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Spanish Pages [242] Year 2015
RUSIA EN EL LARGO SIGLO XX. Entre la modernización y la globalización
Hugo Fazio Vengoa
UNIVERSIDAD DE LOS ANDES FACULTAD DE CIENCIAS SOCIALES- CESO DEPARTAMENTO DE HISTORIA
Fazio Vcngoa, Hugo Antonio, 1956Rusia en el largo Siglo XX : entre la modernización y la globalización / Hugo Fazio Vengoa. Bogotá : Universidad de los Andes, Facultad de Ciencias Sociales, Departamento de Historia, CESO, Ediciones Uniandes, c2005. 244 p. ; 17 x 24 cm. ISBN 958-695-179-0 1. Rusia - Historia - Siglo XX 2. Rusia - Política y gobierno - Siglo XX 3. Rusia - Política económica 4. Globalización - Rusia I. Universidad de los Andes (Colombia). Facultad de Ciencias Sociales. Departamento de Historia II. Universidad de los Andes (Colombia). CESO III. Tít. CDD 947.084
SBUA
Primera edición: octubre de 2005 ©Hugo Fazio Vengoa ©Universidad de Los Andes, Facultad de Ciencias Sociales, Departamento de Historia y Centro de estudios Socioculturales e Internacionales CESO Carrera. Ia No. 18a- 10 Edificio Franco P. 5 Teléfono: 3 394949 - 3 394999. Ext: 3330 - Directo: 3324519 Bogotá D.C., Colombia http://faciso.uniandes.edu.co/ceso/ [email protected] Ediciones Uniandes Carrera Ia. No 19-27. Edificio AU 6 Teléfono: 3 394949- 3 394999. Ext: 2133. Fax: Ext. 2158 Bogotá D.C., Colombia http//:ediciones.uniandes.edu.co [email protected] ISBN: 958-695-179-0 Diseño: Germán Camacho Alvarez Diseño, diagramación e impresión: Coreas Editores Ltda. Calle 20 No. 3-19 Este Bogotá D.C., Colombia Teléfono: Pbx. 3419588 http://www.corcaseditores.com [email protected] Impreso en Colombia - Printed in Colombia Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida ni en su todo ni en sus partes, ni registrada en o trasmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electro-óptico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.
Contenido Introducción /I Primera parte. La modernización zarista y las revoluciones (1880-1921)/21 Segunda parte. ¿Modernización o sistema soviético? / 93 La Nueva Política Económica: un proyecto modernizante / 93 Los fundamentos del sistema soviético / 105 Tercera parte. Seguridad colectiva, guerra mundial y guerra fría. El dilema de la mundialización de la URSS / 131 éReformismo o modernización mundializada? / 150 Bipolaridad y lucha de tendencias / 166 Cuarta parte. Los desarrollos en clave subterránea ......................................................................... 177 La modernización globalizada y la desintegración / 200 La Federación Rusa: el dilema de la identidad, el Estado y la globalización / 210 Bibliografía / 229
Introducción Ya han transcurrido más de dos décadas desde el momento en que, siendo un joven de poco más de veinte años, decidí dedicarme a estudiar los países del “socialismo real”. En ese entonces, esta escogencia temática obedecía a profundas convicciones. Se motivaba en el interés geoestratégico que representaban estos países y principalmente la Unión Soviética en el escenario internacional, la importancia que sus epígonos o detractores le asignaban a esta particular experiencia histórica, el atractivo que en mí despertaba el estudio de formas de modernización diferentes a la occidental y esa aureola de misterio que irradia esta sociedad a través de su enigmática e imponente cultura. Esta indescriptible sensación la expresó de manera elegante el antiguo Primer Ministro británico, Wiston Churchill, cuando la definió como “un acertijo envuelto en un halo de misterio dentro de un enigma”. En esta escogencia temática también intervino mi propia experiencia personal. Luego del golpe de Estado en Chile, el fatídico 11 de septiembre de 1973, tuve que salir intempestivamente del país e inicié, de esa manera, un largo y enriquecedor recorrido por diversos países socialistas europeos. Tuve la fortuna, más aún siendo un historiador que siente especial predilección por el estudio de los temas del presente, de vivir en Berlín, capital, en ese entonces, de la hoy inexistente República Democrática Alemana; posteriormente en Praga, la bella y siempre recordada capital de la también difunta Checoslovaquia; y finalmente en Moscú, capital de la Unión Soviética, la superpotencia también desaparecida. Los ocho años que residí en esos países no sólo me familiarizaron con sus idiomas, historias y culturas, sino que además con un conocimiento de primera mano de lo que era el “socialismo real”. En ese entonces, no era muy consciente del inmenso capital de experiencias y conocimiento que casi sin darme cuenta había acumulado, hasta que, por esos azares de la vida, trabajé en Santiago de Chile como asistente de investigación de un
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profesor de la Universidad de Duke, Arturo Valenzuela, quien me ofreció una beca para realizar un doctorado en Ciencia Política en la mencionada universidad, porque, a juicio de él, los estudios sobre los países socialistas adolecían de grandes insuficiencias en los Estados Unidos: la mayor parte de los estudiosos de esas realidades sociales no sólo desconocían esos países, e incluso no faltaban quienes los aborrecían, sino que ignoraban sus idiomas, idiosincrasias y trayectorias históricas. Y en cada uno de estos campos, yo disponía de una inmensa ventaja. Comencé los preparativos del viaje, pero el destino me tenía reservada otra sorpresa. Antes de recibir este ofrecimiento académico, cuando todavía me encontraba en Moscú, había contraído matrimonio, con quien en la actualidad sigue siendo mi esposa; Julieta es colombiana y mientras yo estaba temporalmente en Santiago, ella se encontraba con nuestra hija mayor en Bogotá. Vine a Colombia con la intención de preparar desde aquí nuestro viaje a Carolina del Norte. Estando en Bogotá, me enteré de que la Universidad Nacional de Colombia acababa de abrir un programa de Maestría en Historia y como me quedaba casi un año para viajar a Estados Unidos, decidí postular a este programa, con tanta fortuna, que fui seleccionado. Organicé el plan de estudio en la Nacional de tal manera que la maestría me permitiera profundizar en mis conocimientos de historia y hacer, al mismo tiempo, un seguimiento sistemático de la extensa literatura que en los países occidentales se había producido sobre la Unión Soviética. Incluso, no sin ciertos tropiezos de tipo académico-burocrático, logré proponer como tema de tesis un estudio sobre el papel del marxismo en la formación del Estado bolchevique, entre los años 1917-1923. Debo reconocer a la distancia que este no era un tema que me cautivara de manera especial, pero, por encontrarme inscrito en un programa académico en Historia, sus directivas me exigía que el trabajo de grado se fundamentara en fuentes primarias. Como los archivos soviéticos no sólo se encontraban distantes, sino que completamente cerrados para los investigadores soviéticos y extranjeros, ubiqué un tema que pudiera construirse a partir de fuentes primarias, las cuales se encontraban publicadas en su casi totalidad. Para el desarrollo de este tema de investigación, mis fuentes fueron las obras de los principales dirigentes bolcheviques (Lenin, Trotski, Bujarin, Stalin, Preobrazhensky, etc.), trabajos, en ese entonces, de fácil consecución. Digamos de pasada que el viaje a la Universidad de Duke finalmente nunca lo realicé, porque me encontraba tan embelesado con el programa de estudio en la
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Universidad Nacional y con las amplias facilidades de que disponía para profundizar en mi conocimiento sobre la Unión Soviética (en 1986, no sin ciertas dificultades, abrí la primera cátedra sobre la historia de la Unión Soviética en la Universidad de los Andes y publiqué mis primeros artículos sobre la coyuntura y la historia de ese país) que aplacé reiteradamente el viaje hasta que la vida me deparó una nueva sorpresa. Corría el año de 1987 y la situación política en Colombia se deterioraba de día en día. Se asistía a asesinatos sistemáticos de dirigentes y militantes de la Unión Patriótica. Y, en ese río revuelto de la desquiciada violencia, yo, que no tenía ninguna filiación partidaria ni la menor intención de tomar partido por alguna de las opciones políticas colombianas, porque mis preocupaciones e intereses eran de naturaleza exclusivamente académica, pero, como trabajaba sobre un tema que permitía que algunos me asociaran con determinadas posiciones políticas, quedé envuelto en medio de la vorágine. Las amenazas comenzaron a llegar de diferentes lados: para unos, me encontraba realizando proselitismo político entre los hijos de la “elite” a través de la cátedra universitaria, mientras que, para otros, mis publicaciones constituían una traición a los “genuinos” ideales del socialismo. En conclusión tuve, como muchos colombianos, que abandonar con mi familia intempestivamente el país y después de una travesía por varios países europeos, aterricé en la Universidad Católica de Lovaina, institución que me abrió sus puertas para realizar un Doctorado en Ciencia Política en el área de relaciones internacionales. Como llevaba varios años dedicado a los estudios soviéticos, propuse como tema para mi investigación doctoral el lugar de América Latina en la política internacional de la Unión Soviética. La propuesta fue del agrado de la comisión doctoral. Claro que no puedo dejar de comentar la sorpresa que en los miembros de la mencionada comisión despertaba el hecho de que un chileno, con pasaporte italiano, venido de Colombia, se propusiera investigar sobre el coloso euroasiático, tema que, por lo general, estaba reservado a los investigadores de las naciones industrializadas.
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Pero dos circunstancias jugaron a mi favor: primero, en esos años, el experimento gorbachoviano despertaba todo tipo de emociones en el mundo entero y estudiar la URSS se había convertido en una necesidad académica de primer orden, más aún cuando las reformas emprendidas en la URSS estaban sacudiendo los débiles cimientos sobre los que se había levantado buena parte de la literatura especializada. Segundo, como fiel seguidor de la corriente historiográfica de los Anuales, conocía la importancia que incluso en la academia tiene la puesta en marcha de una buena estrategia. A la sustentación de mi proyecto de tesis, llegué con un par de hojas que contenían las ideas principales de la investigación propuesta y el Pravda. El entonces afamado periódico soviético lo puse sobre el escritorio, en un lugar visible para mis evaluadores. Cuando percibí que posaban su mirada sobre el periódico, comprendí que la partida ya estaba ganada. Desconozco que ideas pasaron por sus mentes, pero de una cosa sí estoy seguro: el periódico creó un clima de igualdad entre entrevistadores y entrevistado. Más aún: con el periódico transmití el mensaje de que me encontraba al tanto de lo que acontecía en la URSS, lo cual, demás está decir, era una gran verdad. Los tres años que permanecí en Bélgica fueron un intenso período en el que pude concentrarme de tiempo completo en los estudios soviéticos. Me beneficié del clima gorbachoviano entonces existente, de la calidad de las publicaciones que en esos años vieron la luz, de la intensidad y la sofisticación de los debates sobre el “socialismo real” y sus experiencias históricas y de un acceso casi ilimitado a información de primera mano. Al finalizar el programa de estudios, el destino -una vez más el sempiterno azar- me trajo de nuevo a Colombia, donde he tenido la oportunidad de proseguir con mis actividades académicas e intelectuales, siendo Rusia, uno de los temas más recurrentes. Han transcurrido diez años desde cuando publiqué mi último libro dedicado a los antiguos países del “socialismo real” 1 y cinco desde que edité un par de compilaciones2 que trataban sobre este mismo tema. En el transcurso de esta década, no obstante el hecho de haber concentrado mi atención investigativa en
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Hugo Fazio Vengoa, Después del comunismo. La difícil transición en la Europa Centro Oriental, Bogotá, IF.PRI y Tercer Mundo Editores, 1994. Hugo Fazio Vengoa y Joanna Nowicki, La crisis de los referentes y la reconstrucción de las identidades en Europa, Bogotá, IEPRI y Siglo de! Hombre Editores, 1999 y Hugo Fazio Vengoa y William Ramírez, 10 años después del muro. Visiones desde Europa y América Latina, Bogotá, IEPRI, Fescol, Uniandes, 2000.
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problemas internacionales de otra índole (la globalización, el sistema internacional contemporáneo, la integración europea, etc.), siempre he procurado mantenerme al tanto de la evolución de estos países y, por ello, en las Universidades Nacional y Andes, he mantenido permanentemente cátedras sobre Rusia y la Europa Centro Oriental y siempre que ha estado dentro de mis posibilidades he procurado escribir y participar en eventos sobre distintos aspectos de la historia o de la realidad contemporánea de estos países. Como comprenderá el lector, el libro que tiene en sus manos es una parte sustancial de mi propia biografía intelectual, razón por la cual en el presente escrito me apoyo en algunos trabajos anteriormente publicados pero también en una serie de manuscritos todavía sin publicar que he acumulado a lo largo de estos años. Hoy por hoy, puedo afirmar que directa o indirectamente, este tema ha sido un fiel compañero de ruta que me ha acompañado por más de treinta años. Sin embargo, en los últimos meses, he sentido la necesidad de renegociar mi relación con este estudio, el cual, debo confesarlo, me formó como científico social, con todas las virtudes y defectos de las que me he hecho portador. Al ser parte de mi biografía, siento que mantengo con esta área una gran deuda intelectual. Pero, a la fecha, persiste una tarea que aún no he acometido: hacer una exposición sintética de lo que significó esta experiencia histórica. Por este motivo, he hecho un alto en el camino en mis trabajos sobre la globalización y el sistema mundial contemporáneo, y me he propuesto escribir un texto que sirva de guía explicativa del sentido y el desarrollo de la historia rusa a lo largo del siglo XX. En la actualidad, la necesidad de llevar a cabo esta tarea se ha tornado más acuciante. Y ello por varias razones. Primero, por el conocimiento que he adquirido sobre este país, el cual me ha permitido elaborar algunas tesis, las cuales, a mi modo de ver, son fundamentales para descifrar las claves y el sentido de lo que ha sido el desarrollo histórico de Rusia. Al respecto no está demás señalar que, no obstante el lapso temporal que nos separa de la desaparición de la antigua URSS, todavía buena parte de la literatura especializada sigue interpretando la historia ruso-soviética de acuerdo con ciertos cánones interpretativos surgidos en el contexto ideológico de la guerra fría y no ha logrado dar cuenta del significado histórico que tuvo esta experiencia. Esta misma idea ha sido expuesta por uno de los más connotados especialistas sobre la realidad soviética, el historiador Moshé Lewin, quien hace algunos años escribió: “En el campo de los estudios soviéticos no sería banal una buena Perestroika de nuestras
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ideas: hemos descrito muy justamente un sistema atacado por el inmovilismo, con la mayor parte de sus funciones debilitadas, con una ideología hecha trizas, con una administración congestionada y profundamente corrupta y con una economía rayando en la caricatura; pero mantuvimos la tendencia a ignorar la fuerza de un dinamismo presente o en emergencia; no pudimos prever este extraordinario esfuerzo - del interior y de arriba de la jerarquía-, para vigorizar un sistema aparentemente moribundo, incluso cuando se produjo con un apoyo limitado de diferentes capas de la sociedad y de la burocracia”3. Para llevar a cabo esta Perestroika (reestructuración) académica se deben atacar dos flaquezas en las que, por desgracia, sigue incurriendo buena parte de los estudios rusos y soviéticos. De una parte, en la actualidad, y quizá con un énfasis mayor que el que existía antes, por las pretensiones reinterpretativas que han experimentado los mismos académicos rusos, se sigue analizando la experiencia rusa y soviética de acuerdo con ciertos cánones que se desprenden de la trayectoria histórica de Occidente. En las grandes obras de síntesis sobre la Rusia actual, numerosos analistas se empeñan en recurrir a análisis binarios en términos de oposición (democracia y autoritarismo, planificación y mercado, etc.), sin que exista la menor preocupación por intentar comprender la singularidad del recorrido histórico de este inmenso país. Buena parte de las nociones que corrientemente se emplean para analizar a Rusia o a la Unión Soviética siguen, de una u otra manera, situándose dentro del esquema ideológico de la tristemente célebre escuela totalitaria, pero recurrentemente se olvida que el totalitarismo es un concepto que produce más emociones que explicaciones y, además, como señala Robert Service es un término que no sirve para “encapsular las contradicciones existentes en esta realidad extremadamente horrible y disciplinada, pero también extremadamente caótica” 4 . Hace algunos meses volvimos a ser testigos de la perdurabilidad de este esquema de interpretación con la repetición de las elecciones presidenciales en Ucrania, cuyos contendores fueron presentados por los medios de comunicación internacionales como la competición entre un candidato demócrata, prooccidental y progresista y otro autoritario, prorruso y oscurantista. De la otra, las valoraciones sobre esta historia se acometen por regla general 3 4
Moshé Lewin, Lagrande mutation soviétique, París, La Découverte, 1989, pp. 12-13. Robert Service, Historia de Rusia en el siglo XX, Barcelona, Crítica, 2000, p. 242.
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desvinculadas de los ritmos, las intensidades y de los grandes contextos de la política mundial, razón por la cual no siempre se ha podido comprender a cabalidad algunos de las vicisitudes y giros históricos que experimentó este inmenso país. Ha sido larga, por ejemplo, la tradición de considerar la política internacional de Rusia como una proyección hacia el exterior de “intereses históricos del Estado ruso y soviético” o como una expresión de proposiciones e intereses ideológicos, que habrían tenido su razón de ser en una determinada interpretación del marxismo oficializado. La política internacional de Rusia y de la Unión Soviética era interpretada como un elemento que durante el tiempo se mantenía inalterada, es decir, como si la vastedad de su territorio o la autarquía del Estado soviético la hiciera invulnerable a los cambios que se producían en la vida internacional y a las transformaciones, oposiciones y contradicciones que existían en el interior de la sociedad. Muchas veces se olvida con suma facilidad que la historia soviética constituyó un elemento central del dramático siglo XX, y que ni esta centuria ni esta historia en particular pueden ser “decodificados” a menos que se comprenda el papel que este país desempeñó en las grandes páginas de estos cien años. El impacto de los acontecimientos mundiales sobre Rusia fue constante y pesó muy fuerte sobre su desarrollo. Lo mismo puede decirse en el sentido inverso: no se puede entender la mayor parte de las páginas de la historia del siglo XX si excluimos a Rusia o la URSS de su explicación3. Esta conjunción de la trayectoria nacional con la política mundial no puede ser analizada mecánicamente. Muchas veces opera en forma de réplicas no controladas, como repercusiones y no como consecuencias. Sólo así, podemos entender a Eric Hobsbawm, cuando sostiene “En suma, la historia del siglo XX no puede comprenderse sin la revolución rusa y sus repercusiones directas e indirectas. Una de las razones de peso es que salvó al capitalismo liberal, al permitir que Occidente derrotara a la Alemania de Hitler en la segunda guerra mundial y al dar un incentivo al capitalismo para reformarse y para abandonar la ortodoxia del libre mercado”5 6. El énfasis que le asignamos en este trabajo a la interpenetración de la historia rusa y soviética con la historia mundial obedece a dos tipos de consideraciones: de una parte, este país jugó en las “ligas mayores” de la historia mundial y, en ese sentido, muchas de sus acciones y situaciones obedecieron a esta compleja, deseada o indeseada, pero inevitable interrelación. De la otra, a diferencia, por ejemplo, de 5 6
Véase, Giuliano Procaed, Historia general del siglo XX, Barcelona, Crítica, 2001. Eric Hobsbawm, Historia del siglo XX, Barcelona, Crítica, 1995.
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Estados Unidos, la Unión Soviética, aunque lo pretendió, casi nunca pudo asumir la “direccionalidad” y el sentido de la historia mundial y, por ello, los desajustes que se presentaban entre ambos entramados, fueron más fuertes en este caso, que en el primero. Esta disimilitud se puede extender también a las formas de ejercicio del poder. Mientras la Unión Soviética desplegó una voluntad globalizante, pero no supo trascender una concepción clásica, territorial y político militar del poderío, “Estados Unidos desplegaba una capacidad desterritorializada, sistémica, alimentada de relaciones informales que daban origen a un juego de redes” 7 8. No fue una simple casualidad que, en medio del despliegue de la globalización, la guerra fría culminara con el triunfo del segundo y la desintegración del primero. Fue, quizá, tan fuerte la compenetración del siglo XX con la historia soviética que no resulte descabellado pensar que a la vuelta de algunas décadas, o siglos inclusive, cuando se vuelva a escribir una historia general de la humanidad, los historiadores definan el siglo XX como el siglo del comunismo, porque este fue el acontecimiento más origina! y característico de estas décadas y porque atravesó todo este período, de comienzo a fins. No está demás recordar que el historiador británico Eric Hobsbawm en su magistral obra antes citada definió el XX como “el siglo breve”, pues se habría iniciado tardíamente (1914) y culminado apresuradamente (1989), junto con el fin del comunismo. Segundo, la historia rusa del siglo XX es parte sustancial de la biografía de millones de personas en todo el mundo, y en particular de mi generación. Incluso no es del todo aventurado sostener que tampoco es una historia remota para las generaciones más jóvenes. El interés que en ellos esta experiencia sigue despertando se debe a que para las nuevas generaciones también es una forma de presente, un presente que los vincula con las generaciones mayores, un presente que se inició a partir de la finalización del mundo que debutó bajo el impacto de la revolución rusa de 1917, un presente permanente que les permite entender importantes coordenadas del mundo que les ha sido legado y un presente que les sugiere indicios del mundo que en la última década del siglo XX ha debutado. Esta actitud interesada la he podido percibir de primera mano con la masiva inscripción de estudiantes a los cursos que he impartido sobre la materia. Ello me permite sostener que, no obstante
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Bertrand Badie, “De la souveraineté á la capacité de PEtat” en Marie-Claude Smouth, Les nouvelles relations internationales. Pratiques et théories, París, Presses de Science Po, 1998, pp. 48-49. Jean-Jacques Becker, “Marxisme et communisme dans l’histoire récente" en A. Chauveau y Ph. Tétart, Questions á l'histoire des temps présents, Bruselas, Editions Complexes, 1992, pp. 66.
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la desintegración de la vieja superpoten- cia, la experiencia soviética no es una historia “pasada”, sino que se mantiene como una historia del tiempo presente, de la cual podemos extraer situaciones e inferir características que nos permitan hacer más inteligible el mundo que nos ha correspondido vivir. Aun cuando lo ruso-soviético mantenga una relación simbiótica con nuestro presente, el texto que el lector tiene en sus manos es un trabajo eminentemente histórico. La historia recorre este libro como un hilo oscuro, hilvanando interpretaciones y explicaciones. Con ello no queremos decir que nuestro hilo argumentativo consista en “dar cuenta de lo que realmente sucedió”, como pretendía el historiador prusiano Leopoldo von Ranke, ni que sea una mera recopilación de acontecimientos y situaciones, inscritos en su secuencia cronológica. Es más, de modo deliberado, algunos momentos de esta historia han sido pasados por alto. La historia rusa tiene una compleja textura, innumerables pliegues y cualquier intento de ser exhaustivo en la información histórica convertiría este texto en una edición con varios volúmenes. Nuestro propósito es mucho más ambicioso, pero mucho más simple en su exposición. Somos de la opinión de que la Historia no es simplemente una herramienta o un conjunto de técnicas, sino un complejo enfoque para aproximarse al discernimiento de la realidad social tanto pasada como presente. En otras palabras, la historia no es una simple recopilación y organización de información, sino un procedimiento intelectual útil para la elaboración y la verificación empírica de ideas e interpretaciones. Para nosotros, la historia no consiste en dar cuenta de los acontecimientos e ilustrar el papel desempeñado por ciertas personalidades u organizaciones, sino en interpretar, explicar y representar narrativamente un encadenamiento de momentos, situaciones y personajes. La disciplina de la historia debe estudiar los acontecimientos, debe situar a las personas y los hechos en sus contextos y analizar sus acciones. Como señalan Getty y Naumov, “para ello es necesario descubrir cómo interpretaban su entorno los agentes históricos e interactuaban con él. Hay que tratar de comprender el sistema social, político y económico en el que vivió y trabajó el pueblo de la Unión Soviética (...), así como los antecedentes, las experiencias, las ideas preconcebidas y las creencias que aportaron esas gentes a la política”9. Nuestro enfoque, por tanto, se 9
J. Arch Getty y Oleg Naumov, La lógica del terror. Stalin y la autodestrucción de los bolcheviques, 1932-1939, Barcelona, Crítica, 2001, p. 30.
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inscribe dentro de esta perspectiva y por ello nuestro propósito ha sido procurar presentar los encadenamientos que explican la trayectoria histórica de Rusia en el siglo XX, sin saturar al lector con una abigarrada información. Para un conocimiento más exhaustivo de las variadas petites histories, recomendamos el libro de Robert Service antes citado, excelente obra que abunda en ideas, análisis e información. Uno de los procedimientos centrales de la operación histórica consiste en hacer del tiempo un vector explicativo en el análisis social. Esta dimensión temporal en la elaboración del análisis histórico debe entenderse de dos maneras: primero, las trayectorias históricas deben situarse en su propia historicidad. A nuestro modo de ver, uno de las mayores insuficiencias de la extensa literatura que en Occidente se ha producido sobre Rusia consiste en que, por regla general, estos análisis se encuentran descontextualizados del acontecer de la sociedad objeto de análisis. Desde hace algunos años hemos sostenido que una aproximación válida para repensar esta historia en su propia duración consiste en desarrollar una interpretación de estos procesos en su propia historicidad, es decir, dentro de un esquema interpretativo en el cual la sociedad rusa y/o soviética no constituye una instancia atomizada por la política, la omnipresencia de las elites y las instituciones, sino como un poderoso factor que ha marcado y definido el curso de los acontecimientos y en particular la evolución a largo plazo del sistema económico, político, social y cultural. En este sentido, pensamos que una de las mayores dificultades a las cuales debe enfrentarse cualquier investigador que desee ahondar en la comprensión de la URSS, es que hasta la fecha se ha desarrollado un aparato conceptual y un marco de interpretación de los procesos globales sobre la base de lo que ha sido o, mejor dicho, lo que hemos creído que sido la experiencia occidental. En lo que a esto respecta, Rusia y la Unión Soviética han sido sociedades con unas morfologías sociales, tradiciones, culturas, formas de solidaridad, tipos de organización de la política distintos de la experiencia occidental. Un buen testimonio de esto fueron las dificultades que enfrentó el mismo Karl Marx para responder a la carta de la populista rusa Vera Sazúlich, en la cual esta le solicitaba que aportara una interpretación más precisa sobre la aplicabilidad del marxismo y su teoría del capitalismo a la realidad de su país. Después de meditar largamente sobre el asunto (Marx elaboró siete borradores de la carta), finalmente le respondió que su teoría era válida únicamente para la experiencia occidental.
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Reivindicar la historicidad, es decir, el análisis del desarrollo soviético a la luz de las características propias de esta sociedad, comporta una doble función académica. La primera consiste en que nos permite una aproximación mayor y más profunda de cómo se tejió el sistema soviético y nos suministra herramientas analíticas para comprender esta experiencia en relación con lo que han sido otros sistemas de desarrollo alternativos al capitalismo. La segunda radica en el hecho de que un análisis en términos de historicidad nos acerca a la comprensión de cuáles son los elementos propios, particulares de Rusia y de la Unión Soviética, de los generales en relación con los desarrollos alternativos, y nos proporciona numerosos indicios que nos permiten trascender la visión “unilineal” y metahistórica del desarrollo de la humanidad, a la que la historia occidental nos ha acostumbrado. La historia rusa y soviética en el transcurso de los últimos cien años debe interpretarse desde una óptica de análisis que tenga en cuenta los elementos propios de esta sociedad y su posición frente a la modernización occidental. La experiencia soviética solamente puede ser aprehendida dentro de esta contextualización mayor. Tanto las revoluciones como las otras grandes transformaciones que han sacudido la historia de este país han sido respuestas diferenciadas a la introducción de esta racionalidad modernizadora, y siempre ha estado presente la idea de cómo encontrar una adecuación societal de Rusia a los requerimientos del mundo moderno. La dimensión temporal de la historia debemos también interpretarla siguiendo los preceptos analíticos braudelianos, quien desarrolló dos ideas muy pertinentes para dar cuenta de la historicidad de la experiencia rusa. La primera la presenta desnudamente el historiador galo cuando asevera: “Las civilizaciones sobreviven a las conmociones políticas, sociales, económicas, incluso ideológicas que, además, ellas dirigen insidiosamente, a veces poderosamente. La Revolución Francesa no fue una ruptura total en el destino de la civilización francesa, ni la revolución de 1917 en la de la civilización rusa...”10. De esta tesis podemos inferir que no se debe ni se puede seguir interpretando la historia ruso-soviética como una ruptura o como un conjunto de radicales cambios, como el nacimiento de un entramado totalmente nuevo, tal como lo sugerían las populares narraciones escritas por John Reed 11 y Víctor Serge12, y toda una gran 10 Fernand Braudel, Ecrits surl'histoire, París, Galllmard, 1989, p. 303. 11 John Reed, Diez días que estremecieron el mundo, Madrid, Akal, 1983.
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tradición de izquierda en los estudios rusos, sino como una convivencia dialéctica entre transformación (la transmutación de lo nuevo) y permanencia (pervivencia de lo antiguo, es decir, de elementos civilizatorios). Como tendremos ocasión de analizarlo profusamente a lo largo de este libro los elementos de permanencia se expresan poderosamente y se conjugan con los de cambio, incluso en los momentos en que se exacerbó la transformación social, como efectivamente ocurrió durante la revolución de octubre, los años iniciales del estalinismo o el reformismo gorbachoviano. Pero, renovando la tesis de Braudel, consideramos que esta relación dialéctica también debe visualizarse desde una perspectiva mayor que conjugue las permanencias y los cambios diacrónicos con los sincrónicos. Para ello se requiere conjugar lógicas interpretativas transdisciplinares porque mientras los historiadores son más proclives a realizar análisis en términos de largas duraciones, los estudiosos de la ciencia política y de las relaciones internacionales destacan las rupturas e inflexiones nacionales y del sistema mundial y los comparatistas interpretan las distintas situaciones dentro de una perspectiva que da cuenta de los elementos de semejanza y diferencia de las sociedades. Estos enfoques son válidos, pero se debe procurar trascenderlos porque lo que en realidad ha tenido lugar a lo largo del siglo XX es que la aceleración de los cambios internacionales y el desarrollo de los procesos de globalización han transformado las temporalidades políticas de las sociedades, así como la misma dinámica temporal del mundo en su conjunto 13, razón por la cual estas disímiles trayectorias convergen y en ocasiones se sobreponen o colisionan. Esta perspectiva es muy importante para entender el entramado histórico ruso y soviético, pues al ser esta una “historia mayor del siglo XX” no se puede deslindar su trayectoria de la del mundo en su conjunto. Rusia constituye un elemento de interioridad del mundo y el entramado de este último representa un componente de la singular trayectoria histórica de este país. Debemos tener igualmente en cuenta que la temporalidad mundial no ha sido uniforme ni ha seguido una secuencia lineal, por lo que la imbricación de Rusia y la Unión Soviética en la historia general debe ceñirse a ciertos parámetros cambiantes en el tiempo y en su densidad espacial. Sucintamente, el desenvolvimiento cualitativo de la historia general se puede esbozar en los siguientes términos.
12 Víctor Serge, El año l de la Revolución Rusa, Madrid, Siglo XXI, 1972. 13 Zaki Laídi, “Le temps mondial" en Marie-Claude Smouth, bajo la dirección de, op. cit.
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Mientras la legendaria historia universal era una historia de lugares, regiones o países en donde lo “universal” aludía a la pretensión de un determinado pueblo o región a pensar el esquema evolutivo de acuerdo con sus propios cánones de lo que debía ser el desarrollo, para lo cual recurrían a contraposiciones como atraso y progreso, barbarie (periferia espacial), primitivo (atraso temporal) y civilizado, la historia mundial apuntaba a una forma particular de compenetración del mundo de acuerdo con la organización que le proporcionaban los grandes imperios, los cuales regulaban el orden interno de su respectivo zona de influencia (producción, formas de gobierno, movilidad), reduciéndose lo internacional a la gama de vínculos de competencia y colaboración entre las respectivas metrópolis. El escenario que impera en nuestro presente más inmediato, y que se fue forjando a lo largo del siglo XX, es el de una historia global, entendida esta como un alto nivel de compenetración del mundo en donde se acentúan las diversas trayectorias de modernidad, las cuales, a través de los intersticios globalizantes, entran en sincronicidad, encadenamientos y resonancias. Tres conceptos ayudan a entender la radicalidad de los cambios que se han presentado en la historia general del siglo XX y los inicios del XXI. El primero es la sincronicidad, el cual no es sinónimo de simultaneidad. La sincronicidad es una dimensión de tiempo y de espacio, una experiencia de conexión de naturaleza relacional. O, para decirlo en palabras de Milton Santos, alude a ”una confluencia de los diversos momentos como respuesta a aquello que desde el punto de vista de la física se llama tiempo real y desde el punto de vista de la historia será llamado interdependencia y solidaridad del acontecer” 14. El segundo es resonancia, la cual establece enlaces diferenciados entre los distintos acontecimientos y/o situaciones. La resonancia produce nuevas formas de complementariedad, de interdependencia y de interacción mutua. La resonancia y la desigual reproducción de sus expresiones no sigue una pauta de tipo coherencia sistémica, razón por la cual identificamos esta historia global a un proceso, mas no a un ordenamiento sistémico. Por último, el encadenamiento alude a situaciones de convergencias de trayectorias que se compenetran pero que no se ubican dentro de una secuencia lineal. Al respecto, Zaki Lai'di hace algunos años escribía: “Los análisis geoestratégicos
14 Milton Santos, Por otra globalización. Del pensamiento único a la conciencia universaI, Bogotá, Convenio Andrés Bello, 2004, p. 26.
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privilegian naturalmente el fin de la guerra fría como punto de ruptura o como una nueva determinación del tiempo. Los geoeconomistas ponen, por el contrario, el acento en el desarrollo de la globalización económica y financiera. Pero, independientemente de la elección que se realice, es inútil querer explicar el fin de la guerra fría por la aceleración de la globalización, o pensar la aceleración de la globalización como una consecuencia del fin de la guerra fría. Lo que, por el contrario, es decisivo es saber y comprender como estos dos procesos se encadenan y responden para extraer una nueva síntesis, una nueva problemática. El encadenamiento permite comprender la simultaneidad de los acontecimientos, ampliar las interpretaciones. El encadenamiento enriquece lo que la causalidad empobrece”15. En otras palabras, la dialéctica de la permanencia y el cambio en Rusia deben representarse como una expresión de historia global, que conjuga y encadena distintas temporalidades. Fue así como las tres revoluciones rusas de inicios de siglo se desplegaron en medio de una época de derrumbe de la civilización decimonónica, que en buena medida las explica y trasciende. Pero, estas revoluciones también supusieron, al mismo tiempo, el inicio de un nuevo capítulo, el “”breve siglo XX”, el cual catalizaron y caracterizaron. La segunda sugestiva idea braudeliana, especialmente apropiada para este trabajo, guarda relación con su tesis de que en la historia convive una pluralidad de duraciones. “El tiempo no es unilineal ni mensurable cronológicamente. Existen tres grandes duraciones, cada una de las cuales corresponde a una esfera particular: el tiempo largo o la “historia casi inmóvil”16, la historia lenta peculiar a la economía y la sociedad y finalmente el tiempo corto, inherente a las transformaciones que se producen en la vida pública”. Esta revolucionaria tesis braudeliana ha tenido el gran mérito de permitir a los historiadores trascender la concepción newtoniana del tiempo y renovar la visión que se tiene sobre el espacio. Conviene recordar que para Newton el espacio era un recipiente vacío independiente de los fenómenos físicos que ocurrían en su interior. “El espacio absoluto por naturaleza sin relación a nada externo, permanece siempre igual a sí mismo e inmóvil”. Todos los cambios que se efectuaban en el mundo físico se describían en términos de una dimensión separada y el tiempo no guardaba relación alguna con el mundo material, fluyendo 15 Zaki Lai'di, op. cit. 195. 16 Feruand Braudel, La Méditerranée el le monde méditer ranéen a l’époche de Pbilippe II, París, Armand Colin, 1966, tomo 1, p. 16.
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uniformemente desde el pasado hasta el futuro, pasando por el presente. “El tiempo absoluto, verdadero y matemático, de suyo, y por su propia naturaleza, fluye uniformemente sin relación con nada externo” 17. El tiempo, como enseñaba Braudel, es múltiple, se descompone en variadas duraciones y cuando se acomete el estudio de la experiencia de un país, sobre todo uno de dimensiones tan amplias como Rusia, es tanto más plural porque alude a la coexistencia de una amplia gama de realidades temporales, las cuales en determinadas coyunturas se aceleran y en otras se ralentizan. “A diferencia de aquellos períodos en los cuales el ritmo del cambio es lento, en los períodos de grandes crisis, los estratos sociales y los fenómenos pertenecientes a diferentes épocas chocan violentamente y no dejan, en la mayor de las confusiones, de modelar y remodelar los comportamientos políticos y las instituciones” 18. El reconocimiento de esta pluralidad de temporalidades es lo que nos lleva en este trabajo a acometer una interpretación más próxima a una sociología histórica que a una historia en el sentido que corrientemente se le asigna al término, porque debemos esclarecer los variados entrecruzamientos que se presentan entre los tiempos locales, regionales, nacionales y mundiales. Esta pluralidad y espesura de temporalidades es lo que permite entender cuatro elementos que desempeñan un papel central en cualquier intento de decodificar el sentido de la historia rusa. El primero consiste en que, cuando se observa esta historia desde una perspectiva de larga duración, se constata que Rusia es un país, cuyos líderes, por ejemplo, han sido una expresión de la manera como se cristalizan determinados referentes de sociedad. Existe una línea de continuidad entre Putin, Yeltsin, Stalin y los zares, mayor a las diferencias programáticas en las que sus actividades se desplegaron. Se observa, por tanto, la existencia de un “tiempo” civilizatorio que reproduce elementos de permanencia. El segundo radica en que a partir de esta dialéctica de las duraciones se puede explica el papel preponderante que le ha correspondido al Estado en la organización de la sociedad. “El papel del Estado en el desarrollo es un asunto crucial porque era una sociedad carente de cohesión entre las diferentes clases sociales, las cuales desde un punto de vista geográfico vivían en un mismo territorio, pero económica, social y
17 Fritjof Capra, El punto crucial. Ciencia, sociedad y cultura naciente, Buenos Aires, Editorial Estaciones, 1992, pp. 68-69. 18 Moshé Lewin, Le siécle soviétique, París, Fayard y Le Monde Diplornatique, 2003, p. 345.
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culturalmente, vivían en siglos diferentes” 19. El estalinismo se convirtió en este plano en un importante punto de inflexión en la medida en que supuso una convergencia entre estos distintos universos culturales en torno a un patrón común. La modernidad soviética que sobresale con fuerza en la década de los cincuenta es tributaria de esta realidad y fue lo que permitió que la Unión Soviética comenzara a sincronizarse con la temporalidad propia de un mundo en proceso de globalización. El tercero guarda relación con la modalidad de modernidad propia de Rusia. Siguiendo a Therborn se pueden distinguir cuatro rutas hacia la modernidad. La primera, propia de Europa occidental, se articuló en torno a una distinción entre fuerzas en favor y en contra de la modernidad, a favor del progreso o de las costumbres antiguas, a favor de la razón o a favor de la sabiduría de los antepasados y de los textos antiguos. En el Viejo Continente, ambas fuerzas fueron internas, endógenas, y “esto llevó al particular patrón europeo de revoluciones internas, de guerra civil y de elaborados ismos doctrinarios, que van desde el legitimicismo, y el absolutismo hasta el socialismo y el comunismo, vía el nacionalismo, el ultramontanismo y el liberalismo”. Otro camino fue el que caracterizó al continente americano y en el que un papel tan importante le correspondió a las migraciones europeas. En este caso, los que se oponían a la
19 Ibídcm, p. 371.
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modernidad se encontraban sobre todo del otro lado del océano. Una tercera ruta hacia y a través de la modernidad fue la de la zona colonial, a la cual “la modernidad llegó desde fuera, literalmente a punta de cañón, mientras que la resistencia a la modernidad fue doméstica y aplastada”. Por último, había un grupo de países de modernización inducida externamente, desafiada y amenazada por las nuevas potencias imperiales de Europa y Estados Unidos, en los que parte de la élite gobernante importó rasgos de las amenazantes organizaciones políticas para impedir el sometimiento colonial. Como señala Thernborn, las cuatro rutas son en realidad pasajes a la modernidad existentes históricamente, sintetizados en diferentes momentos cruciales: las revoluciones francesa e industrial, la independencia del continente americano, la típica doble experiencia colonial de la conquista de Bengala y la independencia de la India, y en cuarto lugar, la restauración Meiji japonesa. La singularidad de Rusia consistió en que a partir de Pedro el Grande, el vasto imperio reprodujo elementos de la cuarta ruta, pero inscritos dentro de la primera20. Por último, y por paradójico que pueda parecer, un análisis en términos de duraciones permite hilar de manera diferente la compleja historia soviética. Los sucesivos giros y reorientaciones de la política soviética han sido la expresión, no de deseos individualizados en personas específicas que se han encontrado en distintos momentos en las altas esferas del poder de la Unión Soviética, como lo ha pretendido ver una importante corriente de interpretación desarrollada en Occidente, sino de procesos mayores en los cuales se enfrentaron propuestas alternativas de desarrollo de clases y grupos sociales diversos. Ha sido precisamente el juego que se estableció entre determinados actores sociales lo que terminó definiendo cuáles debían ser las orientaciones del desarrollo económico, así como la calidad de los proyectos sociales, políticos, culturales e ideológicos que dicho modelo de desarrollo tenía que poner en funcionamiento. Si bien las grandes personalidades han desempeñado un papel central, es menester trascender un esquema de explicación que sólo se preocupe por las ideas y actividades de los dirigentes. Interpretar la experiencia histórica rusa simplemente como un sistema no democrático es ignorar el contexto
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Góran Therborn, Europa hacia el siglo XXI, México, Siglo XXI, 2000, pp. 11-13.
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histórico en el cual los dirigentes han actuado y las fuerzas que han modelado sus acciones. Otra herramienta de la historia útil para nuestros propósitos guarda relación con los diferentes usos que se le asigna a la periodización. Una de las preocupaciones centrales del pensamiento histórico ha consistido en inscribir las distintas fases y temporalidades, así como los acontecimientos, dentro de una cierta duración, la cual debe conferirles un sentido preciso. De ahí se ha cultivado la tendencia por periodizar, es decir, por establecer unos marcos cronológicos, con momentos de inicio y de finalización que particularizan un determinado período y que precisa el valor de los acontecimientos, cuyas fronteras recubren. Una periodización, empero, no constituye un mero ejercicio intelectual; es una disputada y polémica herramienta interpretativa y explicativa que contiene una poderosa fuerza analítica. Cuando se periodiza, se seleccionan unos acontecimientos o unas dinámicas como momentos-fuerzas que catalizan un determinado período histórico. Se privilegian unas variables en desmedro de otras. Generalmente, las periodizaciones son concebidas comenzando con un evento, cuyo impacto se quiere destacar. Mientras los franceses han definido el inicio de la historia moderna y contemporánea en la Revolución Francesa de 1789, los italianos lo sitúan en el Risorgimento, los latinoamericanos alrededor de 1870 cuando empezó la consolidación de los Estados naciones y la historiografía soviética privilegiaba, por obvias razones, la Revolución Rusa de octubre de 1917. Nuestra periodización sigue una secuencia distinta a la que ha sido tradicional en la historiografía sobre Rusia. No se estructura para cubrir el período en el poder de un determinado gobernante. Arranca de la premisa de que los marcos temporales deben dar cuenta de aquellos movimientos subterráneos que jalonaron un determinado período. Dentro de esta perspectiva, somos de la opinión de que el siglo XX ruso no cubre únicamente los años que perduró el régimen soviético, ni tampoco los marcos cronológicos del “breve siglo XX” de Eric Hobsbawm. El siglo XX ruso-soviético abarca poco más de cien años y se extendió desde la década de 1880 hasta el crucial año de 1987. El elemento que define y le da un sentido a este extenso período es la cimentación de unas formas de modernidad a través de distintas propuestas nacionales de modernización. Se
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inicia en la década de 1880, cuando se puso en marcha un acelerado proceso de modernización capitalista en Rusia, que se inscribía en una determinada historia mundial y culmina en el año de mayor esplendor del gorbachovismo, cuando tanto parte de la élite como vastos sectores de la sociedad se trazaron como objetivo una mayor imbricación de la Unión Soviética y posteriormente de Rusia en una amplificada historia global. Con 1987, el gran año de la Perestroika, finaliza este siglo porque supone la trascendencia de los intentos de modernización nacional. Este “siglo veinte ruso” se puede subdividir en varias coyunturas: la primera, la de la “modernización zarista y las revoluciones”, abarca los años comprendidos entre 1880 y 1921, período caracterizado por la puesta en marcha de un proyecto de capitalismo, el cual desencadenó una serie de tensiones sociales que alcanzaron su punto más álgido en las tres revoluciones que sacudieron al imperio y que destrozaron los bastiones de la modernización socio económica en los que se había empeñado el zarismo. En los inicios de la década de los veinte se inicia una nueva coyuntura de modernizaciones, disímiles en cuanto a sus inspiraciones y alcances, proceso que la Segunda Guerra Mundial abruptamente interrumpió. La primera de estas modernizaciones se articuló en torno a la economía de mercado y a un extraño capitalismo de Estado, mientras la segunda consistió en una propuesta de modernización endógenamente rusa. La Segunda Guerra Mundial se constituye en un importante punto de inflexión, pues se convirtió en una bisagra que vinculó dos coyunturas históricamente distintas: la de una Unión Soviética internamente autodefinida con la de una potencia mundial que se imbrica, contra su voluntad, en unas dinámicas globalizantes territorializadas. Esta nueva coyuntura se extiende hasta finales de la década de los sesenta, momento en el cual se agudizó la tensión entre la lógica del modelo nacional con el despliegue de las tendencias globalizantes, de las cuales la Unión Soviética indefectiblemente hacía parte. Finalmente, encontramos una última coyuntura, la de la imbricación de Rusia en la historia global, etapa que se subdivide en dos ciclos: la resolución de la tensión entre planificación y mercado y, la otra, de reconstitución de Rusia en condiciones de una historia global. Las fronteras cronológicas y las coyunturas que se infieren de esta larga duración constituyen los diferentes apartados en que hemos dividido este trabajo.
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Un par de aclaraciones finales son necesarias. La trascripción de los nombres y palabras rusas y de las restantes nacionalidades que integraban la Unión Soviética se han realizado de acuerdo con la pronunciación fonética rusa, siguiendo las normas propuestas en el diccionario ruso-español de Martínez Calvo, de ediciones Sopeña. En algunas ocasiones, hemos utilizado textos traducidos de otros idiomas en los cuales existen normas diferentes. En tales casos, en el texto hemos seguido empleando la trascripción fonética al español y en la nota de pie respectiva citamos el nombre o la palabra tal cual aparece en la fuente. La otra aclaración es que todas las citas han sido vertidas por el autor del presente trabajo.
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Primera parte. La modernización zarista y las revoluciones (1880 -1921 )
La atomización del sistema socialista y la desaparición de la Unión Soviética, extraordinarios acontecimiento de finales del siglo XX, fueron una clara demostración de que la experiencia socialista soviética, incluida su revolución de octubre de 1917, a diferencia de la francesa de 1789, sólo logró encarnar una gran ilusión, sin llegar a representar una nueva forma de civilización 21 . Si bien es indudable que la revolución de octubre fue uno de los acontecimientos más importantes del siglo XX 22, al propiciar la división del mundo en dos sistemas socioeconómicos y políticos irreconciliables23, no pudo erigirse en la apertura de una nueva era en la historia de la humanidad, básicamente en razón de que no fue capaz de resolver una tensión a tres bandas que atravesó buena parte de su historia: de una parte, la pretensión de numerosos políticos, incluidos algunos de sus más ilustres líderes, así como de numerosos intelectuales a lo largo y ancho del mundo por convertirla en el germen de una pretendida universalidad (inicio de un nuevo mundo, una nueva era), de otra parte, su causalidad y contingencia eminentemente locales, las cuales se inscribía en profundidad en la historia rusa, y, por último, la presión de un conjunto de procesos mundiales, a los que la dinámica histórica ruso-soviética debió, pero no pudo ni supo adaptarse y, cuando lo consiguió vio alterada su naturaleza.
21 Francois Furet, Le passé d'une ¡Ilusión. Essai surl’idée communiste au XX slécle, París, Robert Laffont/ Calman-Lévy, 1995. 22 Eric Hobsbawm, “Adiós a todo aquello” en Historia Crítica N. 6, 1992. 23 Marc Ferro, L’Occident devant la révolution d’octobre. L'histoire et ses mythes, Bruselas, Editions Complexes, 1980.
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Esta tensión a tres bandas entre la proyección que se le concedió a esta gesta revolucionaria, la causalidad local que envolvió este estallido social y la retroalimentación que se presenta entre la historia rusa y la dinámica mundial se convirtió en una encrucijada que produjo un gran desconcierto entre la mayor parte de los especialistas. Esta nebulosidad que se cernió sobre los estudios ruso-soviéticos se explica primordialmente por varios motivos: la mayor parte de las interpretaciones de la revolución de octubre concentró su atención en las actividades desplegadas por los círculos revolucionarios en las dos ciudades rusas más importantes —Petrogrado y Moscú2,1-, escala de análisis que permitía establecer una línea de continuidad con el proceso de radicalización de la Revolución Francesa y de la cual se podía inferir que la lógica revolucionaria se situaba dentro del canon de la modernidad, pero escasos fueron los intentos por intentar dar cuenta de la manera cómo se desarrolló este proceso revolucionario en las inmensidades y profundidades de la historia social rusa. Como lo demostrarían los hechos, por fuera de estas dos ciudades, la gesta revolucionaria quedó inscrita en otras temporalidades, y se le asignaron “usos” diferenciados, distintos a los de los revolucionarios urbanos. La compenetración con lo “internacional”, por su parte, también fue escasamente analizada, a excepción de ciertos hechos contingentes como la pertenencia de los radicales revolucionarios rusos a las corrientes socialistas europeas o el papel desempeñado por el entretejido de la Primera Guerra Mundial en el estallido revolucionario. Pero el enlazamiento entre la experiencia soviética y las profundas transformaciones que estaba experimentando el mundo con la intensificación de las tendencias globalizantes internacionalizadas fue esquivado por la literatura especializada. Esta prefería circunscribir el acontecimiento a la realidad propia de Rusia, sobre todo en razón del atraso y del insuficiente grado de modernización que experimentaba el país. La literatura especializada olvidaba, sin embargo, una situación tan importante como era el hecho de que con la intensificación de la globalización internacionalizada decimonónica, lo global se había convertido en una válvula de escape que impulsaba a una sincronización de las disímiles trayectorias históricas nacionales, la rusa incluida 24 25.
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León Trotsky, Historia de la Revolución rusa, dos volúmenes, Santiago, Quimantú, 1972. Marcel Lieberman, The Russian Revolution. The Origins, Phases and Meaning of the Bolshevik Victory, Londres, Jonathan Cape, 1970. Charles Bright y Michael Geyer, “From a unitied history and rhe world on the twentieth century” en Radical History Revieiv N. 39, 1987.
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Otra característica de la mayor parte de estos trabajos consistió en visualizar el estudio de esta revolución en una perspectiva que cierta historiografía francesa llamaría de corta duración. Esta escala de análisis en torno a un marco temporal breve fue una tendencia que primó entre los autores soviéticos, porque un proceder tal les permitía destacar el papel de vanguardia desempeñado por el partido bolchevique26. Para los críticos de la revolución, un análisis en los mismos términos, los facultaba para sostener la tesis del carácter “totalitario” del acontecimiento, porque en esta acción habría participado un pequeño segmento de la población en oposición a los deseos e intereses de las grandes mayorías 27 . Pero, como habitualmente ocurre la historia apenas tuvo en cuenta este tipo de intenciones humanas. A nuestro modo de ver, y con el ánimo de soslayar estos resabios que hemos heredado del canon interpretativo que imperaba en la época de la guerra fría, somos de la opinión que se debe procurar inscribir el acontecimiento (la revolución de octubre de 1917), así como la corta duración que promocionó el evento, dentro de una perspectiva temporal y espacial más amplia. La revolución debe situarse en una perspectiva de larga duración. Un procedimiento tal nos conduce a acometer una historia social de la revolución, historia que decodifica los elementos de permanencia con los de cambio, los movimientos estructurales con los circunstanciales y que ubica los acontecimientos rusos en una dinámica más abarcadora, donde lo mundial actúa como una importante clave en la interpretación. En síntesis, proponemos una perspectiva de análisis que consiste en una apuesta por acometer una historia donde la cronología sea sustituida por los elementos estructurales y los acontecimientos se analicen de acuerdo con la propia historicidad de la cual son portadores. Un análisis en estos términos nos permite dar respuesta a varias incertidumbres que han sembrado dudas sobre la validez de las interpretaciones que tradicionalmente se han esgrimido sobre la historia rusa y soviética: la primera es que si la revolución no fue otra cosa que la imposición de un régimen totalitario28, o sea, el establecimiento de un poder omnipotente y omnipresente por parte de una casta dominante que habría estrangulado y ahogado la sociedad y
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A. T. Kulkina, Páginas de la historia soviética, Moscú, Politzdat, 1979 (en ruso). Véase, Adarn Ulam, Lenin and the Bolsheviks, Londres, Penguin, 1975, pp. 409-587. H. Arcnt, Le systéme totalitaire, París, Seuil, 1972.
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la naciente democracia, y si la revolución de octubre fue algo presuntamente tan lejano y ajeno a las intenciones e intereses de las grandes masas de la población ¿por qué amplios sectores sociales salieron en defensa del proceso revolucionario en los difíciles años de la guerra civil? ¿Por qué no lucharon más bien para liberarse de las ataduras que les imponían los líderes bolcheviques? De otra parte, si la revolución fue, como lo pretendió demostrar la literatura oficial soviética, una marcha triunfal de las clases trabajadoras para construir un paraíso celestial en la tierra ¿por qué los bolcheviques tuvieron que adaptar sus discursos y objetivos a las realidades sociales que les fueron impuestas por otros actores, muchos de los cuales nada sabían y poco se interesaban por el socialismo? Por último, si en el cambio entre los siglos XIX y XX los países más poderosos tenían el monopolio de significación de los acontecimientos y si Rusia, no obstante su centralidad en algunos ámbitos, era un país de segundo orden en el concierto de las naciones ¿en qué momento y bajo que circunstancias la revolución se convirtió en un acontecimiento planetario? El núcleo principal que establece la diferencia entre nuestra interpretación y las corrientes que, hoy por hoy, podemos tildar de tradicionales, es que de acuerdo con nuestra perspectiva la historia soviética no fue el resultado de la aplicación o de la validez de una ideología que se habría interpuesto en la práctica histórica para encaminar a Rusia por unos derroteros preestablecidos. Por el contrario, somos de la opinión de que unas determinadas formas de condicionamiento social fueron, en última instancia, las que puntualizaron la manera como se organizaron los espacios políticos, sociales, culturales, económicos e incluso ideológicos en la Rusia revolucionaria. En este sentido, al marxismo le correspondió un doble rol: primero, permitió superar la división que existía entre eslavófilos (defensa del alma rusa) y occidentalistas (partidarios de la modernización al estilo europeo); segundo, proporcionó una coherencia y una cierta legitimidad ideológica a las formas populares de organización, pero, de ningún modo, fue el referente doctrinal ni el pilar organizativo a partir del cual se puso fin al viejo orden y se inició la construcción de la nueva sociedad. Al respecto, conviene recordar las sabias palabras del acreditado historiador británico Eduard Hallet Carr, quien, después de largos años de plena inmersión en el estudio de la realidad soviética, sostuvo una tesis muy polémica,
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pero que, su momento, pasó prácticamente desapercibida: “Mientras la revolución toma cuerpo, el cambio y la continuidad combaten codo a codo, peleando entre sí, a veces fundiéndose, hasta que se establece una nueva síntesis durable (...) mientras más lejos queda en el tiempo el impacto inicial de la revolución, con más fuerza se impone el principio de continuidad sobre el principio de cambio. Esto obedece al parecer a tres motivos. En primer lugar, las revoluciones, por muy universales que sean en sus aspiraciones y en su alcance, son obra de un entorno material concreto y de unos hombres educados en una determinada tradición nacional. El programa revolucionario ha de adaptarse a la realidad condicionadora del medio. Tanto el medio como el pasado histórico modelan los supuestos a través de cuyo prisma se ven y se interpretan inconscientemente los ideales revolucionarios. En segundo lugar, la victoria revolucionaria, al transformar al movimiento insurreccional en gobierno establecido, altera el carácter de la revolución en beneficio del principio de continuidad. En ciertos aspectos técnicos, todos los gobiernos se parecen, piensan y obran como si se encontraran en el polo opuesto de la revolución: una vez que ésta logra sus objetivos y se instala en el poder, ha de poner fin a nuevos cambios revolucionarios, y automáticamente reaparece el principio de continuidad. En tercer lugar, al triunfar un movimiento revolucionario, éste se transforma en gobierno y ha de entablar relaciones, amistosas u hostiles, con otros Estados”29. Para comprender, en toda su complejidad, las distintas maneras como dialécticamente convivieron los elementos de permanencia con los de cambio en la Rusia de finales del siglo XIX e inicios del XX, iniciaremos nuestro recorrido con el planteamiento de una tesis, la cual nos permitirá organizar nuestra argumentación y, de esta manera, podremos adentrarnos en este complejo laberinto histórico: en las dos primeras décadas del siglo XX, Rusia fue sacudida por tres imponentes revoluciones: la de 1905, que en algunas regiones se extendió hasta 1907, y las de febrero y octubre de 1917. Estos acontecimientos fueron válvulas de escape que buscaron liberar las presiones sociales a que había dado lugar el acelerado proceso modernizador ruso impulsado por el régimen zarista a finales del siglo XIX y, en su encadenamiento, estas revoluciones arrasaron con los bastiones modernizadores del anterior régimen. En efecto, todos los estudiosos convienen en señalar que, al despuntar el siglo XX, la Rusia imperial se había convertido en una sociedad en plena mutación. En vísperas de la Primera Guerra Mundial la Rusia contaba con una población de 159,2 millones de habitantes, de los cuales 28,5 millones (18%) vivían en las ciudades y 130,7 millones
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Edward HaWct Can, El socialismo en un solo país, 1924-1926, tomo 1, Madrid, Alianza, 1974, pp. 1618.
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(82%) permanecían en el campo. La población de Rusia mostraba un fuerte dinamismo. En ello intervenía dos factores: la expansión territorial del imperio y el rápido crecimiento vegetativo de la población. Fue así como el número de personas aumentó de 14 millones de habitantes en 1772 a 36 millones en 1796 y alcanzó la cifra de 94 millones de rusos y 125.6 millones de habitantes a lo largo y ancho de todo el territorio del imperio en 1897. En 1913, la población total, incluyendo a Polonia y Finlandia, era de 161,7 millones de los cuales 137.2 en el territorio que posteriormente pertenecería a la URSS en 192030. El aumento de la población transcurría paralelo a una sensible transformación social, cuyo eje central consistía en estimular el advenimiento de una sociedad moderna. Desde la década de 1880 se venía asistiendo a un acelerado proceso de modernización capitalista, cuyo núcleo se localizaba en el establecimiento de nuevas y modernas capacidades infraestructurales, industriales y de servicios. Dada la precariedad del capitalismo endógeno y su retardo en comparación con el de las potencias europeas, la modernización rusa contó en sus inicios con varias particularidades, las cuales convirtieron este experimento en un hecho singular. De una parte, contó con una amplia participación del Estado, el cual actuaba como programador del desarrollo económico. De la otra, una fuerte presencia de capital extranjero, el cual se concentró en las áreas más sensibles y rentables de la economía, con lo cual el nuevo sistema socio económico se transfiguró en una especie de capitalismo internacionalizado. El tipo de modernización, así como las particularidades que le eran inherentes, encontraron todo su sentido en las grandes transformaciones que venían experimentando gran parte del mundo desde mediados del siglo XIX. Esta fue una época caracterizada por una acentuación de fenómenos tales como el colonialismo, el imperialismo, masivas migraciones intra y extra continentales y la consolidación de una economía en vías de mundialización, situaciones que le daban sustento a la idea de que se asistía a la consolidación de un conjunto de procesos que permitían imaginar al mundo como un todo. Esta fue una época en la cual se asistió a la aparición de “lo global”, situación que se caracterizaba porque se presentaron transformaciones simultáneas y más o menos análogas en la organización del poder, la producción y la cultura en distintas
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Franjois Seurot, Lesystémeéconotniquede I'URSS, París, Presses universitaires de France, 1989, p. 10.
