¿Quién teme a lo queer? [1 ed.] 8412377370, 9788412377378


192 70 723KB

Spanish Pages 184 [93] Year 2021

Report DMCA / Copyright

DOWNLOAD PDF FILE

Recommend Papers

¿Quién teme a lo queer? [1 ed.]
 8412377370, 9788412377378

  • 0 0 0
  • Like this paper and download? You can publish your own PDF file online for free in a few minutes! Sign Up
File loading please wait...
Citation preview

¿Quién teme a lo queer? Víctor Mora

¿Quién teme a lo queer? Prólogo: Carmen González Marín Interludio: Gracia Trujillo

Víctor Mora, ¿Quién teme a lo queer?, Editorial Continta Me Tienes, colección La pasión de Mary Read, serie #Cuerpas, septiembre de 2021 Edición a cargo de Sandra Cendal 216 pp., 13 x 18 cm. Depósito legal: NA 1168-2021 ISBN:978-84-123773-7-8 IBIC:QDTS: Filosofía social y política

Continta Me Tienes

C/ Belmonte de Tajo 55, 3° C 28019, Madrid 91 469 35 12 Colección La pasión de Mary Read, nº 29 www.contintametienes.com [email protected] www.facebook.com/ContintaMeTienes @Continta_mt Los textos son propiedad de su autor. © de esta edición: Continta Me Tienes Diseño de colección: Marta Azparren © Del prólogo: Carmen González Marín © Del interludio: Gracia Trujillo 1

¿Quién teme a lo queer? Víctor Mora Índice Prólogo, Prefacio: El mundo que ya no existe a. taxonomías. lechones y sirenas b. orientaciones radicales. cuerpos al borde de un ataque político c. animales biopolíticos. la carne insumisa. la casa de la diferencia d. cuerpo, lenguaje y error 1. Un texto propio. Política y lenguaje a. en el punto de partida b. conmemoración, crítica y capital. el límite de las minorías políticas. narrativas para la memoria y la esperanza c. un cuerpo siempre dice la verdad. tecnologías de la violencia. género y fracaso d. la increíble usurpación. contra todo lo que fluye (fascismo vs. queer). fetiches y dramas. de lo seco y lo húmedo Interludio: Visite nuestro (queer) bar Gracia Trujillo 2. Cuerpos en fuga. Afectos inabarcables a. un conjunto de órganos fragmentados. alosexismo, fetiches y espejos. lo que somos b. escándalo. perder las formas, las normas y la razón. el vacío, martha y george c. cuerpos al borde. cuerpos que se pavonean. de tocar aviones con las manos Posfacio: Bibliografía

3 9

9

13

18 26 30 30

33

40

48 56

61

65

77 79 82

2

Prólogo, por Carmen González Marín De miedos, malentendidos y recuerdos de viejos problemas

La pregunta que da título al libro de Victor Mora induce a pensar que lo queer podría producir algo más que inquietud. De hecho, esa pregunta nada retórica tiene ciertamente una respuesta inmediata. Hay temor ante lo queer, sería la respuesta, y entre quienes lo temen no hay solamente conservadores que ven con suspicacia los efectos que cierta queerness podría llegar a producir en el seno de nuestras instituciones, sino también, al parecer, y por razones distintas, algunas feministas.

Eso que se percibe como peligro en lo queer es la consecuencia de llamar la atención acerca de algo que sabemos, por otra parte, desde hace tiempo, lo que denominaría la «fuerza normativa de las taxonomías. Que necesitamos clasificar los objetos del mundo es una evidencia; sin clasificaciones, sin taxonomías, la realidad sería informe, desordenada, y tendríamos dificultades para llegar a comprender algo. Las clasificaciones, las taxonomías, son una herramienta indispensable para atrapar lo que nos rodea. Ahora bien, las clasificaciones o las taxonomías no son inocentes, no necesariamente en un sentido moral. En otros términos, no son neutrales, ni tampoco carecen de consecuencias más allá del buen servicio que pueden hacer a la epistemología. Si tiene sentido hablar de fuerza normativa en este caso es precisamente porque la manera en que se define qué individuos entran a formar parte de una clase u otra, define a su vez, al menos en ciertos casos, su estatus. La epistemología tiene concomitancias que podríamos denominar políticas en este sentido.

Cuando clasificamos a los seres humanos en dos y solo dos categorías, masculino y femenino, estamos asumiendo que no hay individuos intermedios, o, en otros términos, que las propiedades que tomamos como relevantes en cada una de las dos categorías son recíprocamente excluyentes. Al mismo tiempo, se ha supuesto que las propiedades que ostentan esos dos tipos de individuos definen formas de vida, maneras de estar en el mundo y expectativas en consecuencia para cada uno de ellos-formas de vida, maneras de estar o expectativas que no son intercambiables, por cierto, y que ni siquiera podrían llegar a mezclarse.

