos de vehículos van lanzados, adelantándose los unos a los otros, jugándoselo todo para llegar cuanto antes a su destino. Mi mente juega a inventar e imagino a alguno de los que viajan en esos coches mirado hacia este lado, observándonos avanzar por esta estrecha carretera que serpentea, mirándonos con la sensación de que contempla otro mundo, un lugar distante donde las personas caminan despacio. Tal vez mire con nostalgia pensando que una vez perteneció a este mundo en que el tiempo no corría siempre por delante y que ahora le resulta imposible regresar estando tan ocupado como
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está, sujeto a las reglas de un juego que en nada se parece a los de su infancia. Tal vez mire y se ría pensando que nosotros no llegaremos a ningún lado. Que perdemos el tiempo mientras él se mueve a toda velocidad y sube y sube en su carrera por comerse el mundo. Al verlos pasar como proyectiles me doy cuenta de que la ansiedad es un mal endémico de nuestra forma de vida. Yo vivía hace unos meses dentro de una autopista, con prisas para llegar al siguiente momento, acelerado de un lado para otro. No me cuesta imaginar la tristeza, el vacío dentro de esa gente, una tristeza que arrojan a su paso, algunos incluso se estrellarán en el ímpetu por llegar... Pero a esa velocidad nada importa, no hay tiempo para pensar, los latidos del corazón no se escuchan y el mundo oscila entorno a sacrificios que nos otorgan el beneficio de mantenernos en un buen lugar de la autopista. No hay que pensar en que da igual lo que hagamos, que la vida se acaba, no importan los sueños que una vez tuvimos, ya habrá tiempo. Además, pretenden que sus hijos viajen con ellos a esa velocidad e, incluso, tratan de convencerles de que es lo mejor. Si no, no llegarán a ningún lado,
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es decir, otros llegarán antes. Hay que adelantar a la propia vida, siempre hay metas hacia las que correr, siempre falta algo. Y mientras voy disfrutando del paisaje, deleitándome con la paz de este lugar, pienso en la gente que habrá pasado por aquí sin contemplar siquiera esta belleza, sólo pensando en llegar, pero... ¿llegar adónde? De seguro cuando lleguen a ese lugar, los primeros, se toparán con el vacío de un viaje en el que nada han aprendido y se mirarán a la cara sin entender por qué no son felices si han sido los más rápidos en alcanzar su objetivo. La vida es un camino donde no es tan importante la meta última como el propio paso a paso, el propio día a día. Llegue donde llegue, que cuando me alcance la muerte no esté dormido, que llegue a mi destino lleno de todo lo vivido, mostrando las cicatrices de mi viaje. Me detengo un instante. Sergio se me queda mirando pero enseguida se vuelve y sigue caminando. Le pido a este viento, a estos árboles y a este sol dorado, que me den las fuerzas para no caer de nuevo en la autopista, para no lanzarme en una carrera contra mí mismo. Que no de la espalda a la vida y elija vivir en la sinrazón. Que pueda vivir a mi manera, la que yo elija, la que mi corazón
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me dicte, empaparme de los colores, de las texturas, de la música y las voces que un día añoré, cuando había perdido la dirección y sólo podía escribir renglones torcidos. El camino se va estrechando hasta casi fundirse con el terreno. Discurre casi imperceptible entre los quebrantos del paisaje, ascendiendo sin prisa hacia el morrón. A medida que la montaña se acerca, el aire se hace más patente y corre divertido como un niño que juega entre los árboles. De vez en cuando, Sergio se detiene y mira atrás, yo le respondo con una sonrisa. Mi rostro debe reflejar el cansancio, aún no estoy bien del todo físicamente y me siento ligeramente mareado, pero eso no me impide disfrutar enormemente pues siento que esta brisa me renueva. Además, la ruta es corta y pronto dejamos atrás el pinar para alcanzar una escueta meseta, donde nos detenemos para descansar un rato. Después caminamos hacia el morrón por un paisaje más rocoso. Las marcas de ruta juegan a esconderse entre las escarpaduras del nuevo relieve, que ya nos permite disfrutar de la otra cara de la montaña. El pinar continúa antes de dar paso a un campo agreste que se pierde en un horizonte marino. Finalmente, alcanzamos el punto más alto del morrón para encontrarnos frente a frente con la fortaleza que
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nunca fue y que hoy permanece en forma de una muralla que confiere majestad al lugar. Resulta difícil imaginar a los hombres de entonces subiendo hasta aquí el material para hacer semejante obra. Nos sentamos en lo alto de la construcción centenaria y nos quedamos observando el valle donde se recuesta la ciudad de Murcia, una auténtica vista panorámica de la capital y los pueblos colindantes. Se puede observar la famosa huerta murciana, un tanto esquilmada ante el avance de los edificios que definen los nuevos tiempos. El relieve despunta en algunos lugares del valle, llama mi atención un pequeño monte que se yergue rompiendo el llano, sobre él apenas alcanzo a distinguir un Cristo blanco con los brazos abiertos. Es el Cristo de Monteagudo. Sergio me habla de que la montaña es muy bonita, que hicieron pasarelas para subir hasta la estatua pero que ahora la zona está bastante dejada, es una pena. Sergio me cuenta acerca de los lugares a los que le gusta escaparse, me habla de rutas a las que se puede llegar en veinticinco minutos desde la ciudad, me habla de los pequeños pueblos del noroeste: Mula, Cehegín, Caravaca, Moratalla...
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Todos ellos son muy bonitos, coronados por castillos, con casas amontonadas sobre las pendientes de una montaña, una verdadera preciosidad. Pero lo que más le gusta a mi amigo es el mar, le encanta bucear, verdaderamente ama la vida y lo trasmite todo el tiempo. Departe sobre los contrastes de la región. La mayoría de la gente desconoce lo que tiene, sólo se preocupa de hipotecarse y buscar una estabilidad que no existe, no mira más allá de las cuatro paredes de sus casas, estamos acabando con todo, con nuestra identidad y, si no, ya verás la costa... Le miro fijamente mientras otea el horizonte pensativo. Estoy encantado de encontrarme cerca de esta luz del camino. Su sola presencia me anima y me hace estar más abierto al mundo que parece gritarme en estos momentos que me sienta dichoso por estar vivo. Él me mira y al chocar nuestras miradas, sonríe.
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XX EMERGIENDO DE LA CALMA
1 de octubre de 2005
La excursión de ayer me ha hecho reflexionar de nuevo sobre la ambición espiritual y cada vez más, me doy cuenta de lo importante de contemplar el mundo, de aprender de uno mismo y de las experiencias acumuladas. En estos últimos años en que me he sentido mal, me he lanzado a leer y a leer, supongo que con la idea de encontrar entre las páginas de los libros la receta a mis males. Me doy cuenta de la manifiesta falta de confianza en mí, al final esa lectura provocaba el efecto contrario al que buscaba. Creo que los libros de reflexión están muy bien, creo que ayudan a encontrar herramientas que no sabemos que tenemos y a identificar muchos procesos mentales que nos lanzan a La Rueda. Pero si no los leemos en paz, si la lectura pierde la magia de la calma, si acudimos a sus páginas con ansiedad tratando de que los problemas se nos resuelvan desde fuera,
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estaremos cayendo en un grave sin sentido y lo único que conseguiremos será crear más voces que resuenen en nuestra cabeza. Así me he sentido yo, sin saber por qué el ruido crecía y crecía en mi interior. Ahora que llevo algunos meses sin leer, sin buscar fuera, me encuentro muchos mensajes bailando frente a mí, desplegando su brillo. Están ahí todo el tiempo, haciendo por que los escuche, gritando desde el silencio. Me doy cuenta de lo importante que es soltarse, fluir con la vida sin estar continuamente en alerta por si se me escapa algo, simplemente experimentar con el corazón abierto a las señales que desde la calma siempre me encontrarán. Cada vez entiendo mejor la metáfora de la taza de té. Para llenarme de nuevas cosas, de las que yo elija, debo antes vaciarme de todo lo innecesario que está ocupando un espacio precioso, eso que ya venía conmigo cuando empecé a bregar con la vida.
***
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Siempre regreso a ti
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Ya es sábado y nos disponemos a emprender el viaje hacia Mazarrón, hacia las costas del sur de Murcia. Sergio me acompañará hasta el Domingo, tiempo suficiente para instalarme en su casa y conocer el lugar donde pasaré la próxima semana. Mi amigo me ha dicho que, cerca de su casa del Puerto de Mazarrón, hay un ciber-café desde donde podré conectarme, con eso será suficiente. Quiero conocer a fondo los paisajes de la zona, sobre todo los menos visitados,
aquéllos
cuyo
significado
halla
que
descubrir
más
allá
de
recomendaciones turísticas. Le pregunto qué sabe sobre la Azohía y, como sospechaba, no me cuenta datos técnicos, va al grano. En esta época del año no habrá más de unas pocas docenas de personas, los que viven allí todo el año. Ésta es la gente que disfruta de la verdadera esencia del lugar, de la tranquilidad y del paisaje más virgen. El mar en la Azohía suele estar calmado y los atardeceres son increíbles . ¿Se pueden hacer rutas por las montañas?
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He leído en el informe que se puede ir en busca de cuevas y lugares de difícil acceso, también que hay por todas esas montañas varias baterías de cañones. Claro, cuanta más altura cojas, la vista es más impresionante. Estoy impaciente por llegar. Siento que, de alguna forma, el lugar me reclama y yo acudo a su llamada lleno de entusiasmo.
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Pedro Francisco Almaida
XXI LA AZOHÍA
Es mediodía del sábado cuando llegamos al Puerto de Mazarrón. Antes de adentrarnos en la población nos desviamos en dirección a Cartagena y alcanzamos el mar a la altura del Alamillo, donde la bahía se nos presenta mayestática. A lo lejos, Sergio me señala las montañas que cierran el horizonte norte y me hace aguzar la vista para localizar una torre que apenas resalta en el paisaje por encima de un racimo de casas. — Eso es la Azohía. La presentación de mi amigo hace que me fije más atentamente en aquel lugar lejano, encaramado a la montaña como si quisiera escapar de esta parte del mundo. Acto seguido, giramos en sentido contrario para tomar dirección al puerto, dejamos el coche mirando a la playa y caminamos con nuestros pertrechos hasta la casa de Sergio. Se trata apenas de una cabaña de pescadores, un refugio humilde con todo lo necesario para una vida sencilla y enclavado en una zona ahora
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privilegiada para el turismo. A pocos metros de la playa que muere en el puerto y agotada ya la masificación estival, el lugar transpira un aroma añejo y, sobre todo, una calma que promete regalarme buenos momentos entre el amanecer y el ocaso que siempre son mágicos cerca del mar. Mi amigo ha organizado para esta tarde una salida al mar, en la Azohía. Quiere enseñarme el pueblo y hacer un poco de buceo. Comemos y, después de una pequeña siesta, retomamos la carretera rumbo a Cartagena. Discurrimos bordeando un mar hipnótico, atravesando por zonas residenciales y campos de invernaderos. La carretera avanza como los meandros de un río, lenta. Un aire misterioso va destapándose a medida que nos alejamos del puerto y el paisaje va retrocediendo en el tiempo. A medida que se aproximan las montañas que encierran el mar en esta bahía, parecen ir cambiando las tonalidades del lugar, que se visten de matices ocres. Al fondo, las montañas se van alzando y la figura de la torre va asomando su corpachón de piedra. El pueblo no es más que un puñado de casas esparcidas sobre las faldas de la montaña, con la única referencia de un pequeño puerto y una iglesia menuda
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entre esqueletos de embarcaciones que se pudren sobre la playa. Apenas hay un alma por las calles, da la sensación de que este lugar está colmado de fantasmas de pescadores que continúan navegando por estas aguas, su presencia impregna el pequeño pueblo de un velado misticismo. Después de dejar el coche frente a la iglesia, caminamos hacia el escueto embarcadero, donde permanecen amarradas varias balsas y barquichuelas. El mar está muy calmado, aunque se diría que está descansando después de una tormenta, el agua está turbia y flotan en su superficie restos de plantas y plásticos. Sergio me dice que le espere, se aleja en dirección al pueblo y en unos minutos vuelve acompañado de una chica. Vienen cogidos de la mano, eso no me lo esperaba. Me la presenta, se llama Ana y es monitora de actividades subacuáticas. Mucha gente viene a practicar el buceo, sobre todo los fines de semana. Es una chica alta y atlética, de rostro risueño, lleno de vida. Me dice que cuente con ella durante mi estancia. Nos señala una de las balsas a motor amarradas con la que piensan bordear el cabo esta tarde.
