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SESENTA AÑOS DE ARTE EN EL QOSQO (1927-1988) ENSAYOS, ARTÍCULOS Y COMENTARIOS
“Pero nada me ha emocionado mayormente monopolizando los cordajes de mi sensibilidad y de mi espíritu que el talento artístico y la precocidad de Benjamín Mendizábal Vizcarra” … “Por hoy no dejan de concitar mi atención los talentos jóvenes y en marcha de Luis E. Valcárcel, J. Uriel García y Luis Velasco Aragón. Un aparte: creo en Julio G. Gutiérrez, como pintor y crítico de arte serenísimo”. (Angel Vega Enríquez, reportaje realizado por la revista cusqueña “Excelsior” el 15 de junio de 1930) (*)
(*) Ángel Vega Enríquez, fue maestro de la generación de la Escuela Cusqueña, miembro del Centro Científico del Cusco y fundador del diario El Sol en 1901, reconoce la calidad intelectual y artística de cinco cusqueños: Mendizábal, quien era casi su contemporáneo, Valcárcel, García y Velasco Aragón, menores suyos, sus discípulos, intelectualmente hablando, porque desde El Sol, Vega Enríquez promovió la huelga universitaria de 1909, protagonizada, entre otros por Valcárcel y García. Velasco Aragón, hizo protagonismo en los años veinte con su famoso discurso “La Verdad sobre el fango. Para 1930, ellos eran intelectuales formados o en marcha. Para entonces, Gutiérrez, tenía 25 años, era discípulo de los discípulos de Vega Enríquez; sin embargo, el maestro se fijó en él, indicando: “Creo en Julio G. Gutierrez como crítico de arte serenísimo”... Y no se equivocó, pues empleó parte de su vida intelectual a esa noble labor de promover talentos y comentar sus obras.
SESENTA AÑOS DE ARTE EN EL QOSQO (1927-1988) ENSAYOS, ARTÍCULOS Y COMENTARIOS
Catalogación en Publicación - CIP
Gutiérrez Loayza, Julio Genaro, 1905–1993 Sesenta años de arte en el Qosqo (1927-1988). Ensayos, artículos y comentarios / Julio Genaro Gutiérrez Loayza.-- 2a ed.-- Cusco: Universidad Nacional Diego Quispe Tito, Fondo Editorial UNDQT, 2022. 416 p.; 23 cm. D.L.
N° 2022-10837
1. Arte
2. Ensayos
3. Estética
4. Crítica del arte
Sesenta años de arte en el Qosqo Ensayos, artículos y comentarios Autor: © Julio Genaro Gutiérrez Loayza Editado por: © 2022, Universidad Nacional Diego Quispe Tito. Fondo Editorial UNDQT Calle Marqués No 271, Cusco - Perú [email protected] Segunda edición, octubre de 2022 Tiraje: 1000 ejemplares Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú N° 2022-10837
Versión digital disponible en: https://libros.undqt.edu.pe
Editor (es): José Luis Fernández Salcedo, Víctor Angel Zúñiga Aedo. Corrección de estilo: Víctor Ramos Badillo. Coordinación editorial: Julio A. Gutiérrez Samanez, Armando Aguayo Figueroa. Cuidado de edición: Marco A. Moscoso Velarde, Raúl Escalante Salazar. Diseño y diagramación: J. Nicolás Marreros Córdova. Fotografía: Gustavo Vivanco León, Archivo VPI-UNDQT. Diseño de portada: J. Nicolás Marreros Córdova.
Se terminó de imprimir en octubre de 2022 en: Imprenta Dirección, Cusco.
Las opiniones expuestas en este libro son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente reflejan la posición de la editorial. Impreso en el Perú / Printed in Peru
SESENTA AÑOS DE ARTE EN EL QOSQO (1927-1988) ENSAYOS, ARTÍCULOS Y COMENTARIOS
Indice
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Presentación Seis decadas de cultura en el Cusco El fondo editorial de la UNDQT y la investigación artística Julio G. Gutiérrez Loayza (apunte biográfico) Palabras liminares
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CAPITULO I Tres pintores cusqueños Francisco González Gamarra Manuel Agustín Rivero Ricalde Mariano Fuentes Lira
33 34 50 62
CAPITULO II Comentarios sobre arte Una notable exposición de arte decorativo Una restauración bárbara La III exposición de arte decorativo inkaico en el Colegio de Ciencias Un nuevo intérprete del Cusco: el paisajista Trujillo Hablando con el pintor Martínez Málaga Alzamora, pintor popular Pantigoso Martínez Málaga
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Primera exposición de la Sociedad de Bellas Artes Los cuadros de Vinatea Reinoso en el Cusco La obra artística de Rafael Tupayachi Exposiciones y certámenes Glosas a Alejandro González Vega Enríquez, pintor Los pintores Ángel Rozas y Enrique Camino Brent Sobre la última exposición escolar Un intérprete del Chaco: Gil Coimbra Los «documentos humanos» de Eben F. Comins Un retrato del Inca Garcilaso De La Vega El pintor Francisco De Santo Visiones de la selva, por Gustavo Demicheri El retratista argentino Ramón Subirats Notas sobre Ollantay de Ricardo Rojas El II salón de los independientes Una obra de escultor obrero: Coháguila La obra americanista de Ernesto Lanziuto Puno y sus pintores Cartones de Allain en la Universidad Obrera Rafael Tupayachi Glosas a Alejandro Mario Yllanes Homenaje a un artista: Toribio Ponce Tejada Esculturas de Marina Núñez del Prado Juan Manuel Figueroa Aznar El pintor Francisco E. Olazo Exposición de caricaturas de Juan Bravo V. Exposición pictórica Omar Rayo, pintor caricaturista colombiano se encuentra en el Cusco Recordando a Francisco Olazo El Corpus en película Acuarelas de Corcuera Osores Hugo Béjar un nuevo pintor cusqueño
90 95 96 98 100 104 107 109 112 115 117 120 122 124 127 132 134 136 139 142 145 148 150 152 154 156 158 160 162 164 166 168
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El pintor Krekovic donaría su obra peruanista al Cusco Hartmunt Winkler S. Nemesio Villasante Juan de la Cruz Machicado Homenaje al artista Baltazar Zegarra Grabados de Miguel Valencia Homenaje a Martín Chambi Itinerario de Luis Ccosi Salas
171 173 174 176 178 181 183 185
CAPITULO III Homenaje a José Sabogal 205 Sabogal 206 José Sabogal y el Cusco 208 Reencuentro con José Sabogal 210 La muerte de José Sabogal 212 El Cusco y el centenario de Sabogal 214 Xilograbados cusqueños de José Sabogal 219 CAPITULO IV Notas sobre estética 225 Del impresionismo al arte abstracto 226 Forma e informalismo 234 Disquisiciones sobre el arte peruano 237 El Inti Raymi como ballet 241 CAPITULO V Notas sobre arquitectura y defensa del patrimonio artístico 243 Arquitectura de El Cuadro 244 XX aniversario del Instituto Americano de Arte del Cusco 248 En defensa del patrimonio artístico 250 Problema urbanista del Cusco 252
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Escuela de Arquitectura La casa del Inca Garcilaso Demolición de San Bernardo Nota sobre arquitectura posterremoto La fuente de Arones Enfoque Enfoque
254 256 258 260 262 265 268
CAPITULO VI Ars mundi 271 Rubens y la pintura cusqueña 272 1981: centenario de Picasso 275 El hermitage 278 Leningrado, la heroica 280 Dos horas en el Louvre 282 CAPITULO VII Arte y educación 287 La educación y el arte 288 Papel del arte en la educación 297 CAPITULO VIII Arte y revolución 301 Agremiación de los artistas 302 Lenin y el arte 305 Arte y revolución 316 Arte y pueblo 319 Siqueiros, pintor de la revolución mexicana 321 CAPITULO IX Pintura colonial cusqueña 325 La Escuela Cusqueña de Pintura 326
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Pinacoteca virreinal Santiago Lechuga Andía Pintura colonial cusqueña Los cuadros de Pujyura
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CAPITULO X En torno al arte popular 337 Santurantikuy, manifestación del arte popular cusqueño 338 Los juguetes cusqueños 341 Reivindicando el charango 343 En la hora del charango de anteanoche 345 Un imaginero cusqueño, Fabián Palomino 347 Certamen de artes plásticas populares 348 La hora del charango recibirá un nuevo impulso 350 El púlpito de San Blas será copiado en miniatura 351 El pendón y el cartel 353 Los materos de Huamanga 356 Santiago Rojas y sus comparsas de bailarines 359 El Santurantikuy 366 Inauguración del Museo de Arte Popular 370 Lápidas pintadas 375 Foro sobre la defensa del patrimonio cultural de la nación 377 Nota de arte 402 Teatro popular al aire libre 405
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PRESENTACIÓN
SEIS DECADAS DE CULTURA EN EL CUSCO Por José Luis Fernández Salcedo Presidente de la Comisión Organizadora
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as autoridades de la Universidad Nacional Diego Quispe Tito (UNDQT) del Cusco saludamos y promovemos la producción académica e intelectual sobre el mundo del arte peruano. En ese sentido, en calidad de presidente de la Comisión Organizadora de nuestra casa de estudios, me honra presentar este libro importante que compila las reflexiones del reconocido artista y crítico cultural cusqueño Julio G. Gutiérrez, a lo largo de varias décadas del siglo XX. Así, mediante la puesta en circulación de una nueva edición, que realiza nuestro fondo editorial, podremos acceder a la reconstrucción del campo artístico cusqueño, como también a la mirada perspicaz de Gutiérrez sobre nuestra ciudad y su relación con el arte, la cultura y la política. En líneas generales, 60 años de arte en Cusco nos permite visualizar la construcción y las dinámicas del arte cusqueño. A partir de una aproximación a la producción de obras artísticas de fines de la década del 20 hasta llegar a los 70, Julio G. Gutiérrez nos lleva por un recorrido histórico-cultural que permite reconstruir el pasado reciente, el cual ha servido como base para la realización artística que tenemos en la actualidad. De este modo, la visión perspicaz de este crítico remarca que el arte no está desligado de otras áreas del conocimiento, sino que su revés se solapa con lo sociocultural, distanciándose así de aquella visión purista, que solo quiere ver a “el arte por el arte”, y de aquellas interpretaciones estéticas impositivas, las cuales interpretan las obras con marcos teóricos foráneos, olvidando el contexto de producción y circulación de la obra
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artística. Como se señala en uno de los apartados iniciales, este libro apenas compila una parte de las publicaciones de Julio G. Gutiérrez, por lo que queda pendiente todavía sumergirse en la exploración de las otras facetas de este gran crítico y artista cusqueño. De este modo, este libro espera contribuir a la conformación de la identidad de nuestra región, tanto del ciudadano de a pie, así como de los alumnos y docentes de nuestra casa de estudios. Así, mediante esta nueva edición que publica el Fondo editorial de la UNDQT estamos aportando a reintroducir ideas y perspectivas del arte nacional que, de a pocos, habían quedado en el olvido de la comunidad cusqueña.
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EL FONDO EDITORIAL DE LA UNDQT Y LA INVESTIGACIÓN ARTÍSTICA Por Mario Curasi Rodríguez Vicepresidente de Investigación de la UNDQT
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a Vicepresidencia de Investigación (VPI), de la Universidad Diego Quispe Tito, en su trabajo de incentivo a la producción editorial, presenta una nueva edición de 60 años de arte en el Cusco, del notable crítico e intelectual cusqueño Julio G. Gutiérrez. Este libro puede enmarcarse en lo que se conoce como investigación artística, la cual, según Henk Borgdorff, tiene tres tipos sobre, para y desde las artes, esta producción la consideramos sobre las artes; ya que, evidencia rigurosidad al abordar un determinado contexto cultural. En este tipo de investigación, justamente, es necesario que el artista presente un interés particular en desarrollar la labor investigativa. En ese sentido, Julio G. Gutiérrez se enmarca en esa condición, pues su práctica y sensibilidad artísticas le permite desarrollar una crítica o reflexión sobre las obras artísticas y el acontecer cultural, partiendo siempre en base al contexto de producción de aquellas. Para retomar el comentario del libro, cuya primera edición data de la década de los 90, este reúne artículos periodísticos, conferencias y manuscritos del autor, en una suerte de compilación que recorre distintas entradas temáticas. Como eje central del libro tenemos al arte cusqueño, donde Gutiérrez pone en práctica su memoria histórica para reconstruir los avatares de la pintura cusqueña, mediante un recorrido de los tránsitos e intercambios de artistas foráneos con la ciudad. Cabe señalar que su narración no se queda en la mera descripción, sino que también comenta las técnicas pictóricas, donde deja percibir su perspectiva estética y el rol de esta dentro del ámbito sociocultural.
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Sin embargo, el autor no solo se limita a analizar la producción artística, sino también reflexiona sobre el rol de la arquitectura dentro de la ciudad. A raíz del terremoto de 1950, Julio G. Gutiérrez medita sobre la reconstrucción de Cusco como una posible inserción de nuevas formas estéticas, las cuales serían sometidas al gusto extranjero antes que preferir la identidad local. Otras de las partes importantes del libro, la ocupa sus testimonios sobre su encuentro con museos y obras de arte extranjeras. La memoria ocupa un papel importante en esta parte, puesto que escenifica los recorridos que realizó, por ejemplo, en el museo Louvre, o también su experiencia en la Rusia socialista, antes que se derrumbe el muro de Berlín. Finalmente, el libro cierra con un apartado dedicado al arte popular. Aquí, el autor despliega su conocimiento sobre la relación arte y sociedad, a través del vínculo del poblador de a pie con la producción artesanal. En esta parte, Gutiérrez también realiza comentarios sobre el papel del arte en el espacio público, es decir, el lugar que ocupa dentro de la ciudad y sus vínculos simbólicos. De parte de la VPI, saludamos cordialmente la publicación de este libro por parte del Fondo Editorial de la UNDQT. De este modo, mediante esta publicación retomamos la producción editorial de nuestra casa de estudios y nos sumamos a esta corriente renovadora de ideas, poniendo en circulación una nueva edición impresa, la cual será de mucha ayuda para los interesados en conocer la historia del arte cusqueño en el siglo XX. En los próximos meses, continuaremos con las publicaciones de nuestro fondo editorial, contribuyendo, así, a la producción académica e intelectual nacional.
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JULIO GENARO GUTIÉRREZ LOAYZA (PANCHO FIERRO) Apuntes biográficos por Julio Antonio Gutiérrez Samanez
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l escritor, profesor, periodista y crítico de arte Julio G. Gutiérrez Loayza nació el 19 de enero de 1905; fueron sus padres don Serapio Gutiérrez Canal y doña Lucía Loayza Vargas. Estuvo casado con la señora Consuelo Samanez Cáceres, fallecida en 1974, con quien tuvo seis hijos: José Carlos, Tania Consuelo, Blanca Lis, Julio Antonio, Sandro Virgilio y Lucía Esperanza. Estudió la primaria en el Colegio Peruano que, era dirigido por el maestro Isaac Tejeira; y en el colegio Pestalozzi, a cuya cabeza se encontraba el distinguido pedagogo Humberto Luna. Realizó sus estudios secundarios en el Colegio Nacional de Ciencias, de donde egresó en el año 1920. Se dedicó por algunos años a la agricultura, para adquirir independencia económica y autoeducarse. En esa época se aficionó a la lectura y al arte. Ingresó a la Universidad del Cusco en 1924 y estudió en las facultades de Letras y Educación; terminó ambas carreras, pero no se graduó por ser como los otros representantes de su generación, «alérgico al título profesional», considerado como un caro emblema del gamonalismo y la feudalidad, puesto que, por entonces, como dice el Dr. Valcárcel en sus memorias: «Se era doctor o no se era nada». En 1925 participó de un memorable viaje a Machupicchu con la comitiva del prefecto Vélez, en la que se encontraba el fotógrafo Martín Chambi. En 1926 inició sus actividades periodísticas en El Diario, como redactor principal, bajo la dirección del canónigo Vega Centeno. Ese mismo año se vinculó con un grupo de intelectuales jóvenes que formaron el grupo Ande, cuyo vocero fue Pututo: revista oral de arte, letras y polémica; dirigida por Román Saavedra. Julio G. Gutié-
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rrez figura como artista grabador e ilustrador junto con Mariano Fuentes Lira, Alfonso González Gamarra, Francisco Olazo, Alcides Frisancho, etc. Los pintores del grupo participaron en la muestra denominada «Primer Salón del Ande». En 1927 participó en la gran huelga universitaria del Cusco, en apoyo al «maestro de la juventud» Dr. Uriel García. El grupo Ande organizó y dirigió la huelga y publicó los dos únicos números de la revista Kuntur, revista de ideas y arte, que mereciera el elogio de José Carlos Mariátegui, por una parte, y por otra, la campaña de silenciamiento y persecución de sus autores por parte del Gobierno, el gamonalismo y el clero. Julio G. Gutiérrez participó como grabador y como crítico de arte. En mayo de 1929, fue uno de los fundadores de la Primera Célula Comunista del Perú y organizó junto con el maestro Fuentes Lira el primer gremio clasista cusqueño: el Sindicato de Construcción Civil y Artes Decorativas, en marzo de 1930; ocasión en la que fue su primer secretario general. Los fundadores de dicha organización, en su mayoría estudiantes de la pequeña burguesía, decidieron «proletarizarse», y de artistas del pincel pasaron a actuar como pintores de brocha gorda, para acercarse a la clase obrera y organizarla. Julio G. Gutiérrez L. fundó y dirigió Constructor, primer periódico sindical del Cusco, órgano del Sindicato de Construcción Civil y Artes Decorativas. Asimismo, fue cofundador de la Federación Obrera Departamental en 1930, hoy Federación Departamental de Trabajadores del Cusco (FDTC). También fundó y editó los periódicos políticos El Ayllu y Jornada. Estos hechos fueron estudiados y reconocidos posteriormente por los historiadores Arturo Aranda, María Escalante, José Tamayo Herrera, Nicolás Lynch y Carlos Ferdinand Cuadros, en los trabajos siguientes: Lucha de clases en el movimiento sindical cusqueño (1927-1965), «Historia social del Cusco republicano» (Revista Crítica Andina, N° 3, 1974), La vertiente cusqueña del comunismo peruano, y el libro testimonial del profesor Julio G. Gutiérrez Así nació el Cusco Rojo, publicado en 1986. Perseguido por sus ideas políticas, fue apresado y llevado a la prisión política de El Frontón en 1932 y deportado a Bolivia en 1933, en plena guerra del Chaco entre esa nación y el Paraguay. Posteriormente, en 1963 y 1964 sufrió prisión política en El Sepa.
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Dedicado al periodismo, trabajó en el diario El Comercio desde 1936 hasta 1942, escribió la sección «Perspectiva» y popularizó el seudónimo de Pancho Fierro. En el año 1937 fue cofundador del Instituto Americano de Arte, junto con los valores más importantes de la intelectualidad cusqueña, dirigidos por el sociólogo e historiador Dr. Uriel García. Entre ellos se encontraban José Gabriel Cosio, Rafael Aguilar, Víctor M. Guillén, Domingo Velasco Astete, Roberto Latorre, Alfredo Yépez Miranda, Humberto Vidal Unda, Martín Chambi, Francisco Olazo, Roberto Ojeda, Carlos Lira, Oscar Saldívar, Víctor Navarro del Águila, Julio Rouvirós, Alberto Delgado, y los hermanos Federico y Francisco Ponce de León. Julio G. Gutiérrez presidió esta importante institución en tres períodos. En 1942, fue fundador y primer secretario general del Sindicato de Periodistas del Cusco, organización fundada a raíz de su alejamiento del diario El Comercio. Desde 1945, trabajó en El Sol bajo la dirección de Mariano E. Velasco y el Dr. José Gabriel Cosio; allí escribió las secciones «Perspectiva» y «Rayos X», comentarios internacionales y artículos sobre arte y crítica de arte hasta 1957, cuando, a consecuencia de un editorial sobre las víctimas de la sequía, abandonó ese diario. Colaboró en varios diarios y revistas del Cusco, Arequipa y Lima, como Kosko, Kuntur, Waman Puma, Tradición, Ayllu, Liwi, Panoramas, Excélsior, Garcilaso, Jornada, El Burrito Cienciano, El Cienciano, Ciencias y Artes, Cusco, Oiga (del Cusco), etc. En 1950, a raíz del terremoto, fundó el vocero Reconstrucción, encabezando campañas periodísticas en defensa de la conservación y preservación del patrimonio cultural cusqueño, así como a favor de la fundación de la Escuela de Bellas Artes y la Facultad de Arquitectura de nuestra universidad. Por esos años, alternó sus actividades periodísticas con la docencia en la enseñanza del dibujo y dibujo técnico en centros educativos locales. Fue director y jefe de redacción en la Revista del Instituto Americano de Arte; y en varios de sus números, que fueron difundidos a nivel internacional, escribió artículos y comentarios sobre arte popular y crítica de arte.
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Muchos de sus artículos fueron publicados en periódicos de Lima como El Comercio, La Prensa y Expreso; y en las revistas Unidad, Democracia y Trabajo, Expresión, Peruanidad, Hora del Hombre, Limeña y Cambio. Además, fue colaborador de La Verdad de Sicuani, y El Pueblo y Noticias de Arequipa. Fuera del país colaboró en La Revista de Bolivia, La Razón y el Diario de la Paz, y en La Nación de Santiago de Chile. Varios de sus artículos fueron traducidos al inglés y publicados en países extranjeros. En 1950 fue cofundador de la Federación de Periodistas del Perú, como delegado del Cusco al Primer Congreso Nacional de la Federación de Periodistas del Perú. Asimismo, fue delegado al III y IV congreso en referencia. Fue miembro de número en la Academia de la Lengua Quechua, de la que también fue vicepresidente, dirigió la revista Inka Rimay N° 1 de la Academia Peruana de la Lengua Quechua, esto en diciembre de 1963. Así mismo, fue miembro de la Asociación de Maestros Primarios y fundador de la Casa del Maestro, y fue miembro de la Asociación de Profesores de Educación Técnica y del Sindicato de profesores Secundarios del Cusco. Fue alcalde del Concejo Distrital de Santiago en dos períodos, 1959 y 1960. En 1964, fue llamado por el artista Mariano Fuentes Lira para laborar como profesor de la Escuela de Bellas Artes. Desde ese año, enseñó las asignaturas siguientes: Historia Universal del Arte, Metodología de las Artes Plásticas, Arquitectura, Estética y Filosofía del Arte. En varias ocasiones se le encargó la Dirección de la Escuela. Se jubiló de la docencia en 1976, luego de 35 años de infatigable labor en los niveles primario, secundario, técnico, normal y artístico, habiendo enseñado en centros escolares como Ciencias, la Gran Unidad Escolar Inca Garcilaso de la Vega, el Politécnico Regional Sur Oriente, Colegio de Santa Ana y Colegio Cooperativo José Gabriel Cosio, así como en la Escuela Regional de Bellas Artes.
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Pintor y crítico de arte En un reportaje realizado por el diario Excélsior en 1930, el talentoso artista y crítico de arte Dr. Ángel Vega Enríquez dijo lo siguiente: «Por hoy, no dejan de concitar mi atención los talentos jóvenes y en marcha de Luis E. Valcárcel, J. Uriel García y Luis Velasco Aragón. Un aparte: creo en Julio G. Gutiérrez, como pintor y crítico de arte serenísimo». Con estas palabras apadrinó Vega Enríquez toda una vida intelectual al servido del arte y la cultura. Por otra parte, Román Saavedra escribió en 1977 que Julio G. Gutiérrez: «Además de ser un artista de prestigio y auténtico creador de la pictórica de contenido humano y de orientación socialista, es periodista y crítico de arte de auténtico sentido revolucionario». En otro artículo Saavedra afirma: «Pancho Fierro [...] es también un crítico de arte de buenos quilates, pintor, periodista, obrero de fábrica y maestro primario; exprime el zumo de sus experiencias en sus crónicas y perspectivas». Del mismo modo el senador Jorge del Prado, político y pintor en sus años mozos, recuerda esa faceta de Gutiérrez en el prólogo al libro Así nació el Cusco Rojo, en donde lo reconoce como: «Uno de los destacados exponentes de la pintura nacional». El poeta Ángel Avendaño, en su obra Pintura contemporánea en el Cusco, al referirse a la labor de Julio G. Gutiérrez como pintor, afirma: «Si nos atenemos al valor de las cábalas y no a la tinta de imprenta, el horóscopo secular de Julio Gutiérrez anunciaba no tener a un pintor, sino a un hombre de empeños redentores, a un amante de la libertad nacido para probar los maderos de la vida en el fuego de innumerables inquisiciones». Su vasta producción de crítico de arte y periodista está aún por compilarse. Parte de ella se halla en la presente obra.
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Periodista combativo La obra periodística de Julio G. Gutiérrez comprende más de dos mil artículos, comentarios, críticas de arte e investigaciones históricas. Desde que inició sus actividades como cronista de El Diario en 1927, ilustrador y redactor de la revista Kuntur, y redactor de El Sol y El Comercio, cuenta con una larga trayectoria de más de cincuenta años en el periodismo, teniendo además el mérito de haber fundado el primer periódico obrero del Cusco, Constructor, órgano del Sindicato de Construcción Civil y Artes Decorativas, y los voceros Ayllu y Jornada. Todavía en 1949, Román Saavedra hizo una justa valoración de la importancia de Gutiérrez, en ese sentido, consideró que los periodistas por antonomasia, –dentro del aporte cultural cusqueño–, son indudablemente, Roberto Latorre y Pancho Fierro. Muchos años después, en 1984, cuando el municipio cusqueño concedió la Medalla de la Ciudad a Julio G. Gutiérrez, el poeta y periodista Dr. Gustavo Pérez Ocampo escribió: «Se ha llamado del olvido a un maestro del periodismo cusqueño, Julio G. Gutiérrez, que, como decía Federico Nietzsche, “decía su palabra y se rompía entero”, y, además: ¡escribía en perfecto castellano!... Digo, pues —continúa Pérez Ocampo—, que el gran Pancho Fierro, como firmaba sus comentarios don Julio G. Gutiérrez, fue premiado con la medalla de la ciudad». Todo eso y mucho más se reconoce del profesor Gutiérrez en su faceta de periodista. Por ello, el Colegio de Periodistas, por gestiones de dos jóvenes valores del periodismo local, aunque de disímiles posiciones políticas, como son Erik Escalante y Germán Alatrista, lo reconocieron como Colegiado distinguido en 1986.
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Educador y maestro de juventudes Julio G. Gutiérrez L. inició su labor educativa muy temprano, como profesor de dibujo en la escuela primaria. Organizó la primera exposición escolar de pintura en diciembre de 1942, bajo los auspicios del Instituto Americano de Arte. En reconocimiento a esta labor el periodista Roberto Latorre hizo un discurso en cuyos acápites dice: «He dicho que esta magnífica realidad se debe al Instituto Americano de Arte, en cuyo nombre hablo. En gran parte es así. Pero no se puede callar que, si se anota ese mérito, es imprescindible proclamar que la iniciativa y el esfuerzo librados en la cruzada se deben en todo a Julio Gutiérrez, maestro de pintura escolar que, interpretando fielmente el motivo de su presencia en el magisterio, no solo se ha encajado en los cánones que la obligación le impone, sino en los que su profesión espiritual, su inteligencia y su patriotismo le dictan imperativamente. Afirmo que obra tan loable le cuesta sinnúmero de amarguras y tormentos, pero los resultados conquistados compénsanle de ellos y dan una vibrante voz de alerta para el renacimiento de nuestro pueblo que, por su tradición y mando, debía ser siempre excelentemente artista. Tenía que ser Julio Gutiérrez, secretario del I.A.A., quien asumiese intrépidamente la enorme responsabilidad de encauzar la fresca mentalidad de los cholos 'patakalas' de mi pueblo, por los amplios caminos del Arte para gloria del Perú». La revista El Ayllu, dirigida por Miguel Ángel Delgado Vivanco, le dedica estas palabras de admiración: «Cabe destacar la actuación de Julio G. Gutiérrez, maestro de dibujo de nuestras escuelas. El joven periodista, ágil escritor notable, crítico de arte y uno de los más calificados valores de la nueva generación, se anotó un éxito más a su foja de servicios, nutrida de campañas nobilísimas, puestas todas ellas al conjuro de convicciones bien probadas y definidas al servicio social».
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Fig. 1 Hemeroteca de Julio G. Gutiérrez Loayza, autor de los 60 años de arte en el Qosqo Santiago, Cusco de 2022 Fotografía: Gustavo Vivanco León
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NUEVA EDICIÓN DE “SESENTA AÑOS DE ARTE EN EL QOSQO” Por Julio Antonio Gutiérrez Samanez
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ulio G. Gutiérrez contribuyó en la formación de una consciencia estética peruana, a partir del indigenismo de sus maestros: Ángel Vega Enríquez, pintor y periodista; el neoindianismo de Uriel García; o el incanismo de Luis E. Valcárcel, expresados en las revistas Kosko y Kuntur, a lo que se sumó el benéfico influjo de Sabogal y Mariátegui, a través de Amauta. De esta manera, Agustín Rivero, Mariano Fuentes Lira y Julio G. Gutierrez, jóvenes pintores cusqueños de la vida indígena del campo, pasaron pronto a cuestionar esa realidad y enjuiciar al gamonalismo rural y la explotación obrera urbana. Los pinceles, colores y gubias cedieron el paso a la propaganda política y a la organización de sindicatos y federaciones obreras en los años treinta. Entre dictaduras militares, algunos gobiernos democráticos y la Segunda Guerra Mundial, acontecieron en Cusco muchas exposiciones y muestras de artistas venidos de diferentes latitudes, que atizaron el fuego de una formidable bohemia. Esto dejó fundadas instituciones, grupos culturales y grandes iniciativas corporativas, como puede leerse en este libro, escrito tomándole el pulso a la vida cotidiana cusqueña y el quehacer de los artistas, año tras año, década tras década. En su faceta íntima, pese a su enorme sabiduría, mi padre era un hombre humilde y sencillo. Llevó una vida digna, sacrificada y difícil, entregado a sus ideales. Pese a estar siempre en condición de perseguido, preso y deportado, nunca renegó de sus ideales. Lo recuerdo estudiando, leyendo, investigando: preparaba sus artículos periodísticos, discursos, conferencias, siempre compar-
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tiendo sus hallazgos con cada uno de sus seis hijos. Era un sembrador de ideas, es decir, un maestro que no dejaba de regar con su pensamiento las mentes jóvenes que acudían a él y le escuchaban. Desde muy joven, se orientó hacia la crítica social, las artes plásticas y el periodismo. Su profunda sensibilidad de artista lo acercó a comprender el arte, la sabiduría y el dolor del pueblo humilde; su densa cultura, a los arcanos de la historia, que fue una de sus pasiones. Esta obra, cuya primera edición del año 1994 ya estaba agotada y ahora se vuelve a publicar con el auspicio de la Universidad Nacional Diego Quispe Tito del Cusco —institución que él alentó y dio vida durante muchos años hasta su jubilación, como maestro de Historia del Arte, Filosofía del Arte y Estética— es una compilación de sus artículos, crónicas y ensayos sobre arte, realizados a lo largo de seis décadas. En ese sentido, es un invalorable aporte al estudio de las artes plásticas en nuestra tierra y, por lo tanto, un fondo cultural para las nuevas generaciones de artistas, pues en la obra se refleja la ingente actividad artística, la presencia de personalidades notables que expusieron su trabajo, la evolución del pensamiento estético del autor, sus ideales humanistas y socialistas, su acercamiento al pueblo llano para rescatar el arte popular, sus iniciativas como maestro de dibujo y pintura en las escuelas fiscales, sus estudios estéticos, y, sobre todo, su orientación de los artistas jóvenes, que ejerció más de medio siglo, comentando las exposiciones. Así, esta obra se vuelve un recurso invalorable para los investigadores del arte cusqueño del siglo XX, época de grandes transformaciones y luchas sociales, a la par de cambios profundos en la estructura social, que se vieron reflejados en el discurso artístico. Agradezco a nombre de la familia del maestro Julio G. Gutiérrez Loayza, a la Comisión Organizadora de la UNDQT, a la Vicepresidencia de Investigación -que asumió el trabajo de diseño, elaboración y nueva concepción del libro-, y a todos los que hicieron posible esta edición. Asimismo, al Instituto Americano de Arte, en la persona de su presidente el escritor Enrique Rozas Paravicino, por habernos dado acceso a su importante pinacoteca con cuyas obras ilustramos el libro. Cusco, junio del 2022
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PALABRAS LIMINARES Por El autor
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e reunido, en este libro, juicios críticos, apreciaciones y glosas que escribí hace bastantes años sobre los tres más notables pintores cusqueños del presente siglo, que va llegando a su fin1: Francisco González Gamarra, Agustín Rivero y Mariano Fuentes Lira. No se trata precisamente de «crítica», según la vulgar y común acepción del término. Se critica solamente aquello que se considera mal y digno de censura. El «crítico» resultaría así una suerte de juez implacable y severo, cuyo juicio se teme y se acepta como veredicto o fallo inapelable. Semejante concepto del «crítico» ha periclitado hace tiempo y, en buena hora, reemplazado por el de comentarista, cuya misión es la de interpretar la obra de arte, ayudando al espectador a comprenderla y apreciarla. Tarea nada fácil, por cierto, ya que exige de quien la ejerce cierto nivel de cultura especializada, amén de sensibilidad estética capaz de ponerse a tono con el artista y su obra. Mis artículos llenaron su función en su oportunidad, y, las ideas y opiniones que en ellos expongo, pertenecen a un pasado relativamente reciente. De este modo, aunque aquellos no forman un conjunto orgánico, tienen o pretenden tener alguna unidad de pensamiento y un propósito firme, el de contribuir al conocimiento de nuestros auténticos y genuinos valores, rescatarlos del olvido y, de algún modo, tributarles el reconocimiento que, con toda justicia, se merecen. Un artículo periodístico ocasional se olvida y se pierde sin remedio; en
1.
La primera edición de este libro fue en 1994.
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cambio, llevado al libro adquiere perennidad y prestancia. El atuendo editorial deviene decisivo para la obra literaria. Por eso, atendiendo a un legítimo y natural deseo de mis hijos y de numerosos amigos míos, que justiprecian el valor intrínseco de mi labor de “crítico” y “comentarista de arte” -expresión, por otra parte, de mi innata vocación por las bellas artes-, presento esta primera selección entre cerca de un centenar de mis artículos sobre pintura y pintores contemporáneos, y temas relativos a las bellas artes, publicados en diarios del Cusco, Arequipa, Lima, Puno, La Paz y otras ciudades. En esta obra incluyo una selección de artículos sobre temas y motivaciones que guardan estrecha relación con el antiguo Cusco y la pintura colonial, y, de modo especial, con la arquitectura, la estética, el arte popular, así como comentarios acerca de hechos vinculados de uno u otro modo con la vida cultural y artística, a lo largo de más de medio siglo.
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CAPITULO I TRES PINTORES CUSQUEÑOS
Julio Genaro Gutiérrez Loayza
FRANCISCO GONZÁLES GAMARRA
La pintura cusqueña en el siglo XIX En el número 3 de Museo Erudito, correspondiente al 15 de abril de 1837, el escritor, periodista y abogado cusqueño José Palacios anotaba, en un breve artículo sobre «Bellas artes», lo siguiente: «La pintura en el Cusco está por expirar con el último artista que, cargado de años, se aproxima más y más al sepulcro. Este es el célebre Pascual Olivares, que vive en San Cristóbal. Sus obras han sido llevadas a Europa y han hecho la admiración y el placer de los conocedores». Nada, fuera de esta sucinta referencia, sabemos de Pascual Olivares, probablemente, uno de los últimos epígonos de la famosa Escuela Cusqueña, cuyos postreros resplandores llegaban al primer tercio del siglo pasado. Con Olivares, según decía el Dr. Palacios, habría expirado la otrora gloriosa pintura cusqueña. Ya no encontramos más nombres de pintores hasta finales del siglo. Habría que mencionar a Francisco González, famoso ebanista que también fue pintor, y a Tomás González Martínez, su hijo, igualmente pintor de no escaso mérito. En este ciclo de innegable decadencia hay que inscribir a Mariano Corvacho, quien firma las copias de cuadros franceses del retablo de la Virgen de la Antigua, en el trascoro de la catedral. Corvacho pintó, asimismo, retratos en el estilo del ecuatoriano Ugalde, que formó algunos discípulos, pero su producción fue muy escasa o ha desaparecido. Estos dos nombres cierran virtualmente la centuria. Al finalizar el ochocientos, nace en esta ciudad Francisco González Gamarra, que, sin lugar a dudas, es el mayor y más notable pintor cusqueño de todo el período republicano; esto es, en ciento cincuenta años de la historia artística del Cusco.
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Infancia y juventud González Gamarra, que acaba de morir en Lima a los 82 años2, nace en el hogar de aristocrática estirpe, formado por don Tomás González Martínez y la señora Eufemia Gamarra Saldívar. Su casa es nada menos que el ciclópeo palacio inca de Hatunrumiyoq, en la Colonia, solar de los marqueses de San Juan de Buena Vista y Rocafuerte, ex palacio arzobispal y actual Museo de Arte Religioso. Su familia es una familia de artistas. Su abuelo, don Francisco González, pionero de la organización artesanal, fue fundador de la benemérita y centenaria Sociedad de Artesanos, y ebanista magnífico, cuyas obras fueron exhibidas en la Exposición Universal de París de 1894. Su padre, don Tomás González Martínez, era, del mismo modo, pintor y ebanista. La señora Eufemia Gamarra Saldívar, madre del pintor, tocaba diestramente el piano en los suntuosos saraos y tertulias, las cuales reunían en sus salones de Hatunrumiyoq a la mejor sociedad cusqueña de la época. De sus progenitores heredó el temperamento y la vocación en el arte plástico, como pintor; y en la música, como compositor. Terminados sus estudios secundarios en el Colegio Nacional de Ciencias, durante los cuales se hizo notar por su extraordinaria habilidad como dibujante eximio y caricaturista de vena satírica, ingresó a la Universidad de San Antonio Abad y se matriculó en la Facultad de Letras; posteriormente, se graduó de bachiller en la Universidad Mayor de San Marcos. Del Cusco se trasladó a Lima en 1913, al ganar un concurso para dibujante político de la revista Variedades, en reemplazo de Julio Málaga Grenet, quien había renunciado para irse al extranjero. En la capital, González Gamarra dio inmediatamente muestras de su ingenio cáustico y observador, atento a las incidencias del momento. Rápidamente supo abrirse camino, alternó las chirigotas semanales de Variedades con el estudio del arte inca, en los museos y colecciones particulares, y los estudios académicos en San Marcos. La vasta documentación
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El pintor falleció en julio de 1972. (Nota de la edición)
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que reunió entonces le sirvió para su tesis de bachillerato, que versó justamente sobre «arte incaico». A través de Variedades, el joven cusqueño se relaciona con el grupo de intelectuales y artistas que trabajaban en dicha revista en torno a Clemente Palma, su director. Pontificaba entonces, como crítico de arte, el pintor Teófilo Castillo, quien tenía estudio abierto y dirigió posteriormente una academia de pintura en la Quinta Heeren, de los señores Pardo.
González Gamarra y Teófilo Castillo El encuentro con Teófilo Castillo tuvo, sin duda, decisiva influencia en la carrera artística de González Gamarra. El temible y malhumorado crítico valorizó de inmediato el excepcional talento del artista y le prodigó consejos y elogios. Don Teófilo decía siempre que en González Gamarra había «estofa superior a la de un simple monigotista de Variedades». A fines de 1913, González Gamarra publicó un hermoso álbum de dibujos a la pluma. Precedido de un encomiástico prólogo de Teófilo Castillo, mereció elogiosos juicios del poeta José Gálvez y otros escritores de la capital. Comentando el álbum, José Gálvez escribió lo siguiente en Variedades: «González Gamarra es un artista en el noble y amplio concepto del vocablo, un verdadero enamorado de la belleza a quien la belleza ha otorgado el don precioso de sus medios de expresión» (Variedades, nro. 305, 3 de enero de 1914). Pintaba, al mismo tiempo, acuarelas en el mejor estilo del género, sobre temas cusqueños: las fruteras del Corpus, la procesión del Señor de los Temblores, fornidos indios de las diversas provincias con sus trajes característicos, evocaciones de la fastuosa corte imperial del Tawantinsuyo, el Inca, el Willka-uma, las ajllas, la ofrenda al Sol, el Inti Raymi, etc. Trabajaba arduamente sin olvidar su pasión de toda la vida: la música. Dejamos anotado, de paso, que la música no fue para González Gamarra una suerte de Violín de Ingres, sino algo tan profundamente sentido como su pintura, a tal punto que, en esta su tierra del Cusco, más se le conoce como músico que como pintor. Forma
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Fig. 2. Apuntes de Julio G. Gutiérrez Loayza para el artículo referido a González Gamarra y Teófilo Castillo Variedades, N° 305, 3 de enero de 1914 Colección familia Gutiérrez
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parte de los llamados «cuatro grandes», y compartió honores con los maestros Aguirre, Zegarra y Ojeda. De González Gamarra pianista y compositor, hay que hacer capítulo aparte: se lo merece. Yo me limito a presentar, en este trabajo, al pintor. Es tiempo de dejar constancia que González Gamarra tuvo una formación totalmente autodidacta; creo que quizá su primer y único maestro haya sido su mismo progenitor, don Tomás González Martínez. Teófilo Castillo fue más bien su mentor y guía. Alguna vez, ya triunfante el artista cusqueño en Nueva York, escribió don Teófilo: «Cábeme alguna parte de dicho triunfo, ya que a todos consta que fui el mentor de ese talento privilegiado, quien guió sus primeros pasos y le hizo ver que en él había estofa superior al de un monigotista de Variedades».
Aquí me asfixio... Así, un buen día al terminar el año 1915, Francisco González Gamarra reúne algunas decenas o centenares de sus trabajos en gruesas carpetas y, sin más bagaje que esta preciosa carga, casi sin dinero en los bolsillos, pero seguro de sus posibilidades, se embarcó rumbo a Estados Unidos. No fue a París o a Roma, polos de atracción magnética para escritores y artistas sudamericanos. Se dirigió a Nueva York, la mayor metrópoli del mundo capitalista, en pleno e incontenible ascenso. «Tal gesto —escribe Teófilo Castillo— acusa en Gamarra el temple de un valiente, ejemplar escaso en nuestra juventud compuesta en su mayoría de pusilánimes y de tristes». En confidencia bohemia e íntima, el joven pintor confiesa al maestro: «Me voy porque sí, porque aquí me asfixio, muero; y a morir por morir, prefiero terminar allá, luchando entre grandezas, que aquí entre miserias. El arte me atrae, pero quiero un arte sano, serio, fuerte, que me ayude a interpretar todo lo que bulle en mi alma de cusqueño y americano, nuestra brillante historia pasada, nuestras inmensas riquezas arqueológicas» (Variedades, nro. 403, 20 de noviembre de 1915). ¡Qué estupenda lección de energía, de confianza en sí mismo, que encierra todo un credo estético de peruanidad y de cusqueñismo auténticos! Este
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ideal tan rotundamente concretado por el novel artista informó toda su vida y la integridad de su obra plástica. Muchos artistas peruanos antes que él tomaron el camino del exilio voluntario en pos de más vastos horizontes y de medios superiores para desplegar su talento. Allí están Ignacio Merino, Francisco Laso, Carlos Baca Flor, Daniel Hernández y, en años más recientes, José Sabogal, Enrique Domingo Barreda y, también, nuestro pequeño Francisco Olazo, que, con poca fortuna, hizo su estancia en París.
Bajo los rascacielos de Manhattan ¿Qué hizo González Gamarra entre los monstruosos rascacielos de Nueva York? Al comienzo —y esto no es leyenda, porque lo dice Teófilo Castillo— hasta tuvo que «sentar plaza de mozo de cordel», no conocía el idioma y debió luchar en condiciones muy adversas. Pero, a fuerza de voluntad —que en esto nuestro paisano demostró poseer un coraje digno de los pioneros y los self made men yanquis—, ingresó como dibujante de revistas y, luego, en el New York Times, uno de los grandes rotativos mundiales. Diez años permanece en la metrópoli yanqui bajo los rascacielos de Manhattan y de Brooklyn, mientras Europa se desangra en la carnicería de la Primera Guerra Mundial. En 1919, en Nueva York, González Gamarra alcanza un resonante triunfo de ecos mundiales: se consagró como retratista de fama internacional, con lo que se colocó a la altura de los más encumbrados maestros del género, de la misma o superior talla que su paisano Baca Flor. Aquel año, el rotativo neoyorquino The New York Herald Tribune publicó, a doble página y a todo color, el retrato del célebre cardenal belga Joseph Mercier, arzobispo de Malinas, personaje entonces en boga por su enfrentamiento a los invasores germanos de su patria y sus audaces doctrinas neoescolásticas. Desde Variedades, Teófilo Castillo, que seguía atentamente los pasos de su discípulo, no tuvo a menos calificar el suceso de «triunfo formidable, el más alto alcanzado por un artista peruano», y recordaba que, hasta entonces, solo Baca
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Flor había logrado algo semejante llenando un cuarto de página del New York Herald con su retrato del multimillonario Pierpont Morgan. En 1922, González Gamarra realiza su primera exposición en el Southwest Indian Hall del American Museum of New York, otra en el Avery Architectural Hall de la Universidad de Columbia y, posteriormente, en el Instituto Smithsoniano de Washington D. C. Asimismo, presenta una exhibición de sus obras en la Sociedad de Acuarelistas de Nueva York. La crítica especializada de diarios y revistas de los Estados Unidos acogió la obra del pintor cusqueño con juicios elogiosos que destacan la peruanidad esencial de su arte, no solo por su temática, sino por su lenguaje plástico inspirado en la arquitectura, el arte lítico, la cerámica y el tejido de las culturas peruanas precolombinas, particularmente en el arte inca, tan entrañablemente arraigado en su recio temperamento de cusqueño de estirpe. Hablando con el crítico neoyorkino Perriton Maxwell, que escribió un juicio consagratorio en la revista Art and Decoration, González Gamarra recuerda con orgullo su lejana tierra natal: «El Cusco —decía— es un libro sellado del pasado, tan grande como Atenas, tan grande como la antigua Roma», y añadía que la antigua capital del Tawantinsuyo constituye una continua y fecunda fuente de inspiración para el artista.
La herencia de Laso De este modo, González Gamarra es, por su arte y sus ideales estéticos, un peruano genuino, contrariamente a los otros grandes pintores nacionales como Merino, Baca Flor y Hernández, quienes, habiendo vivido y trabajado en el Viejo Continente, son europeos no solo por su técnica y su temática, sino hasta por su mentalidad y su espíritu. Hay que hacer excepción de Laso y, en cierta medida, de Montero. El tacneño Francisco Laso es el primer pintor auténticamente peruano, el primer indigenista y, también, el primer revolucionario plástico. En efecto, Laso llevó al lienzo el tema indígena en cuadros como el Haravicu y Pascana en la cor-
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dillera, y pintó ese panfleto anticlerical que es El entierro del mal cura, que parece anticipar el pensamiento radical y anarquista de don Manuel González Prada. Francisco González Gamarra es, en este sentido, el mejor continuador de Laso y ha justificado con su copiosa obra el premonitorio deseo de su maestro Teófilo Castillo, quien, en 1915, manifestaba su anhelo de «despertar para su enorme talento una enorme ambición, esto es, recoger la herencia de Laso» (son palabras textuales del gran crítico, Variedades, 8 de mayo de 1915).
Baca Flor y González Gamarra A propósito de Baca Flor y González Gamarra, he aquí un pasaje anecdótico de la vida neoyorkina de nuestro pintor. En sus primeros años difíciles, el pintor cusqueño, atraído por la fama de su compatriota el arequipeño Baca Flor, trató de buscarle su amistad y conocer su residencia que, a decir de sus biógrafos y panegiristas, era un palacio espléndido. Al efecto, se valió de un amigo de ambos, diplomático para más señas, para que lo presentara, pero este solo obtuvo una respuesta negativa, ya que el orgulloso retratista de los magnates de la banca yanqui «nada quería saber de sus paisanos». El cusqueño tuvo que «tragarse la píldora», pero pronto se presentó la oportunidad para tomarse el desquite. Baca Flor, visitando una exposición colectiva, pudo ver obras de González Gamarra que le llamaron la atención y comunicó al amigo mediador que accedía de buen grado a la presentación. Cuando el intermediario le llevó la noticia, González Gamarra le mandó este recado: «pues ahora soy yo el que nada quiere». Baca Flor comprendió el lance y dicen que otra vez, con motivo de una nueva exposición de González Gamarra, fue él mismo a buscarlo para solicitar su amistad. Desde entonces, nació entre los dos grandes artistas una cordial e íntima amistad3.
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Enrique D. Tovar, biógrafo de González Gamarra, asegura que los dos pintores no se vieron nunca.
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Consagración en Europa En 1924, González Gamarra, ungido ya por la crítica norteamericana e internacional, emprendió el viaje a Europa, estación imprescindible para todo artista, teniendo en cuenta que Francia, hace más de un siglo -virtualmente desde la Revolución-, mantiene la hegemonía del arte y que París ha reemplazado a Roma como metrópoli indiscutible de la república universal de las artes. Ningún gran artista contemporáneo puede considerarse tal si antes París no lo ha consagrado. Aparte de esta razón profesional, González Gamarra necesitaba completar su formación con el conocimiento y estudio de los grandes maestros in situ. De sus primeros años europeos datan algunas buenas copias de Rembrandt, Velázquez, Rubens, realizadas en las galerías del Louvre. Recordemos nuevamente que nuestro máximo pintor fue autodidacta y la copia, como práctica para afinar la visión y disciplinar la mano, no es ajena, incluso, a maestros de la prestancia de Courbet y Manet. Pero no por eso deja de pintar incas, indios y temas peruanos. Con estas temáticas abre una exposición en las prestigiosas Galerías Trotti de la capital francesa, del 1 al 10 de diciembre de 1926 y, al año siguiente, participa en el Salón Nacional de 1927. Su pintura, medularmente peruana, indigenista y nacionalista, es acogida con entusiasmo por la crítica más autorizada en juicios laudatorios aparecidos en publicaciones como la Revue de l’Amérique Latine, la Revue Moderne, entre otras. Ignacio Zuloaga, el gran pintor español, visitó la exposición de la plaza Vendôme y elogió calurosamente a nuestro compatriota. El crítico Jean Veullot, enjuiciando la obra multifacética del pintor cusqueño, decía: «Lo notable en Gamarra es la precisión casi meticulosa del dibujo combinado con el impresionismo del color, sin perjuicio de la vaguedad del misterio exótico y de la evocación seductora. Rara vez se han compenetrado tan sentidamente estas cualidades». En el París de la primera posguerra mundial que conoce el escándalo estridente de los más audaces ismos, como el surrealismo, fundamentado por André Breton en su primer Manifiesto de 1924, cuando no se habían apagado aún los ecos del nihilismo protestatario del movimiento dadá, el arte ponderado, cuasi
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académico, de González Gamarra habría impactado principalmente por su acusado y profundo sentido peruanista, que, como bien claro lo deja establecido la crítica parisiense, se inscribe en el terreno del exotismo, al igual que años antes lo fueron el orientalismo, el niponismo y el arte negro. Glosando líricamente, la pintura de González Gamarra, decía, nuestro recordado escritor y crítico Luis Velazco Aragón, que «ese culto al incario, la resurrección multicolor de nuestro pasado en el lienzo», puede ser calificado como «quechuismo pictórico». Quizá no le faltaba razón al fogoso panfletario que anunciaba, por aquel entonces, un libro que, como todos los suyos, nunca salió a luz, bajo el sonoro título de Luces y cromatismos. La muestra parisense de González Gamarra compendiaba la totalidad de su obra pictórica, a saber: motivos incas, aguafuertes sobre temas del drama Ollantay, óleos, acuarelas y témperas de asuntos decorativos y documentales, tomados del tejido y la cerámica incaica, pasajes del anecdotario colonial e, incluso, algunas caricaturas.
Retorno a la Patria Tras su virtual consagración en la capital mundial del arte, González Gamarra volvió a América y, luego de pasar por su antiguo atelier neoyorkino, pone rumbo a su patria, de la que estaba ausente cerca de tres lustros. Retorna victorioso, cargado de laureles, aureolado de justa y merecida fama, convertido en artista eminente y representativo. Era el año de 1928. Leguía, en el apogeo de su dictadura, se aproxima al ocaso de su odiado Oncenio. González Gamarra se presenta en Lima con un vasto muestrario de sus obras más significativas en los salones de la aristocrática sociedad Entre Nous. La acogida es entusiasta: asiste a la inauguración el presidente Leguía, acompañado del mundo oficial y diplomático; diarios y revistas ensalzan la personalidad del gran artista nacional. Poco después, a iniciativa de Leguía, se le concede la Condecoración de la Orden del Sol del Perú, que el dictador rehabilitó con ocasión del centenario de la independencia, en 1921.
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Reintegrado a la patria, González Gamarra trabajó incansablemente en su taller de Lima, siguiendo siempre las áureas vetas de su cantera favorita: las suntuosas evocaciones del incario en grandes óleos y acuarelas magníficas. Datan de entonces los óleos de vastas dimensiones: el de Inca Pachacútec, el de Huillca Uma o gran sacerdote; los paneaux titulados Ofrenda al Sol, Cusi Qoyllur, Ch’aquilli, Cambio de varas y muchos otros.
El Cusco de sus sueños En 1930, regresa a su ciudad natal, Cusco, donde hace una larga estancia. Establece su taller en su solar nobiliario del palacio de Hatunrumiyoq, donde nació y transcurrió su infancia. El reencuentro con la tierra, con la ciudad ilustre llena de gloria, de legendario prestigio, que había exaltado con sus pinceles y sus melodías, sería, para el artista, como un baño lustral, un reintegrarse al seno maternal y fecundo. Esta vez, González Gamarra realiza otra serie de acuarelas maestras retratando indios de todas las provincias y trasladando al lienzo tipos populares en óleos de sabor zuloaguesco, como el Alcalde de Santiago, un indio amestizado que lleva sobre los hombros una viejísima capa española de paño de Segovia, verde por los años, y porta el pendón de plata repujada con tintineantes campanillas, insignia de su alferazgo en la parroquia del «patrón» por antonomasia. O aquella otra, Carguyoc de San Juan, la típica chola carnicera elevada al rango de matrona popular con su rebozo de «castilla» guarnecida de «cinta labrada», altas botas de charol y sombrero de paja, luciendo orgullosa el gonfalón bordado con la imagen del Bautista, patrono de los matarifes y camaleros. Registraba documentalmente rincones y callejas típicas: las cuestas de San Blas y San Ana, las blasonadas portadas de los palacios cusqueños de «los cuatro bustos», del almirante de Castilla y otros motivos urbanos. De esos años data, igualmente, el óleo Entrada de Bolívar al Cusco, que presenta al Libertador como jinete de Palomo, su famoso caballo blanco, ingresando por delante de la torre del convento dominicano ante una multitud que lo aclama y grupos de
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indios vestidos de incas ante los muros del Qoricancha. Esa vez pintó, asimismo, algunos retratos de cusqueños notables, como el Dr. Víctor M. Guillén. Años más tarde, en 1937, ya definitivamente establecido en Lima, realiza una nueva exposición con sus obras recientes, la mayoría retratos de altas personalidades de la banca, la industria y bellas damas de la aristocracia capitalina. Su prestigio de retratista se consagra y raya a la altura del de Baca Flor: el éxito social y artístico es resonante. Al mismo tiempo, participa en la Exposición Mundial de París, donde obtuvo medalla de oro, y en la Exposición Internacional de Valparaíso, donde obtuvo el premio de honor. Como digno corolario de esta brillante serie de triunfos, se le otorga el Premio Nacional de Cultura «Ignacio Merino» por su gran óleo, de tema histórico y documental, El primer Cabildo de Lima. Los años siguientes marcan en su arte una madurez cuajada. Su técnica y su estilo han llegado a su punto cenital. Es entonces cuando emprende una serie valiosísima de temas históricos en óleos decorativos de grandes dimensiones, como La fundación de Lima, en dos paneles, actualmente en la Biblioteca Nacional, El Cabildo de la Independencia, La batalla de Ayacucho, etc. Su obra de pintor de historia se completa con notables semblanzas iconográficas de cusqueños tan ilustres, como el Inca Garcilaso de la Vega y el sabio gongorista don Juan Espinoza Medrano, «El Lunarejo». Solamente, a manera de dato biográfico sin mayor importancia, anotamos que, en 1944, González Gamarra fue nombrado director de la Escuela Nacional de Bellas Artes. Fue, posiblemente, el único cargo oficial que llegó a desempeñar nuestro artista. Su paso por la academia limeña se consideró como un severo reajuste dentro de las normas de similares instituciones europeas, tal vez un retorno a los métodos del maestro Daniel Hernández. Esto estuvo lejos de satisfacer a los corifeos de la apertura al universalismo abstracto, el cual, en acertado juicio de Juan Manuel Ugarte Eléspuru, «supone la dilución artepurista, el esteticismo sin raigambre ni faz propia, apenas un eco más en el internacional mercado de abalorios de los “ismos”» (Pintura y escultura en el Perú contemporáneo, p. 37). Hasta sus últimos años, el gran artista cusqueño seguía pintando retratos. Su firma era tan cotizada, que acudían acaudalados personajes norteamericanos para posar en su estudio de Lima.
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González Gamarra y el Inca Garcilaso Nuestro máximo pintor, como buen cusqueño, fue gran admirador del Inca Garcilaso de la Vega, de quien creó una iconografía universalmente aceptada y difundida en numerosas copias y réplicas hechas por el mismo artista, según manifiesta un artículo periodístico publicado en El Comercio de Lima el 12 de abril de 1968, con ocasión del 434 aniversario del nacimiento del historiador mestizo. Declara González Gamarra que, durante su permanencia en los Estados Unidos, investigó acerca de la iconografía del Inca y, en la imposibilidad de encontrar una versión auténtica que no existe o, al menos, no se ha encontrado hasta hoy, pintó en 1925 una «versión evocatoria de Garcilaso escribiendo sus Comentarios reales», mientras se encontraba en Nueva York; este cuadro fue adquirido por el coleccionista norteamericano Mr. Soper y una réplica de la misma obra le fue obsequiada al presidente Leguía. González Gamarra retrató al Inca de medio cuerpo sentado ante su mesa de trabajo; en otros, solamente de busto, con medallones, que replicó numerosas veces; y dos de cuerpo entero, uno de ellos vestido de clérigo, que también repitió y lo hubiera hecho cien veces más, según sus propias palabras. Dice en efecto el pintor: «Si en vida del Inca Garcilaso no tuvo un pintor que hiciera su retrato, 274 años después de su muerte apareció un paisano suyo dispuesto a pintarle no solo un retrato, sino cien retratos más, de ser posible, para exaltar más su memoria» (El Comercio de Lima, 12 de abril de 1968). He aquí un testimonio vivo de su devota y profunda admiración por su genial paisano, el cronista mestizo. De esta forma, González Gamarra asoció su nombre al glorioso del autor de los Comentarios reales. Hoy, en el mundo entero, se conoce al Inca Garcilaso a través de los retratos creados por Francisco González Gamarra: su imagen ya se ha hecho familiar en la iconografía de la literatura universal. Una prueba más de su indeclinable amor a su tierra natal que el gran pintor mantuvo imbíbito hasta sus días postreros.
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González Gamarra y los críticos El escritor y poeta limeño Juan E. Ríos, en su libro La pintura contemporánea en el Perú, publicado en 1946, dedica unas cuantas líneas despectivas a Francisco González Gamarra, de tal modo que lo coloca entre los pintores del período posrromántico. Ríos, que de pintura entiende como decir misa, lanza alegremente juicios que a los cusqueños nos mueven a risa. Dice Ríos: «González Gamarra ha abordado a menudo superficialmente el tema autóctono» y, a continuación, añade: «habiendo realizado minuciosas reconstrucciones de escenas incaicas» (el subrayado es mío). ¿En qué quedamos? El pintor cusqueño evocó escenas incaicas a base de estudio y minuciosa reconstrucción, pero aborda solo superficialmente el tema autóctono. A base de «juicios críticos» de este corte, el señor Ríos pretendió poner una lápida sobre la obra del más notable pintor cusqueño de la república, allá por 1946, manifestando que únicamente «en vista de su desproporcionado renombre, [se] considera oportuno dedicarle breves líneas, aunque solo sea para insistir en su significación perjudicial y reaccionaria dentro del presente panorama estético peruano». Juan Ríos, que es (o era aquella vez) de los exquisitos parisienses, después de desaforar a Sabogal y a los indigenistas bárbaros, por ser tales, es decir, indigenistas, se deshace en loas ante un francés nacido y formado en Francia como monsieur Ricardo Grau, por haber abierto las ventanas del claustro conventual del Perú a las corrientes estéticas francesas. Para nosotros, Francisco González Gamarra será un genuino y auténtico representante del nacionalismo pictórico, aunque su técnica sea de un academismo sin academia, ya que no conoció otra que la de su propia formación autodidacta, su disciplina de buena escuela norteamericana y su gran talento, que ningún envidioso pudo regatearle. Con esto, naturalmente, no decimos que González Gamarra haya sido un genio ni mucho menos. Pero, dentro de la relatividad local del Cusco del último siglo, no encontramos, ni hay indicios de encontrar, en mucho tiempo, un pintor de su talla. Que este es un criterio provinciano, a buena hora que lo sea. Tenemos que comenzar por reivindicar nuestros valores legítimos separando el
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«bronce» de la «escoria», como quería nuestro paisano Luis Velazco Aragón, y romper alguna vez con el complejo de inferioridad y de envidia que llevamos, como vergonzoso estigma, los cusqueños. En el Cusco, que sepamos, solo una promoción de profesores de artes plásticas, egresada en 1971 de la Escuela Regional de Bellas Artes, lleva el nombre del ilustre pintor y músico. En su reciente libro, Juan Manuel Ugarte Eléspuru, director de la Escuela Nacional de Bellas Artes de Lima, reconoce, a más no poder, los méritos de nuestro paisano como retratista y pintor de historia. Señala lo siguiente: «Pero quien ha realizado la más amplia y entusiasta labor de relievar las glorias de nuestro pasado con el pincel del presente, es el pintor cusqueño Francisco González Gamarra, que ha pintado, con amor y persistencia, escenas de la vida incaica en la que intenta recrear la imagen de lo que supone fue el esplendor arquitectónico y la colorida indumentaria de nuestros ancestros indígenas» (Pintura y escultura en el Perú contemporáneo, Lima, 1970). No es un juicio consagratorio, pero Ugarte no puede ocultar que, sin ser un «indigenista» en el peor sentido del epíteto, González Gamarra es el único pintor que emprendió la tarea patriótica de exaltar las glorias del incario del que tanto hablan y con el que se llenan la boca los románticos adoradores del pasado.
Epílogo González Gamarra falleció el 15 de julio de 1972. Su copiosa y magnífica obra debe ser catalogada con estricto criterio cronológico y documental, a fin de ofrecer material suficiente al veredicto justiciero de la historia. Nosotros cumplimos con entregar estos ligeros apuntes biográficos y críticos como testimonio de parte y como homenaje a la memoria del más notable pintor cusqueño de los últimos cien años. Cusco, diciembre de 1972
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MANUEL AGUSTIN RIVERO RICALDE
La obra pictórica de Agustín Rivero Conferencia ofrecida por el autor en la inauguración de la Exposición Retrospectiva de las obras del artista, en el Salón de Exposiciones del Instituto Americano de Arte. A más de un año transcurrido desde la muerte de Agustín Rivero, el Instituto Americano de Arte ha organizado esta exposición retrospectiva de una pequeña parte —quizá no la más valiosa— de su obra pictórica, como un homenaje póstumo a la esclarecida memoria del desaparecido consocio y artista. Como amigo de él, admirador de su obra y camarada suyo en el arte y en las luchas gremiales, no he podido sustraerme a la amable invitación del presidente de nuestro instituto, Dr. Horacio Villanueva Urteaga, para poner un marco de cordial evocación a la muestra que aquí vemos expuesta, gracias a la gentil colaboración de sus familiares y de distinguidas personas poseedoras de los trabajos del artista. Alta y nobilísima tarea la que cumple el instituto al reivindicar del olvido —que ya comienza a cubrir con la complicidad envidiosa del tiempo—, el nombre y la vida de un verdadero y auténtico valor de la pintura cusqueña del presente siglo. Esta, tan venida a menos, tan opaca y modesta, comparada con la magnífica floración de artífices de la centuria comprendida entre la segunda mitad del siglo XVII, que bien podemos clasificar como el Siglo de Oro de la pintura peruana: el siglo de la Escuela Cusqueña como expresión ya aceptada en la estilografía pictórica. Puestas estas notas preliminares pasemos a dar un recorrido por la obra del pintor, sin desligarla de su vida y del medio en que se desenvolvieron, puesto que ambas —obra y vida— están indisolublemente unidas y constituyen un proceso total, como el árbol y su fruto. La hermana del artista, la Dra. Rosa Augusta
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Rivero, ha tenido la gentileza de proporcionarnos los siguientes datos biográficos de Agustín. Vio la luz en esta ciudad del Cusco, gloriosa por mil títulos, el 1 de julio de 1894. Hizo sus estudios primarios y secundarios en el Colegio Nacional de Ciencias, por cuyas aulas, también gloriosas, han pasado todos los hombres representativos del Cusco, con pocas excepciones, desde Bolívar a esta parte. Hay que imaginarse el Cusco de los finales del siglo bien distinto, por cierto, al actual, desfigurado y estropeado por la naturaleza y por los hombres, y en trance de acelerada modernización que nos toca vivir. Con pocas variaciones o ninguna, seguramente, era aquel Cusco que describen en su visita a la ciudad el ilustre viajero Jorge Squier, posteriormente, en los primeros años del presente siglo, el sabio historiador don José de la Riva-Agüero, y el mismo que todavía recordamos de nuestros años de infancia. Una ciudad aldeana que no conocía el ferrocarril, el automóvil, el teléfono y la luz eléctrica, con mercado al aire libre en la plaza de armas, el Huatanay descubierto en todo su trayecto por la ciudad y su área urbana llegando apenas a Quisa-quisa (lo que es hoy la avenida El Sol) por el sur, ni más allá de Kcaskcaparo (hoy mercado central) por el poniente. Desde Arcopata y la cuesta de Santa Ana, ya comenzaba la zona rural. Las parroquias de Belén y Santiago estaban despobladas y eran como pequeñas aldeas apartadas; otro tanto cabe decir de San Cristóbal y el límite de la población era Arco Punco. Unos pasos más allá de Limacpampa, bastante aldeano, algo sucio y maloliente, el Cusco era más hermoso y evocativo que el presente, desde el ángulo estrictamente artístico y plástico. Recordemos —siempre el recuerdo es dulce—: estaba en pie la linda capillita de San Andrés con su hermosa portada de mestiza arquitectura luciendo sus «indiátides», la misma que hoy ostenta el moderno cine Colón, en la calle Mesón de la Estrella. La plaza de Armas, con sus balcones corridos y de celosías, estaba entera. Las calles centrales, Marqués, Coca (todavía no era Garcilaso), San Juan de Dios, Santa Teresa, Plateros, Espaderos, etc., ostentaban las casas de los primeros conquistadores con sus escudos nobiliarios y balcones de barroca talla. El Cuadro con las arcadas de piedra de la Casa de la Moneda, de la época de la Confederación, no había sido derruido aún.
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Ya en las goteras de la ciudad, cerca de las parroquias, surtían agua al vecindario, las fuentes de Arones y Meloc, de los senos pétreos y henchidos de dos madres o mamas indígenas. Camino a Belén, en la casa de Huacachayoc, estaba el balcón de Herodes, lleno de tradición y de leyenda, como «motivo cusqueño» sacramental para pintores y artistas; del mismo modo, y con los mismos títulos, lo era la famosa y plástica cuesta de Santa Ana, con sus chicherías, sus tambos y sus figones. No habían invadido aún los techos, las planchas de zinc y de calamina, ni se empleaba todavía el cemento en las construcciones. La ciudad estaba enjalbegada de blanco y sus techos eran todos de ese tono ocre rojizo, que le prestaba aire español y moruno. Este fue el Cusco al cual abrió sus ojos de artista Manuel Agustín Rivero Ricalde, allá en los albores del siglo, cuando era colegial cienciano o «burro», con el cariñoso remoquete que les ha quedado hasta hoy a los estudiantes de ese plantel ilustre. Eran los años que nostálgicamente evocó en los funerales de Agustín Rivero, su compañero de estudios, nuestro colega el Dr. Luis Felipe Paredes. Ya entonces, dice, dibujaba con extraordinaria habilidad y sorprendía a sus compañeros de clase con sus trabajos al lápiz y a la acuarela. Así debió haber sido; quizá queden algunos trabajos de esos lejanos años. Lo conocí ya en su madurez, cuando Agustín era pintor profesional y yo apenas un colegial con las mismas aficiones, que se quedaba mudo de admiración ante los trabajos del maestro. Después fuimos amigos y podíamos alternar ideas y opiniones sobre cuestiones de arte, cosa que me ha apasionado invariablemente. El joven Rivero ingresó a la Universidad de San Antonio Abad y estudió en la Facultad de Historia, Filosofía y Letras, que así se llamaba entonces, hasta optar el título de bachiller, para luego continuar estudios de Derecho y Jurisprudencia, posiblemente, para complacer a la aspiración familiar de que egrese como «doctor». Pero Agustín no había nacido para picapleitos ni para magistrado. Prosiguió su trato con los colores y las formas, y, en lugar de códigos, empuñó con más firmeza los pinceles. Por entonces —deben haber sido los años de la Primera Guerra Mundial, 1914 y siguientes— comenzó a trabajar en la Sociedad Anónima de Arte, especie de taller y de academia fundada por don Ernesto Olazo, el padre de Pancho, otro
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de nuestros pintores desaparecidos. Allí trabajaron, asimismo, Juan Manuel Figueroa Aznar, el escultor Natalicio Delgado y el fundador de nuestro instituto, el Dr. Víctor Guillén. De aquella época deben ser algunos retratos hechos a la manera clásica, finos, pulidos. No llevan fecha, pero, supongo, pertenece a ese período el magnífico Autorretrato de esta retrospectiva. Allí lo vemos muy joven, casi adolescente, con la frente despejada, la mirada suave, tímida y vestido con atuendo de bohemio parisino del siglo pasado, con una gran cinta en rosón a manera de corbata. Desde allí podemos ver sus inclinaciones, su manera, sus ideas estéticas. Agustín Rivero era realista, objetivista, figurativo al estilo de los neoclásicos. En algunas de sus obras exagera el detalle hasta la minucia y es meticuloso como ciertos maestros holandeses. Hay que señalar, como virtudes, que poseía una paciencia de benedictino y una laboriosa artesanía. Lejos de él, la pincelada nerviosa, el toque audaz, el color puro de los impresionistas. Y le horrorizaban las contorsiones de los cubistas, los surrealistas, la anarquía plástica de los informalistas y toda suerte de abstractos y abstractistas que ha puesto de moda la decadencia y la degeneración a la que ha llegado el arte «occidental» en el sentido spengleriano. O sea, la pintura «occidental» es un arte agotado, definitivamente exhausto. Debe haber tenido sus razones Agustín Rivero para detestar con todas las veras de su alma esta especie de arte; yo se las doy ahora, como se las di en vida de él. En 1918, Agustín Rivero, que entre otras cualidades se distinguía por su apego indio a la tierra, salió empujado por la estrechez del medio, por falta de estímulo y, sencillamente, porque como pintor aquí no podía vivir a correr mundo. A decir verdad, no pasó de Arequipa. En la Ciudad Blanca, tierra de pintores y poetas tanto como de revolucionarios, nuestro artista levantó su tienda de campaña y se puso a trabajar en una galería de arte junto con Enrique Masías, el fino colorista puneño tempranamente malogrado, quien entonces fungía nada más que de fotógrafo con los hermanos Vargas y nuestro viejo Martín Chambi. Realizó en Arequipa una o más exposiciones (no tenemos seguridad), pero ya en 1920 continuó a Lima. En la capital ingresó como alumno a la Escuela de Bellas Artes de reciente creación, que dirigía el recordado maestro Daniel Hernández. Rivero, que era autodidacta y
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no conocía maestros ni escuela, no se avino, probablemente, a la disciplina académica y tardó menos de medio año en la flamante Casa del Refugio. Por esos años, pontificaba como crítico de arte en Lima don Teófilo Castillo. Semanalmente desde la revista Variedades, don Teófilo repartía «palos y palmas» y no dejaba hueso sano a los jóvenes artistas que no eran de su simpatía. Fue aquella una etapa interesante. Castillo se lio en polémica con Abraham Valdelomar, el Conde de Lemos, y con José Carlos Mariátegui, que entonces escribía sonetos modernistas y crónicas literarias en La Prensa, a propósito de un pintor ecuatoriano o catalán apellidado Roura Oxandaberro. Teófilo Castillo, pintor de la escuela de Fortuny, elogió a los cusqueños González Gamarra, Darío Eguren Larrea y Juan Manuel Cárdenas Castro, pero vapuleó injustamente a nuestro escultor Benjamín Mendizábal. No tengo noticia que se haya ocupado de Agustín Rivero. Nuestro pintor debe haber regresado a su tierra atraído por su irresistible embrujo, los vínculos familiares, la nostalgia, qué sé yo, pero no pasó adelante. Tal vez se equivocó en esto. Los artistas deben ir por el mundo, viajar mucho, aprender en otros medios, conocer otras gentes y otras tierras. Por aquellos años, un grupo de muchachos entusiastas que cultivábamos el arte, entre ellos Mariano Fuentes Lira, Alfonso González Gamarra, Max Béjar Orós, Felipe Jara Cosio, Lucas Guerra Solís y, también, Francisco Olazo, mayor nuestro, ya en planes de viajar a Europa, estrechamos amistad con Rivero. Por esa época aparecieron algunas agrupaciones artísticas. Recuerdo: la Sociedad de Bellas Artes; la Academia de Dibujo, auspiciada por el Centro Nacional de Arte e Historia, fundado años atrás por el periodista Ángel Vega Enríquez; la Academia de Artes Plásticas; y el histórico Grupo Ande, formado por un inquieto equipo de universitarios. Llegaron numerosos y notables pintores al Cusco: José Sabogal, que venía por primera vez, procedente de las sierras de Córdoba, donde trabajaba el maestro Fernando Fader. Posteriormente, los argentinos Malanca, Buitrago, De Santo, el grabador y aguafuertista Lanziuto; los bolivianos Crespo Gastelú, Cecilio Guzmán de Rojas, Alejandro Mario Illanes y otros más. Asimismo hicieron largas estadías en el Cusco los pintores nacionales Camilo Blas, Domingo Pantigoso y Martínez Málaga. Anteriormente trabajaron en esta ciudad
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el escultor Ramón Mateu, el pintor francés Senet y toda una legión de artistas, algunos de renombre internacional, como el franco-japonés Foujita. Había gran inquietud artística, cultural e ideológica. Figura inolvidable de este capítulo de la historia cusqueña es Roberto Latorre, periodista, bohemio y amigo cordial e infaltable de todos los artistas. Recuerdo que Agustín Rivero participaba de algunas de estas actividades, pero dedicado, sobre todo, a un trabajo silencioso y paciente en su taller. Intervenía en exposiciones colectivas y hacía trabajos por encargo, principalmente retratos para poder defenderse. De esta etapa son una parte de los óleos que se exponen aquí. Esos pequeños paisajes llenos de color cálido, finos de factura y tratados con gran detalle: figuras de indios, mestizos y tipos populares, muy realistas, un poco ingenuos, pero realizados con dominio del oficio, cariño y evidente artesanía. Hemos procurado seguir a Agustín Rivero a través de su vida hasta su madurez. Llegan los años postrimeros del llamado Oncenio, la funesta dictadura de Leguía. Antes de que el dictador cayera ignominiosamente el año 30, el Cusco asistió a una intensa actividad intelectual, ideológica y política. Rivero no olvidó que era procedente del artesanado y se contagió de la inquietud renovadora del ambiente: se enroló en el movimiento sindical de la clase obrera que orientaba, desde su glorioso sillón de inválido, el genial Amauta José Carlos Mariátegui. Tuvo activa militancia en los primeros movimientos clasistas, fue fundador de la Federación Obrera Departamental (FOD) y del primer sindicato, el de Construcción y Artes Decorativas. La represión que siguió a la caída de Leguía lo llevó a las prisiones, donde sufrió vejámenes y torturas. No abandonó los pinceles: siguió pintando, dibujando y, confinado en Puno, presentó una exposición en la ciudad lacustre, el año 1932. Vuelto a su ciudad natal continuó trabajando. Pintó entonces numerosos y bellos lienzos que adornan casas residenciales del Cusco y muchas de sus obras fueron llevadas a Lima y el extranjero. Por aquel entonces, comenzó a alternar su silencioso trabajo de pintor con la docencia en planteles particulares. Trabajó igualmente en la restauración de cuadros coloniales y a este período corresponde una gran tela de motivo religioso, una Anunciación, que se encuentra en el templo de los Reyes de Belén.