3

Contamos con ejemplos palmarios de esta versión del binarismo. Claude Lévi-Strauss publica un ensayo en el año 1956 titulado La Familia. En él afirma que la división sexual del trabajo es una herramienta que previene de la homosexualidad; y si tal descripción es aceptable lo es justamente porque la división del trabajo se fundamenta en una clasificación binarista de los individuos humanos, de tal modo que las tareas de uno y otro género son incompatibles porque supuestamente se definen por su naturaleza, a su vez definida por propiedades reciprocamente excluyentes. De ese modo, no puede haber parejas del mismo sexo, puesto que nadie cumpliria ciertas funciones. La naturalización de la división del trabajo solo es una expresión más de la misma estrategia que se observa en otros ámbitos. Las propiedades y, por ello, las tareas de cada uno de los dos sexos, se naturalizan y eso tiene una consecuencia doble, aquello que no cuadra bien con la versión binarista se convierte en monstruoso, y debe ser excluido; la posibilidad de mezclar propiedades o tareas es radicalmente negada. Porque asumimos que la naturaleza lo hace todo bien a la manera aristotélica, y eso significa que algo como una pureza sexual y de género debe ser el estándar. El binarismo como modelo exclusivo para comprender a los seres humanos acaba siendo responsable de formas de olvido, de exclusión o incluso de violencia de diferentes tipos para todos aquellos individuos que no representan propiamente ese modelo estándar.

¿Quién teme, pues, a lo queer? Quien se aferra al binarismo, y se aferra a ello porque cree que solo una clasificación nítidamente binaria es natural. Hay, en mi opinión, dos errores tras ese miedo. El primero es el que acabo de mencionar; el segundo, dar un valor y un sentido inapropiado a aquello que sustenta la teoría queer. Una genealogia de la teoria queer da cuenta de una transformación fundamental en lo que respecta a las relaciones del sexo y el género, o en otros términos, nos enseñia lo que podemos denominar la invención o el descubrimiento del género. Desde Simone de Beauvoir a Monique Wittig, y de esta a Judith Butler, hemos asistido a una progresiva modificación de la consideración del sexo y el género y de las relaciones entre uno y otro.

En tres momentos distintos, pero perfectamente alineados, vemos cómo inicialmente sexo y género se separan y los procesos emancipatorios se focalizan en el género; en un segundo momento, el sexo pasa a pensarse como una categoria política; y en el tercero sexo y género

4

vuelven a compartir terreno, pero en el sentido contrario al que mostró De Beauvoir: el sexo siempre está generizado, y lo que somos como seres con género no tiene más sustrato que las prácticas discursivas. La consecuencia, al parecer, es que la biología se olvida, y no es una consecuencia errónea. Utilizando una expresión foucaultiana, no hay un sexo verdadero. Sin embargo, ese olvido no necesariamente debería ser motivo de escándalo.

No debería ser motivo de escándalo, aunque es la razón principal del temor a lo queer, si es que tal temor se da de hecho. La teoría queer no es una teoría científica, ni trata de describir cómo son las cosas desde el punto de vista de la naturaleza, o al menos no debería interpretarse de esa manera. De un modo muy simple, podríamos decir que la teoría queer simplemente muestra un horizonte utópico en cierto sentido, en el que las determinaciones identitarias queden superadas. En este sentido el miedo a lo queer es un miedo injustificado, como lo han sido históricamente otros miedos. Mutatis mutandis, naturalmente, la suspicacia frente a las creencias religiosas porque nos alejan de la verdad científica se apoyaba o se apoyan, si es que pervive el mismo tipo de miedo, a saber, en la suplantación de un sistema de creencias verificadas o verificables por otro plagado de errores o de un cuerpo de doctrina solo basado en supersticiones. En el caso de lo queer, se instala obviamente el temor a ver suplantada una verdad biológica por una teoría que se olvida de la naturaleza y de las consecuencias que produce tal olvido. Si los ilustrados vieron la religión como superstición, conservadores y algunas feministas paradójicamente pueden enarbolar la bandera de una condición biológica, por ejemplo, ser mujer cis, en contra de posiciones que desdibujan ese sustrato, como el signo de una verdad empírica frente a una suerte de superstición constructivista.

En resumidas cuentas, se diría que hay un error de enfoque en la resistencia a reconocer ciertas demandas, que, en principio, solo reclaman derechos iguales para todas aquellas personas cuyo encaje en las versiones binaristas resulta problemática. Hay dos facetas, en suma, en ese miedo a lo queer. Una es la que se funda en la mala versión de las cosas, la otra, en la sospecha de la borradura identitaria, que hace difícil fundamentar ontológicamente derechos. En el fondo. lo queer se convierte en peligroso cuando se convierte en un disolvente identitario, mientras que una lectura, a mi modo de ver banalizadora, como una más de las identidades que cubren las siglas LGTBIQ. resultaría más fácil de asimilar, precisamente

5

porque emborronaría aquello que debería quedar más claro, a saber, la crítica al impacto político de las clasificaciones. O, más concretamente, que los derechos no dependen de una condición ontológica dada -más allá de la pertenencia a la especie humana si hablamos de derechos humanos, pace antiespecistas.