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Me siento algo inquieto, no contaba con salir al mar, me da miedo que el movimiento del barco me provoque ansiedad y me revuelva los pensamientos. Se lo confieso a Sergio pero me dice que confíe en él, que si en algún momento me siento mal, se lo diga. Acepto aunque no se me pasa la inquietud. Después de acomodar los equipos en la balsa, el motor se pone en marcha y salimos a la mar. Pronto comenzamos a bordear la montaña y la vista se abre dejando el pueblo atrás. La torre queda desnuda en lo alto, sirviendo siempre como referencia del lugar. Mar adentro, el agua está más clara y en el fondo se distinguen los famosas praderas de Posidonia oceánica. Ana me cuenta que se trata de verdaderos bosques marinos y que, en contra de lo que pueda parecer, no son algas sino fanerógamas o plantas con flores. Éste es uno de los lugares donde mejor conservadas están. Su presencia es muy importante porque son indicadores del grado de deterioro del mar. Ana es bióloga marina y habla con una propiedad increíble, ciertamente me recuerda en esto a Sergio, le miro y él me sonríe.
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Además, sirven de refugio a gran cantidad de peces, moluscos, crustáceos y demás fauna de gran importancia para el ecosistema de la zona. Seguimos avanzando y yo me encuentro algo mareado, lo estoy pasando mal. Cualquier situación que me inquieta llama a los pensamientos, recordándome que no estoy completamente recuperado. Empiezo a pensar que no ha sido una buena idea salir a la mar pero supongo que no termino de aceptar que la tormenta aún no se ha marchado del todo. Mira hacia allí la voz de Sergio me interrumpe como si viniera en mi auxilio. La vista es asombrosa, no sé qué es lo que tengo delante de mí. Veo flotando en el agua unas estructuras gigantescas. Son jaulas flotantes. En ellas se engorda a los atunes antes de llevarlos al mercado. Se trata de enormes plantas de producción de empresas de acuicultura. La tesis de Sergio versa sobre la optimización de la producción de peces, realizan experimentos sobre la mejora de las dietas de animales de piscifactoría. El campo de estudio de esta ciencia abarca todo el ciclo.
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En algunas especies me cuenta se ha conseguido controlar desde la reproducción hasta el engorde del animal, que alcanza en un tiempo mínimo el peso óptimo para el mercado. Todo lo que cuenta Sergio me parece realmente interesante. Las últimas granjas son jaulas en el mar donde se pueden producir toneladas y toneladas de pescado. No solo atún, también dorada, lubina etc. Saco mi cámara de su funda y hago mis primeras fotos. La sensación de malestar se detiene en su avance, subyugada por la información que reciben mis sentidos. Trabajamos para conseguir el equilibrio con el entorno, las jaulas pueden suponer un gran impacto, no sólo visual sino también ambiental, si no se controla la caída de residuos orgánicos a los fondos marinos. Avanzamos un poco más y Ana detiene la balsa. Bueno, no agobiemos a nuestro amigo con tanta explicación. Empiezan a enfundarse los trajes de neopreno para sumergirse y Sergio me pregunta si quiero acompañarles pero yo no tengo ninguna experiencia como buceador y tampoco me apetece demasiado en estos momentos. Lo que sí acepto
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son unas gafas y un tubo para nadar un poco y observar los fondos. Al poco tiempo, me encuentro nadando en alta mar mientras mis dos acompañantes bajan hacia la profundidad. Tengo que mirar hacia todos lados para creerme dónde estoy. Es un lugar realmente bonito. Me entrego al momento y la sensación de consciencia es muy grande. Me siento genial.
Después de media hora me dirijo hacia la balsa para descansar mientras espero a que la pareja vuelva a la superficie. Cuando subo al bote llama mi atención una botella que flota a unos pocos metros. No sé por qué me atrae tanto la mirada pero juraría que aquella botella trata de decirme algo. Debo estar alucinando. Pero no, no es una alucinación, la botella se acerca más a la balsa y me quedo perplejo al comprobar que lleva algo en su interior. Me arrojo al agua sin pensarlo y me hago con ella. Tengo que frotarme los ojos para asegurarme de que es cierto. No están Ana ni Sergio para confirmarme pero aseguraría que en el interior de la botella que tengo en mis manos hay un papel enrollado.
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XXII LA CANCIÓN DEL PIRATA
Me llaman el loco pues parto de lugar seguro Me darán por perdido pues no me hallarán en su mundo Parto, cual pirata a la mar, alzando la calavera con la lona al viento Que sea ella la que de nombre a mi aventura Cual presto caballero, en su corte plateada ofreceré mi cuerpo gastado y para siempre habré de ser bucanero al servicio de la corriente.
Salgo de la calma para lidiar tormentas. Como un viejo pirata, libre señor de su tiempo, loco de un mundo que no le entiende. Pirata de pata de palo, honor en tiempos desarraigados Sin bandera ni patria, defiende su vida que es símbolo de esperanza Construye el mundo con cada nudo que avanza en su viejo navío envuelto en brumas, fantasma que bate al viento surcando salvaje las olas...
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Pirata que lee las estrellas y se emborracha enamorado de ellas, vida entregada a un viejo sueño, loco poeta de los mares que no añora la tierra donde su corazón fue encarcelado cientos de veces y le pusieron fronteras. Pirata, caballero de los cuentos vestido con harapos, rey mugriento que deshollina cubierta y descorteza patatas, que pasa hambre y no siente deseos de dejar su feudo. Vagabundo perseguido
por
quienes
construyen
prisiones
y
ponen
camisas
de
fuerza,
encadenando los versos que aún caminan en estos tiempos. Pirata, conquistador de tierras desiertas, soñador que anhela su tesoro, poder ser digno de la mar que le acoge y dirigir su canto ebrio a la Luna que cuelga en las noches...
Así he de morir, como un viejo pirata, libre me enfrento al amor Lucharé con esta mar enfurecida y que ella ponga rumbo hacia los muertos.
Boare el Loco
***
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¿Qué significa todo esto?, ¿de dónde vienen estas palabras, ¿por qué tiemblo?, ¿por qué tengo ganas de llorar? Boare el Loco..., ¿quién habrá escrito en un papel para introducirlo en una botella y arrojarlo al mar? No sé qué pensar, miro a mi alrededor buscando algo que me confirme o me desmienta. No sé cuánto tiempo ha pasado cuando empiezo a oir la voz de Ana. La siento tan lejana que apenas entiendo lo que dice. Trato de reaccionar pero no alcanzo a salir de mi embeleso, no se puede decir que piense en nada, es más bien como si aquel papel me hubiera embrujado y no pudiera regresar de entre aquellas palabras. ¿Te pasa algo? la voz de Ana se vuelve más clara. !Joder¡, no hemos debido dejarle a solas. Sergio se coloca frente a mí, de rodillas, y, mirándome fijamente a los ojos me formula la misma pregunta que Ana. No, no..., no te preocupes le extiendo el papel con la torpeza de un borracho.
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Mira esto. Ambos se ponen a leer el mensaje que ha viajado en una botella hasta mí. Está muy bien, ¿lo has escrito tú? Sergio sabe de mi pasión por la literatura, que suelo jugar a inventar versos e historias, pero no es el caso. Hace tiempo que desistí de mi viejo sueño de ser escritor y sólo desde que caí en el trastorno, he vuelto a escribir. Estuve largo tiempo corriendo tras el tiempo, luego tras mis pensamientos y únicamente cuando regresé al refugio de mis palabras, empecé a encontrar el rumbo, pude sentarme y romper el ruido. Mis dedos se deslizaron por las teclas y poco a poco fui esculpiendo algunas palabras, llorando como quien, por un momento, ve con total claridad lo perdido que ha estado. Pero..., ¿estás bien? repite Sergio y, al fin, puedo levantar los ojos y encontrarme con su mirada grave. Sí..., no, lo he encontrado dentro de esta botella flotando en el agua.
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Mi amigo no puede evitar una mueca de incredulidad pero cuando busca la mirada cómplice de Ana, se encuentra, al igual que yo, con un rostro tallado por la preocupación, ¿Ana...? Lo que dice es cierto... La voz de ella suena grave, como si la chica hubiera sido poseída por algún espíritu misterioso. ¿Por qué dices eso? pregunta Sergio confundido. El tiempo parece posarse en el rostro de Ana y, después de un instante eterno, la extraña voz aparece de nuevo. Porque yo conocía a ese hombre.
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XXIII BOARE EL LOCO
Está ya atardeciendo y con el sol, la luz de Ana se oculta de nosotros. Su presencia alegre se ha escondido ante nuestras miradas, quedando de su naufragio el rostro rígido de una escultura. Reconozco muy bien ese estado en el que uno corre en busca de las sensaciones que lo atraviesan, tratando de amarrarlas con la mente. Sergio arranca el motor de la balsa y emprendemos el camino de regreso anegados por una atmósfera inquietante. El atardecer arroja una luz anaranjada que nos envuelve, todo parece detenerse, atrapado el momento en una red encantada que quiere mostrarnos algún tipo de misterio. Los tres en silencio, la pequeña embarcación que avanza pero parece no moverse, es como un cuadro donde hay movimiento pero nada cambia de lugar. Tras una eternidad, llegamos al pequeño puerto aún con el silencio intacto, aún afectados por los últimos acontecimientos. Cuando al fin amarramos el bote, el tiempo parece de nuevo retomar su curso y Ana comienza a hablar.
