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Spanish Pages [108]
JOANTgiTIl
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Memorias espirit
Joan Chittister, OSB
Colección «SERVIDORES Y TESTIGOS»
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Ser mujer en la Iglesia Memorias espirituales
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Editorial SAL TERRAE Santander 2006
Título del original en inglés: Called to Question. A Spiritual Memory © 2004 by Joan Chittister. OSB Publicado por Sheed and Ward Lanham, MD 20706
En memoria agradecida y respetuosa de Theophane, que nunca temió preguntar, por lo que obtuvo mejores respuestas que la mayoría. Traducción: Milagros Amado Mier Para la edición española: © 2006 by Editorial Sal Terrae Polígono de Raos, Parcela 14-1 39600 Maliaño (Cantabria) Tfno.: 942 369 198 Fax: 942 369 201 E-mail: [email protected] www.salterrae.es Diseño de cubierta: Fernando Peón / Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionada puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y s. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos. Con las debidas licencias Impresa en España. Printed in Spa/n ISBN: 84-293-1641-8 Dep. Legal: Bl-455-06 Impresión y encuademación: Grato, S.A. - Basauri (Vizcaya)
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índice
Agradecimientos
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Prólogo: El paso de la religión a la espiritualidad
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1. Religión: el dedo que apunta a la luna 2. Espiritualidad: más allá de los límites de la religión
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LA VIDA INTERIOR: DESCUBRIMIENTO DE LO OBVIO
3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 10.
El Dios interior: ¿quién diré que me ha enviado? La presencia de Dios: la verdad que nos hará libres Oración: cada vez que tengo tiempo La llamada de Dios: un eco en el corazón Percepción: la alquimia de la experiencia Soledad: el bálsamo del alma El yo: el ámbito de nuestra transformación Compromiso: la importancia del cambio en la vida espiritual 11. Equilibrio: vivir íntegra y santamente 12. Oscuridad: camino hacia la luz
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...
41 46 52 57 63 70 76 81 86 91
LA INMERSIÓN EN LA VIDA: LA OTRA CARA DE LA INTERIORIDAD
13. Relaciones: conocer y ser conocido 14. Amistad: el don de la independencia 15. Escuchar: el comienzo de la sabiduría
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SER MUJER EN LA IGLESIA
RESISTENCIA: EL IMPERATIVO EVANGÉLICO
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16. Justicia: pasión por el Reino de Dios 17. Poder a pesar de la impotencia: el coraje de rechazar el mal
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Agradecimientos
ESPIRITUALIDAD FEMINISTA: LA LLEGADA DE UN MUNDO NUEVO
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18. Sociedad y mujer: la pérdida del alma 19. Hombres y mujeres: el descubrimiento de la adultez . . . 20. La iglesia y la mujer: hablar en nombre de Dios
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ECOLOGÍA: LA OTRA FACETA DE LA VIDA ESPIRITUAL
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21. Naturaleza: la voz de Dios a nuestro alrededor 22. Creación: el proceso inacabable
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COTIDIANIDAD: EL REGALO DE LA TRIVIALIDAD
23. Lucha: buscar a Dios en la oscuridad 24. Alegría: el Dios que ama la 25. Santidad: la tarea de crecer en Dios
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risa
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Epílogo
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Acerca de la autora
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«Érase una vez -dice la historia- una persona en búsqueda que preguntó a un monje: "¿Qué hacen ustedes en el monasterio?". Y el anciano monje le respondió: "Pues nos caemos y nos levantamos, nos caemos y nos levantamos, y nos caemos y nos volvemos a levantar"». Es un relato enormemente elocuente acerca de la diferencia entre la fe y la desesperación, entre el perfeccionismo y el desarrollo humano. Es una historia acerca del crecimiento y habla del carácter santificante de los errores y las equivocaciones. Es un perfecto ejemplo de los malentendidos que se producen, generación tras generación, acerca de la auténtica naturaleza de la vida y la espiritualidad. Este libro analiza tanto el proceso de caer como el de levantarse, que nos llevan al centro de nosotros mismos con el fin encontrar la razón y la fuerza necesarias para tomarnos el trabajo de seguir adelante a pesar de la frecuencia con que fracasamos. A veces, la necesidad de comenzar de nuevo una y otra vez para completar el proceso de crecimiento espiritual resulta de salentadora. Tendemos a creer que el proceso debe ser lineal, cuando, de hecho, es circular hasta la médula. También resulta ser un proceso incómodo, en un mundo que tiende a pensar en el «progreso» en términos de avance, en lugar de hacerlo términos de profundización. Este tomar conciencia de la vida interior y del Dios que habita dentro de esa vida es, al mismo tiempo, un proceso exultante. Es el descubrimiento de la libertad que proporciona el comenzar de nuevo, el descubrir una nueva verdad, un nuevo modo de
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estar vivos y unos nuevos criterios morales, más amplios y profundos y liberadores que cualesquiera disciplinas, ritos o ascetismos negativos. Este libro examina los múltiples hilos que constituyen la trama de la experiencia espiritual. No ofrece un mero conjunto de reglas, ni describe secretos místicos de ningún tipo, ni garantiza un sistema seguro de avance espiritual. Se limita a observar todas las dimensiones de la vida tal como la vivimos hoy y a preguntar qué hay en ellas de santificante, si es que hay algo. Se pregunta, además, si la vida tal como la conocemos tiene algo que ver con la vida que los antiguos autores espirituales calificaban de «buena». Es, en otras palabras, una incursión en las preguntas y la interioridad de una persona; pero no es tan sólo, aunque sea cierta, la historia de una persona, sino la de todas y cada una. Tanto la tuya como la mía. Y esa andadura hacia el sentido y la percepción no lo hago en solitario, sino que en conjunción con todas las experiencias y verdades del resto de las personas de mi mundo. Para someter a prueba mi idea, he pedido a distintas personas -Ann Halloran, Anita Bañas, John Perito, Gail Grossman Freyne, Daniel Gomaz, Virginia Swisher, Sandra DeGroot, Katheleen Stephens, Thomas Bezanson, Mary Ann Reese, Maureen Tobin, Mary Lou Kownacki, Marlene Berke, Mary Miller, Anne McCarthy, Ellen Porter y Linda Romey- que leyeran el texto teniendo presente estas consideraciones: ¿reconoces estas preguntas?; ¿haces tuyas las respuestas?; ¿das fe de la verdad que encierran? Estaré eternamente agradecida a la honradez, las intuiciones y el caudal de experiencias personales suscitadas por las mías propias. Esas personas que he mencionado le han dado aliento y profundidad a lo que, de lo contrario, no habría sido más que una serie de divagaciones personales totalmente desconectadas de la experiencia. No es pequeña prueba el que todos compartamos la misma condición humana y, por tanto, podamos todos esperar sobrevivir a las cuestiones de la vida sanos y salvos, y puede que incluso espirituales. Estoy también muy agradecida a Mary Lou Kownacki y Jeremy Langford, mis editores, que aceptaron sin reparos mi decisión de no quedarme en la historia de la espiritualidad, sino aventurar-
AORA DEC1M1ENTOS
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me en los caminos de la espiritualidad misma. Finalmente, quiero dar las gracias a las personas que me rodean -Maureen Tobin, Mary Grace Hanes y Susan Doubet-, que siguen haciendo viable el que yo pueda escribir y hacen que el resto de mi vida sea saludable, razonable y, en cierto modo, mentalmente sano. Este libro no pone fin a nada. Mi única esperanza es que signifique para otros el inicio del proceso que refleja haberse producido en mí. Toda la incertidumbre, la confusión y la expectativa de que la vida se clarifique y el espíritu crezca, lo merecen más que de sobra. Finalmente, quiero manifestar mi profundo agradecimiento a Theophane Seigel, OSB, que fue mi mentora y modelo y me mostró que la vida tenía más que ver con preguntas que con respuestas, con buscar incesantemente que con limitarse a sucumbir a la árida autosuficiencia de muy cuestionables certezas. Ella me enseñó a hacer lo que pedía el presente, sabiendo que las personas verdaderamente maduras y espirituales tenían que procurar el desarrollo de mejores intuiciones para el mañana.
Prólogo: El paso de la religión a la espiritualidad
soca «Las cosas del alma siempre se han de considerar con plenitud y anchura y grandeza». - TERESA DE JESÚS
«Pero ¿cuáles son «las cosas del alma»? Sin duda, cada inspiración que hacemos, cada palabra que escuchamos, cada pensamiento que tenemos. Las cosas del alma han estado demasiado tiempo compartimentalizadas. Y por eso tenemos religión, pero no espiritualidad; tenemos Iglesia, pero no Dios; tenemos lo sagrado, pero no la sacralidad de lo secular o, mejor aún, la revelación de que no hay nada "secular" en absoluto». -
JOAN CHITTISTER,
Diario, 9 de septiembre.
Si algo nos han enseñado a temer, son, sin lugar a dudas, las preguntas. Enseguida aprendemos que hay cosas que nunca deben ser puestas en duda. Simplemente, son. Son absolutas. Brotan de una fuente de eterna verdad. Y son verdaderas porque alguien dijo que lo son. Por eso vivimos mucho tiempo con las respuestas de otro. Hasta que esas respuestas se vuelven estériles. Lo sé porque yo misma me he visto atrapada en el desierto de la duda y he descubierto que las respuestas eran peores de lo que nunca podrían serlo las preguntas.
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Yo, por ejemplo, tenía un primo que se había divorciado, otro que -aprendí la palabra después- era «gay», un tercero que hacía mucho tiempo que simplemente había dejado de tener nada que ver con la religión, y un cuarto que se había casado al margen de la Iglesia. Mi abuela rezaba por todos y no repudiaba a ninguno de ellos. «Dios nos comprende», decía a nadie en particular cuando surgían sus nombres en las reuniones familiares. Yo estaba segura de que la abuelita era una santa, pero me preguntaba por aquella manera de pensar. Después de todo, era bien sabido que todas aquellas cosas eran malas. Pero llegó un día, después de años de formación en todas las certezas religiosas del momento, en que me di de bruces con una situación que me llevó a comprender que la vida espiritual no es en absoluto tan clara como los libros me habían inducido a pensar. Recuerdo el incidente con absoluta claridad. Me encontraba en una conferencia en Roma, en una sala repleta de miembros de órdenes religiosas de todo el mundo. Las religiosas estábamos preocupadas porque Roma había emitido un documento que hacía de la misa diaria y la Eucaristía un «elemento esencial», una exigencia de la vida religiosa de todos los conventos del mundo. Pero la mayoría de las órdenes religiosas -y para aquel tiempo también muchas parroquias- no tenían acceso a sacerdotes, como una religiosa le dijo al cardenal. La Eucaristía diaria era sencillamente imposible, y todas las demás religiosas estuvieron de acuerdo. Puesto que todo el mundo lo sabía, ¿por qué exigirla?, nos preguntábamos. La respuesta del cardenal me dejó atónita. «Si no pueden ustedes recibir la Eucaristía propiamente dicha -nos dijo una y otra vez-, entonces deben enseñar a las hermanas la Eucaristía de Deseo». Pero ¿de qué sirve eso -le replicamos-, si de todos modos es imposible tener la Eucaristía diariamente? «Pues porque -insistió el cardenal con cierta irritación-, si ustedes desean la Eucaristía... ¡tienen la Eucaristía!». El sacerdote que tenía el cardenal como asistente, dándose cuenta de que seguíamos confusas por la respuesta, convencidas de que el cardenal no nos había entendido e incrédulas ante la contestación, se dispuso a aclarar la situación. «Lo que el cardenal les está diciendo, hermanas -articuló paciente y lentamente-, es que no es la Eucaristía lo que les falta. Lo que a ustedes les falta es.
PROLOGO
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simplemente, la presencia de un sacerdote». El silencio de la estancia fue suficientemente expresivo por sí mismo. Yo moví la cabeza sin dar del todo crédito a mis oídos. Al parecer, nos habíamos estado levantando a las seis de la mañana todos los días de nuestra vida más por la presencia del sacerdote que por la presencia de Jesús. ¿Qué era realmente real en todo aquello? Aquel día aprendí la lección de mi vida. Obviamente, hay un punto a partir del cual las viejas respuestas dejan de ser válidas. Obviamente, hay un punto a partir del cual la vida espiritual se convierte en responsabilidad de la propia persona. Entonces descubrimos que las respuestas no valen nada. Todo aquello de lo que tan seguros hemos estado durante años se hace menos seguro cada día. Nos encontramos en una encrucijada espiritual. ¿Hay algo que merezca la pena creer?; ¿hay algo a lo que merezca la pena aspirar? Y, de ser así, ¿qué es y por qué? Éste es el momento en que comenzamos a revisar todas las preguntas, a analizar todas las normas, a examinar por primera vez las circunstancias originarias que subyacen a todas las leyes. Observamos los absolutos y comenzamos a cuestionarlos. Uno por uno, circunstancia a circunstancia, tema a tema, los cuestionamos todos. Lo que en otro tiempo temíamos incluso preguntarnos, comenzamos a diseccionarlo idea a idea. Algunas de esas ideas nos despiertan sospechas; otras nos suscitan dudas. Aquel día, como caí en la cuenta al mirar atrás posteriormente -el día en que oí que podía tener la Eucaristía sin tenerla, pero tenía que ir a ella, no obstante, cuando había sacerdote-, fue el día en que comencé a dar conscientemente el peligroso paso de la religión a la espiritualidad, de las certezas del dogma al largo, lento y personal trayecto hacia Dios. Aquel día empecé mi propio combate a brazo partido con Dios que ningún catecismo ni credo podía mediar. Y comprendí que, de entonces en adelante, tendría que atreverme a hacer las preguntas que nadie había querido nunca que hiciera. Y, por encima de todo, me esforcé por comprender los modos en que otras personas negociaban la tensión entre las preguntas necesarias y las respuestas institucionales que subyacen a toda vida espiritual. Me esforcé por entender cómo otras personas permane-
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cían en el sendero descubierto en el pasado y de cuyo discurrir o de cuyo final ya no estaban seguras. Me fijé en monjes budistas, maestros sufíes, reformadores y místicos, religiosas y madres, mujeres y hombres. Presté gran atención a mi correo. Recibía una carta tras otra de personas que me escribían acerca del abandono de sus Iglesias y de cómo encontrar a Dios, o me exponían sus dudas sobre sus merecimientos espirituales. Como resultado, con el paso del tiempo tomé conciencia de no ser la única persona que ha pasado por la vida viendo cómo se desmantelan y se reducen a cenizas una certeza tras otra. Ni tampoco soy la única que ha caído en la cuenta de que existe otra clase de certeza que se hace más fuerte en nosotros cada día cuando comenzamos a construir un nuevo bajel espiritual con los restos del viejo. Empecé a confiar en que las preguntas mismas me llevaran, más allá de las respuestas, a la comprensión; más allá de la práctica, a Ja fe. Supe con diáfana claridad una sola cosa: que existe una vida espiritual y que es más profunda -y se ajusta mejor a las demandas del mundo circundante- que las meras rutinas de la disciplina religiosa, y que yo quería esa vida. Así que comencé a escribir mis propias ideas. Comencé a utilizar mis preguntas para trazar mi carta de navegación por las procelosas aguas de una vida que no siempre me resultaba navegable siguiendo las normas establecidas. Empecé a escribir un diario espiritual. Y ese texto es la base de este libro. Nunca tuve la intención de que este diario fuera el típico diario, y no lo es. En primer lugar, fue escrito a lo largo de un periodo de casi cinco años y no es un registro diario de nada. En segundo lugar, no hay en él nada acerca de personas, circunstancias ni acontecimientos del día; se limita a recoger ideas y sus implicaciones en la vida espiritual hoy. Concretando, es un registro del modo en que mis ideas entraban en interacción con las de otras personas, cuyo pensamiento, por tanto, también se recoge aquí. Este libro comenzó siendo un texto construido en torno a varias citas de una selección de autores espirituales. Mis comentarios son una especie de diálogo con la idea del día tal como yo la veía en mi propia vida y en aquel momento concreto. Estos comentarios sobre las ideas de autores espirituales cuyas obras atraviesan múltiples tradiciones se convirtieron en un sus-
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trato nutricio para la comprensión de mi propia vida. No hay una exploración de lo que las frases concretas podrían decir acerca de los autores de las citas. Por el contrario, éstas tienen que ver con lo que eran mis preguntas en el momento. Superando el miedo a estar equivocada, apuntan a la libertad de ser lo bastante honrada para ver la vida tal como es, en lugar de verla tal como se supone que es, según nos dicen. Este diario de citas espirituales se convirtió en el espacio libre donde mi alma podía ver la luz del día e inhalar el fresco aire de la búsqueda en compañía de otros que se habían debatido con el mismo tipo de preguntas y esperanzas que yo. Forcé a mi pensamiento a ir más allá de mí misma, pero también me expuse yo a mí misma, en carne viva y en búsqueda. Esta voluntad de escribir a lo vivo sobre aquello con lo que yo misma me debatía en la vida espiritual era una aventura incierta. A fin de cuentas, si iba realmente a explorar mis corrientes internas, si iba realmente a ser honrada conmigo misma, no cabían los subterfugios, no había necesidad de matices, no había tiempo para sutilezas. Yo iba, a fin de cuentas, a escribirme a mí. Más que incierta, sin embargo, podía ser incluso una empresa imprudente. ¿Qué pasaría si alguien llegaba a leer las ideas que yo tan sinceramente escribiría?; ¿qué ocurriría si caían en la cuenta de lo ambigua que era acerca de ciertas cosas y de lo mucho que me había debatido con otras?; ¿qué sucedería si leyeran mis preguntas y les chocara el que hubiera alguien que pudiera llegar a hacérselas?; ¿qué pasaría si leyeran mis textos y consideraran que eran una estúpida pérdida de tiempo, una especie de pretensión baldía, preguntándose a quién podían importarles? Pues que me sentiría avergonzada de mi propia existencia. Una de las citas del diario expresaba la cuestión sin ambages. Thaisa Frank y Dorothy Wall habían dicho: «Escribir es, para empezar, un acto audaz». Y yo replicaba: «Escribir hace a la persona enormemente vulnerable. La deja expuesta a la crítica, el ridículo y el rechazo públicos. Pero también abre el diálogo y el pensamiento; estimula la mente y toca el corazón; nos pone en contacto con nuestra alma. De modo que ¿cómo puede ser una pérdida de tiempo, un acto ocio-
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PROLOGO
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so, un error, una traición a la verdad? ¿Quién puede atreverse a decirnos que no lo hagamos?».
«Dios es rico en gracia y misericordia -me recordaba el diario-, lento a la cólera y pleno de amor fiel». Pero yo apostillé:
Pero lo hacen. Las instituciones silencian y reprimen el pensamiento de manera habitual. Los gobiernos encarcelan a los disidentes. Las Iglesias los excomulgan. Las empresas los echan. Las comunidades los rehuyen. Pero la gran nueva idea de mañana es siempre la idea absurda de ayer. Me decidí a arriesgarme a expresar unas cuantas ideas propias. Las ideas son la moneda de curso corriente de la esfera espiritual. Son el precio de la admisión a dicha vida. Nos llevan, más allá de nosotros, a la Gran Idea que hace que todo en la vida merezca la pena. Cuando comencé este proyecto, pretendía escribir un libro sobre espiritualidad -una introducción a la espiritualidad, si se quiere-, como si la espiritualidad fuera un producto categorizable, empaquetable y vendible. Pero cuanto más trataba de escribirlo, tanto menos me interesaba. Era consciente de que ese libro ya había sido bien escrito por otros más preparados que yo para trazar y explicar la historia de cada periodo o escuela de espiritualidad. A mí me preocupaba más, por otro lado, lo que está sucediendo ahora, para incidir en la espiritualidad de este preciso momento del tiempo. Yo buscaba otro enfoque de la espiritualidad. Decidí fijarme en las cuestiones espirituales y los temas vitales que nos asedian en el plano cotidiano -por rutinarios y problemáticos que sean-, en lugar de fijarme en los grandes temas generales que han venido a definir nuestra historia espiritual: la naturaleza de Jesús, los medios de redención y las formas de revelación. Empecé a darme cuenta de que, en definitiva, todos y cada uno de nosotros somos el verdadero tema de la vida espiritual. Es posible, por supuesto, pasar por la vida superficialmente, no cuestionando nada y llamando a eso «fe». O podemos optar por vernos a nosotros mismos en el centro de nuestra alma, admitir lo peor, por doloroso que sea, y buscar lo mejor, aun no estando nada seguros de adonde nos llevará esa búsqueda. Este libro es un intento de ser fiel a la lucha por crear para nosotros una espiritualidad procedente tanto de los principios fundamentales de la vida como de sus incertidumbres, en lugar de que proceda de sus devociones.
«¿Quién es Dios verdaderamente?; ¿quién es ese Dios que hemos modelado a la luz de nuestras necesidades y de las esperanzas de nuestro corazón? Cuando somos vengativos, contamos cuentos sobre un Dios airado. Cuando estamos enfermos por nuestros pecados, encontramos a un Dios misericordioso. Cuando estamos aplastados rostro en tierra, ¿entendemos verdaderamente el concepto de un Dios de Justicia? ¿Es Dios así o, más bien, Dios es la medida de la profundidad de nuestra pequenez o de la enormidad de nuestra abrasadora sed de amor? Sin duda alguna, Dios es todo ello. Y más aún. Un más que, en nuestra pequenez y nuestra sed, ni siquiera podemos empezar a imaginar». Este libro aborda las cuestiones o dimensiones de la vida comunes, tal como las conocemos en nuestra vida cotidiana -no las respuestas tal como han sido dadas-, en un intento de desentrañar sus muchos significados, darles cuerpo y rendir tributo a su importancia espiritual aquí y ahora, en nuestro tiempo y en nuestra propia vida. Este libro trata de espiritualidad, no de religión, por más importante que la religión pueda ser en el desarrollo de la espiritualidad. No es un libro de teoría ni de historia ni de teología sistemática. Es un libro de cuestiones espirituales que se han dado en mi propia vida y quizá también en la tuya. La única diferencia entre tus reflexiones espirituales y las mías puede ser que yo he escrito acerca de las mías, con toda su simplicidad y toda su incómoda llaneza. Escribir es un modo de profundizar en las cosas. Si puede servir a otras personas como un reflejo de sus propias intuiciones y preocupaciones espirituales, tanto mejor. En palabras de Susan G. Wooldridge, «escribir... es una forma de fijar la atención que me ayuda a descubrir qué va mal... en mi mundo, así como qué me hace feliz». Y yo dije ante ello: «Exactamente. Yo empleo un montón de tiempo en tratar de ser "objetiva", pero es falso. No puedo desentenderme del sexismo, la crueldad, el autoritarismo ni los legalismos que pretenden ser de Dios».
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Este libro no es objetivo; es una incursión personal en las preguntas que durante años temí hacer, porque ya habían sido respondidas. Ahora estoy convencida de que no responderlas por nosotros mismos supone dejar de hacer aquello en que, a fin de cuentas, consiste única e indudablemente la vida espiritual: la búsqueda de sentido y de vida. Proporcionamos a nuestra persona respuestas claras o cómodas, porque tememos hacer las preguntas que establecen la verdadera diferencia en cuanto a la calidad y el contenido de nuestra alma. La vida espiritual comienza cuando descubrimos que sólo nos hacemos adultos, espiritualmente hablando, cuando, más allá de las respuestas, más allá del miedo a la incertidumbre, vamos hacia ese gran y omniabarcante misterio de vida que es Dios.
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Religión: el dedo que apunta a la luna
soca «Estoy viéndome instada a realizar una nueva tarea del alma. ¿Qué significa vivir acogiéndolo todo?». - SUE MONK KIDD
«Sue Monk Kidd procede del mismo sitio que yo: de un gueto teológico. La única diferencia es que el suyo era baptista, y el mío católico. Nosotras dos -ambas tradiciones- hemos sido en alguna medida arrogantes, exclusivistas y control adoras. Ahora dos mujeres como nosotras hemos encontrado a Dios no sólo en nuestras propias Iglesias, sino también al margen de los confines denominacionales. Y esto es peligroso, tanto para cada Iglesia concreta como para nosotras. Pero para mí, al menos, no hay vuelta atrás a ningún totalitarismo que se autodenomine "religión"». - JOAN CHITTISTER, Diario, 15 de junio.
Yo era la hija católica de una madre católica y de un padrastro presbiteriano. Un «matrimonio mixto», lo llamaban eufemísticamente. Lo que ello significaba era que nosotras estábamos en lo cierto, y él no; nosotras estábamos en la verdad, y él en el error; nosotras teníamos fe, y él no la tenía. Nosotras iríamos al cielo. ¿Y él? Bueno, el cielo para él -para ellos, para los protestantes, por lo
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que yo había llegado a saber- era cuando menos incierto. Era triste, yo lo sabía; pero era la verdad. Excepto porque en lo más profundo de mí misma, incluso entonces, la justicia de tal afirmación dejaba mucho que desear. El problema giraba en torno al hecho de que mi padrastro era una buena persona. Era honrado, trabajador y modesto. Incluso había ganado una Biblia por la regularidad con que había acudido a la catequesis dominical. ¿Quién era ese Dios, pues, que haría arder a los buenos y creyentes como él porque, aun siguiendo las mismas normas, las seguían de otra manera? Enterré la pregunta en lo más profundo de mi interior. No podía ser expresada en voz alta. No era posible discutir la respuesta a la misma. Pero la pregunta me ha acompañado toda la vida. Esa pregunta y muchas otras similares. Y así la religión se convirtió en el centro de mi vida. Yo frecuentaba las iglesias como otros niños frecuentan los callejones, las laderas de las montañas o los sótanos oscuros. Yo iba de iglesia en iglesia aspirando el frío y húmedo aire de sus abovedados interiores. Encendía velas en cada candelera que encontraba. Después caía de hinojos ante cada altar, junto a cada candelera de titilantes velas, para atraer la atención de Dios sobre la petición que representaban. Y, por encima de todo, estudiaba el catecismo. Rectifico: no lo «estudiaba»; al igual que todos los niños católicos, me lo tragaba entero. Memorizaba cada una de sus palabras. Conocía todos los preceptos, podía enumerar cada día festivo, podía recitar cada don del Espíritu Santo, podía citar cada pecado capital... Y, sin embargo, algunos de ellos ya no contaban para míDespués de todo, nosotros formábamos una familia que se salía de la norma. Además, mi madre no iba a misa, lo cual constituía un muy serio problema. Y cuando hacíamos nuestro viaje anual a la casona de los Chittister para las reuniones familiares, yo iba cada domingo a la escuela dominical con mis primos protestantes. Supe desde muy pronto que la vida no era realmente como la Iglesia decía. Pero nunca cuestioné el valor, es decir, la absoluta veracidad, de las leyes mismas. No obstante, años después escribí un pasaje en mi diario que decía que estaba a años luz de ese tipo de sumisión espiritual, de
RELIGIÓN: EL DEDO QUE APUNTA A LA LUNA
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esa clase de feroz falta de cuestionamiento. «La doctrina es...», yo lo sabía; «El Padre dice...», yo era consciente de ello; «La hermana enseña...», sí. Pero yo, claramente, había ido más allá de la literalidad de los pronunciamientos, porque la experiencia misma ponía en cuestión todos los absolutos que me enseñaban. No era tan sólo que yo estuviera empezando a entender las cosas, sino que, de hecho, en ciertos aspectos las había entendido siempre de manera distinta, pero nunca lo había dicho. «El alma es capaz de mucho más de lo que podemos imaginar», citaba el diario de Teresa de Jesús; y yo apostillaba: «Creo tanto en la amplitud de la esfera de acción del alma que cada día respeto menos las cosas de la religión -de la Iglesiaque la atenazan. Atamos al alma, la clavamos a las normas, la decapitamos en mitad de su vuelo. Dejamos de buscar al Dios que es mayor que los platónicos, más amplio de miras que los anti-modernistas y está más lleno de vida que los jansenistas. Dios nos salva de la mezquindad que practicamos en nombre de la religión». El problema de la naturaleza de la fe nos ha acosado toda nuestra vida. ¿Es la apertura a otras ideas infidelidad o es el comienzo de la madurez espiritual?; ¿qué es eso que puede apartarnos tanto del yo creyente inicial?; ¿cómo nos explicamos a nosotros mismos el paso de allá hacia acá, de la adhesión incuestionada a las respuestas institucionales, al punto de hacer preguntas de fe? Me llevó años caer en la cuenta de que quizá es la fe misma, si es auténtica, la que nos ha traído aquí. Puede que, si realmente creemos de Dios lo que decimos creer, llegue un momento en que tengamos que superar la estrechez de miras de la ley. Puede que, si somos realmente personas espirituales, no podamos permitirnos las ataduras mentales de los sectarismos denominacionales. A fin de encontrar al Dios de la vida en todo lo que compone la vida, puede que tengamos que estar dispuestos a abrirnos a la parte de ésta situada al margen de los círculos de nuestros diminutos mundos. Los sufíes cuentan de unos discípulos que, cuando la muerte de su maestro era inminente, se sintieron absolutamente inermes. «Si nos dejas, Maestro -le preguntaron-, ¿cómo sabremos qué hacer?». Y el maestro replicó: «Yo no soy más que un dedo que
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apunta a la luna. Puede que, cuando yo me haya ido, veáis la luna». Está claro lo que esto quiere decir: la religión debe tratar de Dios, no de sí misma. Cuando la religión hace de sí misma un dios, deja de ser religión. Pero cuando la religión se convierte en el puente que conduce a Dios, nos espolea a vivir al límite de las posibilidades humanas. Exige de nosotros que seamos todo lo que podemos ser: amables, generosos, honrados, amantes, compasivos, justos... Define los estándares de la condición humana; establece los parámetros por los que orientamos nuestras instituciones; proporciona la base de la ética que guía nuestras relaciones humanas; comienza a facultarnos para ser plenamente seres humanos. Está claro que la religión es mucho más que dogmatismo. Y demos gracias a Dios por ello, porque el dogmatismo no lleva muy lejos a la religión. De hecho, siempre que impera el dogmatismo, la religión sale perjudicada. Cuando una religión sabe cuándo llegará el fin del mundo, y la fecha pasa sin pena ni gloria, esa religión se falla a sí misma; cuando una religión decreta la salvación para algunos, para un grupo de elegidos, y el desastre moral para el resto de la humanidad -y ello a la cara de la bondad que vemos por doquier en todas las personas de la tierra-, traiciona al mismísimo Dios amoroso que predica. Cuando una religión divide a las personas sobre la base de una superioridad espiritual, en lugar de unirlas como criaturas comunes de un Dios común, desgarra su vestidura de humanidad, atribuyendo la mentira al Dios de la creación cósmica. Hildegard de Bingen -mi diario me recordaba- decía: «Del mismo modo que el círculo abarca cuanto hay en su interior, también la Divinidad nos abarca a todos». Y yo escribía en respuesta: «Es esta consciencia del Dios universal lo que nos perdemos en nuestra vida. Nuestro Dios siempre ha sido un Dios católico o, como mucho, un Dios cristiano. En consecuencia, nos hemos perdido una gran parte de la revelación divina. Por eso no encuentro a Dios en el resto del mundo, y ello hace que las demás personas sean muy fáciles de matar... Indios, árabes, judíos y asiáticos no tienen muchas oportunidades cuando nuestro Dios quiere erradicar a su Dios».
RELIGIÓN: EL DEDO QUE APUNTA A LA LUNA
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Verdaderamente, la religión en su peor faceta es una impostura; pero, en su mejor faceta, nos afirma también en lo mejor de nosotros mismos. La religión, en su mejor faceta, da fundamento a la vida, y, por encima de todo, nos faculta para encontrarle un sentido; proporciona finalidad a la condición humana; orienta la brújula humana hacia su hogar; nos exige ser más de lo que nunca habríamos pensado; alza nuestra vista más allá de nosotros mismos; y establece para nosotros unos estándares que están por encima del nivel inferior del yo. Haciéndonos criaturas religiosas, nos hacemos criaturas que aceptan las limitaciones propias de su condición. La religión nos enseña que sólo Dios es Dios, y que nosotros no lo somos. Cuando aprendemos a reconocer las limitaciones inherentes a nuestra propia humanidad, podemos hacer espacio al resto del mundo. Y así el mundo se ve salvado de su insufrible sentido de la superioridad. Pero la religión nos proporciona también razones para esperar que la bondad de Dios compense lo que a nosotros nos falta. Cuando somos débiles, Dios es nuestra fuerza; cuando somos abandonados, Dios está con nosotros. Y así crecemos como personas capaces de sobreponerse a la desesperación. Nos encontramos con fe no sólo en Dios, sino también en el valor esencial de la vida misma. La religión, esa mina inagotable de la fe, es la historia de nuestros héroes familiares. Nos presenta una corriente histórica de testigos de todos los pueblos de la tierra que optaron por lo sagrado frente al rechazo y el ridículo y les costara lo que les costara; se atrevieron a tener valor, en lugar de cooperar con el mal; optaron por el amor, en lugar de optar por la ley; estuvieron a favor de la justicia, en lugar de defender su interés personal; buscaron la trascendencia, en lugar de lo inmediato. La religión nos recuerda que seguimos los pasos de todos los que se entregaron a las grandes cosas de Dios. Quizá con dudas y sin dejar nunca de reflexionar, se aferraron a una fe más allá de la institución misma, más allá de las «respuestas», porque sabían que hay un lugar donde las respuestas finalizan. Y es la religión la que se lo enseñó. Al mismo tiempo, sin lugar a dudas, la religión suele ser el peor enemigo de la religión. La tensión entre la religión en su me-
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jor y en su peor faceta empuja a la gente de Iglesia en Iglesia buscando autenticidad. Y los empuja también del Dios de la institución al Dios del espíritu interior. Cuando la religión hace de sí misma un dios, cuando la religión se interpone entre el alma y Dios, cuando la religión exige lo que el espíritu desaprueba -división entre las personas, menoscabo del yo y cerrazón mental-, la religión se convierte en el problema. Entonces la espiritualidad es la única respuesta válida al clamor del alma por el tipo de vida que hace posible la vida.
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Espiritualidad: más allá de los límites de la religión
soca «Gran deleite en Dios me inunda». - MARGARET EBNER
«El deleite en el Dios que me he encontrado dentro me proporciona la fuerza para resistir frente a cualquier Iglesia y sus herejías acerca de Dios, de las mujeres y de la ordenación. El Dios interior es en mí un furioso clamor, y ninguna otra voz es lo suficientemente fuerte para sofocarlo. Es la única voz que he oído en años». - JOAN CHITTISTER, Diario, 27 de mayo.
«Basílica», la palabra para esos grandes, sólidos e imponentes edificios que hablan del poder y la presencia eterna de la Iglesia, procede de una palabra griega que significa «reino de Dios». Lo uno está claramente destinado a evocar en nosotros lo otro: la Iglesia, al reino de Dios; el reino de Dios, a la Iglesia. Sin embargo, hace algunos años yo tuve una experiencia que me ha hecho muy difícil considerar equivalentes ambas cosas a partir de entonces. Estábamos en la basílica de la Inmaculada Concepción, en Washington. Era la liturgia de apertura de la reunión anual de la Conferencia Episcopal. Unos cuantos observadores oficiales de la reunión fuimos amontonados en uno de los sólidos bancos en la
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zona media del pasillo central de aquel gran vacío, como gorriones en un achicharrante campo, en espera de que la misa comenzara. Excepto por nosotros, la basílica estaba completamente vacía. De repente, el órgano atronó llenando el enorme vacío del lugar como un trueno en un tórrido día de verano. Entonces entraron marchando decididamente por el pasillo: eran doscientos cincuenta, revestidos de alba blanca y estola de colores, con la luz de las vidrieras brillando en sus mitras. Nunca había visto tanta pompa para tan poca circunstancia. Nunca me había sentido más pequeña ni menos parte de la Iglesia. Nunca me había percibido más como una especie de huésped no convidado a su propia casa, una patética especie de invitado no querido a las puertas del cielo. Evidentemente, ser laico significaba ser un apéndice inútil e inadvertido de lo genuino. Pero entonces, de repente, cuando la procesión hubo finalizado y todos los concelebrantes estaban ya situados bien lejos frente a nosotros, un solitario obispo, alto, delgado, majestuoso y silencioso, en pantalones negros y camisa de manga corta blanca, se deslizó en el banco que estaba junto al nuestro, hizo una ligera inclinación de cabeza y sonrió. Helo ahí, un obispo. Genuino. Al final de la liturgia, la religiosa que estaba a mi lado me pasó un programa de la misa en cuya parte posterior había dibujado meticulosamente doscientas cincuenta mitras coronadas por una cruz. Bajo el dibujo había escrito: «Hemos pasado un buen y mitrado rato». Me reí un poco, pero de dientes afuera. En la estricta separación entre la Iglesia clerical y sus observadores había visto la situación con diáfana claridad: entre religión y espiritualidad hay una diferencia. Hay un lazo entre ellas, por supuesto, pero la una no supone la otra. La religión consiste en lo que creemos y en por qué lo creemos. Consiste en tradición, institución y sistema. Construida a lo largo de siglos -más de cinco mil años para el hinduismo, la primera religión formal-, la religión pinta para el mundo un retrato de la creación y las interrelaciones. Nos proporciona credos, dogmas y definiciones de Dios. Nos congrega en el culto y nos recuerda que hay un mundo venidero. La espiritualidad es el hambre del corazón humano. Busca no sólo un modo de existir, sino una razón para existir que supere lo
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biológico, lo institucional e incluso lo tradicional. Eleva la religión del nivel teórico o mecánico al personal. Pretende hacer reales las cosas del espíritu. Trasciende las normas y los ritos para llegar a una concentración de sentido. Persigue con ardor las dimensiones místicas de la vida que la religión pretende fomentar. Cuando desarrollamos una vida espiritual que va más allá de una forma de simple e irreflexivo apego a unos cánones de comportamiento heredados, el alma supera la adhesión a un sistema, llegando al crecimiento anímico. La espiritualidad pretende trascender a los funcionarios de la religión para alcanzar por sí misma la intimidad con el misterio del universo. La espiritualidad toma la religión en sus manos. La religión nos da mandamientos. Las normas -conjuntos de regulaciones que se han ido superponiendo a lo largo de los siglos- se proponen guiarnos en nuestro modo de vivir, a fin de que podamos llegar a ser lo que pretendemos. La religión prescribe un camino para pasar por la vida con unos ritos y costumbres destinados a mantener un orden eterno que el alma ya no comprende. Las normas están destinadas, aparentemente, a llevar a la Realidad Divina que las exige. Es el cumplimiento de la norma, según el sistema nos induce a pensar, lo que define tanto los límites como la naturaleza de nuestra espiritualidad. Cada día de mi vida estoy menos segura de ello. «La espiritualidad se manifiesta en cuanto hacemos», decía Anne E. Carr en el diario; y yo comentaba: «Yo creo que nuestra vida es nuestra espiritualidad, pero no estoy segura de qué conducta constituye su mejor "test", su indicador más certero. Yo hago muchas cosas que "parecen" buenas: elimino la ira, doy respuestas parciales a preguntas serias, reservo mi intimidad para mí sola, viviendo una vida dentro de otra vida dentro de otra vida de la que nadie sabe nada. Pero, al mismo tiempo, anhelo desesperadamente ponerlo todo en perspectiva, en línea, en la Vida en la que el corazón es receptivo para con toda persona y toda cosa de este mundo. ¿Qué enfoque es la verdadera espiritualidad?». Dicho de otro modo, la religión termina donde la espiritualidad empieza.
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Las religiones son sistemas destinados a conducir a los humanos a lo divino. Los religiosos profesionales de cualquier índole se consagran a mantener las tradiciones que, en su opinión, consiguen eso del mejor modo. Todos ellos se convierten en poseedores de un camino. Algunos caminos son detallados, otros más genéricos, pero todos son prescriptivos y delimitadores. Estos testigos del camino proporcionan algún tipo de postes indicadores mediante los cuales trazar el mapa de nuestros movimientos hacia la luz. Podemos ver la cruz, la estrella, el loto o la media luna ante nosotros, llamándonos a avanzar. O sentimos que está detrás de nosotros, llamándonos a retroceder. O llegamos a sentir que está a nuestro lado, proporcionándonos fuerza mientras caminamos. Midiendo la distancia entre donde la tradición me haría estar y donde realmente estoy, calibro la profundidad de las aguas que mi alma está vadeando. A veces sé que estoy flotando en un mar de posibilidades eternas. En otras ocasiones sé que estoy en un desierto que no puede en modo alguno aplacar la sed del alma. La religión está destinada a ser luz, signo, indicación, camino. La religión se convierte en el mapa hacia un lugar en el que nadie ha estado. Pero el modo de avanzar queda en mis manos. Y ese modo de avance es mi espiritualidad. Para algunos, la espiritualidad radica en la consciencia de Dios en la naturaleza. Para otros, el Dios cósmico emerge en una vida de servicio. Para unos terceros, la espiritualidad implica el desarrollo de estados meditativos que abren la puerta a una nada que, de lo contrario, nuestra compleja vida dificulta. Pero para todos, la espiritualidad no es lo que hacemos para satisfacer los requerimientos de la religión, sino el modo en que entramos en contacto con el Santo. Lo hagamos como lo hagamos, sea cual sea la forma que adopte -mantra de devociones, ritmos de la naturaleza, rostros de los demás, misteriosa nada de meditación profunda...-, la espiritualidad hace real aquello de lo que la religión habla. La religión tiene la misión de llevarnos a la espiritualidad. Pero la espiritualidad también lleva a las personas a la religión. Algunas personas que no han ido a la iglesia en años siguen estando muy atadas a sus condicionamientos psicológicos y nunca los superan. Otras acuden a la iglesia o a un servicio religioso to-
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das las semanas y saben que, aunque su cuerpo está en un lugar, su alma está en otro. Muchos van a la iglesia, pero también a otros sitios, a fin de satisfacer unas necesidades espirituales que sus Iglesias no satisfacen. En todos mis auditorios, alguien se pone en pie para decirme que «en el pasado fue católico». Y, al oír sus palabras, yo sé que, en lo más profundo de sí mismo, es más que probable que en algunos aspectos lo siga siendo todavía, mal que le pese. Lo que nos ha formado vive en nosotros para siempre. Lo importante es que no se le permita impedir nuestro crecimiento. Irónicamente, solemos olvidar precisamente la actitud más esencial en la búsqueda espiritual: que Dios es mayor que la religión. Dios es el espíritu en nuestro interior que nos llama a vivir profunda y conscientemente una vida espiritual. Dios es la pregunta que nos impulsa a ir más allá de las respuestas fáciles. Dios es la visión invisible que nos empuja a sumir nuestro yo en Dios. La religión es el amarre del alma; la espiritualidad es su imán. La religión, en el mejor de los casos, es externa; la espiritualidad es la destilación interna de ese testimonio externo de lo divino. La espiritualidad es lo que nos galvaniza para hacer, más que para dejarnos simplemente llevar. Nos espolea a llenar el vacío que sentimos en nuestro interior. Es el deseo de una compleción que nos esquiva. Es la ardiente necesidad de encontrar más. El propósito de la religión es facultarnos para empezar a adentrarnos en el inexplorado vacío que es la vida espiritual, libremente pero no sin lazos. Tenemos ante nosotros la promesa de la tradición que nos ha formado y las disciplinas que han moldeado nuestra alma. Podemos, pues, deambular por el panteón de las tradiciones espirituales libremente, profundizando a cada pregunta más y más en todas las direcciones. Y al final nos identificamos no menos, sino más, con nuestra propia identidad religiosa. En mi opinión, no es tanto que la gente abandone la religión cuanto que, como corredores olímpicos en una misión, llega un momento en su vida en que van, más allá del sistema, hasta la fuente misma de la luz. El riesgo propio del místico es acceder solo al universo de Dios, donde no hay mapas ni señales que lo guíen o le confirmen el camino. Se trata de un momento serio e inquietante, después del cual uno ya no vuelve a ser el mismo.
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El compromiso con la vida espiritual nos plantea exigencias, sí; pero si profundizamos más allá del sistema, hacia el Dios que éste promete, el compromiso también nos libera. Ser espiritual significa ser más que un mero seguidor y sostenedor de un sistema. Exige un total cambio de corazón, una absoluta concentración de la mente. «El camino hacia una consciencia espiritual cada vez mayor no debe emprenderse a la ligera», decía Margaret Guenther. Y yo replicaba:
Es fácil olvidar esta sencilla verdad en una sociedad capitalista que nos enseña a ganar, lograr, tener, amasar... y que define como el mejor de nosotros al que tiene más de todas esas cosas. Pero en el Dios-vida la búsqueda es el final. Nunca "logramos" a Dios, pero siempre lo "tenemos"; nunca "encontramos" a Dios, pero moramos por siempre en él. Por lo tanto, si estoy buscando a Dios, ya he llegado a él. Y ésa es la cima de la espiritualidad».
«Soy hija de dos generaciones cuya línea divisoria es el Vaticano n. Antes del Vaticano n, el camino espiritual se realizaba en medio del miedo y la culpa. Después del Vaticano n, el camino espiritual se convirtió en un caminar hacia la compleción en presencia de un Dios que está ejerciendo su atracción. Me veo a mí misma vacilando entre ambos incluso hoy. Algunas veces el camino está lleno de gozo; otras, desespero de llegar a su consumación. Pero nunca se recorre a la ligera».
La espiritualidad es un compromiso de inmersión en Dios, en la búsqueda que nunca concluye. Es una conciencia de absorción en Dios que desafía las convenciones, que vive más allá de ellas, que las eclipsa. La religión, el dedo apuntando a la luna, no es la luna. Cumplir meramente las normas, aceptar las convenciones y amar la pompa que conlleva la religión no nos llevará allí. Para llegar necesitamos una espiritualidad de búsqueda.
La religión nos proporciona las estructuras que sueldan los hábitos y las disciplinas del alma en un todo integrado. Esas mismas estructuras pueden también, sin embargo, sofocar el espíritu mismo que pretenden modelar. Podemos vernos atrapados en las estructuras y formas que constituyen la basílica de la religión. Podemos sentirnos anonadados y hasta repelidos por el poder de Dios encarnado en la pompa eclesiástica. Podemos cometer el error de pensar que Dios y la religión son sinónimos, y hacer de la religión un dios. Podemos, como nos enseña la semántica general, confundir el signo con el referente, y el referente con el signo. «¡Gloriaos en su santo nombre, alégrense los que buscan a Yahvé!», nos recuerda el Salmo 105. A la luz de este versículo, después de años de lucha entre la religión y la espiritualidad, escribí para mí misma: «El peligro de este salmo es que lo que dice realmente puede no entenderse en absoluto. A primera vista, parece hablar de la alabanza: "¡Gloriaos en su santo nombre!". Pero lo implícito en el versículo es una explicación de quién es exactamente el que tiene derecho a "gloriarse". No es el perfecto, sino el que busca. Es la búsqueda lo que cuenta.