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regiones del planeta. Fue una época de crisis regionales sincronizadas y, aunque si bien reflejaban las dinámicas propias de las particulares trayectorias de desarrollo, se convirtieron en el origen de una historia propiamente mundial porque tuvieron lugar en un contexto de interacciones entre regiones cada vez más competitivas, competencia inducida en alto grado por las intervenciones coloniales e imperialistas europeas y posteriormente estadounidenses. En otras palabras, el mundo se encontraba en los inicios de una historia mundial en condiciones de una globalización internacionalizada, de tal suerte que la modernización rusa quedó inscrita dentro de este contexto. No fue, por tanto, un hecho fortuito, que a medida que avanzaba la segunda mitad del siglo XIX, las autoridades zaristas asumieran de manera enérgica que había llegado la hora de modernizar el país. Para ese entonces, Rusia era una de las naciones más atrasadas de Europa y, a diferencia de varios de sus similares europeos, se encontraba aún distante de iniciar un despegue económico a través de la revolución industrial. « Para las elites rusas la modernización se convirtió en un objetivo en sí, que debía permitir resolver al mismo tiempo los dos problemas mayores que aquejaban al conjunto de la sociedad. El primero era una decisión política que afectaba la estructura económica. Consistía en mantener a Rusia a la altura de las demás potencias europeas, las cuales se estaban adaptando aceleradamente a los requerimientos de la Segunda Revolución Industrial. La Rusia imperial, si deseaba conservar sus compromisos internacionales, debía acometer un proceso de modernización que la mantuviera en pie de igualdad con los restantes países europeos. Pero, la transformación de la sociedad rusa también obedecía a motivaciones de otra índole. En el fragor de las competiciones colonialistas e imperialistas, las tensiones internacionales iban en constante aumento y Rusia requería disponer de medios y de una infraestructura que garantizaran la perennidad de su
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status de “gendarme de Europa” y, de esa manera, procurar satisfacer sus expansionistas intereses nacionales. Esta tarea resultaba tanto o más imperiosa en la medida en que en la segunda mitad del siglo XIX las autoridades de Rusia expresaron el propósito de expandir su dominio territorial en Asia, en dirección a China, del cual obtuvo un acuerdo para construir un ferrocarril en 1896, y el Asia Central y Septentrional. En la medida en que esta deseabilidad del impulso modernizador era, a la postre, un asunto de naturaleza política y geopolítica, no fue extraño que el Estado se convirtiera en el agente principal encargado de promocionar la modernización, es decir, asumiera la tarea de suscitar y orientar la estrategia de transformación. Este rol protagónico del Estado explica también el hecho de que la consolidación de la economía industrial se llevara a cabo a través de la construcción de una amplia red de líneas férreas. En la concepción de las autoridades zaristas y particularmente del Ministro de Economía, el conde Serguei Witte, principal arquitecto de esta iniciativa modernizadora en los ochenta, el ferrocarril debía cumplir varias funciones: de una parte, tenía que estimular la demanda constante de productos industriales y, en ese sentido, debía actuar como un acelerador de la industrialización y no sólo por los eslabonamientos económicos que generaba (producción de acero, hierro, carbón, industria metalmecánica, construcción portuaria, almacenaje, madera, modernización y elevación de la productividad en el campo, además de las nuevas posibilidades que inauguraba para intensificar la unificación del mercado nacional y de éste con los colindantes), sino también por los impactos financieros, ya que el ferrocarril demandaba grandes recursos monetarios, porque inducía a importantes avances científicos y tecnológicos (mejoras en la producción de hierro y acero, ingeniería mecánica, construcción de túneles y puentes) y porque intensificaba el comercio interno e internacional e implicaba un mayor compromiso de los inversionistas extranjeros con el desarrollo económico de Rusia. También tenía que servir para unificar el mercado interno, ya que Rusia, por la amplitud de sus dimensiones, por las enormes distancias que separaban los distintos circuitos económicos, requería de un medio que articulara las diferentes regiones económicas. Al ferrocarril se le asignaba asimismo un importante papel en materia de seguridad. Rusia, “el gendarme de Europa”, ne-
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cesitaba de un ágil medio de transporte para llevar a cabo sus acciones militares. La derrota sufrida en la guerra de Crimea a manos de franceses e ingleses se debió, entre otros factores, a la dificultad que experimentó el régimen para movilizar a sus soldados al frente de batalla. Por último, el ferrocarril debía producir otro efecto derivado: la construcción de un espacio y un tiempo nacionales, propósito fundamental para un país multinacional como era la Rusia zarista, donde cada pueblo, aldea o ciudad no sólo disponía de su propio registro temporal, sino que vivían además en disímiles condiciones temporales. El ferrocarril debía, por tanto, sentar las bases para la constitución de una espacialidad imperial, comandada desde el centro, que, al acortar las distancias, desvinculaba a los individuos con respecto a su tiempo regular y cíclico natural y los reubicaba en una dimensión espacio temporal nueva: la de la modernización Los resultados de esta estrategia fueron contundentes: si en 1840 existían sólo 27 Km. de líneas férreas, en 1870 se habían superado los 10 mil kilómetros, en 1885 ya existían 24.910 Km., para 1895 se habían construido 31.500 Km. y en 1900 se pasó los 60 mil para rondar los 70.000 Km. en 1910. Fue tal la centralidad asignada al ferrocarril que alrededor de la mitad de la deuda nacional contraída por el gobierno en esos años se destinó únicamente a este rubro. El cuadro 1 suministra unos datos que permiten hacerse una idea del crecimiento registrado por el ferrocarril en Rusia en comparación con otros países de Europa y América del Norte. La manera como se dio inicio a este proceso de industrialización inducido a través de determinadas políticas públicas es importante también para comprender las características que se le imprimieron a procesos análogos que tuvieron lugar en las décadas de 1920 y 1930. En todos estos sucesivos giros históricos, la industrialización fue el resultado de la proyección del Estado en la vida económica. Es decir, en la experiencia histórica moderna de Rusia al Estado siempre le ha correspondido desempeñar la tarea de agente y programador de la industrialización. Esta estrategia ya se había puesto en marcha durante el reinado de Pedro I, en los inicios del siglo XVIII, pero con la diferencia de que el llamado Grande no tenía en la industrialización un fin en sí; simplemente la concebía como un
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CUADRO 1 LÍNEAS FÉRREAS EN KM. (PAÍSES SELECCIONADOS)
Gran Bretaña
1840
1870
1910
2390
21558
32184
Francia
410
15544
40484
Alemania
469
18876
61209
Bélgica España Italia Portugal
334 20 -
2897 5295 6429 714
4679 14684 18090 2448
-
1421
3867
144 27
6112 10731
22642 66581
84675
410475
Suiza Austria Hungría Rusia Estados Unidos
4510
medio para modernizar los ejércitos. De ello podemos inferir, que el papel asumido por el Estado durante la industrialización estalinista durante la década de los treinta no constituyó una anomalía, sino que fue la reedición en el tiempo de una profunda tendencia histórica. Otro aspecto conviene recordar de la industrialización iniciada en la década de 1880: fue uno de los primeros ejemplos en la historia mundial de crecimiento industrial directo suscitado bajo intervención estatal. CUADRO 2 CRECIMIENTO PROMEDIO DE LA PRODUCCIÓN INDUSTRIAL (EN PORCENTAJE POR AÑO) Rusia
EE.UU.
Gran Bretaña
1885 6,10
8,75
4,56
1890 8,03
5,47
1,80
1907 6,25
3,52
2,72
1913 5,83
5,26
2,11
Fuente: A. Genscheron, “The rate of growth in
Russia” en Journal of econontic
history V. 7, p. 156.
Tal como puede observarse en el cuadro 2, el crecimiento económico de Rusia en
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el cambio de siglo fue muy elevado e, incluso, su promedio era superior al de una potencia emergente tan importante como Estados Unidos y de otra histórica como Gran Bretaña. Este impresionante crecimiento industrial desató la euforia de los capitalistas locales e internacionales. Como resultado de ello, a principio del siglo XX, el capitalismo empezó a reproducirse de modo sistemático en suelo ruso, pero, por las formas predominantes de agricultura, que seguían siendo ancestrales, no logró constituirse en un sistema que lograra permear todos los poros de la sociedad. Más bien funcionaba a modo de enclave, es decir, reprodujo algunos núcleos densamente modernos desde una perspectiva capitalista, los cuales convivían con otros amplios sectores donde predominaban formas de explotación tradicionales. El interés de los inversionistas nacionales e internacionales en la experiencia rusa introdujo un cambio en la modalidad de industrialización en los albores del siglo XX. Si en las décadas de 1880 y 1890, el Estado fue el arquitecto y el impulsor de la industrialización, al comenzar el nuevo siglo el dinamismo principal recayó en el sector privado. Este desplazamiento de la iniciativa fue el resultado del auge de este último, de la calidad de las reformas introducidas por el Primer Ministro Stolipin, las cuales comentaremos más adelante, y también porque encontró un estímulo en el aumento de los precios agrícolas, que elevaron fuertemente la demanda. A lo largo de toda esta coyuntura, el naciente capitalismo ruso desarrolló un conjunto de particularidades, muchas de las cuales fueron el resultado del anhelo de superar rápidamente el atraso. En primer lugar, tal como lo señalábamos, en el estadio inicial del desarrollo del capitalismo la participación del Estado desempeñó un papel central. En segundo lugar, la economía industrial se caracterizó por su alto nivel de concentración en grandes empresas, o sea, utilizaba técnicas con fuerte intensidad de trabajo poco o nada calificado. Un rasgo común de la industria rusa fue la existencia de empresas que contaban con miles de obreros, como la legendaria fábrica Putilov, que desempeñaría un papel tan importante durante las revoluciones de 1917, donde laboraban más de 40 mil trabajadores. Cabría destacar que la proclividad por construir grandes unidades de producción, la “gigantomanía” empresarial, se remonta a esta época y no al período estalinista como se afirma generalmente. Al tiempo que se avanzaba hacia esta gran concentración industrial, la tendencia contraria seguía latente: las pequeñas empresas conservaban un peso nada despreciable en la economía nacional. Por ejemplo, en 1915 alrededor del 65% de los trabajadores industriales, es decir, algo más de 5 millones de personas trabajaban en
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pequeñas empresas y realizaban el 33% del total de la producción industrial. Lo mismo ocurría en el comercio: si bien a comienzos de siglo habían aparecido formas monopolistas en el comercio y la participación del capital bancario en este sector era muy grande, el 87% de la circulación total de mercancías se realizaba en pequeños negocios. La tendencia, sin embargo, apuntaba hacia la disminución de las pequeñas empresas. Sólo durante la recesión de 1900 a 1903 quebraron más de 3.000 de estas, la mayor parte de las cuales fue absorbida por las más grandes. En tercer lugar, la industria rusa contó con masivas inversiones extranjeras, las cuales se canalizaron mayoritariamente a través del Estado. Se ha estimado en 4.225 millones de rublos la inversión extranjera durante el período 18981913 de los cuales 2.000 millones de rublos consistían en préstamos estatales. En 1914, la suma total del capital extranjero invertido en Rusia ascendía a 8.000 millones de rublos, en los cuales estaban incluidos los derechos de propiedad sobre dos tercios del sistema bancario, la propiedad mayoritaria de minas y otras empresas, deudas de organismo locales y empresas agrícolas, etc. De acuerdo con estimaciones de un autor de la época soviética, en 1900 alrededor del 28,5% del capital de las compañías privadas era de origen extranjero. Para 1913 la participación de este sector ya se había empinado al 33%. Fue tal la atracción que la economía rusa despertó en los inversionistas extranjeros que durante todo este período el capital foráneo registró una tasa de crecimiento mayor al nacional. En términos generales, mientras el primero aumentó un 85% el segundo creció el 60% 3'. Las inversiones extranjeras se concentraron principalmente en rubros de alta rentabilidad: representaban el 90% en la industria minera, el 42% en la industria del hierro, el 28% en la textil y el 50% en la química. En cuanto a los países de procedencia de estas inversiones, Francia ocupaba el primer lugar con un 33%, seguida por Gran Bretaña el 23% y Alemania el 20%. 31
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Alee Nove, Historia económica de la Unión Soviética, Madrid, Alianza, 1973, p. 21.
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Es evidente que Rusia, en vísperas de la Primera Guerra Mundial, era un país que se encontraba en pleno crecimiento económico. La producción industrial había crecido en promedio en un 8% en la última década del siglo XIX y a más del 6% en los primeros tres lustros del XX. La producción de cereales aumentó en un 2% en promedio entre 1880 y 1913, lo que convirtió a Rusia en el primer exportador de cereales del mundo. Entre los logros de esta modernización podrían citarse el aumento de las reservas de oro, la creación de modernos ferrocarriles y de una tecnología bastante avanzada en algunas ramas industriales, como la textil. Entre sus debilidades cabe mencionar la mediocridad de algunas industriales, tales como la química y la construcción mecánica. Desde el punto de vista de las instituciones económicas, Rusia también se acercaba a las de un país moderno; los bancos y el comercio minorista se reproducían de acuerdo con los estándares franceses e ingleses. El ingreso per cápita todavía era inferior al de los países más avanzados, pero se aproximaba al de España y el del imperio austro-húngaro. No obstante estos desequilibrios, en cuanto a la capacidad productiva Rusia ocupaba el tercer lugar entre las potencias económicas del mundo en vísperas de la Primera Guerra Mundial32. Es indudable que Rusia atravesó por una profunda coyuntura de transformación a lo largo de esos años. Pero dos interrogantes se vienen inmediatamente a la mente: ¿permiten los logros alcanzado por esta modernización sostener que en el cambio de siglo Rusia se había convertido en un país capitalista? Y ¿de haber seguido por esa senda modernizadora el coloso euroasiático habría podido dejar definitivamente atrás su secular histórico atraso? La manera como se ha respondido a estos interrogantes estableció una clara línea divisoria entre los defensores y los detractores de la Revolución de octubre. El tema que gravitaba en torno al primer interrogante dominó buena parte de la literatura marxista, la cual, apoyándose en un célebre trabajo de Lenin, “El desarrollo del capitalismo en Rusia”, pretendió demostrar que la revolución bolchevique no tuvo lugar en un país atrasado, sino en una sociedad capitalista, tesis que permitía argumentar que el tipo de sociedad que se construyó durante la etapa soviética fue poscapitalista, o sea, socialista.
32 Fran^ois Seurot, op. cit, pp. 30-31.
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Los detractores le asignaron mayor importancia al tema que se vincula con el segundo interrogante porque ello les permitía defender la idea de que el crecimiento económico pudo haber sido mayor de haber seguido Rusia por la senda de la “modernización”. Ambas interpretaciones, sin embargo, se quedan a medio camino porque los primeros pierden de vista la historicidad del capitalismo y los segundos el contexto en el cual se desenvolvía la “modernización”. En síntesis, ninguna de las dos corrientes problematizaba el grado de permeabilidad que alcanzó el capitalismo en la sociedad rusa ni tampoco el cúmulo de tensiones que dicha modernización generó. Para desenredar este asunto debemos tomar en cuenta una variable muy importante: la naturaleza de la sociedad rusa durante este período de transformación. No obstante el anhelo de las autoridades en promocionar una rápida industrialización y los logros alcanzados en este ámbito, Rusia seguía siendo un país fundamentalmente agrario, contaba con una extensa población campesina y este sector social, anclado en lo más profundos de sus tradiciones, se hacía portador de una mentalidad opuesta a los emblemas de la modernidad. Por esta razón consideramos que la industrialización no puede analizarse al margen de la morfología de la sociedad entonces imperante. El asunto cardinal que tensionaba la modernización con el tipo de organización social existente consistía en que la primera debía acabar con las instituciones sociales que estaban inhibiendo las posibilidades de desarrollo. El escollo más importante lo representaba la población campesina, problema bien espinoso porque de acuerdo con el censo de 1897, el único realizado en la época zarista, el 84,2% de los habitantes de la Rusia europea se inscribían dentro de la categoría de campesinos, según su “estado social”, aunque el 6,7% de los mismos vivían en las ciudades. Este porcentaje, sin duda, era mayor, toda vez que no se contabilizaba como campesinos a los cosacos ni a ciertos agricultores no rusos. En los hechos, dentro de los límites del imperio, la población rural se elevaba a un 87%, a lo cual se agregaba numerosos “habitantes urbanos”, quienes, en realidad, eran trabajadores campesinos, que alternaban la vida de la ciudad con la del campo. Esto nos lleva a concluir que aproximadamente el 90% de la población total estaba compuesto por campesinos o por individuos que se encontraban en contacto permanente con el medio rural. Una situación análoga se presenta cuando se
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observa la composición de las clases trabajadoras: al menos cuatro de cada cinco personas del total de asalariados trabajaba en el campo. El mismo escenario tiene lugar entre la tropa: aproximadamente el 80% de los reclutas en el ejército procedía de la población campesina33. Es decir—tanto el capitalismo como la modernización se encontraban constreñidos por este océano campesino. Los datos cuantitativos, de por sí impresionantes, revelan una faceta aún más compleja, cuando se observa el tipo de campesinado imperante en Rusia en esas décadas. Hasta 1861, año en que se decretó el fin de la servidumbre, los campesinos eran siervos, es decir, no sólo se encontraban sometidos a una disciplina brutal, sino que además eran propiedad legal de los terratenientes o del Estado. En muchos aspectos, los siervos en Rusia recuerdan a los esclavos traídos a América procedentes de Africa. Eran objeto de compra o de venta, de manera individual, por familias o poblados enteros. Se calcula que a finales del siglo XVIII, había en Rusia unos veinte millones de siervos de propiedad privada y otros 14 o 15 millones pertenecientes al Estado. A mediados del siglo XIX, numerosos miembros de la elite eran conscientes de que este régimen de servidumbre se había convertido en uno de los factores que más estaba perpetuando el atraso de la sociedad rusa. La servidumbre representaba un poderoso obstáculo para el progreso tecnológico porque el trabajo de los siervos era totalmente gratuito. A ello además se sumaba el hecho de que los siervos carecían de motivaciones para aumentar la productividad e inhibían la conformación de un mercado laboral. Pero la servidumbre no sólo representaba un costo económico, también era un estorbo en el plano militar. La servidumbre se había convertido en un obstáculo para la modernización del ejército, en concreto, para la creación de un sistema de reservas, porque las autoridades no se atrevían a permitir que unos siervos, poseedores de habilidades militares, regresaran con esos conocimientos y habilidades a las aldeas natales. Debido a la servidumbre, por lo tanto, Rusia tenía que mantener un ejército permanente que era enorme y caro. Con la reforma de 1861, los siervos se convirtieron en campesinos, obtuvieron libertad jurídica, derecho a casarse libremente, dispusieron de la posibi-
33 Teodor Shanin, La clase incómoda, Madrid, Alianza, 1983, p. 43.
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lidad de adquirir propiedades, emigrar, y recibir tierras, si bien de forma gradual. De este modo, se rompieron las viejas ataduras que vinculaban al antiguo siervo con su amo. Los terratenientes, por su parte, quedaron privados del derecho de vender o regalar los campesinos y de inmiscuirse en sus asuntos privados o familiares. A los campesinos se les otorgó la libertad para adquirir bienes y para dedicarse a cualquier oficio. Pero lo más importante fue que la reforma les concedió el derecho de rescatar las tierras que se hallaban en su usufructo o que pertenecían al terrateniente. Mientras se realizaba el rescate, los campesinos seguían a merced del terrateniente con cargas gravosas, las cuales consistían o bien en el pago de un tributo en especio o en dinero (obrok) o mediante prestación de servicios en las tierras del dueño. A partir de 1861, en estas condiciones se encontraban los 23 millones de siervos de propiedad privada. En 1866, otros 27 millones de campesinos del Estado recibieron tierras en las que trabajaban a cambio de un impuesto34. Si bien el fin de la servidumbre constituía un enorme avance, hacia los años ochenta, cuando se dio impulso a la modernización, el campo ruso se alzaba como un poderoso obstáculo. La estructura agraria no sólo debía modernizarse, sino que debía constituirse en un engranaje del proceso de modernización. En tal sentido, la modernización rusa demandaba abordar simultáneamente cuatro problemas básicos relacionados con el agro y el campesinado. En primer lugar, debía acelerar la disolución, al menos parcial, de la estructura social típica campesina —la comuna- y promover una creciente integración de sus miembros en la nueva vida económica del país. En tal sentido, conviene recordar que uno de los principales problemas que generó la legislación de 1861 fue que dejó atado al campesinado a la comuna y al pago del rescate de tierras al Estado. La comuna (obschina) no era simplemente una instancia colectivista; para sus miembros era su mundo (la llamaban mir, término que en ruso tiene un doble significado: mundo y paz) y era la institución a través de la cual se relacionaban con el resto de la sociedad. La comuna era el principal marco de referencia del campesino, fundamento de su identidad, más importante que la idea de nación o de imperio. Para el campesino no era fácil abandonar la
34 J. R. Me Nelly y William H. Me Nelly, Las redes humanas. Una historia global del mundo, Barcelona, Crítica, 2004, pp. 287-288.
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comuna. Ello implicaba perder las tierras que la comuna le había concedido en usufructo temporal. Tentar suerte por fuera del mundo conocido era una empresa muy arriesgada toda vez que en ese entonces la industrialización estaba dando sus primeros pasos y los centros industriales todavía no se convertían en magnéticos polos de atracción. Por estas razones, una de las principales motivaciones de las autoridades fue estimular la liberación de los campesinos de su estructura social típica. Este problema a comienzos de siglo se hizo aún más imperioso en la medida en que la revolución de 1905 había demostrado el poderío organizacional e insurreccional de las obschinas. Para alcanzar la mentada “modernización”, las autoridades tuvieron que realizar grandes esfuerzos encaminados a modificar el panorama social. Debilitaron a la nobleza rusa, la cual, al no poder mantener el desafío planteado por la modernización capitalista moderna, debió deshacerse de la mayor parte de sus tierras. Pero la acción más importante fue la abolición de los derechos de redención que debían pagar los campesinos por el rescate de sus tierras. De acuerdo con una serie de reformas iniciadas en 1906 por Piotr Stolipin, un reformista conservador, los campesinos debían convertirse en individuos que dispusieran de un mayor margen de libertad para abandonar sus comunas, adquirir la propiedad de las tierras que cultivaban, comprar y vender tierras, trasladarse a la ciudad o emigrar. La finalidad que se proponía el Primer Ministro Stolipin era fomentar la aparición de una clase de campesinos propietarios próspera, eficiente y políticamente leal. Esta fue la llamada “apuesta por el fuerte”, el campesino kulak. Hacia 1916, cerca de dos millones de familias habían abandonado sus aldeas y explotaba fincas privadas. Esto representaba aproximadamente el 24% de las familias de 40 provincias afectadas en la Rusia europea. En segundo lugar, la industrialización estaba obligada a reducir, al menos en forma parcial, la importancia de la agricultura por medio de la inversión de los excedentes agrícolas en la formación del capital industrial. Dada esta es- 35
35 Véase, León Trotsky, La Revolución de 1905, dos volúmenes, París, Ruedo Ibérico, 1972.
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tructura económica tradicional de Rusia, el campo debía convertirse en uno de los principales factores de la acumulación. Las ganancias obtenidas en ese sector debían destinarse a la naciente industria. Para tal fin se requería también que el campo ruso se modernizara con el propósito de que se consolidaran estables relaciones de tipo mercantil en el campo y entre este y las ciudades. Este último punto era muy importante en la medida en que la mayoría de los campesinos que se encontraban en las obschinas producían para el autoconsumo, es decir, para sí y su familia, y sólo un pequeño excedente lo destinaba al mercado con el ánimo de obtener dinero que les permitiera procurarse algún producto o utensilio que necesitara de manera imperiosa. La modernización del agro debía servir para que el naciente capitalismo se organizara como un sistema en el vasto espacio del imperio y no siguiera funcionando a modo de enclaves en determinados centros mineros o industriales. Transformar las relaciones agrarias implicaba por tanto estimular el capitalismo para construir un tejido social y económico más favorable a la industrialización y a la consolidación del capitalismo. En tercer lugar, estas reformas debían consolidar un mercado laboral, provocar la movilidad de la mano de obra y garantizar una libre disponibilidad de la fuerza de trabajo. Esta política se tradujo en un estímulo al proceso de diferenciación social en el campo: apareció un campesinado próspero que, hacia 1913, representaba el 15% de la población agrícola, uno mediano, 20%, y una gran masa de campesinos pobres, 65%. Esta diferenciación obviamente se encontraba en el corazón de los objetivos modernizadores de los dirigentes, por cuanto romper con la homogeneidad significaba que los campesinos dejarían de actuar unidos y más importante aún florecerían intereses disímiles; unos vinculados a las políticas trazadas por las autoridades (bastión social de las políticas gubernamentales) y otros, obviamente, serían terreno abonado para la difusión de los ideales revolucionarios, pero, en su conjunto, ya no actuarían mancomunadamente. Estos objetivos resultaban ser tanto más importantes en la medida en que el campo, así como la sociedad rusa, era eminentemente tradicional y totalmente contrario a cualquier tentativa de introducción del capitalismo. Este fue el motivo por el cual estas medidas fueron acompañadas por un conjunto de
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reformas funcionales. Stolipin comprendió que para superar el atraso rural y para desarticular el amplio movimiento campesino que se había consolidado durante la revolución de 1905 había que enviar millares de campesinos a colonizar las tierras vírgenes en Siberia, con lo cual se buscaba satisfacer las necesidades más apremiantes de tierra por parte de la población campesina y eliminar así las presiones que sobre la tierra ejercía el rápido crecimiento demográfico de la población rural. En esta misma dirección se inscribían otras medidas, entre las que se destacaba la adopción de un marco de regulaciones para que las familias campesinas pudieran separar sus parcelas de las comunidades campesinas sin consentimiento de estas. Posteriormente, el 7 de agosto de 1906 se aprobó un ukase (decreto) sobre la transferencia al Banco Campesino de una parte de las tierras estatales para ser vendidas a los campesinos. A continuación el 5 de octubre se promulgó otro ukase sobre la eliminación de algunas limitaciones a los campesinos, con lo que fueron finalmente eliminadas las prestaciones personales y la caución solidaria -krugovaya poruka-, ciertas restricciones sobre la movilidad de los campesinos y sobre la elección del lugar de su residencia. Las reformas de Stolipin, en síntesis, estaban destinadas a acelerar una evolución en el campo con “la apuesta al más fuerte”: la conversión en hereditarias de las tierras campesinas las cuales podían repartirse con el propósito de promover el auge de la clase kulak. En realidad, el programa de Stolipin quedó muy lejos de su objetivo en lo referente al propio campesinado, porque si bien la mitad de las familias campesinas tenía en 1915 parcelas jurídicamente hereditarias, sólo una décima parte de ellas se beneficiaba de terrenos consolidados físicamente en unidades individualizadas*36. La reforma de Stolipin fue un intento audaz para iniciar una reorganización “desde arriba”, abrir la vía al desarrollo del capitalismo y destruir las antiguas instituciones y costumbres. Cuando Stolipin elaboró sus reformas entre el 70% y el 90% de las familias campesinas y tierras -a excepción de las provincias occidentalespertenecían al régimen de tenencia comunal.
.36 Perry Anderson, El Estado absolutista, México, Siglo XXI, 1985, p. 359.
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Sin embargo, la comuna, a todos estos embates, logró sobrevivir. La amplia mayoría de la población permaneció en ellas, lo que demostraba la persistencia de los vínculos tradicionales en el campo ruso. Pero los problemas en el interior de las comunas eran cada vez más graves. El rápido aumento de la población obligaba a realizar periódicas redistribuciones de tierra con el fin de mantener la igualdad en la tenencia y en la explotación agrícola. Empero, como la frontera agrícola no podía crecer a la misma rapidez que la población cada vez era menor el porcentaje de tierra obtenido. A pesar de los estímulos y las garantías económicas y jurídicas del gobierno por “modernizar” el agro ruso, la obschina siguió siendo la institución principal, pues para enero de 1917 sólo el 10,5% de los hogares campesinos se habían separado constituyendo propiedades privadas al margen de las comunales. Aun cuando la reforma no reportó los dividendos esperados en el corto plazo, se tradujo en un cambio radical en la composición social del campesinado en la medida en que aceleró el proceso de diferenciación social y distorsionó los vínculos de solidaridad y de organización anteriormente existentes. Sin embargo, a pesar del acelerado crecimiento del capitalismo, éste no logró penetrar toda la sociedad ni constituirse en un sistema universalizante. Siguió reproduciéndose en forma de enclave, principalmente urbano, fenómeno que facilitó la erradicación posterior del mismo. No obstante este predominio rural, la tendencia mostraba que las ciudades crecían con vertiginosa rapidez. En 1887 la población urbana ascendía a 16,8 millones de habitantes y en 1914 aumentó a 28,5 millones de personas, es decir, en un lapso de 17 años tuvo un crecimiento de casi el 70%. En síntesis, como resultado de la industrialización, la sociedad rusa fue objeto de grandes transformaciones que aceleraron la diferenciación social del grueso de la población, ya que ésta era una condición imprescindible para desarrollar el proceso de acumulación de tipo capitalista. Por esta razón, en vísperas de la Primera Guerra Mundial en la sociedad rusa ya habían madurado las condiciones para eventuales estallidos sociales, como lo testimonió la profundidad y radicalidad de la revolución de 1905-1907. La Primera Guerra Mundial (1914-1918) no hizo más que agudizar estas tensiones y amplificar la resonancia de las revoluciones.
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Si a nivel económico y social la modernización estaba desatando grandes tensiones, en el plano político e institucional la situación no era mejor. El Estado zarista era multinacional. Debido a que no tuvo que enfrentar grandes accidentes geográficos ni la presencia de otros imperios que le disputaran su hegemonía, ya en el siglo XVI el Estado zarista inició su expansión hacia el Este, Oeste y Sudoeste, proceso que finalizó hacia mediados del siglo XIX, abarcando fronteras poco mayores a las que tuviera la Unión Soviética en su época de mayor esplendor. La primera expansión fue hacia el Oeste para procurarse una salida hacia el Báltico y el Mar Negro y disputar además el predominio que, en diferentes momentos de la historia, tuvieron en estas regiones la Orden Teutónica, Suecia, Polonia y el Imperio Turco. En esta progresiva expansión, por lo general llevadas a cabo bajo cruentas guerras, Rusia se anexó Finlandia, Polonia, Ucrania, la región que actualmente ocupan los tres Estados bálticos y el Cáucaso. Bajo el lema de la rusificación y la misión civilizadora, los rusos incorporaron posteriormente a su vasto imperio algunos pueblos que habitaban el Este y el Sudeste. Los pueblos de Asia Central, es decir, los uzbecos, kazajos, tadzhikos y turkmenos, fueron finalmente doblegados en la segunda mitad del siglo XIX’7. El imperio pudo, no sin ciertas dificultades, conservar todas estas conquistas. Sin embargo, con el despuntar del movimiento socialista, en todos estos territorios habitados por minorías étnicas, las reivindicaciones nacionales se mezclaron con las consignas socialistas. Se produjeron numerosas insurrecciones en las que ambas corrientes se complementaron. Conscientes del descontento de las minorías, los líderes socialistas dieron especial importancia al problema nacional y elaboraron una concepción basada en el derecho a la autodeterminación de las naciones, lo cual fortaleció los vínculos entre los movimientos radicales y las expresiones reivindicativas de los pueblos subyugados por el zarismo. En lo que respecta a la organización estatal, en Rusia existía un poderoso aparato burocrático y militar que tenía en su cúspide a un Zar, el cual concentraba en sus manos prácticamente la totalidad del poder político. En Rusia no existía ningún cuerpo, institución o estatuto político que limitara las prerroga- 37
37 Marc Ferro, La colonización. Una historia global, México, Siglo XXI, 2000.
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tivas del zar. La burocracia y la nobleza eran sus más cercanos colaboradores y, en ningún caso, osaban disputarle el poder. Inclusive la Iglesia, que en determinados países había alcanzado cierta autonomía con respecto a la realeza y la nobleza, en Rusia se encontraba totalmente subordinada. Desde mediados del siglo XV el metropolitano recibía la confirmación del gran duque de Moscú y no del patriarca ecuménico. El gran duque, así como los posteriores zares y emperadores, al intervenir en los asuntos eclesiásticos ponían a la iglesia bajo su poder directo. Las subsecuentes reformas a la iglesia la supeditaron aún más, reduciendo prácticamente a la nada sus competencias en los asuntos políticos 38. Ya desde la lejana época de Iván III comenzó el proceso de institucionalización de este sistema autocrático en Rusia. Sin embargo, la estructura política nunca dejó de evolucionar, “modernizándose”, y adaptándose a los distintos contextos históricos que se vivían. Durante el reinado de Alejandro I (1801-1825) se pusieron los fundamentos del poder centralizador y burocrático. Durante su reinado se introdujo una reforma ministerial que dio vida a ocho ministerios. Con esta reforma se buscaba agilizar y mejorar la aplicación de las medidas adoptadas por el zar, lo cual redundó en una mayor centralización de la administración al crearse un sistema único de organización y dirección. La ampliación del aparato estatal trajo como consecuencia la burocratización del mismo al crecer de manera escandalosa el número de funcionarios, los cuales las más de las veces no realizaban trabajo alguno. Sin dudas, la reforma ministerial así como otras tantas medidas introducidas por Alejandro I durante su largo reinado tenían como fin más preciado poner en orden el sistema administrativo, coadyuvar a la concentración de la toma de decisiones en las altas esferas del poder y reforzar el poder del zar y de la nobleza. El esplendor del poder autocrático en Rusia se alcanzó durante el reinado de Nicolás I (1825-1855), el cual se caracterizó por la militarización del aparato estatal, el reforzamiento del poder del Zar, la centralización política y la reglamentación de todas las facetas de la vida social. “Para él -afirmaba el profesor J. A. Fedesov-, el ejército no era sólo el más poderoso instrumento de poder, sino también el ideal de la organización social. Durante su largo reina-
38
42
C. Goerke, et al., Rusia, México, Siglo XXI, 1981,pp. 112-116yG. Hosking, A History ofthe Soviet Union, Londres, Fontana Press, 1985, pp. 17-18.
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do este ideal se realizó paso a paso. La nobleza de servidumbre, manteniéndose como la clase dominante y el único apoyo del poder autocrático, cayó paulatinamente en una dependencia política y económica del zar. La nueva clase - la burguesía- todavía no se formaba, aun no se transformaba en una fuerza social independiente y no podía pretender a un papel político autónomo. La autocracia, en estas condiciones, adquirió una mayor independencia y se convirtió en el órgano de dominación de toda la clase noble”39. Durante el reinado de Alejandro II (1855-1881) se procedió a una nueva modernización del aparato administrativo. Con la reforma de 1864, se institucionalizaron los zemstvos (administraciones locales y provinciales), en calidad de órganos administrativos -reuniones de zemstvos a nivel provincial y distrital- y ejecutivos -los consejos de zemstvos de las provincias y distritos. La representación de la nobleza y de la burguesía quedaba garantizada mediante un complicado mecanismo de elección. Los presidentes de los zemstvos distritales y provinciales eran, por regla general, los caudillos de la nobleza del lugar y los de los consejos de zemstvos eran elegidos en las reuniones de estos órganos, pero debían ser ratificados en sus cargos por el Gobernador, mientras que los presidentes de los zemstvos provinciales debían ser confirmados por el Ministro de asuntos internos. A los zemstvos les estaba prohibido dedicarse a los asuntos políticos; su esfera de acción se reducía exclusivamente a buscar soluciones a los problemas económicos y sociales propios de la localidad. Además de estas limitaciones, el gobierno central se reservaba la facultad de suspender cualquier disposición del zemstvo cuando considerara que esta era contraria a los intereses del Estado. Aquí nos topamos con una de las grandes disfuncionalidades a que dio lugar el zarismo: la modernización entrañaba la constitución de un sujeto autónomo, pero el régimen hizo todo cuanto estuvo a su alcance para limitar sus facultades. Por ello, ante la estrechez de la vida política, este vacío democrático, no fue extraño que la participación política en la práctica sólo pudiera desarrollarse por fuera de los marcos estatales, lo que contribuyó a una radicalización de los intelectuales -la célebre inteligentsia- y a que germinaran espíritus rebeldes en vastos sectores de la sociedad y principalmente entre las 39
39 Historia SSSR, Moscú, Vishaya Shkola, 1982, p. 76 (en ruso).
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nacientes capas medias40. La revolución de 1905 fue el primer y claro indicador de que estaba germinando una gran disfuncionalidad entre la naturaleza de la modernización capitalista y la supervivencia de este centralizado aparato institucional. La primera de las tres revoluciones se inició el 9 de enero de 1905 (“el domingo sangriento”), en medio de un clima de gran descontento por la derrota de los ejércitos rusos a manos de los japoneses en el Extremo Oriente. Para ese día estaba convocada una manifestación, encabezada por el cura Gapón, quien organizó una procesión pacífica al Palacio de Invierno para confiarle al zar una petición que contenía las demandas que más preocupaban a los obreros. Cuando los manifestantes se acercaban a la residencia del zar, el ejército abrió fuego contra los manifestantes provocando una gran masacre. Por todo el país se escuchó la respuesta de vastos sectores que repudiaron la acción gubernamental. Las huelgas de los obreros, las rebeliones de los campesinos y soldados pusieron a temblar el absolutismo y obligaron al zar a realizar algunas concesiones. El 17 de octubre de 1905, el zar Nicolás II (1884-1917) publicó un manifiesto -conocido como el manifiesto del 17 de octubre-, por el cual hacía extensivo los derechos electorales a aquellos sectores antes marginados de las elecciones a una nueva Duma y declaró que ninguna ley podría aprobarse sin el consentimiento de esta. En febrero de 1906, la Duma fue declarada cámara baja de un cuerpo legislativo bicameral. La cámara alta pasó a ser el reorganizado Consejo Imperial, el cual obtuvo derechos legislativos iguales a los de la Duma. La mitad de los miembros de la cámara alta eran designados por la Corona y la otra mitad elegida por los zemstvos, los nobles, los comerciantes, el clero, el profesorado universitario y la dieta finlandesa. El emperador se reservaba el derecho de nombrar al presidente y al vicepresidente. La Duma por su parte, era más “universal”, dado que preveía la participación de todas las clases sociales. Sin embargo, se estructuró con base en un complicado mecanismo de elección censitario que garantizaba la sobrerrepresentación de las clases acaudaladas. A pesar de estas concesiones, las prerrogativas del zar continuaron siendo muy amplias: conservó la dirección del Estado, la política exterior, la declara-
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A. Walickí, A History ofthe Russian Thought, California, Stanford University Press, 1981.
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toria de guerra y la firma de la paz, la comandancia en jefe del ejército, la proclamación del esrado de sitio en cualquier lugar del país, la emisión de la moneda, la designación y revocatoria de los ministros, la amnistía, la disolución de la Duma, etc. Una página interesante de esta revolución de 1905 fue que dio origen a un tipo de organización más amplia y representativa que los partidos políticos: los soviets, cuyos antecedentes se remontan a las formas de autogobierno de las comunidades aldeanas. Estos fueron los primeros cuerpos electivos que representaron a la clase trabajadora, privada hasta entonces de derechos de sufragio. Trotski, quien estuvo al frente del Soviet de Petersburgo durante las jornadas de 1905, los describe de la siguiente manera: “El Soviet de Diputados Obreros se formó para responder a una necesidad objetiva, suscitada por la coyuntura de entonces: era preciso tener una organización que gozase de una autoridad indiscutible, libre de toda tradición, que agrupara desde el primer momento a las multitudes diseminadas y desprovistas de enlace; esta organización debía ser la confluencia para todas las corrientes revolucionarias en el interior del proletariado; tenía que ser capaz de iniciativa y de controlarse a sí misma automáticamente; lo esencial, en fin, era poder ponerla en marcha en veinticuatro horas” 41 . No obstante la temprana desaparición de esta institución, que no pudo trascender los límites temporales de la revolución, persistió en el imaginario colectivo como un referente de acción política muy importante entre los obreros e intelectuales. Si la revolución de 1905 fue un primer indicio que demostraba que se estaba reproduciendo un conjunto de explosivas tensiones económicas, sociales y política que demandaban una rápida solución, la entrada de Rusia en la Primera Guerra Mundial (1914-1918) llevó estas tensiones a su máxima expresión, al convertirse la conflagración bélica en un escenario que acentuó las disfuncionalidades a que estaba dando lugar la modernización. La Primera Guerra Mundial constituyó un conflicto inédito en varios sentidos. Los países contendientes, y Rusia entre ellos, pretendían reconfigurar el espacio económico y político mundial, de acuerdo con la lógica de poder entonces predominanre que privilegiaba el dominio territorial del espacio. La guerra en un comienzo fue un factor que unificó a sectores importantes de la sociedad. Pero, con
41 León Trotsky, La Revolución de J905, op cit., tomo 1, página 104.
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el correr del tiempo se convirtió en un elemento sin el cual los sucesos de febrero de 1917 seguramente no habrían tenido lugar. De hecho, en un primer momento, mantuvo a millones de soldados en las trincheras, pero a medida en que la contienda avanzaba, polarizó la sociedad. El primer síntoma de disfuncionalidad que ocasionó la participación de Rusia en la guerra se presentó a nivel económico, la cual entró en un ciclo de estancamiento y crisis. Quince millones de hombres fueron movilizados al frente, campesinos en su amplia mayoría, lo cual repercutió negativamente en la producción agropecuaria. Se reclutó también al 40% de los obreros. El vacío dejado por los obreros movilizados fue ocupado por campesinos recién desembarcados en las ciudades, los cuales no tenían ninguna experiencia para desempeñar sus nuevos oficios, lo que redundó en una disminución de la productividad industrial. La movilización de la mano de obra fue un primer factor que incidió en el estancamiento de la producción. Pero no tardaron en aflorar otros. Las fábricas comenzaron a funcionar de modo deficiente porque carecían de un adecuado abastecimiento de suministros -carbón, petróleo, etc.-, a lo que se sumaba el bajo nivel de la mano de obra. La militarización de la economía hizo que la mayoría de las empresas tuviera que destinar gran parte de su producción a las necesidades del frente. Entre 1914 y 1916 alrededor del 80% de la inversión industrial se destinó a la producción de armamento y de suministros militares. Esta militarización de la producción industrial engendró un gran desabastecimiento de productos de primera necesidad sobre todo en las ciudades. 42 Los aliados, por su parte, no se encontraban en condiciones de enviar suministros tan caros y necesarios para el normal funcionamiento de la economía rusa. No fue extraño que ante tal panorama, los capitalistas extranjeros perdieran interés en mantener los anteriores niveles de inversión en los rubros principales de la
42 la industria no estaba en condiciones de abastecer a la población civil, la agricultura enfrentaba una situación igualmente difícil. El campo sufrió los rigores de la guerra, sobre todo en razón de los millones de campesinos movilizados al frente, porque las tierras más productivas se convirtieron en escenarios de la contienda militar, a lo que se sumaba finalmente el hecho de que el campo carecía de medios para mantener el intercambio de productos con las ciudades. Los ferrocarriles también habían sido militarizados, ya que eran utilizados primordialmente para transportar víveres, pertrechos y hombres al frente.
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economía, tal como tradicionalmente lo venían haciendo desde finales del siglo XIX. El conjunto de estos elementos condujo a la economía rusa a una situación de semiparálisis. Desde otro ángulo, las sucesivas derrotas militares le restaron legitimidad al Estado autocrático; las dificultades productivas empeoraron la de por sí difícil situación económica, lo que se tradujo en un aumento de la carestía; la incapacidad del Estado para hacer frente a esta serie de amenazas económicas, militares y políticas aumentó el malestar social y distanció a vastas sectores respecto de la política gubernamental; por último, los vicios políticos de la clase dirigente (entre los cuales Rasputin era sólo la punta del iceberg) terminaron disociando a vastos sectores de la sociedad con respecto al gobierno, lo cual redundó en una autonomización política por parte de ciertos elementos de la burguesía, sectores que hasta entonces había vivido plácidamente bajo el amparo de las políticas estatales. En esta autonomización incidió también el hecho de que muchos empresarios experimentaron graves descalabros financieros debido a la inflación y a la desarticulación de los circuitos económicos, mientras los pequeños y medianos empresarios enfrentaban grandes dificultades para proveerse de suministros vitales y los terratenientes tenían que hacer frente a la escasez de trabajadores agrarios, a la inflación y a las dificultades en el transporte. El vacío de poder se hizo sentir en todos los ámbitos de la vida social. La Cruz Roja, los zemstvos, los cuales se aglutinaron en la “Unión de zemstvos de toda Rusia”, la “Unión de las Ciudades”, el Comité de la Industria de Guerra, etc., tomaron la iniciativa y comenzaron a asumir una serie de funciones que el Estado era incapaz de encarar. “Estas iniciativas mostraban la vitalidad de la sociedad rusa, pero el gobierno las miraba con desconfianza; la administración se veía poco a poco relevada de sus funciones e impotente para frenar el movimiento; cada profesión se organizaba por una reacción de autodefensa, y así, tras los industriales vinieron los médicos, los estadistas, etc., siempre sin autorización (...) Sin saberlo, los rusos comenzaban a autogobernarse; el ejército
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por un lado, y los productores y consumidores por otro. La revolución no había penetrado en la conciencia de las gentes, pero en los hechos ya había comenzado” 43. En estas condiciones, sólo bastaba una pequeña chispa para que el otrora gran imperio estallara en mil pedazos. Este fue el cometido de los sucesos de febrero de 1917. La Revolución de Febrero, magno acontecimiento que puso fin a siglos de dominio imperial, se inició el 23 de febrero, fecha en que, de acuerdo con el calendario juliano vigente hasta finales de ese año en Rusia, los socialistas conmemoraban el día internacional de la mujer. Bajo el lema “Pan, Paz y Libertad”, ese día un gran número de mujeres trabajadoras salió a la calle a protestar contra la carestía y contra la reducción que habían experimentado sus ingresos, en más de un 20% desde que se inició el conflicto armado. En su apoyo, los obreros y obreras de varias fábricas de Petrogrado se declararon en huelga y se sumaron a la manifestación, ocupando las principales arterias de la capital. De esta manera, la chispa que originó este estallido social fue espontánea y anónima. Trotski, al respecto, escribió: “La Revolución de Febrero empezó desde abajo, venciendo la resistencia de las propias organizaciones revolucionarias, con la particularidad que esta espontánea iniciativa corrió a cargo de la parte más oprimida y cohibida del proletariado: las obreras del ramo textil, entre las cuales hay que suponer que habrían no pocas mujeres casadas con soldados” 44. Al día siguiente, la revolución cobró mayor fuerza y amplitud; se declararon en huelga casi la mitad de los trabajadores de la capital: alrededor de 200 mil obreros. Los trabajadores, quienes no contaban con dirección política u organizativa, se lanzaron nuevamente a las calles y desfilaron por las principales arterias de la capital hasta que fueron dispersados por la policía. El 25 de febrero se recrudecieron las huelgas -más de 300 mil obreros cesaron sus actividades- y las manifestaciones se hicieron más multitudinarias. La novedad que comportó este tercer día fue el hecho de que los cosacos expresaron su apoyar a los manifestantes y posteriormente los soldados de capital también hicieron públicas sus simpatías con los trabajadores de la capital.
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Marc Ferro, La revolución de 1917, Barcelona, Laia, 1975, p. 48. León Trotsky, Historia de la Revolución Rusa, op cit., tomo 1, p. 132.
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Mientras las calles quedaban en poder de los manifestantes, la Duina intentaba vanamente encontrar un sustituto al moribundo régimen zarista. Esta peculiar forma de Parlamento estudiaba fórmulas para llegar a un compromiso con el Emperador, al cual se le quería imponer un “gabinete de confianza”. Pero el zar se les había adelantado: desde el 13 de febrero tenía firmado el decreto de disolución de la Duina, el cual presentó oficialmente la mañana del 27 de febrero. Vanos fueron los intentos del zar por restablecer el control. Pero, al amanecer del 28 de febrero la autoridad del Zar en la capital había desaparecido por completo. Desde la noche anterior, las masas insurrectas llegaban a los jardines del Palacio de Taúrida, donde sesionaba la Duma, pidiendo información de qué hacer, hacia dónde dirigirse. Entre los insurrectos que afluyeron al Palacio llegó un grupo de mencheviques, quienes se propusieron la tarea de reconstituir un soviet, como el de 1905, el cual se conformó a través de la designación de delegados por parte de los trabajadores. “Desde el momento mismo de su aparición, escribe Trotski, el Soviet personificado por el Comité Ejecutivo, empieza a obrar como poder. Elige una Comisión Provisional de Subsistencia, a la cual confía la misión de preocuparse de los insurrectos y de la guarnición en general y organiza un Estado mayor revolucionario provisional (...) Para evitar que sigan a disposición de los funcionarios del antiguo régimen los recursos financieros, el Soviet decide ocupar inmediatamente con destacamentos revolucionarios el Banco Central, la Tesorería, la fábrica de moneda y la emisión de papeles del Estado”45. La medida más trascendental adoptada por el Soviet fue el Príkaz N. 1, por medio del cual se puso bajo su control a los soldados de la guarnición de Petrogrado, medida que después se hizo extensivo a todas las unidades militares de la retaguardia. Esta fue una medida trascendental, porque como sostiene Marc Ferro redujo “a la nada los intentos de la Duma por volver a controlar a ios soldados de la capital. El comité de la Duma se encontraba otra vez solo, lejos de los ejércitos del zar y frente a un soviet, cuya autoridad sobre no cesaba de agrandarse. Si la Duma no quería desaparecer, tenía que negociar” 46.
45 Ibídem, pp. 197-198. 46 Marc Ferro, La revolución de 1917, op cit., p. 88.
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El 1 de marzo, tuvo lugar una reunión de los miembros de la Duma con los del Soviet de Petrogrado. El principal acuerdo logrado fue la creación de un organismo legítimo y representativo que guiara los destinos de Rusia por un período de transición mientras se preparaba la convocatoria de la Asamblea Constituyente. Fue así como nació el Gobierno Provisional, institución de composición mayoritariamente liberal, a cuya cabeza se encontraba el príncipe Lvov. La Duma y el Soviet promulgaron además las libertades universales, abolieron antiguos privilegios y asumieron el compromiso de celebrar una Asamblea Constituyente de elección universal. La constitución de este gobierno representó un importante logro para el Soviet, pues el Gobierno Provisional recibió el poder y sus facultades no del zar (este abdicó el 2 de marzo), sino del órgano nacido de la revolución. Como era elevada la atractividad que ejercía el Soviet entre la población, el gobierno provisional dispuso de capacidad para proyectarse a nivel nacional en la medida en que su legitimidad se basaba en el poder y en la autoridad que le proveía el Soviet. Con la creación del Gobierno Nacional, el Soviet no cesó sus funciones. Siguió existiendo y asumió una función de control sobre las actividades del gobierno. La existencia de estas instituciones paralelas -Gobierno Provisional y Soviet- es lo que explica que, a partir de marzo de 1917, se iniciara un corto período caracterizado por una peculiar dualidad de poderes entre un gobierno sin Estado (el Gobierno Provisional) y un Estado sin gobierno (el sistema de los soviets). De esta manera, una de las principales consecuencias a que dio origen la revolución de febrero fue que se creó en Rusia una situación realmente paradójica: el poder del Estado se había desmoronado y ante este vacío aparecieron nuevas fuentes de poder, ninguna de los cuales podía contrarrestar de hecho a las demás. La Duma, que no tardaría en desaparecer, en su agonía, objetivizaba los intereses de los sectores más vinculados con el pasado imperial: el Gobierno Provisional, liberal en su composición, recibió el poder de un órgano nacido de la misma revolución: el soviet. El estado mayor del ejército perdió el control de los soldados, sobre todo como resultado del Príkaz N. 1. El soviet, por último, órgano que gozaba de una amplia legitimidad y que se había constituido en la fuente de la nueva legalidad, optó por asumir una política conciliatoria, sobre todo por la cosmovisión imperante en la mayor parte de los socialistas rusos (mencheviques y eseristas), para quienes la revolución era burguesa, de lo cual
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se infería que la principal tarea consistía en desarrollar el capitalismo y esta era una función que competía a la burguesía. Con la caída de la autocracia y la constitución de nuevos bastiones del poder, el proceso revolucionario transitó expeditamente hacia una segunda fase, la cual se caracterizó por una sensible radicalización en las demandas de los diversos sectores sociales y políticos. En términos generales, la característica principal que particularizó el período comprendido entre febrero y octubre de 1917 fue un aumento de la insatisfacción social y una inadecuación política entre las demandas de las amplias masas y las órdenes y políticas emanadas del Gobierno Provisional, cuyos dirigentes y líderes pensaban que el objetivo primordial consistía en fortalecer las instituciones para profundizar el proceso modernizador, cuando en realidad la revolución había sido precisamente una respuesta social a la desigualdad generada por la acumulación y modernización capitalistas. En esta reorientación del proceso un papel muy importante le correspondió a ciertas prácticas culturales vigentes en Rusia. “Tradicionalmente, las comunas aldeanas de Rusia y Ucrania habían permitido a los campesinos que hablaran abiertamente sobre las cuestiones que tenían importancia para las aldeas, y esta práctica se había transmitido a los muchos obreros industriales que alquilaron su fuerza de trabajo a fábricas no como particulares sino como miembros de grupos de trabajo; los soldados y los marinos también se organizaron en pequeñas unidades mientras cumplían su servicio militar. Así pues la aparente “modernidad” de los acontecimientos políticos de 1917 tenía un pasado que se remontaba a siglos atrás”47. Como resultado de estas incompatibilidades y desavenencias de percepciones y objetivos entre amplias capas de la sociedad y la nueva clase política, el divorcio entre ambos sectores fue en constante aumento. A medida que transcurrían los meses la radicalización iba in crescendo, lo que creó las premisas para que en octubre la situación transmutara en una nueva revolución. En este sentido, puede sostenerse que la situación que llevó a los bolcheviques al poder fue la convergencia de varios procesos revolucionarios, los cuales amplificaron un clima de “anarquía”, el vacío del poder, que paralizó las funciones del Estado, le quitó piso al proyecto modernizador e inhibió la capacidad de acción de las clases y de los grupos que querían asumir una función dirigente.
47 Robert Service, op. cit., p. 55.
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Desde los meses de marzo-abril, momento en que se inició el proceso de erosión del Estado, los campesinos comenzaron una sublevación agraria encaminada a transformar las formas de propiedad de la tierra. Ya en esos meses la población pobre del campo tomó distancia del Gobierno Provisional, porque éste de manera obstinada se negaba a sancionar la redistribución de la tierra en favor de las grandes masas campesinas. Las autoridades basaban su negativa en el argumento de que no eran competentes para dictaminar sobre este tipo de reformas estructurales, pues esta era una de las funciones que le correspondía a la Asamblea Constituyente, la cual sería convocada una vez finalizara la guerra, conflicto que, para mayor desazón, nadie sabía cuando llegaría a su fin. Ante la negativa en los hechos por parte de las autoridades a satisfacer las demandas inmediatas de los pobres del campo, el campesinado movilizó todas sus fuerzas y recursos y, desde marzo de 1917, comenzó las apropiaciones de terrenos desocupados o baldíos. Las principales formas en que se manifestó esta revolución agraria fueron: la ocupación de tierras, henares y pastos; la apropiación del inventario vivo o muerto, semillas y heno; la limitación de los derechos a la propiedad terrateniente y capitalista que prohibía la tala de bosques y la recolección de la cosecha, la ocupación de los molinos y las fábricas para elaborar los productos agrícolas, la negativa en el pago de los arrendamientos y la renuncia a sellar contratos de arriendo. El movimiento revolucionario campesino ganó terreno y sobre todo monopolizó una iniciativa a la cual ninguna fuerza se le pudo oponer. El gobierno respondió a las exigencias de los campesinos con medidas punitivas a través de la detención de los miembros de los comités agrarios y la declaratoria del estado de guerra en numerosas provincias. En vísperas de la revolución de octubre el movimiento campesino se encontraba en pleno apogeo: en mayo se registraron oficialmente 52 casos de apoderamiento de fincas, en junio 112, al mes siguiente 387, en agosto 440 y en septiembre 9584\ Estas cifras, 48 aunque no son del todo exactas, pues sólo señalan las acciones que fueron registradas como tales por las autoridades, demuestran la tendencia ascendente del movimiento campesino, al cual el gobierno respondió con medidas represivas. Durante septiembre y octubre fueron enviadas 18 expediciones punitivas que contaban con 3.000 cosacos, cadetes y dragones a 7 provincias de Rusia central. Si en los meses de marzo-junio se aplastaron con ayuda
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Historia de la Revolución de Octubre, Moscú, Editorial Progreso, 1975, pp. 94 y 142.
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de la fuerza militar 17 motines campesinos, en septiembre y octubre ya fueron 15049. Es interesante constatar que estas acciones de rebeldía campesina desbordaron la capacidad de dirección de los demás partidos y organizaciones políticas y sociales. El partido eserista, representante tradicional de los intereses de la población rural y que estaba comprometido en la dirección de los soviets, los comités agrarios y en algunos momentos llegó a ocupar distintas carteras en el Gobierno Provisional, condenó la apropiación de la tierra por parte de los campesinos, no obstante su defensa programática del socialismo agrario, por medio del cual se presuponía que el igualitarismo campesino debía hacerse extensivo al conjunto de la sociedad rusa 50. Esta actitud conciliatoria de los eseristas sirvió para que los bolcheviques y anarquistas comenzaran a disputar la representatividad de las masas rurales, pues se convirtieron en los únicos actores que secundaban sin temores las viejas consignas de lucha agraria. Pero, para ganar audiencia entre este sector, los bolcheviques tuvieron que sustituir sus consignas en torno a la colectivización socialista, dado que los campesinos nada sabían y probablemente en lo más mínimo se interesaban por la propiedad estatal de la tierra. No ocurrió lo mismo con ¡os anarquistas, quienes se identificaban programáticamente con la estructuración de espacios económicos de acuerdo con las formas comunales de organización agraria del campesinado. Con el apoyo brindado a la población campesina, los revolucionarios radicales rusos se apropiaron del programa agrario eserista, se aliaron con algunos círculos de ese partido en el campo y convirtieron la lucha por el reparto de la tierra entre la población pobre del campo en una de sus principales consignas políticas.
49 Eduard Hallet Carr, La revolución bolchevique, tomo 2, Madrid, Alianza, 1974, p. 44. 50 Véanse, Peter Archinov, Historia del movimiento machnovista, Barcelona, Tusquets Editor, 1974 y Paul Avrich, Los anarquistas rusos, Madrid, Alianza, 1974.
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Para octubre de 1917, este proceso de apropiación espontánea de la tierra se encontraba ya tan adelantado que el decreto de la tierra promulgado el 26 de octubre “no hizo más que legitimar un hecho ya consumado” 51. Es importante señalar que en el intervalo de tiempo que separa la revolución de febrero de la de octubre, las masas campesinas no expresaron reivindicaciones en torno a cómo debía organizarse el nuevo poder, únicamente se interesaron en las cuestiones relativas a la propiedad. Su acción se encaminó en lo fundamental a realizar una revolución agraria, o sea, se desarrolló en términos de expropiación de las propiedades de los grandes terratenientes, del clero y del Estado. La revolución agraria transcurrió de manera simultánea a los acontecimientos de las principales ciudades. Si bien no afectó directamente la manera como estaba organizándose el poder político, desempeñó un papel capital en la creación de la situación revolucionaria que conduciría a los bolcheviques al poder. La revuelta campesina contribuyó a desmoronar los resortes del poder y la autoridad del Estado y se identificó con aquellas fuerzas e instituciones que mostraban disposición e interés en satisfacer de modo inmediato sus viejas reivindicaciones. En tal sentido, se puede sostener que los campesinos prestaron su apoyo a los bolcheviques en la medida en que estos se comprometieron a legalizar la transferencia de las formas de propiedad y no porque concordaran en el sentido que le asignaban a las consignas socialistas. Una característica importante de esta revolución agraria radicó en que, a diferencia de los levantamientos campesinos anteriores, esta fue una insurrección nacional y no local como había sido común antaño. Aun cuando careciera de un centro neurálgico que coordinara sus acciones, los campesinos en las diversas provincias se organizaron para apoderarse de la tierra a través de los comités agrarios y los soviets campesinos y, de esa manera, pudieron hacer valer sus demandas. Es decir, se asistió a una sincronización y a un encadenamiento de sus actividades y en ello radicó el éxito alcanzado. La antigua impotencia campesina para actuar políticamente parecía haber sido superada52.
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Marc Ferro, La revolución rusa de 1917, Madrid, Colección Zimmerwald, Villamar, 1977, p. 94. O. Figes, Peasant Russia Civil War. The Volga Countryside in Revolution, 1917-1924, Londres, Oxford University Press, 1989, p. 31.