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Yo conocía a este hombre. Muchos quieren pensar que se ha marchado sin dejar huella, siguiendo con su vida solitaria. Pero otros creen que su locura lo ha llevado a adentrarse demasiado en la mar con un barco en ruinas... Su cara refleja una honda tristeza. Tengo una mala corazonada. Vamos Ana, déjate de misterios y cuéntanos qué pasa. Sergio la coge de los hombros y la zarandea suavemente. Es el único que no se halla perdido entre los meandros de la mente. Es el viejo escocés... ¿No lo recuerdas? Decía que le encantaba este mar, este atardecer... Tú también lo has visto por aquí. ¿Viejo escocés?, me sorprenden las palabras de Ana. Si las frases que he leído han sido escritas por alguien extranjero, debe de ser un apasionado de nuestra lengua. ¿Crees que la carta de la botella pertenece al viejo Antón? pregunta Sergio, de nuevo incrédulo.
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La gente de aquí decía que su verdadero nombre era Anthony Boare pero que a él le gustaba llamarse Antón. Estaba retirado de su trabajo, allá en Escocia y había elegido este lugar como segunda residencia. Yo siempre le he visto solo pero cuentan que antes venía con su mujer y su hija. Después algo ocurrió, no se las volvió a ver y él nunca dijo nada, siempre permanecía alejado de todo el mundo suspiró. Yo no sé qué creer, a la gente le gusta mucho hablar de otros a sus espaldas, decían que se había trastornado y que las había abandonado, entregándose a una vida de ermitaño imposible de seguir. Entonces..., ¿ese hombre ha desaparecido sin más? intervengo, creyendo adivinar las sospechas de Ana. Hace tres semanas que desapareció con su barco. La guardia costera ha rastreado la zona en su busca pero no ha encontrado nada. Nadie sabe a dónde puede haber ido, nunca había estado tanto tiempo fuera. Y luego vino esa tormenta... A mí todo esto me huele muy mal. ¿Qué crees tú que le ha sucedido? interviene Sergio. Él salía todas las noches en su barco...
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El interrogatorio prosigue durante un buen rato, Ana poco a poco nos va revelando todo lo que sabe de Antón Boare. Le echaba unos setenta años, lucía barba y una media melena blanca. Era de nacionalidad escocesa y llevaba viviendo en una pequeña casita de la parte alta del pueblo desde hacía unos cinco años. Al parecer la gente no simpatizaba demasiado con él, consideraban que había sido un hombre de fortuna en su país y que lo había perdido todo, incluida la razón. Y es que sus extravagancias no habían encontrado lugar entre aquellas gentes apacibles. Pasaba el día recorriendo la zona solo sin mediar palabra con nadie. Por las noches compraba whisky y cerveza y salía a la mar en una pequeña embarcación a cuyo mástil había izado una bandera negra con una calavera blanca, una bandera pirata. Salía con las últimas luces del atardecer y algunas veces no volvía hasta el día siguiente. Pasaba la noche alejado de la orilla, completamente solo. Al día siguiente veían la débil embarcación volver a puerto y al viejo pisar tierra para seguir con sus paseos solitarios. Por si ya era poco extraño su comportamiento, todas las tardes montaba en una bicicleta destartalada y salía del pueblo despacio, balanceando su cuerpo de un lado para otro. Cuando volvía, al cabo de unas
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horas, iba directo al bar de enfrente de la iglesia. A veces, se perdía más allá de la torre y volvía para salir de nuevo en su barco. Cada vez hablaba menos y la gente le respondía con su misma indiferencia. Cada cual se entregaba a su pequeño mundo y hacía ya tiempo que el viejo extranjero que habitaba en lo más alto del pueblo se había convertido para todos en el viejo Antón, un ermitaño al que era mejor dejar a su aire. Una semana después de su desaparición se produjo una tormenta de finales de verano, una nube eléctrica que descargó muy fuerte en toda la costa. El pequeño barco del viejo, si es que estaba en la mar, podría haberse visto envuelto por ella y no haber resistido el empuje del viento y las olas. Ana pensaba que el viejo no se había marchado a otro lugar. Para ella, aquella carta marcaba el rastro de una despedida. Alejado del mundo, tal y como había vivido, Antón Boare había muerto con su barco. Pero si desapareció antes de la tormenta, no tiene por qué haberle pasado nada Sergio trata de aportar su visión esperanzada.
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No creo que ese viejo se dejara vencer por una tormenta, hecho como estaba a la mar. Levantó los brazos en un gesto despreocupado. Vamos..., seguro que cuando menos lo esperes, aparecerá de nuevo, tan tranquilo después de darse un paseo por la costa. Quizá el hecho de trabajar en sucesos me esté jugando una mala pasada y quiera ver algo donde no lo hay, pero el caso es que esta historia me despierta una gran curiosidad. Hay demasiadas preguntas en el aire, ¿qué hacía el viejo tanto tiempo en la mar?, ¿por qué se excluía del mundo?, ¿aquellas palabras serían realmente producto de la locura? Algo me decía, como llamadas de la intuición, que la vida de Boare el loco podía merecer la pena ser indagada.
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XXIV DESCIFRANDO UNA MENTE OBSESIVO-COMPULSIVA (III) Pensamientos que distorsionan la realidad
No dejo de observarme y, aunque las emociones de esta tarde ocupen buena parte de mis pensamientos, no puedo negarme el encuentro con el diario esta noche. Y es que sigo sujeto al viento cambiante de la ansiedad y, sobre todo, al miedo que se escapa del presente y viaja en busca de futuros que distorsionar. Cualquier nueva situación alerta a mi mente, que perfila todos los posibles peligros, haciéndome muy difícil el día a día. Es por eso, que no estando dispuesto a encogerme frente a la vida, tomo aire en este momento para mañana comenzar de nuevo.
Olga me propuso el ejercicio de escudriñar las distorsiones de la realidad con las que mi mente enturbia el futuro y, durante las últimas
semanas he ido
anotando pensamientos de este tipo (voy a ser un celoso, un maltratador, nunca
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voy a poder tener una vida normal etc.) para desmontarlos y generar alternativas más acordes con mi forma de pensar. Es curioso como esas distorsiones promueven la inquietud en mi interior. Cuando les doy la espalda, esa inquietud va creciendo y me encuentro en medio de una huída en la que cada vez me voy acelerando más. Las sensaciones negativas se van apoderando de mí hasta que me hundo sin terminar de saber qué me está pasando.
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2 de octubre de 2005
Estoy arrojando la luz de la conciencia sobre todas las tendencias de mi mente, trabajando en aceptarlas para poder convivir con ellas. A medida que esto ocurre voy alzándome por encima de esos pensamientos, alejándome de su alcance para romper su influencia. Desde esa distancia, me siento libre y puedo escucharlos sin temor, sabiendo que soy el director de mis pasos.
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Me he pasado estos años luchando contra partes de mí que yo no he elegido, en buena parte heredadas, en buena parte aprendidas en los años de infancia. Toda una serie de conductas y temores que tenían un atavío ya diseñado para mi vida. Mi inquietud me hizo mirar ese traje sin convencimiento y quise probar a confeccionar el mío propio. Fui tejiendo los momentos tratando de conocerme a mí mismo y así encontré el hilo de las palabras y la posibilidad de hallar la calma. Rocé la libertad con los dedos de mis manos pero los temores me lanzaron al suelo desde La Rueda. Soy responsable de mis actos y aprender de todo esto es lo que me queda.
***
Es domingo por la mañana y estoy agitado después de lo de ayer. Algo se ha activado dentro de mí y no dejo de imaginarme la historia del viejo Boare. Pienso más en esto que en ninguna otra cosa, me doy cuenta de que mi mente lo
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magnifica todo, empieza a barajar posibilidades mucho antes de que existan como tales, rompo la calma siempre buscando y buscando. Desde que leí mi diario en el tren es como si sintiera la llamada de la que siempre consideré mi auténtica pasión, escribir un libro. ¿Pero qué iba a contar yo al mundo? Necesitaba una historia, quizás la historia de un pirata de nuestro tiempo... No sé, estoy aún hecho un lío y no voy a malgastar mi tiempo aquí planteándome hipótesis. Voy a confiar en que llegará el día en que la historia se presente ante mí y sólo tendré que ser la pluma que le de un soporte. Sergio y Ana entran a la casa y me encuentran escribiendo. Nuestras miradas se chocan y se lo dicen todo, firmando un pacto de no pronunciar palabra sobre la historia de Boare, al menos esta mañana. Mis amigos proponen hacer una excursión y me hablan de visitar un lugar llamado Castillitos. Atajan mis preguntas sobre tan curioso nombre y me prometen que me gustará. Acepto encantado y en unos pocos minutos estamos embarcados en otra aventura. Salimos a la carretera en dirección a Cartagena hasta que tomamos una salida donde se lee Campillo de Adentro. Se trata de un caserío a espaldas de las montañas que custodian el mar, unas pocas casas repartidas por un valle desértico. A medida que avanzamos, la
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carretera se va estrechando y, entre curva y curva, el paisaje amenaza con devorarnos si continuamos adentrándonos en sus dominios. Viéndome un tanto nervioso ante tales alturas Ana trata de tranquilizarme. Me cuenta que nos dirigimos a una batería de artillería situada en lo más alto de estas montañas. Ante mi gesto de perplejidad, Sergio añade que son varias las baterias instaladas a lo largo de estas montañas para defender la costa de Cartagena — Ya entiendo — El trayecto se hace interminable pues las curvas se van cerrando cada vez más y el abismo que las flanquea no deja de crecer. Por fin llegamos a una pequeña explanada que nos descubre el extraño lugar. Se trata de la antigua base militar de Castillitos, nombre que se hace obvio al contemplar el diseño de las instalaciones, que emulan un castillo medieval. Al llegar, impresionan dos enormes cañones que se erigen apuntando al horizonte, jamás había visto algo semejante. Estos enormes cilindros debían ser capaces de lanzar sus pesados proyectiles a decenas de kilómetros, evitando que los barcos enemigos pudieran tener a su alcance objetivos en la costa. Pasamos un rato recorriendo los diferentes niveles que conformaban los entresijos del antiguo cuartel, descubriendo la maquinaria de
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los cañones y los puestos donde muchos jóvenes habrían hecho el servicio militar obligatorio no hace tanto. Pero lo que realmente resulta sobresaliente del lugar es la vista de un mar inmenso que se arquea en el horizonte, un mar salvaje que empequeñece todo cuanto lo observa. Contemplarlo hipnotiza y no hay nada más frente a una belleza semejante que uno mismo respirando al son del mundo, nada puede abarcar la belleza, la mente guarda silencio. Cuando aparto la mirada del mar puedo ver el otro lado de las montañas que nos cerraban el paso en la Azohía y disfrutar de una panorámica que abarca la costa desde Escombreras hasta Cabo de Gata. La vista me recuerda a Tenerife, donde muchas veces observé el mar desde las alturas. Desde luego Murcia tiene muchos rincones escondidos, dispuestos a que el viajero los encuentre.
Nos sentamos a comer donde sobresalen los cañones y después seguimos con nuestro recorrido por el lugar, entreteniéndonos en diferentes miradores, observando los barcos que, a lo lejos, parecen de juguete y gaviotas encogidas
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hasta puntos blancos que planean sobre el mar. Hago algunas fotos y cuando quiero darme cuenta, se está haciendo tarde. Finalmente cogemos el coche de regreso, deshaciendo el pesado camino de vuelta. Cuando llegamos a la Azohía para dejar a Ana, nos encontramos con un puñado de gente arremolinada frente al pequeño puerto. Nos acercamos y comprobamos que hay una lancha de la guardia civil. Los agentes están manejando los fragmentos hallados de un barco. ¡Ése era su barco! Sergio abraza a Ana mientras esta rompe a llorar. También han encontrado flotando en el agua restos de ropa, muy cerca de unas rocas. Parece que el caso está resuelto.