LA VIDA INTERIOR: DESCUBRIMIENTO DE LO OBVIO
«Cuando vivimos en lo más profundo de nuestro corazón, vivimos en el corazón mismo de Dios» - JEAN M. BLOMQUIST
«Lo más profundo de mí es lo mejor de mí. Es lo más honrado, lo más orante y lo más compasivo. Obviamente, es lo que está más cerca de Dios. Y es también dentro de mí misma donde mejor escucho a Dios. En mi interior, la voz de Dios no se ve obstaculizada por cánones, costumbres ni afirmaciones de poder eclesiástico» -JOAN CHITTISTER, Diario, 31 de julio. Cuando la conocí, tenía todo el aire de una anciana. Era también enérgica, fuerte y de un espíritu muy, muy libre. A primera vista, se la podía calificar de excéntrica, pero cuando llegué a conocerla mejor -si es que alguien podía llegar realmente a conocer a la hermana Hildegund-, yo la consideré una santa. Era una de nuestras ancianas hermanas alemanas, demasiado sorda para hablar con nosotras, pero no lo bastante como para no oír al gato maullar en la cocina pidiendo comida. Trajinaba por el monasterio con su espalda encorvada y su trabajosa respiración, golpeando las puertas de la despensa, tratando a baquetazos cazuelas y sartenes y hablando consigo misma. Era la encargada de hacer las tocas de la comunidad. Tenía setenta años, y yo era su novicia aprendiza de diecisiete. Sábado tras sábado, me pasaba sentada el día entero en su celda ante una máquina de plegar, mientras ella se sentaba ante otra. Entre las dos teníamos unos barreños metálicos llenos de tocas. Durante todo el día, con unos ladrillos cubiertos de tela ella aporreaba las tocas para que los pliegues estuvieran en su sitio al secarse, mientras hablaba con Dios. En voz alta. Un conjunto de ruidos ahogando el siguiente. Me fascinó el farfulleo y me intrigaron
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mucho las conversaciones. A veces Hildegund le cantaba a Dios. Otras veces le reñía. Arriba, en la clase de religión, nos hablaban de la «unión con Dios», de «teología ascética» y de «contemplación». Abajo, yo decidí que Hildegund lo había conseguido. Estaba también bastante segura de que Hildegund no entendía ni palabra de lo que las profesoras nos enseñaban. Y no me cabía la menor duda de que le importaba un bledo. Una cosa, sin embargo, era desconcertantemente clara: Hildegund y Dios formaban un tándem. Pero ¿se trataba de locura o de santidad?; ¿era teología o era piedad?; ¿y había alguna diferencia entre ambas cosas? ¿Estaba Dios verdaderamente tan cerca de nosotros?; y, de ser así, ¿cómo llegar todos a esa cercanía? Aún no he dejado de hacerme estas preguntas. Como tampoco han dejado de hacérsela, al parecer, los expertos en espiritualidad. Hasta el día de hoy, seguimos leyendo acerca de la espiritualidad del desierto por su sentido de la divinidad, por extrañas que algunas de sus demostraciones puedan parecemos en la actualidad. Estudiamos la espiritualidad celta por sus lazos con la naturaleza y su lucha entre el panteísmo y el panenteísmo. Seguimos la espiritualidad ortodoxa por su utilización de la imagen y su insistencia en la trascendencia de la vida espiritual, y nos preguntamos por la distinción entre imágenes e ídolos. Nos fijamos en la espiritualidad occidental por su valoración de lo encarnacional, y nos preocupamos por la pérdida del sentido del misterio. En todos los ámbitos de todas las tradiciones espirituales, la humanidad busca el secreto del Camino. La pregunta perenne, con siglos de antigüedad pero siempre nueva, nos acosa: ¿qué es la vida espiritual?; ¿cómo desarrollarla?; ¿es verdadera?; ¿es posible?; ¿es incluso deseable?; ¿no hay que ocuparse en la tierra precisamente de la tierra, que ya tendremos en el cielo tiempo suficiente para ocuparnos del cielo? Las preguntas nos asedian en lo más profundo de nosotros, llegando hasta lo más recóndito del alma. «Vivimos la mayor parte de nuestra vida -decía Wendy Miller- sin conciencia de nuestra verdadera identidad como personas creadas y sustentadas por Dios». La frase tiene un carácter tan absoluto que nos catapulta a otra dimensión de la religión. Conocer nuestra verdadera identidad -saber re-
LA VIDA INTERIOR! DESCUBRIMIENTO DE LO OBVIO
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almente en lo más profundo de nosotros mismos de dónde venimos, a quién pertenecemos, por la vida de quién vivimos- es saber que el Dios que nos hizo sigue con nosotros. Dios es la memoria eterna, la presencia inseparable, la energía interminable que sigue latiendo en nosotros, de manera incipiente pero clara. Yo escribí por entonces: «Vivir conscientemente consciente en todo momento de la presencia de Dios es una gran gracia. Aún no estoy segura de si es cultivada y luego otorgada, o bien otorgada y luego cultivada. Me inclino por lo último, porque es mi propia experiencia. Yo nunca he "merecido" a Dios, sino que simplemente he crecido en él, que es muy distinto. La Iglesia -los sacramentos- alimentan su presencia, pero -estoy segura de ello- no la crean. Yo estaría en Dios con o sin la Iglesia católica». Estoy convencida de que la verdad básica de la vida espiritual es que hay grandes místicos en todas las tradiciones. El misticismo no es un fenómeno cristiano occidental. Los místicos son personas en quienes el Dios vivo es una realidad viva, independientemente de la confesión, al margen de las escrituras que lo sustenten. Los Upanishads hindúes enseñan: «Como los ríos se introducen en el mar y, al hacerlo, pierden su nombre y su forma, así el sabio, una vez liberado de su nombre y su forma, alcanza al Ser Supremo, al Yo-luminoso, al Infinito». Rabia, el místico musulmán, escribe a Dios: «He construido una casa para ti en mi corazón»1. La Cabala judía enseña que todos somos chispas de la divinidad. Y el Tao te Ching, El libro del camino, dice: «El Tao está siempre presente en tu interior»2. El Dios-vida no es ajeno a los místicos en ningún lugar; es el aire mismo que respiran.
1.
Peter LORIK y Manuela DUNN MASCETI (eds.), The Quotable Spiríi: A
2.
Treasury of Religions Spirituul Quotatkms from Ancient Times to the Twentieth Century, Castle Books. Edison. NJ, 2000, p. 145 (trad. cast.: La palabra y la vida: una recopilación de citas sobre la vida y la espiritualidad escritas desde la Antigüedad hasta nuestros tiempos, Ediciones B. Barcelona 1999). Stephen MITCHLLL, Tao te Ching, Harper Perennial. New York 1992. p. 6.
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Y, sin duda alguna, está también en nosotros. Pero cultivar al Dios-vida es algo sumamente personal. Nos toca a todos del mismo modo y, sin embargo, distinto. La sensación de la presencia de Dios es casi natural para muchas personas, y una verdadera lucha para algunas. Pero sea cual sea nuestra inclinación natural hacia Dios, hay, no obstante, algunos presupuestos básicos: debemos estar abiertos al Dios que está en nuestro interior; debemos liberarnos de los grilletes de la mente; debemos estar dispuestos a desprendernos de cuanto se nos ha dicho sobre Dios hasta el momento, considerarlo erróneo, caer en la cuenta de que todo es inadecuado, parcial, bienintencionado pero inevitablemente falaz; no debemos tener miedo a ir, más allá de las pruebas, en busca de lo improbable; más allá de la creencia, hasta lo desconocido. El mero hecho de que no sepamos no significa que no «sepamos». Como dice el Tao, «el Camino del que puede hablarse no es el Camino eterno»3. Una vez nos vaciamos de nuestras certezas, nos abrimos al misterio. Nos exponemos al Dios en quien «vivimos, nos movemos y existimos». Nos exponemos a la posibilidad de que Dios esté buscándonos en lugares, personas y cosas que pensábamos estaban al margen del ámbito del Dios de nuestra infancia espiritual. Entonces la vida cambia de matiz, de tono, de propósito. Empezamos a vivir más plenamente, no sólo en contacto con la tierra, sino también con el eterno son del universo. Han pasado casi cincuenta años, y la hermana Hildegund falleció hace ya mucho tiempo; pero su tiempo conmigo -ahora estoy segura- fue bien empleado. Ahora soy yo quien habla con Dios.
3.
LORIE; y DUNN MASCETI, The Quotable
Spirit, cit., p. 181.
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El Dios interior: ¿quién diré que me ha enviado?
«¿Cómo nombra a Dios el lenguaje humano?». - GAIL RAMSHAW
«Nombramos a Dios pobremente, y siempre de manera parcial. En consecuencia, nunca "vemos" realmente a Dios, sino tan sólo el fragmento de Dios que podemos soportar ver: Dios de justicia o Dios de misericordia; Dios de ira o Dios de lágrimas. Hasta hace veinticinco años, yo nunca había visto al Dios madre, al Dios de la naturaleza, al Dios de la espera ni al Dios docente. Ha sido una gran pérdida». -JOAN CHJTTISTER, Diario, 2 de julio. Recuerdo perfectamente el momento. La comunidad estaba en oración, y cantábamos juntas el oficio matutino. Entonces caí en la cuenta de que aquellos mismos salmos habían sido cantados por las integrantes de la comunidad durante casi ciento cincuenta años. Generación tras generación de benedictinas, habíamos estado rezando las mismas oraciones. De un ciclo litúrgico a otro, aquellos salmos habían formado nuestra mente y definido nuestra teología. Al mismo tiempo, me di cuenta de que también habían estado moldeando nuestra imagen de nosotras mismas. «Llave de David» hemos llamado a Dios aquí desde hace más de un siglo, y durante siglos y siglos en Europa. Hemos cantado alabanzas a Dios como «estrella de la mañana, roca y refugio de
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los pecadores, puerta del cielo, paloma de la paz, viento, fuego y luz» siglo tras siglo. Son letanías impresionantes, probadas por el tiempo y verdaderas para el Dios que está en todas partes. Elevan en grandeza; cantan con fuerza; seducen el alma con las maravillas que expresan. Dios ha sido todo tipo de imagen, metáfora y sentido que la mente humana ha sido capaz de imaginar. Y siempre, siempre, Dios ha sido «Padre nuestro». Al mismo tiempo, empecé a caer en la cuenta -y entonces mi corazón se detuvo un momento- de que jamás orábamos a Dios como «Madre nuestra». Dios, el origen de la creación, el Seno Eterno, nunca era reconocido como un Dios maternal. Podíamos llamar a Dios «roca», «fuego», «luz», «viento», «ave», «puerta», «llave» y «padre», pero jamás «madre». Fue un momento de revelación que conmocionó mi alma. ¿Dónde estaban las mujeres en esas imágenes de Dios? Y si no estaban, ¿qué clase de Dios era ése? Y si estaban -porque, de lo contrario, cómo podía ser Dios realmente el Dios de todo ser, todo poder y toda vida-, entonces ¿qué clase de personas eran esas que se negaban a admitirlo? ¿Dónde estaban las mujeres en la economía de Dios? La respuesta era, sencillamente, demasiado dolorosa: éramos invisibles. Yo había entregado mi vida a un Dios que no me veía, no me incluía, no tocaba mi naturaleza con la suya. «Esto esta mal», dije a la hermana que se encontraba a mi lado. «Debemos tener paciencia», me respondió ella con una sonrisa. No pude evitar preguntarme si dos mil años no eran para ella suficiente paciencia. También tuve que preguntarme qué decía del sentido del yo de una mujer el hecho de estar dispuesta a ser invisible y tener «paciencia» al respecto. Encontrar un Dios lo suficientemente grande para ser Dios era una tarea espiritual de no pequeñas proporciones. Comencé de nuevo. Si Dios no es Dios o, en el mejor de los casos, es un semidiós, un dios masculino, entonces ¿adonde vamos? Los apócrifos judíos enseñan respecto de la inane naturaleza de los dioses del Olimpo: «Si los dioses griegos roban, ¿por quién juraremos los creyentes?»1. Yo conocía la sensación. Cuando Dios no puede de t.
Leo ROSTEN, Leo Rosten's New York 1972, p. 222.
Treasurx of Jewish Qiiotañons.
Bantam Books,
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ninguna manera ser Dios, el alma pierde la esperanza de que pueda haber un Dios. Y el corazón se seca. Pero estar en contra de la herejía del Dios Padre, como descubrí enseguida, supone ser llamado hereje; supone encontrarse cara a cara con la posibilidad de verse excluido de uno u otro modo. Debemos aceptar la idea de que Dios excluye la feminidad del Ser que es Dios, o debemos asumir la posibilidad de que, al reivindicar la plenitud de lo que significa ser hecho «a imagen de Dios», seamos excluidos precisamente de la comunidad que nos enseñó a creer. Para pertenecer a ella debemos, o bien devaluar la definición misma de Dios, o bien rebajar el status espiritual de la feminidad. Cualquier mujer dispuesta a hacer esto se está mofando del Dios creador. Cualquier hombre dispuesto a hacer esto no quiere verdaderamente un Dios, sino, simplemente, ser él más importante. Quienes afirman ser los defensores de la fe quieren una fe mucho más pequeña de lo que un alma de mujer o la fe misma pueden soportar. Afirman mantener la tradición, pero no son capaces de reconocer que la tradición de la que ellos hablan es más política que teológica. Les conviene mucho, en otras palabras. Hay personas a las que tal sistema beneficia, por deficiente que sea el pensamiento que lo soporta. Obtienen de él poder, porque están más cerca de Dios, u obtienen «criadas», porque las mujeres no lo están. El sistema no cambia nunca, porque las personas con poder para cambiarlo saben que perderán poder si lo hacen. De modo que dicen no poder cambiarlo, porque siempre ha sido así. Es un círculo vicioso que se retroalimenta. Y esta situación, como es natural, hace que cualquiera que piense de otro modo sea considerado un radical, un iconoclasta, una especie de anarquista eclesial. No importa que el nombre que el propio Dios se atribuye cuando Abraham pregunta en la Escritura: «¿Quién diré que me ha enviado?», no sea: «Soy tu padre», sino «Yo soy el que soy» o, por no complicarlo con excesivas sutilezas, «Soy cuanto es; soy puro ser». Lo que ello implica en la vida espiritual y en la vida de la comunidad cristiana es sobrecogedor. Para los criterios de la Iglesia, se trata de un Dios radical en grado sumo. Cuando empezó a plantearse de manera cada vez más pública el tema de la naturaleza y el nombre de Dios, hubo personas que
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se lanzaron a la brecha para salvar una fe propia de la Edad Media. Argüyeron en favor de una ciencia ya muerta y enterrada que, en un pasado ya remoto, dio por sentado que, puesto que los hombres eran los portadores de la semilla de la vida -la única semilla o semen que ellos podían ver-, Dios, que lo había creado todo, tenía que ser de género masculino. Se trataba de una biología que pereció al comprenderse la naturaleza del óvulo, por supuesto; pero la teología hacía ya mucho tiempo que había dejado de escuchar a la ciencia. De manera que la batalla se encarnizó en torno a la Paternidad de Dios, mientras las mujeres, con una nueva conciencia de su discreta creación, se distanciaban cada vez más de la Iglesia de los padres. Los tradicionalistas lo veían como un ataque a la religión misma. Como dice el chiste: «Un conservador es una persona que cree que la estupidez avalada por el tiempo es preferible a la estupidez de nuevo cuño». Y estupidez hemos tenido a mansalva. Lo que se ha enseñado desde siempre, razonaban los reaccionarios, debe de ser verdad, por la sencilla razón de que se ha enseñado desde siempre. Pero eso ocurría con la teoría de que la tierra era plana. A la luz de la ciencia contemporánea, el argumento ha dejado de persuadir a nadie. El hombre, «La más excelsa criatura de Dios» -explicaban teólogos como Agustín y Tomás de Aquino-, está más cerca de Él. El varón, en otras palabras, es más parecido a Dios. En virtud de este razonamiento, los hombres están «hechos a imagen de Dios». Las mujeres, por su parte, en virtud de su singular función, la generación, eran deficientes. Tomás de Aquino las llama «objeto necesario que es preciso para preservar la especie y procurar alimento y bebida»2. Siempre ha sido así, nos decían, y así debe seguir siendo. En algún momento de ese proceso de pensamiento, empecé a caer en la cuenta de que el Dios que me proponían para que creyese en él era demasiado pequeño para merecer el valor de una vida. Al menos, no de una vida de mujer.
2.
Fidelis MORGAN, A Misogvnist's Source Book, Jonathan Cape, I.ondon 1990, p. 183.
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No es fácil encontrar el camino de vuelta a las esencias una vez que algo está acuñado en piedra. Esa imagen de la superioridad masculina y de un Dios masculino había sido enseñada en institución masculina tras institución masculina durante siglos. Y para entonces ya había causado un daño indecible en la imagen de la mujer. Peor aún, nos había cegado completamente, impidiéndonos ver a Dios. Pero la búsqueda de Dios es la búsqueda espiritual por excelencia, el peregrinaje eterno, las auténticas dimensiones del universo. Encontrar a Dios supone verse obligado a buscar más allá de las imágenes limitadas, llegando hasta la esencia, hasta el misterio, hasta el espíritu. «Dios -en palabras de Juanita Helphrey- es una formación nubosa, un águila cruzando el firmamento, una voz en el desierto, cuyo eco atraviesa tu oído». De modo que reflexioné cuidadosamente sobre mi propia noción y escribí: «Dios es. Dios es amor. Dios hizo también a la mujer, y también a su propia imagen... Estas tres frases son bastante para mí; se han convertido en mi vida. Me sostienen; me ponen en guardia; me impulsan. Ya no queda mucho tiempo para que éstas sean las ideas que vayan conmigo al "Valle de la muerte". No las doctrinas, no los dogmas, no las denominadas "declaraciones" definitivas acerca de la alteridad de la mujer, que no son sino un ejemplo más de los intentos masculinos de apoderarse del poder de Dios en provecho propio». Esta vez el Dios que buscaba era lo bastante grande como para ser el Dios del Ser. Ninguna otra idea espiritual ha tenido un efecto tan importante en mi vida, en mi idea del yo y en mi concepto del verdadero significado de Dios como el Dios que, al mismo tiempo que Padre, es también Madre.
LA PRESENCIA DE DIOS: LA VERDAD QUE NOS HARÁ UBRES
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La presencia de Dios: la verdad que nos hará libres
soca «El silencio es la mejor respuesta al misterio». - KATHLEF.N NORRIS
«No podemos soportar el misterio, no podemos tolerar el bien que nos hace lo desconocido. "Definimos" la naturaleza de Dios, lajesencia del Espíritu Santo, las personas de Jesús. Dogmatizamos lo desconocido y excomulgamos a la gente que se atreve a cuestionarlo. Me resulta muy difícil seguir tolerando a los dogmáticos, aunque a veces admire la sinceridad de su "fe". ¿O acaso "fe" no es más que otra forma de denominar el deseo compulsivo de saber y la determinación de no pensar?». - JOAN CHITTISTER, Diario, 30 de septiembre.
A medida que iba cultivando la vida espiritual, ésta me iba resultando cada vez más un entramado de dobles mensajes: un día nos decían que «El pecado nos separa de Dios», y al siguiente que «Dios está en todas partes». Nos decían que teníamos que esforzarnos por ser santas, como si la empresa tuviera algo que ver con hacer cosas santas, lo que parecía significar cualesquiera cosas que nos dijeran que eran santas. Y la santidad -el mensaje estaba muy claro- dependía enteramente de nosotras. Si éramos fieles -en el sentido de cumplir las normas-, Dios nos premiaría con el cielo.
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Si no lo éramos, nada podría salvarnos. Al mismo tiempo, también nos decían que «la fe es un don» y que nadie podía merecerla. La vida espiritual -como aprendí desde muy pronto- se cernía sobre nosotras repleta de ansiedad. Podías pasar la vida entera siendo «buena», y de repente un día tropezabas. Entonces, antes de poder darte cuenta, te encontrabas en las entrañas del infierno, condenada para toda la eternidad. Todo el resto, todos los esfuerzos, sacrificios y oraciones, habían sido en balde. Esto me angustió siendo niña y siguió angustiándome durante años. Esto creó, en una generación tras otra, una mentalidad neurótica de manuales de confesión. Había múltiples variedades de cada pecado. Algunos pecados eran veniales; otros, mortales. La norma decía que tantos gramos de comida y tantos minutos a la mesa constituían el ayuno de Cuaresma; un gramo más, una hora más... y ya se sabía. Fuera cual fuese el perdón o la sensación de la sanadora presencia de Dios que la confesión proporcionara, sabíamos que, en el mejor de los casos, sería únicamente temporal. Ya habíamos caído en el pasado y, sin lugar a dudas, caeríamos de nuevo. Aquel Dios era verdaderamente diabólico. Te ordenaba ser santo y estaba esperando que pecaras. El recuerdo del sermón puritano de Jonathan Edwards, «El pecador en las manos de un Dios airado», sobre los horrores de la condenación eterna, distorsionaba por entero la vida espiritual. El Dios Juez regía el mundo, y nadie era encontrado inocente. Ahora está de moda reírse de estos recuerdos. Es habitual volver a contar estas historias como una forma de catarsis espiritual. Pero en lo más profundo, donde se sopesa la relación entre Dios y el yo, la gente sigue recordando la desagradable y sucia sensación de aquel yo oculto... y se estremece. El espectro de todo aquello sigue vivo en todas las familias. Por ejemplo, el tío Lou se había casado con una chica protestante. Por lo tanto, sencillamente, dejó de ir a la iglesia. ¿Para qué iba a ir? Era inútil. El no tenía intención de dejar a su mujer y a sus hijos. Ella no tenía intención de que le «arreglaran» su matrimonio en una Iglesia que insultaba a su conciencia y denigraba su religión. El tío Lou sabía que estaba perdido para siempre, así que ¿para qué insistir?
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Al final, el tío Lou y la tía Bert vivieron juntos casi cincuenta años, fieles el uno al otro, amándose y siendo al aglutinante de todo el gran clan. Sobrinas y sobrinos le querían. Hermanos y hermanas confiaban en su buen corazón y su benévola justicia. Era difícil considerarle un condenado. Las contradicciones de todas estas situaciones me desazonaban de un modo, por así decirlo, subconsciente/consciente. Pero nunca me desazonaron lo bastante como para tener el valor de cuestionar en voz alta cómo era posible que los pecadores públicos pudieran ser amados, y mi familia no. Salomón con todas sus mujeres y David con toda su falta de compasión estaban lo bastante cerca de Dios como para ser elegidos, mientras que mi madre, que me había enseñado a rezar, me había enviado a un colegio católico, haciendo frente a una gran oposición, y no había engañado a nadie en toda su vida, pero no iba a misa los domingos, no lo estaba. Me llevó años hacer frente a las incoherencias de todas estas cosas; me ha llevado media vida llegar al punto en que el miedo ya no tiene mi alma esclavizada al Dios del sistema, sino cautiva del Dios de la mujer sorprendida en adulterio. Hasta años después, en el monasterio, las cosas no comenzaron a clarificárseme. Allí, con una Regla de Vida de casi quinientos años de antigüedad, el mensaje estaba claro: «El primer grado de humildad -enseña ese antiguo documento- consiste en tener siempre ante los ojos el temor de Dios -en el sentido de ser consciente de Él-». Teníamos -según decía la Regla- que centrarnos en Dios, no en el pecado. Se trataba de temor reverencial, de consciencia, no de terror. El mensaje dejaba claro lo que, en el mejor de los casos, había sido dudoso durante años. Dios no se mantenía a distancia de nosotros para jugar con nuestra persona. Dios no estaba cerca cuando éramos perfectos, y lejos cuando no lo éramos. Dios estaba allí siempre que queríamos llamarle. Dios estaba con nosotros. Aquí. Ahora. Así de sencillo. Sin preguntas. Lo que teníamos que cultivar, pues, era simplemente la memoria Dei, la memoria de Dios. No podíamos ganarnos a Dios. No merecíamos a Dios. No podíamos de ninguna manera merecer a Dios. Sencillamente, teníamos a Dios. Dios era la esencia de nues-
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tra vida. Únicamente teníamos que ser conscientes de Dios y crecer en la fuerza vital que vivía ya en nosotras. ¿Cómo habíamos podido olvidar una verdad tan obvia cuando la Escritura habla tan claramente del Dios que precedía a los israelitas en la nube por el día y en la columna de fuego por la noche, y del Jesús que se hizo carne y anduvo entre nosotros? «Buscamos a Dios en los acontecimientos normales de la vida cotidiana -decían Nancy Berneking y Pamela Cárter Joern en el diario- y escuchamos a Dios en las experiencias que vivimos». Cuando comprendí la simplicidad de la situación, pude escribir con confianza: «La Escritura nos asegura que Dios no está en la tormenta. Dios no está en una plétora de nada: ni de palabras, ni de sitios, ni de ritos, ni de juegos eclesiásticos, ni de personas. Dios está, sencillamente, allí donde estamos nosotros. Por eso, como es natural, es tan difícil de encontrar: siempre buscamos en otra parte. "Ahí", dice la Iglesia; "ahí", dice la sociedad. Pero Dios está aquí-justamente aquí- siempre». El reconocimiento claro y consciente de que Dios está con nosotros -seamos quienes seamos, seamos lo que seamos, estemos donde estemos- hace que Dios sea Dios. No es nuestra virtud la que apresa a Dios, como si le hiciéramos caer en una trampa, sino que, sencillamente, es propio de la naturaleza de Dios el estar en y con la creación. En y con todos nosotros. Siempre. La sencilla verdad, la obvia verdad, prueba la falsedad de la teología del mérito. No tenemos que merecer a Dios -enseña la teología monástica-; tenemos a Dios. No es Dios lo que nos falta; es la consciencia de Dios en la normalidad de la vida lo que no cultivamos. «La atención nos enseña a ser plenamente conscientes de cada experiencia, a no dejar que nada pase inadvertido, a no dar nada por sentado», decía la cita de Holly Whitcomb en el diario. Y después de años de vida monástica, yo repuse: «La atención es la virtud monástica suprema. Puede que sea por eso por lo que los monjes elijan celdas pequeñas, lugares no frecuentados, entornos sencillos. Después de todo, lleva toda una vida ver realmente las flores, sentir la madera, aprender el cielo, recorrer un sendero y oír lo que todas estas cosas nos dicen sobre la vida, sobre cómo crecer, sobre el espíritu en
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nuestro barro. Pero una vez que llega la atención, la vida cambia por completo». De repente, la consciencia de la eterna presencia de Dios me consumió. La insistencia monástica en la consciencia se convirtió en el contrapunto de mi entera noción de la vida espiritual. La consciencia del Dios del universo, que está en nosotros y en torno a nosotros, cambió toda mi perspectiva tanto de quién es Dios como de quién soy yo. Entonces comprendí: la vida no consiste en conseguir a Dios, sino en crecer en Dios. Las implicaciones del simple hecho de ser consciente de esto cambiaron mi vida: empecé a ver que Dios es mi realidad. «Dios me llamó desde el seno materno -dice Isaías-. Dios dijo mi nombre». Y anoté en mi diario: «Dios es mi seno materno: en Dios "vivo, me muevo y existo"... Yo creo que en el corazón humano hay una profunda "llamada", un imán que primero nos lleva a nuestro verdadero yo, y de ahí a la consciencia del Dios que es la llamada. Yo he escuchado la llamada, y sigo escuchándola como una vivida vibración cotidiana en mi cuerpo. Desde muy pronto en la vida, busqué a Dios, pero no conocía más que la búsqueda. En 1960 Dios me encontró, y ya nunca me ha dejado, pese a lo infiel, indiferente y distraída que he sido y sigo siendo». Empecé a ver que la vida espiritual es mucho más sencilla que lo que se me había inducido a pensar. «Llevar un diario espiritual... puede ser un modo de descubrir lo que verdaderamente se cree», decía Elaine Ward. Y sabiendo ahora de Dios algo más que eso de que es un ser distante y hasta remoto, que nos acecha y lleva cuenta de nuestras acciones, pude finalmente escribir a mi vez: «Veo que mis creencias se están simplificando y que están más centradas cada día: Dios es, Jesús nos precede, la vida es Una. Donde nosotros estamos -la cultura dentro de la que nos encontramos, la fe que poseemos- no es la única manifestación de Dios en el mundo, y puede que ni siquiera la mejor. Todo lo
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que está más allá de la simple consciencia de Dios es don, fortuito y mera posibilidad. En In Search ofBelief trabajé duro para creer. Pero la "creencia", en el sentido canónico o teológico de la palabra, no es necesaria. Es la presencia lo que importa, y yo he tenido la presencia desde los veinticuatro años». Es la presencia de Dios lo que está a nuestro alcance. Y una vez que la tenemos, ninguna otra cosa cuenta demasiado. Puede que esto fuera lo que el evangelista Juan quiso decir cuando escribió: «Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres». ¿Libres de qué? Del miedo, por supuesto.
ORACIÓN: CADA VEZ QUE TENGO TIEMPO
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soca «Mediante la oración... es como se nos da la más potente luz para ver a Dios y a nuestro yo». - ANGELA DI FOLIGNO
«"Ver a Dios" es preocuparse muy poco por cualquier otra cosa menor. Pero en la oración veo mi propia pequenez con suma claridad. Sé lo cobarde que realmente soy. Mi voz no es sino una gota de agua en un océano de opresión. No servirá para cambiar el océano, pero quizá pueda obligarle a explicar la injusticia que ya no puede ocultar. No puedo dejar de hablar de lo que mi corazón sabe que es verdad». - JOAN CHITTISTER, Diario, 5 de marzo.
El signo característico de una comunidad benedictina es su vida de oración. La comunidad se reúne para orar en el coro al menos tres veces al día: oración matutina, oración del mediodía y vísperas. En las comunidades benedictinas que recitan la más antigua Liturgia de las Horas, los momentos de oración comunitaria son incluso más frecuentes. Para los principiantes en esta vida, el horario cotidiano puede ser un verdadero «shock». Cuando estábamos en el noviciado, a las religiosas de más edad les encantaba contarnos la historia de la joven postulante que vino al monasterio llena de celo y un buen día, seis meses después,
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se levantó y se fue. «Me gusta mucho todo esto -se contaba que dijo la joven-, pero no hay ni un minuto de descanso. Y cada vez que tengo tiempo, suena el timbre». Entonces las religiosas mayores se reían con esa clase de risa privada y personal. Ellas sabían por qué era graciosa la historia, y nosotras no. Me llevó un cierto tiempo entender la gracia. La parte divertida es que la postulante tenía las ideas confusas. No había entendido. No podía entender por qué, cada vez que las tareas cotidianas habían terminado, justamente cuando ella pensaba que no habría nada que hacer durante un rato, sonaba el timbre para convocar de nuevo a la comunidad a la oración. La oración era para ella un trabajo, una intrusión en su tiempo libre. Pero para aquellos cuya vida está centrada en la oración es un tiempo de descanso en Dios. Es el «trabajo» del alma en contacto con el Dios del corazón. La oración es lo que une lo religioso y lo espiritual, las dimensiones interior y exterior de la vida. Todas las tradiciones espirituales que hay en la tierra forman a la persona en alguna forma de práctica regular destinada a centrar la mente y el espíritu. La oración regular nos recuerda que la vida está «punteada» por Dios, inundada de Dios, circunscrita por Dios. Interrumpir el día con la oración -con cualquier actividad capaz de centrarnos y llevarnos, más allá del momento, a la conciencia de la eterna verdad- es recordarnos la intemporalidad de la eternidad. La oración y las prácticas espirituales sirven de vínculo entre esta vida y la otra. Nos recuerdan lo que hacemos, por qué lo hacemos y adonde van nuestras vidas. Nos dan fortaleza para perseverar en el camino. Cuando la vida se vuelve árida, sólo el recuerdo de Dios la hace soportable de nuevo. Entonces recordamos que todo cuanto existe tiene un sentido. Me llevó años de repetición, años de canto en tensión, años de recitación canturreada en el espacio, caer en la cuenta de que, como el agua en una roca, las palabras iban infiltrándose en mi alma, trazando surcos en mi mente, transformándome en ellas, desapareciendo en los suspiros de mi corazón. La oración, la disciplina regular de descansar en Dios, se había convertido en una manera de vivir. Pero la oración tiene sus propios problemas. El diario planteó uno de ellos con bastante claridad: «Cuanto más ores -escribió
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Angela de Foligno-, tanto más iluminada serás». Pero yo sabía algo más: «Esta afirmación, así expresada, es a la vez verdadera y falsa. Cuando transformamos a Dios en una máquina expendedora, cuando oramos para "conseguir" cosas y no para conseguir a Dios, no hay "iluminación". Cuando la oración es una incursión en la mente y el corazón de Dios, en la naturaleza de la vida, en el modelado de un corazón santo, entonces es necesariamente iluminadora. Llegamos a entendernos a nosotros mismos: nuestros temores, nuestra oscuridad, nuestras luchas, nuestras resistencias... Entonces nos vemos frente a la opción. Eso es la iluminación». La oración no se limita a revelarnos a nosotros a Dios, y a Dios a nosotros, como he podido saber después de años de aparente repetición inútil; nos revela, al mismo tiempo, nuestra persona a nosotros mismos. Si me escuchaba a mi misma aJ orar, notaba cómo iban cayendo mis numerosas máscaras. No era la religiosa perfecta; era el salmista airado. Era el necesitado en las peticiones. Era aquel a quien iban dirigidas las duras palabras del evangelio. Era una persona a la deriva en un mar de oscuridad e incertidumbre, incluso después de todos aquellos años de luz. La ronda de la oración diaria se me convirtió en el modo de ser llevada al encuentro conmigo misma para que la tarea de llegar a Dios pudiera verdaderamente comenzar. Es en mi interior, en esa gruta que es el alma, donde tiene lugar realmente la oración. La oración no es una cadena de murmullos distraídos; es una confrontación con el vacío que hay en mí. Entonces el Dios que revela ese vacío puede venir a llenarlo. Sin la oración, sin la atención consciente a mi incompleción, Dios no puede venir. Sin ella, no tengo necesidad de Dios. Puede que sí de un mago, pero no de Dios. Incluso en la oración coral hay una dimensión silente, porque entonces es Dios quien establece la comunicación. «La oración nos pone en presencia del Dios que nos ama», decía la anotación en el diario; y ahora yo podía apostillar: «Pero al cabo de un tiempo, en mi opinión, no son necesarias las palabras. Llegamos a vivir en presencia de Dios en toda ocasión. Las palabras no son más que lo que nos ata a las dis-
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tracciones que separan el aquí y ahora de la plena inmersión en la Energía que es Dios. Si oramos el tiempo suficiente, dejamos de orar; nos hacemos oración». «Yo no oro», me dice la gente. Y yo replico: «Ni yo. Me limito a inspirar a Dios en la esperanza de aprender cómo espirar también a Dios». El propósito de la oración es, sencillamente, transformarnos de acuerdo con la mente de Dios. No oramos para engatusar a Dios, a fin de que él sea el cuerno de la abundancia que haga de nuestra vida una Disneylandia de posibilidades. No oramos para descontarnos pecados. No oramos para sufrir por nuestros pecados. Oramos para ser transfigurados, para lograr ver el mundo como Dios lo ve, para estar en presencia de Dios, para adquirir un corazón justo, amoroso y compasivo para con los demás. Oramos para renovar nuestra alma. Lo irónico de la oración es que el acto mismo de orar puede engañarnos y hacernos pensar que somos personas espirituales. Si la oración es mera recitación ritual, entonces es posible orar y orar... y no cambiar nunca lo más mínimo. Si la oración no es una máquina expendedora espiritual, tampoco es una huida de la vida. Todas las modas espirituales pasajeras quieren que lo sea, por supuesto; pero si la oración se convierte en nuestro modo de permitirnos huir de la vida que nos rodea, no es oración, sino, en todo caso, una forma de hipnotismo autoinducido. La verdadera oración nos sume en la vida en toda su crudeza. Nos da nuevos ojos; moldea un nuevo corazón en nuestro interior; nos deja sin aliento en presencia del Dios vivo; nos plantea exigencias: dar de comer al hambriento, vestir al desnudo, dar de beber al sediento y ocuparnos del enfermo. Nos exige ser las manos del Dios a quien decimos haber encontrado. La comunidad dedica tiempo a la oración todos y cada uno de los días de la vida, a fin de recordar por qué trabajan tan duramente, como me enseñaron hace mucho tiempo, para precaverse del tipo de «descanso» que ora con el fin de mantener el mundo afuera. «Nuestra escucha orante de Dios allana los duros y agobiantes caminos que se entrecruzan en nuestro corazón», decía Wendy Miller; y yo le respondí:
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«Me gusta la idea de Miller, pero también la cuestiono. En mi vida, al menos, los "duros y agobiantes caminos" suelen ser la voz misma de Dios que más necesito. La "escucha orante" puede ser la tentación de ignorar esas otras voces, a fin de escapar introduciéndome en la sagrada magia de la "piedad". Por otro lado, sin oración dudo que yo hubiera llegado a oír esas voces. Los salmos me mantienen en la realidad». Nuestros mayores místicos son nuestra gente más inserta en la realidad, nuestros mejores trabajadores, nuestros más palpables ejemplos de lo que es vivir la vida plenamente. Catalina de Siena, Teresa de Jesús, Charles de Foucauld, Ignacio de Loyola, Elizabeth Seton, Martín de Tours, Dietrich Bonhoeffer, Dorothy Day, Mahatma Gandhi y Martin Luther King vivieron en Dios y lloraron con las personas que había a su alrededor. Puede que hayamos olvidado centrarnos en la conciencia de Dios, que es consciente de todos nosotros. Puede que por eso esté hoy el mundo sometido a tan brutal violencia, tan inhumana pobreza, tan desmedida discriminación, tan implacable fundamentalismo... Puede que hayamos olvidado orar, no por lo que queremos, sino por la iluminación, por lo que Dios quiere para nosotros. Y si oramos, ¿podremos cambiar esas cosas? Realmente, no lo sé. Lo único que sé es que la iluminación que conlleva la verdadera oración exige que atendamos a esas cosas, no que las ignoremos.
6 La llamada de Dios: un eco en el corazón
soca «Camina en la luz y porta la luz para expulsar las tinieblas en las que tantos habitan». - LAVON BAYLER
«Existe eso que llaman "luz". Lo sé desde hace mucho tiempo: es la firme, la inconmovible conciencia de que lo que ocurre en la vida es "lo debido" para ti, por malo que pueda parecer en el momento. He tenido oscuridad para dar y tomar, sí; pero la luz que sale de ella es más brillante que nunca. En consecuencia, debo emplear mi vida en tratar de aportarla». - JOAN CHITTISTER, Diario, 6 de enero.
La vida es una serie de posibilidades, una gran red de entradas y salidas, autopistas y carreteras secundarias, direcciones y decisiones que se entrecruzan y entran en conflicto unas con otras, prometiendo todas ellas plenitud. Todas y cada una de ellas están justamente un atormentador paso más allá del alcance de lo que pensamos nos satisfará sin duda alguna, nos hará con certeza plenamente felices, nos proporcionará al fin lo que queremos. De modo que nos aferramos impacientemente a cada capricho. Recorremos enloquecidamente los caminos de la vida, buscando siempre nue-
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vas direcciones para la ganancia segura, para el éxito cierto. Probamos uno, luego otro, y después otro más; hasta que finalmente descubrimos que con todo nuestro ir y venir no hemos llegado a ningún sitio que podamos considerar nuestro hogar. La búsqueda es implacable; el hallazgo siempre incompleto. ¿Qué hacer al respecto? ¿Vivimos todos mal la vida, o es que la vida sólo se vive a la carrera, en un constante pero infecundo pasar de un callejón sin salida a otro? ¿O es que, quizá, la esencia de la vida es la búsqueda misma? El hecho es que cada uno de los caminos de la vida conduce a un lugar distinto. Y todos ellos son engañosos; todos ellos pueden sacarnos del centro del yo. Partimos comiéndonos el universo, y solemos terminar hambreando vida. Algunos de esos caminos conducen al dinero; otros conducen a hacer acopio de «grano en los graneros», que es como la Escritura describe la acumulación por la acumulación. Unos conducen a la excitación, la variedad y la estimulación; otros conducen a la independencia o la seguridad; y otros más conducen al status. Pero el lugar al que conducen casi nunca es lo importante. Cualquier camino es bueno, en la medida en que nos lleve adonde, en el centro más profundo de nuestro ser, sabemos que debemos estar. Es el camino que nos lleva a la sensación de plenitud el que verdaderamente buscamos; es el camino en el que, una vez llegados al final, nos decimos: «¡Por fin!». La pregunta más obsesiva de la vida es cuál de esos caminos lleva realmente al yo, cuál nos devuelve a esa parte de nosotros que ninguna otra cosa satisface, cuál es aquel sin el cual nos quedamos reducidos a meros cascarones de la persona que sabemos somos, cuál de ellos nos lleva, más allá del miedo a la pérdida y del miedo a los demás, a una sensación de invencibilidad espiritual, a la conciencia de que nada ni nadie puede apartarnos de lo que estamos destinados a hacer, de que nada ni nadie puede quitarnos nada que pueda tocar el centro del yo. Es una pregunta espiritual de suma importancia, porque el camino que lleva al yo es el que lleva a Dios. El diario era claro: «Porque los dones y la llamada de Dios son irrevocables», escribe Pablo en la Carta a los Romanos. Y yo, que capté el mensaje, escribí:
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«Esto me gusta; es directo. Tenemos un propósito en la vida, y se nos ha dado en nuestro interior lo necesario para realizarlo. Lo único que necesitamos es la voluntad y el coraje para ser lo que estamos destinados a ser. Entonces todo lo demás de la vida queda enfocado en ello, englobado en ello, futrado por ello, medido por nuestra fidelidad a esa llamada». La espiritualidad del siglo xix y comienzos del xx, generada en un mundo de minas de carbón y cadenas de montaje, enseñó una filosofía de la supervivencia sacrificial. Habían desaparecido los campesinos y artesanos que se entregaban a un trabajo que servía para renovarlos. En ese tiempo del que hablamos, el trabajo se convirtió en lo que la persona hacía para ganarse la vida, no para vivirla. Pero toda persona vive para hacer algo que únicamente ella puede hacer. Cada uno de nosotros es llamado, en virtud de lo que amamos y hacemos bien, a dar al mundo algo que llevará el sello de nuestra presencia en él. Somos llamados a añadir algo a la creación del universo. La pregunta es: ¿cómo? Y la respuesta, sin duda, debe ser: utilizando lo que mejor hacemos. Mi diario me confrontaba con palabras de la Primera Carta de Pedro que llevaban siglos siendo escuchadas: «Habéis sido reengendrados de un germen no corruptible, sino incorruptible, por medio de la palabra de Dios viva y permanente». Estas palabras me sobrecogieron. Oí un campanazo en mi interior: «No sé si he sido "reengendrada" o no, pero sí sé que algo nuevo está tratando de nacer en mí. La cuestión es si será o no un hijo bastardo: no querido, ilegítimo y perturbador. Sea como sea, acecha en mi interior, luchando por respirar. Si lo reprimo, puede que nunca sea real, nunca auténtico, nunca redactor del verdadero sentido de la palabra. Pero si lo dejo crecer, puede que tampoco sea nada de ello. Y, sin embargo, ¿de qué otro modo podemos poner a prueba el espíritu?». Conozco a demasiada gente que no ha puesto a prueba el espíritu que hay en ellos y que han muerto por dentro, aunque hayan continuado viviendo.
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Un amigo mío pasó de trabajo en trabajo, siempre como contable, afanándose con un montón de números tras otro y anhelando toda su vida haberse dedicado a la carpintería. Se dedicó a la contabilidad para tener un trabajo estable y padeció su monotonía y su estabilidad durante toda su vida. Un alumno mío, brillante orador y excelentemente dotado para la historia, estudió matemáticas en la universidad. Su padre insistía en que había «mejores oportunidades en matemáticas», lo cual, traducido, quería decir que se podía hacer más dinero con las matemáticas que con las letras. Finalmente, fracasó en matemáticas en los cursos superiores y tuvo que cambiar de carrera. Y fue una experiencia que socavó su autoconfianza para el resto de su vida. Yo misma pospuse el escribir durante años, a fin de centrarme en la enseñanza y la administración, ambas cosas buenas para mí, pero ninguna de ellas suficiente para satisfacer a toda otra parte de mí. La cuestión es que nunca nos sentimos a gusto con nosotros mismos hasta que llegamos a ser lo que en nuestro interior sabemos que somos. Y lo que somos en nuestro interior es algo con lo que hemos nacido y que está destinado a liberarse. Pero con demasiada frecuencia -para obtener aprobación social, por miedo al riesgo, por duda personal neurótica o por obtener una ganancia rápida- hemos aprendido a resistirnos con todas nuestras fuerzas a la llamada de Dios a desarrollarnos plenamente. Nos quedamos donde estamos, porque preferimos la seguridad del presente a la posibilidad del futuro. Mi diario me arrancó la verdad. Mary Borhek escribió: «Uno de los hechos maravillosos de la vida es que todo termina llevando consigo el potencial para un nuevo comienzo». Y yo repuse: «He tenido que aprender esta verdad de la manera más dura, y puede que realmente no la haya aprendido. Sea cual sea la percepción pública, me resulta sumamente difícil renunciar al pasado. Mi pauta de conducta es resistirme llorando y pataleando. Pero después, cuando el paso ha sido dado, no mirar nunca atrás. Estoy sencillamente donde estoy, enraizada hasta el próximo trasplante forzoso, y después enraizada de nuevo. Hasta ahora, cada trasplante ha sido mejor que el anterior. ¿Cuándo lo aprenderé?».