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Colaboró como dibujante y profesor en el Instituto y Museo Arqueológico de la Universidad Nacional del Cusco, y, en sus últimos años, desempeñó el profesorado de Dibujo en la Facultad de Ciencias del primer centro de cultura académica. En esta especialidad realizó maquetas a escala de la fortaleza de Sacsayhuamán y de los grupos arqueológicos de Abancay. Su última exposición la realizó en el Salón de la Sociedad de Artesanos, el año de 1955. Desde su fundación, Agustín Rivero fue profesor de Dibujo y Modelado en la Escuela Regional de Bellas Artes, cargo que retuvo hasta su muerte, ocurrida el 16 de agosto de 1960, después de una penosa lucha con la enfermedad y la decadencia física. Una última nota para perfilar su figura: Rivero era también escultor. El gigantesco Cristo, que corona la cumbre de Tres Cruces que domina el Cusco, es obra suya. La modeló en compañía de don Ernesto Olazo. Tal es, en síntesis, la vida del artista cusqueño Agustín Rivero Ricalde, que sistemáticamente huyó de la publicidad, de la falsa gloria de relumbrón y que pasó por la existencia revestido de franciscana modestia. Luchó contra la pobreza, la adversidad y el infortunio, que son lo único que una sociedad egoísta e incomprensiva puede ofrecer a los artistas de verdad, a los cultores de la belleza, con el propósito de reconocerles tardíamente, cuando han abandonado la mísera envoltura material y sobrevivir perdurablemente en sus obras, que son los hijos de su espíritu. Quizá el mejor homenaje que se pueda rendir a la memoria de Agustín Rivero sería reunir su obra dispersa y dedicarle una galería permanente en la universidad o, mejor, en nuestro instituto. Así, se salvaría del desperdigamiento, del olvido ignominioso y se evitaría que corra la misma suerte de tantos artistas de la época colonial que, trabajosamente, van siendo rescatados del anonimato merced a la paciente búsqueda de documentos en los archivos históricos. Esta sugerencia mía quiero dejarla expuesta en esta oportunidad, como un tributo de cordial admiración al ilustre artista y noble amigo. Ahora, señores, os invitamos a deleitar vuestros espíritus en la contemplación de estos hermosos óleos y delicadas acuarelas, que con tanta gentileza han sido facilitados por distinguidos amigos del instituto. Podéis apreciar la
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obra primigenia y la obra de madurez de nuestro artista en las diversas etapas de su vida. Agustín Rivero fue pintor vocacional, apasionado de su arte, al cual dedicó por entero su vida, que fue sencilla, modesta y silenciosa. De toda su pintura trasciende un profundo sentido nacionalista, peruano y, sobre todo, cusqueño. El Cusco, con sus callejas y rincones llenos de tradición y de historia, sus gentes humildes, sus indios y mestizos, sus campos soleados, impregnados de paz bucólica, está presente en estos lienzos, en los que el artista vertió con íntimo cariño, con delectación amorosa y panteísta lo mejor de sus esencias vitales. La pintura es arte objetivo y plástico, lenguaje universal que no necesita de traductores ni de intérpretes: entra por los ojos y habla al espíritu, haciéndolo vibrar en la intensidad inefable de la emoción estética. Por consiguiente, las palabras ya huelgan y, en este caso, con mayor razón, las mías. Setiembre de 1961
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Exposición de Agustín Rivero
Durante los pasados días de fiestas patrias, presentó una nueva exposición de sus obras, en el Salón de la Sociedad de Artesanos, el pintor cusqueño Agustín Rivero. Su obra, eminentemente peruana y de hondo contenido humano, es necesario valorizar como se merece, por tratarse de uno de nuestros más calificados artistas que, debido a su franciscana modestia y alejado por completo de los alardes publicitarios, está quedando relegado al olvido y a la indiferencia. Agustín Rivero, a través de su vida que va acercándose al ocaso, ha sido -y es- uno de esos raros seres tocados por la magia del arte que ha consagrado su existencia al cultivo de una actividad que, en nuestro pequeño medio lleno de mezquindad y de solapada displicencia, no conduce sino a la pobreza y al abandono. Ha sabido mantenerse firme, haciendo arte a su manera, sin preocuparse de la opinión ajena ni de la propaganda falaz, que consagra con demasiada frecuencia falsos valores y levanta altares a base de tinta de imprenta. Rivero tiene una formación autodidáctica y un concepto de la pintura que, ciertamente, ya no está a la moda: se inspira en los cánones del arte clásico. Para él, la pintura es, ante todo, interpretación realista y objetiva de la naturaleza y de la vida. No rezan con él las truculencias modernistas ni la afanosa búsqueda de la novedad y la originalidad a todo trance, que han llevado al arte plástico hasta los confines del absurdo, la locura y el balbuceo infantil, lo que pomposamente se denomina ahora el abstractismo o abstraccionismo. No habiendo tenido más maestro que la naturaleza ni más escuela que la vida, ha trasuntado en sus pinturas bellos trozos y poéticos rincones de nuestra ciudad, que son cantera y fuente inagotable de inspiración para el pintor. Ha retratado diversos tipos de indios y mestizos, apegado con tozuda honradez a la fidelidad objetiva, con una técnica sin ostentaciones, buscando siempre la verdad externa y el espíritu recóndito de las cosas. En su parca producción tiene paisajes cabalmente logrados al óleo y a la acuarela, semblanzas de cabezas y de bustos que no ne-
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cesitan glosas y que hablan por sí mismos. Llevado como buen cusqueño, de su entrañable amor a la tierra y a su glorioso pasado imperial, Rivero ha evocado escenas y personajes de la vida incaica y de la mitología andina, como el tesoro de los incas, la pascana en una noche de luna, la cabeza voladora del qepqe, el vigía que sopla en el caracol bélico anunciando la presencia del emperador, hijo del Sol y otras sugerentes estampas. No le han sido ajenos tampoco los temas religiosos, y en este terreno ha trabajado como aquellos pintores de la Colonia, que tenían el sentido de la artesanía en el oficio, esa que produjo obras maestras en los lienzos de un Quispe Tito, de una Marcos Zapata o de un Espinoza de los Monteros, de los cuales, evidentemente, Agustín Rivero se nos antoja un lejano descendiente. En su reciente muestra de la Sociedad de Artesanos, Rivero ha reunido su producción de diferentes épocas. Figuraron en el catálogo óleos de antigua data junto con sus últimos apuntes a la sepia, a la aguada y a la pluma, que delatan al dibujante escrupuloso y documental, dueño de una seguridad maestra en el trazo. Muchos de esos pequeños bocetos son una nostálgica evocación del viejo Cusco, que murió para siempre en aquella tarde fatídica y lamentable del 21 de mayo de 1950. Esos queridos rincones cusqueños quedarán inmortalizados con cariño filial en la obra dispersa, y mal comprendida, del maestro Agustín Rivero. Es preciso reivindicar nuestros auténticos valores, no dejarlos que se hundan en el anonimato y el olvido. Junto a los nombres ya consagrados de Francisco González Gamarra, del malogrado Francisco Olazo y del triunfante de Mariano Fuentes Lira, tiene su puesto bien ganado Agustín Rivero. 1955
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Elogio póstumo de Agustín Rivero
Silenciosa y humildemente, como había vivido sus sesenta años de artista temperamental e ínsito, dedicado por entero a su cotidiano diálogo con los colores de su magnífica paleta, tras una agonía dolorosa que angustiaba mortalmente el corazón de sus amigos, ha pasado el supremo trance Agustín Rivero Ricalde, uno de los pocos auténticos valores de la pintura cusqueña del presente siglo. Nacido artista, sintiendo la irresistible fuerza impulsora de la vocación, se dedicó desde sus años mozos de colegial en el difícil y sacrificado quehacer de la pintura hasta adoptarlo como profesión y oficio. La pintura fue, para Agustín Rivero, su curriculum vitae. No conoció ni deseó otra actividad. Vivió como los artistas de estirpe, del arte y para el arte, si bien esta decisión heroica le relegó a la pobreza y al olvido. Franciscanamente modesto, no le halagaron la fama, la riqueza, ni la gloria barata de la publicidad. Él realizaba la función creadora como quien cumple una función vital, fisiológica. Era pintor y debía pintar. Tenía ante sus ojos soñadores la maravilla de color y luz de la naturaleza, la cual quería aprisionar en su lienzo. Sintió la sugestión alucinante de la historia y del pasado, lo que plasmó en escenas evocativas del esplendor imperial. Cusqueño, apasionadamente enamorado de su tierra, trasuntó en hermosas telas los rincones más sugerentes y queridos del viejo Cusco: las callejas sórdidas, las cuestas empinadas, los soleados y floridos patios, los balcones de talla, las historiadas casonas coloniales. Indigenista por abolengo, retrató tipos y costumbres. Pese a esto no le fueron ajenos los temas religiosos acordes con su delicada sensibilidad. De esto no hay duda: Agustín Rivero fue un continuador de la raigal tradición de los pintores de la Escuela Cusqueña del seiscientos. Su credo estético fue sencillamente conservador y clasicista. No comulgaba con ninguna de las tendencias a la moda. Toda su pintura es rigurosamente figurativa y objetivista. Como los grandes maestros del Renacimiento, quería interpretar la naturaleza, acercarse lo más posible a ella. Muchos le reprocharon
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esta tendencia y le motejaron de pasadista y retrógrado, pero él tenía sus razones, y creo que las tenía sobradas, en estos tiempos en que la pintura se ha convertido en un simple arte de garrapateo infantil y se proclama ya no la estética de lo bello, sino, paradójicamente, de lo feo y horripilante. Agustín Rivero personificaba la tragedia del artista en una sociedad injusta, clamorosamente inculta, llena de egoísmo y corroída por el lucro y la avaricia. Por eso, vivió y murió en la pobreza. Me consta que tuvo que vender sus obras a viles precios y, para defenderse, terminó por refugiarse en insignificantes puestos del magisterio que le fueron concedidos a guisa de limosna, para que este excelente artista no muriera de hambre. Como no buscaba la publicidad, se hizo el silencio en torno suyo, uno hipócrita y mezquino. Sin embargo, Agustín Rivero no fue un resentido, aunque sí un rebelde. Hijo de un artesano honesto y digno, no olvidó la clase de la que procedía y, llegado el momento en que las masas trabajadoras adquirían conciencia de sus destinos históricos, se puso resueltamente de su parte. Así, sin dejar sus pinceles, trabajó con fervor por la causa de la liberación nacional y social. Las generaciones actuales deben saber —si acaso lo han olvidado— que Agustín Rivero fue el primer secretario de la Federación Obrera Departamental, al fundarse esta primera central sindical en 1928. Asimismo, fue fundador del primer sindicato obrero que surgió en el Cusco (el de Construcción y Artes Decorativas), estuvo en las primeras líneas de batalla contra la funesta tiranía del Oncenio y, posteriormente, en las luchas del pueblo cusqueño contra las siniestras dictaduras de Sánchez Cerro, Samanez Ocampo y Benavides. Como tal, sufrió prisiones, confinamiento y persecución que minaron su salud, dejándolo enfermizo y débil. Que estas líneas de póstumo elogio sean un homenaje a la memoria de quien fuera dedicado artista, luchador abnegado y amigo cordial e inolvidable. Si el egoísmo de la gente ignoró a Agustín Rivero en vida, la posteridad le hará justicia. De ello tengo firme convencimiento. 1960
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MARIANO FUENTES LIRA
La pintura de Mariano Fuentes Lira Pertenece Mariano Fuentes Lira a la generación cusqueña que, nacida en la primera década del presente siglo4 y portadora de un nuevo concepto en la valoración de los problemas nacionales, hizo su aparición hacia el año 30. Esa generación responde a un fenómeno social no registrado antes en el Perú: el advenimiento, en la arena política, de la clase obrera y de una pequeña burguesía intelectual, inquietada con los grandes problemas sociales que agitaban al mundo de la primera posguerra. Su aparición no es una mera casualidad; su posición política tampoco es resultado del puro esnobismo. Los hechos posteriores y la historia del Perú en los últimos veinte años lo confirman plenamente y le dan la razón: el próximo porvenir dirá su final veredicto. Esta es una generación que tiene su sino y sus hombres. Bien vale esta previa ubicación de Fuentes Lira para comprender y valorizar su arte. La obra del artista y la posición del hombre guardan conexión. El hombre que no expresara su pensamiento y posición ante la vida a través de su obra sería un simulador, un fantoche, un títere. Fuentes Lira, pintor vocacional, de profundo temperamento y creador desde sus años infantiles, procede de la entraña popular. Díganlo sus rasgos acusadamente autóctonos, que no alcanza a desmentir la perilla caprina, que ha reemplazado en él a la antigua peluca y al chambergo haldudo, rezagos de la bohemia sentimental de su adolescencia. Su formación es sencillamente personal, autodidacta. Cuando comenzaba a manchar de acuarela sus primeros cartones, no existía escuela ni academia en el Cusco. Casi no llegaban tampoco publicaciones de arte, las exposiciones eran raras y los pintores que
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Nota del editor: El autor se refiere al siglo XX, el siglo en el que vivió.
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llegaban de la Argentina, de Bolivia y los peruanos fuera del Cusco también eran pocos. Sin embargo, estos eran acogidos en una peña que presidía con su dolorosa ancianidad Ángel Vega Enríquez y que vitalizaba la movediza inquietud de Roberto Latorre. Recordamos aquellos nombres: José Sabogal, Camilo Blas, el cholo Pantigoso, el cordobés Malanca, el jujeño Guillermo Buitrago, el retratista Martínez Málaga, nombres ahora ilustres muchos de ellos. A su vera, como aprendiz y aficionado, trabajaba Fuentes Lira y con él otros que esgrimían lápices y pinceles. Fuentes Lira tuvo que salir del país en voluntario destierro y se detuvo cerca, allende el lago, en las tierras del Choqueyapu. En La Paz, trabajó de firme, disciplinó visión y pulso, y, guiado por Cecilio Guzmán de Rojas, el malogrado maestro boliviano, comenzó a destacar su recia personalidad de pintor. No puede haber sido más rotundo su triunfo en Bolivia, ya que pasó a ocupar una cátedra en la Escuela Nacional de Bellas Artes y, por encargo del gobierno boliviano, tomó a su cargo la decoración de la Escuela Indigenal de Huarisata, sin lugar a duda, el más valioso ensayo de educación indígena que se ha hecho en América, descontando México. Aquello de que ʻnadie es profeta en su tierraʼ se evidencia en el caso de Mariano Fuentes Lira. Aquí, tal vez habría terminado como pintor de anuncios, reducido a un pobre sueldo de oficinista. El que surjan artistas en un pueblo pequeño y pobre es una verdadera tragedia. ¿De qué pueden vivir los artistas cuando las gentes ricas nunca compran cuadros y prefieren un retrato iluminado de pésimo gusto, facturado en serie por agentes yanquis? Nuestras gentes están buenas para llenarse la boca con obras ya tocadas con el nimbo de una gloria tardía e inútil, cuando los actores han muerto, quién sabe, en qué angustia y en qué pobreza. Que lo diga desde su tumba, el difunto Pancho Olazo. Pero no es ese, por felicidad, el caso de Fuentes Lira. Luego de triunfar, no con el barato triunfo de las referencias periodísticas o con recortes de diario, ha regresado a su tierra natal con una obra extensa y valiosa. Este adjetivo no es un mero decir ni un piropo. Su exposición realizada en los salones del Hotel de Turistas, durante la semana del Cusco, es la confirmación de estas palabras. Fuentes Lira nos ha mostrado su obra realizada allá, en el altiplano boliviano. Su pintura está saturada de esa solemnidad hierática de la altipampa, de la poesía que emerge del azul inefable del lago mitológico y de sus cielos profundos y
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altos: las aguas y los cielos más altos del planeta. La choza del pastor aimara se ubica a la vera del lago y cabe las cumbres propicias, donde vigila el auqui, el dios familiar y protector. La iglesuca perdida en la inmensidad punática, con el oro pálido y desvaído de su techo pajizo, y la que parece un índice extendido al infinito, como un menhir tiahuanacota, la torrecilla piramidal que termina en una cruz minúscula. Sus óleos-paisajes tienen densidad de materia plástica que producen sensación táctil y sensual, que solo conocen y sienten los pintores. La gama de su paleta es cálida y rica en grises. Buen colorista, logra acordes insospechados y los más finos matices en sus poéticas versiones del natural. Lira, que ha vivido bastante tiempo entre los acantilados grises y los barrancos de La Paz, cerca de los glaciares y las cuchillas del Illimani, ha sabido traducir bien el raro embrujo de ese paisaje, donde está presente la obra de las fuerzas geológicas, como un encaje de rocas en que se haya complacido algún dios de la mitología aimara. Esas rocas penitentes, como fantasmas, esos gigantescos hongos y esos raros castillos almenados, como visiones de pesadilla, parecerían arrancados de los lienzos de Böcklin o de los dibujos de Doré, si no fueran trozos reales de Calacoto, de Obrajes y otros rincones paceños. No faltará quien acuse de academismo a ciertas cabezas indias tratadas a la sanguina, el carboncillo o al óleo. Sin embargo, la fuerte humanidad de esos rostros broncíneos, en los que un antropólogo puede estudiar la configuración de los caracteres étnicos, brota por encima de la meticulosidad del procedimiento, rebasa la mecánica destreza del métier y está palpitante y viva con su tragedia, su problema y sus complejos. Los retratos indios no son meras semblanzas frías, académicas, sino testimonios del espíritu de la raza que creó obras perfectas y acabadas en la Puerta del Sol, en Machu Picchu y en Sacsayhuamán. Poca falta hace ser muy zahorí para descubrir, a través de esas miradas de águilas y de alkamaris, la tragedia de la nacionalidad indígena. Pero también para la afirmación rotunda de su pujanza y vigor, atrofiada por siglos de explotación inmisericorde, en el tranquilo empaque y la orgullosa nobleza de los amautas de Huarisata, junto a la belleza campesina de las pankaras silvestres, con rostros de kantutas y sankayos. Sus acuarelas tienen la sabia sencillez, la limpia transparencia y el encanto de las mejores del género.
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Toda la pintura de Fuentes Lira, así como sus tallas en madera —modalidad de profunda raigambre indo-mestiza—, es figurativa y objetivista. La temática de su arte puede soportar, con orgullo, el mote de moda de los esnobs: «anecdótica». Ahora que ha invadido la moda del abstraccionismo en pintura, el desprecio por el indigenismo y la servil imitación de los modelos parisinos —arte de disolución, detritus de la decadencia burguesa—, el fuerte realismo objetivo de la pintura de Fuentes Lira aparece como pasadista y retrasada. No es ciertamente el suyo un arte a la moda. Y está bien así, pintando indios collas y paisajes altiplánicos, con absoluta objetividad, pero interpretando los modelos a través de su recio temperamento, realiza una obra mucho más trascendente y perdurable que descoyuntando la realidad, trazando volutas, manchas y garabatos incoherentes, en una especie de balbuceo pueril, que a esto se llama pomposamente «arte abstracto». Es posible que no tengamos sensibilidad para comprender el arte metafísico de los pintores abstractistas, o que seamos demasiado ignorantes para estar al tanto de los más recientes ismos, pero, si la memoria no nos falla, el arte abstracto, de tanta moda actualmente, como el mambo, ya escandalizaba a los pacíficos burgueses parisienses, años antes de la Primera Guerra Mundial, allá por 1912. Desde entonces data el cubismo de Picasso y sus innumerables imitadores (Braque, Léger, Gris y compañía). Luego sucedió, en fantástica danza de barajas, la multitud de ismos de la pintura actual. La novedad del abstraccionismo entre nosotros -diremos concretamente en Lima, nuestra capital y nuestro más calificado centro artístico-, resulta, pues, algo tardío: siempre las modas nos llegan de Europa con bastante retraso. Es probable que las damas elegantes nos desmientan, ya que los nuevos modelos pueden ser ahora transmitidos por teléfono, en el mismo momento en que son sacados a la calle. Pero en pintura sucede lo contrario: la moda de ahora no es la de los primeros años del siglo en Europa, sino es la de los últimos del ochocientos. De aquí que, por contraste, la pintura realista, objetiva, indigenista, demodé y pasadista de Fuentes Lira sea un arte que está al alcance de los entendidos y de los que no lo son: un arte apreciable por todos los que tienen ojos para ver. La pintura siempre fue un arte figurativo desde la prehistoria, un idioma universal que no necesita traductores. Cuando la pintura requiere traducción literaria y
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un cuadro pide como complemento una glosa, es posible que hayamos dejado los dominios de la plástica para invadir los de la poesía, la música o, más seguramente, los de la literatura. Y todavía no se ha pintado un cuadro con puras palabras. No obstante, parece que marchamos hacia ese fin: el cuadro abstracto debe requerir de la exégesis literaria para ser comprendido. La pintura ha terminado su misión. En medio de esta atmósfera delicuescente, que, felizmente, no ha llegado hasta estas alturas, la pintura de Mariano Fuentes Lira representa una tabla de salvación. A ella nos acogemos los que todavía creemos que la pintura debe ser sencillamente pintura. Que Fuentes Lira todavía no ha realizado su obra peruana es distinto. Toda su anterior labor está hecha en Bolivia y explota temas del altiplano. Habrá que pedirle a nuestro pintor, ahora que está reintegrado a su tierra natal, que haga obra peruana y grande. Desde su cargo de director de la Escuela Regional de Bellas Artes, ya ha comenzado una tarea de siembra y de orientación. De sus manos expertas saldrán obras de serena y reposada madurez; de su experiencia y enseñanzas, aprovecharán grupos de discípulos que están llamados a continuar la tradición de los viejos maestros de la Escuela Cusqueña del siglo XVII. No a resucitar de estos su artesanía de copistas de estampas bíblicas en una regresión absurda, sino el espíritu y el meollo creador de aquellos. El Comercio, Cusco, 1 de enero de 1953
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Pórtico
Ars longa, vita brevis Ahora que Mariano Fuentes Lira ha muerto y solo quedan de él su osamenta y su obra, es decir, lo mejor de su vida, ha llegado la hora de mensurar y ponderar el verdadero y real curriculum vitae del gran artista y maestro, tarea que no puede circunscribirse en unos pocos párrafos destinados a poner un evocativo marco a la presente exposición póstuma de sus pinturas y dibujos. Me cupo la suerte de haber compartido su amistad casi desde la adolescencia, cuando juntos concurríamos a la Academia de Dibujo, Pintura y Modelado, organizada por el Centro Nacional de Arte e Historia, núcleo elitista de la intelectualidad y el arte cusqueños, presidido por su fundador y animador, el grande y olvidado cusqueño don Ángel Vega Enríquez, allá por 1923. También juntos hicimos vida artística y bohemia durante la inquieta y convulsionada década de los años 20, hasta que los avatares del destino y la política nos separó al exiliarse él, acosado por la reacción cavernaria imperante en el Perú a la caída de Leguía. Fuentes Lira se estableció en la Paz hacia 1935 y siguió estudios profesionales en la Academia Nacional de Bellas Artes de Bolivia, bajo la dirección del maestro Cecilio Guzmán de Rojas. Culminó su formación de forma brillante, mostró su temperamento creador y sus innatas dotes de artista plástico, cualidades que le valieron ser propuesto por el gobierno boliviano para ocupar importante cargo docente en la famosa escuela de Huarisata, centro experimental de educación autóctona, donde encontró terreno propicio para desplegar su talento, no solo en el campo de la pintura, sino como escultor y tallista en piedra y madera. La obra realizada en Huarisata marca, así, un hito cenital en la carrera artística del pintor cusqueño. Presentó en esta etapa numerosas exposiciones de sus
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obras en La Paz, antes de emprender una triunfal gira a la otrora orgullosa Villa Imperial de Potosí y a las principales ciudades del interior del país. De este modo, se consagró como destacado valor de la moderna plástica indigenista boliviana, pese a su nunca desmentida nacionalidad de peruano. Años después, lo encontramos en Río de Janeiro, Buenos Aires y otras capitales sudamericanas, en las cuales mostró su pintura indigenista en exhibiciones siempre bien acogidas por la crítica. En 1950 queda cerrado el ciclo boliviano de Mariano Fuentes Lira. Ese año es solicitado por el gobierno del Perú para encargarse de la reorganización de la Escuela Regional de Bellas Artes del Cusco, su tierra natal. Desde entonces, hasta la víspera de su muerte, da inicio a una obra organizativa y creadora que —creo yo— no ha sido valorada debidamente en su real trascendencia. El pintor y artista Fuentes Lira se eclipsa prácticamente. Su producción se reduce a pocos óleos y dibujos y, durante más de treinta años —los mejores de su vida—, los dedica a la ingrata y ardua tarea educativa. Por eso, pienso, que la mayor herencia de Mariano es esta Escuela, «su escuela», la hija de sus sueños y de sus desvelos. Soy testigo de sus trajines y sus andanzas para mantenerla viva en circunstancias harto difíciles y conflictivas. Muchas veces le reproché cordialmente esa suerte de total entrega a una obra no precisamente artística, en el estricto sentido estético. Pero el maestro Fuentes Lira, con admirable esfuerzo, culminó su obra, entregó a las actuales generaciones de artistas y a las venideras este hermoso monumento entrañablemente unido a la tradición nobiliaria del Cusco virreinal: el palacio de los marqueses de Valleumbroso. Estos pequeños óleos y dibujos de pergeño y concepción realista forman parte de su parco, pero valiosísimo, legado artístico, y lo sitúan, con toda justicia, en puesto de honor entre los pocos pintores cusqueños del presente siglo, llámese Francisco González Gamarra, Agustín Rivero, Francisco Olazo y algunos más. Me refiero, obviamente, a quienes terminaron su ciclo vital dejando obra valiosa y perdurable. Aquí está presente, ante los ojos de sus paisanos y compatriotas, una faceta de esa gema andina y peruanísima que fue la vida y el arte de Mariano Fuentes Lira. Cusco, 18 de setiembre de 1987
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CAPITULO II COMENTARIOS SOBRE ARTE
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Una notable exposición escolar de arte decorativo
En una de las aulas del Colegio Nacional de Ciencias se exhibe, actualmente, una importantísima colección de dibujos ejecutados por los alumnos del cuarto y quinto de primaria de ese plantel. La importancia de esta exposición —que, dentro de su carácter escolar, es la primera y más notable que se hace en el Cusco— no está en la perfección técnica de los trabajos, desde un punto de vista puramente artístico, ni mucho menos. Ella estriba en su significación como un movimiento inicial, tan vigoroso, hacia la nacionalización del arte, que, sin que sea exageración, se puede calificar de trascendental. Los trabajos presentados por los alumnos del Colegio Nacional son copias de los motivos ornamentales de la cerámica incaica, tomados, casi todos, de fragmentos y tiestos, que han sido igualmente recogidos por los alumnos y profesores. Es una colección variadísima y, dejando a un lado la imperfección y el desaliñamiento consiguientes en muchachos que no están habituados a la disciplina del dibujo orientado en sentido más o menos profesional, constituye una obra merecedora del más cálido estímulo para los profesores de esas secciones, como son los señores Fernández Baca, Juan José Delgado y Rafael Tupayachi, quienes, imbuidos de la verdadera y única orientación de nuestro arte, han comprendido laboral y provechosamente en orden a nuestro renacimiento cultural. Por fin nos podemos felicitar que ello se ha llegado a comprender en el sentido racial telúrico, del cual la instrucción y todas las actividades del espíritu deben partir en Indoamérica, para tener un valor vital y cósmico, de modo que se deje de ser remedo grotesco e inútil. Y en lo relativo al arte, si queremos crear uno propio y característico, tan nuestro, que la necesaria influencia occidental se reduzca al mínimo posible. Hemos de partir de allí: con estudio, para rehacer lo que queda de la cultura inca, desaparecida, pero no muerta. Tenemos que volver al pasado autóctono para formar, con sus elementos utilizables, el arte neoindio, dirían los profesores.
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Algo de esto ya inició, hace poco, un señor millonario filántropo. Este editó en París un álbum de motivos ornamentales de las culturas peruanas de la costa, dibujados por Elena Izcue, con el título de El arte peruano en la escuela. Magnífica idea felizmente realizada, pero que es poco asequible e inapropiado por su vulgarización por lo subido del precio. Además, el álbum de la señorita Izcue contiene únicamente motivos ornamentales de la cerámica Nasca y Chimú, y muy pocos del arte keshua. Así, las conexiones hechas por los alumnos ciencianos cobran mayor aún interés porque han explotado motivos netamente cusqueños, y también porque aquí ni el gobierno, que sería el obligado, ni un generoso mecenas, como el señor Larco Herrera, han emprendido obra tan necesaria. En Bolivia, hace tiempo que el gobierno ha editado cuadernos de muestras de dibujos con motivos ornamentales de arte tiahuanaku, que son de uso obligatorio, gradualmente distribuidos en las escuelas primarias de la república. Y qué decir de México, que, con el establecimiento de las clases de pintura al aire libre, en las escuelas rurales ha dado un gran ejemplo que imitar en los demás pueblos indoamericanos. Esto ha logrado crear una verdadera escuela de pintura mexicana típica e inconfundible, que cuenta con la legión más formidable de pintores en cantidad y calidad de todo el continente. Ojalá que el magnífico paso dado en este sentido por estos maestros jóvenes entusiastas, y que hacen hondo concepto de su misión, sea imitado por todos los preceptores primarios del departamento, quienes, siguiendo el camino iniciado, contribuirán a la plasmación del arte andino, que debe arrancar de la escuela y abarcar en todos los sectores populares, antes que tener aislados representantes, en artistas más o menos notables. A eso vamos en literatura, música y pintura, en las cuales se va imponiendo con fuerza avasalladora el vernaculismo.
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Una restauración bárbara
Los salesianos, una de las especies microbianas de loyolas que van infectando el ambiente del Cusco, han dado muestras, aparte de su tradicional afán progresista, de ser excelentes bacilos destructores de obras de arte. No hace mucho, en pomposas ceremonias, inauguraron una serie de obras de mejora doméstica en el local de Chok’opata. Entre estas hacía número, en el programa de las bendiciones, la restauración de un valioso lienzo existente en la iglesia de San Cristóbal, la copia de la Asunción de la Virgen, de Rafael, ejecutada en 1632 por el pintor Lázaro Pardo de Lago, lienzo que fuera de valor artístico bastante notable y tiene el raro mérito de ostentar la firma de su autor, caso excepcional, entre la multitud de copias anónimas de pintores neoindios de la Colonia. Este notable espécimen de la pintura cusqueña colonial se encontraba abandonado, cubierto de polvo, al lado del altar mayor de dicha iglesia. No necesitaba restauración ninguna, pero sí, apenas, una simple limpieza y un refresco sencillísimo. Pero el prurito salesiano de modernización hizo que se encomendara, a un escultor de íconos de uso industrial, la criminal labor de «restaurar» el cuadro. No debe escaparse al caletre de Natalicio Delgado. Ya no diré de los salesianos, que es axioma estético, la imposibilidad absoluta de hacer restauraciones de ningún género en obras de arte, mucho más si se trata de pintura. ¿A quién se le ha ocurrido restaurar la Gioconda o reponerle los brazos perdidos a la Venus de Milo? No negamos que el santero Delgado sea un escultor de mérito, pero no es pintor absolutamente. ¿Qué ha ido a hacer con la restauración del cuadro de Pardo de Lago? Cubrir el lienzo en toda su extensión de una gruesa capa de pintura en tonos mates y secos, sin conservar en lo mínimo el color fresco y brillante que primitivamente tuvo. La técnica es el decorado teatral, y la del colorido de las figuras, de estampa oleográfica o de escultura de yeso policromada.
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En resumen, esa apreciable copia rafaelesca del pintor cusqueño —es de suponer lo haya sido Pardo de Lago— ha sufrido una completa transformación, al ser despojada totalmente de su valor artístico; sin embargo, conserva apenas el documental: la firma del primitivo autor. Con esto, el historiador del arte cusqueño ha perdido un precioso espécimen, digno de estudio. Bien pudo Delgado estampar su nombre en sustitución del autor original, porque nadie le disputaría hoy la paternidad del atentado. El flamante cuadro quedará allí, para pasmo de huachafos y rastreros, que admirarán la «sugerencia» de sus colorines; pero, al mismo tiempo, como testimonio condenatorio de los autores de este atentado estético, lo denunciamos ante la conciencia de los hombres libres para que comprendan el verdadero sentido del arte. Y, para colmo de males, una «sociedad procultura» apadrinó semejante barbaridad salesiana... Hay derecho para pensar que vivimos en la tierra de los disparates. Kuntur. Cusco, enero de 1928
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La III Exposición de Arte Decorativo Incaico en el Colegio de Ciencias
Con motivo de la clausura del año escolar, está abierta, en una de las aulas del Colegio Nacional de Ciencias, la exposición de arte decorativo incaico, tercera de la serie anual que en 1926 iniciara brillantemente, con certero acierto intuitivo, ese maestro vocacional, de los pocos que comprenden su misión apostólica, Rafael Tupayachi. Quien esto escribe fue el primero que valorizó, en su verdadero sentido, la enorme trascendencia que tiene para el futuro de nuestro arte la iniciación de aquellos trabajos, modestísimos al principio, que van adquiriendo ahora un valor cada vez más sólido, mejor orientado, camino a ser definitivo, gracias a la labor plausible de las muestras de la sección primaria del Colegio de Ciencias: Tupayachi, Fernández Baca y Juan José Delgado. Este año, la exposición ha superado notablemente a la del año pasado: profesores y alumnos han trabajado con entusiasmo en la búsqueda y captación de la infinita y riquísima variedad de motivos ornamentales que guardan los fragmentos de cerámica, diseminados en los campos y alrededores de la ciudad, copiados con el verismo máximo que permite la posibilidad plástica del material empleado: el gouache y la acuarela. Los nuevos motivos descubiertos, digamos así, pasan del centenar, lo cual prueba la eficiencia de la labor hecha, en este sentido, por discípulos y maestros. La clasificación de los temas ornamentales ha sido hecha con arreglo a la morfología de los mismos: geométricos, fitomórficos, zoomórficos y antropomórficos, clasificación esquemática dentro de la que caben otros tipos, pero que ya son propiamente materia de un estudio arqueológico más profundo. No es esta ocasión para insistir sobre la importancia capital que encierra esta vuelta hacia lo propiamente autóctono, lo incaico sin mezcla, de mestizaje: Bastará anotar que tal manifestación artística marca, con índice de seguridad incontrastable, el comienzo, la iniciación de la gran escuela pictórica cusqueña del porvenir, que dará la clave que hoy afanosamente se busca con positivos resultados en
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México: la creación de una plástica íntegra, profundamente americana, búsqueda que va creando paralelamente las bases de una nueva estética que normará la plástica india, o neoindia, que renace pujante de entre las ruinas de nuestras culturas terrígenas, comprobando el mito helénico del fénix. Positivamente estamos en el gran camino que nos conduce, por los senderos de nuestras propias manifestaciones psíquicas, a la realización de la cultura americana, ideal que los pensadores del continente, como el azteca Vasconcelos y el boliviano Franz Tamayo, han formulado de diversos modos. El regreso a nuestra íntima potencialidad de expresión plástica, mediante el estudio del arte incaico, es una comprobación segura. Ahora, una vez que están firmemente echadas las bases de nuestro renacimiento artístico en todos los órdenes -pictórico, musical, literario, dramático, etc.-, la obra que toca, a quienes, por diversos motivos, están llamados a dirigir a la juventud, es encauzar el movimiento por derroteros de orientación seguros, bien definidos, a fin de que no se pierda, lamentablemente, el estupendo esfuerzo inicial. Mas nunca hemos oído la voz alentadora de ningún maestro, de ningún catedrático, de ningún consagrado. Será el instinto telúrico y la auto educación que nos guíe en la obra. Como una forma práctica de no desperdiciar la soberbia labor de los alumnos ciencianos y los pocos que se dedican a las disciplinas del arte, insinuaría la creación de una Escuela de Pintura al Aire Libre, de organización similar (o por lo menos paralela) a las de esa clase en México. Sería una escuela libre sin los métodos anticuados de las academias, sin maestros -ya que no los hay-, en la que cada muchacho desarrollaría su propia capacidad de expresión, sin más guía que su instinto plástico enmarcado dentro de un afán disciplinario de superación. Tal vez así, de manera espontánea o natural, veríamos el brote de una escuela pictórica que sería en Sudamérica la correspondiente a la formidable escuela mexicana. Hasta entonces, sigan en su brillante obra, con esfuerzo cada vez renovado, los bravos pioneros de la cultura andina que nace. El Diario. Lunes 24 de diciembre de 1928
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Un nuevo intérprete del Cusco: el paisajista Trujillo
Va para siete meses que Carlos Trujillo, junto con su paisano Martínez Málaga, pintor como él, se encuentra en el Cusco realizando copiosa labor pictórica de interpretación y captación de los paisajes urbanos locales, en la tan rica e inagotable que es nuestra ciudad. No es mi propósito hacer crítica de su obra, ni mucho menos. Me guía en la presente crónica el deseo de que no pase inadvertida, para el público y la gente que se interesa por estas cuestiones de arte, la obra justamente notable de este joven artista, uno de los mejores paisajistas entre la escasa lista de pintores jóvenes del Perú. Ya próximo a retornar a su lar nativo, quiero molestar su modestia, hecha casi de hurañía y franciscanismo, con estas glosas interpretativas de sus lienzos de motivos cusqueños. Y, de paso, quiero presentar al hombre, o mejor, al artista. He aquí: fuerte el pergeño, ancho tórax y espaldas atléticas. Encima una testa que podría ser de chacarero arequipeño, si no lo desvirtuaran unos lentes que montan sobre la nariz recia. Mas el hombre, por dentro del espíritu es este: un gran corazón que se da sin dobleces, franco, campechano; cierta ingenuidad infantil, perceptible a flor de carne. Trujillo no gasta poses, es sencillamente lo que se dice: «un buen muchacho». Él comprende que los desplantes ridículos de la bohemia decadente, con pujos de aristocratismo, son ya anacrónicos en estos momentos en que se trata, precisamente, de resolver la condición popular y obrera del artista, para liberarlo de la obligada dependencia de la burguesía capitalista. Ya pasó el ciclo de los poseurs decadentes. Hoy, el artista es igual a cualquier trabajador. Su valor está en función productiva, nada más. Y basta de digresiones que, por ahora, si no se está en Rusia, o por lo menos en México, un 99 por ciento de los artistas tienen que vivir adheridos a las migajas de los burgueses, a cambio de su indiferencia olímpica o de su adulación servil. Con esto no quiero decir naturalmente que Trujillo sea un pintor revolucionario ni cosa por el estilo. Pero sí, más que muchos otros, se podría asimilar
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a este tipo, no tanto por su arte, sino por su vida. Para vivir y salvar la dignidad de su arte, él recurre a menesteres de trabajo efectivamente manual; en algunos casos es un obrero. Esto no lo avergüenza a él, ni me abochorna a mí el decirlo. Por el contrario, lo eleva, o mejor diré, nos eleva. Si bien su arte —el paisaje— queda dentro de la pintura sin concepto ni contenido ideológico, él y otros pintores de raigambre popular van reivindicando el valor de este género reproduciendo los barrios pobres, los rincones humildes donde, a pesar de la sordidez y la pobreza, está la belleza oculta, la verdadera belleza pictórica por lo que, más que por otra cosa, vale el Cusco. Trujillo, como Sabogal, Pantigoso, Camilo Blas, Malanca y todos los que tienen pupila y sensibilidad artística, no busca sus modelos en los cursis, pretenciosos arquitecturados de cemento y calamina, sino en las casas de barro, las callejas abandonadas y silentes, las casas de los arrabales con sus balconerías antiguas, sus corredores arcaicos y patios amplios y soleados. San Blas, Santa Ana, Santiago, San Cristóbal, los barrios típicos del Cusco mestizo y neoindio, como quieran, son los barrios preferidos de los pintores. Allí está todo el sabor cusqueño, ya un tanto desleído por la corriente de modernización rastacuera. Los que hemos vivido nada más que pocos años antes, ya añoramos los pendones de las chicherías y algo que fatalmente va desapareciendo: el «alma» de la ciudad, que se nos escapa por esta herida del malentendido y patanesco afán modernista, propiciado y fomentado por gentes sin sentido estético, puestas a dirigir «los destinos del pueblo». Bien hace Trujillo, y todos los pintores con alma, de trasladar al lienzo los aspectos típicos del Cusco, rescatándolos de la avidez sórdida de los modernizantes advenedizos, «nuevos bárbaros» que están destruyendo criminalmente su belleza única. Para los atentados contra la estética, los códigos no establecen penas, desgraciadamente. Y este Cusco —en doloroso trance de metamorfosis modernista— surge, en los lienzos de Trujillo, con un sol urente y colores violentos, en contrastes difíciles, intraducibles en la gama pictórica a veces. A decir verdad, el ambiente cusqueño es difícil de captar: se necesita familiarizar la retina, adecuarla comprensivamente, con cariño, a fuerza de estudio
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directo del natural. Muchos han fracasado en este intento. No hace mucho un gran pintor francés interpretó el ambiente serrano del Cusco con visión parisina o bretona. Sin embargo, se dijo que su interpretación fue lo que mejor se hizo en Cusco. Trujillo, enamorado del Cusco a pesar de ser arequipeño, trajo de su campiña una visión estilizada y elegante. Su colorido se acercaba al de Masías, aquel bohemio incorregible y estupendo colorista, aunque mal dibujante. En más de seis meses de labor, ha logrado penetrar en el ambiente. Sus últimos lienzos lo demuestran claramente. Su pintura tiene cualidades excelentes: construcción atinada, colorido armonioso y cálido, sin estridencias, logra generalmente efectos de una placidez suave, cariciosa. Y es que él trabaja sus cosas con cierta delectación amorosa y sensual: manipula la materia plástica de los tubos, mancha sus lienzos sin apresuramiento repentista, pero tampoco sin insistencia cargante. Hay en sus telas discretos empastes que dan efectos de relieves y volúmenes, captados con valentía y fluideces de finura elegante. En cuanto a la luz, ha alcanzado efectos definitivos en algunos de sus motivos de calles y, especialmente, de patios. Entre los pintores que han visitado el Cusco, solo uno, Malanca, captó con sorprendente pupila realista el sol cusqueño: frío a la par que violento en los contrastes. La vibración lumínica no registra tan subidos acordes en los lienzos de Trujillo, pero tiene evidente realidad plástica. Existe una diferencia de temperamentos, pues el argentino suplía la pobreza compositiva de sus enormes lienzos con una admirable versión realista del ambiente, mientras que Trujillo, en lienzos pequeños relativamente, lleva el análisis cromático hasta cierto detallismo, que es más bien una cualidad. Más de cuarenta lienzos ha facturado el artista durante su estadía en el Cusco y, según me dice, todo esto no es sino una etapa en su aprendizaje, porque, como buen pintor, siempre es un buen estudiante, un investigador paciente. Además, señala que su estadía le ha sido de provecho. Después de todo, lo esencial es esto. Para terminar, no está de más añadir que Trujillo, como la mayor parte de los pintores del Perú —que, dicho sea de paso, en materia de protección al
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arte marcha a la zaga de todos los países del mundo—, es un autodidacta. En el desmedrado panorama del arte nacional contemporáneo, Carlos Trujillo se está delineando como un valor. El Sol. Cusco, 7 de diciembre de 1929
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Hablando con el pintor Martínez Málaga: Sus impresiones del Cusco - sus proyectos para el futuro - algunas apreciaciones
Víctor Martínez Málaga, a quien ya todo el Cusco conoce a raíz de su última exposición en el Salón Consistorial —que, entre paréntesis, ha sido el mayor éxito artístico de los últimos años en este rincón de los Andes—, está liando bártulos para emprender regreso a su tierra natal, Arequipa. Coyuntura oportuna para hablar con el artista y pagar así un compromiso tácito que me impuse: decir algo sobre su obra, ya que no lo hice en la ocasión debida. Valido de la amistosa confianza que nos une, fui a verlo a su atelier y he aquí reflejado, a través del recuerdo, todo lo importante de cuanto charlamos durante tres largas horas. Antes, una advertencia: no es esta una interview periodística, sino únicamente un palique cordial entre amigos más o menos de parecidas posiciones ante la vida y hasta de oficio. Encuentro al pintor entre un tremendo revoltijo de lienzos, libros, cajas de pintura, objetos íntimos, lo corriente en vísperas de un largo viaje. —¡Hola, «Doctor»! (familiarmente le hemos graduado con este título académico, para estar al tono con la costumbre nuestra de llamar doctor a todo cuanto pasa por la calle, ya que es la tierra de los doctores, como muchos han observado). —Quí ubo, pue —y añade una frase en roto: Martínez ha pasado buena parte de su vida en Chile. A ratos parece un verdadero chileno este socarrón Martínez, que siempre tiene en los labios un chiste ocurrente y una ironía que le suda hasta por los poros de la cara. —Bueno, ya que usted se nos va tan pronto, deseo saber qué impresión se lleva del Cusco. —Excelente, la mejor impresión de mi vida. He trabajado bastante, pero no todo lo que hubiera querido. Cusco es una tierra maravillosa, pictórica por demás. Aquí se encuentran todos los motivos de inspiración para todas las artes y para todos los temperamentos. —¿Y el resultado de su exposición última le satisface?
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—Dentro de lo relativo del medio, plenamente. He vendido algo, me dicen, lo que nadie antes que yo, y no ha faltado la palabra de aliento de los amigos y de los más autorizados para hacerlo aquí. —Bien, ahora hablemos de sus cosas... —Pero... —A mí me gusta el sintetismo al cual ha llegado usted en algunas de sus últimas notas y apuntes de paisaje. De todos sus cuadros, prefiero sus tipos de indios del Cusco y los mestizos de su tierra, y, naturalmente, los retratos; a mi parecer, es su especialidad. Magnífico el del Dr. Ferro, como técnica, acierto expresivo, parecida escuetamente como pintura; hasta la forma de encuadrar la figura en el lienzo. Siempre tuve la impresión de que usted es un excelente retratista. Y a propósito, dígame, ¿por qué no se dedica con exclusividad a este género, tan bien cotizado en los mercados de arte y estando usted tan excelentemente dotado para ello? —¿Sabe? Tendría que hablar mucho, pero, aunque todos coincidan en su juicio y yo mismo lo reconozco, el retrato no me gusta por su carácter de pintura mercantilizada, su vulgaridad. Pero “por hoy” es mi mejor arma, con ella me defiendo de la vida y... —Basta, comprendo. —Ya en posesión de mayores conocimientos —continúa— y de más experiencia, pintaré retratos, no por encargo, sino a quienes lo merezcan y lo soliciten. —En esto también coincidimos. —Pienso parecidamente. Creo que es la forma de salvar el retrato de su banalidad, lo dignifica. Así es como se explica el «Larreta» o el «Barrés» de Zuloaga, pongamos por caso. Cabal compenetración del artista y el modelo. —¿Piensa usted volver al Cusco? —Tan pronto como me lo permitan mis asuntos familiares. Quiero hacer aquí una obra seria, definitiva. Lo que ahora he hecho no es sino estudio; no le concedo valor. —¿Dónde ha expuesto usted antes? —Es la primera vez que hago una exposición individual. Antes tomé parte en exposiciones colectivas en Arequipa, donde obtuve buenos puestos.
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—¿Sus proyectos para el futuro? —Anhelo pintar cuadros que reflejen los problemas sociales que sacuden a la humanidad, mostrar la desigualdad y la injusticia, pero para esto trato antes de estudiar la forma. No creo que esto sea cuestión de improvisación. No basta la intención o la idea, se precisa la corrección de la forma. Y por este sendero, Martínez, que habla ahora con indignada fuerza y con visible emoción, cae en la confidencia y me cuenta detalles de su vida, su iniciación como pintor, sus luchas y sus anhelos íntimos. Yo lo escucho con atención comprensiva y entreveo al hombre de carácter que ha tenido que vencer grandes obstáculos, que ha sangrado mucho dolor y se ha impuesto al cabo. Porque la suya es una vida que tiene la intensidad dramática de uno de esos tipos que pinta Gorki en sus estupendas narraciones. Huérfano, abandonado a su suerte, aventurero, actor en una compañía de cómicos, tramoyista, escenógrafo y, por fin, pintor. Con una sinceridad emocional que se le nota sin esfuerzo, continúa. Su vocación profunda, desde niño, fue siempre la pintura, solo que hace ocho años se dedica al arte de firme, esto es, que ha hecho profesión de él, que no ha tenido nunca maestros y no conoce academia ni escuela. Martínez, pues, es un autodidacta que no se debe más que a su propio esfuerzo. Cuando le inquiero si no ha tenido ningún iniciador, me responde que solo José Sabogal, a su paso por Arequipa, hace buen tiempo, fue quien lo alentó y le dio sinceros consejos de amigo. Aquí nos extendemos sobre la personalidad de este másculo pintor que representa a toda una generación y orientación dentro del arte nacional. Y volviendo a Martínez, en él, más que en muchos otros, es motivo de justo orgullo el que no haya pisado en su vida una academia, porque así ha salvado su personalidad, ya que está lejos de esa estúpida pedantería de algunos tipejos que se precian de discípulos de tal maestro y están, año tras año, en los bancos de las academias, y, a la postre, salen unos solemnes mamarracheros con diplomas, y sin más gloria que haber sido el discípulo predilecto del maestro fulano... Se hace longa la charla, pero quiero, antes de terminar, preguntarle algo sobre el movimiento artístico en Arequipa.
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—¿Hay pintores vanguardistas en su tierra, Martínez? —Sí, los hay. Aunque previamente, en esto del vanguardismo estamos de acuerdo en que no es una tendencia definida. Hay pintores vanguardistas y revolucionarios que son verdaderos maestros, y otros —la mayoría— que ocultan bajo esta vistosa etiqueta, creada por los literatos macaneadores, la ineptitud y la impotencia creativa, de indudable decadencia burguesa. —Continuemos. Los vanguardistas, en cualquier sentido, son Alzamora, Rodríguez Escobedo, Chávez y Prado. Martínez reserva, por razones obvias, su juicio sobre estos pintores. —¿Y los «no vanguardistas»? —Casimiro Cuadros, Carlos Trujillo, Luis de la Cuba, un muchacho González que se inicia y su amigo. —Además, hay otros pintores que por su edad y su obra son... —Qué puedo decir, retaguardistas —le interrumpo. Aunque con ciertas reservas, convenimos en el adjetivo y completamos la lista: don José Álvarez, don Pedro León Oviedo y alguno que se me escapa. Ya es tarde. Estrecho la mano franca y cordial de Martínez y me despido. Cusco, 13 de enero de 1930.
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Alzamora, pintor popular
Antes de que Alzamora viniera al Cusco con el exclusivo propósito de mostrar su obra, ya había leído bastante lo que escritores y literatos de Arequipa y Sicuani escribieron en torno a sus pinturas. Confieso que encontré excesiva apología en estas críticas, apreciaciones y ensayos, y dudé de la solvencia y la trascendental significación que se dio a la obra del artista canchino. Me pareció que este fuera el caso de un bluf, una «hechura» literaria de los intelectuales arequipeños, que dizque andan a la caza de genios pictóricos inéditos, pues no es raro que cada día hagan un nuevo «descubrimiento» sensacional. Más aún, cuando cada literato o poeta se da el lujo de apadrinar a un nuevo «genio» o, en su defecto, vuelve pintor al hermano, al primo o al más próximo bicho que pueda garabatear sobre un lienzo. No me importa que yo fuera a herir la susceptibilidad y la sensiblería de nadie. Para hablar de Alzamora tenía necesariamente que hacer este preámbulo obligado, pues leí de él que era un «fenómeno» ante el cual Sabogal solo era ridículo pintamonas, y el mismo Diego Rivera, el formidable Diegote, se quedaba chiquito, sin contar la genealogía que se le puso por delante. Alguno lo hacía derivar de Miguel Ángel, de Velázquez, de Goya. Como yo disiento diametralmente de estos juicios, con ocasión de la exposición del pintor sicuaneño, al que quisiera, sin pretensión, desde luego, ubicar en el terreno de su efectivo valor, he tenido que comenzar con cierta acritud, de la que no faltará quien tache como fobia incomprensiva. Desde el primer momento que vi una obra original de Alzamora, me pareció sencillamente un pintor popular, un pintor del pueblo, así a secas. En vez de encontrarle antecedentes en el sordo de Fuendetodos, por su populismo agrio, o en Velázquez, por su naturalismo, hay que buscarle su procedencia en los brochagordas humildes que alternan el enjalbegado de los muros, con la pintura ingenua de un pendón de chichería. Alzamora, de quien no sé la vida que haya
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llevado, me parece que se forjaría pintor en el ambiente del arrabal arequipeño, en las picanterías, en los distritos, antes que en la campiña que solo ha dado paisajistas. Y nada importa que cualquier poeta genial lo haya descubierto, si él necesariamente tenía que surgir siempre, empujado por su talento creativo que, por todos sus elementos objetivos y subjetivos, es netamente popular, diré plebeyo, para dignificar el vulgar sentido de esta palabra. Porque la pintura de Alzamora es pintura auténticamente plebeya, no es pintura «fina», «bonita» o, en términos justos, pintura burguesa, fabricada para todos los gustos. Él ha sabido recoger las fuerzas de creación estética -del pueblo, del peón, del campesino, del rapaz abandonado, del indio- para volcarlas sobre sus lienzos con toda la ingenuidad primitiva, la falta de conocimientos y de escuela, propias de un estrato económico-social que se asimila al proletariado. Su obra no hay que juzgarla, a mi parecer, como pintura dentro de un criterio exclusivamente «artístico», sino ajustándola a una modalidad económica y de tendencia. En ese sentido, ensayaré los dos aspectos y enfocaré su obra desde ángulos opuestos. Primero, como tendencia e iniciación de una escuela de pintura social paralela a la que se ensaya en México, la labor de Alzamora es, desde luego, magnífica. Hay que confesar que, antes de él, solo Camilo Blas hizo interpretaciones de esta índole, abordando la vida del mestizo y del cholo pueblerino. González Gamarra tiene la manía nostálgica de las evocaciones incásicas y suntuosas. De este modo, ha querido hacer pintura de historia, género hoy totalmente desprestigiado. Sabogal, por su parte, no ha pasado de la figura aislada y el retrato de tipos. Finalmente, Pantigoso ha hecho algo apreciable con los grupos de indios, y no menciono a Olazo, porque tengo la intención de ocuparme de él extensamente. Alzamora entra de frente en la descripción del tipo popular arequipeño, acometiendo con audacia la composición en grande. Pinta Los palomillas, Entrada de ccapo, Serenata a la cruz y los demás lienzos de este período, que representa ni más ni menos al pintor primitivo, al estudiante o al obrero que se ha puesto a pintar cuadros. Vale, en estos lienzos, el humorismo picante de los palomillas, la ironía mordaz en los tipos fanáticos de la procesión: en una palabra, la intención crítica que le guio en la concepción y en la factura. Por lo demás, su manera es
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completamente ruda, brutal, no se encuentra el menor sentido de dibujo, construcción ni color. Se nota patente la audacia y la precipitación con que fueron facturados. Esos son balbuceos pictóricos, aunque se diga que Alzamora sea un nuevo Einstein, que da un valor desconocido a las formas, como dijeron de cierto neopintor. En su obra realizada en Sicuani, tierra donde ha permanecido cerca de un año, Alzamora se muestra más sincero y más pintor, seguramente por su saludable alejamiento del ambiente «literario» de sus primeras creaciones, que, dicho sea de paso, le han hecho un daño inmenso, uno del que debe curarse radicalmente si quiere hacer obra efectiva y duradera. Otra cosa es, por ejemplo, La siembra y El reclutamiento, lienzos en donde, fuera de la intención y la idea, hay elementos inmejorables de pintura seria, superada de lo grotesco e ingenuo. El ambiente de quebrada verdegueante, que ha rodeado la escena del sembrío, está resuelto con estudio de planos, en un colorido fresco y jugoso. Mas, como pintura aparte del terrible patetismo del tema, me place. En El reclutamiento, el ambiente en grises y la profundidad del paisaje de sierra, junto con el cielo tempestuoso, son, posiblemente, algo de lo mejor que ha logrado Alzamora. Además, hay un gran progreso en el dibujo y en la composición de las figuras: se nota el esfuerzo por no dislocar el natural. Hay composiciones, como el de Día de finados, resueltas con soltura. Ya no hay ese amontonamiento de los personajes, suspendidos en el aire y situados en un único término absurdo. En resumen, Alzamora se presenta más pintor, esto es, más conocedor de su oficio y, por consiguiente, más sincero y personal. En cuanto al espíritu mismo que anima los motivos, Alzamora ha progresado también mucho. Su intención de fustigar a los tipos representativos de la vida serrana es más clara y rotunda. Los temas del gobernador, el gamonal y, lo que él llama, bestias de carga son soberbios. Por ello, Alzamora se muestra un revolucionario e intérprete del dolor de la raza india. Por esto mismo aseguré de él, al comienzo, que era un pintor del pueblo. Y no lo ha dejado de ser absolutamente porque haya progresado en el manejo y el métier. Por el contrario, se afirma cada vez más en su tendencia y hace sentir más porque se expresa mejor.
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El día que, en el Perú, los temas que ha tratado Alzamora se plasmen en frescos murales o, a la encáustica, en los muros de los edificios públicos, se habrá iniciado la reivindicación de lo autóctono en verdaderas batallas, como se hizo en México. Entonces, surgirán los Rivera, los Orozco, los Ledesma y Revueltas. Antes, solo es una ingenuidad creer que cualquiera pueda improvisarse en un Diego Rivera, aunque este confiese ser solo un primitivo de la pintura que cuajará en la sociedad reformada y purificada por la revolución. Y Alzamora ha demostrado naturalmente poseer talento, facilidad para la composición de grupos, a los que les da vida y movimiento, y, sobre todo, se identifica con el pueblo, el obrero y el indio. He allí su fuerza y su valor verdadero. Por esta razón, por creerlo un camarada de verdad, me he permitido decirle algunas verdades que, quién sabe, a él no le agraden, pero que yo, como cusqueño y conocedor también del oficio, no he querido ocultarle. El Sol, Cusco, 2 de mayo de 1930
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Pantigoso
Hace unos días, Pantigoso, el joven pintor quechua, se encuentra en el Cusco, de vuelta de su tierra arequipeña. Pantigoso (Chambergo) viene nuevamente a facturar motivos cusqueños. Esta vez ha dejado un tanto el ceño fruncido y la pose pedante. Menos bohemia, más hombría. Hombría y función creadora, vital: se ha traído de tierra española una compañera y tiene ya un retoño. Este indio ha hecho al revés lo de los conquistadores: se ha vengado de lo que Pizarro y sus compañeros hicieron en nuestra «tierra de Indias» hace cuatrocientos años y pico. No he visto su obra pictórica aún. Pero estoy seguro de que Europa le ha dado disciplina.
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Martínez Málaga
Este nombre ya está bien encajado en el Cusco. No llega a un año que Martínez, arequipeño también (Arequipa casi ha monopolizado la producción pictórica en el sur del Perú), ocupó enteramente la atención del público y prensa, con su exposición en el Salón de San Bernardo. El pintor ambula hoy por el altiplano y prepara una exposición en Puno. De allí vendrá al Cusco. Me anticipa que tiene el propósito de realizar una muestra abundante de retratos. Martínez ha encontrado su arte y se ha superado, inclusive, en la última época.
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Primera exposición de la Sociedad de Bellas Artes
La exposición de pinturas de la Sociedad de Bellas Artes ha tenido la virtud de mostrar que aún hay gente con riñones suficientes para hacer arte, pese a que en este medio se desconoce toda noción de él. Desde que, hace años, un grupo entusiasta del arte se impuso la tarea de dar educación estética al pueblo, mediante exposiciones, auspicios e, incluso, financiamiento de la venida de artistas extranjeros, etc., nadie que sepa, individuo ni institución, ha continuado este ejemplo. La prueba más clara de cuanto sostengo las tenemos en las fiestas del cuatricentenario colonial. Puro bluf: propaganda bien pagada por comisiones especiales con residencia en Lima; programas suntuosos y fantásticos para la exportación, pero que nunca se cumplen; rebuscas y desenterramientos seudoarqueológicos, sin pizca de criterio científico; refrescos y limpiezas de cuadros coloniales, confiados a la «dirección» de eminentes artistas, quienes lo transfieren a humildes peones, que, lo mismo, encalan una pared que «refresca» una tela colonial valiosa. Proficua y acertada labor municipal, cuyo primer decreto es el embadurnamiento uniforme de la ciudad de amarillo, color de interjección cambroniana, que no tiene vergüenza en mantener en pie los indecentísimos arbolados de los parques públicos, y que, en pleno centenario y ante la expectación de los turistas, presenta a la población en lamentables condiciones higiénicas. Felizmente la Sociedad de Bellas Artes ha organizado, por su cuenta y riesgo, sin el menor apoyo oficial, la exposición pictórica que da motivo para hilvanar estos juicios. La muestra de conjunto, que se exhibe en el local de la avenida del Sol, si bien numerosa, es pobre en calidad. Ninguna nota sobresaliente, ninguna obra que destaque sobre el conglomerado de lienzos y cartones en que predomina el paisaje. Ángel Rozas, Salvatierra y Olazo ocupan gran parte de la sala.
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Ángel Rozas Es de notar su audacia extraordinaria al abordar grandes composiciones multitudinarias, en las cuales entran en escena decenas de figuras. Alguien dijo que Rozas había creado inconscientemente una técnica «primitiva». Este término se presta a diversas interpretaciones. Si por «primitivo» se entiende lo ingenuo, infantil y simplista, bien, pero «primitivo», en el orden cronológico y estilístico, es otra cosa. No convengo con el «primitivismo» del señor Rozas. Sí aplaudo su audacia y valentía al emprender obras que, para los recursos técnicos que posee, resultan gigantescas. Reconozco fibra y personalidad en sus lienzos costumbristas, aunque es una lástima que ignore la ciencia de la composición, el dominio de la perspectiva y el dibujo, que solo lo dan el estudio paciente y concienzudo. Me gustan más sus retratos de tipos indígenas, especialmente el que titula El indio del quero. Sus patios se resienten de convencionales, faltos, excesivamente españolizados.
Fortunato Salvatierra Le sobra lo que falta a muchos, sino a todos los expositores: academia, conocimiento técnico y dominio de la recursiva pictórica. Discípulo y paisano del gran Daniel Hernández, guarda las huellas de la influencia francesa del maestro. Pero si la falta de disciplina académica es el flaco de muchos, el excesivo amoldamiento a ello resulta en Salvatierra un vicio. Afortunadamente logradas y magistrales son algunas de sus composiciones, pero sus cuadros sudan academia. La prolijidad de la factura, la insistencia fatigosa que se nota en sus temas de grupos y figuras sí patentizan maestría y experiencia, aunque anulan, en cambio, la espontaneidad, el calor y la frescura propios de los maestros. Prefiero sus cabezas y bustos de indios, por su soltura y valentía de modelado. Ha abordado Salvatierra un tema social, debo decir, de lucha de clases: el episodio truculento de Las dos tempestades. Paréceme que, de tanto forzar la nota trágica, ha dado en falso. El desenlace resulta un tanto cómico: la realidad deformada a través de un
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temperamento sentimental. Pero válgame la intención. Muy pocos pintores aún han tenido la sinceridad de manifestar en esta forma su sentimiento. Salvatierra es un pintor cuajado, maduro; su obra ya copiosa lo define como un valor, no demasiado grande ni genial, pero sí positivo.
Alejandro Gonzáles Es otro exalumno de la Escuela Nacional de Bellas Artes. Se ha dedicado preferentemente a la tarea de llevar el arte a la enseñanza. Su largo trabajo en el Museo Nacional y sus conocimientos le dan autoridad en esta materia. Expone unas notas de paisaje a la acuarela, muy bien sentidas, limpias, transparentes, que son lo mejor de la exposición en este género. Sus dos óleos, incluso el de composición, estilizado decorativamente, no dan toda la medida de su valor.
Olazo Exhibe una cantidad de paisajes pequeños, todos muy pulcros y agradables a la vista, con evidente reminiscencia francesa, un tanto estandarizados. Creo que en su muestra lo que más vale son sus dos lienzos de composición: Lunes Santo y El entierro del patrón, especialmente este último, tratado en grises.
Rivero Los cuadros de Rivero aparecen parcos de porte, exiguos en medio de las grandes superficies pintadas de Rozas. Kelque y Huayra hablan de sus preferencias por la interpretación de temas de la mitología quechua y no dejan de ser felices aciertos. Entre sus óleos-paisajes son de notar San Cristóbal y el Patio, de neto sabor cusqueño por la calidez del color. Hay que convenir que Rivero, con su meticulosidad detallista, lleva la objetivación del natural a extremos que lo asimilan
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a la cámara fotográfica. Su terreno es tal vez el dibujo a la pluma, del cual exhibe algunas muestras. En cuanto a la acuarela, es necesario decir que no la maneja.
El señor Figueroa Aznar Está representado en la exposición por cuatro lienzos de antigua data, ya conocidos para el público. No aporta, pues, nada nuevo, fuera de su conocido estilo oleográfico, bonitista, especial para épater le bourgeois.
Wallpher Este pintor ecuatoriano expone unos apuntes al lápiz y pluma acuarelados, sobre temas locales de Quito y Cajamarca, no exentos de gracia y soltura. Su óleo Adoración del Sol parece una réplica en pequeño del lienzo de González Gamarra que posee el municipio: idéntico el tema, hasta lo crudo y afichesco de ese cielo en bermellones y amarillos de huevo.
Ernesto Corvacho Tiene todo un pabellón lleno de una colección pintoresca y curiosa de lienzos. No deja de tener algún acierto dentro de su ingenuidad de factura, que lo coloca entre los pintores populares. Solo que no comulgo con esas flores de trapo copiadas de postales y menos con que exhiba cosas que no son suyas, sino de un ilustre amigo mío ya finado. Entre los amateurs y aficionados que exhiben, haciendo crudísimo contraste con maestros y profesionales, cabe mencionar, en primer término, los dibujos y acuarelas de Fuentes Lira, que se manifiesta como un buen colorista y conocedor del género. López, por su parte, es un muchacho que comienza bien, pero, me parece, que hace mal en abordar temas que están por encima de sus
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conocimientos. Víctor Chambi debuta en esta exposición con algunos atisbos en la acuarela y el óleo. Roberto González se inicia con bríos en el paisaje. Es aún demasiado principiante y le hace falta, como a todos los de su categoría, dibujar y dibujar. A todos los amateurs les conviene, diré mejor, nos conviene estudiar y seguir dando impulso a la naciente Academia de Dibujo, base de la futura Escuela de Bellas Artes del Cusco. En resumen, la exposición, ya que no «todo un éxito», como se acostumbra decir, transcurrió en medio del silencio estudiado de la prensa lugareña, que se hace lenguas cuando se trata del arribo de algún señor diputado o dedica enormes comentarios para informar del «éxito rotundo» de cualquier circo o comparsa de bailarines. Repito que es el único aporte cultural al cacareado «cuarto centenario», por lo menos hasta este momento. Y que, a sus organizadores, les quede esta satisfacción. Post scriptum: olvidaba mencionar la valiosa colección fotográfica de Martín Chambi, a quien alguien motejó justamente como «Mago del Lente». Sus pruebas fotográficas llegan a adquirir valor pictórico. Son bellas captaciones, que superan la limitación mecánica de la cámara. Fernando Butrón, un artista del pueblo, que purga cualquier falta en la cárcel pública, presenta unos dibujos a pluma coloreados, muy infantiles, pero que, dentro de la mentalidad de su autor, tienen su interés. Revista Kosko. Nro. 64, 10 de junio de 1934
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Los cuadros de Vinatea Reinoso en el Cusco
La próxima exhibición de los cuadros del malogrado pintor nacional Jorge Vinatea Reinoso constituirá un acontecimiento artístico excepcional, en medio de la indigencia estética que caracteriza el ambiente. Valiosa es la muestra que ha traído el hermano del artista arequipeño tronchado en pleno ascenso triunfal, hace tres años, cuando su talento creador comenzaba a cuajar en obras que, dentro de la pintura nacional contemporánea, alcanzan calidad de realizaciones completas. Vinatea Reinoso, en el arte peruano actual, es uno de los pocos tipos representativos. Personalidad consagrada por una obra fecunda y de altos quilates, esta se encuentra aureolada incluso con el prestigio, siempre triste, de su prematura muerte. Entre los profesionales egresados de la Escuela Nacional de Bellas Artes de Lima, Vinatea es, sin hipérbole, lo mejor de la hornada. Dominaba, por igual, géneros distintos y poco fáciles de conciliar: caricaturista, dibujante, ilustrador, pintor y pintor de médula, sensitivo, fuerte, camino a maestro. Arequipeño, hijo de esa tierra privilegiada de pintores, supo interpretar en sus telas el alma mestiza de su lar nativo, su campiña, sus hombres dedicándole las mejores creaciones de su admirable talento. Hábil técnico, colorista sensitivo y brillante a través de las diversas fases de su evolución -desde la obra que le valió la primera medalla al egresar de la Escuela, hasta sus postreras telas en las que iba entrando dentro de un ritmo plástico decorativo y eminentemente americano-, el artista patentiza un noble y constante afán de superación, una lucha heroica, a la par de lo precario de su naturaleza física, con la forma plástica para llegar a su pleno dominio. Tales son las primeras impresiones que recogemos al contemplar, ávidas las pupilas en un baño lustral de color y de luz, la obra trunca del gran pintor que hubiera sido Jorge Vinatea Reinoso si la muerte, avara de su gloria, no lo hubiera arrebatado tempranamente. Kosko. Nro. 65, 21 de julio de 1934
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La obra artística de Rafael Tupayachi
A Rafael Tupayachi se le ha exaltado dignamente como a nuestro revolucionario, militante comunista y luchador indoblegable que cayó, a la manera espartana, en su puesto de combate. Pero no solo revolucionario y luchador fue Rafael. Con interesada y maligna intención, se quiere hoy echar al olvido o, por lo menos, subestimar una faceta brillante de su personalidad y de su obra: su gran labor artística de iniciador de su poderosa corriente de nacionalismo dentro del arte plástico aplicado a la enseñanza. El año de 1927, Tupayachi, entonces director de nivel primaria en el Colegio de Ciencias, con admirable intuición inicia, en las clases de dibujo de esa sección, la recolección, captación y catalogación de la enorme variedad de motivos ornamentales contenidos en los restos y fragmentos de alfarería incaica, esparcidos en los campos aledaños a la ciudad. Esta fue una idea brillante. A poco de comenzar el trabajo, el entusiasmo prendió como lema entre los discípulos del maestro. Alumnos y profesores se echaron a la búsqueda acuciosa de tiestos, por campos y sembríos. Algunos meses de trabajo dieron por resultado una ingente cantidad de motivos captados y reconstruidos por la labor colectiva de los niños, impulsados por una sana emulación. La exposición final de curso de aquel año resultó una magnífica demostración de las enormes posibilidades plásticas del arte indio y de cómo la energía y el talento pedagógico de un verdadero maestro, como Tupayachi, podía fructificar bellamente en la mentalidad abierta de sus discípulos. Y fui yo quien, ante poco menos que la indiferencia del ambiente, aplaudí con todo mi fervor, por cuanto el arte se refiere, la estupenda iniciación. Después, otros colegas poco leales de Rafael han pretendido opacar el mérito indiscutible y la paternidad de su iniciativa. Han explotado, incluso, con fines puramente mercantiles, la misma obra a la que él infundiera su aliento creador y puro. No quiero recordar ahora cierta mezquina campaña que, alrededor de esta cuestión, se suscitó en-
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tonces, y de la que el mismo Rafael sonriera despectivo con esa estoica serenidad que mostraba aún en las horas más amargas de la persecución. La parte más notable de esta obra artística —obra de maestro, suscitador de inquietudes en el sentido socrático, no obra personal, egoísta al fin— está en el valioso álbum de motivos ornamentales de la cerámica inca. Aquel contiene varios centenares de temas diferentes -geométricos, zoomórficos, fitomórficos y antropomórficos- que Tupayachi formó con paciente esfuerzo de verdadero artista, guiado por su fino y agudo temperamento plástico que, en alto grado, poseía este admirable espíritu. Si fuera posible pedir algún homenaje de parte del Estado para su víctima, sería que edite por su cuenta el Álbum Tupayachi que, como preciado tesoro, guarda la viuda del maestro. Kosko. Nro. 66, 31 de julio de 1934
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Exposiciones y certámenes
La exposición de arte colonial, instaurada en el Palacio del Almirante, nos muestra que aún quedan restos del magnificente arte de la Colonia, después del saqueo que chamarrilleros y turistas codiciosos hicieron de tanta riqueza aladinesca, la cual ha ido a parar a museos y colecciones de Europa y Estados Unidos. Entre tantas piezas riquísimas de talla taracea, escultura iconográfica, pintura, platería suntuaria, etc., evocamos sin nostalgia, por cierto, la esplendidez de esta vida colonial, por siempre ida, en que nobles y aristócratas feudales, poseedores de títulos de Castilla, y mayorazgos trasladaban, a estas serranías, la pampa castellana de los carlos y felipes. En los diferentes pabellones de la exposición se muestran valiosas piezas pictóricas. Citemos al azar dos pequeños lienzos con temas de la Natividad y la “Huida a Egipto”, pertenecientes a la familia Mendiburu. Magistrales de composición y colorido, son probablemente de procedencia europea. También se encuentran varias semblanzas de personajes cusqueños del retratista Ugalde, que ha dejado numerosas obras en el Cusco; un retrato del coronel Cosme Pacheco, benemérito de Junín y Ayacucho, por Gil, el autor del mejor retrato de Bolívar, a decir del propio Libertador; un Buen pastor espléndido de escuela italiana; miniaturas valiosas en cobre pertenecientes a la colección Rozas; madonas y cristos indígenas de escuela cusqueña, interesantísimos por su factura primitiva, etc. La lista se haría larga. Lo que imperativamente hace falta es la catalogación técnica de estas pinturas, que se explique su procedencia probable, su pie de autor o fecha -si los tienen- y otros datos. Notamos también, en desorden, suntuosos muebles de comedor, salón y dormitorio con espléndidas incrustaciones de marfil, nácar y conchaperla, de gusto barroco; primorosas piezas de platería repujada y filigrana; las notables mantillas de manda; prendas suntuarias y coloniales de sedas, brocados y encajes de la familia Astete.
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La imaginería religiosa no anda escasa. Tenemos allí los típicos nacimientos cusqueños, ya desaparecidos, del imaginero Genaro Aranjo; el Cristo de marfil, de propiedad del señor Aznar, maravilloso de anatomía y expresión. Además, mueblería de lujo, porcelanas de China y Sajonia, y cuántas cosas interesantes. La exposición franciscana de arte religioso colonial es un muestrario de las valiosas riquezas artísticas que posee este convento: piezas rituales de orfebrería sagrada en oro y plata, platerías barrocas magistrales, esculturas policromadas de los santos de la orden, casullas y ornamentos en los que campea el maravilloso arte del bordad, algunas pinturas notables (entre otras, una Subida al calvario, magistral de composición color y dibujo), dos pequeños lienzos con episodios bíblicos, bellos códices y antifonarios miniados en pergamino -algo de lo mucho valioso que encierran las casas religiosas. ¿Por qué no hacen igual cosa las demás órdenes? La Exposición de Arte Indígena resultó un hacinamiento sin concierto, ni gusto, ni criterio estético de piezas textiles, cerámicas y otros artefactos de la industria indígena actual. Esta es una muestra pobrísima si se considera lo bueno y noble que es dable exhibir. Si se procede con acierto, el buen gusto preside la colocación y selección de los objetos. Un fracaso en toda la línea el certamen de Artes Plásticas. Así lo dice a gritos la exposición del local mercedario. Absolutamente nada notable. Destacan las pinturas conocidas de Rivero, Rozas, Salvatierra y otros pocos. Los vaciados de Amadeo Latorre, Recluta y Coca, realizados a la manera expresionista, briosos, valientes, pletóricos de expresión, y las pinturas mencionadas salvan la exposición. Unas tallas paucartambinas de Villasante, no desprovistas de interés, hacen resucitar este noble arte, que en el Cusco de la Colonia llegó a su perfección absoluta. Pero lo demás exhibido no es arte ni mucho menos. Será trabajo manual escolar, industrial inclusive, todo lo que queráis, pero arte no, señores de la Comisión de Certámenes. Vulgares lápidas, pinturas industriales sobre tela, cuadritos cursilones en vidrio y corcho, máscaras grotescas de bailes indígenas y hasta cestitas de chillihua, dignas de figurar en los baratillos sabatinos... ¿A esto llamáis pomposamente «Certamen de Artes Plásticas»? Acabáramos. Kosko. Nro. 66, 31 de julio de 1934
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Glosas a Alejandro González
Un poco tardía y retrospectivamente impulsado, sobre todo por ese silencio -que bien podría interpretarse de hostilidad si no fuera solo de incomprensión y de reconocida incapacidad, ya no diré para juzgar, sino siquiera para apreciar obras de arte-, silencio que ha rodeado, digo, a la magnífica exposición de Alejandro González, heme resuelto a empuñar la pluma para trazar estas glosas a la obra del joven y notable pintor apurimeño. La exposición González en los salones del Instituto Arqueológico, clausurada hace rato, ha constituido sin lugar a dudas el acontecimiento artístico de mayor valor y significación, no solo del año fenecido, sino de varios años a esta parte en el Cusco. En efecto, habría que retroceder hasta la parcial muestra de González Gamarra en el Salón Consistorial, y la más reciente de Vinatea Reinoso, para encontrarle un parangón digno. Alejandro González nos ha presentado un conjunto múltiple, diverso y, al mismo tiempo, armónico de su obra pictórica trascendentalmente valiosa. Que yo sepa, por boca propia del artista, es la primera vez que realiza una muestra individual. Antes le había conocido únicamente por su aporte a una exhibición colectiva organizada por la extinta Sociedad de Bellas Artes, en ocasión del cuatricentenario español, y por tal o cual referencia en las muestras anuales de la Escuela de Bellas Artes de Lima, de cuyos bancos procede el artista, y, además, por su labor periodística de ilustrar en las revistas Mundial y otras, durante diez años consecutivos. González ha esperado, como recuerdo haberle oído alguna vez en charla amigable, cuajar su obra, madurarla, para ofrecerla como primicia valorada y sustancial. Ante su obra, nos encontramos, pues, frente al acierto o atisbo «genial» del principiante con más o menos talento, el chispazo casual del amateur y la «promesa» del autodidacta intuitivo, tan frecuente en nuestro medio, si no confrontamos la obra hondamente meditada, creada y madura del pintor en el
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más amplio y, al mismo tiempo, más elemental sentido: quiero decir, del técnico del arte pictórico, que ha dominado los medios de expresión plástica para el ejercicio que tal arte requiere. En términos corrientes, de aquel que «sabe de su oficio», como lo sabe y debe saberlo cualquier otro profesional. Con esto queda dicho que Alejandro González es un profesional técnico de la pintura. Y cabe subrayar este hecho, porque, en el Perú, el ejercicio del arte, por falta de apropiados centros de formación profesional, está aún en los pañales del amateurismo, de la improvisación -honrada, a veces, y las más falsas, a base de chantaje y de camouflage publicista, que oculta casi siempre la inercia y la impotencia. González debe su formación al estudio paciente durante largos años de trabajo en el Museo Arqueológico de la capital, como dibujante de esa institución, y a las enseñanzas y sabias orientaciones de Manuel Piqueras Cotoli, un eficaz mentor de las orientaciones nacionales del arte peruano, pese a su nacionalidad española. En este sentido, acaso es dable afirmar que los más altos valores que la Escuela Nacional de Bellas Artes ha producido hasta hoy, el malogrado Jorge Vinatea Reinoso y Alejandro González, reconocen su mejor guía en Piqueras, antes que en Daniel Hernández, el viejo maestro muerto no hace mucho. En esos años de labor oscura y silenciosa, copiando con la minucia objetiva del dibujo documental las cerámicas, los tejidos, los instrumentos, joyas, armas y los restos de las diversas culturas autóctonas, el artista ha logrado captar profundamente el ritmo plástico que anima esas perfectas y supremas creaciones del genio indio. Se ha empapado, por decir así, de su espíritu, a tal grado que no hay hipérbole en considerar a González como el mejor conocedor de la evolución y de las modalidades de la plástica indígena precolonial. Su conocimiento está basado no solo en su trato prolongado con el material arqueológico, sino en la comprensión profunda de las fases de su desarrollo evolutivo, a través de las culturas mochica, inca, nasca, tiawanaco y sus diversas subderivaciones. Pero González, poseedor de un gran temperamento artístico, no se ha petrificado en el calígrafo copista de antigüedades: no. Y he aquí se encuentra su más alto valor, que ha sabido extraer de ese vasto material que ha pasado por sus manos, el summum y el espíritu del ritmo plástico perdido. A modo de alquimista, que de copia de vastas materias extrae sutil quintaesencia,
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el artista ha tomado lo fundamental de esas formas para vaciarlas en sus propias creaciones, para imprimir el ritmo genuinamente indio en sus pinturas, luchando con fe para hacer del arte americano una entidad estética, diferenciada de lo occidental y de todo elemento extraño. En una palabra, González, y con él todos los que buscan dar a nuestro arte una característica racial, telúrica y social inconfundible, pretende hallar el nexo vital del arte autóctono y único -truncado por el hecho violento de la conquista española y sus consecuencias ulteriores- que lo entronque orgánicamente con el arte nuevo, cuya fisonomía se va forjando trabajosamente, en consonancia con las reivindicaciones nacionales del pueblo indio. Desde luego, González no es, ni pretende ser por su obra, un arcaizante, un nuevo repetidor de formas caducas, borradas por el devenir histórico. Nada de eso. Antes bien, el pintor, rompiendo el cordón umbilical de lo arqueológico del que, es justo reconocerlo, no se ha desprendido del todo, pugna por seguir el desarrollo de los arquetipos formales americanos para llegar a las modalidades actuales del arte, de acuerdo, naturalmente, con las necesidades y la realidad social en la que actúa, puesto que todo arte no es sino el producto superestructural de una sociedad determinada. Alejandro González posee todo un caudal de aciertos intuitivos dispersos sobre la materia. Incluso, puedo afirmar que ha teorizado su experiencia. Solo falta que, con mayores datos y estudio, sistematice sus ponencias, y, así, unido a su vocacional aptitud pedagógica, tendría la base de una cabal interpretación de la estética india. Todo este esquema ideológico está fielmente reflejado en la obra pictórica de González. Él se ha forjado (mejor dicho, se ha ido forjando), a través de su trabajo, una arquitectura ideal, a la que ha ajustado su labor. Tenemos, así, los óleos y las acuarelas de la sección que denomina La ciudad de piedra; la planimetría y sobriedad de la decoración inca en paisajes y figuras; el ritmo hierático muy antiguo y muy moderno, etc. González domina por igual el óleo y la acuarela -quizá mi preferencia es por esta última. Sus acuarelas, un tanto linealizadas, tienen, sin embargo, una limpidez y una transparencia que distingue a las mejores obras del género.
