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Spanish Pages 384 [386] Year 2008
Colección América
CONSEJO SUPERIOR DE INVESTIGACIONES CIENTÍFICAS
(títulos publicados):
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Historia e Histografía del proyecto americanista de la Universidad de Oviedo
GUSTAVO H. PRADO
Rafael Altamira en América (1909-1910)
1- Patrones, clientes y amigos. El poder burocrático indiano en la España del siglo XVIII. Victor Peralta Ruiz. 2- El terremoto de Manila de 1863. Medida políticas y económicas. Susana María Ramírez Martín. 3- América desde otra frontera. La Guayana Holandesa (Surinam): 1680-1795. Ana Crespo Solana. 4- «A pesar del gobierno». Españoles en el Perú, 1879-1939. Ascensión Martínez Riaza. 5- Relaciones de Solidaridad y Estrategia de Reproducción Social en la Familia Popular del Chile Tradicional (1750-1860). Igor Goicovic Donoso. 6- Etnogénesis, hibridación y consolidación de la identidad del Pueblo Miskitu. Claudia García. 7- Mentalidades y políticas Wingka: pueblo Mapuche, entre golpe y golpe (de Ibáñez a Pinochet). Augusto Samaniego Mesías y Carlos Ruiz Rodríguez. 8- Las Haciendas públicas en el Caribe hispano durante el siglo XIX. Inés Roldán de Montaud (ed.) 9- Historias de acá. Trayectoria migratoria de los argentinos en España. Elda González Martínez y Asunción Merino Hernando. 10- Piezas de etnohistoria del sur sudamericano. Martha Bechis. 11- Rafael Altamira en América (1909-1910) Historia e Histografía del proyecto americanista de la Universidad de Oviedo Gustavo H. Prado.
Rafael Altamira en América (1909-1910) Historia e Histografía del proyecto americanista de la Universidad de Oviedo
ustavo H. Prado nació en Buenos Aires en 1967. Es licenciado en Historia por la Universidad de Buenos Aires y Doctor por la Universidad de Oviedo. Ha recibido el apoyo de la AECI-ICI y de la FICyT para desarrollar sus investigaciones pre y postdoctorales en Asturias y Santiago de Compostela. La mayor parte de sus estudios están relacionados con la historia intelectual contemporánea y la historia de la Historiografía; especializándose en el movimiento americanista español y en la trayectoria de uno de sus principales referentes, el historiador Rafael Altamira. Ha realizado numerosas contribuciones en congresos internacionales y publicaciones científicas (Revista de Indias, Anuario de Estudios Americanos, Estudios del Siglo XVIII y Estudios Migratorios Latinoamericanos); ha colaborado en diversas obras colectivas de estas temáticas junto a otros historiadores españoles y argentinos; y es autor del libro El Grupo de Oviedo en la Historiografía y la controvertida memoria del krausoinstitucionismo asturiano (Oviedo, KRK, 2008).
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En 1910, la opinión pública española fue conmovida por una serie de acontecimientos que tenían como protagonista a un profesor prácticamente desconocido fuera de los estrechos círculos intelectuales de la época. Para sorpresa de periodistas y políticos, miles de personas se echaron a la calle en Coruña, Santander, Alicante y Oviedo para recibir a Rafael Altamira y Crevea, catedrático de Historia del Derecho de la Universidad de Oviedo, tras su triunfal periplo por el Nuevo Mundo. Enviado a América por su universidad con el propósito de trabar acuerdos regulares de intercambio con las casas de altos estudios argentinas, uruguayas, chilenas, peruanas, mexicanas y cubanas, su éxito rebasaría la esfera académica para impactar en la sociedad civil y el mundo político. En efecto, Altamira no sólo dictaría cátedra y obtendría doctorados honoris causa, sino que pronunciaría decenas de conferencias en sociedades obreras y de educación popular; sería recibido por ministros de instrucción y por seis jefes de Estado; tendría presencia cotidiana en la prensa y disfrutaría del festejo de entusiastas muchedumbres en las calles de Montevideo, Lima, Mérida y La Habana. La recuperación historiográfica de este fenómeno sorpresivo y extraordinario —cuya memoria fue desdibujándose a lo largo del siglo XX— sólo puede ser fructífera si observamos el contexto de recepción del mensaje americanista y no solo sus estímulos y condicionantes españoles; y si estamos dispuestos a plantear ciertos interrogantes. ¿Por qué triunfó Altamira en un mundo intelectual tradicionalmente hispanófobo? ¿Quiénes fueron sus principales interlocutores? ¿Cómo logró seducir simultáneamente a elites gobernantes y a los sectores reformistas, sin enajenarse el apoyo de obreros, estudiantes, intelectuales y educadores populares y encolumnando tras de sí tanto a la emigración republicana española y a los desconfiados diplomáticos de la Restauración? Para responder estas preguntas y comprender el proyecto americanista de Altamira, debemos observar aquel Viaje no ya como una mera anécdota, sino como el evento inaugural de una prometedora era de relaciones intelectuales entre España y América, orientada por una concepción liberal del americanismo español y del hispanismo americano.
GUSTAVO H. PRADO Ilustración de cubierta: Alicante, abril de 1910, recibimiento popular a Rafael Altamira en Alicante, a su vuelta de América.
CSIC
COLECCIÓN AMÉRICA
RAFAEL ALTAMIRA EN AMÉRICA (1909-1910)
COLECCIÓN AMÉRICA Director Alfredo Moreno Cebrián (CSIC) Secretaria Marta Irurozqui Victoriano (CSIC) Comité Editorial Salvador Bernabéu (CSIC) Elda Evangelina González Martínez (CSIC) Marta Irurozqui Victoriano (CSIC) Ascensión Martínez Riaza (Universidad Complutense) Alfredo Moreno Cebrián (CSIC) Consuelo Naranjo Orovio (CSIC) Mónica Quijada Mauriño (CSIC) Rosario Sevilla Soler (CSIC) Consejo Asesor Michael Baud (Centro de Estudios para el Desarrollo Laboral Agrario, Bolivia) Jesús Bustamante (CSIC) M.ª Elena Capelloti (Universidad de São Paulo) Manuel Chust (Universidad Jaume I) Zavala Cortés M.ª Teresa (Universidad Michoacana, México) Añoveros García Jesús M.ª (CSIC) Ricardo González Leandro (CSIC) Ripoll González M.ª Dolores (CSIC) Tulio Halperin Donghi (Berkeley University, Estados Unidos) Sylvia L. Hilton (Universidad Complutense) Clara López Beltrán (Universidad Mayor de San Andrés, Bolivia) Víctor Peralta Ruiz (CSIC) Jaime O. Rodríguez (University of Irvine, Estados Unidos) René Salinas (Universidad Santiago de Chile) Margarita Suárez (Pontificia Universidad Católica del Perú)
GUSTAVO H. PRADO
RAFAEL ALTAMIRA EN AMÉRICA (1909-1910)
HISTORIA E HISTOGRAFÍA DEL PROYECTO AMERICANISTA DE LA UNIVERSIDAD DE OVIEDO
CONSEJO SUPERIOR DE INVESTIGACIONES CIENTÍFICAS MADRID, 2008
Reservados todos los derechos por la legislación en materia de Propiedad Intelectual. Ni la totalidad ni parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, puede reproducirse, almacenarse o transmitirse en manera alguna por medio ya sea electrónico, químico, óptico, informático, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo por escrito de la editorial. Las noticias, asertos y opiniones contenidos en esta obra son de la exclusiva responsabilidad del autor o autores. La editorial, por su parte, sólo se hace responsable del interés científico de sus publicaciones.
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© CSIC © Gustavo H. Prado
NIPO: 472-08-078-3 ISBN: 978-84-00-08754-8 Depósito Legal: 58.471-2008 Preimpresión, impresión y encuadernación: # Sociedad Anónima de Fotocomposición Talisio, 9 - 28027 Madrid Impreso en España. Printed in Spain
ÍNDICE INTRODUCCIÓN ¿MERECE EL VIAJE AMERICANISTA DE RAFAEL ALTAMIRA UN NUEVO ESTUDIO? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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SIGLAS UTILIZADAS . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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CAPÍTULO I DEL PLATA AL CARIBE CON EL DELEGADO DE LA UNIVERSIDAD DE OVIEDO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Anatomía de un periplo exitoso . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Rafael Altamira en la República Argentina . . . . . . . . . . . . . . . . . . El paso por Uruguay, Chile y Perú. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Altamira en México y Cuba . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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Problemas historiográficos y documentales en torno del Viaje Americanista . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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CAPÍTULO II ORÍGENES INTELECTUALES Y CONTENIDOS DEL PROGRAMA AMERICANISTA OVETENSE . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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Americanismo y Patriotismo en Rafael Altamira . . . . . . . . . . . . . El americanismo de la Universidad de Oviedo . . . . . . . . . . . . . . . Antecedentes inmediatos y organización del Viaje Americanista. Las propuestas de la Universidad de Oviedo . . . . . . . . . . . . . .
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Los equilibrios diplomáticos y estrategias sociales de la misión americanista . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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CAPÍTULO III LA FELIZ RECEPCIÓN DEL AMERICANISMO LIBERAL: EL CASO ARGENTINO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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Los diferentes contextos de la reconciliación intelectual hispanoargentina . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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ÍNDICE
La recepción de la misión americanista en la República Argentina. . . . . Elites, obreros y periodistas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . La respuesta de los españoles en Argentina . . . . . . . . . . . . . . . . . . El Viaje de Altamira en la evaluación de sus anfitriones. . . . . . . . . La historiografía argentina y las enseñanzas de Altamira. . . . . . . . . . . Las demandas sociales a la Historiografía en el Centenario . . . . . . El conflictivo tránsito hacia la profesionalización de la historiografía
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CAPÍTULO IV APOTEOSIS Y DERROTA DEL AMERICANISMO OVETENSE . . . El retorno triunfal y las polémicas en torno del Viaje Americanista . . . . La frustración del programa americanista de la Universidad de Oviedo
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RECAPITULACIÓN Y REFLEXIONES FINALES . . . . . . . . . . . . . .
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FUENTES Y BIBLIOGRAFÍA. . . . . . . . . . . . . . . . . . Archivos y Bibliotecas consultados . . . . . . . . . . . . . . . Catálogos, Bibliotecas y Archivos en línea consultados. Bibliografía general. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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AGRADECIMIENTOS
Deseo agradecer el apoyo brindado por la AECI y a la FICyT que financiaron mis investigaciones durante el período 1998-2005, las cuales desembocarían en mi Tesis de Doctorado, Rafael Altamira, el hispanoamericanismo liberal y la evolución de la historiografía argentina en el primer cuarto del siglo XX, defendida el 7-IV-2005, parte de la cual se presenta en este libro. El arduo trabajo de archivo fue facilitado por la ayuda de muchas personas. Debo gratitud al personal de la Biblioteca Central de la Universidad de Oviedo, especialmente a los bibliotecarios auxiliares Juan Luis Iglesias Álvarez; Manuel Fernández Gómez; María José Ferrer Echavarry; José Manuel García Melgar, Carmen Roseta Llano, y a su director, Ramón Rodríguez Álvarez, que me permitió trabajar entre el año 2000 y 2001 en el Fondo Rafael Altamira del Archivo Histórico de la Universidad de Oviedo. También quiero agradecer a las autoridades del Instituto Jorge Juan de Alicante por abrirme el archivo del Legado Altamira; a Mar Santos, del Centro de Documentación de la Residencia de Estudiantes de Madrid; a Carroll A. Kelly, por su auxilio en la clasificación de los materiales y a Félix Fernández de Castro, por el inestimable apoyo logístico que supo brindarme en Oviedo. Muchos investigadores tuvieron la amabilidad de aportarme bibliografía o pistas para hallar documentos valiosos, entre ellos agradezco especialmente a Hebe Carmen Pelosi; a Dámaso de Lario; a Martha Rodríguez; a Carlos Aguirre; a Pilar Cagiao; a Eva Valero, a Carmen García García —quien me facilitaría la numerosa documentación que reprodujera del extinto Fondo Altamira del IEJGA— y a Rafael Anes. El prestigioso jurado de mi tesis, presidido por Nicolás Sánchez Albornoz y conformado por Fernando Devoto, José María Martínez Cachero, Rafael Anes y Jorge Uría, aportó innumerables comentarios y sugestiones de gran valor, muchas de las cuales fueron incorporadas a esta obra.
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AGRADECIMIENTOS
Posteriormente, muchas personas me ofrecieron su inestimable ayuda para que pudiera profundizar en otros aspectos de la historia del americanismo. En este sentido, deseo agradecer a Pilar Cagiao, Eduardo Rey, Nancy Pérez y José Manuel Núñez Seixas, de la Universidade de Santiago de Compostela; a Gabriela Dalla Corte, de la Universidad de Barcelona y Marcela García Sebastiani, de la Universidad Complutense de Madrid. Deseo especial gratitud a Elda González, Consuelo Naranjo y Salvador Bernabéu, del CSIC, por el interés que demostraron para que mi trabajo llegara a publicarse. Para terminar, deseo agradecer el apoyo brindado y dedicar este libro a mis padres Irma Noemí Prieto y Carlos Domingo Prado; a Asunción Merino, por su constante estímulo y por haber acometido la ingrata tarea de revisar mis manuscritos y ayudarme a adaptar las mil trescientas páginas de mi investigación original, al formato de un texto publicable; a Fernando Devoto, quien me impulsó a realizar mi doctorado en España y a quien debo gran parte de mi formación historiográfica; y a Moisés Llordén Miñambres, director de mi tesis doctoral e incondicional apoyo institucional, moral y académico durante estos años.
INTRODUCCIÓN ¿MERECE EL VIAJE AMERICANISTA DE RAFAEL ALTAMIRA UN NUEVO ESTUDIO?
En los meses de marzo y abril de 1910, la opinión pública española fue conmovida por una serie de acontecimientos que tenían como protagonista a un profesor cuya notoriedad se reducía, previamente, a los estrechos círculos intelectuales y científicos de la época. Para sorpresa de periodistas y políticos, multitudes de españoles se echaron a la calle para saludar el alicantino Rafael Altamira y Crevea, catedrático de Historia del Derecho de la Universidad de Oviedo (UO), tras su vuelta de Cuba. La Coruña y Santander brindaron verdaderos triunfos al viajero, al igual que su ciudad natal y la capital asturiana, y si en Alicante Altamira fue recibido por una manifestación popular calculada en veinte mil personas; la llegada a Oviedo, por su parte, convocó a delegaciones de todas las corporaciones y pueblos asturianos, que acudieron junto a multitudes de ovetenses a la Estación de ferrocarril de la calle Uría, cuyos balcones se hallaban adornados para la ocasión y cuyas aceras se encontraban atestadas de admiradores y curiosos. Entre forcejeos, vivas al alicantino, a la Universidad, a España y a cuanto personaje se divisara, la comitiva de recepción inició su folclórica procesión hacia el edificio de la calle San Francisco, al estridente son de pasodobles, marchas y canciones populares. En ambas ciudades, se bautizaron calles con su nombre, se colocaron placas conmemorativas en su honor y se organizaron innumerables agasajos y fiestas populares. Estas demostraciones y las que les siguieron durante meses, apenas fueron empañadas por la incipiente crítica de la prensa católica ovetense, preocupada por la eventual proyección política de Altamira y el grupo institucionista en el área educativa. Pese a lo virulenta que se revelaría esta oposición tiempo más tarde, es necesario no perder de vista que estas expresiones críticas fueron, sin duda, aisladas y no pueden ser tomadas como base para poner en entredicho el éxito de su campaña.
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Prueba de ello es que, en los días subsiguientes, Alfonso XIII recibió y condecoró a Altamira en audiencia privada; y que, meses más tarde, el Gobierno liberal de José Canalejas, lo designaría como Inspector General de Enseñanza en comisión, para luego ponerlo a cargo de la Dirección General de Primera Enseñanza. ¿Qué es lo que había ocurrido? ¿Qué había hecho Altamira para ser objeto de estos agasajos? ¿Qué logros justificaban este tipo de recepción a un intelectual? Si bien la memoria de este acontecimiento se ha ido diluyendo y deformando de acuerdo con un complejo patrón de olvidos, proscripciones y desconfianza, cualquier historiador de la historiografía, de las ideas o de los intelectuales interesado en la evolución del movimiento americanista español o en las relaciones culturales entre España y Latinoamérica, podría responder fácilmente a estas preguntas. Rafael Altamira, referente ideológico del regeneracionismo y del americanismo españoles, había sido enviado por la UO a recorrer América con el objeto de trabar acuerdos de intercambio regular con las casas de altos estudios americanas, había logrado cosechar un éxito inesperado en los diversos países que visitara. Un éxito que desbordaría paulatinamente el ámbito intelectual al que parecía estar restringido, para derramarse en los círculos políticos y repercutir tanto en la diplomacia como en las sociedades civiles latinoamericanas. Entre julio de 1909 y marzo de 1910, Altamira pronunciaría decenas de conferencias; recibiría doctorados honoris causa y varias membresías correspondientes de instituciones públicas y privadas; sería recibido por los ministros de instrucción y por seis jefes de Estado y disfrutaría del festejo de entusiastas multitudes en las calles de Montevideo, Lima, Mérida y La Habana. Este acontecimiento, a todas luces extraordinario, contribuyó decisivamente a quebrar la centenaria tendencia de desencuentros y de mutuo extrañamiento entre el mundo intelectual español y el hispanoamericano que abrió el período revolucionario. A pesar de ello, y por diversas razones, la memoria del Viaje —que en su momento causó un gran impacto en la opinión pública iberoamericana— fue desdibujándose en el considerable anecdotario que deparó el desarrollo de las relaciones culturales e intelectuales entre ambos mundos de la hispanidad en el siglo XX. Atraída por otros problemas, por otros períodos o por el papel jugado por otros individuos y, quizás, influida por la desconfianza ideológica que inspiraron estos intelectuales, la historiografía especializada no ha ido mucho más allá de la mención del Viaje o del inventario de sus principales hitos.
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Ahora bien, ¿para qué volver sobre los pasos de Altamira? ¿Qué beneficio podríamos extraer de profundizar en esta lejana empresa? ¿Para qué reincidir en el estudio de una serie de acontecimientos sociales y textos protocolares ya inventariados? Para responder a estas preguntas, conviene recordar que la revisión de un tema ya estudiado sólo puede justificarse si se cumple, al menos, una de tres condiciones: el hallazgo de nueva documentación; la formulación de una serie de preguntas que interpelen críticamente a la historiografía precedente; y la definición de hipótesis de trabajo novedosas capaces de guiar la relectura y armonización de las fuentes primarias y secundarias disponibles. En este sentido, el Viaje de Altamira resulta un caso si no anómalo —dado la extensión del criterio de publish or perish— al menos, sí interesante de evaluar. Pese a que, entre 1963 y la actualidad, las evidencias y referencias bibliográficas utilizadas por los historiadores han permanecido, en lo sustancial, inalteradas; hemos asistido a cierta inflación textual que incide en este tema, sin aportar nuevas preguntas, perspectivas o hipótesis. Impulsado por la demanda de instituciones interesadas en recuperar su pasado o festejar efemérides, el restringido estudio del Viaje sigue deparando, pues, un conjunto de materiales descriptivos —basados en la documentación publicada por el propio Altamira y apoyados en los aportes de los estudiosos asturianos o alicantinos— que parece destinado a la rehabilitación o encumbramiento de su protagonista, antes que a la comprensión de su proyecto americanista. Sin embargo y pese a la consolidación de esta tendencia en la historiografía, es posible reexaminar con provecho el Viaje Americanista. En efecto, desde un punto de vista heurístico es necesario realizar una relectura crítica de la obra doctrinaria y de la documentación publicada por Altamira y es factible incorporar una gran cantidad de documentación inédita depositada en los diferentes archivos que custodian el legado documental del alicantino. Pero más allá de esto, es posible plantear una serie de interrogantes relacionados con la organización, el desarrollo y los resultados cosechados por el periplo. Interrogantes que hasta ahora han sido soslayados por los historiadores y para los cuales los contemporáneos sólo tuvieron respuestas sesgadas y destinadas a clausurar el problema de acuerdo con sus propias posiciones ideológicas e intereses. ¿Cuál fue el carácter del triunfo de Altamira, social, político o intelectual? ¿En qué términos fueron valorados el discurso y las propuestas portados por Altamira? ¿Cuál fue el equilibrio entre los contenidos académicos y sociales del Viaje?
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¿Cuáles fueron sus estrategias? ¿Quiénes fueron sus interlocutores? ¿Qué interesó más a los americanos, las bondades del proyecto o la personalidad carismática de su gestor? ¿Por qué un discurso cuyo contenido era histórico, jurídico o diplomático suscitó tanto interés entre las elites? ¿Cuáles fueron los orígenes intelectuales del Viaje? ¿Cuánto tenía de innovador el programa ovetense en relación con las posiciones del movimiento americanista? ¿Por qué el éxito de Altamira en América y su triunfal retorno a España se resolvió con la inmediata frustración de las expectativas del americanismo ovetense? Por supuesto, estas preguntas sólo pueden adquirir pleno sentido si abandonamos la tentación de parafrasear la crónica de aquel Viaje y adoptamos un enfoque problemático para estudiarlo definiendo, por ejemplo, una perspectiva novedosa desde donde observarlo o arriesgando alguna hipótesis de trabajo. En este sentido, creemos que es posible comprender mejor el Viaje Americanista si lo miramos no ya como un hecho pintoresco, sino como el evento inaugural de una prometedora y efímera era de relaciones intelectuales entre España y América, orientada por una concepción liberal del hispano-americanismo. Desde este punto de vista es posible formular la hipótesis de que el Viaje y su repercusión sólo pueden explicarse —a despecho de lo que ha supuesto una historiografía centrada en sus aspectos propiamente españoles— si atendemos a la articulación de las coyunturas intelectuales de España y de algunos países americanos. Articulación posible en un contexto socio-político y económico favorecedor, ciertamente, pero no por ello determinante, en el que concurrieron tanto acciones individuales e institucionales españolas, como demandas de las elites americanas, entre las que debemos atender especialmente a aquellas que hacían al desarrollo de sus respectivos campos simbólicos e intelectuales. De acuerdo con este replanteo, hemos estructurado nuestra investigación poniendo en primer plano, en el Capítulo I, el periplo en sí, sin limitarnos a la cita de las fuentes convencionales, examinando epistolarios, periódicos y recortes de prensa y otra documentación inédita. El objetivo aquí perseguido no es componer otro relato lineal de los acontecimientos, sino realizar un balance comprensivo entre lo efectivamente ofrecido por Altamira y la UO y los magníficos resultados obtenidos. Apreciar la clara asimetría que arroja este balance, nos ha permitido recuperar la legítima sorpresa que surge de observar, desprejuiciadamente, la apoteótica recepción brindada al discurso de Altamira en un mundo intelectual predominantemente hispanófobo.
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Restaurar esa sorpresa supone poner en crisis las explicaciones que naturalizan el éxito de Altamira, haciéndose fuertes en la idea de la «generosidad» irrefutable del proyecto americanista español o en el supuesto de su plena adecuación a la realidad cultural e intereses políticos latinoamericanos. Dirigir una mirada crítica hacia la interpretación ofrecida por Altamira en Mi Viaje a América y, también, hacia las de sus enemigos, significa abrir una brecha en las explicaciones ideologizadas de los contemporáneos. Poner en crisis la «memoria» contemporánea del Viaje; desligarnos de los objetivos, valoraciones, supuestos e imperativos de sus promotores y detractores son, precisamente, requisitos ineludibles para poder convertirlo en un objeto de estudio y plantearnos algunas preguntas significativas acerca de esta empresa y su contexto. Después de haber revisado los hechos, las interpretaciones historiográficas y los materiales útiles para la investigación, hemos retrocedido en el tiempo para observar, en el Capítulo II, el problema de los orígenes intelectuales del Viaje, así como las vicisitudes de organización y la formulación de las principales propuestas que el delegado ovetense llevaría a América. Aspectos que contribuyen, todos ellos, a reconstruir lo que hemos dado en llamar el «contexto de emisión» del mensaje americanista portado por Altamira y que nos remite tanto a la intrahistoria del Claustro finisecular ovetense, como a la del lugar ocupado por el alicantino en el mundo de las ideas regeneracionistas y en el movimiento americanista español. Advertidos de que la mayoría de los estudios han asumido, de hecho, el carácter esencialmente «español» de esta empresa —y de otras iniciativas del americanismo peninsular— nos internaremos, en el Capítulo III, en la dimensión americana del asunto, con el objeto de reconstruir el «contexto de recepción» del proyecto americanista ovetense. Dado que este contexto —a despecho de lo que se ha creído apresuradamente— distó de ser uniforme, propondremos partir del reconocimiento de la diversidad de situaciones que hicieron que el mensaje de Altamira pudiera ser apreciado tanto en países andinos, como mesoamericanos y rioplatenses. Conviene aclarar en este momento que, no obstante considerar al Viaje Americanista como una unidad, resulta imposible abarcarlo completamente en una investigación que se proponga las metas que aquí perseguimos. De este modo, una vez fijado el marco general y el régimen «hispanoamericano» del periplo, hemos optado por centrar la investigación en su etapa propiamente argentina, aun cuando no hemos sacrificado la posibilidad de recurrir a informaciones cruzadas de todas sus escalas, cuando ello fuera conveniente.
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Privilegiar una mirada sobre la experiencia argentina nos ha permitido analizar la repercusión del mensaje americanista español en un país sacudido por un acelerado proceso de modernización, transformado por una avalancha inmigratoria cosmopolita —en la que los españoles estuvieron ampliamente representados—, animado por un debate reformista, y poseedor de una vigorosa tradición intelectual hispanófoba. Pero, más allá de esto, la excepcional recepción de Altamira en los ámbitos universitarios y políticos; y la calidad y representatividad del discurso académico y americanista ofrecido en La Plata y Buenos Aires —donde fueron presentados los principales contenidos que luego serían expuestos en Uruguay, Chile, Perú, México y Cuba— nos permitirán analizar las estrategias y resultados de su campaña, sin el peligro de vernos encandilados por la progresiva repercusión social y popular que fue rodeando al personaje a medida que fue desarrollándose en el tiempo. La concurrencia de estos rasgos de excepcionalidad y representatividad y la disponibilidad de una abundante y cruzada evidencia, son aquellas circunstancias que permiten avanzar en el conocimiento de la campaña americanista ovetense a través de un análisis más atento de la experiencia argentina. Acotado el campo, podremos comprobar la utilidad de nuestra hipótesis y observar, con más profundidad, el efecto de las estrategias sociales y paradiplomáticas desplegadas por Altamira en el terreno, que lograron seducir tanto a las elites intelectuales y políticas, como a las vanguardias ilustradas de las clases obreras, pasando por estudiantes, periodistas, emigrantes y diplomáticos. Del mismo modo, podremos estudiar cómo las específicas demandas del ambiente cultural, socio-político e historiográfico argentinos, se articularon, exitosamente, con los elementos centrales de las propuestas de la UO, con partes sustanciales del mensaje hispanoamericanista liberal y con los contenidos pedagógicos, metodológicos e historiográficos del discurso académico de Altamira. En el Capítulo IV, ya reconstruido el doble contexto del Viaje, retomaremos el hilo de los acontecimientos allí donde lo dejamos en el primer capítulo, para analizar el retorno, la efímera apoteosis del americanismo ovetense, los cuestionamientos ideológicos planteados por el publicismo católico y las razones de la derrota de su proyecto, en el mismo momento en que parecían darse las condiciones para que la UO liderara —o al menos orientara ideológicamente— una nueva era en las relaciones entre España y las repúblicas latinoamericanas. Por último, en las Reflexiones Finales, intentaremos pensar acerca de las potencialidades y límites de la estrategia americanista ovetense para ofrecer algunas ideas y consideraciones que expliquen sus éxitos y frus-
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traciones en sus dos contextos, pero también en relación con la evolución del movimiento americanista español y de la colonia emigrante en países de acogida como Argentina. En todo caso, hemos procurado realizar en este estudio un abordaje problemático del Viaje Americanista, no sólo para comprender la lógica y puesta en práctica de este proyecto, sino también sus variados y plurales contextos —nacionales, ideológicos, sociales— y aquella etapa tan interesante en la que se quebró la tendencia al mutuo extrañamiento de ambos mundos de la hispanidad.
PRINCIPALES SIGLAS UTILIZADAS ANH: ANP: APE: FORA: ICE: ILE: JAE: JHNA: RACMP: RAE: UBA: UCM: UCR: UdelaR: UH: UMSM: UNC: UNLP: UNM: UNSF: UO: USACH:
Academia Nacional de la Historia (Argentina). Asociación Nacional del Profesorado (Argentina). Asociación Patriótica Española (Argentina). Federación Obrera Regional Argentina. Institución Cultural Española (Argentina). Institución Libre de Enseñanza. Junta para la Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas. Junta de Historia y Numismática Americana (Argentina). Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. Real Academia Española. Universidad Nacional de Buenos Aires (Argentina). Universidad Central de Madrid.. Unión Cívica Radical (Argentina). Universidad Nacional de la República (Uruguay). Universidad Nacional de La Habana. Universidad mayor de San Marcos de Lima. Universidad Nacional de Córdoba (Argentina). Universidad Nacional de La Plata. Universidad Nacional de México. Universidad Nacional de Santa Fe. Universidad de Oviedo. Universidad Nacional de Santiago (Chile).
CAPÍTULO I DEL PLATA AL CARIBE CON EL DELEGADO DE LA UNIVERSIDAD DE OVIEDO
Faltando unos días para el cambio de siglo, el periodista español afincado en Argentina, Francisco Grandmontagne, formulaba una pregunta retórica que mucho tenía de reproche y, quizás, de desafío: «¿Y España? ¿Qué hace por estudiar estos mercados y estas sociedades? Nunca ha mandado un economista, un sociólogo, un hombre de ciencia, un banquero, o un escritor de talla, ni siquiera un orador... Castelar, que tanta oración lírica consagró a Sur América, columpiándola incesantemente en ondas de éter, fue incapaz de sacrificarle un mareo...».1 Nueve años después de aquella dolorosa constatación del desinterés español por América Latina, la Universidad de Oviedo (UO) enviaba al historiador y jurista alicantino Rafael Altamira y Crevea, uno de sus catedráticos más activos y prestigiosos, a recorrer el Nuevo Continente, desde Buenos Aires hasta Cuba —pasando por Uruguay, Chile, Perú, México y Estados Unidos de América— para tomar contacto con sus universidades y academias, con sus autoridades e instituciones del área cultural y pedagógica y con diferentes organizaciones de la sociedad civil relacionadas con el mundo educativo y obrero. Veamos, pues, cómo se desarrolló este Viaje a las Américas. Anatomía de un periplo exitoso Rafael Altamira en la República Argentina Rafael Altamira permaneció en Argentina, la primera escala de su periplo americano, casi cuatro meses entre el día 3 de julio y el 27 de octubre de 1909. 1 Grandmontagne, Francisco, La confraternidad hispano-argentina, Buenos Aires, Nuestro Tiempo, 1899, pp. 339-351 (cita tomada de Rivadulla, 1992, 70).
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Durante aquellas jornadas el alicantino prodigó sus enseñanzas en varias instituciones de enseñanza superior. Las actividades del catedrático ovetense comenzaron con el dictado de un curso de Metodología de la Historia en la Universidad Nacional de La Plata (UNLP) de tres meses de duración. Ya en el país, Altamira recibió el encargo de un cursillo de diez lecciones sobre Historia del Derecho Español en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires (UBA) en el que participaron representantes de todos los claustros, profesionales y personal del cuerpo diplomático.2 La Facultad de Filosofía y Letras de la UBA también confió al profesor visitante la organización de nueve conferencias sobre historia, historia literaria, filosofía, pedagogía y arte3 en las que la policía debió contener la inusitada afluencia de público y se registraron varios incidentes, que no empañaron en nada el éxito del viajero. Además de estos cursos, Altamira fue invitado a pronunciar conferencias en la Universidad de Santa Fe4 sobre los «ideales universitarios» y sobre diversas materias de ciencia y metodología jurídicas en la Universidad de Córdoba.5 Fuera del ámbito universitario, Altamira visitó diversas instituciones de enseñanza primaria y secundaria y asociaciones docentes donde a menudo se solicitó su palabra. El 21 de julio de 1909 disertó acerca de la Extensión universitaria en la sede de la Asociación Nacional del Profesorado (ANP).6 El inspector general Edelmiro Calvo —responsable de la Dirección de Escuelas de la Provincia de Buenos Aires— y Federico Della Croce —encargado del Museo Pedagógico provincial— oficiaron de anfitriones de Altamira durante sus visitas a ambas instituciones y a algunas escuelas primarias de La Plata.7 El día 14 de septiembre el mismo funcionario presentó la conferencia de Altamira sobre los museos pedagógicos y bibliotecas escolares en el Teatro Moderno de La Plata.8 El 23 2
FDCS/UBA, 1911, pp. 419-443. Nota del Decano de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, José Nicolás Matienzo a R. Altamira, Buenos Aires, 11-VII-1909, IESJJA/LA y Carta de José Nicolás Matienzo a R. Altamira, Buenos Aires, 20-IX-1909, IESJJA/LA. 4 Altamira pronunció esta breve conferencia en la Biblioteca de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Santa Fe (actual Universidad Nacional del Litoral), el 23-VIII-1909 durante la gira en la que acompañara al Ministro de Instrucción Pública, Rómulo S. Naón y que lo llevó a visitar Resistencia, capital del Chaco. 5 «Rafael Altamira», La Voz del Interior, Córdoba, 20-X-1909. 6 «El profesor Altamira en la Asociación Nacional del Profesorado. La extensión Universitaria», La Prensa, Buenos Aires, 21-VII-1909. 7 «El profesor Altamira. La visita escolar». El Día, La Plata, 7-IX-1909 y «El profesor Altamira», La Argentina, Buenos Aires, 7-IX-1909. 8 «El profesor Altamira en el Teatro Moderno. Conferencia a los maestros. Dentro 3
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de septiembre Altamira fue el invitado de honor en la fiesta de inauguración del teatro infantil fundado por la Asociación Mariano Moreno. En este acto, rompiendo el protocolo, el profesor ovetense entabló un peculiar diálogo con los más de mil quinientos niños presentes.9 Antes de partir hacia Chile, vía Mendoza, Altamira fue recibido en Rosario por una comisión de universitarios y notables que lo escoltaría hacia el Colegio Nacional y la Escuela Gobernador Freyre, donde pronunciaría conferencias sobre materia pedagógica. A la hora del balance, podemos decir, sin lugar a dudas, que este intenso despliegue de actividades reportó a Altamira muchos cumplidos y distinciones. La Junta de Historia y Numismática Americana (JHNA) lo nombró miembro correspondiente en su octogésimo novena sesión del primero de agosto de 1909, con el voto unánime de los académicos presentes.10 La Escuela Agronómica de Santa Catalina, dependencia de la UNLP, lo convidó con un festín, en cuyo brindis, Agustín Álvarez puso de relieve que Altamira, «habiendo entrado a la sordina en nuestro país, había también a la sordina conquistado una a una las simpatías y admiración de todos los universitarios».11 La velada concluyó en un acto público con representación de las autoridades universitarias y del alumnado en el que se impuso su nombre a una de las avenidas del bosque integrado en su perímetro, descubriéndose una placa alusiva.12 Más tarde, el Consejo Superior de la UNLP —a solicitud de la Facultad correspondiente— le concedió la titularidad de la cátedra sobre Metodología de la Historia13 y le otorgó el título de Doctor en Ciencias Jurídicas y Sociales honoris causa en atención a sus «valiosísimos servicios» que éste prestara «a la causa de la cultura de los pueblos de de la obra educativa, lo primero es el maestro. Museos pedagógicos», La Argentina, Buenos Aires, 15-IX-1909. 9 «Homenaje a Moreno. La fiesta de ayer», Buenos Aires, 24-IX-1909 (recorte de periódico no consignado, IESJJA/LA). 10 JHNA, 1928, p. 203. La entrega del diploma acreditativo fue realizada en la 91.ª reunión del 5-IX-1909, bajo la presidencia de oficio de Alejandro Rosa, quien fuera encargado de pronunciar el discurso de recepción (Ib., 206). 11 «Calle Altamira. La escuela agronómica de Santa Catalina», La Nación, Buenos Aires, 30-IX-1909 y «En honor de Altamira», El Diario Español, Buenos Aires, 30-IX-1909. 12 «La fiesta de ayer en la Escuela de Santa Catalina. Demostración honrosa», La Argentina, Buenos Aires, 30-IX-1909. 13 Dado que el designado no podía cumplir con las obligaciones docentes que dicho nombramiento involucraba, la UNLP dispuso que el dictado efectivo de la asignatura quedara en manos de dos profesores auxiliares designados por consejo de su titular.
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habla castellana» y «como una forma de estrechar aún más los vínculos intelectuales y amistosos que unen a esta Universidad con la muy ilustre de Oviedo».14 La entrega de esta distinción se efectuó en una solemne ceremonia celebrada el 4 de octubre de 1909 en el salón de actos y recepciones del Palacio del Colegio Nacional de la UNLP, que sería inaugurado ese mismo día.15 Dicha ceremonia contó con el expreso apoyo del Ministerio de Justicia e Instrucción Pública que, por decreto del 3 de octubre, suspendió las clases para favorecer la participación de autoridades, profesores y alumnos.16 En el acto pronunciaron discursos el Vicedecano de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la UNLP, Joaquín Carrillo; el Embajador de Chile en Argentina, Miguel Cruchaga Tocornal; el Embajador del Perú, Enrique de la Riva-Agüero y Looz Corswaren; los estudiantes Silvio Ruggieri y Julio del C. Moreno; el José M. Sempere en nombre de los ex discípulos del homenajeado en Oviedo y el propio Rafael Altamira.17 En aquella ocasión, los elogios más significativos al viajero y a su Escuela corrieron por cuenta del propio presidente de la UNLP, Joaquín V. González, quien afirmaría que el Claustro ovetense había acertado eligiendo al alicantino como su embajador, teniendo en cuenta su personalidad científica y pedagógica, su dominio de la historia y de la evolución jurídica universal; su consagración «a los ideales de justicia y de igualdad, que acercan y funden las clases» y su «vocación evangélica» por una educación que «levantará de la servidumbre o el envilecimiento» a los niños, los humildes y los ignorantes.18 Una vez concluido el acto, Altamira fue convidado con un banquete en el Sportsman Hotel ofrecido por los profesores y alumnos de la UBA y la UNLP en la capital de la Provincia de Buenos Aires, en el que el poeta, periodista y profesor de Derecho Romano Enrique Rivarola encomió las cualidades intelectuales, docentes y personales, demostradas por 14
Comunicación n.º 3918 de la UNLP a R. Altamira, La Plata, 23-IX-1909, IESJJA/LA. 15 «Colegio Nacional. Su nuevo edificio. Homenaje a Altamira», La Argentina, Buenos Aires, 4-X-1909. 16 «Cartas de La Plata. Noticias universitarias. Conferencias del profesor Altamira», La Prensa, Buenos Aires, 4-X-1909. 17 Despedida de la Universidad y entrega del diploma de Doctor en Ciencias Jurídicas y Sociales, honoris causa (documento oficial de la UNLP, Acta del evento y discursos), en Altamira, 1911, pp. 123-182. 18 Discurso pronunciado por Joaquín V. González en el acto despedida y entrega del título de Doctor honoris causa por la UNLP a R. Altamira (La Plata, 4-X-1909), en Altamira 1911, pp. 137-138.
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el visitante durante su breve estancia.19 Por la noche, las autoridades de la UBA y UNLP organizaron una nueva comilona en su honor —esta vez en el afamado restaurante Blas Mago de la calle Florida de la ciudad de Buenos Aires— que congregó a un sorprendente número de personalidades del mundo intelectual y político argentino, muchas de las cuales avalaron la convocatoria publicada en la prensa capitalina. Aquella noche departieron con Altamira los ministros Norberto Piñero; Marco M. Avellaneda; Eleodoro Lobos; José Nicolás Matienzo; Rafael Obligado; Enrique Rivarola; Antonio Dellepiane; Juan Agustín García; Leopoldo Melo y Honorio Pueyrredón; intelectuales y políticos conservadores de gran influencia en los años treinta como Matías J. Sánchez Sorondo, Rodolfo Moreno y el futuro Presidente de la Nación, Ramón S. Castillo; Víctor Mercante;20 Calixto Oyuela; Juan Bautista Ambrosetti; Carlos Ibarguren; Carlos Octavio Bunge y Ricardo Rojas. Teniendo en cuenta lo graneado de la concurrencia, resulta natural que la importancia de tal evento no pasara inadvertida para un hombre tan interesado en prohijar relaciones sociales como Altamira, quien no dudó en considerar este banquete como «una nota intensamente representativa, dada la calidad y prestigio social de los comensales» de la repercusión de su misión en Argentina.21 En todo caso, este banquete fue nuevamente excusa para descargar sobre un visitante presto a partir, una última andanada de loas.22 Sin duda Altamira fue muy bien recibido por la comunidad universitaria argentina. Desde el inicio de sus cursos en La Plata, los directivos y sus colegas lo agasajaron en reiteradas oportunidades.23 La Facultad de Derecho de la UBA —cuyas autoridades lo habían honrado como al más tenaz y convencido cruzado de la España nueva, de la ciencia moderna y 19
Discurso de Enrique Rivarola, en Altamira, 1911, pp. 206-207. Mercante había mantenido cierto contacto con Altamira desde la dirección de los Archivos de Pedagogía y Ciencias Afines de la UNLP, desde donde había solicitado y obtenido colaboraciones de Altamira y Posada. Véase: Carta de Víctor Mercante a R. Altamira, La Plata, 24-XI-1908, AHUO/FRA, Caja IV. 21 Altamira, 1911, p. 210. Respecto de la concurrencia, consultar: «En honor del profesor Altamira», La Nación, Buenos Aires, 4-X-1909. 22 Discursos de Eufemio Uballes (Rector de la UBA) y de Joaquín V. González (Presidente de la UNLP) en el banquete celebrado en lo de Blas Mango, en Altamira, 1911, pp. 210-218. 23 Nota de Enrique A. Sagastuno a R. Altamira, Buenos Aires, 11-VII-1909, IESJJA/LA. En esta nota, el Secretario de la UNLP invitaba al viajero en nombre de las autoriades y profesores a un almuerzo de bienvenida «sin ceremonia» en el Sportman Hotel de La Plata. 20
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del intercambio intelectual—24 lo invitó a participar de la Asamblea de Académicos y Profesores en la que se discutieron diversos aspectos pedagógicos del nuevo plan de estudios.25 La ANP, cuya Asamblea General de socios lo había nombrado miembro honorario el 23 de junio, organizó un lunch en su honor el 20 de julio y poco antes de su partida le tributó un homenaje en el salón de actos de la Escuela Industrial de la Nación, especialmente adornado por la Dirección de Paseos Públicos. Este colorido evento26 fue convocado por el presidente de la ANP, Manuel Derqui y contó con la participación del pleno del Congreso Nacional de Educación Popular, que se sumó al homenaje a propuesta del joven congresista, Ricardo Levene. En dicha oportunidad, el catedrático ovetense fue obsequiado con una alegoría escultórica de Clío; un álbum conteniendo más de cuatro mil firmas del pleno de magisterio porteño y una dedicatoria en la que se lo declaraba «una honra para el gremio en el mundo civilizado» y se ponderaba su actuación que, en breve tiempo, además de haber logrado captar el interés de sus auditorios por cuestiones científicas, habría hecho revivir «el nativo cariño y respeto por la madre patria España cuya grande cultura e indeclinable hidalguía ha tenido en él su más digno heraldo».27
24 Discurso de presentación del Vicedecano en ejercicio de la FDCS/UBA, Dr. Eduardo L. Bidau (Buenos Aires, 21-VII-1909), en FDCS/UBA, 1911, pp. 420-421. 25 Altamira, 1911, p. 56. Probablemente, Altamira participara de la sesión del 2-IX-1909 en la que el consejero Antonio Dellepiane presentó un proyecto de ordenanza acerca de las obligaciones académicas y la distribución de responsabilidades pedagógicas entre los docentes universitarios de cada asignatura del plan de estudios. Véase: Invitación del Secretario de la FDCS de la UBA a R. Altamira para asistir a la Asamblea de Profesores del 2-IX-1909, Buenos Aires, 1-IX-1909, IESJJA/LA. 26 Véase: «Homenaje a Altamira en la Escuela Industrial. Conferencia de despedida», La Prensa, Buenos Aires, 14-X-1909 y «Homenaje al profesor Altamira en la Escuela Industrial. Discurso del Dr. González», La Nación, Buenos Aires, 14-X-1909. 27 «Demostración del Magisterio argentino» —originalmente publicado en la revista El Libro, de la Asociación Nacional del Profesorado, Buenos Aires, octubre-noviembre de 1909—, en Altamira, 1911, pp. 184-185. Manuel Derqui se ocupó personalmente de la remisión a España por correo diplomático —a través de su amigo, el encargado de negocios argentino en Madrid, Eduardo Wilde— de estos obsequios. Véase: Carta de Manuel Derqui a R. Altamira, Buenos Aires, 28-V-1910, AHUO/FRA, Caja IV. Estos envíos tuvieron un considerable retraso y la estatua de grandes dimensiones tuvo ciertos problemas para llegar a su destinatario, pese a que Derqui había cubierto los gastos de flete internacional y el de Cádiz-Madrid-Oviedo y había involucrado a Wilde para que no se le cargaran derechos aduaneros. Véase: Carta de Manuel Derqui a R. Altamira, Buenos Aires, 11 a 16-VI-1910, AHUO/FRA, Caja IV.
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Testimonio del cariño y admiración que también despertó el viajero entre su alumnado argentino, fue la curiosa iniciativa conjunta de los alumnos de la UNLP y la UBA, quienes pusieron en marcha una colecta para obsequiar a Altamira con una casa en la ciudad de Oviedo.28 El mejor epítome de la intensa campaña de Altamira y de su importante repercusión en todos los ámbitos de la sociedad argentina haya sido, quizás, la ajetreada jornada del 13 de octubre. Ese día, luego de su regreso a Buenos Aires a bordo del Eolo procedente de Montevideo, el viajero fue recibido por el Presidente de la Nación, José Figueroa Alcorta, en una breve audiencia a la que asistió acompañado del Ministro de Instrucción Pública Rómulo S. Naón; por la noche y tras el mencionado homenaje del magisterio, pronunció una conferencia ante multitudes de entusiasmados compatriotas en el Club Español de Buenos Aires.29 Tres días después, la noche del 16 de octubre, Altamira, presto a cumplir las últimas etapas de su estancia en Argentina, era despedido oficialmente en la estación de ferrocarril del barrio de Retiro por una constelación de influyentes figuras políticas e intelectuales entre quienes se encontraban casi todos sus incondicionales promotores.30 En Córdoba, las autoridades universitarias organizaron en su honor una recepción oficial el 18 de octubre quedando a cargo de Juan Carlos Pitt el ampuloso discurso en el que se daba la bienvenida a aquel «santuario del pensamiento americano» al «ilustre huésped» que, desde Oviedo hasta Buenos Aires, había sido aclamado por su fama mundial de «razonador», sociólogo, «sabio glosador» y maestro.31 La comunidad universitaria cordobesa también agasajó fuera del Claustro a Altamira ofreciéndole dos banquetes, uno en el Splendid Hotel, el 20 de octubre32 y otro, al día siguiente, en el Salón Blanco del Café del Plata. La cosecha de Altamira en Argentina incluyó, también, algunas titulaciones y membresías honoríficas, entre las que podemos mencionar la 28 Véase: «Obsequio al profesor Altamira. Casa en Oviedo», La Razón, Buenos Aires, 22-IX-1909 y «Crónica. La casa del maestro», Diario Español, Buenos Aires, 21-IX-1909. 29 «Llegada del profesor Altamira», La Argentina, Buenos Aires, 13-X-1909 y «Homenaje a Altamira en la Escuela Industrial. Conferencia de despedida», La Prensa, 14-X-1909. 30 «Partida del doctor Altamira», La Argentina, Buenos Aires, 17-X-1909. A esta despedida asistieron el ministro Rómulo Naón, Eduardo Bidau, Agustín Álvarez, Enrique del Valle Ibarlucea, Carlos Federico Melo, Manuel Derqui, José Nicolás Matienzo, Fermín y César Calzada y el cónsul de España. 31 «El profesor Altamira. Conferencia en la F. de Derecho. Resumen interesante. Discurso del doctor Pitt», La Verdad, Córdoba, 19-X-1909. 32 «Banquete a Altamira», Patria, Córdoba, 20-X-1909.
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de la Academia Literaria del Plata que lo nombró socio honorario33 y la del Instituto de Enseñanza General, que lo designó miembro corresponsal en España.34 Así pues, con el correr de los días, tras su exitosa estancia en La Plata y Buenos Aires y su rápido paso por Santa Fe, Resistencia, Rosario, Córdoba y Mendoza, Altamira había logrado que Argentina se rindiera fascinada ante su personalidad y su palabra. La primera escala de su viaje continental se cerraba con total éxito y auguraba un futuro promisorio para la misión ovetense en el resto de América.
El paso por Uruguay, Chile y Perú Durante su estancia en Argentina, Altamira abrió un breve paréntesis para visitar la República Oriental del Uruguay. El viajero permaneció en Montevideo durante una semana, entre el 4 y el 12 octubre de 1909, siendo recibido en medio del clima propicio que crearon los estudiantes universitarios,35 la colonia española, algunos publicistas afines al espíritu de esta embajada cultural36 y, por supuesto, el propio éxito que la precedía en la banda occidental del Río de la Plata. En el convencimiento de que, honrando a cada compatriota ilustre, se honraba a «la patria lejana», El Diario Español se plegó activamente a la promoción del catedrático ovetense, recordando que la obra de Altamira —sobre todo su genial Historia de España y de la civilización española— no tenía parangón en la historiografía iberoamericana y haciendo un llamamiento a la colectividad para que fuera a recibir a los muelles de Montevideo a esta «gloria de España y honor de la Universidad de Oviedo».37 33 Carta de la Academia Literaria del Plata a R. Altamira, Buenos Aires, 8-VIII-1909, IESJJA/LA. 34 Carta de Luis Gianetti con membrete del Instituto General de Enseñanza a R. Altamira, Buenos Aires, 5-X-1909, IESJJA/LA. 35 La propaganda estudiantil trajo polémica en Montevideo debido a las críticas que se dispararon sobre Anatole France y Enrico Ferri. Véase: Notas editoriales de L’Italia del Plata, Montevideo, 6-X-1909 y «Altamira, France y Ferri. Un manifiesto estudiantil», Democracia, Montevideo, 7-X-1909. 36 Carta de Víctor Pérez Vehil a R. Altamira, Montevideo, 8-VII-1909, IESJJA/LA. Pérez Vehil, redactor de El Tiempo, escribió artículos sobre la personalidad del viajero y al momento de su arribo al Río de la Plata se puso a disposición del mismo, a través de Enrique Rodó. 37 «D. Rafael Altamira en Montevideo», El Diario Español, Montevideo, 4-X-1909.
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Pocos días después, ese mismo periódico editaría un panegírico del catedrático ovetense cuya extensión y minucioso relevamiento bio-bibliográfico, pueden considerarse como indicio del completo desconocimiento del personaje en la opinión pública uruguaya. Esta presentación hacía hincapié en dos aspectos de su perfil profesional; por un lado, en su versatilidad intelectual y, por otro, en la importancia de sus labores pedagógicas en la Extensión Universitaria ovetense.38 A poco del desembarco del vapor Viena en Montevideo, el profesor español comenzó a transitar un nuevo tramo de lo que se preanunciaba ya como un paseo triunfal por toda América. Las actividades sociales y de protocolo pronto absorbieron la atención de Altamira. Por la mañana del día 6 de octubre recibió en el Hotel Lanata los saludos de la comisión de bienvenida que incluía a Pablo de María, José A. de Freitas —decano de la Facultad de Derecho—, José Enrique Rodó y Matías Alonso Criado, entre otros.39 Horas después fue recibido en la casa de gobierno por el Presidente de la República Claudio Williman en una audiencia privada a la que concurrió con el rector de la Universidad de la República (UdelaR) Pablo De María,40 la cual se reeditó días más tarde, esta vez junto al ministro español. Pronto comenzaron a resonar las palabras de elogio. Durante su visita al Hospital Español, el doctor Ignacio Arcos Pérez pronunció un encendido discurso españolista, en el que se lo festejaba como el «heraldo de una nueva era», en la que «España la hidalga, España la caballeresca, España la conquistadora, siente en sus entrañas las fecundas palpitaciones de un movimiento evolutivo intenso, que la renuevan, la transforman y la encauzan en las vías del progreso científico moderno». Según Arcos, la gira docente de Altamira serviría para crear «una nueva vinculación entre España y sus antiguas colonias» revitalizando vínculos relajados y permitiendo que «el alma española» volviera a ocupar, por este «derecho de conquista» intelectual, la tierra americana, para beneficio de la humanidad toda.41 Las autoridades y profesores de la UdelaR le tributaron un fastuoso banquete en el Hotel del Prado, al que asistieron como invitados especia38 Pascual Sáenz, «Altamira y su obra social», El Diario Español, Montevideo, 6-X-1909. 39 «El profesor Altamira. Su llegada a Montevideo. Saludos y visitas al ilustre huésped. Temas de las conferencias», El Siglo, Montevideo, 5-VII-1909. 40 Ib. 41 «El señor Altamira en Montevideo. Visita al Hospital Español», El Diario Español, Montevideo, 9-X-1909.
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les, en «una manifestación sin ejemplo ni precedente» el primer mandatario uruguayo y todo su gabinete.42 Este despliegue social dejó espacio para algunas tareas académicas las que, en esta ocasión, se limitaron a la visita del Museo Pedagógico y de diversas escuelas y Facultades; al dictado de tres conferencias en el salón de actos de la UdelaR43 y de una conferencia en el Ateneo —solicitada por la Dirección Nacional de Instrucción Primaria— destinada a los maestros de las escuelas públicas y privadas.44 Tal como había ocurrido en Argentina, los profesores universitarios honraron efusivamente tanto el proyecto americanista que alentaba aquel viaje, como a la escuela universitaria ovetense, «colmena laboriosa y brillante» y «vanguardia de la cultura española».45 A este homenaje se unieron muy especialmente los estudiantes montevideanos, quienes vieron en Altamira, el portador no de la «afirmación petulante de doctrinas que allá han envejecido y tal vez caducado para siempre», sino el «mensaje cordial de aquella nueva civilización española» abierta y progresista.46 Luego de finalizar su elogiada estancia en Uruguay47 y de completar sus asuntos en Buenos Aires, Rosario y Córdoba, Altamira se dirigió a Mendoza, desde donde cruzó la Cordillera de los Andes, permaneciendo en Chile por el plazo de una semana durante el mes de noviembre de 1909. 42 Despacho N.º 128 del Ministro Plenipotenciario de S.M. en Uruguay (Germán M. de Ory) dirigido al Excmo. Señor Ministro de Estado, Montevideo, 12-X-1909, AMAE, Correspondencia Uruguay 1901-1909 Legajo H-1796. 43 Altamira pronunció en la UdelaR tres conferencias: «La Universidad ideal» (Montevideo, 7-X-1909); «Historia del derecho y Código de las siete partidas» (Montevideo, 10-X-1909) y «Las interpretación de la historia de España» (Montevideo, 11-X-1909). 44 Altamira, 1911, pp. 65-66. Esta conferencia se centró en dos cuestiones: la experiencia de la UO en su relación con la escuela primaria asturiana y el ideal formativo del maestro. Respecto de esto último, Altamira sostuvo que existía un peligroso divorcio entre la teoría pedadógica y la praxis educacional, cuya forma más adecuada de salvar sería insistir en una mejor educación del educador, sin la cual el gasto en edificar escuelas, comprar material y aumentar el presupuesto terminaría siendo perfectamente inútil. Esta suerte de «formación continua» debía ofrecer a los docentes conferencias y cursos de actualización; subsidios periódicos para viajes de estudio periódicos y el apoyo constante de inspecciones técnicas y evaluaciones de los supervisores pedagógicos. Véase: Notas de R. Altamira para la conferencia «La educación del maestro» para la Dirección Nacional de Instrucción Primaria en el Ateneo de Montevideo, 10-X-1909, IESJJA/LA. 45 Discurso pronunciado por Carlos M. de Pena en la UdelaR, en Altamira, 1911, pp. 232-233. 46 Discurso de Francisco A. Schinca en el acto de despedida de R. Altamira de la UdelaR, en Altamira, 1911, pp. 242-243. 47 «El profesor Altamira», El Diario Español (?), Montevideo, 12-X-1909.
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Esta breve escala pudo concretarse gracias al esfuerzo de la Universidad Nacional de Santiago de Chile y en especial de su rector, Valentín Letelier Madariaga, quien se encargó de interesar al gobierno y de negociar con el Consejo de Instrucción Pública un acuerdo que asegurara materialmente la estancia de Altamira en Chile. A partir de estas gestiones, el Poder Ejecutivo instruyó al embajador chileno Cruchaga Tocornal, para acordar con Altamira el dictado de varias conferencias, así como arreglar las cuestiones relacionadas con el traslado del viajero al país transandino. Finalmente, pese al deseo de Letelier de convenir un ciclo extenso de conferencias de Historia del Derecho y de enseñanza de la historia,48 se acordó el dictado de cinco lecciones sobre temas variados y la asunción por parte del erario público de los gastos del tránsito ferroviario internacional e interno del profesor y su secretario.49 Altamira fue recibido en la estación Los Andes por una delegación oficial que lo escoltó hasta la capital, donde fue agasajado por el Ministro de Instrucción Pública —quien además asistió a la conferencia inaugural en la USACH—, entre otras autoridades y personajes del mundo político e intelectual. Más tarde fue recibido en La Moneda por el Presidente de la República, Pedro Montt Montt, en compañía del embajador español.50 Las conferencias en la USACH tuvieron gran concurrencia de público51 y dieron pie para renovadas profesiones del más zalamero españolismo. En aquellos días, su principal corresponsal chileno, Domingo Amunátegui Solar, 52 afirmaba que Altamira —gracias a sus méritos intelectuales y humanos— había había sabido despertar hacia España «una verdadera explosión de sentimientos cariñosos que se hallaban comprimidos en el alma chilena». Este «escritor eximio», este «abnegado maestro» y «sabio historiador» había tomado para sí el papel de «he48 Valentín Letelier se excusaba ante Altamira por no haber podido negociar mejores condiciones debido a que «no tengo actualmente injerencia en la administración docente de la República» y a que la USACH no podía brindarle por sí misma las mismas condiciones que se le dieron en Argentina: «Si nuestra Universidad no hará por cierto lo de La Plata, no lo atribuya usted a otra razón sino al estado de penuria en que se la mantiene por motivos políticos» (Carta de Valentín Letelier a R. Altamira, Santiago de Chile, 29-VII-1909, AHUO/FRA, Caja IV). 49 Altamira, 1911, pp. 67-68. 50 Despacho N.º 164, del Ministro de S.M. (Silvio Fernández Vallín) al Excmo. Señor Ministro de Estado, referente al catedrático señor Altamira, Santiago de Chile, 8-XI-1909, AMAE, Correspondencia Chile, Legajo H-1441. 51 Notas de la 2.ª y 4.ª conferencias pronunciadas por R. Altamira en la USACH, Santiago de Chile, XI-1909, IESJJA/LA. 52 El epistolario entre estos intelectuales es recogido en Ayala, 2006.
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raldo» de una España predispuesta a reconciliarse con sus hijas americanas, aprovechando inteligentemente «la atracción irresistible que ejerce sobre los corazones de este país... la nación activa y generosa que nos dio el ser, el recuerdo de los conquistadores que, gracias a sus músculos de acero, colonizaron la América; en suma, la raza española».53 Claro que en otras ocasiones, la necesidad de sortear las metáforas y las alegorías trilladas y ser original en el elogio, dieron lugar a juegos de palabras que, en cualquier otra circunstancia, hubieran causado escándalo. Tal el caso del discurso pronunciado por Valentín Letelier, quien hablaba del «maquiavélico designio» de la UO al eligir como representante a Altamira —«uno de los nuestros»— para «conquistar por segunda vez a Chile, apoderándose de nuestros corazones, y, para evitar una nueva emancipación, atarnos para siempre con los vínculos indestructibles de una amistad desinteresada y sin recelos». Entusiasmado por su ocurrencia, Letelier se adentró más en aquella alegoría hiperbólica, lamentando el que los asturianos hubieran elegido enviar aquella misión en «el preciso momento en que, según los políticos jeremíacos, hemos llegado al último tramo de la decadencia del carácter nacional, cuando el pueblo chileno se siente sin vigor para rechazar esta nueva tentativa de conquista, cuando nuestras almas débiles sólo tienen alientos para regocijarse con la expectativa de las cadenas que nos esperan».54 Estas conferencias, tituladas «La obra de la Universidad de Oviedo»; «Los trabajos prácticos en la Facultad de Derecho»; «Bases de la Metodología de la Historia»; «La extensión Universitaria» y «Peer Gynt de Ibsen» —ya pronuciado en La Plata para público obrero— fueron seguidas por una serie de alocuciones dirigidas a la colectividad española en la capital,55 en Valparaíso56 e Iquique. Pese a que Altamira no lo consignara en sus informes oficiales, su estancia chilena también estuvo signada por una sucesión de eventos de carácter eminentemente protocolar. En pocos días, Altamira fue invitado 53 Discurso pronunciado por Domingo Amunátegui Solar en el banquete de despedida a R. Altamira organizado por la USACH (XI-1909), en Altamira, 1911, pp. 263-264. 54 Discurso pronunciado por Valentín Letelier en la inauguración de las conferencias de R. Altamira (La Plata, XI-1909); en Altamira, 1911, pp. 255-256. 55 Notas de R. Altamira a la conferencia «Formas del concurso de los españoles de América en la obra de las relaciones hispanoamericanas» pronunciada en el Círculo Español, Santiago de Chile, XI-1909, IESJJA/LA. 56 Notas de R. Altamira a la conferencia «Motivo y significación del viaje de la Universidad de Oviedo» pronunciada ante la colectividad española de Valparaíso, Valparaíso, XI-1909, IESJJA/LA.
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por el Presidente de la República a un almuerzo oficial con los miembros de la Legación y altos funcionarios chilenos; la UNS le ofreció otro de trescientos cubiertos y las autoridades de la ciudad de Iquique hicieron lo propio convocando otro festín en su honor, antes de su partida. Perú fue su próxima escala que, en esta ocasión, se prolongó entre el 22 y el 29 de noviembre de 1909. Como ya había sucedido en Uruguay y Chile, la prensa y los medios intelectuales prepararon el terreno para un recibimiento acorde a los que le habían tributado las naciones hermanas. Días antes de la llegada se pronunció en la Universidad una conferencia acerca de la personalidad intelectual de Rafael Altamira, en la que Pedro Dulanto, alumno de la institución, realizó una reseña bastante ajustada de la labor del catedrático ovetense en las áreas historiográfica, pedagógica, crítico-literaria y literaria, algunos de cuyos extensos pasajes serían publicados por la prensa limeña.57 Los pruritos que había manifestado el viajero respecto de las demostraciones callejeras en Montevideo, debieron ser, esta vez, convenientemente apartados. A su arribo a El Callao, Altamira fue recibido por comisiones de la Universidad mayor de San Marcos de Lima (UMSM) y del Instituto Histórico, a las que se agregaron las de otros institutos de enseñanza, las de las asociaciones estudiantiles y las de las colonias españolas de ese puerto y de la capital. Ya en Lima fue recibido por el Ministro de Justicia, Instrucción y Culto, Matías León Carrera y el rector Luis Felipe Villarán Angulo quienes, en representación de su gobierno y de la Universidad, negociaron un programa de cuatro conferencias y aseguraron al viajero la cobertura de sus gastos de manutención en el Perú.58 El 24, 26 y 28 de noviembre Altamira pronunció tres conferencias en el Aula Magna de la UMSM. La primera, casi de rigor, sobre la significación del viaje y de los trabajos de Extensión Universitaria de Oviedo;59 la segunda, se tituló «La Universidad moderna»60 y la tercera discurrió acerca de metodología de la Historia. El 25 de noviembre, Altamira dio una conferencia en el paraninfo de la Escuela de Medicina, precedido del discurso del estudiante de medicina y presidente del Centro Universitario, Carlos Enrique Paz Soldán. 57
«La llegada de Altamira», El Comercio, Lima, 22-XI-1909. Segundo Informe elevado por R. Altamira al Rector de la UO acerca de las gestiones y trabajos realizados en Perú (México, 20-XII-1909), en: Altamira, 1911, pp. 287-288. 59 Notas de R. Altamira para su 1.ª Conferencia en la Universidad de San Marcos, Lima, 24-XI-1909, IESJJA/LA. 60 Notas de R. Altamira para su 2.ª Conferencia en la Universidad de San Marcos, Lima, 26-XI-1909, IESJJA/LA. 58
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Este joven universitario, en un rapto de exaltación retórica y de fervor literario, compuso un texto laudatorio en el que aparecen expuestos los tópicos a los que recurrieron casi todos los locuaces anfitriones de Altamira. El primer tópico era el de prefiguración de un futuro venturoso para las relaciones hispano-americanas, aquí expresado en forma de una «profecía» panhispanista, en la que la reconciliación se realizaría por el influjo de la raza, sobre los equívocos, ingratitudes y cegueras que a veces se apoderaban de los pueblos. El segundo tópico argumental aparecía cuando, aspirando a dar fundamento científico —o al menos lógico— a aquella ensoñación profética, Paz Soldán recurrió a la historia, construyendo una visión del pasado que justificaba ese porvenir de confluencia entre España y sus antiguas colonias, y en la que quedaba muy clara la filiación hispánica que la elite intelectual peruana trazaba para pensarse a sí misma. Así no debe extrañar que, habiendo abandonado toda pretensión de validar sus afirmaciones, reclamara como herencia para los peruanos, aquellos atributos que Antonio Ros de Olano atribuyera a la raza española: «la vista y la agilidad del árabe, la fuerza y la robustez del godo, la inteligencia y el corazón del romano». Hijos, legítimos evidentemente, «de ese puñado de intrépidos guerreros que España envió a la conquista de estos mundos», los americanos no serían sino el producto de esa raza, de ese pasado, de esa cultura, enriquecido por el medio: «nosotros los americanos no somos sino íberos a quienes modificó los calores de la zona tórrida y las exuberancias infinitas de esta tierra virgen». Así, pues, tras haber silenciando grosera e ideológicamente todo vínculo de la sociedad peruana con el pasado y presente amerindio y mestizo, en el cual nada se veía que pudiera ser útil para el futuro del país, Paz Soldán concluía su alegato hispanista, aferrándose al tercer y más extendido tópico de los discursos de salutación que debió escuchar Altamira en América: el de la cruda apología y el culto del personaje. Calificando al alicantino como el «nuevo conquistador de cerebros y corazones», o «el maestro más popular de España», el orador entroncaba argumentalmente el influjo de la profecía y de la herencia racial y cultural, con la acción específica de la UO y su delegado, un individuo especialmente cualificado para pensar y llevar a buen término un proyecto de reconstrucción de las relaciones intelectuales y culturales.61 El 29 de noviembre, el Ateneo de Lima organizó una reunión literaria en los salones del Teatro Nacional a la que asistió el Presidente de la República, Augusto Bernardino Leguía, en la que luego de los discursos 61
Paz Soldán, 1909, pp. 270 y ss.
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de ocasión, Altamira conferenció sobre «El sueño de una noche de verano de Shakespeare y su interpretación musical por Mendelhsson». Altamira visitó, también, el Colegio Nacional Guadalupe, la Escuela Industrial, la Escuela de Artes y Oficios, el Instituto Meteorológico, un par de conventos coloniales y la Biblioteca Nacional, dirigida por Ricardo Palma, con quien Altamira tenía una relación epistolar bastante fluida62 y quien, a poco de comenzar el periplo, se había manifestado un tanto escéptico respecto de la conveniencia de que Altamira visitara Chile y Perú dada la tensión diplomática existente entre ambos países.63 La UMSM, a través de su Facultad de Letras, nombró a Altamira doctor honoris causa y catedrático en Jurisprudencia, habilitándolo para participar de tribunales de graduación doctoral que por entonces se sustanciaban en Lima.64 El alicantino fue recibido en la institución por Carlos Wiesse Portocarredo, en cuyo discurso se pasaba revista al aporte español a la Universidad peruana, desde los dominicos y el Virrey Toledo en siglo XVI hasta la generación de liberales españoles del siglo XIX afincados en Perú —entre quienes se encontrarían José Joaquín de Mora y el educador e historiador Sebastián Lorente— y en la que se daba la bienvenida a América «los Canella, los Altamira, los Posada y otros de la Universidad de Oviedo», representantes de una nueva generación destinada a influir intelectualmente en Perú.65 62 Altamira recibía de Ricardo Palma una respuesta a su carta del 12-XI-1908, en la que el escritor peruano confesaba que la mayoría de los profesores de la Universidad de San Marcos eran «hombres linfáticos», explicándose así, que Perú no hubiera designado representante alguno en el Centenario de la Universidad de Oviedo celebrado ese año en Asturias. En la misma epístola, Palma solicitaba a Altamira la remisión de España en América, le comentaba la graduación de su hijo Ricardo y comentaba la realidad política española: «Veo que hay ahora, en España, bastante actividad intelectual. Lástima que no suceda lo mismo en la vida política de la Nación. Ese señor Maura, con su jesuitismo absurdo, es una rémora. Felizmente veo que pronto se libertarán ustedes de él. ¡Qué lástima que la energía de su carácter se haya ejercitado en contra del progreso liberal!» (Carta de Ricardo Palma a R. Altamira, Lima, 25-XII-1908, AHUO/FRA, Caja IV). 63 «Hoy por hoy, en el Perú, no hay campo para la labor pacífica de los hombres de letras. Ya estará usted ampliamente informado, por los prohombres argentinos y por la prensa, del conflicto bélico con Bolivia, conflicto azuzado por Chile. Dejo al buen sentido de usted el resolver si las circunstancias de actualidad son propicias para su proyectado viaje a Chile y Perú.» (Carta de Ricardo Palma a R. Altamira, Lima, 25-VII-1909, IESJJA/LA). 64 Véanse las reproducciones del diploma acreditativo (fechado en Lima, 24-XI-1990) y de la carta de anuncio del nombramiento (carta de Javier Prado y Ugarteche a R. Altamira, Lima, 24-XI-1909) en: Asín, Moreno, Muñoz et al., 1987, p. 111. La ceremonia de entrega del Doctorado honoris causa se realizó en día 28-XI-1909, tras la tercera y última conferencia en la UMSM.
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El Instituto Histórico, en sesión extraordinaria del 27 de noviembre, lo nombró socio honorario de esta corporación en un acto presenciado por el pleno de los académicos peruanos ante los cuales se pronunció el discurso de bienvenida a la institución por parte del general e historiador Juan Norberto Eléspuru —héroe de la guerra hispano-peruana de 1863-1866 y de la Guerra del Pacífico de 1879— y Altamira expuso sobre «La historia colonial española y la esfera de trabajo científico común a los historiadores peruanos y españoles».66 En el orden político, Altamira fue agasajado por las más altas esferas políticas y fue objeto de grandes honores. La Casa de la Moneda acuñó una medalla alusiva a su visita a Perú; el Ayuntamiento de Lima entregó al viajero su distintivo con las armas imperiales de Carlos V y la medalla de oro de la ciudad y, como había ocurrido en Uruguay y Chile, fue recibido por el Presidente de la República. También tuvo ocasión de proponer al Ministro de Instrucción Pública peruano —tal como había hecho con el chileno capitalizando la experiencia en Argentina— un marco de acuerdo para futuras acciones de acercamiento intelectual.67 Por supuesto, los homenajes de sus colegas, de la comunidad española y de los funcionarios del área pedagógica no fueron más frugales que en las ocasiones anteriores. En los salones del Club Nacional, el Ministro de Instrucción Matías León ofreció un banquete en honor del profesor español al que asistió, según propias palabras de Altamira, «lo más escogido de la sociedad limeña» y en el que el alto funcionario puso de relieve la importancia política de la misión de Altamira y el necesario rol de las Universidades en la transformación política y social de las naciones.68 El Decano de la Facultad de Letras, Javier Prado y Ugarteche ofreció otro almuerzo al que asistieron profesores, autoridades académicas y altos funcionarios. Pese a que Altamira recibió pedidos de desviarse unos días a Ecuador y Colombia, la necesidad de llegar a Estados Unidos en el momento 65
Discurso de Carlos Huyese en el actor de incorporación de R. Altamira a la Facultad de Letras (Lima, 28-XI-1909), en Altamira, 1911, p. 300. 66 Altamira, 1911, pp. 290-291. Una reproducción del diploma acreditativo puede verse en Asín, Moreno, Muñoz et al., 1987, p. 112. 67 Copia de la Carta enviada por R. Altamira a Matías León, Salinas, 18-XII-1909, IESJJA/LA. Estas propuestas fueron bien recibidas, como puede verse en: Cartas de Matías León a R. Altamira, Lima, 15-I-1910 y 20-I-1910, IESJJA/LA. 68 Discurso del Ministro de Instrucción Pública, José Matías León en el banquete oficial en honor de R. Altamira, Lima, 26-XI-1909, en Altamira, 1911, pp. 323-325.
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estipulado, hizo que el viajero no alterara su hoja de ruta y se embarcara hacia México luego de pasar en Perú el mismo lapso que en Chile. Altamira en México y Cuba La estancia mexicana comprendió entre el 12 y el 20 de diciembre de 1909 y el 12 de enero y el 12 de febrero de 1910, interrumpida por el viaje de Altamira a los Estados Unidos de América. Una vez llegado a la capital, Altamira se entrevistó con el Secretario de Estado de Instrucción Pública y Bellas Artes, licenciado Justo Sierra, con quien convino un programa de conferencias y actividades oficiales del visitante. Esta negociación estuvo precedida por las ingentes diligencias del influyente dirigente de la colonia española, Telesforo García, quien había entablado tempranamente conversaciones con el gobierno mexicano para reforzar lo ya conversado con Fermín Canella y quien se encargó de fijar un marco de acuerdo para las actividades de Altamira en México.69 Altamira pronunció cuatro conferencias en la Escuela Nacional de Jurisprudencia. El ciclo de disertaciones —en líneas generales muy apreciado—70 se abrió con un discurso de bienvenida del Secretario Sierra ante la presencia de los secretarios de Hacienda y de Fomento, las autoridades de la institución, el embajador español, Bernardo de Cólogan, representantes de las sociedades españolas, profesores, maestros y estudiantes; y el mismo se cerró, días más tarde, con un discurso del director de la Escuela de Jurisprudencia y presidente de la Academia de Ciencias Sociales —fundada en 1905—, licenciado Pablo Macedo ante la presencia del Presidente de la República, Porfirio Díaz y de altos funcionarios de su gobierno.71 Una quinta conferencia en la misma Escuela fue dedicada a los estudiantes bajo el título de «La colaboración activa del alumno en la enseñanza». 69
Carta de Telesforo García a R. Altamira, México, 29-IV-1909, IESJJA/LA. Véase: Carta de Telesforo García a R. Altamira, México, 27-XII-1909, IESJJA/LA. 71 Las conferencias dictadas en la Escuela de Jurisprudencia fueron las siguientes: «Organización práctica de los estudios jurídicos en las Universidades españolas» (18-I-1910); «Educación científica y educación profesional del jurista» (20-I-1910); «El ideal jurídico en la Historia» e «Historia del derecho español». El conjunto de estas conferencias fueron publicadas recientemente: Rafael Altamira, Lecciones en América (Edición y estudio preliminar de J. del Arenal Fenocchio), México, Escuela Libre de Derecho, 1994. Por otra parte, en AHUO/FRA, Caja VI, se conservan los originales mecanografiados de las tres primeras. 70
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En la órbita de las instituciones estatales, pero fuera del ámbito de la enseñanza superior, Altamira disertó en la Escuela Nacional Preparatoria sobre «La organización universitaria»; en la Escuela de Artes y Oficios sobre «La Extensión Universitaria»;72 en la Escuela Normal de Maestros sobre «El ideal estético en la educación»; en el Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnología sobre «Principios de la Ciencia Histórica»73 y en el Colegio Militar sobre «La educación jurídica del militar profesional». También pronunció cuatro conferencias74 en los salones del Casino Español; tres para el Nacional Colegio de Abogados (el 25 de enero, «Ideas jurídicas de la España moderna», el 27 de enero, «Historia y representación ideal de las Partidas» y el 31 del mismo mes, «El problema del respeto a la ley en la literatura griega»); una en el Ateneo de la Juventud; y otra en el Salón de Actos de la Escuela Nacional de Artes y Oficios, para la Academia Nacional de Ingenieros y Arquitectos («Las funciones sociales de ingenieros y arquitectos»).75 En el puerto de El Progreso Altamira habló acerca del balance del viaje americanista y de las perspectivas futuras de las relaciones intelectuales hispanoamericanas. Más allá de las conferencias, Altamira visitó varios establecimientos pedagógicos y culturales, sitios históricos y sedes institucionales, entre ellos la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística,76 la Biblioteca Nacional, las excavaciones arqueológicas en las Pirámides de Teotihuacán, el Liceo Mexicano, la Casa de Correos, el Manicomio de la capital y el Kindergarten Spencer —donde se celebró la fiesta de los jardines de infantes de México con la presencia del Secretario de Instrucción y del 72
Notas de R. Altamira para su conferencia en la Escuela de Artes y Oficios, México, 19-I-1910, IESJJA/LA. 73 El 24 de enero, Altamira pronunció en la Biblioteca del Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnología, una conferencia titulada «Principios de la ciencia histórica». Véase una fotografía de la invitación en Asín, Moreno, Muñoz et al., 1987, p. 114. 74 Una reseña de la primera conferencia en el Casino Español —para la Escuela de Jurisprudencia— fue publicada un día después: «Notable conferencia del Doctor Altamira en el Casino Español. El Sr. Presidente felicita al sabio maestro», El Diario, México, 17-XII-1909. 75 Invitación y programa de actividades de la sesión del 2 de febrero de 1910 de la nueva Mesa Directiva de la Academia Nacional de Ingeniería y Arquitectura, México, I-1910, IESJJA/LA. 76 Invitación de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística a la sesión del 27-XII-1910, firmada por el Vicepresidente Félix Romero, y por los secretarios Luis M. Calderón y José Romero, México, I-1910, IESJJA/LA.
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Presidente de la Nación—, el Colegio de la Marina y la Estación de Faros de Veracruz. También se visitaron las escuelas primarias de Veracruz y la «Escuela Ignacio M. Altamirano», donde Altamira participó de la fiesta en homenaje del educador mexicano que le daba nombre al establecimiento.77 Particular interés tuvo su paso por la escuela de niñas indígenas de Xochiman y la Escuela Superior de niños y niñas en Xochimilco, cuyas comunidades educativas organizaron un emotivo homenaje —con el recitado de poesías alusivas a España, «vistosos y bien ejecutados ejercicios» gimnásticos y profusión banderas de ambos países entrelazadas—, que dieron pie a Altamira a saltarse el protocolo e improvisar unas palabras dirigidas a las niñas. En su alocución, el alicantino les confesó —con palabras tiernas y acento apasionado que subyugó al auditorio, según lo afirma el cronista que recogió los hechos— «cuánto deseaba que por medio de la escuela, se levantase la raza indígena, hasta el nivel que alcanza la clase más afortunada por la educación, a fin de que todos los mexicanos, unidos en el santo espíritu de la Patria, formasen mediante el trabajo y la cultura, un pueblo respetado, próspero y feliz, en que cada uno de los individuos disfrutase de los bienes de la civilización».78 Evidentemente, Altamira sabía explotar todas y cada una de las oportunidades para confraternizar con sus anfitriones y, gracias a la dinámica social del Viaje, había ganado experiencia en el manejo de grandes auditorios, entre los que ya se desenvolvía con total comodidad y soltura, tal como ocurría en los selectos ámbitos de las elites. La Academia Central Mexicana de Jurisprudencia y Legislación, —fundada en 1885 y correspondiente de la de Madrid— lo nombró académico honorario el 29 de enero de 1910, entregándole un diploma acreditativo79 en una sesión oficial donde hicieron uso de la palabra los académicos Rodolfo Reyes y Roberto A. Esteva Ruiz y el propio Altamira leyó un texto inédito del futuro tomo IV de la Historia de España y de la civilización española. La Sociedad Científica Antonio Alzate lo designó miembro honora80 rio; la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística lo nombró Socio Corresponsal en su sesión del 13 de enero de 191081 y la Sociedad de 77
«Fiesta en honor de Altamirano», La escuela mexicana, v. VI, N.º 33, México, 30-I-1910, pp. 520-534. 78 Martínez, B., 1910, p. 541. 79 Véase una reproducción fotográfica en: Asín, Moreno, Muñoz et al., 1987, p. 115. 80 Carta de la Sociedad Científica «Antonio Alzate» a R. Altamira, México, 25-I-1910, IESJJA/LA.
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Alumnos de la Escuela Nacional de Jurisprudencia lo nombró socio honorario y protector.82 En el plano político, Altamira fue recibido por el titular del Poder Ejecutivo y varios de sus ministros, por el Gobernador del Estado de Yucatán y obispo de Mérida y las autoridades de las instituciones de enseñanza superior mexicanas. El Secretario de Instrucción consultó a Altamira y solicitó su dictamen a propósito del proyecto de fundación de la Universidad Nacional de México, designándolo como futuro profesor titular de la cátedra de Historia del Derecho.83 Altamira fue agasajado con numerosos banquetes por cuenta de los Secretarios de Estado, del profesorado universitario, secundario y primario, del Colegio de Abogados, de la Legación española, de la Embajada argentina, del Liceo, del Centro Asturiano y del Casino Español de Ciudad de México, del Centro Español, de la Liga de Acción Social de Mérida —que lo nombró Socio Correspondiente—,84 del Círculo Español Mercantil de Veracruz —que lo nombró Socio Honorario—85 y de la colonia española del puerto de El Progreso. En su informe oficial, Altamira destacó el acontecimiento social que significó su partida de la capital mexicana rumbo a Yucatán.86 En esta ocasión la Escuela Nacional Preparatoria organizó una demostración en su honor en la estación ferroviaria convocando al público por medio de 81 Carta de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística a R. Altamira, México, 14-I-1910, IESJJA/LA. Véase una reproducción del diploma en Asín, Moreno, Muñoz et al., 1987, p. 113. 82 Nombramiento de R. Altamira como socio honorario y protector de la Sociedad de Alumnos de la Escuela Nacional de Jurisprudencia, México, 1-VIII-1910, AHUO/FRA, Caja VII. 83 Tercer informe elevado por R. Altamira al Rector de la UO, acerca de los trabajos realizados en México (La Habana, 1-III-1910), en Altamira, 1911, p. 350. 84 En el banquete ofrecido por la Liga de Acción Social de Mérida, su presidente dirigió unas palabras en las que, no casualmente podemos encontrar grandes similitudes con el discurso del peruano Paz Soldán. No en vano México era la otra gran república mestiza heredera de un gran virreinato y donde subsistía una realidad indígena. Allí, como en Perú, la historia, el idioma y la raza eran utilizados para trazar una filiación entre la nación americana y España, entre la elite criolla y los benéficos conquistadores, para reafirmar —a través de un ejercicio ideológico burdamente selectivo y excluyente del aporte amerindio— la identidad hispana de la elite local y legitimar su hegemonía social. (Carta de Gonzalo Cámara y Tomás Castellano Acevedo de la Liga de Acción Social de Mérida a R. Altamira, Mérida de Yucatán, 11-II-1910, IESJJA/LA.) 85 Véase reproducción del diploma acreditativo en Asín, Moreno, Muñoz, Ramiro et al., 1987, p. 114. 86 Tercer informe elevado por R. Altamira al Rector de la UO, acerca de los trabajos realizados en México (La Habana, 1-III-1910), en Altamira, 1911, p. 352.
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publicidad callejera y atrayendo un gentío inmenso a los andenes. La crónica del evento, llena de notas de color, nos habla de multitudes abalanzádose sobre el tren para saludar, aplaudir y vitorear al alicantino y un Altamira emocionado hasta las lágrimas, pronunciado un breve discurso de agradecimiento, repartiendo bendiciones y gritando, sombrero en mano y ya alejándose el tren, vivas a México y a la juventud mexicana.87 Antes de dedicarnos a la escala cubana, debemos recordar que Estados Unidos fue visitado por Altamira entre el 20 de diciembre y el 12 de enero. Esta escala estuvo contemplada desde que, con fecha 13 de mayo de 1909, la American Historical Association lo invitara oficialmente a asistir a las celebraciones del vigésimo quinto aniversario de su fundación y al Congreso Histórico Nacional a celebrarse en Nueva York entre el 27 y el 31 de diciembre de 1909.88 En este congreso profesional, Altamira leyó una memoria acerca de la labor de la Sociedades y Academias históricas de España y expuso un trabajo titulado «Acción de España en América», ambos publicados posteriormente en el Anuario de la Asociación.89 Altamira tuvo oportunidad de visitar las universidades de Columbia y Yale y la Biblioteca y Museo de la Hispanic Society of America. Esta sociedad americanista ya lo había distinguido con una membresía en diciembre de 1909, otorgándole ahora su medalla de plata «como premio a los relevantes servicios que ha prestado usted a la literatura y a la admirable influencia que ha ejercido a favor del estrechamiento de las relaciones y del más completo conocimiento entre España y los pueblos americanos».90 87 «El último día de estancia en México del Señor Altamira. Cariñosa despedida en la estación», El Imparcial, México, 3-II-1910. 88 Invitación de la American Historical Association a R. Altamira, New York, 13-V-1909, reproducido como anexo del Informe sobre los trabajos realizados en lo Estados Unidos de Norte América (diciembre de 1909-enero de 1910), en Altamira 1911, p. 649. 89 La American Historical Association fue fundada en 1884. Rafael Altamira sería incorporado como miembro honorario extranjero de la American Historical Association junto al chileno Domingo Amunátegui Solar, Johan Huizinga y otros historiadores en 1944, un año después de la designación de Benedetto Croce. Antes, los únicos historiadores distinguidos con esta membresía honoraria —reservada a aquellos que habían colaborado con la formación de estudiantes estadounidenses en sus países—, habían sido: Leopold von Ranke; William Stubbs; Samuel Rawson Gardiner; Theodor Mommsen y James Bryce. Véase: American Historical Association, [en línea], http://www.historians.org/prizes/awarded/Honorarywinners.htm, [Consultado: IX-2007]. 90 Comunicación de la Hispanic Society of America a R. Altamira, New York, 31-XII-1909, reproducido como anexo del Informe sobre los trabajos realizados en lo
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Las conferencias universitarias que se le habían encargado a través de una carta de William R. Shepherd, Leo Stanton Rowe e Hiram Bingham de la HSA, fueron pospuestas, a fin de planificar más detenidamente una política de intercambio con Estados Unidos desde Oviedo.91 Finalmente, la última etapa del Viaje Americanista discurrió en Cuba, donde Altamira arribó en el vapor Mérida el 15 de febrero, permaneciendo hasta el 22 de marzo. La entrada en el puerto fue, sin duda, pintoresca, «estallando una ovación grandiosa y prolongada», acompañada de vítores, «millares de manos [que] batían palmas y agitaban los pañuelos» y el ulular de las sirenas de los barcos anclados que «atronaban el espacio», combinándose con el sonido de las bandas musicales y los ruidos de la abundante pirotecnia gastada para la ocasión. Los cronistas hablaron, entonces, de un «entusiasmo inenarrable» y de «una de las más grandes concertaciones de entusiasmo y confraternidad entre cubanos y españoles, que registraban las crónicas habaneras».92 Durante los seis días en que los pasajeros debieron permanecer en observación en Triscornia —debido a los controles de sanidad— Altamira fue visitado por comisiones universitarias y estudiantiles y por representantes de sociedades españolas y cubanas. El 21 de febrero Altamira entraba, finalmente, en el recinto urbano de La Habana en medio de manifestaciones populares organizadas por las sociedades españolas y estudiantiles. Tal como venía dándose en las anteriores escalas, el viajero —acompañado por el representante español Pablo Soler y Guardiola— realizó visitas oficiales al Presidente de la República, José Miguel Gómez, al Vicepresidente, al Ministro de Instrucción Pública y al Ministro de Estado y a otros altos cargos gubernamentales y municipales. Cuatro días después, Altamira fue agasajado en el Teatro Nacional de La Habana, en cuya recepción pudo departir nuevamente con el Presidente Gómez. Durante su estancia en Cuba, Altamira contó con el apoyo de un incondicional amigo de la UO en América, el doctor Juan Manuel Dihigo —solícito gestor de los asuntos de la universidad ovetense en la isla—93 Estados Unidos de Norte América (diciembre de 1909-enero de 1910), en Altamira, 1911, p. 648. 91 Invitación a las conferencias en Universidades norte-americanas. Carta de la HSA a R. Altamira (en Buenos Aires), New York, 9-VI-1909, reproducido como anexo del Informe sobre los trabajos realizados en lo Estados Unidos de Norte América (diciembre de 1909-enero de 1910), en Altamira, 1911, p. 64. 92 Noticia publicada en La Correspondencia, 15-XII-1909, citado en Sueiro, 1994. 93 Del interés persistente de Juan Manuel Dihigo en los resultados del viaje americanista dan fe sus cartas a R. Altamira antes de embarcarse a América y mientras se desarrollaba el periplo, en las que aparte de los buenos deseos, exploraba posibles
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quien, como ya veremos, había tenido un papel importante en la gestación del Viaje Americanista. Altamira dictó seis conferencias en la Universidad de La Habana. La primera de ellas, acerca de «La obra americanista de la Universidad de Oviedo»94 fue antecedida por el discurso de bienvenida a cargo de Dihigo, quien resaltó las cualidades intelectuales de Altamira y sus aptitudes para divulgar «la vida intelectual de España» y así desvirtuar «la especie de que ella se limita a perpetuar el tipo de su decadencia, tipo que la presenta atrasada en lo científico, intransigente, cerrada y misoneísta a todas las manifestaciones de elevación mental».95 La segunda conferencia, sobre «Organización de los estudios históricos»,96 fue antecedida por el discurso del doctor Evelio Rodríguez Lendián, Decano de la Facultad de Letras; la tercera, se tituló «Ideas e instituciones pedagógicas españolas, con particular examen de los Museos pedagógicos»;97 la cuarta, dedicada a los estudiantes, sobre «Asociaciones escolares y deberes del estudiante como tal y como ciudadano»;98 la quinta, sobre «Extensión Universitaria» y la sexta y última, sobre la «Historia del Municipio español, según las últimas investigaciones»,99 luego de la cual, pronunció un discurso de despedida, el Decano de la Facultad de Derecho, doctor González Lanuza. También dictó conferencias en el Instituto de Segunda Enseñanza sobre «Organización de los estudios de cultura general»;100 una en las Soactividades del viajero en Cuba y trataba de armonizar su itinerario con las necesidades de la UH. Véase: Cartas de Juan Manuel Dihigo a R. Altamira, La Habana, 14-I-1909, 8-VII-1909; 2-XII-1909, 9-XII-1909 y 20-XII-1909, IESJJA/LA. 94 Altamira, Rafael, «La obra americanista de la Universidad de Oviedo», en CHRA, 1910, pp. 59-64. Los papeles preparatorios de esta conferencia pueden consultarse en: Notas de R. Altamira para su 1.ª Conferencia en la UH, La Habana 1910, IESJJA/LA. 95 Dihigo, 1936, p. 247. 96 Notas de R. Altamira para su 2.ª Conferencia en la UH, «Organización de los estudios histórico» (10 tarjetas), La Habana, 1910, IESJJA/LA. 97 Notas de R. Altamira para su 4.ª Conferencia en la UH, «Factores de la Pedagogía española moderna», La Habana, 1910, IESJJA/LA. 98 Notas de R. Altamira para su Conferencia a los estudiantes de la UH, La Habana, 9-III-1910, IESJJA/LA. En esta conferencia Altamira no dudó en promocionar a las universidades españolas, afirmando que lo que las caracterizaba era una amplísima libertad de enseñanza —pese a que «sobre esa libertad no se tiene una idea clara fuera de España»— y su apertura a la mujeres. (Nota sin título, La Correspondencia, 8-III-1910, extractado de Sueiro, 1994, p. 12). 99 Notas de R. Altamira para su 3.ª Conferencia en la UH, «Historia del municipio español», La Habana, 1910, IESJJA/LA. 100 Notas de R. Altamira para su Conferencia en el Instituto, La Habana, 28-II-1910, IESJJA/LA.
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ciedades de Color, sobre «La fraternidad humana»101 y una en el Ateneo de La Habana. Altamira visitó el Centro Castellano el primero de enero y la Asociación de Maestros Públicos de La Habana lo invitó a pronunciar una conferencia102 en un acto donde también hicieron uso de la palabra el Subsecretario de Instrucción Pública y el Presidente de dicha asociación. La Asamblea de esta asociación, en sesión del 3 de marzo, lo nombró Presidente de honor, entregándole el diploma acreditativo en un «festival escolar» celebrado en el Teatro Nacional. En dicho festival, celebrado el 5 de marzo, alumnas de la Escuelas N.º 14, 24, 30 y 36 de La Habana ejecutaron «Saludo a Altamira» —una composición coral a dos voces—, recitaron poesías, cantaron marchas y representaron fragmentos de comedias y zarzuelas.103 El viajero también pronunció varios discursos doctrinales, que a menudo tomaron el carácter de conferencias, tal como ocurriera en la Academia de Ciencias y en la recepción del Ayuntamiento de La Habana. Altamira visitó, además, diferentes Facultades de la UH, la Academia de Taquigrafía, la Escuela de Artes y Oficios, la Escuela de Comercio, la Biblioteca nacional, la Junta de Educación, el Colegio Franco-Hispano-Americano, y varias escuelas primarias. Una de estas escuelas habaneras, el establecimiento privado La Primera Luz, tributó en homenaje a Altamira, remitiéndole luego un extenso mensaje en el que, además de la admiración que le profesaba el maestro Jorge Batista —firmante del texto—, se relataba la desbordante emoción que embargó al alumnado luego de una clase alusiva de la personalidad intelectual del viajero, un auténtico «gigante intelectual» de la raza.104 Altamira visitó la ciudad de Matanzas el 27 de febrero, asistiendo a un acto en el Instituto de la ciudad, donde fue agasajado por profesores y alumnos y en cuyo acto «me fue entregado un precioso ramo, cuyas cintas prometí que serían puestas como corbata en la bandera de nuestra 101 Notas de R. Altamira para su conferencia ante las Sociedades de Color, La Habana, 4-III-1910, IESJJA/LA. 102 Notas de R. Altamira para la Fiesta de los maestros, 1910, IESJJA/LA. 103 Una reproducción del programa de este evento puede verse en: Asín, Moreno, Muñoz et al., 1987, p. 120. 104 Mensaje de La Primera Luz. Escuela privada de niños al insigne maestro español Sr. D. Rafael Altamira (firmado por Jorge Batista), La Habana, 21-II-1910, IESJJA/LA. Resulta interesante reparar en este tipo de manifestaciones espontáneas no sólo para observar la desmesura con la que se valoraba al viajero —«¡Altamira conoce todos los libros, es su cerebro una biblioteca, en su alma lleva las ciencias, es su filosofía su espíritu, la literatura sus nervios, su mente una enciclopedia, el arte del buen decir es su traje!»—, sino la profusión del afecto popular que Altamira había logrado despertar en la población hispano-cubana.
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Universidad, en prenda de hermandad entre ambos centros docentes».105 En el Liceo de la ciudad pronunció un discurso sobre el significado intelectual del viaje americanista, siendo obsequiado con una «espléndida estalactita» de las cuevas de Bellamar —anotada como Miramar en Mi Viaje a América—, lujosamente presentada en una «caja especial de caoba», que el sorprendido viajero —ya abrumado por el peso material de tanto obsequio recolectado y carente, quizás, de imaginación para dar algún uso relevante a tan singular presente—, derivaría generosamente al gabinete de Historia Natural de la Facultad de Ciencias de la UO.106 También fueron visitados el Casino Español y las sedes del gobierno provincial y del Ayuntamiento y el Teatro Sauto, donde ofreció una conferencia. En Pinar del Río permaneció dos días en los que fue agasajado por el Centro Español que, a tal efecto, organizó una velada en la que Altamira disertó acerca de las «Relaciones espirituales entre América y España» además de dos banquetes en su honor.107 El Instituto de Pinar del Río, promotor de la visita a esa ciudad, organizó un acto literario en el que participaron su director Leandro G. Alcorta, Monseñor Ruiz y el obispo de Pinar del Río, y en el que Altamira habló acerca de las «Relaciones que deben existir entre profesores y alumnos para una buena obra educativa». Además de las visitas a establecimientos educativos —entre las que se destacó la efectuada a una escuela norteamericana—, Altamira fue homenajeado por el Gobernador de la provincia, coronel D. Sobrado quien, según testimonio del viajero «me hizo entrega de un mensaje de adhesión a la idea de fraternidad espiritual que representé en mi viaje por América».108 Particular relevancia tuvo, no obstante, el banquete que le ofreciera la sociedad cubana Patria, en el que pronunciaron discursos veteranos de guerra y en el que Altamira creyó ver expresados «de una manera elocuente y acentuada los sentimientos de españolismo de que participan los cubanos más celosos de la soberanía de su patria».109 El 8 de marzo por la mañana visitó, en La Habana, el Centro Gallego y por la noche el Centro Asturiano. Camino a Cienfuegos,110 el catedráti105
Cuarto informe elevado por R. Altamira al Rector de la UO acerca de los trabajos realizados en Cuba (Oviedo, 1-VII-1910), en Altamira, 1911, p. 408. 106 Ib., p. 408. 107 De esta velada, celebrada el 6 de marzo de 1910, ha quedado registrada la poesía «Te-Deum» de Guillermo de Montagú, en: CHRA, 1910, pp. 65-66. 108 Cuarto informe elevado por R. Altamira al Rector de la UO acerca de los trabajos realizados en Cuba (Oviedo, 1-VII-1910), en Altamira, 1911, p. 411. 109 Ib. p. 411. 110 La visita de Altmiara a Cienfuegos fue gestionada por Juan Manuel Dihigo
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co ovetense fue recibiendo un rosario de demostraciones de simpatía de las autoridades, de las colonias españolas, de las asociaciones de veteranos de guerra, y de las «sociedades de color». La comunidad española de Cienfuegos había sido preparada por Fermín Canella, quien había remitido el 25 de noviembre de 1909 una comunicación al presidente de la colonia hispana —publicada por el periódico La Correspondencia— en la que daba cuenta de la misión ovetense y de los antecedentes del comisionado asturiano, pidiendo colaboración y apoyo para su misión en Cuba.111 El 10 de marzo, ya en la ciudad, Altamira fue recibido por comisiones del Ayuntamiento, de la Guardia Rural, de los Bomberos y del Clero. Luego de esta recepción, Altamira visitó la Escuela Central, el Liceo, el Centro de Dependientes, el Centro Gallego, el Casino Español y el Sanatorio Español. Por la noche, Altamira asistió al Teatro Tomás Terry, donde fue honrado por las elocuentes palabras del señor Luis González Costi y del señor Villapol, quien expresó que el viajero «trae una misión evangélica y como misionero de la inteligencia y del amor, viene no sólo en nombre de la UO, sino en la representación de la Nación Descubridora, a dar el abrazo fraternal a todos sus hijos del Nuevo Continente».112 Seguidamente, Altamira pronunció una conferencia sobre los propósitos del viaje americanista, que fue seguida por las autoridades civiles y militares, y por el obispo Monseñor Torres. En el distrito de Cienfuegos, Altamira viajó a los pueblos de Palmira y Cruces, donde visitó el Ingenio Andreíta y el Club Martí.113 De vuelta a la capital, el día 12 de marzo, Altamira fue llevado a la quinta Covadonga del Centro Asturiano, almorzó en el Club Ovetense y ofreció una conferencia en el Ateneo.114 La Universidad homenajeó a Altamira con un banquete en el que hablaron el profesor Dihigo y el Rector de la UH, Dr. Leopoldo Berriel, quien además ponía un broche de oro al periplo del delegado ovetense, dirigiendo a Fermín Canella una concisa pero no menos contundente carquien transmitió tempranamente la demanda de la comunidad española de esa ciudad para contar con su presencia, la cual fue reafirmada, meses más tarde, por otras cartas de emigrantes españoles. Véase: Carta de Juan Manuel Dihigo a R. Altamira, La Habana, 14-I-1909, IESJJA/LA y Carta de Leandro Llanos y otros a R. Altamira, Cienfuegos, 20-XII-1909, IESJJA/LA. 111 «Comunicación del Rector de la Universidad de Oviedo sobre la misión de Altamira» (La Correspondencia, Cienfuegos, 15-XII-1909), extractado de Sueiro, 1994, Anexo n.º 6. 112 Ib., p. 14. 113 Ib., p. 15. 114 Ib., Anexo n.º 10.
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ta en la que informaba a su colega asturiano de que «la labor de intercambio intelectual, confiada acertadamente al Dr. Altamira y con gusto aceptada por este centro docente, como labor de todo en todo y privativamente académica, y con fin también exclusivamente académico, ha ya concluido coronada por el triunfo», habiendo realizado el alicantino «una demostración concluyente de los avances de la ciencia en la secular institución de que procede».115 Terminaba, así, el periplo americano de Altamira, luego de completar su última y más compleja escala, cosechando también en el último territorio colonial americano, el aplauso generalizado, aunque, claro está, no estrictamente unánime del pueblo cubano y español emigrado. De la correspondencia que mantuvieran Altamira y Telesforo García durante el Viaje, se desprende la existencia de ciertas críticas y oposiciones a la misión americanista en Cuba. En una de estas epístolas García afirmaba el gran interés que tenía por los resultados de la estancia de Altamira en la Gran Antilla, en tanto que, pese a los «mal apagados odios de los cubanos hacia España» y de los acostumbrados vicios de las rivalidades intestinas y la anarquía política que aquejaban a los compatriotas, no dejaba de creer que en México y aún más en Cuba «el campo es propicio a una reconquista de ideales que afectan sustancialmente a la independencia material y de espíritu de estos pueblos», en obvia referencia a la proyección del poder estadounidense sobre estos países.116 Pero este mismo propósito, festejado ampliamente en toda América Latina, se encontró en Cuba con una contestación ideológica muy firme por parte de un grupo de intelectuales entre quienes destacaban el criminólogo y Decano de la Facultad de Derecho, José Antonio González Lanuza y el joven polígrafo Fernando Ortiz. Mientras que González Lanuza había enfrentado la cuestión de la influencia norteamericana en Cuba en su discurso de despedida de Altamira de la UH, contestando la valoración negativa que de ella hiciera el discurso hispanista y reivindicando el panamericanismo; Ortiz había publicado una serie de artículos extremadamente críticos en el periódico cubano El Tiempo y en la Revista Bimestre, en los que se cuestionaba el propósito del viaje americanista ovetense y el «panhispanismo» en tanto programa ideológico racista y neoimperial español. Estas recusaciones y la apertura de un interesante debate en torno del hispanismo y del panamericanismo, no venían a demostrar el fracaso de 115
Carta oficio del Rector de la UH al Rector de la UO, La Habana, III-1910, en Altamira, 1911, pp. 485-486. 116 Carta de Telesforo García a R. Altamira, México, 17-III-1910, IESJJA/LA.
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Altamira en Cuba, tal como lo pretendieran sus enemigos asturianos. Por el contrario, estas respuestas eran, en aquel contexto, una prueba de la gran repercusión que tuvo su mensaje en un país que, apenas una década atrás, estaba inmerso en una cruenta guerra de liberación contra España. Pese a que Altamira no dio cuenta de este debate en Mi viaje a América, la manifestación de este disenso no alarmó demasiado al alicantino, ni tampoco a los diplomáticos españoles. El embajador español en Cuba, consideraba, en su informe oficial, que estas críticas marginales habían partido exclusivamente de los sectores fervorosamente pro norteamericanos. Pese a que esta explicación era excesivamente simplificadora, Soler no faltaba a la verdad afirmando que estas resistencias habían sido minoritarias y no llegaron a empañar el éxito general que rodeó la visita de Altamira.117 Prueba de ello fue la grandiosa y popular despedida que se le tributara y a la que asistió un nutrido grupo de las delegaciones españolas y cubanas. El periódico Crónica de Asturias atestiguaba que «ninguno de los elementos de positivo influjo en la vida cubana, ninguna de las personalidades prominentes de la colonia española, dejó de cumplir los mandatos de la cortesía» acompañando en los muelles la emocionante partida del enviado de la Universidad asturiana.118 Según el relato de Juan Rivero, la estampa, más que elocuente, superaba la de su llegada: multitudes apiñadas en el muelle, vítores a España y Cuba; caravanas de coches siguiendo el automóvil que llevaba a Altamira al punto de embarque; un «imponente» acto de despedida presidido por el Secretario de Hacienda 117
Oficio de la Legación de España (Pablo Soler) en Cuba al Excmo. Señor Ministro de Estado de S.M. Referente al catedrático señor Altamira. N.º 46. Subsecretaría, La Habana, 20-III-1910, AMAE, Correspondencia Cuba, Legajo H-1430. 118 Según Juan Rivero, entre la muchedumbre se hallaban el embajador español Soler Guardola y el cónsul de España, Sr. Cabanilles; Eliseo Giberga; el ministro de Cuba en Madrid, García Vélez; el ministro de Cuba en Washington, Carrera Jústiz; el senador, Adolfo Cabello; el Presidente de la Comisión del Servicio Civil, Emilio del Junco; el Conde de Sagunto; el Marqués de San Esteban; Juan Bances; el ex senador del Reino Patricio Sánchez; el director de la Escuela de Artes y Oficios, Sr. Aguado; el Presidente de la Lonja de Comercio, Narciso Maciá; el Presidente de la Asociación de Dependientes, Sr. Gómez y Gómez; el Presidente del Centro Asturiano, Maximino Fernández; el administrador del Diario de la Marina, y el Director de la Unión Española. También asistieron representaciones de la Academia de Ciencias; del Instituto de Segunda Enseñanza; de la Escuela de Veterinaria; del Ateneo y Círculo de La Habana; de la Asamblea de Maestros Públicos; de la Asociación de Estudiantes; del Casino Español; del Centro Gallego; de la Asociación Canaria; del Centro Catalán de la Asociación de Dependientes; del Centro Asturiano; del Centro Aragonés; del Centro de Cafés; del Club Ovetense; del Club Covadonga; del Club Piloñés; de la Unión Llanisca; y de la Asociación de la Prensa (Rivero, 1910, p. 128).
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Marcelino Díaz de Villegas en representación del Presidente Gómez y una flotilla de lanchas y remolcadores —fletados por asociaciones españolas, estudiantiles y sindicales— que rindió honores que se prolongaron durante más de tres horas, casi hasta que partiera el transatlántico rumbo a España: «hemos perdido la cuenta de los vivas que dieron los estudiantes bulliciosos y entusiastas [...] y no pudimos anotar cuántos se dieron a Asturias, a Oviedo, a la Extensión Universitaria. Ya anochecido, leva anclas el buque; seguímosle en los remolcadores, rezagados, poco a poco, guardando las últimas palabras del Maestro como una bendición...».119 Problemas historiográficos y documentales en torno del Viaje Americanista Pese a que la simple enumeración de sus hitos permite advertir que el periplo protagonizado por Altamira fue un acontecimiento de suma importancia en la historia de las relaciones intelectuales, culturales e incluso políticas entre España y América, esto no parece haber sido advertido por los especialistas En efecto, el Viaje Americanista no ha merecido demasiado estudio por parte de la historiografía española, la cual se ha limitado —salvo pocas excepciones— a reseñarlo escuetamente o utilizar el reporte de sus principales hitos para ilustrar reflexiones dedicadas a otros fenómenos y procesos.120 Afectado, primero, por una temprana conjunción de interdicciones ideológicas, políticas e historiográficas, este emprendimiento —parte sustancial de la biografía del proscripto Altamira y de la obra del krauso-institucionismo— el estudio del Viaje Americanista ovetense sufrió los nefastos efectos de la censura del primer franquismo.121 Más tarde, ya superada la Dictadura, la pervivencia de prevenciones ideológicas y tópi119
Ib., p. 127. Otras historiografías no han ido mucho más allá. La historiografía argentina, por ejemplo, siendo la que más ha reparado en este periplo, fuera de España, se ha limitado a recuperar los aspectos más externos del asunto debido, muy probablemente, al marcado desinterés que allí existe por estudiar las influencias hispánicas ajenas al canon confesional, conservador o fascistoide que lograría imponerse en los años treinta. 121 Pasamar y Peiró, 1987, pp. 65-92. Del efecto concreto de estas interdicciones sobre la consideración de la experiencia reformista finisecular de la Universidad de Oviedo, de sus principales protagonistas y de sus iniciativas sociales, intelectuales y culturales hasta bien entrados los años sesenta, ha dado cuenta Santiago Melón Fernández, el primer historiador que estudiara el Viaje Americanista. Véase: Melón, 1998a, pp. 12-13. 120
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cos hostiles al regeneracionismo y al reformismo —tanto en las derechas como en las izquierdas— han contribuido a que nuestro conocimiento sobre el Grupo de Oviedo y sus iniciativas no avanzara mucho desde principios de los años sesenta.122 En aquellos años, se produjo el primer acercamiento al Viaje Americanista desde una perspectiva historiográfica. En 1961, Santiago Melón Fernández leyó en la UCM una memoria de licenciatura —dirigida por Santiago Montero Díaz—, que se proponía recuperar un capítulo «olvidado» de la UO. Dos años más tarde, este estudio sería publicado en Asturias, convirtiéndose pronto en un libro de referencia.123 El título XII de esta obra estaba dedicado al periplo americano de Rafael Altamira, exponiéndose en él, por primera vez, diversa información relacionada con la iniciativa de Canella y el posterior recibimiento de Altamira en América y España, una vez concluida la empresa. El principal propósito de Melón era, en este caso, rehabilitar la memoria de aquellos intelectuales y demostrar que este acontecimiento representaba el «compendio magnífico» de lo que había significado el movimiento ovetense y el broche de oro de una experiencia extraordinaria iniciada en los años ochenta del siglo XIX. Quebrado el silencio académico, cuatro años más tarde, la UO publicaría un brevísimo volumen que recogía el primer homenaje público que se había tributado en Asturias a un hombre del Grupo de Oviedo, desde el fusilamiento del rector Leopoldo Alas Argüelles, en 1937. En este cuadernillo, se incluiría el texto de la conferencia que pronunciara Luis Sela Sampil en el paraninfo de la casa de altos estudios, en la que se rescataba el ideario humanista y la trayectoria internacional de Altamira, destacando la importancia del Viaje Americanista como ejemplo de su compromiso con la causa de la confraternidad hispano-americana.124 122 La abierta hostilidad de conservadores y confesionales, unida a la fuerte prevención ideológica que inspiraba en las izquierdas la experiencia de los liberales reformistas, laicos, republicanos, obreristas, posibilistas y comprometidos con un ideal patriótico, democrático y modernizador, hizo que intelectuales como Rafael Altamira, Adolfo González Posada, Adolfo Álvarez Buylla o Aniceto Sela y Sampil, nunca fueran reclamados decididamente por ninguna de las grandes tradiciones políticas e ideológicas españolas. Mirados con recelo por su mal acomodo a los maniqueísmos consagrados e irreductibles a la lógica guerracivilista —que siguió influyendo por largo tiempo en la interpretación de la historia española— las biografías, obras y trayectorias públicas de los integrantes del Grupo de Oviedo y de muchos otros krausistas, republicanos o progresistas, sufrieron por el desinterés de los historiadores y por los sesgados requerimientos de la memoria institucional y de la crispada política española. Hemos tratado con mayor detenimiento estas cuestiones en Prado, 2008. 123 Melón, 1998b. 124 Sela Sampil, L., 1967.
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Tras este primer paso dado para reconciliar a la Universidad con su propio pasado liberal y reformista, fuera de Oviedo, Vicente Ramos publicaba en 1968 la primera biografía de Altamira, en la que se dedicaban dos capítulos al desarrollo y conclusión del Viaje Americanista, en los se reconstruyó el periplo, utilizando abiertamente y con más pormenor, los documentos recopilados por el propio Altamira en Mi viaje a América.125 Así, pues, cincuenta años después de los hechos, esta biografía venía a complementar el epígrafe del estudio pionero de Melón, concluyendo, en lo esencial, la recuperación de los acontecimientos que podían ser conocidos a través de la memoria, la «olvidada» bibliografía y los documentos publicados. Esta recuperación, aun cuando centrada en los aspectos «externos» del Viaje, situaba su entendimiento en el contexto biográfico y socio-institucional de Altamira, abriendo camino para que, en el futuro, otros estudiosos —españoles o extranjeros— pudieran internarse con más seguridad en el estudio de la iniciativa ovetense, asumiendo el estudio y la discusión de las cuestiones ideológicas o políticas involucradas. Éste pareció ser el camino que tomaría el estudio del Viaje Americanista, por lo menos tras la aparición en 1971 del libro Hispanismo, 1898-1936 de Frederick Pike. Este importante estudio de historia intelectual y de historia de las ideas, encuadró con gran acierto el hispanoamericanismo peninsular en las líneas de tensión del campo intelectual e ideológico español. Esta operación permitió a Pike distinguir una vertiente conservadora y otra liberal en pugna por controlar el programa del movimiento americanista y la política de reconstrucción de los vínculos intelectuales entre España y sus antiguas colonias. En este marco, las «misiones» americanas de Rafael Altamira y, la posterior de Adolfo González Posada, podían ser comprendidas no ya como un episodio voluntarista e inocuo, fruto de la bonhomía de algunos próceres o de la generosidad de una institución, sino como un proyecto impulsado por los liberales reformistas españoles, en beneficio de su programa de modernización y proyección internacional de la cultura española.126 Lamentablemente, esta prometedora línea de investigación no halló, en aquellos años, continuadores consecuentes en España, en América ni tampoco entre los hispanistas anglosajones. De hecho, por más de quince años no se realizó ningún aporte relevante acerca del Viaje Americanista o del americanismo ovetense.
125 126
Ramos, 1968. Pike, 1971, pp. 103-127; pp. 146-165 y, en especial, pp. 152-157.
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Sería Santiago Melón, nuevamente, el encargado de romper el silencio publicando, en 1987 un breve estudio titulado El viaje a América del profesor Altamira127 que desde entonces y durante las dos décadas siguientes, ha sido la única monografía dedicada a este tema. Este estudio —evidente desarrollo de aquel título XII de la memoria de 1961— ofrecería un esquema más orgánico pero en absoluto novedoso del Viaje, apoyado en la simple glosa de datos extraídos de Mi viaje a América. Pero si nada de importancia agregó Melón a nuestro conocimiento del Viaje, si realizó un aporte importante para comprender sus efectos inmediatos y mediatos. En efecto, amén de ciertas revelaciones anecdóticas de importancia, Melón ofrecería en este texto un relevamiento de la prensa católica ovetense del período 1910-1912 que —pese a su escasa pulcritud erudita y su clara identificación con sus «informantes»— nos ha permitido recuperar la crítica ideológica que suscitó el Viaje entre los enemigos ideológicos del Grupo de Oviedo.128 Este giro interpretativo, si no enmendaba por completo la imagen discretamente benevolente que el mismo Melón había colaborado a establecer en los años sesenta, la matizaba con suficientes pinceladas hostiles y maliciosas dudas acerca de lo que hasta entonces se había tenido como verdad evidente: el triunfal resultado del Viaje de Altamira.129 Desde entonces, si bien nadie reprocharía este cambio de posiciones a Melón —no nos consta que ni siquiera haya sido percibido— y nadie se interesaría por abrir un debate a partir de sus nuevas consideraciones, se abrirían, en perspectiva, dos vías para quienes intentaran avanzar en la problematización del Viaje Americanista: la de la velada crítica ideológica o la de la ponderación del individuo y su obra. En 1987, abonando aún más el conocimiento de los aspectos externos del Viaje, un equipo reunido por el Instituto de Estudios Juan Gil Albert (IEJGA) publicaría un magnífico catálogo de la exposición de homenaje a Rafael Altamira ofrecida en Alicante. El capítulo dedicado al Viaje Americanista ofreció importante información puntual sobre los aspectos más curiosos del periplo, transcripciones y reproducciones foto127
Melón, 1998c. Publicados entre 1910 y 1912 en El Carbayón, estos artículos formaron parte de una furiosa operación de prensa —de la que hablaremos con más detenimiento en el Capítulo IV— diseñada por su director, Arboleya, con el objeto inicial de desprestigiar a Altamira y refutar su triunfo americano y, más tarde, para coadyuvar a los esfuerzos de otras organizaciones y personalidades católicas en su propósito de forzar la renuncia del alicantino como Director de Primera Enseñanza y reemplazarlo por alguien ajeno a la Institución Libre de Enseñanza. 129 Prado, 2008. 128
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gráficas de documentos hasta entonces virtualmente desconocidos, provenientes de diferentes archivos alicantinos y ovetenses que guardaban papeles de Altamira.130 Ese mismo año y al tiempo que se realizaba aquella exposición, el IEJGA organizó un simposio que daría lugar a una compilación de estudios sobre los diversos aspectos de la vida profesional y del pensamiento de Altamira, publicada al año siguiente.131 Sorprendentemente, en este volumen prácticamente no se prestó atención a la campaña de 1909-1910, si bien algunos artículos aportaron interesantes datos y reflexiones acerca de sus concepciones americanistas132 e informaron de la existencia de documentación inédita relacionada con las convicciones metodológicas de Altamira y generada durante su viaje por la República Argentina.133 La nueva década trajo, con el quinto centenario del Descubrimiento, un fuerte impulso editorial a la temática americanista en España, aun cuando esto no se reflejó, decisivamente en la temática que nos ocupa. Afianzado el conocimiento de los acontecimientos, éstos no daban lugar a reflexiones críticas o nuevas indagaciones, sino a la utilización de referencias y ejemplos en el marco de investigaciones de otros hechos y problemas directa o indirectamente relacionados con Altamira. Esto puede verse muy claramente en la Colección 1492 de MAPFRE, donde se publicarían diversos volúmenes que retomarían escuetamente el Viaje Americanista. Formentín y Villegas, por ejemplo, en su monografía sobre las relaciones de la Junta para la Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas (JAE) con América, situaría a la iniciativa de la UO en el punto de partida de un nuevo y fructífero circuito de intercambio intelectual iberoamericano. Pese a este indudable acierto, sus autores consideraron la labor de Rafael Altamira y del rector de la UO, Fermín Canella, como precursora del verdadero intercambio, que habría sido inaugurado, según su argumento, por la JAE.134 En otros libros de esta colección el tratamiento del Viaje de Altamira sería más errático y erróneo, como sería el caso de Asturias y América, un estudio de los aspectos migratorios de las relaciones de aquella región y el Nuevo Mundo, en el que destaca el marcado desinterés por estudiar 130 131 132 133 134
Asín, Moreno, Muñoz et al., 1987, pp. 89-130. Alberola (Ed.), 1988. Formentín y Villegas, 1988. Carreras Ares, 1988. Formentín y Villegas, 1992, pp. 48-51.