Desde sus orígenes, el feminismo y todas las consecuencias que le hemos de reconocer, se ha constituido como un intento de promover formas de justicia, en la medida en que se ha centrado en tratar de mejorar las vidas de quienes, debido a su género o a la economía de los géneros y los sexos, o a las políticas sexuales, han vivido o viven en el margen de un régimen de igualdades. Quedaba suficientemente claro en el prólogo que antepone Butler a su libro de 1990: «La intención de El género en disputa era descubrir las formas en las que el hecho mismo de plantearse qué es posible en la vida con género queda relegado por ciertas presuposiciones habituales y violentas». En la reflexión tradicional acerca de la justicia, se ha plantado típicamente una tensión entre posiciones universalistas y posiciones particularistas. El universalismo fracasa por el exceso de abstracción; el particularismo parece sostener una visión de la justicia sesgada, sin principios universales, que impide realizar una analítica metaética que permita juzgar la validez de las reglas particulares. Este tipo de problemas son relevantes cuando consideramos que hemos de vivir «una vida con género».

Disponemos, no obstante, de ejemplos interesantes que nos ayudan a entender ciertas estrategias para defender al mismo tiempo lo que no parece sencillo; una perspectiva universalista y el reconocimiento de las diferencias como sustrato de cualquier teoría de la justicia. Uno de estos ejemplos puede resultar iluminador. En su artículo "Paul and the Genealogy of Gender", Daniel Boyarin se planteaba cómo en la Epístola a los Gálatas 3-28-29 y en 1 Corintios, se produce una suerte de contradicción en lo que concierne a la igualdad entre, por ejemplo, hombres y mujeres. En un caso se predica la igualdad, mientras que en el otro se marca una jerarquía obvia. ¿Cómo es posible que no haya hombre ni mujer ni judio ni gentil, y al mismo tiempo la mujer deba obedecer a su marido? La respuesta está en aquello que ve el ojo de díos, siempre desinteresado de lo que no es eterno. El ejemplo, relevante sin duda, nos conduce a una aprensión filosófica que podríamos expresar diciendo que no hay igualdad posible sin una igualdad de base ontológica o metafísica. O somos el mismo tipo de sujeto, o tenemos la misma naturaleza, o somos idénticos en algún sentido

6

relevante, o no podremos ser tratadas como iguales. Y es precisamente en este punto donde se instala ese tipo de (contra)crítica -postfeminista, transfeminista, simplemente reaccionaria, simplemente realista...- que consiste en señalar que esa igualdad de base es imposible.

Precisamente, al caer en la cuenta de la dificultad de adoptar la mirada del ojo de dios, hemos traducido esa mirada en una forma de ceguera. Nosotros, no dios en este caso, hemos de ser ciegos a las determinaciones que nos atraviesan. Así hemos elaborado una noción de sujeto que tiene dos únicas posibilidades: ser vacía/abstracta para que no caigamos en la tentación de ver lo que contiene, o ser opaca a nuestros ojos. Entre la metáfora del espectador ciego y la ya vieja metáfora rawlsiana del velo de ignorancia solo hay una diferencia en aquello que se enfoca -quién mira al sujeto o el sujeto mismo.

Si el universalista puede predicar derechos o normas sin necesidad de reconocimiento de más condiciones satisfechas que las que hacen de un individuo un sujeto de derechos o de obligaciones -y ese es su problema para bien o para mal-, el particularista/contextualista a cambio necesita de un contacto directo con los individuos y las situaciones concretas antes de establecer veredictos o normas o políticas. Así, se supone, resuelve el problema del otro, que radicaba en el nivel necesario de abstracción para poder precisamente organizar reglas de justicia válidas. Por una parte, la sensibilidad a los contextos -o a las determinaciones de los individuos- posibilita al parecer mejoras sustanciales en las reglas de justicia, que dejan de ser rígidas y genéricamente idénticas para todos para convertirse en flexibles sur demande, suponemos. La ventaja de la eliminación del carácter rígido, ciego e idéntico para todos de los principios o las reglas es que se corrigen todos aquellos desajustes producidos por la abstracción de los rasgos diferenciales.

Los esfuerzos en la defensa de políticas identitarias, no obstante, siguen quizá sin resolver el problema sustancial: marcar densamente a los individuos para agruparlos como demandantes de justicia acaba por ser excluyente. Las políticas de la diferencia atomizan el mundo en corpúsculos tan cerrados en suma como una visión universalista. No abstrae propiedades, solo elimina aquellas que no son consistentes con el grupo identitario. Recordaba Amartya Sen en un librito titulado Identidad y violencia cuán problemática es la consideración de las identidades a partir de propiedades comunitarias que necesariamente para ello -comunitarias-

7

tienen que ser notables, y excluyentes -y a cambio la necesidad de revisar las posibilidades de interpretar a los individuos humanos como poseedores de una multiplicidad de identidades posibles.

¿Qué puede aportar una posición queer en este contexto? Lo queer apuesta por olvidar la rigidez de un esquema conceptual y político en el que se piensa en términos de una dualidad sexual y comenzar a pensar en la inexistencia de identidades sexuales dadas y/o rígidas. Al desaparecer la tensión sexo-género desaparece el rescoldo problemático de lo biológico. No necesitamos escoger entre nuestro «destino biológico» o la emancipación recordando a Simone de Beauvoir; solo necesitamos una cultura queer generalizada, se diría. Es decir, un conjunto de prácticas en las que «ha desaparecido» la dualidad sexual, y cuyo carácter subversivo, que radica en la desclasificación de sexos, géneros, deseos etc., hace potencialmente imposible ocupar los lugares estancos que permitían establecer jerarquías, regímenes de exclusión o de opresión debido a ese tipo de clasificaciones.