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Todos somos llamados a algo. Descubrir dónde irrumpirá plenamente Dios en nosotros es la tarea esencial de la vida. La «llamada» clava sus zarpas en nuestro corazón. La consciencia de estar aún destinados a hacer más de lo que somos indica dónde está Dios esperando que nos convirtamos en lo que estamos destinados a ser. Entonces la vida espiritual, la consciencia de una energía impulsora interior mayor que nosotros, mayor que cuanto nos rodea, empieza a desarrollarse. Entonces nos entregamos a lo que es incluso mayor que el yo, ídolo al que anteriormente habíamos consagrado nuestra vida. Dejamos de vivir únicamente para el yo. Ahora caminamos con Dios. Empezamos a hacer planes cósmicos; empezamos a hacer que ocurran cosas que co-crean el mundo, en lugar de limitarse a reconfortar nuestro ego. Comenzamos a reconstruir la vida siguiendo el modelo del evangelio. La espiritualidad nos exige liberar el espíritu en nosotros. Por encima de todo, implica que debemos seguir el camino hacia las entrañas de nuestra alma. «Nadie sabe lo que le espera -dice la anotación en el diario de Jan Richardson- cuando dice "sí" a Dios». Después de haber pasado por años de buenas obras, pero falsos comienzos, escribí como apostilla: «Únicamente puedo confiar en que lo que me espere sea más plenificante y liberador que el presente. Espero una vida que sea mía, que no tenga falsas cadenas con las que atarme, que me permita moverme como una mariposa al viento y quedarme a pie firme cuando sea necesario, como una leona en medio de la alta hierba. Quiero una vida que esté dirigida por la llamada de mi interior, no por una institución, ni siquiera por lo que parece interés bienintencionado de los demás». Cuando descubramos en el centro de nuestro ser lo que Dios ha plantado en nosotros para que lo labremos y cosechemos, descubriremos que Dios está esperándonos. Entonces caminaremos con Dios cantando de alegría. Hacemos de la vida un interminable compromiso con los sistemas con los que estamos obligados, ya sean benignos, ya opresivos. Olvidamos a veces que Dios es el eco que oímos en nuestro corazón, totalmente independiente de los sistemas -de las certe-
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zas- que hemos heredado. Ser lo que mi padre quiere que sea, hacer lo que mi madre espera que haga, convertirme en lo que la institución dice que debo convertirme, triunfar en la interpretación de mi papel del modo que el mundo dice que debe ser interpretado...: todo ello nos hace ser infieles a nosotros mismos. Debemos, como Thoreau nos recuerda, «bailar al son de la música que escuchamos, sea acompasada o diste mucho de serlo». Si hemos de ser personas espirituales, no debemos dejar de tener presente que la vida no está destinada a ser sino un terreno de crecimiento en Dios. Si dejamos sin cultivar esa parte de nosotros que es nuestro verdadero yo, ¿cómo podrá el yo llegar a la vida plena en nosotros? La vida espiritual es el descubrimiento del yo que Dios pretende que seamos, a fin de que ese yo pueda ser un don de Dios para el resto del mundo.
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«El pueblo que habitaba en tinieblas ha visto una gran luz». -MATEO 4,16
«Puede que una de las grandes desconocidas -no reconocidasverdades de la vida sea que la luz siempre termina por brillar, que no existe la llamada tiniebla perpetua del alma. Sé que, en mi propio caso, la oscuridad existe únicamente porque he rechazado la luz. Sencillamente, no he querido la luz. Llevaba tanto tiempo guarecida en las tinieblas que llegué a pensar que éstas eran la luz. Puede que la vida no sea sino ir de luz en luz, de tinieblas en tinieblas, hasta que la Gran Tiniebla señale la llegada de la Primera Gran Luz. Ello explicaría por qué estamos en constante estado de "desilusión". He logrado comprender que lo que cuenta no es quejarnos de lo que no nos gusta, sino que elegir lo que hacemos es lo que, en última instancia, cambia las cosas». - JOAN CHITTISTER, Diario, 24 de enero.
Para apreciar las sutilezas de la vida en estos tiempos, tienes dos opciones: o leer libros de citas de los grandes filósofos o comprar «posters» o camisetas. Yo prefiero lo último. Los «posters» y las camisetas me dicen lo que la gente piensa realmente en este preci-
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so momento en el planeta Tierra y, más concretamente aún, en mi barrio. La sabiduría popular que bajaba ayer por mi calle con trenzas «rastas» y vaqueros era muy clara. Y también muy exacta. «No me dejes por imposible -decía la camiseta-, Dios aún no ha acabado su trabajo». Puede que no, pero estoy segura de que el Dios de la vida está en ello. La vida es una acumulación de transformaciones, todas ellas importantes y ninguna completa. Sé de una religiosa que abandonó su orden a los sesenta y ocho años. Era la madre Teresa de Calcuta, que dejó una congregación para fundar otra. Sé también de un joven que, sencillamente, decidió que la vida tal como la vivimos en estos ajetreados Estados Unidos de la movilidad ascendente era más «ascendente» de lo que su alma podía tolerar. De manera que trabajó en la Norteamérica empresarial hasta que obtuvo el suficiente capital para proporcionar una decente renta media a su familia, y entonces se retiró para quedarse en casa con sus hijos. Ahora es consultor a tiempo parcial, pero la mayor parte del tiempo vive una vida de lo más tranquila. Todas las personas que conozco han empezado de nuevo alguna vez en la vida. Sé que, en mi propio caso, tengo que cargar con las tensiones del matrimonio mixto de mis padres, la lucha con la polio, el tedio de la enseñanza y los interminables problemas de la administración; todo lo cual me ha enseñado cosas muy importantes acerca de mí misma. En último término, he llegado finalmente a comprender que necesitaba todas esas cosas para ser más yo misma de cuanto pudiera haberlo sido con una sola de ellas. Es aprender a aceptar los finales y abrazar los nuevos comienzos lo que cambia totalmente la cuestión. Me lo habían dicho, por supuesto; pero me llevó años conseguir que la experiencia de todas esas pérdidas, de todos esos cambios, se convirtiera en el mensaje mismo. El incidente fue doloroso: aún recuerdo el intuitivo estremecimiento que me sacudió de arriba abajo cuando sonó el teléfono. Me dijeron que la hermana Theophane, una de las personas más fuertes, inteligentes y ejemplares que he conocido en mi vida, gracias a la cual había logrado finalmente recuperarme de la polio, se había desmayado en una de nuestras casitas de los barrios bajos. La ambulancia estaba en ca-
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mino. Yo me encontraba a más de dieciséis kilómetros de distancia y llegué antes que la ambulancia. «Me muero, Joan», me dijo cuando me arrodillé a su lado. Era ya enfermera cuando ingresó en nuestra orden y se había dedicado al cuidado de los enfermos toda su vida, así que no me tuve la menor duda de que sabía lo que estaba diciendo. «Hermana -imploré como cualquier joven discípulo muerto de miedo ante la pérdida de su mentor-, resista... ¡Resista, por favor! ¡No se muera...!». La hermana Theophane estaba tendida en el suelo al lado de la cama, con los ojos cerrados y las manos apretándose el pecho. «No te preocupes -me dijo-; ya se ha acabado todo». Yo estaba desesperada. «Pero, hermana -me oía a mí misma cada vez más insistente-, no puede morirse...». Y acabé gritando: «¿Qué va a ser de mí?». Parpadeó por un instante, suspiró profundamente y dijo con mucha calma: «La historia dará fe, querida mía, de que vas a hacerlo muy bien». La hermana Theophane se consumió durante cuarenta días, pero ésas fueron las últimas palabras que dijo, y yo las llevo en mi corazón desde entonces. Fueron una lección vital de inmensas proporciones que, sencillamente, siguió desarrollándose en mí. El hecho es que la historia da fe de que todos en realidad lo hacemos bastante bien, hagamos lo que hagamos. Las transiciones nos completan. Maduramos, aprendemos, sufrimos. Sobrevivimos a una cosa tras otra. Y seguimos adelante, por fuertes que sean las apuestas contra nosotros. Y por fin obtenemos lo que teníamos que obtener: una sabiduría arduamente conseguida. De uno u otro modo, la vida nos baquetea hasta que llegamos a lo inevitable. Algunas veces llegamos con gloria; otras con vergüenza. En cualquier caso, el problema es que muy pocas veces nos molestamos en detenernos a comprobar cuánto hemos cambiado en el proceso. Un día, la anotación en mi diario era del Salmo 29. Dice así: «Rendid a Yahvé la gloria de su nombre, postraos ante Yahvé en el atrio sagrado». Me detuve un momento ante lo remoto que me parecía. Después caí en la cuenta de lo que me desconcertaba del versículo y escribí:
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«La idea-Dios es sobrecogedora. Significa que estamos flotando en un mar de seguridad, viviendo en los brazos de la eternidad. Así pues, ¿en qué consiste la vida?; ¿en dar culto a Dios?; ¿en alabarlo? Bueno, puede que sea así; pero, si lo es, me suena a un Dios muy narcisista. No; no puede consistir en eso. La vida debe de ser el seno de Dios. Estamos siendo gestados. Estamos desarrollándonos hasta que estemos listos para fundirnos en una vida que es verdaderamente la plenitud de la vida. Arrebujados en el útero santo de una vida bien vivida, nos encontramos respirando el aliento mismo de Dios. Cuando Gus, un amigo de siempre, estaba muñéndose, hablamos de la dificultad del avance por el canal del parto, al que el feto se resiste cuanto puede, a pesar de que la vida es mejor que la gestación. Después hablamos de la comparación con la muerte, canal para nacer a otra forma de vida, una vida mejor, y proceso al que, como yo observé, también nos resistimos. Y cuanto más pienso en la comparación, tanto más exacta me parece. Por ello, verdaderamente, alabado sea Dios. Me gusta pensar en nuestros logros. Quiero saber que lo hemos «conseguido». Pero el yo es un trabajo progresivo; es el moldeado espiritual de un alma. Y las almas crecen lentamente. Pasamos la vida preparándonos para ser seres humanos dignos de la vida. ¡Casi nada...! El diario incluye también un versículo del Salmo 16. Dice así: «Me enseñarás el camino de la vida, me hartarás de gozo en tu presencia». Al pensar en él, caí en la cuenta de que siempre había rezado este versículo como si fuera una especie de garantía de que Dios indica claramente cuál es la dirección. Aquella vez lo interpreté de otro modo y escribí: «El problema de este salmo es que promete un camino, pero no una dirección. No dice que el camino de la vida suele ser muy tortuoso en un mundo al que le gusta -y enseña, de hecho- la virtud de la línea recta. Cuando yo era niña, en octavo grado te preguntaban qué ibas a ser en la vida. Y esperaban que fueras capaz de decírselo. Ahora la gente hace tres especialidades universitarias antes de terminar sus estudios e incluye cuatro trabajos importantes en sus curricula antes de cumplir cuarenta
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años. Obviamente, "el camino de la vida" es mucho más que una mera carrera profesional; es una actitud mental, una orientación del corazón, una calidad anímica, un compendio de todo lo aprendido. Muéstramelo». La vida consiste en lo aprendido, no en las situaciones en que lo aprendemos. Ser vicepresidente de la empresa, o alcalde del pueblo, o decano de la facultad, o «Personaje del año» de la revista Time -en otras palabras, justamente cuando pensamos que lo tenemos todo-, puede ser precisamente el momento de aprender la humildad. Cuando probamos el sabor del fracaso y sobrevivimos a él, cuando experimentamos lo que significa perderlo todo, entonces descubrimos que, en definitiva, realmente no perdemos nada de valor. Verdaderamente, el aprendizaje acerca del yo puede ser más simple de lo que pensamos. Puede ser poco más que ese deslumbrante reconocimiento final de que las circunstancias de la vida son mucho menos importantes que lo que aprendemos acerca del significado de hacernos plenamente humanos gracias a ellas. Pero si ése es el caso, entonces no existe eso que llaman «desperdiciar» la vida. No existe eso que llamamos «pérdida». La espiritualidad de la «yoidad» es una dimensión clave de la vida espiritual que consiste en negociar las tensiones entre no amar nada más que el yo y amarlo todo menos el yo. Es un trato diabólico a más no poder, lleno de incertidumbre y que exige confianza. Se trata de mantener un ojo en Dios continuamente. «La vida plantea con tanta frecuencia desafíos a nuestra mente, a nuestro espíritu e incluso a nuestra propia vida...», decía Joan Brown Campbell en el diario. Yo me sonreí al leerlo y repuse: «No es que la vida nos desafíe "con frecuencia", sino siempre. Llevo diez años viviendo el desafío. ¿Consiste ese desafío en terminar lo empezado precisamente por haberlo empezado o, por el contrario, consiste en decirse: "Eso ya pasó, se ha hecho todo lo posible", y pasar a explorar lo desconocido? La pregunta es legítima. Sé lo que soy aquí y ahora. Pero ¿es eso lo que realmente soy?; ¿absolutamente todo lo que soy? Y en este momento de la historia, ¿es eso realmente lo que debo ser?».
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Como la vida nos pone a prueba, no debemos temer ponerle a prueba a la vida. Toda decisión debe ser revisada, todo impulso evaluado. Entonces estaremos donde estamos porque sigue siendo el lugar apropiado para nosotros y sigue enseñándonos lo que necesitamos enormemente saber. Entonces, en la medida en que aprendamos, maduremos y vayamos siendo lo que debemos ser, «la historia dará fe de que lo hemos hecho bastante bien». No lo hacemos solos, por supuesto. Vamos por la vida acompañados por esos pocos que son fuertes cuando nosotros somos débiles, que son listos cuando nosotros somos ingenuos, que están seguros cuando a nosotros nos invade la inseguridad. Y como de una manera anónima y subyacente, respaldándonos mientras cambiamos, están las personas que nos quieren. Ellas hacen soportable el presente, y posible el futuro. Por muy sumidos en las angustias de la vida que nos encontremos, ellas nos apoyan hasta que de nuevo el suelo vuelve a ser firme bajo nuestros pies, hasta que nos reconciliamos una vez más con nosotros mismos, hasta que nos levantamos por la mañana dispuestos a comenzar de nuevo. Gracias a ellas perseveramos en el camino. Ellas nos proporcionan el inconmovible cimiento del amor que nos permite arriesgarnos al cambio. Pero esto es tanto una verdad espiritual como personal. Decía June Goudey que «el amor es la capacidad de suscitarnos bienestar el uno al otro, y Dios es amor», como me recordaba el diario un día. Después de un periodo de cambios, obstáculos y abatimiento, yo escribí a mi vez: «Los que nos quieren nos mueven y nos hacen capaces de crecer. Y Dios nos ama. Puede que por eso yo haya sido trasladada de un nido a otro durante toda mi vida: Dios me ama y quiere que crezca. Estoy intentando aprender, antes de morir, a confiar en esta continua incursión en lo desconocido. Ojalá tenga una larga, larga vida». La escritura judía suplica una y otra vez que «se alarguen los días». Consideramos que una larga vida es una bendición. Pero cuando la larga vida conlleva también sufrimiento (soledad, pérdidas, debilitamiento físico...), ¿por qué prolongarla? Y la respuesta es, sin duda, porque la vida es un peregrinaje espiritual que re-
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quiere «toda una vida» para llevarnos a la plenitud del yo espiritual, con toda la visión espiritual que la vida proporciona. Llegar a ver las cosas desde el centro del alma puede ser la mayor tarea espiritual de la vida. No «encontramos» espiritualidad ni «logramos» espiritualidad ni «desarrollamos» espiritualidad, sino que, sencillamente, somos criaturas espirituales que pasan gran parte de su vida tratando de evitar, negar o ignorar lo que todo ello implica. Pero este vagabundeo del yo, la tortuosa búsqueda de la vida que es verdadera vida, el reluctante sometimiento a un nuevo crecimiento, moldea finalmente un yo para nosotros. Ésta es la espiritualidad de la «yoidad». En el desarrollo de ese yo, es la alquimia de la vida la que nos disuelve en Dios, simplemente con que abramos nuestro corazón para permitirlo.
SOLEDAD: EL BALSAMO DEL ALMA
8 Soledad: el bálsamo del alma
«oca «El Dios desconocido y oculto del misterio es un modo definitivo de hablar del Dios que es siempre más que lo que las imágenes humanas... son capaces de sugerir». - ANNE E. CARR
«Resulta muy interesante que sólo podamos ver a Dios en el misterio. Verdaderamente, Dios es más lo que no sabemos que lo que sabemos. «¿Cómo tener éxito en la oración contemplativa?», me preguntó ayer M.D.; y lo único que puede decirle fue que el día que lograse el "éxito" sabría que había fracasado, porque Dios siempre es «más»». - JOAN CHITTISTER, Diario, 11 de agosto.
En cierta ocasión conocí a una ermitaña que me dijo que no me hiciera ermitaña. La verdad es que no me esperaba semejante salida. Yo había leído mucho sobre la vida en soledad. Como la soledad y el silencio son parte esencial de la vida benedictina, hay que partir de la base de que los ermitaños cultivan ambas cosas. Bueno, pues puede que sí, pero es un hecho que los ermitaños son raros en el terreno de las comunidades benedictinas, de modo que esperaba con gran interés el encuentro con aquella ermitaña. Incluso tenía escrito lo siguiente en mi diario:
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«Mi mayor preocupación en este preciso momento es el daño que haya podido hacerme el estar donde estoy haciendo lo que hago. Soy un montón de cosas por haber estado aquí, pero también he tenido que renunciar a otro montón de cosas. Tengo una base, un contexto, una espiritualidad. Y he perdido mi libertad, mi verdadera soledad, puede que incluso una vocación a la reflexión y el estudio en la Camáldula, y cada día pienso más en todo ello». Por fin iba a tener la oportunidad de hablar de estas cosas, cara a cara, con alguien que ya había recorrido el camino. Aquella ermitaña vivía en una casita de dos habitaciones en los terrenos del convento del que en otro tiempo había sido priora. Caminé por los campos hasta la casita, rodeada por una valla, mientras me preguntaba qué le habría pasado para romper con la comunidad como ese paso exigía. También me preguntaba por qué no lo hacíamos más. Había escrito sobre ello en mi diario más de una vez, debatiéndome con la noción de Lavon Bayler de que debemos «vivir conscientemente en presencia de Dios en medio de cuanto hacemos cada día». Y yo escribí a mi vez: «Sólo esa Presencia -única y exclusivamente ella- me ha mantenido en el camino en el que estoy desde 1960. Una vez que se hizo presente, nunca más la he perdido; nunca me ha abandonado; es fuerte y clara; y, a través de todo, ha sido suficiente para mí. No he vuelto a sentir nunca más la ausencia de Dios. La cuestión es: si me marchara de aquí, ¿dejaría todo eso atrás o llegaría a un conocimiento mayor? Es una cuestión muy determinante, cuya respuesta aún desconozco». La cuestión es si estamos o no donde Dios quiere que estemos, y si dejar una forma de invernadero espiritual por otra equivale a permitir únicamente pequeñas intrusiones de Dios en los bordes de la mente humana. El día era frío, y la brisa fresca, pero sentía en los huesos esa fatiga que produce el cruzar un huso horario tras otro. No en vano llevaba semanas cargando con mi equipaje de ciudad en ciudad dando conferencias. El «jet lag» me estaba matando, entorpeciendo mis respuestas y cargándome las piernas. Más aún, también te-
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nía cansada el alma. Me habían presentado a más personas en un mes que las que cabe esperar conocer en una década. Me sentía saturada de escuchar y sin recursos para poder hablar. Y, verdaderamente, no sabía cuánto tiempo más podría seguir así. De modo que, sentada en la incómoda silla de madera de su salita, di un paso decisivo: le dije que yo también había pensado mucho en ser ermitaña, divagando sobre la carga que, a la corta, suponen los viajes y las charlas. Después le expliqué cómo, al igual que ella, había pasado por años de administración y toda la fatigosa rutina que ese tipo de servicio había supuesto para mí. Le dije también que pensaba que había llegado el momento de introducir algunos cambios drásticos en mi vida. Y echando un vistazo a mi exiguo alrededor, añadí sin mucha convicción: «me gustaría algo así». La anciana ermitaña me miró en silencio. No es que sonriera, pero su mirada se suavizó un tanto al decirme: «No; esto no es para ti. Tú no eres una ermitaña. Si te fueras a una ermita, serías una ermitaña como Thomas Merton, continuamente rodeado de amigos». Aquellas pocas palabras disiparon de un plumazo mis caprichosas ilusiones. De repente, me sentí enormemente lúcida. Comprendí súbitamente que la soledad y la vida en soledad eran dos cuestiones distintas. Yo quería soledad: ese espacio que apacigua el alma y hace a la persona nuevamente útil para los demás, al permitirla hacer frente a los demonios de los tiempos. Aquella ermitaña, por su parte, vivía una vida de soledad: ese espacio que va eliminando día a día, durante años, capas del alma, hasta llegar al centro del ser. La vida de soledad es lo que, después de mucho tiempo, nos expone a nosotros mismos, en un aspecto tras otro, con total honradez, hasta que finalmente, sin lugar donde escondernos ni nada que nos distraiga, podemos convertirnos en receptáculos abiertos de la divinidad aquí, ahora y siempre. La tarea espiritual de una vida seria consiste en distinguir la necesidad humana de soledad de la disciplina espiritual de la soledad. Es muy fácil seducirnos a nosotros mismos con la construcción de un nido protector a nuestro alrededor y llamarlo «contemplación». Yo conocía esa tentación perfectamente. Mi diario me advirtió un día con una frase que desenmascaraba la diferencia:
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«Tener una intuición súbita es una cosa -decía Mary Borhek-. Comenzar a vivir según esa nueva intuición, otra muy distinta». Y yo respondí: «El mero hecho de leer la cita de hoy me corta la respiración y me provoca una opresión en el pecho. Éste es el problema: he visto otra vida -la soledad- y no puedo inducirme a vivir según esa iluminación que he tenido, ni convertirme en lo que nunca he sido: una adulta independiente sin una institución alrededor del cuello. Sencillamente, una persona sin un programa diario, libre de un papel que ha quedado desdibujado hace ya mucho». Seguir constantemente adelante es una cosa; vivir según una iluminación, otra enteramente distinta. Estaba claro que yo anhelaba tanto la soledad como para confundirla con una iluminación. Tenía paz, pero tenía aún que determinar si el deseo de soledad era verdaderamente una vocación espiritual o la mera tentación de ocultarme por un tiempo. El camino hacia el verdadero yo es muy escarpado y va tanto hacia arriba como hacia abajo. En unos momentos nos fuerza a alcanzar la altura de nuestras más elusivas esperanzas, y en otros nos arroja a las más vacías profundidades de nuestra alma. Diferenciar lo ascendente de lo descendente exige no poca reflexión autocrítica. Yo he pasado mucho tiempo descendiendo por el camino de las demandas del yo, y lo hacía diciendo que ascendía por el camino hacia Dios. En este caso concreto, era obvio que estaba confundiendo la necesidad de descanso físico con la sed de misterio. Había olvidado, si es que alguna vez había llegado a saberlo, que el retirarse y la contemplación no son lo mismo. La necesidad de retirarse del mundo circundante puede ser neurótica, o bien espiritual mente terapéutica. Todo depende de por qué lo hacemos y qué es lo que queremos obtener con ello. El retirarse es tanto un antídoto como un remedio paliativo. Pero eso es todo. No es un síntoma de contemplación. La contemplación consiste en una actitud del alma. Cuando lo que nos guía es la percepción de la presencia omniabarcante de Dios, vivimos una vida contemplativa. No era la contemplación lo que me faltaba. La contemplación me atraía como un gran viento que todo lo arrastra. El diario era claro al respecto: «En la intensidad, la diversidad y el rápido ritmo
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de nuestra vida cotidiana -decía Elizabeth Francis Caldwell-, debemos recordar reconectar lo sagrado con lo normal y cotidiano». Y yo repuse sin vacilar: «Es precisamente la idea de separar la vida en dos esferas -la "cotidiana" y la "sagrada"- lo que más me molesta, porque hace de la vida espiritual una experiencia esquizofrénica. No tengo tiempo para eso. Para mí, la vida ha comenzado a asimilarse a una larga experiencia de Dios. El cielo ya ha comenzado, puede que velado, opaco y oscuro; pero aquí, sin duda alguna aquí». No; lo que me faltaba no era sentido del misterio, sino espacio y distancia y sentimiento de lo que es ser humano. Las dos necesidades estaban claras, pero las había evitado o negado, o bien no había sido capaz de reconocer que la persona suspira por ambas. Descubrí que en otro lugar del diario expresaba la premonición de nuevo. Wendy Natkong había escrito: «La verdad es que he elegido disfrutar de mi propia compañía durante un cierto tiempo; algo que realmente nunca he hecho». Y yo escribí bajo sus palabras: «Poder estar sola -estar lejos y sola- es para mí lo mejor de la vida. Es el único momento de la vida en que me siento realmente como un ser humano adulto libre y plenamente desarrollado. Me encantaría pasar el resto de mi vida así; pero, tal como van las cosas, es muy probable que muera como un robot institucional, igual que todo el mundo. Pero, para mí al menos, eso no está bien». La contemplación ha sido para mí un modo de vivir. Pero la lucha por la soledad que conlleva asumir el yo, reparar las partes deterioradas del alma y reposar en los brazos de la nada se introdujo en mí, abrasándome en su búsqueda de atención. Entonces conocí a la ermitaña. Y aprendí de ella algo acerca de mí que nunca había comprendido claramente. Antes de que las presiones del ministerio empezaran, yo había conocido el amor tanto por el sosiego como por la contemplación. Ahora, en mi búsqueda de sosiego, había perdido de vista la dimensión contemplativa de la vida. Había saltado en mi interior la alarma del peligro espiritual. Estaba confundiendo lo uno con lo otro. La contemplación era una necesidad espiritual; el
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sosiego era una necesidad física. A no ser que pudiera distinguir una de otra y satisfacer ambas, corría el riesgo de perder las dos cosas. Estaba claro que me encontraba en un momento peligroso. Me puse a repensarlo todo. Lo que la ermitaña me decía me resultó dolorosamente claro: la soledad saca a la luz lo esencial de la vida, exponiéndolo crudamente en la superficie del alma. Sitúa bajo una luz interna el caos externo de nuestra vida, exigiéndonos que lo afrontemos. Entonces las preguntas nos hablan alto y claro: ¿qué debería hacer que no hago?; ¿qué hago que debería dejar de hacer?; ¿qué ganga he acumulado en mi alma que debe ser eliminada?... La función de una vida de soledad no es proteger de la algarabía, sino propiciar la confrontación eterna con la algarabía interior. Cuando nos apartamos temporalmente de las cosas que sólo sirven para distraernos de lo que ocurre en nuestro interior -cuando nos apartamos de vez en cuando del trabajo, los niños, el jaleo de las fiestas y el estrés de la vida cotidiana-, nos devolvemos nuestra persona a nosotros mismos. No hace falta ninguna ermita; no hay razón para huir; no hay vocación de alejarse por siempre. Lo que se requiere es sinceridad de corazón y un distanciamiento periódico de lo cotidiano, que nos permite sanarnos a nosotros mismos de las infecciosas enfermedades provenientes de una vida ruidosa y sin sentido. Fue después de mi encuentro con la ermitaña cuando una anotación en mi diario me ayudó a unir ambas ideas: «El proceso de "autoinvención" de la mujer -decía Delores S. Williams- hace a la mujer real para sí misma». Y esta vez yo escribí: «Las cosas han cambiado un poco para mí en la vida. No estoy completamente segura de por qué ni cómo. Lo único que sé es que sigo sintiéndome distante de cuanto me rodea, pero ahora estoy muy serena al respecto. De hecho, siento que así debe ser. Al ser hija única, crecí de este modo, y ahora he completado el círculo: ahora, irónicamente, sólo estamos Dios y yo. ¿Qué -quién- puede herirme?». Al fin había reinventado mi verdadero yo. Mi vida es mi ermita. La sosegada soledad del espacio privado, conscientemente elaborada y tan a menudo buscada, es simplemente su santuario interior.
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9 El yo: el ámbito de nuestra transformación
«Si todas las flores quisieran ser rosas, la naturaleza perdería su belleza primaveral y los campos dejarían de estar ornamentados con las pequeñas flores silvestres». - TERESA DE LISIEUX
«La vida no consiste en ser una persona distinta. La cuestión es cómo poder ser uno mismo, plenamente uno mismo, verdaderamente uno mismo. La respuesta conlleva un gran dolor. Y la respuesta es: "avanzando"». JOAN CHITTISTER, Diario, 24 de abril. Aquella señora me miró con una compasión a duras penas disimulada. «¡Vaya por Dios -me dijo con el ceño fruncido y los ojos entornados-, cuánto lo siento...! No tenía ni idea de que eras hija única. Pareces tan normal...». Normal tenía un matiz de incredulidad. Yo le dirigí mi mejor sonrisa; había aprendido a sonreír mucho ante mi anomalía. En aquella ocasión estaba solicitando una beca para un campamento de verano. «Debes de sentirte tan sola...», añadió la señora. «Me gusta», le dije. A ella le cambió la cara. «¡Pobre hija!», dijo entre dientes. Cuando yo era niña, la teoría de la educación de los niños no veía con buenos ojos al hijo único. Ser hijo único -según dicha
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icoría- suponía verse en algún modo desprovisto y desarrollarse peor que los niños con hermanos. Nunca convenció nadie a mi madre de que hubiera nada de malo en ello. Pero en un aspecto mi madre estaba absolutamente segura: «Si me ocurre algo, Joan -me decía una y otra vez-, no habrá nadie que cuide de ti. Tienes que ser capaz de cuidar de ti misma». Tuve, pues, que aprender a «hacer las cosas por mí misma», «ser yo misma», «velar por mí misma», «decidir por mí misma» y «arreglármelas por mí misma». Éste era el tema recurrente, mientras mi madre me preparaba para quedarme sola en el mundo. Y no estaba del todo equivocada. Sea cual sea la teoría de la ciencia actual del desarrollo personal, sigue siendo un hecho que nuestro yo es lo único que tenemos. Él es la materia prima de la vida espiritual. No es con el mundo con lo que luchamos; es el yo el antagonista en nuestra vida. El llanto del yo desasosegado es el llanto por el Dios que está más allá de los pequeños dioses que fabricamos a lo largo de nuestro camino. El yo es lo que nos permite negarnos a instalarnos, enamorados de lo mediocre, satisfechos con lo banal, porque el yo está siempre en camino hacia otro lugar. El yo es el buscador interior. Incluso cuando no podemos ser movidos por el mundo que nos circunda, el yo está enfurecido en nuestro interior, implacable en su búsqueda a pesar de sus limitaciones. Conseguimos algo que queremos, y ya estamos viendo que queremos otra cosa. Logramos lo que nos habíamos propuesto hacer, y vemos cómo empezamos casi de inmediato a buscar alguna otra montaña que escalar. La insatisfacción se convierte en el «director espiritual» de nuestra alma. No dejamos de intentar sentirnos satisfechos -«acepta lo que tienes», nos decimos-, y la satisfacción puede ser el cloroformo de la vida. Dios es vida, no letargo. «Al Señor tu Dios adorarás, y sólo a él darás culto», me recordaba mi diario citando el capítulo 4 de Mateo. Y yo me insté a hacerlo. Escribí: «Estas palabras son muy fáciles de decir, y mientras tanto he estado dando culto a otros dioses: genios menores de mi voraz alma. He dado culto a tantos falsos dioses en mi vida, pese a que todos ellos estaban en pleno colapso -y todos han terminado viniéndose abajo-, que, irónicamente, me he acercado al
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dios que es Dios. Todo lo demás me ha fallado -personas, privilegios, posición, ganancias-, pero no este Dios que «no está en el huracán». Este Dios me atrae como un imán. Y puede que algún día me pierda en el agujero negro de la nada y lo encuentre todo. Sin insatisfacción de alma, ¿cómo encontrar nuestro camino hacia el "más"?». El mayor problema espiritual puede muy bien consistir en que transferimos nuestro sentido de la dirección debida, nuestra compulsión de buscar, a quienes desean de nosotros cualquier cosa menos un yo. Desean obediencia o conformidad o sacrificio y silencio. No desean de nosotros que decidamos acerca de nada, sino que depositemos nuestra mente en el altar de la inconsciencia para que los sistemas y las instituciones puedan prosperar, mientras el alma se ahoga bajo el peso de su propia indiferencia. «No podemos permitirnos no luchar por crecer y comprender, por doloroso que sea, y lo será», escribió May Sarton. Pero incluso entonces yo estaba tratando de negar la necesidad de seguir madurando, cambiando, transformándome. Y repuse: «Cuando maduramos lo bastante como para comprender que nos hallamos en un callejón sin salida, ¿qué ocurre? ¿Ha llegado el momento de resignarse o de luchar con todas nuestras fuerzas por respirar, por lograr una nueva vida? Siempre he pensado que la vida se hace más sosegada, más asentada, más feliz, a medida que pasa el tiempo. Pero no es verdad. Al contrario: sencillamente, nos hacemos más conscientes de lo que hemos perdido, de habernos entregado a cosas que no merecían nuestra entrega». La lucha por estar plenamente vivo es eterna, porque el crecimiento del yo es un proceso eterno. Se nos ha enseñado -falsamente, por supuesto- que el crecimiento tiene lugar en estadios cerrados herméticamente: infancia, adolescencia... y finalmente, a los veintiún años, la adultez. Es de risa. Pero si nos lo creemos, no es de extrañar que nos neguemos a pedir ayuda cuando la necesitamos, ni que rehusemos pedir consejo a nadie acerca de nada, ni que nos derrumbemos bajo la presión de nuestros fracasos, ni que nos sintamos avergonzados de nuestra vergüenza. Una vez que nos condenamos a nosotros mismos a la «adultez prematura», a la
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adultez sin la experiencia de la duda, nadie puede ayudarnos. Nosotros mismos nos negamos la ayuda, rechazamos la ayuda. Silenciamos al desasosegado y combativo yo. La anotación en el diario del día de Año Nuevo decía: «En los días venideros, en cualquier tiempo del año, ¡ojalá goces de la luminosa bondad de Dios, creador de todas las cosas y personas!» Y yo escribí: «No dudo de la bondad de Dios. Dudo de mi propia capacidad, de mi propia fuerza para tender la mano y solicitar la mano de otros. Estoy demasiado ocupada haciendo lo que "debo", en lugar de ser lo que debo ser si quiero llegar a la plenitud, a la felicidad». El anhelo de comenzar de nuevo no acaba nunca. Nos corroe, nos aguijonea, previniéndonos contra la inmovilidad. Es el yin y el yang de la vida. En algún lugar entre las dos fuerzas opuestas, se encuentra el sentido común. Pero cuando finaliza la lucha por alcanzar la plenitud del yo, es que hemos muerto, estemos o no enterrados. ¿Quién no ha conocido el gran deseo de marchar, de comenzar de nuevo, de verse libre de lo que es, a fin de estar abierto a lo que puede ser? Las encrucijadas son habituales en la vida. Pero lo que cuenta no es atravesarlas; de hecho, la mayoría de nosotros no lo hacemos. A la larga, nos quedamos donde estamos, agradecidos por estar instalados, menos decididos a lograr la perfección, más ligados a lo familiar que a la idea de empezar de nuevo. No, no es el hecho de dejar una cosa para hacer otra lo que nos cambia; al contrario, el hecho mismo de luchar contra el deseo de marchar, de afrontar la presión de empezar de nuevo, de ser más nosotros mismos allí donde estamos, nos lleva a un nuevo nivel vital, a una nueva profundidad de corazón. Entonces realizamos nuestro potencial; entonces verdaderamente empezamos de nuevo, pero esta vez de dentro afuera, no al revés. No cambiamos nuestras circunstancias; cambiamos nuestras actitudes. Nos convertimos en un yo autocontrolado, no atrapado. Posteriormente, en respuesta a otro texto de la Escritura, escribí: «En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios». Mi respuesta era honrada y clara, llena del mismo impulso hacia la autosuficiencia que mi madre siempre había querido para mí. Decía así:
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«Esta semana empezaré un nuevo libro. Vivo con la esperanza de que la Palabra viva aliente en él. Escucho también en busca de la palabra verdadera en mi propia vida. ¿Se trata simplemente de seguir adelante, de terminar lo empezado por haberlo empezado, o quizá lo que me falta es transformarme, aunque me suponga un cambio radical? Ésta es la pregunta más importante en mi vida actual. Ansio acabar con la institución, la definición, las responsabilidades, las expectativas, las relaciones... Ansio empezar de nuevo... hacerme silencio... desaparecer». Pero aquí estoy, porque aquí es donde el yo que se está desarrollando aún tiene su sitio. Y yo lo sé, por mucho que me pregunte si se ha quedado sin fuerzas. La cita de Mercy Oduyoye en el diario dice: «Cuando venga el Espíritu de la Verdad, experimentaremos la libertad, seremos liberados de todo lo que nos ha encerrado». Y yo escribí lo que sabía que era una verdad inalterable: «Estamos todos muy encerrados, y ni siquiera lo sabemos. Encerrados por nuestras culturas, nuestras religiones, nuestro sexo, nuestra edad... Así que ¿cómo podemos esperar conocer a Dios? Tengo la sensación de haberme pasado la vida esforzándome por ver a través de un agujero del tamaño de una cabeza de alfiler que da a una habitación oscura. Pero cuando comenzamos a ver, la amplitud del horizonte abre de par en par el corazón». Únicamente las incursiones del yo más allá del yo expanden la visión de Dios que nos atrae. No se trata de ir a ningún sitio, sino de crecer, de llegar a la plenitud del yo justamente allí donde estamos.
10 Compromiso: la importancia del cambio en la vida espiritual
soca «Aspirad a las cosas de arriba, no a las de la tierra». COLOSENSES 3,2
«Toda mi vida, mi mente ha "aspirado a las cosas de arriba". En consecuencia, mi yo, que necesita libertad, vida, gozo, posibilidades ilimitadas y amor, ha languidecido. Ha sido ignorado y suprimido. Y ahora, al borde de la tumba, ese yo clama exigiendo atención. ¿Es una tarea incompleta o una tentación?; ¿es una oportunidad, una "llamada" o una trampa?; ¿es una vida inferior o el resto de la vida?¿Y cómo lograr saber si debo continuar el viaje o permanecer anclada en un sistema, camino de convertirme en polvo? ¿Dónde estás, oh Dios, en todo esto?». JOAN CHITTISTER,
Diario, 4 de abril.
Mirando ayer el océano Atlántico, con el viento azotando la costa irlandesa mientras tenía la mente en blanco, una figura fantasmagórica se alzó del mar de mi vida. Pude verla como si estuviera de pie ante mí, y supe que su historia, que en otro tiempo fue un signo de puntuación en mi vida, tenía algo que decirnos a todos. Era día de profesión en el monasterio. Los múltiples estadios de la profesión en la vida religiosa anterior al Vaticano n estaban rodeados de toda la parafernalia de una boda moderna e incluso más. En los primeros estadios del compromiso, la novicia llevaba un traje de novia y recibía el hábito y el velo blanco. Al comenzar
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el juniorado, después de los primeros votos, el velo negro. Y tres años después, en la profesión definitiva, recibía un anillo. Más aún, entraba bajo el paño mortuorio, la tosca cobertura negra utilizada por entonces para cubrir los féretros en las ceremonias fúnebres, mientras las responsables de la comunidad encendían velas funerarias en cada vértice del cuadrado para significar su muerte al mundo. El acto creaba una impresión de finalidad, de paso de un tipo de persona a otro. Era solemne; era definitivo. Después de una ceremonia así, pocas mujeres que hacían la profesión solemne abandonaban, si es que alguna lo hacía. Lo que más recuerdo de aquel concreto día de profesión no es la profesión en sí. Una de las nuevas júnioras y yo habíamos hecho juntas la enseñanza secundaria e incluso habíamos creado una jerga particular para, como jóvenes, proteger nuestra vida privada de los adultos que nos rodeaban. Cuando salimos de la capilla después de la ceremonia, yo aún con el velo blanco de novicia, mi amiga, que había hecho los primeros votos, se dirigió a mí, no en inglés, sino en el lenguaje que habíamos creado para nosotras: «Joan -me dijo con los ojos humedecidos-, acabo de cometer el error de mi vida». Pasaron doce años, y ella, emocionalmente exhausta y socialmente rendida por tratar de hacer algo que iba constantemente en contra de la esencia de su alma -votos solemnes o no-, acabó dejando el monasterio. La comunidad se quedó impactada, incluso escandalizada. Y supongo que yo también debería haberlo estado; pero no. Al contrario: respiré de alivio por ella. Aquel día aprendí mucho acerca del compromiso, pero estoy segura de que no lo que mucha gente podría suponer. Aprendí que la historia de mi amiga era una historia de compromiso. Posteriormente dije que, al dejar la comunidad, no rompió un compromiso, sino que lo cumplió. Para comprender la naturaleza del compromiso hay que hacer dos preguntas a propósito del mismo. La primera es: ¿cuándo tiene lugar?; y la segunda: ¿en qué consiste? Y las respuestas son más obvias de lo que nos hecho creer. En primer lugar, el compromiso tiene lugar día a día, no de una vez por todas. Es algo dentro de lo cual vamos desarrollándonos,
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no algo que nos llega hecho y derecho. Y, en segundo lugar, no es una llamada a una especie de estado de vida estático, sino a avanzar siempre hacia nuestro mejor yo posible. La cita de mi diario de pensamientos decía un día: «Mas Jesús, acercándose a ellos, los tocó y dijo: "Levantaos, no tengáis miedo"». Leyendo esto unos años después, mi reacción me sorprendió incluso a mí. Decía: «Me pregunto qué hace falta realmente para "levantarse y no tener miedo". A mí me da miedo hacer mediocremente lo que quema hacer bien. Me da miedo haber hecho todas las cosas equivocadas en la vida, haber tomado todas las opciones erróneas. Me da miedo verme atrapada por las expectativas ajenas. Me da miedo pulverizar mi vida en el gran sacrificio institucional para el cual no hay un sentido final, ni siquiera un mínimo sentido presente. Miro la vida religiosa, y me da miedo de que haya sido un error desde el principio; y, sin embargo -aun sabiendo lo mediocre que he sido-, sé que no lo ha sido. Y en lo más profundo de mí, en consecuencia, realmente "no tengo miedo"». He logrado finalmente comprender que el compromiso, superando la búsqueda de perfección, nos impulsa a sentirnos cómodos en nuestra propia piel. El compromiso es lo que nos queda al final de un día frenético, cuando los niños se han ido al fin a la cama y sabemos que, por duro que sea, el estar aquí, querer a estos niños, pagar estas facturas... sigue siendo lo que debemos hacer si es que hemos de ser lo que realmente queremos ser. Cuando volvemos sobre una antigua decisión y sabemos que, sean cuales sean las cicatrices que nos haya dejado, este modo de vida sigue siendo lo mejor que podíamos hacer para llegar a la plenitud espiritual de que somos capaces, estamos por fin «comprometidos». Al mismo tiempo, el compromiso tiene sus problemas... y sus distorsiones. Hay una cultura espiritual que dice que, una vez que has empezado algo, debes completarlo cueste lo que cueste. La otra cultura dice que, una vez que algo comienza a resultar difícil, la felicidad -la plena realización- exige dejarlo y comenzar otra cosa, sea cual sea el efecto que ello produzca en quienes nos rodean. Una postura glorifica el masoquismo; la otra el relajo. Yo entiendo ambas posturas, pero también niego ambas.
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La cita de Celia Allison Hahn en el diario me hizo pensar conscientemente en el sacrificio y la realización personales. Hahn decía: «Cuando los hombres y las mujeres sopesan la intimidad con la responsabilidad, descubren que están aplicando distintos sistemas de pesas y medidas». Hahn estaba claramente hablando de la diferencia en las orientaciones de género hacia la responsabilidad y la intimidad, pero mi visión era más amplia, y escribí: «Estoy convencida de que hay más gente que sigue casada por sentido de la responsabilidad que de la intimidad. ¿Y no es por eso también por lo que yo estoy donde estoy? Cuanta mayor intimidad tengo con Dios, tanto menos dependiente de la comunidad me siento en cuanto a la satisfacción personal o la seguridad, como si la cotidianeidad de las relaciones personales fuera ahora secundaria respecto del Centro de la vida. Así que no estoy aquí por necesitar mucho a estas personas concretas, sino porque debo cumplir las responsabilidades producto del paso de los años». Dicho de otro modo, en el crecimiento personal hay un punto en el cual me convierto en mí misma, me vuelvo libre, me abro al mundo. Entonces el compromiso ha cumplido su tarea. Entonces no estoy donde estoy porque debo, sino porque el donde estoy me ha llevado al punto de preocuparme por lo que está más allá de mi yo. Se trata de «las responsabilidades producto del paso de los años», de esas obligaciones que surgen de tener conciencia de mi lugar en el mundo. Entonces sé que el hecho de que yo esté aquí no sólo es lo debido para mí, sino también para los demás. Estoy donde debo estar no sólo para mi propio desarrollo, sino por el bien del desarrollo del mundo que me rodea. Pero, por más «debido» que algo pueda ser para mí, la tentación de abandonarlo pone a prueba cada día nuestra orientación interna. La puesta a prueba es el precio del compromiso. «Ver, oír y aprender ofrece a los modernos el equivalente de pasar por la vida como por un peregrinaje», decía Mary Catherine Bateson. Y yo repuse en un día particularmente difícil, según parece: «Mi "peregrinaje" ha sido distinto. Para mí ha consistido en oír, aprender y decir. El final de esta inclinación por la verdad me resulta incierto. ¿Será el silencio, la alienación o el abandono?
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¿Permaneceré en esta santa nave de pecado y sexismo llamada "Iglesia" o decidiré seguir mis propios pecados? Es una pregunta más profunda de lo que a primera vista parece». El compromiso tiene relación con perseverar en algo bueno hasta el final, incluso cuando se tuerce en ciertos aspectos. Radica en sacar a la luz mis propias debilidades, al igual que las debilidades que me rodean. El compromiso me desenmascara ante mí misma. Me da la oportunidad de permanecer en un lugar y crecer. No consiste en estar en un lugar y estancarse en él. «El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí la encontrará», decía en mi diario citando a Mateo 10. Esta vez, mi reacción fue: «Hagamos lo que hagamos, o lo hacemos por un fin mayor que nosotros, o no sirve de nada hacerlo. El verdadero fin de nuestra vida no es únicamente para nosotros. Es co-crear el mundo; es llevar al resto del mundo al punto de humanidad que nosotros pensamos haber alcanzado. Cuando lo único que me preocupa es mi vida, comienzo a ver cómo fluye de mí un egoísmo tan profundo que no logro percibir la esencia de toda la vida que está a mi alrededor». El compromiso no finaliza en sus inicios. Es el vehículo mediante el cual nos desarrollamos ante nosotros mismos y ante el mundo, llegando al final a ser algo que merece la pena: un padre amoroso, una buena madre, un religioso fiel, un ser humano profundamente espiritual cuya presencia es un regalo para el mundo... Pero conseguirlo puede suponer mucho cambio, hasta llegar a ese lugar que no encadena el espíritu y que sirve para liberar la energía del alma. Encontrar en nosotros nuestras más profundas aspiraciones es descubrir si el camino hacia Dios está aún ante nosotros o si ya está tras de nosotros, estimulándonos. No sé qué fue de la religiosa que comprendió el día en que hizo los votos que se había equivocado de lugar si quería llegar a ser lo que debía llegar a ser en la vida. Pero sí puedo afirmar que tal vez aquel día ella supiera más acerca del compromiso que todo el resto de nosotras.