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XXV ANHELO
En esta noche sin luna, con un mar dormido a mis espaldas, regreso de la playa con el corazón encogido, pensando en Ágata. Y es que pasan los días y la añoro, y más cuando, al hablar con ella por teléfono, la siento triste. He querido contarle la historia de Boare y transmitirle lo bien que me encuentro, pero mi entusiasmo ha chocado frontalmente con la realidad de mi compañera que sigue allá, tratando de no abandonar su camino. Mi atención se ha vuelto a mirarla, a escucharla, a abrazarla, pero, después de colgar, me he quedado con la sensación de que no he sabido transmitirle nada. Siento que me ha dejado a solas en este viaje mientras ella toma aire y es que estos meses hemos estado muy centrados en mí. Me duele todo lo que ha ocurrido pero quiero mostrarle que estoy con ella, que puede contar conmigo. Cuando salí para Murcia, se encontraba muy agobiada. Está tratando de montar su propio estudio fotográfico y a ese sueño dedica una pasión que a veces la desborda y la deja agotada. En ese momento necesita del abrazo y la sonrisa que yo no acierto a entregarle desde esta distancia. Desearía
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hacerle llegar en todo momento cuánto la añoro, que quiero compartir cada paso que doy con ella, que en este momento sintiera el tacto de la arena y caminara junto a mí por este escenario de estrellas.
Al llegar a casa de Sergio, acompañado por la nostalgia, me sumerjo en la soledad de estas páginas y, al comenzar a escribir, como siempre, se me muestra el alma. Y es que esta noche el anhelo ha podido con el resto y mis palabras sólo me hablan de Ágata. Recuerdo un día en la playa de hace unos meses, ella paseando por la orilla y yo, desde la arena, observándola...
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2 de octubre de 2005
Canta la brisa y silba la mar y, en este momento, mi angustia se desvanece. Mientras ella mesa su melena castaña, mis ojos olvidan el cansancio y la siguen. Ella no lo sabe pero yo la veo danzar junto a las olas que se arrastran sobre la arena. Su esbelta silueta se dibuja en un cielo limpio, azul de vida, y yo quiero sentir lo que siente el viento, deslizarme por su piel clara, abrazarla. El momento me ha atraído y ya he reconocido la calma, siempre ha estado aquí me dice, esperándome, esperándonos. Últimamente se me escapan las lágrimas, por ellas respiro y me detengo, por ellas me observo y me encuentro. No te preocupes mi vida por mis llantos que es la alegría la que los está llamando, son lágrimas de esperanza, con ellas mi corazón me habla, con ellas se rompe la piel que me separa de ti, de nuestro mundo. Y entonces me encuentro con esos ojos llenos de miel que me atraviesan y me desnudan y prendo en llamas. No sé si caigo o vuelo, no sé ya qué me pasa.
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Me da la mano con una sonrisa y la sigo hasta sumergirnos en el agua, al fin somos uno de nuevo, los dos en un solo alma.
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XXVI LA SEGUNDA BOTELLA
El lunes por la mañana Sergio viene a despedirse de mí. Ha pasado estas noches en casa de Ana, a medio camino entre el Puerto y la Azohía, circunstancia que he agradecido pues necesito momentos de soledad para poner orden en mi cabeza. Le doy las gracias a mi amigo por todo y quedamos para el viernes siguiente, cuando halla terminado con su trabajo en la Universidad. Después de alquilar un coche en el Puerto para estos días, empiezo a recorrer la zona. Esta mañana voy a visitar el pueblo de Bolnuevo, siguiendo los consejos de Sergio, después me centraré en la Azohía, quiero caminar por la senda que comienza en la Torre de Santa Elena y ver el amanecer desde allí. Voy bordeando la costa hacia el sur, encontrándome con las principales zonas turísticas. Sigo por la carretera hasta las últimas casas, que se arremolinan entorno a las playas de Bolnuevo. Dejando atrás el pueblo aparece la gran playa de arena, cerrada en su extremo por un montecito tapizado de chalets. En frente de
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ella se encuentra lo que aquí llaman la Ciudad Encantada de Bolnuevo, en alusión a la de Cuenca. Son unas pocas esculturas que la erosión ha modelado caprichosa en la montaña, un hecho aislado que resalta poderosamente del resto. Asciendo por una cuesta que atraviesa el pequeño monte. La carretera se queda huérfana de asfalto a medida que se vuelve estrecha y serpentea, con las montañas a la derecha y el mar a la izquierda. Entre calas salvajes incrustadas entre calizas y matorrales, el mar se abre conformando un lecho sobre el que se desploma el sol. A lo lejos se vislumbra una isla...
Es el móvil, Ana me está llamando. Al descolgar, me encuentro con su voz alterada: Un chico ha encontrado una segunda botella en la playa y, al igual que la nuestra, lleva un mensaje en su interior y, ¿adivina quién lo firma? Doy media vuelta y me apresuro a llegar hasta la Azohía, la guardia civil no tardará en llegar y no soportaría quedarme sin leer ese mensaje. Algo me dice que está escrito para mí. Cuando detengo el coche inquieto, compruebo que el chico
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que ha encontrado la botella, un monitor de buceo, es muy amigo de Ana y que lo ha convencido para que no se lo diga a nadie de momento. Cojo el papel, impaciente, y leo.
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De nuevo un mensaje que encierro en una botella, de nuevo unas pocas palabras que tiñen el papel con la melancolía de este hombre cansado. Palabras que me miran desde el vacío y me traspasan con su lucidez casi irracional. Necesito, supongo, que alguien más las lea pues me pierdo en su laberinto de fantasmas, de imágenes que surgen una tras otra a través de las ventanas que jalonan el túnel del tiempo que es mi memoria. Las comparto con vosotros pues siento esa luz de que os hablé, quisiera arrimarme a ella y que me caliente como el cálido fuego que crepita en la chimenea. Las comparto con la luz pues esta soledad taciturna me aflige hasta el límite de mis últimas fuerzas, aquéllas que ya usé tantas veces.
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Mi mano está cogida de la dama de blanco, desde niño fue mi maestra, ahora reclama mi tiempo, me llevará con aquellos que partieron, los que pasean por mis sueños. Vosotros me dais fuerzas, ahora os las devuelvo. Siempre fui arrojando mi alma en forma de garabatos, de eternas promesas al viento, esperando romper el velo que me separa de ese espíritu vuestro. Quiero que hablen mis lágrimas, que el dolor grite con fuerza, que mi piel se funda con el soplo que se eleva hasta las estrellas. Se agotó la rabia con que siempre enfrenté el desaliento, de rodillas se extinguen mis pasos y, mientras se silencia mi aliento, alzo la vista desde el suelo a lo alto para reclamar mi lugar al lado vuestro. El amor por los que ya no están es mi único alimento, porque me habéis dado parte de vuestras vidas, he luchado tanto. Ahora quisiera hallar descanso.
Boare el Loco
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Esta vez no puedo contenerme, la tristeza que desprenden estas palabras es tal que mis ojos se derraman sin poder hacer yo nada para evitarlo. Este hombre habla de los que ya no están, quizás su familia, habla de una pérdida imposible de soportar. Se despide como si supiera que va a morir, como si viese aproximarse su final. Palpita en ellas un alma descarnada que quiere escapar de este mundo. Sólo un hombre despojado de cualquier barrera podría volcar así su alma. Un hombre desposeído de todo, realmente un loco, alguien para quien este mundo ya le había arrebatado lo que más quería.
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XXVII DIBUJANDO UN AMANECER
La guardia marina no hizo mucho caso de la segunda carta, parece que el caso de este viejo desarraigado les incomode. Tras tres semanas buscando su rastro, han encontrado lo que buscaban, el caso está cerrado. Aquellas cartas no indicaban para ellos otra cosa que lo que todos ya sabían, que Antón estaba loco. Nadie había preguntado por él y seguramente nadie lo haría. En su casa no habían encontrado nada, sólo muebles viejos, fotos antiguas y mucho polvo acumulado. Ese viejo llevaba solo demasiado tiempo se oía decir a unos y a otros mientras se retiraban a la rutina de sus días. Me paso la tarde del lunes tomando fotos del pueblo, buscando diferentes perspectivas del mar, fundiéndome con aquel lugar que algo esconde. Cuando camino entre las pocas casas, tengo la sensación de que componen un todo, la paz habita el lugar, se encuentra en cada uno de los rincones, esperando a que el fuerte sol descienda en el horizonte para salir a sus calles y colmar la atmósfera.
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Siempre regreso a ti
Pedro Francisco Almaida
Subo hasta el camino de tierra que se dirige hacia la torre de Santa Elena y tomo asiento para dejar que las luces vayan cayendo. Allí sentado, las palabras de Boare vuelven a sonar en mi cabeza y la melodía que emanan me hace contemplar el paisaje con tristeza. Un rumor de pérdida se agita en mi espíritu y ha abierto una ventana a ese mundo en que un hombre halla la calma entre mar y palabras, dispuesto a no caer en el abandono de una causa amenazada por el olvido. Después de un rato, decido continuar por el camino que asciende rumbo a la torre y alcanzo una explanada donde llama mi atención una construcción de piedra, tiempo abandonada. Desciendo en dirección al mar, adentrándome entre los restos de lo que debió ser un cuartel militar. Me encuentro con unas escaleras que bajan por la montaña hasta una especie de búnker. Los peldaños me conducen hasta un palco que cuelga de la montaña y me siento en la proa de un barco gigante que surca el mar esmeralda. Las gaviotas arañan con sus vuelos el mar y, allá abajo, las jaulas flotantes se despliegan enormes. Aprovecho la luz que queda rezagada para hacer las últimas fotos. Mañana volveré para contemplar el amanecer desde la torre...