Tratar de defender lo queer como sustrato político –de una política en pos de la justicia se entiende– desvinculado de toda «vocación» de constituirse en una descripción del mundo. Si por azar la biología impide pensar en una igualdad básica, tanto peor para ella, para la biología. Habremos de establecer niveles de análisis que expresen el orden de relevancia política. En efecto, desde un punto de vista ingenuo, quizá, lo queer denota o podría denotar meramente, y nada menos, que todo aquello que queda ocultado tras aquel velo de ignorancia que Rawls proponía como solución a la tensión inscrita en toda teoría de la justicia –la misma para todos, pero corrigiendo los errores derivados de las propiedades específicas. Tras el velo de ignorancia no puede haber sino la indistinción, un conjunto de propiedades sin especificar o un conjunto de propiedades contingentes no opacas no solo para el otro, sino también para mí misma. Quizá lo queer es un buen instrumento heurístico para llegar a ese lugar y traducir esa opacidad.

Carmen González Marín

8

Prefacio: El mundo que ya no existe a. taxonomías. lechones y sirenas Las viejas ideas se hacen a un lado despacio, pues son algo más que formas y categorías abstractas. Son hábitos, predisposiciones, actitudes de aversión y preferencia profundamente enraizadas. John Dewey

En el prefacio de Las palabras y las cosas, Michel Foucault cita la clasificación de los animales que aparece en «cierta enciclopedia china», donde está escrito que «los animales se dividen en a] pertenecientes al Emperador, b] embalsamados, c] amaestrados, d] lechones, e] sirenas, f] fabulosos, g] perros sueltos, h] incluidos en esta clasificación, i] que se agitan como locos, j] innumerables, k] dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, l] etcétera, m] que acaban de romper el jarrón, n] que de lejos parecen moscas».¹

En esta taxonomía tan divertida,² que aparece en El idioma analítico de John Wilkins de Borges, se cuestiona lo arbitrario o caprichoso de las clasificaciones, y es cierto que nos hace advertir, como poco, dos cosas: la primera es que en ella efectivamente están todos los animales, dado que las propiedades que se escogen para clasificarlos los incluyen (o pueden hacerlo) ya sea por nombre (lechones, sirenas), por contexto (incluidos en esta clasificación, que acaban de romper el jarrón, que de lejos parecen moscas), o incluso por defecto (innumerables, etcétera); y la segunda es que ahí radica precisamente el problema ridículo de las clasificaciones, en la propiedad que se escoge para elaborar la taxonomía y distinguir, en este caso, unos animales de otros. Lo que hace Borges es plantear lo imposible de la clasificación o, como mínimo, poner de manifiesto su carácter caprichoso.

No quiero decir, evidentemente, que las clasificaciones sean inútiles, falsas, o instrumentos obsoletos para la explicación de las cosas. Nada más lejos. Clasificar nos permite conocer el mundo y leer sus fenómenos (los naturales, al menos) como resultado de una organización. 9

Sin embargo, lo sugerente de la clasificación borgiana de los animales, y lo que podríamos plantearnos aquí, es la manera en la que se elaboran las taxonomías y si esa manera, quizá, ha saltado de las ciencias naturales a la conquista de otras esferas de la existencia (de la humana, particularmente, en su variable política, que poco tiene de natural y menos de clasificable). Dividir por categorías a los animales en vertebrados o invertebrados, en mamíferos, reptiles y anfibios, nos será de utilidad para organizar el mundo y sus fenómenos, desde luego. Tendremos, eso sí, que poner nuestra atención sobre una propiedad esencial de estos seres vivos (por ejemplo, la columna) para comenzar nuestra taxonomía. Lo mismo podemos hacer con otras cosas, con las frutas, por ejemplo, y dividirlas en función de si son dulces, ácidas o amargas. Sin embargo, podríamos organizarlas por colores, por qué no, en cuyo caso el plátano y el limón quedarían agrupados bajo una misma categoría, como ocurriría con la lima y la sandía. Y por poco (o muy tonto) sentido que pueda parecer que tiene esto, lo cierto es que para clasificar lo primero que hacemos es reducir el objeto a una propiedad esencial de todas las que tiene, y lo segundo es leer esa propiedad como diferencia, como oposición, para discriminar y agrupar siguiendo un orden.

El problema viene entonces, cuando nos fijamos en la diferencia para explicar una clasificación y esperamos que esa diferencia sea estable. Obviamente no hay demasiados problemas cuando nos encontramos con un limón verde, sin embargo sí los hay cuando elaboramos una taxonomía de lo humano, cuando discriminamos según una única propiedad y esperamos igualmente un comportamiento estable de los significados (que en nuestro caso, tienen carga y gravedad política). La tentación de definir lo humano por oposición binaria es tradicional, y se ha servido de todo tipo de discursos para discriminar por la diferencia desde la supremacía. Lo queer irrumpió en el mapa como posicionamiento crítico de las categorías de identidad que distribuyen a los cuerpos en el mapa social, no solo para decir que no eran suficientes sino para exponer que, precisamente, eran el problema. Lo queer es la tentación desorientadora de leernos, en última instancia, como cuerpos vivos. Una afirmación utópica de redistribución, una apuesta por la horizontalidad radical y una tentativa de reapropiación del texto. Sin embargo, no se pretende como una solución inmediata (ni obvia las condiciones estructurales, nada más lejos). Lo que plantea la óptica queer es una aproximación distinta a las batallas de redistribución y reconocimiento que se liberan en los cuerpos.