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aquel acontecimiento y un sorprendente cúmulo de errores y confusiones que se concentran en la página y media escasa que dedica al asunto.135 Al calor de aquella efeméride, aparecerían en la primera mitad de los años noventa, otros títulos de variado interés. Por un lado, la aparición de algunos estudios acerca del movimiento americanista y del lugar de España en el imaginario americano, abordarían tangencialmente la cuestión del Viaje. Tal es el caso de un artículo de Santiago Melón publicado en 1993, donde se propondría un nuevo esquema de la evolución ideológica del movimiento americanista, según la sucesión de tres etapas de desarrollo, una positiva o colonialista; una filosófica, dominada por el ideario y la praxis de Rafael María de Labra y del propio Altamira; y una teológica.136 Dentro de este conjunto podemos incluir, también, tres estudios publicados en los años noventa: La imagen de España en América 1898-1931 —uno de los mejores ejemplos del abordaje fragmentado y marginal de la campaña americanista ovetense—;137 Comunidad cultural e hispanoamericanismo 1885-1936, de Isidro Sepúlveda, que con constituir un estudio imprescindible para conocer la historia del americanismo, resulta algo decepcionante no hallar en él mayor consideración por el Viaje Americanista;138 y el artículo de Santos Coronas, «Altamira y los orígenes del hispanoamericanismo científico», en el que, siguiendo de cerca los escritos de Melón Fernández y Jorge Uría sobre el Grupo de Oviedo, ponderaba la evolución ideológica del americanismo finisecular encarnado por Altamira, el cual habría superado tanto al indianismo colonial y sus remedos anacrónicos, como al americanismo retórico de la segunda mitad del XIX.139 135
Rodríguez González, 1992, pp. 218-219. Melón, 1998d. 137 Sánchez Mantero, Macarro y Álvarez Rey, 1994. 138 Sepúlveda, 1994, pp. 126-127. Es de lamentar que su autor se limite a mencionar el periplo a la hora de hablar de las propuestas realizadas por Altamira a Alfonso XIII, en 1911. En 1990, Sepúlveda ya había llamado la atención respecto del americanismo ovetense en un artículo en el que realizaba una revisión sumaria, aunque muy útil, del programa americanista de Altamira antes y después de la coyuntura de 1909-1910, aunque soslayando por completo toda consideración de su Viaje a América. Véase: Sepúlveda, 1990. 139 Coronas, 1999a. En este texto, Coronas se ciñó a la descripción del Viaje y de la trayectoria americanista de Altamira, si bien avanzó algo en la consideración del período 1911-1936, al que nadie había prestado demasiada atención. Desde el punto de vista de las fuentes, debe aclararse que si bien este autor utilizó básicamente los documentos de Mi viaje a América y España-América, amplió el panorama documental a través de una revisión —meritoria, claro, aunque también somera y aparentemente aleatoria— del Archivo Histórico de la Universidad de Oviedo (AHUO). 136
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Contrastando con este llamativo estancamiento; con la utilización meramente ilustrativa del Viaje y con una incipiente tendencia a la reescritura de contenidos ya conocidos —como puede observarse en el prólogo de Melón a la reedición facsimilar de la Historia de la Universidad de Oviedo de Fermín Canella,140 en la nueva biografía de Altamira, publicada en 1997 por Francisco Moreno141 y en otros textos menores no exentos de errores—142 en la segunda mitad de la década de los noventa se dieron a conocer algunos aportes puntuales y valiosos que volvían a colocar al Viaje en el centro de interés de los investigadores. Tal es el caso de dos estudios que darían a conocer nuevos documentos y abrirían nuevas perspectivas acerca del Viaje que nos remitirían a otros horizontes más allá de Asturias y Alicante. El primero de ellos es el artículo de los asturianos Julio Vaquero y Jesús Mella, publicado en 1994 y 1996 donde, siguiendo la línea crítica inaugurada por Melón en 1987, se exponen y analizan nuevos datos y documentos acerca de las supuestas «polémicas» que la misión de Altamira habría desatado en Cuba y llamando a una revisión crítica que profundizara «en el análisis del contenido de la labor académica, cultural y de propaganda» que realizara Altamira.143 El segundo de ellos, publicado en 1997 por Pilar Cagiao, Magali Costas y Alejandro de Arce, revelaría abundante documentación de prensa gallega relacionada con la cobertura periodística y promoción de la empresa americanista ovetense. En este artículo se dan a conocer, además, los acuerdos que trabaron los dirigentes de la Cámara de Comercio, Navegación e Industria de Vigo con Altamira y Canella para contribuir al proyecto y costear el viaje del profesor gallego de la Extensión Universitaria ovetense, Francisco Alvarado, como secretario de Altamira y «representante» del comercio gallego.144 En aquellos años, mientras los escasos americanistas españoles interesados en Altamira se debatían entre clausurar el tema o proponer avances o discusiones puntuales de algunos aspectos del Viaje, la historiografía argentina produciría algunos síntomas prometedores, por lo menos en lo que respecta a la recuperación del acontecimiento y de la trayectoria de Altamira en relación con temáticas de interés rioplatenses.
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Melón, 1995. Moreno, 1997. Ramos y Richard, 1997. Vaquero y Mella, 1996. Cagiao, Costas y de Arce, 1997, pp. 43-44.
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Así pues, tras décadas de olvido, en 1991, Hebe Clementi, presentando una aproximación al estudio del krausismo español y argentino, recordaría someramente y con algunos errores de datación, el paso de Altamira por el Plata y «la circulación entusiasta de sus enseñanzas».145 En 1993, Fernando Devoto aludiendo a la busca de referentes teóricos para la profesionalización historiográfica que emprendieran los hombres de la Nueva Escuela Histórica argentina, recordaba a los historiadores argentinos que, junto con Bernheim, Langlois y Seignobos, Altamira también había sido invocado como autoridad de primer orden en metodología.146 Para entonces, Hebe Carmen Pelosi —que venía prestado atención a la trayectoria de Altamira—,147 había publicado junto a M. Constanza Monti un prolijo artículo en el que se exponía, sucintamente y ante un público desconocedor del personaje, un panorama de la biografía intelectual de Altamira ampliamente contextuado en su coyuntura histórica e ideológica y sólidamente apoyado en la bibliografía más notoria del alicantino.148 Pelosi y Monti ofrecieron además, un panorama de las temática de las lecciones pronunciadas por Altamira, apoyándose en Mi viaje a América y en las referencias ofrecidas en Archivos de Pedagogía y Ciencias de la UNLP.149 En 1995, la ANH publicó La Junta de Historia y Numismática Americana y el movimiento historiográfico en la Argentina (1893-1938), dos tomos en los que Rafael Altamira y su paso por las universidades argentinas serían aludidos en varias oportunidades. Si bien el conjunto de estos artículos —imprescindibles para comprender la evolución de la Historiografía en Argentina— no aportaron nuevos datos y a menudo se limitaron a consignar puntualmente los hechos y la posterior influencia intelectual de Altamira, su importancia deviene de la contextualización argentina que, desde diferentes perspectivas, propusieron para entender estos fenómenos.150 145 Clementi, 1991, p. 191. En este breve texto, Clementi afirmaría, crípticamente que, pese a sus filiaciones, Altamira no había hecho evidente en Argentina el «cuño krausista» de sus ideas, «seguramente cautelando ataques xenófobos a la manera de los sufridos en España» (191). 146 Devoto, 1993, pp. 13-14. 147 Pelosi, 1991. 148 Pelosi y Monti, 1993. En 1995, Hebe Pelosi volvería a Altamira con su «Hispanismo y americanismo en Rafael Altamira», dando a conocer la continuidad de las relaciones intelectuales entre Rafael Altamira y los historiadores argentinos, y en especial la existencia de veintiuna cartas de Altamira a Levene entre 1945 y 1951 en el Archivo de Ricardo Levene. Véase: Pelosi, 1995. Al respecto véase también Tau Anzoátegui, 1997. 149 «Rafael Altamira en la Universidad Nacional de La Plata», Archivos de Pedagogía y ciencias afines, UNLP, Tomo VI, n.º 17, Buenos Aires, 1909, pp. 161-285. 150 ANH, 1995. Véase con especial atención: Ravina, 1995, pp. 43-44 —donde se
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Dos años más tarde, el historiador argentino Eduardo Zimmermann —quien ya se había interesado por la proyección del ideario del Grupo de Oviedo en Argentina—151 publicaría un texto en el que observaba la visita docente de Altamira y Adolfo Posada a la UNLP como acontecimientos de gran importancia para el desarrollo de vínculos entre el reformismo liberal argentino y español.152 En 2000, Zimmermann ampliaría sustancialmente sus argumentos analizando con mayor detenimiento el impacto de los discursos de Rafael Altamira y Adolfo Posada entre los intelectuales reformistas del primer Centenario.153 Al margen de alguna mención tangencial en libros que deberían de haber prestado mucha mayor atención al paso de Altamira por La Plata,154 en el año 2000, reforzando la línea de abordaje iniciada por Devoto y Zimmermann, Ignacio García se interesaría por la experiencia de Altamira en el marco de sus estudios acerca del desarrollo del institucionismo en el ambiente krausista argentino. García, polemizando con insignes historiadores rioplatenses, examinaba las relaciones del alicantino y del Grupo de Oviedo con el emigrante republicano Antonio Atienza y Medrano, afirmando el carácter pionero del Viaje Americanista en la reformulación de las relaciones intelectuales que, sin embargo, serían sostenidas en lo mediato por las organizaciones de la comunidad española, antes que por el Estado español.155 Cerrando esta década y la apertura del tema en Argentina, podemos mencionar dos aportes muy diferentes. Por un lado, el más tradicional del académico Enrique Zuleta Álvarez, quien reconocería en su libro España en América, que la UO había sido la primera en preocuparse por el establecimiento de un «programa concreto de relaciones culturales consigna la incorporación en 1909 de Altamira como miembro correspondiente dentro de la política de proyección internacional de la JHNA; Pompert, 1995, p. 227 —que destaca la influencia metodológica y pedagógica de Altamira en aquella época—; Acevedo, 1995, p. 245; Duarte, M.A., 1995, pp. 272, 274, 278 y 284 —en el que se pone de manifiesto la relación entre Altamira y la UNLP—; Devoto, 1995, 394 y p. 397 —en el que se relaciona la incorporación del discurso metodológico y la labor universitaria de Altamira con un proyecto de profesionalización universitaria de la historiografía argentina—; Mariluz Urquijo, 1995, p. 175 —donde se toma nota del impacto que en materia de Historia del Derecho causó la visita de Altamira y sus clases en la UNLP y en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la UBA—; Endrek, 1995, p. 367 —donde se analizan los argumentos de la ponencia que Altamira presentara al II Congreso Internacional de Historia de América, reunido en Buenos Aires en julio de 1937—. 151 Zimmermann, 1992, pp. 546-550 y Zimmermann, 1994, pp. 73-74. 152 Zimmermann, 1997. 153 Zimmermann, 2000. 154 Zarrilli, Gutiérrez y Graciano, 1998. 155 García, I., 2000.
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hispanoamericanas», animado por Rafael Altamira, Adolfo Posada, Leopoldo Alas «Clarín», Melquíades Álvarez y Adolfo Buylla, en el que se retomaba «la vieja preocupación de una política de acercamientos con América sobre la base de la comunidad de cultura», sin desatender los intereses materiales pero radicando su esfuerzo en el ámbito universitario y científico.156 Por otro lado, el mucho más interesante de Andrea Pascuaré —publicado en España—, donde se realiza un planteo tan novedoso como imprescindible, al relacionar y proponer un marco de entendimiento comparativo entre iniciativas como las protagonizadas por Altamira o Posada y los viajes a España de intelectuales argentinos como Ricardo Rojas y Manuel Ugarte, y de intelectuales peruanos como Víctor Andrés Belaúnde y José Gálvez.157 Volviendo a España y ya en el presente siglo, la historiografía española seguiría realizando aportes desiguales fundados en estrategias de aproximación y objetivos muy diferentes. Así pues, podremos apreciar el valioso estudio de Eva María Valero Juan, donde se aborda de forma monográfica, la problemática del americanismo finisecular español —y el aporte del propio de Altamira— en relación no sólo ya con los tópicos del pensamiento regeneracionista, sino con las líneas de tensión más propias del pensamiento americano. Si bien Valero Juan, se interesó en organizar comprensivamente el contexto ideológico en el que Altamira pergeñó su americanismo entre 1898 y 1909, antes que en estudiar el Viaje en sí; su análisis de las respuestas que diera a Altamira el polígrafo cubano Fernando Ortiz158 resulta imprescindible para reinsertar el Viaje en uno de sus más complejos contextos de recepción americano.159 Enfatizando la necesidad de adoptar una visión más abarcadora del americanismo ovetense, la historiadora argentina Hebe Pelosi publicaría en Alicante en 2005 un libro en el que, actualizando parte de sus anteriores trabajos, se ofrece una breve relación de los aspectos de la biografía, obra y pensamiento de Altamira relacionados con la República Argenti156 Zuleta, 2000, p. 104. Rectifíquese el error de Zuleta al adjudicar la concreción del viaje de Altamira y Posada a las gestiones de una todavía inexistente Asociación Cultural Española de Buenos Aires. 157 Pascuaré, 2000. 158 La importancia de esta polémica ha sido señalada en Naranjo y Puig-Samper, 2000, pp. 482-484. También pueden leerse Naranjo y Puig-Samper, 1999, p. 209 y Naranjo y Puig-Samper, 2001, p. 199, en los que se indaga acerca de la formación intelectual de Fernando Ortiz y sus relaciones con la herencia hispana y se abordan brevemente aspectos de las refutaciones que éste dedicó a Altamira. 159 Valero 2003, p. 72.
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na.160 Pese a que el interés de Pelosi no se centra en el Viaje Americanista, sino en la etapa posterior del periplo, debemos destacar que Pelosi ha sido una de las escasas investigadoras que ha trabajado con algunos materiales del AHUO, del IESJJA y de la AFREM, destacando su importancia para acometer futuras investigaciones.161 En 2005, se publicaría El sueño de la Madre Patria de Isidro Sepúlveda, un manual imprescindible que reconstruye la intrahistoria del movimiento americanista en directa relación con la saga del nacionalismo español. En el marco de este ambicioso planteamiento —que retoma en cierta medida una línea de análisis abierta por Pike en 1971 y, por supuesto, la transitada por el propio Sepúlveda en 1994— la trayectoria americanista de Rafael Altamira es adecuadamente valorada, centrándose en su aporte doctrinario a lo que el autor denomina «hispanoamericanismo progresista».162 Pese a esto, el Viaje Americanista no recibe toda la atención que merecería debido, quizás, a cierta reticencia a asumir explícitamente el impacto decisivo que este tuvo en la reconstrucción de las relaciones intelectuales hispanoamericanas.163 Claro que junto a propuestas estimulantes como éstas, también han aparecido otras que, al calor de las nuevas efemérides y las demandas conmemorativas de ciertas instituciones, se limitan a reescribir, sin inquietud crítica alguna y sin el más mínimo aporte documental novedoso, contenidos harto conocidos.164 Esta tendencia, prefigurada ya en los años ochenta y noventa, goza, hoy día, de buena salud, teniendo en cuenta la aparición en 2005 del artículo «España y Castilla en el discurso hispanoamericanista de Rafael Altamira»,165 donde se dedica considerable espacio a hablar del Viaje Americanista, sin aportar, lamentablemente, 160
Pelosi, 2005. Pelosi, 2005, pp. 23-36. Los mayores aportes de Pelosi radica en el análisis de la relación epistolar mantenida entre Altamira y Ricardo Levene y su rastreo de la prolongada presencia de Altamira en las columnas de opinión de la prensa argentina hacen de este accesible manual un inmejorable instrumento de divulgación para introducirse, desde América, en el conocimiento de aspectos no tan conocidos de la biobibliografía del alicantino. 162 Sepúlveda, 2005, pp. 144-151, 345 y 347. En este libro la importancia de Altamira en el movimiento americanista quedaría mucho mejor retratada, dedicándosele espacio en todos sus capítulos, reseñando con mayor pormenor sus sucesivos proyectos, mencionando sus principales libros y comentando sus ideas; de allí que no deba extrañar que las diez entradas bibliográficas constituyan las más numerosas dedicadas a un autor y que las cuarenta y tres entradas correspondientes al alicantino en su extenso índice onomástico, superen con creces las de cualquier otro personaje mencionado en el libro. 163 Sepúlveda, 2005, pp. 339-343. 164 Coronas, 2004. 165 De la Calle, 2005. 161
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nada nuevo ni relevante para su conocimiento. Sostenidos en un excelente repertorio de fuentes secundarias y en un conocimiento indudable de la bibliografía americanista del alicantino, trabajos como los antes mencionados se recrean, inexplicablemente, en una prolija y detallada reescritura de la información y documentación ya publicada acerca del Viaje, tanto por Altamira, como por sus escasos estudiosos, abandonando cualquier tentación de plantear interrogantes o arriesgar nuevas interpretaciones. Como resulta evidente, medio siglo después de que Santiago Melón abriera el tema, el conjunto de textos que han reparado auténticamente en el Viaje Americanista es sumamente escaso y todavía más exiguo es el número de aquellos que han realizado un aporte auténticamente novedoso para comprenderlo. Pese a que la historiografía ha referido, con acierto, el entendimiento del Viaje a la evolución del clima intelectual finisecular, por un lado; y a la historia de los intelectuales, grupos e instituciones del mundo de la alta cultura asturiana y española, por otro; es palpable que, en general, ha renunciado a ver en el periplo algo más que una curiosa anécdota a partir de la cual no cabría formularse demasiadas inquisiciones. Así, los pocos historiadores que se han acercado al tema se ha contentado —salvo puntuales y honrosas excepciones, ya mencionadas— con rescatar del olvido el acontecimiento, narrando con mayor o menor felicidad los hitos del periplo, pero limitándose a: a) subsumirlo en el estudio de otras temáticas —como la historia universitaria, la historia del Grupo de Oviedo, la del americanismo y regeneracionismo—; b) comprenderlo en términos pura y exclusivamente locales; c) estudiarlo basándose en la documentación publicada y otras fuentes secundarias. Estas tres limitaciones han condicionado negativamente el estudio monográfico del Viaje. La primera, porque al considerarlo como una simple anécdota capaz de ilustrar el estudio de otros acontecimientos o procesos, ha favorecido indirectamente la reducción de la cuestión a la enunciación de unos cuantos tópicos y contenidos ya conocidos, desalentando cualquier revisión concienzuda de los hechos. La segunda, porque al abstenernos de analizar este Viaje relacionándolo con procesos políticos, sociales e intelectuales americanos, hemos mutilado la naturaleza misma de este fenómeno, que puede ser contemplado desde una perspectiva bilateral o multilateral, pero nunca exclusivamente española. La tercera, porque el cómodo recurso al documento publicado ha fijado el corpus documental de referencia en las páginas del libro España-América, compilado por la Comisión de Homenaje a Rafael Altamira en 1910 y en
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Mi viaje a América, publicado por Rafael Altamira en 1911; desalentando, en consecuencia, la búsqueda de otros materiales o documentos. Así pues, la bibliografía actual ha cumplido, en lo esencial, la función de actualizar la memoria restringida de ese Viaje y de perpetuar la voz de Altamira, pero no ha avanzado en una comprensión más profunda del mismo, ni en aportar nuevas fuentes o datos, ni tampoco ha logrado rescatar la dimensión americana de este acontecimiento «americanista». Respecto de España-América y Mi viaje a América, cabe realizar algunas consideraciones. Publicados hace noventa y seis años, ambos libros siguen siendo textos de consulta obligada para cualquiera que desee acercarse al estudio de la campaña ovetense, del hispano-americanismo finisecular, de la personalidad intelectual y política de Altamira o de las relaciones intelectuales y culturales iberoamericanas. La cantidad de materiales desconocidos o irremisiblemente extraviados que aportan estos textos, hacen de ellos instrumentos de inestimable valor para cualquier análisis, siempre y cuando se mantenga una saludable distancia respecto de sus propósitos inmediatos y se haga un uso desacralizado y, si se quiere, irreverente, de ellos. Sin embargo, es evidente que aún sigue pendiente una relectura crítica de estos libros desde una perspectiva que, además de analizar los hechos, haga visible a un reticente autor que no dudó en velar su estrategia argumentativa, sus valoraciones e intereses, tras la categórica sentencia de decenas de documentos hábilmente hilvanados. Teniendo en cuenta el abordaje descriptivo, anecdótico y sesgadamente «españolista» del fenómeno, se entiende que los materiales ofrecidos en estos libros hayan bastado para dotar de respaldo «documental» —no siempre citado adecuadamente — a la mayoría de los papers que, aludiendo al Viaje Americanista, no se han interesado verdaderamente por estudiarlo. Si además consideramos que ambos libros son poco conocidos; que su «hallazgo» en estanterías puede sorprender todavía a algunos desprevenidos y que una inteligente glosa de sus contenidos puede resultar atractiva para ciertos lectores o instituciones; se comprende que aún sigan siendo las fuentes principales y los textos sólidos vigentes, en base a los cuales se ha reescrito con mayor o menor ingenio y estilo, el derrotero de Altamira por el Nuevo Mundo. Con todo, si Mi viaje a América y España-América son demasiado citados, ello no significa que hayan sido atentamente leídos. Es evidente que aquellas recopilaciones han sido sobreexplotadas sólo para extraer de ellas una constelación de hechos y fechas útiles para tejer la trama narrativa de aquellos acontecimientos. Siendo el objetivo principal escribir
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la crónica sucinta de unos eventos curiosos y olvidados, se comprende que los materiales más transitados de aquellos volúmenes hayan sido aquellos que se ofrecían para un inmediato espulgue de datos: los sistemáticos informes de Altamira al rectorado ovetense o los documentos institucionales que informaban, puntualmente, de los hitos y jalones del periplo. Por ende, los numerosos textos «doctrinarios» o la alambicada retórica de banquete y ceremonia tan propia de la época y tan bien representada en ambas recopilaciones, han sido desestimados de forma apresurada por los estudiosos.166 Si bien esta tendencia a parafrasear ciertos materiales de Mi Viaje a América está presente en toda la historiografía del Viaje, y constituye un recurso inobjetable y muchas veces necesario, resulta evidente que ésta se ha hecho más pronunciada en los últimos tiempos, bajo el amparo y la presión de ciertas demandas institucionales y editoriales. Si en los años sesenta exhumar aquellas páginas era, además de una osadía, un recurso válido para recuperar un capítulo de la biografía de Altamira, de la historia del americanismo, de la UO y de las ideas españolas, hoy ya no puede justificarse seriamente si no forma parte de una estrategia argumentativa más sofisticada. En efecto, cuando el index de la Dictadura ya no condiciona el estudio de la historia intelectual española; y cuando Santiago Melón y Vicente Ramos ya extrajeron, hace tiempo, los datos esenciales de aquellas recopilaciones, reincidir en el relato simple y plañidero del periplo basándose sólo en Mi Viaje a América, resulta poco estimulante intelectualmente y claramente arriesgado. Contentarse con utilizar los documentos seleccionados y editados por Altamira; entregarse a la glosa o paráfrasis de España-América, de Mi viaje a América o, incluso, de los agresivos libelos de los publicistas católicos asturianos, sólo ha servido para contaminarnos con la lógica que inspiró la publicación de aquellos textos y que nada tiene que ver con la lógica de la investigación científica. De hecho, el que aquellos libros sigan siendo imprescindibles para los historiadores —aun para los más hostiles hacia el alicantino— nos ilustran acerca del inesperado y profundo éxito que tuvo la enérgica in166 Escritos por personajes prácticamente desconocidos u olvidados fuera del círculo más estrecho de los especialistas, estos textos, cuyas claves ideológicas y contexto inmediato no resultan fácilmente reconocibles, no han merecido estudio alguno, en el supuesto de que nada realmente relevante podría encontrarse en ellos. Más allá de la mención somera de algunos de los títulos dados a estos textos orales, nadie ha sabido leer en ellos nada interesante, nada sugerente; nadie ha hallado allí ninguna pista, ningún problema; y, lo que es más sorprendente, nadie ha sido capaz de plantear ninguna pregunta relevante a partir de este material.
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tervención de Altamira en el escenario intelectual y cultural de su época para capitalizar los réditos del Viaje y refutar a sus críticos. Un éxito que contribuiría, paradójicamente y por mucho tiempo, a la devaluación de su campaña en la consideración de los historiadores españoles, que pese a utilizar sumariamente Mi viaje a América, han descartado profundizar en las setecientas páginas que componen aquel vehemente y algo obsesivo alegato. Por supuesto, no abogamos aquí por abandonar nuevamente en los anaqueles a Mi viaje a América ni a España-América. Por el contrario, creemos que es imprescindible profundizar en ellos y que esto sólo puede hacerse cabalmente si nos liberamos de la tutela que sigue ejerciendo Altamira sobre el entendimiento de «su» Viaje. En términos historiográficos esto supone apartarnos de la cómoda e interesada guía que nos ofrecen aquellas recopilaciones, para encarar una lectura crítica de los documentos publicados e incorporar, paralelamente, nuevas evidencias con las cuales replantear el asunto de acuerdo con nuestros intereses analíticos. Si esto es posible es, en parte, porque en la actualidad podemos recurrir al análisis de un considerable volumen de documentación inédita o no utilizada —aunque no totalmente desconocida— sobre el Viaje de Altamira. Por supuesto, la riqueza de los materiales sólo será visible para aquellos que, al margen de un mero interés recopilatorio, se acerquen al Viaje con preguntas e inquietudes que superen las relacionadas con la mera constatación de las diferentes escalas y variados logros de su protagonista. Dado que el grueso de la historiografía precedente ha abordado este Viaje contentándose con reseñar un itinerario triunfal cuyo resultado se justificaría por sí solo y se explicaría a sí mismo, se comprende que esta documentación inédita, depositada en tres archivos de instituciones públicas, no haya logrado atraer el interés de demasiados estudiosos. Respecto de la documentación utilizada en este estudio —que pudimos analizar entre 2000 y 2004—, conviene realizar cinco puntualizaciones. En primer lugar, es necesario tener en cuenta que los materiales del profesor ovetense que hoy están en condición de consultarse no son todos los que conformaban su archivo personal. Como el mismo Altamira afirmaba, una parte considerable del material y la bibliografía que reunió a lo largo de su vida se había perdido, junto con sus propiedades y bienes muebles, por las vicisitudes de la Guerra Civil española y de los sucesivos exilios a los que lo obligara la Dictadura de Franco. En un inventario de sus pérdidas, Altamira consignaba como muy probables, sus casas de San Esteban de Pravia y Campello; su «sueldo
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pasivo» y el dinero de sus cuentas corrientes, sus títulos y obligaciones depositadas en bancos españoles —«unos robados (a título de restitución social o cosa así) y otros reducidos a la nada por la destrucción o supresión de la industria o del empréstito correspondientes»—. Altamira declaraba, en el rubro «intelectual» la pérdida de su biblioteca de diez mil volúmenes guardada en Campillo, «destinada a ser distribuida a mi muerte a centros de enseñanza públicos y privados»; de su biblioteca de Madrid con «libros de Arte de gran valor y los de trabajo de mi cátedra»; de los legajos con los materiales destinados a los volúmenes no publicados de sus Obras Completas; de los «documentos referentes a mi vida intelectual y a mis libros (congresos, viajes, críticas de mis libros, academias, etc.)»; de los «documentos de mis estudios y de mis servicios en la enseñanza»; de «mi archivo de cartas, numeroso y muy importante por la calidad de las firmas»; «de «mis apuntes y recortes para libros nuevos y adiciones a los ya publicados»; de sus diplomas, medallas y premios resultantes de sus viajes y premios académicos «algunos de oro»; sus «cuadros regalados de Sorolla, Robles, San Pedro, Gili»; y su «colección de estampas, fotografías y grabados para el Álbum histórico español».167 En segundo lugar, debemos considerar que los cuantiosos materiales que han sobrevivido se hallan dispersos en varios repositorios sin que corresponda a cada uno de ellos una sección temática o cronológica precisa o inteligible. En efecto, el fraccionamiento extremo del material —que hace que familias naturales de documentos se hallen divididos en los diferentes archivos—, no obedece a ningún criterio lógico, sino que es consecuencia de la aciaga suerte de Altamira en los últimos años de su vida. El derrotero de los papeles de Altamira fue, sin duda, sinuoso. El grueso del material conservado en la actualidad es el que tenía en su poder Altamira en 1936 y trasladó consigo a La Haya y luego, en parte, a Francia, amén del que fue agregando durante este período y lo que sobrevivió a la Guerra Civil española y fue emergiendo desde 1951. Algunos de estos papeles —los que estaban en su posesión en 1940 en Montauban y los que produjo y logró recuperar en Burdeos— atravesaron España en 1943 junto a su autor, llegaron a Portugal168 y terminaron en México. 167 Altamira, Rafael, Inventario de mis pérdidas económicas, intelectuales y morales, por causa de la guerra civil de España (1936-37), s/l, s/f (probablemente, La Haya, 1937-1938), AFREM/FA, (anteriormente en IEJGA/FA, II. F.A. p. 387, R. 1253). Este documento fue reproducido en Asín, Moreno, Muñoz et al., 1987, 112; y luego transcripto —sin referencias— en Moreno, 1997, pp. 98-99. 168 Para un escueto relato de los avatares del exilio de Altamira en la Francia ocupada y los entresijos de su partida hacia Lisboa véase: Ortiz Echagüe, 1944,
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El último testamento de Altamira, redactado en 1944 en México, daba instrucciones precisas acerca del futuro de sus bibliotecas y archivos y expresaba su deseo de que ese material fuera donado a diversas instituciones.169 Posteriormente, entre 1944 y 1947, en una relación complementaria de los materiales reunidos a lo largo de su vida, Altamira hablaba de la existencia de cuatro bibliotecas. La principal se hallaba, todavía, en Campello, Huerta de Alicante; otra, de gran tamaño seguía en Madrid —conservada en un guardamuebles de la capital— conteniendo: a) una sección de manuscritos para la edición de sus Obras Completas y materiales acerca de su trayectoria y de sus obras; b) una sección de libros y carpetas de «materia americana»; c) una serie de grandes colecciones enciclopédicas y de revistas; d) un conjunto de libros de historia, arte, Literatura y Filosofía; y e) una colección de libros y folletos de su autoría hasta 1936. La tercera biblioteca se hallaba, por entonces, en su despacho del Palacio de la Paz de La Haya. La cuarta, reunía cinco cajones de manuscritos inéditos, apuntes, libros americanistas y de literatura en varios idiomas, en custodia de su amigo José Uría, en Hendaya. Aparte de estos materiales, Altamira declaraba estar en posesión de «dos grandes cajas con cerradura, de manuscritos inéditos referentes a Historia del Derecho colonial español, Historia de España y de su civilización y otras materias...».170 La recuperación de la biblioteca conservada en el Tribunal Internacional de Justicia fue referida en una carta de Altamira a Ricardo Levene, donde el alicantino agradecía el envío del tomo VIII de la Historia de la Nación Argentina y le comentaba que el libro «llega a tiempo para unirse con los anteriores, que V. me envió a La Haya y que vendrán pronto con toda mi Biblioteca guardada en el Palacio de la Paz».171 Estos datos, los testimonios de sus allegados, y los estudios de diversos historiadores nos indican que Altamira nunca logró reconstruir su enorme archivo-biblioteca, sino que éste quedó fraccionado en vapp. 317-318. En esta nota, Echagüe informaba que Altamira pudo salvar sus libros y manuscritos gracias a que, al cruzar la frontera franco-española «tropezó con algún oficial nazi que, habiendo pertenecido al magisterio, comprendió el valor de aquellos graves textos». 169 Respecto de la voluntad de Altamira de que sus papeles y libros guardados en México retornaran a España luego de su muerte puede verse el testimonio de Javier Malagón Barceló, cuando rememoraba el momento en que Altamira ofiacializó su testamento, disponiendo que sus libros y papeles fueran entregados al IESJJ de Alicante. Véase: Malagón, 1998, pp. 218 y 221. 170 Notas de R. Altamira bajo el título «Mis cuatro bibliotecas», México D.F. (aprox. 1944 a 1947), IESJJA/LA. 171 Carta de R. Altamira a Ricardo Levene, México D.F., 15-VI-1946, ARL.
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rias partes: una en México, otra en Madrid, otra en Alicante y, tal vez, otra en Asturias. Si bien estos materiales se hallaban distribuidos en diferentes propiedades de la familia con anterioridad a 1936 y testimoniaban la movilidad geográfica del catedrático a lo largo de su carrera universitaria y jurídica; la fragmentación definitiva, la mutilación y la «pérdida» de este repositorio fue el resultado de los sucesivos exilios y ostracismos que le fueron impuestos por el bando nacional y la ocupación alemana. Sus disposiciones testamentarias —escritas a poco de llegar a México y sin poseer datos precisos acerca del estado de conservación de sus papeles— asumieron la fatalidad irreversible esta fragmentación y procuraron asegurar su conservación en manos de instituciones educativas y culturales mexicanas y españolas, potencialmente interesadas en sus libros y manuscritos. Así, pues, tres son los grandes repositorios que guardan hoy día en España los papeles de Altamira y a los que hemos podido acceder no sin ciertas dificultades. El primero es el Fondo Rafael Altamira del Archivo Histórico de la Universidad de Oviedo (AHUO/FRA); el segundo es el Legado Altamira del IES Jorge Juan de Alicante (IESJJA/LA); el tercero, es el Fondo Altamira del Archivo de la Fundación Residencia de Estudiantes de Madrid (AFREM/FA).172 En tercer lugar, parte de la documentación de Altamira, tanto catalogada como no catalogada, ha sido transvasada a otras instituciones. Este es el caso de la evidencia primigeniamente atesorada en el Instituto Juan Gil Albert de la Diputación Provincial de Alicante (IEJGA/FA) y de los papeles existentes en la Universidad de Zaragoza, con los que se ha constituido recientemente el AFREM/FA. Demás está decir que estos traslados conllevaron hacer tabla rasa de la catalogación anterior y el inicio de una nueva tarea de clasificación con las dificultades añadidas que eso conlleva para el investigador. En cuarto lugar, la dispersión geográfica y jurisdiccional y la diferente naturaleza y objetivos de las instituciones actualmente depositarias de estos documentos —universidades, instituciones culturales y de investigación nacionales o autonómicas, e institutos secundarios— conspiran en la práctica contra una eventual reconstrucción de la unidad lógica y 172 Además de estos repositorios, se ha consultado diversa documentación original y publicada guardada en otros archivos no específicos, como la sección de Microfilmes de la Hemeroteca Municipal de Madrid y de la Biblioteca Central de la Universidad de Oviedo —para documentación de prensa—; el Archivo del Ministerio de Asuntos Exteriores español (AMAE) y el Archivo Ricardo Levene (ARL) de Buenos Aires.
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cronológica del material existente de acuerdo con unos criterios de ordenamiento y clasificación comunes. En quinto y último lugar, dos de los archivos que guardan la documentación de Rafael Altamira no se hallan completamente catalogados (IESJJA/LA) o están en el complejo —y a menudo discontinuo— proceso de catalogación (AHUO/FRA). Como podrá deducirse, esto conlleva no pocos obstáculos burocráticos para acceder a este material y diversas dificultades técnicas y materiales para analizarlo; derivadas, en algunos casos, del desorden absoluto en que se hallaba el material173; y, en otros, de la ausencia manifiesta de un programa unificado de ordenamiento archivístico. Lo cierto es que esta fragmentación y la existencia de estas interdicciones han contribuido a hacer prácticamente invisibles estos repositorios y a dificultar la incorporación de documentación alternativa al estudio del Viaje. De allí que, más allá de los condicionantes ideológicos e historiográficos que hayan desfavorecido un abordaje novedoso del Viaje, las condiciones de existencia del legado documental de Altamira hayan contribuido a fijar a la historiografía alrededor del corpus y la interpretación de los hechos ofrecidos por el propio Altamira en Mi viaje a América.
173 Posteriormente a la realización de esa investigación, los Fondos del IESJJA/LA han sido inventariados, guardados en cajas y digitalizados por la Consellería de Cultura i Educació, Dirección General del Llibre, Arxius i Biblioteques de la Generalitat Valenciana.
CAPÍTULO II ORÍGENES INTELECTUALES Y CONTENIDOS DEL PROGRAMA AMERICANISTA OVETENSE
La década larga transcurrida entre 1898 y el inicio de Viaje Americanista fue un período de grandes transformaciones internas para la UO. En este período, una pequeña y activa coalición de catedráticos krausistas, lograría la hegemonía en el Claustro asturiano y orientaría una política académica signada por la innovación pedagógica y científica y por una marcada proyección social, regional e internacional. Esta coalición, tempranamente reconocida como Grupo de Oviedo reunió, inicialmente, a tres hombres profundamente comprometidos con la Institución Libre de Enseñanza (ILE): Adolfo Álvarez Buylla, Adolfo González Posada y Aniceto Sela y Sampil, incorporados al Claustro en 1874, 1883 y 1891, respectivamente. A esta trípode institucionista, se sumaría, en 1898, Rafael Altamira —el único miembro que no era asturiano ni había sido estudiante de la UO— para hacerse cargo de la cátedra de Historia del Derecho, tras haber ganado su plaza el año anterior. Fortalecido por esta incorporación y favorecido por la coyuntura ideológica y política nacional, el Grupo de Oviedo trabaría una fructífera alianza con el local y académicamente influyente grupo regionalista del Claustro —formado por Leopoldo García Alas Clarín, Félix Aramburu, Fermín Canella y Rogelio Jove— que llevaría a la casa de altos estudios asturiana a constituirse en uno de los grandes laboratorios del reformismo finisecular. Así, pues, en las postrimerías del siglo XIX, la UO se convertiría en una institución atenta a recibir la influencia de los factores pedagógicos y científicos progresivos europeos y americanos; a la vez que dispuesta a ofrecer al mundo la experiencia intelectual de una España liberal, reformista y en vías de modernización, a la cual aspiraban a representar. Esta hegemonía ideológica fue obtenida tras dos décadas de ingente tarea pedagógica pero, también, luego de librar un prolongado enfrenta-
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miento cultural con el publicismo católico asturiano y con los valedores y circunstanciales aliados —entre los que se encontraron los propios regionalistas— de los caudillos conservadores que dominaban el distrito electoral universitario. De hecho, la preponderancia de esta coalición progresista —claramente minoritaria en el Claustro—, no pudo siquiera vislumbrarse hasta que comenzó a resquebrajarse la unidad de las diversas vertientes académicas del conservadurismo católico. Si bien es innegable que este debilitamiento era parte de un proceso de transformación acelerada —y socialmente conflictiva— de la Asturias tradicional y que éste guardaba estrecha relación con el avance de un clima ideológico liberal que parecía arrastrar a la Restauración hacia una apertura reformista, no debemos olvidar que los equilibrios políticos al interior de recintos cerrados y elitistas como los universitarios se regía por una lógica más acotada, coyuntural y facciosa, que no se subordinaba ni estricta ni inmediatamente a los «dictados» de aquellos grandes procesos. Lo cierto es que los desaguisados, fraudes y flagrantes atropellos a la dignidad y autonomía universitarias amparados durante años por el «Zar de Asturias», Alejandro Pidal y Mon; la erosión del integrismo y la tímida emergencia de un catolicismo social; sumados al lento pero inexorable relevo generacional y a la incorporación paulatina de catedráticos ligados a la ILE, minaron el liderazgo caudillista del Claustro, abriendo una brecha en el dominio ejercido secularmente por los sectores conservadores y reaccionarios. Con todo, hasta que el Grupo de Oviedo no se avino a declinar sus ambiciones de gobernar la institución y de hacerse con el control del escaño senatorial reservado para la UO, en favor de los volubles y pragmáticos catedráticos regionalistas, su proyecto no logró consolidarse. De hecho, no sería hasta 1901, año en que coincidiera la muerte del hábil muñidor del regionalismo universitario que fue Leopoldo Alas y la partida consensuada de Félix de Aramburu al Senado, que la hegemonía intelectual de éstos se tornaría irrebatible. Al minimizar estos conflictos, la historiografía asturiana ha distorsionado la comprensión de aquella coyuntura en la historia de la UO y, por lo tanto, de los orígenes intelectuales del Viaje de Altamira y del desarrollo del movimiento americanista español. Elucidando la conflictiva irrupción del krauso-institucionismo en un mundo intelectual tan pequeño y tradicional como el asturiano, las tradiciones historiográficas de derechas y de izquierdas han colaborado, involuntariamente, para delinear una imagen armónica y, por supuesto ficticia, del Claustro ovetense en aquellos años dorados. Imagen en la cual, dicho sea de paso, el perfil de
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Altamira ha permanecido un tanto desdibujado, ya sea por la temprana difamación de su figura; por el hostil ninguneo al que lo sometió la Dictadura; por una velada hostilidad hacia su ideario reformista o por el edulcorado pero corrosivo memorialismo institucional. Teniendo en cuenta que el Viaje Americanista de 1909-1910 no fue una casualidad ni una mera anécdota, sino la coronación de una política académica progresista, nos corresponde, ahora, resolver tres cuestiones: por qué fue el alicantino quien ostentó la representación de la UO; cómo se ideó y organizó aquel periplo; y cuáles fueron los objetivos y propuestas de este ambicioso emprendimiento intelectual. Cuestiones, todas estas, que refieren a una dimensión imprescindible del análisis del Viaje: la coyuntura propiamente española y asturiana en la que este proyecto fue gestado y gestionado; o lo que, en otras palabras, podemos denominar como el «contexto de emisión» del discurso americanista ovetense. Americanismo y patriotismo en Rafael Altamira En noviembre de 1908, meses antes de embarcarse hacia la República Argentina, Altamira entregaba a la casa editora Sempere de Valencia, el prólogo para su libro España en América.1 En este prólogo, Altamira pasaba revista a su «ya larga campaña americanista» cuya génesis fijaba en 1895, con la dirección de la Revista Crítica de Historia y Literatura españolas, portuguesas e hispanoamericanas —un canal de «difusión entre nosotros de la literatura amena y erudita en lengua castellana del Nuevo Mundo»— y cuyo cenit, confiaba, estaba en ciernes de alcanzarse. El hiato entre aquella apertura idealista —por la que se intentó infructuosamente atraer a los escritores latinoamericanos al mundo cultural español— y la incógnita acerca del resultado que tendría el Viaje en ciernes, fue cubierto por la mención de cuatro hitos americanistas. El primero, sería el discurso de apertura del curso académico de la UO para el período 1898-1899. Este discurso académico, que luego sería conocido en toda España bajo el título de «Universidad y Patriotismo», ponía las bases para una acción universitaria externa al recinto académico, considerando, al mismo tiempo, que esa proyección no debía agotarse en el espacio virtual de la sociedad asturiana y española, ni tampoco en el medio regional o nacional, sino que podía y debía prolongarse internacionalmente. De allí que en esta alocución no sólo se propusiera a los universitarios un firme compromiso con unas líneas de acción histo1
Altamira, Rafael, «Prólogo» (XI-1908), en Altamira, 1909a, V-IX.
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riográficas y extensionistas que contribuyeran a la regeneración nacional; sino que, se exhortara a profesores y estudiantes a que viajaran y, sobre todo, que lo hicieran a América para estudiarla y tomar contacto con su realidad.2 A diferencia de lo que ha ocurrido con el tema de la fundación de la Extensión Universitaria, nadie ha dudado de que fue Altamira quien añadió la problemática hispano-americanista en la agenda universitaria ovetense. Como bien afirmó Melón, recogiendo la opinión de los propios contemporáneos, aquel discurso del 1 de octubre de 1898 fue «el primer paso ostensible en la política americanista de la Universidad de Oviedo».3 Ahora bien, en 1898 Altamira ya tenía claro que los esfuerzos para proyectar internacionalmente la ciencia española no debían malgastarse en empresas pretenciosas o alocadas. Poner en marcha una política de este tipo implicaba, necesariamente, obtener autorizaciones ministeriales, coordinar acciones inter-universitarias, captar nuevas asignaciones presupuestarias acordes a la magnitud de la empresa y también consensuar ajustes en los planes de formación que permitiera aprovechar plenamente la experiencia del estudio en el extranjero. Teniendo en cuenta la inversión que tal proyecto demandaría, el flamante profesor ovetense creía que se debía apostar por aquellas iniciativas en las que se produjera una intersección claramente visible entre: a) el ideal de reivindicación crítica del acervo histórico e intelectual hispánico; b) la voluntad de elevar el alicaído espíritu nacional español; c) la proyección del rol social y «político» reformista de la Universidad;y d) la posibilidad cierta de establecer un cambio académico regular mutuamente beneficioso. Hallar un interlocutor interesado en un diálogo 2 Creyendo que la apertura social e internacional de la Universidad sería una garantía para dinamizar la anquilosada tradición intelectual peninsular y que, en el marco de esta movilización universitaria, el intercambio de recursos humanos permitiría enriquecer a la sociedad española, Altamira afirmaba que: «Nuestros alumnos y nuestros profesores deben, pues, ir al extranjero, para completar su educación; para recoger enseñanzas y ejemplos o para adiestrarse en especialidades científicas.» (Altamira, 1898a, p. 31). Una defensa de la necesidad de que el universitario viajara al exterior, era expuesta por Altamira a renglón seguido: «y a los que vacilen, arguyendo que la comunicación con la cultura extranjera puede lograrse sin salir de España, por medio de los libros y de las revistas, habrá que repetirles una vez más la insuficiencia de este elemento, de una parte, por el carácter estadizo de la palabra escrita, y de otro, porque ella sólo da una parte (y a veces no la de más importancia) en punto al conocimiento de la cultura de un país y de los procedimientos vivos que emplea para lograrla y difundirla.» (Ib., pp. 31-32). 3 Melón, 1998d, p. 220.
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así pautado y tan precisamente orientado no era tarea fácil como pudiera creerse, dado que el interés por la historia y la cultura españolas era, por entonces, el precio de un estrechísimo círculo de hispanistas franceses, alemanes o anglosajones, fuera del cual se extendían o bien el más supino desconocimiento sobre España, o bien los más hostiles prejuicios culturales. La cuestión era, pues, ¿quién podía interesarse por este tipo de relación con la elite intelectual española? ¿Quién podía asumir, sin mayores conflictos y sin menoscabo de sus propios intereses, estos propósitos? ¿Quién podía tener afán de auscultar y contribuir a la modernización de la cultura hispánica y la ciencia española? No alcanzaba con captar la simpatía de minorías, por influyentes que fueran; se trataba de atraer a un diálogo estable y a una relación de colaboración a aquellos que tuvieran intereses genuinos y objetivamente confluyentes con los españoles en estos terrenos. Evidentemente, el tipo de diálogo que propugnaba Altamira podía establecerse de forma provechosa aunque restringida con grupos de intelectuales de cualquier origen, pero sólo podía fructificar plenamente si España involucraba a las elites intelectuales de aquellos países que compartieran su acervo cultural. En efecto, aquellos cuatro requisitos sólo podían cumplirse impulsando empresas que apostaran por restaurar y profundizar el diálogo intelectual entre España y, lo que era pensado como su ámbito de influencia «natural»: las repúblicas hispanoamericanas. La certeza de que España no estaba sola, sino que su condición de madre de naciones la acercaba a un inmenso colectivo que poseía cualidades y defectos comunes y un interés idéntico por defender una cultura compartida, era la que alentaba el proyecto americanista de Altamira, que era considerado por su autor, como una realización de alta política guiada por los «grandes intereses de la civilización» y por el más elevado y puro patriotismo.4 Esta opción prioritaria por lo hispanoamericano era, a todas luces, una opción por lo español, a la vez que una fuerte apuesta por la renovación y enriquecimiento del propio acervo a través de la incorporación de los frutos culturales nacidos de una rama desgajada de la misma tradición hispana. 4 «Esta política ideal, que mira a lo futuro e impone a veces sacrificios al amor propio actual de los elementos afines, es quizá más lógica y necesaria tratándose de España y de las naciones surgidas de sus antiguas colonias, que en ningún otro caso de troncalidad étnica o espiritual que el mundo moderno pueda ofrecer. Para ellas, y para nosotros, representa el grado más alto y puro del patriotismo, puesto que mira a intereses eternos, y parte de la afirmación y reconocimiento de todas las personas sociales que a ellos responden» (Altamira, 1898a, p. 41).
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Ahora bien, no podría afirmarse que este hispanoamericanismo propugnado por Altamira fuera sólo un programa de orden intelectual, sino que señalaba un horizonte realista, pero no menos ambicioso, para la política internacional de la España emergente del «desastre del 98». Ese horizonte estaba, nuevamente, en América, con cuyas repúblicas España debía trabar relaciones privilegiadas, recreando una «intimidad infinitamente más honda» que la que se pudiera tenerse jamás con Francia, Italia, Inglaterra o Rusia. Una intimidad basada tanto en una historia común, como en una coincidencia de intereses estratégicos y en «la existencia de numerosísima población directamente peninsular» radicada en aquellas naciones hispanas.5 Esta política resultaba, además, particularmente oportuna en una coyuntura histórica en la que aparecían dadas las condiciones para superar los viejos odios —tan explicables en el pasado como anacrónicos en el presente— nacidos a ambos lados del Atlántico a raíz de las guerras de emancipación. La posibilidad cierta de superar el pasado y establecer unas relaciones maduras y productivas, fundamentadas en «los grandes intereses de la raza» antes que el recuerdo permanente de los antiguos agravios, bien merecía, para un patriota español como Altamira, la revisión autocrítica del comportamiento de su propio país. Así, el alicantino no dudaba en afirmar que España, «como nación más formada y de mayor granazón de espíritu», habría tenido mayor responsabilidad en la perpetuación de aquellos prejuicios y suspicacias que habían alejado fatalmente a «las dos fracciones del espíritu español, el europeo y el americano».6 El discurso de Altamira recogía, por cierto, cierta inquietud preexistente que no hizo sino explotar tras la derrota en la guerra hispano-cubano-norteamericana y profundizarse durante los años inmediatamente posteriores: un sordo temor a la decadencia y a la absorción territorial y cultural del mundo hispánico por parte del sajón. Por ello, la eventual reorientación de la política exterior que el discurso de Altamira proponía, aparecía en 1898 como una necesidad impuesta por la evolución misma de los acontecimientos que humillaron la voluntad imperial española y que instalaron a los Estados Unidos de América como una potencia mundial dispuesta a proyectar su influencia en el Pacífico y en Latinoamérica. En ese sentido, la tarea de regeneración que Altamira proponía a la Universidad española y, en especial, su capítulo «americanista», debiera 5 6
Ib., p. 43. Ib., p. 42.
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ser leído como una reacción realista y constructiva de un sector particularmente lúcido de la elite intelectual española, frente la clausura definitiva de la experiencia colonial en el Nuevo Mundo. En rigor, la profunda herida de 1898 dejó en Altamira la consciencia de que esa guerra y su desdichado resultado habían puesto de manifiesto la necesidad de impulsar urgentes y profundas reformas políticas, económicas y sociales, que no prosperarían si no estaban fundadas en un balance científico —y por ende crítico— del espíritu o «psicología» del pueblo español y de sus realizaciones a lo largo de la historia.7 La opinión pública se habría percatado, entonces, de que el meollo de la cuestión puesta en juego en las Antillas o en Filipinas era el de la vitalidad y voluntad del Estado español en su lucha por la supervivencia como potencia imperial, enigma que el enemigo anglosajón ya había resuelto hacía tiempo, actuando y legitimado ésta y cada una de sus intervenciones a partir de una imagen sumamente negativa del carácter español.8 El diagnóstico y las propuestas de Altamira en aquel Discurso fueron una de las expresiones más estilizadas aquella consciencia regeneracionista y del americanismo finisecular, cuyos ideales no siempre encontraron, luego, una adecuada formulación en el discurso de los publicistas, cuyas concepciones del patriotismo español eran, a menudo, más primitivas, aun en fechas tan tardías como 1909.9 Por otra parte, quedaba claro que, en todos sus aspectos, esta apuesta para revitalizar los vínculos intelectuales y culturales iberoamericanos constituía un intento de revertir la influencia dominante que en la vida intelectual y universitaria americana ejercían franceses, británicos y estadounidenses. Esta postergación absoluta de la tradición hispana, suscitaba inquietud y alarma en muchos peninsulares que veían que la «raza española» era amenazada en el Nuevo Mundo «por el predominio creciente de la anglo-americana».10 7
Ib., p. 5. Ib., p. 5. 9 «Si en el orden de las relaciones comerciales no cabe duda alguna de que el desarrollo de nuestro comercio exterior debe y puede realizarse, especialmente en los mercados hispano-americanos, en el orden de las relaciones intelectuales es indispensable que mostremos a aquellos pueblos, por nosotros descubiertos y civilizados, que vivimos de algo más que recuerdos; que representamos algo más que una tradición gloriosa; que el maravilloso esfuerzo, por nadie superado en la Historia, que realizó la nación española, no agotó sus energías y su vitalidad de tal suerte que no le sea dado colaborar activa y fecundamente en la obra de mejoramiento y progreso que tiene que llevar a cabo la raza hispana.» («El intercambio universitario». El Imparcial, Madrid, 14-IV-1909, en Altamira, 1911, p. 24). 10 Altamira, 1898a, p. 25. 8
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Esta idea, tan influyente en la época, no estuvo ausente de las consideraciones del mismo Rector de la UO entre 1906 y 1914, Fermín Canella y Secades, que no dudaría en publicitar la empresa americanista ovetense en Madrid, proclamando que ésta estaba inspirada en la voluntad de renovar y afianzar la influencia española en América, «de donde elementos extranjeros pretenden arrojar nuestro espíritu».11 Altamira participaba, por supuesto, de este temor y de la convicción de que era necesario tomar la iniciativa en el terreno intelectual y científico, consciente de que sólo un triunfo en la batalla por la regeneración era la que podía garantizar la supervivencia de la cultura española y de que, buena parte de ese combate se libraba, una vez más, en América. De ahí que en 1898 encontremos al alicantino atento a descubrir aquellos espacios que con mayor generosidad se abrían a una eventual oferta intelectual peninsular. Uno de ellos es el que se inauguró con las reformas de la enseñanza en las repúblicas hispanoamericanas y la demanda concomitante de profesores y científicos extranjeros. Otro, solidario con este impulso pedagógico, es el que se había creado alrededor de las necesidades de actualización bibliográfica que imponía el desarrollo de todos los grados de la educación. La oportunidad real de cubrir, al menos en parte, aquellas demandas, era lo que impulsó a Altamira a animar a los profesores españoles a que se aventurasen en América y a instar a las diferentes partes interesadas en el negocio editorial, a que hicieran pie en el mercado latinoamericano, ávido de leer en castellano obras de ciencia moderna.12 Sería precisamente en estas cuestiones de orden práctico en las que una intervención decidida podría revertir esa permanente retirada en que parecía batirse el hispanismo en América. 11 Carta de Fermín Canella a El Imparcial, Oviedo, 18-IV-1909, en El Imparcial, Madrid, 26-IV-1909, y reproducido Altamira, 1911, pp. 26-27. 12 «... el deseo de los hombres más cultos y más entusiastas por el mejoramiento de su país es de hallar en el movimiento científico español pasto adecuado y suficiente para su cultura. Comprenden todos ellos que, viéndoles por conducto de inteligencias españolas, asimilados según el genio de la raza y expuestos en la lengua troncal de Castilla, los conocimientos modernos han de serles de más fecundo y fácil aprovechamiento, sin peligro de contaminarse con ciertas direcciones que, no siendo más que extravagancias de espíritus extraños, excrecencias de la idiosincrasia nacional de otros pueblos, repugnan y pueden torcer la dirección sana del propio genio intelectual. Esta verdad, de clarísima evidencia en unos, obscuramente dibujada en la conciencia de no pocos y mezclada a la natural simpatía que arrastra hacia lo español aún a los más reacios, les hace acoger con aplausos nutridos todo libro peninsular que les permite ahorrar la lectura de otros extranjeros y les impulsa a pedir la repetición de tales envíos» (Altamira, 1898a, p. 46).
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Para ello era necesario abocarse a «producir libros a la altura de la ciencia contemporánea», ocupándose no sólo de los intereses propiamente españoles, sino también de los de «nuestra familia en América» y explotando la capacidad de España de «allegar relaciones con países que a veces se comunican mejor con nosotros que con sus próximos vecinos», para acabar con la tutela «en muchos respecto peligrosa» del pensamiento francés y anglosajón sobre el «espíritu hispanoamericano».13 Las editoriales peninsulares podrían aprovechar magníficamente la posibilidad de una inteligente intermediación entre la demanda americana y la producción europea que España estaba en condiciones de ofrecer. De suyo va, que la magnitud del negocio editorial y la potenciación de la industria cultural que tal política de exportación traería aparejada, sería ampliamente redituable para todos los sectores involucrados en el comercio del libro y resultaría en un notable impulso para la consolidación y el perfeccionamiento de los diferentes géneros científicos en el propio reino.14 Esta política cultural que presentaba Altamira suponía la necesidad de apuntalar la unidad idiomática de España e Hispanoamérica, aun cuando la concepción que la sostenía evidenciara, en este punto, el eurocentrismo que albergaba incluso esta propuesta aparentemente tan abierta y generosa. En efecto, Altamira creía necesario velar por la conservación del castellano en América —fuera a través de la Real Academia Española (RAE), de las academias correspondientes americanas, de las universidades o de la propia población peninsular allí radicada— para impedir que las inevitables variaciones y diferenciaciones locales y dialectales pusieran «bajo peligro de muerte al idioma entero». Este diagnóstico, claramente sesgado, afirmaba que la unidad y fortaleza del idioma era una «base indispensable para la influencia y la intimidad intelectual» en América y en Marruecos; pero olvidaba considerar la existencia de esos mismos riesgos en la Península Ibérica, delatando así el supuesto de la preeminencia natural de España en la fijación del castellano, que sostenía su argumento.15 13
Ib., pp. 46-47. En ciertos campos, el mundo intelectual español ya estaría en condiciones de ofrecer a las naciones americanas «no sólo buenos resúmenes del saber ajeno, inventarios del estado actual de la Ciencia en otros países, (como v.g., la Historia del Derecho Romano, de D. Eduardo de Hinojosa; la de la Propiedad, de Azcárate, y otros libros análogos) sino también puntos de vista originales, iniciativas henchidas de contenido... pertenecientes al orden de las ciencias jurídicas, de la economía, de la experimentación fisiológica, de los estudios de educación y enseñanza, de la misma modernísima sociología, particularmente en lo que roza con los problemas penales» (Ib., p. 48). 15 Ib., pp. 49-50. 14
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En lo que atañe al contacto entre las diferentes comunidades académicas, a pesar de que Altamira lamentaba que el proyecto de hacer de la Universidad de La Habana un centro de estudios e intercambio intelectual hispanoamericanos, se hubiera frustrado por el desenlace bélico, proponía medios alternativos y más económicos para concretar esa colaboración. El primero de ellos era el de constituir comisiones y delegaciones científicas mixtas para la asistencia a Congresos y Conferencias internacionales. El segundo era el de facilitar la convalidación recíproca de los títulos profesionales, que dado la demanda profesional de los países americanos, no debería despertar temores de competencia en España. El tercero era atraer alumnos americanos a las Universidades peninsulares.16 Ahora bien, este objetivo en particular, como todos los demás que fijara Altamira en 1898, serían imposibles de lograr si las universidades españolas no encaraban previamente una reforma de sus programas y de su estructura, asumiendo la realidad de su atraso relativo y ofreciendo «por lo menos las mismas condiciones de estudio» que sus competidoras extranjeras.17 El Discurso de 1898 mostraría ser un texto ideológico de referencia, destinado a tener una considerable influencia en la corriente regeneracionista española y que, en lo inmediato, lograría movilizar a la propia UO en dos líneas de acción —una social y otra internacional—, que marcarían desde entonces y hasta 1911, el momento más feliz de su historia. Fruto de la primera sería la organización de la Extensión Universitaria y, fruto de la segunda sería la promoción de una política de intercambio con el mundo universitario europeo y latinoamericano. No en vano, el segundo hito de la trayectoria americanista de Altamira fue su participación, junto a varios profesores ovetenses, en el Congreso Hispano-Americano de 1900, reunido en Madrid. Este Congreso dio la oportunidad al alicantino para preparar un pequeño volumen titulado Cuestiones hispano-americanas, pensado como carta de presentación ante sus colegas y como forma de promocionar sus ideas. En este libro, en lo esencial una separata aumentada de los conte16 «La atracción de alumnos americanos a nuestras Universidades y Escuelas superiores, desviando la corriente que les lleva, con exclusión de España, a otros países europeos, debe preocupar seriamente al profesorado y a los centros administrativos de la enseñanza, como uno de los más seguros medios de conservar en aquéllos la unidad de espíritu de la raza y preservarlos de influencias que los desnaturalicen, en daño suyo y nuestro» (Ib., p. 53). 17 Ib., pp. 53-54.
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nidos americanistas de su Discurso de 1898, Altamira profundizaba algunos aspectos de su programa. Uno de estos aspectos se relacionaba con el rol de las universidades españolas en la reconstitución de los vínculos «intelectuales y educativos» con Latinoamérica.18 Estas instituciones debían hacer suyas las corrientes de solidaridad que comenzaban a verificarse en «el elemento culto y director» español y americano, que se ha mostrado capaz de sobreponerse «al recuerdo, indiscreto e ilógico, de pasados y errores».19 Esta radicación universitaria de la problemática hispanoamericanista permitiría sustraerla del contexto de la «política pequeña, mezquina, que atiende sólo a los problemas menudos y de momento... o se nutre de suspicacias, envidias y conjunciones utilitarias pasajeras», para vincularla a la «política elevada que tiene por norte los grandes intereses de la civilización». Esta gran política, consumación de una razón superior y de un entendimiento patriótico entre las diferentes naciones del mundo hispano, desvinculada de ambiciones territoriales y del «espíritu de rapiña internacional» escondido detrás de las «alianzas «naturales», tendría un fin primordialmente defensivo, frente al dinamismo expansionista de otras civilizaciones.20 Si en 1898 Altamira advertía que la universidad española debía colaborar con la regeneración de la Nación, en 1900 afirmaba que a ésta le correspondía gran parte de la obra hispanoamericanista pendiente —en el terreno jurídico, histórico-geográfico y pedagógico—, esbozada en los diversos encuentros a que dio lugar el IV Centenario del Descubrimiento. Pero la mayor relevancia de las instituciones de la educación superior se verificaría si las casas de altos estudios españolas estuvieran dispuestas a satisfacer las demandas «externas» específicas que se generaban en Latinoamérica alrededor de sus acelerados procesos de reforma pedagógica e institucionalización científica. Si se aprovechaba la ocasión y se le apoyaba con la edición de libros científicos de temática iberoamericana, el profesorado español podía revertir, en poco tiempo, la peligrosa tutela que «el pensamiento francés, el yanqui y otros heterogéneos con el de nuestra raza, ejercen sobre el espíritu hispano-americano».21 Para ello, Altamira proponía que las universidades se abrieran al mundo intelectual americano; completaran su propio programa de modernización y reforma; «viajaran» al Nuevo Mundo; atrajeran a los alum18 19 20 21
Altamira, 1900a, p. 5. Ib., p. 5. Ib., p. 6. Ib., p. 15.
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nos americanos y reconocieran sus títulos profesionales y negociaran la reciprocidad respecto de los españoles, sin temer la competencia y sin caer en el prejuicio de la inferioridad cultural de las repúblicas hispanoamericanas.22 En otro orden de cosas, Altamira reafirmaba que para interesar a los americanos por España, la «mas fuerte garantía que podemos ofrecer... es una franca política liberal» que disuelva las imágenes de una «España inculta, estancada en su progreso y reaccionaria en su política» y las suspicacias respecto de la voluntad de los españoles de abrazar la modernidad y los hábitos de tolerancia de los países civilizados. Prejuicios fundados, sobre todo, según reconocía el alicantino, «en la experiencia de nuestra historia contemporánea» con el «espectáculo de tres guerras carlistas» y la derrota de 1898, antes que en la lejana historia colonial. Respecto del capítulo idiomático, Altamira reiteraba el objetivo deseable de mantener la unidad del idioma como un requisito para el fortalecimiento y proyección de la cultura común, sea bajo la égida centralizada de la RAE o de acuerdo con otros institutos estatales, privados o universitarios. Sin embargo, Altamira se mostraba en este texto más propenso a asumir posturas heterodoxas y avanzadas para su época, que en su Discurso de dos años atrás. Así, comentando el Ariel de José Enrique Rodó, apuntaba que, si bien algunos «españoles tradicionalistas del idioma» podrían acusar a su autor de «propagar neologismos» y cometer «faltas» en su vocabulario «apuntando palabras formadas de diferente manera que en la Península»; no debía perderse de vista que, lo quisiera reconocer España o no, «los idiomas de América», aunque hijos del castellano, poseían «cierta independencia análoga a la que la misma Academia reconoce a los «provincialismos» de España». Independencia contra la que sería pernicioso e inútil luchar, dado su carácter de «fenómeno natural e irresistible»23 análoga a la formación de los idiomas romances en la Edad Media. En otra parte de Cuestiones hispano-americanas, Altamira recomendaría enfáticamente a los españoles la lectura de El castellano de Vene22
«... no faltan en España gentes que opinan contra la reciprocidad de los títulos académicos con las repúblicas hispano-americanas, fundando su oposición, no en sentimientos de hostilidad, sino en la creencia de que la cultura de aquellos pueblos es inferior a la nuestra, y su instrucción pública más rudimentaria y de menor efecto útil. Que a los hispano-americanos les queda mucho por hacer en esta materia, es innegable, y ellos mismos lo reconocen; pero que realizan esfuerzos inauditos y entusiastas por mejorar su estado, habiendo conseguido en algunos órdenes estar por encima de España, es lo que muchos no saben...» (Ib., p. 30). 23 Ib., p. 60.
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zuela de Julio Calcaño, secretario perpetuo de la Academia venezolana. Calcaño afirmaba que pese a la feliz supervivencia de un tronco común y de una solidaridad en el ideal cultural en los diferentes pueblos americanos y españoles, existían diversos castellanos. Estos castellanos compartirían características sintácticas, ideológicas y semánticas que constituyen «la parte esencial, característica, indestructible de toda lengua»; pero diferirían en aquellos terrenos sujetos a cambios consuetudinarios, transformaciones, sustituciones e invenciones, como el lexicológico. Intentar reprimir esa evolución y pretender que se abandonen «vocablos y frases que han alcanzado desarrollo natural, conforme a leyes lógicas y eternas y al carácter del idioma», no sólo sería una utopía tradicionalista, sino el producto de una perniciosa confusión eurocéntrica. De allí que Altamira valorara la iniciativa que había llevado a los americanos a estudiar y publicar sus propios diccionarios de voces nacionales, a sabiendas de que esta aplicación no dañaría en nada la integridad del tronco idiomático común y admitiendo, sin rodeos, que «si el Diccionario de la Academia Española no nos basta en España, porque no refleja el estado y la riqueza viva del vocabulario actual, menos puede bastar en América». Por lo demás, aun cuando desde España llegara a considerarse la innovación léxica americana como un fenómeno dañino, tal tendencia a la imposición de la novedad se cumpliría inexorablemente en tanto ésta hallaba genuino impulso en «la fuerza irreductible de lo que es verdadera obra colectiva». Pragmático y visionario, el alicantino afirmaba que no quedaba «más que aceptar el hecho y abrirle las puertas de la legalidad, puesto que responde a un estado firme del pensamiento colectivo» y «probablemente, lleva razón las más de las veces que difiere del parecer de una minoría erudita».24 Estos avances idiomáticos americanos no deberían pretender, por su parte, que «aquí, en la Península, aceptemos para nosotros, o como de uso común (mejor dicho, acepte la Academia, de quien no hacen gran caso los buenos escritores) vocablos particulares de esta o de de la otra nación americana (aunque algunos, v. gr., entre los arcaicos, pueden aceptarse), sino en recabar para sí —salvando todo respeto al acervo común del idioma— aquella parte de frutos propios, respetables como obra nacional, e indicadores de la idiosincrasia de cada pueblo».25 Volviendo al Congreso Hispanoamericano propiamente dicho, además de la ponencia firmada conjuntamente que ya hemos mencionado, Altamira presentó allí un texto a título individual en el que proponía la 24 25
Ib., p. 87. Ib., p. 87.
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instauración de tribunales arbitrales a la vez que indicaba la necesidad de extender al ámbito oficial y diplomático la fraternidad que unía a las minorías intelectuales iberoamericanas, sin aguardar a que los pueblos impulsaran espontáneamente este tipo de acercamiento. Altamira creía que, para superar los recelos mutuos que aún existían y realizar avances concretos en las relaciones iberoamericanas, debía verificarse un decidido impulso desde «arriba» —coordinado con la prensa y las asociaciones civiles en su calidad de formadores de opinión pública— que incidiera, por ejemplo en las esferas educativas, científicas y judiciales. Su convencimiento acerca de la necesidad de implementar iniciativas concretas llevó a Altamira a presentar una docena de propuestas sin un destinatario claro que, leídas desde hoy, podrían parecer un tanto voluntaristas. Las tres primeras propuestas se relacionaban con la prensa y giraban en torno a la apertura de secciones especiales en los periódicos sobre la realidad de los países hispanoamericanos; a la ampliación de «las secciones referentes al movimiento literario, científico, industrial... de cada país, dando cabida, en la proporción necesaria, a las noticias procedentes de los demás» y a la fundación de un diario y una revista científico-literaria a modo de «órganos centrales de publicidad de las naciones hermanas» capaces de convocar a principales escritores en lengua castellana. Las tres propuestas siguientes tenían que ver con la constitución de una red de sociedades americanistas análogas a la Unión Ibero-Americana (UIA) de Madrid; con la confección de un programa propagandístico que asumiera la difusión social del ideario panhispanista y las tareas de todo lobby de cara al poder; y con la convocatoria periódica de un congreso iberoamericano con sedes alternas. Por último, otras cuatro propuestas se referían al ámbito pedagógico, aludiendo a la fundación de un Instituto «en el cual se eduquen maestros uniformemente preparados para la enseñanza»; al establecimiento de una «enseñanza superior iberoamericana»; al establecimiento recíproco de cátedras de Historia y Geografía de España y Portugal en América y de América en España y Portugal; y a la organización del intercambio permanente de publicaciones científicas y pedagógicas. Finalmente, se recomendaba la constitución de sociedades iberoamericanas dedicadas a favorecer el intercambio comercial directo.26 26 Altamira, Rafael, «Una ponencia. Medios creadores de una gran corriente de opinión que induzca a los Gobiernos de España, Portugal y pueblos iberoamericanos a realizar íntima alianza que permita resolver las cuestiones que puedan suscitarse entre las indicadas naciones por Tribunales arbitrales» (Madrid, 1900), en Altamira, 1909a, pp. 154-156.
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Ocho años después de este evento y pasada la euforia que se apoderó de aquel cenáculo, Altamira juzgaba los resultados de aquel congreso con la serenidad que da la distancia, caracterizando sus conclusiones como «el programa del siglo XX» que sólo podría realizarse a través de una política multilateral de largo plazo.27 Este programa era, en sus supuestos, intereses y objetivos, un programa esencialmente español cuya lógica era, en lo sustancial, regeneracionista y cuyos propósitos consistían en la «transformación de las actuales relaciones entre los pueblos latinoamericanos y la patria de origen» y la modernización de una España todavía anclada en sus atavismos. En este sentido, Altamira creía que la modernización era el «precio» que España debía pagar para alcanzar «la solidaridad que busca con Hispano-América», correspondiendo a los pueblos americanos la tarea de «renovar la sangre de la vieja metrópoli», acudiendo sin recelos al solar originario «a devolver algo de lo que de ella recibieron, lanzándola vigorosamente por el camino de la cultura y de la libertad».28 Más allá de los términos de este simpático reclamo —que demandaba a las repúblicas latinoamericanas una suerte de «reparación histórica» que compensara, simbólicamente, a la antigua metrópoli colonial— lo cierto es que Altamira era consciente de que las bases de un futuro panhispanismo sólo podían edificarse tras el abandono de cualquier retórica neoimperial que menoscabara la soberanía o cuestionara los mitos fundacionales de las nacionalidades americanas. Lo cierto es que en 1908, Altamira observaba que pese a su conveniencia y racionalidad solo se había realizado una parte ínfima de aquellas aspiraciones», estando aquel programa «ahí casi íntegro, pidiendo ser cumplido». Una vez más, el catedrático ovetense afirmaba que, en sus aspectos centrales, estos objetivos nunca se harían realidad si los Estados no los hacían propios, reclamando de los gobernantes españoles y americanos un compromiso con un programa que no lograba hacerse un espacio en la agenda política y diplomática. Este tipo de interpelaciones y el tono casi apocalíptico de sus advertencias formaban parte de un rasgo de estilo noventayochista que se deslizaba, incluso, en el discurso de los intelectuales más responsables y políticamente comprometidos de la época. El propio Altamira, frustrado por la irrelevancia del programa americanista y por no haber logrado movilizar a la sociedad y a sus dirigentes consintió, ocasionalmente, que sus sesudos diagnósticos se degradaran en ramplonas arengas a la juventud 27 28
Altamira, Rafael, «El programa del siglo Ib., p. 158.
XX»,
en: Altamira, 1909a, p. 157.
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hispana. Después de todo creía, aquel «programa de raza», con ser exclusivista, no era sino una respuesta a los germanos y sajones quienes fueron los que —desde Fichte y hasta los actuales imperialistas británicos y norteamericanos— «lanzaron el reto y se propusieron borrarnos del mapa de las naciones con derecho a vivir y a influir en el mundo».29 El tercer y último hito americanista de su currículum, sería su colaboración con la revista España de la Asociación Patriótica Española de Buenos Aires (APE),30 entre 1904 y 1908, en la cual Altamira declaraba haber acometido tres tareas «indispensables en todo programa americanista»: a) estudiar los «problemas palpitantes hispanoamericanos... concernientes a las relaciones intelectuales y económicas de España con las naciones americanas del tronco español»; b) coadyuvar a la acción positiva de las colonias de inmigrantes españoles en los países del Nuevo Mundo «que luego reflejan de manera tan extraordinaria y fructífera en el nuestro»; y c) dar a conocer en las antiguas colonias, la «España actual» con el objeto de «deshacer prevenciones que contra ella se tiene y disipar ignorancias que le afectan» y de «excitar el celo de los españoles de allá en favor de una colaboración activa en la resolución de nuestras más urgentes y graves cuestiones nacionales y en la corrección de los defectos que padecen —como más o menos se padecen en todo el mundo— nuestra cultura, nuestra política, nuestra vida económica».31 Lo cierto es que, más allá de este currículum, el capital americanista de Altamira radicaba en la posesión de unos diagnósticos razonados del estado de las relaciones exteriores españolas; de unos proyectos políticos para reconducir los intereses españoles hacia América y de unos programas de acciones concretas para llevarlos a cabo. Tales diagnósticos, proyectos y programas fueron conformándose y refinándose a medida que eran expuestos, primero en el discurso de 1898, luego en su ponencia personal y en el documento conjunto de 1900 y, de allí en más, en las publicaciones y acontecimientos mencionados. Altamira recopiló varios artículos publicados en la mencionada revista porteña España y otros textos, en España en América, un libro para servir a un interés eminentemente publicitario y pensado para apoyar el próximo desembarco de Altamira en América con «una serie de documentos relativos a una campaña antigua, siempre oportuna y, entiéndase 29
Ib., p. 160. Como bien ha señalado Ángel Duarte, Altamira se destacó entre el conjunto de intelectuales españoles que colaboraron con la APE y España, por la «continuidad e intensidad» que mostró en el compromiso de propagar entre los emigrantes los «anhelos, proyectos y entusiasmos nacionales». Véase: Duarte, Á., 2003, p. 323. 31 Altamira, 1909a, p. VI. 30
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bien, hoy más oportuna y de actualidad que nunca» y para justificar lo pertinente de su elección como delegado de la UO.32 Según Altamira, la publicación de este libro se justificaba por las mismas razones que hacían necesario el Viaje: a) el peligro que representa la «propaganda activa» de los Estados Unidos y otros países europeos en América Latina para «nuestro idioma, nuestra literatura y nuestro influjo científico» con sus previsibles consecuencias económicas y comerciales negativas para los intereses españoles; b) la esperanza de «crear una esfera de acciones intelectuales solidarias dentro del espíritu común de nuestra civilización, dominada y orientada allá y aquí por el habla cervantina», sobre la base de la percepción de un «satisfactorio movimiento de aproximación y de simpatía hacia España» por parte del pueblo cubano y de «altos representantes de la política Argentina». En el ilustrativo prólogo de este libro, Altamira concluía proponiendo que los criterios con arreglo a los cuales debería juzgarse su eventual éxito fueran no los aplausos que pudiera cosechar, sino que este texto «suscite otros y otros, en larga serie divulgadora y propagandística [...] y en que se forme en España y en América (principalmente en América, entre los americanos y los colonos españoles) una corriente de opinión favorable a traducir en la práctica los anhelos de mutuas relaciones intelectuales». En definitiva, el éxito del programa que sostenía a aquel texto, dependería, según Altamira, del compromiso de los sectores a los que iba dirigido. Si este compromiso no lograba abrirse paso; si los americanos no rectificaban «sus recelos tocante a la España intelectual de nuestros días» y si «nuestros colonos» no se decidían «intervenir activamente y de un modo sistemático en la campaña de regeneración patria», la reconciliación intelecual iberoamericana seguiría siendo una quimera.33 El diagnóstico ya presentado en 1898 y madurado a lo largo de diez años por Altamira consideraba que, pese a la excepción de manifestaciones esporádicas e individuales de cierta preocupación, no existía todavía en España una corriente de opinión que se hubiera percatado de la necesidad de establecer este tipo de comercio con Latinoamérica.34 Necesi32
«He tenido que recordar los antecedentes de esa campaña —aunque me moleste la cita de actos personales míos—, porque necesitaba mostrar los títulos que tengo para dar a luz la presente obra y justificar su aparición, no como cosa esporádica y de puro, caprichoso aprovechamiento de materiales ya usados, sino como eslabón de una larga cadena de esfuerzos que me autorizan a solicitar la atención del público en esta nueva forma» (Altamira, Rafael, «Prólogo» (XI-1908), en Altamira, 1909a, p. VII). 33 Ib., pp. VIII-IX. 34 Altamira, Rafael «La influencia intelectual española en América. I Preliminares», en Altamira, 1909a, p. 37.
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dad que se transformaba en urgencia cuando se superaba el terreno de las evocaciones generales para considerar, una vez más, la problemática del idioma, tan sensible para los intelectuales y los gobernantes españoles y en nada ajena, como hemos visto, a las preocupaciones patrióticas de Altamira. Para el alicantino, el castellano y con él, «el sentido de nuestra civilización» seguía corriendo grave peligro en América debido a la menguante influencia de escritores científicos y literarios españoles.35 Esta alarma ante la penetración intelectual anglosajona, francesa o italiana en Latinoamérica —que los regeneracionistas españoles hacían ulular constante y abusivamente desde 1898— ponía de manifiesto la convicción secular de que España poseía unos derechos prioritarios a la hora de regir la evolución cultural del Nuevo Mundo. Más allá del patriotismo primitivo y anacrónico de muchos de quienes expresaban estas ideas evocando las dudosas glorias de un imperio fenecido, Altamira abordaba esta cuestión pensando, también, en sus potencialidades como catalizador de fuerzas regeneradoras internas.36 Hacia mediados de la primera década del siglo XX, no era secreto que, para Altamira, el método privilegiado para actualizar la identidad panhispánica era revincular, en el mediano o largo plazo, a las elites americanas y españolas. Este objetivo era el que estaba detrás de su preocupación por atraer a las universidades españolas a los retoños de las elites políticas, económicas y sociales argentinas, mexicanas o uruguayas. Haciendo pie en aquel sustrato histórico, lingüístico y cultural favorable, pero sin asumir posturas fantasiosas, Altamira creía que, si bien era ya imposible torcer la «corriente escolar» que llevaba a los americanos a París, Berlín o Nueva York, todavía era posible ofrecer a los americanos algunas cátedras de insuperable valía, como las de Ramón y Cajal —que ya había abierto su laboratorio a los alumnos de la UNLP—, Hinojosa, Azcárate, Menéndez Pidal, Cossío, Posada o Giner de los Ríos. En este sentido, Altamira consideraba que España —su España liberal y progresista— tenía algo importante que ofrecer a las naciones americanas, a la vez que mucho que ganar, si se efectivizaban sus proyectos, 35
Ib., pp. 37-38. «... considero un deber que, por nuestra parte, quienes ya tienen noticias de esa cuestión capital para nuestro pueblo, ayuden a formar la conciencia nacional de ella, tanto más necesaria cuanto que —no vacilo en decirlo, y estoy seguro de que nuestros contados americanistas, no los históricos, sino los de la política palpitante, suscribirán a mi juicio— nuestra influencia en América es la última carta que nos queda por jugar en la dudosa partida de nuestro porvenir como grupo humano; y ese juego no admite espera» (Ib., p. 39). 36
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estableciéndose corrientes de intercambio universitario que llevaran a los pedagogos españoles a cruzar el Atlántico con un espíritu fraternal y patriótico, como el que evocaba su propio e inminente periplo: Es preciso que vayan a realizar en América, en el orden intelectual, lo que nuestros «americanos» hacen en el económico: reivindicar el buen nombre de nuestro pueblo. No debe guiarles en este intento —hay que repetirlo— ninguna idea de vanidad, que sería ridícula; no han de pretender ir como «maestros» ni Aristarcos de nadie; pero sí como testimonios vivos de que hay una España intelectual que sabe lo que se piensa y se trabaja en el mundo, que se esfuerza por caminar al paso de éste, y que si no puede, dentro de su modestia hombrearse con él, puede, sí, ofrecer algunos elementos útiles, semejantes a los que dan el tono en la ciencia y el arte modernos, y por los cuales tiene derecho legítimo a la simpatía (ya demostrada en varios casos) de los hermanos de América, encarrilados en el ideal y en lo práctico de la vida progresiva. Es obra de reivindicación la que habrán de hacer los que allí vayan, a la vez que obra de fraternidad con sus colegas de allende el Atlántico, cuyo espíritu está fundido en el molde de la soberana lengua cervantina.37
En todo caso, entre 1898 y 1908 Altamira había reflexionado detenidamente acerca de los medios adecuados para que estas relaciones intelectuales hispanoamericanas se desarrollaran armónica y rápidamente, en concomitancia con las urgentes necesidades que vislumbraban los reformistas liberales peninsulares. Esos diez años sirvieron para que Altamira reafirmara la conveniencia del intercambio universitario gestionado por las propias casas de altos estudios y descartara otras alternativas, como la que se propusiera de fundar una universidad hispanoamericana en España. En 1904 se lanzaron en Argentina sendas ideas de fundar una Universidad de este tipo, una, por el compostelano Gumersindo Busto, respaldada por la prensa, los políticos y hombres de negocios gallegos, que preveía la fundación de tal institución en Santiago de Compostela38 y otra recogida por parte de la colectividad española en el Plata y por la UIA. Este último proyecto, ampliamente publicitado por el médico y ex presidente de la APE, Francisco Cobos, durante su gira española, preveía la erección de esta institución en Salamanca con el objeto de atraer a España a los estudiantes argentinos y americanos —debidamente pensionados por sus gobiernos— desviándolos así de sus destinos habituales en Inglaterra, Francia o Alemania.39 37 Altamira, Rafael, «La influencia intelectual española en América. VI Lo que debe hacer y lo que ha hecho España», en Altamira, 1909a, pp. 81-82. 38 Cagiao, Costas y de Arce, 1997, pp. 27-36. 39 Para un relato y un buen análisis de las circunstancias en que se lanzó esta iniciativa el 7 de marzo de 1904 en el Club Español de Buenos Aires, véase: García, I., 2000.
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Ignacio García, estudiando el episodio, verificaba con sorpresa que la oposición a esta Universidad provino de individuos firmemente comprometidos con un proyecto fraternal hispanoamericanista, como Antonio Atienza y el periodista Francisco Grandmontagne, en Buenos Aires y Miguel de Unamuno —rector de la Universidad de Salamanca— y el propio Rafael Altamira, en España. En su investigación, García ha llamado la atención, acertadamente, acerca de las vinculaciones personales que unían a estos personajes, así como el intercambio de opiniones que entre ellos existió y que determinó su común oposición al proyecto de Cobos. Sin embargo, al juzgar el posicionamiento de Altamira, García subordinó la negativa de éste a la relación que el alicantino mantenía con Atienza, sin prestar demasiada atención a las propuestas de intercambio universitario que éste venía haciendo desde 1898. En efecto, sin declararse abiertamente opositor al espíritu de esta o de cualquier otra iniciativa «americanista», Altamira consideraba que pese a la existencia de personas «idealistas, soñadoras y arrebatadas en sus entusiasmos» en la UIA, el problema no estaría «en hacer las cosas, sino en hacerlas bien» previniendo errores fatales y costosos: «de lo que se trata es, no de fundar un establecimiento docente mejor o peor, sino de atraer a la juventud americana que viene a Europa para completar sus estudios».40 Mientras España no tuviera una oferta competitiva internacionalmente en materia universitaria y científica, los latinoamericanos, puestos a formarse en el extranjero, acudirían a estudiar allí donde dictaran cátedra los grandes especialistas mundiales. Por lógica, Schmoller, Gierke, Lamprecht o Monod, siempre atraerían más a los estudiantes, que las facultades españolas, carentes de profesores de tal prestigio o autoridad en casi todas las ramas de la Ciencia.41 Aun cuando pudieran remediarse los inconvenientes administrativos y hasta pedagógicos en el corto o mediano plazo, Altamira consideraba que la modalidad de la cátedra ad hoc era menos costosa, menos compleja y más práctica que la fundación de un nuevo establecimiento superior que depredaría los recursos humanos existentes y reduciría los ya insuficientes recursos económicos con que contaban las universidades españolas.42 En sus disquisiciones, Altamira tomaba especial nota de los resquemores de los americanos respecto de España,43 a la vez que afirmaba la 40 Altamira, Rafael, «La influencia intelectual española en América. II La Universidad hispanoamericana», en Altamira, 1909a, p. 42. 41 Ib., pp. 42-43. 42 Ib., pp. 45-46. 43 «Temen los americanos que España no acierte a entrar de lleno en el camino de
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necesidad de imprimir una «franca orientación liberal» en la enseñanza superior, en la investigación y en el propio ambiente cultural. En esta materia manifestaba, pues, su acuerdo con Unamuno acerca de la necesidad de «modificar nuestro ambiente, liberalizándolo del todo... para poder merecer un día el que vengan a estudiar aquí los americanos»; pero no secundaba todas sus apreciaciones, sobre todo las relacionadas con la libertad de cátedra y la injerencia del clero que, por exageradas y excesivamente formalistas, podían retroalimentar la desconfianza de los intelectuales del otro lado del Atlántico.44 Altamira creía que las verdaderas dificultades no estaban en la ley, sino en la práctica de los propios profesores, intransigentes y «neístas», negadores de las innovaciones y recusadores de ideas ya aceptadas en otros países, incluso por sus sectores más conservadores.45 Pero, pese a que los tradicionalistas eran amplia mayoría entre los docentes españoles, Altamira consideraba que la existencia de una corriente progresista «liberal, tan liberal y abierta de espíritu como la de la verdadera libertad, en los hábitos de tolerancia de los pueblos cultos; y esto crea, aun en los hispanófilos mejor dispuestos, suspicacias y reservas en punto al establecimiento de una franca e íntima unión internacional» (Altamira, Rafael, «La influencia intelectual española en América. III Más sobre la Universidad hispanoamericana», en Altamira, 1909a, p. 48). 44 Unamuno, tomando en cuenta el laicismo de la enseñanza en América, había aludido a la necesidad previa de la «derogación solemne y formal» de los artículos de la Ley de Instrucción Pública y del Concordato que habilitaban a los obispos y prelados diocesanos a inspeccionar la enseñanza española. Altamira recordaba que el profesorado español no vivía cohibido por aquellas disposiciones que habían sido derogadas por la Constitución de 1876, por varias disposiciones ministeriales y que habían caído en absoluto desuso, garantizando la libertad de cátedra. Véase: Ib., p. 49. 45 «La mayor parte de nuestro profesorado es intransigente, es nea: y lleva su neísmo hasta el punto de extender el dogma a cuestiones perfectamente libres entre católicos de otros países. Baste decir que esa mayoría tiene como sospechoso a Menéndez y Pelayo, y que ve con gran temor las recientes investigaciones del señor Asín (un presbítero, profesor de árabe en la Universidad Central) sobre el averroísmo de Santo Tomás de Aquino. Comienza a manifestarse esa intransigencia en las oposiciones a cátedras. Los más de los jueces de ellas van con el deliberado propósito de juzgar a los candidatos, no por lo que saben y por sus aptitudes para el magisterio, sino por sus ideas. El candidato que huele a liberal, a racionalista, o tiene la más ligera concomitancia con el krausismo (¡todavía es bu de ciertas gentes el krausismo!), puede contar de antemano con el voto en contra de los jueces. Si todos los profesores que van saliendo no son neos, es porque tuvieron la suerte de dar con un tribunal en que predominaban los liberales, o los católicos que, con Menéndez y Pelayo y Codera, anteponen a toda otra consideración el espíritu científico y de justicia» (Ib., p. 51). Es oportuno recordar que el propio Altamira obtuvo su cátedra en Oviedo con un jurado en el que estaba presente Menéndez y Pelayo, quien mantuvo acuerdos político-académicos con los regionalistas y el Grupo de Oviedo.
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cualquier otro país», articulada en algunos núcleos académicos, hacía posible el establecimiento de relaciones intelectuales fructíferas con el ambiente intelectual y universitario latinoamericano. En todo caso, esas relaciones tendrían más probabilidades de concretarse si respondían a la iniciativa particular de los docentes o de sus centros de estudios, si existía equilibrio o reciprocidad entre peninsulares y americanos, y si se trascendía de los meros acuerdos políticos y de los recursos estatales: «Lo único viable, hoy por hoy, y mientras no cambien las condiciones políticas de España, es que, si quieren aproximarse los intelectuales libres de uno y otro mundo y colaborar en la obra común de la cultura, lo hagan sin contar con el Estado».46 Las bondades del intercambio universitario o de la cátedra ad hoc eran confirmadas por Altamira cada vez que contemplaba las estrategias de «dominación intelectual» norteamericanas frente a la pasividad española que, fracasado el proyecto de Universidad hispanoamericana no lo había sustituido por ningún «otro medio de penetración en América o de comunicación intelectual con aquellos países».47 Los viajes de docentes universitarios de Pennsylvania y Columbia, y las actividades de algunos políticos y diplomáticos, permitían observar el creciente interés de los EEUU por influir cultural e intelectualmente en Latinoamérica. La misión confiada por el Departamento de Estado y el Bureau of American Republics a William R. Shepherd, consistía en publicitar el sistema educativo norteamericano con el objeto de desviar hacia los Estados Unidos la corriente de estudiantes latinoamericanos que tradicionalmente se dirigía hacia Europa. Si bien Altamira poseía un proyecto que rivalizaba con estas intenciones, no por ello dejaba de admirar la concepción estratégica y metodológica de la misión Shepherd y envidiar el máximo apoyo gubernamental con el que contaba.48 Altamira tomaba como ejemplo de la consistencia de las iniciativas norteamericanas las conclusiones de la IX Conferencia de The Association of American Universities, reunida en Ann Arbor en enero de 1908, en la que se proponía establecer estrechas relaciones interuniversitarias a través del cambio normal de publicaciones; de la creación de una oficina científica de intermediación en cada Universidad y de una oficina de información para estudiantes extranjeros; y de la inclusión en los programas de Historia de América, Derecho constitucional y administrativo, Economía, Sociolo46
Ib., p. 54. Altamira, Rafael, «La influencia intelectual española en América. IV) La influencia norteamericana», en Altamira, 1909a, p. 54. 48 Ib., p. 56. 47
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gía y Legislación comparada, de contenidos relacionados con la evolución de los Estados Unidos y de las repúblicas latinoamericanas. Este programa sencillo y razonable, homólogo en mucho al de Altamira, había obtenido el acuerdo preliminar de la UNLP y la UMSM. Sin abandonarse a un ardor chauvinista, Altamira analizó serenamente los contenidos políticos de este programa panamericanista y de las las consideraciones de Leo Stanton Rowe,49 admirando la visión norteamericana y recordando que las críticas españolas debían dirigirse no tanto a la acción de otros países, sino a la propia pasividad y la incapacidad de desplegar una auténtica política americanista.50 Frente a la atonía de España, contrastaría la diligencia de un país con «grandes medios de influencia en la vida intelectual latinoamericana»,51 como Francia que, alarmada por la política de acercamiento estadounidense o alemana, había reaccionado rápidamente creando un Comité universitario de la América Latina destinado a coordinar el establecimiento de relaciones intelectuales permanentes entre las Universidades y Escuelas francesas y sus similares latinoamericanas. La actividad alemana en el terreno americanista —sabiamente coordinada entre el estado alemán y sus colonos emigrantes— mostraría, por otra parte, que era posible lograr una significativa influencia intelectual y 49 Según Rowe —futuro director general de la Pan American Union— la apuesta panamericanista suponía que las más importantes repúblicas latinoamericanas llegarían a ser potencias con las que Estados Unidos debería compartir responsabilidades en el escenario internacional. Para Rowe, esta sociedad no podría llegar a verificarse si en el presente no se trabajaba para establecer lazos intelectuales y morales que abonaran la unidad continental. Véase: Altamira, Rafael, «La influencia intelectual española en América. IV) La influencia norteamericana», en Altamira, 1909a, pp. 59-60. 50 Ib., p. 60. 51 «De una parte, la difusión mundial de su idioma entre los intelectuales, cuya mayoría —singularmente en los países latinos— se entera de la vida científica y literaria del resto de las naciones a través de los libros franceses; de otra parte, la gran concurrencia de estudiantes americanos a las cátedras universitarias de París; en fin, la profunda penetración que la filosofía y la ciencia francesa modernas han logrado allí, hasta el punto de que, con leves excepciones, el movimiento filosófico americano es hoy de origen francés y los trabajos de ciencias experimentales y de observación debidos a los sabios de la república vecina, dan el tono, por lo común, en los centros universitarios de América, o son los más extendidos entre los profesionales. Añádase a esto la influencia de orden pedagógico representada por las frecuentes misiones encargadas a profesores americanos que estudian en Europa; preferentemente, las instituciones francesas, y por la presencia en América de maestros de igual origen que regentan establecimientos de enseñanza, y el prestigio que entre las nuevas generaciones de literatos tienen las modas modernistas francesas.» (Altamira, Rafael, «La influencia intelectual española en América. V). La influencia francesa, la alemana y la italiana», en Altamira, 1909a, p. 64).
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pedagógica sobre otros países sin necesidad de poseer una poderosa influencia comercial o diplomática previa. Respecto de la influencia italiana, Altamira declaraba no poder estimarla en su justo valor, aun cuando consideraba que la importancia de esta inmigración en Argentina, podía dar pie a su desarrollo en el largo plazo. En todo caso, este contexto demográfico favorable estaba siendo apuntalado por la presencia de profesionales «que desempeñan o han desempeñado papeles de cierta notoriedad en la vida literaria y científica de América» y de una creciente acción de intelectuales y profesores universitarios que, como Enrico Ferri y Guglielmo Ferrero, habían realizado periplos académicos de cierta relevancia en Sudamérica. Frente a la creciente actividad de norteamericanos, franceses, alemanes e italianos, los españoles, por pereza, derrotismo o «demencia», desertarían de todo intento de asegurarse una mejor posición en América. Ante este panorama, Altamira se preguntaba retóricamente, qué debía hacer España «para defender su acervo ideal en América, para liberar a sus mismos ciudadanos colonos en aquellos países de una absorción que redundaría en perjuicio de ellos mismos y de la madre patria».52 Altamira respondía que, pese a la debilidad de España, la historia, el aporte español a la formación del «espíritu americano» y el predominio de la sangre española —de antiguo y nuevo origen— daban una oportunidad inmejorable para una acción española en el terreno intelectual. Lo curioso es que esta «acción» propugnada, pese a la innovación sustancial que representaba, era vista, una vez más, como esencialmente defensiva y como fruto de la protección de unos presuntos títulos y derechos adquiridos; y no como una apuesta política por instaurar un nuevo patrón en las relaciones hispanoamericanas. Estos contenidos, ciertamente controvertidos respecto de la orientación fraternal del mensaje americanista, no deberían desdibujar nuestra evaluación acerca de la modernidad y perspicacia del catedrático ovetense. Ni Altamira, ni su proyecto americanista, podían sustraerse completamente del lenguaje y del espíritu neoimperial que marcaba el tono de la reflexión política europea, inclusive en España y entre los regeneracionistas. De allí que en su discurso apareciera, en más de una oportunidad, el argumento —de raíz tradicionalista— de las supuestas prerrogativas españolas y se tendiera a contemplar a los países americanos como simples espectadores de la puja entablada por las grandes potencias para obtener una hegemonía política, económica o cultural sobre ellos.53 52
Ib., p. 70. «nadie negará que tenemos derecho a un lugar en la obra de la cultura americana, y que constituye un deber para nosotros no abandonar ese puesto, antes bien defender su 53
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La paradoja que encerraba esta formulación para los liberales reformistas y regeneracionistas españoles se hacía patente toda vez que debían asumir la doble tarea de promover la modernización de España enfrentando a los poderosos sectores conservadores y de restaurar interna y externamente el crédito en una historia y cultura que, en buena medida, parecían negar legitimidad a esas innovaciones y respaldar a sus enemigos políticos. En efecto, gran parte de la historia y las tradiciones españolas a las que debían apelar intelectuales como Altamira eran —al igual que los supuestos títulos y derechos adquiridos en América— una incómoda herencia forjada al amparo de unos valores e ideologías cuestionados tanto por los americanos como por los propios liberales españoles. La imagen de España a la que estaban obligados a recurrir estos espíritus progresistas para reconstituir la confianza de los españoles en su propio país y abrir paso a su proyecto modernizador y patriótico era, fatalmente, la del imperio católico, despótico y universal que había dominado América y había sometido a su hegemonía a toda Europa entre el siglo XV y XVII. La imposibilidad de recurrir a un imaginario alternativo, obligaba, pues, a estos intelectuales, a proponer un complejo ejercicio historiográfico que oscilaba entre la autocrítica y la justificación de aquel oscuro y glorioso pasado. Pero estas sutilezas académicas, aun cuando consistentes, restaban eficacia política a su discurso en la España de principios de siglo XX, exponiéndolo a la recusación de las ortodoxias de ambos extremos del arco ideológico y a la desconfianza de los herederos de las revoluciones independentistas. En todo caso, los instrumentos objetivos con los que contaría España para defender sus posiciones eran, para Altamira, la nueva emigración económica que situaba a las colonias españolas en un lugar preponderante en Argentina, México o Uruguay; el idioma, el «estrato más profundo y ancestral de su espíritu» que ligaba idiosincrásica y mentalmente a España y América; y la acción positiva de miles de intelectuales y profesionales españoles. Pero estos condicionantes positivos, en especial el idiomático, no eran territorios plenamente conquistados, sino que debían ser considerados como campos de un combate cultural no resuelto y que España no debía descuidar. Dado el carácter estratégico de la política idiomática española —tanto en lo interno como en lo internacional— desde sus inicios en el siglo XVIII y, en particular, desde el último cuarto del siglo XIX, exposesión a todo trance y con las mejores armas que nos sea dado utilizar» (Altamira, Rafael, «La influencia intelectual española en América, VI. Lo que debe hacer y lo que ha hecho España», en Altamira, 1909a, p. 71).
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trañaría que un discurso patriótico como el de Altamira no hubiera asumido, recurrentemente, la importancia central de la dimensión lingüística de la diplomacia española. Siguiendo una retórica típicamente noventayochista, Altamira comenzaba denunciando la abulia española respecto de la proyección de su idioma como instrumento de su política exterior. A diferencia de Francia o Alemania, España no advertía la necesidad de «la conservación del idioma en su legítima pureza» entre sus emigrantes —según Altamira una necesidad primordial si se quería que éstos siguieran formando parte «moralmente» de la nación y contribuyeran a su progreso y homogeneidad. Del mismo modo, España no apreciaba la importancia de la consolidación del castellano como «lengua nacional entre los americanos» —si se quería reforzar y perpetuar el «espíritu hispano», frente a las amenazas de invasión o de absorción por «otras razas o pueblos»—.54 Este llamamiento a implementar una política conservacionista de la lengua aludía, como otros muchos, a los supuestos peligros de degradación o sustitución idiomática. Fenómenos que, pese a los inquietantes síntomas portorriqueños, eran virtualmente imposibles de desarrollarse a escala continental. En realidad, este conservacionismo idiomático y cultural y los irracionales temores que lo inspiraban se fundaban en el desconocimiento de la estructura social de los países latinoamericanos y en una lectura distorsionada y prevenida de su evolución económico-política. Desde esta perspectiva, muchos intelectuales españoles —incluido Altamira— observaban con recelo y atención tres fenómenos: por un lado, el estrechamiento de las relaciones bilaterales entre aquellas repúblicas y las grandes potencias de la época y el interés creciente y recíproco que mostraban sus sectores políticos y académicos por establecer intercambios culturales e intelectuales; por otro lado, la aceleración de una demanda de recursos humanos altamente cualificados, capaces de contribuir a la progresiva institucionalización científica y a la organización de un sistema educativo público abocado a obtener la alfabetización universal y la plena integración social; por último, la acentuación del fenómeno migratorio que, en algunas décadas, había logrado alterar radicalmente el tradicional equilibrio demográfico y sociocultural heredado de la etapa colonial hispánica en regiones como el Río de la Plata. La concurrencia de estos fenómenos suponía cierta reapertura de la cuestión lingüística en América, acicateada políticamente por la implicación del Estado en esferas que, hasta entonces, eran dominadas por las 54 Altamira, Rafael, «El castellano en América. (I). Las cátedras de “La Prensa”», en Altamira, 1909a, p. 85.
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iniciativas de la sociedad civil. En este contexto, se reavivaría en algunos países la problemática del idioma nacional abierta a mediados del siglo XIX, recobrando temporalmente un lugar destacado en la agenda de los Estados latinoamericanos. Esta cuestión involucraba, en primer lugar, una discusión acerca de la pertenencia misma de una lengua compartida por varias naciones soberanas que la reclamaban como propia y estaban dispuestas a cultivarla como idioma oficial; y, en segundo lugar, una voluntad de fortalecer esa lengua —el castellano, que no «español»— para utilizarla como un instrumento ideológico de homogeneización y cohesión social, de formación ciudadana y de conformación de un mercado nacional. En esta coyuntura, se explica que algunos españoles vieran en esta reapertura una oportunidad —no exenta de riesgos— para fortalecer los vínculos hispanoamericanos y al propio castellano peninsular, garantizando una posición preponderante de España en el ámbito cultural e intelectual del Nuevo Mundo. Entre esos españoles se hallaban, por un lado, intelectuales y políticos liberales y reformistas interesados en crear un marco de entendimiento cultural, económico y diplomático panhispánico; y, por otro, aquellos sectores dirigentes e ilustrados de las comunidades inmigrantes españolas, algunos de los cuales se desempeñaban como educadores, periodistas, editores e, incluso, asumían cargos de responsabilidad en el área de la instrucción pública latinoamericana. Por lo general, el discurso conservacionista de la lengua, cuando era asumido por peninsulares, no sólo apuntaba a prevenir un posible retroceso del castellano como idioma natural en las repúblicas latinoamericanas, sino a conjurar los perjuicios de su evolución independiente. De esta forma, el discurso castellanista expresaba, por lo general, la voluntad política de preservar y proyectar en América la norma española —septentrional, se entiende— del castellano, procurando evitar la innovación léxica o la penetración de vocablos o de rasgos fonéticos del francés, del italiano, del inglés y de idiomas indígenas o el alejamiento de los criterios normativos de la RAE. Si bien Altamira no podía sustraerse del influjo de este clima de ideas y de estos antecedentes, su argumento ponía énfasis en la corrupción y pérdida de terreno del castellano frente a otras lenguas europeas y no en la evolución americana del castellano.55 55 Pese a esta orientación que demostraba su sensibilidad americanista —amén de sus dotes diplomáticas—, las propias palabras escritas por Altamira para soslayar una recaída en un debate fraticida denotaban sus ideas profundas respecto de la «españolidad» de la lengua: «La ecuación racional —y natural (racional precisamente por
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En realidad, Altamira creía haber descubierto el punto de equilibrio entre «las aspiraciones igualmente legítimas de los españoles y de los americanos». Asumiendo que estos últimos «no pretenden que el idioma troncal desaparezca, sino enriquecerlo y renovar de continuo su léxico», proponía que la «semántica» (entendiendo por tal la sintaxis, la «derivación vocabular» y la «condición ideológica») «es y debe ser igual para los americanos que para nosotros» y que, fuera de cualquier «dictadura arbitraria», debía de trabajarse en común para determinar las leyes del desarrollo de la lengua «y su defensa contra infundadas novedades» que pudieran contradecir su lógica. Como hemos dicho ya, Altamira conocía y estimaba los trabajos de los lingüistas americanos y españoles que trabajaban en el marco de estos principios, pero valoraba muy especialmente los esfuerzos pedagógicos que, más allá de las reflexiones eruditas, intentaban modificar la realidad. Iniciativas particulares como las del asturiano Manuel Fernández Juncos con sus textos de enseñanza en castellano para Puerto Rico, o la creación por parte del periódico argentino La Prensa, de dos cátedras de lengua y literatura, mostraban la oportunidad de trabajar desde las esferas oficiales de forma conjunta y sin mayores prejuicios en pro de la defensa del idioma común. El primer ejemplo mentado por Altamira se desarrolló en el contexto de la ocupación norteamericana de las Antillas españolas en 1898 y al interés demostrado por Estados Unidos en la envidiable y a la vez peligrosa reforma pedagógica impuesta en la isla de Puerto Rico, que bien pudo implicar «la desaparición, en plazo breve, del castellano».56 Si bien aquella reforma obedecía a la necesidad de ajustar la enseñanza a la Constitución de Estados Unidos y a los principios pedagógicos norteamericanos sin pretender la sustitución idiomática, sus efectos prácticos en la organización material de la educación ponían en riesgo la enseñanza del castellano, debido a la ausencia de textos modernos ajustados a aquellos principios. En esta alarmante coyuntura, Fernández Juncos había tomado un desafío evadido por los peninsulares y en dos meses publicó cuatro libros de lectura y otros tres relacionados con la enseñanza elemental del idioma, con un cancionero escolar y con la enseñanza de una moral aconfesional. Más tarde, el mismo Fernández Juncos, prenatural)— que debe existir entre el castellano puro y las modalidades que de continuo produce la fuerza viva de naciones nuevas, creo que está ya suficientemente determinada para que nos ahorre, en el camino de los razonamientos presentes, la discusión del cómo debe ser el castellano en América» (Ib., p. 86). 56 Altamira, Rafael, «El castellano en América (II). Un patriota español», en Altamira, 1909a, p. 93.
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sidente de la Sociedad de escritores y artistas, fundaría una cátedra independiente de Gramática y luego de otra de Literatura destinada para la población adulta. El segundo ejemplo presentado por Altamira debía ser entendido en un contexto en el que el castellano se hallaba amenazado no como consecuencia de una dominación política, sino como resultado de la implantación de comunidades lingüísticas extrañas en el Río de la Plata. Respondiendo a la demanda de argentinos, españoles y extranjeros de otras nacionalidades, el periódico porteño La Prensa había encargado a Antonio Atienza y Medrano el dictado en sus dependencias de dos asignaturas libres —una de lengua castellana y otra de Historia de la literatura española— para así enmendar su arbitrario cese como profesor del Colegio Nacional.57 Ambos ejemplos mostrarían la viabilidad de estas iniciativas y la existencia de un amplio público dispuesto a apoyarlas entusiastamente, a la vez que respaldarían los argumentos de quienes, allende las fronteras del mundo hispano-americano, pensaban que el castellano podía ser el futuro idioma internacional. Altamira citaba, al efecto, las consideraciones de la Internacional Language Society de Cincinnati, en las cuales se sostenía la conveniencia de optar por el castellano teniendo en cuenta que, a diferencia del inglés, era derivado del latín y era hablado por diecisiete naciones. El hecho de que dieciséis de esas naciones fueran americanas era decisivo, ya que el interés norteamericano por el castellano era, en lo inmediato, de índole comercial y estaba relacionada con el deseo de extender líneas directas y fluidas de intercambio con Sudamérica, prescindiendo de la tradicional intermediación europea. Tomando nota de este tipo de consideraciones y ante un panorama en el que existían estímulos positivos y negativos para una acción decidida de los gobiernos en la preservación y proyección del castellano, Altamira interrogaba retóricamente a todos sus compatriotas, tanto a los idealistas como a los materialistas, acerca de si todavía guardaban dudas acerca de «si vale la pena defender nuestro idioma; si es o no labor de patriotismo (que lleva aparejados provecho y grandeza) concentrar nuestros esfuerzos alrededor del núcleo lingüístico castellano, que es el que posee representación internacional». La respuesta pergeñada por Altamira era contundente: en el trato con los extranjeros españoles y latinoamericanos debían imponer el castellano, y si bien era conveniente aprender el inglés «para poder luchar ventajosamente», unos y otros deberían exigir el cas57 Altamira, Rafael, «El castellano en América (I). Las cátedras de «La Prensa»», en Altamira, 1909a, p. 88.
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tellano «a los que quieran tratar con nosotros: ellos lo aprenderán, si es que nosotros sabemos hacerlo valer y no le socavamos el asiento con nuestras disputas o nuestra indiferencia».58 El discurso patriótico que envolvía la retórica americanista de Altamira y otros intelectuales pretendía despertar las conciencias de los españoles, pero aludía muy directamente a los inmigrantes instalados en el Río de la Plata, Cuba y otras partes de América. La esperanza de obtener el concurso material de las colectividades ultramarinas en las iniciativas americanistas españolas, por un lado, y la esperanza de regenerar el lazo identitario entre el emigrado y su patria de origen, por otro, hacía de los españoles en América un interlocutor privilegiado del mensaje panhispánico. La certeza de que estos lazos se relajarían naturalmente a medida que el emigrante se afincara y prosperara en América, impulsaba al regeneracionismo americanista español a movilizar a aquellos que se habían marchado, adscribiéndolos —siquiera idealmente— a una empresa de especial interés para España, pero que, de llevarse a feliz término, también aseguraría una mejor posición de la colectividad peninsular en el Nuevo Mundo.59 Altamira pensaba que, más allá de los mutuos beneficios para los españoles metropolitanos y emigrados, una política americanista consecuente y responsable lograría fortalecer a España, atrayendo más «indianos» a la aventura del retorno. De esta forma, el país se enriquecería reincorporando un conjunto de hombres prácticos, forjados en el desarraigo y enriquecidos intelectual y culturalmente por su contacto con la modernidad americana, haciendo de ellos un «fermento de renovación de la sociedad española»60 y un ejemplo de las potencialidades progresistas de la idiosincrasia nacional.61 Cabe aclarar que, en el contexto ideológico peninsular y para muchos de los intelectuales regeneracionistas y reformistas, americanismo y 58
Altamira, Rafael, «El castellano en América (III). Más sobre el patriotismo del idioma», en Altamira, 1909a, p. 100. 59 Altamira argumentaba que, en lo tocante a la maduración de una política americanista, los emigrantes «reúnen condiciones superiores a la de nuestros políticos, porque conocen mejor que éstos las naciones de América, la posición especial que cada una de estas cuestiones interesantes para nosotros tiene allí y los caminos más propicios para una solución satisfactoria, y porque son una fuerza que actúa en el mismo sitio donde la cuestión se presenta, directa y continuamente, por mil medios de acción de que la diplomacia abandonada a si misma carece» (Altamira, Rafael, «Más sobre los españoles de América», en Altamira, 1909a, p. 30). 60 Altamira, Rafael, «Los «americanos»», en Altamira, 1909a, p. 19. 61 Ib., pp. 23-25.
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patriotismo español eran, en su expresión finisecular, formulaciones plenamente compatibles y hasta complementarias. Altamira fue, indudablemente, una figura central del regeneracionismo y del patriotismo finisecular español. Con su incorporación en 1898, la UO sumó a su claustro a un ya reconocido historiador, jurista y publicista liberal, reformista, republicano e institucionista del que se esperaba mucho, por lo menos a juzgar por las confesiones que realizara el propio Adolfo Posada en sus memorias.62 Pero sería durante el desastre de Cuba, cuando Altamira crecería intelectualmente al compás de aquellos desgraciados acontecimientos hasta mostrarse como uno de los analistas más sólidos y prolíficos de las causas estructurales y coyunturales, históricas y contemporáneas, de la decadencia española en aquel fatídico siglo XIX. En la coyuntura de 1898 cuajó definitivamente en España un discurso patriótico que, apoyándose brevemente en la exaltación bélica provocada por la «injusta» intervención norteamericana en la guerra independentista cubana, tomaría su verdadera fuerza de la rápida y nada gloriosa derrota sufrida ante a unas fuerzas sin prosapia, pero mucho más modernas y eficaces. Para muchos intelectuales y políticos disconformes con el régimen de la Restauración, la rotunda derrota brindaba la oportunidad inédita de operar un cambio decisivo en las políticas internas y externas del país. En efecto, la catarsis provocada por la definitiva pérdida de Cuba y Puerto Rico abría la posibilidad de realizar un análisis profundo de las causas del declive español, a la vez que avanzar en una deconstrucción del sistema político imperante y del desfasado imaginario histórico, político y cultural. La continuidad perversa de aquel imaginario anacrónico era vista como la garantía última del aislamiento y del atraso político, social, cultural y económico español, que necesitaba de aquella ilusión para no admitir que, desde Rocroi, España no había hecho sino decaer como poder europeo, y que desde las guerras independentistas americanas, había perdido su condición de potencia imperial y ultramarina. Como bien consigna Jorge Uría, el horizonte de ese patriotismo era, en el Claustro ovetense, bastante amplio, siendo verificable tanto en Clarín, como en los diseños sociológicos de Posada y en Rafael Altamira.63 Según Uría, si en Posada este patriotismo podía entenderse en relación con su empeño «en apuntalar un modelo social armonicista, y en el que las disensiones de clase o las tensiones socioeconómicas no fracturen irremediablemente el tejido nacional»; en Altamira, éste debería enten62 63
Posada, 1983, p. 252. Uría, 2001, p. 98.
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derse en el marco de su «radicalismo nacionalista» y de sus preocupaciones por «combatir el antipatriotismo, los regionalismos emergentes o el antiespañolismo que observa tanto en el interior de España como en el extranjero».64 Altamira fue, en efecto, uno de los intelectuales en que más impactó la Guerra de Cuba y la intervención estadounidense. Entre 1898 y 1899, Altamira compuso una serie de textos donde se pondría en evidencia el carácter de su patriotismo, los cuales tenían antecedentes en reflexiones anteriores, una de las cuales se publicara en 1895, cuando se reabría el conflicto colonial en las Antillas: No con tinta, con llanto, como dijo el poeta, habría de escribirse la crónica de estos quince días últimos. A muy grandes pruebas viene sujeta la patria desde hace más de un siglo y ya el ánimo parece como que debiera estar curtido para sufrirlas, ahogando el grito de protesta con la resignación sagrada del que, por bajo de todos los infortunios que le agobian, siente hervir la savia de nueva vida que le promete desquites de felicidad y alegría. Pero acumúlanse, a veces, las desgracias de modo tan inesperado y repetido, derivadas ya de la maldad de los hombres, ya de su indiferencia o imprevisión, ya de los accidentes fatales del a Madre Naturaleza —con tanta frecuencia madrastra de los humanos— que no hay energía que resista al desaliento, al pesimismo, a la honda y desesperada tristeza que con ... parole di cobre oscuro borra toda esperanza en la puerta del porvenir. En medio de una crisis económica terrible, que mansamente nos ahoga; cuando todas las fuerzas nacionales de buena voluntad, abandonando derroteros engañosos, parecían querer dedicarse a restañar la herida interior de la patria, que llega hasta las mismas fuentes de su vida; cuando se tomaba por única bandera la regeneración del crédito y de la riqueza nacionales, como base de la regeneración político e intelectual, nuevo conflicto, que amenaza con los horrores de otros tiempos, surge en la más hermosa de nuestras Antillas, que hemos ganado mil veces con el precio de nuestra sangre y de nuestro oro. La Guerra en Cuba es siempre un fantasma aterrador para los españoles, no por el éxito, no por el resultado de ella, que ya es sabido en las circunstancias actuales; sino por los enormes sacrificios que representa, por la manera anormal y traidora con que se produce, por los mil peligros con que la Naturaleza parece allí ayudar la obra maligna de los insurrectos.65
Más allá de esta consideración acerca de los revolucionarios cubanos, no puede leerse en este breve texto ninguna nota radicalmente nacionalista. Por el contrario, en esta evaluación primaba el abatimiento por las penurias que el pueblo y las familias españolas sufrirían en los próximos meses y, también, por ver verificadas la «consideración moral tristísima» que los cubanos tenían de los españoles, a los que odiaban y veían como «tiranos y usurpadores».66 64 65 66
Ib., p. 98. Altamira, 1895, p. 66. Ib., p. 66.