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En Cusco, ciudad española, asoma el dibujante meticuloso de museo, con cierta dureza y rigidez del documentador fiel. Qué valioso, histórico y monumental álbum del Cusco sería esta colección de dibujos. Constituiría una obra que, como propaganda turística del Cusco, resultaría infinitamente más valiosa que el detestable Álbum fotográfico, mandado editar por el señor Larco Herrera. Este señor millonario, y con aficiones de mecenas, debería tomar a su cargo la edición del Álbum de González. Se lo insinuamos de pasada. El Comercio. Cusco, martes 18 de febrero de 1936
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Vega Enríquez, pintor
Homenaje a su memoria Tan pocos años han pasado de la muerte de Ángel Vega Enríquez y ya casi nadie, salvo unos amigos íntimos, lo recuerdan en esta tierra, a la que él amó tanto y consagró los más preciados frutos de su talento, sus más enhiestas y valientes campañas periodísticas, sus más nobles sueños de engrandecimiento y progreso. Un 20 de enero, en una triste cama de hospital limeño, en ese mismo antro que él combatió, satirizó y maldijo apocalípticamente -con el verbo flamígero de González Prada y Vigil-, en la sede del centralismo feudal y caciquista que hace trescientos años oprime a los pueblos de la sierra, moría, como una sangrienta y trágica ironía, Vega Enríquez, el bravo abanderado del cusqueñismo alzado como una protesta contra el limeñismo decadente y perricholesco. Hasta sus huesos están allí, en un nicho anónimo del cementerio de Maravillas, como un sarcasmo, frente a la indiferencia de su tierra. Como homenaje a su gloriosa memoria, hilvano estos recuerdos de una faceta de su vida y de su inquietud fervorosa y cálida: el pintor que había en Vega Enríquez. Amateur distinguido, crítico de arte, el mejor que ha dado esta tierra, por su vasta cultura, su sensibilidad exquisita y su conocimiento de visión de museos de Europa, Vega Enríquez, fundador y animador del Centro Nacional de Arte e Historia, luchó desde la prensa, las revistas y la tribuna por un ideal tan entrañablemente acariciado por los cusqueños desde hace más de veinte años, que es la creación de la Escuela de Bellas Artes del Cusco. En dos ocasiones diferentes llegó a cristalizar su sueño, organizando y sosteniendo academias de dibujo y modelado, que si bien no formaron profesionales, orientaron y encaminaron a muchos aficionados y cultores de las artes plásticas. Su labor, en este sentido, es de las más meritorias y fecundas. No me detengo más en ella, porque necesitaría capítulo aparte.
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Me he propuesto recordar al pintor Vega Enríquez. En este sentido, su obra no es copiosa, ni mucho menos original. Allí encontramos algunos rincones muy conocidos del Cusco, en telas que los años han descolorido: paisajes de nuestros alrededores, versiones de los monumentos incaicos, todos tratados con una ingenuidad naturista y objetiva que los muestra muy fríos y deslavados. Vega Enríquez, cuando empuñaba la vieja paleta de aficionado y se sentaba frente a su caballete a trascribir un trozo de campiña o un rincón urbano, se acordaba de los paisajistas franceses, de finales del siglo XVIII, que le habían impresionado profundamente en sus andanzas por las galerías del Louvre, especialmente de Corot, que le encantaba. De allí sus gamas frías, de tonos grises y opacos. En la acuarela era demasiado ingenuo, como discreto amateur: no podía llegar hasta los secretos de la técnica de este género tan difícil y, al mismo tiempo, de tan poco valor. Entre sus óleos, su mejor realización es un paisaje de la pampa de Anta, tomado desde la colina que domina la planicie, donde está enclavado el pueblo, capital de provincia. Es un pequeño cuadrito de tonos verdes y grises en el cual está resuelto con fortuna el problema de la perspectiva aérea: la lejanía verde de la pampa; al fondo, los macizos grises y azulinos de Huarocondo y Zurite; las manchas blanquecinas de las haciendas, y encima, un cielo nublado que tiene un acierto evidente de profundidad. Era su mejor obra como pintor. Cuando, ya en plena decadencia, el viejo luchador rumiaba sus recuerdos en una modesta piecita, la mostraba orgulloso y contento. Él mismo hacía la crítica de sus cualidades con cierta suficiencia que, a veces, nos hacía sonreír. Este cuadro debe andar en poder de algún amigo suyo, que custodia sus trabajos. Insinúo que el municipio lo adquiera o gestione su cesión. Sus demás trabajos son de discretísimo mérito, salvo una acuarela realzada al lápiz, que representaba una calleja del barrio de San Blas, muy apreciable por su objetividad naturalista. Conocí a Vega Enríquez cuando declinaba su vida. El panfletario que había fustigado al clero en la época de la batalla liberal era un viejecito amable, fervoroso y apasionado aún por todo lo referente al arte. Ponía un ardor juvenil cuando tocábamos temas de arte en las largas charlas sostenidas en su retiro
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cuasi ascético y conventual, le brillaban las pupilas que el tiempo y la desventura despiadada habían ya ensombrecido. Aun entonces, le sobraban entusiasmos para emprender excursiones dominicales a caza de paisajes y motivos. Solía ver al viejecito con sus bártulos pictóricos, tratando aún de enderezarse, con aire juvenil, contra la cruel dolencia que lo mantenía semiencorvado y rígido. En sus últimos años, aún no había perdido el entusiasmo por embadurnar de óleo un cartoncito o una cuartilla de tela. Alguna vez se le ocurrió pintar los trabajos de conducción de agua que realizaba la Foundation. Él lo había hecho con fines comerciales, pero juntos reíamos cuando le salió algo así como unos motivos futuristas o cubistas, una pintura a lo fauve. Una anécdota «pictórica» más. En cierta ocasión, nos invitó a mí y a otro amigo, también amateur, a hacer una excursión para pintar a la acuarela. Llegamos puntuales a la cita. Pero al alistar sus bártulos acuarelísticos, Vega Enríquez nos mostró un cuadernito en el cual ya tenía todos los cielos pintados, listos para acomodarles el tema que más encajase. Había cielos grises y azules, nublados y despejados. El viejo nos lo mostraba con la más grande naturalidad del mundo, mientras mi amigo y yo podíamos, a duras penas, contener la risa. Lo admirable en Vega Enríquez era su inagotable entusiasmo por todo lo relativo al arte y, especialmente, a la pintura, incluso en su ancianidad, cuando su organismo luchaba penosamente contra la decadencia física inexorable. Poco antes de su viaje a Lima, viaje final del que no iba a volver más, todavía hablaba de hacer una exposición de sus obras pictóricas. Entonces, sus palabras me producían un eco doloroso de conmiseración, al contemplar su ruina física. De sus labios escuché valiosos consejos, lecciones inolvidables de hombría y de entereza de carácter. Mi homenaje, en este aniversario de su muerte, tiene el sentimiento respetuoso y cordial de un discípulo. El Comercio. Cusco, 20 de enero de 1937
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Los pintores Ángel Rozas y Enrique Camino Brent
Ángel Rozas es uno de los pocos artistas que, luchando heroicamente contra el medio desfavorable para el surgimiento de los cultores del arte, se ha mantenido en su terreno, aunque con variada suerte, motivado por el paisaje y la figura del Cusco. Y subrayamos, heroicamente, pues en esta tierra hay posibilidades y caminos para todo, menos para el arte. Rozas, en el rincón de su atelier bohemio, ha hecho obra copiosa, impregnada de cierto populismo e indigenismo no siempre realmente sentidos. Pero, en cambio, su obra como paisajista no deja de tener valor. Hace ya tiempo que Rozas estaba acogido a los beneficios de un mísero sueldo de determinada institución, que, a pesar de los esfuerzos que representa, se lo daba con cierta displicencia -que es la que encontramos siempre donde quiera que dirijamos la vista- por las cosas del arte, con mayor razón aún por el plástico. Es verdad que la música popular, precisamente por ser de este tipo, va reivindicando sus fueros a través de “La hora del charango” y otras manifestaciones. Por eso, convenía a Rozas salir de aquí, airearse en algún mejor ambiente y, en el peor de los casos, exponer sus cosas, con el fin de poder recuperar el ímprobo trabajo pictórico de años, que por estos trigos no tiene valoración alguna, así que represente nada más que la soldada de un mes de un solo funcionario. Rozas se va a Lima y es de desear que triunfe por allá el pintor paisano. Enrique Camino -de quien no ha habido una coyuntura favorable para ocuparnos de su obra, al menos de la que ha realizado en el Cusco- también regresa, después de varios meses de permanencia en esta capital incaica. Él ha tratado nuestras callejas y casas desmochadas, las plazas anchas y arrabaleras, y nuestros tipos populares reconocidos en cualquier punto de la tierra, indios y cholos, con una visión sintetizada y estilizada, distorsionando a veces los rasgos raciales, consecuencia de su formación en la Academia Nacional de Bellas Artes, que ha sufrido tan profundamente la influencia del actual director José
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Sabogal y la de sus continuadores Camilo Blas y Julia Codesido. Camino es de la misma «escuela», se podría decir, en sentido harto restricto, por cierto, ya que tiene una personalidad bien clara y definida dentro de la corriente indigenista -un tanto mexicanizante- que representa Sabogal. En vísperas de su viaje, pudimos hablar con el joven artista, quien nos manifiesta su sentimiento de no haber podido realizar una exposición de su obra en el Cusco, tanto por falta de locales apropiados, como por la ausencia de una institución que la propicie. Y aquí tenemos que lamentar la falta que nos hace una «peña», como el grupo Pascana, de Lima, o el que existía en la capital mistiana, con el simbólico nombre de Arequepay, o la del grupo Laykakota de la ciudad del lago. Camino, un nuevo admirador y enamorado del Cusco, se marcha, pero promete volver para hacer una estancia más larga. 25 de agosto de 1937
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Sobre la última exposición escolar
Se ha clausurado la Exposición Estudiantil de Arte, organizada por la Asociación Sindical Universitaria, en celebración del Día del Estudiante. Alguna enseñanza práctica o experiencia provechosa se debería sacar de cada certamen que se lleva a cabo, mayormente tratándose, como el presente caso, de una muestra estudiantil en que caben muchas reflexiones sobre la pedagogía de la plástica. Precisa, pues, intentar un balance, así sea somero. La abigarrada muestra del Salón de la Biblioteca Universitaria podemos tomarla como un exponente del estado en que se halla el arte plástico aplicado a los fines educativos. Hay que constatar de primera intención esto: una absoluta y lamentable desorientación en la enseñanza del dibujo y las demás artes conexas en los planteles de instrucción. Desorientación que implica punible descuido por una manifestación esencial en todo curso educativo, de importancia más acusada aun en los más recientes métodos que valorizan los sistemas objetivos. Ante la profusión de copias de estampas donde predomina los temas cinescos “gretas”, Betty Boops o Popeyes, hemos pensado que los colegiales de hoy tienen como suprema norma de educación visual el cinematógrafo y sus «estrellas». Resulta lógico, de otro lado, esta preferencia, puesto que las únicas exposiciones plásticas son los abundantísimos afiches yanquis que nos sale al paso en cada esquina y en cada calle. Pero los profesores no les han mostrado a sus discípulos que tenemos tantas y tan bellas cosas que ver, que pintar y que dibujar, que en pos de ellas vienen al Cusco artistas de los más lejanos puntos del planeta. Si no es la enseñanza técnica al estilo del método mexicano Best Maugard, por ejemplo, por lo menos cabe inculcar la elección de la temática por las figuras, paisajes y motivos de la tierra. No es, en este punto, ninguna explicación el que la capacidad de los muchachos no alcance sino a hacer copias. Viviendo en medio tan magníficamente sugerente, resulta extraño, por decir lo menos, que
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nuestros escolares se dediquen a copiar monos de Cinelandia, estampas de propaganda bíblica u horribles bodegones de salchicherías alemanas. No faltan, desde luego, aptitudes dignas de estímulo. Lo que está ausente es la orientación, la dirección hábil. Eso que hace años inició con estupendo éxito un muerto ilustre, Rafael Tupayachi, con la decoración inca, y a quien siguieron varios continuadores. Al parecer ese inicio magnífico se ha desvirtuado. Lástima que no hayan estado presentes en la exposición los planteles fiscales que han desestimado con criterio absurdo la invitación de la ASU. Excepción honrosísima del Centro Escolar de Niñas 744, que envió un nutrido lote de trabajos de costura y tejido. A guisa de estímulo habría que citar los nombres de algunos expositores: los ciencianos Marcés, Dávila y García, por sus dibujos a lápiz y alguna acuarela aceptable; los universitarios J. E. Flórez y Araujo, este último premiado por sus caricaturas. La escultura está representada por los muñecos de Luis Olazo, que están bien intencionados. Olazo puede hacer mucho en el arte del gran humorista mexicano Luis Hidalgo y de su seguidor en el Perú, el cusqueño Amadeo de Latorre. En cuanto a los trabajos de bordado, tejido y costura, el Colegio de María Auxiliadora presentó un espléndido stand, en el que merecen aplauso algunas aplicaciones de buen gusto de motivos decorativos indígenas; otro tanto cabe mencionar de las selecciones del Colegio de las Mercedes y del Centro Escolar 744. En este terreno es donde mejor se pisa: verdad que aún no pasa de meros tanteos. La aplicación de nuestra decoración a los objetos útiles debería constituir ya entre nosotros norma aceptada y universal, debería imponerse la estética india. En París, el Pabellón Peruano de la Exposición Universal a ha impuesto de «moda» la decoración peruana: inca, nasca, paracas, etc. Cuando esos motivos lleguen al Cusco, se usarán formas incas venidas de Europa. Para terminar, solo nos restaría insinuar que esta clase de exposiciones deberían realizarse con mayor frecuencia, así podríamos adelantar algo en la formación de nuestros futuros artistas: habría depuración y selección. Con la plástica tenemos que hacer lo que se está haciendo con la música: cultivarla más
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para también depuradS. Esta tarea incumbe a una institución especializada, que en este caso no podría ser otra que el Instituto Americano de Arte, de reciente creación. El Comercio. Cusco, 10 de octubre de 1937
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Un intérprete Del Chaco: Gil Coimbra
Gil Coimbra, por sus referencias, es procedente del Beni, la montaña de Bolivia. Es entonces un tropical, un hombre de la selva. De allí que haya comprendido tal vez con facilidad, sin el doloroso proceso de adaptación del altiplanense, el medio y el escenario chaqueño, viviendo como soldado en aquella contienda que ha sido justamente calificada como la guerra del petróleo, entre los monstruos rivales: Standard Oil y Royal Dutch Shell. Menudo, tostado por los soles amazónicos, es vivaz y comunicativo; carece de la reconcentración muda y un tanto hosca de los hombres de la estepa aimara. Por lo que él dice y se autojuzga, su temperamento es optimista, dinámico. Cierra los ojos a la tragedia presente y prefiere ver el porvenir con mirada entusiasta. Se diría que es un alma matinal, por contraste con el espíritu crepuscular, decadente. Este es, al menos, el sentido que quiere atribuir a sus pinturas. No juzgamos con el dogmatismo de quien pueda oficiar de crítico. Por eso cabalmente tomamos en cuenta lo que el artista piensa de sí y lo ponemos frente a lo que su obra nos sugiere. La contienda del petróleo, que llevó a la carnicería de los desiertos y bosques del Chaco a una generación valiente y esforzada de ambos lados —generación impregnada solo superficialmente del repudio bélico de la hecatombe imperialista del 14, que se entusiasmaba de la prédica de Clarté y hacía credo del equívoco Au-dessus de la mêlée de Rolland—, ha forjado en nuestro continente una literatura y un arte de guerra y posguerra. De esas falanges sacrificadas ha salido Gil Coimbra. Es un sobreviviente del «aluvión del fuego». En los días de la movilización, intelectuales avanzados trataron en vano de inyectar el odio a la carnicería y el repudio de los medios de violencia. Nada pudieron hacer, porque el torrente desatado de pasiones había ganado a las masas. Pero, luego, el horror de la sed en los fortines, la malaria y las fiebres tropicales, el mal de la selva que diezmaban regimientos íntegros de indios aimaras
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movilizados de la puna, el sentimiento nacional herido en los desastres sucesivos hasta la tragedia de Boquerón, hicieron ver a los soldados que la guerra no se hacía por sus intereses. Este tardío comprender de los móviles de la guerra fue como el «resplandor en el abismo» del combatiente del Somme. Hizo abrir los ojos y alumbró las conciencias. Entonces fue que la larga pelea en las tierras inhóspitas tuvo su fin. El epílogo todos lo saben. La guerra, como un acontecimiento social extraordinario, sacudió hasta lo hondo los espíritus y las mentalidades, las multitudes y los individuos. Junto con los movimientos sociales y políticos, y las reformas económicas truncas o falsificadas, advino el arte y la literatura de guerra. Del lado de Bolivia, Anze Matienzo, Oscar Cerruto, Augusto Céspedes, entre los más destacados, han pintado la contienda en la novela. Cerruto, tal vez el mejor del grupo, no es sin embargo un movilizado; él ha pintado la retaguardia, el desastre psicológico de la guerra. Céspedes, en cambio, tiene en su libro una especie de diario de campaña. Paralelamente, la plástica ha dado también sus intérpretes de la contienda. No conocemos sino a dos: Arturo Reque Meruvia, soldado movilizado en los frentes, de quien vimos apuntes vigorosos y realistas en La Paz, en plena guerra. Y este beniano que hoy nos presenta su obra: Gil Coimbra. “Pintor del Chaco” se ha repetido de Coimbra. Ciertamente lo es por su temario, por su iniciación y sus preferencias. Pero no vaya a creerse que es un pintor de guerra por su estilo entre los modernos, de un Matania, que emula con el lápiz el lente fotográfico al fijar escenas patéticas de la lucha en los campos de Bélgica y del Marne. Tampoco es Coimbra un revolucionario a la manera de los expresionistas alemanes Grosz, Dix o Zill, que hicieron la autopsia del alma de los Tissen, Krupp y consortes, en estampas que incluso en la Alemania socialdemócrata les valieron la cárcel. De temperamento sensitivo, optimista, Gil Coimbra no ha visto el drama sino en las expresiones y actitudes de algunos tipos que los interpreta casi abocetados à la gouache, y en tal escena de templos incendiados y paisajes de ruinas en que la artillería ha dejado su huella desoladora. El recluta, el soldado abatido de Cansancio, los tipos con expresiones energúmenas y extrahumanas de los
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Tiradores prendidos a la ametralladora, identificados casi con la máquina, esos son los documentos gráficos de la guerra captados por Coimbra. Diríamos, con justeza, que es una captación realista, que refleja un cierto momento declinante de la campaña. La truculencia horripilante de la trinchera llena de fango y de parásitos, llevada a la angustia con la falta de agua (los hombres debían tomarse el líquido inmundo de los tubos de refrigeración y, en algunos reductos sitiados, morían con las uñas crispadas sobre el seco suelo, escarbando pozos) no aparece en sus cuadros. El pintor no es, pues, un condenador de la guerra, mas tampoco la exalta. Ha visto de la lucha el drama interno reflejado en las expresiones elocuentes de los hombres: el proveedor cubierto de harapos, los «cuatreros» guaraníes, rudos hombres selváticos, que luchaban en su medio. Y pasada la guerra, ha retratado también tipos guaraníes, lo que prueba que no le ha quedado ese odio cavernario al «pata pila». Pero esto no quita que Gil Coimbra sea un excelente dibujante y acuarelista. Dibujante, porque la pintura implica el manejo del más completo de los medios plásticos: el óleo; o la grandiosa reconquista de estos tiempos: el fresco. Sus acuarelas son deliciosas, de frescura de transparencia, y sugieren estados emocionales sentidos con fruición. Sus dibujos, en los que el movimiento está sorprendido en su fluir natural a través de ritmos armónicos, la pulcritud elegante de sus procedimientos, son otras tantas cualidades que relevan la personalidad del artista boliviano y lo perfilan como una alta potencialidad expresiva. Como retratista, tiene también obra apreciable. Tenemos la reproducción fotográfica de la semblanza del jefe paraguayo, general Estigarribia y un apunte original del Dr. Uriel García al carbón, que figura fuera de catálogo. Con su obra ya difundida y conocida incluso en revistas y publicaciones europeas, Gil Coimbra es un valor destacado entre los nuevos artistas bolivianos. El Comercio. Cusco, 29 de enero de 1938
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Los «Documentos humanos» de Eben F. Comins
Al ver en el Instituto Arqueológico los pasteles-retratos del conocido retratista yanqui Eben F. Comins, se nos vino a la memoria la obra de una eminente pintora inglesa, Miss Amy Drucker, especialista, como el actual huésped del Cusco, en la catalogación de tipos raciales de diversas partes del mundo. Un crítico escribía, refiriéndose a los trabajos de Miss Drucker, que podían ser calificados de verdaderos «documentos humanos». No encontramos, en verdad, expresión más acertada para el grupo de cabezas y retratos de tipos indígenas, que ha facturado Mr. Comins en el Cusco. Todo el arte académico del pastelista, que domina su material favorito a la perfección, está puesto al servicio no precisamente del artista, sino del investigador científico, del etnólogo que busca subrayar los caracteres antropológicos del «tipo» en estudio. En efecto, Mr. Comins, dibujante de una precisión absoluta, retratista de la buena escuela de los norteamericanos Adams, Gibson, Jones, ha encontrado lo más acusadamente característico de nuestro tipo racial. Ya su obra realizada en Guatemala y México denota igual afán cientificista. Mr. Comins, como el más experto antropólogo, puede indicarnos la variación del ángulo facial en los cráneos dolicocéfalos de los aimaras y de los quechuas, la estructura ósea de las narices aguileñas, el prognatismo u ortognatismo de las mandíbulas, la inclinación de los ejes visuales y la mayor o menor elevación de los pómulos, que asemejan a nuestra raza y la hacen derivar de los troncos mongólicos y polinésicos. Pintor de un realismo objetivo, muy del academismo británico, como buen yanqui ha hecho especialidad en los retratos de grandes magnates de su patria que pagan los más altos precios. Su firma es de las mejor cotizadas en los mercados artísticos de la Unión, tanto como las de los grandes retratistas mundiales: László, Lavery, López Mezquita y la de un paisano nuestro, Baca Flor.
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Estudios antropológicos y etnológicos, hemos dicho de los trabajos del pintor norteamericano que nos honra con su visita, y aunque no le entendemos su parla yanqui, no otra cosa rebusca en nuestras serranías andinas Mr. Comins, realizando en sus cartones lo que su compatriota, el enviado de la Universidad de Columbia, Dr. Miskhin, viene haciendo en la realidad viva de los ayllus paucartambinos. Los artistas y hombres de ciencia norteamericanos principian a acercarse a estos pueblos indígenas: comienza a interesarles, junto con el petróleo y las reservas de materia prima, el hombre y su medio social. Menos mal que Mr. Comins encuentra entre nuestros indios narices tan perfectas, como las rutilantes estrellas de Hollywood, y bellezas indias que no envidiarán nada a las más espléndidas beldades rubias. El Comercio. Cusco, 8 de agosto de 1938
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Un retrato del Inca Garcilaso De La Vega
Juan G. Medina, que fuera discípulo del inolvidable maestro don Daniel Hernández en la Escuela Nacional de Bellas Artes de Lima, después de largo paréntesis durante el cual dejó colgada la paleta y empolvados los pinceles, ha vuelto a requerir sus instrumentos y, poseído del fervor cusqueñista, se suma a la nutrida hueste garcilasiana, que trata de conmemorar dignamente el cuarto centenario del advenimiento al mundo del gran historiador. En efecto, nos mostró el otro día un boceto a la acuarela que representa a Garcilaso de la Vega, de quien, como es notorio, no se conocen los rasgos fisonómicos precisos. Ningún documento iconográfico existe sobre nuestro hombre representativo en letras, ni siquiera una prosopografía. A ceñirnos a las eruditas disquisiciones de los más esclarecidos garcilasistas, como nuestro coterráneo Maese Reparos, nunca se le ocurrió al genial mestizo trazar su autorretrato, tal lo hiciera alguna vez Cervantes, pintando con la pluma sus caracteres faciales, los mismos que sirvieron al pintor Juan de Jáuregui para graficar en el lienzo la cabeza del Príncipe de los Ingenios. Descartado queda de facto el cuadro que se suponía como retrato de Garcilaso, existente en el museo de nuestra universidad, no siendo más que un arcángel San Miguel áptero, con un bigotillo y mosca de señorío de la época. Para encontrar alguna fuente de información, por remota que sea, Medina ha tomado por modelo el retrato de un lejano descendiente de Garcilaso por la línea materna, el Dr. don Manuel de la Vega, bisabuelo del que fuera ilustre periodista Dr. Ángel Vega Enríquez, adquirido por este caballero en Lima y hoy de propiedad de uno de sus herederos. Se trata de un tipo de mestizo con mayor porcentaje indígena. Tez cetrina, alta y pronunciada la frente, la nariz gruesa y en pico de águila, ojos ligeramente oblicuos de escleróticas amarillentas y con la característica mirada india, tímida e inquisitiva al mismo tiempo, la boca de labios ni befos ni finos, barba rala
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afeitada sobre el labio superior y algunos escasos mechones plateados a guisa de patillas sobre los maxilares. Este retrato de autor anónimo, y que parece proceder de la escuela neoclásica francesa, que tuvo hartos imitadores en el Perú, ha servido de punto de referencia a Medina, de donde él ha tomado algunos rasgos para su semblanza. Justamente, si Garcilaso fue un mestizo, debió de ser un tipo intermedio entre el español y el indio, con la advertencia de que, siendo su madre una princesa de sangre real, es natural suponer que haya sido singularmente bella para cautivar a un orgulloso conquistador, el capitán Garcilaso de la Vega. Nos parece, por lo mismo, que el tipo facial de Garcilaso hubo de ser de una belleza varonil y depurada que represente la mixtión de ambos elementos raciales. Mas, por otro lado, el hecho de que igualmente nos sea desconocida la historia sentimental del Inca, resulta un argumento en contra, no de tanto peso naturalmente, si se tiene en cuenta la condición social en que le colocaban dentro de la conservadora sociedad colonial las circunstancias de su nacimiento. No hubo, pues, dato exacto a qué referirnos sobre el físico del Inca historiador. El único recurso que le queda al artista pintor, escultor o dibujante es la libre creación sobre la base de la simple referencia étnica. Tal vez nuestros pintores podrían estudiar, esta vez, la caracterología del tipo mestizo medio y la de algunos descendientes del historiador, si los hubiese. Así procedió nuestro pintor máximo, González Gamarra, para su retrato de Garcilaso que posee la sala principal de Turismo, y así habrá procedido el autor del monumento a Garcilaso en Tucumán, y debe proceder nuestro amigo Juan G. Medina. Cada artista puede interpretar a Garcilaso a su manera y nadie osará discutirle si está o no parecido, de igual manera como nadie discute la autenticidad del busto griego de Homero, ni del retrato de Cristo por Rafael. La imagen de Garcilaso tiene que ser la imagen de nuestra raza hispano indígena, sin mezclas posteriores de sangres mongólicas o africanas, un mestizo indio-español cien por ciento. Con su obra, Medina rompe, por lo menos, la atonía del ambiente local frente a las efemérides de abril del presente año e inicia un paso ejemplar para
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nuestros artistas. Pronto ejecutará la semblanza del historiador en una tela de tamaño natural y, entonces, nos será grato volver sobre el tema. El Comercio. Cusco, 24 de enero de 1939
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El pintor Francisco De Santo
Por segunda vez viene al Cusco Francisco de Santo, que estuviera hace algunos años en esta ciudad captando motivos cusqueños que obtuvieron éxito en Buenos Aires, en las muestras particulares que realizó el artista y en certámenes artísticos internacionales. El gran rotativo La Prensa publicó a todo color en una página íntegra de sus magníficas ediciones dominicales el óleo del santo Taitacha Temblores, y la crítica argentina consagró con unánime aplauso al pintor. Después, De Santo, asimilándose a las nuevas direcciones artísticas que seguían el ritmo de los movimientos sociales, decoró con grandes murales al estilo de la escuela mexicana de Rivera, la Casa del Pueblo de Buenos Aires, y en ellos el artista se identificó con el trabajador argentino: pintó al cargador de los muelles sobre el fondo crispado de mástiles de la rada, al labrador pampero en sus faenas habituales y como un símbolo de la riqueza agrícola y del dominio de la técnica moderna la arquitectura cúbica y vertical de los elevadores de granos. Ya antes, Quinquela Martín, el pintor de La Boca, uno de los más grandes pintores argentinos, renovando técnica y acendrando en sentido social, su temario había elevado un himno al trabajador argentino en magníficos murales. De Santo adquirió con esa obra, de pronto, una dimensión continental e internacional. De apreciable pintor de caballete, se puso al lado de los grandes fresquistas mexicanos que, con Rivera y Orozco a la cabeza, impusieron al mundo no solo una técnica renovada en el fresco mural, sino un signo obrerizante y revolucionario a la pintura. A algunos años De Santo reaparece en el Perú y lo vemos en Puno, atraído por la belleza imponderable del gran lago y la silueta hierática de los balseros y pescadores collas. Y es su obra realizada en la ciudad lacustre la que de manera particular nos interesa. Hace poco se inauguraron en el mercado de Puno los paneaux murales con que ha decorado sus paredes. Los hemos visto a través de
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reproducciones fotográficas y entonces seguros, contrariamente a cierta innoble campaña que se le hizo al pintor amigo. De Santo ha abierto el camino y los ojos a los pintores nativos para que sepan ver lo suyo no solo con cariño, sino con visión reivindicatoria. Escenas y motivaciones del lago hechas sobre grandes superficies cromáticas han convertido el mercado de Puno en uno de los más atractivos lugares citadinos. Añadiríamos: el único que tiene el privilegio de ostentar una decoración artística modernísima, que le ha conferido alto valor estético. Puno cuenta, pues, hoy merced al trabajo casi desinteresado y gratuito de Santo, amigo fervoroso del Perú, con la decoración artística de su principal mercado de abastos. Aquí se nos brinda la oportunidad de sugerir al Concejo Provincial, a la universidad y a las instituciones de cultura, para que invite a De Santo a realizar decoraciones murales en alguno de sus respectivos edificios. Estamos seguros de que el artista platense estaría dispuesto de buena gana a aceptar una invitación y dejar en el Cusco una ofrenda de su pincel. El Comercio. Cusco, 9 de setiembre de 1939
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Visiones de la selva, por Gustavo Demicheri
Demicheri es un joven pintor uruguayo, que ha pasado casi toda su vida en París. Uruguayo de nacimiento, no tiene de americano sino eso que para muchos hombres no pasa de un mero accidente geográfico: la patria, el rincón nativo. Trotamundos, inquieto, hastiado como Gauguin del cosmopolitismo parisino, se viene a América, como quien dice «de retorno». Pero él está descubriendo recién su América; el continente nativo es para él una revelación un mundo nuevo y maravilloso. En su charla vivaz, salpicada de anécdotas bohemias de la Ciudad Luz, hoy en tinieblas por las necesidades de la guerra, añora ya sus cafés, sus peñas y sus mujeres. Lindas modelos de rulos a la permanente, boca tentadora y pintada, de «a tantos francos la hora», o graciosas midinettes y floristas que llevan la tragedia de Mimí. Caído en el Perú, de paso a su tierra, Demicheri ha buscado para su fino arte de pastelista, el espectáculo más imponente: la naturaleza. No el paisaje de las ciudades viejas sembradas de ruinas de antiguas civilizaciones, tras del que corre el turista vulgar, sino aquella parte en que el hombre no ha puesto su huella: la selva. El enigmático y genial Gauguin se fue a las lejanas islas de la Oceanía y este francés nacido en el Uruguay, cosmopolita refinado, viene fascinado por el trópico que le seduce con sus lujuriantes océanos vegetales, el ímpetu de sus ríos y sus raras voces misteriosas. Después de echar un vistazo a Lima, se va a Chanchamayo y llega hasta las márgenes del Perené, convive con tribus salvajes y, al mismo tiempo que traslada visiones de la selva con sus frágiles barritas de colores, la cámara que no le falta trabaja incansable, impresionando centenares de placas. Venido del sur, deja de lado el paisaje urbano de nuestra ciudad y prefiere irse por los campos y las aldeas. Planta su tienda de campaña en Quiquijana, encantador villorrio, y retrata indios y visiones camperas de la quebrada quispicanchina. Siempre atraído por la jungla, se aventura en espectacular viaje por
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Kosñipata y la montaña de Paucartambo. Evidentemente, este hombre siente el embrujo magnético que ejerce la selva, el imán de la «Vorágine, del inmenso mar verde». Hemos visto lo que llamamos a nuestro modo sus «visiones de la selva». Son bellos trozos de naturaleza tropical, de amplio enfoque panorámico en los que canta triunfal la gama del verde. Verdes en todos los tonos y en todos los matices; arriba, cielos de cobalto puro y grandes cúmulos albeantes. Pedazos de floresta virgen con sus troncos retorcidos en increíbles contorsiones y las penumbras violetas sobre los torrentes flecados de espumas. El pastel, material dócil y de elegantes efectos, cobra en las manos de Demicheri gráciles armonías, cuando trasunta visiones selváticas. Maneja el verde con evidente maestría. En sus estudios de figuras indígenas, se nota el métier académico de la escuela francesa. Como cualquier pintor extraño, Demicheri ha visto del indio la faz bronceada y los indumentos de detonantes fulgencias. No ha penetrado, ni podía hacerlo, en el espíritu indígena. Cosa que solo pueden alcanzar quienes «sienten» al indio. Sin embargo, el pintor se muestra un ferviente admirador de la gran sensibilidad colorista y el sentido plástico innato de la raza irredenta cuando se goza en la belleza de los tejidos e intuye el ritmo de las danzas y la melodía de la música. Gustavo Demicheri es un nombre más que agregar a la ya larga lista de los pintores que han buscado para su arte motivaciones de nuestra tierra. Este es un enamorado de la selva. ¡Cómo se tuviera, suspira, cerca de París, un trozo de Kosñipata o del Perené! El Comercio. Cusco, 15 de diciembre de 1939
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El retratista argentino Ramón Subirats Es huésped del Cusco, desde hace pocos días. Ramón Subirats, pintor argentino de las sierras de Mendoza. Su nombre nos era bastante conocido a través de reproducciones de sus obras en diarios y revistas de su país, que con tanta prodigalidad nos llegan. Subirats es un artista ampliamente cotizado y apreciado en América y Europa. No necesitaría, por eso, mejor carta de presentación que su nombre para quienes están informados del movimiento artístico de nuestro continente. Por la información diaria, se sabe de la misión que trae: alta misión continentalista de cultura y de mutuo conocimiento de los pueblos de todas las Américas. Realiza el viaje de sur a norte, de sus pampas argentinas a los Alleghanys norteños. Hace algún tiempo, en sentido inverso, pero en misión semejante, recorría también el continente un gran pintor norteamericano Mr. Eben F. Comins, que incidió igual que nuestro huésped argentino, haciendo estación en este nudo cordial de América, que es el Cusco. Hemos charlado con Subirats, hemos visto originales suyos que lleva en su carpeta de viaje, un voluminoso álbum de reproducciones fotográficas de sus mejores obras y asomado a aquello que los artistas siempre guardan con cierta cauta reserva, pues, no lo dicen sino lo expresan en su obra: su concepto del arte. Mientras pasan ante nuestros ojos extasiados, carbones y sanguinas, con semblanzas de rudos tobas y guaraníes, descendiente del cacique Tabaré del poema zorrillesco, bigotudos gauchos, nietos de Juan Moreyra y Martín Fierro, el propio don Segundo Sombra en persona, pálidos mesías de los yerbales paraguayos, mujeres del pueblo, de extraño aire flamenco y gitano, finos quechuas de Potosí y Cochabamba, lindas cholas paceñas y recios balseros aimaras del Titicaca —todo el itinerario étnico, desde el Mar del Plata hasta el Cusco—, habla el maestro con su duro acento catalán. Subirats, lo dice el apellido, es hijo de padres españoles. Creo, dice, que andan equivocados los pintores americanos que desfiguran al indio presentándolo monstruoso, lombrosianamente degenerado. A través de las figuras que nos dan los pintores enrolados en ciertas tendencias actualistas,
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que ocultan la incapacidad o impotencia, el indio americano corroboraría en el terreno antropológico, la tesis del Dr. Le Bon y sus corifeos en América: la decadencia y la degeneración racial, la irremediable regresión al antropoide y al primate. Yo, expresa con gesto convencido Subirats, busco el tipo depurado y noble del indio y su engendro, el mestizo, no lo monstruoso, sino lo bello. Y bellos en el sentido apolíneo, son los tipos populares que ha trasladado con admirable realismo a sus cartones; supremamente bellos, sin que el pintor haya intentado idealizarlos. Mr. Comins decía, refiriéndose a ciertas bellezas indígenas retratadas en sus pasteles, que había narices aguileñas que nada envidiarían a la de Cleopatra y que querrían para sí muchas estrellas de cinelandia. El juicio se corrobora con solo ver algunas sanguinas del pintor argentino, fieles retratos de indias y cholas del Altiplano. Así piensa Subirats del indio, y así lo ve. Una raza que ostenta tan magníficos ejemplares humanos está desmintiendo a los teorizantes de su degeneración y a toda su parentela. Aparte de su magnífico catálogo de caracteres y arquetipos raciales, en los que tanto el artista como el científico pueden encontrar abundante material de interpretación y estudio, Subirats como pintor —dibujante, habría que decir con mayor precisión— es un encumbrado maestro del retrato. Ante su caballete han pasado las más grandes celebridades de nuestro siglo: músicos, poetas, escritores, políticos, aristocráticas damas. El cardenal Pacelli, hoy Pío XII, el presidente Baldomir del Uruguay, Casals, Segovia, Jean Cortot, Alfonsina Storni, Gabriela Mistral, Lily Pons y seguiría la lista de nombres insignes. No necesita de la gama colorista para penetrar en la propia psicología de los retratados. En sus cabezas, modeladas con maestría suprema, ha sintetizado cuanto de más expresivo tiene el modelo. Siguiendo la huella de los más geniales retratistas de todos los tiempos, Subirats encuentra en la cabeza el alma, el élan vital de sus personajes. Y a fe que lo consigue, y con creces. Despojados de todo complemento escénico, sin relación con nada que no sea el personaje y su carácter, los retratos de Subirats lo son en el más puro sentido clásico: parecidos en cien por ciento, pero, sobre todo, interpretados, vivientes, con aquello que, con toda su perfección mecánica, no podrá captar nunca el lente de la cámara fotográfica.
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Calidades plásticas las logra estupendas: admirables morbideces, recios modelados, volúmenes y valores que nos dan la impresión del color en la sola gama del negro carbónico. No viene al caso ponerle paralelos. Podríamos citar muchos nombres a su lado, pero basta con sentar constancia de la calidad del artista que nos visita. Subirats dice que, como buen americano, guarda de antiguo al Cusco en su alma. Sea este el mejor homenaje del artista para nuestra anciana capital. El Comercio. Cusco, 19 de abril de 1940
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Notas sobre el Ollantay, de Ricardo Rojas
En el pasado noviembre, un anónimo escritor que firmaba Armando Salvat publicó en este diario una pequeña nota admonitiva con el título de «Ollantay en Buenos Aires», dedicada galantemente al autor de estas líneas. He debido esperar que pasen cerca de dos meses para pronunciarme, como me lo pedía en aquella oportunidad el señor Salvat, sobre la tragedia Ollantay, de don Ricardo Rojas, el reciente huésped de honor del Cusco, la más robusta mentalidad argentina, profesor, crítico, novelista, poeta y dramaturgo, alta figura continental y autor de una doctrina estética que converge en lo fundamental con la raza cósmica del mexicano José Vasconcelos y con el nuevo indio, de nuestro Uriel García: Eurindia. La demora tiene su causa en que no es fácil tener al alcance de la mano, la obra impresa del polígrafo argentino, que se estrenó el 28 de julio del año que termina, en Buenos Aires, y ha pasado de doscientas representaciones, según tenemos informes. Un gesto conmovedor del Dr. Rafael Aguilar, que me cabe agradecerle públicamente, ha puesto a mi disposición la obra, y hoy, sin la más pequeña pretensión de crítico literario, puedo decir sobre ella lo que pienso y he sentido a través de su lectura. La obra dramática está editada en lujoso volumen por la Editorial Losada de Buenos Aires y lleva este título: Ollantay. Tragedia de los Andes. Va ilustrada con reproducciones a todo color de los bocetos escenográficos pintados por el arquitecto Ángel Guido, modelos de trajes de los personajes de Mecha N. de Carman y los libretos musicales del maestro Gilardo Gilardi. Entre los cultores y aficionados a la literatura quechua, es notoria la ansiedad que ha provocado la noticia del éxito teatral de la obra de Rojas en la capital argentina, expectativa justificable, ya que el Cusco ha sido hasta el presente la única ciudad en donde se ha representado el Ollantay desde los primeros años de la República, y por ser esta tierra el centro donde se mantiene vivo el idioma de nuestros mayores. Nuestros quechuistas y autores dramáticos han seguido
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invariablemente en sus obras la tradición y el molde del Ollantay quechua, obra sobre la que no ha terminado aún la controversia entablada por los críticos e historiadores literarios. No podríamos, sin pecar de parciales, decidirnos a esta altura de la centenaria discusión sobre el drama quechua, de si es una obra de la literatura incaica, trasmitida por tradición oral o un arreglo del cura de Sicuani Dr. Antonio Valdez, como ya en 1837 sostenía el escritor y abogado cusqueño don José Palacios, en su revista Museo Erudito que se editaba en esta ciudad. Posteriormente, con el descubrimiento de los diversos códices ollantinos —como el atribuido al cura de Lares Dr. Justiniani, el Códice dominicano que existe en el convento de Santo Domingo de esta capital, del Códice paceño—, la discusión sobre el Ollantay se ha tornado más engorrosa. Rojas, asimismo, como fundamento de su tragedia, publicó en La Nación de Buenos Aires, en mayo de 1837, y posteriormente en volumen con el título de «Un titán de los Andes», una serie de estudios que agotan la historia de la controversia alrededor del drama incaico. Es, pues, un profundo conocedor de la literatura ollantina. Esto, lejos de halagar el amor propio cusqueño, debería constituir un noble acicate para que nuestros estudiosos continúen investigando, sobre tema tan caro para nuestras letras y nuestra historia, como dijo él mismo, en su inspirada exhortación dicha cuando la Universidad del Cusco le confería el doctorado Honoris Causa en la Facultad de Letras. Después del olvidado cusqueño José Palacios, que fue quien de viva voz recogió la tradición de Ollantay de boca del cacique indio Juan Huallpa, en 1837, a raíz de haberse descubierto el retrato iconográfico del general Rumiñahui en un quero o vaso incaico, obsequiado al entonces jefe político del Cusco, brigadier Antonio María Álvarez, por su poseedor, el indio Fabián Tito, otros historiógrafos, como don Gavino Pacheco Zegarra, el presbítero italiano Mossi, el arqueólogo Wiener, los historiadores argentinos Vicente Fidel López y Bartolomé Mitre y otros muchos, se han ocupado del Ollantay. Ricardo Rojas, en sus estudios, sintetiza y capitula la secular controversia, y sienta al final de ellos sus propias conclusiones. Le faltó añadir, empero, una de las más originales hipótesis que se han sustentado, la de nuestro paisano, el Dr. José Gabriel Cosio, que atribuye la paternidad del Ollantay a otro genial cusqueño, el Dr. don Juan Espinoza Me-
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drano, «Lunarejo», autor de otras piezas teatrales en quechua como El rapto de Proserpina. Don Ricardo Rojas se fundamenta, pues, en una documentación amplísima, que le pone a cubierto de toda mistificación como podrían atribuirle los tradicionalistas a ultranza. Él, como los más estudiosos de la materia, conoce el fondo de verdad histórica que puede haber en la tradición del rebelde tampu que se enfrentó a la estirpe solar de los emperadores cusqueños: una revolución dinástica por el predominio político del Imperio inca en vías de expansión. Pero por encima de la relativa y dispersa verdad tradicional, el autor de la tragedia ha creado una obra de vasto aliento, una especie de tragedia esquiliana, rompiendo los moldes clásicos ya superados y las normas estrechas de la preceptiva seudoclásica francesa. «Mi Ollantay —dice Rojas— llega, pues, no por los caminos de la erudición, sino por los de la emoción y la vida». Sobre el fondo majestuoso de los Andes, pone en movimiento los personajes de un mito cosmogónico, podría decirse, prometeico. Por encima de las almas primitivas y atormentadas de los protagonistas, se ciernen los invisibles y poderosos imanes del Destino, el Fatum o Moira de los griegos. Cada personaje de la tragedia resulta el instrumento de un oculto demiurgo que juega con las vidas de sus criaturas y les imprime una curva parabólica que ellos ignoran, pero de la que se sienten responsables. Ollantay, el hijo de la Tierra, el Titán de los Antis, se enciende de amor sacrílego por Ccoyllur, la hija del Inca, es decir, la hija del Sol, mujer divina inalcanzable para un simple mortal. La pasión que anima su pecho tiene la fuerza avasalladora de los torrentes andinos, la fatalidad de las leyes astrales. Conquista el corazón de la ñusta, el amor —Dios Supremo—, obra el milagro eterno de que el Hijo de la Tierra arranque una estrella del cielo. Pero el capitán, héroe de cien grandiosas hazañas, conquistador de tierras y de pueblos, es solo un pobre vasallo ante la majestad divina del hijo del Sol y su sangre no puede mezclarse con la sagrada de la hija del Cielo. Victorioso después de una expedición triunfante, soberbio como un dios, Ollantay se atreve a pedir la estrella de sus amores a su padre, el Inca. Este lo rechaza indignado, guardando los privilegios de su estirpe y las inexorables leyes dinásticas.
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Entonces el enamorado que cumple un sino vital escala los muros intocados de Ajllahuasi y rapta a la princesa. Los presagios misteriosos que gravitaban sutilmente sobre los personajes del primer acto se han cumplido. Se anega el Imperio en un mar de sangre: la guerra civil se enciende. Ollantay, el Titán, que reconoce un Dios más antiguo que el Sol, la Pachamama, la Tierra, de cuya entraña surgió armado de su destino como Minerva de la cabeza de Zeus, se desposa con Ccoyllur en la fortaleza cuyas piedras pusieron sus ancestros, cíclopes maravillosos de la oscura dinastía de los amautas, sobre las plataformas megalíticas de tampu. Allí se trueca en realidad el mito telúrico: el hijo de Tierra comparte el lecho nupcial con la hija del Cielo. La sangre divina y humana se han unido en un espasmo inmortal y eterno del que ha de nacer un mundo. Pero el hilo de la trama invisible continúa tejiendo la tragedia. Nada hay tan fugaz como la dicha y la traición sirviendo a la lealtad que hace caer a los héroes en las redes de un ardid, y Rumiñahui, fiel al Inca del Cusco, entrega la fortaleza del tampu. Viene la expiación cruel, inexorable como el propio destino. Ollantay muere devorado por las llamas y ante su cabeza degollada y sangrienta, la amada, que ahora es madre, lanza una imprecación que es la rebelión de la libertad contra el hado. Condenada al destierro, lejos, muy lejos, al confín del Imperio, más allá de las pampas australes, al final, límite donde se confunden en una horizontal desesperante el cielo y la tierra; lleva en sus entrañas maternales y prolíficas el nuevo hombre que tiene la sangre solar de los dioses y la savia fecunda de Pachamama. Es el nuevo americano, tendrá en su cabeza la lumbre del Sol y sus pies asentarán sobre la más bella naturaleza del planeta. Será el Hombre Sol, el nuevo Ayar de la palingenesia continental. Un día será San Martín atropellando las cumbres nevadas del Aconcagua o Bolívar posando su planta sobre la cúspide del Chimborazo. Artista o héroe, legislador o descubridor de los misterios de la vida, este nuevo Ayar Eurindio es la síntesis suprema de nuestro mundo. «Ollantay es el más viejo mito de la liberación americana. Así lo he concebido, y tal es el sentido actual de mi tragedia», concluye don Ricardo Rojas. Esa es la tragedia del maestro argentino. Es un Ollantay creado a su manera, libremente, sin sujeción a lo estrecho de la tradición conservada ni a los
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moldes de la forma. Un Ollantay nuevo, que poco tiene de aquel, cuyas sonoras imprecaciones escuchamos embelesados en el más puro y castizo quechua de nuestros abuelos. «No es un drama histórico de color local, sino una tragedia que representa, con figuras humanas, un misterio ecuménico». Pueden quedar satisfechos los celosos guardianes de la tradición. El Comercio, Cusco, lunes 1 de enero de 1940
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El II Salón de los Independientes
Entre las diversas agrupaciones culturales y artísticas de Lima, ocupa lugar destacado, por la amplitud y eficacia de su programa y su obra, la Asociación de Artistas Independientes del Perú, que reúne a un sector apreciable de los jóvenes cultores del arte de la capital. Los Independientes forman un núcleo bastante amplio en el que caben las más diversas tendencias y modalidades. Presentan una especie de frente común de los artistas en oposición a un seudooficialismo representado, en forma un tanto paradójica por la Escuela de Bellas Artes y por las capillas cerradas que mantienen un aristocratismo demodé a esta hora. Tal es el caso de las tres A (Asociación de Artistas Aficionados), La Ínsula de Miraflores y otras. La flamante Asociación de Maestros, Artistas y Escritores Católicos es un contrabando fascista. La encabezan, precisamente, los corifeos del conservadorismo más ultramoderno y reaccionario. Sale de esta marca antipática la Asociación de Escritores, Artistas e Intelectuales de tendencia claramente democrática y constructiva. Los Independientes organizaron, en enero de 1937, el Primer Salón de su grupo, que constituyó la mejor muestra colectiva que se vio en la capital en los últimos años. Su resonante éxito animó a los artistas reunidos en este grupo para organizar otras muestras periódicas como los salones de primavera e invierno, ambos con halagadores resultados. Ahora la Asociación de Artistas Independientes prepara su Segundo salón para julio próximo. Esta vez se trata de darle al salón una mayor amplitud, tendiendo a que sea no solo una expresión de sus asociados de Lima, sino de los artistas de todo el país, el anticipo de un verdadero Salón Nacional, que el Estado está obligado a crear para impulsar las actividades artísticas con un amplio sentido nacionalista y a fin de colocar a nuestro país en el nivel que ya le corresponde, respecto de las demás naciones sudamericanas. En Chile, en la Argentina, en el Brasil, existen no solo salones nacionales, anuales, sino exposi-
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ciones internacionales del prestigio y los alcances de los de Viña del Mar. En el Perú andamos, como en muchos otros aspectos, lamentablemente a la zaga de estos países hermanos y vecinos. Aquí, el arte es un lujo que no está al alcance ni de sectores sociales con posibilidades económicas y, menos aún, de las masas populares. La Asociación de los Independientes puede llegar a cumplir esta tarea, ahora que está al frente del gobierno, un hombre culto que valoriza el papel social del arte, y dispuesto a favorecer el desenvolvimiento artístico, como en repetidas y públicas ocasiones, ha manifestado el Dr. Prado. Organizar la concurrencia de los artistas del sur al Segundo Salón de los Independientes es la misión que trae el joven escultor cusqueño señor Max Béjar Orós, teniendo ya apreciable obra en los medios artísticos limeños. Béjar fue discípulo de Manuel Piqueras Cotolí, el gran orientador del arte neoperuano, y del recordado maestro Daniel Hernández en la Escuela Nacional de Bellas Artes. Expuso trabajos suyos en el Primer Salón de los Independientes y en los sucesivos salones de primavera e invierno, mereció honrosos juicios de la crítica y elogiosos comentarios periodísticos. Con Velazco Núñez y Amadeo de La Torre, forma el grupo de los escultores cusqueños residentes en Lima. Conocedores de la misión que trae el escultor paisano y las halagadoras noticias que pone a nuestro alcance sobre el movimiento artístico capitalino, hacemos, por nuestra parte, un llamado cordial a los pintores, dibujantes, escultores, grabadores, tallistas, ceramistas y demás artistas plásticos para que participen en el Segundo Salón de los Independientes enviando sus trabajos. Entendemos que el Concejo Provincial del Cercado, las asociaciones culturales y sociales y otras instituciones de la localidad deberán otorgar algunas facilidades para el envío de obras a la capital, para contribuir de esta forma al fomento y desarrollo del arte cusqueño, que atraviesa un período anémico, por falta, precisamente, de ambiente y de estímulo. El Comercio. Cusco, 22 de mayo de 1940
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Una obra del escultor obrero Coháguila
Hace pocos días fue exhibida en la ciudad una última obra del escultor obrero Felipe Coháguila: un Corazón de Jesús, tallado directamente en granito rojo. Coháguila es un obrero picapedrero, pero dotado de excepcionales condiciones para el arte plástico. Es autor de unas esculturas líticas destinadas al proyectado atrio monumental de San Francisco, que hace tiempo fueron subrepticiamente llevadas del Cusco, en la misma forma como se ha saqueado y se continúa saqueando las más valiosas obras de arte colonial y precolombino. Coháguila, pese a su condición de oscuro obrero, no es un desconocido. Cuando vimos por primera vez sus figuras de la simbología franciscana —de esto hace muchos años—, nos llamó profundamente la atención el realismo fuerte, aunque ingenuo y falto de técnica, de sus trabajos. Posteriormente, lo conocimos en persona y hemos seguido sus pasos. En su última obra, Coháguila se ha superado grandemente. El Corazón de Jesús, facturado para el túmulo funerario de la familia Coello Rozas, es un trabajo que alcanza las características de una real obra artística. El artesano picapedrero ha pedido a su cincel el máximo rendimiento, haciendo surgir del bloque pétreo un Cristo de rasgos indígenas y fuertes. La cabeza está bien tratada y mejor lo están las manos, trabajo que ofrece las mayores dificultades para quien conoce el oficio. Evidentemente, Coháguila tiene pasta de escultor. Si todavía hiciera un esfuerzo por disciplinarse adquiriendo los conocimientos indispensables del dibujo y del modelado, tendríamos en él a un verdadero artista dominando el género más difícil en escultura: la talla directa en piedra. Coháguila resulta así un epígono de los alarifes y escultores indígenas y mestizos de la Colonia, de cuyas manos surgieron las maravillas de los templos de Juli y Pomata, de San Agustín de Arequipa, y La Merced y la Compañía, en el Cusco. Precisa estimularlo y guiarlo, sin regatearle el elogio sincero. Quisiéramos ver a Coháguila estudiando dibujo
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en una academia y frecuentando el trato de maestros en la materia. Entonces, podríamos darnos el gusto de constatar hasta qué punto es capaz de llegar. Por lo pronto, solo es un artista surgido de la masa obrera intuitivo y vocacional. Cusco. 8 de abril de 1941
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La obra americanista de Ernesto Lanziuto
Como otros compatriotas suyos que le precedieron en el peregrinaje artístico al Cusco —Guido, Malanca, Buitrago, De Santo, Velasco, entre otros—, Ernesto Lanzuito ha encontrado inagotable venero de inspiración para sus pinceles y para su estilete de grabador, en las aguas del lago demiurgo y en las callejas y rincones soleados de nuestra vieja ciudad. Igual que aquellos, el artista platense está haciendo su necesaria «estancia» cusqueña, en el largo itinerario continental que se ha trazado. En efecto, el Cusco viene reasumiendo, de más en más, su rol ancestral y primigenio de centro u ombligo de convergencia de las corrientes reivindicatorias y creatrices del americanismo, así como la Meca de los mahometanos, la Jerusalén de los caballeros cruzados y la Roma de los católicos. Centro neurálgico, nudo cordial y punto de atracción de todos los hombres de América, se dan cita en el Cusco los artistas y pensadores de los cuatro puntos cardinales del continente. Imán poderoso que atrae hacia sí, con el sutil fluido magnético de la afinidad espiritual, las más diversas corrientes migratorias, aquí, junto a las piedras ancianas y gloriosas, deben levantar su tienda lírica los graves sabios de adusto pergeño, los poetas, los músicos y los pintores. Por eso, recibimos con júbilo, como a viejos amigos, a quienes volvemos a ver después de mucho tiempo, a todos los artistas que llegan hasta nosotros, puesto que ellos no tienen necesidad de más carta de ciudadanía que su calidad de tales, en esta la más americana de las ciudades de América. Lanziuto es uno de los últimos; los más recientes fueron Antonio Berni y el organista Rodríguez. Y acendradamente americana es la obra pictórica de Ernesto Lanziuto, según nos la presenta en su excelente muestra de los salones de procultura. Americana por la intención que la anima, por su temática que glosa desde el espectáculo portuario de los muelles bonaerenses del Riachuelo, sus bosques erizados de mástiles y arboladuras, las serranías decoradas de cactus del norte argentino, con sus ponchos y charangos quechuas, la policromía chillona de los vericuetos
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potosinos y su cerro millonario de nefasto metal argentífero, las gráciles balsas de totora del Titicaca, hasta nuestras cuestas cusqueñas, donde las casas juegan al saltaborrego. Doble faceta presenta la obra de Lanziuto: la del pintor y la del grabador. Como colorista, sus óleos son densos de materia; en su paleta, hay preferencia por los matices cálidos y jugosos: bermellones, ocres y cadmios, haciendo contraste con violetas y sienas en finas calidades. Aunque su trazo sintetista se resienta de arbitrario para la mera y simplista visión objetiva, cada trozo que ha captado con pincelada amplia resulta una interpretación del tema, antes que mera copia del modelo. Hay evidente hieratismo primitivista en sus figuras, lo que demuestra bien claro sus afinidades con las modernas escuelas en boga. Pero lo esencial de su obra se encierra en sus grabados. Más que pintor, tal vez sea Lanziuto un grabador en la más depurada acepción estética de la palabra. El artista confiesa su preferencia por el difícil y trabajoso género, esto sin subestimar en modo alguno sus cualidades de pintor. Es de ver con qué paciente delectación están trabajadas las planchas de cobre y zinc, cómo ha grabado los más delicados trazos con el estilete y los múltiples mordidos con el ácido, hasta lograr esos magistrales contrastes de masas en claroscuro sin perder la norma constructiva del dibujo. Y luego, el dominio completo de la técnica que posee, para graduar las tintas en el procedimiento del «entrapado», para alcanzar calidades y matices en una tonalidad única que parecen aplicadas directamente al papel, sin pasar por la impresión. La aguatinta, procedimiento inverso al aguafuerte, domina Lanziuto con igual maestría y seguridad. Cada lámina de este género está trabajada, hasta el efecto de los más delicados lavados a la acuarela. Los nocturnos, con sus estupendos contrastes de luz lunar y los paisajes nevados de Potosí, son pequeñas láminas sencillamente magistrales en el género. Por algo Lanziuto ha desempeñado durante dos años el profesorado de grabado en la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de Potosí (Bolivia), mereció elogiosísimos juicios de autoridades de la crítica argentina, como José León Pagano y Ricardo Gutiérrez. Después de sus frases consagratorias, no nos toca a nosotros juzgar su obra, ella ya se ha impuesto en forma definitiva en el ambien-
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te artístico de nuestro continente y el viaje que el artista realiza ahora, a través de América, no hace sino afirmarla cada vez más. Ernesto Lanziuto nos ha dado un grato regalo con la exhibición de su muestrario y aunque la sala durante la semana que termina se ha visto casi vacía de visitantes, lo que demuestra uno de los lados débiles de nuestra escasa cultura artística y que fuera de las adquisiciones del Instituto Americano de Arte no se hayan visto otras tarjetas. Con todo, quépale al artista visitante la satisfacción íntima de haber cumplido con su misión, al dar una hermosa lección de belleza plástica a quienes tanta necesidad tiene de ella. El Comercio. Cusco, 7 de marzo de 1942
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Puno y sus pintores
Para nuestro público aficionado, no son desconocidos los nombres de los pintores que integran la valiosa muestra enviada por el Instituto Americano de Arte de la ciudad lacustre al Cusco, como espléndido homenaje en su clásica semana. La exposición puneña ha sido visitada con cariño por miles de personas en los pocos días que ha permanecido abierta en el viejo Salón Bernardino. Desde tiempo sabíamos que en Puno militaba un grupo de artistas que había levantado, hasta un puesto de honor, los valores plásticos de esa heráldica tierra que blasona de azur inefable el lago más alto del mundo. Los «laikakotas» desplegaron tan buena labor cultural y artística como los «juveniles» de Arequipa y los Kuntur del Cusco hace unos tres lustros, cuando desde su tribuna continental de Amauta orientaba el arte y el pensamiento peruanos la voz precursora del grande José Carlos Mariátegui. El grupo Laikakota llevó los lienzos y cartones de sus componentes a Lima, a Viña del Mar, a Buenos Aires, a San Francisco. Recordamos que Amadeo Landaeta, abogado y hoy magistrado severo que tiene todavía fresca de colores la paleta y prontos los pinceles, obtuvo alguna alta distinción en el certamen internacional de Viña. La pintura puneña tiene ya su tradición y sus años. Y no hay, sino que recordar a Enrique Masías, uno de los más brillantes y sensitivos coloristas dentro del retardado impresionismo peruano que, en sus postrimerías, trajeron de Europa y Mar del Plata, don Teófilo Castillo, Enrique D. Barreda y los discípulos y amigos de estos. Pero aquel promisor movimiento parece haberse detenido sin acusar mayores progresos; fenómeno que, por otra parte, no es nada extraño, ya que lo constatamos a través de todo el país, incluso en el mundo entero, excepción hecha de la Unión Soviética, donde, por ser una nación en progreso ascendente y no interrumpido por las periódicas crisis del capitalismo —del cual depende directa o indirectamente en el resto de la tierra—el arte en general ha subido a los más altos rangos,
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ha agotado las normas de expresión conocidas y descubierto otras nuevas e inéditas. Volviendo al muestrario de los puneños, lo preside con su nombre aureolado “de gloria fugaz y rutilante” y su magnífica paleta Enrique Masías, con una visión en perspectiva de la ciudad de El Conde de Lemos, que tiene ya la pátina consagratoria de los altos y nos recuerda vagamente a un Darío de Regoyos, el emotivo pintor de los viejos pueblos castellanos. Es una linda mancha, densa de materia oleosa con los enérgicos empastes a la espátula que tanto placían al artista y sus contrastes luminosos en oros, violetas y ultramares. De Joaquín Chávez, pintor, fotógrafo y grabador delicado, fino temperamento de artista, volvemos a ver dos pequeñas cabezas de tipos aimaras de discreto modelado, pero llenos de carácter. El trío retrospectivo se completa con una tabla de Genaro Escobar, introductor de la chillihua coloreada como material plástico autóctono, a la habilidosa manera de los kakemonos japoneses. Entre los actuales pintores puneños, cabe destacar en esta obligadamente sumaria revista a Landaeta, que está marcando a un orientalismo de estampa japonesa en sus versiones de escenas lacustres. A Carlos Rubina, seguramente el más cuajado de los artistas puneños, dentro de su ajustada técnica constructiva que no excluye la emotividad de un colorido jugoso, como en ese precioso trozo de callejuela y sus otros dos motivos lacustres, ambos de antigua data. Florentino Sosa pinta con cierta despreocupación ingenuista de las formas y con audaces gamas que, a veces, hieren la retina, pero le valga su valentía si pudiera aplicarla a más amplias motivaciones. Su temática costumbrista, con las comparsas bulliciosas y detonantes de casarasiris epitalámicos y los rudos karabotas pampeanos, merecen una mención elogiosa. De Zegarra Villar, podríamos repetir lo que llevamos dicho de Sosa, aunque su visión y su paleta acusan mayor análisis. Francisco Montoya Riquelme —el portador de la muestra— es el valor nuevo de la pintura puneña. Dibujante seguro y firme, su colección de acuarelas, algunas magníficamente logradas, sin ciertos trucos muy de moda, indican en el pupila certera y sentimiento del color.
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Simón Valencia Melgar, a quien ya conocimos por sus elucubraciones surrealistas presentadas en el mismo salón, da la nota crítica y actual con su acuarela La maestra rural, semblanza objetiva de nuestras escuelas aldeanas en que la pobreza y el abandono son el común denominador. Sigue una dirección similar, con un simbolismo sin mayores alcances, Fernando Manrique en sus pequeños dibujos a lápiz que no harían papel desairado en la ilustración de revista. Completan, finalmente, el grupo unas discretísimas acuarelas de Leonor Rosado y copias al óleo de Luis Neira, que, por cierto, no hacen honor al conjunto. La muestra puneña nos ha traído bellos recuerdos del gran lago y remembranzas cordiales de nuestros peregrinajes por sus orillas, la ancha amistad de sus artistas, sus escritores y sus hombres de hermético y silencioso gesto aimara, sus pandillas, sus huaynos, sus sankayos y sus kirkis chilladores. Puno nos ha enviado a sus artistas en la mejor de las embajadas y por ello le presentamos nuestra emocionada gratitud a nombre de Kosko. El Comercio. Cusco, 30 de junio de 1945
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Julio Genaro Gutiérrez Loayza
Cartones de Allain en la Universidad Obrera Rafael Tupayachi
En el Salón de la Universidad Obrera Rafael Tupayachi, local del Sindicato de Choferes, Teófilo Allain, pintor de temperamento sensitivo y cusqueño de adopción, ha exhibido durante la semana anterior una intencionada colección de dibujos a lápiz. Se trata de una serie de apuntes tomados por el artista durante una breve «temporada» en la cárcel pública de La Almudena. Ciertamente que dados los motivos que llevaron a Allain al presidio, nada tiene de qué avergonzarse y, por el contrario, sí puede sentirse satisfecho de haber conocido el lado negro y trágico de la vida. Precisamente, la visión de todo lo que sintió y captó en ese «sepulcro de los vivos», antesala de la auténtica Casa de los Muertos, operó en el artista el milagro de hacerle cambiar de mentalidad, de realizar un profundo y sustancial viraje en su manera de ver las cosas. De artista puro, ese ente abstracto que se hace la ilusión de ceñirse sobre las miserias del mundo, colocándose por encima de los simples mortales, la «cruda realidad» de la cárcel lo plantó en medio mismo del dolor y la miseria humanas y le demostró objetivamente que el artista no tiene ni siquiera uno de los privilegios ideales que se imagina por obra y gracia de un estulto y anacrónico egocentrismo. Ese conjunto de pequeñas estampas de la prisión, captadas directamente con el propósito de hacer anécdota, constituyen, aparte de su intrínseco mérito, una demostración viva y un alegato gráfico contra nuestro inquisitorial sistema carcelario. Allain, como el genial Goya en sus Desastres de la guerra, como Daumier y como Forain, ha sacado a relucir la cara mala de justicia, vengándose, a su manera, de sus jueces y carceleros. En sus dibujos recoge la promiscuidad, la mugre, el piojo, la degeneración, el hambre y la miseria de los desdichados exhombres que vegetan en resignada impotencia tras las rejas del penal. Los dibujos de Allain son una sangrienta requisitoria contra la justicia al servicio de los feudales, con sus leyes de abigeato que parecen arrancadas de los fueros de los señores del Medievo. A través de esos pequeños apuntes se ve el indio, eterno y
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única víctima de la legislación penal, reducido a la condición misérrima de criadero de parásitos y pasto de todos los vicios del misti. Nuestra cárcel está lejos del concepto moderno de rehabilitación y reeducación del delincuente, como la Tierra de Marte. Eso y mucho más puede verse en los cartones de Teófilo Allain. Si no viviéramos en un régimen democrático, probablemente Allain volvería a entrar en la cárcel como aquel mordaz germano George Grosz o su compatriota, el incisivo Heinrich, que desenmascararon en sus dibujos la podredumbre de la Alemania socialdemócrata de los consorcios del carbón y del acero, de esa cloaca de la que iba a salir poco después, convertido en dios, amo y caudillo, Hitler con su pandilla de gánsteres a apuñalar a la humanidad civilizada. Para querer la vida y para amar el arte, elevada expresión del sentimiento humano, es necesario muchas veces conocer los inframundos de la prisión y el revés de la vida burguesa y cómoda. Hay que descender a los infiernos como Telémaco o Dante. Allí, la vida se purifica y se profundiza. Solo se conoce el verdadero valor de la libertad cuando se la pierde y se aprecia el aire, la luz, el sol que son de todos y de nadie, cuando la injusticia y el odio de los hombres nos privan de esos bienes supremos. Por eso, la cárcel nos devolvió en Allain, un artista con sentimiento social, con sentido reivindicativo y popular. Los grandes constructores y guías de la nueva sociedad sin clases tuvieron que salir de las cárceles y pasar por las mazmorras de la injusticia. Los artistas no podían ser menos. He aquí por qué Teófilo Allain piensa ahora en el pueblo y en grande, y ha dado el paso que dio Pablo Picasso, el genial malagueño, el más grande pintor de nuestro tiempo. Y como Picasso podría suscribir esta hermosa declaración de fe: «Por medio del dibujo y del color he tratado de penetrar más hondo en el conocimiento del mundo y de los hombres de tal manera que este conocimiento pudiera libertarnos. A mi modo he dicho siempre lo que consideraba más verdadero, más justo y mejor, y por consiguiente, más hermoso. Pero durante la opresión y la insurrección sentí que eso no bastaba, que yo debía luchar no solo con la pintura sino con todo mi ser. Hasta entonces, debido a una especie de “inocencia” no había yo entendido esto. Me he hecho comunista porque nuestro partido se esfuerza más que cualquier otro por conocer y construir el mundo, por hacer que los hombres piensen
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con más claridad y sean más libres y más dichosos. Me he hecho comunista porque los comunistas son los más valientes en Francia, en la Unión Soviética y en mi propio país, España. Desde que me adherí al partido, me siento más libre y más integro que nunca». Democracia y Trabajo. Cusco, 13 de diciembre de 1945
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Glosas a Alejandro Mario Yllanes
Millares de cusqueños han desfilado con entusiasta admiración ante la treintena de obras que nos ha presentado Alejandro Mario Yllanes en el Salón Consistorial, bajo el siempre acogedor auspicio de Instituto Americano de Arte. Positivamente, la Exposición Yllanes ha sido una deslumbrante sorpresa para nuestro público que, en muchos años, no ha visto la obra de la valía de la de este boliviano de extraordinaria talla en su pergeño y en su arte. Vale por una lección objetiva e intensa para nuestros pintores y aficionados. Llega el recio artista aimara oportunamente, para disciplinar las retinas y para devolver el ejercicio de la sana autocrítica y la justa apreciación a nuestras celebridades locales que, por no existir una escala de valoraciones, están en peligro de caer en abominable manía egocéntrica, de proclamarse a sí mismos intocables, inaccesibles al juicio sereno e imparcial y lanzando proclamas nihilistas en que niegan todo lo que no sea glorificación de sus personas. Tal lado de la resonancia de la obra de Yllanes nos guardamos para uso de casa y, al ponerlo de relieve, asumimos toda responsabilidad derivada de ello. No se sabe qué apreciar más en la doble faz de la obra de Yllanes, si sus grandes composiciones murales ante las cuales se respira el profundo aliento humano y multitudinario y la emoción social, signo de los tiempos, traída a la plástica americana por los fresquistas mexicanos, o su admirable y delicada interpretación de íntimos y sensitivos temas, en sus planchas de madera. Yllanes concilia dos aspectos aparentemente contradictorios en su arte: las grandes superficies coloreadas, que sobrepasan las dimensiones ordinarias de lo que se ha venido en llamar «pintura de caballete», para representar a los personajes y los elementos plásticos en tamaño natural y aun mayor, y el diálogo moroso del blanco y del negro sobre la pequeña tabla oscurecida por la tinta de imprimir. El artista alterna la desenvuelta pincelada con brocha gruesa, llena de materia diluida, con la sutil incisión de la gubia que, muchas veces, traza ape-
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nas la huella de un hilo finísimo. Entre estas dos maneras de expresión polares, desenvuelve su obra. Pero hay una tónica general que armoniza el conjunto como en el teclado de un piano. Los más finos registros, los pianísimos, «están en las láminas xilográficas que, para el ojo atento, explayan inverosímiles gamas en dos únicos tonos: blanco y negro. Las notas graves las encontramos en la amplitud de las superficies del pongo», que recuerda sin quererlo uno de los frescos de la Preparatoria o de la Secretaría de Educación de Diego Rivera, hasta ese espléndido regalo de color, tan indio en el sabio equilibrio de sus elementos y en la armonía decorativa de su conjunto, que es wakha y khusillo (número 6 del catálogo). Deberíamos observar, además, que una secreta y torturante nostalgia perfuma, como acre aroma de flores sepulcrales, la obra esencial del artista. Contemplad si no la mayoría de las maderas: Lamento, Muerte de Willka, Visión, Funeral, Elegía, Sombra Eterna, y podríamos seguir la lista. Sobre los tétricos fondos de la madera entintada, con leves golpes de gubia, a manera de errantes luces fatuas, el artista ha ido fijando visiones de terror y de pesadilla o dolorosos idilios de sombras espectrales. Sopla por allí el hálito misterioso de los poemas torturados de Edgar Allan Poe sobre los tristes acantilados de la Isla de la Muerte. En una de sus planchas, Yllanes ha representado incluso su propio funeral, como el emperador Carlos V en su palacio de San Jerónimo de Yuste. No caben aquí los paralelos. Tal vez las concepciones de Delhez, el genio dantesco de Gustavo Doré, en sus ilustraciones de la Divina comedia, la macabra fantasía del viejo Durero. Pero Yllanes ha puesto en muchos de sus grabados una interrogación a la Esfinge. Este culto de la muerte, ¿quién sabe si resulta una reminiscencia de esotéricos cultos indígenas o el trauma que la diaria visión de la destrucción final dejó en el artista —excombatiente del Chaco— el horror de la guerra? No podemos creer que esta obsesión del misterio sea una pura actitud literaria en Yllanes. Por el contrario, es una cuestión temperamental. Por esto, asoma hasta en sus más alegres danzas (Wiracocha danzante) y lo acentúa la carroña humana, pasto de las hormigas, atada al «palosanto», en medio de los festones de la profusa flora tropical, donde, para completar la alegoría, emergen las
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moradas y funerales coronas de dos orquídeas gigantescas y a la osamenta del hombre «asesinado por la selva», acompaña el testuz descarnado de la bestia. Yllanes, aparte de sus íntimas preocupaciones, es un hombre de su tiempo. Sus producciones últimas —grandes murales que nos ha traído— lo definen como un combatiente antiimperialista, un militante de la revolución social. Una muestra es el gran óleo La tragedia del pongo (número 1 del catálogo), que sintetiza la historia de Bolivia y la guerra del petróleo. Están graficadas allí las fuerzas populares y las potencias de reacción. El pueblo boliviano encabezado por el simbólico cóndor tiahuanacota enfrentando al águila rapaz de los imperialismos. Viva la guerra es una proclama pacifista y los mineros esclavizados en el infierno de los socavones estañiferos de Patiño Mining Co., una protesta contra la explotación y la injusticia social. En suma, de la obra de Yllanes irradia una poderosa fuerza creadora y una acuciosa búsqueda de valores plásticos dirigida a la radical y genuina esencia de lo aimara y, por extensión, de lo americano. Tiene aún mucho que recorrer en este camino, pero está poseído de un potencial de energía que lo arranca de las profundidades del ancestro indio y, cuando su obra entre en su plenitud cenital, podremos saludar en él a uno de los grandes pintores de América.
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Homenaje a un artista: Toribio Ponce Tejada
En todos los artistas e intelectuales cusqueños ha de producir, seguramente, dolorido eco la noticia del fallecimiento de don Toribio Ponce Tejada, ese extraño pintor a quien jamás se vio discurrir por nuestras calles armado de los bártulos del oficio, ni con alguno de los distintivos de la bohemia artística: chambergo haldudo o larga y leonina melena. Pocos sabían en verdad que Ponce fuera pintor de oficio y que vivía de su arte. Alto y fornido, amable y agudo para pocos y escogidos amigos, parecía una esfinge para el común de la gente por su reconcentrado silencio. Era un pintor intuitivo que no necesitaba la confrontación objetiva del natural y era rebelde por naturaleza, contra toda norma académica. Pintaba de memoria el recuerdo. Podía hacer suya la fórmula del ginebrino Amiel: «cada paisaje es un estado del alma». Justamente eso. Cada pequeña tela suya, reflejaba un estado emotivo, ajeno casi por completo a la arquitectura física de la realidad ambiental. Por eso, por estar más de acuerdo con su temperamento optó por la técnica de los impresionistas de la última etapa, de aquellos que llevaron la preocupación por el color y el análisis de la vibración lumínica, hasta el divisionismo y el puntillismo, Pissarro, Seurat, Signac. Toribio Ponce, como los puntillistas, no requería de pinceles. Empastaba a golpes de espátula y superponía pequeñas masas de materia colorante para obtener delicados efectos calidoscópicos. Solitario e introvertido, viajaba llevando por las grandes ciudades del continente: Buenos Aires, Montevideo, Santiago, Lima. Pero su centro de operaciones, el pivote de su aguja magnética, estaba en esta tierra cusqueña que tiene el embrujo irresistible de su belleza sin parangón. De todas las estancias y por todos los caminos regresaba siempre a su tierra adoptiva este solitario y callado romero de la belleza plástica que fue don Toribio, como familiarmente lo llamábamos sus amigos.
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Antes de morir, ya enfermo sin remedio, todavía quiso ver por última vez y despedirse de las viejas y ruinosas calles, y los patios soleados perfumados de mirtos y de retamas que tantas telas le habían inspirado. Toribio nos daba la impresión de uno de esos cactus hieráticos erguidos sobre la rocalla de las cumbres que reproducía con extremada frecuencia. Silenciosamente, como había vivido, Don Toribio Ponce se va de la vida, llevándose en las pupilas el último paisaje cusqueño que ya no alcanzó a pintar. El Comercio. 28 de marzo de 1946
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Esculturas de Marina Núñez Del Prado
En uno de los salones de la universidad, la gran artista boliviana Marina Núñez del Prado exhibe una muestra de sus admirables trabajos en bronce, madera y piedra, completada con copias fotográficas de sus obras esparcidas en museos y colecciones particulares de América Latina y los Estados Unidos de Norteamérica. Esta exposición escultórica constituye, a no dudar, una de las mejores demostraciones artísticas entre los certámenes que se llevan a cabo en nuestra ciudad con ocasión del Segundo Congreso Indigenista, tanto por la personalidad de la autora cuanto por la calidad de su obra. Marina Núñez del Prado es una creadora de formas audaces de pura armonía y ritmo indígenas, quechuas y aimaras, plasmadas de ese módulo americano que, si bien no ha sido recogido en cánones y tratados, no es menos evidente que existió y subsiste como una unidad de espíritu desde el Anahuac hasta las tierras australes de los diaguitas y los calchaquíes. Su escultura, al mismo tiempo que modernísima por su concepto, guarda el resabio de las viejas formas líticas de Tiahuanaco y de Chavín. Se aparta de las formas naturalistas para encontrar en los amplios volúmenes rítmicos el lenguaje plástico en que se expresa la emoción terrígena del hombre de su altiplano nativo. La arcilla cobra, bajo el impulso creador de sus manos, hermosas formas estilísticas como flores de cactus puneros brotadas por la gravidez cosmogónica de las rocas. Del golpe vigoroso de la gubia sobre el bloque de madera, Marina hace surgir gráciles siluetas de llamas de largos cuellos cimbreantes y ojos en que parece petrificado el horizonte erizado de las cumbres. El grupo de los «mineros» nos habla de la rebeldía del mitayo aimara, surgiendo de los socavones del Catavi y de Potosí y levantando el potente ariete demoledor del puño cerrado. Sus mamás o Madonas indias, en sus breves dimensiones, tienen la suprema gracia de las conopas votivas que salieron de las manos maestras de los glípticos indios de Tiahuanaco y del Cusco.