10

Y es que los cuerpos, como las formas, no son espacios naturales ni sagrados, son lugares híbridos de tensión dinámica. El movimiento es la única variable común. Ya sea manifiesta o imperceptible, la constante del cambio es la que, paradójicamente, nos determina. Por tanto, si lo único que podemos afirmar con certeza sobre los cuerpos es que están determinados por el cambio, podemos afirmar también que encarnamos, pues, un flujo de híbridas contradicciones. Una liberación, entiendo, que nos aleja de la pureza y su imposible afán totalitario, del ideal rígido y erecto de inclinación a la muerte. El cuerpo es, por determinación contradictoria, lo que fluye, lo que cambia, lo que no permanece. El cuerpo es el soporte que contiene contradicciones que ocurren al mismo tiempo, que se tensan y crepitan. Por eso, aun sometido a la voluntad de la categoría que se pretende inmutable, el cuerpo muta, y quiebra las palabras que intentan sujetarlo a una definición correcta. El cuerpo fuerza el texto, lo desborda. Podríamos decir, más bien, y si somos amables, que el cuerpo se encuentra en un diálogo permanente con la tecnología del lenguaje que pretende acotarlo a significados estables. Incorporamos palabras al mismo tiempo que desdecimos sus limitaciones, no son suficientes, y no han de serlo. La tecnología lingüística, como toda prótesis humana, es una herramienta de relación con el mundo, útil en la medida que lo es toda herramienta, es decir, toda extensión que contiene la posibilidad de transformarse a sí misma y transformar esa relación con el mundo. Este libro es una colección de reflexiones, de posibilidades o tentativas en disputa, intentos, en suma, de limadura de una llave.

Las

reflexiones,

conviene

recordar,

no

son conjeturas caprichosas ni tampoco,

necesariamente, resultado de un conjunto de citas académicas. Este libro es una puesta en escena de consideraciones sobre lo queer y algunos de sus problemas, un espacio en el que se entiende «problema» como algo no resuelto que, lejos de constituir un callejón sin salida, ofrece la posibilidad de seguir pensando. Este libro es un volcado a texto que parte de la puesta en común de experiencias y aportaciones teóricas que a lo largo de los años se han dado en encuentros híbridos, en asambleas, talleres, itinerarios del activismo y otros lugares de convergencia en los que se imbricaba el análisis teórico, el relato de vida y la práctica política.

Lo queer se ha derramado en el contexto como el contenido líquido de un vaso sobre un mantel acolchado. Una mancha deforme que se esparce por el tablero y empapa la superficie

11

de manera desigual. Su diseminación no ha sido homogénea en absoluto y se ha absorbido con objetivos y temores muy distintos también entre sí. Se observó como un lugar emancipador de la rigidez de las categorías de identidad o, al menos, como un principio estable desde el que continuar trazando su deconstrucción. Se ha leído también como una etiqueta asimilada, como otra sigla, como el Q+ de la colección en aumento LGTBI. Se ha señalado como amenaza destructora de las leyes de la naturaleza, de Occidente y de toda tentación conservadora. Lo queer, que sirvió en su día como elemento aglutinador de los cuerpos «erróneos» y funcionó como estigma para señalar existencias disidentes de la norma, parece haber hecho un camino de vuelta a la fuerza tras un breve lapso de reconocimiento frustrado o, si no frustrado, digamos, decepcionante.

Ninguno de los efectos del derrame queer sobre nuestro mapa está exento de problemas: la asimilación acrítica del término, el blanqueamiento en el terreno académico y en la práctica política, la capitalización y transferencia como producto susceptible de generar una categoría (al menos para el consumo), entre otras cuestiones, forman parte de ese mapa empapado que ha devuelto materias problemáticas sobre las que seguir pensando. Cuestiones que han caminado en paralelo a la proliferación de narrativas y representaciones para el archivo de la disidencia que, de manera progresiva, han ido dibujando una instrucción adecuada de la memoria queer a la vez que unos lugares apropiados (y no otros) para la enunciación. Un proceso complicado de digerir porque, además, se ha tropezado con un frente reaccionario que señala lo queer como una «trampa divisoria» (¡y neoliberal!). Señalamiento en el que se han encontrado felizmente posturas de tradición tanto progresista como conservadora. Voces de diversa procedencia ideológica han ubicado en lo queer un punto en común de amenaza ante la que defenderse. Parece, en definitiva, que este retorno forzoso de lo queer a su lugar original como estigma no es tanto un «retroceso» como sí una reubicación de piezas en la cartografía que, en el fondo, responde a los mismos fantasmas que antaño.