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Cierto es que, años más tarde, cuando los Estados Unidos intervinieron en el conflicto, Altamira, como tantos otros intelectuales españoles, reaccionaría con una vehemencia patriótica —alejada de cualquier extravío, en su caso— que quedaría muy bien reflejada en unos artículos que Altamira publicó en el periódico gijonés El Noroeste y de los cuales, se conservan en el AHUO algunas de sus cuartillas manuscritas.67 En ellas, Altamira, además de realizar un reporte escueto y en nada exaltado, confesaba que era una lástima que «la guerra no sea en la Península o su sitio cercano», ya que «iríamos todos, como en 1808», a la vez que declaraba su vergüenza de «hablar de patriotismo no cogiendo el fusil o dando dinero, que no tengo».68 Respecto de algunas valoraciones que se han hecho del patriotismo que alentaba a Altamira, cabe hacer algunas consideraciones. Si bien es inobjetable su compromiso militante con su idea de nación española, no parece que la elección de la expresión «radicalismo nacionalista», combinada con su supuesta hostilidad hacia los regionalismos emergentes —que no deberían identificarse con los nacionalismos periféricos actuales— y su combatividad frente al «antiespañolismo» interno y el externo, fuera del todo acertada para caracterizar su pensamiento. El riesgo de utilizar estos términos reside en que, dada la evolución histórica española, dichas palabras poseen una evocación y connotaciones políticas presentes, que hacen que el lector transfiera retrospectivamente a aquellas consideraciones de hace un siglo, un valor «actual» y por lo tanto anacrónico. Este equívoco provoca la identificación de una forma liberal, democrática, republicana y progresista de entender el patriotismo español con otra definición radicalmente conservadora, totalitaria y reaccionaria de entender España como unidad política. Evidentemente, cualquier idea patriótica que tome como referencia la idea de España tendrá por adversarios a quienes propugnan otras identificaciones nacionales directamente competitivas con aquella y tendientes a fragmentar ese espacio soberano, dando lugar a nuevas comunidades. Sin embargo, más allá de la posibilidad de comprender el discurso de Altamira de acuerdo con esta clave nacionalista podemos interrogarnos acerca de la utilidad misma de construir conceptos de españolismo 67 Estas cuartillas manuscritas, tituladas «Diario de la guerra. Oviedo, 1898» dieron lugar a más de un equívoco que Jorge Uría se ha encargado de aclarar. En efecto, este documento del AHUO fue exhibido como inédito durante la exposición sobre Altamira en Alicante pese a haber sido publicado en los mencionados periódicos regionales. Véase: Uría (ed.), 1994, p. 173, nota n.º 7. 68 Manuscrito de R. Altamira bajo el título «Diario de la guerra», Oviedo, 1898, anotación correspondiente a día domingo 24 de abril de 1898, AHUO/FRA, Caja V.
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que reúnan a fascistas y liberales reformistas en un mismo ámbito ideológico y sugieran, por ende, una coincidencia básica respecto del gran problema de la España del siglo XX, que amenaza con profundizarse en el siglo XXI. Este problema alrededor de los términos y sus significados ya había sido tocado por el propio Altamira, quien en 1898, en un texto paralelo a su discurso académico en Oviedo, señalaba la confusión de significados que existía alrededor de palabras como patria y patriotismo.69 En todo caso, sería oportuno recordar que aquel patriotismo español no expresaba una lealtad incondicional a la unidad política española entendida como entidad natural fuera de la historia, ni a las tradiciones hispánicas tomadas en bloque. Por el contrario, el patriotismo de Altamira definía un claro compromiso con un proyecto progresista de Nación que involucraba la fundación de un Estado moderno, la realización de una reforma política y la modernización social, cultural y económica de España. Este rasgo era el que permitía al patriotismo regeneracionista recuperar para sí aquellas tradiciones y aquellos fundamentos históricos que resultaran compatibles con aquel proyecto de refundación nacional que intentaban orientar. Lejos de propugnar vueltas a ningún origen ni a ninguna «edad dorada» donde residiera un auténtico «ser nacional» español, este patriotismo se identificaba en realidad con un proyecto, es decir con una imagen futura, antes que con la actualización de unas supuestas notas esenciales, extraviadas en el convulsionado mundo de fines del siglo XIX y principios del XX. En otro sentido, este patriotismo —indisolublemente ligado a una determinada imagen de la Nación— carecía de uno de los rasgos más prominentes del nacionalismo europeo de la segunda mitad del siglo XIX: su aislacionismo, su potencial intolerancia frente a otras definiciones nacionales. Por el contrario, el patriotismo que inspiraba a Altamira era conjugado con una idea de apertura de España a Europa y a América y con un ideal de colaboración internacional, de la cual se derivaría un enriquecimiento de los valores españoles.70 69
Altamira, 1898c, p. 64. Javier Varela habla de la existencia de un «nacionalismo armónico» propio del krausoinstitucionismo y caracterizado por su liberalismo, organicismo y reformismo social, pero también por una idea socioculturalista y psicologista de nación que, en la obra de Altamira, daría lugar a una síntesis marcadamente historicista con aspiraciones a la vez científicas y político-doctrinarias. Véase: Varela, 1999, pp. 77-109. Inman Fox prefiere, sin embargo, enfatizar la importancia de los elementos retóricos y programáticos positivistas y cientificistas en el discurso nacionalista de los krausoinstitucionistas, considerándolos como una nota identitaria que los distinguiría de los otros pensadores 70
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Esta forma abierta de entender el nacionalismo, era la que hacía comprensible la queja de Altamira respecto de la críticas al patriotismo que en realidad se reducían a combatir las «exageraciones chauvinistas o agresivas del sentimiento patriótico». Estas desviaciones eran ciertamente condenables para el profesor ovetense, en tanto sus efectos —el aislamiento, la destrucción de las ideas de fraternidad humana y la ceguera respecto de los propios defectos— contradecían puntualmente los elementos centrales del programa regenerador del que participaba. Sin embargo, generalizar las «conclusiones condenatorias» de aquella anomalía aberrante, extendiéndola a todo el pensamiento patriótico, suponía un profundo e injusto error.71 Entre los apuntes de Altamira respecto del patriotismo destacaban las siguientes ideas: a) reconocer la «historicidad» del fenómeno nacional no legitimaba la idea de la presunta arbitrariedad o artificialidad del mismo; b) la fraternidad universal como ideal no resultaba per se incompatible con las formas de asociación nacional existentes; c) en lo que respecta al nacionalismo debería primar, entre los intelectuales, una reflexión realista por sobre los deseos utópicos; c) «sacrificar el elemento propio» en aras de un cosmopolitismo vago o un fraternalismo radicalizado, sería el «más inocente e inútil suicidio», teniendo en cuenta la realidad de un mundo donde las ideas nacionalistas —y sus aberraciones chauvinistas— gozaban de tan buena salud; d) la homogeneidad de la civilización de tipo europeo occidental y el carácter crecientemente cosmopolita de la Ciencia y del Arte, posee límites ciertos en su acción unificadora que no podrán ser traspasados pese a las más poderosas influencias educativas que se apliquen, ya que no podrán crear en las comunidades humanas facultades que no existen, ni erradicar en ellas particularidades que responden a sus situaciones de existencia objetivas; e) en la conformación del fenómeno nacional, serían decisivos los factores morales y psicológicos por encima de cualquier otro género de condicionantes, incluso el territorial.72 regeneracionistas. En este sentido Altamira —junto a Costa— sería considerado también como un elemento fundamental en la formulación de la problemática de la Nación tras el desastre del 98. Su aporte historiográfico a la construcción de una idea de España estaba alejado, según Fox, de cualquier reclamo autoritario o esencialista y de las imágenes populares e ingenuas acerca de la identidad española, convertidas en tópicos por la tradición conservadora y reaccionaria. Véase: Fox, 1997, pp. 55-64. José Álvarez Junco ha interpretado la reacción nacionalista del regeneracionismo de forma muy diferente, proponiendo que la problemática nacional de los krausoinstitucionistas poseía una raíz irracionalista, populista, seudocientífica, esencialista e incluso antihistórica. Véase: Álvarez Junco, 1998, pp. 463-469. 71 Altamira, 1898c, p. 65. 72 Ib., pp. 64-78.
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Un año más tarde, Altamira publicaba su traducción de Los discursos a la nación alemana de Fichte, antecedidos de un prólogo en el que trazaba un sugestivo paralelismo —quizás un tanto abusivo— entre la situación de Alemania a comienzos del siglo XIX y la de España finisecular.73 En aquella lamentable coyuntura, y a raíz de la humillante derrota ante Napoleón, «los más elevados representantes de la vida intelectual» habrían reconocido «el valor social de la inteligencia y la importancia de los problemas nacionales», asociándose a un movimiento nacional que contribuyó a «levantar el espíritu del país con discursos y libros». Así, pues, entre 1807 y 1808, Fichte elaboró un opúsculo titulado «Patriotismo» y presentó en la Academia de Berlín sus catorce Discursos a la nación alemana, donde exponía una doctrina patriótica que procuraba una «transformación radical» del pueblo alemán, partiendo de la crítica de sus defectos y recomendando una «educación nueva» como instrumento de transformación. Estos rasgos, y un optimismo racional, eran lo que hacía del pensamiento de Fichte una herramienta ideológica importante capaz de ser utilizada por el regeneracionismo español.74 La regeneración política a través de un balance crítico de la situación, de una política pedagógica dirigida a educar a la juventud y de una incorporación plena de los «teóricos» e intelectuales en el gran proceso político, eran tres elementos que acercaban objetivamente a los krausistas y reformistas españoles de fines del siglo XIX y principios del XX, con aquel movimiento germanista. Sin embargo, estas coincidencias tan significativas no hacían nublar el juicio crítico de Altamira, quien no dejaba de ver «los peligros que, sin duda, tienen también sus doctrinas»: la exageración chauvinista, el desarrollo de una idea de «raza escogida», y la identificación del pueblo alemán con la humanidad toda.75 Claro que, esta distancia crítica operaba sobre la certeza de que en España, pese a que tenía sus chauvinistas, no ocurrirían aquellas desviaciones del patriotismo, a juzgar por la absoluta improbabilidad de que la 73 «A comienzos del siglo, y a pesar del grandioso florecimiento de su literatura y de su filosofía, el pueblo alemán, desorganizado, corroído en sus clases directoras por el egoísmo, la frivolidad y el orgullo, y falto de base en la masa social (inculta e indiferente a todos los grandes intereses de la vida) ofrecía un tristísimo espectáculo, del que los mismos alemanes no se daban cuenta» (Altamira, 1899b, p. 35). 74 Ib., p. 35. 75 «Semejantes ideas fácilmente se convierten, en su aplicación a la práctica, en orgullo nacional y en pretexto para toda clase de ambiciones. Sin duda Fichte no les hubiera dado esta interpretación abusiva; pero de ellas se ha servido la política prusiana para legitimar sus invasiones y promover en el país una corriente patriotera orientada hacia el engrandecimiento exterior» (Ib., p. 39).
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salida al atolladero político finisecular condujera a un camino neoimperial o expansionista —ya transitado hace siglos por España—. Para Altamira, los españoles debían contentarse con «ver desde lejos cómo luchan las naciones que ahora padecen, en toda su fuerza, la misma ilusión que nosotros hemos padecido, y trabajemos por nuestra reforma interior».76 La reflexión crítica y el programa regenerador querían llamar la atención acerca de la necesidad de operar cambios sin demoras, en la certeza de que no había nada de necesario en la existencia de un pueblo o de una nación. Asumir la existencia histórica de la nación, significaba hacerse cargo de la responsabilidad de conducirla satisfactoriamente y de garantizar no sólo su prosperidad, sino su misma supervivencia, que no estaba establecida por la naturaleza.77 Esta posibilidad de extinción —que suponía la historicidad de la nación— era el acicate para la acción regeneradora, aun cuando debiera prevenirse de la utilización abusiva de teorías que, en base a los ejemplos históricos de los pueblos antiguos, pretendiera presagiar el derrotero futuro de la humanidad. Altamira señalaba que probablemente «las condiciones de vida de los pueblos modernos» eran muy diferentes de las de sus predecesores, mostrándose más aptos para la «persistencia de la personalidad». Esta evidencia hacía que «la teoría de la renovación de los pueblos» y las «fatales leyes de desarrollo» que la acompañaban, debieran ser tomadas con suma reserva. Después de todo, esta teoría estaba demasiado sujeta a una observación histórica limitada78 y a un diagnóstico pseudocientífico del que serían responsables aquellos sociólogos —en realidad impostores fanáticos, reaccionarios o radicales— «que reparten con ligereza desenfadada patentes de vitalidad o decadencia irremediable, de utilidad o inutilidad, de aptitud o ineptitud para la civilización a los pueblos».79 76 Ib., p. 40. Altamira suponía —en aquella temprana fecha— que esta tarea desplegada al interior del propio Estado-nación, no abriría flancos para la emergencia de aquel nacionalismo agresivo; el cual, décadas más tarde, terminaría por aflorar violentamente en contraposición a la diversidad ideológica y cultural existente en la propia España. 77 «... no debe perderse de vista que los pueblos no son eternos, y que muchos, más poderosos que las grandes nacionalidades modernas, han desaparecido del mundo. Cuando un pueblo ha agotado su ideal y sus energías naturales o se ha depravado moralmente, o a caído en un anárquico egoísmo como el que Fichte pintaba en los Caracteres del tiempo presente, perdiendo todo interés por defender y salvar el carácter y la independencia nacionales, es lógico que decaiga y se deje absorber por otro pueblo que se halle en pleno período de desarrollo nacional; y hasta puede desaparecer por completo...» (Altamira, 1898c, p. 83). 78 Ib., p. 84. 79 Ib., p. 86.
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En este sentido, preguntándose acerca de «¿quién se arrogará justamente el derecho a condenar en definitiva a un pueblo, dándolo por inútil, por muerto, por falto de toda condición buena que, debidamente desarrollada, pueda servir para el progreso del mundo?»,80 Altamira se introducía en el debate sobre las naciones moribundas que habían instalado los teóricos del imperialismo anglosajón. Determinar la «superioridad» de un pueblo sobre otro, cuando el concepto de civilización del que se disponía no era uniforme ni definitivo, sería claramente arbitrario; pero deducir a partir de aquél, el derecho a la existencia de una nación o su destino inexorable de ser absorbida, o más aún, la tendencia inexorable —y conveniente— de la homogeneización del mundo de acuerdo con un tipo supuestamente «superior», sería ciertamente descabellado.81 Otro texto de la época fue la primera versión de La psicología del pueblo español, estudio compuesto en el verano de 1898, pero publicado por primera vez en marzo de 1899. Altamira afirmaba en este texto que más allá de la importancia del regionalismo en España, «existe entre nosotros la coincidencia y el sentimiento de nuestra unidad, no ya como Estado, sino como nación». La existencia de notas comunes alrededor de intereses, ideas, aptitudes y defectos, harían que pudiera hablarse del español como de «un tipo característico en la psicología del mundo» y de España, como de «una entidad real y sustantiva».82 Sería claro que la identidad nacional española —reconocida perfectamente por los extranjeros, aunque de forma no siempre adecuada y justa— residiría fundamentalmente en el «elemento interno, psicológico»; pero pasar de esta evidencia a desentrañar sus características resultaba dificultoso debido al desconocimiento de muchos aspectos de la historia de España. La necesidad de auscultar las características profundas del ser español, tanto más en sus defectos que en sus virtudes —cuyos antecedentes podrían encontrarse en el siglo XVII y en el XVIII con las obras de Feijóo y Masdeu—, respondía, por un lado, a la voluntad de responder los ataques hispanófobos de ingleses, franceses, holandeses e italianos que en el terreno de la cultura y de la ideología contestaron a la hegemonía española con la conformación de leyendas negras acerca de la idiosincrasia española; y, por otro lado, a la necesidad de desentrañar las razones de la decadencia y establecer el aporte de España a la humanidad. 80 81 82
Ib., p. 86. Ib., p. 88. Altamira, 1899c, p. 5.
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Pese al avance del revisionismo hispanófilo en Europa y al debilitamiento de las «leyendas negras», todavía existiría un registro muy importante en el que no se habrían disuelto los prejuicios antiespañoles, perjudicando decisivamente la imagen del país y entorpeciendo buena parte de sus relaciones con otros pueblos.83 Más allá de las causas, de la certeza de las observaciones de Ganivet, Costa y otros agudos analistas del genio español, Altamira proponía que: a) España había dejado perder «gran parte de la grandiosa cultura» que desarrolló durante tres siglos; b) la decadencia había comenzado antes de que las ideas racionalistas y enciclopédicas de raíz francesa penetraran en España —a despecho de quienes echaban la culpa a las ideas progresistas—; y c) las causas del declive no debían buscarse en la pereza, la ineptitud de la «raza» ni en las determinaciones negativas del medio físico, cuestiones ampliamente refutadas. Para el alicantino, las causas históricas que torcieron, en el orden económico, el «gran empuje del Renacimiento», se relacionaban con la despoblación y el gasto bélico. En el orden político, esas causas tenían que ver con el «complicado engranaje de compromisos políticos» y dinásticos y una diplomacia, orientada bajo los Habsburgo, a sostener el esfuerzo imperial a escala mundial. Finalmente habrían actuado otras causas de difícil encuadro y ciertamente inasibles, como la de un eventual «cansancio» producido por el esfuerzo grandioso acometido en la literatura, el arte, las investigaciones naturales, y las ciencias morales y políticas. En todo caso, la hipótesis de Altamira hacía recaer la explicación en factores históricos y no «naturales», por lo que, de su diagnóstico no podían derivarse conclusiones absolutas acerca del genio español, desestimaciones de la obra civilizadora realizada por España o negaciones de la legítima esperanza de un nuevo renacimiento. La derrota de 1898 había habilitado nuevas e inevitables lecturas catastrofistas que tenían su razón de ser y se justificaban, en parte, por la exhibición que hacían de algunos problemas de larga duración en la cultura y sociedad españolas, pero que, a la vez, debían ser moderadas por una reflexión más serena. Después de todo, nadie podía afirmar conocer el itinerario futuro del decurso histórico y la recurrencia en la autoflagelación podía derivar en un pesimismo radical, en la atonía y el abandono, que profundizaran fatalmente la crisis.84 83
Ib., pp. 3-5. «Las hipótesis pesimistas, con harta ligereza trocadas en afirmaciones de una supuesta muerte o degeneración incurable del cuerpo social, si pueden explicarse por el 84
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Con la aparición de «La psicología del pueblo español» se completaba el tríptico patriótico —junto al Discurso leído en la solemne apertura del curso académico de 1898 a 1899 y «El problema actual del patriotismo»— que sería recogido en 1902 en el libro Psicología del pueblo español. Este tríptico, junto con la edición de los Discursos de Fichte, y varios artículos periodísticos de menor entidad, formaban un pequeño pero imprescindible corpus para comprender el ideario de Altamira —y de buena parte del sector regeneracionista— al respecto del problema nacional español. Teniendo en cuenta los límites y rasgos específicos de este «españolismo», la posterior evolución del escenario político español, y sin pretender desvincular este discurso patriótico de una tradición ideológica centralista más abarcadora, se nos ocurre útil mantener un distinción significativa entre aquel «patriotismo» de fines del XIX y principios del XX, y el nacionalismo español que le sucedió, habida cuenta de la derivación conceptual radical y reaccionaria que éste experimentaría entre la segunda y tercera década del siglo XX y que, bajo ningún punto de vista, podía comprometer a la mayoría de estos intelectuales, ni en sus ideas ni en sus prácticas. En ese sentido, si bien es menester reconocer el nacionalismo de Altamira, resulta a la par, imprescindible, admitir que su pensamiento patriótico y su adscripción «nacional» poseían una riqueza y un grado de elaboración crítica muy considerables para haber sido gestados antes del período 1914-1918. Estos contenidos específicos deben ser tenidos muy en cuenta a la hora de calificar su opción ideológica por la regeneración de España y reconocerle una entidad y una dignidad ético-política de la que carecían las elaboraciones chauvinistas posteriores, y con la que resulta improcedente emparentarla.
El americanismo de la Universidad de Oviedo Como decíamos anteriormente, pese a todo lo que tenía de apuesta personal, el Viaje Americanista no fue, estrictamente, una iniciativa indiespectáculo de las desdichas actuales —que por estar próximas quizás parecen mayores— y aun en muchos casos por el mismo afán, por la impaciencia generosa de ver llegar el remedio y producirse la curación, no se pueden traducir en sentencia definitiva, sin más ni más; ni habrá quien serenamente cargue con la responsabilidad de darla, autorizando todas las consecuencias que lógicamente se desprenderían de tamaña condenación: abandono absoluto de todo esfuerzo, disolución completa de todo lazo social, e indiferencia hacia todo futuro destino. ¿Para qué preocuparse de los muertos?» (Ib., p. 59).
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vidual ni menos aún un fenómeno aislado, sino un acontecimiento que coronó una política académica audaz y renovadora adoptada por la UO. De allí que sea necesario entender este periplo como el epítome de una vocación americanista que comenzó a perfilarse como «doctrina» ovetense, al tiempo que Rafael Altamira ocupaba su cátedra, nacía la Extensión Universitaria y se perfilaba la hegemonía del reformismo liberal al interior del Claustro. Si bien el famoso discurso de apertura del curso 1898-1899 no proponía la realización de un viaje por el Nuevo Mundo, es evidente que su contenido situó a Altamira como uno de los referentes nacionales del americanismo. Esta alocución académica, que pronto trascendería los límites del Claustro, planteó una línea de acción para materializar un acercamiento hispanoamericano en la que se conjugaban tres elementos claves que pueden explicar su exitosa aplicación en 1909. El primero de ellos era su clara inclusión dentro del planteo crítico y regeneracionista que había ganado espacio en la sociedad española y en especial en el claustro ovetense. El segundo era su adaptabilidad a diferentes niveles de intervención institucional y política, los cuales, si bien necesitaban en algunos casos de la acción de altos despachos gubernamentales, podía gestionarse, en otros, por las propias universidades con relativa y suficiente independencia. El tercero era que los beneficios que la adopción de tal política prometía deparar, eran susceptibles de ser capitalizados por múltiples actores del escenario político, social, intelectual y académico español y asturiano. Claro que el hecho de que esta línea terminara materializándose en una gira por las extensiones del antiguo imperio fue el resultado del encadenamiento de ciertas oportunidades e iniciativas en las que el rector Fermín Canella, como veremos, tuvo mucho que ver. Antecedentes inmediatos y organización del Viaje Americanista Si desde 1898 la Universidad asturiana, impulsada por el Grupo de Oviedo, se abría para proyectarse en el espacio social y geográfico asturiano y cantábrico, esta apertura adquiriría pronto una tercera dimensión internacional, orientada por los mismos principios de modernización, regeneración y reformulación del lugar de España en el mundo intelectual y político de la época. Entre 1900 y 1908, la UO se abrió al mundo, implementando una política académica que involucraría, por un lado, un doble movimiento destinado a interesar al sector universitario latinoamericano por el intercam-
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bio docente y a suscitar la solidaridad económica de las colectividades españolas del Nuevo Mundo; por otro lado, la implicación académica del Claustro con la causa americanista; y, por último, la exitosa experimentación del intercambio docente con una universidad extranjera. Esta proyección internacional tendría, por supuesto, una clara impronta americanista y se traduciría en dos iniciativas de cierta importancia, aun cuando de pocos resultados inmediatos. La primera pudo verificarse en julio de 1900, cuando la UO remitió a las universidades hispanoamericanas una circular en la que se hacía un llamamiento a la colaboración, saludándolas «en nombre de la comunidad de raza y de la fraternidad intelectual», proponiendo un intercambio de publicaciones y recogiendo las ideas expuestas por Altamira acerca del cambio docente.85 Paralelamente a esta circular, se despachó un llamamiento a las colonias españolas en América solicitando apoyo económico para las labores de Extensión Universitaria. En este documento, invocando la «gloriosa tradición de una escuela cuyas aulas honraron Feijóo, Campomanes, Jovellanos y tantos otros hombres ilustres» se pasaba revista a las «instituciones de enseñanza y educación anejas a sus dos Facultades de Derecho y Ciencias»: la Escuela práctica de estudios sociales y jurídicos, las Colonias escolares de vacaciones y la Extensión Universitaria. Por supuesto, el motivo de esta florida exposición no era otro que el de obtener de las colonias de emigrados apoyo económico para proseguir estas tareas pedagógicas, amenazadas siempre por la asfixia presupuestaria y el desentendimiento del Estado.86 Esta petición de ayuda aseguraba que el dinero recaudado sería destinado exclusivamente a los «gastos materiales de sus diversas fundaciones», como la adquisición de aparatos e instalación de gabinetes, de libros, mapas, fotografías, impresión de programas y lecciones, financiamiento de excursiones y conferencias fuera del recinto universitario, contratación de profesores extranjeros, «sin que en ningún caso hayan de destinarse al pago de personal docente de Oviedo, que ha prestado y seguirá prestando su esfuerzo de manera totalmente desinteresada».87 La segunda iniciativa de ese año americanista fue la que protagonizaron Aramburu, Canella, Buylla, Alas, Posada, Sela, Altamira, Jove y 85 «A los centros docentes de América», Anales de la Universidad de Oviedo, año I, Oviedo, 1901, pp. 383-385. 86 «A las colonias españolas de los Estados hispano-americanos». Anales de la Universidad de Oviedo, año I, Oviedo, 1901, pp. 386-387. 87 Ib., p. 388.
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Melquíades Álvarez, quienes firmaron conjuntamente unas proposiciones que presentaron al Congreso Hispano Americano, donde se reclamaba para Asturias una larga tradición «americanista» y a la vez que se delimitaba un terreno de acciones positivas para afianzar las relaciones de España con Latinoamérica.88 En aquel documento, los catedráticos ovetenses dejaban sentadas sus intenciones, tratando de disipar escrupulosamente cualquier duda respecto de los propósitos de la UO, afirmando que «las relaciones de aproximación y confraternidad que España persigue con los pueblos hispanoamericanos, jamás entrañarán el propósito de obtener ningún género de supremacía política».89 Esta firme declaración de principios pretendía desactivar el recelo que todavía experimentaban las antiguas colonias emancipadas hacia España. Esta desconfianza, que afloraba cada vez que se planteaba una acción diplomática conjunta, tenía su lejano origen en las guerras de independencia, pero sería azuzada continuamente por otros países interesados en ahondar y explotar en su beneficio aquellos antiguos resquemores. Para «desvanecer este prejuicio» e impulsar una colaboración estrecha entre peninsulares y americanos, deberían confluir acciones privadas y estatales, las cuales resultarían imprescindibles, cada una en su respectivo campo, para superar la historia de desencuentros que jalonaba las relaciones entre ambos mundos de la hispanidad. De allí el llamamiento de los congresistas ovetenses a ejercer una presión sobre los gobiernos, «excitando a los poderes públicos» para que éstos trabajaran en un sentido constructivo y práctico en torno a la estrategia de colaboración hispanoamericanista, «única manera de que su concurso no quede en pura forma y aparato y de que no se malogren los deseos de una fructífera intimidad ibero-americana».90 Las propuestas de la delegación ovetense, organizadas en nueve puntos, hablaban de la constitución de un tribunal arbitral permanente que zanjara conflictos entre las naciones iberoamericanas; la firma de un tratado general entre todos los Estados iberoamericanos que sancionase la igualdad jurídica civil entre sus ciudadanos de acuerdo a los principios del Derecho internacional privado y las conclusiones del Congreso de Montevideo de 1888; la unificación postal con tarifas inferiores a las de la Unión Postal universal; la creación de una compañía telegráfica de ca88 89 90
Altamira, Alas, y Álvarez, M. et al., 1902, pp. 389-390. Ib., p. 395. Ib., pp. 394-395.
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pitales exclusivamente hispanoamericanos que estableciera un cable directo entre España y América; la promulgación de una ley común de protección de propiedad intelectual, literaria, artística e industrial; la supresión de derechos aduaneros y de cualquier traba para la circulación de libros; una política aduanera de disminución de derechos de importación de artículos hispanoamericanos; la unificación de la legislación obrera y establecimiento de una Oficina iberoamericana del Trabajo; la fundación de un Instituto pedagógico de acuerdo a las propuestas del Congreso pedagógico hispano-portugués-americano de 1892; el establecimiento de una enseñanza superior iberoamericana de acuerdo a un marco organizativo común que favoreciera la comunicación y el intercambio del personal docente; la completa reciprocidad de los títulos profesionales; el establecimiento recíproco de cátedras de Historia y Geografía americanas, portuguesas y españolas en escuelas primarias y colegios secundarios; y la organización del intercambio permanente de publicaciones docentes y universitarias. De más está decir que este ambicioso programa, pese a contar con cierta atención por parte de los gobernantes fue sucesivamente postergado por el Estado, manteniendo su pertinencia tres décadas después de que fuera expuesto en aquel foro. Dado que en otra parte de este trabajo tendremos oportunidad de hablar de la historia de estas iniciativas, pasemos rápidamente a los otros hitos internacionalistas de la UO. En 1908, la UO celebró su III Centenario bajo el rectorado de Fermín Canella y el patronato de Alfonso XIII, quien delegó en el Ministro de Instrucción Pública y antiguo alumno del establecimiento, Faustino Rodríguez de San Pedro, la presidencia de los actos conmemorativos. Estos festejos, que convocaron a representantes universitarios americanos y europeos, fueron una buena oportunidad para poner en marcha interesantes experimentos pedagógicos, como el del intercambio docente con la Universidad de Burdeos. El primer episodio de aquel intercambio fue la visita a Oviedo de los profesores Pierre Paris, catedrático de Arqueología y presidente de la Escuela Municipal de Bellas Artes, y Firmin Sauvaire-Jourdan, catedrático de Economía Política, quienes inauguraron sus conferencias ovetenses —pronunciadas en francés— el 30 de noviembre de 1908, luego del revelador discurso de un eufórico Fermín Canella que ya vislumbraba horizontes americanos para esta prometedora institución.91 91
Véase: «Intercambio de las Universidades de Burdeos y Oviedo». Anales de la Universidad de Oviedo, Tomo V, 1908-1910, Oviedo, 1911, p. 440. En este discurso inaugural, el Rector ovetense no olvidaba que el crédito por esta iniciativa debía ser
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El amable discurso que pronunció Canella en aquella ocasión reflejaba, sin embargo, la admiración y la alarma que producían en los intelectuales españoles, la renovada proyección de la influencia cultural francesa en la «América Latina» —que Canella prefería llamar «española»—, gracias a la reciente fundación de una asociación de universidades y grandes escuelas para fometar las relaciones franco-americanas. De allí que el rector ovetense comprometiera ante su auditorio futuras acciones universitarias en ese terreno, con un fervor y una convicción derivadas más del orgullo herido, que de un auténtico plan de acción, que todavía no se había formulado.92 Este primer paso del intercambio Burdeos-Oviedo, fue respondido en febrero de 1909 con la asistencia de Fermín Canella y Rafael Altamira a la universidad bordalesa, donde fueron recibidos por su Rector y por el Decano Radet. El 25 de febrero Canella disertó acerca de la «Contribución de España a la historia general de la pedagogía» y el 26 lo hizo Altamira sobre «Interpretaciones de la historia de España», siendo ambos elogiados por la prensa francesa y condecorados por el Gobierno francés con las Palmas de oro de Oficiales de Instrucción Pública.93 A pesar del éxito de la experiencia, Canella no tardaría en expresar una convicción que compartía con Altamira acerca de que este sistema de conferencias sueltas no resultaba por sí mismo demasiado eficaz para los fines que perseguía el intercambio docente. El 19 de mayo de 1909, Canella enviaría a los rectores de las universidades españolas y al ex rector y entonces senador Félix Aramburu, una carta en la que se pasaba revista a la labor realizada en torno al intercambio con Burdeos y se dejaban sentadas las oportunidades que existían para regularizar este comercio intelectual de forma eficaz y productiva para España, si se obtuviera el aporte de directo del Estado o, caso contrario, de la Junta para la Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas (JAE).94 adjudicado, en gran medida, al decano de la Facultad de Letras bordelesa, Georges Radet y al propio profesor Paris, quienes propusieron el cambio según experiencias anteriores llevadas a cabo con otras universidades británicas y alemanas. 92 Ib., pp. 443-444. 93 Ib., p. 461. 94 Ib., pp. 462-463. Una segunda edición del intercambio docente entre Burdeos y Oviedo trajo a la capital asturiana a los profesores Emmanuel Regis, reconocido alienista y psiquiatra y al biólogo, profesor de la Facultad de Ciencias y futuro «conservador» del Museo de Historia Natural de Burdeos, J. Chaine, los cuales disertaron el 26 y 27 de abril de 1910 acerca de la «Asistencia y Educación de los anormales psíquicos» y del «Cultivo de las aguas», respectivamente. Esta visita fue devuelta por Aniceto Sela y Sampil y Francisco de las Barras de Aragón, quienes pronunciaron el 30 de mayo de 1910 sendas conferencias acerca de «Concepción Arenal y el derecho de la guerra» y
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Si bien es evidente que esta iniciativa de intercambio no formó parte de la política «americanista» ovetense, no debe perderse de vista que esta experiencia internacional prefiguró aquella empresa pronta a acometerse con América. El cambio con Burdeos brindó el conocimiento práctico acerca de la organización académica y material de este tipo de eventos y sus pormenores, a la vez que sirvió de modelo para bosquejar una propuesta concreta a las universidades latinoamericanas y de antecedente prestigioso para atraer a éstas al proyecto ovetense. Si 1900 fue un año «americano» para la UO por las iniciativas de acercamiento que produjo el Claustro ovetense; 1908 sería un año decisivo en lo que atañe a la concreción del Viaje Americanista. Los eventos conmemorativos del III Centenario que, como vimos, sirvieron de excusa para experimentar el intercambio universitario, contaron con la presencia de delegaciones universitarias españolas y del extranjero, algunas de las cuales fueron cubiertas por personajes españoles o asturianos.95 Si la repercusión del llamamiento ovetense fue considerable, la presencia americana fue escasa, asistiendo en aquella ocasión representantes de la Universidad de Columbia en New York; de la Universidad de Harvard y la Universidad de La Habana. Una vez más, tal como había ocurrido en 1892 en ocasión del Congreso pedagógico hispano-portugués-americano y en 1900 en ocasión del Congreso Hispano-Americano, las iniciativas españolas que intentaban atraer la presencia latinoamericana a la Península, fracasaban. Aun cuando las distancias y las razones económicas resultaban decisivas para explicar estas ausencias, Altamira intentó buscar, con gran acierto, otras razones más profundas para comprender la inasistencia americana al cónclave pedagógico de 1892 que podían hacerse extensivas a cualquier iniciativa de índole cultural e intelectual. Éstas no serían otras que el atraso español y la temeridad de convocar a pueblos progresivos sin poder mostrarles una organización pedagógica acorde a la de la mayoría de los pueblos cultos. Con todo, y pese a la exigua participación americana, los eventos de 1908 resultaron decisivos para el futuro del americanismo ovetense y español, gracias al contacto que establecerían Fermín Canella y el repre«Los naturalistas españoles contemporáneos» y obtuvieron las mismas condecoraciones —extensivas esta vez a Félix Aramburu— que Altamira y Canella recibieran el año anterior. Véase: Ib., pp. 463-482. 95 Tal el caso del propio Altamira que representó a la UdelaR de Montevideo.
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sentante cubano, José Manuel Dihigo, quien sugeriría al Rector de la UO la conveniencia de organizar un viaje académico a Cuba.96 Más allá de la paternidad de la idea inicial que llevaría a Altamira a América, es indudable que la situación diagnosticada tan acertadamente en 1898 no había cambiado decisivamente once años después. De allí que, para 1909 la experiencia de aquellos fracasos de 1892, 1900 y 1908 fuera debidamente capitalizada a la hora de proponer, esta vez, una iniciativa en la que fueran los españoles quienes se trasladaran a América a intentar difundir sus propuestas panhispanistas, sin esperar que fueran los americanos quienes asistieran a escucharlas. El 31 de diciembre de 1908, Fermín Canella, sin duda entusiasmado por la celebración que presidiera y por los frutos que ella estaba dando, se hallaba trabajando afanosamente para transformar aquella visita a Cuba propuesta por Dihigo, en un periplo de escala continental que aprovechara el inminente centenario de las revoluciones independentistas latinoamericanas. Para ello, el rector regionalista desplegaría, lógicamente, dos líneas de acción, una en España y otra en América. Respecto de la primera, Canella contactó con el Ministro de Instrucción Pública Rodríguez San Pedro para interesarlo por la iniciativa. Respecto de la segunda, el rector ovetense se apresuró a remitir a los ministros de educación, intelectuales, personajes influyentes y a las principales Universidades del Nuevo Mundo una nueva circular en la que se proponía prolongar en América el Intercambio universitario ya experimentado con la Universidad de Burdeos y las tareas de Extensión universitaria.97 Citando la experiencia de intercambio realizado con la institución francesa, Canella afirmaba que la misión de Altamira en América sería, dada las coincidencias existentes entre España y los países latinoamericanos, «más permanente y especial en esas regiones latinas», por lo menos en tanto los gobiernos y las universidades americanas apoyaran esta nueva iniciativa de la UO: Canella cerraba esta circular asegurando la completa aquiescencia de Altamira para desarrollarlo con su reconocida profesionalidad e «imparcialidad de historiador y pedagogo» y expresando sus deseos de que el idioma y la historia comúnes, las migraciones y las coincidencias que pa96
Altamira, 1911, p. 4. «Delegación de la Universidad de Oviedo al Sr. D. Rafael Altamira y Crevea, catedrático de Historia General del Derecho, cerca de las Universidades y Centros docentes de las naciones Argentina, Uruguay, Chile, Perú, México y Cuba para Intercambio profesional, Extensión Universitaria, etc.», Anales de la Universidad de Oviedo, Tomo V, 1980-1910, Oviedo, 1911, p. 498. 97
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recían producirse en torno de algunas cuestiones —como «la federación de instituciones morales, políticas y pedagógicas y la propaganda y difusión de la Extensión universitaria»—.98 El llamamiento de Canella tuvo una prometedora respuesta desde Argentina. El 27 de febrero, Joaquín V. González, presidente de la UNLP, escribía a Rafael Altamira acusando recibo de la circular del 31 de diciembre y manifestándole su acuerdo con la empresa propuesta por el rector de la UO. En esta carta, González daba cuenta de las rápidas y exitosas gestiones que hiciera en la casa de altos estudios de La Plata para garantizar la estancia académica ofrecida,99 anunciándole que se lo invitaría a dictar un curso especial sobre Metodología de la Historia, cuyo objetivo sería el de fundar «la enseñanza del método constructivo y didáctico de la historia con aplicación experimental a la argentina y americana».100 Tres días antes de remitida esta respuesta a la Argentina, el periódico madrileño El Imparcial se hacía eco del proyecto de intercambio docente de la UO con las universidades americanas, diagnosticando la necesidad imperiosa de que se estableciera una corriente renovada de relaciones intelectuales entre ambos mundos, para recuperar el prestigio internacional perdido.101 Según este periódico, la irrelevancia del pensamiento español en la labor científica y pedagógica de los intelectuales y universitarios americanos sería un mal que debía ser subsanado rápidamente y la vía del intercambio docente —avalada por sus óptimos resultados conseguidos en el pasado— se mostraba como la más adecuada para inducir aquel necesario cambio de tendencia en las orientaciones intelectuales españolas e hispanoamericanas. Así, pues, la generalización del intercambio propuesto por Oviedo sería beneficiosa para ambas partes, resultando en 98
Altamira, 1911, pp. 8-10. El Consejo Superior de la UNLP votó favorablemente una partida presupuestaria para sufragar los gastos de viaje de Altamira hasta Argentina y una asignación mensual de 600 pesos —que duplicaba el ingreso de los profesores universitarios argentinos— durante cuatro meses, a contar desde mayo o junio. 100 Carta de Joaquín V. González y Enrique del Valle Ibarlucea a R. Altamira, Buenos Aires, 27-II-1909, IESJJA/LA. Este documento fue reproducido en Altamira, 1911, pp. 39-40. 101 «... es indispensable que mostremos a aquellos pueblos por nosotros descubiertos y civilizados, que vivimos de algo más que de los recuerdos; que representamos algo más que una tradición gloriosa; que el maravilloso esfuerzo, por nadie superado en la Historia, que realizó la nación española, no agotó sus energías y su vitalidad de tal suerte que no le sea dado colaborar activa y fecundamente en la obra de mejoramiento y de progreso que tiene que llevar a cabo la raza hispana» («El intercambio universitario», El imparcial, 14-IV-1909, reproducido en: Altamira, 1911, p. 24). 99
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un mutuo conocimiento y en la suma de esfuerzos a favor de la «raza española», amenazada en América y sobre todo en Cuba, por la angloamericana.102 La respuesta de Canella agradeciendo el apoyo del periódico, contenía precisiones acerca de las dificultades presupuestarias que suponían este tipo de iniciativas cuando se trascendía de la mera compaginación de unas cuantas conferencias sueltas. La imposibilidad de que empresas de este tipo fueran sufragadas por las alicaídas arcas universitarias, afirmaba el rector, debería movilizar el apoyo de los gobiernos e instituciones de la sociedad civil. Del mismo modo, y en tanto las iniciativas culturales públicas y privadas eran impulsadas frecuentemente por ciertas coyunturas propicias, debía aprovecharse la inmejorable oportunidad que ofrecía el inminente centenario de los estallidos revolucionarios americanos. En todo caso, la campaña americanista marchaba viento en popa, por lo menos si se tenía en cuenta la receptividad que habían mostrado varios países americanos ante las propuestas realizadas en diciembre de 1908.103 Pero Fermín Canella no se conformaba con eso, quería que «España entera se interesase por lo que debe ser fecunda y trascendental misión» y para ello reclamaba el concurso de El Imparcial «para que insistiendo en su obra, nos apoye y sostenga».104 Esta invocación del concurso periodístico, unida a la queja presupuestaria y al clima favorable para la propuesta ovetense en América, acicateó a la redacción de El Imparcial en sus demandas al gobierno, al parlamento y a la sociedad española para apoyar materialmente esta iniciativa patriótica del Claustro ovetense, a la vez que ofrecía las columnas de su publicación para la propaganda que requiriese el evento. Sin duda, aquello que movía a El Imparcial a apostar públicamente por el éxito de esta aventura intelectual era el convencimiento de Altami102
Ib., p. 24. «La respuesta llenó nuestras esperanzas. Los gobiernos de Cuba y Méjico ofrecen su decidido y valioso apoyo; la Universidad de La Plata, en la Argentina, invita por mi conducto a nuestro colega a que en breve curso de tres meses funde en ella la enseñanza de los estudios históricos, y esperamos aún fundadamente el beneplácito de Chile y el Perú... No es tan sólo a Cuba adonde el profesor Altamira va; como El Imparcial desea, oirán su palabra la Argentina y Chile, el Perú y Méjico. En junio próximo emprenderá su viaje, aprovechando las vacaciones del verano, para ir estableciendo las bases firmes y robustas en que se asentará nuestra influencia espiritual. Esa es nuestra labor, hasta ahora callada...» (Carta de Fermín Canella a Luis López Ballesteros, Oviedo, 18-IV-1909, incluida en «El intercambio universitario. El viaje del Sr. Altamira», El Imparcial, Madrid, 16-IV-1909, y reproducido en Altamira, 1911, pp. 28-29). 104 Ib. 103
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ra haría aumentar el prestigio español de forma más eficaz que las embajadas oficiales «sujetas a las rúbricas del protocolo».105 La incidencia de estos artículos en la opinión pública madrileña y los círculos intelectuales y políticos fue considerable, al menos si atendemos a la rapidez con que suscitó la intervención de un caudillo político de probada sensibilidad americanista como Segismundo Moret. Este caudillo liberal y notable institucionista, remitió a El Imparcial una carta en la que afirmaba que el apoyo al Viaje Americanista debería dar lugar a una acción concreta, a la vez que predicaba con el ejemplo y abría una suscripción pública con 250 pesetas para colaborar en sus costes.106 La idea de Moret pronto ganó adeptos entusiastas pero, debido quizás a su mismo éxito, sería rechazada por Canella, que declinó gentilmente captar aquellos fondos. La razón no era otra que la del temor de perder el control de la embajada intelectual, de que ésta se desnaturalizara o de que una excesiva injerencia política terminara por estropear un asunto que era, y debía seguir siendo, de incumbencia estrictamente universitaria y prioritariamente asturiana.107 En todo caso, es evidente que cuando la empresa ovetense alcanzó estado público, recibió el respaldo abierto de los reformistas más notables del panorama político español. Un testimonio de este apoyo puede verse en el epistolario de Rafael María de Labra quien hacia fines de mayo de 1909 escribía a Altamira acusando recibo del envío de España en América, alentando la futura labor del delegado ovetense y augurando una coyuntura favorable para el americanismo español, en tanto le aseguraba que el Gobierno español tenía «las mejores disposiciones respecto de los problemas hispano-americanos».108 La firme voluntad manifestada por Canella de mantener el timón de la empresa transatlántica no resultaba incompatible con la apertura de ciertas vías de participación, más simbólicas que prácticas pero, en todo caso, redituables para la Universidad ovetense y capaces de encolumnar 105 «El intercambio universitario. El viaje del Sr. Altamira», El Imparcial, Madrid, 26-IV-1909, reproducido en Altamira, 1911, p. 29. 106 Carta de Segismundo Moret a Luis López Ballesteros, incluida en «Intercambio universitario», El Imparcial, s/f, reproducido en Altamira, 1911, pp. 31-32. 107 Ib., pp. 32-33. Probablemente este rechazo resintiera las relaciones entre Canella y El Imparcial, que, según confesaba el Rector a Altamira, le había vuelto la espalda en lo que a la cobertura del periplo respecta. Por el contrario, Moret seguiría siendo, según Canella el único realmente interesado en el Gobierno español por la marcha de la empresa. Véase: Carta de Fermín Canella a R. Altamira, Oviedo, 29-I-1910, AFREM/FA, RAL 2. 108 Carta de Rafael María de Labra a R. Altamira, Madrid, 23-V-1909, IESJJA/LA.
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al ambiente intelectual, social y político asturiano y español, detrás de una empresa ambiciosa y arriesgada. Ejemplo de esta política de captar apoyos externos para la empresa fue el texto alambicado y grandilocuente que Fermín Canella compuso el 20 de mayo de 1909, y que fue firmado en adhesión por más de cinco mil personajes asturianos y españoles. Este llamamiento, dirigido como aval a los países latinoamericanos, tenía el objeto manifiesto de conseguir un amplio apoyo para la misión del delegado ovetense en el Nuevo Mundo. Sin embargo, era perceptible que detrás de este intento de incluir a todo el arco social, político e intelectual asturiano y español, también operaba la necesidad de no dejar cabos sueltos en el muelle de partida. Involucrar al amplio espectro de la sociedad asturiana y a los notables de distintas tendencias detrás de una iniciativa patriótica permitía conjurar el riesgo de aislamiento que implicaba no ceder el control de aquel asunto. Ni a Canella ni a Altamira se les escapaba que un exceso de independencia y hermetismo en el manejo del viaje americanista podía suscitar recelos en la opinión pública, y potenciar —ante un eventual fracaso de la misión— las virulentas críticas de los opositores ideológicos del tándem institucionista-regionalista que ya se venían expresando desde principios del siglo XX en las páginas de El Carbayón. De todas formas, este documento «colectivo» resultaba un tanto ambiguo atendiendo al interlocutor ideal que su propio texto definía. En efecto, pese a que los destinatarios nominales de esta exhortación eran tanto peninsulares como americanos, era obvio que las figuras literarias, la profusión de elogios autocomplacientes y la orientación general de su argumento —que trascendía claramente los límites del discurso confraternizador— podían seducir más a los emigrantes españoles que a los ciudadanos de repúblicas cuyos hitos fundacionales se relacionaban con la ruptura revolucionaria de la «Grande Iberia»: En nobles vísperas del centenario de la independencia de América, la Universidad de Oviedo, Alma Mater de Asturias la hidalga, quiere que resuene la voz amorosa de España bendiciendo a sus hijas emancipadas; quiere unir su canto al coro por esos pueblos entonado al recordar la fecha memorable en que, aptos para la vida, dejaron los patrios lares; quiere sobre todo, llevar a esas pujantes nacionalidades, vigorosos renuevos de nuestro espíritu, para arraigarlos en esas fecundas tierras que baña el Golfo, que fecunda el Plata, que sombrean los Andes; quiere enviar a Hispano-América llamas de nuestro fuego para que funda en una nuestras almas, y podamos, unidos los pueblos de aquende y allende el mar que formamos la Grande Iberia, cumplir la alta misión civilizadora que el destino nos confió. Para contribuir a tan supremos fines, hermanos de América, la escuela ovetense os envía a uno de sus... maestros: al historiador y pedagogo D. Rafael Altamira y Crevea, hijo adoptivo de Oviedo. ¿Habrá que encarecer la trascendencia de su misión? España es América.
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Al esplendoroso mundo, que sacó del mar, dio España cuanto tenía: su corazón entusiasta, su sangre ardiente, su vigorosa fe, su augusto misticismo, su fiera altivez, su amor a la independencia, su verbo y su saber, su alma entera con sus divinas virtudes, con sus humanos defectos. Tan suyo lo hizo que es carne de su carne, y sangre de su sangre, alma de su alma. América es España. Y si hemos de cumplir nosotros, los de la noble raza ibérica, nuestra excelsa misión civilizadora, ha de ser uniéndonos en apretado haz los pueblos todos de la Grande Iberia, los que habitamos el viejo solar sagrado y los que pueblan las riberas del mar del Sur, para que todos a una movamos la pujante rueda del espíritu patrio. A eso va Altamira, el representante de la escuela de Oviedo, portador de fuego que arde, a llevar más ardores, si fuera posible, a la esplendorosa alma americana, a compenetrarla para siempre con la nuestra en el mismo excelso ideal... Será su obra sólida de pura ciencia acendrada, de noble y santo patriotismo, sin que empañen su pureza tendencias ni prejuicios extraños a la Cátedra, que debe ser reposada y tranquila, imparcial y justa. Siempre en la serena región de las ideas, sin apasionamientos ni banderías, llevará por guía aquella Ciencia, por consejera la Verdad, por ideal el Progreso. Su labor de maestro y educador quisiéramos que dejara huella en las almas, fuego en los corazones, ideal en la mente y abierto el camino para que por él vayan en años sucesivos, con análoga tarea pedagógica, otros maestros españoles henchidos del mismo espíritu; para que por igual senda vengan los maestros prestigiosos de las renovadas o nuevas Universidades americanas, a enseñarnos su ciencia, a mostrarnos viva y palpitante su alma juvenil y ardorosa, a decirnos lo que quiere, lo que busca, lo que sueña la España de Ultramar. Españoles y americanos, hermanos que lucháis en América: Acudid ahora en masa vosotros los que laboráis las Pampas o traficáis en Nueva España, los que contempláis las altivas cimas andinas o cruzáis la hermosa manigua cubana, acudid a oír a nuestro enviado, al ilustre catedrático español, rodeadle amorosos, escuchadle complacidos. Os lleva la voz augusta de la vieja Patria, la serena lección de la ciencia; os lleva nuestro ideal.109
En todo caso, y más allá de la tolerancia que pudieran mostrar los americanos frente a este tipo de discurso, es indudable que aquello que hacía explicable su tono exaltado era la voluntad de vencer la eventual y temida apatía de la colectividad española de Ultramar. De allí que debamos comprender que, en este tipo de texto, los rasgos de estilo potencialmente irritantes para la sensibilidad patriótica americana no estaban dados por una proverbial y atávica temeridad ibérica; sino por la necesidad puntual de movilizar a los emigrados en apoyo de la iniciativa y de revincularlos eficazmente con el medio español. De cualquier manera, estos riesgos fueron asumidos en la certeza de que, el propio desempeño diplomático de Altamira sería, llegado el momento, el medio más idóneo para recabar apoyos en el sector intelectual, gubernamental y en la opinión pública americana, sin suscitar resquemores de índole nacionalista. 109 La Universidad de Oviedo (documento mecanografiado), Oviedo, 20-V-1909, IESJJA/LA.
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Para entonces, las diligencias de Canella ante el Ministro de Instrucción Pública español iniciadas a fines de diciembre de 1908, maduraron satisfactoriamente, tal como lo consignara el propio Altamira en Mi viaje a América reproduciendo la carta de Rodríguez San Pedro enviara a Fermín Canella.110 Los últimos días antes de la partida de Altamira estuvieron signados por significativos reconocimientos públicos en Madrid, Asturias, Cantabria, Galicia. En la capital del reino pueden destacarse las manifestaciones del senador Ángel Pulido y el ministro Rodríguez San Pedro, así como el artículo de Francisco Alvarado en El Heraldo de Madrid. En Asturias, los alumnos de la UO ofrecieron un banquete de adhesión el 2 de mayo y seis días después se pudo leer en los periódicos la adhesión de los escolares primarios de Oviedo bajo el título «Al maestro Altamira». El 30 de mayo se organizó una excursión a Santander en la que participaron el Vicerrector Sela y Sampil, Altamira, profesores y alumnos de la Extensión Universitaria y «clases populares de Oviedo, Mieres, Langreo, Laviana y San Martín del Rey».111 La crónica publicada por El Cantábrico da cuenta del papel protagónico de Altamira en aquellos fastos pueblerinos que prefiguraban los futuros agasajos de los que sería ob110
«Mi distinguido amigo: Ha sido en mi poder su carta del 18 del actual, celebrando mucho, en efecto, que el Sr. Altamira se decida a llevar a cabo en las vacaciones de verano su excursión a América, para las conferencias de intercambio de profesores. Y como tratándose de una labor de esa importancia y utilidad nacional no he de regatear facilidades para que pueda realizarse con toda la amplitud necesaria, no sólo merece mi entusiasta aprobación dentro de la época señalada, sino que le autorizaré gustosísimo para extender sus patrióticos propósitos a fechas en que por ministerio de la ley debería hallarse al frente de su cátedra, pues considero que en casos como éste quedará bien justificada su sustitución en ella por el auxiliar, sin interferir a la enseñanza ni a los alumnos el quebranto moral que supone otra clase de audiencia.» (Carta de Faustino Rodríguez San Pedro a Fermín Canella, Madrid, 21-IV-1909, en Altamira, 1911, pp. 16-17). 111 «Fueron recibidos y agasajados en la capital de la Montaña de un modo inusitado en populares manifestaciones con actos brillantísimos en que tomaron parte todos los elementos santanderinos con su Alcalde Sr. Martínez (D. Luis), hijo adoptivo de Oviedo, el entusiasta profesor Sr. Fresnedo, aquí tan apreciado, las Corporaciones docentes, etc., mientras los españoles residentes en Santander que han estado en América ofrecían al Sr. Altamira con álbum de argentina placa, el obsequio de una maleta neceser de viaje, haciéndose así inolvidable tal expedición por el cambio efusivo de hondos sentimientos de fraternidad entre las Dos Asturias que fueron el pensamiento de discursos, brindis, mensajes, telegramas y otras explosiones de mucha simpatía, aunque dominando el interés que aquí y allí causaba la misión académica del Sr. Altamira en América» («Delegación de la Universidad de Oviedo al Sr. D. Rafael Altamira y Crevea...», Anales de la Universidad de Oviedo, Tomo V 1980-1910, Oviedo, 1911, pp. 500-501).
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jeto a su regreso, con marcha triunfal, bandas, delegaciones, banderas, vivas y ovaciones reiteradas al alicantino, a Oviedo y a España.112 En vísperas de la partida, la RACMP envió a Altamira una carta en la que se le ofrecía la delegación de esta institución ante las similares hispanoamericanas, a la vez que le concedía el título de académico correspondiente.113 Así pues, once años después de presentado el germen de su programa americanista; tras nueve años de sus primeros intentos fallidos de vincular ambos mundos intelectuales y seis meses después de iniciado efectivamente el proceso que llevaría a Rafael Altamira a América, el segundo rector «regionalista» del Claustro ovetense podía exhibir una tarea organizativa limpia, rápida y eficaz. Esta impecable gestión de Canella permitía vislumbrar la realización de un ambicioso proyecto que prestigiaría internacionalmente la universidad fundada por el inquisidor Valdés Salas y traería beneficios ciertos para toda España. De esta forma, sin haber cubierto plenamente los flancos, pero habiendo definido las escalas básicas del periplo, organizado someramente la logística del Viaje, cumplido una inteligente labor de propaganda interna y externa, capitalizado el apoyo de las instituciones pedagógicas, de la opinión pública y del gobierno españoles, asegurado la contribución de algunos gobiernos americanos, recibido con debida antelación el apoyo material de una universidad argentina114 y habiendo comprometido la colaboración de las colonias españolas, Fermín Canella podía ya formalizar la empresa. Así, pues, el 8 de junio, Rafael Altamira recibiría un oficio del rectorado, en el cual se le otorgaba la «delegación de la Universidad de Oviedo para los países hispano-americanos», teniendo en cuenta «la patriótica decisión de V.S. a cumplir dicho cometido, aun imponiéndose sacrificios morales y materiales que nunca serán bastante agradecidos, y atendiendo, además, al honroso y merecido concepto de 112 Artículo de título desconocido, El Cantábrico, Santander, 31-V-1909, citado en Anales de la Universidad de Oviedo, Tomo V 1980-1910I, Oviedo, 1911, pp. 238-239. 113 Carta del Presidente de la RACMP del Académico Secretario Eduardo Sanz a R. Altamira, Madrid, 2-VI-1909, IESJJA/LA (reproducido en Altamira, 1911, pp. 35-37). Tanto la designación como el encargo fueron aceptados por Altamira, según queda constancia en su respuesta al presidente de la RACMP (Carta de Rafael Altamira a Alejandro Groizard, Oviedo, 7-VI-1909, en Altamira, 1911, p. 37). 114 Entre los papeles de Altamira se conserva una carta que le dirigiera el gerente de la Agencia de Madrid del Banco Español del Río de la Plata en la que se le indica que la UNLP ha depositado en su favor la suma de dos mil quinientas pesetas. Véase: Carta de la Agencia de Madrid del Banco Español del Río de la Plata a R. Altamira, Madrid, 22-V-1909, IESJJA/LA.
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que V.S. goza como maestro, historiador, publicista, pedagogo y americanista».115 El mismo día que le fuera comunicada su designación, el Claustro ovetense y los «centros de cultura» de Oviedo ofrecieron a Altamira un banquete en el que hicieron uso de la palabra el agasajado y el rector, leyéndose adhesiones de los exiliados madrileños Aramburu, Buylla, Posada y Melquíades Álvarez.116 Tres días después partía Altamira hacia Vigo, su punto de embarque, dando pie a nuevas manifestaciones multitudinarias a lo largo del trayecto a través de Asturias y Galicia.117 En Vigo, la iniciativa ovetense halló un considerable eco no sólo en la Asociación General de la Cultura de Vigo, sino también en la prensa, que montó una verdadera operación mediática para movilizar a la población a favor de Rafael Altamira118 y en los influyentes hombres de nego115 Oficio del Rector por el que se otorga la Delegación de la UO para los países hispanoamericanos a R. Altamira, en Altamira, 1911, pp. 44-45. En este documento oficial, Canella reiteraba lo ya sabido acerca del encargo de la UNLP y del compromiso de los gobiernos de Chile, Cuba y México de patrocinar la misión; a la vez que contestaba afirmativamente la petición que le extendiera un día antes Altamira, para asistir a Nueva York al congreso de la American Historical Association a fines de diciembre de 1909. De esta forma, quedaban sentados los puntos directivos de la «alta misión científica y española» que la UO confiaba a su benemérito catedrático alicantino. 116 Una breve crónica actualizando las últimas noticias acerca del viaje —cuyas fuentes habría que buscarlas en aquella velada— puede encontrarse en «El Viaje de Altamira», El Carbayón, Oviedo, 9-VI-1909. 117 «Oviedo apareció engalanado como presagiando futuros triunfos, y a la estación del F.C. del N. Acudieron Autoridades y Corporaciones y el pueblo entero, juntándose una multitud, que muy pocas veces se vio en aquellos andenes. Entre vítores y aclamaciones partió el Sr. Altamira en unión del Sr. Alvarado, acompañados por los Sres. Rector y Claustro y el pueblo entero, juntándose una multitud, que muy pocas veces se vió en aquellos andenes. Entre vítores y aclamaciones partió el Sr. Altamira en unión del Sr. Alvarado, acompañados por los Sres. Rector, Sela y Dr. Sarandeses hasta cerca de Mieres, donde como en Pola de Lena, aquellas villas congregadas en las respectivas estaciones, aclamaban al Embajador universitario, cual aconteció en León, y seguidamente en Monforte, en Lugo y en Orense, donde el profesorado de aquellos Institutos y diferentes comisiones municipales y provinciales con numeroso público saludaban y vitoreaban al maestro ovetense, aplaudiendo asimismo sus elocuentes y patrióticas manifestaciones. Prosiguiendo el viaje, en Redondela le esperaban representaciones viguenses; y, de esta suerte, agasajado y animado por culturales y populares demostraciones tradiciones de afecto y regocijo, llegó el Sr. Altamira a Vigo (12 de junio)» («Delegación de la Universidad de Oviedo al Sr. D. Rafael Altamira y Crevea...». Anales de la Universidad de Oviedo, Tomo V 1908-1910, Oviedo, 1911, pp. 501-502). 118 Los periódicos gallegos y en especial El Faro de Vigo, comenzaron una «intensa campaña de prensa con la que se pretende mentalizar al pueblo de la importancia del futuro visitante y la necesidad de volcarse en los actos de despedida que se preparan». Así, la prensa iría «despertando el interés del pueblo, que pasa de tener una ignorancia casi
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cios locales fuertemente vinculados con el mercado americano, relacionados con las representaciones diplomáticas de aquellos países119 y muy interesados en potenciar las relaciones comerciales hispanoamericanas. No casualmente, la Cámara de Comercio, Industria y Navegación de Vigo —presidida por Celestino L. Maestú—, interesada en promocionar los intercambios entre Galicia y América y tomando ejemplo de la iniciativa catalana de 1904,120 decidiría asociarse a la empresa americanista, proponiendo costear el viaje de Francisco Alvarado —profesor de la Extensión ovetense, secretario del rectorado durante los festejos del III Centenario y asistente en la organización del viaje americanista— como auxiliar del catedrático ovetense y representante del comercio vigués. Altamira, después de las resistencias protocolares de rigor, aceptó el ofrecimiento de Maestú, ad referendum de la aprobación final de Canella; la cual fue obtenida una vez que Altamira partiera hacia Buenos Aires.121 total sobre la persona de Altamira a, aún persistiendo esta ignorancia, paralizar la actividad de la ciudad el día de la llegada del profesor a Vigo, lanzándose multitudinariamente a la calle todas las clases sociales, para recibirlo» (Cagiao, Costas y de Arce, 1997, pp. 43-44). 119 Entre los papeles de Altamira ha podido hallarse una carta que Enrique Lagos, del Consulado argentino de Vigo, escribió a una pariente residente en el Plata para enterarla de la próxima visita del catedrático ovetense y de la necesidad de que éste recibiera el apoyo local para esta «hermosa obra» (Carta de Enrique Lagos a Carolina Lagos, Vigo, 12-VI-1909, IESJJA/LA). 120 Coincidiendo con los primeros intentos de organizar una línea de exportación hacia los mercados latinoamericanos, los comerciantes gallegos habrían tomado ejemplo de sus colegas barceloneses que habían enviado a Federico Rahola en misión de representación comercial a la Argentina y Uruguay, esperando «ampliar el mercado de los productos nacionales utilizando como sostén las afinidades étnicas y culturales con los emigrantes». Así, pues, el apoyo a la misión ovetense y la iniciativa subsiguiente de enviar a Argentina a Estanislao Durán como comisionado de la Cámara a fines de 1909, debería verse como fruto de una identidad de intereses y de diagnósticos entre gallegos y catalanes en lo concerniente a las necesidades del comercio español en América (Cagiao, Costas y de Arce, 1997, pp. 53-55). 121 El pedido de Maestú a Canella, fue hallado por Cagiao, Costas y de Arce en las páginas del Faro de Vigo del 17-VI-1909 (Ib., p. 50). La respuesta de Canella, también reproducida por el Faro de Vigo, agradecía el patriotismo y la generosidad del pueblo vigués y dejaba claro que Alvarado serviría de gran auxilio a Altamira y que su anterior rechazo del apoyo ofrecido por El Imparcial y varios políticos no se extendería a la iniciativa de la Cámara ya que éste no tenía comisión de la UO y era perfectamente libre para emprender ese viaje a título personal o corporativo si lo creía necesario (Ib., pp. 50-52). Finalmente Alvarado partiría desde Vigo el 27 de junio de 1909, catorce días después de Altamira y sin que este tuviera noticia de la aceptación de Canella (Altamira, 1911, p. 50).
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Finalmente, el 13 de junio de 1909, zarpaba Rafael Altamira hacia el Río de la Plata en pos de una labor académica sin precedentes y en búsqueda de un «aglutinante» para una España disgregada.122 Más de una década había transcurrido desde que el alicantino se había integrado en la UO y desde que, en aquella memorable lección inaugural de 1898, formulara aquellas convicciones panhispanistas que nunca lo abandonarían y que pronto debería poner a prueba en el terreno accidentado de la verdadera América: ¿Mis esperanzas? Me parece que España se disuelve, que no lograron fundirla en todo relativamente homogéneo las gloriosas Cortes de Cádiz, las primeras españolas en la Historia, y me parece también que la América española y nuestras colonias en ella son el único aglutinante que puede contener la disgregación y soldar las regiones. Además, aquellos hombres nuestros que pueden hablar y hablan, no sólo para nosotros, sino para el planeta civilizado entero, los Giner, los Costa, los Menéndez Pelayo, deben tener el calor que da una legión enorme, y no el de un puñado de escogidos, y esta legión está en España y está en América. Más aún. En la obra de nuestra libertad, acometida en el siglo XIX, tuvimos el auxilio de extranjeros abnegados; ¿por qué en la tarea de nuestra renovación no hemos de tener la colaboración ideal y hasta práctica de los americanos, que no son extranjeros? ¿Mis anhelos? Alentar el espíritu de la raza, raza superior capaz de grandes cosas y quizás llamada a realizarlas no sé ni cuando ni cómo. Gran cosa es la superioridad civilizadora del desarrollo económico; pero en las horas felices del hogar y del recreo y del goce artístico y del saber, el espíritu de la raza se sobrepone a todo, y está bien que se sobreponga y hay que estimularle. Hay colonias españolas fuertes, organizadas, con intereses morales y materiales; anhelo hacerles comprender que deben de ser desde fuera de España fuerza que actúe sobre los Gobiernos para bien de ellas, que lo merecen; para bien de la Metrópoli, incluso y acaso principalmente en los intereses económicos y para bien de las naciones hermanas de la nuestra.123 122
Aquella tumultuosa y entusiasta despedida quedó reflejada en los Anales de la UO: «la despedida fue emocionante, presenciada por miles y miles de personas, que no tuvieron lugar en los vapores que llevaron y acompañaron al señor Altamira a bordo del trasatlántico Avon, no sin visitar antes en el Carlos V al Almirante español Sr. Morgado y a la Oficialidad que, como todos los Centros vigueses, tan expresivos estuvieron con nuestro enviado desde que llegó a Vigo, tan acompañado, según va dicho, muy especialmente por distinguidos asturianos con propia representación y la especial, que les había encomendado su amigo el Sr. Canella. Fueron estos últimos el Iltmo Sr. D. Genaro G. Rico, gobernador civil de Lugo, y el Coronel de Infantería D. José Fernández y González. Zarpó el Avón al declinar el día 13; tuvo breve escala al siguiente día en Lisboa, desde donde el sabio catedrático y estadista portugués D. Bernardino Machado telegrafió al Rector ovetense con saludos del Sr. Altamira y los suyos; y continuó el trasatlántico su ruta para Buenos Aires» («Delegación de la Universidad de Oviedo al Sr. D. Rafael Altamira y Crevea, catedrático de Historia General del Derecho...», en Anales de la Universidad de Oviedo, Tomo V, op. cit., pp. 502-503). 123 «De Asturias. Altamira a América». El Heraldo de Madrid, Madrid, 10-VI-1909.
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La contrapartida de aquella eficaz y veloz organización de la que hemos dado cuenta, fue un grado nada desdeñable de incertidumbre.124 A pesar de la ardua labor realizada, el viajero no llegaba al punto de partida de aquella aventura americana con una hoja de ruta que contemplara cada uno de sus futuros pasos, ni que pudiera garantizar su éxito. El caso de la adhesión tardía de la RACMP y la incorporación in limine de Alvarado resultan ilustrativo de aquella indefinición que hacía que aun con un pie en la escalerilla, siguieran ajustándose cuestiones centrales que hacían a la organización del viaje. Sin embargo, éste y otros rasgos de improvisación, no deben servir para poner en entredicho la labor de Canella, sino para ponderar su capacidad como gestor, teniendo en cuenta los medios que poseía la UO en 1909. En efecto, tomar dimensión de la ardua tarea que significaba organizar a comienzos del siglo XIX un periplo académico de alcance continental, armonizando las múltiples cuestiones en él involucradas y garantizando unas condiciones de recepción mínimas para el viajero, nos permitiría valorar la flexibilidad de carácter demostrada por Canella y Altamira. Esta flexibilidad se puso de manifiesto antes y durante el Viaje Americanista, toda vez que ambos personajes —cada uno en su papel— lograron definir un equilibrio sensato entre la prudente búsqueda de unas seguridades básicas y la audaz improvisación, imprescindible para explotar las oportunidades que permitirían enriquecer la experiencia acometida. Sin argumentar temeridad, lo cierto es que Altamira partía hacia América con bastantes más incógnitas de las que muchos hubieran tolerado, en la certeza, de que si se hubiera pretendido dejar «todo atado y bien atado», se hubiera perdido la oportunidad inmejorable de desembarcar antes de los centenarios de las revoluciones. Ahora bien, para dar por terminada la cuestión organizativa, es oportuno poner en claro —no para descartar, sino para precisar—, el valor acotado que posee la expresión «viaje americano» que venimos y seguiremos utilizando en estas páginas. En este sentido dejaremos sentado 124
Canella escribía a Altamira en vísperas de su desembarco en el Plata expresándole que: «Ahora me preocupa su llegada y recibimiento, aunque no sea ruidoso; su compás de espera y el tomar el pulso a eso, para encadenar... su misión en La Plata en relación con centros de Buenos Aires y de donde se pueda. La cuestión, aunando voluntades e instituciones diversas, con indicación de Sempere y demás verdaderos facultativos y personas de consejo, es cumplir con resultados morales y materiales del precepto de Horacio: Omme tulio punetum, qui misuiti dulce, lectorem delectando, parito que monendo» [sic] (Carta de Fermín Canella a R. Altamira, Oviedo, 2-VII-1909, AFREM/FA, RAL 2).
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que, a todos los efectos, resulta pertinente evocar el carácter americano de este proyecto, siempre que se tenga en cuenta que este carácter no refleja la realidad de un periplo, sino la escala de un ideal o de una política definida en el Claustro ovetense. Si bien en este viaje fueron transitados miles de kilómetros a través de toda la geografía continental, debemos tener en cuenta que resulta un tanto abusivo sostener el carácter descriptivo del adjetivo «americano», cuando Paraguay, Bolivia, Ecuador, Colombia, Venezuela, Panamá, Costa Rica, El Salvador, Nicaragua, Honduras, Guatemala y Puerto Rico fueron obviados, por diversas razones, en la organización del recorrido. Esto puede hablarnos de circunstancias; puede hablarnos de los criterios de los organizadores a la hora de optar por las escalas más «rentables»; y también puede ilustrarnos acerca de aquellos países que estuvieron dispuestos a aceptar tal tipo de visita, habilitar recursos para su éxito y abrir sus instituciones a las propuestas «americanistas» de la UO y del propio Altamira. En cualquiera de los casos, queda claro que un auténtico viaje por todos los países de la América Latina no era un objetivo razonable, al menos para este primer paso. Esto pudo verse en el momento mismo de la partida de Altamira, cuando éste hubo de embarcarse habiendo asegurado sólidamente sólo una apertura rioplatense y —paradójicamente— un colofón cubano, al que debía agregarse tardíamente, una escala norteamericana. Chile, Perú, México eran posibilidades abiertas en parte por el deseo de Canella, en parte por el interés demostrado por las colonias españolas y por las autoridades y universidades locales, pero en ningún caso representaban en junio de 1909, escalas consolidadas de la empresa.125 La propia secuencia del viaje estaba sujeta a rectificaciones, tal como lo prueba el diagrama que hiciera Altamira tres días antes de la partida, en ocasión del reportaje que le hiciera El Heraldo de Madrid en Oviedo.126 125 En una fecha tan tardía como el 7 de junio, Canella recibía una carta de Eduardo Llanos hablándole de la necesidad de pasar por Chile entre septiembre y diciembre para aprovechar el curso y de llevar tarjetas de visita y una lista «de las personas con quienes me ligan relaciones de amistad» quienes recibirán al Sr. Altamira «como se merece», indicando al rector que recurriría a José Pastor Rodríguez para que este organizara «una junta que dirija los trabajos de recepción del sr. Altamira» y para que remitiera a Oviedo los recortes de prensa que éste había reunido acerca del viaje americanista. Véase: Carta de Eduardo Llanos a Fermín Canella, Corao, 7-VI-1909, AHUO/FRA, Caja IV. 126 «Voy primero a la Universidad del Plata. Donde he de fundar y organizar la Metodología de la Historia y, después a la Universidad madre de Córdoba. Aparte de los trabajos universitarios, quiero y debo hablar para las colonias españolas, y lo haré. No hay que decir que explicaré en la Universidad de Montevideo. Después iré a Chile, cuyo Gobierno costea mis gastos. Explicaré en la Universidad de Santiago; hablaré para las
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Las propuestas de la Universidad de Oviedo La campaña americanista ovetense tuvo como principales objetivos la promoción de la colaboración hispano-americana en proyectos universitarios de índole científica y pedagógica, tanto formales como extensionistas o populares. De acuerdo con aquellos, Rafael Altamira expuso ante sus auditorios americanos una serie de propuestas concretas para establecer un intercambio regular de recursos y para crear, en España, instituciones de investigación específicas en la que los historiadores iberoamericanos pudieran estudiar el pasado que sus países compartían. Veamos, pues, en qué consistían estas propuestas y qué recepción tuvieron. Contra la doctrina «autosuficiente» del aislacionismo intelectual —sostenido a menudo en un patriotismo radical—, Altamira defendió permanentemente la doctrina de la cooperación y libre circulación de bienes intelectuales,127 según la cual, la concurrencia de múltiples influencias podía enriquecer sensiblemente la calidad de la educación ofrecida al pueblo.128 colonias españolas, sobre todo para una fortísima y bien organizada que reside en Iquique. Desde Chile marcharé a Méjico... llamado por su gobierno, que tiene el deseo de que explique lecciones en todos los Estados; cosa que me será imposible, pero que habré de resolver sobre el terreno. No hay que decir que la colonia española —muy asturiana— dispondrá de mí. Y luego a Cuba, en iguales condiciones que en Méjico y en Chile y con idénticos propósitos para nuestra población. Y concluirá mi excursión en los Estados Unidos. La Universidad de Nueva York me pidió a mí, y pidió al Sr. Canella, grande organizador de este viaje, que en ella y en las demás Universidades explicara cuarenta lecciones... Cuarenta lecciones significan mucho tiempo y no puedo ni debo estar tanto fuera de esta Universidad de Oviedo, y explicaré sólo veinte en las Universidades principales y en la de San Francisco de California. Y a España otra vez, a mis cátedras, a mis libros, a mi Extensión Universitaria, tan útil para todos y tal vez más que para nadie para los profesores de ella que aprendemos más que enseñamos. Además quiero, con la base de mis conferencias en el Ateneo, escribir la Historia de España en el siglo XIX, trabajo que está por hacer, y que hay que intentar. Éste es mi plan, que la realidad, suprema maestra, podrá variar...» («De Asturias. Altamira a América», El Heraldo de Madrid, Madrid, 10-VI-1909). 127 En el Discurso de 1898 Altamira tomaba el ejemplo positivo de la política francesa por la cual —y a pesar del obstáculo que representaba el marcado chauvinismo de la sociedad gala— «la moderna generación de pedagogos e historiadores... se ha formado en Alemania». El peligro de la «extranjerización» a menudo era exagerado por los detractores del sistema, aun cuando Altamira suscribía ciertas prevenciones que se expusieron el L’enseignement secondaire en ese mismo año y coincidiera con la necesidad de enviar sujetos sólidamente formados en un patriotismo culto y juicioso, pero no menos enérgico. Véase: Altamira, 1898a, pp. 30 y 33. 128 En 1898 Altamira aún pensaba en la posibilidad de concretar relaciones intelectuales con otros países a través del sistema de «importación» de docentes, aun cuando ya entonces prefiriera la alternativa de enviar fuera a profesores y alumnos españoles. Entre
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En consonancia con esta perspectiva, y aplicando estos principios al campo concreto de su desempeño, el viajero sostuvo la necesidad de implementar circuitos de intercambio entre las casas de altos estudios hispanoamericanas, tal como era costumbre entre otras naciones civilizadas.129 La reciente y exitosa experiencia de intercambio de la UO con un país con el que no existían tantas afinidades espirituales, ofrecería la prueba de que era posible establecer este tipo de vínculos, máxime aun cuando entre España y las naciones americanas existía una empatía natural.130 A pesar de exponer los antecedentes del intercambio, Altamira se cuidó de resaltar que aquello que había hecho posible su presencia era, antes que ninguna gestión personal o institucional, la comunidad cultural entre ambos mundos y la coincidencia de intereses existente entre las elites a un lado y otro del Atlántico.131 La coincidencia «filosófica» entre las elites intelectuales que dirigían universidades progresistas como la de Oviedo y la de La Plata, por ejemplo, hacían previsible el éxito de un intercambio cuyo principal beneficio sería el afianzamiento de la amistad y la paz, como efecto del conocimiento y comprensión mutuos. Efecto que podría manifestarse genuinamente sólo después que se pudiera establecer un contacto regular y personal entre sus miembros: este texto inicial a la propuesta efectivamente presentada en Argentina, puede verse la evolución que va desde una propuesta de integración de aportes externos o de atracción de público universitario, a una propuesta mucho más compleja y abarcadora de intercambio docente y estudiantil. (Ib., pp. 30-31, 35 y 53-54). 129 «A esta segunda posición corresponde el cambio internacional de profesores, establecido ya entre varias naciones europeas y entre éstas y la gran república norteamericana. Sin pensar en superioridades ni inferioridades, Alemania, Francia, Inglaterra, los Estados Unidos, España, han comenzado a cambiar sus profesores, seguras de que en cada caso las partes contratantes saldrán gananciosas» (Altamira, Rafael, Discurso pronunciado en el acto de su recepción en la UNLP —La Plata, 12-VII-1909—, en Altamira, 1911, p. 118). 130 «Si nos relacionamos con los extraños ¿no es más natural que nos relacionemos con los afines? Todo con ellos es más fácil. La obra de asimilación con que se va nutriendo nuestro espíritu, se cumple mejor cuando se produce en el campo afín, y hasta las mismas ideas que cada cual ha tomado de otras fuentes, traducidas a la común idiosincrasia, son más luminosas y aprovechables» (Ib., p. 118). 131 «... existía entre vosotros... el propósito concreto de establecer de un modo sistemático, estadías temporales de especialistas, profesores e investigadores de otros países, en vuestras Universidades. Vuestro presidente consignó ya esa idea en uno de los capítulos de la memoria en que fundamentaba el proyecto de creación de esta Universidad; y hace pocos meses, la de Buenos Aires confiaba a mi cariñoso amigo, el doctor Bidau, la misión de contratar en Europa cursos especiales de profesores de aquel continente.» (Altamira, Rafael, Discurso pronunciado en el acto de su despedida de la UNLP —La Plata, 4-X-1909—, en Altamira, 1911, pp. 165-166).
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Vosotros visitáis poco a España, y no siempre con la amplitud y la atención que desearíamos. Nosotros sabemos muy poco de vuestra vida. Necesitamos, pues, estudiarnos unos a otros, y para eso no bastan los libros; hace falta la impresión personal. Para conseguir ambas cosas, precisa que nosotros vengamos acá, y vosotros vayáis a España. Lo primero comienza ahora, lo segundo, creo que he de salir de América con la esperanza de que se realizará en breve.132
El intercambio universitario, tal como lo concibiera Altamira y el claustro ovetense, involucraba dos aspectos: el intercambio de recursos humanos y de recursos didácticos. El intercambio de recursos humanos tenía su fuerte en la propuesta del cambio regular de docentes entre las diferentes universidades. Este era, sin duda y más allá de las obvias dificultades burocráticas, el más factible de implementar debido a que involucraba un conjunto restringido de funcionarios de alta calificación —en principio interesados en los eventuales beneficios académicos, políticos o profesionales de una experiencia en el exterior— y también a que el profesorado era un sector razonablemente disponible dado su estabilidad y su acceso a los escasos fondos adicionales que, ocasionalmente, libraba el Estado para solventar iniciativas culturales de especial interés. Teniendo a su favor antecedentes internacionales, Altamira predicó de continuo los beneficios que traería instituir el intercambio regular de profesores en el ámbito iberoamericano. En Argentina, en el primer discurso que pronunciara durante el acto de bienvenida a la UNLP, el delegado ovetense expresó, sin tapujos, que el principal objetivo de su misión era «establecer, o al menos sugerir, el cambio internacional de profesores», fundamentando la necesidad del mismo en una concepción educativa moderna, por lo menos para el contexto español: Hay en materia de educación dos posiciones contrarias: la de la propia suficiencia, que lleva al aislamiento (como en la famosa pragmática de Felipe II) y a la patriotería en las naciones, a la vanidad en los individuos, y la que corresponde a la idea de que la formación espiritual es tanto más rica cuando más influencias recibe, y que la educación humana se cumple así y se ha cumplido en todos tiempos por constantes y mutuas influencias [...] Así como es verdad que sólo se redime y sólo se educa un pueblo por propio esfuerzo, sudando en sangre y en angustias infinitas, no por redentores de afuera, es cierto también que, para que el esfuerzo se cumpla, necesita nutrirse con el resultado de la obra de los demás. A esta segunda posición corresponde el cambio internacional de profesores, establecido ya entre varias naciones europeas y entre éstas y la gran república norteamericana. Sin pensar en su132 Altamira, Rafael, Discurso pronunciado en el acto de su recepción en la UNLP (La Plata, 12-VII-1909), en: Altamira, 1911, p. 120.
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perioridades o inferioridades, Alemania, Francia, Inglaterra, los Estados Unidos, España, han comenzado a cambiar sus profesores, seguras de que en cada caso las partes contratantes saldrán gananciosas.133
Esta política de intercambio y de acercamiento había tenido, hasta ese momento, expresiones importantes —aunque marginales— en la Península Ibérica, pero eran prácticamente inexistentes en Sudamérica, tocándole al propio viajero cosechar los primeros frutos institucionales de esta feliz entente, como en ocasión de incorporarse a la Junta de Historia y Numismática Americana como miembro correspondiente.134 Durante su primera conferencia en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, Altamira habló de las verdaderas y profundas razones de su presencia en América y de las virtudes del intercambio universitario. Rechazando que su misión debiera explicarse «por la benevolencia», ya que ello sería «echar toda la responsabilidad sobre hombres ejemplares» en base a los méritos individuales del visitante y los «títulos» que le conferían sus libros de Historia, Literatura y Pedagogía, Altamira recomendaba a su auditorio prevenirse de un peligro que podía afectar a la implementación regular de una política intercambio intelectual: «la expectativa de las novedades».135 Según afirmaba Altamira, la tendencia general en los auditorios académicos era «pedir novedades de ideas a los conferenciantes», cuando 133
Ib., pp. 117-118. «Más de una vez nuestras academias han tenido el honor de ver favorecidas sus sesiones con la presencia de literatos y eruditos de la América del Sur, cuyos nombres figuran en las listas de sus correspondientes; pero ésta es la primera vez, creo, que un representante de los estudios históricos españoles —no por humilde menos representante— viene a tomar puesto en el seno de una Junta, pareja por sus fines y por sus componentes, con aquellas corporaciones de mi patria. Permitid, pues, que estimando toda la importancia que tiene este hecho, yo lo haga resaltar aquí, y a la vez que os presente testimonio de mi gratitud por vuestra benevolencia para conmigo, os lo ofrezca como español, en nombre de mi patria y como profesor de Oviedo, en nombre de mi Universidad. Quiso esta inaugurar prácticamente con mi venida el establecimiento de relaciones íntimas, constantes, sistemáticas, entre el mundo docente español y el vuestro. La espontaneidad con que las universidades argentinas se han prestado a favorecer el cumplimiento de ese propósito —cuya idea y cuyo plan quiero decir aquí nuevamente van ligados de modo indisoluble al nombre del Rector de Oviedo, doctor Fermín Canella— recibe, con el acto que ahora celebra la Junta, una confirmación y un complemento altamente significativos» (Altamira, Rafael, Discurso pronunciado en la XCI.ª Sesión de la JHNA —Buenos Aires, 5-IX-1909—, en Boletín de la Junta de Historia y Numismática Americana, Vol. V, Buenos Aires, 1928, pp. 207-208). 135 Notas de R. Altamira para su I Conferencia en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, Buenos Aires, 17-VII-1909, IESJJA/LA. 134
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era un hecho que «las novedades objetivas en ciencia y arte no son de todos los días, ni de todos los hombres». Generar esas novedades, en un sentido radical y absoluto del término, resultaría cada vez más difícil, dado que en cada disciplina se había formado ya «un fondo y doctrina internacional». El alto grado de circulación del conocimiento, la «gran facilidad de comunicaciones personales» y de publicaciones haría raro «que algo coja de nuevo a los hombres cultos, menos aquí».136 Sin embargo, estas condiciones no anulaban las potencialidades del cambio internacional, ya que al margen de esas «novedades», podía haber otras aportaciones útiles que significaran un grado apreciable de innovación. Altamira hablaba, más bien, de la existencia de una «novedad subjetiva» tanto individual como nacional y que derivaría de la perspectiva única que cada uno, en su contexto, podía aportar. Esta perspectiva sería verificable tanto en los puntos de vista, como en el sistema y método de estudio. Esa «novedad subjetiva» irrumpiría en las comunidades intelectuales a partir del contacto con los ambientes extranjeros, pudiéndose develar en el momento del encuentro, grandes sorpresas para ambas partes. Según Altamira, el descubrimiento de perspectivas diferentes a las que podemos considerar como naturales «nos sacude el espíritu, nos advierte de lo parcial de nuestro punto de vista». Así, el contacto con otras naciones permitiría comprobar que, aunque las ideas fueran un patrimonio común, ni todos los individuos ni todas las naciones «hacen las cosas del mismo modo», en tanto «no todos han hallado la ecuación necesaria entre la idea y la acción, e importa conocer los caminos de cada cual».137 El intercambio intelectual, al poner en contacto mundos diferentes, también permitiría disipar la ilusión negativa de que determinados problemas eran exclusivos del propio ambiente y de la propia idiosincrasia. El enriquecimiento para la consciencia de sí y de los otros que devengaría un intercambio regular, nunca podría ser suplido por la mera circulación de los libros, ya que en aquél estarían involucrados tanto un «cambio personal de espíritu», como la «esperanza del buen efecto», dimensiones humanas y «presenciales» del auténtico diálogo intelectual. El cambio universitario figuró, desde entonces, como un tópico recurrente en sus discursos oficiales y en sus alocuciones más o menos informales, adaptándose en cada ocasión el tenor y los fundamentos de la propuesta a las circunstancias y coyunturas locales de cada universidad y de cada país.138 136 137 138
Ib., pp. 2-3. Ib., pp. 4-6. En Argentina, inmerso en un clima más propicio para estos experimentos y sin
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Cruzando el Río de la Plata y advertido del clima favorable a sus propuestas, el viajero garabateaba un emocionado agradecimiento a las demostraciones que se organizaban en su honor en los muelles de Montevideo, declarando su beneplácito por la «significación ideal» que poseían esas manifestaciones e interpretando —quizás con demasiada optimismo— que ellas indicaban que los uruguayos comulgaban con la Universidad ovetense en lo que hace a «la estimación de que el establecimiento de estrechas relaciones intelectuales entre los centros docentes y en general el medio científico americano y el español, es algo sano, elevado, oportuno y digno».139 En Chile, Altamira destacaba la importancia del intercambio docente como una expresión más de una obra de fraternidad que España e Hispanoamérica se debían para enriquecerse mutuamente. Dando por cerrado la primera experiencia con su breve visita, Altamira esperaba la reciprocidad de los profesores chilenos para que todo este acercamiento logrado no quedara en el olvido y se plasmara en un logro concreto y perdurable.140 Al término de su visita al Perú, al igual que había hecho en Chile, Altamira informaba al Ministro de Instrucción Pública acerca de los posibles caminos que podían tomarse para regularizar las relaciones intelectuales hispanoamericanas. En dicho informe, el intercambio docente era definido como el medio fundamental para establecer un vínculo fraternal y duradero entre la intelectualidad española y peruana.141 tantos temores hacia las evoluciones ideológicas modernas, Altamira se sintió más libre de exponer los alcances del intercambio sin hacer hincapié en el programa estrictamente académico que los universitarios deberían cumplir para justificar su viaje: «El señor Altamira concluyó hablando de la influencia internacional en la vida universitaria. Sostuvo que al intercambio de profesores de una nación a otra, debiera suceder el de los estudiantes, debiendo amplificarse las Bolsas y pensiones de viaje, no ya con el mero objeto que un grupo reducido vaya a tal o cual parte a perfeccionarse, sino a conocer otro ambiente, la organización de otras universidades, comunicándose con los más selectos espíritus del extranjero. Se ha alegado en contra de ese propósito, la teoría consistente en el temor de que los jóvenes pierdan lo más esencial de su espíritu de nacionalidad» («El profesor Altamira en la Facultad de filosofía y letras», La Nación, Buenos Aires, 22-VIII-1909). 139 Notas de R. Altamira para un discurso dirigido a uruguayos y españoles, s/f, s/l, [octubre 1909], IESJJA/LA. Muy probablemente sean las palabras pronunciadas en algunas de las veladas organizadas en el primer día de la estancia en Montevideo y hayan sido redactadas a la espera del desembarco. 140 Discurso pronunciado por R. Altamira en el acto de su despedida de la USACH (Santiago de Chile, 4-X-1909), en: Altamira, 1911, pp. 277-278. 141 Copia manuscrita del Informe de R. Altamira al Ministro de Instrucción Pública del Perú, Salina Cruz, 18-XII-1909, IESJJA/LA.
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En México y aún más en Cuba —debido a la delicada situación diplomática de España—, Altamira debió destacar repetidas veces y con sumo cuidado el carácter eminentemente bilateral de esta propuesta. El objetivo era, claro está, prevenir cualquier suspicacia referente al deseo de las Universidades ibéricas de imponer sus profesores o de «re-españolizar» intelectualmente Hispanoamérica. Frente a esta concepción estrecha y neoimperial, Altamira declaraba el interés de España por contar con la presencia de profesores americanos en sus aulas universitarias, al tiempo que desmentía que el propósito de su proyecto pudiera afectar la integridad cultural de estas Repúblicas o llegara a entorpecer las relaciones intelectuales que éstas tuvieran con otros países: Nosotros no venimos sólo a dar y a reflejar nuestras ideas, sino que venimos también a pediros que vengáis a España para reflejar sobre nosotros vuestro espíritu y vuestra obra científica. Y al propio tiempo que hacemos esta petición (que envuelve ya un cambio recíproco de influencias y excluye esa interpretación a que aludía antes), nosotros venimos a decir a los pueblos hispano-americanos... mantened la obra propia, sed vosotros mismos con la más potente originalidad y virtualidad con que podáis serlo dando a la obra entera de la civilización humana lo más sano, lo más propio y personal que tengáis [...] Y así como España... no intenta en manera alguna borrar este carácter propio de los pueblos, no intenta tampoco, en lo que se refiere al intercambio, reducir y encerrar en un coto exclusivo las influencias que pueden servir para formar y enriquecer el espíritu hispano-americano, negándose a otros influjos que pueden ser fecundos y beneficiosos.142
Como vemos, el intercambio docente fue una de las dimensiones omnipresentes del discurso de Altamira en América. Sin embargo, no debe suponerse que este aspecto del mensaje americanista sólo se manifestó como un tópico discursivo carente de cualquier formulación y presentación más concienzuda. En todo momento Altamira fue consciente de que, para que la promoción del intercambio pudiera dar frutos concretos más que en una retahíla de buenas intenciones, España debería trabajar para ofrecer aquello que no había podido surgir espontáneamente, ya sea por la opacidad del mundo intelectual español, por la persistente hispanofobia americana o por las inmensas ventajas comparativas que podía exhibir en el campo del pensamiento científico, social y político Francia, Inglaterra, Alemania y Estados Unidos de América. 142
Conferencia pronunciada por Rafael Altamira en la UH, bajo el título «La obra americanista de la Universidad de Oviedo», en CHRA, 1910, pp. 59-64; y en Altamira, 1911, pp. 414-434 (la cita corresponde a la p. 424 de esta última obra).
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La realización efectiva del intercambio demandaba, pues, una planificación serena que garantizara su continuidad en el tiempo, el establecimiento de reglas claras y la asignación de los recursos necesarios para su cumplimiento. De allí que el énfasis de esta propuesta ovetense estuviera puesto, en realidad, en la idea del necesario concierto y de la regularización institucional del intercambio intelectual, impidiendo que éste quedara sujeto a circunstancias coyunturales o al mero ímpetu de sus promotores: Por lo que toca al fondo científico del asunto, los principios a que ha de responder me parecen claros, y, por otra parte, los intercambios ya establecidos en Europa ofrecen su experiencia concluyente: preferir el curso más o menos largo y monográfico, a las conferencias sueltas, y enviar siempre, cada centro, lo que tenga de útil, no empeñándose en una correspondencia exacta de materia por materia, para la que no es seguro que haya siempre hombre a propósito.143
De hecho, la propuesta de concertar un intercambio regular como una forma de reconstituir los lazos intelectuales hispanoamericanos, suponía la consciencia de que para introducirse en éste ámbito tradicionalmente hostil o indiferente hacia el pensamiento español, no bastaría con el entusiasmo de algunos o con la publicidad de los recientes florecimientos de modernidad en la Península. Evidentemente, Altamira no ignoraba que, para permitir que la redescubierta hermandad espiritual fructificase, se necesitaría, inevitablemente, del auxilio de firmes acciones gubernamentales y político-académicas destinadas a reinstalar la «ciencia española» allí donde hacía mucho que había sido desterrada. Este tipo de acciones —que Altamira creía plenamente factibles— suponía el compromiso y apoyo económico de los respectivos Estados pero, por sobre todo, el involucramiento directo de las propias Universidades, quienes serían las más idóneas para establecer rápida y adecuadamente los alcances precisos del cambio intelectual de acuerdo a sus respectivas necesidades: Sobre la base de esos ofrecimientos y aquellas iniciativas, habrá que establecer el cambio normal y sistemático de profesores, previo un acuerdo con las autoridades universitarias de las Universidades puestas en relación; estimando el que suscribe, que esto sería preferible a un acuerdo entre los respectivos Gobiernos, forzosamente sometido a todas las formalidades, trabas y dilaciones de la vía diplomática. El ejemplo de la actual misión es bien elocuente en punto a lo innecesario de la intervención gubernamental.144 143
Ib., p. 169. Primer informe elevado por R. Altamira al Rector de la UO acerca de los trabajos realizados en Argentina, Uruguay y Chile (Callao, 20-XI-1909), en Altamira, 1911, p. 73. 144
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La importancia de fijar en lo inmediato un marco sólido para el intercambio quedó de manifiesto toda vez que surgió el tema; incluso cuando —por razones protocolares— fue necesario anteponer la valoración positiva del experimento recientemente concluido en La Plata a la enumeración desapasionada de las tareas pendientes. En efecto, Altamira nunca dejó de recordar que aquella obra no estaba «más que comenzada» y que, pese a que había compromisos de continuidad de ambas partes, quedaba nada menos que «establecer formalmente la institución, resolviendo algunos pormenores que se relacionan sobre todo con detalles económicos». La posición de Altamira al respecto era clara y no cambiaría con el tiempo: «No ocultaré que doy poca importancia a la reglamentación y mucha al espíritu y a la buena voluntad, y que temo algo a los artículos que traban con límites infranqueables la vida de las instituciones, cambiante al compás de las circunstancias; pero en fin, alguna regla habrá que establecer...».145 El optimismo de Altamira se reflejaba nítidamente en su discurso de despedida en la UNLP y se basaba, por un lado, en el considerable grado autonomía universitaria que permitía a las casas de estudio americanas —especialmente a las argentinas— «un amplio juego de actividad» y en los acostumbrados y frecuentes viajes de sus profesores a Europa. Ambas circunstancias facilitarían ocasiones para un intercambio menos oneroso para España. Por otro lado, se esperaba que las Universidades peninsulares pudieran captar fondos del rubro presupuestario ya existente que cubría las «comisiones y pensiones de estudio» e incluso beneficiarse de un eventual aporte especial del Estado.146 El problema económico no era, ciertamente, «de detalle», pese a lo que Altamira sugiriera a sus colegas argentinos. Prueba de ello es que el catedrático de Oviedo retomó antiguas reflexiones sobre el asunto, reelaborándolas en el informe que hiciera al Rector Fermín Canella cuando finalizara la primera parte de su periplo. En el apartado 36.c) de dicho informe, Altamira exponía alguno de los criterios en los que podría basarse el financiamiento del intercambio internacional de profesores y que volcaban inequívocamente el peso de su sostenimiento en la parte americana. En efecto, al refrendar el que la Universidad de origen pagara los gastos principales del profesor que enviaba y al pretender comprometer a los profesores americanos a efectuar escala regular en Oviedo u otras Universidades españo145
Discurso pronunciado por R. Altamira en el acto despedida y entrega del título de Doctor honoris causa por la UNLP (La Plata, 4-X-1909), en Altamira, 1911, p. 168. 146 Ib., p. 168.
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las durante sus viajes particulares o institucionales a Europa; quedaba claro que los recursos españoles sólo se aplicarían a cubrir los gastos de manutención de los profesores americanos durante el plazo de su escala y, llegado el caso, a complementar los gastos del viaje y estancia de los profesores españoles si éstos no estuvieran incluidos en la retribución pactada. A su vuelta a España, Altamira afirmó en la UIA que más allás de las alternativas económicas existentes para concretar la política del intercambio —la del viaje y estancia pagados por la Universidad de origen o bien por la receptora— las universidades necesitarían del concurso del Estado y de más créditos en los presupuestos generales de la nación. Si España quería recrear sus vínculos intelectuales con América no se libraría de invertir fondos, ya sea para recibir «con todo el decoro necesario y alojar al profesor extranjero que viene a dar conferencias o cursillos» —si se optaba por el primer modelo—; o para agasajarlo con «aquellas atenciones y cortesías que son inexcusables» y enviar, en contrapartida, a los profesores españoles a América con todos sus gastos pagados —si se optaba por el segundo modelo—.147 Pero si Altamira tenía esperanzas de que pudiera funcionar un circuito regular de intercambio basado en alguna de estas opciones, esto no se debía tanto a sus expectativas respecto de los estadistas españoles, sino a que existían costumbres arraigadas en América que podían favorecerlo. Por un lado, en Argentina y también en otros países latinoamericanos existía una demanda sostenida de profesores extranjeros, los cuales eran atraídos con tentadores contratos y buenas remuneraciones para ocupaciones permanentes o temporales. Por otro lado, también existía la institución, más privada que pública pero no por ello menos efectiva, del viaje de formación o perfeccionamiento a Europa. Evidentemente, la movilidad internacional del profesorado no era un fenómeno extraño para las elites intelectuales rioplatenses y para la mayor parte de las americanas. Altamira se percató pronto de ello y en ese sentido reformuló sus apreciaciones sobre el sostenimiento del intercambio aprovechándose de estas circunstancias favorables existentes en América, para contrarrestar las aún hostiles condiciones burocráticas, económicas e ideológicas españolas que seguían poniendo trabas a una circulación ampliada de las ideas. De allí que, en el mejor de los casos posibles que pensaba Altamira, un país pujante como Argentina podría 147
Conferencia pronunciada por R. Altamira en la UIA bajo el título «Organización práctica de las relaciones intelectuales entre España y América» (Madrid, 14-IV-1910), en Altamira, 1911, pp. 523-524.
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hacerse cargo tanto de los costos del envío de sus profesores, como de los derivados de la recepción de sus colegas españoles. Al descargar en los profesores argentinos el costo viaje hacia Europa —aprovechando sus periódicos viajes a Francia, Inglaterra o Alemania—, las universidades españolas sólo deberían asumir parte de los gastos involucrados en la visita, compartiéndolos de hecho con la universidad de origen y, eventualmente, con el Estado español.148 Por otra parte, la costumbre de las universidades americanas de contratar cursos de profesores europeos y la propia experiencia del acuerdo por el que Altamira impartió clases en la UNLP,149 hacían deseable —desde la perspectiva peninsular— que el establecimiento receptor se hiciese cargo del viaje transatlántico, además de otros emolumentos derivados de la tarea docente de los profesores españoles.150 Esta permanente preocupación no sólo habla de la responsabilidad administrativa de Altamira. La afectación de partidas para el sostenimiento de acciones culturales como el cambio de profesores o de alumnos, involucraba una decisión política que siempre era difícil de explicar cuando los recursos eran escasos y la utilidad inmediata de la inversión no era tan evidente.151 Pero las dificultades se tornaban mayores cuando una de las partes interesadas no poseía la autonomía y la autarquía nece148 Discurso pronunciado por R. Altamira en el acto despedida y entrega del título de Doctor honoris causa por la UNLP (La Plata, 4-X-1909), en Altamira, 1911, p. 168. 149 «Según se lo comunico también al señor Rector de esa universidad, el Honorable Consejo Superior de la de La Plata, ha decidido ofrecer a usted, como por la presente le ofrezco, junto con los gastos del viaje a esta República, una asignación mensual de seiscientos pesos ($600) de nuestra moneda, doble de lo que perciben por cátedra los profesores de las tres Universidades argentinas, de Buenos Aires, Córdoba y La Plata, durante cuatro meses, que podrían empezar en mayo o junio» (Joaquín V. González, Comunicación de la Presidencia de la UNLP a R. Altamira —La Plata, 27-II-1909—, en Altamira, 1911, p. 40). 150 «... por lo que toca a los americanos —y para hacer menos gravosa y más frecuente su visita—, en aprovechar los continuos viajes que verifican a Europa, de modo que la excursión y permanencia en Oviedo (o en otra Universidad) fuese como un episodio, y no el objeto exclusivo del viaje: lo cual disminuiría los gastos, que entonces se cargarían a la Universidad visitada. La venida a América de profesores españoles ofrece menos dificultades, ya que es aquí una costumbre, que va arraigando, la de solicitar de universitarios europeos la explicación retribuida de cursos científicos» (Primer informe elevado por R. Altamira al Rector de la UO acerca de los trabajos realizados en Argentina, Uruguay y Chile —Callao, 20-XI-1909—, en Altamira, 1911, p. 74). 151 La enseñanza española tenía serios problemas presupuestarios en su nivel primario, teniendo pocos recursos para enfrentar la alta tasa de analfabetismo y deserción escolar. Para un panorama del sombrío estado de la enseñanza elemental al momento en que Altamira se hizo cargo de la Dirección de Enseñaza Pimaria, en 1911, véase: García García, 2000, p. 258.
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sarias para gestionar eficazmente el asunto. De allí que la propuesta a las universidades rioplatenses debiera ser forzosamente abierta y que la aprobación del intercambio en España estuviera en gran medida sujeta al éxito del propio viaje y a la repercusión práctica que éste pudiera ofrecer. Altamira no podía prometer previamente un asentimiento del Estado español para un proyecto que, en definitiva, sólo podría prosperar si era impulsado, al menos conjuntamente, por la parte argentina e hispanoamericana. Este aspecto imponía una limitación muy concreta a la consecución de la política americanista de la UO, pero constituía un obstáculo real para cualquier iniciativa que dependiera del erario público peninsular. En efecto, para entonces las rentas estatales argentinas y el presupuesto del sector educativo eran más sólidos que los que podían exhibir el estado español. Altamira era consciente de esta asimetría de recursos y lo expresó de manera elegante al idear una curiosa y sugestiva complementación: «No tengo el menor recelo tocante a las soluciones de este orden; vosotros poseéis un alto sentido de la vida que se llama práctica, y nosotros un vivo anhelo de que se arraigue el intercambio; unidas ambas fuerzas el acuerdo se impondrá, ya general, ya particular, con algunas o alguna de nuestras universidades».152 No deberíamos adjudicar esta clara asimetría en los términos del intercambio intelectual a la picaresca o mezquindad de la embajada ovetense, sino a la existencia de importantes obstáculos económicos que dificultaban el progreso de las universidades españolas. En efecto, la existencia de estas dificultades hacía que incluso este eventual marco de acuerdo, tan favorable a España, no pudiera implementarse fácilmente, debido a que las universidades no poseían fondos para aplicar a este tipo de empresas. Este vacío presupuestario haría necesario el siempre complejo trámite de obtener subvenciones ad hoc o la tabulación de un nuevo «crédito especial» en los presupuestos generales del Estado, amén echar mano de los escasos fondos destinados a las pensiones de estudios en el extranjero.153 A la inversa, el panorama que ofrecía, por ejemplo, Argentina, era para Altamira mucho más promisorio y alentador, teniendo en cuenta lo generoso de presupuesto de cultura y la posibilidad de aplicar fondos para que los jóvenes estudian152
Discurso pronunciado por R. Altamira en el acto despedida y entrega del título de Doctor honoris causa por la UNLP (La Plata, 4-X-1909), en Altamira, 1911, pp. 168-169. 153 Primer informe elevado por R. Altamira al Rector de la UO acerca de los trabajos realizados en Argentina, Uruguay y Chile (Callao, 20-XI-1909), en Altamira, 1911, pp. 74-75.
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tes repararan en España como un destino posible para sus estudios externos.154 Para evaluar estas ideas no debería perderse de vista que, en un esquema tan asimétrico como el que planteaba Altmaira, el «intercambio» aparecía más como efecto residual de un interés exclusivamente americano —tanto por atraer profesores extranjeros, como por enviar a los suyos a integrarse en los círculos académicos europeos— antes que como el resultado de una auténtica transacción. Quizás ésta fuera la solución coyuntural más práctica para instituir en el corto plazo un intercambio docente en el mundo iberoamericano aunque, claro está, cabría preguntarse si la oferta española, era consistente y razonable como tal y si, en ausencia de medios materiales disponibles para sostener su implementación, era responsable plantearla. En todo caso, deberíamos juzgar a Altamira y a sus iniciativas desde un punto de vista más amplio que el que puede ofrecer una mirada contable sobre su modelo. El intercambio intelectual y la política de acercamiento con Latinoamérica que Altamira proponía, también, a España, debería ser considerada como parte de una estrategia de alta política que perseguía resituar a su país en el contexto internacional. Desde esta perspectiva, podríamos ver que, más que grandes costos y superfluos gastos en programas exóticos y pintorescos de la siempre postergada esfera cultural y educativa, Altamira estaba proponiendo invertir recursos en una serie de mecanismos que crearían importantes vinculaciones entre las elites intelectuales y políticas liberales y renovadoras del mundo iberoamericano. Este tipo de mecanismos, de consolidarse y desarrollarse, podría resultar muy redituable para España en el mediano y largo plazo, tanto en lo científico-académico, como en lo diplomático y en lo económico. De ahí que la osadía de Altamira de llevar a América una propuesta que en la propia España debía superar, todavía, las mayores trabas y desconfianzas, no debiera ser juzgada negativamente. Con andar poco por el Nuevo Mundo, el viajero hubo de darse cuenta de que lo único auténticamente revolucionario que tenía su propuesta en Latinoamérica era la posibilidad de integrar a España dentro de una pauta de intercambio que ya funcionaba, de hecho, con otros países. Llevar la idea del intercambio, la propuesta de instituirlo regularmente aun sin disponer de los recursos necesarios ni de las influencias pertinentes en el aparato estatal español para obtenerlos, permitió a Altamira aprovechar una coyuntura ideológi154 Discurso pronunciado por R. Altamira en el acto despedida y entrega del título de Doctor honoris causa por la UNLP (La Plata, 4-X-1909), en Altamira, 1911, p. 170.
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ca, económica y política favorable en América, obteniendo preacuerdos con los que poder presionar a su regreso al gobierno español para adjudicar fondos a este tipo de programas. Si vemos bien, Altamira fue a Argentina y a América a promocionar una idea, a demostrar su utilidad y a conseguir los avales necesarios para obtener un crédito equivalente en la propia España. El éxito inesperado hizo que se encontrara, además, con la posibilidad de obtener aportes unilaterales de influyentes sectores de las elites renovadoras, entusiasmados por las alternativas que dicha política podía abrir. Este entusiasmo americano por el mensaje panhispanista sería el instrumento más eficaz —pensaba Altamira junto con otros personajes— para atraer al Estado español hacia una empresa de intercambio intelectual como la ovetense.155 Y este intercambio intelectual, de confirmar sus enormes potencialidades, podría ser la antesala de nuevas iniciativas que supusieran la colaboración estrecha con los países latinoamericanos en terrenos políticos y comerciales. En este sentido, Altamira y la UO actuaron irreprochablemente, por lo menos desde el punto de vista español, en tanto apostaron su prestigio para abrir una senda de cooperación asumiendo el riesgo del fracaso y prometiendo una inversión a futuro que, aun cuando no estaba disponible, podía ser movilizada si se retornaba con avales que permitieran entrever sus posibilidades de éxito. Desde el punto de vista americano, aun cuando pudieron surgir cuestionamientos marginales por la honestidad de una propuesta «insolvente», o al menos por asimetría del esquema ideado para montarla, la particular coyuntura hispanista, en lo ideológico, y la bonanza de la hacienda pública, hicieron que sólo unos pocos objetaran el proyecto y que nadie lo hiciera públicamente recurriendo a argumentos financieros y económicos. Así puede comprenderse que un entusiasmado Altamira afirmara a la hora de los primeros balances parciales, el haber conseguido un rotundo éxito en estas cuestiones en Argentina, en Chile y en Perú. Así lo aseguraba en el apartado 36 de su primer informe a Fermín Canella sobre lo hecho en las tres primeras escalas de su viaje: «en fin, y esto es lo más importante: dejo establecidas, en los tres países visitados, las bases del intercambio universitario».156 En otros informes sus afirmaciones no tuvieron el mismo énfasis, si bien de su texto se desprendía el éxito alcanzado en la cuestión de fondo. 155
Carta de Rafael María de Labra a R. Altamira, Madrid, 23-V-1909, IESJJA/LA. Primer informe elevado por R. Altamira al Rector de la UO acerca de los trabajos realizados en Argentina, Uruguay y Chile (Callao, 20-XI-1909), en Altamira, 1911, p. 72. 156
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El informe sobre las actividades en Perú decía, en su punto octavo, que el delegado de la Universidad había celebrado con altos funcionarios gubernamentales y universitarios «varias conferencias privadas» acerca, entre otras cosas, de las «pensiones para estudios en América y en España, el concurso de profesores españoles a las labores docentes del Perú».157 En el sexto apartado del informe acerca de las actividades en México, Altamira declaraba haber mantenido con Justo Sierra y el Subsecretario de Instrucción pública «largas conversaciones» sobre temas de organización pedagógica, entre los cuales estaban los referentes al intercambio de profesores. En el séptimo apartado Altamira afirmaba, con la boca más pequeña, que: «los hechos mencionados en los números precedentes, suponen ya un feliz éxito en lo que concierne al propósito fundamental de mi viaje: establecimiento del intercambio y de relaciones espirituales, singularmente referidas al campo de la enseñanza».158 A su vuelta a España, Altamira fue bastante mesurado en lo que se refiere a la evaluación de sus logros efectivos en el asunto del intercambio docente. En efecto, el delegado ovetense decidió, con muy buen tino, poner especial énfasis en el señalamiento de las oportunidades y potencialidades abiertas por el Viaje sin jactarse, en ningún momento, de haber consolidado por sí mismo una obra que estaba, a todas luces, en sus inicios. Absteniéndose de sobredimensionar sus logros a la par que era sobredimensionada su figura y a pesar de declarar solemnemente que en América se había aceptado el establecimiento del intercambio universitario, Altamira no dejó de recordar a la opinión pública de su país las directas responsabilidades que cabían a los españoles para que aquellas oportunidades fueran capitalizadas y la necesidad de cambiar pautas de conducta para conseguir la concreción de este tipo de proyectos.159 Ahora bien, determinar —más allá de las afirmaciones de Altamira— hasta qué punto este mensaje repercutió positivamente en el público hispanoamericano es una cuestión que no admite generalizaciones sino 157
Segundo informe elevado por R. Altamira al Rector de la UO acerca de las gestiones y trabajos realizados en Perú (México, 20-XII-1909), en Altamira, 1911, p. 293. 158 Tercer informe elevado por R. Altamira al Rector de la UO, acerca de los trabajos realizados en México (La Habana, 1-III-1910), en Altamira, 1911, p. 350. 159 Véase: conferencia pronunciada por R. Altamira en la UIA bajo el título «Organización práctica de las relaciones intelectuales entre España y América» (Madrid, 14-IV-1910), en CHRA, 1910, pp. 87-94. Véase también: conferencia pronunciada por R. Altamira en la Cámara de Comercio de Vigo (Vigo, 13-VIII-1910), en Altamira, 1911, pp. 549-562.
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que, por el contrario, debe ser dilucidada remitiendo a la realidad de cada uno de los países visitados por Altamira. Para valorar en su justa medida este asunto no sólo debe tomarse en cuenta la eficacia del delegado ovetense en suscitar la inquietud del intercambio en la elite intelectual americana, ni tampoco la recepción entusiasta del proyecto de instituir un mecanismo regular de intercambio sino, también, la profundidad y eficacia de su propia experiencia en las aulas hispanoamericanas. En ese sentido, es indudable que la repercusión más plena y acabada de su prédica se comprobó en Argentina, donde convergieron exitosamente tanto la teoría como la práctica del intercambio y donde, no casualmente, recabó Altamira un interés efectivo por reiterar este tipo de experiencias. Por eso mismo, su experiencia argentina es aquella en base a la cual puede extraerse un juicio más firme respecto de la repercusión efectiva de esta propuesta de apertura y colaboración intelectual. Lo cierto es que, más allá de lo realmente innovador que pudiera resultar esta exhortación en un país cuya compleja construcción —tanto intelectual como material— resultaba impensable fuera de una estrecha relación con las corrientes de pensamiento y con los flujos demográficos y de capital europeos, lo cierto es que Altamira venía a proponer algo concreto, novedoso y relevante: la reconstrucción de unos vínculos intelectuales con España según un sistema regular de intercambios universitarios. Ciertamente, no era la idea de la apertura al mundo intelectual europeo aquello que podía deslumbrar a la elite argentina; ni era el medio universitario español el más indicado para mostrar sus bondades; ni tampoco era España la más preparada para abastecer naturalmente la demanda de los intelectuales rioplatenses. Pero el poco desarrollo de las relaciones hispanoargentinas y la pervivencia de fuertes prejuicios hispanófobos en la cultura rioplatense era lo que, paradójicamente, podía hacer atractivo —en una coyuntura determinada, como aquélla— un planteo que apuntara a revertir ese statu quo. En este aspecto, Altamira tuvo un importante apoyo en los influyentes personajes del mundo intelectual y político argentino que lo arroparon. Joaquín V. González, por ejemplo, declaraba la permanente vocación argentina por abrirse, también, a la experiencia española y nutrirse de ella. Sería, precisamente, este rasgo constitutivo de la inteligencia argentina aquello que daría contexto, sentido y solidez a la exitosa repercusión que había tenido la propuesta de intercambio del delegado ovetense:
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La más amable muestra de buena inclinación que podemos ofrecer al mundo civilizado, en medio de la vertiginosa carrera de prosperidades materiales que seguimos, será reconocer la posición exacta que nos corresponde en el conjunto de los progresos científicos; declararnos con valiente decisión en la edad de la adolescencia, susceptible de todas las virtudes como accesible a todos los peligros; inscribirnos en la categoría de los estudiantes, llenos de esperanzas, anhelos y ambiciones, y de fuerzas inescrutadas para satisfacerlas en la lucha del trabajo y el estudio; abrir nuestra inteligencia y nuestro corazón a las mejores influencias del espíritu humano, venga de donde viniere, y venga, más que todo, de su fuente y foco secular y excelso, de la nobilísima tradición científica e ideal de la Europa occidental, cuyas universidades e institutos libres, herederos del caudal de saber de la humanidad, lo conservan, lo enriquecen, lo depuran y renuevan sin cesar, para difundirlo en las sociedades nuevas de los otros continentes, en los cuales su energía consciente e invencible va ensanchando el imperio de la civilización y de la libertad...160
Pero, como decíamos, más allá de los discursos, era la exitosa incorporación temporal de Altamira en la UNLP y sus cursillos en la Facultad de Derecho y en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, aquello que daba pábulo a las visiones más entusiastas del intercambio docente iberoamericano.161 Así, respaldado por el feliz término de su propia experiencia, Altamira podía aspirar a convencer a sus auditorios de que era necesario dar un paso más allá, dejando atrás la excepcionalidad, y tender a que se estabilizara el intercambio en torno al modelo científico y pedagógico del curso «más o menos largo y monográfico», en todo preferible a las tradicionales conferencias sueltas.162 Altamira también podía exhibir en este rubro, logros importantes, y si bien tampoco estos eran atribuibles exclusivamente a sus gestiones, es indudable que su intermediación resultó importante para gestionar la visita, «en misión análoga y continuadora» de la suya propia, de dos notables catedráticos españoles a la República Argentina: Adolfo González Posada y Gumersindo de Azcárate.163 160 Discurso pronunciado por Joaquín V. González en el acto de despedida y entrega del título de Doctor honoris causa por la UNLP a R. Altamira (La Plata, 4-X-1909), en Altamira, 1911, pp. 131-132. 161 El desempeño de Altamira acicateó el interés de los círculos académicos argentinos por atraer a intelectuales españoles a los eventos que iban a desarrollarse en ocasión del primer centenario de la independencia argentina en 1910, tal como lo testimonia el pedido de Juan B. Ambrosetti para que el viajero actuara como promotor del XVII Congreso Internacional de Americanistas de Buenos Aires. Véase: Nota de Juan B. Ambrosetti a R. Altamira, Buenos Aires, 25-IX-1909, IESJJA/LA. 162 Primer informe elevado por R. Altamira al Rector de la UO acerca de los trabajos realizados en Argentina, Uruguay y Chile (Callao, 20-XI-1909), en Altamira, 1911, 73. 163 Ib., p. 72.