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La revolución campesina fue un acontecimiento decisivo que garantizó el éxito cosechado por las situaciones de rebeldía que se presentaron en las ciudades. Con sus acciones minaron el antiguo orden y sobre todo los fundamentos políticos y militares del régimen zarista. Se destrozó la maquinaria anterior y desaparecieron los gobernadores, los zemstvos, las administraciones locales y demás funcionarios. En su lugar surgió una inmensa red de soviets campesinos elegidos por las asambleas aldeanas o comunales. Estos soviets se constituyeron en verdaderos poderes que reforzaron la autoridad y legitimaron las acciones campesinas 53. En este proceso de recomposición del poder en el campo las asambleas campesinas tuvieron la fortaleza para contrarrestar muchas de las decisiones adoptadas por el Gobierno Provisional y su radicalismo los llevó a declararse en gobiernos autónomos como ocurrió efectivamente en la provincia de Samara. A través de estas acciones los campesinos desarticularon completamente el Estado zarista; crearon una situación de anarquía propicia para la Revolución de Octubre y paralizaron cualquier tipo de esfuerzo por restablecer el poder del centro en el campo. La importancia histórica de estas acciones, más que el haber dotado a los campesinos con formas de poder y organización que les permitiera apoderarse de la tierra, fue que crearon el clima ideal para que un pequeño partido -el bolcheviquecon un leve golpe de fuerza pudiera poner fin al Gobierno Provisional y llevar la revolución a una nueva fase. Esta revolución agraria tuvo su epicentro organizacional en las comunidades campesinas. Estas comunidades constituían el vínculo institucional entre los campesinos y el medio exterior. Para los campesinos las obschinas eran el instrumento apropiado para reorganizar las relaciones interpersonales durante los meses álgidos de la revolución. El renacer de las comunas permitió reconstituir los lazos de solidaridad y de participación colectiva, los cuales se encontraban amenazados por las medidas diferenciadoras de la modernización zarista. Por eso es que la reconstitución de las comunas significó no sólo la recomposición de las formas organizacionales tradicionales, sino también la emergencia de un campesinado anclado en las tradiciones rusas. Como acertada-
53 Véase, Theda Skocpol, Estado y revoluciones sociales, México, Fondo de Cultura Económica, 1985.
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mente señala Wolf “no obstante, cuando el ejército rojo ganó su batalla, la comunidad campesina se había convertido nuevamente en la forma dominante de organización social y económica en el campo y lo seguiría siendo hasta el período de la colectivización forzosa bajo Stalin. En 1917, los bolcheviques habían obtenido el poder, pero la antigua Rusia sobrevivió hasta 1929”54. En este proceso de conquista de la tierra por parte de los campesinos se produjo de hecho una forma peculiar de lucha de clases, es decir, una manera de ejercicio de la violencia que golpeó a aquellos campesinos que en los años inmediatamente anteriores se habían separado de las comunas para constituir formas individuales de producción agropecuaria. Algunos datos permiten ilustrar este fenómeno: si en 1916, en la parte occidental entre el 27% y el 33% de los caseríos campesinos correspondían a tenencias de tipo privado, seis años después estos habían disminuido a menos del 2%. Entre 1916 y 1922 la participación de las formas privadas de tenencia de la tierra se redujo del 19% al 0,1% en la provincia de Samara, del 16,4% al 0% en la provincia de Saratov y del 24,9% al 0,4% en la región de Stavropol. En otras palabras, puede sostenerse, siguiendo a Moshé Lewin, que la revolución de 1917 barrió todo lo que habían hecho las reformas de Stolipin: la mayor parte de las granjas independientes fueron reintegradas a las aldeas. La agricultura capitalista u orientada hacia el mercado quedó completamente estrangulada. La comunidad rural resucitó para convertirse en la forma predominante de vida en toda Rusia y constituyó el principal instrumento de igualdad social. “Los campesinos salieron de su frenesís redistribuidora (...) siendo mucho más mujik que antes (...) más orientados hacia el consumo familiar y menos agricultor que nunca después de la emancipación”. Se asistió, por tanto, a un renacimiento de las obschinas, las cuales solidificaron el poder popular en el campo y destruyeron los resortes sobre los cuales se estaba construyendo el capitalismo agrario. Puede decirse que la revolución agraria fue una revolución “conservadora”, arcaica, en la medida en que, más que proponer nuevas trochas para la modernización del campo ruso, destruyó los cimientos del modelo de desarrollo que se venía implantando desde finales del siglo XIX y
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E. Wolf, Las luchas campesinas del siglo XX, México, Siglo XXI, 1974, pp. 142-143.
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restableció las formas tradicionales e igualitarias del campesinado ruso. Al respecto, Moshé Lewin sostiene que “en la medida en que la revolución se apoyaba en los campesinos pobres, los soldados y los obreros, no podía ser socialista en sustancia, pero podía ser una revolución “plebeya”, pariente lejana de la revolución socialista”55. En este sentido, vale la pena recalcar que la revolución agraria modificó el carácter social del campesinado en su conjunto en dirección de un mayor igualitarismo56. Guardando las debidas proporciones, es impresionante la similitud existente entre proceso y la colectivización de 1929. Tal vez se pueda decir que la revolución agraria rusa de 1917 fue una primera tentativa de colectivización, pero a diferencia de la de 1929, no intentó crear formas nuevas de organización, gestión y producción que permitieran alcanzar una rápida industrialización. El objetivo simplemente consistió en colectivizar en torno a las instituciones tradicionales -la obschina-, no para iniciar una nueva modernización, sino para destruir ia anterior. De tal suerte, puede sostenerse que la revolución agraria rusa de 1917 fue la respuesta popular y espontánea contra los procesos de diferenciación introducidos en el desarrollo agrario por la modernización zarista. Tomando en cuenta estas peculiaridades de la estructura agraria rusa y las transformaciones ocurridas en los álgidos meses de 1917 se puede sostener la tesis de que, desde una perspectiva campesina, la revolución de octubre no comportaba un contenido socialista, en el sentido marxista del término. Ante todo fue la consagración de una revuelta anti modernizadora porque todo lo que hizo estuvo encaminado a demoler el andamiaje construido por el zarismo en el campo. De otra parte, la revolución agraria de 1917 al reconstruir las formas tradicionales de producción y distribución y destruir las incipientes relaciones mercantiles dio lugar a un proceso de arcaización, puesto que acabó con la diferenciación social, arraigó nuevamente las formas comunitarias y reconstituyó los microcosmos campesinos de organización del poder. Eso fue efectivamente lo que ocurrió en octubre de 1917 y, en ese plano, la revolución impuso un perfil conservador. La distancia en los imaginarios políticos que separaba a los campesinos de los bolcheviques se puede ilustrar diáfanamente en el siguiente pasaje de Isaac 55 Moshé Lewin, Le siécle soviétique, op. cit, p. 348. 56 Moshé Lewin, La formation du systéme soviétique, París, Gallitnard, 1987, pp. 73 y 286.
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Deutscher: “La Rusia rural, analfabeta, agitada por la rebelión y sedienta de venganza, no comprendía las intrincadas disputas de los partidos urbanos. Sería vano tratar de describir la actitud de esa Rusia en una fórmula exacta: era confusa, cambiante, contradictoria. Nada caracteriza mejor esa actitud que el siguiente episodio descrito por los historiadores: en cierta zona rural un nutrido grupo de campesinos concluyó un juramento religioso en el sentido de que no seguirían esperando por ninguna reforma agraria, que se apoderarían inmediatamente de la tierra y expulsarían a los terratenientes, y que considerarían su enemigo mortal a cualquiera que tratara de disuadirlos. No descansarían, añadieron en su juramento, los campesinos, hasta que el gobierno concluyera una paz inmediata y licenciara a sus hijos del ejército y hasta que ese “criminal y espía alemán” llamado Lenin hubiera recibido un castigo ejemplar”57. El segundo proceso fue una revolución urbana, liderada por los obreros, los cuales ante el masivo cierre de las empresas por parte de los patronos, respondieron creando comités de fábrica, órganos de representación que si bien no cuestionaban la propiedad de las empresas, cumplieron un importante papel que consistió en velar por la continuidad laboral, mejorar las condiciones de vida para sus representados y profundizar la desarticulación del capitalismo fabril. El despertar del espíritu radical de los sectores populares de las grandes ciudades y centros industriales tuvo motivaciones diferentes al de los campesinos. Desde un comienzo la clase trabajadora se planteó el problema de la organización del nuevo poder, hecho que quedó reflejado en la creación de sus propios órganos de representación, los soviets. Sus acciones, sin embargo, no se encaminaron a ejercer el control total del poder. Esto se explica por la forma misma en que se institucionalizaron los soviets58. Mientras que los soviets de la revolución de 1905 nacieron directamente de una huelga de masas y de la necesidad de proseguir con el movimiento insurreccional, es decir, se convirtieron en órganos de coordinación de las actividades revolucionarias de los obreros, durante la revolución de febrero de 1917 se formaron a raíz de la sublevación de una guarnición en momentos en que la revolución había madurado en la capital. Contrariamente a su antecesor, el soviet de 1917 fue, ante todo, el resultado de una iniciativa de los dirigentes de los partidos socialistas (mencheviques), lo que se tradujo en una sobrerepresentación de políticos e 57 58
Isaac Deutscher, Trotski. El profeta armado, México, Ediciones Era, 1976, p. 296. Oscar Anweiler, Les soviets en Riissie, Gallimard, París, 1975, p. 130.
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intelectuales en la dirección de los soviets. Esta mayor “politización” es lo que explica el paulatino divorcio entre las demandas de los obreros y las actividades de estos órganos de representación. A diferencia de los campesinos, los núcleos de trabajadores urbanos fueron más proclives a expresar reivindicaciones de naturaleza política. Estas demandas se expresaban en torno a las nuevas formas de legitimación de los soviets y a las representaciones partidarias en su seno. Otra disimilitud con la revuelta agraria consistió en que los obreros no tenían entre sus demandas el tema de la propiedad. Sus reivindicaciones inmediatas se centraron en buscar mejores y más dignas condiciones de vida: la jornada de ocho y no de doce horas, un salario mínimo de 3 rublos por día, agua caliente en las comidas, cantina, baños, mejoras en la ventilación de las empresas, la supresión del trabajo infantil, la regulación de los trabajos semanales. Estas reivindicaciones se orientaban a mejorar las condiciones obreras y en ningún caso a transformar las existentes relaciones sociales59. El radicalismo obrero, al igual que el campesino, se fue desarrollando a la par que se consolidaban los logros de la revolución. Para la mayor parte de los obreros los soviets eran sus bastiones de poder. Sin embargo, esto nunca significó que los obreros se sometieran automáticamente a la voluntad de estos órganos. En marzo de 1917, a los pocos días de constituido el Gobierno Provisional, el soviet de la capital hizo un llamamiento a los obreros para que volvieran al trabajo, a lo cual estos respondieron que lo harían una vez que se decretara la jornada laboral de ocho horas. Ante la negativa de los obreros, el
59 Marc Ferro, Les origines de la Perestroika, Ramsay, París, 1990.
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Soviet tuvo que entrar a negociar con las organizaciones patronales para satisfacer las demandas obreras. Las exigencias obreras tensionaron al máximo las relaciones con los empresarios. A pesar de las inmensas ganancias obtenidas durante la guerra, la patronal no estaba dispuesta a ceder sus beneficios para satisfacer las demandas de los trabajadores. Para contrarrestar esta presión, desde finales de marzo, los empresarios empezaron a cerrar las puertas de sus empresas. Durante sólo ese mes en la capital pararon 75 empresas, 54 de las cuales lo hicieron para acabar con la presión obrera y revolucionaria y 21 a causa de las dificultades de aprovisionamiento. Para los obreros este lock-out significaba entrar en un agudo conflicto con los capitalistas, pues sabían que el cierre de las empresas constituía un plan concertado por parte de los empresarios para reducir a la nada sus justas demandas. Ante el lock-out, la respuesta obrera no tardó en llegar. Los obreros se organizaron en comités de fábrica, los cuales se propusieron ejercer el control obrero sobre las empresas. A finales de mayo en la primera conferencia de los comités de fábrica de la capital estuvieron presentes 499 delegados que representaban a obreros enviados por 367 empresas. En esta conferencia, así como en las reuniones sucesivas, el partido de los bolcheviques consiguió una aplastante mayoría. Por las vicisitudes de la situación reinante, los comités de fábrica terminaron radicalizándose. Durante los primeros meses -abril y mayo- los obreros exigían el acceso a los libros de contabilidad para comprobar el estado financiero de las empresas. En los meses siguientes, debido al cierre masivo de las empresas, los comités se interesaron por verificar si el lock-out obedecía a causas fundamentadas o no. Debido a que en la mayoría de los casos las empresas cerraban las puertas para despedir a los trabajadores, estos, por medio de los comités de fábrica asumieron la gestión de las empresas. La tercera fase se inició hacia el mes de junio y consistió en exigir el control de la gestión de las empresas de todo el país, como respuesta a las actitudes beligerantes adoptadas por los gremios patronales. Escasos fueron los casos en que los obreros asumieron la propiedad de las empresas. Como señala Marc Ferro “Algunos comités de fábrica fueron más
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lejos y tomaron en sus manos, desde el mes de marzo, la gestión administrativa de sus empresas (...) No obstante, no se plantearon proceder al control económico y las mociones de los obreros no mencionaban esta eventualidad: serán las circunstancias las que llevarán a tomar en sus manos la dirección total de las empresas, sobre todo cuando los patronos manifestaban actitudes contrarrevolucionarias (...) Sin embargo, esta gestión no suponía un verdadero control de la producción ni derivaba de una interpretación revolucionaria del funcionamiento de la industria en una sociedad nueva: los obreros aseguran el funcionamiento de la fábrica y se hacen cargo de ella como forma de presión sobre los patrones; es todo lo que hay en ese momento a nivel de la base obrera”60. Sin duda que el clima político imperante en 1917 fue un importante factor que contribuyó a que se radicalizaran las expectativas de los obreros. El carácter conciliador de los partidos menchevique y eserista, los cuales, desde los soviets intentaban controlar la expresión política de los obreros, la desafiante actitud de los empresarios y el peso que tradicionalmente los bolcheviques habían tenido en los distritos obreros, fueron algunos de los elementos que jugaron en favor de la bolchevización de la clase trabajadora. Las experiencias de gestión obrera garantizaron las condiciones sociales de la población trabajadora, pero no resolvieron los problemas productivos que en Rusia eran muy graves debido a los desequilibrios ocasionados por la guerra y la revolución. A esto se sumaba la acción desestabilizadora de los capitalistas quienes bloqueaban los ciclos productivos, rehusaban realizar compras de productos de empresas bajo control obrero, etc. Ante esta situación, se convocó una conferencia de comités para intentar encontrar una solución a estos problemas. Bajo la conducción del partido bolchevique la conferencia decidió ampliar la cobertura de acción del control obrero, se sistematizó la coordinación de los distintos comités, lo que redundó en que grandes circuitos de la economía nacional quedaron en manos de los obreros, además de que significó un expresivo aumento del peso político de los trabajadores industriales61. Como se puede observar, las reivindicaciones obreras no eran tan contundentes como las campesinas. El radicalismo en el campo estaba transformando la propiedad, objetivo prioritario para las grandes masas rurales. En las ciudades, el control no se ejercía para alterar las formas de propiedad, sino para garantizar la 60 61
Marc Ferro, La revolución de 1917, op cit., pp. 160-161. R. Girault y Marc Ferro, De la Russie á l'URSS, París, Nathan, 1989, pp. 115-116.
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subsistencia y el trabajo de la población trabajadora. Su radicalización obedeció a motivaciones de índole coyuntural, de las cuales supieron sacar provecho los bolcheviques. Pero en su accionar, los obreros, al igual que los campesinos, también estaban marcados por el igualitarismo de origen agrario. Sus pretensiones reproducían la misma calidad de reivindicación de los hombres de la tierra: una repartición justa de las riquezas basadas en una moral igualitarista 62. Este vínculo entre los obreros y el campesinado no era fortuito. La clase obrera rusa era diferente de su similar occidental. En primer lugar, debido a que los albores del capitalismo fabril habían sido tardíos, el proletariado ruso no tenía tradición de lucha y carecía de poderosas y representativas organizaciones sociales y sindicales; en segundo lugar, sus raíces formativas no se encontraban en el artesanado, sino en el campesinado, con el cual, para ese entonces, aún no se habían roto los lazos: legalmente muchos obreros estaban clasificados entre la población campesina y, por lo tanto, continuaban atados a los impuestos de su respectiva comunidad campesina; otros poseían aún parcelas de tierra y numerosos eran los obreros -sobre todo en la industrial del tejido y del algodón- que regresaban a sus lugares de origen en tiempos de cosecha63. Este carácter transicional del proletariado ruso era, sin duda, el resultado de la tardía industrialización. Esta situación de transición en la cual se encontraba el obrero ruso desempeñó un importante papel ya que los vínculos que lo ataban al campo lo hicieron más combativo, no temía de las huelgas ni del despido en su lugar de trabajo porque sabía que tenía ante sí la posibilidad última de regresar al campo para garantizar su subsistencia. Es decir, en estos años en que se jugaban los destinos de Rusia, los obreros se encontraban en una etapa de transición hacia la constitución como clase. Este “atraso” desempeñó un papel importante porque facilitó la comunión de intereses entre obreros y campesinos, situación que resultó decisiva en las jornadas del año 1917.
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Marc Ferro, Histories de Russie et d’ailleurs, París, Balland, 1990, p. 90. E. Wolí, op cit., p. 114.
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Desde un punto de vista organizacional, los obreros rusos se encontraban en mejores condiciones que sus similares en otros países. La alta concentración fabril aglutinó a un gran número de trabajadores en las empresas. Para el año de 1917, el 24% de los obreros trabajaban en unidades que empleaban a más de 1000 obreros y el 9,5% en unidades que oscilaban entre 500 y 10006i. La combatividad de los obreros de las grandes empresas se puede constatar cuando se observa que las huelgas eran más frecuentes en estas unidades productivas. Entre 1885 a 1914, la mitad de las firmas que empleaban más de 500 asalariados conocieron huelgas, alrededor del 20% de las que disponían entre 100 y 500 y el 2,7% en aquellas que empleaban menos de 20 obreros. Del tamaño de la concentración obrera se desprenden también disímiles actitudes políticas. Los obreros de tiempo completo en las grandes empresas constituían el grueso del contingente de los bolcheviques, mientras que, por regla general, los asalariados del artesanado eran más próximos a los socialistas revolucionarios64 65. Estas particularidades inherentes a la clase obrera rusa explican su combatividad en los álgidos meses de 1917. Sin duda, los obreros constituyeron un importante contingente empleado por los bolcheviques en los meses previos a la revolución de octubre. Una vez producido el advenimiento de los bolcheviques al poder, la clase obrera se benefició de medidas que consolidaron el control obrero. Todas estas iniciativas así como las pautas adoptadas por las nuevas autoridades en lo referente a las industrias tuvieron como denominador común desmontar los remanentes del proceso modernizador en las ciudades. En este plano la revolución urbana en cuanto a sus finalidades arribó a un plano de convergencia con la revolución agraria. En síntesis, estos dos procesos revolucionarios le imprimieron una tónica a la revolución de octubre: la reconstitución de los espacios y de las organizaciones de corte tradicional en el campo y la ciudad. Las sublevaciones de los obreros y campesinos no fueron los únicos levantamientos populares en 1917. Hubo otros dos, quizá, de menor calado social, pero que tuvieron una gran importancia estratégica en la medida en que sus acciones contribuyeron a profundizar y radicalizar la situación revolucionaria y a debilitar las bases sobre las cuales se había forjado el anterior régimen.
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Eduard Hallet Carr, La revolución bolchevique, op. cit., p. 25. Frangois Scurot, op. cit., p. 21.
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El tercer proceso revolucionario lo conformaron las actividades de los soldados, quienes exigían el cese inmediato de las hostilidades y su licénciamiento para retornar a sus lugares de origen y engrosar las filas de aquellos que estaban desencadenando la revolución agraria y/o industrial. En vísperas de febrero de 1917, las fuerzas armadas contaban 10 millones de hombres, de los cuales 7,2 millones pertenecían al ejército activo. La situación de los soldados no era nada fácil: en los dos años y medio de guerra cinco millones de soldados movilizados y activos perecieron, se encontraban heridos o habían sido hechos prisioneros. El ejército fue una fuerza decisiva en la Rusia revolucionaria. El beligerante estado de ánimo que embargaba a los soldados y la capacidad que tenían para inclinar la balanza hacia uno u otro lado, los situaba en el centro de la vida política nacional. La situación dentro de las fuerzas armadas comenzó a cambiar luego de que el Soviet de la capital aprobara el Prikaze N.l, el cual transfirió el control de los regimientos de la retaguardia a los soviets, facilitó la penetración de las ideas revolucionarias en las filas del ejército, supuso el inicio de una decidida acción de rebeldía, la cual desde el mes de marzo comenzó a descomponer el aparato represivo de la vieja Rusia autocrática y acabó con el esquema de verticalidad en el mando. En un principio, los soldados depositaron su confianza en el recién estrenado Gobierno Provisional. Contaban con que este se interesaría en una pronta firma de la paz. Esta fue la razón de por qué en las primeras semanas posteriores a la revolución los soldados brindaron todo su apoyo a las nuevas autoridades. Sin embargo, el 18 de abril de 1917, la actitud de los soldados cambió súbitamente: en los medios de comunicación se filtró la nota enviada por Pavel Miliukov -el Ministro de Relaciones Exteriores de Rusia- a las potencias aliadas, en la cual precisaba que su país continuaría con los compromisos asumidos por el anterior régimen y que proseguiría la guerra “hasta un final victorioso”. La declaración de continuación de la guerra creó un gran descontento entre la tropa. Los soldados comenzaron a organizarse y a través de multitudinarias manifestaciones mostraron su oposición con el curso adoptado por las autoridades. Este distanciamiento de los soldados con respecto del Gobierno Provisional
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favoreció el mayor acercamiento y una mayor interpenetración de éstos con los soviets. Como resultado de estas manifestaciones y del desplazamiento de los soldados hacia posiciones más radicales se produjo la primera crisis ministerial, la cual fue conjurada mediante la formación de un gobierno de coalición compuesto de representantes de la burguesía y de los partidos eserista y menchevique. La nota Miliukov jugó indirectamente a favor de la profundización de la revolución; los soldados no sólo perdieron la confianza en el Gobierno Provisional, sino que reafirmaron su voluntad respecto a los Soviets y se solidarizaron con los anarquistas y los bolcheviques, organizaciones políticas con las cuales obviamente comenzaban a sentir una gran afinidad. Los meses siguientes fueron testigos de esta nueva tendencia: los soldados participaron con los bolcheviques en las jornadas de junio y julio de 1917 en Petrogrado, apoyaron a los bolcheviques en la derrota de la contrarrevolucionario y monarquista general Kornilov y, por último, fueron el brazo armado del partido de Lenin durante la revolución de octubre. El descontento de los soldados con el curso seguido por el Gobierno Provisional también se expresó en otro sentido: desde mediados de 1917 fueron millares los soldados que desertaron del ejército, muchos de los cuales se sumaron a las revueltas campesinas en sus lugares de origen. No es una exageración sostener que hacia octubre de 1917 de hecho el ejército ruso había dejado de existir. Aproximadamente 2 millones de soldados desertaron de las filas del ejército, armaron al país y “suministraron el carburante”, sin el cual no hubiera sido posible la guerra civil”66. En síntesis, la importancia del movimiento radical de los soldados consistió en que contribuyó a debilitar el aparato represivo del anterior régimen y minó la capacidad de respuesta del Gobierno Provisional ante el empuje del partido bolchevique; favoreció las tendencias de cambio entre la población del campo; coadyuvó a la difusión de la idea del Estado comunal ya que en numerosas
66 Moshé Lewin, Le stécle soviétique, op. cit., p. 368.
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guarniciones los soldados también crearon sus propias comunas 67 y, por último, sirvió de apoyo armado para la conquista bolchevique del poder. Luego del triunfo de la revolución de octubre los soldados se convirtieron en el principal destacamento de defensa de la revolución y por su origen social, estuvieron dispuestos a reconstituir un nuevo ejército, cuando la amenaza blanca (contrarrevolución) se hizo sentir en contra del poder soviético. Por último, la radical posición asumida por los soldados arrebató a la clase política el control de los aparatos represivos, los cuales desde ese momento quedaron en manos de los sectores revolucionarios68. Finalmente, tuvo lugar un cuarto movimiento representado por las minorías nacionales las cuales ansiaban hacer valer el derecho a la autodeterminación de los pueblos. Las minorías nacionales se constituyeron también en una fuerza disruptiva que ayudó a crear el clima propicio para la Revolución de Octubre. Desde el momento en que empezó la Primera Guerra Mundial, el problema de las nacionalidades adquirió una gran importancia, en lo que se llamó la guerra indirecta69. El alto mando alemán, con la intención de debilitar a la Rusia autocrática, se jugó la carta de las nacionalidades, concediendo determinados derechos a Polonia, creando una legión de soldados finlandeses, etc. Aplicó, en otras palabras, un conjunto de medidas orientadas a gestar un espíritu nacionalista entre los pueblos periféricos del imperio y debilitar así a las autoridades rusas y la combatividad de su ejército. Una vez consumada la revolución de febrero, el problema de las minorías cobró mayor fuerza y amplitud. Las reivindicaciones florecieron, sobre todo en la parte occidental del antiguo imperio, donde habitaban pueblos que habían adquirido un mayor desarrollo y tenían un sentimiento nacionalista más fuerte y contrario a los rusos. El Gobierno Provisional, ante el hecho consumado de rebeldía de algunas minorías nacionales, decidió concederles cierta autonomía, pero reservando la decisión final del problema nacional a la futura Asamblea Constituyente. Sin
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Paul Avrich, Kronstadt 1917-1924, ParísSeuil, 1972. Oscar Anweiler, op. cit. Marc Ferro, La Gran Guerra 1914-1918, Madrid, Alianza, 1984, pp., 182-205.
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embargo, esta medida no pudo cambiar los ánimos de las minorías nacionales dentro del concierto ruso; la mayoría de ellas exigía el derecho a la autodeterminación, es decir, que se les concediera la opción de decidir por si mismas su destino. La mayor parte de los partidos políticos, por su parte, no estaba dispuesto a conceder el derecho de secesión, sino simplemente de autonomía cultural, lo que no mejoraba ni tampoco solucionaba los problemas de las minorías. Con la única salvedad del partido de Lenin que abogaba por la autodeterminación de los pueblos, es decir, hacía suya la demanda de que las minorías debían definir por si mismos su futuro. Era tal la simpatía que despertaba el bolchevismo entre las minorías nacionales que, por ejemplo, los letones tenían proporcionalmente un mayor número de representantes bolcheviques que los rusos en las estructuras de los soviets. El inicio de este movimiento contestatario desempeñó también un importante papel en la revolución. La proclamación de poderes regionales que cuestionaban las medidas adoptadas en el centro hizo que surgieran numerosos poderes paralelos los cuales, al disputarle dirección al gobierno Provisional, lo debilitaron y favorecieron el clima de anarquía que sería propio a la gesta de octubre 70. La acción de los alógenos contribuyó a minar los sustentos del poder estatal y dio origen a signos precursores de nacionalismo. Tras la caída del zar, la autoridad y el poder quedaron profundamente debilitados en la periferia del imperio, situación que fue aprovechada por los dirigentes regionales para crear sus propias instituciones de representación y control71. Estos cuatro movimientos revolucionarios que actuaban entrelazados, constituyeron el entorno y el entramado básico que hizo posible la revolución de octubre: conformaron su aspecto popular y de masas. El hecho de que estas revoluciones se produjeran de manera sincronizada ayudó a crear el clima para que otro radicalismo, esta vez de índole intelectual, proyectara una síntesis y encadenara estos disímiles movimientos.
70 Donald W. Treadgold, Twentieth Century Russia, USA, Houghton Miffing, 1980, p. 120. 71 Véase, Marc Ferro, La revolución rusa op. cit.
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El desarrollo de este proceso pudo haber tenido un resultado muy diferente a no ser por la destacada participación del partido bolchevique, organización que fue capaz de ponerse al frente de este conjunto de movimientos revolucionarios. Era el partido que trabajaba en el sentido de las fuerzas vivas de la revolución. Este proceso que se conoce como “bolchevización” de la sociedad fue el resultado del distanciamiento de las grandes masas de la población con respecto a los partidos tradicionales para asumir una posición de apoyo o convergencia con el partido bolchevique. Como sugestivamente señala Marc Ferro: “Como los mencheviques y eseristas controlaban los soviets, aparecieron ante la gente cono partidos centralizadores por lo que rápidamente se hicieron impopulares. No así los bolcheviques cuya orientación sólo conocían los iniciados: en esa fecha lejos de constituir un grupo monolítico, se escindían en grupos hostiles, como todas las otras fuerzas; pero el público comprobaba que su acción iba siempre en el sentido de la desintegración del antiguo orden de cosas, del poder gubernamental, de la autoridad de los soviets. Precisamente en el sentido hacia el cual tendían las fuerzas vivas de la revolución”72. En tales circunstancias muchos partidos vieron debilitada su representación así como su capacidad de actuación. Los partidos de derecha -octubrista y cadete— se apegaban a un discurso que no traspasaba las fronteras de los círculos económicamente dominantes. La mayor parte de sus iniciativas no sólo eran impopulares, sino que iban en contravía de los cuatro movimientos revolucionarios. El cadete, por ejemplo, poseía una propuesta de reforma agraria que preveía la nacionalización de la tierra, de acuerdo a la cual esta debía ser repartida entre los campesinos, los cuales pagarían un alquiler al Estado, para que éste, a su vez, transfiriera estos dineros a los antiguos propietarios, los cuales, de este modo se convertirían en rentistas del Estado. Con respecto al tema de las nacionalidades se apegaban a una visión unitarista y se oponían a reconocer el carácter multinacional del Estado. A medida que se incrementaban los niveles de polarización de la sociedad, estos partidos fueron perdiendo audiencia y terminaron por palidecer junto con las clases acaudaladas. No sólo a nivel programático estos partidos se encontraban desfasados de la dinámica imperante. Tampoco entendían a cabalidad el nuevo escenario
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Marc Ferro, La Revolución Je 1917, op cit., p. 426.
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político surgido tras la revolución de febrero. Así, por ejemplo, nunca llegaron a comprender el papel que cumplían los soviets, verdaderos depositarios del poder. El derechista periódico Riech, al respecto, sostenía: “Los soviets y demás organizaciones solamente deben desempeñar la función de expresar las voluntades de la opinión pública, pero no deben participar en el poder”. Como acertadamente señala una investigadora soviética, el fracaso del partido cadete se debió a que “sus directrices programáticas y sus acciones prácticas frente a todas las cuestiones de importancia, tanto de política interna como exterior, estaban orientadas a la defensa de los intereses de la burguesía y de ninguna manera correspondían a los deseos y esperanzas de los trabajadores”73. Con respecto a la institucionalidad, estos partidos abogaban por una inmediata ofensiva militar en contra de los alemanes con el propósito de facilitar la recuperación operativa y política del ejército, única fuerza, a juicio de ellos, con capacidad para poner fin a la anarquía reinante y reconstituir los pilares del Estado. Los otros partidos socialistas- menchevique y eserista- fueron entretejiendo su destino cada vez más con las organizaciones políticas de las clases dominantes. A juicio de sus dirigentes, la acción de estos partidos debía limitarse a ejercer un control sobre las acciones del gobierno burgués, velar por los intereses de los trabajadores y luchar por una profundización de la democracia, con lo cual se avanzaría hacia la antesala de una sociedad socialista. Impregnados de una concepción que establecía una neta separación entre la etapa burguesa de la socialista en la revolución las directivas de estos partidos estuvieron dispuestos a colaborar con el gobierno burgués. Más aún, muchas veces asumieron la vocería contraria a la implementación de reformas estructurales en el entendimiento de que esta era una competencia exclusiva de la Asamblea Constituyente. Las actitudes asumidas por los partidos de derecha y los socialistas moderados crearon el contexto para que se fortaleciera la convergencia entre los cuatro movimientos revolucionarios antes señalados con el bolchevismo y el anarquismo. Si el bolchevismo finalmente triunfó fue porque supo montarse en la cresta de esa marea revolucionaria y encauzar este proceso hacia unos determinados fines. Hacia mediados de 1917, las principales consignas de los bolcheviques, las
73 N. G. Dumova, “Acerca de la historia del partido cadete en 1917” en Istoricheskie Zapiski N. 90, Moscú, Nauka, 1972, p. 131 (en ruso).
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cuales Lenin había anunciado en sus famosas y polémicas “Tesis de Abril”, se pueden resumir en: el traspaso de todo el poder a los soviets, la firma inmediata y sin condiciones de la paz, el establecimiento del control obrero, la transferencia de la tierra a los campesinos y el reconocimiento del derecho de autodeterminación nacional. Nada distinto a las populares exigencias de los campesinos, obreros, soldados y de las minorías nacionales. De tal manera, se puede concluir que los bolcheviques se constituyeron en el único partido que supo entender la dirección en que se estaban desarrollando estos procesos y optó por hacer de esas demandas el centro de su programa de acción política inmediata. Esta convergencia de intereses permitió que la autoridad de los bolcheviques creciera velozmente. Si finalmente un pequeño partido de poco más de 400 mil militantes pudo tomarse el poder en la vasta Rusia fue porque era la única organización política que actuaba en la misma dirección que las fuerzas de cambio. No obstante esta convergencia coyuntural, no fue el radicalismo intelectual el que determinó la calidad del proceso. Este venía signado por los encadenamientos y la sincronicidad de las acciones emprendidas por los radicalismos populares, los cuales no se concebían en términos de capitalismo o socialismo, sino de rechazo de todo aquello que estaba marginando a las amplias masas del desarrollo en Rusia. De esta confluencia surgieron dos contradicciones que atravesaron buena parte de la historia soviética: la primera, entre la pretensión de la elite bolchevique por construir una nueva sociedad y la inclinación popular que se apegaba a lo tradicional y procuraba erradicar todo aquello que significaba desigualdad y diferenciación social. Valga recordar el abismo infranqueable que separaba la representación popular de la bolchevique. La mayor parte de los socialistas rusos, y más aún los bolcheviques, eran claramente modernos y sostenían una defensa a ultranza de los valores de la razón, la ciencia, el progreso, la educación y la libertad individual. El grueso de los movimientos sociales que los catapultaron al poder afirmaba todo lo contrario. La segunda consiste en que esta convergencia creó otra disyuntiva paradójica. Desde un punto de vista nacional, la revolución de octubre fue un acontecimiento arcaico y conservador, pero con repercusiones ecuménicas que origina-
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ron réplicas a nivel mundial. Esta ironía la comprendían cabalmente los dirigentes bolcheviques, quienes eran concientes de que su revolución tenía que ser reproducida en otras partes, porque Rusia era incapaz de construir la nueva sociedad. La revolución de octubre, o bolchevique, fue, de este modo, la cristalización política que produjo la convergencia de esas distintas manifestaciones revolucionarias sociales con un radicalismo intelectual, representado por el partido bolchevique, cuyos líderes, y sobre todo Lenin, supieron comprender cuál era el estado de ánimo de las masas y cuál era la orientación de sus reivindicaciones, razón por la cual este sentir fue incorporado en su programa político. Esta convergencia, sin embargo, duraría poco. Las demandas de la población no se compatibilizaban con los anhelos de transformación de los líderes revolucionarios que llegaron al poder en la cresta de la ola revolucionaria. En síntesis, la Revolución de Octubre fue la convergencia de cuatro procesos revolucionarios populares con un radicalismo intelectual, el cual los unió y les dio coherencia. En los días postreres del Gobierno Provisional, Kerenski intentó vanamente encontrar una salida a la crisis a través de una negociación con los partidos socialistas. Para el 14 de septiembre convocó una Conferencia Democrática, de la cual tenía que emanar un cuerpo consultivo que asumiera algunas funciones de la Asamblea Constituyente, mientras se convocaba las elecciones a esta última. Pero, ni estas maniobras permitieron que sobreviviera a la avalancha que se avecinaba. Al igual que en febrero, era en las calles donde se estaba jugando los destinos del país, pero con la gran diferencia de que, en esta ocasión, un movimiento, pequeño pero organizado, -los bolcheviques- se encontraba al frente del movimiento. Las consignas bolcheviques día a día cobraban mayor fuerza y popularidad. El movimiento huelguístico se encontraba en ascenso. Los campesinos en los hechos se habían convertido en los dueños del campo ruso y no existía fuerza capaz de detenerlos. Los soldados, por su parte, ya no obedecían a sus oficiales, más aún cuando varios de ellos habían expresado simpatías con la sublevación el 27 de agosto del general Kornilov, en cuyo aplastamiento un papel destacado nuevamente le correspondió a los bolcheviques. En algunas regiones se constituyeron repúblicas independientes; los gobiernos locales que aspiraban a la autonomía no acataban las disposiciones de la capital. Finlandia se
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rehusaba a recibir dineros del Gobierno Provisional y en Ucrania se estaba creando un ejército autónomo74. Uno a uno, los principales soviets estaban pasando a manos de los bolcheviques. El 23 de septiembre, León Trotski fue electo presidente del soviet de la capital y pasó a encabezar el Comité Militar Revolucionario, órgano que se encargó de la coordinación y ejecución de la insurrección de octubre. Sólo faltaba un pequeño empuje para que los restos del andamiaje del viejo Estado se vinieran a bajo. El 25 de octubre, día de apertura del Segundo Congreso de los Soviets, bastó una pequeña movilización en la capital y la ocupación de algunos lugares estratégicos para que se conjurara el traspaso de todo el poder a los soviets y se consumara, de esa manera, la revolución. Vistos desde esta perspectiva, los sucesos de octubre no fueron un golpe de Estado, tal como pretendió demostrar toda una importante corriente interpretativa contraria a los intereses socialistas, sino una genuina revolución, porque contó con una amplia movilización y participación social. La revolución de Octubre realizó el sueño de las amplias masas campesinas, obreras, de la mayoría de los soldados y de las minorías nacionales. Pero también se hizo portadora de un anhelo propio, desgraciadamente, de corta duración: el inicio de la extinción del Estado dentro de la más amplia democracia: “Nuestro partido nunca ha querido ni querrá jamás apoderarse del poder contra la voluntad organizada de las mayorías de las masas del país. El paso de la totalidad del poder a los soviets no abolirá la lucha del partido en el campo de la democracia. Pero, siempre que estén aseguradas la libertad total e ilimitada de la propaganda y la renovación incesante de los soviets desde abajo, la lucha por la influencia y el poder se desplegará dentro de los marcos de las organizaciones soviéticas” 75. Este tipo de voluntades podríamos definirlas como los últimos estertores del espíritu anarquista reinante entre la intelectualidad rusa antes de que sucumbieran a manos de una particular interpretación del marxismo. Mientras los “rojos” se apoderaban del Palacio de Invierno, lugar donde sesionaba el Gobierno Provisional, el Segundo Congreso de los Soviets inauguraba sus sesiones. Se encontraban presentes 859 delegados que representaban a 402 soviets de más de cincuenta gobernaciones y localidades. Los delegados
74 75
John Rced, Diez días que estremecieron el mundo, op. cit., pp. 52-53. Actas del Comité Central del Partido Socialdemócrata ruso (bolchevique), agosto de 1917 a febrero de 1918, México, Cuadernos pasado y presente N. 28, Siglo XXI, 1978, p. 53.
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mencheviques y eseristas rechazaron la toma del poder por parte de los bolcheviques y abandonaron el Congreso. Sólo permaneció junto a los bolcheviques una fracción eserista, la cual pasaría a la posteridad bajo el nombre de eseristas de izquierda. A su arribo al poder, los bolcheviques proclamaron dos decretos, los cuales sancionaban medidas ampliamente populares: el primero anunciaba su voluntad de sellar la paz y cursaban esta invitación a todos los Estados beligerantes. El decreto de la paz promulgado por los bolcheviques el 26 de octubre se hizo portador de una filosofía similar a los reconocidos 14 puntos de Wodrow Wilson del 14 de enero de 1918. Pero, en realidad, este último fue una reacción al radical llamado a la paz de los bolcheviques. Pero ambos pasaron a la historia porque tenían en común el hecho de que “el objetivo final era un nuevo sistema internacional de relaciones internacionales, capaz de asegurar la paz no ya en virtud del mantenimiento del status quo y de la congelación de las relaciones entre los Estados y las clases, sino gracias a la eliminación de las causas de la guerra: la opresión y la sumisión de un pueblo por parte de otro, y de las desigualdades sociales dentro de cada Estado” 7'. En tanto que acontecimiento, la revolución de octubre fue poco a poco evolucionando hasta convertirse en un acontecimiento planetario. Inicialmente, fue un evento estrictamente ruso. El decreto de la paz desencadenó una primera réplica al liberar energías en favor de un reordenamiento del sistema mundial. Pero su carácter local, en el contexto de un mundo internacionalizado, impidió que pudiera convertirse en el embrión de un orden completamente nuevo. Sin embargo, supuso el inicio de una fisura en la placa tectónica mundial, la cual seguiría evolucionando, a través de la radicalización de las organizaciones de izquierda y del antagonismo en los imaginarios políticos. Se convirtió finalmente en un acontecimiento planetario cuando su sentido quedó asociado con la emergencia de un nuevo sistema social, cuando el capitalismo perdió ciertos atributos de universalidad y cuando la URSS se convirtió en un actor de primer orden de la política mundial. Es decir, la onda expansiva del 76
76 Giulliano Procacci, op. citp. 21.
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acontecimiento se expresó mucho después de haber tenido lugar, cuando el anterior orden internacionalizado se transfiguró en un sistema mundializado. El otro fue el decreto de la tierra. Este legalizaba que toda la tierra sería transferida a los campesinos para que fuese repartida por igual entre todos los trabajadores del campo. Comúnmente este decreto ha sido interpretado como el inicio de la confiscación y nacionalización de la tierra, es decir, el comienzo de la revolución agraria. Pero, en realidad, como tuvimos ocasión de analizarlo, constituyó la sanción legal que dio por concluido aquel proceso de apropiación espontánea de la tierra por parte de la población campesina. Ese mismo día, los bolcheviques a través de los soviets, crearon los nuevos órganos de dirección central: el Consejo de Comisarios del Pueblo (Sovnarkom, en la abreviatura rusa), cuyos miembros eran todos bolcheviques designados por el partido, el cual debía cumplir la función de nuevo Gobierno Provisional Obrero y Campesino. Las principales carteras quedaron en manos de: Lenin (Presidente), Trotski (Asuntos Extranjeros), Stalin (nacionalidades) y Lunacharski (Instrucción Pública). El segundo órgano fue el Comité Ejecutivo Central (VtsIK, de acuerdo con la siglo rusa), compuesto por 62 bolcheviques, 29 eseristas de izquierda, 6 socialdemócratas intemacionalistas, 3 del Partido socialista ucraniano y 1 eserista maximalista. De acuerdo con la nueva estructura estatal, el poder supremo se concentraba en el Congreso de los Soviets de toda Rusia, el cual se componía de los representantes de todos los soviets de las ciudades y del campo. En sus sesiones, el Congreso se encargaba de elegir al VFsIK, el cual debía ejercer las funciones de poder legislativo cuando el Congreso no se encontrara en funciones. El VTslK, por su parte, era el encargado de designar a los miembros del Sovnarkom, órgano de administración y gobierno. Poco después, le siguieron otros decretos como la jornada laboral de ocho horas; el 2 de noviembre se aprobó la “Declaración de los derechos de los pueblos”, que proclamaba la igualdad y la soberanía de todas las naciones, pequeñas y grandes, la abolición de los privilegios nacionales y religiosos y la concesión a todos los pueblos de libertades civiles y derechos políticos y privados, los cuales quedaban garantizado por el Estado. A Finlandia y Polonia se les reconoció la independencia. A esto le siguieron otras medidas, entre las cuales se
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destacaban la eliminación de las castas, la abolición de la división estamental de la sociedad, el reconocimiento a las mujeres de los mismos derechos que a los hombres y la liquidación de los privilegios de la Iglesia y el reconocimiento de la libertad de conciencia y religión. El 14 de noviembre se aprobó el decreto que reglamentaba el control obrero, el cual establecía que los obreros debían velar por el buen funcionamiento de las empresas y los facultaba para imponer sus decisiones a los empresarios. La medida no limitaba los derechos de propiedad, dado que reconocía que las empresas seguían perteneciendo a sus propietarios. Posteriormente el III Congreso de los Soviets de toda Rusia creó la República Soviética Federal Socialista Rusa (RFSSR), cuya constitución entró en vigencia en julio de 1918. A nivel político y administrativo, los primeros meses se caracterizaron por una profundización de las medidas descentralizadoras. Los poderes centrales no se inmiscuían mayormente en la política y administración locales, lo que permitió que los soviets de base pudieran adoptar muchas decisiones y controlar gran parte de la vida política y administrativa. Esta descentralización, si bien se podía atribuir a la incapacidad de las nuevas autoridades para ejercer un mayor control a nivel local, se inspiraba también de un espíritu anarquista entonces predominante, incluso en las filas bolcheviques, y representaba, además, una adecuada estrategia con el fin de profundizar la revolución y desarticular los remanentes que quedaban de la vieja sociedad zarista. Esta utopía libertaria tuvo, sin embargo, una vida bastante efímera. A finales de 1917 empezaron a aparecer los primeros indicios centralizadores. El 7 de diciembre se instituyó la Comisión Extraordinaria de toda Rusia para combatir la contrarrevolución y el sabotaje (CHEKA, en la sigla rusa), cuyo primer presidente fue el polaco Félix Dzerzhinski. El 3 de enero de 1918 el VTslK decretó el armamento de los trabajadores, la formación de un ejército rojo socialista de obreros y campesinos y el desarme completo de las clases dominantes con el fin de asegurar la plenitud del poder a los trabajadores. El 15 de enero de 1918 un decreto del Sovnarkom creó las fuerzas armadas del Estado ruso, encargadas de combatir a las fuerzas enemigas y contribuir al deseado levantamiento del proletariado alemán. El ejército fue concebido a partir de una estructura clasista, pues debía estar conformado únicamente por los elementos más “conscientes y organizados” de las clases trabajadoras. La centralización también se hizo efectiva a nivel de los órganos de dirección y administración. Luego del traspaso del poder a los soviets, se estableció que el Sovnarkotn dependía del VTsIK, ya que sus integrantes tenían que ser nombrados por este último y este era además la máxima autoridad legislativa. Sin embargo, a finales 75
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del 1917 el VTsIK facultó al Sovnarkom a promulgar decretos, los cuales no requerían del aval del primero. De esta manera, entre 1917 y 1921 el Sovnarkom proclamó 1615 decretos mientras el VTsIK sólo 375. Es decir, el Sovnarkom fue poco a poco concentrando las funciones gubernamentales y legislativas. A falta de control y de rendición de cuentas, el Sovnarkom se convirtió en un órgano que gozaba de autonomía con respecto a la institucionalidad soviética y la sociedad. Cualquier parecido con el anterior régimen zarista, quizá, fuera una simple coincidencia. Pero se inscribía dentro de las formas históricamente rusas de organización del poder político. El momento más escabroso en este conflicto de competencia entre la utopía del no Estado y las tendencias centralizadoras se presentó en torno a la Asamblea Constituyente, la cual fue convocada para enero de 1918. Después de que el Gobierno Provisional utilizara variados pretextos para aplazar su convocatoria, poco antes de que se consumara la Revolución de Octubre, el gobierno de Kerenski anunció la celebración de elecciones a la constituyente. Esto explica el hecho de que todas las medidas adoptadas después de octubre por los bolcheviques tuvieran un carácter provisional, pues se asumía que estas decisiones debían ser ratificadas por la Constituyente. Las elecciones a esta Asamblea se realizaron de acuerdo con el cronograma previsto en la segunda mitad de noviembre de 1917. Se eligieron 704 delegados, los cuales, desde un punto de vista partidista, quedaron repartidos de la siguiente manera: eseristas (410), bolcheviques (175), cadetes (17), mencheviques (16) y los 86 restantes se repartieron entre distintas organizaciones menores. Es de destacar el hecho de que el 85% de los delegados eran socialistas de uno u otro partido, lo que demuestra la fuerza de los ideas de justicia social en la Rusia de comienzos de siglo. Sin embargo, con una adversa correlación de fuerzas para las organizaciones que se encontraban al frente de la estructura de los soviets, el 5 de enero de 1918 inició sesiones la Constituyente. Como los bolcheviques no pudieron imponer su agenda, optaron por abandonar la sala. “A eso de las cuatro de la madrugada —escribe Víctor Serge- en el momento en que el presidente acababa de dar lectura a los diez artículos del proyecto de “ley fundamental de tierras”, se acercó a la tribuna presidencial un marino de los que estaban encargados del servicio de guardia, el anarquista Jelezniak. Se hizo silencio en las tribunas. (El marino dijo): “El cuerpo de
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guardias está fatigado. Les ruego que despejen el salón de sesiones” 77. Con este simple gesto se puso fin a la Asamblea. Al día siguiente el Sovnarkom publicó el decreto de disolución de la Constituyente. De esta manera finalizó una de las páginas más polémicas de la historia soviética. Las consecuencias de este abrupto final pronto se hicieron sentir. Significó la ruptura total de relaciones entre los partidos en el poder y las demás organizaciones socialistas. Simbolizó el desmantelamiento de los poderes paralelos y sobre todo de aquellos que se identificaban con la democracia representativa. “Bajo el aspecto de la Asamblea Constituyente -escribió Trotski, años después- la República de Febrero había hallado simplemente la ocasión de morir por segunda vez”78. Entrañó también un sólido estímulo para la unificación de todas las fuerzas opositoras a los bolcheviques, entre los cuales se contaban importantes sectores de los socialistas moderados. Como escribía hace algunos años un importante historiador ruso: “En una situación de casi completa ignorancia campesina, de pésimos medios de comunicación, etc., los bolcheviques fueron incapaces de sacar provecho de su confrontación con la Asamblea Constituyente. Por el contrario, se crearon serias dificultades políticas. En el verano y otoño de 1918 la principal consigna esgrimida en la lucha contra los bolcheviques, que desembocó finalmente en la guerra civil, fue la defensa de la Asamblea Constituyente y la restauración de su autoridad” 79. Representó también la eliminación de los pocos remanentes que quedaban de libertad y democracia. Los partidos que no participaban en la estructuras de los soviets perdieron su capacidad para actuar políticamente. El escenario político se redujo sólo a aquellas organizaciones que daban su beneplácito a las instituciones soviéticas. Al respecto, la insigne comunista alemana, Rosa Luxem- burgo, impugnó la decisión bolchevique en términos magistrales: “La libertad reservada exclusivamente a los partidos oficialistas, únicamente a los miembros del partido gubernamental -por numerosos que sean no es libertad. La libertad es siempre únicamente libertad para quien piensa de manera diferente. Y no es por fanatismo de “justicia”, sino porque todo lo que de instructivo, sano y purificador puede haber en la libertad política, depende de ella, y pierde toda eficacia en el momento en que la libertad se convierte en
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Víctor Serge, op cit., p. 150. León Trotski, Imágenes de Lenin, México, Ediciones Era, 1970, pp. 92-93. Roy Medvedev, The October Revolution, Estados Unidos, Columbia University Press, 1979, p. 114. 77
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un privilegio”80. Por último, la disolución de la Asamblea Constituyente se convirtió en la medida más decidida emprendida por los bolcheviques para arrogarse el monopolio del poder político y fortalecer las tendencias centralizadoras. El partido se identificó con el futuro porque se concebía como la única fuerza con capacidad para sacar adelante el proceso revolucionario. La legalidad, por su parte, quedó circunscrita a los deseos y veleidades de la cúpula del partido. La revolución y partido bolchevique no sólo se convirtieron en sinónimos, sino que la primera terminó convirtiéndose en un mero asunto del partido. De este modo fue como la revolución también experimentó un proceso de autonomización con respecto a la sociedad, lo que exacerbó la disfuncionalidad entre los propósitos de los revolucionarios en el poder con las aspiraciones de aquellos sectores sociales, los cuales previamente había catapultado a los bolcheviques al poder. Esta desafiante actitud asumida por los bolcheviques se puede entender por la cosmovisión de la cual estos revolucionarios se hacían portadores. Para los dirigentes revolucionarios, los cuales se inspiraban en el marxismo y compartían la tesis de que el imperialismo representaba la fase superior del capitalismo, la revolución constituía el punto de partida para el tránsito de Rusia hacia el socialismo. Si bien se reconocía que Rusia era muy atrasada para emprender esta descomunal tarea (escaso desarrollo de las fuerzas productivas), el socialismo no podía confinarse a un solo país, y por eso se identificaba la revolución con una chispa, cuya función era la de servir de detonador de la revolución mundial. Las contradicciones a que había arribado el capitalismo en su fase imperialista, sólo podían resolverse mediante la sustitución del capitalismo por el socialismo en una dimensión planetaria. En este sentido, aun cuando nunca se recurriera al término de globalización, el socialismo, como sistema mundial se pensaba a partir de una concepción universalista, para resolver el conjunto de las contradicciones económicas, sociales y políticas no de una sociedad, sino del mundo en su conjunto. Por tanto, el aumento de la brecha entre los objetivos revolucionarios y las aspiraciones de los sectores que habían catapultado a los bolcheviques al poder se explicaba porque para estos últimos la revolución no era un fenómeno nacional, sino mundial y la tarea de los revolucionarios era resistir en el poder hasta cuando se produjeran levantamientos similares en los países más avanzados. Este clima de tensión entre gobernantes y amplias capas de la población tuvo lugar
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Rosa Luxeniburgo, Sobre la Revolución Rusa, México, Grijalbo, Colección textos vivos, 1980, p. 36.
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en un escenario de intensas incertidumbres económicas, sociales, además de políticas. En 1918 la situación económica se había tornado insostenible. Las transformaciones que experimentó el campo con la reconstitución de las comunas, aunado a las devastaciones ocasionadas por la guerra en las zonas agrícolas más prósperas condujeron a una parálisis completa en los intercambios de productos entre el campo y la ciudad. Además, con la pérdida de Ucrania y los desajustes ocasionados por las distintas conmociones sociales, la cosecha de grano se redujo a un magro 17%. Entre la población urbana, las raciones de alimentos disminuían de día en día. El Sovnarkom, desesperado por la situación reinante, estableció un procedimiento para facilitar el abastecimiento de las ciudades: resolvió que los comités militares debían prestar su asistencia al Comisariado de abastecimiento. Fue así como se crearon los primeros destacamentos obreros para requisar y confiscar los “excedentes” de alimentos entre los campesinos. La requisa de granos, forma particular de terror rojo, alimentó el descontento de los campesinos hacia el poder soviético y significó una pérdida de influencia de los órganos centrales y del partido en el campo. Una breve comparación en la composición de cien soviets rurales a mediados de 1918 con los mismos en 1917, así lo demuestra. La representación bolchevique se redujo de un 60% a un 44%, mientras que la de los eseristas de izquierda subió de 18,9% a 23,1% y la de los sin partido se incrementó de 9,3% a 27,1%81. La situación se tornó más difícil cuando se consumó la ruptura entre los eseristas de izquierda y los bolcheviques. El 3 de marzo de 1918 en Brest-Litovsk se firmó el acuerdo de paz entre la Rusia soviética y el bloque militar austro- alemán, con lo cual Rusia quedó privada de gran parte de Ucrania, Bielorrusia y la región del Báltico, situación que supuso la pérdida de un importante suministro de grano, carbón y hierro. Un sector del partido bolchevique, así como la mayoría de los eseristas de izquierda, había manifestado su oposición a esta ignominiosa paz, que sancionaba la ocupación alemana de vastas zonas del país. Los eseristas de izquierda, descontentos con las actitudes conciliadoras que finalmente habían imperado entre los bolcheviques, organizaron una insurrección contra el partido de Lenin. Para el 6 de julio tenían previsto un levantamiento armado, el cual debía iniciarse con el asesinato del Conde Mirbach, representante alemán ante las autoridades soviéticas. En distintos puntos de la capital, los eseristas de izquierda se apoderaron de importantes edificios públicos, entre ellos el de correos, el cual fue 81 Roy Medvedev, op. cit., p. 148. 79
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utilizado para enviar telegramas a todo el país y poner a la opinión pública en conocimiento de que a partir de ese momento los eseristas se arrogaba la función de “única fuerza gobernante”. La insurrección fue aplastada y al día siguiente los bolcheviques tenían la situación bajo control. El costo político fue, sin embargo, muy grande: se esfumó el bloque soviético, y a partir de ese momento, los bolcheviques se convirtieron en la única fuerza gobernante. Pero ¿qué llevó a los eseristas a dar este paso, tan cercano al suicidio político? ¿Cuáles eran sus propósitos? Una tradición historiográfica ha explicado la ruptura entre ambos partidos, argumentando que los eseristas de izquierda se habían opuesto terminantemente al acuerdo suscrito con Alemania. Sin duda, en ello había una buena dosis de verdad. En efecto, en el V Congreso de los Soviets algunos oradores eseristas habían exigido “rasgar revolucionariamente el tratado de Brest-Litovsk, funesto para la revolución rusa y para la revolución mundial”. Los eseristas de izquierda, así como un importante sector de los bolcheviques, propugnaban por una guerra revolucionaria contra el invasor; se declaraban partidarios de la tesis de que la continuación de la guerra aceleraría la revolución mundial, idea, que en sus rasgos generales compartían los mismos bolcheviques, quienes eran conscientes que, dado el atraso de Rusia, era imposible acometer la tarea de construir la nueva sociedad, sin el apoyo de las clase trabajadores de los países más desarrollados. Pero existen también otros motivos más sustantivos que explican este divorcio. El más importante consiste en que los eseristas de izquierda eran los representantes políticos de los campesinos medios, parte fundamental de la población rural. Esta identificación social puede corroborarse con su programa político el cual propugnaba por el establecimiento de un socialismo agrario. Precisamente ese segmento del campesinado era el sector más golpeado por la política de requisa forzosa de granos desencadenada por los bolcheviques. De ello se puede inferir que el levantamiento eserista no fue un impuso anárquico y espontáneo, sino una medida desesperada para acabar con la violencia que se estaba ejerciendo contra sus bastiones sociales de poder. Fueron los bolcheviques, quienes al optar por la vía de la violencia, impulsaron a los eseristas a esta acción suicida. Una estrategia de compromiso, por el contrario, hubiera moderado los conflictos y las tensiones. Fue en estas difíciles circunstancias, cuando el poder soviético mostraba serios síntomas de debilidad, debido al aumento del descontento social, cuando se cernió una amenaza mayor: la guerra civil (1918-1920). Ya desde el mismo octubre de 1917, ciertos sectores vinculados al antiguo ejército zarista y a los partidos cadete y octubrista, habían iniciado acciones
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armadas contra el naciente poder soviético. Estos enfrentamientos y ciertas actitudes de rebeldía fueron el preámbulo de la guerra civil. Pero esta no se inició hasta mediados de 1918, cuando, quince mil soldados checoslovacos armados que combatían en el frente oriental, luego de la firma de la paz entre rusos y alemanes, tuvieron que desplazarse hacia el frente occidental, razón por la cual tuvieron que iniciar una travesía hacia el Extremo Oriente en dirección a Europa occidental. Pero, cuando cruzaron la región de los Urales, se rebelaron y se unieron a los eseristas, quienes en la ciudad de Samara habían creado un comité de miembros de la Asamblea Constituyente, comité que se reivindicó como el único gobierno legítimo de toda Rusia. Los checos no fueron los únicos que participaron en esta nueva conflagración que estalló en suelo ruso. En 1918 se presentaron desembarcos de tropas inglesas en las ciudades de Múrmansk y Arcángel, con el pretexto de defender estos vitales puntos estratégicos para que no cayeran en manos de los alemanes. Tropas francesas, por su parte, desembarcaron en el Mar Negro y fuerzas estadounidenses en la lejana ciudad de Vladivostok. Alemania no participó
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directamente en el saqueo de Rusia, pero ya había obtenido una importante tajada territorial con la firma del Tratado de Brest-Litovsk. Al finalizar la Primera Guerra Mundial, la debilitada Alemania debió evacuar los territorios ocupados y esa ocasión fue aprovechada por los bolcheviques para anular el tratado que a inicios de 1918 habían suscrito con Berlín. En 1919, el año más difícil de la guerra civil, los territorios de la Rusia soviética abarcaban apenas las fronteras del antiguo reino de Moscovia. Para hacer frente a la amenaza que representaba la guerra civil, los bolcheviques se vieron obligados a adoptar una estrategia que les permitiera hacer frente a las contingencias del conflicto: el “comunismo de guerra”. Se reservó el término comunismo a este conjunto de medidas porque no pocos bolcheviques creyeron que Rusia ya se encontraba ad portas del comunismo, porque todo apuntaba a demostrar que se había cumplido una famosa sentencia de Karl Marx, quien había sostenido que en el comunismo dejaría de existir el dinero. Eso precisamente era lo que estaba ocurriendo en Rusia, pero no porque se hubieran logrado construir relaciones sociales de nuevo tipo, sino porque el dinero había perdido por completo su valor. Antes de la guerra la moneda en circulación se elevaba a 1,6 miliardos de rublos en papel moneda y a 400 millones en oro, pero durante la guerra se imprimieron 12 miliardos de rublos, circunstancia que desencadenó una desenfrenada inflación. Posteriormente, con la revolución de octubre, se incrementaron los salarios y pensiones, para lo cual hubo que recurrir a la emisión de nuevos billetes. En promedio se imprimían 30 millones de rublos por día. A ello se sumaba el hecho de que como la relación entre el campo y la ciudad había prácticamente desaparecido, el trueque una vez más volvió a ser el principal mecanismo de intercambio. En 1921 la moneda valía el 0,006% de antes de la guerra. Este comunismo de guerra consistió en que a la estrategia de requisa forzosa de granos, se le sumaron medidas tales como la nacionalización de las ramas más importantes de la industria (28 de junio de 1918), el establecimiento del monopolio del comercio, la abolición del dinero como medida de cambio, la creación de los comités de campesinos pobres (kombedi), el empleo del terror y de la militarización como armas económicas. Estas últimas consistían en la introducción de las cartillas de trabajo, la movilización de la mano de obra por razones de Estado, la creación de campos de trabajo forzado para los delin-
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cuentes, la instauración de tribunales disciplinarios de trabajo, la creación de ejércitos revolucionarios de trabajo y la reimplantación de la dirección unipersonal en las empresas. Si bien el comunismo de guerra no fue otra cosa que un conjunto de desesperadas medidas encaminadas a garantizar la seguridad del Estado soviético en condiciones de guerra civil e intervención externa y, de ningún modo, se le puede equiparar con un primer programa de construcción de la nueva sociedad, tuvo, a la postre, un impacto muy grande en el desarrollo de Rusia en la medida en que contribuyó a profundizar y llevar hasta sus últimas consecuencias la completa erradicación de los bastiones de la modernización y de la acumulación capitalista. En el campo, el restablecimiento de la obschina con mayores poderes y facultades que antes, la destrucción de la clase de los kulaks, la desaparición del tráfico comercial, la orientación de la producción hacia la autosubsistencia, pusieron fin al capitalismo agrario en Rusia. De otra parte, la nacionalización de las empresas industriales -grandes y pequeñas- de los bancos, el establecimiento del monopolio del comercio exterior, la eliminación de la moneda y del mercado, destruyeron los elementos capitalistas y mercantiles que aún perduraban en las ciudades. Todo esto nos permite concluir que lo que se produjo en esos años en la Rusia soviética fue una mayor arcaización de la sociedad en tanto que todos los elementos capitalistas fueron violentamente suprimidos, sin que se implantara ningún nuevo programa de acción económica. En esto estaban interesados tanto los sectores marginados por el proceso de modernización, como los líderes bolcheviques que veían en estas transformaciones la creación de las condiciones para la formación de la nueva sociedad. Desde un punto de vista social, los años del comunismo de guerra trajeron consigo cambios igualmente sustanciales. Desapareció la anterior configuración clasista de la sociedad. La burguesía y la nobleza fueron privadas de sus propiedades y privilegios, con lo cual perdieron los atributos que las habían mantenido como clases dominantes. Los obreros y otros grupos subalternos quedaron seriamente debilitados. “En 1920 -escribe Moshé Lewin- los citadinos no representaban más que el 15% de la población contra el 19% en 1917. Moscú había perdido la mitad de sus habitantes y Petrogrado los dos tercios (...) Las ciudades cambiaron la estructura social. Las estadísticas (...) de 1920
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indican que las clases medias y los pequeños productores -miembros de las profesiones liberales, comerciantes, artesanos y obreros cualificados- estaban completamente agotados”*11. Muy ostensible fue la disminución de la clase obrera. En Petrogrado el número de obreros en octubre de 1918 en comparación con enero de ese mismo año se había reducido en un 74,8°/o82 83. Para toda Rusia, E. Carr entrega una cifra similar: una reducción del 76%84. Fue en el transcurso de estos años cuando apareció un conjunto de prácticas que acompañarían gran parte del desarrollo ulterior de la Unión Soviética. Una de las primeras fue la militarización del Estado, del partido y de la sociedad rusa, proceso cuyos inicios se remontan a la constitución del ejército rojo. Hacia mediados de 1918 el ejército se encontraba lejos de disponer de una capacidad que le permitiera hacer frente a las fuerzas enemigas. Los antiguos guardias rojos y los movimientos guerrilleros ya habían cumplido una importante función pero resultaban incapaces para hacer frente a los imperativos de la guerra. En ese tipo de organizaciones armadas no se respetaba la disciplina ni se disponía de conocimientos tácticos y estratégicos para llevar a cabo una guerra de grandes proporciones. Trotski, quien a mediados de 1918, fue nombrado Comisario de Guerra y presidente del Supremo Consejo de Guerra, prefirió desbandar esos destacamentos y fue renuente a utilizarlos como plataforma a partir de la cual construir el nuevo ejército rojo centralizado y jerárquico. Optó más bien por crear un ejército regular, con una organización estable y con un sistema de dirección centralizada. Por último, resolvió incorporar a 30 mil antiguos oficiales del viejo ejército zarista 85. Se acordó también que en las filas del ejército debían crearse poderosos aparatos políticos del partido, con el propósito de influir en el estado de ánimo de los soldados, garantizar una adecuada educación política y para ejercer vigilancia sobre los oficiales. Conviene recordar que hacia mediados de 1920, el 50% de los miembros del partido se encontraban movilizados en las filas del
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Moshé Lewin, La formation du systéme soviétique, op. cit, pp. 302-303. V1. Nosach “Composición y aspecto social de los obreros de Petrogrado (1918-1920)” en Istoricheskü Zapiski, N. 98, Moscú, 1977, p. 67 (en ruso). E. H. Carr, La revolución bolchevique, op. cit. Tomo 2, p. 206. Isaac Deutscher, Trotski. El profeta armado, op. cit., p. 393.