Lo que sigue estando en juego es el acceso a la ciudadanía, al lugar de enunciación que como cuerpos vivos se nos niega o autoriza en función de esos significados, de esas categorías de identidad, por ser lechones y sirenas, por ser etcétera. Lo que sigue estando en juego es la creación de alianzas revolucionarias contra la verticalidad, el totalitarismo y el pensamiento homogeneizador.

12

b. orientaciones radicales. cuerpos al borde de un ataque político Mil plumas están preparadas para deciros lo que debéis hacer y qué efecto tendréis. Mi propia sugerencia es un tanto fantástica, lo admito; prefiero, pues, presentarla en forma de fantasía. Virginia Woolf

Que habitamos un espacio social organizado verticalmente es algo que no se cuestiona excepto, por supuesto, por parte de quienes obtienen beneficio de esa verticalidad y pretenden sostenerla. La búsqueda progresiva de una redistribución justa y un reconocimiento equivalente debiera ser, sin duda, la aspiración responsable de una sociedad que se autodenomina democrática. Sabemos que hay una serie de ejes que nos sirven para identificar la distribución desigual de los cuerpos, y que podríamos colocarlos en las columnas del privilegio y la subordinación y hacer, por qué no, un listado. Podríamos hablar entonces de binomios comprensibles que cuadren perfectamente en esa idea, y hablar de ricos y pobres, varones y mujeres, heterosexuales y homosexuales, unos y otres, y el etcétera que queramos. Podríamos continuar así, alimentando las columnas de ese eje primario y hablar de cada una de sus posiciones para visibilizar (eso sí, concretamente) esa distribución desigual. Sin embargo, para hablar de los cuerpos en el espacio político y las redistribuciones simbólicas y materiales del poder puede ser más sugerente, imaginemos, volcar el mapa sobre la mesa y contemplarlo a vista de pájaro. Lo que se nos devuelve a la mirada es una cartografía extendida con multitud de puntos diseminados por el mapa político, que lejos de colocarse ordenadamente en dos columnas, se encuentran en movimiento dinámico en relación a un centro. Al extender el mapa y mirarlo con perspectiva, lo que se dibuja se parece más a un centro de reconocimiento rodeado por múltiples círculos concéntricos, que van ampliando su esfera conforme se alejan del mismo. Los puntos diseminados son los cuerpos que habitan esa cartografía, ese contexto. Cuerpos que están atravesados por todos los ejes que habíamos escrito en las columnas, y que, como si ejercieran sobre ellos una fuerza imantada, los acercan o alejan del centro. Ese centro de enunciación política, podemos convenir, es la idea

13

de sujeto o ciudadanía. Un valor que otorga pertenencia, credibilidad, autonomía y agencia, y que se coloca como el patrón primario, es decir, como el modelo a partir del cual se generarán el resto de clasificaciones. Ese centro es la norma, la forma y la razón. En definitiva, es el lugar desde el que marcar las diferencias que irán restando proximidad, mayor o menor, de modo que no tiene demasiado sentido dividir en dos columnas a los cuerpos de ese mapa, sino observar cómo se esparce su movimiento dinámico en función de las categorías que los atraviesan, en relación a ese centro y sus círculos concéntricos, es decir, en relación a sus periferias múltiples. Lo que cabe cuestionar, entonces, es cómo (y desde dónde) se escribe el lugar de la ciudadanía en el mapa narrativo de nuestros cuerpos, ya que parece ser la escritura preexistente que otorgará valores de proximidad o lejanía a les habitantes del mapa. Valores que, lejos de quedarse en la reflexión teórica, atraviesan la piel para instalar unas condiciones difícilmente transgredibles, «como si el cuerpo fuera el lugar donde se construye socialmente la diferencia y la ciudadanía fuera, lejos de un estatus de inclusión, una de las herramientas legales de exclusión sistémica».³ Este es un libro que reflexiona sobre esos espacios, sobre el centro y las periferias, sobre las transgresiones, la posible horizontalidad, y las microcartografías en movimiento permanente que son nuestros cuerpos narrativos en el espectro político. Tu cuerpo es un campo de batalla. Barbara Kruger

«Estamos enraizadas en el lenguaje, casadas, nuestro ser son palabras», nos dijo bell hooks. «El lenguaje es también un lugar de combate»⁴ y es que, efectivamente, hay palabras que están en guerra. La disputa por el significado nunca cesa de producirse y, en todo contexto, el mapa donde se libera el terror lingüístico es, ya sabemos, nuestro cuerpo. El lenguaje es una tecnología que impregna, una herramienta política que nos pone en relación con el mundo y entre nosotres. Somos seres híbridos, los cyborgs de Haraway que se componen de múltiples materiales indivisibles. Somos parte de lo dado (por naturaleza, si se quiere), y parte imbricada de herencia histórica y tecnologías convencionales que nos contextualizan en sociedad: nos dan un nombre y una posición, generan lectura, explicaciones y limitan nuestro radio de acción y comportamiento.