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Siempre regreso a ti
Pedro Francisco Almaida
Son las cuatro y media de la mañana del martes cuando me incorporo de la cama. Me he propuesto adelantarme a las primeras luces y subir a la torre para hacer fotos, quizás después siga la ruta que se sumerge en la montaña. Me siento vivo. En esta vigilia que ocupa horas normalmente pertenecientes al sueño, todo parece nuevo. Lo extraño de la situación fija mi atención y me hace estar más presente. Miro a todo como si fuera la primera vez, deteniéndome en los detalles como si en todo lo cotidiano hubiera algo oculto, algún misterio milenario que se asoma. Me caliento un vaso de leche, salgo al paseo y lleno mis pulmones con el aire fresco del mar, el silencio es total. A las cinco y media llego al pueblo y dejo el coche junto a la iglesia. Cojo mi mochila y comienzo a subir la cuesta que se eleva por encima de las casas y se dirige, bordeando la montaña, hacia la torre. Voy alcanzando una panorámica del minúsculo
puerto,
de
las
humildes
embarcaciones
amarradas,
del
mar
omnipresente. Las primeras luces me permiten participar del despertar de las gentes, se oye el sonido de algún coche que enciende las luces y se aleja y unos pocos marineros empiezan a merodear el embarcadero. Yo sigo caminando, sintiendo más que nunca mi respiración, el latido de mi corazón, me siento
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entusiasmado con estar aquí, en este momento. Sonrío y lloro, últimamente la sonrisa siempre desprende de mis ojos algunas lágrimas, ha estado demasiado tiempo reprimida. El camino sigue subiendo y tuerce hacia mi izquierda. La torre, imponente, aparece como un gigante iluminado. Me dirijo hacia el hexágono de piedra al que asciendo por una escalera metálica. Es como un castillo, con unas ventanillas muy pequeñas y ningún adorno. Hay una escalera de caracol estrechísima. Enciendo mi linterna y asciendo, no sin cierta tensión. Pero este miedo no me paraliza y subo al siguiente nivel donde me recibe un viejo cañón acostado en la planta. Detrás de mí, una ventanilla y una cruz de hierro. Sigo subiendo, al fin alcanzo la parte más alta. La vista es increíble. Comienzo a preparar el trípode, miro a mi alrededor y me siento muy excitado. Hago fotos sin saber cuánto tiempo me demoro en ello. El sol empieza a asomar por la montaña y el paisaje va hibridando, soy el observador de un espectáculo mágico. Desde mi castillo trato de captar parte de lo que veo pero, en ese momento, dejo la cámara, cojo mi cuaderno y empiezo a escribir como poseso, no sé qué es lo que quiere decirme pero mi alma me pide a gritos que escriba...
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Siempre regreso a ti
Pedro Francisco Almaida
Permanezco en el lugar hasta las diez de la mañana, desciendo por las escaleras y vuelvo a la explanada de la torre. Me siento algo embriagado por la experiencia, aún no sé qué me ha pasado. Camino en dirección a la montaña pero pronto me doy cuenta de que no es una buena idea. Estoy agotado, de nuevo me siento débil. Decido bajar al pueblo y comer algo. Paso por el club de submarinismo y me encuentro con Ana, que cierra un momento y me acompaña a tomar un café. Le cuento que me ha gustado mucho ver amanecer desde allá arriba y ella me escucha con una escueta sonrisa dibujada en su cara. Enseguida saca el tema de Antón Boare. Ya dan por muerto a nuestro amigo. Su historia, sea lo que sea lo que le haya pasado, nadie la sabrá su mirada sigue invadida por la tristeza. Tal vez aparezca alguna otra botella... trato de animarla. Su gesto me hace sentir estúpido, ya es bastante casualidad que hayan aparecido dos.
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Siempre regreso a ti
Pedro Francisco Almaida
La verdad es que me gustaría saber más de él me repongo. Es que me da mucha rabia, yo siempre veía en sus ojos mucha tristeza. ¿Hablabas a menudo con él? No demasiado, pero de vez en cuando me lo encontraba por aquí y me sonreía, decía que le recordaba a su hija. ¿Qué pasó con ellas? No lo sé pero hay algo de lo que estoy segura y es que las amaba. ¿Y entonces por qué no han querido saber nada de él? No lo sé... ¿Y en su casa no encontraron ninguna pista? Por lo que me contó uno de los guardias, sólo había cuatro muebles muy viejos, un montón de libros y fotos de él con su mujer y su hija. Pero nada que dijera qué había pasado con ellas. Qué extraño...
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Siempre regreso a ti
Pedro Francisco Almaida
Entonces una idea empezó a adquirir forma en mi cabeza. Me parecía increíble que un hombre que lanzaba botellas al mar con mensajes para que alguien los leyera, no dejara nada escrito acerca de su vida. Alguien tan solitario que parecía vivir con la necesidad de comunicar sus sentimientos al vacío, debía haber escrito páginas y páginas en las interminables horas. !Entremos en su casa! yo mismo me sorprendo al principio con mis arrojos pero después empiezo a creer en mi intuición. ¿En su casa?..., ¿para qué? No lo sé pero creo que podemos saber algo más de él y que, en cualquier caso, nos quedaremos igual. Pero tenemos que llevar mucho cuidado de que nadie nos vea. ¿Qué te parece mañana al amanecer? De acuerdo. La cara de Ana se tiñe con un nuevo brillo. Diría que ella ha tenido la misma intuición.
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Siempre regreso a ti
Pedro Francisco Almaida
He pasado la tarde extremadamente cansado, después de comer he dormido dos horas y he ido a dar un paseo por la playa. Ya algo más despejado, me he puesto a escribir el artículo, las fotos están bastante bien, creo que saldrá un buen trabajo. Pensaba ir hoy a conectarme pero he decidido que esperaré a mañana, no creo que pudiese asimilar nuevas noticias de Barcelona. Después de tomar algo, aburrido de ver la televisión, me encuentro con mi diarío y rememoro la experiencia de la mañana.
***
4 de octubre de 2005
“ Un triste ocaso “
Allí estaba el mar rugiendo, enviando uno tras otro sus golpes contra la roca impasible. Las olas le eran devueltas como cadáveres de espuma blanca que
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se hacían brisa, y ascendían para romper mis ojos en mil cristales surcando mi piel ondulada. Se deslizaban desde mis entrañas los viejos anhelos, huyendo del vacío donde un día me encontré perdido como una minúscula lágrima. Hace ya tiempo que salí de mi vida para buscar lejos lo que había perdido, pues un día aparecieron junto a mí dos flores negras: el miedo y la duda. Y es cierto que mis fuerzas se desvanecieron y me vi caminando por un mundo que ya no era el mío. Las luces se tornaron oscuras, dejé de sentir el mundo que otrora me envolviera, dejé de escuchar el canto de las estrellas. Me sentaba a escribir renglones torcidos mientras se desprendían todos los elementos que componían el paisaje de mi vida. Ya no percibía el mundo igual, los primeros días tuve que aprender a caminar de nuevo, con mis ojos cegados, con mis brazos encogidos, con mi alegría perdida. Y así tuve que volver a aprender todo lo que creía aprendido y entender que algo había hecho mal. En el espejo encontré mi rostro viejo, surcado por las líneas del tiempo y esos ojos que soportaban un terrible duelo por la luz que un día estuvo ahí y se desvaneció. Y el silencio y la calma que un día acompañaran mis pasos, siquiera de vez en cuando, fueron sepultados bajo toneladas de ruido, de
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voces incesantes que me sobrevolaban dando vueltas como buitres carroñeros, descendiendo uno tras otro para socavar mis fuerzas y dejar de este anciano poco más que los huesos.
“ El amanecer ”
Pero esa voz siempre estuvo ahí, jamás se apagó el latido de mi corazón y a pesar del dolor, podía escucharle como puede uno escuchar el canto de un pájaro en medio de la ciudad. Poco a poco fui retomando mis pasos, con gran esfuerzo, para que mi corazón me guiara y hasta él conseguí llegar un día tras otro apartando las voces que me inundaban. Y así, pude atravesar la oscuridad como el ciego, gracias al bastón de todos aquellos que me quieren y cuyas voces mantuvieron vivo el latido incesante. Así fui ganando terreno a la duda y al miedo y por fin alcancé un lugar donde volver a sentir la voz del mar, el abrazo de esta brisa que me ha devuelto las lágrimas. Y comprendí que aquel camino me devolvía a mi hogar, que nunca salí a buscar nada
que no estuviera dentro de mí. Que sólo debía confiar para que el
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tiempo no me secuestrara la calma, respirar tranquilo para aprender de lo vivido, para observar las sombras que juegan a inventar. Tranquilo para decidir y actuar, pues son las acciones las que marcan nuestro camino y hay que perdonarse y continuar.
***
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Pedro Francisco Almaida
XXVIII EL DIARIO
Otra vez de madrugada, es miércoles y he quedado a las seis con Ana para entrar en casa de Boare. Voy subiendo la cuesta cuando la encuentro más arriba sonriendo. Sin mediar palabra, me guía hasta una vieja casa situada casi en la última línea, cerca del camino hacia la torre. Tiene un patio protegido por una pared de apenas dos metros. Basta con colocar un par de piedras de buen tamaño, una sobre la otra, para poder encaramarse al muro y saltar al otro lado. Hay un pequeño huerto bastante descuidado, con una parra, un naranjo y una pequeña mesa blanca de metal. A la derecha, un portón de madera, tan viejo como la casa, supone nuestro último obstáculo. Ana me sigue mientras trato de abrir la puerta. No parece muy fuerte, dejo caer el peso de mi cuerpo sobre ella y salta el pasador, dejándonos via libre. Respiro con intensidad, trato de no ponerme nervioso. Encontrarme en aquel lugar, con la única luz de nuestras linternas, despierta mis temores y los pensamientos no
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Pedro Francisco Almaida
tardan en precipitarse. Debo controlarme para no salir corriendo de la casa, entre imágenes tormentosas que me muestran lo sucio que hay en mí. Ana se adelanta y empieza a mirar las fotos. Hay al menos una docena de ellas repartidas por el comedor. ¿Qué haces ahí parado? Ana
me
reclama
y me pongo en
marcha, sé cómo funcionan
los
pensamientos y nada de lo que me gritan es real. Respiro profundamente y me concentro en el momento. Veo las fotos y me encuentro
por
inevitablemente
vez la
primera imagen
con de
el
un
rostro
de
bucanero,
Antón con
su
Boare, melena
que y
recuerda su
barba
enmarañadas, del color de la ceniza. Me dirijo hacia una estantería repleta de libros apilados y empiezo a buscar. Ana pasa a la única habitación de esta casa, donde no hay más que un camastro coronado por un cuadro del mar. Lo único que hace a este lugar habitable es su ubicación, el paisaje que se deja ver a través de la ventana. ¡Aquí está!
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Siempre regreso a ti
Pedro Francisco Almaida
Entre los libros he encontrado un diario manuscrito. Seguro que la policía no ha buscado aquí. ¿Qué has encontrado? Es un cuaderno de anotaciones escrito por el viejo. Lo tenía aquí, junto con los demás libros. ¡Pues salgamos antes de que nos descubran! Enseguida estamos en el club de submarinismo, el plan ha funcionado. Dominado por una gran curiosidad, abro el cuaderno y me encuentro de nuevo con las palabras de Antón Boare. Son unas pocas decenas de páginas que comienzan el veinte de mayo, después de muchas arrancadas. Parece que hubiera querido hacer desparecer su obra, deteniéndose en estas páginas, quizás conmovido por el temor de que el vacío se tragara su existencia. Quizás pensara en el último momento que su historia mereciese ser escuchada y colocase las suficientes pistas para que alguien que quisiera saber las hallase. Comienzo a leer en voz alta:
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Pedro Francisco Almaida
***
20 de Mayo de 2005
Aunque sé que no están, decidí plantar allí su recuerdo...y a regarlo voy cada día con mis lágrimas. Mientras limpio las piedras y corto la hierba, respiro el aroma de ese lugar sagrado al que me encuentro unido ya para siempre. Y aunque mi cuerpo no me responda, siento que no puedo dejar de ir cada día... Hay algo que se cruza en mi mente como un meteoro fugaz y es que no quiero seguir envejeciendo lejos de ellas. El pirata morirá libre, enfrentando la mar...