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ejército. Cuando finalizó la guerra, el número de células del partido en el ejército bordeaba las siete mil, cifra superior a la de cualquier otro sector de la producción o del Estado86. Este fue un primer indicador de la militarización que registró el partido durante estos difíciles años. Otra demostración fue el hecho de que las células políticas en el ejército tuvieron que ajustarse a las exigencias de la vida militar. “El responsable de la “sección política” nombraba a los comisarios (...) La dirección política estaba en manos de un jefe, o sea se implantó el principio de la dirección única (...) Dada la movilidad del frente y, por lo tanto, de las tropas y de las “secciones políticas”, estas organizaciones no se sometían al principio de territorialidad, es decir, no dependían de ningún comité territorial, sino que respondían directamente al Comité Central” 87. Esta militarización, con su correlativa burocratización y centralización, recibió sanción legal en el X Congreso del partido, celebrado en 1921 cuando se destacó que “la forma organizativa del partido debe ser la militarización de la organización partidaria”. La militarización afectó también a la estructura del Estado. No está demás recordar que una de las consignas favoritas de los bolcheviques en su arranque anarquizante de 1917 fue la abolición del ejército como formación ajena y contrapuesta al pueblo. Pero en 1918 se creó uno que respondía a un ordenamiento central, separado de las masas trabajadoras, con lo cual los soviets perdieron autoridad sobre los regimientos. De esta manera, el ejército se autonomizó de los centros locales de poder. Esto condujo a que, dada la situación de guerra, los centros locales tuvieran que someterse a las disposiciones de las organizaciones militares o a que se convirtieran de hecho en centros carentes de todo poder. Esta situación la reconocían intelectuales tan prestantes como Nicolai Bujarin y Evgueni Preobrazhenski, cuando escribían: “Los instrumentos del poder soviético han tenido que ser construidos según criterios militaristas. Muy a menudo no hay tiempo de convocar a los soviets, y por lo tanto, como regla, los comités ejecutivos han de decidirlo todo. Este estado de cosas se debe a la situación militar de la República soviética. Lo que existe hoy en Rusia no es solamente la dictadura del proletariado: es la dictadura militar proletaria. La república es un campamento armado” 88.
86 Giulliano Procaed, El Partido en la URSS (1917-1945), Barcelona, Laia, 1975, p. 42 y 44. 87 Ibídem, p. 45-46. 88 Nicolai Bujarin y Evgueni Preobrazhenski, El ABC del comunismo, Barcelona, Fontamara, 1977, p. 187.
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La militarización se convirtió en una nueva cultura que los comunistas quisieron imponer en todos los niveles de la sociedad. Para muchos líderes soviéticos, esta nueva disciplina no era otra cosa que el tránsito de una sociedad socialista en desorden, que tenía que ser construida desde arriba para combatir la espontaneidad creciente que se manifestaba en las organizaciones de base, por un socialismo verdadero que consistía en el acatamiento por parte de los trabajadores de las decisiones de los revolucionarios en el poder. “Si estas masas —escribió Leninahora han creado en el Ejército Rojo una disciplina nueva, no la impuesta por el palo y los terratenientes, sino la disciplina de los Soviets de diputados obreros y campesinos; si están dispuestos a hacer hoy el mayor sacrificio; si entre ellos se ha constituido una cohesión nueva, eso se debe a que nace y ha nacido por primera vez, en la conciencia y sobre la experiencia de docenas de millones, una disciplina nueva, la disciplina socialista, a que ha nacido el Ejército Rojo” 89. La militarización penetró también las prácticas laborales. En el particular, la vocería la asumió Trotski, quien formuló en 1919, la tesis de la militarización del trabajo, la cual justificó en los siguientes términos: “Explíquennos los oradores mencheviques que significa trabajo libre, no obligatorio. Hemos conocido el trabajo esclavo, el trabajo servil, el trabajo obligatorio reglamentado en las artesanías medievales y el trabajo de los asalariados libres que la burguesía llama trabajo libre. Ahora nos encaminamos hacia el tipo de trabajo socialmente reglamentado sobre la base de un plan económico, obligatorio para todo el país, para cada obrero. Esta es la base del socialismo (...) La militarización del trabajo, en este sentido, fundamental de que he hablado, es el método básico e indispensable para la organización de nuestras fuerzas laborales”90. La militarización también trascendió la esfera política y afectó las relaciones con los demás partidos y organizaciones sociales. Los restantes partidos socialistas fueron tolerados en la medida en que mostraran disposición a asumir posiciones “antiblancas”, mientras que los sindicatos debían actuar como correas de transmisión entre la clase obrera, el partido y el Estado. La militarización, por último, se llevó a cabo a través del “terror rojo”, proceso que se
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Lenin, Obras Escogidas en doce tomos, tomo 8, Moscú, Editorial Progreso, 1976, p. 363. Citado en Isaac Deutscher, Los sindicatos soviéticos, México, Era, 1971, pp. 52-53.
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inició el 17 de julio de 1918 con la ejecución de la familia real y la persecución de todos aquellos que colaboraran con las fuerzas contrarrevolucionarias. Esta militarización con la consiguiente centralización, concentró la vida política en las altas esferas del partido. Un testigo presencial describe en los siguientes términos la magnitud de esta transformación: “Al no existir ya debates políticos entre los partidos que representaban en sus variados matices de opinión a los diferentes intereses sociales, las instituciones soviéticas, empezando por los Soviets y acabando por el VTsIK y el Consejo de Comisarios del Pueblo, en el que están sólo los comunistas, funcionan en el vacío, sin resistencia; es el partido quien toma las resoluciones; esos organismos no hacen sino ponerles la estampilla oficial”91. En síntesis, una de las transformaciones más profundas y duraderas de la historia soviética fue que con todas estas acciones la política entró a desempeñar el papel de plataforma organizativa de todo el tejido económico y social. Hacia mediados de 1920 el final de la guerra civil era inminente. El 17 de octubre se libró el epílogo de esta guerra en el Istmo de Perekop con la expulsión de los ejércitos de Wrangler. En el desenlace de la guerra un papel importante desempeñó el hecho de que las consignas bolcheviques eran populares en amplios sectores de la sociedad. A los campesinos se les había legalizado el reparto de la tierra, a los obreros se les prometió la gestión directa de la administración de las empresas y la creación de una democracia socialista y a las minorías, no sin ciertos tropiezos, se les concedió el derecho de autodeterminación. Ello explica el hecho de que durante los años de la guerra civil la convergencia entre las masas sociales y el partido mantuviera su vigencia. Por el contrario, los opositores al régimen siempre mostraron una gran debilidad, no obstante el hecho de que contaron con un significativo apoyo de países extranjeros. En ello intervinieron varios factores. De una parte, las ofensivas contra Moscú y demás centros estratégicos se llevaban a cabo sin ninguna coordinación. Kolchak, desde sus bases siberianas, inició su ofensiva hacia el Volga y Moscú en la primavera de 1919; Denikin, desde el sur, lanzó su ofensiva en el verano; y Yudiénich intentó tomar Petrogrado en otoño. Es decir, las ofensivas no estaban encadenadas y no se producían de manera simultánea, lo
91 Víctor Serge, op cit., p. 312.
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que aminoraba el impacto de sus esfuerzos. De otra parte, jugó en contra de los blancos el hecho de que operaran desde líneas externas. Los distintos contingentes militares se encontraban separados por millares de kilómetros y carecían de adecuados medios de transporte y de comunicaciones. Pero tampoco contaban con una plataforma política única. Los jefes militares buscaban glorias personales y contaban con heterogéneas bases de apoyo. Por el contrario, los bolcheviques operaban desde líneas internas y disponían de grandes recursos militares, humanos e infraestructurales. Pero el factor decisivo que impidió a los blancos convertirse en una gran fuerza política y militar fue su vaga posición frente a las reivindicaciones de los campesinos, obreros y minorías nacionales. Los blancos siempre fueron renuentes a reconocer la apropiación de la tierra por parte de los campesinos. Además, numerosos terratenientes anhelaban que una vez se alcanzase la victoria las tierras les serían devueltas. Esta ambigüedad producía incertidumbre entre los campesinos. En lo que respecta a los alógenos, los blancos declaraban sólo estar dispuestos a reconocer derechos de autonomía, las más de las veces cultural, a las minorías nacionales. Defendían la tesis de una Rusia única e indivisible, lo que rememoraba las viejas formas del imperialismo. En ambos casos, el programa de los blancos significaba un paso atrás en comparación con la política bolchevique. Este divorcio entre los programas de los blancos y la realidad era tanto mayor si tenemos en mente que como resultado de las revoluciones el viejo imperio multinacional había quedado totalmente desmembrado. Los bolcheviques habían dado vía libre a las naciones más occidentales del antiguo imperio para que hicieran realidad el derecho de secesión. Finlandia, Polonia y las repúblicas del Báltico se habían separado legalmente de la Rusia soviética. Sin embargo, durante la guerra civil se reconstituyeron los lazos de solidaridad entre la Rusia revolucionaria y algunas de las nacionalidades del antiguo imperio. A través de acuerdos y alianzas sellaron nuevamente su destino al de Rusia. Claro que debe recordarse también que cuando la voluntad no bastaba, se recurría a la fuerza para reconstituir la nueva unión. Tal fue el caso de Georgia que fue invadida en 1921, bajo orden de Stalin, y reincorporada a los destinos de la Rusia soviética. Un proceder similar se intentó contra Polonia en 1920, pero los levantamientos populares de los polacos contra los invasores obligaron al Ejército Rojo a retirarse.
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Hacia finales de 1920, si bien la lucha armada había finalizado, la situación económica, social y política era extremadamente tensa. En 1920, la producción industrial era sólo el 12,9% de la de 1913 y la de acero el 1,6%; los trabajadores ocupados en la industria sólo quedaban poco más de un millón doscientos mil. En la práctica, Rusia había asistido a un fuerte proceso de ruralización y arcaización. Se calcula que en los inicios de la década de los veinte aproximadamente el 84% de la población se encontraba viviendo en el campo 92. Una vez que el fin de la guerra se hizo inminente, el apoyo social de que había gozado el régimen comenzó a evaporarse. Por la disociación de objetivos y de procedimientos, el apoyo social no era incondicional. Los campesinos empezaron a revelarse contra la requisa forzosa; los obreros ya no sentían suya la “dictadura”, la cual paulatinamente se había impuesto sobre ellos; las magras capas medias se encontraban agobiadas por la carestía, el hambre y las restricciones a las libertades fundamentales; las minorías nacionales -salvo contadas excepciones- no siempre habían podido hacer suyas las reivindicaciones de sus comunidades. Dada la disociación de objetivos, el apoyo social que había permitido a los bolcheviques resultar triunfadores en la guerra, no podía durar eternamente. Los campesinos, los obreros y las minorías nacionales habían apoyado al poder soviético, no porque se identificaran con sus posiciones, ni porque compartieran los ideales socialistas, sino porque en comparación con los blancos, los rojos representaban un mal menor. La reimplantación del antiguo orden de cosas, tal como había sucedido en numerosas regiones que cayeron en manos de los blancos, había equivalido a la privación de la posesión de la tierra por parte de los campesinos, al retorno de las empresas a sus antiguos dueños y la reintroducción de una política centralista y colonialista frente a las minorías nacionales. Por el contrario, los bolcheviques obtuvieron el apoyo de las minorías nacionales mediante la creación de repúblicas internas en el concierto de la RSESR. Frente a este clima, el tránsito de la sociedad militarizada a una “civil” tuvo que realizarse por medio de concesiones. El primer dirigente en formular una
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Giulliano Procacci, Historia general del siglo XX, op cit., p. 51.
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política en este sentido fue Trotski, quien en febrero de 1920 abogó por la finalización de la requisa forzosa. “La política actual de requisa de los productos alimenticios, de responsabilidad colectiva para la entrega de estos productos y de reparto equitativo de los productos industriales provoca la decadencia progresiva de la agricultura, la dispersión del proletariado industrial y amenaza con desorganizar totalmente la vida económica del país. (Como medida proponía) reemplazar la requisa de los excedentes por un descuento proporcional a la cantidad de la producción (una especie de impuesto progresivo sobre el ingreso) y estableciendo de tal modo que siempre sea ventajoso aumentar la superficie sembrada o cultivar mejor”93. En ese entonces, la mayor parte de los dirigentes se mostraba renuente a aplicar una estrategia de reconstrucción del mercado y del capitalismo. En 1919, Lenin sobre el particular, había escrito: “Nosotros sabemos, por toda la experiencia del desarrollo de Rusia, que la libertad de comercio equivale a implantar libremente capitalistas; y la libertad de comercio en un país atormentado por el hambre, en un país donde el hambriento está dispuesto da dar lo que sea, incluso a aceptar la esclavitud, por un mendrugo de pan, la libertad de comercio cuando el país pasa hambre es tanto como dar a la minoría la libertad de enriquecerse, y a la mayoría, de arruinarse”94. Todos estos argumentos quedaron sin piso cuando las revueltas campesinas sacudieron el país, cuando los obreros se declararon en huelga en las principales ciudades (Petrogrado, Moscú, Tula, etc.), cuando se sublevaron los marinos de Kronstadt, artífices de la revolución de octubre de 1917, ahora opositores al régimen. Todo esto evidenciaba que de no introducirse cambios inmediatos al poder soviético se hallaría seriamente debilitado. Durante los meses finales de 1919 y primeros de 1921 la violencia rural contra los comunistas creció de manera exponencial. El campesinado- el grueso de la población— por el contrario, fue la única clase que sobrevivió a las guerras, las epidemias, al hambre y a las revoluciones, afirmándose como la única fuerza capaz de contribuir a la reconstrucción de la sociedad. Como
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León Trotski, El nuevo curso, México, Cuadernos pasado y presente N. 27, Siglo XXI, 1977, p. 54. Lenin, Obras escogidas, op cit., tomo 12, p. 41.
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resultado de esto se asistió a un proceso de ruralización, de arcaización de las estructuras sociales en Rusia. El momento culminante de este levantamiento campesino se presentó con las insurrecciones campesinas en las provincias de tierras negras, en la cuenca del Volga, en el norte del Cáucaso y en las vastas estepas siberianas. Hacia 1920 se habían registrado 344 rebeliones campesinas. El más importante de todos estos movimientos fue el de la provincia de Tambor, encabezado por Antónov, antiguo eserista de izquierda, al mando de un ejército verde, integrado por más de veinte mil hombres. Sus principales demandas consistían en la convocatoria de la Asamblea Constituyente, el restablecimiento de las libertades fundamentales, la completa socialización de la tierra y la restauración de la economía mixta. En diciembre de 1920, y alarmado ante la magnitud del levantamiento, Lenin ordenó la creación de una comisión especial para la lucha contra el bandidaje. Después de una gran represión, los bolcheviques lograron aplastar el movimiento opositor, no sin antes recurrir a grandes concesiones: la requisa forzosa del gran fue abolida, bajo orden expresa de Lenin. Esta medida fue preliminarmente experimentada en esta provincia y estuvo combinada con métodos represivos para reducir la resistencia campesina95. Todo esto evidenciaba que de no introducirse cambios inmediatos al poder soviético se hallaría seriamente debilitado. “Los acontecimientos de Kronstadt —señaló Lenin- fueron como un rayo que iluminó la realidad como nada antes lo había hecho”. El programa de los marinos insurrectos era elocuente: “Visto que los soviets de hoy ya no reflejan la voluntad de los obreros y campesinos, los soviets deben ser reelegidos inmediatamente, con base en el voto secreto y en la libre propaganda de todos los obreros y campesinos. Libertad de prensa y de palabra para los obreros y campesinos, para los anarquistas y para los partidos socialistas de izquierda. Liberación de todos los socialistas encarcelados, y también de todos los obreros y campesinos que han sido apresados por sus tendencias. Abolición de todas las secciones de propaganda comunista en el ejército; ningún partido será favorecido en cuanto a la propaganda ni recibir dineros del Estado con ese fin... “96.
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G. Hosking, op. cit. H. Roscmbcrg, Historia del bolchevismo, México, Cuadernos Pasado y Presente N. 70, Siglo XXI, 1977, p. 139.
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Los acontecimientos de Kronstadt ayudaron a que el partido cerrara filas en torno a una directriz, en torno a una política que ya no se permitía ni podía permitirse, el lujo de las fracciones y de las deserciones en sus filas. La gran transformación política que se produjo al finalizar la guerra civil la resumen Getty y Naumov, en los siguientes términos: “El régimen nunca se sintió seguro de su control del poder; todavía conservaba enemigos, dentro y fuera de su territorio, y debilitar al Estado era un riesgo innecesario. La intolerancia, el rápido recurso a la violencia y al terror y la generalización del miedo y la inseguridad fueron el legado principal de la Guerra Civil. Los fines justificaban los medios y fue la Guerra Civil la que transformó a los revolucionarios en dictadores 97.
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J. Getty y Oleg Naumov, op cit., p. 50.
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Segunda parte. ¿Modernización o sistema soviético? La Nueva Política Económica: un proyecto modernizante A inicios de la década de los veinte, el panorama era desolador. La economía se encontraba en ruinas. La producción industrial y agropecuaria representaba un ínfimo porcentaje del nivel alcanzado en 1913. En la industria, la producción representaba sólo el 13% del nivel de preguerra. En 1920 sólo se produjeron 200 mil toneladas de acero, cuando en vísperas del conflicto bélico se alcanzó los 4,2 millones de toneladas. Socialmente el panorama no era mejor. Las 500 mil personas que comprendían la clase de los propietarios terratenientes nobles y los 125 mil de la alta burguesía para 1921 habían desaparecido. Al final de la guerra civil, alrededor de tres millones de personas habían abandonado el país. En el campo quedaba aproximadamente un 11% de propietarios, los cuales no eran otra cosa que simples y pobres campesinos. Como consecuencia de la guerra 17,5 millones de personas (aproximadamente el 12% de la población) habían sido desplazadas o vivían en condiciones muy precarias. La población en las grandes ciudades había descendido a menos de la mitad. Alrededor de 3 millones de soldados perecieron durante la guerra civil, a lo que se sumarían los 13 millones de civiles que perdieron la vida como resultado de la hambruna que azotó a la Rusia soviética en los años 1921-1922. En el plano político, la situación no era mejor. Si bien se había obtenido la victoria en la guerra civil, se había disipado la posibilidad de que se produjera la anhelada revolución mundial y las manifestaciones de descontento social ponían en peligro la estabilidad del régimen.
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Ante este adverso panorama, los dirigentes soviéticos tuvieron que emprender una radical reorientación para hacer frente a dos agudos problemas: el primero consistía en que, como la posibilidad de una revolución mundial se veía cada vez más distante en el horizonte, la Rusia soviética debía emprender el camino de construcción de la nueva sociedad contando únicamente con sus propias fuerzas. El segundo consistía en la urgente necesidad de normalizar y recomponer los vínculos con las clases de apoyo y principalmente con la población campesina. Con estos objetivos en mente y con el propósito de responder a estos inmensos desafíos fue que se dio inicio al primer programa económico soviético, la NEP, (Nueva Política Económica, de acuerdo con la sigla rusa). Este programa constó de varias estrategias. La principal, la cual además definió la filosofía de este programa económico, fue la sustitución de las requisas forzosas de los campesinos por un impuesto en especie y posteriormente en dinero, el cual fue fijado con un tope inferior a los niveles de confiscación de los años anteriores. Con esta medida se pretendía alcanzar un doble objetivo: de una parte, apaciguar al campesinado y, de la otra, recomponer las relaciones mercantiles y monetarias en el campo. Le siguió otro conjunto de medidas no menos radicales. En mayo de 1921 se revocó el decreto que en 1918 había nacionalizado la pequeña industria. El Estado dispuso el arriendo de algunas empresas estatales a particulares y, bajo ciertas condiciones, a algunos antiguos propietarios les fueron restablecidas sus antiguas propiedades. Con el propósito de atraer capitales extranjeros se propuso el arriendo de empresas a inversionistas extranjeros. También se autorizó que todo ciudadano que quisiera, pudiera emprender actividades de producción artesanal u organizar pequeñas empresas, siempre que estas no excedieran un determinado número de trabajadores. Estas medidas apuntaban a recomponer el tejido industrial, restablecer la economía privada y a poner en marcha nuevamente el mercado como principio regulador de la economía. Ya para octubre de 1923, el número de empresas arrendadas se había elevado a más de cinco mil, las cuales en promedio tenían dieciséis trabajadores, entre las cuales se contabilizaban 1770 empresas transformadoras de productos alimenticios y 1515 en el sector de cueros y pieles. Hacia finales de ese
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mismo año, alrededor del 85% de las empresas se encontraban en manos privadas, en las cuales se ocupaba el 12,4% de la fuerza laboral industrial 98. Políticamente la introducción de la NEP en 1921 confirma la tesis del polémico historiador ruso Roy Medviédev, quién sostuvo que si se hubiera introducido algo parecido a la NEP en el álgido año de 1918, seguramente los bolcheviques no se hubieran enfrentado a una oposición tan grande, se habría evitado, o al menos, atenuado la guerra civil, dado que la base de apoyo al régimen hubiera sido más amplia, quizá, se hubiera podido conservar un bloque en el poder más amplio, que incluiría a otras organizaciones socialistas y se hubieran atemperado los rasgos autoritarios del régimen. La NEP significó la puesta en marcha de un nuevo programa de construcción económica y social. Se establecieron delegaciones comerciales soviéticas en el extranjero y se promocionó la venta de concesiones en la industria petrolera. La importancia asignada a la tecnología, al mercado, a la empresa privada, a las formas taylorianas y fordistas de trabajo, al capitalismo de Estado (en su versión alemana) determinó que esta política fuera una variante particular de la modernización. A través de la descentralización administrativa y el estímulo a las fuerzas del mercado, se optó por una línea de desarrollo que debía reconstituir la diferenciación social y fijar normas “económicas” de acumulación con base en la acordada prioridad del desarrollo de la ciudad sobre el campo, de los campesinos emprendedores sobre los pobres, de la industria sobre la agricultura. En 1924, un alto representante del Comisariado del pueblo para la Agricultura se expresaba en los siguientes términos sobre la necesidad de estimular la diferenciación social: “El papel del campesino acomodado en el aumento de la producción de grano y ganado adquiere un significado exclusivo en la economía nacional. En estos estratos del campesinado, lo mismo que en los agentes que transportan las mercaderías o los mercados exteriores o interiores, descansa la tarea de reconstruir la economía. Todas las medidas con vista a la recuperación económica han de estar impuestas, por tanto, por las consideraciones objetivas de promover las condiciones en las que la recuperación sea
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Alce Nove, op.cit. p. 89.
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posible; estas medidas fomentarán el desarrollo de las granjas acomodadas y ayudarán a convertir a los campesinos medios en campesinos acomodados. El otro factor de la economía doméstica (la industria) también empuja a la agricultura campesina por el camino de la diferenciación en el futuro próximo. A medida que la industria se desarrolla, las casas campesinas débiles y pequeñas abandonarán la agricultura para dedicarse a la industria, dejando que se acentúen las diferencias de clase en el campo”99. Este proceso de diferenciación que debía crear las condiciones para una acelerada industrialización, requisito principal para la reconstrucción de una plataforma que impulsara la sociedad socialista, a juicio de los líderes soviéticos, no fue un error en la política de precios, como lo pretendieron ver después algunos analistas 100 , que habría favorecido a la industria, sino que era un determinado proyecto de sociedad, anclado en la lógica de la modernización, la cual se articulaba en torno al capitalismo y a la diferenciación social. A nivel político se afirmaron los rasgos dictatoriales del régimen, aun cuando, a diferencia del posterior estalinismo, esta fue una dictadura de la elite del partido y no de un individuo. Mientras a nivel económico se introducían principios liberalizantes, en el plano político se imponía la tendencia contraria: la eliminación de los últimos vestigios de representación partidaria. Para los dirigentes soviéticos esta estrategia se justificaba por el hecho de que la NEP era una forma de economía mixta, con predominio de la agricultura privada, con un comercio particular legalizado y con industria privada. Esta reconstitución de la institucionalidad del mercado conduciría indefectiblemente a la aparición del “nepman”, o sea, del “corsario” de esta política de reconstrucción económica. En tales condiciones, el Estado socialista debía limitar las libertades y controlar las actividades de estos elementos burgueses. Así razonaba Lenin, por ejemplo, cuando escribía: “Todo el problema consiste en quién tomará la delantera. Si los capitalistas logran primero organizarse, nos echarán a los comunistas y ya no habrá más de qué hablar. Hay que mirar a estas cosas con serenidad. ¿Quién vencerá a quién? O el poder público proletario demuestra que es
99 Citado en Eduard Hallet Carr, El socialismo en un solo país 1924-1926, op. cit., p. 231. 100 Véase, Roy Medviédev, El estalisnimo al tribunal de la historia, Nueva Cork, Albert Knopf, 1971 (en ruso).
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capaz, apoyándose en el campesinado, de sujetar a los capitalistas con rienda lo bastante corta para matar el capitalismo en el cauce estatal y crear un capitalismo que se subordine al Estado y lo sirva” 101. Pero había también razones más profundas que explican esta supresión de las libertades más elementales, toda vez que incluso en el mismo partido se aprobó una resolución por medio de la cual quedó prohibido el fraccionalismo, es decir, todo tipo de disenso con respecto a la política oficial. Con la eliminación del debate en el interior del partido se consolidó la dictadura, el absolutismo del partido. De esta manera, la revolución fue perdiendo a sus críticos y obviamente anquilosándose. Pero no fue tanto el temor al nepman lo que llevó a cerrar filas en torno a la dirigencia, como el temor a los levantamientos campesinos y al descontento del exiguo proletariado. Las revueltas de 1920 y 1921 habían demostrado que parte importante de la población había tomado distancia de la política bolchevique. Este divorcio con los sectores que habían llevado a los comunistas al poder era bien comprendido por los mismos dirigentes soviéticos. “Entonces era una vaga idea -escribió Lenin-, pero en 1921, después de haber superado la etapa más importante de la guerra civil y de haberla superado victoriosamente, nos enfrentamos con una gran crisis política interna -yo supongo que la mayor- de la Rusia soviética. Esta crisis interna puso al desnudo el descontento no sólo de una parte considerable de los campesinos, sino también de los obreros” 102. Cerrar filas en torno a la dirigencia se convertía en un imperativo para hacer frente al creciente descontento social. En esta evolución hacia posiciones más autoritarias intervino también el hecho de que para 1921 era evidente que en los países desarrollados no se producirían levantamientos revolucionarios que vinieran en apoyo de la atrasada Rusia. La construcción de la nueva sociedad tendría que forjarse a partir de las condiciones internas y al partido le correspondía la función dirigente. Por último, en el afianzamiento del papel conductor del partido intervino también la propia utopía socialista. Los líderes bolcheviques consideraban que el partido era la única organización capaz de mantener el rumbo iniciado en 1917. Pero para que el partido cumpliera esta función se requería una organización autonomizada capaz de construir las bases para el socialismo. Cerrar filas en torno al
101 Lenin, Obras escogidas, op cit., tomo 12, p. 179. 102 Lenin, op cit., p. 331.
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partido era entendido como la inevitable sustitución de la clase obrera por el partido en el proceso de dirección de la sociedad soviética 103. Esa necesaria sustitución de la clase obrera por el partido explica la idea entonces prevaleciente de que el partido debía convertirse en el germen del Estado socialista y las demás formas de organización de los trabajadores—otros partidos socialistas, sindicatos, comités obreros, etc.,— tenían que supeditarse a la voluntad de los dirigentes comunistas. Es síntesis, no sólo la apatía y la fatiga de los trabajadores creó el contexto para que se generara un sistema marcadamente autoritario, también fue este autoritarismo el que inhibió cualquier posibilidad de actuación social distinta al curso predeterminado por el partido. La afirmación de estas prácticas en la organización política tuvo dos efectos derivados: de una parte, contribuyó a la burocratización de las estructuras partidarias y administrativas y, de la otra, acentuó el adelgazamiento de la vida política a las actividades que tenían lugar dentro de los órganos dirigentes del partido. Moshé Lewin explica la burocratización como “el crecimiento incesante del número de funcionarios y de su influencia en la vida del país alimentada por los factores inherentes a un país atrasado y de una necesidad real de nuevas administraciones o de administraciones adicionales, engendrada por la economía en desarrollo y por la planificación centralista. Por ello —y Lenin se dio cuenta- la burocracia se convirtió en una auténtica base social del poder. No es posible la existencia de un poder político puro, privado de toda base social. El poder debe encontrar una base social que no esté constituida únicamente por los aparato de coerción. El “vacío” en el que parecía sostenerse el régimen soviético se colmó con rapidez, aunque los bolcheviques no se dieron cuenta o no quisieran darse cuenta”104. Si no se tiene en cuenta la lógica que desarrolla esta burocratización se puede entender el rápido ascenso que experimentó Stalin a través de las estruc-
103 Nikolai Bujarin, Problemas de la edificación socialista, Barcelona, Juan Lliteras Editori, 1975, p. 23. 104 Moshé Lewin Lenin's last struggle, Londres, Wildwood Housc, 1973, p. 124-125.
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turas del poder. El líder georgiano era miembro del Politburó, órgano que con las tendencias centralizadoras concentró el poder y desplazó al comité central; del Orgburó, ente encargado del buen funcionamiento del partido, lo que permitió a Stalin incidir en los nombramientos de funcionarios; del Secretariado, órgano administrativo del partido, del cual Stalin fue designado en 1922 como secretario general; luego de la enfermedad de Lenin, fue designado enlace entre este y las directivas del partido y, por último, ocupaba el cargo de Comisario del pueblo de inspección obrera y campesina, dependencia encargada de luchar contra el burocratismo y la corrupción, con lo cual supervisaba toda la actividad administrativa de los soviets. Es decir, la burocratización contribuyó para que todas las hebras del poder llegaran a sus manos. El 8 de febrero de 1922, el VTsIK publicó un decreto por medio del cual declaró disuelta la CHEKA y creó en su reemplazo la GPU (Administración Política Estatal, de acuerdo con la sigla rusa). La diferencia entre ambas no era simplemente de nombre. Sus competencias y funciones eran distintas. Si la primera fue un órgano de lucha contra las actividades contrarrevolucionarias, la GPU se arrogó el derecho de velar por la integridad del partido. Indirectamente esta institución se convirtió en un arma adicional que utilizó Stalin para eliminar a sus más serios contendores, por cuanto la GPU trabajaba en llave con el comisariado de inspección obrera, del cual el líder georgiano era su máximo dirigente. En medio de esta contracción del ámbito político al entretejido del Politburó se acentuaron las particularidades y las desavenencias individuales entre los principales dirigentes. Si la década de los años veinte fue un período en el cual se personalizó la lucha por el poder, ello fue tributario de este estrechamiento del escenario político y del carácter “delegativo” de la representación política en los grandes líderes. Entre los miembros de la elite bolchevique, Stalin era un dirigente bastante particular. Mientras la mayor parte de los líderes bolcheviques eran cosmopolitas, habían vivido en Occidente, conocían varias lenguas extranjeras, se preocupaban por las cuestiones teóricas, realizaban complejos análisis económicos y políticos, Stalin había recibido una escasa educación de tipo religioso, desconocía a Occidente y propendía por concentrarse en asuntos prácticos. “Para compensar esta inferioridad relativa, Stalin debió movilizar sus propios
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fantasmas de grandeza y atribuirse un papel mucho más importante del que en realidad detentaba”105. En los años iniciales de la NEP aparecieron los primeros conflictos de visiones e intereses entre los principales dirigentes. Las primeras en presentarse fueron entre Lenin y Stalin. Uno de los primeros campos donde afloraron estas contradicciones fue en el tema relativo a la conformación de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), transformación que tenía serias implicaciones en el uso que se le asignaba al Estado en relación al tipo de sociedad que debía construir la NEP. Mientras un sector quería dotar a Rusia de un Estado que defendiera los intereses de la mayoría de la población, el otro concentraba su estrategia en el fortalecimiento del mismo Estado. El punto más álgido de esta contraposición de visiones se presentó en torno al problema de las minorías nacionales. Stalin abogaba por la inclusión de las repúblicas soviéticas dentro de la RSFSR, mientras que Lenin sostenía que debía crearse una estructura institucional nueva en el marco de la URSS. Mientras Lenin defendía una concepción federalista, Stalin se reafirmaba en el tradicional unitarismo ruso, no obstante el hecho de no ser ruso. La concepción de Lenin consistía en que se debía construir una institucionalidad superior que federara las repúblicas independientes, las cuales dentro de este esquema dispondrían de igualdad de derechos. Para Stalin, por el contrario, las repúblicas independientes como Ucrania, Bielorrusia, Armenia, Azerbaizhán y Georgia debían gozar de un status de autonomía dentro de la Federación Rusa. Finalmente, no sin ciertos roces, se impuso la concepción leninista. El 31 de diciembre de 1922, el Primer Congreso de los Soviets de toda la Unión ratificó la creación de la URSS bajo la figura de un Estado federado. Se mantuvo en principio el derecho a la autodeterminación, pero en los hechos se limitaron las posibilidades para la secesión. En este esquema federalista, que disponía de una estructura vertical, se le asignó al partido una función unificadora en la medida en que era un poder que se organizaba horizontalmente y le daba consistencia a la estructura vertical y federativa del Estado. Con el ánimo de cimentar esta estructura federada, en la segunda mitad de la década de los veinte las instancias de socialización e integración, tales como el partido comunista, las fuerzas armadas, la
105 Moshé Lewin, Le siécle soviétique, op. cit., p. 27.
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policía secreta, el sistema educativo, etc., asumieron la tarea de dotar de contenido y sentido la pertenencia a lo soviético para que el referente cimentara la unidad de las nacionalidades que integraban la URSS. Durante estos años de la NEP, lo cual también se hizo extensivo a los inicios del estalinismo, la dirección soviética se preocupó por armonizar y homogeneizar al país. Debido a las grandes disparidades -elevado desarrollo de las regiones occidentales y el atraso de las zonas periféricas, principalmente asiáticas- las autoridades comenzaron a desviar recursos desde el centro económico hacia las zonas más pobres, con el fin de impedir explosiones sociales y crear una nueva forma de pertenencia: el ciudadano soviético. Conviene destacar que sobre todo durante el estalinismo esta política dio sus frutos y la diferenciación económica y social interregional fue fuertemente mitigada. No ocurrió lo mismo en el plano cultural, donde las distancias entre estas no pudieron modificarse en el mismo sentido, sobre todo en razón de que el desarrollo de la cultura y de las lenguas vernáculas fortalecieron las diferencias. En sus rasgos más generales, la política étnica-nacional de la Unión Soviética en los años veinte fue muy generosa. Se crearon lenguas escritas para 48 etnias por primera vez. El analfabetismo comenzó a ser erradicado y se levantaron millares de escuelas vernáculas étnicas, desde el bielorruso y el yidish al uzbeco y el kirguiz. En nombre del internacionalismo, se dio escritura latina a 70 lenguas de la URSS, “lo cual tal vez no formara parte de los intereses de musulmanes y budistas, pero por otra parte iba en contra de cualquier visión del mundo centrada en Rusia”. Fue a partir de la década de los treinta cuando se procuró imponer el alfabeto cirílico y fue durante el mandato de Stalin cuando las políticas de nacionalidades se subordinaron a los cálculos centralistas y chauvinistas del líder georgiano. Pero “el principio de los derechos nacionales territoriales permaneció a lo largo de toda la era soviética y se convirtió en leña nacionalista con la desintegración de la unión”106. A la muerte de Lenin, ocurrida el 21 de enero de 1924, se asistió a un lustro durante el cual se agudizaron y amplificaron los choques de concepciones e intereses entre los principales dirigentes en torno al desarrollo futuro de la URSS. Luego de la desaparición de líder indiscutido de la revolución, Stalin pronunció en el Soviet Supremo el 26 de enero de 1924 el juramento a la figura de Lenin, con lo cual dio
106 Góran Therborn, op cit. p. 50.
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inicio a un intenso culto a la personalidad, del cual el embalsamiento fue simplemente la parte más visible. En realidad, el mausoleo no hacía parte de la tradición revolucionaria rusa, pero sí era muy fuerte dentro de la cosmovisión religiosa campesina popular. Este juramento que reproducía algunos símbolos de la religión ortodoxa, codificó el leninismo como una continuación del marxismo, y fue utilizado como arma para desarmar a su principal contendor (Trotski), y posteriormente para anular y, enseguida, eliminar a las restantes influyentes figuras del partido (Zinóviev, Kámenev y Bujarin, entre otros). A partir de esta exaltación a Lenin y al leninismo, el pecado se consideró una desviación y debía, por tanto, ser extirpado al igual que ocurría con las herejías. Esta caza a los herejes se constituyó en el preámbulo de la estrategia que posteriormente derivó en el culto a la personalidad. “En efecto, lo que justifica el uso del término “culto”, tal como lo entienden los católicos y los ortodoxos, no es tanto la atribución de calidad sobrehumanas al dirigente supremo como el hecho de que el ejercicio de este culto reposa en una verdadera tecnología de la persecución a una herejía creada generalmente de manera artificial” 107 . Trotski muy tardíamente comprendió la esencia de la estrategia estalinista y poco a poco fue perdiendo poder, prestigio e influencia. A finales de la década fue confinado en Alma-Ata y posteriormente asesinado en México por un fanático comunista español. En condiciones en que arreciaban las tensiones dentro de la elite soviética, la economía de la NEP alcanzaba su período más boyante. Dada la rápida recuperación del potencial económico, en diciembre de 1924, Stalin sostuvo la posibilidad de construir el “socialismo en un solo país”, tesis que acentuó las tensiones en el seno de la clase dirigente en la medida en que la política de la NEP en parte se entendía como un largo y necesario respiro de reconstrucción capitalista mientras se creaban las condiciones para el estallido de revoluciones socialistas en los países más desarrollados. La tesis del socialismo en un solo país sirvió para que el líder georgiano desarmara a una segunda camada de líderes comunistas, entre ellos a Zinóviev y Kámenev, y, en una perspectiva más global, significó un cambio radical en la cosmovisión imperante en la URSS: el internacionalismo, que había sido un ingrediente fundamental de todo el proceso revolucionario fue sustituido por un privilegiamiento de lo interno (una difusa variante de nacionalismo). Si bien la tesis
107 Lewin, Le siécle sovictique, op. cit., pp. 55-56.
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del socialismo en un solo país despertó dudas y resquemores en buena parte de la elite, fue una consigna popular entre vastos sectores de la población, quienes veían en este llamamiento un reconocimiento a las potencialidades de Rusia y servía para dejar atrás el complejo de inferioridad que históricamente los rusos habían experimentado frente a Occidente. La tesis del socialismo en un solo país estableció, de este modo, un novísimo vínculo de identificación entre Stalin y el pueblo llano. A mediados de la década de los veinte, se alcanzaron los índices de producción de preguerra, se restableció la inserción de la URSS en la economía mundial y se consolidó la economía de libre empresa. En cinco años, de 1921 a 1926, el índice de la producción industrial había aumentado más de tres veces y de hecho alcanzó el nivel de 1913; la producción agrícola aumentó dos veces y sobrepasó en un 18% la anterior a la Primera Guerra Mundial. La participación del sector privado en el ingreso nacional representaba el 54,1% hacia mediados de la década. En 1927 y 1928 el crecimiento de la producción alcanzaría un 13% y un 19%, respectivamente 108. Esta rápida reconstrucción económica, fundamentada en un modelo dual de economía -privada y estatal-, profundizó los elementos de diferenciación social, disparidades que sellaron finalmente el destino de la NER Por una parte, la reaparición y el crecimiento de capas de la población que conocían la prosperidad despertaron el descontento de los ciudadanos soviéticos más pobres, si bien en las nuevas circunstancias también estos vieron mejorada su situación 109. De otra parte, la paz civil conquistada con la introducción de la NEP garantizó la neutralidad de las capas campesinas. La obschina conoció una resurrec-
108 N. Shnieliov y V. Popov, En el viraje: la Perestroika económica en la URSS, Moscú, Agenda de Prensa Nóvosti, 1989, p. 22 (en ruso). 109 Michacl Reiman, El nacimiento del estalinismo, Barcelona, Crítica, 1982, pp. 13-14.
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ción general. No obstante la apuesta por el campesino emprendedor, el 95% de las tierras estaba en manos del régimen comunal. Esta obschina -aproximadamente 319 mil en todo el territorio soviético- se convirtió en una institución que disponía de un amplio margen de libertad, pues se había liberado de las presiones administrativas en condiciones en que las funciones fiscales habían pasado a los soviets rurales. En las aldeas, los instrumentos del poder estatal eran instituciones débiles y poco influyentes, mientras las obscbinas gozaban de gran autoridad y sus asambleas eran las administradoras de la tierra y de todos los aspectos de la vida rural. Con esta reconstitución de las obscbinas, se puede inferir que la masa campesina alcanzó una importancia mayor en los años de la NEP que durante el antiguo régimen. Además de restablecer sus prerrogativas e instituciones, el campesinado seguía siendo el grupo social más importante, con más de un 80% de la población y era el pilar a partir del cual debía promoverse la modernización. La NEP, sin embargo, en tanto que estrategia global de desarrollo, estaba condenada al fracaso. El resurgimiento de la acumulación privada, con los problemas sociales que generaba, la desmovilización de la clase obrera y del campesinado pobre y los conflictos en el interior de las élites, cada vez más alejadas de las preocupaciones de las clases populares, polarizaron nuevamente la sociedad110. “La NEP -escribe Robert Service- había salvado al régimen de la destrucción, pero había pasado sus propias graves inestabilidades al entramado del orden soviético. El principio del beneficio privado chocaba con las metas de la planificación central en muchos sectores económicos. Los nepman, sacerdotes, campesinos enriquecidos, técnicos profesionales y artistas estaban empezando sigilosamente a afirmarse a sí mismos. También se produjo un resurgimiento de las aspiraciones nacionalistas, regionalistas y religiosas, y las artes y las ciencias ofrecían asimismo visiones culturales en desacuerdo con la causa bolchevique. La sociedad soviética bajo la Nueva Política Económica era un amasijo de contradicciones imprevisibles, callejones sin salida y oportunidades, de aspiraciones y descontento” 111.
110 Jean-Philippe Peemans, “Marx, les révolutions du XXénie siéde et la niodernisation" en Coiitradictioiis N. 62,1990, Bruselas, pp. 21-51. 111 Robert Service, op. cit., p. 151.
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Esta contradicción global fue en aumento por el hecho de que el Estado intentaba ejercer un control cada vez mayor sobre la campiña, recortando libertades y derechos de los campesinos, en aras de garantizar las condiciones de la modernización. Pero como los campesinos de las comunas producían fundamentalmente para el autoconsumo, no generaban las riquezas necesarias para la industrialización. A medida que avanzaba la NEP se volvía igualmente insoportable la “crisis de las tijeras”, la cual consistía en que para profundizar la industrialización era menester elevar los precios de los productos industriales por encima de los agrícolas, lo cual, a la postre, actuaba como un desincentivo para los campesinos emprendedores, quienes se declaraban renuentes a comercializar sus productos en tan malas condiciones. En el año fiscal 1926-1927, con el fin de aumentar los niveles de inversión en la industria las autoridades redujeron en un 6% el precio de compra de los productos agrícolas y en el caso de los cereales, 82% de toda la superficie cultivada, la disminución alcanzó el 25%. La suerte de la NEP estaba echada: o bien se seguía con la lógica de Nicolai Bujarin, quien había hecho un llamado a los campesinos a enriquecerse, con la idea de que sus dineros podrían servir para continuar con la política de la NEP, o bien el Estado tomaba medidas encaminadas a generar de manera administrativa las condiciones sociales de reproducción de la NEP. Cualquiera de estas dos opciones iba en contravía de las consignas y los presupuestos que habían hecho posible la Revolución de Octubre. En otras palabras, este tipo de políticas hubiera significado, en condiciones particulares, la reconstitución plena y abierta de los principios modernizadores occidentales, aunque estuvieran encubiertos bajo un ropaje marxista.
Los fundamentos del sistema soviético Varios son los factores que hacen del período estalinista el capítulo más complejo de la historia soviética. Primero, es un extenso período. Abarca aproximadamente dos décadas y media. No es fácil dar una fecha exacta de su inicio, pero la mayoría de los investigadores concuerda en situarla a mediados de 1928. Su finalización representa menos problemas: se acabó con la muerte del dictador en marzo de 1953.
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Segundo, fue durante estos años cuando se colocaron los fundamentos del sistema soviético, los cuales, con algunas variaciones, no sólo sobrevivieron a la muerte del dictador, sino que atravesaron toda la historia ulterior de la URSS. Los elementos centrales que caracterizaron el modelo soviético se forjaron precisamente en la década de los años treinta, lo que de suyo, convierte a este período en un momento crucial para entender la naturaleza del sistema creado. Por ello una de las dificultades que encierra el análisis de este período estriba en que si bien esta época culmina con la muerte del dictador, la institucionalidad creada lo trasciende e, incluso, no es exagerado decir que algunas de sus transformaciones han perdurado hasta el presente más inmediato. Tercero, es descomunal la literatura que en particular trata del período estalinista. Sin embargo, la mayor parte de estos trabajos destaca algunas páginas de esta historia, las políticamente más convenientes, pero, a la fecha, todavía nos encontramos distantes de entender en toda su cabalidad los significados más profundos de este tormentoso período. Cuarto, los cinco lustros que cubre este régimen fueron un período sobrecargado de acontecimientos tanto internos -soviéticos- como internacionales, es decir, mundiales. Con respecto a este último punto, una gran paradoja atraviesa todo el régimen estalinista: durante esta etapa la Unión Soviética alcanzó sin duda las cotas más elevadas de autarquía, pero, al mismo tiempo, como nunca antes en la historia ruso-soviética el destino del país estuvo tan interpenetrado con las situaciones y las evoluciones que estremecieron la vida internacional. Es imposible valorar en su justa medida el significado de este régimen si se desatiende la conjunción entre estas dos variables. También desde otro ángulo se puede observar esta compenetración con lo internacional. El régimen instaurado no sólo se privó a una sexta parte de la superficie terrestre del campo de acción de la economía de mercado, sino que, además, puso en marcha un sistema económico alternativo al capitalismo que, con sus elevadas tasas de crecimiento (86% frente a 9% de los Estados Unidos entre 1928 y 1939), alimentaba la convicción de que, a la postre, terminaría sepultando el capitalismo. Además, no eran pocos los que asociaban este modelo con el futuro de la humanidad por cuando el sistema soviético desde Stalin se basaba en la planificación y, por lo tanto, había supuesto la completa
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anulación del mercado, de lo cual se desprendía que racional y no anárquicamente (el mercado) podían reorganizarse las sociedades. Por último, una dificultad en ningún caso menor que recrea este régimen es que hasta la fecha despierta todo tipo de emociones, particularmente en Rusia y, en menor medida, en el extranjero. Incluso, la conmemoración de algunas fechas claves, como por ejemplo, las referidas a la Segunda Guerra Mundial siguen despertando un entusiasmo con lo “soviético”, que ni siquiera los presidentes Yeltsin y Putin han podido esconder. El problema que aquí subyace es que el estalinismo, para bien o para mal, guste o no, se ha convertido en un referente identitario del pueblo ruso. Difícil es encontrar otro momento en la historia ruso-soviética en la que palpitaran tan fuerte los componentes idiosincrásicos de lo ruso, tanto en lo que respecta al tipo de sociedad que se pretendía construir, como en el simbolismo que encierran algunas situaciones, como, por ejemplo, la Gran Guerra Patria o la transformación de la Unión Soviética en una superpotencia. El estalinismo se apoyaba en dos imperativos históricos: de una parte, alcanzar el nivel industrial de Occidente y crear un poderoso Estado, de la otra. Es por ello que propiciar un desarrollo económico acelerado tenía una finalidad política. Esto lo expresó claramente Stalin cuando en 1931 resaltó: “Rebajar el ritmo significa quedarse atrás. Y los que se quedan atrás son derrotados. Pero no queremos ser derrotados. ¡No, no lo queremos! La historia de la vieja Rusia consistió, entre otras cosas, en ser constantemente derrotada a causa de su atraso. La vencieron los khan mongoles, los beys turcos, los señores feudales suecos, los nobles polacos y lituanos, los capitalistas ingleses y franceses y los barones japoneses. Fue derrotada por todos ellos como consecuencia de su atraso”112. Existe un consenso bastante aceptado en la literatura especializada de considerar un viaje que emprendió Stalin a la región de los Urales, en enero de 1928, con el fin de resolver el problema del suministro de cereales, como el evento precursor del estalinismo. La solución que le dio Stalin al problema que había generado por “la crisis de las tijeras” fue la misma que habían aplicado los bolcheviques en el año de 1918: la requisa forzosa de granos. En 1928-1929 se
112 Pravda, 5 de febrero de 1931.
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confiscaron 10,8 millones de toneladas y ya en 1931-1932 la cifra ascendió a 22,8 millones de toneladas. Esta acción supuso el inmediato fin de la NEP porque el corolario de la violencia desencadenada contra los campesinos acomodados fue la desarticulación del frágil equilibrio económico, social y político antes existente. Los campesinos acomodados no acataron de manera pasiva las nuevas disposiciones, lo que convirtió a la campiña soviética en un verdadero campo de batalla. Sólo en el año 1930-1931 se registraron más de dos mil sublevaciones y cuando no tenían otras formas para oponerse a estas directrices optaron por destruir sus pertenencias. El despuntar de la década de los treinta arrancó con el sacrificio de veintiséis millones de cabezas de ganado y quince millones y medios de caballos, situación que explica en parte la grave hambruna que azotó a la URSS en 1932 y 1933. Con la reintroducción de la requisa forzosa la suerte estaba echada: ya no había vuelta atrás. La sociedad soviética iba a experimentar en un corto período de tiempo (1929-1932) un giro radical en su desarrollo, traumáticamente mayor al de finales de la década de 1910. La reintroducción de la violencia se convirtió en el preámbulo de la colectivización de la agricultura. Esta, a su vez, se transformó en el pilar a partir del cual se forjaron los otros fundamentos del sistema soviético: la industrialización y la planificación. Dos eran los objetivos principales que se perseguían con este radical cambio de rumbo. De una parte, para las autoridades soviéticas era urgente resolver las contradicciones sociales que estaba generando la NEP. La agudización de la diferenciación social, a través de la apuesta por el más fuerte, estaba creando un explosivo clima social. De la otra, la industrialización se había vuelto un imperativo estratégico para la clase dirigente y los niveles de acumulación en el campo eran exiguos para una tarea de esta envergadura, a lo cual, además, se sumaba el hecho de que la “crisis de las tijeras” había demostrado que se había llegado a un punto en el cual era cada vez más engorroso conjugar la lógica capitalista de desarrollo en el agro con la rápida industrialización. La creación y posterior implantación del modelo estalinista fue, en alto grado, un desarrollo inevitable. Era uno de los pocos caminos que existía para responder a las dificultades que encontró y reprodujo la NEP en su proceso de modernización. El nuevo modelo, en este sentido, se puede identificar con un retorno a las consignas por las cuales se había realizado la Revolución de Oc-
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tubre. La NEP, independientemente desde el ángulo que se le mire, estaba generando transformaciones y un tipo de sociedad, análoga al de las últimas décadas del antiguo régimen, en la medida en que consistía en un tipo de modernización basada en la fuerza del mercado, en el equilibrio entre el sector privado y el público y en la diferenciación social. Quizá la única diferencia era que el partido comunista y no el zar se encontraba en la cima del poder. Además, la NEP tuvo un gran sentido cuando el objetivo inmediato consistía en reconstituir en el corto plazo el tejido económico y social mientras se engendraban revoluciones socialistas en las naciones más desarrolladas. En el nuevo contexto internacional de finales de los veinte, no sólo la revolución mundial se había vuelto una mera quimera, más importante aún es que parte importante de la clase política confiaba en la posibilidad del “socialismo en un solo país”, programa que cimentaba un sólido vínculo entre elite y masas a través de ciertos referentes nacionalistas. Pero también, a finales de los veinte, la NEP ya no era un programa que concitara un masivo apoyo ciudadano, salvo, quizá, por parte de aquellos sectores que se nutrían de la misma. La “genialidad” de Stalin, sin que dispusiera de un plan preconcebido, consistió no sólo en acelerar el desmonte de aquel programa de modernización, sino en crear uno nuevo, el cual, en los diferentes campos, conjugaba el cambio (nuevas formas de gestión, organización y representación) con la permanencia (afinidad del modelo con ciertos elementos idiosincrásicos rusos). Tres fueron ¡os elementos que le dieron coherencia a este modelo: la colectivización de la agricultura, la acelerada industrialización y la planificación. A pesar de los aspectos obviamente irracionales a que daba lugar la desmesurada violencia, puede argumentarse que la coacción ejercida contra los campesinos ricos fue el resultado de la convergencia de intereses y objetivos entre los campesinos pobres con un ala radical en el interior del Partido Comunista. Los pobres del campo fueron movilizados masivamente por el poder político con el propósito de aniquilar a los campesinos enriquecidos. A través de esta simbiosis, la violencia no fue ejercida exclusivamente por el Estado, lo que hubiese acentuado el divorcio entre el partido y el campo, sino que abrigó un carácter social, con lo cual reprodujo elementos propios de la lucha de clases, situación que fácilmente podía justificarse con ayuda de una elemental interpretación del marxismo. Para concitar el apoyo de los campesinos pobres, las autoridades les prometieron
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el 25% de los cereales que con su ayuda se confiscaran 113. A través de estas medidas, y con la organización de expediciones punitivas contra los “acaparadores” de cereales en el campo, se desató una variante particular de lucha de clases. Los campesinos pobres participaron masivamente junto a las autoridades en el desmantelamiento de los sectores enriquecidos. Los orígenes del estalinismo no se ciñen, por tanto, como generalmente se ha argumentado en la literatura especializada, a la obra de un hombre que actuaba solo y lindaba con la locura. Sin este amplio apoyo social la transformación estalinista nunca hubiera podido tener lugar. Las autoridades sacaron partido del clima de efervescencia creado y dividieron a los kulaks en tres categorías, de acuerdo con su grado de peligrosidad: la primera debía ser eliminada; la segunda debía ser encerradas en campos de concentración y la tercera, la menos peligrosa, deportada hacia regiones distintas a las de residencia. Para entender la envergadura de esta acción se puede citar que sólo en 1930-1931 se deportó a 1.680.000 personas. La colectivización, además de destruir a los campesinos kulaks, se trazó otro objetivo: la conformación de koljoses (cooperativas agropecuarias) dentro de los marcos de una economía colectivizada. En este punto se observa una importante disimilitud con la revolución de octubre. La erradicación de la diferenciación social en el campo no preveía el restablecimiento de las antiguas obschinas, con sus formas tradicionales de solidaridad y organización, tal como había ocurrido en 1917. La experiencia histórica era rica en demostraciones de que las comunas campesinas no podían asegurar la creación de una nueva sociedad. Por eso era menester su rápida transformación y modernización. Los koljoses, los cuales conservaron numerosos atributos de las antiguas obschinas -la tenencia y explotación colectiva de la tierra, por ejemplo- fueron instituciones que pudieron adaptarse a los cambios modernizantes que deseaba impulsar el nuevo poder. La obschina no podía servir de garantía para la industrialización, en la medida en que la explotación de la tierra procuraba la autosubsistencia y, en ese sentido, no podía servir a los imperativos del desarrollo industrial.
113 Moshc Lewin, La fomiation du systéme soviet ¡que, op. cit., p. 138.
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Tradicionalmente el funcionamiento de la obschina había sido el siguiente: la asamblea de la comunidad (sjod) dividía la tierra en franjas iguales (en la región central de Rusia el promedio de las franjas oscilaba entre 2.1 y 4 metros de ancho y 21 y 30 metros de largo), las cuales eran entregadas a cada familia perteneciente a la comunidad, con el fin de que las explotaran. El hecho de que un campesino dispusiera de estrechas franjas que no estaban unidas entre sí, para que nadie se beneficiara de las mejores tierras, impedía la utilización de maquinaria en la explotación de la tierra. Dada su baja productividad estas tradicionales formas de tenencia comunal constituían un obstáculo para que el Estado procurara capitalizar recursos que pudieran ser orientados a la industrialización. Por el contrario, la creación de los koljoses hizo más fácil este propósito. Estas cooperativas de producción se diferenciaban de la obschina básicamente en los siguientes puntos: en primer lugar, la explotación de la mayor parte de la tierra se realizaba de modo colectivo por todos los campesinos integrantes de la comunidad. Eso permitió que se dispusiera de grandes superficies de terreno en los cuales se cultivaba generalmente un solo producto, lo que hacía más ágil la introducción de máquinas moderna en el campo y facilitaba el desarrollo de cultivos en gran escala. En segundo lugar, a los campesinos koljosianos se les asignaron desde 1933 pequeñas parcelas de tierra para la explotación personal y un año antes se habían creado los mercados koljosianos en las ciudades, lugares donde estos podían entregar la producción de sus parcelas. En tercer lugar, dado el control que ejercía el Estado, que les asignaba cuotas de producción, los koljoses debían vender el producido cooperativamente a los órganos gubernamentales, bajo normas estipuladas por las autoridades competentes, es decir, su producción se colocaba en ciertos segmentos mercantiles prescritos por el Estado. Esta colectivización se llevó a cabo con la impetuosidad propia de una revolución, es decir, en un breve lapso de tiempo. Para 1933 un millón cien mil familias habían perdido sus tierras y la mayor parte de ellos habían sido deportados. En 1931 trece millones de familias colectivizadas se encontraban colectivizadas de un total de 25 millones de familias. Para 1937 ya se habían colectivizado 18,5 millones de familias de un total de 20 millones, cinco millones menos que en 1931, debido a que un alto número de familias campesinas había sido deportada o habían muerto.