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Cuando la artista boliviana lleve a la escultura monumental la belleza ondulante y robusta de sus figuras, su arte habrá llegado a la cumbre. Bien, que tal vez no esté reservada a gráciles manos femeninas semejante tarea miguelangelesca. Pero por mucho que así no fuera, la obra de Marina Núñez del Prado ha de ser estimada como punto y estación culminante en la trayectoria del arte escultórico de nuestra América. El Comercio. Cusco, 6 de julio de 1949
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Juan Manuel Figueroa Aznar
Para quienes pretendemos expresar la voz y el sentimiento del Cusco, nuestra tierra, la muerte de Juan Manuel Figueroa Aznar no puede quedar registrada nada más que en unas pocas líneas de las notas sociales de los diarios como la de un quídam. La vida y obra de Figueroa Aznar están demasiado vinculadas al Cusco, a un capítulo de su historia cultural, como para que no se le rinda el homenaje que merece el esclarecido artista limeño5. Figueroa llegó al Cusco en sus mocedades. Aquí vivió, trabajó, formó familia y hogar, y pintó casi toda su obra, desperdigada en colecciones particulares dentro y fuera de la patria. Sus cuadros, todos llenos de luz y de color, tienen el encanto del plein air impresionista. Su tema preferente fue el paisaje y, aunque también cultivó el retrato y el género costumbrista, sintió profundamente el color. Algunos de sus paisajes son verdaderos poemas cromáticos. Poeta del color, podría decirse de él, como de muchos de los grandes impresionistas franceses. Su paleta tenía todos los colores del arcoíris, predominante siempre la gama azul. Con diestra pupila captaba hermosos rincones agrestes del sugerente y profundo paisaje andino, desde la selva hasta las nieves de la cordillera. Bellos trozos de la quebrada paucartambina y de las vegas del Vilcanota quedan aprisionados en sus óleos con sus transparencias y sus irisaciones. Escenas campestres, con el indio de Paucartambo con su traje policromo como personaje central, fueron trasladados al lienzo por el fino pincel del maestro. Recordamos su Idilio andino o Acja Pucho, telas que le valieron elogiosos comentarios de la crítica nacional. Además, fue de los primeros en explayar el tema indigenista con un sentido puramente estético, sin preocupaciones etnológicas ni sociales. Hizo indigenismo a su manera, como puro artista que fue en alto grado.
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Nota del autor: Juan M. Figueroa Aznar fue ancashino de nacimiento
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Al par que artista del pincel, Figueroa Aznar fue también hombre de acción y de trabajo. Paucartambo le debe no pocas obras de aliento y de progreso. Él fue uno de los pioneros de la colonización de la selva de Ccosñipata. Si la memoria no nos es infiel, trabajó en la apertura de la gran carretera de penetración de Huambutío a Itahuanía y, con su esfuerzo, abrió las rutas del progreso a esa región ubérrima de nuestra montaña al lado de Sven Ericson, ese vikingo escandinavo de visión progresista y genial. Como maestro, no fue egoísta de sus conocimientos. Fue profesor de Pintura y Dibujo en la primera academia que sostuvo el Centro Nacional de Arte e Historia, bajo la dirección visionaria del insigne cusqueño Ángel Vega Enríquez. Como todo artista de estirpe, Juan Manuel Figueroa Aznar hizo vida de bohemio elegante y fino, formó parte de todas las peñas y agrupaciones de artistas, poetas y escritores que surgieron en el Cusco, hace dos o tres décadas. El destino quiso que, después de haberse trasladado a su Lima natal, viniera a dejar sus despojos al rincón de tierra al que estuvo ligada buena parte de su juventud y de su obra: el Asiento Real de Paucartambo. Allí, en ese oasis de paz, cerró sus ojos el querido artista, y la tierra, cuyas bellezas cantó con sus pinceles, cubrirá por siempre su mortal vestidura. El Comercio. Cusco, 27 de enero de 1951
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El pintor Francisco E. Olazo
Francisco E. Olazo fue un pintor por vocación y temperamento. Nacido en el Cusco, recibió las primeras lecciones de su padre, don Ernesto Olazo, que era pintor y escultor muy apreciable. Desde su infancia demostró una irresistible inclinación al arte y, siendo todavía adolescente, casi niño, ya se hacía admirar por sus dibujos a la pluma y al lápiz ejecutando viñetas e ilustraciones con natural precocidad. Comenzó exponiendo caricaturas y cartones decorativos de finas motivaciones poéticas que anticipan aquella expresión fuertemente proclive a la decoración estilizada y modernista, que sería la característica dominante de su obra posterior de juventud y madurez. Luchando contra la apatía y la incomprensión del medio, con un autodidactismo tozudo y perseverante —aquí donde el artista está condenado a perecer—, sin maestros ni escuelas, Olazo fue ampliando sus conocimientos y acumulando experiencia, hasta que se aventuró a probar fortuna en climas más propicios. Expuso en Arequipa y Puno, luego en La Paz y numerosas veces en Lima, ciudades todas en las que la crítica le prodigó merecidos elogios. Finalmente, realizó aquello que siempre constituye el mayor anhelo de todo artista: viajar a Europa. Sin más bagaje que sus telas y su caja de colores, Olazo se marchó a Francia. En París, corazón luminoso del arte y capital ecuménica de la cultura occidental, se mezcló con la legión de artistas de todos los rincones del mundo, vivió la bohemia cosmopolita de Montmartre y llevó hasta allí, en sus telas y cartones, la visión majestuosa del paisaje andino, el bronce vivo de los indios peruanos con la policromía de sus trajes exóticos. Allá expuso muestra valiosa de su obra y luego se dedicó a estudiar y aprender. Asimismo, frecuentó el trato de los más notables pintores de la década del 30, visitó museos y exposiciones, aunque para subsistir tuvo que pasar horas amargas y duras que minaron su delicada constitución física. De regreso a la patria, continuó trabajando con entusiasmo. Hizo allá lo de todos los grandes americanos: descubrió América desde Europa, lección que le valió mucho. Ya definido
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su estilo, comprendió que lo más valioso y original de la plástica peruana se encuentra en lo precolombino, en lo inca o preinca. Como dibujante del Museo Arqueológico del Cusco, compiló una cuantiosa colección de motivos decorativos que suman varios millares y los fue catalogando en varios volúmenes, que están esperando los honores de una edición. Vale decir que, en esta tarea, tuvo un predecesor ilustre: el maestro primario Rafael Tupayachi. En los últimos años de su corta y sacrificada vida —Olazo murió el 19 de febrero de 1948—, trabajó en temas de mayor amplitud y trascendencia, con cierto sentido académico y clasicista. De esta manera, iba cuajando el artista su definitiva faceta. Era posible esperar de este gran pintor la obra digna del Cusco, su tierra natal, pero la enfermedad que adquirió en sus años de sacrificio y de aventura hizo crisis, y, en un día tempestuoso y gris de febrero, Pancho Olazo, Panchito, como lo llamábamos familiarmente, se quedó inmóvil para siempre con su infantil sonrisa helada entre los labios. Olazo alentó todas las instituciones de cultura del Cusco: formó parte del memorable Grupo Cultural Cusco, que movía la fervorosa inquietud de Roberto Latorre; fundó la Academia de Artes Plásticas; y fue miembro del Instituto Americano de Arte. Asimismo, trabajó en diarios y revistas, y ejerció la docencia universitaria y secundaria como profesor de artes. Como amigo, en la intimidad, fue sencillo sin afectación, delicado y cordial, limpio e ingenuo como un niño. A su conspicua memoria van estas líneas de emocionado recuerdo, en nombre del Instituto Americano de Arte del Cusco, que siempre alentó y estimuló al artista. Revista del Instituto Americano de Arte, nro. 6, Cusco, marzo de 1952
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Exposición de caricaturas de Juan Bravo V.
En representación del Instituto Americano de Arte, Julio G. Gutiérrez pronunció el siguiente discurso en la inauguración de la muestra de caricaturas que presenta el artista Juan Bravo Vizcarra, en el Salón de la Sociedad de Artesanos. Señoras y señores: Reír es un atributo propio del hombre, ya que los animales cantan y lloran, pero son incapaces de reír. El hombre que sabe provocar la risa mediante la palabra, el gesto o la línea, ha de ser, pues, un ser dotado de la suprema cualidad humana. De allí que la humanidad deba a los humoristas muchas más horas felices que a los trágicos. Aristófanes se reía de Sócrates y el cínico Diógenes se burlaba del divino Platón, echando a andar un pollo desplumado para desmentir que el hombre sea nada más que un bípedo implume. El humor y la sonrisa son patrimonio de los espíritus de selección. Se han ganado batallas políticas incruentas con la caricatura, tanto como con la diplomacia y la guerra. Aun sobre la mueca patibularia de la destrucción, florece la carcajada o la sonrisa. Sería pedante recordar a los grandes humoristas británicos franceses y españoles. El genio de Goya es más humano en sus Caprichos y Disparates, y el claro espíritu galo se expresa mejor a través de los cartones de Toulouse y de Daumier. En nuestra tierra, en el Perú, el humorismo gráfico tiene también preclaros antecedentes. Ellos vienen desde la cerámica escultórica de los mochicas hasta nuestros más recientes caricaturistas. Del Cusco hay que recordar al difunto Amadeo de Latorre, bohemio impenitente que puso en solfa a muchos empingorotados personajes del Oncenio. Pero debemos llegar a Juan Bravo Vizcarra, ante cuyos personajes ha de estallar espontánea y sonora vuestra carcajada, para encontrar a un genuino artista de altos quilates. Juan Bravo, ese muchacho de barba mefistofélica, que tan socarronamente ha sabido captar en su retina el lado ridículo de nuestra humana estructu-
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ra, posee una aguda visión y un fino y penetrante sentido de la ironía. Muchas de sus caricaturas, en sus líneas estilizadas y sobrias, son verdaderas epopeyas, sondajes caracterológicos que bien pueden servir a los psicoanalistas para descubrir en ciertos personajes ocultos complejos freudianos. Aparte de ello, ha dominado el oficio con su trazo elegante y depurado, su línea estilizada y moderna. Tenemos en Juan Bravo a un artista de vena, a un brillante y buido humorista, que alterna la caricatura y la chirigota con la pintura profesional en serio. No le vamos a escatimar nuestro más cordial y franco aplauso, nuestra admiración a su indiscutible talento y, sobre todo, la estimativa de su tozudo esfuerzo para vivir del arte y como artista, aquí, donde los artistas están condenados a la miseria y al hambre. El Instituto Americano de Arte, que tengo el honor de representar en esta actuación inaugural, se complace en ofrecer, al culto público cusqueño, la magnífica muestra de caricaturas de su socio, el artista Juan Bravo Vizcarra, como un homenaje al Día del Cusco. El Comercio. Miércoles 30 de junio de 1954
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Exposición pictórica
Brillante fue la jornada artística cumplida por el Departamento de Extensión Cultural de nuestra universidad -dirigida por el poeta Luis Nieto- al cerrar su magnífica labor del año con la Exposición Ambulante del Museo de Reproducciones de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos de Lima, que ayer quedó clausurada en el Salón del Archivo Histórico. La muestra, que comprendió cincuenta y cinco de las mejores reproducciones del museo, seleccionada especialmente con acertado criterio, fue visitada por millares de personas durante los pocos días que permaneció abierta al público. Cumplió, así, una finalidad altamente educativa, no solo para los profesionales, estudiosos y aficionados, sino también para el común de las gentes que, de este modo, tuvieron oportunidad de gozar de un espectáculo artístico que muy rara vez podrá ser repetido. Como lo expone en las palabras preliminares del catálogo el Dr. Alejandro Miró Quesada Garland, director del Museo de Reproducciones Pictóricas de San Marcos, se trata de una síntesis panorámica de la pintura occidental, que comprende desde los primitivos románticos del siglo XIII hasta la pintura abstracta de nuestros días. Las reproducciones, algunas de ellas verdaderas obras maestras en su género, son de una gran fidelidad y constituyen una demostración del prodigioso adelanto técnico que han alcanzado las artes gráficas, hecho reconocido por autoridades y críticos de renombre internacional. En nuestro medio —sumamente reducido y pobre, en cuanto se refiere a las expresiones artísticas actuales, donde el artista o el aficionado no cuentan más que con los cromos de las revistas ilustradas o los libros de arte, de costo elevado—, una exposición de reproducciones de alta fidelidad ha venido a llenar el vacío y una necesidad que se dejaban sentir desde hace mucho tiempo. Los artistas, los estudiantes y los amateurs han tenido, de este modo, una oportunidad única de ponerse en contacto directo con los grandes maestros de todas las
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épocas y poder acuciar su sentido de la visión, disciplinar sus retinas y ampliar sus conocimientos. Desde este punto de vista —como función educativa—, la Exposición Ambulante del museo sanmarquino ha cumplido una misión digna del más cálido aplauso y que merece, desde luego, la gratitud de todos los amantes de la belleza plástica y de la pintura en particular. Ya que resulta difícil, si no imposible, tener la suerte de ver los originales de los grandes maestros, puesto que para ellos habría que trasladarse a los museos de Europa o de los Estados Unidos, una muestra de reproducciones como la que ha puesto ante nuestros ojos la Dirección del Museo de San Marcos es algo que ha satisfecho, en parte al menos, el anhelo que todo amante del divino arte acaricia en su intimidad: visitar los grandes museos del mundo, conocer por visión directa e inmediata a los maestros de todas las épocas. Ojalá que esta clase de exposiciones y algunas de originales, si fuera posible, pudieran visitarnos continuamente. Así, no viviríamos tan aislados del mundo, encerrados entre los horizontes de nuestras montañas nativas y nuestros artistas tendrían a su alcance el medio más eficaz para educar su sensibilidad estética, y de afirmar y ahondar, al mismo tiempo, su propia visión de la naturaleza y de su mundo interior. El Sol. 13 de diciembre de 1954
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Omar Rayo, pintor y caricaturista colombiano, se encuentra en el Cusco
Ha llegado hasta nosotros un gran artista colombiano que recorre el continente sudamericano en misión de acercamiento cultural. Está en el Cusco Omar Rayo, un joven y original caricaturista y pintor, que ha creado una técnica y un modo de expresión que puede asimilarse a los nuevos módulos del surrealismo, inspirado en la naturaleza intrincada de la selva amazónica, con sus raras raíces retorcidas, sus lianas y sus bejucos. Omar Rayo, que a través de las reproducciones fotográficas de sus obras se muestra poseedor de un talento extraordinario y de una capacidad maravillosa de síntesis plástica, ha dado en llamar a su estilo «ultrabejuquismo». Sus figuras, en efecto, tienen bastante de las formas extrañamente caprichosas de las raíces aéreas y de la maraña vegetal de los bejucos y las lianas de la jungla. Ha realizado también caricaturas de personajes mundiales a base de elementos plásticos, que recuerdan persistentemente la materia vegetal: la madera. El mundo de este pintor es ciertamente, el verde y alucinante de la floresta. Sus imágenes y sus figuras han humanizado las inauditas formas del reino vegetal. Omar Rayo se expresa en lenguaje plástico de bejuco. De allí el nominativo de este nuevo «ismo» que ha creado: el «bejuquismo». Pese a su juventud —26 años—, Omar Rayo ha expuesto ya, con notable éxito de crítica, en Nueva York, Caracas, Quito, Guayaquil y Lima, sin contar con las numerosas muestras que ha realizado en Bogotá y las principales ciudades de su patria, Colombia. Asimismo, cosechó elogiosos conceptos para su obra de los más autorizados críticos de aquellas capitales. En su peregrinación por América del Sur no podía dejar de llegar, como todo auténtico artista de fina sensibilidad hasta esta capital de las piedras inmortales. Tenía ansia de venir al Cusco, como nos lo manifestó hace poco en Lima, al inaugurarse una muestra de caricaturas del gran humorista Esquerriloff, en el Negro-Negro. Ahora, ya tenemos entre nosotros a Omar Rayo con su alta y espigada silueta y su perilla bohemia. Nos dice que tiene el propósito de exponer en la próxima semana, pasados estos días
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de fiesta. De realizarse esto, nos haría un valioso regalo de su arte originalísimo. Mientras tanto, vayan estas líneas de bienvenida al joven artista. 28 de julio de 1955
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Recordando a Francisco Olazo
El 19 de febrero último se cumplió el octavo aniversario de la desaparición de Francisco Olazo, uno de los pocos reales valores de la pintura cusqueña del presente siglo. En escasos ocho años, ya parece que todos, incluyendo a sus más íntimos amigos, colegas y camaradas en el arte, han olvidado a Pancho Olazo. Todos, menos unos pocos que todavía no somos amnésicos ni hemos perdido el sentido cabal y fraterno de la amistad en el culto a la belleza y al arte. Por eso, mantenemos viva y encendida en nuestros espíritus la lámpara del recuerdo, junto a la memoria del fino y exquisito artista que fue Pancho Olazo, que, por el hecho mismo de haberse muerto joven, truncada su obra y roto su talento creador, se ha trocado en lar y penates en el íntimo santuario de nuestras afecciones. Desde su modesta tumba, está allí atisbándonos la cabeza de niño pintor, junto a su paleta y unos rotos pinceles que algún compañero de bohemia los puso allí a manera de panoplia y epitafio dignos del ilustre y delicado artista. Pocos, entre ellos este humano mortal que tiene la sentimental chifladura de mantener la lealtad y la consecuencia hasta después que los hombres no son sino un puñado de polvo, un recuerdo y un nombre. Pero los artistas no mueren del todo, ellos quedan en sus obras que son los hijos de su espíritu, la suprema creación humana, aquella que identifica al hombre con los mismos dioses. Queda la obra de Pancho Olazo dispersa en telas, cartones, dibujos, álbumes y cartapacios. Será preciso que los hombres de arte, los amigos que fueron del pintor, las instituciones de cultura en las que Olazo militó y actuó, hagan algo por reunir este legado desperdigado, rescatándolo de la avidez de mercaderes, que tienen la conciencia metida en la bolsa de traficantes con alma de escuderos Sancho Panza. Creemos que la obra de Francisco Olazo no puede desaparecer. Ella tiene algún aliento de permanencia y muchos quilates de méritos para quedarse re-
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legada al olvido. Se rinden homenajes a gentes cuya biografía puede encerrarse en tres palabras: nació, vivió y murió, mientras que no se rinden a artistas que dejaron obra, que llevaron, como Olazo, el nombre glorioso del Cusco hasta París, la capital del arte, para demostrar al mundo que los artistas en el Perú no se acabaron con los burladores de queros y los retratistas mochicas. Demandamos este homenaje, lo exigimos, para que no nos repita el Cusco que siempre fue «madre amantísima de hijos ajenos y cruel madrastra de los suyos», desde Garcilaso hasta el día de hoy. Febrero de 1956
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Julio Genaro Gutiérrez Loayza
El Corpus en película
No solo los yanquis monopolizan el séptimo arte para presentarnos como tribus africanas y semibárbaras. Tal como ocurrió en el caso reciente de un bodrio cinematográfico -el cual tomó por escenario al Cusco-, que suscitó, con sobrada razón, la indignada protesta de personas que aman y veneran esta tierra nuestra y de nuestros mayores; también en el Cusco pueden hacerse películas a colores, usando técnica, arte de buena ley, visión plástica y, sobre todo, cariño por nuestras cosas. Queda demostrado a plenitud este acierto, con el corto film documental realizado por Manuel Chambi, cineasta aficionado que ha trasladado a la pantalla nuestra pintoresca, colorida y multitudinaria fiesta del Corpus Christi. Hemos visto la corta revista de Chambi y confesamos haber gozado íntimamente al ver proyectados trozos palpitantes de la vida de nuestro pueblo, escenas del acontecer diario a las que no damos importancia, porque nos encontramos en medio de la escena y somos actores del drama, pero que, llevadas a la cinta pancromática, nos causan la misma impresión que cuando nos miramos en un espejo: uno inmenso y móvil, que reflejara el rostro innumerable, proteico y cambiante de la multitud. ¡Cómo cobra vigor, relieve y profundidad vital, en derroche de color y de luz, el escenario gigante de nuestra plaza mayor y de nuestras viejas calles inundadas de gente, en esa eclosión de espectáculo pagano más que cristiano, que es el Corpus cusqueño! Al color se asocia el sonido, con el fondo musical grave y solemne de los carrillones catedralicios, que acompasa el tañido profundo y áureo de la María Angola; el ulular de los caracoles indios; la fanfarria de los cobres y el trepidar de los parches. Sonido y color con el sabor incitante de los fiambres, el regusto de la chicha de jora cusqueña y el aroma de las frutas tropicales. Todo lo que el Corpus representa como fiesta de los sentidos: el mitin de los patronos parroquiales recargados de joyas, con sus gestos hieráticos y adustos; sus costosos trajes recamados de oro, conducidos sobre andas de plata por centenares de devotos cur-
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vados, bajo el paso ominoso de los tronos metálicos; la música de las campanas echadas al vuelo; el ruido de las marchas ejecutadas por decenas de murgas; el regalo de los picantes y el frescor de la chicha y de las frutas expuestas al aire libre. Amparando la escena, un cielo espléndido festoneado de ampulosas nubes, cielo añil serrano y la caricia cálida y generosa del Sol de los Incas. Y como personaje central la multitud arremolinada bajo los altares, junto a las estatuas patronales, en los pórticos de los templos y en las calles anegadas de luz cenital. Pueblo de indios y de cholos, pueblo peruano, masa democrática y multicolor. Al final, la velada nocturna con la jarana del cargo, al son del charango, quena y pampa piano. En suma, un espectáculo pánico, eufórico, toda luz y todo sonido. Con ser nada más que una versión realista de una fiesta popular, la revista plasmada por Cucho Chambi, con parcos y reducidos medios técnicos, es una muestra de lo mucho y bueno que se puede hacer en materia de cinematografía aquí en el Cusco, sin salir de él. Por ello, es justo saludar con entusiasmo el nacimiento de una cinematografía cusqueña, alumbramiento que, desde luego, constituye signo augural y edificante. Nuestras dos manos tendidas para Cucho Chambi por su magnífico Corpus I. Au revoir, monsieur. El Comercio. Cusco, 4 de agosto de 1956
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Julio Genaro Gutiérrez Loayza
Acuarelas de Corcuera Osores
En la galería de exposiciones Diego Quispe Tito, de la Escuela Regional de Bellas Artes, está abierta al público la Exposición de Acuarelas, del pintor nacional Oscar Corcuera Osores, profesor de Artes Plásticas del Colegio Nacional Hipólito Unanue de la capital de la república. El catálogo de la muestra presenta en síntesis la carrera artística de Corcuera Osores, que ha dedicado su exposición al Cusco en ocasión de su visita a esta ciudad. El pintor norteño exhibe veinticuatro apuntes a la acuarela, que son otras tantas impresiones de paisajes y rincones de diferentes lugares del Perú, por los que el artista ha deambulado en peregrinación estética, incluyendo estampas de Contumazá, su tierra natal. Son apuntes tomados con rapidez y cierta aparente despreocupación, en donde predomina las gamas grises y suaves de registros bajos. Sus temas constituyen delicadas captaciones que van desde las notas marinas, muy sumarias y envueltas en la transparencia de las nieblas oceánicas, pasando a los trozos agrestes del paisaje andino de la sierra, en el callejón de Huaylas, Cajamarca, Huánuco, Arequipa y el Cusco, hasta las verdes frondas de la selva tropical de Tingo María. En sus cartones pone de manifiesto un temperamento delicado y una visión sintetista del motivo en versiones rápidas, que excluyen el detalle embarazoso y la insistencia, lo cual resta frescura y espontaneidad al diálogo plástico del pintor con la naturaleza circundante, puesto que el paisaje, para un temperamento emotivo, es siempre «un estado de alma», según la expresión de Amiel. Al lado de fugaces y nerviosas manchas, hay algunos aciertos remarcables en la entonación de esas impresiones viajeras, las cuales podrían formar un álbum de apuntes de costa, sierra y montaña, nuestras tres regiones naturales que el pintor y profesor contumacino ha sabido plasmar con emotiva gracia que linda con la ingenuidad.
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La exposición Corcuera Osores permanecerá abierta hasta el sábado 11 y está siendo muy visitada en la galería de exposiciones de la Escuela Regional de Bellas Artes, institución que auspicia la muestra. El Sol. Cusco, 9 de agosto de 1956
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Julio Genaro Gutiérrez Loayza
Hugo Béjar, un nuevo pintor cusqueño
Cuando hace su aparición un nuevo artista en nuestra tierra, resulta elemental, deber de cusqueñismo y paisanaje, recibirlo con todos los honores que se merece el talento, la dedicación y el amor al trabajo, en un menester tan poco retribuido como es, todavía por desgracia, el arte en nuestro medio, pequeño y, por ello, lleno de sórdida envidia, maledicencia mezquina y cobarde. Dije alguna vez, lo repito, que este pueblo está recién en trance de mudar su condición de gran aldea por la de ciudad, y que quizá por eso resulta una ofensa a la gris mediocridad que un cusqueño levante una pulgada la cabeza por encima de los demás. Aquí medran solamente la viveza criolla, la cundería, la audacia sin escrúpulos y el aventurerismo. Hace tiempo que no se escucha la vibración sonora del aplauso sin regateos, ni la admonición franca y rotunda, mientras que sí solo el rumor esquivo de la murmuración a media voz, el chismorreo viscoso de las beatas. Asistimos al triunfo de la filosofía del acomodo y del apogeo del modus vivendi. Signo de los tiempos, tara de nuestra retrasada economía, resentimiento de pueblo humillado por sucesivos regímenes despóticos, cuántos otros factores ocultos determinarán la presente subversión de valores, esta feria de vanidades insatisfechas en que hasta el elogio y la reprobación se prodigan con criterio de mercader. Por todo esto —y perdóneseme este exordio tan poco ameno a los oídos filisteos— es que reconforta el espíritu y lo aúna de la miseria el que aún surjan, de raro en raro, hombres jóvenes que hayan optado por el duro caminar de los senderos del arte, quehacer de lujo que todavía no ofrece, ni ofrecerá en mucho tiempo, ventajas materiales, ni siquiera satisfacciones espirituales plenas a sus cultores y adeptos. Ese nuevo artista, que ha salido como los míticos hermanos Ayar de las entrañas de nuestra tierra, es un auténtico cusqueño, un hijo del pueblo, descendiente en línea directa de los desaparecidos imagineros que mantenían la hermosa tradición de los pintores y «entalladores» de la Colonia. Se llama Hugo
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Béjar Navarro y es bastante joven. Discípulo de Mariano Fuentes Lira, pertenece a la primera promoción de pintores que egresa de la Escuela Regional de Bellas Artes, la cual merecidamente lleva el nombre del maestro. Es, como tal, hechura de la escuela, promisor fruto de su esforzada labor de seis años. Por su formación académica supera a los intuitivos, los autodidactas y los meros aficionados y diletantes. Su obra primigenia la ha presentado en una muestra abierta en el salón de exposiciones de la escuela y, días después, en la galería Chambi. El joven pintor expone cerca de una treintena de óleos de diverso valor plástico, pero que ostentan el común denominador de un esfuerzo dirigido a exaltar un hondo sentimiento de amor a la tierra, al paisaje y al hombre nativo. El novel artista abre sus ojos alucinados en torno suyo y se encuentra con el gigantesco escenario andino: alto cielo añil o gris, cumbres eminentes, campos labrantíos, la arquitectura neoindiana de pueblos y aldeas, las callejas en cuesta, llenas de historia y leyendas, de la ciudad natal, el campesino indio, el hombre del agro y el trabajador urbano, los auquénidos familiares, los símbolos florales autóctonos. He allí su temática. Conceptualmente, su pintura es figurativa y naturalista. Béjar —se ve a través de su obra— trata de emanciparse, de romper los moldes académicos de su formación, aunque no lo ha logrado aún, como no podía ser de modo distinto. Está comenzando, y hay que esperar que su obra cuaje en robustez técnica y, sobre todo, en elevación temática. La pintura, sin llegar a las aberraciones del abstraccionismo de moda, no es pura objetividad, sino debe calar por debajo de la epidermis cromática y formal, debe expresar un mensaje. Nos asisten razones para esperar que Béjar supere la superficialidad y simplismo de ciertos motivos que no pasan de ejercicios o ensayos que delatan al aprendiz y dejan muy al descubierto la huella del maestro. Con todo, Hugo Béjar está aprendiendo a caminar solo y sin los andadores académicos, por lo que ya ha facturado algunos lienzos bien logrados. Todavía son pocos, pero los suficientes como para dar testimonio de su temperamento sensitivo, atento a captar sutiles acordes cromáticos dentro de estructuras formales, estilizadas con evidente sentido decorativo de firmes líneas peruanas.
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Pero el valor sustancial de esta primera exposición personal de Hugo Béjar Navarro —como certeramente lo señala su maestro Fuentes Lira en las palabras preliminares del catálogo— estriba en que, con él y con otros jóvenes pintores de su promoción, nace una nueva «Escuela» Cusqueña, capaz quizá de emular a aquella otra ilustre del setecientos que dio artistas tan completos como Quispe Tito, Espinoza de los Monteros y el altiplanense Melchor Pérez Holguín. Sepa el joven artista cusqueño que comienza con pie firme y que ha demostrado poseer madera y pasta de pintor. Por lo mismo, su pueblo natal espera mucho de su talento para reivindicar su hoy eclipsada categoría universal. El Comercio. Cusco, 3 de enero de 1959
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El pintor Krekovic donaría su obra peruanista al Cusco
Desde hace varios meses se encuentra en el Cusco el gran pintor croata Kristian Krekovic, quien está trabajando intensamente en una serie de grandes cuadros sobre temas de las culturas antiguas del Perú. Kristian Krekovic es un fervoroso peruanista, a tal punto que ha optado la nacionalidad peruana y está enamorado del maravilloso arte de las culturas precolombinas, a cuya interpretación se dedica con ejemplar entusiasmo. Pintor de fama internacional, altamente cotizado en los medios artísticos del Viejo y del Nuevo Mundo, ha pintado retratos de reyes, príncipes y magnates de la banca, el comercio y la industria. Sus obras sobre motivos peruanos constituyen verdaderos documentos etnográficos —de manera especial, los trajes, tejidos, joyas y tocados que usaban los antiguos habitantes del Perú—, pues las ha ejecutado previo minucioso estudio en museos y colecciones particulares de Europa y América. Su documentación en este orden es prolija. Actualmente, trabaja las cabezas de sus personajes, sobre modelos escogidos por él mismo. Deberá terminar su obra en Lima y, posteriormente, en Estados Unidos y Ginebra, lugar donde reside. Una vez concluidos los cuadros, estos formarán una muestra magnificente de la vida de los antiguos peruanos. En ella se incluirán a los emperadores incas, los tejedores de paracas, los curacas y reyes mochicas, los ceramistas de nasca, los constructores de chavín, tiahuanaco y Sacsayhuamán en grandes telas llenas de luz y de colorido admirables. Hemos conversado ligeramente con Kristian Krekovic y lo que más nos ha entusiasmado es su propósito de legar a la ciudad del Cusco una galería o museo local, especialmente construido según un modelo diseñado por él mismo, en el que se reuniría toda su obra peruanista, a fin de que ella no quede dispersa a su muerte. Para realizar esto cuenta con el apoyo de varios amigos suyos, gentes de fortuna que disponen de los recursos necesarios para hacer realidad los nobles propósitos del artista.
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De concretar el pintor su hermoso proyecto, se haría acreedor a una inmensa deuda de gratitud de parte del Perú —su patria adoptiva— y, desde luego, en mayor medida del Cusco, ciudad de su cordial predilección. Por el momento, no hacemos sino recoger, a manera de primicia, el generoso ofrecimiento del gran artista e insinuar, para él, un homenaje digno de parte de todas las instituciones culturales y representativas de esta tierra. La nobleza y el desprendimiento de su magnífico proyecto comprometen profundamente la gratitud del pueblo cusqueño. Revista del Instituto Americano de Arte. Cusco, octubre de 1959
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Hartmut Winkler S.
De manera trágica e inesperada falleció el 10 de julio pasado el ciudadano alemán señor Hartmut Winkler, que desde hace algunos años se había avecinado en esta ciudad. Hombre joven y de cultura universitaria, Winkler era muy apreciado en las esferas intelectuales y artísticas del Cusco, por su meritoria labor de importador de libros y materiales de arte en su prestigiado establecimiento TAO. Winkler no era un vulgar comerciante, por el contrario, tenía alma de artista y, como tal, prestó importantes servicios a la cultura, al facilitar a los escritores, intelectuales y plásticos la adquisición de bibliografía fresca y de instrumentos y materiales. En este sentido, fue un verdadero benefactor de los jóvenes estudiantes de la Escuela Regional de Bellas Artes, que lo distinguieron siempre con su cordial simpatía, ya que en diversas oportunidades donó premios y propició la adquisición de sus obras. Incluso, llegó a ofrecer un tórculo para instalar un taller de Grabado en la Escuela. Teniendo en cuenta estas cualidades, el Instituto Americano de Arte, a iniciativa de varios de sus socios, lo admitió entre sus miembros de número activos. Hartmut Winkler era natural de Berlín, ciudad donde estudió y se graduó en Ciencias Económicas. Pasó, luego, a la Suiza francesa y se graduó en Literatura. Después de tomar parte como combatiente en la Segunda Guerra Mundial, viajó a América e hizo una breve estancia en el Brasil y, finalmente, vino al Perú, eligiendo la ciudad del Cusco para fijar su residencia. Bastante joven, cordial y eufórico en su trato, franco y abierto a todas las manifestaciones del espíritu, Hartmut Winkler se hizo amigo de artistas e intelectuales con los que departía animadamente, por medio de su librería TAO, un rincón propicio y amable. Por todo ello, su sorpresiva y temprana muerte fue sinceramente lamentada por cuantos frecuentaron su amistad. El Instituto Americano de Arte rinde sentido homenaje a la memoria de quien fue su socio, Hartmut Winkler Schwartz. Revista del Instituto Americano de Arte, nro. 9
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Nemesio Villasante
El Instituto Americano de Arte, que tiene por misión propiciar toda manifestación de cultura y se precia de ameritar nuestros propios valores artísticos, se complace esta vez en presentar al público cusqueño la muestra pictórica del distinguido artista señor Nemesio Villasante Gonzáles, quien, con oportunidad de la Semana Jubilar del Cusco, y como homenaje a la ciudad, exhibe una selección de sus últimos trabajos. Nemesio Villasante no es, en modo alguno, un desconocido en el campo de la plástica nacional. Su valiosa obra de pintor y maestro es bien apreciada por críticos y conocedores en Cusco, Lima y otras ciudades donde ha expuesto con éxito. Paucartambino de nacimiento, Villasante Gonzáles ha sabido captar, con su ávida pupila de pintor, la maravillosa sugestión de su pueblo natal, que —plásticamente hablando— es una joya y un relicario de arte, y donde, por felicidad, aún no ha llegado el bárbaro afán «progresista» que está destruyendo, con saña, lo mejor y lo más valioso de las ciudades con pátina de gloria y de siglos, como el Cusco. Cada vez que llegamos a Paucartambo y nos ponemos a vagabundear por sus callejas tortuosas y silentes, y, asomados al arco heráldico del puente de Carlos III, contemplamos arrobados las aguas azules del Mapacho lamiendo con sus ondas los acantilados de pizarra en que se asienta el pueblo, nos sentimos transportados por fuerza de la evocación a esos lindos pueblos españoles inmortalizados en los lienzos de sus pintores, desde El Greco hasta Zuloaga. Y pensamos íntimamente, cuánta belleza rural encierra Paucar-Tampu (poético y florido topónimo: posada del jardín) para inspirar a pintores y artistas plásticos. Un paucartambino de adopción, como fue José Manuel Figueroa Aznar, plasmó, hace muchos años, en pequeños lienzos los más románticos rincones del pueblo y, entre otros, ese inverosímil balcón en esquina, florecido de geranios y claveles que, por cierto, es digno de la inmortal pareja de los amantes de Verona. ¡Y cuántas bellísimas semblanzas paisajistas se pueden pintar en Paucartambo!
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Espíritu sensitivo y lírico, como se da a conocer a través de sus óleos y acuarelas, con su paleta jugosa de tonos cálidos, Nemesio Villasante puede ser — yo le diría que debe ser— el pintor de Paucartambo, porque este hermoso pueblo está pidiendo a un artista de talento que traslade al lienzo la magia del color y el embrujo que guarda en sus vericuetos y sus rincones, para deleite de sus coterráneos y de todos los espíritus delicados y enamorados del arte. Cusco, Inti Raymi de 1966 Julio G. Gutiérrez L. Presidente del Instituto Americano de Arte
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Juan De La Cruz Machicado
Cuando nos atosigamos en cada exposición y crónica de arte, publicada en revistas y periódicos, con tanta excrecencia postiza de plástica abstracta o abstractista; cuando, frente a tanto y tanto esperpento, las gentes se preguntan: «Por favor, dígame: ¿qué es esto?»; cuando nuestros jóvenes pintores hacen ascos de lo figurativo y se pierden por los tortuosos caminos del mundo onírico, si es que no por los más obscuros y alucinantes de lo paranoico, y se llega al pop, al op, al happening y demás aberraciones ocultas bajo espumante fraseología seudocientífica; solo entonces, una muestra de monocopias con harto sabor a figurativo y pintura «concreta» (que debe interpretarse en su acepción de antiabstracto) podrá parecer insólito, mucho más si quien la presenta es un joven e inquieto pintor, que tampoco anduvo indemne a la peste abstractista, como Juan de la Cruz Machicado. Para mí, el camino de vuelta a lo figurativo y concreto que, con paso vacilante aún, inicia Machicado es sintomático y saludable. Quiere decir que nuestros pintores retornan por el buen camino, volviendo por los fueros de la cordura y la razón, repudiando la paradójica «estética» de lo feo, lo horrendo y lo ininteligible. Esta veintena de monocopias —una forma elemental y simple de grabados— con esas tintas grisáceas que recuerdan los infinitos matices que el ojo experto puede encontrar en las piedras en que están facturados los viejos monolitos tiawanakotas, erosionados por las lluvias de milenios de cosmogonía altiplánica y tallados por tempestades andinas, constituyen una faceta inédita de la personalidad del artista collavino que, tal vez por explicable y ancestral alquimia, rezuma esencias de su subconsciente étnico. Pero, por encima de cualquier interpretación que se quiera dar a estas semblanzas, es evidente que nos dejan una impresión de austera belleza petrificada, semejante a la que experimentamos ante los dioses y los hombres de piedra de la mitología andina.
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De piedra creó Wiracocha —dios andino— a los hombres y, en alguna oportunidad, las piedras se trocaron en hombres para defender a los padres de la estirpe. Yo creo que aquellos phururauqas y achachilas son los que nos miran desde estos cartones de Machicado. Qosqo, Inti Raymi de 1967
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Homenaje al artista Baltazar Zegarra
Discurso de Julio G. Gutiérrez, miembro de la Sociedad Los Cholos, realizado en el homenaje póstumo que el Concejo Distrital de Santiago rindió al malogrado compositor cusqueño Baltazar Zegarra. Puedo preciarme de ostentar el honor de haber tocado en suerte el rendirle este homenaje póstumo a Baltazar Zegarra Pezo, de cuya amistad me honré cuando él alentaba en vida y repartía generosamente las excelencias y exquisiteces de su genio creador, haciéndonos vivir la verdadera vida del espíritu con su arte maravilloso, que había penetrado tan honda y profundamente en el alma de su pueblo natal, de su patria toda, hasta hacerlo consustancial con sus más íntimos y entrañables sentimientos. En efecto, señores, quién de nosotros no ha sentido vibrar dulcemente las cuerdas más íntimas del espíritu y emocionarse hasta las lágrimas de alegría dionisíaca, tristeza o melancolía incurable al escuchar las inspiradas composiciones de Baltazar Zegarra, así sean los compases eufóricos del P’unchayniquipy, esa cusqueñísima serenata que la entonábamos al filo de cualquier amanecida al pie de la ventana de la novia o la amada, interpretada por las vihuelas y guitarras bohemias, invitando a la marinera picaresca e intencionada; o también al escuchar las notas saudadosas del Sonqoy K’irisca, la dulce añoranza del mitimae inconsolable en sus yaravíes. En fin, nos hemos sentido transportados al mundo mágico del arte en las alas de la música creada por Baltazar Zegarra, ese cholo epónimo y superlativo, cuya ausencia nos duele en cada una de sus notas y cuyo recuerdo nos acompañará hasta el último minuto de nuestra existencia. Llevando de la intimidad amical a la trascendencia pública la vida y la obra de Baltazar Zegarra, hay que proclamar, con la fuerza de la justicia y la convicción de la verdad, que este cusqueño insigne es uno de los grandes e indiscutibles valores que honra a su tierra natal, el Cusco, y a la patria entera, y que si no
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recibió en vida el reconocimiento, que se había ganado con su talento privilegiado y su copiosa obra musical, es deber de las instituciones públicas honrar su esclarecida memoria de modo material y ostensible. Por eso, es digna de todo elogio la iniciativa de la Sociedad Progreso Santiago y de la Asociación Cultural Los Cholos, particularmente la de su dinámico presidente, el señor Isidro Valenzuela, de materializar, en forma, aunque sea sencilla, el homenaje del pueblo cusqueño a su hijo ilustre, el gran compositor Baltazar Zegarra. Y más encomiable aún resulta la comprensiva actitud del Concejo Distrital de Santiago haberla acogido, al bautizar estos pasajes del agrupamiento vecinal «Villa del Sol», con los nombres de dos consagradas personalidades cusqueñas, Baltazar Zegarra y Otilia Ramos Canal, gracias a la colocación de estas placas recordatorias. Los distinguidos vecinos de Villa del Sol deben sentirse muy honrados de ostentar los patronímicos de estos cusqueños entrañablemente unidos en nuestro distrito de Santiago. No necesito repetir aquí que los grandes artistas son inmortales como los dioses, viven perdurablemente en sus obras, se prolongan en ellas como el Padre en el Hijo, por gracia y virtud del arte. Pero esa inmortalidad tiene que plasmarse en algo material que recuerde permanentemente a las generaciones su obra y su vida, y que sea una lección viva de civismo, en la misma o mayor medida que los héroes, y que, por último, perennicen la gratitud de los pueblos sus mejores hijos. En un pueblo como el nuestro, ingrato muchas veces hasta la crueldad con sus propios hijos, es edificante y ejemplar que un municipio distrital cusqueño comience por enaltecer la memoria de un artista preclaro como Baltazar Zegarra, cuya obra inmortal es timbre de gloria y motivo de orgullo para cualquier país del mundo. Este homenaje, sencillo, es verdad, hasta los límites de la modestia, que sirva al menos para paliar en algo aquel amargo pensamiento de otro gran cusqueño, el Inca Garcilaso de la Vega, cuando aludía a esta su tierra natal que, al enviar montañas de oro a España, se mostraba «madre amantísima de hijos ajenos y cruel madrastra de los suyos». Pero los pueblos, que honran a sus artistas, son pueblos que tienen conciencia de sus propios valores y de su misión histórica. El Cusco como no podía
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ser una excepción, y con mayor razón en la hora actual que vive el país, hora de profundas y reales transformaciones. En esta coyuntura histórica trascendental, cuando se comienza a reivindicar revolucionariamente los valores supremos del Perú y la peruanidad, la cultura y el arte no podían estar ausentes. Bajo la sombra augusta del gran Túpac Amaru, genio tutelar de la revolución peruana, los artistas como Baltazar Zegarra, altísima expresión del genio de la estirpe, tienen que ocupar el sitial de honor que su obra y su trayectoria le depara. Por eso, los amigos, los admiradores, los familiares de Baltazar Zegarra y todos los intelectuales y artistas cusqueños presentamos nuestra emocionada gratitud al Concejo Distrital de Santiago, que, de esta forma, está rindiendo homenaje justísimo a la memoria de un gran artista, honra y prez de su tierra, en la persona de su alcalde y de las distinguidas personalidades que han apadrinado esta ceremonia. A todos ellos les decimos: mil gracias. Cusco, 8 de setiembre de 1970
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Grabados de Miguel Valencia
Con ser tan antiguo y tan lleno de virtudes plásticas, el arte del grabado ha tenido relativamente pocos cultores en el Perú y, de modo ostensible, el Cusco. Hacia la segunda década del siglo, cuando el periodismo cusqueño se batía en sus años heroicos y aún no había llegado el fotograbado ni se conocía el linotipo, los cliché» y las ilustraciones gráficas para las publicaciones locales debían ser hechas por artistas aficionados en la técnica de la xilografía y el grabado sobre metal, que, por sus dificultades, era prácticamente desconocido. Algunos dibujantes publicitarios de aquella época comenzaron a utilizar planchas de jebe y, posteriormente, el linóleo, que, por su pasta suave y compacta, era más asequible y más al alcance de los cultores y aficionados al grabado. Con este procedimiento aparecieron revistas humorísticas como las que dirigió el hoy olvidado caricaturista, dibujante y extraordinario escultor Amadeo de Latorre; luego Kosko, la magnífica revista de Roberto Latorre, que fue la primera ventana abierta a los nuevos tiempos; Alma Quechua, de Humberto Pacheco; Kuntur, una revista que hizo brecha, dirigida por Eustaquio Kallata; y más recientemente Waman Puma, del recordado huamanguino Víctor Navarro del Águila; entre otras revistas y publicaciones eventuales que escribió e ilustró el grabador Lalo Díaz. De aquellos años inquietos y revoltosos es Miguel Valencia Cazorla, entonces colegial cienciano, artista por vocación que ha sabido mantener su indeclinable afición al grabado hasta nuestros actuales y prosaicos días. Muestra de su vigorosa y recia perseverancia en el manejo de las gubias es su última exposición realizada en el Instituto Americano de Arte, esa auténtica Casa de la Cultura del Cusco, fundada y alentada por el fervor cusqueñista y la visión profética de José Uriel García, a la que Miguel Valencia ha prestado, en más de una oportunidad, el aporte precioso de su amor por el arte y por su tierra natal, esta cruel madrastra de sus hijos y madre amantísima de los ajenos, que continúa siendo el Cusco, desde los tiempos del Inca Garcilaso.
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A esta excelente muestra de grabados, nadie se ha molestado en ponerle, por lo menos, un modesto marco de publicidad, ni una mano de crítica. Ha pasado casi inadvertida y, de este silencio mezquino y negligente, está resentido, y con mucha razón, Miguel Valencia. Por eso, le ofrecí retomar la péndola y esbozar unas glosas a su valiosa muestra de xilograbados y linóleos. Las dos docenas de estampas de su exposición comprenden trabajos de diferentes épocas, pero todos ellos conservan una segura línea estilística que recuerda la buena escuela sintetista de exaltación de paisajes y tipos peruanos, que dejó el recordado maestro José Sabogal. Recias estampas rurales, jinetes de Tinta, su pueblo natal, paisajes florecidos de cantutas o erizados de cactos, evocaciones simbólicas del titán andino Túpac Amaru, lindas viñetas navideñas y otros temas igualmente sugerentes, ha ido plasmando Valencia en sus pequeños tacos xilográficos con evidente dominio de la artesanía. Sin ser un profesional del arte, Miguel Valencia maneja las gubias con emoción y maestría hasta sacarle el mejor rendimiento a la impresión de negro sobre blanco, tan parca de medios expresivos en la que, o bien hay que pedirle a la línea el máximo de su potencia estética (Durero o Delhez, por ejemplo) o sacar partido del claroscuro planimétrico (Masereel o los grabadores mexicanos). Miguel, como lo tratamos familiarmente, ha querido reunir la parte más representativa de su producción y nos la exhibe en una suerte de retrospectiva sentimental, en copias directas y sinceras, casi primitivas diríamos, sin los trucos que la técnica moderna ofrece a los artistas especializados. Aunque la crónica diaria haya hecho abstracción de su esfuerzo y de sus obras sin destacarlos como se merecen, sirvan estas líneas de estímulo y aliento a un artista que a través de los años y las vicisitudes de la vida, mantiene en nuestro provinciano mundillo, los fueros del grabado artístico. El Sol. Agosto de 1971
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Homenaje a Martin Chambi
(Discurso fúnebre) Señores: La directiva del Instituto Americano de Arte me encarga el penoso deber de dar la postrera despedida a uno de los pocos hombres que aún alentaba, con su presencia física, a esta auténtica casa de cultura cusqueña, desde hace 36 años. El gran artista del lente —“el mago del lente”, como se le llamaba a Martín Chambi, registró, a través de más de medio siglo, la belleza plástica inigualable de esta ciudad y los paisajes más característicos y auténticos de todo el Sur del Perú— nos deja para siempre, después de una larga y fecunda vida dedicada por entero al ejercicio virtuoso de su arte. Este hecho —la ausencia definitiva de Martín— llena de congoja y pesar a todos los amantes del arte, a la intelectualidad a la que estuvo vinculado por estrechos y fraternales lazos de amistad, al arte nacional en conjunto. Colla y puneño de nacimiento, Martín Chambi, luego de haber aprendido los secretos de su arte en el estudio Vargas Hermanos de Arequipa, llegó bastante joven al Cusco y aquí se quedó definitivamente enamorado de la luz fulgurante, del hechizo y la magia de esta ciudad única y sin parangón. Aquí, con su agudo e intuitivo sentido estético, su visión en profundidad de gentes y paisajes, plasmó, como ningún fotomecánico lo había hecho antes, añejos rincones, callejas misteriosas y silentes, patios soleados, abruptas rocas y acérrimas cumbres nevadas. Al mismo tiempo, atrapó con el visor de su máquina la reciedumbre orgullosa de los hombres de su raza, los campesinos herederos de la formidable cultura tawantinsuyana. Paisajes y tipos raciales sorprendidos en su inédita originalidad fueron popularizados por Martín Chambi en revistas, libros, diarios y millares de copias que, virtualmente, dieron la vuelta al mundo. Su arte, hay que juzgarlo en dimensión estética, no es una vulgar función mecánica, sino algo que transciende la limitación de la máquina y la fría técnica
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para tocar los lindes de la creación artística. En cierto modo, Martín Chambi fue casi un pintor: le faltó empuñar paleta y esgrimir pinceles. Nos ha legado todo un fabuloso tesoro documental, ya que él catalogó, por puro amor al arte, sin encargo de nadie, la riqueza plástica del Cusco que se perdió aquel mediodía del 21 de mayo de 1950. Por eso, como amigo y admirador suyo, deposito ante sus yertos despojos mi voz dolida, empapada de añoranza y saudade por las jornadas de bohemia artística de imperecedero recuerdo, vividos con cusqueños representativos como Uriel García, el fundador de nuestra casa, Luis Velazco Aragón, Ángel Vega Enríquez, Roberto Latorre, Francisco Olazo, José Sabogal, Camilo Blas y de cuántos artistas, pintores y poetas, peruanos y extranjeros, llegaron en peregrinaje hasta esta tierra. Martín: amigo entrañable, artista magnífico, cusqueño de espíritu y de corazón, aquí en esta institución que fundamos y dimos vida, te decimos adiós, tus amigos, tus consocios. Nos dejas la herencia de tu arte admirable y el recuerdo inmarcesible de tu fino espíritu, eminente representativo de la raza. Descansa en la paz de los justos. Cusco, 15 de setiembre de 1973
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Itinerario de Luis Ccosi Salas
Mientras modela con gesto enérgico la cabeza de reminiscencias egipcias del pintor Fuentes Lira, entablamos cordial palique con Luis Ccosi Salas, vigoroso escultor y maquetista que, desde hace poco, se encuentra en el Cusco destacado por el Instituto Nacional de Cultura. -¿Usted, don Luis, es limeño? -¡Qué va! Yo soy puneño de Mañazo, un distrito de la capital lacustre. -Es pues un colla legítimo. Allí están su perfil de cóndor tiahuanacota, sus ojos hundidos bajo una frente huidiza y el cabello lacio cubriendo un cráneo de falcónido andino. Hijo de campesinos, frente al espacio luminoso del lago mitológico sintió desde niño la recóndita voz de la vocación por el arte. Así, aprendió a leer en una escuela rural y, apenas cumplidos los diez años, la familia emigró a Lima. Allá en la capital, estudió la secundaria ingresando a la entonces Escuela Nacional de Artes y Oficios, hoy Politécnico José Pardo. Sus padres querían para su hijo un oficio técnico y remunerativo que le sirviera para afrontar la vida. Pero en la Escuela funcionaba una sección de escultura bajo la dirección de dos posteriormente consagrados artistas: Luis Augusto y Artemio Ocaña, quienes fueron sus maestros. De ellos aprendió la técnica del oficio, el métier. Antes había asistido a la antigua y prestigiosa Academia Concha, donde siguió cursos de dibujo, porque el escultor tiene que dibujar a conciencia. Por esto, justamente, los grandes escultores han sido también grandes dibujantes. Díganlo el Buonarroti, Verrocchio, Rodin y, algo más próximo a nosotros, el palentino Victorio Macho, que ha dejado importantes obras en el Perú. Egresado de Escuela Nacional de Artes y Oficios, debió ganarse la vida trabajando como decorador, carpintero y obrero mecánico, porque el arte no daba para vivir en aquellos años del 30, estremecidos por grandes crisis políticas a la caída del funesto Oncenio de Leguía. Ccosi (que en quechua quiere decir «zarco,
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de ojos azules») se daba maña para seguir modelando en arcilla. De sus manos de aprendiz van surgiendo bocetos sobre temas peruanos que son su predilección por gracia e imperativo ancestral. Reúne sus terracotas y con ellas hace su primera exposición allá por 1935.
La arqueología Entusiasmado con los bocetos del joven escultor, don Rafael Larco Herrera, que fue magnífico mecenas y hombre de gran sensibilidad, descubrió en Ccosi un gran artista en agraz. Le ofreció alojamiento y alimentación, y encima un sueldo que debía asignarse él mismo, en Chiclín, uno de los grandes ingenios azucareros del valle de Chicama, donde su ilustre propietario y su hijo, el arqueólogo Rafael Larco Hoyle, habían reunido la mayor colección de cerámica jamás poseída por un solo hombre: el famoso Museo de Chiclín, que encerraba más de treinta mil piezas distribuidas en treinta salas. Fue el desiderátum de su carrera: Ccosi lo recuerda con no disimulada emoción. Allí, asegurada su subsistencia, trabajó intensamente haciendo dibujos, réplicas y calcos de millares de los famosos huaco retratos, empapándose del extraordinario realismo del arte muchik. Tres años estuvo el artista inmerso en ese fabuloso mundo de arcilla que constituye una completa y verdadera historia plástica de la antigua cultura de los pueblos mochicas, cupisnique, tallán y otros de la costa norte y central del Perú. De allí arranca su decidida vocación arqueológica, porque, a decir verdad, Ccosi Salas antes que estatuario es un maquetista, como él mismo se autocalifica. De vuelta a Lima (con licencia de un año), se encuentra en la capital con el padre de la arqueología peruana, el sabio Julio C. Tello, quien lo incorporó al Instituto de Investigaciones Antropológicas que fundó y dirigió, convertido ulteriormente en el Museo Nacional de Antropología. Con Tello, Ccosi trabajó hasta la muerte del sabio, ocurrida en 1947. Recorrió, entonces, gran parte del Perú, registró gráficamente las huellas y testimonios dejados por los antiguos hombres del Perú. Estuvo con Tello en Chavín, Sechín, el callejón de Huaylas,
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Cusco, Machu Picchu, Puno y donde quiera, lugares en los cuales hurgó, excavó y estudió el sabio. De allí proviene su vasto conocimiento de las técnicas y procedimientos de la arqueología de campo. A la muerte de Tello, Ccosi Salas pasó al servicio del Ministerio de Educación, como escultor-maquetista en calidad de funcionario, y, últimamente, al Instituto Nacional de Cultura.
La obra Ccosi no es propiamente un estatuario monumentalista. Su obra es más modesta, de tono menor, diríamos; pero es vasta y valiosa, no solo apreciada como arte puro, sino aun en el terreno científico de la arqueología. Nos referimos a sus maquetas, réplicas y calcos de los más importantes monumentos del arte peruano antiguo: Machu Picchu, Chavín, Saywite, entre otros. La maqueta del grandioso conjunto de Machu Picchu de diez metros fue comenzada en 1947 y no quedó terminada sino en 1955, después de ocho años de ardua labor. El artista permaneció casi medio año en la ciudadela inca dibujando croquis, tomando millares de apuntes y realizando mediciones in situ para trasladar a escala el conjunto reducido que puede admirarse en una de las salas del Museo de Antropología y Arqueología, en Magdalena. Ccosi Salas realizó, igualmente, bajo la inmediata dirección de Tello, las réplicas de tamaño natural del lanzón, las cabezas clava y las estelas de Chavín, que se encuentran en la sala del mismo nombre del Museo, en Magdalena. En 1961, a iniciativa del entonces presidente Belaúnde y por encargo directo de él, ejecutó la réplica en granito artificial del misterioso monolito de Saywite (Apurímac), que, como símbolo de la cultura peruana, fue colocado en el mismo patio de la residencia presidencial en que se encuentra la higuera de Pizarro, símbolo de la conquista. Otra copia de la misma réplica fue llevada al zoológico Parque de las Leyendas, en Maranga.
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Bustos y cabezas retratos Como escultor, Ccosi es autor de los bustos en bronce del sociólogo jurista y parlamentario puneño Dr. Mariano H. Cornejo, ubicado en la ciudad universitaria de San Marcos, y del consagrado a la memoria del poeta, político y maestro Dr. José Gálvez, en el Patio de Letras del antiguo local central de San Marcos. Una memoria conmemorativa de la épica victoria de Tarapacá sobre los invasores chilenos, erigido en Marcapomacocha, cerca de Lima, es, asimismo, obra del escultor puneño. Otras muchas creaciones, como el dios mochica Naylamp, han salido también de sus manos. Quizá su prolongado trato con los millares de huaco retratos o vaso retratos mochicas, su familiaridad con esas soberbias semblanzas escultóricas de un realismo expresionista asombroso, influyó en la preferencia del artista por el retrato escultórico. En este género, Ccosi Salas ha catalogado cerca de tres centenares de personalidades importantes en los campos de las letras, las ciencias, las artes y la política nacional del medio siglo. Ante su caballete han posado escritores, poetas, pintores, juristas, hombres de ciencia, políticos y maestros. Ccosi los ha plasmado en barro, con una expresión realista de raíz inequívocamente autóctona. En este sentido, Ccosi es un runalluct’aq (escultor de hombres), un mitimae aimara formado en los talleres de los ceramistas mochicas de Chan Chan. Contando solo a los cusqueños, ha retratado a Rafael Aguilar, Francisco González Gamarra, Roberto Ojeda, Armando Guevara Ochoa, Mariano Fuentes Lira, Luis A. Pardo, entre otros muchos.
Álbum de Machu Picchu Durante los largos meses que el artista permaneció en Machu Picchu, como dije, ejecutó innumerables apuntes, croquis al lápiz y más de cuarenta dibujos a la pluma, que fueron la base documental para la gran maqueta del Museo de Antropología y Arqueología. La serie de dibujos tiene evidente calidad artística,
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abstracción hecha de su valor documental. Algunas de esas láminas, de impecable ejecución, alcanzan la belleza del aguafuerte y muestran aspectos inéditos o poco conocidos del maravilloso conjunto arquitectónico inca, además, han sido publicadas como ilustraciones en el libro de Hermann Buse sobre Machu Picchu. Ccosi Salas tiene resuelto publicar, próximamente, un álbum de sus dibujos de Machu Picchu con el auspicio de alguna editorial limeña. Desde luego, su éxito estaría descontando no solo por su prestancia estética, sino por constituir una obra documental de extraordinario valor para peruanos y extranjeros, para artistas y profanos. En nuestras charlas con el artista, le hemos estimulado para que haga realidad su proyecto a la brevedad posible. El arte y la ciencia arqueológica le serían deudores de un magnífico presente. Cusco, 1974
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Fig. 3. Estudio de Julio G. Gutiérrez Loayza, autor de los 60 años de arte en el Qosqo Santiago, Cusco de 2022 Fotografía: Gustavo Vivanco León
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Fig. 4. Mariano Fuentes Lira. Sin título, S/F Tallado en madera, 33 cm. x 38 cm. Colección del Instituto Americano del Cusco
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Fig. 5. Mariano Fuentes Lira. Bohemia, S/F Acuarela sobre papel, 31 cm. x 23.5 cm. Colección del Instituto Americano del Cusco
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Fig. 6. Mariano Fuentes Lira. Sin título, S/F Lápiz carboncillo sobre cartulina, 31 cm. x 23.5 cm. Colección del Instituto Americano del Cusco Obra descubierta en el anverso de la obra del autor (Fig. 5), durante el registro fotográfico por el equipo de esta edición: Victor A. Zúñiga Aedo, Gustavo Vivanco León, J. Nicolás Marreros Córdova, Pamela C. Zamora Salazar y Julio A. Gutiérrez Samanez. 7 de junio de 2022.
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Fig. 7. Mariano Fuentes Lira. Capilla del Altiplano, S/F Óleo sobre yute, 53.5 cm. x 37.5 cm. Colección del Instituto Americano del Cusco
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Fig 8. Julio Genaro Gutiérrez Loayza. Santa Ana, 1933 Acuarela sobre papel, 49 cm. x 39 cm. Colección del Instituto Americano del Cusco
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Fig. 9. Santiago Guillén. Interior de una casa colonial, 1944 Acuarela sobre papel, 40 cm. x 29.5 cm. Colección del Instituto Americano del Cusco
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Fig. 10. Angel Vega Enriquez. Paisaje, 1903 Óleo sobre tela de algodón, 44 cm. x 31 cm. Colección del Instituto Americano del Cusco
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Fig. 11. Agustín Rivero. Templo de San Cristobal, 1941 Acuarela sobre papel, 48 cm. x 39 cm. Colección del Instituto Americano del Cusco
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Fig. 12. Francisco Gonzalez Gamarra. Procesión de Lunes Santo, 1920 Acuarela sobre papel, 50 cm. x 41 cm. Colección del Instituto Americano del Cusco
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Fig. 13. Francisco Ernesto Olazo Olivera. Adoración a Huanca, 1941 Óleo sobre yute, 103 cm. x 107.5 cm. Colección del Instituto Americano del Cusco
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Fig. 14. Agustín Rivero “k’orichaska”. Sin título, 1933 Óleo sobre lienzo, 45.2 cm. x 58.3 cm. Colección del Instituto Americano del Cusco
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Fig. 15. Juan Manuel Figueroa Aznar. Paisaje de Paucartambo, 1937 Óleo sobre cartón, 39 cm .x 33 cm. Colección del Instituto Americano del Cusco
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CAPITULO III HOMENAJE A JOSÉ SABOGAL
Julio Genaro Gutiérrez Loayza
Sabogal
Nuevamente pasea su prócera silueta bohemia y su encanecida cabeza de Goya por nuestras viejas calles de castellano empaque, este gran José Sabogal, el pintor que es el más alto signo de la pintura peruana de nuestros días, queremos decir el signo viviente. Esta vez, viene el artista cajamarquino a trabajar unos murales en el Hotel de Turistas. Será la primera vez que un edificio nuestro reciba una decoración al fresco en el antiguo y noble procedimiento actualizado por los pintores mexicanos de la revolución. La obra que Sabogal ejecute en el Cusco ha de tener prestancia y estatura trascendente. Su proyección puede ir muy lejos, ya que de ella puede derivarse un movimiento artístico parangonable a lo que se llamó en México «la conquista de los muros». Sabogal llega como muralista en la plenitud de su arte y de su vida. Podemos esperar, pues, de su recio pincel, la obra sazonada y madura. Y quién sabe si en el Cusco deba nacer una revalorización vital, popular y revolucionaria de plástica peruana, ganando los muros al tiempo mismo que las multitudes ganan las calles y conquistan sus derechos. Por algo, el fresco es una pintura de y para las masas. Un fresco, en el sentido de Miguel Ángel, Rivera, Siqueiros u Orozco, es una lección objetiva que habla perennemente a las masas. Sabogal, por otro lado, es un pintor ligado a los trabajadores de su patria y vinculado a lo mejor y más puro de su tradición de lucha. Fue el colaborador cercano de José Carlos Mariátegui, el pensador que inaugurara una nueva era en la historia nacional. Fue él quien sugirió aquel glorioso y profundamente peruano nombre de Amauta, para la tribuna continental que animó José Carlos hasta su muerte. Ese parentesco del espíritu que le unió al fundador y jefe del comunismo peruano está emocionadamente recordado en las páginas del reciente libro escrito por su dignísima consorte, la escritora María Wiesse, José Carlos Mariátegui: etapas de su vida.
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Por el sentido de su obra, no resulta exagerado afirmar que Sabogal es el Mariátegui de la pintura nacional. Como el Amauta, es el redescubridor de los valores plásticos peruanos cuando pinta al indio con colores y con espíritu indígenas; cuando inicia el retorno por los, hasta antes inéditos y desconocidos, quilates del arte popular; cuando, como Mariátegui, vuelto de Europa con los ojos y la paleta llenos de España, se queda pronto maravillado por el paisaje y el hombre de su patria y emprende la tarea —gigantesca, por cierto, para un solo hombre— de crear la auténtica pintura con línea y formas peruanas, con entraña peruana. En la pintura, Sabogal siguió —y sigue— la única consigna realmente salvadora de «peruanizar el Perú», y en este camino, tal vez con errores como toda obra humana, Sabogal ha ganado terreno con seguridad y firmeza que le honran en alto grado. Bien merece, pues, el maestro el homenaje que ha de tributarle, esta noche, la Universidad Obrera Rafael Tupayachi. El Sol. 25 de julio de 1945
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José Sabogal y el Cusco
Siempre es reconfortante y auspiciosa la presencia de José Sabogal en el Cusco. La obra de nuestro gran pintor está vinculada con esta tierra desde sus inicios. Allá por 1919, al regresar de Europa, pasó por Argentina y entró al Perú por el Titicaca, como él mismo lo dice, con esa voz pastosa y profunda, y su característico ademán de expresar las palabras como si las estuviera modelando en arcilla con el pulgar derecho. Llegó al Cusco, lo cual, para él, fue una revelación deslumbrante. Con su técnica impresionista de aquellos años, fogosa de color y de pasta, pintó calles, patios, indios y cholas. Con él nació el indigenismo en la pintura peruana. Un indigenismo de fuerte contenido humano y social, pues no solo retrató a los varayoc indios y plasmó semblanzas de tipo popular, sino también trasladó al lienzo la tragedia de los pongos. Asimismo, inmortalizó bellos y queridos rincones del Cusco que ahora ya no existen: La fuente de Arones, El balcón de Herodes y La cuesta de Santa Ana. Desde esos lejanos días, José Sabogal no ha dejado de venir al Cusco. Esta vez ha encontrado un Cusco desgarrado por el terremoto y en trance de acabarse de destruir en su esencial valor plástico, debido a los nuevos edificios que se están levantando sin ápice de sentido arquitectónico y estético, atendiendo solamente al sentido bastardo de la renta y del lucro. «Cusco es crisol y es arista», le hemos oído decir al maestro, y aquí recogemos sus palabras que encierran hermosa y alta enseñanza. Las gentes que han comprendido el verdadero y único valor del Cusco deben hacer todo lo posible para que lo que ha dejado el terremoto se conserve con cariño, como preciada joya, y lo que se ha edificado o está por edificarse guarde armonía o, por lo menos, no desentone con lo sustantivo arquitectónico de nuestra ciudad. Tal vez es el mensaje que nos deja el maestro, pintor y esteta. Hubiéramos deseado de buena gana que explaye más ampliamente sus ideas, pero Sabogal es tan parco de palabras que le bastan pocas y rotundas frases para expresar el meollo de su pensamiento.
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En estos tiempos, en que la moda del abstractismo está haciendo furor junto con el mambo y la poesía del disparate puro, la pintura de José Sabogal es posible que se haya marginado de la actualidad nacional o, en términos más concretos, de la actualidad limeña. Dentro de la producción en serie de los catecúmenos del Grupo Español de París no cabe lugar, evidentemente, para el realismo figurativo y el indigenismo popular y peruano de su pintura. Para estar a tono con la moda es preciso pertenecer a uno de los grupos (españoles de París) y pintar según las recetas de los grupos. Sabogal solo pertenece a uno: el Grupo Peruano del Perú. Y como lo peruano, y principalmente lo indio y lo mestizo, es lo que menos se puede encontrar en la pintura que ahora se hace en Lima, resulta que Sabogal es un hombre de otro tiempo, con la única salvedad de que ese tiempo todavía no ha llegado. El maestro cajamarquino se adelantó al suyo, como lo hizo su gran amigo el creador de Amauta. Hablamos con Sabogal acerca de la Exposición de Arte Americano que ha auspiciado el diario La Crónica y cuyo eco llegó hasta nosotros a través de la palabra del profesor Víctor M. Reyes y la proyección de la película La pintura en México. Aquella muestra, la más completa que se ha visto en Lima, es una saludable vacuna para combatir la epidemia abstractista. El realismo rudo y popular de los maestros aztecas puede tener, en última instancia, la virtud de que los deshumanizados pintores de visiones oníricas despierten de su sueño de opio y vuelvan a la realidad. En esto estamos de perfecto acuerdo. El Sol. Cusco, 27 de junio de 1954
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Reencuentro con José Sabogal
Hace 63 años, en 1919, llegó por primera vez al Cusco José Sabogal, que venía desde la sierra del norte argentino, atraído por el misterioso embrujo de la ciudad de los incas. Cusco era, en aquellos años, una gran aldea abandonada a su suerte, en trance de desintegración: su población apenas llegaba a veinte mil habitantes. Era maloliente y sucia, pero conservaba la traza antigua de sus callejas, la paz arremansada de sus patios, sus rojas techumbres de teja y todavía no la habían invadido el cemento, la calamina y los ambulantes. En aquel entonces, pocos automóviles circulaban sus calles silentes. El Cusco, que durante el siglo pasado recibió a viajeros ilustres, como sir Clements R. Markham, George Squier y otros no menos famosos, comenzaba a ser visitado por pintores que habían descubierto una riquísima cantera plástica e inspiración para sus obras. Uno de los primeros fue el joven cajamarquino Sabogal, quien, para entonces, ya había recorrido buena parte de Italia, España —a pie, dice él— y la costa africana del Mediterráneo, y culminado su formación académica en Buenos Aires, de donde fue destacado como profesor a la andina provincia de Jujuy. Según su propia concepción, el Cusco no solo lo deslumbró, sino que lo cautivó para siempre. El gran artista vivió en perpetua vigilia, enamorado de esta tierra a la que regresaba en cuantas ocasiones le permitía su laboriosa tarea de creación. Estableció su taller en una vieja casona colonial y trabajó incansablemente más de seis meses, lo cual se concretó en una cincuentena de cuadros que expuso en la Casa Brandes de Lima. La exposición Sabogal —comentan los diarios y revistas de la época— constituyó una verdadera revelación. Muchos críticos limeños se escandalizaron de ver semblanzas de indios y cholos en los cuadros de Sabogal. En esta primera época de deslumbramiento eufórico, Sabogal pintaba en técnica impresionista, el plein air; con vibrantes colores y rica pasta, interpretó
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el Cusco en «su bella luz plateada y sus dorados soles de los gentiles». De este período son, entre los más conocidos, sus óleos Fuente de Arones, Las viejas de Santa Ana, Cusqueña a misa, El balcón de Herodes, La Señoracha, etc. Ninguno de ellos se encuentra en la colección que presenta el Banco Industrial del Perú en el Palacio del Almirante. Después de su viaje a México en 1923, donde alternó con los famosos muralistas aztecas Diego Rivera, Orozco, Siqueiros, en el mejor momento de su ciclo creacional, su plástica varió sustancialmente: optó por las tierras, los ocres y los grises. Corresponden a esa etapa algunos óleos y grabados exhibidos en la retrospectiva. Se completa la muestra con el muy conocido Varayoc de Chinchero y La chinita, muy lograda por la elegancia de la pose y la calidez del color. En El anticuario podemos reconocer fácilmente a un pintoresco personaje local, el célebre chamarilero Hermosilla. El antiguo y noble arte del grabado en madera que Sabogal cultivaba con especial cariño está bien representado por copias de sus mejores planchas xilográficas, una litografía y alguna monotipia. En síntesis, la exposición itinerante organizada en forma honrosísima por el Banco Industrial del Perú y el Instituto Nacional de Cultura viene a ser una suerte de retorno póstumo de Sabogal a la ciudad que tanto amó y admiró en vida el iniciador de la pintura auténticamente peruana, a la que los literatos decadentes de hace medio siglo calificaron de «indigenista», como disimulada connotación despectiva. Pero a los veinticinco años de su ausencia definitiva, Sabogal y su escuela han sentado carta de ciudadanía artística como representativa de la pintura peruana, con inequívoco signo nacional. Finalmente, nuestro cálido y entusiasta aplauso a la obra de acendrado nacionalismo y de difusión de los más altos valores de la cultura, que, con esta exposición y otras actividades similares, viene realizando una institución de crédito como el Banco Industrial del Perú. El Comercio. Cusco, 14 de julio de 1982
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La muerte de José Sabogal
Una noticia que ha llenado de congoja a los artistas e intelectuales de la patria, es, sin duda, la que nos anuncia la muerte de José Sabogal, uno de los más vigorosos, por no decir el más fuerte, de los pintores peruanos de nuestros días. Aún más dolorosa e inesperada ha de ser la fatal nueva, porque Sabogal y la magnífica obra que deja está profunda y cordialmente vinculada a esta tierra de los incas y los amautas, a la que tanto admiró y exaltó el maestro cajabambino. Sabogal fue el creador y abanderado del indigenismo en pintura y, como tal, representa el genuino arte peruano por su esencia, por su temática y sus proyecciones. Tan peruana es la pintura de Sabogal, que se enraíza en el arte popular. Él fue quien reivindicó, como valores plásticos sustantivos, el toro de barro de Pucará y descubrió, con mayor apasionamiento y cariño que Ricardo Palma y Teófilo Castillo, al acuarelista mulato Pancho Fierro. Pintando indios, llamas y calles viejas del Cusco, Huancavelica y otras ciudades serranas, llegó un momento a imponer una corriente artística ahora despectivamente calificada de indigenista por los esnobs del llamado arte abstracto. El sabor popular de la pintura de Sabogal y su decidido rumbo a labrar obra en las canteras de la nacionalidad disgustó a los epígonos retrasados del «Grupo Español de París», que primero lo sacaron de la Dirección de la Escuela Nacional de Bellas Artes y luego le tendieron un cerco de silencio y olvido. Sobre estos tópicos y sobre otros muchos dialogábamos cada vez que José Sabogal llegaba en sus periódicas visitas. Y creo que fue hace dos años, el 54, que se dolía de lo que se hacía en el Cusco posterremoto, al destruirlo y desfigurarlo horriblemente. Aquella vez dijo esta frase que recogí entonces: «El Cusco es crisol y es arista». Crisol que funde armoniosa y bellamente los nobles metales de la patria, y arista señera de un poliedro ideal que podría resumir la Divina Proporción Renacentista. El Cusco preterremoto quedó inmortalizado por su másculo pincel en su primera manera impresionista, cuando regresaba de Eu-
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ropa después de recorrer España a pie y de una pasajera estancia en las sierras cordobesas de la Argentina, donde se contagió del sano y optimista realismo de Fernando Fader. De entonces, allá por 1919, datan esos luminosos óleos como Las viejas de Santa Ana, la desaparecida Fuente de Arones, las viejas calles inundadas de sol, el Varayoc de Chinchero, sus indios, sus cholas y sus «señorachas». También Sabogal revalorizó, en estilo nuevo, el viejo arte del grabado en madera. Sus estampas xilografiadas, con un ligero acento mexicano, ilustraron publicaciones y revistas que ejercieron profunda y duradera influencia en los rumbos ideológicos del Perú, como Amauta. Fue Sabogal quien sugirió a José Carlos Mariátegui el nombre Amauta, que el analista de los Siete ensayos adoptó para su revista. Toda su obra, tanto pictórica como literaria, está transida de peruanidad. Ese será su mayor mérito, su aporte indiscutible al arte nacional. Ahora que el maestro ha traspuesto los lindes de lo terrenal, pasa a ocupar su puesto entre los pocos grandes pintores del Perú republicano: Merino, Lazo, Montero, Hernández, Baca Flor y ahora Sabogal. Aunque los artistas son inmortales como los dioses, porque viven en su obra, con profundo dolor nos asociamos al duelo del arte nacional. El Sol, Cusco, 18 de diciembre de 1986
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El Cusco y el centenario de Sabogal
La persona, obra y estética de Sabogal están profunda y entrañablemente vinculadas con el Cusco. Por eso, nuestra ciudad no debe estar ausente en la celebración del centenario del nacimiento del gran artista cajamarquino, que se recuerda el 19 del presente mes de marzo, acontecimiento que se aprestan a rememorar con diversos actos instituciones y personalidades representativas del arte y de la cultura de nuestro país. Al terminar la segunda década del presente siglo, por 1919, llegó al Cusco José Sabogal, que venía desde las sierras de Jujuy y Córdoba en el norte argentino, atraído por el misterioso embrujo de la ciudad de los incas. Cusco era, en aquellos años, una gran aldea abandonada a su suerte, en trance de franca desintegración. Su población llegaba apenas a los veinte mil habitantes y era maloliente y sucia, pero conservaba la traza antigua de sus callejas, la paz arremansada de sus patios, sus rojas techumbres de tejas y todavía no lo habían invadido el cemento, la calamina y los ambulantes. En aquel tiempo, pocos automóviles circulaban por las calles silentes. En esta primera época de deslumbramiento eufórico, Sabogal pintaba en técnica impresionista, al plein air, con vibrantes colores y rica pasta, interpretando el Cusco con «su bella luz plateada y sus dorados soles de los gentiles». De este período son, entre los más conocidos, sus óleos: Fuentes de Arones, El balcón de Herodes, Las viejas de Santa Ana, Cusqueña a misa, La Señoracha y muchos otros dispersos hoy en colecciones de la capital y del extranjero. Quien posó como la dama cusqueña que se dirige al templo, tocada con mantilla de encaje y seguida por su pongo portando el reclinatorio y la alfombra, fue una belleza morena: la señorita Corbacho. Por esos años, tenía su taller en el Portal de Confituría el notable escultor arequipeño Natalicio Delgado, quien modeló la cabeza de Sabogal en un expresivo yeso. Tras su viaje a México, donde alternó con los grandes muralistas aztecas Diego Rivera, Clemente Orozco, David Alfaro, Siqueiros, el grabador Guadalupe
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Posada y otros que se encontraban en el mejor momento de su ciclo creacional, su técnica varió sustancialmente: optó por las tierras, los ocres y los grises. Trabajó también en el xilograbado, procedimiento de secular antigüedad que Sabogal puso de moda a través de Amauta, la revista de Mariátegui.
Sabogal y la pintura «indigenista» Fue Sabogal el iniciador y abanderado del indigenismo en pintura y, como tal, representa el genuino arte peruano por su esencia, por su temática y por sus proyecciones. Tan peruana es la pintura de Sabogal que se enraíza en el arte popular. Él fue quien reivindicó como valores plásticos sustantivos el quero incaico, el mate burilado de Huamanga, el toro de barro de Pucará y redescubrió con mayor apasionamiento y cariño que Ricardo Palma y Teófilo Castillo al acuarelista mulato y popular Pancho Fierro. Pintando indios, llamas y calles viejas del Cusco, Huancavelica y otras ciudades serranas, llegó un momento a imponer una corriente estética que fue despectivamente calificada de «indigenista» por los esnobs del llamado arte abstracto. El sabor popular de la pintura de Sabogal, su decidido rumbo a labrar obra en las canteras de la nacionalidad, disgustó a los epígonos del Grupo Español de París, que primero lo sacaron de la Dirección de la Escuela Nacional de Bellas Artes y, luego, le tendieron un cerco de silencio y olvido. No faltó quien negara hasta su calidad y condición de pintor. Ricardo Grau, pintor peruano nacido en Francia, dijo, levantando el consiguiente escándalo, que Sabogal «no sabía pintar»... Grau era uno de los corifeos del Grupo Español de París. Y a propósito, hablando de grupos, en cierta oportunidad Sabogal me dijo que, si se trataba de estos, él solo podía clasificarse en uno: el Grupo Peruano del Perú.
