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Spanish Pages [220]
Pierre Calame
REINVENTAR LA DEMOCRACIA Hacia una revolución de la gobernanza
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Pierre Calame Con la colaboración de Jean Freyss y Valéry Garandeau
REINVENTAR LA DEMOCRACIA Hacia una revolución de la gobernanza Traducción del francés por Marcela De Grande (Argentina), revisada por Tomás Mouries (Perú) y Valeria Eberle (Colombia)
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Del mismo autor Trabajadores extranjeros en Francia (con Paulette Calame), Biblioteca Promoción del Pueblo,
Madrid, 1972. Misión posible, Pensar y actuar para el mañana, Ed. Trilce, Montevideo, 1994
En colaboración con André Talmant, Con el Estado en el corazón. El andamiaje de la gobernancia, Editora vozes Ediciones Trilce, Montevideo, 2001
Título original: La démocratie en miettes. Pour une révolution de la gouvernance © Descartes & Cie, 2003 32, rue Cassette, 75006 Paris www.editionsdescartes.fr
ISBN 2844460542
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En application de la loi du 11 mars 1957, il est interdit de reproduire intégralement ou partiellement le présent ouvrage sans autorisation du Centre français d’exploitation du droit de copie (CFC), 20, rue des GrandsAugustins, 75006 Paris.
INTRODUCCIÓN
El comienzo del siglo XXI marca no solamente un cambio de milenio sino también un cambio de era. La aceleración de las mutaciones técnicas y económicas, el cambio de escala de las interdependencias entre las sociedades, así como entre la humanidad y el medioambiente, han trastocado los sistemas de pensamiento y las instituciones que garantizaban las regulaciones existentes. Esta ruptura condujo a que las innovaciones científicas y las relaciones comerciales se desplegaran sin límite y sin guía. Nuestros puntos de referencia intelectuales, morales y políticos tradicionales están desgastados, las solidaridades tradicionales se hallan debilitadas sin que otras nuevas encuentren principios e instituciones sobre los cuales basarse a nivel planetario. En estas condiciones, la prioridad hoy en día no es ni la continuación del desarrollo científico y técnico al menos tal como lo conocemos en la actualidad ni la prolongación de la expansión de las relaciones mercantiles. La prioridad es la construcción de una base ética común sobre la cual los pueblos puedan entenderse para manejar su interdependencia. Se trata de la concepción, el despliegue y la puesta en práctica de nuevas regulaciones capaces de dar reglas pero también un alma, un sentido, una equidad y un futuro común a la aldea planetaria en la que convivimos necesariamente. La crisis del sistema político La democracia, en la que teóricamente cada ser humano tiene voz en la gestión de la pólis* y participa en la definición y construcción de un futuro común, ha conocido un destino paradójico en el transcurso de las últimas décadas. Aparentemente el modelo de democracia representativa, por medio del cual los ciudadanos eligen libremente a sus representantes encargados de administrar la sociedad en su nombre ha superado a todos sus rivales hasta ocupar una posición hegemónica, si no en los hechos al menos en teoría. No obstante, el ejercicio del poder político, por su escala y su modo de funcionamiento, ya no permite realmente que los ciudadanos tengan influencia en los asuntos públicos, que se han * N del T Utilizaremos en este texto el término griego pólis para traducir el francés cité, en referencia a las antiguas ciudadesEstado griegas y romanas y con el propósito de hacer hincapié en la idea de una comunidad social que se construye primero a nivel local.
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transformado en asuntos mundiales. El hecho de que algunos miles de votantes de Florida, como consecuencia de la elección controvertida de noviembre del 2000, en la que participó sólo una minoría de ciudadanos, hayan podido influir en la paz y en la guerra desencadenada en Medio Oriente, tiene apenas una relación lejana con el ideal democrático. Todo lo que orienta hoy nuestro futuro, particularmente las grandes decisiones científicas y técnicas, no se somete a debate público. La organización misma del escenario y del debate políticos, y el ejercicio por parte de las autoridades electas de un poder que se les delega periódicamente, ya no corresponden a las características técnicas y culturales de la sociedad. Los grandes actores económicos y financieros están fuera del alcance de cualquier influencia o control. La puesta en escena televisada de las divergencias entre candidatos a puestos políticos no logra disimular, ante los ojos de un público cada vez más atento, ni la ausencia de perspectivas ni la estrechez de los márgenes de maniobra. De ello resulta, como lo muestran varias encuestas, un descenso de la confianza de la población hacia las élites políticas, una pérdida de credibilidad y de prestigio de sus miembros, y el aumento del abstencionismo de la población en las democracias más establecidas. La democracia triunfa pero es una democracia hecha añicos. La cuestión del Estado Desde hace dos siglos, el Estado y el espacio nacional han sido, para bien y para mal, los ámbitos privilegiados de las regulaciones públicas, políticas y sociales. El desarrollo de los servicios públicos, la implementación del Estadoprovidencia y de medios cada vez más amplios de redistribución, así como el perfeccionamiento de las políticas macroeconómicas, fiscales y monetarias generaron, al menos en Europa occidental, el apogeo de sistemas de regulación consolidados desde el siglo XVII. Estos sistemas han sido el resultado tanto de esfuerzos conceptuales como de luchas sociales. El nacionalismo fue, después de la Segunda Guerra Mundial, la consigna de las luchas por la independencia y el Estado apareció, en los años sesenta, como el mejor inspirador y el principal garante y motor del desarrollo. Pero este apogeo conoció una caída igualmente rápida. El marco del Estado y de las políticas nacionales ya no correspondía a la realidad y a la amplitud de las interdependencias mundiales. Demasiado autoritario, demasiado burocrático, poco abierto a la diversidad de las
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dinámicas sociales, a veces calcado sobre sociedades que funcionaban de otro modo, a menudo corrompido, demasiado grande y demasiado pequeño a la vez, el Estado, luego de haber sido coronado con todas las virtudes, se vio acusado de todos los males. Los intentos de reforma, veleidosos o superficiales, han fracasado la mayoría de las veces1, dando crédito a la idea de que las instituciones públicas no eran capaces de renovarse, lo cual no dejaba otra perspectiva que su desmantelamiento. El fracaso histórico de las economías planificadas hizo su aporte y todo ello generó un espacio en el que prosperó lo que convencionalmente se denomina la “revolución neoliberal”. El Estado fue socavado por un movimiento doble. Por un lado, el movimiento de redistribución de competencias públicas a favor de instancias más pequeñas el movimiento general de la descentralización o más grandes el movimiento más limitado de integración nacional y la multiplicación de convenios internacionales. Por otra parte, una reducción de la esfera pública con la disminución de las ambiciones y prerrogativas de los Estados y con la privatización de los servicios públicos. Quienes protegían la acción pública se encontraron a la defensiva en muchos lugares, más inclinados a la resistencia que a la innovación. La “mundialización”2 Sin embargo, en el siglo XXI, el factor estructural decisivo de cuestionamiento del papel del Estado, tal como se lo concibió hasta la última guerra, es el fenómeno irreversible de la mundialización, es decir el desarrollo de interdependencias de todo tipo a escala planetaria. El cataclismo de la guerra generó, después de 1945, la creación de nuevos dispositivos de regulación de la “sociedad mundial”: la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y sus múltiples agencias, las llamadas instituciones de Bretton Woods Banco Mundial y Fondo Monetario Internacional y el acuerdo multilateral de intercambios comerciales, el GATT, transformado en la Organización Mundial del Comercio (OMC). Pero este dispositivo, por más indispensable y loable que sea, siguió basándose en la ficción de relaciones entre Estados soberanos. Tal como lo dicen los especialistas, el modelo de “Estado westfaliano”, que data de 1 Ver en el libro Con el Estado en el Corazón. El andamiaje de la gobernancia. Editora vozesEdiciones Trilce. Montevideo, 2001,223 páginas, una descripción detallada de los obstáculos encontrados por estas tentativas en el caso del Estado francés. 2 N.d.T. En castellano como en inglés se emplea comunmente una misma palabra, “globalización” (“globalization” en inglés), para traducir dos términos distintos en francés: “mondialisation” y “globalisation”. Sólo este último corresponde estrictamente a la globalización. Por eso decidimos aquí crear un neologismo en español la “mundialización” ya que el autor analiza este concepto diferenciándolo explícitamente de la globalización.
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hace tres siglos y medio, sigue siendo la norma de las relaciones internacionales3. Los problemas del planeta, comenzando por el impacto de la humanidad sobre la biosfera, se han convertido en nuestros problemas domésticos y, sin embargo, siguen siendo tratados en el marco de las relaciones diplomáticas entre Estados supuestamente soberanos. El retraso existente en el surgimiento de una comunidad mundial y en la creación de instituciones y reglas a la vez legítimas, democráticas y eficaces va a revelarse dramático en el momento en que la humanidad deba concebir y conducir las transformaciones de las que depende su supervivencia. Atrás quedó la época en que las sociedades pequeñas, administrándose de manera autónoma, podían poner recursos y competencias en común para formar confederaciones. Ahora el razonamiento se ha invertido: compartimos los recursos y el destino de un solo y único planeta, globalmente frágil. Todo proviene de este bien común y de sus interdependencias. Las diferentes comunidades son las encargadas de compartir la gestión de este patrimonio. En este contexto aparece la necesidad de una revolución de la gobernanza4. Dicha revolución conlleva dos etapas sucesivas que se describirán a lo largo del presente libro. La primera consiste en pasar de la idea de gestión pública o de Estado a la de gobernanza. La segunda etapa parte de la constatación de que la gobernanza actual no se adapta a las necesidades actuales de nuestras sociedades, lo que nos lleva a definir un nuevo marco de pensamiento, es decir nuevos principios directivos para la implementación de una forma mejorada de gobernanza. Describamos, a grandes rasgos, estas dos etapas. La “gobernanza” La primera introduce el concepto de gobernanza. “Gobernanza” (gouvernance) es una palabra que viene del francés antiguo fue utilizada por Charles d’Orléans en el siglo XV. Describe la conducta, el arte de gobernar. Proviene de la misma raíz que “gubernare”, que en 3 El análisis del modelo westfaliano (nombre proveniente del tratado de Westfalia que puso fin en Europa, en 1648, a la desastrosa guerra de los Treinta Años) y sus implicaciones para la gobernanza mundial están presentados en un Cuaderno de Propuestas de la Alianza por un Mundo Responsable, Plural y Solidario (Ediciones Charles Léopold Mayer, 2003). 4 N.d.T. Según el Diccionario de la Real Academia Española, en su vigésima segunda edición, la primera acepción de la gobernanza es: “Arte o manera de gobernar que se propone como objetivo el logro de un desarrollo económico, social e institucional duradero, promoviendo un sano equilibrio entre el Estado, la sociedad civil y el mercado de la economía”. En cambio, la Real Academia no registra la palabra “gobernancia”. En cuanto a “gobernabilidad”, la primera acepción registrada por el mismo diccionario es la “cualidad de gobernable”. Por lo tanto, elegimos traducir el término francés “gouvernance” por “gobernanza”. Este concepto, por un lado, rebasa el estrecho marco del “gobierno” y, por el otro, no se reduce a la “gobernabilidad”. Cabe precisar, sin embargo, que muchas veces se ha utilizado y se sigue usando “gobernancia” y más aun “gobernabilidad” en el sentido de lo que en estas páginas llamamos “gobernanza”.
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latín significa tanto conducir un navío (con su derivado francés “gouvernail”, que significa “timón”) como conducir los asuntos públicos. Se trata de un homónimo acertado porque, precisamente, el arte de conducir los asuntos públicos no se reduce a la creación de instituciones, ni a seguir las reglas del derecho, ni al funcionamiento del escenario político, ni a la gestión de los órganos de gobierno. La palabra gobernanza está de moda en la actualidad y ha sido objeto de muchos debates, no precisamente por una repentina pasión por el francés antiguo sino más bien porque nos llega a través del término inglés “governance”. Este término ha sido vulgarizado, sobre todo a propósito del sector privado –donde se habla de la “corporate governance”– para designar al conjunto de técnicas de organización y de gestión de la empresa. Su transposición a los asuntos públicos, volviendo a su origen etimológico, todavía despierta cierto resquemor porque se trata de un término que ha sido popularizado en un enfoque neoliberal, para reducir y delimitar el campo de la acción pública, por la vía de la connotación normativa de las recetas de “buen gobierno” impuestas por el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y posteriormente por la Unión Europea, como condición para sus ayudas. Gobernanza La “gobernanza” está de moda. A menudo este término abarca concepciones diferentes a las que se desarrollan en el presente libro. El “buen gobierno” se ha convertido en un tema de trabajo de las instituciones de cooperación para el desarrollo, la puerta de entrada obligada para todo país que solicite los créditos de ajuste estructural de las instituciones de Bretton Woods o la cooperación de la Unión Europea. Este concepto, extraído del vocabulario propio del sector privado (corporate gouvernance), es promovido por el Banco Mundial desde 19835 para adaptar las estructuras del Estado a las exigencias del liberalismo económico. Contrariamente a las apariencias es altamente político porque, so pretexto de reorganizar los diferentes niveles de responsabilidad en el seno de la sociedad, lleva a debilitar a los Estados centrales, subordinando sus funciones redistributivas a las lógicas de la economía liberal. El concepto de gobernanza ha sido definido de manera bastante amplia por el Banco 5 World Bank, Subsaharn Africa. From Crisis to sustainable growth, World Bank, Washington DC, 1989.
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Mundial6: “es la manera mediante la cual se ejerce el poder en la gestión de recursos económicos y sociales de un país en vías de desarrollo”. Circula asimismo otra definición más operativa: “la gobernanza es la gestión imparcial y transparente de los asuntos públicos por medio de la creación de un sistema de normas aceptadas como constitutivas de la autoridad legítima, con el fin de promover y valorizar los valores sociales hacia los cuales apuntan los individuos y los grupos”. Bonnie Campbell analiza de esta manera el contenido dado a la gobernanza por el Banco Mundial7: “Se encuentran sistemáticamente algunos términos utilizados por el Banco Mundial para poner de relieve los elementos de un buen gobierno: la gestión del sector público, la responsabilidad, el marco jurídico del desarrollo (rule of law), la información y la transparencia. Esta idea de buen gobierno no es verdaderamente nueva, ni puramente anglosajona”. Se trata de una concepción que reposa sobre el principio de separación de los poderes en un Estado de derecho: la “transparencia” (“transparency”), es decir la libertad de acceso a los documentos administrativos prolongación de la libertad de información y la garantía de una buena justicia administrativa, así como la motivación de las decisiones; el “rendimiento de cuentas” (“accountability”), la responsabilidad de quienes toman decisiones, los controles “sobre” la administración, el control de los mercados públicos, de la gestión de los fondos públicos, etc.; el “empoderamiento” (“empowerment”) que corresponde a la idea de administración consultiva y a la necesidad de acercar a los ciudadanos a la toma de decisiones, así se trate de democracia local, de microproyectos, de desarrollo de la sociedad civil a través de las ONGs, de la libertad sindical, de la prensa libre, del ejercicio de las libertades fundamentales, etc. Aquí predomina una visión no intervencionista y minimalista del Estado, una concepción estrictamente funcionalista e instrumentalista, que limita al Estado a la cuestión de la gestión técnica de los recursos públicos, dejando de lado la esfera política como lugar de determinación de un proyecto de sociedad, en beneficio de un enfoque de procedimientos, de normas y de la creación de instituciones para las regulaciones del mercado. 6 World Bank, Gouvernance and development World Bank, Washington DC, 1992. 7 B. Campbell, “Gouvernance, réformes institutionelles et redefinition du rôle de l’Etat: quelques enjeux conceptuels et politiques soulevés par le projet de gouvernance descentralisée de la Banque Mondiale”, 2002.
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La concepción europea es bastante diferente y está presentada en el Libro Blanco sobre la gobernanza europea como “las normas, procedimientos y comportamientos que influyen en el ejercicio de los poderes a nivel europeo, particularmente desde el punto de vista de la apertura, de la participación, de la responsabilidad, de la eficacia y de la coherencia” 8. En efecto, según Beate KohlerKoch y Fabrice Larat9, “la gobernanza comunitaria no está determinada únicamente por la estructura de la Comunidad y por sus particularidades, sino que también está influenciada por la percepción, por parte de los actores que participan en esta gobernanza, de los principios que rigen un orden político legítimo. En su esencia, la gobernanza se refiere a la materia y los medios gracias a los cuales las preferencias en parte divergentes de los ciudadanos se encuentran reflejadas en las decisiones y medidas de índole político, de tal manera que la pluralidad de intereses presentes en el seno de la sociedad sea transformada en acción unitaria y que los diferentes actores sociales la acepten y se sientan reflejados en ella”. Posteriormente, en la cumbre de Niza, la Comisión Europea lanzó una amplia reflexión sobre la gobernanza europea del futuro y la profundización de la democracia en Europa. El sentido que he dado en el presente libro a la palabra “gobernanza” es mucho más amplio que el que propone el Banco Mundial. Obviamente se encontrarán, como en los principios del “buen gobierno”, las exigencias elementales de la democracia que son el acceso a la información y el deber de los gobernantes de rendir cuentas para que los ciudadanos estén implicados en la toma de decisiones que les conciernen directamente en su vida cotidiana. También comparto la atención que la Unión Europea presta a la percepción de los principios y de las prácticas efectivas, ya que el marco jurídico e institucional propiamente dicho es inseparable, en primer lugar, de las representaciones que se hacen los actores y luego, de la práctica real de las instituciones. Por el contrario, no comparto una visión puramente administrativa de la sociedad y rechazo asimismo la ilusión de recetas de buena gobernanza que garantizarían en todos los lugares del planeta, a partir del modelo inseparable del economicismo dominante, la buena gestión de los asuntos públicos y, menos aún, la cohesión y el desarrollo pleno de las sociedades. Sin embargo, si bien no creo en recetas, he llegado a creer en cambio que existen principios comunes de gobernanza, un marco de pensamiento que permite a toda sociedad 8 Com 428, Bruselas 25/07/2001, “El libro blanco sobre la gobernanza europea”, 2000. 9 J. Hergenhan, “Quelle gouvernance pour l’Union européenne après Nice?”, in Eurocities magazine, No 13, 2001
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disponer de una especie de agenda común a partir de la cual cada una inventa según sus raíces históricas su propio modelo y sus propias prácticas. La introducción de este “antiguo nuevo concepto” nos obliga a echar una mirada amplia sobre las regulaciones sociales, más abarcadora y articulada de la que se acostumbra. La gobernanza incluye las nociones de legislación, derecho, política, instituciones y gestión pública, pero sobre todo se interesa por la manera en que funcionan las cosas en la realidad. Esta manera de funcionar depende por un lado de las instituciones, de las representaciones que se hace la sociedad del poder o de las condiciones en las cuales una comunidad se instituye. Por otro lado, depende también del funcionamiento específico de los procedimientos, de la mentalidad y las problemáticas de quienes los hacen funcionar, de la relación entre los funcionarios públicos y los ciudadanos, de las formas de cooperación que se entablan o no entre los actores, de la manera en que la sociedad se organiza en corporaciones, comunidades, asociaciones, etc. En consecuencia, la comprensión de la gobernanza convoca a la historia, a la cultura, a las ciencias políticas y obviamente al derecho administrativo, pero también a la sociología de las organizaciones. De esta manera, en esta primera etapa, la gobernanza no es un hecho nuevo, una manera nueva de concebir y administrar la acción pública, sino más bien una nueva mirada sobre una realidad preexistente. Las grandes problemáticas Las grandes cuestiones de la gobernanza son eternas: lograr que convivan, en paz interior y exterior y en prosperidad sostenida, millones de mujeres y de hombres que comparten un mismo territorio; garantizar el equilibrio entre las sociedades humanas y el medioambiente; administrar a largo plazo los recursos naturales escasos y frágiles; garantizar la autonomía, la libertad de pensamiento y de acción de las personas preservando, al mismo tiempo, la justicia social, la cohesión y el interés común; brindar a cada uno considerado individualmente y a la comunidad entera las mejores oportunidades de desarrollo pleno; permitir el desarrollo de las ciencias y técnicas sin dejarse llevar por el vértigo de su
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poder; garantizar para todos las condiciones de una vida digna; reconocer la diversidad y la riqueza de las culturas y tradiciones haciéndolas participar, al mismo tiempo, de la unidad y cohesión de la sociedad en su conjunto; adaptarse a la evolución del mundo conservando al mismo tiempo su identidad. Con definiciones variables según las épocas, estos objetivos y equilibrios son la razón de ser del ejercicio del poder y los fundamentos de un gobierno sensato. La conciencia de los intereses vitales de la sociedad es lo que, en todas las épocas, ha justificado el ejercicio de la autoridad. La capacidad de los gobernantes para buscar estos objetivos desinteresadamente, con sabiduría y competencia, es lo que les ha dado legitimidad ante los ojos del pueblo más allá de las leyes y de la calidad de las políticas aplicadas. Cada sociedad, cada gran civilización ha dado nacimiento a una tradición específica de gobernanza. Las tradiciones han atravesado varios siglos y han sobrevivido a las revoluciones políticas. China, Rusia, Europa latina, Europa anglosajona y germánica, el mundo musulmán, por citar sólo algunos casos, han creado estilos particulares de gobernanza. La mayoría de los preámbulos de las Constituciones hacen referencia, con distintas palabras según los lugares, culturas y épocas, a estos grandes objetivos de la gobernanza. Hacia otra gobernanza Es entonces cuando interviene la segunda etapa, aquélla que llamaremos en este libro la “revolución de la gobernanza”. Fruto de una historia, de una cultura y de tradiciones bien arraigadas, traducidas en códigos, instituciones y normas que constituyen garantías de estabilidad y de continuidad de las sociedades, la gobernanza es, por naturaleza y por vocación, un sistema de evolución lenta. En este sistema no son las organizaciones y el derecho que evolucionan lentamente, sino más bien las representaciones, las formas de pensamiento y los cuerpos sociales que los encarnan. ¿Cómo evoluciona este sistema de gobernanza cuando se ve confrontado a una rápida evolución de la sociedad? Como todo sistema: comienza buscando adaptarse sin cuestionar sus fundamentos, generalmente a costa de una complejidad creciente, hasta que se impone una
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revolución, un giro no el reemplazo de este sistema por otro completamente inédito, sino más bien un reacomodamiento de los elementos preexistentes en torno a nuevos principios que dan una nueva legibilidad, un nuevo sentido, una nueva coherencia. Las analogías deben buscarse en la historia de las ciencias más que en la de los movimientos sociales. La gobernanza tal como la conocemos actualmente me recuerda, al observarla en su conjunto, desde la organización de las ciudades y territorios locales hasta la gestión del planeta, al sistema astronómico derivado de Tolomeo justo antes de la revolución copernicana. En ese entonces, los instrumentos ópticos permitían incorporar nuevas observaciones que no “se ajustaban” al modelo de rotación del sol y de los astros alrededor de la Tierra. Como consecuencia, el modelo se fue complicando hasta el extremo, con el fin de integrar los descubrimientos, de manera forzada se podría decir, hasta el momento en el cual la hipótesis de Copérnico –es la Tierra que gira alrededor del Sol– vino a proponer un nuevo sistema explicativo simple y coherente a través de un cambio de visión. Pienso que sucede lo mismo con la gobernanza. Los cambios que se vienen viviendo desde hace cincuenta años han creado una situación radicalmente nueva. Las interdependencias han cambiado de escala; la naturaleza de la economía también ha cambiado; la interacción entre los diferentes problemas se ha convertido en regla general; la revolución de la información ha trastocado tanto el proceso de producción como las condiciones de acceso al saber o el ejercicio de la democracia; el tema de los equilibrios ecológicos planetarios se ha vuelto central; han aparecido nuevos actores globales y el enfrentamiento entre capitalismo y comunismo ha terminado provisionalmente. Nos esperan transformaciones gigantescas en este siglo comparables, por su envergadura, al paso de la Edad Media a la Edad Moderna. De cara al futuro, la capacidad de nuestras sociedades para concebir y conducir dichos cambios será decisiva. ¿Ya estamos listos? ¿Nuestra actual forma de gobernanza, en todos los niveles, se adapta a estos nuevos desafíos? Personalmente creo que no. Tal como lo demuestra el ejemplo del Estado y del derecho internacional, seguimos pensando el mundo del mañana con las ideas del ayer y pretendemos administrarlo con las instituciones de anteayer. Nuestros sistemas institucionales se parecen mucho al sistema de Tolomeo en su fase final. A nivel local y regional acumulamos instituciones y niveles intermedios que compiten y se neutralizan más de lo que se complementan. A nivel nacional cada año agregamos nuevos dispositivos transversales que llevan a transformar el modo de funcionamiento sectorizado de 13
las administraciones. A nivel mundial multiplicamos los objetivos y las instancias encargadas de alcanzarlos, sin que ninguna de ellas tenga realmente ni los medios, ni las normas, ni regulaciones de jerarquía adecuados para hacerlo. Una idea clave: la relación De ahí la necesidad de una revolución copernicana, es decir de un cambio de mirada hacia una perspectiva que permita el reordenamiento del sistema en su conjunto. Esta revolución se realizará a través de la idea de relación, y este libro se propone demostrarlo y vislumbrar sus principales consecuencias. La gobernanza actual, a imagen de la ciencia y del sistema de producción, se basa en la descomposición, la separación y la distinción. Separación de competencias, donde cada nivel de gobernanza ejerce sus competencias de manera exclusiva. Separación de campos, asumidos cada uno de ellos por una instancia sectorial específica. Separación de actores que tienen cada uno, especialmente en el sector público, un ámbito de responsabilidad propia. Separación entre el hombre y la naturaleza, entre lo económico y lo social. Este principio se encuentra también a nivel más profundo en el funcionamiento de las instituciones públicas con la separación entre lo político y lo administrativo, la dirección y la ejecución, la ejecución y la evaluación, etc. La obsesión por la claridad, que parte de la preocupación loable de distinguir los poderes y de definir con precisión las responsabilidades, se vuelve limitante cuando los temas están ligados entre sí, cuando ningún problema puede ser tratado en forma separada de los demás, a un solo nivel y por un solo actor. He llegado entonces a la conclusión de que la gobernanza del mañana no debería ignorar más las relaciones sino, por el contrario, ubicarlas en el centro de la concepción del sistema. También he constatado la profunda analogía existente entre la crisis actual de la gobernanza y la crisis de nuestros modelos de desarrollo. Así como la gobernanza separa las funciones, el modelo dominante de desarrollo divide todo en sectores verticalmente jerarquizados y no llega a pensarse como un sistema interconectado y que participa en el funcionamiento de la biosfera. Si los recursos naturales fueran infinitos, si fuera posible cortar el planeta en tantos ecosistemas autónomos como Estados existen, podríamos soñar con poner
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marcha atrás y volver a la yuxtaposición de sociedades autónomas vinculadas entre sí por relaciones diplomáticas. Pero obviamente esta vuelta al pasado no es posible. Se puede hacer la misma analogía con los sistemas de educación y de investigación. Habíamos pensado que la especialización era la condición del progreso. Pero ¿de qué progreso se trata? El desafío actual, por el contrario, consiste en conectar los conocimientos de toda índole y origen entre sí para aprender a tratar los problemas complejos. ¿Cómo podría ser una gobernanza que tome en cuenta las relaciones? ¿Cómo pasar del deseo piadoso a su realización concreta? Con excepción de las “recetas de buena gobernanza”, que por otra parte critico, la diversidad de situaciones, de una cultura a la otra, de un nivel de gobernanza al otro, ¿no prohíbe soñar con principios comunes aplicables a todos? ¿Cómo puede realizarse esta revolución una vez constatadas la inercia extraordinaria y la capacidad de resistencia de los sistemas vigentes? A lo largo del libro me esforzaré por esclarecer estos diferentes temas limitándome aquí a señalar algunas pistas de reflexión. La primera proviene directamente del método y del itinerario que vengo siguiendo desde hace varias décadas para llegar a estas conclusiones de una sencillez impactante. Como funcionario público en Francia durante muchos años en el Ministerio de Infraestructura he tenido la oportunidad de ver el funcionamiento del Estado desde adentro y comprendí, antes de que el concepto de gobernanza apareciera en el mercado, que había que abordar la gestión pública como un todo y que, retomando una de las expresiones favoritas de Michel Rocard10, “el diablo está en los detalles”, vale decir que se entiende mucho mejor la realidad de la gobernanza por su práctica cotidiana que a través de los tratados de ciencia política. “Con el Estado en el corazón” Comprendimos entonces, con mi amigo André Talmant, que contar, formular y modelizar lo que vivíamos como agentes de la acción pública era la mejor manera que teníamos para dar cuenta de la realidad de la gobernanza. Pero constatamos también una profunda crisis y, a pesar de nuestras firmes convicciones con respecto a la acción pública, algunas veces dudamos de la pertinencia del modo en que se la ejercía. Poco a poco nos fuimos encontrando 10 Reconocido político francés. Fue Primer Ministro del gobierno socialista entre 1988 y 1991, bajo la presidencia de François Mitterrand. Es diputado en el Parlamento Europeo desde 1994.
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en una situación de albañiles encargados de reparar un edificio cuya estructura misma iba siendo cada vez más cuestionada. Esto fue lo que nos condujo a escribir el libro Con el Estado en el corazón. El andamiaje de la gobernancia11. La historia podría haber terminado ahí, como una reflexión de empleados públicos franceses sobre su oficio, pero ocurrió que, luego de un paso rápido por una gran empresa privada que me permitió identificar analogías y diferencias entre los dos mundos, asumí en 1986 la dirección de una fundación internacional de personería jurídica suiza, la Fundación Charles Léopold Mayer para el Progreso del Hombre12. Esto me ha permitido confrontarme a la realidad de la gobernanza en varios continentes y a diferentes escalas. A comienzos de los años noventa tomé conciencia de que estábamos asistiendo a una crisis de la gobernanza que superaba ampliamente la crisis del Estado francés y que, puesto que las mismas causas producen los mismos efectos, el sistema de pensamiento en sí mismo era lo que quedaba por cuestionar. Actuando ocasionalmente como asesor en gestión pública, desde el nivel local hasta el mundial, llegué a imaginar, cada vez con mayor precisión, los disfuncionamientos que encontraría en cada caso, señal de que se trataba de constantes estructurales relacionadas con un modo de pensar. De igual manera, en esa época pude constatar que el análisis comparativo de situaciones muy diferentes permitía extraer principios comunes capaces de guiar la búsqueda de soluciones que debían ser específicas en cada caso. Este descubrimiento, aparentemente banal, reveló tener un gran alcance, tal como se verá a lo largo del presente libro. De allí surge en efecto una nueva filosofía para la gestión de las relaciones entre los diferentes niveles de la gobernanza. De allí se deduce asimismo que la gobernanza es el arte de encontrar la traducción, adaptada a cada realidad específica, de principios comunes. Einstein decía que “lo más incomprensible es que el mundo sea comprensible” y que se pueda dar cuenta de una infinita diversidad de fenómenos a partir de algunas leyes simples. ¿No podría pasar lo mismo con una realidad tan compleja y también tan arraigada en la historia de cada sociedad como la gobernanza? Mi respuesta es afirmativa, a condición de no quedarse en las formas concretas sino, más bien, de buscar los principios comunes que subyacen a dichas formas.
11 Calame, Pierre y Talmant, André: Con el Estado en el corazón: el andamiaje de la gobernancia, ediciones Trilce, Montevideo, 2001. 12 Sitio web de la FPH: www.fph.ch.
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De la Alianza a la Asamblea Mundial Me sentí alentado a seguir por el mismo camino cuando editores extranjeros se mostraron interesados por la traducción del libro al español, al portugués, al árabe y al chino, demostrándome que si bien este libro partía de una historia típicamente francesa, ellos podían establecer analogías profundas con la situación que observaban en sus respectivos países. Los trabajos realizados en el marco de la Alianza por un mundo responsable, plural y solidario13 terminaron de convencerme. La Alianza es una dinámica ciudadana internacional que nació en 1994, partiendo de la intuición de que habría profundas transformaciones que realizar en el transcurso de las siguientes décadas y que los grandes poderes constituidos, tanto políticos como económicos, no estaban preparados para concebirlas. Corresponderá entonces a los simples ciudadanos juntarse y aliarse para tomar iniciativas. De alguna manera se trata de un retorno a las fuentes de la democracia, con la particularidad de que esta democracia no se refiere a una sociedad ya instituida, sino más bien a una comunidad mundial que hay que inventar y construir. Habiendo participado en el nacimiento y desarrollo de la Alianza, viví su energía positiva y sus contradicciones. Uno de los desafíos metodológicos más importantes fue identificar y caracterizar las transformaciones que presentíamos inevitables y, luego, extraer las perspectivas y propuestas que estuvieran al nivel de este cambio de era. Se trata de un problema típico, común a la gobernanza, a la investigación científica y a la organización del sistema productivo: dividirse las tareas para avanzar, cada uno en su ámbito de interés, de competencia y de experiencia, sin perder de vista al mismo tiempo las relaciones entre las partes que dan sentido al todo. Desde esta perspectiva fueron lanzados unos sesenta talleres temáticos dentro de la Alianza. Este trabajo, realizado de 1996 a 2001, dio origen a unos sesenta Cuadernos de Propuestas, de profundidad y calidad desigual, pero que constituyeron un cuerpo significativo de análisis, de reflexión y de propuestas14. Rápidamente percibí que, fuera cual fuera el tema del Cuaderno, pasando del agua a la economía solidaria, de la educación al comercio, de la gestión de los territorios a la ciencia, de los medios de comunicación a las finanzas, las 13 Página web de la Alianza: www.alliance21.org 14 El conjunto de cuadernos de propuestas, en francés, inglés y español puede descargarse del sitio web de la alianza (www.alliance21.org). También pueden conseguirse estos documentos en francés y español, impresos en papel o en formato CDRom, en las Ediciones Charles Léopold Mayer.
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cuestiones de la gobernanza y de la ética aparecían de manera insistente, revelándonos por un lado que son inseparables y, por otro, que la revolución de la gobernanza estaba en el centro de todos los demás cambios. El trabajo sobre los Cuadernos de Propuestas también me permitió comprender la relación entre revolución de la gobernanza y reforma del pensamiento económico. La gran fuerza del pensamiento liberal proviene del hecho de que se presenta como una teoría integrada que abarca tanto los mecanismos que rigen los deseos individuales como los modos de funcionamiento de la sociedad en su conjunto. Ahora bien, esta capacidad de integración es el sueño secreto de las ciencias sociales: con eso esperan alcanzar su estatuto de ciencias desde que Isaac Newton demostró que la caída de las manzanas y la trayectoria de los planetas provenían de una sola y misma ley de la gravedad. En la actualidad la caída del comunismo ha dejado a la teoría liberal sin rival y no es difícil observar su carácter reduccionista y los riesgos que conlleva. Pero esto no es suficiente para ser capaz de oponerle una alternativa que tenga igual capacidad integradora. Se puede constatar la analogía entre la búsqueda a nivel local de una gobernanza más “participativa” y la búsqueda de una economía más solidaria y más cooperativa. En ambos casos se hace hincapié en la gestión de las relaciones. Estas búsquedas no dejan de ser anecdóticas y marginales si no salen del nivel local. Por el contrario, cobran todo su valor si aparecen como el primer peldaño de un edificio de conjunto que articula, en el plano de la gobernanza, los diferentes niveles de competencia y, en el nivel económico, los diferentes niveles de intercambio. Esta intuición por el momento está en una fase exploratoria pero me parece extraordinariamente fecunda cuando se aproximan y unifican los diferentes campos de regulación política, cultural, económica y social. Los Talleres de la Alianza también permitieron trabajar paralelamente, de manera más profunda, sobre la gobernanza a diferentes niveles: la gestión local, el Estado, la integración regional y la gobernanza mundial. En esta ocasión no podía no percibir cuánto se parecen y realimentan mutuamente los principios de estos distintos niveles. Así, por ejemplo, se confirmó la importancia de la cooperación entre niveles de gobernanza, el lugar central de la gestión de los territorios locales (vistos como “pieza clave” de la construcción de la gobernanza), la necesidad de separar el poder de propuesta y el poder de decisión y la diferencia entre legitimidad y legalidad. Estos descubrimientos me permitieron hablar con más seguridad de los principios comunes de la gobernanza15. 15 Los principios de la gobernanza, Cuaderno de Propuestas de la Alianza en español.
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Esta iniciativa culminó en la Asamblea Mundial de Ciudadanos, organizada en diciembre de 2001 por la Alianza y la Fundación Charles Léopold Mayer para el Progreso del Hombre, con el apoyo del Consejo Regional de NordPasdeCalais (Francia). Al reunir participantes de todas las regiones del mundo y de todos los sectores sociales, se generó una ocasión única para confrontar los puntos de vista sobre los desafíos que deberemos enfrentar juntos en el transcurso del siglo. Esta Asamblea fue en sí misma una experiencia inédita de gobernanza, una exploración de nuevas formas de democracia cuyo objetivo era descubrir lo que nos unía más allá de nuestras diferencias, por medio de una dialéctica de la diversidad y de la unidad en el corazón mismo del arte de la gobernanza. De paso, la Asamblea confirmó que los instrumentos y métodos, lejos de ser simples accesorios técnicos del debate democrático, son por el contrario su fundamento16. Una vez más, al término de la Asamblea quedó demostrado que la ética y la gobernanza son las prioridades comunes. La Asamblea también confirmó que lo que estaba en juego, de manera más amplia, era el surgimiento progresivo, a tientas, de un nuevo modelo de vida diferente, de desarrollo y de regulación, irreductible a los modelos liberal o comunista que habían constituido las principales referencias y estructurado el debate político a lo largo del siglo XX. Una vez reconocida la necesidad de una “revolución de la gobernanza” y demostrada la posibilidad de definir las grandes líneas y los principios comunes, se plantea el tema de la forma de conducirla. Se verá aquí que me inclino más hacia la búsqueda de convergencias que hacia la exposición de divergencias, y a las perspectivas de cambio más que a las luchas para producirlo. No es que subestime la amplitud de la tarea o la necesidad imperiosa de un compromiso colectivo de los ciudadanos para emprender y llevar a cabo la revolución de la gobernanza, pero creo que lo esencial es no equivocarse en la naturaleza y en la forma de combate. Tal como lo demuestra la experiencia de la Asamblea Mundial, cuando la comunidad misma no está instituida, la prioridad política es obviamente la de construir las razones de “vivir juntos” y no la de evidenciar los desacuerdos. Más aún: la reflexión sobre la revolución de la gobernanza nos obliga a visitar de nuevo nuestra propia historia. El modelo de las 16 El método utilizado está descrito en el sitio web de la Alianza y en el CDRom. Ver También V. Calame y P. Calame (2002) “Ciudadanía y estrategias de cambio”.
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revoluciones de los siglos XVIII, XIX y XX ha terminado por darnos la ilusión de que las únicas transformaciones profundas, al menos en el ámbito de la gobernanza, fueron de carácter social y político. En realidad, si bien las revoluciones políticas sustituyen a unas clases dominantes por otras o trastocan las instituciones, a menudo dejan intactas las representaciones y las formas de ejercicio del poder. Las revoluciones en el ámbito de las ideas, de las técnicas y de las culturas también son decisivas, tanto si se trata de la idea que nos hacemos del mundo como de las relaciones entre el individuo y la sociedad y entre la sociedad y el resto de la biosfera. La revolución de la gobernanza es de esta índole. Si admitimos que estamos transitando cambios comparables a aquéllos que permitieron pasar de la Edad Media al mundo moderno, es en estos cambios que debemos buscar los referentes, aceptando la acción en el largo plazo. En estas páginas describiré lo que he dado en llamar las “primicias” de una revolución de la gobernanza. Se trata de todos esos movimientos, innovaciones y búsquedas que muestran que la levadura fermenta la masa, que en todos los lugares del mundo los diagnósticos de igual naturaleza conducen a intentos que van en el mismo sentido. Los teóricos de las estrategias de cambio, aun cuando su ámbito de excelencia y su campo de experiencia son más limitados porque se refieren al sector privado, subrayan que no hay cambio posible sin la toma de conciencia por parte de los mismos actores sobre la situación de crisis. André Talmant y yo hemos subrayado en el libro Con el Estado en el corazón: el andamiaje de la gobernancia17, que toda reforma del Estado que no parta de la necesidad de sentido de todos sus agentes está destinada al fracaso. Creo poder decir que ya hay una conciencia de crisis, una implosión de la democracia representativa, una pérdida de legitimidad de los gobernantes y una búsqueda de sentido por parte de los actores. Pero el mundo sigue compartimentado. Cada quien innova, busca en su rincón y choca en un momento dado con la inercia de los poderes y de las instituciones. Al proponer las grandes líneas de una revolución de la gobernanza sólo aspiro a contribuir en la articulación de los esfuerzos y de los actores, a mostrar que se inscriben, aunque no siempre lo sepan, dentro de perspectivas comunes y a alentarlos en su lucha mostrándoles la importancia y la ambición de la misma.
17 Op. cit.
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Mi itinerario y la manera como llegué a las conclusiones expuestas en este libro dan, lo reconozco, más espacio a la experiencia y al diálogo que a las lecturas. No debe interpretarse esto como una postura contraria a la intelectual. Si yo no creyera en la virtud de las palabras y de las ideas, no habría escrito ni este libro ni los anteriores. Se trata más bien de una opción metodológica. Al ser la gobernanza más un arte que una ciencia (idea que retomaré en varias ocasiones), su conocimiento se basa especialmente en un enfoque “clínico”: no son las experiencias de laboratorio las que nos permiten avanzar, sino más bien la confrontación de “casos”. La diversidad misma de los casos abordados valoriza la teoría que los explica. Cada caso es una historia total en la cual los actores, las ideas y las situaciones están indisolublemente entremezclados y este procedimiento clínico no se inscribe dentro de las categorías predeterminadas de la conciencia. A esta elección metodológica se agrega una elección de vida: me siento comprometido como actor, y no sólo como observador, en los cambios en curso, tanto si se trata de la gobernanza en África como de la construcción europea, de la reforma de la gobernanza mundial o de la lucha contra la exclusión en Francia. Las resistencias al cambio, las cooperaciones y alianzas posibles las vivo personalmente más de lo que las describo. No creo que se pueda comprender la gobernanza si no se ha buscado transformarla porque en la resistencia al cambio es donde se expresa la estructura profunda de un sistema. Este proceso me lleva a multiplicar los diálogos que, a través de los intermediarios de carne y hueso, me van transmitiendo la evolución de las ideas. Más allá de mi incapacidad para alinear una copiosa y docta bibliografía al final de la obra, las referencias frecuentes a textos que he escrito o a las aventuras en las cuales he participado personalmente no deberían ser interpretadas como fruto de la arrogancia, de la ingratitud o como un enclaustramiento en un pensamiento autorreferencial, sino más bien como la consecuencia de una opción metodológica. Soy consciente de que las conclusiones a las cuales llego no existirían sin la contribución de innumerables personas que trabajan tanto en la práctica como en el campo intelectual. Que yo no pueda, en general, establecer su identidad no quita nada a mi deuda para con ellos, y por el contrario, la incrementa. Agradecimientos
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Entonces, para terminar, me limitaré trémulo de antemano ante la idea de que apenas el libro esté en la imprenta me daré cuenta de algún olvido inexcusable a citar algunos nombres que me vienen a la mente y en relación a los cuales mi deuda es particularmente clara: Pierre Veltz, Loïc Bouvard, Paul Maquet, Ina Ranson, Mathis Wakernagel, Suren Erkman, JeanMarc Duez, France Joubert, Matthieu Calame, por una reflexión renovada sobre el territorio, su lugar en una economía mundializada, la gobernanza local y la ecología territorial. Teolinda Bolívar, Joel Audefroy, Enrique Ortiz, JeanPierre Elong M’Bassi, Sidiki Daff, por sus contribuciones a la reflexión sobre las relaciones entre poderes públicos y habitantes, que han tenido un papel importante en el surgimiento del principio de subsidiariedad activa. Larbi Bouguerra, Alain Ruellan, Benjamín Dessus, Michel Merlet, quienes en los ámbitos del agua, suelos y energía me han ayudado a comprender el interés de la gobernanza de los “recursos naturales”. Ousmane Sy, André Talmant, Pierre Judet, que han contribuido a mi reflexión sobre la reforma del Estado. Yu Shuo, que me entreabrió las puertas del universo chino. Jean Designe y Sandro Guiglia, que han ampliado mi comprensión del derecho. Edith Sizoo y André Levesque, con quienes mucho he compartido sobre la ética. Edgar Morin y Patrick Viveret, que me han esclarecido sobre la evolución de la democracia. Michel Rocard, Anne Simon, Karine Goasmat y Claire Mandouze, con quienes hemos realizado una reflexión muy enriquecedora sobre la cooperación europea. Georges Berthoin, Jérôme Vignon y Marjorie Joven, que me han ayudado a comprender la historia y los desafíos de la construcción europea en sí misma y su contribución a una comprensión de conjunto de la gobernanza. Stéphane Hessel, Kimon Valaskakis, Bertrand de la Chapelle, Paul Tran Van Tinh, Laurence Tubiana, por guiarme en el enfoque de la gobernanza mundial. Jean Freyss y Valéry Garandeau que me han ayudado a situar mis reflexiones en el campo de los debates actuales. Djamila Zemmari, que ha descifrado incansablemente las cintas magnéticas y los garabatos del manuscrito. Vincent Calame, con quien concebí los instrumentos de representación cartográfica, decisivos para esbozar una síntesis de los trabajos de la Alianza en su conjunto, con ocasión 22
de la Asamblea Mundial de Ciudadanos. El equipo de la FPH, la red DPH y todos aquellos que se reconocen en la Alianza por un mundo responsable, plural y solidario y que han aportado a esta reflexión una inmensa diversidad de miradas y de experiencias. Michel Sauquet, sin cuya amistosa insistencia no habría escrito el libro. Finalmente y sobre todo Paulette Calame, que me ha apoyado, acompañado y alentado en cada paso de la aventura. Estructura del libro El libro contiene dos partes: La primera parte está dedicada a las constataciones. Para comenzar, muestra la crisis generalizada de nuestros modos actuales de gobernanza, desfasados con relación a la rapidez de la evolución de las sociedades, e incapaces, en apariencia, de reformarse profundamente por falta de voluntad, tenacidad, perspectivas claras y estrategias de cambio (capítulo 1). Luego enumero las condiciones previas para una revolución de la gobernanza las premisas y los múltiples signos que dan a conocer en distintos lugares el comienzo de esta revolución las primicias (capítulo 2). La segunda parte expone los principios comunes de una gobernanza basada en las relaciones. Estos principios están reagrupados en seis capítulos: la institución de la comunidad y los fundamentos éticos de la gobernanza (cap.1); las relaciones entre los niveles de la gobernanza y el principio de subsidiariedad activa (cap.2); las relaciones entre la acción pública y el mercado (cap.3); las relaciones entre el poder público y los demás actores (cap.4); el lugar que ocupan los territorios locales dentro de la gobernanza (cap.5); la ingeniería institucional (cap.6).
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I. EL DESFASE DE LA GOBERNANZA ACTUAL Y LAS SEMILLAS DE UNA RENOVACIÓN
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La gobernanza tal como la conocemos en la actualidad, centrada en el Estado y en los servicios públicos, se ve atacada por todas partes y parece estar claramente desfasada con respecto a la sociedad actual y más aún, a los desafíos que nos esperan. La gobernanza actual está en crisis. ¿Podemos afirmarlo de manera tan categórica y general? Existen efectivamente situaciones muy diversas. Por ejemplo, en lo que se refiere a la antigüedad de las tradiciones del Estado, al lugar que ocupa la acción pública dentro de la sociedad, o bien al papel respectivo de cada uno de los niveles de gobernanza –desde las confederaciones que dan prioridad a las comunidades locales hasta los países con fuerte tradición centralizadora. ¿Cómo plantear los mismos términos de la crisis de la gobernanza en China, en África, en Europa, en la India y en América cuando hay tantas diferencias entre los sistemas existentes? Me atreveré a hacerlo, aun a riesgo de simplificar. Las crisis no tienen todas la misma forma ni envergadura, pero todos los sistemas se ven igualmente estremecidos por las evoluciones de la sociedad. Tomemos el ejemplo del Estado. A muy grandes rasgos, podemos observar cuatro formas de Estado en el mundo: los Estados desarrollistas, que tienen o han tenido un papel fundamental en el desarrollo económico y social del país; los Estados administradores, que se limitan a organizar los servicios públicos y a fijar las reglas de juego de la vida económica; los Estados rentistas, en los que una élite vinculada con los círculos de poder político, económico y militar recibe rentas procedentes de recursos nacionales, especialmente naturales, redistribuyendo eventualmente alguna parte de las ganancias entre sus clientes; los Estados predadores, en los que el único objetivo del grupo que detenta el poder es sacar el máximo provecho personal en el tiempo más corto posible. Frente a situaciones tan dispares no podemos hablar de LA crisis del Estado. Sin embargo, estos cuatro tipos de Estado se encuentran confrontados a crisis que tienen fuentes de origen comunes. El trabajo en varios continentes y a distintas escalas de la gobernanza –local, nacional, regional y mundial es lo que me ha convencido de la existencia de estos puntos en común. He observado asimismo, un poco en todas partes del mundo, los comienzos de una renovación. También puede parecer arbitrario en este caso conformar un panorama de 25
conjunto partiendo de elementos tan dispares, hacer un retrato prototípico ajustando como sea una oreja china y la otra norteamericana, un ojo italiano y otro hindú, una boca africana, una nariz brasileña y un mentón coreano. Pero en este caso también he decidido correr ese riesgo, pues parto de la convicción de que se trata de elementos que provienen de constataciones e intuiciones semejantes. En el primer capítulo intentaremos describir las grandes causas del desfase de la gobernanza actual. Creo que tienen dos fuentes de origen complementarias. Por un lado, la rapidez de la evolución de las sociedades, que se ha acordado llamar mundialización, ha cambiado radicalmente la escala y la naturaleza de los problemas, mientras que los sistemas de regulación no siguieron el mismo ritmo. Por otro lado, las sociedades mismas se transformaron y los modelos clásicos de la democracia y de la acción pública ya no corresponden a las necesidades de la época. En consecuencia, hay una crisis de escalas, de objetos y de métodos. La crisis se agravó porque las políticas de reforma, mal concebidas y mal manejadas, no surtieron los efectos esperados. Las críticas al Estado y a la acción pública que, tomadas en su conjunto, constituyen la contrarrevolución liberal, reemplazaron al triunfo de las políticas keynesianas, al progreso del Estadoprovidencia y a la fe en el Estado como conductor de las políticas de desarrollo. Los ataques se focalizaron simultáneamente sobre las falencias de la acción pública y sobre la incapacidad de reformarlo. En grandes líneas, la justificación del desmantelamiento del Estado radica en el hecho de que no es posible mejorar sus prácticas. Sin embargo, también es imposible separar la decadencia del poder del Estado de la crisis de la política y la democracia. Una de las grandes debilidades de la revolución liberal es pretender, al mismo tiempo, reducir el Estado y exaltar la democracia. Por último, el debate se vio más enturbiado que esclarecido por la manera en que la guerra fría radicalizó las posiciones de unos y otros, menoscabando la diversidad de las situaciones y oponiendo a un bloque contra el otro. El análisis del desfase de la gobernanza actual se articula en torno a cinco temas: 1. Las revoluciones científicas y técnicas nos hacen entrar en una nueva era, tanto por la escala de los problemas como por la naturaleza o las posibles modalidades de ejercicio de la democracia. 2. Por no haber creado regulaciones públicas adecuadas, la mundialización ha quedado actualmente en manos del mercado y de allí surge frecuentemente la confusión entre mundialización y globalización económica. Urge clarificar entonces los conceptos y las perspectivas. 26
3. La democracia está en crisis. En el momento en que, aparentemente, triunfa en todas partes, va perdiendo su esencia por no ser ejercida en las escalas adecuadas, no ocuparse de los problemas fundamentales y no llevar a cabo su propia reforma. 4. Las estructuras y los marcos de pensamiento de la acción pública son inapropiados. Siguen marcados por el “taylorismo”. Su fragmentación y su cultura los vuelven poco aptos para tratar problemas complejos, manejar las relaciones y cooperaciones y tomar en cuenta la infinita diversidad de las situaciones. 5. Las perspectivas y las estrategias de reforma, paralizadas durante mucho tiempo por la guerra fría, a menudo son cambiantes y poco eficaces. Su fracaso generó idea ficticia de que la acción pública no era reformable. El segundo capítulo se abre hacia otras perspectivas. Muestra que, frente a la crisis que acabamos de describir, el mundo no se ha quedado inmóvil. El fracaso de las reformas de la gobernanza no es en absoluto una fatalidad. Pero para lograr algo hay que poder reunir dos condiciones: 1. No basta con entablar reformas institucionales. Hay que “cambiar de lentes” y cuestionar los fundamentos de la gobernanza actual, aun cuando estén arraigados en hábitos de larga data. Intentaré entonces plantear las premisas, es decir las condiciones previas para un cambio del pensamiento. 2. No hay que inventar un sistema nuevo de punta a punta sino partir de lo que ya está en movimiento, es decir las primicias, las señales precursoras de una revolución de la gobernanza.
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1.Una gobernanza desfasada a la que le cuesta reformarse Las revoluciones científicas, técnicas y económicas nos hacen entrar en una nueva era. Las revoluciones científicas y técnicas introdujeron profundos cambios en los sistemas de producción. Éstos se basaban anteriormente en la disposición de factores materiales de producción: materias primas y maquinarias. La reducción muy veloz de los costos de transporte, luego la revolución informática y la de los sistemas de información redujeron la importancia de la proximidad física de las materias primas y de los grandes reservorios de trabajo manual. Asistimos a lo que algunos denominan la “desmaterialización de la técnica”. El dominio de la disposición de los saberes, de los know how y de las redes de información se volvió decisivo en el proceso económico en sí. Surgieron entonces nuevas posibilidades de deslocalización de las actividades de fabricación propiamente dichas y una disminución de la participación de dicha fabricación en el total del valor agregado. La relación de la economía con el territorio se vio también profundamente transformada. La regulación de la economía nacional y la organización de las relaciones de fuerza y de interés de los distintos grupos sociales habían jugado un papel central en el pensamiento sobre las regulaciones políticas. Frente a una “economíamundo” perdieron gran parte de su importancia. Por último, la sustitución del trabajo manual por el capital intelectual y las máquinas automáticas hizo que a las relaciones de dominación preexistentes se agregaran relaciones de exclusión: en otros términos, los ricos cada vez necesitan menos a los pobres. Las cuestiones de empleo y de cohesión social se vieron en consecuencia profundamente modificadas. En lo relativo a la gestión de los intercambios, el lugar de la moneda en sí también ha evolucionado mucho. Ya no son necesariamente las mismas herramientas que sirven de unidad contable, de patrón de valor, de medio concreto de intercambio. La acción reguladora sobre la moneda ha quedado casi exclusivamente en manos de los Estados Unidos, haciendo desaparecer otra prerrogativa de la soberanía nacional. El crecimiento de las capacidades de producción fue de tal envergadura que el problema del aumento de la producción a veces resulta menos importante que el de la redistribución de los bienes producidos. El caso más patente es el del hambre en el mundo, que ya no depende del aumento global de la producción agrícola sino de la localización en el espacio de dicha 28
producción y de las capacidades técnicas, sociales y políticas para lograr su distribución equitativa. El desarrollo material que hemos tenido en Occidente durante los dos últimos siglos se ha realizado a costa de un uso masivo de materia y de energía sobre los recursos limitados y poco renovables de la biosfera, para el provecho de una minoría de la población mundial. Durante mucho tiempo se siguió el modelo “pionero”, cuyo paradigma es el modelo cultural norteamericano. Éste se basa en la conquista del Oeste, es decir de nuevos territorios y nuevos recursos de materia prima. Dentro de ese modelo, la humanidad tiene la ilusión de funcionar dentro de un sistema abierto, cuyos recursos son inagotables y donde los subproductos de la actividad humana pueden descartarse sin riesgo alguno en la biosfera. Las filiales de producción se organizan independientemente unas de otras siguiendo un modelo “vertical”, que ya no corresponde a las problemáticas ni a las restricciones de hoy en día. Hay que pensar la actividad humana dentro de un sistema ecológico más cerrado. Los procedimientos industriales deben integrarse más para permitir que los subproductos de uno sean la materia prima de otro, tal como sucede en los ecosistemas naturales. Para seguir avanzando, también será necesario “desmaterializar” la economía garantizando así un mayor bienestar con menos consumo de materia prima y menos residuos generados. Por ahora, la deslocalización de la economía y el mantenimiento de las lógicas tradicionales de producción siguen privilegiando en nuestras sociedades las filiales verticales. A las filiales de producción, encarnadas por las empresas multinacionales y organizadas a escala mundial, les corresponden sociedades sectorizadas. En ellas, algunos ámbitos profesionales tienen vínculos cada vez más fuertes con sus pares de la otra punta del planeta y lazos de proximidad cada vez menos significativos con los otros ámbitos. Estas evoluciones tuvieron considerables consecuencias culturales y sociales. El debilitamiento de los vínculos con la comunidad cercana modificó las relaciones entre lo individual y lo colectivo y ese movimiento de disociación se observa en todos los países que tienen un desarrollo económico rápido, incluyendo los de Asia, donde se considera que los valores comunitarios estaban más arraigados. El sentimiento de pertenencia ya no puede limitarse al pueblo ni al país, sino que se reconstruye de manera plural y más selectiva en distintas escalas. El crecimiento de las interdependencias entre los seres humanos, entre las sociedades y con respecto a la biosfera contrasta con el desarrollo del sentimiento de libertad individual y con las reivindicaciones de autonomía. Por la potencia de las herramientas que ha desarrollado, la 29
humanidad es responsable de su propio destino. Esto aboga por el surgimiento progresivo de una sociedad de contrato entre actores responsables. Entretanto, los sistemas de regulación más importantes y los grandes cuerpos intermediarios, aquéllos que creaban el sentimiento de pertenencia y de identidad, que garantizaban la mediación entre los individuos y el mundo, que construían las condiciones para la democracia, ya fueran sindicatos, partidos políticos, Estados o Iglesias, han perdido gran parte de su peso y de su capacidad de movilización, dando lugar a otro tipo de compromisos, más diversificados y flexibles. En los países ricos, el cambio demográfico, la limitación del tiempo de trabajo y su consecuente influencia en la relación con el trabajo y la saturación de bienes materiales introducen una profunda transformación en la forma de los compromisos y en el tipo de necesidades. Al mismo tiempo, el desarrollo masivo de los sistemas de información hace desaparecer los monopolios informativos de antaño. Frente a las consecuencias del desarrollo de las ciencias y las técnicas, los ciudadanos ya no están dispuestos a “tragarse” cualquier cosa en nombre de la modernidad y del progreso. Han tomado conciencia de la vanidad de la democracia cuando ésta deja de ofrecer las condiciones reales para organizar el devenir colectivo. Este conjunto de transformaciones de índole cuantitativo genera un cambio cualitativo de igual envergadura que el paso de la Edad Media al Mundo Moderno, con todo lo que eso implica en cuanto a resistencias, desfases, tanteos y aprendizajes. De allí el doble interrogante respecto a la gobernanza: ¿está la gobernanza en condiciones de reformarse, o inventarse, para poder hacer frente a la nueva realidad del mundo?¿Está en condiciones, como su vocación lo indica, de organizar las transiciones necesarias? O bien la humanidad logra hacer un salto cualitativo para alcanzar un nuevo grado de conciencia y desarrollo, o bien las rivalidades, las ambiciones, las identidades, las depredaciones, las imprevisiones y los egoísmos se exacerbarán hasta el punto de hacer temer lo peor. Este reto central ubica a la gobernanza en una perspectiva radicalmente nueva.
Por no haber creado regulaciones públicas adecuadas, la mundialización quedó en manos del mercado. Lentamente está surgiendo una conciencia de humanidad que llama a generar una verdadera gobernanza mundial.