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En Uruguay y en Chile, la recepción formal de las propuestas de Altamira parece haber sido muy auspiciosa, por lo menos si tenemos en cuenta las valoraciones que de ellas se hicieran en sus ámbitos universitarios.164 Sin embargo, a diferencia de lo experimentado en Argentina, en estos países el éxito del mensaje del intercambio sólo puede evaluarse de acuerdo con esta recepción pública, sin que exista la posibilidad de cotejar esta valoración con la de alguna auténtica práctica docente. En todo caso y pese a que en no se logró aquí cerrar ningún acuerdo firme,165 es indudable que los ambientes intelectuales uruguayo y chileno quedaron lo suficientemente preparados como para respaldar, un año después, la misión docente de Posada. En Perú, a la inversa de su repercusión social, política e incluso académica, la prédica del intercambio en sí no parece haber hallado tanto eco, por lo menos en la esfera gubernamental y si nos atenemos al texto de compromiso con que el Ministro José Matías León, contestaba el informe —similar al entregado al gobierno chileno— que Altamira le había hecho llegar para ir precisando los posibles instrumentos del acuerdo de cooperación intelectual.166 En esta comunicación se agradecía —con suma cortesía— todo lo hecho, todas las «atentas indicaciones» y «bondadosos ofrecimientos», pero no se manifestaba intención resolutiva alguna, poniéndose de manifiesto el propósito de no comprometer al gobierno peruano, por lo menos en el corto plazo, en ninguna de aquellas «bellas» iniciativas.167 En México, Altamira tuvo indudablemente un auditorio oficial si no más cortés,168 sí más receptivo en lo que a concretar el cambio interna164 Discurso del Rector de la USACH, Valentín Letelier, en la inauguración de las conferencias de R. Altamira y Discurso de Carlos M. de Pena en la UdelaR, ambos en Altamira, 1911, pp. 231-240 y 253-261, respectivamente. 165 En su informe al Ministro de Instrucción chileno, Altamira presentaba un inventario de las posibles acciones que podían emprenderse para lograr la cooperación intelectual y universitaria de ambos países, poniendo nuevamente el énfasis en la cuestión de la formalización del intercambio efectivo de docentes, visto como el medio fundamental: «que consiste en que profesores de la Universidad chilena visiten la de Oviedo, para dar en ella conferencias y para estrechar los lazos personales con nuestro profesorado, ansioso de que se realice y dispuesto a continuar sus visitas a Chile. La organización sistemática de este cambio de profesores, convendría establecerla por mutuo y formal acuerdo, en que se fijasen todos los pormenores» (Informe enviado por R. Altamira al señor Ministro de Instrucción Pública de la República de Chile —Salina Cruz, 18-XII-1909—, en Altamira, 1911, p. 282). 166 Copia del Informe enviado por R. Altamira al Ministro de Instrucción Pública del Perú, Salina Cruz, 18-XII-1909, IESJJA/LA. 167 Carta de Matías León a R. Altamira, Lima, 20-I-1910, IESJJA/LA. 168 Véase: Discurso del académico de número Licenciado Rodolfo Reyes durante
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cional de profesores se refiere, por lo menos si consideramos su nombramiento, en suspenso, como catedrático de Historia del Derecho de la futura Universidad Nacional de México. Tras escuchar una propuesta del secretario de Instrucción, Altamira firmó a fines de enero de 1910 un compromiso para dictar «durante un número indefinido de años, un curso de tres meses de aquella disciplina a los alumnos de la Escuela o Facultad de Jurisprudencia; lo cual significa el establecimiento de un lazo íntimo y duradero entre la Universidad mejicana y la española».169 Respecto de la visita a Oviedo de profesores americanos, podemos decir que, en general y en concomitancia quizás, con el auténtico interés español en promover su profesorado antes que en recibir al americano —o quizás, por qué no, como ilustración del verdadero interés americano en asistir a las universidades españolas—, lo único que podía exhibir Altamira luego de sus insistentes requerimientos era unas serie de promesas circunstanciales de reciprocidad, de las que poco podía decirse y el compromiso, insustancial, de algunos profesores de incluir Oviedo dentro de sus itinerarios europeos.170 El segundo aspecto del intercambio de recursos humanos que propuso Altamira a las naciones hispanoamericanas era complementario y en cierta manera subordinado al anterior, e involucraba al claustro estudiantil. A diferencia del de profesores, el cambio de alumnos universitarios fue presentado siempre como un proyecto a desarrollarse en un futuro tan deseable como indeterminado. Esta diferenciación, de orden práctico, se fundaba en las mayores dificultades comparativas que la implementación del cambio estudiantil acarreaba y que eran de cuatro órdenes. En primer lugar eran presupuestarias, por ser el universo de potenciales beneficiarios sustancialmente mayor que en el caso docente, y por ser los plazos y recursos demandados para una adecuada formación de grado o postgrado infinitamente más extensos y gravosos para el presupuesto universitario o educativo que la incorporación temporal de unos cuántos profesores extranjeros. En segundo lugar, estas dificultades eran pedagógicas, en tanto alrededor del cambio de alumnos —sea en un sentido u otro—, surgirían ineel acto de Incorporación a la Academia Central Mexicana de Jurisprudencia y Legislación, en Altamira, 1911, pp. 359-383. 169 Tercer informe elevado por R. Altamira al Rector de la UO, acerca de los trabajos realizados en México (La Habana, 1-III-1910), en Altamira, 1911, p. 351. 170 Primer informe elevado por R. Altamira al Rector de la UO acerca de los trabajos realizados en Argentina, Uruguay y Chile (Callao, 20-XI-1909), en Altamira, 1911, pp. 72-73.
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vitables escollos alrededor de la armonización de los contenidos de la enseñanza. En tercer lugar eran, también, jurisdiccionales, en tanto la realización del intercambio estudiantil requeriría una indispensable simplificación del papeleo y de los engorrosos requisitos formales para la homologación de programas de estudios y posteriormente de títulos universitarios. Ante estas necesidades era dable esperar una resistencia de las burocracias educativas que —fuera por inercia o por ver amenazados sus prerrogativas sobre el proceso administrativo que controlaban—, difícilmente facilitarían una reestructuración de los mecanismos de gestión que justificaban su propia existencia y poder. Muestras de esto fueron, sin duda, los reclamos que se le acercaron a Altamira para que, a través de sus buenos oficios, destrabara el reconocimiento de titulaciones universitarias. Durante su estancia en Argentina, varios profesionales españoles que no contaban con el tesón ni con unas amistades tan influyentes como las de Rafael Calzada —primer caso de reválida del título de abogado en la UBA— se acercaron a Altamira para solicitar su mediación ante las autoridades argentinas y españolas. Eduardo López de Hierro, por ejemplo, expuso con indignación al viajero la injusta y desproporcionada exigencia del gobierno argentino que imponía un pago de novecientos pesos en concepto de derechos de reválida. Este profesional proponía la celebración de un acuerdo entre España y Argentina para el mutuo reconocimiento de las titulaciones, poniéndose como antecedente —no demasiado pertinente, en verdad— el concierto entre Italia y Argentina por la cuestión del reclutamiento de los hijos de italianos nacidos en América.171 El médico Antonio Juliá, se quejaba de la calidad de los diplomáticos españoles en Argentina «representantes de la Monarquía mas no del pueblo español» y de la legislación argentina respecto de la validación del título español, haciendo hincapié en la arbitrariedad del sistema de exámenes.172 171
Carta de Eduardo López de Hierro a R. Altamira, Buenos Aires, 21-IX-1909, IESJJA/LA. 172 «los que venimos a ejercer una profesión liberal nos vemos impedidos por una legislación prohibitiva que nos exige el examen de materia por materia, ante tribunal cuyo inconveniente primordial es el de reunirles y llenos de ingratas prevenciones. Exigir a un profesional que rinda examen de las asignaturas del plan de estudios de acuerdo al mismo programa a que se sujetan los alumnos, es condenarlo a que se hastíe y busque su sustento en cualquier otro género de actividades. Así sucede comúnmente.» (Carta de Antonio Juliá a R. Altamira, Santa Fe, 16-VII-1909, IESJJA/LA).
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Por entonces, tal como lo testimoniaban varios informantes, existían no pocos abogados españoles que vendían arroz y azúcar en almacenes para sobrevivir. Sin duda el problema era más acuciante y extendido de lo que podía suponerse; pero lo más interesante de observar es que estas quejas no sólo pretendían utilizar la influencia de Altamira para encontrar una solución estrictamente personal, sino servirse de la posición de privilegio que ostentaba el delegado ovetense, para que hombres poderosos e ilustrados como Joaquín V. González, se interesaran por impulsar una ley del Congreso que resolviera este problema político.173 En el disperso epistolario de Altamira existen testimonios de su interés por el asunto y de sus oficios ante las autoridades de la UNLP, aunque al parecer estas intervenciones fueron siempre a título individual y se limitaban a intentar resolver las situaciones puntuales que le fueron presentadas y que no sólo involucraban a miembros de la colectividad española.174 En cuarto lugar y por último, existían además dificultades de índole ideológica y disciplinar, dado el creciente interés que existía en las instancias gubernamentales de muchos países por controlar —o al menor orientar convenientemente— la formación de sus elites intelectuales; objetivo que podía quedar en entredicho si se favorecía la libre circulación de los estudiantes por un mundo cada vez más conflictivo en lo social y político, como podía ser el europeo, o demasiado igualitario, progresivo o iconoclasta, como podía ser el americano. Las autoridades mexicanas, por ejemplo, se interesaron especialmente por los mecanismos de control que podían establecerse para que los eventuales estudiantes que se beneficiaran con pensiones de estancia en 173
Ib. Carta de Javier Noguer a R. Altamira, Buenos Aires, 23-VIII-1909, IESJJA/LA. Esta carta aludía a su visita anterior y a la contestación de Altamira por asunto de reválida de su título español, al tiempo que expresaba sus temores por los exámenes y agradecía las averiguaciones y gestiones realizadas por Altamira en La Plata. Respecto de otras peticiones de la misma índole, véase: Carta de Rafael Nuremberg a R. Altamira, Buenos Aires, 8-X-1909, IESJJA/LA. En esta carta, el pianista suizo que lo acompañara en la conferencia musical sobre el Peer Gynt de Ibsen, le solicitaba que mediara ante las autoridades de la UBA para poder ingresar a la Facultad de Odontología, sorteando «ciertos exámenes como el de geografía y historia de la república, del idioma patrio, etc.», teniendo en cuenta que «bachilleres argentinos se admiten en universidades europeas» y que sus amigos italianos «ingresaban en la facultad de medicina sin necesidad de rendir exámenes». En los días siguientes, el alicantino realizaría las recomendaciones solicitadas, tal como puede verse en: Carta de Rafael Nuremberg a R. Altamira, Buenos Aires, 19-X-1909, IESJJA/LA. 174
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España y otros países europeos se aplicaran realmente al estudio y no se vieran tentados de sustraerse de sus obligaciones.175 Altamira, a su vuelta a España, aprovechaba la inquietud de los mesoamericanos para promocionar su idea de fundar en Madrid un «hall tutelar» o «residencia de estudiantes» a modo de Centro y pensión estudiantil que ofrecería «condiciones de seguridad y de orientación ética en la vida a escolares españoles, extranjeros e hispanoamericanos» y cuyo objetivo sería, en definitiva, «salvar a la juventud de todos los peligros de la vida en los cuales no han pensado todavía las Universidades».176 Dicho hall podría utilizarse para dar cabida a los estudiantes hispanoamericanos en su paso por España y dar respuesta a las inquietudes de las universidades de origen y de los gobiernos ante el peligro de que los pensionados fueran «absorbidos por el medio o se distraigan a pesar de su buena voluntad». Por lo que atañe al control de sus actividades, Altamira ofrecía a los mexicanos el ejemplo de las disposiciones de la JAE, en la cual se había establecido formas convenientes de vigilancia, fiscalización y de «dirección propiamente moral», capaces de proteger «el espíritu de los muchachos de las tentaciones de disipación o de abandono en que muchas veces caen» por la ausencia de una guía y de una autoridad.177 Al proponer estas iniciativas, Altamira estaba intentando contribuir a crear condiciones materiales y objetivas para favorecer la entrada de estudiantes hispanoamericanos y a hacer más atractiva la escala española para aquella parte de la juventud estudiosa del otro lado del Atlántico in175 Altamira declaraba a Canella que había mantenido conversaciones con el Secretario de Instrucción Pública de México referentes a «la tutela y vigilancia de los pensionados en el extranjero (en Europa, por lo que toca a los mejicanos), a cuyo propósito di conocimiento de las reglas establecidas por nuestra Junta para ampliación de estudios...» (Tercer informe elevado por R. Altamira al Rector de la UO, acerca de los trabajos realizados en México —La Habana, 1-III-1910—, en Altamira, 1911, pp. 349-350). 176 Conferencia pronunciada por R. Altamira en la UIA bajo el título «Organización práctica de las relaciones intelectuales entre España y América» (Madrid, 14-IV-1910), en Altamira, 1911, p. 534. La nota panhispanista fue dada por el conferenciante al declarar ante el público español: «No extrañéis que diga extranjeros e hispanoamericanos, porque no me resuelvo a considerar como extranjeros a los hijos de aquellos países» (Ib., pp. 534-535). 177 «... yo les decía [a las autoridades mexicanas]: podríamos o establecer una cosa análoga en México, o bien concertar una conjunción, una inteligencia con la Junta española de ampliación de estudios, para que los pensionados mexicanos aprovechen nuestra organización. Así tendrían ustedes la seguridad de que, mientras ellos estén en España, o en países en que España tenga pensionados, los profesores españoles, los hombres que se preocupan hondamente de estas cosas, serían tutores, padres y vigilantes de los muchachos hispano-americanos» (Ib., p. 536).
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teresada en temas hispánicos. Claro que, estas mejoras estructurales debían complementarse con la actualización intelectual española y esa conjunción —Altamira no se engañaba—, demandaría tiempo de maduración para dar sus mejores frutos. Evidentemente, no era aquél el momento más propicio para que una Universidad pequeña y con escaso presupuesto como la de Oviedo, pudiera sostener por sí misma un esfuerzo de tal naturaleza: La Universidad de Oviedo no se podía atrever, en manera alguna, a solicitar el envío a ella de alumnos hispano-americanos; mucho menos a otras Universidades cuya voz no llevaba. No podía hacerlo, porque esto hubiera parecido una pedantería de parte suya. Ella modestamente cree que, aun cuando hace todos los esfuerzos imaginables para educar a sus alumnos del mejor modo posible para darles una dirección que les permita formarse cierto criterio propio, no puede todavía tener la vanidad de ofrecerse como un Centro que merezca ser preferido a tantos otros superiores que hay en el mundo, y que han de ser naturalmente buscados por los hispano-americanos; pero indicó el deseo de que llegue el momento en que se produzca ese contacto de las dos juventudes, y de que la España del día de mañana y la América del porvenir convivan en la representación de las generaciones nuevas [...] Pero ésta, que puede ser una de las formas de atracción a nuestras Universidades, ha de hacerse de una manera discreta todavía.178
Por lo pronto, Altamira creía más factible enviar estudiantes a América a través de los fondos de las pensiones de ampliación de estudios en el extranjero, garantizando que un cupo determinado se asignara a ese destino desviándolo del acostumbrado en Europa o Estados Unidos de América: Todo el problema consiste en lo siguiente: en que capacitándonos de la importancia que tiene para nosotros que nuestros estudiantes no sólo vayan a Europa y a la América del norte, sino también a la América latina, se destine un tanto por ciento de esas pensiones, todos los años, a viajes de estudio en aquellos países. De esta manera se tendrán a cubierto las necesidades económicas de nuestros estudiantes americanistas, y de un modo regular podremos ir enviando cada vez un número mayor de jóvenes que irán a ver en la realidad lo que son aquellos países, aprenderán lo mucho que tenemos que aprender allí y, sobre todo, se pondrán en comunicación con la juventud americana.179
De cualquier forma, la idea del intercambio de alumnos fue también bien acogida en toda América y en especial en Argentina, donde Joaquín V. González declaraba —de acuerdo con las conclusiones de los últimos congresos pacifistas internacionales y citando al profesor Joseph Thomp178 179
Ib., p. 524. Ib., pp. 525-526.
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son de Cambridge— que el intercambio universitario, en especial el de estudiantes, resultaba un instrumento inestimable para mejorar la calidad de la ciencia y procurar la obtención de una «inteligencia recíproca» que asegurase una paz sólida y duradera entre las naciones modernas.180 El tercer aspecto del intercambio universitario que Rafael Altamira propuso a los claustros americanos era el de recursos científicos y pedagógicos. Como gesto de buena voluntad y para iniciar el intercambio de útiles de interés pedagógico y científico con Argentina, Altamira se comprometió ante su ministro de Instrucción Pública a gestionar el envío de una colección de animales marinos desde la Estación de Biología Marina de Santander —dirigida por el ex catedrático ovetense, profesor José Rioja—, para el gabinete de ciencias de la Escuela de Lenguas Vivas de Buenos Aires.181 Pero, más allá de esto, Altamira centró sus esfuerzos en establecer un intercambio regular de publicaciones periódicas, tal como le había sido encomendado en Oviedo. Al respecto podemos mencionar sus oficios ante el Museo Pedagógico de Buenos Aires para que se enviaran, tanto al Museo Pedagógico español y la UCM, como a la UO, colecciones de material utilizado en escuelas normales argentinas. También gestionó Altamira acuerdos con la UBA y la UNLP para que éstas remitieran normalmente sus anuarios y revistas a la RACMP y a la biblioteca universitaria ovetense, en espera de que el rector Canella refrendara esta gestión a su vuelta a España.182 180 Discurso pronunciado por Joaquín V. González en el acto de despedida y entrega del título de Doctor honoris causa por la UNLP a R. Altamira —La Plata, 4-X-1909—, en Altamira, 1911, pp. 128-129. 181 A propósito de esta cuestión, Altamira escribía a Canella: «A V.E. no ha de ocultársele la importancia que tendría para España que se conociese aquí, por algo real y práctico, una de las manifestaciones más interesantes de nuestras enseñanza, de la que mucho se ignora en América. No necesitaré, pues, encarecer a V.E. lo necesario de su gestión para procurar obtener de la Estación referida una colección de animales marinos propia para la enseñanza secundaria, que deberá ser remitida a la señora Directora de la Escuela de Lenguas vivas, Buenos Aires, con comunicación, al propio tiempo, al Excmo. Sr. Ministro» (Primer informe elevado por R. Altamira al Rector de la UO acerca de los trabajos realizados en Argentina, Uruguay y Chile —Callao, 20-XI-1909—, en Altamira, 1911, p. 62). 182 La RACMP contestaba a Altamira su carta del 27-VII-1909 informándole que se había recibido una carta del Ministro de Justicia e Instrucción pública de Argentina y que el cambio de publicaciones con la UBA y la UNLP «seguramente será aceptada con el mayor gusto; pero es necesario someterla previamente a conocimiento de la Académica». También se informaba a Altamira de que la Academia Literaria del Plata había solicitado un premio para el futuro concurso que planificaba lanzar para los festejos del Centenario (Carta de Eduardo Sanz a R. Altamira, Madrid, 24-VIII-1909, IESJJA/LA).
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El interés inmediato del intercambio bibliográfico no era tanto colocar las publicaciones españolas, como hacerse con un cuantioso fondo bibliográfico desconocido en España y de gran valor para la UO. En este sentido, paralelamente al intercambio institucional, Altamira no dejó de procurar la obtención de materiales bibliográficos a través de sus contactos académicos y políticos, como fue el caso de los 13 volúmenes de la Nueva Revista de Buenos Aires (1881-1884), que su propio director, Ernesto Quesada, le enviara —lamentando no poder remitirle los 25 volúmenes de su antecesora la Revista de Buenos Aires—.183 Estanislao S. Zeballos aportó también varios ejemplares de revistas universitarias por las que Altamira manifestara especial interés184 y Rodolfo Moreno (h) le cedió una copia de los apuntes manuscritos de sus clases de Historia del Derecho.185 En otros casos, en aras de la obtención de bibliografía, Altamira obsequiaba materiales que había traído consigo, esperando la reciprocidad de sus interlocutores, tal como queda de manifiesto en una carta de agradecimiento del propio ministro Naón.186 Altamira afirmó haber convenido con los principales establecimientos de enseñanza chilenos que visitó, el «envío y cambio» de publicaciones oficiales y universitarias, aun cuando lo más significativo fuera quizás, el contacto establecido con la oficina del salitre de Iquique, cuyo trabajo resultaría interesante para «diversos ramos de estudio de nuestra Universidad». De dicha repartición oficial, Altamira solicitó el envío a Asturias de «colecciones de productos minerales y elaborados» para enriquecer el Gabinete de Historia Natural de la Facultad de Ciencias ovetense.187 En su informe a Canella sobre lo acaecido en Perú, Altamira declaraba haber obtenido no sólo acuerdos firmes al respecto del cambio bibliográfico, sino también una «multitud de libros, de edición oficial y particular, que en su mayoría he de poner en manos de V.E. en el momento oportuno».188 183 Nota de Ernesto Quesada a R. Altamira, Buenos Aires, 28-IX-1909, IESJJA/LA. 184 Carta de E. S. Zeballos a R. Altamira, Buenos Aires, s/f (entre junio y octubre 1909), IESJJA/LA. 185 Carta de Rodolfo Moreno (h) a R. Altamira, Buenos Aires, 24-VII-1909, AHUO/FRA. 186 Carta de Rómulo S. Naón a R. Altamira, Buenos Aires, 6-IX.1909, IESJJA/LA. 187 Primer informe elevado por R. Altamira al Rector de la UO acerca de los trabajos realizados en Argentina, Uruguay y Chile (Callao, 20-XI-1909), en Altamira, 1911, pp. 69-70. 188 Segundo informe elevado por R. Altamira al Rector de la UO acerca de las gestiones y trabajos realizados en Perú (México, 20-XII-1909), en Altamira, 1911, p. 293. Véase también: Carta de Matías León a R. Altamira, Lima, 20-I-1910, IESJJA/LA.
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En México, a través de Justo Sierra, Altamira obtuvo un compromiso de la Secretaría de Instrucción Pública de que serían enviadas a Oviedo con regularidad todas las publicaciones de esa dependencia, como así también de la Escuela Nacional Preparatoria, de la Dirección de Educación primaria y del Museo Nacional de Arqueología, en cuyas ediciones de documentos, de obras clásicas de historia americana y de material arqueológico Altamira se mostraba especialmente interesado.189 Pero no sólo libros consiguió Altamira en México. Justo Sierra despachó, además, un oficio autorizando la exportación de objetos arqueológicos —no indispensables para el Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnología— destinados a España y que serían transportados como parte de su equipaje, por el propio Altamira.190 En síntesis, y para cerrar el tema del «intercambio», el viajero sabía que, pese a su experiencia, a las predisposiciones favorables y a las circunstancias oportunas, España no era un polo de atracción natural para los estudiosos argentinos y americanos; pero también sabía que España tenía algo preciso y muy interesante que ofrecerles: los archivos indianos, a la sazón —y como veremos seguidamente—, repositorios que podían dar gran impulso al americanismo en España y al hispanismo en América. Más allá del intercambio de recursos humanos y pedagógicos, la segunda gran propuesta de Altamira —esta vez formulada no a las universidades, sino a los ministerios de instrucción pública— fue crear estaciones regulares para que los investigadores americanos pudieran indagar en los archivos españoles. El proyecto original, «completo, con exposición de motivos y articulado» fue presentado por primera vez al ministro de Instrucción argentino, Rómulo S. Naón, quien se habría mostrado interesado en la creación de un Instituto.191 Los fundamentos del proyecto eran tan escuetos como razonables. En primer lugar, gran parte de la documentación fundamental para la escritura de la historia argentina y americana se encontraba en los tres 189
Tercer informe elevado por R. Altamira al Rector de la UO, acerca de los trabajos realizados en México (La Habana, 1-III-1910), en Altamira, 1911, pp. 350-351. 190 Despacho N.º 4154 de la Mesa 2.ª de la Sección de Educación Secundaria Preparatoria y Profesional, de la Secretaría de Estado y del Despacho de Instrucción Pública y Bellas Artes de México —con firma de Justo Sierra—, México, 1-II-1910, IESJJA/LA. 191 Primer informe elevado por R. Altamira al Rector de la UO acerca de los trabajos realizados en Argentina, Uruguay y Chile (Callao, 20-XI-1909), en Altamira, 1911, p. 59.
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grandes repositorios españoles: Archivo de Indias, Archivo de Simancas y Archivo Histórico Nacional. En segundo lugar, la mayor parte de esa documentación permanecía inédita y el criterio de catalogación —que no contemplaba las divisiones nacionales— dificultaba considerablemente la consulta de los investigadores americanos. El principal modelo que inspiraba esta propuesta era el de los institutos históricos francés, belga, austríaco y prusiano que estudiaban los fondos del Archivo Vaticano. Habiendo ponderado la fundación de estos institutos en su libro Cuestiones modernas de Historia y conocedor de los pormenores de sus respectivos presupuestos y de sus estructuras, Altamira proponía adaptar esta experiencia a las necesidades hispano-argentinas. Los siete artículos del proyecto que redactó el profesor ovetense proponían fijar la sede de dicho Instituto en Sevilla; confiar la dirección a un especialista en diplomática y «hombre de vasta cultura histórica» de nacionalidad argentina; reservar un número variable de becas de estudio y entrenamiento —«revocables si no trabajan»— para «jóvenes doctores de probada vocación por los estudios históricos»; y fijar un marco de actividades consistente en el inventariado de documentos y cartografía, la redacción de una relación comprensiva de los legajos; la copia y remisión de documentos al Archivo General de la Nación en Buenos Aires y la promoción de investigaciones preparatorias y monografías.192 Este Instituto podría funcionar como un centro de investigación y de entrenamiento profesional del personal comisionado, previéndose que las labores de copiado y de rastreo del material no fuera efectuada sólo por los copistas profesionales de los archivos. Convencido de la importancia que tendría este Instituto para la evolución de las relaciones hispanoargentinas,193 Altamira supo presentar este proyecto al ministro Naón194 y a las comunidades universitarias, 192 Proyecto de instituto histórico argentino en España, Apéndice al Primer informe elevado por R. Altamira al Rector de la UO acerca de los trabajos realizados en Argentina, Uruguay y Chile (Callao, 20-XI-1909), en Altamira, 1911, pp. 77-81. En otro orden de cosas, es interesante que el artículo cuarto contemplara la conveniencia de que los profesionales afectados asistieran a clases de Diplomática y «otras técnicas para la formación de archiveros, eruditos y anticuarios» en la Facultad de Letras de la UCM; y que el artículo séptimo reservara la posibilidad de convocar el auxilio de especialistas españoles en el trabajo heurístico o en la formación de los recursos humanos. 193 Primer informe elevado por R. Altamira al Rector de la UO acerca de los trabajos realizados en Argentina, Uruguay y Chile (Callao, 20-XI-1909), en Altamira, 1911, p. 59. 194 Véase el acuse de recibo del borrador de propuesta que hiciera el Ministro de Instrucción Pública: Nota de Rómulo S. Naón a R. Altamira, Buenos Aires, 18-IX-1909, IESJJA/LA.
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como una empresa cultural y científica de alto vuelo, destinada a renovar la historiografía nacional. Y lo hizo de forma tal que la apelación al orgullo nacional se mezcló con la demanda estrictamente institucional, planteando un desafío político y cultural a la elite argentina: ¿no es lícito pensar que... las naciones americanas de tronco español pueden crear en Sevilla otro instituto histórico, para investigar sistemáticamente el archivo más grande de su historia, en que duermen noticias sin cuento, no sólo eruditas, sino de aplicación práctica en problemas palpitantes de su política nacional? ¿Y me negaréis a mi la posibilidad de que vosotros, argentinos, comprendiendo la importancia de la idea, como vuestro espíritu avizor la ha de comprender al instante, no seáis quienes rompan la marcha por este nuevo camino de la obra intelectual y de la tradición americana?195
Desafío que, de producir efecto, seguramente sumaría un fuerte estímulo para que los demás países hispanoamericanos quisieran fundar, también, su propio centro de investigaciones, generando una eventual competencia por obtener un mayor prestigio intelectual. Como es obvio, este instituto fue concebido por Altamira como un modelo de colaboración científica, pero también como medio de difundir la historia americana en España y de promover, a escala internacional, la investigación de la historia del imperio atlántico. La apuesta por crear centros de excelencia apuntaba, también, a seducir a los estudiosos americanos, muy poco atraídos, hasta entonces, por el estudio del mundo cultural español. No es casual, entonces, que este proyecto pensado como parte de una estrategia de prohijar vínculos intelectuales, fuera presentado, luego, en Chile, Perú y México. En el punto número cuatro del informe que enviara al Ministro de Instrucción Pública chileno, Altamira afirmaba que, para acceder al «indispensable conocimiento de la Historia Nacional sobre la base del descubrimiento, copia sistemática y organización de las numerosos fuentes que para Chile y para toda América atesoran el Archivo de Indias y el de Simancas», y para la formación regular de un cuerpo de archiveros, convenía la creación de un «Instituto histórico chileno (o bien hispano-americano, nacido de la inteligencia entre todos o varios Gobiernos de esos países) análogo a los que existen en Roma».196 195 Discurso pronunciado por R. Altamira en el acto despedida y entrega del título de Doctor honoris causa por la UNLP (La Plata, 4-X-1909), en Altamira, 1911, pp. 170-171. 196 Informe enviado por R. Altamira al señor Ministro de Instrucción Pública de la República de Chile (Salina Cruz, 18-XII-1909), en Altamira, 1911, p. 281.
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Según Altamira, un informe similar fue enviado al ministro peruano Matías León, el cual había declarado su apoyo al proyecto. Sin embargo, los términos de la respuesta firmada por León, hacen pensar que el Gobierno peruano no comprendió cabalmente los términos de la propuesta o, más probablemente, no estaba dispuesto a invertir recursos en la fundación de un instituto peruano o hispanoamericano, en España.197 Después de todo, mirado desde la perspectiva americana, era comprensible que el proyecto presentado por Altamira no siempre despertara los entusiasmos esperados. Descargando el sostenimiento de tales institutos y programas de investigación en el erario de los países americanos y limitándose a ofrecer, en contrapartida, una inversión en la restauración y jerarquización del Archivo de Indias, se entiende que algunos Gobiernos americanos no estuvieran dispuestos a financiar una iniciativa de la cual sería España la más beneficiada. En efecto, la inversión largamente postergada en el Archivo que venía a ofrecer Altamira y las estructuras que a él se le adosaran permitirían, por cierto, la labor de los americanos; sin embargo, es fácil observar que ésta sería capitalizada, a la larga y principalmente, por los investigadores españoles, redundando en la protección del patrimonio histórico y cultural del reino198 y en la proyección de la propia historiografía peninsular. En todo caso, para algunos Estados americanos que no contaban con tantos recursos o con tantos incentivos políticos para reforzar los lazos intelectuales con España —como si los tenía, por ejemplo, Argentina— podía parecer más racional, en principio, invertir en becas o partidas especiales para enviar equipos de investigación a los Archivos peninsulares para cumplir objetivos específicos y puntuales en la copia 197 Carta de Matías León a R. Altamira, Lima, 20-I-1910, recopilado bajo el título de «Comunicación del señor Ministro de Instrucción pública» en Altamira, 1911, pp. 335-336. León entendía que tal instituto sería fundado por el propio Altamira, limitándose a ofrecerle el «apoyo constante» del Ministerio de Instrucción Pública peruano hasta que dicho proyecto «se convierta en hermosa realidad». 198 «Lo menos que España puede hacer para corresponder dignamente a esas fundaciones, es mejorar las condiciones materiales del Archivo, en el cual, por falta de espacio, existen legajos innumerables amontonados en el suelo, comidos por la humedad y la polilla; sin que el celo y la competencia del personal técnico, que lleva realizados muchos trabajos excelentes de inventario y papeletas, baste a vencer lo que estriba en deficiencias del local mismo. El contraste entre la solícita labor de los funcionarios del Archivo con el estado de muchísimos de los documentos y la falta de su buena y segura colocación, sería de pésimo efecto en el ánimo de eruditos de América y contribuiría, indudablemente, a fortificar la leyenda desfavorable a nuestro país que los hispanófobos no perdonan medio de difundir» (Informe presentado por R. Altamira a Alfonso XIII —Madrid, 8-VI-1910—, bajo el título «Medios prácticos para organizar las relaciones hispano-americanas», Oviedo, 31-V-1910, en Altamira, 1911, pp. 588-589).
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de documentos, antes que invertir recursos escasos en montar una estructura estable y onerosa como el que proponía Altamira. Más allá de los entusiasmos y de la buena recepción del proyecto de Altamira en aquella coyuntura, en el futuro demostraría ser más viable el modelo del copista corresponsal, incluso en Argentina. En efecto, la copia de miles de documentos del Archivo de Indias sería realizada, primero, por Gaspar García Viñas entre 1910 y 1918 —por disposición del Director de la Biblioteca Nacional, Paul Groussac—,199 y luego, por Roberto Levillier —que publicaría varias recopilaciones entre 1915 y 1921 por cuenta de la Congreso Nacional, la Municipalidad de Buenos Aires y la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la UBA—;200 y por último, por José Torre Revelo entre 1918 y 1935 —por cuenta del Instituto de Estudios Históricos de la Universidad de Buenos Aires—. Este arduo trabajo pondría a disposición de generaciones de historiadores argentinos un valiosísimo material acerca de la historia colonial con un costo sustancialmente más bajo que el que involucraba la fundación de un instituto en España. En todo caso, el intercambio de recursos humanos, el de recursos pedagógicos y la fundación de institutos de investigación en España fueron las tres grandes propuestas que presentó Altamira a sus interlocutores argentinos y latinoamericanos. Sin duda, todas ellas eran relevantes y atractivas, al menos en teoría, tanto para españoles como para americanos. Sin embargo, no parece razonable esperar que el contenido específico de ninguno de estos proyectos pudiera despertar auténticos «entusiasmos», por lo menos más allá de un reducido círculo de personas, incluidas en un ya estrecho grupo de intelectuales. Así pues, con ser interesantes y pertinentes, descartamos que estas formulaciones pudieran explicar, por sí mismas, el éxito y la repercusión pública de la misión ovetense, tal como, en algún momento, el propio Altamira pretendiera. Por su misma naturaleza, estas propuestas no eran capaces de movilizar apoyos multitudinarios; pero, por los mecanismos que preveía, tampoco podían lograr apoyos plenos y unánimes en los medios universitarios o ministeriales. En efecto, bien analizadas y más allá de sus ideas básicas y de sus buenas intenciones, las propuestas con199
Véase: Tesler, 2006 y, también, Moure, 2004. Un reporte de cómo se gestó este proyecto puede leerse en Levillier, 1916, pp. 297-298. Con este y otros materiales el historiador argentino editaría varias recopilaciones: Levillier (comp.), 1915a; Levillier (comp.), 1915b; Levillier (comp.), 1916; Levillier (comp.), 1918a; Levillier (comp.), 1918b; Levillier (comp.), 1918c; Levillier (comp.), 1919; Levillier (dir.), 1918-1919; Levillier (dir.), 1920; Levillier (dir.), 1921 y Levillier (dir.), 1922. 200
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cretas de intercambio y de fundación de institutos que llevaba Altamira, no planteaban un marco equilibrado en lo que hace a la inversión de recursos, ni en lo que hace a la percepción de los ulteriores beneficios. En este sentido, si la idea de organizar institucionalmente el intercambio regular y la investigación conjuntas parecía deseable y factible —y así fue entendido por rectores o ministros—, los proyectos concretos bosquejados por Altamira para efectivizarlas demostraron no estar plenamente ajustados a la realidad político-económica e intelectual de España, ni de los diferentes países americanos. Pero, si no era el contenido mismo lo que podía entusiasmar, en realidad, a la elite social e intelectual argentina y americana, lo que sí podía hacerlo era el «concepto» que transmitían, el «ideal» de reconciliación que reflejaban y que sí eran capaces de atraer la atención de quienes hasta entonces despreocupados de la evolución intelectual española. Con todo, para que estos conceptos e ideales pudieran hacerse visibles y superar las tradicionales prevenciones hispanófobas, era imprescindible cierta dosis de carisma y buen tino diplomático por parte del individuo que portaba estas propuestas. Es hora, entonces, de evaluar el comportamiento de Altamira en el medio americano. Los equilibrios diplomáticos y estrategias sociales de la misión americanista Teniendo en cuenta que la consistencia de un proyecto no basta para garantizar su éxito efectivo, creemos que para comprender cabalmente las repercusiones del Viaje de Altamira resulta imprescindible observar los comportamientos sociales de su protagonista, reparando en las estrategias de persuasión desplegadas por el delegado ovetense en terreno americano. Como hemos podido ver, el Viaje Americanista era, pese a su impronta académica, un emprendimiento muy ambicioso que intentaba incidir en diversos aspectos de las relaciones entre España y el mundo hispano. En efecto, si bien la iniciativa ovetense tenía un fundamento intelectual y una serie de objetivos estrictamente universitarios, también aspiraba a promocionar la experiencia de la Extensión Universitaria; a difundir los avances de la Ciencia española; a reforzar los lazos de la comunidad emigrada con la cultura originaria; y, en general, a favorecer una redefinición global de las relaciones diplomáticas iberoamericanas. Llevar estas propuestas a América implicaba asumir muchos riesgos y desafíos, siendo imprescindible contentar a todos aquellos sectores que
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pudiera llegar a secundar este proyecto y no incurrir en ningún fallo diplomático. Para ello, Canella desde Oviedo y Altamira en el terreno, debieron proceder con mucha cautela para orquestar una acción eficaz y para evitar que el avance en algunos registros, no bloqueara el progreso en otros. Todo esto obligó a Altamira a planificar cuidadosamente sus intervenciones y preservar equilibrios entre las diferentes facetas del Viaje —la académica, la social y la política—; entre los intereses de su Universidad, del movimiento americanista y del Estado español; y entre estos últimos y los de las naciones americanas. Lejos de ser fruto de una afortunada improvisación, las acciones y discursos desplegados por Altamira respondieron a un plan de intervención madurado de forma paralela al sinuoso desarrollo del programa americanista español y ajustado de acuerdo con los requerimientos específicos del Claustro ovetense. Para concretar las aspiraciones del rector Canella de situar a la UO en la vanguardia del intercambio científico internacional y para atraer a las naciones americanas a una política de asociación privilegiada y de colaboración efectiva con España, Altamira necesitaba cumplir con éxito tres tareas: seducir a sus anfitriones; captar el apoyo del conjunto de los emigrantes e implicar a los diplomáticos y políticos españoles en aras de asegurar la continuidad de esta política. Pese a que, en principio, estos propósitos no se excluían mutuamente, honrarlos de forma simultánea implicaba, en la práctica, dificultades nada desdeñables, derivadas de los diferentes intereses, perspectivas y sensibilidades involucradas. En primer lugar, debido a la naturaleza de su misión, Altamira debía implicar a los americanos en acuerdos estables de intercambio, colaboración o asociación con Oviedo y, en perspectiva, con otras instituciones universitarias o académicas. Este objetivo fue servido por una estrategia basada en el escrupuloso deslinde de contenidos académicos y sociales; en la atracción de las simpatías de la opinión pública americana; y en la definición de un interlocutor privilegiado: las elites políticas e intelectuales americanas. El deslinde de contenidos era, sin duda, una necesidad devenida del complejo ámbito de recepción del discurso americanista ovetense, pero no por ello, ajena a la propia complejidad de su contenido. En efecto, pese a su transparencia y unidad, el discurso de Altamira poseía varias facetas que, de no ser convenientemente separadas, podían entorpecer la adecuada recepción de su mensaje. En este sentido, Altamira mostró la versatilidad necesaria para administrar su discurso en relación con los diferentes ámbitos y circunstancias
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en los que le tocó actuar, seduciendo a sus auditorios a través de una retórica austera, de una respetable oratoria y de una inteligente selección de contenidos. Altamira habló de historia y leyes en el marco formal de cursos y ciclos de conferencias; habló de sus propuestas para establecer aquella red de solidaridad iberoamericana en diversos eventos sociales organizados por las universidades e instituciones de la sociedad civil; habló de pedagogía ante altos funcionarios, maestros y profesores; y habló de los ideales extensionistas, de la educación como instrumento de ascenso social, de la confraternización de clases y de armonía social ante auditorios predominantemente estudiantiles y obreros. Altamira se mostró como un verdadero experto en relaciones públicas, capaz de explotar en su favor las diferentes expectativas de sus anfitriones y de intercambiar las múltiples máscaras que el propósito de difundir su programa americanista y las propuestas de la UO, aconsejaba adoptar. Así, en parte por su propio esfuerzo y, en parte por la intervención periodística, el alicantino supo presentarse de acuerdo con los estereotipos del sabio generoso y desinteresado, del austero profesor universitario, del comprometido pedagogo popular, del erudito historiador, del riguroso científico social, del prudente reformador, del sensato patriota español y del sincero hispanoamericanista. La consistencia de su discurso, su notable capacidad de adaptación y el admirable savoir faire de Altamira en los diferentes escenarios en que lo situaba su misión, contribuyeron a que el profesor ovetense no fuera visto como un vulgar mercader que sólo podía ofrecer un producto intangible y de dudoso valor, conformado con palabras vacías y bellas intenciones. Claro que no se pudo contentar a todo el mundo. El carácter dual de la misión ovetense y la relevancia política que fue tomando este periplo a medida que pasaba el tiempo, impuso al viajero determinadas obligaciones sociales que desbordaron su agenda e interfirieron con algunas actividades más ajustadas, en principio, al espíritu académico con que se había iniciado el Viaje.201 201 Las opciones del profesor ovetense despertaron, en algún caso, la queja de sus anfitriones. Las autoridades de la Asociación de Educación Nacional de Santiago de Chile, por ejemplo, al tiempo que remitían a Altamira una colección completa de su publicación La Revista y de las conferencias impresas de la Extensión Universitaria de la institución, se lamentaban que sus actividades sociales hubieran impedido una visita y un intercambio más provechoso entre dos experiencias similares: «Hemos sentido grandemente que los numerosos banquetes a que Ud. se ha visto obligado a asistir nos hayan impedido mostrarle otros aspectos más elevados de nuestra hospitalidad y, entre éstos, el de nuestra Extensión Universitaria: creemos que habría sido para Ud. muy halagador imponerse de cómo trabajamos aquí en esta materia. Su conferencia sobre la Extensión Universitaria de la Universidad de Oviedo, ha sido para nosotros una gran ayuda, pues
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En este sentido, la documentación permite observar un progresivo escoramiento social de la misión americanista, que respondía menos a la voluntad o a un cálculo de rentabilidad del viajero, que a los intereses de sus sucesivos anfitriones. Con todo, no es fortuito que el catedrático ovetense dedicaría la mayor parte del tiempo que permaneció en América a la Argentina, el país más receptivo a su discurso académico y pedagógico y el más generoso a la hora de abrirle las puertas de sus casas de altos estudios. Después de todo y más allá de sus múltiples intereses, ésta era la médula del proyecto que lo había llevado a cruzar el Atlántico. Si comparamos las actividades desarrolladas en Argentina con las del resto de los países visitados, podremos ver que fue aquí donde Altamira pudo poner a prueba su proyecto de intercambio. Más allá de los agasajos que le tributaron las principales universidades latinoamericanas, fueron la UNLP y la UBA las que le permitieron desempeñar funciones docentes en sus aulas. En este sentido, es notable la proporcionalidad inversa de actividad universitaria y de actividad socio-diplomática que desarrolló el alicantino en Argentina, en comparación con el resto de los países visitados. Dos cursos, un ciclo de conferencias y varias disertaciones en seis facultades de cuatro universidades nacionales (La Plata, Buenos Aires, Córdoba y Santa Fe), nos hablan de un tipo y densidad de actividades muy diferente de la que Altamira pudo desarrollar en Montevideo, Santiago de Chile, Lima y La Habana; donde su actividad pedagógica se limitó al dictado de conferencias libres de temas sumamente variados en las universidades capitalinas tradicionales, sin llegar nunca a organizar cursos o cursillos regulares, con programas, bibliografía y con exigencias promocionales como en la UNLP. Podría decirse que la excepción parcial de esta regla fue México, en donde Altamira logró estructurar, más o menos coherentemente, una serie de conferencias alrededor de temas jurídicos en la Escuela Nacional de Jurisprudencia, si no fuera porque, por entonces, ésta era un sucedáneo de una auténtica Facultad de Derecho de una Universidad que, por otra parte, aún no existía. ha levantado el valor de nuestra obra que tantos puntos de contacto tiene con la Universidad amiga i hermana. A través de la distancia, el alma de la raza ha producido dos obras que, sin duda alguna harán inclinar el cerebro, el corazón i la mano de nuestra jente acomodada hacia la redención de esa masa anónima de nuestros hermanos, que constituyen la mayor parte de ambas naciones i que es la que más necesita de nuestro amor i de nuestro trabajo.» (Carta de Carlos Fernández Peña y P. Veas Laborde a R. Altamira, Santiago de Chile, 6-XI-1909, IESJJA/LA). Es interesante comprobar que Altamira incluyó esta carta entre los documentos reunidos en el capítulo IV de Mi viaje a América... pero sustrayéndole el primer párrafo que aquí hemos citado y el cual podía ser tomado como fundamento de una crítica ulterior a su desempeño durante el viaje. Véase: Altamira, 1911, pp. 283-284.
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En todo caso, es evidente que fuera de Argentina adquirieron mayor relevancia los eventos culturales, las fiestas, las veladas, las reuniones con políticos de alto nivel y el discurso de ocasión, que la tarea estrictamente científica o pedagógica. Esto es un indicio más de la versatilidad del delegado ovetense, pero también es un indicador de la demanda predominante en los diferentes ámbitos de recepción de ese discurso. Por ello no debe sorprender que la consecución de los objetivos de la UO implicara el despliegue de estrategias diferentes pero, en definitiva, complementarias. Esta dualidad puede observarse con toda claridad si comparamos el desempeño de Altamira en ambos extremos de su periplo. Mientras que en Argentina sus actividades se estructuraron en torno del desempeño docente y apuntaron a la construcción de lazos personales e institucionales alrededor de inquietudes historiográficas y jurídicas compartidas; en Cuba, la estrategia de Altamira estuvo condicionada, quizás más que en ningún otro lugar, por los problemas políticos y diplomáticos que condicionaban, por estrechas que fueran, las afinidades espirituales hispanocubanas.202 Con todo, Altamira lograría armonizar, con bastante fortuna, la faz estrictamente intelectual de su empresa con aquella que debía discurrir, ora en la calidez de suntuosos salones y amplios comedores donde podía trabar relación más íntima con los miembros más influyentes de las elites; ora en los espartanos locales obreros o en las sedes de las sociedades de educación popular, llevando el programa y la experiencia de la Extensión Universitaria ovetense. Probablemente el viajero fuera el primer sorprendido por la progresión del fenómeno que lo tenía como protagonista, aun cuando parece haber estado preparado para hacer frente a las demandas crecientes de su 202
Este condicionante repercutió inevitablemente en el comportamiento público del delegado ovetense, mucho más atento a prodigar gestos amistosos, un tanto demagógicos, pero emotivamente efectivos. Dos episodios muy concretos pueden ilustrar esta conducta. El primero, sucedido en el almuerzo que le organizaron los estudiantes de la UH, fue el acto de desagravio a los alumnos universitarios fusilados por las tropas coloniales españolas durante la guerra de independencia que improvisara Altamira «pidiendo a los estudiantes habaneros que me entregasen las flores todas que adornaban la mesa para ir a depositarlas, en nombre de los estudiantes ovetenses, en el trozo de muralla que se conserva para conmemoración del fusilamiento» (Cuarto informe elevado por R. Altamira al Rector de la UO acerca de los trabajos realizados en Cuba —Oviedo, 1-VII-1910—, en Altamira, 1911, pp. 406-407). El segundo episodio, aconteció en el inicio de una conferencia en la que asistía el Jefe de Estado, cuando Altamira honraría públicamente a la bandera de la República cubana (Discurso pronunciado por R. Altamira en la recepción de la colonia española —La Habana, s/f [febrero-marzo de 1910]—, en Altamira, 1911, pp. 436-437).
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público. Esto se debió, en buena medida, a que Francisco Alvarado asumió gran parte del trabajo de secretaría y a que Altamira transportó consigo un considerable volumen de materiales para preparar sus alocuciones y ajustarlas de acuerdo con los requerimientos específicos que se le hicieran. La obsesión por difundir su mensaje en todos los auditorios que lo requiriesen y el firme propósito de no dejar desairado a ningún interlocutor que se le acercara, pusieron en evidencia, en más de una ocasión, la vanidad del personaje,203 pero también —y esto es lo importante— la capacidad de organización del viajero y el talante publicitario con el que encaraba su misión. Pero, dicho esto, es necesario dejar claro que Altamira privilegió, en todo momento, su acercamiento a aquellos sectores que detentaban el poder. En efecto, cualquiera sea la perspectiva desde la cual se evalúe la empresa ovetense y más allá de la ambición ecuménica de su mensaje, es innegable que Altamira definió como su interlocutor privilegiado a las elites políticas e intelectuales.204 Esta predisposición a entablar un diálogo con los sectores dominantes no era antojadiza para alguien del perfil ideológico de Altamira. Conspicuo krausoinstitucionista, el alicantino suponía que el «elemento pensante» de la sociedad tenía una responsabilidad central en lo que hace al diseño y la orientación del proceso de transformación social y política que España necesitaba. Esta concepción ya había sido expuesta con total claridad en 1898, cuando Altamira señaló que, en el contexto desolador de una nación atrasada y abúlica como España, correspondía a la minoría intelectual y universitaria responsabilizarse por de la regeneración del conjunto social:
203 Pese a lo popular que por entonces era el coleccionismo de retratos, postales y, sobre todo, de autógrafos, resulta revelador el pintoresco detalle de que Altamira llevara consigo retratos autografiados con el objeto de repartirlos entre sus admiradores o de suplir con su estampa las inevitables deserciones a las que lo obligaba su atiborrada agenda. Entre los papeles de Altamira se conserva alguna solicitud a este respecto y el testimonio de que el alicantino prometía enviar este tipo de material (Carta de Ignacio Arcos Pérez a R. Altamira, Montevideo, 4-XII-1909, IESJJA/LA); amén de la elocuente respuesta de un miembro de la Legación Española en Uruguay, quien agradeciéndole el envío de una «preciosa fotografía... avalada con su cariñoso autógrafo», le confesaba que «cuando trabaje en mi cuartito de estudio, cambiaré miradas en busca de aprobación del maestro...» (Carta de Alfonso Danvila a R. Altamira, Montevideo 7-XI-1909, IESJJA/LA). 204 Sobre la genealogía del concepto de elite y para una reflexión teórica acerca del rol de las elites europeas y latinoamericanas puede consultarse: Bottomore, 1993.
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La regeneración, si ha de venir (y yo creo firmemente en ella), ha de ser obra de una minoría que impulse a la masa, la arrastre y la eduque. No nos dejemos ilusionar por la esperanza en lo que vagamente suele llamarse pueblo, fondo social, etc. En un país donde hay cerca de doce millones de personas que carecen de toda instrucción, y en donde, como todos sabemos de experiencia propia, hay que descontar en rigor más de la mitad de los restantes, por las deficiencias de nuestra enseñanza primaria, única que alcanza la mayoría, ¿qué esfuerzos se pueden pedir razonablemente a esa masa social, en pro de cuestiones que ni comprende, ni le interesan, ni puede resolver por sí, aunque nada de esto proceda de culpa propia? No confiemos más que en lo que pueda servir, en los elementos verdaderamente útiles, en la minoría que lee, estudia, piensa y se da razón de los grandes problemas nacionales. Podrá contar ésta con la colaboración pasiva de ciertas cualidades morales que posee la masa, y con un cierto instinto de salvación en ella manifiesto... pero la impulsión, la organización, la ejecución de planes, la discreta aplicación de los procedimientos, el cumplimiento concreto de los deberes, que pide cultura y una diferenciación inteligente de órganos, eso, sólo los elementos citados pueden hacerlo, y de ahí la terrible responsabilidad que sobre ellos pesa.205
Desde esta perspectiva, el pueblo nunca podía constituirse en el motor de una reforma política y social, porque él mismo era resultado del antiguo orden que debía trastocarse y, por eso, el objeto inmediato de cualquier política, necesariamente externa, que asumiera la necesidad de cambiar la sociedad española. Pero, a decir verdad, no eran sólo convicciones ideológicas aquello que acercaría a Altamira a las elites americanas. Como parte, él mismo, del selecto núcleo universitario y en tanto que referente del regeneracionismo, del republicanismo, de la ILE y del movimiento americanista español, Altamira participaba de una red informal y cosmopolita de intelectuales, científicos, pedagogos y polígrafos. Estos sujetos, generalmente identificados con ideales científico-positivistas —aunque no necesariamente hostiles al espiritualismo de su época—, solían compartir inquietudes de índole profesional y cívica; amén de una marcada sensibilidad hacia los valores de la confraternización internacional y de un interés creciente por la resolución de la llamada cuestión social u obrera.206 No es casual, pues, que el puñado de entusiastas intelectuales latinoamericanos y españoles que discurrían por aquel circuito, terminara por trabar unas relaciones personales o epistolares que influirían ostensiblemente en la evolución de sus ideas. 205
Altamira, 1898a, pp. 55-56. La base para la conformación de esta red se forjó históricamente en el contexto de un conflictivo proceso de emergencia de los intelectuales europeos como actores sociales y políticos que bien se periodiza, con un enfoque comparativo, en Charle, 2000. 206
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En estas redes confluían y se relacionaban individuos de diferentes trayectorias atraídos y vinculados por unas experiencias vitales o profesionales que propiciaban su entendimiento, más allá, incluso, de sus eventuales coincidencias o discrepancias en materia filosófica o política. Las relaciones resultantes de tales encuentros, con abarcar un amplísimo abanico de posibilidades, tenían como referencia común las incipientes reglas de una sociabilidad intelectual o socioprofesional. Sin embargo, debe tenerse en cuenta que, dado lo incompleto y asimétrico del proceso de especificación, institucionalización y normalización del campo científico y cultural en Occidente, esta sociabilidad —tan diferente de la que caracteriza a una comunidad científica madura— se apoyaba, por entonces, en los usos y costumbres ya consolidados de la sociabilidad cosmopolita de la burguesía. En este sentido, resulta más razonable pensar que la pauta de desarrollo de estas redes y de las vinculaciones entre sus participantes estaba regida por la lógica difusa que gobierna las relaciones interpersonales, antes que por la lógica contractual que regula cualquier mecanismo de asociación ideológica, facciosa. Estas redes no funcionaban como clubes, logias o partidos, estructurados por la adhesión individual de unos sujetos racionales a unos principios, normas y programas de acción, clara y previamente explicitados. Por el contrario, estas redes eran el resultado del desenvolvimiento social —ocasional, flexible y ecléctico— de ciertos individuos y grupos que, debido a su situación social o profesional o a sus inquietudes intelectuales, confluían en diferentes ámbitos locales, nacionales o internacionales de debate científico, político o ideológico. La laxitud de estas redes no debe hacernos suponer su ineficacia a la hora de vincular a las elites intelectuales decimonónicas. En un contexto de inmadurez del campo científico y cultural iberoamericano, los recursos de este tipo de sociabilidad reticular permitirían que una iniciativa tan multifacética como el Viaje Americanista, pudiera tender un puente entre mundos intelectuales hasta entonces segregados, en espera de que florecieran las condiciones políticas, presupuestarias e ideológicas, para su estabilización y progreso. Ahora bien, pese a que en las principales naciones americanas las elites intelectuales constituían un grupo reducido de individuos con múltiples actividades y roles públicos y privados superpuestos, transcurrida la primera década del siglo XX, comenzaban a manifestarse ciertos síntomas de segmentación, especialización e institucionalización. En tanto que la experiencia española iba en esta senda, algo más adelantada, Altamira estuvo preparado para adaptarse de inmediato a las características del emergente campo intelectual latinoamericano. En Argentina o en
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México, por ejemplo, Altamira se mostró muy atento a adaptar su discurso y su plan de actividades al proceso de maduración institucional del campo intelectual; sin dejar de explotar por ello, las posibilidades que le brindaba su acceso privilegiado a los tradicionales cenáculos patricios. Teniendo en cuenta su origen social, como su adscripción ideológica, las características del mundo intelectual de su época y los aspectos políticos y diplomáticos de su misión, es entendible que la órbita de Altamira no se apartara demasiado del centro de gravedad de unas clases dominantes liberales, entre ortodoxas y reformistas, pero firmemente instaladas en el poder en las repúblicas latinoamericanas. Esto, pese al hecho de que en ciertos países existieran a priori —como veremos en el próximo capítulo—, otros sectores que pudieran haber reclamado, legítimamente, su atención y su solidaridad. En todo caso, esta opción privilegiada por las elites condicionó el diálogo con el resto de actores sociales, pero particularmente con el movimiento obrero organizado. La conflictividad creciente en el mundo del trabajo y la rápida radicalización de la protesta social en América, hizo que el delegado ovetense extremara precauciones en su acercamiento a los trabajadores; aun cuando este sector fuera uno de sus públicos más atentos y sus vanguardias sindicales fueran, quizás, las lectoras más consecuentes de su obra divulgativa y pedagógica. Estos condicionantes hicieron que Altamira eludiera cuestiones relacionadas con la vida obrera o la evolución de su situación social y económica, para centrarse, casi exclusivamente, en la problemática de la pedagogía popular. Así, pues, no debe extrañar que la experiencia extensionista de la UO fuera uno de los principales y recurrentes temas de disertación de Altamira cuando no lo ocuparon las cuestiones historiográficas o jurídicas. Pero, pese a que éste fue el tema central de sus conferencias en sedes gremiales y al hecho de que el principal objeto de la pedagogía extensionista fuera el obrero, no debería hacer pensar que la promoción de la educación popular realizada por Altamira en América se apoyara exclusivamente en la clase trabajadora. El sesgo transversal de la Extensión Universitaria y el potencial interés que mostraron por ella diferentes sectores profesionales, políticos y sociales, contribuyó a disolver cualquier atisbo de clasismo en el ideal de fraternidad internacional que presidía la misión americanista ovetense. En los países rioplatenses, por ejemplo, la problemática de la Extensión tuvo considerable relevancia destacándose, también, el interés por la educación no formal del obrero que el viajero detectó entre funcionarios, universitarios y estudiantes del Perú y que procuró satisfacer en la medi-
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da de sus posibilidades.207 En todo caso, la Extensión fue promocionada por Altamira como un punto de intersección entre clases sociales y, como tal, suscitó el interés de los sectores reformistas de la burguesía y los sectores más moderados de la clase obrera particularmente sensibles a un discurso cientificista y pedagógico. Altamira ofrecía, pues, la posibilidad de construir un escenario para la colaboración entre trabajadores, clases medias y capitalistas en el terreno aséptico del «saber». De acuerdo con esta concepción, este encuentro fecundo sólo podía ser presidido por el docente que, como administrador «neutral» del conocimiento, estaba facultado para asumir el rol de moderador simbólico de este prometedor diálogo interclasista. Este tipo de convocatoria permitió al viajero pronunciar un discurso ecuménico, sustentado en la exaltación de los valores universales de la educación y sumamente eficaz a la hora de elevar su figura por encima de los conflictos sociales objetivos que podía observar en la realidad. Pero, al margen de la sinceridad reformadora de Altamira, debe tenerse en cuenta que los temas extensionistas le sirvieron de coartada para establecer un canal de comunicación con los trabajadores conjurando, simultáneamente, los peligros que podía acarrearle el haber entablado un diálogo abierto con una clase obrera en claro proceso de radicalización. En todo caso y más allá de la interferencia cierta de una serie de circunstancias y prevenciones diplomáticas, es evidente que la agenda obrerista de Altamira fue infinitamente más acotada y menos ambiciosa que la que hubo de abrir para la elite. Teniendo en cuenta esto y en tanto el punto principal de su orden del día era un proyecto que, como el extensionista, interpelaba directamente a las clases dirigentes desafiando su capacidad de integración social, se entiende que el debate acerca de los mecanismos deseables para impulsar la educación del obrero, terminara 207
Durante su estancia en Perú, Altamira supo que el 12-IV-1909, el joven catedrático de la Facultad de Filosofía y Letras de la USML, Luis Miró Quesada, había expuesto la idea de organizar prácticamente la Extensión Universitaria. En base a este antecedente, Altamira propuso disertar sobre la experiencia ovetense, la cual entusiasmó a los estudiantes e incentivó la promesa de las autoridades de «establecer en corto plazo aquellas enseñanzas según el patrón y el espíritu de las ovetenses». Días después de aquella conferencia, Altmira asistió —acompañado por varios diputados y concejales— al acto de adhesión al proyecto convocado por la Asamblea de Sociedades Unidas, una plataforma de sociedades obreras, donde se ponderó «la obra de educación popular de nuestra Universidad». Altamira lamentó no haber podido acceder a la invitación que le hiciera otro grupo de sociedades obreras —Trece amigos, Unión de obreros núm. 1 y Unión Peruana—, para pronunciar una conferencia sobre la educación del obrero. Véase: Segundo Informe elevado por R. Altamira al Rector de la UO acerca de las gestiones y trabajos realizados en Perú —México, 20-XII-1909—, en Altamira, 1911, p. 295.
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por radicarse en los ámbitos pequeño-burgueses o burgueses más sensibles a la cuestión social: las asociaciones docentes y estudiantiles. No en vano, Altamira cultivaría con sumo cuidado las relaciones con el estudiantado universitario, alimentado, en su abrumadora mayoría, por las elites, y cada vez más permeable a la incorporación de los vástagos de las clases medias emergentes. Ahora bien, más allá de cualquier oportunismo, la particular atención prestada por Altamira a la juventud universitaria se hallaba doblemente justificada por su compromiso institucionista. Por un lado, si algo caracterizaba a su ideal educativo era su apuesta por la jerarquización del alumnado como actor central del proceso instructivo. Por otro lado, esta predisposición pedagógica y el prisma elitista a través del cual observaba la realidad, acercaban naturalmente a Altamira a aquellas generaciones de la elite que, llegado el momento, accederían al liderazgo de la sociedad y podrían reformarla. Establecer una comunicación fluida con el incipiente movimiento estudiantil de los países latinoamericanos era, pues, una apuesta de futuro, en tanto la continuidad de las relaciones intelectuales que Altamira proponía, dependería de la generación que, allá por 1909, aún se estaba formando. La juventud universitaria americana de principios de siglo apareció a los ojos del viajero como un colectivo activo, interesado en organizarse y que demandaba de sus formadores no sólo una pedagogía moderna, sino los instrumentos que le permitieran comprender los vertiginosos cambios sociales. Altamira halló en las aulas de las Facultades de Derecho y de Humanidades rioplatenses un auditorio entusiasta y particularmente receptivo al discurso liberal-reformista. El interés de los estudiantes por las innovaciones doctrinarias en el ámbito jurídico e historiográfico; su predisposición iconoclasta ante los valores culturales heredados —entre ellos, la tradicional hispanofobia—; aseguraron el éxito académico de Altamira e hicieron más visible la repercusión social que estaba logrando su campaña. En Chile, Altamira consignó las «entusiastas manifestaciones en las calles y en las aulas a favor de España y de Oviedo» por parte de los estudiantes, quienes organizaron en su honor una recepción en la sede de su asociación, en la que Altamira pudo explicar los propósitos ovetenses «en orden a las relaciones entre las juventudes americanas y la española, y los ideales de educación de unas y otras».208 En Perú, Altamira dedicó a los estudiantes universitarios su conferencia del 25 de noviembre en la Escuela de Medicina titulada «Los idea208
Ib., pp. 68-69.
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les de la vida»,209 la cual desató un inusitado entusiasmo en las calles de Lima. Esta repercusión sorprendente de lo que en definitiva era sólo una alocución, constituye un buen indicio para comprender que, a estas alturas del viaje, la mayor parte del auditorio americano estaba predispuesto a celebrar las palabras y la presencia de Altamira sin reparar, estrictamente, en el contenido de su discurso o en la esencia intelectual de su misión. En esa conferencia, el viajero eligió como interlocutor a la juventud estudiantil peruana, a la que se dirigió en tono llano y cordial —no exento de un tenue matiz demagógico— acerca de la moderna pedagogía. Esta doctrina renovadora situaba al maestro como aprendiz de sus alumnos, y hablaba de la vigencia de un ideal educativo capaz de superar tanto las fronteras del puro intelectualismo y del culto libresco, como las de sus contrapartidas utilitarias y profesionalistas extremas. Los taquígrafos que cubrían el evento reseñaron el impacto ambiental de las palabras de Altamira de forma ilustrativa: «Una ovación delirante llenó la amplia sala y se prolongó por mucho tiempo, todo el que el señor Altamira y sus acompañantes emplearon para trasladarse a los carruajes que debían conducirlos al local universitario».210 Ya fuera de la Facultad de Medicina, una muchedumbre compuesta de estudiantes y público general acompañó el coche del catedrático ovetense a través de Lima, formándose espontáneamente una multitudinaria manifestación callejera en honor de España, Oviedo y del propio viajero. Ya en la sede del Centro Universitario, el homenaje a Altamira concluyó con la intervención del poeta José Gálvez, quien recitó en honor del invitado algunas de sus piezas literarias y el escritor Ricardo Palma pronunció unas palabras para la juventud. En Cuba, ya terminada su gira por el interior de la isla y de vuelta en La Habana, Altamira fue despedido por los estudiantes, quienes el 17 de marzo organizaron un almuerzo y una serie de actos muy emocionantes en los que se hicieron gestos recíprocos para cicatrizar las profundas heridas que habían dejado la reciente Guerra de Independencia cubana y que provocaron la exaltación de los espíritus hispanistas cubanos.211 Sin dejar de apreciar el sincero alumnismo de Altamira, debemos advertir que, dedicando especial atención a los estudiantes, Altamira cerra209
Notas de R. Altamira para su 2.ª Conferencia en el Centro Universitario, Lima, 25-XI-1909, IESJJA/LA. La versión completa de esta conferencia fue publicada en La Escuela Peruana, S/D, Lima, 1909, pp. 273-277. 210 Altamira, Rafael, «Los ideales de la vida» (Conferencia dictada el 25-XI-1909), en: La Escuela Peruana, S/D, Lima, 1909, pp. 273-276. 211 Aramburu, 1910, pp. 129-130.
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ba el círculo de sus propuestas pedagógicas sobre la propia elite, convirtiéndose en un referente intelectual para sus nuevas generaciones, particularmente sensibles a la cuestión social y partidarias, en muchos casos, de la democratización efectiva de la vida política de las repúblicas americanas. Ahora bien, si el diálogo de Altamira con las elites americanas fue posible y dio frutos, ello se debió, en buena medida, a que aquellas vieron en el alicantino un representante genuino del hispanismo liberal. Pero, si esta adscripción ideológica era incuestionable, lo que no quedaba claro era que el viajero fuera realmente representativo del ambiente cultural y político español. Consciente de estos reparos, Altamira se aplicó a explicar a sus anfitriones que España no era ya una sociedad medieval y obscurantista: [...yo iba a hablarles allí, no tan sólo del intento de establecer relaciones entre Claustro y Claustro, sino también de la moderna España, de la nueva y trabajadora España, que desea cultura, que anhela trabajar y ponerse al nivel de los pueblos progresivos y europeos; y esa España era para muchas de aquellas gentes una España desconocida, una España velada por la leyenda, de la cual no tenía noticia ninguna, porque estaban acostumbradas a ver a nuestro país a través de una representación puramente fantástica, bajo una forma imaginativa y deprimente, infundidas ambas por las relaciones de viajeros y de escritores extranjeros, que no siempre han mirado a España con la suficiente serenidad. Esa visión de la España resurgida, de la España nueva, obró inmediatamente como un reactivo en aquellos países, y estableció una justa esperanza, una confianza generosa de que existe en nosotros algún título para llamar a la puerta de los pueblos hispano-americanos, y que este título es suficiente para recibir a sus representantes como colaboradores en la formación del espíritu americano.212
Esto no puede considerarse un objetivo menor, puesto que la suerte de su proyecto de cooperación dependía de su capacidad para convencer a su auditorio latinoamericano de que los intelectuales liberal-reformistas no eran una minoría asediada por una cultura fundamentalmente reaccionaria; sino que, por el contrario, eran la vanguardia que renovaría, inexorablemente, la cultura española. Con todo, Altamira era consciente de la contradicción que podía aflorar en este terreno. Si exhibir abiertamente sus convicciones facilitaría, indudablemente, su labor entre las elites americanas, elevar demasiado el perfil ideológico podía enajenarle el apoyo de buena parte de sus 212
Conferencia pronunciada por R. Altamira en la UIA bajo el título «Organización práctica de las relaciones intelectuales entre España y América» (Madrid, 14-IV-1910), en Altamira, 1911, pp. 510-511.
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paisanos, teniendo en cuenta la polarización existente al interior de algunas de las colectividades españolas en América. No en vano el Viaje Americanista despertaría ciertos recelos y prevenciones entre los diplomáticos y considerables sectores de las comunidades españolas de países como México y Cuba. El temor de que un republicano como Altamira pudiera extremar su crítica de la tradición conservadora y confesional para agradar a intelectuales extranjeros; o que, jaleado por los sectores radicales de la emigración, denunciara las lacras de la monarquía constitucional, no era, a priori, descabellado. Con todo, y pese a la cautela inicial mostrada por los diplomáticos hacia Altamira, pronto se hizo evidente que su defensa y promoción de la España progresista no buscaba irritar a los conservadores ni de los encargados de representar al régimen de la Restauración. El simple hecho de que Altamira se abstuviera de disertar acerca de los entresijos de la política doméstica española y de reproducir, en suelo extranjero, sus fuertes críticas al sistema canovista; el que se negara a pronunciar anatema contra la historia del imperio o a denunciar los sangrientos sucesos de 1909 en Barcelona, predispusieron favorablemente a sus potenciales enemigos, sin por ello enajenarle del apoyo de los suyos. Claro que esta prudencia no nos habla —tal como lo interpretara algún diplomático— del carácter despolitizado o desideologizado de su mensaje sino, por el contrario, de una estrategia que satisfacía tanto sus propias convicciones, como las exigencias éticas y diplomáticas de su escrupuloso patriotismo. Pero contra quienes propenden a la hagiografía, conviene advertir que, a través de esta estrategia, Altamira no sólo honraba principios, sino que aspiraba a garantizar su exitosa recepción en América, a fortalecer el proyecto ovetense, y a consolidar el programa del americanismo español. En efecto, en el diseño de Altamira, resultaba imprescindible atraerse el apoyo —o al menos conjurar la eventual hostilidad— de aquellos individuos, que por su desempeño diplomático, su ejercicio profesional, o por su liderazgo social, fueran los referentes visibles de la comunidad española en ultramar. Demostrar que los españoles de América, cualesquiera fuesen sus militancias, podían sostener y contribuir activamente a la refundación y jerarquización global de las relaciones iberoamericanas, induciría a los latinoamericanos a creer que este tipo de propuestas contaban con amplios respaldos en la Península, haciéndoles más propensos a apreciar la viabilidad política del proyecto ovetense. Esta estrategia, plenamente adecuada a sus objetivos, le permitiría centrarse en sus verdaderos intereses, ahorrando a los auditorios americanos el equívoco espectáculo de un debate visceral y fratricida entre re-
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presentantes de aquellas dos españas. Trasladar tales polémicas a Buenos Aires, México o La Habana, podía resultar rentable para ciertos políticos, polemistas o polígrafos que hacían escala en el Nuevo Mundo con el objeto de captar apoyos electorales, recaudar fondos o hacerse una reputación entre sus paisanos emigrados. Desde la perspectiva de Altamira, los españoles que optaban por amplificar en el extranjero estas discusiones, no parecían percatarse de que el aplauso fácil que podía cosecharse entre sus camaradas de parroquia, no compensaba el daño que esto causaba a la reputación de su país entre los americanos. Si Altamira hubiera utilizado las tribunas americanas para confrontar con los representantes de la España conservadora, hubiera atraído, con toda seguridad, mayor atención hacia su proyecto, alentando la reflexión y la polémica sobre estas cuestiones. Sin embargo, lograr este tipo de impacto en la opinión pública a costa del escándalo no sólo hubiera supuesto para Altamira malversar el mandato de su Universidad o defraudar las expectativas del movimiento americanista; sino que hubiera desmentido, en la práctica, el apego a los ideales de concordia, tolerancia y fraternidad, que recurrentemente invocaba para publicitar sus propuestas. En líneas generales podría decirse que en todos los países visitados, las comunidades españolas acogieron calurosamente al viajero. En Uruguay, el Club Español en Montevideo ofreció una recepción en la que los representantes de la comunidad española homenajearon a su compatriota la misma noche de su arribo y organizó, a través de una suscripción especial de socios y de público interesado, un banquete de despedida el día 11 de octubre. Altamira fue agasajado, también, por el presidente del Hospital Español, institución que visitó con el ministro español y con el cónsul en Montevideo, Félix Cortés. En Chile fue convidado con un banquete para cien invitados ofrecido por todas las asociaciones de la colectividad en el Círculo Español213 y la importante colonia española de Iquique lo convidó con una recepción en el Casino Español. En Perú, el Centro Español de Lima organizó un banquete en sus instalaciones en el que fueron invitados de honor el embajador español y Rafael Altamira.214 En México la repercusión pública de la misión debió mucho a la decidida acción de la poderosa e influyente comunidad española, la cual se 213 Invitación del Directorio del Círculo Español a R. Altamira para el banquete en su honor, Santiago de Chile, 2-XI-1909, IESJJA/LA. 214 Altamira conservó entre sus papeles el discurso de salutación pronunciado en esta ocasión. Véase: Palabras alusivas de un miembro de la comunidad española en Lima durante el banquete en homenaje de Rafael Altamira, Lima, XI-1909, IESJJA/LA.
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movilizó activamente para asegurar el feliz término de la empresa,215 asociándose para ello con el gobierno mexicano, que no dudó en poner a disposición del viajero los recursos necesarios para su desplazamiento y manutención.216 El Casino Español de la Ciudad de México a través de las gestiones de su presidente, el industrial José Sánchez Ramos, organizó el 16 de diciembre una velada de presentación del delegado ovetense a la sociedad española y mexicana, en la que éste pudo exponer el programa americanista de la Universidad asturiana ante el Presidente de la República y miembros de su gabinete.217 Una segunda conferencia en la misma institución, versó sobre el Peer Gynt de Ibsen con la consabida ejecución orquestal incluida, como en otras ocasiones. El Centro Asturiano de México abrió sus puertas a Altamira para que éste hablara acerca de «La misión docente de las asociaciones españolas de América».218 En Veracruz, Altamira pronunció una conferencia sobre «La obra pedagógica de la Universidad de Oviedo» en una velada organizada por el Casino Español de esa ciudad y las autoridades locales. En Mérida de Yucatán —donde fue magníficamente recibido— la colectividad le encargó tres conferencias sobre literatura y pedagogía para pú215 Esta circunstancia era conocida por Altamira a través de su hermano político Francisco, residente en aquella ciudad: «Desde que se inició la idea de tu venida por estos continentes he seguido paso a paso, la marcha de todos los incidentes, que han ocurrido con el interés que puede suponer; excuso decirte mi alegría al ver la unanimidad de pareceres entre la gente de valer, por que fueras tú quien trajera la representación de la intelectualidad española, así como las infinitas muestras de afecto que recibes, pese a esos pobres de espíritu almas ruines, incapaces de alegrarse con el bien de los demás. Esta semana llegó de visita Dn. Telesforo [García] con sus hijas y hablamos mucho de ti y de lo que tiene preparado para cuando te encuentres entre nosotros» (Carta de Francisco [su cuñado] a R. Altamira, Metepec, 6-VI-1909, IESJJA/LA). 216 Despacho N.º 4014 de la Mesa 2.ª de Sección de Educación Secundaria, Preparatoria y Profesional dependiente de la Secretaría de Estado y del Despacho de Instrucción Pública y Bellas Artes de México, México, 4-I-1910, IESJJA/LA. Con este despacho se remitía el pase libre N.º D-570 expedido por la Compañía de Ferrocarriles Nacionales de México a nombre de Rafael Altamira. 217 «El señor Presidente, al final de mi discurso, tuvo la bondad de subir al estrado y expresarme su conformidad con las ideas allí expresadas en nombre de la Universidad de Oviedo: hecho que consigno por la marcada y halagüeña significación que tiene para nuestros propósitos de intercambio» (Tercer informe elevado por R. Altamira al Rector de la UO, acerca de los trabajos realizados en México —La Habana, 1-III-1910—, en Altamira, 1911, p. 346). 218 Discurso pronunciado por R. Altamira el 8-III-1910 en el Centro Asturiano, AHUO/FRA, Caja s/n. En realidad, el tema declarado por Altamira en Mi viaje a América no se corresponde demasiado con el tenor de este discurso de ocasión en el que los recuerdos de Asturias ocupan el lugar central.
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blico general y una lección especial para los maestros primarios en el Teatro Peón Contreras.219 Nota aparte merece, sin duda, la situación de las asociaciones peninsulares en México. Pese a que la comunidad española dio grandes muestras de afecto —no exento de cierta picaresca y oportunismo—,220 hizo suyo el proyecto americanista y no exhibió públicamente mayores fisuras en su apoyo al delegado ovetense, lo cierto es que la colectividad se encontraba dividida. En este contexto, las tensiones existentes terminaron por manifestarse en torno a Altamira, quien fuera convocado por algunos peninsulares para mediar o incluso resolver el conflicto. A estas tensiones contribuía tanto la propia dinámica de los diferentes «exilios» allí reunidos —ya sea en su reflejo de las tensiones políticas peninsulares o en la inevitable competencia por dignidades y poder intracomunitarios— como la misma relación, ya de por sí compleja, de la comunidad española con la sociedad mexicana. En efecto, las preocupaciones por la mala imagen o la consideración negativa acerca de España y del colectivo español en México, no sólo constituían un tópico del discurso político de las facciones opositoras, sino que se encontraban extendidas en todos los niveles de la comunidad, incluso en los dominantes.221 En este sentido, es indudable que el comportamiento de Altamira fue sumamente correcto y sólo pudo suscitar en la opinión pública mexicana una aprobación entusiasta. En cierta forma, podría decirse que la gira de 219 Según las crónicas, Altamira expuso sobre tres temáticas: los objetivos de su Viaje, «los principios de la Sociología Española en sus relaciones con la vida nacional de los pueblos Latino-americanos» y el «problema de la educación y evolución del niño en la literatura» («Entusiasta recepción al Doctor Altamira», Diario Yucateco, Mérida de Yucatán, 7-II-1910). 220 El Presidente del Centro Castellano de México, el leonés A. Larín, socio fundador de la Gran Fábrica de Chocolates y Dulces Larin y Cia., solicitó a Altamira autorización para «poder registrar y usar una marca que lleve el nombre y retrato de Vd., la cual nos proponemos editar a todo lujo, y dedicarla a los estudiantes de México; y nos veríamos doblemente honrados con ella, si a la vez tiene Vd. a bien escribirnos unos pensamientos apropiados para el caso, con el fin de imprimirlos juntamente en las etiquetas» (Carta de los socios de la Gran Fábrica de Chocolates y Dulces a R. Altamira, México 2-II-1910, IESJJA/LA). 221 Reveladora de esta preocupación resulta la carta que Federico Gutiérrez y Pico, presidente del Círculo Español Mercantil, enviara al Vicecónsul de España, para sugerir que el gobierno hispano condecorara al gobernador de Yucatán, Teodoro Dehesa, antes de las celebraciones independentistas, como una forma de contrarrestar la ausencia de una delegación militar española en los festejos y como una forma «de alejar la posibilidad de que durante ellas haya alguna nota mortificante para nuestra patria» (Copia de Carta de Federico Gutiérrez y Pico al Vicecónsul de España, México, 23-II-1910, IESJJA/LA).
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Altamira contribuyó a poner en crisis ciertas visiones negativas —no todas fruto de un prejuicio hispanoamericano— de la idiosincrasia española. Sin embargo, pese a la acendrada mesura del viajero, su presencia no pudo sustraerse completamente del influjo de los conflictos que dividían a la propia colonia española, ante los cuales, más pasiva que activamente, Altamira debió posicionarse. En México, la colectividad era, en general, más conservadora de lo que era en Argentina o Uruguay, y los sectores liberales y republicanos debían convivir y competir con un influyente grupo de monárquicos y confesionales. Estas rivalidades, que reflejaban con más ajuste la propia situación peninsular, rodearon la presencia de Altamira y, hasta cierto punto, amenazaron con arrinconar su misión en el terreno predilecto del publicismo faccioso. Si ello finalmente no ocurrió fue por la prudencia del viajero, de dirigentes como el santanderino Telesforo García y de la mediación del propio Fermín Canella desde Oviedo.222 En todo caso, la lógica institucional de la misión americanista, acercó naturalmente a Altamira a las autoridades de las poderosas sociedades hispanas, a la vez que lo alentaba a alejarse de cualquier tipo de conflicto que pudiera adosarse incómodamente a sus actividades y a su prédica de confraternización. Evitar la reapertura de viejos y litigiosos expedientes e ignorar la coyuntura política, produjo efectos benéficos sobre la propaganda panhispanista y tuvo un efecto balsámico sobre los ministros españoles en América. El representante español en Cuba, Pablo Soler, quedó muy bien impresionado por la personalidad de Altamira y por su actitud durante el 222
Durante su estancia mexicana Altamira recibió algunas cartas en las que, a propósito de alguno de sus proyectos pedagógicos, se le advertía acerca de la necesidad de una previa unificación de las sociedades españolas (Cartas de Custodio Llanos a R. Altamira, México, 12 y 14-I-1910, IESJJA/LA; Carta de Alfredo Romano a R. Altamira, México, 29-I-1910, IESJJA/LA). Otras piezas de su correspondencia reprocharon su compromiso con Telesforo García y su desconsideración hacia los sectores opositores de su liderazgo (Cartas de Fermín Canella a R. Altamira, Oviedo, 10-I-1910 y 23-II-1910, AFREM/FA, RAL 2; Borrador manuscrito de Carta de Rafael Altamira a José Porrua, s/l y s/f —escrita a posteriori del 10-I-1910 y antes del 5-II-1910, IESJJA/LA; Carta de José Porrua a R. Altamira, México, 5-II-1910, IESJJA/LA). En el informe final del embajador Cólogan también se registra la «aislada disonancia» del diario católico El País, el cual se habría puesto «desde el primer instante en guardia por si el Sr. Altamira desenvolvía determinados criterios, aquí imperantes y exclusivos en la enseñanza oficial» (Despacho N.º 8 del Ministro Plenipotenciario de S.M. —Bernardo de Cólogan— al Excmo. Señor Ministro de Estado. La Misión en México del Sr. Altamira catedrático de la Universidad de Oviedo, México, 12-II-1910, AMAE, Política México 1905-1912, Legajo H-2557).
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Viaje, como lo testimonia una carta personal que remitiera al alicantino a pocos días de marcharse de la isla, en el que no dudaba en elogiarlo como un «titán de la intelectualidad».223 Mayor importancia tuvo, sin embargo, el informe oficial que despachara a Madrid el 20 de marzo, destacando la neutralidad político-partidaria del delegado ovetense.224 El legado español en Chile ya había resaltado la concentración de Altamira en su labor pedagógica y publicista de la ciencia y cultura españolas y su prescindencia respecto de cuestiones políticas: Dos cosas... debo hacer observar. La primera el requisito tacto con que en todos los actos, lo mismo chilenos que españoles obró dicho señor asesorándose ante todo de la Legación de S.M. Es la segunda, que la visita de dicho señor no sólo ha servido para la realización de la especial misión que le confiara la Universidad de Oviedo, sino que también para poner muy de manifiesto la gran corriente que existe aquí de españolismo. En brindis y discursos se ha hablado mucho y bien de nuestra Patria. El señor Altamira no ha atacado ni indirectamente ninguna cuestión política. Dicho profesor, fue recomendado a esta Legación de S.M. en cartas particulares por el digno antecesor de V.E. y el exMinistro de Instrucción Pública, señor San Pedro, lo que tengo la honra de indicar a V.E. por si juzga oportuno darles conocimiento de lo expuesto.225
Este informe contrastaba con el que este mismo representante hiciera acerca de la presencia de Blasco Ibáñez quien, pese a la hospitalidad que le ofreciera la Legación —dispuesta a aplaudirlo como literato, aunque no como político— se había rodeado de los «elementos radicales avanzados» del periódico La Ley, afectos a publicar «artículos insultantes para la Monarquía y Gobierno español». Según Fernández Vallín, Blasco Ibáñez se habría comportado, a diferencia de Altamira, de forma despreciativa e insolente, pretendiendo condicionar su conducta; evadiendo en todo momento el contacto con la representación diplomática y deslizando en sus conferencias literarias «tendencias republicanas y antirreligiosas» y críticas a los gobiernos monárquicos. 223
Carta de Pablo Soler a R. Altamira, Habana, 23-V-1910, IESJJA/LA. «Todas las conferencias y discursos del Dr. Altamira han sido aplaudidísimos y universalmente elogiados, debiendo, por mi parte, señalar también a V.E. el exquisito tacto con que dicho Profesor ha procedido en toda ocasión, no teniendo sus peroraciones otro carácter que el intelectual» (Oficio de la Legación de España en Cuba al Excmo. Señor Ministro de Estado de S.M. —Pablo Soler— Referente al catedrático señor Altamira. N.º 46. Subsecrtetaría, La Habana, 20-III-1910, AMAE, Correspondencia Cuba, Legajo H-1430). 225 Despacho N.º 164, del Ministro de S.M. en Chile (Silvio Fernández Vallín) al Excmo. Señor Ministro de Estado, referente al catedrático señor Altamira, Santiago de Chile, 8-XI-1909, AMAE, Correspondencia Chile Legajo H-1441. 224
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Respecto de la repercusión de su visita, el representante español aclaraba que el novelista «venía contratado por un empresario», descontando que había tenido considerable éxito y que, por eso mismo, habría embolsado bastante dinero. Sin embargo, su repercusión en la prensa había sido controvertida, ya que si bien se había elogiado su oratoria, se le achacó «el defecto de falta de originalidad y que nada nuevo enseñaba». El remate de aquel comportamiento se habría verificado en su última conferencia, cuando el valenciano manifestara, presuntuosamente, «que él en poco tiempo, había hecho en América más labor beneficiosa a España y Chile que los Representantes diplomáticos de ambos países».226 Teniendo en cuenta este antecedente inmediato, el comportamiento de Altamira fue muy valorado por la diplomacia de un régimen que, como el de la Restauración, estaba continuamente jaqueado por los cuestionamientos de los propios españoles en el exilio americano y por un considerable desprestigio internacional. Descartando el panfleto o a las arengas encendidas, Altamira procuraría que su discurso racional, moderado e integrador; su desempeño docente y su intachable conducta pública promocionaran, de hecho, la emergencia de una España moderna, civilizada y europea, desconocida en la mayor parte del mundo y particularmente en Hispanoamérica; sin atraerse la inquina de quienes no compartían sus proyectos. Altamira supo encontrar en un patriotismo moderado —que pese a asumir abiertamente su impronta española, no excluía su adecuación a un ideal hispanista más amplio y plural— el registro y el tono adecuados para defender eficazmente su programa, sin abjurar de sus convicciones, sin atacar los valores centrales de sus adversarios ideológicos y sin menoscabar los de sus anfitriones. De esta forma, sin elucidar la escisión existente al interior del mundo intelectual y político español; sin inducir a equívocos acerca de sus fuertes compromisos liberal-reformistas y democráticos y asumiendo la necesidad de trabajar denodadamente para armonizar los respectivos intereses nacionales; Altamira lograría reclutar el apoyo generalizado de sus compatriotas y atraer simultáneamente la simpatía de los americanos. La conducta de Altamira en América fortalecería su imagen pública y su proyecto, permitiéndole exhibirse ante sus elites intelectuales y políticas como un científico moderno, miembro de una generación innovadora, pero heredero, a la vez, de un rico acervo del que no pensaba abjurar en beneficio del aplauso fácil de sus correligionarios o de quienes 226
Ib.
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sólo pretendían zaherir la cultura y la idiosincrasia españolas. Esto daría crédito a su intento de reestablecer, a ambos lados del Atlántico, el aprecio crítico por la historia y cultura españolas, amén de rescatar la tradición científica peninsular que había sido mayormente olvidada por la tradición conservadora y confesional hegemónica.227 Este equilibrio no sólo le haría ganar rápidamente una reputación entre sus pares americanos, sino que le permitiría convocarlos a colaborar con sus colegas españoles en emprendimientos concretos. En este sentido, uno de los grandes aciertos del alicantino consistió en no buscar obstinadamente que los americanos suscribieran la retórica habitual —y a menudo irritante— de los engolados llamamientos panhispanistas, sino en procurar que aquéllos se implicaran en proyectos de colaboración viables y concretos. Al margen de las propuestas de intercambio de recursos humanos y pedagógicos o del relevamiento de los archivos históricos peninsulares, Altamira había detectado —con suma perspicacia— que la intersección entre los terrenos científicos e idiomáticos abría un área de interés común en la cuales podía plantearse colaboraciones mutuamente redituables. En este sentido debe juzgarse su propuesta de constituir una suerte de bloque que obtuviera, en primera instancia, la convalidación del castellano como idioma científico.228 Esta reivindicación era lo suficientemente amplia y aglutinante como para movilizar apoyos efectivos en todos los países latinoamericanos, cuyos problemas eran, en este aspecto, similares al de España.229 Reafir227
Un ejemplo de esta operación de rescate de la tradición intelectual desde una posición progresista, puedo verse en ocasión del nombramiento de Altamira como miembro correspondiente de la JHNA, cuando el alicantino expresara su satisfacción por poder comunicar en el Plata los efectos auspiciosos de la renovación histórica impulsada por las cátedras de Codera, Hinojosa, Ibarra, Jiménez, Menéndez Pidal o Azcárate y la formación de un núcleo sólido de investigadores y científicos modernos. Contra la idea de que este florecimiento intelectual podía ser efímero, Altamira afirmaba «yo tengo fe en el porvenir ampliado a todo el ámbito de los estudios históricos, desde la enseñanza a la más alta producción científica... porque en España constituyen ellos una tradición de remota y profunda raíz». Tradición que comenzaba a ser rescatada del olvido precisamente por estos nuevos intelectuales (Altamira, Rafael, Discurso pronunciado en la XCI.ª Sesión de la JHNA —Buenos Aires, 5-IX-1909—. Boletín de la Junta de Historia y Numismática Americana, Vol. V, Buenos Aires, 1928, pp. 207-208). 228 Discurso pronunciado por R. Altamira en el acto despedida y entrega del título de Doctor honoris causa por la UNLP (La Plata, 4-X-1909), en Altamira, 1911, p. 172. 229 «Al Congreso de historiadores de Berlín llevé... el proyecto redactado de una moción a eso encaminada; pero la ausencia de delegados americanos, la pequeñísima minoría en que estábamos los congresistas de nuestra idioma, me detuvo. ¿No es exigido que trabajemos unidamente a la primera ocasión en esa empresa que, estoy seguro, no ha
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mando lo dicho en Cuestiones hispano-americanas y España en América, Altamira pasaría por alto las contradicciones existentes entre el castellano americano y el peninsular, centrándose en la puja entablada entre el castellano y el inglés en el Nuevo Mundo. La existencia de una rivalidad palpable entre lenguas y culturas y la proyección inquietante del mundo cultural anglosajón, impondría la necesidad de una colaboración activa entre los todos los hispanos dejando de lado antiguos recelos colonialistas e impidiendo el desarrollo de nuevas desconfianzas chauvinistas. Esta situación haría posible y deseable, quizás por primera vez, una colaboración práctica entre España y las naciones desgajadas de su imperio en diversos ámbitos internacionales, comenzando por aquellos que, como los científicos, se presentaban como los menos problemáticos y conflictivos para desarrollar acciones conjuntas. Este espíritu pragmático y la propensión a bajar el discurso fraternal al terreno de los hechos no conspiraron, sin embargo, contra la estricta observancia de la debida etiqueta diplomática. Consciente de los lastres del pasado y de las oportunidades del presente, Altamira tendría especial cuidado en no reabrir viejos conflictos ni herir susceptibilidades nacionales dejando claro, en más de una ocasión, los propósitos fraternales de su Viaje.230 Enmarcando su discurso y sus proyectos en una visión fundamentalmente cooperativa de la civilización, el catedrático ovetense justificó la propuesta española de reconstruir los vínculos intelectuales y afectivos hispanoamericanos, desde la presunción del derecho y del deber de la antigua metrópoli a realizar su aporte a la lucha común por el progreso de la humanidad y asegurando que los españoles «no queremos ni avasallar, ni competir [...] queremos simplemente ocupar nuestro puesto en la obra de la cultura humana, para que de hoy en más, ni vosotros, ni los españoles que viven en América, nos llamen desertores».231 Así, sin declinar el patriotismo español como componente esencial del programa americanista de la UO, el discurso de su delegado académico en América supo adaptarse a las necesidades diplomáticas que de hallar grandes dificultades, puesto que no supone un espíritu de exclusión respecto de otras lenguas, sino sencillamente de admisión de la nuestra?» (Ib., p. 172). 230 «... se engañaría quien viese en este deseo nuestro una obra de patriotería nacionalista, ni de competencia. Aparte de que ambas cosas están reñidas con la significación científica de la Universidad, nosotros consideramos nuestra influencia desde el punto de vista humano.» (Discurso pronunciado por R. Altamira en el acto de su recepción en la UNLP —La Plata, 12-VII-1909—, en Altamira, 1911, p. 119). 231 Ib., pp. 119-120.
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aconsejaban la adopción de un lenguaje moderado, meditado y prudente.232 Obviamente, cualquier mensaje de fraternidad hispánica que aspirara a prosperar en suelo americano, debía tomar un cariz auténticamente plural y respetuoso con las especificidades culturales y nacionales. Altamira así lo comprendió y no en vano gran parte de sus esfuerzos se dirigieron a persuadir a sus interlocutores de que el propósito que se perseguía no era imponer una dominación intelectual, ni menoscabar el «espíritu de vuestros pueblos» —a los que les reconocía personalidad propia—, ni tampoco «reducir y encerrar en un coto exclusivo las influencias que pueden servir para formar y enriquecer el espíritu hispano-americano».233 Pese a que España había dejado de ser, hacía mucho tiempo, un peligro para la soberanía de los países hispanoamericanos, persistía hacia ella una desconfianza natural que se hacía extensible a esta novedosa retórica panhispanista. En este sentido, tampoco fue casual ni caprichoso que el viajero destacara, continuamente, el carácter de «obra de paz, de concordia y de amplio humanitarismo intelectual» que tenía su embajada cultural. Trescientos años de dominación imperial y el recuerdo —permanentemente renovado— de las luchas de independencia, eran obstáculos reales que cualquier mensaje hispanista, aún a principios del siglo XX, debía afrontar. Altamira estuvo, en este caso, a la altura de las circunstancias y así sería reconocido por varios representantes españoles acreditados en el Nuevo Mundo. En la documentación oficial guardada en el AMAE, puede comprobarse cómo el legado en Uruguay exaltaba las condiciones diplomáticas de Altamira, así como apreciaba la importancia decisiva del intercambio intelectual en la proyección de España en América: El excelente efecto producido en esta opinión por las dos conferencias que en la Universidad lleva pronunciadas el Señor Altamira ante cuanto de prestigio cuenta esta Capital, comenzando por el Señor Presidente de la república y los elogiosos conceptos, que, con tal motivo, está mereciendo el profesorado español a esta prensa, incluso la más avanzada y radical, en confirmación de cuanto adelantaba a V.E. 232
«Era necesario expresarse con esta claridad, e insistir en ello, para prevenir los recelos procedentes de un conocimiento incompleto de nuestros propósitos, y también, para evitar las interpretaciones de los espíritus agresivos, que no conciben ninguna obra humana sino contra alguien, como si fuera condición ineludible de nuestras acciones sociales la competencia para obtener el monopolio o la absorción, con rechazo de todo otro elemento» (Altamira, 1911, p. XII). 233 Conferencia pronunciada por R. Altamira en la UH, bajo el título «La obra americanista de la Universidad de Oviedo» (La Habana, 2-III-1910), en Altamira, 1911, p. 425.
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en mi Despacho de antes de ayer sobre la venida del Catedrático de Oviedo, me mueven a enviar a V.E. los adjuntos recortes de periódicos, en que, mucho más expresivamente que pudiera yo hacerlo, se pone de manifiesto, no sólo la oportunidad de tales misiones intelectuales, sino la conveniencia de estudiar el modo de prestarles ayuda, sin desnaturalizar su carácter por parte del Gobierno de Su Majestad, como un medio poderoso de atraerse España las simpatías y la consideración de estos países. La unión espiritual de nuestra patria con sus antiguas Colonias, la difusión de su moderna cultura y orientación, la compenetración de sus ideales pedagógicos y artísticos, hasta ahora tan descuidados, y que, sin embargo, son capaces de crear vínculos estrechísimos; la misma conservación y perfeccionamiento de nuestro idioma en este Continente, que nos asegurará, mientras perdure, indudable primacía sobre las otras naciones colonizadoras y emigratorias; todos estos altos fines, merecen, a mi juicio, ser atendidas de una manera especial, si se quiere acercarse, en lo posible, a la compenetración ibero-americana que hoy preocupa a tantos espíritus. El ejemplo de los resultados obtenidos por el profesor Señor Altamira en la República Argentina, asegurando el intercambio de cátedras por algunos años, y el eco que en este país han obtenido las enseñanzas del citado conferenciante, son las pruebas más evidentes de los efectos que podrían obtenerse en este sentido siempre que los enviados ostentasen las dotes que para tal empeño, adornan al Señor Altamira.234
Las virtudes diplomáticas de Altamira —también exaltadas por el embajador español en México—235 y su capacidad para la maniobra discursiva están fuera de toda discusión. Estas dotes le permitieron esquivar dialécticamente situaciones potencialmente enojosas y comprometidas que, inevitablemente, se produjeron a lo largo de un viaje tan extenso. Un buen ejemplo de estas habilidades dialécticas pudo verse en La Plata, cuando se le requirió, desde el estrado académico, una opinión sobre la marcha de Argentina. Luego de ser interpelado y a la hora de su discurso de despedida de la UNLP, Altamira creyó necesario enfrentar el tema, dignosticando una curiosa similitud entre las inquietudes existenciales de españoles, argentinos y americanos, siempre ansiosos de escuchar las evaluaciones que otros hagan de sus países.236 Lo interesante, sin embargo, no es tanto el contenido de la respuesta ofrecida, sino la destreza que exhibió el disertante a la hora de manejar esa situación comprometida. En aquella ocasión, Altamira, enfrentado 234
Despacho N.º 126, «Política», del Ministro Plenipotenciario de S.M. en Uruguay (Germán M. de Ory) al Excmo. Señor Ministro de Estado, Montevideo, 9-X-1909, AMAE, Correspondencia Uruguay 1901-1909 Legajo H-1796. 235 Despacho N.º 8, «Política», del Ministro Plenipotenciario de S.M. en México (Bernardo de Cólogan) al Excmo. Señor Ministro de Estado, «Altamira (D. Rafael), AMAE, Correspondencia, Política México 1905-1912, Legajo H-2557. Su viaje a América en nombre de la Universidad de Oviedo (1909-1910)», México, 12-II-1910. 236 Discurso pronunciado por R. Altamira en el acto despedida y entrega del título de Doctor honoris causa por la UNLP (La Plata, 4-X-1909), en Altamira, 1911, p. 174).
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ante un público ansioso de escuchar una opinión sobre su país, se las arregló para postergar largamente su veredicto, abriendo un paréntesis tras otro con el objeto de diluir la expectativa por el contenido de sus juicios. Luego de tanto vericueto el orador, retomó el hilo del argumento, pero lo hizo restringiendo hábil y subrepticiamente el objeto de su juicio, soslayando la cuestión política, social o económica de Argentina para centrarse en el tema educativo.237 Una vez redefinida la cuestión sujeta a juicio y habiéndola situado en el preciso lugar donde su auctoritas menguaría el impacto polémico de cualquier declaración, Altamira lograría persuadir a su auditorio de que había emitido una opinión comprometida, cuando en verdad hubo de limitarse a parafrasear las autocríticas que, inmediatamente antes de su intervención, había expuesto Joaquín V. González y que hablaban de la necesidad, «perfectamente advertida por vosotros mismos» y también existente en España de «formar vuestro profesorado de una manera sistemática, técnica, profesional».238 Quien pensara que el juicio del profesor ovetense había sido muy duro, no podría imputar la severidad a la soberbia o ingratitud del observador extranjero, ya que el mismo presidente de la UNLP acababa de presentarlos, minutos antes, en toda su crudeza. Esta pequeña anécdota, pese a su insignificancia, puede ilustrarnos acerca de las delicadas situaciones que el viajero tenía que solventar a cada paso y la necesaria destreza retórica y sensibilidad diplomática que debía tener cualquier embajador cultural e intelectual español que se internara en el territorio americano. Así pues, en ésta, como en otras oportunidades, Altamira supo responder cortésmente a las preguntas inocentes, pero comprometedoras, que lo invitaban a valorar los asuntos internos del país visitado. Sus respuestas de ocasión, bastante huecas, cumplieron la función de contentar al auditorio, sin halagar excesivamente su vanidad. De esta forma, el alicantino evitó, en más de una ocasión, que sus juicios hirieran sensibilidades nacionales, interfiriendo con los objetivos fraternales del periplo, o que una respuesta estereotipada desprestigiara su figura. Las precauciones de Altamira eran lógicas. El viajero era consciente, en todo momento, del handicap que el pasado imponía a españoles e hispanófilos y por ello no perdió la oportunidad de ofrecer una visión conciliadora y autocrítica de los años de conflicto: 237 238
Ib., p. 177. Ib., p. 178.
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La misión que me encomendó la Universidad de Oviedo no podría ser entendida, en lo que propiamente significa, con toda la precisión y con toda la claridad que nosotros deseamos, si yo no comenzara por evocar ante vosotros la situación especial por la que atravesó España en sus relaciones con las Repúblicas hispano-americanas durante un siglo: aquella situación de apartamiento, aquella situación de alejamiento entre unos y otros, perfectamente lógica por parte de los que habían creado su personalidad y habían tenido que crearla con violencia, rompiendo los lazos que la sujetaban, y que significó desconocimiento —modesta y humildemente lo confesamos— por parte de la madre patria, de los deberes que le incumbían, incluso, y quizás más que con todos, respecto de aquellos hijos que se emanciparon y empezaron a tener vida propia. En esta situación ha transcurrido un siglo, en el cual la vida intelectual de España y de los países hispano-americanos ha corrido por caminos diferentes, y en el cual España no ha hecho nada por que esta situación de apartamiento se rompiera...239
Estas figuras entre organicistas y parentales permitieron a Altamira revisar críticamente el pasado, manteniendo un delicado equilibrio entre las perspectivas, valores e intereses españoles que él mismo representaba y los propios de sus anfitriones. Abordar temas tan sensibles como la historia del Imperio colonial y de las guerras independentistas ofrecía, sin dudas, muchas ocasiones para el tropiezo a quien debía alejarse discretamente de la antigua España —que, además de reaccionaria era, en la memoria americana, sinónimo de conquista y opresión— debiendo distanciarse, con igual escrúpulo, de los mitos antiespañoles. Teniendo en cuenta este doble condicionamiento, la autocrítica que, como historiador español, podía esbozar Altamira, tenía límites claros que nunca serían traspasados, so pena de justificar la tradicional hispanofobia americana en sus términos más esencialistas y de contradecir, así, su propio programa de regeneración patriótica. Contextuar y reconocer errores cometidos, por incómodo que pudiera resultar para algunos españoles, no significaba conceder razón a quienes denigraban a España ni asumir la veracidad intrínseca de las interpretaciones de los historiadores americanos. En la lógica de Altamira, si los españoles debían liberalizar su mundo universitario e intelectual como requisito insoslayable para poder entablar unas relaciones maduras con sus antiguas colonias, los americanos también tenían pendientes arduas e imprescindibles tareas, como la deconstrucción de las interpretaciones hispanófobas y el abandono de las leyendas negras. De regreso a España, Altamira presentó un panorama sumamente optimista de sus logros en este terreno: 239
Conferencia pronunciada por R. Altamira en la UH, bajo el título «La obra americanista de la Universidad de Oviedo» (La Habana, 2-III-1910), en Altamira, 1911, pp. 415-416.
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Había, en efecto, como digo, muchas leyendas respecto de nuestra actuación intelectual, de nuestra manera de ser relativamente a la cultura. La existencia de esas leyendas y el desvanecimiento de ellas, puede expresarse perfectamente en estos dos hechos: de una parte, en la frase final, en la frase de los últimos días que oí repetidas veces de labios de profesores argentinos, y entre ellos, de labios del mismo Ministro de Instrucción pública, que decía lo siguiente, refiriéndose de un modo especial a los tratadistas de derecho y de Ciencias sociales e históricas: Hasta ahora no leíamos libros españoles, porque creíamos no tener nada que aprender de ellos; pero desde que usted nos ha dicho cómo se trabaja allí y nos ha revelado nombres desconocidos para nosotros, los libros españoles formarán una parte integrante de nuestras bibliotecas. De igual manera que escuché esto en la República Argentina, como resultado de mi trabajo de propaganda, de difusión de los buenos deseos y de las obras ya realizadas en la España actual, tuve la satisfacción de ver en Méjico, por ejemplo, que personas que se habían apartado sistemáticamente del cultivo y trato de los textos y libros españoles, creyendo que ellos podían representar tendencias contradictorias del espíritu de los tiempos modernos, después de las conferencias en que hablé de la moderna literatura española, pidieron inmediatamente los libros que rechazaban antes.240
Determinar hasta qué punto este objetivo fue logrado es un problema difícil de resolver; pero una evaluación general puede establecer, sin duda, que el Grupo de Oviedo adquirió una credibilidad intelectual nada desdeñable para las elites liberales argentina y mexicana, que revirtió, en alguna medida, en una visión más compleja y rica de la realidad finisecular española. El antihispanismo atávico de buena parte del liberalismo latinoamericano era un dato de la realidad y un obstáculo a remover, que exigía una fina tarea de seducción, a la que Altamira se abocó concienzudamente. No es fortuito que Altamira eligiera reproducir en el «libro rojo» de su Viaje, a modo de prueba de la buena voluntad que lo inspiraba, las conferencias que pronunciara en Argentina y Cuba. Apertura y cierre de su periplo americano, primera y última colonia en separarse del imperio atlántico, ambos países reunían otras condiciones que hacían recomendable enfatizar los gestos de amistad y las señales de cooperación igualitaria. El marcado sesgo anti-hispanista de la elite intelectual y política argentina y las heridas abiertas por la reciente guerra de independencia cubana,241 no eran óbice para que el Caribe y el Plata fueran dos de los 240 Conferencia pronunciada por R. Altamira en la UIA bajo el título «Organización práctica de las relaciones intelectuales entre España y América» (Madrid, 14-IV-1910), en: Altamira, 1911, pp. 511-512. 241 Como es natural, Altamira enfatizó más en Cuba que en Argentina el carácter cooperativo de sus propuestas: «Pudiera creerse, que al venir una Universidad española a las Universidades hispano-americanas buscando el intercambio, buscando que suene aquí su voz y el eco de su espíritu, pretendemos españolizar la América hispana en el
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tres lugares —el otro fue, aunque en menor medida, México— que atrajeron la inmigración de varios cientos de miles de ciudadanos españoles. En cierto modo, podríamos decir que buena parte de los cimientos de esta renovada vocación americana no sólo se encontraban en la comunidad de intereses culturales de antigua data, sino en la presencia actual de cientos de miles de españoles que vivificaban y reactualizaban, en todos los órdenes, las relaciones «naturales» entre los estados americanos y el español.242 De allí que esta presencia incontrastable permitiera pensar en Buenos Aires como una de las sedes prioritarias para la instalación de escuelas de inmigrantes, que complementasen las proyectadas en Asturias o que suplieran en el lugar de destino, la carencia de una formación elemental y práctica adecuada entre los contingentes peninsulares.243 Respecto de Cuba, la situación tenía sus particularidades adicionales: cualquier iniciativa española debía tener en cuenta la existencia de heridas abiertas por la proximidad de la guerra independentista. De esto eran muy conscientes los propios peninsulares instalados en la Gran Antilla, muchos de los cuales no dejaban de ser republicanos y simpatizantes de la filosofía revolucionaria de los americanos y cubanos: Nosotros no renegamos de nuestra pasada historia. Las grandezas y las miserias; los aciertos y los errores de España en las pasadas edades, como actos nuestros los miramos; y lo mismo queremos a nuestra Patria cuando la contemplamos regida por fanáticos e inquisidores, que cuando la contemplamos regida por hombres honrados e inteligentes. ¡Es nuestra Madre! Pero por eso mismo; porque tan absolutamente la orden intelectual, haciendo que desaparezca, absorbida por la influencia nuestra, la nota propia y característica del espíritu de cada uno de estos pueblos. Esa creencia sería, si la hubiese, absolutamente falsa; en primer término, porque nosotros no venimos a pedir solamente que se nos abran las puertas de las Universidades hispanoamericanas para que se ensanche aquí la voz del espíritu español: pedimos también que los profesores de las universidades hispano-americanas vayan a las nuestras, para que allí sea conocido igualmente, el espíritu de vuestros pueblos» (Conferencia pronunciada por R. Altamira en la UH, bajo el título «La obra americanista de la Universidad de Oviedo» —La Habana 2-III-1910—, en Altamira, 1911, p. 424). 242 Altamira, 1898a, p. 43. 243 En su informe a la UO, Altamira daba cuenta de sus conferencias ante la colectividad en las que propuso esta iniciativa: «A solicitud de las Sociedades españolas de Buenos Aires, di en el local del Club Español una conferencia, en la que insistí particularmente sobre estos dos puntos: a) necesidad de continuar en España la corriente de creación de escuelas para inmigrantes, no limitadas solamente a la preparación para el comercio; b) y necesidad, igualmente, de fundar en Buenos Aires una gran Escuela profesional española para completar aquella preparación. Creo poder adelantar a V.E. que esta segunda sugestión hará camino en el ánimo de los españoles» (Primer informe elevado por R. Altamira al Rector de la UO acerca de los trabajos realizados en Argentina, Uruguay y Chile —Callao, 20-XI-1909—, en Altamira, 1911, p. 63).
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queremos, deseamos para Ella, todas las felicidades presentes y todas las bienandanzas futuras. Y creemos que para conseguirlas, es preciso modificar o acabar con mucho de lo existente en su administración, que resulta anacrónica, y no responde ni con mucho, a las necesidades y aspiraciones de la actual generación. Grande, noble es la misión que Ud. trae. La aproximación intelectual de los hispanos de allende y aquende, asegurará para el porvenir a los hijos de la Madre Patria, hogares cariñosos donde con su trabajo y honradez, puedan contribuir a la futura grandeza moral y material de nuestra raza. Sin embargo, en los países de la América española, se vive en un ambiente de libertad y democracia, y para que la labor de unos y otros sea todo lo fructífera, precísase que nosotros nos pongamos a su nivel.244
De estas reflexiones y de la consciencia de que en Cuba los españoles influyentes eran, en su mayoría, «hombres de otra época» imbuidos de un patriotismo intransigente, perjudicial para la causa hispana en la isla, se desprendía el pedido de que Altamira hablase en Cienfuegos de «la libertad y la democracia, de la doctrina y de las aspiraciones de los republicanos españoles», para contribuir a la necesaria modificación de la «educación política» de los peninsulares. Pese a los condicionantes negativos, Altamira contaba con ciertas informaciones promisorias —aportadas por sus propios contactos y, seguramente, por los testimonios de Labra y su grupo—, acerca de lo propicio de la coyuntura para plantear una reconciliación hispano-cubana. Esta coyuntura estaría habilitada por la consolidación de una situación neocolonial bajo la ocupación norteamericana y el atisbo de una reacción patriótica: Mientras Cuba fue políticamente de España, el resquemor de los agravios recibidos, o que creía recibir —una y otra cosa hubo— del Estado español, mantenía obscurecida la conciencia de fondo del común espíritu (que bien podríamos llamar nacional en la más elevada acepción de la palabra) con la metrópoli. [...] Resuelto el conflicto, independiente la isla, curados los resquemores, restablecida sinceramente la cordialidad, la conciencia de lo que, sólo por usar términos consagrados, aunque inexactos, llamaremos raza, fue abriéndose camino día por día, y cada día se hace más clara en la inteligencia y en el sentimiento de los cubanos. La misma intervención de un Estado extranjero, el contacto con un alma nacional tan diferente de la nuestra (y nada importa para el caso que sea superior o inferior a ella) como el alma yanqui, ha ejercido natural e inadvertidamente de excitante para aguzar las notas de conexión con el alma española.245
Este acercamiento franco y exento de recelos podía establecerse ya, pensaba Altamira, al reconocer España «lealmente, sin reservas, para 244
Carta de Leandro Llanos a R. Altamira, Cienfuegos, 20-XII-1909, IESJJA/LA. Altamira, Rafael, «Más sobre los españoles de América», en Altamira, 1909a, pp. 26-27. 245
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siempre jamás, la independencia conquistada por Cuba». Este nuevo statu quo permitiría anudar las relaciones entre ambos países «en un grado muy superior al que cabía cuando entre los dos pueblos pudo haber la idea molesta de dominador y dominado» y hacía verosímil la aseveración, sin duda audaz y provocadora, de que Cuba era, en 1908, más española que una década atrás.246 Este diagnóstico mostró ser, en líneas generales, acertado. La recepción de Altamira fue muy alentadora y si bien no dejaron de producirse ciertos encontronazos entre hispanófilos e hispanófobos —adjudicables a la pervivencia de las tensiones bélicas y no tanto a las acciones o dichos de Altamira—, es indudable que la última etapa del periplo también fue coronada por el éxito y por la adhesión de importantes sectores de la sociedad cubana. El tamaño de estas demostraciones alentó la exaltación patriótica de algunos de los españolistas más conservadores. A propósito de las demostraciones públicas que acompañaron a Altamira en Cuba, Joaquín N. Aramburu argumentaba, desafiante, que, pese al impulso avasallante de «otra civilización» y aunque nada quedara «de estas hermosas fiestas del intelectualismo latino», la jornada del 17 de marzo de 1910 serviría para llenar una página inmortal de los anales cubanos: «Idólatras del yanqui, por agradecidos de él o por rencorosos a España: borrad, borrad si podéis esa página, donde el olivo de agravios y la conciencia del deber trazó signos, cada uno de los cuales es un poema de grandeza espiritual y de compenetración de la raza».247 Los acertados gestos de Altamira, como el de concurrir al cementerio a depositar flores en la tumba de los estudiantes fusilados durante la guerra, y el espontáneo júbilo caritativo y piadoso que el alicantino supo inspirar en los universitarios —que, en respuesta, habían acudido espontáneamente a repartir tabaco y limosnas al Asilo de Ancianos—, vendría a demostrar a los hispanófobos, a «los fuertes, los intransigentes, los ateos», que el entendimiento hispano-cubano era posible, desmintiendo a aquellos que pensaban que «después del perdón mutuo, no puede venir el cariño sincero».248 La cuestión «colonial» en Cuba estaba, todavía, demasiado fresca, y no sólo para los españoles derrotados, sino para los mismos patriotas cubanos. Muchos de los antiguos revolucionarios participaron del encumbramiento de Altamira, aunque sin dejar de recordar las causas del con246 247 248
Ib., p. 27. Aramburu, 1910, pp. 129-130. Ib., pp. 129-130.
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flicto, las características de la ocupación española y los matices más cruentos de la opresión colonial: También nosotros, maestro, te damos nuestra bienvenida. También nosotros, los que ayer en los campos de batalla nos batíamos desesperados con los soldados de tu patria inmortal, por emanciparnos de la tutela de España y vivir la vida de la libertad en el seno de la democracia y del derecho, te abrimos nuestros brazos fraternales [...] tú, maestro en el arte nobilísimo de educar, no vienes a esclavizarnos y a embrutecernos en nombre de España, como aquellos bárbaros que aquí fusilaron a Plácido y a Zenea. Tú, heraldo del amor y de la ciencia de España, vienes a traernos precisamente lo que tanto echábamos de menos en los días de sufrimiento y angustia, lo que nunca se nos dio: un poco de amor y una palabra de aliento y de esperanza. [...] Sí, maestro, bienvenido seas a esta tierra, que se estremeció de gozo al recibirte. Tú traes por toda arma tu ciencia y tu amor; tus conquistas son las nobles conquistas del saber. Por eso los nacidos en esta tierra te reciben como a un hermano bueno y generoso; por eso los que en la manigua luchamos un día y otro día por vernos libres de un régimen de gobierno asfixiante y brutal, te abrimos los brazos fraternales y te ofrecemos nuestro corazón.249
Más allá de las pasiones, entusiasmos y algunos debates, fue muy extendida entre españoles y cubanos la opinión de que la embajada intelectual de Altamira en Cuba había estado jalonada por numerosos aciertos personales y que ello era lo que explicaba su éxito: Sin molestia para ningún otro representante de la cultura española, podemos afirmar que nadie superará a Altamira en absorber, digámoslo así, todas las simpatías de los cubanos, toda la adhesión de los españoles. Si los escasos resquemores que, en algunos muy pocos por fortuna, quedan del pasado no se borran nunca, y los hechos consumados, fuerza indestructible, no servirán para nada en la historia y en la norma de conducta de los pueblos. Que para Cuba y para España si sirven, se desprende con harta claridad de la despedida que se hizo al Maestro. Ya a bordo subió a saludarle el General Loynaz del Castillo, y a popa, entre frenéticos aplausos y vivas a Cuba y a España, abrazáronse el intelectual y el soldado, por la España de nuestros días el profesor, por Cuba libérrima el general.250
El notable político e intelectual autonomista Eliseo Giberga ensayaba, en su discurso del Teatro Nacional de La Habana, un paralelismo entre Iberoamérica y las civilizaciones clásicas. En el marco de esta exposición —en que España emulaba el papel de Grecia y América Latina el del mundo helénico—, se ensayó una triple operación histórica e ideológica que retrataba muy bien las necesidades, aspiraciones y restricciones de la Cuba de principios del siglo: reafirmar la identidad nacional, recu249
Artículo sin título, El Veterano, La Habana, II-1910, en Altamira, 1911, pp. 481-484. 250 Rivero 1910, pp. 127-128.