EQUILIBRIO: VIVIR INTEGRA Y SANTAMENTE
11 Equilibrio: vivir íntegra y santamente
soca «Reflexiona sobre tus momentos de hiperactividad y preocupación, en los que tal vez te resististe a la presencia de Dios». WENDY MILLER
«Nunca estoy más cerca de Dios que en los momentos de mayor actividad. Es entonces cuando trato de introducirme en la mente de Dios y escucho para saber si voy en la dirección debida, si mis palabras son las debidas, si mis ideas son las apropiadas. Entonces Dios se convierte en el radar que me guía. Me extravío de la consciencia de Dios cuando me relajo y me distiendo. Entonces doy a Dios por sobreentendido». JOAN CHITTISTER, Diario, 12 de julio.
Escribí con absoluta sinceridad que «nunca estoy más cerca de Dios que en los momentos de mayor actividad». Pero ello no significa que siempre sea verdad. Algunas veces olvido que la actividad también puede ser un puente hacia Dios. La actividad requiere su propia forma de disciplina y práctica espiritual. Cuando salí de Wisconsin a las cuatro y media de la tarde, el tiempo era frío y estaba despejado. Era un vuelo corto: en una hora estaría en Minneapolis; en dos más, en Pittsburg. Lancé un sus-
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piro de alivio. Llegaría al motel lo suficientemente pronto para dormir lo bastante antes de la próxima tanda de reuniones, que comenzaba al día siguiente. Pero en Minneapolis anunciaron que el vuelo se retrasaba una hora. Los teléfonos móviles hicieron su aparición en toda la zona de embarque. Dos horas después, anunciaron otro retraso. La gente se amontonó ante el mostrador intentando buscar otras conexiones. Transcurrió otra hora, y nos trasladaron a otra zona de embarque a casi un kilómetro de distancia. Un hombre increpó groseramente al encargado del control de entrada, y una mujer exigió que le enviaran a un maletero para ayudarla a trasladarse. A medianoche se disculparon por tercera vez. Iban a enviar un nuevo aparato, pero no estaban seguros de cuánto tardaría en llegar. La gente se amontonó de nuevo ante el mostrador para conseguir vales de hotel y desayuno. A la una de la mañana, nos dijeron que el problema ahora era la falta de tripulación. A las dos y media, llegó al fin el personal de vuelo. A las cinco, trece horas después de haber salido de Grand Rapids, entré en el motel de Pittsburg, con ocho horas de retraso. Estaba hecha polvo, tensa y muerta de hambre. ¿Había algún tipo de asunto o de reunión que mereciera tal esfuerzo?; y en cualquier caso, ¿qué podía yo hacer al respecto? Todos los programas estaban fijados; todos los compromisos se habían establecido hacía mucho tiempo. Se me ocurrió que la vida tenía más sentido antes de la invención de la bombilla. O digámoslo de otro modo: antes de que apareciera la bombilla, el sentido común era más un modo de vida que una virtud. Sin bombillas, lo único que ocurría es que había muchas cosas que sólo se podían hacer de día. Cuando llegaba la noche -en algunos momentos del año a una hora tan temprana como las cuatro de la tarde-, había que cesar en la actividad, hacer inventario, sentarse frente al fuego o dormir hasta que volviera la luz. Ahora, el mundo que nosotros conocemos está despierto veinticuatro horas al día, ve la televisión veinticuatro horas al día, trabaja veinticuatro horas al día, come veinticuatro horas al día, hace fiesta veinticuatro horas al día, se mueve veinticuatro horas al día. Ahora no hay nada que no pueda hacerse en exceso.
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El equilibrio -físico, social y emocional- está a precio de oro. Lo que olvidamos es que la falta de equilibrio personal conlleva también un alto coste espiritual. «Tomad mi yugo y aprended de mí -me recordaba mi diario citando a Mateo-, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas». Yo había soportado demasiadas noches interminables, reuniones canceladas y «rollos» insufribles como para no reconocer la enfermedad espiritual que produce la falta de equilibrio. Y respondí: «El mensaje es claro: ser amable y humilde es una actitud espiritual buena para la salud mental. Cuando me entrego a la ira o me dejo llevar por ese orgullo que teme el fracaso y se resiste a la derrota, me condeno a mí misma a una eterna agitación. Fabrico mi propia angustia. Cuando exijo que el mundo adopte la forma que yo decido para él, cuando me siento frustrada en los mostradores de las líneas aéreas e impaciente con mi ordenador, insisto en empeñarme en un combate eterno con la vida. Y todavía tengo el rostro de preguntarme cómo es que el mundo se ha entregado a la violencia. Y todavía me pregunto por qué no hay paz. La verdad es que toda esa agitación ha empezado en mí. La ecuación espiritual es obvia: la calma exterior conduce a la calma interior». Las necesidades espirituales del mundo moderno han cambiado con los cambios de la propia vida moderna. La calma es algo del pasado y resulta sospechosa. La agitación está a la orden del día. La atención a la belleza, la reflexión sobre las ideas -sobre la vida- tienen poco o ningún espacio en un mundo en efervescencia, en ebullición, en movimiento continuo. La contemplación corre peligro de desaparecer. «Creo en la santidad. La experimento cuando realmente compongo y cuando interpreto», decía la compositora Marge Piercy en su diario. Aquí se pone al desnudo, para que todos nos debatamos con ella, la idea de que la actividad puede constituir un puente hacia una consciencia superior, si nosotros permitimos que la una se convierta en la otra. Aquí hay una mujer cuya actividad constituye su vida espiritual. Tiene sentido. Yo sé que escribir es eso mismo para mí. Y los niños lo son para Mary Lou. Y la jardinería lo es para Mary. Y la resolución de problemas en el ordenador lo es para
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Maureen. Todas esas cosas nos llevan a cada una de nosotras de manera distinta a experimentar ese momento de integración entre lo que estamos destinados a ser -co-creadores del mundo- y lo que hacemos. Hay momentos de inmersión, momentos en los que el creador respira en nosotras, está más cerca que de costumbre, se mueve por nosotras. Hay momentos de equilibrio. Percibí el sutilísimo pero muy real cambio en la definición. Durante demasiado tiempo, la santidad ha sido un ejercicio, en lugar de un estado mental. Y escribí como réplica: «Ya no sé lo que es santidad, pero dudo de que consista en cumplir las normas, porque nadie lo hace. Todos y cada uno de nosotros nos limitamos a dar trompicones con nuestra humanidad, llegados de ningún sitio y camino del mismo lugar. En el ínterin está la supervivencia. Puede que la cordura, la capacidad de soportar con ecuanimidad lo que no puede evitarse, la confianza en que debe de haber más que este barullo de cosas que llamamos vida, sea santidad». La vida espiritual nos abre a un mundo más allá de la cacofonía. En la vida espiritual radica el centro de nuestro equilibrio. Una vez equilibrados en Dios, nos encontramos equilibrados en nosotros mismos. Una vez impregnados de la idea de que el universo es como es debido, estamos en términos amistosos con él. Cuando comprendemos que hay un Corazón Cósmico que nos desea el bien y ha proveído a nuestras necesidades, simplemente con que podamos controlarlas todo en la vida se vuelve más experiencia espiritual que irritación. Es cuestión de aprender a soltar amarras, a seguir la marea de la vida y creer en ella. Cuando dejamos de pedir que el universo se incline ante nosotros y aprendemos a inclinarnos nosotros ante el universo, llega la santidad. El diario citaba esta vez la Carta a los Romanos: «Éste da preferencia a un día sobre otro; aquél los considera todos iguales. ¡Aténgase cada cual a sus convicciones!». Después de años de luchar con mis frustraciones personales, pude escribir esta vez: «La vida es cuestión de actitud. Se convierte en lo que nosotros le aportamos. Yo me veo vacilante entre los polos que Pablo describe. En el polo uno, adopto la postura de que esa cosa concreta es buena, pero esa otra es mala. De manera que mis días
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son maravillosos o terribles, según la forma que yo les dé. En el polo dos, adopto la postura de que todo lo que sucede es vivificante de alguna manera, incluso cuando yo no puedo percibir el cómo. Entonces Dios está en lugares donde nunca se me habría ocurrido mirar. "Decide -parece decir Pablo-, y ello cambiará tu vida entera"». La calidad de nuestra vida está en nuestras manos, pero modelarla requiere una espiritualidad del equilibrio. «Deberíamos ser pacíficos en nuestras palabras y obras y en nuestro modo de vida», decía Angela de Foligno. Es una antigua espiritualidad probada y auténtica. Y yo, interpretándola de un modo completamente nuevo, escribí: «Es una gran verdad. La paz es una opción. Si no me preocupara ni tuviera miedo ni reaccionara negativamente ante las cosas, éstas no me perturbarían. Pero esto, según me han dicho, es budismo. ¿Soy budista? Además de judía. Además de católica. Eso espero. Quiero vivir la vida y conocer a Dios de todos los modos posibles».
12 Oscuridad: camino hacia la luz
soca «Ser honrados con respecto a nuestro yo físico nos permite penetrar la superficie y alcanzar nuestro yo espiritual, que es más profundo». MARÍA HARRIS
«Mi yo físico se limita a reflejar el estado de mi alma. Mi andar ha perdido elasticidad, mi ropa tiene un aspecto horrible, he engordado, tengo la piel gris... Mi corazón se está mostrando a través de mi cuerpo. Todo va bien, menos yo. El trabajo me sustenta, pero la vida es una jaula, en lugar de una posibilidad. Seguro que en algún sitio de esta caverna hay una luz, pero ¿dónde?; ¿cuándo brillará de nuevo?; ¿en qué consiste?». JOAN CHITTISTER, Diario, 8 de abril.
La fe y la vida tienen un modo de entremezclarse. Cuando la vida no marcha bien, culpamos a Dios. O peor, abandonamos al Dios que nos mantiene en vida, como si lo que nos ha sucedido fuera culpa suya. Olvidamos que sin Dios nunca sobreviviríamos a ello. Nos hundimos en nuestras depresiones cotidianas y decimos que nuestra suerte es insoportable. No asumimos el control de nuestra situación, no abordamos la vida por nosotros mismos. Sufrimos las consecuencias de nuestras acciones de ayer. Yo debería saberlo, porque lo he hecho una y otra vez.
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La primera vez que sucedió era una joven religiosa. Después de tres años de formación, me había instalado en el monasterio como un topo en un túnel. Mientras otra gente de mi edad se casaba, tenía hijos, luchaba por encontrar trabajo y se endeudaba para comprar una pequeña casa, el mayor problema que yo afrontaba cada día era el ir y venir a la universidad. Mi vida era simple. Iba a la oración, asistía a clase, hacía diversos trabajos rotativos en la comunidad, como servir a la mesa o barrer los pasillos, y por la noche me acostaba temprano. Desde algún punto de vista, podría haber parecido la vida monástica ideal. Desde otro ángulo, era el colmo de la falta de vida. En mi vida todo era seguro y familiar. Todo encajaba conmigo a las mil maravillas. ¡Qué poco sabía yo que, si algún problema tenía que afrontar en aquél estadio de mi vida, era el de la malignidad de la rutina...! Y entonces, un día decidieron enviarme a un pequeño colegio rural de la diócesis, donde tendría que desdoblarme. Se me manifestó una urticaria. Pero aquella táctica dilatoria, por subconsciente que fuera, gracias a Dios no funcionó, y me enviaron, con lo que dilataron mi mundo, metiéndome justamente en lo que yo no quería hacer. Tenía la opción de hundirme o nadar, y sobreviví. Pero no sólo sobreviví, sino que aprendí que el don de la vida llega justo donde pensamos que para nosotros está la muerte. Es entonces cuando damos el do de pecho. Aun así, la renuencia al cambio ha sido la maldición de mi vida. De hecho, años después mi diario recogía una idea de Rosellen Brown, que escribía: «¿Repito una experiencia y profundizo en ella o paso a algo distinto, me entrego a la curiosidad, aprendo otro camino?». Yo respondí a esta idea con esta otra: «Yo soy una persona que echa profundas raíces, y arrancarlas es desgarrador. Nunca me ha resultado fácil moverme. Sin embargo, ahora, en este estadio de mi vida, me siento como si pudiera partir hacia los confínes del mundo sin mirar atrás. Podría seguir adelante sola y feliz... ¿que por qué no lo hago? Porque echo unas raíces enormemente profundas». Aprendemos la fe muy lentamente. Al menos, ése es mi caso. He necesitado toda una serie de cambios antes de captar el men-
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saje de que Dios está en el próximo lugar con tanta seguridad como en éste. Por positiva que haya sido cada una de las transiciones de mi vida -y ha habido un montón-, me he resistido como una leona a la mera idea de soportar una más. Echo profundas raíces en mi terruño y me niego a moverme hacia la luz. Me he aclimatado a la muerte de un padre, a profundas disputas religiosas con otro, a una larga batalla de recuperación de una parálisis, a trece años de docencia, y a un cambio de vida tras otro. Pero me ha llevado años comprender que el cambio y el fracaso se cuentan entre los mejores amigos del alma. La vida espiritual no es fácil. No es un paseo por un camino de rosas con un Dios dulzón que da caramelitos y hace milagros. Es un camino en la oscuridad con el Dios que es la luz y que nos guía a través de esa oscuridad. He descubierto que la oscuridad es nuestro camino para llegar a ver. Crea las depresiones que, una vez afrontadas, nos enseñan a confiar. Nos da la sensibilidad necesaria para comprender la profundidad del dolor ajeno. Siembra en nosotros la humildad precisa para aprender a vivir armónicamente con el resto del universo. Nos abre a nuevas posibilidades. La oscuridad es algo sumamente espiritual. Mi diario espiritual me desafiaba un día a pensar sobre la naturaleza del sufrimiento y su lugar en la vida espiritual. Myra B. Nagel dijo: «El tiempo de Cuaresma es un tiempo de reflexión sobre la cruz y su significado en nuestra vida». Y yo reflexionaba: «En mi mente no cabe la menor duda de que la cruz es significativa en cualquier vida. ¿Quién carga con una cruz y es al final de la jornada el mismo que era al principio? La única cuestión es la naturaleza del cambio. Hasta ahora, siempre he sido más fuerte al final de una lucha de lo que lo era al principio. Pero también he sido siempre más independiente y distante y he estado más aislada. Lo que no ha sido malo del todo...; pero al mismo tiempo ha supuesto un gravamen...». Con el paso del tiempo, he descubierto que la cruz impone necesariamente su gravamen sobre nosotros. Nos conforma para encontrar a Dios en las sombras de la vida. Paradójicamente, es la cruz la que nos enseña esperanza. Cuando hemos sobrevivido a
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nuestra propia cruz, cuando hemos salido de la tumba de la desesperación, empezamos a saber que podemos sobrevivir una y otra vez, sea cual sea lo que la vida nos depare en el futuro. Y es esta esperanza la que nos lleva de una fase a otra de la vida cantando y bailando al pasar por los rincones oscuros. Pero la esperanza no es una virtud privada. La esperanza nos hace testigos de que el espíritu es invencible. La esperanza que damos a los demás se convierte en un don seguro para quienes sufren. Más aún, al haber sufrido, nos volvemos más solícitos para cuantos se encuentran solos en la oscuridad. El sufrimiento es lo que nos transforma en personas solícitas. Después, tras haber sobrevivido a la primera injusticia, la primera pérdida, el primer miedo, la primera inseguridad, el sufrimiento nos aporta algo más que esperanza: nos aporta también paciencia y seguridad. El sufrimiento nos enseña a esperar y a creer que el final de túnel se abre hacia la luz. El diario citaba Romanos 8,25: «Pero si esperamos lo que no vemos, aguardamos con paciencia». Para entonces, yo había sufrido, al parecer, lo bastante como para poder responder desde un fundamento de esperanza: «Naturalmente que espero lo que no veo: no veo que se cumpla la justicia de Dios, no veo que se refleje la igualdad de Dios, no veo que se reconozca ni se escuche ni se honre al Espíritu de Dios, ni siquiera en la Iglesia. Pero espero con esperanza lo que sé que debe ser. No es el cumplimento de estas cosas lo que me preocupa; es el cuándo. Y no, no conozco el cuándo, pero sé con absoluta certeza que se cumplirán. ¿Por qué? Porque ésa es la voluntad de Dios para nosotros: "nuestro bien, no nuestro mal"». He tenido toda una vida de experiencias que lo prueban. La muerte de mi padre a los veintitrés años no destruyó a mi madre, que tenía veintiuno. Años de incertidumbre y de tensión familiar no quebraron mi esperanza en la posibilidad de solución ni en la creatividad del conflicto. La formación en una vida destinada al retiro y la dependencia no socavó mi visión de la responsabilidad personal respecto de un mundo doliente. Al contrario, el sufrimiento personal nos saca de nosotros, llevándonos al dolor del mundo.
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Incluso como comunidad, comprendimos la relación entre el sufrimiento personal y el dolor del mundo, como ocurre en la mayoría de las familias. La propia comunidad ha afrontado la bancarrota, la pérdida del monasterio, el desahucio de sus tierras, la interrupción de sus programas educativos y los procesos normales de desarrollo profesional. Ahora comprendemos los miedos de las personas sin hogar y la pérdida, el hambre y la pobreza, como ningún libro puede enseñar. Al igual que el resto de los habitantes del mundo, descubrimos que el sufrimiento aguza nuestra conciencia ajena como ninguna otra cosa. El sufrimiento nos lleva a ser pobres con los pobres, y oprimidos con los oprimidos, y a estar dispuestos a alzar a quienes nos rodean como los pobres amish alzan graneros para otros amish tan pobres como ellos. Pero para ello debemos salir de nosotros mismos. Debemos salir de nuestro propio dolor. Debemos vernos como embajadores de la comprensión. Sufrimos a fin de convertirnos en presencia de Dios. El diario contenía una cita de Sallie McFague: «Le pedimos a Dios, como haríamos con un amigo, que esté presente en el gozo de la comida compartida y en el sufrimiento de los extraños». Yo, que sabía las implicaciones de esta afirmación, escribí: «Acabo de volver de una semana en Chautauqua hablando sobre el Dios que obra en nosotros. Y yo misma he hecho tan poco por ser imagen de Dios para los pobres, para los refugiados, para esta Iglesia tan rígida y dura... Sé lo que debe hacerse, pero no lo hago. Me encantan la seguridad y la comodidad. No estoy en búsqueda del riesgo de la revolución». Sin embargo, la revolución comienza con mi propia apertura al cambio, a los demás, a lo posible, a lo difícil. Pero me digo a mí misma que se trata de un problema ajeno, un talento ajeno, una vocación ajena. Me digo a mí misma lo que sea necesario para evitar otro cambio trascendental en mi vida. He decidido que la seguridad es mi pecado, pero no únicamente pecado mío. Los seres humanos nos aferramos como lapas al ayer, como si el cielo estuviera detrás y no delante de nosotros. Medimos todo lo bueno en función de lo bueno que poseemos hoy. Permitimos que nuestros pequeños éxitos dominen nuestra
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visión. No vemos que es posible más. Hacemos de nosotros mismos un dios y nos preguntamos por qué no reconocemos a Dios cuando el Dios de la conversión viene de nuevo a desperezar nuestra alma. Tomamos el pasado por norma, corriendo el riesgo de que nos asfixie. El Dios de la Danza nos hace señas para que salgamos de las cavernas del alma y vayamos hacia la fe, la confianza y los nuevos comienzos. Pero preferimos la oscuridad, aunque evitamos su santificante misterio y sus sagradas exigencias, y nos permitimos caer en la depresión. Mi diario era claro: «Debemos, de alguna manera, retener lo valioso del pasado y avanzar con valor y decisión hacia el futuro», decía Jean Blomquist; y yo respondía: «Cuando nos vemos atrapados por el pasado -por sus detalles, su vergüenza y sus estrecheces y cortedades-, es cuando para nosotros la vida se detiene. Cuando la vida viene definida para nosotros por los demás, limitamos nuestra concepción de nosotros mismos. Entonces expulsamos al Dios de la Posibilidad de nuestra vida. Nos negamos a ser ese "más" que somos. Nos sentamos en el montón de estiércol de nuestro pasado y hacemos de él nuestro presente. No creemos que Dios es, que Dios está en nosotros, que Dios está llamándonos para que salgamos de la oscuridad y accedamos a la luz». La oscuridad es uno de los caminos hacia Dios, siempre que la veamos como conducente hacia la luz y no la convirtamos en muerte de nuestra alma.
LA INMERSIÓN EN LA VIDA: LA OTRA CARA DE LA INTERIORIDAD
«Enséñanos a escuchar la pasión de nuestro anhelo, porque en él te descubriremos de nuevo». SHARON THORNTON
«Hay un maravilloso momento en la vida espiritual: el de caer en la cuenta de que la experiencia de anhelar algo no es mala, no es "pecado", no es egoísmo. Es la voz de Dios que nos lleva a descubrir nuevos aspectos de la creación en nosotros: una nueva experiencia de creación por doquier. Se nos ha enseñado a temer el deseo, en lugar de pensar en él como el imán del corazón. ¡Qué pena...!». JOAN CHITTISTER, Diario, 8 de enero.
Es muy fácil refugiarse en el yo y llamarlo «santidad». Hay corrientes enteras de la tradición espiritual -generadas por la teoría platónica de las ideas, consagradas por los maniqueos en una espiritualidad de negación y reforzadas por la teoría agustiniana del pecado original- que exigen el rechazo del mundo como un elemento de la vida espiritual. Olvidémonos entonces de que Jesús se hizo carne; olvidémonos de una teología positiva de la creación; olvidémonos del cuerpo como vehículo del espíritu. La teología de la negación puede resultar sospechosa ahora, en una cultura del confort para la criatura. Puede incluso parecer infundada en un mundo científico cautivado por las maravillas del cuerpo humano, los milagros creativos, las posibilidades tecnológicas y el recientemente descubierto respeto por la naturaleza. Pero tuvo gran éxito en épocas pasadas. E hizo un daño indecible. No sólo al cuerpo, sino también al espíritu. Hizo que cuanto hay en la vida resultara sospechoso: aprendimos a tener miedo a relacionarnos y a gozar y a la comodidad y al sexo y a los sentidos y a la dulzura de la vida dondequiera que la encontráramos.
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Pasábamos por la vida perdiéndonosla. Ser santo significaba dejar el mundo. Ser mundano era la peor de las faltas. Recuerdo una conversación que hizo que esa tensión me resultara exageradamente obvia. Cuando tuvo lugar, las religiosas llevábamos alrededor de un año en el proceso de sustituir los hábitos medievales por ropas modernas. Me encontré en un ascensor con un hombre encantador de mediana edad, cuya conversación resultó muy interesante durante los cincuenta pisos. «¿Y a qué se dedica usted, joven?», me preguntó aquel señor cuando llegamos al vestíbulo. «Soy religiosa benedictina», le dije tranquilamente. Le cambió la cara. Cuando la puerta del ascensor se abrió, frunció el ceño y se quedó un momento bloqueándola. «¿Se da usted cuenta -me dijo girando en redondo para mirarme de frente, azorado, pero aún más enfadado conmigo- de lo que le podría haber pasado? ¿Por qué no viste de hábito?». Yo le miré directamente a los ojos: «¿Y qué diferencia supone el hábito? -le pregunté-. ¿Está usted casado? Si lo está, ¿por qué le tira los tejos a nadie? Y si no lo está, ¿por qué trata a una extraña como si fuera un objeto de consumo?». Él atravesó el vestíbulo muy digno, sin volver la cabeza. Yo no puede evitar pensar en todas las mujeres violadas y en todos los hombres libres por «como iban vestidas». El largo de la falda de una mujer se había convertido en un elemento de la moral tan importante o más incluso que la inmoralidad misma. Hicimos del cuerpo un enemigo. La vida física era vista como una especie de hija bastarda de la creación. La santidad exigía la represión de todo lo santo que hay en la tierra. La disposición a maltratar al yo, castigarlo, reprimirlo y negarlo se había convertido en la medida de la santidad. Lo normal se volvió anormal. Esta división de la vida en los ámbitos de lo sagrado y lo secular nos ha dividido contra nosotros mismos, ha impedido nuestra experiencia de lo divino en lo humano, ha divinizado algunas categorías de lo natural -haciendo «santas» cosas que no lo son, como el funcionariado clerical o los instrumentos de la liturgia- y ha hecho peligroso, cuando no inmoral, el resto de lo natural. Años después de la conversación en el ascensor, mi diario indicaba los efectos de todo ello. Según Trish Herbert, «no se puede
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enseñar nada a nadie. Se puede crear un entorno en el que la persona pueda mirar en su interior, abrir los tesoros del pasado y descubrir la sabiduría que encierran». Después de años de ascetismo simbólico -años de ayuno, silencio y permisos, todo ello pensado para llevarnos a una especie de perfección pasada por un control de calidad-, yo escribí a mi vez: «La vida es un largo proceso de aprendizaje que nunca acaba. Crecemos pensando que avanzamos hacia la "perfección". Ahora sabemos que la perfección ni siquiera existe, que está en continuo cambio, que siempre es algo distinto. ¿Es esto cuanto hay que aprender? Puede que sea bastante». Sin embargo, saber que nunca podemos alcanzar la perfección en esta vida es algo que no se acepta fácilmente en una atmósfera espiritual basada en la perfección. La espiritualidad de la perfección es una espiritualidad del fracaso. Lo que necesitamos es una espiritualidad del crecimiento. Pasamos por la vida optando por lo bueno frente a lo mejor, por lo malo frente a lo bueno, por lo mejor frente a lo óptimo. Cada contratiempo de la vida se convierte en una oportunidad de aprender, en una oportunidad de tomar un camino más excelso que el anterior. Pero es también un peregrinaje por intelecciones aún más serias. Aprendemos, por ejemplo, que claustro y contemplación no son sinónimos. Para algunas personas, el claustro lleva a la contemplación; para otras, el rostro de Dios está en cada rostro humano que ven. Los contemplativos no se esconden de la vida, no temen lo natural, sino que experimentan el toque de Dios en cuanto hay en la vida. La vida misma los consume, dándoles la sensación de que lo sagrado está por doquier. No es preciso retirarse del mundo para ser santo. De hecho, puede ser más difícil vivir la espiritualidad retirándose que comprender la inmersión creativa en el mundo que nos rodea. De lo contrario, ¿cómo explicarnos al Jesús que anduvo de Galilea a Jerusalén curando a los leprosos, dando la vista a los ciegos y resucitando a los muertos?; ¿da Jesús la talla de contemplativo o no? Y si la da, entonces no hay duda alguna de que retirarse del mundo no es el único camino para serlo.
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Debemos aprender que la vida misma es de Dios, que lo natural es sagrado y que la vida interior y la inmersión en la vida son del mismo género. Si estamos en Dios, entonces todo en la vida se vuelve sagrado para nosotros. Buscar a Dios significa encontrarlo a nuestro alrededor. De hecho, el cuestionamiento acerca de Dios nos sume en la vida. Es precisamente cuando comenzamos a ver el mundo a través de los ojos de Dios cuando la vida se convierte en la medida de nuestra santidad. Entonces la vida se transforma para nosotros en materia de santidad, no en una amenaza para la espiritualidad. La vida humana se convierte en la vida eterna del espíritu. «Si cada día es un despertar, nunca envejecerás. Simplemente, seguirás creciendo», decía Gail Sheehy. Pero después de años de experiencia, después de toda una vida de búsqueda marcada por toda una vida de santos fallos, yo repuse: «Bueno, yo creo que es verdad que todos los días crecemos, pero no estoy tan segura de que cada día sea un despertar. A veces crecemos en lugares silenciosos que llevan años sin que irrumpa en ellos la luz del día ni la voz. A veces despertamos, echamos la vista atrás y comprendemos de nuevo, finalmente, lo que pensábamos que ya sabíamos o no habíamos querido saber tiempo atrás. Ese es el auténtico despertar». Para despertar, para crecer, debemos sumirnos plenamente en el proceso de vivir. Es a partir de la vida cómo aprendemos a aprender... y a empezar de nuevo. Es nuestro modo de pasar por la vida -tratando con los demás, absorbiendo lo natural, abordando las dificultades, embriagándonos de belleza, consumiéndonos por nuestros excesos- lo que nos hace lo bastante humanos para crecer hacia lo divino. Es a partir de la vida como aprendemos a conocer a Dios y a aspirar a la santidad. Son las opciones que hacemos cada día de nuestra vida, bien sea por crecer, bien por estancarnos, las que determinan la profundidad de nuestra alma. «Creo que cada uno de nosotros opta por un trayecto y descubre a su propia manera lo que es la vida», decía Jody Miller Stevenson. Yo respondí a esta afirmación con la seguridad de quien ha aprendido con mucho esfuerzo la verdad de algo. Como nos ocurre a todos. Escribí:
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«Optar es algo sumamente extraño. Solemos optar por lo que conocemos -nuestro contexto limita nuestras opciones-, y después descubrimos más. ¿Qué sucede entonces?; ¿podemos optar de nuevo? Sólo forzándonos; únicamente con dolor. No; no estoy segura de que verdaderamente optemos tan libremente como nos gusta pensar. Pero sí estoy segura de que en las opciones que hacemos "descubrimos en qué consiste la vida". Parte de ella es apenas soportable, y parte de ella es gozosa donde nunca habríamos esperado que lo fuera». Y toda ella es materia de santidad. No hay que excluir nada. Encontrar a Dios a través del bautismo de la vida es la verdadera medida de nuestra espiritualidad. Compadezcámonos de aquellos cuya santidad está hecha de menos.
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soca «Lo esencial para recuperar el ayer es comprender que no estamos solos, ni siquiera en el desierto». LINDA H. HOLLIES
«Saber que alguien más sabe dónde estás y siente lo que tú sirve para "recuperar" verdaderamente -al menos para mí- "el ayer". Atenúa cualesquiera cicatrices que hayamos sufrido en él. Es el estar sola con mi dolor, mi miedo y el peso de mis recuerdos lo que me aplasta contra el suelo. Pero cuando alguien me dice: "Lo sé"... "Lo comprendo"... "Veo por qué sientes lo que sientes"..., me recompongo, sano, maduro. Es la humanidad del otro la que devuelve mi humanidad a la vida». JOAN CHITTISTER, Diario, 20 de febrero.
A lo largo de la vida no dejamos de hablar de las relaciones humanas y de leer poesías que dicen que «Nadie es una isla», pero durante demasiado tiempo estas ideas han estado extrañamente desencarnadas. El amor que es amor nos ha ignorado en favor de un amor más intelectual que real. Incluso el matrimonio ha sido tratado como un arreglo doméstico -lo «natural», lo que había que hacer- o como una especie de obstáculo espiritual -algo preferible
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a «abrasarse»-. La idea de que el matrimonio podría ser la forma de irrumpir Dios en las vidas destinadas a ser santas la una para la otra se nos escapaba. La idea de que el matrimonio nos daba una idea del amor de Dios por nosotros rayaba con la blasfemia. Sabíamos, por supuesto, que las relaciones humanas tenían algo que ver con «amar al prójimo como a uno mismo». La más sencilla de las interpretaciones del cristianismo -nos decían- exigía que tendiéramos la mano a los demás. A fin de cuentas, todos somos hijos de Dios y, por tanto, responsables unos de otros. Pero no sabíamos que la relación misma ponía a prueba esa teoría. Ser responsable del otro, si no podíamos establecer relaciones reales, rayaba en lo imposible. Para dar amor a una persona es necesario haber conocido el amor, es preciso comprender que el amor es la única felicidad real necesaria. Por eso tantos niños, al crecer, se convierten en monstruos: son producto de la falta de amor. Nadie hablaba demasiado de estas cosas. Más bien, adquiríamos la idea de que el amor es un tanto desvaído. Cuanto más desvaído, mejor. No se nos decía que el amor humano encarnara el amor divino. Por el contrario, lo que sí sabíamos, dada la larga tradición de sospechas en torno al amor humano en el Occidente jansenista, era que las personas verdaderamente santas hacían muy bien en prescindir de él. La negación del placer y la vinculación del pecado a la sexualidad habían hecho perfectamente su trabajo. La comunidad, la familia y el «amor al prójimo» eran objeto de alabanza, naturalmente. Eran incluso criterios de la decencia humana. ¿Y por qué no? Requerían benevolencia, no pasión. Evitaban que cayéramos en el egoísmo que caracteriza a la humanidad. Cimentaban la comunidad humana. De hecho, era algo que venía exigido por el mero utilitarismo: si yo ayudaba a otros, entonces, si alguna vez yo mismo necesitaba ayuda -Dios no lo quisiera-, ellos me ayudarían a mí. No había en ello aportación del yo. Al menos, no del yo auténtico. El amor cristiano quería humanitarismo, no pasión. Pero si la idealización cristiana -o, para ser más exactos, desencarnación- del amor era obvia, su puesta en práctica nos eludía en todos los frentes. Nuestros ideales institucionales militaban en su contra. También en la vida pública el ideal era un «fuerte indi-
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vidualismo», esa actitud norteamericana de enorme dinamismo que hace de todos nosotros unos auténticos solitarios. Y, lo que es sumamente interesante, incluso en la vida espiritual el parangón era la persona para la que sólo Dios basta. Llegar a ser lo bastante santo, verdaderamente santo, significaba celibato, y los sentimientos, evidentemente, eran cosa del pasado. Las grandes teologías del ágape -la caridad humana- y el eros -el amor carnal- se hacían la guerra. Uno, el ágape, era cristiano, una especie de flexible benignidad; el otro, el eros, en fin..., era hermoso, pero lamentable. Éste, el que conllevaba lágrimas, era la forma inferior, obviamente. El ascetismo, la negación del yo y de las emociones, nos atrapaba en nuestro propio interior. Y todo por amor a Dios. «Los curas y las monjas [los religiosos profesionales, en otras palabras] nunca lloran en los funerales -me dijo mi madre en cierta ocasión-. No se entristecen porque una persona haya muerto, pues saben que esa persona ya está con Dios». Incluso siendo una cría, la idea me dejaba perpleja. Esa extraña mezcla de estoicismo y espiritualidad me disonaba. Me preguntaba si aquellas santas personas se «amaban las unas a las otras» de verdad o no. ¿Y qué clase de amor era aquel que funcionaba sin sentimientos? Yo tenía un periquito al que quería más, al parecer, de lo que aquellos cristianos se querían unos a otros. Traté de imaginar que no iba a entristecerme si mi abuela se moría, pero no pude ni representármelo mentalmente ni hacerlo realidad cuando sucedió. Yo tenía por entonces dieciséis años y lloré durante días. De alguna manera, yo había perdido en la espiritualidad de la autodependencia la virtud del desapego. Amaba y sufría y me preocupaba. Peligroso. Lo intento con todas mis fuerzas y nunca he renunciado. Ya he perdido a mis padres, y nada ha llenado el vacío. Dos amigas íntimas me dejaron demasiado pronto, y me quedé muy triste. En cada caso, el dolor es bienvenido y es real. Pero prefiero el dolor al insípido desapego. Mi diario me animaba con una cita de Jean Blomquist: «Quienes nos guían en la superación de los peñascos y las simas de nuestra vida revelan los muchos rostros de Dios». Yo había conocido el vivificante poder del amor y repuse sin pestañear:
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«De hecho, Jean Blomquist, ¿"vemos" verdaderamente a Dios en algún otro lugar o de algún otro modo? Mi vida es un largo desfile de rostros, pero casi exclusivamente los de quienes me han querido y me han llevado más allá del trauma de la violencia, más allá del dolor, a la alegría, esa alegría claramente culpable de ir más allá de lo que amenaza con destruirnos saliendo al otro lado como un ser humano pleno. La lista es larga, pero algunas personas destacan: la hermana Patricia María, Mary Jude, Theo, Mary Michael, Maureen y Lou. Doy gracias a Dios porque nunca me haya seducido el "desapego"». Teoría o no, después de años de vida monástica -una vida comunitaria- empecé a ver todo ello con otros ojos. El desapego -en el sentido de ser emocionalmente insensible-, sencillamente no funcionaba. Cuando la hermana Pierre murió, vi a la más ascética de nuestras ancianas hermanas llamativamente triste. Cuando Ellen y Mary Bernard, jóvenes artistas y hermanas de sangre, así como miembros de nuestra comunidad, murieron con sus padres en un accidente de coche, la priora lloraba a lágrima viva cuando lo anunció por el sistema de megafonía de la comunidad. Después, en el funeral, el resto de nosotras recorrimos el pasillo detrás de los ataúdes sin ver por donde íbamos, porque teníamos los ojos cegados por las lágrimas. Yo adquirí la idea de que quienes se entregan a Dios se entregan también a los demás. Olvidémonos del ágape, ese imperturbable, descomprometido y pobre sucedáneo de la unión humana. La idea de que la santidad exige anemia emocional, sencillamente no se tiene en pie en el día a día. La idea de que nada en la vida debe comprometernos hasta el punto de encadenar nuestro corazón a la tierra, clama al cielo por ser enmendada. Pasar por la vida sin sentimientos es no pasar por ella en absoluto. Hemos sido puestos aquí para amar, y no sólo por el bien de los demás, sino también por el nuestro. Atreverse a amar al otro como persona, en lugar de como una idea, es ponerse en disposición de ser moldeado una y otra vez por la vida. La gente que nos ama hace por nosotros lo que nosotros mismos no podemos hacer: activan lo mejor que hay en nosotros; nos respaldan en los momentos duros de la vida; nos fuerzan a ir más allá de los confines
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de nuestras experiencias para ampliar nuestra visión, para tener una perspectiva más auténtica. Nos muestran en la tierra el rostro de nuestro Dios creador y solícito. Me sentí a este respecto tan segura como me sentía acerca de la vida misma. «Cuando nos vemos reflejados en los ojos de alguien que nos ama y nos acepta tal como somos, nuestra alma se ve liberada», decía Marión Woodman. Y yo respondí: «No me cabe la menor duda de que ser amado por alguien es lo que nos proporciona la base necesaria para lanzar nuestra vida más allá de su pequeño círculo. Como ha habido gente que ha creído en mí y me ha alentado aun cuando no comprendían verdaderamente lo que yo estaba haciendo, he podido dar el paso decisivo de ir más allá de las aulas, más allá de la comunidad e incluso más allá de lo que se consideraba adecuado para una monja. Decisivo y plenificante». Puede que la más profunda intelección espiritual que podamos tener sea que el amor humano es la única prueba del amor de Dios que tenemos. Son también los únicos brazos que tiene Dios para amarnos aquí y ahora, clara y cálidamente, gozosa y dolorosamente. El ascetismo que expulsa de nosotros el amor -genuino apego humano- en nombre de Dios, nos deja con amor sin amar. Entonces, como personas espirituales cuyo espíritu ha muerto en su interior, nunca llegamos a conocer el significado de las lágrimas ni el coste de la pérdida ni la seguridad de la solicitud ni la opresión del dolor. Como dijo Francés Young, «la capacidad de prestar atención a alguien que sufre es rara y difícil; es casi un milagro; y sin casi: de hecho, es un milagro». Y como había sido educada para sospechar de los sentimientos, tanto de los míos respecto del amor como de los ajenos respecto del dolor, repuse: «Es tan difícil ver más allá de nuestros sufrimientos... A veces me pregunto si existe verdaderamente el "altruismo". Puede que sí para los santos. Yo sé que obtengo demasiada satisfacción de lo que hago como para poder llamarlo "sacrificio" o auténtico compromiso con los que sufren. Pero puede que algún día, antes de mi muerte, Dios me conceda la gracia del verdadero altruismo... al menos una vez».
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Pero estoy segura de que es algo que únicamente brota de un corazón moldeado por el amor. El amor es importante para el mundo y para el alma humana, por más razones que por el simple hecho de sacarnos de nosotros mismos o de ser un signo del amor de Dios. El amor integra de nuevo al mundo cuando se ha desmembrado. Únicamente el amor nos permite perdonar. Cuando el distanciamiento y el desapego son lo ideal, cuando el amor es más un piadoso tópico que una realidad, el perdón se convierte en un ejercicio de pedantería teológica. Se nos dice que perdonemos a quien nos ha hecho daño, mientras nuestro corazón está aún magullado y nos sentimos llenos de amargura. Así que decimos las palabras, pero no experimentamos los sentimientos. O, peor aún, experimentamos sentimientos que son parte del dolor: ira, rechazo, humillación, desamparo e incluso odio. Después de años de una buena relación que se había desvanecido súbitamente -sin acusaciones, sin explicaciones, sin ningún incidente concreto que justificara una fractura importante en la relación-, decidí abordar la situación directamente. No más notas ocasionales, no más mensajes a través de terceros, no más llamadas telefónicas sin respuesta y con la esperanza de reanudar los lazos. Esta vez pregunté directamente qué había hecho para que se rompiera algo aparentemente tan prolongado y auténtico. Dije que, si sabía qué era, trataría por todos los medios de hacer la necesaria reparación para que todo pudiera ser como antes. Pedí que, se tratara de lo que se tratara, fuera perdonada, porque no era consciente de ello y no había tenido intención de hacerlo. La conversación discurrió fluidamente, pensé yo, y mi esperanza creció. Fui bien recibida en el momento. Pero aquello nunca se vio seguido de ninguna otra comunicación personal. Nada. Entonces supe que, hubiera sucedido lo que hubiera sucedido -si es que verdaderamente había sucedido algo-, ése no era el problema. El problema era que, para empezar, allí no había habido nunca cariño alguno, aunque yo no me había percatado de ello. Únicamente el amor nos permite perdonar. Tomar conciencia de que la relación que supuestamente existía con un amigo de siempre ya no existe, y que quizá nunca existió realmente, nos conmociona
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profundamente. Pero la información vale la conmoción. Entonces, lo único que queda por saber acerca del perdón es que sólo nos herimos a nosotros mismos cuando nos negamos a dejar ir el dolor, cuando no estamos dispuestos a avanzar en la vida y somos incapaces de volver a confiar. Entonces la amargura que sentimos corrompe nuestra alma. Es mejor haber amado nosotros lo bastante para perdonar el daño emocional procedente del abandono que emponzoñar nuestra alma con el veneno de la recriminación. Únicamente si hay en nosotros un amor lo bastante grande como para trascender la profunda herida, la gran traición, la desconsiderada ruptura, podremos perdonar verdaderamente. Sólo si podemos preocuparnos por el otro lo bastante como para tratar de comprender qué le indujo al comportamiento que tanto daño nos ha hecho, podremos prescindir de nuestro dolor el tiempo suficiente para perdonar. El perdón es lo que damos cuando nuestro amor es tan real como nuestro dolor. Si amamos, podemos perdonarlo todo. Por eso los padres no repudian a sus hijos descarriados, los amigos esperan pacientemente que llegue algo que repare la desavenencia entre ellos, y los enamorados renegocian su convivencia fase tras fase, sean cuales sean las tensiones que haya entre ellos. Y sí, es verdad, algunas veces la relación ya no es la misma después de una ruptura; pero no es ésa la cuestión. La cuestión es, simplemente, si realmente hemos amado lo bastante para perdonar. Ser capaz de perdonar a los demás es el único atisbo seguro del amor de Dios por nosotros. Únicamente el amor reúne de nuevo a la comunidad humana que nuestra humanidad ha desmembrado. Según Cárter Heyward, «perdonar no es olvidar, sino re-componer lo que ha sido des-compuesto». Inmersa desde hacía mucho en lo que se nos decía era la gloria del no amar, yo repliqué con lo que había aprendido a lo largo de la vida: «Mi problema no radica en no perdonar. Puedo eventualmente darme por no enterada de algo, hacer sitio en mi corazón a las tensiones ajenas y saber que "no saben lo que hacen". Pero mi problema es siempre re-componer lo roto. Me resulta prácticamente imposible devolverle la integridad, así que me llevo a mi singular yo de vuelta al único refugio en el que realmente confío: mi persona».
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Sin unas auténticas relaciones humanas basadas en sentimientos, no en clichés acerca del amor de Dios, nunca podremos comprender el amor de Dios. Podremos hablar de amor sin pasar nunca por los inconvenientes ni el reto de ponerlo en práctica. Podremos permanecer en nuestros amargados y pequeños yoes sin pasar nunca por las responsabilidades de sentir. Haremos del amor el problema, no la respuesta.
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«Enséñanos la libertad de arriesgar nuestro individualismo para unirnos al círculo de tu familia y completarla». SONYA H. CHUNO
«Deseo unirme a la raza humana, sí, pero no deseo que nunca más mi vida mis ideas y mis posibilidades sean definidas por una institución. Antes de morir, quiero saber quién soy cuando estoy completamente sola y soy perfectamente libre de proyectos, horarios y expectativas ajenas. Quiero saber si hay un "yo" en mí». JOAN CHITTISTER, Diario, 6 de febrero.