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Sabogal muralista Tuve la suerte de tratar de cerca al iniciador del movimiento nacionalista en pintura, allá por 1945, cuando llegó al Cusco en una de sus periódicas visitas, esta vez para pintar los murales que debían decorar varios ambientes del Hotel de Turistas El Cuadro, con el retrato del Inca Garcilaso, Manco Cápac y Mama Ocllo, los fundadores del Imperio inca, el retrato ecuestre del Demonio de los Andes, el célebre don Francisco de Carbajal, jinete en su «mula bermeja» y algunos paneles decorativos con motivos incaicos. Sabogal trajo como su ayudante al pintor Pedro Azabache, quien le preparaba el «encarrujado», que es el soporte propio de la pintura al fresco y las tierras y colorantes empleados en esa técnica. Luego de su trabajo matinal encaramado en el andamiaje, nos encontrábamos a mediodía en el parque Espinar y sosteníamos largas charlas sobre pintura, arte y actualidad política, para terminar, tomándonos un pisco limón, su cocktail preferido, en un modesto bar de la avenida El Sol. Aquella vez, julio de 1945, escribí en El Sol, diario en el que fui redactor muchos años, lo siguiente: La obra que Sabogal ejecute en el Cusco ha de tener prestancia y estatura trascendentes. Sus proyecciones pueden ir muy lejos, ya que de ella podría derivarse un movimiento artístico parangonable a lo que se llamó en México «la conquista de los muros». Sabogal llega a muralista en la plenitud de su arte y de su vida. Podemos esperar, pues, de su pincel la obra sazonada y madura.
Y quién sabe si del Cusco deba nacer un movimiento vital, revolucionario y popular en la plástica peruana, ganando los muros al mismo tiempo que las multitudes ganen las calles y conquisten sus derechos. Un fresco, en el sentido de Miguel Ángel, Diego Rivera, Siqueiros u Orozco, es una lección objetiva que habla perennemente a las masas. Sabogal, por otro lado, es un pintor ligado a las tradiciones de su patria y vinculado a lo mejor y más puro de su trayectoria de lucha. Fue el colaborador cercano de José Carlos Mariátegui, el pensador que inaugura una nueva era en la
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historia nacional. Fue él quien sugirió el glorioso y profundamente peruano nombre de Amauta para la tribuna continental que animó José Carlos hasta su muerte. Por el sentido de su obra no resulta exagerado afirmar que Sabogal es el Mariátegui de la pintura nacional. Como el Amauta, es el descubridor de los valores plásticos peruanos, cuando pinta al indio con los colores y con espíritu indígenas; cuando inicia el retorno por las hasta entonces inéditas y desconocidas esencias del arte popular; cuando, como Mariátegui, vuelto de Europa con los ojos y la paleta llenos de España, se queda de pronto maravillado por el paisaje y el hombre de su patria y emprende la tarea gigantesca, por cierto, para un solo hombre, de crear la auténtica pintura peruana con línea y forma peruanos, con entraña peruana.
Cusco, crisol y arista Después del terremoto del 50, Sabogal apareció como de costumbre en el Cusco. La ciudad estaba destruida, las calles en ruinas y aún continuaba su obra vandálica, la barbarie de las demoliciones sin sentido, contra las cuales protestamos cuantos manteníamos en el corazón la imagen de la ciudad amada. Desde luego que coincidimos con el pintor que tuvo frases lapidarias contra los demoledores del Cusco antiguo y estuvimos también conformes en condenar la arquitectura posterremoto, que tanto ha desfigurado al Cusco. En esa oportunidad, Sabogal dijo esta frase que recogí entonces: «Cusco es crisol y es arista». Interpretando el contenido estético de su pensamiento, podría concluir que el Cusco es crisol que funde armoniosa y bellamente los nobles metales de la peruanidad, y arista señera de un poliedro ideal que podría resumir la divina proporción renacentista. Tal fue el mensaje que nos dejó el maestro pintor y esteta Sabogal. Hubiéramos deseado de buena gana que explayara más ampliamente sus ideas, pero Sabogal era tan parco de palabras que le bastaban pocas y rotundas frases para expresar el meollo de su pensamiento. Viene a cuento recordar ahora que Sabogal tenía una manera característica de subrayar las palabras, como si las estuviera modelando en arcilla con el pulgar derecho.
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Han transcurrido cerca de medio siglo desde aquellos inolvidables coloquios y mucha agua ha corrido bajo los puentes del Huatanay. El indigenismo pictórico, político y literario, de esos años, es ahora nacionalismo y peruanismo. Continúan vigentes el arte vigoroso y sólido de José Sabogal, y el pensamiento de su amigo y camarada el Amauta Mariátegui, y el Perú se apresta a celebrar el centenario de uno de sus grandes pintores: don José Sabogal Diéguez (1888-1956). Nos aunamos, con entera devoción, al coro ditirámbico de sus admiradores, discípulos y amigos. Cusco, marzo de 19886
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Separata editada por el INC Cusco.
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Xilograbados cusqueños de José Sabogal
En marzo del presente año, se ha recordado y celebrado en nuestro país el centenario del nacimiento del gran pintor peruano José Sabogal, quien, como no se ha olvidado, estuvo entrañablemente vinculado con el Cusco. En numerosos artículos publicados en periódicos y revistas, he enfocado el arte indigenista — mejor dicho, peruanista— de Sabogal como pintor de caballete y muralista, pero esta vez séame permitido abordar una faceta poco conocida y valorizada de la obra sabogalina, inspirada, como muchos de sus óleos, en motivos cusqueños: sus xilograbados o grabados sobre madera. Esto, en la propicia coyuntura de la Segunda Bienal de Grabado, organizado por la Escuela de Bellas Artes Diego Quispe Tito y su Taller de Grabado que, con ejemplar entusiasmo, dirige el artista y maestro Miguel Valencia Cazorla. El arte del grabado en madera es muy antiguo, pero también muy moderno. Es anterior a la imprenta y precursor de esta invención del genio humano que revolucionó la Historia, marcando una nueva era en el devenir de la humanidad. Sus orígenes se remontan a las antiquísimas culturas orientales de China y Japón, donde se relacionó con nombres de grandes artistas, como el japonés Okusai y otros genios solo comparables con los mayores de Occidente. Llevado a Europa en la época del Renacimiento (siglo XV y XVI), el grabado sobre piedra, metal y madera produjo especialistas notables, cuyo arte fue precursor de los modernos y sofisticados procedimientos mecánicos, como el fotograbado, el huecograbado, el offset y otros, que han venido a reemplazar la habilidad manual del artista con la perfección cada vez mayor de las máquinas. No obstante, el grabado como arte manual no ha perdido nunca su prestancia y sus prerrogativas estéticas. Al lado de los grandes pintores y dibujantes se sitúan también los maestros del aguafuerte como Durero y Goya. El alemán Alberto Durero es tan genial pintor como grabador. Sus alegorías de la muerte y Los cuatro jinetes del Apocalipsis son obras en las que el talento creador y la fantasía imaginativa alcanzan cúspides geniales.
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En años relativamente recientes, bastaría mencionar a los franceses Gustavo Doré, con sus ilustraciones de la Biblia y el Quijote; y Honoré Daumier, genial satírico y humorista; también se encuentra el genio torturado de don Francisco de Goya, en sus Caprichos, y, más próximos a nosotros en el tiempo, Masereel y Delhez, entre otros centenares de grabadores de todos los países y continentes. En América ha cobrado alta jerarquía el grabado mexicano al par que el muralismo, como producto de la revolución agrarista de 1910. Nombres tan famosos como los de José Guadalupe Posada, Ramón Alva de la Canal y muchos otros que sería largo enumerar, ilustran el arte popular y revolucionario de México, junto a la tríada de los grandes muralista Rivera, Siqueiros y Orozco. Volviendo a nuestro compatriota José Sabogal, en 1923 hizo una larga estancia en la capital mexicana, donde estudió y captó no solamente el arte monumental de los muralistas, sino, igualmente, el «arte artesano» de los grabadores en madera. Sabogal puso «de moda», por así decir, el arte del grabado artístico en el Perú, desde las páginas de Amauta, la revista de José Carlos Mariátegui y otras publicaciones de la misma época. Como director de la Escuela Nacional de Bellas Artes, Sabogal contagió su devoción por el xilograbado a varios de sus discípulos, como Julia Codesido y Camilo Blas. En sus muchas visitas al Cusco, que le eran tan gratas como fructíferas, Sabogal tomaba apuntes al lápiz de asuntos de género, costumbres, tipos y paisajes, muchos de los cuales los trasladó a tacos de madera, habiendo dejado una extensa colección de esas pequeñas obras con cuyas reproducciones han aparecido posteriormente en álbumes y cuadernos. Hagamos un breve recorrido en el recuerdo de los xilograbados de Sabogal con motivos cusqueños: El Señor de Mollechayoc reproduce la imagen del popular Cristo, réplica del Señor de los Temblores, que se encuentra en la capilla de una casa particular situada en la esquina de las calles Cruz Verde y Tecte, en cuyo patio existe hoy mismo un frondoso árbol de molle. El Señor de Mollechayoc constituye una arraigada devoción popular, especialmente entre las abaceras del Mercado Central de Santa Clara.
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Taytacha Temblores reproduce una escena del famoso Lunes Santo cusqueño, en la cual se muestra, en primer término, a un «celador» o varayoc indio. Zaguán cusqueño muestra el antiguo vestíbulo de la Casa de los Cuatro Bustos (hoy hotel Libertador), en la calle de San Agustín. Viejas cusqueñas exhibe a un grupo de mujeres con el típico indumento de polleras de «castilla y rebozos con cinta labrada», versión de otro óleo titulado Viejas de Santa Ana. Temas de paisaje urbano son Portal de la Compañía, un rincón de la antigua calle de Mantas o de los Siete Cajones, ya definitivamente desaparecido; el igualmente perdido por siempre Balcón de Herodes, en Kancharina. Y, entre las figuras de temática indigenista del gusto del maestro cajabambino: El indio Sullca, India del Collao. Especial mención merece la cabeza del Inca Garcilaso de la Vega en creación de Sabogal. Y, para terminar, una figura muy ligada a la tradición y al anecdotario popular cusqueños, es la de El anticuario, que retrata en pocos rasgos sintéticos la faz hermética y misteriosa del más popular de los chamarilleros y comerciantes de vejeces y antiguallas, la del famoso Hermosilla, cuya indescriptible tienda se encontraba situada en el también desaparecido Portal de la Compañía. Cusco, 20 de setiembre de 1988
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Fig. 16. Inca Garcilaso de la Vega, 1945 Pintura mural, temple seco sobre pared, 200 cm. x 200 cm. Sociedad de Beneficiencia Pública del Cusco
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Fig. 17. Revista Amauta N° 1, setiembre de 1926 Ilustración de portada
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Fig. 18. Varayoc de Chinchero, 1925 Óleo sobre tela, 169 cm. x 109 cm. Pinacoteca Municipal Ignacio Merino Municipalidad Metropolitana de Lima
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CAPITULO IV NOTAS SOBRE ESTÉTICA
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Del impresionismo al arte abstracto
Charla ofrecida por Julio G. Gutiérrez, profesor de Historia General del Arte de la Escuela Regional de Bellas Artes del Cusco, en la Exposición de Reproducciones, realizada en ese plantel durante el año académico de 1957. Una amable cortesía del señor Hartmut Winkler ha hecho que sea posible esta exposición de reproducciones de obras de algunos de los principales representativos de la pintura moderna que, si bien no tienen una absoluta fidelidad, dan una idea bastante aproximada de sus originales que se conservan en museos y galerías de Europa, las cuales, como es fácil comprender, no están al alcance de nuestros jóvenes artistas y estudiantes de Bellas Artes y, menos aún, del público aficionado a las manifestaciones artísticas. Desde el punto de vista pedagógico, la presente muestra constituye una buena lección objetiva de lo que es el arte moderno, materia de ardorosas polémicas, de agrias y prolongadas disputas, lo cual ha dado amplio tema a estetas, tratadistas y críticos de nuestro tiempo. Dentro de sus naturales limitaciones y la modestia de sus alcances, esta exposición bien podría titularse «Del impresionismo al arte abstracto». En efecto, tenemos a la vista algunas obras de los pintores franceses del período impresionista, quienes tuvieron profunda influencia en el proceso del arte contemporáneo, a partir de las tres últimas décadas del siglo pasado, con el descubrimiento de un elemento estético que había permanecido, si no ignorado, subestimado, al menos en su íntima esencia, por la pintura occidental: el color y la luz, como tema y elemento principal del cuadro. Los pintores impresionistas, como reacción contra el academismo neoclásico y el realismo apegado a las formas tradicionales, crearon una verdadera revolución en la estética y la técnica de la pintura: abandonaron la penumbra y la luz graduada de los talleres para trasladarse frente a la naturaleza e interpretar de modo directo las vibraciones de la luz solar en la atmósfera. Surge
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así el plein air, la versión luminosa del sol o las sutiles gamas del gris, bajo los cielos bretones o nórdicos. Esta nueva actitud del pintor crea una nueva técnica que se caracteriza por el empleo de los colores puros, aplicados en pinceladas divididas para que se fundan en la retina del observador, situado a distancia conveniente. La combinación de los colores no se efectúa en la paleta del pintor, sino en el ojo del observador. Esto es lo que se ha llamado la «composición visual». Tal procedimiento desemboca en la desaparición de la línea como límite de las formas, puesto que en la naturaleza todo se reduce a manchas de color y las sombras que proyecta la luz solar son también luminosas. El impresionismo, que surgió del colorismo romántico de Delacroix y de los hallazgos de los paisajistas británicos Turner y Constable, encuentra luego una explicación científica en una nueva formulación de la teoría de los colores del químico Chevreul, quien, partiendo del análisis del espectro solar, llega al hallazgo de los «complementarios». El impresionismo puro de Claudio Monet, de Sisley y del antillano Pissarro, por otra parte, independiza al paisaje como tema y motivo, libre de cualquiera alusión anecdótica. Antes, el paisaje aparecía como fondo y escenario del cuadro; en el impresionismo, es el personaje central y la figura es apenas un complemento sin importancia. Eduardo Manet, que está representado aquí por esa graciosa cantinera del Folies Bergère, uno de los famosos cabarets de París, es de los primeros en romper con el realismo de Courbet y de Corot, luego de un viaje por España, donde recibió la saludable influencia del genio torturado de don Francisco de Goya. Manet —que iba a escandalizar a la crítica oficial con su Olimpia y su Déjeuner sur l’herbe—, amigo de Zola, de Verlaine y de Baudelaire, forma parte de los revolucionarios de la pintura, aunque no fue propiamente un impresionista a la manera de Claudio Monet. Edgar Degas, el pintor de las coristas y bailarinas a quienes sorprende en sus ensayos tras de telones y bambalinas, tiene aquí uno de sus admirables cartones al pastel en los que refulgen los rosas en sedas y tules, tan caros al pintor de los escenarios parisienses en los tiempos en que comenzaba a hacer furor el cancán.
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Del posimpresionismo, la reacción contra la delicuescencia de formas del plein air y del paisajismo colorista, vemos uno de los admirables bodegones con Manzanas y naranjas, de Paul Cézanne, que hicieron del genial pintor de Aix-en-Provence el maestro y corifeo de la pintura moderna. Cézanne quiso dar volumen y consistencia a la imprecisión de la pintura impresionista; quería modelar en color y, según sus propias palabras «dotar al impresionismo, disuelto en la luz, el carácter sólido y esencial del arte clásico». Decía Cézanne, que todas las formas naturales pueden ser reducidas «al cilindro, al cono y a la esfera». En este sentido, es el precursor, casi el creador, del cubismo. Cézanne es el descubridor de lo que después se ha venido en llamar los «valores plásticos», la esencia luminosa y coloreada de los objetos en sí mismos sin más relación de dependencia que su propia objetividad material. Dirigiéndose al poeta Gasquet, el solitario de Aix escribe: «El dibujo y el color ya no son cosas distintas. A medida que se pinta, se dibuja. Cuanto más se armoniza el color, más el dibujo se hace preciso; esto es lo que yo sé por experiencia. Cuando el color está en su riqueza, la forma está en su plenitud». Paul Cézanne, que vivió gran parte de su vida retraído en su pueblo natal, en la soleada campiña provenzal, pintando incansablemente, dialogando de la mañana a la noche con las colinas y los setos, con las manzanas, las cebollas, los jarrones y las flores, y representando en sus lienzos a campesinos, tahúres y pobres aldeanos, creó una nueva concepción de la pintura que iba a causar una de las más grandes revoluciones en la plástica contemporánea. Vemos también en la muestra un grupo de copias de otro loco genial, uno de los más peregrinos artistas de todos los tiempos, del holandés Vincent van Gogh. Procedente del impresionismo, Van Gogh se aparta de este y pinta con un ardor apasionado y frenético bellos trozos de naturaleza campesina, retratos de gentes anónimas, flores y naturalezas muertas, pero con un supremo lirismo, en un coloquio apasionado con la naturaleza. Su procedimiento es también original: pinta con gruesos empastes a la espátula y su obsesión es el amarillo. Van Gogh, que llevó una vida atormentada y dramática, entre hospitales y manicomios, terminó trágicamente disparándose un balazo en un asilo de orates, y ha pasado por el cielo del arte como un meteoro brillante y fugaz de raras fosforescencias.
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Entre los pintores posteriores al impresionismo, tenemos en esta muestra al franco-español Maurice Utrillo, el catalogador de las viejas y tortuosas callejuelas de los barrios bohemios de París. Utrillo, en un estilo algo desmañado, sabe encontrar el encanto y la poesía de los barrios pobres, con sus bares, sus cafés y cabarets, como el famoso Lapin Agile, que, con el Moulin Rouge, es escenario célebre de otra vida atormentada, la de Henri de Toulouse-Lautrec. Asimismo, Le ciel y L’enfer fueron el refugio de la ilustre y perdida bohemia de pintores y poetas de los primeros años del presente siglo. Otro bohemio impenitente que vivió y murió en París, meca y centro del arte moderno, es el italiano Modigliani, quien, según refieren quienes lo conocieron, era un muchacho fino y delicado que estudiaba metódicamente en academias, pero que súbitamente cambió de vida y de formas en la expresión de su arte. Empujado quizá por la enfermedad que minaba su débil organismo, se dio a la orgía y al alcohol, y comenzó a pintar esas niñas con caras y cuellos extremadamente alargados, esas dulces expresiones melancólicas de niños huérfanos y pobres en cuyas miradas había sorprendido una profunda ternura. Henri Matisse deriva su arte del puntillismo, consecuencia a su vez del posimpresionismo o secesionismo, y se define por una pintura de grandes manchas uniformes, delineadas por un dibujo apenas insinuado y buscando la razón de la obra de arte en la armonía y el contraste de los colores, vale decir, en una tonalidad netamente lírica. La obra de Matisse deviene en sus años postreros en un arte esencialmente decorativo de aliento religioso. En sus mocedades de revolucionario de la pintura fue el corifeo del movimiento fauve, que, hacia 1905, forzó la distorsión de formas del expresionismo y la liberación del color, proclamada por Cézanne y sus discípulos. Con Derain y George Braque, Matisse escandalizó a los pacíficos y satisfechos burgueses con sus desplantes de auténticas «fieras», que eso quiere decir precisamente fauve. Henri Matisse, convertido por sus años en patriarca de la pintura francesa, termina en decorador de muros de iglesias y pintor de temas sacros, al igual que Jean Cocteau, ese enfant terrible de la literatura y, asimismo, pintor. De la pintura fauve se desprenderá directamente el cubismo, que aparece siempre en París, hacia 1907, y que tiene sus antecedentes en las especula-
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ciones estéticas y la meticulosa búsqueda de Paul Cézanne. Jefe indiscutido del cubismo es el español y malagueño Pablo Picasso, incuestionablemente el más genial de los artistas vivos. Personalidad múltiple, polifacética y proteica, por lo cambiante y disconforme, ha influido de modo tan profundo en el arte actual que, con razón, se ha expresado por medio de algunos críticos que el padre del cubismo divide a la pintura en dos períodos históricos: habría, en efecto, una etapa prepicassiana y otra pospicassiana de la pintura. Habiendo provocado la más grande revolución ideológica y técnica en el arte contemporáneo, hasta tal punto que no se puede hablar de arte moderno sin aludir a Picasso, el maestro malagueño, con sus 76 años, aún sigue produciendo y concitando la atención del mundo gracias a su arte genial y su adhesión a las grandes causas de la paz y el progreso de la humanidad. Mucha parte de la campaña mundial en pro de la paz que ha alejado, momentáneamente al menos, el espectro de la destrucción atómica, se debe a la famosa Paloma de la paz, creada por Picasso, que ha dado una triunfal vuelta al planeta. Dedicado a ceramista, el autor de esos testimonios lapidarios contra los destructores de Guernica, vive sus años crepusculares en París, escenario de sus batallas y sus triunfos, rodeado de la admiración universal. Lástima que en esta exposición de reproducciones no nos sea dable admirar algunas de sus millares de obras. Tras la Primera Guerra Mundial (de 1914 a 1918), con la subversión de los valores ideológicos y las profundas transformaciones sociales y políticas, la pintura y las artes plásticas sufren paralelamente cambios sustanciales. Al posimpresionismo cézanniano y al cubismo de Picasso, Braque y Léger, que solo se preocuparon de problemas puramente formales y objetivos, de resolver relaciones de luces y de sombras y el equilibrio de los llamados «valores plásticos», sucede el expresionismo, el arte que quiere materializar lo subjetivo, el espíritu del artista que es, en última instancia, el creador. Se produce un vuelco, una transposición total en las concepciones estéticas. Lo objetivo: el arte que traslada al cuadro las formas de la naturaleza y del mundo externo es un asunto que puede interesar a la ciencia física o, a lo más, a los impresionistas que diluyen la forma en vibraciones luminosas, a los cubistas que quieren reducirlo todo a pocas y esenciales formas geométricas. Lo esencial:
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el substratum del arte debe consistir en «expresar» —ese es el término— las ideas, los sentimientos y las intuiciones en el concepto bergsoniano, entonces en boga, del creador de la obra de arte. Surge así el expresionismo o «realismo subjetivo» por otro nombre, que encuentra adeptos principalmente entre los pintores alemanes de la primera posguerra. La nueva escuela está representada por el noruego Edvard Munch, el austriaco Oskar Kokoschka, el lituano Soutine, grupo al que puede asimilarse el belga James Ensor, el pintor de esas muchedumbres de máscaras patibularias y carnavalescas que emergen como seres de pesadilla en un mundo de horror, como las criaturas satánicas del ruso Wrubel. A este mismo grupo puede ser adscrito, con mucha razón desde luego, el apasionante francés Georges Rouault, que comenzó pintando con una técnica que recuerda inequívocamente a los vitraux de las catedrales góticas, en trozos recortados y unidos por ensambles de plomo, figuras que parecen escapadas de un incendio o de las profundidades del mismo averno, reos y prostitutas de los bajos fondos parisinos, en una pintura que causaba estremecimiento y terror, para terminar como pintor de temas religiosos que se complace en las escenas culminantes de la pasión: los cristos befados o escarnecidos, los calvarios dramáticos sintetizados en pocos trazos de negros y gruesos contornos, dentro de cuyos marcos arden, como rescoldos trágicos, los bermellones y cadmios más violentos. A esta altura, ya nos encontramos lejos, a buena distancia de la pintura figurativa. Han desaparecido la línea anatómica, el claroscuro y la perspectiva que apasionaba a los maestros renacentistas, la magia del color y de la luz que era la obsesión de los impresionistas y la geometrización esquemática de las formas reducidas al estatismo metafísico de los cubistas. Nos hallamos en pleno dominio del subjetivismo, en el mundo abismático de la subconsciencia, donde yacen las más hondas raíces y las motivaciones de nuestras ideas, de nuestras pasiones y de nuestros actos. Es el mundo maravilloso del sueño, allí donde emergen como raras algas en un paisaje lunar, formas abstractas que no tienen relación con el mundo de los fenómenos regidos por la causalidad objetiva. Henos aquí en los territorios misteriosos del subconsciente explorado
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por el Dr. Freud y los psicoanalistas, y cuyo principal lenguaje de expresión sea, tal vez, nada más que el poético y el musical, porque lo plástico es demasiado material para traducirlo en formas. Sin embargo, una legión de pintores lo intentan en una búsqueda afanosa por traducir lo inefable a símbolos esotéricos y poco inteligibles. Irrumpe así la pintura surrealista, el arte abstracto tan de moda en nuestros días y tan alejado, al mismo tiempo, de la realidad esencial y de la materialidad del mundo. El pintor abstractista, que traduce posiblemente estados del alma, fenómenos oníricos, manifestaciones del subconsciente, que tienen que ver muchas veces y con bastante frecuencia con la paranoia y la esquizofrenia, puede prescindir, y de hecho prescinde, de los elementos fundamentales y básico de todo arte plástico que, por serlo, es material y objetivo, esto es, la gramática de la forma que es el dibujo, la ciencia del claroscuro y la perspectiva, la cromática y la anatomía, para expresarse en un lenguaje de símbolos inasequibles al común de los mortales. A pesar de todo, no debemos condenar en absoluto al llamado arte abstracto; este tiene evidentemente su valor y ha dejado o tiene que dejar algo positivo en el proceso general de la evolución del arte, de modo semejante a cómo dejaron a su turno, el clasicismo, el realismo, el impresionismo, el cubismo y el expresionismo. Dentro del panorama del arte moderno y, más propiamente del arte actual, el arte abstractista ha revalorizado el elemento subjetivo, ha reivindicado las posibilidades de creación de la pintura como arte independiente, emancipándolo de la narración histórica, del anecdotismo, del paisajismo impresionista y del geometrismo esquemático del cubismo. Signo de nuestros tiempos, la pintura actual, proclive al abstraccionismo y a la evasión de las formas y realidades concretas, es quizá, con más propiedad, un testimonio de la crisis de la sociedad presente. La multitud de ismos, algunos de los cuales he expuesto (en el curso de esta cinematográfica disertación), no es otra cosa que el producto de la desorientación, del caos y de la psicosis colectiva que caracteriza la etapa que nos ha tocado vivir, pero, por paradoja vital, es también el anuncio de nuevos tiempos en que el arte volverá
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a encontrar el equilibrio en la concepción estética y en las formas y medios de expresión, que caracterizó a los períodos cenitales de la humanidad: la Grecia de Pericles, la Roma de Augusto, la Italia del Renacimiento o el Tahuantinsuyo de Pachacútec.
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Forma e informalismo
¿Qué es forma? Desde Platón y Aristóteles en la Grecia clásica, patria de la filosofía, el pensamiento occidental se ha empeñado en definir el contenido de esta categoría filosófica. Partiendo del supuesto de que «todo objeto no solo tiene una figura patente y visible, sino igualmente una figura latente e invisible» (Ferrater Mora, Diccionario de filosofía), forma, en sentido estético, es aquella figura interna que solo puede ser captada por la mente. En la dialéctica platónica, el concepto de «forma» se confunde con el de idea. Las formas moran en el mundo inteligible y son los arquetipos de todas las cosas. La escolástica medieval, sobre la base de la lógica de Aristóteles, establece sutiles distingos entre formas naturales y artificiales, formas substanciales y accidentales. Pero aquí nos referimos a la forma como valor estético. Henri Focillon habla de la «vida de las formas» en un bello libro que lleva justamente este título. Hablemos, pues, de ese mundo de las formas que puede ser considerado como un cuarto «reino» de la naturaleza. En efecto, todas las cosas en el universo tienen una forma, esa es su condición primordial y su razón de ser como categorías en el sentido kantiano. Vivimos, pensamos, sentimos y actuamos en un mundo de formas, nuestro mundo formal. El gran novelista francés Honoré de Balzac podía decir: «Todo es forma y la vida misma es una forma». En la vida cotidiana es corriente hablar de «forma de vida» y, con un latinajo usual, de modus vivendi. Analizando el concepto forma, encontramos, por un lado, que la forma es algo concreto. Lo informe o amorfo es lo caótico. El caos es anterior a la creación. En el Génesis, Dios sacó al mundo del caos, que es la tiniebla primitiva, anterior a la luz, la masa sin nombre ni límite de los elementos. Cuando los elementos se organizan, toman forma y comienzan a vivir como seres orgánicos.
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El artista, al crear su obra, crea formas, sean estas musicales, poéticas, verbales, pictóricas o plásticas. Su privilegio es justamente este: organizar las formas. En esto el artista auténtico es creador, es demiurgo como los dioses. La creación artística es organización o, mejor aún, reorganización de la materia que contiene la forma, la cual es algo así como un vaso o un molde en el que se vacía la materia. Pero no solo es el molde, es también el contenido. Y algo más, la materia moldeada en la forma no es materia inerte; por el contrario, es sustancia viviente insuflada de belleza. La forma se revela como la envoltura de las cosas, su apariencia externa. «Donde el cuerpo deja de prolongar su masa, se halla la forma», dice Vischer, y agrega: «es algo palpable, pero a la vez es un mero sentimiento; es una simple apariencia y, al mismo tiempo, algo que no existe». No es solo material, susceptible de peso y medida, es también una función. Por eso podemos tomar a la forma en reposo y en movimiento, y es lícito, por tanto, hablar de una anatomía y de una fisiología de las formas. «La forma es esencialmente cualitativa y animada de vida propia», dice el mismo Vischer. La biología de la forma se inscribe así en el espacio, en la materia, en el espíritu y en el tiempo. La forma es espacial y temporal, material y espiritual, y su evolución se realiza por los cauces dialécticos en la historia universal y en la historia del arte particular. Considerada desde el punto de vista de la evolución de las formas, la historia del arte debería ser una historia de los estilos, o sea, una estilografía, una historia del arte vista desde dentro, algo así como una morfología del arte ya no como tradicionalmente sigue siendo, una enumeración de obras y artistas por épocas y por nacionalidades. El análisis y el estudio de la realidad formal, de otro lado, nos conduce de modo lógico al desahucio del informalismo y el abstraccionismo en las artes plásticas, como productos de la irremediable decadencia del arte en la llamada «sociedad de consumo» o sociedad capitalista, en la cual el arte, esa quintaesencia del genio humano, se trueca en vulgar mercancía. El repudio de la forma, sea objetiva o subjetiva, resulta antítesis y negación de todo arte, es el antiarte, o el no arte, cuya razón de ser quizá se encuentre
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en aquella fatiga universal referida a todas las expresiones formales como si se experimentara la necesidad de refugiarse en la nada, a la cual, con gran penetración, se refería hace ya bastantes años el filósofo francés Gabriel Marcel. Forma, órgano de la Escuela Regional de Bellas Artes Diego Quispe Tito. Cusco, Nro. 2, 1972
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Sesenta años de arte en el Qosqo. Ensayos, artículos y comentarios.
Disquisiciones sobre arte peruano
Charla sustentada por Julio G. Gutiérrez, en la clausura de la Exposición de trabajos realizados por los alumnos de la Escuela Regional de Bellas Artes, en Machu Picchu. Machu Picchu es, para el arqueólogo, un problema; para el historiador, una incógnita; para el turista, un lugar ameno; para el esteta, una norma y un canon de belleza; y para el artista, una fuente de inspiración. Habéis hecho bien, jóvenes artistas, en ir a trabajar a Machu Picchu, y ha hecho bien vuestro maestro y director, el pintor Fuentes Lira, en llevarlos allá, no solo a pintar y dibujar, sino a sentir e impregnaros del mágico ambiente de poesía y de emoción que reina en esa cumbre más cercana al cielo y a las nubes. Los antiguos poetas de Grecia iban a beber la inspiración en la fuente Castalia y a alimentarse de las mieles que elaboraban las abejas en los sombríos bosques del Himeto. En el Parnaso vivían las musas, cuya compañía era grata a los artistas y a los poetas. Traduciendo a nuestro lenguaje de indios americanos, estos términos de la mitología helénica, nuestros Parnaso y Helicón son Machu Picchu y Ollantaytambo, lo es Tiahuanaco y lo es el Cusco. Los artistas peruanos, los del Cusco en particular, deben estar seguros de ser los continuadores de los artífices de Machu Picchu, de los esmaltadores de los queros incas, de los maravillosos escultores de los huacorretratos de Chimú y de los gobelinos bordados de Paracas. Somos descendientes de una raza de artistas originales y únicos. Por el lejano entronque de la sangre y del espíritu, llevamos una levadura que es la savia misma de la tierra. Es evidente y es necesario que partamos de aquí. Nuestro postulado es sencillo, pero tiene la sencillez de las grandes creaciones de la propia naturaleza: somos peruanos por encima y por debajo de todas las cosas. La peruanidad implica la tierra, implica al hombre como producto de esa tierra y el pensamiento de ese hombre nacido en la tierra. La peruanidad es, o debe ser, una cosmovisión del universo, por lo menos desde el punto de vista estético. Una particular manera de ver las cosas, un especial modo de inter-
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pretar las formas, las líneas y los colores, como la piel que envuelve una realidad global más compleja y más profunda. En fin, una manera de vivir y de pensar. Y es así, aunque no lo queramos. Nuestro arte, arrancando de las fuentes pretéritas precolombinas: puras, prístinas, originales en absoluto, recibe el aporte occidental y mediterráneo de la conquista. Pero lo español es solo un pequeño afluente echado en el curso de un caudal amazónico. El mestizaje étnico por partes iguales, de mitad a mitad, creo que no es cierto. La prueba está en el más representativo de los mestizos, el ínclito Garcilaso. Él escribió en español clásico, se fue a vivir a España, reclamó prebendas y mercedes que le tocaban por su padre el capitán, pero para salir de su condición de segundón bastardo, tuvo que volver los ojos a la tierra, a sus antepasados por línea materna, a su idioma nativo, a sus tradiciones, a su historia, a su infancia, a su madre y a su tierra. Madre y Tierra, he aquí una divinidad maravillosa que no la encontramos en ninguna mitología: ni la Astarté fenicia, ni la Isis egipcia, ni la Afrodita helénica encierran el símbolo profundo de la mama pacha de los incas: madre tierra y tierra madre. Y volviendo a Garcilaso, él, por más que se llame Gómez Suárez de Figueroa y se preció de estar emparentado a los duques de Feria y grandes de España, es fundamentalmente indio, es decir, peruano. No se concibe, es difícil pensar en un Garcilaso español. Si el Inca no hubiera escrito los Comentarios reales, las traducciones del poeta Julio León Hebreo y la genealogía del linajudo Garcí Pérez de Vargas, se habrían perdido como curiosidades inútiles. He citado a Garcilaso como ejemplo y como el más alto ejemplar. Si de las letras pasamos a las artes, el parangón es más aleccionador si se quiere. ¿La arquitectura española del seiscientos y del setecientos, la pintura de la tan zarandeada Escuela Cusqueña, cuentan frente a un Escorial, frente a un Velásquez, a un Ribera el Españoleto, un Greco o siquiera un Murillo? Los comentarios huelgan. Pero Machu Picchu y Sacsayhuamán, el Qoricancha, las esculturas líticas de chavín, la cerámica escultórica de chimú, los vasos de nasca son obras de arte tan maravillosas, acabadas y perfectas en su mundo, como aquellas de Occidente. Esta disquisición ha venido a cuento nada más para haceros comprender que es allí, de Machu Picchu, del arte indio, de donde debamos partir. Pacarinas llamaban los incas a las fuentes de origen. Tiene también sus
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pacarinas, en sentido simbólico, el arte, suprema expresión del espíritu creador de los pueblos. Si queremos crear un arte que sea peruano en sus esencias vitales, no lo iremos a buscar en parte alguna que no sea inconfundiblemente nuestro. Podemos tomar y asimilar las técnicas y los procedimientos occidentales, así como hablamos y escribimos en español, pero debemos expresar a la tierra y al hombre peruano. De allí que, en este caso singular de Machu Picchu, los artistas no vean meramente la superficie del aparejo pétreo, la estructura arquitectónica de los edificios, la finalidad de las construcciones y, menos aún, la cronología y el origen. El artista ve la profunda belleza que transciende del conjunto, la armonía musical o el ritmo poético que surge ante una contemplación atenta. Fueron, evidentemente, supremos artistas los constructores de Machu Picchu. Allí Machu Picchu se puede descubrir un canon indio de la variedad unitaria y de la asimetría armónica, del mismo modo que el Partenón de los griegos es un arquetipo de la arquitectura mediterránea. Acaso la escalinata monolítica, el adintelado de los vanos trapeciales, la escarpadura de los alzados, la curva parabólica de los torreones y el gnomon prismático del Intihuatana, para formar con ellos un canon. ¿No son elementos suficientemente incas? La arquitectura inca debe haber tenido sus Vignola. Pero si ellos se han perdido, nuestros artistas de hoy son los llamados a descubrir aquella «proporción áurea» indiana, en la misma medida, pongamos, en que los maestros del Renacimiento italiano investigaron los módulos del helenismo y la latinidad. En dibujo hay, ciertamente, una línea peruana que tiene diversos ritmos: un ritmo severo, parco y desnudo en lo incaico; barroco muy recargado, en chavín y tiahuanaco. Que todo esto es arqueológico, arcaizante y retrógrado, y que estas formas están por siempre muertas, creo que es falso. Por el contrario, están vivas, nos lo dice el arte popular indio de nuestros días. Los tejidos de los campesinos indios ya no son incaicos, pero conservan el ritmo, la línea y el color de los antiguos peruanos. Desaparecieron por siempre los pintores y esmaltadores de los queros, pero he aquí que renacen en los materos huamanguinos. Los poros decorados, los ponchos multicolores, los toros de Pucará —expresiones del arte popular, arte espontáneo y primigenio— nos están señalando el camino a seguir y nos demuestran que el auténtico arte peruano está vivo en sus esencias, como el cauce
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de un río que a veces se interrumpe en la superficie, pero que sigue discurriendo por anchos canales subterráneos, para volver a aflorar lejos, como fuente que recién surge al sol. Hace años, oí decir al malogrado pintor boliviano Cecilio Guzmán de Rojas, deslumbrado al volver de Machu Picchu, que había descubierto la «estética Machu Picchu». Y comprendí que tenía razón. ¿No es evidente que los más recientes abstractistas pueden encontrar módulo de milenaria antigüedad en las escalinatas laberínticas de la vieja y pétrea ciudadela? Machu Picchu es un rascacielos que se levanta sobre los Andes, más alto que cualquier orgulloso Empire State, una caprichosa fantasía cubista hecha realidad. Tal vez Machu Picchu, más que color, es ritmo lineal, perfil y volumen, imagen táctil más que visual. A vosotros artistas, os toca descubrirlo. Color es también, sin embargo. Machu Picchu envuelto en la niebla de los amaneceres tibios, dorada por los arreboles del sol poniente al atardecer, destacando los rojos y ocres junto a los grises, violetas y azules en sus diversos «barrios». ¿Todo ello no es perfectamente pictórico capaz de inspirar la paleta de cualquier pintor? Estas inconexas disquisiciones me han sugerido la exposición que ahora se clausura, en la que jóvenes artistas exhiben gratas estampas de color captadas en ese santuario de la peruanidad que es Machu Picchu. Cusco, 1952
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El Inti Raymi como ballet
La más completa y pormenorizada descripción de la fiesta o «pascua solar» del Inti Raymi es la que ofrece el Inca Garcilaso de la Vega en los capítulos 20, 21 y 23 del libro sexto de los Comentarios reales. Otros cronistas como el P. Bernabé Cobo, en su Historia del Nuevo Mundo (libro 13, capítulo 23); José de Acosta en la Historia natural y moral de las Indias (capítulo 28); Cristóbal de Molina, el cusqueño, en Ritos y fábulas de los incas, no traen mayores ni menores referencias acerca del Raymi por antonomasia, que era, dice Garcilaso¬, «la solemnísima que hacían al Sol por el mes de junio que llamaban Inti Raymi, que quiere decir la pascua solemne del Sol». El historiador cusqueño refiere en detalle los actos preparatorios para el gran jubileo, luego el saludo y adoración al astro rey el día principal, en la gran plaza de Auqaypata (no Huaccaipata, como erróneamente se ha generalizado); el brindis ritual al Inti, el sacrificio del carnero negro (llama), la interpretación de los agüeros, el incendio del Willka Nina o fuego sagrado y la procesión hasta la casa o Templo del Sol, y, finalmente, el gran banquete y fiesta de la nobleza y de todo el pueblo que se prolongaba nueve días luego del solsticio de invierno. Confrontando las versiones de los cronistas españoles con el espectáculo de la «evocación» que se realiza en Sacsayhuamán como punto central del programa anual de festejos de la Semana del Cusco, la escenificación del Inti Raymi, a nuestro juicio, tiene muy poco de evocativo y está bien lejos de la verdad histórica. En última instancia, ha devenido en una sucesión de escenas que pocos comprenden, salvo los que se encuentran cerca de la plataforma y, mucho menos, la absoluta mayoría de los millares de espectadores aglomerados sobre las murallas ciclópeas y en los recuestos de la colina, que enfrenta a la fortaleza inca. Mucho menos aún se escuchan los parlamentos, no solo porque se recitan en quechua, sino a causa de la escasa audibilidad por deficiencia de los altavoces, la dirección del viento y otros factores negativos y adversos.
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La verdad es que las multitudes que se dan cita en el Inti Raymi lo hacen, sobre todo, anhelosas de pasar un buen día de campo, de disfrutar de una kermesse o un picnic de masas. Casi la totalidad de los paseantes, en efecto, se ocupa más de dar buena cuenta de las abundantes provisiones de boca que llevan, de las huatias y los asados, que de ver lo que sucede en el tablado escénico. Si algo de verdaderamente positivo hay en el Inti Raymi moderno es el haber democratizado y masificado, por así decir, el antiguo y tradicional «paseo al Rodadero», que antaño era privilegio de las familias ricas. Ahora es una fiesta auténticamente popular. Resulta realmente extraordinario el espectáculo de sesenta, ochenta mil o más gente congregada en ambiente eufórico de fiesta colectiva. Por eso, creemos que los encargados de escenificar la ceremonia de adoración al Sol debían simplificar a lo esencial, dando preferencia al desfile de grupos y conjuntos de bailarines y danzantes, promoviendo, de ser posible, concursos y competencias a base de premios pecuniarios. A propósito del Inti Raymi, he pensado muchas veces, desde su debut o estreno en 1944, que la representación al plein air, que casi sin variación alguna se viene repitiendo, puede ser montado como ballet folclórico para ser presentado en teatro o en ambiente cerrado, porque, a decir verdad, se presta magníficamente para una obra artística con gran despliegue coreográfico y musical. Un equipo de músicos, coreógrafos y escenógrafos puede buenamente estructurar el ballet Inti Raymi, a base de un libreto sencillo que no descuide, desde luego, la raíz histórica y documental. Esta es una tarea que proponemos a nuestros excelentes y entusiastas artistas. Lo lastimoso es que el Cusco no cuenta siquiera con un modesto teatro, porque nuestros locales de espectáculos apenas son salas cinematográficas y de ningún modo teatro. Y ya que incidentalmente tocamos el tema, nuestros municipios, entre otras obras prioritarias —prioritarias para el desarrollo de la cultura colectiva—, deben poner en su orden del día la construcción de un teatro, tan necesario en una ciudad con cerca de doscientos mil habitantes, capital arqueológica del turismo, patrimonio cultural del mundo y otros títulos de huachafería nobiliaria que maldita la falta que le hacen.
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CAPITULO V NOTAS SOBRE ARQUITECTURA Y DEFENSA DEL PATRIMONIO ARTÍSTICO
Julio Genaro Gutiérrez Loayza
Arquitectura de El Cuadro
Arquitectura posterremoto Es principio establecido por profesionales de reconocida competencia internacional, por estetas, arquitectos de nombre, ingenieros y artistas, que, en una ciudad como el Cusco, no se puede construir así como así, al gusto y al sabor de gentes que no tienen, en la generalidad de los casos, ni el más remoto concepto de lo que representa la ciudad en la que viven y medran ni mucho menos, de las normas de la arquitectura, que es una ciencia, pero también y, sobre todo, es una de las bellas artes. De allí que el terremoto del 21 de mayo de 1950 haya sido, desde el punto de vista artístico, una verdadera calamidad para el Cusco. Una catástrofe irremediable, porque en ella se perdió algo que ni la más inteligente, minuciosa y perfecta de las restauraciones podrá resucitar jamás: ese sello de señorío, esa página de siglos, ese aroma sutil e imponderable que rodeaba al Cusco y, para comprender el cual, o hay que ser muy cultivado, muy conocedor del mundo o poseer la intuición estética, esa «simpatía adivinatoria» que penetra en el alma de las cosas, según el concepto bergsoniano. No se explica de otra manera que hombres cultérrimos, artistas que han recorrido los más bellos lugares del planeta, vinieran desde remotas tierras, desafiando las distancias y las incomodidades —aun en épocas en que estaban lejanos el ferrocarril, el automóvil y el avión— a conocer el Cusco, una ciudad que más parecía una aldea sucia y abandonada, con un pestilente riacho descubierto, alumbrada con faroles a kerosene y calles pavimentadas con guijarros puntiagudos. ¿Qué misterio atraía a sabios como Middendorf y Markham, a viajeros y exploradores, como Squier, Marcoy y Bingham? Hay que convenir que el atractivo no es únicamente el hecho de haber sido el Cusco la legendaria capital del Imperio del Tahuantinsuyo, sus ruinas ciclópeas y su leyenda áurea. Entre los visitantes del Cusco cuentan hombres
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ilustres a quienes interesan poco las ruinas y las piedras. Buscan otra cosa: paisaje, ambiente, color, poesía. Y eso que los 99 y nueve décimos por ciento de los turistas a tantos dólares el kilómetro horario, desconoce por incapacidad congénita y natural. Al sabor y al olor de los vinos, unidos en armonioso concubinato, llaman bouquet los buenos catadores o gustadores. También los franceses nombran cachet al carácter sui generis, único, de algunos hombres y de algunas cosas. Pues bien, bouquet solo poseen los vinos de alta calidad, cachet es atributo propio de personas privilegiadas y de muy raras cosas. Eso poseía y posee aún el Cusco, a pesar del terremoto. Unos dicen que es la síntesis mestizada de lo occidental y lo indio, la «fusión hispano-indígena», la vejez de las piedras andanas; otros, que es el enigma de las culturas primigenias que se remontan hasta las lejanías nebulosas de la Atlántida platónica. Para los arqueólogos, etnólogos y cientistas, el Cusco es un misterio apasionante que atrae como un imán, y para los artistas, poetas, músicos y pintores, es un verdadero paraíso. ¿Sabemos los hijos de esta tierra lo que significan esta riqueza y este capital maravilloso? El Cusco, que tenía un Qoricancha con un cercado rodeado todo entero de un friso de oro y recintos cuyas paredes estaban aforradas con planchas del rubio metal y un jardín fantástico que no alcanzó a soñar siquiera la imaginación de los creadores de fábulas orientales, un jardín en que plantas, animales, frutos, flores, hombres y hasta las piedras y la leña estaban representados en oro legítimo, sonoro y brillante; el Cusco, ya despojado de tanta riqueza aladinesca, posee también otro caudal incalculable dentro de sus escombros y sus ruinas, y en medio del abandono de los hombres que siguen actuando como los conquistadores del siglo XVI, saqueando y destruyendo ese inexhausto tesoro. Después de cuatro años de prédica, no hemos logrado hacer conciencia en la gente que tiene que hacer algo o mucho con la reconstrucción, que el Cusco vale por aquello que hemos tratado de definir sin lograrlo tal vez, recurriendo a vocablos extranjeros que, en castizo español, quizá sí pueden ser traducidos como «empaque». Empaque castellano e indio, mestizo americano, es lo que se está perdiendo lamentablemente y sin remedio en el Cusco. En todo, pero principalmente en su arquitectura.
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Consecuencia de las mutaciones económicas, que ha traído consigo mismo. Porque hay que considerar que el terremoto no solo fue un fenómeno telúrico y geológico. Fue también como lo estamos viendo, una conmoción social. No se negará, en efecto, que del terremoto ha surgido una burguesía —que ha creado su base económica y que está planteando sus reivindicaciones positivas— frente a una feudalidad en decadencia irremediable y a una clase obrera atemorizada y dispersa. El fenómeno del que nos dolemos —la falsificación del Cusco— es, lo decimos, de raíces económicas y materiales, por mucho que su expresión más saltante sea de cariz estético. El cemento, el hierro y el ladrillo son materiales que corresponden a la arquitectura capitalista, que construye rascacielos y casas en serie como alvéolos de un colmenar. La piedra, por contraste, es un material noble, con nobleza de castillo feudal. Por esto, está desplazada por la gris vulgaridad del burgués cemento. La morisca y españolísima teja del Renacimiento peninsular es reemplazada, en las techumbres, por la huachafa calamina y el endeble y antipático «eternit». Y no hay portadas con escudos señoriales, por la sencilla razón de que ya no existen señores y que los nuevos no podrían poner en sus blasones más que fajos de billetes y talonarios de banco, en vez de barras, roeles y lises. Los balcones con celosías y los balcones corridos murieron en el terremoto, como los de la plaza de Armas, que Dios y el diablo saben cuándo serán restaurados, si alguna vez lo son. En vez de ventanas, se abren unos huecos obturados con vidrierías al estilo yanqui. Qué decir de otros elementos arquitectónicos característicos del Cusco que se han ido, que se fueron en aquel aciago domingo 21 de mayo de 1950: el portal, el zaguán, el balcón en ajimez, el patio con jardines y surtidores. Ahora, el tipo ideal de vivienda residencial es el chalet alpino, el rancho gauchesco, las casas de estilo alemán, holandés o chino, menos el bello y señorial estilo neoespañol o cusqueño. Cosas del gusto rastacuero de los nouveaux riches. Hace poco estuvo en el Cusco el académico y periodista francés Jacques de Lacretelle, hombre cultísimo y fino, que calificó nada menos que de huachafos los nuevos edificios que se levantan en la avenida El Sol y estigmatizó con horror la arquitectura del Hotel de Turistas y los planos del pretencioso Palacio de Jus-
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ticia. Y no hay que decir ya nada de los nuevos rascacielos estilo Manhattan que están dando chillidos grotescos al lado de las casas del Cusco antiguo, en plena zona que ha sido proclamada intangible en las palabras, pero no en la práctica. La oficina de reconstrucción debe contar con verdaderos arquitectos con sentido estético, sobre todo, para evitar que continúe el terremoto artístico, como son las autorizaciones de los esperpentos y mamarrachos con los que se está destruyendo el espíritu del Cusco posterremoto. Instituciones de cultura como la universidad, el Instituto Americano de Arte y la Escuela de Bellas Artes deberían tener intervención directa en el estudio y aprobación de planos y proyectos para nuevas construcciones. De lo contrario, a breve plazo, en pocos años más, el Cusco moderno será una caricatura del Cusco castizo y señorial, que estamos viendo desaparecer con lastimosa y suicida indiferencia. Y, finalmente, opinamos porque en la Universidad Nacional del Cusco, junto con la Escuela de Ingeniería Civil, se cree una sección de Arquitectura de donde puedan salir técnicos especialistas, capaces de dirigir y orientar las futuras construcciones que se hagan en la ciudad, puesto que poco o nada se ha hecho en el Cusco, y donde todo está por hacer, teniendo en cuenta que, con el andar de los años, el Cusco devendrá una grande y auténtica urbe que no sería raro que llegue al millón de habitantes. No sonrían los escépticos si son ambiciosas nuestras predicciones, pero ellas nada tienen de utopía si consideramos el ritmo de crecimiento de la población que, es muy posible —como lo probará el próximo censo—, ha doblado en poco más de diez años. Queremos afirmar que tenemos fe en el futuro y que no solo nos lamentamos ante lo irreparable. Deseamos únicamente que lo que ahora se hace no desmerezca ante lo que hicieron nuestros ancestros. Cusco, 1955
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XX aniversario del Instituto Americano de Arte del Cusco y la Defensa del Patrimonio Artístico
El pasado año de 1957, el Instituto Americano de Arte del Cusco ha celebrado el vigésimo aniversario de su fundación. El 5 de octubre de 1937, el ilustre historiador, maestro y hombre de letras Dr. José Uriel García, a su regreso de Buenos Aires, donde concurrió como invitado al II Congreso Internacional de Historia de América, reunió a un selecto grupo de intelectuales y artistas cusqueños con los que dejó constituido este instituto, como filial de una organización más amplia, cuya sede había sido fijada en la capital argentina. Desde entonces, el instituto ha realizado una labor asidua y constante por el progreso de las actividades artísticas en sus más diversas manifestaciones y, de manera particular, de las expresiones del arte popular. Está en la conciencia del pueblo del Cusco y del Perú todo, la vasta obra cumplida por esta institución, que ha sido debidamente valorizada por los más calificados representantes de la cultura nacional y reconocida, en su oportunidad, por los poderes del Estado. Los objetivos programáticos puntualizados en sus estatutos, tales como la defensa del patrimonio artístico, el fomento y estímulo del arte plástico, musical y literario, y la formación de una conciencia estética nacionalista, han sido motivo de la preocupación permanente de las diferentes directivas que se han sucedido en estos veinte años y a cuya cabeza han figurado siempre relevantes personalidades de la intelectualidad cusqueña. No podemos ocultar que, en sus dos décadas de existencia, el instituto ha debido vencer toda suerte de dificultades, desde la penuria económica, hasta la incomprensión y la indiferencia del ambiente. No obstante, y sintetizando en breves palabras la tarea realizada, podemos declarar con satisfacción legítima que el Instituto Americano de Arte ha llenado una función de hondo significado patriótico, al haber encauzado y orientado el proceso de desarrollo cultural de nuestro pueblo por senderos de auténtico nacionalismo.
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Fig. 19. Socios del Instituto Americano de Arte - Cuzco, 1957 Colección familia Gutiérrez
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En Defensa del Patrimonio Artístico
La defensa y la conservación del cuantioso legado artístico del Cusco, de la época incaica y colonial, fueron una de las primordiales finalidades que se propuso desde su fundación el Instituto Americano de Arte. A través de sus veinte años, la institución ha velado celosamente por preservar la riqueza monumental de esta ciudad, tanto del vandálico saqueo de innumerables obras de arte plástico, principalmente pinturas, que viene siendo víctima desde hace más de un siglo, cuanto de la grosera descaracterización que está sufriendo con motivo de las reconstrucciones y restauraciones iniciadas a raíz del desastroso terremoto del 21 de mayo de 1950. Aunque de manera oficial no han sido tomadas en cuenta las autorizadas opiniones de distinguidos miembros de nuestra institución, respecto a las obras de restauración que se llevan a cabo, el Instituto Americano de Arte ha dejado escuchar su voz, en cuantas oportunidades han sido necesarias, para salvaguardar la fisonomía típica del Cusco, que constituye uno de sus más acusados signos diferenciales y, por lo mismo, timbres de su blasón nobiliario. Al respecto, opinamos que la Corporación de Reconstrucción y Fomento Industrial del Cusco debe crear un organismo consultivo formado por artistas, arqueólogos, historiadores y personas con sensibilidad estética, encargado de asesorar y emitir su opinión en todo lo relacionado a las restauraciones y «remodelaciones», como se ha venido a llamar, de edificios destruidos y en la construcción de los nuevos, a fin de evitar que se incurra en lamentables y bochornosos errores que nos están presentando, a los ojos de gentes cultas del mundo entero, como verdaderos bárbaros iconoclastas, destructores de nuestras propias reliquias. Tal organismo no necesita ser un apéndice más de la profusa maquinaria burocrática de la corporación; basta con que tenga un carácter consultivo y honorario, pero munido de la autoridad suficiente para que su opinión sea to-
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mada en cuenta. Como una contribución más de parte del Instituto a la obra de recuperación del Cusco, nos permitimos presentar esta sugerencia a los señores directores de la corporación. En los últimos meses se ha venido acentuando, en forma ostensible y notoria, el saqueo en masa de obras de arte colonial, como el descubrimiento de valiosísimas colecciones de cuadros de la Escuela Cusqueña recolectadas clandestinamente, con el propósito inobjetable de sacarlos de modo ilícito del territorio del departamento y del país, como ha ocurrido con los depósitos encontrados en poder de inescrupulosos chamarilleros y anticuarios en Pitumarca, Urubamba y en esta misma ciudad. El hecho se agrava aún más con los continuos robos de cuadros de las iglesias parroquiales de apartadas provincias y distritos, cometidos por desvergonzados traficantes. La prensa diaria y las autoridades de policía denunciaron oportunamente estos alijos de obras de arte. De esta manera, se logró, con esta plausible campaña que merece toda nuestra simpatía, evitar que fueran negociados subrepticiamente a turistas y coleccionistas extranjeros. En esta ocasión, como lo hizo en otras anteriores, el Instituto Americano de Arte cumple con levantar su voz para condenar, de la forma más enérgica, este vil tráfico que está terminando por desposeer al Cusco de su más preciada riqueza y que insinúa que el Estado adquiera esas colecciones para enriquecer con ellas los escasos fondos de nuestro pequeño Museo Virreinal. Revista del Instituto Americano de Arte, nro. 8, 1958
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Problema urbanístico del Cusco
Como fatal consecuencia del terremoto de 1950, que destruyó gran parte de nuestros monumentos coloniales, hemos venido asistiendo a un acelerado proceso de «modernización» del estilo arquitectónico en las nuevas construcciones, hecho que está descaracterizando en forma deplorable la parte más valiosa del Cusco. Hemos visto levantarse, en efecto, presuntuosos edificios de hormigón y hierro, de estilo rascacielos norteamericano, que presentan saltante contraste con las construcciones bajas de adobe, piedra y teja, características del Cusco antiguo, sin que haya habido institución ni persona alguna con autoridad suficiente para impedir tamaños atentados contra el valor histórico y artístico de la ciudad. Además de estos contrasentidos arquitectónicos, está cundiendo una total suplantación de los elementos propios de la arquitectura hispano-indígena o mestiza en las casas del sector histórico. Como puede verse, han sido eliminados los balcones y ventanas, las portadas de piedra labrada, los patios e interiores con arcadas y jardines, y otros elementos sustantivos que conformaban en conjunto el «estilo» cusqueño, en la más amplia acepción técnica y estética del término. Los arquitectos, artistas plásticos y personalidades de alta cultura, que han visitado la ciudad desde que se inició la reconstrucción, han manifestado con absoluta unanimidad su condenación por este atentado, y así lo han expresado desde la prensa, la radio y la tribuna universitaria. No obstante, lo clamoroso de esta campaña en defensa del Cusco ha sido desoída precisamente por el único organismo que tiene en sus manos los instrumentos legales, no solo para evitar el atentado masivo, que no nos cansaremos en denunciar, sino la autoridad necesaria para orientar y dirigir, con criterio racional y técnico, el proceso de la reconstrucción, como es, en este caso, la Corporación de Reconstrucción y Fomento del Cusco (CRYF). Con ello, se demostró una total ausencia de sensibilidad artística y sentido estético.
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Estos problemas y otros semejantes fueron planteados en el reciente fórum de arquitectura, realizado en esta ciudad con ocasión de la Semana del Cusco, y es de esperar que las importantes resoluciones a las cuales arribó dicho certamen técnico sirvan de norma a la corporación y, lo que es más importante, que sean puestas en práctica. Por su parte, el Instituto Americano de Arte, como entidad integrada por intelectuales y artistas de reconocida solvencia y en cumplimiento de una de sus finalidades específicas, no puede permanecer indiferente ante la situación denunciada. Para decirlo con más claridad: no podemos permitir que se acabe de destrozar el Cusco histórico y tradicional. Por eso, desde esta página editorial de nuestra revista, insistimos en nuestro planteamiento expuesto ya en el anterior número, de que dentro de la corporación se cree un organismo consultivo ad-honorem —formado por delegados de la universidad, la Escuela Regional de Bellas Artes, el Patronato Arqueológico, la Junta de Conservación y Restauración de Monumentos Históricos y Artísticos, el Instituto Americano de Arte y el Centro Federado de Periodistas— que tenga por misión, simplemente, emitir su opinión sobre los proyectos de construcción o restauración de edificios públicos y particulares dentro de la zona arqueológica e histórica de la ciudad, antes de que las dependencias oficiales correspondientes les otorguen los respectivos pases. Aclaramos una vez más: se trata solamente de un órgano consultivo que no interfiera en nada la labor técnica de la corporación, pero cuya opinión podría, quizá, prevenir y evitar la lastimosa y rápida carrera a la pérdida total de la fisonomía urbana del Cusco, única en el mundo, la cual es nuestro deber, como hijos de esta tierra, conservarla hasta donde sea posible.
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Escuela de arquitectura
Auscultando las necesidades inmediatas y futuras del Cusco, y en presencia del impetuoso crecimiento urbano, el rápido incremento de las construcciones y el aumento constante de la población, recogemos en esta columna el anhelo de importantes sectores profesionales y estudiantiles, para que se cree, en la Universidad Nacional del Cusco, un instituto o escuela de Arquitectura. Pensamos que este proyecto, que por ahora no pasa de ser más que un buen deseo, comporta en sí una premiosa exigencia, ya que, en el momento que vivimos, la reconstrucción del Cusco y su expansión urbana requieren, de manera perentoria, la presencia de profesionales debidamente capacitados, no solo para proyectar y realizar las nuevas construcciones, sino, sobre todo, que estén dotados de fina sensibilidad estética, de profundo sentido creador y artístico, para mantener, junto con las normas y módulos tradicionales, el espíritu, el élan de nuestra arquitectura. Se requiere arquitectos capaces de crear un estilo que, partiendo de ese factor imponderable y sutil, armonice las adquisiciones del moderno arte de la construcción con la rica herencia del pasado. Es evidente que la formación de ese tipo de profesionales solo puede lograrse en un instituto técnico de alta especialización, como sería una facultad universitaria. Se podría argüir en contra que para eso funcionan, en Lima, centros de formación profesional especializados o que los hay mejores en países extranjeros. Pero de lo que se trata es, cabalmente, de no desvincular al arquitecto de su medio y, en el caso del Cusco, de un ambiente extraordinariamente propicio, lleno de sugestión y colmado de incentivos para la obra creadora. Es aquí, en el Cusco, donde se están planteando graves problemas arquitectónicos, como los mismos profesionales especializados los han analizado en una memorable reunión. Por consiguiente, nada más natural y lógico que pedir que nuestros futuros arquitectos, los que levantarán al Cusco del porvenir que
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ya se vislumbra grandioso, se formen aquí mismo, encarando los problemas y resolviéndolos sobre el terreno. Algo más aún. Ampliando nuestro deseo en visión ambiciosa, el Instituto o Escuela de Arquitectura puede tener proyecciones internacionales. ¿Acaso es utópico pensar que en un futuro más o menos cercano puedan venir al Cusco, que atesora las obras maestras de la arquitectura inca y colonial-española, arquitectos de todos los puntos de América y del mundo? ¿Ahora mismo no llegan, aunque sea solo en plan de turismo y estudio? Concretando esta apasionante idea, nos pronunciamos porque la universidad y las demás entidades interesadas de manera directa en este asunto den los pasos iniciales para hacer realidad la creación de una Escuela o Instituto de Arquitectura, como se lo quiera llamar, en la Universidad Nacional del Cusco. Revista del Instituto Americano de Arte, nro. 9, Cusco, octubre de 1959
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Julio Genaro Gutiérrez Loayza
La casa del Inca Garcilaso
En junio de 1960 quedó constituido en esta ciudad el Instituto Cultural Inca Garcilaso de la Vega, integrado por un grupo de escritores, artistas, profesores e intelectuales, bajo la presidencia del distinguido educador y fervoroso garcilasista, el Dr. Manuel E. Cuadros, quien se impuso como principal objetivo emprender una intensa campaña tendiente a interesar a los poderes públicos, a fin de que se haga realidad el proyecto, ya bastante antiguo, de expropiar la histórica casa —hoy en ruinas— en que, si no nació, por lo menos pasó los primeros años de su infancia el ínclito mestizo Inca Garcilaso de la Vega, para destinarla a la edificación de la Casa de la Cultura Cusqueña. El Instituto Americano de Arte, que en 1939 organizó las fiestas jubilares del Cuarto Centenario del nacimiento del ilustre historiador cusqueño, se aunó en forma entusiasta a los nobles propósitos perseguidos por la entidad garcilasista, cuyo seno está representado por varios de sus miembros, y, desde esta columna editorial de su revista, no solamente respalda tan brillante iniciativa, sino que la reactualiza y hace suya, en estos momentos en que diversas instituciones nacionales de cultura, agencias de turismo y entidades públicas y privadas se encuentran empeñadas en organizar un vasto programa de fiestas celebratorias del cincuentenario del descubrimiento al mundo de la ciencia, de la maravillosa ciudadela lítica de Machu Picchu. A propósito de la expropiación de la Casa de Garcilaso, que, no obstante su carácter de monumento nacional, continúa en poder de una persona particular, es conveniente recordar que ya en 1939, cuando se celebraba el cuarto centenario del Inca, el congreso de entonces, bajo el gobierno del mariscal Óscar R. Benavides, aprobó una ley que mandaba expropiar el histórico inmueble para dedicarlo a Museo y Biblioteca Garcilasista, la erección de un monumento digno de su memoria en la plaza Cabildo y la reedición de sus obras completas por cuenta del Estado. Como ocurre frecuentemente en nuestro país, la ley que-
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dó simplemente escrita y no se ha cumplido, pese al tiempo transcurrido desde entonces. Dado este antecedente, no queda otra cosa que exigir su cumplimiento, movilizar para el caso a la opinión pública en todo el ámbito nacional, ya que no solo en el Cusco, sino en el país entero, existe conciencia formada sobre la necesidad de que el histórico solar pase a formar parte del patrimonio nacional y, con las necesarias restauraciones, se dedique a ser Casa de la Cultura, para que en ella tengan hogar propio las instituciones garcilasistas y las entidades culturales de la capital arqueológica y espiritual del Perú y de América. Debemos agregar también, como otro valioso testimonio, que el Primer Congreso Nacional de Periodistas, reunido en Lima en 1950, aprobó por aclamación, a pedido de la delegación del Cusco, una moción solicitando al Gobierno la expropiación de la casa de Garcilaso. Análogo acuerdo adoptaron, asimismo, los recientes congresos nacionales de profesores de educación primaria y secundaria. Constituye, pues, anhelo vivo y latente de la intelectualidad peruana la adquisición de la casa del glorioso historiador, prez y honra de las letras nacionales y americanas, y esta aspiración multitudinaria, pensamos nosotros, no puede ser desestimada por los gobernantes del país ni su realización pretérita por más tiempo, sin ofender los más íntimos sentimientos nacionalistas de nuestro pueblo.
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Demolición de San Bernardo
Por informaciones de la prensa diaria, ha trascendido hace poco que el Concejo Provincial del Cusco ha tomado, entre otros acuerdos, el de construir un moderno edificio destinado a hotel en el centro de la ciudad, utilizando para el caso el del antiguo Colegio de San Bernardo, situado en la calle de su nombre y que perteneció a la Compañía de Jesús, hasta la expulsión de la orden en 1767. En esa vetusta fábrica conventual, actualmente en escombros después del último terremoto, funcionó el Real Colegio de San Bernardo con carácter de universidad. Cuando después de la victoria de Ayacucho llegó Bolívar al Cusco, San Bernardo, por decreto del Libertador, pasó con el Colegio del Sol a formar la base del Colegio del Cusco de Ciencias y Artes, que funcionó en ese local hasta 1826. En nuestra época, San Bernardo hizo veces de Palacio de Justicia y albergó a las oficinas de correos y telégrafos, al Concejo Provincial y a la Sociedad de Beneficencia Pública, para ser finalmente abandonado y trocar sus historiados patios en coliseo deportivo. El viejo plantel jesuítico ostenta aún en sus cimientos restos de soberbios muros incaicos y luce dos monumentales portadas pétreas: la blasonada del colegio y convento, y la de la capilla que, por muchos años, sirvió de Salón Consistorial al Municipio del Cusco. El local bernardino tiene, pues, una larga historia: es una parte valiosa del Cusco del pasado y esta tradición le da derecho a seguir subsistiendo. Si el Municipio cusqueño tiene la intención de demolerlo, borrando todo rastro de él, como se hizo con el antiguo solar del Colegio de Ciencias, para levantar en su lugar un edificio de hierro y cemento destinado a posada de turistas, creemos — aunque se nos tilde de pasadistas— que procedería con muy mal criterio. Ya ha sido bastante estropeado, falsificado y desnaturalizado el Cusco, para que este nuevo atentado en ciernes pueda ser perpetrado, sin que haya una voz que diga no. Y esa voz ha de ser la nuestra, la del Instituto Americano de Arte. No nos oponemos, desde luego, a que se construya un moderno hotel más,
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que harta falta le hace al Cusco y que, con este motivo, se creen nuevas rentas para incrementar las exiguas arcas municipales. De ningún modo. El hotel, o lo que sea, debe ser levantado, pero no a costa de demoler históricos monumentos coloniales, destruyendo lo más valioso del Cusco, aquello por lo cual tiene prestancia y significación en el mundo. El Cusco moderno se abre amplio por la gran llanura del oriente, en dirección a San Sebastián y San Jerónimo. Quedan extensas áreas sin edificar en los barrios occidentales de Santiago, Belén y Qoripata. ¿Por qué —preguntamos— no se piensa en construir en esos lugares y extender la ciudad? Es que, precisamente, ¿los hoteles de turistas deben estar en pleno centro urbano, en la zona arqueológica, histórica y tradicional que es, justamente, lo que el turista busca? Damos la voz de alerta a tiempo, cuando todavía se puede reflexionar y pensar dos veces. San Bernardo debe ser restaurado, siguiendo los lineamientos de su primitiva traza, en la misma forma que lo será el Palacio del Almirante y lo está siendo el local central de la universidad, la otra casa jesuítica. Allí pueden funcionar la Prefectura, la Casa de Correos, la Sociedad de Beneficencia y, también, puede ser dedicado, como fue muchos años, a Palacio Municipal. Pero pensar en arrasarlo para reemplazarlo con un bloque intruso, como lo es el mismo Hotel El Cuadro, sería un verdadero despropósito, un golpe más a la integridad del Cusco histórico que, esperamos fundadamente, no puede ni debe ser consumado.
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Nota sobre arquitectura posterremoto Flagrante ejemplo de mistificación constituye la portada del suntuoso Palacio Arzobispal del Cusco, edificado en la señorial residencia que perteneció a los marqueses de San Juan de Buena Vista y Rocafuerte, levantada a su vez sobre los estupendos muros megalíticos del palacio incaico de Hatunrumiyoc, atribuido por los historiadores a Inca Roca. Como puede observarse en el grabado, todo el cuerpo arquitectónico en forma de remate o ático levantado sobre el dintel, que cierra el gran vano de acceso y que termina en una cornisa moldurada, ha sido añadido por los reconstructores, incluyendo la cruz central en relieve, los dos escudos, los falsos vanos y los pináculos que lo complementan. Es fácil comprobar que este segundo cuerpo intruso no guarda proporción ni armonía con la sobria portada original. Es, de esta forma, lamentable cómo se vienen realizando algunas «restauraciones» de monumentos coloniales. En realidad, el presente caso de la fachada del Palacio Arzobispal no es reconstrucción ni restauración, sino, simple y sencillamente, mistificación, total falseamiento de una obra original. Y lo peor, sin criterio técnico, sin norma estilística y, desde luego, sin ningún respeto a la obra primigenia. En el argot de los artistas, a eso se le llama pastiche, un emplasto o sobrepuesto sin sentido alguno. Otros contrasentidos semejantes se están perpetrando en el lentísimo proceso de reconstrucción del Cusco, condenado al parecer a un ritmo uniformemente retardado. Se ha permitido la intrusión de horribles edificios estilo «buque» o «rascacielos» yanqui, en pleno corazón del Cusco antiguo; el uso de puertas metálicas de cortina, en portadas de transición y colonial español; el reemplazo en masa de la ventana de reja y del balcón, por el simple hueco de luz, etc. Ejemplos los tenemos al cual más horrendos: la barbacana de cemento, a manera de blocao castrense, entre el Portal de Belén y la calle de Santa Catalina, el llamado Edificio Santos, el cine Ollanta y gran número de casas modernas de un hibridismo chocante, huachafo. Así es como, por desgracia, lenta pero seguramente, está surgiendo aquello que los urbanistas temían al día siguiente del terremoto: «un Cusco falsifi-
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cado», y se abre paso una arquitectura sin plan ni concierto, carente de orden, huérfano de estilo, librado al buen criterio, al ojo de buen cubero de los ingenieros y alarifes. Esa es la «arquitectura posterremoto». Naturalmente, no todo ha sido malo. La reconstrucción de los monumentos coloniales ha tenido también felices aciertos y realizaciones indiscutibles. Pero de ningún modo estamos de acuerdo con estas innovaciones y aditamentos que restan legitimidad, prestancia y empaque señorial a las obras de los arquitectos cusqueños y españoles de la Colonia. Revista del Instituto Americano de Arte, nro. 10, 1960
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La Fuente de Arones
Una noticia, que ha de ser grata para los amantes del Cusco tradicional y de su faz urbanística única que, por desgracia, va perdiendo a ritmo acelerado desde el «progreso» a ultranza: se ha anunciado a la sordina, sin alardes publicitarios, la restauración o, más bien, la reposición de la antigua fuente colonial de Arones, que estuvo ubicada en la pequeña plazoleta que forman las esquinas de las calles Arones y Nueva Baja, a una cuadra de la plaza San Francisco. Ahora que la CRIF ha emprendido la pavimentación de las calles Educandas, Nueva Baja y Tordo, resulta oportuno reponer en su mismo emplazamiento ese típico ejemplar de arquitectura hispano-indígena, tan consustanciado con la historia cusqueña, ya que existen sus piezas principales: la mama o madre, india tallada en piedra que surtía el líquido elemento de sus senos prominentes y exúberos, y el signo del Sol inca, que le prestaba aire de esfinge indiana. Ambas litoesculturas se encuentran depositadas hace muchos años en el patio del Museo Arqueológico de la calle Tigre. Algún municipio modernizante permitió la eliminación de ese elemento decorativo y simbólico, para ganar espacio y dar paso al mal entendido «progreso urbano».
Historia Conviene hacer memoria de la fuente de Arones. El virrey don Francisco de Toledo, durante su permanencia en el Cusco, el año 1571, en vista de la escasez de agua potable que padecía la ciudad, expidió una ordenanza que aparece en el título X de las disposiciones que dictó para «llenar la principal necesidad de la República que consiste en no tener agua suficiente, así para la sustentación de la gente como para otras necesidades que no se pueden suplir con las aguas y ruinas que en esta ciudad hay».
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Con este fin reunió al Cabildo y Ayuntamiento, el 3 de agosto de aquel año de 1571. En esa junta, los alcaldes y regidores acordaron traer el agua del «arroyo grande Chinchero», para lo cual se asignaron contribuciones, se echaron sisas y los vecinos feudatarios se suscribieron con donativos especiales, a fin de emprender la obra con la urgencia de que el virrey pudo comprobar personalmente. El agua de los manantiales de Chinchero, que en gran parte consume hoy mismo la población cusqueña, vino canalizada, repartiéndose en pilas y pilones que se escalonaban desde la calle Meloc, «Meloc-calle» en vocablo mestizado, Arones o Aroniz, para llegar a la plaza San Francisco, donde existió una fuente con surtidor hasta la época en que allí funcionó el mercado de abastos. Una de esas pilas monumentales provista de caja fue la de Arones. El nombre le venía por el apellido de los dos hermanos Aroniz, Don Blas y Don Juan, que tuvieron sus casas en ese lugar, según el tradicionalista cusqueño Ángel Carreño. La otra fue la pila de Meloc, al pie de la cuesta de Santa Ana, que igualmente desapareció barrida por el «progreso». La fuente de Arones constituye un típico ejemplar arquitectónico de fino valor plástico, aparte de su función útil de surtir de agua al vecindario de los barrios occidentales. Varios pintores y dibujantes peruanos y extranjeros, entre ellos el recordado maestro José Sabogal, la trasladaron al lienzo. Sabogal pintó un magnífico óleo de gran fuerza expresiva como todos los suyos. Constaba la fontana de una «caja» de calicanto con la náyade india, que echaba el líquido de sus dos pezones en doble chorro cristalino, que caía en una taza rectangular labrada en piedra. Sobre su cabeza se levantaba el Sol radiante de los incas, adornado por una pequeña cruz como signo de la conquista. La «caja» remataba en una cornisa moldurada de armoniosa curva y, adosada a ella, un gran apoyo que los «aguadores» indios utilizaban para cargar, sobre sus espaldas forradas de suela, los barriles llenos del líquido. Una antigua postal fotográfica, que servirá de modelo documental para la reconstrucción de la fuente, perpetúa una escena característica del Cusco de hace medio siglo. Recuerdo aún las batallas campales que tenían por escenario las fuentes de Meloc y Arones, cuando escaseaba el agua en el estiaje. Los indios, que proveían agua a las «casas grandes» a real el barril, se golpeaban con los toqoros de
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carrizo y cuerno, que usaban para llenar sus recipientes, y se rompían cántaros, tomines y cacharros, con gran escándalo, de pongos y sirvientes. En la casa de Arones, especie de enorme tambo, conventillo o casa de vecindad, funcionaban numerosas chicherías, más mentadas por la buena calidad de su producto y sus sabrosos picantes o «jayachicos». Por sus sórdidos patios, desde que comenzaba a «chicar» el esquilón de la catedral, llamando a los canónigos al coro vespertino, un cuarto para las tres de la tarde, desfilaban los famosos huiratacas, artesanos cusqueños, hasta las nueve de la noche, en que la María Angola daba el toque de queda. El doctor Rafael Calderón Peñaylillo, distinguido escritor y apasionado cusqueñista, junto con el glosador de esta nota, ha venido creando un ambiente propicio para interesar a los directivos de la CRIF y al ingeniero director de los trabajos de reconstrucción del antiguo local del Colegio Educandas, que se encuentra en medio de la calle Arones, para que contribuyan a restaurar ese monumento tan bello y único que, claro está, tiene que ser también motivo de «atractivo turístico» para quienes solo ven el Cusco en función de dólares. Nuestro fervoroso deseo es que la fuente de Arones sea restituida a la brevedad.