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perar la herencia hispana sin actualizar viejas querellas y preparar a Cuba para liderar el inexorable sincretismo que se experimentaría entre la civilización hispana —vigorizada por el intercambio intelectual— y la anglosajona.251 Además de dar rienda suelta a la lira, Giberga elogió la empresa ovetense resaltando el entusiasmo unánime que había despertado en la colonia hispana, el cual explicaba por el carácter apolítico de una empresa que era «docente, educadora y puramente universitaria» y por la personalidad de Altamira, que contrastaba con la de los otros «enviados de España que solíamos ver en Cuba» y que «eran los encargados de sustentar la dominación metropolítica».252 De todos modos, las habilidades diplomáticas de Altamira no sólo se expresaron en los equilibrios que supo producir entre un patriotismo español progresista y otro conservador y entre españolismo y americanismo sino, también, en su capacidad para captar la simpatía de sus auditorios locales. En este sentido, el delegado ovetense no perdió oportunidad de halagar el oído de sus oyentes, echando mano de unos recursos acaso éticamente cuestionables pero, en todo caso, redituables. Estos recursos consistieron, alternativamente, en sacar a luz alguna vinculación personal, intelectual o corporativa en base a la cual argumentar lo especial de las relaciones de España con cada país visitado; en ponderar la comunidad de costumbres e intereses; o en declarar solemne y emocionadamente el haber comprobado «allí» más que en ningún otro lugar, el más alto aprecio por su país y por la obra de la UO, etc. Este rasgo de estilo del discurso de Altamira se acentuó a medida que, saliendo triunfalmente de Argentina, los demás países comenzaron a competir por su agasajo y el Viaje comenzó a tomar, cada vez más, un relieve diplomático y político. Esta situación supuso el ajuste paulatino de un discurso que, sin dejar de ser austero, americanista y de pretensión intelectual fue tornándose cada vez más proclive a la lisonja de los anfitriones de turno. Si bien es 251 Discurso pronunciado por Eliseo Giberga en la velada en honor de Rafael Altamira ofrecida por la colonia española en el Teatro Nacional (La Habana, 25-II-1910), en Altamira, 1911, pp. 453-455. 252 Ib., pp. 449-451. Este argumento, hasta cierto punto válido para diferenciar el mensaje americanista de los instrumentos inmediatos de la política exterior española o de los discursos abiertamente partidarios, perdería pertinencia en el momento en que se pretendiera escindir la política de la actividad intelectual y, aun más precisamente, el pensamiento y las orientaciones del Grupo de Oviedo, de cualquier corolario político. Deriva improcedente en la que caerían algunos estudiosos de Altamira y, en aquella ocasión, el mismo Giberga (Ib., pp. 451-452).
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cierto que muchos americanos incentivaban —haciendo gala de una curiosidad morbosa— las respuestas de ocasión, es indudable que Altamira mostró pronto cierta propensión a una calculada adulación. Dicha estrategia se mostraba rentable entre un público poco inclinado a ver en ella un despliegue de tópicos cuyo referente era, la mayor parte de las veces, perfectamente intercambiable. Pese a que en todos los países desplegara un verbo generoso en calificativos y cantara loas a las empatías descubiertas y a las hondas amistades ganadas,253 no puede ignorarse que Altamira tenía una percepción ajustada de la coyuntura concreta de cada país y una notable capacidad de adecuación a los intereses y debilidades de sus interlocutores. En Argentina, teniendo en cuenta el núcleo académico y la aplicación mayormente universitaria de sus actividades, Altamira no dejó de resaltar la existencia de fuertes vínculos entre la UO y la UNLP, y entre los reformistas argentinos y españoles y de una absoluta coincidencia en lo que respecta al «ideal» universitario: Ella ha nacido fundamentalmente, creo yo, del reconocimiento de un fondo común de ideal entre la Universidad de La Plata y la ovetense. Cuando yo leía en España los escritos del Dr. González, que exponen vuestro concepto de la Universidad y de su amplia función educativa, me parecía estar repasando los ensueños pedagógicos que durante muchos años han alimentado las esperanzas y han guiado en la lucha a los que en mi país ansían que la enseñanza española sea digna de esta época y de las altas necesidades antropológicas, intelectuales y morales de la patria. Y así, cuando se esbozó el plan de mi viaje, yo pude pensar, por lo que se refiere a la Argentina, por de pronto: Voy a vivir entre hermanos de ideal, cuya casa no me será extraña, porque en ella oiré repetirse los ecos amables de las mismas voces que aquí suenan como clarines de nuestra batalla educativa. Y así ha sido por lo que a mí toca; aumentando ese confortador prejuicio con la observación de que ese mismo espíritu nuevo retoña en todo vuestro país y sacude, no sólo la planta joven de la Universidad platense, sino también el tronco añoso de sus hermanas mayores...254
En Uruguay, descendiendo del vapor «Viena», concedió un breve reportaje a un periódico local en el que Altamira declaraba, sin ruborizarse, el presentimiento de la perfecta y privilegiada empatía existente entre uruguayos y españoles, revelada al catedrático por la sola vista del litoral oriental, luego de tres meses de estar diagnosticándola, casi cotidianamente, en Argentina: 253 Discurso pronunciado por R. Altamira en el acto despedida y entrega del título de Doctor honoris causa por la UNLP (La Plata, 4-X-1909), en Altamira, 1911, pp. 174-180. 254 Ib., pp. 162-163.
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—Creo, —nos dijo el ilustre profesor— que aquí más que en ninguna parte, estaré en mi casa; conozco la amabilidad y la benevolencia de ustedes, que tienen especial predilección por todo cuanto sea español; se que ustedes son hombres de estudio y que no corren el riesgo de malograrse intelectualmente, como sucede en las grandes urbes, donde las agitaciones de la vida privan del tiempo necesario para cultivar el intelecto, que es la primera necesidad del hombre moderno.255
En una declaración no exenta de ciertas ironías —que difícilmente podían ser captadas por quienes esperaban una simple reafirmación de sus cualidades colectivas—, Altamira afirmaba ver a España en el Uruguay: Al entrar en la ciudad, su impresión fue la de que se encontraba en España; su secretario, el doctor Barredor, que le acompaña en sus viajes, le observó que pasaba un carro arrastrado por mulas. —¡Ya estamos en España! Dijo Altamira sonriendo, mientras le brillaban sus claros ojos como evocando recuerdos de la patria lejana. Luego observó que casi todos los apellidos que figuraban al frente de las casas de comercio, cerrados todavía a esa hora, eran españoles, eran de allá de la tierra que ha dado hijos ilustres como lo es el sabio asturiano.256
Sabido es que, desde que se encontraron ante la geografía americana en el siglo XVI, los españoles no dejaron de imaginar en ella sorprendentes similitudes con el solar originario, quedando en la toponimia del Nuevo Mundo suficiente testimonio de ello. Lo curioso es que Altamira, siglos después, siguiera maravillándose de ver España en cada postal que se presentara ante sus ojos, fuera urbana o rural, de tintes sociales o costumbristas, como sucediera en la campaña y serranías de Córdoba, las cuales «con sus inmensas extensiones verdes limitadas por las sierras, allá lejos y con su cielo azul» le recordaron «algunas provincias de su patria», tanto que, como era habitual, declaró ante el periodista que lo escuchaba fascinado, que «creyó, por momentos, encontrarse allí».257 En Chile, Altamira suscitó simpatías en su auditorio sugiriendo las virtudes excepcionales de generosidad y apertura que adornarían a la sociedad chilena, exaltando el hecho de que su mensaje fraternal lograra despertar gran interés en «todo el pueblo» chileno y, sobre todo, que en sus conferencias hubiera considerable presencia femenina entre los oyentes.258 Fenómeno que, presumimos, no puede haberle sorprendido 255
«Don Rafael Altamira. Llegó esta mañana a nuestro puerto. Sus impresiones. Lo que el sabio piensa de nosotros», La Tribuna Popular, Montevideo, 6-X-1909. 256 Ib. 257 «El profesor Altamira. Su llegada a Córdoba», La Verdad, Córdoba, 19-X-1909. 258 La deriva discursiva de Altamira en aquella circunstancia permite apreciar sus capacidades oratorias, aunque desnuden también, la descarnada búsqueda de elementos
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más que el hecho de que casi un treinta por ciento de los matriculados a su curso en la UNLP, fueran estudiantes avanzadas, profesoras o graduadas, pese a que no destacara este hecho en Argentina con igual énfasis.259 La existencia de un mundo mediático no globalizado permitía que este tipo de declaraciones se solaparan sin demasiadas consecuencias, aun cuando estas implicaran flagrantes contradicciones. Así, no debe extrañar que, luego de celebrar la modernidad de una metrópolis como Buenos Aires, Altamira llamara la atención en la más modesta Montevideo, respecto de los peligros de la civilización moderna y del progreso de las urbes y de que se quejara, amablemente, de la vorágine que lo había envuelto en la capital porteña.260 Estos rasgos oportunistas de su discurso se reflejaron, también, en la exaltación alternativa de ciertas figuras intelectuales contemporáneas o ya desaparecidas de cada país —otorgándoles una dimensión universal y ejemplificadora— y en la ponderación de episodios que acercaban al propio viajero y a su universidad al pueblo americano visitado. Así, si en Argentina no dudó en ponderar a San Martín, a Mitre y, entre los vivos, a Joaquín V. González; en Uruguay, no dudó en exaltar a Pérez Petit, Constancio Vigil y sobre todo a Rodó,261 y recordar los lazos «privilegiados» que lo unían con la UdelaR por el solo hecho de haberla representado, protocolarmente, en el III Centenario de la fundación de la UdO.262 Ahora bien, el instinto diplomático de Altamira y su capacidad de observación del medio americano no sólo se invirtieron en pergeñar redituables halagos, sino que influyeron decisivamente en la organización efectiva de su agenda. Pese a su vocación continentalista del mensaje capaces de crear identificaciones y predisposiciones positivas en sus auditorios. Véase: Discurso pronunciado por R. Altamira en el banquete de despedida de la USACH, en Altamira, 1911, pp. 273-276. 259 Prado, 2005, p. 1009 (véanse especialmente Anexos, Cuadro III: Participantes registrados en el curso de Rafael Altamira en la UNLP —elaboración propia sobre fuentes del AHUO/FRA y el IESJJA/LA—). 260 «El profesor Altamira en Montevideo. Llegó hoy de Buenos Aires. Interview como un redactor de La Razón, su vida en Argentina. Lo que hará en Montevideo. Dará tres conferencias en la Universidad», La Razón, Montevideo, 6-X-1909. 261 «Ustedes tienen en Rodó a un hombre de observación sutil, pensador profundo y erudito, que maneja el castellano de una manera asombrosamente maravillosa. Ariel es mi lectura predilecta. ¡Cuántas veces lo hemos leído y comentado con mis discípulos, a quienes trato de compenetrar en el alma del escritor, que es actualmente el primero del habla castellana!» («Don Rafael Altamira, Llegó esta mañana a nuestro puerto. Sus impresiones. Lo que el sabio piensa de nosotros», La Tribuna Popular, Montevideo, 6-X-1909. 262 Véase: Notas de R. Altamira de un discurso en que se dirige a uruguayos y españoles, s/f [octubre 1909], s/l, [durante la travesía en el Río de la Plata], IESJJA/LA.
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ovetense, era obvio que existían expectativas diferenciales respecto del impacto efectivo que tendrían sus propuestas en los diferentes países latinoamericanos. Estas expectativas, ciertos indicios recogidos por los contactos de Canella y sus propias percepciones en el terreno, hicieron que Altamira privilegiara ciertas relaciones bilaterales en detrimento de otras. Así pues, la consideración diferencial de los países latinoamericanos visitados, conllevó a una inevitable asimetría en la inversión de tiempos y esfuerzos y, en algunos casos, a un fuerte desequilibrio entre sus actividades socio-diplomáticas y académicas. El interés en Argentina, por ejemplo, era alentado por dos razones fundamentales. Por un lado, por su considerable influencia en los países de la región, la República del Plata constituía un punto de referencia insoslayable para cualquier política americanista, fuera del signo que fuera. Por otro lado, la pujanza económica argentina permitía una política cultural y educativa expansiva, en la que podía apreciarse el interés oficial por la instrucción pública y el progreso de antiguas y nuevas Universidades. Ambas razones, y la presencia de una poderosa comunidad española, hacían de la República Argentina una caja de resonancia ideal para un mensaje de intercambio institucional. Altamira era consciente de esta realidad y por ello, sus emotivas apelaciones a la Nación Argentina, constituyeron una inversión muy razonable, en tanto los proyectos ovetenses, tenían muchas más probabilidades de realizarse a orillas del Plata, que en otras regiones del continente. Fueron estas condiciones objetivas las que animaron a Altamira a reclamar para España un lugar bajo el sol en el prometedor amanecer argentino263 y a vislumbrar luego, sobre la base de la exitosa experiencia rioplatense, un horizonte promisorio para la asociación intelectual iberoamericana.264 263
«... las principales naciones europeas y americanas redoblan hoy sus esfuerzos legítimos por intimar con vosotros intelectualmente en la esfera universitaria. España no había hecho nada en este sentido. Cree tener derecho a ello; más que derecho, tiene un deber a que le llaman, no sólo esa afinidad a que antes he aludido, más también la masa de españoles que aquí viven incorporados a vuestro esfuerzo. Quiere, pues, contribuir, en la medida de sus posibilidades, a la formación del espíritu de esta hidalga nación argentina» (Discurso pronunciado por R. Altamira en el acto de su recepción en la UNLP —La Plata, 12-VII-1909—, en Altamira, 1911, pp. 118-119). 264 «... hay muchos puntos de contacto entre nosotros, que ofrecen la seguridad de un programa concreto de relaciones intelectuales: desde el cambio de material de enseñanza y estudio para los respectivos museos de Historia y Pedagogía..., a la fundación de centros o asociaciones internacionales de investigación científica, como el reciente Instituto Ibero-Americano de Derecho Comparado... Sobre la base de una absoluta libertad científica, de una independencia que los haga impenetrables a toda limitación del amplio espíritu moderno, centros de ese o análogo carácter pueden ir juntando, en la
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En todo caso, repasar el hábil comportamiento de Altamira resulta útil para escapar de aquellas interpretaciones que han supuesto que el mero contenido —adecuado y generoso— de sus propuestas podía explicar, suficientemente, el éxito de su campaña americanista. Al margen de la retórica; lejos de las comodidades que ofrecían las tribunas madrileñas y, confrontando con la realidad americana, Altamira demostraría poseer un extraordinario instinto diplomático y un criterio de intervención muy firme que le permitió armonizar con éxito los diversos aspectos de su misión y captar el apoyo de sus compatriotas y de sus anfitriones. No en vano, el compromiso pragmático que Altamira alcanzó entre sus convicciones personales y los intereses más amplios —universitarios y patrióticos— de su misión americanista, le permitió ganar credibilidad ante la colectividad emigrada y, posteriormente, ante los políticos y la opinión pública peninsulares. En efecto, la sustantividad patriótica del proyecto y lo sensato y mesurado de su comportamiento, permitiría que los predicados liberal-reformistas de su discurso o el carácter progresista de sus supuestos y corolarios, no le enajenaran el favor de los sectores conservadores o confesionales en América; ni fueran un obstáculo para que, a la hora del retorno, la Casa Real y los grandes caudillos de la política dinástica ofrecieran público reconocimiento a Altamira por los servicios brindados al país.
esfera común y neutral de la investigación, a los hombres estudiosos de habla castellana...» (Discurso pronunciado por R. Altamira en el acto despedida y entrega del título de Doctor honoris causa por la UNLP (La Plata, 4-X-1909), en Altamira, 1911, pp. 171-172).
CAPÍTULO III LA FELIZ RECEPCIÓN DEL AMERICANISMO LIBERAL: EL CASO ARGENTINO
Más allá de la calidad del proyecto ovetense, de la inteligente estrategia de intervención y de las virtudes diplomáticas de Altamira, la explicación del éxito del Viaje no puede prescindir de estudiar el contexto de recepción del discurso americanista. Si bien creemos que existe aún mucho que investigar y discutir acerca de este emprendimiento en tanto que evento español y asturiano, puede advertirse que, por más avances que hagamos en este terreno, éstos serán estériles si no van acompañados de avances paralelos en la comprensión del contexto de recepción del Viaje Americanista. Si de lo que se trata es de explicar el exitoso desembarco del americanismo liberal español en América, llegados a un punto deberemos volver la vista y observar cómo incidieron las estrategias y el discurso de Altamira en el contexto específico que ofrecía cada país. Si no hacemos esto estaremos condenados a reiterar una y otra vez los viejos tópicos apologéticos acerca del Viaje y hacer pasar como descripción y explicación, lo que sólo era una interpretación, una expresión de deseos o la manifestación de una voluntad política del movimiento americanista. Para avanzar en este tema, es imprescindible, por lo tanto, entender el Viaje y su repercusión en el marco de las relaciones intelectuales y culturales entre España y cada uno de los países visitados. En este sentido, es necesario superar el enfoque propuesto desde la mayor parte de la bibliografía española y restituir la dimensión americana de este acontecimiento americanista. Pero asumir esta tarea abre un campo de estudio demasiado vasto como para ser abordado con profundidad y solvencia en una monografía; tentación que conviene abandonar, además, porque entronca perfectamente con ciertos tópicos ideológicos propios de la España finisecular sobre la base de los cuales se bosquejó una imagen deformadamente homogénea de América.
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Si bien es innegable que, en ciernes de los centenarios americanos, podía observarse una tendencia continental favorable a una revisión de las relaciones con España, y que esta tendencia estaba genéricamente relacionada con una necesidad de reafirmar una identidad cultural, es un hecho que cada país recibió a Altamira de forma diferente de acuerdo con sus diferentes circunstancias políticas e ideológicas. Es evidente que estas situaciones diferenciales eran difíciles de comprender para los españoles de la época que, presos del trauma cubano, tendían a pensar la heterogénea realidad americana desde un punto de vista antillano. De esta forma, salvo los pocos intelectuales americanistas que por entonces tomaron contacto con Argentina, México o Costa Rica, la opinión ilustrada creía que América en bloque despertaba de su injustificada pesadilla hispanófoba y reclamaba a la madre patria el auxilio espiritual que hasta entonces había rechazado, para enfrentarse al imperialismo cultural anglosajón. Pero si esta simplificación de los contemporáneos —que proyectaban en América buena parte de sus temores de la decadencia terminal de la propia España— era fruto de su percepción limitada del complejo proceso de reencuentro, resulta sorprendente que la mayoría de los estudiosos del Viaje y del movimiento americanista español, recuperaran esa idea de reacción generalizada frente al imperialismo yankee como explicación principal y, en ocasiones, suficiente, de la revalorización del legado hispano, tanto en las Antillas, como en México, Perú, Centroamérica y el Cono Sur. La realidad era, ciertamente, mucho más compleja y, en no pocos casos, el temor a la penetración cultural coexistía, contradictoriamente, con un deseo de atraer capitales estadounidenses y de emular la modernidad norteamericana. Si la amenaza anglosajona sería un catalizador españolista en el Caribe —especialmente en Puerto Rico—, Centroamérica y también en México, en ésta última nación y en el Perú, por ejemplo, donde el legado hispanocolonial fue adaptado a la nueva realidad política antes que desechado, el panhispanismo finisecular fue celebrado, también, porque brindaba una oportunidad para fortalecer la hegemónica cultura hispánica y reforzar la dominación secular de la elite criolla, sobre las mayoritarias poblaciones indígenas o mestizas. En la propia Cuba, ya por entonces una víctima consciente de la injerencia neocolonial estadounidense, existían importantes sectores que se resistían enconadamente a que la reafirmación de su identidad cultural pasara por la vuelta al regazo de la tradición española, tal como pretendían muchos inmigrantes españoles.
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El estudio particular de la experiencia argentina —que ofreceremos en este capítulo— permite corroborar que cada país tuvo sus propios estímulos y razones para ensayar una reconciliación con España. Así, pues, lejos del temor a la dominación cultural anglosajona o a la competencia de insumisas culturas aborígenes, el surgimiento del hispanismo argentino fue consecuencia del espectacular progreso y el concomitante fenómeno inmigratorio que trajo aparejado. Y esto no precisamente por el hecho de que los españoles rehispanizaran a golpe de garrote demográfico a la sociedad rioplatense, sino porque el setenta por ciento de los inmigrantes, conformado por italianos y naturales de toda Europa y la cuenca mediterránea, hizo temer por la disolución de la identidad rioplatense y la constitución, paradójica, de una sociedad escindida y desarraigada, cuyo único vínculo con el territorio fuera el estrictamente material.
Los diferentes contextos de la reconciliación intelectual hispanoargentina Para comprender la recepción que la sociedad argentina brindó a Altamira, el prometedor impacto de su propaganda panhispanista; el interés que logró suscitar alrededor de sus propuestas de intercambio universitario y el entusiasmo que despertó su discurso académico; debemos observar la coyuntura histórica finisecular y apreciar cómo, desde la década de los noventa, fueron madurando las condiciones para que se produjera un postergado acercamiento entre ambas naciones. La Argentina del Centenario que recibió al delegado ovetense era, con todas sus contradicciones, fruto de las profundas transformaciones políticas, económicas y sociales que comenzarían a manifestarse de forma paralela al proceso de construcción del Estado iniciado en 1862 y que serían impulsadas, vertiginosamente, durante el período oligárquico abierto en 1880. La consolidación del país como gran abastecedor internacional de productos primarios y la recepción de una renta diferencial a escala internacional generada por la incorporación productiva de un vasto territorio y una explotación adecuada y flexible de la feraz llanura pampeana, impulsarían un crecimiento económico de una rapidez y de unas magnitudes inéditas en el mundo iberoamericano.1 1 Para obtener un panorama ilustrativo de este fenómeno sigue siendo útil recurrir a Cortés Conde, 1979.
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En el plano cultural e intelectual, la ecuación política que adoptó la elite gobernante —abierta y audaz en materias económicas, ideológicas o de derechos civiles, pero claramente restrictiva en materia de derechos políticos—2 reforzaría su tradicional europeísmo, incentivando el interés por comprender y extraer lecciones prácticas de las transformaciones desencadenadas por la segunda revolución industrial y el ciclo revolucionario de 1848. En los años ochenta y noventa, la ideología renovadora de la elite argentina, embebida de positivismo,3 adquiriría el carácter de un programa de acción política destinado a modernizar y secularizar las relaciones sociales, acabando con la tutela que la Iglesia Católica ejercía, por herencia colonial, sobre la vida civil de la nación.4 Por entonces, en plena vorágine de crecimiento y modernización y en la certeza de estar transitando la senda de progreso proyectada por la Generación del 37, nada realmente interesante ni funcional al proyecto liberal se veía, aún, en España. Pero, mientras esto sucedía a orillas del Río de la Plata, en España, el régimen de la Restauración, comenzaba a interesarse por potenciar sus relaciones con Hispanoamérica y, en especial, con Argentina. Así, en los años ochenta, gracias a los esfuerzos de los liberales Segismundo Moret y Antonio Aguilar Correa y al compás del aumento progresivo de los intercambios comerciales y de los contingentes emigratorios, se verificaría cierto acercamiento diplomático. El saldo de aquel período sería la firma del tratado de extradición de 1881; la apertura del Banco Español del Río de la Plata en 1886; la fundación de la Cámara Oficial de Comercio Española de Buenos Aires en 1887; la constitución de una sociedad hispanoargentina protectora de los inmigrantes españoles en 1889 y la decisión —finalmente no concretada— de abrir una legación argentina en Madrid bajo la dirección del entonces subsecretario de Relaciones Exteriores, Roque Sáenz Peña. Testimonio de los esfuerzos españoles por fortalecer las relaciones comerciales fue el proyecto de fundar una compañía naviera hispanoargentina para el transporte de inmigrantes españoles al Plata. Moisés Llordén Miñambres ha analizado la interesante correspondencia que, por entonces, mantuvieron Moret y Carlos Pellegrini —en ese momento Vicepresidente de la Nación a cargo del Ministerio de Marina—, en la que el primero sugería la celebración de un tratado comercial y el establecimiento de aquella línea marítima. La propuesta de Moret de suscribir un 2
La estructura política del régimen conservador ha sido expuesta en Botana, 1977. Sobre el Positivismo en Argentina, consultar: Soler, 1968; Terán, 1987; Biagini (ed.), 1985. 4 Halperín Donghi, 1987, pp. 239-252. 3
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acuerdo especial que regulara el comercio internacional argentino y la subvención estatal de la empresa naval, no fueron aceptadas por Pellegrini, que explicaba a su interlocutor español la tesis argentina del libre comercio y el rechazo que tuvo por parte del Congreso una iniciativa similar respecto del sostenimiento público de una empresa de transporte norteamericana.5 La clarividencia de aquella correspondencia respecto del posible futuro de las relaciones entre ambos países, tuvo también su correlato en el plano ideológico, anticipando ciertos argumentos que pronto ganarían popularidad, como el la conveniencia de fomentar los lazos bilaterales para «contrarrestar la influencia creciente de la colonia italiana y de los demás intereses extranjeros» y el de la necesidad de fomentar una confraternidad entre los pueblos latinos para evitar el ocaso de «nuestra hermosa civilización» en beneficio del avance de «la raza sajona» en América.6 Pese a este interesante diálogo, el escaso interés de las autoridades argentinas por las propuestas españolas frenó el avance de la relación bilateral y puso obstáculos al entendimiento multilateral que propiciaba España, perdiendo fuelle el proyecto español de celebrar un gran congreso hispanoamericano que desafiara la política panamericanista de los Estados Unidos. Lo cierto es que, el cambio de gobierno español y la crisis del noventa en Argentina redujeron las relaciones hispano-argentinas a lo que se dio en llamar una «política de gestos». Mientras que España volvía a las líneas principales de la política exterior restauradora —interesada prioritariamente en Europa, el Caribe y el norte de África—; Argentina centraba sus esfuerzos diplomáticos en profundizar sus vínculos con Gran Bretaña, Francia y Alemania y mejorar sus relaciones con los Estados Unidos. Ejemplo de aquella gestualidad fueron la recepción oficial y popular dada en Barcelona a la Fragata Presidente Sarmiento el 16 de marzo de 1900; la supresión del canto de ciertas estrofas del himno por decreto del 30 de marzo de 1900 y la respuesta de la Reina de España de ponerse de pie en el Teatro Real cuando éste fue ejecutado.7 5 Pellegrini veía con agrado la posibilidad de ampliar el comercio y desarrollar la inmigración española, pero pensaba que esos efectos positivos podían lograrse bien espontáneamente, bien por una acción exclusivamente española, a través de hacer más competitivas sus empresas, de «defender» sus líneas navieras y de facilitar la emigración de sus conciudadanos a Argentina. De esa forma, la implantación de una gran colonia española, fomentaría el comercio entre España y Argentina ya que el inmigrante demandaría productos originarios de su país, creando un mercado rioplatense para ellos. Véase: Llordén, 2001. 6 Ib. 7 Rivadulla, 1992, pp. 229-230.
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El himno argentino —compuesto durante la época revolucionaria como marcha patriótica y adoptado como canción patria por la Asamblea del año XIII—8 fue uno de los temas que mayor conflicto suscitó entre la colonia española y su nuevo país de residencia, debido a la virulencia de sus estrofas y al celo con que se las entonaba. En 1893, el periódico El Correo Español —cuyo propietario era el asturiano Rafael Calzada y su director el periodista Fernando López Benedito— impulsó una campaña para solicitar la reforma del himno nacional. Gracias a las tratativas de una comisión ad hoc formada por notables de la colectividad, se lograría que el entonces Ministro del Interior, Lucio V. López —nieto del compositor de la pieza e hijo del historiador Vicente Fidel López—, dispusiera que se cantara en actos públicos sólo la última estrofa. Esta decisión, informada por la prensa y parcialmente desmentida por el ministro, provocó reacciones patrióticas en el sector estudiantil y en la opinión pública que hallaron eco en el Congreso, con lo que la iniciativa —justificada por razones diplomáticas y por la necesidad de adecuarse a la altura de los tiempos— quedó trunca. Sin embargo, la costumbre de cantar el himno en las funciones teatrales multiplicó los incidentes entre el público y las compañías dramáticas españolas que recorrían el país y mostraban su rechazo a la letra oficial, modificándola burlonamente, cercenándola o negándose a mostrar respeto hacia ella.9 Siete años después de aquella iniciativa del círculo republicano de Calzada —considerada inoportuna por los diplomáticos españoles— y después de periódicos rebrotes de la cuestión en 1896 y 1898, el 30 de marzo de 1900, durante la segunda presidencia de Julio, A. Roca se reglamentó por decreto el canto del himno nacional, disponiéndose que sólo se entonaran la primera y la última cuarteta y el coro, aunque sin modificar oficialmente el texto original. Ahora bien, más allá de estas significativas anécdotas, debe tenerse en cuenta el panorama general de las relaciones entre ambos países en el cambio de siglo. En aquella coyuntura, España y Argentina aparecían como sociedades inmersas en climas opuestos: mientras que sobre la primera se cernía el fantasma de la decadencia convocado por el Desastre del 98 y la Paz de París; en la segunda rebrotaba un ambiente de euforia y optimismo por el desarrollo del país, una vez superado el crack del 8 Sobre el himno pueden consultarse: Dellepiane, 1927; Bosch, 1937; Corvalán, 1944; Cánepa, 1953; Buch, 1994. 9 Sobre el asunto véase: Bertoni, 2001, pp. 180-184; y Sánchez Mantero, Macarro y Álvarez, 1994, pp. 86-89.
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noventa y cuando parecía posible hallar un compromiso político con la oposición radical. Sin embargo, pese a todo esto y a la diferente orientación de sus prioridades diplomáticas, existía un espacio de confluencia importante entre ambos mundos culturales e intelectuales, que trascendía lo aparatoso de la «política de gestos». Así, no debe sorprender que, bien mirado, el período comprendido entre mediados de la década del noventa y el Centenario de la independencia, permita apreciar la progresiva articulación de España y Argentina. Durante aquellos años fueron manifestándose ciertas similitudes y aproximaciones que, en el mediano plazo, harían posible el desarrollo de un nuevo tipo de relación y la reconstrucción de los vínculos intelectuales quebrados por la ya lejana revolución. Veamos, pues, aquellas que se inscriben en los cuatro ámbitos privilegiados en que se manifestaron estas complementariedades: el ámbito político, el ideológico, el diplomático y el demográfico. En primer lugar, a pesar de las diferencias existentes entre las experiencias argentina y española, podemos apreciar una significativa confluencia en cuanto a la evolución de sus respectivos sistemas políticos. Haciendo abstracción, por un momento, de la diversa naturaleza de sus instituciones de gobierno, ambos sistemas se ajustaban, en lo esencial, al modelo liberal del capitalismo oligárquico, cristalizado en las postrimerías del siglo XIX y principios del XX.10 Este modelo se caracterizaba, a grandes rasgos, por la definición de unas reglas de juego que, bajo garantía constitucional, posibilitaran la alternancia en el poder de unos partidos de notables y por la imposición de fuertes restricciones a la participación de los sectores populares, en aras de mantener la paz política y social y potenciar el progreso. Si bien es verdad que este modelo se mostró exitoso a la hora de disciplinar a las elites, favorecer el espectacular desarrollo de las fuerzas productivas o crear una plataforma para el consenso entre los sectores dominantes; también es cierto que su mismo éxito tendió a generar nuevas contradicciones —como la que devenía de promover las libertades al tiempo que se bloqueaba la universalización democrática de los derechos políticos— y fuertes tensiones sociales para las cuales no tenía una solución eficaz. El «orden conservador», que rigió Argentina entre 1880 y 1916 de acuerdo con estos principios, logró clausurar el ciclo de guerras civiles iniciado en 1820, al tiempo que —tras la derrota de Buenos Aires y la federalización forzosa de la ciudad puerto— encuadró los conflictos entre 10
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el Estado Nacional y las provincias, en el marco de la Constitución de 1853. El sistema político construido por Julio A. Roca impuso una fórmula pacífica de resolución de conflictos internos a la elite, a través del reparto del poder político entre los sectores dominantes del Litoral, Cuyo y el interior mediterráneo para compensar el poder que emanaba de Buenos Aires y de su influencia natural sobre el gobierno federal y las demás provincias. La estrategia de concentración del poder —en lo jurisdiccional, en lo militar y en lo monetario—11 se aplicó para garantizar «paz y administración» y para favorecer la plena inserción de Argentina en el sistema mundial capitalista. Este proyecto justificaría una política sistemática de cooptación de la oposición moderada, de aislamiento de la oposición intransigente y de perpetuación de mecanismos de corrupción electoral en aras de preservar el frágil orden institucional.12 Basado en una interpretación restringida de la fórmula prescriptiva dictada por Juan Baustista Alberdi —consagrada en la Constitución de 1853—, Roca y la coalición política provinciana que lo apoyó, se abocarían a la consumación pragmática de una «república posible» postergando sine die la construcción de la «república verdadera» hasta que la evolución socioeconómica y política de la nación lo permitiera. En esa «república posible», el poder se repartía entre un ejecutivo fuerte y los gobernadores provinciales coaligados, quedando asegurado para las elites del interior el acceso a significativas cuotas de poder y el decisivo control del Senado, institución clave para la administración del régimen y el reparto de los ingentes beneficios del orden y el progreso.13 La agrupación electoral que representaría este frente político construido desde el poder, se distinguiría bajo el rótulo de Partido Autonomista Nacional (PAN) y el liderazgo indiscutido de Roca. Un conocimiento somero de la historia española basta para observar que el régimen de la Restauración mostraba, pese a sus peculiaridades, una semejanza básica con el orden conservador rioplatense. La Restauración podría caracterizarse como la estructura política más estable construida por el liberalismo español del siglo XIX que permitiría pacificar el país entre 1876 y 1923, dejando atrás los pronunciamientos de los espadones y conjurando una eventual revolución social. 11 La construcción del Estado argentino y la historia de su institucionalización, de su penetración coercitiva, infraestructural y simbólica es abordada en: Oszlak, 1997. 12 Véase: Botana, 1977, p. 31. 13 Consultar: Ib. y Alonso, 1997.
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Construida por Antonio Cánovas del Castillo y sostenida por la oposición leal de Práxedes Mateo Sagasta, la Restauración se presentaría como remedo del sistema bipartidista británico, en el que unos partidos de notables —conservadores y liberales— debían extender su influencia hacia los extremos del arco político para cooptar a sus principales referentes e integrarlos al Gobierno. La garantía última de la estabilidad estaría dada por una fórmula de alternancia o turno pacífico entre ambos partidos que permitiría resolver la natural puja de intereses, ambiciones e ideas, dentro de las reglas civilizadas de la «política burguesa». Apoyada en el texto constitucional de 1876 —claramente restrictivo respecto del anterior de 1869— la Restauración borbónica consagraba la fórmula de una monarquía limitada por unas cortes bicamerales, en las que el Rey —con acuerdo del Ministro de la Gobernación— poseía la prerrogativa de nombrar y destituir a los presidentes del gobierno y convocar elecciones con el fin de fabricar mayorías parlamentarias que aseguraran la gobernabilidad. Como bien ha expicado Diego Pro, la consulta electoral consistía en una mera escenificación cuyo resultado prefijado garantizaba que los partidos dinásticos se apoderaran de la casi totalidad de los escaños, variando la mayoría según el signo del gobierno que se pactara para la coyuntura.14 Así pues, este sistema de alta política, al igual que el argentino, funcionaba sobre unas bases electorales corruptas: una red de influencias de caciques de diferente rango que recurrían al fraude —adulteración de listas de votantes, sobornos, intimidación, etc.— y un aceitado sistema de favores e influencias, que garantizaban el control del proceso electoral. No debe extrañar, pues, que, en ambos regímenes, la figura del caudillo o cacique electoral fuera imprescindible. En tanto que partidos de notables, desprovistos de personería jurídica, sin afiliados ni cotizantes, tanto el autonomismo argentino, como el conservadurismo y el liberalismo españoles, constituían bandas parlamentarias y burocráticas cohesionadas desde el poder, cuyos dirigentes emergían de las instituciones sociales de la elite, de las universidades o de las logias masónicas, pero que debían apoyarse en personajes localmente influyentes, capaces de controlar amplias clientelas electorales. Dado su carácter de construcciones del liberalismo y pese a sus prevenciones antidemocráticas, tanto el unicato roquista como el sistema canovista debían cubrir el expediente constitucional que imponía el sufragio como criterio de legitimación del sistema político. La formalidad electoral que requería el orden liberal —fuera este republicano o monár14
Véase: Pro, 1998, p. 169.
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quico constitucional— se cumplía, en la realidad, a la vez que se corrompía el espíritu democrático del sufragio, restringiendo legalmente o adulterando los resultados de los comicios para adaptarlos a los requerimientos del poder. Mientras que en Argentina este esquema se utilizaba para garantizar el triunfo del candidato presidencial de la coalición oficialista y asegurar su hegemonía en el Congreso, en España, se ponía al servicio de la construcción consensuada de mayorías parlamentarias coyunturales que permitieran la alternancia pactada de los partidos dinásticos en la presidencia del Consejo de Ministros. En ambos casos, se premiaba el acuerdo y se castigaba la oposición intransigente —como los radicales argentinos o los republicanos españoles—, excluyéndola del sistema o asegurándose de que no pudiera hacerse con el control de las instituciones del Estado. En ambos casos resultaba imprescindible la labor de los caudillos electorales, que movilizaban votantes y realizaban una gestión fraudulenta de los comicios, comprando votos o adulterando los resultados del sufragio, cuando ello era necesario.15 Esta relación de mutua conveniencia entre los partidos oligárquicos y los caciques era sin duda compleja y poseía muchos componentes inmorales, pero no era una aberración histórica: era el resultado real —aunque decepcionante— de la extensión de derechos electorales relativamente amplios en sociedades atrasadas o en proceso de modernización. El cacique derivaba su poder del conocimiento y de su conexión con los intereses de su tierra y su capacidad de representarla y movilizar los electores que necesitaban los partidos de notables para legitimar su acceso al poder. Desde este punto de vista, el «caciquismo» y el «caudillismo» respondían, pues, a una situación social y política y era la forma en la que se expresaban y adquirían entidad política las influencias locales y regionales en un sistema elitista de alta política. Construidos como instrumentos capaces de promover el progreso, la pacificación y el orden social en países asolados por un pasado de sangrientas guerras civiles y de marcado retraso socioeconómico, ambos regímenes oligárquicos nacieron para disciplinar a las conflictivas elites y aprovechar las oportunidades que ofrecía la expansión del sistema mundial capitalista. Más tarde, cuando las condiciones de partida hubieron de cambiar —debido, en gran medida, a su propio éxito—, el régimen del ochenta y la Restauración hubieron de revelarse como sendos sistemas de exclusión política de las emergentes clases medias y de las clases trabajadoras. Si bien la creciente urbanización y el saldo de los procesos 15
Zimmermann, 1994, pp. 22-27.
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migratorios —internos y externos— aflojarían el control político de los caciques y caudillos electorales, favoreciendo la organización libre de los ciudadanos en partidos programáticos o ideológicos de signo liberal-democrático o socialista; en ninguno de los dos países estas transformaciones bastaron para resolver el problema del sufragio, cuya venalidad se perpetuó mientras la hegemonía de los sectores oligárquicos fue incontrastable y los sistemas políticos que fundaron gozaron de buena salud. Esta similitud básica favoreció, en cierta medida, que los ámbitos ideológicos de ambos países comenzaran a sincronizarse, centrándose en problemáticas cada vez más próximas y abocándose a reflexionar acerca de fenómenos políticos similares. Aun cuando esta coincidencia no se materializara en un diálogo y no inaugurara una corriente de intercambio intelectual o manifiesta solidaridad antes de 1898, crearía las condiciones para que, en la época del Centenario, pudiera producirse un acercamiento entre los intelectuales argentinos y españoles y que daría lugar a la feliz experiencia rioplatense de Altamira, Posada y Ortega, entre otros. En segundo lugar y a pesar de las diferencias de su origen histórico, de su cronología y de los contenidos más específicos de su evolución, la consolidación de ambos sistemas oligárquicos generó un abanico similar de respuestas por parte de los intelectuales, las capas medias y los sectores obreros en ambos países. Por una parte, existen similitudes inocultables en la conformación de un polo opositor liderado por partidos moderados que se vieron empujados a impugnar globalmente el régimen oligárquico. En Argentina, la hegemonía del PAN bajo el liderazgo de Roca16 y los abusos a los que dio lugar, favorecieron la formación de partidos opositores modernos de índole programática y de amplia base social en las capas medias —como la Unión Cívica Radical (UCR)— u obrera —como el Partido Socialista—.17 En España, la hegemonía del tándem Cánovas-Sagasta y la perduración del esquema viciado de fraude y caciquismo que consagró la alternancia de conservadores y liberales, generaron respuestas opositoras republicanas y socialistas de talante similar a las que pueden apreciarse en Argentina. 16
Malamud, 1997. Para comprender los orígenes ideológicos y las tradiciones y prácticas políticas de la UCR véase Alonso, 2000; y para obtener un panorama de la historia de la UCR, puede consultarse el ya clásico Rock, 1992. Sobre el Partido Socialista, véase: Oddone, 1983. Sobre el aporte de españoles, italianos y demás europeos al partido radical y socialista véase: Di Tella, 1989. 17
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Pese a esto, ni la oposición radical, ni la republicana ni tampoco la socialista lograron ofrecer una auténtica alternativa de poder, en el caso rioplatense, hasta mediados de los años diez del siglo XX y, en el caso peninsular, hasta una fecha tan lejana y en una coyuntura sustancialmente diferente, como la de la caída de la dictadura de Primo de Rivera. En Argentina, el esquema político instaurado en 1880 no fue impugnado seriamente por ninguna fuerza política —incluidas las de los políticos porteños marginados del sistema roquista— durante una década. Fruto del evidente progreso y de la movilidad social ascendente, la sociedad argentina tendería a la desmovilización política convalidando, a través de una marcada indiferencia, los usos y costumbres elitistas y caudillescos de la vida política.18 Esta situación cambiaría drásticamente una vez que estallara la crisis económica de 189019 y se produjera la movilización violenta de las fuerzas opositoras —aglutinadas en la Unión Cívica—, alimentada por el descontento de los sectores medios urbanos, de los propios inmigrantes sin derechos políticos y de los trabajadores.20 En el contexto de depresión y conflicto de los años noventa, el discurso opositor fue haciéndose fuerte en la ponderación de los valores inversos a los alentados por el gobierno respecto de la participación ciudadana y de la moralización escrupulosa del sufragio. La impermeabilidad del roquismo ante este tipo de reclamos favoreció dentro de la oposición la primacía de la estrategia intransigente y «revolucionaria» encarnada en Leandro N. Alem y luego en el liderazgo de Hipólito Yrigoyen, por sobre las alternativas gradualistas y pactistas defendidas por Bartolomé Mitre. La Revolución de 1890, derrotada militarmente, lograría la renuncia del presidente Juárez Celman y fortalecería a sectores más aperturistas de la elite dominante, pero no alcanzaría para abrir el esperado proceso de saneamiento electoral ni para mantener unido el frente opositor. De ese paradójico «éxito» y de la contraposición de las estrategias de Mitre y Alem surgirían dos partidos, la Unión Cívica Nacional —que termina18
Zimmermann, 1997, p. 22. Para un esclarecedor análisis económico de la crisis de 1890 véase: Cortés Conde, 1989, pp. 174-257. 20 Como señalan Natalio Botana y Ezequiel Gallo, el surgimiento de la Unión Cívica (UC) y de un discurso reivindicativo de la acción política popular estaba originalmente relacionado con el intento de recuperar la tradición política de Buenos Aires —que aún recordaba la época dorada de lo que se ha dado en llamar la «república de la opinión»— antes que con la fundación de un nuevo orden democrático. Véase: Botana y Gallo, 1997, p. 38. Sobre los usos y costumbres políticas porteñas durante la etapa de la organización nacional, pueden consultarse: Letieri, 1998; Sábato, 1998. 19
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ría pactando con el roquismo, para luego diluirse — y la UCR, reacia a cualquier transacción que cuestionara sus principios y dispuesta a la abstención electoral si no se garantizaba la pureza de los comicios. Desde entonces y hasta 1912 —cuando Roque Sáenz Peña promulgó la ley electoral que garantizaría el libre sufragio que llevaría al poder a la UCR en 1916—, el régimen liberal-conservador argentino sobreviviría gracias a la continuidad acelerada del progreso material, pero deslegitimado en el terreno político por la oposición radical, socialista y la impugnación extrema, aunque marginal, del anarquismo. Esta larga pervivencia no era fortuita ni tampoco excepcional: el sistema oligárquico demostró, en ambos países y en un primer momento, una notable capacidad para reunir tras de sí a las clases dominantes y desmovilizar políticamente a la población. Luego, y también en ambos casos, este sistema se mostraría capaz de solventar crisis muy profundas, como el crack del noventa en Argentina y el Desastre del 98. Más allá de su adecuación a determinada realidad social y territorial y de sus probadas capacidades para reprimir los conatos «revolucionarios» —como los de 1890 y 1905 en Argentina y 1909 en Barcelona—, la supervivencia de ambos regímenes puede explicarse por su habilidad para controlar los principales distritos electorales, manteniendo dividida a la oposición y cooptando a sus expresiones más moderadas. Por otra parte, en ambas naciones, se verificaron también, dos procesos coincidentes: la radicalización del conflicto obrero provocado por la extensión y profundización de las relaciones laborales capitalistas; y el surgimiento de impugnaciones absolutas del orden social, económico y político por parte de sectores anarquistas y la aparición del terrorismo de la mano de las facciones ácratas más extremas e individualistas. El desarrollo de estos procesos determinaron, tanto en España como en Argentina, buena parte de la agenda política de los gobiernos y orientaron la búsqueda de mecanismos que conjuraran el peligro revolucionario, ora a través de la represión —en cuyo caso se dieron incluso intentos de coordinación entre ambos países—, ora a través de estrategias equivalentes de integración social y política.21 Así, tanto en Argentina como en España —aun cuando en respuesta a crisis de diferente índole— tomaron cuerpo unos discursos reformistas, modernizadores, atentos a la cuestión social, al problema educativo y también al problema «nacional». Discursos que, en buena medida, pueden ser tomados como respuestas ante un temor a la desintegración na21
Véase: Suriano, 1989-1990, pp. 109-136 y Suriano, 1995, pp. 21-48.
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cional o cultural que, por diferentes razones, fue propagándose en ambos países. En lo que respecta a España, la oprobiosa paz de París no acarreó la caída de la monarquía constitucional debido, en parte, a la debilidad y división interna de la oposición republicana,22 pero causó una profunda conmoción en el mundo cultural e ideológico español y que, en el futuro mediato, tendría efectos de considerable importancia. La principal novedad del fin de siglo peninsular no fue, pues, estrictamente política, sino ideológica y estuvo marcada por la difusión de un vigoroso discurso moralizador, tras el cual emergía la figura del intelectual crítico e independiente. La conformación un amplio y heterogéneo movimiento de opinión, comúnmente conocido bajo el rótulo de regeneracionismo, permitiría redimensionar la escala del descontento existente y recuperar un tipo de crítica del statu quo que ya circulaba en la opinión pública, para encauzarlos hacia un cuestionamiento radical de la realidad política y dar cobertura ideológica a diversos proyectos de reforma y de modernización cultural.23 En aquella coyuntura dramática terminaría por imponerse la idea de que la unidad y la existencia misma de España dependían del compromiso que sus clases dirigentes contrajeran con la causa de la regeneración nacional.24 Fue entonces cuando las obras críticas de hombres como Ma22 Los republicanos moderados —reunidos en torno de líderes como Azcárate o Melquíades Álvarez— promovían la democratización del sistema político y la imposición de una legislación social, de una educación pública, laica y universal y de una reforma agraria, sin apelar a medios violentos y a través de una estrategia que admitía la participación electoral y la ulterior negociación con las fuerzas dinásticas. Los radicalizados —seguidores de agitadores populares como Lerroux o Blasco Ibáñez— reivindicaban un programa similar, pero a través de un discurso incendiario e intransigente. Pese a esta división, la debilidad republicana radicaba en que sus votos y apoyos se cosechaban, casi exclusivamente, en las principales ciudades —donde debieron competir con el socialismo—, cuando era un hecho que la llave de la gobernabilidad estaba todavía en los distritos rurales y los municipios del interior. 23 En un sentido amplio, el regeneracionismo fue un fenómeno que abarcó muchas facetas de la vida cultural, cuyas primeras expresiones aparecieron bastante antes de aquella derrota; aun cuando en un sentido ideológico más restringido, hiciera eclosión tras la crisis de 1898. En el campo literario la expresión más notable de esta reacción modernizadora fue el surgimiento de la «generación del ’98». Este concepto polémico —introducido por Ortega y Gasset y divulgado por José Martínez Ruiz «Azorín»— intentaba retratar al grupo de polígrafos que asumió la tarea de retratar la situación española a través de una lenguaje crudo y realista, cultivando con especial esmero el reporte de viaje y la novela naturalista, géneros particularmente adecuados para denunciar las lacras de una España profunda, tradicionalista, pobre y retrasada. 24 Para comprender mejor la consciencia regeneracionista de la intelectualidad española, ésta debería ubicarse, según Jover Zamora, en el contexto previo de una
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llada, Picavea, Morote25 y en especial el infatigable proselitismo de Joaquín Costa, atrajeron a las pequeñas y medianas burguesías y sedujeron, al menos circunstancialmente, a objetores del sistema canovista provenientes de casi todos los sectores del espectro político, incluyendo a viejos carlistas, a algunos liberales y conservadores dinásticos y a la casi totalidad de los círculos republicanos.26 En lo esencial, el «programa» de los regeneracionistas y en especial de Costa —uno de los maestros de Altamira que más influyó en su pensamiento— perseguía el desarrollo y la modernización de España a través de una renovación ética del liberalismo que desembocara en una reforma radical del país. Para ello era necesario: poner en marcha grandes «transición intersecular» caracterizada por una crisis generalizada de la que la cuestión colonial cubana y filipina sería una parte muy importante aunque no la única. En ese sentido, conviene reinscribir el desarrollo de la historia intelectual española en las líneas de evolución política, ideológicas y sociales occidentales. Entre esas líneas, destacaba el surgimiento finisecular de una nueva sensibilidad hacia la «cuestión social» y el estado del proletariado. Esta sensibilidad, darían fundamento a un cúmulo de iniciativas políticas reformistas aunque, posteriormente, y ante la radicalización revolucionaria de ciertos sectores obreros y socialistas, a una considerable retracción ideológica determinada por el temor hacia una revolución de los desposeídos. Estos vaivenes y tensiones se manifestaron en toda Europa y en América entre fines del XIX y primer tercio del XX, tomando distintas formas y habilitando diferentes resoluciones según los países, yendo del progreso y evolución democrática del liberalismo de minorías, a la movilización autoritaria de las masas. Véase: Jover, 1997. 25 Ocho años antes del desastre, el paleontólogo Lucas Mallada publicaba Los males de la Patria y la futura revolución, en el que atacaba con una estrategia y un vocabulario cientificista el mito de la riqueza de España. La exposición de una letanía de males españoles, todos relacionados con las prácticas políticas, la estructura social y las faltas de mejoras productivas y de infraestructuras, concluía con un llamado a una revolución abstracta de todos los españoles honrados para regenerar a España, sin necesidad de quebrar el orden de la monarquía constitucional. En 1899, Ricardo Macías Picavea daba a conocer El problema nacional, donde indicaba que los males españoles eran el caciquismo, el militarismo, la teocracia, la vagancia y el germanismo, que habría comenzado a propagarse con los Habsburgo. Picavea condenaba duramente a los partidos como bandas de caciques y al parlamentarismo como sistema, proponiendo el cierre de las cortes por diez años para poner en marcha una «revolución nacional» de base corporativista. Dos años después de la coyuntura detonante de tanto inconformismo, Luis Morote planteaba la necesidad de un regeneracionismo democrático y proponía la necesidad de sanear el parlamentarismo liberando a las cortes de la influencia perniciosa de otros poderes (Morote, 1998). 26 Pese a la diversidad y virulencia de la crítica y práctica de los diferentes exponentes del regeneracionismo, los efectos prácticos de su acción política e ideológica fueron muy limitados debido a la escasa credibilidad de las opciones republicana y carlista —divididas en facciones personalistas y apegadas todavía al folklore insurrecional decimonónico— y a la capacidad del régimen para adoptar reformas democratizadoras específicas y oportunas. Véase: Pro, 1998.
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obras de modernización — regadíos, canales y redes ferroviarias— que permitieran producir más y en mejores condiciones de competitividad; podar el presupuesto militar y burocrático para crear escuelas, asignar recursos a la reforma educativa y alfabetizar a la población; e implementar una política social que evitara el retroceso de la propiedad comunal y mejorara las condiciones de vida y de trabajo de campesinos y obreros.27 En la mayoría de los casos, la literatura regeneracionista procuraba concienciar a la opinión pública, haciendo uso de un léxico casi apocalíptico en unos textos historizantes o sociologizantes que exageraban la decadencia y se presentaban como acercamientos científico a la realidad. Por supuesto, más allá de lo estridente de su lenguaje y de la ulterior recuperación selectiva del corpus regeneracionista por parte de la extrema derecha, la prédica voluntarista de esta «revolución desde arriba» venía a proponer, en lo sustancial, una reforma preventiva y democratizante que evitara el posible estallido de una «revolución desde abajo» en el ámbito urbano o rural español.28 27 Pese a que la crítica costista no poseía un sistema y carecía de rigor metodológico, es un hecho que sus tres principales aportes se relacionaron con la cuestión de la tierra. En primer lugar, el gran problema de España radicaba, según Costa, en la difusión del individualismo agrario, abrazado como ideal tanto por el terrateniente como por el minifundista. Frente a este individualismo, Costa no sólo proponía recuperar y rehabilitar antiguas soluciones comunales de carácter consuetudinario; sino que demandaba la intervención del Estado para reordenar el catastro nacional y poner la propiedad en función del interés colectivo, a través de una enérgica política de expropiación y redistribución de la tierra. Es segundo lugar, Costa creía imprescindible demoler los valores aristocrático-feudales dominantes impulsando una reforma educativa que desterrara la glorificación de lo militar, de la conquista de América, de la caballerosidad hispana, de la religión y que reemplazara el cultivo de las materias contemplativas por la enseñanza universal de una serie de materias prácticas y técnicas que aportaran a la modernización. En tercer lugar, Costa criticaría la médula del sistema político que, apoyado en aquella organización aberrante de la propiedad, en aquellos valores aristocratizantes y en el embrutecimiento del pueblo, garantizaba la hegemonía de la oligarquía estratificada local, regional y nacionalmente que dominaba las instituciones de la Restauración. 28 La prédica regeneracionista ha sido vista no pocas veces como un antecedente ideológico del fascismo español. Sin embargo, el regeneracionismo y la crítica noventayochista no sólo tuvo corolarios autoritarios. Podría decirse que, desde su irrupción el complejo movimiento regeneracionista reflejó la división bipartita del país: la España que privilegió el orden social, el confesionalismo, el militarismo, el culto al líder, las glorias patrias, el eficientismo, la concentración del poder y el antiparlamentarismo; y la España de las libertades individuales, del pluralismo, de la voluntad popular, del laicismo, de la democratización del liberalismo, de las reformas sociales. De allí que los disgnósticos y la agenda que impuso aquella generación del 98 tuvieran lecturas facistoides y, a la vez, derivaciones democratizadoras. Sobre esto ha llamado la atención José Álvarez Junco, quien advirtió oportunamente contra el frecuente error teleológico de los historiadores, recordando que puestos a buscar retrospectivamente antecedentes
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Carentes de un sólido apoyo parlamentario e incapaces de generar un espacio político alternativo, los referentes del regeneracionismo tomaron, en general, la pose de observadores distantes, en la creencia de poseer un diagnóstico certero acerca de los males de España y una fórmula magistral para sanearla. Este distanciamiento crítico; la incomprensión de las reglas y mecanismos de la pequeña política; el matiz de ingenuidad que teñía sus sesudos aportes y lo voluble de la opinión pública, contribuyeron a que la mayoría de estos intelectuales experimentaran no pocas frustraciones y quiebres y mantuvieran una relación controvertida con la política y una muy discreta inserción partidaria. El reformismo argentino, a diferencia del español, halló diversos canales político-partidarios para expresarse y un terreno fértil para prosperar no sólo entre la oposición, sino también dentro de la propia elite dominante, toda vez que el grueso de la UCR porfiaba en su estrategia de «abstención revolucionaria» y el anarquismo ganaba terreno en los sindicatos y protagonizaba la agitación callejera. Con todo, los artífices del reformismo finisecular fueron, también en Argentina, unos intelectuales y profesionales —ingenieros, abogados, médicos, etc.— que, a diferencia de la relativa marginalidad política que experimentaban sus homólogos españoles, se hallaban integrados en la administración pública y poseían un fuerte compromiso con la Constitución y el orden republicano al que aspiraban a perfeccionar. Fueron estos hombres quienes, abrazando una estrategia científica de aproximación a la realidad de su época, se abocaron al estudio de la sociedad, la economía y la política argentinas, como primer paso para poder introducir modificaciones que aseguraran la reproducción del orden liberal.29 En este sentido, en Argentina el reformismo liberal resultó ser, a diferencia de lo ocurrido en España, algo más que una mera concesión táctica a la oposición moderada, en el marco de la habitual estrategia de cooptación oligárquica. De allí que caracterizadas personalidades del orden conservador se comprometieran con la causa de la reforma y acometieran ellos mismos o alentaran a intelectuales y tecnócratas próximos, a ideológicos del fascismo, podríamos encontrarlos, también, en la izquierda republicana y revolucionaria. Lo que cuenta pues, es tener presente que «lo que ocurrió luego, y en especial la Guerra Civil de 1936-1939 y la dictadura franquista» con algunos de los intelectuales finiseculares que abrazaron filosofías totalitarias, era sólo una de las derivaciones posibles del clima de ideas de principios de siglo, lo cual quedaría palmariamente demostrado por «la variedad de respuestas políticas dadas por los supervivientes del 98 ante el conflicto de 1936» (Álvarez Junco, 1998, p. 469). 29 Véase una excelente caracterización de los reformistas liberales argentinos y las diferencias que los separaban de sus homólogos europeos en Zimmermann, 1997, p. 35.
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estudiar las transformaciones de la sociedad y buscar nuevas fórmulas de equilibrio. Sin perder de vista la diferente inserción política del reformismo en ambos países, debemos considerar que los regeneracionistas españoles debieron asumir un registro de la crítica al sistema oligárquico que sus contemporáneos argentinos no: el de la denuncia del atraso y la improductividad. En efecto, los intelectuales noventayochistas debieron elaborar un diagnóstico y un discurso proyectual que en Argentina ya había sido asumido, previamente, por la Generación del 37, en respuesta a la hegemonía política de Juan Manuel de Rosas. El progreso material era, para 1898, un hecho incontrastable en el Río de la Plata, dirigiéndose buena parte del discurso reformista a recordar el déficit que en el terreno «espiritual», «moral» y «humano», creaba tanto y tan rápido crecimiento económico. Como bien ha señalado Eduardo Zimmermann, en los albores del siglo XX, existía un fuerte y polifacético cuestionamiento reformista hacia el statu quo del orden liberal-conservador argentino, en el que confluían: una enérgica demanda de ampliación y moralización del sistema político; un debate acerca de la capacidad del liberalismo para solucionar la «cuestión social» y una crítica idealista hacia el materialismo y el positivismo cientificista, identificado como la doctrina oficial del régimen.30 Con todo, la proliferación de contenidos espiritualistas en la crítica del sistema oligárquico no debe hacernos perder de vista que los reformistas argentinos más influyentes de la época no impugnaron ese crecimiento material —ni hicieron de la necesitad, virtud, como alguno de sus equivalentes españoles— sino que aspiraron a profundizarlo, procurando lograr un reparto más equilibrado de sus beneficios y una aplicación del Estado a otras tareas que a la mera promoción del desarrollo económico. Ciertos regeneracionistas, como el propio Altamira, también asumieron aspectos de la crítica espiritualista de la realidad política de su tiempo, aún cuando ésta era desplegada para señalar las miserias de las potencias dominantes y la existencia de alternativas al imperialismo económico anglosajón, antes que para recusar el ideal del progreso material que España debía abrazar. Así, Altamira auscultaría en la psicología colectiva del pueblo español, no sólo para determinar los orígenes de aquel estado de postración, sino para señalar qué cambios sociales e idiosincrásicos debían operarse para poder moralizar el sistema político y favorecer la modernización socioeconómica de España. 30
Zimmermann, 2002, p. 66.
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Como podemos ver, los ideólogos regeneracionistas y los referentes del reformismo rioplatense estaban muy lejos de convocar el fantasma de la revolución social para lograr sus objetivos. Por ello y pese a las prevenciones de los sectores más conservadores, naturalmente reacios a introducir modificaciones en el esquema de dominación y en el mundo del trabajo, el discurso reformista fue calando, inevitablemente, en el blindaje de estos sistemas oligárquicos que era más delgado y poroso que lo que las tradiciones políticas progresistas hispanoargentinas han querido creer. Así, no debe extrañar que el discurso de la regeneración se propagara también en algunas facciones —más o menos oportunistas, más o menos lúcidas— de los partidos del turno restaurador. Tales tendencias se hicieron visibles en los gobiernos conservadores de Francisco Silvela e, incluso, en los comienzos del controvertido gobierno de Antonio Maura; aunque el mayor compromiso con la apertura y la reforma dentro del sistema canovista correspondería, lógicamente, al partido encargado de seducir e integrar a la oposición de izquierdas. No casualmente liberales como Segismundo Moret, José Canalejas y el Conde de Romanones tenderían puentes con los republicanos moderados y ensayarían un diálogo con los intelectuales krausopositivistas de la ILE. De tales gestos y del genuino interés que estos dirigentes mostraron hacia buena parte del programa reformista, resultaría la incorporación de varios de sus referentes a nuevos institutos burocráticos creados, a la medida de sus proyectos, en la esfera pedagógica, científica o de la balbuceante política social de la era alfonsina. Quienes lanzaron este experimento reformista desde las filas del liberalismo dinástico creían posible adoptar ciertas políticas sociales y pedagógicas innovadoras e introducir, paulatinamente, ciertas modificaciones en el sistema electoral, con el objeto de buscar en la opinión pública razonable y en las fuerzas vivas, el apoyo y legitimación necesarios para preservar el orden constitucional de 1876. Pese a su predisposición, o quizás debido a lo tímido de esta, ninguno de los tres gobiernos liberales del período lograría, para fastidio de sus interlocutores y acompañantes republicanos, moralizar el sistema electoral, ni suprimir el caudillismo y sus vicios antidemocráticos.31 En conclusión, pese a las diferencias que los distanciaban —que, insistamos, no eran anecdóticas— el pensamiento reformista español y ar31
De esta forma, veinticinco años después, cuando Primo de Rivera clausurara la era restauradora, los problemas seguían siendo exactamente los mismos que los que denunciaba el regeracionismo en 1898. Véase: Pro, 1998, pp. 248-249.
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gentino poseían, indudablemente, rasgos similares que no debemos desdeñar: su raíz ideológica liberal; sus intentos de sintetizar positivismo y espiritualismo; sus lecturas de Krause; su discurso patriótico y moralizante; sus propuestas de ampliación de la base democrática del sistema representativo; su capacidad para influir en diferentes sectores sociales y políticos; su percepción de la importancia de la «cuestión obrera»; su apuesta por la educación universal como instrumento de modernización e integración social; su interés por la Historiografía y las Ciencias Sociales; y sus respectivas búsquedas de los elementos fundacionales del carácter nacional. Podría decirse, pues, que el reformismo argentino y el español expresaron matices y énfasis diferentes relacionados, en buena medida, con las distintas fases en que se encontraban España y Argentina respecto del proceso de modernización capitalista en la coyuntura finisecular y, también, de los temores e interrogantes que traía el incontenible cambio social. Esta asimetría, la diferente inserción política de los referentes del reformismo y los matices en sus respectivas apropiaciones del krausismo, no impidieron aquel acercamiento, aun cuando coadyuvaron a un cruce inesperado de interlocutores que, como veremos más adelante, vincularía a representantes de la oposición en España con conspicuos miembros del régimen en Argentina. En tercer lugar, si bien las políticas exteriores de España y Argentina discurrían por vías diferentes, debemos tener en cuenta que en los años noventa se pudo observar una significativa confluencia diplomática alrededor del problema de la proyección imperialista de los Estados Unidos en América Latina. La preocupación compartida ante el creciente expansionismo anglosajón signaría un acercamiento pragmático y circunstancial —fruto del espanto antes que del amor— que no pudo dar lugar a una auténtica coordinación de los ministerios de asuntos exteriores de ambos países. Este acercamiento se manifestó con mayor nitidez a raíz de las presiones de los Estados Unidos sobre España y de su posterior involucramiento en la Guerra de Independencia cubana en 1898. Así, durante este período se instaló con todo dramatismo en Argentina el problema que suscitaba este conflicto trilateral para el equilibrio continental, provocando quiebres en el tradicional discurso pro-cubano, un vuelco pro-español en la opinión pública a la hora de la intervención norteamericana y significativas realineaciones ideológicas en la elite rioplatense.32 32 Véase: Cisneros y Escudé (dirs.), 1998-1999 (2.ª Parte, Tomo VIII, Cap. XLIII). Disponible en http://www.argentina-rree.com/index2.htm [Consultado: IX-2007].
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Argentina y Estados Unidos nunca tuvieron relaciones plácidas. Entre 1880 y 1900, la diplomacia argentina boicoteó con éxito el proyecto del Secretario de Estado James Blaine de construir una zona de libre comercio hemisférica. En la Conferencia Panamericana de Washington de 1889, los delegados argentinos —los futuros presidentes Manuel Quintana y Roque Sáenz Peña— se opusieron a rajatabla al proyecto de unión aduanera, criticando la constitución de uniones de mercados no complementarios; defendiendo el libre comercio y la libertad de acción diplomática de todos los países hispanoamericanos y postulando la doctrina de «América para la Humanidad», en clara oposición al corolario imperial de la Doctrina Monroe.33 Argentina rechazaba el panamericanismo debido a su vinculación privilegiada y estratégica con el Reino Unido y, también, por su propia tradición americanista que, pese a excluir a los Estados Unidos, proponía una estrecha sociedad con Europa, como garantía del progreso de los países latinoamericanos. De ahí la oposición a cualquier ensayo diplomático multilateral en donde Estados Unidos ejerciese el liderazgo regional en detrimento de la «benéfica» influencia europea.34 Así se explica que, en la crisis del 98, la simpatía generalizada hacia el independentismo cubano se transformara —luego de la voladura del Maine, el bloqueo de la isla y el ultimátum de la administración McKinley— en un alineamiento informal con España, por lo menos en el plano ideológico y discursivo de los sectores liberales reformistas de la época: El debate internacional de nuestros días, no gravita, en su actualidad conmovedora, sobre la independencia de una Antilla. La intervención, ha transformado la causa, el ultimátum ha desgarrado la bandera, confundiendo en una injuria a las dos soberanías: a la que aspira a nacer, y a la que exige para su honor tradicional, el reconocimiento y los respetos del universo cristiano. El Congreso Federal de los Estados Unidos desconoce la jurisdicción de España sobre la Gran Antilla; pero no para que nazcan las autonomías nativas, ni para demoler toda existencia política, sepultando en los abismos de una intervención armada, a los peninsulares, y a los insurrectos: a la República y a la Monarquía... Esta tercería sin título, estas reivindicaciones sin dominio, constituyen, señores, el hecho más anormal y la usurpación más subversiva contra los basamentos del derecho público y contra el orden de las soberanías [...] Cuba ha debido ser libre... si esa libertad no se buscara en este momento histórico, por el camino de la humillación y del ultraje a la nación española: 33
Ib. Como señalan Cisneros y Escudé la oposición argentina al panamericanismo se sustentaba, amén de ciertas ideas fantasiosas acerca del futuro de la nación, en una serie de supuestos relacionadas con un ideal diplomático europeísta que conllevaba tanto el rechazo de la hegemonía norteamericana, como un distanciamiento arriesgado del resto de los países latinoamericanos (Ib.). 34
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ultraje que no le infieren las disensiones internas, entre insurgentes y peninsulares, sino los actos insólitos de una política invasora, que acecha desde la Florida los anchurosos senos del golfo de México, para nutrir en ellos sensuales expansiones territoriales y políticas; sueños de predominio que aspiran a gravitar pesadamente en la vasta extensión del hemisferio.35
En 1896, agravada la posición española en Cuba, la comunidad hispana argentina y uruguaya había lanzado, a través de la APE y bajo la influencia del omnipresente Rafael Calzada, una colecta pública para adquirir un crucero con el que dotar a la armada peninsular de una nave moderna con la que enfrentar el nuevo compromiso bélico.36 El buque, que no llegaría a incorporarse —afortunadamente, si cabe— a la malograda flota del almirante Pascual Cervera, en Cuba, ni a la de Patricio Montojo en Filipinas, fue construido en los astilleros de El Havre y dotado de artillería en el arsenal gaditano de La Carraca.37 Esta iniciativa de la comunidad española en el Plata no contó con el apoyo oficial del gobierno argentino, el cual procuró guardar un equilibrio entre las tres posiciones en pugna, manteniendo su línea tradicional de neutralismo y de promoción de un pacifismo arbitral. De allí que, del cotejo de los hechos, surja la idea de cierta ambigüedad del gobierno argentino, que prohibió la reparación del torpedero español El Temerario tras la intervención norteamericana, pero dejó hacer con total impunidad a la comunidad española en la suscripción que realizaba para construir el Río de la Plata, mientras defendía, simultáneamente, los derechos nacionales cubanos. La pluralidad de la opinión pública rioplatense aseguró la amplia difusión de todas las posiciones, aun cuando era apreciable el intento de 35 Sáenz Peña, Roque, Discurso pronunciado en el Teatro de la Victoria (Buenos Aires, 2-V-1898), en Sáenz Peña, Groussac y Tarnassi, 1898, pp. 3-5. 36 Véanse los pormenores de la colecta —que lograría reunir en poco menos de un año 375.000 dólares— y del encargo a armadores ingleses y franceses del crucero Río de la Plata en Sánchez Mantero, Macarro y Álvarez, 1994, pp. 91-92. 37 El Río de la Plata visitó Buenos Aires en febrero de 1900, asistiendo a la multitudinaria recepción en el puerto de la capital el Presidente Roca y las autoridades de la colectividad española. El Río de la Plata, con base en Cartagena, fue utilizado por la armada española junto al Carlos V durante la conferencia hispano-francesa de Algeciras en 1906; en la misión diplomática del General Matta en Tánger y en la operación de auxilio a Casablanca, asediada por el levantamiento marroquí para custodiar al Consulado de Casablanca, bombardeando posiciones rebeldes el 22 de agosto de 1907. En julio de 1909 fue comisionado como guardacostas durante las campañas españolas en el Rif. En 1922, estando destinado en Cádiz, fue convertido en sede de la Escuela de Aeronáutica Naval, anexo al portaviones Dédalo. El 27-III-1934 se dispuso su desguace. Véase: «El crucero Río de la Plata». Relación de Cádiz con el Río de la Plata. Disponible en http://galeon.hispavista.com/rioplata/sigloxx.htm, [Consultado: IX-2007].
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conciliar el mandato emancipador de los libertadores y revolucionarios, con la defensa del honor español y la exaltación de su aporte a América. Detrás de estas contorsiones —dialécticas antes que ideológicas— se encontraba la sorda inquietud que, en el ámbito hispanoamericano, causaban tesis como las de Houston Stewart Chamberlain, que intentaban explicar la superioridad tecnológica, científica y militar de Inglaterra, Alemania y Estados Unidos y legitimar su proyección imperial a partir de la tesis de la superioridad racial de los pueblos anglosajones. En la lógica de esta teoría pseudocientífica, los pueblos con mayor proporción de sangre aria estarían destinados a preponderar sobre las naciones latinas y a dominar sobre el caos étnico y cultural de razas inferiores que poblaban el mundo. Lo instrumental de estas explicaciones racistas aseguró su rápida difusión en el debate político y fundamentó interpretaciones muy controvertidas, como la del primer ministro británico Lord Salisbury quien, a propósito de la derrota española en Cavite, hablaría de la existencia de naciones vitales, destinadas a crecer indefinidamente en todos los aspectos y naciones moribundas, destinadas a involucionar y corromperse hasta desaparecer. Esta dicotomía no sólo ofrecía una explicación de la preponderancia de unas sobre las otras, sino que proporcionaba una justificación para imponer una redistribución territorial que beneficiara a las primeras a costa de los territorios africanos, asiáticos y ultramarinos que conservaban las segundas. La cuestión que suscitaba inquietud en España, derrotada por una de las más grandes y prometedoras de las living nations, era que esta nueva justificación del imperialismo comenzaba a amenazar no ya a pueblos ajenos a la civilización occidental —sobre cuya explotación ella misma tenía sobrados antecedentes y renovadas expectativas de rapiña colonial—, sino a naciones cristianas e incluso europeas, entre las cuales, la otrora potencia peninsular, no podía dejar de ser contada. Como bien advirtió José María Jover Zamora, la tesis de la decadencia de las naciones latinas fue fatalmente internalizada por los países de Europa meridional alimentando una «consciencia de frustración» relacionada con el atraso relativo que se evidenciaba en su poderío material y con una serie de frustraciones militares y coloniales que se sucedieron en aquellos años.38 Así, la derrota del Segundo Imperio en la Guerra 38 Un inventario de la literatura y los principales referentes intelectuales españoles y latinoamericanos de la contraposición entre latinos y españoles y un breve aunque acertado entronque de estas cuestiones con el surgimiento de un espiritualismo reactivo, puede verse en: Valero, 2003, pp. 36-39.
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Franco-Prusiana de 1870; el ultimátum de 1890 de Gran Bretaña a Portugal; la derrota italiana en Adua en 1896; la pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas en 1898; la crisis anglo-francesa de Fashoda; el acuerdo anglo-germano para un eventual reparto de las posesiones coloniales portuguesas, y la propagación de un claro clima de pesimismo en estos países, permitiría hablar de la existencia de varios «98», contextuando internacionalmente la dimensión de la «crisis cubana» y superando la idea de la excepcionalidad del desastre español.39 Para Jover Zamora, el argumento del aislamiento secular de España no sería sino un mito. España habría sostenido un imperio de ultramar entre 1824 y 1898, dentro de la lógica diplomática europea, desplegando una política compleja cuyos hitos fueron la adhesión la Triple Alianza en 1887 —para garantizar su proyección sobre Marruecos—; y el acercamiento con la entente franco-británica para asegurar sus fronteras meridionales en el eje Canarias-Baleares. Estas posiciones, sumadas a la prescindencia en las guerras europeas del siglo XIX y al neutralismo español en la Primera Guerra Mundial, permitirían hablar de que España participaba activamente de la política europea, pero en calidad de potencia periférica, involucrándose con más decisión en cuestiones ultramarinas fuera del perímetro continental. Estas interpretaciones fueron puestas en entredicho por Javier Rubio, para quien aquellas otras crisis coloniales no podían ser equiparadas al Desastre español. En los casos de Portugal y Francia, porque sus conflictos con Inglaterra se produjeron a partir del dinamismo colonial que mostraron ambos países —que, en todo caso, no se detuvo en 1898—; mientras que el choque hispano-norteamericano fue promovido por los Estados Unidos con el objeto de controlar Cuba y el Caribe. El episodio de Guyana, por su parte, sólo implicó para Gran Bretaña el reconocimiento de Estados Unidos como potencia mundial con la que tenía que negociar para determinar los límites de sus respectivas áreas de influencia. Para Rubio el aislamiento español, en sí innegable, no habría sido voluntario como comúnmente se ha pretendido, sino inducido por la negativa de las potencias europeas a trabar compromisos con un estado al39 Jover, 1995, pp. LX y ss. Esta visión de la crisis apoya y amplifica el argumento que expusiera Jesús Pabón en 1963 acerca del paralelismo entre el caso español y otras experiencias de frustraciones coloniales como la de Portugal en 1890, la de Japón en 1894, la de la propia Inglaterra en la cuestión de la Guayana en 1895 y la de Francia en Sudán. De lo que se trataba, en uno y otro caso, era de relativizar y cuestionar severamente la idea de la «singularidad» política peninsular y del presunto aislamiento voluntario de los gobiernos de la Restauración, que habrían mantenido obcecadamente a España al margen de Europa.
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tamente inestable y carente de suficiente fiabilidad y fuerza, como para formar parte de un acuerdo.40 Lo cierto es que la rápida derrota de España a manos de Estados Unidos en el Caribe y en las Filipinas, con la consecuente pérdida de estas dos colonias y de Puerto Rico provocó una crisis en la Península.41 Esta crisis, que no afectó decisivamente a la economía nacional, que al poco tiempo evidenció signos de recuperación e incluso crecimiento, sin embargo, los reclamos de reforma y las demandas de los nacionalismos periféricos y ciertas inquietudes sobre el futuro. Este contexto internacional finisecular, sumado al desarrollo de las tendencias ideológicas y al contexto sociopolítico que ya hemos abordado, habilitó ciertas exploraciones ideológicas complementarias en Argentina y España que, antes de 1898, no habían prosperado demasiado. La irrupción de la problemática racial en la política internacional de la época y la propuesta de crear un eje reactivo de los países latinos —asumido tardíamente tanto por Argentina, por su vinculación preferencial con Gran Bretaña, como por España, por las pretensiones hegemónicas de Francia— crearon las condiciones para reforzar y complementar dos líneas ideológicas convergentes. Por un lado, potenció las vertientes «hispanistas» que comenzaban a desarrollarse en Argentina en virtud de su propia situación interna a raíz del impacto del proceso migratorio y de la necesidad de definición de una identidad nacional. Por otro lado, fortaleció las vertientes «americanistas» españolas que veían en la reconstitución de las relaciones con las antiguas colonias una oportunidad para recrear una comunidad hispánica de naciones en donde recuperar prestigio, influencia internacional y unas tradiciones liberales que, marchitadas en la España del neoabsolutismo, de las guerras carlistas y de la corrupción restauradora, habían florecido al otro lado del Atlántico. Este movimiento ideológico español tuvo matices —a veces, incluso, contradictorios— propios del ambiente peninsular y del ambiente americano, toda vez que sus promotores más activos se encontraban a ambos lados del Atlántico. El americanismo español podría definirse, siguiendo a Daniel Rivadulla Barrientos, como una «corriente de pensamiento y de acción política» propia de la segunda mitad del siglo XIX y del siglo XX, cuyo objeto de estudio o aplicación era el conjunto de las antiguas co40
Rubio, 1999, p. 99. Sobre la Guerra de Cuba puede consultarse una extensa bibliografía, fruto del pasado centenario de la derrota española. Resultan particularmente útiles para comprender el conflicto: Elorza y Hernández Sandoica, 1998; Balfour, 1998 y Pan-Montojo (coord.), 1998. 41
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lonias y cuyos principios derivaban del regeneracionismo español finisecular. Sin embargo, ceñir el hispanoamericanismo a una doctrina orientadora de las relaciones diplomáticas españolas y juzgarla, en consecuencia, por los resultados de su «proyección exterior», en términos de «viabilidad, plasmación y operatividad», puede resultar un tanto reduccionista. El hecho de que «la política de España en América y, en particular, sus intereses comerciales y aquellos otros derivados o ligados a la masiva presencia de españoles en la región del Plata sobre todo» no hayan dado lugar a una cuestión del tipo de la africana, de la social o de la religiosa; o que la política de gestos no pudiera exhibir grandes logros políticos en su haber,42 no debe inducirnos a creer que el hispanoamericanismo español fue un producto ideológico estéril sin consecuencias prácticas para España y la Argentina. En este sentido conviene prevenirse de sobredimensionar la perspectiva diplomática en el análisis de las relaciones entre ambos países, so pena de pasar por alto otros planos de esta relación y de suponer, rápidamente, que cualquier acontecimiento que reforzara ese vínculo, venía a reflejar aquella vacía «gestualidad». Andrés Cisneros y Carlos Escudé, por ejemplo —siguiendo demasiado de cerca a Rivadulla Barrientos— consignan que el gran hito de esta política fue la visita a la Argentina de la Infanta Isabel de Borbón durante los fastos del Centenario de la revolución de 1810; gesto oportunamente respondido por el presidente Roque Sáenz Peña con la formación de una comisión presidida por el ex presidente José Figueroa Alcorta para representar a la Argentina en las fiestas del Centenario de las Cortes y de la Constitución liberales de 1812. Sin embargo, constituye un claro abuso del argumento por parte de estos autores el deducir —erróneamente además— que «dicho gesto hacia el gobierno argentino fue respondido, también con la fundación de la Institución Cultural Española de Buenos Aires (ICE); con la creación de la Cátedra Menéndez Pelayo en la Universidad de la Plata y la constitución de una Academia correspondiente a la de la Lengua Española».43 Este exitoso proyecto del cirujano español Avelino Gutiérrez y de la familia Calzada —derivado de la iniciativa de comprar la Biblioteca de42
Rivadulla, 1992, pp. 59-61. Cisneros y Escudé (dirs.), 1988-1989 (2.ª parte, Tomo VIII, Cap. XLIII). Disponible en http://www.argentina-rree.com/index2.htm [Consultado: X-2007]. Para despejar las confusiones que puede suscitar la parte inicial de este párrafo puede acudirse a Campomar, 1997, p. 120. 43
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jada por Menéndez Pelayo— fue solventado por una colecta de la colonia española y apoyado técnicamente por la JAE, aunque nada tuvo que ver en él el gobierno argentino. Como lo advirtieron no pocos contemporáneos, los antecedentes ideológicos de la fundación de esta cátedra permanente de cultura española en la UBA, estaban en la Extensión Universitaria de la UO y en las labores desempeñadas en el Río de la Plata por Rafael Altamira y Adolfo Posada.44 Esta tribuna —espacio académico propio de la Institución Cultural Española (ICE) y sostenido por ella— terminaría siendo una magnífica plataforma que permitió la promoción de destacados científicos y hombres de letras españoles.45 Inaugurada en agosto de 1914 con el curso de Ramón Menéndez Pidal sobre la vida y la obra de Menéndez Pelayo, fue ocupada en 1916 por José Ortega y Gasset; y entre 1917 y 1922, albergó las enseñanzas del matemático Julio Rey Pastor; del físico Blas Cabrera y Felipe; del sociólogo Adolfo González Posada —once años después de primer viaje a la Argentina—; de Eugenio D’Ors y del arqueólogo, anticuario e historiador del arte granadino, Manuel Gómez Moreno y Martínez, entre otros. Respecto del resto de afirmaciones de Cisneros y Escudé, cabe decir que, si bien es indudable que existió una conexión entre la visita de la Infanta y la creación de la Academia de Lengua correspondiente, no debe creerse que ésta era una mera respuesta de cortesía a esta excursión sino, más bien, una muestra del timing de algunos intelectuales hispanófilos argentinos —que formaron parte del cortejo permanente de Altamira, un año antes— y de la propia Administración española. En efecto, en aquella circunstancia tan propicia para la confraternización, las autoridades españolas habían creído posible la constitución de este resistido organismo en el Plata. Para ello, se sumó a la comitiva de la princesa española, el académico español Eugenio Sellés con el propósito de coordinar esfuerzos con los once miembros correspondientes de la RAE de pública y reconocida sensibilidad hispánica en sus respectivos ámbitos y campos de acción. Finalmente, Sellés junto a Vicente Gaspar Quesada, Calixto Oyuela, Rafael Obligado, Ernesto Quesada, Joaquín V. González, Estanislao Severo Zeballos, Pastor S. Obligado y Belisario Roldán, formalizaron la fundación de la institución el 28 de mayo de 1910, siendo nombrado los dos primeros, director y secretario perpetuos, respectivamente. 44 45
Ib., p. 120. García, I., 2000.
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Sin embargo, pretender que esta fundación fue una mera retribución diplomática, y suponer incluso —yendo más allá de lo que dicen estos autores— que su fracaso posterior podría ejemplificar la limitación intrínseca de la «política de gestos», implicaría desconocer la larga y sinuosa historia de conflictos que se manifestaron en el mundo cultural e intelectual argentino alrededor de la cuestión del idioma nacional. A pesar de que estas vertientes ideológicas y estas iniciativas se manifestaron paralelamente y retroalimentaron la «política de gestos» no debe creerse que su influencia se agotó en actos superficiales. Si bien no puede decirse que éstas hubieran logrado inspirar un giro espectacular en la política internacional de España y de los países latinoamericanos, sí crearon las condiciones para que un cambio sustancial se operase gradualmente en todos los ámbitos de las relaciones iberoamericanas. En conclusión, ya removidos los grandes obstáculos en la relación bilateral, el clima diplomático existente entre ambos países entre los años noventa del siglo XIX y la primera década del XX, se mostró propicio para la profundización de las relaciones hispanoargentinas. Afectados por la emergencia de peligros comunes, el contexto internacional apuntaló el desarrollo de corrientes ideológicas americanistas e hispanistas que influyeron en los ámbitos políticos de España y Argentina, y crearon un clima de mutuo interés y solidaridad que sería imprescindible para que una empresa como la de Altamira encontrara un necesario apoyo en los sectores universitarios y políticos argentinos. En cuarto lugar y finalmente, España y Argentina lograron una interesante articulación en el contexto de la expansión de la economía-mundo capitalista —y a pesar de no tener relaciones económicas bilaterales privilegiadas, ni mercados naturalmente complementarios y sujetos a las mismas reglas de juego— que se evidenció, sobre todo, en el ámbito migratorio. A pesar de la irregularidad de la migración española hacia el Río de la Plata durante el período 1852-1932, teniendo a la vista los resultados globales y, en especial, los del período 1905-1920, es indudable que se produjo una sincronía complementaria de expulsión y atracción de mano de obra entre ambos países, cuyo resultado fue la implantación en Argentina de la mayor colonia hispana del mundo. Sin duda, una de las consecuencias más importante del progreso argentino fue el fenómeno inmigratorio. Argentina, gran demandante de fuerza de trabajo en un territorio prácticamente vacío, se convirtió en unos de los destinos más atractivos para la emigración europea a partir
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del último tercio del siglo XIX.46 La necesidad de poblar el país como requisito para desarrollarlo —tempranamente percibida por intelectuales tan enfrentados como Juan Bautista Alberdi y Domingo Faustino Sarmiento—47 había sido asumida desde 1853 como programa en el propio texto constitucional. La llamada a los hombres de buena voluntad que quisieran poblar el país se articulaba, entonces, con determinado proyecto de inserción de Argentina en el sistema mundial y con los procesos migratorios desencadenados por el avance industrial o la pauperización de las economías agrícolas de muchas regiones europeas. Sin embargo, unas décadas después de que se iniciara el proceso migratorio, quedaba claro que los inmigrantes que predominaban no eran los que habían proyectado la Generación del 37 y en especial Alberdi, ni venían a incorporarse mayormente como pequeños propietarios agrícolas, como había soñado Sarmiento. El lema «gobernar es poblar» suponía que Argentina debía ser repoblada por pueblos nórdicos y anglosajones, es decir, de las razas productivas y compatibles con el progreso material e intelectual. La inmigración proyectada se convertía, de esa forma, en una herramienta para cambiar de cuajo la identidad argentina, rompiendo con los fundamentos culturales hispanos. Ruptura que, a la larga, sería la única garantía válida para sostener un sistema político republicano y para asegurar la continuidad del progreso económico argentino.48 Efectivamente, la inmigración transformó radicalmente al Río de la Plata: la República Argentina pasó de tener menos de un millón de habitantes a mediados del siglo XIX, a tener 7,5 millones en 1914. Entre 1846 y 1932 llegaron a Argentina aproximadamente 6,5 millones de europeos, de acuerdo a las siguientes proporciones: italianos 46,21%; franceses 3,51%; rusos y ucranianos 3,1%, y del resto del mundo —irlandeses, polacos, sirio-libaneses, turcos, griegos, alemanes, galeses, suizos, arme46
Para un panorama socioeconómico del período, véase: Gallo y Cortés Conde,
1986. 47 Mientras Alberdi confiaba en que la inmigración europea creara un círculo virtuoso de desarrollo social, económico y político merced de sus virtudes culturales que, en lo inmediato, haría innecesario e inconveniente mayor intervención estatal o mayor extensión de libertades políticas y, en el largo plazo, permitiría una consolidación republicana y democrática; Sarmiento desconfiaba, por el contrario, del espontáneo poder regenerador de la inmigración o de la idealización alberdiana del inmigrante europeo, creyendo en la necesidad de una acción vigorosa del Estado para integrarlo en la sociedad argentina como ciudadano a partir de su inclusión en un sistema educativo y la plena concesión de derechos civiles y políticos. Sobre el debate doctrinario y político entre Domingo Faustino Sarmiento y Juan Bautista Alberdi, véase: Botana, 1984. 48 Para comprender las fórmulas, supuestos y corolarios de la teoría alberdiana del trasplante vital, véase: Botana, 1984, pp. 303-306.
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nios, japoneses de Okinawa, romaníes de Europa central y oriental, etc.— 14,29%. La inmigración española en Argentina fue la segunda en volumen, superando la entrada el millón y medio de individuos y alcanzando el 32,68% del total de extranjeros afincados.49 Estas cifras sitúan a Argentina como el país que, a lo largo de este proceso, más españoles logró atraer, situándose incluso por encima de Cuba. La llegada de la población peninsular, principalmente gallegos, vascos, catalanes y asturianos50 al Río de la Plata experimentó un dramático crecimiento en las dos primeras décadas del siglo, y particularmente en el período 1905-1913, cuando el contingente que ingresó a la Argentina representaba más del sesenta por ciento del total de los emigrantes españoles.51 En párrafos anteriores sosteníamos que no se podía utilizar la inmigración masiva de españoles como factor explicativo inmediato de la reconstrucción de los vínculos intelectuales hispanoargentinos. Sin embargo, cuestionar el argumento «cuantitativo» de que estos vínculos hubieran sido la resultante matemática de la instalación de cientos de miles de peninsulares o de la afinidad cultural entre ambos pueblos, no supone negar la importancia que, globalmente, tuvo el fenómeno inmigratorio para la reconstrucción de esos vínculos. El peso cuantitativo de la comunidad española, su prosperidad —favorecida por su idioma, sus costumbres y su activo asociacionismo—52 y la inteligente labor de sus elites, propiciaron la revaloración de la cultura española y alentaron la integración de los migrantes. Lo relativamente rápido y exitoso de esta experiencia favoreció, en el marco de un cosmopolitismo finisecular, la actualización del acervo hispánico y el desarrollo de un circuito cultural «español» en el Río de la Plata. Revalorizando esta etapa, Hugo Biagini ha propuesto que el pretendido «segundo descubrimiento de América» realizado por los exiliados de la Guerra Civil, no fue sino un tercero en orden general y un «segundo 49 Para una precisión de incorporaciones y devoluciones y una cronología del mismo, consultar: Devoto, 2003, p. 235, cuadro n.º 7. 50 Llordén, 1995b, pp. 56-61. 51 Ib., pp. 51-52. 52 Para un panorama del asociacionismo español en América —en lo que concierne a sociedades de beneficencia, de socorros mutuos, de instrucción, de recreo, de asistencia a la región de origen, etc.— véase: Llordén 1992 y 1995a. El asociacionismo español, estudiado en base a fuentes argentinas y en especial, el asociacionismo político de los emigrantes ha sido desarrollado en: Duarte, 1998, pp. 77-138 y 209-219. También resultan muy útiles: Marquiequi, 1993; Fernández, A., 1991; y Devoto, 1995c.
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desde el punto de vista incruento».53 La instalación en el Río de la Plata de un importante y olvidado núcleo de polígrafos y profesionales españoles en la última parte del siglo XIX, permitiría poner en crisis «la imagen estereotipada y de extendidísimo arraigo que ha tendido a subestimar la capacidad y la preparación atribuida al movimiento migratorio hispánico».54 Para sostener su idea, Biagini enumeró concienzudamente una serie artistas plásticos, músicos, fotógrafos, médicos, químicos, pedagogos, abogados, editores, libreros y periodistas cuya confluencia espacio-temporal podría fortalecer la hipótesis de una temprana —o hasta quizás ininterrumpida— influencia española en el mundo intelectual argentino. Si bien este enfoque puede ser útil para rehabilitar la memoria de una serie de meritorios personajes apenas recordados, no queda claro que esta estrategia sirva para demostrar la existencia de vínculos intelectuales hispanoargentinos en época tan temprana. En este sentido, creemos que es necesario deslindar —al menos analíticamente— los fenómenos de impacto en la cultura popular, con aquellos que corresponden más estrictamente al área intelectual. Nadie puede dudar de la larga existencia de una comunidad cultural hispanoargentina capaz de sobrevivir a la propia historia de desencuentros que ambos países acumularon; ni del hecho de que emigrantes españoles y ciudadanos argentinos se asociaran y colaboraran en las más diversas empresas. Sin embargo, también es incontrastable que las relaciones intelectuales entre ambos países no resistieron el trauma revolucionario ni se regeneraron rápidamente. El florecimiento de un circuito cultural favoreció, sin duda, la reconstitución del diálogo intelectual y lo hizo desde un punto de vista práctico y si se quiere instrumental, pero no menos importante: la existencia de una fuerte colonia española atrajo la mirada de políticos, polígrafos, intelectuales y empresarios peninsulares, que comenzaron a considerar la importancia de fortalecer vínculos con sus compatriotas de ultramar. Sin embargo, este factor de atracción, aun cuando importante, no pudo ser decisivo para la inmediata reconstrucción de las relaciones intelectuales hispanoargentinas, en tanto esa demanda: a) era propiamente «española» antes que argentina; b) sólo era capaz de atraer una oferta 53
Biagini, 1995, p. 9. Ib., p. 11. Según Biagini, el injustificado olvido de los exiliados republicanos que arribaron a la Argentina a partir de los años setenta del siglo XIX se habría agravado, en Argentina, por la excluyente atención que se ha prestado a los conquistadores, viajeros o colonizadores; a los migrantes de las primeras décadas del siglo XX y a los exiliados de 1936-1939. 54
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de mercancías, bienes culturales o recreativos de índole eminentemente popular; c) no atendía a los intereses específicos de la elite intelectual argentina, ni se relacionaba con los requerimientos que ésta pudiera hacer a la inteligencia española. La respetabilidad ganada por empresarios como Luis Castells, Elías Romero, Vicente Casares, Nicolás García Olano, Valerio Abeledo, Cesáreo García, Juan Roldán, Pedro García o Antonio García Santos; el generalizado reconocimiento de educadores como José Lorenzo y González, Juan José García Velloso o Antonio Atienza y Medrano; el éxito de cantantes líricos como Adelina Patti y Fernando Valero y de las compañías dramáticas de Mariano Galé y María Guerrero; la popularidad ganada por el dibujante José María Cao Luaces o el músico Bernardo Iriberri o la excelente recepción de Jacinto Benavente o Blasco Ibáñez no constituyen fenómenos equiparables a la repercusión social, política e ideológica de la misión de Rafael Altamira, ni tampoco de las que tendrían posteriormente Adolfo Posada, Ramón Menéndez Pidal, José Ortega y Gasset, Eugenio D’Ors, Dámaso Alonso, Ramiro de Maeztu, Manuel de Falla, Américo Castro o Claudio Sánchez Albornoz. La existencia de un diálogo o de auténtico intercambio intelectual no puede deducirse, sin más, de la exitosa incorporación laboral de muchos españoles en medios de prensa o editoriales, ni tampoco de la existencia de circuitos comerciales, culturales o migratorios. En efecto, pese a la temprana existencia de estos últimos, el intercambio intelectual no halló canales para afianzarse hasta fines de la primera década del siglo XX. Y ello pese a que, para entonces, residieran en el Plata decenas de miles de españoles alfabetizados; a que el público rioplatense estuviera aprendiendo a disfrutar de la zarzuela, los juegos florales y la gastronomía del Cantábrico; a que creciera la demanda de ediciones catalanas y madrileñas y pese a que el idioma que unía a inmigrantes y nativos siguiera siendo —en lo sustancial— el mismo de siempre. El aporte al campo cultural rioplatense de aquellos españoles —como el de sus equivalentes italianos, judíos, alemanes y franceses— fue, sin duda, de gran importancia; pero, para ponderar adecuadamente el aporte de aquel primer exilio republicano al diálogo intelectual hispano-argentino, debemos precisar que su importancia radicó en que, con sus actividades, contribuyeron a crear las condiciones para que, en una coyuntura más propicia, una iniciativa como la de la UO pudiera ser escuchada y tuviera éxito. La cuestión es que, para valorar en su justa medida la importancia de la inmigración en la revalorización de la cultura española y en la reconstitución de estas relaciones intelectuales, debería observarse no tanto a la canti-
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dad o cualificación relativa de los españoles, como el impacto causado por el setenta por ciento de extranjeros no hispanos que arribaron al puerto de Buenos Aires. Este heterogéneo alud étnico y cultural —alentado por la clase dirigente argentina—55 y la inevitable entrada de militantes radicales y revolucionarios generó, en algunos sectores, crecientes recelos hacia colectivos de más difícil integración en la comunidad receptora y una mirada hostil hacia el fenómeno migratorio, contemplado desde esta perspectiva, como un serio peligro para la integridad cultural y política del país.56 Como bien señala Lilia Ana Bertoni, alrededor de la última década del siglo XIX, en el marco de una dramática ruptura del consenso acerca de la legitimidad y viabilidad del sistema político instaurado en 1880, entraría en crisis la misma concepción contractualista de nación que se había delineado junto con el proyecto liberal consagrado en la Constitución de 1853 y corroborado por las leyes que regulaban el acceso a la ciudadanía argentina y que propiciaban la inmigración.57 La crisis de aquella concepción de la nación dio paso al fortalecimiento reactivo de concepciones esencialistas y culturalistas, que proponía una definición de la argentinidad en la que el idioma, las tradiciones, la «raza» o el pasado común, constituían los factores que señalaban la verdadera pertenencia a la comunidad nacional.58 La resul55 Para un esquema rápido de la evolución de la política migratoria de los gobiernos argentinos y del imaginario de la elite acerca del impacto inmigratorio, puede verse: Botana y Gallo, 1997, pp. 97 y ss. Acerca de la evolución de la política de migraciones de la Argentina, las distintas estrategias de atracción, y los debates surgidos alrededor del tema, puede consultarse: Devoto, 1992c; Girbal de Blacha, 2002, y muy especialmente, Devoto, 2003. 56 Las actividades terroristas del anarquismo individualista, en el contexto de una creciente agitación obrera de signo socialista, anarquista y luego, sindicalista preocuparon a la elite intelectual y política argentina, parte de la cual intentó poner restricciones al flujo inmigratorio, ejercer un control selectivo de los inmigrantes y dotar al país de instrumentos legales para expulsar a los indeseables. Para un panorama de las organizaciones y de los conflictos de la época es útil: Godio, 1987. Respecto del anarquismo, una visión integradora de sus diferentes aspectos puede leerse en: Suriano, 2001; en cuanto a su desarrollo en el mundo obrero en Argentina puede consultarse Oved, 1978. Respecto de las relaciones entre anarquismo argentino y el español e italiano consultar: Oved, 1991; Vieytes, 1999 y Moreno, 1985. Respecto de la Ley de Residencia —que permitía la expulsión de inmigrantes—, véase: Oved, 1976. 57 Bertoni, 2001, p. 311. 58 Una revisión de la labor y el ideario de los nacionalistas culturalistas de la generación del Centenario y su relación con el impacto inmigratorio ya había sido planteada en Delaney, 1997; aun cuando el estudio de Bertoni posee el gran valor de poner en evidencia que estos fenómenos de nacionalismo esencialista no surgieron espontáneamente durante el Centenario, sino que se gestaron y desarrollaron lentamente durante las décadas ochenta y noventa del siglo XIX.
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tante de aquellas incipientes y fluidas polémicas, acerca de los efectos de las migraciones masivas y de las políticas adecuadas para integrar a los extranjeros, que cortaban transversalmente a la elite intelectual y se actualizaban en cada debate político relevante, sería un escenario controvertido en el que predominaban tres posiciones básicas acerca de la nacionalidad: la del «crisol» —que creía que de la fusión de los diferentes aportes culturales surgiría una identidad singular—, la del «criollismo» —que suponía que lo argentino ya había cuajado en la síntesis entre lo español y lo indígena— y la del «españolismo» —que afirmaba que el núcleo de la identidad nacional se hallaba en la raza española—.59 Según Bertoni, si bien existía un punto de contacto entre quienes sostenían estas posturas en su entusiasta participación respecto de la parafernalia nacionalista —desplegada en los actos patrióticos y en el culto de héroes y símbolos del pasado revolucionario— alrededor del Centenario se podía percibir la progresiva preponderancia de las concepciones «criollistas» e «hispanistas», más conservadoras. Este avance relativo del nacionalismo esencialista y culturalista en mucho se debió a la decidida y agresiva prédica de influyentes intelectuales como Manuel Gálvez, Ricardo Rojas o José María Ramos Mejía.60 Éste último, un respetado historiador, impulsaría desde la dirección del Consejo Nacional de Educación un programa de educación patriótica pensado como un instrumento para integrar al inmigrante y construir la nacionalidad en un contexto en que los extranjeros superaban ampliamente a la población nativa.61 Si bien esto es indudable, cabe tener en cuenta como contrapunto de estos argumentos a un valioso estudio de Mónica Quijada, en el que se restringe la eficacia política que comúnmente se le atribuye a estos discursos radicalmene esencialistas, en detrimento de las formulaciones más amplias, menos estridentes pero más extendidas socialmente, de un nacionalismo más abierto, en la que el territorio y no la raza o la cultura, aportaba el elemento cohesionante y homogeneizador para una comuni59
Bertoni, 2001, p. 313. Ib., p. 315. 61 Como ha expuesto Óscar Terán, el temor a que la migración masiva en un medio como el pampeano y en un país aún en construcción terminara por diluir la identidad argentina llevaba a Ramos Mejía a reclamar del Estado un compromiso con una educación integradora. Para este intelectual positivista y ferviente reformista no sólo era necesario instruir, sino también crear los lazos sociales que el crecimiento económico no generaba, a través de una pedagogía patriótica que resultara en una nacionalización de las multitudes inorgánicas. Véase: Terán, 2000, pp. 131-133. 60
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dad nacional en formación y de composición multiétnica como la argentina.62 Así pues, de una forma u otra, pocas dudas existen acerca de que el impacto del fenómeno inmigratorio resultó, en general, decisivo para que la elite intelectual argentina torciera su tendencia tradicionalmente hispanófoba y se planteara una reconsideración radical de su visión de España y su cultura. En esta coyuntura los sectores más avanzados de las clases ilustradas comenzaron a ver en España tanto la raíz de una identidad propia, como síntomas de modernidad ideológica que, hasta entonces, habían sido pasados por alto, interesándose progresivamente por el pensamiento español en materias reservadas a la autoridad francesa o anglosajona. Como hemos podido ver, entre los años noventa y los comienzos de la primera década del siglo XX, estaban dadas las condiciones de posibilidad —tanto en lo político, en lo ideológico, en lo diplomático y en lo demográfico— para que pudiera desarrollarse otro tipo de vinculación entre España y Argentina. Sin embargo, el espacio de coincidencias y confluencias que surgió entonces era, pese a sus potencialidades, más virtual que real, debido, en parte, al peso de unos intereses económicos y comerciales a menudo contradictorios y a lo divergente de sus tradiciones diplomáticas e ideológicas. De ahí que para inicios del nuevo siglo subsistieran demasiadas trabas e impedimentos para que se reconstituyera efectivamente un vínculo entre ambos mundos intelectuales. Rivadulla Barrientos ha rescatado de los archivos diversos episodios que demuestran que a principios de siglo XX y pese a la lozanía de la «política de gestos», existían todavía profundos prejuicios que colaboraban para que Argentina y España siguieran demasiado alejadas entre sí.63 Particular relevancia tuvo, entonces, el pequeño incidente que causó el presidente Roca en 1902, cuando en un discurso en Rosario, echó mano de la tópica comparación entre las virtudes de la colonización anglosajona y la barbarie originada por la hispana.64 Otro ejemplo ilustrati62
Quijada, 2001. El valor de este libro ha sido señalado ya, aunque quizá sin hacer toda la justicia del caso ante el aporte que en el terreno de la historia diplomática ha hecho este autor, en: Rein, 1994. El mejor testimonio de su utilidad ha sido, sin embargo, el uso que se ha dado a sus hallazgos —aun cuando sin observar la necesaria prolijidad en la cita de la investigación de archivo de Rivadulla— en Cisneros y Escudé (dirs.), 1998-1999. 64 Roca comparaba, en su polémico discurso, la evolución de los Estados Unidos y la Argentina señalando la necesidad de perseverar con ahínco en el programa liberal debido a la desventaja comparativa que para el país había significado la conquista y la colonización españolas. Remarcando la distinta calidad de la herencia cultural percibida por ambos países y comparando sus respectivos protagonistas, Roca hablaba de la 63
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vo fue el que ofreció Miguel de Unamuno al desaconsejar la fundación de una universidad hispanoamericana en Salamanca en base a la evidencia del mutuo desconocimiento y del simétrico desinterés que existía por establecer un comercio intelectual y universitario.65 Por último, cabe mencionar los recelos que despertó en la diplomacia argentina la convocatoria del Congreso Social y Económico Hispanoamericano, organizado por la UIA. En ocasión del lanzamiento de este congreso, el representante argentino en Madrid, Vicente G. Quesada, se negó a asistir a la conferencia preliminar, quejándose de la «profunda ignorancia» que se tenía en España de la realidad de las repúblicas latinoamericanas y de la «pretensión de superioridad de los escritores y alborotadores españoles»: «paréceme que se piensa aquí que las naciones americanas están esperando las iniciativas de los españoles peninsulares para conocer sus intereses y la manera de resolverlos como les convenga». En una nota posterior sobre el mismo asunto, el representante argentino describía su percepción de la organización del evento, destacando el hecho de que «el programa está redactado por españoles, con miras españolas y en beneficio de intereses españoles» y que si en verdad se persiguiera el debate para la armonización de los intereses respectivos se hacía inexplicable el marginamiento del que fueran objeto los hispanoamericanos, puestos en el rol de «discípulos que concurren al certamen de los maestros superiores».66 acción bárbara de «fieros conquistadores cubiertos de hierro», con «raras nociones de la libertad y el derecho, con fe absoluta en las obras de la fuerza y la violencia», en el Río de la Plata y de la civilizadora acción de colonizadores puritanos, que llegaron a América «sin más armas que el Evangelio ni otra ambición que la de fundar una nueva sociedad bajo la ley del amor y la igualdad» (extractado de Rivadulla, 1992, pp. 236-237). 65 El argumento de Unamuno era, amén de autocrítico, muy interesante: «semejante proyecto me parece, hoy por hoy, fantástico y absurdo. Reconozco las buenas intenciones y los laudables propósitos de los que patrocinan la idea, pero creo firmemente que pierden el tiempo. La verdad es que ni aquí nos interesamos gran cosa de lo que a América respecta, hasta tal punto que la inmensa mayoría de los españoles que pasan por ilustrados ignoran los límites de Bolivia o hacia dónde cae la República de El Salvador. Ni los americanos sienten ganas de venir acá. Piensan que no hay cosa alguna que puedan aprender en España mejor que en Francia, Alemania, Italia o Inglaterra, ya que en cuanto al castellano saben el suficiente para entenderse y muchos de ellos repugnan, y con razón, nuestras pretensiones al monopolio de su pureza y casticismo. Lo que dije en el banquete al Dr. Cobos y ahora repito, es que movimientos como el que este entusiasta y benemérito español provoca nos deben servir para fijarnos en aquellas naciones de lengua española y estudiar las causas de su desvío, que no son otras que el espíritu de intolerancia y exclusivismo que nos domina» (extractado de: Rivadulla, 1992, pp. 240-241). 66 Ib., pp. 231-233. Las opiniones de Vicente G. Quesada no cayeron en saco roto: Argentina no despachó delegación oficial alguna —pese ha haberse constituido
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El contraste entre un contexto prometedor y unas realidades todavía decepcionantes, nos recuerda que la existencia de condiciones «estructurales» favorables para que se verifique determinado desarrollo histórico, no basta para que este se manifieste efectivamente. El contexto propicio que hemos observado era necesario, pero no se demostró suficiente para generar el reencuentro intelectual entre Argentina y España antes de la coyuntura del Centenario. En este sentido, ninguno de los aspectos que hemos señalado, fuera el político, el ideológico, el diplomático o el migratorio pueden dar cuenta, por separado, de la reconstitución de las relaciones intelectuales hispano-argentinas; pero relacionados, tampoco pueden ir más allá de ilustrarnos acerca de la existencia de una posibilidad objetiva para que aquel reencuentro pudiera llegar a manifestarse. Con esto queremos decir que la historia del Viaje Americanista y de sus repercusiones no puede resolverse con una simple revisión de la crónica de la época ni tampoco, exclusivamente, con una reconstrucción —imprescindible, por otra parte— del contexto de recepción rioplatense. No se trata de poner en duda el influjo de la estructura en beneficio de un relato psicologista y anecdótico de la historia, centrando exclusivamente la atención en las acciones de grandes hombres. Es evidente que la historia de la reconstitución de las relaciones intelectuales hispano-argentinas no pasa por la redacción de unas cuantas biografías ni por la transcripción de la bitácora de ningún viajante; aunque tampoco puede pretenderse que tal historia se halle ya escrita o implícita, en el cúmulo de monografías o manuales de historia de ambos países. Para avanzar en nuestra comprensión de estos asuntos es necesario recuperar aquel contexto histórico y utilizar nuestro conocimiento de aquellas condiciones estructurales, para poder estudiar con mayor solvencia la coyuntura y ponderar el papel que le cupo a ciertos individuos en la reconciliación intelectual hispanoargentina. Aunque no resuelva todos nuestros interrogantes, reconstruir este contexto —que hasta ahora provisionalmente una en la que estaban incluidos Carlos Pellegrini, Emilio Mitre y Benito Villanueva— y el único congresista que asistió, fue el asturiano Rafael Calzada, en representación de la Asociación Patriótica Española de Buenos Aires. La dualidad de Quesada en aquellos días fue puesta al descubierto, un cuarto de siglo más tarde e involuntariamente, por el propio Calzada, que declaraba en sus memorias que: «Según me dijo el ministro argentino en Madrid, doctor Quesada, ello se debió a que se les hizo creer —por cierto, sin fundamento— que en aquellas sesiones no faltarían protestas airadas contra los Estados Unidos, cuya guerra con España era tan reciente, lo cual les pondría en un serio compromiso [...] En suma que, como me decía el doctor Quesada, si yo no acierto a concurrir, no se habría nombrado siquiera a la Argentina en aquel magno Congreso, lo cual hubiera sido deplorable» (Calzada, 1926, p. 99).
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no había sido tomado en cuenta— es imprescindible para comprender por qué pudieron emerger ciertas ideas, ocurrir ciertos hechos y adquirir influencia ciertos individuos llamados a poner en acto aquellas potencialidades. De ahí la pertinencia de estudiar la etapa argentina del Viaje Americanista de Rafael Altamira como acontecimiento decisivo en la verificación de aquel largo y sinuoso proceso de reencuentro; como acto inaugural de una nueva tendencia prefigurada, sin duda, pero hasta entonces no concretada. La relevancia del periplo organizado por la UO no radica en que a partir de él se haya consumado plenamente aquella reconciliación intelectual ni en que garantizara la regularidad de los intercambios universitarios e intelectuales que inauguró. La importancia del Viaje Americanista radica en que fue un desencadenante, el catalizador de ciertas fuerzas ya presentes en el escenario intelectual, cultural, ideológico y político hispano-argentino y el acontecimiento a partir del cual se intersectaron aquellos desarrollos potencialmente convergentes, generando un espacio de diálogo entre los intelectuales españoles y argentinos hasta entonces inexistente. La recepción de la misión americanista en la República Argentina Habiendo recuperado el contexto de recepción argentino del mensaje panhispanista y tras observar las condiciones políticas, ideológicas, sociales y diplomáticas que favorecían un acercamiento intelectual hispano-argentino, es oportuno observar con más detenimiento cómo Altamira supo aprovechar aquellas predisposiciones en favor del proyecto de la UO y del movimiento americanista español. Es hora, pues, de verificar, por un lado, cómo el catedrático ovetense se relacionó concretamente con las elites, la clase obrera y otros sectores de la sociedad argentina, de acuerdo con sus concepciones y con sus estrategias analizadas en el Capítulo II; y, por otro lado, como se relacionó con los diplomáticos y emigrantes españoles residentes en Argentina. Elites, obreros y periodistas En Buenos Aires, Altamira se convirtió en un polo de atracción natural para casi todos los sectores políticos y sociales, cuyos principales referentes desfilaron por el Hotel Castilla para intercambiar ideas con
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el catedrático ovetense o al menos felicitarlo por su desempeño. Las piezas que han sobrevivido del fragmentado epistolario de Altamira, nos revelan que el viajero mantuvo contactos de cortesía o de mayor implicación con importantes personalidades del mundo intelectual y político argentino como: el académico del Derecho y Ministro Rómulo S. Naón; los profesores de la UBA e historiadores Juan Agustín García y Ernesto Quesada; el historiador y diplomático Vicente G. Quesada; el profesor de la UNLP y literato, Ricardo Rojas; Lucas Ayarragaray; el secretario de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la UNLP, Enrique Sagastume; José M. Huergo (h); Rodolfo Moreno (h); los miembros de la JHNA, Estanislao S. Zeballos y Alejandro Rosa;67 el catedrático de la UBA, arqueólogo y Director del Museo Etnográfico, Juan B. Ambrosetti;68 Enrique Nelson; José León Suárez;69 el ex gobernador de la Provincia de Buenos Aires y fundador de la ciudad de La Plata, Dardo Rocha;70 el fundador del Partido Socialista, Juan B. Justo;71 Carlos Federico Melo;72 William C. Morris (director de la asociación de Escuelas e Institutos Evangélicos Argentino);73 Luis María Jordán (director del Museo y Biblioteca, Enseñanza con Proyección Luminosa);74 los libreros Emilio B. Guichard (h), Martín García y A. Cabaut (propietarios, de La Facultad, de La Hispano-Americana y La Normal, y de Librería del Colegio, respectivamente); y los periodistas Tito L. Foppa, del diario La Razón y Manuel M. Otamendi, de Última hora. 67 Notas de Alejandro Rosa a R. Altamira, Buenos Aires, 25-IX-1909 y 27-IX-1909, IESJJA/LA. 68 Nota de Juan B. Ambrosetti a R. Altamira, Buenos Aires, 25-IX-1909, IESJJA/LA. Ambrosetti formaba parte de la comisión organizadora del XVII Congreso Internacional de los Americanistas «Congreso del Centenario», en cuya papelería está escrita esta nota. 69 Carta de José León Suárez a R. Altamira, Buenos Aires, 6-X-1909, IESJJA/LA. 70 Altamira se interesó por la documentación concerniente a la fundación de la capital de la Provincia de Buenos Aires, la cual le sería remitida por Rocha. Véase: Carta de Dardo Rocha a R. Altamira, Buenos Aires, 2-X-1909, IESJJA/LA. 71 Nota de Juan B. Justo a R. Altamira, Buenos Aires, 9-IX-1909. Justo felicita a Altamira, acusa recibo de cierto material y hace mención de su conferencia del 12-IX-1909 en la Universidad Popular Sociedad Luz, cuyo secretario era el dirigente socialista Adolfo Dickman, IESJJA/LA. 72 Tarjeta personal de Carlos F. Melo con nota manuscrita dirigida a R. Altamira fechada el 6-IX-1909, IESJJA/LA. 73 Cartas de William C. Morris a R. Altamira, Buenos Aires, 14-X-1909 y 4-X-1909, IESJJA/LA. En esta segunda carta, Morris remitió a Altamira una obra del historiador argentino Clemente Ricci (1873-1946). 74 Nota de Luis M.ª Jordan a R. Altamira, Buenos Aires, 30-VII-1909, IESJJA/LA.
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Pese a su prodigalidad y a que Altamira se abstuvo de intervenir en cuestiones internas, no por ello tuvo una actitud política completamente prescindente o neutral. El delegado ovetense supo abonar los vínculos ideológicos e idiosincráticos que unían al reformismo español y argentino, y resaltar los objetivos comunes que perseguían los liberales más avanzados de ambos lados del Atlántico. Esta opción pragmática por fortalecer su relación con los intelectuales y los sectores más avanzados de la elite liberal, le permitió ampliar sus relaciones y constituirse en un hombre de consulta para el gobierno en materia pedagógica y científica. A través del profesor Antonio Dellepiane —uno de los hombres más cercanos a los intereses culturales e historiográficos manifestados por el viajero—,75 Altamira tuvo un acceso directo y privilegiado a la oficina del Ministro de Justicia e Instrucción Pública, Rómulo S. Naón.76 Semanas después de aquel encuentro, Naón solicitaba la intermediación de Altamira para incorporar tres profesores españoles a las cátedras de Derecho constitucional, Derecho internacional y Economía y Hacienda pública en la Universidad de Santa Fe; le ofrecía la dirección y organización de un Instituto de Preparación Universitaria —análogo a los Colleges norteamericanos—; lo invitaba a inspeccionar la Penitenciaría Nacional77 y varios establecimientos en la Ciudad y Provincia de Buenos 75 La identidad de intereses entre Dellepiane y Altamira alrededor de la metodología histórica, la filosofía del derecho y el americanismo —que sin embargo no dieron lugar a una relación profesional o personal acorde a estas coincidencias— puede detectarse con la sola revisión de su bibliografía, donde encontramos títulos como: El método histórico en las ciencias jurídicas (1897); Filosofía del Derecho. Explicaciones dadas en la Facultad de Derecho (1903); Aprendizaje técnico del historiador americano (1905); Cuestiones de enseñanza superior (1906); Nuevos rumbos de la crítica histórica (1908); La Universidad y la vida (1910); y Estudios de filosofía jurídica y social (1910). Un cotejo de las publicaciones de Posada, Buylla, Altamira, con las de González, Bunge, Dellepiane o García, puede resultar muy ilustrativo de la identidad de intereses intelectuales que los unía y que, en alguna medida, preparó el terreno para su acercamiento e intercambio posterior. 76 Carta de Antonio Dellepiane a R. Altamira, Buenos Aires, 3-VII-1909, IESJJA/LA. En esta epístola, Dellepiane informaba a Altamira de sus gestiones ante el Ministro Naón y le adelantaba las iniciativas que éste tomaría en lo inmediato para asociarlo con algunas actividades académicas y en la futura gira por las provincias del Interior. 77 Esta visita tendría un eco curioso meses más tarde, cuando el penado n.º 288 del establecimiento —que había tenido ocasión de leerle un trabajo literario y cambiar algunas palabras con él— le rogara su intercesión ante Rómulo S. Naón para obtener su libertad, en vísperas de que aquel abandonara el ministerio de Instrucción Pública y Justicia. Véase: Carta de C. Koppé a R. Altamira, Buenos Aires, 24-VII-1910, IESJJA/LA.