Nos acostumbramos de tal modo a que nos definan las cosas y las personas que nos rodean que olvidamos cómo ser nosotros mismos, si es que alguna vez hemos sabido cómo hacerlo. Cuando su marido murió tan repentinamente y tan joven, la familia entera dio por supuesto que Anne no tardaría en volver a casarse. Anne era una juvenil mujer de mediana edad con un impecable gusto por las mesas bien puestas, una enorme debilidad por los pañuelos de seda y los abrigos largos, una gran afición por los viajes y un impecable estilo para ir del brazo de un hombre. Cuando el duelo ocupó, finalmente, el lugar adecuado en su me-
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moría, empezó de nuevo a aceptar invitaciones. Sin embargo, en su círculo de amistades había muchas parejas, y los amigos tuvieron el cuidado de que hubiera un hombre «extra» para ella. El segundo matrimonio, decidimos todos, no estaría muy lejos. De hecho -decía la gente-, sería un tributo a la buena calidad del primero. Pero Anne no se volvió a casar. Después de que un cercano compromiso terminara en compañía ocasional, dijo haber descubierto que «le gustaba estar sola». Cuando Theo murió, todo el mundo se preocupó por hacer que Alice estuviera acompañada y fuera objeto de todo tipo de invitaciones. Después de todo, aquellas dos mujeres habían sido amigas y compañeras de trabajo durante treinta años. Alice, más mayor ahora, se sentiría sin duda sola. Pero no. «No quiero nuevos amigos -nos dijo un día-. Los amigos ocupan demasiado tiempo». Yo lo vi con claridad: hay un tiempo en la vida en que el propósito de la misma es recuperar el yo. Llega un momento en la vida en que la natural dependencia de la juventud, disfrazada de compañía, se acaba, y no nos quedamos más que con nuestra propia persona. La amistad es algo sagrado, pero no fácil. El amor y la amistad nos hacen salir de nosotros, sí, y eso es ciertamente bueno; pero si en nosotros no hay nada más que nosotros mismos, entonces no tenemos nada que dar. La dirección espiritual, «amistad sagrada», puede encontrarse en todas las grandes tradiciones espirituales, pero su propósito no es atarnos a alguien más sabio que nosotros -gurú, gran guía, maestro espiritual, bodhisattva, santo...-. El propósito de la dirección espiritual es facultarnos para ser santos nosotros. «¿Para qué sirve un maestro?», preguntó el discípulo al sufi. Y el sufi respondió: «Para hacernos comprender la importancia de no tener ninguno». Parte del proceso de llegar a ser nosotros mismos, no obstante, consiste en disponer de alguien con cuya sabiduría contrastar la nuestra, en aprender a decir nuestra verdad. «Cuando tenemos amigos y les hacemos verdaderamente partícipes de nuestra verdad, las cosas cambian por completo», decía Donna Schaper. El problema es que, una vez que llegamos al punto de tener una verdad propia, tenemos que decidir cuál es el momento debido y seguro de hacer partícipes de la misma a los demás. Es un conflicto sumamente real. Yo respondí a la cita de Schaper con cautela:
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«Yo me esfuerzo por alcanzar la verdad, pero nunca llego verdaderamente a ella con nadie, por miedo a hacerle daño, desilusionarlo, escandalizarlo o hacerle sentir deprimido. Me encantaría ser "sincera" con alguien, pero estoy empezando a dudar de que ello sea realmente posible con nadie. De hecho, ¿es justo cargar a otro con una "verdad" que no puede ser cambiada? Puede que lo máximo que podamos lograr sea honradez en nuestras preguntas». La amistad espiritual no está destinada a ser una muleta ni un sucedáneo del autocontrol o la auto-observación que nos invita a crecer, sino un puente hacia el desarrollo del yo. El tipo de amistad que sirve para nuestro desarrollo nos permite llevar nuestras cargas ayudándonos a entenderlas. Nos proporciona confianza para desenvolvernos por nosotros mismos, así como para hacer partícipes a los demás de nuestros pensamientos y preocupaciones. La amistad nos permite ser nosotros mismos, no una copia -una especie de modelo experimental- de nadie. «Amigo» es una palabra que los occidentales utilizamos muy a la ligera, casi sin entidad. En la antigua Grecia, «amigo» significaba aliado político. Actualmente, se ha convertido en sinónimo de compañero, camarada, colega, alguien con quien pasar el tiempo. Los amigos son las personas que actúan como una especie de referencia social durante los años de crecimiento, proporcionando la medida con la que nos evaluamos a nosotros mismos: nuestras respuestas emocionales, nuestra apariencia física, nuestra agudeza intelectual, nuestra deseabilidad social... Son una parte de la vida sumamente necesaria: nos validan, nos acompañan, nos ponen en contacto con el mundo; pero, por regla general, no exploran el territorio de la psique con nosotros. Somos imágenes reflejas el uno del otro, y ambos trazamos nuestro camino poniendo un ojo en el otro. Los amigos nos dan seguridad y aprobación, nos acompañan en la época de crecimiento y nos proporcionan agarre para afianzarnos en nuestro yo. Nuestros amigos atraviesan con nosotros los avatares de la vida, pero no son ellos quienes guían nuestra alma. En la tradición espiritual, por lo demás, «amigo» significa persona ante la cual se desnuda el alma, no en una efusión de egoísmo narcisista, sino al modo en que extraemos oro de la roca: cuidadosa y reverentemente. Veo en mi amigo a alguien más sabio
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que yo. Esta clase de amigo es alguien que sirve de apoyo en medio del torbellino espiritual y que tiende una mano en las crisis. Este tipo de amigo ofrece más que presencia, más que compañía. Mientras otros atan, este amigo, sencillamente, nos libera para ser nosotros mismos. Y es fiel. Esta es la persona a la que recurrimos, sabiendo que encontraremos un apoyo ilimitado y una comprensión libre de toda clase de juicios. «Amigo -dijo Anne E. Carr- es quien es fundamentalmente un misterio inagotable, nunca plenamente conocido y siempre sorprendente». Después de años de comunidad y amistad, yo entendí las implicaciones y el propósito de todo ello. Y escribí: «Amigo es quien deja al otro libre. Así, el misterio no cesa nunca. Yo quiero amigos que puedan ser ellos mismos, que vivan su propia vida, que sean su propia persona, que sigan su propio camino y que me permitan a mí hacer lo mismo. Hay algo en mí que desea recorrer el mundo a solas, y en esa soledad, y debido a ella, ser capaz de entrar en contacto con el mundo entero». Cuando en la amistad, por no hablar del matrimonio, cargamos al otro con la obligación de satisfacer todas nuestras necesidades emocionales, nos condenamos a la decepción. Es más, estoy convencida de que obrando así desaprovechamos la lección más importante de la vida: que nadie puede colmar todas nuestras expectativas ni satisfacer todas nuestras necesidades. En este punto, nada ni nadie será nunca bastante para nosotros. Nuestro anhelo es mucho mayor de lo que este mundo puede satisfacer, por lo que siempre nos sentimos decepcionados. Siempre. Pero la decepción es en sí misma un don. La decepción nos impulsa en nuestra búsqueda de vida. Pasamos de una falsa promesa a otra, engullendo las cosas y las personas a grandes tragos, sólo para encontrarlas insípidas acto seguido. Y ése es el secreto del contento. Cuando descubrimos que nunca nos bastará con lo bastante, es cuando finalmente dejamos de patalear y debatirnos en nuestro paso por la vida, renunciamos a ello y dejamos que Dios sea nuestra brújula. Entonces estamos preparados para unir nuestros esfuerzos a los del resto de la raza humana como compañeros en la gran empresa de la vida. Entonces caemos en la cuenta, no sólo de la in-
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suficiencia de aquellos en quienes hemos depositado la carga de nuestra satisfacción emocional, sino también de nuestra propia insuficiencia. Como ni ellos ni nosotros somos Dios, podemos finalmente ser amables unos con otros. Kathy Wonson Eddy escribía en su diario: «Centramos en Dios es lo que nos proporciona el impulso y la energía para salir de nosotros mismos y unirnos a los demás». Pero esta cita me dio bastante guerra. A juzgar por el número de personas cuyo corazón se ha roto en su búsqueda de la felicidad perfecta en esta vida, me dio la impresión de que las cosas funcionaban a la inversa, y escribí: «Tengo mis dudas acerca de que el "centrarnos en Dios nos proporcione el impulso para salir de nosotros e ir hacia los demás". Yo creo que es a través de nuestros lazos con los demás como llegamos a saber que hay "algo más". Nos aferramos a la gente con la esperanza de llenar nuestro corazón, y descubrimos únicamente las dimensiones del abismo que ellos no son capaces de llenar. Entonces Dios se hace cada vez más evidente». Cuando, finalmente, comprendemos que Dios utiliza la belleza en este mundo para llevarnos a la belleza eterna, podemos permitirnos dejar de esperarla aquí. Yo creo que la edad cambia también el modo de relacionarnos con la gente. Hay un momento en la vida en el que ir hacia el propio yo es más importante que salir hacia los demás. Hay un momento en el que ya no busco diversión ni compañía ni aprobación, ni siquiera sabiduría. Busco paz; busco integración; busco sustanciar mi propia identidad y re-establecer mi visión. Estoy llegando a la paz con el dios-yo interior. Entonces empezamos a buscar en nuestros amigos, más que una guía, una comunidad que nos confirme. La cita de Alice Adams decía: «Creo que las mujeres sabemos cómo ser amigas. Eso es lo que nos salva la vida». Yo decidí que posiblemente es verdad. Las mujeres establecen vínculos. No malgastan la vida probando su prestigio ni su machismo ni su poder. Necesitan amigas únicamente para confirmar la sensación de valía personal derivada del hecho de ser escuchada, de ser respetada y de que se busque su compañía. La amistad les dice que siguen siendo una parte vital y muy valiosa de la empresa humana. Después de llevar décadas
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viendo a muchas mujeres, y a mí con ellas, crecer en años y en madurez en comunidad, en la viudedad y en la jubilación, escribí: «No sé si las mujeres tienen o no un talento particular para la amistad. Cuanto mayor me hago, tanto más rica me siento interiormente y más estable sé que soy. Por eso siento menos necesidad de "amigos" en el antiguo sentido de la palabra. No busco un cortejo de personas que me hagan sentirme a salvo, querida o segura. Compañeros, sí, pero no amigos que me guíen por la vida. Ahora los necesito simplemente para charlar a lo largo del camino». Puede que, cuanto más tiempo estemos sobre la tierra, tanto más lejos de ella nos hallaremos. La vida es una obra teatral en dos actos: el nacimiento es un milagro, pero la emergencia de la plenitud del yo es un misterio. Llegar a ser uno mismo supone una lucha constante entre dos polos: dependencia e independencia, identificación con los demás y seguridad en uno mismo. Ignorar cualquiera de esos dos polos es negarnos una necesaria parte de la vida personal y del crecimiento espiritual. Por otro lado, cultivar ambos significa tener que estar en equilibrio entre ellos, lo cual constituye un malabarismo de no pequeñas proporciones. «Los misterios de las mujeres son del cuerpo y de la psique», en palabras de Jean Shinoda. Aunque no me cabía duda acerca del misterio de todo ello, no estaba segura de que Shinoda y yo lo llamásemos del mismo modo. Yo veía el misterio de la vida de una mujer como una indescifrable danza entre el nacimiento del yo y la reverencia por los otros. Y escribí: «El "misterio" de mi vida es la contradicción entre un sentimiento de aislamiento, por un lado, y de asfixia, por otro. En muchos aspectos, estoy demasiado "cuidada", lo que implica constreñida. Por otro lado, me siento casi totalmente sin conexiones o compromisos humanos auténticos. Vivo en "comunidad" sin la misma clase de "comunidad" que todos los demás tienen. Y, sin embargo, la comunidad no me estorba, y tengo una vida maravillosa que, sin ella, sería imposible. Es un verdadero "misterio" este equilibrio entre el grupo y el individuo, el individuo y el grupo».
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Amar al otro sin perder el yo, honrar la plenitud del yo sin perder de vista al otro: he ahí el sacramento de la amistad. En último término, la amistad debe ser tanto luz como libertad. «Las mujeres extraen una particular fuerza del hecho de ser parte de una comunidad», según Barbara Barksdale Clowse. Y habiendo pertenecido casi toda mi vida a una comunidad, yo repuse: «Supongo que es verdad que la "comunidad" es un talento y una fuerza de las mujeres. Pero, para mí, poder ser independiente y libre es igual de importante. Quiero saber que no soy un "clon"; quiero saber que he llegado a la plenitud en mi interior para tener realmente algo que aportar a una comunidad que sea algo más que el reflejo de alguien distinto». Sólo cuando seamos verdaderamente nosotros mismos, podremos ser, de hecho, algo positivo para los demás. Sólo cuando seamos verdaderamente nosotros mismos, nuestra vida espiritual será propiamente nuestra.
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«oca «La auténtica sabiduría implica aprender de la sabiduría de personas olvidadas o marginadas». MARÍA HARRIS
«A medida que nos hacemos mayores, o a medida que yo, al menos, voy haciéndome mayor y más consciente de la presencia de la muerte a mis espaldas, me veo observando a los demás con gran intensidad. Quiero saber lo que saben acerca de vivir como es debido; quiero oír de ellos lo que ahora lamentan; quiero tamizar el oro de cada momento que se desliza de mis manos brillante y vacío». JOAN CHITTISTER, Diario, 24 de agosto La tradición espiritual del mundo occidental, con su historia de Estados teocráticos y de sometimiento de los reyes a los papas, está plagada de admoniciones de todo tipo instando a obedecer. Un día, pregunté a mi maestra de novicias en la clase de religión qué debía hacer una persona si se le mandaba hacer algo que consideraba indebido. Ella no era una mujer muy brillante, pero sabía con certeza algunas cosas: «Obedecer -me dijo-. Si la orden es indebida, la persona que la ha dado será castigada. Pero quien obedece será recompensado por obedecer». La respuesta no convenció a nadie.
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Puede que la generación de mi maestra de novicias aceptara esas órdenes tan expeditivas, pero la nuestra no estaba tan dispuesta a hacerlo. Seguíamos siendo lo bastante obedientes, por supuesto -o lo bastante listas, según se mire-, como para no rebatir su interpretación; pero realmente no la aceptábamos. Éramos hijas del Holocausto y de los juicios de Nürnberg. Éramos unas jóvenes que habían visto a la anterior generación de mujeres comenzar a encontrar su propia voz durante la guerra y negarse a volver a la invisibilidad doméstica cuando ésta terminó. Hacía mucho tiempo que habíamos escuchado la palabra «conciencia» y conocíamos sus implicaciones. ¿Por qué el pueblo alemán toleró a Hitler?; ¿por qué los soldados cristianos no se negaron a poner en marcha las cámaras de gas? En un cierto nivel, la respuesta, obviamente, es: por miedo a las represalias. Pero en otro nivel es, sin lugar a dudas, el hecho de que la obediencia a la autoridad era una virtud cardinal para esa generación. La autoridad había descompuesto en factores nuestra conciencia personal. Se nos enseñaba que, cuando se nos decía que hiciéramos cualquier cosa, ésa era la voluntad de Dios con respecto a nosotros. La autoridad les venía de Dios al papa y a los gobernantes seculares. Nuestra misma salvación dependía de la obediencia. Entonces, ¿con qué derecho podían los «peones» de la sociedad resistirse a los dictados del Estado? Pero esa idea, con el posterior refrendo del Concilio Vaticano n, desapareció con los juicios por crímenes de guerra. No; la obediencia ciega no tenía ningún aura para nosotras. Puede que hubiera santificado a la generación de nuestra maestra de novicias, pero, como un gusano en la arena, había comenzado a agostarse y morir en la nuestra. No era la obediencia lo que constituía nuestro ideal. Nosotras queríamos mucho más que obediencia. Buscábamos la sabiduría, esa varita de zahori de la bondad que no falla ni frente a la autoridad ni frente a la permisividad. En mi propia vida, empecé a prestar menos atención a la ley que a la experiencia y las ideas luminosas de quienes me rodeaban. Buscaba oyentes que pudieran ayudarme a escuchar mi vacío. «Asociada al elemento femenino en todas nosotras está la sensación de encontrarnos en el núcleo de la propia persona», en palabras de Ann Belford Ulanov. Después de años de buscar esa verdad más profunda que la ley en nosotros, yo repuse:
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«El problema de estar "en el núcleo de la propia persona" es que nos vemos forzados a mirarnos cara a cara. Entonces no hay nada que disminuya la sensación de pérdida o de fracaso, de soledad o incompleción, que el camino de la vida ha dejado en nosotros. En el núcleo de nosotros mismos, toda esperanza es puesta al desnudo, todo dolor es palpable. ¡Cuánto más fácil era cuando sólo el trabajo era el centro, y la "obediencia" era la razón última...! Ahora el pesar está al acecho, y las posibilidades se insinúan. Demasiado tarde, demasiado tarde quizá para arrepentirse o para responder». Las normas y las órdenes pueden constreñirnos, pero no moldearnos. El moldeado tiene lugar cuando encontramos a alguien cuyo espíritu y el nuestro coinciden en sus perfiles. Los «costumbreros» y las normas no me conformaron. Fue la imagen de la hermana Margaret completamente inclinada sobre el banco a las seis de la mañana, y de nuevo a las diez de la noche, lo que abrió mi corazón a la oración. Fueron Alice y su imaginación las que forzaron a mi espíritu a obedecer. Para Alice cualquier cosa era posible. Seguimos teniendo los «costumbreros» que ella comentó. «¡Tonterías!», había escrito en los márgenes junto a los puntos que consideraba inútiles. Fueron Mary Michael y su sentido de la libertad los que tocaron mi corazón. Mary caminaba con ritmo; cuando hablaba, le brillaban los ojos; y echaba la cabeza hacia atrás al reír. En suma, hacía humana la vida religiosa. Fueron Marie Claire y su largueza como superiora las que años después abrieron en mí las compuertas de la generosidad. «Aquí hay dinero -nos dijo cuando partíamos para el fin de semana-. Parad en el camino y comed algo». Después tronó a nuestras espaldas cuando nos íbamos: «¡Y no os sintáis obligadas a gastarlo todo!». Pero 1° hicimos, y nunca dijo ni pío, reglas o no reglas. Se trataba tan sólo de pequeñas cosas, únicamente de unos mi' límetros fuera del tiesto, pero me probaban que ningún límite er# una barrera para la vida, a no ser que uno lo permitiera. Escuchaba el modo en que la gente realmente vivía la vida de la que habla' ban, y aprendía que la distancia entre la obediencia y la sabiduría era tan grande como toda una vida. Fue la experiencia acumulad*1 de pequeños actos de humanidad, de fuertes actos de valor, de &' ros actos de conciencia en una vida robotizada, lo que hizo que, de
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ser una rigorista institucional, pasara a ser una mujer con mente propia. Fue la conciencia de la gente que me rodeaba la que me liberó para tener también conciencia. «Hemos visto delicadas flores brotar de las rocas, y las manos de un niño pequeño llevar la cura del sufrimiento y el remordimiento», en palabras de Ansley Coe Throckmorton. Yo pensé en todas las personas que habían incidido en mi vida y escribí: «Son las pequeñas cosas de la vida las que nos afectan. Las grandes máquinas trituradoras de la existencia que están a nuestro alrededor -el ejército, la banca, las instituciones- nos controlan, sí, pero no inciden en nosotros. Es en el nivel del individuo donde se nos hace mejores, perfectos. Es una inclinación de cabeza de asentimiento o una sonrisa burlona lo que nos moldea. Vivimos en medio de grandes oleadas de tendencias, modas e ideas que todo lo barren, sí; pero la vida se hace cada vez más concreta a medida que avanzamos por ella. Nos convertimos en aquellas personas que han incidido en nosotros». El hacerse persona es un proceso, no un hecho. Vamos destruyendo, uno a uno, los fantasmas de nuestro crecimiento. Nos apartamos de los absolutos en que hemos sido educados, para ponerlos a prueba por nosotros mismos. Nos ponemos a escuchar a nuestro yo, para saber qué nos mueve realmente. Escuchamos a los demás únicamente con el fin de determinar la calidad de la moral que se nos ha dado como moneda corriente. ¿Es verdad que el poder constituye la norma?; ¿es verdad que la honradez es -siempre- la mejor política?; ¿es el «porque yo lo digo» razón de nada? Y, por encima de todo, ello también significa ser escuchado en lugar de ser controlado, ser oído en lugar de ser reprimido. Las instituciones, los sistemas, los gobiernos, las figuras de autoridad -secular o sagrada- que no escuchan, no perduran a largo plazo. «Escuchar puede ser un acto vivificante», escribía Diane Ackerman. Después de años de escuchar a la gente en mi trabajo, después de años de golpear a las puertas de una Iglesia que no escucha a las mujeres, yo escribí a modo de réplica: «Escuchar es siempre un acto vivificante. ¡Hay tantas personas que no han sido oídas nunca en su vida...! Se han enfurecido contra esa sordera a base de alcohol, ataques de cólera, sexo y
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parálisis social, pero ni aun así ha percibido nadie su mensaje. Todos tratamos de ser oídos. Debemos escuchar más y mejor a todo el mundo». Sobre todo, he conocido el valor de ser escuchada en mi propia vida. Ningún conjunto de reglas ni prescripciones de lo alto me han hecho atravesar la oscuridad ni me han dado valor para las alturas. Ha sido la gente que ha dedicado tiempo a escucharme la que me ha dado algo más importante que normas para vivir. Me han devuelto la conciencia de mí misma, de mis propias convicciones, de la ley de Dios en el corazón. «¿Cuándo te ha permitido expresarte y transformar tu ira la escucha sincera y solícita de alguien?», escribió Jan L. Richardson. A mí no me cabía duda de que así había sido. Una y otra vez, he sido llevada a dar el siguiente paso de vida, convicción, valor y certeza por quienes estuvieron dispuestos a ayudarme a medir las profundidades de mi corazón. Por eso escribí: «Los oyentes son la especie más rara del mundo. Es fácil dar con figuras parentales, gurús, líderes, grandes señores curiales e importunos; pero los oyentes -los que escuchan el dolor que hay detrás del dolor, que te permiten explorarlo y trabajan contigo para que encuentres un camino para superarlo- son escasos y aislados -en toda mi vida sólo he conocido a uno-. Pero ¡qué gran diferencia suponen...! Gracias a ellos he sobrevivido tanto a mis comienzos como a mis finales». Escuchar a los demás y ser escuchados nos permite separar el grano de la paja, tanto en nosotros como a nuestro alrededor. Las órdenes nos conminan a una respuesta inmediata, pero la escucha nos libera para repensar las cosas. No tengo la menor duda de que el cultivo de la sabiduría es mayor que la práctica de la obediencia. Sé por propia experiencia que la escucha ha sido siempre más útil para el desarrollo de las personas que el dictar órdenes. Estoy convencida de que llegar a comprender nuestros motivos, nuestros principios, es más determinante en nuestra vida espiritual de lo que pueda serlo nunca el acatamiento de la voluntad de alguien. Las consecuencias de ambas cosas determinan el aspecto del mundo que nos rodea y, sobre todo,
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nos revelan nuestra persona a nosotros mismos. Jean Houston escribió en cierta ocasión: «Nuestra mayor genialidad puede ser la capacidad de cargarnos mutuamente los circuitos sanadores y evolutivos». Yo pensé sobre este lenguaje, que sonaba tan extraño, y decidí que sí, que contribuimos a la constante evolución del mundo, que sanamos el cuerpo tanto sanando el alma como con cualquier cosa física que hagamos. Es una idea sobrecogedora. Y escribí: «Creo que Houston quiere decir que todo contacto es una invitación al crecimiento y un potencial para el mismo. Nos estimulamos mutuamente; nos desencadenamos reacciones recíprocamente; animamos a los demás a llegar a nuevos niveles de pensamiento y acción. Importante: elige tus amigos con sumo cuidado, y no descartes a tus enemigos, porque también te están creando».
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«Entre la invocación y la bendición está la posibilidad de proclamar la justicia». MAREN C. TIRABASSI
«Entre la vida y la muerte, todos podemos hacer un esplendoroso acto de bondad -por pequeño que pueda parecer en un determinado momento-. La vida es la oportunidad de proclamar una gran verdad frente a una gran mentira. Puede parecer que nadie la escucha; puede dar la sensación de que nada cambia... Pero el no proclamarla es el auténtico pecado. Por tanto, la pequenez es el destino incluso de los grandes. Únicamente la práctica de la justicia es una buena excusa para haber nacido». JOAN CHITTISTER, Diario, 23 de enero. La vida espiritual puede ser una gran trampa, una larga incursión en la irrealidad. La ilusión de la paz perfecta nos persigue a todos, y la alimentamos en la oración, el rito y la contemplación destinados a sustraernos del estrés y las tensiones del mundo que nos rodea. No oramos con el fin de obtener fuerzas para afrontar la vida tal como es; oramos para ignorar la vida tal como es. Hacemos todo lo posible por negar el sucio y obviamente frustrante carácter de la vida evangélica -no malolientes leprosos, no sucios tullidos, no empalagosos ciegos- para nosotros. Nos decimos que queremos «la vida espiritual». Y lo hacemos en nombre de Dios. Durante los primeros tiempos de mi formación religiosa, me esforzaba por reconciliar a los dos grandes adversarios espirituales en mi propia vida. Somos la orden que, según los historiadores, «salvó a la civilización occidental». Bueno, puede que sí -pensaba yo-; pero, en tal caso, no podía imaginar el cómo. Nos autodenominábamos «de semi-clausura»; la gente podía venir a visitarnos, pero nosotras rara vez visitábamos a nadie. Yo no tenía
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ni idea de cómo se esperaba que fuéramos a salvar la civilización. Vivíamos detrás de unos muros, nunca salíamos de los terrenos del monasterio sin permiso, necesitábamos el consentimiento de un superior para hablar con los seglares en nuestra propia casa, y rara vez pisábamos la calle. En una de esas raras ocasiones, mi compañera -la hermana que me habían asignado para que me acompañara al médico- y yo nos encontramos en medio de la ciudad en el día más caluroso de julio, bajo un sol de justicia. El pesado hábito de estameña se me pegaba a la espalda, debido al sudor; los calcetines de algodón y la abrazadera metálica me herían las piernas. La toca de lino se reblandecía progresivamente en torno a mi cuello. Los duros zapatos abotinados me pesaban en los pies, y cada paso me suponía un enorme esfuerzo. De pronto, tres chicas que no se sabía de dónde habían salido nos adelantaron con sus pantalones cortos, sus camisetas de tirantes y sus sandalias, mirándonos y riéndose burlonas, como típicas adolescentes. «Porque ellas van así -me dijo mi compañera-, nosotras vamos así». Aquella lección se me ha quedado grabada a lo largo de los años. ¿Qué estábamos haciendo exactamente?; ¿qué sentido tenía vivir en un siglo en medio de otro?; ¿qué había en el hecho de ser «raro» para que constituyera un elemento esencial de la vida espiritual?; ¿por qué es la reacción la única respuesta al cambio social? Estas preguntas desmienten esa forma de espiritualidad que pierde el contacto con la realidad y, por ello, se considera a sí misma más espiritual. Creamos un falso dilema, y le llamamos «santidad»: lo sagrado versus lo secular; Dios versus el mundo; la espiritualidad versas la mundanidad. Buscamos a Jesús en el templo, pero nunca entre la multitud. Los manuales de dirección espiritual del siglo xix en Francia describían los pasos hacia la santidad destinados a llevar la espiritualidad más allá de la vida cotidiana, al nivel de lo sobrenatural. Estructuraban la vida espiritual en tres niveles distintos de compromiso. Según Benet of Canfield, el nivel inferior se implicaba en los acontecimientos del mundo1. El siguiente nivel luchaba por la
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Gordon MURSELL (ed.), The Story of Christian Spirituality: Two Thousand Years, from East to West, Fortress Press, Minneapolis 2001, p. 227.
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iluminación interior. Y los espiritualmente más avanzados experimentaban la «aniquilación del yo», siendo llevados a la contemplación directa de Dios. Para ellos la vida en la tierra era un tiempo para la maduración del alma, no para traer el reino de Dios. La vida sobre la tierra era simplemente una larga espera del cielo. En su extremo, el quietismo, el distanciamiento del yo respecto de las cosas del mundo y en favor de las celestiales, fue denunciado por la Iglesia. Lo cual es bueno, si es que la santidad de Jesús de Nazaret ha de ser nuestro modelo. Pero las denuncias eclesiásticas de la piedad quietista fueron siempre demasiado brutales para ser efectivas. Los convencidos del quietismo se convencieron aún más, y los enemigos de la Inquisición por otras razones, en sintonía con los quietistas, únicamente toleraron más aún esas ideas de la total espiritualización de lo espiritual. En último término, la tendencia quietista de la espiritualidad dejó su huella en todos nosotros. La piedad, en lugar de la tradición profética, ha sido durante siglos, e incluso en nuestro tiempo, el signo distintivo de lo cristiano. Sin embargo, hoy los profetas del pietismo nos dicen que oremos «por la paz» y «para que se haga la voluntad de Dios». Y esto, ciertamente, es importante. Pero no piden de nosotros que hagamos algo para que esas cosas ocurran. El pietista profesional que hay en nosotros actúa como si el libro del Génesis, con su insistencia en la responsabilidad personal, nunca hubiera sido escrito. Nos engañamos si creemos que lo que se espera de nosotros es que vivamos en este mundo como si viviéramos en el otro. Nos creamos un diabólico cubil de complacencia y lo llamamos «vida espiritual». Hacemos del quietismo el ideal de nuestro tiempo. Cada época fabrica una herejía propia de su tiempo, y el quietismo es la nuestra. Ahora lo llamamos «separación entre Iglesia y Estado», pero sus efectos son básicamente los mismos. En lugar de defender el sentido original de la proposición -que ninguna religión sea la única religión del Estado-, abusamos del concepto para silenciarnos a nosotros mismos en nombre de la espiritualidad. Ignoramos el ámbito público y nos llamamos «espirituales» por hacerlo. Nos silenciamos en nombre de la espiritualidad. Nos apartamos de las cosas «pasajeras». Aspiramos a «cosas más excelsas» que la justicia o la preocupación por los oprimidos. Nos
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perdonamos nuestro desinterés por los problemas de nuestro tiempo apelando al hecho de que son cosas que no tienen nada que ver con el ser cristiano. Y afirmamos que únicamente las leyes y las costumbres tienen que ver con el ser cristiano, no el evangelio. «Rogad, pues, al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies», recogía mi diario citando a Mateo 9,38. Es un versículo importante... e inquietante. Desde la guerra de Vietnam, me he debatido entre dos tensiones en mi vida: ser buena o ser justa; ser una ciudadana obediente o ser una ciudadana con conciencia. Mi diario planteaba el tema de nuevo. Decía: «No es responsabilidad mía salvar al mundo, detener la guerra, cambiar a la Iglesia, liberar a la mujer... Dios se ocupará de todo ello, porque la destrucción del planeta, las masacres patrocinadas por el gobierno -encubiertas por el indecente eufemismo de la palabra "guerra"-, el imperialismo eclesiástico y el sexismo son insidiosos gusanos que se han introducido en las que, de lo contrario, serían grandes ideas. Pero sí es responsabilidad mía hacer algo por erradicar todas esas cosas desde allí donde me encuentre, o cargar con el pecado de ser parte de todas ellas. La conciencia compromete. Cuando se ve que lo que se autodenomina "virtud" es en realidad pecado, no hay más opción que resistirse a ello. Pero su final depende de que la sociedad sea capaz de alcanzar la masa crítica de resistencia. Para ello, Dios tendrá que "enviar obreros a su mies"». Si hay un problema importante en la espiritualidad actual, puede perfectamente serlo el hecho de que no hacemos lo bastante para formar a los cristianos con el fin de que se opongan al mal. Los formamos para el aguante paciente y la conformidad cívica; los formamos para ser «buenos», pero no necesariamente para ser «santos». Obrando así, hacemos cristianos obedientes, en lugar de cristianos audaces, como si soportar el mal fuera más importante que hacerle frente. Seguimos dividiendo la vida en partes: una espiritual, y la otra no. Esta tensión entre lo profano y lo espiritual marca la diferencia entre la vida santa y la vida piadosa. La vida piadosa busca el consuelo espiritual, que es una forma de etéreo desinterés por la ciudad secular. La vida santa, si Jesús es nuestro modelo en algún
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sentido, entiende que lo uno sin lo otro es mera falsedad. Para ser santo en la tierra debemos buscar la plenitud espiritual en medio de lo secular sagrado. Esta conciencia del poder profético de lo espiritual me hizo afrontar a la necesidad de abordar la espiritualidad de la resistencia. Y decidí que es la relación entre el poder y la justicia la que marca la diferencia entre la búsqueda del reino de Dios y la búsqueda de la autosatisfacción espiritual.
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soca «Allí donde no nos esforzamos por crear justicia, no hay amor». CÁRTER HEYWARD
«La religión es un tremendo enigma. Por ella aprendemos a amar, pero transformamos el amor en piedad, no en justicia. Ir a la iglesia es «religioso»; «hacer justicia»... ¡es político! Puede que ésa sea la clave: puede que la persona verdaderamente religiosa deba, en último término, abandonar la religión y aferrarse a la espiritualidad, que es lo esencial». JOAN CHITTISTER, Diario, 4 de agosto.
Yo crecí rodeada de imágenes y cuadros religiosos: representaciones de ángeles, santos, Jesús y María. Solían ser de plástico, con demasiados colores y enormemente antiestéticas. Pero decían todo lo que en aquel tiempo había que decir sobre la esencia de la religión. Los cuadros estaban colgados en las paredes de mi dormitorio, y las imágenes encima de mi tocador. Los conseguíamos en el colegio por hacer exámenes perfectos de ortografía o por una asistencia perfecta o por cualquier otra cosa en la que alguien quisiera que fuéramos perfectos. Aquellos recuerdos de otros tiempos.
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aquellas idílicas representaciones de lo celestial, lo sobrenatural, el otro mundo, marcaban para mí las fronteras del mundo espiritual. Eran una llamada a otro lugar. Posteriormente, mejores versiones -enmarcadas en dorado o talladas en madera- se encontraban por todas partes también en el monasterio. Pero, fuera cual fuera el tiempo del que procedieran o el estilo artístico que tuvieran, eran parte de la psique católica. Eran la psique católica. El problema surgió cuando descubrí que, sin intención alguna por mi parte, me había convertido en una de ellos. Las religiosas, como las imágenes que nos rodeaban, éramos también imágenes piadosas en la mentalidad popular. Éramos artículos de coleccionista de la tradición, neutras de género y anónimas. La gente hacía muñecas vestidas de monjas para venderlas en los mercadillos de artesanía, del mismo modo que hacían osos de peluche y rosarios de plástico. Eramos las estatuillas de la tradición viva. Pero yo no lo supe hasta que empecé a caer en la cuenta de que el cielo no era ajeno a este mundo. Comprendimos que el cielo comienza aquí, que el reino de Dios comienza aquí. Y tenemos que ver con su llegada. De modo que empecé a vivir en conformidad con ello. Cuando George W. Bush amenazó con comenzar una segunda guerra con Irak, yo escribí un pequeño opúsculo titulado The Unjust War. Lo escribí en respuesta a la tradicional teoría de la guerra justa acuñada por san Agustín en el siglo v. actualizada por Tomás de Aquino, predicada por los cistercienses en el siglo XIII e inserta en el documento sobre armamento nuclear de los obispos de los Estados Unidos publicado en 1985. Llevaba yo más de veinte años hablando de las características de la guerra justa tal como las presenta esa antigua teoría. Aquel nuevo artículo marcaba mi primer intento público de determinar si la guerra podía ser justa en este mundo tecnológico y en estas condiciones. En otras palabras: no estaba siendo radical. De ser algo, el artículo era más bien conservador, estaba impregnado de largos textos que se consideraban parte de la tradición, y era sincero en su esfuerzo por determinar el lugar que tiene la guerra, si es que tiene alguno, en la sociedad moderna. Además, era una reflexión puramente especulativa, no una llamada a las armas ni una crítica de la política o los planes específicos del gobierno
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norteamericano. Pero hubo quien se puso hecho un basilisco. No era simplemente que estuvieran en desacuerdo con el texto, al que ni siquiera hacían referencia; no, lo que les molestaba era, según decían, el hecho de que yo vivía en un monasterio, «no en la política». Era un argumento que había sido empleado contra mí, contra toda mi comunidad, desde el comienzo de las manifestaciones por la paz durante la guerra de Vietnam. En lo que a mí se refería, yo había resuelto la cuestión hacía ya mucho tiempo. Pero el diario la reactivó de nuevo: «A no ser que nos impliquemos en la denuncia del mal en el mundo, podemos caer en el error del silencio ante el racismo, el sexismo y la discriminación de los ancianos», había escrito Elizabeth Francis Caldwell. Y yo estaba de acuerdo, no por ningún tipo de tendencia política, sino porque había visto a Jesús hacerlo una y otra vez con los fariseos. Y escribí: «La verdad, creo yo, es que lo que no denunciamos lo favorecemos. Nos hacemos los ciegos ante los males en que vivimos y respiramos y a los que llamamos "nuestra cultura". Consideramos natural lo inaceptable. Pero si empezamos a llamar "mal" al mal..., entonces empezaremos a hacer frente al problema». El concepto parece bastante claro cuando la protesta es pública. La protesta pública es parte integrante del ser norteamericano. Pero el principio de protesta lleva implícita una espada de dos filos. Cuando el mal -el daño obvio e intencional que uno inflige a otro- es más privado que público, entonces, de una manera o de otra, la justificación del disenso no está tan fundamentada. La decisión más difícil se presenta cuando la pasión por la justicia entra en conflicto con la práctica de la Iglesia. ¿Qué exige entonces la espiritualidad: una obediencia equivalente a mera conformidad con el sistema o una obediencia al espíritu del evangelio? Son las preguntas de este tipo las que permiten contrastar cómo es la religión y cómo debe ser. Es una pregunta con la que las mujeres vivimos cada día de nuestra vida. Si creemos que la religión nos proporciona una imagen del pensamiento de Dios, pero el pensamiento de Dios y el del sistema están en conflicto, la tensión puede ser abrumadora. Algunas mujeres abandonan la Iglesia porque consideran que sería irreligioso permanecer en ella. Otras mujeres permanecen en el sistema porque la parte más religiosa de
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ellas exige que la propia religión sea llamada a dar lo mejor de sí misma. El diario tocaba el problema en mí una y otra vez. «El único modo de avanzar es vivir la realidad que vemos», decía AdaMaria Isasi-Díaz. Yo ya había visto el coste que ello suponía para las mujeres y repuse desde mi propia lucha por permanecer fiel a la Iglesia y, al mismo tiempo, comprometida con el evangelio: «A no ser que empecemos a ser la Iglesia que queremos, esa Iglesia no llegará nunca. Y sin embargo, quienes lo hagan -y sean descubiertos- serán reducidos a polvo por esa misma Iglesia. Es una alternativa dura: morir por el cómo debe ser de esta Iglesia o a manos de esta Iglesia tal como es. Yo, por mi parte, debo sencillamente seguir adelante y dejar que las semillas broten donde puedan, que las astillas caigan donde quieran caer, y que la vida, para mi bien o para mi mal, adopte el sentido que sea». El conflicto se produce cuando empezamos a caer en la cuenta de que la justicia es, de suyo, una cuestión de conciencia. Quienes aman al sistema lo bastante para querer que sea lo que dice ser, suelen verse etiquetados de «enemigos interiores». ¿Qué es lo moral aquí, dónde radica la justicia: en llamar a la Iglesia a crecer, asumiendo el riesgo de socavar su credibilidad, o en excusar sus pecados, asumiendo así el riesgo de condenarla a la condena por parte del mismo evangelio que afirma predicar? El diario suscitaba el problema claramente: «¿Contra quién me cierro?», se preguntaba Deena Metzger. La cuestión es sumamente incisiva. Es muy fácil ser duro con un sistema que, a su vez, se ha endurecido contra uno. Yo he vivido largo tiempo la lucha que supone el hecho de ser parte leal de una familia disfuncional, y escribí: «No sé si me "cierro" contra alguien. Pero sí sé que he decidido no volver a entregarme a nada ni a nadie que simplemente quiera utilizarme en interés propio o contra mis propios intereses. Paso mi vida apoyando a una Iglesia que no quiere saber nada de las mujeres, y el permanecer en ella, incluso protestando, puede significar, sin embargo, que sigo dejándome utilizar... Me atormenta mi falta de honradez. ¿Digo realmente lo que creo?; ¿hago realmente lo que quiero hacer?; ¿me limito a "poner buena cara ante algo intrínsecamente malo"? De ser así.
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yo soy parte del problema de la Iglesia. Yo y los que son como yo la estamos sosteniendo, otorgándole una legitimidad que su ilegitimidad no merece. En tanto la Iglesia rechace a la mujer, no será Iglesia en absoluto». En estos tiempos de transición, el alma se debate con los sentimientos de frustración y de infidelidad. ¿Está el problema en el sistema o en la propia persona?; ¿somos demasiado audaces o no lo bastante valientes?; ¿reside la virtud en el aguante o en la indignación?; ¿es mejor esperar que el tiempo cambie las cosas o puede el tiempo cambiar algo si el cambio no comienza en nosotros, si no pasa por nosotros? Georgia O'Keeffe decía: «Decidí empezar de nuevo... aceptando como verdadero mi propio pensamiento. Fue una de las mejores épocas de mi vida». Eso es perfecto para una mujer que no vive vinculada a una institución que es el centro y el punto de apoyo de su propia vida. Pero ¿qué hay de las que vivimos en sistemas como el matrimonio o la vida religiosa, que exigen conformidad a cambio de seguridad y que se basan en normas públicas y papeles tradicionales, buenos -incluso comprensibles- en muchos casos?; ¿qué hay de quienes viven solos y no son ni lo bastante ricos ni lo bastante inteligentes como para no tener que comprometerse para sobrevivir con ningún sistema -gobierno, empresa, sistemas de subsistencia vital- que excluya periódicamente a todo tipo de personas que dicen la verdad? Yo escribí: «Bueno, puede que le funcione a Georgia O'Keeffe, pero es un largo y duro trayecto para los demás. Empezar a creer en la propia verdad es empezar a apartarse del dogmatismo, el institucionalismo, el autoritarismo y el paternalismo, que conspiran para que la mujer se conserve "guapa", y se las arreglan también para mantener a la persona controlada e infradesarrollada. Pero yo creo en mi propia verdad, en cualquier caso, como Dios me ha permitido hacerlo». Pensar nuestra propia verdad y afirmarla son, sin embargo, cosas distintas. Montones de personas piensan montones de cosas, pero no las dicen. Saben que decirlas en voz alta cambiaría su vida. Saben que tendrían que efectuar cambios en su vida y quizá in-
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cluso poner en peligro la vida de quienes los rodean. Saben que afirmar su verdad es el primer paso que dan solas al borde del precipicio. No es de extrañar que tantas personas se mantengan tan calladas. Lo extraño es que no seamos más habladores juntos. Si es porque no queremos herir a nadie, puede que nos estemos perdiendo los mensajes de la historia. La espiritualidad del silencio también mata, tanto a nosotros como a otros. Buena prueba de ello son las iglesias de la Alemania de la Segunda Guerra Mundial. Predicaban la religión, pero ¿qué espiritualidad practicaban: la espiritualidad de Jesús ante Pilatos, que cuestionó a sus interrogadores y luchó contra el mal hasta el final, o la espiritualidad de Pedro con la sirvienta, que no fue capaz de hacer una proclamación pública de su compromiso cristiano? Proclamamos a Jesús, pero en realidad seguimos a Pedro. Y lo hacemos para «hacer el bien», para «no hacer más daño», para «mantener la paz»... «Dios nos da la fuerza y el valor para combatir la injusticia y transformar el sufrimiento», decía Marie M. Fortune. Pero eso es más fácil de decir que de creer. Yo, a mi vez, escribí: «Pero ¿nos da Dios da la fuerza y el valor de pagar el precio exigido por combatir la injusticia y transformar el sufrimiento? Acabo de terminar de escribir The Story of Ruth: Twelve Momento in Every Woman's Life. Algunas lectoras lo encuentran "demasiado profético". Temen que sea considerado "duro y negativo", no lo suficientemente suave, no lo bastante "espiritual". Hablar del racismo o del militarismo no es problema; pero si se habla de la opresión de la mujer, temen que los hombres se sientan heridos... Yo pienso que ésa es la auténtica lección de estos tiempos: si queremos ser tratadas como seres humanos plenos, adultos, iguales, hemos de exigirlo, y luego dejar que ellos se las arreglen». El amor a la justicia siembra el peligro por doquier. Es peligroso para el antiguo orden y también para la propia persona. Quienes hablan para hacerse oír, hablan los primeros y hablan alto, casi siempre hablan solos. Les dejamos que lo hagan en nuestro lugar. Por eso murieron Bonhoeffer, Gandhi, King, Kennedy... Pisoteamos el espíritu de aquellos cuyo cuerpo dejamos intacto.
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pero los desterramos. Como a Curran, Grammick y Willigus Jaeger. Y el cuerpo entero muere un poco más cada día. Lo importante, a mi parecer, es que no permitamos que el espíritu muera en nosotros al mismo tiempo. Según Mary Catherine Bateson, «cada uno de nosotros construye una vida que es su propia metáfora central para pensar acerca del mundo». Y yo repuse lo que sabía que está en el corazón de mi vida y de las vidas de muchos de los que me rodean: «Mi metáfora para pensar acerca del mundo es: "Los que Dios ama". Esto significa que debo vincular mi vida a la voz de Dios en mi corazón cuando la oigo a través de los pobres, los oprimidos, los privados de derechos y quienes tienen una voz distinta de la de sus instituciones. Puede que ello me suponga ser rechazada por el sistema, naturalmente, pero yo no puedo ser fiel a mi alma y obrar de otra manera».
17 Poder a pesar de la impotencia: el coraje de rechazar el mal
soca «Justamente cuando nos percibimos poderosos, cuando creemos en ese poder, nos apropiamos interiormente de él». BARBARA STARRET
«Yo no me percibo "poderosa", sino fuerte, capaz de resistir, sí, pero no capaz de cambiar las cosas. Y la capacidad de cambiar las cosas, de hacer la propia voluntad, les guste o no a los demás, es la verdadera esencia del poder. Es una distinción trágica esta contradicción entre poder y fuerza, porque desenmascara la diferencia entre el poderoso y el impotente, entre el opresor y la víctima. Lo peor de todo es que no estoy segura de si el problema está en mi entorno o en mí misma. Puede que yo, simplemente, esté dejando de hacer lo que debería hacer, sea cual sea el precio que tenga que pagar». JOAN CHITTISTER, Diario, 4 de enero.