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Enfoque
Ante los hechos consumados En una ciudad de la prestancia y categoría del Cusco, vista desde una óptica restringidamente histórica y artística, debería tener cabida alguna entidad, sea estatal o privada, que se encargue de velar por la conservación del patrimonio monumental en su integridad, como existen en otras ciudades de iguales o parecidas características. Algo semejante, por citar solo un ejemplo, a «Los Amigos de la Ciudad», que, integrada por artistas, historiadores, arquitectos e intelectuales de la más alta calificación, funcionaba en Buenos Aires. Acerca de este apasionante tema, conversamos bastante con el gran pintor nacional, representante de la corriente nacionalista más que indigenista, don José Sabogal, fervoroso y apasionado cusqueñista y admirador de esta tierra como pocos. El maestro cajabambino, que durante su vida visitó muchas veces nuestra ciudad, en alguna ocasión dejó escapar esta frase que recogí en una nota de arte, publicada en Hora del Hombre, la revista que por los años 50 dirigía Jorge Falcón en Lima. Decía el maestro Sabogal que «el Cusco es crisol y arista». Glosando su pensamiento en lenguaje estético, diríamos que Cusco es, en efecto, un crisol que funde armoniosa y bellamente los más nobles metales de la patria, y arista señera de un poliedro ideal que podría resumir la divina proporción renacentista. Poco antes de su muerte, Sabogal se dolía de la destrucción realmente bárbara que se estaba haciendo en el Cusco, tras el terremoto de 1950. Otros distinguidos artistas y escritores, que llegaron posteriormente al sismo, coincidieron en condenar lo que se hizo entonces y —añadiría de mi parte— se continúa haciendo en el Cusco, sin que haya un organismo colegiado capaz de asumir la función conservadora y fiscalizadora de la fisonomía arquitectónica y monumental de esta maltraída ciudad de los incas y amautas. Algunos ilusos cusqueños lan-
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zamos nuestra palabra de alerta y de condena, pero ella fue acogida con indiferencia, cuando no con sarcasmo. Creíamos de buena fe que el Instituto Nacional de Cultura era el llamado a asumir esta difícil y delicada tarea. Pero no es así, por desgracia. Nos ha sorprendido, por eso, la noticia dada por un informativo radial del Instituto Nacional de Cultura, que ha denunciado, con inexplicable tardanza, la absoluta incongruencia de los nuevos edificios públicos y particulares que se vienen levantando dentro del llamado «casco monumental» de la ciudad, incongruencia e incompatibilidad con el carácter típico, mestizo, hispano-indígena, neoindiano —como quiera llamarse— de nuestra ciudad. Ante nuestro espanto impotente han surgido desafiantes esos esperpentos arquitectónicos, llamados Banco de la Nación, Banco Industrial y otros bancos a los que se suma el Bunker, blockaus, fortaleza o penal que levanta su mole gris en pleno centro monumental, sobre una extensa área comprendida entre la plazoleta Santa Teresa, la calle del mismo nombre y la calle Plateros. Parece sede de otro edificio bancario, bolsa comercial o algo por el estilo, pero desde la perspectiva arquitectónica, tomada en cuenta su ubicación, resulta pues un emplasto, en términos técnicos un «pastiche», por lo horroroso, antiestético y abominable. El nuevo mamarracho de cemento que nos endilga la administración centralista, presidida nada menos que por un arquitecto, constituye un grave atentado contra el valor plástico-estético de una ciudad monumental y única en el mundo, que justamente vale por eso, por su tipicidad. Lo inexplicable, lo inaudito, es que los juicios condenatorios, las opiniones contrarias, surjan precisamente a destiempo, cuando el edificio está virtualmente concluido y ya no queda nada por hacer, sino pedir su demolición. Debemos, pues, resignarnos a la política de los hechos consumados, ya que cuanta protesta o pataleta que podamos ensayar no vienen sino a confirmar la verdad maciza del refrán popular: «después de asno, muerto», o este más cusqueño: «después de Corpus, altares». Y volvemos al punto central de nuestro enfoque para interrogar a quien o quienes se molesten en escuchar la presente requisitoria:
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¿Existe o no existe algún ente —estatal, municipal, ministerial, técnico o simplemente particular— encargado de dar pase a los proyectos de construcción en el Cusco monumental urbano? ¿Sí o no? ¿Y qué son y qué hacen el Municipio, el Ministerio de Vivienda, el INC, la universidad con su programa de arquitectura, el Colegio de Arquitectos, etcétera? Por lo visto y lo hecho, nada o casi nada. Para terminar el presente alegato, y antes que los proyectistas de novedades ultraístas made in USA, que operan desde los ministerios, acaben por destruir el Cusco y lo conviertan en muestrario de mamarrachos, opinamos porque los cusqueños, amantes de nuestra tierra, debemos constituir, sin demora, una entidad tutelar defensora de nuestros valores estéticos y de conservar lo poco que queda de la belleza incomparable de la ciudad imperial, abrumada de gloria auténtica, pero también de múltiples títulos que son otros tantos monumentos a la huachafería. El Comercio. Cusco, 24 de junio de 1982
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Enfoque
Anastilosis Con seguridad, este neologismo de raíz helénica suena como algo raro y rebuscado en el lenguaje común y es posible que no se encuentre en los vocabularios manuales. En efecto, se trata de un tecnicismo aplicado a la restauración de monumentos antiguos; método, procedimiento o conjunto de normas aconsejados por los organismos internacionales especializados en el difícil arte de conservar, proteger y mantener en su autenticidad las obras dejadas por culturas y civilizaciones de otras épocas. La Carta Internacional de la Restauración, más conocida como Carta de Venecia, aprobada en el Segundo Congreso Internacional de Arquitectos y Técnicos en Monumentos Históricos, reunido en la bella ciudad adriática en 1964, consigna, en su artículo 14, el término anastilosis con la significación de «recomposición de partes existentes pero desmembradas», o también como reintegración de un todo deshecho, lo cual equivale a restauración. Anastilosis, dice el malogrado escritor peruano Hermann Büse, viene a ser lo mismo que restauración. La Carta de Venecia habla de conservación, restauración, consolidación, protección y mantenimiento de los monumentos históricos y arqueológicos, rechaza de modo terminante el término «reconstrucción y solo recomienda la restauración dirigida a conservar y a revelar el valor estético e histórico del monumento respetando su substancia antigua». Estando claramente definido el concepto de anastilosis, veamos ahora si las recomendaciones de la Carta de Venecia han sido puestas en práctica en las obras que, a partir de 1950, se han venido ejecutando en el Cusco, ciudad que, por su riqueza monumental, requiere de un especial tratamiento en la restauración y «puesta en valor» —como se dice hoy de sus invalorables monumentos
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precolombinos y coloniales—, trabajos en gran parte realizados por el plan Copesco, entidad directamente vinculada con la Unesco, organización de las Naciones Unidas para la Ciencia, el Arte y la Cultura. Tomemos un solo caso. El del antiguo Colegio Jesuita de San Bernardo que, luego de la expulsión de la orden en 1767, fue sucesivamente universidad, colegio y, ya en años cercanos a los presentes, Palacio de Justicia, Oficina de Correos, local de la Beneficencia Pública y del Concejo Municipal del Cusco, simultáneamente, un verdadero Centro Cívico. Pues bien, en la reconstrucción de San Bernardo se han cometido aberraciones monstruosas, comenzando por el frontispicio que mantiene sus dos monumentales portadas: la del colegio y la de la capilla. Posiblemente, por razones de seguridad derivadas de los gruesos errores técnicos, se le ha adicionado un mampuesto, a manera de muro de contención que antes no existía, o sea, un elemento totalmente nuevo, ajeno a la primitiva fábrica, desfigurando y malogrando de paso una vía pública céntrica y estrecha, de intenso tránsito de peatones y vehículos como es San Bernardo. Este estrecho pasaje, que separa las enormes moles de calicanto del convento mercedario y el colegio de los jesuitas, presenta ahora, por obra de los técnicos de la Unesco, una joroba antiestética y peligrosa que desnaturaliza su perspectiva. En el primer claustro de sencillos adintelados sobre columnas de piedra, se ha obturado innecesariamente la escalinata de piedra con un amplio descanso que daba acceso a la segunda planta. Se la reemplazó con una nueva escalera aérea de cemento, como si se tratara de un barco, elemento sobrepuesto que no ha respetado ni la estructura, ni la ubicación del original. El primer patio de San Bernardo tenía otra escalera pétrea en el ángulo que da sobre la capilla y cuyo arco de acceso aún subsiste, la misma que, como recordarán los viejos cusqueños, fue clausurada para acomodar las oficinas de la Secretaría del Concejo Municipal, cuando el correo tuvo que cambiar de local. Si se trataba de «restauración», esta antigua gradería debió haberse rehabilitado para completar de modo armónico la composición primitiva del claustro bernardino. Empero, no ha ocurrido así por desgracia. Si aplicamos las normas de la Carta de Venecia a lo hecho en San Bernar-
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do, llegaremos a la desalentadora conclusión de que ellas no han sido tenidas en cuenta por los señores directivos del plan Copesco y de que el proceso de descaracterización del Cusco monumental sigue su curso. El Comercio, Cusco, 28 de julio de 1982
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CAPITULO VI ARS MUNDI
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Rubens y la pintura cusqueña
El mundo entero celebró, en 1977, el cuarto centenario de uno de los grandes genios de la pintura universal: el flamenco Pedro Pablo Rubens (1577-1640). Exposiciones retrospectivas, conferencias, ediciones especiales de monografías biográficas, nuevos libros y ensayos acerca de la vida y el arte multifacético y exuberante de Rubens, sin faltar emisiones filatélicas de sus principales obras que guardan celosamente los museos del Louvre, El Prado, el Rijksmuseum, la Galería de Dresde y el Hermitage, así como números extraordinarios de revistas de arte, recordaron los cuatrocientos años del nacimiento de Rubens. Rubens es, sin disputa, el más calificado representante del barroquismo pictórico en Europa y de la Escuela Flamenca, en particular. Dotado de una asombrosa fecundidad creativa, llenó con su nombre y su fama toda la primera mitad del siglo XVII. Los catálogos de los museos y pinacotecas de Europa y Estados Unidos registran alrededor de cuatro mil lienzos salidos de su mano. Si bien tan enorme cifra, casi imposible de concebir como obra de un solo hombre, ha sido discutida en diversas épocas, se explica si tenemos en cuenta que Rubens, como jefe de escuela, trabajó con una numerosa legión de discípulos, muchos de ellos tan notables como Van Dyck y Jordaens. El barroco no es únicamente un estilo artístico, sino un estado de espíritu, una estética y una filosofía propios de la burguesía comercial del siglo XVII. No se limitó a la plástica, sino extendió su influencia a la música y la literatura. Hay una arquitectura barroca (Borromini) como hay una música barroca (Vivaldi); una escultura barroca (Bernini) y literatura y poesía barrocas (Góngora y el culteranismo). Desde los «manieristas» italianos hasta el advenimiento del neoclásico, todo el arte del setecientos está saturado de barroquismo, el cual llevó «la fuerza en movimiento» a las excrecencias del rococó francés y el churrigueresco español. La pintura de Rubens se inscribe plenamente en el barroco por su dinamismo explosivo, el colorido cálido y brillante, cercano de los maestros vene-
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cianos y la exaltación de la forma expresada en la alegoría mitológica. Después de recrearnos en la contemplación de la Sala de Rubens en el Louvre, con los enormes lienzos apoteósicos de la vida de María de Médicis, la esposa italiana de Enrique IV, podemos concluir que el arte de Rubens es un canto a la jocundidad y alegría de vivir. Toda la riqueza y la armonía del color y la pomposa fantasía compositiva del genio flamenco se desbordan en los grandes lienzos alegóricos, en los cuales la mitología se ha plasmado en los dioses y deidades del Olimpo, con la exuberancia sensual de sus carnes desnudas. Como hombre del Renacimiento, poderosamente influenciado por Italia y su arte, Rubens, además de pintor, fue humanista cabal. Dominaba siete lenguas, incluido el latín y fungió de cortesano de reyes y príncipes. En cierto momento se puso al servicio del rey de España Felipe IV y, como embajador suyo ante la Corte británica, intervino en las negociaciones de paz entre Inglaterra y España. Hombre de refinado gusto, construyó para su residencia un suntuoso palacio en Amberes, donde vivió rodeado de obras maestras de la pintura y la escultura, bibliotecas con obras de los clásicos de la antigüedad y mármoles griegos y romanos. La influencia de Rubens fue inmensa en su siglo y aun en los posteriores. Reproducidas en grabados al aguafuerte, sus obras se conocían por todo el Occidente europeo y llegaron hasta las colonias españolas de América. Esa gravitación la podemos percibir fácilmente en la llamada Escuela Cusqueña de los siglos XVII y XVIII. Los pintores cusqueños, en efecto, copiaron numerosas obras del maestro antuerpiense o se inspiraron en ellas y le imprimieron a sus creaciones ciertos caracteres estilísticos propios. Parece que el tema rubensiano predilecto de los pintores indios y mestizos del Cusco fue el de la Adoración de los Magos, asunto que Rubens trató en numerosos cuadros con diversas variantes. Hemos visto copias o, mejor, imitaciones de la Adoración de los Magos en gran número de templos del Cusco y de provincias, desde Checacupe hasta Andahuaylas y Ayacucho, todas con el sello de primitivismo ingenuo de los artistas indios que, por razones obvias (desconocimiento de los originales y de la técnica europea), no podían alcanzar la fastuosidad de color y la ciencia del dibujo del pintor flamenco.
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En una de las capillas de la catedral cusqueña yace casi en el abandono una excelente copia de la Elevación de la Cruz, aunque muy maltratada; es un óleo de gran tamaño que merece una restauración adecuada. Igualmente, en la Sala Capitular del convento Mercedario se encontraba, hasta hace poco, una sagrada familia de muy buena factura, tan buena que no faltó quien le atribuyera la paternidad del mismísimo Rubens. De los cuadritos caseros que abundaban décadas atrás en nuestra ciudad, antes del saqueo impune de su patrimonio artístico, obras humildes de los artesanos de la escuela popular cusqueña, son muchísimos los que repiten el tema de la Adoración de los Magos en pequeñas telas y pinturas sobre metal y tabla, como eco lejano del arte admirable de Pedro Pablo Rubens. Que estos ligeros apuntes sean una contribución a la celebración del cuarto centenario del nacimiento del genial pintor flamenco, gloria del arte pictórico de todos los tiempos. 1978
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1981: centenario de Picasso
Entre los jubileos centenarios que se celebraron el año que acaba de fenecer, sin lugar a duda, uno de los más conspicuos fue el del nacimiento de Pablo Picasso, por consenso unánime de la crítica, considerado el mayor pintor del siglo actual. Pablo Ruiz Picasso, o simplemente Picasso, aparece en el centro del arte contemporáneo con los perfiles de un innovador y un revolucionario de la pintura. Polifacético, múltiple, prolífico, el genial artista malagueño es, con sobradas razones, lo que muchos de sus biógrafos, glosadores y comentaristas de su copiosísima obra (catorce mil pinturas, cien mil grabados, algo de treinta y cuatro mil ilustraciones) señalado como el español universal. Universal por su genio y por la dimensión ecuménica de su arte. Nacido a orillas del Mediterráneo, en Málaga, en 1881, Picasso vivió casi un siglo, hasta abril de 1973, año en que falleció colmado de gloria y de riqueza. Hijo de un discreto pintor y profesor de dibujo, comenzó pintando desde su infancia al lado de su padre en su Andalucía natal. Luego pasó a Barcelona y después a Francia, para quedarse finalmente en París, el polo magnético de la pintura universal desde los años que siguieron a la gran Revolución francesa de 1789. El arte de Picasso evolucionó desde el realismo y el posimpresionismo cézanniano hasta el abstractismo, pasando por el cubismo y el surrealismo. Intérpretes y exégetas del desconcertante y caudaloso arte picassiano están de acuerdo en reconocer en su proceso cierta secuencia estilística expresada en los denominados «períodos», tales como el azul, el rosa, el del cubismo geométrico, el del grafismo erótico, entre otros. Pero lo evidente es que la obra del genial malagueño está lejos de ser catalogada en su exacta dimensión, ya que no solo abarca la pintura, sino también el grabado, la cerámica y la escultura, sin excluir la literatura y la poesía. Lo que se puede definir como el credo estético de Pablo Picasso, quizá esté contenido en estos pensamientos que el gran artista escribiera a manera
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de «confesión» al explicar los motivos que lo impulsaron a hacerse militante revolucionario en la década de los años 40. Decía entonces el autor de Guernica: «Por medio del dibujo y del color he tratado de penetrar más hondo en el conocimiento del mundo y de los hombres, de tal manera que este conocimiento pudiera libertarnos. A mi modo, he dicho siempre lo que consideraba más verdadero, más justo, mejor y, por consiguiente, más hermoso. Pero durante la opresión y la insurrección sentí que eso no bastaba, que yo debía luchar no solo con la pintura, sino con todo mi ser. Hasta entonces, debido a una especie de “inocencia”, no había yo entendido esto». Inspirado por su revolucionario credo estético, impregnado de profundo y sincero humanismo, en 1937, luego del salvaje bombardeo aéreo de la pequeña ciudad de Guernica, santuario de las libertades del pueblo vasco, por las escuadrillas nazis de Göring, Picasso, por encargo del gobierno de la República, pintó en menos de un mes su enorme lienzo mural (8 × 3,5 metros), que tituló significativamente Guernica y ha devenido en una de las pinturas más famosas del mundo en el infierno de la guerra imperialista. Su fama solo es comparable con la de las más célebres obras maestras de la pintura universal, por decir, Las Meninas, de Velázquez; La ronda nocturna, de Rembrandt; o los frescos de la Sixtina. Su autor, después de exhibirla en las principales capitales europeas como testimonio condenatorio de la ferocidad hitleriana, ordenó que no regresara a España mientras no fueran restablecidas en la península las libertades democráticas ahogadas en sangre por el régimen de Franco. Hace poco, en octubre, justamente al cumplirse el centenario del nacimiento del gran pintor, luego de haber permanecido «en custodia» en el Museo de Arte Moderno de Nueva York, el Guernica ha vuelto a su patria, donde fue expuesto en una sala especial del Museo del Prado de Madrid. He aquí como explicó Picasso en 1945, el simbolismo y el mensaje del Guernica. «Guernica es pintura simbólica, un intento de resolver, por los medios del arte, el problema humano. Yo quería expresar el horror no solo de un suceso concreto, sino del problema del mundo en general». Resulta del todo obvia la actualidad de la obra picassiana, ahora en 1982, cuando otra vez, como en 1937, un apocalíptico conflicto nuclear, más mons-
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truoso aún que los bombardeos de Guernica y de Hiroshima, pende sobre la humanidad entera y no solo sobre España y Europa. De algún modo el arte universal de Picasso está vinculado al Perú. Cuando nuestro compatriota César Vallejo, valorizado como el mayor poeta del siglo en idioma español, se murió en París «con aguacero» y «un día del cual ya tenía el recuerdo», un grupo de escritores y artistas insinuó a Picasso que dibujara el retrato del poeta. Picasso accedió de buen grado e hizo hasta tres apuntes a la pluma de la cabeza del creador de Trilce. Uno de ellos, el más popular y conocido, ha dado la vuelta al mundo reproducido en decenas de ediciones de la poesía vallejiana y en millares de revistas y publicaciones periódicas. Así han quedado unidas en la inmortalidad de la gloria dos geniales figuras de la cultura hispánica: el español Picasso y el peruano Vallejo. 1982
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El Hermitage
El gran museo, uno de los mayores del mundo y el mayor de la Unión Soviética, ocupa actualmente tres edificios monumentales y contiguos: el Palacio de Invierno, de los zares; el llamado Nuevo Hermitage y el antiguo Hermitage, que fue el primer museo ruso. La fachada posterior del conjunto cae paralelo al malecón, que bordea el río Neva, por donde es el ingreso. El antiguo palacio está dividido en grandes aposentos, como el Salón de los Mariscales, enteramente dorado, con su piso de parquet de maderas preciosas, donde se muestran enormes retratos ecuestres con las imágenes de los mariscales zaristas. La Sala de Catalina II y la Sala del Trono son gigantescas estancias, decoradas al gusto de la época, que imitan la fastuosidad de Versalles y de los reyes franceses. Hay derroche de mármoles finos, jaspes y piedras semipreciosas en las pilastras; los capiteles y cornisas son dorados, y los plafones y cielorrasos decorados con pinturas y relieves de estilo rococó. El entarimado de los pisos es otra obra de arte, ya que reproduce los caprichosos arabescos y entrelazados de alfombras de diferentes colores: sándalo, ébano, roble, caoba. Para empezar, llama la atención la escalinata monumental de mármol blanco de Carrara, que conduce a la segunda planta. El estilo es completamente barroco francés con elementos del neoclásico en los capiteles dorados, y la estructura a dos alas, con peldaños y balaustres de fina factura. En medio cuelga una gigantesca araña de cristal de roca y bronce dorado. Pasamos rápidamente por la sala griega, con enormes columnas dóricas, donde se exhiben colecciones de vasos pintados, ánforas, tritones, etc. La Sala de Catalina, donde se exhibe el famoso Reloj, obra extraordinaria de orfebrería y mecánica, simula un árbol en cuyas ramas se posan un pavorreal, un gallo y un búho. Esta es obra de un famoso relojero francés. En otra sala se muestra un gigantesco mapa de la Unión Soviética ejecuta-
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do en técnica de mosaico, mediante el uso de una enorme variedad de piedras finas y semipreciosas, realizado por artistas de la época revolucionaria. El enorme mapa físico del territorio ruso es desarmable y fue exhibido en exposiciones internacionales. Leningrado, 1975
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Leningrado, la heroica
La primera impresión que el viajero tiene de Leningrado, después de haber estado en Moscú, es la de una ciudad más europea, planificada conforme a un esquema arquitectónico racional. Calles y avenidas amplísimas (las famosas prospekts o perspectivas) bordeadas de edificios que no sobrepasan los seis o siete pisos y de un estilo parejo, que corresponde al neoclásico francés del siglo pasado: ventanales coronados de frontones, pilastras con capiteles corintios, techo y coberturas en mansarda, balaustradas en los remates y óvulos en las buhardillas. El trazo perfecto da una sensación de equilibrio armónico y sobrio. Los principales edificios, como el famoso Instituto Smolny —escenario de los momentos culminantes de la Revolución de Octubre—, el Palacio de Invierno (actual Museo del Hermitage), el Almirantazgo, los palacios de María y Táuride, etc., son del corte neoclásico, de moda en la Europa occidental del siglo XIX. Se nota en ellos, a primera vista, el predominio de la austeridad dórica con columnas de fuste liso y basas romanas, correspondientes a los órdenes toscano y compuesto. La catedral de San Isaac es el edificio arquetípico del neoclásico ruso. Aquella está rodeada de grandes columnas monolíticas de cuarzo rosa, gran frontón dórico en la fachada y dos pequeños campanarios. La enorme fábrica está coronada por una cúpula renacentista dorada que se alza sobre un tambor de luces con columna sustentantes y una graciosa linterna como remate. El conjunto es de una bella armonía, aunque recuerda, en líneas generales, a San Pedro de Roma con su grandiosa cúpula miguelangelesca. Los materiales empleados son riquísimos: cuarzos graníticos, procedentes del Cáucaso y los Urales; mármoles veteados de hermosos colores (rosa, verde malaquita, gris y negro). En la plaza de San Isaac, se levanta la estatua ecuestre del zar Nicolás I. Los soviéticos la han conservado no por la calidad y los méritos del personaje,
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sino porque es una obra escultórica de características singulares. Tiene la particularidad de que el caballo, no obstante, la altura de la columna que le sirve de pedestal, se sostiene solamente en los cuartos traseros sin ningún otro elemento de apoyo, como ocurre en la mayoría de las figuras ecuestres.
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Dos horas en el Louvre
Hay que pagar cinco francos para ingresar al Louvre por la parte que da al ala derecha del gran museo. Hacemos una pequeña cola con turistas de todo el mundo, principalmente yanquis norteamericanos, que van tras el guía que explica en inglés. Yo y mis compañeros no necesitamos de ningún cicerone. Se sube por una amplia escalinata y en el ancho pasillo a ambos lados se exhiben mármoles griegos y romanos. Reconozco algunos sarcófagos romanos esculpidos en mármol, que recuerdan los del Renacimiento italiano, la estatua del emperador Augusto y muchos otros. Al final de la gran escalinata, en medio levanta su belleza acéfala la Victoria de Samotracia. La figura es enorme y las grandes alas desplegadas parecen emprender el vuelo. Pregunto a uno de los guardianes negros dónde se encuentra la pintura del Renacimiento. Es a la derecha, me dice. En efecto, allí comienza la galería de los «duocentistas» y «trecentistas», Giotto, Fra Angélico y muchas obras maestras que hay que pasar de largo dedicándoles apenas unos segundos. Volteamos sobre la derecha y se ingresa a la «Grande Galerie», que es inmensa. Creo que era el Salón de Baile de la Corte, cuando el Louvre era aún palacio de los reyes franceses. A ambos lados centenares de tablas y telas de diferentes tamaños, de casi todos, si no es todos, los renacentistas italianos, franceses y flamencos. Los originales me recuerdan los grabados y cromos vistos muchas veces en libros y revistas. Hay que ir de un lado a otro, o comenzar por uno y regresar por el otro, pero me falta tiempo: solo dispongo hasta mediodía. Desfilan como en cine Cimabue, Carpaccio, Mantegna, Filippo Lippi y su hijo Filippino, Palma, Orcagna, Simone Martini, Botticelli, Lotto, pero la mayoría son los franceses «italianizantes», Clouet, La Tour, etc. Reconozco el famoso Giles, de Watteau, El embarque para Citerea y otras telas relativamente pequeñas. La mayoría son tablas. En los espacios intermedios hay mármoles griegos y romanos, obras famosas, pero el tiempo me gana. Me contento con verlos o admirarlos de lejos. Allí en la «Gran-
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de Galerie» encontramos muchos pintores flamencos y alemanes; hay varios Durero, Memling, Van der Goes, etc. Al final de la «Grande Galerie» está la Sala de Rubens, cuyo cuarto centenario se celebra precisamente este año. El conjunto de la sala deslumbra: son como veinticinco telas de gran tamaño que llenan los dos muros laterales, el muro del fondo y dos alas más pequeñas a la entrada flanqueada de enormes columnas. El tema es único: la apoteosis de la vida de María de Médici, la esposa italiana de Enrique IV. Todo el brillante colorido y la pomposa fantasía compositiva del genio flamenco se desbordan en sus obras. María de Médici está representada, desde su nacimiento, como una diosa del Olimpo, rodeada de todas las deidades, genios, dioses y semidioses de la mitología grecorromana y, de manera particular, las diosas y deidades luciendo la jocunda opulencia de sus desnudeces magníficas. El pintor de Amberes deslumbra sencillamente. Me quedo unos pocos minutos sentado en los sillones centrales para contemplar, con embeleso, las maravillosas alegorías y para dar un brevísimo descanso al cuerpo; pero no hay minuto que perder, hay que seguir adelante. Con pena dejo la Sala de Rubens y pregunto a un guarda por la Sala de Rembrandt y los flamencos. Casi al final de la «Grande Galerie», me detengo a ver una multitud de turistas que entran y salen de un recinto transversal. Allí están los genios del Renacimiento italiano, el «Siglo de Oro» de la pintura occidental: Leonardo, Rafael, Tiziano, Tintoretto, el Veronés. Los turistas se agolpan frente a una gran hornacina de cristal grueso a prueba de balas; allí está la famosísima Gioconda, de Leonardo. Me quedo unos minutos inolvidables frente a la enigmática sonrisa de la dama florentina sobre la que se ha hablado, discutido y fantaseado tanto en la literatura artística, desde el siglo XVI. Mona Lisa me parece que es el cuadro más famoso del Louvre. Allá por 1912, fue raptada por un maniático y estuvo un tiempo perdida. Rescatada luego, no faltó otro insano que atentara contra ella y ha recorrido escoltada con más seguridades que la reina de Inglaterra por las más populosas ciudades del mundo. En efecto, viajó a Nueva York y pocos años atrás fue traída aquí a Moscú (donde escribo estas impresiones) y los soviéticos hicieron colas desde las cinco de la mañana para conseguir un ticket de entrada que costaba un rublo, para contemplarla,
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no más de medio minuto. Por mi parte, me tocó en suerte ver vis à vis a la bella donna que —quizá— fue el amor platónico del más genial de los hombres de todos los tiempos. Me habría quedado horas contemplando a la misteriosa Mona Lisa, pero me vencía el tiempo. A la una de la tarde debía estar en el aeropuerto de Orly-Sud, para seguir viaje a Moscú por Aeroflot. Seguimos adelante en el recorrido. Al lado de La Gioconda están La Virgen de las Rocas, el San Juan Bautista, el Baco, junto con otras obras de Leonardo. Hago inauditos esfuerzos con la vista para poder retenerlos en la memoria, aunque los conozco desde hace decenas de años. En la misma sala, ocupando todo el muro del fondo está el inmenso cuadro Las bodas de Canaán, de El Veronés, el más suntuoso decorador del Renacimiento. El cuadro llama la atención por sus gigantescas dimensiones (por las reproducciones, me lo imaginaba más pequeño). En efecto, los personajes del primer plano, los que componen la orquesta —entre los cuales está el propio pintor tocando el contrabajo y, frente a él, Tiziano pulsando la viola— son de tamaño natural o mayor. Como composición y colorido es una verdadera obra maestra: la multitud de personajes que se mueven en todos los planos y, al medio, Cristo y su Madre, presidiendo el colosal banquete, mientras dos servidores, a la derecha, mirando de frente vierten en sendas ánforas el agua que se convertirá en vino. El inmenso lienzo es, en realidad, impresionante. Frente a él está la Cena en casa de Leví, del mismo autor, y a los costados otras obras maestras de la pintura italiana del Renacimiento y, de modo particular, de la Escuela Veneciana, que se distingue, como se sabe, por la riqueza y brillantez del colorido: Tiziano, Tintoretto, Palma el Viejo, Giorgione, etc., un conjunto de maravillas que, por mí, los estaría contemplando por horas. Los minutos avanzan inexorablemente, mientras siento —casi físicamente— el mitológico suplicio de Sísifo: tener una sed inmensa, estar al lado de la fuente y no poder beber. Con harto dolor de mi alma, abandono el recinto y pregunto a otro cancerbero negro dónde está Rembrandt y los holandeses. El servidor me señala en
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francés el lugar. Corro seguido por Carito, que ya se ha cansado, al parecer. Llego a la sala de los flamencos y, por supuesto, es otro deslumbramiento. Los lienzos son pequeños, pero admirables de color. Hay varios de Van Dyck, los paisajes de Van Ruisdael, entre ellos el famoso Molino de agua, de Hobbema. Grandes motivos de género y retratos de Van Ostade, las maravillosas tablas de Vermeer. Pero en medio de tantos y tantos chefs d’ouvre, atrae la atención de los visitantes y, desde luego, de los entendidos en arte, un lienzo, el célebre Betsabé en su baño, de Rembrandt, el genio del claroscuro, que muestra sus maduras carnes, pensativa con la misiva del rey David en una mano y las piernas cruzadas. Los turistas escuchan abobados las explicaciones del guía francés, mientras yo hago una rápida comparación entre el original de Rembrandt y las reproducciones que conozco, más otros originales que ví, hace más de dos años, en el Museo de Bellas Artes Pushkin, de Moscú, y la Danae, del Hermitage. Hay igualmente dos o tres de los autorretratos del maestro y otros pequeños lienzos del mismo. En las paredes quedan otras creaciones famosas de los más célebres pintores de las escuelas flamenca y holandesa, con infinita pesadumbre de no poderlos gozar a gusto. La hora se nos vence y debemos abandonar el Louvre. Se me quebró la voz al decir adiós al más famoso museo del mundo occidental. Moscú, Hospital Central, 18 de noviembre de 1977
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Fig. 20. Paolo Veronese. Las bodas de Canaán, 1563 Óleo sobre lienzo, 677 cm. x 994 cm. Museo del Louvre, París
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CAPITULO VII ARTE Y EDUCACIÓN
Julio Genaro Gutiérrez Loayza
La educación y el arte
Al iniciar este seminario organizado por la Quinta Dirección Regional de Educación, que reúne por primera vez a profesores de la especialidad, consideramos pertinente reconocer que este certamen es de particular importancia no solo para quienes nos dedicamos a ella, sino para el magisterio en conjunto y para la causa de la educación en general. Hace bien la superioridad en propiciar reuniones de este tipo, porque, de esta forma, tenemos la oportunidad de refrescar nuestro bagaje profesional, intercambiar experiencias y coordinar planes y tareas que han de redundar en beneficio de la gran causa de la educación nacional, en que maestros y educadores estamos empeñados por imperativo patriótico. Estoy seguro de que de esta cita han de salir importantes y valiosas conclusiones por mejorar e impulsar la enseñanza de las artes plásticas en los planteles de educación oficial y particular, especialmente en los niveles primario y secundario. Las aportaciones de profesores especialistas, muchos de ellos artistas distinguidos y maestros con larga práctica profesional, nos darán útiles y provechosos consejos para nuestra diaria tarea de enseñar y aprender. Con estos propósitos, y antes de entrar en la exposición del punto del temario que me ha sido asignado, me permito presentar mi cordial saludo a los colegas presentes, entre quienes encuentro alumnos míos, ahora profesionales de alta calificación que dan honor y lustre al magisterio de la Quinta Región. El tema de mi disertación puede ser expresado en términos un tanto matemáticos como «El arte en función educativa». Nos encontramos, en efecto, frente a dos actividades humanas no totalmente distintas, pero indudablemente diferentes: el arte y la educación. Como premisa debemos dejar claramente establecido que, ante todo, somos profesores y, en un sentido más alto y también más noble, educadores y no artistas. Lo cual no quiere decir, en modo alguno, que un artista no puede ser educador ni que un educador sea también artista. Por algo la pedagogía más que
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Fig. 21. Julio G. Gutiérrez Loayza en compañia de sus alumnos Pío Conde y Julio Aybar, 19 de diciembre de 1942 Exposición escolar, Centro Escolar Garcilaso de la Vega - 1° Sala Colección familia Gutiérrez
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Fig. 22. En portada caricatura de Julio G. Gutiérrez L. por H. Velarde Semanario ilustrado Bernardito de la Gran Unidad Escolar Inca Garcilaso de la Vega, edición N°3 Colección familia Gutiérrez
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una ciencia es un arte: el arte de enseñar y, en nuestro caso particular, podríamos añadir: el arte de enseñar bellamente. Comencemos por tratar —tratar nada más— de fijar algunos conceptos sobre el arte. ¿Qué es el arte? Sabemos, por filosofía, que esta es una interrogación que tiene la venerable antigüedad de dos mil quinientos años, puesto que el divino Platón ya se ocupó de los problemas de la belleza en uno de sus famosos Diálogos, el Hipias mayor y, aun antes que él, su maestro Sócrates ya dejó planteada esa problemática eterna a la sombra auspiciosa de los propileos atenienses, cuatro siglos antes de Cristo. Esto en el terreno de la teoría, porque, en la práctica, veinte mil años antes, el pintor magdaleniense, el dibujante y el grabador del Perigordiense, en el paleolítico superior, probablemente, habrían pensado, mientras trabajaban a la luz mortecina de antorchas en las intrincadas profundidades de Altamira o de Lascaux, acerca del efecto que producirían en los rudos miembros de la horda las imágenes de los toros salvajes, los bisontes y los renos que iban reproduciendo en las bóvedas y paredes de los refugios o santuarios rupestres. Milenios más adelante, ya en plena historia, el artista nilótico, dígase el arquitecto que concibió la rígida estructura piramidal, el escultor Tutmose, que plasmó la belleza hierática de la princesa Nefertiti, o el pintor de frescos en las columnas de la Sala Hipóstila de Luxor, tuvieron evidentemente un canon, o sea, una regla, una norma ideal de belleza, la cual es una estética, vocablo que apareció milenios después, en 1735, acuñado por el germano Alexander Baumgarten. Toneladas de papel impreso han salido de las prensas para definir sin conseguirlo la idea y la palabra arte. Toda una ciencia filosófica se ocupa del tema para llegar a una conclusión paradójica: el arte es indefinible. No podemos definir el arte, pero sí podemos sentirlo, gozarlo, contemplarlo o crearlo. No he venido a exponer una lección de estética, cuyos encrespados problemas dejemos a los teorizantes y a los filósofos. Modestamente, podemos darnos por satisfechos con decir que el arte es la expresión humana de la belleza. Pero este concepto plantea a su vez, otra interrogante: ¿qué es la belleza? Aquí la respuesta ya no es tan sencilla. Necesitaríamos revisar dos mil años de filosofía
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para contornear y delimitar los problemas que ya Sócrates dejó planteados al distinguir entre «Kalón Kath’autó», la belleza en sí, y «Kalón pros ti», lo bello a causa de... O en términos de romance: la belleza y lo bello. Evidentemente, estos problemas nos arrastran con fuerza irresistible al terreno de la especulación pura, que está reservado a las mentalidades que tienen poco que hacer con la educación, que es una actividad práctica, prosaica y, no pocas veces, ingrata. Dejemos, pues, estos predios de difícil acceso y volvamos los ojos a nuestra realidad para recordar lo que aprendimos en la universidad o la escuela normal: qué entendemos por educación. Educar, del latín educāre, conducir, es fundamentalmente «la influencia sistemática que, con un sentido y un fin determinados, se ejerce sobre la psicología del educando, para desarrollar en él cualidades deseadas por el educador» (M. I. Kalinin). Esta definición, por amplia que sea, no deja de ser tal. Es decir, una definición y las definiciones, dice Engels, «carecen de importancia para la ciencia, pues siempre resultan insuficientes». Pero en todo caso, educar es conducir sistemáticamente, ejercer influencia inmediata el maestro o educador sobre el discípulo para conducirlo, ayudándolo para hacer brotar, por decir así, las cualidades que lleva ocultas o dormidas. En este sentido, la educación deviene en una tarea de descubrimiento o de revelación de virtudes que, potencialmente, guarda la personalidad del educando. Creo yo que, al menos en los profesores de educación artística, este es el concepto como debemos tomar la educación. Sabemos que la pedagogía o teoría de la educación ha hecho grandes progresos a partir del siglo XVII, hasta constituir en la actualidad una verdadera ciencia de la educación, aunque no tenga todavía la precisión objetiva de la ciencia física o matemática. En medio de la diversidad y multiplicidad de tendencias y escuelas que han abordado el problema educativo, que, según Kant, «es el mayor y más difícil que puede ser planteado a los hombres», cabe, no obstante, establecer algunos hechos fundamentales y básicos: 1. Que la educación, como proceso social, está determinada por la estructura económica de cada sociedad y de cada época, a través de la historia. Por eso, a cada tipo de sociedad corresponde una educación
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diferente. La sociedad comunitaria primitiva, la sociedad esclavista, la sociedad feudal y la sociedad capitalista, de igual manera que la sociedad socialista, han creado sus propias instituciones, métodos y sistemas educativos. 2. Que la educación es un factor de importancia decisiva en el proceso de transformación de las sociedades en marcha hacia el progreso y el desarrollo, como es el caso nuestro, el del Perú. Si la educación es un complejo proceso físico, psicológico y social para la formación de las nuevas generaciones, resulta evidente que es un factor de primerísima importancia en la creación de lo que los actuales gobernantes han dado en llamar «un nuevo tipo de hombre y de sociedad», profundamente nacionalista y humanista, en nuestro país. Dejando de lado los graves y trascendentales problemas de la axiología pedagógica, pasemos a lo central del tema: en las relaciones entre el arte y la educación, de qué modo el arte, como creación de belleza, puede influir en la educación y cómo el educador puede utilizar el arte para cumplir sus altas finalidades. En este punto, es claro que caben varias posiciones y diversos puntos de vista, como el arte al servicio de la educación, la educación por el arte y la educación para el arte. Nosotros como profesores nos situamos clara y distintamente en una posición pragmática. Para el educador, el arte no es un fin, sino solamente un medio para llegar a una meta o, en términos pedagógicos, un método, aunque tal vez mejor sería decir un procedimiento. Esta es una cuestión que es necesario delimitar con la mayor precisión, ya que de aquí parten los diferentes criterios con que hay que juzgar los objetivos de una Escuela de Bellas Artes y los de una sección normal de profesores de artes plásticas. La Escuela de Bellas Artes tiene, o debe tener, categoría académica, ya que su misión es formar artistas, en tanto que la escuela normal solo forma profesores especialistas para los niveles primario y secundario. Determinada nuestra posición, examinemos, aunque sea brevemente, las relaciones entre el arte y la educación. Estas relaciones son estrechas desde el
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momento en que uno de los grandes objetivos de la educación es la formación de la conciencia estética en la personalidad del educando. La necesidad de la educación estética, como sabemos, se remonta a los griegos y, considerada como formación profesional, la encontramos en todas las culturas antiguos. Solo a partir de Locke y del naturalismo, el arte, concretamente el dibujo, es tomado en cuenta como factor educativo, como parte concurrente a un todo que es la formación integral del educando. Desde Rousseau a esta parte, se han sucedido en Europa los más diversos métodos para la enseñanza y el aprendizaje del dibujo y la pintura. El dibujo se ha emancipado de la pura práctica profesional para tomar carta de ciudadanía como lenguaje o expresión gráfica y, por consiguiente, como medio educativo de primer orden. Debemos a los grandes educadores modernos —desde Rousseau y Comenio, Basedow, Pestalozzi y Fröbel, hasta los más recientes como Kerschensteiner, Montessori y John Dewey— la verdadera valorización del dibujo como expresión plástica común a toda persona racional. Este hecho constituye un paso trascendental en la pedagogía contemporánea. De este modo, el arte —ocupación reservada a individuos dotados de capacidades excepcionales, que formaban una verdadera élite— ha pasado a ser solamente una entre otras varias maneras de expresarse, de la misma validez que el lenguaje oral o escrito y, por tanto, susceptible de ser desarrollado en todo individuo con capacidad pensante. Hace más de un siglo, a raíz de la primera Exposición Internacional de 1850 realizada en París, el arquitecto y pintor Antoine Étex comenzaba su Curso Elemental de Dibujo con estos conceptos cuya actualidad es obvia y vigente: «Dibujar es escribir en todas las lenguas, es escribir para todos los ojos, dibujar es a la vez pintar y esculpir. Aprender a dibujar es aprender a rectificar el juicio por los ojos, es aprender a ver justo». Concluía Étex insistiendo sobre la utilidad y universalidad del dibujo, que «todo el mundo debe saber dibujar; todo el mundo puede saber dibujar». Estas ideas tan claras acerca del papel educativo del dibujo, fueron ratificadas en 1856 por el profesor francés Conde de Laborde, quien en un informe sobre la enseñanza del dibujo, basado en las consecuencias de la Exposición de
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1851, sostenía que se debe «enseñar a todo niño a escribir y dibujar su pensamiento» y añadía que «el dibujo no es un arte, el dibujo es un género de escritura y se puede hace un buen o mal dibujo, como se tiene una mala o buena escritura, pero será vergonzoso no dibujar y se avergonzará como hoy se avergüenza quien no sabe escribir; y así como escribir no es ser escritor, en el sentido de tener un pensamiento elevado y profundo, expresado en un estilo preciso y elegante, así también dibujar lo que se ve o lo que se ha visto no será propiamente tener un talento de artista». Creo íntimamente que ningún profesor de artes plásticas dejará de meditar acerca del contenido profundo de estas ideas, que son la expresión del nuevo concepto educativo del dibujo —y por extensión de todas las artes plásticas— en la nueva educación. Los mismos o parecidos juicios fueron expuestos por técnicos como el arquitecto Viollet-le-Duc en Francia y por profesores especialistas como Walter Smith en Inglaterra y Charles Stetson en los Estados Unidos de Norteamérica. Como consecuencia de este interés generalizado por la enseñanza del dibujo y del arte en general, casi todos los Estados europeos, y algunos americanos como México, incluyeron en sus planes educativos la enseñanza obligatoria del dibujo, de tal modo que, al terminar el siglo pasado el Dibujo como asignatura estaba incorporado de hecho en los currículos educativos de primaria y secundaria de gran parte de los países del Antiguo y Nuevo Continente. Pero el verdadero interés e importancia asignados por la pedagogía actual a la enseñanza de la metodología especial del dibujo y las artes plásticas está expresado en los congresos internacionales de la enseñanza del dibujo, organizados primero por la Asociación de Profesores de Dibujo, de la ciudad de París y posteriormente por un organismo internacional: la Federación Internacional para la Enseñanza del Dibujo. Los ocho congresos internacionales llevados a cabo desde 1900 hasta 1937 ejercieron poderosa influencia en la fijación definitiva de los lineamientos doctrinales y pedagógicos de la enseñanza del dibujo en los principales países del mundo, se interrumpió su magnífica labor orientadora solamente a consecuencia de las dos guerras mundiales, o sea, en 1914 y en 1939. El conocimiento de las conclusiones y resoluciones de estos certámenes
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pedagógico-artísticos son de la más alta utilidad para los profesores de arte y es de todo punto recomendable su estudio. Y por último, pasemos una ligera revista a la enseñanza de las artes plásticas en nuestro país. La historia de la pedagogía nacional podría proporcionarnos valiosos datos que infelizmente no han sido estudiados y analizados todavía por ningún estudioso. Nadie que sepamos ha escrito la historia de la enseñanza del arte en el Perú. Tenemos muy escasos datos al respecto, por lo cual, dejando este capítulo de suyo interesante, pasamos a exponer brevemente algunos juicios sobre la situación particular de aspecto tan sugestivo de nuestra educación. El arte en general y las artes plásticas en particular han sido vistas en nuestro medio con evidente subestimación y olímpico desdén. Este prejuicio absurdo ha sido alimentado por la insensibilidad de una mayoría abrumadora de nuestros colegas y esto hay que decirlo claramente. La ignorancia en esta materia es clamorosa. No oímos decir con harta frecuencia a personas con relativa cultura: ¿Para qué sirve el dibujo?, ¿por qué se pierde el tiempo en clases de dibujo, acaso todos los alumnos han de salir artistas?, etc. A excepción de los niños de los primeros grados de primaria, la mayoría de los adolescentes de secundaria manifiesta igualmente sarcástico menosprecio por el dibujo, la pintura y las artes plásticas y manuales. Semejante prejuicio que debería avergonzar a quienes ostentan título de maestros, debe ser superado y ya lo está siendo en parte debido a la labor abnegada de los profesores de la especialidad. Pero todavía queda mucho camino que recorrer; hay que concientizar a profesores y alumnos, difundir la cultura estética, el amor a la belleza natural y artística, promover vocaciones, estimular a los niños y jóvenes mejor dotados y, sobre todo, hacer comprender las brillantes ideas precursoras del Conde de Laborde de, hace más de un siglo, que no saber dibujar es tan vergonzoso como no saber escribir y, peor aún, mostrarse impermeable a la sugestión estética. Con un poco de optimismo podríamos quizá esperar un cambio substancial en la educación artística, si nos atenemos a los conceptos emitidos en el Informe General acerca de la reforma de la educación peruana sobre «el papel del arte en la educación», apartado que, por sus alcances y su contenido, vale la
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pena transcribir en su integridad, ya que estamos en una reunión de especialistas para tratar asuntos de nuestra especialidad:
Papel del arte en la educación El espíritu de lucro y la escala de valores de una sociedad caracterizada por la dominación, que se traduce en visión predatoria de la naturaleza, hicieron del país tierra de mera explotación y aprovechamiento lucrativo. El arte no tuvo el ambiente indispensable constituido por la estimación del hombre por sí mismo y la percepción estética de las formas. Consecuentemente, esta ubicación del arte como fenómeno superfluo y adicional se refleja en una verdadera marginación de la educación artística, que fue prácticamente olvidada en la escuela y muy descuidada en las llamadas instituciones de cultura. Los planes oficiales no le atribuyeron más valor que el de una clase de adorno, la cual podía ser suspendida o sustituida bajo cualquier pretexto. A la indiferencia generalizada por el arte se agregaba la introducción de aquellos cánones que para el artista regían en las estructuras sociales de los últimos siglos de Europa, donde los creadores e intérpretes, si bien no surgieron de las clases altas, se dedicaron a servirlas. De esta dirección elitista importada se derivó el concepto generalizado del arte como ornamento de una vida ociosa y, por ende, del arte mismo como un ocio superfluo, se reservó la condición de actividad seria a aquella que reportase dinero y prestigio social. El arte resultó, pues, herencia de la servidumbre del artista, pues la carencia de respeto por el arte y el artista deprimió la creación original, introdujo dentro de la estructura cultural de dependencia, la imitación y causó una falta de personal artístico peruano y de intérpretes de calidad, que tuvo que ser sustituido por personal extranjero. Las más altas expresiones del arte universal fueron objeto de un tratamiento hermético, reservado al disfrute de los grupos de la subcultura de élite cuando ocasionalmente alguno de sus miembros fue sensible a tales manifestaciones consideradas como «arte selecto». Mientras tanto, el arte popular, al comienzo menospreciado como producto inferior de indígenas,
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pasó a ser visto, dentro del mismo contexto de dominación, como cosa típica y folclórica, mera curiosidad o grandilocuencia de un nacionalismo vacuo, en vez de apoyársele plenamente como fuerza de vida y expresión de las hondas raíces del pueblo. En la escuela, la vivencia artística misma ha sido desterrada y en su lugar señorean las prescripciones mecánicas, la memorización de aspectos cognoscitivos sin contenido estético vivo. Se sustituye el arte mismo por un sucedáneo abstracto deformante que siega las fuentes de toda posibilidad de expresión artística. Por su parte, la universidad peruana no ha considerado en forma general la importancia de la educación artística. Los programas de difusión o extensión cultural y la formación de grupos teatrales o corales constituyen excepción, pero padecen de limitaciones y falta de apoyo que concluyen por hacerlos desaparecer tras una vida efímera generalmente sin consecuencias. La mayoría de los centros de formación profesional, de número y recursos limitados, reflejan en general las deficiencias de toda la educación deformada y de la falta de una política de desarrollo del arte. Hay alto porcentaje de deserción de alumnos y el sistema escolar no permite el hallazgo y el estímulo a vocaciones que deben ser tempranamente reconocidas y apoyadas. El arte, pues, como profesión constituye un riesgo que muy pocos se atreven a correr. La educación artística informal es anárquica en sus finalidades y procedimientos. Los medios de comunicación masiva transmiten por excepción contenidos artísticos de calidad que no pueden competir en interés, dado que el público acostumbrado al mal gusto presta más atención a mensajes triviales con finalidad propagandística y reveladores de alienación y manipulación. Se importan inconvenientes procedimientos de las sociedades de consumo y, con ello, el contrabando mental de valoraciones utilitarias de tipo capitalista, descuidándose la función educativa del arte. En las condiciones descritas, precisa adoptar políticas de promoción del arte y de la educación artística, acordes con los valores humanísticos del proceso revolucionario y en función de la creación de la nueva sociedad peruana. El arte, por ende, debe ser socialmente entendido como un fin valioso en sí mismo.
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Esto implica reconocer el trabajo artístico como trabajo, equiparable en dignidad y exigencias a cualquier otro trabajo; la profesión artística como ocupación exclusiva del hombre entregado a producir valores estéticos; la actividad artística como parte esencial de la educación de todo hombre; la apreciación del arte como posibilidad abierta a todos los miembros de la sociedad y la creación artística como expresión propia en la que cada hombre podrá encontrarse a sí mismo y entrar en comunicación con la comunidad humana. De allí que el arte debe estar presente en todas las acciones educativas y la creatividad ser el fermento de todas las formas de comunicación y realización pedagógica. Poco podríamos agregar a esta apreciación objetiva de nuestra realidad en el terreno de la educación artística; ella refleja evidentemente un aspecto del subdesarrollo cultural y del contexto involucrado en el neologismo de moda: alienación. Teniendo una tradición artística milenaria, siendo herederos de la cultura más avanzada del continente americano, con un arte del período de transición colonial muy importante y un arte popular extraordinario, creo que nuestro deber insoslayable como profesores de educación artística es empeñar todo nuestro esfuerzo para que los ideales esbozados por los ponentes del Informe General de la Reforma se conviertan en realidades concretas y operantes. Por mi parte y como ponente de este seminario, me permito sugerir las siguientes recomendaciones: 1. Demandar mayor interés por parte de Ministerio de Educación y de la Quinta Región, para la educación artística integral en las escuelas regionales de Bellas Artes y de Música. 2. Que se dote a estos planteles de mejores locales, profesorado completo, biblioteca, utilería, etc. 3. Que se proporcione colocación preferencial a los profesores egresados de la Sección Normal. 4. Que a los alumnos egresados de la Sección Artística se les otorgue título académico y se les estimule con viajes de estudio, becas en el extranjero y bolsas de viaje. 5. Que en las obras de decoración de locales públicos se dé preferencia
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a los artistas egresados de la Escuela Regional de Bellas Artes Diego Quispe Tito. Que se propicie el otorgamiento de premios pecuniarios, honoríficos y de estímulo a los artistas, estudiantes y profesores de arte por la Quinta Región de Educación, la Casa Departamental de la Cultura, el concejo provincial y otras instituciones públicas y privadas. Que se organice la Pinacoteca Pública de Arte Cusqueño Contemporáneo, con el auspicio de la municipalidad, la Sociedad de Beneficencia Pública, la Quinta Región de Educación y la Escuela Regional de Bellas Artes. Cusco, 5 de julio de 1971
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CAPITULO VIII ARTE Y REVOLUCIÓN
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Agremiación de los artistas
Hemos estado conversando con Carlos More sobre la necesidad de que los artistas, pintores, escultores, tallistas, dibujantes, orfebres, etc., de acuerdo con sus necesidades, se agrupen en una entidad que no solo represente sus intereses como gremio, sino que sea un organismo director y propulsor del arte en esta arqueológica capital. Realmente es extraño que una ciudad que tiene todas las condiciones para convertirse no únicamente en meca del turismo, sino también del arte nacional, entendiendo por arte la plástica, la música y las artes menores, no cuente con una sociedad, un núcleo, un grupo que represente dentro del conglomerado social la alta y noble actividad del arte, el más acusado exponente de la cultura que los pueblos alcanzan en su desarrollo. Otras capitales del Perú, sin contar Lima, donde últimamente se han organizado hasta dos grupos de artistas, los independientes y el grupo Pancho Fierro, que evoca el nombre de un pintor criollo, popular, de los primeros años de la República, como una verdadera reivindicación de lo nacional, tenemos en Arequipa el grupo Arekepay y la reciente Sociedad de Artes Plásticas, que, como nos dice More, agrupa a la mayoría de los cultores de las artes bellas en la ciudad del Misti; en Puno, hace años que lleva una existencia dinámica y llena de las mejores iniciativas, el grupo de pintores Laykakota, aparte de grupos musicales y dramáticos como Lira Puno, estudiantina Dunker y Orkopata, que animara el original escritor kolla Gamaliel Churata. Solo en el Cusco no hay una organización cultural o gremial de los artistas. Para esta anormalidad existen multitud de causas. En primer lugar, el hecho de que en nuestro medio la actividad artística no encuentra el más pequeño impulso ni el apoyo de quien quiera que fuese, institución o persona. En el Cusco no existe tradición de que entidad alguna haya propiciado las vocaciones artísticas. Todos mostramos la más olímpica indiferencia, por cuestiones de arte. Son ex-
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traños y no cusqueños quienes conceden méritos a nuestros artistas. El artista, dígase pintor o escultor, para vivir aquí necesita ser un héroe o un asceta. Nuestra clase pudiente o rica no se ha dado el lujo de rodearse de objetos de arte. Por eso, es regla que en el salón de muchas empingorotadas familias veamos vulgares oleografías y chucherías sin mérito ninguno, adornando paredes y estantes. En las estancias dichas de gentes nobles y aristócratas vemos el imprescindible réclame de las píldoras Ross o el jabón de Reuter, si no es un Corazón de Jesús en cromografía barata. Si algún pintor hace una exposición, amigos y no amigos creen sinceramente que el exhibidor debe regalarles un cuadrito, como si pudiéramos ir a la sastrería o la carpintería y pedir que el dueño del establecimiento nos obsequie un pantalón o una mesa. Nadie se pregunta de qué y cómo viven los artistas y cómo pueden dedicarse a su ocupación. Cuando abogamos por la restauración de la industria de la juguetería y de otras manifestaciones del arte menor, todos se ríen de la ocurrencia y no falta quien dice que tales majaderías son retrógradas y retardatarias. Y así en todo orden de cosas. Por eso nos encontramos, como le ha sucedido a nuestro amigo More, con que ninguno de los pintores cusqueños pueda tener obra apreciable a la mano para enviarla a la sección cusqueña del pabellón del Perú en la Exposición de París, que no pueda conseguir un mueble tallado y ni siquiera —espántese— un sinsi-martín, ese muñeco típico de la humorística cusqueña. Pero si esto que da vergüenza sacar a luz ha sido así hasta ahora, no hay motivo alguno para que continúe en pie. En gran parte, es culpa de los mismos cultores de las artes que no han visto las ventajas de la asociación en todos los aspectos de la vida actual. El individuo no vale tanto como el grupo. Por lo mismo, es hora de que los artistas se agrupen y formen su sociedad, su grupo, su gremio, lo que sea, pero que se organicen. Unidos se puede hacer muchas cosas, y entre otras, la principal: reclamar el derecho a la vida de los artistas. Hay que pedir, exigir, imponer, que el artista sea reconocido como un individuo útil a la sociedad y, como tal, tiene derecho a que se le conozca, sin pedir limosnas, sin ser un mendigo a la caza de un mendrugo. Los artistas deben dejar de ser ya los bohemios trasnochados y decadentes de otros tiempos, para convertirse en un
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factor de progreso, de cultura y de trabajo. Así lo han comprendido todos los cultivadores de la belleza plástica y se han agrupado internacionalmente. Dentro de poco, debe celebrarse el primer Congreso Mundial de los Artistas Independientes, independientes frente al viejo arte caduco y oficial de las academias reaccionarias. Nosotros no debemos quedarnos tan retrasados, tan aislados del mundo, como encerrados en una caverna milenaria; por eso nos pesa con peso tan ominoso ese mote malhadado de «capital arqueológica». Lo arqueológico es lo muerto, lo extinguido; en cambio, lo actual es lo viviente y el Cusco de hoy, de mañana, no puede ser arqueológico. El Comercio, Cusco, 9 de marzo de 1970
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Lenin y el arte
Conferencia del autor, en el paraninfo de la Universidad Nacional de San Antonio Abad del Cusco, a raíz del primer centenario del nacimiento de Lenin A través de las disertaciones y conferencias que distinguidas personalidades de nuestra intelectualidad han venido ofreciendo en este programa del centenario leninista, se ha puesto de manifiesto la múltiple y polifacética figura del genial pensador, estratega de la lucha de clases del proletariado mundial y creador indiscutido del primer Estado socialista de la historia, Vladimir Ilich Uliánov, Lenin. Por mi parte, solo puedo añadir a la encomiable tarea de esclarecimiento y divulgación del pensamiento leninista emprendida por el comité cusqueño, encargado de la celebración de la efeméride leniniana. Estas pequeñas acotaciones marginales acerca de la actitud del gran Lenin con referencia a una actividad que, aparentemente, se encuentra lo más lejos posible de la política militante, cual es el arte. En efecto, parece de una lógica simplista la pregunta que puede formularse cualquier hombre de mediana cultura: ¿qué tiene que ver el arte, que es creación pura, expresión del sentimiento estético que se manifiesta en el lenguaje inefable de las formas, con la política, que es la ciencia y el arte de gobernar y conducir los pueblos? Y mucho más con la política revolucionaria marxista, que proclama la lucha de clases, la guerra implacable, cruenta e incruenta por conquistar el poder político rompiendo toda resistencia del enemigo de clase. A los que así interrogan, les contestaremos sencillamente que el marxismo, o sea el materialismo dialéctico, no desdeña en modo alguno las formas superestructurales de la cultura y, por tanto, del arte. Los clásicos del marxismo, Karl Marx y Friedrich Engels, atareados en la lucha ideológica por forjar la teo-
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ría revolucionaria de la clase obrera, no tuvieron tiempo para ahondar en los problemas de la estética, pero no por eso dejaron de lado este aspecto de la realidad y del pensamiento. Marx proyectaba un estudio sobre Honoré de Balzac, el retratista de la burguesía francesa, e incluso una estética a base de la obra de Robert Vischer que no llegó a realizar, pero sí expuso sus tesis acerca de la evolución artística en la introducción a su famosa obra Crítica de la economía política. Las grandes figuras literarias de su época merecieron sus enjuiciamientos siempre en función de la doctrina del materialismo dialéctico. «Para Marx y Engels y para los marxistas, el arte, la ciencia, etc., son derivados condicionados por la forma de producción» (S. Libedinsky). El arte es una forma especial y típica de la conciencia social, que dedica su atención «al hombre social, a su destino, carácter y actitud ante la realidad circundante, a su mundo espiritual, a sus actos, pensamientos y sentimientos» (G. Glezerman y G. Kursánov, Problemas fundamentales del materialismo dialéctico). Las teorías idealistas sobre el arte tratan de aislarlo del ambiente social en que se desenvuelve; toman a la obra de arte o como manifestación de la idea absoluta y eterna de la belleza o como expresión del «yo» subjetivo, independientemente de las condiciones sociales. El arte, en concepto de los idealistas, solo existe para el arte, para sí mismo. Esta falacia idealista resulta desmentida por la historia del arte, que confirma de modo concluyente que el desarrollo del arte está ligado en forma indisoluble con la vida social; que el arte es un reflejo de las condiciones de vida de una sociedad determinada. Igual que las demás formas de conciencia social, el arte se desenvuelve en estrecha relación con el progreso de la sociedad reflejando los cambios operados en el ser social. Pero, a diferencia de las otras formas ideológicas o superestructurales, el arte se encuentra más distante de la estructura económica, puesto que en la obra artística influyen de modo determinante las tradiciones, la vida política y espiritual. El arte refleja, de manera muy indirecta y mediata, las mutaciones que se producen en la economía. De aquí que, en la sociedad dividida en clases, el nivel alcanzado por el desarrollo de la producción no sea siempre el fiel reflejo de las relaciones sociales.
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Hay aún otro rasgo diferencial del arte, y es que, contrariamente a la ciencia, el arte ofrece un conocimiento, una reproducción de la realidad no a través de conceptos, sino de «imágenes artísticas». La filosofía marxista-leninista reconoce, pues, de modo expreso estos dos hechos: primero, la importancia y trascendencia del arte en la vida social; y segundo, la «particularidad y singularidad» del fenómeno artístico dentro del contexto de los valores superestructurales. Estas ideas básicas fueron puestas, a modo de piedras fundamentales de la estética, por los padres del materialismo dialéctico y han sido desarrolladas en forma coherente por los pensadores y teóricos que continúan creadora y fecundamente el desarrollo del pensamiento marxista, después de la victoria de la gran Revolución de Octubre de 1917 en el antiguo imperio de los zares. Para citar nada más que un ejemplo, la obra del filósofo marxista Georg Lukács aborda los más graves y complejos problemas de la estética actual, tales como el «reflejo estético, la especificidad del hecho estético, los problemas de la universalidad, la particularidad y la singularidad de la categoría estética». Sobre la base de estas premisas es que podemos afirmar ahora que existe una estética marxista, una ciencia de la belleza y una teoría del arte que tienen por fundamento la dialéctica materialista, que ha nacido y se ha fortalecido en lucha contra las concepciones burguesas y reaccionarias del arte puro, del arte por el arte, el arte apolítico, el arte abstracto, etc., tendencias que proclaman la «deshumanización del arte» para elevarlo a las alturas metafísicas de la abstracción pura y a los mundos alucinados y delirantes de lo paranoico y lo esquizofrénico. La filosofía marxista, por otra parte, no es un sistema dogmático, cerrado en sí mismo, sino un método para explicar y transformar la realidad. Por eso puede dar una respuesta a todos los problemas de la vida y del pensamiento y, por tanto, a los problemas propios del reflejo artístico y de la creación, producción y apreciación de la obra de arte. Para la estética marxista, no existe incompatibilidad entre arte y política. La política no excluye el arte y viceversa. El arte puede tener, y de hecho tiene, un contenido político por la sencilla razón de que no puede situarse al margen
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de las relaciones entre las clases. Los que en nombre del arte asquean de la política son fariseos hipócritas que cubren su servilismo a los amos y señores de la burguesía que paga sus obras, con la máscara de una pretendida superioridad o aristocracia del arte; a ellos les cae muy bien la sentencia evangélica: sepulcros blanqueados. Es por ello que existen, o mejor, coexisten (dentro de la sociedad de clases) dos tipos de arte: arte reaccionario, conservador del espíritu del pasado más que de sus formas; y arte revolucionario, al servicio del cambio social, de las transformaciones estructurales. Pero no todo «arte nuevo» o novísimo, es revolucionario; por el contrario, hay arte que tras las formas más recientes oculta un espíritu y una entraña reaccionarios, tal como con su penetrante análisis dialéctico lo esclareciera nuestro Amauta, José Carlos Mariátegui, hace más de cuarenta años en su ensayo «Arte, revolución y decadencia»: No podemos aceptar como nuevo —escribía Mariátegui— un arte que no nos trae sino una nueva técnica. Eso sería recrearse en el más falaz de los espejismos actuales. Ninguna estética puede rebajar el trabajo artístico a una cuestión de técnica. La técnica nueva debe corresponder a un espíritu nuevo también. Si no, lo único que cambia es el parámetro, el decorado. Hay más. “En los períodos agónicos de la historia, la política es la trama misma del acontecer y ocupa el primer plano en la vida”, observa el revolucionario peruano, glosando el pensamiento del gran Miguel de Unamuno. Y aquí puedo acotar entre paréntesis que los días que vivimos en nuestro país son de aquellos en que la historia avanza en un año lo que no avanzó en ciento. Marx y Engels echaron los fundamentos de la interpretación materialista dialéctica del arte, pero no tuvieron oportunidad suficiente para desarrollarla en toda su profundidad y amplitud. Sin embargo, es conocida la profunda admiración de Marx y su familia por Shakespeare. El autor de El Capital conocía de memoria a todos los personajes del dramaturgo inglés; todos los años releía sus obras y entre sus favoritos figuraban Esquilo y Dante. También era gran lector de novelas: Cervantes y Balzac eran sus preferidos. Sus biógrafos dicen que leía casi a todos los poetas de su tiempo y él mismo, como se sabe, se inició como poeta. Su asombrosa erudición y su prodigiosa memoria le permitían (escribía
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en tres idiomas: alemán, inglés y francés, y hasta llegó a aprender el ruso) leer las obras en sus originales. Con este formidable bagaje pudo emitir juicios acerca de obras tan disímiles como la poesía provenzal, el Renacimiento y Robinson Crusoe, fuera de su grandiosa obra como economista y sociólogo que culmina en esa montaña de sabiduría que es El Capital. Vladimir Ilich Lenin, el más genial de los continuadores de Marx y Engels, el hombre que, armado de la teoría revolucionaria creada por el filósofo de Tréveris, escinde la historia universal en dos segmentos: la era del capitalismo y la era del socialismo. No obstante, su titánico trabajo de teórico y realizador de la revolución, se dio tiempo para espigar en los predios de la estética y el arte, ubicando el papel de este en la lucha revolucionaria por el poder y, posteriormente, en la etapa de la construcción del socialismo. Marx y Engels vivieron y trabajaron en la época del capitalismo en expansión, bajo el signo de la libre empresa y la conquista de los mercados coloniales. Lenin adviene en la época del imperialismo, o sea del capitalismo monopolista y en descomposición, e inicia la era de la revolución socialista en los países industriales y de las revoluciones nacionales de liberación en los países coloniales y dependientes. El leninismo —define Stalin— es el marxismo de la época del imperialismo y de la revolución proletaria. Veamos cuál era el panorama político y cultural de la Rusia zarista antes de la aparición de Lenin. Vladimir Ilich nace en 1870. Nueve años antes, en 1861, atemorizado ante el movimiento campesino, el zar Alejandro II decretó la emancipación de los siervos concediéndoles la propiedad simbólica de un pequeño porcentaje de las tierras de los boyardos o señores feudales. Desde entonces, hasta los albores del siglo actual, en treinta años de encarnizadas guerras, el Imperio zarista se anexó por conquista, las nacionalidades del Asia central: uzbekos, turcomanos, kazajos, kirguises, mongoles, hasta llegar en su expansión a las planicies del Pamir, las tierras más altas del mundo, y a las orillas del Pacífico. En Europa occidental, en 1864 quedó fundada en Londres la Asociación Internacional de los Trabajadores, o sea la Primera Internacional, primer organismo que unificaba la lucha de la clase obrera por encima de las fronteras nacionales. Lenin nace un año antes del primer ensayo victorioso de gobierno
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obrero realizado en Francia, la gloriosa Comuna de París, que asumió el poder tras la derrota de Napoleón el Pequeño o Napoleón III en Sedán y haciendo frente al asedio de los ejércitos prusianos, el 18 de marzo de 1871. En el Imperio ruso, el capitalismo, en poderoso movimiento expansivo, hizo grandes progresos: se establecieron fábricas de tejidos en Moscú, Kostromá Vladimir y Yaroslav; fábricas mecánicas en Petersburgo, Nizhni Nóvgorod, y usinas metalúrgicas en los Urales, Tula y la cuenca carbonífera del Don. Al terminar el siglo XIX se habían tendido más de treinta mil kilómetros de líneas férreas y el número de obreros industriales llegaba a dos millones. Mientras el capitalismo crecía impetuosamente en las ciudades sobre la base de una explotación brutal de la mano de obra (jornadas de doce hasta 18 horas diarias, salarios bajísimos y opresión de tipo esclavista), en el campo, millones de campesinos analfabetos, los mujiks —descritos por novelistas y pintores— llevaban una vida miserable bajo el látigo de los terratenientes feudales, ya que de nada les sirvió la reforma de 1861. Obreros y campesinos carecían en absoluto de derechos, pero los obreros comenzaron a unificarse y organizarse en las fábricas, dando nacimiento a las primeras organizaciones clandestinas de revolucionarios que fueron populistas («narodniki» en ruso). Los populistas dirigieron su acción al campo creyendo erróneamente que la rebelión de los campesinos podría traer abajo la tiranía zarista. Al no conseguir su objetivo, variaron de táctica y decidieron luchar por medio del terror. Lo primero que pensaron fue eliminar al zar y, después de grandes sacrificios, con un trabajo heroico pero inútil, lograron matar con un bombazo a Alejandro II en 1881. Los populistas no consiguieron otra cosa que afianzar a la autocracia zarista, lo que desencadenó una represión sangrienta. Seis años más tarde, otro grupo terrorista de la Naródnaya Volia (Voluntad del pueblo) atentó contra Alejandro III, sucesor de Alejandro II. Esta vez pagó con su vida en la horca Aleksandr Uliánov, hermano mayor de Lenin. Vladimir Ilich, a la sazón de 17 años, prometió seguramente en su intimidad vengar la muerte del hermano, pero no siguiendo los métodos del terror individual, sino organizando a la clase obrera. Lenin dijo «este no es el camino a seguir». Ya por entonces, el futuro sepulturero del régimen zarista comenzaba a militar en los círculos marxistas de la Universidad de Kazán.
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En tanto rugía en los medios obreros, la intelectualidad avanzada y los campesinos revolucionarios la tempestad que iba a estallar en 1905, los escritores, y poetas, pintores y artistas rusos se enrolan también en la lucha revolucionaria contra la autocracia zarista. Los grandes escritores democráticos —Hertzen, Chernyshevsky, Nikolái Dobroliúbov, los poetas Nekrásov y Pushkin, los novelistas Gógol, Andréiev, Dostoyevski— publican en Rusia o en el extranjero obras que presentan con gran verdad y realismo la situación miserable del mujik, del campesino ruso secularmente oprimido y explotado como el campesino peruano. Lev Nikoláievich Tolstói, genial escritor y novelista, apóstol de la resistencia pasiva, propugnador de un lamentable «socialismo cristiano», es valorizado en toda la extraordinaria dimensión de su talento por V. I. Lenin en varios estudios sobre la significación de su obra, aparecidos en la prensa revolucionaria entre 1910 y 1911. Con ocasión de la muerte del apóstol de Yásnaia Poliana, escribía Lenin: «Tolstói ha encarnado enteramente en sus obras, con un relieve extraordinario en su condición de artista, de pensador y de predicador, las particularidades históricas de la primera revolución rusa», aunque ponía en relieve sus tremendas debilidades y contradicciones, demostrando así el interés que concedía a las manifestaciones artísticas. No solo los literatos, sino también los artistas plásticos y los músicos buscaron su ubicación en la lucha revolucionaria. En 1870, se funda la Sociedad de los Expositores Ambulantes, que, al igual que los revolucionarios populistas, van al campo llevando exposiciones de San Petersburgo a las ciudades de provincias. Los «ambulantes» dan preferencia a la pintura costumbrista o de género, a la caricatura y a la sátira política y anticlerical. Surgieron, entonces, grandes pintores como el ucraniano Iliá Repin, autor, entre muchos cuadros de aliento patético, de Los sirgadores del Volga y Los cosacos de zapórogos escribiendo una carta al Sultán Mehmed IV; Vasily Vereshchaguin, pintor de historia que trata temas antibélicos mediante la denuncia de los horrores de la guerra de Crimea, como La apoteosis de la guerra. Los «ambulantes» trataron de crear un «estilo nacional ruso», el cual exalte el sentimiento nacional eslavo. En ese sentido, fueron pintores que colaboraron en la lucha social con su arte pacifista, patriótico y anticlerical.
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Contemporáneos de ellos son los grandes maestros de la música rusa, como Mussorgski, Borodin, Rimsky-Kórsakov y el genial Piotr Tchaikovski, quienes, a su turno, exaltaron el sentimiento nacional eslavófilo inspirándose en canciones y aires populares, y la vida y hazañas de los héroes de la lucha campesina, como Stepan Razin, y de las epopeyas nacionales, como Boris Godunov. Vladimir Ilich Lenin no es extraño a todo este movimiento. Su dedicación obsesiva a la causa revolucionaria, que le obliga a vivir en permanente exilio, no le impide gustar de algunas manifestaciones de buen arte, de modo particular, en la literatura y en el teatro, y emitir opiniones y juicios que han sido recogidos por sus contemporáneos, camaradas de lucha revolucionaria y por sus biógrafos y comentaristas. Esas opiniones no solo constituyen una preciosa muestra de la sensibilidad del gran revolucionario, sino, sobre todo, ponen de manifiesto su condición de humanista eminente, su amor por la cultura y el arte. La importancia que concedía a estas actividades del espíritu demuestra, con ello, que la revolución, aun en sus momentos más críticos, no es ajena en modo alguno a la expresión del sentimiento estético en sus formas más depuradas. Así como la revolución burguesa arrancó los tesoros del arte de los salones de la aristocracia francesa poniéndolos al alcance del pueblo en los museos, así también la revolución socialista ha creado las condiciones indispensables para que el arte deje de ser una vulgar mercancía comerciable y el artista un mercader que produce obras a la medida del gusto burgués. «La revolución —decía Lenin, según el testimonio de Clara Zetkin— ha liberado al artista del yugo de estas condiciones extremadamente prosaicas. Ha hecho del Estado soviético su protector y su cliente. Cada artista, cualquiera que se considere como tal, tiene el derecho de crear con toda libertad conforme a su ideal, en una independencia completa». «El arte —añadía Vladimir Ilich— pertenece al pueblo. Debe clavar sus raíces más profundas en las amplias masas trabajadoras. Debe ser comprendido y amado por esas masas. Debe unir los sentimientos, los pensamientos y la voluntad de estas masas, elevarlas a un nivel superior. Debe crear y desarrollar artistas en ellas». Cuando en París y en todo el occidente capitalista, a comienzos de siglo, levantaban escándalo el surrealismo, el expresionismo y otras formas de la pin-
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tura llamada entonces de «vanguardia», dejando a salvo el valor y el respeto por la obra bella, aunque fuese «vieja» y pasada de moda, Lenin tenía el coraje de declararse «bárbaro». Decía en efecto: «No puedo considerar las obras del expresionismo, del futurismo, del cubismo y de los otros «ismos» como la más alta expresión del genio artístico. No los comprendí. No me producen ningún placer». «Nuestros obreros y nuestros campesinos tienen derecho al arte verdadero, al gran arte. Por eso, es necesario, ante todo, extender lo más ampliamente posible la instrucción y la educación populares. Así, se crea el terreno propicio para la cultura». Incidentalmente, Lenin manifestó en cierta ocasión, según cuenta Anatoly Lunatcharski, primer comisario de Educación Pública del gobierno soviético, su interés por la Historia del Arte. Cierta noche de 1906, tras la derrota de la revolución de 1905, bajo el terror de las bandas negras y funcionando a todo rendimiento la siniestramente famosa «corbata de Stolypin» (que así se llamaba la horca), Lenin pernoctó en casa de Liachencko; lo alojaron en la biblioteca, pero Vladimir Ilich, en vez de reposar, se la pasó de claro en claro leyendo los libros de arte que tenía el dueño de la casa. Por la mañana, cuando le preguntaron si se sentía mal, dada la palidez de su semblante, Vladimir Ilich dijo a sus amigos que no había dormido en toda la noche leyendo los libros uno tras otro y acotó: «¡Qué terreno cautivante es la historia del arte! ¡Cuánto trabajo hay aquí para un revolucionario! ¡Qué lástima que no se pueda hacer todo! Si tuviera más tiempo, quisiera estudiar de manera más profunda este aspecto de la vida social de los hombres». Se interesaba también por el folclore. Cuenta Vladimir Bruevich, su secretario, que, al pasar revista a una antología de canciones populares, epopeyas y relatos del folclore ruso, comentó Vladimir Ilich que con ese material se podía escribir un excelente estudio sobre las aspiraciones y deseos del pueblo y concluyó: «He aquí una verdadera creación del pueblo, y es tan importante, tan necesario para estudiar la psicología del pueblo de nuestros días». Por lo demás, era conocida, por sus más cercanos camaradas y amigos, su devoción por la música. En el destierro, ya sea en Londres, París o Ginebra, se
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daba maña para asistir a algún buen concierto. Gustaba sobre todo de la música popular, pero admiraba, con particular deleite, la música clásica. Ya en el poder, como jefe del gobierno soviético, cuenta Máximo Gorki que llevaron a Lenin a una velada de arte en casa de la camarada Pechkova, donde el pianista Dobrovein ejecutó varias sonatas de Beethoven. Lenin, después de escuchar extasiado, comentó: «No conozco nada más bello que la Apasionatta; podría escucharla todos los días. Es una música asombrosa, sobrehumana. ¡Qué milagros pueden realizar los hombres!». Este pasaje es suficiente para mostrarnos cuan sensible al arte era Lenin. Pero el genio político no podía dejarse arrastrar por el torrente arrebatador de la armonía y reaccionó en seguida. «Pero no puedo escuchar música a menudo —agregó—. Me dan ganas de decir tonterías encantadoras y acariciar la cabeza de la gente que, aun viviendo en un infierno sórdido, puede crear tal belleza. Pero ahora no se puede acariciar a nadie, sino golpear sin piedad las cabezas». Era en los momentos más dramáticos de la Revolución, cuando había que hacer frente a la contrarrevolución de los guardias blancos y oponer al terror blanco, el terror rojo revolucionario. Lejos de condenar a los poetas, como Platón en su República, Lenin comprendía su labor y les otorgaba un lugar en la lucha revolucionaria. No escatimó su admiración a Maiakovsky y a Semián Badny. A los escritores les invitaba a ir a las fábricas y usinas, y encontrar en ellas fuentes de inspiración para sus creaciones. Y finalmente, previendo los lineamientos futuros del arte de masas de la era socialista, Lenin aconsejaba a los pintores y escultores utilizar grandes murales con fines de propaganda política y reconocía la importancia del cinematógrafo en la lucha revolucionaria. Vladimir Ilich decía a Lunatcharski; «No se debe olvidar que, de todas las artes, la más importante para nosotros es el cine». Años después, Diego Rivera, el gran muralista mexicano, diría a su turno que el arte debe ser propaganda e invitaba a los pintores a conquistar los muros para cubrirlos de frescos y convertirlos en trincheras de la revolución. Debo terminar esta farragosa disertación recordando a mis oyentes que vivimos en nuestra patria un momento realmente histórico y trascendental. El hecho mismo de reunirnos en este recinto reservado a las altas actividades aca-
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démicas para celebrar el centenario de Lenin, junto a lo que ha ocurrido en el Perú desde el 9 de octubre de 1968, nos indica que la brújula política marca nuevos rumbos. Hay realmente algo nuevo en este país de amos intocables y siervos envilecidos. La tierra comienza a moverse bajo nuestros pies, cuando vemos con asombro como la fuerza armada, que siempre fue la guardia pretoriana de la oligarquía latifundista, enemiga de toda innovación, asume el papel que jugaron las gloriosas huestes libertadoras hace ciento cincuenta años, para expulsar de nuestra tierra a los opresores y verdugos españoles. «Cuando la lucha de clases se acerca a la hora decisiva, el proceso de disolución de la clase reinante, de la vieja sociedad, adquiere un carácter tan violento y tan áspero que una pequeña fracción de esa clase se separa y se adhiere a la clase revolucionaria, a la clase que lleva en sí el porvenir», decían Marx y Engels en el Manifiesto comunista hace más de un siglo. Quizá es esto lo que está ocurriendo a nuestra vista y, en esta coyuntura, la evocación de la vida y la obra del gran pensador, estratega y líder del proletariado internacional, tiene que venir a reconfortar los ánimos y a galvanizar la lucha revolucionaria de los pueblos por la paz, la democracia y el socialismo, por la vigencia de los más altos valores de la cultura universal que Lenin y el leninismo han ennoblecido y exaltado. Cusco, 20 de abril de 1970
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Julio Genaro Gutiérrez Loayza
Arte y revolución
Es un hecho que el Perú vive una verdadera etapa revolucionaria, decisiva para el inmediato futuro. El sesquicentenario de la independencia coincide significativamente con el inicio de la lucha por una segunda y auténtica emancipación. Frente a un acontecimiento de tanta trascendencia histórica, el artista peruano tiene que adoptar una posición definida, porque el verdadero artista es un hombre que interpreta con sutil fidelidad las emociones, los sentimientos y las aspiraciones de su pueblo a riesgo de quedarse petrificado, vuelto de espaldas al presente, como la bíblica estatua de sal. Si los artistas toman conciencia del rol que les corresponde en el momento actual, es deber imperativo suyo adecuar su ideología estética y su arte a la realización de las grandes tareas que la historia ha puesto a la orden del día. Hace ciento cincuenta años que los libertadores culminaron su gloriosa misión arrancándonos de la tutela política del caduco y decadente Imperio español. En la gesta emancipadora, los artistas tuvieron también su parte. El sabio José Gregorio Paredes y el pintor y maestro de dibujo Francisco Javier Cortés crearon, en 1825, el escudo de armas que hoy ostentamos con orgullo. Por su parte, José Bernardo Alcedo y el poeta José de la Torre Ugarte compusieron la música y la letra de nuestro himno nacional. El retratista José Gil de Castro inmortalizó, en semblanzas realistas, las figuras egregias de los libertadores; ante su caballete posaron San Martín y Bolívar y los más conspicuos caudillos de la epopeya libertaria. Ya muy entrada la República, Juan Botaro Lepiani plasmó en grandes óleos la proclamación de la independencia por San Martín y otros episodios memorables de la historia patria. Pero en el Perú no surgió un gran arte revolucionario, un arte muralista como el mexicano, por ejemplo, sencillamente porque los peruanos no experimentamos una revolución estructural profunda como la que conmovió al país azteca en 1910. El brillante período del muralismo mexicano se explica por la
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convulsionada etapa de la revolución agrarista, encabezada por figuras legendarias como Emiliano Zapata y Pancho Villa, y los presidentes radicales Obregón y Calles. Nuestra pintura republicana es una pintura de caballete, intrascendente, mero reflejo de las escuelas europeas, desde el neoclásico hasta el impresionismo. Laso, Merino, Montero, Baca Flor y Hernández, nuestros máximos pintores, son europeos no solo por su formación, sino por su mentalidad y su estética. Es preciso llegar al «indigenismo» de José Sabogal para percibir una vuelta a la peruanidad auténtica, por lo menos en la temática. Ahora que asistimos a reales cambios de estructura, el arte en todas sus manifestaciones, particularmente la pintura, tiene que ocupar su puesto de combate en la batalla por la segunda emancipación nacional. Ya estamos hartos y atosigados de tanta pintura pretendidamente «abstracta» o informalista que, en la mayoría de los casos, no es sino el disfraz de la incapacidad y no tiene más justificativo que la servil imitación de la decadente moda occidentalista. En nuestro país, el terreno del arte plástico está apenas roturado. Hay mucho, muchísimo que hacer en todos los géneros. El caso es que no se ha presentado para los artistas una gran oportunidad, una bandera, una mística social capaz de enfervorizar los espíritus y encender la chispa de la creación artística en función de la historia. Junto y al compás de la movilización popular, debe insurgir como imperativo vital un gran arte revolucionario que sea la expresión de los anhelos de las multitudes liberadas de la doble esclavitud de la servidumbre feudal y la dependencia imperialista. Por fortuna ya se perciben indicios de este nuevo avatar. Nos adelantamos a saludarlo con íntimo alborozo. La figura excelsa y universal del gran Túpac Amaru, «el peruano más importante de la historia universal», reivindicado después de dos siglos de ignominioso olvido, es un incitante estímulo a la creación plástica. Escultores, pintores, dibujantes, cartelistas y grabadores tienen ante sí ancho campo para volcar su talento y su inspiración, como ya lo están haciendo, al conjuro épico de la gesta precursora. No se han quedado cortos nuestros alumnos de Sección Normal de la ERBA con su interesante exposición de proyectos de murales teniendo por leitmotiv la figura epónima del cacique de Tungasuca.