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Aires e interesaba al profesor alemán Wilhelm Keiper, Director del Instituto Nacional del Profesorado de Buenos Aires, para incorporar a través del viajero «un buen profesor de Filología castellana» a dicho establecimiento.78 Altamira honró esta confianza y auxilió en la medida de sus posibilidades al Ministro, poniéndolo en contacto con el Rector Fermín Canella y con el Presidente de la RACMP de Madrid, a los efectos de analizar la cobertura de las plazas mencionadas y la constitución de una Academia Argentina de Ciencias Morales y Políticas análoga a la española.79 Desde el punto de vista de aquellas realidades, parece lógico que Altamira invirtiera buena parte de sus esfuerzos a discurrir a través del mundo de los políticos y de los universitarios, procurando prohijar lazos personales con ciertos individuos particularmente influyentes, a la vez que afines a sus valores e intereses iberoamericanistas. Esta elección no sólo debe entenderse por la lógica de la situación sino, también, como anticipábamos anteriormente, por la firme convicción que desarrolló Altamira acerca de la responsabilidad decisiva que, en este tipo de iniciativas de alta política, correspondía a la minoría intelectual y universitaria, único sector capaz de orientar a la «masa social» tras el objetivo de modernización y el progreso. Conviene recordar que el elitismo de los krausoinstitucionistas españoles era indisociable de su fuerte compromiso intelectual y práctico de índole reformista en lo social y democratizante en lo político. Esta línea de pensamiento halló en Uruguay o México, pero sobre todo en la Argentina de principios de siglo XX, un comprensible eco entre aquellos sectores de la elite que apostaban por una alternativa al esquema del liberalismo oligárquico y que, no casualmente creían, también, que los hom78 Keiper intercambió con Altamira algunas cartas y realizó por este medio algunas consultas por cuenta de profesores del Instituto Nacional del Profesorado —como el Dr. H. Bork— que bien retrataban el completo desconocimiento que se tenía de la bibliografía española —«¿qué publicaciones de documentos históricos existen en España respecto a la Historia Nacional?» y «¿qué otras obras de consulta de valor científico se han publicado en los últimos años?»—. Véase: Cartas de Wilhelm Keiper a R. Altamira, Buenos Aires, 28-IX-1909 y 2-X-1909, IESJJA/LA. 79 Altamira envió una carta a la RACMP el 27 de julio de 1909 transmitiéndole los deseos del gobierno argentino. El 24 de agosto, el Secretario Eduardo Sanz y Escartín —en ausencia del Presidente— remitió al Ministro Naón los Estatutos, Reglamentos, una Relación histórica de su desarrollo y el Anuario en vigencia, comprometiéndose además a enviarle aquellas publicaciones que fueran de su interés Véase: Comunicación de la RACMP al Excmo. Sr. Ministro de Justicia e Instrucción pública de la República Argentina, Madrid, 24-VIII-1909, en Altamira, 1911, pp. 94-95.
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bres de estudio debían encabezar una necesaria regeneración moral de la sociedad y la política.80 Si observamos con más detenimiento las actividades públicas de Altamira en Buenos Aires, La Plata, Rosario y Córdoba, podremos observar que la constelación de personalidades que lo arropó no sólo pertenecía a la elite socio-cultural y económica, sino que apoyaba —con mayor o menor entusiasmo— un proyecto liberal-reformista que pretendía orientar la apertura y la ampliación de la base social del régimen oligárquico de los ochenta. Sería con esta fracción de la elite rioplatense —bien representada en el gobierno oligárquico, extendida por varias agrupaciones políticas oficialistas u opositoras y con vínculos con el reformismo socialista y católico—81 con la que mejor se entendería Altamira y ante la cual se presentaría, con total franqueza, como activo promotor de la instalación de profesores españoles y como publicista del modelo de institucionalización académica peninsular. La historiografía argentina, condicionada por la amplia difusión de tópicos ideológicos antiliberales, no siempre logró transmitir una imagen ajustada de este sector de la elite, aun en sus intentos por rehabilitarla. José Luis Romero, por ejemplo, intentaría rescatar a los reformistas del régimen conservador por su tardía redención democrática, mucho antes de que la historiografía argentina se percatara de la importancia de estos personajes. Sin embargo, al bendecir la evolución ideológica de ciertos individuos excepcionales —como Carlos Pellegrini o Joaquín V. González— Romero reformuló, en términos progresistas, el supuesto de que la oligarquía, además de ser esencialmente antidemocrática, era reactiva a la reforma social e incapaz de democratizar el sistema político.82 En este sentido, actitudes sabias y enaltecedoras como las de Pellegrini o González, pudieron ser consideradas por Romero ora como fruto de elucubraciones de sectores aislados y no representativos de la elite; ora como síntomas del debilitamiento de la «consciencia de clase» oligárquica, de una pérdida de su ímpetu, de la descomposición del ré80
Zimmermann, 1997, p. 63. Zimmermann, 2000, p. 67. Según este autor, los liberales reformistas se introdujeron en el debate sobre la «cuestión social» planteando una tercera vía equidistante del «individualismo» doctrinario y del «colectivismo», basándose en unos principios filosóficos y científicos que pretendía redefinir las relaciones entre el Estado y la sociedad, con el objeto de resolver el conflicto social dentro del marco del constitucionalismo liberal. 82 Romero, 1975, pp. 202-203. 81
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gimen y de la apertura de una «brecha en la estructura ideológica que lo sustentaba».83 Cinco décadas después de las influyentes reflexiones de Romero —tras los decisivos aportes de Natalio R. Botana a la comprensión de los mecanismos políticos y referencias intelectuales del régimen conservador—, historiadores como Darío Roldán84 y, sobre todo, Eduardo Zimmermann, estarían en condiciones de aportar otra visión de los reformistas de la elite. Para observar el contraste entre la interpretación tradicional y la ofrecida actualmente, baste con cotejar el retrato quijotesco que Romero hiciera de Joaquín V. González —uno de los personajes decisivos y aglutinantes de la reforma, tanto en la esfera «social» como «política», «pedagógica» e «intelectual»—, con el ofrecido por Zimmermann: Joaquín V. González, ministro del interior durante la segunda presidencia de Julio Roca, ejemplificó tal vez más que nadie la vinculación entre el mundo universitario y la reforma social. Su proyecto de código laboral de 1904 se convirtió en un punto de referencia inevitable en todo debate sobre la cuestión social. González era un decidido partidario de la nueva concepción social del liberalismo de fin de siglo. Sus modelos eran muchos pero frecuentemente destacaban como ejemplos las reformas sociales desarrolladas en Australia y Nueva Zelanda, o el programa de legislación social de Canalejas, un ministro español liberal y netamente socialista, y las políticas de Theodore Roosevelt en los Estados Unido [...] González exhibió una constante preocupación por elevar el debate al más alto nivel, introduciendo permanentemente referencias a los últimos desarrollos en las ciencias y políticas sociales del mundo occidental. Sus preocupaciones y esfuerzos encontraron una satisfactoria vía de expresión en la creación de la Universidad Nacional de La Plata en 1905, de la cual fue el primer presidente. Algunos de los más activos participantes en estos debates, como José Nicolás Matienzo, Ernesto Quesada, o el socialista Enrique del Valle Ibarlucea, enseñaron en la Universidad, que se convirtió en uno de los centros del reformismo. Prestigiosos académicos europeos pasaron por La Plata invitados a dar cursos: Guglielmo Ferrero, el historiador italiano, y Enrico Ferri, líder de la escuela positivista de criminología, visitaron la Universidad y recibieron sus doctorados honoris causa en 1907 y 1908 respectivamente.85
Sobre la base de este sucinto perfil podemos comprender muy bien por qué González, Altamira y Posada pudieron entenderse. Sin embargo, pese a lo lógico que pueda parecernos hoy esta vinculación, la relación que Altamira entabló con los sectores renovadores de la elite gobernante argentina no dejó de resultar desconcertante para prestigiosos historiadores rioplatenses. Arturo Andrés Roig, por ejemplo, contemplando la im83 84 85
Ib., p. 203. Roldán, 1993. Zimmermann, 2000, pp. 74-75.
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plantación del krausismo en Argentina, manifestaba su asombro ante la indiferencia mostrada por Altamira y Posada respecto del supuesto núcleo duro del krausismo y del reformismo rioplatense impulsado por la UCR.86 Como ha señalado con gran perspicacia Ignacio García, Roig no logró explicar, en base a su interpretación del krausisimo, la distante o nula relación que tuvieron institucionistas como Altamira o Posada con Vergara o Irigoyen, los referentes centrales del ideario de Krause en el Río de la Plata, atribuyendo su conducta y sus vinculaciones con Joaquín V. González, a una mera confusión circunstancial.87 Para comprender mejor esta vinculación, quizás sea oportuno recordar que Altamira y Posada no operaban en un universo intelectual cuyas fronteras estaban en las alturas del Monte Naranco. Como hemos dicho, los principales protagonistas españoles y argentinos de la empresa americanista ovetense participaban de unas redes sociales que se estructuraban alrededor de experiencias y pensamientos comunes o solidarios. Estas comunidades difusas y cosmopolitas se habían gestado y ampliado apoyándose en el elitista ámbito universitario finisecular; en el ejercicio de las profesiones liberales; en los estrechos corredores diplomáticos; en la amarga prueba del exilio; en los prolegómenos de los tratos comerciales o en el mundo de una política facciosa de notables enmarcada en el liberalismo oligárquico de fines del siglo XIX. Joaquín V. González, Rómulo S. Naón, Roque Sáenz Peña, Antonio Atienza y Medrano, Rafael Calzada, Fermín Canella, Justo Sierra, Telesforo García, Matías León, Matías Alonso Criado, José M. Dihigo, Rafael Altamira, Adolfo Posada, Adolfo Buylla y muchos de los personajes aquí mentados, eran criaturas de este ramificado y escasamente poblado mundo reticular. La existencia y funcionamiento de estas redes acercaron objetivamente a Altamira y sus círculos krauso-institucionistas a las fracciones reformistas de las elites americanas y argentinas, pese a que unos y otros no ocuparan el mismo lugar en el contexto social-político —siendo influyentes en el americano y poco más que marginales en el peninsular—, ni poseyeran una relación equivalente con el poder —siendo oficialistas en el Nuevo Mundo, mientras que opositoras en España. Suponer, por ejemplo, que Altamira y Posada debieron haber dado la espalda a Naón, Sáenz Peña, Rocha, Zeballos o Joaquín V. González, 86 87
Roig, 1969. García, I., 2000.
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para acercarse a la opositora e intransigente UCR, no parece demasiado razonable, y ello, insistimos, no sólo por afinidades ideológicas. Eduardo Zimmermann, además de señalar las condiciones favorables que existían en aquella coyuntura para el entendimiento entre los reformistas españoles y argentinos, llamó la atención sobre las acciones positivas de González tendientes a desarrollar estos vínculos. Así, desde la presidencia de la UNLP su intervención habría sido decisiva para el establecimiento de relaciones intelectuales entre Argentina y esa minoritaria España moderna y progresiva. En este sentido, el Viaje de Altamira habría sido un primer paso concreto que permitió relacionar a los intelectuales argentinos con la UO, «un importante foco de la reforma social en España». De esta forma, la adhesión de González al proyecto ovetense de «establecer un programa de vínculos culturales con Hispanoamérica» el cual «reforzaría la causa del hispanismo y la renovación de la influencia espiritual de España en América», terminaría por llevar a Adolfo González Posada —uno de los más importantes ideólogos de la reforma social— a la Argentina en 1910, consolidando la fluida comunicación que ya se había establecido entre ambos sectores en torno a las cuestiones jurídico-políticas.88 En todo caso, estas visitas, la cooperación interuniversitaria que inauguraron y la revelación de un mundo ideológico moderno y reformista en España89 —interesado por temas similares a los que inquietaban a los liberales argentinos—, hicieron que se abriera un horizonte de diálogo y colaboración tal, que «tanto Posada como Altamira quedaron convencidos de que la reforma social era uno de los campos más promisorios para la cooperación entre los dos países».90 Pero las condiciones del entendimiento entre la elite reformista argentina y los regeneracionistas no sólo estaban en la «cuestión social» o en su credo hispanoamericanista, sino, también, en la cuestión política. Salvo excepciones, los krausoinstitucionistas españoles, tanto los residentes en la Península como en América, eran políticamente moderados y, transponiendo los términos de la política criolla, abiertamente «concurrencistas». Si observamos su desempeño público entre 1898 y 1931, veremos que la mayoría de ellos no hicieron ascos a la participa88
Zimmermann, 1994, pp. 33-34. Para un panorama del reformismo español y sus expresiones relacionadas con la UO y el krausismo pueden consultarse: Suárez Cortina, 2000a y 2000b. Sobre Buylla, véase: Crespo, 1998. 90 Zimmermann, 1997, p. 64. 89
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ción electoral y que, llegado el momento, se incorporaron a la estructura administrativa y política en el régimen de la Restauración. Esta integración no refrendaba, como podría creerse, un sistema corrupto y un esquema electoral caudillista viciado por el fraude —al que aspiraban a abolir «desde dentro»— sino que, venía a apuntalar un sistema monárquico consustanciado con la España que deseaban transformar. Teniendo en cuenta el grado de contradicción entre principios ideológicos y praxis política que los krausoinstitucionistas estaban dispuestos a asumir, para lograr sus objetivos de modernizar España, se comprende que los enfrentamientos políticos existentes en la moderna y liberal Argentina fueran percibidos por ellos como tensiones superficiales. Desde esta perspectiva, los conflictos políticos verificados entre matices de una concepción republicana, liberal y progresista común, no justificaban la impugnación global del sistema político y, menos aún, la adopción de estrategias abstencionistas e insurreccionales —como la que propugnaba el líder de la UCR, Hipólito Yrigoyen— contra una elite que estaba realizando en Argentina, buena parte de lo que ellos soñaban para España. Ignacio García dignosticó, oportunamente, que las profundas diferencias entre el krausismo español y el argentino, hicieron que los inmigrantes que, como Antonio Atienza y Medrano, transplantaron en el Río de la Plata el institucionismo, quedaran asilados de la corriente krausista local. Confrontadas estas diferencias en un escenario sociopolítico progresivo como el argentino, el krausopositivismo institucionista de Atienza —influenciado decisivamente por la realidad española, aun en su percepción de la realidad argentina—, sólo podía alejarse progresivamente de un paleokrausismo rioplatense estrictamente espiritualista, abocado a un reformismo radical y a una oposición intransigente a los sectores gobernantes.91 Este extrañamiento entre el krausopositivismo inmigrante y el krausismo local tendría una importancia decisiva para García, en tanto considera que Atienza fue el referente de Altamira y Posada en su paso por Argentina y, por lo tanto, aquel que puede explicar la connivencia de ambos con el poder oligárquico. Lo cierto es que, más allá de los fundamentos ideológicos que podamos encontrar en el acercamiento de Altamira a la elite gobernante argentina, esta pauta social «elitista» en la estrategia social del delegado ovetense se verificaría, también, en los otros países visitados donde el 91 Respecto de las diferencias entre el krausismo español y el rioplatense, véase con detenimiento el agudo análisis presentado en: García, I., 2000.
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krausopositivismo no había logrado consolidarse y, en ocasiones, ni siquiera desembarcar. En efecto, la diferencia entre las coyunturas políticas internas y las estructuras socio-económicas de los países latinoamericanos, hicieron que, en no pocas ocasiones, los auditorios del delegado ovetense tuvieran más que ver con un liberalismo tradicional de más tardía implantación —aún en pugna con elementos conservadores—, que con un «reformismo» que aún no hallaba demasiado sustrato «ortodoxo» en el que afirmarse y contra el cual confrontar. Es por ello que, teniendo en cuenta este fenómeno, quizás sea más acertado explicar las pautas de vinculación de Altamira con la fracción reformista de la oligarquía argentina, descartando la tesis de la pura simpatía ideológica y atendiendo más al funcionamiento de aquellas redes sociales cosmopolitas en las que los Altamira y Posada confluían —por diversas razones entre las cuales estaban, sin duda, las ideológicas— con los González y los Naón, pero también con los entornos liberal-conservadores de Julio A. Roca y Porfirio Díaz. Altamira era plenamente consciente de que aquella experiencia de intercambio que protagonizaba jamás hubiera fructificado sin el interés y el compromiso del presidente de la UNLP, Joaquín V. González: Sabíamos cuán hispanófilo es el Dr. González, cuyo amor al viejo solar tan persistentes muestras de vida ha dado y cuyo empeño por traer aquí, a su Universidad, profesores españoles en visita más o menos larga, se había insinuado en muchas ocasiones, incluso en la solemne de un discurso parlamentario. Al venir aquí, yo he visto que lo que sabíamos allá unos pocos, lo sabían aquí todos los españoles, quienes no planean manifestación pública de su patriotismo en que le sea lícito participar a un ciudadano de la Argentina, sin dirigir la mirada a ese hombre que tiene el corazón bastante para amar intensamente a su patria y a la patria de sus antepasados...92
Es evidente que, durante aquellas jornadas, Joaquín V. González invirtió su prestigio personal respaldando al delegado ovetense ante la opinión pública e introduciéndolo en los principales círculos intelectuales y políticos. González acompañó a Altamira en los principales actos sociales y protocolarios, pronunciando conceptuosos discursos en los que, además de ensalzar al catedrático ovetense, se resaltaban las coincidencias existentes alrededor de los temas pedagógicos e historiográficos entre el «Grupo de Oviedo» y los intelectuales reformistas argentinos. Amén de su gratitud personal hacia González, Altamira no dejó de honrar, prolijamente, la asociación intelectual que los unía,93 declarando 92
Discurso pronunciado por R. Altamira en el acto de su despedida de la UNLP (La Plata, 4-X-1909), en Altamira, 1911, pp. 166-167. 93 «Cuando yo leía en España los escritos del Dr. González, que exponen vuestro
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públicamente la profunda simpatía de ideales y valores existente entre «las instituciones progresivas» argentinas y españolas; poniendo énfasis en destacar la labor de la UNLP en la cual, según sus propias palabras, pudo apreciar un ambiente intelectual y moral congénere con el de la Escuela de la que procedía.94 Pero esta simpatía debería entenderse como algo más amplio que una coincidencia meramente teórica o política, sino como una profunda identificación espiritual e ideológica entre los impulsores de estos proyectos educativos: Yo he visto claramente, desde un principio, por qué nos entendíamos tan profunda y totalmente vosotros y nosotros, el profesorado argentino y la Universidad de Oviedo. No ha sido por la comunidad de ideas, ni por lazo alguno puramente intelectual, ni menos personal en el sentido estricto de la palabra; sino porque vosotros tenéis el entusiasmo de vuestra misión educativa, y nosotros lo tenemos muy vivo de la que en España cumplimos y de la que quisiéramos poder cumplir en América. Quizás vosotros no veis tan claro como yo en vuestro mismo sentimiento, y tal vez se os muestra en gran medida con el miraje de una proyección puramente personal. Si es así, os engañáis, y yo voy a deciros lo que ha pasado entre nosotros. Habéis advertido lo que yo creo que es característica nuestra: no el hacer ciertas cosas con preferencia a otras, o hacerlas mejor o peor, en el orden educativo, sino hacerlas con entusiasmo, con fe; y no digo con esperanza, porque más cierto sería decir que nuestro entusiasmo salta por encima de ella: no ha esperado a que los indicios del mañana le contesten con una sonrisa de éxito, y aún triunfa del pesimismo y continúa afirmándose en la acción, sea lo que quiera del fin de la batalla. Os ha seducido el gesto atrevido, aventurero, quijotesco, de aquella modesta Universidad española, que se ha lanzado a esta obra de fraternidad internacional sin mirar si su celada y su escudo, su lanza y su caballo, resistirían los primeros choques con la realidad desconocida, o se quebrarían, dejándola a pecho descubierto y flaca de todas sus flaquezas a las primeras de cambio; y habéis dicho con razón: esos hombres tienen el atrevimiento cándido que hace respetables hasta las más descabelladas hazañas del caballero manchego. Y como vosotros sois así también y tenéis el alma alumbrada por la poesía de vuestra laconcepto de la Universidad y de su amplia función educativa, me parecía estar repasando los ensueños pedagógicos que durante muchos años han alimentado las esperanzas y han guiado en la lucha a los que en mi país ansían que la enseñanza española sea digna de esta época y de las altas necesidades antropológicas, intelectuales y morales de la patria. Y así, cuando se esbozó el plan de mi viaje, yo pude pensar, por lo que se refiere a la Argentina, por de pronto: Voy a vivir entre hermanos de ideal, cuya casa no me será extraña, porque en ella oiré repetirse los ecos amables de las mismas voces que aquí suenan como clarines de nuestra batalla educativa. Y así ha sido por lo que a mí toca; aumentando ese confortable prejuicio con la observación de que ese mismo espíritu nuevo retoña en todo vuestro país y sacude, no sólo la plata joven de la Universidad platense, sino también el tronco añoso de sus hermanas mayores...» (Ib., pp. 162-163). 94 Discurso pronunciado por R. Altamira en el acto de su recepción en la UNLP (La Plata, 12-VII-1909), en Altamira, 1911, p. 115.
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bor social, en lugar de sonreiros y de compadeceros ante nuestra aventura, habéis sentido lo que en ella hay de amable, y algo íntimo de vuestra alma ha resonado en vibración simpática a la nuestra.95
El estupor mostrado por algunos historiadores argentinos ante el acercamiento de Altamira y González o Naón sólo puede entenderse por la pervivencia de unos prejuicios políticos y de un inexplicable empeño por explicar las conductas de grupos e individuos con arreglo a unos elevados principios ideológicos. Desde esta perspectiva, la historia política y la reconstrucción de las relaciones efectivas entre grupos e individuos quedaron subsumidas por mucho tiempo, en una historia «idealista» de las ideas, en la que éstas parecen relacionarse lógicamente, sometiendo la voluntad de los individuos que las abrazan, determinando y haciendo inteligibles sus comportamientos sociales e individuales; y convirtiéndose en el criterio moral para juzgar su conducta pública. Apartándonos de esta perspectiva, se nos ocurre más acertado comprender la conducta de Altamira observando sus estrategias sociales y considerando las necesidades diplomáticas de la misión ovetense, que aconsejaban no entrometerse en los conflictos internos argentinos. Recordemos que, el éxito final del Viaje Americanista dependía de la capacidad de su protagonista para disolver antagonismos y para incidir en aquellos sectores que, controlando los aparatos de Estado, podían poner en marcha un programa como el que se ofrecía desde Oviedo. Estos condicionantes y la brevedad del tiempo disponible, hicieron que Altamira no pudiera y no quisiera profundizar su mirada de la realidad política argentina ni, menos aún, explorar amistades inconvenientes que pudieran distanciarlo de aquellos que lo habían acogido y se habían mostrado interesados en su proyecto. En este sentido, antes que descender al barro de la política partidista, Altamira prefirió dirigir su atención hacia las nuevas generaciones de las elites, precisamente hacia los sectores estudiantiles con quien convivía en los claustros platenses y porteños y en los que detectó intereses y sensibilidades coincidentes con importantes aspectos del programa americanista. Altamira describió a los estudiantes platenses y porteños como a gentes «siempre entusiastas de las ideas generosas y nobles», que se plegaron de inmediato a la filosofía de la Extensión, abriendo sus sedes sociales a las conferencias de Altamira y organizando eventos e institu95
«Demostración del Magisterio argentino» (originalmente publicado en El Libro, Buenos Aires, Asociación Nacional del Profesorado, octubre-noviembre de 1909), en Altamira, 1911, pp. 202-204.
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ciones destinadas a instaurar este tipo de educación no formal en Argentina.96 Altamira pronto ganó el cariño de sus alumnos argentinos. En el epistolario de Altamira, se han conservado notas y cartas de alumnos universitarios en que puede verse el sincero afecto que despertó el viajero.97 Sin embargo, más que las palabras fueron los gestos los que mejor demostraron el cariño que los estudiantes argentinos manifestaron por su fugaz profesor: la Asociación Patriótica Estudiantil —patrocinada por en Consejo universitario de la UNLP— fundó en La Plata una «Universidad Popular» a la imagen de la Extensión Universitaria ovetense que fue bautizada con el nombre de «Rafael Altamira»,98 al tiempo que sus discípulos universitarios lanzaban la iniciativa, ya mencionada, de comprarle una casa en Oviedo. Por supuesto, estos gestos no agotaron los homenajes. El 21 de septiembre, la Federación Universitaria de Buenos Aires, celebró en el Prince George’s Hall el primer acto de conmemoración del Día del Estudiante, establecido por recomendación del Primer Congreso Internacional de Estudiantes Americanos, reunido en enero de 1908 en Montevideo. En este acto, Rafael Altamira concurrió como invitado principal y conferenciante,99 siendo cubierto de halagos por sus anfitriones que no dudaron en idealizar los rasgos de su propia estampa.100 Poco después, el Centro de Estudiantes de Derecho de la UBA nombró a Altamira miembro honorario de la institución,101 deferencia que Altamira, siempre atento en sus gestos hacia los estudiantes, retribuyó con una visita a la sede de la institución días más tarde. 96 Primer informe elevado por R. Altamira al Rector de la UO acerca de los trabajos realizados en Argentina, Uruguay y Chile (Callao, 20-XI-1909), en Altamira, 1911, pp. 60-61. 97 A modo de ejemplo, entre los papeles de Altamira se conserva una breve nota de Mariano Irisarri —el alumno que le diera la bienvenida en nombre de los estudiantes platenses en la ceremonia de recepción en la UNLP— antes de la partida del profesor ovetense. Véase: Carta de Mariano Irisarri a R. Altamira, Buenos Aires, 4-X-1909, IESJJA/LA. 98 Altamira, 1911, p. 55. Véase: Notas del Presidente del Centro Patriótico Estudiantil dirigidas a R. Altamira, La Plata, 15 y 16-X-1909, invitándolo a homenaje en el Hotel París, IESJJA/LA. 99 Altamira consigna la publicación de su conferencia en: Revista del Círculo médico argentino y Centro de Estudiantes de Medicina, año IX, N.º 98, Buenos Aires, octubre de 1909 (ref. en Altamira, 1911, nota n.º 1 de la p. 60). 100 Discurso de salutación de Héctor A. Taborda (Presidente de la Federación Universitaria de Buenos Aires) en el Prince George’s Hall (Buenos Aires, 21-IX-1909), en Altamira, 1911, p. 226. 101 Carta de César de Tezanos Pinto (del Centro de Estudiantes de Derecho) a R. Altamira, Buenos Aires, 1-X-1909, IESJJA/LA.
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No debe extrañar, pues, que en su «Primer informe» al rector Canella, quedara consignada la existencia de un terreno sumamente fértil en el estudiantado argentino y uruguayo tanto para el desarrollo de relaciones intelectuales hispanoamericanas, como para establecer un diálogo constructivo con el estudiantado ovetense.102 La popularidad de Altamira entre los estudiantes argentinos llamó la atención de la opinión pública, suscitó celos profesionales y, también, algunas reflexiones inteligentes. En las columnas «argentinas» de El Diario Español de Montevideo, se señalaba, a raíz de la iniciativa del alumnado porteño y platense de obsequiar a Altamira con una casa en Oviedo, que esta actitud representaba una buena ocasión para meditar acerca de las razones que movían a los estudiantes a tan inusual homenaje, cuando por entonces predominaba entre ellos la más supina indiferencia respecto de los docentes. La respuesta que el editorial proponía era que la mayoría de los maestros habían ido perdiendo su condición de tales; convirtiéndose su otrora sacerdocio, en un rutinario oficio. El triunfo de Altamira y este gesto de reconocimiento público que lo testimoniaba deberían entenderse como algo más que una pura manifestación de afecto, para ser considerados como una demanda implícita de cambios en la esfera de la política educativa y de los métodos pedagógicos: Por esto, al ver la iniciativa de la clase estudiantil, he tenido el pensamiento de que en ese obsequio proyectado, bien puede haber algo más que la simple demostración de afecto hacia el hombre. Puede haber también la comprensión de que es necesario un acto de esa naturaleza, contrastando con la indiferencia que merecen los más de los profesores, para probar que así deben ser los maestros de los días presentes en que la enseñanza de la generaciones nuevas debe ser algo más que la monótona repetición de viejas ideas. De ahí el entusiasmo a favor de Altamira, premio justísimo a la actitud asumida desde el primer momento cuando rechazó las conferencias con que se le brindaba un teatro de esta capital, diciendo que el escenario quedaba para otros, pues él, como catedrático, no podía ni debía de salir, naturalmente, del radio de acción a que la propia dignidad del cargo que desempeñaba le sometía. La casa con que pretenden obsequiar los estudiantes universitarios de Buenos Aires y de La Plata, tendrá todo el carácter de un hondo símbolo, demostrando que la verdad de la enseñanza solo puede ser efectiva en un hombre como él, que ha hecho todo cuanto estaba a su alcance para dignificar la libertad de cátedra, elevándola en el concepto público, evitando que pudiera caer en el terreno de las combatividades fáciles, allí donde cualquiera puede zaherir y atacar, sin más trabajo que el de recoger tristes ejemplos de la vida diaria, inconscientemente prodiga102
Primer informe elevado por R. Altamira al Rector de la UO acerca de los trabajos realizados en Argentina, Uruguay y Chile —Callao, 20-XI-1909—, en Altamira, 1911, pp. 66-67.
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dos. [...] La casa que el afecto de los estudiantes argentinos levante en la ciudad de Oviedo, será una demostración elocuente de que los grandes entusiasmos que en otros tiempos despertaban los maestros de generaciones, también hoy pueden existir: en manos de los maestros está el probarlo. Porque, en verdad, ya estamos hartos de doctrinadores que como aquel capitán Araña famoso, quieren embarcar a los demás en las ideas que por su parte no son capaces de profesar. Faltan hombres dignos de practicar lo que dicen, que no sean egoístas cuando predican el desinterés, que no sean aristócratas cuando proclaman la igualdad, que no sean, en fin, todo lo contrario de lo que aparece en sus obras. Para que las enseñanzas sean eficaces, es indispensable que el maestro sea hombre, y que el hombre no desmienta al maestro.103
Ahora bien, la opción prioritaria por entenderse con diferentes sectores y generaciones de la elite, no sólo hizo que Altamira se alejara de los políticos de la UCR, sino que condicionó negativamente su relación con los sectores obreros. Si existían razones políticas y diplomáticas que permiten explicar esta conducta de Altamira a lo largo de todo su periplo, en Argentina este discreto alejamiento del mundo obrero tenía unas causas mucho más directas e inmediatas. El delegado ovetense llegó al Río de la Plata en un momento de considerable tensión social, cuando aún resonaban los ecos de los violentos episodios de la Semana Roja porteña de mayo de 1909. En aquella ocasión, la Federación Obrera Local Bonaerense —adscripta a la Federación Obrera Regional Argentina (FORA), de orientación anarquista— había organizado un acto para festejar el 1 de mayo en la Plaza Lorea de Buenos Aires. La multitudinaria manifestación, de más de treinta mil obreros, fue reprimida por la Policía Federal, con un trágico saldo de ocho muertos y cerca de un centenar de heridos, miles de detenidos y clausura de locales sindicales. La FORA, la UGT —central socialista— y otros gremios independientes declararon la huelga por tiempo indeterminado a través de un documento que equiparaba este hecho luctuoso a la «hecatombe de la Comuna de París, con las horcas de Chicago, con las infamias de Montjuich», exigiendo la libertad de los detenidos y la reapertura de sus locales. Los incidentes se prolongaron hasta el 4 de mayo, cuando la multitud reunida para el entierro de los obreros caídos fue atacada por la policía y se suscitó una batalla campal en una Buenos Aires paralizada por la violencia callejera. Si bien el 8 de mayo el presidente provisional del Senado pactó con los huelguistas la liberación de los presos y la rehabilitación de los centros sindicales, el clima de violencia no se disipó fácilmente. El 14 de noviembre, poco después de la partida de Altamira, el inmigrante anar103
«Crónica. La casa del maestro», El Diario Español, Montevideo, 21-IX-1909.
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quista ruso, Simón Radowitzky arrojaría una bomba en el coche del jefe de policía, Coronel Ramón L. Falcón, asesinándolo a él y a su secretario, en venganza de los sucesos de mayo.104 Este acto abriría una nueva ola de represión policial y dio lugar a la deportación de cientos de extranjeros —entre ellos decenas de españoles— de ideas radicales. En este contexto crispado, Altamira abordó la problemática obrera, buscando oportunas «mediaciones» que no comprometieran la suerte de la empresa americanista. Esta estrategia hizo que las relaciones del viajero con el mundo obrero fueran deliberadamente tangenciales y que su discurso obrerista no discurriera por los carriles políticos y jurídicos que normalmente transitaban los intelectuales del Grupo de Oviedo, sino, exclusivamente, por el pedagógico. En este sentido Altamira habló de los obreros de su educación y de su socialización; proclamó la necesidad de reformas laborales; dictó conferencias en locales sindicales, pero no entabló un auténtico diálogo con sus asambleas o sus dirigentes. Esta suerte de obrerismo sin obreros no sólo debe explicarse por el deseo de Altamira de no politizar y, menos aún, radicalizar su mensaje en una coyuntura problemática para Argentina; sino por el propio perfil profesional del alicantino, cuyas competencias en el área sociológica o en la del Derecho laboral no eran las de Adolfo Posada o Adolfo Buylla; y, también, por la propia demanda obrera, que interpelaba al viajero como intelectual y docente, antes como autoridad doctrinaria. La transversalidad social del proyecto de la Extensión Universitaria permitió que el profesor ovetense promocionara su programa de pedagogía popular en los principales auditorios de la sociedad civil rioplatense, tanto en sociedades docentes y estudiantiles, como en asociaciones de la colectividad española y en algunas sedes sindicales. La organización de la educación popular fue el tema central de su discurso ante la Asociación del Profesorado.105 En esta conferencia, Altamira pasó revista críti104
Para una reseña razonada de los sucesos de la Semana Roja pueden verse los siguientes trabajos: López, 1987; Bilsky, 1985. Acerca de la odisea de Radowitzky —quien luego de su liberación en 1930 se enrolaría para combatir en la Guerra Civil española— y del atentado que costó la vida a Ramón L. Falcón, véase: Bayer, 1975. 105 Véase: «Las conferencias del Sr. Altamira», La Nación, Buenos Aires, 21-VII-1909 y «El profesor Altamira en la Asociación Nacional del Profesorado. La extensión universitaria», La Prensa, Buenos Aires, 21-VII-1909. Esta conferencia fue, según Altamira, el preámbulo de algunas actividades extensionistas que hubo de desarrollar en Argentina para la ANP, otras instituciones dedicadas a la cultura popular y gremios obreros. Véase: Primer informe elevado por R. Altamira al Rector de la UO acerca de los trabajos realizados en Argentina, Uruguay y Chile (Callao, 20-XI-1909), en Altamira, 1911, p. 57. Estas conferencias tuvieron repercusiones en España, tal como lo prueba el reporte que de ella publicara un periódico obrero vasco (García, L., 1909).
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ca de los diferentes modelos de universidades populares ensayados, con poca fortuna, en España y afirmó que lo efímero de la experiencia de la Universidad Popular de Valencia —impulsada, según el modelo francés, por Vicente Blasco Ibáñez— y el fracaso de la de Barcelona se deberían, respectivamente a su compromiso partidario y la inconveniente invasión de pasiones políticas. Sin embargo, el debilitamiento de la Universidad Popular de Madrid o de la Universidad Popular de Mieres, no pasaría por su politización —ambas se basaban en el principio de la neutralidad—, sino en su incapacidad para atraer a los obreros. Este rasgo y lo asistemático del esfuerzo pedagógico habrían limitado, también, la eficacia de otras iniciativas de educación popular como las del Ateneo de Madrid y de la extensión coruñesa. El modelo ovetense, universitario, sistemático y obrerista, estaba inspirado en la extensión universitaria inglesa, pero habría logrado superarla por el abandono de cualquier «inspiración utilitaria y egoísta» que pudiera confundirla con una escuela profesional de oficios. Como testimoniaba Altamira, cinco eran las actividades extensivas que se desarrollaban en Oviedo: las conferencias semanales, generales y abiertas en la Universidad; las conferencias pronunciadas en los locales de los centros obreros —que serían reemplazados por cursos con matrícula cerrada exclusivamente para obreros—; las reuniones de lectura comentada, con trabajos en equipo; las veladas, dedicadas preponderantemente a público femenino —con horarios de trabajo diferentes de los hombres—; y las excursiones. La filosofía y práctica de la Extensión fue tema de disertación en la «Universidad Obrera» —la cual organizó una recepción el 9 de septiembre en el recinto principal de la Sociedad Operai Italiani a la que asistieron estudiantes y obreros—;106 en el Círculo Asturiano, el 10 de septiembre;107 y en la Universidad Popular Sociedad Luz, dos días más tarde.108 En la Asociación Patriótica Estudiantil y en el Colegio Nacional del Oeste, Altamira ofreció conferencias gratuitas y abiertas sobre los propósitos de la Extensión y la experiencia de su Universidad al respecto, destinadas, en su mayoría, a los trabajadores que asistieron, en algunos casos, por recomendación de su sindicato.109 106 «Noticias universitarias. Extensión Universitaria», La Prensa, Buenos Aires, 10-IX-1909. 107 «En honor del profesor Altamira», La Prensa, Buenos Aires, 11-IX-1909. 108 Carta de Adolfo Dickmann (Universidad Popular Sociedad Luz) a R. Altamira, Buenos Aires, 15-IX-1909, IESJJA/LA. 109 Véase: Invitación a los obreros, Comité de Extensión Universitaria, El obrero gráfico (órgano de la Federación gráfica bonaerense), Año III, número 37, 1.º de octubre de 1909, en Altamira, 1911, pp. 91-92.
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Estas actividades le valieron el reconocimiento de instituciones consagradas a la educación popular en el Río de la Plata, tales como el Colegio Nacional del Uruguay,110 la Escuela Nocturna del Centro de Sociedades Obreras de Buenos Aires,111 la Universidad Politécnica Popular —que lo nombró Presidente honorario—112 o el Colegio Nacional del Oeste, cuyo Rector era Manuel Derqui, dirigente de la Asociación Nacional del Profesorado. La culminación de este reconocimiento se produciría en los últimos días de su estancia en Buenos Aires, cuando Altamira fue invitado a participar en el Congreso de Sociedades Populares de Educación, foro que convocó a sesenta y seis instituciones educativas populares en la Escuela Presidente Roca de la ciudad de Buenos Aires.113 Especialmente valorado por los asistentes —entre quienes se encontraban muchos de sus anfitriones habituales—, el viajero fue investido con una presidencia honoraria y se le encargó el discurso inicial del acto de clausura, celebrado el 15 de octubre. En esa pieza oratoria, el profesor español argumentó la necesidad de articular los esfuerzos de la educación formal oficial y la popular,114 recibiendo varias ovaciones y un estruendoso «voto de aplauso y homenaje» que le tributó, de pie, el pleno de los congresales.115 Pese a esta apoteosis, las sesiones del Congreso tuvieron aristas incómodas para Altamira. En efecto, el 13 de octubre, la adhesión al homenaje de la ANP se puso en entredicho cuando llegó al recinto la noticia de la ejecución del educador anarquista Francisco Ferrer en Montjuich, acusado de instigar los episodios sangrientos de la Semana Trágica de Bar110
Carta de Juan José Millán a R. Altamira, Concepción del Uruguay (Argentina), 23-VII-1909, IESJJA/LA. En esta carta, Millán expresaba que la «Extensión Universitaria del Colegio Nacional del Uruguay» se congratulaba por la presencia del «célebre» catedrático «el primer extensionista europeo que atraviesa el Océano Atlántico». 111 Carta del alumnado de la Escuela nocturna del Centro de Sociedades Obreras de Buenos Aires a R. Altamira, Buenos Aires, 1-X-1909, IESJJA/LA. 112 Carta de Arturo Maimó (de la Universidad Politécnica Popular) a R. Altamira, Buenos Aires, 12-X-1909, IESJJA/LA. 113 Invitación especial y pase válido para asistir al 1er Congreso de Sociedades Populares de Educación, días 12, 13 y 14 de octubre de 1909 a nombre de D. Rafael Altamira, IESJJA/LA. 114 «Primer Congreso Nacional de Educación Popular. La sesión de ayer», La Argentina, Buenos Aires, 16-X-1909. 115 «Sociedades de Educación. El Primer Congreso. Clausura de las sesiones», La Prensa, Buenos Aires, 17-X-1910. Manuel Derqui, Rector del Colegio Nacional del Oeste y dirigente de la Asociación Nacional del Profesorado, informó a Altamira de las intenciones del Congreso de tributarle ese honor y un homenaje. Véase: Carta de Manuel Derqui a R. Altamira, Buenos Aires, 8-X-1909, IESJJA/LA.
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celona.116 Si bien Altamira, coherente con su línea de prescindencia política, se abstuvo de opinar al respecto, hizo llegar sus consideraciones críticas a los políticos liberales —posiblemente a través de Fermín Canella— relatando la situación embarazosa en que quedó su misión y la imagen de España ante los educadores argentinos a raíz de esta incomprensible ejecución.117 Afortunadamente para el viajero, el fusilamiento no repercutió en la evaluación de su mensaje ni en la credibilidad del extensionismo ovetense. De esta forma, Altamira no tuvo problemas para trascender la reflexión teórica y de actividad propagandística, desarrollando actividades extensivas propiamente dichas. Entre julio y octubre, el viajero dictó una serie de conferencias de divulgación para público obrero —previamente concertadas con las asociaciones de trabajadores— y otras, sin destinatario preciso, pensadas para un público general o pequeño-burgués con inquietudes intelectuales. La comisión directiva de la Asociación de Empleados de Comercio le solicitó algunas conferencias, pero las obligaciones del viajero para con la UNLP y la UBA sólo le permitirían pronunciar una,118 en los salones de Unione e Benevolenza la conferencia
116 La breve discusión al respecto fue recogida por la prensa y en su reporte consta que Enrique del Valle Ibarlucea —secretario de la UNLP y notorio socialista— propuso clausurar la jornada del congreso por el «asesinato legal» de Ferrer, a lo que Ricardo Levene contestó sugiriendo la realización de un homenaje silencioso en señal de duelo, la prosecución del orden del día y la votación de un receso a hora prudencial para incorporarse al homenaje de la Asociación Nacional del Profesorado a R. Altamira. Finalmente esta moción de Levene —luego de que terciara otro congresista poniendo ciertos reparos sobre las ideas de Ferrer—, sería la que sería aprobada por voto a mano alzada una vez que fracasara el intento de que se votara nominalmente sobre el asunto y quedaran extremadas las diferencias respecto de la personalidad ejecutada. Véase: «Primer Congreso Nacional de Educación Popular. Pónese de pie en duelo por Ferrer...», La Argentina, Buenos Aires, 14-X-1909. 117 Entre los papeles de Altamira ha sobrevivido una carta que le dirigiera el Presidente del Consejo de Ministros, en la que se puede leer: «Comprendo la tristeza que a Vd. habrá producido la repercusión que la ejecución de Ferrer tuvo en esa República. No sólo amenazaba destruir la obra civilizatoria y cultísima que Vd [está] realizando, sino que, además, nos enajenaba en momentos tan críticos aquella simpatía de los hermanos que tan necesaria nos es. Por fortuna la tempestad se ha disipado, por lo menos en Europa, y se está haciendo una reacción saludable, no sólo por la caída del Gabinete Maura y la entrada de una situación liberal, sino por un análisis desapasionado y racional de lo que fue Ferrer y de sus antecedentes» (Carta de Segismundo Moret a R. Altamira, Madrid, 16-XI-1909, IESJJA/LA). 118 Véase: Carta de la Asociación empleados de Comercio a R. Altamira, Buenos Aires, 5-VIII-1909, IESJJA/LA y «Unión Dependienes de Comercio. Conferencia del profesor Altamira», La Prensa, Buenos Aires, 2-X-1909.
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que dedicada al Peer Gynt de Ibsen y Grieg, contando con la ejecución musical del maestro Rafael Nuremberg. El interés de los pedagogos populares por la experiencia acumulada por Altamira en este terreno y la relación desarrollada con una figura patricia como Derqui —al que llegó a través de Joaquín V. González—, hizo que se invitara al profesor español a participar de la planificación de las actividades extensivas del Colegio Nacional del Oeste y se le nombrara Presidente del Comité organizador del año lectivo de 1910.119 Si la elite reformista, desdoblada en sus sectores gobernantes y en sus generaciones emergentes, fue el interlocutor privilegiado que eligió Altamira al punto de condicionar su relación con la clase obrera y clausurar su diálogo con otros sectores políticos, el viajero supo abrir el juego hacia un sector socio-profesional de creciente influencia en la sociedad argentina y americana. Testimonio de la «modernidad» de Altamira y de la inteligencia con que desempeñó su papel, fue la importancia que concedió, dentro de su estrategia social, a su relación con la prensa y los periodistas. Consciente de lo oportuno de difundir a un público más amplio los contenidos de su propuesta y los logros de su misión en el sector universitario y político, el catedrático ovetense se cuidó de atender con esmero a los reporteros que acudían a entrevistarlo. Su interés por tejer buenas relaciones con los medios de comunicación hizo que se preocupara por abastecerlos de material120 y por asistirlos en la publicación de las versiones taquigráficas de sus conferencias.121 Del mismo modo, Altamira siempre hizo lugar en su agenda para responder cartas,122 para visitar las redacciones de los principales periódicos y confrater119
Véase: Comunicación de Rafael Altamira sobre los trabajos de Extensión universitaria en el Colegio Nacional Oeste —Buenos Aires, 23-VII-1909—, en Altamira, 1911, pp. 89-90. Véase: «Extensión universitaria», La Prensa, Buenos Aires, 22-IX-1909 y «Comité de Extensión universitaria. La reunión de anoche», La Nación, Buenos Aires, 23-IX-1909. 120 El periodista Ernesto Nelson agradecía a Altamira en una afectuosa carta, su deferencia en aportar un texto «de los niños de Oviedo» para la edición de La Nación de los Niños. Véase: Carta de Ernesto Nelson a R. Altamira, Buenos Aires, 31-VII-1909, IESJJA/LA. 121 Carta de Juan Gelabert a R. Altamira, La Plata, 2-VIII-1909, IESJJA/LA. En esta carta, que acompañaba el envío de los ejemplares de El Día en que se reproducían las conferencias de Altamira, se pedía disculpas por las imperfecciones del texto publicado y se requería de Altamira el envío de las versiones taquigráficas de sus alocuciones. 122 Entre los papeles de Altamira se conservan algunas cartas que permiten observar que pese a sus múltiples obligaciones, el viajero nunca desatendió los requerimientos de los periodistas aun cuando no siempre pudo ofrecer las entrevistas que le eran
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nizar con redactores y editores, a quienes consideraba, en parte, colegas de un oficio común. Entre los papeles de Altamira han sobrevivido recortes de artículos periodísticos en los que se testimonian sus visitas a periódicos porteños como La Nación,123 La Prensa124 y La Argentina;125 y a periódicos montevideanos como El Día,126 El Tiempo127 y La Razón.128 Pese a que en el material de sus archivos no existen testimonios periodísticos de visitas similares en el resto de los países latinoamericanos, existen menciones y referencias indirectas que nos permiten suponer que, al menos en México y Cuba, Altamira fue consecuente con esta práctica. Más allá de las simpatías que tuviera por este gremio, el acercamiento a los periodistas respondía a dos necesidades. Por un lado, a la de amplificar su discurso para asegurar el desarrollo exitoso de su misión en las futuras etapas del viaje y, por otro lado, a la de asegurarse una cobertura periodística y un tratamiento benéfico por parte de los formadores de opinión, de cara a su retorno a España. La prensa sería el mejor documento que aportar a los escépticos y a los enemigos de la causa que había llevado al catedrático ovetense al Nuevo Continente, de allí su interés por que quedaran constancias públicas y objetivas del carácter de su embajada cultural y del triunfo indudable de su misión. Respecto de lo segundo, cabe consignar que el permanente interés de Altamira por testimoniar el curso de su periplo lo llevó a recopilar sistemáticamente las diversas noticias que de sus conferencias y actividades daban los periódicos argentinos. En Buenos Aires y La Plata, debido a lo prolongado de su estancia, el material más relevante se obtuvo a través de suscripciones129 y el de diarios de menor circulación o locales se procuraba in situ o a través de los servicios de agencias de seguimiento periodístico.130 solicitadas. Véase: Carta de Julio del Romero a R. Altamira, Buenos Aires, 1-VIII-1909, IESJJA/LA. 123 «El profesor Altamira», La Nación, Buenos Aires, 22-IX-1909. 124 «En La Prensa», La Prensa, Buenos Aires, 23-IX-1909. 125 «La partida del Dr. Altamira. Su visita a La Argentina», La Argentina, Buenos Aires, 2-X-1909. 126 «Altamira en nuestra casa. La visita de ayer», El Día, Montevideo, 8-X-1909. 127 «El profesor Altamira. Su llegada. Conferencias y países que visitará. En nuestra redacción», El Tiempo, Montevideo, 7-X-1909. 128 «Rafael Altamira en La Razón», La Razón, Montevideo, 7-X-1909. 129 Recibo de pago n.º 16347, librado por el periódico La Argentina en favor de Rafael Altamira, Buenos Aires, 5-VIII-1909 por el pago de tres pesos y cuarenta centavos por la suscripción al periódico entre el 1-VIII-1909 al 30-IX-1909, IESJJA/LA. Recibo de pago n.º 12462 librado por el periódico La Nación en favor de Rafael Altamira, Buenos Aires, VIII-1909 por el pago de 2 pesos m/n por una suscripción, IESJJA/LA. 130 Recibo de pago librado por el Correo de La Prensa en favor de Rafael Altamira,
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Al respecto es de destacar la notable cantidad de material de periódicos argentinos y uruguayos que conservó Altamira y la escasez de recortes de prensa de Chile, Perú, México y Cuba. Muy probablemente, esta asimetría sea fruto de extravíos y destrucciones posteriores y no deba adjudicarse al desinterés del viajero. En todo caso, existen testimonios epistolares de que el cúmulo de estas piezas y recortes fue en parte transportado por el propio Altamira, aunque en su mayoría fue remitido junto con los libros, a Fermín Canella para conformar un «archivo» que permitiera escribir la futura crónica de aquel Viaje Americanista.131 Las deferencias de Altamira con la prensa fueron recompensadas con un tratamiento de excepción por parte de los medios de comunicación y de las asociaciones periodísticas que, como el Círculo de Periodistas de La Plata no dudaron en expresarle «los sentimientos de afecto y de admiración que ha sabido conquistar entre nosotros por su clara intelectualidad como por la dedicación y seriedad con que ha dado cima a su cometido» y su reconocimiento por «su ilustrada cooperación prestada al fomento de nuestra cultura obligando con ello nuestro reconocimiento».132 Por supuesto, este trato privilegiado, amén de descansar en una íntima admiración de muchos periodistas,133 se exteriorizó en las hojas de los diarios, que no dudaron en destinar grandes espacios al seguimiento de sus actividades y a exaltar las dotes de Rafael Altamira, elogiando permanentemente sus desempeños docentes. El interés de examinar la prensa de la Buenos Aires, 6-VII-1909, el que consta que dicha empresa percibió diez pesos por el servicio de recortes de diarios y revistas que éste les encargara, IESJJA/LA. 131 En los papeles de Altamira constan algunos encargos bibliográficos y el despacho del material a Fermín Canella, vía Barcelona. Véase: Carta de la Librería del Colegio a R. Altamira, Buenos Aires, 24-VIII-1909, IESJJA/LA. En este mismo archivo pueden encontrarse notas con un inventario parcial de materiales de prensa remitidos a su esposa, Pilar Redondo, y a Fermín Canella, entre los cuales se encuentran ejemplares de La Razón, Última Hora, El Diario Español, La Prensa, La Argentina, La Nación, Caras y Carteas, PBT, Vida Moderna, El Tiempo, La República, El Republicano Español, La Vanguardia, Eco de Galicia, Correo de Galicia, La República, El Diario. Véase: Listado de diarios remitidos a la Sra. Dña Pilar Redondo de Altamira y Listado de diarios remitidos al ilustrísimo Sr. Don Fermín Canella y Secades, IESJJA/LA. 132 Carta del Círculo de Periodistas de La Plata a R. Altamira, La Plata, 6-X-1909, IESJJA/LA. Entre la correspondencia de Altamira han sobrevivido algunas epístolas de periódicos argentinos. Véase: Nota de La Unión de Pehuajó a R. Altamira, Pehuajó, 3-VII-1909, IESJJA/LA. 133 Véase el ejemplo del periodista alicantino Ernesto Chápuli del Diario Español de Buenos Aires, quien despedía a Altamira «el más grande de los hombres que tan alto ha sabido colocar el nombre de España en los momentos tan críticos por que atraviesa», calificándolo como el «más grande talento de España y del Mundo» (Nota de Ernesto Chápuli a R. Altamira, Buenos Aires, 18-X-1909, IESJJA/LA).
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época no se limita, sin embargo, a la búsqueda de evidencia cruzada sobre los contenidos de las enseñanzas de Altamira, ni siquiera en registrar los elogios que entonces se prodigaban al profesor, sino que radica, sobre todo, en la posibilidad de determinar la importancia que se le asignó al Viaje Americanista y la expectativa que suscitaban las palabras de Altamira. Si tenemos en cuenta el contenido de la mayoría de las conferencias de Altamira en sede universitaria y lo prolongado de sus cursos, deberemos convenir en que esta consecuente cobertura periodística —sin duda alguna, excepcional—, es un buen indicativo de la importancia que se le otorgó a la misión intelectual ovetense en Argentina. Esta importancia fue la que hizo que todos los periódicos porteños y platenses ofrecieran a sus lectores el contenido de las enseñanzas de Altamira a veces tomadas de las versiones de los taquígrafos, a veces de las notas de los reporteros presentes, pero siempre con un grado de profundidad si se quiere «excesivo» para un periódico, incluso para un diario de 1909. El dilema mediático quedó instalado cuando quedó claro que las palabras de Altamira —a diferencia de la de otros visitantes ilustrados—, comunicaban conocimientos especializados que presuponían el manejo de otros saberes previos. El prestigioso periódico La Prensa dejó testimonio de la resolución salomónica que tomó su dirección al optar por publicar un resumen de las conferencias de contenido jurídico, metodológico e historiográfico, y de extenderse con aquellas cuya temática fuera más asequible al público general.134 Como podemos ver, para los medios argentinos no parecía ser una opción viable ignorar los dichos de Altamira en la tribuna universitaria, y si ello era así, era porque existía una «demanda» en la opinión pública argentina que debía ser cubierta. Por supuesto, esa demanda no necesariamente debe considerarse por completo espontánea, sino que, indudablemente, recibió el oportuno acicate de los sectores políticos e intelectuales renovadores y de los dirigentes de la colectividad española, cuya influencia sobre la prensa porteña, platense, santafesina o cordobesa era, sin duda, considerable. El profesor ovetense fue permanentemente mimado en las notas de periódicos tan exigentes como La Nación, donde en alguna ocasión se ponderó «la sobria elocuencia y alto equilibrio mental» que lo caracterizaba;135 en las columnas menos solemnes de La Argentina, donde Alta134 «El profesor Altamira en la universidad de La Plata. Metodología de la Historia. III. El libro», La Prensa, Buenos Aires, 27-VII-1909. 135 «El profesor Altamira en La Plata. La conferencia de ayer», La Nación, Buenos Aires, 29-VII-1909.
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mira siempre recibió comentarios muy favorables y hasta en las destempladas páginas de la prensa ácrata, donde se elogió su labor educativa.136 En todo caso, al margen de ciertas paradojas y de los clichés de la época que describían a Altamira bajo los rótulos de «ilustre catedrático», «eminencia intelectual» o «sabio profesor», es evidente que los periodistas se prodigaron especialmente durante la crónica de sus actividades y en ocasión de sus homenajes y distinciones, para modelar un personaje entrañable. Así, se habló permanentemente de Altamira exaltando su modestia, su sencillez proverbial, su trato afable, su generosidad, su condición de apóstol de la enseñanza, su rechazo de las laudatorias y de los honores personales, su bondad, etc. Este perfil humano fue acompañado de la ponderación cotidiana de su condición de historiador y jurista reconocido, de divulgador paciente, de reconstructor silencioso, de maestro infatigable. Esta prédica mediática contribuyó a que, en las postrimerías de su estancia argentina, la misión de Altamira fuera trascendiendo su inscripción intelectual y universitaria originaria, para adquirir una creciente dimensión pública. La prensa argentina y luego latinoamericana, obedeciendo a su propia lógica y respaldada por la implicación de grandes figuras políticas e intelectuales, cumplió un rol decisivo para que el fenómeno Altamira experimentara este deslizamiento y se convirtiera en un incipiente fenómeno social. Este fenómeno, verificado por primera vez en Córdoba,137 se repetiría en otros puntos de su periplo, destacándose el caso de la prensa de Mérida, México, la cual se entregaría con ardor para asegurar la entrada triunfal de Altamira en la ciudad, prefigurando el éxito de sus conferencias, con auténticas arengas y panegíricos.138 136 F. de Apellániz, artículo sin título consignado, La Protesta, Buenos Aires, 26-IX-1909 (IESJJA/LA, recorte de prensa). 137 Véase: «Don Rafael Altamira», Patria, Córdoba, 18-X-1909. Otro ejemplo del mismo tenor puede hallarse en: «El profesor Altamira. Su visita a esta ciudad», La Voz del Interior, Córdoba, 19-X-1909. 138 «Es indudable el sumo interés con que se le escuchará por un auditorio que está ansioso de oírle, no solo por la profundidad y alteza de los conceptos con que siempre sabe distinguir sus hermosas producciones, sino también por la bella y cautivadora forma con que sabe esmaltar esos conceptos. [...] Al poco rato de tratarle, se siente uno embargado por su gran espíritu, orientado siempre éste por una fuerte y poderosa corriente de ideas generales, universales, humanas. A este incansable cultivador de la ciencia, no sólo hay que mirarle desde el punto de vista de su elevada figura en el campo del saber, sino también hay que considerarlo como uno de los más grandes amantes de la humanidad, a cuyo mejoramiento y progreso ha consagrado toda su vida, llena de una actividad casi inconcebible en los alcances de un solo hombre. De su grande y generoso espíritu brotan con maravillosa espontaneidad, ideas y conceptos que solamente las privilegiadas inteligencias, en sus grandes y misteriosas intuiciones, producen. Precedido de la
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Del mismo modo, la ponderación de las virtudes personales y profesionales de Altamira y la celebración de su paso por América fue la constante de las «despedidas» que le prodigó el periodismo, donde se hacía un balance en el que no existían aspectos negativos, ni en lo personal, ni en lo profesional. La prensa argentina, por ejemplo, avanzaba resuelta en el terreno académico, afirmando sin sonrojos que «el profesor don Rafael Altamira ha terminado su misión universitaria en la República, realizando amplia, cumplida y brillantemente su programa didáctico y científico»,139 amén de resaltar hasta el hartazgo «el afecto que supo conquistar por la sencillez de su espíritu, por esa bondad que pone en la menor palabra».140
La respuesta de los españoles en Argentina La presencia de Altamira en América interpeló muy especialmente a las comunidades españolas las cuales, recordemos, fueron alertadas por la UO de los propósitos de aquel periplo y de la necesidad de que se diera apoyo moral y material a su delegado. El apoyo de las colectividades era requerido, de más está decirlo, en nombre del alto interés patriótico de aquella misión y de su importancia para el estrechamiento de las relaciones hispanoamericanas. Este respaldo puede ser analizado a través de tres de sus expresiones: la oficial, que se relacionaba con la actividad de embajadas y consulados españoles en apoyo de la misión; la institucional, relacionada con las actividades desplegadas por las diversas asociaciones españolas; y la individual, expresada por un número considerable de peninsulares que se acercaba personal o epistolarmente al viajero para animar su tarea. Pese a lo imprescindible que resultaba reclutar el apoyo a los emigrados, Altamira debía minimizar, como ya mencionamos, el riesgo que podía comportar para su misión involucrarse demasiado en el conflictivo mundo cotidiano de la colectividad. Como demostrarían los hechos en Argentina y México, estas prevenciones de Altamira no eran excesivas inmensa y brillante fama que se ha conquistado en sus fructíferas conferencias en todos los países que ha visitado; frescos todavía los laureles que ha alcanzado en la capital de nuestra República, llega a nosotros el eximio sociólogo, el eminente» («Entusiasta recepción al Doctor Altamira», Diario Yucateco, Mérida de Yucatán, 7-II-1910). 139 «Actualidad. Confraternidad intelectual hispano-argentina», La Prensa, Buenos Aires, 30-IX-1909. 140 «El profesor Altamira. Su partida.», La Nación, Buenos Aires, 17-X-1909.
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en medio de tanto agasajo, de tantas tertulias, de tanto personaje político y empresarial rondándolo y de tanta profusión de patriotismo. En todo caso, es indudable que las dirigencias comunitarias guardaron eficazmente las espaldas del catedrático, aun cuando era inevitable que llegaran a Altamira ciertos reclamos de apoyo hacia iniciativas de dudosa oportunidad y de contenido inconveniente para una misión como la ovetense.141 Un caso ilustrativo ocurrió en Argentina, cuando Altamira recibió un requerimiento para conformar una comisión junto al Director de El Diario Español, Blasco Ibáñez, a banqueros y empresarios comerciales españoles, y algunas personalidades argentinas «para abrir una Suscripción al fin de socorrer a las familias de los que fallezcan en los campos de Melilla peleando contra nuestros enemigos y premiar los actos de valor de nuestros soldados». La presunción de que un confeso patriota como Rafael Altamira se adheriría, presuroso, a esta iniciativa «interpretando los deseos máximes de todos los españoles que en esta República estamos», resultó frustrada por la voluntad expresa del viajero de sustraerse de cualquier pronunciamiento político.142 En aquella oportunidad Altamira supo mantener un prudente equilibrio entre sus convicciones personales y el papel que debía asumir como delegado ovetense y, cada vez más, como embajador cultural español en América, pese a que sus opiniones acerca de la cuestión colonial africana siempre fueron favorables al protectorado español en el Magreb. Este equilibrio le resultaría muy valioso, en tanto su figura se fue convirtiendo, progresivamente, en un polo de atracción para muchos de sus compatriotas emigrados. Siendo protagonista de un fenómeno colectivo de identificación, muchos españoles proyectaron en la figura del catedrático, aquella porción de España que movilizaba sus pasiones, anhe141 Por supuesto, esos reclamos nunca partieron de los personajes más influyentes, sino de gente de segunda línea que, amén de atender a sus sinceras convicciones, veía oportunidades de ganar prestigio en la comunidad a través de empresas patrióticas en las intentaban incluir a personajes ilustres e incuestionables. Esta no era una pauta novedosa, sino que fue parte de la estrategia de ascenso social y de adquisición de prestigio de los primeros inmigrantes republicanos españoles que, junto con su implicación en obras de caridad y de organización comunitaria, había aplicado exitosamente líderes comunitarios como el propio Rafael Calzada. 142 «Deseo no hacer acto alguno que muestre mi conformidad ni aún indirecta con la guerra de Marruecos. En la medida de mis fuerzas yo contribuiré a aliviar las desgracias de algunos de mis compatriotas, pero de forma absolutamente privada y que deje a salvo mi juicio sobre los sucesos actuales» (Anotaciones manuscritas para responder a la Carta de Juan Aldabe a R. Altamira, Rosario, 27-VII-1909, IESJJA/LA).
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los y esperanzas, no dudando en presentarle sus respetos y, también, sus no siempre prudentes, peticiones o demandas. El profesor ovetense pronto se hizo consciente de ello y de que su figura cobraba relieve a nivel popular, trascendiendo el ámbito natural de su misión y dando lugar a ciertas notas pintorescas y observaciones perspicaces.143 Algunos sólo querían dejar constancia de sus congratulaciones por enaltecer a España en la consideración americana.144 Otros se acercaron a Altamira apelando a su condición de profesional, solicitándole que utilizara sus influencias para que se establecieran acuerdos de mutuo reconocimiento de títulos universitarios o solicitaron su intermediación para desarrollar sus proyectos.145 También hubo quien aprovechó la cercanía de Altamira y su influencia coyuntural en las elites americanas para obtener beneficios para la colectividad. Era evidente que Altamira fue convirtiéndose en un referente valioso con quien convenía exhibirse y a quien era redituable alinear en torno de ciertos proyectos. Algunas veces esta asociación no traía conflictos de consciencia para Altamira, dado lo desinteresado y be143 «... desde que puso el pié en América, encontró unidos a su alrededor a los españoles. Conscientes todos, aún los más alejados por su profesión de las cosas intelectuales, de la trascendencia de la misión que desempeñaba. Cito a este propósito la frase de un comerciante español de Buenos Aires que le decía: Señor, después de vuestras conferencias, mis aceites se venden mejor que antes. Y es, dijo, porque cuando se cree incapaz a un pueblo para un orden cualquiera de la vida, todo lo que de él viene pierde valor y fuerza, y por el contrario, cuando se le levanta repercute el efecto, aun en las cosas más nimias» («Entusiasta recepción al Doctor Altamira», Diario Yucateco, Mérida de Yucatán, 7-II-1910). 144 Véase: Carta de Ramón Pareja a R. Altamira, San Fernando, 16-VII-1909, IESJJA/LA y Carta de Javier Noguer a R. Altamira, Buenos Aires, 22-VIII-1909, IESJJA/LA. Pareja había conocido a Altamira en 1899 en Madrid a través del alicantino José López Tomás —por entonces alto funcionario del Banco Castellano en Valladolid—. Este malagueño había sido profesor en el Círculo de Instrucción Comercial y en Argentina, luego de un paso por la actividad comercial, se dedicó a la docencia primaria llegando a ocupar el cargo de Director interino de la Escuela N.º 18 del Distrito Escolar de San Fernando. El andaluz Noguer, por otra parte, confesó a Altamira la inspiración que en él causara su libro España en América, la que lo llevaría a constituir «una pequeña asociación con el objeto de enviar artículos a los periódicos de nuestras respectivas provincias en los que damos a conocer a los que piensan emigrar, los oficios y profesiones que es más fácil colocarse» como una forma de «servir a la patria aun estando ausentes de ella». 145 Véase: Cartas de Eduardo López de Hierro a R. Altamira, Buenos Aires, 21-IX-1909 —acompañado de Notas sobre reválidas— y 9-X-1909, IESJJA/LA. Altamira, cumplió con López de Hierro, al menos en lo que respecta a facilitarle contactos con Joaquñin V. González (Carta de Eduardo López de Hierro a R. Altamira, Buenos Aires, 23-X-1909, IESJJA/LA).
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néfico de la iniciativa, como en el caso de Ignacio Arcos Pérez que se valió de su nombre y del clima españolista que dejó su viaje para obtener una oportuna cancelación de deudas para el Hospital Español de Montevideo.146 Otras veces, el requerimiento era más dramático y personal. Muchos de los emigrados que se acercaban a Altamira, traían consigo peticiones y súplicas cuyos contenidos y lenguaje son un buen indicio para comprender, por un lado, la lógica caciquil de la política española y, por otro, las dificultades con que muchos se topaban en América. En este último sentido, Altamira recibió cartas que rogaban su intercesión ante los «paisanos ricos» de las colectividades españolas de Argentina, México o Cuba, para que éstos lo ayudaran a sortear el desempleo o afrontar apuros económicos.147 En la medida de sus posibilidades, Altamira no abandonó a nadie y derivó en los dirigentes comunitarios o, incluso, en empresarios locales, las peticiones que recibía, hallando cierto eco a sus requerimientos.148 Lo más interesante sea, quizás, comprobar que estos requerimientos se prolongaron más allá de la estancia de Altamira en América.149 Pero, 146 «La impresión magnífica que Ud. ha dejado en nuestros círculos universitarios creo que no se extinguirá por mucho tiempo; ahora, cuando en aquellos se discute sobre cosas de España, el citar su nombre equivale al disparo de una granada Shrapnell acallando el fuego del enemigo. Para nuestro ambiente social, su nombre las evocaciones simpáticas mayores, por el recuerdo de sus exquisitas dotes personales. Su visita a nuestro Hospital Español ha quedado entre las grandes efemérides [...] ha de saber que aprovechando el momento de españolismo agudo que sus conferencias determinaron en el ambiente público, yo trabajé a un Juez y a un Fiscal para que nuestra casa de beneficencia fuese exonerada del pago de 30.000 pesetas de derechos fiscales que tenía que pagar por un legado, y lo conseguí... gracias al profesor Altamira» (Carta de Ignacio Arcos Pérez a R. Altamira, Montevideo 4-XII-1909, IESJJA/LA). 147 Véase: Carta de Ángel Baroja a R. Altamira, Buenos Aires, 10-X-1909, IESJJA/LA y Carta y Memoria de Juan González y Martí a R. Altamira, Guanabacoa, 22-II-1910, IESJJA/LA. 148 Véase: Carta de Enrique N. Nelson (Secretaría de la Sociedad Rural Argentina) a R. Altamira, Buenos Aires, 5-X-1909, IESJJA/LA. 149 En 1911, Altamira recibiría cartas de un amigo alicantino —al que ya había ayudado a conchabarse en Buenos Aires— solicitándole recomendaciones para colocarse en la administración pública y dejar de recorrer «esta Babel» en busca de trabajos no calificados (Carta de Victorio (?) a R. Altamira, Buenos Aires, 17-IV-1911, AHUO/FRA, Caja IV). En 1915, el asturiano Miguel P. Calvo, conchabado en una refinería de azúcar y preocupado por la desocupación que se veía por entonces en Argentina, apeló a Altamira a través de un amigo común, Manuel Miranda —residente en San Esteban de Pravia donde Altamira tenía una casa— para encontrar una colocación mejor en algún centro español o como portero u oficinista (Carta de Miguel P. Calvo a R. Altamira, Buenos Aires, 21-III-1915, AHUO/FRA, Caja IV). Altamira, siempre solidario, le
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más allá de todo esto, el impacto de la visita de Altamira entre la emigración española no se limitó a crear una corriente de demandas humanitarias de carácter individual, sino que tuvo, también, expresiones institucionales que beneficiaron al alicantino. En efecto, el respaldo de las organizaciones de la comunidad española fue paralelo y entre complementario o supletorio, según los casos, al que brindara el cuerpo diplomático. Esto no era caprichoso: el carácter privado de estas agrupaciones les permitía adoptar un perfil más destacado a la hora de organizar demostraciones públicas y de expresar verbal y materialmente su respaldo al viajero. En Buenos Aires Altamira fue calurosamente arropado por la colectividad. Luis Méndez Calzada, desde el Círculo Asturiano, organizó en honor de Altamira y de la UO una velada en el Teatro Victoria de Buenos Aires en la que se representó una pieza dramática y se pudo escuchar una alocución de Altamira.150 El Círculo Valenciano agasajó a su paisano con una suculenta paella el domingo primero de agosto con la presencia del Vizconde de la Fuente151 y lo nombró presidente honorario, entregándole el diploma correspondiente en un pergamino decorado artísticamente y con un texto en «valenciano».152 El profesor ovetense visitó también la Asociación Española de Socorros Mutuos de Lomas de Zamora y Almirante Brown —fundada en 1893 y presidida por entonces por Pedro Delbay y el Teatro Español de ella dependiente— durante el mes de septiembre153 y fue homenajeado con una funremitió dos tarjetas para que Calvo se presentara ante la Asociación Patriótica Española y Rafael Calzada. Véase: Carta de Miguel P. Calvo a R. Altamira, Buenos Aires, 6-IV-1915, AHUO/FRA, Caja IV. Otro ejemplo ilustrativo puede verse en: Carta de José Vallcanera a R. Altamira, Bahía San Blas, Argentina, 2-X-1910, AHUO/FRA, Caja IV. Vallcanera había recurrido a Altamira desde Alicante para obtener su recomendación para emigrar a la República Argentina. Entonces, Altamira le había dado una carta de recomendación para Rafael Calzada, que lo colocaría en una casa comercial. 150 Véase: Carta de Luis Méndez Calzada a R. Altamira, Buenos Aires, 10-VIII-1909, IESJJA/LA y Carta de Luis Méndez Calzada a R. Altamira, Buenos Aires, 31-VIII-1909, IESJJA/LA. 151 Lorente, Severiano, «La Paella del domingo (Extensión Universitaria)», en periódico no identificado, N.º 12.580, Buenos Aires, 3-VIII-1909 (IESJJA/LA, recorte de prensa). 152 Carta de Salvador Alfonso (Presidente del Círculo Valenciano) a R. Altamira, s/l, s/f, IESJJA/LA. Como nota curiosa, en la carta además de notificar a Altamira de la designación se le solicita un «buen retrato fotográfico de Ud., del que aquí mandaremos a hacer una ampliación que será colocada en nuestros salones». 153 Carta de Pedro Delbay (de la Asociación Española de Socorros Mutuos de Lomas de Zamora y Almirante Brown) a R. Altamira, Lomas de Zamora, 29-IX-1909, IESJJA/LA.
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ción de honor por la Compañía de Zarzuela Española y Operetas, de Francisco Gómez Rosell.154 Particular relevancia tuvo el banquete de despedida que ofreciera el Club Español de Buenos Aires.155 En esta ocasión, el viajero compartió la mesa de honor con Fermín Calzada, Félix Ortiz de San Pelayo, Otto Krausse y otros contertulios habituales en estos nutritivos homenajes como Ernesto L. Bidau, Eufemio Uballes y el casi omnipresente, Joaquín V. González. Este evento, quizá por lo poderoso de la asociación convocante, logró congregar a los miembros más influyentes de la colectividad española, quienes aplaudieron efusivamente los discursos de los antes nombrados, del capellán del Hospital Español y, hasta del usualmente silencioso y discreto, Alvarado, abnegado secretario del catedrático ovetense. El inventario de los homenajes tributados a Altamira en Argentina por sus paisanos no debería hacernos suponer que este tipo de demostraciones estaba plenamente asegurado para cualquier personaje medianamente público que desembarcara en el Plata. Si bien los inminentes fastos del Centenario de la revolución generaron un clima propenso para el festejo de los delegados de su lejana patria en las colonias emigrantes; las dimensiones y el fervor que cobró el agasajo de la embajada cultural ovetense excedió lo previsible, no tanto porque ese tipo de repercusión popular fuera desconocido, sino porque esta movilización en particular no venía a refrendar la popularidad ya consolidada de un político o un literato, sino a instalar súbitamente la de un casi ignoto catedrático de una universidad periférica. En este sentido, creemos que este fenómeno debe adjudicarse a tres factores; por un lado, al prudente desempeño de su protagonista; por otro, al efecto movilizador que en la comunidad española tuvo la recepción brindada por los gobiernos y la prensa americanos; y, finalmente, de forma más significativa, a la enérgica acción promocional de determinados líderes comunitarios. Estos individuos acicatearon a las colonias españolas —siempre necesitadas de recrear el lazo identitario con la patria lejana— para que aprovecharan esta oportunidad de demostrar a España la supervivencia de su patriotismo y de jerarquizar, en su tierra de residencia, los menguados valores de la hispanidad. 154 Carta de Adolfo Cantero (de la Compañía de Zarzuela española y Operetas de Francisco Gómez Rosell) a R. Altamira, Buenos Aires, 9-X-1909, IESJJA/LA. 155 Parte de las gestiones desplegadas para la realización de este evento quedaron testimoniadas en: Carta de Fermín Calzada a R. Altamira, Buenos Aires, 1-X-1909, IESJJA/LA.
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La eficacia de este tipo de estímulos tendería a menguar, por lo menos en Argentina, conforme los lazos intelectuales y políticos con España se fortalecieron y regularizaron, pero se manifestaron con toda su fuerza en ocasión del Viaje Americanista y posteriormente durante el Centenario, asegurando a Altamira y a personajes tan disímiles como Blasco Ibáñez, Eva Canel, Lerroux, Posada, la Infanta Isabel de Borbón, Ortega Munilla y Ortega y Gasset, un respaldo sin mayores fisuras y una plataforma sólida para amplificar su mensaje. Contar con la colaboración de estos líderes emergidos del comercio, el periodismo o las profesiones liberales, era vital para aglutinar a los españoles en torno de la misión ovetense. Consciente de esto, Fermín Canella se había esforzado por reclutarlos para su proyecto mucho antes de que Altamira se embarcara hacia Buenos Aires. A decir verdad, a Canella y Altamira no les resultó difícil movilizar en su favor a individuos que comulgaban en general con sus ideas y aspiraciones, que conocieron personalmente o que formaban parte de su universo social. En efecto, en muchos casos, estos dirigentes comunitarios, como nos recuerda Hugo Biagini, llegaron a América entre los años setenta y noventa del siglo XIX, con antecedentes profesionales y políticos y con sólidos contactos peninsulares en el ambiente intelectual liberal y republicano. Partícipes de unos circuitos y redes sociales a ambos lados del Atlántico, estos individuos no tardaron en funcionar como nexos naturales entre los ambientes americanos y españoles. Es desde este punto de vista —y no sólo por su influencia entre sus compatriotas— que su papel en el Viaje Americanista resultaba vital y estratégico. Altamira llegaba a Argentina con un cometido docente para el cual bastaban unas sólidas credenciales académicas y un admirable currículum. Sin embargo, la empresa americanista involucraba, como hemos visto, otros proyectos y aspiraciones que, aun cuando interesantes y susceptibles de ser atendidos por su propia valía, necesitaban de avales para ser considerados seriamente por los argentinos. La actividad publicitaria de Canella y el conocimiento de la obra y el pensamiento de Altamira —muy restringido, recordemos— no bastaban, ciertamente, para asegurar la atención del selecto auditorio al que se pretendía convencer de las bondades de un vasto y ambicioso programa panhispanista. Los sesudos contenidos del proyecto ovetense debían ser apuntalados por relaciones y compromisos personales; por individuos que, gracias a su posición social, pudieran abrir camino al mensaje y al mensajero entre la elite gobernante. Estos individuos fueron dirigentes comunitarios españoles. En Argentina, si el respaldo político corrió por parte del Ministro Rómulo S. Naón y el académico e intelectual por cuenta de Joaquín V.
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González; el imprescindible apoyo español estuvo coordinado de hecho por la familia Calzada y garantizado personalmente por su poderoso patriarca, Rafael. Tan firme fue el apoyo de la colectividad española en Argentina que éste relegó, de hecho, a los dubitativos diplomáticos peninsulares al siempre útil pero limitado papel de acompañantes protocolares del delegado ovetense.156 Desplegando a los representantes oficiales, Rafael Calzada y sus hermanos guiaron al viajero hacia los círculos mejor predispuestos hacia su misión.157 Esto resultaba vital teniendo en cuenta la importancia que Altamira adjudicaba a las elites y los condicionantes ideológicos que lo llevaban a definirla, tanto en España como en América, como agente de progreso y modernización. El feliz encuentro entre el Grupo de Oviedo y los liberales reformistas argentinos —simbolizado en la colaboración entre Altamira y Joaquín V. González— no fue fortuito y quizás sea oportuno considerar que, más allá de lo ya dicho, su diálogo fue el resultado, en buena medida, las relaciones tejidas por ciertos personajes del exilio español republicano en Buenos Aires. Personajes que, a la postre, oficiaron de puente entre la UO y las autoridades políticas e intelectuales de Argentina y el Nuevo Mundo. Recordemos que Ignacio García ya señaló la importancia que el español Antonio Atienza y Medrano tuvo para que Altamira se entendiera con los liberales reformistas argentinos, a la vez que criticaba la mirada parcial de Arturo Andrés Roig y la historiografía argentina respecto del fenómeno krausista en el Plata. Según García, la sorpresa de Roig respecto del diálogo de Altamira con los miembros de la oligarquía derivaba de que, en su análisis, soslayó la influencia de Atienza, de Avelino Gutiérrez y del propio Joaquín V. González —cuyo krausismo evolucionó de forma similar al español—, para centrar la mirada en un krausismo local anclado en posturas defensivas frente al prositivismo.158 Siguiendo a García, la razón del inexplicable comportamiento de Altamira en 1909 habría que buscarla en la fragmentación del krausismo 156
En otras escalas, estuvo presente la firme apuesta local, representada, por ejemplo en Perú, por Matías León o Ricardo Palma y, en Chile, por Valentín Letelier, pero no la de una vigorosa dirigencia comunitaria. En ambos casos, y también en parte en el uruguayo, el papel de los diplomáticos españoles suplió aquella carencia, articulando el apoyo de la colectividad en torno al delegado ovetense y conectándolo con los poderes locales. 157 Sobre el liderazgo de Calzada véase: Devoto, 2003, p. 316 y Núñez Seixas, pp. 370-371. 158 García, I., 2000.
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rioplantense en cuyo panorama destacaba una minoritaria corriente positivista de inspiración institucionista transplantada de España, cuyo representante más notable era, por entonces, Atienza y Medrano, y una hegemónica corriente de raíz local, inspirada por la lectura exclusiva de Heirinch Arhens. Teniendo en cuenta el considerable influjo de Atienza en el escenario pedagógico rioplatense; sus entendimientos con el reformismo liberal de Joaquín V. González y su empeño por no perder sus lazos con el ambiente republicano, reformista y gineriano; no cabría más que entender las actitudes de Altamira —redactor de La Justicia y asiduo colaborador de España— y Posada en Argentina, como consecuencia directa de su antigua relación con Atienza.159 Es indiscutible que la trama de relaciones sociales tejida por Altamira en Argentina bien pudo corresponderse con el patrón ideológico que años antes guió la sociabilidad porteña del fallecido Atienza, tal como ha argumentado García. Sin embargo, tanto Altamira como sus mentores poseían otros vínculos personales y políticos más inmediatos y entrecruzados que, directa o indirectamente, acercaron al viajero al sector reformista de la elite dominante. El asturiano Rafael Calzada fue, desde nuestra perspectiva, el individuo clave en este acercamiento, aun cuando el camino alternativo que ofreciera al delegado ovetense, no fuera de índole «filosófica», sino eminentemente social y política. Los Calzada oficiaron, como decíamos, de puente entre España y Argentina. La emigración familiar no relajó sus vínculos con Asturias y con la UO, de la que Rafael y su hermano Fermín fueran titulados. Rafael era amigo personal de los rectores regionalistas Félix de Aramburu —con quien compartiría la representación del federalismo asturiano en Madrid— y de Fermín Canella, quien se convertiría en albacea de las iniciativas solidarias de Calzada para con el Principado.160 159 García, I., 2000. En un tardío artículo dedicado a la memoria de Atienza, Altamira pasaba revista de su relación personal y declaraba: «Ahora si que se ha marchado de veras Atienza; se ha marchado antes de cumplir yo una de mis aspiraciones más vivas, ese viaje a América que considero casi como un deber, y a realizar el cual, empezando por Buenos Aires, creí que encontraría los brazos amigos del que fue mi primer director en la tarea periodística y ahora representaba uno de los programas más gratos a mis sentimientos patrióticos». (Altamira, Rafael, «Un «americano» ilustre», en Altamira, 1909a, p. 36). La muerte de Atienza se produjo en 1906, cuando el viaje no estaba en el horizonte de Altamira ni de la UO, por lo que la frase final de este artículo involucra, indudablemente, una honra póstuma no exenta de un propósito propagandístico, cuyos destinatarios eran los lectores de España y el círculo republicano en Buenos Aires. 160 En 1886, Calzada inició la campaña «Socorros para Asturias» para asistir a los afectados por las catastróficas nevadas de febrero. En Buenos Aires y las provincias se
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En 1884, Calzada se encontraría en Oviedo con antiguos condiscípulos y amigos como Fermín Canella, Rogelio Jove y Bravo, Adolfo Buylla, Inocencio Fernández, Leopoldo Alas Aniceto Sela, José de Llano .161 En 1900, Rafael Calzada coincidió con el Grupo de Oviedo —y ahora también con Altamira— en el Congreso Social y Económico Hispano-Americano.162 Estos lazos se reforzaron en los años sucesivos. En noviembre de 1900, Calzada donó cinco mil pesetas para la UO en respuesta a las circulares americanistas. Este dinero se invertiría en el Gabinete de Historia Natural, en la Biblioteca universitaria y en la edición de primer tomo de los Anales de la Universidad de Oviedo —para los que Calzada entregó quinientas pesetas adicionales en nombre de la APE—.163 En 1902, durante sus viajes por Asturias, Rafael Calzada sería honrado con un banquete ofrecido por el rector Aramburu en el mismo edificio de la calle San Francisco, al que asistirían Canella, Sela, Posada, Altamira y Buylla, el cual propondría a la hora del brindis la distinción del Calzada como doctor honoris causa. Rafael Calzada respondería siempre a los llamamientos de auxilio económico de la UO. En 1905 y 1908 Calzada aportó fondos para sostener la Extensión con la organización de colectas y eventos culturales en beneficio de la casa de altos estudios, amén del aporte de jugosos donativos a título personal.164 Sin embargo, el origen de Calzada y su lealtad para con sus amistades del mundo intelectual asturiano no son los únicos aspectos de su personalidad y vida pública que pueden explicar su rol en el éxito de Altamira en Argentina. En efecto, Rafael Calzada se integró tempranamente al grupo federalista y republicano madrileño. Gracias a la amisrecaudaron 130.000 pesetas que fueron remitidos a la comisión compuesta del obispo Martínez Vigil, por Fermín Canella, Indalecio Corujedo, Rafael Calzada (padre), Rogelio Jove y Bravo, entre otros. En 1899, Calzada impulsó desde el Club Español y la Asociación Patriótica Española de Buenos Aires (APE) —instituciones en las que su influencia era decisiva— la asistencia económica y material para los damnificados de los incendios de Quirós, Turón y Mieres del 9 y 10 de febrero, girando a Fermín Canella 15.000 pesetas de la época. Canella, ya por entonces rector, constituyó una comisión para la administración de esos fondos. Véase: Calzada, 1926 321-322 y Calzada, 1927, pp. 69-71. 161 Calzada, 1927, p. 299. 162 El delegado de la APE, único representante llegado desde Argentina, sería nombrado presidente honorario junto a Pi y Margall, Núñez de Arce, Moret, Menéndez Pelayo, Silvela, Echegaray, Sagasta y Alonso Criado; vicepresidente de la Comisión de Jurisprudencia y Legislación de la que Canella formó parte; y conferencista en la ceremonia de apertura, contestando el discurso de Rafael María de Labra (Ib., pp. 93-105). 163 Canella, 1995, pp. 219 y 267. 164 Véase: Calzada, 1927, p. 249 y Fernández García, 1997, 253-254.
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tad de su padre con Pi y Margall, éste lo tomó de discípulo personal y más tarde como pasante en su bufete, donde conoció a las grandes figuras políticas de la época y contrajo un compromiso vitalicio con el republicanismo y el federalismo. La proclamación de la Primera República, tras la abdicación de Amadeo de Saboya, hizo que Calzada se incorporara al órgano republicano La Discusión y viviera junto a su mentor aquel fugaz y agitado interregno. Ya instalado en Buenos Aires, Rafael Calzada no abandonaría su activismo político entre la comunidad española ni dejaría relajar sus lazos con los políticos peninsulares. El 14 de mayo de 1903, Calzada y Carlos Malagarriga, en respuesta a las incitaciones del periodista Valentín Marqueta, lanzaban la Liga Republicana Española que haría su presentación pública en el Teatro San Martín, en un acto en el que Atienza sería orador ante miles de entusiastas españoles. La Liga, liderada por Calzada, pronto se convirtió en un instrumento eficaz para aglutinar a los inmigrantes más concienciados, gracias a su estructura comiteril y a su capacidad de captar adherentes en todos los sectores sociales.165 La exitosa trayectoria de Rafael Calzada como abogado empresario, gestor, editor, publicista, inversionista y terrateniente en Argentina, su condición de benefactor social y su activa militancia en la Liga, en la APE y el Club Español, le aseguró una considerable influencia política y económica que no tardó en rebasar los límites de la comunidad inmigrante para revertir en la propia Península, donde retornaría temporalmente como diputado a las Cortes en 1907. En la capital del reino, el «americano» Calzada reforzaría sus lazos con las nuevas generaciones de republicanos, reunidos en torno a la figura histórica e indiscutida de Salmerón, luego de años de desastrosas divisiones. Este republicanismo español, verbalmente radical pero ideológicamente moderado, reunía a personalidades tan disímiles como Fernando Lozano Montes, Alejandro Lerroux, Vicente Blasco Ibáñez, Adolfo Posada o Rafael Altamira —todos ellos recibidos por Calzada durante sus futuros viajes por el Río de la Plata— y captaba las simpatías de la mayoría de los intelectuales españoles, incluyendo, claro está, a los integrantes del Grupo de Oviedo.166 165 Ángel Duarte ha explicado admirablemente que era lo que representaba la Liga en el contexto del republicanismo español y de la política americana y sus respectivas estrategias para incidir tanto en la sociedad de origen, como en la de destino y, en esta última, procurando convertirse en los líderes de sus compatriotas emigrantes, a la vez que en interlocutores de la colonia española ante las elite locales. Véase: Duarte, 1998, pp. 197-198 y Duarte, 2003. 166 Fernando Devoto, ha insistido en las diferencias entre republicanos españoles e italianos en lo que respecta a sus relaciones con el sistema político argentino. Si el caso
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Estos sólidos vínculos con España no fueron óbice para que Calzada cultivara excelentes relaciones con personalidades del comercio, la judicatura y la política argentinas, así como con altos funcionarios del Gobierno. Si repasamos su biografía, observaremos que su ingreso en el mundo abogadil porteño fue de la mano del Decano de la Facultad de Derecho y Senador de la Provincia de Buenos Aires, José María Moreno, en cuyo despacho trabajó apenas llegar y gracias a quien dirigiría la Revista de Legislación y Jurisprudencia y obtendría la reválida de su título ante la Universidad de Buenos Aires. Más tarde, de la mano de Serafín Álvarez, fundaría La Revista de los Tribunales en la que colaborarían Moreno, David de Tezanos Pinto, José María Rosa y Juan Bialet y Massé. El emprendedor asturiano pronto se abrió paso en las redacciones de periódicos de la colectividad como El Correo Español, acogido por su fundador Romero Jiménez,167 y más tarde, El Diario Español. Desde esta doble plataforma, el Derecho y el periodismo, fue ampliando su círculo social que cada vez contenía más personajes influyentes. Estanislao S. Zeballos, por entonces un joven patricio director de La Prensa, lo incorporó en 1879 al directorio del Instituto Geográfico Argentino. En vísperas de las elecciones presidenciales que consagrarían a Julio A. Roca, el candidato más prometedor, Dardo Rocha, Gobernador de la Provincia de Buenos Aires y futuro fundador de la ciudad de La Plata, le pidió —infructuosamente—, que adoptara la nacionalidad argentina para que pudiera hacer carrera política a su lado. La escrupulosa prudencia de Calzada y la fluidez de la política oligárquica argentina, le permitieron desarrollar amistades en todas las facciones de la elite, en especial entre el entorno liberal de la primera gestión de Roca. Con el tiempo fue acercándose progresivamente a los sectores renovadores de la elite liberal, más propensos a la hispanofilia que los padres fundadores del régimen oligárquico,168 pero tan escrupulosamente liberales y laicistas como la «generación de los ochenta».
italiano ponía de manifiesto una inadecuación y una crítica a menudo virulenta, el caso español evidenciaba que era posible un diálogo más armónico y de tonos más moderados entre los ideales republicanos europeos y las realidades de la república imperfecta y conservadora que los acogía. (Devoto, 2003, p. 316). 167 Calzada, 1927, p. 255. 168 Cuando Calzada fue designado para asistir al Congreso Hispano-Americano de Madrid, el Presidente Roca lo agasajó fuera de todo protocolo con un banquete privado en la casa de Gregorio Torres al que asistieron el encargado de negocios de España Julio de Arellano y Arrózpide, gobernadores provinciales y diputados. Véase: Ib., pp. 88-89.
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En las postrimerías del siglo, Calzada se codeaba con José María Ramos Mejía, Marco M. Avellaneda, con los futuros presidentes José Figueroa Alcorta y Roque Sáenz Peña169 y, lo que más nos interesa, con Joaquín V. González, futuro garante de la misión de Altamira en la Argentina. En 1906 González, a instancias de Calzada y otros prohombres españoles, había sido homenajeado por la APE, nombrándosele por aclamación Presidente Honorario en su 11.ª asamblea general.170 Este nombramiento, sumado a los de miembro correspondiente de las reales academias de la Lengua y de Jurisprudencia y Legislación, fue la excusa para que el Club Español le ofreciera en mayo de 1906 un fastuoso banquete adornado por la asistencia de «los hombres de mayor figuración entre nuestros compatriotas y muchos argentinos», por un discurso de Calzada y por una celebrada pieza oratoria de González «rebosante de españolismo». Los vínculos de Calzada con González y su entorno, fueron puestos al servicio del proyecto de su amigo y paisano Fermín Canella, y de su representante alicantino. En sus memorias, Calzada recordaba la llegada de su «siempre admirado y muy querido amigo Rafael Altamira, el sabio 169 En sus memorias, Calzada apuntaba su trato con el efímero presidente Manuel Quintana, «un grande amigo de los españoles», a quien conocía desde su llegada a través de José María Moreno y que falleciera en 1906, a pocos meses de asumir la primera magistratura argentina. Su vicepresidente, Figueroa Alcorta, «ilustre hijo de Córdoba, amigo mío», asumiría el cargo. Calzada participó del banquete que Manuel Durán tributó a Roque Sáenz Peña, cuando este fuera nombrado embajador extraordinario de la República Argentina para la boda de Alfonso XIII, habiendo realizado el discurso de homenaje para su «viejo amigo» quien, como era dable esperar, contestaría dedicando «frases de cariño y de justicia a la madre patria» (Ib., pp. 235-236 y 253-254). Figueroa Alcorta —quien recibiera a Altamira a instancias de Calzada y de la legación española— y Sáenz Peña formaban parte de los sectores hispanófilos y reformistas de la elite, opuestos a la hegemonía de Julio Argentino Roca. 170 «La colectividad española demostró con este afectuoso acuerdo su admiración y su gratitud hacia uno de los argentinos que más firme y noblemente batallaban por el buen nombre de España en América. Puedo dar yo fe de todo lo sinceros que eran sus deseos de acercamiento entre argentinos y españoles. Siendo él ministro del Interior del general Roca, bastantes años antes de ese acuerdo, me hablaba confidencialmente de sus propósitos de traer sabios españoles para dar conferencias en las universidades nacionales, especialmente sobre sociología, y hasta me hacían el honor de consultarme acerca de los hombres más indicados para ese objeto. Recuerdo haberle insinuado, entre otros, a Posada, Altamira, Buylla, de quienes ya tenía él un alto concepto, y a quienes solía citar en sus obras. Algún tiempo después, llegaban al país los eminentes profesores Posada y Altamira, que fueron recibido con tanto aplauso, a los que siguieron los competentísimos traídos por la Institución Cultural Española, a propuesta de la Junta de Ampliación de Estudios, de Madrid, presidida por el sabio histólogo, Santiago Ramón y Cajal» (Ib., pp. 259-260).
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maestro de la historia» rememorando que más de una vez había hablado con «el insigne González... siendo ministro del general Roca» acerca de su posible venida y testimoniando que el presidente de la UNLP «quería a todo trance que viniese».171 Con Altamira en el Plata, Calzada siguió honrando sus vínculos con la UO172 a la vez que propiciaba la comunicación íntima entre Altamira y la elite reformista e hispanófila argentina. Calzada impulsó la realización del fastuoso banquete en el Club Español —presidido por su hermano Fermín— y organizó un almuerzo íntimo en que Altamira pudo compartir mesa con Marco M. Avellaneda, Joaquín V. González, Dardo Rocha, Estanislao S. Zeballos, David Peña y Rafael Obligado, y a personajes influyentes de la colectividad española, como Lázaro Galdeano —director de la revista España Moderna—, López de Gomara, Luis Méndez Calzada y al ex presidente paraguayo —y suegro de Calzada— Juan G. González.173 En todo caso, la colectividad española diseminada por el vasto territorio argentino, no dejó de honrar a su «ilustre compatriota» y reclamar su presencia, en algunos casos, infructuosamente;174 y no deja de ser curioso que, aun después de su partida, siguiera prodigándole honores, que no casualmente se relacionaban con la familia Calzada y sus redes de influencia. Así, pues, Altamira hubo de enterarse en el curso de su viaje de la atribución de su nombre a una escuela primaria y a una de las «principales avenidas» del nuevo pueblo de Villa Calzada, en la Provincia de Buenos Aires.175 171
Ib., p. 359. Como testimonio elocuente de las vinculaciones entre Calzada y la UO, puede citarse el almuerzo de despedida organizado por César Calzada en el Club del Progreso de Buenos Aires en honor de Altamira y en el que asistieron los ex alumnos del alicantino residentes en Buenos Aires, entre quienes estaba el vicecónsul de España en Buenos Aires, José M. Sempere, su secretario Alvarado, Ernesto Longoria, J. Zaloña, Pascual Saenz de Miera y Ernesto R. Cividanes. Véase: «Almuerzo», La Prensa, Buenos Aires, 30-IX-1909; «Banquetes al profesor doctor Rafael Altamira» (fotografía del Almuerzo del Club El Progreso), en revista ilustrada no identificada, hoja suelta, pp. 79-80, Buenos Aires, IX/X-1909, IESJJA/LA, recorte de prensa). En esta fuente se consigna que el organizador de dicho almuerzo fue César Calzada. 173 Calzada, 1926, pp. 360-362. 174 Carta de Antonio López de Gálvez a R. Altamira, Mendoza, 12-VII-1909, IESJJA/LA. López Gálvez saludaba a Altamira en nombre de la comunidad española de la provincia cuyana a la vez que lo invitaba a visitar aquella tierra. Altamira no permanecería en Mendoza más que el tiempo necesario que le tomaría cruzar a Chile. 175 Carta de la Comisión Ejecutiva de la Sociedad de Fomento de Villa Calzada a R. Altamira, Buenos Aires, 15-X-1909, IESJJA/LA. Esta epístola se encuentra reproducida fotográficamente en: AAVV, 1987, p. 103. Consultar también: Fragmentos del 172
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Del entorno de Calzada también surgió la iniciativa de obsequiar a Altamira con una casa en Oviedo —iniciativa que vino a suplir la que impulsaran infructuosamente los estudiantes, pese al acicate de Luis Méndez Calzada—, para lo cual se habría iniciado una suscripción en el Club Español en la cual se involucró el cirujano Avelino Gutiérrez, futuro dirigente de la ICE de Buenos Aires.176 Teniendo en cuenta lo expuesto, parece más razonable pensar que aquello que orientó el rumbo seguido por Altamira en Argentina y su acercamiento a la elite gobernante fue la enorme influencia política y social de Rafael Calzada, antes que la memoria del fallecido Atienza y el homenaje póstumo a su integridad krausopositivista. Dicho esto, es necesario puntualizar que la trayectoria rioplatense de Atienza y de Calzada y sus convicciones eran, pese a sus diferencias, concurrentes y solidarias; y que, a los efectos de comprender el derrotero social de Altamira y Posada en el Plata, más que contraponerlos, es necesario comprenderlos como exponentes destacados de una vasta trama social e intelectual que se extendía por América Latina y Europa, y acercaba a sus respectivos liberales reformistas.
informe final presentado por R. Altamira al señor Rector de la Universidad de Oviedo, en Altamira, 1911, pp. 489-490. 176 El Vicecónsul español José M. Sempere, informaba en noviembre de 1909 a Altamira de la evolución de este proyecto: «De la suscripción para la casa que le regalan los españoles, no se dice nada. No sé si la comisión hace algo o no. Me temo lo peor» (Carta de José M. Sempere a R. Altamira, Buenos Aires, 26-XI-1909, IESJJA/LA). En diciembre, Sempere afirmaba «La otra noche hablé con el tesorero de la comisión para el regalo de la casa que le harán los españoles y me dijo que tienen reunidos veinte mil pesos; que lo más que alcanzarán serán los treinta y que los Doctores Máximo y Cía se habrán apuntado, como de costumbre, pero que no aflojaban la mosca por más ruegos que les han hecho. Una cosa es predicar... El grueso de la suscripción se me dijo la forman amigos del Dr. Gutiérrez» (Carta de José M. Sempere y de Pascual de Miera a R. Altamira, Buenos Aires, 16-XII-1909, IESJJA/LA). Esta iniciativa se transformaría, finalmente, en una donación en títulos de deuda españoles, compartida con Alvarado y la Extensión Universitaria ovetense. Tal como informara Pascual Sáenz de Miera a Altamira en abril de 1910, el tesorero del Club Español estaba por entonces en poder de 33.000 pesos de los que se reservarían 3.000 pesos para Alvarado; 3.000 pesos para la Extensión Universitaria ovetense y el resto —un equivalente «a 15.000 duros españoles»— para el viajero en títulos de la deuda española (Carta de Pascual Sáenz de Miera a R. Altamira, Buenos Aires, 7-IV-1910, IESJJA/LA). Esta información sería confirmada por Rafael Calzada en agosto de 1910, aunque con cifras diferentes de las consignadas por Sáenz de Miera. Véase: Carta de Rafael Calzada a R. Altamira, Buenos Aires, 3-VIII-1910, IESJJA/LA.
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El Viaje de Altamira en la evaluación de sus anfitriones Cabe destacar que el carácter extraordinario del éxito de Altamira fue claramente percibido por la opinión pública argentina y por todos los sectores relacionados con su recepción. Los primeros en adelantar sus interpretaciones fueron los periódicos porteños y platenses que, en el preludio de la partida del profesor ovetense, comenzaron a aportar los primeros balances de aquella experiencia. El periódico La Argentina ponderó la conducta intelectual y docente del delegado de la UO, a la vez que hablaba de la solidez de un mensaje que mereció la atenta y meditada recepción por parte de la clase pensante argentina: El sabio modesto, el maestro sencillo que ha sabido hacer de la enseñanza un verdadero apostolado, recibirá una de las tantas muestras de simpatía que en su breve permanencia entre nosotros ha conquistado. Su obra ha sido, ante todo, de confraternización, y desde la más alta tribuna que puede ofrecérseles a los espíritus cultos: la cátedra. El profesor Altamira ha dejado entre nosotros una huella profunda de su paso. No encontró a su llegada millares de almas que en el puerto, apenas pisara suelo argentino, le dieran la más entusiasta de las bienvenidas consagrándolo con un juicio que, por ser popular, es ingenuamente falible pero, en cambio —los hechos lo demostraron con total elocuencia— la clase pensante del país, la que había saboreado sus libros de divulgador paciente y de reconstructor silencioso, sin laudatorias siempre extemporáneas, se preparaba a escuchar sus lecciones. Y hoy, cuando con la satisfacción de la tarea cumplida, se prepara a concurrir donde sus anteriores compromisos lo llaman, para el amigo que se va, le ofrendamos nuestros mejores sentimientos, esperando que en su siembra de ideas al través de América continúe en esa empresa que lentamente va tomando forma: la del estrechamiento de relaciones entre la Madre Patria y las naciones que fueron sus antiguas colonias; relaciones nunca rotas, es verdad, pero que esperan encarrilarse dentro de la amplitud que reclaman destinos, virtudes y hasta vicios comunes.177
El periódico La Prensa —que en medio de la exaltación parecía confundir logros con propósitos— afirmaba que la importancia de la campaña americanista ovetense estribaba en que, más allá del efecto que sus disertaciones habían producido en el «espíritu de nuestro mundo estudioso», ésta había logrado «el establecimiento de una corriente intelectual hispanoargentina recíproca y permanente», prohijando así los «vínculos más nobles que pueden ligar a las naciones» .178 La revista literaria Nosotros, evaluaba la labor desplegada por Altamira en términos más prudentes, aunque no menos positivos, elogiando 177
«Intercambio de profesores», La Argentina, Buenos Aires, 4-X-1909. «Actualidad. Confraternidad intelectual hispano-americana», La Prensa, Buenos Aires, 30-IX-1909. 178
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su versatilidad, su honradez intelectual, su personalidad llena de «bellos ideales y de bellos sueños», la amplitud de sus saberes y su generosa predisposición pedagógica.179 Como podemos apreciar, la valoración positiva de la empresa americanista ovetense iba acompañada de una ponderación personal de Altamira, en cuyas virtudes, cualificaciones y habilidades, muchos creyeron hallar la explicación suficiente de su triunfo. La humildad, la falta de ambiciones materiales y el perfil académico de Altamira lo habrían elevado, así, por encima de otros conferencistas que se allegaron al Cono Sur con propósitos nada altruistas, jerarquizando su personalidad y aquilatando su mensaje. Esta interpretación se hizo fuerte entre los españoles, propensos a apreciar en un compatriota las virtudes que negaban a los sabios italianos o franceses, como Enrico Ferri180 y Anatole France. Tal el caso del Diario Español, que afirmaría que la «noble actitud» de Altamira; su conducta social austera y equilibrada y su altruismo, habrían atraído la simpatía generalizada del público, a diferencia «de cuantos le habían precedido en el camino de Europa a América», y que tan mal habían disfrazado sus ambiciones personales «bajo la capa del arte o de la ciencia».181 Estos rasgos favorables de la personalidad de Altamira no pasaron desapercibidos para los diplomáticos españoles, que también registraron las diferencias entre este emprendimiento intelectual y las incursiones no sólo de otros sabios europeos, sino de algunos notables españoles, como Vicente Blasco Ibáñez.182 179
«Notas y comentarios. Rafael Altamira», Nosotros, Buenos Aires, octubre
1909. 180
Durante su viaje a la Argentina, este notable penalista y criminólogo socialista pronunció varias conferencias y entabló el 26-VII-1908 una interesante polémica en el teatro Victoria con el fundador del Partido Socialista argentino, Juan B. Justo. Ferri sostenía que el socialismo —en tanto partido obrero— no podía desarrollarse realmente en un país que no estuviera fuertemente industrializado, por lo que era mejor pensar en organizar un partido radical para disputar el espacio de la Unión Cívica Radical (UCR), un partido tradicional que no hacía honor a su nombre, debiendo ser designado, más bien, como «partito della Luna». Justo contestó a Ferri aportando ejemplos de países que sin poseer grandes industrias tenían importantes partidos laboristas y socialistas, como Australia y Nueva Zelanda por la escasez relativa de mano de obra —situación idéntica a la de Argentina— y que, en definitiva, lo que contaba era que en el Río de la Plata podía apreciarse una implantación firme de relaciones de producción capitalistas. Este debate puede seguirse a través de los siguientes textos: Ferri, 1908; Quesada, 1908 y Justo, 1908. Estos textos fueron recogidos posteriormente en: Juan B. Justo, 1909 y 1947. 181 «Crónica. La casa del maestro», El Diario Español, Montevideo, 21-IX-1909. 182 Conviene recordar que, habiendo abandonado la política, Blasco Ibáñez viajó en 1909 a la Argentina para pronunciar conferencias sobre el arte y la literatura y
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Cuando el Viaje aún se encontraba en sus primeras etapas, el legado español en Uruguay envió un reporte al Ministerio de Relaciones Exteriores español en el que se daban elementos para comprender lo que para el diplomático era un acontecimiento auspicioso para los intereses españoles. En este elocuente documento, Germán M. de Ory insistía en la importancia de promover viajes de intelectuales al Río de la Plata del tipo del protagonizado por Altamira, «por las ideas que siembran y los vínculos que establecen». El ejemplo de Altamira y «del alto espíritu de seriedad y altruismo que vienen caracterizando su misión», demostrarían la importancia de estas iniciativas y la existencia de una demanda local que bien podrían abastecer los sabios españoles. Frente al éxito del alicantino, Ory llamaba la atención por el «semifracaso» de «ingenios tan convenientes como Anatole France y Don Vicente Blasco Ibáñez», el cual se explicaba no por deméritos de estos personajes, sino por «las condiciones en que se han presentado y que, repetidas, harán siempre inútiles las predicaciones y las iniciativas, quedando reducidas unas y otras a torneos del ingenio en que, el público, que ha pagado el precio de su entrada va a juzgar, más el virtuosismo de los oradores y a compararles entres sí, como se comparan los artistas de ópera, que a fijarse en lo que dicen o a sacar algún fruto de lo que exponen». Para el delegado español, el espectáculo de masas, el escenario teatral y el cobro de entradas para oír las enseñanzas de estas figuras sólo habían traído desprestigio y cuestionamiento hacia su labor, cosa inversa a lo sucedido con Altamira, quien se presentara sin mayor boato, circunscribiendo la mayor parte de su labor en el ámbito universitario y prodigando sus enseñanzas de forma libre y desinteresada.183 emprendió dos empresas de colonización «utópicas» en Río Negro y otra en Corrientes en 1913, que fracasaron dejándolo, momentáneamente, en la ruina. 183 Despacho N.º 124, «Política», del Ministro Plenipotenciario de S.M. en Uruguay (Germán M. de Ory) dirigido al Excmo. Señor Ministro de Estado, Montevideo, 7-X-1909, AMAE, Correspondencia Uruguay 1901-1909 Legajo H-1796. Sin embargo, pese a lo que consigna Ory, existieron negociaciones entre miembros de la colonia española en Uruguay y la UdelaR y el Ministerio de Instrucción Pública para obtener un pago equivalente al que obtuviera Anatole France. En una breve epístola, Alonso Criado comunica a Altamira que por disposición de Pablo De María, la Universidad de la República se hacía cargo de su viaje y estadía en Uruguay. Para Alonso Criado, esto no era suficiente, por lo que solicitó el pago de las conferencias tal como había ocurrido con el intelectual francés, al que se le había pagado dos mil pesos por una charla que nadie entendió por no pronunciarse en castellano. Sin embargo, este intermediario consideraba difícil obtener este aporte ya que según le confesaba a Altamira «desgraciadamente el actual Ministro de Instrucción Pública Dr. Giribaldi nos es hostil» (Carta de Matías Alonso Criado a R. Altamira, Montevideo, 28-IX-1909, IESJJA/LA).
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Estas sanas prevenciones del encargado de negocios español no eran alarmistas sino que se hacía eco de ciertas opiniones que tanto en Argentina como en Uruguay, ensombrecieron la consideración pública de otros conferenciantes extranjeros. Yahía Cohen, en las columnas del periódico La Argentina, había criticado —sin mencionar a Altamira— el alejamiento de estos conferencistas de cualquier tema propiamente argentino o que redundara en el interés propiamente nacional. Para Cohen no se necesitaba contratar sabios que hablaran de temas universales cuando para ello debía utilizarse a los propios profesores argentinos o que cantaran loas al progreso económico, sino atraer a «conferenciantes que la impusieran del concepto que se tiene en el exterior de la cultura del país, que le hablaran del modo del cual se aprecia a esta República en el extranjero, de la manera de la cual se juzga su desarrollo literario, del sentimiento que se abriga respecto a su porvenir en el campo de los adelantos científicos».184 Más allá de lo justo o razonable de requerimientos como éste, era evidente que flotaba en determinados ambientes cierta desconfianza hacia quienes desembarcaban en el Plata para dar unas cuantas conferencias, embolsar cuanto dinero fuera posible y tomar para sí el rol de profetas o ángeles tutelares del progreso argentino. Aceptando que las virtudes individuales, sociales y profesionales de Altamira tuvieron una incidencia muy considerable en el éxito de su misión, no podría pensarse que un análisis sensato de la situación debiera limitarse a recopilar y recitar todas esas prendas de su personalidad. Pese a que no fue la mesura o la perspicacia las características que brillaron en los analistas contemporáneos, algunas voces de la opinión pública buscaron trascender el límite estricto de la alabanza imprecisa y grandilocuente. Los redactores de La Prensa, por ejemplo, presentaron una interpretación interesante del éxito del delegado ovetense en Argentina, en la que se proponía que el Viaje Americanista había llenado un vacío inadmisible a través de un mecanismo de intercambio muy eficaz y prometedor: A España y la Argentina les faltaba este contacto espiritual, patrióticamente determinado por la acción del profesor Altamira. Acaso podría decirse que era lo único de que carecían para entenderse mejor, desde que por naturaleza, por organización y por tendencias se encuentran y confunden siempre en la región de los grandes afectos. Son dos países inclinados el uno hacia el otro, a los cuales cualquier circunstancia los unifica en el terreno de la solidaridad de los sentimientos generosos. Por estas razones y porque siempre se ve llegar con explicable regocijo a 184
Cohen, 1909.
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estas playas a los estudiosos del mundo, la noticia del arribo del profesor Altamira al país produjo una singular sensación de agrado. Se pensó, sin duda, en que los elevados exponentes de la intelectualidad española, mirados desde aquí con gran simpatía, robustecerían más aún los vínculos de unión entre ambos países, poniéndolos en contacto por la vía de la inteligencia. Y así ha sucedido. Por el camino abierto por el profesor Altamira, quien nos promete recorrerlo de nuevo en un futuro cercano, vendrán otras eminencias españolas e irán muchos maestros argentinos y seguramente muchos estudiantes universitarios de uno y otro país.185
Otra interpretación en este sentido fue la ofrecida por el presidente de la Asociación Española de Socorros Mutuos de la ciudad de Córdoba, quien afirmaba que la apoteosis de Altamira, en lo que ella tenía de sorprendente afloramiento de hispanismo, venía a demostrar que el propio éxito de la Argentina como sociedad independiente y la plena asunción de la herencia cultural española. Así pues, los honores tributados a Altamira debían interpretarse como una demostración de un «cariño sincero y leal a España», de la que Argentina habría recibido «el germen de sus virtudes, de sus heroísmos y de su grandeza». Para el señor Martínez, ésta y no otra era la razón profunda que permitía explicar el «entusiasmo delirante con que unos y otros proclaman vuestro nombre como heraldo de las glorias españolas, glorias que pertenecen por herencia a los descendientes de nuestra raza».186 Desde esta perspectiva, si Altamira, como individuo excepcional merecía reconocimiento por su sabiduría y su elocuencia, lo que verdaderamente enaltecería su misión —asegurando su fecundidad de cara al futuro—, era su énfasis en la rehabilitación histórica de España, su tradición y su cultura, en un medio que era, demográficamente, casi una extensión del peninsular.187 La idea de que los argentinos participaban del «modo de ser español» también fue expresado por algunos intelectuales rioplatenses, como Enrique Rivarola, quien explicaba el entendimiento entre Altamira y los intelectuales argentinos apelando a la existencia de una comunidad cultural hispanoargentina asentada en una lengua y una literatura compartida y en el feliz cumplimiento de las «leyes de la herencia» en lo que se refiere al «carácter intelectual de y moral de las razas y a los caracteres individuales de los pueblos».188 185 «Actualidad. Confraternidad intelectual hispano-americana», La Prensa, Buenos Aires, 30-IX-1909. 186 Notas del banquete de la colonia española en Córdoba, Discurso del Sr. Martínez, Córdoba, 20-X-1909, IESJJA/LA. 187 Ib. pp. 5-6. 188 Discurso de Enrique Rivarola, incluido en «Actos Universitarios», Archivos de Pedagogía y ciencias afines, La Plata, UNLP, XI-1909, pp. 255-257.
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Pero si en esta interpretación la «pléyade de intelectuales españoles del siglo XIX desenvuelta en el presente» se entroncaba con una valiosa tradición que se había desarrollado desde el siglo de oro; en otras, era juzgada poco menos que como una saludable anomalía en la secular tendencia oscurantista de la cultura española. Eufemio Uballes, rector de la UBA, por ejemplo, elogió profusamente la valía del viajero, pero lo hizo ponderando su excepcionalidad antes que su representatividad respecto del mundo intelectual español.189 En el mismo sentido, Uballes explicaba el éxito de su discurso por la identidad sustancial entre la exitosa experiencia liberal argentina y el experimento modernizador español —enfatizando lo que uno tenía de realización y el otro de utopía—, del cual el ideario de Altamira sería una expresión esclarecida.190 La interpretación de Uballes, sin ser hispanófoba, se alineaba con la tradición europeísta más que con el españolismo discursivo del que hicieron gala casi todos los oradores que encumbraron al catedrático ovetense. De allí que, aun en su crítica del materialismo como consecuencia no deseada del progreso material, Uballes no dejara de recordar a Altamira que su prédica humanista se proyectaba en Buenos Aires, «ciudad millonaria, trepidante de actividad económica y de inexhaustos deseos de goces materiales».191 Esta satisfacción por la evolución argentina se contradecía con el escepticismo con que Joaquín V. González veía este proceso, en especial, por la pobreza de los frutos intelectuales y culturales y el escaso aporte que las naciones americanas —incluida Argentina— podían hacer a la humanidad, pese a su espectacular prosperidad económica. Para González, las jóvenes naciones latinoamericanas «desprendidas por crisis vio189 Discurso pronunciado por Eufemio Uballes en el banquete celebrado en lo de Blas Mango, en Altamira, 1911, p. 212. 190 «Os he oído decir que os ha sorprendido la corriente de cálida simpatía notada en todas las personas que habéis frecuentado aquí —y que no son pocas. Permitidme a la vez que os diga que vos nos habéis sorprendido, a todos los que mirábamos con pesar (y creíamos que era un hecho irremediable, impuesto por el ambiente histórico y el medio natural) ese exceso de tradicionalismo que ha entorpecido a España en el camino de su evolución intelectual hacia el progreso, imponiéndole un sello de originalidad inconfundible en el concierto de la civilización occidental; nos habéis causado sorpresa, digo, porque habéis demostrado con el ejemplo, que ese lastre histórico no es un óbice para que penetren, germinen y fructifiquen en España las amplias ideas liberales que son título de honor para la humanidad contemporánea, sin que se pierdan ni debiliten las bellas particularidades de la raza: el infinito idealismo y la facundia ardorosa» (Ib., p. 212). 191 Ib., p. 213.