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Conviene recordar que la finalidad última de la colectivización no era el desarrollo del campo en sí, sino inducir a una rápida industrialización con base en la sobre explotación del campesinado. Sabido es que el país no disponía de factores productivos que activaran un proceso de acumulación para la industrialización. La URSS no disponía de colonias, tampoco podía promover un intercambio desigual con otras regiones del planeta, en razón de su débil inserción en la economía mundial y a que un proceder de este tipo hubiera sido incongruente con la filosofía profesada por las autoridades, ni podía emprender una sobre explotación de las zonas más periféricas del país, por cuanto se habría socavado el carácter multinacional del Estado. La colectivización fue la única solución encontrada a esta disyuntiva en la medida en que la acumulación sólo podía llevarse a cabo mediante una extrema explotación del campesinado. A través de la adquisición a bajos precios de los productos agropecuarios y su venta a un precio mayor en los puntos de distribución nacional o en las exportaciones, el Estado pudo disponer de parte importante del capital necesario para la industrialización. Aquí se encierra otra de las tantas paradojas de la historia soviética. La acumulación con base en la explotación del campesinado había sido una tesis sustentada por los trotskistas en la década de los veinte 114. En los treinta fue Stalin, el enemigo irreconciliable de Trotski, quien la puso en práctica. En un punto, sin embargo, se diferenciaron. Mientras Trotski y sus compañeros de ruta postulaban la simple y llana explotación de los campesinos, Stalin encontró una salida diferente mediante la creación de los koljoses, es decir, a través de una explotación colectiva del campesinado. Si bien la acumulación se realizó a expensas de la población rural, el Estado dispuso la creación de condiciones e instituciones nuevas para que el campesinado no desapareciera con el proceso de industrialización. Este fue el papel que le correspondió, por ejemplo, a las parcelas individuales, las cuales aseguraban aproximadamente el 45% de la producción agrícola hacia el año 1938. Las parcelas y los mercados koljosianos fueron la segunda economía de los campesinos, a través de los cuales pudieron paliar parcialmente los rigores de la sobre explotación a que se veían sometidos en la producción colectiva. Para llevar a cabo este proceso de acumulación a expensas del campesinado, el Estado se valió de varios instrumentos: el primero era la obligatoriedad en el
114 Véase, Evgueni Preobrazhenski, La nueva economía, México, Ediciones Era, 1976.
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cumplimiento de elevadas cuotas de producción. Segundo, el pago de la producción colectiva a un precio cercano al costo de producción. Tercero, el Estado arrendaba a los koljoses la maquinaria y los tractores que debían utilizar para alcanzar el plan fijado. Por último, el Estado destinaba buena parte de la producción agropecuaria, y sobre todo los cereales, a la exportación, con lo cual importaba maquinaria extranjera para la industria. En los primeros años de aplicación de esta estrategia, los dividendos fueron magros porque la crisis de 1929 redujo sensiblemente el precio internacional de los productos agrícolas. Sin embargo, la situación mejoró con el correr de los años y no fueron pocos los inversionistas extranjeros que, dada la crisis en que estaba sumido el mundo occidental y los países en desarrollo, mostraron su disposición a suscribir acuerdos con la URSS. Fue así como se concluyeron varios contratos para la importación de maquinaria procedente de Estados Unidos y Alemania. Un aspecto interesante de esta colectivización, y un fenómeno pocas veces destacado en la literatura especializada, es que no obstante la violencia y el énfasis industrializador del régimen, hasta finales de la década del cincuenta, la mayor parte de la población seguía viviendo en el campo. A finales de 1939 había 29 millones de koljosianos, lo que representaba el 46,1% de la población activa, 17 millones de trabajadores de sovjoses (empresas agrícolas similares a los koljoses, pero cuyos campesinos eran asalariados del Estado) y 530 mil trabajadores en las estaciones de máquinas y tractores. Es decir, a diferencia de procesos similares de industrialización ocurridos en los países occidentales, en la Unión Soviética la acelerada acumulación no se tradujo en la destrucción del campesinado sino, por el contrario, en su conservación. La colectivización, puede sostenerse, fue uno de los engranajes principales de la acumulación, pero, a diferencia de otras experiencias, como los enclosures ingleses, procuró responder a las necesidades sociales más básicas de los sectores más pobres de la población rural. De otra parte, la colectivización mantuvo —he aquí su elemento revolucionario- las tradiciones culturales, formas de solidaridad y de gestión del campesinado. El koljós era una especie de estadio superior en el desarrollo de la obschina; era la vieja comunidad campesina adaptada al presente y a la modernización y, en ningún caso, su negación, como se había pretendido con el programa de la NEP. La acelerada industrialización constituyó el segundo pilar del sistema económico
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soviético y transformó de modo radical el panorama económico y social del país, pero sin reproducir todos los aspectos más negativos que habían sido propios de la industrialización occidental. No está demás recordar que la industrialización soviética fue la primera experiencia de este tipo en un país no occidental, por lo que suscitó la admiración de muchos intelectuales y políticos en todo el mundo. Y no era para menos. La industrialización soviética rompió un triple monopolio que hasta la fecha detentaba Occidente. Primero, demostró que la moderna industria no era un proyecto reservado únicamente a las naciones desarrolladas. Segundo, y muy importante para la actividad política, fue que confirmó en los hechos la falacia que se escondía tras la idea de que moderno era sinónimo de Occidente y que para alcanzar un estadio de modernidad había que quemar las etapas por las que habían transitado los países occidentales más desarrollados. Por último, por la atractividad que ejerció este experimento en gran parte del mundo, se constataba que la historia mundial empezaba a ser distinta del desarrollo de Occidente y anunciaba el advenimiento de un inédito escenario planetario que se sincronizaba a partir de los encadenamientos de disímiles trayectorias de modernidad que entraban en resonancia y en una situación de retroalimentación mutua. Este último fenómeno alcanzó a las mismas naciones industrializadas, las cuales tras la debacle de 1929, vieron en la experiencia soviética una vía de salida a su propia crisis y adoptaron ciertos principios planificadores, incluso los famosos planes quinquenales. En el proyecto estalinista a la industria se le asignaban poderes casi míticos. Era la principal garantía para la seguridad interna; debía consolidar a la clase obrera, construir los fundamentos de la sociedad socialista y tenía también que resolver paulatinamente el problema agrario: a medida que el país se industrializara, el pasado rural iría quedando atrás. Es decir, la industrialización era el pivote de la modernización soviética. En un plano más coyuntural, la industrialización debía atacar una anomalía que había propagado la NEP: el incremento del desempleo. Con la ¡ndustriali- zación no sólo se eliminó completamente el viejo y crónico desempleo, sino que el país se dotó de instituciones y de condiciones para paliar las tendencias diferenciadoras entre la población citadina. Un resultado palpable de esta estrategia fue que los 17 millones de campesinos que se instalaron en las ciudades entre 1928 y 1939 no conformaron “cinturones de miseria”, pues fueron absorbidos por la acelerada industrialización. Claro está que las condiciones de vida no eran óptimas. El hacinamiento en las
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ciudades se convirtió en un fenómeno normal. Si en 1928 un alojamiento era considerado normal si disponía de 6 metros cuadrados, en 1936 había disminuido a sólo 4,4 metros cuadrados. En este punto se observa una segunda peculiaridad del sistema soviético: en lugar de incrementar el ejército de reserva, tal como había sido característico en las otras experiencias industrializadoras, en la URSS se trató de homogenei- zar la sociedad, garantizando a los obreros unas condiciones mínimas de subsistencia. Claro está que esta situación no puede ser idealizada porque para reproducir esta estrategia de equilibrio en el interior de la sociedad, la industrialización se benefició de los elevados niveles de acumulación que producía el campo, de la disponibilidad inmediata de abundante mano de obra barata que emigró desde las zonas rurales hacia las ciudades y demás centros industriales, situación que, a su vez, permitió que los salarios de los trabajadores se mantuvieran bajos. Otro recurso empleado en la industrialización, aun cuando aportara pobres resultados económicos, fue la utilización de los presos políticos y comunes en la puesta en marcha de desmesurados proyectos en regiones, por lo general, inhóspitas y que representaban un peligro para la vida humana. Desde 1934 las instituciones penitenciarias quedaron bajo el control de la reformada policía secreta, el NKVD. Esta, además de sus funciones de vigilancia, se convirtió en una institución económica. En 1952 sus inversiones alcanzaron los 12,18 miliardos de rublos, o sea, el 9% del P1B. La producción bruta del Ministerio de Asuntos Internos se estimaba en 17,18 miliardos de rublos en 1953 (2,3% de la producción total del país), con funciones muy sensibles en algunos rubros como la producción de cobalto, estaño, níquel, oro y madera. Los GULAG (los campos de trabajo forzado, de acuerdo con la sigla rusa) nunca se convirtieron en importantes factores en el proceso de acumulación por la simple razón de que el sistema representaba un costo muy superior a su producido. Por tanto,
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es errónea aquella interpretación que, con el propósito de denigrar de la experiencia soviética, ha sostenido que los GULAG fueron la principal empresa sobre la que recayó el inusitado crecimiento económico soviético. Los resultados de la industrialización saltan a la vista. Entre 1929 y 1940 la producción industrial se multiplicó al menos por tres en la URSS, cuya participación en la producción mundial de productos manufacturados pasó del 4% en 1870, 5% en 1913 y 19% en 1938. En la información contenida en el cuadro 3 se puede observar la importancia que alcanzó la Unión Soviética en la producción industrial mundial en comparación con otras nacionales desarrolladas. CUADRO 3 PRODUCCIÓN INDUSTRIAL MUNDIAL EN PORCENTAJE Alemania Gran Francia Rusia/ EE.UU. Japón URSS Bretaña 1870
13
32
10
4
23
1913 1938
16
14 9
6 5
6 19
28 32
11
-
1 4
Fuente: Jacques Bresseul, Petit histoire des faits économiques et sociaux, París, Armand Collin, 2003, p. 86.
El tercer pilar del modelo soviético fue la planificación, una de las herramientas más revolucionarias e innovadoras del sistema implementado en la URSS 115. La planificación fue la estrategia coordinadora que tenía por misión establecer las proporciones del crecimiento, con el cual se pudo sortear los ciclos recesivos, aminorar los desequilibrios y satisfacer un conjunto de necesidades tanto del Estado como de la sociedad. Desde la década de los años veinte se venía avanzando en la puesta en marcha de los mecanismos de planificación. Las primeras instituciones planificadoras databan de 1920, GOELRO, Comisión Estatal para la electrificación de Rusia, y el Gosplan de 1921. En ese entonces, competían dos visiones: la regional, que partía de la premisa de que la planificación debía organizarse de abajo hacia arriba, es decir, desde la localidad, y la funcional que preveía la centralización de las funciones planificado-
115 Gérard Roland, Economie politique du systéme soviétique, París, L’Harmattan, 1989. 1 1 6
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ras en la capital. Con Stalin se impuso esta segunda concepción. Este modelo de planificación y desarrollo se basaba fundamentalmente en un crecimiento extensivo de la economía. Pudo funcionar y dar sus plenos beneficios en las dos primeras décadas de su puesta en funcionamiento, cuando los factores en los cuales se apoyaba —mano de obra, recursos energéticos, etc.— existían en abundancia y cuando los indicadores de planificación eran poco numerosos. Es indudable que la planificación se convirtió en un importante instrumento para someter a los agentes económicos al poder político” 116 , y sirvió también para construir un poderoso Estado, objetivos ambos muy codiciados por Stalin. Pero con la planificación se perseguían también otros propósitos. El más importante de todos consistía en que era un invaluable sustituto del mercado en la transmisión de la información económica y en la asignación de los recursos. En esta función de la planificación se ubica la diferencia que muestra la brecha que separa el modelo de la NEP del estalinista. Mientras el primero se articulaba en torno al mercado, el sistema creado en la década de los treinta contrajo el mercado a funciones localizadas y marginales, como las plazas de comercialización de la producción individual koljosiana, y en su lugar se emplazó un mecanismo racional para la asignación de recursos. ¿Por qué este cambio tan radical? Básicamente por dos motivos. El primero, es que en los treinta el mercado se encontraba completamente desacreditado. No está demás recordar a Eric Hobsbawm, quien no hace mucho, escribía: “Para aquellos de nosotros que vivimos los años de la Gran Depresión, todavía resulta incomprensible que la ortodoxia del libre mercado, tan patentemente desacreditada, haya podido presidir nuevamente un período general de depresión a finales de los años ochenta y comienzos de los noventa, en el que se ha mostrado igualmente incapaz de aportar soluciones”117. Segundo, en contra de una opinión ampliamente difundida por el tecnicismo de la economía, el mercado no es una institución aséptica, neutra, es, como magistralmente demostró K. Polanyi 118 , hace ya más de medio siglo, un poderoso generador de diferenciación social y, en ese sentido, era entendido como una institución promotora de un tipo de sociedad que los líderes soviéticos querían dejar irremediablemente atrás. Por ello, el mercado no podía participar en la
116 Frangois Seurot, op. cit., p. 76. 117 Eric Hobsbawm, Historia del siglo XX, op cit., p. 110. 118 Véase, Karl Polanyi, La gran transformación, Madrid, Ediciones La Piqueta, 1997.
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construcción de la nueva sociedad. La planificación no era una estrategia intrínsecamente perversa, tal como se ha popularizado después del trágico fin de la Unión Soviética. La URSS no desapareció como resultado del fracaso de la planificación, aunque existieron algunas disfuncionalidades en ella, que no pudieron ser corregidas, tal como tendremos ocasión de demostrar más adelante. Por el contrario, cualquier balance que se acometa del sistema planificador tiene que reconocer los grandes éxitos alcanzados. Como señala Loren R. Graham, en su espléndido libro sobre la vida del ingeniero Palchinsky “después de todo, la economía soviética de planificación funcionó bastante bien para crear una realidad industrial que en su apogeo era la segunda mayor del mundo, lo que le permitió a la Unión Soviética resistir y rechazar a los ejércitos de Hitler y seguir expandiéndose durante muchas décadas, tanto antes como después de la Segunda Guerra Mundial. Esto dio a la Unión Soviética la capacidad para lanzar el primer satélite artificial y poner en órbita alrededor de la tierra el primer ser humano. Mientras los ciudadanos soviéticos tuvieron fe en su sistema, éste funcionó bastante bien, por lo menos en comparación con otras naciones atrasadas que trataban de modernizarse”119. No está demás recordar que a partir de la década de los treinta el mundo contempló con admiración la planificación y no fueron pocos los esfuerzos por introducir indicadores de esta naturaleza en las economías capitalistas, incluidas las más avanzadas. Estas profundas transformaciones económicas entrañaron cambios no menores en el plano social. En 1926 la población soviética ascendía a 147 millones de ciudadanos. En 1936 ya eran 167 millones y en 1940, no obstante la descarnada violencia, se alcanzó los 171 millones de habitantes. Este crecimiento vegetativo de la población se inscribía en un contexto nuevo porque con el modelo estalinista se precipitó la urbanización de la sociedad. Además del impacto que tuvo la industrialización, este referente urbano se vio reforza-
119 Loren R. Graham, El fantasma del ingeniero ejecutado. Por qué fracasó la industrialización soviética, Barcelona, Crítica, 2001, p. 21.
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do con la expansión de nuevas actividades, vinculadas a la enseñanza, las investigaciones, la salud pública y la administración. Con la propagación de las ciudades, por tanto, se asistió a una sensible mutación social: se inició el declive de un tipo de sociedad históricamente arraigada, la cual había logrado resistir a numerosas embestidas, como habían sido la modernización zarista, las guerras, las revoluciones, el capitalismo de Estado, etc. La sociedad que debuta en la década de los treinta empezaba a tener una fisonomía muy distinta. En 1928, de 158 millones de habitantes con que contaba la URSS, sólo 27,6 millones vivían en las ciudades (18%), mientras que 121,2 millones (el 82%) en el campo. En 1939, de un total de 170,5 millones de ciudadanos, 114,4 (el 67%) seguían vinculados al campo pero ya había 56,1 millones (el 33%) en las ciudades. El crecimiento de la población urbana registró una veloz aceleración en los treinta: mientras se incrementó un 2,7% anual entre 1926 y 1929, alcanzó los 11,5% entre 1929 y 1933 y se estabilizó en un 6,5% entre 1933 y 1936. Es decir, entre 1926 y 1939 tuvo un promedio de crecimiento anual del 9,4%lli', uno de las tasas más altas del mundo. Si bien la fisonomía de la sociedad comenzaba cambiar, no se debe caer en el equívoco de suponer que el mundo rural había quedado totalmente atrás. Esta acelerada urbanización reprodujo muchos hábitos rurales, es decir, dio lugar, en realidad, a una especie de “ruralización de las ciudades” 120 121 , debido a la persistencia en las nuevas aglomeraciones de una cultura, de un modo de vida y de una mentalidad propia del campo, la cual necesitó de por lo menos de tres generaciones para derivar en una cultura esencialmente urbana. Esta transposición de valores culturales del campo a las ciudades hizo más fácil la vida en estas últimas porque permitió organizar a los trabajadores de manera comunal, en cuadrillas, tanto en las fábricas como en los lugares de residencia. El tejido social en ese entonces, catalizado por la presencia de un fuerte campesinado tradicional con formas de organización, solidaridad y una cosmovisión particular, contribuyó de modo definitivo a fijar las peculiaridades formativas del sistema soviético. La manera como se articuló el modelo de
120 Moshé Lewin, Le siécle soviet ¡que, op. cit., p. 87. 121 Moshé Lewin, La fornxation du systémc soviet ¡que, op. cit.
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desarrollo, con sus rasgos peculiares de organización y gestión en el plano macroeconómico, sus representaciones culturales -el realismo socialista- que constituía una vía de lucha contra la ilustración y el cosmopolitismo burgués y de reivindicación, deificación del trabajo y de la actividad constructiva de los sectores populares serían impensables y se tornarían incomprensibles e incluso irracionales, si se les analiza separados de la morfología rusa y soviética. Figurativamente, se puede sostener que el sistema soviético se propuso organizar todos los ambientes de la sociedad como una gran obschina pero de dimensión nacional. Este esquema no violentaba sino que a su manera reproducía las más arraigadas tradiciones rusas. El tejido social también se transformó desde otro ángulo. Mientras en las postrimerías de la NEP se contabilizaban 9,8 millones de obreros y 3,9 millones de empleados, lo que representaba el 17,6% de la mano de obra nacional (12,4% de obreros y 5,2% de empleados), en 1939-1940 los obreros y empleados había aumentado a más de 30 millones de personas, de los cuales 21 millones eran obreros y aproximadamente 11 millones se clasificaban como empleados. El número de especialistas, es decir, aquellos individuos que habían culminado estudios en un instituto técnico superior o en establecimientos secundarios especializados, brincaron de 500.000 en 1928, a 2,4 millones en 1941, lo que representaba el 23% de los empleados. Otro rasgo novedoso de este período fue la aparición sistemática del trabajo femenino en los distintos ambientes laborales. Hacia 1940 se contabilizaban más de 13 millones de mujeres entre la fuerza de trabajo activa. Por su sólido y reciente pasado campesino, no fue extraño que el nivel de instrucción de los obreros, así como el promedio de toda la sociedad, fuese extremadamente bajo. En 1928 los obreros de la industria tenían en promedio de 3,5 años de escuela primaria y en 1939 apenas registraban 4,2 años de escolaridad. Este escaso nivel de instrucción tuvo varios efectos. El primero fue salarial. Para 1940, el ingreso promedio de un obrero era de 30,7 rublos mientras que el de un empleado ascendía a 53,5 rublos. Este predominio de los empleados se debía a que el país partía de un nivel muy bajo en cuanto a la calificación. Pero no se debe olvidar que si bien los empleados disponían de mejores ingresos, eran también los chivos expiatorios cuando se presentaban cataclismos en el sistema. Segundo, el bajo nivel de formación era casi general entre los obreros, los
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empleados e incluso de muchos que ocupaban puestos de responsabilidad. “El bajo nivel cultural que caracteriza toda la sociedad era el telón de fondo social del estalinismo”122. Esta tendencia fue contrarrestada cuando se dio inicio a una amplia campaña de lucha contra el analfabetismo. Si en 1897 el 40% de los hombres entre 9 y 49 años podían leer y escribir, en 1930 el porcentaje aumentó a 94%. Esto permitió una rápida expansión de los medios de comunicación, que en el caso de los periódicos pasaron de 9,4 millones de ejemplares en 1927 a 38 millones en 1940. Es decir, el aumento en los niveles de instrucción tuvo lugar dentro de una atmósfera estalinista y no fue extraño, por tanto, que se afirmara la identificación del vector entre el líder y las masas. Tercero, determinó la composición de la nueva clase dirigente. En la década de los treinta esta fue reclutada entre los sectores populares, los cuales sustituyeron a la vieja intelectualidad y a los especialistas burgueses. Este grupo, denominado praktikí, era el responsable de la dirección, y, por su origen social y escasa formación, ocupaban puestos de mando para los cuales no había tenido la preparación adecuada. La formación, así como el conocimiento de sus funciones, la extraían de la experiencia práctica en las tareas directivas. Estas personas, que aprendieron un oficio en la práctica, constituían un grupo muy amplio. En 1941 por 1000 obreros se contaban con 110 ingenieros, pero sólo el 19,7% tenían un diploma de educación superior, 23,3% un diploma secundario y 57% eran praktikí. El hecho de que numerosos integrantes de los sectores dirigentes provinieran de los escalones inferiores de la sociedad dio lugar a un proceso de plebeyización del poder, la cual consistió en que, a través de las purgas, se contribuyó a una masiva promoción de funcionarios de origen popular pertenecientes básicamente al proletariado urbano y a los campesinos, quienes llenaron las vacantes en las instancias intermedias y, a veces, superiores de poder en el Estado.
122 Moshé Lewin, Le siécle soviétique, op. cit., p. 81.
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Esta plebeyización produjo una subversión de los ideales socialistas y acabó con los remanentes libertarios, que tan importante papel habían desempeñado en los agitados años de la década de 1910. En ese entonces, todos los antiguos prejuicios, la antigua moralidad fue barrida por la revolución que relajó al máximo las formas legales de vida en la familia, el matrimonio y la vida sexual. Con la plebeyización de los treinta se afianzó la mentalidad tradicional anclada en las tradiciones culturales populares. Esta nueva actitud se tradujo en la práctica en un choque contra la emancipación femenina, contra la diferenciación social y las tendencias individualistas. También se sometió a una dura crítica al arte y a la cultura elitista, la cual fue sustituida por un tipo de manifestación artística que dignificara a los sectores populares promovidos a los puestos de mando en el aparato del partido y del Estado. El criticado realismo socialista no fue como se ha argumentado generalmente el resultado de la perfidia de un hombre, sino que fue la afirmación de nuevos principios acordes con las transformaciones sociales y políticas de los años treinta. El realismo socialista, término acuñado por Andrei Zhdanov en 1934, “realizó, en el plano de los imaginarios, una valorización del pueblo, como ninguna sociedad lo había hecho anteriormente. Esta reacción, que golpeó duramente a la intelligentsia, fue de hecho el ascenso de los valores y tradiciones populares y el descrédito de los valores heredados de la ilustración y la burguesía” 123 . El realismo socialista, en síntesis, constituyó una reafirmación de los mecanismos de promoción social y se convirtió en un procedimiento para la legitimación social del régimen que destacaba y reactualizaba los valores ancestrales y populares de los rusos. A nivel político, el estalinismo fue un gran generador de violencia, y éste es, sin duda, el aspecto más conocido del modelo 124 . Sin embargo, la represión y la concentración del poder político también deben entenderse dentro de las tendencias que particularizaban el desarrollo de la URSS en esos años. En la actualidad se dispone de cifras bastante aproximadas sobre el número de personas que fueron objeto de la violencia (véase el Cuadro 4). Los años de mayor violencia fueron 1937 y 1938, cuando más de millón y medio de personas fueron arrestadas por actividades antisoviéticas, de los cuales cerca de setecientos mil fueron fusiladas. Este desmedido ejercicio de la violencia tuvo varios factores potenciadores, así
123 Marc Ferro, Histories de Russie et d’ailleurs, op. cit., p. 122. 124 Robert Conquest, The Great Terror. Stalin’s Purge ofthe Thirties, Londres, 1968.
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como también objetivos diferenciados. Primero, la violencia, la cual en algunos momentos llegó a representarse bajo el referente de la lucha de clases, se empleó no contra el pueblo en general, como se ha sugerido corrientemente, sino contra aquellos sectores partidarios del modelo anterior o que se beneficiaban de la diferenciación social inducida por la NEP: intelectuales, nepman, campesinos ricos. Como tuvimos ocasión de analizarlo en los inicios de la colectivización, el ejercicio de la violencia rural fue en parte una reacción de las clases pobres de la ciudad y del campo en colusión con los sectores más radicales dentro del partido en contra de los campesinos emprendedores. En la década de los treinta, las purgas y la represión cristalizaron una promoción masiva de nuevos funcionarios de origen popular que aceleró la movilidad social: la llegada al poder del proletariado urbano y de los campesinos identificados con las nuevas orientaciones de la política estatal. Las grandes “purgas” que devastaron la URSS en los años treinta pueden ser explicadas por el deseo del máximo jerarca de edificar su modelo de sociedad con hombres que no hubiesen sido educados en las tradiciones del pasado o que estuviesen dispuestos a abdicar de él. En efecto, el nuevo régimen necesitaba de un grupo social que le sirviera para controlar la sociedad. Ese fue el papel que desempeñaron la burocracia y la policía secreta. Los inmensos privilegios a ellas dispensadas le garantizaron su total lealtad. Getty y Naumov, dos historiadores que han estudiado en extenso este ejercicio de la violencia en la década de los años treinta, en su imponente trabajo, ofrecen otras explicaciones sobre este fenómeno, algunas de las cuales sucintamente presentaremos a continuación. Primero, la violencia se produjo por los miedos que despertaba la frágil situación social en el interior mismo de la elite. El caos transformador a que indujo la revolución económica y social de 19291932 -colectivización, industrialización acelerada, hambrunas, desplazamientos masivos de la población, etc.,- generó miedo y ansiedad en el seno de la clase dirigente ante la posibilidad de quedar superados por la radicalidad de los hechos.
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CUADRO 4 NÚMERO DE PERSONAS CONDENADAS
Año
Número de personas condenadas
1921 1922
35829 6003
Campos, colonia y prisión
Exilio
Otras penas
9701 1962
21724 2656
2587 1219
Pena de muerte
1923
4794
414
2336
1817 166 2044
1924
12425
2550
4151
5724
-
1925
15995
2433
6851
6274
437
1926
17804
990
7547
8571
1927 1928
26036 33757
2363 869
12267
171 1037
1929
56220
2109
16211 25853
11235 15640 24517
3741
1930
208069
20201
114443
58816
14609
1931
180696
10651
105683
63269
1093
1932 1933
141919 239664
2728 2154
73946 138903
36017 54262
29228 44345
1934
78999
2056
59451
5994
11498
1935
267076
1229
185846
33601
46400
1936
274670
23719
30415
1937
790665
1118 353074
219418 429311
1366
6914
1938
554258
328618
206009
16342
3289
1939
63889
2552
54666
3783
2888
1940 1941 1942
71806 75411 124406
1649
2142
2288
8001 23278
65727 65000 88809
1200 7070
1210 5249
1943
78441
3579
68887
4787
1944
75109
3029
70610
649
1188
1945 1946
123248 123294
4252 2896
116681 117943
1647 1498
688 957
1947
78810
1105
76581
73269
-
72552
666 419
458
1948 1949
75125
-
64509
10316
300
1950
60641
475
54466
5225
475
1951 1952
54775
1609
28800 8403
1612 198
49142 25824
3425 773
599 591
Primera mitad 1953 Total
4060306
799455
Fuente: B. P. Kurashv ili, Istoricheskaya lógika stalinizma,
124
7894
38
1631397
413512
Moscú, 1996,
pp. 159-160.
-
696
821
298
273 215924
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“Este temor a perder el control de los hechos, a perder incluso el poder, los empujó a dar una serie de pasos destinados a proteger su rango y administrar la situación: a sancionar y edificar un culto unificador en torno a Stalin, a cortar en flor el más mínimo ápice de disidencia en la élite, cerrando filas alrededor de un concepto rígido de la disciplina del partido, y a embarcarse en un programa de centralización en todos los ámbitos, desde la administración hasta la cultura (...) Este aumento del grado de inseguridad, a la luz de las tradiciones bolcheviques y la personalidad de Stalin, es un factor a la hora de tratar de comprender el terror” 125. Valga señalar que el terror no excluía en absoluto a la elite. Como ejemplo puede citarse que de los 1966 delegados que estuvieron presentes en el XVII Congreso del partido, 1108 fueron encarcelados. Segundo, además de la proclividad de Stalin por el ejercicio del terror, en su desencadenamiento también intervinieron distintos sectores de la elite. “Hemos llegado a la convicción de que las explicaciones habituales del apoyo que concitó el terror son improcedentes. No sólo no hay indicios de que la figura de Stalin inspirara temor en la primera fase, durante la cual se engendró el terror, sino que no se han encontrado muestras de reticencia o de protesta entre los líderes supremos del partido en ningún momento del proceso. En cambio, todo indica que hubo un consenso amplio en las distintas fases sobre la conveniencia de la represión de grupos específicos y de “limpiar” el partido de elementos indignos de confianza” (...) “A cada paso del camino fueron surgiendo grupos de interés, dentro y fuera de la élite, que apoyaron la represión de determinados grupos, en ocasiones con una mayor vehemencia que el propio Stalin. El terror, más que deberse a un hombre que intimidara a todos los demás, consistió en una serie de esfuerzos de grupo (aunque dichos grupos cambiaran con frecuencia). Esta conclusión no exonera en modo alguno a Stalin ni atenúa su grado de culpabilidad. Pero sí significa que el panorama es más complejo. La represión fue tanto el resultado del consenso como de la demencia de un solo hombre, por lo que provoca aún mayor desasosiego” 126. Tercero, la violencia también fue el producto de tensiones que se presentaban dentro de la misma clase dirigente. “Las líneas de falla no separaban a la “derecha” de la “izquierda”, como había ocurrido en el decenio anterior, sino
125 J. Getty y Oleg Naumov, op cit., p. 459 y 34. 126 Ibídem, p. 466 y 12.
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horizontalmente, a un estrato de otro. Una primera falla separaba al partido de la sociedad. Otro foso separaba en el partido a los líderes regionales y locales de los miembros de base. Los “círculos familiares” territoriales, preservados a merced de prebendas y a la protección mutua, usaban a los miembros de base como sus soldados de a pie, aunque los “grandes señores” regionales del partido formaban parte de la nomenklatura, entraban a menudo en conflicto con otros elementos de dicha élite. En particular, los intentos de la élite moscovita y de Stalin de centralizar todos los elementos de la vida política y social enemistó a los líderes de la capital con sus homólogos de provincia. Stalin y su politburó constituían otro agente colectivo en este esquema, con intereses propios. Se pusieron del lado de los elementos partidarios de la centralización, de la nomenklatura de la elite cuando sus intereses mutuos coincidieron pero, en otras ocasiones, se aliaron a los jefes regionales (...) “Así, en 1933 y 1935, Stalin y el politburó se unieron con todos los niveles de la nomenklatura para inspeccionar o purgar a las indefensas bases. Los líderes regionales emplearon dichas purgas para consolidar sus maquinarias y expulsar a las personas “molestas”. Este proceso trajo consigo un nuevo reajuste en 1936, en el cual Stalin y la nomenklatura de Moscú se pusieron del lado de las bases, quienes se quejaban de la represión ejercida por las élites regionales. En 1937, Stalin movilizó abiertamente a las “masas del partido” contra la nomenklatura en su conjunto; algo que constituyó un importante factor de la destrucción de la elite durante el Gran Terror. Pero en 1938, el politburó dio un golpe de timón y reforzó la autoridad de la nomenklatura regional, tratando de restaurar el orden en el partido durante el terror”127. Por último, de acuerdo con estos historiadores, el poder de Stalin no era omnipresente ni omnipotente, y en ocasiones su margen de maniobra tenía limitaciones. “En varios momentos, por ejemplo, trató de restringir la autoridad de ciertos grupos de la elite, a pesar de que el régimen precisaba de dicha elite para mantener el poder y gobernar el país. Su dilema consistía por lo tanto en encontrar la forma de refrenar la autoridad de los demás actores, sin permitir que los espectadores situados fuera del coso político pudieran intuir las discordias reinantes entre la elite”128.
127 lbídem, p. 32-33 y 33-34. 128 lbídem, p. 34.
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Otra característica de este Estado omnipotente, el cual controlaba la economía y las riquezas del país, establecía las proporciones del crecimiento en los distintos ámbitos y que carecía de mecanismos de rendición de cuentas, era ser un aparato muy burocrático. Un ejemplo de este carácter se puede observar con el aumento del número de comisarios del pueblo que pasó de 10 en 1924, a 18 en 1936 y alcanzó los 41 en 1940. Como el partido se encontraba sobrepuesto sobre el Estado, el comité central del partido comprendía 45 departamentos, uno por cada actividad gubernamental. En un Estado tal, era relativamente fácil que la burocracia se autonomizara con respecto al poder político y a la sociedad. La violencia sistemática contra ella fue un mecanismo para doblegar su resistencia, mantenerla bajo control y privarla de su capacidad para reproducirse autónomamente. Uno de los métodos empleados por Stalin para mantener bajo control a este sector consistía en fragmentar y vaciar las instituciones políticas de toda su sustancia. Así se lograba que los responsables de menor nivel no pudieran acumular poder. El terror, en este plano, constituyó un procedimiento para vencer las resistencias y también para organizar el entramado burocrático del omnipotente Estado soviético. Además del terror el otro método de control de esta burocracia se llevaba a cabo a través del sistema de nomenklatura. Este era el método utilizado para mantener los cuadros dirigentes bajo el control del partido. De la nomenklatura hacía parte el estrato superior del gobierno y del partido (aproximadamente 4836 personas). También abarcaba un tercio de los 160 mil puestos superiores, de los cuales 105 mil en el aparato central del gobierno y 55 mil en los ministerios y demás servicios gubernamentales de las repúblicas. Esta nomenklatura no constituía una nueva aristocracia. “Con el paso del tiempo, la élite del partido, autoelecta y renovada mediante un sistema de nombramientos jerárquicos personales fue gozando cada vez de mayor poder, prestigio y privilegios. Esta nomenklatura se componía de miembros y personal del politburó y del comité central, los primeros secretarios de los comités regionales del partido y funcionarios con dedicación plena y gestores a muy diversos niveles, hasta en los distritos urbanos y rurales. Los móviles de la nomenklatura eran dispares. Por una parte, protegían celosamente su posición como elite. Si caía el régimen, desaparecerían sus distintos privilegios e inmunidades. Cuanto más exclusivos y autoritarios pudieran mostrarse, a mejor resguardo tendrían sus fortunas per-
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sonales. Sin embargo, por otra parte, nada nos permite pensar que no fueran al mismo tiempo verdaderos creyentes en el comunismo” 129. Pero no es correcto demonizar el carácter burocrático del régimen. De una parte, porque ello esconde la naturaleza intrínseca del sistema. “La burocracia no es una capa parasitaria que se arrogue privilegios materiales en virtud del monopolio de su poder. Es ella el primer estimulante a la elevación de la producción por la presión que ejerce sobre el conjunto del aparato económico subordinado a su poder. No es “a pesar” de la burocracia que la URSS se ha industrializado, sino “gracias” a ella. La dominación de la burocracia no es un reflejo de normas de dominación burguesas, sino el reflejo de la planificación existente. La burocracia tiene todo el interés de que la planificación sea lo más equilibrada posible, que no haya penurias, que la calidad de los productos sea elevada, que los consumidores estén satisfechos y se esfuerza activamente en combatir todos estos fenómenos negativos. El problema es que todos estos aspectos negativos están vinculados intrínsecamente no con los privilegios burocráticos, sino con la lógica misma de la planificación centralizada” 130. Otro aspecto de esta dimensión política del estalinismo fue el culto a la personalidad. El culto a la figura de Stalin tampoco fue, como lo ha pretendido ver la historiografía occidental131 y la soviética con posterior al XX Congreso del PCUS, como una deformación del socialismo y una justificación para la concentración del poder. Stalin era un líder sin precedente en la historia y su culto se apoyaba en varios elementos. Se debe tener en cuenta la imagen patriarcal campesina del jaziain. “Pero a diferencia de los Romanov, siempre cubiertos de joyas e identificados con las viejas aldeas y el campesinado ruso, Stalin creó un tipo especial de zar modesto, austero, misterioso y urbano. No estaba en contradicción con el marxismo”132. Con el culto se recuperó la figura del “venerable zar bueno”, muy presente en la conciencia popular, y su función política consistía en crear una dinámica sociopolítica, en la cual un nuevo vector -el líder carismático-masas popula-
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Ibidé ni, p. 31. Gérard Roland, op cit, p. 227. Adam Ulam, Stalin, Barcelona, Moguer, 1975. Simón Sebag Montefiore, La corte del zar rojo, Barcelona, Crítica, 2004, p. 173.
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res- se introduce en las relaciones intraélites, modificando la relación de fuerzas en el interior de esta y haciendo partícipes a los sectores populares en la toma de decisiones en la alta política. Los llamados a la stajanovshina, es decir, al aumento de la productividad por parte de los trabajadores por ejemplo, más allá de sus magros resultados económicos, fueron procedimientos que permitían quebrar la resistencia de los gerentes y alimentar el vínculo entre el máximo líder y la clase trabajadora. Este rasgo de la vida política rusa hunde sus raíces en las profundidades de la historia y en la conciencia colectiva del pueblo. Hay que buscar sus orígenes en la organización de las comunidades campesinas y en el sincretismo entre el cristianismo y las actitudes paganas propias de la religiosidad popular rusa. El aislamiento y el inmovilismo de las obschinas crearon la sensación de que todo lo que ocurriera afuera era extraño. El rechazo al mundo externo y especialmente a los intentos de modernización convirtió a las comunas en el fermento del conservadurismo social y del autoritarismo porque una vez que las decisiones se adoptaban colectivamente, se desconocían los derechos de las minorías y de los individuos independientes. Esta cultura se mezcló con la representación religiosa popular. No está demás recordar que no obstante el carácter ateo del Estado, en el censo de 1937 el 57% de la población confesó su calidad de creyente. Como durante el zarismo la Iglesia estuvo siempre alejada de las preocupaciones cotidianas del pueblo y permaneció suspendida en la época soviética, la religiosidad se expresó de manera directa a través de un sincretismo de actitudes paganas y cristianas. El icono se convirtió en el altar y la veneración estimuló la sumisión frente a la representación simbólica. En estos años, la religiosidad adoptó una figura política y terrenal: el culto al líder. En la máxima autoridad se delegó la representación de los intereses populares y a través de él, de manera pasiva, se participaba en los asuntos públicos. Esta característica de la vida política reprodujo la sumisión a la autoridad y conservó el predominio de lo social (colectivo) sobre lo individual133. Pero también había factores circunstanciales que alimentaban la necesidad del culto a la personalidad. No sólo porque los rusos y muchas otras nacionalidades de la URSS estaban acostumbrados a que su identidad nacional se expresara a través de la figura de un líder supremo, sino también por la necesidad de compatibilizar los
133 Iury Afanassiev, Ma Russie fatale, París, Calman-Lévy, 1992, capítulo cuarto.
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elementos de continuidad con los de ruptura. “El primer plan quinquenal había causado una ruptura enorme, y la imagen de zar que daba Stalin permitía afirmar que el estado contaba con un líder fuerte y decidido” 134. La elite soviética participa asimismo del culto a la personalidad porque veía en ello un importante recurso político: el endiosamiento se convirtió en el símbolo de la unidad de la clase dirigente. Con el se proyectaba una imagen de afinidad y se encubrían las discrepancias, tensiones y errores. Tratando de sintetizar las orientaciones de los cambios iniciados en la década de los años treinta, podemos decir que el estalinismo, más que la aplicación concreta de la doctrina de la cual Stalin se hacía portador, fue una convergencia de un radicalismo popular e intelectual, con la cual se desarrolló la necesidad de dar curso a un rápido proceso de modernización, pero sobre la base de los elementos propios de la cultura popular rusa: igualitarismo, espíritu colectivista, simbología política en el vector líder carismático-masas, denuncia de la desigualdad y de las tradiciones y culturas ajenas a los valores populares. En este proceso el papel del marxismo no fue más que el de un marco justificador y legitimador de las acciones implementadas. Por esta razón, en lugar de socialismo es preferible hablar de sistema soviético, porque el modelo fue ante todo el irrumpir de las tradiciones populares en la determinación del proceso de desarrollo que iba a seguirse.
134 Robert Service, opcit., p. 194.
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Tercera parte. Seguridad colectiva, guerra mundial y guerra fría. El dilema de la mundialización de la URSS En el capítulo anterior tuvimos ocasión de presentar un análisis sobre las particularidades del modelo económico, social, político y cultural puesto en funcionamiento por Stalin en la década de los treinta. En momentos en que se erigió este modelo, la autarquía era un fin en sí, pues todo los elementos estaban pensados en función de las dinámicas internas y la apelación al internacionalismo —la famosa consigna ¡proletarios del mundo, uníos!- sólo revestía un carácter enunciativo. En general, se puede afirmar que el modelo de la NEP, el cual presuponía una inserción controlada de la URSS en la dinámica mundial y que adoptaba como referente el capitalismo de Estado alemán, constituía una propuesta de desarrollo que se inscribía dentro de las grandes tendencias de la globalización económica internacionalizada las cuales habían predominado en el período inmediatamente anterior a la Primera Guerra Mundial, y que en los inicios de los veinte intentaron ser reconstruidos por los gobiernos de varios países, entre ellos, los de la misma República de Weimar. El esquema estalinista, por el contrario, se inspiraba en la tesis del “socialismo en un solo país” y propendía por un régimen autárquico. Este esquema, al igual que su antecesora, no constituía un fenómeno anómalo, pues también se inscribía en un tiempo mundial, es decir, se encontraba a tono con ciertas tendencias planetarias, debido a que sus propósitos coincidían con un denodado esfuerzo por parte de los grandes países industrializados por revertir los anteriores niveles de compenetración en la economía mundial, situación que la crisis de 1929 no había hecho más que exacerbar. La década de los treinta fue, en efecto, uno de los ciclos más intensos de desglobalización que ha experimentado el mundo y explica suficientemente la aceptación de políticas como la sustitución de importaciones o el recogimiento de las metrópolis en torno a sus imperios coloniales. Dentro de estas tendencias generales, la particularidad del modelo soviético consistió en que este autocentramiento de la URSS se concibió como momento fundacional de una nueva sociedad en cuya germinación desempeñaron un papel
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especial ciertos rasgos nacionalistas rusos, los cuales, a diferencia de épocas anteriores, se expresaban no en contraposición con las restantes minorías nacionales que habitaban el territorio, sino con respecto a la experiencia de Occidente. Era, en esencia, frente a este último que la Unión Soviética desplegaba todo su “tradicionalismo” y autosuficiencia. El único ámbito donde se exhibía cierta presencia o influencia de factores externos fue en relación con la compleja situación mundial imperante en los treinta, que se proyectaba como un referente de oposición, es decir, era el escenario frente al cual se debía guardar distancia. El aislamiento y la protección que se construyó frente a la dinámica mundial llegaron a tal nivel que fue espasmódico el impacto que sobre la URSS tuvo la crisis de 1929. Dentro de la lógica del modelo eran escasos, y además fácilmente controlables, los intersticios a través de los cuales las dinámicas externas podían afectar la realidad interna del país de los soviets. A pesar de su naturaleza, aislamiento y vocación, en la segunda mitad de la década de los treinta el sistema soviético tuvo que enfrentar un conjunto de contingencias externas. En los treinta, el nivel de exposición era básicamente político y geopolítico y podía ser controlado, dado que gravitó en lo fundamental en torno al imperativo, defendido afanosamente por el Comisario de Asuntos Externos, Máxim Litvinov, de construir un esquema de seguridad colectiva continental para que la URSS pudiera seguir disfrutando de su autarquía. Pero en los cuarenta, la situación fue otra. Con el inicio de la Segunda Guerra Mundial y la posterior entrada de la URSS en la misma se registró un sensible aumento en el nivel de incidencia de los factores externos, toda vez que los preparativos para hacer frente al conflicto, así como la definición de un nuevo marco de seguridad interna a través del posicionamiento territorial en zonas fronterizas altamente vulnerables y la negociación con las principales potencias se convirtieron en un fin en sí. Lo externo comenzó a perder su condición intrínseca y devino una condición interna, sobre todo en la medida en que la Unión Soviética se alzó como una potencia con capacidad para hacer frente a la maquinaria bélica alemana. Al finalizar el conflicto la Unión Soviética no sólo se transformó en una de las grandes potencias mundiales. También se erigió en líder de un subsistema socio económico -el campo socialista-, en una de las dos superpotencias mundiales y en actor fundamental en torno al cual se organizó el eje de enfrentamiento bipolar, conocido como la guerra fría.
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Fue, sobre todo cuando se recuperaron los anhelos intemacionalistas a nivel del discurso, y en ocasiones también en la práctica, que el socialismo soviético se propuso convertirse en la antesala de una especie de globalización, entendida esta como la realización del socialismo mundial. Es decir, la Unión Soviética entró a competir por la organización futura del mundo en su conjunto, desde un plano de debilidad, en la década de los años treinta, por cuanto el único aliado con el cual contaba era la frágil Mongolia, pero desde una posición de mayor fuerza desde la segunda mitad de la década de los años cuarenta, cuando voluntaria u obligatoriamente un conjunto de países de Europa, Asia, y posteriormente Africa y América se sumaron a la causa de construir el socialismo. En tres campos se puede observar este anhelo globalizador de la Unión Soviética: en la exportación de su modelo de desarrollo que debía ser copiado fidedignamente por todo país que deseara recibir su apoyo (globalización económica), en la creación de una nueva internacional de los partidos comunistas bajo la égida de Moscú y en el apoyo a los movimientos revolucionarios (globalización política) y en la propagación del marxismo leninismo y de los “éxitos” de la experiencia soviética, codificados por Stalin, en múltiples y vulgares manuales, lo que tuvo un impacto muy grande en las concepciones de la izquierda en casi todos los países del mundo (globalización ideológica y cultural). Pero, desde otro ángulo, la Unión Soviética se convirtió en una importante fractura de la globalización tal como venía desplegándose desde el siglo XIX porque planteó un límite territorial a la expansión de la economía de mercado, construyó espacialidades desconectadas de los circuitos capitalistas, mantuvo el anhelo de involucrar a un número creciente de países dentro de su órbita y porque entró a competir con las potencias occidentales en la “organización” del sistema económico y político mundial. Es decir, fue un serio intento, aunque a la postre fallido, de organizar el mundo sobre bases diferentes y encaminar las tendencias globalizantes hacia la universalización del socialismo. En síntesis, en los largos años que se extienden desde mediados de la década de los treinta hasta la implosión de la URSS en 1991, los factores externos fueron teniendo una gravitación mayor y por eso, el desarrollo ulterior de la Unión Soviética, así como el de la Rusia poscomunista dejaron de desarrollarse en clave interna, porque su misma razón de existencia comenzó a globalizarse. Es evidente que cuando sobrevino la década de los treinta, la Unión Soviética había experimentado un radical cambio frente al mundo, pues, con la construcción
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del “socialismo en un solo país” se fue disipando el anterior aventurerismo revolucionario y se abandonó la pretensión de propiciar la revolución mundial. Como señalaba un funcionario del Foreign Office acreditado en Moscú “aunque la Rusia de los soviets pretende extender su influencia por todos los medios a su alcance, la revolución a escala mundial ya no forma parte de su programa, y no existe ningún elemento en la situación interna de la Unión que pueda promover el retorno a las antiguas tradiciones revolucionarias. Cualquier comparación entre la de Alemania antes de la guerra y la amenaza soviética actual debe tener en cuenta (...) diferencias fundamentales (...) Así pues, el riesgo de una catástrofe repentina es mucho menor con los rusos que con los alemanes”114. Fue precisamente durante estos años, cuando la URSS tuvo que enfatizar su actuación en el plano internacional, que aparecieron ciertos rasgos que le imprimieron una impronta específica a su forma de actuación externa. Estas particularidades encuentran una doble motivación. En parte, se derivan del tipo de sociedad. Por lo general cuando se examina la política internacional de un país, cualquier que este sea, y más aún cuando es una sociedad con una alta densidad histórica y que participa en las ligas mayores de la política mundial, su expresividad externa reproduce ciertas continuidades intrínsecas del país en cuestión. Pero también, su actuación se deriva de los lineamientos fundamentales del ordenamiento regional y/o mundial en su momento imperante. En el caso de la URSS, las formas particulares de inserción en el sistema internacio- 135
135 Citado en Eric Hobsbawm, La Historia del siglo XX, op cit., p. 229.
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nal de Estados y su actitud ambivalente frente a la economía mundial capitalista derivaban de su propia naturaleza sistémica. Pero la manera como proyectaban los dirigentes a la URSS en la vida mundial, los ejes estratégicos de su actuación externa e incluso la misma manera de asumir los factores de poder se desprendían del tipo de interacción que se construía con el complejo escenario internacional entonces existente. Esta doble dimensión en la determinación de la actuación externa de la Unión Soviética permite entender la pluralidad de niveles en que se realizaba su política internacional. A veces era de interioridad y en otras de exterioridad al sistema internacional. Es decir, disfrutaba de una posición especial lo que le permitía emplear procedimientos que eran comunes y compartidos “ética” y políticamente por los demás grandes actores del sistema internacional (v. gr., la seguridad colectiva) y también otros que le eran inherentes de modo particular en tanto que se presentaba como una potencia contestataria del orden mundial, los cuales transcurrían paralelos a los primeros. Fue en razón de este desdoblamiento que la URSS en los treinta gozó de una alta popularidad, debido a su actuación crítica frente al nazismo, distinta de la posición asumida por los otros países occidentales. Pero también porque por su posición contestataria diseñó estrategias políticas específicas para contener el avance del fascismo, como los frentes unidos, es decir, la unión de los partidos con fuerte arraigo entre los trabajadores, los frentes populares, o sea, grandes plataformas políticas que debían propiciar un frente común de todas las fuerzas antifascistas, y los frentes nacionales, agrupaciones mayores que las anteriores que convocaban a organizaciones de distinto perfil político. En una perspectiva global, la política soviética se encontraba interiorizada en el sistema internacional cuando se proponía fomentar la relación entre Estados, cuando se le reconocía como interlocutor en los asuntos globales que afectaban a la comunidad internacional. Por el contrario, la política soviética se encontraba exteriorizada cuando su actividad se basaba en postulados ideológicos y políticos y en modalidades de alianza de tipo particular que apuntaban a la transformación del sistema. Esta dualidad se fundamentaba en el hecho de que las principales fuerzas y los actores dominantes en el sistema mundial eran capitalistas. En los treinta
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ambas formas de posicionamiento se entrelazaron debido al temor que despertaba la Alemania hitleriana, país cuyo gobierno disponía de una aguerrida ideología y de unas no menos evidentes ambiciones territoriales. El fundamento para la convergencia con las fuerza de la coalición consistía en la necesidad de participar con las restantes fuerzas “ilustradas” contra oponentes que se mantenían anclados en un mítico pasado. La concordancia de estos dos niveles no era fortuita: el enfrentamiento en Europa asumía un carácter transnacional, situación que quedó reflejado por primera vez con la guerra civil española, y alcanzó una dimensión planetaria cuando a partir de 1941 la “guerra civil europea” se derivó en una guerra mundial. De esta dualidad se puede desprender otra característica: la Unión Soviética era en ocasiones una potencia contestataria y, en otras, una potencia como las otras. La primera cualidad se realizaba a través de aquellos procedimientos en los cuales la Unión Soviética operativiza internacionalmente su oposición al sistema mundial. La segunda se desprendía de aquellas situaciones en las cuales la URSS utilizaba procedimientos y normas comunes y generales inherentes a las demás potencias. En estos convulsionados años el Kremlin fue abandonando paulatinamente sus posiciones contestatarias y de exterioridad para cimentar la colaboración con los otros países aliados, lo que explica, por ejemplo, que resolviera disolver la Internacional Comunista en 1943. En todas estas distintas formas de actuación predominaban siempre una determinada preferencia nacional: la defensa de la integridad de la URSS. Esto es lo que explica que el 3 de mayo de 1939, Stalin destituyera al Comisario de Asuntos Externos, Máxim Litvinov y en su lugar colocara a uno de sus más cercanos colaboradores, Viacheslav Molotov. Esta sustitución no fue un simple cambio de funcionarios al frente de la Cancillería. Simbolizaba una reorientación en la política en relación con Europa. Sobre todo después de la Conferencia de Munich, Stalin creía firmemente que las democracias occidentales estaban animando a la Alemania hitleriana para que desencadenara una guerra en el frente oriental. La estrategia debía, por tanto, ser distinta a la seguridad colectiva: ante todo debía mantenerse a la Unión Soviética al margen del conflicto que inminentemente iba a estallar en suelo europeo. No importaba con quien se negociara siempre que se previniera la entrada de la URSS en la guerra. No sin cierta audacia, Stalin, a través de su Canciller, terminó suscribiendo un acuerdo con Hitler en lugar de las democracias occidentales.
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La explicación de esta reorientación es mucho más accidental de lo que la literatura de divulgación generalmente sugiere. Mientras Gran Bretaña y Francia enviaron en agosto de 1939 a Moscú una delegación de rango inferior con el ánimo de suscribir una alianza, la cual no disponía de mandato para negociar temas tan importantes para el Kremlin, como era la garantía de las fronteras soviéticas ni avalaba el acceso de tropas soviéticas por Polonia y Rumania en caso de un ataque de Alemania, la Cancillería germana estuvo dispuesta a negociar no sólo al más alto nivel, a través de su Ministro de Relaciones Exteriores, Joachim Ribbentrop, también ratificó todas las demandas territoriales soviéticas, las cuales quedaron consignadas en un documento secreto adjunto al tratado de amistad y no agresión (la mitad de Polonia, los países Bálticos y Besarabia, la actual Moldova, con lo cual la URSS dispuso de un importante escudo que se extendía desde el Báltico hasta el Mar Negro). Este acuerdo, suscrito el 23 de agosto de 1939, representaba una alta importancia para la URSS, porque paralelamente a estas negociaciones, en esos mismos días, tenían lugar enfrentamientos militares con Japón en el río Jalkin- Gol, las cuales se saldaron con una estruendosa derrota de este último. En esas circunstancias, sosegar el frente occidental representaba una alta importancia estratégica. Tiempo después, cuando se hizo más inminente la cercanía de ia guerra con Alemania, los soviéticos suscribieron -el 14 de abril de 1941- un Tratado de no agresión con Japón. El 1 de septiembre de 1939 se inició la Segunda Guerra Mundial con la invasión alemana a Polonia y después con la Blietzkrieg, la “guerra relámpago”. con los Países Bajos y Francia. La URSS se mantuvo al margen de la misma hasta 1941, no sin antes ocupar las zonas de influencia que reclamaba (la mitad de Polonia, las repúblicas del Báltico y Besarabia) y librar una pequeña batalla con Finlandia. El 30 de noviembre de 1939 Stalin atacó este país con el propósito de desplazar la frontera hacia el interior de Finlandia para garantizar la seguridad de Leningrado, la cuna de la revolución. Si bien esta guerra se saldó con la victoria de los soviéticos, la cual fue sancionada en marzo de 1940 con un tratado que cedía a la URSS alrededor de 36 mil Km. cuadrados, el costo fue enorme: alrededor de 125 mil soldados perecieron en los campos de batalla, evidente demostración de que el ejército, parte de cuya plana mayor había desaparecido con las “purgas”, no se encontraba preparado para librar una guerra de gran envergadura. Toda la información disponible sugiere que Stalin era concierne de la inminencia de una guerra con Alemania, pero ante todo ansiaba dilatar al máximo la entrada de
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la URSS en la contienda y por ello no dio créditos a los innumerables testimonios recibidos por parte de sus espías y otros informantes sobre los preparativos bélicos alemanes, porque temía que no fueran otra cosa que un pretexto para obligar a la URSS a entrar en la guerra o que el alistamiento de sus ejércitos pudiera ser interpretado por Hitler como una declaración de guerra. Sin embargo, el 22 de junio de 1941, a las 3 y 15 minutos, el mismo día en que el ejército de Napoleón 129 años antes invadiera Rusia, la Wehrmacht atacó la URSS con 3600 tanques, 600 mil vehículos motorizados, 2500 aviones, 7 mil piezas de artillería, 62 mil caballos y más de 3 millones de soldados. El factor sorpresa jugó en favor de los alemanes. Al cabo de tres semanas, la URSS había perdido cerca de dos millones de hombres, tres mil quinientos blindados y más de seis mil aviones. El 28 de junio cayó Misk, capital de Bielorrusia, y el 21 de agosto de 1941, Leningrado se encontraba sitiado. El 30 de octubre las tropas alemanas se hallaban a sesenta kilómetros de Moscú. Si la capital finalmente no cayó fue porque se pudo trasladar a 400 mil soldados del ejército del Extremo Oriente, fuerza que logró detener el avance alemán en las afueras de Moscú, propinándole a la maquinaria bélica alemana la primera derrota desde el inicio de la Segunda Guerra Mundial. Dos batallas modificaron el mapa geoestratégico en el frente germano soviético. La de Stalingrado, cuyo desenlace se produjo el 31 de enero de 1943 con la rendición del mariscal de campo Von Paulus, fue la más importante. Con 1 millón de hombres, más de 13 mil cañones, 1400 carros blindados y 1115 aviones, el mariscal Zhukov cercó al VI Ejército alemán, apresando a cerca de 250 mil alemanes. En julio de 1943 tuvo lugar la colosal batalla de tanques en Kursk, cuya derrota significó para Hitler perder “su última oportunidad de ganar la guerra”136, sobre todo por la amplia superioridad de los tanques soviéticos, que inhibió al alto mando alemán a intentar nuevas ofensivas de blindados. La guerra fue un acontecimiento que produjo grandes variaciones en la vida interna e internacional de la Unión Soviética. Primero, por la magnitud de las pérdidas humanas. La Primera Guerra Mundial y la guerra civil habían entrañado la muerte de 16 millones de personas. Los años de la industrialización forzosa y de la violencia descarnada de los treinta se tradujeron en la desaparición de más de 10
136 Simón Sebag Montefiore, op cit., p. 477.
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millones de soviéticos. Pero nada igual a la Segunda Guerra Mundial que totalizó veintiséis millones de muertos, verdadero cataclismo demográfico. No menos impresionantes fueron las grandes pérdidas materiales: 1710 ciudades y 70 mil aldeas arrasadas y casi toda la infraestructura en la zona occidental quedó completamente inservible. Segundo, por la militarización de la sociedad. En su mejor momento, doce millones de personas se encontraban alistados en el Ejército Rojo, a los cuales se sumaban 100 mil partisanos que combatían en la retaguardia del enemigo. Es cierto que la Unión Soviética recibió un apoyo de los países aliados. Analistas anglo americanos gustan ofrecer el cálculo de que los bienes recibidos ascendían a un quinto del PIB de la URSS. No sólo es completamente desmedida esta proporción, más importante es que esconde un dato muy concreto: los envió se materializaron con posterioridad a los triunfos soviéticos en Stalingrado y en Kursk. Además, como recuerda Marc Ferro, los anglos americanos no querían un rápido triunfo soviético, razón por la cual los primeros aviones enviados a la URSS fueron suministrados por partes: unos componentes entraban por Murmansk, en el extremo norte, y los otros, por Irán137. Sin duda que no fue este el factor que inclinó la balanza en el frente germano soviético. El esfuerzo del pueblo soviético fue descomunal. Prontamente se recompuso la producción industrial y se logró satisfacer las múltiples necesidades del frente. Entre 1940 y 1944 se cuadruplicó la producción de municiones y se llegaron a fabricar 3400 aviones mensuales. Mientras los alemanes construyeron 128 mil cañones, los soviéticos produjeron 211000. En 1944, mientras los norteamericanos construyeron 20500 tanques, los alemanes 27300 y los rusos 28963. Las cifras no reflejan otro dato importante: la superioridad del tanque soviético T 34 sobre sus similares. En los cuatro años que duró la contienda la industria abasteció con calidad las distintas necesidades del frente. El lugar alcanzado por el factor militar no desapareció con la finalización de la guerra. Es cierto que una vez concluida la guerra se desmovilizó a buena
137 Marc Ferro, Les tabous de l’histoire, París, Nil F.ditions, 2002, p. 57.
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parte de los soldados (el ejército pasó de doce a tres millones de hombres) y la nueva doctrina militar asumió posturas defensivas. Pero estas modificaciones no deben esconder el hecho de que la militarización siguió latente y devino en una carrera armamentista de ilimitadas proporciones, con la novedad de que ya no era sólo convencional, sino nuclear. En 1949 la URSS dispuso de la bomba atómica y en 1953 la de hidrógeno. La carrera armamentista se arraigó en el modelo soviético y terminó constituyéndose en uno de sus atributos fundamentales durante la guerra fría. Esta tendencia fue particularmente notable hasta 1956 cuando el elemento motor de la política exterior giró en torno al poderío militar recién alcanzado por la URSS. El objetivo fundamental consistía en mantener las posiciones adquiridas, principalmente en el escenario europeo, y en conservar la condición de potencia militar de proyección mundial. En estos años, el factor ideológico fue también ampliamente utilizado con el mismo propósito en la medida en que se diseñó un modelo de desarrollo para las democracias populares, es decir, para los países de la Europa Centro Oriental que se encontraban en la zona de dominio de la URSS (Polonia, Checoslovaquia, Hungría, Bulgaria, Rumania y la República Democrática Alemana, la antigua zona de ocupación soviética). La presencia militar soviética, la identificación de posición y de influencia con estos países a través del Consejo de Ayuda Mutua Económica (CAME), el Pacto de Varsovia y el Cominform (institución de coordinación de actividades de los partidos comunistas de la URSS, la Europa Centro Oriental a los cuales se sumaban el francés y el italiano) se convirtieron en importantes engranajes del poderío militar de la URSS. Tercero, durante la guerra se relajó el clima cultural pero también se fortalecieron muchos de los emblemas patrióticos de la gran Rusia. Se restableció la actividad de la Iglesia ortodoxa y se recuperó el papel de grandes figuras del pasado, como zares y estrategas militares, sobre todo de aquellos cuyas gestas personificaban la grandeza de Rusia. No fue extraño que los soviéticos definieran esta guerra como la “Gran Guerra Patria” y que germinara una ideología nacionalista de gran potencia. Esto en parte explica los grandes sobresaltos que experimentó la política hacia las minorías nacionales en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial. Bajo orden de Stalin algunos pueblos fueron castigados por presuntas complicidades con los nazis o por ser portadores de un cosmopolitismo extranjerizante. Esta situación se tornó más compleja por el rena-
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cimiento oficial del nacionalismo ruso, el cual, al igual que en períodos anteriores, debía salir en defensa de la patria en peligro. El auge del nacionalismo gran ruso y la consecuente subyugación cultural de las minorías, las cuales no pudieron recrear una atmósfera que canalizara sus expresiones, propagó en nuevas circunstancias el problema nacional, cuestión que sólo pudo ser mitigada con el poder y la destreza de los órganos de seguridad. Sobre todo se recurrió a los órganos de seguridad en aquellas regiones recientemente reincorporadas, como las repúblicas del Báltico, donde la imposición del modelo estalinista en los años de pre y posguerra fue posible a través de una descarnada violencia estatal que debió desarticular completamente los remanentes del antiguo régimen social y generar, al mismo tiempo, las condiciones para el establecimiento del nuevo sistema. Este proceso general, profundo y con muchas heridas, alimentó, entre muchos de estos pueblos, un profundo sentimiento antirruso, el cual ha perdurado hasta el presente más inmediato. Cuarto, la Unión Soviética se convirtió en uno de los actores fundamentales de la política mundial. Este punto merece especial atención, razón por la cual detallaremos brevemente su génesis. El desenlace de la Segunda guerra Mundial acabó con uno de los regímenes más represivo que el mundo haya conocido -el nazismo- y puso fin a largos siglos de dominio de Europa Occidental en la historia mundial. Pero, al mismo tiempo, determinó la conformación de una nueva configuración planetaria estructurada en torno a la oposición intersistémica entre el capitalismo y el socialismo y estableció la emergencia de un vector superior en las relaciones internacionales: la lucha de las dos super- potencias -Estados Unidos y la Unión Soviética- por la supremacía. No obstante haber costado millones de vidas humanas, el fin de esta conflagración planetaria no supuso el surgimiento de un mundo más apacible en el cual los conflictos, oposiciones y tensiones se dirimieran a través de la negociación y la concertación. Por el contrario, creó un manto de estabilidad en la principal zona de fractura -el continente europeo-, pero traía en ciernes la semilla de una nueva forma de competición y de exacerbación de los conflictos: la guerra fría, cuyas réplicas se manifestarían en los distintos confines de la tierra. En la actualidad, cuando la Unión Soviética ha desaparecido, existe la tendencia por parte de algunos analistas a atribuir la responsabilidad del estallido de la guerra fría al Kremlin y a la camarilla entonces dirigente en el país de los soviets1'7. Sin
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pretender negar la responsabilidad que también le concierne a Moscú, consideramos que un examen más ecuánime debe incorporar igualmente la participación de Gran Bretaña y de Estados Unidos en el inicio y desarrollo de esta nueva forma de competición, por ser países cuyos gobiernos también alimentaron los recelos y trataron de configurar un orden en el que prevalecieran sus estrechos intereses nacionales. Ya en las postrimerías de esta guerra, cuando era evidente la inminente derrota de Alemania y Japón, los gobiernos de los principales países aliados - Estados Unidos, Gran Bretaña y la Unión Soviética- emprendieron acciones encaminadas a definir un mundo acorde con la percepción que cada uno de ellos tenía de las relaciones internacionales. El tránsito de la colaboración a la confrontación ocurrió precisamente durante los meses finales de la guerra, por ser el momento en que comenzó a vislumbrarse un nuevo panorama internacional de posguerra estructurado en torno al declive de las potencias colonialistas (Gran Bretaña y Francia), el desmantelamiento de la principal potencia militar europea (Alemania) y el surgimiento de dos vigorosos Estados con pretensiones hegemónicas a escala planetaria: Estados Unidos y la Unión Soviética. Sobre Moscú, Londres y Washington recayó la responsabilidad de que los conflictos se transfiguraran en una nueva forma de oposición ya no entre países, sino entre sistemas e ideologías. La continuación de las tensiones y el origen de la guerra fría no fue únicamente el resultado de los cambios que se produjeron en los recursos de poder que favorecían a las llamadas superpotencias. Fue igualmente el producto de un cierto número de aprehensiones, suspicacias y recelos que mantenían las clases dominantes de los países centrales, así como también el resultado de profundas discrepancias ideológicas. La desconfianza de los líderes de la Unión Soviética se remontaba al período de preguerra. En la Conferencia de Munich de 1938, Gran Bretaña y Francia habían coludito, o sea, pactado en perjuicio de terceros, con Alemania para que esta última se apoderara de los Sudetes checoslovacos. Los soviéticos interpretaron esta concesión como el deseo de Occidente de dejar las manos libres a la Alemania nazi para que ejerciera control sobre la Europa Centro Oriental, incluida la Unión Soviética. El temor a 138
138 Walter Laqueur, La Europa de nuestro tiempo. Desde la segunda guerra mundial basta la década de los noventa, Buenos Aires, Vergara, 1994.