***
Todos los días, el diario empieza haciendo referencia a un viaje “para verlas”, todo parece indicar que se refiere a su mujer y a su hija. Dice que no están
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allí pero que no puede dejar de visitarlas. Leyendo estas páginas me queda la completa seguridad de que tuvo que escribir muchas más, espero que no las hiciera desaparecer por completo, incinerándolas o arrojándolas al mar.
Yo le veía muchas tardes me interrumpe Ana. ¿A quién...? A veces, cuando venía para el club, le veía con su bicicleta saliendo del pueblo. Le saludaba y él me sonreía, como hacía siempre. Nunca supe a dónde iba todos los días con un cubo y unas esponjas. Ahora parece claro... ¿Hacia dónde crees que se dirigía? ¡Claro!, ¡el viejo cementerio! Ana se pone en pie de repente con la mirada vuelta hacia sus adentros. Dios mío... Al fin creo comprender a qué se refiere Antón.
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Pedro Francisco Almaida
Los ojos de Ana se tornan agua dejando al fin que sus pensamientos tomen forma. Aproximadamente a unos tres kilómetros por la carretera que sale de la Azohía hay un camino que lleva a un montículo que corona una pequeña playa. Desde allí las vistas son muy hermosas y se respira algo muy especial, yo he ido varias veces. Llama mucho la atención un pequeño corralito de madera donde hay varias lápidas muy gastadas que nadie sabe decir a ciencia cierta a quién pertenecen. Pero si esas lápidas llevan allí mucho tiempo, no puede tratarse de ellas. No estoy segura pero creo que las piezas encajan. Cogemos el coche y vamos en busca del cementerio. Como había dicho Ana, seguimos la carretera unos pocos kilómetros hasta encontrar un camino que se dirige a la playa. Dejamos el coche y seguimos la senda de arena. Allí está de nuevo el mar plateado y, perdido entre plantas de las salinas, un corralito de madera y unas pocas lápidas de piedra clavadas en el suelo. Nada en ellas puede decirnos si pertenecen o no a Boare. Ana empieza a buscar por el lugar y yo la sigo
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convencido por su determinación. Entonces nos topamos con dos grandes piedras blancas que resplandecen bajo el sol. En ellas destacan dos nombres tallados, Angelica Brugues y María Boare. Todo empieza a cobrar sentido. Ellas han muerto y éstas son sus tumbas aunque, según se desprende del diario, no están aquí en realidad. Entonces me viene el recuerdo de unos vecinos brasileños que, haciendo ya unos años que vivían en Barcelona, un día tuvieron que realizar un viaje forzoso a Sao Paulo para solucionar unos asuntos burocráticos. El marido estaba enfermo y se dio la casualidad de que con el viaje empeoró y falleció allá. Las dificultades para traer el cadáver a España eran tan grandes que la mujer tuvo que volverse sin su marido al lugar que habían elegido para pasar el resto de sus días. Quizá a este hombre le hubiera pasado lo mismo. Habían elegido pasar aquí sus últimos años y el infortunio no se lo había permitido.
Cuando le veía en la bicicleta no podía evitar sentir mucha pena. Le notaba cada vez más cansado. En su cara se reflejaba el enorme esfuerzo que le
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suponía avanzar a golpes de pedal. Me imagino lo que tiene que ser venir aquí todos los días, sabiendo que pronto ya no tendrás fuerzas para regresar. La reflexión de Ana resuena en el aire y se suma a la energía que vibra sin nombre. Los dos lloramos.
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Pedro Francisco Almaida
XXIX AÚN QUEDA EL MIEDO
Después del hallazgo de las tumbas de Angelica y María, Ana volvió al club de buceo y quedamos esta noche para continuar con el diario. Esta tarde me encuentro muy cansado, han sido demasiadas emociones y ahora, la culpa por la explosión de pensamientos en casa de Boare me impide detenerme en su historia. Se me repiten las imágenes en que yo golpeaba a Ana y tiendo a recorrerlas todas tratando de convencerme de que nada podía haber pasado. Las trampas se activan y, esta vez, me siento vulnerable a ellas. No quiero perder la perspectiva...
***
5 de octubre de 2005
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Siempre regreso a ti
Pedro Francisco Almaida
Estos días me he sentido muy bien, el viaje está resultando más estimulante de lo que podía imaginar. Tanto el lugar como la gente que estoy encontrando me hacen sentir vivo y entusiasmado, parece que cada vez soy más yo y que la niebla que cuelga en mi cabeza empieza a disiparse. Me permito cada vez más salir fuera de mí y los pensamientos se diluyen entre tantas experiencias magníficas. Pero aún sigo en el proceso y la calma se me derrama como arena entre las garras de la ansiedad, me vuelvo a sentir impaciente. Los pensamientos siguen viniendo con cierta frecuencia y cuando lo hacen no puedo evitar desanimarme, es como querer y no poder. Son tormentas más pequeñas pero que me dejan agotado hasta que vuelvo a tomar aire y a lanzarme a vivir. Me doy cuenta de que aún sobrevive el miedo a los pensamientos, aún sigo creyendo que pueden apoderarse de mí y apartarme de mi camino. Cuando me siento cansado o me encuentro en una situación nueva, tiendo a ponerme tenso, con temor a que los pensamientos vengan de nuevo, y es ese miedo el que
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los trae de vuelta. Ése es el único poder que les queda sobre mí. El hecho de que en estos meses haya sentido tanta inseguridad, de que haya dudado de mi propia naturaleza, hace que ahora cualquier pensamiento, por muy absurdo que sea, me provoque cierto desasosiego, que le de mayor importancia, como si dijera algo de mi verdadera personalidad. Olga me dijo en una consulta que durante el proceso de recuperación del trastorno, lo primero que se estabilizaba era el efecto físico de los pensamientos, los golpes de ansiedad. A continuación, uno aprendía a normalizar su conducta a pesar de esos pensamientos y que lo más difícil de vencer era el miedo que los seguiría atrayendo. Después de tanto movimiento emocional, el miedo continuaría durante un tiempo. En esos momentos había que hacer un último esfuerzo, seguir confiando y no caer en el desánimo. Aunque pareciese que los pensamientos nunca se iban a ir, en realidad, aquéllos eran los últimos vientos de la tormenta, los últimos relámpagos. Debía perseverar, ser paciente, estaba en el camino.
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Siempre regreso a ti
Pedro Francisco Almaida
Me encuentro inquieto, siento una aceleración que hoy no consigo frenar. Llamo a Sergio para saludarlo y contarle nuestros descubrimientos pero Ana ya se me ha adelantado. Me dice que mañana al salir del departamento, se vendrá para acá y así podrá estar más tiempo con nosotros. Quiero continuar con el artículo y llamar a Jorge, no sé aún si me habrá escrito pues todavía no me he conectado. Debo calmar esta ansiedad que me retuerce las emociones antes de seguir con este viaje, antes de seguir con el diario y la historia de Boare el loco.
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Pedro Francisco Almaida
XXX EL SEÑOR DE LAS GAVIOTAS
El trabajo está casi terminado, creo que las fotos son buenas y que van acompañadas adecuadamente de la palabra, que guiará al lector por el camino que yo he seguido hasta encontrar algunos de los secretos de la Azohía. Llamo a Jorge que se muestra bastante despreocupado aunque se alegra de saber que estoy bien y que podrá tener el trabajo para el viernes. Me despido diciéndole que probablemente regrese el domingo, parece no haber ningún problema. Estoy nervioso, aturdido, sigo desintonizado del mundo. Es la primera vez que me siento así desde que llegué aquí y eso me está afectando especialmente. No consigo deshacerme de esta sensación, mi vida es desde hace unos meses una sucesión de estados de ánimo a los que me voy adaptando según las vicisitudes que impone mi mente. Paso frecuentemente por momentos en que la visión se me tuerce y, aunque me observe desde cierta distancia, siento el peso de
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los pensamientos que, al cruzarse, cercenan la paz y mi piel se agita bajo el impulso de una ansiedad feroz. Creo que me sentará bien caminar un poco hasta que llegue Ana. Necesito respirar, tratar de atraer la calma. Salgo al paseo y me dirijo en dirección al puerto de Mazarrón, intentando centrarme en el momento. Empiezo a tener perspectiva de esta parte de la costa murciana. Según me ha contado Sergio, no es la zona más castigada por la creciente urbanización aunque se intuye lo que pasará de aquí a unos años. Recuerdo el hastío que me embriaga cada vez que regreso a la playa donde habitaron los veranos de mi infancia. Las multitudes a orillas del mar me inquietan, ya no es lo que era, las cosas auténticas van cediendo terreno. Cada vez somos más, la población crece y se extiende por el mundo mucho antes de que exista una verdadera conciencia colectiva. No se mira el mundo como algo limitado, se vive con prisas, con un ansia por poseer que lo devora todo. Damos la espalda a los problemas de los otros y nos lanzamos a vivir bajo soberanía de un mundo que no se sostiene...
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Sigo por el paseo tratando de posar mi atención en las cosas que veo. Pronto me llama la atención, junto al faro del puerto, un Cristo blanco que brilla allá arriba, en un montecito detrás del puerto. Un verdadero enjambre de gaviotas clama desde lo alto y me atrae caminar un rato hasta que estas emociones reposen y pueda marchar con calma. Parece que este lugar fue el primero en sucumbir a la urbanización de la zona, está tapizado de edificios viejos, de cientos de pisos aglomerados sin ninguna intención de armonizar con su entorno. Agradezco caminar, me ayuda a bloquear el paso de los pensamientos, todo es caos en mi cabeza esta tarde. Al llegar arriba, algo cambia, me encuentro con el faro y, más adelante, como una frontera que marca la entrada a una dimensión diferente, donde las construcciones cesan en su avance y dejan un camino solitario que se adentra en un paisaje de rocas y plantas halófilas. De pronto, me encuentro en un lugar casi deshabitado en un atardecer que se tiñe de naranja. Camino y el viento me susurra, empiezo a sentir calma. El lugar respira, tiene alma, y mi atención va escapando de entre los nudos de la mente hacia el momento en que una figura permanece postrada a los pies del Cristo. Una extraña
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luz envuelve la escena, un resplandor del cielo que aquí arriba se mueve y baila cambiando las tonalidades a cada momento. Camino en dirección a la efigie y, según me acerco, veo que se trata de un muchacho que padece algún tipo de deficiencia mental. Me mira con mucha atención y me señala despertando en mí cierta inquietud. Pronto alejo esa sensación y levanto la mano en señal de saludo. Su rostro rígido, casi violento, se transforma instantáneamente en una sonrisa que parece estremecerle todos los músculos. Sus carcajadas desmesuradas parecen competir con las gaviotas. ¡Hola!, ¡Hola!, ¡Hola! Grita y salta como un niño que no puede ocultar su felicidad. Lo observo y sonrío y repito tímidamente el saludo sin saber muy bien qué hacer. Pienso en hacerle una foto pero deshecho la idea, no sé cómo puede reaccionar. Cuando vuelvo a mirarle, sale corriendo y gritando como alma que lleva el viento. Corre a toda velocidad y se pierde rumbo a unas rocas que caen al mar.