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El concepto de humanidad era de orden filosófico antes de 1940. La humanidad se ha vuelto sujeto de derecho al finalizar la Segunda Guerra Mundial. Los crímenes contra la humanidad justifican ahora la creación de un Tribunal penal internacional. El gran desafío del siglo XXI es pasar de la noción de humanidad a la realidad de una comunidad mundial capaz de construir progresivamente una entidad política dotada de nuevas capacidades de regulación. Esto ya lo intuían al finalizar la guerra los “ciudadanos del mundo” y los padres fundadores de la ONU. Los primeros, por idealismo, quisieron pasar inmediatamente a un gobierno mundial y su movimiento se desgastó. Los segundos, por realismo, redujeron “la unión de los pueblos del mundo” que querían construir a la creación de instituciones interestatales, lo cual, dada la radical heterogeneidad de los Estados, condujo al naufragio. El gobierno mundial no es algo que pueda hacerse de hoy para mañana, pues los sucesivos arreglos necesarios para adaptar la gobernanza mundial a las nuevas realidades del mundo no están a la escala de los desafíos. Hace falta una nueva arquitectura, que todavía no ha aparecido. Entretanto, la mundalización tiende a reducirse a la globalización económica. Se observa en la prensa, en los discursos, en los debates, una falta de precisión reveladora en cuanto al uso de las palabras. En francés, “mundialización” (“mondialisation”) y “globalización” (“globalisation”) se usan indistintamente y, en inglés norteamericano, “globalisation” abarca una gran cantidad de fenómenos, desde internet hasta el comercio internacional, pasando por la difusión universal de la cultura norteamericana y el efecto invernadero. Intentemos pues dar alguna precisión al sentido de estas dos palabras. La mundialización es la realidad y la conciencia de un destino común de la humanidad, a la vez unida y profundamente diversa. La conciencia de estar juntos en el mismo barco, una frágil biosfera cuyas partes se sostienen mutuamente. La globalización económica por su parte es la dominación de las relaciones mercantiles en todas las esferas de la vida social, dominación legitimada a su vez por la creencia principalmente difundida por los países ricos de que el progreso común de la humanidad queda automáticamente garantizado por la libertad de comercio y por el progreso de las ciencias y las técnicas.
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Mundialización y globalización La mundialización y la globalización a menudo se confunden. “El idioma inglés no hace diferencia entre mundialización y globalización, sencillamente porque el primer término no existe en su vocabulario. “Mundial” se traduce por “worldwide” y califica, según los casos, a la economía, al mercado o a la competencia, a los circuitos de abastecimiento, de producción o de distribución. El término “globalisation” o “globalization” abarca, sin distinción alguna, todos los fenómenos, procesos e interdependencias que van alcanzando una escala planetaria. En francés, “mondialisation” y “globalisation” a menudo se usan indistintamente”18 pero algunos autores, tal como lo hacemos a lo largo del presente libro, los distinguen claramente. Gérard Noiriel19 define la mundialización como un proceso histórico que reagrupa todas las actividades
gracias a las cuales las distintas poblaciones se fueron acercando gradualmente y fueron estableciendo vínculos. Según esta definición, ese fenómeno ya forma parte de un proceso antiguo que ha tenido tres fases. La primera es el nacimiento y desarrollo de las civilizaciones antiguas. La segunda fase abarca los siglos XV y XVI, con el período de los Grandes Descubrimientos. Por último, la tercera fase comienza a principios del siglo XIX con la Revolución Industrial. Joseph E. Stiglitz, exvicepresidente del Banco Mundial, destaca los factores de la mundialización actual: “Se trata fundamentalmente de una integración más estrecha entre países y pueblos del mundo que por un lado obedeció a la considerable disminución del costo de los transportes y las comunicaciones y,
18 J. Delcourt, «Mondialisation ou globalisation: Quelle différence?», Défis de la globalisation: Babel ou pentecôte?, dirigido por J. Delcourt y P. Woot de Trixhe, PUF, Louvain, 2001. 19 G. Noiriel, «L’historien face aux défis du XXIe siècle», www.iforum.umontreal.ca, 2001.
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por otro lado, a la destrucción de barreras artificiales para la circulación transfronteriza de bienes, servicios, capitales y conocimientos y (en menor medida) de personas. […] La mundialización está enérgicamente propulsada por las empresas transnacionales, que hacen circular por encima de las fronteras no sólo capitales y productos sino también tecnologías”.20 Para otros autores, “la mundialización es un fenómeno global y totalitario a la vez: global porque apunta a una extensión a escala mundial de las actividades generadoras de ganancias (y sólo ellas) y totalitario porque absorbe todas las esferas de la actividad humana con fines de consumo sin pedir la opinión de nadie”.21 Zaki Laïdi señala los cinco grandes acontecimientos alrededor de los cuales se construyó la mundialización en los últimos quince años: la liberalización de los mercados financieros, Chernobyl, la caída del muro de Berlín, la aparición de internet y la conferencia de Seattle. En su opinión : “Hay que entender que la mundialización no es una simple suma de series estadísticas sobre el comercio y las inversiones sino también una representación del mundo. La mundialización es, antes que nada, una fenomenología del mundo, pues los hechos nunca son independientes de la manera en que los miramos. A partir de allí podremos definir la mundialización como la entrada simbólica del mundo a la intimidad social y cultural de cada sociedad, con los efectos en cadena que se derivan de esta cercanía”.22 De los cinco fenómenos citados, la liberalización financiera concierne la globalización, mientras que los demás se relacionan con la mundialización. Otros autores, diferenciando las nociones, hacen hincapié en sus efectos.
20 J. E. Stiglitz, El malestar en la globalización, Taurus, Madrid, 2002. 21 E. Tassin, Dictionnaire critique de la mondialisation, Le Pré aux Clercs, París, 2002. 22 Z. Laïdi, «La mondialisation comme phénoménologie du monde», Projet n°282, 2000
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“La mundialización, interacción generalizada entre las distintas partes de la humanidad, provoca torbellinos de crecimientos de toda índole – científicos, tecnológicos, demográficos, económicos, de las ciudades – y una intensificación de los flujos. Provoca asimismo distorsiones y genera diferencias en todos los niveles, acentuadas por la generalización de las políticas neoliberales. No provoca “el fin de la geografía”, sino todo lo contrario: los lugares conservan toda su importancia, aun cuando cambian de valor y de destino utilitario. Al mismo tiempo estallan las coherencias locales. Con la “globalización”, el control de las redes se vuelve más significativo que la gestión de los territorios. Estas transformaciones provocan un desfase entre las mentalidades, las consecuencias de los avances tecnológicos y las instituciones políticas. De allí surge la apremiante necesidad de inventar una política adaptada a las realidades de la globalización”.23 En efecto, mundialización y globalización no se miden solamente por sus consecuencias económicas. “Los dos conceptos no sólo describen la difusión espacial y funcional de hechos, redes o relaciones, sino que son también fenómenos vividos y percibidos por personas o grupos, a veces positivamente y a veces de manera negativa. En consecuencia, las dos nociones se miden también en términos de opiniones, aspiraciones o temores, tanto más cuanto que los estudios realizados se difunden a nivel mundial. La conciencia va creciendo, no sólo con respecto a la magnitud de la mundialización/globalización sino también en lo relativo a los problemas y riesgos que la acompañan”.24 Hoy en día somos más sensibles por ejemplo a los riesgos derivados de la energía nuclear, de la revolución química y biológica o de la acumulación de deshechos o de contaminación.
23 O. Dollfus, La mundialización, Ediciones Bellaterra, Barcelona, 1999. 24 J. Delcourt, op.cit.
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La mundialización es un dato ineludible, fuente de crisis pero también formidable ocasión de progreso humano. Se nos impone y nos exige que encaremos inmensas transformaciones en nuestros sistemas de pensamiento y nuestras instituciones. La globalización, en cambio, al igual que cualquier doctrina económica y política, debe ser lúcidamente juzgada por sus efectos, sometida a un debate que cuestione tanto sus fundamentos conceptuales y culturales como sus prácticas. Dicho análisis no deben realizarlo solamente las instancias oficiales, que tienen un interés directo en su desarrollo, sino también los pueblos y los grupos sociales sobre los cuales recaen sus efectos concretos, tanto negativos como positivos. La fractura ideológica actual no pasa entre los “promundialización” y los “antimundialización”, sino entre los que piensan que mundialización y globalización son una sola y misma realidad, conservando el carácter irreversible de la mundialización y los mecanismos y motores de acción de la globalización y, por otra parte, quienes piensan que se trata de dos realidades que, aunque obviamente relacionadas, son profundamente diferentes. Para los primeros sólo se trata de completar la globalización económica corrigiendo sus imperfecciones, concretamente mediante una lucha selectiva contra la pobreza y contra los daños causados al medioambiente. Los segundos piensan que hay que construir una comunidad humana mundial, capaz de responsabilizarse por su destino y realizar los cambios necesarios, aun cuando se necesitara para ello cuestionar los fundamentos conceptuales de la globalización. Sin ambigüedad alguna, me inclino indudablemente por la segunda visión.
La democracia está en crisis En un contexto de mundialización y de crecimiento de las interdependencias donde la democracia y el escenario político siguen organizándose casi exclusivamente a escala nacional, la crisis de la democracia es profunda en el momento mismo en que esta última se ha vuelto, ideológicamente, la referencia universal obligada. Para ilustrar dicha crisis basta con partir del reciente cataclismo de las elecciones presidenciales francesas, del fortalecimiento del partido de extrema derecha el Front National y del riesgo que de allí se deriva de proponer soluciones inadecuadas, suponiendo por ejemplo que sólo revitalizaremos el debate político o reanimaremos el interés de los franceses por la política resucitando la clásica oposición izquierda/derecha. Quisiera proponer un comentario de simple
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sentido común al respecto. Dicen que los franceses ya no se interesan por la política porque ésta no aborda realmente sus problemas cotidianos. Pero si las grandes cuestiones del porvenir no le interesan al pueblo, ¡deberíamos considerar que la democracia sencillamente ha muerto! Ahora bien, reconozcamos que no es de asombrarse que todos estemos cansados de escuchar a responsables políticos que nos explican que todo lo que va bien resulta de su acción y que lo que va mal es culpa de la mundialización. Con la construcción europea, por ejemplo, ha desaparecido la mayor parte de los antiguos atributos de la soberanía nacional, empezando por la moneda y la gestión de la economía nacional. Hoy en día, incluso la política exterior y la defensa dependen más de procesos colectivos que de la acción aislada de cada país. En estas condiciones, el funcionamiento de la acción pública, y me refiero aquí a sus mecanismos en detalle y no a los grandes principios que a menudo se invocan, debería ser el objeto central de lo político. Ahora bien, los sucesivos discursos sobre la reforma del Estado, en Francia por ejemplo, siempre son cambiantes y superficiales a la vez. Nuestros responsables políticos miran al Estado desde arriba y no demuestran un verdadero interés por poner manos a la obra concretamente. Saben que una transformación profunda de la acción pública, con todo lo que eso implica en cuanto a evolución de los conceptos, las culturas, las instituciones y las relaciones con otros actores, es una aventura a largo plazo, incompatible con la duración de su mandato. En el plano local a menudo esta reforma está más avanzada, en parte porque obviamente es más sencillo tener un enfoque integrado de los problemas a ese nivel, pero también porque en la tradición francesa las autoridades locales electas tienen más posibilidades de ser reelegidas en sus puestos que los responsables políticos nacionales. A escala nacional, para poder llevar a cabo una profunda reforma del Estado en el largo plazo, habría que poder construir un consenso entre los partidos políticos. Esto se opone a la idea de que el escenario democrático es, necesariamente, un enfrentamiento de visiones contradictorias sobre los mismos temas. Para rehabilitar el escenario político hay que empezar por afirmar que lo político es la construcción de la comunidad y es entonces, por su esencia, la búsqueda de convergencias. Es bien conocida la paradoja que dice que cuanto más se parecen los programas políticos, más intentan los candidatos resaltar las diferencias. Los equipos políticos pueden construir su negocio y su razón de ser sobre las diferencias, pero ya no logran convencer a la sociedad de que ése sea su verdadero papel. Como resultado, esta insistencia sobre las divergencias ha impedido analizar a profundidad la compleja realidad del Estado, análisis que seguramente habría revelado otras fracturas 36
más allá del clásico esquema izquierda/derecha. Pero esta reflexión más profunda es indispensable, puesto que una auténtica reforma de la acción pública y de la gobernanza sólo puede hacerse en el largo plazo y requiere entonces la existencia de una visión fuerte y compartida. El mundo político francés ha desperdiciado al respecto tres ocasiones históricas de “cohabitación” (presidente y primer ministro de distintos partidos), entre 1986 y 1988, 19931995 y luego 19972002. En vez de convertirlos en momentos de neutralización de las fuerzas, podría haberlos interpretado como la voluntad de la sociedad de salir de las antiguas divisiones para trabajar de una vez por todas en la reforma del Estado. Al creer que los ciudadanos sólo quieren que su gobierno se ocupe de sus problemas cotidianos se acaba construyendo una ilusoria oposición entre, por un lado, lo local y el corto plazo, y, por el otro, lo global y el largo plazo. El discurso sobre los problemas cotidianos de los ciudadanos termina diciendo: “repleguémonos sobre el corto plazo y lo local”, pero los ciudadanos saben en el fondo que corto y largo plazo y que local y global son inseparables. ¿Qué significa la ciudadanía si los ciudadanos no tienen la sensación de estar involucrados en lo que determina su futuro? Ahora bien, lo que determina su futuro no es ni solamente cotidiano ni solamente local y no se reduce tampoco al campo clásico del debate político. Por tomar sólo un ejemplo, cuando todos somos conscientes de que la evolución de las ciencias y de la técnica es determinante para el futuro, ¿qué significa la democracia si no podemos en nada influir sobre dicha evolución? La derecha, por principio y por doctrina, renuncia a lo político, considerando que no tiene por qué meterse con las lógicas privadas que fundamentan el desarrollo de la producción y de la ciencia. La izquierda, por mantenerse aferrada a una antigua visión de la modernidad que supone que la actividad científica es buena por naturaleza, se ha privado de una reflexión sobre las finalidades y el manejo de la ciencia. En ambos casos, las cuestiones esenciales salen del terreno de la política y de la democracia. El mundo político seguirá en crisis mientras no logre reformular perspectivas claras de gobernanza, desde lo local hasta lo mundial. Para ello tendrá que poner en tela de juicio principios que desde hace mucho tiempo considera como evidencias. Citaré aquí sólo tres de entre ellos, que luego abordaré más detalladamente: “el momento de la decisión es el momento clave de la actividad política”; “la distribución estricta de las competencias entre los distintos niveles de gobernanza es la condición necesaria y suficiente para que los electores puedan sancionar a los políticos a través de su voto”; “las políticas sectoriales son las únicas políticas concretas”. Al definir el acto político de manera tan limitada se mantiene la confusión entre, por una parte, la 37
legalidad de las reglas y formas de designación de los gobernantes, y, por otra, su legitimidad. El hecho de que una regla haya sido votada no implica necesariamente que la población la sienta como legítima. El hecho de que alguien haya sido electo no implica necesariamente que se comporte como verdadero portavoz de la diversidad de intereses de la población. Esta manera de llevar las cuestiones de legitimidad y de pertinencia de la acción pública a cuestiones de legalidad y de elección también paralizó el debate europeo y mundial. En apariencia, los únicos intereses que es legítimo confrontar entre sí son los “intereses nacionales”, so pretexto de que el escenario político todavía está organizado a escala nacional. En realidad, dichos “intereses nacionales” a menudo ocultan lo esencial. El debate sobre la reforma de la política agrícola común europea (PAC) nos brinda un buen ejemplo de ello. Las divisiones esenciales no surgen entre “intereses nacionales” sino entre ramas profesionales, entre distintos tipos de agricultura, entre grupos sociales, entre poblaciones rurales y urbanas, etc. Es por ello que, mientras el escenario político siga siendo principalmente nacional, sólo la construcción de debates sobre bases que no sean las de las instancias electas permitirá revitalizar la democracia. El cambio de escala de los problemas y el surgimiento de una sociedad mundial también va a modificar, más profundamente aún, la naturaleza misma de la democracia. Patrick Viveret, en su libro Démocratie, passions et frontières25 (Democracia, pasiones y fronteras) ha demostrado claramente de qué manera la constitución de un espacio mundial ha modificado radicalmente la concepción de la democracia. Como la nueva frontera es planetaria, es imposible construir la comunidad frente a los bárbaros del exterior tal como se hacía en tiempos pasados. La frontera pasa por nosotros mismos. Las sociedades humanas ya no están motivadas solamente por los intereses sino también, y sobre todo, por los deseos y las pasiones. Las democracias no pueden exorcizar los males que las aquejan imputándoselos a adversarios externos. Deben aceptar el mal que albergan dentro de sí mismas y tratarlo tomando en cuenta la complejidad de la naturaleza humana.
25 P. Viveret, Éditions Charles Léopold Mayer, 1995.
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Democracia “La democracia representa una aspiración en toda la historia de la humanidad como sociedad ideal donde hombres y mujeres se hacen cargo de su propio destino, o bien alude a experiencias históricas que caracterizan al Occidente, partiendo de la antigua Grecia y las ciudades libres de la Edad Media para llegar a la revolución norteamericana de 1776 y la Revolución Francesa de 1789”.26 Tal vez nunca un concepto político haya tenido tanto éxito a través de las épocas y las civilizaciones. “Un éxito total, ya que en la actualidad casi todas las naciones dicen tener un orden democrático. Y las que no lo hacen, se justifican a menudo por el carácter excepcional y temporario de su régimen antidemocrático. Dicho régimen está inevitablemente destinado entonces a convertirse en democracia en cuanto las circunstancias lo permitan.” 27 La democracia, poder del Dêmos (pueblo), es un concepto complejo que no se ubica en la tradición filosófica como un régimen más entre los otros. “En todas las filosofías políticas clásicas la democracia ocupa un lugar más bien singular y excéntrico. Platón por ejemplo afirma que la democracia es una especie de mercado, un gran bazar que incluye a todas las demás formas de constitución – lo que confiere un carácter curioso y aporético a este pensamiento”.28 Hoy en día la democracia está minada por un repliegue a la esfera privada y un exceso de desconfianza con respecto a lo político. Muchos autores proponen alternativas para fortalecer la democracia.
26 G. M. Gazzaniga, «La démocratie comme système symbolique», cátedra de la Unesco/Uquam, 1999. 27 F. Fukuyama, El fin de la historia y el último hombre, Ed. Planeta, Barcelona, 1992. 28 F. Moses, L’invention de la politique, Champs Flammarion, 1997.
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Para Benjamin Barber, “la democracia fuerte apunta a una comunidad de ciudadanos que se autogestionan y que, a pesar de sus distintos intereses, logran tener la capacidad de establecer sus objetivos y acciones en nombre de una visión cívica de la sociedad y no en referencia a algún principio externo o altruismo. La democracia fuerte toma en cuenta el conflicto, el pluralismo y la separación de los ámbitos de acción privada y pública”.29 Para otros autores, la interdependencia entre Estados y sociedades y el debilitamiento de las lógicas “soberanistas” parecen abrir nuevas perspectivas a la democracia participativa. La multiplicación de las formas de cuestionamiento de la mundialización hace que la democracia participativa pueda pensarse hoy de otra manera. La búsqueda de compromisos y de arbitrajes razonables obliga a reflexionar sobre la “mejor” manera de tomar las decisiones “correctas”. La problemática democrática subyacente puede ser interpretada de distintas maneras. Algunos ven allí “las primicias de una democracia global”, o bien “una democracia prolífica, transnacional y representativa”; otros perciben la expresión de “comunidades de base” o de “contrapoderes”.30 Una solución podría ser que la democracia “se arraigue en prácticas multiformes consideradas como momentos y espacios de aprendizaje y de producción de una ciudadanía activa”.31 En realidad, la forma de la democracia dependerá del contexto cultural de las naciones, del momento de su evolución política y de la norma ideológica imperante. “El derrocamiento de poderes autoritarios establecidos desde hace mucho tiempo por vía electoral tiene más posibilidades de ocurrir en países cuyas tradiciones de apertura al exterior y prácticas de apropiación de los símbolos llegados desde lejos son relativamente antiguas, allí donde, nutriéndose de múltiples fuentes, las redes culturales y las influencias intelectuales son lo suficientemente flexibles como para producir formas híbridas y sincréticas y donde, a pesar de una relativa fuerza de las identidades regionales y de la permanencia de conflictos a veces agudos, las identidades religiosas y las formas autóctonas de la estratificación social siguen prevaleciendo por sobre las divisiones puramente étnicas”.32
29 B. Barber, Democracia fuerte, Editorial Almuzara, Córdoba, 2004. 30 M. Djouldem, «Démocratie participative: définition», www.wagne.net, 2002. 31 A. Bevort, Pour une démocratie participative, Presses de Sciences Po, 2002. 32 D. Momar Coumba, M. Diouf, Sénégal. Trajectoires d’un État, Codesria, Dakar, 1992.
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Las estructuras y los marcos de pensamiento de la acción pública son inapropiados La gobernanza no se reduce a instituciones y reglas. Abarca a la vez niveles de gestión, sistemas de pensamiento, culturas y cuerpos sociales. Por eso tenemos que observar en los hechos por qué esta mezcla de presuposiciones, instituciones y costumbres que llamamos gobernanza es hoy inapropiada frente a las necesidades de nuestras sociedades. Es inapropiada porque los sistemas actuales no toman en cuenta de manera natural ni los vínculos entre los distintos retos, ni los vínculos entre los actores, ni las relaciones entre los niveles, ni la profundidad de la sociedad, ni la diversidad de los procesos de cambio. En la evaluación que he realizado por encargo del Parlamento Europeo sobre la Cooperación europea con los países ACP (Asia, Caribe, Pacífico) dentro del marco de la Convención de Lomé33, he constatado que “el rendimiento de esta cooperación generosa y ambiciosa era bajo con relación a los objetivos que enunciaba. Era como si los medios implementados llegaran a duras penas a alcanzar su meta, como si la cooperación europea sólo lograra pertinencia “por transgresión”: cuando, por concurso de circunstancias, toda una cadena de actores se relacionaba para permitir que la cooperación llegara a su objetivo, más a pesar de los procedimientos que gracias a ellos”. Esta “pertinencia por transgresión” aparece en muchas situaciones. La he observado a menudo en Francia cuando trabajaba como ingeniero territorial en el Ministerio de Infraestructura: como el presupuesto venía cortado en rodajas, había que tomarse algunas libertades con la contabilidad pública para poder hacer algo coherente. Es como si la filosofía general de la acción pública, su línea de mayor pendiente, la orientara siempre en la dirección equivocada: una manera de pensar al Estado por encima de la sociedad, en nombre de un interés general que la trascendiera, una conciencia de superioridad incapaz de generar cooperación y una verticalidad de la acción poco favorable a la consideración de los vínculos posibles. Analizando las reacciones de las distintas administraciones de la Unión Europea frente a las iniciativas locales de desarrollo y de empleo (ILDE) lanzadas por la Comisión, Marjorie Jouen, una de las coordinadoras del programa, plantea en su libro Diversité européenne, mode d’emploi34 (Diversidad europea: manual de instrucciones) un panorama muy elocuente de las
reacciones de la administración frente a una iniciativa que difícilmente puede entrar dentro de sus marcos de pensamiento. Citaré en distintas ocasiones ese informe, puesto que sus observaciones 33 Mettre la coopération européenne au service des auteurs et des processus de développement, coordinación P. Calame, Éditions Charles Léopold Mayer, 1999. 34 M. Jouen, Diversité européenne mode d’emploi, Descartes & Cie, 2000.
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coinciden muchísimo con lo que he podido observar en Francia y en distintas partes del mundo. Con relación al partenariado*, señala por ejemplo que “el proyecto (de quien quiere trabajar con la administración estatal) debe adaptarse a la burocracia y no a la inversa”. El modo de construcción de los territorios administrativos, de las reglas y de la evaluación de la acción generalmente refuerza los efectos de organigrama y sólo promueve enfoques sectoriales. Esto explica por qué el fascinante discurso en favor de la cooperación entre gobiernos en torno a un problema común por lo general se queda sin resultados, pues choca con exigencias internas sectoriales que influyen de otra manera. Cada ámbito de acción ubicado en la interfase de varias administraciones, en lugar de ser considerado como una fuente de enriquecimiento mutuo y de cooperación, comienza siendo un nuevo campo de conflicto y de competencia. Es por eso que las políticas sectoriales definidas desde arriba y según reglas uniformes constituyen la tendencia natural de la administración pública. Los ejemplos son incontables y particularmente visibles en el ámbito rural. Luego de las independencias, los nuevos Estados especialmente en África se dedicaron masivamente al desarrollo rural. Las burocracias que se instalaron en reemplazo de la administración colonial operaron generalmente, en nombre de la modernización, imponiendo filiales de producción.35 En Siria se observa lo mismo: luego de la reforma agraria, el apoyo a los campesinos se percibió principalmente como la mejor manera de llevar a cabo un plan de producción. Es por eso que las estructuras, implementadas autoritariamente por los Estados para organizar al campesinado, como por ejemplo las cooperativas, terminaron disminuyendo la credibilidad, por un largo tiempo, de la idea misma de organización colectiva de los campesinos, que era asimilada a un reclutamiento. La política estatal, al alejar de la relación con lo territorial, contribuye casi siempre a la “verticalización” de la sociedad. Las mismas observaciones aparecen con respecto a la acción estatal en Brasil 36, por ejemplo en lo relativo al Plan Alcohol. Lanzado en 1975, dicho plan era excelente en sus principios: se trataba de valorizar una materia agrícola básica abundante, la caña de azúcar, para reemplazar el petróleo importado. Lamentablemente en la práctica esta política no supo contribuir a la revitalización del * N.d.T. La palabra “partenariat” (en inglés partnership) no tiene una traducción unívoca al español. Engloba las nociones de asociación, cooperación o alianza pero, en ciertos contextos, el término “asociación” tiene connotaciones jurídicas que no siempre están presentes en partenariat, mientras que términos como “colaboración” o “cooperación” pueden resultar mucho más ambiguos en español que el partenariat francés, que a menudo incorpora la idea de “compromiso formal” entre partes. Es por ello que, en búsqueda de una mayor precisión, utilizaremos cuando sea necesario el neologismo partenariado. 35 DPH 187, Développement rural et biais bureaucratique dans les pays pauvres, ficha realizada por el Irfed. DPH es una red internacional de intercambio de experiencias creada por la Fundación Charles Léopold Mayer y la red RITIMO. Se puede consultar su banco de experiencias en el sitio web www.dph.info 36 DPH 130, Les impacts sociaux et écologiques du plan alcool brésilien, ficha realizada por el Irfed.
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ámbito rural, sino que benefició principalmente a los grandes terratenientes y exacerbó las rivalidades por la tierra con la producción alimentaria. La política norteamericana de lucha contra la droga encuentra la misma dificultad para salir del simplismo37. El Estado sólo parece capaz de concebir y llevar a la práctica políticas simples, unidimensionales y con la menor cantidad de interlocutores posible. Hace algunos años yo había notado, observando a organizaciones de toda índole, la importancia de los “efectosespejo”38. Las instituciones generan siempre tipos de acción y tipos de interlocutores a su propia imagen y semejanza. El problema central de la cooperación europea, por ejemplo, es transformar grandes reservorios de dinero en una multiplicidad de pequeñas acciones. El paso de los grandes reservorios a las pequeñas cajas siempre es muy problemático y requiere de dispositivos intermediarios, a menudo regidos por una normalización y una estandardización excesivas y no relacionadas con la pertinencia de la acción. Ahora bien, la relación de fuerza casi siempre se inclina en favor de la administración y la disimetría es impactante en el campo de la cooperación internacional. A los interlocutores de la administración sólo les queda recurrir a la astucia y disimular sus propias necesidades y deseos detrás de una falsa necesidad, cuyo mérito es satisfacer los criterios impuestos por la administración. Y cuanto más centralizada está la administración, más desproporcionada se vuelve esta lógica. Es por eso que, en la relación con los otros actores de la sociedad, el Estado entra a menudo en un círculo vicioso de desconfianza. Como el código genera el recurso de la astucia, la práctica del disimulo se vuelve la única operatoria y distorsiona las relaciones futuras entre las partes cooperantes. Otro hecho que ilustra esta verticalidad de los enfoques y esta dificultad para entablar colaboraciones con otros actores es la lucha contra la exclusión. En muchas partes del mundo he observado que, en esa lucha, la unidad y la diversidad se invierten. La acción pública se desdobla entonces en una serie de dispositivos yuxtapuestos. En el caso de Francia, los observadores habían encontrado más de 50 casos de yuxtaposición. Cada dispositivo se ocupa de un aspecto del problema. Se derivan de allí dos consecuencias. En primer lugar se definen los beneficiarios de la acción pública en función de sus carencias, en vez de definirlos por sus capacidades, lo cual los encierra dentro de su exclusión. En segundo lugar, la práctica administrativa lleva inevitablemente a constituir 37 DPH 1656, Les relations PérouÉtatsUnis: Droits de l’Homme, sécurité et narcotrafic, ficha realizada por A. Labrousse, DPH 1657, Camouflage à toute épreuve, ficha realizada por A. Labrousse. 38 P. Calame, Misión posible, Pensar y actuar para el mañana, Ed. Trilce, Montevideo, 1994, Cap 6: “¿podemos gobernar las máquinas institucionales?”
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categorías seudohomogéneas de beneficiarios de la ayuda. Estas categorías ocultan una gran diversidad de situaciones. Los trabajos realizados por la Unión Europea sobre la exclusión social concluyen invariablemente que ésta es “multidimensional” y que las dificultades familiares, profesionales, de salud, etc., se realimentan entre sí. Mirada más de cerca, esta definición multidimensional sólo se refiere a categorías administrativas. Como cada administración se ocupa solamente de una dimensión de la exclusión, de la que tiene a su cargo, una persona excluida se transforma en un ser “multidimensional”, en el sentido en que es potencialmente multibeneficiario de dispositivos administrativos. Así, todos los actores de terreno que intentan montar no ya una política “multidimensional” sino simplemente una política coherente que se ocupe de los excluidos en su profunda unidad como personas, cada uno con su historia particular, tiene que hacer unos montajes de colaboración entre partes extremadamente laboriosos, precarios y que requieren mucho tiempo: los dispositivos públicos ponen diversidad donde hay unidad y unidad donde hay diversidad. Si a medida que van apareciendo nuevos desafíos se los quiere tratar mediante dispositivos y normas específicos a cada uno de ellos, se termina generando, en el mejor de los casos, políticas superpuestas y, en el peor, universos kafkianos. Marjorie Jouen, en su análisis comparado de las reacciones europeas frente a las iniciativas locales de desarrollo y empleo, habla con propiedad del “modelo fordista del Estado” (y el adjetivo “taylorista” sería más apropiado aún). Asimismo, la autora propone un cuadro comparativo muy elocuente con las actitudes y prácticas ligadas al enfoque tradicional del empleo y las que son necesarias para un nuevo enfoque que apunte a estimular la iniciativa local39. Evoquemos aquí algunas palabras clave. Por el lado del enfoque tradicional: política dirigida a clientelas; actitud de concesión por parte de la autoridad pública; dispositivos complejos, cada uno centrado en una etapa de la vida del proyecto y sin tomar en cuenta los pasos de una etapa a otra; estricta separación de la esfera doméstica y la profesional; estrategia de desarrollo basada en el efecto de imitación; segmentación entre las políticas globales y las iniciativas autónomas locales; nor malización; especialización; saber hacer técnico. Por el lado del nuevo enfoque encontramos las siguientes palabras clave: organización de partenariados intersectoriales; red; política enfocada a los creadores; compromisos comunes (públicos y privados) a largo plazo y corresponsabilidad; marco reglamentario estable y transparente; continuidad entre las esferas domésticas y profesionales, estimulación de la cooperación; interacción entre las políticas globales y las 39 Diversité européenne, mode d’emploi, op. cit., pág.153.
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iniciativas en los distintos niveles territoriales; experimentación; saber hacer relacional. Hablar de Estado taylorista tiene la ventaja de llamar la atención sobre el paralelo entre la economía de producción de bienes y la lógica pública tradicional. Tanto una como la otra se organizan según lógicas verticales. Tanto una como la otra tienen mucha dificultad para salir de su enfoque fragmentario. Cuando la norma uniforme se convierte en regla, la situación se hace insoportable a medida que se intenta, con los mismos medios, resolver nuevos desafíos. Así, hace algunos años pudimos ver protestas en sociedades tan cívicas como las de Europa del Norte cuando empezaron a multiplicarse nuevas reglas en respuesta a una preocupación ecológica que, sin embargo, toda la población comparte ampliamente. El mecanismo se vuelve aún más temible en cuanto la norma se presenta no como un intento de respuesta a circunstancias particulares, a un desafío concreto por resolver sino que, en nombre de la razón superior y de la universalidad del Estado, asume una forma intemporal. En el libro Con el Estado en el corazón40 contamos, André Talmant y yo, múltiples anécdotas que demuestran hasta qué punto una regla se vuelve absurda cuando, habiendo olvidado su origen, se la trata como a una especie de verdad trascendente. La acción pública sigue entonces los pasos, de manera algo paradójica, de la ciencia y de la economía, que pasaron progresiva y equivocadamente de su condición de medios operacionales para responder a finalidades humanas a un estatus de finalidades en sí mismas. La gobernanza es un arte de la ejecución y sólo se comprende a partir de la vida cotidiana. Este arte de lo circunstancial, de la búsqueda de pertinencia de la acción aquí y ahora, de la construcción de principios deducidos del uso, se opone a la tan frecuente propensión de un Estado que, desde el Siglo de las Luces, se asimila a menudo a la Razón, o a la Verdad y pretende deducir de allí reglas universales. “En la práctica, los expertos y los responsables políticos deben abandonar la búsqueda de las condiciones perfectas universales que llevarán al mejor resultado (la racionalidad sustantiva) para concentrar su atención en las “buenas prácticas” (la racionalidad procedimental). Una idea se expande: podemos aprender de los otros y, si queremos lograr con éxito una transferencia de experiencias, el proceso importa más que el resultado” 41. Y aunque la mayoría de los funcionarios públicos están dispuestos a admitir intelectualmente esta idea, la dificultad que tiene la acción pública para interesarse por procesos sin intentar normalizarlos y transformarlos en procedimientos es francamente asombrosa. 40 Op. cit. 41 Diversité européenne, mode d’emploi, op.cit., pág.120.
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¿Esta descripción de la práctica tradicional de la acción pública se limita sólo a los Estados centralizados? No. La experiencia del diálogo con los gobiernos locales me ha demostrado que, salvando las proporciones, en las ciudades incluso en las medianas encontramos lógicas de sectorización de los servicios y dificultades para acciones de cooperación de la misma índole. Cuanto más uno se acerca al territorio, más saltan a la vista los vínculos entre los problemas y más difícil se hace encerrarse en una actitud meramente burocrática. ¿La descentralización podría ser entonces el remedio milagroso contra el Estado taylorista? ¿Sabemos cooperar mejor con los demás niveles de gobernanza cuando partimos de las realidades del terreno? Nada lo garantiza. En primer lugar porque las relaciones de cooperación entre niveles son indefinidamente pospuestas en nombre de la distribución de competencias. Luego porque los modelos feudales de poder siguen siendo dominantes en los ámbitos políticos y administrativos. En su análisis comparativo de las reacciones europeas, Marjorie Jouen distingue dos grandes categorías de Estados miembros: – “aquéllos cuya descentralización parece haber alcanzado una madurez y donde surge progresivamente un consenso en favor de una mejor coordinación y una mayor complementariedad de las políticas públicas en todos los niveles geográficos; – aquéllos donde la descentralización ha quedado a medio camino y, en lugar de haber mejorado
las cosas, la descentralización parcial las ha complicado dramáticamente”. Decíamos anteriormente que los marcos mentales e institucionales de la acción pública no tomaban en cuenta de manera natural ni los vínculos entre los desafíos, ni los vínculos entre los actores, ni los vínculos entre los niveles. Hasta ahora nos hemos referido sobre todo a la relación entre los actores externos y la esfera pública. Pero la descripción queda incompleta si no mencionamos la relación compleja que existe dentro de la esfera pública entre lo político y lo administrativo. La competencia de poder entre dos legitimidades (la legitimidad “legal” de quienes ejercen la autoridad y la legitimidad “por competencia” de quienes dedican su tiempo de trabajo y a menudo su pasión a la institución) se encuentra en todos los tipos de instituciones. Sin embargo, es especialmente aguda en el ámbito de la acción pública. El responsable político, legítimo por su elección, se supone que encarna por sí solo la totalidad del sentido de la acción pública. Los funcionarios en cambio tienen a su favor la permanencia. Muchos se sienten profesionales frente a los amateurs potencialmente peligrosos que pueden ser los políticos. Las complejas relaciones de cooperación que se establecen entre ellos también suelen dejarse indefinidamente de lado, de modo que los intentos de reforma del Estado en Francia empiezan todos denunciando la interpenetración de lo político y lo administrativo para terminar concluyendo que 46
hay que dar nuevamente todo su sentido a lo político frente a un poder administrativo invasivo. Con declaraciones de esta índole difícilmente pueda describirse una relación tan decisiva y compleja. Hay un terreno en el que la acción pública debería ser incuestionable: el de la preservación de los bienes públicos. Sin embargo, pasada la época de los años sesenta, en la que la apropiación pública de los recursos naturales parecía evidente y lógica, se elevaron muchas voces denunciando el uso que de ellos se hacía. Por citar sólo un ejemplo, el ecologista hindú Anil Agarwal, en su libro Pour que reverdissent les villages (Para que los pueblos reverdezcan) aboga elocuentemente por una
gestión de los recursos naturales dirigida por los habitantes de los pueblos. El autor exclama: “¡una burocracia corrupta y arrogante nunca va a tratar a los pobres con consideración!”. No hay una gestión de los recursos naturales así se trate de suelos o de agua que no requiera un enfoque paciente y atento a la complejidad técnica y social que esta gestión implica. Sin esa atención, el beneficio de una apropiación pública es contrarrestado por los efectos de renta y el simplismo que de ello se deriva. Michel Merlet, del IRAM42, coordinador dentro del marco de la Alianza por un mundo responsable, plural y solidario del “Cuaderno de Propuestas” sobre políticas territoriales y reformas agrarias, lo resume muy bien: “es fundamental que la sociedad conserve un derecho de supervisión sobre la tierra, que es un bien común, pero la diversidad y la multiplicidad de historias y condiciones particulares impide pensar en un estatuto estándar”. Merlet demuestra de qué manera algunas políticas públicas, aunque bien intencionadas, se mostraron a menudo incapaces de tomar en cuenta la diversidad, tanto de los ecosistemas como de las sociedades.
Las perspectivas y las estrategias de reforma, paralizadas durante mucho tiempo por la guerra fría, suelen ser ineficaces porque no están bien pensadas ni implementadas En mayo de 2001 presenté en Montevideo la edición en español de Con el Estado en el corazón43 y hubo luego un debate organizado con universitarios uruguayos. Ellos decían que lo
novedoso del libro era, para ellos, descubrir una crítica del Estado pero hecha desde adentro, desde la gente que justamente tenía “al Estado en el corazón”. Esta observación es muy reveladora de los bloqueos ideológicos que durante mucho tiempo retrasaron una revolución de la gobernanza cuya necesidad era sin embargo bien evidente. En efecto, a lo largo de todo el siglo XX las oposiciones ideológicas más importantes se 42 Instituto francés de Investigaciones y Aplicaciones de Metodologías para el Desarrollo (sitio web: http://www.iramfr.org/ ) 43 Op. cit.
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construyeron en torno a la relación público/privado. Los “progresistas” debían supuestamente apoyar al sector público, mientras que los “conservadores” o los “liberales” se suponía que estaban del lado de la limitación del papel del Estado y de la apropiación privada de los medios de producción. La guerra fría, como si se tratara de una guerra de trincheras, fijó las posiciones. Esto no impidió a los partidos socialdemócratas europeos integrar progresivamente al mercado en su sistema de pensamiento. Mientras tanto, la gobernanza, reducida por lo general a la cuestión del papel y el funcionamiento del Estado, no fue realmente objeto de una reflexión crítica radical por parte de la izquierda, a tal punto que en Francia, por ejemplo, la izquierda sólo se mostró favorable a la descentralización en los años setenta. Hasta ese entonces, la descentralización era considerada como una doctrina “de derecha”. En consecuencia, el discurso sobre la reforma del Estado se vio asociado a la revolución neoliberal. Ahora bien, desde la óptica de esa revolución, no se trataba de reforma del Estado sino de desmantelamiento del mismo. En América Latina, por ejemplo, las críticas acertadas que el “consenso de Washington” pueda tener con respecto a la acción pública, tales como el exceso de intervención estatal, la dificultad para reformarse e imponer disciplinas, la escasez de promesas realistas, la repulsión a asumir nuevos desafíos, etc., se traducen en el plano de las soluciones por la implementación de recetas universales tales como la privatización de la tierra, la reorientación de la producción hacia el mercado, el desmantelamiento de los sistemas de protección social y el abandono de las políticas industriales y agrícolas. Por otra parte, un análisis más fino muestra que estas críticas dirigidas al Estado se refieren en realidad al ejercicio del poder político: si las élites son incapaces de comportarse de manera virtuosa y razonable, ¡hay que retirarles sus medios de acción! Este enfoque de bloque contra bloque, que a veces aparece también en los debates, cuando una idea se vuelve buena o mala no en función de su valor intrínseco sino en función de quiénes la defienden, favoreció todo tipo de simplificaciones y no permitió analizar seriamente la complejidad de las realidades y de las situaciones, ni las lógicas internas de la acción pública. La agresión externa siempre es muy cómoda para evitar interesarse por las reformas internas. Los países árabes lo demuestran: la agresión que padece el pueblo palestino y la solidaridad verbal de los regímenes árabes para con él, le han permitido durante mucho tiempo diferir cualquier tipo de debate interno sobre la democracia y sobre el Estado. Este tipo de argumento siempre juega a favor de las actitudes defensivas de los regímenes populistas, donde una élite rentista se eterniza en el poder, compartiendo la renta con una parte de la población. Durante muchos años, el aspecto 48
“desarrollista” ocultó los fracasos de la acción pública, particularmente en África. Del otro lado, la caída del bloque comunista no se vivió, en primera instancia, como una oportunidad para reflexionar sobre mestizajes ideológicos e institucionales, aprovechando que la paz estaba desde ese entonces garantizada. Los vencedores ideológicos y económicos, partiendo de la idea de que el sistema de enfrente no era reformable, precipitaron la transición en muchos países de Europa Central y del Este. Pero como un sistema siempre se reconstruye con partes preexistentes, cuando se le imponen medidas drásticas toda la élite, la clase dirigente del pasado retoma las riendas transformándose si es necesario en una verdadera mafia. El ejemplo de Rusia ilustra este fenómeno. En la mayor parte de las reformas de ese tipo se actúa como si se desconociera que la oposición entre público y privado oculta relaciones de poder capaces de reinsertarse tanto en lo público como en lo privado. Hubo que esperar a finales de los años ochenta y a que las instituciones internacionales focalizaran su atención en el desarrollo asiático para tomar conciencia de las complejas relaciones existentes entre Estado, paz, democracia y desarrollo. Para las ideologías totalizantes y hasta totalitarias como el comunismo o el liberalismo, los hechos siempre son molestosos. Lo propio de un congelamiento ideológico consiste en sostener que, frente a hechos contrarios a lo preconcebido, lo preconcebido tiene razón. Pierre Judet, cuyas reflexiones sobre Asia me han inspirado mucho, tuvo la singularidad de detenerse a observar los hechos, en un mundo en donde los grandes ideólogos suelen ubicarse un poco por encima de todo. Él observa, por ejemplo, que no hay ninguna correlación evidente entre democracia y crecimiento. Si bien es cierto que algunos regímenes dictatoriales son verdaderas historias de saqueo, hay regímenes no democráticos que se atribuyen historias exitosas. En sentido inverso, cubrir a los regímenes autoritarios asiáticos con el manto púdico e hipócrita de la excepción cultural abarca tanto el autoritarismo sin desarrollo de un Marcos en Filipinas como el real desarrollo autoritario de Corea del Sur. En muchos países en desarrollo, la desconexión de las élites con respecto al pueblo es un dato sociológico fundamental pero independiente del carácter y del lugar del Estado. Asimismo, en las sociedades jerarquizadas y de tradición de servidumbre voluntaria como en África, la instauración formal del Estado de derecho no garantiza un acceso real al derecho y “el enfoque vertical de acceso al poder, pasando por el padrinazgo de una persona influyente, siempre se percibe como un medio más seguro que el recurso al derecho formal”44. Para salir del congelamiento ideológico ha llegado la hora de los artesanos, de la gente que no 44 DPH 1815, Rapports de pouvoir et gestion du foncier dans une institution de décentralisation au Sénégal, ficha realizada por M. Bey.
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pretende imponer instantáneamente reglas universales sino que observa incansablemente los hechos, las experiencias, las innovaciones y el espesor social de los funcionamientos y de los procesos de cambio. La dificultad de reformar la acción pública fue históricamente la mejor aliada de la revolución neoliberal. Tal como lo señala una vez más Marjorie Jouen con respecto a Europa: “la experiencia, incluyendo al Reino Unido, muestra que la decisión de suprimir un servicio público o de privatizarlo pocas veces obedece exclusivamente a un proceder ideológico, sino que resulta por lo general de la constatación de un mal funcionamiento y de una ausencia de rentabilidad ligada a un desinterés de los usuarios. En nuestras economías mixtas europeas, un servicio público que toda la población utiliza no corre el riesgo de desaparecer. Es sobre todo la imposibilidad de transformar los servicios organizados según un modelo uniforme y taylorista lo que dicta su sentencia de muerte”. No hay nada más peligroso para una transformación que una sucesión de reformas abortadas porque no hubo tiempo ni medios para llevarlas a cabo. El caso de Francia es elocuente al respecto. Cada reforma frustrada actúa, frente al servicio público, como un refuerzo de la vacuna contra el cambio. ¿Por qué tantas reformas frustradas? ¿Por qué tantas dificultades para llevar a cabo una “buena reforma”? Yo veo personalmente seis fuentes de bloqueo. La primera se refiere al comportamiento político propiamente dicho. El mundo político, con demasiada frecuencia, carga sobre la administración la responsabilidad de su propia impotencia. Sin tener ni la visión, ni el coraje, ni el tiempo necesarios para emprender reformas de fondo, prefiere culpar a la administración de un fracaso programado de antemano. Incontables órdenes contradictorias, discurso desmentido por las prácticas, multiplicación de las leyes y reformas de organigrama presentadas como transformaciones de fondo: muy a menudo el personal político se comporta como un bombero pirómano, haciendo imposible en los hechos lo que constantemente desea y evoca en sus discursos. La segunda fuente de bloqueo es la poca capacidad para movilizar a los funcionarios mismos en pro de la reforma, pidiéndoles que reflexionen y tomando en cuenta su propia experiencia. No me refiero a los altos funcionarios sino a la administración en sus capas más profundas, a los verdaderos soldados, a aquéllos que, al menos en países como Francia, ponen una pasión a menudo subestimada para hacer funcionar convenientemente el servicio público, aun cuando lo hacen, tal como hemos explicado anteriormente, dentro del marco de estructuras y sistemas de acción a menudo obsoletos. Cualquier responsable de una gran organización sabe que no hay estrategia de 50
cambio posible si considera que los miembros de la organización son incapaces de pensar y desear el cambio. Esta incapacidad para movilizar a los funcionarios y apelar a su deseo de construcción de sentido no sólo resulta de una torpeza o de un desprecio, sino que tiene raíces conceptuales. Se basa en la distinción radical, tan antigua como la república, entre lo político y lo administrativo. Si tradicionalmente el político se define como quien detenta el sentido, le cuesta compartir entonces de manera auténtica la reflexión y la responsabilidad sobre él. El tercer factor de bloqueo es la ilusión de la modernidad instrumental. Poniendo computadoras sobre los escritorios, creando un periódico interno, manteniendo un discurso sobre la comunicación o inscribiendo a los empleados con cargos directivos en cursos de management no se alcanza necesariamente la pertinencia de la gobernanza. Una entidad pública puede eventualmente sentirse más orgullosa cuando deja de verse rezagada frente al sector privado, pero las herramientas técnicas no bastan para dar un nuevo sentido colectivo a la acción. El cuarto bloqueo es la ausencia de tiempo ya mencionada. Nadie quiere admitir, como el rey Enrique IV que proclamaba que París bien vale una misa, que una verdadera reforma del Estado bien vale renunciar en ciertos puntos a las luchas partidarias para definir una estrategia que pueda sobrevivir a las alternancias del poder. La necesidad de un largo plazo va más allá de la reforma de la acción pública y condiciona el futuro mismo de la democracia. Estamos inmersos en transformaciones a largo plazo. Si se demostrara que la democracia es incapaz de proyectarse a largo plazo, se prepararía a la opinión pública para futuros regímenes autoritarios donde la decisión quedaría en manos de los expertos. Un quinto bloqueo que descubrí con el correr de los años es la baja inversión intelectual en management público comparada con la que se dedica al management privado. El mundo político generalmente hace hincapié en los objetivos, pero no se interesa mucho por los medios humanos y organizacionales de implementación, suponiendo que la administración se adaptará por sí sola. En sentido contrario, las empresas aprueban desde hace un siglo inversiones intelectuales y materiales considerables para desarrollar técnicas de organización y de management. En los dos universos, la política y la empresa, se procede a una simplificación a ultranza de la realidad. Por el lado del sector público porque se subestima la complejidad del funcionamiento de las grandes organizaciones que constituyen nuestro Estado moderno. Por el lado del sector privado, porque se procede como si el objetivo de la empresa, generar ganancias, fuera simple y evidente, y el único interrogante fuera el de saber cómo lograrlo. Para la acción pública, esta falta de inversión tiene graves consecuencias. Cuando por fin se reconoce el peso de las lógicas institucionales o la 51
importancia y complejidad de la conducta de las grandes organizaciones, nos inclinamos servilmente frente a los conceptos y métodos que existen en el mercado, es decir las técnicas de management privado, ya sea para transponerlas sin prestar demasiada atención a la especificidad de los servicios públicos, o más sencillo aún para transferir el servicio público a lo privado. Pero esta falta de inversión específica en el management público, imprescindible para consideraciones institucionales o de derecho administrativo, no podrá durar por mucho tiempo. Por último, la sexta y última fuente de bloqueo es seguramente la más importante de todas: la mayoría de las reformas se llevan a cabo sin entablar una reflexión fundamental sobre la gobernanza. El mejor ejemplo lo brindan las descentralizaciones realizadas en Francia desde 1981: cuando habría que haber fundado la reforma sobre la base de una articulación entre las escalas de gobernanza se hizo lo contrario, pretendiendo conceder a cada uno de los niveles políticos o administrativos un “bloque de competencias” ejercido de manera exclusiva. El resultado, a fines del siglo XX, fue una reforma basada en un sistema de pensamiento y una organización política del territorio que tiene dos siglos de antigüedad. Sin voluntad de compartir, sin perseverancia, sin visión y sin método, ¿cómo podemos esperar que unas reformas tan largas y difíciles salgan bien?
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2. Premisas y primicias de una revolución de la gobernanza
¿Qué es una revolución del pensamiento? Ni siquiera en matemática o en filosofía, que son las disciplinas aparentemente más cercanas a la especulación pura, una reforma del pensamiento aparece así de repente, completa y armadita como nace Minerva de la cabeza de Júpiter. Con más razón aún al tratarse de la gobernanza, ámbito arraigado por excelencia en las sociedades humanas, una revolución sólo puede ser fruto de una lenta maduración. Lo cual no significa que no haya rupturas previas. Tal como ocurre con el agua que se acumula por ejemplo detrás de algún obstáculo hasta que el mismo cede, muchos factores de cambio se acumulan antes de que se produzca un cambio de pensamiento que permita reorganizar los distintos elementos y actores entre sí de una manera nueva. A través de un verdadero mecanismo de inversión, lo que ocupaba antes el centro del sistema es proyectado entonces hacia la periferia y lo que era periférico se vuelve central. Si mi hipótesis es acertada, estamos actualmente atravesando esa fase histórica de inversión. ¿Cómo organizarla? Mi propuesta apunta a dos componentes que he denominado las premisas y las primicias de la revolución del pensamiento. Las premisas son las actitudes mentales, las operaciones mentales podríamos decir, indispensables para “cambiar de lentes”. Las primicias son todo aquello que revela y anticipa un nuevo sistema conceptual, con nuevos actores o nuevas prácticas, así se trate de pequeños hechos o de grandes acontecimientos, desconocidos o muy difundidos.
Las premisas para un cambio de pensamiento Retomemos desde la pregunta de Heidegger: ¿cómo hacer para ver nuestras propias gafas, si precisamente a través de ellas miramos el mundo? Cuatro operaciones mentales pueden guiarnos para lograrlo: (1) volver a las fuentes históricas de las situaciones actuales para desenmascarar las falsas evidencias; (2) deconstruir las oposiciones que estructuran nuestro campo mental; (3) ejercitarnos en la transposición de análisis y representaciones de un modelo a otro; (4) estar atentos a los cambios, a los desfases que se van produciendo entre los conceptos e instituciones y las realidades que abarcan, y estar atentos también a los ajustes que se van haciendo.
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Volver a las fuentes y detectar las falsas evidencias Hemos dicho que los principios y las reglas se presentan como verdades absolutas mientras no busquemos su origen y el contexto que los generó. La historia tiene múltiples bifurcaciones, momentos en los que el destino duda, en los que las cosas revierten su curso, aparecen nuevos actores y se imponen nuevas reglas. Conociendo el devenir histórico, sabemos que esos desvíos se olvidan y luego sólo se retienen encadenamientos aparentes de causas y efectos que se consideran como evidencias por la sencilla razón de que las cosas sucedieron como sucedieron. Tomemos el caso de la gobernanza mundial, basada actualmente en relaciones interestatales. Se trata de un modelo que resulta de una concepción occidental expresada en el siglo XIX y que constituye lo que Kimon Valaskakis califica como “orden westfaliano”. El mismo incluye las cuatro características siguientes: – la soberanía de los Estados es absoluta y sólo tienen que rendir cuentas frente a su propia población; – un Estado coincide con un territorio, es decir que existe identidad entre una comunidad vivenciada y un territorio delimitado por fronteras; – la idea de gobernanza se reduce a la idea de gobierno y de servicios públicos; – los únicos fundamentos del derecho internacional son los tratados entre los Estados. Estos últimos resuelven sus diferendos de manera pacífica o bien mediante un conflicto que obedece a las “reglas de la guerra”. Así, la acción internacional se define como una capa superpuesta a los órdenes políticos nacionales y es, de alguna manera, de orden inferior. Si tomamos conciencia de que no se trata de una verdad absoluta sino de una construcción política inscrita en el tiempo y en el espacio podemos permitirnos confrontar cada una de estas características con la realidad actual de la sociedad. ¿Los Estados sólo tienen que rendir cuentas frente a su población? ¿Las empresas sólo tienen que rendir cuentas frente a sus accionistas? Desde el momento en que la noción de rendir cuentas se asocia al impacto de la acción, dado que ese impacto tiene hoy otra envergadura, la rendición de cuentas debe hacerse a otra escala. Obviamente, desde este simple punto de vista, esa regla debería 54
valer ampliamente y con mayor vigor para los Estados más poderosos, empezando por los Estados Unidos y los países de Europa. Ahora bien, paradójicamente y recordando la fábula de La Fontaine “Los animales y la peste”, ¡a los países más débiles es a quienes se exige que rindan cuentas ante toda la comunidad mundial! ¿La comunidad coincide con el territorio? Este principio también refleja cada vez menos las características reales de nuestras sociedades, tanto en el plano cultural como en el económico. Por supuesto que las identidades nacionales siguen siendo muy fuertes, porque tienen potentes mecanismos de apoyo a nivel de la educación, del idioma, de las instituciones, de los medios de comunicación y del fisco. Pero los sentimientos de pertenencia ahora son múltiples, algunos abarcan espacios locales, otros espacios plurinacionales y otros no responden a criterios geográficos. ¿La gobernanza se reduce al gobierno y los servicios públicos? Todo este libro demuestra lo contrario. ¿Las relaciones interestatales son el único marco legítimo de la vida internacional? Las interdependencias entre las sociedades y para con la biosfera se han multiplicado de tal manera que su gestión se ha vuelto una cuestión política central. Es difícil ahora atenerse a simples relaciones interestatales que den por sentado que los “intereses nacionales” pueden definirse en sí mismos y para sí mismos y que el orden internacional resulta simplemente de su confrontación. En un nivel de detalle, el funcionamiento oficial de las relaciones internacionales de los países a través de embajadores corresponde a la época de las diligencias y no a la era de internet. A cada nuevo sistema técnico corresponde necesariamente un nuevo modo de relación y de delegación de esas relaciones. Así pues, por donde se lo mire, el carácter absoluto de la soberanía de los Estados sólo aparece como una construcción histórica y, como tal, debe ser evaluado con serenidad y objetividad. ¡Cómo se olvida rápido la historia! Si sólo nos referimos a la historia reciente, la mayoría de la gente está convencida de que Europa se construyó para y mediante la unificación de los mercados. En realidad, un rápido repaso histórico muestra que el fracaso de la Comunidad Europea de Defensa (CED), en 1953, es lo que condujo a los padres propulsores de la Unión a volcarse de alguna manera hacia la unificación económica. Al reubicar la construcción europea dentro de su larga historia se llega a una visión muy distinta de su porvenir. Por su parte, nuestros sistemas de producción industrial se desarrollaron en un contexto de conquista de nuevos recursos de materias primas y de energía, en una fase primitiva, minera, de gestión de los recursos naturales. En muchos aspectos, las condiciones de la futura gestión de 55
nuestras sociedades serán mucho más cercanas a las que imperaban antes de la revolución industrial que a las que prevalecieron durante la misma. La única diferencia, pero es enorme, es el cambio de escala: lo que en los siglos XV o XVI sólo se pensaba a nivel local ahora debe pensarse a nivel del planeta. La revolución industrial tuvo lugar en Occidente sobre la base de un cambio cultural fundamental que se operó en el siglo XVII en referencia a nuestra relación con la naturaleza. Esta última pasó a ser considerada como una máquina, que la humanidad podía manejar y orientar a su antojo. Un análisis histórico e intercultural más detallado demuestra que en todas las sociedades siempre convivieron dos representaciones complementarias: una, según la cual el hombre forma parte del mundo viviente y por ende debe, por sobre todas las cosas, preservar su armonía; la otra, según la cual el mundo viviente debe sencillamente ser explotado para satisfacer las necesidades humanas. Una u otra de estas representaciones prevaleció según las épocas. Tomar conciencia de ello nos lleva a interrogarnos sobre el equilibrio entre ambas para este siglo que comienza. A veces el retorno a las fuentes puede ser específico para un ámbito en particular. Así por ejemplo, la historia del modelo agrícola francés y el abandono bastante brusco de muchos conocimientos surgidos de la gestión de los espacios rurales obedece simplemente a las condiciones de reconversión de la industria armamentista luego de la Primera Guerra Mundial. La necesidad de reciclar las fábricas de explosivos dio lugar a la fabricación de fertilizantes químicos y provocó una generalización de su uso. Tomar conciencia de ello no significa que hay que volver al siglo XIX, sino que hay que evitar considerar como un progreso en sí, o como una verdad absoluta, la utilización masiva de fertilizantes químicos. Este “retorno a las fuentes” es particularmente importante cuando se trata de entender las relaciones establecidas entre los distintos actores de la sociedad. Tomemos el caso del contrato que vincula a la Universidad o a la actividad científica con el resto de la sociedad. La idea misma de contrato social desapareció, dejando lugar a ideas que se consideran evidencias irrefutables, tales como: “hay que formar cada vez más dirigentes y ejecutivos de nivel universitario”, “la distribución de los campos de conocimiento en disciplinas manejadas por facultades especializadas” emana “de la naturaleza misma de las cosas”, etc. En cuanto a la actividad científica, “es obvio” que los avances de la investigación básica son de alguna manera consustanciales a los progresos de la humanidad misma. Un repaso histórico sobre la construcción de la Universidad moderna en el siglo XIX, o más recientemente sobre el vínculo que se estableció entre la ciencia y la sociedad en Estados Unidos al finalizar la Segunda Guerra Mundial, nos lleva a relativizar estas “evidencias” y a verlas en realidad como resultantes de un verdadero contrato social, construido en un momento determinado de la 56
historia. Esta toma de conciencia nos permitirá interrogarnos sobre el tipo de relaciones existentes o necesarias entre la Universidad, la actividad científica y la sociedad en el siglo XXI. En consecuencia, el tema del contrato social vuelve al primer plano como uno de los aspectos más importantes de la gobernanza del futuro. Si nos detenemos ahora en el tema de la gestión urbana para hacer una breve reseña histórica constataremos fácilmente que, tal como se ha indicado en el párrafo anterior, la ciudad europea del siglo XIX se definió en gran parte como un sistema técnico que brindaba una cantidad de servicios públicos, sobre el mismo modelo con el que la industria brindaba bienes para el mercado. Este modelo funcional de la ciudad siguió prevaleciendo aún después de la Carta de Atenas45. No obstante, un atento análisis del funcionamiento de la economía pone de manifiesto que en Europa, durante la segunda mitad del siglo XX, las antiguas ciudades mercantiles entre ellas algunas que se habían estancado en el siglo XIX se revitalizan, mientras que otras que habían tenido un fuerte crecimiento durante la primera revolución industrial entran en una profunda crisis. La razón es sencilla: la economía que está emergiendo hoy en día es, en muchos aspectos, más parecida a la economía mercantil que a la economía industrial clásica. Esta simple constatación nos obliga a buscar un nuevo enfoque para la gestión de las ciudades y la circulación de los intercambios dentro de ella. Otra “evidencia” que no resiste al análisis es la creencia de que el momento esencial de la gobernanza es el de la decisión, a tal punto que en francés se usa habitualmente la palabra “décideur” (el que decide) para designar a quien toma la decisión final y se ve investido de toda autoridad. Este modelo mental es el que llevó a representarse el escenario político como una confrontación de soluciones alternativas entre las que el “décideur” tiene que elegir. Esta ficción se basa en la ilusión de que hay múltiples soluciones concebibles y utilizables y que la función política consiste en “optimizar” la elección en función de algunos criterios. En realidad, cuanto más complejo es un problema, menos debe intentar el político encontrar una solución óptima sino más bien implementar una solución conveniente, técnicamente adecuada y políticamente capaz de reunir los sufragios de la mayoría. En estas condiciones, la actividad política se desplaza para focalizarse en un tiempo anterior a la decisión, vale decir en el proceso mediante el cual va a elaborarse una solución conveniente. Salir de las oposiciones binarias tradicionales 45 N.d.T: Documento que recoge las conclusiones de la “Conferencia de Atenas” realizada en Octubre de 1931, en la que se acordaron algunos lineamientos para la valoración de la simbología urbana y para la conservación de los monumentos históricos.