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que se reconstituyera una “cruzada anticomunista”, como la que había tenido lugar en 1918, fue lo que indujo a los soviéticos a buscar un acercamiento con Alemania, preocupación por enfrentarse en solitario contra Hitler, tal como quedó consagrado en el Pacto Ribbentrop-Molotov, y evitar así que su país se viera, desde un comienzo, envuelto en la guerra. Al finalizar el conflicto bélico, los soviéticos todavía conservaban el mismo tiempo de aprehensiones. Pero entonces la Unión Soviética era un país muy diferente: no sólo había resistido a la impresionante maquinaria militar alemana, sino que había llevado a sus espaldas el peso fundamental de la guerra en el teatro europeo. Disponía, además, del ejército más grande del viejo continente, y en su persecución a los alemanes había liberado parte importante de Europa Central y Oriental, región en la cual ejercía una indiscutible supremacía. En tales condiciones, la clase dirigente soviética creó una nueva escala de objetivos, la cual consistía en dotarse de un entorno regional que sirviera de garantía para su seguridad interna, posibilitara al mismo tiempo la ampliación del campo socialista y convirtiera a la URSS en un actor con el cual las otras grandes potencias y el mundo en general tuvieran indefectiblemente que contar. La transformación de la Unión Soviética en líder de un subsistema mundial implicó igualmente grandes transformaciones a nivel de la ideología. No sólo desapareció la insignificante permisividad ideológico-cultural de los años de la guerra, sino que se enarboló una nueva doctrina que debía guiar el accionar externo del país: la teoría de los dos mundos irreconciliables, el capitalista y el socialista. Esta nueva concepción sirvió de argumento para justificar la imposición del socialismo en aquellos países que habían sido liberados del yugo nazi por el ejército rojo y para reducirles su margen de autonomía. La “doctrina de las soberanías limitadas”, que alcanzó su máximo paroxismo en las décadas de los cincuenta y sesenta con las invasiones a Hungría y Checoslovaquia en 1956 y 1968, respectivamente, nació en realidad cuando la “cortina de hierro”, cayó sobre Praga en febrero de 1948. Para el primer ministro británico Wiston Churchill, los intereses supremos de Gran Bretaña en las postrimerías de la guerra consistían en impedir la consolidación de la Unión Soviética como actor de peso en los asuntos europeos y evitar el ocaso del imperialismo británico. Por esta razón, Churchill intentó vanamente levantar obstáculos para que la Unión Soviética no desempeñara
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ningún papel en la liberalización de los países de la Europa Oriental. Así, por ejemplo, en la Conferencia de Teherán de 1943, en la que participaron Gran Bretaña, la Unión Soviética y Estados Unidos, el primer ministro británico defendió la idea de abrir un segundo frente en los Balcanes. De esta manera, Gran Bretaña y Estados Unidos liberarían los países de la Europa Centro Oriental desde el sur y mantendrían confinada a la Unión Soviética dentro de sus fronteras. Si bien esta iniciativa fue desechada, porque era ineficaz desde el punto de vista militar, demostró con gran claridad, que a pesar de la alianza que se había construido con la URSS, Churchill anhelaba un escenario de posguerra, en cuyo diseño no participara la Unión Soviética. Sin abandonar nunca su lucha implacable contra el comunismo, al cual consideraba no como una política sino como una enfermedad, Wiston Churchill diseñó una nueva estrategia de acción política que perseguía un doble propósito: de una parte, permitir que la influencia soviética se ejerciera sólo en una porción de Europa y, de la otra, garantizar la presencia y el dominio de Gran Bretaña en el Viejo Continente. En octubre de 1944, en su visita a Moscú, propuso a Stalin la división del continente europeo en esferas de influencia. En esa ocasión, Churchill le planteó a Stalin que la influencia de la URSS sería del 90% de Rumania, 75% en Bulgaria, 50% en Hungría y Yugoslavia y del 10% de Grecia. Es decir, la Unión Soviética tendría un predominio indiscutido en la Europa Centro Oriental, mientras que Gran Bretaña, en su alianza con Estados Unidos, se reservaba el control de la parte occidental. La zona de los Balcanes se repartiría equitativamente. Esta proposición, que como tal fue aceptada por el dictador georgiano, se convirtió en el anuncio de la división de Europa, que duraría más de cuarenta años y sirvió de fundamento sobre el cual se erigió la guerra fría en el escenario europeo. Si bien los líderes de ambos países llegaron a acuerdos en temas de gran importancia, los recelos eran manifiestos. El 3 de febrero de 1945, cuando los soviéticos se encontraban a poco más de cien kilómetros de la ciudad alemana de Dresde, Churchill ordenó realizar un bombardeo aéreo sobre la ciudad. En Dresde, localidad que carecía de objetivos militares, perecieron más de ciento veinte mil personas. Si desde un punto de vista militar la ciudad no revestía ninguna importancia ¿por qué se ordenó bombardear la ciudad? Era, sin duda, para propinarles una lección a los soviéticos, para demostrarles la fuerza de la capacidad militar de Occidente y particularmente de Gran Bretaña. No sería
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casualidad que con el discurso en Fulton, Missouri, constatara que “una cortina de hierro ha caído sobre Europa”, telón que el mismo había ayudado a construir al demarcar claramente la existencia de las dos europas. Por último, los cambios de orientación en materia internacional del gobierno de los Estados Unidos en las postrimerías del conflicto también contribuyeron a la emergencia de las nuevas formas de competición y tensión internacional que prevalecerían en el mundo de posguerra. No sólo por la amplia gama de doctrinas que los dirigentes norteamericanos pusieron en marcha en ese entonces para combatir a los soviéticos —la teoría de containment (contención), o sea la inmovilización del comunismo para impedir su expansión más allá de su área de influencia, roll back (retroceso), que consistía en replegar los límites de la zona de influencia de la URSS, etc.-, sino también por el hecho de que elaboraron su propia doctrina de las “soberanías limitadas”, como lo demostró la organización Gladio, con la cual se creó una red clandestina del alcance europeo para “defender los intereses norteamericanos” y por las acciones que emprendieron en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial para amedrentar a la Unión Soviética. Documentos norteamericanos salidos a la luz pública a finales de los ochenta158 demostraron las razones que indujeron a los norteamericanos a lanzar las bombas de destrucción masiva sobre las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki, el 6 y 9 de agosto de 1945, respectivamente. De acuerdo con esta información, esta no fue tanto una acción encaminada a acelerar el epílogo de la Segunda Guerra Mundial en el Asia-Pacífico, como una advertencia a los soviéticos acerca de la superioridad militar de Estados Unidos. Estos mismos documentos demuestran que lo que llevó a la capitulación de Japón no fue la utilización de la bomba atómica, sino la decisión soviética del 8 de agosto de invadir Manchuria, entonces ocupada por los japoneses. Nada expresa mejor el estado de ánimo prevaleciente en esos años en los círculos políticos angloamericanos que las palabras de Lord Alanbrooke, quien escribió: “Tenemos una cosa que restablecerá el equilibrio con los rusos. El secreto de este explosivo y la capacidad para utilizarlo modificará completamente el equilibrio diplomático que se encontraba a la deriva después de la derrota de Alemania”. 139
139 New York Times, 4 de agosto de 1989.
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La guerra fría entraba formalmente en escena, y desde ese momento el mundo se dividiría en buenos y malos, en el “reino de la libertad” y “el imperio del mal”. Serían básicamente los políticos norteamericanos quienes le darían un tono apocalíptico a la guerra fría, no por la amenaza que representaba la URSS, sino para conservar la supremacía de EE.UU. Fue así como se construyó una representación del mundo en blanco y negro, que perduraría por más de cuarenta años. La guerra fría puede considerarse como una forma particular de globalización en la medida de que, además de reproducir un eje en torno al cual se expresaban todas las situaciones y conflictos a escala nacional (en la mayor parte de los países las divisiones políticas se correspondían con el referente izquierda -derecha, socialismocapitalismo, pro soviético y pro norteamericano), regional (OTAN versus el Pacto de Varsovia), internacional (Este-Oeste) y mundial (competición intersistémica), y de sobreponer dos referentes ideológicos (el mundo libre y el socialismo en la versión soviética), las superpotencias desplegaron actividades y mantuvieron una presencia constante a lo largo y ancho de todo el planeta. Estados Unidos, a través del Plan Marshall y posteriormente de la OTAN, extendió su brazo imperial hacia Europa Occidental, donde impuso un frío manto de estabilidad; en ei Asia Pacífico, con su alianza primero con Japón y posteriormente con su pacto estratégico con la China comunista (1972), se consolidó como la principal potencia regional, no obstante la humillante derrota sufrida en suelo vietnamita; en América Latina ejerció un liderazgo indiscutido, sólo empañado por la díscola Cuba, que se tradujo en un alineamiento de la mayor parte de los gobiernos de la región en torno a las directrices de la política exterior norteamericana, liderazgo que para conservarlo recurrió a todo tipo de mecanismos, incluidas las intervenciones cuando las consideraba oportunas (Guatemala 1954, República Dominicana 1965, etc.); en el Medio Oriente, zona de alta sensibilidad e interés por las grandes reservas petroleras, además de su envidiable posición geográfica donde confluyen los continentes asiático, africano y europeo, también extendió su dominación para lo cual se valió del apoyo a gobiernos, las más de las veces, muy autoritarios (la monarquía Saudita, el Sha en Irán, etc.); por último, cuando se aceleró el proceso de descolonización, las empresas transnacionales, cuando no el mismo gobierno norteamericano, temerosos de una posible penetración soviética, convirtieron el África subsahariana en una zona “sensible” para sus intereses de gran potencia. Los soviéticos, por su parte, no se quedaron atrás, aun cuando distaban mucho de la enorme capacidad de acción de los norteamericanos. Establecieron su férreo dominio en la Europa Centro Oriental, para lo cual se valieron del Consejo de Ayuda
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Mutua Económica (CAME), el Pacto del Varsovia, el Kominform y de las intervenciones (Hungría 1956, Checoslovaquia 1968); también extendieron su presencia en Asia para lo cual contaron con Estados afines (los de la península indochina y Corea del Norte), y con Estados aliados (v. gr. India), presencia que comenzó a debilitarse tras el cisma sino soviético; constituyeron importantes bastiones de apoyo en Africa y en el Medio Oriente, para lo cual contaron las más de las veces con la simpatía que despertaban entre algunos gobiernos, los cuales si bien muchas veces no podían considerarse claramente como pro soviéticos, sí eran declaradamente antinorteamerica- nos y, por lo tanto, requerían del concurso de la URSS para agitar sus banderas anti-imperialistas, en otras recurrieron al ejercicio de la fuerza, como ocurrió en Afganistán en 1979 o al apoyo militar a través de Cuba a Angola. América Latina fue siempre la zona de debilidad de la presencia internacional soviética: sólo mantuvo su cabeza de playa en la isla de Cuba y brindo espasmódicamente su apoyo a los partidos comunistas locales, con la esperanza de que estos, en algún momento, lideraran una gesta revolucionaria en el, gustosamente llamado por los soviéticos, “continente en llamas”. Es decir, ambas superpotencias mantuvieron durante todo este período una presencia territorial a lo largo y ancho de todo el mundo, ejercieron diversos grados de influencia, convirtieron algunas zonas del planeta, como Africa por ejemplo, en epicentros de una guerra en caliente, mientras en otras impusieron un manto de estabilidad (Europa). Por último, a todo esto cabría agregar el gran despliegue que las fuerzas militares, navales y aéreas de ambas potencias mantenían en los distintos confines del globo y sobre todo la amenaza nuclear, recurso, por cierto último, pero siempre presente en la conciencia de los dirigentes y ciudadanos de todo el mundo. Las actividades y la presencia internacional desplegadas por las dos grandes potencias de aquel entonces pueden considerarse como representativas de una primera condensación de situaciones globalizadoras en la medida en que estas acciones le dieron una gravitación mundial al referente Este-Oeste como eje ordenador de la vida internacional, sobrepusieron esta dinámica global por sobre los otros componentes del sistema internacional y convirtieron las fricciones ideológicas en fuente de conflicto. Pero más importante aún fue el hecho de que por la gravitación de este referente y el poder de que disponían estas potencias para acabar con la vida humana sobre el planeta, la guerra fría se convirtió en un referente globalizado, que recompuso y readecuó los espacios de acuerdo a sus propuestas y colocó al mundo, o por lo menos a las clases dirigentes de todo el orbe, a tono con los
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tiempos de la guerra fría. No fue casualidad que instituciones que se representaban como alternativas al orden imperante, como por ejemplo, el Movimiento de los No Alineados, adoptaran un nombre en relación con ese referente básico de la vida internacional. En síntesis, la guerra fría se le puede considerar como una situación que desencadena la globalización en el ámbito de la política por cuanto fue precisamente cuando apareció una dimensión propiamente global, y ya no hemisférica o regional, en la actividad de los Estados. Decimos, sin embargo, que esta fue una forma particular de globalización política, porque en momentos en que creaba un ordenamiento internacional y situaba a los distintos países en un escenario internacional específico, al mismo tiempo, intentaba sustraer los ámbitos internos de la influencia de la contraparte y se preocupaba por homogeneizar ideológicamente los espacios que se encontraban bajo su directo dominio. Así el maccartismo y la jdanovishina fueron intentos serios, aunque por cierto ineficaces, de contención de la influencia externa y de fortalecimiento de sus propios referentes ideológicos. Por eso no fue extraño que se ejerciera la presión y la violencia cuando un país perteneciente a su propia esfera de influencia se mostraba “permeable” a las ideas foráneas. Mientras se mantuvo incólume esta manifestación política, lo político se sobrepuso a lo económico y lo cultural y confinó estos tipos de manifestaciones a reproducir esquemas, políticas y estrategias conforme con los intereses políticos de las dos grandes potencias. En el espacio de dominio soviético, por ejemplo, con ayuda del CAME se propició el establecimiento de una división socialista del trabajo y se buscó integrar las economías de los países miembros de esta organización en un esquema que dio vida a la emergencia de un subsistema mundial que entró a disputarle la supremacía al capitalismo. A través de los canales propagandísticos, se mantuvo una constante fluencia de ideologías, discursos e incluso relecturas de la historia y de las manifestaciones culturales las cuales asumían la función de universalizar los referentes ideológicos sostenidos por el régimen central. Esto no fue, sin embargo, un “atributo” únicamente soviético. Los norteamericanos se comportaban de idéntica forma en relación con los países que se encontraban dentro de sus espacios de influencia. Por último, la guerra fría fue una particular forma de globalización política en la medida en que las potencias eran plenamente conscientes de la necesidad de actuar a escala global; si querían seguir manteniendo la centralidad en la vida internacional y
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conservar su supremacía, debían conducirse en el sentido de preservar este eje como vector fundamental. Es decir, la gran transformación que se produjo durante la guerra fría fue que con estas acciones de las superpotencias apareció una espacialidad global de la política que se entremezclaba e interactuaba con las dimensiones regionales, nacionales y locales y, a su manera, las sincronizaba. Como la política devino una realidad mundial y dada la gravitación de las potencias, esta espacialidad global adquirió un espesor mayor que las otras manifestaciones, razón por la cual las intentó acoplar a su ritmo y dirección. Durante la guerra fría, Rusia, o en ese entonces la Unión Soviética, en calidad de superpotencia, se encontraba inserta de manera premeditada en los circuitos políticos de la globalización. Sólo de manera tangencial se relacionaba intencionadamente con los circuitos económicos globalizantes a través de su subsistema el CAME o espasmódicamente por medio de irregulares intercambios económicos y financieros con las economías capitalistas desarrolladas y con ciertos países del mundo en desarrollo. Fue sólo cuando se avecinaba el derrumbe de la Unión Soviética que comenzó a asumir la plena integración en los circuitos económicos de la globalización. Sin embargo, que los dirigentes soviéticos desearan preservar sólo algunos ámbitos en los cuales participar de la dinámica global, no significa que la Unión Soviética pudiera garantizar plenamente su integridad. Por el contrario, los altos niveles de interdependencia, tal como se registraban ya desde la década de los sesenta, a lo que se agregaban los numerosos compromisos internacionales adquiridos por el país de los soviets se convirtieron en importantes intersticios a través de los cuales los circuitos globales terminaron infiltrando a la URSS.
¿Reformismo o modernización mundial izada?
La muerte de Stalin, ocurrida en marzo de 1953, produjo un inmenso vacío de poder, mayor al que tuvo lugar luego del fallecimiento de Lenin en 1924. Mientras la gestión directiva de Lenin, con interrupciones, había durado poco más de seis años, el mandato de Stalin perduró por más de dos décadas, o sea, una generación completa nació y creció bajo el estalinismo. En la acentuación de este vacío de poder intervinieron también otros dos factores: mientras el culto a la figura de Lenin lo construyó Stalin luego de la muerte del creador del Estado soviético, el del dictador georgiano se sembró en la década treinta
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y se amplificó durante la Segunda Guerra Mundial y en los años de reconstrucción posbélica. No fue extraño que buena parte de la sociedad soviética entrara en estado de shock luego de la desaparición del líder georgiano, porque nadie podía imaginar el desarrollo ulterior del sistema sin la figura que lo representaba. Pero el vacío también era grande porque el papel del partido era otro. En la década de los veinte, el partido era la institución dirigente y sobre él recaía la función de determinar los mecanismos de sucesión. Desde los treinta, pero sobre todo en los inicios de los cincuenta, el partido se había convertido en una institución decorativa, supeditada a los caprichos del líder georgiano y no gozaba de autoridad, prestigio ni poder como para llevar a cabo la transición. Este vacío de poder que creó la muerte de Stalin, con el correspondiente clima de incertidumbre que fue su corolario, es lo que permite sostener que entre 1953 a mediados de 1955 la sociedad soviética asistió a un pequeño interregno, es decir, un intervalo que separa a dos grandes períodos, ciclo durante el cual se creó el contexto para transitar a una fase diferente a la anterior. Tres hombres, al frente de tres instituciones, cuyas lógicas encarnaban, compitieron por llenar este vacío. El primero fue Malenkov, el Presidente del Consejo de Ministros y secretario del comité central del PCUS. El segundo fue Nikita Jruschov, quien conservó el puesto de Secretario General del PCUS. El Tercero, Beria, el temible jefe de la policía secreta en los últimos años del estalinismo. A pesar de las diferencias, los tres compartían una misma convicción, que no era distinta al del resto de la clase dirigente: concordaban en la necesidad de restablecer la autoridad del partido para evitar futuros excesos, superar el personalismo y reencarrilar a la URSS en un vía de normalidad. Malenkov, el hombre políticamente más visible en los primeros meses, asumió un cariz neopopulista, porque movilizó las instancias gubernamentales con el propósito de normalizar las relaciones con Occidente, se mostró favorable a un aumento en la producción de bienes de consumo y en la intensificación de las técnicas agrícolas con el fin de elevar la calidad de vida de la población. En este mismo sentido, en abril de 1953, Malenkov decretó una sensible disminución de los precios de los alimentos y artículos de consumo y presentó un proyecto para reducir los elevados impuestos agrícolas que pagaba la población campesina. Otras medidas menos visibles, pero no menos estratégicas introducidas por Malenkov, fueron: la transferencia de la mayor parte de las direcciones industriales del Ministerio de Asuntos Internos a los
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respectivos ministerios civiles y el traslado de los establecimientos penitenciarios al Ministerio de Justicia, lo que se tradujo en un debilitamiento de la policía secreta y en la pérdida de autonomía de los temibles aparatos de vigilancia que quedaron bajo la conducción del gobierno. Contemporáneamente, en los últimos días de marzo de 1953 decretó la liberación de un millón de los dos millones y medio de detenidos que, a la sazón, existían en la URSS. Jruschov, por su parte, realizó una función de zapa. Concentró sus actividades en reorganizar el partido con el propósito de convertirlo nuevamente en la máxima instancia de poder y autoridad. Obtuvo un importante triunfo cuando convenció a Malenkov de renunciar a su puesto de secretario del comité central del partido, con el argumento de que detentar altos puestos en el partido y en el Estado constituía una práctica de concentración del poder, que era lo que la clase dirigente deseaba a toda costa evitar. Pero el paso más audaz que emprendieron Jruschov y Malenkov, para lo cual contaban con el beneplácito de buena parte de la elite política soviética y de las fuerzas armadas fue la eliminación de Beria, quien había sembrado el terror institucional en los últimos años del estalinismo. El 2 de julio Beria fue detenido y cabo de poco tiempo fue fusilado. Se impusieron nuevas normas a favor de la estabilidad de la clase dirigente, como por ejemplo, cuando se decretó que la policía secreta no podía arrestar a los miembros del partido, sin una autorización previa del comité central. Seguidamente se procedió a reor-
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ganizar la policía secreta. En 1954 se creó el KGB, como comité cuyas competencias se extendieron a toda la Unión y abarcaba un número creciente de sectores, entre las que se encontraba la dirección de las fuerzas encargadas del control en las fronteras. El KGB mantuvo significativas diferencias con sus antecesores: primero, dependía del gobierno; segundo, se le privó de su sistema penitenciario propio y, por último, se obligaba que, en lo que respectaba a las indagaciones, estas debían ser registradas ante el procurador general o las procuradurías locales. Es decir, el KGB quedó supeditado al partido, al gobierno y a la procuraduría, con lo cual quedó privado de la total autonomía de que habían gozado sus antecesores. Una vez eliminado el principal verdugo de Stalin, se recrudeció la competencia entre Malenkov y Jruschov por el liderazgo. Dos factores jugaron a favor de este último. El primero fue que a medida que se restablecía la autoridad del partido, el poder de Jruschov se tornaba más sistemático y ganaba ascendencia sobre Malenkov, toda vez que las principales orientaciones y decisiones tenían que emanar de las instancias superiores del partido. El segundo era que Malenkov tenía una hoja de vida tan oscura y comprometida como el primero en algunas de las múltiples exacciones cometidas por el anterior régimen, pero Jruschov tuvo tiempo para destruir las evidencias más comprometedoras. Así fue que una investigación llevada a cabo por una comisión convocada por el partido demostró que Malenkov había tenido una participación directa en actividades represivas en Leningrado en los años de 1948 y 1949. Como resultado de ello, en diciembre Malenkov tuvo que dimitir de su cargo. Con la eliminación política pero no física de Malenkov, lo cual demuestra la fosa que separan los años cincuenta del régimen estalinista, a Jruschov el camino le quedó despejado para desplegar su iniciativa política y conducir a la URSS por unos senderos atestados de reformismo, los cuales no siempre pudo ni supo orientar y controlar. De este modo, un radical cambio de orientación política se consumó hacia finales del primer lustro de los cincuenta. La debilidad de la organización sociopolítica construida por Stalin, es decir, el hecho de que la ecuación política de las décadas de los treinta y cuarenta reposará principalmente en la figura
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del líder carismático, selló el destino de este proceso en la medida en que la desaparición del líder se llevó consigo la articulación política anterior. De otra parte, la estrecha identificación entre el sistema y su máximo líder permitió que la más leve crítica al culto de la personalidad permeara en sus cimientos todo el modelo social, político y económico anteriormente existente. Esta erosión fue aún más rápida debido a las dificultades que afrontó el régimen estalinista en las postrimerías del mandato del líder georgiano. La reconstrucción posbélica, la conformación del glacis en el Este europeo, la lucha intersistémica, el temor a que renaciera un enfrentamiento social y político como producto de la emergencia de un nuevo sector modernizador, la avanzada edad de Stalin, la eliminación de muchos de los cuadros mejor preparados, etc., concentraron la atención del equipo dirigente en una agenda, centrada en torno a la conservación del poderío construido, y se relegaron a segundo plano los problemas ligados a la reproducción del sistema, el cual, al igual que el líder georgiano, evidenciaba serios síntomas de debilidad. La gestión dirigente de Nikita Jruschov ha sido definida tradicionalmente como reformista. Es indudable que, aunque no siempre fuera exitosa, Jruschov se dedicó a acometer significativos cambios en los más variados ámbitos de la sociedad. En general, debido a esta inclinación reformista, los años en que Jruschov ejerció el poder han sido valorados de manera positiva por los estudiosos de la Unión Soviética. No está demás preguntarse cuales son las razones de esta simpatía. La respuesta se puede formular de manera escueta en los siguientes términos: Jruschov inició el desmonte del sistema creado por Stalin y, en ese sentido, ha sido percibido como el introductor de la “modernidad”, ya que intentó afanosamente que la URSS se ciñera a una nueva racionalidad en la gestión del país. A decir verdad, la Unión Soviética en los cincuenta ya era un país con rasgos muy modernos, incluso si nos atenemos a los criterios usuales: las condiciones de vida mejoraban lenta, pero inexorablemente, situación en la cual un papel importante le correspondió a que el tradicional desequilibrio entre la industria pesada y la ligera se distensionó en favor de la segunda. La URSS adquirió la fisonomía de un país urbano. Fue durante los cincuenta cuando la urbanización comenzó a ejercer un impacto considerable en la sociedad, la cultura, las representaciones e incluso en el mismo Estado. Para 1960 la URSS
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era un país cuya población vivía mayoritariamente en las ciudades y en el cual el campo comenzaba a urbanizarse. Se asistió a un gran movimiento migratorio: entre 1961 y 1966 53,2 millones de personas cambiaron su lugar de residencia en Rusia, básicamente del campo a las ciudades. Lo moderno, asimismo, se expresa en que la sociedad se había laicizado e imperaban valores laicos y temporales. La revolución femenina era un hecho bien real y difícil era encontrar otro país que hubiera conocido una profesio nalización y aculturación de las mujeres como la que experimentó el país de los soviets en esos años. Se expandió el modelo de la familia nuclear, la cual se beneficiaba del sensible incremento de viviendas, cuyo número se duplicó entre 1950 y 1965. La URSS contaba con variados mecanismos de movilidad social, disponía de avanzados sistemas de protección social, lo que supuso una reducción de los índices de mortalidad. Esta última pasó de 18 por mil en 1940, 9,7 por mil en 1950 y 7,3 por mil en 1965. La mortalidad infantil, por su parte, descendió de 182 por mil a 81 y 27 por mil, en esos mismos años. No menos importante es que se alcanzaron altos niveles de seguridad física de los individuos. La URSS también era una sociedad moderna porque contaba con un sistema educativo universal, además de gratuito. Entre 1950 y 1965 el número de estudiantes con más de 4 años de escuela elemental pasó de 1,8 millones a 12,7 millones. En la educación superior el comportamiento fue similar: de 1,25 millones de estudiantes se trepó a 3,86 millones en esos mismos años. En el plano educativo y cultural, la Unión Soviética descollaba por su extensa red de bibliotecas, una fuerte subvención a los libros, revistas y periódicos, un refinado y masivo gusto por el arte y la poesía. Otro rasgo característico del sistema soviético fue la alta importancia que le asignaba a la ciencia y a la investigación científica. Estas nuevas prácticas modernas, empero, no menoscabaron del todo los valores tradicionales, como el espíritu comunitario “no moderno”, el cual desempeñó un importante papel en la conservación entre los ciudadanos soviéticos de un sentimiento de igualdad y de buenas relaciones de vecindad. En cuanto a las instituciones estatales, la Unión Soviética experimentó asimismo un gran avance, lo que la empezaba a acercar a ciertos estándares mundiales. En la década de los años cincuenta se le fue dando forma a un sistema
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judicial, embrión de un Estado de derecho. A diferencia del régimen anterior que reconocía los derechos en el papel, le sucedió un sistema compuesto de leyes, derechos y garantías. A través del ejemplo del régimen penitenciario se puede observar la radical transformación operada en este plano. Moshé Lewin resume, en los siguientes términos la nueva realidad que se iba imponiendo: “Cuando un sistema penal que ejecuta arbitrariamente a los condenados o que los reduce al estado de esclavos se transforma en un sistema penal en el cual el trabajo forzado queda abolido, o donde existen procedimientos jurídicos, donde los detenidos poseen algunos derechos y también de medios para combatir la administración penitenciaria, donde los reclusos pueden tener contactos con el mundo exterior, incluso contar con un abogado, cuando pueden protestar legalmente por los tratos recibidos, y cuando el sistema reconoce que hay interés en introducir alguna legalidad en este campo, nos encontramos en presencia de un tipo diferente de régimen”140. Sin duda que todavía es temprano para definir este nuevo régimen como un Estado de derecho, pero sí se puede hablar de un sistema que empieza a reconocer la importancia de la ley. No está demás recordar que luego del arribo de Jruschov al poder ningún dirigente fue tomado prisionero y, menos aún, ejecutado. Entre las primeras medidas del nuevo equipo dirigente se destaca la erradicación de los aspectos más represivos del modelo anterior, mediante la creación de nuevos mecanismos de legitimación para la clase política. En un compromiso sellado entre los distintos “sectores” se restableció la autoridad del partido, se fijaron normas para estabilizar la clase política y crear nuevos mecanismos de legitimación a través del desarrollo de actitudes consumistas, la libertad de gestión, la descentralización, etc. Esta estabilización política se convirtió en el germen de un nuevo tipo de burocratización en la medida en que se destruyeron los vasos de representación “delegativa” que comunicaban a la población con la élite política y se puso freno a ciertos mecanismos antes existentes de movilidad social para los sectores populares. Esta emancipación de la burocracia encontró numerosos
140 Moshé Lewin, Le siécle soviétique, op. cit., p. 353.
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asideros: primero, el proceso de decisión sufrió un radical cambio, y en buena medida, se burocratizó, en tanto que el nuevo escenario no era uno en el que se impartían órdenes de modo categórico, las cuales debían ser cumplidas a cabalidad, sino que se asistía a un complejo proceso de negociación y coordinación de las decisiones entre los dirigentes y la administración. Con respecto al esquema estalinista el cambio operado era de grandes proporciones. Antes la burocracia se encontraba supeditada al dictador georgiano, era inestable, como resultado de las “purgas” y de la permanente remoción de funcionarios, y débil, debido a la juventud de sus estructuras y la novedad de sus tareas. Por el contrario, en los cincuenta la burocracia es urbana, actúa en una sociedad también urbana y dispone de un acervo de conocimientos que le permite reproducirse. Por último, la política de estabilidad de los cuadros le concedió a la burocracia un manto de seguridad que le permitió arraigarse de manera monopólica en los puestos estratégicos del poder. La literatura ha asociado el nombre de Jruschov a una de las páginas más controvertidas de la historia soviética: el inicio de la crítica a Stalin (el famoso informe secreto durante el XX Congreso del PCUS en 1956) y de haber creado los mecanismos necesarios para el ascenso de las clases medias y para la conformación de una naciente opinión pública en torno a los intelectuales141. Representa un gran interés el significado que tuvo el XX Congreso del PCUS de 1956, en el cual N. Jruschov, en su famoso discurso secreto, pronunciado a los delegados del partido, sometió a dura crítica el culto a la personalidad. A su manera, esta acción se puede interpretar como una coartada. El normal desarrollo histórico de la Unión Soviética fue empañado por los excesos cometidos por un hombre, y, con ello, se salvaba de responsabilidad al partido. Cumplió también una función legitimadora para la clase gobernante: la eximió de responsabilidad y permitió que conservara sus funciones dirigentes. La fragilidad de la organización sociopolítica en los años en que Stalin estuvo en el poder, es decir, el hecho de que la ecuación política de las décadas de los treinta y cuarenta, reposara principalmente en la figura de un líder carismático,
141 G. Breslauer, “Khrushchev Reconsidered” en Stephen Cohén, A. Rabinowitch y R. Sharlet, Editores, The Soviet Union Since Stalin, Indiana University Press, 1980, pp. 50-70.
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selló el destino de este proceso en la medida en que la desaparición del líder desgastó la anterior articulación política. De otra parte, una somera crítica al culto a la personalidad permeaba fácilmente en sus cimientos el modelo social, político y económico anteriormente existente. A través de la crítica al culto a la personalidad quedó comprometido todo el andamiaje del estalinismo. Por eso, lo que estaba en juego no era simple la figura del líder georgiano, sino todo el sistema soviético. No fue extraño, por tanto, que surgiera un “grupo anti partido” para oponerse al reformismo jruschoviano, en el cual participaba muchos viejos estalinistas. Pero, de otra parte, la política populista propugnada por Jruschov constituyó una respuesta a las transformaciones que había experimentado la Unión Soviética en las décadas anteriores. Y es que en los cincuenta la sociedad soviética ya no era la misma de antes. Se había transformado interna e internacionalmente. Desde el punto de vista de la dinámica interna, la industrialización, la consolidación de los procesos de urbanización, la revolución cultural y educativa, en una palabra, la modernización soviética consolidó nuevos grupos sociales, unas nacientes clases medias, compuestas por intelectuales, obreros calificados, técnicos, funcionarios de los aparatos administrativos y de gestión, etc., los cuales comenzaron a presionar para que el sistema tuviera en cuenta la satisfacción de sus necesidades e intereses. Cualquier intento de actualización del sistema debía tener en cuenta las demandas de estos sectores en ascenso. No fue una mera coincidencia que en esos años se diera inicio a un Estado de bienestar el cual se construyó con base en un sistema de pensiones. La rotación de la mano de obra era muy elevada: un quinto de la fuerza de trabajo, lo cual testimonia que se estaba asistiendo a la aparición de un mercado laboral, cuya divisa fundamental era la siguiente: “Ustedes hacen como que nos pagan y nosotros como que trabajamos”. Es decir, entró en funcionamiento un contrato social tácito, acuerdo que redujo de manera sensible los conflictos de intereses. Desde una perspectiva de lo internacional, la Unión Soviética tampoco era la misma. Con la guerra fría su razón de ser se había globalizado, su historia era parte consustancial de la evolución mundial, y las contingencias que tal situación deparaba, obligaban a que todo intento de actualización del sistema, tuviera al mundo como referente.
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No era una tarea fácil responder a estos múltiples desafíos, más aún cuando el sistema había sido forjado cuando la Unión Soviética era un país agrario y se encontraba relativamente aislado y poco perturbado por las contingencias externas. No fue extraño, por tanto, que el reformismo de Jruschov operara un gran quiebre con respecto a la fase inmediatamente anterior y, en lugar de buscar nuevos mecanismos que posibilitaran el desenvolvimiento ulterior del modelo de acumulación iniciado por Stalin en los años treinta, que preveía generar las condiciones para el desarrollo teniendo en cuenta el conjunto de las necesidades del Estado y de la sociedad, se empezara a establecer un nuevo patrón en el cual la modernización se articularía con base en el reconocimiento de un diferenciado entramado social y en la compenetración de la Unión Soviética con el mundo. Es un hecho que no necesita mayor demostración que la economía soviética hacia mediados de la década de los cincuenta necesitaba correctivos urgentes. La planificación tal como había sido concebida sólo podía satisfacer de modo satisfactorio la ejecución de unos cuantos valores de uso. Eso no fue un problema mayor cuando las demandas sociales y las necesidades productivas eran de por sí escasas. Pero con el proceso de industrialización y urbanización la sociedad se volvió más compleja, aparecieron nuevos segmentos sociales, con nuevas necesidades y demandas. El Estado, por su parte, tenía ante sí una gama mayor de tareas y funciones, y también sofisticó sus demandas. Debido a deficiencias en los circuitos de información, la planificación no podía complejizar de la misma manera la realización de la producción con el fin de satisfacer ese conjunto de demandas sociales y estatales. Por ello era menester realizar radicales reformas. Pero la dirección reformista, en lugar de buscar correctivos en el mismo modelo, prefirió imitar algunos elementos del modelo occidental (un incipiente mercado a través de la libre competencia) y en otras propender por un desarrollo extensivo de la economía (v. gr., sobre explotación de las fuentes energéticas), cuando no decidió optar simplemente por ensayar soluciones administrativas a los problemas económicos (reorganización de los aparatos de dirección económica). Con el primero de estos procedimientos la introducción de mecanismos de mercado, los cuales tempranamente colisionaron con la lógica de la planificación, el modelo soviético comenzó a anquilosarse y, dada la incompatibilidad entre el modelo y las recetas, no sólo todas estas estrategias de reforma estuvieron condenadas al fracaso, sino que el modelo inició un lento pero prolongado declive. El segundo, es decir, el crecimiento extensivo, fue evidente en la estrategia
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adoptada para incrementar la producción agropecuaria. Se puso en marcha una política de tierras vírgenes, mediante la expansión de la frontera agrícola en 36 millones de hectáreas. Además se concentró los koljoses en unidades mayores, con lo cual su número descendió de 125 mil a 36 mil. En 1958 se abolieron las estaciones de máquinas agrícolas y la maquinaria fue entregada a los koljoses. Es cierto que la producción de trigo registró un sensible incremento: más de un 50% a lo largo de la década de los cincuenta, pero, por ser el resultado de la ampliación de la frontera agrícola y no de una modernización de las estructuras agrícolas, sus logros fueron efímeros y no pudieron mantenerse en el tiempo. Esta proclividad por el crecimiento extensivo que se mantuvo hasta mediados de los ochenta, explica en alto grado el posterior estancamiento económico de la época brezhneviana. La proclividad por las soluciones administrativas queda claramente demostrada cuando se resolvió en junio de 1957 que desde las oficinas ministeriales de Moscú no se podía seguir dirigiendo las 200 mil empresas y 100 mil canteras de construcción que se encontraban distribuidas por todo el país. La solución propuesta por el equipo de Jruschov consistió en descentralizar administrativamente la economía nacional, con lo cual se alcanzaría otro objetivo adicional: estimular la especialización económica a nivel de las regiones. Con este doble propósito se crearon 105 regiones económicas 70 en Rusia, 11 en Ucrania, etc. Es decir, los numerosos ministerios económicos fueron suprimidos y en su reemplazo se establecieron 105 sovnarjoses, cuyo número en 1962 descendió a 43, uno por cada región económica. Este intento de “democratización” de la gestión económica a través de la descentralización y de un descenso de la toma de decisión en proximidad a las unidades productivas no puede considerarse una mala idea. Pero el problema fue que como su lógica era eminente administrativa fragmentó el espacio económico soviético, dado que se multiplicaron los vínculos entre las unidades productivas de una misma región, pero desminuyeron los vínculos entre los sovnarjoses; ralentizó el desarrollo tecnológico, puesto que se convirtió en un obstáculo para la innovación en las distintas ramas de la producción, que quedaron fraccionadas por regiones; estimuló el localismo, es decir, aumentó la prerrogativas y el poder de las élites locales; y, por último, privilegiaba las relaciones entre las empresas de la misma región, rompiéndose los eslabonamiento que le daban coherencia y funcionalidad a las ramas productivas.
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Por estas razones somos de la opinión de que el verdadero trasfondo de las transformaciones iniciadas por Jruschov no debe concebirse como una liberalización de la sociedad que poco a poco se habría emancipado del Estado omnipresente, sino como una fracasada perspectiva de reformas que comenzó a yuxtaponer los elementos de apoyo al modelo occidental en la realidad soviética, subvirtiendo los condicionantes básicos del sistema soviético de desarrollo, iniciado por Stalin. El costo de este fracaso fue inmenso para la Unión Soviética puesto que, como este reformismo no alcanzó su cometido, pero degeneró la esencia del modelo anterior, sin que uno nuevo entrara a sustituirlo. En tal sentido, Jruschov no sólo procuró internacionalizar económica y políticamente a la URSS, es decir, insertarla en esta doble dinámica mundial; también fue el creador de los medios para que en la propia Unión Soviética se propagara la utilización de algunos elementos consustanciales de la modernización occidental. Jruschov no fue el artífice de una apertura social y política en general, sino particular, para que los emergentes sectores medios accedieran a los puestos de mando. En tal sentido, la gran obra de Jruschov fue haber destruido el consenso alcanzado en torno al modelo popular anterior. El nuevo proyecto por él sostenido facilitó el aumento de la influencia ejercida sobre la URSS por los países desarrollados de Occidente. En la Unión Soviética empezaron a arraigarse algunos principios, tales como el consumismo, la importancia asignada al desarrollo de la técnica, siguiendo los patrones occidentales, la descentralización de la economía, que no fue más que un intento de reemplazar la planificación por la libre competencia capitalista en la realidad soviética, la introducción del sistema estadounidense de gestión de la agricultura, etc.142. Es decir, con su propuesta se incorporó un conjunto de prácticas que empezaron a echar raíces y constituyeron un nuevo paradigma de lo que debería ser la acumulación, la gestión y el desarrollo en la sociedad socialista.
142 Roy y Jaurés Medvedev, Kroucbtchev Lesannéesdepouvoir, París, Maspero, 1977, pp. 132-146.
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Todas estas medidas convergieron y se retroalimentaron en la famosa consigna jruschoviana de que al cabo de pocos años la URSS alcanzaría y superaría a los Estados Unidos en todos los indicadores básicos. Esta euforia se alimentaba de las envidiables tasas de crecimiento, de la evidente superioridad tecnológica espacial alcanzada en esos años (1957, primer Sputnik puesto en órbita y 1961, envío del primer hombre al espacio, el cosmonauta Yuri Gagarin), las excelente relaciones forjadas con varios gobiernos del mundo en desarrollo y también del triunfo de revoluciones, como la cubana. Pero el problema es que cuando los líderes soviéticos se propusieron alcanzar y sobrepasar a las naciones capitalistas, empezaron a competir con los mismos medios que Occidente con el fin de alcanzar un nivel de desarrollo tal que permitiera modificar la brecha existente. “Este enfoque -señala Jean-Philippe Peemans- se ha revelado autodestructor desde un doble punto de vista. De una parte, alcanzar significa inscribirse de manera más y más apremiante en las normas de la acumulación mundial, dominada por el núcleo duro de los países capitalistas avanzados. Este núcleo duro no se alcanza en sus propios términos porque su vocación es la de acelerar su movimiento para sobrevivir, como bien lo han demostrado las gigantescas reestructuraciones operadas en su seno en el transcurso de los años 1970 y 1980. De otra parte, alcanzar produce la consolidación de los grupos sociales que lo dirigen y refuerza la lógica de la diferenciación social ligada intrínsecamente a la lógica de la acumulación” 143 144. Con la puesta en marcha de esta estrategia la Unión Soviética no hizo otra cosa que constituirse en parte del sistema mundial y se privó de la posibilidad de convertirse en un modelo alternativo al capitalismo. Dentro de esta línea se ubica tanto el deseo de alcanzar y superar a los países capitalistas como la incapacidad de los líderes políticos de los países socialistas para integrar de hecho en todos los niveles a sus respectivos países. El CAME no dejó de ser un puntal donde se realizaban cuotas burocráticas de intercambio comercial, sin existir la menor estrategia para el diseño de una integración sobre bases diferentes a las capitalistas141.
143 Peemans, op. cit, p. 49-50. 144 Ch. Chasc-Dunn, “Sccialist State policy in the capitalist World-Economy” en P. Me Gowan y Ch. Kegley, Editores, Foreign Policy and the Modera World-System, Beverly Hills, Sage Publications, 1983, pp. 62-86.
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La economía soviética al interrelacionarse con la economía mundial debilitó deliberadamente la anterior vocación autárquica y con ello se volvió mucho más vulnerable a los impactos y efectos de la economía mundial: schoks económicos, presiones inflacionistas, etc. Esto, claro está, no significa que acabara con el aislamiento funcional de su modelo. Las orientaciones económicas seguían siendo diseñadas y respondían básicamente a los indicadores del plan y no a las demandas de la economía mundial. La URSS había construido un submundo autónomo y autosuficiente. Incluso en el momento de mayor expansión de la expansión de la economía mundial solo alrededor del 4% de las exportaciones de las economías de mercado desarrolladas iban a parar a las economías planificadas mientras dos tercios se comerciaban entre ellos. El problema era que la economía mundial empezaba a crear espacios a través de los cuales el sistema planificador perdía capacidad de control y conducción sobre la economía nacional. De tal modo, fue esta interacción del modelo soviético con la economía capitalista la que a partir de los sesenta lo que volvió vulnerable al socialismo. Como señala Hobsbawm, cuando en los años setenta los dirigentes socialistas decidieron explotar los nuevos recursos del mercado mundial a su alcance (precios del petróleo, créditos blandos, etc.) en lugar de enfrentarse a la ardua tarea de reformar su sistema económico, cavaron sus propias tumbas. La paradoja de la guerra fría fue que lo que derrotó y al final arruinó a la URSS no fue la confrontación, sino la distensión145. En otras palabras, el jruschovismo, en vez de adecuar el modelo de desarrollo existente a las nuevas necesidades de su tiempo, favoreció que se reprodujeran tendencias que comenzaba a asimilar a la URSS con formas de la modernización de tipo occidental y, de esa manera, enquistó en el interior mismo de la realidad soviética una profunda tensión: la lucha entre las fuerzas sociales y políticas que propugnaban por el mantenimiento del modelo anterior y las partidarias del desarrollo de uno nuevo. En ese entonces, cuando dichos procesos no se identificaban concretamente con fuerzas sociales específicas, la necesidad de encontrar solución a dicha disyuntiva no se planteó de manera clara. Pero sí introdujeron la semilla de lo que sería el posterior desarrollo de la URSS: la lucha entre fuerzas sociales que deseaban imponer una u otra de dichas tendencias.
145 Eric Hobsbawm, Historia delsigloXX, op. cit, p. 254-255.
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Otro de los frentes en los que intervino la política jruschoviana fue en el de las nacionalidades. En estos años, las tensiones fueron fuertemente mitigadas. Esta situación fue el resultado de dos estrategias iniciadas bajo la conducción de Jruschov. La primera consistió en que a partir de las reformas económicas, se descentralizó administrativamente al país y se propendió por una especialización económica de las regiones, dentro de lo entonces se denominaba la “división socialista interna del trabajo”. Algunas zonas, las tradicionalmente más desarrolladas, se convirtieron en las regiones económicas productoras de bienes con alto valor agregado, mientras que las zonas más atrasadas -el Asia Central, por ejemplo- que contaba con abundantes recursos naturales, se debieron especializar en la producción de materias primas y de productos agropecuarios. Esta descentralización aceleró la diferenciación socio económica dentro de la Unión y creó una brecha entre las diferentes regiones. Aparecieron numerosas disfuncionalidades, como la escasez de mano de obra, debido a que se invertía preferentemente en las regiones más desarrolladas, que eran, al mismo tiempo, las que contaban con un menor crecimiento vegetativo de la población. Estas disfuncionalidades se agravaban aún más debido a los desestímulos para las migraciones internas por la existencia de enormes trabas burocráticas (v. gr., los pasaportes internos) y por las abismales diferencias culturales y sociales que separan a una región como el Asia Central del Báltico. Esta situación de paso demostraba otra cosa: el Gosplan podía planificar la producción pero no el empleo. La segunda consistió en que como este fue un período en el cual la elite dirigente, descontenta y temerosa con la violencia que los aparatos de seguridad generaban incluso contra ella misma, optó por concederle unos marcos de estabilidad al sistema político, incluidos sus miembros. Esta estabilización estimuló la consolidación de elites políticas regionales, las cuales empezaron a segregar un nacionalismo de república, que sin ser separatista, exacerbaron la competición para obtener del centro mayores recursos para sus repúblicas, y fueron los agentes que más presionaron para intensificar la división del país en unidades económicas y sociales cada vez más distantes las unas de las otras. En síntesis, si bien es cierto que las tensiones nacionalistas fueron mitigadas, no se puede pasar por alto la aparición de unos nacionalismos larvados en torno a los cuales se desenvolvería el sistema político en los años venideros.
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Jruschov intentó asimismo reeditar, de un modo peculiar, el vector político masaslíder, pero sobre bases distintas a las de Stalin. A diferencia de este último, este vector no se apoyaba en los sectores populares, sino en las emergentes clases medias, sectores sociales que había madurado con los procesos de modernización. Durante su mandato intentó afanosamente fortalecer esta vinculación con el fin de eliminar a aquellos sectores que se mostraban partidarios del modelo anterior. La expulsión del “grupo antipartido” en 1957, la destitución de famoso mariscal Zhukov, cuyo nombre estaba asociado a las páginas más gloriosas de la “Gran Guerra Patria” y quien personalmente había brindado un valioso apoyo en la eliminación de Beria, la liberalización de la vida intelectual fueron algunas de las principales medidas con que Jruschov intentó modificar la correlación de fuerzas en el plano social y político para consolidar la tendencia que él pretendía encarnar. El momento más álgido de este esfuerzo se produjo cuando planteó la necesidad de establecer un sistema de rotación de los funcionarios, para acelerar la cooptación de los especialistas, y cuando propuso la división del partido y de las jerarquías estatales en dos ramas: una industrial y la otra agrícola. Estas reformas generalmente han sido percibidas de una manera mecánica, instrumental, como si su objetivo hubiera sido intentar encontrar una solución a los candentes problemas administrativos y económicos que enfrentaba la URSS. En realidad, Jruschov estaba apostando a la solución de estos problemas a través de la expansión de las fronteras de la toma de decisión mediante la incorporación de nuevas fuerzas provenientes de los especialistas y la disminución del poder político de las autoridades, sobre todo las del partido146. Frente a estos cambios la clase política reaccionó en octubre de 1964 y destronó al líder reformista. La eliminación de Jruschov de la escena política no fue un simple golpe palaciego. Fue el resultado de un alto nivel de polarización alcanzado por la sociedad soviética. En ello intervinieron factores tanto internos como internacionales. Entre los primeros se pueden destacar los siguientes: un aumento de la polarización social. Jruschov comenzó a perder
146 G. Breslaucr, op. cit., p. 58.
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apoyo ciudadano y su popularidad se resintió con la introducción de medidas poco populares como el aumento de los precios en los productos alimenticios en 1962, por agravar la diferenciación generacional de la población en tanto que los más jóvenes se identificaban con el curso reformista, mientras los mayores percibían en la crítica a Stalin un cuestionamiento de su misma existencia. Pero mayor era el nivel de descontento entre varios sectores de la misma clase dirigente. En 1961, Jruschov había propuesto una norma por medio de la cual no se podía ocupar el mismo cargo por más de tres períodos seguidos, lo que propagó un clima de inseguridad laboral entre los funcionarios. Tampoco fue bien recibida la propuesta de dividir el partido en una sección encargada de la agricultura y otra de la industria, respectivamente, puesto que esto hubiera significado un debilitamiento general de la clase dirigente. Esta última, finalmente, estaba muy descontenta con el voluntarismo jruschoviano y con la expansión de la toma de decisiones, lo que había llevado a que Jruschov atendiera las recomendaciones de los expertos y desconociera las iniciativas de los demás líderes del partido y del Estado. Si los temas internos eran lo suficientemente álgidos como para indisponer a la clase dirigente, ciertos acontecimientos internacionales minaron aún más la capacidad dirigente de Jruschov. Entre los más importantes se encuentran: primero, el apego jruschoviano a la tesis de la coexistencia pacífica fue interpretado por algunos sectores más radicales como una claudicación frente a la arrogancia de Occidente; segundo, la crisis de los misiles de Cuba en octubre de 1962 fue mal manejada porque Jruschov estuvo dispuesto a dar un paso trascendental, como era instalar los misiles en la isla, pero cuando tuvo que hacer frente a la presión norteamericana, retrocedió, lo que denotaba inseguridad frente al principal contendor. Pero también con esta acción Jruschov había expuesto la seguridad nacional de la URSS porque había tensionado las relaciones con Estados Unidos en condiciones en que la desigualdad nuclear era ampliamente favorable a este último. Por último, Jruschov había conducido de manera equivocada las discrepancias que se habían presentado con China y, por su obsesión por Occidente, no había hecho nada por resarcirlas, lo que había terminado debilitado el movimiento comunista internacional. Quizá, la única medida que concitaba el consenso entre la elite fue que en agosto de 1961 se cerró la última frontera indefinida entre Este y Oeste: Berlín. A pesar de haber sido eliminado poder, Jruschov dejó tras de sí una gran herencia: en primer lugar, la división de la clase política y de la sociedad en torno a los dos proyectos antes mencionados; en segundo lugar, pese al cambio de
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orientación política, de ningún modo pudo desarticularse la participación sectorial de las entonces emergentes clases medias en la vida política de la URSS, como grupo diferenciado en la sociedad, el cual encontraría nuevas formas de representación en la alta política; tercero, el anquilosamiento y la incapacidad de reproducción del sistema soviético y, cuarto, el fortalecimiento de las tendencias diferenciadoras: en aras de alcanzar un mayor desarrollo económico se favoreció la descentralización de las empresas, la especialización de las regiones y la diferenciación de la población con base en el ingreso.
Bipolaridad y lucha de tendencias La concentración del poder en manos del anterior Secretario General, quien también había llegado a detentar simultáneamente los principales cargos en el partido y en el gobierno, el voluntarismo de su mandato y los deseos de modificar la correlación de fuerzas en el interior de la elite dirigente llevaron a la clase política a adoptar una importante decisión: iniciar una práctica de dirección política distinta a las anteriores para evitar posibles desavenencias en la cúpula directiva y también para posibilitar la representación en el alto poder de las diferentes corrientes políticas, consolidadas durante el mandato jruschoviano. Así fue como se introdujo el sistema colegiado147, el cual reconocía que “el principio supremo de la dirección del partido -declaraba el artículo XXVIII de los estatutos del partido- es la colegialidad, condición absolutamente obligatoria de la actividad normal de la organización del partido, de la educación racional de los cuadros, del desarrollo de la actividad y la iniciativa de los comunistas. El culto a la personalidad y las violaciones que resultan de la democracia interna del partido no podrán ser tolerados en el partido; estos fenómenos son irreconciliables con los principios leninistas de la vida del partido”. Al mismo tiempo, el comité central revirtió las medidas más polémicas de Jruschov: se estableció la prohibición de que una misma persona ocupara simultáneamente los cargos principales del partido y del gobierno, interdicción
147 L. Duhamel, Le systéme politique de IUnion soviétique, Montréal, Editions Québec/Amcrique Montréal, 1988, pp. 38-45.
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de vida efímera porque Brezhnev y Gorbachov también ocuparían funciones directivas en el partido y en el Estado; se revocó la iniciativa de bipartición del partido; se insistió en la necesidad de promover un acercamiento con China, se abolieron los sovnarjosi y se restableció el sistema de ministerios. La ideología que dio coherencia y legitimidad a este consenso entre la elite fue un positivismo con fraseología marxista que presentaba a la URSS como el mejor mundo posible. “Se creó la convicción no articulada de que ya nos habíamos encarrilado, recibiendo un impulso histórico de partida. En lo sucesivo nuestro régimen rodaría suavemente de un avance a otro, de una etapa triunfante a otra, de lo bueno a los mejor (...) de instrumento cognoscitivo la historia comenzó a convertirse en criada de una unilateral propaganda de los éxitos, en apología de lo ya logrado”148. Este mandato, personificado en torno a la figura de Leónidas Brezhnev, fue el segundo período más largo en la historia soviética: se extendió desde octubre de 1964 hasta finales de 1982. Pero, a diferencia de los anteriores, se caracterizó por ser una etapa bastante contradictoria. Se le puede identificar con “los años dorados” de la Unión Soviética porque simbolizó el momento de mayor esplendor de la superpotencia y fueron los años en que más aumentó la calidad de vida del ciudadano soviético, sobre todo debido a que la URSS se dotó de un sistema universal de bienestar. Pero también fue el momento cuando comenzaron a aflorar algunas tendencias estructurales negativas que evidenciaban el desgaste que estaba experimentando el sistema, agotamiento que terminaría llevando a la Unión Soviética a su rápido ocaso y posterior desintegración. Otro elemento que particulariza este período, y que muestra el largo trecho que lo separa de los mandatos de Stalin y Jruschov, fue que durante estos dieciocho años ninguna persona detentó el monopolio de la iniciativa política. El brezhnevismo, consecuente con el principio de la colegialidad, se caracterizó, ante todo, porque las diferentes corrientes que coexistían en el seno de la elite entraban en competencia por asumir la iniciativa política e imponer reformas y decisiones que encaminaran a la URSS en un determinado sentido. Desde mediados de los años sesenta tres hombres, voceros y representantes de tres
148 Yuri Afanásiev, Discurso de posesión como rector del Instituto Estatal de Historia y Archivos de Moscú, 1986.
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tendencias, cristalizaron estas distintas opciones en e! poder: Mijaíl Suslov, Leónidas Brezhnev y Aleksei Kossiguin. Este último representaba a una corriente, la cual podríamos definir como una tendencia modernizante, en tanto que su objetivo principal se centraba en una reestructuración cualitativa del sistema socialista. Kossiguin asumió como propio la filosofía de las propuestas del anterior plan de reformas. Kossiguin representaba en las altas instancias a aquel sector modernizador, que pretendía fortalecer el sistema soviético acentuando las premisas descentralizadoras en la vida económica del país. Su principal plataforma programática fue el plan de reformas de 1965, el cual tuvo como ejes principales los siguientes elementos: una reforma administrativa que otorgaba mayor cobertura de acción e independencia a las empresas, la disminución de los índices ejecutivos a partir del plan, la reforma de los precios y la aplicación de nuevos criterios de performance en la realización de la producción, los cuales contemplaban la introducción del beneficio en el funcionamiento de la economía soviética. Varios de los economistas cercanos a Kossiguin estaban convencidos de que la Unión Soviética había llegado a un estadio en su desarrollo, en el cual la planificación no sólo había perdido sus anteriores bondades, tanto por las deficiencias en la transmisión de la información como por la alienación de los índices de producción, sino que también se había convertido en la institución responsable de la penuria crónica que azotaba al país. En términos generales, se puede sostener que la columna vertebral de esta reforma consistía en el fortalecimiento de los elementos de autogestión y autofinanciamiento de las unidades productivas, es decir, se proponía crear una especie de sistema de libre comercio y de libre competencia en la URSS. Kossiguin se declaraba partidario de que la URSS dispusiera de una economía en la que coexistieran las empresas estatales, con sociedades de economía mixta y cooperativas. Su propósito consistía en impulsar el tránsito de una economía administrada por el Estado a otra compuesta por distintas formas de propiedad, en la cual el Estado limitara sus funciones a servir de indicador para la gestión de las empresas. El segundo grupo, representado en el alto poder por Suslov, identificaba la esencia del socialismo con el tipo de sociedad que emergió en los treinta y, por lo tanto, sus acciones se encaminaban en lo fundamental a conservar las formas de dirección y de desarrollo existentes. Por la identificación que esta corriente establecía con el “socialismo realmente existente”, se puede definir este grupo como
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“ortodoxo”. Se entiende que Suslov fuera un duro crítico de la propuesta descentralizadora de los modernizadores por cuanto veía en ello un desfiguramiento del sistema soviético. Si la corriente modernizante concentró sus esfuerzos y su más destacado persona! en las instituciones estatales y gubernamentales encargadas de los asuntos económicos, los “ortodoxos” prestaban mayor atención a las instancias de las cuales emanaban las principales directrices políticas e ideológicas. Suslov, “el ideólogo en jefe”, supervisaba un conjunto de sectores compuestos por los departamentos del Comité Central encargados de la propaganda, la cultura, la ciencia, la educación, además de dos departamentos de asuntos internacionales. Controlaba además la dirección política del ejército y la marina, el KOMSOMOL, es decir, la juventud comunista, los medios de comunicación y de censura, las agencias de información TASS y Novosti, el Ministerio de Cultura, la radio y la televisión, los sindicatos artísticos, los comités de paz, la Academia de Ciencias, las instituciones de enseñanza primaria, secundaria y superior y las relaciones del Estado con las diferentes organizaciones religiosas 149 150 . Es decir, un amplio espectro de instituciones relacionadas con la cultura, la educación, la política y la ideología se encontraban directa o indirectamente en manos de los ortodoxos. Estas instituciones configuraban la plataforma a partir de la cual buscaban imponer su cosmovisión. En algunos aspectos esta corriente sentía una gran afinidad con la reconstitución de ciertos referentes neostalinista, pero no con sus más aberrantes prácticas. Entre estos se encontraban: la restauración del buen nombre de Stalin, el abandono del nuevo sistema de división del partido en comités industriales y agrícolas, el establecimiento de una rigurosa disciplina en el trabajo y en el partido, acariciaba la idea de la expansión cuantitativa del socialismo, cuestionaba el apego irrestricto a la tesis de la coexistencia pacífica y procuraba el restablecimiento de la amistad con Mao Tse Tung!49. Por último, el Secretario General, Brezhnev, representaba un pequeño sector de centro, cuya misión consistía en unir, converger y compatibilizar los principios, intereses y propósitos de las dos tendencias mayores. La posición de este sector no se estructuraba en torno a una propuesta propia. Su función era la de asumir la organización dentro de la cúpula dirigente, deslizar la iniciativa del poder hacia uno u otro lado y procurar las necesarias negociaciones con el fin de evitar que las 149 Jaurés Medvedev, Andropov an pottvoir, París, 1983, pp. 14-15. 150 B. Féron y M. Tatú, Au Kremlin conirne si vous y étiez, París, Le Monde, 1991, p. 167.