14

Con las palabras organizamos, distribuimos lo dado, las usamos para nombrar, señalar, marcar y situarnos en el espacio social. La realidad existe con independencia de cómo la nombremos, evidentemente, pero es cierto que, al nombrarla, creamos una relación específica, una distribución, es decir, creamos un mundo, una norma y una forma. Lo queer apunta hacia ese lugar enormemente interesante que es el fuera de plano, el margen, el espacio frondoso del límite social y su adyacente proscrito. Lo queer nos dice que ese mundo normativo ya no existe, es falso al menos, está lleno de fallos y no podemos seguir narrándolo, como si existiese. Pero, ¿cómo se escribe la narrativa y cómo se estructura el mapa?

La participación en la vida pública, en la polis, es siempre una participación mediada y estructurada por lo político (que media también la esfera privada), y esa mediación es el espectro que condiciona, limita y atraviesa los cuerpos que habitan la sociedad. Virginia Woolf ya nos dijo, en Una habitación propia, que la distribución de los cuerpos en el espacio no es casual y mucho menos puede ser arbitraria. Resultó evidente entonces que nuestro cuerpo estaba ya determinado para ocupar unos espacios (y no otros) en el espectro simbólico/físico de la política, y que ello, claro está, respondía a una organización previa. Una organización artificial (cultural, convengamos) que determinaba nuestro lugar, pero que se autodefinía (y autodefine) como una especie de extensión de la organización natural del mundo.

Tanto es así que, de hecho, cada vez que se produce un fallo en el sistema, cada vez que un cuerpo reivindica una existencia política y ocupa un espacio no autorizado, se echa mano de la naturaleza para recriminar su comportamiento.⁵ Que el desafío normativo se ha explicado como desvarío, locura, enfermedad o crimen no es nada nuevo, y son cuestiones todavía presentes sobre las que luego volveremos. Dicho esto no debería sorprendernos que hoy por hoy se increpe que lo queer niega la naturaleza (o biología), cuando lo que hace es cuestionar los marcos sociales de organización desigual que utilizan tal noción de naturaleza para legitimarse a sí mismos. De un tiempo a esta parte se está atacando con especial énfasis a las personas trans*⁶ y no binarias (a las mujeres trans* particularmente), y la carta de lo «natural» se saca de nuevo como tótem incuestionable que debe tener su correlación en la organización social. Por más que su significado se haya ido adecuando a lo que históricamente fuese más conveniente, desde justificar la esclavitud hasta la segregación de

15

espacios en función del sexo, lo «natural» sigue empleándose hoy como sinónimo de lo «verdadero» y único. La biología lo sabe y que no te engañen.

Las disidencias cargamos con un antinatura histórico que, como la noción de lo queer, también ha ido mutando con el tiempo. ¿Cómo explicamos esto y de qué manera se relaciona con la convención, la cultura, la sociedad y, en suma, las tecnologías que el ser humano dispone para organizar el mundo?

Por tedioso (y hasta risible) que resulte recordarlo, se recuerda: nadie cuestiona la naturaleza (ni la biología, que suelen equipararse en el discurso sin mucho tino), es decir, nadie pone en duda que lo dado sea efectivamente real, y nadie niega que en función de esa realidad se implemente toda una estructura de privilegios y opresiones que lleva aparejada la violencia. Al revés, es precisamente sobre lo que se llama la atención: la lectura política que se hace de esa realidad, sus implicaciones normativas y la posibilidad de cambiarlas. Por eso, cuando Miquel Missé dice que «no hay nada biológico en ser trans, como no hay nada biológico en ser hombre o mujer»⁷ no se refiere a que no existan condiciones dadas, sino que sobre ellas se impone un aparato político de distribución en el que «hombre», «mujer» o «trans» son conceptos convencionales para la interpretación social que, como todas las categorías de identificación, poseen implicaciones que derivan en lo público y en un grado de acceso a la redistribución y al reconocimiento.

Si «hasta la célula es política»⁸ será porque, de manera indivisible, el ser humano (el animal político, que nos dijo Aristóteles) implementa toda una serie de tecnologías para la lectura y organización de esa naturaleza, y establece así una relación con el mundo. Podremos convenir entonces que somos seres sociales (zoon politikón, animales con existencia política), y que nuestro cuerpo se adhiere a elementos culturales que nos sitúan y proporcionan una lectura. Hay objetos visibles y contextuales, los que tienen que ver, para el caso, con la performance y reproducen de manera iterativa los significados del género,⁹ pero no solo. Somos masa imbricada en objetos. Objetos que autorizan (o no) nuestra existencia en un contexto, como tarjetas de identificación, papeles y documentos. Códigos impresos, acreditados por poderes, que explican el porqué y el cómo de nuestro cuerpo ahí y que no permiten contradicciones. Somos mixtura dependiente del objeto que nos clasifica según un orden entendible, nos sujeta

16

a un discurso, a una explicación histórica, nos sitúa. La tecnología adjunta al cuerpo puede ser tangible como el documento, o invisible, como el lenguaje.