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Muchas de nuestras representaciones están en blanco y negro y esa visión binaria forma parte de las pseudoevidencias. Habrá que cuestionar entonces con paciencia esas representaciones mentales, considerándolas como una reducción del campo de las posibilidades. Cada oposición simple que cuestionemos es una ventana abierta hacia el futuro. A continuación, algunos ejemplos en el campo de la gobernanza. La democracia representativa, como su nombre lo indica, se basa en la noción de representante. Están los que representan y “los demás”. En los períodos de crisis de la gobernanza asistimos a una verdadera crispación identitaria de los representantes, tanto si se trata de autoridades locales como nacionales o de sindicatos “representativos”. Lo interesante es que nadie cuestiona la legalidad del estatuto de representante, de sus deberes y prerrogativas: a fin de cuentas, los diputados son quienes deben votar las leyes, los alcaldes toman las decisiones de su municipio, etc. Pero nada impide que una población cada vez más educada, informada y flexible llegue a tener una visión mucho más amplia de la noción de “representante” e incluso por momentos la cuestione en nombre de la democracia directa. Las representaciones se vuelven necesariamente múltiples. En un barrio, los intereses de las distintas franjas de la población pueden ser muy diferentes e incluso antagónicos. En esas condiciones, las autoridades electas son quienes arbitran en última instancia, pero eso no significa que la expresión de la pluralidad de intereses y de puntos de vista pase necesariamente a través de ellas. La democracia requiere entonces de una multiplicidad de formas de representación, cada una con sus virtudes. Hemos evocado anteriormente otro ejemplo de oposición binaria: lo político y lo administrativo. Entre un diputado “de base”, que va a votar conforme a las directivas de su bloque, y un alto funcionario que puede proponer nuevas políticas a su ministro, ¿quién está del lado de la construcción de sentido y quién está del lado de la simple ejecución? Preguntarlo ya es responderlo. Esto no significa negar la responsabilidad legal de los diputados que votan las leyes, significa simplemente admitir que en la elaboración de la decisión política, el corte entre lo político y lo administrativo no es tan claro, sino que se ve matizado por otros elementos. Otra dualidad insostenible por muchas razones es la que opone el Estado al mercado o lo público a lo privado. La primera razón es que muchos Estados están dominados por lobbies o se encuentran directamente al servicio de intereses sectoriales mientras que, por otro, si se define como esfera pública todo lo que incide de manera considerable en la vida de la comunidad, ninguna de las grandes empresas privadas puede quedar afuera. Considerar los estatutos jurídicos, la naturaleza de 58
los bienes y servicios producidos y el tipo de impacto generado lleva a ampliar considerablemente la reflexión sobre lo que es de orden privado y lo que es de orden público. Asimismo, la idea de coincidencia entre la función y el estatuto del organismo encargado de cumplirla debería incluir algunos matices. Muchas instituciones públicas tienen una lógica de funcionamiento que subordina su actividad a los fines propios de la institución, hasta tal punto que podría calificárselas como “privadas”. Por el contrario, nada impide pensar en organismos de gestión privada, empresas o asociaciones civiles, que cumplen funciones de interés público. De hecho ya existen muchas fórmulas de ese tipo. Al aceptar una disociación entre el tipo de función y el tipo de organismo que la cumple estaríamos abriendo la puerta a muchas innovaciones. Otro ejemplo. Tenemos la costumbre de oponer lo que atañe a las reglas y lo que se refiere a un contrato. Una regla es uniforme, contempla los intereses de los más débiles y crea condiciones de transparencia, estabilidad y equidad. Un contrato en cambio hace constar un acuerdo entre partes. Un examen más profundo nos muestra que, en la práctica, la mayor parte de los dispositivos de gobernanza asocian necesariamente los dos aspectos. Más aún, el paso de la regla al contrato y viceversa va a depender de las circunstancias, del carácter equilibrado o no de las relaciones entre las partes y hasta de la cantidad de partes involucradas. Las relaciones internacionales brindan un campo de análisis muy interesante al respecto. Tomemos el ejemplo bien conocido de la deuda externa. En apariencia, para la deuda pública, todo depende de contratos de préstamos entre países soberanos o entre un país soberano y una institución financiera internacional (Banco Mundial o FMI). En realidad, la disimetría de las relaciones de poder y de información y el carácter discutible del mandato popular de los representantes de los países que asumen la deuda hacen que la legitimidad para reclamar el pago de la misma y para hacer que la población ya empobrecida de los países deudores corra con los costos sea por lo menos cuestionable. En este caso, la legitimidad de la gobernanza mundial sólo podrá reestablecerse dictando un conjunto de reglas relativas a la responsabilidad personal de los mandatarios, a la igualdad de trato y de sanciones (cuestiones que resurgieron en 2002 con la crisis argentina), a la simetría de riesgos, a la responsabilidad del prestamista, etc. La Organización Mundial del Comercio es otro buen ejemplo de combinación de reglas y contratos. Al principio, el GATT ( General Agreement on Transports and Trade ) fue un acuerdo contractual para frenar las guerras comerciales. Con el tiempo y sobretodo a lo largo de los años noventa, cuando se transformó en Organización Mundial del Comercio (OMC), su naturaleza cambió. El cambio cuantitativo de países participantes en los acuerdos y de la cantidad 59
de sectores involucrados produjo un cambio cualitativo. El carácter “contractual” del acuerdo queda entonces como un artificio y como la manera para que los países que ingresen acepten las condiciones impuestas por los más fuertes. Como en el caso de la deuda, se va imponiendo progresivamente la necesidad de elaborar reglas relativas a la separación de poderes, al acceso de todos al derecho y a la justicia, a la transparencia interna y externa en los procesos de elaboración de reglas y a la igualdad de trato con los distintos miembros. El carácter contractual permanece en apariencia, pero la OMC se ha vuelto en realidad productora de derecho internacional y debe asumir ese cambio. El futuro de las instituciones internacionales radica entonces probablemente en nuevas combinaciones de reglas y contratos.
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Normas: regla y contrato Las reglas y los contratos son distintas formas de normas. La regla es la imposición de una norma, reconocida por la sociedad, a cada uno de sus miembros, mientras que el contrato se acerca más a la idea de un consenso procedente de la comunidad. De manera más general, una norma puede ser considerada como una regla o un contrato o bien como un principio (la soberanía, la no injerencia), un valor (la democracia, el multiculturalismo) o una expectativa frente a algunos comportamientos (la protección del medioambiente, el respeto de los Derechos Humanos). La cuestión de las normas no es un tema nuevo. “Aristóteles y Platón ya habían percibido, en el siglo IV antes de Cristo, la importancia de la “moralidad” en la política”46. “Los regímenes políticos se basan sobre un conjunto de principios, normas, reglas y procedimientos de decisión, implícitos o explícitos, en torno a los cuales convergen las expectativas de los actores en un determinado sector de las relaciones internacionales. Desde la óptica de los regímenes, el concepto de norma significa un tipo de comportamiento uniformizado y adquiere un sentido cercano al de regla. Las normas son entonces reguladoras o de procedimiento, es decir que son consideradas como herramientas de regulación de los comportamientos que los Estados se imponen con el objeto de reducir la incertidumbre inherente a la cooperación”47. Para otros autores, el concepto de norma adquiere más bien el sentido de valor o de principio común. La definición incluye entonces la idea de legitimación por parte de la comunidad, vale decir de compartir normas sociales y comunes. Para Martha
46 M. Finnemore y K. Sikkink, «International Norm Dynamics and Political Change», International Organization 52 (4): 887917, 1998 47 S. D. Krasner (dir.), International Regimes, Ithaca, Cornell University Press, 1983.
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Finnemore, “las normas son expectativas compartidas por una comunidad de actores en lo que se refiere a comportamientos aceptables”48. La norma jurídica podría definirse como “el conjunto de reglas y prescripciones dictadas por las autoridades públicas y sancionadas por ellas mediante la coacción material, que rigen las relaciones entre los individuos o los grupos en una sociedad política determinada y tienen por objeto instituir un orden social general y global dentro de esa sociedad”49. Para JeanJacques Rousseau, el contrato social sienta las bases del principio de soberanía (abandono de las voluntades particulares en pro de la voluntad general). Para los autores anglosajones, el contrato reduce la soberanía del Estado en favor de la voluntad individual. “Si bien el pensamiento de Rousseau influye en los autores europeos, la referencia al contrato de derecho civil inclina el contrato hacia relaciones de tipo interindividuales. Intercambio de voluntades, referencia a la obligación y a la solidaridad moral…el contrato oscila entre esas tendencias: podemos considerar que el contrato es el fundamento de la obligación, o que la obligación no resulta solamente del acuerdo entre dos voluntades sino que se ubica dentro de un conjunto social. La ciudadanía se construyó a partir de las relaciones entre la igualdad de los derechos civiles de todos y la desigualdad “natural” entre individuos. La ruptura entre derechos civiles y políticos y derechos sociales se opera con relación al contrato. La ciudadanía social es central, hoy más que nunca, en cualquier reflexión contemporánea sobre los vínculos sociales”50.
48 M. Finnemore, National Interests in International Society, Ithaca, Cornell University Press, 1996. 49 P. Sandevoir, Introduction au Droit, Dunod, París, 1992. 50 S. ErbèsSeguier (dir.), Le Contrat: Usages et abus d’une notion, Desclée de Brouwer, París, 1999
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Otra oposición binaria tradicional es la que diferencia a las personas responsables de aquéllas que no ejercen una responsabilidad. Esta oposición hace que sea difícil pensar en “corresponsabilidad” y lleva a la conclusión de que la democracia sólo funciona en la medida en que los ciudadanos sepan claramente quién es responsable de cada cosa para poder sancionarlo con su voto. Este principio da por sobreentendido que cada institución política y administrativa se ocupa con exclusividad de un ámbito determinado. Es lo que hizo que en Francia, por ejemplo, hayan tenido que definir los “bloques de competencias” de cada nivel territorial. Así pues, la noción aparentemente obvia de “responsable” ha hecho que poco a poco la cooperación entre instituciones públicas se hiciera muy difícil. Ahora habrá que lograr distintas combinaciones que asocien responsabilidades de distinto tipo y magnitud. Otra oposición que usamos sin pensar demasiado: lo económico y lo social, que a menudo implica una separación entre los sectores mercantiles y los no mercantiles. Durante muchos años en el ámbito de la cooperación internacional se hizo diferencia entre lo que se vendía relativo a la cooperación económica y lo que se daba relativo a la cooperación “desinteresada”. La diferencia se desmorona al analizarla. Lo que se regala puede crear efectos de dependencia y no ayudar en absoluto a que el beneficiario desarrolle sus capacidades. Lo que se vende puede o no responder a necesidades profundas y estimular una dinámica de desarrollo. Las verdaderas políticas de cooperación deberían entonces evaluarse por su resultado, por su capacidad para ayudar a que otra sociedad se construya y no por los criterios aparentes que dan base a la distinción entre lo económico y lo social. El paralelismo con las situaciones domésticas salta a la vista. Durante mucho tiempo se pretendió considerar a las empresas como un espacio puramente económico y hacer que la acción social operara en otro lado. Luego se comprendió que mediante simples políticas de asistencia social se encerraba a las personas en un estatuto de “asistidos”. Se constató entonces, en Europa por ejemplo, que muchas políticas de pura asistencia eran sencillamente contraproducentes y la mayoría de los países intenta ahora pasar de una política de asistencia pasiva hacia los desempleados a una política activa de reinserción social. Toda la reflexión sobre la economía solidaria ya no apunta a desarrollar una “economía social” al margen de la economía clásica sino que busca abrir bien las ventanas para esbozar distintas combinaciones de actividades y modos de acción que permitan simultáneamente el desarrollo económico y el desarrollo social. Volveré más adelante sobre este punto. Por último, para finalizar con los ejemplos de oposición binaria, evoquemos dentro del tema de la gobernanza la oposición que consiste en identificar los actos por su legalidad o su 63
ilegalidad. La experiencia nos muestra que los tres criterios de legalidad, legitimidad y eficacia de la gobernanza no se pueden reducir unos a otros. Debe reunirse cada una de estas condiciones por sí misma y puede haber muchas combinaciones para lograrlo. Transponer los modelos mentales y los sistemas de organización de un ámbito a otro o de una escala a otra “Comparación no es razón” (“comparaison n’est pas raison”), dice un dicho francés. Es cierto. Pero también es cierto que identificar estructuras comunes a varios ámbitos o escalas diferentes sigue siendo un fuerte estímulo intelectual. Establecer paralelos entre las relaciones de un municipio con otro dentro de una misma aglomeración, de una región con otra dentro de un país o de los Estados miembros de la Unión Europea entre sí es lo que me ha llevado, por ejemplo, a ir descubriendo el principio de la subsidiariedad activa. También hay que utilizar otros tipos de comparación. Por ejemplo, las relaciones entre empleados y accionistas de la empresa, entre socios activos y adherentes en una asociación, entre administraciones y responsables políticos dentro de una estructura pública ayudan a entender lo que puede ser común o general en toda gestión de las organizaciones humanas. La comparación entre el sistema industrial y el ecosistema permite mirar al primero como un ecosistema particular y lleva a interesarse por el metabolismo propio del mismo, conduciendo a un enfoque de complementariedad de actividades entre empresas al que se le ha llamado “ecología industrial”. Volviendo a la cuestión de la deuda internacional, el paralelo con los mecanismos de quiebra de empresas o de quiebra civil permite reflexionar sobre la forma en que el marco reglamentario relativo a las quiebras privadas puede orientar el derecho de los contratos cuando se trata de relaciones entre países. Estar atentos a los cambios, a los desfases y a los ajustes Antes de que tenga lugar una revolución intelectual, el sistema anterior se va adaptando a las nuevas realidades, generando una gran cantidad de ajustes o arreglos superficiales que resultan ser por lo general soluciones poco estables y muy complicadas. La complicación, observa el especialista en complejidad JeanLouis Lemoigne, es una propiedad que no 64
depende de los sistemas mismos sino de nuestra relación con dichos sistemas. Una forma que nos parece muy complicada vista desde cierto ángulo puede resultar muy sencilla vista desde otro. Todas las innovaciones que surgen de la práctica para hacer frente a un creciente desfase entre las instituciones y la realidad son reveladoras. Es por eso que es hora de analizar, tal como lo haremos luego, las primicias de una revolución de la gobernanza. Insistamos no obstante en que estos ajustes se presentan como una excesiva complicación que revela la existencia de estos desfases. Así pues, en materia económica, frente a una división entre lo económico y lo social que como hemos visto es reductora de la realidad, fueron naciendo en Europa una enorme cantidad de nuevas formas jurídicas. Asimismo, en lo referente a los niveles de gobernanza, en Francia se crean constantemente nuevos niveles y se inventan estructuras que en un primer momento responden a una necesidad real de coordinación pero que, paralelamente, siguen favoreciendo una maraña de estructuras. Lo mismo puede decirse de las comisiones interministeriales. Al no haber un mecanismo orgánico de coordinación entre las políticas sectoriales y teniendo en cuenta la evidente interdependencia de las mismas, se intenta resolver el problema creando estructuras ad hoc que a menudo se caracterizan por reforzar las defensas territoriales de cada administración. En el plano internacional, al no haber hasta ahora una nueva arquitectura para la gobernanza mundial, cada año se agregan nuevos objetivos a la coordinación administrativa. Esto sólo ha logrado aumentar las rivalidades entre dispositivos y objetivos más o menos contradictorios, sin mecanismos de arbitraje de esas contradicciones. Las primicias de una revolución de la gobernanza Descubrir las primicias de una revolución de la gobernanza plantea de entrada un problema de gobernanza: ¿cómo disponer de los medios de observación e intercambio necesarios para identificar, censar y comparar todo lo que se va moviendo en el mundo? No podemos para ello depender de los dispositivos estatales. No porque éstos sean mal intencionados sino porque toda organización filtra la información que le llega según sus propios criterios de percepción, de comprensión y de selección.¿La Universidad puede asumir ese papel de observador? Su trabajo encontraría dos obstáculos: el primero es su propensión a teorizar y generalizar sin aplicarse tanto en la recolección
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de datos y el segundo es que las universidades casi nunca están organizadas como red internacional de observación. Ahora bien, precisamente, lo que da sentido a los movimientos que están surgiendo es la aparición de fenómenos del mismo tipo en distintos ámbitos y países. Es necesario entonces construir redes de intercambio de experiencias apoyándose si fuera posible en actores diversos. ¿Por qué? Por la sencilla razón de que cada actor en particular, tal como sucede con la administración pública o con la universidad, tiene sus propios intereses y sus propios sesgos que van a orientar el sistema de observación. Así, por ejemplo, una red asociativa comprometida con la cooperación internacional tendrá tendencia a idealizar en los países en desarrollo la acción de una “sociedad civil” definida sin mucha precisión. La Comisión Europea seguramente ha sido una de las primeras grandes instituciones públicas que entendió la importancia del intercambio de experiencias. Pero también introdujo un sesgo: cada red de intercambio está focalizada en las preocupaciones de una orientación general y sólo selecciona entonces, dentro de la proliferación de iniciativas emergentes, lo que se refiere a la política de esa orientación. Frente a este desafío técnico, institucional y político de la recolección y puesta en red de experiencias, la fundación Charles Léopold Mayer para el Progreso del Hombre inició en 1986 con RITIMO51 una red internacional de intercambio de experiencias ya mencionada, la red DPH (Diálogos para el progreso de la humanidad)52. Con un procedimiento típico de gobernanza, apostamos a proponer herramientas en común para la presentación de experiencias, es decir, en la práctica, un programa, un formato para ingresar los casos, un diccionario de palabras clave y procesos de aprendizaje que fueron alimentando progresivamente distintas redes. Lo interesante de este enfoque, mantenido con constancia a lo largo de varios años, es asociar en la creación de un banco de experiencias comunes a personas e instituciones provenientes de distintas partes del mundo y con inserciones institucionales diversas: documentalistas, militantes de organizaciones civiles, universitarios, funcionarios públicos, dirigentes de organizaciones de base, etc. Las fuentes de información de las que surgen las fichas de experiencias pueden ser libros, artículos y, con más frecuencia aún, entrevistas a actores del terreno. En la base de datos actual, en 2007, más de 600 de las 6000 fichas existentes se refieren directa o indirectamente al tema de la gobernanza a través de reflexiones sobre el Estado, el derecho, la gestión de los territorios locales, etc. Destacaremos brevemente a continuación los lineamientos que 51 Se trata de una red de centros de documentación para el desarrollo y la solidaridad internacional. Ver www.ritimo.org 52 www.dph.info
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vemos aparecer allí. Por mi parte he identificado ocho: la transferencia del compromiso político hacia formas de compromiso social y cívico; el surgimiento de una sociedad civil que cumple funciones de interés público y va creando modelos de cooperación con el Estado; los esfuerzos que apuntan a refundar la sociedad, el vínculo social y la economía; un enfoque más pragmático del Estado, de su arraigo cultural y del papel que juega en el desarrollo; un movimiento de desinstitucionalización acompañado por un pluralismo jurídico; el redescubrimiento de lo “local” como espacio de coherencia y la diversidad de innovaciones en la gestión de los territorios; las primicias de la subsidiariedad activa en Europa; y por último, las iniciativas de la sociedad civil para paliar las deficiencias de las regulaciones internacionales. El compromiso político partidario se traslada hacia otras formas de compromiso social y cívico El siglo XX se caracterizó por el compromiso político partidario. Podríamos incluso establecer un paralelo entre dos aspectos. Por un lado, el desarrollo creciente de la acción pública que poco a poco fue sustituyendo a las familias, a las comunidades de base, a la Iglesia y a las acciones de caridad en cuanto a hacerse cargo de la sociedad. Por otro lado, la evolución de los compromisos personales concentrados también en la orientación y el control de la acción pública. Dicho compromiso político se vio acrecentado por los procesos de independencia y por una polarización, durante todo el período de la guerra fría, en la confrontación de dos modelos de sociedad donde el lugar que ocupaba el Estado estaba justamente en el centro del debate. A partir de los años setenta se va manifestando una desilusión cada vez más fuerte con respecto a la acción pública y a los grandes debates ideológicos. Muchos signos lo anuncian: deserción de afiliados a los partidos políticos y envejecimiento de los dirigentes, aumento de abstenciones en las elecciones, resurrección de partidos nacionalistas e identitarios, zapping de votos de un partido al otro, etc. Los observadores políticos interpretan a menudo esta retirada como el resultado de un aumento del individualismo o de actitudes de pasividad consumista, en todo caso 67
como un desinterés creciente con respecto a los asuntos públicos. En realidad, en muchos países lo que se observa es más bien una transferencia del compromiso político clásico hacia compromisos sociales y cívicos. La lucha política por la toma del poder a nivel del Estado ya no aparece, ni mucho menos, como la única manera de implementar cambios sociales. Esto viene acompañado a su vez por un rechazo de los moldes ideológicos preexistentes. El movimiento “Agir ici” (Actuar aquí)53 es un buen ejemplo del desplazamiento de la problemática en una situación de crisis ideológica. En los años ochenta se observaron enfrentamientos bastante dogmáticos entre las organizaciones no gubernamentales (ONGs) “tercermundistas”, que atribuían la culpa de todos los males de los países pobres a la colonización y a la relación NorteSur, y otras ONGs, más cercanas a la acción de urgencia humanitaria, que refutaban ese análisis y afirmaban la necesidad de buscar en las sociedades mismas de los países en desarrollo las causas de sus problemas. Se generó entonces una especie de replanteamiento ideológico que llevó a algunos de sus miembros a comprometerse sobre nuevas bases, a través de campañas que apuntaban al comportamiento de los consumidores, de los Estados o de las empresas de los países ricos. Empezando por la protesta contra la exportación de residuos tóxicos hacia los países en desarrollo, las acciones se multiplicaron apuntando cada vez más hacia el comportamiento de los consumidores de los países desarrollados. Es interesante que este proceso haya tenido lugar en Francia. Se trata de una adaptación de estrategias de inspiración anglosajona en las que la atención se desplaza de la acción política propiamente dicha hacia el compromiso de ciudadanos responsables. A escala mucho más amplia surgió en Brasil en 1992 un fuerte “movimiento por la ética en política”54. La vuelta a la democracia en ese país se había convertido rápidamente en desilusión a causa de la corrupción de las élites políticas. El tema de la necesaria moralización de la vida política se lanzó en junio y culminó muy pronto en la destitución del presidente Collor en septiembre. El movimiento fue transfiriéndose luego, particularmente por influencia del sociólogo brasilero Bettino, hacia una campaña “contra la miseria y por la vida”. A la cuestión de la ética política se sumaba entonces la de la ética social: ¿los ciudadanos podían tolerar la excesiva desigualdad social existente en su país? A mediados de los años 90, este movimiento movilizó en Brasil a millones de personas. Conjugaba iniciativas 53 DPH 5713, Agir ici, histoire d’un groupe de pression tiersmondiste, ficha realizada por P.Y. Guiheneuf y A.S. Boisgallais. 54 DPH 4093, Du «Mouvement pour l’éthique en politique» au Brésil à l’«Action citoyenne contre la misère et pour la vie», ficha realizada por F.Feugas.
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individuales con otras de instituciones religiosas o de movimientos sociales más tradicionales. La exigencia ética y el compromiso social a menudo forman parte de este tipo de movimientos heterogéneos. Ese fue el terreno del que surgieron algunas iniciativas que culminaron, años más tarde, en la creación del Foro Social de Porto Alegre, del cual hablaremos más adelante. El mismo fenómeno de autonomización de la sociedad civil con respecto a los partidos políticos tuvo lugar en México, aproximadamente en la misma época. En los barrios de la ciudad de México o en las zonas rurales predominantemente indígenas surgieron nuevos movimientos y formas de organización inéditas. Las más visibles de entre ellas fueron, luego del terremoto en 1985, el Movimiento urbano popular (MUP) simbolizado por el personaje de Superbarrio y el movimiento de Chiapas. En ambos casos el objetivo no es tomar y ejercer el poder sino constituir una fuerza capaz de hacer evolucionar la gestión de la sociedad. En la India, ya en 1976 nacía el Peoples’ Union for Civil Liberty (PUCL), que empezó luchando contra el poder centralizador de Indira Ghandi55. Su objetivo no era tomar el poder sino cambiar las estructuras sociales, probar estrategias alternativas y crear espacios por fuera del control represivo. En China, ¿cómo interpretar de otra manera el éxito del proyecto “Hope” (esperanza), organizado a la manera china con una mezcla de proyecto independiente y de implicación del movimiento de la juventud del partido para financiar escuelas primarias? Millones de chinos, mayoritariamente de origen humilde, contribuyen financieramente con ese proyecto. En Europa, Italia jugó un papel de motor en este tipo de evoluciones. En los años ochenta se operaron cambios en la cultura social y la acción política, tal como lo señala Sandro Guiglia56, actor comprometido en dichas transformaciones. El Estado omnipresente que manejaba todos los servicios, heredado del fascismo y alimentado durante algún tiempo por el estatismo de izquierda, va siendo sustituido por un concepto de Estado garante de la solidaridad entre los ciudadanos, de las posibilidades concretas del acceso a la ciudadanía, y por el desarrollo de redes de servicios a disposición de los ciudadanos, manejadas por los usuarios o por las cooperativas, a través de lo que se llama en Italia lo “privado social”, opuesto a lo “privado especulativo”. Surgen nuevos modelos de cooperación entre la “sociedad civil” y el Estado
55 DPH 202, Du riz blanchi… en douceur, ficha realizada por el CDTM. 56 DPH 2616, Les coopératives sociales en Italie2, ficha realizada por IRED.
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Con relación a este tema quizá podamos hablar de un ciclo histórico: en los siglos XIX y XX, las múltiples iniciativas de origen privado a menudo implementadas bajo el control de la Iglesia fueron reemplazadas, en Francia por ejemplo, por una acción social casi monopolizada por el Estado en nombre del pueblo. Hace unos veinte años se abrió una nueva etapa de acción mixta que combina las responsabilidades del Estado y las de los ciudadanos. En este contexto se pone de moda el concepto de sociedad civil, bastante impreciso por cierto. Con la sociedad civil ocurre lo mismo que con el desarrollo sostenible: la falta de precisión misma del concepto lo vuelve interesante, puesto que designa una tendencia, una mentalidad, una evolución proteiforme. Ya en 1992 la fundación Charles Léopold Mayer organizó un encuentro internacional para tratar sobre las condiciones en las que las iniciativas locales de las ONGs podían proyectarse a mayor escala mediante una transformación social, económica, política y hasta técnica. Es una de las dimensiones de la relación “micro/macro” o “local/global” que ocupa un lugar importante dentro de la gobernanza. Constatamos en ese momento que las ONGs particularmente en los países en desarrollo cumplen tres funciones de distinta índole. En algunos casos su función es paliar sencillamente las deficiencias del poder. En otros casos tienen una función de intermediación entre los ciudadanos y las instituciones políticas, a menudo centralizadas. Por último, a veces juegan un papel de precursoras e inventan nuevos modelos de desarrollo para el funcionamiento de la sociedad y hasta de la acción pública. En los tres casos la relación con lo público es esencial, ya sea por competencia, por sustitución, por diálogo conflictivo o por cuestionamiento radical. Pero es interesante notar una evolución: en los años ochenta las ONGs tenían por lo general una desconfianza congénita con respecto a los aparatos públicos, ya fueran del Estado o de los gobiernos locales. Su nombre mismo lleva la huella de esa postura, ya que se trata de organizaciones que se definen por la negativa, por ser no gubernamentales. En los años noventa se entró en un período de madurez, donde la necesidad de cooperar con el Estado saltaba a la vista. Cualquiera sea la forma adoptada, la acción del movimiento asociativo ha desplazado las fronteras tradicionales entre lo público y lo privado. El bien común aparece como producto de la acción, cooperativa cuando es posible, de organizaciones de muy diversa índole. Esto amplía considerablemente la visión de la gobernanza. Los ejemplos son incalculables. Por citar uno entre tantos, nombremos la red beninesa de ONGs por elecciones pacíficas y transparentes 57: redes de 57 DPH 7829, Le Réseau Béninois des ONG pour des Élections Pacifiques et Transparentes, le REPAT, ficha realizada por J. Attakla Ayinon.
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organizaciones se comprometen a garantizar un control democrático de las elecciones y la información a los ciudadanos. El trabajo de sensibilización de la población y de educación cívica y el control de las elecciones son ahora dos nuevos terrenos en los que las prerrogativas del poder público se negocian. El desarrollo de la moneda social en Argentina, que va mucho más allá de los sistemas de intercambio local (SIL) que conocemos en Europa, pues involucra a cientos de miles de personas, es un ejemplo patente de ese desplazamiento de funciones que hasta hace poco tiempo eran consideradas como atributos mismos de la soberanía. ¿Qué podía ser más exclusivo que emitir moneda? Frente a la incapacidad del poder político para crear las condiciones de una economía sana, la sociedad se autoorganiza para construir un sistema de intercambio basado en una federación de clubes con menos de cien personas cada uno. Se organiza entonces una economía en red que no pretende constituir una contrasociedad sino, más pragmáticamente, compensar los límites de la economía de mercado y las insuficiencias del poder político. Hay un fenómeno similar en Perú en lo referente a la seguridad. La seguridad, en principio, es otra prerrogativa del Estado. El monopolio de la violencia legal es efectivamente una característica constante de los Estados. Frente a la imposibilidad de que el Estado proteja a la población contra Sendero Luminoso y para hacer frente también al robo de ganado, organizado por los terratenientes y que empobrece aún más a los pequeños campesinos, se organizaron “rondas campesinas”. Pensadas en un principio como estructuras comunitarias de autodefensa, las rondas contribuyen también a mantener tradiciones andinas de organización colectiva58. Obviamente la mayor cantidad de iniciativas de la sociedad civil se ubica en el campo de la lucha contra la pobreza o contra la exclusión social. En los países ricos, reflejan la incapacidad del Estadoprovidencia para afrontar de manera eficaz el problema de la exclusión y adoptan formas que pueden ser muy diversas. Algunas apuntan a identificar y fortalecer el capital social de las comunidades a partir de las capacidades de las personas excluidas y no de sus carencias. Otras llevan a la creación de nuevos tipos de estructura jurídica cooperativa social, empresa con fin social, empresa de inserción, etc. para ampliar el mercado laboral o facilitar la reinserción. Otras implementan nuevos dispositivos de microcrédito para pequeños proyectos. Otras, por último, se centran en la coordinación de redes que apunten a facilitar la iniciativa económica. Todas estas acciones que en algún momento habrían parecido ser prerrogativas del Estado las asumen ahora iniciativas colectivas en red que surgen desde la sociedad civil. Además, 58 DPH 1052, Les rondes paysannes péruviennes, ficha realizada por JuristasSolidarités.
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presentan varias características singulares que pueden considerarse como innovaciones en la gobernanza, por ejemplo: la federación en red de iniciativas diversas que se ajustan a realidades locales; una implicación más activa de los interesados, que dejan su lugar de beneficiarios de la acción pública para transformarse en actores; la combinación de recursos y estructuras públicas y privadas; la búsqueda de nuevas formas de articulación de lo económico y lo social. Se redefinen los vínculos entre lo económico y lo social En las sociedades tradicionales prácticamente podríamos decir que las cuestiones de la comunidad y del vínculo social no se planteaban. Había potentes mecanismos de control, de dominación y de exclusión. No se trata entonces de idealizar el pasado ni de preconizar un retorno a las comunidades “naturales”. Sin embargo, frente al desmoronamiento irreversible de estas últimas, que se basaban en economías locales relativamente autárquicas, se fue tomando conciencia de que la participación en la economía de mercado no bastaba para crear un sentimiento de pertenencia a una comunidad más amplia. Más aún, el vínculo social apareció en muchos casos como una condición para el desarrollo económico mismo. Para salir adelante se hace necesario un capital cultural y social, tanto personal como colectivo. Desde la organización de comedores barriales hasta la de redes de intercambio de saberes, incontables iniciativas apuntan a recrear la ciudadanía y el vínculo social. El movimiento de la economía solidaria, cuya dimensión internacional se afirma día a día, es muy característico de este esfuerzo de redefinición del vínculo social y de las relaciones entre los intercambios mercantiles y los intercambios no mercantiles. Los intercambios de experiencias entre las múltiples iniciativas de microcrédito demostraron que éste, contrariamente a lo que se creía, no permitía realmente un despegue económico a partir de pequeñas iniciativas: muy rápidamente se planteaba el problema de las salidas y del acceso a un mercado más grande que el del pueblo donde se gestaban. El impacto más importante de ese tipo de dispositivos de crédito, siempre y cuando estén pensados en esos términos, es fortalecer el capital social de las personas y de las comunidades. Ese mismo capital es el que permite que la comunidad se reconozca luego como tal, exista y se convierta en campo fértil para un desarrollo económico. El actual esfuerzo por federar múltiples iniciativas de economía solidaria a escala internacional marca una nueva etapa. Estamos pasando de reacciones locales frente a una situación considerada 72
como inaceptable, a un esfuerzo colectivo por redefinir de manera mucho más amplia el abanico de la actividad económica y las relaciones entre economía y sociedad. El enfoque del Estado se vuelve más pragmático En los años sesenta y setenta, el Estado moderno se afirmaba desacreditando a menudo todas las antiguas formas de gobernanza que eran, tal como se pensaba en ese entonces, residuos del pasado que la educación para todos pronto haría desaparecer. En realidad, muchas sociedades constataron la incapacidad de los Estados denominados modernos para arraigarse en la sociedad y ofrecer concretamente soluciones creíbles en el ámbito de la gestión de conflictos. En África particularmente esto llevó a cambiar de visión con respecto a las soluciones tradicionales. Un ejemplo entre miles: en Burundi, “desde la independencia, en 1962, las diferentes constituciones aplicadas no lograron generar estabilidad ni paz social. Todos esos modelos tienen en común la falta de compromiso del conjunto de los protagonistas, incluyendo a la población rural, y una falta de arraigo en la civilización burundesa (…) La historia y la cultura de Burundi tienen valores fundamentales ligados a la organización política y social, al arbitraje de conflictos encarnado por el conjunto de los sabios Bashingantahé, al culto de la verdad y la buena convivencia entre vecinos (…) Las sociedades africanas sacudidas por las crisis necesitan reencontrar el espíritu africano de palabre* en la paz y la tolerancia”59. Después del genocidio en Rwanda, el gobierno aunque sólo fuera por la incapacidad de la justicia oficial para tratar una gran cantidad de casos intentó e intenta rehabilitar las formas tradicionales de justicia en cada pueblo. Tampoco aquí se trata de idealizar con estos ejemplos un pasado por siempre superado. Pero son ejemplos que nos obligan sin embargo a ubicar la acción pública propiamente dicha en el campo mucho más amplio de las regulaciones sociales. El reconocimiento de la fuerza y de los recursos potenciales del corpus cultural subyacente es entonces esencial. Este replanteo de la mirada que se tiene sobre las relaciones entre gobernanza y cultura va mucho más allá de las regulaciones sociales. Influye también, desde hace unos diez años, sobre la concepción de las relaciones entre Estado y desarrollo. Me refiero aquí **N.d.T: palabre es un concepto muy arraigado en la tradición de África negra. Proviene del español “palabra” y se refiere a un procedimiento privilegiado de resolución oral y pacífica de conflictos, que involucra entre otros elementos lo sagrado, la autoridad y el saber, encarnado por la sabiduría de los mayores. 59 DPH 7937, Reconstruire la citoyenneté pour arrêter la violence au Burundi, ficha realizada por Déo Ntibayindusha.
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particularmente a todas las experiencias recolectadas por Pierre Judet que muestran que los factores “intangibles” juegan un papel fundamental en el desarrollo, tanto si se trata de la coherencia de una sociedad como de su compromiso en la implementación de objetivos y valores comunes. La imagen de un Estado que se impone por sobre la sociedad y es capaz de crear el desarrollo es sustituida por la visión menos rígida de las condiciones en las cuales la acción pública logra cristalizar y federar las energías de una sociedad. La cuestión de la colaboración entre el Estado y los otros actores se vuelve entonces primordial. Si nos concentramos en los vínculos entre Estado y cultura nos vemos naturalmente llevados a reflexionar sobre la construcción progresiva del primero, ya no percibida como una elaboración institucional sino como un proceso mediante el cual una sociedad llega a producir y hacer funcionar instituciones. El Estado es una construcción histórica y no solamente una construcción legal. La cuestión de la implementación de las instituciones democráticas se desvanece frente a la de la construcción de una gobernanza legítima. Ésta ya no se limita a instituciones y reglas sino que abarca un conjunto complejo de prácticas sociales. Asistimos a un movimiento de desinstitucionalización y de reivindicación del pluralismo jurídico La deficiencia de algunos Estados para asumir los problemas sociales no fue el único factor que generó una preocupación por producir bien público y construir la comunidad sin esperar todo exclusivamente del Estado. Esta tendencia también proviene de una reflexión sobre los efectos perversos del hecho de que los problemas los asuma solamente el Estado. El término desinstitucionalización, surgido en Italia, se aplicó en un principio al tema de los tratamientos psiquiátricos. “En los años sesenta, cuenta Sandro Guiglia60, la cuestión de las reformas sociales empezó a plantearse luego del boom económico italiano. Intelectuales, políticos, trabajadores sociales y sindicalistas generaron una reflexión sobre las relaciones entre los ciudadanos, el Estado, los servicios sociales y la sociedad. Allí surgió el movimiento contra la institucionalización de los tratamientos psiquiátricos. Éste se oponía a la manera en que la sociedad excluía a los individuos que tenían problemas, encerrándolos en instituciones psiquiátricas. Como prolongamiento del brote contestatario y renovador de 1968, la acción apuntó a desmantelar las instituciones de exclusión (orfelinatos, geriátricos, asilos psiquiátricos, cárceles para menores) para probar soluciones alternativas que confrontaran a la 60 DPH 2616, Les coopératives sociales en Italie2, ficha realizada por IRED.
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sociedad con los problemas que ella misma generaba. El triunfo de este movimiento culminó con el cierre de los hospitales psiquiátricos, sancionado por una ley de 1978 (…). La reforma de los servicios sociales también se vio influenciada por este movimiento, lo cual generó profundos cambios a nivel cultural: un servicio público, en su forma de responder a las necesidades, debe ser eficaz y saber eliminar las causas que producen la demanda; debe saber y poder adaptarse a las nuevas necesidades. La “calidad” de un servicio no es solamente una suma de prestaciones técnicas sino una cuestión de tomar en cuenta la complejidad del portador de las necesidades y de coparticipar en la búsqueda de la solución”. Vemos así cómo un movimiento que apunta al derecho a la diferencia y a las condiciones en las cuales una sociedad resuelve sus problemas se extiende hacia una reflexión sobre la colaboración necesaria entre servicios públicos y ciudadanos, colaboración sin la cual la acción pública termina expropiando a los ciudadanos de su propio ser. Esta reflexión se encuentra a nivel de las comunidades. La existencia de un derecho uniforme es una conquista histórica de la democracia y la expresión de la igualdad de los ciudadanos ante la ley. Sin embargo, en la práctica, esta conquista viene acompañada por algunos efectos perversos. En primer lugar, porque en muchos países el derecho escrito está alejado de las tradiciones y de las prácticas sociales y contribuye a convertir al aparato público en un cuerpo extraño a la sociedad. Además, porque el derecho es necesariamente complejo. En la práctica, la exclusión social se manifiesta entonces por la imposibilidad de conocer el derecho o de recurrir a la justicia. Por último, porque el establecimiento de un monopolio para un derecho externo a cada grupo lleva a recurrir a una justicia externa para la gestión de todos los problemas internos de los grupos. En reacción a estos efectos perversos vienen desarrollándose desde hace unos treinta años movimientos muy diversos pero que apuntan todos, de una manera u otra, a una reapropiación del derecho. Tres corrientes complementarias se combinan en esta reacción. La primera apunta a facilitar el acceso al derecho escrito para los grupos sociales dominados. Se trata de desarrollar, con la formación de “parajuristas” por ejemplo, mediaciones entre los ciudadanos y el derecho, desmitificándolo y sacando a los profesionales del derecho el monopolio que ejercen en su manejo. La segunda hace hincapié en la creación de reglas locales. Toda asociación que se crea sabe la importancia que tiene la elaboración de sus propias reglas de funcionamiento y de gestión de conflictos: casi podríamos decir que una sociedad se instituye produciendo sus reglas locales. Asimismo, en todas las sociedades en las cuales el derecho escrito procede de la época colonial y se 75
adhirió a las instituciones tradicionales, la revalorización del derecho tradicional y la búsqueda de una mezcla entre derecho oral y derecho escrito constituyen actos esenciales de reapropiación de la gobernanza por parte de la sociedad. Por último, la tercera corriente que se desarrolló en muchos países es la mediación civil. En un barrio, en una clase, en un grupo humano, se trata de inventar las reglas y de nombrar a los actores de una mediación de conflictos. Una vez más señalamos que el cuestionamiento de un monopolio del Estado, en este caso sobre la producción del derecho y el ejercicio de las mediaciones, no apunta en sí a debilitar al Estado sino a ampliar la paleta de la gobernanza inventando soluciones alternativas. Esta noción de ampliación de la paleta es una de las dimensiones del capital social de que disponen las diferentes comunidades y sociedades, el reservorio de soluciones posibles frente a los distintos desafíos que se plantean. Redescubriendo el papel de los territorios locales En el transcurso de los últimos treinta años, la mayoría de los países vivieron, de muy variadas formas, un movimiento de descentralización. Se trata de un movimiento que tiene sus ambigüedades y contradicciones: ¿descentralizar el poder político a medida que la sociedad se internacionaliza no significa, a fin de cuentas, reducir el campo de lo político, es decir el dominio que tienen las sociedades humanas sobre su propio futuro? ¿No hay una paradoja en el hecho de valorizar el desarrollo local a medida que la economía se deslocaliza? En realidad, los movimientos de descentralización son una reacción contra el carácter taylorista de la economía y de la acción pública organizadas ambas, tal como lo hemos visto, según un modelo vertical. En el campo económico, el redescubrimiento del territorio es el resultado de las transformaciones propias de los sistemas de producción. Desde el momento en que dichos sistemas se basan en una combinación de saber hacer, la dimensión territorial recobra todo su sentido. El capital social de un territorio, definido como la intensidad de las relaciones entre los actores y el capital de experiencias que cada uno y la colectividad tienen, adquiere un doble valor: garantiza la cohesión de la sociedad y condiciona también las capacidades de desarrollo económico. Por las mismas razones, el territorio aparece como un nivel esencial para la gestión de los recursos naturales, siendo la instancia indispensable para una gestión coherente de los mismos. El libro ya citado del autor hindú Anil Agarwal, Quand reverdiront les villages (Cuando reverdezcan los 76
pueblos) [ficha DPH 2009] fue el abanderado del movimiento. Afirma la incapacidad del Estado para ocuparse de la complejidad de las técnicas, de los modos de organización, de las reglas jurídicas y de las prácticas necesarias para una buena gestión del agua y reintroduce la idea de ecosistemas complejos a nivel de los pueblos o aldeas, que sólo pueden mantenerse mediante una movilización de los habitantes. Larbi Bouguerra, en el libro Siete principios para la gobernanza del agua escrito como resultado del taller internacional de reflexión de la Alianza por un mundo responsable, plural y solidario sobre este tema confirma la importancia central de la gestión local. En el ámbito de la gestión de las relaciones entre la humanidad y la biosfera, la gobernanza ya no se define mediante la apropiación estatal del recurso natural, reglamentaciones de protección o medios públicos de gestión sino por un conjunto complejo de regímenes de propiedad, de reglas jurídicas, de prácticas y de aprendizaje de relaciones entre actores. El retorno al territorio se manifiesta también en todos los intentos por revitalizar la democracia. Tomemos el ejemplo cada vez más conocido del “presupuesto participativo”. La idea de asociar realmente a los habitantes a la elaboración y el control de los presupuestos públicos no es nueva. El gran mérito de la ciudad de Porto Alegre y del Estado de Río Grande do Sul en Brasil radica en haber implementado las técnicas y prácticas necesarias para que esto se concretice y generalice. El funcionamiento en red posibilita actualmente la expansión y la adaptación de estas ideas no sólo en América Latina sino también en Europa y África. No discutiremos aquí en detalle las ventajas y los efectos perversos (pues los tiene) del presupuesto participativo. Lo interesante más bien es destacar que en Brasil los métodos fueron creados por responsables políticos de extrema izquierda (pertenecientes al PT: Partido de los trabajadores) que encontraron en el presupuesto participativo un punto de aplicación para su reflexión personal elaborada durante los años de dictadura acerca de la crisis del Estado y de su propia ideología. Todas las innovaciones locales tienen en común el hecho de no ser simples reacciones espontáneas sino el fruto del encuentro entre reflexiones teóricas como las mencionadas en Italia sobre la desinstitucionalización y nuevas prácticas. Por último, el territorio es un lugar preferencial para articular las iniciativas de distintos actores. Es por ello que en muchos países vemos cómo proliferan múltiples cartas, proyectos, pactos o contratos territoriales. También es en esta escala que los distintos niveles de gobernanza aprenden a cooperar, aunque se trate de un aprendizaje laborioso. El redescubrimiento del papel del territorio en la economía, la gestión de los recursos naturales, la democracia y el partenariado anticipan la idea de que el territorio se volverá un “actor social” de 77
gran importancia en el siglo XXI, idea que retomaré luego más extensamente. Esto no implica que debamos crear una nueva categoría institucional sino desarrollar herramientas operacionales que permitan que una sociedad local en su conjunto administre de la mejor manera posible los recursos colectivos. La gobernanza europea promueve las virtudes de la responsabilidad compartida Desde su creación, Europa fue un espacio de invención en el campo de la gobernanza. Se trataba de una aventura innovadora. La necesidad de combinar unidad y diversidad es, en efecto, consustancial al proyecto. Por esa razón, la crisis actual de las instituciones europeas, las críticas a una Europa alejada de sus ciudadanos o que ha perdido su alma al construirse sobre criterios exclusivamente económicos no nos deben impedir reconocer todo lo que esta aventura tiene de singular y de precursor. Tomemos un modesto ejemplo, que no proviene de las instituciones sino de la sociedad civil: la elaboración de una Carta europea del comercio justo61. Hasta 1998, cada asociación nacional de comercios definía sus propios criterios de comercio justo. Ese año, su federación a escala europea decidió unificar los criterios. El proceder utilizado parece derivar simplemente del sentido común: se constatan los objetivos comunes, se comparten experiencias y a partir de allí se elaboran criterios que se confrontan con los puntos de vista de los productores de los países en desarrollo. Una vez hecho este trabajo, se comparan los resultados con los criterios elaborados por el Parlamento Europeo. Todo muy sencillo… y sin embargo allí están presentes todos los ingredientes de la gobernanza futura. Otros esfuerzos precursores provienen de las mismas instituciones europeas. Al analizar la crisis de la gobernanza he citado con frecuencia el libro de Marjorie Jouen, Diversité européenne: mode d’emploi, y el balance que allí se presenta sobre las iniciativas locales de
desarrollo. Cuando la Comisión Europea elaboró el Libro Blanco Crecimiento, competitividad, empleo, tomó conciencia de la imposibilidad de tratar el campo de la exclusión social de la misma
manera en que había tratado los problemas de unificación del mercado, porque las modalidades de acción en este campo estaban muy marcadas por las especificidades históricas, institucionales y políticas de cada país. Había que innovar entonces, generar una recopilación de experiencias, tanto 61 DPH 7607, Vers une charte européenne, des critères de commerce équitable, ficha realizada por Odile Albert.
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nacionales como locales, confrontar las buenas prácticas, extraer los principios rectores comunes. Eso fue lo que se hizo en el Consejo extraordinario sobre el empleo en Luxemburgo en noviembre de 1997. Es bastante curioso que las instituciones europeas mismas al parecer no hayan percibido el carácter profundamente innovador del procedimiento que habían seguido. Para ellas, la imposibilidad de dictar reglas comunes generaba una gobernanza “blanda”, por no haberse logrado el consenso entre los Estados para una gobernanza “dura”, es decir para directivas. En la práctica, los Estados se quedaron a medio camino. Los principios rectores surgidos del trabajo comparativo no se volvieron oponibles a los Estados. Sin embargo, este aprendizaje alberga dentro suyo los comienzos de una reforma más profunda de las instituciones. Ante las deficiencias de las regulaciones públicas internacionales, la sociedad civil toma la iniciativa A lo largo de las dos últimas décadas hubo tres innovaciones que marcaron la vida y los debates internacionales. La primera es la serie de conferencias internacionales organizadas por la ONU sobre los más diversos temas e inaugurada en Río de Janeiro en 1992 con la Cumbre de la Tierra. La segunda es el surgimiento del “fenómeno de las ONGs”. La inercia de los Estados y el peso de los presuntos “intereses nacionales” llevan a que la sociedad civil se organice en el plano internacional. Las grandes ONGs se desarrollan y se instalan en el escenario público: las “humanitarias”, con Médicos sin Fronteras y Médicos del Mundo, las “ambientalistas” con Greenpeace, las defensoras de los Derechos Humanos con Amnesty Internacional y, más recientemente, las redes de observación tales como Human Rights Watch o Transparency International. Utilizando los nuevos medios de comunicación, especialmente internet, y aprovechando una relación de complementariedad con los medios de comunicación masivos, a los cuales les brindan información a cambio de mediatización, estas ONGs anuncian relaciones internacionales que ya no se basan únicamente en la confrontación de los intereses nacionales. La tercera innovación es la creación de foros internacionales que van ocupando un lugar significativo en la construcción del debate público, manteniéndose como iniciativas exclusivamente no gubernamentales. Primero fue el foro económico mundial, llamado foro de Davos. Sus fundadores, el francés Raymond Barre y el suizo Klaus Schwab, partieron de la evidente constatación de que las administraciones nacionales y las diplomacias ya no eran ni podían seguir 79
siendo el vector de los diálogos que se organizan entre los grandes actores económicos, transnacionales, y los Estados. La naturaleza de las relaciones había cambiado tanto que se hacía indispensable un espacio de libre confrontación internacional donde pudieran encontrarse esas dos categorías de actores. De allí el considerable éxito del foro de Davos, que también explica que las críticas se focalicen sobre él, como símbolo de la jet society del orden mundial neoliberal. Al pretender, con o sin razón, reunir a los elementos más representativos de la industria mundial, esta iniciativa privada y de naturaleza comercial sirvió durante algunos años como marco y pretexto para que las más notables personalidades políticas se mostraran allí e hicieran útiles contactos. Desde 2001, otra iniciativa vino a “completar” a Davos: el foro social mundial de Porto Alegre. Poner a los dos foros en el mismo plano puede parecer provocador, ya que comúnmente se presenta al segundo como un “antiDavos”. Se supone que uno, el foro económico, es el emporio de la globalización económica triunfante mientras que el otro, el foro social, es el emporio de la lucha contra esa misma globalización. En realidad, lo que me interesa aquí en materia de gobernanza no son tanto las tesis defendidas, ni siquiera la naturaleza de los participantes puesto que ni en un caso ni en otro los participantes representan la diversidad de la sociedad mundial, sino el hecho de que estas iniciativas reflejan nuevas modalidades de la gobernanza. Así como hemos visto que en el plano local la sociedad civil venía a paliar las deficiencias de los Estados, especialmente en el campo de la acción social, también la vemos a escala internacional crear los espacios de debate público y el escenario político mundial que las instituciones no supieron crear. *** Nuevas formas de compromiso social, ejecución privada de funciones que hasta ahora eran prerrogativa de los Estados, refundación de la comunidad, redefinición de la ciudadanía, enfoque pragmático del Estado y de sus relaciones con la sociedad, desinstitucionalización, pluralismo jurídico, redescubrimiento del territorio, nuevas formas de relación entre niveles de gobernanza y construcción del escenario público internacional mediante iniciativas de la sociedad civil: son todas innovaciones pragmáticas que poco a poco van armando un sistema para contribuir a definir los contornos de la nueva gobernanza.
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II. LOS PRINCIPIOS COMUNES DE LA GOBERNANZA PARA EL SIGLO XXI
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Las primicias de renovación de la gobernanza que van apareciendo tienen en común un cuestionamiento del carácter demasiado dogmático y exclusivo del Estado westfaliano. Todos proponen volver a las fuentes y partir de las preguntas planteadas más que de las respuestas que nuestras sociedades les han dado en un momento determinado de su historia. Todos deconstruyen falsas evidencias, aportan creatividad, flexibilidad y diversidad. Desplazan fronteras de todo tipo y llenan los vacíos que no han sabido colmar las relaciones interestatales, abriendo así nuevas perspectivas. Pero tal como anunciamos anteriormente, nuestro propósito es ir más allá de los ajustes generalizados y reordenar los elementos del sistema en un conjunto coherente. Tal es el objeto de esta segunda parte. El fundamento de este sistema renovado es la relación. La capacidad de nuestras sociedades tan interdependientes como infinitamente diversas para sobrevivir y desarrollarse depende de su capacidad para manejar las relaciones y garantizar un máximo de unidad y un máximo de diversidad. Abordaremos pues en los próximos capítulos las diferentes formas de relaciones. El primer capítulo está dedicado a la institución de la comunidad, a los fundamentos éticos de la gobernanza, a las condiciones para su legitimidad y a las relaciones entre actores en el marco del contrato social. La necesidad de manejar las interdependencias mundiales nos recuerda que ninguna comunidad es totalmente homogénea y que ninguna existe para siempre, incluyendo a las “nacionalidades”. Vamos hacia “sociedades de contrato” y, en estas condiciones, la declaración y el respeto de principios comunes son el fundamento y la condición misma de la convivencia. Para que haya comunidad tiene que haber un verdadero contrato social entre los actores, donde cada uno de ellos reconozca responsabilidades proporcionales a sus derechos con respecto al conjunto de la comunidad. La primera función de la gobernanza es construir y dar cohesión a la comunidad. Para ello no basta con que la gobernanza sea “legal”, sino que también tiene que ser considerada “legítima”. Las acciones del poder público y las limitaciones que éste impone no pueden contentarse con ser santificadas ni sancionadas por un voto. También tienen que ser consideradas necesarias y eficaces. El segundo capítulo abarca las relaciones entre niveles de gobernanza. Ningún problema serio puede tratarse en un solo nivel. Todo es a la vez local y global. Esta simple constatación pone en tela de juicio preconceptos y evidencias muy arraigadas. Por ejemplo: no habría democracia posible sin
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que se atribuya claramente, a cada nivel de gobernanza (local, nacional, regional o mundial), competencias exclusivas de las cuales se vuelve único responsable. La clave de la gobernanza del mañana ya no será el principio de distribución de las competencias entre niveles sino, por el contrario, el de la cooperación entre niveles. Este principio de cooperación se basa sobre una experiencia concreta: todas las sociedades se ven confrontadas a problemas del mismo tipo pero cada una debe darles respuestas específicas. De allí deriva el principio de subsidiariedad activa, cuya génesis y aplicación explicaremos en detalle. El tercer capítulo se centra en las relaciones entre la acción pública y el mercado. Intentaré en este caso abordar el debate prescindiendo de la coraza ideológica que suele cubrirlo, porque a menudo se mezclan allí registros muy diferentes en lo relativo a la naturaleza, la vocación y la distribución de los bienes y servicios. Creo que eso impide también ver lo esencial, el creciente lugar que ocupa la economía del conocimiento y la escasez de los recursos naturales en comparación con nuestras ansias de consumo. Estos dos hechos llevan a reconocer que los bienes más valiosos para el futuro serán los que se multiplican al compartirse. De allí deduzco que la reflexión sobre las relaciones entre acción pública y mercado dependen, previo a cualquier elección política, de la naturaleza misma de los bienes y servicios. No podemos tratar de igual manera los bienes que se destruyen al compartirse (tal como los ecosistemas), los bienes que existen en cantidad limitada (como los recursos naturales), los bienes resultantes de la industria humana pero que se dividen al compartirse y, por último, los bienes que se multiplican al compartirse. La eficacia y la legitimidad del mercado son poco discutibles para la tercera categoría, pero las otras tres tienen lógicas distintas. El capítulo concluye con un llamado a repensar nuestros sistemas económicos, aplicando a la organización de los intercambios el mismo principio de subsidiariedad activa que se aplica a las relaciones entre niveles de gobernanza. El cuarto capítulo está dedicado a las relaciones entre el poder público y los demás actores. Parte de la constatación de que la mayoría de los problemas reales implican una cooperación entre el poder público y una gran diversidad de actores. Es por eso que la mayoría de los discursos sobre la gobernanza elogian la cooperación sin querer admitir que los poderes públicos pocas veces son capaces de actuar como auténticos colaboradores en una relación de cooperación. Esta idea, contraria a la convicción tan asimilada de que el poder público está por encima de la sociedad, choca de todas formas con la realidad de los dispositivos administrativos, jurídicos y financieros. Por otra parte, para que haya un trabajo en colaboración hacen falta colaboradores que sean conscientes de su responsabilidad. Por ello es importante y necesario promover su aparición. Partiendo de ejemplos 83
concretos, mostraré en qué pueden consistir las reglas de juego de la relación de partenariado. El quinto capítulo aborda el tema del lugar que ocupan los territorios locales en la nueva gobernanza. Mientras que la creciente movilidad de la información, de las personas, de las mercancías y de los capitales, así como el crecimiento de las interdependencias, debería limitar a los territorios locales, en apariencia, a un papel marginal, circunscrito por ejemplo a los problemas sociales o de vecindad, asistimos por el contrario a una verdadera revancha de los territorios. Esto resulta precisamente de la creciente importancia de las relaciones, incluso dentro de la organización económica, tal como lo demuestra la polarización del desarrollo. Una gobernanza basada en la gestión de las relaciones –es decir, entre los actores sociales, entre los niveles de gobernanza, entre las problemáticas, entre la humanidad y la biosfera, entre el poder público y el resto de la sociedad no puede sino priorizar el territorio, espacio de la organización de dichas relaciones por excelencia. Los sistemas de producción y los servicios públicos, ambos organizados en filiales verticales, deben equilibrarse mediante el fortalecimiento de las relaciones horizontales, que son condiciones tanto para el desarrollo sostenible como para la cohesión social. Concluyo pues que el territorio es la piedra fundamental, la pieza clave de la gobernanza del siglo XXI. El sexto capítulo introduce una reflexión sobre la ingeniería institucional. Parte de la constatación de que las lógicas institucionales, los procedimientos, las culturas, los modos de decisión y la gestión del tiempo estructuran la gobernanza de manera más eficaz y duradera que los discursos políticos, por más bien intencionados que éstos sean. El arte de la gobernanza consiste entonces, antes que nada, en concebir sistemas cuyo funcionamiento vaya en la dirección de los objetivos buscados. Abriremos entonces algunas pistas de reflexión para pensar de otra manera las instituciones administrativas y su funcionamiento, con el fin de volverlas capaces de inscribirse dentro de los sistemas de relación antes descritos. Una de las dimensiones más importantes se refiere a la toma de decisión en sí. El pensamiento político asocia al poder político con la capacidad de decidir. Veremos que, por el contrario, en los sistemas complejos las soluciones adecuadas resultan de largos procesos de elaboración. En consecuencia, el poder de propuesta y la organización del ciclo de elaboración, de implementación y de evaluación de las políticas públicas son cuestiones centrales de la gobernanza. En definitiva, conforme a su sentido etimológico, el arte de la navegación en alta mar, es decir de la gestión del tiempo, de la incertidumbre, de los recursos y de la cooperación, es la base de la gobernanza.