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El hálito fecundo de la nueva revolución libertadora comienza a soplar en los predios del arte. En 1928, decía en México el gran Diego Rivera que los pintores deben conquistar los muros y que «el arte debe ser propaganda», propaganda de ideas motrices, de consignas creadoras para llegar hasta el espíritu mismo de las masas y que pueda enraizar en el pueblo, ser amado y comprendido por él, expresando sus más caros anhelos y aspiraciones, como lo quería Vladimir Ilich Lenin, el forjador del primer Estado socialista del mundo. El Comercio. Cusco, 22 de noviembre de 1971
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Arte y pueblo
En la presente etapa de profundos y reales cambios que vive el Perú, es necesario también no descuidarse del aspecto cultural y artístico, puesto que arte y revolución no se excluyen, sino, por el contrario, se completan. No solo de pan vive el hombre, como reza el Evangelio. El ser humano requiere para su plena realización, junto con el sustento diario, el albergue y el vestido, una ración, por pequeña y modesta que sea, de educación y de cultura. Y dentro de la cultura que abarca vastísimos campos, hay una parcela muy importante y muy valiosa; algo así como un jardín en medio de un predio de panllevar. Ese jardín es el dedicado al arte, al cual, contrariamente a lo ocurrido hasta el presente, deben tener acceso todos los hombres y, con mayor derecho, quienes nunca disfrutaron de los goces y placeres espirituales que el arte depara, los cuales estuvieron únicamente al alcance de los poderosos y privilegiados. Nuestro pueblo, el pueblo cusqueño, no obstante ser heredero y depositario de un legado artístico y cultural milenario y riquísimo, ha vivido marginado de los beneficios que el ejercicio y contemplación de los productos de las artes —tanto plásticas y musicales como rítmicas o literarias— proporcionan a todos los hombres,, sin credos y nacionalidades. En el Cusco nos faltan muchos elementos para propiciar y desarrollar el innato sentimiento estético que potencialmente se encuentran en las masas populares. Para probarlo basta recordar que el último concurso de arte popular, realizado con motivo de la Semana del Cusco, mostró la fecunda capacidad creadora de nuestros artistas y artesanos. Pero faltan, como digo, muchos elementos materiales y sociales capaces no solo de suscitar sino de promover y elevar a niveles más altos esas poderosas fuerzas espirituales que, de por sí, constituyen un áureo filón de incalculables posibilidades. ¿Cuáles son esos elementos y cuáles los medios y formas para la participación de amplios sectores populares en la creación de un arte nuevo, a tono con el proceso revolucionario?
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Es una interrogante que, en esta oportunidad, desde Radio El Sur, la dejamos planteada, de acuerdo con el espíritu que anima este programa, para que puedan responderla nuestros paisanos obreros, artesanos, empleados, amas de casa, campesinos, estudiantes, intelectuales e incluso, los mismos artistas. Radio El Sur, agosto de 1973
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Siqueiros, pintor de la revolución mexicana
A los 77 años —había nacido en 1898— acaba de morir David Alfaro Siqueiros, el último sobreviviente de la triada de los grandes muralistas mexicanos que hicieron escuela a partir de los años 20 del presente siglo. Siqueiros, junto con Diego Rivera y José Clemente Orozco, encarnó en su monumental pintura el espíritu mismo de su pueblo y, sobre todo, de la Revolución mexicana, en su etapa agraria y populista (1910-1921). Estos grandes artistas y luchadores sociales expresaron, en lenguaje plástico, las aspiraciones y los anhelos por los que combatieron en trincheras y campos de batalla los campesinos mexicanos, los legendarios «pelados». Cuando en 1922, el licenciado José Vasconcelos fue designado Secretario de Educación Pública del gobierno del general Álvaro Obregón, tuvo la feliz idea de entregar a los pintores los muros de los edificios públicos para que los decorasen con grandes composiciones que sean, al mismo tiempo, una lección de historia objetiva, un eficaz medio educativo. Así nació el muralismo mexicano, una pintura realmente revolucionaria para su época, revolucionaria no solo por su temática, sino hasta por su tecnología, ya que tuvo que resucitar y poner de actualidad un procedimiento antiguo y noble como es el fresco. Bajo la influencia de la Revolución socialista rusa triunfante en 1917 en el eximperio de los zares, insurgían en América los primeros movimientos antiimperialistas. Antes, México ya había tenido una larga experiencia en la lucha contra el coloso capitalista del norte, que le arrebató casi la mitad de su territorio (Texas, California, Arizona, Colorado y Nuevo México). El argentino Manuel Ugarte, precursor del antiimperialismo, hace la apología de lo que llama «el peñón mexicano» en su libro El destino de un continente. El campesino mexicano, sometido, como el peruano, a formas de explotación precapitalistas bajo el poder despótico de una casta privilegiada de latifundistas y oligarcas, régimen que tuvo su apogeo en la larga dictadura de Porfirio
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Díaz que gobernó treinta años, se levantó acaudillado por líderes agrarios como el legendario Emiliano Zapata, enarbolando el programa reivindicacionista de «Tierra y Libertad». Durante una década, México se debatió en una convulsión social que, a falta de una fuerza política determinante, fue usufructuada por generales ambiciosos y jefes de facciones rivales. La Revolución mexicana no pasó de un reformismo liberal en cuyo contexto lo único realmente revolucionario fue el movimiento campesino de Emiliano Zapata, que perseguía la Reforma Agraria y la defensa de las tierras de los «ejidos» o tierras comunales y algunas concesiones a la naciente dase obrera. Con todo, sin ser una auténtica revolución obrera y campesina, sino democrático-burguesa, la Revolución mexicana acendró nítidamente la conciencia nacionalista de las masas populares. La intervención norteamericana y el odio al conquistador yanqui fueron factores que acentuaron el sentimiento nacionalista y patriótico, tradicional en los mexicanos, fenómeno que se reflejó en la literatura y el arte. Al lado de escritores, poetas y novelistas como Mariano Azuela, Martín Luis Guzmán, Germán List Arzubide, José Vasconcelos, Antonio Caso y José Juan Tablada, surgió una legión de pintores y grabadores, principalmente estos últimos, que cuentan con una ilustre tradición de raíz popular en la obra magnífica y densa de Juan Guadalupe Posada. Los plásticos de aquellos años de primavera revolucionaria y creadora se agruparon en asociaciones y sindicatos a tono con el espíritu de la época, insurgiendo contra el arte oficial, representado por la Academia de Bellas Artes. Muchos de ellos habían hecho ya su experiencia europea. Diego Rivera estuvo en París, alternó allí con Picasso y, luego de pintar paisajes y tipos populares en el estilo del posimpresionismo cézanniano, participó en las batallas iniciales del cubismo,junto con José Clemente Orozco, Ramón Alva de la Canal, Fermín Revueltas, Roberto Montenegro, Adolfo Best Maugard, entre muchos otros, quienes trataban de hurgar en el pasado legendario, de mayas y aztecas, y en el arte popular, riquísimo en virtualidades estéticas, la raíz racial y americana de su pintura. De este modo, México devino, entre los años 20 al 30, en centro de gravitación del arte autoctonista latinoamericano. A este grupo adhirió, desde los momentos iniciales, David Alfaro Siqueiros
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o, simplemente, Siqueiros. Además de insigne artista entrañablemente vinculado con su pueblo, plasmador de su carácter altivo y rebelde, como lo muestra su vasta obra, Siqueiros fue un combatiente valeroso, un líder revolucionario armado de la filosofía científica del marxismo-leninismo. Soldado de la Revolución, empuñó muchas veces el fusil, combatió en la guerra revolucionaria y en el terreno de la organización partidaria y de la lucha ideológica. El gran pintor desaparecido fue, asimismo, miembro destacado de la alta dirigencia defendiendo la causa de la República y, en Cuba, al lado de Fidel Castro en los momentos decisivos de la Revolución. Por su activa militancia política en las filas del Partido Comunista Mexicano, fue perseguido, expatriado y sufrió largas prisiones, como la última de hace pocos años, de la que le arrancó una movilización a nivel mundial de los artistas y escritores democráticos. Siqueiros, al igual que su contemporáneo el genial Pablo Picasso, fue comunista de la línea ortodoxa, por lo cual tuvo discrepancias con sus émulos, como el anarquista Orozco y el filotroskista Diego Rivera. Su obra como muralista y pintor de caballete es inmensa. Muchos de los más notables edificios modernos de la Ciudad de México, de su ciudad natal Chihuahua y otras, ostentan con orgullo obras de su creación, todas dedicadas a exaltar su pueblo, sus luchas por la liberación y la justicia social, el progreso y la paz, en gigantescas composiciones peritales en las que aplicó técnicas renovadas y procedimientos originales, como la aplicación de paneles de cemento pretensado en los murales, la perspectiva en planos divergentes y en espacios elípticos, etc., además del encausto, la aplicación al duco, el acrílico y el empleo de sopletes y lanzallamas en sustitución de brochas y pinceles, con lo cual se anticipó en muchos años a la novísima tecnología. El gobierno de su patria, reconociendo sus excepcionales méritos, lo ha honrado dignamente al rendirle solemnes honores póstumos y ha dispuesto que los restos del gran pintor revolucionario, que tanto honró a su país, reposen en el Panteón de los Próceres del Distrito Federal. Con Siqueiros desaparece no solo un genial artista de universal estatura, sino un héroe de la segunda y definitiva independencia americana. Cusco, 1974
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Fig. 23. David Alfaro Siqueiros. Etnografía, 1953 Piroxilina sobre mansonite, 122.2 cm x 82.2 cm. Museo de Arte Moderno, Nueva York
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CAPÍTULO IX PINTURA COLONIAL CUSQUEÑA
Julio Genaro Gutiérrez Loayza
La escuela cusqueña de pintura
Cusco fue, entre mediados del siglo XVII y fines de XVIII, centro de producción y foco radiante del arte plástico colonial y, de modo singular, de la pintura. Trabajando en numerosos obradores y talleres, especie de maestranzas pictóricas, los pintores cusqueños produjeron centenares y millares de metros cuadrados de lienzos sobre temas fundamentalmente religiosos para satisfacer la demanda de iglesias, capillas, conventos y simples devotos del vasto territorio que se extendía por los virreinatos del Perú, de Nueva Granada y del Río de la Plata, incluyendo la capitanía general de Chile. Del Cusco salieron innumerables series de óleos de temas bíblicos, apostolados y santidades trabajados por artistas notables, dignos de competir con los maestros europeos, pero, sobre todo, obra de simples imagineros sin mayor mérito que su rudimentaria artesanía. Esta producción masiva ha dado pie a los historiadores y estudiosos del arte peruano para caracterizarla como una verdadera «escuela», la hoy universalmente aceptada Escuela Cusqueña de pintura. Si bien es discutible la delimitación morfológica de esta Escuela tomando los patrones accidentales, es evidente, por otra parte, que el Cusco fue el núcleo de una floreciente artesanía pictórica que representa rasgos y elementos técnicos propios e inconfundibles. Dos períodos o etapas han sido claramente determinadas en la pintura colonial cusqueña: la de los maestros europeizantes, influidos del espíritu y la técnica occidentales traídos por los primeros pintores que trabajaron en el Perú, inicialmente en Lima, como Pérez de Alesio, Medoro y el jesuita Bitti, los tres italianos y, por tanto, portadores del manierismo dominante en su época. Y la segunda, acusadamente popular, de raíz indígena y, por lo mismo, más peruana. Esta última puede ser precisada como la verdadera Escuela Cusqueña que, cronológicamente, abarca casi todo el siglo XVIII. Prescindiendo de las grandes figuras que ilustran el período europeizante —Basilio Santa Cruz, Diego Quispe Tito, Espinoza de los Monteros, Pardo La-
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gos, entre los más notables—, la escuela popular cusqueña, opuestamente a los maestros del período anterior, constituye un fenómeno artístico típico, digno de estudios más detenidos y profundos que los realizados hasta el presente. Teniendo como fundamento económico el enriquecimiento de la clase dominante, formada por encomenderos peninsulares y criollos descendientes inmediatos de los conquistadores, con una élite feudal integrada por el alto clero, ricos mineros y grandes hacendados, surgió en la antigua capital imperial un nutrido artesanado dedicado a las artes suntuarias: plateros, tallistas, escultores y pintores, sobre todo estos últimos. Un ingente mercado consumista formado por cofradías, congregaciones y gremios de los innumerables templos, iglesias y capillas parroquiales, conventos y monasterios desperdigados por todo el virreinato, constituía el sustentáculo económico del floreciente gremio pictórico. Los recintos sagrados requerían ser decorados y alhajados con lujo ostentoso, al gusto de la feligresía escalonada, desde magnates y potentados hasta humildes parroquianos indios y mestizos. Este hecho explica el que el arte pictórico se haya democratizado hasta llegar a la impersonalidad y el anonimato con la producción en serie. De los talleres cusqueños de San Cristóbal y San Blas salían, por series y docenas, semblanzas hieráticas de santos, escenas de la historia sagrada y de la pasión y vida de Cristo. El mercado debió ser próspero, ya que la demanda era copiosa. Lo prueban los documentos de contratos y «conciertos» para la confección de series enteras de cuadros encontrados en los archivos notariales del Cusco. Para ilustrar lo dicho, bastará citar uno de los numerosos «conciertos» pactados entre un contratista de obras, especie de marchand actual, y dos artesanos pintores que, con toda seguridad, dirigían y administraban un taller con numerosos oficiales y aprendices. El documento notarial, firmado ante el escribano público Ambrosio Arias de Lira el 17 de julio de 1754, dice en su parte principal: «Los maestros pintores Mauricio García y Pedro Nolasco y Lara se conciertan con don Gabriel del Rincón para fabricarle unas obras de pinturas de los lienzos y vidas de Nuestra Señora y varios santos de diferentes tamaños en esta forma:
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125 lienzos de a dos varas de largo y una y media de ancho, a razón de 3 pesos y 4 reales cada uno. – 150 lienzos de una vara y media de largo y una de ancho a veinte pesos la docena. – Cien lienzos de a vara por tres cuartas de ancho, a once pesos la docena. – Doce lienzos de vara y media de largo y de una de ancho, con la Vida de Santa Rosa. – Doce lienzos de vara y media de largo y una de ancho, a dos pesos el lienzo, con la vida de San Antonio. – Dos vidas de la Virgen Ntra. Sra. de doce lienzos cada una, de vara y media de largo por una de ancho, a 17 reales cada lienzo. – La Historia de David con doce lienzos de dos varas de largo, a ocho pesos cada uno». Los pintores Mauricio García y Pedro Nolasco se comprometen a entregar los 435 lienzos con un total de 733 varas cuadradas de tela pintada, equivalente a 526 metros cuadrados, en el término de siete meses, que viene a dar aproximadamente a dos por día. Como puede verse, algunas series se cotizaban no por unidad, sino por «docena». Los críticos bolivianos Mesa y Gisbert creen que el iniciador de la escuela popular cusqueña sea Marcos Zapata o Marcos Sapaca Inga, cuya copiosa obra está documentada entre 1748 y 1764. Una característica muy peculiar, aunque no original, de la pintura popular cusqueña, aparte de la planimetría, la falta de perspectiva y el hieratismo de las figuras, es el brocateado o sobredorado con oro, procedimiento de origen bizantino que pasó a través de algunos «primitivos» germanos y flamencos a España y a sus colonias del Nuevo Mundo. Por brevísima y sumaria que sea una nota periodística como la presente, no puede dejar de consignarse el extraordinario rol de mecenazgo que, en el desarrollo y florecimiento del arte colonial del Cusco, le cupo al muy magnífico señor don Manuel de Mollinedo y Angulo, obispo del Cusco. En su largo gobierno pastoral (más de veinticinco años, de 1673 a 1699), este ilustre prelado cubrió virtualmente de templos de piedra, ladrillo y adobe toda la amplitud de
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su diócesis, desde Cusco hasta Puno. Al lado de arquitectos y alarifes, trabajaron para monseñor Mollinedo plateros, orífices, tallistas, escultores e imagineros, entalladores, doradores y pintores, embelleciendo, con sus obras, muchas de ellas inigualables como el púlpito de San Blas, centenares de iglesias de ciudades, pueblos y aldeas. En las postrimerías del siglo XVIII, tras el aplastamiento de la gran revolución emancipadora de Túpac Amaru, sobreviene la decadencia y virtual extinción de la Escuela Cusqueña de pintura, proceso paralelo al irremediable colapso económico y político de la otrora orgullosa metrópoli imperial. Ya no hay mercado para la imaginería pictórica. Familias enteras, artistas indios y mestizos fueron exterminadas en las expediciones punitivas organizadas por las autoridades virreinales. Areche y sus sucesores prohibieron el uso del quechua, de los trajes indígenas y de todas las manifestaciones culturales del pueblo indio. Y para colmo, los nietos de los conquistadores ordenaron la recogida de los pocos ejemplares de los Comentarios reales que circulaban entre criollos y mestizos leídos. Más tarde, la guerra de la emancipación y, luego, la guerra con Chile, acabaron con los restos de la gloria del arte cusqueño. Apenas quedan pocos nombres de pintores y artífices que mantenían sacrificadamente el ejercicio del arte de sus antepasados. En 1837, el escritor y abogado don José Palacios escribía en el número 3 de su revista Museo Erudito esta especie de epitafio del arte colonial del Cusco: «La pintura en el Cusco está por expirar con el último artista que, cargado de años, se aproxima más y más al sepulcro. Este es el célebre Pascual Olivares, que vive en San Cristóbal. Sus obras han sido llevadas a Europa y han hecho la admiración y el placer de los conocedores». Cusco, Inti Raymi de 1981
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Pinacoteca Virreinal Santiago Lechuga Andía
Discurso ofrecido por Julio G. Gutiérrez, Presidente del Instituto Americano de Arte Resulta halagador para todo amante del arte, estudioso de nuestro pasado y, en general, para cualquier ciudadano de nuestra tierra, que abra sus puertas a la ávida visión de propios y extraños una nueva institución de cultura, una cátedra libre y objetiva de educación artística, lo cual viene a ser, a fin de cuentas, una pinacoteca. El maestro normalista Santiago Lechuga Andía, que hace muchos años, con devoción y esfuerzo que rebasa todo juicio encomiástico, ha venido reuniendo pacientemente algunos centenares de lienzos de la Escuela Cusqueña, salvándolos así de la codicia insaciable de mercachifles y traficantes, ha decidido presentar su valiosa colección en forma de un pequeño museo particular montado en su propia residencia, que, como justa y humana recompensa a sus desvelos, lleva su propio nombre. De este modo, la nueva Pinacoteca Virreinal Santiago Lechuga Andía quedará inaugurada en ceremonia a la que, entre otras entidades, presta su padrinazgo espiritual el Instituto Americano de Arte del Cusco, cuyo distinguido socio es el señor Lechuga. Por espontánea decisión de su propietario, la Pinacoteca Lechuga mantendrá sus puertas abiertas a cuantos se interesen por el estudio de los especímenes que atesora y, de manera particular, a los escolares y a la juventud estudiosa de su ciudad natal, el Cusco. No es, pues, don Santiago Lechuga un anticuario o chamarillero vulgar. Si bien su colección representa una fortuna, él no ha medrado de ella. He aquí, justamente, el mérito que ostenta y que debe ser puesto en especial relieve, como ejemplo para muchos otros que solo buscaron enriquecerse despojando de sus más preciadas joyas artísticas al Cusco y a sus provincias. Saludamos con entusiasmo a la flamante Galería de Pintura Cusqueña Virreinal y formulamos los más cálidos votos para que siga incrementando sus
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ejemplares que, algún día, deben pasar a reintegrar el millonario patrimonio cultural de nuestro pueblo. Y extendemos nuestras dos manos a Santiago Lechuga, cuyo nombre quedará vinculado a la gloria inmarcesible del arte cusqueño. Cusco, 24 de junio de 1966
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Pintura colonial cusqueña
Recientemente fue exhibida en los salones de la Casa del Maestro, en el Cusco, una interesante y valiosa colección de pinturas antiguas de la Escuela Cusqueña, de propiedad del señor Santiago Lechuga Andía. Que sepamos, es la primera vez que esos lienzos —todos óleos de tema religioso— salen a la luz pública en una exposición colectiva, mostrando un hecho muy significativo, por cierto. Y es que, pese a un siglo de sistemático saqueo del millonario y casi inagotable patrimonio artístico del Cusco, aún quedan desperdigados, tanto en viejas casas solariegas como en los más humildes hogares cusqueños, millares de telas, tablas, miniaturas sobre planchas metálicas y otras formas de pintura religiosa, fruto del trabajo «en serie» del que debió ser numerosísimo gremio de artesanos pintores que, en poco más de un siglo, colmaron de imágenes los templos, conventos, capillas, casas y desvanes de todo el territorio virreinal, desde Santiago y Tucumán hasta Quito. También es significativo y edificante el que, en el gremio de «chamarilleros» y «anticuarios», queden personas cultas, amantes del Cusco y sus glorias, que inviertan su dinero y distraigan su tiempo en coleccionar especímenes del arte antiguo sin mayores perspectivas de redituar ganancias fabulosas al más breve plazo, traficando con una mercancía de valor inestimable. Uno de esos raros, si no únicos, coleccionistas con sentido y sentimiento cusqueñista es el propietario poseedor de la muestra expuesta, el maestro normalista don Santiago Lechuga. En muchos años de paciente y laborioso esfuerzo, invirtiendo capitales que en otros rubros podían haberse multiplicado por diez, Santiago Lechuga ha logrado acopiar más de un centenar de cuadros de muy diverso valor plástico, entre los cuales hay muchos de evidente originalidad y, como tal, representantes del mejor período de la pintura cusqueña «popular», aquel que es posterior al del florecimiento de los maestros europeizantes o clasicistas como Espinoza de
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los Monteros, Basilio Santa Cruz y Diego Quispe Tito, correspondiente cronológicamente a la segunda mitad del siglo XVIII. Pasemos ahora una ligera revista a la colección Lechuga Andía. Podemos anotar varias natividades y adoraciones sobre los consabidos modelos de Rubens. Desposorios de la virgen y huidas a Egipto, de muy apreciable factura y colorido brillante, muestran la evidente influencia sobre el maestro indio Quispe Tito. «Mamachas» o madonas indias, tan características en sus populares advocaciones de Copacabana, Pomata y Cocharcas, con sus ampulosos atavíos recargados de encajes y sedas, ostentan el típico y cusqueñísimo «brocateado» o estofado en oro. Llaman la atención un magnífico San Cristóbal, del conocido modelo tizianesco, vírgenes de la leche y sagradas familias con lejanos resabios españoles. Algo característico de la pintura cusqueña popular y anónima es la Santísima Trinidad, que explica plásticamente el dogma católico de las «tres personas distintas» en forma de tres cristos con iguales rostros, actitudes y atributos de tal modo idénticos, para presentarlos ante los indios idólatras como «un solo Dios verdadero». Hay un pequeño Santiago Apóstol, muy lindo, de color y otro de más acusado carácter indígena por su deliciosa ingenuidad en el dibujo del caballo, que los pintores cusqueños del siglo XVIII interpretaban con idéntico sentimiento plástico, que hoy muestran los alfareros collavinos de Pucará. Una mamacha de grandes dimensiones presenta a un matrimonio de devotos donantes mestizos, en magníficos retratos de perfecto modelado y expresión racial y psicológica. Pieza notable de la colección es la designada en el catálogo con el título de El caballero de la muerte. En realidad, es el tema de «las postrimerías» explayado en grandes lienzos por Melchor Pérez Holguín y el sebastiano Quispe Tito y, más tarde, por Tadeo Escalante en los frescos del templo parroquial de Huaro: un personaje con cuerpo de esqueleto que escribe sentencias meditando en la inanidad de la existencia terrena. Esta es una típica pintura «parlante» que incluye figuras de reyes, obispos, caballeros y damas, y hasta un emperador inca con su indumento característico, que caen bajo el golpe de las inexorables guadañas de
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los esqueletos. Remota remembranza india de los Jeroglíficos de las postrimerías, del sevillano Valdés Leal. Naturalmente que la colección Lechuga ostenta cuadros que merecen un examen técnico más prolijo y una confrontación documental para establecer los talleres de su procedencia y quizá la mano del autor, ya que todos son anónimos y pertenecen a diversas épocas de la pintura popular cusqueña, estudiada con bastante aproximación, entre otros, por los críticos e historiadores bolivianos Mesa y Gisbert. Para terminar, hay que dejar constancia del unánime deseo, expresado por calificados representativos de la intelectualidad y del arte cusqueños, de que la colección Santiago Lechuga sea adquirida por el Estado para incrementar los fondos del Museo de Arte Virreinal o, mejor afán, con destino a una Galería de Pintura Cusqueña Colonial, que harta falta hace a la ciudad del Cusco, visitada a diario por miles de turistas. Es así que todos los hijos de esta tierra querríamos verla convertida en realidad, a fin de que el legado artístico de nuestros mayores no se pierda, lamentablemente, por desidia, o emigre para enriquecer museos y colecciones privadas de países lejanos. Cusco, 1965
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Los cuadros de Pujyura
En abril de 1938, visitando el ya derruido templo de Pujyura (provincia de Anta), describí las riquezas artísticas que contiene en un artículo, que tuvo la suerte de ser transcrito a varias publicaciones nacionales. Al final, denunciaba el lamentable abandono en que yacía un considerable número de cuadros de la Escuela Cusqueña, varios de ellos de inapreciable valor documental, como los que representan los milagros de la descensión de la Virgen en Sunturhuasi y la aparición de Santiago Apóstol cuando el Cusco fue cercado por Manco Cápac II, en 1536, y una Madona o «Mamacha» firmada por el pintor indio Antonio Vilca y fechada en 178... Dos años antes, vi por primera vez esos lienzos juntamente con la pintora Julia Codesido y los dejé hacinados en el cobertizo, que fue coro del templo. Desde entonces transcurrieron cerca de diez años. Ahora, en posesión de informes fidedignos e invocando la cultura de nuestro pueblo, el respeto a nuestra tradición artística y, por qué no, la sincera fe de los creyentes, denuncio ante la conciencia ciudadana que las mencionadas joyas de arte nacional y documentos de inestimable importancia para la historia patria continúan en el mismo criminal abandono en que los encontré en aquel entonces. Los lienzos están prácticamente a la intemperie, arrumados como trastos inservibles en la parte que permanece techada del coro de la iglesia, recibiendo las goteras y las deyecciones que las aves nocturnas y pájaros de toda especie dejan caer sobre ellos. Los marcos dorados han desaparecido y solo quedan los bastidores en pésimo estado. No se sabe si hay alguna autoridad que vela por ellos, si no es el sacristán indígena que guarda las llaves. Se sabe de fuentes autorizadas que los organismos oficiales encargados de la custodia de las obras artísticas han hecho reiteradas gestiones ante la superioridad eclesiástica para asegurar, por lo menos, los valiosos lienzos, pero han tropezado con la tozudez inconcebible de quienes están obligados a resguardar
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los bienes, que no solo pertenecen al culto, sino que sobre todo forman parte del patrimonio nacional, en cuya conservación todos los peruanos estamos obligados a cooperar. Cualquier día, esos cuadros correrán la triste suerte de los que desaparecieron del templo de San Cristóbal, si es que ya los indeseables chamarileros no han olfateado por allí, con ese instinto de ratas que les es característico. Desgraciadamente, a propósito, los chamarileros no solo son pobres gentes que negocian en cachivaches y antiguallas. Puedo asegurar que en esta fauna hay especies de todo pelaje: desde los eminentes e ilustres personajes que no hacen sino mover ocultos y bien disimulados resortes, camuflados ingeniosamente donde menos se puede pensar, hasta los simples buscones y sabuesos que ahora se han echado con avidez famélica a las provincias y distritos para desvalijar lo poco que queda ya del riquísimo acervo artístico del Cusco. Antes que sea tarde, antes que los cuadros de Pujyura se destruyan sin remedio o se los carguen los filibusteros del patrimonio nacional, es preciso, urgente e inaplazable que intervengan las instituciones culturales, como la Junta Nacional de Conservación y Restauración de Monumentos, el Instituto Arqueológico, el Instituto Americano de Arte, la universidad y, también, la autoridad política, para salvar ese tesoro que pertenece a la nación. Cusco, 1945
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CAPÍTULO X EN TORNO AL ARTE POPULAR
Julio Genaro Gutiérrez Loayza
Santurantikuy,manifestación del arte popular cusqueño
Algunas reflexiones Navidad, la fiesta universal que celebra el mundo cristiano el 25 de diciembre, fiesta por excelencia de los niños, toda llena de sugestión mágica, de encanto indefinible para todos los espíritus, tiene en el Cusco su sabor particular, único. Dejo la música mestiza de los villancicos y los nacimientos criollos, para abordar el Santurantikuy, expresión plástica del arte popular, plebeyo en términos más crudos. La víspera de Navidad, en la mañana —casi invariablemente mañana alegre de diciembre de sol cálido—, se realiza, en las escalinatas del atrio de la catedral y en los portales de Belén y Carrizos, la feria de los «pastores», juguetes y figuras, que crea la fantasía ingenua de los artistas anónimos del pueblo, figuras que van a incrementar las pintorescas colecciones de los nacimientos. A pesar de lo grosera, ridícula y deforme que sea, la exposición de juguetería popular de Santurantikuy es indudablemente un exponente de la capacidad artística del pueblo, de su potencialidad estética: eclosión del sentimiento plástico popular, primitiva y jubilosa, humorística como tal. Pero como toda manifestación nativa, se va destiñendo y perdiendo su sello, su aliento. Las figuras de yeso, que se ven aún bien conservadas por las manos cariciosas de las abuelas en las casas de familias antañonas, ya son muy raras. Los muñecos de biscuit, los bibelots, de gusto y factura extranjeros, los han sustituido. Lo que queda de auténticamente cusqueño en la industria de la juguetería es demasiado escaso y pobre comparado con lo de tiempos atrás. Apenas si se ve el básico sinsi-martín, caricatura de tipo mitad sacristán, mitad leguleyo, representado con capa española y chistera, sentado en silla de madera con su cuello de resorte y su facie espectral. Los indios, portadores de cestos de frutas cu-
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biertos con una extraña indumentaria de cueros de vacuno, los k’ara kapas. Las comparsas de bailarines indios k’oyachas, k’achampas, el energúmeno Siclla, etc. He visto muñecos en algunos nacimientos que gozan de reputación, que son verdaderos aciertos de expresión y de gracia. Hay hasta escenas completas, grupos de gentes y animales expresados con una ingenuidad espontánea y realista. Lo cual prueba que el arte de la juguetería alcanzó en el Cusco, en tiempos ya un tanto lejanos, considerable desarrollo, si se toman en cuenta los medios primitivos de la industria: el vaciado en yeso o el modelado directo. Todo esto sugiere, a quien se da la molestia de pensar sobre esos temas, algunas reflexiones que, con un poco de comprensión y de cariño por las cosas de nuestra tierra, son dignas de tomarse en cuenta. Evidentemente que nuestro arte, el cusqueño, que hizo efectiva la Escuela en la colonia, ha ido en lamentable decadencia, hasta que hoy somos testigos indiferentes de sus últimos vagidos. Naturalmente, las causas de esta decadencia son tan múltiples que no cabe siquiera enumerarlas. Al presente, percibimos un renacimiento si vamos a ser optimistas. Y lo que más falta hace, para encauzar este ciclo que penosamente se inicia, son hombres de visión porvenirista, hombres que hagan obra integral de renovación cultural, sobre todo. Porque hay que confesar que para las cuestiones del espíritu siempre hubo la miopía más absoluta, una ceguera suicida que nos ha llevado a destruir lo mejor de nuestros tesoros artísticos. Ayer se destruían los soberbios muros incaicos para abrir mezquitas, puertas o ensanchar calles, se modernizó con un criterio absurdo, a base de yeso los templos, se echó gruesas capas de pintura sobre la piedra para darle la apariencia de tal, se saqueó los objetos de arte incaico y colonial, y hoy nos han entrado la manía del cemento para acabar de destrozar la perspectiva típica de nuestras calles: el zinc sustituye a la teja. Dentro de poco podremos decir sobre el Cusco la elegía famosa: «Estos, Fabio, ¡ay dolor!, que ves ahora...». Pero no todo ha de ser lamentación, que al oído de muchos sonará como el grito de un retrógrado enemigo del progreso, porque el progreso impone el cemento y calamina.
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Todavía podemos reaccionar si el buen sentido y el gusto se imponen sobre el disparate y la manía modernizante en las cosas, aunque en lo relativo a la cultura vivimos en pleno Medioevo, con Inquisición y todo. Volviendo a mi tema, para exaltar y dar impulso al arte popular, un municipio inteligente podría convocar un concurso de juguetes típicos, así como se ha convocado un concurso floral, sin gran esfuerzo, sin excesivos desembolsos. Bastará un pequeño estímulo, si no es pecuniario, por lo menos honorífico, para que nuestros artistas populares, los imagineros intuitivos que aún quedan, acucien su instinto creativo para producir obra apreciable y, además, eleven su nivel de vida, que, al presente, es el de los obreros más miserablemente remunerados. En todas partes hay concursos de juguetes. ¿Por qué no se pueden hacer aquí? Para esto solo se necesita comprensión de nuestras cosas, espíritu cusqueñista en suma, no de discursos parlamentarios, sino de acción efectiva. El Sol. Cusco, 24 de diciembre de 1929
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Los juguetes cusqueños
Días pasados, el colega Paukar7, mientras pone el «día en movimiento», se detiene a la altura del meridiano local para hacer una buena sugerencia: que el municipio propicie un concurso de juguetes para la fiesta del Santurantikuy, el 24 de diciembre. Por mi parte, apoyo esta iniciativa y la hago mía. En años anteriores, guiado por mi fervor por las cosas de arte, hice esa misma sugerencia desde un diario local. Aquella vez nadie prestó oídos. Ahora parece que puede hacerse efectiva. Es verdad que solo faltan pocos días, pero pueden ser los suficientes para que los imagineros populares, que ya se encuentran en plena tarea de facturar su mercancía juguetera para la mañana del 24, la víspera de Nochebuena, puedan esmerarse un tanto, aguzar su inventiva y presentar ejemplares depurados de la copiosa y singular fauna de «personajes» cusqueños. Con unos cuantos soles salidos de las arcas municipales, que muchas veces se esfuman en «champaña y pastas», bien se puede iniciar este concurso de juguetería que, andando los años, devenga en la base de una industria local importante, puesto que no es un secreto para nadie que los turistas de buen sentido, los que saben apreciar lo característico y singular de cada pueblo, buscan, junto con los tejidos indios, las cerámicas antiguas y otros objetos, los juguetes producidos por el ingenio humorístico del artista popular. En efecto, cada lugar de la tierra que tenga cierta importancia turística posee una especialidad en materia de ese arte menor, de juguetería, de cerámica, textilería decorativa, etc. Quién ignora la cerámica de Oaxaca, las platerías de Taxco en México, tan demandadas por los grandes contingentes de turistas yanquis que visitan anualmente la tierra del Anahuac. Esto, sin aludir a los pro-
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Paukar, seudonimo del periodista Roberto Latorre.
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ductos típicos de los centros turísticos europeos como los célebres juguetes de Núremberg, las lozas y porcelanas de Sajonia y Sèvres, para no prolongar los ejemplos. En nuestro Cusco tenemos también nuestros típicos juguetes, que, únicamente por nuestra tradicional incuria, se van echando al olvido, como el sinsi-martín, el kara-capa, equiparables al ekeko aimara, si bien este último tiene además significación de amuleto contra todos los males de la tierra y es el Santa Claus o Papá Noel indio, portador de la felicidad y de abundancia para niños y viejos. Pero todos esos tipos que forman legión, repito, van a terminar siendo absorbidos por los horribles juguetes de lata y caucho, de gusto pacotillero y japonés. Haciendo labor nacionalista, en arte como en todo, hay que obsequiar a nuestros niños juguetes cusqueños, en lugar del material bélico, que dicho sea es también una parte de la preparación para la guerra por los concesionarios y magnates de la muerte. De esta forma, les enseñaremos a amar lo nuestro antes que lo exótico, a valorizar lo que tenemos en casa antes que a envidiar lo ajeno. Por lo demás, esta iniciativa, por lo modesta, no cuesta mucho; en cambio, tiene —mejor dicho, tendría—, de realizarse, una enorme trascendencia y el municipio actual se haría acreedor de la gratitud de quienes, en el Perú, sostienen los prestigios del arte nacional. 12 de diciembre de 1936
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Reivindicando el charango
El charango es el instrumento en que el cholo y el indio, es decir, el verdadero pueblo, expresa y vierte sus sentimientos. En él llora sus nostalgias de humillado y canta su alegría exultante y cordial; también, con él ironiza al cacique y al señor. Reivindicar el charango, exaltarlo, elevarlo a categoría estética, es una noble tarea de nacionalismo artístico, que harta falta hace al Perú. El Día del Charango es una batalla ganada en la peruanización del Perú que quería José Carlos Mariátegui. Artistas locales, aprovechando de la facilidad brindada por la OAX 7A Radio Cusco, están organizando el primero de enero una audición de música folclórica, bajo la simbólica denominación de Día del Charango. La iniciativa ha sido felizmente acogida por todos los elementos que en nuestra tierra cultivan o se interesan por nuestros fueros artísticos. Humberto Vidal firma la carta que, publicada en los diarios locales, ha despertado unánimes entusiasmos y comentarios de elogio. Y no cabía otra cosa. Precisaba que los músicos, que todos los artistas, tuvieran un día de celebración, como lo tienen las fechas históricas recordatorias de las efemérides patrias, como lo tienen las instituciones y organismos de todas las actividades y como lo tienen, en fin, las entidades ideales y abstractas que son objeto de un culto cívico y humano: la madre, el libro, el camino, etc. Por qué no se podía un día consagrar a lo que más genuina y entrañablemente es nuestro, la música peruana, por no decir chola, mestiza o indígena, simbolizada en este instrumento minúsculo que, pulsado por el artista popular, tiene toda la virtud mágica de darnos la auténtica tonalidad y matiz de nuestro mundo afectivo. El charango, ese instrumento que es una caricatura de la guitarra española, a la que el indio le acopló el caparazón pintoresco del quirquincho y fabricó, para hacerle vibrar con mayor intensidad, cuerdas del intestino de la llama, es, por mil títulos, el instrumento mestizo, cholo o neoindiano. Con él se hace el amor y se da serenatas a la enamorada, de ojos esquivos y reír cascabelero,
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sobre sus cuerdas se vacían las endechas saudadosas de los «trabajos de amor perdidos», se zapatea el huayno de alegría loca y trepidante. El charango es el compañero del cholo por los caminos sin fin y, en la posada montañosa, endulza la vigilia bajo los vientos crespos y la helada implacable. Con él también el oprimido cholo hinca su sátira aguda en el orgullo zafio del señor, del gamonal y del cacique. El charango, pues, es el instrumento cholo por excelencia. Sus cultores lo van a reivindicar y, por qué no, elevarlo a la categoría de un símbolo artístico nacional, como el bandoneón tanguero, la marimba cubana, la balalaica rusa. No hablo de la quena, que no tiene por qué perder también sus derechos. La quena es más prístinamente india, como el pututo y la zampoña. Se trata aquí de lo peruano, esto es, de lo mestizo, y ninguno mejor que el charango en tal caso. 29 de diciembre de 1936
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En La Hora del Charango de anteanoche Palabras de Julio G. Gutiérrez
Señores: La hora del charango, esta hora de efusión vernácula, que, como una reivindicación de nuestra música nativa, relegada y menos preciada, iniciara un grupo de artistas locales, encabezado por el comprensivo espíritu de Humberto Vidal, está convirtiéndose ya en una institución cusqueña y peruanista. Con el charango, con la coreografía y el canto indígena y mestizo, con la pintura y la plástica popular es que queremos, los hombres de ahora, dignificar y afirmar el sentido de nuestra nacionalidad contra la invasión extranjerizante y colonizadora, que comienza por el jazz, la música negroide, la moda yanqui, el cinematógrafo procaz, para terminar en la conquista de nuestras más preciadas riquezas. Por eso, nos dirigimos al pueblo, porque creemos, como un gran pensador de nuestro siglo, que «el arte debe hacer penetrar profundamente sus raíces a través de la espesura de las amplias masas. Debe ser comprendido y amado de las masas. Debe unir el pensamiento, el sentimiento y la voluntad de las masas; debe elevarlas. Debe suscitar en ellas artistas y desenvolverlos». Y el pueblo indio-mestizo, es decir, el auténtico pueblo peruano, nos comprende y nos alienta, porque sabe que, lejos de llegar a él desde cierta altura, con la petulante soberbia del señor que se precia de culto o de sabio, los artistas de La hora del charango hemos salido de su entraña fecunda y trabajamos por darle la conciencia de su valor, no solo como factor económico en la vida nacional, sino como entidad estética y cultural. Por encima de este localismo al que pareceríamos atados por los nexos de la tierra, infundiendo valor universal al huayno, a la ccashua, a la pintura de los keros, a las piedras antiguas que aún guardan su secreto impenetrable, a los pendones de chichería y a los juguetes de la imaginería popular, queremos los
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jóvenes cusqueños, alentadores de esta hora semanal de arte, levantar la adormecida conciencia nacional en una noble tarea patriótica —en el más alto y puro sentido—, en la cual luche por que el Cusco valga no solo por su pasado y sus piedras, sino por su presente y sus hombres. Al mote de capital arqueológica, que ha envanecido a muchos, respondemos haciendo que nuestra tierra, a la que amamos por encima de todas las cosas, sea más que un museo de antigüedades, un cementerio de glorias muertas: un haz vivo de energías operantes, la fuente y la matriz misma de la nacionalidad. Por esto, levantamos, como una bandera del más legítimo nacionalismo, el arte popular, que será como un heraldo anunciador de nuevas realidades políticas y sociales, porque el arte cuando es auténtico, no el deshumanizado del que habla el profesor español, tiene que ser la expresión genuina del alma popular, un producto correspondiente a determinada estructura económica. Y un pueblo que puede mantener y crear un arte capaz de conmover a las masas, es un pueblo que está llamado a forjar un porvenir brillante, el cual nosotros lo tenemos que conquistar y construir. Por mi parte, no he venido, a pedido de Vidal, a alentar con mi palabra, que no tiene autoridad alguna, a los artistas de La hora del charango, sino lo que todos sentimos y pensamos. Y cómo es nuestra alegría cuando sabemos que el pueblo puede valorizar nuestro esfuerzo, vibrando con nuestra propia emoción cuando nuestros conjuntos interpretan los aires populares, que, por hoy, es la única forma como puede soltar las compuertas de su sentimiento torrentoso, este pueblo escarnecido por siglos de opresión. Vaya a ellos, a los escuchas callejeros, al pueblo radioyente de dentro y de fuera de las fronteras de nuestra nacionalidad, el saludo de los artistas jóvenes de este Qosqo, prestigiado de leyenda, amurallado de tradición y de gloria pretérita, pero lleno también de un futuro promisor para América y para la humanidad. El Tiempo. Cusco, 28 de abril de 1937
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Un imaginero cusqueño, Fabián Palomino Fabián Palomino es un escultor popular, un epígono rezagado de los escultores indígenas y mestizos de la Colonia, cuya obra esta esparcida por templos, conventos y adoratorios del Cusco y sus provincias. De simple santero, de los que vacían «sancristóbal» y «santoy-sanblas» por docenas para que los chicos jueguen a las procesiones y al «Corpus» Palomino, por autosuperación —sin escuela, sin academias—, ha alcanzado un cierto nivel artístico que lo coloca por encima del simple artesano no calificado. Ha esculpido ya íconos que se veneran en varios altares. Sus policromados pueden competir ventajosamente con muchos vaciados importantes de Italia y facturados por buenos escultores en Lima. No es, desde luego, una notabilidad en el género. Nada de esto. Pero ha probado que tiene posibilidades y grandes. Lo prueba su íntima obra, que se exhibe actualmente en el estudio fotográfico de Chambi: un grupo que representa la ascensión de San Francisco, el místico poverello de Asís, rodeado de dos ángeles con las alas desplegadas, en actitud de vuelo. El grupo policromado ha sido contratado para el templo de Ayaviri, por un devoto y benefactor de la parroquia. Sin pretensiones geniales, Palomino —un mero artesano imaginero— ha logrado una obra que está lejos de ser perfecta, pero que tiene méritos firmes. Es evidente que Palomino ha seguido las huellas de Natalicio Delgado, que es egresado de una academia europea, mas nuestro paisano no le va en zaga. Que esta noticia sirva de estímulo al artista popular. 18 de noviembre de 1937
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Certamen de artes plásticas populares (De «La Noche» de Lima)
Con este mismo título encontramos un interesante artículo en El Comercio del Cusco, del 19 del mes corriente, firmado por Pancho Fierro. El articulista enfoca la iniciativa desde su doble aspecto, de su significación artística y de utilidad comercial, recordando en este último sentido una carta de un funcionario consular mexicano en Nueva York, quien solicitaba el envío de muestras de arte popular, facturada por indios, a una firma comercial de la gigantesca metrópoli yanqui. En el Cusco se está efectuando un interesante movimiento de renovación artística en el más amplio sentido cualitativo y cuantitativo-humano. Un destacado grupo de artistas e intelectuales, encabezados por el prestigioso maestro José Uriel García, ha tornado la responsabilidad de incrementar la producción, estudiar las fuentes del arte popular y hacer participar a las multitudes en la creación estética. Tal vez no haga aún un año que por la radio cusqueña se irradia La hora del charango, amenas e interesantes charlas sobre la expresión popular del instrumento y de los motivos musicales. Las conferencias de Uriel García, Coello Jara, Gutiérrez y otros intelectuales obtuvieron reales sucesos y contribuyeron a la cultivación de la música del pueblo. Posteriormente, en Buenos Aires, cuando se llevó a cabo el Congreso del Instituto Americano de Arte, fue Uriel García quien tuvo un desempeño brillante, con una magnífica conferencia sobre arte peruano; y fue él también quien propuso la organización de las secciones nacionales del Instituto. El maestro cusqueño descolló en el Congreso, demostró no tan solo su versación, sino su virtuosismo por la estructuración del arte intrínsecamente popular. Desgraciadamente, por mezquinas causas egoístas, en Lima no se ha comentado debidamente todos estos hechos que son sencillamente desconocidos. Como una afirmación nacional y una efectiva propulsión por los valores propios, la preocupación proartística va alcanzando su cristalización en el Cusco. En ningún departamento o ciudad del Perú existe la fervorosidad que sabemos anima a los artistas e intelectuales cusqueños por el encauzamiento de las manifestaciones de arte peruano.
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Lejos de toda cursilería y ausentes de barato exhibicionismo, guiados por una necesidad constructiva y armados de sano nacionalismo; reactualizando el pasado y utilizando los materiales del presente, sin encasillamiento, con visión amplia que no pierde su conexión con lo propio y natural; mirando al porvenir con la seguridad de la potencialidad racial; haciendo una obra objetivamente nacionalista, invalidando todo lo que huele a rancio y a huachafo; involucrando la actividad y elevándola hacia el futuro con encarnación segura de la progresividad del hombre en el Cusco, se libra la más importante batalla por la superación artística con participación de los valores anónimos, de los poblados, mediante la mayor consideración del fondo, que viene del pueblo, antes que la forma de las «excelencias». Deviene, así, la síntesis expresiva de la inteligencia, sin relajamiento ni falsa intelectualización, al servicio de la creación artística y elevación cultural del pueblo. Consecuencia de los principios y de la fervorosidad de los intelectuales y artistas cusqueños es la organización de la Sección Peruana del Instituto Americano de Arte. José Uriel García —positivo valor de la intelectualidad presente del Perú— ha conseguido, así, hacer realidad su proposición en el Congreso de Buenos Aires. Y no solamente se ha cristalizado la organización, sino que, demostrando la veracidad de la intención, sus componentes se han puesto a trabajar con todo entusiasmo. La visita de Víctor Terán fue aprovechada para auspiciar sus actuaciones, las cuales ahora continúan, en su labor con el Concurso de Artes Plásticas Populares, que está en plena preparación. Para nosotros es doblemente grata la constatación del progreso del movimiento artístico en el Cusco. Ya en anterior oportunidad hubimos de intervenir con nuestros puntos de vista al tratar de la concurrencia de peruanos al Concurso Internacional de la Danza, fatalmente fracasada. Igualmente, somos responsables de querer intervenir en algo constructivo que señale la iniciación de un organizado movimiento artístico. Y, finalmente, nos empeñaremos en la extensión de la sección peruana del Instituto Americano de Arte hacia Lima, siempre que se haga con sinceridad y selección cualitativa. 17 de diciembre de 1937
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La hora del charango recibirá nuevo impulso Se ha constituido un comité organizador
Con el objeto de dar mayor aliento e impulso a una institución artística de un año de labor, la simpatía y el asentimiento de las masas populares, cual es La hora del charango, que irradia la broadcasting local de la calle Montero las noches de los lunes, se ha constituido un comité organizador de esta hora de arte nacional, a iniciativa de su principal organizador y gestor señor Humberto Vidal. El comité, cuyo personal consignamos a continuación, se ha propuesto hacer de La hora del charango no solo una retreta popular con programas tomados del folclore musical de la región, sino superar la calidad de las ejecuciones, conseguir la cooperación de todos los elementos artísticos que permanecen inéditos y desconocidos, reivindicar los nombres y la obra de nuestros músicos actuales y antiguos. En una palabra, hacer de la hora vernacular de los lunes un centro de unificación de las actividades artísticas del Cusco, en la que puedan alternar intelectuales, cultores de la música, poetas y periodistas. El comité organizador ha quedado integrado por el siguiente personal: director, Humberto Vidal, y miembros, los señores Julio Gutiérrez, Constantino Zúñiga Vargas, Víctor Navarro del Águila, Gerardo Aragón, Miguel Ángel Delgado, Teófilo Huayhuaca Saldívar y Ernesto Vidal. Se ha distribuido el turno para la organización de las audiciones y se proyecta además la organización de una velada literario-musical a beneficio de La hora del charango, ya que esta fundación no cuenta con el apoyo económico de ninguna entidad pública ni privada. 23 de marzo de 1938
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El púlpito de San Blas será copiado en miniatura
La obra de Guillermo Fernan Zegarra De siluetador de caricaturas a punta de tijeras, Fernán Zegarra pasó a copiar en cartón las monumentales portadas hispano-indígenas de los templos de su ciudad natal, Arequipa. La trayectoria de su vocación artística ha seguido, pues, una línea consecuente. Prefiere el instrumento cortante a los tapices y pinceles, y hoy ha triunfado con esta especialidad de maquetista en miniatura, que lo asimila más bien a la escultura. Después de exhibir en el Pabellón del Perú, de la Exposición de París, las copias de la Compañía de Jesús y otros monumentos coloniales de su tierra se encuentra en el Cusco, comisionado por el gobierno, para facturar una maqueta del famosísimo púlpito de San Blas, «la obra escultórica más bella del continente», como ya lo calificara don Teófilo Castillo, cuyo autor, según la opinión del docto historiador del arte cusqueño Uriel García, es probablemente el gran escultor indio Juan Tomás Tuyro Tupac. El artista ha comenzado su trabajo y, accediendo a su amable invitación, lo hemos visitado en una de estas mañanas neblinosas de agosto. En la semipenumbra del templo parroquial ha instalado su mesa de trabajo frente a la tribuna sagrada, maravilla del barroco indígena, churrigueresco o «crespo». Su material y sus instrumentos son los más simples, a saber, trozos de cartón de diversos grosores, una vieja navaja barbera, hojas de afeitar, un compás, reglas graduadas y un pomo de goma de preparación especial. Zegarra ha avanzado ya, en poco menos de un mes, el respaldo central del púlpito que queda adosado al muro del templo. Este fragmento lleva esculpida, en altorrelieve de talla perfecta, la imagen de San Blas, patrono de la parroquia. En la parte alta, en medio de las cornisas retorcidas y llenas de talladuras, hay dos escudos casi invisibles desde el piso. Uno de ellos es del célebre mecenas colonial, el obispo Mollinedo.
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Copiado minuciosamente y a escala, este solo trozo da idea de lo agotador del trabajo que tiene por delante el artista, dada la magnitud y magnificencia del modelo que, contemplado de cerca, vis à vis, es un verdadero encaje de madera. Pasma de admiración y cansa materialmente la vista seguir los detalles ornamentales de la sagrada tribuna. Únicamente cada columnita de los haces triples que forman el perímetro de los nichos en que se asientan los íconos de los evangelistas, en el antepecho, lleva distintos motivos en una profusión laberíntica. Un detalle curioso: uno de los heréticos, que como cariátides sostienen la base del púlpito, lleva la boca abierta en actitud de fatiga y tiene la lengua móvil. La taza del púlpito, así como el tornavoz, son una locura de ornamentación: no hay un solo centímetro cuadrado de material que no esté decorado. Para observar en detalle la coronación, se precisa de un anteojo de teatro. Y hay que ver la perfección acabada de las esculturas, la maestría suprema de la mano del artista que forjó aquella maravilla. Con toda su capacidad y su talento, su arte hecho de paciencia de benedictino, paciencia del bíblico Job, Zegarra tiene que emplearse a fondo para salir airoso de la empresa. Los seis meses, que calcula para terminar su obra, parecen insuficientes, pese a que trabaja varias horas diarias frente al modelo, fuera del tiempo que emplea en su estudio. Pero una vez concluida, la maqueta irá a la Exposición Universal de New York, y allí podrá ser admirada por todo el mundo, ya no en la simple copia fotográfica que no alcanza a dar idea de la grandiosidad del original, sino «el bulto», y atraerá mayores corrientes turísticas: será un motivo más de admiración entre los muchos de que el Cusco se enorgullece. La obra que realiza Guillermo Fernán Zegarra en el Cusco merece, por lo mismo, todo el apoyo, así como las más amplias facilidades de quienes están obligados a prestárselas y por el prestigio de esta tierra. 27 de agosto de 1938
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El pendón y el cartel
El clásico pendón de chichería del arrabal cusqueño va desapareciendo irremisiblemente, desterrado por los tumbos del progreso y de la civilización. El pedazo de lata en que el pintor cholo vacía su sentido plástico y creador, el lienzo humilde que brinda su superficie para que el artista del pueblo, tras la faena del broquel en el enjalbegado de los muros, dé rienda suelta a su fantasía imaginando composiciones inspiradas en la sabrosa bebida de sus antecesores los incas, es nada menos que una estupenda manifestación de arte popular. El pendón de chichería del Cusco, par del aviso de la pulquería mexicana, está dando sus últimos vagidos. Antes de que desaparezca por completo, es necesario trazar su biografía, si ya no es posible hacerlo resucitar. De los barrios centrales donde antes campeaba Kcusillochayoc, hoy cine Italia, Pelota Cancha, Kcairachayoc ha sido poco a poco desplazado al arrabal, a los barrios de extramuros, como Santa Ana, San Blas, Santiago. En Uma calle, Ppaclachapata, en Malampata podemos ver aún algunos de ellos. Sírvele de asta cualquier carrizo quebradeño o un lloqque, que en las jornadas de gresca hace veces de arma contundente en las manos de algún perdonavidas de la parroquia, del «huirataca» o del mozo guapo. Un mazo de ccantus o de copudas dalias, flores populares, corona el asta, a guisa de penacho. Del delgado junco cuelga la pintura, generalmente la lata, facturada con baratos colores al óleo que el mismo artífice se prepara con tierras y anilinas. Los motivos que inspiran a los artistas del pueblo son casi idénticos: la jarana al pleno aire; a un lado la orquesta, arpa, guitarra y charango pulsados por los cholos jaraneros del barrio; en medio, la pareja contoneándose en la marinera intencionada y el huayno picaresco; arriba, el Sol, figurado como en los viejos monolitos de tiahuanaco o el disco metálico del Qoricancha. Otros temas son de sabor bucólico: viajeros indígenas en los caminos serranos haciendo pascana. Sentimentales otros: el indio con la quena, la pareja
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de enamorados, el recluta raso y la chola. Mitológicos: entre estos el motivo más apasionante de la mentalidad indígena, la sirena. Picantería La Sirena, un busto de india, la cola de pez y pulsando el charango. La sirena indígena, como la Indiátide —elemento arquitectónico— es la chola de las jaranas, la rabona, la huachafa. Nada tiene de las beldades de la mitología helénica, o de Loreley, la de la verde cabellera de alga en el canto de los Nibelungos germánicos. La sirena indígena aparece también con motivo ornamental arquitectónico en la portada de la catedral de Puno. No escasea el tema histórico, la evocación de los tiempos imperiales: Picantería Tahuantinsuyo, El Sol, El Inca, etc., trasiego de las estampas vistas en algún libro o papel pintado, o más bien, paralelo de los vasos incas, los queros; el pintor primitivo de hoy continuando el arte del cincelador de los vasos votivos. Tampoco falta el motivo totémico: el tigre, el puma, el oso, el pato. Derivación del totemismo indígena, sin duda, y por parentesco lejano con los títulos zoológicos de los cabarets parisinos Lapin Agile, Le Perroquet. Y la picantería del arrabal santaneño es como los fantasiosos refugios de los bohemios de Montmartre; bohemia cholesca donde no faltan los trovadores y los poetas, los cholos improvisadores de huaynos epigramáticos y las endechas arrulladoras a la enamorada de trenza larga y mantón de Castilla. La «naturaleza muerta» tiene su expresión clásica en la pintura popular cusqueña, como la tienen las manzanas de Cézanne y las cacerolas de Chardin; es el ppuco, plato de cerámica lleno de incitante rocoto, el jayachico, aperitivo indígena como el piclets o el mustard británico. A veces aparece también, en forma de bodegón, el rubicundo choclo o el dorado conejo asado, junto siempre al infaltable caporal, rebosando espuma sobre el oro de la bebida. Motivo de una plasticidad espléndida, estallante de color, que aún anda mal mirado por los pintores «artistas». Que recordemos solo el grande y malogrado Vinatea Reynoso lo explotó en su zuloaguesca alegoría de Arequipa, junto con los bermejos camarones de Majes, el burro y el «chacarero» con el albeante cono del Misti al fondo. Parangonando a las artes populares, las escenas del «pendón» son comparables a las famosas kermesses flamencas de los Teniers, por su realismo plebeyo,
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y entre los pintores de pendones, no es raro encontrar algún primitivista, como Henri Rousseau, el Aduanero, y neoexpresionista, como los alemanes de la promoción de la posguerra. La pintura del pendón es, si le buscamos sus raíces, toda una escuela, un género de arte popular. Tradición no le falta: arranca de la escuela popular cusqueña de la Colonia, que produjo los millares de madonas cholescas y los grotescos y estevados cristos de factura indígena. Escudriñando en el pasado artístico reciente, podríamos citar las pinturas al temple que decoran comedores y solanas camperas, y la pasmosa decoración de una especie de Miguel Ángel cholo, de Tadeo Escalante, el pintor del Juicio Final, tan gigantesco como el de la Sixtina, en las paredes y techos del templo de Huaro. Decíamos que el pendón diminuto en lata desaparece, se arrincona en los aledaños. Lo sustituye, en cambio, el cartel, más amplio, con mayor superficie, que se utiliza a guisa de biombo o pantalla a la entrada de las chinganas y las chicherías de nuevo cuño, «con radio». En este género nuevo, junto a copias de estampas sin originalidad, no faltan creaciones de vuelo imaginativo y en las que se puede encontrar incluso «técnica», en el sentido más alto. Surgen también los títulos modernizados, siempre empapados de la ironía mordiente del cholo: Bayer, onomatopéyico del «bayo», o Kcello-ukuco; el desaparecido Palo Verde, de recuerdos literarios y artísticos que fue una peña, tal como el célebre Café del Pombo de Ramón, el de las greguerías, y de Solana, el pintor de la España Negra. “El aterrizaje”, término aviatorio incorporado a la jerga chicheril con una intencionalidad jocosa; El Mono, donde aparecen los doctores con chisteras y facies antropoideas, una verdadera estampa humorística. Y así podría seguir la catalogación. El cartel substituyendo el pendón en lógico trance evolutivo, los amplios locales adecentados reemplazando a la «caverna prehistórica». El pendón debe tener una historia y su museo. Alguna vez recogeremos los sucios cuadritos enhollinados, como guardamos con superstición o culto los «caporales» incaicos, los queros. Waman Puma, nro. 2, 1941
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Los materos de Huamanga
El arte de los materos huamanguinos se encuentra entre las más originales de las artes populares que se cultivan en las diferentes regiones del Perú. Este es un arte de indios y cholos que habitan las quebradas cálidas del curso superior del río Mantaro y su área geográfica. Por decir así, puede delimitarse con exactitud entre la provincia de Huanta, del departamento de Ayacucho, y la de Tayacaja y Angaraes, del departamento de Huancavelica. Los más bellos mates proceden de la quebrada regada por el río Mayoc, afluente del Mantaro. En esa zona se produce abundante la materia prima, el material plástico de los mates, el poro (Lagenaria sp), una cucurbitácea rastrera que también medra espontáneamente en La Convención y otros valles del Cusco. La blanca corteza del poro sirve a los artífices indios para grabar en ella, con rudimentarios instrumentos, escenas, figuras, paisajes y motivos decorativos de una originalidad absoluta. Descendientes directos de los maravillosos artistas incas que burilaron y esmaltaron los vasos votivos o queros, los materos de hoy resultan decoradores y dibujantes de refinado gusto para todo aquel que contemple sus obras, despojado del prejuicio occidentalista y europeizante, con ojos de prístina pureza indígena americana. Arrancando del primigenio arte de las cavernas rupestres, de las pictografías y petroglifos con que el hombre primario expresaba su emoción, pasando a través de todas las vicisitudes y peripecias de la evolución técnica, estos poros huamanguinos nos producen la misma impresión de gracia originaria y hierática, muy antigua, pero también muy moderna, de las pinturas de las mastabas egipcias, de los kakemonos japoneses de la era clásica y, algo más cerca de nosotros, de los queros incaicos. Dentro del reducido espacio de dos dimensiones, anterior a la perspectiva renacentista, el matero indio grafica todo su universo emocional y vuelca su visión del mundo, con alucinados ojos de artista, en la comba propicia de la calabaza.
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Dibujante intuitivo, el matero adopta como motivos de inspiración los elementos del paisaje circundante: la montaña nativa, la flora, la fauna y el hombre que desenvuelve su vida en aquel. En el escenario esferoidal y convexo, entran los personajes de su propio drama: el pastor, el viajero, la fiesta de toros en la plaza de la aldea, la jarana alegre, el requiebro, el idilio, las escenas de montería. La sumaria vida del trabajador campesino, que se desarrolla entre su pobre parcela, su choza, las caminatas al poblado vecino y los largos viajes a los valles tropicales en pos de coca o portando los productos de su magra industria, constituyen la preferente temática de los mates. Entre un grupo de mates que tenemos a la vista, podemos apreciar sin dificultad el ingenio de los artífices: unos son más puros, más primitivos, diríamos, mientras que otros han asimilado modernos procedimientos, copiando láminas y cuadros de la historia nacional. Desde luego, los primeros acusan un valor más noble y genuino. En lo esencial al grabado de los dibujos, se utiliza un estilete o gubia fina y se aplica, a veces, el pirograbado, para diferenciar los espacios y sugerir los planos, y, en algunos casos, el policromado con colores simples: rojo, violeta, verde y amarillo. Generalmente, bordean la base y el casquete superior de los mates graciosas franjas que alternan grecas, dentelladas y hojarascas, y en el cuerpo globular del poro se desarrolla la decoración, partiendo de un eje y condicionando, a cada lado, figuras simétricas simplemente rítmicas. En los claros que dejan las figuras, mediante la patente de ese barroquismo indio que aparece en las artes de la costa y, posteriormente, en la arquitectura hispano-indígena de la Colonia, el decorador huantino intercala flores, pájaros, monos, pumas, especímenes de la flora y la fauna de los trópicos. Algunos ejemplares de mates dan la sensación plena de tropicalismo, por la cargazón y exuberancia, con el mismo acento que percibimos frente a las portadas de los templos arequipeños o la monumental fachada de la catedral puneña y las maravillas jesuitas de Juli y Pomata. La unidad fundamental de la raza india está viviente en su profundo sentido estético, desde el tejedor de Paracas, el ceramista cusqueño, el alarife de
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tiahuanaco y de chavín, hasta sus continuadores epigonales de hoy; los tejedores de Quiquijana, Acomayo o Queromarca, los alfareros kollas de Pucará y los materos de Huamanga. La maravillosa palingenesia euríndica, aquello que habla don Ricardo Rojas. La plástica peruana de hoy tiene mucho que aprender y tomar del arte de los materos huantinos, como esta tiene que tomar del arte indígena precolombino. A base de este y del arte popular actual, estamos ya creando la «línea peruana», el ritmo y el sentido peruano de las formas y de los volúmenes, en la misma medida en que existen, en inequívoca manera, la línea mexicana, la egipcia y la japonesa. De allí que proclamemos como maestros y precursores de esta «línea» a los materos de Huamanga y a sus obras, exponentes preciosos del genuino arte nacional. Waman Puma, nros. 5-9, Lima, 1942 Peruanidad, vol. II, nro. 9, Lima, 1942
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Santiago Rojas y sus comparsas de bailarines
En el Sexto Concurso de Santurantikuy de 1942, organizado por el Instituto Americano de Arte, resultó una verdadera revelación, para unos, y una sorpresa, para muchos, la presentación de Santiago Rojas Álvarez con sus decenas de figurillas en yeso policromado, que representan las numerosísimas comparsas de bailarines indígenas y mestizos que se concentran anualmente en Paucartambo —antiguo «Asiento Real» y hoy capital de la provincia de su nombre—, para solemnizar la fiesta de la Virgen del Carmen, patrona del pueblo, el 16 de julio. Sorpresa fue para quienes creían definitivamente muerto el arte de la antigua juguetería popular cusqueña, que tan bellos ejemplares produjo hace muchos lustros, en los tiempos en que aún se veían, en la pintoresca feria de la víspera de Navidad, el clásico sinsi-martín, los kcara-capas y otras figurillas que han desaparecido. Pero fue una revelación para los que confiamos en la capacidad creadora del pueblo indio-mestizo, en la enorme virtualidad espontánea de los artífices que en todo momento surgen de la fecunda entraña popular, verdaderos creadores de belleza que, en su humildad, no necesitan siquiera darse el pomposo título de «artistas». Revelación ha sido para los que esperábamos ver surgir, así callada y silenciosamente, sin alardes de publicidad, a un artista que reivindicara los fueros ya deslucidos de la imaginería popular, al llamado constante de una institución como el Instituto Americano de Arte, que tomó en sus manos la idea que, desde hace quince años propugnó el que estas líneas escribe, con la aprobación entusiasta de espíritus tan preclaros como Ángel Vega Enríquez y Rafael Tupayachi. He aquí, ahora, un cholo de Paucartambo que alterna el modelado de las máscaras de yeso, con que los indios cubren sus faces broncíneas en sus grandes bailes o tusuy, con las jocundas jaranas y orgías de las fiestas de aldea. Armado de un realismo humorístico asombroso, amasa una nutrida y polícroma
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humanidad de danzantes enmascarados que forman alegre muchedumbre india en día de fiesta. Rojas ha trabajado aunando las cualidades fundamentales del pintor y del escultor. En sus figurillas hay movimiento, ha sorprendido la actitud característica de cada danzarín, se puede ver en ellas la intención mordaz del indio disfrazado, aun a través de la máscara de yeso que cobra, en este caso, extraordinario valor de expresión. Sin propósito especulativo ni erudito, estas estatuillas nos traen al recuerdo algunas estampas del cáustico Daumier, muchos geniales cobres de los Caprichos, de don Francisco de Goya, y ciertas figuras de los expresionistas alemanes de la posguerra del 14, de aquellos horribles burgueses y polizontes prusianos con caras de idiotas, de Dix y Grosz, que le valieron a este último el encierro en las cárceles socialdemócratas de la República de Weimar. Con ojos de pintor también ha visto Rojas a su frágil y triste humanidad de payaso indígena. Ved la plaza de Paucartambo el día de la fiesta de la Virgen del Carmelo, con alto y limpio sol de julio; la plaza de tres esquinas, «puente sin cruz, río sin pescado», dice un mal decir. Toda la policromía estallante de la muchedumbre india vestida con sus mejores y limpios atavíos: ponchos listados con los colores del iris, monteras, birretes y polleras que son un estallido de luces, las cuales realzan el bronce y el cobre de las cabezas y las pantorrillas desnudas hasta los muslos. Por una de las bocacalles que se abre entre balconerías talladas, irrumpe el séquito bullicioso y pintoresco del carguyoc. Encabeza la farándula la mayordoma de la fiesta, portando en alto el «guion», hermosa chola trajeada con las galas mestizas, como una manta de peluda «castilla», ribeteada de ancha «cinta labrada», diez fustanes almidonados y sonantes, plegada pollera de seda guarnecida de volantes y abalorios. La chola luce pesados «chupetes» de oro engastados con perlas y piedras, y gruesas sortijas en los dedos. Escultóricamente, es una de las mejores piezas de la colección, que es propiedad del instituto. Junto a ella, su marido o conviviente encorvado por los años y las deudas contraídas para «pasar el cargo», llevando la «demanda». Tras la pareja, la banda de músicos del pueblo, los ccaperos o cachimbos. Cada tipo está captado con ojo realista: los mofletes, enrojecidos
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por el cañazo y la chicha, se inflan para arrancar las más agudas estridencias a los cansados instrumentos de cobre, apabullados en cien jaranas y francachelas. Engrosan el séquito, indios portadores de sabrosos lechones y carneros vivos para la gran merienda o convite, que seguirá a la procesión de la patrona. A continuación, desfilan las comparsas de danzantes. Aquí están los k’achampas, con sus trajes de colorines chillones: librea colonial recamada de espejos, lentejuelas y botones metálicos; calzón corto y medias que imitan las de seda que gastaban los «títulos de Castilla» y «grandes de España»; bajo la montera india, llevan máscaras que caricaturizan al blanco: rostros afeminados, bigotes y moscas a la borgoña, ojos azules. Los k’achampas hacen chasquear como proyectiles sus hondas trenzadas y, cada pausa de la marcial música, a cuyo compás bailan, hacen una finta en gesto desafiante. En medio del grupo va el bufo, el incacha, personificación del indio taimado que se burla del miste. A los k’achampas hace guardia el ukuko (oso), que, para imitar mejor al plantígrado de las zonas boscosas de la sierra, se disfraza con una larga túnica confeccionada con aquellos viejos pellones sampedranos que constituían el lujo de los antiguos «afincados», cuando montaban a caballo. Danza guerrera se ha dicho del k’achampa, y en verdad que su música es movida y bélica, y los bailarines imitan las actitudes del hondero combatiente. La danza del sijlla o huayra es una parodia de los magistrados de la justicia feudal. Los danzarines representan el papel de jueces y «doctores», vestidos de jaquet y frac. Pesadas cadenas sobre los chalecos rayados, grandes botones de clowns de circo, altas chisteras verduzcas, máscaras de desmesuradas narices y bigotes foscos. Llevan en las manos retorcidos bastones de lloque, k’arachos (antiguos libros con tapas de pergamino) con que simulan el Código Penal y enormes látigos de cuero trenzado. Los sijllas representan una especie de pantomima de la justicia de los señores. Con ellos va el indio, otro tipo bufo, a quien juzgan por abigeato y otros delitos contra la propiedad, en medio de las carcajadas de la muchedumbre india, que les hace coro. Entre los muñecos aparece también el alguacil, funcionario subalterno de la justicia, encargado de anunciar los fallos y sentencias de los sijllas. Para completar la farsa, los danzarines cantan estribillos como este:
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Payallapas cachun (no importa que sea vieja) Sijlla Sijlla! Ccolquellayoc cachun, Si es adinerada Sijlla Sijlla! con lo cual ridiculizan la avaricia de los «doctores». El kcolla-tusuy, o danza del collavino, es la representación pantomímica del kcolla o habitante del altiplano. Los indios que lo ejecutan llevan el disfraz siguiente: montera cuadrada al uso de los puneños, máscara de lana, que cubre totalmente la cabeza, con unos respiraderos en los ojos y en la boca. Sobre las espaldas, cargan pieles de vicuña, de llama y de vizcacha. Las mujeres están vestidas con pesadas polleras de bayeta y la misma máscara y tocado de los varones. Bailan al son de violines y llevan una pequeña llama, adornada con colgadura de lana de colores y cargada de quesos, chalonas (carneros salados) y productos propios del Collao. Ch’unchu-tusuq o danza del salvaje o «chuncho» (habitante de la selva). De este baile hay dos grupos: extranjero ch’unchu, que tiene como armas flechas y arcos de chonta, corona de plumas en la cabeza y una especie de faldellín o taparrabo. La máscara es de tela metálica, de donde procede seguramente su denominación. El segundo grupo corresponde al kkara-ch’unchu, cuyo disfraz consiste en una especie de vincha alta de plumas, chaquetilla flecada, calzón corto, un morral terciado a la banderola, flechas de chonta, plumas de guacamayo y otros atributos selváticos. El k’ara ch’unchu no lleva máscara y ejecuta unos saltos rítmicos y figuras con los arcos al son de zampoñas. Acompaña al grupo el kkusillu o mono, que representa a un simio por su máscara y disfraz y tiene un pequeño monito al hombro. Otro danzante individual es el machu-tusuj o danza del viejo, vestido de mestizo pobre, que no hace otra cosa que ridículos visajes, mostrando la lengua y ejecutando otros gestos que costean la risa de la chiquillería. El sargento forma un grupo notable por el realismo que el escultor ha puesto en la factura de los indumentos. Consisten estos en largas casacas «de tabla», amplia montera adornada con la piel del huákkar, garza blanca de las lagunas andinas, y sendos paños de tela colgados de los hombros a manera de
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aletas, de las que se sirven para ejecutar rápidos molinetes rítmicos en círculo, al son de quenas y tambores. Los sargentos llevan huarakkas, o sea hondas, que hacen chasquear igual que el k’achampa. Los kkara-tacas forman un grupo casi homogéneo, interesante, igualmente, por su extraño indumento: una especie de faldas de cuero de vacuno, orladas con piezas metálicas que reproducen motivos incaicos, pectorales imitando el sol estilizado de los incas. Sobre la cabeza, sustentan pesados maceteros de madera que tienen a manera de árbol, un palo ramificado adornado con banderines. Se trata de una suerte de danza gimnástica que consiste en mantener en equilibrio aquel raro artefacto. En la mano libre, los danzarines sostienen un bastón y un sombrero. Uno de los más afortunados grupos es el de chujchu o danza del palúdico. En medio del grupo marcha el enfermo palúdico, apoyándose con entrambas manos en gruesas ramas de árboles. La máscara representa una faz amarilla por la fiebre, la barba crecida y la expresión cansada. Está vestido de blanco y tocado con una barretina o gorro de dormir, de los hombros le cuelga una grandísima capa caudal que mantiene desplegada uno de los danzarines de la comparsa que hace de paje. Le hacen coro, el médico de chistera y levita y un libro de recetas en la mano que hojea con grandes aspavientos en cuanto sobrevienen los simulados accesos de terciana al enfermo. Los otros representan a los enfermeros o barchilones. Uno de estos está armado de una descomunal jeringa de hojalata y representa, en la cara y en las pantorrillas desnudas, los estigmas de las picaduras de los zancudos y de las enfermedades del trópico; otro, un balde lleno de agua, de donde extrae líquido el jeringuero, y los demás de la comparsa portan largos talegos rellenos de arena o aserrín para administrarle sóferas azotainas al chujchu o palúdico que, a cada cierta distancia, se pone a temblar como un azogado, lanzando graciosas blasfemias que hacen desternillar de risa a los espectadores. No menos logrado, y más notable acaso como expresión, es el grupo de los barberos. Es una danza que caricaturiza al barbero de pueblo que, en los días domingo o de precepto, se encarga de quitar la pelambre y las barbas campesinas a los mistes o huiracochas. Uno de los fígaros, con una navaja de palo como un mandoble, despabila la patilla a un parroquiano ante el espejo, que otro sos-
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tiene en sus manos sacando tremenda lengua de víbora, mientras un segundo rapabarbas con inmensísimas tijeras atusa a un melenudo y un tercero lleva una bacía, como la famosa que don Quijote tomó por el yelmo de Mambrino y reparte asperjes de espuma con una gigantesca brocha a los espectadores que hacen rueda a la ambulante peluquería. Las actitudes y expresiones que el escultor ha puesto en las figurillas son dignas del más genial de los humoristas. La danza del torero está representada por un grupo de figuras que retratan fielmente a estos bailarines. Con un aro que tiene por delante una cornamenta y por detrás una cola de vacuno, el danzante que hace de toro embiste a los diestros vestidos a la usanza española con trajes de luces llenos de alamares, monteras terciadas y que imitan las suertes de los ases de la tauromaquia. Completa el conjunto un picador a pie, armado de lanzón, y un laceador, listo a echar el nudo al cornúpeta. Numeroso y digno de mención es el grupo de los panaderos. Cada bailarín lleva en las manos los instrumentos de la industria panificadora: este, la pala de madera con la que se coloca y se saca los bollos del horno; aquel, la escoba de limpieza; entre otros, los bancos y taburetes; los «maestros», gruesos rollos de masa; una india, una canasta llena de panes y, a cuestas, un tacho con la borra de chicha, que sirve de levadura. Los demás «oficiales» de panadería cargan los costales de harina y, completando la comparsa, la sumaria orquesta de cuerdas que acompaña a los «panaderos», compuesta de charangos y bandurrias. Las máscaras de los personajes de la farsa son asaz expresivas. Continúa el desfile de las comparsas: Aquí viene la pandilla de los majeños, arrieros del valle de Majes, en Arequipa, que, antes que se construyeran ferrocarriles y carreteras, se encargaban de proveer de vino a los hacendados e indios de la sierra para las copiosas libaciones de las festividades patronales. Están vestidos de largas levitas que les llegan hasta cerca de los pies y tocados con el clásico «sombrero de chito» de los chacareros mistianos. Cada uno lleva una botella de la que escancia el turbio vino de Camaná y de Vítor. El caporal del grupo da el brazo a una comadre camaneja. Las máscaras representan rostros inyectados y bermejos de borrachos que danzan tambaleando y haciendo indescriptibles zetas.