Contemplo el sol que sigue descendiendo, la vista desde aquí es muy hermosa. Veo toda la bahía mientras los colores transmutan poco a poco, tomo
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algunas fotos y me siento feliz, empiezo a respirar de nuevo, la ansiedad cede. Este lugar me está regresando al alma. ¡Hola!, ¡Hola! Es otra vez el muchacho, vuelve a estar junto a mí, me mira fijamente con unos ojos que parecen querer decirme algo. Su rostro está iluminado, palpita en él una alegría que no consigo comprender. Me alarga una flor blanca preciosa que no había visto antes, insiste con vehemencia que la coja y me guía tras sus movimientos. El muchacho se arrodilla ante la figura blanca y coloca el tallo en un tiesto donde reposan algunas flores. Acto seguido, comienza a santiguarse con sus gestos exagerados durante un largo rato. Todavía estupefacto ante la escena, imito el gesto y realizo mi ofrenda, me santiguo y permanezco inmóvil hasta que la risa del muchacho vuelve a atropellar al silencio. Comienza a saltar y desciende frenético por los escalones. Lo veo alejarse otra vez, esta vez en dirección a los edificios. Ante el Cristo se me escapa una oración: que no me abandonen las fuerzas, que no se me aparte la visión del camino, que siga sintiendo la luz que sé
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que hay en mí, que nunca me aleje de esta paz para emprender la carrera por la autopista que no conduce a nada. Casi llorando, paseo rumbo a las rocas que contemplan la mar. A medida que me acerco, el coro de las gaviotas sube de tono y se intuye una imagen espectacular. Justo tras un desnivel, puedo ver una gran roca que sobresale de las aguas, una especie de isla que hace de hogar de las gaviotas. Éstas tapizan el lugar, seguramente escogido para su puesta. Al acercarme, varias gaviotas realizan vuelos amenazantes, se dirigen directas hacia mi cabeza y sólo se desvían a escasos metros. Capto el mensaje y no avanzo más. Tomo asiento para realizar algunas fotografías y disfrutar del lugar mientras las últimas luces del día me lo permitan. Utilizo el zoom de mi cámara para buscar encuadres de lo que he bautizado como la morada de las gaviotas, disparo con la esperanza de poder captar parte de la magia que percibo, ajusto la obturación, el diafragma y... entonces llama mi atención que en la isla hay numerosas flores blancas como las que había traído el muchacho. No puedo evitar mirar a mi alrededor comprobando que esas flores no se encuentran por las rocas que rodean el faro y el Cristo. Tal
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vez ese muchacho las haya ido arrancando todas pero es curioso que no quede ni un solo tallo mientras que la isla rebosa de ellos. Dejo la cámara y me asiento y, mientras respiro de nuevo la calma, dejo volar mi imaginación... Veo al muchacho jugando cada día con las aves, viviendo con ellas. Quizá la morada de las gaviotas tenga en él a su señor y que, como ofrenda, reciba de ellas esas preciosas flores que él entrega a la figura blanca para que proteja el lugar. En cualquier caso, un hombre extraño ha venido hasta aquí luchando con las voces de su mente, aturdido y sin calma. Atraído por su luz, se ha encontrado con un lugar distinto, con algo nuevo, con la llamada de un mundo que toca a las puertas de su corazón y le susurra al espíritu que crea, que existen todas esas cosas que siempre soñó. Que siguen estando ahí aunque a veces crea que está perdido y sin ningún rumbo que le aleje de la locura.
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XXXI LA TORMENTA QUE HA DE VENIR
A las ocho y media Ana ya está en casa, cenamos y nos ponemos con el diario. Por fin tengo paz y puedo recorrer las páginas del diario sin el repicar constante de los pensamientos, cuando éstos se envenenan de miedo. Las palabras de Antón reflejan un amor por el mar tan grande como el dolor por la ausencia de sus seres queridos, ambos están omnipresentes. Se presenta continuamente con su nombre apócrifo, el pirata Boare el Loco. Desde esa posición se sitúa fuera del mundo a los ojos de los demás. Parece enamorado de esa locura que le permite amar todas las cosas más allá de los límites de la razón. Me detengo en unos párrafos que, inmediatamente, me transportan a momentos propios de un pasado en que sentí algo muy parecido.
***
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Pedro Francisco Almaida
5 de julio de 2005
(...) ...hoy no te habla esa voz firme que clama y quiere compartir desde dentro. Hoy no te habla esa voz vital que extiende sus alas al viento como un barco despliega sus velas. Hoy es día de lluvia, tormenta y rayos, de esos que tambalean el viejo navío de un lado a otro amenazando con poner fin a su viaje. En estos días, de frío y agua, cuánto cuesta sentirse libre. No quiero sucumbir pero estoy tan cansado... Cuando
el
viento
rompe
el
asta
de
mi
bandera,
¿dónde está la vieja calavera pirata? La tormenta no distingue y ya no puedo más. Me retiro una vez más a mi camarote, en lo más profundo de este barco. Dejo el timón que gire, que caiga en esa deriva que arrastra hasta la muerte. Bajo la luz de las velas buscaré en las palabras una vez más mi consuelo, asaltaré los sueños y trataré de encontraros. Cuando la tormenta amaine, quizás esté muerto, la mar me lleve y nadie encuentre mi cuerpo. Cuando todo acabe, quizás regrese mi aliento,
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aquel de mirada profunda que extiende los brazos al viento, con su sombrero y su larga melena gris. Seguirá surcando las aguas bajo el tibio cielo y aullará a las estrellas, lobo de mar anciano, tan solo, tan sabio, que se aleja de aguas tranquilas para ir a morir en la tormenta.
***
Es muy triste, realmente se sentía solo... la voz de Ana es apenas un susurro. En las siguientes páginas aparece una tormenta diferente a la que a veces se planta en nuestros días y lo revuelve todo. La presenta como la gran tormenta que ha de venir a por él, a llevarlo junto a ellas. Son palabras anhelantes de un alma que se diría ya ha tomado su rumbo y se dirige hacia él con la entrega de un enamorado. El viejo prepara su alma para poner punto y final a sus días en tierra, es una despedida. ***
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Siempre regreso a ti
Pedro Francisco Almaida
20 de agosto de 2005
(...) ... cerraré con estas páginas el cuaderno de bitácora, mis últimas palabras fluirán desde mi barco en alta mar. Seré Boare el Loco para siempre pues ya nunca he de regresar sobre lo andado. Recibí todo el amor que alguien puede obtener de otras personas y olvidé que yo también era capaz de amar. Quise creer que la vida nunca me daría la espalda, que envejecería junto a ellas, viendo crecer a mi hija y hacerse fuerte. Nunca les dije que las necesitaba, que vivía por ellas y sin ellas soy incapaz de proseguir. Lo inevitable de esta vida segó su alegría y quedé tan solo que tuve que nacer de nuevo. Es extraño pero siento que la mar me llama, salgo en las noches y me siento cerca de ellas. Allí, en mitad de su inmensidad he descubierto cuánto puedo amar. Toda la hermosura que me rodea tiene parte de mis mujeres añoradas. He descubierto el mundo y me siento parte de él, he aprendido a escuchar el viento y las estrellas y sé que están ahí...
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***
Habla de que este diario no descansará como los otros sino que albergará su historia. ¿Pero dónde guardará los otros?
***
... que aquí descanse el viejo pirata hasta que alguien venga a encontrarle...
***
No puedo seguir leyendo, por momentos siento que este hombre me está hablando a mí, que quiere que cuente su historia, que me ponga en su lugar y sepa explicar cómo vivió sus últimos años. Hay historias que llaman poderosamente la atención porque..., ¿cómo es que han llegado hasta nosotros? Es como si alguna
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fuerza misteriosa hubiese querido que nos alcanzasen para transmitirnos su contenido. A veces una simple botella es capaz de guardar el mensaje en su interior hasta el lugar señalado, una botella perdida en la inmensidad del mar, a la deriva. Una botella que es recogida por la persona que debía leerla y que recibe la señal en el momento preciso.
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XXXII LA DESPEDIDA
10 de septiembre de 2005
... ésta es mi última página. En ella me despido de ti, mi viejo diario, no te dejaré al amparo de la corriente... (...) Soy un viejo lobo, un lobo aullador de las noches que implacables se agostan sobre mi espíritu salvaje. Un día este anciano habitó entre los hombres y encontró entre ellos amistad, pero también halló una rueda que no dejaba de girar como el timón abandonado en una noche de tormenta. Quise escapar antes de que se me consumiera el alma y partí a la mar para que ella me la cuidara, el Loco me llamaron. La mar, cuando descansa serena, ¡qué hermosa es su melena enjoyada de azul y verde! Su aliento me envenena, es un dulce licor que me embriaga, haciéndome
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Siempre regreso a ti
Pedro Francisco Almaida
olvidar las heridas. Y cuando viste de negro con miles de estrellas y su gran broche de luna llena... !quién puede resistirse a ella! El viejo lobo dejó la tierra para pisar la madera que surca su piel vacilante. Quizás sea de verdad un loco, un pobre animal que nació en un lugar extraño, que salió a buscar su hogar lejos de su tierra. (...) Ha llegado el momento, la tormenta me llama...
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No puedo dejar de llorar al repetirme estas palabras. No puedo dejar de imaginarme al viejo pirata en su barco, rumbo a la tormenta, dispuesto a morir en la mar que amaba en vez de dejarse consumir por la vejez y el dolor. Nadie se ha preocupado de conocer su historia y ahora yo la tengo en mis manos en forma de un diario, o quizás de muchos diarios. Volveré a su casa y buscaré los otros. Si los ocultó allí, los encontraré y, con ellos, rescataré su legado del olvido. Desde que encontré la primera botella, mi cuaderno se ha llenado de anotaciones sobre este
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personaje y en mi pecho retumba la idea de escribir su historia, que tan fuerte se aferra a mí y no me dejará hasta que le construya un libro donde encontrar descanso. Después de leer el diario, Ana se marchó y me quedé a solas, recorriendo las páginas de Boare una y otra vez, visualizando aquellas últimas semanas de su vida. Esta mañana de jueves, incapaz de mantenerme en la cama, he cogido el coche y me encuentro de nuevo en la torre viendo el amanecer, en esta especie de ritual que me agrega a la calma mientras observo el paisaje y dejo que las pimeras luces del horizonte me acaricien el alma. Parece como si hasta ahora una tela hubiese cubierto mis ojos y se hubiera desprendido para ver un mundo limpio y hermoso. No sé si volverán los pensamientos pero en este momento no hay sitio para el miedo, vuelvo a sentirme en armonía con todo lo que me rodea. Abro los brazos para fundirme con este lugar y doy las gracias una vez más por el regalo de estar aquí, ahora.
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Algo ocurre, escucho un sonido de motor aproximándose. Pronto un coche alcanza la explanada de la torre, apaga las luces y se abren las puertas. Son tres ancianos, una mujer y dos hombres, ella lleva algo entre las manos. Alguien permanece dentro del auto. Las tres figuras se acercan al acantilado y la mujer empieza a hablar, apenas llega hasta mí el sonido pero pronto entiendo qué es lo que ocurre. Lo que la anciana lleva en su regazo es una urna de cremación. Se han dado cita aquí para arrojar las cenizas de un ser querido. Probablemente se lo pidió en vida y aquí están esas tres personas cumpliendo la promesa, mostrándole su amor más allá de la muerte. No puedo dejar de mirar la escena, siento que participo en el ritual, que algo de mí se va con aquellas cenizas guiado por el viento y se funde con el paisaje. Sé que una parte se me ha desprendido y se quedará aquí para siempre, igual que ocurrió en un lugar lejano hace unos años. Cuando yo muera, una parte mía también formará parte de este lugar.