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1. La institución de la comunidad, los fundamentos éticos de la gobernanza, el contrato social Los fundamentos éticos de la gobernanza, el principio de responsabilidad y la Carta de las Responsabilidades Humanas Los seres humanos, a escala planetaria, no han elegido vivir juntos. No forman en principio una comunidad, en el sentido en que una historia común los haya reunido, que los mismos mitos los vinculen o que hayan elegido libremente compartir su destino por medio de un referéndum de autodeterminación. No obstante, si definimos la gobernanza como el conjunto de regulaciones que permiten que una sociedad viva en paz duradera y garantice su perennidad a largo plazo, en el siglo XXI sólo puede pensarse en una gobernanza mundial. En la sociedad segmentada de una aldea, donde cada grupo humano vivía en relativa simbiosis con un ecosistema local, era natural que ese grupo y su supervivencia fueran la razón de ser de la gobernanza y el fundamento de su legitimidad. Con el surgimiento de las interdependencias entre las sociedades y entre la humanidad y la biosfera, el mismo razonamiento lleva a decir que la supervivencia de la humanidad y su gestión pacífica son ahora las razones de ser de la gobernanza y el fundamento último de su legitimidad. En este sentido, el problema clásico de las relaciones entre niveles de gobernanza se verá invertido y personalmente sostengo que la gobernanza mundial será, a la larga, el fundamento de la legitimidad de la gobernanza en todos los demás niveles. Esto plantea sin embargo cuestiones fundamentales en los planos filosófico, ético, político, social e institucional. En el plano filosófico porque ya no se podrá buscar el mal en el otro y la democracia se verá obligada a responder a las grandes cuestiones antropológicas. En el plano ético porque habrá que ponerse de acuerdo sobre los valores comunes que guíen la gestión del planeta y que serán los criterios finales para juzgar la gobernanza. En el plano político porque planteará la necesidad de que surja una entidad capaz de dotarse de instituciones, reglas, actores y prácticas que constituyan la gobernanza mundial. En el plano social porque habrá que tomar conciencia urgentemente de una comunidad mundial. En el plano institucional porque implicará la elaboración de una Constitución que pueda servir de marco de referencia final para la elaboración
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progresiva de reglas, instituciones y prácticas. En la mayoría de las sociedades, la adopción de valores y reglas comunes es tan importante que se siente la necesidad de referirse a una trascendencia o a mitos para que esos valores y reglas de alguna manera queden exentos de las críticas de los contemporáneos. En el presente caso, la comunidad mundial se construye reuniendo a sociedades que tienen, cada una, su propia visión de la trascendencia o sus propios mitos fundadores. Ahora bien, al mismo tiempo, como resultado de su poder y su dominio de la naturaleza, la humanidad se encuentra al mando de su propio destino. Los grupos no tienen en la práctica otra opción que no sea integrarse, definiendo aquí y ahora reglas y valores comunes, sin poder aferrarse a una justificación trascendente o a mitos fundadores. Esto no disminuye para nada la importancia que cada uno de nosotros podamos conceder a la trascendencia. Por el contrario, nos protege del vértigo del poder absoluto y nos enseña la humildad, llevándonos a reconocer que el destino colectivo de la humanidad es más importante que nuestras pequeñas personas. De ese modo, la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que no menciona explícitamente una trascendencia, se refiere a derechos imprescriptibles e iguales de los seres humanos y por ende a la singularidad radical de los seres humanos con respecto a las máquinas o a las plantas. La necesidad de construir una comunidad social y política mundial nos lleva a elaborar conscientemente reglas generales y, en consecuencia, a construir la sociedad sobre una base contractual. La convicción de que ninguna sociedad puede garantizar su propio futuro sin que las demás sociedades tengan la misma posibilidad queda implícita en dicho contrato fundador. He señalado en la introducción que la ética y la gobernanza están asociadas como dos caras de una misma moneda. En primer lugar porque en ambos casos se trata de reafirmar que los fines deben prevalecer sobre los medios. Luego porque no hay gobernanza pacífica y menos aún democrática sin un fundamento ético. Hasta hace poco, el cinismo estaba de moda. Las crisis que pasamos en 2002 con los escándalos gigantescos de Enron, Arthur Andersen y World Com sirvieron para recordar en el ámbito económico y financiero que ni el capitalismo más integrista y duro puede prescindir de la ética. La “justificación por el éxito”, que dio gloria efímera a todos esos capitanes de las finanzas y de la industria que salieron en primera plana, antes de que los pusiera en la picota pública, es autodestructiva del sistema. En efecto, éste sólo puede funcionar si los distintos actores y los ciudadanos mismos confían en el respeto general de algunas reglas fundamentales. Lo mismo ocurre con la gobernanza. Recordemos la frase cínica atribuida al exministro francés del Interior 86
Charles Pasqua: “las promesas electorales sólo involucran a quienes creen en ellas”. La ética, de la misma manera, ¿no involucraría solamente a quienes creen en ella? ¿Quedaría entonces reservada para los “ingenuos”? La moral última de la política, en democracia, ¿se basaría en la justificación de los actos por la posibilidad de hacerse reelegir? Creo que, en el caso de Francia, sería imprudente subestimar los estragos de las leyes de amnistía que acordaron los partidos políticos dado que, de manera subterránea pero profunda, socavan la confianza que tiene la sociedad en sus instituciones y en sus gobernantes.
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Ética y responsabilidad La obligación de construir un destino colectivo común para vivir en paz me lleva a reflexionar sobre los conceptos de ética y de responsabilidad y sus relaciones. El concepto de ética se ha forjado a partir del griego ethos, que tiene un significado similar al latín mores, del que deriva la palabra moral. En su acepción precisa y actual, la ética designa el estudio teórico de los principios que guían la acción humana en todo contexto donde pueda haber deliberación. La ética abarca también el conjunto de los principios de consenso que regulan la acción de los individuos dentro de las construcciones sociales. Constatamos que “el surgimiento de las cuestiones éticas (…) alude a la doble carencia de lo privado (el mercado) y de lo público (el Estado). Así ocurre con el respeto del derecho social o de los derechos humanos. De igual manera, el concepto de comercio justo pone de manifiesto el fracaso de las políticas de desarrollo y de comercio tradicionales”62. La responsabilidad, es decir el reconocimiento de la interdependencia del individuo para con sus semejantes y la naturaleza, es una de las dimensiones fundamentales de la ética, puesto que proporciona un enfoque particular de la mayoría de las elecciones que se hacen. Así lo sostiene el filósofo Hans Jonas, que ubica a la responsabilidad en el centro de la ética: “Actúa de tal manera que los efectos de tu acción sean compatibles con la permanencia de una vida auténticamente humana sobre la tierra y de manera tal que los efectos de tu acción no sean destructivos”63. A su entender, el “miedo” se convierte en una condición que hace posible la responsabilidad.
62 F. Benaroya, «Entre éthique et économie», coloquio CERI/MAE, 2002. 63 Hans Jonas, El principio de responsabilidad, Herder, Barcelona,1995.
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Ser responsable es asumirse y asumir a los demás. “La ética positiva es una reflexión sobre las condiciones de la vida buena o del acceso a la felicidad. La libertad individual fue la condición privilegiada en los siglos XVIII y XIX, especialmente en el campo de la economía. De ello resultó un cálculo económico basado en el individualismo, el utilitarismo y el liberalismo. El marco ético contemporáneo planteó la responsabilidad como complemento de la libertad”64. “La responsabilidad social de una organización se refiere a conceptos éticofilosóficos. Existen tres escuelas: la más importante es la escuela norteamericana del Business Ethics, que apunta a crear códigos morales dentro de las empresas; la escuela alemana, que apunta a una ética colectiva donde empleados y dirigentes están concernidos y tienen que establecer un consenso y, por último, la escuela francesa, considerada como una escuela “crítica” con respecto a la viabilidad del concepto de ética en la empresa”65. Recientemente las cuestiones de responsabilidad y de ética generaron nuevos desarrollos. Contraponiéndose a una visión utilitarista que reduce al hombre a lo que posee, Amartya Sen 66 propone una “ética de la responsabilidad” que hace hincapié en las “capacidades” que cada uno tiene para actuar y ejercer su parte de libertad y de responsabilidad, aun cuando sea pobre. La sociedad, a través de sus normas, tiene la responsabilidad de consolidar dicha libertad. Para Jurgen Habermas67, la ética no se refiere a “lo que está bien” sino “a lo que es justo”. La
discusión sobre la ética se desplaza entonces hacia las condiciones sociopolíticas que permitan hacer lo que es “justo”. Se crea así una “ética de la discusión”, basada en la problemática del espacio público, proceso de deliberación colectiva.
64 D. Virginie, «note sur la responsabilité économique», http//:mapage.noos.fr/RVD/DEA.htm, 1998. 65 Le Monde de l’économie del 26 de noviembre de 2001 66 A. K. Sen, Sobre ética y economía, Alianza, Madrid, 1984. 67 J. Habermas, Aclaraciones a la ética del discurso, Trotta, Madrid, 2000.
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La problemática y el alcance del principio de responsabilidad van mucho más allá de las reglas que el Banco Mundial intenta promover bajo el término de accountability dentro del marco de la “buena gobernanza”, ya que éstas sólo hablan de someter la actividad del Estado y de las administraciones a la obligación de “rendir cuentas”.
La ética dista de ser un elemento decorativo de la gobernanza. Por el contrario, es indisociable de esta última. En primer lugar porque la gobernanza exige que los gobernantes se sometan a las leyes vigentes y ejerzan sus funciones con probidad. Si no lo hacen, las reglamentaciones que imponen en nombre del interés común pierden legitimidad. En segundo lugar porque, para ser democrática, la gobernanza exige un acuerdo sobre principios comunes y esos principios son necesariamente éticos. En vista de que, en el actual estado de la humanidad, toda gobernanza proviene en última instancia de una gobernanza mundial y de que la misma sólo puede tener una base contractual basada a su vez en principios éticos, la adopción de esos principios éticos comunes para nuestra época se vuelve decisiva. La ética condiciona el surgimiento de la comunidad social y de la comunidad política a escala mundial. Es por esta razón que, dentro del marco de la Alianza por un mundo responsable, plural y solidario, se ha hecho un esfuerzo considerable para elaborar de manera intercultural una base ética común de esas características. En 2001, ese esfuerzo culminó en un proyecto de Carta de las Responsabilidades Humanas. La responsabilidad se ubica en el centro del acuerdo que pueden lograr actualmente las diferentes sociedades humanas para construir esa base ética. Esto se deriva de manera casi obvia de lo enunciado anteriormente. “La tierra es nuestra única e irremplazable patria. La humanidad, en toda su diversidad, pertenece al mundo de lo viviente y participa en su evolución. Sus destinos son inseparables”, dice el preámbulo de la Carta. Destinos inseparables e interdependencia de acciones son los fundamentos de la importancia de la responsabilidad. La responsabilidad ocupa un lugar central en el pensamiento de muchos filósofos y economistas, pero también se ha vuelto la columna vertebral de la reflexión en el mundo sindical, la comunidad científica y las empresas. El Premio Nobel de economía Amartya Sen señala que, con el aumento del nivel de interdependencia se ha vuelto algo natural extender las responsabilidades recíprocas. La responsabilidad social se basa en el reconocimiento de que la vida de los individuos en sociedad genera interdependencias, lo cual implica obligaciones recíprocas vinculadas con las relaciones económicas, políticas y sociales que mantienen entre sí. El filósofo Hans Jonas ya en los años ’70 nos hizo tomar conciencia de que la evolución de la humanidad llevaba a una redefinición de la responsabilidad a medida que el impacto 90
conjugado de nuestras acciones aumentaba. De allí concluía que la responsabilidad no se limita a rendir cuentas de nuestros actos aquí y ahora, sino que también implica rendir cuentas “frente a lo que aún no ha nacido”. Estas ideas fueron imponiendo el reconocimiento de la responsabilidad con respecto a las generaciones futuras. Nuestra responsabilidad ya no se manifiesta solamente frente a sujetos de derecho que pueden exigirnos una rendición de cuentas de nuestros actos, sino que se ejerce también con relación a seres que no son sujetos clásicos de derecho. De allí la extensión, a veces cuestionada, de la noción de derecho al “derecho de las generaciones futuras” o al “derecho de los animales”. Un tramo esencial de la Carta de las Responsabilidades Humanas trata de definir este concepto ampliado de responsabilidad. Estos son los criterios esenciales que pone en primer plano: – Tenemos una responsabilidad porque nuestras acciones tienen un impacto sobre los demás seres humanos; no podemos entonces eximirnos de esta responsabilidad so pretexto de que no teníamos intención de perjudicar o de que las consecuencias indirectas de nuestros actos eran imprevisibles: ese carácter imprevisible en sí nos obliga a actuar con humildad, prudencia y precaución. – Las responsabilidades de los seres humanos (y este principio se extiende inmediatamente a los actores sociales, a los actores económicos y a los públicos) son proporcionales a las posibilidades de las que disponen. Cuanto más libertad, acceso a la información, conocimientos, riqueza y poder tenga una persona o una organización, mayor será su responsabilidad y más imperiosa la obligación de responder por sus actos. – Hay que concebir el poder, y por ende la responsabilidad, de manera activa y no sólo pasiva. La Carta puntualiza al respecto: “todo ser humano tiene la capacidad de asumir responsabilidades; aun cuando las personas se sienten impotentes conservan la responsabilidad de aliarse con otras para crear una fuerza colectiva”. – Las responsabilidades no sólo se aplican a las acciones presentes y futuras, sino también a las acciones pasadas. Los daños pasados causados de manera colectiva deben ser moralmente asumidos por la colectividad implicada y reparados tanto como sea posible. Este enfoque de la responsabilidad debería modificar muy profundamente el ejercicio de la gobernanza y su marco jurídico. Al respecto, podemos establecer un paralelo entre la empresa y la gobernanza pública. En ambos casos el impacto de las acciones de los empresarios y ejecutivos que actúan en nombre y bajo el control de sus accionistas o de los responsables políticos que actúan en nombre y bajo el control de sus electores supera ampliamente a los mandantes, es decir a los 91
accionistas por un lado y a los electores por otro. La necesidad de rendir cuentas no puede entonces limitarse a una rendición de cuentas frente a los mandantes. Esto cada vez se reconoce más en el ámbito de las empresas. La noción de empresa responsable se extiende, como mínimo, no sólo a los accionistas sino también a los empleados, a los clientes, a los subcontratistas y proveedores, a las comunidades locales donde se insertan y al medioambiente. En el caso de la gobernanza todavía no se ha dado esa evolución, pero es inevitable que suceda. En realidad sólo se ha dado en el caso extremo de los “crímenes contra la humanidad”. Pero los gobiernos europeos y norteamericanos no parecen sentir por ahora que tengan que rendir cuentas, por ejemplo, sobre los subsidios que conceden a sus respectivas agriculturas, contribuyendo así a causar la ruina de los agricultores de los países que no disponen de los medios políticos y financieros para implementar medidas proteccionistas de esa envergadura. La reflexión sobre la responsabilidad también será el punto central y unificador del contrato social entre los distintos medios sociales y profesionales y el conjunto de la comunidad. Tomemos por ejemplo el caso de los ingenieros. No es casual que, después de la Segunda Guerra Mundial, la asociación de ingenieros alemanes haya sido la primera en reafirmar una base ética. El nazismo había demostrado de qué manera los técnicos contribuían a la generalización del mal cuando priorizaban el deber de obediencia por sobre la conciencia individual. En la misma línea de pensamiento, Hans Jonas, también alemán, demostró ya en 1954 que la técnica ya no era una herramienta sino una creencia, a tal punto que todo efecto negativo de la técnica era asimilado a su “mal empleo” o al “precio” del progreso. Esta creencia, que exime a los productores de tecnología de un cuestionamiento sobre sus responsabilidades, hoy en día ya no tiene vigencia. Aunque de manera demasiado lenta, esta misma reflexión sobre la responsabilidad personal y colectiva va surgiendo progresivamente en el ámbito científico. El extraordinario impacto de los desarrollos científicos y técnicos actuales sobre nuestro futuro va a acelerar la toma de conciencia y hará de la responsabilidad una dimensión fundamental de la actividad científica en las próximas décadas. En la Agenda para el siglo XXI que surgió como resultado de la Asamblea Mundial de Ciudadanos de Lille (Francia), las reflexiones éticas se articulan en torno a dos ejes: la responsabilidad y el respeto de la diversidad. Además, la Agenda define el estatuto de la ética y su relación con la gobernanza. En primer lugar por su contenido: “la responsabilidad es el valor central, seguido por el respeto de la dignidad, el respeto, la tolerancia y la apertura hacia el otro, la 92
solidaridad y la capacidad para cooperar y la valorización del ser más que del tener”. El vínculo con la gobernanza es inmediato: ya sea cuando se trata de dignidad como extensión de la declaración de los derechos humanos, o de tolerancia y apertura como manifestación del reconocimiento de la diversidad, o de capacidad para cooperar y de solidaridad como condiciones del partenariado. La valorización del ser más que del tener lleva por su parte a valorizar bienes inmateriales que se multiplican al compartirse. Volveremos sobre este punto más adelante. La Agenda para el siglo XXI también muestra que la ética de nuestro tiempo no puede verse como un asunto individual. Hay una continuidad entre las dimensiones individual y colectiva, entre los deseos y la obligación legal. Pasamos gradualmente de las convicciones individuales a la transmisión de valores por parte de la sociedad, luego al fundamento del contrato social, luego al modo de evaluación de las conductas y por último a las reglas de control y de derecho. El mundo sólo puede funcionar si el deseo individual, el prestigio social y el sistema de obligaciones se refuerzan mutuamente.
Los fundamentos constitucionales de la gobernanza La gobernanza siempre tuvo dos facetas: una de arrastre y otra de restricción. La primera intenta movilizar las energías individuales en torno a un proyecto en común. La segunda limita las libertades de hacer y emprender en nombre de la preservación del bien común. De ahí la necesidad de circunscribir constitucionalmente la acción de los gobernantes a partir de las exigencias del bien común. Tradicionalmente esta delimitación se hacía enunciando para cada nivel de gobernanza una cantidad determinada de atribuciones o competencias. Se consideraba que ésta era la única manera de frenar la tendencia de toda institución humana a acrecentar su campo de poder y, en el caso de la administración, a fortalecer su dominio sobre la sociedad. De hecho, la idea original de la subsidiariedad es la de proteger la vida privada y familiar de la injerencia pública. El debate sobre el porvenir de Europa da particular vigencia a estas cuestiones. Algunos países de la Unión Europea, especialmente Alemania, donde los Länder luchan constantemente por limitar la injerencia del Estado federal, consideran que hay que oponer resistencia a la presencia invasora de la Comisión Europea fijando de manera explícita, exhaustiva y limitante la lista de sus
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competencias, es decir de los ámbitos en los cuales puede intervenir. La misma preocupación se manifiesta en los países pobres con respecto a las instituciones internacionales: ellos ven en dichas instituciones, a menudo con razón, el brazo armado de los países ricos y se preocupan por la extensión incesante del “deber de injerencia”, ejercido tanto mediante reglas internacionales como a través de intervenciones directas o condiciones para la cooperación internacional. Por mi parte, creo que la delimitación del campo constitucional de la gobernanza mediante un enunciado limitante de las prerrogativas –es decir, de los ámbitos de competencia es un combate perdido por adelantado, pura y sencillamente porque todos los problemas se vinculan entre sí. En consecuencia, tanto si se trata de instituciones que la comunidad mundial tendrá que crear en las próximas décadas o de la próxima etapa de la construcción de Europa, la delimitación de la gobernanza deberá más bien plantearse a partir del enunciado de los objetivos comunes, de los criterios éticos que deberán guiar la acción, de las reglas de cooperación entre niveles de gobernanza y del principio de mínima restricción que abordaremos más adelante68. De este modo, la visión tradicional de la gobernanza, caracterizada por la repartición de las competencias, por instituciones sectorizadas y por reglas es sustituida por una visión nueva en la que la gobernanza se define por objetivos, principios éticos y dispositivos concretos de trabajo. Detengámonos un momento sobre esta última frase de apariencia inocente, en donde vemos que los objetivos vienen a ocupar el lugar de las competencias, los principios éticos reemplazan a las reglas y los dispositivos concretos se sustituyen a las instituciones. Competencias, reglas e instituciones se refieren al campo de las cosas, de los medios. Es el espacio de la delimitación, de la separación. Por su parte los objetivos, los criterios éticos y los dispositivos concretos se refieren al campo de las intenciones, de las finalidades, de las evaluaciones y de los procesos. Es el espacio de la relación, del diálogo, de la jurisprudencia. Es un álgebra muy diferente, una sintaxis de la gobernanza totalmente distinta. El ámbito de la regla ignora la responsabilidad. En el fondo sólo conoce la inocencia o la culpabilidad, la conformidad a la ley o la transgresión. Lo incierto, lo desconocido, lo imprevisible, lo que “está por inventarse”, lo que “está por construir” se vuelca sobre lo ya marcado, conocido, circunscrito. La regla marca la frontera entre lo que está permitido y lo que está prohibido. Por el contrario, el ámbito del criterio ético se basa en la responsabilidad y alienta a cada actor a emprender “en proporción” a sus posibilidades. 68 Ver las propuestas de arquitectura de la gobernanza mundial en el sitio web de la Alianza: www.alliance21.org.
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Es por eso que una gobernanza definida por competencias, reglas e instituciones es adecuada para un mundo estable donde las regularidades permitan codificarlo todo, pero es inapropiada para un mundo en movimiento donde la regla se esfuerza por codificar un estado que ya cambió cuando entra en vigencia y por encerrar en una serie de situaciones estandarizadas a una realidad que constantemente escapa a la norma. La declaración de objetivos y de criterios tiene una consecuencia inmediata: la obligación, para los gobernantes, de rendir cuentas sobre el uso que hacen de su poder con relación a dichos objetivos y criterios. En un universo de competencias delimitadas y de reglas, los gobernantes sólo son juzgados por las urnas o a través de la justicia si han ultrapasado los límites de la competencia y de la regla. En un universo de objetivos, criterios y dispositivos concretos, la responsabilidad y el deber de rendir cuentas son permanentes. De igual modo se modifica la manera en que funcionan las instituciones. La antigua gobernanza atribuye a cada institución competencias que la alejan de la idea de cooperación: no se puede cooperar en torno a competencias. Las competencias sólo se pueden disputar. Cualquier falta de precisión en cuanto a su delimitación – ¿y cómo hacer para reducir el mundo a una lista de competencias y de reglas?– se refleja instantáneamente en una guerra de trincheras, siguiendo la metáfora de la estabilidad y el movimiento. Sólo se puede cooperar en torno a un proyecto y un objetivo común, en nombre de una responsabilidad compartida y cuando la competencia se define como el aporte propio de cada uno a una obra común, pues ésta requiere la participación de todas las competencias. Otra consecuencia inmediata: una gobernanza que utiliza las competencias, las reglas y las instituciones crea una jerarquía de las normas y los valores específica para cada área de competencia y cada una de las instituciones, mientras que una gobernanza que opera con objetivos y criterios lleva a una jerarquía común de los derechos y las reglas. Quisiera mostrar con algunos ejemplos concretos que este debate dista de ser filosófico y tiene en cambio consecuencias muy concretas. Tomemos primero el ejemplo de la construcción europea. Hasta ahora, la misma pudo llevarse a cabo porque el objetivo común que se le había asignado en los años ’80 era la realización del mercado único. Esto llevó a la Comisión Europea a intervenir en los más variados ámbitos, actuando también en el terreno de los Estados. El compromiso real de la Unión Europea con el desarrollo sostenible debería tener el mismo efecto en el período que se inicia. Si le imponemos a Europa competencias sectoriales, muy rápidamente veremos cómo se debilita. Asimismo, la Unión 95
supo dotarse de dispositivos de trabajo más que de instituciones. Por el contrario, cada vez que tuvo que asumir “competencias” como los Estados, surgió la desconfianza, se multiplicaron las reglas y se crearon universos kafkianos69. Observemos ahora el ejemplo de las regulaciones internacionales actuales. Cada institución multilateral, ya sean las instituciones financieras internacionales (FMI, Banco Mundial), la OMC o las agencias de las Naciones Unidas, tiene sus propias reglas, normas y prioridades que se derivan de su mandato. Desde el momento en que la gobernanza se define por una lista de competencias, cada competencia tiende a dotarse de instituciones especializadas, cada una de ellas con sus propios criterios de evaluación. Por más que el preámbulo de la OMC, por ejemplo, insista en sus referencias al desarrollo sostenible, la única misión de la organización sigue siendo el desarrollo del comercio internacional. Todos los que señalan las contradicciones entre ese desarrollo y la protección del medioambiente se encuentran frente a un dilema: o bien se extienden las competencias de la OMC para llevarla a que tome en cuenta el medioambiente, con el riesgo de fortalecer la tendencia a que el medioambiente sea considerado como una mercancía entre otras, o bien oponemos a las reglas de protección del comercio otras reglas de protección del medioambiente, pero en ese caso el combate es desigual, puesto que la OMC dispone de un mecanismo de resolución de desacuerdos que da una eficacia concreta a sus reglas, mientras que las instituciones de protección del medioambiente no tienen la capacidad de implementar decisiones tomadas a nivel internacional. Reconociendo en cambio que la gobernanza mundial tiene objetivos y criterios comunes que emanan de la Carta de las Responsabilidades Humanas, cada institución debe asumir su parte de responsabilidad frente a los objetivos comunes, respetando la Carta e inspirándose de criterios comunes que trascienden su propio campo de competencia. Muy bien, se me dirá, pero ¿es posible definir los objetivos comunes de gobernanza y los criterios éticos de manera tal que sean una herramienta operacional de la gobernanza y no, como ocurre de costumbre, una simple declaración de buenas intenciones rápidamente olvidada? Yo creo que es posible. Tomo el ejemplo de la gobernanza mundial. Sus objetivos son la adaptación de los objetivos eternos de la gobernanza a las realidades de la humanidad en la actualidad: implementar las condiciones para un desarrollo sostenible; reducir las desigualdades; instaurar una paz duradera 69 Para un análisis de estas desviaciones, ver: Mettre la coopération européenne au service des acteurs et des processus de développement, op. cit.
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en el respeto de la diversidad. La persecución de esos objetivos debe estar conforme con los grandes principios de la Carta de las Responsabilidades Humanas que, de manera significativa, se enuncian todos en forma de relación. La responsabilidad de cada institución está comprometida en la persecución de esos objetivos y la Carta propone una serie de criterios que respetar para guiar ese esfuerzo. Cada criterio es una relación entre dos términos y la pertinencia de la acción se evalúa según su capacidad para conciliarlos: – la relación entre la paz y la justicia; – la relación entre la libertad de cada uno y la preservación de la dignidad y los derechos humanos de todos los demás; la relación entre las necesidades a corto plazo y la preservación del futuro a largo plazo; la relación entre el acceso de todos a los recursos naturales y la preservación de los mismos; la relación entre la libertad y la distribución; la relación entre el ser y el tener; la relación entre diversidad y unidad: una humanidad desarrollada está unida pero conserva la riqueza de la diversidad de sus componentes. Estos principios, asociados a los objetivos comunes es decir, que se persiguen en común, delimitan el campo constitucional de la gobernanza. Sobre estas bases, las distintas agencias sectoriales son llamadas a cooperar. El mismo enfoque puede adoptarse en todos los niveles de gobernanza.
La institución de la comunidad y el ejercicio de la ciudadanía La construcción de objetivos y criterios comunes es una de las bases de la institución de la comunidad. En los “viejos países” de tradición democrática como los de Europa Occidental aun cuando éstos hayan librado incontables guerras para expandir sus territorios, la idea de una especie de comunidad instituida de una vez por todas se ha ido arraigando como algo corriente. La ciudadanía parece un derecho adquirido, asociado al hecho de pertenecer, más a menudo por nacimiento que por elección, a una comunidad. Sólo cuando ocurren grandes cambios como los de exYugoslavia, cuando se enciende la llama de las pasiones identitarias o nos vemos frente al
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desafío que representa en Europa Central y del Este y en la exURSS manejar un mosaico de pueblos diversos, sólo entonces nos despertamos y tomamos conciencia de que la comunidad es una construcción social y política que emana de la historia, una construcción que siempre puede ser frágil si no nos ocupamos asiduamente de consolidar sus fundamentos. Una comunidad se instituye. No puede reinventarse todos los días, pero tampoco puede alimentarse solamente de una historia común y de mitos o eventos fundadores del pasado. La necesidad de actos institutivos que fundan o refundan la comunidad es aún más imperiosa cuando se trata de conjuntos que se están formando, como los grandes bloques regionales o la comunidad mundial. Una de las dimensiones de la gobernanza, más allá de los plazos electorales, es crear procesos mediante los cuales, de tanto en tanto, la comunidad se refunda a sí misma. Una comunidad se instituye concretamente inventando sus propias reglas, su carta constitutiva, el contrato social que la funda y la vincula con las demás. Dentro de esa dinámica, una comunidad no debe temer el hecho de que se instituyan dentro suyo comunidades más pequeñas, puesto que toda comunidad contiene en sí misma la diversidad. La relación entre unidad y diversidad comienza a nivel local. Fundar la comunidad sobre una identidad monolítica sólo puede llevar a un callejón sin salida. Hace algunos siglos la diversidad del mundo era una abstracción filosófica para la mayoría de la población mundial. Se vivía dentro de comunidades más o menos homogéneas definidas por una identidad fuerte frente al resto del mundo que, se suponía, era diferente u hostil. La mezcla de poblaciones y la circulación de la información y de las personas van haciendo que la diversidad se convierta en la regla general, incluso a escala de las ciudades y los barrios. Y mientras la diversidad cultural y étnica se generaliza, las reacciones de repliegue identitario se multiplican, acarreando su dosis de violencia, incluso en sociedades donde la convivencia más o menos pacífica había prevalecido durante mucho tiempo: en la India, en África, en Cercano Oriente o en los Balcanes por ejemplo. Que la paz esté basada en la relación entre comunidades homogéneas, que tienen cada una su territorio, es algo que parece resultar directamente del derecho de los pueblos a disponer de sí mismos. ¿Pero qué es un pueblo? ¿Hasta qué nivel hay que descender para encontrar esa comunidad homogénea? Si el pueblo se define por su identidad, ¿cómo no basarse en criterios étnicos?¿Cómo conciliar ese derecho con la lucha contra la discriminación étnica o religiosa? ¿Hasta dónde hay que dividir el territorio en Irlanda, Kosovo, Costa de Marfil y la mayoría de los países africanos, en la India o en las repúblicas de la exURSS para llegar a identidades 98
supuestamente claras? En realidad esta búsqueda va tan en contra de la evolución del mundo que sólo puede culminar en la disgregación y la violencia. La única solución es reconocer que en cada nivel de territorio y de comunidad, cualquiera sea su tamaño, debe reafirmarse y asumirse el derecho a la diversidad. Allí es donde aparece el principio de fractalidad: cada territorio, en el plano de la humanidad y de los ecosistemas, es a la vez específico y parte integrante de una comunidad más amplia que va de lo local a lo mundial. En cada nivel, el aprendizaje de la relación entre unidad y diversidad se hace de igual modo. La regla universal de gestión de las relaciones entre unidad y diversidad será entonces una pieza maestra en el “mecano” de la gobernanza. En cualquier nivel, la institución de la comunidad en las sociedades democráticas pasa por la conciencia de la ciudadanía. Cuanto más contractuales son las bases de una sociedad, más reflejan la voluntad de convivencia y no la simple pertenencia pasiva a una comunidad determinada por la historia, el suelo o la sangre. ¿De qué ciudadanía se trata? Es el corolario de la responsabilidad: ser ciudadano no es tanto gozar de derechos como estar en condiciones de ejercer un papel, una responsabilidad en la gestión de la comunidad. Esto aparece sobre todo como la posibilidad y el deber de participar en la sociedad y de organizarse colectivamente. Es el sentido del término inglés “empowerment”: estar capacitado para ejercer una responsabilidad. La ciudadanía así entendida es por lo tanto indivisible, va de lo local a lo mundial y no puede limitarse al ejercicio de derechos políticos dentro de una democracia representativa. Desde la época de los griegos y los romanos coexistieron dos concepciones de la ciudadanía: una, que podríamos calificar como “pasiva”, se refiere a la constatación de pertenencia a una comunidad como resultado de la historia; la otra, que podríamos llamar “activa”, refleja el hecho de ser partícipe de los asuntos de la pólis (ciudadestado) y establecer un vínculo contractual con los demás ciudadanos. Por las mismas razones que ubicamos a la responsabilidad en el centro de la ética de nuestro tiempo, elegimos privilegiar hoy la segunda acepción de ciudadanía. Los mecanismos instituyentes de la comunidad deberían valorizar, más de lo que lo hacemos actualmente, la “entrada a la ciudadanía”. Debería ser como un rito de paso hacia la comunidad contractual de los adultos. En las familias de cultura cristiana cada vez hay más propensión a no bautizar a los recién nacidos para dejar que más tarde el niño o el adolescente pueda pronunciarse libremente sobre su deseo de ingresar a una comunidad. De no ser así, ocurre con el bautismo lo mismo que con la mayoría de edad y el acceso al voto: se convierten en una simple constatación de pertenencia 99
identitaria por nacimiento, familia, suelo o sangre. ¿Cómo no soñar con organizar, por ejemplo, a escala de la Unión Europea ampliada (o de otros conjuntos regionales), un proceso de encuentros de formación, de intercambio y de reflexión, dirigido a todos los jóvenes de 17 años y de ambos sexos, que los lleve a reflexionar juntos, antes de volverse ciudadanos europeos, sobre los desafíos y proyectos de los cuales serán colectivamente responsables a la edad adulta y sobre el lugar que ocupa Europa, por ejemplo, en el concierto de las naciones?
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Ciudadanía Haciendo hincapié en la pluralidad de la ciudadanía, me parece oportuno recordar las distintas ideas incluidas en esta noción. Históricamente, la ciudadanía nace en las pequeñas unidades demográficas, económicas y políticas. En la clásica referencia occidental a la Antigüedad grecolatina, el lugar de la ciudadanía es la pólis (ciudadestado). El espacio preferido para esta intervención de las personas libres sobre su futuro en común es la plaza pública, donde se lleva a cabo el debate democrático (ágora en Atenas, foro en Roma). El uso común del término “ciudadano” significa “persona que pertenece a una pólis, goza del derecho de ciudadanía y tiene obligación para con sus deberes correspondientes”. Jean Jaurès decía: “¡Sólo se habla de derechos! ¿Y si habláramos de deberes?”. Y Sylvie Furois agrega: “El civismo es el sentido de los deberes colectivos dentro de una comunidad… la ciudadanía debe ser considerada como una ética que guía la acción individual y colectiva”70. “Si el término “ciudadanía” reaparece en la actualidad es justamente porque ha llegado el momento de que cada habitante de la pólis tome conciencia de su propia responsabilidad frente a algunas dificultades”. La primera acepción resalta el “sentido jurídico: la ciudadanía es en primer lugar un conjunto de derechos y obligaciones, tanto cívicos como políticos. Desde ese punto de vista, la ciudadanía aparece como un concepto abstracto”. En la segunda acepción se hace hincapié en el “sentido político: es el principio de la legitimidad política el que funda la organización social y la vuelve concreta: todos somos diferentes, desiguales, pero constituimos la misma sociedad”71.
70 S. Furois, Le dico du citoyen, Ed. Milan, París, 1998. 71 D. Schnapper, Qu’estce que la citoyenneté?, Gallimard, París, 2000.
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Para Hannah Arendt, “la ciudadanía no se ubica en el registro del ser sino del hacer. El espacio político es un espacio público y no privado, un espacio electivo y no nativo”72. En consecuencia, no hay que “confundir .
la identidad de un individuo con su ciudadanía, su ser (privado) con su acción (pública) […], el principio de filiación que funda una identidad común en la repartición de valores culturales con el principio de acción que presenta una ciudadanía compartida en la identidad de un combate político librado en nombre de principios 73”.
Por otra parte, “la idea moderna de ciudadanía oculta un conflicto entre la lectura comunitarista y la lectura liberal. La primera describe a la ciudadanía como una carga, una responsabilidad, un fardo asumido con orgullo; la segunda la plantea como un estatuto, un título, un derecho del que se goza pasivamente”74. Las dos corrientes pueden definirse de la siguiente forma: – “la primera opone la igualdad civil, jurídica del ciudadano a las desigualdades económicas y sociales de hecho: la igualdad civil proclamada no tiene sentido si los individuos están en situaciones demasiado desiguales. Esta idea será retomada por los católicos sociales y por la corriente marxista. El Estado providencia aparece entonces como una respuesta a esta crítica. – la segunda, que opone la igualdad civil a la realidad de las referencias religiosas, históricas e ideológicas, ha alimentado todo el pensamiento contrarrevolucionario. Hoy en día los pensadores comunitarios retoman ese argumento reclamando el reconocimiento de las comunidades particulares en el espacio público”75.
72 H. Arendt, La crisis de la cultura, Portic, Barcelona, 1989. 73 E. Tassin, “Identidad, ciudadanía y comunidad política: ¿qué es un sujeto político?”, en Filosofías de la ciudadanía, sujeto político y democracia, 2ªed, Ed. Homo Sapiens, Rosario, Santa Fe, 2001. 74 M. Walzer, «Communauté, citoyenneté et jouissance des choses», Esprit, n°34, 1997. 75 D. Schnapper, op.cit.
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En la práctica, la ciudadanía sigue estando muy influenciada por la posición económica o social del individuo, su pertenencia sexual, su clase social, su edad y a veces su pertenencia a una casta. En “muchos países africanos se mantiene insidiosamente cierto grado de suspicacia en torno a esta cuestión: hay que tener padre y madre nacidos en el país o es mejor evitar tener un apellido que suene extranjero, aun cuando la madre sea autóctona (originaria) del país. En algunos países esta presunción ha sido convertida en concepto y en ley (código electoral) para eliminar a los adversarios políticos”.
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Mencioné aquí voluntariamente a Europa y no a mi país, Francia, para subrayar que la ciudadanía en el siglo XXI es fundamentalmente plural. Todos seremos inevitablemente ciudadanos de una comunidad reducida, de un Estado y también de una región del mundo y del planeta entero. No puede ser uno o lo otro, ni uno contra otro, sino uno junto a lo otro. Así pues, la relación entre unidad y diversidad, que constituye la columna vertebral de la gobernanza del mañana, se encuentra a nivel de cada individuo que articula por sí mismo su conciencia de ciudadanía a comunidades de distintos niveles. En los hechos, los jóvenes ya están viviendo esta ciudadanía plural por lo que escuchan en la radio, lo que ven en la televisión, lo que leen en los diarios, y también a través de lo que viven en su trabajo, descubren en sus viajes y manifiestan por sus gustos,. El escenario político y los sistemas de gobernanza son sencillamente los que vienen retrasados con respecto a las costumbres y las conciencias.
De la legalidad a la legitimidad de la gobernanza En una “sociedad de contrato” la legalidad de los actos de los gobernantes no basta para dar por sentada su autoridad. En todas partes del mundo va generándose un abismo entre legalidad y legitimidad de la gobernanza. Detengámonos un momento sobre esta distinción fundamental. Una gobernanza es legal cuando el ejercicio del poder está regido por un conjunto de reglas y principios provenientes de la tradición o consignados en una Constitución, leyes escritas y jurisprudencias. La legitimidad es una noción mucho más subjetiva, que tiene que ver con el sentimiento de la población de que el poder público y administrativo es ejercido por las personas “correctas” según prácticas “correctas” y en pos del interés común. Esta adhesión profunda de la población y de toda la sociedad a la manera en que se dirige el país es una dimensión esencial de la gobernanza. Para perdurar, ésta nunca puede, cualquiera sea el autoritarismo de un régimen o la envergadura de los medios represivos de que disponga, imponerse por pura fuerza; siempre debe generar un mínimo de eco y de adhesión en el seno de la sociedad. La democracia siempre tuvo tendencia a considerar que una gobernanza legal es automáticamente legítima, ya que el apoyo popular a las formas de ejercicio del poder se ha manifestado a través del voto de la Constitución y las leyes y la adhesión a las modalidades
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concretas del ejercicio de dicho poder se renueva periódicamente a través de las elecciones. La realidad es más compleja. Si bien en algunos países la Constitución es el acto fundador de la comunidad, en otros no es más que un documento para especialistas, poco conocido por el pueblo y sin vínculo real con la práctica del poder. El juego democrático mismo puede facilitar una tiranía de los intereses de la mayoría, en la cual pueden no reconocerse importantes minorías. En muchos países, en África, en América Latina, y en Asia, donde el modelo de la democracia parlamentaria llegó en las maletas del colonizador, el nuevo sistema político se superpuso a antiguas regulaciones, consagradas y legitimadas por la tradición. Estas últimas tuvieron que transformarse o disimularse, pero pese a ello siguen vivas, tal como se observa por ejemplo cotidianamente en la superposición de los derechos de la tierra o de las maneras de resolver los conflictos. Hay que reconocer que, en muchos países africanos, la democracia parlamentaria dista mucho de garantizar la legitimidad de la gobernanza. Asimismo, dentro de las mismas sociedades en donde se gestó la democracia parlamentaria se observa un fuerte descrédito de la política, una pérdida del respeto de los asuntos públicos y un desfase entre las maneras de ejercer el poder, las aspiraciones de la sociedad y la naturaleza de los desafíos que se plantean. Esto pone en evidencia un abismo que va creciendo entre legalidad y legitimidad del poder, lo que constituye una amenaza para la democracia misma. La eficacia de la gobernanza y su legitimidad se refuerzan o se degradan mutuamente. Un Estado, por ejemplo, para ser motor de una política de desarrollo, tiene que ser fuerte y respetado y tiene que poder invitar a los demás actores a involucrarse, hacer respetar reglas, recaudar impuestos y movilizar el ahorro. Nunca podrá lograrlo régimen democrático o no si no es respetado. Y no puede ser respetado si aparece como ineficiente y corrupto. ¿Cómo defender la idea de una acción pública fortalecida si la existente es percibida como ineficiente, adecuada a los intereses de una minoría sin preocupación real por el bien común, o si el Estado impone sus respuestas a cuestiones que no entendió correctamente? ¿Cómo defender la acción pública si la administración es vista, en el mejor de los casos, como un puñado de funcionarios obtusos y, en el peor, perezosos, incompetentes y corruptos? Fortalecer la legitimidad de la gobernanza, desde el nivel local hasta el nivel mundial, constituye hoy en día un tema esencial. El caso extremo es el de la gobernanza mundial. Por un lado, las regulaciones actuales no están a la altura de las interdependencias existentes. Por el otro, cualquier iniciativa por reforzar dichas regulaciones no obtendrá adhesión popular alguna si la legitimidad de las regulaciones preexistentes ya está en tela de juicio. Ahora bien, esto es lo que está 105
ocurriendo: la ONU a menudo es percibida como una costosa farsa. Su legitimidad democrática se ve limitada, acorralada entre el derecho a veto de algunos países grandes en el Consejo de Seguridad y la hipocresía del principio “un Estado, un voto”, que pretende hacer como si Nepal, Burkina Faso y los Estados Unidos estuvieran en pie de igualdad. La misma crisis de legitimidad atraviesa al Banco Mundial y al FMI, que se han vuelto en la práctica herramientas de acción de los países ricos sobre los países pobres. Las reglas internacionales enunciadas por autoridades sin rostro, sin mandato claro, sin instancia de apelación identificable proliferan, socavando la autoridad de esas mismas reglas y su eficacia y desacreditando también la pretensión de formular otras en el futuro, incluso en los ámbitos en los que se denuncia la ley de la selva y la proliferación de las injusticias. A esto podemos sumar el hecho de que las acciones de las agencias de las Naciones Unidas no siempre tienen coherencia y que además suelen carecer de los medios financieros y reglamentarios suficientes para promover sus ideas e imponer la aplicación de las reglas que dictan. La gobernanza mundial actual, constituida principalmente por relaciones entre Estadosnaciones, acumula déficits de legitimidad: los déficits relativos a los Estados mismos y los relativos a las modalidades de relación entre Estados. Para ser legítima, la gobernanza debe reunir cinco cualidades que consisten en: responder a una necesidad sentida por la comunidad; basarse en valores y principios comunes y reconocidos; ser equitativa; ser ejercida con eficacia por gobernantes responsables y dignos de confianza; respetar el principio de mínima restricción.
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Legitimidadlegalidadeficacia Basándome en la experiencia, creo que estos tres términos serán centrales en la gobernanza del futuro. La gobernanza se ubica en la intersección de tres ámbitos que constituyen a su vez criterios necesarios para evaluarlas: la legitimidad (el ámbito de las representaciones), la eficacia (el ámbito de los hechos, del rendimiento) y la legalidad (el ámbito del derecho). En la actualidad, la mayor parte de las concepciones filosóficas y jurídicas reconocen que la noción de legitimidad expresa la percepción que tienen los ciudadanos del gobierno de la sociedad, percepción que determina y condiciona la obediencia a dicho poder. Lipset definió la legitimidad de las instituciones políticas como “la capacidad del sistema (político) para generar y mantener la creencia de que las instituciones políticas existentes son las más apropiadas para la sociedad”76. En el mismo orden de ideas, Linz la define como la “creencia de que, a pesar de sus defectos y fracasos, las instituciones políticas son mejores que cualquier otra institución que pudiera establecerse y pueden, en consecuencia, exigir que se les obedezca”77. La legitimidad remite a los fundamentos del poder como justificación de la obediencia que se les debe. Tal como escribía SaintJust al comenzar la Revolución Francesa: “a través de las instituciones, la fuerza y la justicia inflexible de las leyes debe reemplazar la influencia personal”78. Con el advenimiento del Estado de derecho y el desarrollo de las democracias modernas, legitimidad y legalidad se volvieron dos figuras estrechamente ligadas de la relación del ciudadano con el poder.
76 S. M. Lipset, El Hombre Político. Las bases sociales de la Política, Ed.Tecnos, Madrid, 1987. 77 J. J. Linz, «Legitimacy of Democracy and the Socioeconomic System», M. Dogan (ed.), Comparing Pluralist Democracies: Strains on Legitimacy, 1988. 78 L. SaintJust, «Institutions républicaines», Œuvres choisies, Gallimard, coll. «Idées», París, 1968.
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La “legalización” del poder mediante la existencia de leyes e instituciones, así como también la posibilidad de insurrección por parte del sujeto político que se opone al orden existente posibilidad rápidamente transformada en un derecho ligado a la libertad y a la justicia han hecho que legalidad y legitimidad queden asociadas en la apreciación del funcionamiento de la democracia moderna y de las relaciones entre el poder y aquéllos a quienes concierne. Tanto es así que Max Weber79 sostuvo que la legitimidad legalracional por la cual el poder está fundado sobre una ley que depende de la Constitución determina la forma contemporánea de exigencia de legitimación. Para la Unión Europea, el término de legitimidad se asocia al de democracia para formar el concepto de “legitimidad democrática”. También se asocia a nociones tales como apertura y transparencia, eficacia de las instituciones, subsidiariedad, extensión de la ciudadanía europea, co decisión y calidad de los textos jurídicos comunitarios (claridad, comprensibilidad, técnica legislativa)80. Un tercer término, la eficacia, interfiere con el binomio legitimidad/legalidad. “La legitimidad de la acción pública ya no puede provenir solamente de principios de derecho sino que debe ahora aceptar que se la evalúe a la luz de sus objetivos y resultados. Así pues, las colectividades públicas ya no tienen nada ganado de por sí, sino que deben justificarse más allá del voto a través de la eficacia concreta de los servicios que pretenden brindar y de las concertaciones que les corresponde manejar. Este imperativo de eficacia es un cuestionamiento nuevo para la gestión pública y propicia el desarrollo de una nueva racionalidad para las organizaciones públicas”81. Dicha racionalidad asocia una finalidad y un modo de atribución y organización de los medios movilizados para fundar una lógica de acción. Por los efectos que tiene sobre el cambio de la sociedad, la eficacia de la acción pública legitima o deslegitima al poder y su legalidad frente a los ciudadanos.
79 M. Weber, Economía y sociedad, Fondo de Cultura Económica, México, 1969. 80 Para una visión global de estos conceptos por parte de las instituciones comunitarias, ver: Comisión de las comunidades europeas 81 L. Coquelin, «Efficacité et gestion publique», www.ucc.cfdt.fr, 1998.
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Responder a una necesidad sentida por la comunidad
Toda gobernanza crea un equilibrio entre la protección de la autonomía de cada uno y las obligaciones o limitaciones impuestas en nombre del bien común. Cuando el bien común pierde su carácter urgente o se hace menos evidente, cuando los objetivos perseguidos son poco claros, cuando los medios para alcanzarlos no son transparentes, las obligaciones impuestas en nombre del bien común pierden legitimidad y cada uno por su parte intenta alejarse de ellas. Todos o casi todos los pueblos han tenido legislaciones de excepción, esas que corresponden a situaciones en las cuales la sociedad se siente amenazada y esa amenaza justifica la suspensión temporal de las libertades, un esfuerzo de solidaridad fiscal particular y hasta el sacrificio de la propia vida. Es la definición misma de lo que la República romana llamaba dictadura y nosotros preferimos ahora llamar estado de excepción. La obligación es aceptada de manera proporcional a su necesidad. Esta regla se comprueba en muchas sociedades en las que el fraude fiscal es un deporte nacional y donde, sin embargo, existen comunidades más pequeñas doque dan dinero para realizar una obra de interés común. Es por eso que hay que reducir al máximo las reglas uniformes “venidas de arriba”, que no permiten que cada comunidad se reapropie las reglas y la necesidad que las fundamenta. Es por eso también que es importante que toda regla se refiera a un contexto y a las necesidades que dieron lugar a su nacimiento. Basarse en valores y principios comunes y reconocidos
No existen por un lado los valores colectivos, aplicables a las instituciones, y por otro los valores individuales, aplicables a las personas. Los dilemas de las sociedades entre libertad y bien común, entre defensa de sus intereses y reconocimiento de los intereses de los demás, entre paz y justicia, entre preservación de la identidad y necesidad de evolución, etc. también están presentes a nivel de las personas. La exigencia de responsabilidad no es propia de los gobernantes, sino que remite a cada persona y a cada actor social a sus propios deberes. No puede haber una moral pública sin una moral privada. Las mejores Declaraciones del mundo seguirán quedando en el papel si no resuenan en el corazón de cada persona. La experiencia de los “códigos de conducta”, en las empresas por ejemplo, muestra que lo que da valor a este tipo de códigos es el proceso colectivo de su elaboración, en el cual intervienen todas las personas involucradas. Esto significa en particular que el principio de responsabilidad, al igual que 109
los Derechos Humanos, debe ser redescubierto, reinventado generación tras generación. No hay gobernanza legítima si la Carta de valores o el preámbulo de la Constitución son sólo documentos que juntan polvo y sirven para los libros de historia y si los gobernantes no empiezan a actuar conforme a los valores que proclaman. Es por ello que la legitimidad de la gobernanza depende de su arraigo cultural. En el transcurso de la historia, cada sociedad inventó sus propias formas de regulación, su concepción de la justicia, de la resolución de conflictos, de la preservación del bien común, de la distribución de los recursos naturales, de la organización y del ejercicio del poder. El arte de conciliar unidad y diversidad vale para la gobernanza misma, puesto que hay que reconocer principios universales y la manera en que éstos se trasponen a cada cultura. Cada comunidad tiene que poder decir de qué manera desea organizarse y gestionarse para alcanzar los objetivos de interés común: para implementar una gestión del agua y los suelos, para organizar la cooperación entre actores, para tomar decisiones, etc. La reinvención local de las reglas por parte de una comunidad no perjudica a la unidad de una nación o del planeta sino que, por el contrario, es un acto fundador mediante el cual dicha comunidad reconoce a la vez su identidad (manifestada mediante reglas inventadas en conjunto) y su pertenencia a una comunidad más amplia (manifestada por el respeto de los principios rectores universales). Ser equitativa
Tanto al nivel de los individuos como al nivel de los países, la legitimidad de la gobernanza se basa en el sentimiento de equidad. ¿Todas y cada una de las partes, persona o pueblo, poderoso o miserable, son igualmente escuchadas y tomadas en cuenta? ¿Todos y cada uno de ellos reciben el mismo trato y tienen los mismos derechos, obligaciones, exigencias y sanciones? Cuando aquéllos que no tienen el saber, los ingresos o las redes de influencia necesarios constatan que no están en condiciones de hacer valer sus derechos, cuando los abusos de poder son moneda corriente y los recursos son ineficaces o disuasivos por su costo y sus plazos, el sentimiento de equidad desaparece. A menudo a una persona o a una comunidad le importa menos saber que una decisión ha seguido las vías legales que constatar que su punto de vista ha sido escuchado, comprendido y considerado. Es por ello que los mecanismos democráticos tradicionales, compatibles con la tiranía de la mayoría, no bastan para garantizar la legitimidad de la gobernanza. 110
La preocupación por la equidad es central dentro de las problemáticas de la gobernanza mundial actual. Cierto es que aún no es tiempo de una democracia mundial realmente representativa, pero ya podemos hacer algo mucho mejor que el sistema censatario desigual que prevalece en la actualidad y gracias al cual los países ricos tienen a falta de un sistema fiscal mundial el monopolio del poder. Sistema censatario donde el G8 se toma por directorio del mundo, los Estados Unidos por censor o gendarme y donde el poder de los accionistas privados en el caso de las empresas, públicos en el caso de las instituciones de Bretton Woods prevalece ampliamente por sobre el poder de los ciudadanos. Sistema donde las tecnoestructuras de los países ricos y de las instituciones internacionales tienen la exclusividad de definir los términos de la negociación. Para ser legítimos, los dispositivos de la gobernanza mundial tienen que haber sido realmente negociados con todas las regiones del mundo y haber sido considerados como equitativos. Sobre todo, las prioridades deben corresponderse con las preocupaciones reales de los pueblos más numerosos y más pobres. Mientras los países ricos sean los únicos que establecen lo que es aceptable o no negociar (por ejemplo, la circulación de bienes sí, la circulación de personas no; las modalidades de desarrollo de los países pobres sí, el cuestionamiento del modo de vida de los países ricos no; los permisos negociables sí, la propiedad de los recursos naturales no, etc.), la gobernanza mundial y las obligaciones que de ella deriven sólo serán aceptadas por los demás en apariencia. Mientras los países ricos, a menudo bajo influencia de sus actores económicos, pretendan tener el monopolio de los conceptos (por ejemplo en la definición de lo que es mercancía y lo que es bien público) o de las estrategias (por ejemplo la promoción de grandes equipamientos o de técnicas sofisticadas en detrimento de soluciones socialmente más adecuadas), los otros pueblos no se sentirán ni implicados ni comprometidos por lo que sus élites administrativas y políticas hayan eventualmente negociado en nombre suyo. La equidad exige, por último, que las sanciones por el no respeto de las reglas sean disuasivas para los más poderosos también. No es el caso de las atribuciones del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas ni de la sanción aplicable en caso de no respeto de sus decisiones. Tampoco es lo que ocurre en la OMC, donde los países pobres no tienen ni los medios para conocer y manejar la complejidad de las reglas, ni para financiar acciones contenciosas ni, en caso de ganar la causa, para hacer aplicar sanciones disuasivas contra un país económicamente poderoso. Ser ejercida con eficacia por gobernantes responsables y dignos de confianza
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Al fin y al cabo, y cualesquiera que sean los controles y contrapoderes que enmarcan su acción y limitan sus desviaciones, la legitimidad de los gobernantes desde los responsables políticos hasta los funcionarios subalternos es lo que funda su derecho a imponer y exigir en nombre del bien común. Esta legitimidad resulta de varias consideraciones: el poder se ejerce según las reglas; es atribuido a personas que merecen ejercerlo (por nacimiento, por historia, competencia, experiencia); es utilizado realmente en pro del bien común. Es por ello que la “justiciabilidad” es decir, la responsabilidad ante la justicia es fundamental, incluso en el plano simbólico, para garantizar que quienes detentan el poder en nombre de la comunidad merecen la confianza depositada en ellos. Respetar el principio de mínima restricción
Dado que la gobernanza impone a todos limitaciones, solidaridad o sacrificios en nombre del bien común, cada uno debe poder constatar que no ha aceptado todo eso en vano. No habría arte de la gobernanza si sólo se tratara de dar a elegir a los ciudadanos entre más unidad o más diversidad, más solidaridad o más libertad. El arte consiste en cambio en obtener más unidad y más diversidad a la vez, basándose en el principio de mínima restricción: alcanzar un objetivo común limitando lo más posible las restricciones impuestas a cada individuo para alcanzarlo. Los fundamentos contractuales de la gobernanza y del partenariado Hemos demostrado en un principio por qué la comunidad mundial sólo puede construirse sobre una base contractual. Hemos descubierto luego los componentes esenciales de dicho contrato: el principio de responsabilidad, que hace que cada uno asuma las consecuencias de sus actos frente a los demás, reconociendo así para los demás los mismos derechos que para sí mismo; el principio de mínima restricción, que garantiza un máximo de libertad individual en el respeto del bien común. También hemos visto que no había que oponer reglas y contratos. El ejemplo de la OMC y de las instituciones financieras internacionales nos ha mostrado que una base puramente contractual asociada a una disimetría de fuerzas entre las partes contratantes puede ir en contra del principio de equidad. La idea de acuerdos contractuales enmarcados por principios rectores comunes parece ser productiva: al reconocer la especificidad de cada situación y basarse en la creatividad de cada 112
individuo, aparece como la mejor manera de abrir infinitamente el abanico de opciones posibles para alcanzar los objetivos comunes expresados en los principios rectores. Examinemos ahora de qué manera el contrato social puede fundar las relaciones entre los actores de la sociedad, cuestión fundamental si nos proponemos hacer que el partenariado entre actores constituya una de las bases de la gobernanza. En nuestro universo consumista, la noción de contrato social ha caído en desuso: es un tema que abordamos en el colegio al estudiar a Rousseau y que olvidamos prontamente. Es una fórmula ordenada en los estantes de la historia más que una noción viva y capaz de guiar nuestra comprensión del mundo y nuestras propias conductas. A mi parecer esto sucede porque los contratos sociales son como las reglas: al olvidar la historia y el contexto en que nacieron terminamos olvidando cuáles fueron sus fundamentos. Sin embargo, en forma simultánea, pensar la responsabilidad rehabilita la idea de contrato. La Carta de las Responsabilidades Humanas puntualiza incluso que la responsabilidad es proporcional a los saberes y poderes de cada uno. Es por ello que, en nuestra sociedad del conocimiento, la cuestión de la responsabilidad de quienes lo detentan (científicos, ingenieros, etc.) se plantea actualmente con renovado vigor. La sociedad confiere un poder a algunos actores y medios: el poder de emprender, de investigar, de gobernar, de enseñar… con la condición de que dicho poder se ejerza con un espíritu de responsabilidad. Podrán decirnos que ya existen infinitos códigos deontológicos. ¿Pero qué relación hay entre deontología, responsabilidad y contrato social? La diferencia entre responsabilidad y regla deontológica es la misma que existe entre una obligación de resultado y el respeto de una regla uniforme. Mientras uno se atenga a las reglas deontológicas queda eximido de cualquier cuestionamiento sobre las finalidades y los impactos de la acción. Con la responsabilidad no sucede lo mismo. El resultado final también es importante, y no sólo el hecho de saber si los actos respetaron el marco jurídico o algunas reglas consideradas de última generación por un grupo particular. Nada es más representativo de esta diferencia que los criterios éticos de la Carta de las Responsabilidades Humanas, que no se presentan como prescripciones sino como relaciones que habrá que manejar. ¿Cómo revivificar la noción de contrato social y sobre qué bases fundar los contratos futuros? En primer lugar volviendo a la historia, al contexto y a los desafíos que delimitaron, en un momento dado, las libertades, los poderes y por ende las responsabilidades de los distintos medios sociales y profesionales. Así encontraremos los fundamentos implícitos o explícitos del contrato y el contexto material e intelectual en el que surgió y estaremos entonces más capacitados para evaluar su 113
pertinencia y vigencia actual. Luego, la transposición de la Carta de las Responsabilidades Humanas al contexto propio de cada medio socioprofesional permitirá enunciar sus responsabilidades frente a los desafíos del siglo XXI. Por último, dentro de ese marco general, siempre podrán inventarse a menor escala, a escala de un país, de una región o de una ciudad, los principios particulares que fundarán localmente las colaboraciones entre actores. Dentro del marco de la Alianza por un mundo responsable, plural y solidario se inició la elaboración de Cartas de responsabilidades específicas para distintos ámbitos82. Me limitaré aquí a evocar dos casos a modo ilustrativo: el de la actividad científica y el de la Universidad. La actividad científica, que durante mucho tiempo asumieron exclusivamente los clérigos, los filósofos, los holgazanes y curiosos, se convirtió desde el siglo XVIII, y más aún en el XX, en un componente fundamental de la vida de nuestras sociedades. Se planteó entonces de manera explícita qué había que hacer con la investigación, qué razones tenía la sociedad para financiarla, cuáles eran sus finalidades profundas… en resumidas cuentas, cuál era el contrato social entre la actividad científica y la sociedad. El diálogo que tuvo lugar en Estados Unidos al finalizar la Segunda Guerra Mundial entre el presidente norteamericano Franklin Roosevelt y el presidente de la sociedad norteamericana de ingenieros Vanevar Bush simboliza el contrato actualmente vigente. Jacques Mirenovicz, en su libro Science et démocratie, le couple impossible 83 (Ciencia y democracia, la pareja imposible) da cuenta de este diálogo de manera muy patente. En aquella época, la conversión de la investigación militar a investigación civil constituía un capítulo de la transición de una economía de guerra a una economía de paz. Ahora bien, tal como lo señala JeanJacques Salomon84, las relaciones entre ciencia, técnica y guerra siempre han sido profundas (con la leve diferencia de que en los discursos actuales la noción de guerra económica ha reemplazado en parte a la de guerra). El razonamiento que funda el contrato social actual entre actividad científica y sociedad es el siguiente: el desarrollo de la investigación básica es lo único que puede dar lugar a innovaciones técnicas; éstas son la condición para la creación permanente de nuevas necesidades y, por ende, para la prosperidad económica; la prosperidad económica es la única capaz de garantizar la cohesión social (el trauma de la crisis de 1929 todavía estaba muy presente en las conciencias); la cohesión social es la condición para la paz. En conclusión, la actividad científica se justifica por su contribución a una paz duradera. ¿Qué ocurre hoy con eso? ¿Ese contrato social de posguerra sigue siendo vigente? El 82 Se encuentran en el sitio de la Alianza, www.alliance21.org 83 Éditions Charles Léopold Mayer, 2000. 84 J.J. Salomon, Le scientifique et le guerrier, Berlín, 2001.