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Aparecen luego los diablos, cubiertos con horripilantes máscaras de monstruos infernales en las que se grafica la profusa literatura terrorífica con que la Iglesia describe a los indios los tormentos del averno. Entre estos, hay un indio que sostiene en una mano un muñeco que imita un niño y le aplica furibundos azotes. Los pusimorenos, vestidos con monteras y chaquetillas toreras, bailan al son de zampoñas o antaras que tocan ellos mismos. Esta danza y la anterior de los diablos parecen ser procedentes de Puno. En el baile de los negrillos, los danzantes usan un traje de colores compuesto de una chaquetilla terminada en flecos, calzón corto y máscaras de africanos; se ayudan en sus movimientos rítmicos con mazos y bastones decorativos. El último grupo es el de la contradanza, baile con el cual los indios parodian los minué y cuadrillas ceremoniosas de la Colonia con trajes sacados de la baraja española. El caporal es un tipo parecido al sijlla: casaca de tabla que le llega a los talones, calzón corto, medias, cuello duro y tarro de unto. Las máscaras de la chirigota bien pueden ser la representación de los condes y marqueses con sus enormes apéndices nasales, ojos zarcos y bigotes enmarañados. Tal obra escultórica, realizada por el artista popular Santiago Rojas con una profunda visión realista y aguda intención humorística; tan espontánea es que, seguramente, le ha salido sin proponérselo siquiera. Junto a este valor esencial, los muñecos de Rojas, por la minuciosa objetividad con que han sido tratados, constituyen una verdadera documentación plástica de los bailes de indios y mestizos de nuestro departamento y, de manera particular, de las danzas que se acostumbran en Paucartambo, una de las provincias de más acusado carácter indígena del Cusco. La investigación folclórica tiene una fuente preciosa de primera mano en la valiosa colección que posee el Instituto Americano de Arte, la cual debe ser ampliada utilizando los servicios del artista que, como Rojas, irán surgiendo a medida que la labor de estímulo que realiza se vaya concretando en el apoyo eficaz a los valores salidos de la masa popular, quien, al final de cuentas, es la única que crea el arte auténtico y duradero. Revista del Instituto Americano de Arte, nro. 2, Cusco, diciembre de 1943
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El Santurantikuy
Como el Corpus, como el Lunes Santo y el Baratillo de los sábados, el Santurantikuy es una de esas grandes fiestas populares que constituyen rasgo característico y distintivo de la vida de un pueblo. Ferias de juguetes es posible que haya en todo el mundo cristiano que celebra la Navidad de Jesús, el 25 de diciembre, pero, por lo típico, por la demostración creadora de arte popular, Santurantikuy solo hay en el Cusco. Para esta pintoresca feria se preparan, desde meses antes, los imagineros, artífices y artesanos del pueblo que trabajan en la pequeña industria doméstica de juguetes y «pastores», figurillas que irán a exhibirse en las colecciones que las familias más pobres, como las más encumbradas, tienen en sus nacimientos hogareños. Grandes y chicos aguardan con visible o contenida ansiedad el Santurantikuy, la víspera de la Pascua de navidad, la clásica Nochebuena, con su misa de gallo, sus repiques de campanas a la medianoche, sus alegres villancicos, sus emolientes bajo los portales de la plaza de armas y las reconfortantes cenas al filo de la madrugada. Los artesanos jugueteros dan la última mano a sus minúsculas mercancías, toman sitio en el atrio de la catedral desde la noche anterior, ubican estratégicamente sus mesillas y, al rayar el alba del 24 de diciembre, cuando la María Angola anuncia el nuevo y jubiloso día con su gran voz de bronce y de oro, que se oye en cuatro leguas a la redonda, ya están colocando los «pastores» y los juguetillos salidos de su mano y de su ingenio. Todos los cusqueños recordamos que aquella noche nos pasábamos en vigilia, soñando con la feria de juguetes y nuestra imaginación se poblaba con visiones de bazares más fantásticos que los del ladrón de Bagdad. Ya maduros, sobre la curva cenital de la vida, como sucede con las grandes impresiones de la infancia, no hemos olvidado el Santurantikuy. Hemos meditado y pensado sobre su significado y trascendencia, ahora con los ojos puestos en el porvenir, viendo cómo nuestros hijos levantan sus tiernos tallos a la sombra estival de nuestros años.
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Desde los periódicos, hemos pedido que el Santurantikuy no muera, como no pueden morir el Corpus, el Baratillo y el Lunes Santo. Son estas grandes eclosiones del alma popular, las que tienen un arrastre de centurias, como los aluviones de estas montañas nuestras que un día, el menos pensado, entierran caseríos feudales, pobres pegujales indios, aldeas y pueblos. En el pueblo hay artistas, magníficos artistas, artistas geniales. Desde esta ciudad arrugada y polvorienta, agobiada de gloria milenaria, salieron millares de metros y varas cuadradas de telas, pintadas con imágenes de santidades, patronos tutelares, miles de santos «en bulto», con estofados de auténtico oro repujados y platerías, que cubrían las calzadas en varias cuadras, para que los humillen los ferrados cascos del caballo de algún visorrey, y todavía salieron a relucir después de Ayacucho, cuando el Libertador vino a saludar sus muros egregios. Aquí trabajó Juan de Espinoza de los Monteros, el más grande pintor del Perú hasta Ignacio Merino, aquí la gubia genial de Juan Tomás Tuyru Túpac graficó en cedro el sueño de espuma ornamental, que se llama el púlpito de San Blas. Una tradición así, tan opulenta y millonaria, no puede desaparecer fácilmente a través de unas pocas décadas de letargo y de retraso que, más bien, resultan del cruzarse de brazos de un gran señor venido a menos, viendo cómo viles mercaderes y advenedizos descastados tiran al arroyo sus caudales. Pero Santurantikuy, que iba siendo desplazado por la avalancha de la quincalla y la pacotilla de ultramar, se mantiene y más ahora que existe una institución que está librando batalla por los fueros de lo cusqueño, de aquello que de intransferible y de único tiene nuestra tierra. Felizmente, al conjuro del Instituto Americano de Arte han surgido artistas como los hermanos Santiago y Abraham Rojas, paucartambinos; Raymundo Núñez, los Miranda, Mejía y otros muchos que representan la continuidad de la noble y linajuda tradición cusqueña. Mas no solo hay que ver este fecundo arte popular en función estética. Es necesario, ante todo, verle desde el punto de vista de su economía. Los juguetes cusqueños de Santirantikuy pueden ser materia de un vasto mercado, capaz de absorber la actividad de los artesanos que se dedican a ella, por ahora, solo esporádicamente, de una manera permanente y definitiva. Como certeramente y con conocimiento de causa apunta Rene d’Harnoncourt, al estudiar el arte de los indios
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Fig. 24. Artículo publicado en el Diario El Sol sobre el Santuranticuy escrito por Julio G. Gutiérrez L., 1945 Colección familia Gutiérrez
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norteamericanos, cuyas características se asemejan en mucho a las que condicionan nuestro arte popular, este mercado puede dividirse en varias categorías: un mercado local, uno nacional y otro de souvenirs o recuerdos, este último muy importante en una ciudad como el Cusco, de poderosa atracción turística. Estos aspectos prácticos y técnicos, en cierto modo desde el ángulo de la producción y la industrialización del arte de los indios y mestizos del Cusco, deben ser estudiados minuciosamente. En tan plausible empeño que, dicho sea, crearía una nueva fuente de producción, una industria local típica de amplias perspectivas de desarrollo, el problema deber ser abordado por nuestras instituciones culturales que cuentan, para ello, con organismos más o menos especializados, como la universidad con su novísima cátedra de Folclore, el Instituto Americano de Arte, que se enrumba francamente hacia una entidad específica de arte popular, y, finalmente, el municipio, que si ha de llenar debidamente su función edilicia, no ha de descuidar este aspecto esencial de la actividad productiva y cultural del pueblo, para lo cual debe demostrar, en lo sucesivo, mayor interés por nuestras cosas. Revista del Instituto Americano de Arte, nro. 4, 1945
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Inauguración del Museo de Arte Popular
El Instituto Americano de Arte culmina hoy un antiguo anhelo que alentó desde el instante mismo de su fundación, en 1937: la creación de un Museo de Artes Populares. Quienes dimos vida a esta institución, nos propusimos, entre sus altos y nobilísimos fines, la reivindicación de las artes y las artesanías artísticas cusqueñas que tienen una tradición secular dentro del más puro arte peruano. Es por esto que una de sus primeras actividades fue, precisamente, la realización del Primer Concurso de Artes Plásticas Populares en la feria del Santurantikuy, el 24 de diciembre de aquel año (1937). A partir de esa fecha, el instituto ha venido propiciando ininterrumpidamente la presentación de los trabajos de los pocos artistas del pueblo que, pese a la desleal y ya incontrastable competencia del juguete importado y producido en serie, aún siguen manteniendo la tradición de los imagineros de la Colonia, que llenaron con sus obras los magníficos nacimientos que ostentaban con orgullo la mayoría de los hogares cusqueños, tanto los de mayor abolengo como los más modestos. Miembros del Instituto Americano de Arte, con su ilustre fundador, el Dr. J. Uriel García; nuestro recordado presidente y artista de exquisita sensibilidad Dr. Víctor M. Guillén; el cusqueñísimo y magnífico periodista Roberto Latorre, y el que os habla, fuimos los más entusiastas en esta tarea. Organizamos concursos, conseguimos premios y donativos —cuando el instituto no contaba con ninguna ayuda estatal—, hicimos campaña en diarios y revistas, hasta que logramos, en la medida de las posibilidades, restituir algo de su antigua prestancia al Santurantikuy cusqueño. No nos quedamos aquí: organizamos también concursos de «pendones» de chicherías, concursos de música y danzas populares, propiciamos, por primera vez, concursos de dibujo y pintura infantil y escolar, concursos de ejecutantes e intérpretes de huaynos y marineras, recogimos una buena parte de los villancicos navideños. En fin —y esta es labor conjunta de todos los miembros de nuestro instituto—, tratamos de
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revitalizar —esa es la palabra—, para darle su genuino valor a todas las manifestaciones de arte popular. Este museo es, pues, la obra del Instituto. Su historia es la misma del instituto, o sea, la historia de un cuarto de siglo de la vida artística del Cusco. He allí su significado y su trascendencia. De esta manera, tuvimos la suerte de poner los cimientos de varios organismos que hoy prosperan y frutecen en los predios de la cultura, del arte y la vida social. Ahora, echamos también las bases de lo que debe ser y será, en un futuro que deseamos próximo, el gran Museo de Arte Popular del Cusco. El muestrario que tenéis ante vuestros ojos ha sido constituido, pieza por pieza, en los veinticinco años de vida de nuestro Instituto, con las adquisiciones hechas año tras año en las ferias navideñas del Santurantikuy cusqueño, con las economías institucionales que, a decir verdad, nunca fueron holgadas. Pero es así como nacen las obras duraderas, así se trabaja por la cultura de los pueblos: luchando contra la apatía, la indiferencia y, frecuentemente, contra la hostilidad del medio. Hoy inauguramos esta nueva sala del Instituto Americano de Arte y la entregamos a la contemplación de todos los espíritus acuciosos amantes de la belleza. En ese sentido, abrigamos la convicción íntima de que constituye una aportación valiosa a la causa de la educación estética del pueblo cusqueño, al acrecentamiento de su cultura y un material precioso para los estudiosos del folclore y la etnología. No está de más, en esta oportunidad, exponer algunas ideas sobre el arte popular para darle el digno marco que bien merece esta sencilla ceremonia inaugural. El arte popular es el arte realizado por el pueblo, entendiendo por este a la masa común de miembros de una colectividad, por oposición a los sectores cultivados, a los que se ha venido a llamar, con vocablo francés, las élites. El pueblo, el demos, el vulgo —para usar ese término despectivo con que las gentes presuntamente cultas califican o motejan al común de los mortales— es, en último análisis, el verdadero creador de las más altas expresiones artísticas. La música de los conservatorios, la pintura y la escultura de las academias tienen sus raíces en
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los más profundos estratos del alma colectiva, se nutren de ella y cuando pierden sus conexiones o rompen esos lazos sutiles, que los sustentan como la raíz del árbol, entonces devienen en un arte sin trascendencia, sin contenido vital y sin mensaje, en el «arte deshumanizado», que habla el filósofo español Ortega y Gasset, o el arte abstracto a la moda. El gran arte occidental, incluyendo la plástica y la música, tienen sus orígenes en el arte de alarifes, imagineros, mosaístas y juglares anónimos, hijos del pueblo. De otro modo, no nos explicaríamos la existencia de los llamados «estilos nacionales» y las escuelas. Y aunque el arte sea siempre, y en todo caso, una expresión de la ideología y los intereses de las clases, nunca fue más fecundo que cuando interpretó los sentimientos y las aspiraciones de las grandes masas populares. Por eso, vemos a través de la historia períodos de ascenso o decadencia de las artes, los cuales corresponden a iguales períodos de su evolución política y social. El grandioso florecimiento del arte en la Atenas de Pericles, vencedora en las guerras médicas, representa el apogeo económico de la democracia esclavista; y ese período cenital y glorioso del arte, que es el Renacimiento, no tiene otra explicación que el poderío económico de la sociedad burguesa pujante y en ascenso. En nuestro caso particular, el surgimiento de la Escuela Cusqueña de los siglos XVII y XVIII es, evidentemente, una consecuencia directa del enriquecimiento de la clase de los encomenderos. El derroche de oro y plata en templos y conventos, y el tropicalismo explosivo del «crespo» o churrigueresco americano, encuentra su causalidad profunda en el gusto al derroche y la ostentación, propios del aventurero trocado en gran señor. Pero si profundizamos el análisis de este nuestro arte, brotado en suelo andino, veremos que es un arte de cholos, indios y mestizos. Que sepamos, hay pocos artífices peninsulares o criollos que han trabajado aquí y, si los hay, ellos pueden contarse con los dedos de una mano. Se habla del jesuita italiano Bitti, de Angelino Medoro, discípulo de Miguel Ángel, de un presunto hijo o discípulo de Murillo, de los arquitectos Chávez Arellano y Veramendi, y quizá de alguno más. En cambio, los grandes artistas, cuya obra está siendo recién rescatada del olvido, son todos indios o mestizos. Nos bastan sus nombres para identificarlos: Diego Quispe Tito, descendiente de los nobles incas; Marcos Sapacca, que caste-
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llanizó su apelativo indio en Zapata; Melchor Huamán Mayta; Juan Tomás Tuyru Tupac; etc. Los otros —Pardo de Lagos, Espinoza de los Monteros, Marcos de Rivera, Santa Cruz o Cipriano Gutiérrez— debieron ser mestizos, cholos artistas, como estos sus lejanos epígonos, contemporáneos nuestros, como Santiago Rojas, Agustín Ibarra, Raymundo Núñez, Villalobos y tantos otros, cuyos humildes trabajos de artesanía hemos recogido en este museo inicial. Con toda evidencia, no fueron otra cosa los pintores, escultores, alarifes, entalladores y plateros de la ya famosa mundialmente «Escuela Cusqueña», que pobres artesanos trabajando en talleres a tantos pesos la vara de tela pintada o a tantos reales por jornada. He allí la raigambre esencial de nuestro arte popular, cusqueño por su origen y universal por el contenido, como todo arte de noble estirpe, por ejemplo, las porcelanas chinas, los kakemonos japoneses, las tanagras helénicas, los mates de Huamanga y los toros collavinos de Pucará. Fuimos nosotros fundadores y socios del instituto, quienes, desde 1927, luchamos por levantar y dignificar este arte de los santeros cusqueños que ahora, casi cuarenta años después, merece los honores de ingresar a un museo y mostrarse en su significado trascendente, venciendo su fragilidad material. No es autoalabanza: allí quedan testimonios escritos en diarios y publicaciones donde nos tocó, en hora oportuna, echar al vuelo ideas e iniciativas que hemos visto medrar airosamente. Un museo es una institución pública, mucho más si es de arte popular, como este. Tiene por lo mismo una función eminente que cumplir. Desde que la Revolución francesa puso las obras de arte, creadas por el genio del hombre, al alcance de las masas populares, arrancándolas de los salones de los reyes y los nobles, los museos han dejado de ser cementerios de vejeces. Por el contrario, los museos son instituciones vivas, porque en ellos está el pasado remoto o cercano, en la obra de los creadores de belleza y, en el presente caso, en la obra anónima de hombres que no aspiraron a la riqueza ni a la gloria, que la realizaron espontáneamente, como una función natural. Gente de la gleba popular, que realiza su trabajo y le imprime en él ese aliento creador y fecundo, que les viene por herencia a través de la sangre y la raza. En efecto, estos escultores de muñecos, como el paucartambino Santiago Rojas, han plasmado admirablemente
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esta pequeña y abigarrada multitud de escayola y yeso, en la que vemos retratados el humor, el sarcasmo y la burla del campesino secularmente oprimido, que se venga del amo despiadado en ese lenguaje sibilino de la ironía y la sátira, que operan a la manera del mordiente en un aguafuerte. Un gran pensador contemporáneo dice: «El arte pertenece al pueblo. Debe clavar sus raíces a las amplias masas trabajadoras. Debe ser comprendido y amado por estas masas. Debe unir los sentimientos, los pensamientos y la voluntad de estas masas, elevarlas a un nivel superior. Debe crear y desarrollar artistas en ellas» (V.I.L.). Aquí, en esta pequeña sala, seguiremos coleccionando las más características muestras del ingenio popular, desde la «cera labrada», que el creyente ofrece como exvoto a las santidades de su devoción; el «pastor», destinado al nacimiento hogareño, la escena costumbrista captada con agudo ingenio; la máscara del danzante indio; el desaparecido «pendón de chichería»; el tejido policromo, facturado a mano; el ceramio de arcilla vidriada, obra del lejano descendiente del sañu-camayoc inka, el instrumento musical primitivo cuyo tañido alegra o endulza la ruda existencia del campesino; y, en fin, todos los productos en los que el artífice popular vuelca su inspiración y su talento creador. Estamos seguros de estar cumpliendo, de esta forma, una tarea profundamente nacionalista y poniendo en práctica el noble ideal contenido en el artículo primero de nuestro estatuto institucional, cual es «la creación de una conciencia estética continental y particularmente peruana». Discurso leído el 19 de setiembre de 1967
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Lápidas pintadas
Expresión viva del arte plástico popular, en su aspecto fúnebre, son las lápidas y epitafios que las gentes humildes mandan colocar en las tumbas de sus deudos. La generalidad de las veces, las lápidas son simples latas pintadas, como los pendones de chichería, y los factura el mismo artífice del pueblo con burdos pinceles y colores baratos, en su pobre taller de los arrabales, entre platos de picantes y caporales de chicha. La pintura fúnebre de las lápidas tiene una honda concepción realista y respira ingenua gracia humorística, que pone una sonrisa sobre la mueca macabra de la muerte, más patética y terrible aún, en los huecos abiertos a flor de tierra y en los zanjones de la fosa común de los camposantos. El pintor representa el duelo, a los deudos derramando lágrimas ante el ataúd del difunto o el cacharpari del muerto después del entierro. Las figuras enlutadas, con grandes pañuelos en las manos, tienen la misma actitud de emprender una marinera al son de arpa y guitarra. Los símbolos y los instrumentos de la muerte se representan con un primitivismo candoroso: el esqueleto armado de enorme guadaña, el búho agorero y fatal son hermanos del gallo y la sirena de los pendones. Las almas, arrebatadas al cielo por ángeles de flotantes polleras; los blandones encendidos y humeantes; las columnas truncadas; los árboles, tronchados por la tormenta; la mano armada de tijeras cortando un rosal, son otros tantos motivos con los que el pintor popular grafica el desenlace del drama de la vida. Cuanto mayor patetismo quiere infundir en la pequeña otra anónima, es más sutil el humorismo que emana del cuadro fúnebre. Parece que el pintor se vengara de lo inexorable haciéndole una morisqueta de burla; y es que la mentalidad del mestizo razona siempre con la lógica epicúrea y vital: «después de esta, no hay otra». No encontramos ni rastro de trascendencia metafísica y ultraterrena en el tema fúnebre del pintor popular. Su expresión es una pura objetividad: no está atormentado por ninguna preocupación trascendente, siendo en esto, como en
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otras cosas, heredero legítimo de sus lejanos ancestros, los incas, que trataron de hacer feliz y llevadera la vida terrena, y dejaron a los grandes señores el cuidado de conservar sus cuerpos momificados para una eternidad material. El artesano pintor, libre de la influencia religiosa basada en el temor supersticioso de la muerte, no ve en el trance supremo otra cosa que un desenlace lógico, y acepta lo inevitable con la irónica resignación encerrada en el democrático refrán: «al mal que no tiene remedio, mostrarle buena cara». Y es con la «buena cara» del hombre que no tiene deudas que saldar en ninguna otra vida, que no sea la presente, que el cholo afronta la muerte. Hasta hace poco, la artesanía mestiza del Cusco tenía la costumbre de enterrar a sus muertos con banda de música, al son de marchas fúnebres y, terminado el sepelio, en la puerta del cementerio la banda de q’aperos entonaba tristes huaynos, acompañados de fuertes libaciones que terminaban en farra y jarana en honor del difunto. Va cambiando la vida y las costumbres son otras. Ya no hay entierros «con banda» y las lápidas pintadas en la hojalata, obras de arte popular, pasan a la historia, como han pasado los pendones de chichería. Años atrás podíamos encontrar en la romería del Día de Difuntos, por el bosque de cruces del campo santo de la Almudena, junto a los muros en ruinas del «sepulcro de los vivos», pinturas populares mostrando tanto genio ingenuista, como el de un Rousseau el Aduanero, o sudando el humorismo macabro de los divertidos esqueletos del francés Jossot. Hoy, son poco menos que un recuerdo. 1950
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Foro sobre la Defensa del Patrimonio Cultural de la Nación
El arte popular, la tradicion y el folclore Protección y conservación. Bases de un ordenamiento protector Contenido: conceptos definitorios de «arte popular» y «artesanía artística». Arte y Folclore. Bases para un ordenamiento protector.
1. Qué se debe comprender por arte popular El primer Seminario Latinoamericano de Artesanías y Artes Populares, celebrado en la Ciudad de México, del 24 al 31 de octubre de 1965, en su primera sección titulada «Panorama continental», recomienda: «Definir de manera internacional los términos: (a) artesano, (b) arte popular y (c) artesanías, para que los países y los gobiernos tengan bases más precisas para establecer programas y emitir disposiciones legales que beneficien concretamente al arte sano americano». De acuerdo con esta recomendación, comencemos definiendo o, mejor, tratando de definir algunos conceptos básicos, como qué se debe entender por «arte popular», «artesanías artísticas», «artes industriales» y otros semejantes. Arte popular, como indica la frase, es el arte realizado por elementos de la masa popular, generalmente anónimos, sin pretensiones de hacer «arte», en el sentido artístico de creación de belleza pura. En este terreno, arte popular se confunde con artesanía, porque son artesanos, es decir, trabajadores manuales, gentes humildes, los que lo realizan y lo hacen en forma espontánea y directa, ya que carecen de formación profesional, es decir, de escuelas. En este sentido, arte popular es actividad artística espontánea realizada por gentes del pueblo, entendido este como la masa anónima, lo que se ha venido a llamar el hombre común y corriente.
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Los folcloristas incluyen el arte popular dentro de las 25 o más órdenes que constituyen materia de esa ciencia, que es parte integrante, a su vez, de la antropología social o cultural. El arte popular, por tanto, es en cierto modo parte del folclore, pero nosotros reivindicamos su independencia. El folclore, según sus cultores, es —o pretende ser— una «ciencia», y para la «ciencia del pueblo», el arte popular es solo una materia de investigación y catalogación, como son, pongamos por caso, las prácticas de la magia, la superstición o la brujería. De modo que el folclorista ve en el arte una manifestación más entre las múltiples del folclore. Nosotros damos al arte popular la categoría de arte, con todas las preeminencias del «arte artístico». Artesanía artística es otro concepto que es necesario dejar delimitado. Se ha dicho que artesanía artística es todo trabajo de finalidad utilitaria, pero de contenido artístico realizado a mano o, a lo más, con la ayuda de instrumentos simples, digamos, por ejemplo, un jarrón de cerámica, un mueble tallado, etc. Como puede verse, «artesanía artística» vendría a ser un escalón superior al arte popular, porque se sobreentiende que en ella (la artesanía), aunque la finalidad sea utilitaria, hay un contenido artístico, o sea, una intención estética, por elemental que esta sea. Pero hay un elemento común entre arte popular y artesanía artística, y es que en ambas se confunden la forma artística y la finalidad utilitaria. El contenido estético fluye como algo inmanente de su forma, su espíritu. Es decir, la belleza está en su forma y la forma se expresa nítidamente en su lenguaje, que es el lenguaje del arte. Así entendido, el arte popular tiene una tradición milenaria que arranca desde la prehistoria, continúa a través del incanato y la Colonia, y llega hasta nosotros. Por consecuencia, el arte popular forma parte consustancial del patrimonio artístico de la nación y, como tal, tiene que ser obligatoriamente conservado, estudiado, fomentado y defendido contra los factores disolventes, que tienden a desvirtuarlo, mistificarlo o destruirlo. El presente foro se propone estudiar y encontrar los medios concretos para salvaguardar el patrimonio artístico nacional, que es parte de nuestra común heredad cultural, en la misma forma que lo son el territorio, el habitante y la historia.
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Confrontamos la acometida de fuerzas extrañas a la nacionalidad, que tratan no solo de arrebatarnos la ingente riqueza natural que encierra nuestro territorio, sino nuestra independencia económica y política, y junto con ellas nuestra cultura tradicional. Dicho en términos concretos: se pretende extender el colonialismo económico al terreno de la cultura para terminar de unirnos al carro del imperialismo económico, que ya nos está aherrojando. El deber de los intelectuales y artistas es crear el Frente Unido de la Cultura, para defender el patrimonio cultural de la nación como imperativo sagrado e insoslayable. Junto con el hombre prehistórico apareció el arte popular en el Perú. Los productos de la industria lítica del período precerámico, los rudos eolitos, hachas de mano y pinturas rupestres son obras de artesanía, huellas dejadas por el primitivo peruano. La admirable escultura lítica de chavín y tiahuanaco es el testimonio eterno, como el material en que está expresado, de las concepciones estéticas de los artistas peruanos de hace tres milenios. La cerámica escultórica mochica, de estupendo realismo; los vasos policromos nasquenses; los queros tiahuanacos y los aríbalos incas aportan formas originales a la historia universal del arte. El arte textil peruano, como el de paracas, como muestra de insuperable e inigualada técnica, coloca al Perú en indiscutible primer puesto en el mundo, al decir de Alden Mason, sociólogo e historiador norteamericano recientemente fallecido. A propósito, manifiesta este hombre de ciencia: «Resulta difícil escribir sobre arte textil peruano sin utilizar frases superlativas y sin correr el riesgo de parecer exagerado o de tomar partido». En metafísica y orfebrería, los antiguos peruanos fueron los únicos que dominaron una verdadera artesanía artística y conocieron y manipularon mayor número de metales en América precolombina. El estudio sistemático de estas artesanías, mal llamadas «industrias» en la mayoría de los textos de historia, compete a la ciencia arqueológica. Pero la tradición hunde allí sus raíces y una fundamentación de su defensa no puede olvidarla de ningún modo. La continuidad de la artesanía precolombina no se rompe con la conquista. El proceso de transculturación incorpora elementos y materiales nuevos que los artistas indios y mestizos emplean con una gran originalidad. Es justamente en este momento que aparece la verdadera artesanía, cuyo aliento se prolonga
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hasta el presente. Donde las artesanías alcanzan un desarrollo extraordinario es en el Cusco, sin desconocer a otros centros urbanos importantes como Huamanga, Puno, etc... y, fuera del actual Perú, en Quito, Chuquisaca, Potosí y otras capitales. Como antecedente histórico, circunscribiré esta reseña sinóptica al Cusco. Hasta mucho después de la creación del virreinato del Perú (1542), el Cusco seguía siendo «cabeza de los reinos y provincias del Perú», como insistentemente lo proclaman la mayoría de los cronistas españoles y lo consignan los documentos de la época. En efecto, continuaba manteniendo su capitalidad y su preeminencia. Pero, en este período, el Cusco es la ciudad inca en proceso de desintegración. Caen bajo las piquetas del conquistador los lienzos pétreos de los palacios y templos de los señores y dioses vencidos, para levantar sus mismos emplazamientos la catedral y las fábricas conventuales. Nacía el Cusco colonial; la arquitectura barroca española reemplaza a la arquitectura adelantada de los edificios incas. Simultáneamente, en tanto los canteros indios —esta vez con cinceles de acero— labran sillares y columnas, molduras, arabescos y ornamentos barrocos, otros artesanos deben tallar en madera los retablos donde las santidades cristianas sustituyen a los antiguos ídolos de la gentilidad. Había que graficar también los dogmas en lienzos o tablas pintadas y plasmarlas en bultos de talla para uso de los doctrineros y mayor gloria de Dios y de los nuevos wiracochas. Trabajo arduo que requería de mano de obra especializada y, como es obvio, fueron pocos, poquísimos, los maestros peninsulares en estas artes. Tuvo que echarse mano de los indios «ladinos en artes», así como hubo «ladinos» en la lengua de los conquistadores. Como la artesanía inca debe haber sobrevivido, igual que todo el complejo cultural, a la invasión extranjera, quedarían muchos alfareros o sañukamayoq; numerosos canteros, ch’eqoq; pintores y decoradores, llimphiq; metalistas, qori; y qolque-kamayoc y, desde luego, gremios y ayllus enteros de tejedores y tejedoras, awaqkuna. Estos fueron los primeros en captar las nuevas artes y las nuevas técnicas. Su obra maravillosa e ingente aparece tras una larga maduración. Un siglo después, en 1650, cuando después del terremoto de aquel año el Cusco colonial surge esplendoroso bajo el episcopado del muy magnífico obispo
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don Manuel de Mollinedo y Angulo, digno émulo —salvadas las distancias— de aquel también magnífico Lorenzo de Médicis. La segunda mitad del siglo XVII es, para el Cusco, un verdadero Renacimiento. Junto al gran arte, al lado de la Escuela Cusqueña de pintura, cerca de los artistas de primera magnitud, hay que colocar a la legión de oficiales, operarios y artesanos anónimos. Su obra —de auténtico contenido popular— es la artesanía colonial, de la que aún sus lejanos descendientes de hoy pueden enorgullecerse y cuya herencia, tratamos de defender y salvar. La tradición artesanal del Cusco se afianza más, de este modo, en la Colonia. La llamada Escuela Cusqueña es, en gran parte, obra de pintores anónimos o, se podría decir mejor, de artistas populares. Fuera de los pintores clasicistas, europeizantes —Espinoza de los Monteros, Pardo Lagos, Marcos de Rivera, Santa Cruz y el mismo Diego Quispe Tito—, en parte los centenares de oficiales y aprendices de los talleres de pintura fueron, evidentemente, indios, cantidades ingentes de telas que constituyen canteras todavía intactas, para los chamarrilleros, anticuarios y ladrones de pinturas, así lo indica con evidencia irrebatible. Este es el patrimonio que es urgente defender de la voracidad de los filibusteros y de los piratas del arte. Los catalogadores de los cuadros y objetos de arte colonial de la CRIF, han calculado a groso modo en dieciséis mil el número de pinturas de la Escuela Popular cusqueña que han salido fuera del Cusco, solamente en los últimos cincuenta años. Hasta hace poco y, hoy mismo todavía, el más humilde cuartucho del más modesto obrero o artesano, y hasta la chichería de ínfima condición, tenía uno o más «lienzos» con las imágenes de sus santidades preferidas. Cuando los turistas extranjeros, codiciosos de obras antiguas, altos funcionarios o personajes políticos influyentes de la capital, comenzaron a interesarse por esas antiguallas, empezó simultáneamente el vil tráfico de cuadros, esculturas y otras obras similares. Las leyes y los decretos dictados con fines de protección han resultado perfectamente inocuos e inoperantes; aquellos son como las leyes del gobierno colonial que se acatan, pero jamás se cumplen. De donde fluye, como lógica consecuencia, la necesidad de elaborar un ordenamiento legal eficiente,
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operativo y drástico que proteja lo que queda de ese ingente patrimonio de la rapacidad de los «rescatistas» de objetos antiguos, cuyo nombre castizo es el de chamarrilleros. Quizá me he extendido en materia que no compete de modo directo al punto del temario que se me ha encomendado, pero es que la pintura cusqueña colonial es, también, como queda demostrado, «arte popular por su esencia, contenido y procedimiento». En el momento actual, constituyen arte popular las especies y actividades que a continuación enumero pormenorizadamente y que deben ser materia de legislación protectora y promocional: 1.
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Pintura popular: cuadros de la Escuela Cusqueña colonial: taytachas, mamachas, santos patrones, episodios bíblicos y religiosos en general, pinturas catequísticas hechas sobre tela, tabla o láminas de metal. Pintura de carteles y «pendones» de chichería. Escultura: imaginería religiosa: «santos», Niños Jesús y nacimientos. Crucifijos, retablos de cajón, tallas en Navidad. Reqe-muñecas y waltha-wawas; muñecas en «pasta», trapo y otros materiales. T’eqe-caballos y juguetes en badana, piel de carnero, etc. Figuras escultóricas en terracota y arcilla cruda. Cerámica: cerámica inca y preinca. Cerámica colonial; tomines y vasijas decoradas y vidriadas de estilo «transición». Cerámica de tipo español: grandes hidrias o raquis, mak’as amestizados, etc. Cerámica popular moderna: productos de las «locerías» cusqueñas. El arte de Pucará, Santiago de Pupuja, Huamanga, Quinua, etc. Reproducción y copia de la cerámica inca antigua. Los nuevos ceramistas cusqueños. Ebanistería y talla en madera: mobiliario de talla. Taraceado con incrustaciones de nácar, concha de perla y maderas de colores. Muebles tallados y dorados coloniales, republicanos y actuales. Juguetería en madera. Textilería: alfombras cusqueñas antiguas. Tejidos en telar a mano. Prendas de la indumentaria indígena y popular: ponchos, llijllas,
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ch’ullos y gorros de away. Mantillas y polleras de «castilla» y «cinta labrada». Chumpis (fajas) y ch’uspas (bolsas de coca), guarniciones, galones, etc. Muñecas y figuras tejidas a crochete y rurana (palillo). Metalística: platería inca y preínca. Platería colonial: vajilla doméstica de plata: bandejas, platos, soperas, cucharas, cucharillas y cucharones de «plata labrada». Candelabros, pebeteros, incensarios, «demandas», portapaces, etc. Platería y orfebrería litúrgica: custodias, cálices, copones, patenas, etc., de factura colonial o republicana. Orfebrería suntuaria: joyas de oro de uso personal: «chupetes» y «caravanas», sortijas, brazaletes, «tupus» y prendedores, etc. Guarniciones para aperos de montar: cantoneras, estribos, punteras y anillas para riendas. Estribos y espuelas. Herrería: verjas y rejas antiguas. Objetos de hierro forjado. Candados «hechizos». Hojalatería: juguetería de navidad y objetos de hojalata típicos del Cusco. Repujado en cuero: cordones y suelas repujadas y policromadas. Sillones fraileros, monturas y tapacaronas. Petacas, baúles, arcas y arquetas forradas en cuero. Tenería: aperos de montar. Monturas de cajón. Juegos de riendas chapeados de plata. Zurriagos, foetes, látigos, etc., trenzados en cuero. Coreoplastia y cornucopia: tallas en cuerno y hueso. Decoración y pintura de vidrios y espejos. Los famosos «altares de Corpus». Cerería: las «ceras labradas» cusqueñas. Blandones, ceras y ciriones policromados y decorados. Florería: flores artificiales en tela, papel, estambre, hojalata, cera y otros materiales. Lencería: encajes, trabajos y bolillo. Bordado en diferentes procedimientos. Prendas litúrgicas: casullas, dalmáticas, estolas, albas, roquetes, etc. Repostería artística: «tortas» de boda y de cumpleaños. Figuras en dulce de almendra. Dulces de nacimiento en miniatura, etc. Pirotecnia: «castillos», «paradas» y fuegos de artificio. Las típicas «salas de la pirotecnia cusqueña».
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Protección y conservación «En América Latina, tal vez más que en otras unidades etnológicas menos compactas, es un deber reforzar todas las medidas que tiendan a proteger los valores subjetivos y materiales que representan las artes populares tradicionales y las artesanías por el profundo valor humano y artístico que estas expresiones aportan a la cultura del mundo actual». Declaración de la sección IV (A, B y C) sobre «Tradición artística de las artesanías y el arte popular». Primer Seminario Latinoamericano de Artesanías y Artes Populares. Ciudad de México, 24-31 de octubre de 1945. La actividad tutelar del Estado sobre la producción de la artesanía artística y del artesanado en general, en nuestra opinión, debe abarcar los siguientes aspectos: a. Debe protegerse y conservarse el producto, es decir, la obra (todos los géneros y especies pormenorizados en la relación precedente) por constituir patrimonio cultural de la nación. b. Luego debe protegerse la actividad, o sea la artesanía, el ejercicio y la función del oficio, otorgándole la dignidad que reclama su desempeño, que no es una ocupación vulgar, sino calificada, de alta selección. c. Finalmente, la ley debe proteger al productor, al hombre que produce la obra, es decir, al artesano; en este caso, al artista del pueblo que produce arte popular. Por consecuencia: las bases de un ordenamiento protector deben tener en cuenta estos tres elementos: la obra, la actividad productora (oficio o artesanía) y el producto, o sea al artesano como persona individual o agrupado en gremios, sindicatos o cooperativas. a. La protección y la conservación de las obras y productos del arte popular deben realizarse mediante: 1. La creación y el mantenimiento de museos de arte popular en los
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que se conserve y presente las obras más notables e importantes de cada región o zona de interés folclórico. Por ejemplo, en la ciudad del Cusco, donde, por iniciativa privada, ya existe uno: el Museo del Instituto Americano de Arte. Estimulando la calidad de la obra mediante concursos y exposiciones periódicas con premios pecuniarios y honoríficos que estimulen al artesano y al artista popular. Auspiciando la actividad de las instituciones dedicadas a este menester ya existentes y creando otras en las ciudades donde no existen aún. Como ejemplos de alto valor tenemos el Instituto Americano de Arte del Cusco y el de Puno. La protección de la actividad productora, comprende los siguientes aspectos: 1. Organización de certámenes, concursos y exposiciones periódicas de arte popular en general o por géneros y especialidades, aprovechando las fiestas populares típicas como el Santurantikuy del Cusco. Es digna de poner en especial relieve por su innegable trascendencia las exposiciones y concursos llevados a cabo por el Instituto Americano de Artes desde 1937, con ocasión del Santurantikuy, y en los últimos años, en la semana del Cusco. 2. Incremento de la actividad de los actuales centros artesanales a los que es necesario dotar de locales apropiados y elementos técnicos e instalaciones indispensables. 3. Creación de nuevos planteles de este tipo en los centros productores de artesanía, de preferencia en las comunidades campesinas (tejedores de Queromarca, Q’atqa, Tinta, etc., plateros y metalistas de San Pablo, ceramistas del Cusco, San Pedro, Pucará, Santiago de Pupuja, etc.). 4. Organización de bazares y almacenes de venta de alta selección, a fin de estimular la calificación del producto y del productor. La protección al productor de comprender los siguientes aspectos:
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Asegurándole trabajo remunerado permanente y mercados de colocación en el país y en el exterior. Otorgándole facilidades de crédito artesanal para mejorar o ampliar sus talleres e instalaciones, para la adquisición de materiales y herramientas, etc. Dación de una legislación tutorial del artesanado nacional extendiendo los beneficios del Seguro Obrero al artesano, y que esté en coordinación de cubrir los riesgos de desocupación, enfermedad, vejez y muerte. Estímulo y reconocimiento por el Estado de las organizaciones gremiales, sindicales y cooperativas de los artesanos, a fin de que puedan defender corporativamente sus intereses específicos. Cusco, junio de 1968
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La artesanía artística y la imaginería típica cusqueña
¿Cuáles son los productos de manufactura cusqueña que pueden ser englobados dentro de la clasificación de «artesanías artísticas» o, lo que es lo mismo, según la definición que hemos propuesto de «trabajos de finalidad utilitaria, pero de contenido artístico realizado a mano»? Los objetos de arte popular podrían ser los que quedan enumerados en la siguiente relación (aquí la lista clasificada): La artesanía artística puede involucrar las siguientes especies: a) pintura; b) escultura; c) cerámica; d) talla en madera, mueblería y ebanistería de lujo. Pintura: las pinturas son cuadros de temas religiosos —santos, escenas religiosas, temas bíblicos, «milagros», etc.— que corresponden a la pintura colonial cusqueña hasta fines del siglo XVIII, arte virtualmente desaparecido. Actualmente, no quedan sino poquísimos o muy raros imitadores de este arte que constituye la gloria de la llamada Escuela Cusqueña. Quedan vestigios en los pintores de banderolas que mandan confeccionar los alferados o carguyoq en las solemnes fiestas religiosas, las llamadas «demandas» y pequeños exvotos, y en los trabajos de los «pendones» o anuncios de chicherías y picanterías, las lápidas funerarias pintadas en hojalata que quedan dentro de las expresiones del arte popular propiamente dicho. (Referencias a Camilo Follana, Abraham Rojas, Hilario Mendívil, Ibarra y otros. El sr. Vivero actualmente imita a la perfección la técnica de los pintores cusqueños antiguos). Escultura: corresponde a la imaginería, el arte de 1os santeros o escultores de imágenes en bulto que dominaron a la perfección la técnica de los grandes escultores místicos españoles de los siglos XVI y XVII como Montañez, Alonso Cano y Pedro de Mena. Deriva de ellos el arte de maestros indios y mestizos como Juan Tomás Tuyru Tupac, Melchor Huamán Mayta y otros aún desconocidos autores de los santos patronos y vírgenes-taytachas y mamachas venerados
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en los templos y capillas de la ciudad imperial y de todos los pueblos del departamento y de gran parte del Perú. La escultura, como artesanía artística, aparece en un género de escultura menor, cultivada por artesanos que trabajan preferentemente con modelos de niños Jesús y sagradas familias (San José y la Virgen) para los tradicionales nacimientos cusqueños. Es típico el niño cusqueño, pequeña escultura policromada de ingenuo y candoroso realismo del que se conservan por centenares bellísimos ejemplares, aparte de los millares que han sido exportados por chamarileros y anticuarios. El escultor, para acentuar la impresión de realidad, usa procedimientos especiales, como ojos de vidrio, pequeños espejos en el interior de la boca que dan la sensación de profundidad, dientecillos hechos de cañón de pluma, pelucas postizas o adheridas de cabello humano y otros. Los niños son representados desnudos, pero los devotos los visten y enjoyan lujosamente con diademas de oro, plata y pedrerías, vestidos de brocados y encaje de Flandes, sandalias, «potencias» de filigrana de plata y otras joyas. Hay diversos tipos y formas de niños. El más común está echado de espaldas con sus manecitas en actitud de bendecir; hay otros apoyados sobre los antebrazos; niños dormidos, con los párpados entornados; niños pensativos y otros, ya de pie, con gran variedad de atributos: vestidos de militares, obispos, doctores y hasta de indios y bandoleros, como uno que vi en el santuario de Cocharcas (provincia de Andahuaylas) que estaba vestido de jinete, con botas chumbivilcanas o qarahuatanas, lazo terciado a la bandolera y dos pistolas en miniatura al cinto. En el Cusco, gozan de fama los tres niños de la capilla de la Hacienda Markhu, en la pampa de Anta: uno es militar; el segundo, sacerdote; y el tercero doctor, como personificando la trinidad de las autoridades feudales. En el siglo pasado quedaban aún en el Cusco famosos escultores de niños. Sus nombres van perdiéndose en el olvido o apenas subsisten transmitidos por tradición familiar. En mi infancia escuché los nombres de Naola, Rossell, Loayza y alguno más. En los primeros años del siglo actual vivía en San Blas, barrio tradicional de artistas populares, la famosa Aguedita, una mestiza escultora que hacía
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niños por encargo. Una tía mía, que fue mi aya —Melchorita Gutiérrez—, me llevaba a visitarla en su taller sambleño para encargarle «pastores» para el nacimiento que teníamos en casa. Los más hermosos «niños» cusqueños están dispersos en los nacimientos de las familias de abolengo, hoy son buscados afanosamente por los chamarilleros. El último de los escultores de niños es Raymundo Béjar, padre de los pintores cusqueños Justo y Hugo Béjar, descendiente de una familia de artistas populares que continúan habitando en San Blas, uno de los más típicos barrios cusqueños con sus callejas tortuosas que parecen guardar recuerdos de consejas y leyendas. Don Raymundo esculpe sus niños todavía con cierta gracia ingenua, pero ha perdido la perfección de los maestros antiguos. Otro escultor de niños es Antonio Olave. Hasta hace menos de medio siglo gozaban de fama los grandes nacimientos del Cusco. El más célebre era el de las hermanas señoritas Pinelo, de la calle Malambo, cerca de las Nazarenas (hoy bautizada con el nombre de Córdoba del Tucumán, por su vecindad a la casa de don Luis Jerónimo de Cabrera, conquistador del Tucumán). En dos grandes salas, se desarrollaban todos los misterios de la leyenda bíblica, desde la Anunciación, la Natividad, la adoración de los magos, la huida a Egipto, la matanza de los inocentes, la huida y vuelta de Egipto, la aventura de Jesús Niño entre los doctores judíos, etc., con millares de magníficas esculturas en miniatura, de la mejor artesanía cusqueña colonial. Aquello era un retablo maravilloso. Yo alcancé a verlo a mi niñez; oí decir que el armarlo, o «amarrarlo» en jerga cusqueña, llevaba más de dos meses y, a partir del 24 de diciembre, la víspera de la Navidad, hasta el 19 de enero, todo el Cusco desfilaba por la casa de la familia Pinelo. Había otros nacimientos notables, pero que no competían ni lejanamente con el de las Pinelo. A la muerte de sus dueños, seguramente se dividió y desperdigó en manos de los herederos. Entre los «pastores», figurillas de Navidad, eran notables —fueron porque hoy han desaparecido— los qara-kapas indios o mistis cubiertos con cueros de vaca, caricatura que satirizaba a los magistrados de justicia, a quienes, hasta hoy,
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el bajo pueblo conoce por este mote. Otra figura famosa era el sinsimartín, que representaba al caporal de los «seises» o sinsis, en lenguaje popular, niños cantores del coro de la catedral, una caricatura de faz espectral con capa y chistera negra, sentado en un sillón frailero y con la cabeza montada sobre un resorte de alambre que le daba movimientos cómicos. Hasta no hace mucho, a un anciano canijo y esquelético aún se le conocía por sinsi-martín. Otros dicen que el sinsi-martín era el animero o sacristán encargado de pedir limosnas para las ánimas. Los pastores de Belén eran representados por indios con sus atuendos típicos que delatan, como hoy mismo, su pueblo de procedencia, ch’utillos de Paucartambo de calzón corto y poncho a listas multicolores, pampeños de Anta, envarados de Pisac y de Chinchero, con sus enormes monteras y casacas de tabla, collavinos con sus máscaras de lana y cargados de pieles. En fecha reciente, el escultor popular Santiago Rojas realizó una completa colección documental de las comparsas de bailarines indígenas, que anualmente se dan cita en Paucartambo para celebrar a la Virgen del Carmen, el 16 de julio. La colección, muy valiosa, por cierto, pertenece al Instituto Americano de Arte. La juguetería popular cusqueña tiene una figura inconfundible: la waltha-wawa o niño de pecho empaquetado en sus pañales, con el «chumpi» o faja multicolor, según la costumbre incaica aún vigente. La wawa era el juguete predilecto de las niñas del pueblo y viene a ser la versión cusqueña de la universal muñeca. Esta hermosa muñeca cusqueña ha desaparecido igualmente, barrida por la muñeca importada de biscuit o material plástico. Pero aún queda otra muñeca cusqueña hecha de trapo por costureras del pueblo; generalmente representa a la chola o mestiza y a la negra esclava o «zamba», con sus característicos indumentos: falda de percal, blusa floreada, mandil y sombrero de paja. Se la conoce con el nombre híbrido de t’eqe-muñeca, que se puede traducir como muñeca «embutida». Derivado inmediato de la gran fiesta cusqueña del Corpus Christi era el juego infantil con santitos de pasta de yeso en miniatura. Parodiando infantilmente la solemne procesión, los niños cusqueños jugaban a los santos y eran los escultores populares de los viejos barrios de San Blas y Santa Ana, los que les proveían por docenas. Consiste este juguete en reproducciones caricaturescas
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de las imágenes de las santidades parroquiales que anualmente se concentran en la catedral para solemnizar el misterio cristiano del cuerpo místico de Cristo. Representan, de preferencia, a las estatuas que por su espectacular apariencia gozan del favor de la chiquillada, como el gigante San Cristóbal, el patrón Santiago, jinete en su corcel encabritado; San Sebastián flechado bajo un árbol con ramas auténticas y hasta bulliciosos y decidores loros; San Jerónimo con su enorme sombrero rojo, etc., sin faltar las vírgenes, especialmente la de Belén o mamacha por antonomasia. Estos santitos puestos en diminutas andas, que imitaban los suntuosos tronos de plata repujada y dorada talla de sus originales, hacían las delicias de la parvulada de las parroquias. Plásticamente son figurillas de evidente intención satírica por su expresión grotesca, en las que el escultor popular se burla inconscientemente del solemne hieratismo de los sagrados íconos, esculpidos con franca finalidad catequística, para impresionar las primitivas mentalidades de los indios idólatras. Empeñados como estamos en buscar la faz típica de la imaginería popular cusqueña, no podíamos dejar de consignar a los santitos de pasta que, en la misma y lastimosa forma que los niños y las muñecas, han desaparecido virtualmente. De ellos no quedan muestras ni en los museos. Recordamos aún el juego de los santos en el patio de la casa de vecindad o en plena calle de barrio, los enfrentábamos en campales batallas o en grandes carreras, ni más ni menos que los pugilatos que veíamos librar en el «entrada» o en la octava de Corpus, en la plaza de armas, a la sombra de los monumentales altares y al son de pututos, clarines pitos y tamboriles, mientras los parroquianos y feligreses se daban formidables hartazgos con el clásico chiri-uchu, la espumosa chicha de jora y el delicioso teqte o chicha dulce. El gran Corpus se reproducía pues en los barrios y casas de vecindad por los rapazuelos que hasta hoy mismo se ejercitan a cargar las pesadas y fornidas mesas en que descansarán las andas de plata de los sagrados personajes en su anual asamblea.
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Artesanías artísticas
Cerámica La cerámica cusqueña tiene sus más lejanos antecedentes en los remotos tiempos preincaicos y acusa formas estilísticas originales en el período imperial. Es inconfundible, en efecto, la hidria ápoda que se ha dado en llamar impropiamente aríbalo. El mak’as o vaso inca representa la expresión morfológica inconfundiblemente característica del estilo cusqueño en la alfarería. Hay otras formas igualmente originales creadas por la cultura quechua, sin llegar a las depuradas formas escultóricas y pictóricas de los estilos mochica y nasca. La Colonia aportó algunos elementos técnicos al arte cerámico: el torno de alfarero desconocido por los peruanos, el procedimiento del vidriado y las formas mediterráneas. La alta cerámica oriental, china y japonesa, lo mismo que las manufacturas francesas y alemanas de Sèvres y Sajonia, fueron siempre, como hasta hoy mismo, productos de importación. No se puede decir que España haya contribuido mucho a mejorar ni superar la alfarería incaica y peruana en general. De la época virreinal solo quedan algunos cántaros vidriados en verde, grandes recipientes para agua de técnica inca y algunos platos y cazos de factura burda. La pequeña industria de la alfarería popular ha subsistido para satisfacer exclusivamente la demanda de vajilla doméstica muy ordinaria de los campesinos indios y de las capas más pobres del mestizaje ciudadano. Al presente, los proveedores de cerámica indígena, como debió ser posiblemente en la Colonia, son alfareros de Pucará en el departamento de Puno, donde se mantiene una industria artesana muy apreciable. De allí proceden los ya famosos «toritos». En el departamento del Cusco, los centros alfareros son de menor importancia, como Rajch’i y Q’ea en la provincia de Canchis, y algunos otros lugares muy alejados de los núcleos urbanos.
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En la ciudad misma, hasta hace pocos años, funcionaban algunas «locerías» que producían vajilla burda, pero en la actualidad esos talleres han desaparecido virtualmente al ser sustituidos por pequeñas fábricas de tejas y ladrillos, material este último que está reemplazando al adobe en las construcciones posteriores al terremoto de 1950. Este tipo de cerámica de neta procedencia popular, puesto que es realizada por artesanos indígenas o mestizos, tiene su dosis de belleza y gusto, particularmente en su decoración. Los p’ukus, platos burdos para comer y beber, en cuyo caso toman el nombre de q’ocha (laguna), tienen una ornamentación muy hermosa en su simplicidad. Sobre el fondo vidriado de diferentes tonos de verde, el decorador indio dibuja con un matiz oscuro, sepia o pardo, los siguientes motivos: el toro de lidia con su bandera en el lomo; el animal parece estar bramando de coraje en medio del coso pueblerino; la estilización en pocos trazos es sencillamente magnífica. Estos toros de los platos cusqueños los podría firmar el mismísimo Picasso. Otro tema es el suche, el sabroso y finísimo peje de los altos lagos andinos. En lo hondo, rodeados de unas orlas muy sencillas, los suches admirablemente estilizados están allí como en su propio medio ondulando armoniosamente. Y, por último, hay un tercer motivo: este es la t’ika o flor; es muy simple, parece la flor del sunch’u, una margarita andina de color amarillo cromo. Las otras formas cerámicas más comúnmente usadas son el tomín, pequeño cántaro para la chicha y el agua, p’uyño en quechua; el mak’as de mayor capacidad; la cuartilla, cántaro globular de embocadura estrecha que se usa especialmente para aguardiente de caña. Este ceramio es casi siempre vidriado por la parte externa y lleva algunas decoraciones muy simples: unas líneas ondulantes, alguna hoja o florecilla. Por excepción, se encuentra la jarra en forma de garrafa aguatera con asa vertical y ancho cuello, cuya parte delantera va exornada con el machu (viejo), motivo antropomorfo elemental. Habría que agregar la puchuela, cántaro muy pequeño empleado para preparar q’oñe, cañazo caliente aromatizado con yerbas medicinales, para combatir el frío calante de las madrugadas invernales. Hay, por último, la miniatura cerámica que es el juguete socorrido de las niñas del pueblo.
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A propósito, no me ocupo del toro, el caballo, las alpacas, las llamas, los danzantes y las iglesias de extraordinario interés artístico y folclórico, por pertenecer a la cerámica altiplanense collavina. Y para cerrar este apartado, diré que desde hace poco se está trabajando en el Cusco una nueva forma de cerámica, técnicamente bien realizada, imitando o copiando a la perfección la cerámica inca y la cerámica precolombina en general, con fines casi exclusivamente turísticos. Son todos souvenirs, objetos decorativos, pero muy bien presentados. Desde que el Instituto Americano de Arte comenzó a estimular y promocionar este género de artesanía, han surgido ceramistas excelentes, cuyos trabajos se confunden fácilmente con sus originales antiguos. Entre estos hay verdaderos artistas como Antonio Olave, los hermanos Pareja, entre otros. Dentro de esta especialidad, el arte de Antonio Olave es, ciertamente, merecedor del mayor encomio, no solo como imitación perfecta de la técnica ceramística incaica, sino aun como creador de algunas formas originales. Estos nuevos ceramistas cusqueños son pues herederos y continuadores de sus lejanos ancestros los artífices incas del período imperial, hecho que demuestra palmariamente la supervivencia de las fecundas virtualidades estéticas de nuestro pueblo, que solo están adormecidas a la espera de un pequeño impulso para mostrarse en su plenitud creadora.
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Artesanías artísticas cusqueñas
La talla de madera El arte de la talla en madera es uno de los que a más alto grado de perfección llegaron los artífices cusqueños de la Colonia. A tal punto que puede decirse que esta modalidad de la artesanía es propia de la Colonia, puesto que casi no existen antecedentes de ella en la cultura precolombina. Adquirió extraordinario florecimiento en la segunda mitad del siglo XVII, particularmente después del terremoto de 1650, cuando, bajo el episcopado del ilustre mecenas Mollinedo y Angulo, fueron restaurados o construidos la mayoría de los templos y capillas en la ciudad del Cusco y en todo el vasto territorio de la antigua diócesis cusqueña. Las obras de talla fueron confiadas a los llamados «emsambladores», maestros carpinteros expertos en esculpir los bloques de madera de cedro, nogal y otras especies. El arte de la talla se complementa con el dorado a base de láminas de oro auténtico, lo que se llama el «pan de oro», arte que era ejercitado por especialistas que a veces solían ser los mismos tallistas o también escultores. El retablo tallado y dorado era la máxima expresión de lujo y ostentación de las iglesias coloniales. El maravilloso arte de los retablistas y ensambladores se aprecia en todos los templos cusqueños, comenzando por la millonaria catedral, que ostenta bellísimas obras de retablería, cuya descripción y estudio necesitarían no una conferencia sino un libro. Pero en esta rápida visión de la artesanía cusqueña, sería pecado imperdonable no mencionar por lo menos las obras maestras de los tallistas cusqueños de la Colonia, tales como la sillería del coro, obra del prebendado don Diego Arias de La Cerda; el coro de San Francisco, trabajo del fraile descalzo Luis Montes; y el coro de La Merced, asombrosas obras de artesanía artística explicables por la ingente riqueza de los donantes, la encendida fe religiosa de los prelados y el espíritu eminentemente artista de los entalladores y escultores
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que asimilaron con tanta perfección la técnica del barroco español y, sobre todo, de su derivado el churrigueresco, llamado «crespo» en su expresión cusqueña. Entre los púlpitos, la maravilla del estilo crespo, expresión máxima de la fantasía tropical, anonadante en su exuberancia decorativa, como una pagoda indostánica, es, sin discusión, el púlpito de la iglesia parroquial de San Blas, obra atribuida, sin fundamento documental alguno, al artífice indio Juan Tomás Tuyro Tupac, más conocido como escultor. Del púlpito de San Blas, dice Uriel García, en su obra La ciudad de los incas: «Es la obra más primorosa y acabada que produjo la carpintería artística del Cusco colonial. Tal vez si en España, país de las glorias del arte, habrá pocos ejemplares que puedan competir con esta obra estupenda». Sobre la paternidad de esta joya del arte, cusqueño, me atrevo a pensar con algún fundamento cuya exposición detallada me reservo, que su autor haya sido el canónigo Diego Arias de La Cerda, maestro mayor de la catedral, arquitecto, alarife y artista entallador Al púlpito sambleño le siguen en importancia los de la catedral San Pedro y el de la iglesia parroquial de Checacupe, en la provincia de Canchis; el de la capilla de la Almudena y otros, igualmente bellos. Además de las magníficas cátedras, hay que agregar como obras señeras de la carpintería artística los retablos o altares tallados y dorados en el más recargado estilo «crespo», equivalente del churrigueresco hispánico, como los de la capilla del Sagrario de la catedral, el altar mayor de la Compañía de Jesús, los de Santa Catalina, algunos que todavía subsisten en La Merced, Belén y otros templos y conventos cusqueños. Y, finalmente, los suntuosos marcos dorados, la marquetería y mueblería de talla incluyendo armarios, mesas, bargueños, sillas, etc., desperdigados por templos y residencias señoriales. El arte del tallado en madera no ha desaparecido totalmente, se mantiene por tradición hereditaria entre algunas familias de artesanos cusqueños, algunas de las cuales, a costa de sacrificios y llevando una vida pobre, han logrado seguir ejercitando su noble oficio. En los últimos años del siglo pasado fue notable el ebanista don Francisco González, fundador de la Sociedad de Artesanos del Cusco, que tuvo un taller del cual salieron juegos de muebles finísimos, de alta calidad artística, que llegaron a ser exhibidos en la Exposición Universal
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de París de 1890. Don Francisco González, abuelo del ilustre pintor cusqueño Francisco González Gamarra, fue uno de los últimos artistas del mueble en el Cusco del siglo XIX. Hoy se mantiene la tradición en algunos artesanos de «buena mano» que aún realizan obras solamente por encargo, porque ya nadie o casi nadie usa muebles tallados, salvo gentes de muy buen gusto de las que quedan pocas. Debo citar a los maestros Marroquín, profesor que fue de talla de los paucartambinos por tradición; Lorenzo Achahuanco; los hermanos Loayza; Martín Espinoza, que ha realizado magníficos trabajos que nada tienen que envidiar a sus similares de la Colonia, como las andas doradas de San Sebastián y urnas procesionales para el Señor del Sepulcro de La Merced y otras. La extinguida Escuela de Artes y Oficios y, recientemente, los centros artesanales establecidos con excelente criterio por el Estado, están realizando obra realmente encomiable al tratar de mantener bien sea en pocos y escogidos artífices la gloriosa tradición de la carpintería artística en el Cusco.
Platería y orfebrería En la metalística, los antiguos peruanos ostentan antecedentes valiosos en el arte de los mochicas, los tiahuanaquenses y los incas. El pueblo que creó el bronce y manipuló con perfección los metales preciosos no hizo sino ampliar sus procedimientos técnicos al recibir el aporte de la cultura hispánica. Eso explica el extraordinario auge que la metalistería artística alcanzó en el período virreinal y, desde luego, naturalmente, la pródiga abundancia de los metales preciosos en los primeros siglos de la Colonia. Nada extraña que en el fabuloso imperio del oro hayan florecido los artífices especializados en trabajarlo, quienes le dieron formas artísticas. De allí la millonaria riqueza que ostentan los templos, capillas y santuarios cusqueños en objetos litúrgicos y joyas religiosas. De las montañas de oro y plata que los conquistadores y sus descendientes se llevaron del Perú, del miliunanochesco tesoro del Qoricancha y del rescate de Atahualpa, algo debió quedar a sus legítimos dueños. Es así como
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obras fabulosas como la custodia de oro y pedrería de la catedral cusqueña pesa nada menos que dos arrobas y cuatro libras de metal áureo y está engastada con centenares de diamantes, esmeraldas, zafiros, topacios, amatistas y miles de perlas finas, donación del obispo y virrey Dr. Pedro Morcillo Rubio de Auñón. La igualmente fabulosa custodia de la Merced (otras arrobas de oro fino y centenares de gemas valiosísimas): el retablo mayor de la catedral todo entero aforrado en plata; los frontales, tabernáculos y cirios; las andas de plata repujada del Señor de los Temblores y de la Virgen Inmaculada, llamada «La Linda», lo mismo que el carro de plata del Santísimo; las andas de plata de la Virgen de Belén, la Purificada de San Pedro y otras santidades, sin contar ya los tabernáculos, frontales de plata repujada de la mayoría, de los templos cusqueños, desparramados hasta en las más modestas capillas de pueblos y villorrios alejadísimos, donaciones en gran parte del magnífico señor don Manuel de Mollinedo y Angulo, décimo cuarto obispo del Cusco que tiene toda la prestancia de un Médicis florentino del Renacimiento, por su grandiosa obra de promoción del arte en el Cusco, posterior al terremoto de 1650, durante los veintiséis años de su fecundo episcopado. Hay que recordar a los orfebres que trabajaron en el Cusco, por lo menos a los más dignos de memoria, por su obra maravillosa digna de los más célebres orífices y metalistas del arte universal. Gregorio Gallegos, que probablemente haya sido español, quien en 1745 labró la custodia de la Catedral, cuyo sol, su parte más bella, fue robado en 1892 y sustituido después por el actual de plata dorada. Manuel Piedra, que en 1806 cinceló la otra maravilla de la orfebrería cusqueña que es la custodia de La Merced. Gallegos y Piedra son los maestros de la joyería cusqueña. No importa que quizá no hayan sido cusqueños de nacimiento, pero allí está su obra magnífica. Investigadores acuciosos, hurgando en los archivos coloniales, han rescatado del olvido otros nombres de plateros y orfebres cusqueños, como los de Juan Bautista Solís, autor de la custodia de oro del pueblo acomaíno de Acos, en 1686, así como Martín González y Agüero, Juan Núñez de Gálvez, Andrés de Chávez y otros. Capítulo tan interesante de la historia del arte suntuario cusqueño está por escribirse y bien merece ser abordado con todos los honores.
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En cuanto a la platería de los últimos tiempos, es penoso y triste decirlo, su decadencia ha seguido la línea declinante de la antigua capital de los incas. Desaparecidos los ricos mineros, los nobles de abolengo, venidos a menos los antiguos y linajudos señores que unían la prosapia de sus blasones a la riqueza territorial y latifundista, el arte suntuario, que es su expresión más característica, decayó consecuentemente. Ya no quedan sino pocos joyeros, los necesarios para cubrir la escasa demanda de joyas auténticas, hechas por manos artesanas que, por otro lado, difícilmente pueden competir con los fabricantes de objetos suntuarios que tienen sus centros de producción, (aquí) en la capital. La Escuela Cusqueña de Bellas Artes, en su primera etapa, y hoy, el Centro Artesanal piloto, hacen esfuerzos por mantener la tradición, pero como el mercado es exiguo y la demanda ínfima, la platería y la orfebrería apenas si quedan como débiles vestigios de siglos pasados, que en este caso sí fueron realmente dorados, en comparación con los actuales de hierro y miseria. La metalistería popular guarda aún alguna importancia en la artesanía de un pueblo indio de la provincia de Canchis, en San Pablo, donde existe un numeroso gremio de plateros indígenas y mestizos que trabajan pequeños objetos a modo de souvenirs, imitaciones y variantes de los amuletos y conopas incaicos: sortijas, prendedores, pequeños ídolos, llamitas y los clásicos tupus o alfileres decorativos con que las mujeres indias se abrochan al pecho el rebozo o llijlla.
Textilería El tejido hecho en telar a mano, de factura netamente indígena, constituye, hoy por hoy, una de las artesanías más importantes y de mayor consumo de los pueblos indios mestizos del departamento del Cusco, por lo mismo que aún subsiste en la población campesina el uso del traje típico hecho a mano en todo proceso, desde la obtención de la lana, el hilado, el teñido y la confección. El traje en grandes sectores de la población serrana es distintivo de nacionalidad, de raza y, por tanto, de condición social. Al indio se le conoce por el traje, lo mismo que al cholo, mestizo o «mozo» y al blanco. Es cierto, por otra parte, que la econo-
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mía, el mestizamiento y la aculturación van borrando las diferencias sociales y étnicas. En los últimos tiempos este proceso social es más rápido y con el mismo ritmo va desapareciendo el traje típico campesino, que ya no es el incaico, sino el que impusieron los viracochas conquistadores, quedaron solamente pocas prendas típicas como el gorro multicolor o chuflo, la bolsa para coca (ch’uspa), la faja para sujetarse las bragas (chumpi), el rebozo o llijlla entre las mujeres y la túnica en forma de camisa abierta en el pecho (almilla). Circunscrito al grupo de los q’eros de Paucartambo queda una supervivencia del unku incaico. Por lo demás, la casaca de tabla —tablacasaca—, el calzón corto, el jubón y la montera como tocado son de procedencia española y, finalmente, el poncho, capa de abrigo de uso general entre indios y mestizos, en opinión de connotados etnólogos, es de origen araucano o chileno. No será necesario recordar los antecedentes precoloniales de la textilería que, por cierto, son honrosísimos. Aunque el arte textil cusqueño no alcance la suprema perfección del tejido de Paracas, no le van demasiado en zaga. Los famosos qompis con que se vestía el sapa inca, son de altísima calidad técnica y estética, como puede verse en los pocos ejemplares auténticos que quedan en los museos nacionales. Todo hace pensar que la artesanía del tejido en el Tawantinsuyo era una ocupación universal. Había barrios y pueblos enteros de tejedores: Awaqpinta, en el Cusco y aun en Machu Picchu, en opinión de Uriel García, habría sido un enorme taller femenino de tejido. El aporte de la Colonia en este aspecto tampoco es muy valioso: se reduce quizá al telar vertical y al uso de la hiladora a volante de rueda que se utilizó en los talleres manufactureros llamados Obrajes y Chorrillos, en los que, como se sabe, fue esclavizada la población aborigen durante el Virreinato. Este sistema manufacturero se prolongó por los tres siglos del coloniaje español hasta casi los fines del siglo pasado, puesto que solo en 18... se instala en Lucre (cerca del Cusco) la primera fábrica de tejidos con telares mecánicos que producía en gran parte telas burdas, como el bayetón y el cordellate para uso de la población campesina indígena y mestiza. Por lo demás, actualmente todavía, el campesino en gran mayoría continúa confeccionándose su propio traje. La habilidad artesana se ha heredado por
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generaciones y viene desde los ancestros incas. Eso explica que subsistan hoy pueblos enteros de tejedores igual que en el incanato. Podemos citar a manera de ejemplo Tinta, Queromarca, Q’atqa, Chahuaytiri, Pillpinto y mucho, otros. Aparte de la manufactura para el consumo de la población campesina, en los últimos años, el tejido indígena tiene alta demanda por parte de los turistas nacionales y extranjeros que por centenares visitan a diario la vieja ciudad de los incas. Debido a esta circunstancia ha repuntado indudablemente la artesanía textil, a lo cual hay que agregar la saludable campaña de reivindicación del traje indígena que ha difundido por el mundo la ya popularizada «línea cusqueña» y el uso masivo del poncho y el chullo como prendas simbólicas de cusqueñidad militante en el Inti Raymi, la Semana del Cusco y otras fiestas populares. Es hecho sintomático que al presente ya no haya cusqueño, por blanco, «decente» o aristócrata que se crea, que se avergüence de usar poncho y chullo y no solo en la anual celebración del Inti Raymi, sino como prenda habitual de abrigo nocturno; y es más curioso aún observar que mientras el indígena auténtico se despoja de su indumento típico, el mestizo lo adopta a gusto y lo pone incluso de moda. Una artesanía que alcanzó calidad de excelencia en la Colonia fue la manufactura de alfombras, técnica introducida por los españoles y en la que los tejedores indios realizaron los famosos q’ompis y chusis, obras magníficas de las que quedan muestras preciosas en los templos, capillas y casas familiares solariegas que, en verdad, nada tienen que envidiar a las mundialmente famosas alfombras de Bruselas. En estos últimos años se ha venido tratando de revitalizar el tejido de las alfombras a través de cursos especiales en los talleres de los centros artesanales y por pocos, pero excelentes tejedores canchinos y puneños, desde luego, con óptimos resultados.
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Julio Genaro Gutiérrez Loayza
Nota de arte
Pinturas y máscaras de Paucartambo El pintor Nemesio Villasante González ha presentado en estos días una muestra múltiple de arte y artesanía en la excapilla de Lourdes. Expone esta vez óleos y acuarelas de su mano y —algo nuevo— una colección de máscaras facturadas por sus hijos en la que denomina su casa-taller NVG-415. Como pintor de vasta y conocida obra, su arte podría encuadrarse en lo que podríamos llamar realismo decorativo. Ahí vemos composiciones plásticas, estilizadas en visión prismática, sobre motivos de las danzas indias que han hecho famosa la fiesta de la Virgen del Carmen, celebrada con gran despliegue folclórico el 16 de julio de cada año en aquella pintoresca localidad andina. Consustanciado con su pueblo natal, el Tampu florido o Pauqar-tampu, Villasante nos da la versión plástica de su bello paisaje en finas y transparente acuarelas y en la zarabanda de colores y formas, que plasman en lenguaje pictórico el ritmo bárbaro y dionisíaco que anima a los q’ara chunchus y los saqras, esta última versión quechuizada de las diabladas altiplanenses. Del mismo modo, el pintor ha interpretado también a los sijllas k’achampas y otras danzas totémicas y satíricas. Por el dominio de la forma y la armonía cromática, sus captaciones salen de la mera objetividad documental que puede darla por caso, la fotografía en color o la diapositiva. A Nemesio Villasante, que también es maestro y profesor de la Escuela Cusqueña de Bellas Artes, habría que pedirle que haga más obra pictórica, que traslade al lienzo la ingente riqueza plástica que atesora su hermoso pueblo, antes de que el «progreso» y la malhadada «modernización» barran con ella para siempre. Con Paucartambo no debe ocurrir el terremoto demencial que ha sufrido —y continúa soportando— el Cusco, convertido hoy, por desgracia, en filón aurífero de consorcios judíos transnacionales que lo han trocado en
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inmensa hostería, invadiendo templos, conventos y casonas coloniales con bazares y mercadillos de quincalla de mal gusto bautizada con el pomposo galicismo de souvenirs. Y lo peor, cercenando de la misérrima economía de nuestro pueblo, los suculentos beneficios producto del tráfico infamante llamado «turismo». Creemos que el Cusco como Pisac, Paucartambo, Urcos y otros pueblos, deben ser salvados de la destrucción estética, por lo menos en la obra de artistas como Nemesio Villasante, que ha perpetuado el arco monumental del puente de Carlos III, los poéticos rincones de Qenqo-mayo, el arroyo de aguas mágicas que atrapan a quien abreva en ellas esos floridos rincones y silentes patios de las moradas aldeanas de Paucartambo. El otro aspecto, por cierto, novedoso e interesante de la Exposición de la Casa-taller Villasante e hijos es la colección de máscaras, trabajos de los jóvenes vástagos del pintor Eva y Juan Villasante Gaitán. Sin ser versiones ni copias de las máscaras tradicionales usadas por los danzantes indios —y allí está justamente su mérito—, antes bien, son creaciones originales, nuevas, realizadas en función decorativa más que usuaria y mercantil. Estas máscaras paucartambinas rezuman con humor risueño las caricaturas de los tótems indígenas más socorridos; a saber, el cerdo, el loro, el búho, el sapo, el lagarto y los ofidios en las más abominables semblanzas. Son famosas, a propósito, las gigantescas máscaras de la diablada de Oruro, Bolivia, difundidas por todo el altiplano y que han llegado a Paucartambo en el tipo del saqra. Es un arte de honda raigambre social el del mascarero. Y la máscara es quizá la mejor expresión plástica del humorismo indio. A través de la mascarada el indio siervo o esclavizado se burla de su amo el encomendero, del gamonal y del misti opresor, del leguleyo, del rábula y del cura doctrinero. Allí tenemos al sijlla, caricatura siniestra del viracocha juez, la faz anémica del upichu palúdico, el pasamontaña de lana o waqollo con que se cubre el pastor collavino y los atributos selváticos del chunchu o bárbaro de las junglas. O bien las caras idiotas del arriero «majeño», símbolo del borracho, las trazas de forajidos y abigeos de los «chilenos» y tantas otras que nos han traído al recuerdo nuestras andanzas a través del pueblo y aldeas.
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Es evidente que hay calidad y arte de buena ley en la exposición que los señores Villasante han ofrecido en la capilla de Loreto y que han concitado acogida y simpatía, unánimes, bien ganados y merecidos, por cierto, por un artista que, como Nemesio Villasante, ha consagrado su vida al cultivo de un arte con espíritu y sabor cusqueño. El Comercio. Cusco, sábado 7 de febrero de 1981
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Teatro popular al aire libre
Hay muchas maneras de hacer crítica a la cruel sociedad en la que nos ha tocado vivir, en el presente momento convulso y preñado de tragedia y angustia. No siempre es necesario ser político, sociólogo o revolucionario social para combatir el absurdo armazón de la estructura capitalista causante de todas las desgracias y calamidades que sufre, como un fatal sino, la gran mayoría de la humanidad en los cinco continentes de la Tierra. También el arte es una poderosa arma de crítica en manos del artista, cuando este se encuentra dotado de sensibilidad humana y siente, en carne propia y en la de su clase, la injusticia y la opresión. Y entre las artes, el teatro y el cine son las que más fácil y directamente llegan a la conciencia de las grandes masas, por su lenguaje de imágenes visuales y mediante la palabra y la acción escénica cuando, por magia del arte, constituyen testimonio y versión directa de la vida. Desde este escenario improvisado, sin artificios ni bambalinas, abierto a los aires frescos de nuestro cusqueñísimo barrio de San Blas, un artista salido y forjado en la gleba campesina, Giliat Zambrano, nos presentará algunas pequeñas piezas satíricas, producto de sus observaciones y de su agudo sentido del humor colectivo, realizados en el más auténtico lenguaje popular, esa fabla de doble vertiente, mitad quechua, mitad español, cholo, mestizo, cusqueño y peruano. Como dirigente de Amauta, “agrupación artística”, Giliat Zambrano comanda una entusiasta y juvenil parvada de aficionados al teatro popular que, por su propia naturaleza y con más cultivo y dominio de los inagotables recursos del arte escénico, está llamado a devenir en arte popular de buenos y elevados quilates, superando, desde luego, su actual ingenuidad y primitivismo. Mi cálido y entusiasta aplauso para Giliat Zambrano y su juvenil comparsa. Cusco, julio de 1984
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Fig. 25. Portada de la revista Kuntur: ideas, arte y polémica Edición N°1, octubre de 1927 Colección familia Gutiérrez Fig. 26. Portada de la Revista del Instituto Americano de Arte Cuzco Edición N°10 Colección familia Gutiérrez
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Fig. 27. Portada de la Revista del Instituto Americano de Arte Cuzco Edición N°3, 1944 Colección familia Gutiérrez
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Fig. 28. Portada de la revista Waman Puma Edición N°10, julio de 1942 Colección familia Gutiérrez
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Fig. 29 Vista panorámica de la ciudad del Cusco Santiago, Cusco de 2018 Fotografía: Gustavo Vivanco León
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Universidad Nacional Diego Quispe Tito Comisión Organizadora Presidencia de la Comisión Organizadora José Luis Fernández Salcedo Vicepresidencia Académica Yohn Augusto Lasteros Holgado Vicepresidencia de Investigación Mario Curasi Rodriguez Dirección de Innovación y Transferencias Tecnológicas Armando Aguayo Figueroa
Sesenta años de arte en el Qosqo (1927-1988) de Julio G. Gutiérrez, texto fundamental que la Universidad Nacional Diego Quispe Tito se complace en publicar, es una compilación de artículos, ensayos, disertaciones y conferencias donde este insigne cusqueño, versa sobre arte y el variopinto espectro de artistas nacionales y extranjeros, haciendo especial énfasis en las actividades plásticas cusqueñas y sus más distinguidos representantes. La obra consta de diez apartados, con textos que van desde el impresionismo del arte Abstracto, el museo Hermitag y Picasso hasta temas vinculados al arte del antiguo Cusco, la pintura colonial, y el arte popular y moderno de nuestra tierra; también contiene artículos sobre arquitectura, defensa del patrimonio, música, cerámica, gráfica, pintura y teatro. Gran parte de estos artículos fueron publicados en diarios de Cusco, Lima, Puno y Arequipa, así como en La Paz-Bolivia y otras ciudades del exterior.
Escuela Superior Autónoma de Bellas Artes Diego Quispe Tito de Cusco, Ley N° 24400, de Autonomía; Ley N° 29292, de Grados y Títulos. Universidad Nacional Diego Quispe Tito, Ley N° 30597, de Denominación; Ley N° 30851, de Aplicación; Ley N° 30220, Universitaria.