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XXXIII AMIGOS
Ya es jueves por la tarde. He pasado buena parte del día en casa dando los últimos retoques al artículo. A las ocho ya he enviado el trabajo a redacción y he telefoneado a una compañera para que me consiga información sobre Anthony y María Boare, y Angelica Brugues. Le pido que no me haga preguntas, que como favor personal intente recavar todos los datos que pueda encontrar y que me llame cuando tenga algo. Recién terminadas mis tareas, sobre las nueve y media, llega Sergio. Me alegra verle de nuevo. Vaya, vaya, ¡cuantas cosas han pasado en sólo unos días! Exagera un gesto de fastidio por su ausencia. ¡No se os puede dejar solos! No se puede pedir más... respondo divertido.
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La verdad es que vaya historia la del viejo. Podría servir para escribir un libro... Eso pienso yo ambos sonreímos. A Ana la tienes convencida, se llevaría una gran decepción si no hicieses nada con la historia de su amigo. Quiero volver a la casa para fotografiarla. ¡Pues esta vez no pienso perdérmelo! En realidad lo que quiero es buscar la existencia de otros diarios que el viejo Boare no hubiese podido destruir. Mañana temprano quiero salir de nuevo a bucear, ya he quedado con Ana. Cuando esté amaneciendo podemos colarnos. En poco tiempo Sergio ya ha tomado la iniciativa. Me parece una buena idea.
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Cuando vengo a darme cuenta, Ana ya está en casa, cargada de una nevera y animándonos para irnos a cenar fuera, así que, a las once de la noche partimos camino a un nuevo lugar llamado Playa Grande, de nuevo los tres. No dejamos de reír en el coche, entregándonos a la alegría del reencuentro. Ana aparca el coche y caminamos unos metros hasta una playa bellísima. Un racimo de palmeras se perfila sobre la noche. Enfrente una montaña que se asemeja a un gigante dormido. Una luna creciente apenas asoma en el cielo y el batir de las olas toca su serenata mientras los tres nos adentramos hacia un nuevo lugar encantado. Nos sentamos en la arena y nos comemos con fruición los deliciosos bocadillos que ha preparado Ana. La brisa agita nuestro ánimo y, después del estupor inicial del lugar, ya nos brota de nuevo la risa y comenzamos a contar anécdotas y a beber cerveza. Pasamos una noche genial a la orilla del mar, abrazándo la vida que despunta de nuestros corazones, dejando que nuestra luz alumbre el lugar sin darnos cuenta. Ana y Sergio empiezan a correr por la arena y, cuando vengo a darme cuenta, los veo desnudos corriendo hacia el agua. ¡Vamos, el agua está buenísima!
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Sus carcajadas resuenan hasta en las estrellas. Y, ¿por qué no? Me despojo de la ropa y me lanzo en carrera hacia el mar y, aunque voy corriendo casi a ciegas, no me importa, me siento libre. Mi cuerpo choca con el agua que al principio me abofetea con su tacto frío pero pronto esa sensación cede y, en su lugar, siento una extraordinaria energía que me recorre y me hace gritar con todas mis fuerzas, escupiendo los miedos, arrojando los dolores, renovando mi espíritu. Cuando me vuelvo hacia mis amigos, me los encuentro observándome en silencio. Nos miramos unos segundos y volvemos a estallar en carcajadas que vuelan sobre la playa y vuelven y así, riéndonos, seguimos durante un largo rato. Cuando salimos del agua y volvemos a estar vestidos, mis amigos me proponen un paseo hasta un mirador que no queda lejos. Se trata de una pasarela de madera que abraza un islote frente a otra playa. Es una pena que no brille la luna llena pero, su ausencia no impide que el poder seductor del mar vuelva a imponerse y que se mezan las olas en su honor. De nuevo se hace el mundo de los sueños ante tal inmensidad y en ellos habita últimamente el viejo pirata, veo su silueta adentrándose en el mar, avanzando lentamente hacia un horizonte de
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tormenta que centellea abriendo sus puertas. Me lo imagino escribiendo sus últimas palabras, guiado por una misteriosa fuerza que pugna por no morir en brazos del olvido, la misma fuerza que guió mi mano hasta la pluma y me enderezó la letra. La misma que me permitió coger el extremo de una fina hebra de hilo cuyo latido apenas si escuchaba... Y así permanezco sin tiempo, con los sueños ocupados por la presencia de alguien a quien no conozco y que, sin embargo siento como un verdadero amigo, alguien que ha conectado con mi alma como muy poca gente lo ha hecho. Su luz impregnada en unas pocas páginas me reclama para que coja mi propia pluma y salga a batirme con las palabras.
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XXXIV EL MAESTRO DE ESCUELA
Seguimos con el plan previsto, es viernes por la mañana y Sergio y yo nos encaramamos a la pared de la casa de Antón Boare. Al entrar, me encuentro de nuevo con aquellas habitaciones tapizadas de polvo y perfumadas con el aroma inconfundible de la soledad. Comienzo a buscar entre la multitud de libros en pos de alguna nota, de alguna pista, de algo que me diga qué es lo que tengo que hacer. Me siento responsable de un legado que no sé si merezco y necesito saber algo más. Se me ocurre buscar en el patio algún lugar donde hubiera enterrado los cuadernos pero no encuentro nada. Cuando ya llevamos un par de horas en la casa, decidimos abandonar y salimos hacia el pueblo, me siento algo desanimado. Creo que es mejor así la voz de Sergio me sorprende. ¿El qué...? Sergio sonríe con la mirada perdida.
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Pues que ha dejado escrito lo suficiente para que nos hagamos una idea de cómo vivió, para que sepamos cómo murió. Lo demás son simples detalles, la esencia está escrita. Ya, pero me da rabia... Pienso en las palabras de mi amigo y pronto caigo en la cuenta de que tiene razón. La verdadera fuerza de su historia reside en lo alejada que parece estar de nuestra realidad aún cuando sea tan cierta que clame por todos los lugares en los que vivió. Esta necesidad de saber más es el reflejo de mi incapacidad de creer, es buscar la prueba inequívoca de la existencia de un ser que ya siento que es distinto, del mismo modo que muchos buscan las huellas de la demencia en sus actos para no tener que llenarse la cabeza de preguntas sin respuesta. Este hombre aceptó el pseudónimo de loco porque sabía que estaba fuera de las reglas marcadas. Que su historia no sería entendida por aquellos que vivieran en mundos cerrados, por aquellos que gastan sus días corriendo a toda velocidad por la autopista que otros construyeron.
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Recogemos a Ana y salimos a la mar en la balsa del club de buceo. Ellos vuelven a sumergirse mientras yo aprovecho para escribir en mi diario. Es la una del mediodía cuando suena mi móvil. Se trata de Cristina, mi compañera, me dice que es poco lo que ha podido recopilar tras algunas llamadas pero que puede serme útil. No hemos encontrado nada de él. Al parecer se fugó de su país hace años y nadie sabe dónde está. Era un maestro de escuela en Edimburgo, estaba casado y tenía una sola hija... Angelica y María. Exacto. He podido encontrar a una hermana de Angelica, ella es quien me ha contado lo del accidente. ¿Accidente? Ellas dos iban a cruzar una calle en una zona de compras cuando un tío que conducía borracho las arroyó, muriendo ambas en el acto. Parece ser que la familia quedó descompuesta después del accidente y que siguieron cada uno por su lado. El tal Anthony acababa de jubilarse y después de aquello desapareció. Sus
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huellas son difíciles de seguir aunque pudiera ser que estuviera en España pues solían venir a pasar largas temporadas a la costa de Murcia. Por cierto..., ¿tú no te habías ido a Murcia a cubrir un reportaje para el dominical? Sí..., así es. ¿Es que no puedes quitarte los sucesos de encima? Eso parece... Muchas gracias Cristina, te debo una, ya hablamos en otro momento. Bueno, tú sabrás. Espero que estés bien y si necesitas que siga indagando ya sabes. Cuídate. Enmudezco ante la fuerza de los hechos. Y es que era fácil imaginar un accidente, ¿de qué otra forma una madre y su hija podían haber muerto? Un borracho en una calle, dos mujeres cruzando y, después de lo absurdo, la mayor de las soledades. Una vida quebrada en dos partes, una arrastrando el dolor por la esposa perdida y la otra con el desgarro terrible de una hija que no volverá. Y ese hombre se marchó lejos, se fue en dirección a la mar que le habría de servir de regazo...
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Ana y Sergio salen del agua, les cuento las nuevas noticias. Parece que por mucho que indaguemos, esta historia no dejará de sorprendernos. De nuevo palabras manchadas de tristeza. Es verdad Sergio. Nunca nadie se molestó en preguntarle... La misma tristeza anega los ojos de Ana.
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XXXV VUELTA A CASA
Mi trabajo en La Azohía ha concluido. El sábado salimos de Mazarrón, los tres velados por la nostalgia que ya se vislumbraba antes de la despedida. Ana nos acompañó para pasar el día con nosotros y despedirme en la estación, es un encanto. Ya en Murcia, dedicamos el resto del sábado a disfrutar de unas cervezas y relajarnos después de tantas emociones. A las doce ya estaba en la cama pues esta mañana tenía que coger el tren a las siete. Les he dado las gracias a mis amigos murcianos por todo, son verdaderas luces del camino y me siento muy afortunado por habérmelos encontrado. Eso no es sino señal de que estoy siguiendo la buena dirección, la que me ha de llevar hacia donde quiero. Les he invitado a que vengan a visitarme a Barcelona, mi casa estará siempre a su disposición. Me he despedido de ellos con alegría, sé que los volveré a ver.
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Ahora estoy sentado en el sillón al igual que cuando partí desde Barcelona hace diez días, parece que hace mucho más tiempo. Tengo el diario en mis manos y muchas ideas. Siento una emoción contenida ante la perspectiva que se me presenta y es que quiero intentarlo. Sé que escribiré siempre, que las palabras me acompañarán en todos mis viajes, lo sé ahora que he visto desde fuera su poder. Mi corazón me habla cuando escribo y esos momentos siempre estarán conmigo. Por otro lado, algo me dice que debo compartir lo que aprenda, lo que experimente, quiero intentarlo. He salido este tiempo de la autopista y no quiero regresar a ella, seguir mi propio ritmo es mi propósito. Continuaré cultivando la calma, ésta que siento ahora escribiendo, percibiendo la dirección en todo lo que ha ocurrido, comprobando que sigo aquí, que estoy vivo. Estoy aprendiendo, lo sé y quiero seguir abierto al mundo para llenarme de historias, historias que me enseñen y que pueda compartir..., como la del viejo Antón Boare.
He decidido confiar en mí y ya no dejaré que me atenace el miedo...
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