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desafío de la construcción de la paz sigue siendo tan importante como hace 60 años. Por el contrario, los vínculos entre ciencia, desarrollo económico y paz han perdido fuerza. Aparecieron riesgos más importantes: el avance indiscriminado de la innovación científica; la desaparición de la democracia por la creciente incapacidad de las sociedades para manejar su futuro, que depende esencialmente de evoluciones científicas y técnicas sobre las cuales no tiene ningún dominio; la privatización de los conocimientos y su control por parte de grandes actores económicos. Urge entonces, tal como lo recomendaba Hans Jonas, desacralizar la ciencia y la técnica para reintroducirlas dentro del campo del contrato social mediante la redacción y la adopción de una Carta de las responsabilidades de los científicos85. El mismo razonamiento es válido, mutatis mutandis, para la Universidad. En su caso, el contrato social histórico tiene dos raíces. Una se remonta a la reorganización de la universidad alemana en el siglo XIX, que construyó la enseñanza universitaria en torno a disciplinas enseñadas en facultades especializadas. La otra afirma que la libertad de enseñar es la condición para el progreso. ¿Qué ocurre con eso hoy en día? En un momento en que los problemas son por esencia interdisciplinarios, considerar que la enseñanza especializada sigue siendo el principio y el fin de todas las cosas, y que luego los profesionales deben arreglarse como puedan para relacionar las disciplinas entre sí, es una actitud que podría tildarse de hipócrita. Por su parte, la libertad universitaria ya no puede justificar el hecho de que cada disciplina se desarrolle según su propia lógica, sino que es la sociedad quien debe determinar cuáles son los desafíos prioritarios a considerar. La reinserción de la Universidad en la pólis se ha vuelto un reto de gobernanza de suma importancia86.
85 Hemos esbozado una versión de esta carta intitulada “Manifiesto por una ciencia responsable, ciudadana y solidaria” en el marco de la Alianza. Ver www.alliance21.org. 86 En el marco de la Alianza se ha esbozado una Carta por una Universidad responsable y solidaria y se han formulado propuestas de reforma de la Universidad, surgidas de un grupo internacional de reflexión y de trabajos dirigidos por Edgar Morin y Alfredo Penavega.
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2. Las relaciones entre niveles de gobernanza: la subsidiariedad activa La gestión de las relaciones entre los desafíos, entre los actores y entre los niveles de gobernanza es central en el contexto actual de crisis que venimos analizando. En el presente capítulo nos concentraremos en los principios que rigen las relaciones entre los diferentes niveles local, nacional, regional y mundial. Comenzaré describiendo los vínculos entre lo local y lo global para exponer luego, bajo el nombre de subsidiariedad activa, las nuevas modalidades a través de las cuales puede ejercerse dicha relación. Las nuevas relaciones entre lo “local” y lo “global” En el mundo de la interdependencia cada acontecimiento es al mismo tiempo local, producido por una combinación de causas, factores y actores particulares, y global, tanto por las influencias que recibe como por los impactos que provoca. Al analizar las crisis de la gobernanza y del modelo actual de desarrollo hemos visto que su causa residía en el carácter “vertical”, “taylorista” de las filiales de producción de bienes y servicios públicos y privados. Fortalecer coherencias “horizontales” es el único recurso capaz de volver a crear vínculos entre esas distintas filiales que se ignoran mutuamente.
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Luego hemos constatado que el funcionamiento autónomo de los niveles de gobernanza, cada uno con sus competencias exclusivas, es en realidad una de las mayores causas de la crisis de la democracia. Este principio es ahora tan inadecuado para el estado de la sociedad, en el cual las evoluciones son a la vez locales y globales, que termina dejando esas evoluciones fuera del campo político y llevando a los ciudadanos a pensar que el juego democrático en sí es ilusorio. Así pues, el argumento de quienes defienden la separación de competencias por nivel termina volviéndose en contra de ellos: la posibilidad de que cada gobierno invoque su impotencia frente a factores que le son ajenos lo lleva a pretender que todo lo que está bien resulta de su acción y todo lo que está mal proviene del exterior. Es la definición misma de la irresponsabilidad. Ahora bien, la reflexión sobre la responsabilidad nos llevó en cambio a concebir otra forma de relación desde lo local hasta lo global. Puesto que la responsabilidad se define por el impacto directo e indirecto de los actos, la rendición de cuentas ya no incumbe solamente a los electores, en el caso de los gobernantes, o a los accionistas, en el caso de los ejecutivos de empresa. En una sociedad interdependiente, responsabilidad y soberanía se vuelven dos conceptos incompatibles. Por último, la reflexión sobre la ciudadanía nos proporcionó también un nuevo enfoque de las relaciones entre niveles de gobernanza: la ciudadanía es necesariamente plural y se sitúa a todos los niveles, de lo local a lo mundial. El principio de responsabilidad compartida de los distintos niveles de gobernanza comienza en el corazón mismo de cada ciudadano. El principio de subsidiariedad activa se ve finalmente confirmado por la reflexión sobre los fundamentos constitucionales de una gobernanza legítima: la disciplina impuesta en nombre del bien común debe estar justificada por los objetivos perseguidos y no por la existencia de “territorios políticos y administrativos” inmutables. Para ser plenamente legítima, esta disciplina
debe satisfacer el principio de mínima restricción. Tanto si se trata de la gestión de la biosfera como del marco de la economía o de la organización del conjunto de la sociedad, el arte de la gobernanza consiste en lograr un máximo de cohesión con la mayor libertad de iniciativa posible, la mayor unidad posible con un máximo de diversidad. Cada innovación local que demuestre ser más adecuada, que acreciente el capital social y que amplíe la paleta de respuestas respetando ciertos principios comunes es un avance para todos. Por donde se mire, la articulación entre niveles es central en la gobernanza. Ninguno de los problemas fundamentales de nuestra sociedad contemporánea puede tratarse en un solo nivel ni ser tratado por una sola institución. Las relaciones entre niveles de gobernanza siempre existieron, pero eran dejadas de lado o indefinidamente pospuestas. Ubicarlas en el centro de la reflexión 117
significa aplicar el “principio de inversión” evocado en la primera parte de este libro: valorizar lo que se marginalizaba; tratar como secundario lo que hasta ahora era considerado como central.
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El nacimiento del concepto de subsidiariedad activa: la declaración de Caracas Sin lugar a dudas, hasta que no vislumbré el concepto de subsidiariedad activa a principios de los años ’90, mi visión de los desafíos de la gobernanza no era tan clara. Propongo una brevísima reseña histórica. En 1991, la fundación Charles Léopold Mayer organizó junto al gobierno venezolano y la Universidad de Caracas un seminario de reflexión entre responsables políticos y administrativos que se ocupaban, en distintos países, de la política de rehabilitación de los barrios populares. Esto no habría sido muy original si no fuera por la diversidad geográfica y el método utilizado. Los participantes, alrededor de veinte, provenían de los cinco continentes. Cada uno de ellos ejercía sus responsabilidades en contextos económicos, culturales y políticos extremadamente diferentes. El desarrollo del seminario se basaba en la intervención oral libre de los participantes. No había conferencias ni temas fijados con antelación. Se trataba de un intercambio abierto sobre las dificultades, los interrogantes y las experiencias que cada uno traía desde su propia práctica. Al cabo de tres días nos dimos cuenta, no sin sorpresa, que las condiciones de pertinencia de las políticas públicas frente a este tipo de problemas eran las mismas e implicaban la aplicación de principios idénticos. Por el contrario, las soluciones concretas que se debían adoptar para implementar esos principios variaban obviamente de manera radical según se tratara de Indonesia, de Camerún, de Brasil, de Venezuela o de Francia. Condensados en una sola historia, los elementos de la subsidiariedad activa eran pues los siguientes: principios rectores comunes, construidos en forma colectiva y legitimados por las condiciones mismas de su elaboración, basados en el intercambio de experiencias y convertidos en verdaderas obligaciones de resultado para la acción pública. Principios que exigen que los responsables políticos les encuentren una aplicación específica para cada contexto y que requieren, por un lado, modalidades colectivas para verificar su implementación y, por el otro, mecanismos de aprendizaje por intercambio de experiencias en red. Recuerdo todavía con cierta emoción cuando mi amigo JeanPierre Elong M’Bassi que participaba de la reunión vino a verme a mi cuarto de hotel para decirme: “lo que está pasando aquí es demasiado importante. Tenemos que dejar constancia de ello y escribir un texto”. Así nació la declaración de Caracas con seis principios que, mediante oraciones sencillas, ilustran todas las
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dimensiones del debate: 1. Conocer y reconocer los dinamismos propios de los barrios populares; 2. Consolidar el estatus de sus habitantes; 3. Buscar formas adecuadas de representación de los habitantes, como complemento de la democracia representativa; 4. Transformar la acción pública para que sea más global, menos sectorizada; 5. Subordinar los ritmos administrativos a los ritmos sociales; 6. Concebir financiamientos adaptados a los medios y las preocupaciones de los habitantes. A excepción del n° 4, todos estos principios tienen que ver con las condiciones para un verdadero partenariado entre los actores de la sociedad y entre los poderes públicos. Trataremos luego más extensamente las problemáticas centrales del partenariado, pero lo esencial ya aparece aquí: los actores tienen que poder existir y constituirse como parte involucrada (partenaire) (tal es el sentido del segundo principio: consolidar el estatus de los habitantes); sus lógicas y sus limitaciones, sus capacidades y sus conocimientos deben ser reconocidos (es el sentido del primer principio y del quinto); tiene que haber libertad para construir una acción común sobre la base de intereses compartidos (es el sentido del sexto principio); hay que poder reconocer las distintas dimensiones de la diversidad de la sociedad (es el sentido del tercer principio sobre las formas adecuadas de representación). En cuanto al cuarto principio transformar la acción pública para que sea más global y menos sectorizada, pone de manifiesto el vínculo profundo que existe entre, por un lado, la capacidad de la administración pública para abordar globalmente los problemas y, por el otro, su aptitud para entrar en relación con los demás actores de la sociedad. Para establecer partenariados, los poderes públicos tienen que poder reconocer a sus interlocutores en su totalidad y no obligarlos a fragmentarse en tantas dimensiones como las que presentan los servicios administrativos. Por ello, las organizaciones públicas y sus agentes deben desarrollar una nueva capacidad para tratar en conjunto los desafíos que afrontan hoy en día de manera separada. Solamente así la acción pública se puede volver pertinente ante los actores sociales al servicio de quienes, precisamente, pretende actuar. 120
La subsidiariedad activa aplicada a la empresa: un principio común para la gestión de los sistemas complejos En aquel momento presentí que estas intuiciones podían ser muy fecundas, pero no llegaba aún a calcular su alcance y su carácter general. Algunos años antes, en efecto, junto al diputado Loïc Bouvard habíamos realizado, por solicitud del Ministro francés de Infraestructura de la época, Pierre Mehaignerie, un estudio sobre las modalidades de relación entre las empresas y el territorio87. Uno de los episodios de la investigación me había llamado la atención al poner de manifiesto la existencia de un proceso de “inteligencia colectiva”, comparable al de Caracas, dentro de algunas empresas. Me limito a continuación a retomar la historia tal como fue relatada en Con el Estado en el corazón. Nos habíamos reunido con el presidente de una empresa importante, especializada en la concepción y la dirección de grandes construcciones. Cada proyecto, por ejemplo la instalación de una fábrica en un país extranjero, es una aventura única, realizada en un contexto particular. Si la aventura sale bien, la ganancia es doble para la empresa: en lo económico y para su reputación. Si la aventura fracasa, muy pronto puede convertirse en pesadilla y, en el peor de los casos, poner en jaque a la empresa. Ésta debe hacer todo lo posible para que el proyecto se cumpla y para que pueda beneficiarse con la experiencia del pasado. ¿Cómo transmitir esa experiencia? Cierto es que todas las grandes construcciones tienen características universales, pero en cada contexto toman una coloración particular. Hasta principios de los años ’80 la empresa había intentado minimizar los riesgos, codificando la experiencia adquirida en forma de una gran cantidad de procedimientos que había que seguir. Al constituirse como “obligaciones de medios” –es decir, referentes a la manera de hacer las cosas, estos procedimientos frenaban la iniciativa de los jefes sin permitir por ello una buena adaptación a la diversidad de los contextos. La empresa decidió entonces cambiar radicalmente de método. Reunió a un pequeño grupo de trabajo integrado por los mejores directores de obra con la misión de contarse unos a otros sus experiencias y sacar de allí las enseñanzas que surgieran sobre los éxitos y los fracasos. De la reunión salió una idea sencilla: el éxito dependía en última instancia de la capacidad del director de obra para encontrar, teniendo en cuenta la especificidad de cada contexto, la mejor respuesta posible, en el momento oportuno, para algunas cuestiones fundamentales. La experiencia permitió comprobar, en efecto, que de esas cuestiones dependía el éxito del proyecto. De 87 P. Calame y L. Bouvard, Dialogue des entreprises et du territoire, Éditions Charles Léopold Mayer, 1991.
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allí en adelante sólo quedaba tirar a la basura todos los kilos de procedimientos y reemplazarlos por un pequeño cuaderno, quintaesencia del saber hacer de la empresa, que formulaba y comentaba estas cuestiones clave, cuya envergadura y alcance era ilustrado por un conjunto de casos concretos. Así se reveló el proceso mediante el cual se elaboraban “obligaciones de resultado”. La generalización del principio de subsidiariedad activa La similitud de estos dos episodios, la declaración de Caracas y el cuadernillo de la empresa, era un primer indicio del alcance general de un método de búsqueda de principios comunes, cuando se trata de manejar las relaciones entre unidad y diversidad, en un universo complejo. Sin embargo, el verdadero detonante fue darme cuenta de que ese método podía dar lugar a una comprensión completamente nueva de la relación entre los niveles de gobernanza. En mis experiencias profesionales anteriores me había asombrado la dificultad de las colectividades para organizar de manera eficaz, coherente y serena las relaciones, cotidianas y necesarias, entre sus distintos niveles. En Francia, a principios de los años ’80, mientras se preparaba la ley de descentralización, yo era subdirector en la Dirección de Urbanismo y todavía recuerdo las luchas que libramos y perdimos contra la idea de “bloques de competencias”. Gastón Deferre, el promotor de la ley, había convertido esa idea en la columna vertebral de la ley, idea que consiste en repartir de manera exclusiva las competencias entre cada nivel. En otro nivel, veíamos también a una Europa titubeante, por falta de conceptos y métodos adecuados para tratar de manera prospectiva las relaciones entre la Unión Europea, los Estados, las regiones y los territorios locales. Fue en ese momento que asocié la declaración de Caracas con las modalidades de cooperación entre niveles de gobernanza. ¿No estábamos en presencia de un hilo conductor? Para ello bastaba con considerar que los “principios rectores” reflejan la unidad y las soluciones “específicas”, la diversidad. En los siguientes años, el alcance del principio de subsidiariedad activa fue revelándose poco a poco. En primer lugar, al verificar el carácter universal de los principios formulados en la declaración de Caracas. Recordemos que esta última fue elaborada por un pequeño grupo de funcionarios y responsables políticos. ¿Se mantendrían los mismos principios al ampliar los contextos y los públicos? Lo sometimos a prueba entre 1992 y 2001.
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Primero difundimos el texto de la declaración y organizamos una serie de reuniones del mismo tipo pero con públicos diferentes: en Salvador de Bahía (1993), en el Foro Internacional de Pobladores de Estambul, con ocasión de Habitat II (1996), en el encuentro de Dakar (1998), en el Foro Interafricano de Pobladores de Windhoek (2000) y en la Asamblea Mundial de Pobladores de México (2000). Estos encuentros involucraron en cada caso a distintos países y, sobre todo, generaron un diálogo entre organizaciones de pobladores, profesionales de la gestión de ciudades, poderes públicos locales y nacionales. Dichos diálogos fueron enriqueciendo progresivamente la declaración. Su forma actual más acabada es la Carta del Partenariado africano elaborada en Windhoek, Namibia, en el año 2000. ¡Cuál no fue mi sorpresa al ver, con ocasión de la Asamblea Mundial de Pobladores de México, que el Movimiento Urbano Popular (MUP) mexicano retomaba, casi textualmente, la Carta africana! La declaración de Caracas desembocaba entonces en principios de alcance muy general que podían ser adoptados por todos. Señalemos aquí la diferencia entre “adoptados por todos” e “implementados por todos”. En efecto, tal como se habrá observado, cada uno de los seis modestos principios de la declaración de Caracas reclama una verdadera revolución de las prácticas más comúnmente aceptadas de la acción pública. Más o menos en la misma época, habíamos formado un grupo europeo de organizaciones que representaban a la vez grandes organismos públicos de gestión de la vivienda, federaciones de pobladores y profesionales de la gestión de ciudades. Esto fue el prolongamiento del primer encuentro de los ministros europeos de la vivienda dedicado al tema del alojamiento de los más desfavorecidos, que me había tocado organizar, en 1989, a pedido del ministro de Infraestructura de esa época, Michel Delebarre. El procedimiento empleado había sido el mismo: recolección de una gran cantidad de experiencias, análisis de las condiciones de éxito y de fracaso de las distintas experiencias y elaboración, partiendo de ese análisis, de los principios rectores cuya implementación condicionaba la pertinencia de la política aplicada. Este proceso culminó en la Carta Europea del Derecho a Habitar. El proceso de trabajo quedó luego frenado por la crisis de la construcción europea, pero la contribución metodológica del proceso conserva toda su importancia. En efecto, en el ámbito europeo, la diversidad de los contextos institucionales es considerable. La vivienda, que en algunos países constituye una preocupación de orden nacional, en otros es un tema que involucra prerrogativas regionales y hasta locales. El lugar que ocupa la vivienda pública difiere muchísimo 123
según los países, como también varía de uno a otro la tradición de la lucha contra la exclusión. Por eso resultaba aún más asombrosa la relativa facilidad con que, aceptando partir de las experiencias previas, llegamos a la formulación de principios comunes. Es entonces cuando, hacia 1992, asociando estos distintos descubrimientos, propuse el concepto de subsidiariedad activa. “Subsidiariedad” puesto que la responsabilidad de elaborar respuestas concretas atañe al nivel más local posible; “activa” porque no se trata de que cada nivel local actúe en total libertad, sino de que su acción sea orientada por un determinado número de principios rectores comunes.
La subsidiariedad activa: un principio que rompe con los enfoques clásicos de la gobernanza Al principio, agregar el calificativo de “activa” al sustantivo “subsidiariedad” era, a mi parecer, un simple enriquecimiento del concepto. Pero no es así. La evolución de la reflexión sobre la gobernanza europea muestra inclusive que se llega a concepciones institucionales muy diferentes si uno se refiere a un principio o si se refiere al otro. Asimismo, la subsidiariedad activa no es un simple enriquecimiento del principio de subsidiariedad. Comparte con él la voluntad de respetar y valorar la diversidad, y por lo tanto los enfoques locales, pero difiere radicalmente en lo relativo al tratamiento de las interdependencias.
La subsidiariedad activa Con el correr de los años fui prestando cada vez más atención a la necesidad de lograr que las instituciones públicas ubicadas en distintos niveles converjan en la búsqueda de políticas apropiadas, respetando para ello el principio que he llamado de “subsidiariedad activa”. El mismo se inspira en algunos puntos del principio de subsidiariedad puesto de moda por la Unión Europea, pero en otros se aleja claramente de él. Vale la pena entonces recordar su definición y sus límites. En el tratado de Maastricht de 1992, la noción de subsidiariedad se define modificando el tratado de Roma (art. 3 B) de la siguiente forma:
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“En los ámbitos que no son de su competencia exclusiva, la Comunidad conforme al principio de subsidiariedad sólo interviene en la medida en que los objetivos de la acción en cuestión no pueden ser realizados de manera suficiente por los Estados miembros y pueden entonces, en razón de las dimensiones o los efectos de la acción planteada, realizarse de mejor modo a nivel comunitario.” Tres fuentes inspiradoras de este concepto88: la doctrina social de la Iglesia Católica, enunciada en particular en la enciclopedia “Quadragesimo
Anno” en 1931; los conservadores británicos, preocupados por la pérdida de soberanía y que conciben la subsidiariedad como una garantía contra los poderes comunitarios y la pérdida de control nacional; los länder alemanes, que no quieren que la república federal se inmiscuya en las competencias que les pertencen. La aplicación estricta de este principio pone en evidencia sus límites. En el transcurso de los años ’90, el método abierto de coordinación (método formalizado en la Cumbre de Lisboa de 1999 que copia la unión monetaria como estrategia de convergencia para aplicarla a otros sectores) se convierte en una respuesta a la cuestión de la subsidiariedad en el discurso comunitario. “La búsqueda de una gobernanza global eficaz debe dejar mucho espacio al imperativo de subsidiariedad: tomar las decisiones al nivel más descentralizado posible mientras no sea necesario el paso a un nivel superior. Este principio también tiene un valor táctico: aun cuando a largo plazo el nivel apropiado es multilateral, a veces el proceder regional o plurilateral tiene más capacidad para producir el avance de la acción colectiva, dado que ésta puede apoyarse en cierta afinidad de preferencias y puede encontrar allí un campo de experimentación útil. La implementación de este principio implica también fortalecer el marco multilateral que le da fundamento y velar por la articulación entre los distintos niveles de decisión.89” En efecto, “este principio permite así limitar los excesos de la centralización, restringiendo la extensión de los ámbitos en los cuales un nivel tiene el poder de tomar decisiones o dictar reglas que conciernan a niveles inferiores. Por esa razón es uno de los importantes fundamentos de las políticas de descentralización. Por otra parte, su sencillez tiene la ventaja de evitar yuxtaposiciones de competencias que son fuente de conflictos institucionales interminables. Pero la subsidiariedad no evita y por el contrario fortalece la tendencia de las instituciones a ejercer sus competencias
88 Para profundizar sobre este tema, ver P. Pochet, «Subsidiarité, gouvernance et politique sociale», Revue belge de sécurité sociale, marzo de 2001. 89 Informe del Consejo de análisis económico del gobierno francés, La gouvernance mondiale, 2002.
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según el principio de exclusividad que ya no es adecuado para la complejidad de la acción pública”90. Por último, el “principio de subsidiariedad no se aplica solamente a las relaciones entre las colectividades públicas más amplias y las colectividades públicas más reducidas, sino también a las relaciones entre las autoridades públicas cualesquiera que sean y la sociedad civil. Este principio exige que la autoridad pública sólo intervenga en el ámbito económico y social cuando es necesario complementar las iniciativas provenientes de la sociedad civil para obtener el Bien Común; exige asimismo, de manera general, que las colectividades públicas cuyo campo de acción es más amplio sólo intervengan para completar, cuando fuera necesario, la acción de las colectividades públicas de menor alcance”91. Podemos constatar que el principio de subsidiariedad supone la existencia de un Bien Común: si el papel de la instancia “superior” es complementar, prolongar lo que hace la instancia “inferior”, es porque ambas deben ir en la misma dirección. “En este sentido podemos interrogarnos sobre la compatibilidad de este principio con la noción moderna de la democracia, basada en la idea de que pueden coexistir varias concepciones del Bien Común. Asimismo, la extensión de los deberes de la instancia “superior” puede plantear problemas: si bien está claro que, negativamente, debe respetar la autonomía de la instancia “inferior”, ¿tiene también deberes positivos, es decir la obligación de intervenir si la instancia “inferior” no cumple suficientemente bien con su tarea?”92.
90 J. Freyss, cahier du Gemdev, décentralisations et mondialisations, de próxima aparición??? 2003. 91 C. de la Malène, «L’application du principe de subsidiarité», Informe 46 del Senado, 1997. 92 C. de la Malène, op.cit.
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La subsidiariedad y la “República unida e indivisible”93 son los dos conceptos a partir de los cuales parece organizarse la línea de fractura entre las tradiciones europeas de gobernanza, una germánica y la otra francesa. Pero en la práctica he constatado que estos principios forman parte de una misma y única tradición de gobernanza, que prioriza la atribución de competencias exclusivas a cada nivel de gobernanza. Me explico: la gran diferencia entre las dos tradiciones reside en el fundamento último de la legitimidad de la gobernanza. En la tradición germánica de la subsidiariedad, el fundamento último se encuentra en la comunidad local, heredera de un sistema tribal o rural. Donde está la comunidad está el principio de libre gestión de los asuntos comunes. La organización de la gobernanza en otros niveles, la provincia, el Estado, Europa y mañana toda la humanidad es, de alguna manera, de índole funcional. A medida que el mundo se complejiza y que las interdependencias se expanden hay que reconocer que el nivel local ya no es apropiado para manejar esas evoluciones. La comunidad de base acepta entonces delegar la responsabilidad de asumir esas nuevas funciones. Sin embargo, esa delegación nunca deja de sentirse como una amenaza y, al menos en los papeles, siempre aparece como condicional y provisoria. Se sospecha, a menudo con razón, que los poderes “de arriba”, en nombre de la delegación que se les hizo, quieren violar el principio de libre administración de las comunidades de base. Hay que construir barreras de protección, las comunidades deben poder frenar a todos esos poderes voraces que se acercan a sus platos para robarles las últimas prerrogativas de la tribu. La barrera de protección que se usó por lo general fue una lista que limita las competencias delegadas y los sectores de actividad en los que el poder “superior”, siempre amenazante, queda autorizado a ejercer un control y a legislar. La tradición de la “República unida e indivisible” es diametralmente opuesta. El fundamento de toda legitimidad se encuentra en este caso en la nación. A tal punto que la república desconfía de cualquier tipo de particularidad, de todo lo que puede formar grumos dentro de esa masa nacional que desea ver lisa y homogénea. Su espíritu “geométrico”, su deseo de hacer surgir un nuevo hombre republicano por sobre los escombros de los viejos órdenes, que en Francia estaban simbolizados por la yuxtaposición de las circunscripciones del antiguo régimen, la coexistencia de diversas unidades de medida o la multiplicidad de idiomas regionales, llevaron a que la república no hiciera más que unificar y seguir unificando. Claro está que esta república ideal, al igual que la eterna comunidad tribal germánica, tuvo que ir ajustándose a la realidad y a las necesidades concretas. 93 N.d.T. Este principio “La République Française est une et indivisible” fue el que prevaleció en Francia a partir de 1792, después de la Revolución francesa, contra la concepción federalista que expresaba el partido de los “Girondins”.
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Esa comunidad nacional de ciudadanos iguales hasta el punto de ser todos semejantes, regida por reglas y dispositivos homogéneos en todo el territorio, muestra pronto sus límites. Se convierte en un obstáculo para la expresión original del nivel local y para los esfuerzos por dar coherencia a los dispositivos e iniciativas en contextos que siempre son específicos. De ahí el movimiento general, observable en todos los sistemas tradicionalmente centralizados, hacia la descentralización es decir la delegación de responsabilidades a entidades locales más pequeñas o bien hacia la desconcentración es decir la atribución de nuevos márgenes de autonomía y de iniciativa a las instancias locales de las administraciones centrales. Como este movimiento coincidió en Europa con el fortalecimiento de la Unión Europea y luego con cierto aumento de poder de las reglas internacionales, especialmente en el ámbito del comercio, los viejos republicanos se sienten progresivamente despojados de su visión y de sus prerrogativas, tal como sucede con las comunidades de base en el sistema tradicional de la subsidiariedad. Es interesante constatar que, para adaptarse a la realidad del mundo, dos sistemas tan distintos en un principio se parezcan ahora más de lo que ellos creen. En primer lugar porque han tenido que repartir los poderes entre distintos niveles de gobernanza. Luego, y sobre todo, porque ambos son herederos de la pólis griega: la comunidad unida frente al resto del mundo, frente a los bárbaros con los cuales hay que saber negociar alianzas pero que siguen siendo, irreductiblemente, “los otros”. Es por eso que los dos sistemas –es decir, el de la unificación republicana (francés) y el de la subsidiariedad (germánico) tienen las mismas dificultades para mirar al mundo como un conjunto de niveles de gobernanza llamados a cooperar. Las soluciones que buscan para los problemas contemporáneos las elaboran en continuidad con las fórmulas antiguas. Por su parte, el principio de subsidiariedad activa procede por el modo de la inversión: lo que hasta ahora se consideraba secundario y se posponía eternamente, la relación local/global, la relación entre niveles de gobernanza, se vuelve por el contrario primordial para la gobernanza y constituye el centro desde el cual se articulará todo lo demás. El principio de la subsidiariedad se relaciona con la trilogía “competencias, reglas, instituciones”. El principio de la subsidiariedad activa se vincula con la trilogía “objetivos, criterios, dispositivos de trabajo”. Mientras que el principio de subsidiariedad lleva, de manera casi obsesiva, a poner en una lista y delimitar las competencias delegadas al nivel superior, el principio de subsidiariedad activa afirma la futilidad de una delimitación de ese tipo y su carácter contraproducente. Lo que fundamenta la necesidad de que intervengan los “niveles de arriba” no son las consideraciones sectoriales sino los desafíos y los objetivos, que por naturaleza son intersectoriales y comunes a 128
todos. En el principio de subsidiariedad activa, son las razones de la acción, y no los ámbitos de autoridad, las que deben hacerse explícitas para justificar las limitaciones que se imponen al nivel local. Consideremos el caso de la Unión Europea. A lo largo de las últimas cuatro décadas, el objetivo de unificación del mercado llevó a la Comisión Europea a intervenir en todos los ámbitos y según las necesidades. De igual manera, las futuras políticas europeas para construir cohesión social tendrán que intervenir necesariamente en todos los campos de la actividad humana y de la competencia administrativa para promover un modelo de civilización europeo, para desarrollar los territorios rurales o para implementar un desarrollo sostenible. Son los mecanismos que rigen las relaciones entre los distintos niveles de gobernanza y no una lista de las atribuciones de Europa los que permitirán limitar las intervenciones del poder central, independientemente de lo que se reconozca como necesario en virtud del principio de mínima restricción. Podemos observar entonces que el principio de subsidiariedad activa acaba con la idea misma de comunidad “natural”, tribu o nación, que supuestamente es la fuente primordial de legitimidad. A largo plazo, en virtud del principio de interdependencia creciente, todos los niveles tendrán un valor filosóficamente comparable, aun cuando uno de ellos, el Estado, conserve cierta preeminencia por razones históricas e institucionales profundamente arraigadas: por la cantidad y antigüedad de sus estructuras, por la fuerza de sus instituciones y por la organización de los actores sociales y políticos a ese nivel. Llevando el razonamiento a su punto máximo podemos llegar a considerar que todos los problemas del planeta son preocupaciones domésticas y que la legitimidad final de la gobernanza se sitúa a nivel mundial y no a nivel local. Esa legitimidad es la que fija los objetivos. El criterio “el máximo posible de unidad y el máximo posible de diversidad” impone el mecanismo de la subsidiariedad activa. Las sociedades tienen desafíos comunes pero los resuelven con soluciones específicas ¿Cómo explicar el carácter general del principio de subsidiariedad activa? ¿Cómo explicar el hecho de que sea un mecanismo de alcance universal? Esto nos recuerda la frase de Einstein que hemos citado al comienzo: lo más incomprensible es que el mundo sea comprensible. Transpuesta a
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la gobernanza, tenemos: lo más incomprensible es que podamos formular principios comunes a pesar de las incontables diferencias de contexto cultural, social, político, histórico, económico y ecológico. Esta doble dimensión de universalidad de los principios y de especificidad de las soluciones me parece a la vez de orden antropológico y ecológico. Los trabajos de antropología del derecho han mostrado que a través de respuestas extremadamente diversas se responde en realidad a preocupaciones comunes a toda sociedad humana. Asimismo, si bien cada ecosistema es único, los mecanismos que rigen las relaciones entre las partes del sistema son constantes. La perspectiva antropoecológica desplaza entonces el foco de atención de la unidad del género humano hacia la universalidad de las funciones por cumplir dentro de toda sociedad humana. Conocemos los debates que se generaron, especialmente en Asia, a partir de la cuestión de la universalidad de los Derechos Humanos. De hecho, un universalismo del derecho basado en la unidad proclamada del género humano tiende a ignorar el arraigo históricosocial de las prácticas jurídicas y la diversidad de las formas de organización social. De alguna manera, poco a poco, la injerencia internacional, siempre disimétrica y basada en relaciones de poder, se convierte en la otra cara del “derecho de conquista” y del “deber de civilizar”, de los que ya conocemos las consecuencias históricas. Reemplazar la búsqueda de unificación a partir del principio de unicidad del género humano que justificaría la uniformidad de las soluciones por una búsqueda de universalidad de las funciones que se deben cumplir significaría reintroducir el respeto de la diversidad en el enfoque de la gobernanza.
La subsidiariedad activa lleva a redefinir la responsabilidad de los funcionarios La declaración de Caracas partió de la cuestión de la pertinencia de la acción pública. Nos preguntábamos entonces por qué, con tanta frecuencia, esta última no se adaptaba adecuadamente a los objetivos perseguidos. Considerábamos, en otros términos, que el primer deber de la gobernanza es el de ser pertinente y responder eficazmente a las necesidades de la sociedad. Se trata de una exigencia aparentemente común, ¿pero se limita a la definición de las políticas o abarca también las condiciones concretas de su implementación? Desde el momento en que los poderes públicos limitan, mediante su acción, la libertad de los distintos actores de la sociedad,
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también deben, en virtud del principio de mínima restricción, llevar adelante una acción que si no es óptima debe ser al menos adecuada para el tipo de problema que se aborda. En el principio de la subsidiariedad activa, la pertinencia se convierte en la cuestión central de la responsabilidad de los actores públicos, tanto si se trata del personal político como de los funcionarios. En efecto, el principio crea nuevos espacios de iniciativa, de creatividad y de libertad para ellos y, por ende, nuevas responsabilidades. En la tradición administrativa, el primer deber del funcionario es un deber de conformidad: conformidad con las reglas establecidas y con las órdenes que recibe, hasta tal punto que su responsabilidad, incluso penal, sólo puede verse comprometida en la medida en que no haya “respetado las reglas”. El principio de subsidiariedad activa, al desplazar filosóficamente de la conformidad a la pertinencia la cuestión de la responsabilidad, también puede aplicarse a los funcionarios. Si es posible inventar las respuestas más apropiadas a nivel local, aplicando principios rectores reconocidos por todos, entonces no buscar esa adaptación compromete la responsabilidad de los actores. Así como en la organización de los distintos niveles de gobernanza la atención se desplaza de la distribución de responsabilidades al ejercicio de la responsabilidad compartida, de igual manera en la organización de la función pública el deber de conformidad se transforma en deber de pertinencia. La subsidiariedad activa constituye el eje central de las demás transformaciones de la gobernanza En cada escala de la gobernanza, la subsidiariedad activa no consiste en aplicar reglas uniformes ni, por el contrario, en actuar con total libertad. Consiste más bien en encontrar soluciones para objetivos comunes y según principios definidos en forma colectiva. Es fácil imaginar que su campo de aplicación es prácticamente infinito, dado que incluye también la educación, la salud, el urbanismo, la gestión de los espacios rurales y hasta la investigación y el desarrollo. Mostraremos luego de qué manera su aplicación a la economía y a los intercambios abriría perspectivas absolutamente nuevas. Por supuesto que todo no puede depender del nivel local. El principio de subsidiariedad activa no consiste en oponer una sociedad donde todo sería específico y contractual contra otra donde todo sería reglamentario.
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Sin embargo, el hecho de definir la acción pública a partir de los objetivos perseguidos y del principio de mínima restricción lleva a invertir la carga de la prueba. La regla general es la formulación de obligaciones de resultado y de principios comunes y la excepción es la imposición de normas uniformes. Es lo contrario de la gobernanza actual, donde la regla es la uniformidad y la excepción es el “derecho a la experimentación”, como se dice en Francia. Esta última expresión basta por sí sola para mostrar el carácter excepcional, exorbitante del derecho común, de la libertad concedida a la invención local. En el principio de subsidiariedad activa, en cambio, la imposición de la norma uniforme es la que debe estar debidamente justificada. El principio de subsidiariedad activa es la piedra angular de una revolución de la gobernanza porque no sólo maneja la relación entre niveles de gobernanza que es simplemente una de las dimensiones de las relaciones sino que también es central en la relación entre actores, fundamento del partenariado. Hasta ahora, el partenariado se ha visto frenado por el poco margen de maniobra del que disponen los actores públicos y por la definición a priori de las esferas pública y privada. Ahora bien, el partenariado requiere una negociación, una convergencia de deseos y, por ende, posibilidades de iniciativa por parte de cada colaborador. En Francia, por ejemplo, cuando se intenta establecer un partenariado dentro de un marco en el que el quehacer de los funcionarios se rige por el deber de conformidad, siempre se termina instrumentalizando a los otros actores, porque se les pone al servicio de la implementación de dispositivos uniformes. El principio de la subsidiariedad activa también se ubica en el centro de las relaciones entre desafíos coexistentes. Reemplazar el deber de conformidad por el deber de pertinencia significa, para los representantes de los poderes públicos, que no se los juzgue por su conformidad a las reglas sino por su capacidad para elaborar, junto a los demás actores, una solución satisfactoria. Las políticas públicas se ven regidas entonces por el objetivo perseguido y por los principios rectores que surgen de la experiencia común. En esas condiciones, la búsqueda de respuestas apropiadas llevará a apoyarse en distintos sectores de actividad. El principio de la subsidiariedad activa pone en jaque la sectorización de las políticas públicas. Ya lo habíamos constatado a propósito de la declaración de Caracas, cuyos principios tienen que ver con el partenariado y con la capacidad de los servicios públicos para abordar globalmente los problemas que enfrentan los habitantes de los barrios pobres. Cualquier servicio público, a través de la puesta en práctica de dicho principio, se ve explícitamente llevado a manejar una doble coherencia: la coherencia “vertical” de cada sector de actividad y la “horizontal”, o relacional, que pone a esos distintos sectores de actividad al servicio de objetivos comunes. 132
Esta exigencia de doble coherencia es conocida en las empresas y lleva a hacer hincapié en la gestión por proyecto. La mayor parte de las actividades económicas y sociales implican la articulación de diversos saber hacer (savoirfaire). Todo el arte de una sociedad consiste en garantizar, al mismo tiempo, la adquisición, el desarrollo y la transmisión de esos saber hacer y su combinación en torno a objetivos comunes. Podemos considerar entonces la subsidiariedad activa también como una contribución a la introducción en los poderes públicos del arte de gestionar la complejidad. Por último, la subsidiariedad activa desplaza el centro de gravedad de la gobernanza y de la democracia: el desafío ya no consiste en elegir entre soluciones alternativas sino más bien en elaborar de manera conjunta, en colaboración, una solución pertinente que responda a las obligaciones de resultado. Partenariado, enfoques intersectoriales, atención puesta en los procesos de elaboración de las soluciones: éstos son los temas que encontraremos nuevamente, de manera detallada, al seguir pasando revista a los principios comunes de gobernanza.
La subsidiariedad activa es un arte Habíamos enunciado desde un principio que la gobernanza era un arte, más que la aplicación mecánica de principios universales y habíamos afirmado también que dicho arte consistía en lograr simultáneamente el máximo de unidad y el máximo de diversidad posibles. Aquí vemos la aplicación de lo dicho. La búsqueda de una solución pertinente que satisfaga principios rectores comunes es típica del ejercicio de un arte. El artesano dispone de una paleta de experiencias, principios y saberes técnicos, pero debe combinarlos en función de tensiones y configuraciones que son específicas en cada caso. Dentro del marco de la gobernanza, y si retomamos el procedimiento descrito en la declaración de Caracas, la confrontación de la experiencia de unos y otros y de todos los casos específicos es lo que permite sacar a la luz los principios rectores comunes. Asimismo, esa confrontación ilustra, a través de los fracasos y los logros, de qué manera conviene implementar esos principios en situaciones particulares. El artesano, partiendo del conjunto de estos casos clínicos, es quien realizará luego su propia obra de arte. La paleta de
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situaciones que fueron objeto del intercambio de experiencias constituye un reservorio de soluciones posibles y fuentes de inspiración. No se trata en absoluto de recetas infalibles ni de modelos a seguir. En un procedimiento de subsidiariedad activa se insiste sobre el proceso de elaboración de soluciones y no sobre la reproducción automática de modelos. La implementación del principio de subsidiariedad activa es tan diferente al catálogo de “buenas prácticas” preconizado por las instituciones internacionales como lo es la subsidiariedad activa de la subsidiariedad: son procedimientos casi opuestos. Esto podemos constatarlo cuando trabajamos sobre el intercambio de experiencias: la presentación de una política implementada en un lugar determinado tiene poco significado para los demás, mientras no se complete con una descripción del proceso mediante el cual se encontró esa solución. Esa es la diferencia fundamental entre la gestión de una sociedad y la de un sistema técnico. Un sistema técnico combina leyes universales y por lo tanto puede ser reproducido fácilmente: es la regla del paso del prototipo a la serie. Una sociedad moviliza relaciones entre actores y combina las distintas características de un sistema que es a la vez ecológico, social y técnico; la manera de encarar el problema más que la solución es lo que puede reproducirse. La otra característica del arte reside en el interés por soluciones satisfactorias más que por la idea de solución óptima. Dándole nuevamente al nivel local una capacidad de iniciativa, ayudamos a que la sociedad tome conciencia tanto de la diversidad de los elementos que hay que tener en cuenta en la elaboración de una política, como de las múltiples incertidumbres que pesan sobre la combinación de dichos elementos. A veces es posible pretender encontrar una solución óptima, como en los sistemas técnicos o cuando se reduce a los actores a una sola de sus dimensiones por ejemplo si reducimos a los seres humanos a su racionalidad económica. Esta pretensión desaparece en cuanto reconocemos que la búsqueda de una solución negociada es un proceso laborioso. El objetivo ya no es entonces encontrar la solución óptima sino lograr una solución conveniente y pertinente. Una vez más encontramos aquí el tipo de proceder del artesano. Por último, como consecuencia del principio de mínima restricción, el principio de subsidiariedad activa lleva a ampliar constantemente la paleta de soluciones posibles. Para toda política existe una solución estándar que sería el resultado de la aplicación de un conjunto de reglas uniformes definido por toda la comunidad. Podemos presentar la invención de soluciones particulares como si cada una de ellas fuera una manera de hacer algo mejor que la solución estándar, para explorar otras pistas y otras modalidades de colaboración y cooperación. 134
La subsidiariedad activa traza el ciclo de la gobernanza En la gobernanza, al igual que en todo tipo de organización, nunca se parte de cero, nunca se enfrenta un desafío radicalmente. Es por ello que, retomando una vez más la historia de la declaración de Caracas, en el procedimiento de subsidiariedad activa todo parte del intercambio de experiencias. La riqueza del enfoque es tanto mayor cuanto más dispares sean los contextos en los que se han vivido las experiencias confrontadas. Tomemos el ejemplo de las políticas de empleo, de lucha contra la exclusión o del mantenimiento de la cohesión social. Si nos limitamos a comparar entre sí algunas experiencias francesas, la paleta de soluciones que observamos, los logros y fracasos de los que pretendemos obtener una enseñanza se ubican todos dentro de un único y mismo contexto: el de la tradición administrativa francesa. Si en cambio, tal como ya ocurrió en la preparación de la Cumbre Europea de Luxemburgo en 1998, nos ponemos a comparar las respuestas encontradas y las soluciones adoptadas en los distintos países europeos, el campo de visión se va ampliando y el enunciado de los principios rectores ya tendrá un mejor respaldo. Si las condiciones fundamentales de éxito o fracaso de una política son las mismas en Copenhague y en Atenas, ya podemos concederles cierto crédito. No obstante, el enriquecimiento será aún mayor si confrontamos experiencias provenientes de las antípodas. Allí aparecerán muy claramente factores decisivos que hasta ese entonces se mantenían implícitos al comparar situaciones demasiado cercanas. Por ejemplo: el lugar que ocupan los intercambios no mercantiles, la importancia del capital social, la consideración de las prácticas tradicionales de mediación, la valorización de los aportes de las diásporas o la capacidad de autoorganización de la sociedad en ausencia de poderes públicos, son factores que quedarán de lado mientras el intercambio de experiencias se haga entre sociedades de similar nivel de desarrollo. Por el contrario, mostrarán toda su importancia cuando comparemos contextos radicalmente diferentes. A su vez, la toma de conciencia de esta importancia generará enseñanzas para la situación occidental. Nos pondrá más alertas para impedir que se destruyan características de nuestras sociedades cuyo valor hubiéramos subestimado anteriormente y nos ayudará a explorar nuevas soluciones. Así pues, todo parte de situaciones concretas descritas en un intercambio de experiencias tan
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diversas como sea posible. De allí se deducen principios rectores. En cada contexto local, bajo la mirada de otras entidades, se aplican esos principios rectores como obligaciones de resultado y se intenta encontrar una respuesta pertinente. La política se implementa y crea a su vez un nuevo semillero de experiencias que es importante evaluar en forma colectiva. Se trata pues de un procedimiento de aprendizaje permanente que funda la subsidiariedad activa. Estamos ya muy lejos de esa posición de artillero que he visto demasiadas veces en la que los poderes públicos deciden una política y luego pretenden algunos años después hacerla evaluar según criterios supuestamente “objetivos” para “afinar la puntería”. En realidad la única evaluación válida es la que se hace entre las partes involucradas, entre colaboradores, que implica la confrontación con los otros actores y con aquéllos que llevan adelante políticas comparables en contextos diferentes. Finalmente, lo que cuenta en la gobernanza es el ciclo temporal que organiza ese proceso permanente de aprendizaje. Al nivel de una organización, eso se denomina “organización de aprendizaje”. Al nivel de una sociedad, se le llama capital social.
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3. La relación entre la acción pública y el mercado El mercado es una forma de gobernanza entre otras, sometida a los mismos principios y a los mismos objetivos que las demás. ¡El mundo no es una mercancía! Es el grito de unión de quienes se oponen a la globalización neoliberal. ¿Quién podría no apoyar una consigna que da en el clavo de manera tan precisa? ¿Podemos considerar como un progreso humano la transformación de toda cosa, todo ser, toda idea y todo servicio en un bien mercantil para llegar a una situación en la cual, retomando la famosa expresión, conoceríamos el precio de cada cosa y el valor de ninguna? ¿Cómo ignorar que una sociedad se divide, se desintegra si aquello que no tiene un valor mercantil en lo inmediato es dejado de lado y si las relaciones sociales se transforman en relaciones económicas? El mercado es sólo una de las formas de la “gobernanza del intercambio” de bienes y servicios. Hay que tratarlo entonces, analizarlo y juzgarlo según los mismos principios que a las demás formas. La gestión de la sociedad a través de las relaciones mercantiles fue promovida progresivamente, a partir del Renacimiento, por los moralistas escépticos94. Éstos la consideraban como un mal menor, como la mejor manera de hacer coincidir las pasiones humanas con el interés colectivo, una vez admitido el hecho de que la sociedad no era capaz de manejarlas; un poco a la manera de quienes proponen canalizar la agresividad permitiendo que se exprese mediante el patriotismo y la conquista. Esta forma de gobernanza demostró ser tan eficaz que se desarrolló como una célula cancerosa hasta asfixiarnos. La reacción, con su forma opuesta de economía socializada, planificada y reglamentada demostró históricamente ser poco eficaz. Si se lo aborda desde el ángulo de los principios de gobernanza, el mercado mientras se mantenga dentro de los limites de validez y legitimidad que luego tendremos que dilucidar responde a las exigencias de subsidiariedad, de descentralización y de apertura del abanico de lo posible, siendo todas éstas características de una gobernanza legítima. Mientras operan dentro del marco de una comunidad instituida con sus reglas y mecanismos de control, las empresas muestran 94 A. O. Hirschmann, Las pasiones y los intereses, Fondo de Cultura, México, 1983.
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formas de organización colectiva adecuadas para la transformación de diversos factores de producción conocimientos, trabajo y capital en una serie de bienes y servicios que responden a las expectativas de la sociedad. Siempre y cuando, también en este caso, sus límites estén definidos. No pretendo, claro está, revolucionar con algunas páginas el pensamiento político y la teoría económica, y soy consciente de que me adentro aquí en arenas más movedizas aún que la reforma del Estado, sobre la que he reflexionado durante muchos años. Sin embargo, me parece que una mirada nueva sobre la economía, que introduzca un enfoque a través de la gobernanza, puede aportar aires nuevos y abrir perspectivas alentadoras. Lo que quisiera entonces compartir con el lector son más bien intuiciones, y no tanto convicciones largamente elaboradas y definitivamente establecidas. El análisis de la crisis de los modelos de desarrollo y el paralelo establecido con la crisis de la gobernanza nos han mostrado los primeros límites del sistema actual de gobernanza a través del mercado: la producción regida por filiales verticales, sectorizadas, tiene tanta dificultad para tomar en cuenta las relaciones como las administraciones tayloristas centralizadas y compartimentadas, incapaces de cooperar en la resolución de problemas. La reflexión sobre el contrato social y la responsabilidad nos llevó a establecer otro paralo: entre la responsabilidad de un dirigente político, que no puede limitar su responsabilidad solamente a quienes votaron por él, y la responsabilidad de un empresario o un gerente de empresa, que no puede limitar su responsabilidad solamente a los accionistas de la empresa. Para implementar la definición de responsabilidad ampliada tal como surge de la Carta de las Responsabilidades Humanas, no podemos tampoco atenernos solamente a la buena voluntad. La ética es el puente entre criterios de conducta individual y normas sociales. Para que ese puente exista, las normas sociales tienen que estar presentes y una comunidad social y política tiene que instituirse para dictarlas y hacerlas respetar. Evidentemente esto no es lo que ocurre hoy en día a escala mundial. El mercado, las multinacionales se extienden más allá de las fronteras de las comunidades instituidas. El contrato social sólo puede existir si las empresas más grandes contribuyen en forma activa, primero a instaurarlo y luego a darle un marco. Sigamos analizando el mercado desde nuestras pautas de lectura de la gobernanza. Dijimos que era conveniente volver atrás en la historia, buscar las condiciones que dieron nacimiento a las normas y las reglas para poder contextualizarlas y delimitar su alcance. Sin necesidad de llegar hasta las raíces históricas y filosóficas de la transformación de las pasiones en intereses, observemos las 138
condiciones concretas de la promoción del comercio internacional. Luego de varios ciclos en los que los países occidentales promovieron alternativamente proteccionismo y liberalismo, según lo que su “interés nacional” les dictaba, la promoción del libre comercio se volvió universal después de la Segunda Guerra Mundial, cuando se constató que los proteccionismos en cadena, implementados como respuesta a la crisis del ’29, habían sido en parte causantes de la guerra. Fue entonces que empezó a imponerse la relación entre libre comercio y paz. Desde esta perspectiva, el objetivo final es la paz y no el comercio internacional en sí mismo. El ejemplo de la construcción europea es interesante una vez más. El único objetivo de los padres fundadores de la idea de una Europa era la paz. El primer símbolo de esto fue la puesta en común, por parte de Francia y de Alemania, de la producción del carbón y del acero, es decir de los materiales necesarios para hacer la guerra. Tal como ya hemos visto, el fracaso político de la Comunidad Europea de Defensa fue lo que llevó en los años ’50 a esos padres fundadores, como último recurso, a hacer que la unificación económica en lugar de la unificación de las fuerzas armadas se convirtiera en el motor de la paz. En consecuencia, hoy en día, el desarrollo del comercio internacional debe evaluarse desde la óptica de objetivos generales de gobernanza (la paz, la justicia y el desarrollo sostenible) y no desde una supuesta ley de la economía. El mercado, como forma de gobernanza, no está exento de la necesidad de pasar de una tipología dominada por las competencias, las reglas y las instituciones, a una nueva en la que predominen los objetivos, los criterios éticos y los dispositivos de trabajo. El objetivo final de la economía general consiste en organizar el marco y los mecanismos de regulación de la producción y la gestión de bienes y servicios con vistas al florecimiento de las sociedades y de la paz. Esto debe hacerse según criterios de justicia social y de responsabilidad, y también en el marco de un desarrollo sostenible que respete los equilibrios entre la humanidad y la biosfera y los derechos de las generaciones futuras. Por lo tanto, es en relación con estos objetivos y criterios que hay que juzgar al mercado como forma de regulación. La reflexión sobre las premisas y las primicias de la revolución de la gobernanza nos invita ahora a salir del congelamiento ideológico, a deconstruir las oposiciones engañosas, a dejar de buscar coincidencias automáticas entre una función que cumplir y el órgano que la cumple y a examinar si los sistemas ideológicos están a la altura de la evolución de la sociedad. La evolución de nuestras sociedades modifica radicalmente los fundamentos de la relación
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entre la acción pública y el mercado En los debates sobre la gobernanza nada parece estar mejor establecido que la relación entre la acción pública y el mercado. ¿No es una cuestión que ocupa, desde hace más de cien años, el centro de los debates políticos?¿No se enfrentaron por ella, década tras década, los socialistas que piensan que el manejo público de los medios de producción y el desarrollo de los servicios públicos garantiza la justicia social y los liberales, que piensan que el mercado y la libertad de empresa son los únicos medios para que las pasiones individuales se pongan al servicio del bien común? Parece tan lejana y cercana a la vez esa época de 1981, de 1988 inclusive, cuando en Francia las campañas presidenciales giraban en torno a la nacionalización o la privatización de las grandes empresas y de los bancos. ¡Qué asombroso cambio de la historia es ver, en el último congreso del partido comunista chino, al empresario privado promovido al rango de pilar del Partido! ¿La caída del muro de Berlín puso punto final a una visión estatista de la acción económica? ¿El desarrollo sin freno y sin fin de los intercambios internacionales y la penetración de la lógica de mercado hasta en los últimos rincones de nuestra vida privada son ineludibles? ¿Hay que aceptar la privatización del agua, de los transportes, de la educación, de la salud y hasta de los genes? El final de la guerra fría posibilitó un mayor mestizaje de pensamientos y de soluciones. Toda apertura a las tesis “de los otros” ya no es interpretada como una deserción o una traición. La actividad tectónica de las placas ideológicas se ha vuelto más dinámica. La evolución del pensamiento sobre las relaciones entre acción pública y mercado me hace pensar en la evolución en los otros ámbitos de la gobernanza, cuando los estados jacobinos se descentralizan mientras que las confederaciones transfieren cada vez más competencias a su Estado central. Mientras que los socialistas dejan cada vez más espacio al mercado, hasta los liberales más recalcitrantes admiten que el desarrollo no puede ser ni real ni equitativo si el poder público no se involucra para fijar las reglas y reunir las condiciones. Sin embargo, este mestizaje puede quedar encerrado dentro del marco de una reflexión proveniente del pasado. Ahora bien, dos grandes transformaciones fueron determinantes en los últimos cincuenta años: el creciente impacto de las actividades humanas sobre la biosfera y la revolución del conocimiento. Estos dos datos obligan a examinar las antiguas cuestiones desde un nuevo ángulo.
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Empecemos por el creciente impacto de las actividades humanas sobre la biosfera. El debate iniciado en el siglo XIX sobre la apropiación pública o privada de los medios de producción es un debate que pertenece, si podemos decirlo así, a un único modelo fundamental: el modelo productivista95. La idea malthusiana de los límites físicos y ecológicos para el desarrollo de las riquezas materiales aparece en ese entonces como el pensamiento de un grupo de viejos quejosos y pesimistas que no tienen confianza en la capacidad de la mente humana para salir siempre de un mal paso gracias a la innovación técnica. El producto bruto interno (PBI) se convierte en la medida universal del desarrollo. La sociedad rompe con los finitos horizontes del pasado y sólo encuentra su equilibrio en el crecimiento. El desarrollo de las técnicas macroeconómicas por parte de Keynes y sus sucesores permite efectivamente reducir la frecuencia y la gravedad de las fases de recesión hasta el punto de generar la expectativa, tal como lo indica la expresión de los “Treinta Gloriosos”, de un mundo calmado, instalado en un proceso de crecimiento sin fin. A principios de los años ’70, el informe del Club de Roma sobre los límites del crecimiento, resurgimiento de Malthus, sacude las conciencias, pero su alcance es rápidamente minimizado: ¿no se habrá subestimado acaso el impacto de la innovación? Pero la evolución misma de nuestras sociedades revela ahora lo acertado que estaba Gandhi, al postular que hay suficientes recursos en la tierra como para satisfacer las necesidades de todos, pero no la codicia de todos. Las tensiones sobre el manejo de los recursos naturales son cada vez más fuertes. Ya no podemos razonar como si la actividad humana se inscribiera dentro de un círculo abierto, tomando de la biosfera recursos naturales y arrojando sus residuos en un pozo sin fondo. La actividad humana pone en juego los grandes equilibrios de la biosfera, tal como lo simbolizan el agujero de la capa de ozono o el efecto invernadero. La satisfacción de las necesidades presentes compromete las condiciones de vida de las generaciones futuras. De allí se deriva la necesidad de un enfoque radicalmente nuevo de la orientación y del manejo de la actividad económica y de una reflexión sobre los bienes públicos y los recursos naturales. Hace unos veinte años nació en Estados Unidos y en Europa del Norte un movimiento ampliamente popularizado por Suren Ekerman en el mundo francoparlante: el movimiento de la ecología industrial96. Su credo es sencillo: para preservar seriamente el medioambiente hay que desarrollar en un mismo territorio las complementariedades entre actividades económicas. La constatación de partida es que, en los ecosistemas desarrollados, es decir los que se ven 95 Esta observación es central en la plataforma de diciembre de 1993 que dio origen a la Alianza por un mundo responsable, plural y solidario. Ver: www.alliance21.org 96 S.Erkman Vers une écologie industrielle (industrial ecology), Cuaderno de propuestas, Éd. Charles Léopold Mayer, 2001.