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contradicciones y oposiciones entre los otros dos grupos pudieran tensionar o desgarrar la vida política nacional. Brezhnev, el primero entre los iguales, fue, ante todo, el hombre de la negociación y la tolerancia, el cual, contaba además con un alto sentido de los compromisos, por lo que supo ocupar una posición prominente. El período brezhneviano, en síntesis, fue un pacto político que se selló entre diferentes tendencias y corrientes que coexistían en la dirección soviética. Su cristalización institucional se realizó a través de la sustitución del todopoderoso secretario general por la “dirección colegiada”. En la segunda mitad de los sesenta, el sector modernizador asumió la iniciativa política. Fue una breve etapa que se caracterizó por la aplicación de la reforma económica, se promocionó el ascenso de los sectores medios tecnocráticos a funciones directivas y se procuró racionalizar la vida interna y las relaciones exteriores de la URSS. Fueron también unos años en que primó un cierto espíritu liberal y se estimuló la libre discusión sobre temas que representaban gran interés para la sociedad y la clase política. En particular fue apasionante el choque de puntos de vista sobre el contenido y la pertinencia de las reformas propuestas. A nivel internacional, los modernizadores concentraron sus actividades en el fortalecimiento de la coexistencia pacífica y, en particular, en la normalización de las relaciones con Estados Unidos, cuyo corolario fue la instalación del teléfono rojo, es decir, una comunicación directa entre el Kremlin y la Casa Blanca. Esta normalización de las relaciones con EE.UU. permitió que se suscribieran importantes acuerdos para incrementar el comercio mutuo y establecer ciertas regulaciones a la competición a nivel nuclear. Alta significación alcanzaron el tratado de prohibición de las pruebas nucleares en el espacio, mar y subsuelo, las iniciativas para detener la proliferación nuclear, el tratado de limitación de armas estratégicas y el acuerdo sobre misiles antibalísticos. El hecho de que los modernizadores detentaran la iniciativa política no debe interpretarse como si los otros grupos se desvanecieran del escenario político ni que sus miembros fueran marginados de los puestos de dirección. En realidad, lo que ocurría era que los temas que alcanzaban mayor visibilidad se encontraban hegemonizados por un determinado grupo, mientras sus principales contendores se concentraban en tareas menores, las cuales no tenían, en esa coyuntura, la misma significación estratégica. Así, por ejemplo, en momentos en que los modernizadores detentaban la iniciativa política en la segunda mitad de los sesenta, los “ortodoxos”
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propusieron en 1969 celebrar de modo grandioso el natalicio de Stalin. Si finalmente esa celebración no se llevó a cabo fue por la oposición de los modernizadores y por la presión que los dirigentes soviéticos ejercieron altos funcionarios de los otros países socialistas, los cuales temían que un evento tal pudiera crear situaciones de inestabilidad en sus respectivos países. El hecho de que la reforma del 65 no diera los dividendos deseados debido a las incompatibilidades que florecieron entre los objetivos trazados en el programa de reforma y la realidad centralizadora de la planificación, desarmó a los modernizadores, quienes, en los inicios de los setenta, perdieron la iniciativa política y quedaron relegados a un segundo plano. La conducción del país transitó hacia los sectores “ortodoxos”, quienes mostraron mayor celo en garantizar la conservación de la integridad del sistema soviético y en su afirmación mundial tanto cualitativa como cuantitativa. No fue casualidad, por tanto, que a partir de mediados de los setenta, se privilegiara un rumbo político diferente, el cual se articulaba en torno a ciertos referentes políticos y militares, los cuales entraron a definir los lincamientos básicos de la política interna y exterior de la URSS. Sin embargo, a diferencia del monopolio ejercido por los modernizantes en los años inmediatamente anteriores, durante el resto del mandato brezhneviano se asistió a innumerables tensiones entre ambas corrientes, sin que ninguno de ellos lograra hegemonizar completamente la iniciativa política. Esta circunstancia explica que los ortodoxos procuraran sobredimensionar los aspectos e instrumentos políticos y militares, pero tuvieron que hacer frente a los modernizantes, quienes continuaron siendo una fuerza con capacidad de incidir en la agenda económica. En estas nuevas coordenadas, que sincrónicamente corresponde al relajamiento de la segunda ola de la guerra fría, el factor militar ganó terreno y se convirtió en la columna vertebral de la política interior y exterior soviética. Fue precisamente en esta época cuando se consolidó, lo que algunos analistas han denominado, el modelo neoestalinista 151 , el cual tuvo como corolario la acentuación de la alienación del Estado con respecto a la sociedad y la puesta en marcha del sistema represivo en contra de los disidentes.
151 Véase, Roy Medvedev, Staline et le stalinisme, París, Albín Michel, 1979 y Víctor Zaslavsky, The NeoStalinist State. Classe, ethuicity and consensiis ¡n soviet society, Estados Unidos, M. E. Sliarpe Inc, 1982.
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Este Estado neoestalinista rememora sólo lejanamente la violencia sistemática de la década de los treinta. De una parte, porque el ejercicio de la violencia se llevaba a cabo de manera selectiva, sobre determinados individuos, de los cuales se disponía de información sobre sus actividades antisoviéticas. De otra parte, la KGB respetaba las directrices básicas del sistema judicial soviético. Si a un disidente no se le podía comprobar la falsedad de sus juicios u opiniones, sobre él no recaía el ejercicio de la autoridad. Este acatamiento de las legalidad por parte de los organismos represivos es lo que explica que, por ejemplo, un disidente tan polémico como el historiador Roy Medviédev, pudiera permanecer en la Unión Soviética, publicar sus textos en el extranjero y constituirse en una voz díscola, que el régimen nunca pudo acallar. Uno de los cambios más trascendentales que se produjo con este deslizamiento de la iniciativa política en favor de los sectores ortodoxos fue que se transitó de un esquema que propendía por la utilización “racional” de las relaciones económicas a otro en el cual el Estado, con base en su poderío militar, se convirtió en un fin en sí. Esto, de ninguna manera, significaba que los militares como institución se hubiesen apoderado de los puestos de mando de la URSS, sino que parte de la clase política comenzó a utilizar la fuerza militar como medio para mantenerse en el poder, reproducir su sistema y salvaguardar los espacios conquistados. La supeditación de lo económico a los requerimientos políticos y militares no menoscabó la posibilidad de introducir nuevos correctivos al modelo, toda vez que los sectores modernizantes pretendían recuperar la iniciativa política. En 1973, estas fuerzas propusieron una nueva reforma -bastante menos radical que la anterior-, pero de relativa significación, por medio de la cual pretendían reducir una vez más el peso de la planificación. Como pilares de esta reforma se encontraban la creación de grandes uniones de empresas con el fin de reducir el número de unidades a planificar, una simplificación en la estructura de gestión, la promoción de la especialización empresarial y la reducción de las facultades directivas de los ministerios. Con este “ajuste” más que reestructuración se pretendía racionalizar la gestión macroeconómica, pero sin entrar a alterar la lógica misma del sistema. Mediante la creación de estas gigantes asociaciones la reforma aspiraba a que las empresas pudieran abastecerse entre si sin la intermediación del Gosplan y en la medida en que dispondrían de una gama más amplia de iniciativas, se consolidarían algunas prácticas de autofinanciamiento. En otras palabras, dado que los sectores
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modernizantes no se encontraban en condiciones de monopolizar la iniciativa política, intentaron introducir ciertos elementos de flexibilidad al modelo, pero a diferencia de la reforma de 1965, cuando disponían de un amplio margen de acción, esta actualización del sistema no constituyó un intento que a partir de la economía se propusiera reorganizar todo el tejido de la sociedad. De igual forma, a partir de mediados de los años setenta, los sectores modernizadores, fortalecidos por haber logrado buenos términos de negociación, intercambio y cooperación con Occidente (los numerosos acuerdos suscritos entre Brezhnev y Nixon y la Conferencia de Helsinki de 1975) relanzaron una serie de propuestas con el propósito de promover una mayor integración de la URSS en la economía y en la política mundiales. Dos fueron los campos en los cuales ejercieron mayor presión: en los tipos de competición con Occidente (importación de tecnología, revolución científico-técnica, racionalización en las relaciones económicas internacionales) y en las nuevas valoraciones de lo que debía ser la política internacional de la URSS. No menos importante que el ejercicio de la estrategia anterior fue la propuesta de analizar los problemas internacionales desde un ángulo diferente. Si la interpretación de la política mundial se había basado tradicionalmente en un enfoque clasista, que consideraba que, al igual que la división de la sociedad, los Estados, en tanto que aparatos políticos de determinadas clases domi-
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nantes, eran la representación y el instrumento de determinado grupo social en el poder, la propuesta modernizante consistía en interpretar la política mundial en torno a procesos globales, generales y únicos para todos los países. En este sentido, se asumía un enfoque globalizante de la economía y política mundiales, de los cuales la URSS y los restantes países socialistas hacían parte. El mundo empezaba a entenderse como una unidad y no era válido mantener la división en dos campos irreconciliables: el capitalista y el socialista. A partir de esta nueva visión de la vida económica y política mundiales, se valoraba de otra manera la posición que debía ocupar la URSS. El acento ya no se ponía en la construcción de un nuevo tipo de relaciones internacionales, sino en cómo incorporar a la URSS en la división internacional del trabajo, en los circuitos de la economía mundial y en el sistema político internacional. Esta reinterpretación no era un simple maquillaje sino que tocaba problemas de fondo. Era una relectura de la política internacional de la URSS, la cual poco a poco empezaba a ser avalada por importantes centros investigativos: el Instituto de Economía Mundial y de Relaciones Internacionales, el Instituto de los Países Socialistas, el Instituto de Historia Universal, etc.152. No obstante la amplia difusión entre los intelectuales y ciertos segmentos de la elite de esta concepción del mundo, que podríamos definir como una lectura de la globalización avant la lettre, las instituciones encargadas de la política exterior se encontraban en manos de los ortodoxos, lo que condujo a que las acciones se encaminaran en un sentido opuesto al clima que imperaba en importantes ambientes académicos. La segunda mitad de la década de los setenta, bajo el impulso de los sectores que privilegiaban el mantenimiento de la integridad del sistema, fue un período en el cual la Unión Soviética se volcó hacia al mundo exterior dentro de los cánones de la bipolaridad. Para ello se benefició de la derrota sufrida por Estados Unidos en Vietnam, la inestabilidad que se generalizaba en el Medio Oriente y por una inusual ola de revoluciones en el mundo en desarrollo. Esta nueva postura se llevó a cabo mediante una mayor identificación de posiciones
152 M. Kridl Valkenier, The Soviet Union and the Third World. An cconomic hind, Nueva York, Praeger, 1983.
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con las fuerzas revolucionarias en el Tercer Mundo 153 y a través de una compatibilidad con las demandas de los sectores radicales, lo cual denotaba que los ortodoxos procuraban favorecer, en lugar de la modernización interna, la consolidación cuantitativa del socialismo a escala mundial154. Este sector “ortodoxo” se interesó por recomponer desde una posición de fuerza la lógica de las relaciones entre las dos grandes potencias y contribuyó a exacerbar la lucha por la hegemonía en los nuevos espacios, principalmente en Africa, continente que se prestaba fácilmente para devenir arena de competición intersistémica en la medida en que constituía una zona en la cual el zero sum game no afectaba la seguridad de las grandes potencias.
153 Zaki Laídi, Les superpuissances et l’Afrique. Les contraintes d’une rivalité, París, La Découverte, 1987. 154 Jacques Lévesque, L'URSS et sa politique ¡nternationale. De Léttine a Gorbatchev, París, Armand Collin, 1988, p. 308.
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Cuarta parte. Los desarrollos en clave subterránea La anterior fue, en sus rasgos generales, la dinámica que selló la evolución política de la URSS durante el largo “reinado” brezhneviano. Sin embargo, si bien ese enfoque nos muestra la plasticidad del desarrollo histórico de la URSS, el análisis sería parcial si únicamente nos limitáramos a explicar el juego y la contraposición de visiones, intereses e iniciativas de las dos principales corrientes políticas en cuestión. Un proceder tal, nos ofrece una visión plástica de la dinámica política, pero no da cuenta de la calidad de las transformaciones y disyuntivas que experimentó la Unión Soviética durante esos años. En particular, los años sesenta y setenta fue un complejo período, cuyo denominador común fue el desencadenamiento de una serie de transformaciones y situaciones que escaparon al control de la clase dirigente. La importancia de este conjunto de dinámicas y de cambios estructurales radica además en que no solo ofrecen un panorama más complejo de la realidad social que entonces se vivía, sino que constituyen situaciones claves para comprender la aceleración de la erosión que experimentó la Unión Soviética en la década de los ochenta hasta su vertiginoso fin. El primero de estos cambios lo podemos definir como la autonomización de la burocracia. Fue en estos años cuando la burocratización del sistema alcanzó su máximo paroxismo. Si muchas de las iniciativas provenientes de la elite política nunca se plasmaron en la práctica fue porque estas proposiciones no lograron trascender el complicado entretejido de las negociaciones burocráticas. El censo de 1970 arroja la siguiente información: el aparato administrativo estaba conformado por 13.874.200 funcionarios, cifra que representaba aproximadamente el 15% de la población activa. Su importancia, empero, no descansaba únicamente en su número. Más importante era que, como la Unión Soviética era una sociedad que se organizaba en torno a un poderoso Estado, la burocracia se encargaba de mantener el sistema y de plasmar en la realidad las orientaciones fundamentales que emanaban del centro. Empero, como la dirección política era colegiada, los máximos órganos de poder se representaban en las dos principales instancias del partido: el politburó y el comité central. Para llevar sus decisiones por el entramado burocrático, los
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miembros de estos órganos tenían que forjar inmensas clientelas, sobre las cuales además edificaban su poder y autoridad. De la magnitud, el posiciona miento estratégico y de la calidad operativa de estas redes dependía, en última instancia, la cuota real de poder político que detentaba el líder en cuestión. También con base en su entramado se emprendían las negociaciones entre los miembros de las instancias superiores. Las relaciones que se tejían entre el superior y la respectiva clientela constituían, por tanto, el armazón del estrecho sistema político soviético. Eran el conducto o filtro principal de promoción social. Por su intermedio se ejecutaban las decisiones aprobadas en el vértice y su gestión era el mecanismo principal de afirmación y realización del poder político. Esta relación era también una negociación en la que los favores a los superiores se concedían a cambio de protección y promoción de los subalternos. Este modo peculiar de funcionamiento de la política, que recuerda a la distancia el feudalismo medieval, determinaba los grados de poder y autoridad de los superiores y la cobertura de su capacidad negociadora. Constituía igualmente el mecanismo a través del cual los segmentos inferiores de la jerarquía política lograban un margen relativo de autonomía en sus respectivas áreas. Esta relativa independencia no ponía en duda la lealtad hacia los superiores por cuanto la seguridad, la permanencia y la promoción dependían de los favores concedidos. Sin embargo, cuanto más se alejaban del centro estas redes clientelistas, mientras más se descendía por el laberinto burocrático, mayor era el grado de autonomía de que gozaban los funcionarios intermedios. Sobre todo en las regiones semiperiféricas y periféricas, pero también en determinados niveles del aparato central, los mandos intermedios construían sus propios sistemas de clientelas a través de los cuales realizaban las directrices políticas de sus superiores y cultivaban su propio poder. Estos “barones” estaban obviamente interesados en la consolidación de su respectiva región, institución o área porque ello les permitía acrecentar su poder político a nivel local e institucional, establecer una vinculación más estrecha con la población y aumentar la capacidad negociadora con los superiores. En los años de Brezhnev fue tal la magnitud de las negociaciones intraburocráticas que no es exagerado decir que el partido ya no detentaba ni realizaba el poder. Este se encontraba diseminado a lo largo y ancho de este profuso laberinto
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burocrático. El inmenso poder que alcanzó la burocracia entrañó una radical modificación en la naturaleza del régimen. Si antes, incluida la época de Stalin, el sistema político intentaba crear mecanismos que lo articularan con la población, bien fuera con la figura del líder carismático o con la expansión de la toma de decisiones, con este nuevo entramado burocrático, el régimen quedó alienado de la sociedad y tuvo que procurar consolidar aquellas instituciones, que le permitían reproducir su aureola de autoridad. Si figurativamente el partido seguía siendo la fuerza gobernante, era el conductor del Estado y el principal bastión en la construcción de la nueva sociedad, en los hechos, la organización creada por Lenin no era más que un apéndice de estas complejas realidades burocráticas. Sólo así se puede entender que, a través de una resolución oficial de agosto de 1983, el sucesor de Brezhnev, Yuri Andropov, manifestara la voluntad de reconstruir el poder del partido, cuando sostuvo: “Las asambleas electorales del Partido obedecen a un escenario establecido de antemano, sin debates serios y francos. Las profesiones de fe de los candidatos están listas para la publicación; toda iniciativa o crítica es ahogada. De ahora en adelante, nada de eso será tolerado”. El breve mandato de Andropov fue una seria amenaza: la “estabilidad de los cuadros” estaba llamada a desaparecer. La designación de Konstantín Chernienko como Secretario General luego de la muerte de Andropov, fue un fallido intento por revertir esta tendencia. Además de sus significativas cuotas de poder, los funcionarios de alto y mediano rango velaban por sus privilegios, la mayoría de los cuales ni siquiera podía imaginar el ciudadano común. Un alto funcionario soviético reformista, Anatoli Dibrinin, da cuenta de estas preferencias, cuando en marzo de 1986, al ser nombrado secretario del comité central encargado del departamento de
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asuntos internacionales, se encontró “en un mundo aparte. Tenía derecho a tres guardaespaldas, una limusina Z/L, una dacba en las cercanías de Moscú, dos cocineros, dos jardineros, cuatro empleadas domésticas y dos vigilantes. La casa disponía de dos pisos, un comedor un salón, numerosas habitaciones, una sala de cine, alcobas para los amigos, cancha de tenis, sauna, etc.”. Derivado de lo anterior, se desprende otro rasgo característico del sistema soviético. Durante este período se incrementaron las tendencias descentralizadoras entre las repúblicas soviéticas y las elites locales, que se beneficiaban de la política de estabilidad de los cuadros, dispusieron de representación en las altas instancias del poder. Estas elites fuertemente sovietizadas, verdaderos señores en sus respectivas regiones, eludían cualquier tipo de ingerencia del centro en sus respectivas localidades. Este fenómeno, que un estudioso galo ha denominado el separatismo inverso155, sirvió para conservar la Unión, pero, al mismo tiempo, alejaba las repúblicas unas de otras y se convertía en un obstáculo para la coordinación de acciones comunes. Esta situación era, en realidad, un hecho bastante insólito. Estas elites sovietizadas reconocían y trataban por todos los medios de identificarse con el Estado central porque su poder, autoridad, prestigio y privilegios dependían de su fidelidad para con el centro, el cual en cualquier momento podía removerlos o reducirles los favores. Pero, ai mismo tiempo, estas elites trataban de obtener la mayor cantidad de recursos y prebendas del gobierno central para elevar la participación de su república dentro de la Unión porque elio aumentaba su capacidad de acción y de decisión en la política global del país. En la época brezhneviana, los nacionalismos y el sovietismo eran simplemente las dos caras de la misma moneda. Para impedir que estas elites fraccionaran el país o compitieran con las de las demás repúblicas dentro de la estructura federal del Estado soviético, el partido, sobre todo a nivel de los secretarios regionales, cumplía la función de fuerza centrípeta -autorreguladora- y debía contrabalancear la tendencia centrífuga de la diversidad socioeconómica, cultural y lingüística. Es decir, el partido sobre todo a nivel regional y republicano servía de instancia de autorregulación que impedía la atomización de la elite, de la institucionalidad y de la sociedad soviética.
155 Marc Ferro, Les origines de la Perestroika, op, cit., p. 109.
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Sin embargo, como consecuencia de este fraccionamiento, a lo cual se aunaba la política de especialización regional promovida por Jruschov, se incrementó de modo bastante pronunciado el distanciamiento socio económico entre las repúblicas. El crecimiento del parque industrial, por ejemplo, fue mucho más rápido en las regiones occidentales del país. Lo mismo puede decirse en lo que respecta al nivel de vida. Así, por ejemplo, de acuerdo con los indicadores del ingreso nacional per capita, en los años ochenta, los cinco primeros lugares las ocupaban las siguientes repúblicas: Letonia, Estonia, Bielorrusia, la RSFSR (Rusia o República Socialista Federativa Soviética de Rusia, de acuerdo con la sigla) y Lituania. En cuanto a la producción de bienes de consumo por habitante la repartición era la siguiente: Estonia, Letonia, Lituania, Bielorrusia y Armenia. La distribución de acuerdo con los ingresos salariales: Estonia, la RSFSR, Letonia y Lituania. Estos indicadores son elocuentes. Con la excepción de Armenia, en los ítems señalados no se observa la participación de las repúblicas del sur o sudeste de la URSS. Por tanto, este escenario suministra dos importantes datos los cuales permiten entender la velocidad de la posterior explosión de la Unión Soviética en los años ochenta: el aumento de la diferenciación económica y social entre las diferentes repúblicas, brecha que se profundizó tendencialmente en beneficio de las repúblicas más occidentales, y la constitución de unas elites políticas regionales sovietizadas, pero que se convirtieron en un poderoso obstáculo ante cualquier tentativa de injerencia por parte del centro y que promovían además el desarrollo de sus respectivas localidades en tanto que unidades económicas cada vez más auto centradas. Si a nivel político e institucional se había construido un entramado burocrático que generaba consensos, pero que entorpecía la introducción de cualquier tipo de reformas que pudieran alterar este complicado equilibro, a nivel económico la situación no era más diáfana. Es más, en este plano la situación alcanzaba niveles mayores de complejidad debido a que a las disfuncionalidades del modelo se le sobreponía el hecho de que los países de Occidente, referente imprescindible de la elite que guiaba la representación de lo que se anhelaba que fuera la Unión Soviética, atravesaba en ese momento una de las coyuntu-
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ras más álgidas de reestructuración que haya conocido el capitalismo en su ya larga historia. Esquemáticamente esta transformación podemos sintetizarla como el tránsito de un capitalismo nacional/ internacional a otro transnacional/ global. El cambio experimentado por el capitalismo y, a través de los circuitos globalizantes, por el mundo en su conjunto era un asunto bien comprendido por los soviéticos. Un documento de la Cancillería de finales de los ochenta resumía la nueva situación de la siguiente manera: “La revolución informático- tecnológica le dio un dinamismo inconmensurable a la economía mundial, la cual de modo sustancial ha modificado social y económicamente el planeta. Nunca antes la humanidad desarrolló su potencial productivo a pasos tan veloces, como ha ocurrido en los últimos decenios. Los ritmos más altos del desarrollo se observan en aquellos países en los cuales se destina una significativa parte del producto nacional bruto a las nuevas investigaciones, las cuales rápidamente se ponen en práctica (...) Se profundiza la internacionalización de la producción, la creación de ciclos productivos transnacionales, se refuerza la interrelación y la interdependencia de las economías de los Estados (...) La economía mundial se convierte en un solo organismo, fuera del cual no puede permanecer ningún Estado, independientemente del nivel de desarrollo y de la pertenencia a tal o cual sistema”156. Para entender el impacto que esta reestructuración del capitalismo mundial tuvo sobre el desarrollo económico soviético conviene recordar que desde finales de los sesenta el planeta asistió a profundos cambios en todos los niveles. En el económico, se asistió a una sincronizada crisis de los modelos de desarrollo predominantes en el Este, el Sur y Occidente, crisis de la cual sólo el capitalismo desarrollado encontró un sustituto mediante la introducción de un esquema flexible de acumulación 157. En medio de este contexto, todos los países socialistas tuvieron que ensayar fórmulas para intentar corregir el desgaste del sistema planificador y adaptarse a la reestructuración general que experimentaba la economía mundial. La Unión Soviética, en su calidad de primer productor mundial de hidrocarburos, enfrentó esta adversa situación interna e internacional con una fórmula muy simple: el
156 “La actividad diplomática y la política exterior de la URSS (abril de 1985 a octubre de 1989)”, Informe del Ministerio de Asuntos Externos, Mezbdunarodnayta Zhizn, Moscú, diciembre de 1989, pp. 36-37 (en ruso). 157 Véase, Hugo Fazio Vengoa, La globalización en su historia, Bogotá, Ediciones Universidad Nacional, 2002.
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incremento de las exportaciones de petróleo y gas. Según algunos cálculos entre 1974 y 1985 el aumento del precio internacional del petróleo produjo ingresos a la URSS por US$ 280 mil millones. Esta reorientación hacia la exportación de productos primarios tuvo varios efectos, la mayoría de ellos incontrolables. Primero, le permitió a la Unión Soviética disponer de abundantes recursos financieros con los cuales pudo mitigar y esconder ciertas disfuncionalidades de su modelo y dilatar así su lenta agonía. Segundo, los hidrocarburos intensificaron la interdependencia entre la URSS y los principales países capitalistas, toda vez que se redimensionó este sector económico y las divisas obtenidas permitían adquirir aquellos bienes y productos que el disfuncional sistema no podía suministrar o lo hacía de modo deficiente. Tercero, el petróleo creó una artificial bonanza económica y como también permitió elevar el nivel de vida de la población, la cual tuvo por vez primera acceso a ciertos artículos de consumo masivo importados de Occidente, se pospuso la reestructuración del sistema porque el anclaje con la economía mundial mitigaba la penuria crónica. Cuarto, el petróleo aumentó la dependencia de los demás países socialista con la URSS, ya que esta tuvo que suministrarles recursos energéticos a precios y en condiciones preferenciales. Incluso, países como Cuba convirtieron el petróleo soviético en su principal actividad productora de divisas, toda vez que la isla fue autorizada para reexportar el petróleo soviético que adquiría a bajo precio a cambio de azúcar. La manera como la URSS enfrentó la conjunción de la adversidad interna e internacional era un paliativo con efecto rápido que dilataba, pero no remediaba, los graves problemas. Contemporáneamente se manifestó otra situación adversa: el lugar de los países socialistas y en particular de la URSS en la economía mundial. El carácter intermedio de estas economías entre el Occidente desa-
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rrollado y el Tercer Mundo, acentuó la dependencia con ambos conjuntos. De los primeros se obtenía la tecnología de punta y de los segundos las materias primas. Esta mayor compenetración con las economías del resto del mundo le propinó un duro golpe a las magras estrategias integradoras que se habían ensayado en el CAME. De hecho hasta finales de los sesenta, el intercambio comercial intra-CAME registró un sensible progreso, pero, a partir de los setenta, se revirtió la tendencia. ¿Qué fue lo que ocurrió? Como los países socialistas necesitaba divisas para mantener las importaciones de Occidente y del mundo en desarrollo, se reservó la producción de mejor calidad para estos países y al el CAME se destinó aquella producción que no era competitiva a escala internacional. De acuerdo con un estudio publicado a mediados de los ochenta, sólo el 29% de la producción seriada de bienes de construcción industrial de la URSS correspondía a estándares mundiales, siendo mucho menor este índice en otras ramas productivas 158. Fue tal el decaimiento de los vínculos dentro del sistema socialista que en los setenta incluso la fijación de los precios quedó amarrada a los avatares de la economía mundial. En 1975, bajo iniciativa de la URSS, se adoptó el principio de establecer los precios anuales de los productos intercambiables con base en una media móvil del precio mundial de los cinco años precedentes, lo que significaba que, el sistema socialista mundial quedaba sujeto a los vaivenes del mercado mundial. Este, sin embargo, no fue el único problema que la URSS importó de sus socios socialistas. La crisis por la que atravesaban sus aliados, obligó a la URSS a brindarles todo tipo de apoyos, con lo que importantes recursos se desviaron hacia estos países. De acuerdo con ciertas estimaciones soviéticas, sólo Cuba costaba anualmente a la URSS alrededor de seis mil millones de dólares 159. Esta situación desempeñó un importante papel porque se convirtió en otro elemento que diferenciaba a la URSS de Estados Unidos. Mientras los aliados de Moscú no sólo no lograron constituirse en países que jalonaran la atractividad del so-
158 Pravda, 19 de junio de 1986. 159 Th. Malleret y M. De Laporte, L’armée rouge face a la perestroika, Bruselas, Complexes, 1991, p. 129.
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cialismo en el mundo, sino que representaron una pesada carga económica, dos aliados de EE.UU. - Alemania y Japón- se convirtieron en dinámicas potencias mercaderes, infundiéndole un renovado impulso al capitalismo mundial. Empero, esta reestructuración de la economía mundial no sólo comprometía la articulación internacional de la URSS, también develó su intimidad económica interna, situación tanto más embarazosa cuando el Kremlin desde los años cincuenta se había propuesto competir y sobrepasar a las naciones industrializadas. En términos comparativos, los principales indicadores demostraban ejemplarmente que la URSS se estaba quedando irremediablemente atrás. Un analista soviético, en la época de la Perestroika, estableció una metodología comparativa, cuyas conclusiones sobre el particular eran tajantes: en un esquema en el cual 10 era igual al máximo, en el campo de la electrónica el nivel alcanzado por los Estados Unidos se situaba en 9,9, Japón en 7,3, Europa Occidental en 4,4 y la URSS en 1,5. En la esfera de la producción de materiales nuevos, EE.UU. había alcanzado un 7,7, Japón un 6,3, Europa Occidental un 6,0 y la URSS un 3.3. En el campo de la biotecnología, a EE.UU. le correspondía un 8,9, a Japón el 5,7, a Europa Occidental el 4,9 y a la Unión Soviética sólo el 1,3. No sólo en los nuevos sectores la URSS evidenciaba un retraso. En todos los grandes sectores de la economía se replicaba la misma situación. La productividad en la industria, por ejemplo, que representaba un 44% del nivel norteamericano en 1960 aumentó a un 53% en 1970 para estabilizarse finalmente en un 55% de la norma estadounidense en 1983. En la agricultura, la media con respecto a EE.UU. se situaba entre un 25% y un 30%, dependiendo del sector 160. Era tal el nivel de ineficiencia de la agricultura colectiva que las parcelas agrícolas con el 4% de la superficie cultivada aportaba el 30% de la producción total. Este retroceso se manifestaba también en otros campos: mientras en Occidente las naciones desarrolladas se beneficiaban de la tercera revolución industrial, el modelo soviético no sólo mantenía su vocación extensiva, sino que, además, se primarizaba. Nada ilustra mejor esta tendencia que el comportamiento del comercio exterior: los recursos energéticos y minerales que repre-
160 L. Abalkin, “La interacción de las fuerzas productivas y las relaciones de producción” en Vaprosi Ekonómiki N. 6, 1985 (en ruso).
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sentaban el 35% del valor total de las exportaciones en 1970 ascendieron al 58% en 1982. La Unión Soviética sólo mostraba una clara superioridad en producciones como la del carbón y el acero, pivotes de la industrialización decimonónica. Como acertadamente señala E. Hobsbawm: “Puede que los soviéticos, duros e inflexibles, hubieran conseguido mediante esfuerzos titánicos levantar la mejor economía del mundo al estilo de 1890 pero ¿de qué servía a la URSS que a mediados de los años ochenta produjera un 80% más de acero, el doble de hierro en lingotes y cinco veces más tractores que Estados Unidos, si no había logrado adaptarse a una economía basada en la silicona y el software?”161. Era irremediable que la Unión Soviética se estaba quedando atrás en su competencia con las naciones desarrolladas. Y nada parecía detener esta abrupta caída. En 1973, el académico V Nemchinov, presagió que al modelo soviético le resultaba muy difícil interiorizar los avances de la Tercera Revolución Industrial y previno que “un sistema político paralizado a tal punto de arriba abajo sólo puede frenar el desarrollo técnico y social y se va a derrumbar tarde o temprano bajo la presión de los verdaderos procesos de la vida económica”162. Este adverso panorama no paraba ahí. Otras circunstancias agravaron aún más la situación. Esta pérdida de competitividad a nivel internacional se convirtió en un problema más grave cuando, con el desencadenamiento de la segunda ola de la guerra fría, a partir de la segunda mitad de los setenta, la URSS tuvo que redoblar los esfuerzos en el campo de la industria militar para mantener la carrera armamentista con los Estados Unidos. Los gastos en defensa se incrementaron entre un 4 y 5% anual entre 1964 y 1984, aumento mayor al crecimiento que registraba la economía. Esto llevó a una situación insostenible: a inicios de los ochenta más del 25% de los gastos gubernamentales se destinaban al rubro de defensa. La carrera armamentista sustraía también importantes recursos a la economía civil. Al sector militar se destinaba un tercio de la producción de las industrias de transformación de metales, una quinta parte de la metalúrgica, la sexta parte de la producción de las ramas de la producción química y de la energía, las tres cuartas partes del presupuesto total consagrado a la investigación y el desarrollo y en el “complejo militar industrial” laboraba aproximadamente el 20% de la población económicamente activa. Claro está que esta era una de las ramas más rentables de la 161 Eric Hobsbawm, Historia del siglo XX, op cit., p. 251. 162 Citado en Moshé Lewin, Le siécle soviétique, op. cit. p. 318.
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economía. Si la Unión Soviética participaba con un 4% de los flujos comerciales mundiales, en el sector de armamento le correspondía el 28%. Aproximadamente el 25% de la producción militar soviética se exportaba y, en ese sentido, era el sector que mejor podía adaptarse a un proceso de reestructuración económica, porque era, sin duda, el más competitivo a nivel internacional y porque siempre había privilegiado al “consumidor” (las fuerzas armadas) sobre el productor (el plan). Es indudable que todos estos problemas eran de por sí profundos, graves y de difícil solución. Sin embargo, eran levedades frente al dilema mayor que enfrentaba la URSS: la dificultad para transitar de una economía de desarrollo extensivo a uno intensivo. El apego al carácter extensivo explica la importancia asignada al crecimiento. “En los países socialistas, no hay que olvidar que el problema de las tasas de crecimiento siempre ha sido una cuestión política y social crucial en el curso de los sesenta años que han transcurrido desde la creación de la primera sociedad socialista. En parte para acelerar la eliminación del subdesarrollo anterior, en parte a causa de la necesidad de probar la superioridad del nuevo orden social. Una tasa de crecimiento elevada ha sido siempre un factor importante -sino el más importantede legitimación del nuevo sistema social”163. Como puede observar en el cuadro 5 durante la década de los setenta se presentó un fuerte deterioro en varios sectores macroeconómicos, lo que incidió negativamente en la productividad y en las condiciones de funcionamiento de las industrias y empresas agropecuarias164. La lenificación de la mayor parte de los indicadores demostraba que el modelo soviético estaba entrando en una fase de agotamiento y que se avecinaba una crisis estructural.
163 L. Szamuely, “The Eastern European Economic Situation and the Prospect of Foreign Trade” en New Hungarian Quarterly, Budapest, N. 95,1984, p. 61. 164 Jacques Sapir, L’URSS au tournant. Une économie en transition, París, PHarmattan, 1990.
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CUADRO 5 PRINCIPALES INDICADORES DE LA ECONOMÍA SOVIÉTICA (1951-1985) (EN PORCENTAJE) 1951 1955
1956 1960
1961 1965
11,3
9,2
6,6
7,2
5,7
3,9
3,2
Fondos principales de producción 11,5
_
11,3
9,1
9,9
8,1
5,3
11
8
7,8
6,8
3,4
3,2
10,3
8,6
9,5
8,1
4,4
3,7
Ingreso nacional
Inversiones Producción industrial
8,9 13,2
1966 1970
1971 1975
1976 1980
1981 1985
Producción agrícola
3,7
7,9
2,3
3,9
2,5
1,7
1,2
Ingresos reales por habitante
7,3
5,7
3,6
5,9
4,4
3,4
2,0
-3,2
-0,9
-3
-2,9
-2,7
-3
-1,9
-2,1
-0,4
0
4,4
6,1
4,6
3,2
2,8
4,6
5,7
6
3,2
3,1
Rentabilidad de fondos fijos Efectividad de la inversión Productividad del trabajo social Productividad del trabajo en la industrial
8,2
Fuente: Anuario de la URSS, diferentes años.
6,5
Desde un punto de vista estructural, el sistema económico soviético mostraba evidentes síntomas de senilidad. Si el crecimiento en los cincuenta fue del 5,7%, en los sesenta se redujo al 5,2%, descendió al 3,7% en los setenta y cayó al 2% entre 1980 y 1985. La estructura productiva había llegado a un nivel en el cual no podía seguir creciendo como resultado del agotamiento del modelo de desarrollo forjado en los treinta y que, por el fracaso experimentado por todas las iniciativas de reforma, se había mantenido incólume hasta bien avanzada la década de los ochenta. La gravedad que el modelo experimenta en esta coyuntura no sólo consistió en la incapacidad para transitar de una economía de desarrollo extensivo a uno intensivo, también se debió a que
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los fundamentos que permitían mantener este esquema extensivo de desarrollo comenzaron a debilitarse. En los setenta se asistió a una penuria crónica de aquellos factores -mano de obra, inversiones, recursos energéticos y lenta reconversión industrial- que constituían sus pilares principales. En primer lugar, la crisis del modelo se agudizó cuando en los setenta los requerimientos de mano de obra para aumentar la capacidad productiva del sistema industrial crecieron a un ritmo mayor que la población en edad de trabajar. Se requería cada vez más fuerza de trabajo pero ésta empezó a escasear. Esta penuria no provenía de un débil crecimiento vegetativo de la población. En general, este seguía siendo bastante elevado. La tasa promedio de crecimiento anual de la población fue del 8,8% en los setenta. La verdadera causa de este mal radicaba en el débil crecimiento de la productividad laboral que no correspondía a las exigentes normas de producción diseñadas por los órganos planificadores, motivo por el cual los directores de las empresas se veían impelidos a contratar un número mayor de trabajadores de los que se habrían necesitado en condiciones normales. Conviene tener en cuenta que en la práctica planificadora soviética, el volumen de la producción se determinaba a partir del “nivel alcanzado” el año inmediatamente anterior. Al resultado obtenido se le agregaba un porcentaje para elevar la producción en el nuevo año y de esa manera mantener las tasas de crecimiento. Dada la elevación constante de las cuotas de producción impuestas por el plan, que no encontraban un correlativo en la mecanización y en la automatización, se necesitaba realizar un incremento constante de la producción, el cual, por regla general, era superior a la capacidad productiva de las empresas. Este desfase fue neutralizado por los directores de las empresas mediante la contratación en gran volumen de fuerza de trabajo masculina y femenina. Cuando la disponibilidad de esa mano de obra fue abundante -entre los treinta y los cincuenta-, debido a las migraciones provenientes del campo, esta incongruencia no representó ningún problema porque había una sobreoferta laboral y porque actuaba como un correctivo que respondía a las apremiantes demandas sociales. La deficiente organización del trabajo también contribuyó a agudizar la escasez de mano de obra, ya que incitaba a las empresas a mantener en reserva a
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numerosos trabajadores (desempleo disfrazado) para poder cumplir las normas de producción en los momentos en que se requería acelerarla {shturmovshina). Esta aceleración repentina se volvió una práctica corriente porque las materias primas, los recursos energéticos y demás insumos, vitales para cumplir el ciclo de producción, generalmente llegaban tarde. Entonces, en un período de tiempo menor se debían cumplir las disposiciones del plan, para lo cual había que disponer de un número mayor de trabajadores. El mismo presidente del Gosplan en 1979 constataba que en las empresas se empleaban 2 millones más de obreros y empleados de lo previsto por el plan165. La consolidación del mercado laboral, el cual se constituyó de manera espontánea por el derecho adquirido de los trabajadores a la movilidad de la fuerza de trabajo, agravó todavía más esta ya de por sí difícil situación. La tasa de rotación de la mano de obra oscilaba alrededor de un 20% en los setenta. En promedio, la permanencia de un trabajador en un mismo puesto de trabajo no superaba los 3 años, al cabo de los cuales buscaba contratarse en mejores condiciones. Esta situación afectó principalmente a las empresas industriales, ya que los cuadros con mayores niveles de calificación eran los que más rápidamente rotaban, por cuanto la escasez de fuerza de trabajo mejoraba sus condiciones de negociación y se contrataban en aquellas plazas en las que les garantizaran mejores condiciones sociales y salariales. El compromiso entre directores y trabajadores constituyó, a su vez, una de las explicaciones del desaforado ausentismo laboral, que, de acuerdo con ciertas estimaciones, significó en el año de 1981, la pérdida de 37 mil millones de horas de trabajo. Esta mejora en las condiciones de negociación de los obreros se convirtió en un serio problema para las empresas, ya que contratar nuevos trabajadores implicaba un período de tiempo de adaptación mientras aprendían sus nuevos oficios. Pero también esta difícil situación de permanencia laboral, aunada al hecho de que el régimen brezhneviano intentó mantener un consenso social a través de la elevación constante del nivel de vida de la población, reprodujo otro tipo de problema: el de los ingresos. Durante esta década los ingresos progresaron
165 Pravda, 22 de agosto de 1979.
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a un ritmo superior al de la productividad del trabajo general y dos veces más rápido que el volumen de la producción agrícola. Esta disociación entre el ritmo de crecimiento de los ingresos y el de la productividad se convirtió en un fenómeno preocupante. “Además del hecho de que este distanciamiento entre la calidad del trabajo y su remuneración crea un freno económico y psicológico contra la intensificación de la producción. Este crecimiento sostenido de los ingresos sin contrapartida en valores de uso realmente producidos es uno de los factores esenciales de la amplificación, en los años setenta, del fenómeno de penuria con sus corolarios, el aumento fantástico del ahorro individual, la extensión de los mercados paralelos y las distorsiones en la repartición de los ingresos y de los bienes”166. En esta inadecuación entre el modelo y la mano de obra intervino también otro asunto. La región más dinámica desde el punto de vista del crecimiento de la población era Asia Central, la cual, al mismo tiempo, era la zona más pobre y atrasada. Los puestos de trabajo disponibles crecían a un ritmo inferior al de la población. Así, por ejemplo, en Tadzhikistán, mientras la población que entraba en edad de trabajar era de 45 mil personas en promedio, la creación de nuevos empleos llegaba a sólo 30 mil. Para un buen número de estos jóvenes, la emigración no constituía un buen horizonte, porque preferían mantenerse dentro de su ámbito cultural que emigrar a regiones donde serían forasteros. De otra parte, como resultado de los procesos de especialización regional practicado por las mismas autoridades centrales, las nuevas empresas se construyeron preferentemente en las regiones más desarrolladas desde un punto de vista económico, las cuales eran, al mismo tiempo, las más pobres en cuanto al crecimiento vegetativo de la población. En alto grado, esta situación obedeció a que los principales circuitos de creación de la producción industrial se encontraban precisamente en las regiones más avanzadas. Esto fortaleció la tendencia hacia la subutilización de la mano de obra en las regiones con un crecimiento poblacional mayor, las cual siguieron apegadas a labores productivas de tipo tradicional. El segundo factor que intervino en esta pérdida de dinamismo del modelo fue la disminución y la burocrática subutilización de las inversiones. Como
166 J. Radvanyi, L'URSS en révolution, París, Messidor, 1987, p. 25.
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tendencia se observa que en la URSS la inversión se utilizaba principalmente en nuevos proyectos en el ámbito industrial -sobre todo en la industria pesada- y no tanto en la renovación de los equipos e instalaciones. Esto explica la longevidad del parque industrial soviético, que siempre mucho mayor que el occidental. A finales de los setenta, las dos terceras partes del total de inversiones industriales se consagraban a nuevos proyectos, muchos de los cuales, por ser de grandes dimensiones, requerían de un largo período para ser puestos en funcionamiento. La demora en la construcción de las empresas, por razones estratégicas de los ministerios y por la infravaloración de los costos de construcción de las nuevas empresas con el ánimo de interesar a los órganos superiores en nuevos apoyos financieros, generaba dos tipos de situaciones adversas: de una parte, reiteradas veces la demora en la construcción era tal que cuando se daba inicio a la explotación de la empresa, su producción ya era obsoleta y no lograba satisfacer las necesidades en valores de uso ni de la población ni de las empresas, y, de otra parte, numerosas empresas nunca se finalizaban. Si solamente nos atenemos a los datos de un año -1984- se observa que en la rama de la energía eléctrica había 145 empresas en construcción aún no finalizadas, 142 en la metalúrgica, 171 en el sector de la química y la petroquímica, 89 en el área de las construcciones mecánicas, 11 en la de materiales de construcción, 65 en la industria ligera y 77 en la alimenticia. Esta situación, que se repetía de año en año, condujo a que las inversiones no sólo fueran menores en volumen, sino mucho más ineficientes. Otra consecuencia que reproducía la errática política de inversiones fue el aumento de las disparidades intersectoriales entre las diferentes ramas de la economía. De una parte, se privilegiaban tradicionalmente las esferas productivas en detrimento de los otros sectores, tales como el comercio, los servicios, la construcción y, de la otra, dentro de las mismas esferas productivas algunos sectores concitaban la atención prioritaria (pesada, metalurgia, extracción, etc.), mientras que otras recibieron escasas inversiones (bienes de consumo, transportes, agricultura, etc.). Esta preferencia por algunos sectores en detrimento de otros, situación que los dirigentes justificaban porque respondía a las necesidades estratégicas de la
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competición con el capitalismo y que se entendía como una vía rápida para dejar atrás el subdesarrollo, produjo grandes desequilibrios, razón por la cual recurrentemente se tuvo que recurrir a adquisiciones en el extranjero para suplir las deficiencias internas. Este desequilibrio intersectorial explica, a si mismo, otra gama de distorsiones, como la mediocre satisfacción de las necesidades sociales e individuales, es decir, la progresiva penuria de bienes de alto consumo, que afectaba de manera directa al ciudadano común; la profusión de redes paralelas en los sectores productivos, o sea, un sistema de aprovisionamiento mediante acuerdos directos entre las empresas sin la intermediación de los respectivos órganos estatales y, por último, el propensión creciente de la población de hacer uso del mercado negro para satisfacer sus necesidades más vitales. De acuerdo con algunas investigaciones, el mercado negro llegó a ocupar el 20% del consumo de los hogares166. Durante los setenta la economía en la sombra concernía el 10% de los ingresos mensuales de los obreros, empleados y koljosianos. Otro tipo de desequilibrios y disparidades fue la acentuación de las diferencias regionales. La lógica sectorial condujo a que algunas regiones se vieran favorecidas por las políticas de inversión del Estado central. Se favoreció la especialización productiva, la cual se tradujo en el desarrollo más rápido de algunas zonas en detrimento de otras. Este desequilibrio acentuó la disimilitud en términos de trayectorias históricas de los Estados republicanos y se convirtió a la postre uno de los factores que determinó la desintegración del Estado multinacional. Las crecientes disparidades entre las repúblicas dio paso a la conformación de intereses regionales sectorializados que empezaron a ir en contravía de los intentos por cimentar la Unión. En todos los índices relativos a la producción industrial y de bienes de producción, ingresos salariales, tasa de empleo, ahorros, comercio minorista, nivel de vida, consumo, etc., las repúblicas occidentales tomaron la delantera mientras que la periferia sur y asiática se hundió en el atraso. Con ello, la Unión Soviética, en tanto que zona económica interaccionada se empezó a fraccionar y en reiteradas oportunidades los intereses regionales prevalecieron sobre los de la Unión.
166
Fran^ois Seurot, p. cit. p. 281.
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El tercer factor que incidió en la ralentización del modelo extensivo consistió en la disminución y en el encarecimiento de la extracción de materias primas y de recursos energéticos. Esta tendencia se hizo especialmente evidente en los setenta como resultado del encarecimiento del precio de estos productos en la economía mundial. Esta coyuntura, que fue aprovechada por la URSS para aumentar su grado de inserción en la economía mundial en calidad de exportador de materias primas y de recursos energéticos, amplió las necesidades extractivas como medio para adquirir las divisas indispensables para importar tecnología y bienes alimenticios desde los países capitalistas. Esto se tradujo en una disminución en el suministro interno. Se dio prioridad al comercio exterior y sólo una vez que se cumplían los acuerdos con los otros países, se satisfacían las necesidades internas. Al respecto, conviene recordar que el sistema económico soviético no tenía una vocación exportadora sino importadora. La función esencial del comercio exterior en la concepción planificadora de la URSS era dotar a la economía nacional con aquello que no podía ser producido o que lo era en cantidades insuficientes en el país 167. “El modelo extensivo de las relaciones económicas exteriores se distingue por la prioridad del comercio sobre otras formas progresistas y desarrolladas de cooperación internacional y por la de las importaciones sobre las exportaciones (...) El dispendioso mecanismo de gestión creó necesidades insaciables de importaciones a fin de compensar los numerosos déficit constantes”168. En cuanto al funcionamiento interno, este irregular suministro obligaba a las empresas a acelerar la producción cuando este llegaba y a ralentizarlo cuando escaseaba. Para superar este impasse y cumplir con las normal del plan, los directores de empresas constituyeran grandes stocks de insumos y materiales ineficientes, stocks que crecían a un ritmo que duplicaba la producción. En síntesis, la utilización de los recursos energéticos era muy ineficiente. En promedio, para un mismo producto, la URSS empleaba dos veces más energía que los países occidentales. Por último, dado el carácter extensivo de la economía otra debilidad del modelo radicaba en la lenta modernización de los aparatos productivos. De acuerdo con algunos estudios entre el 30% y el 40% de los obreros de la construcción mecánica estaban empleados en tareas auxiliares, las cuales fácilmente podía ser mecanizadas. 167 Marie Lavigne, Les relations économiques Est-ouest, París, Presses universitaires de France, 1979, p. 134. 168 V. Karavaiev: “Perestroi'ka: les réserves du commercer extérieure" en La Vie Internationale, diciembre de 1988, p. 64.
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Por el imperativo mismo del plan, era difícil llevar los avances científicos y técnicos a la producción, no obstante el hecho, de que, quizá, era más fácil encontrar financiamiento para adelantar las investigaciones que en los más avanzados países occidentales. El problema radicaba en que una empresa no tenía el menor interés en introducir técnicas modernas. Una empresa que innovaba recibía primas por concepto de introducción de nuevas técnicas, pero perdía las bonificaciones vinculadas al volumen de producción porque el tránsito hacia las nuevas técnicas reducía provisionalmente el ritmo de producción. En promedio una innovación demoraba entre dos y tres veces más en pasar a la producción en la URSS que en Occidente. Es decir, como señalaba Seurot, “entre la ciencia y la aplicación industrial de las tecnologías de punta, se ubica el sistema económico. Aquí se sitúa el retraso tecnológico”169. La planificación tal como había sido concebida ya no respondía a las necesidades de una sociedad moderna como era la URSS en los setenta. El plan solo podía satisfacer las necesidades de unos cuantos valores de uso. Debido a la imposibilidad de planificar los más de veinticinco millones de artículos que producía la URSS, los órganos planificadores sobre podía establecer las proporciones sobre algunos indicadores generales, los cuales después debían desagregarse. Esto no fue un problema mayor cuando las demandas sociales y las necesidades productivas eran escasas, es decir, en momento en que se forjó el sistema. Pero con el proceso de industrialización, urbanización, especialización administrativa, revolución cultural, etc., la sociedad se tornó más compleja. Aparecieron nuevos segmentos sociales, con nuevas necesidades y demandas. Pero debido a las deficiencias en los circuitos de información económica, la planificación no podía responder a esas demandas. Gérard Roland define este fenómeno como la ley de complejización de los valores de uso, la cual está ligada a la complejización de las necesidades y al desarrollo de las fuerzas productivas. “La sofisticación de las técnicas de producción conduce a que se susciten nuevas necesidades, las cuales exigen a su vez un desarrollo de las fuerzas productivas mediante técnicas más sofisticadas que permitan responder a la complejización de las necesidades” 169.
169 Gérard Roland, op. cit., p. 231. 169
Frangois Seurot, op. cit., p. 202.
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Esta complejización, empero, encontraba un obstáculo adicional en el predominio que sobre la economía ejercía la esfera política. Los órganos encargados de planificar constituían instancias partidarias y estatales que supeditaban las orientaciones del desarrollo económico a determinados propósitos políticos. Desde el punto de vista de la economía política, el funcionamiento del sistema soviético era el siguiente: “La relación entre el productor y el objeto estaba determinada no por el valor de uso, sino por la contribución del objeto producido a! índice estadístico del plan, el valor-índice, y que representaba la forma de mediación fundamental del sistema soviético”170. La crisis se agravaba por que la sofisticación de los valores de uso agudizaba las contradicciones entre estos y el valor-índice, siguiendo con la terminología utilizada por G. Roland. O sea, cada vez era más evidente el divorcio entre los objetivos del productor y las necesidades de la población, debido a los deficientes canales de información entre estos dos sectores. En cuanto a la dinámica social, la Unión Soviética en los setenta registraba una evolución análoga a la que experimentaba Occidente. Una adecuada panorámica la suministra Robert Service, cuando sostiene que la época de Brezhnev fueron los años dorados del sistema soviético: “Brezhnev quería que los trabajadores disfrutaran de comodidades materiales (...) En 1970, el 32% de los hogares tenía frigorífico, mientras que en 1980 la proporción era del 86%. En la misma década, el número de hogares que contaba con televisión pasó de 51% a 74%. Los sindicatos abrieron más centros de veraneo para sus afiliados en la costa de los mares Báltico y Negro. Los trabajadores de confianza podía viajar a Europa del Este en viajes organizado por el partido, y si tenían muchísima suerte a Occidente. Los precios de los productos de primera necesidad como el
170 Ibídem, p. 60.
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pan, las patatas, la carne y la ropa, así como los del alquiler de los apartamentos y el gas, se mantenían bajos: apenas eran más elevados que los existentes durante el primer plan quinquenal. Los trabajadores nunca habían estado tan bien, y menos todavía los koljósniki: en 1964 el Estado les incluyó en el sistema de pensiones y a partir de 1975 les concedió pasaporte interno” 172. Desde un punto sociológico, la sociedad soviética experimentaba cambios radicales. Se estaba asistiendo a la lenta desaparición del obrero manual no calificado y el correspondiente crecimiento cuantitativo de profesionales y de trabajadores calificados, los cuales se concentraban en actividades ligadas a los servicios y a la información. Sin embargo, dado el predominio del discurso obrerista de las autoridades soviéticas y el carácter extensivo del modelo, no fue extraño que muchos miembros de estos grupos emergentes reiteradas veces tuvieran que seguir apegados a funciones manuales y desempeñaran labores rutinarias propias de los obreros manuales. Pero ya nada podía detener el avance de nuevas formas de sociabilidad. Estos nuevos grupos reprodujeron un conjunto de patrones culturales compartidos, formas de vida y de comunicación interpersonal inéditos en el universo soviético, cuyo común denominador fue la reconquista de la importancia de la dimensión personal, ligado al principio de la actividad autónoma del individuo. La modernidad y la definición del sujeto habían hecho su entrada en la sociedad soviética. Visto en una perspectiva dinámica, conviene recordar que en las tres décadas anteriores, la sociedad soviética había asistido a un acelerado proceso de industrialización, urbanización, aclimatación de referentes culturales modernos y una amplia revolución educativa. La sociedad soviética era muy distinta a la de los albores del socialismo. En estos años experimentó una radical mutación social. Ya no era una sociedad, cuya una masa campesina imponía el ritmo y la manera en que debía operar la estructuración política, social y cultura de la sociedad y del Estado soviético. Paulatinamente, los determinantes se deslizaron hacia las ciudades, las cuales se convirtieron en los principales centros modeladores de la configuración social y de las maneras de hacer política. Las ciudades, además promocionaron y reprodujeron nuevos hábitos, costumbres y percepciones que rodeaban al ciudadano soviético, mutación que constituyó una de las
1 7 2 Robert Service, op. cit., p. 362.
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premisas más importantes de los cambios ideológicos, político y culturales que tuvieron lugar en la década de los ochenta. La constitución de este medio urbano trajo aparejado el surgimiento de nuevas categorías sociales, fenómeno que alteró radicalmente la composición social soviética. Los efectos directos de este proceso de urbanización fueron múltiples: se elevó el nivel cultural de la población, se generaron nuevos circuitos culturales; se acentuó la movilidad social y los cambios en el modo de vida y en las mentalidades; se produjeron interacciones socioculturales entre los diversos grupos sociales y entre las nacionalidades. De otra parte, todos los procesos concomitantes con la urbanización transformaron la calidad y el tipo de necesidades de la población, amplificaron los problemas de vivienda en las grandes urbes, incrementaron la demanda de productos de primera necesidad y, debido a las disfuncionalidades del sistema planificador, contribuyeron a una complejización de las necesidades sociales. El conjunto de transformaciones económicas y sociales modificó los patrones de movilidad social, aumentó el requerimiento de trabajadores con altos niveles de calificación y expandió los oficios intelectuales. Esos nuevos segmentos no encontraban fórmulas para integrarse en el tradicional esquema social soviético. Estos grupos emergentes que disponían de redes de calificación e instrucción superiores crearon nuevas demandas en bienes de consumo, información, circulación y de participación en la vida social. Fueron estos núcleos los que presionaron para actualizar y modernizar el sistema. Con estos nuevos segmentos adquirió mayor importancia la dimensión personal de interacción, basado en la actividad autónoma y en los contacto individuo a individuo. Esta nueva realidad en las interacciones interpersonales posibilitó la emergencia de nuevos espacios de sociabilidad, fundamento a partir del cual fue naciendo una opinión pública, la cual, al no tener posibilidad de realizarse a través de la institucionalidad oficial, creó canales oficiosos de expresión, interacción y movilización. Uno de los primeros ámbitos donde se cristalizaron estas manifestaciones espontáneas de la opinión pública fue en el campo cultural, en donde artistas teatrales, cantantes, etc., promovían nuevos valores, preocupaciones e intereses. Con el trasfondo de este cúmulo de transformaciones, cambiaron también las articulaciones entre los distintos grupos sociales y el alto poder. A diferencia de la
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“plebeyización” de los años treinta, los puestos dirigentes se encontraban en manos de profesionales, con lo cual se modificó la correlación de fuerzas en el seno de la elite. Con ello el equilibrio consensual brezhneviano comenzó a desmoronarse. Las mutaciones sociales y la inoperancia económica del sistema impusieron la necesidad de los cambios. Las propuestas modernizantes de los sectores reformadores encontraron eco en aquellos sectores de la población que se encontraban al margen del sistema y que podían beneficiarse de un nuevo curso político. Las vertientes que confluyeron en el proyecto reformador y que condujeron al reformismo gorbachoviano fueron de variada índole. En primer lugar, se encuentra el movimiento “disidente”, el cual a través de los samizdat (publicaciones clandestinas) proclamó importantes consignas referentes a las libertades individuales y a la necesidad de nuevas formas operativas de organización social 171 172. Estas fueron destacadas ideas y concepciones que rápidamente empezaron a gravitar entre los sectores disconformes con la política de pax social brezhneviana. Sin embargo, estas semillas no pudieron convertirse en plataformas programáticas alternativas al inmovilismo brezhneviano. No a causa de la represión sistemática llevada a cabo por el KGB contra los movimientos disidentes, sino por su incapacidad, la mayoría de las veces, para formular un programa constructivo. Las consignas eran aisladas, en algunos casos, abstractas y muchas veces se encontraban desconectadas de los problemas reales de vida de la población. A finales de los años setenta fue apareciendo una nueva vertiente disconforme, la oposición de izquierda174, la cual se entrecruzaba con las inquietudes e iniciativas del reformismo oficial. Esta “oposición” se proponía formular un programa de cambio con base en los postulados socialistas, reconociendo la necesidad de recombinar la planificación con ciertos principios de mercado en la economía y el fortalecimiento de la democracia política. Este movimiento también era débil y tenía poco arraigo en la sociedad como para transformarse en una genuina alternativa de poder. En tales condiciones, el único camino plausible para reestructurar la sociedad era el reformismo oficial, el cual se nutría de importantes tesis elaboradas en significativos centros de investigación académica de Novosibirsk, Moscú y
171 Fernand Claudin, La oposición en los países del Este, México, Siglo XXI, 1980. 172 Boris Kagarlitsky, “Perestroika: the dialectic of change” en New Left ReviewN. 169, mayo-junio de 1988, pp. 69-71.