Me ha sucedido sólo una vez, pero me marcó para el resto de mi vida. En 1976, el Vaticano publicó su primera explicación acerca de la no ordenación de las mujeres. ¿Por qué -nos preguntábam o s - una mujer buena, comprometida, espiritual, bautizada... no podía ser sacerdote? Roma dijo que las mujeres no son como los hombres. Fin de la discusión; fin del desarrollo teológico; fin de la coherencia de la fe. Pero también comienzo de un aluvión de cues-
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tiones totalmente nuevas, como: ¿es la Eucaristía un acontecimiento de la comunidad cristiana o un mero drama histórico que volvemos a representar?; ¿celebramos la Eucaristía «en conmemoración suya» o «a imitación suya»?; ¿«se hizo carne» Jesús, es decir, plenamente humano, o se hizo simplemente varón, es decir, de un género concreto y en beneficio de ese género? No es que yo no me haya debatido con estas cuestiones durante años. De hecho, me indignó la enorme arbitrariedad de la falta de respuesta a tan serias preocupaciones teológicas. Y sobre todo, como presidenta del mayor grupo de religiosas del mundo, estaba facultada -de hecho, era lo que se esperaba de mí- para hablar en su nombre respecto de las inquietudes de las mujeres de cualquier lugar. Pero no lo hice. Realmente, no lo hice. Sí hablé, naturalmente, pero de modo que ignoraba por completo la inconsistencia de la respuesta. Mi contestación oficial fue breve y superficial: muy verdadera, sí, pero muy, muy política. La declaración que emití decía: «Ahora que sabemos cuál es el problema, podemos estudiarlo». Era la respuesta perfecta de la perfecta víctima frente al perfecto poder. Era «amable». No era «agresiva». Era cualquier cosa menos un lloriqueo. Y no contribuyó en nada al avance de la cuestión del papel de la mujer en la Iglesia ni sirvió para invitar al diálogo. La consternación en los rostros de las mujeres que vinieron a hablar conmigo a propósito de la declaración pública lo decía todo. Por razones políticas, expliqué yo -con la esperanza de poder proseguir la cuestión y, al mismo tiempo, no escindir la conferencia por un tema que no sólo no era vital para todos sus miembros, sino que incluso era confuso para muchas-, no había dicho nada. Había optado por salvar la organización, en lugar de «decirle la verdad al poder». Y al obrar así, la verdad, tal como yo la conocía en lo más profundo de mí misma, no fue bien utilizada. En aquel momento supe que nunca volvería a hacerlo. Nunca volvería a desaprovechar el más mínimo espacio que una mujer pueda tener para decir algo de valor. Había jugado a la falsa paz donde no había paz. Había dejado de afirmar mi propio poder y. con ello, también había quitado poder a otras. El poder es aterrador. En una sociedad de adultos educados, perfectamente capaces de pensar las cosas por sí mismos, afron-
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tarlas como grupo y manejar sus implicaciones en su vida personal, el poder es también una parodia. Sólo las ovejas necesitan ser conducidas. Las personas necesitan ser lideradas. Años después, el diario me cuestionaba de nuevo con la naturaleza y el lugar del poder: «En aras del poder, suele ser necesario poner el mundo patas arriba», decía Deena Metzger. Naturalmente que sí. Si se puede. Pero también hay otro aspecto del asunto que todas las mujeres, todas las minorías y todos los niños conocen: es el asunto de los impotentes. Yo escribí: «El concepto de poder se basa precisamente en tener la capacidad de poner patas arriba el mundo de otra persona. Es la capacidad de hacer la propia voluntad, sea cual sea el efecto que ello produzca sobre los demás. Por eso el poder suele ser destructivo, porque nuestra propia voluntad y los medios para hacer que se cumpla prescinden del resto del mundo. Nos convertimos en el dios de nuestro pequeño universo. Es un mísero cielo...». Este es el poder «sobre» los demás. Éste es el poder que transforma a las personas en peones, y el servicio en esclavitud. Éste es el poder de las personas, instituciones y naciones que son demasiado grandes, demasiado fuertes y demasiado apabullantes, y que están demasiado bien defendidas para oponerse a ellas y demasiado situadas políticamente para poder refrenarlas. Los Estados Unidos fueron a la guerra con Irak precisamente por poseer ese poder, y sólo por ello. Si Irak hubiera sido una nación lo bastante fuerte como para poner en peligro nuestra riqueza y nuestra tecnología militar, habríamos negociado, no invadido el país. No invadimos, por ejemplo, la Unión Soviética o China; esperamos cuarenta años hasta que las tensiones se relajaran. Ni siquiera hemos invadido Corea del Norte, país que estaba haciendo las cosas que decíamos hacían los iraquíes y al mismo tiempo. Negociamos con Corea del Norte porque tenía fuerza para oponerse a nosotros, y lo sabíamos. Y hemos seguido enviando diplomáticos a discutir los problemas. El poder es un factor en los asuntos eclesiásticos, al igual que en los políticos. Si la teología es lo que es, se debe únicamente a que las Iglesias centralizadas poseen ese poder. Si los pobres, las
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mujeres y los desposeídos se sentaran a las mesas donde se toman las decisiones teológicas, los pecados serían distintos. Así pues, ¿dónde está el equilibrio? Necesitamos autoridad, como es natural; y la autoridad -para tener autoridad- necesita poder. Todos pertenecemos a algo mayor que nosotros, y es propio de la naturaleza de esa pertenencia el resistirnos a perder esa parte de nosotros a la que nunca se debe renunciar. Lo único que tenemos que es característico de nuestra persona -nuestra propia verdad, nuestra especial experiencia de la vida- se resiste a perderse, cuando no a ser suprimido, en interés de una organización que existe para su propio engrandecimiento, no para el desarrollo de sus miembros. Entonces nuestra sabiduría se pierde para el cúmulo de la sabiduría humana. Para ser verdadera y totalmente humanos, para ser responsables de nuestra propia humanidad, debemos debatirnos hasta el final con la cuestión del equilibrio. «Porque él es nuestro Dios, nosotros somos su pueblo, el rebaño de sus pastos», dice el Salmo 95, y yo escribí en respuesta: «A veces es muy difícil saber dónde está Dios en lo que a nosotros atañe: ¿en las exigencias por parte de la autoridad de obediencia a los pecados que llaman virtud -la no ordenación de la mujer, por ejemplo- en nombre de la "unidad", o en las preguntas del corazón que merecen ser analizadas -que exigen ser respondidas- a la luz del resto del evangelio? Hay una pregunta que me obsesiona: ¿estaría Jesús en la Iglesia actual?; ¿estaría en alguna de ellas? Y, de no ser así, ¿quién lo seguiría?; ¿yo? Sí, es la gran pregunta. Llevo viviendo toda una vida de pecados eclesiásticos: no a los "matrimonios mixtos", nos enseñaron, y después cambiaron de opinión; no al entierro de los fetos; no a los absolutos morales respecto del maltrato a la mujer; no a la protección de los judíos; no a la resistencia a la segregación... Y lo he aceptado todo ello». Así pues, ¿qué pecado es mayor: el suyo o el mío? La principal pregunta, la pregunta incordiante, la pregunta por la que la conciencia llora en nosotros en una época de holocaustos, genocidios, «daños colaterales» y poder absoluto de las empresas multinacionales, hace que palidezcan todas las demás. Y es la siguiente: ¿qué puedo hacer yo? Yo no tengo poder con el que
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cuestionar ese poder. Yo no tengo contactos a los que persuadir ni con los que tratar. Yo no tengo una proximidad al poder que me permita imponer mi voluntad aunque sea a través de otro. Para el cristiano, el problema lleva implícita la esencia misma de la integridad. ¿Cómo se puede ser cristiano y no hacer nada acerca de esas cuestiones? «No os acomodéis al mundo presente; antes bien, transformaos mediante la renovación de vuestra mente», decía Pablo en Romanos 12. Desde aquel día de 1976, con Vietnam a un lado y la cuestión de la mujer al otro, me he debatido con sus implicaciones. ¿Qué tipo de locura es oponerse a aquello que no tenemos esperanza alguna de vencer? Y, por otro lado, ¿qué tipo de cordura se puede pretender tener si no se hace? Finalmente, en respuesta a la Carta de Pablo a los Romanos, escribí: «¿Qué hay que hacer exactamente para "no acomodarse al mundo presente"? Vivimos en el vientre de la bestia. Son nuestros políticos, nuestros bancos, nuestros negocios... los que estafan a los pobres trabajadores, establecen sucias alianzas militares, venden armas y suben los tipos de interés. Y nosotros somos quienes compramos, elegimos y recogemos los dividendos. ¿Hay alguna esperanza de tener pureza de alma en un mundo como éste?; ¿hay alguna esperanza en mi caso? Bueno, Pablo parece pensar que sí. Dice: "Transformaos mediante la renovación de vuestra mente". En otras palabras, cambia tu modo de pensar. Y dilo. Eso es lo que debo hacer. Pese al ridículo y a las críticas, debo decirlo. Alto, claro y siempre. Así puede que llegue el día en que me encuentre en medio de un coro de voces que griten "no" al mismo tiempo que yo. Y entonces cambiará el mundo». Pese a lo irreductibles que son los poderes que nos rodean, en algún lugar del camino he descubierto la espiritualidad de la impotencia. Es el poder «para». En último término, el poder no radica en la riqueza y la autoridad, sino en no tener nada que perder. Cuando, en una determinada situación, no tenemos nada que ganar ni que perder, entonces al fin somos libres. Entonces las únicas cosas entre nosotros y la integridad son la conciencia y la verdad. La impotencia no nos neutraliza, sino que nos impulsa. Somos los únicos, en los campos
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de batalla de la vida, con la vista puesta exclusivamente en las preguntas. Todos los demás están demasiado ocupados calculando las pérdidas que la situación va a suponer para su reputación, su carrera, su imagen y su posición. Los impotentes van desnudos al combate y no pueden ser heridos. Son los únicos que tienen el poder de soportarlo todo. «Negándonos a soportar el mal y buscando transformar el sufrimiento, realizamos la obra de Dios de hacer justicia y sanar todo quebranto», decía Marie M. Fortune. Yo, que conocía las contradicciones entre poder e impotencia, escribí: «Me encanta el concepto de "negarse a soportar el mal". No implica vencerlo, sino simplemente negarse a soportarlo. Hace de la negativa la virtud para la que no estamos adiestrados. Se nos prepara para "obedecer", lo que significa aceptar, condonar, participar, consentir. "Me niego", aunque en definitiva puede no cambiar nada, no deja de ser el poder de no acceder. "Me niego". Son palabras fuertes, palabras sagradas. "Me niego"». El lenguaje -las palabras- es el amor de mi vida. Yo veo en las palabras la semilla de toda posibilidad, la resistencia a todo mal. Únicamente cuando hablamos hay alguna esperanza de cambio. Pero una vez que lo comprendemos, comprendemos también que la verdadera cuestión espiritual no es: ¿tengo el poder de cambiar tal cosa?, sino: ¿tengo el valor de decir «no» ante ello?
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«La esperanza de nuestra sociedad y la supervivencia de nuestro planeta radican en nuestra capacidad de liberarnos de los rígidos roles de género». RITA NAKASHIMA BROCK
«Mientras no podamos ser plenamente humanos juntos, mientras no podamos llegar a la plenitud de nuestra persona, ningún hombre ni ninguna mujer será realmente feliz. Los hombres seguirán sintiéndose amenazados; las mujeres seguirán estando semidesarrolladas. ¿Qué clase de mundo es éste? Yo no he nacido para lavar los calcetines de ningún hombre; yo he nacido para tomar mis propias decisiones. No quiero tener parte en tal esclavitud, ni siquiera cuando va envuelta en lenguaje religioso». JOAN CHITTISTER, Diario, 18 de marzo.
En Afganistán han empezado a permitir a las niñas ir al colegio. En la India han creado una legislación contra la quema de las novias. En Etiopía, mujeres africanas y las primeras damas de Burki-na Faso, Nigeria, Mali y Guinea se han reunido para condenar la mutilación genital de las niñas y protestar contra ella. Esta mutilación se practica en veintiocho países de África y Oriente Medio. En los Estados Unidos, las mujeres luchan por el respaldo de la asistencia pública para las madres solteras, por programas de atención a los hijos de progenitores solteros, por la igualdad salarial y por el mismo apoyo económico al deporte femenino que al masculino. Todas las mujeres buscan tener voz en los asuntos públicos. Mientras tanto, los hombres de todas partes amenazan con matanzas generalizadas en nombre de la defensa. La violencia, a la escala en que es practicada aquí y ahora y por nosotros -doscientas cincuenta guerras sólo en el siglo xx, la mayoría de ellas con componente religioso-, es claramente un pecado contra el sacra-
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mentó de la vida. ¿Qué nos dice esta panorámica?; ¿qué falla en nosotros? Estamos al borde de la extinción de la humanidad mientras alardeamos de buscar al Dios de la vida. Invocamos la religión como una justificación de la opresión de otras religiones. ¿Qué mejor prueba de que nuestras diferencias no son religiosas? Son en nombre de la religión, pero se fundamentan en razones totalmente irreligiosas. ¿Y qué pueden hacer las mujeres -si es que pueden hacer algo- al respecto? Preguntas que llevaban años obsesionándome. «¿Qué pueden ofrecer las mujeres cuando la humanidad se esfuerza por encontrar sentido en el presente y por crear para las generaciones venideras un futuro con sentido?», se preguntaba Lynne Mobberley Deming. Yo sabía la importancia de la pregunta. Había empezado mis incursiones en el feminismo pensando que todo el repugnante, peligroso y deforme orden de las cosas no era más que una conspiración masculina contra las mujeres. A medida que pasaban los años, comencé a pensar de otra manera. Empecé a ver los problemas en términos de poder e impotencia, tanto de hombres como de mujeres, así como en términos de diferencias entre la masculinidad y la feminidad. Comencé a caer en la cuenta de que el sexismo, el racismo y el clasismo eran del mismo tipo, y que existen para mantener a los poderosos en el poder. Y supe también que cada uno de ellos originaba un sistema de valores concreto, un concreto modo de ver el mundo. Y escribí en respuesta a la pregunta de Deming: «Yo creo que hay todo un conjunto de cosas que la mujer puede ofrecer al mundo. No estoy totalmente segura de que sea por ser mujer. Puede ser porque las mujeres constituimos una subclase universal. Sabemos lo que es vivir una vida de humildad, paz, compasión y resignación. Hemos aprendido a desenvolvernos con lo que no tenemos el poder de cambiar. Sea lo que sea lo que hace diferentes a las mujeres, este mundo lo necesita. El problema es que las cualidades -los valores- que las mujeres encarnan no se consideran de gran importancia en esta cultura. En esta cultura no se valora la capacidad de servicio femenina; no nos preocupa la amabilidad; no reconsideramos bien las cosas, sino que las hacemos mediante la fuerza. De hacer algo con lo que la mujer es o ha desarrollado, lo que se hace, simplemente, es dejarlo de lado... o ridiculizarlo».
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Cuando las sociedades agrícolas que acababan de emerger empezaron a adquirir tierras, la cosmovisión humana cambió para apoyar ese proceso. Desaparecieron las comunidades igualitarias de los pueblos recolectores y cazadores. La conquista, el poder, el orgullo, el autoritarismo, la competitividad y la «razón» se convirtieron en las características dominantes de los pueblos dominantes... y de los hombres dominantes. La propiedad, la jerarquía y el control se convirtieron en el signo distintivo de la sociedad. Todo -y todos- era propiedad de alguien lo bastante fuerte para adueñarse de ello -o de ellos-. Dios se hizo varón, y los varones se convirtieron en Dios. O viceversa. Una de las citas de Anne Cañen el diario decía: «El feminismo cristiano y la visión espiritual que conlleva es una gracia transformadora para nuestro tiempo». Y yo pensé para mis adentros que era verdad, pero me preguntaba si llegaría verdaderamente a ser aceptado. Y escribí: «Cuando todo el dinero, el poder y la fuerza están en un lado, es difícil imaginar qué puede finalmente transformar la situación, excepto las necesidades psicológicas de los propios hombres. ¿Qué los motivará para renunciar a sus harenes sociales, excepto el gran y aburrido vacío que debe de producirse al tener que aparentar siempre ser más de lo que se es?». A mi madre le encantaban la mecánica, la construcción y los retos: cuanto cabía esperar que una mujer debía considerar poco femenino. Y, lo que era aún peor, todo ello se le daba bien. «Dutch -decía a mi padre- no necesitamos buscar a nadie para alicatar este baño; podemos hacerlo nosotros». Pero él no sabía hacerlo y no tenía intención alguna de dejar que ella le dijera cómo. De manera que mi madre cortaba, medía y encajaba los azulejos sola, y él estaba de morros durante días. Por otro lado, a él se le daban muy bien los niños, y ella se admiraba, pero nunca lo entendió. Mi padre era capaz de jugar al Monopoly en el suelo con niños de ocho años y estar encantado de la vida. Las sobrinas y los sobrinos le seguían como si fuera el flautista de Hamelín, mientras él hacía cosas que nosotros imitábamos. La idea que mi madre tenía de un niño bueno era la de alguien que jugaba solo en otro sitio. Ambos, como comprendí con el paso de los años, se habían visto asfixiados por un sistema que les decía lo que supuestamente tenían que
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hacer para ser lo que el sistema decía que eran..., y que ellos realmente no eran. Pero el otro lado de la persona y el otro lado del sistema nunca salían a la luz, nunca llegaban a ser valorados. Los sentimientos, la compasión, la humildad, el diálogo y la no violencia eran virtudes de los débiles. Pero, paradójicamente, son los fuertes quienes más las necesitan. La espiritualidad feminista es toda una nueva cosmovisión. Si hemos de salvar este mundo, necesitamos cultivarla ya, no por ser «femenina» -lo cual, dado el número de varones feministas, no es cierto-, sino por ser humana. Por ser verdaderamente humana. Porque sin ella el planeta mismo está en peligro. «El feminismo es una perspectiva global del conjunto de la realidad», en palabras de Janet Kalven y Mary I. Buckley. Yo sé que es verdad, porque ha cambiado mi vida entera, mi modo de ver el mundo e incluso mi modo de ver a Jesús y la religión. Y escribí en respuesta: «Verdaderamente, el feminismo cambia el modo de verlo todo, no sólo el modo de relacionarse con los hombres. Cambia lo que valoramos y lo que buscamos. Cambia nuestro modo de vernos como mujeres. Y dirige una mirada crítica -y dura- tanto al Estado como a la Iglesia. Después de él no hay vuelta atrás, ni a docilidad alguna por parte de la mujer, ni a sometimiento al clero. Después de él estamos sólo Dios y yo». La cosmovisión que hemos heredado de un mundo mecanicista y tecnológico de superpoderes y pueblos subdesarrollados se alimenta de la razón -ese rasgo del pensamiento que elimina el sentimiento como base de la acción- y de su irracional premisa de que las mujeres y los niños no son más que «daños colaterales» en la búsqueda masculina de preeminencia. La razón en este mundo funciona a partir de la fría y calculadora noción de que el poder hace el derecho, y que los sentimientos son señal de fracaso. Pero únicamente los sentimientos, no la razón, portan la etiqueta de «garantía de humanidad». Los sentimientos nos permiten recordar el dolor para no atrevernos a infligirlo. Los sentimientos nos exigen consagrarnos al amor y, de ese modo, no traicionarlo. Los sentimientos nos proporcionan una visión de la belleza en un mundo empecinado en una abominable victimización de pueblos enteros.
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Los sentimientos son signo distintivo de la espiritualidad feminista. La cita de Sheryl Nicholson en el diario decía: «Los recuerdos están hechos de dones del corazón». Yo tengo la sensación de que el recuerdo es una de las primeras víctimas del astuto y calculador mundo patriarcal. Y escribí: «Sostengo la teoría de que únicamente lo que toca el corazón se aloja verdaderamente en la mente. La memoria está hecha de lo que ha incidido en nuestra vida. Por eso en los últimos años los datos están en declive, porque son inútiles. Pero el toque suave, las palabras duras, las alegrías profundas y los grandes dolores no nos abandonan nunca. Para bien o para mal, se quedan con nosotros. Están siempre presentes, apaciguando o torturando nuestra alma. Puede merecer la pena pensar sobre la pregunta clave que nos queda: ¿qué hacer con los sentimientos que constituyen un estorbo para nuestra alma?». Ha llegado el momento, creo yo, de liberar el sentimiento en el mundo. Ha llegado el momento de dar a los valores feministas su lugar, para que tanto los hombres como las mujeres puedan ser seres humanos en plenitud. Ha llegado el momento de dar a las mujeres -la otra mitad de la raza humana, el otro rostro de Dios- un lugar en la salvación tanto de nuestras religiones como de nuestras naciones. Ha llegado el momento de dar a los hombres el derecho a ser tiernos de corazón, humildes y compasivos, y a no temer ser vulnerables. Ha llegado el momento de que las mujeres, las portadoras de la vida, aporten al mundo la espiritualidad feminista de que carece el mundo actual. Ha llegado el momento de que las mujeres asuman la misma responsabilidad en el mantenimiento de la vida en el mundo que en dar a luz la vida en el mundo. De lo contrario, las mujeres se limitarán a engendrar un mundo patriarcal para destruir otro. La espiritualidad feminista tiene que ver tanto con ser un hombre santo como con ser una mujer madura. No separa a las mujeres de los hombres. Al contrario, se limita a cerrar la brecha entre los poderosos y los impotentes, para que tanto las mujeres como los hombres puedan tener plenitud de vida -la sensación de tenerla, así como razones para utilizarla-, «y tenerla en abundancia».
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18 Sociedad y mujer: la pérdida del alma
soca «En los últimos diez o quince años, las mujeres han empezado a confiar unas en otras». ELIZABETH STRAHAN
«El mundo de la mujer se ha convertido, finalmente, en un mundo de sabiduría, fuerza y apoyo mutuo. Hemos calculado durante tanto tiempo nuestro valor en términos de nuestra relación con los hombres que hemos prescindido del sentido de la vida de la mujer. Sólo ahora somos capaces de preferir nuestros gustos, nuestras intuiciones, nuestra propia compañía. Es el tiempo de una revelación verdaderamente profunda del yo en el espejo que es la otra». JOAN CHITTISTER, Diario, 13 de marzo.
Cuando Galileo se puso en pie, telescopio en mano, para afirmar que el sol no gira alrededor de la tierra, sino la tierra alrededor del sol, se estremecieron los fundamentos mismos de la teología. Según sostenía la Iglesia, el hombre era la criatura más excelsa de Dios, por lo que tenía necesariamente que ser el centro del universo. En 1633 juzgaron a Galileo por herejía ante un tribunal eclesiástico, lo encontraron culpable y lo condenaron a prisión domiciliaria durante el resto de su vida. Pero la verdad tiene su propio
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modo de pervivir. Los clérigos medievales perdieron aquel asalto -y otros posteriores- con la ciencia, y ésta fue dejando cada día más claro que el «hombre» no es el centro del universo. Y la ciencia siguió su propio camino. Pero hay muy pocas pruebas de que la Iglesia o la sociedad patriarcal en líneas generales hayan realmente cambiado de idea acerca de que el hombre, el macho de la especie, esté destinado a imperar. Ciertamente, no lo ha hecho la ciencia misma; claramente, tampoco el gobierno; definitivamente, menos aún la Iglesia. Y, por tanto, no sólo la ciencia ha seguido su propio camino, sino que la mujer ha comenzado también a seguirlo. El desastre que supone la pérdida de las cuestiones de interés para la mujer en el ámbito público es incalculable. Los gobiernos atienden a los temas de interés masculinos y toman decisiones de acuerdo con las perspectivas masculinas y el sistema de valores masculino. La Iglesia heredó un Dios varón, con todas las implicaciones que ello conlleva para las leyes sobre el matrimonio, las jerarquías sociales, los sistemas sacramentales y la pompa y el poder eclesiásticos. La ciencia, por su parte, descubrió justamente lo que estaba dispuesta a buscar: que las mujeres eran débiles física y mentalmente, demasiado emotivas para gobernar y demasiado limitadas para aprender. Necesitaban un hombre que fuera «su cabeza». Sólo eran adecuadas para ser madres y, paradójicamente, incluso para ello eran inadecuadas, dado que médicos varones se hacían cargo del proceso del nacimiento, y científicos sociales varones desarrollaban sus teorías sobre la educación de los niños desde sus académicas torres de marfil, en las que las mujeres rara vez eran admitidas. En consecuencia, los principales sistemas sociales del mundo han estado funcionando únicamente con la mitad de los recursos de la raza humana. La teología y el ministerio se han perdido la sabiduría femenina. De nada han servido María de Nazaret y el Dios que es «espíritu puro», ni masculino ni femenino, sino la esencia de ambos. El efecto en la sociedad de esta enorme y asombrosa pérdida es inconmensurable. La disparidad generalizada es evidente en las pantallas de la televisión: burkas en Oriente Medio, esclavas sexuales en el Lejano Oriente, machismo en Latinoamérica, analfa-
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betismo en África, invisibilidad política de la mujer en Occidente, e inferioridad económica en todas partes. Las mujeres son ornamentales, no valiosas. Pero está surgiendo un nuevo espíritu que pone en cuestión toda estructura existente sobre la tierra, incluido el Dios varón y blanco. Mi diario incluía una cita de Connie Zweig: «El feminismo crea hermandad, un realineamiento de las mujeres con las mujeres». Yo lo experimenté personalmente en 1974. Cuando los sacerdotes entraban en procesión por el centro del salón de baile del hotel, revestidos para celebrar misa en un encuentro nacional de religiosas, una nueva conciencia alzó la voz bien alto para ser oída. Mientras los sacerdotes entonaban el canto de entrada, las mujeres que me rodeaban cantaban también..., pero cambiando los pronombres del canto de entrada de la liturgia de la tercera persona del singular masculino («him» = «le») por la tercera persona del plural, que en inglés es tanto masculina como femenina («them»). «Yo "le" (him) resucitaré en el último día», cantaban los sacerdotes. «Yo "les" (them) resucitaré en el último día», cantaban aún más alto las mujeres. Poco a poco, el coro fue pasando de cinco mujeres a veinticinco, cincuenta, doscientas..., hasta que finalmente la revolución se extendió a la sala entera. Y a mí. Por primera vez en mi vida, supe no sólo que el sistema estaba mal, sino que yo no era la única en saberlo. Fue un momento de auténtico renacimiento. Y escribí en mi diario, en respuesta a Zweig: «Yo no podría vivir sin la sensibilidad de las mujeres, a pesar de lo mucho que disfruto de la compañía de los hombres. En presencia de los hombres, sin embargo, me siento como un viajero en tierra extraña, porque ellos descartan o minimizan lo que yo considero importante, exageran lo que yo considero trivial y tan sólo buscan la aprobación de otros hombres, la mayor parte de cuyos criterios de medida son blancos, masculinos, occidentales y católicos, con lo que todas estas categorías implican y que, en su inmensa mayor parte, yo rechazo por superficial y sexista». Las implicaciones espirituales en una sociedad que deja lo femenino fuera del centro de sus ámbitos político y teológico adquieren una proporción ignorada durante demasiado tiempo.
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Tenemos una única perspectiva; vemos las cosas tan sólo a través de los ojos masculinos; conocemos a Dios exclusivamente a través de la mente masculina; reconocemos al Espíritu únicamente en el modelo masculino... En consecuencia, podemos ir a la guerra sin que nadie hable del efecto de los bombardeos masivos en los tímpanos de los bebés; podemos aprobar normas eclesiásticas que no permiten a las mujeres practicar el discernimiento sobre asuntos que decimos que afectan a su alma eterna; podemos argumentar a favor de la denominada «guerra justa», que sabemos matará a miles, pero a la vez condenar categóricamente el control de la natalidad, simplemente porque impide los nacimientos; podemos utilizar a mujeres para abastecer la estructura sustentadora de una sociedad que devalúa lo que las mujeres hacen, pero que depende de ellas para que los hombres gocen de libertad para hacer dinero. Vivimos con almas desvitalizadas. Las cosas están cambiando, por supuesto. Al menos, ahora el papel de la mujer está en cuestión. Pero ¿en qué clase de mundo vivimos?; ¿cuánta santidad hay en nosotros cuando el status intelectual y espiritual de la mitad de la raza humana está en juego?; ¿y cuál es la respuesta? La cita de Barbara Starrett en el diario hace que parezca fácil. Dice: «Todos los esfuerzos de la mujer son valiosos y están limitados únicamente por su visión y por la fuerza de su fe en dicha visión». Pero la leí recordando el dolor que se reflejaba en la mirada de las mujeres turcas cuando me hablaban de la falta de derechos civiles para la mujer. Leí esa cita pensando en Marta, la «esposa» no casada de un mexicano que, como el resto de su cultura, tiene dos «esposas», como es natural, y no mantiene del todo a ninguna de las dos. Mientras, los criterios sociales hacen que un hombre y unos hijos sean imperativos para la mujer «como es debido», y la mujer soltera resulta sospechosa. Leí la cita conociendo a demasiadas mujeres de clase media cuyo salario es necesario para pagar los gastos de la familia, pero que no reciben ninguna ayuda en las tareas domésticas, porque siguen siendo tareas femeninas para unos hombres que se consideran por encima de esas labores. Por eso escribí aquella noche:
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«Starrett está en lo cierto, naturalmente; pero es una lección que no se aprende fácilmente. Cuando todos los signos sociales -títulos, dinero, posición, uniformes, tareas...- hacen ver a la mujer que ella es secundaria, no igual, no querida..., no resulta fácil pensar, ni siquiera para los propios adentros, que lo que se hace es verdaderamente valioso. Recuerdo haberme sentido avergonzada, cuando era niña, por "no ser más que una chica". Ahora me siento avergonzada por no hacer más por las demás mujeres, no simplemente por nuestro bien, sino por el bien del mundo entero, tanto de las mujeres como de los hombres». Puede que la implicación espiritual más importante de todo ello radique en el hecho de que estamos en un punto en el que corremos el peligro de incurrir en el autoengaño. Hasta la segunda mitad del siglo xx no comenzaron las mujeres a romper las barreras educativas y acceder a nuevos ámbitos sociales. Hasta entonces no empezaron las historiadoras a descubrir las obras inéditas -nunca vistas, jamás mostradas- de mujeres de los siglos pasados. Hasta entonces no se atrevieron las más valientes a escribir sobre el tipo de harenes que Occidente había construido para sus propias mujeres: la esposa encerrada en la familia nuclear y desempeñando el papel de mantener el «conspicuo consumo»1 que demostraba el éxito de su marido. Hasta entonces, este tipo de ideas no podían ni siquiera albergar la esperanza de verse impresas. Y ése es el problema. Ahora damos el discurso por supuesto, pero no reconocemos que nada ha cambiado demasiado. A excepción de unos cuantos cambios cosméticos por aquí y por allá, las mujeres siguen estando peor pagadas, son menos promocionadas, menos contratadas y menos valoradas que los hombres en puestos similares. Las mujeres trabajan, pero sólo como inferiores en cada categoría. Son candidatas a las elecciones, pero no consiguen dinero para las grandes campañas, de modo que obtienen menos del diez por ciento de los escaños. Ganan dinero, pero siempre menos que los hombres que I.
Thorstein VEBLEN, «Theory of the Leisure Class», Estudios Norteamericanos de la Universidad de Virginia, en
(accesible el 15 de septiembre de 2003).
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hacen el mismo tipo de trabajo. Escriben profundos tratados teológicos, pero no se les permite predicar. Y catedráticos de universidad que afirman apoyar la igualdad siguen impartiendo cursos universitarios enteros de filosofía, teología, ciencia y humanidades sin mencionar ni una sola vez a mujeres que son también importantes en su campo. Esto es lo malo de esta forma de igualdad que engendra desigualdad. Nos estamos engañando a nosotros mismos. Los especialistas en semántica nos dicen que una de las trampas más comunes del lenguaje es hacer de las palabras, las promesas, las proclamaciones... la realidad. Consideramos al nuestro un «país libre», por ejemplo, y al decirlo damos por supuesto que lo es. De manera que nunca pensamos que lo que oímos en los medios de comunicación puede estar controlado o censurado o distorsionado por diversos grupos de interés y no ser en absoluto «libre» en su pleno sentido. Convertimos las palabras en realidad. Del mismo modo, en la medida en que la gente cambia los pronombres o habla de igualdad, damos por supuesto que disfrutamos de ella. Corremos el riesgo del peor de los males espirituales: el autoengaño. Y en gran medida son las iglesias las que dan contenido moral al pecado diciéndonos que Dios nos hace iguales..., pero diferentes. Sin embargo, al mismo tiempo yo sigo viviendo con el recuerdo de aquel salón de baile y de todas aquellas mujeres cambiando las palabras sexistas del canto en las narices del sistema, que pretende que tales palabras son inalterables. En aquel salón de baile, por primera vez en mi vida, supe no sólo que yo formaba parte de los impotentes, sino que los impotentes tienen poder. Si las mujeres trabajamos juntas, las mujeres, aparentemente impotentes, podremos cambiar lo inmodificable. Y debemos hacerlo.
HOMBRES Y MUJERES: EL DESCUBRIMIENTO DE LA ADULTEZ
19 Hombres y mujeres: el descubrimiento de la adultez
soca «Lo nacido de la carne es carne; lo nacido del Espíritu es espíritu». JUAN 3,6
«¿Qué significa "nacido de la carne" y "nacido del Espíritu"? Y, en definitiva, ¿supone realmente alguna diferencia? Mucho de cuanto hay en mí "nacido de la carne" -hecho para satisfacer mis apetitos-, en último término ha cambiado mi espíritu. Y muchas veces para bien. Y cosas que hay en mí "nacidas del espíritu" -destinadas a ser idealmente "espirituales"- se han visto a menudo corrompidas. Yo era una "buena católica", y llegué incluso a desdeñar a quienes no eran católicos. ¿Hasta qué punto puede ser impía una persona? De manera que ahora la separación entre la carne y el espíritu me resulta sospechosa, y estoy abierta a ambas cosas. Quizá así algún día la santidad se introduzca sutilmente en mí sin darme yo cuenta». JOAN CHITTISTER, Diario, 28 de febrero. La reunión de planificación se iba desarrollando sin problemas, a pesar de la dificultad de los temas económicos que estábamos tratando. Las diferencias se referían a la manera de abordarlos: ¿debíamos ofrecer menos servicios, contratar menos personal, aceptar
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menos peticiones, conseguir más dinero...? «Yo creo que parte de la respuesta es que deberíamos tener hombres en este comité -dijo una mujer-. Sé que hay personas aquí que no están de acuerdo, que quieren mantener esto como un asunto de mujeres...». Hizo una pausa y prosiguió: «Puede que se trate de una diferencia generacional -y al decirlo miró a las mujeres mayores que ella sentadas alrededor de la mesa-; pero las parejas de mi edad ya no piensan así. Nuestros matrimonios son de coparticipación. Somos absolutamente iguales. Y yo creo que los hombres consiguen más dinero que las mujeres». Los comentarios mostraron claramente la línea divisoria cultural. ¿Qué era lo que estaba realmente en cuestión: el chovinismo feminista o el imperativo espiritual, tanto para los hombres como para las mujeres, de llegar al punto en que se reconozca el valor espiritual que tiene para todos el pleno desarrollo de la mujer? El desafío espiritual consiste en no responder a la pregunta con excesivo apresuramiento. Ambas posturas tienen ventajas espirituales, y ambas encierran también trampas espirituales. Las mujeres actuando solas demuestran la competencia femenina, pero pueden ser marginadas. Las mujeres actuando junto con los hombres hablan a todos de mutualidad, pero pueden perderse en una falsa coparticipación. Las implicaciones espirituales del chovinismo feminista tienen un significado universal. Si la espiritualidad feminista se deteriora y se convierte en mero «mujerismo», y si su objetivo es controlar y minimizar a los hombres -en lugar de a las mujeres, como lleva haciéndose durante milenios-, no sería más que la última artimaña del patriarcado, por ahora, en la historia de la raza humana. No sería más que deseo de poder por el poder, esta vez por parte de las mujeres, y no ya por parte de los hombres. Significaría que las mujeres no tendrían más que lo que los hombres tienen ahora: tensión, competitividad, conquista, poder determinante y jerarquía. Nada cambiaría en el mundo, excepto que ahora los opresores serían mujeres. El significado espiritual del segundo estado, el desarrollo pleno e independiente de las mujeres como mujeres, es también una consecuencia lógica, pero distinta. Y sirve realmente para cambiar el mundo. Paradójicamente, el desarrollo de las mujeres no des-
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truye el matrimonio, sino que es la base de unos matrimonios en los que hay coparticipación y verdadera igualdad, así como de la aparición efectiva en el ámbito público de los recursos de la otra mitad del mundo. Pero este reconocimiento de los talentos y la importancia de las mujeres en la esfera pública no puede producirse si a las mujeres se las impide actuar de manera independiente, si se las impide ser vistas como adultos plenamente operativos por propio derecho. No puede producirse si las propias mujeres, mostrándose patológicamente pasivas, melindrosamente dóciles e irreflexivamente «obedientes», no permiten que se produzca. Pero la visibilidad pública de mujeres independientes debe crecer si las mujeres de todos los lugares del mundo han de liberarse. Las mujeres que son esclavizadas, maltratadas y convertidas en seres invisibles necesitan ver a otras mujeres actuando solas y con independencia respecto de los hombres, pero también con ellos. ¿Por qué? Porque, si lo vemos, sabremos que también nosotras podemos hacerlo. Cuando se decidió que la Conferencia de las Naciones Unidas sobre la Mujer tuviera lugar en Pekín, hubo quien adujo que, dado el status de la mujer en China, la Conferencia no debía celebrarse allí, y menos aún bajo el patrocinio de la ONU. Yo adopté la postura contraria. Pensé que el bajo status de la mujer en China era precisamente la razón por la que la Conferencia debía celebrarse allí. Lo que dijéramos no cambiaría la situación de las mujeres chinas; su gobierno ni siquiera permitiría la asistencia de una delegación oficial de mujeres. Lo que haría a las mujeres chinas comprender que iban a cambiar las cosas -al menos con el tiempo- sería ver a mujeres de todo el mundo caminando libremente por sus calles, siendo entrevistadas en sus televisores y celebrando ruedas de prensa en sus hoteles. Por sí mismo, el tomar conciencia de ello sembraría la reforma en sus corazones. Verían a mujeres iguales a ellas caminando libres, solas y orgullosas. Se enterarían de quiénes eran y quiénes podrían ser, sin que se dijera ni una palabra. Verían un mundo nuevo. Conocerían sus posibilidades. «Hay otro sentido -decía la cita de Mary Catherine Bateson en mi diario- en el que el aprender puede significar influir». Habiendo aprendido yo misma con demasiada lentitud lo que significa ser mujer, repuse:
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«Para el aprendiz, aprender significa sin duda influir en sí mismo. Si no lo hacemos, nunca podremos llegar a ser lo que estamos destinados a ser. Aprender nos fuerza a profundizar hasta nuestro mismo centro; nos proporciona los instrumentos para comprendernos a nosotros mismos; y nos pone también en la peligrosa situación de tener preguntas que el sistema no puede responder». Aprender quiénes somos es parte del hecho de ser dignos de la coparticipación. También para los hombres hay una razón espiritual para ver a las mujeres como discretas y eficaces figuras públicas. Ello produce un orgullo propio de la autoconfianza en la mujer, sí, pero también requiere humildad de corazón en el hombre. Si la mujer es persona plena, si puede hacer las cosas por sí misma, y si el hombre se ve obligado a reconocerlo, entonces la mujer es claramente su igual. Merece la pena, sin duda, tenerla por mujer. Es, como dice la Escritura en Proverbios 31,10, «la mujer ideal», una mujer versada en el mundo, una compañera. Pero para que tanto los hombres como las mujeres lleguen a la plenitud, juntos o por separado, las mujeres deben ser libres para desarrollarse tan completamente como los hombres que las rodean. Su vida debe también tener como objetivo la grandeza y nutrirse de orgullo. La vida de la mujer debe verse como algo más que biología, y en la vida del hombre no debe rechazarse el desarrollo del corazón humano. En todo el mundo estamos aún a años luz de ambas cosas. La cita en mi diario de Nancy J. Berneking y Pamela Cárter Joern decía: «Contar nuestra historia y decir la verdad de nuestra experiencia es un modo de plantar un jardín». Después de toda una vida viendo cómo mujeres brillantes eran dejadas de lado e incluso rechazadas, por más suavemente que se hiciera, porque el hecho de que fueran brillantes, tuvieran confianza en sí mismas o fueran creativas significaba que «no eran femeninas», escribí: «Pero, si eres mujer, ¿quién quiere escuchar tu historia? El jardín se llama "arenas movedizas", un lugar al que no deberías ir, una gente con la que no deberías hablar, unos libros que no deberías leer... si has de ser una mujer "como es debido". Plantarlo se llama "disentimiento", "herejía"; pero debemos hacerlo.
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A veces me pregunto qué habría sido de mi vida si hubiera tenido el sentido de simplemente mantenerme callada y aceptar sus términos. Algo es seguro: ahora no estaría en una lista negra clerical. E igualmente seguro es que no sería más que un ser humano a medias». La espiritualidad feminista exige que las mujeres se hagan adultas. Así de sencillo. Deben aprender a asumir la responsabilidad de sus propias ideas. Deben, si creen que el Espíritu Santo obra en todos, empezar a decirse su verdad a sí mismas. Y cueste lo que cueste. No tienen derecho a ocultarse detrás de los hombres, a manipularlos, a lograr lo que quieren con zalamerías y gimoteos, en lugar de reclamarlo por sí mismas honrada y enérgicamente. «El conflicto es necesario si las mujeres quieren construir para el futuro», en opinión de Jean Baker Miller. Es ésta una idea poderosa. Ser mujer requiere fortaleza. Y ahora más que nunca. La mujer debe aprender a abrirse camino en el mercado de las ideas, para que la raza humana tenga todas las ideas disponibles a su servicio. Esto significa aprender a hablar, además de escuchar. Para los hombres, esto significa aprender a escuchar, además de hablar; significa aprender a aprender de la mujer; significa relacionarse con el impacto espiritual de la verdad en un mundo enloquecido por la arrogancia masculina. Yo escribí en respuesta a las palabras de Miller: «El conflicto -en el sentido de la capacidad de seguir un camino independiente arrostrando la oposición- es contrario a la formación de la mujer. La mujer es entrenada para ser "amable", "dócil", "dulce". Y para ser todo eso tiene que doblegarse cada vez que alguien quiere algo distinto de lo que quiere ella. Para ser mujer, pues, es preciso aprender a navegar contra corriente. Y es costoso». En mi opinión, sabremos que el mundo está sano -se ha santificado- cuando ya no pensemos en términos de mujer u hombre. El mundo -la ciencia, la religión, la política- lleva tanto tiempo estereotipando a las mujeres que ha dejado de ver a mujeres y a hombres como verdaderos individuos. Los científicos conductistas, utilizando el «feedback», han elaborado una lista de adjetivos para describir a hombres y mujeres que demuestra hasta qué punto estamos enfermos. Todo cuanto se dice de los hombres -«va-
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lientes», «activos», «fuertes»- es positivo, mientras que todo lo que se dice de las mujeres -«emocionales», «pasivas», miedosas»- tiene que ver con la neurosis, la pasividad o la debilidad1. Pero lo cierto es que a algunos hombres no les gustan los deportes de contacto, y a algunas mujeres sí; a algunos hombres les gusta cocinar, y a algunas mujeres no; algunos hombres quieren tener la oportunidad de dirigir, y algunas mujeres también. El sexismo suprime las diferencias y, en su lugar, pone estereotipos. En un mundo de definiciones de rol y teología de género, los estereotipos sexuales están incrustados en la vida espiritual. La idea misma de que Dios obra a través de algunas facetas de la creación, pero no de otras, pone en entredicho la definición misma de Dios. Más aún, ignora la ciencia de la diferencia. La diferencia es la dinámica misma de la creación. Es la diferencia la que hace posible la vida, la que le da esa variedad que muestra la gloria de Dios en todas sus facetas. Pero en lugar de ver las diferencias como signo de lo ilimitado de la presencia y el poder de Dios, hemos dejado que fueran limitadas y controladas. «Las mujeres difieren entre sí -decía Ann Belford Ulanov-. Debemos dar cabida a la diferencia». Estoy convencida de que la idea es acertada, pero el problema sigue presente. Yo repliqué: «La diferencia no es aún algo preciado para nosotros. La conformidad es el propósito tácito, oculto e insidioso. Moldeamos a las personas para los sistemas, las vertemos en moldes, les enseñamos con medios tácitos a cumplir leyes tácitas. Y después nos preguntamos por qué mueren las culturas, las comunidades y las iglesias. Sencillamente, porque no se da cabida en ellas a la novedad del Espíritu. Y eso lo llaman "tradición"». Es obvio que nuestro grado de compromiso con la emergencia de la espiritualidad feminista marca la calidad de nuestra vida espiritual. Podemos seguir formando a gente de acuerdo con los criterios que hacen que funcione el sistema patriarcal, o bien podemos liberar al Espíritu Santo para que recorra «peligrosamente» el 1. Nikki KATZ, «Gender Stereotypes - What You Need to Know about Gender Stereotypes», en , accesible el 15 de septiembre de 2003.
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mundo. Podemos comprometernos, tanto los hombres como las mujeres, a manifestar la fuerza que hay en nosotros admitiendo también nuestra debilidad, hasta que seamos una creación en pleno concierto con el Creador. La supresión de las mujeres es un pecado, no por ser un pecado contra la mujer, sino por ser un pecado contra la creación misma. Suprimir la mitad de la creación de Dios en nombre de Dios es un pecado contra el Espíritu Santo que ni siquiera sabemos cómo llamar. El cambio -la conversión- nos convoca a tener los unos una nueva visión de los otros, así como del propio yo. Cuando las mujeres sean valoradas tan plenamente como los hombres, éstos adquirirán el derecho a ser débiles, reales, veraces consigo mismos y con los demás. Y las mujeres adquirirán el derecho a aprender del fracaso, a intentarlo de nuevo, a ser co-creadoras con el Dios que también a ellas las hizo a «imagen» suya. Ni los hombres ni las mujeres perderán fuerza por ello, sino que, por el contrario, se verán doblemente fortalecidos. «El cambio es la manifestación de nuestra capacidad de crecer y transformarnos», en palabras de Anne Wilson Schaef. Y en lo más profundo de mi vida, yo sabía que era verdad, que tampoco nuestro mundo puede crecer si no cambia. Y escribí. «Yo estoy todavía transformándome, estoy haciéndome independiente, diferente, libre...: cualidades peligrosas e inaceptables, porque violan la grupalidad. Y, sin embargo, ¿podemos morir como adultos sin que se produzca un cambio de este tipo? Mi problema es que este tipo de cambio ha llegado tarde, y más como respuesta a un rechazo que a un proceso. Pero, sean cuales sean las circunstancias, el salto ha merecido la pena. Yo ya no soy la persona que era antes. He cambiado para siempre». Cuando llegue la conversión, tanto para los hombres como para las mujeres; cuando las mujeres sean capaces de ser independientes, y los hombres se atrevan a aceptar la palabra de la mujer, tanto hombres como mujeres se verán finalmente libres de esa falsa definición de su yo que los limita. Sigue en pie la pregunta inicial: ¿debe haber hombres en el comité? Y la respuesta, sin duda, debe ser: sólo si cada uno de ellos se ha convertido ya en algo más de lo que el mundo le dice que es.