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confrontados a la escasez de recursos primarios, el ecosistema ha evolucionado desarrollando complementariedades e intercambios complejos entre las distintas partes del sistema, de manera tal que los residuos de unos constituyan la materia prima del otro: el ciclo ecológico tiende a cerrarse. Ese modelo se opone al modelo primitivo de los ciclos ecológicos abiertos, en los que la abundancia de materias primas no incita a los organismos a buscar complementariedades: cada agente toma el recurso de su entorno y deposita allí sus deshechos. La similitud con el modelo industrial nacido en el siglo XIX es evidente. Por otra parte, vemos que cuanto más poblado y carente de recursos naturales es un país, más ha tenido que desarrollar a lo largo de miles de años sistemas agroforestales sofisticados de complementariedad para poder sobrevivir “cerrando lo más posible el ciclo ecológico”. La segunda gran revolución de la economía tiene que ver con el lugar cada vez más grande que ocupan los conocimientos. Esta revolución comporta en realidad tres aspectos: el cambio de jerarquía de los factores de producción; la aparición de nuevos canales de información; el rápido desarrollo de las ciencias de lo viviente. Se dice que hemos entrado en la “sociedad del conocimiento”. A nivel de las empresas, incluidas aquéllas que pertenecen a la “vieja economía”, los conocimientos y su articulación ocupan el centro de los sistemas de producción. Las inversiones inmateriales programas, bases de datos, sistemas de regulación y de control, formación, gestión de los conocimientos y desarrollo de las capacidades internas de cooperación, control de calidad, mejoramiento de los métodos de gestión o management, investigación y desarrollo, marketing, actualización tecnológica, etc. superan ahora muy a menudo a las inversiones materiales. El paso de una economía de bienes a una “ecología de la inteligencia”, es decir a la articulación de todos esos factores inmateriales, terminará cambiando la gestión misma de la empresa y el funcionamiento del mercado. Las inversiones materiales pueden considerarse como activos propios de la empresa, con un claro estatuto de propiedad, pero la articulación de los conocimientos requiere un enfoque muy diferente. En primer lugar porque se trata al menos de una copropiedad: un empleado calificado lleva sus conocimientos pegados a sus zapatos. Esto hace que la manera en que los profesionales que se han convertido en el corazón de la empresa entienden el contrato social que los vincula con el resto de la comunidad y sus posibles contradicciones con respecto al contrato laboral se convierta en algo esencial. La empresa es cada vez más dependiente de su capacidad de generar sentido en la actividad de sus empleados calificados. La atención que las empresas prestan últimamente al respeto 142
del medioambiente o a la responsabilidad social no es sólo el reflejo de las exigencias de sus clientes, de las compañías de seguros o de los poderes públicos, sino que también responde ampliamente a exigencias internas. Un buen ejemplo de ello es el movimiento Natural Step. Nacido en Suecia por iniciativa de una red de científicos, este movimiento apunta a brindar a algunas empresas una herramienta de diagnóstico de su impacto sobre el medioambiente. El primer principio del método es que la emisión de productos artificiales en la biosfera ya no debe crecer más: la tierra tardó dos mil millones de años para producir las condiciones de vida actuales mediante la transformación de materias tóxicas y, desde hace algunas décadas, el proceso se invirtió. Emitimos materias tóxicas nuevas que la tierra ya no es capaz de eliminar y que va acumulando progresivamente. Lo interesante en este caso no es el método en sí sino la constatación asombrosa, a primera vista, de su impacto sobre las empresas que lo implementan: la rotación de su personal se reduce considerablemente. ¿Por qué? El análisis ha demostrado que el personal de esas empresas no asumía en lo cotidiano la contradicción entre su preocupación personal por los problemas ecológicos, particularmente fuerte en los países del Norte de Europa, y el desempeño de su actividad profesional. El procedimiento entablado por la empresa reduce esa contradicción y muestra una voluntad colectiva por salir de la esquizofrenia ambiental. La rotación del personal y la pérdida de los conocimientos adquiridos que de ello resulta son secundarias en actividades de producción donde las personas son intercambiables, pero se vuelven decisivas en las nuevas formas de economía. Así pues, dentro de las empresas, la relación al sentido que se genera se vuelve fundamental. Además, el conocimiento tiene una naturaleza muy distinta de los bienes y servicios habituales. Se multiplica al compartirse en lugar de dividirse. Dos personas que comparten sus conocimientos se enriquecen mutuamente. Nos alejamos entonces de las hipótesis de la economía clásica. En 2001, el periódico francés Le Monde publicó el informe de un estudio sobre la Silicon Valley, cumbre de las “nuevas tecnologías” y de la “nueva economía”. El estudio también brindaba una constatación que a primera vista parecía asombrosa: la mayor parte de los intercambios entre las empresas son no mercantiles. ¡O sea que el templo de la economía moderna estaría fundado en el mutuo compartir! Si lo pensamos, lo asombroso sería lo contrario. El carburante de la innovación de este tipo de economía es de orden inmaterial. Nace del intercambio de ideas y de la transferencia de saberes. ¿Cómo podría existir tal circulación en función de flujos mercantiles, privatizando y patentando 143
cada idea que aparece? En este nuevo tipo de bien, la patente, presentada como indispensable para la amortización de las inversiones en investigación y desarrollo, se volvería por el contrario la principal fuente de bloqueo para la innovación. La aptitud para producir, organizar, seleccionar, hacer circular y transmitir los conocimientos a nivel local se convierte en una dimensión esencial de la competitividad económica. Al analizar la evolución de las relaciones entre empresas y territorios he comentado que, hace unos quince años97, me llamó la atención el hecho de que a menudo las antiguas ciudades mercantiles estaban resurgiendo mientras que las ciudades manufactureras del siglo XIX iban decayendo. A mi parecer, esto obedece a que nuestro sistema de producción, basado en la “ecología de la inteligencia” más que en la economía de bienes, es más parecido a la antigua economía mercantil que a la economía manufacturera del siglo XIX. La competencia no se maneja de la misma forma cuando se trata de saberes y conocimientos que cuando se trata de herramientas materiales de producción. Hace algunos años, al participar en un encuentro de empresarios en California, me asombró el contraste que allí había entre el discurso expresado en público y lo que se decía en forma privada. En público, los empresarios hablaban de sana competencia y de optimización de la ganancia. Es la palabra santa de la economía liberal y todos la recitaban a quien más y mejor. En privado, un empresario me hizo notar: “es extraño, el 80% de nuestros discursos está dedicado a la competencia y el 20% a la cooperación; en la práctica, dedicamos un 80% de nuestro tiempo a la cooperación y un 20% a la competencia”. El carburante esencial de la empresa es un producto el saber, la información, la idea que por naturaleza se comparte o puede ser compartido en cualquier momento. El concepto de “capital social”, utilizado con frecuencia para describir la intensidad y la calidad de las relaciones y el conjunto de los conocimientos acumulados y movilizables en una sociedad local, también es un factor de producción esencial. Por otra parte, el cambio en la jerarquía de los factores de producción incrementa ampliamente sus efectos con la revolución de la información. Cabe mencionar aquí por supuesto la revolución de internet y los cambios radicales que esto implica a largo plazo para “los bienes que se multiplican al compartirse”. La cuestión del acceso a la información y al intercambio ocupó desde siempre un lugar central en la vida de las sociedades. A partir de fines del siglo XV, el desarrollo de los grandes viajes fue necesario para ampliar la diversidad de alimentos. Hoy en día, el potencial de intercambio de informaciones y de conocimiento se ha vuelto prácticamente ilimitado. Este cambio cuantitativo 97 P. Calame y L. Bouvard, op. cit.
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produce a su vez un cambio cualitativo: el desafío más importante se desplaza del acceso a los conocimientos a su estructuración y selección. Un hecho significativo es que quienes desarrollan internet se interesan ahora, por sobre todas las cosas, por las herramientas de búsqueda, es decir precisamente por las condiciones de estructuración y de gestión de la información que permitan que cada uno encuentre fácilmente lo que necesita. La propuesta que el MIT (Massachusetts Technological Institute) presentó ante la UNESCO recientemente es muy simbólica al respecto: consistía en poner en internet todos sus cursos, en forma gratuita, a disposición de los países más pobres. Por último, los avances más significativos del conocimiento en las últimas décadas se relacionaron con la vida y lo viviente. Ahora bien, el conocimiento y la vida tienen como característica en común el hecho de multiplicarse al compartirse. Es por ello que el intento que abordaré con más detalle más adelante de patentar lo viviente es doblemente ilegítimo: tiende a que lo fácilmente reproductible se vuelva escaso y costoso y pretende privatizar nuestro bien más preciado, la vida. La división tradicional entre lo público y lo privado se ha vuelto poco pertinente La evolución de nuestras sociedades, por los límites mismos de la biosfera, requiere nuevas regulaciones públicas. De la misma manera, gracias al desarrollo de la “ecología de la inteligencia”, se producen profundas transformaciones en la naturaleza de los bienes y servicios asi como en las condiciones del desarrollo. Para poder crear, como respuesta a esta evolución, un nuevo sistema de pensamiento, tenemos que empezar por disociar la naturaleza de los bienes y servicios públicos del estatuto jurídico de las organizaciones que los protegen, producen y distribuyen. Luego habrá que examinar si la evolución de los bienes y servicios no nos llevaría a repensar su clasificación tradicional. En el sistema actual, aun cuando haya habido múltiples mestizajes entre ideologías antes rivales, se tiende a representar dos esferas claramente distintas: por un lado, la de la propiedad pública, de las organizaciones públicas y de los servicios públicos; por el otro, la de la propiedad, de las organizaciones y de los servicios privados. El derecho francés, por ejemplo, ha sabido multiplicar, desde hace ya mucho tiempo, las categorías híbridas que asocian vocación pública o social y gestión comercial para formar una vasta
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esfera de economía mixta. Esta incluye a las empresas de economía mixta propiamente dicha, pero también a las cooperativas y empresas de economía social, al sector asociativo, a las fundaciones, a las concesiones y a todas las formas de gestión comercial de los servicios públicos. Sin embargo, todas esas categorías están entre dos aguas, aun cuando son, a mi parecer, las que constituyen el futuro, por la sencilla razón de que responden a la diversidad de las situaciones, abren el campo de lo posible y reestablecen la relación entre lo económico y lo social. Para fortalecer su lugar bastaría con constatar, por el contrario, que la propiedad pública no es en lo absoluto garantía para un servicio público. Si se me permite, evocaré al respecto una anécdota personal. En 1985 fui nombrado secretario general de Usinor, un grupo siderúrgico francés nacionalizado unos años antes, cuando la crisis de la siderurgia llevó prácticamente a la quiebra a los grandes grupos y el Estado salió a sustituir a los debilitados accionistas. Teniendo a cargo especialmente dentro de mi campo de competencias la gestión de los recursos humanos, pregunté por la existencia de alguna asociación que reuniera a los gestionarios de recursos humanos de las empresas nacionalizadas. Yo me imaginaba, con cierta inocencia, que el estatuto público de una empresa modificaría la concepción de las relaciones entre el Estadoempleador y sus empleados. Mi pregunta hizo sonreír a más de uno. Nadie había pensado en una asociación de este tipo. Podríamos dar muchísimos ejemplos en este sentido. La gestión pública de los recursos naturales no garantiza en nada su buen uso a largo plazo; puede también generar una renta que quede en manos de una pequeña élite. Así pues, la nacionalización de los recursos petroleros, gran reivindicación de los años sesenta, muy pocas veces dio origen a un desarrollo que beneficiara a todos. De igual manera la apropiación de los suelos en los países comunistas se vio acompañada por una degradación sin precedentes de su fertilidad. La estatización del agua, tal como lo hemos visto en varias ocasiones, no garantiza para nada en el plano local una gestión perspicaz, parsimoniosa y en cooperación. Lo cual significa que, si bien la propiedad o la gestión públicas son condiciones necesarias, no por ello son condiciones suficientes. Abordemos ahora el segundo punto: la definición, en el siglo XXI, de un bien público o de un servicio público. Afirmar que “es un bien manejado por la autoridad del poder público” no es sino el resultado de una elección de la sociedad. ¿Pero en virtud de qué criterios la sociedad evalúa esta necesidad? Al analizar, me parece que hay tres criterios diferentes que se mezclan: la naturaleza de los bienes y servicios, su vocación y su repartición.
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Bienes públicos Aportando un enfoque personal, examinemos las distintas implicaciones ideológicas que entran en juego al hablar de la noción de bien público. El bien público, concepto antiguo dentro de la reflexión filosófica y económica, se ha vuelto un tema de debate muy de moda desde hace poco tiempo en las esferas de la cooperación internacional. En efecto, el tema se abordaba tradicionalmente dentro del marco de comunidades constituidas, que disponían de instituciones públicas y administrativas capaces de definir, producir o repartir los bienes públicos. Pero esto no es lo que sucede a escala mundial. Los bienes públicos mundiales plantean entonces dos grandes interrogantes: el de la gobernanza mundial y el de la distinción entre poderes privados y poderes públicos a nivel internacional. La cuestión de los bienes públicos mundiales está directamente relacionada con el doble movimiento de la globalización: la disminución relativa del espacio público y de los poderes públicos en cuanto a orientar la producción de bienes colectivos y la desaparición de los Estadosnación frente a la internacionalización y la transnacionalización de los lugares de decisión y de poder. El PNUD define “los bienes públicos como bienes no exclusivos, es decir que una vez producidos, los beneficios de dichos bienes o los costos son consumidos por todos. Los bienes públicos pueden ser provistos por el sector privado; son los bienes que forman parte del ámbito público y afectan a sus distintos componentes de diversas formas”. Por otra parte, “cabe distinguir tres tipos de bienes: Los bienes no exclusivos técnicamente; Los bienes públicos por intención, que resultan de una decisión política; Los bienes públicos por defecto, que resultan de una negligencia política o científica”98.
98 K. Le Goulven, «Les biens publics mondiaux comme une solution aux défis politique du XXIe siècle», Biens publics et coopération internationale, HCCI, Éd. Karthala, 2002.
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Encontramos en estos ejemplos los dos aspectos que hemos explicitado anteriormente: la esencia del bien y la vocación del mismo.
Tal como escribe Bertrand Badie, “los bienes públicos mundiales serían entonces bienes sobre los cuales ningún particular ni ningún Estado detenta un poder soberano, bienes que son definidos, asignados, protegidos por expertos internacionales dentro de organizaciones intergubernamentales”99. Se oponen también dos concepciones doctrinarias sobre el tema: “Según la primera concepción, liberal, en términos de insuficiencia de los mercados, un bien es público cuando su uso por parte de un usuario no pone en tela de juicio su disponibilidad para los demás. Se caracteriza por indivisibilidades (ausencia de exclusión y de rivalidad), por rendimientos crecientes y por externalidades (efectos involuntarios positivos o negativos generados por una actividad y no contabilizados) que las distintas partes pueden aprovechar”.
“Según una concepción política o de economía política, analizando las interdependencias entre poderes públicos y privados, la definición de los bienes públicos mundiales es económica y política a la vez. Existen patrimonios comunes cuya definición depende de elecciones colectivas de los ciudadanos. Esta concepción implica la consideración de los conflictos y su modalidad de regulación”100. Muchas y diversas son las implicaciones que entran en juego detrás de este concepto de bienes públicos mundiales. “El recentramiento doctrinario de la cooperación internacional en torno al concepto de bienes públicos permite entonces salir de los estancamientos de las negociaciones internacionales sobre el desarrollo, dado que la percepción de los intereses comunes puede reactivar una solidaridad internacional debilitada.
99 B. Badie, «Realism under Praise or Requiem?», IPSR, 22,3, 2001. 100 J.J. Gabas, P. Hugon, «Les biens publics mondiaux et la coopération internationale», Économie politique n°12, 2001.
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La negociación de la definición de los bienes públicos globales, la elección de las prioridades de la acción colectiva y las modalidades para lograr la creación de regímenes internacionales que permitan producir dichos bienes es un desafío fundamental de la gobernanza mundial. La legitimidad del sistema de gobernanza se verá ampliamente determinada por la eficacia de sus resultados en términos de bienes públicos producidos, como así también por el carácter equitativo de las prioridades que se hayan definido”101. Al ver que el debate a menudo se enturbia por la confusión entre lo que caracteriza la naturaleza de los bienes, su modo de gestión y las preferencias colectivas de una sociedad por ejemplo en el ámbito de la educación, de la salud o de la gestión de riesgos he priorizado un enfoque que parte de la naturaleza misma de los bienes y servicios. Esta postura me parece tanto más necesaria cuanto que el debate tradicional sobre los bienes públicos deja de lado una categoría que me parece esencial para el futuro: los bienes que se multiplican al compartirse. La cuestión de los bienes públicos mundiales es fundamental y está implícita tanto en la acción de la mayor parte de las agencias de la ONU como en las negociaciones de las reglas del comercio internacional dentro del marco de la OMC. No obstante, me parece que no podemos avanzar en ese campo sin reunir las condiciones para una gobernanza legítima, democrática y eficaz 102, que responda a los principios enunciados en el presente libro, y sin tener una mirada profundamente renovada sobre la naturaleza de los bienes que se deben proteger, gestionar, producir y promover.
101 L. Tubiana y J.M. Severino, «Biens publics globaux, gouvernance mondiale et aide publique au développement», Rapport du CAE sur la gouvernance mondiale, 2002. 102 P. Calame (coord.), «Une gouvernance mondiale légitime, démocratique et efficace», cuadernos de propuestas para un mundo responsable y solidario, Éditions Charles Léopold Mayer, 2003.
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– La naturaleza de los bienes y servicios: ¿son bienes que pueden producirse y distribuirse
mediante los mecanismos del mercado? – Su vocación: ¿se trata de bienes o servicios que la sociedad considera indispensable ofrecer a
todos sus miembros? ¿Qué diferencia hay, en lo que respecta a la naturaleza del bien, entre una consulta médica y un turno en la peluquería, a no ser que la salud sea considerada de interés público y el corte de pelo no? – Su repartición: podemos considerar que la igualdad frente a la educación, el acceso a la vivienda o el derecho a un medioambiente de buena calidad son demasiado importantes como para depender de los recursos financieros o de las elecciones personales de cada uno. Estos tres criterios son eminentemente respetables y las sociedades los combinan según sea necesario. Al asociarlos rígidamente para formar la esfera de la acción pública reducimos en cambio la paleta de soluciones posibles, cuando la vocación misma de la gobernanza es, por el contrario, ampliarla. Los criterios de vocación y de repartición de los bienes pueden llevar a soluciones muy distintas de una sociedad a otra, puesto que unas preferirán el suministro directo de servicios por parte de la colectividad mientras que otras darán prioridad a los mecanismos de redistribución financiera. A mi parecer, en razón de la evolución de nuestras sociedades, el primer criterio (la naturaleza de los bienes y servicios) brinda un hilo conductor muy fecundo para abordar con un nuevo enfoque la relación entre acción pública y mercado.
La relación entre la acción pública y el mercado se ve determinada por la naturaleza de los bienes y servicios El hilo conductor casi me atrevería a decir el criterio experimental que nos va a ayudar a diferenciar los distintos bienes y servicios es la “prueba del compartir”. ¿Qué sucede si cortamos un bien o un patrimonio en rodajas? Si, como Salomón, proponemos cortar un niño en dos, por ejemplo, nos quedamos sin niño en absoluto. Si en una sucesión se reparte dinero, cada uno se queda con una parte igual, pero si queremos fraccionar una vivienda en dos ya se vuelve más complicado. He constatado que esta prueba del compartir daba lugar, a grandes rasgos, a cuatro categorías muy diferentes de bienes y servicios que, a su vez, inducen relaciones muy distintas también entre acción pública y mercado, dando por sentado que, tal como lo veremos, dentro de cada una de las categorías el abanico de soluciones y decisiones 150
posibles de la sociedad sigue siendo muy grande. La primera categoría, para la que podríamos reservar la expresión de “bien público” stricto sensu abarca los bienes que se destruyen al compartirse o que, cuando existen y son producidos, benefician a todos sin que su uso por parte de uno excluya el uso por parte de otro. Estos bienes requieren una gestión colectiva. La segunda categoría, que podríamos calificar “recursos naturales” en el sentido más amplio del término, abarca los bienes que se dividen al compartirse y existen en cantidad finita. Estos bienes requieren una gestión económica para movilizarlos, mantenerlos y reproducirlos, pero su cantidad depende sólo parcialmente del ingenio humano; su repartición tiene más que ver con la justicia social que con la economía de mercado. La tercera categoría incluye los bienes y servicios que se dividen al compartirse pero que son ante todo producto del ingenio y del trabajo humano. Son principalmente los bienes industriales y los servicios a personas. Tal como lo hemos visto, pueden ser considerados como bienes y servicios indispensables y depender por “vocación” o por “repartición” de una gestión pública, pero se adaptan bien por otra parte a una regulación de mercado, como forma descentralizada de asignación y combinación de los recursos. Por último, la cuarta categoría, la más interesante para el futuro, está constituida por los bienes y servicios que se multiplican al compartirse. Esta álgebra paradójica en la cual dos dividido por dos es cuatro es la del conocimiento, la información, la relación, la creatividad, la inteligencia, el amor, la experiencia, el capital social. Lo que doy lo conservo y me enriquezco con lo que el otro me da. Lógicamente estos bienes y servicios deberían regirse no por el mercado sino por el mutuo compartir: recibo porque doy. Podemos entender ahora por qué la evolución de la sociedad hace que sea necesario pasar de una categorización de dos clases, bienes públicos y privados, a una de cuatro clases tal como la que acabamos de describir. La producción industrial de tipo “minera” subestima la importancia de los bienes de primera categoría, actúa como si los recursos naturales fueran prácticamente ilimitados y trata a los bienes de la cuarta categoría como una cantidad despreciable. La economía clásica concentra entonces su atención en los bienes y servicios de la tercera categoría. Hasta hace muy poco tiempo, hasta que se crearon los indicadores de desarrollo humano, la medida misma del desarrollo estaba asociada de manera significativa y exclusiva a los bienes y servicios de la tercera categoría. El producto bruto interno sólo se refiere a ellos y excluye inclusive a la gran subcategoría de los bienes y servicios autoconsumidos. Ni la destrucción de los ecosistemas, ni la degradación de 151
los recursos naturales, ni menos aún los bienes que se multiplican al compartirse son tomados en cuenta o siquiera considerados en ese caso. La evolución de la sociedad ya no permite aproximaciones tan generales ni tan pervertidas. Los bienes de la primera categoría, especialmente los bienes públicos mundiales, son necesarios para nuestra supervivencia y esto pone en tela de juicio tanto la supremacía de los mercados como la soberanía de los Estados, que son los dos integrismos de la gobernanza. La buena gestión y la equidad de distribución de los recursos naturales se vuelven vitales a medida que su escasez aumenta, considerando el crecimiento de la población y el modo de vida pródigo de los países ricos. Los bienes de la cuarta categoría están destinados a ocupar un lugar preponderante, tanto como factor de producción o de gestión de los demás tipos de bienes, como para garantizar el bienestar de todos. Las premisas de la economía clásica ya no corresponden entonces a las realidades. Las contorsiones ideológicas para hacer entrar como sea y a la fuerza a estas tres categorías dentro de la lógica del mercado se parecen mucho a los desesperados esfuerzos en astronomía por adaptar el modelo de Tolomeo a la realidad, antes de que la revolución copernicana, de la cual hablábamos en la introducción de este libro, viniera a proponer una nueva cohesión de conjunto. Dentro del marco de cada una de estas categorías tenemos que analizar ahora las posibles relaciones entre la acción pública y el mercado.
La gestión de los bienes públicos que se destruyen al compartirse (bienes de la primera categoría) Estos bienes requieren una gestión colectiva. Se trata de todos aquellos bienes que contribuyen al equilibrio de la biosfera y a las condiciones futuras de su evolución: el mar y las zonas costeras, la selva tropical, los grandes ecosistemas esteparios aún vírgenes e incluso, desde algunos punto de vista, la diversidad cultural que, al igual que la biodiversidad, condiciona las capacidades de adaptación futura de la humanidad. Al respecto, la clasificación por parte de la Unesco de algunos paisajes naturales y sitios producidos por los hombres como “patrimonio universal” es muy representativa del vínculo entre lo que en algún momento dado de su historia construyó una sociedad particular y la humanidad tomada en su conjunto. En un sentido indeterminado pero que con seguridad afectará a cada parte del planeta, el equilibrio de la atmósfera, así como los gases con efecto invernadero y la evolución climática, 152
constituyen hoy en día el bien público mundial sobre el que se debate con mayor vehemencia. Cuando estos bienes son comunes a toda la tierra ¿tienen que ser administrados directamente por una autoridad mundial? En realidad, no sería posible ni sería tampoco lo más eficaz, dado que los daños ocasionados, en particular a la atmósfera alta, resultan de millones de iniciativas. En lo que se refiere a los otros bienes, por ejemplo el mar o los bosques tropicales, su protección y su administración no puede reducirse a un simple sistema de prohibiciones. Manteniendo la ilusión de “ambientes vírgenes” no es como lograremos salvaguardar y mantener los bienes públicos mundiales. Así pues, tanto cuando se trata de la emisión de gases con efecto invernadero como de la gestión de las zonas costeras, el mantenimiento de los ecosistemas ricos o de los bosques tropicales, hay que bajar hasta el nivel de los territorios locales para trabajar sobre las conductas y los partenariados entre actores que permitirán mantenerlos. Más aun cuando hay bienes públicos locales que benefician principalmente o exclusivamente a los habitantes de ese territorio y otros a la humanidad entera. Sin embargo, los comportamientos de preservación y de gestión son los mismos en ambos casos en el plano local. Por otra parte, la frontera entre bienes públicos locales y bienes públicos mundiales es muy difícil de establecer y, si intentáramos hacer esa diferencia, inmediatamente sería fuente de confrontación entre países desarrollados y países en vías de desarrollo. Los primeros, cuyo desarrollo histórico ha destruido los ecosistemas naturales, están en mala posición para exigir que los segundos se impongan limitaciones en nombre del bienestar de la humanidad, mientras que los países ricos no parecen, al menos por ahora, tener el coraje para emprender una reforma radical de su modo de vida o reconocer su deuda relativa con respecto a la degradación del planeta. Por último, casi todos estos bienes mundiales o locales, excepto los océanos, están localizados sobre un territorio. Hay que inventar entonces alguna forma de delegación de la gestión de dichos bienes a nivel local. Ahora bien, la lógica del “Estado westfaliano” lleva a cada Estado a afirmar su soberanía sobre sus territorios. Desde el punto de vista de los países pobres, el hecho de que la comunidad mundial imponga limitaciones que no se corresponden con sus propias prioridades y que además pondrían en tela de juicio su soberanía, sería interpretado como la voluntad de los países ricos para impedir que se desarrollen y se transformen en potenciales competidores. En cuanto a las poblaciones locales, las de las zonas costeras o los bosques tropicales, ven inmediatamente amenazada su propia supervivencia en cuanto surge un intento, por parte de algunos países, de crear espacios naturales vírgenes de ocupación humana. 153
No es difícil entender por qué, a pesar de su aparente racionalidad económica, la noción de “derecho a contaminar” que los Estados Unidos quieren imponer en la negociación sobre los gases con efecto invernadero, sacude profundamente las conciencias. Es una lógica idéntica a la que consiste en decir que es mejor tirar los residuos tóxicos en los países pobres porque, en el plano económico, la vida humana tiene allí mucho menos valor. ¿Cómo admitir que los países ricos pueden estar exentos de cumplir con sacrificios exigidos por los demás por la única razón de que tienen los medios para pagarles y que lo hagan en su lugar? Esto recuerda desagradablemente para los franceses la época del servicio militar por sorteo, en la que la gente adinerada tenía los medios, cuando la suerte le era adversa, para pagarle a alguien que la reemplazara. En consecuencia, los elementos necesarios para la gestión de esta categoría de bienes públicos que surgen del análisis son los siguientes: una definición jurídica amplia de la noción de bien público; un principio de equidad financiera para hacerse cargo de los bienes mundiales que benefician a toda la humanidad; un principio de justicia social internacional que reconozca la deuda contraída por los países ricos con respecto al conjunto de la humanidad en razón del uso privativo que han hecho hasta ahora de los bienes públicos mundiales y la equidad en la repartición de los sacrificios que unos y otros deben realizar por la preservación de dichos bienes; mecanismos de cooperación entre los distintos niveles de gobernanza, sobre la base del principio de subsidiariedad activa, para permitir que la gestión se realice de la mejor manera posible a nivel local y con la cooperación de todos los actores, pero en conformidad con ciertos principios rectores elaborados a nivel internacional sobre la base de la experiencia; la afirmación de que esos bienes son irreductiblemente diferentes a los bienes mercantiles. La gestión de los recursos naturales (bienes de la segunda categoría) Los bienes de la segunda categoría son aquéllos que se dividen al compartirse pero que no son ante todo, al menos en lo que respecta a su cantidad, fruto del ingenio y el trabajo humanos. El agua, la energía y los suelos fértiles forman parte de esta categoría y servirán aquí de referencia. Por su naturaleza misma, su gestión implica la búsqueda simultánea de dos objetivos. Primero, la satisfacción de las necesidades humanas desde una perspectiva de justicia social y de paz, pues 154
estos bienes que de alguna manera nos son dados merecen ser compartidos equitativamente. y segundo, la preservación, en cantidad y calidad, de estos bienes escasos de los cuales depende nuestra vida futura y la de nuestros hijos y nietos. Estos dos objetivos aparecen a menudo como contradictorios. En efecto: la equidad, por un lado, tiende a hacer que el acceso a los recursos naturales sea un derecho para todos, mientras que, por otro lado, la preocupación por preservarlos lleva a financiar los costos de reproducción del recurso mediante una tarificación de su uso, lo cual implica que éste quede reservado para los más fuertes y los más ricos. La gestión de los recursos naturales, al igual que el resto de la gobernanza, es entonces el arte de conciliar estos dos objetivos, de lograr simultáneamente más equidad y un uso más riguroso y prudente. Muchos trabajos de la Alianza se dedicaron a esta gestión103 y me basaré aquí en sus conclusiones. La comparación de los resultados muestra que todos estos bienes tienen características y principios de gobernanza comunes. – Están localizados en un territorio determinado y, en consecuencia, obedecen a un régimen de propiedad, especialmente los suelos y el agua y, al mismo tiempo, a un régimen de soberanía de los Estados, en particular para el agua y la energía fósil. – Existen en cantidad limitada. La cantidad global de agua es fija, la energía fósil es fruto de una acumulación producida a lo largo de centenares de millones de años y los suelos fértiles son producto de transformaciones igualmente largas. – Las actividades humanas son sin embargo determinantes para garantizar su movilización efectiva y el mantenimiento de su calidad. Esto ocurre tanto en el caso de la gestión del ciclo del agua como en la producción de energía y el mantenimiento, la regeneración o la creación de suelos fértiles. Dichas actividades humanas tienen un costo, recurren a técnicas y movilizan organizaciones. Por ende, la gestión va más allá de la conservación y requiere que múltiples instituciones se dediquen a ella. – El uso de estos recursos se ubica entonces en la intersección de dos mundos: el de la repartición pura, fundado en un principio de “justicia”, de un bien que se presenta como un don; el de la actividad económica y del financiamiento de los costos de mantenimiento y de reproducción. Hay que encontrar el camino justo es decir el que responda a la doble exigencia de equidad y de 103 Se trata de los siguientes Cuadernos de Propuestas, que pueden descargarse en el sitio de la Alianza (www.alliance21.org): L. Bouguerra, Sept propositions pour la gouvernance de l’eau; R. Lamar y M. Dosso, Sauver nos sols pour sauvegarder nos sociétés; M. Merlet, Politiques foncières et réformes agraires; P. Calame, Refonder la gouvernance mondiale pour répondre aux défis du XXIe siècle.
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eficacia entre, por ejemplo, el agua, don de Dios, gratuita por naturaleza, y la transformación del agua en mercancía en manos de empresas privadas, entre las reformas agrarias, que apuntan a la redistribución de las tierras según criterios de pura justicia social, y la apropiación de estas tierras por parte de los más ricos,. – El aumento del consumo de estos bienes ha sido el indicador mismo del desarrollo económico. Durante cincuenta años, el aumento del consumo de agua y de energía fue sinónimo de bienestar material. Su despilfarro se volvió muestra de nivel de vida desde el agua de riego de los campos de golf y la energía consumida por los transportes individuales hasta el confort residencial, calefacción y climatización. El consumo en los países ricos es diez veces superior a lo necesario: consumo de agua, de suelos y de energía se combinan para crear modos de vida en los cuales se utiliza el equivalente a diez hectáreas por habitante, cuando el promedio mundial disponible es de una hectárea por habitante104. –
El aumento del consumo global mundial no se vio reflejado por una satisfacción de las
necesidades elementales de cada ser humano. Por el contrario, en materia energética por ejemplo, los 1400 millones de habitantes de la OCDE y de los países de la exURSS consumen seis veces más energía que los 3000 millones de habitantes que constituyen la mitad más pobre de la humanidad y que, en muchos casos, apenas disponen de lo necesario para cocinar. También se constata un fuerte movimiento de concentración y de apropiación privada del agua y de los suelos. – El contraste entre el aumento de la demanda y el estancamiento del recurso hace de esta gestión un desafío estratégico muy importante. A corto plazo, la amenaza no reside en la escasez de la energía fósil, sino en la concentración del recurso disponible en unos pocos países de Medio Oriente y de Asia, lo cual hace que el gas y el petróleo ocupen el centro de las luchas de poder y de los conflictos bélicos. Asimismo, la distribución desigual del agua en el planeta y la existencia de grandes zonas donde su escasez exacerba la competencia es lo que hace que el control del agua pueda ser un probable motivo de conflictos futuros. En cuanto a la distribución desigual de las tierras cultivables, dentro de un país o entre países, hoy en día es fuente de tensiones sociales violentas y el día de mañana será causa de migraciones masivas, interiores e internacionales. – Actualmente, la gestión de estos bienes está dominada por políticas de oferta. Poner a disposición de los habitantes el agua y la energía fósil requiere de una organización importante para su extracción, tratamiento y distribución, y el consumo de esos recursos en todas las actividades 104 Me refiero aquí a los trabajos sobre la huella ecológica de las sociedades, de Mathis Wakernagel.
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humanas involucra a un gran número de usuarios. De allí el desarrollo de grandes sociedades que dominan la oferta en la industria de la energía, y más recientemente en la del agua. Estas compañías se preocupan más por vender su producto que por preservarlo. – Los usuarios entran en competencia. A la tensión entre clases sociales o entre países por la apropiación de los recursos se agrega una competencia entre usuarios. El agua de riego compite con el agua de las ciudades, la energía de los transportes con la energía doméstica, el uso agrícola de las tierras con los usos recreativos, con el desarrollo urbano o con las infraestructuras. La asignación de estos recursos escasos entre los distintos usuarios no puede quedar librada solamente al juego del mercado. – Su mantenimiento y reproducción se inscriben en ciclos de corto y largo plazo. Es fácil hacer un pozo y utilizar el agua subterránea para un beneficio inmediato, pero lleva mucho más tiempo restaurar el equilibrio cuantitativo o la calidad de las capas subterráneas. Es fácil perforar un pozo de petróleo, pero lleva muchísimo más tiempo constituir una reserva de energía a partir de la biomasa, de la energía hidráulica o de la energía solar. Rápido es desestructurar o empobrecer un suelo pero mucho más tiempo requiere reconstituirlo. Ahora bien, estos tres recursos a menudo fueron objeto de una explotación “minera” en los últimos siglos: se utiliza un filón hasta que se agota y luego se pasa al siguiente. Esta explotación rompió equilibrios seculares, en los que las sociedades sabían que su supervivencia dependía del mantenimiento del ciclo del agua, del equilibrio entre consumo y reproducción de energía y del mantenimiento de la fertilidad de los suelos. Hoy en día, el desafío consiste en volver a encontrar, utilizando todos los recursos de la ciencia y de la técnica, pero también aquéllos de la sabiduría tradicional, el arte de la gestión prudente y responsable que garantice los equilibrios a largo plazo. – Su gestión integrada se basa en la cooperación de los actores a escala local. Los ahorros de agua o la complementariedad de sus usos, el ahorro de energía, el mantenimiento de la fertilidad de los suelos se basan en comportamientos y reflejos individuales y, al mismo tiempo, en medidas reglamentarias o en la implementación de políticas a gran escala. Una gestión integrada y ahorrativa de los recursos requiere entonces un enfoque muy descentralizado y muy centralizado a la vez. Se trata entonces de campos privilegiados para la aplicación del principio de subsidiariedad activa: a escala muy centralizada deben definirse principios rectores comunes y las modalidades de aplicación de esos principios se definen en el nivel local. – Los impuestos y la tarificación que se apliquen en estos casos deberían responder a la doble exigencia de justicia y de moderación. El régimen fiscal aplicado a los recursos naturales a menudo 157
es contraproducente. Agua, energía y suelos constituyen factores fundamentales de la producción agrícola e industrial. De allí resulta una tendencia histórica a reducir artificialmente los costos en forma de subsidios indirectos a los productores. Como por otra parte el agua es vital para la vida cotidiana, el pago “a justo precio” de su reproducción siempre puede ser motivo de protesta. El desequilibrio frecuente en las cuentas de las empresas públicas de distribución de agua obedece a menudo a ese temor de la sublevación. Y esto fue en muchos casos un factor de peso para la privatización. En el futuro, hay que lograr subsidiar el uso mínimo, vital, del recurso y gravarlo masivamente más allá de cierto nivel. Ahora bien, la lógica económica habitual de los distribuidores es la opuesta a este principio: distribuir pequeñas cantidades cuesta caro y el precio medio facturado al consumidor disminuye en relación con la cantidad consumida. El mismo carácter contraproducente se observa para los impuestos en general: ¡es un tanto paradójico gravar con impuestos el trabajo humano y subsidiar el uso de los recursos naturales! – El carácter absoluto de la propiedad y de la soberanía no es adecuado para estos bienes. Las grandes redes de agua, petróleo y gas, las instalaciones de extracción, almacenamiento y tratamiento de la energía y la gestión de la fertilidad de los suelos representan todas inversiones a largo plazo incompatibles con la precariedad de los derechos para su uso. Se hace entonces inevitable conceder a quienes invierten un derecho de uso duradero. Por el contrario, cuando los recursos naturales son apropiados en forma definitiva, tal como ocurre generalmente en la actualidad, se instaura una renta que surge de su posesión independientemente del uso que se les dé. Esto no es compatible ni con la justicia social ni con un uso racional de los recursos. Los latifundios existen al lado de donde viven campesinos sin tierra, el agua se desperdicia aguas arriba de las cuencas vertientes y escasea aguas abajo, la renta petrolera garantiza la riqueza de algunos Estados mientras que otros carecen de lo más elemental. Propiedad y soberanía provienen ambas de una misma concepción absoluta del derecho de usar y abusar del bien que se posee. Es imprescindible revisar ese principio. La gestión de los bienes y servicios que se dividen al compartirse y son fruto del ingenio humano (bienes de la tercera categoría) Hemos dicho que la regulación por el mercado adquiría en este caso su mayor legitimidad, como mecanismo descentralizado de arbitraje de las preferencias de producción y de consumo. ¿La acción pública debe limitarse entonces a organizar a escala mundial el buen funcionamiento de los mercados? No, puesto que los principios y criterios de gobernanza siguen aplicándose aquí también. 158
Que un mercado sea eficaz en determinado registro no hace que se transforme en un fin en sí mismo. En la práctica, veo tres límites que imponer al despliegue del mercado para esta categoría de bienes y servicios. Veremos surgir, en cada uno de ellos, los principios de la gobernanza. El primer límite se refiere a las modalidades de producción de los bienes y servicios, integrando factores externos que la empresa sola no puede reunir y que son cada vez más determinantes a medida que los factores inmateriales cobran más importancia. Dichos factores deben mucho a la eficacia de la acción pública y a menudo están concentrados en los territorios: calidad de las infraestructuras y del marco institucional, sistema de capacitación, creación de un espíritu favorable a la iniciativa, vínculos con la investigación y el desarrollo, fluidez de la información, acceso al crédito, etc. Para reunir estas condiciones hace falta una acción concertada entre los distintos niveles de gobernanza, una capacidad de cooperación, el arte de reunir condiciones favorables actuando en varios ámbitos a la vez. Encontramos así, en el campo más clásico de la economía, los tres órdenes de relación – entre niveles, entre actores y entre sectores – que conforman decididamente el telón de fondo de la gobernanza. El segundo límite tiene que ver con las condiciones de distribución. Algunos bienes de la tercera categoría son de primera necesidad o de naturaleza pública, en el sentido en que el acceso de todas las personas a estos bienes se ha reconocido como condición de la dignidad humana: salud, educación, alimentación sana, por ejemplo. La garantía de acceso a dichos bienes y servicios no implica necesariamente que su producción y distribución tengan que estar en manos de instituciones públicas; en cambio, su verdadera adaptación a las necesidades de la sociedad requiere casi siempre un trabajo compartido con los usuarios y una organización local eficaz. El mercado por sí sólo no es una modalidad suficiente de gobernanza. Por último, el tercer límite se relaciona con las condiciones reales de intercambio. El argumento central a favor del libre mercado es el de los intercambios “mutuamente beneficiosos”. Permitió avances considerables en el correr de los últimos tres siglos y, en lo que a la gobernanza respecta, nos interesaremos por cómo será la organización de los intercambios mutuamente beneficiosos en el siglo XXI. Según la teoría, una economía abierta permite, a través del juego de la oferta y la demanda, que se equilibren las cantidades ofrecidas en el mercado y la demanda y que los bienes sean producidos en donde su costo de producción es más bajo. La apertura de los mercados vale más aún por las dinámicas que genera: permite reducir los efectos de renta, suscitar una sana emulación, crear las condiciones de una competencia leal entre actores económicos y estimular la innovación. Al 159
redistribuir las producciones en distintos países según el costo de los factores, permite acelerar las transferencias tecnológicas y va generando progresivamente un equilibrio que reduce las desigualdades. Al multiplicar los intercambios, es un factor de unidad progresiva y de paz. Por último, la unificación de los mercados permite economías de escala que benefician a todos. Todos estos argumentos no son carentes de valor, pero la economía real está cada vez más alejada de la teoría. Los efectos de umbral y de dominación hacen que la “sana emulación” se transforme demasiado a menudo en un juego en el que “el vencedor se queda con todas las apuestas”. Esto se constata en la creación de los efectos de monopolio, que las economías nacionales contrarrestaban antes de manera bastante eficaz mediante leyes antitrust. Pero a nivel mundial no se los combate actualmente y el juego cada vez está más desvirtuado. Los actores más poderosos, en particular los Estados Unidos y Europa, sólo se someten a las reglas de juego de la competencia cuando les conviene y se niegan a perder el dominio de sus producciones estratégicas, mientras intentan expoliar a los demás en nombre del óptimo económico. Utilizan para ello un discurso liberal de manera esencialmente cínica, según la conveniencia de sus propios intereses. Los efectos de dominación, que son el dato central de la época actual, permiten un drenaje de la plusvalía hacia las vanguardias de la economía mundial, hacia aquéllos que dominan los sistemas de conocimiento y de información. La realidad ya no tiene nada que ver con las hipótesis sobre las cuales se construyó la economía clásica. La desintegración del bloque comunista, que mostró la superioridad del mercado y de las iniciativas privadas en lo referente al ordenamiento de los medios de producción, no debe ocultar esa realidad. Pero hay que profundizar aún más en la reflexión crítica, partiendo una vez más de los objetivos de la economía y de los criterios de legitimidad de la gobernanza. Los conocimientos y la creatividad de los seres humanos son el valor central de una economía humanizada105. En los hechos, la globalización económica actual, que reconoce un sólo nivel de intercambio legítimo el nivel mundial limita las oportunidades de trabajo. Hace 25 años, cuando yo ocupaba un puesto en la región de Valenciennes, en el norte de Francia, en plena crisis industrial no dejaba de asombrarme la coexistencia, en un mismo ámbito, de gente que no sabía en qué ocuparse y de necesidades no satisfechas. Cualesquiera que sean las buenas y malas razones, esto no deja de ser escandaloso. El desarrollo de las “monedas sociales”, creadas y desarrolladas en períodos de crisis económicas graves tal como ocurrió en Argentina o, más localmente, para revitalizar los sistemas de intercambio local (SIL) en las zonas rurales en recesión o en zonas conurbanas muy afectadas por el 105 Retomo en este párrafo las conclusiones de los Talleres del Polo socioeconómico de la Alianza (ver www.alliance21.org).
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desempleo, se basa precisamente en esa constatación. ¿Cómo oponerse a semejantes soluciones creativas cuando las regulaciones vigentes en este caso, el mercado perdieron legitimidad al demostrar que no responden al principio de mínima restricción y que cierran artificialmente el abanico de soluciones posibles? Asimismo, en el debate sobre la producción agrícola y la seguridad alimentaria106, ¿cómo puede la regulación por el mercado mantener su legitimidad, mientras posibilita un desarrollo global de la producción que viene acompañado por una crisis de la distribución y una negación de la equidad que conducen a la ruina de la actividad agrícola local y comprometen la seguridad alimentaria, paradoja suprema, en las mismas zonas rurales? Así pues, la subordinación de una regla de gobernanza el mercado mundial a los objetivos y criterios de legitimidad lleva a buscar, inspirándonos de otros ámbitos de la gobernanza, no tanto un nivel hegemónico de los intercambios la economíamundo sino más bien una articulación de los niveles de intercambio, respetando el principio de subsidiariedad activa. Se trata de una vía exploratoria, pero me parece particularmente fecunda y la retomaré en las conclusiones. La gestión de los bienes y servicios que se multiplican al compartirse (bienes de la cuarta categoría) Los bienes que se multiplican al compartirse existen desde siempre: las relaciones familiares, los vínculos dentro de la comunidad, la circulación de conocimientos y de experiencias, por ejemplo. Su gestión, evidentemente ajena al mercado, era objeto de prácticas mayoritariamente locales. Sin embargo, tal como hemos visto anteriormente, esta categoría de bienes ocupará de ahora en adelante un lugar considerable, determinante para el futuro, bajo el triple efecto de la economía del conocimiento, de la revolución de la información y del desarrollo de las ciencias de lo viviente. Los actores de la economía clásica, las empresas y los defensores de la economía liberal vieron acercarse ese peligro y se apresuraron a integrar a esta nueva categoría dentro de su propia lógica, intentando privatizar los conocimientos. Por extensión, se pretende aplicarles la lógica de las patentes, que se creó en un contexto muy distinto107 y se aplicó hasta ahora a saberes que aumentan la eficacia del 106 Ver sobre este tema el Cuaderno de propuestas de la Alianza sobre la seguridad alimentaria, Éd. Charles Léopold Mayer, 2001. 107 Utilizo aquí las reflexiones de dos de los Cuadernos de Propuestas de la Alianza, Éd. Charles Léoplod Mayer, 2001: R. Brac de la Périère, Refuser la privatisation du vivant et proposer des alternatives; V. Peugeot (coord.), Société de l’information, société de la connaissance; así como también las reflexiones elaboradas por el Polo socioeconómico de la Alianza.
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uso de los factores de producción o crean un nuevo producto o servicio útil cuya reproducción es costosa. La patente remunera entonces la parte de la innovación. Pero cuando el bien o el servicio producido tiene un costo de reproducción casi nulo, tal como ocurre con un software, un conocimiento o un medicamento genérico, entramos en una lógica muy distinta y la patente genera una renta y una escasez artificiales que se vuelven profundamente ilegítimas. El ejemplo de los softwares libres ilustra bien el encuentro entre una economía del conocimiento y valores arraigados en el intercambio y el mutuo compartir. Que esos softwares formen parte ahora del paisaje informático habitual es impresionante a primera vista, si pensamos en las fuerzas que pueden llegar a reunir los gigantes del software, empezando por Microsoft. En realidad, el avance de los softwares libres en un universo tan hostil a primera vista se explica perfectamente: al tratarse de herramientas que se perfeccionan a medida que se van usando y que pueden enriquecerse con los conocimientos y la creatividad de cada persona, su lógica natural de desarrollo es la de ser compartidas y no la creación de rentas artificiales. A nivel territorial, es más fácil entender de esta forma la importancia concedida a la noción de capital social. El capital social es irreductible a las categorías clásicas de bien público, producido y distribuido por el Estado, o de bien privado, producido por la empresa y colocado en el mercado. Se trata de un bien público que puede desarrollarse en forma indefinida y que se multiplica al compartirse porque nace de la relación. Las redes de intercambio de saberes108 iniciadas por Claire y Marc HeberSuffrin, que tuvieron un buen desarrollo en los últimos diez años, simbolizan un poco este proceso de creación indefinida: en esas redes cada uno se ubica ante todo como un ofertante voluntario de competencias y saberes. Al desarrollar la red de relaciones y compartir las competencias se aumenta el capital social. Tampoco es casual que el triunfalismo y la cotización de la empresa Monsanto, gran promotora ante el Señor de los organismos genéticamente modificados (OGM), se hayan desmoronado cuando denominó “terminator” a un gen que, introducido en las plantas, las volvía incapaces de reproducirse. La semilla es el símbolo mismo de lo que se multiplica al compartirse: una vez fecundada se destruye y da lugar a la espiga. Esta multiplicación permite que la humanidad se quede con una parte y conserve suficientes semillas como para renovar la operación. No se pueden tocar esos símbolos sólo en nombre de la eficacia económica o del progreso científico. Siempre recuerdo aquella bonita frase de Václav Havel109: “al robarle a la vaca su dignidad de vaca, el hombre atentó contra la dignidad humana”. 108 Surgidas en Evry, en el conurbano parisino, estas redes de intercambio organizadas en clubes locales se desarrollaron a escala nacional e internacional 109 Václav Havel es un escritor y político checo. Nació en Praga en 1936. Fue presidente de la República Checa de 1990 al 2003.
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Al atentar, en nombre de la economía y de la técnica, contra lo que simboliza en lo más profundo de nosotros mismos las condiciones de nuestra existencia, es contra nuestra existencia misma que atentamos. Tocar los símbolos de la vida, secuestrar lo viviente privatizándolo también tiene consecuencias económicas decisivas: prohibir a alguien, en virtud de la propiedad intelectual, que reproduzca libremente un mecanismo biológico del cual depende su propia subsistencia es introducir la economía en un campo que no le corresponde. Es por ello que, con toda razón, la mayoría siente que la cuestión de las patentes de lo vivo es un absurdo desde el punto de vista de la moral, desde el punto de vista de la política y, finalmente, desde el punto de vista de la economía también. Es hacer que una de las reglas nacidas de la economía se convierta en barrera para la producción de riquezas. ¿Pero la vocación de la economía no es desarrollar riquezas? El escándalo provocado por el caso de las compañías farmacéuticas norteamericanas en su litigio con Sudáfrica a propósito de la producción de medicamentos genéricos para el tratamiento del sida terminó haciéndolas ceder. ¿Qué ley, qué principio de gobernanza puede guardar sentido cuando se trata de prohibir a un país y a un continente sumergido por la pandemia del sida que cure a su población con los medios de los que dispone? Por el contrario, la función más importante de la gobernanza es, para esta cuarta categoría de bienes, organizar su máximo desarrollo en todos los niveles.
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Los principios comunes de la gobernanza se encuentran en la gestión de las distintas categorías de bienes y servicios La diferenciación de las cuatro categorías de bienes y servicios nos permitió entender mejor las relaciones entre acción pública y mercado propias de cada una de ellas. Para concluir, podemos destacar ahora las profundas analogías que muestran el alcance general de los principios de gobernanza. En primer lugar, la definición de la gobernanza mediante objetivos, criterios éticos y dispositivos concretos demuestra en cada caso ser muy efectiva para sacudir certezas demasiado bien instaladas y defendidas por sólidos intereses. Las reglas de la gobernanza económica deben ser evaluadas y enriquecidas constantemente en función de sus efectos concretos. Asimismo, los criterios de legitimidad de la gobernanza ofrecen una grilla de análisis interesante para determinar lo que es aceptable y lo que no lo es. El simple hecho de considerar al mercado como una modalidad de gobernanza entre otras, evaluada según los mismos criterios que las demás permite, tal como hemos visto, pasar del dogma de una ciencia económica a un enfoque experimental y abrir ampliamente el campo de lo posible. Luego, en todos los casos, incluidos los bienes de la tercera categoría, se plantea la cuestión de la articulación de los niveles de gobernanza y se aplica el principio de subsidiariedad activa. De esta manera se logra obtener el máximo de diversidad y de unidad a la vez. Los principios rectores surgidos de la experiencia que, en conformidad con la subsidiariedad activa, se imponen por proximidad a los niveles de gobernanza más bajos son bastante fáciles de imaginar e identificar para los bienes públicos, los recursos naturales y los bienes que se multiplican al compartirse. La articulación de los niveles de intercambio de los bienes de la tercera categoría llamémoslos “bienes mercantiles” para simplificar requiere un esfuerzo suplementario de innovación. La idea es invertir la carga de la prueba: es legítimo todo sistema local que demuestre su superioridad, en referencia a los objetivos generales de la gobernanza, con respecto a la “solución estándar” de referencia, que es la del mercado mundial. La moneda social, por ejemplo, responde a ese criterio, al menos en situación de crisis. Si observamos que la inserción de una economía local en el mercado mundial destruye los vínculos sociales y, al mismo tiempo, es fuente de un empobrecimiento del capital social de la sociedad; si dicha inserción compromete progresivamente la seguridad alimentaria o la calidad de la
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alimentación porque las garantías anteriormente existentes, que dependían de las interdependencias locales, no fueron reemplazadas por garantías construidas a otro nivel de gobernanza, esto significa que se pierde por un lado más de lo que se gana por el otro. Asimismo, el óptimo económico basado solamente en los intercambios mercantiles se ha logrado a costa de una degradación de la situación en ámbitos más importantes de la vida en sociedad. El proceso de especialización de las producciones entre regiones, entre países y entre actores económicos termina, en los hechos, fortaleciendo las filiales verticales de producción. Se pierde de vista el vínculo con las otras categorías de intercambio, ya sean intercambios sociales o con el medioambiente. Todo sucede entonces como si la herramienta de medida unidimensional empleada para calcular el “progreso económico” demostrara ser descaradamente reductora y ocultara lo esencial de los fenómenos. Para preservar la equidad entre los actores y evitar los efectos de renta, podríamos formular por ejemplo el siguiente principio: dentro de un marco y de una agenda de tareas en común que preserven la igualdad de oportunidades de los actores, y permitan en particular la llegada constante de nuevos actores para impedir los efectos de renta, toda sociedad, en el nivel que fuere, puede desarrollar sistemas de intercambio que respondan a su situación y a sus necesidades específicas siempre y cuando pueda demostrar la superioridad de estos sistemas frente a la simple aplicación de las reglas uniformes del mercado. La igualdad de los agentes económicos ante la regla se refleja en el hecho de que, en todos los niveles, la entrada de “nuevos actores” al juego es libre. Esto excluye reglas que reserven un mercado para un actor ya presente, so pretexto de que “es del terruño”. Todo actor económico, cualquiera sea su estatuto, que acepte la agenda de tareas establecida tiene derecho a las mismas condiciones. Esto implica también que si un Estado reivindica la aplicación de determinado mecanismo a su escala, debe aceptar a su vez que las colectividades de nivel inferior reivindiquen para sí las mismas oportunidades en iguales condiciones. Hay que hacer explícito el valor agregado global que se deriva del aprovechamiento de esa oportunidad y los instrumentos de medición deben ser transparentes; los indicadores de desarrollo y las modalidades de gestión deben ser detallados y conformes a una agenda de tareas en común. A través de la gestión de cada categoría de bienes hemos encontrado, por último, dos principios
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de gobernanza que serán expuestos en las páginas subsiguientes: el partenariado necesario entre los distintos tipos de actores y el papel central de los territorios locales en la organización detallada de las relaciones de toda índole.
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4. La gestión de las relaciones entre actores: práctica y problemáticas del partenariado Las problemáticas del partenariado: no se levanta una piedra con un solo dedo “No se levanta una piedra con un solo dedo” es el título elegido por la asociación Djoliba110, de Malí, para introducir una reflexión sobre la descentralización, a partir de una serie de historias que ponen de manifiesto las múltiples formas de compromiso de la sociedad en la producción de bienes públicos. En una colectividad como la de Malí, el desafío de la descentralización no consiste prioritariamente en acercar el poder a las bases sino en favorecer la iniciativa local, movilizar la energía de la población e inscribir la gobernanza dentro de la realidad social, política y cultural del país. ¡Qué bello símbolo este título! Evoca un mundo definido como un sistema de relaciones. Y así como la mano organiza las relaciones entre los dedos, la gobernanza organiza las relaciones entre los actores sociales. A lo largo del presente libro ya hemos hecho mención en muchas ocasiones de las problemáticas en juego y de las modalidades de las relaciones entre actores, es decir del partenariado. Retomaré en este capítulo algunos rasgos destacados antes de ir más lejos y abordar, de manera más sistemática ahora, la teoría y la práctica del partenariado. La relación entre los actores apareció por primera vez cuando describimos las premicias de la revolución de la gobernanza. Hemos visto de qué manera se rompía el vínculo rígido entre las funciones que cumplir y el estatuto de los actores encargados de llevarlas a cabo que mantenía a las esferas pública y privada como dos espacios independientes uno del otro. Hemos señalado al respecto que la naturaleza privada o pública de un actor no es lo que determina la naturaleza de su responsabilidad sino, sencillamente, la naturaleza del impacto de su acción. Al hacer esto, le hemos abierto camino a la idea de coproducción del bien público que, por trivial que parezca, es en sí misma una pequeña revolución. Luego, al describir los mecanismos de desinstitucionalización y el pluralismo jurídico hemos visto de qué manera la intrusión en la esfera pública de actores privados, particularmente los 110 Colectivo: «On ne ramasse pas une pierre avec un seul doigt», ECLM/Association Djoliba, Bamako, 1996.