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lentas de sus viejos troncos ancestrales», no habrían podido gozar del «tiempo mínimo requerido para completar un ciclo de cultura homogénea y estable»; de allí su necesidad de vincularse con naciones que tuvieran tradiciones científicas e intelectuales que pudieran inspirar la formación de Espíritus superiores».192 González fue quizás la única voz que, con una lucidez encomiable, logró entrever el marco en el que debía ser entendido el fenómeno Altamira, reconociendo la influencia del contexto ideológico y pedagógico local: Muchos y valiosos factores han concurrido al éxito extraordinario de la misión de Altamira en esta región de América, que seguirá, a buen seguro, sin mengua, en todo el continente. Además de las cualidades intrínsecas del carácter, los medios de acción, las dotes persuasivas y la fuerza intelectual acumulada por el hombre, debe tenerse en cuenta la situación de ánimo, el ambiente moral, el estado de conciencia de toda América en este momento psicológico de su historia, para oír, comprender y acatar toda palabra de paz, de amor, de solidaridad y de cultura que le llegue de arriba o de lejos, como a precipitar una efusión contenida por reparos o reticencias, más infantiles que reales, hijos más bien de una timidez mal velada de amor propio nacional, que de serias razones de Estado»193
Como afirmaba González, si Altamira, «un apóstol impersonal de la ciencia y de la historia común», había logrado romper el hielo que enfriaba las relaciones entre España y Argentina, ello se habría debido a la coyuntura que envolvía su visita y a la «preocupación más viva de las clases superiores o pensantes» por la «la mejor ordenación de los estudios de toda jerarquía, desde la Escuela primaria hasta la universidad».194 González reconocía que se habían hecho avances sustanciales en materia de política pedagógica, en la expansión social de la enseñanza y en la modernización de las instituciones universitarias;195 sin embargo, el mal profundo que podría lastrar este dinamismo estaría en el agudo déficit que se verificaba en la calidad de los educadores. En la mirada del presidente de la UNLP, las carencias evidentes en la formación profesional del magisterio argentino contribuían a afianzar el carácter meramente «instructivo» de la enseñanza, relegando el cumplimiento de su principal 192 Discurso pronunciado por R. Altamira en el acto de despedida y entrega del título de Doctor honoris causa por la UNLP (La Plata, 4-X-1909), en Altamira, 1911, pp. 130-131. 193 Discurso pronunciado por R. Altamira en la Demostración del Magisterio argentino (Buenos Aires, 13-X-1909), en Altamira, 1911, pp. 187-188. 194 Ib., p. 188. 195 Ib., pp. 190-191.
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objetivo: la educación del ciudadano entendida como «base de toda buena democracia».196 El programa pedagógico de González aspiraba a ajustar el desarrollo del sistema educativo al incontenible proceso de democratización de la sociedad política. Inspirado por un ideal patriótico y democrático, uno de los principales objetivos de este programa era conformar un sólido cuerpo docente autóctono, para lo cual se juzgaba imprescindible incorporar la experiencia de teóricos y pedagogos extranjeros en aquellas materias que pudieran ayudar a superar la inmadurez cultural americana.197 En aquella renovación pedagógica de nivel superior los estudios históricos adquirirían una importancia capital, por su capacidad de formar la consciencia ciudadana y enriquecer espiritualmente al pueblo soberano. De ahí que González exhibiera con orgullo la experiencia del centro innovador que presidía y en el cual, siguiendo las nuevas tendencias, se habría conformado una organización de estudios que, por motivos patrióticos y culturales, privilegiaba el desarrollo de las humanidades, apostando por el «trípode simbólico» representado por «la Historia, en unión con la Filosofía y la Literatura». Para el presidente de la UNLP el cultivo de estas disciplinas resultaban imprescindibles en «una república que cumple un siglo de vida gestatoria» y que «tiene tanto vacío que llenar, tanto error que corregir, tanto extravío que rectificar en los conceptos de sí misma, en su historia escrita, en su evolución institucional, en su educación política».198 La presencia de Altamira en la UNLP se debía, precisamente, al deseo de llenar aquellos vacíos que no solo afectaban al currículo de las Universidades, sino que contribuía a estancar la cultura nacional, a deformar el conocimiento del pasado y a menoscabar la formación del ciudadano. Estas agudas apreciaciones de González nos remiten a una dimensión de la empresa ovetense que no ha sido estudiada: aquella que corresponde a la situación de la historiografía argentina y los requerimientos de los que era objeto en la coyuntura del Centenario y al impacto de las enseñanzas de Altamira en el corto y mediano plazo en el campo intelectual rioplatense. En efecto, si el contexto social, político e ideológico de recepción del mensaje americanista ha sido infravalorado por la historio196
Ib., p. 193. Discurso pronunciado por R. Altamira en el acto de despedida y entrega del título de Doctor honoris causa por la UNLP (La Plata, 4-X-1909), en Altamira, 1911, p. 133. 198 Discurso pronunciado por R. Altmira en el acto de su recepción en la UNLP (La Plata, 12-VII-1909), en Altamira, 1911, pp. 102-103. 197
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grafía para centrarse exclusivamente en el análisis del contexto de emisión en que se gestó este proyecto; prácticamente nada se ha dicho respecto de la específica situación de aquella disciplina o género en el Río de la Plata, aun cuando la mayoría de sus textos y enseñanzas fueran de carácter historiográfico. Y lo que es más curioso, prácticamente nada se ha dicho del contenido del discurso de Altamira en el marco universitario ha sido tenido en cuenta a la hora de explicar su éxito. ¿Es que el éxito de Altamira en Argentina sólo estuvo relacionado con la evolución ideológica del americanismo español y del hispanismo criollo? ¿Es que nada debe buscarse en su aporte teórico, metodológico o pedagógico? Veamos.
La historiografía argentina y las enseñanzas de Altamira Paralelamente al despliegue de actividades sociales a las que hemos pasado revista, Altamira tuvo un desempeño docente notable que, usualmente, no ha sido tomado en cuenta más que para reseñar la recepción privilegiada que le brindaron las casas de altos estudios argentinas. Entre el 12 de julio y el 27 de octubre de 1909, el profesor ovetense dictó un curso trimestral sobre metodología e historia de la Historiografía en la Facultad de Historia y Letras anexa a la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la UNLP.199 Las actividades del profesor invitado se desarrollaron a razón del dictado semanal de dos lecciones magistrales abiertas y públicas,200 y a la coordinación simultánea de dos seminarios metodológicos más restringidos.201 El catedrático ove199 La reconstrucción de este curso extraordinario —tarea que hemos acometido con anterioridad (Prado, 2005, pp. 495-664)— es posible gracias a la conservación, en diferentes archivos de Alicante, Oviedo y Madrid, de material de primera mano, en su mayor parte inédito y hasta ahora prácticamente inexplorado, que recogen referencias cruzadas acerca de su desarrollo. En este sentido, es indudable que la cobertura de archivo y hemeroteca que podemos disfrutar es óptima, sobre todo en lo que hace al seguimiento de las conferencias públicas de las que nos han llegado tanto los esquemas y guías de exposición del propio Altamira, como las versiones taquigráficas y los resúmenes —más o menos extensos y más o menos fidedignos— publicados por los periódicos platenses y capitalinos y, luego, por la propia Universidad («Rafael Altamira en la Universidad Nacional de La Plata», Archivos de Pedagogía y Ciencias Afines, Tomo VI, n.º 17, Buenos Aires, Talleres de la Casa Jacobo Peuser, 1909, pp. 161-285). 200 Las diecinueve conferencias fueron pronunciadas, por su parte, los días 15, 18, 26 y 29 de julio; 2, 6, 9, 12,16 y 19 de agosto; 2, 6, 9, 13, 16, 20, 23, 27 y 30 de septiembre de 1909. 201 El primero de estos seminarios versaba sobre «Metodología de la Enseñanza» y fue dictado los lunes 26 de julio; 2, 9 y 16 de agosto y 5, 12, 20 y 27 de septiembre de
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tense también hubo de dictar dos cursos breves —uno sobre Historia del Derecho español y otro de temáticas históricas, filosóficas, pedagógicas, artísticas y literarias— en la Universidad de Buenos Aires,202 amén de sendas conferencias en la Universidad de Santa Fe y en la Universidad de Córdoba.203 Ahora bien, si la palabra de Altamira fue requerida en diferentes ámbitos intelectuales y para iluminar diferentes aspectos del conocimiento, es indudable que las mayores expectativas de quienes respaldaron su misión en Argentina se referían al aporte que el catedrático ovetense pudiera hacer a la evolución de los estudios históricos. No en vano durante el acto oficial de recepción en la UNLP, su presidente, Joaquín V. González, luego de pasar revista con severa mirada crítica al estado de la historiografía nacional, declararía su esperanza de que las alternativas «científicas» que venía a proponer el ilustre viajero, lo1909, para los graduados inscriptos; mientras que el segundo, centrado en la «Metodología de la Investigación Histórica» fue impartido los jueves 29 de julio; 5, 12 y 19 de agosto y 2, 9,16, 23 y 30 de septiembre de 1909, para los alumnos matriculados. Véase: Libreta de registro de las actividades de los seminarios correspondientes a su curso en la UNLP, VII-IX/1909, AHUO/FRA, Caja V. En el AFREM/FA (RAL 16/cp. 38, Manuscritos), se encuentran algunos borradores con las notas tomadas por Altamira luego de cada sesión del Seminario de profesores y del Seminario de alumnos entre el 6 y el 30 de septiembre (sin encabezados que permitan discriminarlos) y que luego fueran ordenados y discriminados en la libreta guardada en AHUO/FRA. 202 Altamira recibió el encargo de dictar un curso de diez lecciones en la Facultad de Derecho de la UBA en el que participaron representantes de todos los claustros, profesionales y personal del cuerpo diplomático. Véase: Primer informe elevado por R. Altamira al Rector de la UO acerca de los trabajos realizados en Argentina, Uruguay y Chile (Callao, 20-XI-1909), en Altamira, 1911, pp. 56-57; y «Recepción del Profesor Altamira», Discursos académicos, Tomo1, Buenos Aires, Facultad de Derecho y Ciencias sociales de la UBA, 1911, pp. 419 a 443. La Facultad de Filosofía y Letras de la UBA también confió al profesor visitante la organización de nueve conferencias en las que la policía debió contener la inusitada afluencia de público y se registraron varios incidentes, que no empañaron en nada el éxito del viajero. Véase: Nota de José Nicolás Matienzo a R. Altamira, Buenos Aires, 11-VII-1909, IESJJA/LA y Carta de José Nicolás Matienzo a R. Altamira, Buenos Aires, 20-IX-1909, IESJJA/LA. 203 Altamira pronunció una conferencia sobre los ideales universitarios en la Biblioteca de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad de Santa Fe, el 23-VIII-1909 durante la gira en la que acompañara al Ministro de Instrucción Pública, Rómulo S. Naón y que lo llevó a visitar Resistencia, capital del Chaco. El paso de Altamira por este territorio fue registrado en: «El Ministro de Justicia e Instrucción Pública Doctor Rómulo S. Naón. Visita a Resistencia», El Colono, Resistencia, 1-IX-1909. Para el desempeño de Altamira en Córdoba, donde dictó dos conferencias de cuestiones históricas y metodológicas del Derecho, puede verse: «Rafael Altamira», La Voz del Interior. Córdoba, 20-X-1909.
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graran imponerse a los simples ejercicios de erudición y a la especulación «filosofante». Según González, sólo desde una perspectiva metodológicamente rigurosa como la que portaba Altamira podría aprovecharse los documentos dispersos que permitirían escribir la historia argentina: Ahí están, en archivos grandes y pequeños, en bibliotecas vetustas de Europa y América, reunidos unos y dispersos otros, sospechados é ignorados los más, ó durmiendo sueño paradisíaco en territorios inexplorados, los elementos para la futura grande historia, que reanude las edades interrumpidas, que recomponga el mapa étnico hoy fragmentario, y ofrezca á la ciencia nueva, á la investigación universitaria, á la ciencia social y política, el cuadro general, íntegramente restaurado, de la vida de un vasto territorio como el nuestro, asiento primitivo de civilización embrionaria, campo más tarde de una magna gesta aún sin historia, y teatro, sin duda, mañana, de un deslumbrante despliegue de cultura universal y de una portentosa conjunción de fuerzas creadoras del bienestar humano. ¿Quién traerá la fórmula mágica que abra la puerta secreta del tesoro, é imprima el orden sencillo del método en el caos de las fuentes desparramadas por todos los vientos, sin caer en el vértigo fatal de los laberintos? Nada más que la serena y experimentada enseñanza de un maestro que condensa en sí, aparte de su propia ciencia, ciencia acumulada en labor secular por viejos institutos europeos, en los cuales la ciencia antigua, como los vinos centenarios, se condensa y se bebe en una gota que guarda y resume el espíritu de los siglos.204
La consciente desmesura de tal requerimiento a quien, al fin y al cabo, sólo daría una serie de conferencias y dictaría cursos extraordinarios, adquiere una mayor racionalidad cuando, a renglón seguido, nos percatamos que aquello más importante que se demanda de Altamira no es, en realidad, la formación de una «pléyade de historiadores», sino la introducción y legitimación de cierta perspectiva renovadora de los estudios históricos: Sabemos muy bien lo que podemos pedir al profesor, en presencia de nuestros recursos de trabajo, en la falta de laboratorio organizado, en la ausencia del espíritu mismo de investigación que queremos formar; pero sí esperamos con fe en los consejos de la sabiduría y la experiencia, para iniciar una tarea que ha de ser muy larga y muy paciente; para despejarnos y abrirnos una senda; para indicarnos una orientación y un objetivo; para señalarnos un método de trabajo; para enunciarnos, con la sencillez que sólo poseen los grandes docentes, las leyes más permanentes, más comprobadas y estables de la ciencia histórica ya construida, en atención á la del futuro, para comunicar á nuestros catedráticos de la infancia y de la juventud ese fino y avezado tacto del taller veterano, donde la piedra ó la madera brutas se transforman sin esfuerzo en la línea pulcra de la escultura.205 204 Discurso pronunciado por Joaquín V. González en el acto de recepción de R. Altamira en la UNLP (La Plata, 12-VII-1909), en Altamira, 1911, pp. 100-101. 205 Ib., p. 102.
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En rigor, debería decirse que esa perspectiva renovadora de los estudios históricos ya se estaba incubando en algunas cátedras de la Facultad de Derecho de la UBA y en la propia UNLP, aun cuando todavía no había logrado abrirse paso ante el influjo —aún dominante— del narrativismo decimonónico. Ahora bien ¿cómo respondió Altamira a esta ambiciosa demanda? Si debiéramos juzgar globalmente el desempeño de Altamira en las aulas universitarias argentinas deberíamos advertir que el catedrático ovetense ofreció un discurso académico coherente y estructurado que supo presentar una serie de cuestiones interesantes y muchas veces novedosas para el contexto historiográfico local. Entre ellas podemos mencionar la cuestión que introdujera en La Plata y Buenos Aires acerca de la demarcación científica de la práctica historiográfica, en especial respecto de las correspondientes a aquellas ciencias y disciplinas —como la Sociología, la Geografía, la Literatura y el Derecho— que se encontraban en íntima relación con la Historiografía y en las que la necesaria colaboración o coexistencia podía deslizarse hacia una peligrosa confusión de competencias teóricas y propedéuticas. Particular importancia tuvo el esfuerzo de Altamira en deslindar la práctica historiográfica de aquellas intervenciones especulativas y metafísicas inspiradas, desde la Ilustración dieciochesca, por la Filosofía de la Historia. Los criterios de demarcación expuestos por Altamira no perseguían sentar una doctrina epistemológica ni reclamaban el apoyo de una reflexión teórica poderosa, sino que buscaban determinar aquellos recursos metodológicos que permitieran preservar a la Historiografía de cualquier interferencia negativa en su evolución «científica». El sesgo estricta y empecinadamente práctico que tomó el discurso académico de Altamira —origen tanto de su debilidad lógica como de sus virtudes tecnológicas—, puede ser considerado como el hilo conductor de sus reflexiones teóricas, las cuales apuntaban siempre a establecer criterios inmediatos para el ejercicio del oficio del historiador y no a construir un edificio teórico, ni una justificación epistemológica, dedicaciones muy distanciadas de unas labores investigativas y pedagógicas inmediatas. Este rasgo de su aporte le permitió afrontar cuestiones vitales a menudo soslayadas por las grandes reflexiones, despertando así un interés amplio por sus enseñanzas metodológicas entre eruditos, investigadores y docentes. Sin embargo, es imposible soslayar que este anclaje técnico fijó al discurso de Altamira demasiado a ras de archivo —si se nos permite la expre-
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sión— impidiendo que tomara un necesario vuelo teórico. De ahí que, más allá de su intención, no pueda decirse que las reflexiones y enseñanzas de Altamira sirvieran para fortalecer programáticamente la cientificidad de la Historiografía; aunque es innegable que resultaron eficaces para respaldar pragmáticamente esa cualidad a través de la clarificación y fundamentación de las tecnologías y utillajes del oficio historiográfico. En un plano general es posible afirmar que el discurso académico de Altamira —desagregado, en un área metodológico e histórico-historiográfica y en otra área histórico-jurídica— tuvo tres elementos estructurantes característicos que le dieron unidad. El primero, una visión historicista del ámbito de la cultura y de las ciencias humanas y sociales; el segundo, la definición de unas pautas metodológicas para ceñir la investigación y la enseñanza de la materia histórica a unos criterios científicos claros y rigurosos; el tercero, la defensa de una inscripción de la investigación y la formación historiográfica en un marco institucional debidamente diferenciado y estratificado en el que se articularían idealmente universidades, archivos, colegios, escuelas, museos, bibliotecas, academias, asociaciones profesionales y revistas científicas. En el ideal de Altamira, la concurrencia solidaria de los historiadores en estas instituciones garantizaría la calidad de la producción y la adecuada transmisión de los conocimientos históricos, anteponiendo la propia lógica de la disciplina, sus principios científicos y los ideales de tolerancia y colaboración intelectual y material internacionales —correspondientes al supuesto ethos universalista y progresista del científico— a los peligrosos requerimientos del chauvinismo. Requerimientos que podían poner en cuestión la necesaria ecuanimidad y objetividad de la investigación y de la enseñanza de la Historia, en aras de justificar unos programas e intereses políticos potencialmente excluyentes y conflictivos. En definitiva, el despliegue y circunscripción del discurso académico de Altamira en el terreno de dos disciplinas —la Historiografía y el Derecho— con tradiciones intelectuales sólidas y consolidadas; la definición clara de dos grandes áreas problemáticas —la Teoría e Historia de la Historiografía y la Historia del Derecho— y la presencia recurrente de tres elementos estructurantes —perspectiva historicista, preceptiva metodológica e inscripción institucional— permitieron que su mensaje intelectual mostrara una unidad sustancial y una saludable dirección reformista claramente discernibles. Sería precisamente esta feliz conjunción de pertinencia, unidad y reformismo la que permitiría que ese discurso de la metodología y pedago-
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gía historiográficas fuera acogido con beneplácito en el ámbito universitario argentino y pudiera funcionar como una herramienta fundamental del ambicioso plan de modernización del mundo cultural e intelectual hispanoamericano del que Altamira participaba. Ahora bien, ¿cuál era la situación de la historiografía argentina para que este discurso fuera tan bien acogido?
Las demandas sociales a la Historiografía en el Centenario Durante demasiado tiempo, los historiadores argentinos se han contentado con suponer que la publicación de los grandes monumentos historiográficos del siglo XIX —y, en especial, de la tercera edición de la Historia de Belgrano de Bartolomé Mitre—, significaba, sin más, la consolidación de la Historiografía en el Río de la Plata. De esta apresurada certeza y de las interpretaciones posteriores de agitadores nacionalistas y de influyentes historiadores que, por razones opuestas, coincidieron en refrendarla, devino la idea de que aquella historiografía liberal, romántica y narrativista había gobernado desde mediados del siglo XIX el imaginario político y se había proyectado en la enseñanza de la historia en las escuelas primarias y secundarias. Pero si resulta muy discutible que la aparición de la Historia de Belgrano normalizara la disciplina en fecha tan temprana, es evidente que sus interpretaciones tampoco lograron imponerse de inmediato en el imaginario argentino y menos aun inspirar una pedagogía patriótica que hubiera podido atraer la atención estatal por la Historiografía. Como bien ha expuesto Fernando Devoto, el propio contexto político de 1852-1880, haría inverosímil tal pretensión: ... en el cuarto de siglo posterior a la Batalla de Caseros de 1852, una mitología histórica no parecía un instrumento imprescindible, ni siquiera necesario, para elites dirigentes menos preocupadas por construir (o inventar) un pasado que por el futuro y el progreso. Eran esas elites que, heredadas de las convicciones de la generación del 37 y en el marco más general de la sostenida expansión del darwinismo y de otras lecturas del mismo género, creían que el pasado no debía ser glorificado sino condenado, que la ecuación debía ser más técnica y científica que humanística y patriota. Para ello la obra de Mitre no desembocó inmediatamente en ninguna consagración de sus contemporáneos ni en ninguna pedagogía escolar ni en ningún otro instrumento al servicio de propósitos nacionalizantes de construir, descubrir o inventar un pasado en el que los nuevos argentinos pudieran reconocerse.206 206
Devoto, 2002, p. 12.
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Siguiendo este razonamiento, aquel proyecto de construcción de la Nación sería básicamente una apuesta al futuro que nada parecía requerir del pasado, y ello se debía a que sus ideólogos «imaginaban que la escuela, la economía y las formas de sociabilidad haría todo el trabajo por sí mismas». En ese contexto, era difícil «que formas de nacionalismo, entendidas simplemente como exaltación de la nación, del pasado, de la tradición desempeñasen un papel relevante» y a que la historia se invocara para algo más que para condenar la tiranía de Rosas.207 Por supuesto, Mitre habría sido quien primero se había percatado de las posibilidades cívicas que entrañaba el ejercicio historiográfíco para asegurar ese futuro dorado, proveyendo «un fundamento para un destino común».208 Sin embargo, como afirma Devoto, mientras las condiciones políticas y del espacio cultural no maduraron, la Historia de Belgrano y la Historia de San Martín no pasaron de ser unos textos notables: No fue porque el historiador se lo propusiera (aun si fuese eso lo que se proponía) ni el momento en que lo hizo, que su relato del misterio de la Argentina se convertiría en el aporte mayor a la creación de nuestro imaginario nacional. Lo será en cambio más tarde, cuando se revelará como imperiosa la necesidad de formular un pasado a los efectos de construir a los argentinos de una masa heterogénea creada por la inmigración europea. En ese momento, un pasado que actuaba como caución de un brillante porvenir, devenia el mejor instrumento para alimentar ese «sentimiento de la futura grandeza del país» tan necesario como elemento identificatorio para inmigrantes y nativos.209
El Centenario fue, precisamente, esa coyuntura paradójica —caracterizada por la coexistencia de un temor a la «desintegración nacional» y un optimismo acerca de las «posibilidades ilimitadas de la expansión económica»210—, en la que confluyeron una demanda historiográfica, una demanda pedagógica y una revalorización de la tradición hispánica y de la inmigración española. Estos fenómenos, con sus propias historias, pero interconectados y potenciados por el avance de un pensamiento liberal-reformista en lo político y en lo social, desencadenarían cambios decisivos en el panorama ideológico, institucional y socio-cultural de la República, cuarenta y siete años después de la promulgación de su Constitución.211 Fue en esa coyuntura, en la que el amplio consenso acerca de la necesidad de dotar al país de una tradición —utilizando las escuelas estata207 208 209 210 211
Ib., p. 3. Ib., p. 4. Ib., p. 13. Ib., p. 39. Ib., p. 12.
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les para enseñar historia, lengua y geografía nacionales—, que se articuló una demanda social y política a una Historiografía que, aún no madurada, comenzaba a transitar un proceso que la llevaría a su constitución como auténtica disciplina. La demanda del poder introdujo la necesidad de servirse de un gran relato de la historia nacional que, los historiadores más reconocidos por entonces, centrados en otro tipo de indagaciones del pasado, no habían producido, ni producirían: Por mucho que los intelectuales que llamamos genéricamente positivistas... tuvieran en claro el problema y la temática de la nación —y la necesidad de una solución pedagógica—, no tenían interés ni eran capaces de producir ese relato o, en un sentido más amplio, ese conjunto de herramientas que sirvieran como molde intelectual en el cual fundir a los argentinos. En ese sentido no deja de ser paradojal que intelectuales, que eran historiadores destacados como Ramos Mejía o Quesada o incluso García, no fueran capaces de producir esa historia necesaria para formar, a nivel de la opinión ilustrada o a nivel de la pedagogía escolar, a los argentinos. Sus obras estaban estructuradas en forma analítica más que narrativa (dentro de los límites de esa contraposición), preocupadas por aplicar leyes generales o teorías biológicas, raciales o sociales al estudio del pasado, por hacer ciencia y no pedagogía. En ocasiones aparecían incluso muy desinteresadas acerca de las relaciones existentes entre aquel pasado y este presente, lo que las hacía desde luego poco aplicables a los efectos de construir una tradición y mucho menos para formar un estólido argentinismo a los niños y adolescentes en edad escolar. De este modo, las obras mayores de aquella tradición poco podían utilizarse para propósitos de pedagogía cívica.212
Pese a la perspicacia de esta observación, el que no hubiera en el panorama historiográfico rioplatense grandes obras alternativas que pudieran ofrecerse para tal cometido —excepción hecha de la obra de Vicente Fidel López, desplazada técnica e ideológicamente por la de Mitre a mediados de los años ochenta— sólo puede deparar sorpresas o perplejidades mientras nos aferremos a las visiones institucionalizantes del desarrollo historiográfico argentino, que creyeron ver consolidada y normalizada a la disciplina en la segunda mitad del siglo XIX. Sin embargo, pese a las pretensiones de historiadores como Rómulo Carbia, Ricardo Levene o Tulio Halperín Donghi, durante los sesenta años que siguen a la batalla de Caseros, florecieron en el incipiente y primitivo campo intelectual argentino, indagaciones acerca del pasado que no se correspondían con una única estrategia argumentativa e investigativa y que, por supuesto, no eran fruto de un género plenamente estabilizado y, menos aún, de una disciplina historiográfica ya constituida. En ese 212
Ib., p. 51.
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período coexistieron grandes relatos y relatos episódicos, ensayos políticos, reivindicaciones biográficas, memorialismo y manualística, tradiciones y documentalismo, miradas sociológicas y experimentos psicohistóricos, romanticismo y positivismo, narración y análisis deductivos, enfoques novelísticos y trágicos, sin que ninguno de ellos —pese al reconocimiento que pudieran obtener— lograra imponer una normalización historiográfica. La ausencia de grandes relatos, más modernos que los de Mitre y López y directamente funcionales a las necesidades patrióticas de principios de siglo, no era un hecho fortuito y menos aún, prueba de una deserción intelectual de unos historiadores dispuestos a denunciar necesidades perentorias que no estaban dispuestos a satisfacer. Por el contrario, esto era consecuencia de esas particulares condiciones de existencia del género historiográfico antes de que éste se recortara nítidamente del campo intelectual y lograra constituirse como una auténtica disciplina de investigación. López, Mitre, Ramos Mejía, Ernesto Quesada, Juan Agustín García, Joaquín V. González, Juan Álvarez no formaban, evidentemente, parte de una misma generación, pero no sólo coexistieron como intelectuales e historiadores entre fines de los años ochenta y los primeros años del siglo XX, sino que sus obras compartieron unos estímulos y una inscripción problemática comunes, propios del largo período de la construcción del Estado nacional. Es indudable que Ramos Mejía, González, García, Groussac o Quesada no tuvieron el protagonismo político de Mitre ni compartieron con él o con López un temprano rechazo del sistema oligárquico. Sin embargo, todos ellos fueron críticos de los mecanismos de la política criolla y se identificaron con proyectos, más o menos ambiciosos, de reforma social, electoral, cultural o pedagógica. Desde otro punto de vista, todos ellos fueron, también, precursores de la socialización e institucionalización de los solitarios placeres humanísticos de la elite; todos ellos argumentaron acerca de las necesidades de evolución de la historiografía nacional e impulsaron una educación patriótica e historizante. Si bien por esto es posible pensar en ellos como en hombres de transición, no debemos perder de vista que eran hombres del régimen y parte de la elite dominante formada en el ideario rector de la Generación del 37. Por eso mismo no es razonable esperar que hubieran podido o debido transformarse a sí mismos, completando un brusco viraje en sus inquietudes, su sociabilidad y prácticas intelectuales para ajustarlas al perfil que los nuevos tiempos requerían y constituirse ellos mismos en proveedores de los nuevos bienes intelectuales demandados.
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Su relevancia colectiva, más allá de los muchos méritos que les eran propios, consistió en el rol mosaico que se adjudicaron, de acuerdo con el cual no se abstuvieron de señalar un rumbo y un destino para la historiografía nacional, pese a ser conscientes de que ellos mismos no estaban en condiciones de orientarlo. El aporte de estos hombres fue decisivo en tanto se dispusieron a actualizar la tradición liberal preparándola para encarar los nuevos problemas sociopolíticos, se centraron en constituir o transformar las instituciones que implementarían aquellos cambios que consideraban necesarios y desde las cuales formaron a la generación que transformaría la historiografía y la pedagogía argentinas. Así, pues, la ardua y prolongada tarea de conformar una historiografía científica quedaría en manos de los historiadores profesionales de la Nueva Escuela y la más urgente tarea de construir una tradición nacional en base a una relectura ejemplarizadora y divulgativa de la obra del ya fallecido Mitre —única capaz de ofrecer un relato inteligible del pasado argentino— quedaría a cargo de una generación de intelectuales que, sin ser propiamente historiadores, se abocaron a recrear una imagen del pasado funcional a las necesidades apremiantes del momento.213 Ambos grupos tuvieron como referentes a los reformistas liberales de fin de siglo. Para apuntalar esta tesis, en lo que respecta a la construcción de una tradición, Fernando Devoto centró su análisis, con buen criterio, en el desempeño de tres notables literatos y polígrafos del Centenario, como el antipositivista y católico, Manuel Gálvez; como el políticamente voluble pero decidido criollista, Leopoldo Lugones y el liberal nacionalista, Ricardo Rojas. Pese a sus notables diferencias, estos tres personajes darían su propia respuesta a las amenazas de la disolución cultural y, como fruto de su tarea, dejarían profunda y perdurable huella en el imaginario histórico argentino, amén de unas bases ideológicas para el desarrollo de un posterior nacionalismo antiliberal y autoritario, del cual los dos primeros se convertirían en referentes y precursores. Pero, al margen de estos puntos de contacto, es interesante observar que en estos tres intelectuales se llevó a cabo un rescate equivalente de la tradición hispánica como matriz natural de la tradición argentina, que terminaría por conformar una interpretación con213 «Todo obligaba a retornar al relato fundador de Mitre que sí servía para los dos propósitos: formar a las elites y a los jóvenes estudiantes. Pero también se generaba el espacio para que ensayistas afortunados pudieran proponer una ampliación de públicos, nuevas formas estéticas o nuevos relatos que sirvieran para construir la requerida tradición» (Ib., p. 54).
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tradictoria de aquella que pergeñara la Generación del 37 y que matizaran, en su momento, tanto Bartolomé Mitre como Joaquín V. González. En efecto, tanto Gálvez como Lugones y Rojas —junto al heterodoxo socialista, Manuel Ugarte— coincidirían en aquellos años en construir la imagen de la argentinidad exhumando y rehabilitando la herencia hispánica fruto de la conquista y el transplante cultural, pero no como pervivencia esencial de una cultura peninsular inconmovible, sino como una tradición críticamente asumida, mezclada —para bien, para mal— con el aporte indígena, adaptada y reelaborada por los sujetos sociales rurales y urbanos rioplatenses y mediterráneos. Esto, pese a que sus respectivas posiciones frente a España eran muy diferentes. Lugones, entusiasta heredero de la hispanofobia liberal —que sostuvo empecinadamente a lo largo de su sinuoso decurso ideológico—, creía que la retrógrada y clerical civilización española nada de positivo tenía para ofrecer a la Argentina contemporánea, ni al proyecto de construcción de una tradición nacional. La relevancia de España para la Argentina se agotaría, pues, en la transposición atlántica del legado cultural grecolatino y el transplante de un tipo social emprendedor e individualista, que fueran decisivamente resignificados y enriquecidos en las pampas.214 Gálvez fue el único de los tres que podríamos calificar como hispanófilo, aun cuando esta adhesión no tendría en este momento las aristas reaccionarias e integristas que llegaría a desarrollar años más tarde.215 214
Lugones, un intelectual de una sinuosa trayectoria ideológico-política, habría mantenido, sin embargo, una constante dedicación a delinear un épica histórica y culturalista directamente deudora de la visión mitrista del pasado nacional, cuyo resultado sería complementario y no antagónico del programa de escolarización patriótica en marcha. Véase: Ib., pp. 75-105. 215 En aquel Gálvez primigenio, se combinaría un antipositivismo espiritualista, un eco herderiano, un componente hispanófilo y católico, amén de un acercamiento al modernismo y al krausismo. Su redescubrimiento de España durante sus viajes europeos entre 1906 y 1910, significó su acercamiento al regeneracionismo del 98 en especial a Unamuno, Ganivet y Ramiro de Maeztu, en busca de instrumentos para combatir el cosmopolitismo y el materialismo que se cernían sobre Argentina. En todo caso, tal como afirmara Devoto, en el Gálvez de El solar de la raza (1910), España o Castilla serían la incuestionable matriz cultural, «pero el éxito de la Argentina no consistirá en un retorno a ella sino a la capacidad de amalgamar o absorber los nuevos elementos en torno a ese núcleo originario» (Ib., pp. 42-50). Acerca del tránsito entre el Gálvez que veía en España unas raíces tradicionales a las que se debía recurrir para defender la argentinidad, y el Gálvez integrista de la segunda mitad de los años treinta, que veía en España un modelo y un baluarte tradicionalista y católico de Occidente puede consultarse: Quijada, 1985, pp. 21-30 y 84-89. Para contrastar estos análisis con una reivindicación del nacionalismo e hispanismo católico y reaccionario de Gálvez en el marco de un rescate ideológico de Ramiro de Maeztu, consultar: Zuleta, 2000, pp. 345-364.
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Rojas, por su parte, creía necesario rescatar selectivamente al legado intelectual español —en especial su literatura—, y vincularse el pequeño sector modernizador y regeneracionista, en tanto que aporte europeo complementario. Sin embargo, para fines de la primera década del siglo XX, todavía no había descubierto nada interesante en España que sirviera de ejemplo o modelo para el desarrollo de una tradición argentina ni para orientar una educación nacionalista. Rojas —siguiendo de cerca los diagnósticos del propio Rafael Altamira— pudo apreciar la existencia de una cultura dominada y amordazada por el tradicionalismo; la preponderancia de una ideología pedagógica retrógrada —excepción hecha, de la ILE—; la miseria en que debía vivir el docente; el imperio de una vetusta historia sagrada en la educación primaria216 y el desinterés historiográfico de la mayoría de las universidades —salvo la de Oviedo y su núcleo intelectual progresivo—. Esta configuración era perfectamente opuesta a la que el polígrafo argentino consideraba ideal y necesaria para la Argentina, y no era extraña a la debacle finisecular de España, denunciada por los regeneracionistas y de la que era necesario aprender: Tal es el problema de España, un problema de educación, como en la sociedad argentina. Pero ¿por qué iban a reaccionar contra las fatalidades del suelo, de la raza y de la organización política, quienes no la conocían? Una escuela donde se enseña Historia Sagrada y no se enseña Historia Nacional, no ha podido producir sino espíritus exaltados, generaciones regionalistas sin ideas de solidaridad hispánica, sin nociones de la realidad, ni de su posición internacional en el mundo; generaciones que lanzadas a ciegas en la vida son víctimas silenciosas del caciquismo municipal como antes fueron víctimas épicas del delirio de ignorancia que los condujo a Cavite...217
En torno a aquellos años y a los círculos intelectuales renovadores, se verificó, entonces, un doble proceso: por un lado, el de una recuperación del relato mitrista para una función pedagógica de acuerdo con un reclamo del poder, que fue realizado por publicistas, literatos o pedagogos; por otro lado, el paulatino desarrollo de un paradigma neoerudito y cientificista paralelo a la profesionalización universitaria de los historiadores y a la conformación de una auténtica disciplina.
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Rojas, más tolerante con el fenómeno migratorio que Gálvez y Lugones, creía que el problema no era la inmigración cosmopolita, sino la falta de instrumentos para argentinizarla, de allí la necesidad del monopolio estatal laico de la enseñanza y de un programa de educación patriótica basado en la lengua, la historia y la geografía nacionales. Véase: Devoto, 2002, pp. 54-77. 217 Rojas, 1909, p. 265.
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Por supuesto, estos dos procesos, el centrado en la invención de una tradición en base a Mitre, reconstruido por Devoto y el de la superación del narrativismo decimonónico que aquí intentamos bosquejar, aun cuando diferentes en sus naturalezas, velocidades y hasta contradictorios, en algunos casos puntuales, no estaban en absoluto desconectados. Los valores y objetivos patrióticos compartidos, una común admiración por el legado intelectual de Mitre, un talante renovador similar en la interpretación de la etapa colonial y una consagración de unos y otros a misiones complementarias, sin perder por ello una fluida circulación de los historiadores en el mundo pedagógico y mediático y de los polígrafos en la interpretación del pasado, permitieron que se tendieran puentes entre ambos procesos y se armonizaran razonablemente sus respectivos programas. De este grupo, sería Ricardo Rojas, por su posición relativa en el mundo intelectual rioplatense y por su propia producción, aquel que mejor puede ilustrar las presiones que existían en torno al Centenario para que se desencadenara este doble proceso de transformación de la historiografía argentina en instrumento pedagógico y cívico y en una disciplina normalizada e institucionalizada. Beneficiado por el apoyo de Carlos Pellegrini, Bartolomé Mitre y Joaquín V. González, Rojas fue forjándose un prestigio en la tribuna periodística, en el área educativa y en los círculos intelectuales reformistas. En 1908, pese a no haber concluido su educación universitaria, daría un salto decisivo incorporándose a la UNLP como docente de literatura castellana en la carrera de Educación y cuatro años después se incorporaría a la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, a pedido de Nicolás Piñero, para dictar clases de historia de la literatura argentina. En 1907, Rojas fue enviado por el Ministerio de Instrucción Pública a Europa para investigar los modelos de enseñanza de la Historia de cara a una futura reforma en el área.218 En 1909, esa experiencia se plasmó en 218
Como bien ha afirmado Fernando Devoto, «el uso de la historia con propósitos de educación cívica y patriótica estaba... omnipresente en la agenda conservadora», de allí el interés del Ministerio de Instrucción por enviar a Rojas para analizar la experiencia de Francia, España, Italia e Inglaterra y el de la UNLP, por comisionar a Ernesto Quesada, para estudiar el papel de la Historia en las Universidades alemanas. Véase: Devoto, 2002, p. 61. Quesada, asiduo viajero al Viejo Mundo y experimentado informante en cuestiones de pedagogía universitaria —ya había pasado por Francia para observar la organización de los estudios de Derecho y había editado La Facultad de Derecho de París. Estado actual de su enseñanza, Buenos Aires, 1906— fue comisionado por el decano de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la UNLP, Rodolfo Rivarola, para recabar información «que pudiera ser útil para establecer el curso de historia en la sección de filosofía, historia y letras, que deberá fundarse como anexa a esta
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un libro importantísimo en la historia intelectual argentina que tomó la forma dual de un informe y de un panfleto: La restauración nacionalista. En esta obra, Rojas se apresuró a conceder la acientificidad de la Historiografía tomando como buenos los razonamientos de Herbert Spencer, quizás para evitar entrar en complejos problemas epistemológicos y centrarse en su verdadero interés: desentrañar el significado político e ideológico de la Historia como instrumento pedagógico y como formador de ciudadanos y evaluar la experiencia europea.219 En este sentido, Rojas estaba dispuesto a admitir que la historiografía no fuera «instructiva» de acuerdo con el modelo de las Ciencias Naturales o de las Matemáticas, pero defendía su esencia educativa, tanto de la inteligencia «porque es un ejercicio de la memoria, de la imaginación y del juicio», como del carácter, por hallarse relacionada naturalmente con el discernimiento moral.220 Ahora bien, esa faz «educativa», tenía aplicaciones prácticas cuyos réditos excedían el enriquecimiento individual de los ciudadanos, para alcanzar una relevancia social de primer orden debido a la influencia de la historiografía en la conformación de un imaginario colectivo. Esta potente influencia hizo que la historiografía fuera objeto de interés por parte de los poderes políticos y que se estableciera una relación fortísima —y problemática— entre ésta y el patriotismo, entendido como un instinto o un sentimiento básico de amor y servicio a la patria. Ante esta realidad, Rojas postulaba la necesidad de que ese patriotismo evolucionara doctrinariamente hacia un nacionalismo firmemente asentado en un conocimiento de sus bases territoriales, culturales, tradifacultad» (Carta de Rodolfo Rivarola y R. Marcó del Pont a Ernesto Quesada, La Plata, 15-II-1908, en Quesada, 1910). La misión fue aceptada por Quesada y dio lugar a un extensísimo y pormenorizado informe del funcionamiento de las altas casas de estudio germanas que sería, de hecho y pese a su tecnicismo y academicismo, complementario a la intervención más ensayística de Rojas. 219 «Desde luego, la Historia no es ni puede ser una ciencia, en el sentido positivo de esta palabra. La ciencia requiere hechos, susceptibles de comprobación objetiva, y después conocimientos susceptibles de organizarse en sistema y de fundarse en leyes. La historia carece de tales hechos, desde que sólo se nos alcanza del pasado una sombra mental, una reconstrucción que es siempre imaginativa. Hechos de tal naturaleza son tan controvertibles, y tan dóciles a nuestras concepciones a priori, que tampoco se ha podido fundar en ella una sola ley sobre la Civilización. Casi todas las fantásticas leyes de la llamada filosofía de la historia, se hallan hoy en descrédito. Agréguese a ello la cantidad de pasiones o prejuicios de raza, de época, de escuela que perturban los juicios humanos, y se habrá anotado un factor subjetivo que unido a la naturaleza misma de los fenómenos sociales y del conocimiento histórico, impedirá a este último organizarse en sistema científico» (Rojas, 1909, pp. 26-27). 220 Ib., p. 31.
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cionales y cívicas compartidas. Mientras el patriotismo inorgánico y en buena medida irracional había inducido a la deformación de la historia, al patrioterismo agresivo y al fetichismo militarista; una Historiografía orientada por un ideal nacionalista podría prescindir de cualquier falsificación o deformación interesada, para mostrar en el pasado común, las glorias y desgracias del colectivo, para que la ciudadanía contemporánea pudiera extraer libremente una lección moral y una proyección crítica del destino futuro del país. Creyendo que la aplicación de la Historiografía a la formación de una consciencia nacional había sido sumamente eficaz en Europa, Rojas no veía por qué esta fórmula no podía ser provechosa para una nación en desarrollo como la Argentina; un país en expansión pacífica e interna, sin enemigos exteriores, con un futuro económico promisorio, que había conjurado los males del desierto, pero que se hallaba amenazado por una disolución interna y cosmopolita fruto de su mismo éxito material.221 Pero para ser eficaz y benéfica, esta necesaria y urgente aplicación historiográfica y humanística a los fines superiores de la cohesión nacional y de la recuperación de una tradición perdida, debía ser impulsada y administrada a través del sistema estatal de instrucción pública.222 Esta reforma necesitaría de tres decisiones que determinaran, técnicamente, qué debía enseñarse; didácticamente, cómo debía hacérselo y, políticamente, dónde y para qué había que hacerlo. Apostando, pues, por la vinculación utilitaria entre Historiografía, nacionalismo y pedagogía, Rojas proponía la adopción de un plan integral de historización de las humanidades modernas que involucrara la adaptación de la enseñanza histórica a los requerimientos de los tres niveles de instrucción; a los recursos y condiciones materiales y humanos necesarios para transmitirla exitosamente; a los criterios ideológicos de la época y a las necesidades propias de cada país. 221 «El cosmopolismo en los hombres y las ideas, la disolución de viejos núcleos morales, la indiferencia para con los negocios públicos, el olvido creciente de las tradiciones, la corrupción popular del idioma, el desconocimiento de nuestro propio territorio, la falta de solidaridad nacional, el ansia de la riqueza sin escrúpulos, el culto de las jerarquías más innobles, el desdén por las altas empresas, la falta de pasión en las luchas, la venalidad del sufragio, la superstición por los nombres exóticos, el individualismo demoledor, el desprecio por los ideales ajenos, la constante simulación y la ironía canalla —cuanto definen la época actual— comprueban la necesidad de una reacción poderosa, a favor de la conciencia nacional y de las disciplinas civiles. Este cuadro acaso parezca ensombrecido por una pasión pesimista; pero dentro y fuera de las aulas, desoladores signos comprueban su veracidad» (Ib., pp. 87-88). 222 Ib., p. 93.
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Pero la «restauración histórica» que necesitaba la República Argentina no podría diseñarse y ejecutarse sin que la Historiografía misma no evolucionara, ajustándose a los requerimientos sociales, pedagógicos y políticos del momento. En esto Rojas afirmaba con toda claridad que el rol de las Universidades y de las facultades de Filosofía y Letras sería decisivo en tanto éstas se convirtieran en auténticos lugares de investigación y centros de la «vida científica y moral» argentina. Rojas creía que la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA estaba en condiciones de convertirse en un polo dinámico en la aculturación histórica y filológica de los argentinos, si lograba articular cinco campos de acción: el doctorado, como formación teórica superior; la licenciatura regular especializada; la tarea extensionista «en conferencias públicas de vulgarización científica, educación estética y excitación patriótica»; el profesorado secundario; y la investigación historiográfica «en las fuentes de la tradición nacional» en el marco de una futura «Escuela de Historia». Esta última institución era pensada como el resultado de un desarrollo natural de las enseñanzas y cursos prácticos que ya se dictaban en la Facultad, aun cuando esta Escuela práctica estaría llamada a ser el «órgano de la restauración nacional», el cuartel general de la operación cultural nacionalista recomendada por Rojas, donde «se formarían los futuros historiógrafos iniciados en la documentación de nuestros orígenes, en los procedimientos de crítica y de forma».223 En esta Escuela —que Rojas recomendaba fundar para celebrar el Centenario—, los futuros historiógrafos224 se dedicarían a «aquilatar, ordenar y preparar las fuentes, y agregar a ellas monografías eruditas», a aprender arqueología y lenguas indígenas, a reconstruir el folclore nacional y a publicar documentos históricos. A estas labores podrían sumarse los esfuerzos de la Biblioteca Nacional y otras instituciones privadas como la JHNA y el Museo Mitre —con su colección bibliográfica y documental, reunida «por el patriotismo y la ciencia de un hombre que sabía lo que significaba la Historia en el destino de una nación»—, pero entendiendo que el papel central de allí 223
Ib., pp. 442-443. El literato y crítico Rojas, cercano en esto a las posiciones de Paul Groussac y particularmente sensible para apreciar las virtudes estéticas de la historiografía narrativista, prefería designar así —y no como historiadores— a unos intelectuales formados académicamente que no adquirirían por el estudio unas virtudes relacionadas con las «dotes naturales de imaginación, de emoción, de entusiasmo y de estilo, que las escuelas no prestan». Los «historiadores artistas» serían quienes estarían llamados «a animar con su soplo» el vasto material erudito que produciría dicha Escuela (Ib., pp. 442-443). 224
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en más debería corresponder al Estado, ya que no se podría «seguir esperando que sean los particulares quienes salven y publiquen los documentos de nuestro pasado» cuando esa obra debía ser fruto de una «labor colectiva y de continuidad».225 En esa labor de recolección heurística, Rojas llamaba la atención acerca de la necesidad —ya advertida por los primeros historiadores rioplatenses, aunque permanentemente postergada por los gobiernos— de «recoger en copias prolijas y publicaciones metódicas los archivos argentinos de España y América»226 y de formar un cuerpo de archivistas idóneo tomando como modelo la École de Chartes et Diplomatique. Más allá de su repercusión inmediata, La restauración nacionalista fue, quizás, el compendio más ajustado de las demandas sociales y políticas que las elites reformistas realizaban a la historiografía argentina en la coyuntura del Centenario y que entrañarían, para ésta, una exigencia de transformación en el mediano plazo. En buena medida representativo de los supuestos, aspiraciones e ideales de los intelectuales de principios de siglo, el informe de Rojas nos permite observar, tanto por su contenido como por los intereses políticos e ideológicos que promovieron su realización, la existencia en Argentina de una marcada predisposición para escuchar atentamente un mensaje como el que portaba Rafael Altamira. Mensaje en el que se abordaban cuestiones tales como la institucionalización universitaria de la Historiografía; la pedagogía inferior, media y superior de la historia; la coordinación de repositorios documentales hispano-argentinos; la necesidad de un patriotismo moderado y tolerante; la conformación de un ámbito de investigación estatal; la utilidad de unos museos y bibliotecas como auxiliares de la enseñanza y la extensión universitaria. Problemáticas, todas ellas, que se hallaban en el centro de los intereses de Rojas y de sus promotores de la UNLP, la UBA y del entorno reformista del gobierno de Figueroa Alcorta, que no casualmente comisionarían a su compatriota en 1908 para una investigación de la educación histórica francesa, inglesa y española y recibirían, un año más tarde, al alicantino para que ejerciera temporalmente su cátedra en el Río de la Plata e ilustrara al público especializado acerca de la moderna metodología y pedagogía de la historia. 225
Ib., 1909, p. 444. Para ese momento se sabía algo de lo que podía haber en el Archivo de Indias, pero nada de los que pudiera haber en el de Simancas. Respecto del repositorio de Sevilla, visitado por Rojas, el argentino testimoniaba que poseía más de treinta y dos mil legajos y que sin sus documentos no se podría escribir seriamente la historia colonial. Véase: Ib., p. 428. 226
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El conflictivo tránsito hacia la profesionalización de la Historiografía Ahora bien, paralelamente a la consolidación de esta demanda sociopolítica, la historiografía argentina se hallaba en un momento propicio para que aquellas presiones externas acentuaran la tendencia hacia una profesionalización. Pasado el primer lustro del nuevo siglo, ciertos síntomas de agotamiento del narrativismo se habían hecho indisimulables, pudiendo presagiarse el inminente tránsito hacia otro tipo de Historiografía que, cualquiera fuese su esencia, se alejaría irremisiblemente de los valores románticos que orientaron la indagación del pasado durante la etapa de la organización nacional. Pero, pese a las previsiones optimistas, este tránsito no sería inmediato. En efecto, pese a que en la primera década del nuevo siglo las limitaciones de los grandes monumentos historiográficos del siglo XIX comenzaron a ser percibidas por una minoría, la prolongada vigencia de los historiadores decimonónicos y de sus éxitos editoriales post mórten, los ubicaba aún en un lugar de referencia. Es con el imperio ya menguado de esta historiografía narrativista y romántica con el que se encontraría Rafael Altamira en 1909. Fallecidos, por entonces, los grandes referentes del narrativismo y degradada la calidad de sus nuevas expresiones, comenzaron a fortalecerse aquellos que apostaban por una historiografía científica, profesional y fundamentalmente universitaria, capaz de producir un conocimiento controlado, objetivo y acumulativo acerca del pasado nacional. Un conocimiento que superara el aporte de la tradición decimonónica, demasiado comprometida con la memoria de los protagonistas e incapaz ya de reproducir las condiciones de su propia existencia y perduración.227 Por ello, si no tenemos en cuenta las características singulares de la historiografía narrativista y su prolongada hegemonía en Argentina, no podremos comprender por qué la presencia de Altamira despertó tanto 227 «Tan breve es el período vivido por nuestro pueblo, que se había compenetrado con la vida de sus dos historiadores más venerados, casi coetáneos suyos, autores a la vez de sus hechos y de los libros en que fueron recibidos; ellos eran su historia animada, su archivo y su cátedra, y en la convicción de que eran dos inmortales, no se (preocuparon) de preparar en sus institutos a los que habrían de continuar el magno y sacerdotal ministerio que ellos dejaron vacante. Mitre y López constituyeron un dualismo espontáneo y único, y llegaron a encarnar dos modalidades, dos tendencias, y acaso a diseñar dos corrientes naturales en la formación de la opinión histórica argentina; pero con ser grandiosa y tan comprensiva, jamás pudo ser completa, como que, ni ambos unidos o en cooperación en el mismo pensamiento, habrían podido realizar una labor que es secular y múltiple...» (Discurso pronunciado por Joaquín V. González en el acto de recepción de R. Altamira —La Plata, 12-VII-1909—, en Altamira, 1911, pp. 99-100).
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interés y suscitó tantas esperanzas entre quienes, desde los nuevos lugares que la evolución del campo intelectual había habilitado, aspiraban a renovar los estudios históricos. Al presentar a la historiografía argentina como una disciplina plenamente establecida desde mediados del siglo XIX, las ingeniosas sagas de la historiografía argentina pergeñadas por Rómulo Carbia, Ricardo Levene y Tulio Halperín Donghi, han condicionado de forma inconveniente nuestra percepción de los intercambios intelectuales con otros países y de la importancia que tuvieron para su evolución, ciertos referentes científicos y profesionales externos, como Rafael Altamira. Si la historiografía decimonónica argentina hubiera sido, como pretendieron estas interpretaciones, una realidad sustantiva, nítidamente recortada en el mundo intelectual rioplatense y cultivada por auténticos historiadores, se comprende que iniciativas como la ovetense no pudieran ser apreciadas más que como marginales y anecdóticas. Ya fuera que aquella historiografía hubiera madurado tempranamente, generando una confrontación escolar —entre eruditos y filosofantes— que garantizara la evolución científica de la disciplina, tal como afirmaba Carbia; o que dicha evolución hubiera sido la consecuencia del plácido desarrollo ascendente de una única escuela historiográfica nacida con Mitre, como afirmaba Levene; lo cierto es que desde la perspectiva intitucionalizante de la Nueva Escuela Histórica a que ambos pertenecieron, sólo cabría entender que el éxito coyuntural de Altamira vino a confirmar y bendecir la evolución ineluctable de la historiografía nacional, su ajuste con los avances de la historiografía europea y la legitimidad de los antecedentes y primeros esbozos del proyecto novoescolar que alentaba su progreso. Si, por el contrario y de acuerdo con la interpretación de Halperín, la historiografía argentina hubiera madurado como disciplina al amparo de un proyecto político liberal, nacional y democrático —encarnado en Mitre—; cuya derrota habría acarreado, desde 1880, su prolongado estancamiento y desorientación; se entiende que la oferta historiográfica portada por Altamira sólo pudiera tratarse de la exhibición pintoresca de una serie de abstractos preceptos teóricos, metodológicos o pedagógicos desprovistos de cualquier anclaje en la realidad sociopolítica local, e incapaces de influir decisivamente en la evolución de la disciplina. Incapacidad dada por la misma marginalidad del reformismo peninsular y por la supuesta debilidad del argentino; por la irrelevancia del pensamiento español en el Plata y por la abrumadora desventaja que mostraban sus elaboraciones respecto de los modelos ejemplares aportados por la cultura francesa, británica o alemana.
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Pero si logramos sustraernos del influjo de estos modelos, si reexaminamos los textos y las biografías, si tomamos nota de los avances logrados recientemente en la comprensión de las condiciones de existencia de la historiografía decimonónica y si iniciamos una nueva exploración del mundo intelectual dotándonos de un marco conceptual adecuado, encontraremos que así como hemos estado pensando a la historiografía decimonónica argentina en base a imágenes artificiosas, hemos infravalorado igualmente el impacto concreto que discursos como el de Altamira tuvieron para abrir una brecha en la línea narrativista hasta entonces hegemónica y apuntalar la renovación metodológica, pedagógica, ideológica y generacional de la historiografía rioplatense. Si hemos de descartar la descabellada pretensión de hacer de la misión académica ovetense y del discurso de Altamira la bisagra del proceso historiográfico argentino en su tránsito hacia la profesionalización; deberemos desestimar las interpretaciones que suponen su irrelevancia y anulan su influjo sobre aquellos discursos que, por entonces, comenzaban a impugnar la hegemonía del narrativismo decimonónico. Del mismo modo, si hemos de reaccionar contra la tentación hagiográfica de ver en Altamira un héroe civilizador, un campeón de la ciencia y de la hispanidad, capaz de iluminar la conciencia cultural, histórica e historiográfica argentina y latinoamericana; también deberíamos rechazar enfáticamente aquellas interpretaciones que han olvidado su relevante papel en aquella hora o lo han reducido al de mera comparsa de los futuros historiadores de la Nueva Escuela. En un contexto preparadigmático como el que existía la historiografía rioplatense de la época, en el que los disensos historiográficos se expresaban de acuerdo a una lógica literaria y en el que el narrativismo mostraba una pertinaz capacidad de supervivencia; se entiende que el impacto de discursos metodológicos normativos, defensores de la institucionalización universitaria y de una proyección pedagógica universal del saber histórico —como el desplegado in situ por Rafael Altamira— fueran ampliamente valorados por muchos de sus contemporáneos. Cabe recordar que la presencia de Altamira en las aulas universitarias fue explícitamente demandada por instituciones comprometidas activamente con los valores de la renovación intelectual e historiográfica, como la UNLP y la UBA. Pero si el interés que despertó Altamira entre el sector reformista de la elite no fue efímero, su audiencia más atenta y consecuente se encontró entre aquellos jóvenes que, vinculados de alguna forma a aquellas instituciones y a sus principales referentes, ambicionaban con gestionar, en un futuro cercano, el tránsito cientificista de la historiografía argentina.
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En efecto, fueron aquellos jóvenes, los historiadores de la futura Nueva Escuela Histórica, vinculados al Instituto de Investigaciones Históricas de la UBA, a la JHNA, y a las facultades humanísticas y jurídicas platenses y porteñas, quienes mejor aprovecharon los apuntes metodológicos y propedéuticos del profesor español y quienes supieron apreciar con mayor perspicacia las potencialidades de un modelo de renovación historiográfica que conjugaba valores científicos, pedagógicos y patrióticos. En el momento en que Altamira se hizo presente en el Plata, estos noveles historiadores se empeñaban en buscar fórmulas para profesionalizar la historiografía y normalizarla alrededor de firmes criterios metodológicos. Este grupo, denominado posteriormente Nueva Escuela Histórica, terminaría imponiendo en la historiografía argentina un modelo de ejercicio y formación intelectual que suponía unas formas de difusión y socialización más específicas, constantes y controlables, que los que ofrecía la generación «precursora» y que se filiaban claramente con las ideas de autoridades metodológicas de la talla de Bernheim, Langlois, Seignobos y Rafael Altamira. Pero, antes de que esto ocurriera, estos jóvenes debieron confrontar con Paul François Groussac, por entonces director de la Biblioteca Nacional y último representante del narrativismo historiográfico rioplatense.228 En esta larga y ácida controversia, Rómulo Carbia, Diego Luis Molinari y Roberto Levillier atacaron duramente la obra, el método y la personalidad de Groussac con artículos muy polémicos y repletos de descalificaciones. La acusación de esta nueva generación era que la obra del historiador francés había sido superada y que sus nuevos aportes eran fatalmente anacrónicos al estar sostenidos en evidentes habilidades narrativas, en meros artificios retóricos y en una erudición ampulosa e innecesaria, «con las cuales la técnica moderna de los estudios históricos está reñida por completo».229 La preeminencia del narrador sobre el historiador; el cultivo exquisito de la elegancia literaria en detrimento de la exactitud histórica; el placer vacuo de la ironía y la pasión por el polemismo más estridente; su persistente culto del héroe; la profusión de juicios precipitados en sus obras; su polemismo empedernido; eran la evidencia textual de que el aporte de Groussac estaba completamente desfasado, en una época que la ciencia necesitaba que el historiador se 228
Un avance inicial sobre el rol de Paul Groussac ha sido presentado en Prado,
1999b. 229
Carbia, 1908, pp. 214-218.
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pareciera parecerse más a un paleontólogo que a un novelista o un arquitecto.230 Desplazar a Groussac costó, sin embargo, mucho tiempo y esfuerzo, por lo que en 1916 podemos seguir encontrando crudos ataques a su figura231 impulsados, sin duda, por el dinamismo que aún mostraba el anciano, quien había publicado ese mismo año, la versión definitiva de su Mendoza y Garay. En este libro, el historiador francés no sólo reafirmaba los valores que sostenían su praxis intelectual, sino que pretendía rebatir tanto las críticas como las pretensiones de cientificidad de quienes veía como panda de párvulos insolentes. El problema metodológico fue, sin duda, uno de los epicentros de esta discusión. Para Groussac, la falta de un sustento firme para la pretensión cientificista de la historiografía —más intuitiva que programática— y los peligros subjetivistas de la resolución puramente literaria del discurso histórico, no pasaron desapercibidos. Por ello, el francés asumió plenamente en sus libros una discusión metodológica que no tendría sentido ni proporción, de no existir una situación cultural e historiográfica que hiciera propicia y útil tal tipo de intervención. A fines del siglo XIX, Groussac —en su célebre libro Santiago de Liniers, conde de Buenos Aires— argumentó que la Historiografía no podía ser sino la fusión de Ciencia, Arte literario y Filosofía, en la que se compatibilizara la apoyatura documental y la erudición; con el virtuosismo literario y el ideal estético-cognoscitivo del narrativismo; con el establecimiento de los hechos; con la crítica de las fuentes y con la inducción racional.232 Esta propuesta se dirigía a neutralizar tendencias que entre 1897 y 1916 habían ganado espacio, como el empirismo heurístico —edificado sobre una relación ingenua entre el historiador y sus fuentes—; la crónica «literarizante» —caracterizada por su débil o nula apoyatura heurística—; y los enfoques sintético/filosofantes, revitalizados por un lenguaje sociologista o científico-naturalista. Algunos años después, en el prefacio de 1916 a su Mendoza y Garay, Groussac atacaba las analogías metodológicas que intentaban vincular a las disciplinas histórico sociales con las Ciencias Naturales, haciendo hincapié en la diferente naturaleza de sus respectivos objetos: genéricos y regulares, los «naturales», singulares y accidentales, los «históricos».233 La razón de esta diferencia era atribuida a la distinta posición del 230 231 232 233
Carbia, 1914, pp. 240-241. Molinari, 1916, pp. 257-267. Groussac, 1953, p. XXXI. Groussac, 1916, p. 17.
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ser humano, observador del mundo externo en las ciencias naturales y observador de sus propias historias, costumbres y acciones en la historiografía, la economía o la sociología.234 Sin embargo, esta demarcación implicaba no sólo el rechazo del imperio naturalista sobre la historiografía, sino también el rechazo de la posibilidad misma de que la Historiografía se constituyera en ciencia. Este rechazo se radicalizaba toda vez que Groussac advertía que la ciencia histórica que pretendían construir aquellos jóvenes se orientaba por las recetas perogrullescas de Langlois, Seignobos y Bernheim. Estas posturas harían recrudecer los ataques de Rómulo Carbia que durante mucho tiempo seguiría reprochando a Groussac la abjuración de sus ideales cientificistas.235 Sin embargo, los jóvenes historiadores reaccionaron, sobre todo, ante la severa crítica que Groussac realizara acerca de sus pretensiones cientificistas, detrás de las cuales el francés veía una nueva fetichización de la evidencia; el culto a una serie de principios y reglas relacionadas con la recolección, ordenamiento, y análisis de los documentos, por un lado; y el culto de la «cacografía» en textos densos indigeribles sin la más mínima inquietud estética, por el otro.236 Para Groussac estas reglas eran innecesarias y estériles; primero, porque no aportaban nada nuevo, limitándose a recubrir de fórmulas pretenciosas lo que el oficio del historiador serio —es decir, documentado y crítico— ha instalado como práctica;237 segundo, porque sus prescripciones pretendían en realidad uniformar y encorsetar la necesaria labor interpretativa del historiador, imponiéndole requisitos irreales —el manejo de toda la documentación— o inconvenientes —la síntesis argumentativa—. 234
Gallo, 1981, pp. 21-22. Carbia, 1940, pp. 160-161. 236 Groussac, 1916, pp. 8-10. Estas críticas retoalimentaron la polémica y contribuyeron a que esta se deslizara por los caminos inconvenientes de la descalificación personal. Afectados, como confesaría años más tarde un miembro más bien marginal de la Nueva Escuela, por el desprecio de quien habían considerado un padre intelectual y del que siempre habían esperado bendiciones e incentivo, los jóvenes historiadores, se aplicaron concienzudamente —aunque con discretos resultados— a demoler la figura de Groussac (Ruiz Guiñazú, 1929, pp. 57-58). Roberto Leiviller, por ejemplo, lo acusaría de impostar un tono científico; de seguir un método inadecuado basado en sofismas, antes que en documentos y de un profundo egoísmo intelectual (Levillier, 1916, pp. 293-295). Diego Luis Molinari acusó a Groussac de ser más deudor de la biblioteca —y de las enciclopedias Larousse y Salvat— que del archivo y de construir sus textos siguiendo «una pauta narrativa impuesta por los hechos mismos» y rellenando las inevitables lagunas, con imaginaciones y artificios literarios (Molinari, 1916, pp. 258-259 y 264, nota n.º 1). 237 Groussac, 1916, p. 10. 235
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Frente a las recetas de estos historiadores-metodólogos y sus manuales de cabecera, el historiador francés defendió siempre el arte literario puesto al servicio de la construcción de un relato histórico y la combinación de la facultad creadora subjetiva, con la preparación erudita y crítica de los materiales necesarios para sustentarla.238 Esta concepción —que puede reconocerse en las páginas el Santiago de Liniers— no suscitó, sin embargo, una adhesión intelectual demasiado entusiasta ni definió un modelo susceptible de ser imitado. Quizás, como sugirió Groussac, las exigencias múltiples que la ejecución de tal modelo imponía —no sólo en ilustración o formación intelectual, sino en capacidades estético-literarias— hacía mucho más complicado el abrazarlo productivamente, que el refugiarse alternativamente en el culto del documento, en la pura ficcionalización o en la reflexión metafísica sobre el pasado. Sin embargo, todo parece indicar que las razones del eclipse del historiador francés y con él, el de la historiografía romántica del siglo XIX, deben buscarse —a despecho de la vanidad de Groussac— en una serie de fenómenos culturales que terminaron institucionalizando la historiografía argentina y estableciendo fronteras más precisas entre ella y la literatura. Sin embargo, más allá del desprecio y la tentación del parricidio,239 este prolongado choque tuvo su fundamento en la progresiva transformación del campo intelectual y la institucionalización del oficio historiográfico, esquema en el que ya no había lugar para el rol pontificio que el historiador francés había adquirido cultivando un individualismo intelectual extremo y un criticismo despiadado. El nuevo proyecto historiográfico que comenzaba a abrirse paso mal podía encontrar referentes intelectuales en el país donde la falta de una tradición científica parecía bloquear cualquier posibilidad de renovación sustancial de la disciplina. No en vano, durante este período, el énfasis de estos jóvenes historiadores estuvo puesto en la incorporación del pensamiento de teóricos y metodólogos, capaces de apuntalar su proyecto renovador, y no en la búsqueda de antecedentes legitimadores en la historia de la historiografía argentina. Uno de estos referentes internacionales de la Nueva Escuela, junto a los reconocidos maestros alemanes y franceses, fue Rafael Altamira, quien arribó al Río de la Plata en el preciso momento en que este nuevo 238
Ib., p. 21. Sobre la evolución de las relaciones entre Groussac y los jóvenes historiadores y el controvertido magisterio del primero sobre los segundos, véase: Pompert, 1995, p. 231. 239
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proyecto historiográfico comenzaba a bosquejarse. La figura del catedrático español resultó particularmente atractiva no sólo por el descubrimiento —más o menos apresurado— del prestigio intelectual que la envolvía, sino por la investidura universitaria que exhibió y la vinculación institucional que su «embajada cultural» permanentemente ofreció. En ese sentido, su discurso —desde las condiciones mismas de su enunciación— no hizo sino reproducir y retroalimentar los valores de la profesionalización de los estudios históricos, de una pedagogía específica y general de la historia y de la divulgación de esos conocimientos a todas las capas de la población.240 El interés por la «pedagogía», el «método» y la «difusión de la verdad histórica» que mostraban los historiadores de la futura Nueva Escuela, constituía el eje de un programa que involucraba, por un lado, la institucionalización de la Historiografía y, por otro, una nacionalización del discurso histórico. Nacionalización entendida desde su perspectiva como la atracción del interés del Estado por el sostenimiento de la formación profesional del historiador, de la investigación, de las instituciones que la garantizan y de los medios de difusión y socialización de ese conocimiento. Por ello no fue casual que Groussac se mofara de las conferencias de Altamira de 1909, de los congresos «heurísticos», de los contextos universitarios y profesorales, de los manuales de Berheim, Langlois y Seignobos, de las pretensiones cientificistas de los nuevos historiadores, etc. El historiador francés, criatura de otro tiempo, nunca pudo comprender ni las claves ni las formas de esta nueva sociabilidad institucionalizada del conocimiento historiográfico, que se construían alrededor de instituciones públicas específicas. En el prefacio de Mendoza y Garay, Groussac se presenta al lector obligado a agregar algunas reflexiones sobre el método histórico, las cuales Tal vez no resulten del todo inoportunas, si me atengo a la fraseología pedantesca que veo recrudecer en algunas lucubraciones especiales, recién llegadas a mi noticia: jirones deshilvanados de manuales europeos que, según entiendo vulgariza240 Para quienes ya pensaban en la necesidad de una nueva praxis historiográfica, la visita de Altamira les dio la oportunidad de encontrar un referente intelectual que no sólo trabajaba en una línea metodológica afín, sino que ofrecía la posibilidad de constituir un canal de mediación entre las novedades europeas y las demandas americanas, en el que la comunidad de idioma e idiosincrasia aparecían —después de más de un siglo de hispanofobia— como un vehículo invalorable para una generación cuya formación no siguió la pauta francófila o anglófila de los precursores.
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ría en cierto medio estudiantil el profesor Altamira, convencido apóstol del evangelio metodológico y, como tal, expresamente traído de Oviedo, para iniciarnos en sus misterios.241
El ataque no terminaría allí, sino que el historiador francés cuestionaría el corolario del Viaje Americanista y la operación cultural misma que emprendió Altamira a su regreso: Sin hacer alto en la risueña interpretación que a la sazón se dio en España a la humorada novelera de algunas universidades latinoamericanas, presentándola en un libro de 670 páginas, consagrado a la pedagógica odisea, como un principio de reconquista intelectual, debemos reconocer la buena fe del catedrático viajero, atenuando su responsabilidad en aquellas espumantes ovaciones, lo mismo que en el abominable baturrillo que, como resumen de sus conferencias platenses, salió a obscuras en la prensa local.242
Lo más importante es que, para Groussac, las «fórmulas o recetas para escribir Historia» sustraídas del manual de la Introduction aux études historiques de Langlois y Seignobos —compendio del Lerhbuch de Bernheim, según el historiador francés— del que tanto los jóvenes historiadores y el propio Altamira habrían realizado una interpretación caricaturesca, no serían garantía de buenos resultados: Después de indicar el escaso grano que de tanta paja pedagógica podría entresacarse, holgará mostrar cuán mal, en todo caso, se adaptarían los procedimientos allí recomendados a la historia latinoamericana: materia que los preceptistas —sin exceptuar al señor Altamira— desconocen no sólo en su genuina índole y verdaderas fuentes, sino en sus hechos materiales.243
Haciendo gala de sus recursos habituales —que por otra parte eran compartidos por los polemistas de la época— Groussac atacaría a quienes ofrecían el «método» como recurso para transformar los estudios históricos, a través de la denuncia de errores en el tramado de los hechos, errores de grafía o la calidad del estilo literario de sus textos. Inadmisibles «tropezones» como los que cometió Altamira en su Historia de España y de la civilización española, obra que Groussac descalificada como un cúmulo de párrafos deshilvanados de pésimo estilo: Hé aquí, a guisa de espécimen justificativo, algunas líneas transcritas de la Historia de España y de la civilización española, tomo III, párrafo 627 (van subrayados los tropezones más enormes): «... Mendoza, después de tocar en Río de Ja241 242 243
Groussac, 1916, pp. IX-X. Ib. p. X. Ib. p. X.
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neiro, donde Vespuccio había fundado un fuerte, entró en la bahía del Plata... Pronto tuvieron choques con los indios querandíes, sufriendo en ello tanto que decidieron seguir río arriba. Llegaron así a Sancti Espíritu (sic) que reedificaron, quedando como jefe de la colonia Juan de Ayolas, pues Mendoza regresó a España en 1536. Ayolas, remontando el Paraguay, echó los cimientos de la Asunción, la cual prosperó rápidamente por la buena política de Ayolas con los indios. También fundó otro centro (!) en la Candelaria, cuyo mando dio a Martínez Irala... Ayolas fue muerto por los indios en una expedición al Gran Chaco... etc., etc.» La parte de novedad que en la vulgarización se manifiesta, es una ausencia completa de plan orgánico —una falta de método que remeda una sátira formidable— en 2500 páginas —de metodología. Jamás una vista de conjunto, una perspectiva sugeridora. En vez de capítulos divisorios, ofreciendo otras tantas facetas del asunto, este se halla rebanado en 850 párrafos que allí se apiñan, sin más orden que el de una muy vaga cronología: es así, v. Gr., como las tostadas americanas, de que hemos transcrito unos renglones, se hallan embutidas entre el parágrafo del «peligro turco» y el de la «cuestión religiosa en Alemania». La forma corresponde al fondo. El estilo amorfo y gríseo —cuando no embadurnado con colorines periodísticos—, se embellece a cada paso con realces del tenor siguiente: «Se reflejó el motín en el fracaso de las medidas conciliadoras...»; «el caballo de batalla era la cuestión religiosa...»; «el descontento subió a un grado álgido!!», etc.244
Por otra parte, tampoco era fortuito que los historiadores de la futura Nueva Escuela acusaran a Groussac de una retórica inadecuada, de un abuso de la erudición, la inferencia y la conjetura, de subordinar el ejercicio historiográfico a una pauta estética, de su uso instrumental de los documentos, de omitir su bibliografía de consulta, etc. Éstos eran los valores inversos a los que comenzaban a cultivarse en los círculos académicos y universitarios, de los cuales Groussac era un crítico hostil. La negativa de los jóvenes historiadores a reconocer la legitimidad de la función rectora que el francés quería adjudicarse sobre los estudios históricos argentinos llevó a que la polémica para dirimir cuál debía ser el modelo historiográfico correcto para la evolución de la disciplina, se deslizara, a menudo, en una controversia personal, que no iluminaba en nada el verdadero meollo del desacuerdo. Roberto Levillier, el más radical en sus descalificaciones, llegó a vislumbrar, sin embargo, que las causas del prolongado pontificado de Groussac sobre la historiografía argentina estaban en la inmadurez de un campo cultural en el que no existían auténticos profesionales y «en donde las letras, las ciencias y artes aún no han llegado a abrirse dilatado círculo».245 Esta incipiente toma de consciencia acerca de las características del mundo intelectual rioplatense traía aparejada, al menos en este caso, una 244 245
Ib. pp. X-XI, nota n.º 1. Levillier, 1916, pp. 293-294.
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firme intuición de cuál sería su rumbo en el futuro en la medida en que las personalidades reformistas y las instituciones renovadoras, lograran abrirse paso desplazando las prácticas estériles y anacrónicas de hombres como Groussac: En los últimos años el Dr. Joaquín González, funda la Universidad de La Plata; el gobernador doctor Ernesto Padilla y el doctor Juan B. Terán, la Universidad de Tucumán; el senador Manuel Láinez, presenta y pasa una Ley por la cual reciben las provincias nuevas facilidades para crear escuelas; el ministro Naón crea el Instituto de Enseñanza Secundaria. Organízanse instituciones como la Facultad de Ciencias Económicas, el Ateneo Hispano-Americano, el Ateneo Nacional. La Junta de Numismática e Historia entre en una nueva fase de actividad; el doctor Rodolfo Rivarola funda la revista de Ciencias Políticas y Sociales; el doctor Antonio Dellepiane contribuye a la creación del Centro del Instituto de Conferencias Populares; el Ministro Saavedra Lamas, crea la escuela intermedia y reforma las escuelas normales; Ricardo Rojas, funda la «Biblioteca Argentina» destinada a difundir en el país el conocimiento de la literatura nacional. Con iguales fines funda el doctor José Ingenieros la Biblioteca «Cultura Argentina» y además la Revista de Filosofía. Y cuantos otros nobles esfuerzos; iniciativas del Parlamento, del Gobierno, de las Universidades, de la Prensa y de particulares.246
No es casual que la mayoría de los referentes de aquella renovación mentados por Leiviller, fueran los mismos personajes que arroparon a Altamira en 1909 y se interesaron por extraer lecciones prácticas de sus propuestas metodológicas o pedagógicas y de su apuesta por fortalecer el proceso de institucionalización universitaria de la historiografía argentina.
246
Ib., pp. 295-296.
CAPÍTULO IV APOTEOSIS Y DERROTA DEL AMERICANISMO OVETENSE
El retorno triunfal y las polémicas en torno del Viaje Americanista Altamira era consciente de que el desgraciado enrarecimiento de la situación política española a poco de iniciarse el Viaje —fruto de la guerra de Marruecos, la insurrección de Barcelona y la caída de Maura— acapararía el interés de la prensa, ocultando el brillo de su campaña americanista a la opinión pública. Esta situación imprevista y las absorbentes demandas que imponía el Viaje, afectaron la fluidez de las comunicaciones con Oviedo, Vigo y Alicante, las bases naturales del viajero. Así, no debe extrañar que Altamira tuviera que valerse de rumores y no dispusiera de datos fehacientes para conocer la repercusión real de su periplo en la propia Península, hasta que no puso pie en tierra y fue objeto de un fervoroso recibimiento popular: En Coruña, Santander, Alicante, Madrid, León, Oviedo, sentí vibrar con los mismos entusiasmos que me habían animado durante el viaje, con la misma conciencia, más o menos clara, de la transparencia del empeño acometido, el espíritu del pueblo español; sin que me ofuscara la necesaria concreción personal de las manifestaciones, para desconocer el sentido impersonal, objetivo, de cultura y de patriotismo elevado, que llevaban en su fondo y les comunicaban valor y fuerza; y los miles de cartas y telegramas de adhesión que recibí en aquellos días, de otros lugares no visitados, me dijeron en todas partes de España, aunque se condensaba particularmente en algunas regiones y en algunas clases sociales, no siempre, justo es decirlo, aquellas que más inmediatamente se podía presumir que llevasen la bandera y dirección del movimiento.1
En La Coruña se prepararon auténticos fastos para recibir a Altamira durante su escala en Galicia a bordo del transatlántico alemán Kromprin1
Altamira, 1911, p. 495.
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zessin Cecilie. Los muelles del puerto gallego y las embarcaciones estacionadas fueron engalanados con banderas, flores y guirnaldas. Se preparó una copa de plata con una dedicatoria de la ciudad al viajero para serle entregada en su desembarco o incluso a bordo si éste decidía, por algún contratiempo, no bajar a tierra. Al tiempo que se publicitaba el arribo de Altamira y se instaba al pueblo a concurrir masivamente, varias lanchas de vapor y remolcadores del puerto se pusieron a disposición de las diferentes comisiones de bienvenida designadas por las corporaciones gubernamentales, educativas y sociales de La Coruña, Vigo y Santiago de Compostela, entre las cuales se encontraba una de la Universidade de Santiago, encabezada por los catedráticos Salvador Cabeza de León y Casimiro Torre. Asimismo, fue prevista una batería de salvas a la entrada del buque a puerto, la presencia de la banda del Regimiento Isabel la Católica y una recepción popular y oficial del viajero en el Ayuntamiento de la ciudad por el Alcalde y diputados gallegos.2 Luego de esta escala, Altamira se dirigió a Santander. Allí también se había preparado una magnífica recepción en la que se hicieron presentes el Alcalde de Alicante, Luis Pérez Bueno, el Alcalde de Oviedo y varios concejales, el rector de la UO acompañado de los catedráticos Mur y Buylla y la esposa de Altamira. A la vista del barco, estas personalidades y representantes del Real Club de Regatas de Santander se embarcaron en el remolque Cuco para salir al encuentro del catedrático ovetense y tributarle, en un simulacro gentil de abordaje, los primeros saludos, los cuales fueron contestados —componiendo curiosa escena— «con galletas que desde la borda del [buque] alemán les arrojó el Sr. Altamira». Ya atracado el transporte, subieron a bordo las comisiones de homenaje y se produjeron escenas de profunda emoción, entre las que se destacaron, obviamente, la del encuentro entre los cónyuges y la del abrazo con Fermín Canella. El resto de los presentes, además de representantes obreros de Oviedo y Santander, de comisionados del Círculo Mercantil de la ciudad y el Gobernador Civil interino fueron recibidos en los salones del paquebote. Sin embargo, más allá de las emociones privadas y las salutaciones públicas, el balance sobre el periplo se impuso, casi inmediatamente, como el tema central de conversación entre el delegado ovetense y su rector, expresamente llegado a Cantabria para imponerle la insignia de la Universidad de Oviedo «única que has2 «En La Coruña. Antes de la llegada» (originalmente publicado en La Voz de Galicia, La Coruña, 30-III-1910), en CHRA, 1910, pp. 67-68.
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ta entonces se ha hecho y que será el primero en lucir el ilustre catedrático».3 Al momento de su desembarco, los pasajeros y la tripulación del transatlántico se sumaron a la fiesta, quizás por una auténtica simpatía hacia el personaje o, más probablemente, por espontánea asociación al colorido jolgorio que se había desatado en los muelles y que se prolongó en las calles de la ciudad, y que vale la pena tener presente: Los pasajeros todos que continuaban su viaje hasta El Havre y la oficialidad del barco, desde la borda, agitaban sus pañuelos despidiéndose del señor Altamira, dando vivas al sabio educador español y al propagandista de la cultura española, mientras la charanga de a bordo tocaba la Marcha Real. Desde el vapor el Sr. Altamira agitaba su sombrero despidiéndose... La despedida no pudo ser más entusiástica. [...] Además del Ayuntamiento en corporación y de las comisiones oficiales de Oviedo y Santander, numerosísimo público acudió al muelle a las diez de la mañana a recibir al ilustre catedrático de la Universidad ovetense. Al acercarse al embarcadero la lanchita de la Junta de Obras, que le conducía, el Sr. Altamira, descubierto y de pie, dio un viva a Santander y otro a España, que fueron unánimemente contestados por el público, siendo objeto el insigne catedrático de una gran ovación. Al desembarcar, el Alcalde, Sr. San Martín, le dio la bienvenida en nombre de la ciudad de Santander... Inmediatamente pasaron a la caseta del embarcadero, donde se organizó la comitiva que había de llevarle hasta el palacio municipal [...] Precedida de dos heraldos a caballo y yendo a la cabeza nuestro Ayuntamiento, cuya presidencia ocupaban el Sr. Altamira y los Alcaldes de Alicante, Oviedo y Santander, se puso en marcha la comitiva. El recibimiento que dispensó ayer al cultísimo maestro... fue tan grandioso y espontáneo como merecía el hombre que nos honraba, escogiendo nuestro puerto para regresar a su amada patria después de haberla glorificado en las antiguas posesiones españolas. Las vivas, los aplausos, las manifestaciones de respetuosa admiración que a su paso por nuestra ciudad oyera el eminente catedrático, mezclados con los vivas a Oviedo, Alicante y Santander... no bastaban a premiar la labor inmensa, meritísima que en beneficio de España ha realizado el sabio alicantino en las Américas latinas. Un viva hubo a la Democracia, que el Sr. Altamira contestó rápidamente con otro a los Trabajadores. Por el bulevar de Pereda desfiló la comitiva entre aclamaciones del gentío que se agolpaba a los dos lados de la ancha vía [...] Cubriendo la carrera se había colocado a los niños y niñas de las escuelas municipales, que arrojaban ramos de flores al paso del Sr. Altamira, uno de los cuales cogió éste y se lo puso en el ojal de la solapa. La mayoría de los balcones de las casas del Muelle, lo mismo que las de todo el trayecto, estaban engalanados con colgaduras, y desde ellos elegantes y distinguidas damas saludaban con sus pañuelos y aplaudían al Sr. Altamira. Éste descubierto y dando vivas a Santander y a España, saludaba a todos visiblemente emocionado. Al llegar el Puente, ocupado totalmente por una muchedumbre, se le hizo otra ovación, que no cesó ya un momento, hasta entrar en el Ayuntamiento, donde se repitió con más entusiasmo.4 3 «El Alma de la raza» (originalmente publicado en El Cantábrico, Santander, 1-IV-1910), en CHRA, 1910, p. 71. 4 Ib. p. 72.
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Como podemos ver, entrando en Santander, Rafael Altamira fue el protagonista de un verdadero triunfo y, aunque no parece haber compartido su carro con nadie que le dijera al oído aquello de «recuerda que sólo eres un hombre», disfrutó con bastante sobriedad la apoteosis intensa —aunque, como todas, efímera—, que le reportara este baño de multitudes. Desde los balcones del Ayuntamiento se dirigió al pueblo congregado a las puertas del edificio municipal para volver a recibir ovaciones y vivas de una muchedumbre que, seguramente, nunca hasta entonces había oído hablar de la existencia del profesor ovetense y menos aún se encontraba familiarizada con su obra o pensamiento. La Corporación municipal lo agasajó con una recepción a la que se asociaron representaciones de la Audiencia y el Ayuntamiento de la capital asturiana, de los obreros cántabros y asturianos, del Instituto y de la Escuela Superior de Industrias de Santander, de la Biblioteca Municipal de Oviedo, de las diputaciones provinciales, círculos mercantiles y cámaras de comercio de Santander y de Oviedo, de los consulados hispanoamericanos, de la liga de Contribuyentes, de la Prensa santanderina y ovetense, de la Estación de Biología Marina y del Real Club de Regatas de la ciudad, de los estudiantes de la UO y de la Asociación de Empleados Municipales de Santander. Por la noche, abriendo el capítulo de homenajes gastronómicos en España, Altamira fue invitado al banquete que, en su honor, organizó el Ayuntamiento en el Teatro Principal. En esta ocasión, el Restaurante Suizo de la ciudad sirvió a la selecta concurrencia un exclusivo menú que se cerró con una selección de —nunca más oportunos— cafés y habanos cubanos, para garantizar así, de alguna manera, una consubstanciación adicional con la América hispana. Durante el alegre evento, interrumpido progresivamente por improvisadas alocuciones, brindis, anécdotas, vivas y aplaudidos discursos de los alcaldes de Santander, Alicante y Oviedo, y de Fermín Canella, hasta la discreta esposa de Altamira se hizo merecedora de una improcedente —aunque sin duda galante— ovación sostenida, por el sólo hecho de hacerse visible en el palco de honor. El primero de abril se celebró un nuevo banquete, presentado ahora por los profesores de los institutos de enseñanza media y superior de Santander en los salones del Hotel Continental. A este opíparo almuerzo asistieron los catedráticos universitarios y los delegados de los diferentes establecimientos y de asociaciones estudiantiles. En aquellas jornadas, su secretario, Francisco Alvarado tomó algunas responsabilidades para aliviar las obligaciones de Altamira, asistiendo al Centro Obrero de Santander y pronunciando una conferencia acerca de la labor de Altamira en el América.
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Las escenas de la despedida de Altamira en la estación de ferrocarril de Santander no fueron más discretas que las de su recepción, dos días antes: andenes repletos de gente de todas las clases sociales, muestras de «entusiasmo delirante», continuos vítores, aplausos y ovaciones para Altamira, Canella, el alcalde Pérez Bueno y la UO. Pero si los acontecimientos sociales que rodearon a Altamira en Santander pueden sorprendernos, los del arribo a su ciudad natal, el 3 de abril, no le fueron a la zaga. Días antes se difundió la noticia del arribo, repartiéndose octavillas en las que el Alcalde interino de Alicante hacía un llamamiento a la población para participar de los homenajes del «preclaro hermano».5 Aguardando la llegada del profesor ovetense, el concejal republicano Guardiola Ortiz pronunció dos conferencias populares divulgando la importancia de la obra de Altamira en América.6 Bajado del tren, Altamira se vio envuelto en una inmensa manifestación popular: Rodeado de los concejales, del gobernador, del senador Sr. Palomo y otras distinguidas personas, que formaron una especie de cuadro de defensa en derredor del Sr. Altamira, se puso en marcha la comitiva por las calles de San Fernando, Victoria y Princesa hasta el Ayuntamiento desfilando entre las aclamaciones del gentío que se agolpaba al tránsito y que ocupaba balcones y terrazas en número incalculable. Al llegar al Ayuntamiento, hubo la nota simpática de hallarse ocupado el vestíbulo y los balcones por niños de las escuelas, que vitoreaban al sabio pedagogo. La mayoría de los balcones de las casas de la ciudad, se hallaban adornados con elegantes colgaduras y en los balcones del tránsito, elegantes y distinguidas señoritas saludaban con sus pañuelos al Sr. Altamira. A petición del público que llenaba por completo la plaza de Alfonso XII y calles afluentes, hubo de asomarse el Sr. Altamira al balcón del Ayuntamiento pronunciando un corto y elocuente discurso...»7 5 «Los alicantinos estamos obligados a satisfacer el deseo de la ciudad, demostrando el júbilo que nos produce la visita del preclaro hermano, y, por ello, debemos admirarle a su llegada y en cuantos sitios se presente, adornando nuestras casas durante su permanencia entre nosotros. Y que el entusiasmo de todos los alicantinos haga innecesaria para recibir y agasajar al gran Altamira toda acción oficial. Así lo desea el Ayuntamiento y el que se honra representándole interinamente. Alicante, 1 de abril de 1910. El Alcalde. Ernesto Mendaro» (Llamamiento de la Alcaldía constitucional de Alicante al pueblo de la ciudad, Alicante, 3-IV-1910, reproducido en Asín, Moreno, Muñoz et al., 1987, p. 124). 6 «Regreso de Altamira», recorte de prensa de periódico no identificado, Madrid, 31-III-1910 o del 1-IV-1910 (probablemente El Imparcial o del Heraldo de Madrid), IESJJA/LA. Este y otros artículos de la prensa madrileña son casi idénticos a los publicados en los periódicos gallegos, santanderinos y alicantinos, recogidos en CHRA, 1910. 7 CHRA, 1910, pp. 78-79, noticias extractadas de El Eco del Levante, Alicante, 4-IV-1910.
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Durante la recepción oficial en los salones del Ayuntamiento desfilaron delegaciones de todo Alicante: del Instituto Provincial, de la Escuela de Comercio, de la Colegiata, del Colegio de Abogados, de los Juzgados, de la Comisión de Extensión de la Enseñanza, de la Diputación Provincial, de la Asociación de Prensa, del Colegio de Procuradores, de la Cruz Roja, del Ateneo científico y Literario, de la Juventud Radical, del Tiro Nacional, de las Sociedades Obreras, entre otras. El Ayuntamiento dispuso también dos homenajes oficiales. El primero fue que se bautizara con el nombre del catedrático ovetense una calle de la ciudad, en una de cuyas esquinas se fijó —en un solemne acto público que logró quebrar la entereza de Rafael Altamira— una placa conmemorativa cincelada por Vicente Bañuls Aracil. El segundo consistió en entregarle un pergamino artísticamente decorado por el que se le declaraba «hijo predilecto» de la ciudad.8 Este, como los otros actos, fueron registrados fotográficamente y algunas de estas exposiciones reproducidas por la prensa y otras enviadas a Altamira por el propio Alcalde.9 Otras localidades cercanas también lo nombraron hijo adoptivo e hijo predilecto de sus comunidades. La Asociación Provincial de Magisterio de Primera Enseñanza de Alicante —que reunía maestros del sistema público—, lo designó Presidente honorario en la sesión extraordinaria de aquel día10 y numerosas entidades hicieron lo propio, destacándose entre ellas, el Círculo de la Dependencia Mercantil y el Orfeón de Alicante. En el orden académico, Altamira pronunció una conferencia acerca de «Extensión Universitaria» para el Instituto General y Técnico de Alicante —interesado en implantar este tipo de enseñanza—. Los cuatro días que permaneció en la ciudad mediterránea también fueron jornadas de buen diente, cuyo distintivo no era tanto la calidad de los manjares servidos, sino los repartos paralelos de alimentos y las nada inocentes inversiones en «verbenas, iluminaciones y diferentes regocijos de índole popular» que —inevitable, aunque, quizás, injustamente— no pueden menos que evocarnos antiguas jornadas de pane et circenses. 8 El pergamino se halla depositado en IESJJA y puede verse reproducido en Asín, Moreno, Muñoz et al., 1987, p. 124. 9 Carta de Luis Pérez Bueno a R. Altamira, Alicante, 23-IV-1910, IESJJA/LA. Dichas fotos se encuentran depositadas en IESJJA, fueron publicadas por la revista La Ilustración Artística, S/D, 18-IV-1910 y pueden verse reproducidas en: Asín, Moreno, Muñoz et al., 1987, p. 123. 10 Carta del Presidente y la Secretaria de la Asociación Provincial del Magisterio de Primera Enseñanza de Alicante a R. Altamira, Alicante, 3-IV-1910, IESJJA/LA.
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La noche de su arribo se celebró una cena de ochenta cubiertos, encargada a la cocina del Victoria Hotel, en el salón azul del mismo edificio municipal con un fastuoso menú de cocina internacional que remató con una serie de brindis con Chandón en el que el alcalde Luis Pérez Bueno lo cubrió de halagos y le transmitió nuevas palabras de aliento y admiración de parte del Presidente del Consejo de Ministros de España. El segundo día estuvo signado por la comida que le ofreciera la Diputación Provincial en Elche y el banquete y fiesta nocturnos que organizara el Casino de Alicante. El tercer día el personal docente organizó un almuerzo;11 por la tarde se sirvió una merienda popular a los asilados y se repartió comida entre los pobres a cuenta del Ayuntamiento y de las asociaciones alicantinas que más tarde honrarían a Altamira otorgándole sus presidencias honorarias; y por la noche se organizó un nuevo banquete popular animado por los coros del Orfeón Municipal. El fugaz paso por Madrid fue sobrio y discreto, quedándose sólo el tiempo necesario para disertar sobre los diferentes aspectos del Viaje y del futuro promisorio del hispanoamericanismo, a la vez que contactarse con altos cargos gubernamentales y otros personajes influyentes, interesados en conocer de primera mano los eventos recientemente acaecidos y atentos, quizás, a la oportunidad de obtener un rédito político de este viaje. Altamira ofreció una conferencia en el Ateneo de Madrid; disertó el 12 de abril en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas (RACMP);12 y pronunció una notable conferencia en la Unión Ibero-Americana, dos días después.13 Durante esta breve estancia, Altamira pudo entrever, no obstante, cómo su desempeño en América —o al menos la insólita repercusión de éste en España— había logrado atraer la atención de las más altas esferas de la política: Después de mi segunda conferencia en Madrid (la de la Unión Ibero-Americana), recibí un aviso urgente del señor Ministro de Instrucción pública, para que fuese a verlo. Era el día 15 de abril, y aquella misma tarde, indispensablemente, debía 11
«Un discurso de Altamira», reporte de fuente desconocida del discurso pronunciado por Altamira el 6-IV-1910 en Alicante, IESJJA/LA. 12 «Extracto del Discurso del Excmo. Sr. Don Rafael Altamira y Crevea con motivo de su viaje a América, y de las manifestaciones de los Sres. Presidente y Sánchez de Toca, martes 12 de abril de 1910». Memorias de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, Tomo X, Madrid, 1914 (publicado como separata). 13 Conferencia pronunciada por R. Altamira en la UIA bajo el título «Organización práctica de las relaciones intelectuales entre España y América» (Madrid, 14-IV-1910), en CHRA, 1910, pp. 87-94.
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yo salir para Asturias, donde aún no había estado. Fue breve la entrevista. El ministro, señor Conde de Romanones, me comunicó que S.M. el Rey deseaba oír de mis labios el relato del viaje a América e interrogarme acerca de la cuestión americanista. Muy discretamente se me preguntó si mis ideas políticas opondrían alguna repugnancia o algún obstáculo de delicadeza a la ida a Palacio.14
Por supuesto, Altamira no tuvo ningún inconveniente en concertar tal entrevista, y ello no necesariamente debe inducirnos a suponer cierto oportunismo, por lo menos si tenemos en cuenta la evolución moderada de sus convicciones republicanas y su perfecta convivencia con el esquema político de la Restauración. No obstante, resulta interesante que en Mi viaje a América, el alicantino creyera oportuno explicar su anuencia para tal encuentro —por él no solicitado— de forma tal que no quedaran dudas de su entereza moral y de su prolijo cumplimiento de las obligaciones patrióticas: Contesté lo que era natural: que la Universidad de Oviedo, en representación de la cual fui a los países hispano-americanos, había concebido el viaje con un sentido completamente cultural y patriótico, en el más alto sentido de la palabra, asequible, pues, a todos los españoles, e independiente de la esfera política; que así, de una manera rigurosa, había realizado yo mis gestiones en toda América, y que el delegado de la Universidad ovetense no tenía ni siquiera el derecho de negarse, como tal, a ningún llamamiento, y menos al que significaba de parte del Jefe del Estado un movimiento de espontáneo interés por el problema de las relaciones hispano-americanas, que podría servir de estímulo y acicate para la acción, es este orden, de los Poderes públicos.»15
La breve escala en León, camino a Asturias, también fue capitalizada. El 16 de abril fue ofrecida en el Teatro de León, una función de Gran Gala en honor de Altamira en la que se pudieron ver, a recinto colmado, Corpus Christi, Toros en Aranjuez y El método Gorrizt, tres zarzuelas interpretadas por la compañía de J. Gutiérrez Nieto.16 La llegada a Oviedo, el domingo 17 de abril, luego de una magnífica recepción en la estación del pueblo de Mieres del Camino por el Rector de la Universidad de Oviedo, las autoridades municipales y el pueblo en masa, dio comienzo al tercer capítulo de las jornadas triunfales dedicadas a Altamira. 14
Altamira, 1911, pp. 496-497. Ib., p. 497. En nota al pie de este párrafo, Altamira menciona la aprobación con que esta actitud suya fue juzgada por un periódico ovetense, del cual extracta una cita ilustrativa. 16 Véase reproducción del programa de este evento en: Asín, Moreno, Muñoz et al., 1987, p. 128. 15
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Comisiones de todas las sociedades y corporaciones asturianas, delegaciones de Santander y de pueblos del interior del Principado acudieron junto a multitudes de ovetenses a la Estación Norte de ferrocarril al término de la calle Uría. Desde allí, la comitiva de recepción inició su procesión por las calles de Oviedo hacia el edificio histórico de la Universidad en la actual calle San Francisco, siguiendo al descapotable del industrial asturiano José Cima en el que estaba acomodado Altamira, al coche que transportaba a la familia del catedrático y al rector Fermín Canella, y a un innumerable séquito de carruajes particulares. La pausada marcha musicalizada por las bandas de la capital asturiana y de Langreo, por la Sociedad Coral y la Sociedad Musical Obrera de Avilés, y el Orfeón Ovetense— terminaría en el patio del recinto universitario con una breve arenga de Altamira.17 La fiesta pronto desbordó por toda la ciudad, proliferando reuniones, becerradas estudiantiles, bailes nocturnos medianamente improvisados, actos solemnes y ejecuciones musicales públicas que aportaban un toque distendido y hasta carnavalesco a la jornada, contribuyendo a diluir el peso abrumador de las instancias más formales de estos repetitivos y previsibles homenajes. Como podemos ver, luego de su cosecha americana, el regreso de Altamira a España repitió la pauta de lo que fuera su paso por Perú, México y Cuba.18 En efecto, como bien afirmara el primer historiador de estos hechos, también en los homenajes tributados en Galicia, Santander y Oviedo, la genuina admiración tuvo oportunidad de mezclarse con «la beatería más ramplona y el buen sentido académico estuvo a punto de irse a pique en el torrente desatado de garrulería provinciana».19 En todo caso, este rasgo no sólo se manifestó en el pueblo, sino también en las autoridades. El Ayuntamiento, a través del Alcalde Agustín Díaz-Ordóñez, cambió el nombre a la tradicional calle La Lila imponiéndole el nombre de Rafael Altamira y descubriendo una placa conmemorativa «entre repetidos y delirantes vivas y aplausos» del numeroso público presente. El banquete oficial de rigor, servido por el propietario del Hotel Trannoy, Amando Arias, congregó a representantes de instituciones gu17 «La llegada de Altamira» (originalmente publicado en El Correo de Asturias, Oviedo, 19-IV-1910), CHRA, 1910, p. 98. 18 «El recibimiento que se le dispensó raya lo inenarrable; no empleamos gratuitamente este término. Es, en efecto, imposible relatar con detalle la serie inacabable de recepciones, brindis, discursos, aplausos, banquetes, adhesiones, etc., de los que Altamira fue objeto» (Melón, 1998c). 19 Ib., p. 63.
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bernamentales, civiles y comerciales de Oviedo, Santander y otras ciudades asturianas y en él hablaron al momento del brindis, el alcalde ovetense y el propio Altamira, agradeciendo el concurso de las corporaciones, sociedades, centros docentes y autoridades asturianas: Podéis estar seguros de mi gratitud, de que no se me sube a la cabeza. Soy el Altamira de siempre. 1. Porque descuento todo lo de afecto personal grato para mí, porque a todos nos gusta que nos quieran, aunque no lo merezcamos. 2. Porque sé lo que debo a Asturias. Todo hombre tiene en su espíritu alguna cualidad que espera un momento oportuno para fructificar. Mi momento ha sido Asturias.20
El 19 de abril se organizó en el Teatro Campoamor una primera velada de gala, con un capítulo literario en el que se leyeron poesías de la señora Mesa y del señor Villagómez, y un capítulo dramático en el que se estrenó la comedia de tres actos del escritor santanderino Ramón de Solano y Polanco, Las domadoras. Una vez que se formalizara la invitación de Alfonso XIII y luego de que Altamira cumpliera sus deberes impostergables para con el Claustro de la Universidad de Oviedo, retornó a Madrid para asistir a la entrevista con el Rey, el día 30 de abril.21 Ese día, el monarca haciendo gala de una apertura política e intelectual recibió a otro masón, el senador republicano, naturalista y oceanógrafo aragonés Odón del Buen y del Cos (1863-1945) —que años más tarde compartiría exilio con Altamira en México—, quien hizo un reporte de los sucesos del reciente Congreso Oceanográfico de Mónaco.22 Seguidamente, el soberano español recibió a Altamira en la cámara regia. Como era de esperar, tampoco en este caso el republicanismo manifiesto del catedrático fue óbice para rendir cuentas al Jefe del Estado —hecho que le valdría la ponderación de la prensa moderada—.23 Altamira relataba de la siguiente forma el acontecimiento: 20 «Brindis de Oviedo», Notas de R. Altamira para discurso de cierre de banquete, Oviedo, 18-IV-1910, IESJJA/LA. 21 «Visitando al Rey», La Mañana, 1-V-1910. 22 «Notas de Palacio», El Imparcial, Madrid, 1-V-1910. 23 «Don Alfonso había manifestado hace algunos días al ministro de Instrucción Pública su deseo de conocer la importancia de los resultados del viaje por los mismos labios del eximio catedrático, y éste, considerando un noble deber el de informar al Jefe del Estado en un asunto que, tan poderosamente afecta a la cultura del país, experimentó ayer una vivísima complacencia, compatible con sus ideas republicanas, al ser recibido por su majestad.» («Notas de Palacio», El Imparcial, Madrid, 1-V-1910). Expresiones similares tuvieron los periódicos El Heraldo y La Mañana. De este último puede leerse la siguiente opinión: «En ningún país del mundo extrañaría a nadie el que dos funcionarios del Estado fuesen a cumplimentar al Jefe de Estado, cualquiera que fuesen sus
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A los pocos días de mi entrada a Oviedo, fui llamado para la celebración de la conferencia con el Rey. En ella expliqué el origen, carácter, realización y consecuencias del viaje, y expuse brevemente los medios prácticos que, a mi juicio, pueden servir para continuar, ampliar y sistematizar la obra iniciada. En la entrevista, que duró más de una hora, el Rey demostró claramente, en su atención sostenida y en sus preguntas, un verdadero interés por el asunto y una acertada dirección tocante a él; y para concretar más lo relativo a la última parte de mis explicaciones, me invitó a una segunda conferencia en fecha próxima. Por último me dio el encargo expreso de felicitar en su nombre a la Universidad por la iniciativa y el éxito del viaje, y reiteró su deseo de que la obra comenzada se continuase de la manera más práctica posible y con el necesario auxilio oficial, ya que su comienzo se ha hecho sin el concurso del Estado.24
Cerrando la audiencia, Alfonso XIII, a instancias del gobierno de Canalejas y a petición de las autoridades alicantinas, lo nombró Caballero Gran Cruz de la Orden de Alfonso XII concediéndole la medalla-insigna y los honores correspondientes por Real Decreto del 29 de abril.25 Mientras tanto, en Oviedo proseguía el clima festivo. Además de las jornadas iniciales, se planificó con más tiempo un homenaje definitivo cuyos coordinadores fueron Julio Argüelles y Alberto Jardón, participando también Fermín Canella. Para organizar este evento, se abrió una suscripción popular, recaudándose un total de 1.023 pesetas.26 Los aportes se reunieron en un plazo relativamente breve y, a la vez que se hacían efectivas en la Biblioteca de Derecho de la Universidad, los periódicos locales difundían los nombres de los contribuyentes,27 así como de las convicciones políticas. Esas convicciones no pueden ni deben impedir que se pongan en comunicación directa con el Rey, y mucho más cuando el Rey es constitucional. Van monárquicos a las Repúblicas hispanoamericanas, como ahora a la Argentina, en misión oficial, y esos monárquicos no creen que es en mengua de sus ideas rendir pleitesía a un presidente. ¿Por qué no ha de ser posible el caso a la inversa, que es absolutamente igual? ¿Por qué los que saludarían con mil zalemas al Sultán de Marruecos o al Sha de Persia, Soberanos absolutistas, han de negar el rendimiento debido a la majestad de su país, cuando en su país están establecidas todas las libertades y todos los derechos? En España hay sufragio universal ¿qué otra cosa más avanzada existe en los pueblos con régimen republicano?» («Visitando al Rey», La Mañana, 1-V-1910). 24 Altamira, 1911, p. 498. 25 Lo que Alfonso XIII presentó a Altamira fue el traslado del Decreto Real con la designación, para ser confirmada según trámite legal y constitucional. Tal distinción fue efectivizada meses más tarde, tal como se desprende del diploma firmado por el monarca el 8 de junio del mismo año. Una reproducción de tal documento puede verse en: Asín, Moreno, Muñoz et al., 1987, p. 126. 26 No obstante la suma reunida, los gastos totales del homenaje ascendieron a 1.173 pesetas y quedando el déficit de 150 pesetas pendiente de saldo hasta que se registraran los ingresos publicitarios y de venta de la publicación prevista. 27 Como ejemplo, puede consultarse: «Viaje de Altamira», El Carbayón, Oviedo, 6-IV-1910, N.º 2.424, 2.ª época.
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adhesiones personales e institucionales recibidas para sostener el festival previsto.28 La Comisión organizadora contó con el apoyo de los siguientes personajes e instituciones: Joaquín Costa; Félix Pío de Aramburu; Adolfo Posada; Adolfo Buylla; Rafael María de Labra; Vital Aza; Aniceto Sela y Sampil; Fermín Canella; Enrique de Benito; Secundino de la Torre. También se adhirieron el Centro Mercantil de Oviedo; la Dirección del Instituto de Oviedo; los directivos y el profesorado del Instituto General y Técnico de León; la Asociación de Agricultores de Gijón; el Ayuntamiento de Langreo; la Asociación de Dependientes del Comercio de Oviedo; el Grupo Auxiliar de Extensión Universitaria de Oviedo; el Círculo Obrero de Muros de Pravia; El Centro Obrero de Laviana; el Centro Juventud Trubieca de Trubia; la Universidad Popular de Sama; el Ateneo y Casino Obrero de Oviedo; el Grupo Auxiliar de Extensión Universitaria de Sama de Langreo; el Grupo Auxiliar de Extensión Universitaria de Avilés; el Ayuntamiento de Ribadesella; el Grupo Auxiliar de Extensión Universitaria de Mieres; la Asociación de Maestros de Oviedo y el Centro de Sociedades Obreras de Oviedo. La Extensión Universitaria constituyó su propia comisión organizadora del homenaje, compuesta por el joven profesor auxiliar de literatu28
Los cooperadores fueron, por orden de suscripción: Ignacio Herrero, José Blanco; el Círculo Mercantil de Muros; Jacinto Quirós; Sabino Fernández; Pedro Sánchez; Cipriano Martínez; Acisclo Muñiz; Manuel González; Antonio Muñoz; Eduardo Serrano; Joaquín González; Francisco de las Barras; José Tartiere; la Extensión Universitaria de Oviedo; José Mur; Demetrio Espuruz; Enrique Urios; Benito Buylla; Rogelio Jove; Gerardo Berjano; Enrique de Benito; Víctor Díaz Ordóñez; Antonio Mena; Armando Rua; Aniceto Sela; Alejandro P. Martín; José González Alegre; la Asociación de Dependientes de Comercio de Oviedo; José Muñoz; Juan Arango; Fermín Canella; Leopoldo Escobedo; la Sociedad Popular de Sama; Ricardo Pérez Álvarez; el Casino del Entrego; José Robles; Bernardo Valdés; Indalecio Corujedo; Leandro Castillo; Secundino de la Torre; José Quevedo; Manuel Díaz; José Parres y Sobrino; Rogelio Masip; Víctor García Alonso; Ramón Ochoa; Gregorio Jesús Rodríguez; Valentín Acebedo; Valentín Acebedo Agosti; el Centro Obrero de Laviana; José Cima; Manuel A. Santullano; Ángel Corujo; la Asociación de Maestros de Oviedo; José Buylla y Godino; Jesús Arias de Velasco; Diario El Castropol; donaciones anónimas de la Universidad de Oviedo; Manuel Argüelles Cano; Emilio del Peso; Policarpo Herrero; la Universidad Popular de Mieres; Vital Buylla; Ricardo Rodríguez; Juan Fandiño; Marcelino Fernández; Adolfo Vega; Armando Argüelles; José Ureña; Eterlo Saiz Gaite; el Ateneo Casino Obrero de Gijón; Ramón Hernández; Plácido Álvarez Buylla; José García Braga; Bautista Clavería; José Rodríguez; José Canedo; Fernando García Vela; José Cepeda; José Álvarez González; Manuel Fernández Rodríguez; Isidro García; César Argüelles; S. González; Pedro Diz Tirado; el Ayuntamiento de Sama; el Grupo Auxiliar de Extensión Universitaria de Infiesto; Adolfo Villaverde; José Concheso; José González Llamazares.
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ra, Federico de Onís —ingresado en 1909 a la Facultad de Letras— y los alumnos Carlos Alonso y Teodomiro Menéndez, la cual se encargó de contactar y movilizar a los centros obreros asturianos y a los colaboradores de la Extensión. También se dispuso la adquisición de un álbum de firmas en Madrid para que los trabajadores expresaran su admiración por Altamira y la organización de algunas excursiones y pequeños banquetes en el interior de Asturias.29 Finalmente, se acordó la realización de un solemne homenaje a Rafael Altamira en el Teatro Campoamor de la ciudad de Oviedo el 29 de mayo de 191030 que incluyera una sección destinada a discursos y lecturas de textos alusivos y otra netamente artística. La primera sección se dividió, a su vez, en dos partes. La primera parte, que hacía énfasis en el aspecto intelectual y americanista de la empresa, dio comienzo a las cuatro de la tarde con la ejecución de la Marcha Real Española, seguida de los himnos de Argentina, Uruguay y Chile, intercalados con el discurso de apertura del Rector de la Universidad de Oviedo, la lectura de «Mi voto» de Rafael María de Labra y «Una carta» de Félix Aramburu, y finalmente la conferencia de Altamira titulada «El programa de España en América» y la de Adolfo Posada «El viaje de Altamira. Algunas reflexiones». Luego del intervalo de rigor dio comienzo una segunda parte —dedicada a las demostraciones al alicantino— en la que se ejecutaron los himnos nacionales de Perú, México y Cuba (se excluyó el de los Estados Unidos de América) intercalados con un discurso de Enrique de Benito y Benigno Iglesias Piquero, por la juventud de Trubia. Más crudamente apologéticos fueron, sin duda, los versos del poeta modernista Salvador Rueda,31 originalmente pronunciados por su autor en la velada que le ofreciera el Casino Español en La Habana en el que se explotaba a fondo el ya remanido paralelismo entre el antiguo con29 «Altamira y la Extensión Universitaria». El Noroeste, año XIV, N.º 4.722, Gijón, 13-IV-1910. Dicho álbum se puso a disposición del público en los diferentes sitios. En Oviedo podía firmarse en el Centro obrero, en la Conserjería de la Universidad y en la librería de Cipriano Martínez; en Gijón, en el Ateneo-Casino Obrero, en la Asociación de Dependientes y en Federaciones Obreras; en Avilés, en el Centro Obrero y en la Junta de Extensión Universitaria; en Trubia, en el local de la Juventud Trubieca y en el quiosco de Eladio Artamendi; en Mieres, en la Universidad Popular y en el Centro Obrero; en Sama de Langreo, en el Centro Obrero y en la Junta de Extensión Universitaria; y en el Centro Obrero de Laviana; en el local del Grupo auxiliar de Extensión Universitaria de Infiesto. 30 Programas de Homenaje a R. Altamira en el Teatro Campoamor, Oviedo, V-1910, IESJJA/LA. 31 Poema de Rueda, Salvador, «Las Nueve Espadas», en CHRA, 1910, p. 120.
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quistador guerrero y el actual conquistador de voluntades. Dentro del mismo orden de adulación versificada resultan particularmente entrañables —aunque no menos lamentables— el romance pueblerino compuesto y recitado en bable para esta velada por José Quevedo,32 o los versos intimistas declamados solemnemente por Vital Aza.33 Más allá de lo simpático que esto nos pueda resultar, estaba claro que pocas veces podía encontrarse entre estos versos de ocasión, algo más que un despliegue de ingenio ocasional puesto al servicio del embeleco del personaje de turno. De allí que entre esta galería de ditirambos sólo podamos encontrar una pieza que, conceptualmente, superara el paralelismo entre las glorias de España en la América del siglo XVI y las que Altamira protagonizara aquel año. Así, al menos —sin avanzar en un juicio acerca de su calidad literaria—, el «Epitalamio» de Alberto Jardón Santa Eulalia no se contentaba con elogiar a Altamira, sino que aportaba una interpretación crítica del pasado imperial y una idea del futuro deseable de una España moderna, construidas ambas en base a una serie de imágenes, juicios críticos y prospectivos, típicos de los intelectuales regeneracionistas.34 La segunda parte de este fervoroso y pintoresco homenaje se completó con la lectura de «Un voto de adhesión» enviado por Rafael María de Labra desde Madrid, y concluyó con una nueva ejecución de la Marcha Real Española. La segunda sección, la Gran Gala, comenzó a las nueve y media de la noche, correspondiendo a la sexta función y última del abono de temporada de un Teatro Campoamor «artísticamente adornado con hermosas guirnaldas de flores y los escudos de las Repúblicas Americanas que se han hecho expresamente para el acto del Homenaje al maestro Altamira» incluyó tres partes: en la primera se ejecutó una Sinfonía no especificada, en la segunda se representó la comedia en dos actos Doña Clarines de Serafín y Joaquín Álvarez Quintero, y en la tercera se estrenó el boceto de comedia El marido de la Télez de Jacinto Benavente.35 Como podemos ver, la acogida que brindó la ciudad de Oviedo a Altamira fue el prolongado remate de una serie de expresiones de júbilo y exaltación popular que acompañaron casi todos los pasos del demorado retorno del viajero a su claustro universitario. Sin embargo, como bien 32
Quevedo, José, «Romance», en CHRA, 1910, p. 122. Aza, Vital, «¡Lejos!», en CHRA, 1910, p. 121. 34 Jardón, Alberto, «Epitalamio», CHRA, 1910, pp. 117-118. 35 Programa de la velada artística del Teatro Campoamor correspondiente a la función del domingo 29 de mayo de 1910, Oviedo, V-1910, IESJJA/LA. 33
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pudo establecer el historiador Santiago Melón Fernández, este recibimiento afectuoso, no fue estrictamente unánime. El tradicional periódico El Carbayón de Oviedo comenzó a desplegar en sus páginas progresivos cuestionamientos que en un principio afectaban —irreprochablemente, se nos ocurre— al insensato clima de apoteosis desatado alrededor de Altamira, pero que poco a poco fue deslizándose hacia una crítica de su figura y de lo que ella representaba. El 15 de abril de 1910, El Carbayón dio inicio a una virulenta y larga campaña mediática cuyo objetivo era desprestigiar a Altamira. Dirigido por el más visible de los enemigos ideológicos del Grupo de Oviedo en Asturias, el sacerdote Maximiliano Arboleya, este periódico católico publicaría tres series de textos críticos. La primera serie, aparecería en abril de 1910 y reunía tres artículos —dos de ellos firmados por Arboleya bajo pseudónimo— en los que se cuestionaba el insensato culto de la personalidad desatado en Oviedo y la magnitud de los homenajes tributados al viajero; se bosquejaba una imagen intelectual más modesta de Altamira y se redimensionaba lo hecho en América, negándole la condición de «hecho notable» y reduciéndolo a una serie de conferencias y banquetes que reportarían mayores beneficios —incluso pecuniarios— a su protagonista que al país.36 La segunda serie, compuesta de dos artículos, se publicaría en agosto de 1910 y en diciembre de 1911 y tendría por objeto probar que los reparos puestos en su día por El Carbayón a la versión oficial del triunfo de Altamira, no eran peregrinos.37 Para cumplir su objetivo, Arboleya exhumó del periódico porteño La Nación la controvertida crítica de la labor académica en Argentina y de la integridad de Altamira, que hiciera Carlos Octavio Bunge en mayo de 1910,38 y la que revelara el director del 36 Vir Bonus, 1910a; Vir Bonus, 1910b y «El Carbayón y Altamira», El Carbayón, Oviedo, 21-IV-1910. Los dos primeros artículos causaron reacciones entre estudiantes, algunos de los cuales zarandearon a los redactores de El Carbayón y causaron algunos destrozos, al negarse el periódico a publicar una carta de desagravio a Canella y Altamira por lo dicho por Vir Bonus días atrás. Estos hechos se prolongaron en un breve raid vandálico por las calles de Oviedo, que terminó con el destrozo de cristales y mobiliarios en la redacción del periódico Las Libertades. 37 Vir Bonus, 1910c y «Salpicaduras» de un viaje. Quien sepa leer, que lea», El Carbayón, n.º 11.811, II.ª Época, Oviedo, 21-XII-1911. 38 Bunge, 1910. Lo silenciado por el periódico asturiano era que este artículo había provocado cierta polémica en Argentina y mereciendo la réplica del abogado Amaranto A. Abeledo —futuro profesor de historia, miembro adscripto al Instituto de Historia Medieval de la UBA y bibliotecario de la UNLP— quien lamentaba que un hombre del prestigio de Bunge hubiera incurrido en apreciaciones del todo injustas con Altamira que había arribado al Plata «con elevados móviles», proponiendo «crear vínculos y
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habanero Diario de la Marina, el católico y carlista, Nicolás María Rivero, quien denunciaría, también tardíamente, «las terribles y desastrosas consecuencias» que para los españoles en Cuba, había tenido este viaje «aparatosamente realizado»; asegurando que a partir de esta «aventura «científica»» se habían desencadenado «los odios más terribles» contra España.39 La tercera serie, se inauguró en febrero de 1912 y reunía un extenso número de artículos correlativos, conformados a partir de las cartas que un antiguo colaborador de El Carbayón y del Diario de la Marina, el periodista y escritor, Constantino Cabal, enviara al periódico ovetense para informarlo acerca del desempeño de Altamira en la isla. Los argumentos de Cabal reincidían sobre los de Rivero y Arboleya y recuperaban —deformándolos— elementos centrales de la crítica patriótica e hispanófoba que realizara, entre otros, Fernando Ortiz,40 para demosestablecer relaciones efectivas entre nuestros elementos intelectuales y los de la madre patria» y no con el propósito de «hacer la América» (Abeledo, 1910). Abeledo escribió personalmente al profesor ovetense para ponerlo al tanto de la situación, asegurándole que la opinión de Bunge había merecido la «más unánime reprobación en cuanto de Ud. se ocupa» (Carta de Amaranto A. Abeledo a R. Altamira, Buenos Aires, 14-VI-1910, IESJJA/LA). Bunge había descripto un curioso viraje en su consideración intelectual del alicantino —a quien encargara en 1903 el Prólogo de la primera edición de su libro Nuestra América—. Una explicación de este cambio podría atribuirse, amén de cierta volubilidad, a los celos que despertó en el argentino el que el rector de la UBA encargara a Altamira la organización del futuro Instituto de Preparación Universitaria, cargo que Bunge quería para sí [Carta de Rafael Altamira a Constantino Suárez, Madrid, 7-IX-1916, reproducida parcialmente en Suárez (Españolito), 1919, nota al pie, pp. 53-54]. 39 Nicolás Rivero, «Actualidades» (originalmente publicado en el Diario de la Marina, La Habana, 1910) recogido en: «Altamira en Cuba. «Salpicaduras» de un viaje. Quien sepa leer, que lea», El Carbayón, n.º 11.811, II.ª Época, Oviedo, 21-XII-1911. En «Orígenes», el segundo de los artículos reproducido por El Carbayón, se comentaban crítica e irónicamente las decisiones de la corona de condecorar a Altamira por su desempeño en América, con la orden de Alfonso XII y de haber inventado para él, un «alto destino en la dirección y administración de la enseñanza pública» (Nicolás Rivero, «Orígenes» (originalmente publicado en Diario de la Marina, La Habana, 1911), recogido en «Altamira en Cuba. «Salpicaduras» de un viaje. Quien sepa leer, que lea», El Carbayón, n.º 11.811, II.ª Época, Oviedo, 21-XII-1911. 40 De más está decir que la recuperación que Constantino Cabal y Maximiliano Arboleya hicieron de la crítica patriótica cubana, olvidaba interesadamente que aquellos razonamiento hispanófobos también los aludían, aún más, si cabe, que al propio Altamira. En efecto, si Altamira fue el blanco de la ácida crítica de Fernando Ortiz o González Lanuza, fue porque estos intelectuales lo creían partícipe objetivo de un proyecto neocolonial, que venía a reemplazar a aquel otro, aún peor, que habían sido impuesto a los cubanos por los reaccionarios tradicionalistas de la Península y por los recalcitrantes españoles afincados en Cuba.