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La Iglesia y la mujer: hablar en nombre de Dios
«En aquellos días, derramaré mi espíritu sobre mis siervos y sobre mis siervas, y profetizarán». HECHOS 2,18
«Verdaderamente ha llegado ese tiempo: las mujeres de todo el mundo están profetizando. Pero ¿hablan a alguien más que a sí mismas?; ¿alguien las escucha?; y, de ser así, ¿por qué tantas iglesias, consejos y gobiernos siguen siendo como son?; ¿y por qué la Iglesia católica sigue creyendo que Dios habla únicamente a hombres, y ella misma está configurada y mediada únicamente por hombres?; ¿por qué es la Iglesia tan sexista como esos hombres que predican a ese Dios varón?; ¿por qué seguimos -por qué sigo yo- alineándonos junto a una institución tan cerrada, herética y pecadora? Porque Jesús permaneció en la sinagoga hasta que la sinagoga lo expulsó. Por eso». JOAN CHITTISTER, Diario, 23 de mayo.
En Roma se suda a chorros en agosto. El siroco, un viento cálido procedente de África que azota la ciudad, te llena de polvo los ojos, sin refrescar lo más mínimo cuando uno lo arrostra. Por ello, aquel concreto día, el frío del mármol, los elevados techos, los oscuros pasillos y las cerradas ventanas del Vaticano resultaban más
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humanos que intimidantes. Sobre todo, yo admiraba al hombre con el que iba a encontrarme. El cardenal Eduardo Pironio, portavoz argentino de los pobres, había sido llevado a Roma por las amenazas de muerte que había recibido. Como Isaías, a quien el rey Ajab llamó «el agitador de Israel», y Jesús, a quien los romanos y los sumos sacerdotes consideraron un «agitador del pueblo», Pironio dijo al gobierno argentino una verdad que éste no quería conocer. Era un hombre capaz de escuchar a los pobres del mundo. Por tanto, también podía escuchar a las mujeres. Y le dije nuestra verdad. Le hablé de nuestra frustración por tantos documentos como definen la vida de las mujeres, pero nunca demandan nuestra participación en ellos ni nuestra respuesta, Le dije lo que una sentía siendo invisible, y en la Iglesia, precisamente. Y le hablé de la creciente alienación de la mujer en la Iglesia. Sus profundos ojos oscuros estaban tristes. No cabía duda de que lo comprendía. Entonces se produjo en él como un cambio y, adoptando una actitud de profunda gravedad, sacudió la cabeza y me dijo: «Joan, Joan, Joan. Lo que dices es verdad, pero no debes decirlo fuera de aquí. Por el bien de la Iglesia, nunca debes decir estas cosas en público. Limítate a decirlas detrás de estas puertas cerradas, entre nosotros...». Comprendí su preocupación, pues yo sabía tan bien como él que la unidad es una frágil fortaleza. Pero también sabía algo que él desconocía: que, por el bien de la Iglesia, lo que las mujeres quieren tiene que ser dicho en público, porque de ninguna otra manera sería efectivo. Aparte de unas cuantas mujeres simbólicas cuya presencia está destinada a despistar acerca de quién tiene realmente el poder, ninguna mujer ha traspasado nunca las puertas detrás de las cuales se redacta el borrador definitivo de los documentos eclesiales, se determinan los pronombres, se eligen los comités o se establecen los consejos. Pero si el mejor de ellos, si un Pironio no podía verlo, comprendí entonces que permanecer en esta Iglesia iba a exigir un tipo especial de fortaleza espiritual. Años después, comprobé cómo aquella conversación y aquella conclusión se reflejaban una y otra vez en el diario. No había cambiado nada. La espiritualidad exigida por un tiempo de tensión en la Iglesia misma requiere más que paciencia. «El tiempo no cambia nada -dice el proverbio-: las personas sí». Pero mientras trabajamos
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por el cambio, necesitamos una espiritualidad de convicción, honradez, consciencia, resistencia y fe en un Dios cuyo tiempo no es el nuestro. La convicción firme y clara de que algo necesita rectificarse, no es que haga posible trabajar a largo plazo, sino que lo hace imperativo. «Imaginar la Divinidad Femenina es satisfacer una necesidad profundamente sentida. Es también invertir por completo nuestras prioridades», me recordó Connie Zweig. En eso consiste la convicción: en ser «profundamente sentida». Yo escribí a mi vez: «Para que la mujer sea libre, Dios no puede seguir siendo únicamente masculino. En la medida en que no somos más que criadas de un dios varón, no podemos en modo alguno ser los seres humanos plenos y adultos que el Dios de la vida nos ha destinado a ser. Para que tal cosa se produzca, debemos poder vernos a nosotras mismas también a imagen de Dios». La convicción de que la pérdida de la dimensión femenina de Dios deja a la mujer marginada y espiritualmente subordinada o inferior en todas partes, pone en cuestión la espiritualidad tal como la conocemos. Esa convicción es mayor que nosotras y guarda íntima relación con el hecho de reclamar una vida espiritual plena para todos, hombres y mujeres. «La imagen de Dios como madre de la creación toda... es una imagen de amor inclusivo», han dicho Judith Plaskow y Carol P. Christ. Y yo he percibido en el centro mismo de mi alma cuánta razón tiene. Es la convicción de que el hecho de que se nos haya dado la imagen de medio dios supone que tanto las mujeres como los hombres estamos mutilados por la misma. Esta convicción me impulsa. Y escribí: «Quiero un Dios que sea "Madre". Estoy cansada del Dios-Padre legislador, con tiara y anillo. Quiero un Dios que sea energía fecunda portadora de vida. Mi vida. Directamente. No mi vida mediada únicamente por hombres que excluyen a las mujeres porque "Dios" les dice que lo hagan, por lo que "no tienen autoridad para cambiarlo"». Esta clase de honradez es peligrosa. La honradez nos exige entrar en contacto con la verdad que hay en nuestro interior y expo-
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nerla en voz alta, para que el Espíritu Santo pueda actuar en todos nosotros. La verdad que es suprimida es una verdad negada a la empresa teológica. Limita la idea de Dios. Y el Dios que puede concebirse no puede en modo alguno ser Dios. Pero si las mujeres no ponemos en cuestión la distorsión que supone la masculinidad exclusiva de Dios, si no nos hacemos partícipes de nuestras propias nociones de Dios, entonces nos condenamos a la falta de entidad y condenamos a los hombres a la arrogancia heterodoxa. «Si no se cuentan las historias de las mujeres, no se conocerá la profundidad del alma femenina», susurró a mi oído Carol Christ cuando menos quería yo oírlo. Y apostillé: «Es una enorme verdad que el Gran Silencio ha dispersado, confundido, destruido y aislado a las mujeres. Yo, en la pequeña medida en que he podido, he intentado animar un coro de mujeres que no sucumben a las mentiras sobre su existencia. Pero no es fácil. La propaganda ha sido tan inteligente que incluso hay mujeres que creen que, por serlo, están destinadas a sufrir. Y en silencio, además». Y por eso muchas mujeres optan por negar lo obvio. Como los negros, que creían en su inferioridad porque sus amos se lo decían, y por ello nunca dejaban las plantaciones, también las mujeres hemos ignorado durante mucho tiempo la verdad sobre nosotras, con el fin de evitar el dolor que da el conocimiento. Pero una espiritualidad de concienciación nos llama a examinar cada faceta de nuestra vida espiritual para determinar lo que Dios espera de las mujeres como mujeres, en lugar de esperar a que los hombres nos digan lo que ellos esperan de nosotras. Como decía Audre Lorde, «como mujeres, debemos examinar los modos en que nuestro mundo puede ser verdaderamente distinto». Ahora bien, y que no quepa la menor duda al respecto: una vez que admitimos ante nosotras mismas que algo no marcha en todo lo que nos han dicho acerca de nuestra relación con Dios, esa concienciación se convierte en nuestra cruz. Empezamos a examinarlo todo y en todas partes. Y lo que vemos no siempre es bonito, ni siquiera en la Iglesia. Por ejemplo, yo me dispuse a escribir sobre la historia bíblica de Rut, pensando que me encontraría con la historia de una amistad entre mujeres. Sin embargo, cuando me metí
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en el libro, descubrí que éste no trataba realmente de la relación entre Rut y Noemí. Tampoco trataba de Booz, ciertamente. Su alcance era mucho mayor: trataba de la relación de Rut como mujer con el mundo y con Dios. Y escribí en respuesta a Lorde: «Estoy inmersa de lleno en la redacción de The Story of Ruth, que está mostrándome todo un nuevo modo de ver la vida de la mujer y sus necesidades. Y está también haciéndome revisar el modo en que los hombres han hecho la exégesis de la Escritura durante toda nuestra vida. ¡Han hecho de Rut una historia sobre Booz! Típico. Es bastante para hacerme pensar en escribir yo una "Biblia para la mujer". ¿Qué saben ellos de nosotras y por qué no preguntan nunca?». La concienciación es una bendita maldición: a veces es mejor estar ciego que ver. Ahí es donde hace su entrada la espiritualidad de la resistencia. La concienciación nos compromete. Una vez que empezamos a ver, no podemos volver a no ver, lo que significa que debemos ser capaces de soportar la carga de nuestro conocimiento. Tenemos que seguir retrocediendo para entrar en contacto con la tradición, con la historia, con la esperanza que subyace a la visión de Jesús resucitando a una mujer. El problema es que se cansa uno de decirlo. Carroll Saussy decía: «Las mujeres necesitan contar su historia y ser escuchadas». Yo respondí, después de años de experiencia: «No hay la menor duda de que las mujeres necesitan contar su historia. Pero, al mismo tiempo, llega un momento en que una está demasiado cansada de intentar ser escuchada en un lugar como la Iglesia, donde nadie quiere oírte. Entonces sales de ella, vas más allá, la superas. Y a menudo de manera invisible. Piensan que aún sigues en ella, porque tu cuerpo está allí, pero hace mucho que tu corazón partió y tu espíritu es libre. Yo lo sé». Entonces, pese al tedio, la depresión, la fatiga y la duda, nos encontramos sumidos en Dios. Entonces nada puede detener a quien sabe que ha de escucharse la verdad completa, que el evangelio sigue siendo rechazado por las mismas personas que son responsables de predicarlo. Si sucedió una y otra vez en vida de
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Jesús, ¿por qué no habría de suceder en nuestra propia vida? El evangelio nos interpela de nuevo a cada uno de nosotros cada día, porque nosotros nos posesionamos de él únicamente cuando la vida de Jesús se entrecruza con la nuestra por la misma cuestión y al mismo tiempo. Poco a poco, mirando a Jesús, empezamos a caer en la cuenta de que las cuestiones que Jesús abordó siguen presentes, esperando que esta vez las abordemos nosotros. Poco a poco, empezamos a percibir las egoístas posturas de las instituciones -incluso de las mejores-, nuestras obligaciones para con los marginados, nuestra ceguera personal y la politización de lo profético. Poco a poco, por el bien de nuestras hijas e hijos, nos convertimos en nosotros mismos. Yo escribí un día: «Dejar de aspirar a los objetivos y definiciones del mundo masculino fue lo que, finalmente, me liberó la mente, el alma y el cuerpo. Ahora estoy a solas con Dios, guiada por la tradición, inspirada por el pasado, pero no atada a ninguna de ambas cosas». Entonces la espiritualidad de la fe, una fe viva en un Dios vivo, nos hace posible dar el siguiente paso en la oscuridad. Rodeados de oscuridad, somos, no obstante, atraídos por una luz que estamos convencidos de que debe llegar, porque cualquier otra cosa no es más que la mitad de la historia de la voluntad de Dios con respecto al mundo. «¡Sigue viajando, hermana, sigue viajando! El camino dista mucho de haber concluido», decía Nelle Morton. Yo respiré profundamente y respondí: «En verdad, no hemos terminado. De hecho, la lucha de la mujer acaba de empezar. Pero he llegado a la conclusión de que el cambio social no se produce en línea recta, sino con continuos zigzags. Quizá sea éste otro periodo de deceleración. Todo se ha aquietado y ralentizado por el momento; no hay grandes manifestaciones ni una gran organización. Pero es precisamente ahora cuando no debemos parar, o correremos el riesgo de descorazonarnos en el camino».
ECOLOGÍA: LA OTRA FACETA DE LA VIDA ESPIRITUAL
«Son muchos los que encuentran energía y capacidad de renovación en la presencia de la Madre tierra». ELAINE M. WARD
«A veces, sólo la naturaleza es capaz de revivirme. Me digo: todo esto tiene que tener algún propósito. Si esto puede existir, si puede aportar belleza, abrigo, nueva vida..., entonces también yo puedo existir para un propósito que me trascienda. Pero todo es tan distante, tan ajeno a los grandilocuentes dogmatismos en que hemos sido educados... De hecho, en este momento de mi vida yo elijo a la naturaleza como director espiritual, por encima de todos los papas de la historia. Confío en que la naturaleza me comprenda y me haga crecer». JOAN CHITTISTER, Diario, 22 de abril.
El cristianismo ha adoptado una extraña y distorsionada tendencia, producto más de los filósofos, en mi opinión, que justificada por el estilo de vida de Jesús, tan cuestionado por los fariseos: «Juan ayunaba. Éste come y bebe». En otras palabras, Juan era un asceta; Jesús, por su parte, apuraba la vida a fondo: iba a fiestas, jugaba con los niños, contaba historias, comía con los ricos, salía a pescar, sufría... y murió. Hizo real la carne. La valoraba lo bastante como para resucitarla de la muerte. No veía las cosas materiales como pecaminosas o inútiles. ¿En qué nos hemos equivocado, entonces? ¿Cómo podemos desdeñar la naturaleza y denominar «santa» semejante arrogancia?; ¿cómo podemos expoliar la tierra sin mostrar respeto alguno por ella?; ¿cómo podemos explicar que hayamos hecho de la tierra un vertedero? De alguna manera debemos dar cuenta de la tendencia humana a expoliar precisamente las cosas que nos sustentan y a destruir lo que decimos amar. «Nuestra ofrenda solícita es importante para el universo», decía la cita de
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Kathy Wonson Eddy. Yo me detuve en la expresión «ofrenda solícita» y escribí a mi vez: «La capacidad de solicitud para con los demás es el único don que podemos ofrecer al mundo en su conjunto. La pregunta, obviamente, es la siguiente: ¿qué es solicitud?; ¿es lo que queremos hacer por los demás o es lo que los demás nos piden que hagamos por ellos?; o, por otro lado, ¿es el cultivo de la tierra por mi propio bien o por el bien de la tierra? No cabe duda de que quienes nos aman como nosotros queremos ser amados, nos aman más que quienes sólo nos aman como a ellos les parece. ¿Qué tiene ello que ver con el modo en que vivimos y amamos?; ¿qué tiene que ver con ser "personas espirituales"?». Los filósofos Platón y Aristóteles, que vivieron más de setecientos años antes que Jesús, ya razonaron sobre un Dios espíritu puro. Lo cual estaría muy bien... si no hubieran concluido que lo que no es espíritu es inútil. Obviamente, no es así. A fin de cuentas, nosotros no lo somos... y aquí estamos, siendo todo lo útiles que podemos ser. Más aún, estamos rodeados de cosas útiles, de belleza natural, de una vida en continua renovación que, según decimos, procede de la vida que es Dios. De modo que ¿cómo puede todo ello ser malo o, cuando menos, inútil para nuestra vida espiritual? Nos ha deformado tanto esta tendencia a separar espíritu y naturaleza -como si no se tratara del espíritu en la naturaleza, como en nuestro propio yo natural- que hemos hecho de la exclusión de la naturaleza algo espiritual. Los nativos norteamericanos, los Wiccans, los hombres medicina, los animistas..., todos los cuales sentían el poder de Dios en la naturaleza, se alineaban con ella. Dormían a su ritmo, trabajaban a su paso, respetaban sus estaciones. Reconocían el poder y la personalidad de todas las cosas y trataban de comunicarse con todas ellas. Querían conocer su carácter, comprender su poder, abrazar su energía. Aprendían los usos de la naturaleza de cuanto los rodeaba. En los totems representaban aspectos del mundo animal, se describían a sí mismos y sus necesidades, temores e ideales. Apreciaban al águila por su arrojo, al buho por su sabiduría, al zorro por su astucia, y al oso por su fuerza. Se veían a sí mismos en
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todo, y todo lo veían en sí mismos. Se sumían en el espíritu del universo y eran conscientes de ser uno con él. Entonces vinimos nosotros, los civilizados, definiendo la materia como «inerte», y la vida de animales y plantas como «irracional». Hicimos de nosotros lo más excelso de lo natural y olvidamos al Dios de la naturaleza. Perdimos el contacto con el universo e hicimos de nosotros nuestro propio universo. Sólo quedó en nosotros un vestigio del puente entre lo humano y lo divino: el sistema sacramental nos recuerda en cada estadio de nuestra existencia que el Dios de la vida llega a nosotros a través de las cosas más normales: el agua y el fuego, el aceite y la luz, el incienso y las flores, el pan y el vino, la sal y el contacto con los demás. Ello nos recuerda la bondad esencial -la divinidad, de hecho- del mundo natural. No nos enseña que la naturaleza es Dios, ni que Dios es la naturaleza, sino que Dios viene a nosotros a través de lo natural, porque la naturaleza fue creada por Dios. O al menos trata de enseñarnos que estamos inmersos de lleno en la vida... cuando lo permitimos. Pero, de vez en cuando, una espiritualidad de negación recorre el mundo espiritual, distorsionando nuestra idea de lo sagrado y haciendo de la santidad misma un compromiso con lo antinatural. El ascetismo extremo se apodera de la imaginación espiritual, y nos consume una espiritualidad de muerte. Nos golpeamos con látigos y cadenas; privamos a nuestro cuerpo de agua y de pan; nos distanciamos de la belleza y del arte; incluso damos por hecho el efecto negativo de los demás en nuestra propia vida espiritual. Temíamos al cuerpo. Temíamos la comodidad. Temíamos que el gozo pudiera debilitarnos. «Recuerda, Joan -me dijo en cierta ocasión mi madre-: si te vas a un convento, no podrás venir a casa y tumbarte en el sofá como a ti te gusta». Y tenía razón. Entonces pensé que era una tontería. Después de todo, ¿qué había de malo en los sofás? Ahora pienso que es una tontería que alguien dé por supuesto que la santidad es así de fácil. La santidad requiere cultivo del alma, no destrucción del cuerpo. Todo ese desdén por el yo, la carne y la belleza del mundo que nos rodea puede estar bien. Quiero decir que, si alguien quiere vivir en el mundo como si no estuviera en él, ¿quiénes somos nosotros para impedírselo? Pero si universalizamos esa nuestra actitud
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hacia la naturaleza para dar a entender que la generosidad de la naturaleza que nos circunda, como decía Bacon en su justificación del método científico, «está sometida a servidumbre como un esclavo», entonces corremos el peligro de pecar contra el planeta, el universo y todos sus pueblos. ¿De qué otro modo explicar nuestra manera de arrasar las selvas, contaminar los ríos, agujerear la capa de ozono, expoliar el petróleo de los habitats naturales del mundo y amenazar con una guerra nuclear?; ¿cómo justificar tales cosas, de no haber perdido el sentido no sólo de la presencia de Dios en la naturaleza, sino también de la sincronicidad del yo con dicha naturaleza? El fin de semejante manera de pensar -que la materia es inútil, que la carne es mala, que el espíritu lo es todo- da origen a una espiritualidad de negación. Castigamos al cuerpo y despojamos a la tierra, y lo hacemos en aras de una llamada «santidad» que abraza lo artificial, niega los dones de Dios y nos convierte en depredadores de la tierra. «Dios ha hecho todo lo que ha sido hecho, y Dios ama todo lo que él ha hecho», decía Juliana de Norwich. La frase me hizo una profunda impresión. Empecé a pensar en lo contaminada que estaba yo también por el culto a la superioridad humana. Yo partía de la base de que la naturaleza era para mi propio uso, de que podía consumirla sin límite, de que no le debía ninguna consideración, de que los seres humanos éramos sus dueños..., como si el vivir al margen de las leyes de la naturaleza no fuera a terminar destruyendo a la propia humanidad, como está ocurriendo ya. Lo peor de todo era que me habían inducido a creer que algunos seres humanos eran más humanos que otros seres humanos; que unos cuantos de nosotros éramos responsables del resto, y lo sabíamos. Había aprendido que algunos seres humanos, por tanto, podían hacer lo que quisieran a otros seres humanos menos plenamente humanos que ellos, como los negros, los judíos y las mujeres. Y escribí: «Por lo tanto, si Juliana está en lo cierto, ¿qué podemos -qué puedo yo- rechazar de la vida, de la naturaleza? Pero lo hago. Al menos en el plano de los sentimientos. Si llevo este pensamiento a sus últimas consecuencias, entonces hacer daño a cualquier cosa es enfrentarse al amor de Dios. ¡Ojo con a la palabra "daño"! Puedo oponerme a ello, sí, y hasta rechazarlo tal vez,
ECOLOGÍA: LA OTRA FACETA DE LA VIDA ESPIRITUAL
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pero no puedo hacerle daño, porque Dios lo ama. Dado nuestro modo de vivir en la tierra, este pensamiento es sobrecogedor». Obviamente, esa ruptura con la naturaleza, ese presuponer que la vida superior es más valiosa, esa atrevida tendencia a jerarquizarlo todo de acuerdo con su plenitud de vida tal como nosotros la definimos -de las rocas a los seres humanos, de la piel más oscura a la más clara, de la mujer al hombre-, es lo que nos lleva a subdividir incluso a la humanidad en categorías (humanos, más humanos, mucho más humanos...), con nosotros en la cúspide de la pirámide. Pero si creemos que Dios ha introducido la desigualdad en la raza humana, entonces podemos hacer lo que queramos con todo cuanto es «inferior» a nosotros en la escala de superioridad que hemos creado para nosotros mismos. Entonces estamos a un solo paso de linchar a los negros, de exterminar a los cobrizos, de arrojar napalm sobre los amarillos..., y llegará sin duda el día, si no alcanzamos el equilibrio como especie, en que gasearemos a la próxima generación de judíos. «Del mismo modo que somos sustentados físicamente por los alimentos que comemos, también somos sustentados espiritualmente, momento a momento, tantas veces como comemos, tantas veces como bebemos», en palabras de Jean Blomquist. Y yo respondí: «Yo interpreto, como es natural, que Blomquist debe sin duda referirse al hecho de que no alimentar el cuerpo es poner en peligro también al espíritu. No estoy segura de que sea el alimento lo que sustenta al espíritu -en más sentidos que el físico-, pero sí creo que el espíritu debe ser sustentado. El espíritu que no es alimentado muere. El espíritu necesita grandes dosis de naturaleza, amor, pensamiento, poesía, ideas, misterio, rito y oración. Cuando desaparece cualquiera de estas cosas, también desaparece el espíritu». Indudablemente, la ecología es un elemento esencial de la vida espiritual. Y si no nos convertimos a ella ahora, puede que sea demasiado tarde.
NATURALEZA: LA voz DE DIOS A NUESTRO ALREDEDOR
21 Naturaleza: la voz de Dios a nuestro alrededor
«Las flores son mi metáfora para explicar cómo Dios nos recuerda que nuestras vidas son frágiles y preciosas». ALEXANDRA STODDARD
«He llegado a comprender que la voz de Dios está a nuestro alrededor. Dios no es un Dios silencioso. Dios me habla continuamente. En todo. A través de todo el mundo. Estoy tan sólo empezando a oírlo; no digamos a escucharlo... En los árboles desnudos oigo a Dios diciendo que es posible morir una y otra vez y, sin embargo, resucitar. En las piedras de este paisaje irlandés oigo a Dios diciendo que no hay nada que no pueda soportarse. Ni la tormenta, ni el viento, ni siquiera el paso del tiempo». JOAN CHITTISTER, Diario, 30 de agosto.
Cuatro de nosotras vivimos en una antigua casa georgiana en medio de un barrio pobre, sede de nuestra primera fundación en Erie. El monasterio, fundado en 1856, era el centro de la comunidad alemana inmigrante de la época, que fue la razón por la que las hermanas benedictinas de Erie -misión de una abadía alemana- se instalaron allí. Con el tiempo, los alemanes ascendieron socialmente y se trasladaron. La zona, sin embargo, siguió siendo de paso, y el barrio ha ido recibiendo una población inmigrante tras
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otra: irlandesa, polaca, negra, vietnamita, hispana, y ahora rusa. De manera que la comunidad ha permanecido allí, en medio del barrio, donde los recursos son escasos y las viviendas se deterioran a marchas forzadas. Se trata del típico barrio céntrico pobre: un lugar atestado de edificios envejecidos, deprimidos en su estructura, pero con una especie de innato orgullo. La casa en que nosotras vivimos sólo ha tenido otro propietario. La familia había llegado a la zona aproximadamente al mismo tiempo que la comunidad, construyeron su casa al lado del monasterio y criaron una generación tras otra en ella. En 1989, el último superviviente de la familia se trasladó. Mejor no tener una casa agrietada tan cerca de los niños, decidimos nosotras; así que compramos el sitio como una especie de «zona-colchón» para nuestro centro de acogida. Es una agradable casa de ladrillo rojo y de construcción esbelta y sencilla. Pero lo mejor de ella es que guarda un secreto: detrás de la casa hay un jardín lleno de arbustos y parterres, una rosaleda, una nudosa haya y un altísimo abeto que se alza por encima de los edificios de atrás; es decir, lo más fuera de lugar y, por tanto, lo más hermoso que puede haber en un barrio céntrico. La hermana Mary ha cuidado del jardín desde el día que nos trasladamos allí. Y afirma que lo hace en honor a las mujeres que han quitado las malas hierbas y lo han regado durante años y años. Ya no están, pero lo que hicieron año tras año, planta a planta, sigue floreciendo. Lo verdaderamente notable del jardín, sin embargo, es que nadie puede verlo desde la calle. Únicamente la gente de los edificios circundantes puede ver crecer las flores. Una pena, pensamos nosotras... No obstante, hay algo mágico en el hecho de que el jardín esté allí, floreciendo simplemente, en secreto, año tras año. Allí, sencillamente. Existiendo. La hermana Mary ha ido añadiendo unas cuantas cosas cada año -más rosas, la glicina, tulipanes...-; pero en conjunto el jardín sigue siendo el jardín de las primeras mujeres que lo plantaron: un recordatorio de cómo prospera la vida si es bien atendida. Yo me siento en la mesa del desayuno -en lo que, un tanto pretenciosamente, llamamos «la estancia del jardín», porque desde allí se ven los rosales-... y pienso.
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Al igual que el jardín, muchas de las cosas que nosotros hacemos son perennes. Muchas de las cosas que hacemos crecen en nosotros antes de que seamos siquiera conscientes de ello. Pocas personas lo saben, fuera de nosotros. De hecho, la mayor parte de la vida consiste en crecer silenciosamente. Y lo que es plantado en un tiempo, crece en nosotros en otro. «El "verdor" del amor de Dios nos da energías y capacidades», decía la cita de Kathleen Crockford Ackley. Y tenía razón, al menos en lo referente a mí y a mi vida. Después de un largo y lento periodo de hibernación emocional e incertidumbre personal, yo repuse: «Me siento "reverdecer", y estoy convencida de que ello es señal de que el Espíritu de Dios está vivo en mí. Me siento como si hubiera llegado finalmente a ese momento o lugar de la vida al que estaba destinada desde siempre. La dedicación a la enseñanza y la administración no ha sido sino el necesario periodo de poda a lo largo del camino. He aprendido de todo ello, naturalmente, pero no era el verdadero punto final de mi vida». Todas las vueltas y revueltas de la vida tienen el propósito de preparar el jardín del alma. Basta con que lo queramos. La vida no se vive como un continuo. Ni siquiera la vida espiritual. No encontramos a Dios en un brillante, frío y rectilíneo rayo láser, sino que todos pasamos por fases de oscura incubación. Pasamos por momentos estériles, áridos y desoladores. Atravesamos periodos en los que la vida se siente más como muerte que como gestación. Pero está siempre gestando. Puede incluso que en los tiempos oscuros crezcamos más. «Dios primaveral... necesitamos tu persistente amor para quebrar... la rigidez de nuestro corazón», había escrito Kate Compston. Yo llevaba mucho tiempo debatiéndome con la necesidad que sentía de una clarificación «definitiva» de circunstancias e ideas. Quería que mi vida fuera rectilínea. A fin de cuentas, llevaba años trabajando algunas de aquellas cosas. ¿No había llegado el momento de ver algunos resultados, de terminar una cosa para poder continuar con la siguiente? Escribí: «Me encanta la imagen de un "Dios primaveral". ¿No está Dios siempre en nosotros en la estación del crecimiento?; ¿acaso
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cuanto sucede en la vida no es simplemente la siembra de algo venidero?; ¿y no es todo ello Dios? Pero si es así, la cuestión entonces es si no son todos nuestros pensamientos nuevas semillas de vida que cultivar. Porque, en tal caso, entonces estoy siendo llamada y, como de costumbre, estoy poco dispuesta a acudir». Observo, año tras año, la evolución del jardín. No sé nada sobre flores o plantas, pero sí sé cuándo la parte trasera del jardín se pondrá blanquecina, y la parte frontal adquirirá un tono naranja brillante, y las hojas de la inusual y vetusta haya se pondrán doradas. Cada una de estas cosas toca algo distinto en mí; cada una de ellas libera algo en mí. Estoy aprendiendo a vivir mi vida de acuerdo con el calendario del jardín. «Hay una sabiduría que sigue residiendo en los ritmos naturales de la tierra, si permanecemos atentos y abiertos a ella», decía Kimberly Greene Angle. Yo pensé en nuestro jardín y me sobresalté al pensar en la lección que encierra y que no he sabido aprender o a la que no he prestado atención. Y escribí con una cierta pena: «Hay sabiduría en el ritmo natural, pero hace mucho que la hemos abandonado por la tecnología y la electricidad. Ya no hay manera de parar; tan sólo nos queda renunciar. Hace mucho que me siento víctima de ello y he olvidado cómo parar, y me pregunto cómo renunciar. Por eso, ahora dos ritmos antinaturales tratan de apoderarse de la médula de mi alma: una fatiga crónica y una frustración terminal. Estoy decidida a derrotarles a ambas». Nos hemos convertido en "hamsters" humanos en una rueda de veinticuatro horas. Trabajamos, corremos y hablamos continuamente. La oscuridad no nos alcanza nunca. El silencio del día nunca se impone. Y nos preguntamos por qué no podemos encontrar a Dios. Nunca estamos lo suficientemente silenciosos para escuchar la voz interior que nos dice cómo hacerlo. No comprendemos que cada estación de la vida tiene un mensaje propio que transmitirnos. Queremos confianza y fe; pero una confianza y una fe, eso sí, insulsas y estables, llenas de certeza y de seguridad, ajenas a todo desafío y esperanza. Yo escribí sobre el mismo tema en otro lugar:
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«Definitivamente, mi Dios es el Dios de las estaciones. Prefiero a ese Dios en primavera y en otoño, cuando las cosas brotan o llegan a su sazón; pero he aprendido más del Dios que es el ardor de mi día y los gélidos obstáculos de mi vida. De ese Dios he aprendido las profundidades del yo». Yo no hago «naturaleza» como la hacen otras personas. No realizo marchas ni practico la jardinería ni voy en bicicleta... por muchas razones, unas físicas y otras puramente personales. Tengo una foto en la que aparezco, cuando tenía quince años, sentada en una rama a la orilla de un lago; pero estoy leyendo. Me subí al árbol únicamente para escapar de las fanáticas del voleibol, que no dejaban de insistirme en que jugara, aunque yo prefería con mucho leer poesía antes que lanzar un balón por encima de una red. Solía ir de pesca, pero era porque así podía hacer ambas cosas: mantener la caña fija en el suelo y leer al mismo tiempo. Pero de nuestro jardín he aprendido muchísimo sobre la vida, y no demasiado tarde, afortunadamente. Los jardines tienen un modo de recordarnos que la muerte nunca es eterna, independientemente de lo que pensemos haber perdido. «Todo estará bien, todo estará bien, todas las cosas estarán bien», decía Juliana de Norwich. Y yo llegué a convencerme de que es verdad. Y escribí: «Aprender a creer que al final "todo estará bien" puede ser verdaderamente la tarea central de la vida. Debo creer que este vacío, descontrolado, estéril y fallido tiempo forma realmente parte del proceso. Debo llegar a comprender que todo en la vida es parte de la belleza de la vida. De lo contrario, por el deseo de estar en otro lugar puedo dejar de ser consciente del lugar donde estoy... y también de lo que soy». Volver a entrar en contacto con la naturaleza puede ser la única cura auténtica para el alma agitada.
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Creación: el proceso inacabable
«oca «Si nos reconciliamos con nuestra historia, quedaremos libres para avanzar hacia un futuro mejor». JANET KALVEN y MARY I. BUCKLEY
«¿Cómo "reconciliarme con mi historia"? ¿Dejándola de lado como si no tuviera nada que ver con mi futuro? ¿Cómo "dar sentido" a dos vidas tan distintas? La primera, como hija única y huérfana de padre, fruto de un matrimonio mixto, con una madre enferma de alzheimer, un padrastro alcohólico y una existencia institucionalizada desde los dieciséis años, subyace a otra vida enteramente distinta. Ésta, mi segunda vida, ha sido rica, amable, buena... y ha estado llena de sentido, inmersa en Dios, y han pasado por ella infinidad de personas de calidad. Luego la primera no puede haber sido tan mala, ¿no es cierto? De alguna manera, es un hecho que debe de haberme preparado bastante bien para el resto de mi vida. Está claro que no podemos eliminar demasiado apresuradamente nada de la vida. Al final, todo entra en sus debidos cauces». JOAN CHITTISTER,
Diario, 15 de septiembre.
La creación, según nos enseña la tradición espiritual, consiste en que Dios hace algo de la nada. Por desgracia, solemos olvidar que nosotros somos eso que Dios hace. Seamos lo que seamos con el paso del tiempo, siempre provendrá de la nada de la que partimos. La vida misma proporciona la materia prima de la que somos for-
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mados, no nosotros. No llegamos a este mundo ya hechos y derechos; llegamos en desarrollo, y seguimos desarrollándonos toda nuestra vida. Nos gusta pensar en nosotros como unos seres perfectamente «acabados», por supuesto. Poseemos indicadores de nivel para asegurarnos de ello, y los enumeramos: nuestro primer día de colegio, la Primera Comunión, la Confirmación, el carné de conducir, la obtención del bachillerato, el primer sueldo y la mayoría de edad son los signos sucesivos de nuestro proceso de hacernos adultos. Pero eso no funciona. Cada día, detrás de esos signos no hacemos sino descubrir lo que falta en nosotros, lo que es confuso, lo que no somos. Rita era joven y competitiva y estaba enfadada, muy enfadada. Sabía que era más brillante que la mayoría, pero nadie la elegía nunca para nada. Ponía mala cara para mostrar al resto del grupo lo impaciente que estaba por las deficiencias del proceso o por la incompetencia de la persona responsable. Al fin, con el paso los años, se vio al frente de un proyecto importante. Entonces se convirtió en el blanco, en la persona cuya actuación juzgaban los demás o cuyos planes no resultaban satisfactorios. Y no volvió a poner mala cara. Paul era un sacerdote joven que había sido seducido por su propio alzacuello. Ni siquiera recordaba el nombre de la mujer que llevaba dieciocho años siendo la secretaria de la parroquia. Le gustaba escribir cartas para el boletín parroquial que comenzaran diciendo: «He ordenado que...». Siempre recordaba a todo el mundo quién y qué consideraba él ser. Entonces estalló el escándalo de su pederastia. Paul ya no es sacerdote. Dicen que vive una vida muy tranquila vendiendo zapatos; también dicen que ahora es un hombre de trato mucho más agradable. Yo tenía una tía que se casó por tercera vez a los setenta y cinco años. Vivía seis meses en los Estados Unidos y otros seis meses en Nueva Zelanda, para que su marido no perdiera la pensión. Volaba de acá para allá cuando le apetecía. Nunca la había visto tan sana y tan feliz como entonces. Todas estas personas cambiaron; todas ellas se convirtieron en otra faceta de sí mismas; en todas ellas, la creación continuó creando.
CREACIÓN: EL PROCESO INACABABLE
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Se requiere un cierto tiempo para comprender cómo tiene lugar la creación. Hace falta vivir. La creación no se reduce a algo tan simple como el mero crecimiento físico, sino que requiere también crecimiento en profundidad, en madurez y en perspectiva. «Es a través de la experiencia humana como encontramos a Dios», en palabras de Elaine Ward. Y recordando los años plagados de personas cuya presencia había moldeado mi vida, en unos casos con suavidad, en otros aceradamente, escribí: «Lleva toda una vida el comprender verdaderamente que Dios está en lo que se encuentra delante de nosotros. Malgastamos la mayor parte de nuestra vida escudriñando, esforzándonos por ver a Dios en una nube, detrás de la niebla, más allá de la oscuridad. Cuando vemos a Dios los unos en los otros, en la creación, en el momento, es cuando comienza el auténtico peregrinaje espiritual». Parte de la tradición espiritual nos engaña haciéndonos pensar que Dios mora muy por encima de la humanidad, que es demasiado «otro» para poder ser mancillado por ella. La tarea de alcanzar la santidad -dice implícitamente esta tendencia- consiste en evitar las envilecedoras realidades de este mundo con el fin de prepararnos para el otro. Lo importante de dicha tarea es la reducción del yo en aras de la preeminencia de Dios. «Es preciso que él crezca y que yo disminuya»: la respuesta del Bautista al hecho de que Jesús estuviera también bautizando es distorsionada con el tiempo para dar a entender que el yo debe ser suprimido con el fin de llegar a la unión con Dios. Según tal interpretación, dado que Dios es todo, yo debo ser nada. Pero es ésta una extraña teología que da a entender que lo que el bondadosísimo Creador ha hecho no es digno de él. La idea de la falta de valor del ser humano comienza a venirse abajo con el reconocimiento de la singularidad y el valor del individuo por parte del mundo moderno. En los siglos xvm y xix, con el desarrollo de la civilización industrial y la emergencia de la familia nuclear, la infancia empezó a ser reconocida por primera vez como un estadio distinto de la vida, e incluso los niños empezaron a ser tratados como personas. El proceso de individuación no sólo agudizó nuestro respeto por el otro, sino que nos indujo a prestar también atención a las
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mociones de nuestro corazón. Así, aprendiendo a entender nuestros motivos, nuestras necesidades y a nuestro yo, logramos entender también los de quienes nos rodean. Al valorar al infradesarrollado yo interior, vimos bajo una nueva luz al infradesarrollado yo del otro. Empezamos a comprender que el yo es el filtro a través del cual vemos el mundo. Lo que sabemos de nosotros se lo aplicamos a los demás. Lo que nos negamos a nosotros se lo negamos a los demás. Lo que creemos que es el origen y el final del yo, sabemos que es el origen y el final del otro. La supervivencia misma de la raza humana depende de nuestro compromiso con el Espíritu de Dios en la naturaleza humana, en nosotros mismos y en el otro. Según Mercy Oduyoye, «la dignidad humana no es sino el respeto debido a la imagen de Dios en nosotros». Es de una claridad deslumbradora. ¿Cómo es posible que nos haya costado tanto verlo? Yo escribí: «Porque Dios está en nosotros, tenemos dignidad. No hay ninguna otra razón en absoluto. Por eso, el no prestar atención a esa parte de nosotros significa desperdiciarla. Y, sin embargo, ¿qué es lo que alimenta la percepción de Dios en nosotros cuando todo en la vida está dispuesto para controlarnos, no para liberarnos y ser nosotros mismos? Me pregunto si es posible superar la tendencia a no llegar jamás a alcanzar nuestra plenitud». Reprimir el desarrollo del individuo en aras de alguna virtud anónima -la humildad, la obediencia, el autocontrol...- puede hacer más por acabar con el Dios-vida en nosotros que por insertarlo en dicha vida. El problema, naturalmente, es que fallamos. Sabemos que somos débiles. Damos traspiés, somos menos de lo que podemos ser, no vivimos a la altura de nuestros criterios, ¡y no digamos de los ajenos...! Picoteamos demasiado entre comidas, trabajamos demasiado poco para abrirnos camino, bebemos más de lo debido en las fiestas con los compañeros de trabajo... Todos tenemos adicciones, las cuales no sólo nos mutilan, sino que nos convencen de que carecemos de valor y de que no merecemos la pena. Se trata de una profecía que lleva implícito su cumplimiento y que es del peor orden, porque nos atrapa en nuestra propia sensación de incompetencia, incapacidad y fracaso.
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Frankie, mi guapo, joven y condecorado primo boy-scout, era un adicto a la marihuana. Y puede que a más cosas, ¿quién sabe? Dicen que se «desenganchó», pero no antes de perder a su rubia y esbelta esposa y a su hijo de tres años. De manera que una Nochebuena entró en la iglesia en la que había sido monaguillo de niño, para rezar un rato. Después se fue a casa, sacó del armario el rifle de caza de su padre, se encerró en su dormitorio y se metió una bala en el cerebro. Con veintidós años. ¿Cómo pudimos enseñar a este joven tan poco sobre Dios, el crecimiento, el caer y levantarse de nuevo y el largo y lento proceso de creación?; ¿cómo podía tener tan mala opinión de sí mismo?; y, sobre todo, ¿cómo es que los demás pensamos igual, si no es porque no confiamos en el Dios de la creación? «Un Dios que no puede sentir, no puede estar vivo ni íntimamente relacionado con otras vidas», decían Joanne Carlson Brown y Rebecca Parker en mi diario. La afirmación tiene mucho que decir acerca de lo que pensamos de la creación, su sentido y su final. Si el Dios creador es un supervisor inmisericorde de criaturas puramente mecánicas que tratan de saltar a través de unos aros, pero fallan, y entonces él se deshace de ellas tranquila y despreocupadamente, entonces la creación no es más que un cruel ejercicio de un Dios cruel. Pero la vida no se percibe de este modo. La vida nos trata amablemente en la mayoría de las ocasiones. Nos ponemos desesperadamente enfermos y después nos recuperamos. Titubeamos torpemente en unas cosas y triunfamos sorprendentemente en otras. Erramos el tiro en un lugar y finalizamos luego en mejores condiciones. El corazón humano sabe cómo es Dios mejor que ningún libro. Después de toda una vida debatiéndome con mis fracasos y los de quienes me rodean, cuyos sentimientos de vergüenza, miedo y auto-odio no he podido apaciguar, escribí: «El Dios de la ira y la recriminación es un Dios que no comprende a las criaturas que Ella misma ha creado. Este Dios no es Dios en absoluto. Al contrario, nosotros somos el aliento de un Dios que se deleita en nuestros esfuerzos por ser más de lo que somos, a pesar de que nunca podremos ser más de lo que somos. Porque ¿qué es el desarrollo humano, sino la búsqueda de lo que no podemos alcanzar, el deseo de lo que no podemos
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ser... y la certeza de que al final seremos lo que Dios ha pretendido que seamos? Y lo sabemos porque ese deseo de plenitud nos ha sido introyectado por Dios». Una auténtica espiritualidad de creación, que no vea ésta como un punto singular y concluido en el tiempo, nos permite crecer. Implica no sólo al Dios que nos ha hecho, sino a un Dios que está con nosotros, en nosotros y en todo cuanto nos rodea. No importa quiénes ni cómo seamos: este Dios nos conoce, nos comprende y camina con nosotros hacia el punto de fusión donde lo que nosotros somos y lo que Dios es se hacen uno. El propósito de la vida es llevarnos de un pequeño santuario a otro... hasta que, finalmente, ya no haya más ídolos espurios entre nosotros y el Dios que es realmente nuestro Dios. Entonces es cuando la creación está concluida. Entonces puede que no estemos «finalizados», pero sí estaremos listos para empezar. «El Dios que hizo el mundo y cuanto hay en él, que es Señor del cielo y de la tierra, no habita en santuarios fabricados por mano de hombres», dice Hechos 17,24. Yo entendí la frase a la perfección y escribí, sabiendo el dónde y el porqué de todos los santuarios de mi vida, pero consciente no sólo de lo efímeros que eran, sino de lo efímeros que estaban destinados a ser: «Ésta es, por supuesto, la gran verdad, y yo he necesitado casi toda una vida para conocerla. Primero pensé que Dios estaba en un santuario llamado "Iglesia católica", y le di el culto debido. Fue tan culpa mía como de ellos. Una pizca de historia leída a corazón abierto habría sido prueba suficiente. Después, en una fase posterior, pensé que Dios estaba en un santuario llamado "benedictinas de Erie". También a ese santuario le di culto pleno, hasta que el tiempo me disuadió de ese falso Dios. Dios estaba incluso más allá de él. Ahora encuentro a Dios en todas partes y tomo lo divino dondequiera que lo encuentro, segura de que, si ese templo se derrumba, Dios estará también al otro lado de esos muros. Es una gran liberación». El Dios de la creación sigue creándonos. El peligro es que nosotros tendemos a considerar terminada nuestra creación antes de tiempo.
COTIDIANIDAD: EL REGALO DE LA TRIVIALIDAD
«Dios me conduce a fuentes tranquilas, allí reparo mis fuerzas. Me guía por cañadas seguras haciendo honor a su nombre». SALMO 23,3
«Cuando me siento maltratada por la vida -a veces incluso en sus mejores momentos-, respiro profundamente y recuerdo que, aunque Dios está en todo cuanto me ocurre, también es mayor que todo ello. De manera que ambas cosas, lo que pierdo con semejante maltrato y aquello en lo que me convierto gracias al mismo, no son más que oportunidades de ser más auténtica, de superarme. Y al final de todo está Dios». JOAN CHITTISTER, Diario, 14 de marzo.
Las crisis nos estimulan; es la cotidianidad la que nos deprime. Cuando se trata de una enfermedad, de un accidente o de cualquier clase de peligro, lo afrontamos valientemente y seguimos adelante. El desafío espiritual que supone abordar lo desconocido encauza nuestros recursos espirituales, del mismo modo que aumenta nuestro nivel de adrenalina. Empezamos a hablar de que hay que tener fe; recordamos en qué consiste la confianza; volvemos a orar de nuevo; pedimos misericordia, perdón y ayuda... De alguna manera, arrostramos el temporal. Está muy claro que no son las crisis las que nos matan; es el prolongado y amargo estrés que supone mantener el rumbo una vez que ha pasado el temporal, pero con una corriente que sigue oponiéndose a nosotros, lo que nos desgasta. Es el largo plazo lo que nos hace daño, porque el esfuerzo de mantener la fe conservando la confianza nos deja exhaustos. Cuando Jack perdió su trabajo por tercera vez en tres años, me aterraba la idea de tener que llamarle. ¿Qué se le puede decir a alguien que ha sufrido tal golpe? El tenía talento y experiencia y gozaba de mucha consideración en su profesión. Tenía que estar hecho polvo.