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asociativos, ha llevado a ampliar el abanico de respuestas que tienen las sociedades para afrontar los desafíos que las conciernen. Dicha ampliación es conforme al principio de mínima restricción, que es uno de los fundamentos del arte de la gobernanza. Reducir la esfera pública a la acción de los actores públicos es empobrecer a la sociedad, privándola de múltiples medios más eficaces para alcanzar sus objetivos, así como también al imponer reglas uniformes se la priva de los frutos de su propia creatividad. Hemos constatado luego que la capacidad para cooperar es una de las dimensiones del capital social de una sociedad y, a fin de cuentas, una de las condiciones más importantes para su desarrollo. Asimismo, hemos descubierto la importancia de la organización de los actores sociales frente a la mundialización y la necesidad de repensar en nuevos términos las relaciones entre lo local y lo global. El creciente peso de las organizaciones no gubernamentales a escala mundial se explica particularmente por el hecho de que las mismas se han estructurado en redes internacionales capaces de asumir posturas y elaborar una experiencia común y establecer circuitos cortos entre problemáticas locales e internacionales mientras que las instituciones públicas, más lentas para evolucionar, siguen encerradas en divisiones administrativas y políticas caducas. Luego, reflexionando sobre los fundamentos de una gobernanza legítima, hemos constatado que se basaba en un contrato social: los poderes públicos, y cada nivel profesional también, deben ir definiendo el lugar que ocupan en la pólis a partir de una Carta común de las Responsabilidades Humanas. Por último, partiendo de las distintas categorías de bienes, hemos visto que ninguna de ellas podía ser totalmente asumida ni administrada por un solo actor. El proverbio africano demuestra ser válido en todas las circunstancias: no se puede levantar una piedra con un solo dedo. Esto vale incluso para los bienes de la tercera categoría, que son en apariencia los más “privados”, los más alejados de la esfera pública, dado que su producción implica partenariados entre empresas, poderes públicos, organismos de capacitación e instituciones de investigación. Así pues, la relación entre actores tiene un rol de eje central para la gobernanza, comparable al que juega la relación entre los niveles de gobernanza. La reflexión sobre las relaciones entre actores y sobre el partenariado se vería reducida si, como ocurre con demasiada frecuencia, se la limita a la idea de “democracia participativa” o de “participación de los habitantes”. Esta forma de limitar el campo de visión y de intentar poner vino nuevo en vasijas viejas lleva a modificar sólo de manera marginal los mecanismos mismos de la 168
democracia representativa para, inmediatamente después, plantear la cuestión de la legitimidad del mundo asociativo o deplorar la ausencia de eco que enfrentan los poderes públicos cuando intentan “asociar a los habitantes” a sus proyectos. También limitaríamos considerablemente la reflexión encerrándonos dentro de la antigua definición de las “partes sociales interesadas”. Pienso en la manera en que están estructurados los Consejos económicos y sociales, desde el nivel europeo hasta un nivel más local. La existencia de espacios de diálogo entre actores sociales y la intuición que precede a la creación de estos consejos son buenas. Por el contrario, se trata de organismos que siguen pegados a la noción de “partes sociales interesadas”, tal como lo demuestra su composición estructurada en tres colegios: empleadores, sindicatos y “tercer sector”. Este “cajón de sastre” del tercer sector es representativo de la dificultad para pensar la relación entre los actores en toda su diversidad. Para poder ir más lejos hay que hacer un esfuerzo de conceptualización de las condiciones en que se desarrolla la relación entre actores de distintos tipos. ¿Por qué a menudo es tan difícil establecer un partenariado entre los poderes públicos y los demás actores de la sociedad, como quiera que se los denomine? Aparecen generalmente dos tipos de obstáculos, unos teóricos y otros prácticos. Los obstáculos teóricos tienen que ver con la manera en que las sociedades occidentales definieron la esfera política y las funciones de los poderes públicos en el transcurso de los dos últimos siglos. La Revolución Francesa se hizo, en parte, en contra de la mezcla de géneros del Antiguo Régimen. Los aristócratas que ejercían el poder político o los miembros del clero que gozaban de privilegios fiscales asumían también gran parte de las funciones sociales, por medio de la creación de fundaciones los primeros y de instituciones religiosas de toda índole los segundos. La Revolución afirmó, por reacción, el monopolio de lo político y del Estado sobre el bien público, con el objeto de garantizar la igualdad de todos ante a la ley. El tríptico “libertad, igualdad, fraternidad” apareció grabado en el frontispicio de los monumentos públicos. Los tres términos son indisociables. Las instituciones públicas que preservan la libertad son también garantes de la igualdad y de la fraternidad. Esto explica la alergia que tienen los poderes públicos franceses con respecto a las fundaciones independientes. Así, por ejemplo, que una persona rica done su patrimonio para servir al bien público, en Francia suena incongruente, contrariamente a lo que ocurre en Estados Unidos, Holanda o Inglaterra. Hacer fortuna para dársela luego a la sociedad siempre suena sospechoso y, para ser 169
sinceros, ilegítimo. En lo que respecta a las asociaciones, en su mayoría se sustentan con subsidios públicos locales o nacionales y, en el caso de las más importantes del sector social, de subsidios diarios pagados por los poderes públicos. Muy pocas son las que disponen de recursos propios, aportes de sus miembros o donaciones privadas que les garanticen una real independencia. Esto prueba de que la sociedad francesa en su conjunto estima que la igualdad y la fraternidad quedan garantizadas a través del impuesto y de los aportes sociales. ¡Es inútil aumentar el esfuerzo de fraternidad mediante donaciones privadas cuando los impuestos y las transferencias sociales ya representan más de la mitad del producto nacional bruto! En consecuencia, los poderes públicos se ubican por encima de la sociedad y esto no facilita la cooperación. Las relaciones entre los poderes públicos y el mundo empresarial son aún más extrañas. En Francia, por ejemplo, los dos universos se hallan extraordinariamente imbricados. Desde las nacionalizaciones posteriores a la Segunda Guerra Mundial, los poderes públicos franceses se involucraron mucho en varios sectores industriales y en la banca. Las idas y vueltas de los altos funcionarios hacia empresas privadas les van creando puentes e incontables lazos con los dirigentes de la economía. La tradición dirigista en materia económica sigue viva, aun cuando la globalización de los mercados y el desarrollo del mercado único europeo hayan suavizado sus contornos y debilitado su alcance. Lamentablemente, no podemos decir que dicha imbricación de lo privado y lo público, de lo político y lo económico, haya generado realmente una teoría del partenariado. Los planes quinquenales de la buena época y luego la importancia de las compras públicas siempre pesaron fuerte en la economía, sin que por ello se elaborara una doctrina de la coconstrucción del bien público. Asimismo, el partenariado está institucionalizado en la cogestión de algunas políticas públicas, la vivienda social y la agricultura por ejemplo, sin que exista por eso un pensamiento estructural sobre el tema. Por último, a nivel de la gestión de las ciudades y de los barrios, se realizan múltiples esfuerzos por asociar a los ciudadanos, alternativamente denominados “usuarios” para los servicios públicos o “habitantes” para la vida local, pero en última instancia siempre aparece la cuestión de la representatividad y de la legitimidad de los interlocutores de los poderes públicos. Aquí llegamos al meollo del problema. La democracia representativa convierte a las personas electas en representantes de la voluntad popular. Si la esfera pública tiene el monopolio de la definición y de la producción del bien público, del que los demás actores sociales sólo son 170
instrumentos, las autoridades electas, por su parte, encarnan el monopolio de la legitimidad republicana. En esta visión única e indivisible de la república, así como el derecho internacional siempre es de un orden inferior al derecho nacional, la implementación del bien público por parte de actores que no sean el Estado mismo también es de un orden inferior a la implementación llevada a cabo por los poderes públicos. Aunque estos puntos puedan parecer obvios, insisto sobre ellos porque excluyen verdaderas prácticas de partenariado. Esto se traduce hasta en detalles de la vida cotidiana. Por ejemplo, las autoridades locales electas no sienten necesidad formarse profesionalmente. Los invito a recorrer coloquios y seminarios de formación y verán la mayoría de las veces a alcaldes o adjuntos del alcalde abrir o cerrar eventos y alentar calurosamente a los participantes a que se formen para luego retirarse del evento y volver a sus ocupaciones. ¿Los representantes del pueblo no necesitan formarse entonces? No, puesto que su competencia proviene de alguna manera de la sagrada unción, de la legitimidad que les confiere la elección… El partenariado, tal como lo veremos a continuación, requiere una mirada renovada sobre el otro y este cambio puede surgir concretamente a través de capacitaciones colectivas. ¿Cómo puede advenir este cambio si, de entrada, se opone a la filosofía política misma? A estos obstáculos teóricos para el partenariado se suman obstáculos prácticos, tanto a nivel de las mentalidades como a nivel de los dispositivos públicos. La gobernanza debe permitir dar un sentido a la comunidad, y los poderes públicos, sin tener exclusividad sobre esto, serían en general los mejor ubicados para generar diálogos y cooperaciones, transformándose en catalizadores de la acción colectiva. Los Estados que mejor han logrado conducir el desarrollo económico son aquéllos que tuvieron la capacidad de organizar y movilizar a todos los actores en torno a un proyecto en común. Lo mismo se observa a nivel local, donde nadie discute la legitimidad de un alcalde para reunir a todos los actores del territorio. Pero el paso de una función de autoridad a una función de catalizador implica profundos cambios culturales e institucionales. Recuerdo ese grito del alma lanzado por participantes que, desde todas partes del mundo, acudieron al foro internacional de pobladores en el momento de la conferencia mundial sobre el hábitat, llamada Hábitat 2 y realizada en Estambul en 1996: “Nosotros queremos colaborar, exclamaban,¡pero los poderes públicos de nuestros países son en realidad incapaces de ser ellos mismos colaboradores en una relación de cooperación!”. 171
La declaración de Caracas, que nos ha servido de punto de partida para contar la génesis del principio de subsidiariedad activa, puso de manifiesto la sustancia misma de los obstáculos para el partenariado. La idea de un diálogo de igual a igual, sin que la administración imponga su lenguaje, sus categorías mentales, sus limitaciones, sus procedimientos y sus ritmos no es para nada mayoritaria, y menos aún cuando se trata de hablar con las categorías más pobres de la sociedad, las más alejadas del poder y de sus códigos. Aun en caso de que las mentalidades evolucionen, la rigidez de las instituciones y de los procedimientos se opone a un verdadero partenariado. Cuanto más rígidos son los procedimientos y cuanto más segmentadas y sectoriales son las instituciones, menor es la libertad de los funcionarios para adaptarlos y la administración impone con mayor fuerza a sus interlocutores las modalidades del diálogo. Ahora bien, quien dice partenariado dice posibilidad de escucha y de influencia mutua. Para que nazca una cooperación en torno a un proyecto común tiene que haber una libertad de negociación y de iniciativa por parte de todas las partes involucradas. Si eso no existe, los poderes públicos terminan asfixiando a quienes pretenden abrazar. Muchos partenariados emprendidos por los poderes públicos con buena voluntad terminan siendo en la práctica una invitación a participar de un proyecto definido unilateralmente por la administración. Al analizar las consecuencias del principio de subsidiariedad activa, habíamos visto que éste exige que los funcionarios pasen del “deber de conformidad” (aplicación de reglas uniformes) al “deber de pertinencia” (búsqueda de la mejor solución para la implementación de principios rectores). Esta transferencia es la condición básica para la cooperación. Esa libertad y esa responsabilidad son las que le permiten elaborar proyectos comunes con otros actores. ¿En ese paso de la conformidad a la pertinencia estaremos viendo el fin del principio de igualdad que tanto apreciamos? ¿La igualdad sólo puede encarnarse en la uniformidad de las reglas? ¿El deber de pertinencia de los funcionarios abre las puertas al arbitrario administrativo y exime a los funcionarios privilegiados ya por su estatuto de todo tipo de control democrático? Personalmente no creo que así sea. Mi experiencia me ha demostrado que lo arbitrario y la corrupción florecen tanto gracias al exceso de reglas como a su ausencia. En cuanto al deber de demostrar la pertinencia de sus acciones, tal vez resulte más incómodo en el plano moral para los funcionarios que el simple deber de conformidad a las reglas, pero le da un contenido mucho más rico al control democrático. Ubicar a los ciudadanos frente a la idea de un igual derecho a la pertinencia de la acción pública también conlleva un cambio profundo de las relaciones entre los poderes políticos y las administraciones. Mientras la relación se base en la concepción antigua, 172
según la cual lo político tiene el “monopolio de la generación de sentido” y la administración no es más que un agente de ejecución de decisiones tomadas por lo político, la situación no tiene salida. Incluso la expresión “sociedad civil”, tan cómoda y tan a menudo utilizada, termina siendo un obstáculo para la reflexión sobre la gobernanza. La sociedad civil se define en efecto por oposición al Estado y a la sociedad política. Definida así, por defecto, sacraliza de alguna manera la función eminente, aislada, de la esfera pública. Cuando, además, se confronta a la sociedad civil con la esfera económica, se la condena a la marginalidad cuando lo que se pretende en cambio es exaltarla. La problemática es finalmente mucho más simple: si la gobernanza es el arte de ampliar constantemente el campo de las soluciones posibles, de enriquecer la paleta de las políticas posibles, también es la manera de juntar piedras con la mayor cantidad de dedos posibles y la manera de hacer que cada uno de ellos contribuya al bien público según modalidades reinventadas y renovadas sin cesar. El partenariado es inseparable de la idea de que la gobernanza es un juego de suma positiva.
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El partenariado Actualmente, el partenariado se invoca al hablar de todos los problemas organizacionales modernos. Yo también lo utilizo como un elemento esencial de la gobernanza. Sin embargo, cualquiera que se haya visto confrontado un día al objetivo de cambiar hábitos, modificar prácticas, implementar o redefinir formas de cooperación entre actores, sabe que hay un largo camino entre la afirmación del principio y su aplicación efectiva. El término partenariado abarca formas de relaciones muy diversas según los actores. Le Gret111 propone varios criterios para definirlo: paridad y equilibrio de la relación, visión política compartida, complementariedad de los saberes, conocimiento y confianza. El desarrollo sostenible aplicado a la empresa implica un comportamiento cooperacional conocido con el nombre de “stakeholder”: “Este principio intenta superar la contradicción entre la gestión de la empresa por el solo interés de los accionistas y la gestión de la empresa por el interés de las distintas partes involucradas, accionistas pero también empleados, proveedores, clientes y, más generalmente, entorno social global de la empresa. Sin poner en tela de juicio el papel de la empresa como creadora de riquezas ni, por ende, su búsqueda de ganancias, estos principios rectores deben reflejarse en la práctica cotidiana de las empresas. Sirven así de complemento a los instrumentos fiscales y las reglamentaciones con el propósito de acercar el “óptimo” de la empresa al de la sociedad en su conjunto”112.
111 Grupo de investigación y de intercambios tecnológicos, Partenariat et contractualisation entre organisations de solidarité du Nord et du Sud, Doc. de trabajo n°16, agosto de 2000. 112 M. Huward, Les Échos, 27 de junio de 2001.
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En su Libro Verde publicado en julio de 2001, la Comisión Europea postula su definición: “El concepto de responsabilidad social de las empresas significa, esencialmente, que las empresas deciden voluntariamente contribuir al logro de una sociedad mejor y de un medioambiente más limpio. […]Esta responsabilidad se expresa frente a los trabajadores y, en general, frente a todos los interlocutores (stakeholders) de la empresa, que pueden a su vez influir en su éxito”113. En el ámbito de la cooperación: “el partenariado es un concepto ambicioso que involucra los fundamentos mismos de la relación de cooperación. En su primera acepción, significa pasar de una relación asimétrica, con modelos de desarrollo y de cooperación ampliamente concebidos por los proveedores de fondos, hacia una relación mucho más equilibrada, en la que los actores construyen juntos un proyecto de desarrollo, un proyecto propio a cada uno de los Estados y acompañado por las cooperaciones internacionales”114. No obstante, tal como lo demuestran las discusiones del foro UE/ACP (Unión Europea/África, Caribe, Pacífico) en 1999: “el partenariado actual a menudo se percibe como una apariencia de cooperación y en algunos casos hasta como una fantochada que pone de manifiesto la relación de fuerzas entre donantes y receptores”115. Dicho documento hace hincapié en el principio que debe llevar a la creación “de espacios públicos de cogestión” para poder garantizar un control recíproco y la transparencia de las decisiones. Sin embargo, la realidad concreta muestra que hay disimetrías en serie que se oponen a la implementación de un verdadero partenariado. La expresión de las necesidades es observada a través del prisma de las prioridades de los países desarrollados y en referencia a sus modelos. Además, la información y el conocimiento tecnológico experto sigue siendo, con mucha frecuencia, el monopolio de los proveedores de fondos, mientras que “la información es la clave del control democrático”116. De este modo “[…] hemos visto en el pasado que el riesgo de desconexión entre objetivos y prácticas es grande. Las nociones de contrato y de rendimiento, así como también los objetivos de diálogo político y de apertura a los actores no gubernamentales, requieren la definición de criterios de evaluación objetivos y transparentes. Una vez más: ¿quién va a definir los criterios? ¿Sobre qué base? ¿Quién se ocupará del seguimiento y la evaluación? ¿Quién controlará? ¿Quién sancionará?”117.
113 Le Monde économique, 26 de noviembre de 2001. 114 J.J. Gabas, «Le concept de partenariat», www.iutorsay.fr/cobea/Partenariat.htm, 2000. 115 Foro UEACP, Phase de validation des discussions de mai à octobre, 1999, www.ueacp.org. 116 Foro UEACP, op. cit. 117 Y. Jadot, «Vers un nouveau partenariat UEACP? De la conditionnalité au contrat», Solagal, 1999.
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Paso previo al partenariado: la institución de los actores La idea misma de partenariado evoca la de una sociedad instituida, con actores sociales organizados que representan de manera natural a las distintas fuerzas y diversos intereses de la sociedad. Lejos estamos de que tal cosa ocurra. Para que el partenariado tenga un sentido tiene que tener por sí mismo un valor instituyente. El hecho de que un grupo social sea reconocido por los demás e invitado a elaborar un proyecto en común es un poderoso aliciente para que se instituya. Previo a esto se sitúa la construcción del escenario de debate público. Si bien dicho escenario existe en muchos casos desde hace mucho tiempo a escala nacional y local, no ocurre lo mismo a escala supranacional, y menos aún mundial. En la Unión Europea, las instancias públicas nacionales se resisten al establecimiento de un escenario y de un debate públicos a escala comunitaria… tan preocupados están por conservar el monopolio de la legitimidad política. El ejemplo de los referéndums sobre los tratados europeos, o el más reciente sobre la Convención Europea, son significativos al respecto. Resulta extremedamente pequeño el aporte de los poderes públicos nacionales y europeos a la organización de un debate amplio, en el que cada sector de la sociedad pueda disponer de los medios para construirse y elaborar su propio punto de vista, para luego poder confrontarlo con el de los demás sectores. Si queremos avanzar hacia una verdadera opinión pública europea, y hacia partenariados europeos que no sean el diálogo entre las instituciones de Bruselas y lobbies organizados de empresas o de ONGs, hay que encarar el problema por donde corresponde y considerar que la institución del escenario público y de los actores a la escala adecuada es el paso previo y prioritario que hay que dar. Esto sería más sencillo aún tomando en cuenta que, con internet, la democracia puede disponer de poderosos medios de renovación. Personalmente no formo parte de quienes creen que internet es una manera de crear espacios de debate democrático mágica y automáticamente. Es cierto que una lista de difusión o la organización de un foro de conversación no cuesta mucho. Por el contrario, cuando se trata de estructurar verdaderamente un debate en varios idiomas tal como lo hemos hecho repetidas veces dentro de la Alianza por un mundo responsable, plural y solidario, cuando se intenta crear un verdadero escenario público virtual, con todo lo que eso implica en cuanto a continuidad y organización del
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debate, los medios que se deben implementar son significativos y requieren de un apoyo público. En cada época, la democracia es inseparable de los sistemas técnicos que posibilitan su ejercicio. El ágora griega o el foro romano, a escala de la pólis, correspondían a contextos técnicos donde la información se desplazaba a la velocidad de un hombre caminando y la reproducción de documentos escritos era manual. La instauración de Estados centralizados y de la democracia representativa surgió luego de la generalización de la escritura y la imprenta. La gobernanza del mañana tendrá que ver con las nuevas redes de comunicación y de intercambio. A pesar de todo, las modalidades de gobernanza y las formas de partenariado que estos nuevos sistemas técnicos generen van a necesitar la intervención de medios financieros públicos. Asimismo, las experiencias conjuntas del foro electrónico de Davos y del Foro Social de Porto Alegre muestran que no habrá cooperación que se organice a escala mundial mientras no se construya previamente un escenario público y político a esa escala. Los Estados no están en condiciones de hacerlo y además no les interesa. La experiencia reciente de la Cumbre de Johannesburgo, denominada Río+10, muestra a qué se reduce el partenariado cuando se lo hace depender de los medios económicos de los distintos actores: a un ‘cara a cara’ entre los Estados y las grandes empresas. Yo creo que el partenariado pasa por la delegación a actores asociativos de la responsabilidad de crear un escenario de debate público mundial, requisito previo a todo lo demás. Este ejercicio sería en sí mismo una experiencia enriquecedora. Bastaría con definir de manera rigurosa una agenda de tareas que estos actores privados tendrían la responsabilidad de cumplir. En el marco de la evaluación de la implementación del convenio de Lomé, que asocia a la Unión Europea y los países ACP, habíamos puesto en marcha un foro internet de diálogo e intercambio de experiencias118. Con medios modestos, concedidos principalmente por la Comisión Europea, pudimos verificar que un foro de este tipo era, para las distintas partes involucradas en este partenariado, y en particular para los actores de terreno y las asociaciones de los países ACP, una manera apropiada de participar efectivamente en el debate sin verse presionados por el vínculo con sus propias instituciones públicas nacionales. Bastaría con mantener ese dispositivo, dejando su gestión en manos de un operador asociativo o de un consorcio de asociaciones, para crear un espacio permanente de diálogo, de debate y de evaluación. Otra condición previa a la instauración de verdaderas relaciones de partenariado se refiere a la 118 www.ueacp.org, op. cit.
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construcción de la palabra de cada actor. No todos los actores tienen la misma posibilidad concreta de instituirse y de construir un discurso legítimo. Pienso en particular en los grupos sociales más pobres. Desde este punto de vista, el discurso clásico sobre la sociedad civil mundial adolece de cierta hipocresía. La participación en las grandes conferencias internacionales organizadas por la ONU, o inclusive en los foros ciudadanos como el foro social mundial, se ve pura y sencillamente determinada por la capacidad financiera de las personas o de las organizaciones para financiar los viajes. Concretamente, en esos recintos, no es “el pueblo” quien habla, sino las organizaciones que tienen los medios para adquirir la información, intercambiarla con otras y luego participar efectivamente en este tipo de debate. Comprar un pasaje de avión no es suficiente para participar activamente, si antes no se dispuso de los medios para ponerse en red y elaborar posturas o, al menos, tener acceso a los documentos preparatorios previos. A propósito de la primera concertación con los habitantes, este fenómeno me impactó. En la gran época en que se buscaba en Francia, por todos los medios, elaborar documentos de urbanismo con la población y suscitar concertaciones de todo tipo sobre los documentos que se estaban preparando, los grupos sociales efectivamente aptos para participar eran aquéllos que manejaban el lenguaje administrativo y que ya participaban de los espacios de poder. ¡No basta con preguntarle a un habitante aislado o a un joven o a una mujer (ya que muy a menudo las mujeres son minoritarias en este tipo de concertación porque les cuesta más tener el tiempo disponible en esos horarios de la tarde o de la noche para participar) “¿qué piensan de esto los habitantes?” o “¿qué piensan las mujeres al respecto?”! Un grupo social no puede participar seriamente en el escenario público si no dispone de sus propios espacios para la elaboración de su discurso. Catherine Foret recordaba en el epígrafe de su libro Gérer vraiment la ville avec ses habitants119 (Una verdadera gestión de las ciudades junto a sus habitantes), esta bonita frase de Paul Ricœur: “el poder existe cuando los hombres actúan juntos y se desvanece cuando se dispersan”. La autora señala las distintas etapas a través de las cuales ese poder se construye al nivel de los habitantes: el despertar de las conciencias individuales, luego la movilización colectiva local y las alianzas más amplias para culminar en una capacidad de reforma de la acción pública. Tanto si se trata de las organizaciones campesinas como de las organizaciones de habitantes de los barrios populares de las ciudades, hemos podido constatar hasta qué punto la 119 Éditions Charles Léopold Mayer, 2000.
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construcción progresiva de redes internacionales de diálogo e intercambio con todo lo que ello implica en términos de conocimiento mutuo, confianza, diagnósticos compartidos, puntos de vista y propuestas elaboradas en común constituía en realidad un medio decisivo, una condición previa, para la construcción de verdaderos partenariados con los otros actores. Muy rápidamente, si tienen la posibilidad de construir esas redes internacionales, los grupos sociales que estaban limitados hasta ese entonces a acciones de resistencia y de protesta demuestran ser capaces de construir un capital colectivo de experiencia y de manejo de la complejidad equivalente y hasta superior al de los expertos y de las instituciones públicas. A eso se refiere el concepto anglosajón de empowerment. Otra condición para el partenariado es el reconocimiento de las competencias del otro. Recordemos el primer principio de la declaración de Caracas: “conocer y reconocer los dinamismos surgidos de los habitantes”. Yo agregaría ahora: conocer y reconocer las competencias que traen los habitantes. Un buen ejemplo es el del procedimiento aplicado en algunas ciudades grandes Marsella, Dakar, Río de Janeiro, Caracas, Filadelfia para permitir que los mismos habitantes elaboren su propio diagnóstico de la violencia urbana. Quisiera citar aquí una estrofa de rap de un joven de Dakar: “nuestra imaginación alimenta nuestra capacidad para arreglarnos, nosotros rechazamos el fatalismo, nos desarrollamos, ¿y qué?, aunque no les guste a quienes dictan las leyes a quienes administran la ciudad que son incapaces de responder con eficacia a las necesidades”120. Este texto ilustra la continuidad que existe en los barrios desfavorecidos entre supervivencia y delincuencia, simbolizada por el verbo “arreglarse” y por la autoorganización del desarrollo. Los pobres, en todas las sociedades, son las víctimas de la violencia. La institución de la comunidad empieza entonces por el reconocimiento de que ellos son los principales expertos en la materia y que hay que partir de su conocimiento para construir junto a ellos políticas públicas pertinentes. Construcción y reconocimiento de la competencia y puesta en red son pues elementos decisivos para el partenariado. Queda por aclarar que el poder conlleva responsabilidad. El reto del partenariado es, en última instancia, elaborar una coconstrucción del bien público a partir de actores responsables por igual. No se trata solamente de dar armas a los distintos actores para poner en escena 120 M. Diop (dir.), «La violence urbaine vue des quartiers de Dakar», Éd. Charles Léopold Mayer, 2000.
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el choque de los intereses en una lógica de enfrentamiento. Para emplear el lenguaje empresarial, digamos que el partenariado se ubica en el campo del conflicto cooperativo. La elaboración de un proyecto común no implica la negación del conflicto, ni de la contradicción, ni siquiera en algunos casos del enfrentamiento. Pero sí implica en cambio que cada actor sea consciente de sus propias responsabilidades. Aparece entonces una vez más la cuestión del contrato social. Participar en la construcción del bien colectivo y en el poder presupone siempre, y en todas partes, asumir el bello compromiso de la responsabilidad compartida, a riesgo de ser considerados como traidores por algunos amigos. Michel Rocard, exprimer ministro francés, lo evocaba en la ceremonia de apertura de la Asamblea Mundial de Ciudadanos: “elegir la paz es más difícil que elegir la guerra”. Y el partenariado se ubica, desde luego, del lado de la paz. De ahí en más, ¿cómo pueden expresarse las responsabilidades de cada medio socioprofesional, o cómo explicitar el contrato social que vincula a cada medio con el resto de la sociedad? En las propuestas de la Alianza sobre la gobernanza mundial hemos priorizado una idea que se fue gestando con el correr de los años y es la idea de “colegio”. Un colegio es un grupo de gente que integra una red a escala internacional porque pertenece a un mismo medio social y profesional y reconoce tener, a causa de ese rasgo de pertenencia, una responsabilidad particular con respecto al bien común y a la humanidad. En consecuencia, la elaboración de una Carta de las responsabilidades surgida de cada medio puede constituir un denominador común a partir del cual algunas personas de un mismo conjunto se organicen para promover el reconocimiento y la legitimidad de sus aspiraciones, de sus puntos de vista y de sus intereses y para entrar en cooperación, reconociendo a su vez la legitimidad de los demás medios para hacer lo mismo. Este enfoque colegial en red es interesante porque es coherente con el principio de subsidiariedad activa y con la idea de fractalidad de la gobernanza. Se construyen redes locales para cooperar a nivel local pero éstas participan también de redes más amplias a través de las cuales circula la experiencia y se construye la competencia colectiva. El ingreso de los poderes públicos al partenariado Ya hemos descrito las condiciones filosóficas e institucionales previas al ingreso de los poderes públicos a un verdadero partenariado. Éstos tienen que reconocer a los demás actores el derecho a
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participar en la definición y la implementación del bien público y disponer de una libertad suficiente como para poder realmente abrirse a las preocupaciones del otro. Pero esto no basta para garantizar un verdadero partenariado. En el libro Con el Estado en el corazón hemos descrito en detalle, junto con André Talmant y partiendo de nuestra experiencia de funcionarios públicos, tres dimensiones fundamentales de esta entrada en cooperación de los poderes públicos: la entrada en inteligibilidad, la entrada en diálogo y la entrada en proyecto. Me limitaré aquí a mencionar las conclusiones principales. La entrada en inteligibilidad evoca la necesidad de que todos los protagonistas construyan una visión tan precisa como fuera posible de las problemáticas en juego y de su complejidad. Sabemos que las sociedades modernas padecen una superabundancia de información. ¿Pero esto les brinda una inteligibilidad de las situaciones? Nada es menos probable. En particular, cada administración produce una gran cantidad de informaciones: las que son necesarias para la acción y las que son producidas por la acción. Estos datos se construyen a partir de las necesidades operacionales de las instituciones más que desde una preocupación por comprender la realidad en sus distintas caras. Por ello están fragmentados y de su adición resulta una imagen deformada por el prisma de las preocupaciones particulares. La manera en que se plantean las preguntas anuncia las respuestas que se les darán. Hace algunos años, cuando se me pidió que presidiera el grupo de trabajo del CNIS (Consejo nacional de información estadística) que se ocupaba de implementar la metodología de censo de los “sin techo”, yo mismo pude comprobarlo. Era la época en la que, con el aumento del desempleo, el problema de los sin techo se estaba volviendo un problema social y político. Cada asociación hacía sus propias estimaciones y cuanto más progresista pretendía ser, más alto era el resultado final. Las cifras que circulaban iban entonces de 200.000 a 2.000.000 de “sin techo” en Francia. Me di cuenta rápidamente de que el concepto era necesariamente amplio y que sólo se podía abordar realmente el fondo del problema, es decir la precariedad de una parte creciente de la población con respecto a la vivienda, tratando de entender simultáneamente lo que ocurría del lado de la oferta con la rápida desaparición de viviendas privadas a precios accesibles y del lado de los procesos de empobrecimiento de distintos grupos sociales. Hubo que pelear firmemente para poder integrar en el mandato del grupo de trabajo el análisis de la evolución de la oferta de viviendas. Y pelear más aún para reformular la pregunta inicial, centrándola en el funcionamiento del mercado de la vivienda de cada aglomeración urbana. Pude constatar entonces que las instituciones públicas y las
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asociaciones producían efectivamente una gran cantidad de datos, pero que cada uno de ellos surgía inmediatamente de sus propias preocupaciones. La suma de los mismos no bastaba para obtener un panorama fiable de los procesos de precarización. Concluimos entonces, con el grupo, que ningún método podría dar “la cifra” de personas sin techo. Yo presentía ya que la formulación de dicha cifra, por su naturaleza misma, desembocaría en un solo tipo de política: la creación de igual cantidad de lugares en centros de albergue provisorio. Así, en vez de crear un espacio común de inteligibilidad del problema de la precariedad, una estrategia de elaboración de nuevas informaciones mal concebida podía en cambio alejarnos aún más de la posibilidad de comprensión. A menudo se habla, al menos en el mundo administrativo francés, de diagnóstico compartido. Esa es la cuestión, en efecto, aun cuando la realidad de las prácticas se aleje a menudo del discurso. “La entrada en inteligibilidad” presupone que cada administración aporte sus informaciones y su comprensión de los problemas, aceptando a su vez que el aporte de las demás administraciones y de los actores no públicos enriquece, e incluso puede transformar completamente su propio punto de vista. Este esfuerzo de inteligibilidad implica particularmente algo que no es tan sencillo: desarmar las categorías mentales y administrativas utilizadas por los poderes públicos para clasificar y catalogar a la sociedad. Ahora bien, esas categorías, las de los “derecho habientes” por ejemplo en todo lo que respecta a las prestaciones sociales, son la verdadera materia prima operacional de la acción pública. Cuestionarlas, aun cuando fuera en la etapa de ese famoso “diagnóstico compartido”, siempre se siente como un peligro. Desde el momento de su entrada en inteligibilidad, la administración debe entonces aceptar ponerse en peligro. Segunda etapa: establecer el diálogo. Los poderes públicos deben ser capaces de establecer un diálogo con los demás y garantizar a la vez un diálogo auténtico y equitativo entre los otros actores. Al entrar en diálogo con los demás, la administración toma un segundo riesgo al que no está para nada acostumbrada: el de bajarse de su pedestal. Dialogar no es renunciar a su responsabilidad y a su poder de manera general, el partenariado no deja a ningún actor exento de su propia responsabilidad sino aceptar un desvío a través de la escucha del otro y el reconocimiento de diferencias irreductibles. La verdadera escucha produce al respecto verdaderos shocks. En Con el estado en el corazón contamos, a propósito de operaciones de rehabilitación de viviendas sociales, situaciones en las cuales los organismos de HLM (vivienda social) por un lado y
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los habitantes por otro, relatando de buena fe la misma operación, ¡describían situaciones tan distintas que terminábamos preguntándonos si realmente hablaban del mismo hecho! El diálogo, tal como su nombre lo indica, siempre es un desvío a través del otro y conlleva el riesgo de cambiar uno mismo. Implica también, y lo olvidamos con demasiada frecuencia, una relación interpersonal depositaria de confianza. Nunca son las instituciones como instituciones quienes dialogan, puesto que en ese caso sólo se trataría de un juego de roles, sino individuos de carne y hueso que aceptan hablarse, mezclando por tanto de manera indisoluble lo que dicen en nombre de la institución y lo que dicen partiendo de convicciones personales. ¡Qué desmoronamiento de dogmas! La institución pública ya no queda reducida a un edificio anónimo, sino que está explícitamente constituida por personas, cada una de las cuales es portadora de su experiencia, de sus puntos de vista y de sus pasiones. Esa es la realidad cotidiana de todo funcionamiento administrativo y todos lo sabemos, pero en nombre de los principios hacemos como si no fuera así. Entrar en diálogo nos obliga a decir que “el rey está desnudo” y a asumir las consecuencias de eso. Si el diálogo implica confianza, la confianza por su parte requiere de tiempo. ¿Cómo ignorar las consecuencias de ese simple postulado sobre la gestión de los recursos humanos en la función pública? Tradicionalmente, ésta tiende a desconfiar del arraigo territorial. Considera que puede generar personalización del poder, riesgo de colusión y tal vez corrupción. Para convertirse en un ejecutante transparente de reglas uniformizadas, en encarnación de la ley y de la regla, el funcionario debe ser transparente y por tanto inmediatamente intercambiable. Entrar en diálogo requiere de una filosofía muy distinta. Por último, la entrada en proyecto es el tercer aspecto del partenariado. La administración francesa, con su fuerte tradición de servicio público y el respeto del que es objeto, ha sabido asumir a lo largo del tiempo proyectos de construcción y grandes proyectos a largo plazo, pero le cuesta mucho más integrarse a un proyecto colectivo junto al resto de la sociedad. No le cuesta establecer planes, pero sí le cuesta construir proyectos conjuntos. La tradición reglamentaria y la del financiamiento público no se prestan a la definición de estrategias cooperativas que asocien múltiples formas de acción. La entrada en proyecto, con la dimensión temporal esencial que conlleva, presupone un cambio de visión sobre la gobernanza: hacer hincapié en los procesos de elaboración de las soluciones posibles más que en el momento de la toma de decisiones. Abordaremos con más detalle esta evolución en el último capítulo.
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El partenariado, con todo lo que implica en cuanto a interacción de los actores e invención de respuestas específicas, ¿sería resueltamente enemigo de la regla? Al contrario. La Carta Africana de Cooperación elaborada en Windhoek en 1999 por habitantes de toda África es extremadamente explícita sobre ese punto: no puede haber partenariado sin explicitar claramente las reglas de juego para las relaciones entre los actores. La diferencia más importante con respecto a las formas tradicionales de gobernanza reside en que dichas reglas, aun cuando estén inspiradas por modelos conocidos, deben elaborarse localmente. Al analizar en la primera parte de este libro el movimiento de desinstitucionalización y la reivindicación de un pluralismo jurídico hemos resaltado la importancia de la producción de reglas para el establecimiento de una sociedad. Las reglas de partenariado son el mejor ejemplo de ello. Incluso podríamos decir que el inicio de un partenariado reproduce a pequeña escala los tres componentes de la gobernanza: la identificación de los objetivos compartidos constituye su fundamento, el enunciado de la base ética común y de las reglas de juego para las relaciones entre actores instituye la comunidad de los cooperantes y luego se adoptan dispositivos concretos para elaborar el proyecto común y poder llevarlo a la práctica.
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5. El territorio como pieza clave de la gobernanza del siglo XXI Cuando describimos las premicias de la revolución de la gobernanza mencionamos el redescubrimiento de los territorios y de lo local, tanto para el funcionamiento económico en sí mismo como para la gestión de los recursos naturales, la renovación de la democracia y la implementación de cooperaciones entre actores. En el plano político, este redescubrimiento se manifestó un poco en todas partes del mundo a través de un vasto movimiento de descentralización, a medida que se fue tomando conciencia de la importancia de la gestión de la diversidad y se constataron los múltiples efectos perversos de la centralización administrativa en un mundo cada vez más complejo. La presentación del principio de subsidiariedad activa ha demostrado que la pertinencia de las políticas debía definirse a escala local, así como también la articulación entre las acciones de los distintos niveles de gobernanza. Al analizar luego las diferentes categorías de bienes también pudimos ver el lugar que ocupa la gestión de las relaciones territoriales para cada una de las cuatro categorías. Sintetizando ahora esos aportes mostraré que el territorio local, concepto que detallaremos luego, es la pieza clave de la gobernanza, la unidad elemental a partir de la cual se construye todo el edificio, desde lo local hasta lo mundial, según la lógica de una arquitectura cuyo principio estructural es la subsidiariedad activa. Habíamos postulado que el redescubrimiento del territorio y el movimiento de descentralización son por lo menos paradójicos en una época en la que sólo se habla de mundialización, de interdependencia planetaria y de globalización económica. Es cierto que la descentralización política presenta algunas ambigüedades. Empecemos entonces saldando la hipoteca de una concepción atrofiada de lo local que apunta a hacer de ese nivel una especie de anexo inodoro y desabrido, un accesorio necesario pero a fin de cuentas secundario del gran movimiento de la globalización económica. Esta marginalización del territorio local se encuentra completamente expresada en la siguiente paradoja: “pensar globalmente y actuar localmente”. Esta fórmula atractiva y seductora es profundamente perversa. Deja entender que sólo se puede pensar a partir de datos globales y, de alguna manera, invalida de antemano un pensamiento de lo local que no esté vinculado con organizaciones internacionales. Más grave aún, confina la acción ciudadana a nivel de la acción local. El ciudadano
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medio se resigna a no poder influir en los factores que están lejos de su alcance. Sin embargo, se reconoce que la guerra económica cobra muchas víctimas y que es necesario por lo tanto complementarla a través de una acción local, “ciudadana” si fuera posible, que se haga cargo de todo lo que la economía no maneja y atenúe en cierta forma sus más flagrantes defectos. La marginalización de lo local asume cuatro formas: 1. Lo local se define como el patio donde los niños se divierten mientras los grandes trabajan. Los poderosos, en Washington, Nueva York, Bruselas, Londres, Tokio, Frankfurt o París, se dedican a las cosas serias: la diplomacia y la estrategia, las grandes políticas energéticas y monetarias, la constitución de grupos económicos mundiales, la conducción de la guerra económica o el surgimiento de nuevos sistemas técnicos. Mientras tanto los pequeños juegan, sin perturbar el serio trabajo de los poderosos, al menos en cuanto los equipos locales no se organicen para crear a escala mundial un amplio movimiento de protesta contra la globalización económica. 2. Lo local es el espacio de la acción concreta. Nunca terminaremos de demostrar hasta qué punto esta reducción de la acción a lo inmediato, a lo tangible, a lo que puede tener efectos rápidamente mensurables, está cargada de perversidad y termina por confundir acción y agitación. La acción responsable de los ciudadanos y la búsqueda de coherencia entre las acciones y los discursos son obviamente esenciales, pero siempre y cuando se establezcan los vínculos y se reunan los esfuerzos desde lo local hasta lo mundial. 3. Lo local es considerado como “el espacio de los pobres” o como la “enfermería del campo”, ubicada detrás del frente de batalla. Es verdad que los grupos sociales más frágiles, las personas con menos estudios, los niños y las personas mayores dependen mucho más de la trama de relaciones y de los sistemas económicos que se organizan a nivel local. La economía informal es por naturaleza local, al igual que los servicios de proximidad, los pequeños trabajos independientes, el trabajo ilegal y las redes de ayuda social. También es cierto que las clases medias, los profesionales y los jóvenes bien integrados al mercado laboral están mucho más sumergidos directamente en la economía “moderna”, puesto que son mucho más consumidores de los bienes y servicios que se encuentran en el mercado mundial. Y también es cierto que, en particular en los países en vías de desarrollo, los ricos exigen servicios eficaces, rutas, hospitales que funcionen y viviendas espaciosas y no piden métodos de autogestión del agua potable o sistemas colectivos de autoconstrucción. Así pues, vemos que, en la práctica, el discurso sobre la participación y la cooperación se reserva para las clases sociales más pobres: ¡al no haber medios para pagar los servicios para los pobres, se considera que la cogestión es formidable! Y como los Estados no llegan a manejar los efectos sociales de la 186
mundialización, los dejan a cargo de las comunidades locales. El problema de este tipo de enfoque es que considera sólo un aspecto y limita el espacio local a ese tipo de función y a ese ámbito social. 4. Lo local está asociado a la idea de antiguo y tradicional. Hay una fascinación por la tradición que termina asfixiándola. Así, lo local es asimilado a la regresión identitaria, al repliegue sobre sí mismo y opuesto a la apertura al mundo. Desde la óptica de una larga perspectiva histórica, me gustaría considerar la cuestión desde un ángulo muy diferente. En lugar de ver el territorio local como un resto del pasado, veo en cambio la negación del territorio y la organización del sistema industrial actual o del Estado mismo como una etapa de transición. El gran movimiento que tuvo lugar entre el siglo XVI y el siglo XX ha ido convirtiendo a los territorios en espacios. En las próximas décadas creo que asistiremos a la revancha de los territorios. Hasta el siglo XVIII, en las sociedades tradicionales se podía hablar en cierta medida de subsistemas territoriales autónomos. Se trataba a la vez de los ecosistemas y de los sistemas sociales, políticos y económicos. No vivían totalmente cerrados sobre sí mismos. Se articulaban entre sí, o bien mediante regímenes jerarquizados como los reinos o bien a través de tratados de alianza e intercambio. Sin embargo, el vínculo de la comunidad con su ecosistema tenía un sentido inmediato. Cuando aparecía algún desfase entre la evolución de la población, sus formas de vida y su cantidad y la capacidad de los ecosistemas, la sociedad respondía, ya sea mediante innovaciones técnicas, empezando por la revolución agrícola, o por medio de dominaciones y conquistas, migraciones o múltiples formas de autodestrucción. Ese vínculo estrecho y específico entre una sociedad y su medioambiente era lo que confería todo su valor a la noción de territorio. Los acontecimientos científicos y políticos de los siglos XVIII y XIX fueron transformando progresivamente a los territorios en espacios. Ese fenómeno implicó, en el plano de los valores, el surgimiento del individuo, por oposición a la comunidad. En el plano de las técnicas, acarreó un uso masivo de la energía fósil. En el plano de las doctrinas, provocó el triunfo del darwinismo social. En lo político, transformó a la comunidad en ciudadanos atomizados. La Revolución Francesa encarnó y teorizó realmente esta transformación. Se reemplaza la comunidad por los individuos ciudadanos y la sumisión a territorios singulares por el espacio de la Nación, unida e indivisible. Y así se introduce la primera idea fundamental del paso del territorio al espacio: queremos una sociedad homogénea, sin grumos. 187
El movimiento de transformación de las comunidades en ciudadanos “libres” se hizo posible gracias a la liberación de los estrechos vínculos que existían entre cada comunidad y su ecosistema. En efecto, la revolución industrial hizo que cada vez se buscara más lejos la energía fósil. Este cambio en el campo político encuentra su equivalente en el terreno económico. Al ciudadano que “actúa” dentro de la nación le corresponde el consumidor y el productor dentro del mercado. Las “leyes del mercado” son, en el ámbito de las ciencias sociales, el equivalente a la ley de gravedad, las leyes electromagnéticas o la termodinámica en el ámbito de la física. Es significativo incluso que se hable de “mercado perfecto” en el mismo sentido en que se habla en física de “gas perfecto”: el primero hace actuar a productores sin relación entre sí, el segundo moléculas sin relación entre sí. Allí encontramos la “sociedad sin grumos”. En la dinámica de transformación de los territorios en el espacio abstracto, los sistemas sociales y económicos antiguos se desarticulan. En el contexto técnico, filosófico y político creado de esta manera se va a desarrollar un nuevo actor social que crecerá hasta volverse casi hegemónico, porque constituye una especie particularmente adaptada a las nuevas condiciones del medio: la empresa. En el plano histórico, es interesante destacar que los teóricos de la Revolución Francesa no tenían conciencia alguna del surgimiento de esa entidad. No habían percibido el ascenso, sin embargo claro ya en ese momento, de lo que se convertiría en un actor de primer plano. Tanto es así que, durante el siglo XIX, se tardó muchos años en poder construir un modelo mental de la empresa y, por falta de una reflexión autónoma sobre el tema, durante mucho tiempo la organización de las empresas se inspiró de la organización familiar o de la del ejército. Muchas son las razones que hicieron que esta nueva especie fuera tan apropiada para las condiciones del medio en el que creció y prosperó hasta volverse el actor social dominante del siglo XX. En primer lugar, en el momento en que los modos de producción iban incorporando cada vez más saberes teóricos y más máquinas, se hacían necesarias nuevas mediaciones entre los conocimientos, el capital y las necesidades. La empresa constituyó ese sistema de mediación. Además, a diferencia de las comunidades, la empresa es un actor móvil. Se impuso por sus capacidades muy rápidas de desplazamiento y de adaptación. Por último, con las filiales verticales que va creando, la empresa es coherente con una etapa de desarrollo en la que los ciclos ecológicos, cerrados hasta ese entonces, se abrieron en virtud de la inyección de recursos naturales y de energía exteriores a las comunidades tradicionales. Ahora bien, a lo largo de estas páginas hemos ido descubriendo las múltiples razones por las cuales otras lógicas económicas y sociales, otros sistemas técnicos han ido apareciendo. Los 188
límites de un modelo de desarrollo en el que la sociedad consume más de lo que la biosfera puede producir obligan a retornar a un mayor cierre de los ciclos, al mismo tiempo que los sistemas de producción evolucionan, priorizando esta vez la organización de los saberes y la movilización de bienes que se multiplican al compartirse. Esa evolución es la que funda, en el siglo XXI, la aparición de nuevos actores sociales. Y es el origen de la revancha de los territorios. ¿Qué es un territorio y en qué condiciones puede convertirse en la pieza clave de la gobernanza? En este ámbito, más aún que en los otros, es necesaria una revolución del pensamiento. Si se le pregunta a un responsable administrativo y político local lo que es un territorio, o si se le hace la misma pregunta a un planificador local, esta pregunta les parecerá casi graciosa por lo sencillo de la respuesta: es una superficie física delimitada por fronteras administrativas y políticas. Ése es el territorio que nuestro interlocutor administra y no conoce otros. Por cierto, no ignora que, tanto en el plano interno como con el exterior, hay muchos intercambios y relaciones, pero ése no es el objeto de su trabajo. Y si se le pregunta cuál puede ser el papel del territorio en la implementación de la gobernanza y de las políticas públicas, tanto si se trata del hábitat como de los transportes, del medioambiente como de la educación, la salud, el agua o el desarrollo económico, su primera reacción será interrogarse sobre “el territorio pertinente”. Se entiende por territorio pertinente la “escala adecuada” para abordar cada uno de esos problemas. El problema de este tipo de enfoque es que la sociedad evoluciona constantemente, que las ciudades por ejemplo no dejan de expandirse en el espacio, hasta tal punto que la distinción entre mundo urbano y rural en sus bordes se vuelve cada vez más ficticia. Por otra parte, cada tipo de problema llevaría a definir su propio “territorio pertinente”, que sería aquél en cuya escala se organizan las interdependencias más importantes para dicho problema. Quizá será entonces la zona de hábitat para la vivienda, la red vial urbana y periurbana para el transporte, la cuenca de empleo para el desarrollo económico, las principales cuencas vertientes para el agua, etc. Además, las estructuras políticas y administrativas evolucionan mucho más lentamente que la naturaleza técnica, económica y social de los problemas, de tal manera que si pretendemos basar la gobernanza en la adaptación de las estructuras administrativas a la escala pertinente de los distintos problemas, nos libramos a una carrera prácticamente perdida de antemano. El punto de vista cambia por completo si definimos el mundo de hoy, y en particular el territorio, como un sistema complejo de relaciones e intercambios. El desarrollo tiene entonces por objeto valorizar, mejorar y manejar los distintos sistemas de relación. La gestión territorial requerirá un 189
buen conocimiento de estos sistemas y un aprendizaje de las múltiples maneras de enriquecerlos. El territorio deja de aparecer entonces como una superficie geográfica o una entidad administrativa y política que define un interior y un exterior y se convierte en la encrucijada de relaciones de diversa índole. Si, mediante la aplicación del principio de subsidiariedad activa, nos interesamos por el arte de hacer promover la cooperación entre las entidades políticas y administrativas en distintas escalas, la cuestión de los “territorios pertinentes” se vuelve secundaria. Lo importante es que el “mecano” de la gobernanza funcione y que, desde el barrio hasta el municipio, del municipio a la aglomeración urbana, de la aglomeración urbana a la región y más allá, el sistema de relaciones funcione adecuadamente para las distintas categorías de problemas. Los ejemplos de gestión de recursos naturales, en particular del agua mencionada entre los bienes de la segunda categoría, ilustran la manera en que se organizan las relaciones entre la gestión del agua a muy pequeña escala y su gestión a escala internacional. Precisamente ahí radica la nueva importancia de las relaciones que nos lleva a volver a territorializar el pensamiento. El territorio adquiere entonces dos formas: primero, la de una superposición de relaciones esenciales, entre los problemas, entre los actores, entre la humanidad y la biosfera, un espacio prioritario de valorización de los bienes que se multiplican al compartirse; luego, el lugar mismo en donde se organizan las relaciones entre los niveles de gobernanza. De ahí en adelante, casi podemos decir que la problemática tradicional de “pensemos globalmente y actuemos localmente” se invierte. Hay que pensar a partir de lo local. Para pensar las relaciones sólo podemos pensar con los pies en la tierra, partiendo de las realidades locales. Matthieu Calame121 hace notar que en un universo cada vez más aséptico, virtual, donde las representaciones abstractas y los productos transformados, empaquetados, envasados al vacío, se interponen de alguna manera entre nosotros y el mundo concreto, la reintroducción de la ganadería en un sistema cerealero es una manera de traer por crudo que suene la mierda y la muerte a las puertas de la ciudad. La mierda, es decir la producción de estiércol, y la muerte, implícita pero omnipresente en la producción de carne. Es un modo particularmente ilustrativo de enunciar una realidad más general: partir del territorio obliga a partir de realidades concretas, de actores de carne y hueso y de vínculos reales en lugar de 121 N.d.T. Matthieu Calame es responsable de la conversión de una gran finca perteneciente a la Fundación Charles Léopold Mayer, llamada la Bergerie, donde se inició el paso a la agricultura orgánica desde una nueva visión de las relaciones entre la actividad agrícola y el territorio. La Bergerie se encuentra en el NorOeste de París. Se dedica completamente a la agricultura biológica y promueve un enfoque territorializado de los ecosistemas y del desarrollo sostenible.
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manejar sistemas abstractos para los cuales finalmente ya no hay criterios que distingan lo falso de lo verdadero. Esta comprensión concreta de la realidad, del tiempo y de los actores sociales es absolutamente indispensable en el mundo actual. Por ejemplo, la inscripción de las realidades actuales en la historia se vuelve tangible y vivificante cuando los hechos se observan concretamente en un territorio donde las transformaciones pueden constatarse y es la razón por la cual, a mi parecer, ninguna educación es viable hoy en día sin arraigo territorial. Por las mismas razones, a partir de las realidades territoriales es posible entender la naturaleza de nuestro modelo actual de desarrollo y cuestionar sus fundamentos. El taller internacional de trabajo de la Alianza sobre la gestión de los territorios puso énfasis en esa dimensión. En septiembre de 1997, dicho taller organizó en Canadá un seminario del cual surgió la “declaración de Jonquière”. Ésta daba prioridad a tres grandes innovaciones para la gestión de los territorios: inventar localmente formas alternativas de desarrollo, hacer evolucionar la gobernanza de los territorios y reinventar los vínculos entre lo local y lo global. Consideraremos aquí el primer eje, que refleja perfectamente bien el imperativo de “pensar localmente”, “pensar con los pies en la tierra”, “pensar y emprender”, teniendo raíces en el tiempo y en el espacio. Es al nivel del territorio que podemos cuestionar los modelos de desarrollo actuales y los sistemas mentales y conceptuales que los fundan. A nivel local es donde mejor podemos describir las patologías de esos modelos, interrogarnos sobre la realidad de las necesidades que se pretende satisfacer y esbozar alternativas. En todos los países del mundo, las lógicas de la globalización económica tienen efectos hasta el nivel más local. Un campesino de Malí, por ejemplo, se ve inmediatamente afectado por la organización mundial de filiales de producción y de comercialización del arroz o por los subsidios que los Estados Unidos dan a sus productores de algodón. Hasta me atrevería a decir que lo característico de la mundialización es precisamente que cada fragmento de la sociedad mundial contiene, de alguna manera, los genes de dicha sociedad en formación y, así, es posible acceder a la totalidad a partir de una comprensión íntima de cualquiera de sus fragmentos. En definitiva, si volvemos a la subsidiariedad activa, el territorio aparece al mismo tiempo como el punto de aplicación de principios rectores definidos a otra escala, el espacio de cooperación entre los distintos niveles de gobernanza y el lugar a partir del cual se piensa, se evalúa y se abren nuevas pistas. Partiendo de estas constataciones, el economista filipino Sixto Roxas fue el primero, que yo sepa, 191
en formular la hipótesis de que los territorios en su espíritu se trata de comunidades de unas 100.000 personas aproximadamente estaban destinados a ser el actor social del mañana: el actor más adaptado para la gestión de las relaciones, la organización de las relaciones entre lo local y lo global y la gestión de los bienes que se multiplican al compartirse. Por razones semejantes en Francia, el grupo de trabajo de la Comisión para el Plan destinado a las relaciones entre territorios y exclusión social que se reunió en 1998 bajo la presidencia de JeanPaul Delevoye, había llegado a una conclusión similar. El territorio se ha convertido en la mediación esencial entre los individuos y la sociedad, ya que los grandes sistemas las iglesias, los sindicatos, los partidos que asumían hasta ahora ese papel están en crisis. ¡Qué largo es todavía el camino que queda por recorrer para lograr que los territorios cumplan ese papel y asuman esa responsabilidad! Un actor social necesita desarrollar sus propias herramientas de medición, de análisis y de gestión. Pero si bien es posible en principio, a nivel de una ciudad o de un territorio, describir, valorizar y manejar las relaciones entre las personas, entre los grupos sociales, entre la sociedad local y el mundo exterior, esto no significa que las ciudades y los territorios lo estén haciendo actualmente. Más bien es todo lo contrario. Una gran aglomeración urbana moderna, en Francia por ejemplo, conoce mil veces menos el sistema de sus relaciones internas y con el mundo exterior de lo que podía conocerlo hace mil años un poblado en China. Es una paradoja asombrosa pero fácilmente explicable: el desarrollo de las ciencias, de las técnicas y de los sistemas de información nos ha hecho cada vez más ignorantes de nuestra propia realidad concreta. No solamente escondemos la muerte y la mierda sino que además, como todo se convierte en valor monetario y todo se intercambia en un mercado que se ha vuelto mundial, el dinero se transforma en la medida de todas las cosas y el conocimiento de las relaciones concretas se va esfumando. Por ejemplo, una ciudad francesa no conoce demasiado su consumo de energía, no maneja bien sus flujos de bienes y de servicios ni en el plano interno ni con el exterior y no controla correctamente la circulación de saberes. Hace unos diez años, la dirección regional de infraestructura de la provincia de ÎledeFrance122 me pidió un diagnóstico rápido del dispositivo vigente para la revisión del Esquema Director de la Región (SDAU). Mi primera propuesta fue, con anterioridad a un verdadero enfoque de ecología territorial, es decir de análisis de los flujos de materias dentro de la región y con el exterior, proceder sencillamente a un balance energético de la región. En ese momento, a sólo un año de la Cumbre de la Tierra de Río, esta idea causó gracia. El 122 N.d.T. Se trata de la provincia en la que se encuentra la ciudad de París.
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economista norteamericano Herman Daly nota por su parte que “como la relación social no forma parte de las hipótesis de la economía, el enfoque económico clásico está imposibilitado para evaluar su impacto sobre las relaciones sociales”. Asimismo, Sixto Roxas señala que una de las herramientas más importantes de la empresa, la contabilidad de los intercambios entre los departamentos de la firma y luego la consolidación de las cuentas entre las distintas filiales de un mismo grupo, no tiene ninguna equivalencia a nivel de los territorios. No se sabe qué es lo que entra o sale de un barrio o de un municipio y menos aún se puede consolidar esa información a la escala de una aglomeración urbana o de una región. En nuestras sociedades, que bajo la influencia del cálculo económico siempre tienden a privilegiar lo cuantitativo frente a lo cualitativo, lo que no se mide no se maneja. Sería fácil demostrar que la mayor parte de las relaciones que hemos descrito a lo largo del libro y que prioritariamente se organizan en el nivel de los territorios, hoy en día no son objeto de ninguna medición. Sin embargo, en distintas partes del mundo van apareciendo nuevos enfoques. Tomaré a continuación dos ejemplos de distintos ámbitos. El primero se refiere a la gestión de los recursos humanos. En Francia, los sindicatos de empleados estaban tradicionalmente organizados por ramas, reproduciendo la lógica de filiales utilizada en las empresas y en la administración pública. La CFDT es decir la confederación interprofesional de sindicatos más grande de Francia empezó hace algunos años a adoptar un enfoque territorializado. Por ejemplo, en la región PoitouCharentes y con ocasión de una necesidad coyuntural, a saber una contratación masiva por parte de una empresa que desestabilizaba a todo el mercado laboral local, la Confederación empezó a entablar relaciones de partenariado para concebir una gestión de los recursos humanos a escala de un territorio. Instantáneamente esto generó relaciones de un nuevo tipo entre los actores. El segundo ejemplo se refiere a la organización industrial. Ya lo hemos mencionado: para cerrar los ciclos ecológicos, hay que valorizar los intercambios de productos entre empresas, de tal forma que los residuos de una sean materia prima de la otra. Esta concepción de la ecología industrial obliga a pasar del enfoque de la yuxtaposición de establecimientos industriales en un mismo territorio a un enfoque de sus relaciones. En ambos casos, se trata apenas de primeros esbozos. El desarrollo de herramientas operacionales de gestión de las relaciones múltiples a escala de un territorio constituirá, en las próximas décadas, uno de los campos de innovación más prometedores para la gobernanza. Descubriremos entonces, tal como lo evocábamos a propósito de la contextualización histórica, que 193
el sistema industrial nacido del siglo XIX, la organización del mercado y del Estado y, en resumidas cuentas, todo lo que ha transformado a los territorios en espacios abstractos sin cualidad y reemplazado a las comunidades por individuos intercambiables, no habrá sido más que un paréntesis de la historia. La revancha de los territorios se extiende incluso a ámbitos como la educación o la ciencia que, transmitiendo o elaborando saberes universales, parecen tener que ser desterritorializados por su naturaleza misma. Pero no es así. La Agenda para el siglo XXI que se elaboró a partir de la Asamblea Mundial de Ciudadanos es extremadamente explícita al respecto. La futura transformación de la educación y de la ciencia será paralela a la de la gobernanza y obedecerá a las mismas razones: si los desafíos del mundo actual apuntan a la consideración de las relaciones, la educación y la ciencia deben contribuir a afrontar prioritariamente esos desafíos. Nicolas Bouleau, matemático y profesor en la ENPC (Escuela Nacional de Puentes y Caminos), aporta al respecto una observación especialmente interesante. Según él, hay dos tipos de ciencia. La primera, que se ha vuelto hegemónica en los últimos dos siglos, se ocupa de formular principios verdaderos en todo contexto. Para utilizar el lenguaje de los matemáticos, es una ciencia cuyos enunciados se adaptan al modelo: “cualquiera sea la situación, el principio que yo formulo demuestra ser verdadero”. Pero existe otra ciencia, nos dice Nicolas Bouleau, tan rigurosa como la primera, que se formula de la siguiente forma: “en toda situación yo puedo encontrar una respuesta satisfactoria a la cuestión planteada”. Este segundo tipo de ciencia es el más apropiado para nuestra situación actual y, como ya se habrá notado, su enunciado se parece mucho al del principio de subsidiariedad activa. Se trata de una ciencia que se desarrolla en situación. ¿Dónde puede hacerlo mejor que a escala de un territorio? Si, tal como sostiene Edgar Morin, el primer objeto de la educación consiste en permitir que el futuro adulto comprenda la condición humana y maneje el mundo complejo, ¿dónde podrá hacerse eso de mejor manera que a escala territorial y partiendo de una enseñanza con raíces en el territorio? El aprendizaje de la ciudadanía confirma aún más el lugar fundamental que ocupa el territorio dentro de la educación. Implica poder transformar su entorno, formular sus responsabilidades y remitirse a actores concretos. Presupone también, en la institución de las comunidades, una capacidad para definir reglas juntos. Esto sólo es posible en situaciones concretas, arraigadas en un espacio y con actores identificados.