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trar la desorientación, el mal tino de Altamira y sus continuos tropiezos en Cuba.41 El americanismo siguió siendo tema de debate y el desempeño de Altamira en América siguió dando espacios para la polémica entre los publicistas progresistas y conservadores españoles. Siguiendo la estela de El Carbayón, otro sacerdote y periodista asturiano, el agustino Graciano Martínez, publicaba una compilación de artículos aparecidos originalmente en la revista España y América entre 1913 y 1914, en los que el paso de Altamira por Cuba era condenado, sorprendentemente, como antipatriótico.42 Por entonces, una evaluación inversa del rol de Altamira había sido presentada por el periodista y polígrafo avilesino residente en Cuba, Constantino Suárez Fernández (a) Españolito, quien presentaba un balance sumamente crítico del americanismo español, en el que sólo ponderaba y rescataba la figura de Altamira.43 Eva Canel, encarnación del tradicionalismo confesional español en Cuba, viajera y conferencista popular de larga trayectoria en América, reaccionó ante aquellas palabras y las opiniones de Suárez, en su libro Lo que vi en Cuba.44 En este libro, Canel pretendería refutar a Suárez, difamando a Altamira, poniendo en cuestión su actuación desinteresada y acusándolo de haberse hecho monárquico de vuelta a España, para medrar en el gobierno liberal.45
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Según Cabal, el problema no se limitaba a la ceguera que habría evidenciado Altamira mientras duró su estancia insular, sino que se agravó luego, cuando ya retornado a España y en pos de justificar su conducta, estuvo dispuesto a falsear la realidad con una inaceptable premeditación en Mi viaje a América —donde suprimiría documentos comprometedores y obviaría las críticas que tuvo en México y Cuba— un libro en el que se amontonan las flores y se omiten las espinas y que, por ende, «nada es y nada vale». (Cabal, 1912). 42 Martínez, G., 1915. 43 Suárez (Españolito), «Y... vuelta a empezar» (originalmente publicado en Diario Español, La Habana, 13-V-1916), en Suárez (Españolito), 1919, 16-17. 44 Canel, Eva, «Los viajantes», en Canel, 1916. 45 La polémica entre Suárez y Canel se extendería en los días siguientes. Véase: Constantino Suárez a. Españolito, «Carta abierta —a mi talentosa y culta amiga doña Eva Canel—», Diario español, La Habana, 2-VIII-1916, en Suárez (Españolito), 1919, pp. 47-48; Canel, Eva, «No era para tanto», Diario de la Marina, La Habana, 2-VIII-1916; y Suárez (Españolito), «No era para menos» (originalmente publicado en Diario español, La Habana, 5-VIII-1916), en Suárez (Españolito), 1919, pp. 51-54. Suárez mantuvo informado a Altamira del asunto, tal como puede verse en sendas cartas enviadas entre 1916 y 1917 (Cartas de Constantino Suárez a R. Altamira, La Habana, 8-VIII-1916 y 15-XI-1917, AHUO/FRA, Caja IV), cuya existencia fue revelada en Vaquero y Mella, 1996, pp. 259-260.
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Pese a las pretensiones de Rivero, Cabal, Martínez y Canel, debe tenerse en cuenta que durante el Viaje Americanista no hubo, por parte de los sectores tradicionalistas de la emigración española, más que alguna expresión marginal de oposición a la persona o misión de Altamira. Evidentemente las tensiones entre los liberales reformistas, republicanos y krausoinstitucionistas, por un lado, y los tradicionalistas monárquicos e integristas católicos, por otro, existían en el ámbito intelectual asturiano y español ya antes de 1909. Sin embargo, ese enfrentamiento dio un salto cualitativo, exactamente el 1 de enero de 1911, cuando Altamira fuera nombrado Director General de Primera Enseñanza, en recompensa por su desempeño en América.46 Fue entonces cuando comenzaron a aparecer en ciertos medios católicos americanos y españoles algunas impugnaciones retrospectivas del Viaje y del viajero que no dejaron de ser marginales, incluso para los sectores católicos y tradicionalistas que alentaban la campaña implacable contra el alicantino y la ILE. La marginalidad de esta crítica se explica por lo irrestricto del festejo del que fuera objeto Altamira a su regreso, incluso entre sus adversarios ideológicos, que temían, con razón, ser reprochados por su inconsistencia. Los únicos que se abandonarían a la impostura serían aquellos asturianos que, habiendo honrado imprudentemente la iniciativa patriótica y asturianista del bueno de Canella, tenían ahora la necesidad perentoria de desmarcarse de la figura de Altamira y revalidar lealtades ante los suyos. Así pues, no debe extrañar que Arboleya, Rivero, Cabal, Graciano Martínez y Canel, debieran sobreactuar su oposición al catedrático ovetense, anatemizado, desde aquella nochevieja, como impío y sectario agente de la descristianización de la sociedad española. Respecto de la utilización interesada de la crítica patriótica antillana por estos reaccionarios españoles, cabe decir que, si bien es irrefutable que el discurso de Altamira tuvo opositores manifiestos entre el núcleo más radical de los nacionalistas liberales cubanos, no debe perderse de vista que esos mismos sectores se limitaron a plantear un debate ideológico conscientes de su posición minoritaria y que jamás cayeron en la tentación de boicotear al alicantino. Durante la estancia de Altamira en Cuba y sobre todo después de concluida, sería Fernando Ortiz quien manifestaría los reparos más profundos a la misión de Altamira en América. Reacio a validar el concepto de raza en el análisis histórico o sociológico y enemigo de su aplicación 46
Sobre la campaña del publicicsmo católico contra la promoción de Altamira y la ILE, véase: Melón, 1998c; García García, 2000, pp. 269-273; Irene Palacio Lis, 1988; García Sánchez, 1989.
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en el ámbito de la política nacional e internacional, Ortiz había atacado la iniciativa americanista ovetense desde su mismo germen: la circular de la UO a los centros docentes hispanoamericanos. Para Ortiz, en este revelador documento, la «comunidad de raza» se anteponía al mismo ideal universalista de fraternidad intelectual, como argumento central del intercambio hispanoamericano. Este «factor racista» habría sido postulado por los españoles contemporáneos como el fundamento natural de las relaciones entre España y sus antiguas colonias, y como la razón suficiente por la cual los americanos deberían comprar preferentemente las mercancías materiales y espirituales de la Península.47 Contextuando esta corriente de pensamiento español en el clima social e intelectual que permitía el «recrudecimiento del racismo gobinista», el florecimiento del pangermanismo y el paneslavismo, y la discusión acerca de la superioridad anglosajona respecto de los pueblos latinos, Ortiz afirmaba que España había desarrollado su propio argumento racista y neoimperial, «pese a los esfuerzos de generosos sociólogos contemporáneos».48 Para Ortiz, demasiado atento, quizás, a contestar la iniciativa ovetense, consideraba que el «neoracismo español» oculto tras el americanismo pregonado, era «la traducción al español del movimiento que iniciara Fichte en Alemania». El diagnóstico de Ortiz no era inocente toda vez que la traducción de los Discursos a la Nación Alemana, había sido efectuada, recordemos, por Altamira. Así pues, el alicantino era colocado en el epicentro de este controvertido movimiento político, cultural e intelectual que era necesario contestar.49 Este movimiento había surgido, afirmaba Ortiz, como una derivación particularmente activa de la «literatura del desengaño» surgida en 1898, la cual intentaba «imprimir en el alma hispana nuevos idealismos», predicando «como credo de la nueva cruzada la vuelta a América». La influencia intelectual de esta corriente y la coyuntura de la derrota habría 47 Ortiz, F., 1911, p. 6. El libro de Ortiz, publicado casi a la par que Mi viaje a América, era fruto de la compilación de una serie de artículos extremadamente críticos aparecidos en 1910 en el periódico cubano El Tiempo y en la Revista Bimestre. 48 Ib., p. 7. 49 «Los desprecios y rencores seculares se trocaron en un furor amoroso llevado hasta el ridículo y la fuerza coherente de la raza y del idioma, que jamás sirvió de freno al desgobierno español, se sacó a relucir como señera patriótica, como nuncio de victorias futuras, como imposición histórica ante la cual América latina debía forzosamente abrazarse a España y aborrecer el resto de América, la que no habla español, la que fue siempre a la vanguardia de las libertades republicanas y democráticas en ambos continentes» (Ib., p. 7).
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impulsado una transformación en la mirada peninsular hacia el Nuevo Mundo y el planteo de una demanda de confraternidad hacia las nuevas naciones.50 Este regeneracionismo contaría con hombres de «mentalidad avisada», los que «sin resistir la corriente en lo que tiene de neo imperialista» se habrían dejado llevar por ella «impulsándola a veces y canalizándola por vías de menor insensatez», sin dejar de insistir en España acerca de «la necesidad de progresar, de europeizarse, de modernizarse, hasta de recibir de la propia América hálitos de vigor y democracia».51 La obra de Altamira vendría a representar acabadamente el ciclo de este movimiento ideológico: la denuncia de las lacras de España; la advertencia sobre los peligros de la disolución y la urgente prescripción de un tratamiento modernizador y americanista. Ortiz utilizó, con mucha perspicacia, el concepto panhispanismo para descalificar la ideología subyacente en el movimiento americanista español, la cual estaría alejada del panamericanismo impulsado desde los Estados Unidos de América y emparentada con el pangermanismo.52 Según Ortiz, el panhispanismo buscaría «la defensa y expansión de todos los intereses morales y materiales de España en los otros pueblos de lengua española», involucrando la «influencia intelectual y moral», la «conservación del idioma», el «proteccionismo aduanero», la concesión de «privilegios económicos» y la «legislación obrera para sus emigrantes». De allí que Ortiz concluyera que «aunque el panhispanismo sea por ahora intelectual y económico, no deja de ser un imperialismo» y que esta «rehispanización tranquila» escondía una voluntad peligrosa, ya que «su falta de carácter militar sólo depende de la falta de medios militares».53 50
Ib., p. 100. Ib., p. 101. 52 «El «panhispanismo», en este sentido, significa la unión de todos los países de habla cervantina no solo para lograr una íntima compenetración intelectual sino para, también conseguir una fuerte alianza económica, una especie de «zollverein», con toda la trascendencia política que ese estado de cosas produciría para los países unidos y en especial para España, que realizaría así «su misión tutelar sobre los pueblos americanos de ella nacidos». Estas palabras últimas no son nuestras, sino de los catedráticos de Oviedo, informantes a un Congreso Hispano Americano de 1900...» (Ortiz, F. 1911, pp. 7-8). 53 Ib., p. 9. Las convicciones de Ortiz han hallado refrendo en las opiniones de historiadores y filósofos contemporáneos. Christopher Schmidt-Nowara, por ejemplo, ha afirmado que las inquietudes españolas de liderazgo cultural en América después de la derrota, vendrían a mostrar que «a partir de 1898, este colonialismo cultural era la única alternativa de España en América y atrajo a intelectuales destacados de la izquierda y la derecha como Rafael Altamira, Ramiro de Maeztu, Ernesto Jiménez Caballero y José Ortega y Gasset» (Schmidt-Nowara, 1998, p. 84). 51
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Así pues, no cabría engañarse respecto de la naturaleza de las iniciativas americanistas españolas y de su discurso panhispanista: «esa cruzada española por la raza y el idioma es una reconquista espiritual de América encubriendo una campaña de expansión mercantil, es una paradoja impotente aunque engañosa, es un mimetismo imperialista, es una utopía internacional, es un egoísmo idealizado, es la triste figura de Sancho con celada y con lanzón».54 La crítica de Ortiz, que compartía con los intelectuales de la Generación del 37 argentina un lenguaje radicalmente hispanófobo y un programa de deshispanización, había quedado anticuada ideológicamente de acuerdo con los parámetros evolutivos del pensamiento americano, aunque todavía era pertinente para la realidad cubana de 1910. Pese a ello, los recelos y diatribas de Ortiz pronto quedarían desfasados en el propio contexto insular y en el pensamiento del propio autor, toda vez que la presión de los EE.UU. sobre los intereses cubanos, centraría al discurso patriótico en la contestación del imperialismo norteamericano «realmente existente», antes que en la crítica de una dominación española, implacable, aunque ya superada. Con todo, lo interesante del discurso crítico de Ortiz estaba, más que en su representatividad, en que ponía en evidencia los límites del consenso ideológico que podía suscitar el panhispanismo en su proyección transatlántica, por lo menos desde la perspectiva de algunos de sus interlocutores americanos. Pese a que Altamira mantuvo distancia de sus pocos enemigos ideológicos en España y en América; y pese a que no contestó a estas provocaciones con textos polémicos, no dejó de ofrecer su perspectiva acerca de la empresa americanista ovetense y de defender su conducta. En el homenaje brindado en el Teatro Campoamor, el alicantino dedicó un extenso párrafo de su discurso para recordar su lealtad a la UO y a defenderse de los ataques que había lanzado una parte minoritaria de la opinión pública, acusándolo de una ambición y de una vanidad personal desmedidas: Si el acto de hoy no fuese más, ni tuviese otra significación que la de un homenaje personal, yo no lo hubiera aceptado, ni menos estaría aquí en estos momentos. Afortunadamente [...] este acto ha sido desde el primer instante, en la intención de los iniciadores y organizadores de él, y será esta tarde, de hecho, otra cosa: será la reafirmación, por parte del pueblo asturiano, de su fe en la obra americanista de la Universidad de Oviedo, y de su decidida resolución de cooperar a ella en todo lo que puede hacer y le cumple hacer. Los que no lo entendieron así y 54
Ib., p. 105.
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pretenden reducir este acto, empequeñeciéndolo, a una pura explosión de lisonjas, aceptadas por una vanidad personal, cúlpense a sí mismos y no a falta de terminantes declaraciones en contrario. Después de todo, cada cual ve la vida según lo que lleva en su propio espíritu: si este es vulgar, lo verá todo, aún lo más alto, vulgarmente; si es mezquino, raquítico, envidioso, verá las cosas más ideales, mezquinamente y pegadas a un nombre, y no atenderá sino a la sombra que ellas puedan echar (en la imaginación de los que en todo ven sombras) sobre el resto de la cosas y de los hombres. Siendo, pues, esta fiesta un acto americanista más que un homenaje personal [...] no puede estimarse su retraso como un error, sino como un acierto. Realizado en los días inmediatos a mi llegada, se hubiera quizá confundido con las manifestaciones de diversa índole que se celebraron entonces, y hubiese sido un chispazo más del hervor de primera hora. Realizado dos meses después, significa que el interés persiste, que no fue aquello puro fuego de artificio, y nos permite rectificar un error frecuente entre nosotros: el de creer que las cosas se hacen en un momento por un acto heroico, terminado el cual, todo queda terminado, en vez de pensar que las obras importantes en la vida, no acaban nunca y piden un esfuerzo constante, tenaz y ardoroso. La campaña americanista de Oviedo y, representativamente de España, no ha terminado por haber regresado yo a la patria; más bien, puede decirse y afirmarse que ahora empieza. Es necesario afirmar y continuar una vez más esta campaña con el mismo espíritu nacional, patriótico, impolítico, si cabe aplicar esta palabra, con que se comenzó. Por de pronto, así es y así lo he hecho.55
Con todo, la respuesta más enérgica de Altamira fue la publicación de Mi viaje a América, el voluminoso libro en que se reseñaban pormenorizadamente los logros de su campaña. Pese a su apariencia, éste no era un libro inocente, ni tampoco una lacónica bitácora, sino un contundente artefacto diseñado y construido por Altamira para imponer a la opinión pública española, de forma rápida e incontestable, la idea de su triunfo americano. Mi viaje a América nació como un texto que se proponía fijar una interpretación definitiva del extraordinario evento no a través de una relación, una crónica o un diario de viaje, sino de una amplia selección de documentos de difícil lectura incluso para un público directamente interesado en cuestiones históricas o políticas. Altamira justificó esta decisión afirmando que era su obligación «indeclinable» presentar al público los elementos que le permitieran juzgar y «formarse una idea completa de lo hecho por el delegado de la Universidad ovetense en cumplimiento de la misión recibida».56 Por supuesto, Altamira no era ingenuo: no era eco popular aquello que deseaba obtener a través de la circulación de este volumen, sino un 55
Discurso pronunciado por Rafael Altamira en el Homenaje celebrado en el Teatro Campoamor, Oviedo, 29 de mayo de 1910, en CHRA, 1910, p. 112. 56 Altamira, 1911, p. VII.
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eco en las elites intelectuales de las que formaba parte y entre las cuales su prestigio y su influencia podían crecer, si la empresa recientemente concluida era convenientemente publicitada. Por ello, Mi viaje a América se propuso como un intento objetivo e imparcial de compensar lo que su autor juzgaba, a menos de un año de su retorno, como una falta de repercusión en los medios más idóneos para evaluar esta experiencia.57 Luego de tanto esfuerzo, Altamira no estaba dispuesto a dejar cabos sueltos que pudieran aprovechar sus detractores. Así se explica que, temeroso de que su inteligente y vasta tarea de selección documental no resultara suficientemente explícita, el catedrático ovetense no se conformara con orientar una conclusión a partir de un texto en el cual la evidencia —ordenada e interpretada a través de sugerentes acápites descriptivos— lograba enmascarar el propio discurso del interesado; sino que ofreciera una explicación global de su éxito en la que legitimaba abiertamente sus propósitos y acciones en América. En dicha explicación, la razón sustancial del triunfo de la empresa americanista, más allá de cualquier contexto o razón estructural, más allá de cualquier factor propiamente americano, estaría dada en la seriedad y generosidad misma del mensaje ovetense.58 Seiscientas sesenta y ocho páginas adelante, tras defender la empresa americanista de la UO y demostrar a los lectores lo adecuado de su desempeño, Altamira se permitiría cerrar su libro con dos páginas para sus enemigos que, por entonces, sólo habían comenzado su campaña: Tal vez alguien piense —motivos tenemos para suponerlo— que en este libro debería haber páginas dedicadas a discutir críticas y a disipar recelos injustificados o maliciosos. Lo que de ello era indispensable decir, dicho queda, muy sobriamente, en algunos de los documentos publicados. Respecto de los demás, nuestro criterio es el silencio. Nos mueve a proceder así, de una parte, la consideración de que no hay obra humana (por muy ideal que su orientación sea) que no halle en su camino críticos, regateadores de su intención o alcance y sembradores de suspicacias respecto de ella. Muy vanidoso y confiado ha de ser quien no descuente tales tropiezos en la vida. De otra parte, abrigamos la creencia de que la suprema libertad del espíritu consiste en gobernarse uno a sí propio, en vez de dejarse gobernar por 57
«La prensa diaria, nacional y extranjera, ha dado, cierto es, publicidad a la mayoría de los hechos de la campaña americanista, y ha subrayado la significación que tienen las manifestaciones realizadas en América y en España. Pero la labor de las revistas no puede ser como la de los periódicos noticieros. Más reposada, más detenida, más sistemática, permite ahondar en las cosas; pero requiere, como base, mayor número de datos, que indudablemente, no ha encontrado aún. En este libro los hallará, con toda la extensión y todo el detalle que me ha sido posible, dentro del límite que voluntariamente me he trazado» (Ib., p. VIII). 58 Altamira, 1911, p. XIII.
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opiniones ajenas, entre las cuales, las que más efecto suele producirnos, son las de acerba censura, el qué dirán o el qué dicen malicioso, que nos creemos obligados a contestar, o con una ilógica rectificación de conducta, o con una exageración de la censurada, a título de guapeza. En vez de esto, lo sensato es vivir conforme a los juicios y a las opiniones propias, serenamente, tenazmente; y para llegar a tal serenidad, necesitamos sustraernos a la peligrosa preocupación y discusión del juicio ajeno, cuando no se ve en él una clara intención de cooperar a la obra emprendida, sino la de ponerle trabas y dificultades en su desarrollo.59
Pese a lo que pudiéramos pensar, dado lo virulento de los ataques del publicismo confesional asturiano y del nacionalismo cubano y dado lo contundente de la defensa esgrimida por Altamira, estas polémicas impugnaciones del Viaje Americanistas no pasaron de ser manifestaciones puntuales de sectores ideológicos más radicales —y menos influyentes— del contexto ideológico-político hispano-cubano (e incluso cubano-asturiano) de la época y, por lo tanto marginales, si las observamos desde una perspectiva más amplia. En efecto, más allá de ocasionar algún disgusto y herir algunas susceptibilidades, estas críticas —evidentemente facciosas y extremas— no lograron afectar la idea que la opinión pública iberoamericana se había hecho del Viaje Americanista, ni tampoco el prestigio ganado por Altamira y la UO en América y en la propia España. En el mismo sentido, tampoco serían los activos polemistas del incipiente catolicismo social, ni menos aún los hispanófobos cubanos quienes impedirían que el éxito de Altamira fuera capitalizado por la UO o que, en el futuro mediato, los Gobiernos españoles no explotaran los avances que en materia de relaciones con las antiguas colonias, había realizado Altamira. Aun cuando cueste creerlo, no serían los enemigos ideológicos de Altamira, ni los del Grupo de Oviedo, ni tampoco los del reformismo liberal, quienes terminarían por frustrar el proyecto americanista ovetense. Veamos.
La frustración del programa americanista de la Universidad de Oviedo El avance del liberalismo reformista en España luego de la caída de Maura, la clamorosa recepción de Rafael Altamira en América Latina y su retorno triunfal a España —apenas opacado por algunas voces disonantes—, presagiaban un futuro promisorio para la política americanista, 59
Ib., pp. 668-669.
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en general y para los proyectos ovetenses y la carrera de su hacedor, en particular. Dada la magnitud del fenómeno y los primeros gestos del alicantino hacia el poder, ciertos interrogantes flotaban en Oviedo ¿Se disponía Altamira a sacar rédito político de los extraordinarios acontecimientos que lo habían tenido como protagonista? ¿Podrían interpretarse sus primeros movimientos en diversos círculos sociales y políticos como indicio de su ambición personal? Creemos que Altamira era muy consciente de sus limitaciones y de que la influencia recientemente ganada tenía como ámbito privilegiado de realización el área intelectual y cultural aun cuando, por entonces, no hubiera sido posible descartar que esa notoriedad terminara capitalizándose políticamente. Sin embargo, pese a los coqueteos de Altamira con la política de la Restauración, no puede decirse con justicia que sus ambiciones excedieran el campo que le era propio y que sus avances en la jerarquía del Estado no estuvieran relacionados directamente con su carácter de educador, historiador o jurista. Nada más alejado de la verdad o de la justicia que pensar en un Altamira presto a hacerse con una cuota significativa de poder en la esfera de la política nacional o internacional española en 1910. De allí que no debiera adjudicarse al oportunismo o a una ambición personal el que aprovechara los encuentros protocolares con el Rey y los ministros para presentar sus propias ideas acerca de la política exterior española en Latinoamérica. Las propuestas expuestas por Altamira en aquellas circunstancias no eran, por cierto, meros artificios retóricos para brillar ante la opinión pública y ganar ascendiente sobre el poder, sino el producto madurado de antiguas reflexiones y de sinceras convicciones político-ideológicas —compartidas por el Grupo de Oviedo y otros intelectuales reformistas—, que intentaban favorecer una política cultural panhispanista de largo aliento que sirviera a la modernización intelectual española. En ese sentido, los intereses de Altamira en terreno político estaban vinculados con la promoción de una doctrina exterior americanista y deberían juzgarse en función de su capacidad de auxiliar y sostener los ambiciosos proyectos de cooperación y coordinación intelectuales hispanoamericanos en los que verdaderamente estaba interesado y en los cuales sí pretendía influir personalmente. Esta última pretensión no era descabellada. La figura de Altamira ya había crecido lo suficiente como para trascender de la estricta subordinación al Claustro ovetense, por lo que no era dable esperar que sus inquietudes y proyectos se limitaran, en el futuro, a aquellos que había compartido con la UO o que se habían elaborado, de común acuerdo, a partir de su retorno.
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Era evidente que Altamira aspiraba a darle a la política americanista una proyección estatal de primer orden, cuyos beneficios no estuvieran restringidos, en lo intelectual, al ámbito asturiano o puramente universitario. A pesar de su lealtad inconmovible para con su Universidad y de haber asumido gustosamente el papel de gestor de sus intereses, era un hecho que Altamira tenía sus propias ideas y que pensaba impulsarlas independientemente, si eso llegaba a ser necesario. Pero ese momento de disyunción aún no había llegado en abril de 1910. Así, pues, saludablemente escépticos y conocedores del paño político español, Fermín Canella y Rafael Altamira no perdieron demasiado tiempo y, a la vez que disfrutaban del éxito de su empresa, realizaron un imprescindible balance de la experiencia. Luego de rendir cuentas y recibir la aprobación unánime del Claustro,60 tras retornar de la prometedora entrevista con Alfonso XIII, y aun antes de que se acallaran las aclamaciones públicas, Altamira se abocaría junto al rector Canella, a estudiar las mejores formas de explotar aquel clima favorable en beneficio de la UO. Ambos coincidieron acerca de la oportunidad de presentar un programa americanista integral ante el monarca en la próxima entrevista que ya había sido pactada, aprovechando su interés y el del Gobierno de Canalejas por los resultados obtenidos en las repúblicas hispanas. Sin embargo, ni estos reflejos ni el celo de ambos hombres fueron suficientes. Tres días antes de aquella reunión, a través de la Real Orden del 16 de abril de 1910, el Ministro de Instrucción pública, Álvaro de Figueroa, Conde de Romanones, transfería a la JAE las competencias necesarias para fomentar las relaciones científicas con los países americanos, incluyendo el intercambio de docentes y alumnos; el envío de pensionados y de delegados para obras de «propaganda e información y 60 «Una vez de regreso a Oviedo, el señor Rector convocó a reunión de Claustro, que se celebró el 21 de abril con asistencia de todos los señores catedráticos presentes en la ciudad y la mayoría de los señores profesores auxiliares. Ante ellos di cuenta resumida del desempeño de mi misión sobre la base de los informes ya remitidos, añadiendo algunos pormenores sobre el aspecto económico de aquél en relación con el apoyo de Gobiernos, Universidades y colonias españolas, y con mi línea de conducta en este respecto, teniendo la satisfacción de ver aprobados por unanimidad y en absoluto todos mis actos, que le Claustro estimó correspondientes al espíritu de la misión que se me había confiado» (Altamira, 1911, p. 599). El documento que permite reconstruir este cónclave podía consultarse en: IEJGA/FRA, II.FA.202 —R.1068—, Esquema guía de alocución de Rafael Altamira ante el Claustro ovetense bajo el título «Universidad» (sin fecha ni firmas). Probablemente este documento haya sido incorporado al AFREM/FA y recatalogado por esta institución.
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el establecimiento de relaciones entre la juventud y el Profesorado de aquellos países con los del nuestro».61 Ciertamente, Altamira no era un hombre desprevenido y era consciente de la apuesta del Gobierno de Canalejas por fortalecer a la JAE luego de que ésta languideciera bajo los gabinetes conservadores y el implacable boicot al que la sometió el caudillo conservador asturiano, Faustino Rodríguez de San Pedro —que, además de Ministro de Maura en el momento del inicio del Viaje Americanista, era el presidente de la influyente UIA—.62 Bien informado, Altamira sabía que, aprovechando la nueva coyuntura política, esta institución se disponía a hacerse cargo de responsabilidades en el área científico-pedagógica, afianzando los estudios históricos, promoviendo una línea regular de intercambios universitarios con Europa y América y garantizando las condiciones materiales y académicas para atraer hacia España a los intelectuales extranjeros, tal como lo expondría en su conferencia en la UIA.63 Así, pues, la JAE obtuvo de los primeros ministros de educación de Canalejas —A. Barroso y el Conde de Romanones— la autorización y el apoyo para fundar un Centro de Estudios Históricos anexo. Dicho centro fue establecido por el Real Decreto del 18 de marzo de 1910 con el propósito de fomentar la investigación historiográfica en España; agrupar a los científicos españoles en centros de trabajo para promover la cooperación y asegurar la socialización del conocimiento; apoyar la continuidad de las actividades científicas e investigadoras de los graduados universitarios hasta que consiguieran colocación definitiva; preparar y asesorar a los pensionados que salieran a cursar estudios al extranjero y recibirles a su regreso para que «continuasen su labor científica y compartiesen los conocimientos adquiridos».64 61
Esta Real Orden fue reproducida íntegramente en Altamira, 1911, pp. 619-621. La JAE había sido fundada a través del R.D. del 11-I-1907, firmado por el Ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes, Amalio Gimeno, con el objeto de implementar becas y pensiones para estudiantes españoles que desearan estudiar en el extranjero; incrementar los intercambios culturales con Europa, EE.UU. e Hispanoamérica; establecer una red de centros de investigación que absorbieran a los pensionados que retornaban a España; el envío de representantes españoles a congresos internacionales, de gestionar las labores de propaganda internacional y de las relaciones internacionales en asuntos pedagógicos. Véase: Formentín y Villegas, 1992 y 1988, p. 176. 63 Conferencia pronunciada por R. Altamira en la UIA bajo el título «Organización práctica de las relaciones intelectuales entre España y América» (Madrid, 14-IV-1910), en Altamira, 1911, pp. 525-526 (exceptuando nota a pie, de inserción posterior), pp. 534-535. 64 Altamira, 1911, pp. 613-619. 62
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Un hombre de la ILE como Altamira, no podía oponerse a que un organismo esencialmente reformista y orientado por notorios krausoinstitucionistas, como la JAE, se convirtiera en el referente oficial de una política de modernización intelectual, científica y universitaria que, por fin, parecía abrazar el Estado español. En este sentido, el alicantino —que había recibido el apoyo de la recién fundada JAE para asistir al Congreso Internacional de Ciencias Históricas de Berlín de 1908 junto a Eduardo Hinojosa— consideraba que esta institución debía tener un papel muy importante en las tareas de apoyo material y financiación del intercambio universitario.65 Sin embargo, como era bien sabido, Altamira defendía enconadamente la tesis de que ese intercambio debía ser gestionado autónomamente por las universidades españolas y latinoamericanas prescindiendo de la injerencia ideológica y burocrática de los ministerios u otros organismos estatales. Sin embargo, este diseño no era compartido por el Gobierno de Canalejas, que no parecía dispuesto a delegar en las universidades españolas —aún mayoritariamente conservadoras, recordemos— la gestión de la nueva política de apertura y proyección de la ciencia española. De allí que la Real Orden del 16 de abril centralizara la gestión de las relaciones científicas con Latinoamérica en la misma institución que tenía a cargo prohijar tales relaciones con Europa y los Estados Unidos. El Gobierno de Canalejas, compuesto por hombres bien predispuestos hacia los intelectuales krauso-institucionistas y regeneracionistas, y sensibles, por lo tanto, a los reclamos y consejos de Giner de los Ríos o Gumersindo de Azcárate, convertirían a la JAE en la pieza clave de su política de fomento de la ciencia, la investigación y la modernización intelectual de España. Así, el conjunto de Real Orden y Real Decreto firmados por el Conde de Romanones, en su rápido paso por el Ministerio de Instrucción Pública, hicieron de la JAE un complejo institucional encargado de la promoción estatal de la investigación científica, de la for65
Este apoyo material podía tomar la forma, preferible para Altamira, de un incremento de las partidas para las universidades y de una aplicación específica de fondos para hacer posible el intercambio; o la forma, también positiva de aplicar el financiamiento de partes de estas necesidades a través de organismos ya existentes, como la JAE. Así, Altamira preveía que, a través de la Junta podía desarrollarse una política regular de subvenciones para el envío de pensionistas a América Latina —y no sólo a Europa o a los EE.UU.— costeando su traslado y estudios de acuerdo con los cometidos atribuidos a esta institución. Véase: Conferencia pronunciada por R. Altamira en la UIA bajo el título «Organización práctica de las relaciones intelectuales entre España y América» (Madrid, 14-IV-1910), en Altamira, 1911, pp. 524-525.
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mación superior y postgradual de españoles en el país y en el extranjero y de la promoción internacional de la intelectualidad española. La decisión del Gobierno de fortalecer a la JAE respondía a una lógica política y administrativa irreprochable, en tanto intentaba canalizar las nuevas propuestas en materia de política científica e intelectual a través de una institución idónea y progresista ya existente, antes de embarcarse en la siempre complicada fundación de nuevas estructuras o de apoyar a las universidades sobre las que no podía ejercer control directo y a las que no podía influir abiertamente. El mensaje era claro: de allí en más, las iniciativas prácticas y atendibles de notables, corporaciones y universidades que involucraran estas cuestiones deberían subordinarse a los dictados de esta lógica política para prosperar. Los costos de hacer realidad aquellas iniciativas total o parcialmente, con el apoyo del Estado serían, por supuesto, elevados: olvidar la ilusión de obtener un reconocimiento público; abandonar cualquier aspiración a controlar la implementación de aquellos proyectos y ceder su gestión a las instituciones estatales pertinentes, como la JAE. Así pues, casi al mismo tiempo que se aplicaron a planificar cómo influir en el Gobierno para estructurar una política americanista acorde a sus ideales e intereses, Canella y Altamira pudieron comprobar, atónitos, como una institución dirigida por hombres afines a su causa, se «apropiaba» de la gestión del intercambio intelectual hispanoamericano, un aspecto medular de la iniciativa ovetense; logrando enajenarlos, incluso, de la autónoma esfera universitaria.66 Encajando el golpe de forma admirable, el día 4 de mayo, reunido nuevamente el Claustro universitario, Fermín Canella presentó un documento preparatorio de la discusión en el que se proponían unas bases y puntos de partida para un programa que continuara y concretara la labor hispanoamericanista. En estas notas, se proponía la creación de un «Centro cultural hispanoamericano», organizado con «algún personal de preparación especial, retribuido, y dotado, además, con una cantidad» para ofrecer los siguientes servicios: a) recepción de profesores y alumnos hispanoamericanos; b) agasajos modestos aunque dignos para los profesores hispanoamericanos visitantes; c) envío a Hispanoamérica de «remesas de toda clase de libros docentes, muy escogidos, para que compa66
En su comentario a pie de página a la cuarta disposición de la Real Orden del 16 de abril de 1910 que dejaba en manos de la JAE el establecimiento del intercambio de profesores y alumnos con Hispanoamérica, Altamira consignaba: «En su primitiva idea, tal como fue verdaderamente sugerida y pensada esta Real Orden, no comprendía este extremo», remitiendo al lector a su conferencia ante la Unión Ibero-Americana de Madrid, celebrada el día 14 de abril de ese año. Véase: Altamira, 1911, p. 621.
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ren con los de aquellos establecimientos, donde circulan obras extranjeras o malas traducciones españolas», en atención a los pedidos expresos de Colombia y Perú; d) organizar una biblioteca hispanoamericana con las grandes colecciones obsequiadas por Argentina, Chile, Perú y México y enviar en reciprocidad, obras españolas para estos países; e) crear y fomentar «escuelas primarias especiales de emigrantes, muy pedidas por las colonias españolas»; f) propiciar una relación sostenida con la prensa capitalina, provincial e hispanoamericana «para uniformar la propaganda de unión cultural entre España y los pueblos hispanoamericanos, en relación con la especial, interesada y perjudicial que hacen otras naciones de Europa y Norte-América, combatiendo la influencia histórica española»; g) publicar una revista o boletín mensual en el que colaboraran universidades españolas y americanas.67 En Mi viaje a América, Altamira testimonió que, tras la presentación de las notas de Fermín Canella, se constituyó una comisión ad hoc formada por él mismo y los decanos de las facultades de Filosofía y Letras, de Derecho y de Ciencias, con el objeto de examinar el documento del rector y elaborar un informe en el que se formulara un programa concreto de peticiones. Dicho informe recomendaba la adopción de determinados medios prácticos para la «prosecución y el desarrollo fecundo de la obra americanista comenzada».68 En primer lugar y en abierta contradicción con la Rel Orden del 16 de abril, se proponía la creación de un crédito especial no inferior a 35.000 pesetas en los futuros presupuestos generales del Estado español, para sostener el intercambio de profesores con las universidades hispanoamericanas y posibilitar que la Universidad de Oviedo, —«y las demás españolas que sigan su iniciativa»— pudieran solventar total o parcialmente, ora los gastos involucrados en la recepción alojamiento y traslado de los catedráticos visitantes, ora los correspondientes al envío de los profesores españoles, de acuerdo al sistema que se instituyera.69 67 Un ejemplar de estas notas puede consultarse en AHUO/FRA, Caja 5, en cat., (sin título) 2 pp. mecanografiadas en hoja con membrete de la Universidad de Oviedo (sin firma y sin fecha) cuyas primeras dos líneas dicen: «Concretar en visita con los Sres. Canalejas y Conde de Romanones la obra realizada y el programa para continuarla». Altamira reprodujo este documento en su libro, sin alusión a Canalejas o Romanones, con las siguientes líneas descriptivas: «Al Ilmo. Claustro de la Universidad de Oviedo. Notas para concretar la obra hispano-americana, realizada por la Universidad de Oviedo, y bases de un programa para continuarla»; consignando, por lo demás, la autoría de Fermín Canella y datándolo en Oviedo a 3-V-1910. Véase: Altamira, 1911, pp. 563-565. 68 Ib., pp. 565-576. 69 Ib., pp. 565-566.
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En segundo lugar, crear en la UO una «Sección americanista» —a través de la adjudicación de una subvención especial del Estado de cuatro o cinco mil pesetas—, que ofreciera al público las colecciones bibliográficas y de material pedagógico obtenidas por Altamira; que ofreciera conferencias y cursillos sobre la historia, la economía, el derecho, la literatura y la organización social de las naciones hispanoamericanas; que remitiera publicaciones españolas «en correspondencia de las americanas que se reciben» y en atención a las solicitudes colombianas y peruanas; que permitiera «sostener la propaganda española en aquellos países y contestar la enorme correspondencia que suponen éste y los anteriores servicios, así como la organización y mantenimiento del intercambio de profesores, y la contestación a numerosos interrogatorios y consultas que a cada paso se reciben de América, desde que se inició, principalmente en Oviedo, la relación universitaria con aquellos pueblos».70 En tercer lugar, se proponía la creación en la provincia de Oviedo y bajo la tutela, dirección pedagógica e inspección de la Universidad ovetense, de una Escuela modelo para emigrantes, para proveer al español que cruzaba el Atlántico «casi ayuno de la instrucción primaria elemental» y sin más ventajas que «las cualidades de la sobriedad, laboriosidad y tenacidad de la raza», de los conocimientos y habilidades imprescindibles para poder prosperar en América y no ser desplazado de los puestos más aventajados por ciudadanos de otros países.71 En cuarto lugar, se proponía el otorgamiento por parte del Estado de una franquicia de aduana para los envíos de bibliografía desde los centros docentes hispanoamericanos a los españoles. La comisión ad hoc del claustro ovetense consideraba que los pagos de exorbitantes derechos aduaneros a los que estaban sujetos las remesas de libros americanos, era «una de las mayores trabas con que ha tropezado hasta ahora (y seguirá tropezando si no se pone remedio) la comunicación intelectual entre los centros de enseñanza hispanoamericanos y los españoles». La falta de fondos para cubrir estos cánones, imponía que muchas veces las universidades debieran resignarse a que estos materiales salieran a subasta pública.72 En quinto lugar, se peticionaba acerca de la institución de un crédito para auxiliar a los estudiantes españoles que desearan asistir a los congresos estudiantiles hispanoamericanos, como una forma de favorecer «el establecimiento de relaciones directas y personales entre la juventud 70 71 72
Ib., pp. 568-570. Ib., pp. 570-572. Ib., pp. 572-574.
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de una y otra parte», conjurando así «el peligro que representaría para la raza y para el porvenir de nuestra civilización que desamparásemos esa forma de cohesión, que los estudiantes norteamericanos se apresuran a aprovechar».73 En sexto y último lugar, se proponía fomentar el intercambio de trabajos escolares y materiales pedagógicos entre establecimientos primarios y secundarios asturianos y españoles, y americanos.74 Este documento, fechado en Oviedo el 10 de mayo, fue presentado al Claustro el día 19, siendo aprobado por unanimidad y cursado de inmediato —según el testimonio de Altamira— a las autoridades superiores del Ministerio de Instrucción Pública con el visto bueno del rector Canella. Pese a esto, no debe olvidarse que este documento fue confeccionado para que Altamira pudiera exponer ante el monarca los criterios de la UO respecto de la continuidad de una política americanista. Pese al interés que despertaba el tema en el Palacio, esta segunda entrevista con Alfonso XIII no pudo efectuarse inmediatamente, debido a problemas de salud en la familia real, quedando postergada para el día 8 de junio.75 Altamira asistió a dicha audiencia acompañado del ministro de Instrucción Pública, portando un texto fechado en Oviedo a 31 de mayo de 1910, que poco se apartaba del documento sancionado por el Claustro de la Universidad de Oviedo, salvo por un nuevo ordenamiento de las peticiones y la incorporación de tres considerandos de gran relevancia para la continuidad de la política americanista con los que Altamira estaba especial y personalmente comprometido. El primero de los nuevos considerandos proponía que se dispusiera una cuota de los subsidios que concediera la JAE para el envío de pensionados a las naciones hispano-americanas con el objeto de que desarrollaran estudios sobre la historia, la vida social, económica e intelectual de estos países. De esta forma, se pretendía asegurar un espacio de autonomía mínimo para el intercambio americanista, al tiempo que se moderaba el impacto de la primera propuesta del Claustro que se oponía abiertamente al régimen legal dispuesto en la Real Orden del 16 de abril.
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Ib., pp. 574-575. Ib., pp. 575-576. 75 Nota original manuscrita firmada por el Conde de Romanones con membrete de «El Ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes» dirigida a R. Altamira, Madrid, 22-V-1910, AHUO/FRA, Caja 4. El día 8 de junio se concretó la segunda audiencia con el Rey: Nota de invitación a R. Altamira para asistir el 8 de junio de 1910 las 12 horas a entrevista la con el Rey de España, Madrid, Palacio, 8-VI-1910, IESJJA/LA. Confróntese y rectifíquese error de fecha cometido en Altamira, 1911, p. 499. 74
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La segunda de las «novedades» se relacionaba con la adjudicación de fondos para el mejoramiento de los archivos con materiales americanistas. Este remozamiento —largamente argumentado por Altamira— sería imprescindible para atraer a los investigadores hispanoamericanos a España y para justificar la fundación de institutos históricos o escuelas según el modelo de los creados en Roma para estudiar los archivos del Vaticano. Estos institutos estarían destinados a la localización, reproducción e investigación de documentos de temática americana del Archivo de Indias, del de Simancas y de otros afines. Dado que Altamira veía como inminente la fundación de alguno de estos centros y que el estado de esos archivos era poco menos que deplorable, consideraba con justicia e inteligencia que de no cambiar esto, podía perjudicarse aún más la propia imagen del país.76 Por lo demás, Altamira exponía a Alfonso XIII con suma claridad la utilidad de favorecer la fundación de tales centros de investigación en el marco de una política de promoción de las relaciones culturales iberoamericanas que atraería a los eruditos latinoamericanos y permitiría fortalecer instituciones como «el Centro de estudios históricos que acaba de fundarse en Madrid bajo los auspicios de la JAE» y «la Escuela histórica de Roma que la misma Junta proyecta».77 La tercera de las peticiones incorporadas personalmente por Altamira era su apuesta política más fuerte y tenía que ver con el establecimiento de un Centro oficial de relaciones hispanoamericanas en Madrid. Para Altamira, el fortalecimiento de estas relaciones—cuestión de capital importancia para España y su política exterior— no sólo pasaba por poner en marcha las iniciativas que traía en su carpeta u otras de igual espíritu que pudiesen surgir de allí en más, sino por crear un núcleo capaz de unificar y coordinar la acción americanista oficial: ... de un lado, parece ocioso advertir que el problema de nuestras relaciones con América, si en gran parte es de índole intelectual (y debe orientarse en ese sentido para aprovechar el actual movimiento de la opinión en España y América), tiene también otros aspectos, que importa no olvidar nunca; y de otro lado, debe considerarse que desde la supresión del Ministerio de Ultramar, el Estado carece de un órgano especial y apropiado para atender a las múltiples cuestiones que suscita nuestra necesaria, inevitable y provechosa comunicación con los países hispano-americanos.78 76 Informe presentado por R. Altamira a Alfonso XIII, bajo el título «Medios prácticos para organizar las relaciones hispano-americanas» (Madrid, 8-VI-1910), Oviedo, 31-V-1910, en Altamira, 1911, pp. 588-589. 77 Ib., p. 589. 78 Ib., p. 590.
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En este sentido Altamira consideraba imprescindible crear un organismo «con suficiente libertad y amplitud de horizonte para que no se convirtiese puramente en un rodaje burocrático de expediente vulgar», encargado de: ... tutelar o inspeccionar las instituciones oficiales hispano-americanas; preparar los proyectos de ley y decretos relativos al mismo asunto; evacuar todos los informes que el Gobierno le confíe y asesorar sobre la política general americanista de orden intelectual y económico; mantener, mediante correspondencia, informaciones, cambio de publicaciones oficiales y demás medios, una relación constante con los centros hispano-americanos, con los núcleos de emigrantes españoles y sus sociedades de carácter general o regional, y con la representación diplomática y consular de España en aquellos países, para allegar el mayor número posible de datos que ilustren el conocimiento de las cuestiones americanistas en el orden intelectual, social y económico; servir de órgano de difusión para con el público, de todas las noticias que puedan contribuir a formar una opinión ilustrada y bien dirigida, respecto de las relaciones con América, en los diversos aspectos que interesan al pueblo español, sea o no emigrante; corresponder con las instituciones de fin análogo creadas en Italia, Francia, Estados Unidos y otras naciones extranjeras, para aprovechar en beneficio de España, el fruto de la experiencia de aquellas en cuanto a la orientación y regulación de las relaciones hispano-americanas; atender de un modo especial a la fundación y desarrollo de las Escuelas para emigrantes en la Península, y al engranaje con éstas, de las que establezcan en América los españoles allí residentes; organizar, si se cree necesario, una escuela, o un grupo de estudios americanistas para el Cuerpo Consular español, con objeto de que éste adquiera la cultura especial necesaria a que su acción en aquellos países sea fructífera, cultura que, hoy por hoy, no le suministran los programas de su carrera...; y desempeñar, en fin, cualquier otra labor que en lo sucesivo crea el Gobierno conveniente emprender para el mejor resultado de los fines que en este orden se persiguen.79
Altamira ofreció al monarca, los ejemplos de Estados Unidos de América, con su activa Oficina Internacional de las Repúblicas Americanas en Washington y las iniciativas privadas de The Association of American Universities o de catedráticos universitarios como los doctores Rowe y Shepherd; de Francia, con su comisión universitaria, su comité France-Amérique y el constante envío de intelectuales y universitarios; de Italia, con sus escuelas de emigrantes y sus campañas intelectuales del estilo de la llevada por Ferri; y de Alemania con su Deutsche Colonialschule y su activa política de «penetración germana». La conclusión política parecía obvia, España estaba perdiendo terreno en el Nuevo Mundo y podría perderlo aún más si no se reaccionaba a tiempo: «no hay nación con intereses o aspiraciones en América, que no se nos haya adelantado en el camino de defender, regular y engrandecer 79
Ib., pp. 591-593.
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su influencia. Si el Estado español continuase inactivo frente a tantos y tan poderosos esfuerzos, la causa de la civilización, del espíritu y de los intereses económicos de nuestra patria en América, perdería rápidamente terreno, hasta extinguirse con daño de España y de la misma raza, cuyo solar de origen representa. El remedio es urgente e indispensable».80 Pese a lo razonado y pertinente de estas propuestas, la mayoría de ellas fueron desatendidas o derivadas en el corto o mediano plazo a otras instituciones. El crédito especial en el presupuesto general del Estado para aplicarse en las Universidades de forma que éstas financiaran el intercambio docente, no fue habilitado, adjudicándose a la JAE esta responsabilidad y las partidas correspondientes y derivándose en una institución recientemente fundada y dependiente de la propia Junta —la Residencia de Estudiantes— el alojamiento y los costos de manutención de los visitantes y de los pensionados y profesores que se enviaran a América.81 La sección americanista ovetense no tendría futuro luego de que el propio Altamira partiera, antes del inicio del curso académico 19101911, hacia Madrid, centralizándose en la Junta toda tarea de propaganda intelectual y de atención de las demandas docentes hispanoamericanas; asumiendo el Museo Pedagógico, el intercambio de materiales y libros didácticos; y debiendo quedarse la Biblioteca universitaria ovetense con los fondos bibliográficos obtenidos y donados por Altamira, sin contrapartida alguna.82 Respecto de la addenda presentada al Rey, la reserva de una cuota de los subsidios de la JAE para el envío de pensionados a estudiar a América Latina, si bien prevista someramente en el punto tercero de las disposiciones de la R.O. del 16 de abril de 1910, no sería cumplida por los directivos de la JAE; el mejoramiento integral del Archivo de Indias y la fundación de Institutos de investigación histórica latinoamericanos en Sevilla, postergados sine die; y el «Centro oficial de relaciones hispano-americanas en Madrid», abiertamente resistido y luego rechazado por el Gobierno. Así, como consecuencia de la ya mencionada estrategia gubernamental, Rafael Altamira tuvo que ver cómo en unos cuantos meses, el 80
Ib., pp. 595-596. La Residencia de Estudiantes fue fundada bajo la jurisdicción de la JAE a través del Real Decreto del 6-V-1910, firmado por Romanones. Este Decreto, que recogía una idea lanzada, entre otros, por el propio Altamira y publicitada en Argentina y México, fue reproducido íntegramente en Altamira, 1911, pp. 622-625. 82 Véase: Real Orden disponiendo que el Museo Pedagógico Nacional sea el órgano de intercambio de trabajos escolares y material de enseñanza entre los establecimientos docentes de España y los de las Repúblicas americanas (Firmado por el Conde de Romanones en Madrid, 8-VI-1910), en Altamira, 1911, pp. 637-638. 81
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Estado hacía propias varias de sus propuestas, algunas antiguas y otras derivadas del Viaje Americanista, modificándolas y adaptándolas según sus propias posibilidades e intereses, transfiriendo su control a la Junta, desconociendo su contribución intelectual y propagandística, y privándolo de cualquier participación en su implementación efectiva. Sin embargo, es un hecho que, en lo que a la política americanista y a la capitalización del viaje recientemente concluido se refiere, el gran perdedor no fue Altamira, sino el rector Canella y la propia UO. En efecto, la figura del alicantino, ya influyente en los ascendentes círculos institucionistas y reformistas, había logrado tal relieve público a raíz del exitoso periplo americano, que las jerarquías políticas liberales no dudaron en ofrecerle entre 1910 y 1913 una serie de atractivas compensaciones honoríficas, políticas y laborales por sus servicios al país.83 Entre éstas, estuvieron testimoniadas —amén de la mencionada condecoración real y su designación como Inspector General de Enseñanza y, luego, como Director General de Primera Enseñanza— por su integración en la estructura de la propia JAE84 como director de sección del CEH;85 su nombramiento como miembro de número de la 83 Desde su retorno y durante algún tiempo, Altamira tuvo acceso regular al Rey, tal como lo prueban diversas notas de la Secretaría particular de Alfonso XIII. Además de las reuniones relacionadas con sus nombramientos, pueden verse: Carta de Emilio María de Torres a R. Altamira, Madrid, 22-I-1911, AHUO/FRA, Caja V; Carta de Pedro Sebastián de Erice a R. Altamira, Madrid, 21-IV-1911, AHUO/FRA, Caja IV. 84 Altamira estuvo vinculado marginalmente a diversas actividades de la Junta, participando de algunos cursos y conferencias en la Residencia de Estudiantes; oficiando como delegado de la JAE al varios congresos internacionales entre 1911 y 1913; y ejerciendo como vocal de su organismo directivo entre 1921 y 1922, en reemplazo del fallecido Eduardo Hinojosa. En 1923, renunciaría a su escaño —siendo reemplazado por Santiago Stuart y Falcó, Duque de Alba— y con él a toda vinculación con la JAE. Como bien se ha afirmado, «Altamira no llegó a tener en la Junta una influencia tan decisiva y relevante como otros personajes de su época. Quizás esto se lo impidieron sus mismas circunstancias personales, y su vida ajetreada y llena de numerosas actividades. Cabría señalar también como posible causa de su tibia relación con la JAE, sus desavenencias con ésta en algunos puntos. Nuestro autor mantenía amistad con los responsables y directivos de la citada corporación, pero mostró su disconformidad con ellos en ciertas cuestiones, como las referentes al envío de pensionados a América, a la centralización en aquel organismo de las subvenciones para becas e intercambio cultural y de profesorado, etc... A pesar de todo, para Altamira la Junta fue fermento de la cultura española y por eso, él como la mayoría de los hombres de ciencia españoles, colaboró con aquella en la renovación de la enseñanza universitaria y en la creación de un clima intelectual y científico distinto». (Formentín y Villegas, 1988, p. 207). 85 El Secretario de la Junta, el institucionista José Castillejo y Duarte, consciente de que la sensibilidad de Altamira podía estar lastimada e interesado por asociarlo a las actividades de aquella institución, invitó al alicantino a realizar alguna actividad en el
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RACMP86 y, luego de su salida de la mencionada Dirección General, la creación a instancias del Rey y durante el Gobierno conservador de Eduardo Dato, de una cátedra de americanista en la UCM, para recompensar al alicantino. Por el contrario, la UO no logró prácticamente nada de aquello que peticionara para sí a los ministros o al monarca, ya sea directamente o a través de la leal representación de Rafael Altamira. No obtuvo participación en ninguna de las instituciones o instancias de decisión de la política americanista o de intercambios intelectuales habilitadas antes o después del viaje americanista; ni tampoco obtuvo rédito alguno fuera del prestigio y el reconocimiento de los intelectuales y de las universidades americanos y de algunas de las españolas. Fueron la JAE y el propio protagonista —en este caso, involuntariamente— quienes obtuvieron beneficios de las decisiones del Gobierno español, a costa de la marginación de la UO; la cual, a la postre, se vio privada de la propia docencia de Altamira una vez que éste saltara al ruedo madrileño para no volver más al Claustro ovetense. Testimonio del malestar que todo esto causó en el rectorado, pueden encontrarse en los mismos Anales de la Universidad de Oviedo, donde se consignaba que el Ministerio de Instrucción Pública se propuso convertir en forma legislativa por medio de proyectos de Ley, Reales Decretos y Reales Órdenes, las principales proposiciones de la Universidad de Centro de Estudios Históricos, comprometiéndose «a hacer una solicitud y enviarla a los demás cofirmantes pidiendo la admisión de Vd.». Véase: Carta de José Castillejo y Duarte a R. Altamira, Madrid, 27-IV-1910, AHUO/FRA, Caja V. Altamira anotaba de su puño y letra «Acepto, pero p.ª octubre». Altamira, fue incorporado al Centro de Estudios Históricos como director de la Sección de Metodología de la Historia, Trabajos de Seminario, cargo docente que ocuparía entre 1910 y 1918. Junto a Altamira se incorporaron como directores de otras secciones Eduardo Hinojosa, Manuel Gómez Moreno, Ramón Menéndez Pidal, Miguel Asín Palacios y Julián Ribera. La sección de Altamira cambió de nombre en varias oportunidades, llamándose sucesivamente «Metodología histórica e historia contemporánea», «Metodología histórica e historia contemporánea», «Metodología e historia moderna de España» y «Metodología histórica e historia contemporánea de España: trabajos de seminario». La evolución de las secciones del Centro de Estudios Históricos, para las que se había designado también a Juan Costa y Marcelino Menéndez Pelayo —que no llegaron a ocupar sus cargos— y que luego incorporaría a José Ortega y Gasset, puede consultarse en: Formentín Villegas, 1988, pp. 194-196. 86 En marzo de 1912, Altamira fue distinguido con su designación de académico numerario de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas que, recordemos, ya lo había nombrado miembro correspondiente y delegado en vísperas del viaje americanista. En un hecho curioso que testimoniaba el respeto y la consideración que había ganado Altamira en los círculos académicos y en la misma corte, Alfonso XIII presidió, por propia voluntad, la ceremonia de recepción del alicantino, compatibilizando su agenda con la del cuerpo y el
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Oviedo y de su Delegado...; y aparecieron por de pronto las RR.OO. de 16 y 18 de abril de 1910 con disposiciones para fomentar el estudio de los pueblos hispano-americanos en la compleja variedad de su vida económica, social, jurídica, literaria, etc., promover el cambio de publicaciones y la relación entre los Centros docentes, y facilitar a la juventud de aquellos países la unión con la nuestra para trabajar en común por la cultura de la raza. También se publicaron otros RR.DD. de muy plausible finalidad, aunque de espíritu centralista y prescindiendo de favorecer y procurar el concurso de las regiones españolas. No se mencionaban los antecedentes y esfuerzos de la Universidad de Oviedo.87
En este sentido, los Anales reproducían las confesiones que el Rector Canella hiciera a un alto cargo del Gobierno, acerca de que aquellos textos legales se habían publicado «sin que, ni por incidencia, se mencionen los esfuerzos y sacrificios de todas clases que viene haciendo esta Universidad y, con trabajo abrumador y sacrificios por mi parte, que no me duelen, aunque si mucho el olvido con esta Escuela», pese a haber enviado al Ministerio de Instrucción Pública «senda relación reciente de todo en comunicaciones» y haber continuado desinteresadamente y con gran sacrificio con el intercambio Universitario con Francia y el de publicaciones con Hispanoamérica.88 Canella, enfurecido, escribía a Altamira el 14 de mayo de 1910, dándole cuenta de que desde el Ministerio le habían hecho llegar la Real Orden del 7 de mayo por la que se nombró a Adolfo Posada como delegado de la JAE «para que en su nombre estudie y plantee en los países hispano-americanos el establecimiento de relaciones científicas» en el marco de la Real Orden de 16 de abril». En aquella carta, Canella, confiaba al alicantino que está bien y más recayendo en Posada esta comisión; pero va a resultar que nuestros esfuerzos y mis trabajos y sacrificios personales pudieren tomar otro camino de lo que aquí proyectamos. ¿No conviene que esté Adolfo enterado de nuestras aspiraciones legítimas por la labor abrumadora que nos hemos impuesto? Lo principal es que la obra se haga por quien fuere y, en último caso, ni V. ni yo aspiramos a nada personal y si a lo patriótico español.89 mismo agraciado. Véase: Carta de Emilio María de Torres a R. Altamira, Madrid, 11-II1912 y 20-II-1912, AHUO/FRA, Caja V. Finalmente la sesión presidida por Alfonso XIII se celebró el día 3 de marzo. La invitación oficial de la Academia para este evento y el diploma acreditativo de su condición de numerario se hallan reproducidos en: AA.VV. 1987, p. 148. 87 Anales de la Universidad de Oviedo, Tomo V, 1908-1910, Oviedo, Tipográfica de Flórez, Gusano y Compañía, 1911, pp. 536-537. 88 «Carta de Fermín Canella a alto cargo del Gobierno» (Oviedo, s/f), Anales de la Universidad de Oviedo, Tomo V, 1908-1910, Oviedo, Tipográfica de Flórez, Gusano y Compañía, 1911, pp. 537-538. 89 Carta de Fermín Canella a R. Altamira, Oviedo, 14-V-1910, AFREM/FA, RAL 2.
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A medida que fueron pasando los días, la desconsideración hacia la UO se hacía cada vez más evidente a los ojos de su Rector. En otra carta a Altamira, Canella se congratulaba por la recepción del alicantino en el Palacio y porque Romanones dejaba «todo listo antes de marcharse» del Ministerio y le expresaba: Lo principal es que V. sea el encargado de la redacción de decretos y de órdenes, y que la Universidad de Oviedo sea atendida en esto, en las obras y en todo por su vieja labor pedagógica, Centenario, intercambio y ahora con su embajada hispano-americana, con lo que hemos enmendado olvidos y equivocaciones de más de medio siglo, rompiendo hielos y obstáculos tradicionales. En todo cuanto el gobierno viene haciendo hasta ahora, ni se ha mentado nuestra Escuela ni se ha favorecido con un céntimo, que es la única indemnización que yo deseo, con el más absoluto desinterés personal, cuando en las empresas dichas y en otras he consumido tiempo, no pocas pesetas y trabajo abrumador, salud y esfuerzos. [...] Creo que tenemos o tiene la Universidad y tengo yo, perfecto derecho a ser atendidos y que es ya tiempo que dejemos de ser la cenicienta de la enseñanza, cuando somos los únicos relacionados o conocidos en Europa y América.90
Canella sospechaba que Altamira también podía ser víctima de esta expropiación de la obra americanista ovetense91 y declaraba su intención de dejar sentada una relación de hechos que restituyera la justicia y el nombre de la Universidad: Si después de todo resulta que nada consigo para la Universidad y la empresa hispano-americana, llegará el tiempo ya deseado de recluirme en mi casa, abandonada hace tantos años; pero no sin dirigir impresa una relación de agravios al Rey, 90
Carta de Fermín Canella a R. Altamira, Oviedo, 8-VI-1910, AFREM/FA, RAL 2. En esta misma carta, Canella se mostraba apenado por «la injusta preterición a nuestros esfuerzos y proyectos» e indignado por el olvido de la obra de la Universidad, preguntaba a Altamira por su situación personal: «¿no han hecho nada por allanar su camino senatorial? Esto es principalísimo para que V. reciba la recompensa propia y debida y la lleven pronto y con el verdadero prestigio a la tribuna de la Alta Cámara, desde donde puede V. hacer mucho» (Ib.). Este interés de Canella porque Altamira accediera al Senado no constituía sino una aparente contradicción con su previo consejo de que no accediera a una banca como diputado por Alicante: «Mi criterio es contrario; la honra es grande y la prueba de cariño y admiración abrumadora, pero nada hará V. mejor que en la cátedra y en el libro, aunque será tentador preparar un discurso documentado en las Cortes si sirviera de espuela a los Gobiernos y al país y quedase para siempre como un documento patriótico, como su programa y una bandera en el diario de sesiones...» (Carta de Fermín Canella a R. Altamira, Oviedo, 29-I-1910, AFREM/FA, RAL 2). El Senado no era una cámara gubernativa ni territorial y, con lo que ser senador era un honor que no interferiría con sus ocupaciones; pero el hecho de ser diputado comportaba la entrada en la carrera política propiamente dicha, una carrera absorbente que le impediría proseguir su labor universitaria. 91
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al Gobierno, a la Provincia y a nuestros amigos de América, que será un plan de lo que se hizo con mi intervención y deberá proseguirse por otros.92
Días más tarde de esta carta, Canella abundaba en el asunto, confiándole a su catedrático que con todo esto confirmaba «como desde hace tiempo adiviné y palpé, la oposición sistemática de ese flamante ministerio a las iniciativas universitarias»93 y reafirmaba su voluntad de servir al resarcimiento de la Universidad y a la promoción personal de Altamira: Lo más importante es lo personal para V. y esta es mi primera aspiración ahora y siempre, aunque me convendría mucho su pervivencia aquí; pero lo sacrifico todo a su bien y merecimientos. [...] Cuando proceda ya llegaré otra vez hasta el Rey, hasta Canalejas, hasta quien sea, poniendo en juego todas mis relaciones personales, y he de requerir cumplimiento de palabras dadas por escrito. Consiga o no consiga, hablaré alto por que tengo justicia y porque nunca he pedido para mí ni para mis hijos. En resumen y antes de marcharme a Vistalegre en principios de julio, quiero que V. me concrete sus aspiraciones personales, por si puedo ayudar, pensando siempre que cuanto V. más suba, más ha de ganar el desenvolvimiento de mi empresa hispano-americana para el provenir. A su tiempo yo escribiré una memoria rectoral, clara, concisa y de hechos, que algo dirá y más llegado a todas partes, por aquí y acusando un clamor general en América, donde soy querido y aún tengo muchos resortes por tocar. No puedo resignarme a la sequedad y egoísmo de algunas gentes que no comen la fruta ni la dejan comer en esta patria tan necesitada de alimento y expansión.94
Marginada su Universidad de la carrera americanista, el alicantino quedó liberado para emprender su propia campaña ante el Gobierno. Así, tal como no hubo de permanecer ocioso deleitándose en los laureles de su triunfal retorno, tampoco hubo de abandonarse al abatimiento luego de ser amablemente apartado de los principales ámbitos de decisión de la política americanista. En los archivos de Altamira existen testimonios de sus gestiones para procurar que los americanos concretaran sus iniciativas y que sus propias promesas no quedaran en agua de borrajas. Deseoso de que los vínculos prohijados en Argentina no se disolvieran en las mieles de los agasajos, Altamira se abocó de inmediato a la tarea de asegurar el envío de la colección zoológica prometida al Colegio Lenguas Vivas de Buenos Aires;95 de asegurarse de que Adolfo Posada recibiera tan buena re92
Carta de Fermín Canella a R. Altamira, Oviedo, 8-VI-1910, AFREM/FA, RAL 2. Carta de Fermín Canella a R. Altamira, Oviedo, 14-VI-1910, AFREM/FA, RAL 2. 94 Carta de Fermín Canella a R. Altamira, Oviedo, 14-VI-1910, AFREM/FA, RAL 2. 95 El alicantino escribió en mayo de 1910 al Ministro de Instrucción Pública, Rómulo S. Naón, para mantenerlo al tanto de sus gestiones con la dirección de la Estación de Biología Marítima de Santander. Pese a su voluntad, esta donación se complicó por el 93
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cepción como el mismo en Argentina, Uruguay y Chile; remitiendo el material pedagógico prometido y asesorando al Ministro de Instrucción pública de Argentina acerca de la contratación de un profesor español para la Universidad de Santa Fe, además de presionar para que se efectivizara la fundación de una Academia Argentina de Ciencias Morales y Políticas.96 Respecto de la presentación de sus «nuevos» proyectos americanistas debe considerarse que entre mediados de 1910 y principios de 1911, Altamira complementó las propuestas «mínimas» e inmediatas en política americanista presentadas en la conferencia de la UIA, en las peticiones de la UO al Ministro de Instrucción Pública y en el informe presentado a Alfonso XIII, con unas «Nuevas indicaciones sobre los medios prácticos para establecer y mantener las relaciones espirituales con los pueblos hispano-americanos».97 En aquella coyuntura, uno de los principales asuntos abordados por Altamira, en este caso con legisladores afines, se relacionaba con la recomendación del proyecto del embajador español en México, Bernardo de Cólogan98 y la presentación de su propio y antiguo proyecto de franquicia estado de salud de su director, el institucionista, José Rioja y Martín antiguo colega de Altamira en Oviedo. Pese a ello, Altamira insistiría en que se preparara aquella colección. Véase: Carta del responsable interino de la Estación de Biología Marítima a R. Altamira, Santander, 20-VII-1910, IESJJA/LA. 96 La respuesta de Naón fue contradictoria ya que, si bien ratificaba su compromiso de apoyar a Posada, de contratar al recomendado de Altamira y de remitirle los trabajos de las escuelas normales solicitados por el alicantino, le confesaba haber reflexionado bastante sobre la Academia, concluyendo que no era oportuno avanzar en aquel proyecto para evitar un seguro fracaso. En aquella coyuntura política desfavorable, explicaba Naón, parecía más conveniente utilizar las estructuras institucionales ya existentes para aplicarlas a una función homóloga a la prevista para tal Academia Véase: Carta de Rómulo S. Naón a R. Altamira, Buenos Aires, 8-VI-1910, AHUO/FRA, Caja IV. 97 En estas indicaciones complementarias se proponía la oferta de plazas de estudios e investigación —gratuitas o con rebajas sustanciales en los costos de inscripción— a estudiantes y graduados americanos en el Instituto Nacional de Ciencias Físicas y Naturales y en la Asociación de Laboratorios. Otra propuesta era que la Asociación de la Librería Española editase y distribuyera gratuitamente en América —con apoyo del Estado— un catálogo razonado de «nuestros libros científicos modernos y de traducciones de obras extranjeras de igual carácter». Véase: Altamira, Rafael, «Nuevas indicaciones sobre los medios prácticos para establecer y mantener las relaciones espirituales con los pueblos hispano-americanos», en Altamira, 1911, pp. 639-641. 98 Altamira estaba interesado en las rebajas tarifarias para cartas e impresos destinados al Nuevo Continente, de modo de incentivar «la comunicación espiritual y económica entre España y América». En este sentido, el alicantino solicitaba al gobierno que se examinaran los «proyectos postales presentados al Ministerio de Estado por funcionarios de la carrera diplomática y que aún están pendientes de aprobación» (Ib.,
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aduanera para materiales bibliográficos hispanoamericanos. El 23 de junio, Altamira enviaba al republicano devenido en liberal, Luis Morote, las notas de un proyecto de ley de su autoría para la entrada franca de libros y material de enseñanza hispanoamericanos en consonancia con sus antiguas ideas y con sus últimas actuaciones personales y por cuenta de la UO.99 Otro ejemplo de las operaciones políticas del profesor ovetense a su vuelta a España lo testimonia sus contactos con el Ministro de Justicia y Gracia y de Estado, Manuel García Prieto, respecto del proyecto que les remitiera Altamira para crear una oficina centralizada que llevara todos los asuntos relacionados con Hispanoamérica. pp. 639-641). Altamira hacía referencia al proyecto del embajador español en México, Bernardo de Cólogan que había escrito al profesor ovetense desde México para pedirle que mediara ante el Ministro García Prieto y el propio Canalejas para que sus proyectos de incentivo a la producción y circulación postal de libros españoles tuvieran curso favorable en la administración española: «Creo le dije trabajaba en ellos desde 1908, pero el misoneismo burocrático es formidable. Confidencialmente le diré que me dirigí al Sr. García Prieto, declarándole sólo confiaba en él y el Gobierno, prescindiendo del horror de Negociados, y contestó muy atento. Sólo quiero remitirle un extracto tan breve que cualquiera pueda leer, por poco tiempo de que disponga, procurando todavía remachar el clavo y acabo de enviar al Ministro. No es V. a quien he de ponderar la importancia, material y moral. También eso es extensión y expansión. Espero no fracasar, pero le confesaré que quise una vez poner el panadero en sus manos, mejor diría, garras. ¡Cartas a 10 céntimos, libros a un céntimo los 50 gramos! Sin pérdida ni sacrificio para el tesoro» (Carta de Bernardo de Cólogan a R. Altamira, México, 24-VI-1910, IESJJA/LA). En una carta posterior Cólogan confesaba: «Busco su ayuda postal. Tengo invencible miedo a Negociados y Secciones, no digo nada de Correos: allí no hubo sino desvíos y dos disparates, uno por proyecto. Por eso recurrí oficial y privadamente al Ministro, diciéndole toda la verdad y ya sólo confiando en él y el Gobierno. Me contestó (1.º mayo) que por ser un asunto técnico, aunque reconociendo sus ventajas políticas y económicas la pasaba a la Sección de Comercio. No tengo menor miedo a nuestra Sección, ni está a su frente hombre de empuje, aparte de que esa Sección no tiene que saber jota de estas cuestiones ni posibilidad de conocerlas como yo por la modestísima razón de haberlas masticado dos años ante la realidad geográfica y postal... Guardando todos los respetos, ya que V. tendrá estrechas relaciones con el Sr. García Prieto y con el Sr. Canalejas, podría V. de palabra (ojala) o por escrito referirme a conversaciones aquí conmigo sobre estos dos proyectos (correspondencia y paquetes) que creo utilísimos y fácilmente realizables, reducidos a fórmulas concisas que no se presentaran a objeción, según yo le había explicado, y preguntar como cosa enteramente suya y patriótica curiosidad en qué estado se hallan. Si hay la menor duda, que me la digan y explicaré en el acto. Si V. quiere picar más alto también, miel sobre hojuelas» (Carta de Bernardo de Cólogan a R. Altamira, México, 3-VII-1910, IESJJA/LA). 99 Carta de Rafael Altamira a Luis Morote, Oviedo 23-VI-1910, AHUO/FRA, Caja V. Con esta epístola se adjuntaba un proyecto para liberar la circulación bibliográfica y de materiales de enseñanza entre España e Hispanoamérica.: Rafael Altamira, Proyecto de entrada franca de libros y materiales de enseñanza hispanoamericanos, Oviedo 23-VI-1910, AHUO/FRA, Caja V.
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Este asunto, pese a su buena recepción inicial, sería, sin embargo, bastante controvertido. Meses después de que Altamira expusiera esta idea ante Alfonso XIII, García Prieto contestaba a una carta de Altamira mostrando su renuencia al «proyecto de unificar la acción americanista administrativa y enlazarla con las iniciativas privadas». Altamira, en su informe al Rey, había propuesto en el apartado octavo el establecimiento de un «Centro oficial de Relaciones hispano-americanas» en Madrid, bajo la forma de un «Negociado, Sección, Dirección o como quiera llamársele, anejo a un Ministerio y con suficiente libertad y amplitud de horizonte para que no se convirtiese puramente en un rodaje burocrático de expediente vulgar».100 García Prieto creía que este tipo de organismo, amén de no tener auténticos equivalente internacionales,101 no era viable y causaría un descalabro burocrático.102 Al parecer Altamira, quizás desengañado respecto de la política oficial, se convenció, sea por los argumentos del Ministro o no,103 de que esta idea presentada ante Alfonso XIII no sería viable, ora 100
Altamira, 1911, pp. 591-593. Ante las referencias de Altamira de la existencia de antecedentes internacionales, García Prieto contrargumentaba que, salvo la oficina internacional de las Repúblicas Americanas de Washington —de carácter internacional y no propia de los EE.UU.— los ejemplos citados eran instituciones «de carácter social más bien que administrativas» y que, por lo tanto, tenían un equivalente español en la Unión Ibero-Americana «que ya el Estado subvenciona». La solución consistía para el Ministro en tratar que «dicha Unión haga una labor más intensa y amplia sirviendo de complemento y de estímulo al esfuerzo oficial, que tiene e el Consejo de Ministros y en las secciones competentes de los ministerios su unidad y coordinación ya establecidas» (Carta de Manuel García Prieto a R. Altamira, San Sebastián, 3-IX-1910, IESJJA/LA). 102 «porque las materias en que concretamente se desenvuelve la intervención del Estado en ese orden de ideas pertenecen a la competencia de órganos ya establecidos y cuyo funcionamiento requiere, a su vez, por razones importantes, que la integridad de sus atribuciones no se merme. Así sucede con el fomento de la exportación, las negociaciones mercantiles, la emigración y aún el envío de pensionados al extranjero. No sería posible ni ha estado seguramente en el ánimo de Vd. que las cuestiones pertenecientes a los distintos ramos enumerados se segreguen de las facultades de la Junta del comercio exterior, Consejo superior de emigración, Dirección de la Marina mercante, Junta de pensiones, etc. en cuanto se refieren a América ni que la obra del Centro técnico consultivo americanista reemplace a la de los agentes diplomáticos y consulares o a la de las secciones de Política y Comercio del Ministerio de Estado» (Carta de Manuel García Prieto a R. Altamira, San Sebastián, 3-IX-1910, IESJJA/LA). 103 En una carta posterior, Manuel García Prieto se congratulaba de que Altamira hubiera comprendido sus razones y compartiera sus opiniones acerca de las dificultades de reunir en un solo organismo administrativo los asuntos que tocan a la acción del Estado para el fomento de las relaciones con América. «Carta de Manuel García Prieto a R. Altamira, Madrid, 12-X-1910», en Asín, Moreno, Muñoz et al., 1987, p. 129. 101
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por resistencia burocrática, ora por intereses políticos de los sectores gobernantes. Así, pues, a poco que Altamira coronara su ascenso en la consideración pública y política, los síntomas eran un tanto inquietantes para un observador atento y ansioso como el alicantino, no tanto porque surgieran oposiciones solapadas a sus proyectos, sino, según él había previsto, por la indoblegable inercia del andamiaje burocrático español. Ya antes de que concluyera 1910, Altamira apuntaba que «no se había hecho nada todavía» del plan de Real Orden y proyectos para hacer realidad el crédito al intercambio universitario; el proyecto de escuelas de emigrantes; el crédito para la sección americanista de la Universidad de Oviedo; la franquicia para envíos bibliográficos; el auxilio a los estudiantes; y las reformas del Archivo de Indias.104 Así, pues, a poco de su retorno, Altamira pudo apreciar las dificultades que existían para hacer realidad su sueño americano. Bloqueada la creación de un ente americanista oficial, postergados casi todos los proyectos que habían sobrevivido a la expansión de la JAE, no es extraño que el alicantino comenzara a prestar mayor atención a las posibilidades de acción americanista que emanaban de las instituciones de la sociedad civil española, de las comunidades de emigrantes y que revalorizara las que se abrían desde el mundo académico. En este sentido, no debe extrañar que, desde entonces, Altamira explorara otras vías para la acción americanista. Una de ellas, era la de coordinar al fragmentado lobby americanista en sus reclamos al Estado. Así, no debe extrañar que Altamira diera su apoyo —al menos nominalmente— al proyecto federativo del dinámico grupo de americanistas catalanes de El Mercurio y la Casa de América de Barcelona (CAB). Esta propuesta defendía la necesidad de confederar a las asociaciones americanistas españolas en una suerte de «cámara» plurifuncional que se ocupara de integrar iniciativas comerciales y culturales en un plan integral de acción hispanoamericanista tanto en España como en América. Este proyecto, estaba impulsado por el publicista catalán Rafael Vehils y por Federico Rahola, que había visitado Argentina en 1904, en misión de promoción comercial y de reconocimiento del mercado argentino. 104 Notas de R. Altamira para servir de guía de reclamos y preguntas al Ministro de Instrucción Pública acerca de los proyectos derivados de la entrevista con el Rey y sobre «Cuestiones referentes a la Inspección», s/l y s/f (6 pp. redactadas probablemente entre septiembre y octubre de 1910), AFREM/FA (anteriormente: IEJGA/FA, II.FA.187).
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Como puede verse a través de los papeles de Altamira en Oviedo y Alicante,105 y de los archivos de la CAB, la constitución de esta federación tuvo, también, un trámite complejo y conflictivo que bien testimonia los obstáculos —internos y externos— con que el americanismo español se topaba, también en el ámbito de la sociedad civil, cuando se intentaba pasar de la retórica a los hechos. En este caso, la rivalidad regional, la torpeza en la gestión de la iniciativa, la indiferencia del Gobierno —y del propio Altamira— y la enconada defensa de prerrogativas por parte de la UIA, hirieron de muerte este proyecto, pese al compromiso que adquirieron con él la mayoría de las asociaciones americanistas españolas y al apoyo decidido que obtuvo de Rafael María de Labra.106 Una segunda línea de acción americanista apoyada por Altamira sería la propia de las comunidades de emigrantes españoles en América y en especial en Argentina. Allí podía apreciarse los mejores ejemplo, del dinamismo y de las convicciones patrióticas e hispanoamericanistas de los emigrantes: la fundación de la Institución Cultural Española (ICE) de Buenos Aires y la creación, a su cargo, de la Cátedra Menéndez y Pelayo. Altamira consideraba esta cátedra y las actividades de la ICE —impulsadas por sus conocidos y respetados dirigentes comunitarios Avelino Gutiérrez y Luis Méndez Calzada— como un ejemplo de lo que podía hacerse si el Estado no interfería y dejaba hacer a los americanistas españoles.107 Los años transcurridos demostraban que, pese a su gran aceptación, el ideal de intercambio universitario se topaba con dificultades de organización y de aplicación presupuestaria muy importantes, aun cuando el llamamiento individual de profesores o la fundación de cátedras en 105 Cartas de Rafael Vehils a R. Altamira, Barcelona, 1-VI-1911, 14-VI-1911, 7-X-1911, 9-IX-1911, 4-XI-1911, 15-XI-1911, 25-XI-1911, AHUO/FRA, Caja IV; Federico Rahola, «Proyecto de Bases Estatutarias de la Federación de Sociedades y Corporaciones Americanistas», Barcelona, 12-X-1911, AHUO/FRA, Caja V; Copia de Carta de Federico Rahola a Faustino Rodríguez de San Pedro, Barcelona, 21-XI-1911, AHUO/FRA, Caja IV; Copia de Carta de Faustino Rodríguez de San Pedro a Federico Rahola, Madrid, XI-1911, AHUO/FRA, Caja IV; Carta de Rafael María de Labra a R. Altamira, Madrid, s/f.., IESJJA/LA; Copia de la Carta de Rafael Vehils y Federico Rahola a Amalio Gimeno, Ministro de Instrucción Pública, Barcelona, 13-XI-1911, AHUO/FRA, Caja IV; «Proyecto de Bases Estatutarias de la Federación de Sociedades Americanistas», Barcelona, 7-X-1911, AHUO/FRA, Caja IV; «Orden del día de la “Asamblea” (4-XII-1911)», s/l, s/f, AHUO/FRA, Caja IV; Carta de Federico Rahola a R. Altamira, Barcelona, 27-XI-1911, AHUO/FRA, Caja IV. 106 Para un estudio más detallado de estos conflictos pueden consultarse tres publicaciones surgidas del cruce de nuestra investigación en los archivos de Oviedo y Alicante, y de la llevada a cabo por Gabriela Dalla Corte en los de Barcelona: Dalla Corte y Prado, 2005, 2006 y 2007. 107 Altamira, 1917, p. 52.
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centros exteriores o instituciones independientes fueran cada vez más corrientes. En este contexto, la creación de cátedras españolas —pagadas con fondos oficiales o privados— en las universidades extranjeras se mostraba como un instrumento formidable para regularizar la presencia intelectual española.108 Pese a esto, la labor de la ICE era poco conocida en España por culpa del «excesivo «interiorismo»» de la JAE que llevaba sus negocios de intercambio —éste incluido— casi en secreto.109 Comentando la conferencia dada por Gutiérrez en la Residencia de Estudiantes de Madrid, Altamira informaba al público español que la ICE costeaba una cátedra española modelo en la UBA, ocupada alternativamente por los profesores peninsulares oportunamente seleccionados por la JAE. La importancia de esta cátedra radicaba en que a través de ella se había logrado la regularización de la presencia académica española predicada por la UO y desatendida en reiteradas oportunidades por el Estado español.110 Para 1915, la Institución se había extendido a Montevideo y Santa Fe, y Altamira preveía que pronto cada universidad rioplatense podría tener una cátedra española dictada por un profesor español haciendo realidad lo que hasta entonces había parecido la utopía de unos pocos: «Eso es lo que inició la Universidad de Oviedo en 1909 y lo que entonces se hubiera podido conseguir si los Gobiernos españoles hubiesen comprendido la trascendencia de las relaciones docentes. Por fortuna la han comprendido los emigrantes españoles. Una vez nuestros «indianos» han visto de una manera práctica dónde está nuestro interés espiritual y han sabido servirle.»111 Altamira sentía legítima satisfacción al ver cómo la comunidad española había reunido en poco tiempo el capital necesario para poner en marcha esta iniciativa «que vengo divulgando hace años», presentándola en España ante muchos de los que, previamente, se habían mostrado escépticos o displicentes frente a su propia prédica. Indudablemente, el alicantino veía en el reconocimiento que se tributaba a Gutiérrez —un americanista práctico—, una reivindicación personal y grupal que confirmaba, además, sus propias ideas acerca de la rectificación de la hispa108 Ib., pp. 54-55. Para cubrir estas cátedras en países de otro idioma, Altamira consideraba imprescindible que el profesor conociera y hablara el idioma del país y que se cumpliera un requisito básico de «españolismo» tanto en las materias de estudio, como en el espíritu patriótico que debía reflejarse en una conducta leal para con España. 109 Altamira, 1921a, p. 97. 110 Ib., pp. 97-98. 111 Ib., p. 98.
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nofobia americana y del avance del medio intelectual hispanoamericano respecto «de los valores científicos de la cultura moderna».112 La ICE habría prestado, pues, «un enorme servicio acudiendo al remedio de un mal que ya en 1910 se veía venir: el abandono de las iniciativas anteriores; la falta de continuidad de los esfuerzos de unos pocos». Con la cátedra «Menéndez y Pelayo» se había asegurado, pues, esa continuidad, concretando rápidamente sin complicaciones burocráticas ni recelos ideológicos o facciosos «lo que probablemente a estas horas aún no habrían ni esbozado siquiera nuestros Gobiernos».113 Por último, una tercera vía para la acción americanista sería la que abrazaría personalmente el propio Altamira, una vez que concluyera su período al frente de la Dirección General de Primera Enseñanza: la académica. Desde que le fuera adjudicada la cátedra de Historia de las Instituciones políticas y civiles de América en el área de doctorado de la Facultad de Derecho y de Filosofía y Letras de la Universidad Central de Madrid, Altamira volvería a canalizar lo principal de sus actividades americanistas a través de un sólido trabajo científico y universitario. Así pues, cuatro años después de su periplo, el alicantino cosechaba sus últimos y más sólidos réditos,114 haciéndose con una cátedra especializada y capitalizando personal y académicamente, gracias a su perfil político moderado y a las simpatías que supo despertar en el monarca, en los políticos liberales e incluso entre ciertos conservadores «regeneracionistas». Altamira esperaba que esta intervención del Estado daría nuevo impulso al «gran movimiento de atención» americanista que se produjo en 1910 y que había tenido algunos efectos políticos por el interés del partido liberal gobernante. Pese a aquel buen comienzo, ese esfuerzo se había diluido en unos años por la falta de empuje de las «clases directoras» políticas e intelectuales, que no sentían «el problema americanista con la intensidad necesaria para poner grandes energías a su servicio».115 Así, el alicantino quiso ver en la creación de esta cátedra «una prueba de que el Gobierno español va percatándose de la trascendencia 112
Ib., p. 99. Ib., p. 106. 114 A mediados de 1911, Altamira había recibido otro beneficio diferido de su viaje americano, cuando el Gobierno mexicano le remitiera el diploma que acreditaba la concesión del doctorado honorario por la recientemente fundada Universidad Nacional de México. Véase: Carta de J.A. de Beistegui (de la Legación de México en España) a R. Altamira, Madrid, 28-VII-1911, IESJJA/LA. 115 Altamira, 1914, p. 5. 113
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que para nosotros tiene el estudio de América y, en general, la corriente americanista».116 Optimista, esperaba que esta cátedra se constituyera en un escalón preparatorio para el envío de pensionados superiores a América, de la cual saliera, además, un núcleo de profesionales, investigadores y docentes superiores, capaz de encauzar científicamente las relaciones hispanoamericanas y de resolver problemas reales como el de la «emigración irreflexiva» que empobrecía a España y perjudicaba a América. Altamira, que, en esencia, seguía siendo un docente e investigador universitario sin marcadas ambiciones políticas obtenía, de esta forma, una plataforma universitaria formidable para proseguir sus estudios, expandir sus contactos con el mundo intelectual americano y formar a nuevas generaciones de investigadores desde un centro prestigioso y más poderoso que el ovetense. Sin embargo, su lectura política del evento estaba más cerca de una expresión de deseos que de la observación descarnada de la realidad: era Altamira antes que el americanismo el que era reconocido y apuntalado con la instauración de la cátedra madrileña. En 1914, el alicantino tenía, sin dudas, muchos motivos para sentirse personalmente satisfecho, a no ser porque este inusual reconocimiento oficial a sus logros y perseverantes sugestiones, eran la contrapartida del absoluto marginamiento de la UO; de la frustración de los proyectos de Fermín Canella; de un visible estancamiento del programa americanista a nivel de la gran política y de la marginación de los intelectuales de aquellos ámbitos de decisión que afectaban a las relaciones hispanoamericanas. Pese a las satisfacciones legítimas que debió producir a su beneficiario, este reconocimiento público de su autoridad intelectual y la demostración de la alta estima que se le tenía en los círculos del poder, tenía, al menos simbólicamente, algo de dulce destierro. Desde entonces y hasta 1936 en que se jubilara, la cátedra madrileña sería la base principal desde la cual Altamira continuaría sus actividades americanistas, centradas, desde entonces, en la investigación histórico-jurídica y en la formación de recursos humanos que consolidaran la tarea de intercambio intelectual indiciada por él mismo en el Viaje Americanista de 1909-1910 y que devolvieran al americanismo español el esplendor y el dinamismo perdido.117
116 «Una nueva cátedra americanista», Diario de Alicante, año VIII, n.º 2319, Alicante, 21-XII-1914. 117 Un panorama de la labor de Altamira en su cátedra madrileña —estudiada con mayor detenimiento y detalle en nuestra Tesis doctoral— puede verse en Prado, 2007.
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Llegados al punto, final ya, de esta investigación, resultará útil realizar un rápido repaso de lo aquí expuesto. Comenzábamos este estudio exponiendo el intenso despliegue de actividades de Rafael Altamira durante su casi olvidado periplo americano y la insólita repercusión que éste tuvo en los círculos del poder, en los sectores intelectuales y en las colonias españolas de las repúblicas que lo acogieron y, sobre todo, en la República Argentina. Repercusiones casi unánimemente positivas que fueron amplificándose a medida que el viajero avanzaba hacia Cuba y que tendrían su clímax, casi un año más tarde, en su festejado retorno a España. Estos inesperados éxitos americanos, apenas empañados por algunas reacciones negativas aisladas, nos suscitaba un interrogante fundamental que inquiría acerca de las razones de aquellos triunfos. Triunfos en gran medida sorprendentes, si tomábamos en cuenta que este viajero no era un literato afamado, un comediante popular, ni un caudillo político, sino un simple catedrático de Historia del Derecho de una universidad periférica de la Península. Si esta empresa americanista resultaba un fenómeno digno de ser estudiado, ello no se debía al espectáculo pintoresco de que la policía hubiera tenido que contener, en más de una ocasión, al público corriente que quería escuchar al «sabio español» disertando sobre temáticas tan abstrusas como especializadas, sino a lo extraordinario que resultaba comprobar cómo la elite política, social e intelectual latinoamericana y, en especial, la rioplatense, se rendía —en este caso por primera vez— ante la palabra y la presencia de un español. Pero instalarse en la sorpresa sólo puede interesar a aquellos que no desean realizar una aproximación historiográfica del asunto o pretende solazarse en el festejo o la descalificación del objeto o personaje estudiado. Así, después de exponer el fenómeno en sus actos y en sus efectos inmediatos y pasar revista a la historiografía del Viaje Americanista, en
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el primer capítulo, hemos avanzado en el segundo, en la reconstrucción del proyecto, desde sus antecedentes en el Desastre hasta su compleja logística; desde su fundamentación ideológica hasta su organización práctica; desde sus propuestas y estrategias de intervención hasta los desempeños de sus dos principales protagonistas. Reconstruido aquello que hemos denominado como el contexto de emisión del mensaje americanista ovetense y habiendo comprobado que éste, por sí solo, no puede resolver nuestros interrogantes, hemos pasado en el tercer capítulo a observar, a partir del caso representado por la escala más productiva y relevante de aquel Viaje Americanista, cómo fue recibido Altamira en el terreno americano. La restitución de la dimensión americana de este acontecimiento «americanista» resultaba, pues, capital para comprender el significado de esta empresa y las razones de su éxito. Pero para ello también era necesario superar el enfoque propuesto desde la bibliografía española. Si bien es innegable que, en ciernes de los centenarios americanos, podía observarse una tendencia continental favorable a una revisión de las relaciones con España, y que esta tendencia estaba genéricamente relacionada con una necesidad de reafirmar una identidad cultural, es un hecho que cada país recibió a Altamira de forma diferente de acuerdo con sus diferentes circunstancias políticas e ideológicas. Así, centrarnos en la experiencia argentina nos ha permitido, por un lado, romper con el extendido supuesto de que la reconciliación con España y las respuestas positivas de los países americanos a las propuestas del hispanismo liberal, tuvieron todas ellas la misma raíz: el unánime y atemorizado rechazo al imperialismo norteamericano. Por otro lado, nos ha permitido comprobar la sinergia que operó, entonces, entre la sólida y factible propuesta de la UO, lo adecuado del discurso académico y científico que llevó a las universidades rioplatenses, la claridad de la estrategia social y el exquisito comportamiento diplomático de Altamira, y el influjo de las redes informales y cosmopolitas que conectaban a los intelectuales reformistas españoles y argentinos. Sinergia que aseguró el éxito del alicantino ante todos sus auditorios —tanto sociales, como científicos y políticos— y le permitió captar la atención de todos sus interlocutores, fueran éstos miembros de la elite oligárquica, de la clase obrera, de la intelectualidad universitaria, del periodismo, del cuerpo diplomático español o de la anónima masa de emigrantes españoles que, acicateados por sus líderes étnicos, colaboraron con su encumbramiento. Habiendo avanzado, pues, en la reconstrucción del contexto de recepción del mensaje americanista a través de un estudio de caso —en el que no sólo hemos considerado la coyuntura política, ideológica, social y
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demográfica, sino también la propia de la historiografía en que impactó su discurso—, hemos pasado a un último capítulo en el que observamos las repercusiones que tuvo en España el éxito de Altamira y las polémicas que plantearon sus enemigos ideológicos, tanto en la Península como en el Caribe. Así, hemos podido ver cómo, paradójicamente, la coronación del triunfo americano de Altamira en su país, con baños de masas, condecoraciones, felicitaciones del Rey y nombramientos en altos cargos incluidos, se cerraría en mayo de 1910, con la inmediata y completa derrota del proyecto de la UO; con el avance de la administración ministerial sobre la gestión del intercambio intelectual con Latinoamérica a través de la JAE y con el refugio de Altamira en el ámbito académico y universitario, desde donde proseguiría, por otros rumbos, su prédica americanista. Llegados a este punto, se nos permitirá arriesgar algunas afirmaciones que quizás puedan estimular objeciones o nuevos interrogantes que permitan seguir avanzando en la comprensión del proceso de la reconstitución de las relaciones intelectuales iberoamericanas e hispanoargentinas. Lo primero que debe decirse es que el Viaje Americanista ovetense protagonizado por Rafael Altamira debería ser visto, ya sin cortapisas, como un punto de inflexión positivo en el complejo y conflictivo proceso de desarrollo de las relaciones intelectuales iberoamericanas y, en especial, de las hispanoargentinas. Vista en su contexto histórico e intelectual —signado por el progreso acelerado, la consolidación del régimen liberal, la apertura de canales de reforma social y política, y el impacto de las migraciones masivas con su respuesta intelectual «nacionalista»—, la misión de Altamira no podía ser reducida ya, a un hecho extravagante o pintoresco. Por el contrario, teniendo en cuenta todas estas cuestiones manifestadas con toda su crudeza en el Centenario argentino, la exitosa empresa ovetense toma la dimensión de un fenómeno crucial en ese proceso de reconciliación intelectual, al representar un punto de inflexión en la tendencia que, desde el primer cuarto del siglo XIX, dominó el pensamiento rioplatense, imponiendo la idea de que las condiciones del progreso nacional estaban en el repudio del legado cultural español. Señalar con tanta precisión la manifestación de un turning point en la historia intelectual en relación con —no como consecuencia exclusiva de— un acontecimiento preciso y, más aún, con el influjo de un individuo, es ciertamente arriesgado. Al proponer esto, nos hemos expuesto, ciertamente, a que se nos confronte con argumentos que pretendan resolver todo recurriendo a la lógica de la «estructura» o, desde otro punto de
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vista, con otros que rescaten otros hechos y otros personajes anteriores para «probar» que el cambio de tendencia que aquí argumentamos respondió a la acción de otros individuos y al influjo de otros proyectos. De ahí que sea conveniente, por un lado, recordar que no se ha pretendido aquí marginar los factores estructurales del contexto sino, por el contrario, rescatarlos y revalorizarlos, para poder comprender el impacto coyuntural decisivo de las ideas y de las acciones de los grupos e individuos; y, por otro, aclarar que nuestra hipótesis general no supone que ignoremos ni despreciemos el aporte previo y posterior de otros intelectuales españoles al acercamiento hispanoargentino. Si el Viaje de Altamira fue un punto de inflexión, ello no se debió a que su protagonista fuera, casi en nada, el primero. No fue, obviamente, el primer español en acudir al Plata e influir en su modernización, como lo atestigua la temprana y calificada emigración de republicanos. No fue el primero en escribir sobre Argentina, como lo demuestra la legión de periodistas peninsulares que escribían en el país y oficiaban como corresponsales de medios españoles. No fue el primero en preocuparse de cuestiones pedagógicas, teniendo en vista los miles de compatriotas suyos que se desempeñaban como maestros o profesores. No fue el primero en disertar ante el cosmopolita público porteño, porque en ello fue precedido por polígrafos y literatos de distinto pelaje y ni siquiera tuvo el honor de ser el primero en ser recibido por un Presidente de la Nación. Cualquiera sea, pues, la noción de intelectual que manejemos, es un hecho que Altamira no fue el primero de los españoles de esa especie en dejar huella en el país, ni tampoco el primero —intelectual o no— en cosechar un rotundo éxito personal, teniendo en cuenta lo relativo que puede resultar este concepto. Ahora bien, ¿significa esto que la campaña de Altamira puede ser subordinada o equiparada a las que protagonizaron Federico Rahola, Eva Canel o Vicente Blasco Ibáñez, por poner algunos ejemplos relevantes? Creemos que no. Pese a reconocer lo importante de estas expediciones y sus protagonistas, sus inmediatos propósitos políticos, comerciales y literarios; sus explícitas inscripciones ideológicas reaccionarias o radicalizadas; el público ideal —netamente español, en la mayoría de los casos— que definieron para su discurso; la ausencia de un proyecto panhispanista integral respaldando sus iniciativas, propuestas e intervenciones y su escasa o nula repercusión de sus ideas o de su personalidad en la elite argentina, diferencian decisivamente sus experiencias de la protagonizada por Altamira en 1909. De ahí que no sea temerario afirmar que el alicantino fue el primer intelectual español investido de una representatividad académica que,
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habiendo llegado al Plata por un acuerdo interuniversitario, obtuvo un reconocimiento unánime y entusiasta por parte de la elite sociopolítica e intelectual, los claustros universitarios, el estudiantado, los docentes primarios y secundarios, la prensa y los obreros sindicados, sin dejar de movilizar tras de sí a la comunidad española y a los diplomáticos peninsulares. La magnitud de este éxito inicial fue tal que no sólo le abriría las puertas de las otras naciones americanas, sino que le permitiría convertirse, en aquella coyuntura, en un interlocutor privilegiado de los sectores reformistas de la elite rioplatense y mexicana que negociarían con él, ya sea desde el poder o desde las universidades, futuros acuerdos de colaboración intelectual e intercambio de recursos humanos y materiales. Auténtico fenómeno histórico, no debemos olvidar que el Viaje Americanista fue, también, el resultado de una empresa institucionalmente organizada; el producto de una acción meditada y planificada por individuos; el fruto de la ejecución prolija y responsable de un programa. De allí que convenga recordar que, al estudiar estos hechos y otros relacionados con las relaciones entre España y América, no nos enfrentamos a la irrupción de hechos naturales, ni siquiera social o humanamente inevitables, sino a las consecuencias de intervenciones decididas de grupos e individuos que, inspirados por ideas y movilizados por intereses, desplegaron unas acciones positivas que contribuirían a modificar su presente y que tendrían consecuencias perdurables en el tiempo. Así pues, la empresa ovetense debe ser vista, también, en el contexto de la historia de las relaciones intelectuales hispanoargentinas, como un auténtico paradigma, como un modelo de acción ejemplar que, en su aplicación efectiva, incidió decisivamente en el definitivo quiebre de la hegemonía hispanófoba en la ideología rioplatense y en el re-establecimiento del contacto entre ambos mundos culturales, quebrado a raíz de la Revolución de Mayo y proscripto ideológicamente por los fundadores de la nacionalidad argentina. Un paradigma de acción intelectual en el que confluyeron, armónicamente, determinados elementos, y de los cuales, gracias a su hábil administración, y al timing demostrado por sus valedores en el aprovechamiento de una coyuntura favorable, devendría la eficacia final del experimento y los resultados positivos obtenidos en el terreno académico, político y diplomático. El viaje americanista fue una innovadora y audaz iniciativa española que conjugó una serie de elementos: a) unas condiciones autárquicas y la independencia política de la empresa, enteramente diseñada en el ámbito universitario y al margen de la ingerencia estatal; b) el pleno respaldo institucional académico y universitario de la misión desde su punto de
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origen; c) la idoneidad profesional, excelencia académica y especialización comprobables del representante elegido en materia americanista, historiográfica y jurídica, así como sus dotes sociales y diplomáticas excepcionales y su amplia cultura humanista y general; d) la inscripción prioritaramente pedagógica y universitaria de la misión; e) la aplicación de enseñanzas y proyectos de colaboración a campos de interés compartidos y de primera importancia en la agenda política argentina; f) el talante liberal-reformista de la misión y el delegado; g) el respaldo ideológico de un programa integral de redefinición de las relaciones hispanoamericanas, de cuya lógica emanó un discurso sensato y equilibrado, basado en valores de cooperación internacional y de atención a intereses comunes; h) la adecuación a las líneas de desarrollo de los contextos políticos e intelectuales español y argentino; i) la definición de las elites sociales y políticas dominantes como interlocutor privilegiado del mensaje americanista; y j) la obtención del respaldo y colaboración de la colonia emigrante y de los diplomáticos españoles gracias a la postergación de cualquier partidismo peninsular. Volver la mirada sobre la acción de los individuos es, pues, imprescindible, aun cuando, reiteramos, ello no signifique reincidir en una historia de «grandes hombres». La respuesta que hemos propuesto aquí intenta explicar ese éxito refiriéndolo a un contexto definido por la conjunción de situaciones sociales y políticas de la sociedad argentina de principios de siglo, de determinadas características de su campo intelectual y cultural y de la evolución de su historiografía. Ante este contexto, un discurso histórico-cientificista, pedagogista y normativo de la Historiografía; orientado por un ideal patriótico amplio y humanista capaz de articularse en un hispanismo liberal, socialmente progresista, intelectualmente modernizador y políticamente respetuoso de las diversas identidades nacionales del mundo hispanoamericano, como el que portaba Altamira, logró captar la atención de varios referentes de las clases gobernantes y de ciertos grupos de intelectuales provenientes de las nuevas generaciones de la elite y de los emergentes sectores medios. En este sentido, las demandas intelectuales y políticas de estos grupos encontraron en el horizonte del hispanismo liberal una serie de respuestas capaces de legitimar sus agresivas y ambiciosas iniciativas. Iniciativas tendientes a obtener para sí una posición hegemónica en el espacio historiográfico a través de una completa reestructuración del mismo, adecuada a la redefinición de la política cultural argentina y al desarrollo experimentado por su campo intelectual en el primer cuarto del siglo XX.
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Si el medio político e intelectual rioplatense estaba preparado para valorar positivamente los méritos personales y habilidades diplomáticas de Rafael Altamira, ello no significaba que su medio universitario hubiera celebrado en aquella ocasión cualquier tipo de discurso que propusiera el viajero. En efecto, pese a que la evolución del contexto sociocultural resultó determinante para asegurar la recepción entusiasta del discurso de Altamira en la sociedad argentina, ello no significa que sus estrategias pedagógicas, sus compromisos doctrinales y sus contenidos efectivos fueran irrelevantes a la hora explicar su éxito académico. Si la misma Universidad de Oviedo, por alguna circunstancia ficticia y descabellada, hubiera hecho suya la certeza de la perfecta homogeneidad del Claustro que un siglo después han experimentado muchos estudiosos asturianos; y, en consecuencia, hubiera enviado como delegado a la UNLP y al resto de América a alguno de sus profesores tradicionalistas, muy otra hubiera sido la historia que aquí deberíamos haber escrito. Teniendo en cuenta esto y el perfil intelectual e ideológico de Altamira, cabe postular que el mérito de Rafael Altamira y Fermín Canella fue el de saber capitalizar la experiencia de los fallos previos de la política americanista para diseñar y administrar eficazmente este modelo de acción americanista que se demostró, en todo momento, como un instrumento formidable para regenerar el vínculo intelectual hispanoargentino y contribuir a fortalecer las relaciones bilaterales en general. El fracaso comparativo o la irrelevancia histórica de experiencias anteriores o coetáneas basadas en otros modelos de intervención deberían hacernos revalorizar el proyecto ovetense como una iniciativa de primer orden en materia de política intelectual y de diplomática práctica. ¿Cómo no ponderar la importancia de este feliz experimento cuando podemos comprobar que hasta entonces habían fracasado todos los llamamientos a intelectuales americanos a integrarse subordinadamente a empresas culturales o intelectuales españolas; todas las convocatorias a fundar universidades «hispanoamericanas» en la Península; todos los intentos de atraer docentes y estudiantes argentinos a congresos y universidades peninsulares? ¿Cómo no ponderar su relevancia cuando observamos el nulo entusiasmo que despertaron las escasas misiones comerciales y los proyectos de acuerdos especiales de intercambio entre ambos países; los llamamientos oficiales o privados a la colaboración en cualquiera de los terrenos de las relaciones bilaterales? ¿Cómo no ponderar el Viaje de Altamira cuando advertimos la intrascendencia que para la evolución de las ideas argentinas y de la historia de sus disciplinas científicas o géneros literarios, tuvieron las conferencias aisladas de figuras del mundo cultural español organizadas a modo de espectáculo por cier-
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tas empresas comerciales? ¿Cómo no reparar en la importancia de la misión ovetense cuando nos percatamos de que, para torcer la desconfianza rioplatense hacia el mundo intelectual español, nunca bastó la prédica españolista en los periódicos, ni el ejercicio profesional de miles de docentes o periodistas de esa nacionalidad, ni el asentamiento y prosperidad de cientos de miles de gallegos, asturianos, vascos, catalanes y castellanos? Pero si podemos hablar de la empresa americanista ovetense como paradigma, es porque constituyó, también, un modelo de referencia para la acción de los inmediatos continuadores de Altamira, que, desde Adolfo Posada y, en alguna medida, hasta la «primera venida» de Ortega y Gasset, transitaron por los carriles abiertos por el alicantino. Lo exitoso de este modelo de intervención, plenamente adecuado a una coyuntura promisoria, pero aún hostil y renuente a la regularización del intercambio intelectual hispanoargentino, no sólo se evidenció en el espectacular cambio respecto de la consideración de España que en pocos años podía observarse en el ambiente intelectual, universitario y científico rioplatenses, sino en su propio y rápido agotamiento. En efecto, diseñado para abrir una brecha en una coyuntura precisa, el modelo del «viaje» y la «embajada intelectual», de la «visita» del «sabio», del «notable», del «adelantado cultural», llevaba en su éxito, en la acogida positiva de sus propuestas, las condiciones mismas de su superación y reemplazo. Así pues, a poco que Altamira triunfara en Argentina, se verificaría la conformación de un modelo de cooperación estable capaz de promover y administrar eficazmente la regularización del intercambio intelectual; de garantizar el fin de la excepcionalidad del comercio ideológico y de las irrupciones sorpresivas y sorprendentes de la España moderna y progresista en el Plata, tal como se verificara en 1909. Este modelo sustituto no fue diseñado ni sostenido, como hubiera pensado o deseado en un inicio Altamira, por los Estados, ni por las universidades españolas o argentinas, ni por las academias oficiales o asociaciones civiles específicamente ocupadas de la enseñanza o la investigación —aun cuando contó de una u otra forma, con la colaboración y el concurso de todos ellos—, sino por los sectores dirigentes de la colonia española en el Río de la Plata. Sectores progresistas concretos e identificables reunidos en torno de la familia Calzada y de Avelino Gutiérrez que recibieron y apoyaron activamente la misión de Altamira y la de Posada; que compartieron con el alicantino y con su entorno ovetense valores, ideologías y relaciones dentro de una red intelectual y social cosmopolita; que comprendieron la importancia de regenerar las relaciones intelectuales como una forma de garantizar el fortalecimiento de
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los vínculos culturales y de todos los otros que se fueron recuperando y estableciendo desde mediados del siglo XIX. Éste fue el modelo que inspiró la fundación y actividad de la ICE en Buenos Aires, un verdadero puente construido y gestionado por los españoles en la sociedad civil argentina que, tras el objetivo inmediato de llevar regularmente altos representantes de las ciencias españolas a las aulas argentinas, lograron crear circuitos y rutinas de intercambio entre los intelectuales de ambos países y un espacio para coordinar esfuerzos de instituciones intelectuales y pedagógicas de la Península y el Río de la Plata. Modelo que, en los lustros siguientes, se exportaría a varios países latinoamericanos y que funcionaría, con mayor o menor eficacia, hasta que los Estados y sus aparatos universitarios y de investigación asumieron, en fecha relativamente tardía, el sostenimiento de lo esencial de este intercambio intelectual. Un intercambio que, con el tiempo y afortunadamente, hallaría canales alternativos para desarrollarse, a través de la promoción y financiamiento de otras instituciones de la sociedad civil y las organizaciones no gubernamentales. En todo caso, aspiramos a que esta investigación haya logrado demostrar la importancia decisiva que tuvo el Viaje Americanista de Rafael Altamira y la decidida acción de un puñado de hombres que, desde Oviedo, Vigo, Madrid, La Plata, Buenos Aires, Montevideo, Lima, Santiago de Chile, México y La Habana, se conjuraron en vísperas de los Centenarios para quebrar la tendencia ideológica secular que mantenía alejados a los mundos intelectuales de España y América, regenerando vínculos y reestableciendo un diálogo que, desde entonces, y pese a todas las dificultades con que se toparía durante los siguientes cien años, no volvería a extraviarse.
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CONSULTADOS
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Colección América
CONSEJO SUPERIOR DE INVESTIGACIONES CIENTÍFICAS
(títulos publicados):
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Historia e Histografía del proyecto americanista de la Universidad de Oviedo
GUSTAVO H. PRADO
Rafael Altamira en América (1909-1910)
1- Patrones, clientes y amigos. El poder burocrático indiano en la España del siglo XVIII. Victor Peralta Ruiz. 2- El terremoto de Manila de 1863. Medida políticas y económicas. Susana María Ramírez Martín. 3- América desde otra frontera. La Guayana Holandesa (Surinam): 1680-1795. Ana Crespo Solana. 4- «A pesar del gobierno». Españoles en el Perú, 1879-1939. Ascensión Martínez Riaza. 5- Relaciones de Solidaridad y Estrategia de Reproducción Social en la Familia Popular del Chile Tradicional (1750-1860). Igor Goicovic Donoso. 6- Etnogénesis, hibridación y consolidación de la identidad del Pueblo Miskitu. Claudia García. 7- Mentalidades y políticas Wingka: pueblo Mapuche, entre golpe y golpe (de Ibáñez a Pinochet). Augusto Samaniego Mesías y Carlos Ruiz Rodríguez. 8- Las Haciendas públicas en el Caribe hispano durante el siglo XIX. Inés Roldán de Montaud (ed.) 9- Historias de acá. Trayectoria migratoria de los argentinos en España. Elda González Martínez y Asunción Merino Hernando. 10- Piezas de etnohistoria del sur sudamericano. Martha Bechis. 11- Rafael Altamira en América (1909-1910) Historia e Histografía del proyecto americanista de la Universidad de Oviedo Gustavo H. Prado.
Rafael Altamira en América (1909-1910) Historia e Histografía del proyecto americanista de la Universidad de Oviedo
ustavo H. Prado nació en Buenos Aires en 1967. Es licenciado en Historia por la Universidad de Buenos Aires y Doctor por la Universidad de Oviedo. Ha recibido el apoyo de la AECI-ICI y de la FICyT para desarrollar sus investigaciones pre y postdoctorales en Asturias y Santiago de Compostela. La mayor parte de sus estudios están relacionados con la historia intelectual contemporánea y la historia de la Historiografía; especializándose en el movimiento americanista español y en la trayectoria de uno de sus principales referentes, el historiador Rafael Altamira. Ha realizado numerosas contribuciones en congresos internacionales y publicaciones científicas (Revista de Indias, Anuario de Estudios Americanos, Estudios del Siglo XVIII y Estudios Migratorios Latinoamericanos); ha colaborado en diversas obras colectivas de estas temáticas junto a otros historiadores españoles y argentinos; y es autor del libro El Grupo de Oviedo en la Historiografía y la controvertida memoria del krausoinstitucionismo asturiano (Oviedo, KRK, 2008).
G
En 1910, la opinión pública española fue conmovida por una serie de acontecimientos que tenían como protagonista a un profesor prácticamente desconocido fuera de los estrechos círculos intelectuales de la época. Para sorpresa de periodistas y políticos, miles de personas se echaron a la calle en Coruña, Santander, Alicante y Oviedo para recibir a Rafael Altamira y Crevea, catedrático de Historia del Derecho de la Universidad de Oviedo, tras su triunfal periplo por el Nuevo Mundo. Enviado a América por su universidad con el propósito de trabar acuerdos regulares de intercambio con las casas de altos estudios argentinas, uruguayas, chilenas, peruanas, mexicanas y cubanas, su éxito rebasaría la esfera académica para impactar en la sociedad civil y el mundo político. En efecto, Altamira no sólo dictaría cátedra y obtendría doctorados honoris causa, sino que pronunciaría decenas de conferencias en sociedades obreras y de educación popular; sería recibido por ministros de instrucción y por seis jefes de Estado; tendría presencia cotidiana en la prensa y disfrutaría del festejo de entusiastas muchedumbres en las calles de Montevideo, Lima, Mérida y La Habana. La recuperación historiográfica de este fenómeno sorpresivo y extraordinario —cuya memoria fue desdibujándose a lo largo del siglo XX— sólo puede ser fructífera si observamos el contexto de recepción del mensaje americanista y no solo sus estímulos y condicionantes españoles; y si estamos dispuestos a plantear ciertos interrogantes. ¿Por qué triunfó Altamira en un mundo intelectual tradicionalmente hispanófobo? ¿Quiénes fueron sus principales interlocutores? ¿Cómo logró seducir simultáneamente a elites gobernantes y a los sectores reformistas, sin enajenarse el apoyo de obreros, estudiantes, intelectuales y educadores populares y encolumnando tras de sí tanto a la emigración republicana española y a los desconfiados diplomáticos de la Restauración? Para responder estas preguntas y comprender el proyecto americanista de Altamira, debemos observar aquel Viaje no ya como una mera anécdota, sino como el evento inaugural de una prometedora era de relaciones intelectuales entre España y América, orientada por una concepción liberal del americanismo español y del hispanismo americano.
GUSTAVO H. PRADO Ilustración de cubierta: Alicante, abril de 1910, recibimiento popular a Rafael Altamira en Alicante, a su vuelta de América.
CSIC
COLECCIÓN AMÉRICA