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Yo no estaba preparada para una conversación que tanto temía. Pero la voz de Jack sonaba ciertamente alegre por teléfono. Por supuesto que había sido un verdadero «palo». Pero estas cosas ocurren -me dijo-. Más aún, estaba seguro de que todo ello tenía un sentido. «Dios -me aseguró- debe de haber pensado en cosas más importantes para mí». Pero en realidad no era así: lo que él pensaba que le iba a proporcionar la gran oportunidad de su vida resultó ser, simplemente, más de lo mismo. Jack consiguió un nuevo trabajo en una nueva empresa, naturalmente, pero se encontró haciendo lo mismo que había hecho durante toda su vida profesional. No mucho después, empezó a cambiar. Iba al trabajo cada día, pero estaba amargado y apático; le faltaba espíritu. No era la catástrofe en sí lo que era incapaz de manejar, sino la cotidianidad la que le suponía una carga insuperable. La vida no le había dejado en la indigencia, sino absolutamente hastiado. ¿Qué valor espiritual puede tener esto? La vida diaria pone a prueba el temple de la persona. La capacidad de volver a la misma tarea un día tras otro (ocuparse de los niños, hacer la compra, vender un producto, llenar estanterías...) con renovado interés por el trabajo, con auténtico interés por los resultados, requiere una clase especial de fe y de confianza. Por haber trabajado en «counselling» durante casi treinta años, conozco el problema. Un buen «orientador» no tarda mucho en hacerse cargo del resto de la historia después de la primera parrafada de la primera entrevista. Un gran «orientador», por otra parte, no escucha el argumento -que es sumamente repetitivo-, sino que va más allá de los hechos, tratando de ver cómo y por qué esa situación tan normal afecta a esa persona determinada. Y no hay dos casos iguales en el mundo. Aprender a poner toda tu persona en aquello de lo que estás tratando es lo que marca la diferencia entre una vida feliz y una vida aburrida, una vida santa y una vida vacía. La vida no está hecha de crisis, sino de pequeñas cosas que nos gusta ignorar, a fin de embarcarnos en las cosas verdaderamente apasionantes de la vida. Pero Dios está en los detalles. Dios está en aquello a lo que nos cuesta ser fieles. Dios está en aquellas rutinas que hacen de nosotros lo que somos. Nuestro modo de hacer las pequeñas cosas de la vida es signo de la grandeza de nuestra alma. «Cuando las cosas triviales que ocupan nuestro tiempo ame-
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nazan con deslucir nuestra visión del universo, ha llegado el momento de "ralentizarse"», según Madeline McClenney-Sadler. Pero, después de años de estímulos, yo conocía la belleza de la rutina, y repuse: «Lo "trivial" es ciertamente aburrido, estoy de acuerdo, e incluso puede limitarnos no sólo en nuestras percepciones, sino también en cuanto al alcance de nuestras preguntas. Al mismo tiempo, hay en lo trivial algo enormemente liberador y humanizados Comprar y cocinar verduras nos vuelve a poner en contacto con nosotros mismos, dándonos tiempo para percibir la esencia de nuestra vida, dándonos tiempo para ser. Seguiremos adelante mucho después de que las grandes ideas se hayan desvanecido y nuestra carrera profesional haya finalizado. La cuestión es si habrá algo en mí entonces, si habrá un yo en mí. Todo depende de cómo me las arregle con lo trivial». El problema de la vida diaria es que no es tan rutinaria como cabría suponer. Requiere paciencia y persistencia; nos exige estar dispuestos a dar de nosotros más de lo que parece requerir el «rol» que desempeñamos. Nos exige entregarnos por completo y no reservarnos para nuestra satisfacción personal. Yo viví durante un tiempo en una residencia donde la administradora desempeñaba también el papel de recepcionista..., salvo el «pequeño detalle» de que nunca miraba a nadie que estuviera al otro lado del mostrador. Y cuando tosías lo bastante como para incordiarla en lo que estaba haciendo, te castigaba negándose a encontrar los formularios que necesitabas, para que no volvieras a pedirle nada. Sucede en todas partes, y lo sabemos. He visto a padres plantar a sus hijos delante de la televisión, en lugar de hablar con ellos. Y he sentido la irritación de que se vinieran abajo todos mis grandes planes por culpa de los planes de otra persona. Entonces leí las siguientes palabras de Katherine Paterson: «Cuando vuelvo sobre lo que he escrito, veo que las mismas personas que me han robado tiempo y espacio son las que me han dado algo que decir». Después de haberme irritado tanto y tan a menudo por las interrupciones, me sentí avergonzada al escribir: «Ver las interrupciones como algo educativo es una actitud maravillosa. Tengo que llegar a ver en mi propia vida que el co-
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rreo que me llega, las personas que me llaman, las reuniones que tengo y los niños que irrumpen en el centro de mi vida son grano para mi molino. Por el momento, intento siempre escapar a ellos». Verdaderamente, en el tema de la espiritualidad de lo cotidiano, y lo exigente que resulta para el alma, soy toda una experta. En nuestra formación nos enseñaron que el extraño que llama a la puerta a mitad de la noche puede perfectamente ser Cristo disfrazado. Como descubrí años después, la Regla de san Benito insiste en que alguien atienda a la puerta día y noche, con el fin de «recibir como si de Cristo se tratara a cualquier huésped que pudiera presentarse». Cuanto más mayor me hago, tanto más convencida estoy de que no hay nada de malo en esa teología. Dios está en los detalles concretos. Dios está oculto a la vista pública. Dios está donde estamos nosotros, llamándonos a ser Cristo precisamente allí donde estamos. De lo contrario, ¿en qué puede consistir la presencia de Dios en nosotros? Pero quizá lo duro de la espiritualidad de lo cotidiano sea tener la suficiente fe para afrontar el desánimo que se siente al verse atrapado en un momento que nunca termina. Ese largo y agotador momento de tristeza, inquietud, frustración y rechazo que le llega a toda vida y que encuentra la manera de perpetuarse, a veces durante años, puede constituir el momento más arduo de la vida espiritual. «¿Quién nos moverá a nosotros la piedra de la entrada del sepulcro?», se preguntaba Janet Ross-Heiner, como si hiciera memoria únicamente de un sepulcro del pasado, no del propio. Pero yo he visto a gente enterrada en sepulcros llamados «matrimonio», «fracaso», «depresión», «tedio»... Y yo misma he conocido unos cuantos sepulcros. Así que, en respuesta a esa idea, escribí: «¡Se han acumulado tantas piedras a la entrada del sepulcro de mi corazón en estos años...! Me he pasado la vida atrapada en una lucha externa tras otra -familia, salud, dinero, rechazo-, pero sólo en los últimos diez años he conocido el dolor de tener que aterrarme sin una razón clara a una vida fragmentada que no va a ninguna parte, mientras el sol brilla en la montaña de enfrente».
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Es la cotidianidad del sepulcro lo que realmente requiere fe, confianza, perseverancia y persistencia. Queremos vivir resucitados toda nuestra vida, pero es el tiempo de espera el que nos hace dignos de ello. Cuando seguimos adelante bajo el abrasador sol del mediodía, es cuando sabemos lo que significa caminar por los polvorientos caminos de Galilea. Cuando seguimos adelante sin alharacas ni música, es cuando entendemos lo que es el desierto. Cuando seguimos adelante, a pesar de que abandonar sería más gratificante, es cuando sabemos que Dios ha tomado el control de nuestra vida. Entonces somos utilizados para algo mayor que nosotros; entonces empezamos a ser empleados para llevar a plenitud el mundo que nos circunda. Es pegar sellos, bajar sillas y hacer llamadas lo que, finalmente, cambia el mundo. Y ésa es la espiritualidad de lo cotidiano. La cotidianidad es ese profundo hoyo en el que adquiere su configuración más duradera el carácter de nuestra vida. Es la depositaría de nuestras mayores gracias y la sede de nuestras peores pérdidas. Es el «ministerio de Hacienda» de todos nuestros ayeres y la reserva de donde sacamos fuerzas para todos nuestros mañanas. «Tu amor por mí, oh Dios, es como la hondura de un pozo», en palabras de Nancy Nelson Elsenheimer. Y tuvo tanto sentido para mí, que al instante lo interpreté de esta manera: «Me gusta la imagen del amor de Dios "como la hondura de un pozo". Lo que hay que recordar es que esta imagen implica también que el amor de Dios por nosotros es negro, oscuro e incapaz de ser percibido por completo. Y yo estoy segura de que es cierto. ¿Cómo explicar como "amor" la ruptura con la vida hogareña, un noviciado enfermizo, una institución agonizante, la pérdida de futuro y la falta de libertad personal? Y sin embargo, ha sido un amor infinito, un amor sin límites. ¿Lo habría yo planeado así? Bueno, en cierto sentido, así lo he hecho, ¿o no? Yo he decidido diariamente cómo entendérmelas con él. Y Dios ha estado conmigo en cada paso del camino». La cotidianidad es lo que hace de nosotros, de un modo pleno y definitivo, lo que realmente somos.
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Lucha: buscar a Dios en la oscuridad
«Dios nos ofrece ríos en los desiertos de nuestra árida vida». LAVON BAYLER
«Tengo necesidad de un río en el desierto en este preciso instante: un río fresco, profundo, claro y caudaloso. Tengo necesidad de algo que me cerciore de que he acertado con el trabajo que debía hacer y el camino que debía recorrer. Llevo casi diez años dando tumbos, sintiéndome desarraigada, inútil y mediocre. ¡Si ocurriera algo que me dijera que estos años han merecido la pena...! ¡Ven, Dios de los Ríos!». JOAN CHITTISTER,
Diario, 15 de julio.
En la vida, todo el mundo sufre. Todos sabemos lo que es estar deprimidos, que se nos muera un ser querido o perder todo aquello por lo que hemos trabajado sin parar. Todos hemos pasado por momentos de verdadero estrés. Pero, aunque todo el mundo sufre, no todo el mundo tiene una vida de sufrimiento. David sí. David creció en una familia de ocho hijos cuyo padre alcohólico fue sumiéndolos cada vez más profundamente en la pobreza. Su madre era una mujer enferma, escuálida y sin dientes... en un mundo opulento. Dos de sus hermanos menores vivían confinados en sendas sillas de ruedas por causa de una distrofia muscular.
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Su padre, finalmente, se desintoxicó y se arrepintió de la vida que había llevado, pero murió demasiado pronto para lograr que su arrepentimiento fuera algo tangible para el resto de la familia. No tuvo tiempo ni forma de compensar a sus hijos por la infancia que no habían tenido. Sus hermanos y hermanas menores prosiguieron su vida. Su madre, después de años de agotamiento, acabó rindiéndose y murió. Y un buen día, siendo aún muy joven, David se encontró con dos hermanos enfermos de los que tenía que ocuparse. Uno era un sufridor de buen fondo; el otro, un amargado que se ocupaba de que el resto del mundo pagara por su sufrimiento. Ambos se opusieron a la idea de ir a un centro asistencial. De manera que David tenía que ocuparse de cuidarlos, cocinar, hacer la compra y los recados... y trabajar. No pudo ni casarse: ya estaba casado con todo lo que era capaz de abarcar. ¡Qué vida tan terrible...!, decíamos nosotros. Pero yo conocía a David, y la verdad es que era un hombre que irradiaba paz y parecía absolutamente feliz. Era evidente que él sabía acerca del sufrimiento algo que los demás tenemos que lograr comprender si queremos vivir la vida de manera plena. David sabía que el sufrimiento no es un objeto. Algunas personas se pasan la vida paralizadas y, sin embargo, viven una vida plena. No «sufren», en el sentido médico de la palabra. David sabía que otras personas lo tienen todo... y sufren profundamente. ¿Por qué? Porque lo que nos hace sufrir es lo que nosotros llamamos sufrimiento. Pero el sufrimiento es lo que estamos llamados a transformar en nueva vida; el sufrimiento nos remite a otro aspecto de nosotros mismos. Sin embargo, no nos adaptamos al sufrimiento de manera automática, como nos adaptamos a la respiración, por ejemplo. En el sufrimiento hay implícito un proceso que lleva a la liberación. El sufrimiento es, sencillamente, un estadio de la vida que depende más de cómo lo abordemos que de las circunstancias en que se produzca. «En medio del sufrimiento profundo, Dios está presente y es posible una nueva vida», decía la cita de Marie Fortune en mi diario. No ajena al sufrimiento yo misma, como todo el mundo, me debatí con el concepto mismo de lucha. Y escribí: «¿Por qué está Dios en el sufrimiento? Puede que porque en esos momentos apenas haya nada más. Los amigos proporcio-
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nan un falso consuelo, los sistemas nos ignoran, los grupos siguen a lo suyo sin caer en la cuenta, sin interesarse por nuestro pequeño dolor. Únicamente en Dios podemos tener perspectiva, ver el verdadero sentido del sufrimiento. El sufrimiento nos reduce a lo esencial, nos despoja de nuestra complacencia, desgarra las telas de araña de las que dependemos, dejándonos desnudos de nosotros mismos. El sufrimiento nos expone a nuestra propia persona». Al parecer, el sufrimiento tiene algo que enseñarnos. Pero sólo si admitimos que tenemos algo que aprender de él, nos permite finalmente crecer. El problema es que el sufrimiento nos sume en el centro mismo de nuestra persona, y el trayecto es oscuro y solitario y nos exige desprendernos de todo aquello con lo que contábamos para protegernos de la dureza de la vida. Nos arrebata lo que nos daba seguridad y nos deja únicamente con nuestros recursos personales, a menudo inexplotados e incluso ignorados hasta ese momento. Lloramos a mares. Caemos en la autocompasión. Nos retorcemos y nos cargamos de tensión ante lo que la vida nos depara en ese momento. Hacemos todo lo posible por evitar lo inevitable. Pero si tenemos la suficiente fe para el necesario viaje, acabaremos dando con la materia prima del ser. Es un viaje que todos hacemos solos y en el que lo de menos son nuestras expectativas. «Debemos aprender a escuchar y apoyar a los demás en aras de su capacitación y de la nuestra», decía Rita Nakashima. Pero yo estaba entregada de lleno a pasar de un momento de la vida a otro. Me encontraba entonces en el universo del alma poblado únicamente por el propio yo. Y escribí: «Difícilmente puedo responder a esta cita concreta. No he conseguido digerirla. El hecho es que yo siento que he "escuchado, apoyado y capacitado" a gente durante años. Y me he ido gastando y desgastando en el proceso para, al final del mismo, encontrarme prácticamente sola. No, ahora la cosa no va de "escuchar, apoyar ni capacitar", sino de recuperar mi propia vida. Todavía. Quiero decir que puede que no haya empezado». Una de las dimensiones más importantes del sufrimiento es esa experiencia de soledad que lo acompaña, la sensación de estar en
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órbita, sin amarres, sin idea de adonde dirigirse a continuación, sin nadie que tire de uno. Entonces se trata de quedarse inmóvil, como un zorro en la linde del bosque, y esperar que la vida dé un giro. Únicamente entonces podemos empezar a construir un nuevo mundo de diseño propio; únicamente entonces tenemos opciones. Podemos decidir avanzar o podemos tratar de aterrarnos a un pasado ya desaparecido, y puede que incluso bien muerto. La triste realidad del pasado no es que fuera malo o bueno, sino, simplemente, que es pasado. Ha pasado. Ha concluido. El ayer no es recuperable. Mientras insistamos en no aceptar más que el pasado, el presente será una carga. Y la depresión se instala, como en una especie de venganza. Sólo cuando estemos dispuestos a deshacernos del dolor, a dejar que lo desaparecido desaparezca definitivamente y a acabar con la estéril rabia, sólo cuando renunciemos a la locura del miedo sin fundamento, podremos avanzar. Pero primero tenemos que confiar en que el Dios que nos ha llevado hasta ese punto cuidará de que lo superemos. «Dios me hace reposar en verdes pastos y me conduce a fuentes tranquilas», me recordaba el Salmo 23. Pero yo no estaba preparada todavía, y escribí: «En este preciso momento, tengo que creer en este texto de la Escritura con toda mi alma, porque no tengo la sensación de que la vida sea "verdes pastos" ni "fuentes tranquilas", sino que la siento como una muerte en vida. Todos los que me rodean siguen produciendo, construyendo, avanzando. Pero yo he sido cortada de raíz sin haber ganado nada a cambio. Estoy vacía, soy inútil, no hago nada, no voy a ninguna parte. Mis charlas y mis libros brillan por un instante y se desvanecen, y yo me siento avergonzada de mi existencia. De modo que ¿dónde está Dios en todo esto?; ¿qué es la vida sin vida? Me siento como si estuviera al otro lado del cristal de la ventana, mirando al interior sin que nadie me vea. Y no es que nadie sea desconsiderado; sencillamente, "pasan". Ahora toca "buscarse la vida"... y no sé cómo». Hemos sido derrotados. De todos los elementos del sufrimiento, la derrota es lo que más nos hiere. Si lo que queríamos que su-
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cediera no llega nunca, si lo que teníamos ha desaparecido, es que algo hemos hecho para merecerlo. O tal vez podríamos haber hecho algo para evitarlo. O quizá lo que estamos haciendo en este preciso momento no funciona. O puede que todo fuera inútil desde el principio. La derrota nos anonada. La lucha es excesiva. Y lo peor de todo es que este nuevo momento de la vida es, sencillamente, inaceptable. En lugar de aceptar las cosas como son -la muerte, la pérdida, el dolor, la confusión-, nos quejamos amargamente del mundo y de cuanto hay en él. Insistimos en el ayer y nos aferramos al hoy. Cerramos por completo nuestra mente al mañana. Maldecimos al Dios que nos ha abandonado. Nos negamos a creer que el Dios que buscamos está ya con nosotros. Y, sobre todo, nos negamos a aceptar que en esa dolorosa y detestable situación resuena la llamada de Dios animándonos a no quedarnos donde estamos, sino a ir más allá, adonde debemos ir si queremos llegar a ser seres humanos en plenitud. Es el momento de la decisión. Podemos dejar que el dolor de la pérdida nos amargue o que, por el contrario, nos impulse a ir más allá del presente, hacia el futuro al que estamos siendo llamados. Podemos negarnos a movernos y morir in situ, o podemos permitirnos confiar en que la oscuridad es el camino hacia una nueva vida. Podemos arrojar la toalla o podemos permitir que el dolor mismo nos espolee. «Deja que la paja de mi irritación por no tener todas las respuestas se convierta en cenizas», decía Kathleen Crockford Ackley. Después de años de lucha, yo creí haber comprendido perfectamente la idea y escribí: «Eso de la "paja" es lo que queda en el corazón después de pasar por algo importante, impactante, que cambia la vida. Arde por siempre como energía y luz. Muestra el camino hacia una nueva forma de vida y proporciona el combustible que necesitamos para llegar a ella. En mi corazón llevo la paja de la muerte, la tensión doméstica, los años de ministerio inadecuado, una Iglesia sexista y un largo periodo de profundo desencuentro. Pero, en definitiva, todas estas cosas me han cambiado para mejor. Todo ha sido bueno para mí». Cuando sabemos que lo que era ha terminado, que lo que es es bueno, y que juntos nos han preparado para lo que puede ser, la fe-
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licidad es un hecho. Nada puede destruirnos. La vida está al alcance de la mano. Dios está a nuestro alcance. Es el momento de la emancipación espiritual. Entonces vemos que lo sucedido en el pasado nos ha preparado para el presente. Entonces descubrimos que el presente está destinado a ser un mero puente para otro mañana. Aquí o en la otra vida. Entonces llega la fe, la fe verdadera, esa fe que únicamente se basa en el ayer, esa esperanza que recuerda que cada ayer ha sido mero precursor de un mañana cada vez más lleno de gracia. «El amor de Dios nos precede de un modo que no podemos identificar plenamente», me recordó Anne Carr. Y esta vez yo escribí: «De hecho, el amor de Dios casi nunca es identificado hasta que ha pasado y requetepasado. Estoy empezando a preguntarme si el amor de Dios es siquiera identificable. Y, de no serlo, entonces la pregunta es: ¿por qué? Puede que la respuesta sea: porque aprendemos fe, en lugar de amor. A fin de cuentas, el amor es natural; la fe, no». Cuando aprendemos la fe, es cuando llega la felicidad, la felicidad verdadera, esa armonía que subyace al alma y que nos dice una y otra vez que lo que es, de algún modo extraño e inexplicable, es bueno. Por encima de todo, la fe nos dice que lo que es es más que bueno: se está haciendo siempre mejor, de un modo que nunca habríamos creído posible. ¿Cómo puede ser esto? Porque los caminos de Dios no son nuestros caminos. Es en las profundidades de la oscuridad donde aprendemos la fe; es retrospectivamente como logramos reconocer el amor en la oscuridad.
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Alegría: el Dios que ama la risa
«A nuestra vida le da una cierta dignidad su misma evanescencia». MADELEINE L'ENGLE
«Supongo que L'Engle quiere decir que es lo que disfrutamos lo que da la medida de nuestra humanidad. Hay una diferencia abismal entre las personas que disfrutan de la lucha libre en televisión y las que disfrutan de la ópera. El que, de hecho, podamos al menos "disfrutar" de algo es un signo de nuestra humanidad. Puede que por eso el dolor, el sufrimiento y la esterilidad espiritual sean realmente "inhumanos". Yo disfruto de la vida, aunque también he conocido el exceso de trabajo y la falta de puro goce. Tengo que hacer algo al respecto». JOAN CHITTISTER,
Diario, 8 de junio.
Aún recuerdo el enorme gozo que me invadía al verme allí, sentada en medio del canal, en un bote de pesca de menos de seis metros, con grandes cargueros y veleros pasando cerca, a un lado y a otro, lejos de despacho, teléfonos, charlas y aviones. Tan sólo cuatro de nosotras, un cálido sol, una cesta de pesca vacía, un desfile de barcos y el balanceo de las olas. Lancé el sedal con todas mis fuerzas, atrapé la parte superior de la boya indicadora y, riendo a
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carcajadas, la solté justo a tiempo de evitar enredar a un velero en el sedal. La vida pura y simple es maravillosa. ¿Cómo lo aprendemos y qué significado tiene en la vida espiritual? Yo creo que lo aprendemos viéndolo. Cuando yo era una joven religiosa, antes de que la Iglesia negociara una especie de tregua con el mundo, por lo que el monasterio reflejaba la esterilidad emocional que aquel «impasse» implicaba, la hermana Marie Claire, firmemente opuesta a la supresión de la alegría en nombre de la santidad, iba a su sala de música los domingos por la tarde a escuchar discos de sinfonías, óperas y piezas para piano. En aquellos tiempos no íbamos a conciertos, y únicamente las profesoras de música podían tener tocadiscos. La hermana Marie Claire se sentaba en su mecedora toda la tarde y se limitaba a escuchar música. Recuerdo que me impresionaba mucho aquel modelo de audaz y licencioso deleite, frente a la negación institucionalizada del mismo. La lección me fue muy útil. Hay momentos en la vida en que la única respuesta apropiada a lo sombrío y lo difícil consiste en ignorarlo. La persona de esperanza, que sabe que Dios está en lo cotidiano, conoce la alegría. El truco en la vida consiste en ser capaz de distinguir las cosas que nos proporcionan verdadera alegría de las que son meros estereotipos de diversión. Yo acudo a fiestas y me lo paso muy bien. Pero cuando busco el modo de limpiar la paleta de mi alma, hago otras cosas. «Aprende a reírte un poco de ti mismo y con los demás. Diviértete un poco para compensar tu exceso de trabajo», proponía Vashti McKenzie. Y yo respondí a esa idea con otra. Escribí: «Yo río con facilidad y me divierto sin problemas. Lo malo es que suelo preferir divertirme sola. Puedo pasar horas tocando el piano, o sentarme en un bote completamente sola hasta que el sol se pone, o leer un libro y no darme ni cuenta de que llevo días sin ver a nadie... También disfruto de las fiestas, pero sólo de algunas. Y me gusta la buena conversación, pero no siempre. Me pregunto si todas estas cosas figuran en los recetarios que enseñan "cómo auto-realizarse"». La capacidad de estar a solas consigo mismo es un buen indicador de la capacidad de orar o de reflexionar sobre las cosas de
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Dios, o de hacerse uno con el universo. Es signo de que la vida proviene de nuestro interior, de que no estamos simplemente tragándonos algo que ha sido manufacturado para nosotros por otra persona. Ser capaz de estar en una habitación sin el sonido de la radio o de las series de televisión, le da profundidad al día. Cuando aprendemos a amar la vida más de lo que nos gusta amar nuestro dolor, nos volvemos espiritualmente invencibles. ¿Qué aspecto de la vida puede entonces derrotarnos? No hay nada que pueda arrebatárnoslo todo cuando tenemos el corazón lo bastante abierto para amar más de una cosa. Signos de esta verdad los tenemos por doquier en tantas personas santas: la apesadumbrada viuda que descubre la pintura y se inventa toda una nueva vida; el parapléjico que aprende informática y desarrolla todo un nuevo mundo de amigos on-line; el ciego que no puede ser cirujano y se convierte en un quiropráctico cuyas manos son capaces de sanar... El amor a la vida y el amor a la alegría son las dos caras de una misma moneda. Cuando nos entregamos a la alegría, aprendemos a amar la vida. Amar la vida es decidir cómo disfrutarla, tenga las limitaciones que tenga. El amor encarnado, con toda la alegría, el placer y la belleza que conlleva, ha sido considerado el gran enemigo de la vida espiritual, como si aprender a ser severo fuera una dimensión de la santidad. Se nos formaba para hacernos sospechar de todo lo hermoso y placentero, como si la belleza y el placer nos distrajeran del Dios que hizo el mundo bello y nos dio la capacidad de sentir placer. «Un santo triste es un triste santo», decía Teresa de Jesús. Proviniendo como provengo de una espiritualidad jansenista, me llevó algún tiempo olvidarme del amargor del pecado para disfrutar de los botes de pesca, de las fiestas y de las bodas de Cana. Pero finalmente logré comprender que no es posible «amar únicamente a Dios». Si amamos a Dios, amamos todo cuanto él ha hecho, porque todo ello es reflejo del Amor que lo ha creado. La verdad es que el amor nos hace responsables de la alegría. Sólo el egoísmo nos da derecho a alimentar nuestras contrariedades. El amor exige ser compartido y multiplicado. «Si hay de por medio un amor profundo, existe una profunda responsabilidad con respecto a él», en palabras de May Sarton. Y estoy convencida de que tiene razón. Si aprendemos realmente a amar, aprendemos los
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fundamentos de esa alegría, que tiene más de mandato que de licencia. Aprendemos que somos tan responsables de alegrar la vida a los demás como de aprender a disfrutar nosotros de esa misma vida. Y escribí: «Ciertamente, el amor conlleva responsabilidad. Pero ¿para qué? Nos han formado en la idea de que era responsabilidad nuestra resistimos al amor. Pero en el amor hay mucho que aprender que no puede aprenderse tan perfectamente de ninguna otra manera: autocontrol, generosidad, escucha, solicitud... y una alegría pura, no adulterada. Puede que la verdadera responsabilidad consista en aceptar el amor... y aprender». Desear la alegría es desear al Dios de la vida. Crear alegría donde en principio parece no haberla, es convertirse en co-creador con el Dios de la vida. Cuando creamos alegría, creamos una vida más santa y dichosa. Lo malo es que demasiado a menudo esperamos que la alegría venga a nosotros, en lugar de caer en la cuenta de que tenemos la responsabilidad espiritual de crearla. De modo que echamos a Dios la culpa de que nuestra vida sea sombría, árida o triste. Hacemos de la alegría y la comodidad meros sinónimos, cuando, de hecho, la alegría no consiste en gozar de comodidades, sino en ser consciente de lo bueno aun en medio de la desolación. Algunos psicólogos han empezado a recomendar a las personalidades depresivas que por la noche, antes de acostarse, nombren tres cosas buenas del día. Y éste podría ser un ejercicio espiritual mucho más importante para la calidad de vida de cuanto hay podido serlo jamás el examen de conciencia. El examen de conciencia se centra en todo lo que ha ido mal a lo largo del día; en cambio, la enumeración de nuestras alegrías se centra en todo cuanto hace que merezca la pena vivir la vida. Si puedo aprender a buscar la alegría, puedo ser capaz de ver cómo mis pecados -mi ira, mis mentiras, mi egocentrismo- son cosas que verdaderamente envenenan mi vida. Y entonces puedo realmente arrepentirme de ellos. El primer paso para estar alegre consiste en identificar la alegría que nos rodea. «Durante todo el largo invierno, sueño con mi jardín. El primer día cálido de la primavera hundo los dedos profundamente en la blanda tierra... y mi espíritu se eleva», decía
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Helen Hayes. Yo sentí cómo sus palabras recorrían mi cuerpo, y escribí: «Nunca he soñado con jardines, pero sí sueño con teclados, perros y agua. Son las cosas que me devuelven a mí misma. Me sumerjo en ellas, y todas mis irritaciones desaparecen. Entonces me convierto en quien verdaderamente soy y me siento locamente feliz. Me libero de expectativas, agendas y responsabilidades. Me vuelvo -me siento- verdaderamente integrada. La disciplina espiritual que hay que desarrollar en momentos de gran presión consiste en hacer más cosas que impregnen nuestro espíritu de alegría y de risas. Pero ¿cómo? El perro ya no está; el agua tampoco, y el teclado invade la vida ajena. Sin embargo, siempre queda el recuerdo... y la esperanza». Incluso en una cultura tan epicúrea como la nuestra, permanecen las viejas tensiones. Después de todo, somos un país de puritanos. Por tanto, sigue en pie la pregunta básica: ¿vamos a disfrutar de esta vida o a huir de ella? Cuando el mundo se inclina hacia la izquierda, las religiones suelen hacerlo hacia la derecha. Las propias religiones pecan contra la creación. Predican una espiritualidad de negación, en lugar de una espiritualidad de equilibrio. Infectan el mundo con una espiritualidad del miedo, en lugar de introducir en él una espiritualidad de la alegría. Quieren que la gente renuncie a cosas, en lugar de aprender a usarlas debidamente. No lo reconocen, pero el sacrificio es más fácil que el equilibrio. Sólo quienes de veras son espiritualmente fuertes saben cómo usar algo sin abusar de ello: cómo beber una copa, pero nunca hasta el punto de perder el control; cómo tomar medicinas sin caer en la adicción; cómo distinguir entre el amor sexuado y el sexo por el sexo... Y estas distinciones son cruciales. La alegría enriquece el mundo; la autosatisfacción lo exprime hasta el fondo y deja hastiada el alma. Entonces, una vez hartos, consumimos también los recursos ajenos, caemos en la codicia, nos saciamos a costa de las vidas de otros. «Ven, atrae a nuestros corazones con el deseo de Dios y haz que contribuyamos a nuestro bien», dice J. Mary Luti. Está bien claro: al buscar a Dios, buscamos nuestro verdadero bien, y lo bueno nos orienta hacia Dios. Vivimos dentro de los límites del yo, y de ese modo hacemos de la alegría el don que da-
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mos a los demás. Yo escribí, sabiendo lo profunda que era la lucha, tanto en las tradiciones del pasado como también en nuestro propio tiempo: «El "deseo" de Dios es algo muy escurridizo. ¿"Desea" Dios que yo disfrute de la vida o quiere que ponga todo mi empeño en trascenderla? ¿Y cómo saberlo? Bueno, como no puedo estar segura, he adoptado para mí un nuevo criterio que procede de la Regla benedictina, no del catecismo. El Prólogo dice en esencia: "No hagas daño; haz el bien". Esto debería ser suficiente guía para mí en este preciso momento, en una cultura y una Iglesia que confunden la ley con la bondad». No hacer daño a nadie, hacer el bien a todo el mundo, hacer de la alegría un artículo transmisible. No es un hallazgo fútil, un truco afortunado, un raro premio; es una actitud espiritual de fabricación propia.
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Santidad: la tarea de crecer en Dios
soca «El amor de Dios nos libera para vivir en la novedad de cada nuevo día». MARY ANN NEEVEL
«No estoy realmente segura de lo que esa frase -"El amor de Dios nos libera para vivir en la novedad de cada nuevo día"significa. Me siento mucho más inclinada a pensar que es en la novedad de cada nuevo día donde somos liberados para experimentar, buscar y hacemos conscientes del amor de Dios. Cuando nos estancamos en el ayer -en sus decepciones, en su culpa...-, podemos perdernos por entero la realidad del amor eternamente lozano de Dios por nosotros. Aquí y ahora». JOAN CHITTISTER, Diario, 24 de marzo.
La primera vez que fui a Roma, pude experimentar las intrigas de la Curia, ver de cerca la política del sistema, observar las maniobras de las alianzas clericales nacionales y comprender lo indefensas que estábamos las mujeres frente a todo ello. Sentí cómo años de condicionamiento eclesiástico se reducían a polvo bajo mis pies. ¿Quedaba allí algo en lo que se pudiera creer?; ¿dónde estaba la tierra prometida de mis sueños religiosos?; ¿cómo podía yo seguir profesando algún tipo de compromiso con todo aquello? Era demasiado humano. Era, asimismo, demasiado venal. Y era también demasiado deprimente.
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«No te preocupes -me dijo un anciano monje- Volverás a sentirte bien. Todo el mundo que viene a Roma pierde la fe las dos primeras semanas». Y esbozando una sonrisa, añadió: «Después, en las últimas dos semanas, vuelven a poner la fe allí donde debe estar en principio y ante todo: en Jesús». En aquellas dos semanas crecí inmensamente: pasé de la infancia a la adultez espiritual; de la adoración a la Iglesia a la adoración al Dios que esa tradición me había hecho accesible. Resulta irónico que para comprender el valor de la Iglesia tuviera que comprender sus limitaciones, y que para dar culto a Dios tuviera que dejar de dar culto a las cosas de Dios. «Ábrete al Tao -enseña el Tao te Ching-, confía en tus respuestas naturales, y todo estará en su sitio»'. Entonces comprendí el significado de esta frase. El crecimiento en la vida espiritual es un lento y tortuoso camino hacia el Dios interior, a lo largo del cual se pasa por la devoción y por el desastre, por la fidelidad y por el pecado, hasta llegar al autoconocimiento y la necesidad, la autosuficiencia y un insaciable deseo del «Más». Estamos impregnados de Dios, pero lleva mucho tiempo comprender que el Dios que nos forjamos a nuestra imagen es un Dios demasiado pequeño para desperdiciar con él nuestra vida. Dios es la energía del universo, la luz de toda alma, el eterno caleidoscopio de posibilidades que nos rodea en la naturaleza. El rostro de Dios está impreso en el rostro de todas las personas a las que vemos. Dios no es una de ellas y es más que todas ellas juntas; pero sin ellas no podemos percibir todos los pequeños atisbos de Dios que se nos ofrecen en nuestro camino. «¡Qué fácil es olvidar y desatender la belleza y la luz divinas que hay en nosotros y en el "otro"!», exclamaba Deborah Chu-lan Lee. Es ésta una idea sencilla, pero que, en mi opinión, constituye el fundamento mismo de la vida espiritual. Yo he visto la misericordia y la justicia de Dios, he sentido el amor de Dios y he oído la voz de Dios, pero casi siempre en el otro. Y todo ello me ha hecho crecer superándome a mí misma. Y escribí:
1. Stephen MITCHELL, Tao te Ching, Harper Perennial, New York 1992, p. 23.
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«No estoy tan segura de que sea "fácil de olvidar" la presencia de la Divinidad en el otro. Yo creo, pues nos han formado para reconocer las posibles trampas y la debilidad esencial de la materia, que lo más probable es que sea imposible que la veamos. Pero, una vez que lo hacemos, una vez que caemos en la cuenta de que estamos rodeados de fragmentos de la Divinidad, la vida se torna luminosa». Una vez que se adquiere conciencia de la presencia de Dios, cambia nuestro modo de ver el mundo en el que vivimos, porque empezamos a comprender la verdad fundamental de la vida: que algunas cosas, obviamente, son difíciles, pero que nada es inútil. Todo cuanto hacemos es preparación para abrazar al Dios del universo que ya nos ha absorbido en él. Cada acto nuestro a cambio no es más que un gesto de gratitud por la gran galaxia de personas, acontecimientos y bendiciones que sabemos constituyen nuestra vida. Entonces nos hacemos parte de la creación continua que nos rodea; entonces hacemos nuestra propia contribución a la plenitud de vida; entonces crecemos en la bondad misma. «Todo acto de gratitud es incompleto -según Maria Harris-, a no ser que de él brote un impulso a hacer obras que contribuyan a la justicia». Palabras que tenían eco en mi vida, pero de cuya futilidad también era consciente. Y escribí: «"No es posible pagar con gratitud -decía Anne Morrow Lindbergh-; sólo se puede pagar con 'amabilidad' en algún otro momento de la vida". Yo era plenamente consciente de cuan cierto era esto. Se me ha hecho tanto bien, se me ha dado tanto apoyo, se ha invertido en mí tanto dinero... que no existe modo alguno de devolvérselo a nadie, porque yo misma no lo tengo. Pero sí puedo transmitirlo en alguna medida. Sí puedo hacer por otros lo que otros han hecho por mí. Sí puedo hacer por otros lo que ellos no pueden hacer por sí mismos. Sí puedo hacer lo que debo para que todo el mundo, en cualquier lugar, goce también de una vida como es debido. Será una devolución de la deuda que redundará por siempre en beneficio del universo». El único obstáculo al culto al Dios de la gracia, la principal barrera al agradecimiento, consiste en la terca negativa a crecer más allá de los límites de nuestra vida. Si hemos sido pobres o nos han
SANTIDAD: LA TAREA DE CRECER EN DIOS
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rechazado o hemos fracasado ayer, nos definimos nosotros mismos como incapaces de ser otra cosa que pobres, rechazados y fracasados hoy. Nos negamos a afirmar el poder que hay en nuestro interior, y culpamos al resto del mundo de las prisiones en que nosotros mismos nos hemos encerrado. Nos asfixiamos a nosotros mismos en el resentimiento o el remordimiento. Pero para crecer espiritualmente debemos dedicarnos a ser hoy más de lo que éramos ayer. Debemos crecer superando las heridas y los recuerdos que estrechamos celosamente contra nuestro pecho, temerosos de que, si relajamos nuestras reminiscencias de los mismos, ya no podamos justificar nuestras intenciones de no ser nunca más de lo que somos. «Muchos seguimos cargando durante años con un viejo equipaje», decía la cita de Donna Schaper. Yo pensé en todas las cosas enterradas en mí, pero aún ardientes, y comprendí que ella tenía razón. Y escribí: «Todos pasamos por la vida a merced de nuestros recuerdos. Recordamos lo que ahora echamos de menos. Recordamos lo que nos ha traumatizado, y tocamos las cicatrices de nuestra alma debidas al "shock" que hemos padecido. Sé que suelo echar en falta la sensación de independencia y de posibilidades. Y siempre recuerdo los atisbos de violencia circundantes y el miedo a tantas otras cosas que me ha sido inoculado. Y, sin embargo, ¿habría logrado sin ello gozar de una vida espiritual y ser una especie de pensadora? Lo dudo mucho. Tanto el crecimiento como el agradecimiento proceden del dolor. Y después se convierten en una bendición en nuestra vida». Nadie pasa por la vida sin recibir alguna clase de heridas, que son, de hecho, las que acaban con la escoria de la arrogancia y los privilegios, la preeminencia y las pretensiones. La poda prosigue durante toda la vida, hasta que llegamos a adquirir la forma o la sustancia a que estábamos destinados. No nacemos perfectamente acabados físicamente. Nos tienen que llevar en brazos durante años, alimentarnos durante décadas y educarnos durante la mayor parte de nuestra vida. Tampoco espiritualmente nacemos plenamente hechos. Erramos de un dios a otro, a los que usamos como sucedáneos del Dios que es Dios. Aprendemos tanto del desarrollo de la virtud como de la degradación del pecado. Llegamos a
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SER MUJER EN LA IGLESIA
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una nueva vida muñéndonos casi del dolor que produce vivir. Y al final somos sanados por el Dios que pretende siempre nuestro bienestar y nunca nuestro infortunio. «Ninguna herida es tan trivial como para que el amor de Dios no se preocupe por ella», decía Flora Wuellner. La cita me hizo considerar mi propia vida, mis propias necesidades de curación a lo largo de los años. Y escribí:
«En nuestro interior hay algo que clama siempre por "más". En lo que a mí respecta, es nuestra única y gran prueba de la existencia de Dios. Parece que hemos nacido con el recuerdo en nuestro corazón de dónde hemos estado y la conciencia de adonde vamos; y ninguna otra cosa nos satisface a lo largo del camino».
«Mi Dios sanador ha sanado siempre toda herida, no eliminándola, sino insensibilizándola, quitándole su aguijón; no reparándola, sino proporcionando algo en su lugar: por un mundo más libre, uno más estable; por esta comunidad, una mayor; por un rechazo, una nueva acogida en otro lugar de algo en mí que yo misma ignoraba que tenía. Y así ha ido evolucionando mi mundo, de herida en herida. Gracias al Dios que sana».
Una vez que llegamos al punto en que podemos dejar que Dios sea para nosotros siempre nuevo y esté siempre haciéndonos señas -más allá de cualquier modo concreto de culto, de cualquier conjunto de devociones, de cualquier necesidad de no estar plenamente vivo y lleno de la alegría de estarlo, de cualquier deseo de aislarnos de la gente y de la vida, de cualquier idea de que lo cotidiano es aburrido y está desprovisto de verdadera experiencia espiritual-, empezamos a crecer en la vida espiritual. Entonces estamos, por fin, preparados para encontrar a Dios en la vida misma que llevamos precisamente ahora. No cabe la menor duda: si somos creados por Dios Creador, entonces vivir la creación bien -en concierto con la creación y en comunión con el Creador- es lo decisivo en la vida espiritual. Cualquier cosa inferior a esto, cualquier cosa que divida la vida en partes opuestas -en lo «espiritual» y lo «material», como si lo uno no fuera la esencia de lo otro-, podrá ser religión, pero ¿cómo puede ser una espiritualidad sana? Esto, sin duda alguna, debe ser puesto en entredicho.
La vida, o bien nos empequeñece, o bien nos hace crecer. No hay término medio. En la vida espiritual no hay inmovilismo, sino tan sólo la interminable oportunidad de evolucionar o morir. Vemos a gente morir espiritualmente cada día. Algunas veces parecen, de hecho, personas muy religiosas. Siguen creyendo, leyendo, orando, pensando lo que siempre han pensado. Frente a las nuevas cuestiones, no se atreven a cuestionar. Ante la aparición de nuevas ideas, no desean pensar en absoluto. Tan sólo quieren vivir cómoda y tranquilamente y que se les garantice el tipo de cielo que imaginaban cuando eran niños. Creen que la ciencia es un ataque contra Dios, porque la ciencia no puede confirmar al Dios que ellos se han forjado para sí mismos. Y por eso convierten en su dios algo que no es Dios. Pero quienes crecen en la vida espiritual saben que la espiritualidad empieza allí donde las respuestas y las imágenes se detienen. La vida espiritual es sembrada en la oscuridad y finaliza en la luz. Consiste en amor, no en ley; consiste en gracia y energía, en el cosmos y la creación; consiste en esperanza en el filo de la desesperación, y en un comienzo donde únicamente parece haber un final; consiste en cotidianidad elevada al nivel de la seguridad última de que Dios está con nosotros. A nosotros nos corresponde estar con Dios. «Los desiertos de vida que nos rodean no pueden impedirnos acceder a la promesa de agua vivificante», en palabras de Lavon Bayler. Yo tenía toda una vida para probarlo, y escribí:
Epílogo
Acerca de la autora
soca
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Este libro no pretende abordar todos los temas de la vida espiritual, que ni siquiera estoy segura de cuáles podrían ser. Mi libro se limita a tratar los temas que se me han planteado a mí a lo largo de cuatro años. Pero ni siquiera éstos los dejo cerrados de manera definitiva. Si abordara hoy esas mismas cuestiones, mi respuesta podría ser distinta. Puede que respondiera con mayor profundidad, o quizá con menos pasión... o puede que con más. ¿Cuál es, por tanto, es el propósito de un libro como éste? Puede que únicamente pretenda mostrar que todos cambiamos, luchamos y evolucionamos a medida que avanzamos en la vida. No creo demasiado en la idea de que la vida espiritual es algo que «se logra». La vida espiritual es algo que buscamos cada día de nuestra vida. Implica un peregrinaje circular de profundidad siempre creciente. No tratamos las cuestiones importantes de una vez por todas, sino que las abordamos una y otra vez, interpretándolas -si somos afortunados- en cada ocasión de manera distinta, aprendiendo más de ellas, analizándolas mejor, hasta que nuestra visión de las mismas se clarifica, y nuestro corazón se calma. Si este libro tiene para alguien algún valor, puede que éste consista simplemente en hacer ver cómo la vida, incluso la vida espiritual, no termina mientras no ha acabado. Y el crecimiento es, al mismo tiempo, igual y distinto para todos nosotros. Por más oscura que sea la incertidumbre del viaje espiritual, esa inquietud a veces punzante que producen las grandes preguntas puede acompañarte siempre, sin que por ello se incumpla la promesa de Aquel que dijo: «Buscad y hallaréis».
Joan D. Chittister, OSB, lleva más de veinticinco años siendo una de las más importantes voces dentro de la espiritualidad contemporánea y de la Iglesia. La hermana Joan, destacada conferenciante conocida en todo el mundo, es autora de más de veinticinco libros, colabora habitualmente con una columna en el National Catholic Repórter y ha publicado numerosos artículos sobre temas referentes a la mujer en la Iglesia y en la sociedad, los derechos humanos, la paz y la justicia, la Iglesia católica y la vida religiosa contemporánea. Su libro más reciente, Scarred by Struggle, Transformed by Hope, fue proclamado mejor libro de interés general del año 2003 por la Association of Theological Booksellers de los Estados Unidos. En la actualidad, es co-presidenta de la Global Peace lnitiative of Women Religious and Spiritual Leaders, grupo formado tras la Cuarta Conferencia de las Naciones Unidas sobre la Mujer, celebrada en Pekín, para posibilitar los esfuerzos por la paz entre las mujeres, en especial en Oriente Medio. Es también miembro fundador del International Committee for the Peace Council, grupo interreligioso de líderes que trabajan por la paz. La hermana Joan fue también presidenta de la Leadership Conference of Women Religious, organización de las superioras de órdenes religiosas católicas norteamericanas, y ha sido priora de su comunidad, las benedictinas de Erie, Pennsylvania, durante doce años. La hermana Joan es actualmente directora ejecutiva de Benetvision, centro de recursos e investigación sobre espiritualidad contemporánea, en Erie, Pennsylvania. Es doctora en teoría de la comunicación por la Penn State University y está en poder de once doctorados honoris causa.