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6. La implementación de los principios de gobernanza: algunos puntos de referencia He destacado en varias ocasiones el interés de pasar de una gobernanza definida por competencias, reglas e instituciones a una gobernanza que priorice los objetivos, los criterios y los dispositivos de trabajo. Esto no significa, por supuesto, que desaparezca la necesidad de reconocer competencias, definir reglas y hacer funcionar instituciones, sino que hay que poner todo esto en perspectiva. Para ello, conviene retomar la definición del arte de la gobernanza: concebir y hacer funcionar dispositivos coherentes con los objetivos perseguidos. No basta con perseguir objetivos loables y decidir “buenas” políticas, sino que sobre todo hay que aplicarlas. Hay que dar prioridad a la acción. Si tuviéramos que caricaturizar nuestra representación más familiar de la gobernanza actual, diríamos que consiste en establecer instituciones y reglas y luego tomar decisiones políticas y financieras que las instituciones deben aplicar. Al proceder de este modo no se plantea en absoluto la cuestión de saber si la lógica de esas instituciones mismas o si la cultura de esos actores son realmente adecuadas para poner en práctica las orientaciones de las políticas pautadas. En la representación tradicional del poder político, la atención se centra casi exclusivamente en el momento de la decisión. “Gobernar es escoger”123 dice un dicho popular. Pero lo esencial queda oculto: las condiciones en las que se elaboraron las distintas soluciones entre las cuales el gobernante tuvo que escoger. ¿Lo esencial no está precisamente en otra parte, en la organización del proceso mediante el cual se elaboran dichas soluciones? Por último, la gobernanza de una sociedad implica, por esencia, su preservación y desarrollo a largo plazo y por ende una gestión del tiempo. ¿Cómo se la realiza? En este siglo XXI que comienza, y en el que el manejo de los cambios estructurales será determinante para la supervivencia de la humanidad, ¿cómo volver compatible la tiranía del corto plazo, que implica hoy en día la democracia representativa, con la inscripción de la acción en el largo plazo? El último capítulo lo dedicaremos a estas tres grandes cuestiones: la ingeniería institucional, el ciclo de elaboración, de puesta en práctica, evaluación y control de las políticas públicas y la gestión del tiempo. 123 En francés: “Gouverner c’est choisir”. El verbo “choisir” significa aquí “escoger”, en el sentido de elegir una opción práctica entre varias posibles, es decir tomar una decisión.
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La ingeniería institucional: la concepción de las instituciones y su funcionamiento Al analizar en la primera parte de este libro la inadecuación de los actuales sistemas de gobernanza y la dificultad para llevar a cabo “reformas apropiadas”, he subrayado la baja inversión intelectual en management público en comparación con lo que se invierte en management privado y he explicitado las razones filosóficas de esa carencia. Cuando se considera a las administraciones como simples herramientas teóricamente neutras de aplicación de las voluntades políticas, se está dejando de lado una reflexión en profundidad sobre el funcionamiento mismo de las instituciones. Entendámonos bien: hay incontables análisis del fenómeno burocrático, pero por lo general percibidos bajo un punto de vista negativo, como resistencias opuestas a la voluntad política. Lo que falta es un enfoque positivo de la ingeniería institucional. Es tiempo de emprender ese esfuerzo. Las organizaciones de gran tamaño son necesariamente complejas. Con sus referencias culturales, sus proyectos y sus pasiones, involucran a una gran cantidad de personas. Implementan un vasto conjunto de procedimientos jurídicos y técnicos, a menudo acumulados por estratos a lo largo de los años, y manejan múltiples relaciones de poder. Cada organización tiene una “lógica profunda” que gobierna sus reacciones, delimita su percepción de la realidad, orienta y hasta define la naturaleza de las soluciones que es capaz de concebir e implementar. Aun cuando es contradictoria con los objetivos asignados a la organización, esa lógica profunda se impone sin que los actores siquiera la perciban conscientemente. Para tomar algunos ejemplos sencillos, ¿por qué asombrarse de que un gerente de empresa remunerado por “stock options” se sienta más cercano de los accionistas que de los empleados? ¿de que un administrador de patrimonio evaluado por su rendimiento a corto plazo no se interese mucho por el largo plazo? ¿de que una autoridad electa piense sobre todo en las condiciones para su reelección? ¿de que un funcionario público que trabaja en un servicio sectorizado y piramidal priorice la satisfacción de su jefe antes que la cooperación con otros servicios? ¿de que en sociedades donde el dinero se adquiere mediante la astucia o el fraude, los altos funcionarios se inclinen menos por el respeto de lo público que por la corrupción o el clientelismo? ¿Por qué un servicio público financiaría un debate público o la construcción de redes humanas a largo plazo, si se lo evalúa por sus realizaciones materiales tangibles a corto plazo? ¿Cómo se
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involucraría en una cooperación a largo plazo si sus procedimientos presupuestarios le impiden tomar un compromiso público más allá de un año? ¿Cómo formaría parte de procesos cooperativos si se lo impiden por otra parte unos pesados procedimientos administrativos? ¿Cómo un banquero evaluado por el monto de los préstamos que podrá “invertir” en el año estaría dispuesto a multiplicar las negociaciones para pequeños créditos? ¿Por qué los funcionarios públicos se interesarían por el impacto de su desempeño a largo plazo si la única evaluación que se hace de ese impacto es a corto plazo? ¿Por qué un funcionario internacional se vería incitado a pronunciarse francamente sobre la política de un gran país si se lo evalúa sobre todo por su flexibilidad diplomática? La ingeniería institucional es el arte de concebir instituciones cuya “lógica profunda” vaya en el mismo sentido que los objetivos perseguidos. Esa es la condición para poder salir de lo que he denominado, con respecto a la cooperación europea, la “pertinencia por transgresión”, es decir de unos dispositivos que espontáneamente llevan a lo contrario de las prácticas consideradas deseables. Lo propio de las instituciones, en coherencia con la filosofía que acaba de ser expuesta, es ser específicas para los objetivos que persiguen. Sería entonces paradójico intentar hacer un retrato general de las mismas. Fiel a ello, me atendré al principio de la subsidiariedad activa, a enunciar algunos principios rectores y proponer algunos elementos claves de la agenda de tareas. Pasaré revista sucesivamente a los conceptos, las estructuras, las culturas, los procedimientos, los recursos humanos y los modos de evaluación de las instituciones públicas. Los conceptos y la ideología general de los servicios públicos Todo cuerpo social necesita una ideología que le dé cohesión, sentido, valores y puntos de referencia. Es la representación que las organizaciones y sus miembros tienen de sí mismos, de su papel, de su lugar en la sociedad. Es la mirada que, en sentido contrario, la sociedad tiene de ellos y las expectativas que formula con respecto a ellos. Todo el desafío está ahí, en cómo conservar lo bueno que tenga la ideología del servicio público, haciendo evolucionar al mismo tiempo la profundidad del concepto. El caso de Francia, desde el punto de vista del servicio público, es muy particular: analizando la historia de la realeza, podemos efectivamente sostener que el Estado es el que construyó a la Nación y no lo contrario. A lo largo de mi carrera profesional muchas veces me conmovió la conciencia profesional y el rigor moral de muchos funcionarios públicos que están a mil leguas de la caricatura 197
que de ellos se hace y que, lamentablemente, en algunos casos hasta sus propios jefes repiten, cuando tendrían que sentirse los primeros responsables de los defectos que señalan. De hecho, con André Talmant hemos dedicado Con el Estado en el corazón “a los soldados de la función pública, cuya conciencia profesional ha forjado, con el correr de los siglos, la administración y la nación francesas”. Por otra parte, he podido constatar en el extranjero que, a pesar de algunos sarcasmos, la función pública francesa era muy envidiada. Y al observar, en muchos países, el tiempo que hace falta para generar un sentido del servicio público, me impacta la irresponsabilidad de quienes lo venden al mejor postor. Creo que hay que preservar entonces con celo lo que ya se ha logrado y basarse en eso para salir de la inercia y construir el servicio público del siglo XXI. Para ello, la única solución consiste en ayudar a que la función pública salga de las actitudes defensivas en las que la encierran tanto el arcaísmo del sistema como la falta de perspectivas de reforma posibles y atractivas. Esto permitirá reconstruir, con el servicio público y no en contra de él, una filosofía general: así, ya no se lo considera como un simple estatuto, sino que se define a través de un sentido y de una misión. Con ese propósito, los agentes del servicio público, y no sólo los grandes jefes, deben asociarse a la reflexión sobre esta revolución copernicana de la gobernanza y convertirse en sus actores mismos. La conciencia del desfase entre la realidad del mundo y las instituciones implementadas para administrarlo puede ser vivida muy negativamente si sus actores, demasiado identificados con la organización existente, sólo aparecen como supervivencias del pasado. Esto también puede ser un formidable motor de dinamismo si todos miden ese desfase y contribuyen a la realización de un gran proyecto colectivo. El primer motivo de orgullo de la función pública será entonces la constatación que enunciamos en la introducción: la ética y la gobernanza son las prioridades del siglo XXI. No lo son ni el desarrollo económico ni la innovación técnica y científica. Así pues, aquéllos que a menudo son tomados por retrógrados o alérgicos al cambio pueden ver, al contrario, que están en la vanguardia del combate moderno. Su capacidad de anticipación es la que permitirá disminuir los desfases existentes. De su creatividad dependerá la construcción de un mundo vivible. Desde los maestros hasta los policías, desde los agentes de los gobiernos locales hasta los de las instituciones internacionales, desde los gestionarios del territorio hasta los de la salud, desde los militares hasta los agentes de la acción social: introduciendo una reflexión común sobre la gobernanza en la formación básica de cada uno, empezaremos a forjar una ideología del servicio público para el futuro. 198
“Póngalos a construir una torre y serán hermanos”, repite con frecuencia el historiador de Burkina Faso, Joseph KiZerbo. Tal como ocurre en todas las comunidades humanas, los agentes de la función pública nunca son tan buenos como cuando tienen una clara visión de la misión que deben realizar. Cuando el sentido de la misión se desgasta y desaparece, o cuando ya a nadie le interesa el “deseo de sentido” de cada uno en la vida profesional, empiezan a reinar los corporativismos y los feudalismos. La construcción de una nueva ideología del servicio público pasará, de la misma manera que para los demás medios socioprofesionales, por la elaboración de una Carta de responsabilidades de los funcionarios públicos, adaptación de la Carta de las Responsabilidades Humanas para este caso. Para que surjan esas nuevas perspectivas deben crearse círculos de discusión a nivel local, nacional, regional y mundial. Estos círculos de debate tendrían que ser comunes a los distintos tipos de función pública y a los diversos sectores de la acción pública. Como en los demás medios socioprofesionales, se crearía entonces un “colegio” de aquéllos que quieran asumir activamente sus responsabilidades, punta de lanza voluntaria de esta gran transformación. A través de la Carta de las Responsabilidades, afirmarán particularmente su deber individual y colectivo de crear las condiciones para una profunda reforma. Ese viento de reforma traerá las perspectivas a largo plazo que el ámbito político raras veces aporta. El reconocimiento del otro, afirmado en la Carta, y la necesidad conjunta de unidad y de diversidad brindarán las bases éticas para el enfoque de cooperación, que supone no debilitar al interlocutor, ni subordinarlo a las exigencias propias, sino, por el contrario, ayudar al otro a fortalecerse. De esta ideología y esta ética deben nacer el deseo y el ánimo de trabajar en red. A menudo me asombró, especialmente en la función pública local, el relativo aislamiento de los funcionarios, en particular de los mandos dirigentes. Así, he podido constatar por ejemplo que, focalizados a menudo en sus quehaceres y con un alto grado de dependencia de las autoridades políticas locales, les costaba crear verdaderas instancias colectivas de reflexión. Las autoridades electas locales en sí no siempre son favorables a dichas redes, dado que pueden considerarlas como un cuestionamiento de su propia legitimidad. La Carta propone una definición activa de la responsabilidad, que conviene recordar aquí: “todo ser humano tiene la capacidad de asumir responsabilidades; aun cuando las personas se sienten impotentes, siguen teniendo la responsabilidad de aliarse con otras para crear una fuerza colectiva”. Esto debería constituir un poderoso estímulo para crear dichas redes de reflexión. 199
Al parecer, la nueva ideología del servicio público hace bajar al funcionario de su pedestal. El Estado ya no está por encima de la sociedad ni es garante de un interés general que se define por fuera de la misma. Por el contrario, se convierte en el interlocutor de los otros actores de la sociedad, el catalizador del esfuerzo realizado con los demás para alcanzar los objetivos de interés común. Sus representantes, cualquiera sea su nivel, grado o responsabilidad, ganan al convertirse en actores dotados de sentido. El paso del deber de conformidad al deber de pertinencia, que se deriva del principio de subsidiariedad activa, hace que el funcionario deje de ser un instrumento y se transforme en un actor. Es un nuevo pero bello riesgo para él. Desde la óptica en que hemos definido la gobernanza, la ideología de la función pública se vuelve una ideología de la relación y de la gestión de la complejidad. En vez de que cada uno esté encerrado en su casillero, ejerciendo actividades sectoriales en forma solitaria, el espíritu de la función pública del mañana se define por la capacidad de construir las relaciones, manejar los diálogos, construir proyectos y compartir responsabilidades. De toda esta evolución, lo más significativo seguirá siendo la nueva prioridad concedida al enfoque territorial. En Francia por ejemplo, con el correr de los años, he podido ver el desgaste de las tareas territoriales, su pérdida de prestigio a favor de las funciones centrales o especializadas. Esto venía relacionado con el hecho de que el territorio era solamente el espacio de aplicación de lógicas sectoriales definidas desde arriba. Ahora bien, hemos visto en cambio que, para un sistema complejo, el pensamiento válido partía de lo local, desde el cortocircuito necesario entre los hechos concretos y su teorización. Lamentablemente los hábitos tienen larga vida. A pesar del amplio movimiento de descentralización, y aunque las tareas territoriales sean mucho más complejas y apasionantes que la frecuentación de un gabinete ministerial, la función pública territorial sigue siendo, por ejemplo en un país como Francia, una especie de administración de segunda clase. La nueva ideología de la gobernanza y del servicio público deberá pues encarnarse en nuevas políticas estatutarias y nuevas perspectivas de carrera. Las estructuras y las culturas administrativas Por lo general, las administraciones están organizadas en filiales sectoriales, verticales, con cadenas jerárquicas relativamente largas. Cada estructura trabaja por su lado en función de una delimitación de los problemas y de las competencias que le corresponden. Por supuesto que, gracias 200
a Dios, el funcionamiento real es más inteligente que los organigramas y se establecen múltiples contactos entre funcionarios en lo concreto. Pero la filosofía general sigue siendo la verticalidad. Esto ocurre incluso dentro de administraciones locales y está relacionado con la naturaleza y la organización del poder político. Cada ministro, cada vicepresidente de un consejo regional o departamental, cada subalcalde y, a nivel europeo, cada comisario trata de tener “sus” servicios bajo “sus” órdenes. En consecuencia, la coordinación siempre se concibe en la cúspide más que en la base, puesto que en la base le haría sombra a los poderes jerarquizados que se ejercen en lo alto de las estructuras sectoriales. En Francia por ejemplo, cada vez que se admite la evidencia de la interdependencia entre problemas, se crea una delegación interministerial. Por lo general, esta última padece de una impotencia congénita, puesto que en muy pocos casos dispone de un presupuesto propio e invierte toda su energía en convencer a los distintos ministerios que supuestamente coordina de que no les ocasionará “demasiados” gastos. De todas formas, ¿cuál es el alcance concreto de una coordinación por lo alto? Los problemas están vinculados entre sí en el terreno mismo y no en la cumbre. Para crear estructuras y culturas capaces de manejar las relaciones entre los desafíos, entre los actores, entre los niveles de gobernanza, no necesariamente hay que romper las estructuras. Hay que invertir en cambio la manera de funcionar. En una palabra, introducir un funcionamiento matricial que fortalezca resueltamente la relación horizontal en detrimento de la relación vertical. Esta última debería jugar un papel esencialmente funcional: centro de recursos especializados y de verificación de la implementación de los principios rectores. En este sentido, el funcionamiento administrativo debe partir del principio de subsidiariedad activa. Aplicado a la gobernanza misma, éste lleva a definir los principios rectores de la organización territorial con vistas a que se asuman los desafíos de manera conjunta. Cada territorio, reuniendo administración del Estado y administraciones territoriales, debe dotarse de reglas concretas de cooperación entre las mismas, reglas que respetarán los principios rectores. Esto comienza entonces por un amplio movimiento de intercambio de experiencias mediante el cual los funcionarios de Estado o territoriales se convierten en actores del análisis de lo que ellos mismos han vivido, de los obstáculos para la cooperación y el partenariado y de las innovaciones prometedoras para el futuro. La confrontación de las experiencias de los distintos territorios es lo que permitirá formular los principios rectores de la relación territorial, siguiendo el mismo método utilizado para definir los principios rectores de distintas políticas. Los principios de partenariado expuestos en el capítulo 201
anterior ilustran los posibles resultados de este proceder, con la creación de las condiciones: – de inteligibilidad colectiva de las situaciones, – de diálogo, – de elaboración de los proyectos colectivos. En términos de recursos humanos, un proceder de esta índole llevaría a que cada administración, en coherencia con la nueva ideología del servicio público, envíe en misión de servicio territorial a sus jóvenes más prometedores, asignándoles por ejemplo el papel de mediadores en el intercambio de experiencias y de catalizadores en la formulación de los principios rectores comunes. No se trata en este caso, siguiendo la antigua tradición administrativa, de crear espacios de experimentación dispersos que luego podrían generalizarse. Tampoco se trata de ofrecer, a título excepcional, algunos espacios de respiración frente a las limitaciones administrativas. Se trata en realidad de movilizar al conjunto de la administración con dos consignas: la gestión de las relaciones y la prioridad del enfoque territorial. De ese semillero de talentos surgirían bastante rápido coordinadores territoriales de las administraciones del Estado. Deberían provenir de todos los departamentos ministeriales y responder directamente al jefe de gobierno. Los procedimientos Hablar de los procedimientos sin entrar en el detalle de cada uno de ellos es más difícil aún que en el caso de las estructuras y de las culturas. En efecto, “el diablo está en los detalles”. ¡Cuántas políticas generosas, cuántos discursos cautivantes quedan en un estado de simple deseo porque han entrado en contradicción con procedimientos tanto más temibles cuanto que son discretos, modestos y anónimos! En estas páginas, tendremos que atenernos pues al enunciado de una estrategia general de reforma. Los procedimientos deberán ser conformes al principio de subsidiariedad activa. Cada cuerpo de procedimientos debe ser evaluado: ¿el procedimiento permite considerar a los seres humanos en su totalidad en lugar de segmentarlos en dispositivos y en categorías? ¿El procedimiento está conforme con el principio de mínima restricción? ¿La obligación de resultado ha sustituido a la obligación de medios y el deber de pertinencia al deber de conformidad? ¿Los espacios de libertad concedidos a los actores de campo les permiten establecer cooperaciones con los demás actores? ¿El contexto histórico y político en el cual se han dictado las reglas está actualmente enunciado con claridad y sigue siendo de actualidad? ¿La información que se produce en el momento de la acción contribuye 202
a la inteligibilidad del contexto? ¿Se han creado las condiciones para la búsqueda de una solución óptima dentro de una paleta de soluciones lo más amplia posible? ¿Los procedimientos permiten inventar los dispositivos más adecuados para lograr los objetivos que se persiguen? ¿Las modalidades de evaluación de impactos están previstas? ¿Está garantizada la transparencia de la acción, condición para la verificación pública del ejercicio de las responsabilidades?, etc. Un enfoque de los procedimientos de esta índole llevará a pasar de una cultura de la desconfianza a una cultura de la confianza. Confianza no es ingenuidad, inocencia. Cuanto más poder y responsabilidad se dé a los niveles de base, más estrictas y públicas deberán ser las modalidades de control. Mi observación de múltiples funcionamientos administrativos de todos los niveles me ha convencido de que la cultura de la desconfianza lo impedía todo sin garantizar nada. Las modalidades de funcionamiento de las estructuras y la definición de los procedimientos también tendrían que tener como prioridad la voluntad de hacer que las instituciones administrativas sean “instituciones de aprendizaje”. El intercambio constante de experiencias y el trabajo de elaboración intelectual sobre las mismas es lo que garantiza permanentemente la evaluación de la acción y la redefinición de los principios rectores. Las condiciones para ese aprendizaje colectivo deberían ser claramente enunciadas e implementadas con determinación. Si eso ocurriera, el resto seguiría por sí solo. La gestión de los recursos humanos No se puede llevar a cabo una revolución conceptual, cultural e intelectual sin poner a los recursos humanos en el centro de la estrategia de cambio. Primero será para adaptar al personal existente a un cambio en los enfoques y convertirlo en la punta de lanza de dicha transformación. Luego, para construir una política de formación inicial y permanente de los futuros funcionarios. Como en todas las organizaciones que tienen que combinar saberes entre sí y enfrentarse a la complejidad, la calidad de los recursos humanos es decisiva. Su importancia aumenta con la responsabilidad personal confiada a cada uno de los miembros de la función pública. La primera etapa consistiría en crear, tal como ya hemos dicho, un vasto taller de reflexión transversal en los diferentes tipos de administración para buscar juntos las soluciones concretas de aplicación de los nuevos principios. Para todos los agentes de la función pública del Estado y de la función pública territorial tendrían que instaurarse contenidos comunes de formación inicial. Allí podrían forjarse, en un ideal colectivo común, las nuevas mentalidades y las nuevas actitudes. 203
Contrariamente a lo que ocurre en Francia hoy en día, la contratación debería apuntar a que cada administración albergara dentro suyo una gran diversidad de formaciones iniciales y de oficios. Luego, lo esencial será el funcionamiento mismo de los aparatos públicos como sistemas de aprendizaje. La gran ventaja de los nuevos principios propuestos es que, precisamente, consideran esos aprendizajes como una condición indispensable, congénita para la gobernanza, de tal manera que la capacitación permanente será el simple corolario del ejercicio de las responsabilidades cotidianas, el momento en el que se opera la puesta en común y la capitalización de las experiencias. El mayor desafío de una transformación así quizá sea el sistema de evaluación de los agentes. Explícitos o implícitos, no codificados en reglas o procedimientos, los criterios y sistemas de evaluación forjan las mentalidades, las actitudes y los reflejos y dan muestras de lo que en realidad se espera de los agentes del sector público. Reflejan la jerarquía efectiva de los valores, a menudo contradictoria con los discursos oficiales. Se puede predicar la iniciativa, la prioridad a la cooperación con otros servicios, el apoyo a la innovación, el partenariado, el estricto respeto debido a cualquier ciudadano cualquiera sea su condición… todo eso queda en el papel si, por su parte, los criterios implícitos de evaluación dan prioridad a la fidelidad a un jefe, a la consolidación de su propia institución, al conformismo, el servilismo frente a los notables, etc. Quizá la función más importante de una inspección general de los servicios públicos consistiría en formular principios generales de evaluación y, al mismo tiempo, asegurarse de que los mecanismos implementados dentro de cada administración satisfagan la obligación de pertinencia con relación a dichos principios. El ciclo de elaboración, de implementación, de evaluación y de control de las políticas públicas El ciclo de la gobernanza Hay múltiples maneras de concebir la conducción de las políticas públicas y no pueden plantearse reglas normativas. Esto sería contradictorio, por cierto, con la filosofía que venimos desarrollando hasta ahora. Sin embargo, lo esencial está en el título: hay que hablar de ciclo, es decir de procesos que se desarrollan en el tiempo. La filosofía tradicional hace hincapié en la decisión, en el momento preciso en el que la autoridad
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decide una política, interesándose esencialmente por la legalidad del procedimiento que se sigue por ejemplo en las distintas etapas de convalidación de un proyecto de ley. El nuevo enfoque de la gobernanza se interesa en cambio por la manera como se organiza, en el tiempo, el proceso mediante el cual las políticas públicas se organizan, se aplican y se corrigen. Ya he explicado de qué manera nació la idea de subsidiariedad activa, al confrontar mi propia experiencia con lo que había oído en el transcurso de la investigación junto a Loïc Bouvard sobre las relaciones entre empresas y territorios. Recuerdo también otra entrevista, realizada en el marco de esa misma investigación, en la cual un empresario había señalado lo siguiente: “En mi empresa, cuando analizábamos los sistemas de decisión, respondíamos a dos preguntas: ¿quién y dónde? Ahora respondemos a otras dos: ¿cuándo y cómo?”. Lo que quería decirnos con esto es que anteriormente se fijaba la atención en la autoridad que tomaba la decisión, el gerente, y en el lugar de poder, la sede. Poco a poco había pasado a interesarse más bien en el proceso mediante el cual toda la empresa llegaba a una estrategia, es decir cuándo y cómo se organizaba el ciclo de diálogos. Esto me había evocado una historia mucho más antigua, la del comienzo de mi vida profesional en 1968. Yo trabajaba en ese entonces en una filial de la Caja de Depósitos y Consignaciones, el Centro de Estudios e Investigación sobre el Ordenamiento Urbano (CERAU). Los métodos de racionalización presupuestaria (llamados RCB) estaban de moda en esa época. Yo estaba encargado de desarrollar métodos de comparación entre los proyectos de esquemas directivos (SDAU) de las aglomeraciones urbanas francesas. Mi primera nota de trabajo se titulaba “¿Por qué una variante única?” Muy rápidamente había percibido que, cuando presentábamos ante las autoridades políticas diferentes “variantes” de esquemas directivos, sólo una era realmente estudiada, por la sencilla razón de que no se elige el futuro de una aglomeración como se elige la opción de un programa del lavarropas. Desde el momento en que se establece un diálogo entre actores y una vez que se hace la elección inicial entre algunas grandes opciones, lo importante es poder llegar a una solución satisfactoria y no tanto elegir una solución óptima entre muchas. La multiplicación de estos ejemplos nos llevó a hablar, en el libro Con el Estado en el corazón, del paso de una democracia de procedimientos, que fija el lugar y las formas de la decisión, a una democracia de procesos, donde se identifican las grandes etapas de la elaboración, de la implementación y de la evaluación de un proyecto colectivo. Es lo que yo llamo el ciclo de la gobernanza. 205
La repartición de roles en las distintas etapas del ciclo La idea no es nueva. Aparece incluso como un elemento central de la construcción europea. El toque genial de los padres fundadores de la Comunidad Europea fue basar su gobernanza en la disociación entre el poder de propuesta y el poder de decisión. Desde el comienzo hubo que manejar una contradicción: por un lado era necesario elaborar soluciones comunes, que superaran la simple confrontación de los intereses nacionales; por el otro, con los Estados rápidamente reestablecidos y reorganizados tras la guerra, el fuerte sentimiento nacional no dejaba esperar una buena adhesión popular a un poder supranacional capaz de imponer sus voluntades al Estado. Los padres fundadores tuvieron entonces la idea de crear la Comisión Europea según un estatuto que no era supranacional sino extranacional. La Comisión se volvió la instancia legítima de elaboración de propuestas de interés común. Trabaja bajo la dirección de un presidente. Por su parte, el Consejo, constituido por representantes de los Estados, conserva el poder de decisión. Este principio de disociación es una manera fundamental de reducir los desfases inevitables entre interdependencias que no dejan de evolucionar y marcos institucionales los Estados o mentales las identidades nacionales cuya evolución es mucho más lenta. Esto permite crear un escenario de debate público, europeo o mundial, mientras que la organización de los poderes políticos sigue siendo esencialmente nacional. Ese mismo principio de disociación puede aplicarse en muchas etapas del ciclo. Podemos por ejemplo separar los sistemas de información, encargados de aclarar los problemas, de las instancias políticas que se ocupan, por su parte, de la decisión. También podemos disociar la organización del debate público de las instancias que finalmente tomarán la decisión. Podemos asimismo implementar modalidades de evaluación, observatorios, que se ubiquen en un nivel diferente del que aplica las políticas públicas. En pocas palabras, el principio de separación de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial, tan preciado por Montesquieu y que fundó nuestra democracia moderna, puede generalizarse y aplicarse esta vez a las distintas etapas del ciclo de la gobernanza. Esta apertura del campo de los posibles, este espacio abierto a la inventiva, esta diversificación de la paleta de soluciones posibles, ¿no es precisamente la característica más importante de la gobernanza del mañana? Luego de haber evocado la disociación entre poder de propuesta y poder de decisión, identifiquemos y comentemos algunas otras etapas del ciclo, como rudimentos de principios rectores que habría que afinar y elaborar en forma colectiva. 206
El ejemplo de la Asamblea Mundial de Ciudadanos a través del cual empecé este libro puso de manifiesto una etapa a menudo subestimada y hasta ignorada: la de la elaboración de la agenda. Al analizar la crisis de la democracia y de lo político, que subyace a la crisis de la gobernanza, hemos recordado que lo político era antes que nada la construcción de la comunidad y entonces, por esencia, la búsqueda de convergencias, la formulación de las razones para vivir juntos. El reto es elaborar la agenda en sí, en su sentido etimológico de cosas que hay que hacer imperativamente, mucho antes de los programas políticos y de su puesta en debate. No basta para eso con hacer encuestas para saber si los franceses, los alemanes o los holandeses consideran prioritario el empleo, la seguridad, la emigración, la salud o el medioambiente. Hay que ir más lejos y comprender de qué manera los distintos actores ven los cambios futuros y sus vínculos respectivos. Hay que desarrollar herramientas de inteligencia colectiva que permitan que unos y otros relacionen los problemas entre sí y puedan deducir de ahí las grandes líneas de fuerza. En el marco de la Alianza por un mundo responsable, plural y solidario y de los trabajos de la Fundación Charles Léopold Mayer, hemos desarrollado una herramienta de representación cartográfica que permite poner de manifiesto las convergencias entre las reflexiones de unos y otros. No pretendo, claro está, que un medio técnico pueda reemplazar las decisiones políticas, ni que una votación pueda reemplazarse por una encuesta o un programa político por un sondeo de opinión. Sin embargo, observo que las empresas, únicas organizaciones complejas hasta ahora que han invertido masivamente en técnicas de elaboración de estrategias, han sentido la necesidad de desarrollar para eso herramientas apropiadas. He señalado en varias ocasiones, en cada época histórica, los vínculos entre organización de la democracia y sistema técnico. Lo mismo ocurre hoy en día. Rehabilitemos pues la etapa de elaboración de la agenda común y dotémonos de medios diversificados para hacerlo. Las herramientas y las redes de información Otra etapa esencial del ciclo abarca el establecimiento del diagnóstico, la construcción de elementos comunes de inteligibilidad, la elección de los instrumentos de medición y de los sistemas de información. La verdadera democracia implica que todas las partes involucradas en la decisión tengan acceso a los datos pertinentes y que se haga un esfuerzo considerable por la inteligibilidad de la situación y la elaboración del diagnóstico. 207
Frente a la complejidad y a la interdependencia de los problemas, los sistemas de información se han convertido en un componente fundamental de la gobernanza. Ya lo hemos mencionado con respecto a las cooperaciones, mostrando hasta qué punto era importante la contribución de diferentes instituciones públicas para la inteligibilidad de la situación. Pero no se trata solamente en este caso de un acceso público a la información que guardan las administraciones. Se trata más ampliamente de concebir y manejar de manera independiente esa información, sin permitir que sea monopolizada por los poderes públicos o políticos, ni por los “expertos”, ni por los grandes actores económicos que tienen los medios para producirla y controlarla. Como sistema de regulación de la sociedad, la gobernanza se ocupa necesariamente de captar y relacionar la información que permite elaborar un diagnóstico permanente del estado del sistema, medir los intercambios internos y externos y tomar las medidas correctivas necesarias. La estructura, la calidad y la disponibilidad pública de esa información representan pues un punto decisivo para la gobernanza. Para ello, todos los Estados importantes y las instituciones internacionales han desarrollado sistemas estadísticos avanzados. Por otra parte, internet genera un crecimiento exponencial de la información disponible. No obstante, en muy raras ocasiones las sociedades disponen de la información pertinente y necesaria para su autoorganización y conducción. Podemos observar en la gobernanza actual cuatro límites importantes: 1. Se privilegian los datos financieros y la medición monetaria de los flujos. La riqueza de las naciones sigue midiéndose casi exclusivamente por el PBI, que sólo da valor a los intercambios mercantiles y ya conocemos todos los efectos perversos de esta postura. Este tipo de medición ignora tanto el trabajo doméstico como el capital social, la evolución de la calidad de vida o el estado de los stocks de recursos naturales. Lo que no tiene precio no tiene valor, por lo tanto no se mide y no presenta interés. Esto es cierto en las empresas, pero también es cierto, tal como lo hemos visto, en el nivel de los territorios. 2. La producción de la información está bajo el control de las instituciones. Por ende, no puede quedar exenta de sus representaciones y problemáticas de poder. Resulta de allí una pérdida de credibilidad. 3. Cada institución pública produce una información que responde a sus propias necesidades. De la suma de esas informaciones no se obtiene necesariamente una imagen pertinente del mundo y de la sociedad. 4. La extrema abundancia de información disponible crea un efecto de saturación, de confusión, 208
de ruido. El desafío de la democracia se desplaza: antes era el acceso a la información; mañana será su estructuración, selección y síntesis. Hay que concebir dispositivos capaces de permitir un cambio de perspectiva. Los Estados responden a menudo al problema mediante la implementación de organismos encargados de manejar el sistema estadístico. En el caso de Francia, la existencia del Consejo Nacional de Información Estadística, junto al INSEE124, es un esfuerzo loable por asociar a diferentes actores sociales en la identificación de las informaciones estadísticas necesarias. Pero todo no se reduce a la estadística, ni tampoco al conocimiento de los expertos científicos. En ambos casos, un enfoque muy segmentado de los problemas puede ser peligroso y las fuertes influencias políticas o económicas pueden orientar la recolección de informaciones o censurar algunas de ellas. De allí la importancia de apoyar redes independientes de recolección y difusión de información. La elección de los indicadores La elección de los indicadores es particularmente importante. En un mundo impregnado por la cultura y a veces por el culto a las cifras, lo que no se mide y cuantifica en cifras tiende a desaparecer de la conciencia de los responsables políticos y administrativos. Además, unos indicadores mal elegidos dirigen las acciones hacia los síntomas más que hacia las causas. Para tomar dos ejemplos en la agricultura, la falta de mediciones sintéticas de la calidad del suelo no permite tomar conciencia de su degradación, y la falta de información para el consumidor sobre la calidad nutricional de un producto lo lleva a evaluar más por su aspecto o su precio que por su valor para la salud. Una sociedad que, tras un debate público, se pusiera de acuerdo sobre las medidas que mejor cuantifican lo que ella desea ser ahora y en el futuro, estaría dando un gran paso en el sentido de la democracia. Ampliemos la reflexión a dos de las cuestiones mencionadas a lo largo del libro: la relación entre la humanidad y la biosfera y la comprensión de las relaciones dentro de las sociedades. ¿Cómo cuantificar esas relaciones de manera que se estimule el debate público, la reflexión política y la acción administrativa? Para la primera cuestión podría ser, por ejemplo, la medición de los flujos de materia y de la “huella ecológica” de las sociedades. Las sociedades económicamente desarrolladas se ven llamadas a producir más bienestar con menos materia. Previo a esto, cada persona, cada territorio, cada Estado y la 124 N.d.T. El INSEE es el Instituto nacional francés de estadística y estudios económicos.
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comunidad mundial entera tienen que tener conciencia de la manera en que los bienes y servicios consumidos combinan trabajo humano, información y recursos naturales limitados. Esta es la base del futuro régimen impositivo y de la reorganización de la producción. Para la segunda cuestión podemos pensar en la medida del “capital social” caracterizando la diversidad y la intensidad de los sistemas de relación a la vez dentro de una sociedad y con el exterior. En el futuro, será más importante evaluar el patrimonio natural y el capital social que el capital de maquinarias. Para ello hay que dotarse de medios para poder medirlos. La construcción de la opinión pública y la organización del escenario de debate público Podemos preguntarnos si toda esta complejidad, toda esta profusión de datos son asimilables para el “ciudadano medio”. Reservar estos ámbitos a especialistas y profesionales que tienen todo su tiempo para dedicarse a eso, ¿no es de alguna manera confiscar la democracia? Una dimensión esencial del ciclo de la gobernanza es, efectivamente, crear las condiciones para la apropiación de las problemáticas por parte de los ciudadanos. Muchas modalidades pueden adoptarse en esta etapa. Una de ellas, gestada en Dinamarca hace unos veinte años, me parece particularmente útil. Se trata del método de las “conferencias de consenso”, inspirado de la vieja tradición del jurado de ciudadanos. Después de todo, en la justicia francesa por ejemplo, ¿no nos remitimos a la sabiduría de un grupo de ciudadanos para tomar las decisiones más importantes? Según la filosofía que fundamenta las conferencias de consenso, se va generando progresivamente una forma de sabiduría popular, en el mismo sentido en que hemos descrito la elaboración de la agenda común como la capacidad para generar un sentido del mundo que sea común. Esto se logra mediante un proceder mayéutico, es decir mediante un juego de preguntas y respuestas en el que respetando el principio de contradicción los ciudadanos pueden incorporar el punto de vista de los expertos. La democracia en sí misma se basa en apostar a que los ciudadanos sean quienes decidan en última instancia. Toda la atención debe centrarse entonces en las condiciones en las cuales se forja su opinión. La virtud de la democracia radica en propender a que dicha opinión se elabore con la mayor claridad posible. ¡Se me dirá que el objeto mismo de la controversia política es ayudar al ciudadano a formarse una opinión a través de la escucha de opiniones contradictorias! Efectivamente, ésa es una gran contribución y los medios de comunicación juegan un papel irremplazable en ese ámbito. Sin embargo sería útil que, a medida que las cuestiones se vuelven más 210
complejas, se vayan creando nuevas herramientas para la democracia. La conferencia de consenso es una de esas herramientas. Con ocasión de la preparación del Libro Blanco sobre la gobernanza europea, los titulares de las cátedras “Jean Monnet” hicieron una observación muy fecunda. Al constatar que los ciudadanos europeos consideraban que el funcionamiento de la Comisión y de la Unión Europea era demasiado complejo, y por ende opaco y poco democrático, recordaron hasta qué punto el funcionamiento de los Estados y hasta el de las grandes ciudades es a menudo infinitamente más complejo, sin que los ciudadanos se quejen por eso. Según ellos, lo que explicaba este trato diferencial era que, a escala local y nacional, existía un escenario de debate político que no se había creado a escala europea. El escenario de debate tiene justamente la virtud de sacar en claro, a partir de un caos de informaciones, algunas líneas directivas. Por ahora esto se reduce con frecuencia al enfrentamiento de distintas tendencias políticas, felizmente enriquecidas y matizadas por el aporte de los medios. Ahora debería realizarse un gran esfuerzo en lo referente a las formas de organización y las escalas de ese escenario público. A propósito de la cooperación europea mencionamos el foro de debate electrónico que habíamos implementado entre europeos y ciudadanos de países en desarrollo. Pueden preverse y apoyarse nuevas metodologías de debate para dar mayor visibilidad a los distintos puntos de consenso y disenso, así como a las perspectivas que progresivamente van surgiendo. Se me dirá que todos estos dispositivos técnicos vienen a sustituir el papel de las autoridades electas, únicas con plena legitimidad para hacerlo. Al contrario, si el proceso de elaboración de las políticas públicas es más determinante que la decisión propiamente dicha, entonces la responsabilidad política se transfiere justamente a la organización de ese ciclo en sí mismo. ¿Por qué no imaginar, en un futuro no tan lejano, que los partidos políticos ya no se enfrenten por las soluciones que proponen, sino por las condiciones de organización colectiva del proceso de elaboración de dichas soluciones? La organización del debate público es aún más necesaria en todas las escalas en las que la comunidad política todavía no está constituida. En primer lugar pienso en el escenario mundial. No se puede esperar hasta que se organice una gobernanza democrática a escala mundial para encarar rápidamente la elaboración de una nueva arquitectura de regulación. La implementación de una comunidad política será el resultado y no la condición previa de ese proceso. De allí se deriva la urgencia de instaurar, si es posible con el apoyo de los Estados y si no apoyándose en las fuerzas de los 211
actores no estatales, las distintas dimensiones de este ciclo mundial de la gobernanza. La evaluación de las políticas públicas La idea misma de evaluación de las políticas públicas es bastante reciente en el vocabulario de los responsables franceses. La introdujo Michel Rocard cuando fue Primer Ministro a fines de los años ’80. Hoy en día, muchos piensan que cada ley votada por el Parlamento tendría que prever desde el comienzo su propio dispositivo de evaluación. Hasta ahora, la evaluación de las políticas públicas parecía ser un asunto de expertos y de responsables políticos. Los ciudadanos, por su parte, se pronunciaban globalmente sobre las políticas adoptadas mediante la sanción del voto. A finales de los años’80 y durante la década del ’90 he podido demostrar en reiteradas ocasiones a propósito de la vivienda para los excluidos en Europa, la rehabilitación de la vivienda social en Francia y la cooperación europea con los países ACP (África, Caribe, Pacífico) que la evaluación de las políticas públicas debía y podía ser participativa, basarse en la experiencia concreta de los distintos actores y constituir un proceso permanente y colectivo de aprendizaje. Este proceso se ubica en el centro mismo del principio de subsidiariedad activa. Por tal motivo, la evaluación realizada por las partes involucradas (partenaires) es una etapa importante del ciclo de la gobernanza. Más allá de una evaluación exterior y periódica, lo que finalmente está en juego es la capacidad de los distintos actores de una política de partenariado para evaluar con regularidad su acción y crear escenarios públicos para la discusión de los impactos. Los ritmos de la gobernanza El tiempo, en el centro de la gobernanza Recuerdo mi asombro hace algunos años cuando me enteré de una innovación italiana que consistía en la creación, en algunas ciudades, de una “oficina del tiempo”, encargada de armonizar los ritmos de la ciudad generando una concertación entre los habitantes, las empresas, los transportes, los comercios y los servicios públicos. Mi sorpresa estaba ligada en realidad a la expresión elegida para designarla: ¿era una oficina que ponía en hora los relojes públicos? ¿un servicio meteorológico local? ¿algo para modificar los horarios de verano? En realidad, la gestión del tiempo es central en la gobernanza. Al principio de la primera parte 212
mencionamos las cuestiones universales de la gobernanza: “lograr que convivan, en paz interior y exterior y en prosperidad sostenida, millones de mujeres y de hombres”; “garantizar el equilibrio”; “administrar a largo plazo los recursos naturales escasos y frágiles”; “brindar a cada uno, considerado individualmente, y a la comunidad entera, las mejores oportunidades de desarrollo pleno”; “permitir el desarrollo de las ciencias y técnicas sin dejarse llevar por el vértigo de su poder”; “adaptarse a la evolución del mundo conservando al mismo tiempo su identidad profunda”. Aparecen allí las nociones de tiempo, de preservación de las perspectivas a largo plazo y de equilibrio entre identidad y evolución. Uno de los principios de la Carta de las Responsabilidades Humanas trata justamente sobre el tiempo. Una sociedad que, en nombre de la preservación de su identidad, se resiste a todo cambio, seguramente está condenada a morir. En sentido inverso, una sociedad que, dejándose llevar por la fascinación de su propia evolución llega a olvidar las razones mismas de esa evolución hasta el punto de negarse a sí misma, se destruye con toda seguridad puesto que pierde sentido y se convierte en una brizna de paja arrastrada por la corriente de un supuesto progreso. Preservar su identidad y ser capaz de evolucionar; acceder a la modernidad sin dejarse invadir y destruir por ella; prever los cambios por venir y prepararse para afrontarlos; movilizar las energías y las pasiones en torno a un proyecto común, cimiento de la cohesión de la comunidad: la gobernanza está ligada al tiempo tanto como al espacio. Y está ligada al tiempo por esta doble dimensión que tiene todo sistema de regulación: garantizar la estabilidad y la cohesión; permitir la evolución elegida y resistir contra la evolución padecida. El tema del manejo de los ritmos ha demostrado ser vital. Muchos sistemas sociales tradicionales no dudan en destruir los excedentes cuando temen que la acumulación de riquezas atente contra el orden social. La gobernanza empieza entonces por la organización de los tiempos sociales, especialmente de los ritmos y de los símbolos, que organizan la cohesión de la comunidad; y prosigue con el manejo de los ritmos de la evolución que lleva a la comunidad hacia el futuro. La conducción de las transformaciones a largo plazo Aunque siempre y en todas partes el manejo de las evoluciones a largo plazo, y particularmente la preocupación de garantizar que no terminaran destruyendo a la comunidad, formó parte de la gobernanza, en este principio de siglo XXI es una cuestión de especial relevancia. Luego de un siglo de transformación muy rápida, vemos la imposibilidad de proseguir al mismo ritmo y con los 213
mismos modelos si queremos evitar desequilibrios y catástrofes de un alcance incalculable. Hemos aclarado desde el comienzo del libro que la crisis de la gobernanza es inseparable de la crisis de los modelos de desarrollo. En el siglo XXI tenemos que llevar a cabo las transformaciones a largo plazo del modelo de desarrollo y de la gobernanza: es una cuestión de supervivencia. La necesidad de cambio que se nos impone no radica en acelerar la evolución sino en cambiar su rumbo. Nuestra sociedad es como un barco petrolero que se dirige hacia varios escollos. Sabemos que el barco tiene una inercia muy importante y, por lo tanto, urge anticiparse. La inercia de las instituciones y de los sistemas de pensamiento, fuente de los desfases con la realidad, nos genera un deber de acción a largo plazo: no sólo hay que remediar los desfases actuales sino también, y sobre todo, evitar que se agraven en el futuro y, para ello, atrevernos a anticipar, construir la visión de cómo podrá ser el mundo dentro de cincuenta años y deducir de allí cómo deberán ir conduciéndose los cambios. Pensar y actuar a largo plazo es, para la democracia, una cuestión de vida o muerte. Ya lo he destacado al describir la crisis de la democracia y de la política. Retomemos ese punto. No dejemos nunca que nadie piense que la democracia sería por naturaleza incapaz de apuntar lejos. Condenamos irremediablemente la democracia cuando la reducimos a un juego mercantil en el que cada uno pone en el mercado su oferta política con la única ambición de ser elegido o reelecto, es decir cuando la dejamos sin sustrato ético. La democracia, hoy en día, al igual que al finalizar la Segunda Guerra Mundial, tiene el papel y el honor de lograr que, por el contrario, los desafíos a largo plazo entren en la conciencia cotidiana. Es por ello que, desde hace mucho tiempo, creo que en Francia para seguir con este ejemplo un acuerdo entre todos los grandes partidos sobre una reforma del Estado rehabilitaría mucho mejor a la democracia que la presentación de una oferta política diversificada. ¡No transformemos los pasillos del poder en estantes de supermercado, donde los paquetes varían pero los contenidos son idénticos! Sin embargo, tomar en cuenta el largo plazo no es una exclusividad de las instituciones sino también una responsabilidad de los ciudadanos. Hay, en la actualidad, un deber que exige tener ambición para la sociedad, precisamente a causa de los desfases entre las instituciones políticas y la realidad del mundo. Frente al rápido aumento de las interdependencias tiene que surgir una comunidad mundial que preceda la construcción de una comunidad política. La sociedad también tiene que plantear los actos más importantes de la gobernanza, sin esperar la evolución de las instituciones. 214
Los ritmos, los ritos y los símbolos de la sociedadmundo Ninguna sociedad puede vivir sin ritmos, sin ritos y sin símbolos a través de los cuales reconocerse y encontrarse. Ritmos y ritos crean los tiempos para detenerse, los momentos en las sociedades agrícolas en que los hombres, los animales y la tierra descansan, cuando las personas se vuelven sobre sí mismas, meditan, rezan, se reconectan con los demás, con el mundo y con lo divino. En la tradición judeocristiana, el múltiplo de 7 es la base de los ritmos: el sabbat cada 7 días, el año sabático cada 7 años y el jubileo cada 49. Tiempo social y tiempo divino se imponen así frente al tiempo lineal e indiferenciado, tiempo de reloj de arena, tiempo que pasa sin que podamos manejarlo. A escala de la “sociedadmundo” esa entidad en formación, interdependiente pero sin instituciones reguladoras encontrar el dominio de nuestro destino significa prever las etapas comunes, acordar citas. Es afirmar que la velocidad de evolución no es un fin en sí misma que deba imponerse a la sociedad entera. Al contrario, urge ir más despacio y hasta frenar algunas transformaciones, al menos mientras se reflexiona y se debate sobre ellas. Frenar lo que va demasiado rápido y acelerar lo que va demasiado lento constituye una marca de lucidez y sabiduría. La humanidad parece ser llevada hacia adelante, en loca carrera, por la innovación científica y técnica y por la expansión del mercado. Quienes ganan con esa velocidad quieren hacer creer que es indispensable para el progreso de la humanidad. Hay que hacer pausas urgentemente, decretar por ejemplo un año sabático mundial que podría, si la referencia judeocristiana es aceptable para las demás culturas, repetirse cada siete años. Un año dedicado al debate y la evaluación, que formaría parte de los ritmos mediante los cuales la comunidad mundial se instituye a sí misma. Las conferencias internacionales organizadas por la ONU sobre el medioambiente, el hábitat, la exclusión social, la ciencia o la enseñanza superior tienden, a su manera, a instaurar ese tipo de ritmos. Así, en el 2002, la conferencia de Johannesburgo marcaba el décimo aniversario de la Cumbre de la Tierra de Río. En el ámbito deportivo, los Juegos Olímpicos y el Mundial de fútbol se han convertido en momentos fuertes de la vida internacional. La Unión Europea todavía no ha logrado instaurar su propio ritmo plurianual, aun cuando los grandes ciclos de negociación de los tratados pueden considerarse un boceto de ello. También es lo que quiso expresar la Alianza por un Mundo Responsable, Plural y Solidario cuando organizó, en diciembre de 2001, un primer prototipo de Asamblea Mundial de Ciudadanos 215
del planeta. La idea, inspirada inicialmente de nuestro llamamiento a Estados Generales del planeta en 1988, se prolonga ahora en la propuesta de un Parlamento de Ciudadanos del planeta que se realizaría en el 2010. Estoy convencido de que la comunidad mundial no puede esperar a transformarse en comunidad política para instituirse. Debe instaurar esos ritmos que le permitan autoconvocarse. A escala nacional, la democracia ha instaurado su propio ritmo plurianual que son los ciclos electorales. En países como Francia o Estados Unidos, el carácter del régimen hace que las elecciones presidenciales sean el rito más importante. En la gran época del Plan, en Francia, las etapas de su elaboración eran una oportunidad para que la sociedad se mirara a sí misma. Ese rito ha perdido importancia en la actualidad. Pero la preparación de una elección no equivale a un tiempo de reflexión serena de la sociedad sobre sí misma. Las consideraciones de marketing político prevalecen allí necesariamente. Se siente entonces la necesidad de una nueva forma de ritmo y de rito, por ejemplo una Asamblea Nacional de Ciudadanos preparada cada 7 años y que reúna a todos los medios socioprofesionales y todas las regiones para actualizar la agenda en común. Creo que el enlace de esas Asambleas Nacionales, representadas luego en Asambleas Continentales para desembocar por último en un Parlamento Mundial de Ciudadanos contribuiría a renovar profundamente nuestra gobernanza y nuestra democracia. Del plan a la estrategia Nos hemos referido al papel del Plan en la vida francesa de los años ’50 a los años ’70. El comienzo de mi carrera profesional se vio marcado por los Esquemas directivos de ordenamiento y urbanismo (SDAU) que definían las grandes líneas de desarrollo de las aglomeraciones urbanas por un período de veinte a treinta años. Esto me llevó a reflexionar sobre la manera en que se considera, en la gobernanza, el empalme o la articulación de las escalas y los tiempos. La antigua tendencia consiste en identificar escalas de espacio y períodos de tiempo125: el largo plazo corresponde a la gran escala, al futuro dibujado a grandes rasgos; el mediano plazo corresponde a una escala menor, donde se puede entrar en detalles pues el futuro cercano está más delimitado. Esta tendencia no es propia de Francia. El dicho “pensemos globalmente, actuemos localmente”, cuya perversidad ya hemos señalado, remite a las mismas falsas evidencias: se supone que el pensamiento puede proyectarse en el largo plazo y conducirse a 125 Con el Estado en el corazón, pág.190.
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gran escala cuando la acción se realizará en el corto plazo y se efectuará a pequeña escala. Aquí también necesitamos una revolución copernicana, para dejar de pensar en términos de planes y ajustes y empezar a pensar en términos de estrategias y relaciones. A la relación unidad/diversidad se suma la relación permanente/fluctuante. Si, en las empresas, se prefirió la noción de estrategia a la de plan, es porque la estrategia toma más en cuenta la incertidumbre. En un universo incierto, en un mundo complejo, la acción a largo plazo se parece a una caminata en alta montaña: los objetivos son claros, el equipamiento está disponible pero el itinerario se va ajustando a cada paso en función de los avatares del relieve y del clima y aprovechando las oportunidades que aparecen. La subsidiariedad activa es una buena ilustración del íntimo vínculo que une a las relaciones unidad/diversidad y permanente/fluctuante: los “principios rectores” encarnan a la vez la universalidad y la permanencia, es decir la unidad en el espacio y en el tiempo. La búsqueda de la mejor adaptación posible de esos principios se hace, por su parte, en función del contexto que varía en las dos dimensiones. La combinación de los distintos ritmos Empezamos este capítulo sobre los ritmos de la gobernanza hablando de las “oficinas del tiempo” italianas. Estas llaman la atención sobre una de las funciones más importantes de la gobernanza que es la combinación de ritmos y tiempos diferentes dentro de la ciudad. En el caso de las oficinas del tiempo, el problema planteado es relativamente sencillo: se trata de considerar las limitaciones de unos y otros y encontrar un compromiso posible. Por ejemplo, si una madre de familia desea encontrar servicios públicos abiertos126 durante sus horas libres, la madre de familia que trabaja en esos servicios públicos quisiera por su lado estar libre cuando sus hijos ya no están en la escuela, etc. La combinación de los ritmos tiene un alcance mucho más general todavía. Recordemos el quinto principio de la declaración de Caracas: “Subordinar los ritmos administrativos a los ritmos sociales”. ¡Es uno de los más difíciles de poner en práctica! La gobernanza tiene sus ritmos, por ejemplo el presupuesto anual y la duración de los mandatos electivos. Cada individuo, cada grupo social tiene su propio ritmo. En los países en vías de desarrollo, por ejemplo, los dos ritmos más importantes de las poblaciones pobres que recientemente han inmigrado a la ciudad son el muy 126 N.d.T. Se refiere a las guarderías que son parte de algunos servicios públicos europeos, por ejemplo en Francia.
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corto plazo y el muy largo plazo. El primero corresponde a la incertidumbre del día siguiente, que forja lo que el sociólogo Yves Pedrazzini denomina la “cultura de la urgencia”. El segundo es el de la consolidación progresiva de la inserción en la ciudad, la imagen de esa ciudad informal que se consolida poco a poco según las disponibilidades materiales y financieras de sus habitantes. ¡Nada más fácil, en estas condiciones, que subordinar los ritmos administrativos a los ritmos sociales! Los ritmos administrativos quedan en un “intermedio” que no significa nada para los habitantes. Asimismo, con demasiada frecuencia, la evolución a largo plazo es considerada como el paso por una sucesión de estados estables, sincrónicos. Pero la reflexión sobre la gobernanza en sí nos ha demostrado que la diacronía era mucho más importante que la sincronía, por la sencilla razón de que todos los elementos del sistema no evolucionan a la misma velocidad ni tienen la misma inercia. El arte de la gobernanza consistirá entonces en gestionar simultáneamente el corto y el largo plazo, fenómenos de evolución rápida y otros de evolución lenta. Las políticas energéticas brindan un buen ejemplo. Algunos de los factores determinantes del consumo de energía pueden fluctuar a corto plazo, como el hecho de pensar en apagar la luz cuando salimos de un cuarto o abrigarnos un poco más en las viviendas u oficinas para ahorrar calefacción. Otros están ligados a la eficacia energética de los objetos industriales las bombillas, los coches, las neveras, las calderas y evolucionan al ritmo de la investigación y el desarrollo, de la renovación de los productos y de la evolución de la demanda. Otros factores, por último, dependen de la organización de las ciudades y los territorios o de la estructura de la oferta energética y tienen una gran inercia. En todo momento, una política energética combinará acciones relativas a escalas de tiempo que van del minuto al siglo. Una vez más, el paralelismo con el espacio es asombroso. Hay que combinar las acciones en varias escalas de espacio y varias escalas de tiempo. El tiempo y la incertidumbre: el principio de precaución Se dice que “gobernar es prever”. Pero prever no significa estar seguro y dominar, no significa conocer, sino ser consciente de lo incierto y de lo ignorado también. El principio de responsabilidad se aplica a las consecuencias directas e indirectas de los actos de cada uno. Dichas consecuencias suelen ser inciertas o imprevistas. La responsabilidad implica tomar en consideración la imposibilidad de prever. Cada generación tiene sus propios desafíos, sus propias perspectivas. Garantizar los derechos de las generaciones futuras es garantizar que no les legamos un mundo inhabitable, pero es también 218
actuar de tal manera que puedan elegir, cuando llegue el momento, su propio camino. Estas son las dos dimensiones del principio de precaución: incertidumbres presentes y posibilidad de no determinar todo para el futuro. La ciencia tiene fama de crear conocimientos certeros y por tanto reducir los riesgos. La historia de los últimos cincuenta años demuestra que no es así. Si bien la ciencia mejora en algunos ámbitos nuestras capacidades de predicción, la tecnociencia crea, por su parte, situaciones radicalmente nuevas que interactúan con las preexistentes en condiciones ampliamente imprevisibles. Dejemos parlotear a los aprendices de brujo, siempre dispuestos a ironizar sobre el exceso de prudencia: ¡la realidad es que pocas veces ellos se ven directamente amenazados si falla una de sus innovaciones! El principio de precaución que se puede oponer, en virtud de su responsabilidad personal, a quienes detienen saber y poder invierte la carga de la prueba. No se trata de probar que una innovación tiene consecuencias nefastas sino de probar que no las tendrá, lo cual es muy distinto. Hace diez años, todos los partidarios de la agricultura productivista se burlaban de quienes, en nombre de la ética, se indignaban de que los herbívoros fueran alimentados con harinas animales. Apareció luego la enfermedad de la “vaca loca”, para recordarnos que las mutaciones de lo viviente son ampliamente desconocidas. Los mismos se burlan hoy de quienes consideran arriesgada la modificación genética de organismos o la clonación humana. Hasta que alguna catástrofe ecológica o social nos llame al orden. Otras personas postergan con palabras de calma el momento de modificar el modo de vida de los países ricos, argumentando que cuando llegue el momento ya seremos capaces de encontrar tecnologías adecuadas, o que los cambios climáticos anunciados son inciertos o que ya encontraremos nuevas fuentes de energía. Aquí también el principio de precaución invierte la carga de la prueba: ¡que prueben primero que en la peor de las hipótesis encontraremos una solución a pesar de la falta de anticipación!.
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