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Leningrado. Poco a poco fueron apareciendo canales a través de los cuales estas ideas se canalizaron hacia el alto poder y luego se diseminaron por buena parte de la sociedad. En las altas esferas del partido, por su parte, se arraigaba una tendencia política que concordaba con las opiniones sobre la necesidad de reformar el sistema soviético versadas por los especialistas.
La modernización globalizada y la desintegración El advenimiento del reformismo gorbachoviano encadenó tres circunstancias inherentes a todo proceso histórico: la necesidad, el espíritu de su tiempo y la contingencia. No es correcto interpretar las reformas emprendidas en el segundo lustro de los ochenta simplemente como el resultado de la astucia de un hombre que, desde el alto poder, se habría propuesto reconstruir y reacondicionar a la URSS a las nuevas dinámicas nacionales y mundiales. Fue, más bien, la convergencia entre el espíritu de una época, es decir, la urgente necesidad de intentar adaptar a la Unión Soviética en unas nuevas constelaciones globales que le comenzaban a dar unicidad al mundo, las condicionalidades que emanaban de la disfuncionalidad del sistema, de un conjunto de factores que crearon las condiciones internas e internacionales para que se optara por este tipo de transformaciones y, por último, la capacidad de un sector de la elite política para intentar remover los obstáculos que estaban anquilosando a la sociedad soviética en su conjunto173. Si finalmente la elite política reformista fue superada por los hechos, su proyecto quedó desvirtuado y la Unión Soviética sucumbió, ello no significa que estas propuestas fueran equivocadas o contraproducentes. Lo que le ocurrió a la URSS fue que con las reformas se liberaron incontrolables tendencias a través de las cuales la globalización penetró en la sociedad soviética, colisionarlos distintas temporalidades, se desencadenaron unas fuerzas centrífugas indomables, que en absoluto eran previsibles, y que además escaparon al control de los reformistas. El final de la URSS, por tanto, constituyó uno de los primeros escenarios en el mundo en el cual se manifestó una fuerte profusión de tendencias globalizantes. Gorbachov fue un globalista avant la lettre y el escenario soviético representó un anticipo del mundo de posguerra fría.
173 Para un análisis más detallado sobre el período gobachoviano y el final de la URSS, véase, Hugo Fazio Vengoa, La Unión Soviética: de la Perestroika a la disolución, Bogotá, Ediciones Uniandes y Ecoe Ediciones, 1992.
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En una perspectiva de larga duración, podría aseverarse que las propuestas modernizadoras que venían de tiempo atrás, poco a poco, fueron concretándose hasta convertirse en un proyecto político bien definido, cuyo máximo exponente fue Gorbachov. La internacionalización de la economía soviética, la incapacidad de convertir al CAME en un eficiente subsistema económico, la imposibilidad de articular un tipo de integración política en los países socialistas y la influencia creciente de la economía mundial, como resultado de la introducción de factores capitalistas y mercantiles en las formas internas de gestión y también de interacción de la URSS con el exterior, fueron circunstancias que terminaron favoreciendo el advenimiento y la difusión de estas propuestas modernizadoras. Cuando se observa la calidad de este reformismo de acuerdo con las tendencias principales entonces predominantes en el planeta, se puede constatar que muy difícil es encontrar otro dirigente político en el mundo, distinto a Gorbachov, que en la década de los ochenta hubiera tenido la perspicacia de entender la necesidad de intentar compatibilizar un conjunto de reformas internas con ciertas dinámicas que estaban comenzando a prevalecer en el escenario global. Su anhelada economía socialista de mercado, la pretendida reconstrucción del Estado de derecho, su apuesta a favor (y con el apoyo) de los sectores más “dinámicos” de la sociedad, su compromiso con la democracia “socialista” y su interés por transformar la política exterior soviética de una posición contestataria al desarrollo de estrategias concertadas que permitieran contribuir a la resolución de los grandes problemas de la humanidad no sólo pusieron a Gorbachov a tono con las transformaciones que estaba experimentando gran parte del planeta en el transcurso de esos años, sino que lo convirtieron en uno de los máximos exponentes de la globalización. No está demás precisar que el cambio de los anteriores ejes de la política exterior soviética por el “nuevo pensamiento político” fue posible en la Unión Soviética y no en los Estados Unidos, por cuanto este país resentía con mayor crudeza la disfuncionalidad entre un mundo que avanzaba hacia su integración y la pervivencia de un modelo incongruentemente inserto en la dinámica global y porque los líderes soviéticos nunca utilizaron la guerra fría como un arma de política interna o internacional, referente permanentemente convocado por los ocupantes de la Casa Blanca. El gorbachovismo se inscribe dentro de esa línea de pensamiento y de acción modernizante que, desde los sesenta, venía presionando por introducirle ajustes al
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sistema soviético. Las reformas económicas implementadas en el segundo lustro de los ochenta preveían la desarticulación del sistema planificador a través de la introducción de principios de mercado y de nuevas formas de propiedad, incluida la cooperativa y la privada. Con la puesta en marcha de estas estrategias se destruyendo los cimientos sobre los cuales reposaba el sistema anterior, sin que durante estos años apareciera un modelo sustituto. El gran “logro” de Gorbachov fue su comprensión de que para introducir la economía “socialista” de mercado se debía desmontar previamente el sistema anterior e igualmente se debían potenciar nuevos factores económicos y sociales de acumulación. En este plano, el proyecto gorbachoviano no fue un descalabro, sino un gran acierto. Lo que no logró construir fueron los fundamentos de la nueva sociedad, proceso que erráticamente ha tenido lugar luego de la implosión soviética, pero sí acometió la inmensa tarea de acabar con el sistema planificador. Para llevar a la práctica este curso reformista Gorbachov tenía que vencer la resistencia de la omnipresente burocracia, motivo por el cual se vio impelido a avanzar en dos sentidos. De una parte, llevó a cabo una vasta reorganización del partido y del Estado, sobre todo de aquellas instancias encargadas de poner en funcionamiento los engranajes de las reformas. De la otra, se arrancaba del convencimiento de que los anteriores intentos de modernización habían fracasado porque consistían en unos impulsos provenientes de la elite que no contaba con un participativo apoyo de la población. Por esta razón, Gorbachov optó por que la “revolución desde arriba” fuera complementada con una “revolución desde abajo”. En su libro la Perestroika, el último líder soviético, sobre el particular, sostuvo: “Un rasgo característico y un punto fuerte de la Perestroika es que se trata a la vez de una “revolución desde arriba” y “desde abajo”, lo cual representa una de las garantías más seguras de su éxito y de su irrevocabilidad.
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Nos esforzaremos persistentemente para que las masas, la “gente de abajo” pueda disponer de todos sus derechos democráticos y aprenda a utilizarlos de una forma habitual, competente y responsable”174. Esto necesaria convergencia de “los de arriba” con “los de abajo” explica porque el proceso de modernización de la sociedad soviética contó con una significativa ampliación de los espacios de participación ciudadana. Desde el poder, los nuevos sectores políticos crearon un clima favorable al nuevo curso político a través de la democratización, con medidas como el glasnost (transparencia), la revitalización de los soviets, la creación del Estado socialista de derecho y la celebración de las primeras elecciones libres. Un importante corolario de esta democratización fue que permitió que aparecieran nuevas fuerzas sociales y políticas, las cuales destruyeron el frágil consenso socio político anterior. Particularmente, en este punto se observa la preferencia clasista de la propuesta reformista, favoritismo que pronto derivó en un agudo enfrentamiento político que terminó desgarrando a la URSS. Sobre el particular, el historiador Marc Ferro recuerda que fueron “las clases cultas las que impusieron los términos del debate: libertad, multipartidismo, Estado de derecho. El equipo de Gorbachov, con todo el dinamismo que debe reconocérsele, ha sido el guía, pero también la expresión de esta opinión pública”175. El gorbachovismo, con su serie de reformas, abrió canales y creó instancias para que se expresaran dentro de la institucionalidad del Estado los conflictos y las contradicciones latentes en la sociedad soviética. Surgieron nuevos actores políticos y sociales que viabilizaron el proyecto de reformas, pero también se constituyeron nuevas formas de expresión política y se crearon organizaciones y movimientos para la defensa y realización de intereses particulares. El espíritu radical de las transformaciones emprendidas por Gorbachov rompió los anteriores equilibrios y compromisos entre los distintos segmentos de la elite soviética. Con el glasnost, la opinión pública se politizó, tomó conciencia de los males que aquejaban a su sociedad y tuvo conocimiento de los altos niveles de corrupción en las altas instancias del poder.
174 Mijaíl Gorbachov, Perestroika, Barcelona, Ediciones Beta, 1987, pp. 51-55. 175 Marc Ferro, Histories de Russie et d’ailleurs, op. cir.
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Pero lo más importante fue que la politización de la opinión pública, la denuncia de los principales arquitectos y sostenedores del brezhnevismo y los radicales cambios de personal introducidos por Gorbachov en los inicios de su mandato se trocaron en un debilitamiento de las anteriores redes de poder y en una paulatina desvinculación del sistema de clientelas con respecto a sus principales inspiradores. El cuestionamiento de la elite política hizo posible que los mandos medios alcanzaran una cuota mayor de autonomía y se convirtieran en señores todopoderosos en sus respectivas regiones. Ya no debían fidelidad a ningún centro político. Su poder comenzó a basarse en las redes de influencia que laboriosamente habían tejido. Otras reformas políticas emprendidas en estos años contribuyeron a aumentar la autonomía de estos barones. La separación del partido del Estado y la primacía de este último alteraron la estructura del poder porque se sobrepuso la verticalidad de la organización administrativa al poder horizontal y autorregulador del partido. Es decir, se debilitaron las instancias que mantenían el consenso entre los barones locales y regionales, a lo cual, además, se sumaba que el referente comunista fue perdiendo rápidamente su función aglutinadora. Las elites regionales y locales ya no tenían que emprender negociaciones con sus similares porque desaparecieron las instancias que los mantenían en contacto. La anterior autonomía evolucionó hacia una mayor libertad. De otra parte, la celebración de las primeras elecciones libres en marzo de 1989 se tradujo en un aumento considerable del poder de las elites regionales. El sistema de designación de los candidatos fue abolido y, por ende, se redujo el control del Estado central sobre las instancias regionales. Las elites locales y regionales empezaron a actuar como un sustituto del centro político. Los barones comprendieron rápidamente la nueva situación creada. Reorientaron su actividad y su fidelidad. La celebración de elecciones libres también tuvo otro efecto. Si la elite ya no era designada ni protegida desde arriba, sino elegida por voto secreto, su permanencia en el poder dependía de la legitimidad que tuviese ante su respectiva población. El distanciamiento con respecto a las política del Estado central fue el primer recurso empleado para mostrar su nuevo curso y su sensibilidad hacia los problemas que aquejaban a su respectiva comunidad. Posteriormente, a medida que el referente cohesionador del comunismo perdía su contenido, se recurrió al nacionalismo porque era un referente que invocaba la identificación de la elite con su respectivo
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electorado y servía, además, para justificar y legitimar el distanciamiento con respecto al centro político. No fue extraño, por tanto, que en medio de este panorama se asistiera a una consolidación de la identificación étnico-nacional con la representación política a través de todo tipo de argucias nacionalistas. Lo paradójico es que si bien la Unión Soviética, en tanto que formación pseudo federativa, privaba a las minorías nacionales de soberanía política, en los hechos, garantizaba una identidad territorial nacional, estimulaba la consolidación de instituciones culturales y educativas vernáculas y la formación de élites autóctonas. Este proceso fue, sobre todo, muy sensible entre los pequeños grupos nacionales los cuales, en los inicios de la época soviética, se encontraban en una situación de atraso en lo que respecta a la representación y desarrollo de sus valores e institucionales nacionales. Esta situación llevó a que se consolidara una autoconciencia nacional que, para su realización sólo necesitaba la construcción de una estructura estatal soberana que le fuera propia y que estimulara el ulterior desarrollo de su singularidad. Esto facilitó la convergencia entre el discurso promovido por las elites con la identificación étnica nacional de la población. De este modo, el “nacionalismo inverso” que debía el poder a la fidelidad al centro fue sustituido por unos nacionalismos regionales, cuyos poderes efectivos emanaban de la capacidad de movilización popular en torno a consignas nacionalistas, en sustituto de la fidelidad a la anterior doctrina oficial y al centro. En este deslizamiento del poder real hacia los barones políticos también intervinieron varias circunstancias de naturaleza económica. La velocidad con que se desmoronó la planificación y el debilitamiento de los vínculos entre las unidades productivas puso en entredicho los intentos de sustituir la coordinación centralizada por relaciones horizontales. Las grandes dificultades para abastecerse de productos e insumos básicos para el funcionamiento de la producción condujeron a que en la mayor parte de las repúblicas se adoptaran medidas proteccionistas unilaterales, se fijaran elevados precios a los intercambios y se levantaran barreras aduaneras de diferente índole. Las relaciones económicas con el exterior desempeñaron igualmente un significativo papel en esta desvertebración del espacio soviéticos en múltiples espacios nacionales. Las tres repúblicas eslavas (Rusia, Bielorrusia y Ucrania) representaban el 95% de las exportaciones y el 90% de las importaciones de la URSS
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(Rusia, el 80% y 70%, respectivamente). Como uno de los objetivos de las reformas consistía en insertar a la Unión Soviética en los circuitos económicos mundiales, las elites republicanas comprendieron que la soberanía económica sólo se alcanzaría si se estimulaban las relaciones directas con el exterior. Los dirigentes locales procuraron establecer vínculos con el exterior como medio para conseguir divisas, favorecer la competitividad de las empresas y reducir la dependencia con respecto al Kremlin. En la práctica esta orientación “exportadora” se tradujo en otro elemento adicional que minó el espacio económico soviético al desplazar el centro de atención en dirección a la interpenetración con lo externo. Otro estímulo al nacionalismo económico provino de la creación de joint ventures con la participación de capital extranjero. A mediados de 1991, en Rusia se habían instalado 1500 empresas mixtas, 1000 de las cuales estaban ubicadas en Moscú, en Estonia 105, en Ucrania 148, en Georgia 61 y en Uzbekistán 24 I7K. La localización de estas empresas demuestra la situación favorable que tenían las repúblicas occidentales. No fue casualidad que el nacionalismo económico fuera más fuerte en esta región. Mediante la intensificación de los vínculos con Occidente, los dirigentes de estas repúblicas esperaban atraer más inversión extranjera y con ello alcanzar un mayor desarrollo, acelerar la modernización de los circuitos económicos, incrementar la independencia con respecto al Kremlin y favorecer una inserción más participativa en los flujos transnacionales europeos. En sí, los vínculos económicos externos debían demostrar las ventajas de una economía independiente. Si bien estas relaciones con el extranjero tuvieron un escaso desarrollo, desempeñaron un papel importante en la toma de conciencia en torno a la independencia económica y estimularon a las elites a introducir planes de desarrollo diferenciados. Así, por ejemplo, las autoridades de Kazajstán procuraron buscar socios alternativos e intentaron convertir 176 ei modelo de Corea del Sur en su referente, lo que debía permitir conservar un férreo control estatal sobre aquellas áreas de la economía consideradas estratégicas para el desarrollo. Además, las autoridades kazajas propiciaron el desarrollo de vínculos con países asiáticos con el fin de fortalecer la solidaridad asiática, contrabalancear el peso del FMI y de los países occidentales y captar recursos para la industrialización del país. Las repúblicas localizadas en la parte occidental de la Unión Soviética, por su
176 Le Monde, 31 de agosto de 1991.
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parte, intentaron intensificar los vínculos y acercarse a los países occidentales en la obtención de créditos, tecnología y facilidades para el ingreso a los mercados europeos occidentales. En síntesis, de modo paulatino, las elites republicanas dejaron de mirar hacia el espacio soviético y se preocuparon por consolidar los vínculos con países extranjeros, desagregando aún más el ya débil espacio económico soviético. El golpe de Estado de agosto de 1991 aceleró la desintegración de la URSS. En 1990 ya se había proclamado la soberanía de la república rusa y el 12 de junio de 1991 se llevó a cabo la primera elección presidencial por voto universal y secreto, en la cual Boris Yeltsin resultó vencedor al totalizar el 54% de la intención del voto. El hecho de que Yeltsin, quien era sólo la máxima autoridad en una de las quince repúblicas, tomara la iniciativa de organizar la resistencia y acabara con los golpistas, dio una clara preeminencia a Rusia en el restablecimiento de la institucionalidad soviética. El activismo político de Yeltsin fue interpretado por varios líderes republicanos como una manifestación del resurgimiento de un nacionalismo ruso en las instituciones estatales centrales. Se temía que Rusia pudiera expresar nuevamente una voluntad imperial y utilizara su ascendencia sobre el Estado central para emprender la “rusificación” de la Unión Soviética y de todos sus Estados republicanos. Las reacciones no tardaron en llegar. Ucrania declaró su soberanía e independencia. Los gobiernos de Asia Central, por motivos distintos, como era impedir que el radicalismo del Moscú y sobre todo la suspensión del Partido Comunista, tuviera aplicabilidad en sus respectivos territorios, se declararon soberanos y después independientes. El epílogo soviético fue curioso, además de vertiginoso. Debido a las veleidades independistas de la mayor parte de las repúblicas, Yeltsin convocó a una
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reunión de los jefes de Estado de Rusia, Ucrania y Bielarus, en la cual declararon disuelta la URSS y en su reemplazo constituyeron una Comunidad de Estados Eslavos, a la que invitaron a ingresar a las restantes repúblicas. El 21 de diciembre, en Alma-Ata, capital de Kazajstán, se reunieron los jefes de Estado y de gobierno de 11 de las 15 repúblicas (no participaron Letonia, Lituania, Estonia y Georgia) y crearon la Comunidad o mancomunidad (sodrúzhestvo) de Estados Independientes, CEI. El 25 de diciembre de 1991, Gorbachov firmó el decreto que declaraba disuelta la URSS, se arrió para siempre la bandera soviética y en su lugar se izó la de Rusia. En síntesis, los acontecimientos en el país de los Soviets durante el mandato de Gorbachov tomaron un rumbo diferente al esperado. Si uno se limita a comparar los fines propuestos con los objetivos alcanzados, se evidencia claramente la falta de comprensión de los procesos subterráneos que mantenían y también de aquellos que estaban alterando la estructura de la sociedad soviética. Por ello, en lugar de ser su reformador, de hecho, Gorbachov, por una astucia de la historia, se convirtió en su sepulturero: las pretendidas transformaciones tomaron un giro completamente inesperado. En un comienzo la nueva elite reformista en el poder había pretendido reformar, o mejor dicho reestructurar económicamente el sistema y al fin terminaron transitando hacia el capitalismo. Después quisieron modernizar la estructura política por medio de la ampliación de la participación ciudadana y finalmente sólo lograron polarizar la sociedad, liberar fuerzas centrífugas portadoras de otras finalidades y destruir la organización estatal y partidaria, pilar, este último, sobre el cual se erigía la primera. Paralelamente intentaron consolidar una nueva manera de vincularse con el mundo para reducir las tensiones que estaba generando la segunda ola de la guerra fría y racionalizar los vínculos internacionales e inesperadamente perdieron por completo el control de la situación e incluso los atributos que elevaban a la Unión Soviética al rango de potencia mundial. Por último, impulsados por los acontecimientos desearon recomponer los vínculos con las minorías nacionales y terminaron declarando disuelta la Unión Soviética. El desarrollo inesperado de los acontecimientos radicó en que la calidad de las reformas propuestas no correspondía con la naturaleza del país real ni con la condición de adaptabilidad al mundo de la URSS. Sin duda, se desconocían múltiples facetas como resultado del maniqueísmo con que tradicionalmente se había interpretado la realidad socialista. No se tenía un cabal conocimiento
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de cuál era el verdadero punto de partida, cuáles podrían ser las situaciones que engendraría la puesta en marcha de los nuevos procesos, y obviamente tampoco pudieron prever cuáles serían los agentes del cambio y menos aún los desenlaces. Pero la dinámica soviética en esos años representa un gran interés porque nos muestra otra faceta del problema: Rusia siempre se ha debatido en medio de una profunda tensión que consiste entre ser parte de Occidente o de Oriente, o una síntesis particular de ambos. Las reformas propuestas eran parte de la gran filosofía que ya en aquel entonces acompañaba a la globalización. Gorbachov, con sus estrategias de convergencia, se proponía la Unión Soviética volviera a ser parte de la comunidad mundial, que participara de sus flujos transnacionales, que interiorizara sus disímiles espacios de funcionamiento, en síntesis, que se incorporara a sus redes de interpenetración. Esto explica porque las autoridades soviéticas proclamaron reiteradamente que la Unión Soviética debía abandonar su posición de exterioridad y asumir la completa interiorización de su país en el sistema mundial, lo que pasaba por abandonar la política exterior como una expresión de la lucha de clases. Sin embargo, lo que este curioso desenlace demostró es que la globalización no puede interpretarse como un recetario que pueda aplicarse indiscriminadamente, sino que consiste en una compleja búsqueda de mecanismos y situaciones que armonicen el “ser” nacional, con todo lo positivo y negativo que pueda haber, con la inserción en circuitos globalizantes, pues la globalización no constituye algo externo a las sociedades sino que es un conjunto de situaciones que trascienden fronteras y acoplan las distintas comunidades humanas en inéditas redes de compenetración. La globalización en la medida en que exacerban los factores de competitividad entre los sistemas sociales develó pro vez primera la intimidad de la sociedad soviética y destapó sus innumerables disfuncionalidades. Aunque probablemente el sistema era completamente inviable, uno de los principales errores en que incurrieron los últimos reformistas soviéticos consistió en el desconocimiento de esta realidad y en la falsa creencia de que la modernización consistía simplemente en poner el país a tono con las normas prevalecientes en el escenario global, sin detenerse a pensar como debía expresarse este complejo fenómeno en la realidad concreta de la Unión Soviética. No obstante ello, la situación soviética presenta una inmensa paradoja para el mundo en su conjunto: si el fallido reformismo globalizante gorbachoviano no permitió conservar la Unión Soviética, difícil es encontrar otros acontecimientos
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recientes que hayan contribuido más a la universalización de las tendencias globalizadoras a escala planetaria que la desintegración de la URSS y la caída del muro de Berlín, esta última propiciada en buena parte por la aplicación de esta filosofía modernizante a los países “aliados” del campo socialista. El desmoronamiento de la Unión Soviética acabó con la principal potencia contestataria que tenía el sistema capitalista mundial, amplió las fronteras de la economía mundial y de la acumulación mundial de capital177, legitimó la puesta en marcha de reformas inspiradas en la economía de mercado, puso término al principal modelo de sociedad competitivo con el capitalismo y desvirtuó la naturaleza de los discursos alternativos, incluso los provenientes de la tradición socialdemócrata que también, en parte a partir de este acontecimiento, se vieron impelidos a acelerar la búsqueda de nuevas creencias y referentes doctrinarios. En este sentido, uno de los grandes “aportes” de la desintegración de la URSS al mundo ha consistido en redimensionar el despliegue de las tendencias globalizadoras, y sobre todo a raíz de la velocidad con que se produjeron estos acontecimientos que terminaron llevándose por delante a la otrora superpotencia, se le dio consistencia al imaginario de que en el presente se ha producido una aceleración de la historia, se ha alterado la relación entre el tiempo y el calendario y que se está frente a una fuerza irresistible, cuya razón de ser y direccionalidad, ya nadie puede detener ni oponer.
La Federación Rusa: el dilema de la identidad, el Estado y la globalización La desaparición de la Unión Soviética marcó un nuevo hito en la prolongada historia europea. Ya el fin de la Segunda Guerra Mundial había señalado el ocaso de Europa en su calidad de eje de la historia universal y posteriormente mundial. El fin de la guerra fría, por su parte, augura el advenimiento de una nueva época, la cual se caracteriza porque el mundo ha ingresado en una era poseuropea. Esta es, como señala Therborn178, una época en la que el mundo
177 David Harvey, El nuevo imperialismo, Madrid, Akal, 2004, p. 119. 178 Goran Therborn, op cit., p. 3.
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ya no está dominado por la tecnología europea, el poder europeo o los conflictos europeos, como las “guerras mundiales” y la guerra fría. Para el caso particular que nos interesa, la reconstrucción de la nueva Rusia se ha desenvuelto dentro de un escenario muy diferente a las distintas fases por las que transcurrió este país a lo largo del siglo XX. El actual es un mundo mucho más plural, que cuenta con la participación activa de múltiples actores, varios de ellos extraeuropeos, y con dinámicas que inducen a una confluencia de distintas temporalidades, las cuales entran en resonancia. En medio de este complejo panorama mundial Rusia ha debido afrontar cuatro tipos de problemas. El primero consiste en que para la opinión pública internacional era obvio y natural que la nueva Rusia -o Federación Rusa, como se llama oficialmente desde el 16 de marzo de 1992— se transformara en la heredera principal de la Unión Soviética. Su tamaño, riqueza, importancia y el deseo de afinidad con los países desarrollados bastaban para garantizar que ocupara el lugar de la Unión Soviética en las Naciones Unidas y en el Consejo de Seguridad, tomara posesión de las embajadas y demás representaciones soviéticas en el exterior, se beneficiara del apoyo y del reconocimiento que la comunidad internacional antes le prodigaba a la URSS, controlara el armamento nuclear y estratégico de la extinta Unión Soviética, dirigiera la mayor parte de los ejércitos de la CEI, ejerciera una poderosa influencia en el ritmo de las reformas entre los países nacidos de la otrora superpotencia y asumiera todos los derechos y responsabilidades internacionales de la antigua potencia. Para los rusos, la filiación y proyección histórica entre Rusia y la Unión Soviética no ha sido tan evidente. En varios sentidos, la Federación Rusa es un Estado completamente nuevo, que se distingue de su antecesor en aspectos fundamentales. Primero, se diferencia por el régimen territorial y nacional. El espacio soviético se atomizó y de sus cenizas nacieron quince nuevos Estados, los cuales se han repartido la totalidad de bienes de la extinta potencia. Segundo, las prioridades del país son otras. Rusia carece de los sistemas de alianza y de los espacios de dominación sobre los cuales se construyó el poderío y el estatus internacional de la Unión Soviética. Tiene una gravitación externa diferente ya que el punto nodal de su actividad internacional se orienta a construir fuertes vínculos con las naciones desarrolladas y sus preocupaciones habituales se focalizan en relación con los antiguos países soviéticos, es decir, su extranjero cercano. Por último, se diferencia por el estado psicológico de los
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dirigentes y de la sociedad. No puede ser la continuación temporal de la antigua superpotencia porque ese es efectivamente el pasado que se desea borrar. Podemos preguntarnos entonces csi Rusia no es la prolongación histórica de la Unión Soviética, su actual identidad se puede derivar de la antigua Rusia zarista? La respuesta tampoco es tan evidente. El intervalo soviético no transcurrió en balde. Durante estos setenta años, se produjeron cambios significativos -v. gr., la industrialización, la urbanización, una profunda revolución cultural, etc.- que introdujeron profundas transformaciones en la mentalidad colectiva del pueblo ruso. Además, extrapolar una identidad de un pasado remoto es complicado porque, entre otras cosas, el territorio del antiguo imperio autocrático no corresponde con las fronteras de la Federación Rusa. Lo que caracterizaba a la Rusia zarista y que suscitó la admiración de los geopolíticos de inicios del siglo XX fue el hecho de ser un organismos en constante expansión que logró abarcar y dominar el corazón del continente euroasiático. Si observamos un mapa actual, veremos que la actual Rusia dista mucho de ello. No sólo se ha visto privada de territorios que pertenecían a la antigua potencia imperial, sino que ha quedado confinada en la región nororiental del continente euroasiático. La Rusia zarista tuvo como una de sus principales características proyectar sus ambiciones geopolíticas hacia el corazón del continente europeo. La Federación Rusa se encuentra desconectada del resto de Europa porque se interponen dos cinturones de países que antes le pertenecían o que hacían parte de su glacis: la Europa Centro Oriental y las repúblicas occidentales de la antigua Unión Soviética: Bielarus, Estonia, Letonia, Lituania, Moldova, Ucrania y las tres repúblicas del Báltico, o sea, Estonia, Lituania y Letonia. La actual Rusia también se ha replegado del Cáucaso, región histórica por excelencia. En esta región no sólo han aparecido nuevos Estados, también otros actores regionales (Irán, Turquía y más recientemente Estados Unidos) han intentado llenar el vacío que ha dejado el repliegue de Moscú. En Asia Central, por último, la región natural que comunicaba a Rusia con China e India, surgió una serie de Estados-Kazajstán, Uzbekistán, Turkmenistán, Tadzhikistán y Kirguistán-, los cuales, si bien no se han apartado completamente de Rusia, sí han pretendido negociar la presencia de Moscú en la región.
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Si difícilmente se puede sostener que la Federación Rusa sea la continuidad histórica de la Unión Soviética o de la Rusia zarista, entonces ¿qué es la Federación Rusa? y ¿quiénes son los rusos en la actualidad? Las preguntas siguen abiertas. Sólo podemos brindar algunas aproximaciones. Se puede afirmar que Rusia fue quién más perdió con la disolución de la URSS, porque quedó privada de buena parte de su identidad. Ucranianos, modazos, bielorrusos, etc., se ha propuesto la tarea de crear sus propios Estados y pretenden proyectarse históricamente como nación. Para afirmar su identidad han recurrido a la oposición a Rusia. Los dirigentes rusos no pueden recurrir a un procedimiento similar que le de contenido a su identidad, porque, además de no tener a quién oponerse, han deseado convertir a su país en el eje consensual de los antiguos Estados soviéticos. Solamente podrían recurrir al viejo arsenal del eslavismo, pero como esta es una concepción por naturaleza antioccidental, se contradiría con la esencial de la política de reformas que pretende precisamente occidentalizar el país. En contra del resurgimiento de una identidad rusa intervienen también las experiencias administrativas del pasado soviético. La sobredimensión de este país en los marcos del sistema socialista y el temor que suscitaba la emergencia del nacionalismo ruso que podía diluir el referente soviético y alterar la esencia del modelo, llevó a los dirigentes comunistas a impedir que Rusia tuviese sus órganos de representación y de defensa de los intereses nacionales. El mimetismo con lo soviético introdujo asimismo una diferencia de fondo entre los rusos y las demás nacionalidades: mientras estas últimas durante años tuvieron la posibilidad de expandir su cultura y afirmar su identidad nacional, Rusia quedó asimilada a lo soviético y perdió importantes atributos de su identidad. Desde el punto de vista administrativo, Rusia se encuentra también en una posición de mayor debilidad que la mayoría de los antiguos Estados soviéticos porque está organizada como una matriochka (muñeca rusa) federal. Su territorio se encuentra subdividido en repúblicas, regiones y comarcas, que se sobreponen a veces las unas a las otras, para representar a las innumerables minorías nacionales que viven en el país. Este carácter multiétnico del Estado introduce un elemento adicional que hace más compleja la determinación de la identidad rusa porque también estas nacionalidades tuvieron, durante el período soviético, la posibilidad de consolidar su singularidad como pueblo a través de la difusión de la cultura, la educación, la formación de cuadros y la creación de sus propias instituciones. Es
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decir, mientras que la amplia mayoría de la población rusa no dispuso de condiciones para fortalecer su sentimiento nacional durante setenta años, las minorías nacionales que habitan dentro de Rusia pudieron expandir su identidad. En el contexto de la posguerra fría este escenario se ha tornado más complejo en la medida en que la pluralización del mundo y la emergencia de otras regiones del planeta como actores globales ha intensificado los referentes nacionales de los pueblos no rusos, lo cual ha desequilibrado aún más las relaciones entre los rusos y sus minorías. Esto, además de la geopolítica petrolera, es lo que explica la gravedad que para Rusia representa Chechenia. Todos estos elementos nos permiten sostener que Rusia no es una nación. Eue, ante todo, una construcción a partir del Estado zarista que, en su proceso de expansión, designó como rusos a todos sus súbditos. En otros planos, la singularidad rusa era la pretensión a la universalidad religiosa (Moscú como Tercera Roma), cultural, fenómeno que alcanzó obviamente su máxima expresión en las manifestaciones artísticas y culturales de finales del siglo XIX, y en las políticas promovidas por el Estado soviético. Nada de esto puede tener sentido en las condiciones actuales. Más que la pertenencia étnica, lo que caracterizaba antiguamente a los rusos era el hecho de ser súbditos del zar y fieles a la Iglesia ortodoxa 179. Esta ambigüedad de la pertenencia rusa en relación con la autoridad y la etnia se puede ilustrar si observamos las nociones que se empleaban para designar a los rusos: russki alude a la persona que habla ruso y se utiliza para diferenciarlo de los otros pueblos, como los chechenos, alemanes, judíos, etc. En cambio, rossianin, de donde se desglosa el adjetivo rossiiski, denota la pertenencia al imperio ruso y la fidelidad al zar. Precisamente este adjetivo se utiliza con relación a la Federación Rusa (Rosstskaya Federatsia). Es decir, así como antes, el término que se emplea actualmente no alude a una etnia ni a un conglomerado de personas que tendrían características comunes, sino que es principalmente la referencia a un
179 Al respecto, el destacado historiador Marc Ferro, escribió: “Señalemos que el debate sobre la identidad rusa ha excluido siempre una concepción étnica de la nación. Incluso en tiempos de la rusificación, bajo Alejandro III y Nicolás II, el objetivo principal era la lucha contra el clero católico en Polonia o protestante en los países bálticos y en Finlandia, donde la iglesia temía el proselitismo. La ortodoxia que se encontraba en el corazón de la identidad era la que había que proteger”. “L’introuvable place en Europe” en Le Monde Diplomatique, París, octubre de 1993.
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Estado que abarca un territorio. Es, en este sentido, que puede decirse que, en la actualidad, al igual que en el pasado, no es la nación quien construye su Estado, sino el Estado es el que delimita formalmente la nación180. Incluso podría decirse que existen grandes diferencias de representación en la memoria colectiva de lo que se entiende por Rusia. Mientras que una persona urbana la asocia -aun cuando no lo quiera- con el pasado soviético y con los valores culturales modernos, un campesino del sur, o mejor dicho un cosaco, considera que la genuina Rusia es la imperial y ortodoxa. Esta división ha correspondido, y esto no ha sido gratuito, con la actitud de la población en torno al tema que representa de la disolución de la Unión Soviética: las personas urbanas han sido más proclives a aceptar la desintegración de la Unión Soviética, mientras que para los cosacos ha sido una traición a la “madrecita Rusia”. Esta idea de construir una Rusia similar a la imperial fue lo que motivó a los cosacos a crear destacamentos armados para defender a los rusos de Moldova en los primeros años postsoviéticos y ha sido la bandera que han desplegado los sectores ultranacionalistas para convertirse en una alternativa de poder. El segundo elemento, derivado en parte del anterior, es que, desde el punto de vista de las instituciones, dado el mimetismo con lo soviético y la subrepresentación de sus mecanismos identitarios nacionales, Rusia no heredó de la Unión Soviética una entidad política sino simplemente un sistema administrativo. El primer síntoma de la creación de la nueva unidad política se produjo con la elección de Boris Yeltsin, proceso que todavía con Putin sigue su curso. Este problema se ha convertido en una preocupación central porque la tradición rusa demuestra que cuando el Estado y los líderes son fuertes, así no sean democráticos, son respetados; pero cuando no tienen autoridad, reina la “anarquía”. En Rusia el sistema político se ha articulado con base en la identificación directa entre el líder y las masas soslayando otros tipos de referentes. La personificación de la política (Yeltsin, Putin, etc.), rasgo característico de la cultura política rusa desde los zares, pasando por Lenin, Stalin, Jruschov, es un vector que “delega” la “representación” y realiza la “participación” de la sociedad a través del máximo líder. Los partidos, a pesar de su proliferación y de
180 Maric Medras, L’Etat en Russie, Bruselas, Complexcs, 1994, p. 28.
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que cubren una amplia gama de temas y objetivos, no han logrado constituirse en instancias representativas de determinados intereses para organizar y canalizar las demandas sociales y vehicularlas hacia el alto poder. En otras palabras, con la sola excepción del líder, el sistema político es errático, se encuentra divorciado de la sociedad y su única referencia es el control estatal para realizar determinados intereses. Si esta ha sido una tendencia histórica, la Federación Rusa comporta una especificidad propia. Como resultado de la modernización soviética se expandieron las capas medias, las cuales actualmente son portadoras de una individualidad, embrión de una sociedad civil. Sin embargo, para la abrumadora mayoría de la sociedad, las tradiciones siguen siendo el crisol a través del cual se observa la política. Esta característica de la vida política rusa tiene serias implicaciones prácticas y constituye uno de los rasgos genéricos de la representación política del país. La construcción democrática más que una propuesta impulsada y realizada desde y por la sociedad, es una actividad desplegada por el poder político. Esto introduce serias limitaciones a la cobertura y a la viabilidad misma de un sistema democrático de tipo occidental. De otra parte, la delegación de la participación en el líder y la estrechez de las prácticas democráticas inducen a una sobre representación del Estado con relación a la sociedad. Aun cuando el actual Estado ruso siga mostrando síntomas de debilidad, es omnipotente frente al conjunto de la sociedad, porque son escasos los conductos a través de los cuales la sociedad se moviliza en torno al líder y realiza la política. En la época comunista existían instituciones de socialización que materializaba el poder del Estado (Partido Comunista, fuerzas armadas, sindicatos, etc.) y que eran, al mismo tiempo, conductos mediante los cuales la sociedad “participaba” en la alta política. Este divorcio institucional le confiere una gran autonomía al líder, como quedó demostrado en el referéndum celebrado en marzo de 1993, cuando la población le dio un respaldo mayoritario a B. Yeltsin o con la reciente reelección de Putin, no obstante, sus prácticas poco democráticas. Si bien esta delegación es muy importante para la realización de las reformas, puede presentar-
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se el caso, por la carencia de vínculos institucionales con la sociedad, de que se sustraiga ese apoyo y el presidente tenga que recurrir a métodos autoritarios. La confianza en el líder, la personificación de la política y del Estado, la escasa participación ciudadana en la construcción de la nueva sociedad, su relativa indiferencia en los momentos en que se han jugado los destinos del país no significa que la sociedad civil sea amorfa o frágil. Es más bien el reflejo de un continuismo histórico de las formas de expresión política y del escaso arraigo de los partidos y de las experiencias de movilización social. En la etapa postsoviética, la separación entre el mundo de la política y de la sociedad también se ha agudizado porque se persiguen objetivos disímiles: mientras los primeros tienen como preocupación central la construcción de una institucionalidad que garantice la realización de las reformas, la segunda se ha interesado más por su difícil cotidianidad. Las preocupaciones diarias se encuentran divorciadas de la vida pública y el ciudadano no ve la realización de sus intereses a través de la participación política. Esta bifurcación de intereses sustenta la sospecha sobre los partidos políticos y da lugar a que se yuxtapongan dos disímiles esferas de motivaciones, intereses e inclusive de actores. Si bien la amorfa relación entre la sociedad y el Estado es la característica principal del sistema político ruso, que a su vez determina el escaso desarrollo que ha tenido el régimen político, otros factores ayudan a explicar estas particularidades. Se expresa una cierta indiferencia frente al derecho por su impotencia frente a la expansión generalizada de la corrupción, de las mafias, de la anarquía, y de la incapacidad del Estado para reconstruir un contrato social que regule las relaciones, solucione las diferencias entre el centro y las regiones y brinde bienestar y prosperidad a los ciudadanos. En segundo lugar, la inexistencia de sistemas desarrollados y redes de expresión y canalización de las demandas sociales impide que se cristalice una convergencia entre lo social y lo político. Los resabios autoritarios y personalistas de los partidos dificulta la consolidación de un sistema moderno de organización y representación.
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En tercer lugar, la disolución del espacio político soviético y la atomización del poder central en las instancias regionales y locales ha fragmentado la identidad política lo que introduce dificultades adiciones a la realización de los intereses. Además, de las organizaciones políticas con proyección nacional, han surgido otras con competencias regionales y locales que se sobreponen las unas a las otras. El ciudadano se encuentra desorientado y cultiva la indiferencia frente a la política. Por último, la inexistencia de un Estado de derecho estable, las múltiples fuentes de poder que en la práctica equivalen a una ausencia de poder real y la intolerancia hacia los otros dificultan la adaptación de los partidos e impiden que se consolide una cultura política que pueda servir de fundamento para la estabilidad democrática. El tercer elemento consiste en que ha sido tortuoso en Rusia el proceso de construcción de una clase gobernante. En ella participan diferentes segmentos. Parte importante de la intelectualidad urbana. Los nuevos ricos o la naciente clase capitalista, sector que emergió en las entrañas del régimen soviético y que se benefició de la parálisis de la economía en la época gorbachoviana para enriquecerse. Las diversas vertientes del anterior aparato administrativo: los directores de empresas. Las nomenklaturas regionales y locales, o sea, los viejos cuadros comunistas miembros de los soviets o de los ejecutivos a nivel local y regional. La identificación de este último grupo con el radicalismo demócrata obedeció a que compartía el interés del debilitamiento del Estado central soviético, porque ello reafirmaba la descentralización de facto y aumentaba sus cuotas de poder. Esta heterogénea coalición en el poder ha sido muy frágil debido a la diversidad de intereses que coexisten en su interior. A comienzos de 1992, se produjo la primera fisura que desdibujó su composición. Un sector muy representativo de los intelectuales y de la clase política se desvinculó del núcleo dirigente porque no compartía muchas de las orientaciones del presidente. En particular, el debate “democracia-autoritarismo” suscitó serias dudas y existían grandes diferencias sobre la manera como debía configurarse el nuevo Estado ruso. Se le criticó a Yeltsin el personalismo en la conducción del país y se discrepaba acerca de la manera como debían realizarse las reformas.
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Tras este quiebre, la clase dirigente fue nuevamente reconstruida. La gravedad de la crisis económica sirvió de consenso para recomponer la alianza. Su núcleo quedó conformado por los nuevos ricos, los directores de las empresas estatales y la nomenklatura regional, a los que se sumó un sector tecnocrático que tenía que darle contenido a la alianza e impulsar una política real de reformas. Este último estaba conformado por numerosos jóvenes economistas, hijos de importantes miembros de la vieja clase dirigente, que habían estudiado en Estados Unidos o en Europa Occidental en las décadas de los setenta y ochenta para conocer las virtudes del monetarismo. Este sector tenía un programa de reformas muy radical inspirado en las recomendaciones del FMI. Al igual que la anterior, esta coalición fue poco duradera. De acuerdo con el cronograma de las reformas y las sugerencias de las instituciones financieras multilaterales, la estabilidad de la economía rusa pasaba por el desmonte del poder estatal. Se debían ejecutar cambios estructurales: reducción de los servicios públicos, disminución del presupuesto social, cierre de los sectores no competitivos o no rentables, etc. Para hacer realidad estos objetivos era imprescindible iniciar un rápido proceso de privatización de las industrias, de la agricultura y de los servicios. Pero, ca quién pasaría el control de las empresas privatizadas? Este asunto se convirtió en la manzana de la discordia en el seno de la clase gobernante. De la manera como se resolviera este problema dependería que sector conformaría el núcleo de la clase dirigente. El sector tecnocrático propuso un programa de privatización inmediata de las empresas. La propuesta preveía el desmonte de las subvenciones estatales y la transferencia de las empresas a particulares nacionales o extranjeros. Tal política debía favorecer al sector capitalista, dado que los nuevos ricos eran los únicos que disponían de recursos financieros y tenían los contactos necesarios para obtener créditos para adquirir las empresas. Ante esta iniciativa, el Parlamento, donde estaban fuertemente representados los directores de empresas y los administradores locales, reaccionó de inmediato. Este propuso una privatización suave y cerrada, es decir, se basaba en la distribución de las acciones entre los colectivos laborales, lo que permitiría a los directores de las empresas ser elegidos por los colectivos de accionistas, controlar el paquete accionario principal y evitar la intromisión de los capitalistas privados.
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Frente a la política de privatización promovida por el Ejecutivo también reaccionaron los líderes locales y regionales. De hecho desde 1991 las empresas estatales ubicadas en las repúblicas y regiones habían pasado en la práctica bajo jurisdicción del poder regional. Una privatización hubiera significado una pérdida de una importante fuente de ingresos y una reducción del poder negociador con la administración central. A partir de estas coordenadas descolló la pugna entre el parlamento y el ejecutivo que culminó con el bombardeo del primero a finales de 1993. Posteriormente, el 5 de noviembre Yeltsin publicó el proyecto constitucional el cual fue ratificado en las urnas los días 11 y 12 de noviembre. Sus rasgos más distintivos son el reconocimiento de la propiedad privada, el predominio del presidente sobre el parlamento y de las instituciones federales sobre los órganos federados. La noción de soberanía para los sujetos de la Federación fue eliminada. El jefe del Estado, elegido por 4 años, concentra la dirección de las fuerzas armadas, el diseño de la política interior y exterior, arbitra las relaciones entre los poderes, presenta la parlamento los candidatos a primer ministro, el procurador y el presidente del Banco Central, preside los consejos de seguridad y de ministros, puede presentar leyes, decretar el estado de guerra y de emergencia, disolver la Duma, convocar a nuevas elecciones, nombrar y destituir al comandante de las fuerzas armadas y designa a los representantes diplomáticos de la Federación. Además se especifica que son facultades exclusivas de la Federación la propiedad del Estado, las reglas del mercado único, las políticas financieras, monetarias y aduaneras, la emisión de la moneda, el presupuesto federal, las relaciones económicas exteriores, las redes energéticas, la industria electro nuclear, los materiales nucleares, los transportes, las telecomunicaciones y el espacio. Este conjunto de medidas sentó las bases para la reconstrucción de un poderoso Estado. Al igual que en el pasado, el Estado es el garante para proponer y desarrollar las políticas de cambio. En este sentido, la Rusia actual se encuentra más cercana de la tradición rusa que del modelo occidental que presuntamente pretende encarnar. La gran paradoja consiste en que, para introducir las transformaciones que occidentalicen el país, las autoridades han tenido que recurrir a medidas que se inscriben en la tradición rusa muy semejantes a que promovieron algunos zares e inclusive el mismo Stalin. De otra parte, la resolución del conflicto con el Legislativo hizo posible el diseño de una nueva configuración de fuerzas en torno a la propiedad y el poder. La
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eliminación de los últimos obstáculos a la privatización permitió que las empresas pasaran a los nuevos ricos, de donde ha surgido una clase dominante la cual ha comenzado a regir los destinos del país. El cuarto y último elemento característico de la Rusia postsoviética consistió en la creación de condiciones de adaptabilidad con los circuitos transnacionales. El énfasis de los gobernantes de la Rusia independiente para insertar al país en los flujos transnacionales y en los circuitos globalizantes los llevó a la aplicación de un programa de reconversión económica que se apoyaba en cinco estrategias de reformas interconectadas entre si. La primera se centraba en la puesta en marcha de las políticas de estabilización, es decir, la aplicación de una severa restricción presupuestal y monetaria para frenar la inflación y reducir el déficit fiscal, equilibrar la balanza comercial y de cuentas corrientes. La segunda consistió en la liberalización, o sea, el establecimiento de la libertad de precios, la supresión del exceso de liquidez monetaria en circulación, la eliminación de la fijación estatal de los intereses, la convertibilidad de la moneda y la desregulación del otrora completamente rígido mercado de trabajo. La tercera estrategia fue la promoción de políticas de privatización que radicaron en la creación de un sector empresarial privado, la transformación de las empresas estatales industriales, agrícolas y de servicios en joinstock companies y la eliminación de las empresas consideradas como poco o nada rentables. La cuarta se centró en temas institucionales y consistió en la introducción de reformas a la Constitución, en el sistema legal, en la administración fiscal y en el sector bancario, todas estas medidas estaban encaminadas a favorecer la creación de una economía de mercado. Por último, se implemento la apertura de la economía rusa para atraer capitales internacionales y para introducir la competencia entre las firmas rusas y las extranjeras, lo que debía traducirse en un desarrollo de las “ventajas comparativas”, en un aumento de la productividad y en una plena inserción de la economía rusa en los circuitos económicos mundiales. Esta terapia, o mejor dicho, esta “cirugía” que finalmente se convirtió en un shock sin terapia, creó una situación diferente a la esperada. La primera medida adoptada el 2 de enero de 1992, cuando recién Rusia debutaba como Estado independiente, consistió en la liberalización de los precios. Con esta decisión las autoridades se proponían crear un equilibrio real entre la oferta y la
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demanda, corregir los desajustes en las relaciones entre ingresos y gastos, recuperar las funciones económicas de la moneda e impulsar la formación de un sistema financiero. En términos estrictamente económicos, la liberalización de los precios tuvo efectos totalmente opuestos a los esperados porque las capacidades productivas se desplomaron, las finanzas escaparon a todo control y la vinculación con el mercado exterior se debilitó. La veloz caída de la producción industrial y de los productos que tradicionalmente se destinaban al mercado externo estranguló la actividad exportadora cuando la propensión a importar aumentaba. Esto originó un enorme déficit de la balanza comercial y se convirtió en un problema muy agudo porque el aumento de las capacidades exportadoras debía, en el diseño de los estrategas, transformarse en la pieza esencial para obtener divisas convertibles. Con la completa liberalización de los precios y la hiperinflación que la acompañó (inflación de más de tres dígitos) se produjo un inmenso desorden monetario y financiero, círculo vicioso del que Rusia ha tardado más de una década en salir. La rápida devaluación del rublo se tradujo en un aumento descontrolado de los precios. Si se buscaba estabilizar la moneda en una atmósfera de descenso de la producción, se provocó un aumento de las importaciones y la destrucción del maltrecho tejido productivo. Por esta razón, la circulación monetaria ha escapado a todo control gubernamental. El trueque se volvió a convertir en una práctica tan corriente en determinados sectores que los inicios de la monetarización de la economía iniciada por Gorbachov no eran más que un lejano recuerdo. El trueque se llegó a practicar en aproximadamente el 70% de los intercambios, dado que ante la penuria financiera crónica a los empleados se les cancelaban sus salarios con productos de las empresas y las firmas en ausencia de liquidez intercambiaban sus productos para dotarse así de los insumos necesarios para seguir funcionando. Estas características de la economía rusa, que condujeron a una mercantilización primitiva, favorecieron el surgimiento y la consolidación de una “economía de bazar” que alimenta y se basa en todo tipo de actividades especulativas. La constante depreciación del rublo y la dolarización de vastos segmentos de la economía estimularon el saqueo de los recursos naturales. Corrientemente estos bienes han sido comprados en rublos y revendidos, mucho más caros, en divisas a compradores occidentales. De tal suerte que los dos aspectos fundamentales del capitalismo ruso son: de una parte, la hipermercantilización que se produce en el ámbito especulati-
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vo que ha estado acompañada por una descapitalización de las empresas, donde todo se vende y todo se compra. Esta economía de bazar es un “gran bazar que provoca un impresionante trasvase de rentas cuyo origen no es la creación de nuevos excedentes, sino la descapitalización de lo acumulado en períodos anteriores. De este modo, se produce una fuerte concentración monetaria en manos de aquellos núcleos reducidos de la población que controlan los principales resortes de la actividad mercantil”18’. Por otra parte, de estas actividades especulativas se desprende la precaria base social para el establecimiento de un capitalismo productivo. El sector mercantil que se ha nutrido de la “economía de bazar” ha sido el gran beneficiado con la desarticulación del viejo orden y ha consolidado sus posiciones con la mercantilización de la economía. Los directores de empresas también se han favorecido en este período de transición por la libertad para decretar los precios que ha llevado a muchos a acumular un significativo capital privado (quién se hubiera imaginado que el principal punto de ventas en el mundo de la Rolls Royce en 1992 fuera su filial moscovita). Además, este sector se ha apropiado de los bienes públicos en condiciones muy ventajosas. Así, por ejemplo, la empresa petrolera siberiana Sibneft fue subastada por el Estado en US$ 100 millones y su comprador propuso a unos inversionistas franceses el 8% de las acciones por un valor de US$ 118 millones. Por último, existe un pequeño segmento productivo privado dedicado a actividades productivas. Pero su reducida base de acumulación no les ha permitido ir más allá de las actividades informales. De no transformarse las relaciones sociales que beneficien procesos productivos, Rusia difícilmente podrá salir del estado de mercantilismo productivo en que se encuentra sumergido. Esto último se ha convertido en una tarea tanto más urgente en la medida en que el desorden económico, administrativo a lo que se suma la existencia de un precario Estado de derecho ha posibilitado la consolidación de poderosas redes mafiosas, las cuales a veces tienen un origen étnico (mafia chechena), territorial (mafia de Kazán), corporativista (de los antiguos funcionarios del KGB) o económica (del petróleo, de los metales preciosos). Los representantes del mundo criminal se han infiltrado en los órganos y en las estructuras de poder del 181 Estado, controlan de hecho secciones enteras de la administración territorial de Rusia y de amplios sectores de la economía. De acuerdo con información del periódico
181 Enrique Enlazados y Fernández Rafael, La decadencia económica de Rusia, Madrid, Debate, 2002.
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francés Le Monde del 22 de septiembre de 1998, las mafias rusas tenían bajo su control 40 mil sociedades, 550 bancos, entre los cuales se destacaban los diez más importantes y el 70% de las propiedades estatales que salieron a subasta en la década de los noventa. Es decir, en este largo y penoso período de reconstrucción, Rusia no ha podido ni ha sabido encontrar el camino que la conduzca por la senda de la reconstrucción de un sistema económico que funcione y satisfaga las apremiantes necesidades del país. El PIB ha descendido desde 1991 en aproximadamente en un 50%; la tan ansiada inversión extranjera dista mucho de satisfacer las necesidades del país, ya que representa un ínfimo porcentaje en comparación con la masiva fuga de capitales; la reconversión industrial no es más que un anhelado sueño, por cuanto parte importante de las empresas funcionan de acuerdo con los estándares técnicos y organizacionales de la época soviética; la normalización económica dista mucho de la realidad por el generalizado trueque y el déficit fiscal no se ha podido reducir ni siquiera en los años en que los préstamos de la banca internacional fueron incluidos en el presupuesto estatal. No es de extrañar que un país de la fragilidad de Rusia se resienta duramente ante cualquier convulsión que se presente en el escenario económico mundial como ocurrió efectivamente cuando estalló la crisis financiera asiática. En el nuevo siglo la situación rusa no es más diáfana. De una parte, a pesar de todos los intentos por dotar al aparato central del Estado de un gran poder que linda a veces con formas refinadas y en otras no tan sutiles de autoritarismo, en Rusia no se ha logrado construir un Estado de derecho, que goce del monopolio o por lo menos de una gran ascendencia en la producción de sentido, dilema tanto más importante cuando uno de los grandes problemas por los que atraviesa el país es la carencia de una identidad que convoque y aglutine a los ciudadanos. Al igual que en lo económico, donde ha aparecido una “economía subterránea”, al nivel de la política también se ha consolidado una “política subterránea”, en la que “los grupos de presión, legales o ilegales, han acabado por desempeñar un papel mucho más importante que el correspondiente a parlamentos, partidos o ideologías. En ellos se han revelado por igual los intereses de unas u otras capas de la nomenklatura de otrora, los de los industrialistas a menudo presentes en el gobierno, los de los empresarios de las nuevas hornadas
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y los de un aparato presidencial más o menos asentado”l!M. El Estado ha sido de hecho usurpado por las nuevas oligarquías económicas y políticas a nivel central y regional y se utiliza para satisfacer determinados intereses y dirimir los problemas que recurrentemente se presentan en el seno de estas nuevas elites. En síntesis, las principales características de la Rusia actual se pueden resumir en los siguientes puntos: una creciente desestatización que, en condiciones de desorganización de los lazos civilizatorios, ha conducido a una desintegración de los fundamentos de regulación de la sociedad; una desindustrialización como resultado del cierre de las empresas no rentables y la intensificación de la exportación de materias primas; la arcaización de las relaciones sociales que han reforzado la significación de los vínculos primarios (ciánicos, tribales, étnicos, familiares); la desintegración de la gran sociedad como producto del debilitamiento de los mecanismos integradores y la transformación de Rusia en un conglomerado cuyos elementos se encuentran débilmente vinculados; el reforzamiento de las barreras sociales debido a la aguda diferenciación de ingresos y de propiedad; la criminalización de las relaciones como resultado de una masiva anomia y la erosión de los principios normativos y éticos de regulación socio cultural; por último, el empeoramiento de la situación ecológica y demográfica en muchas regiones182 183. Rusia, por lo tanto, no obstante el empeño que ha demostrado, se ha vinculado torpemente a los circuitos globalizados, pero, sin embargo, los efectos que estos hacen sentir sobre ella son inmensos. Rusia dista mucho de globalizarse pero las transformaciones que ha operado en las últimas dos décadas se han convertido en uno de los más sólidos impulsos para la universalización de la globalización, tal como se conoce en la actualidad. Del caso ruso se pueden extraer dos grandes conclusiones: la primera es que la economía de mercado como mecanismo para adaptar un respectivo espacio nacional a los circuitos globalizantes puede ser un procedimiento válido para países de pequeñas dimensiones, que difícilmente pueden resistir una
182 Carlos Taibo, La explosión soviética, Madrid, Espasa, 2000, p. 325. 183 B. C. Erasov, “Nuevas coordenadas de los estudios orientales y de los estudios rusos: cdcl Capital al criminal?” en W. AA., Globalnoie soobchestvo: novaya sistema koordinat (La Comunidad global: nuevo sistema de coordinación), San Petersburgo, Aleteia, 2000, p. 113.
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desvinculación así sea parcial de los circuiros globalizados. Es más, los pequeños países viven de modo mucho más intensa la globalización, entendida esta en su acepción más amplia. Pero en uno de grandes dimensiones en términos de territorio, población, poder y recursos como Rusia, las variables que intervienen son evidentemente otras. No sólo un país del tamaño de Rusia tiene que preservar y fortalecer su mercado interno, lo que implica que su desarrollo tiene que ser básicamente de tipo autocentrado (v. gr., los Estados Unidos, Brasil, China, India, Japón, Francia, etc.), tampoco puede pretender de la noche a la mañana desconocer sus constantes históricas, como, por ejemplo, el papel que tradicionalmente ha desempeñado el Estado184. Rusia puede pretender crear una economía de mercado, pero esta es impensable sin un Estado que imponga reglas mínimas y establezca ciertos mecanismos de regulación. El gran problema de Rusia no consiste en convertirse en el adalid de la liberalización y la desregulación económica, sino en crear un Estado que se imponga sobre la anarquía reinante, reconstituya vínculos con la sociedad, recree espacios de participación, democratice la vida pública y defina una proyecto de globalización para su país, que le permita convertirse en un actor que de manera creativa asuma la participación en los distintos circuitos globalizantes. En otras palabras, la gran tarea consiste en insertar a Rusia en los circuitos globalizados y no que estos anárquicamente se inserten en Rusia. La segunda conclusión se refiere a la condición de potencia. Sin duda, Rusia sigue manteniendo todos los atributos económicos, políticos, humanos y militares que la ubican en el rango de las potencias. Pero si Rusia pretende convertirse en uno de los centros de poder a nivel mundial, no puede seguir siendo una potencia territorial o militar, sino que tiene que transformarse en una potencia global y para ello, obviamente requiere del diseño de estrategias en ese sentido, estrategias que quedan intermediadas por la capacidad de esta sociedad para asumir de modo creativo la globalización. Si no se atacan los problemas fundamentales que afectan la sociedad rusa y si sigue el desangre del país, Rusia puede no sólo perder su condición de potencia sino que puede llegar a convertirse en un miembro más del sur profundo. Si este probablemente no llegue a ser el escenario plausible se debe a las inmensas riquezas del país que son incalculable-
184 Véase, Moshé Lewin, “La Russie face a son passé soviétique” en Le Monde diplomatique, diciembre de 2001.
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mente atractivas para todas las grandes empresas transnacionales y a que, no obstante la crisis, Rusia dispone de un capital humano, altamente calificado, recurso básico, fundamental y decisorio en toda aproximación al tema de la globalización. Como decía Churchill, Rusia se mantiene todavía como un gran enigma.
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