Quizá, y precisamente por eso, las batallas lingüísticas son tan sugerentes y a la vez encuentran encarnizadas resistencias. Cuestionar el lenguaje es, al final, cuestionar la norma y la forma del mundo como lo entendemos, y aunque no sea una fórmula para solucionar todos los problemas (porque no hay ninguna fórmula para eso), sí es un comienzo que los visibiliza e invita a imaginar otros posibles. El debate sobre el masculino como género neutro pertenece a un mundo agónico sin futuro posible. Un mundo que muere matando, pero que muere. Brigitte Vasallo

Vasallo, que invita a pensarnos radicalmente, quizá también sugiere, con el abandono del masculino neutro,¹⁰ el destierro de una temporalidad narrativa. La posibilidad de escribir nuestra identidad de otra manera, desde otro lugar, supone apuntar hacia un futuro otro que, si bien efectivamente ya está ocurriendo, tenemos a la vez que empezar a imaginar. Puede que ese tiempo que debemos dejar atrás (narrativo, al menos) es el que Muñoz describe como «autonaturalizante».¹¹ La temporalidad que está muriendo pero aún habitamos, la que se resiste a abandonar su narración, es la temporalidad de un mundo binario, jerárquico y excluyente por defecto que, a través de tecnologías como el lenguaje, reproduce y legitima su norma/forma.

Lo queer, en la teoría, ofrece la oportunidad del verso divergente, un horizonte. Un futurible hacia el que tender que desnaturaliza la norma/forma de ese mundo, y desactiva la distribución sistemática de los cuerpos según esquemas previos de privilegio y subordinación, de uno y otres, de centro y periferias.

Lo queer, en la práctica, se significa encarnado y atraviesa los relatos de vida. Pronostica precariedades con mayor o menor grado de violencia y exclusión. Un cuerpo queer es un cuerpo cuestionado, cuestionable, sospechoso, puesto en duda. Un cuerpo que se sale del marco normativo y que, en el extremo de esa experiencia, devendrá vida desnuda, no válida, no llorable.¹² La persona tan al margen de la norma/forma, de la persona/sujeto, que no 17

tendrá un trato equivalente o no será leída, en definitiva, como persona, como igual. Eso, y no otra cosa, es lo queer.

A partir de ahí construyamos activismo, a partir de ahí hagamos teoría. Convengamos que hay que debatir sobre el futurible, las heridas, los horizontes y los mapas, sobre el sujeto político y sus implicaciones, sobre la narración de nuestras identidades y sobre todo lo que sea debatible, pero recordemos también que la batalla se libera en los cuerpos, y que hay cuerpos que no pueden esperar más.

c. animales biopolíticos. la carne insumisa. la casa de la diferencia Quisiera que, en el proceso, nunca perdiéramos de vista el hecho de que nuestros debates sobre la biología del cuerpo siempre son debates simultáneamente morales, éticos y políticos sobre la igualdad política y social y las posibilidades de cambio. Nada menos es lo que está en juego. Anne Fausto-Sterling Dime, si solo soy cuerpo, por qué entonces tengo voz. Rodrigo García Marina

Cuando Simone de Beauvoir nos dijo en 1949 que no había nada natural en la subordinación de las mujeres sino que, al contrario, el concepto «mujer» era una estructura convencional, cultural y exclusivamente humana para legitimar esa subordinación, se abrieron nuevos horizontes en la lucha feminista a la vez que se pusieron sobre la mesa otros problemas. El hecho de que se «llega a ser mujer»¹³ implica que hay todo un aparato que preexiste (el género) y que, efectivamente, socializa a los cuerpos como varones o mujeres, de manera opositiva y jerárquica, con unos significados políticos concretos y con marcados límites sociales que no permiten expresiones arbitrarias o comportamientos disidentes. Por tanto, el argumento de las «diferencias naturales» se estaba utilizando para construir y legitimar

18

diferencias políticas. El giro de Beauvoir desvinculaba el determinismo biológico de la identidad y ponía el acento en la organización cultural del mundo, de carácter binario y vertical, que distribuía a los cuerpos en un esquema de privilegios y opresiones.

El siguiente giro lo dio Monique Wittig en 1980, cuando afirmó no sin polémica que «las lesbianas no son mujeres».¹⁴ El feminismo lesbiano de Wittig daba una clave fundamental para comprender la construcción de identidades normativas, ya que ampliaba el marco del género para introducir el sexo o, más bien, la sexualidad, como parte obligatoria del sistema. La idea de identidad se sobreentendía dentro de un marco heteronormativo, es decir, ser hombre o mujer implicaba también un significado único para la orientación del deseo y el afecto hacia el «sexo opuesto» (algo vinculado, además, a la monogamia y la «familia nuclear», como célula primaria del sistema capitalista). No satisfacer el destino normativo de una categoría («mujer», en este caso), dejaba al cuerpo fuera de esa misma categoría y, en definitiva, quebraba un poco más el marco epistémico de la identidad.

El de Wittig fue un paso esencial que abrió la puerta a las teorías queer. Cada vez quedaba más lejos el argumento de la naturaleza/biología, y cobraba sentido el constructivismo y la sexualidad comprendida como objeto de análisis histórico, es decir, como estructura social que a lo largo del tiempo ha sido interpretada de formas distintas, y a la que se le ha aplicado diferentes valores culturales con la única constante de la subordinación.

De la pluma de Butler o De Lauretis, entre otras muchas pensadoras, se advirtió después que el género y la sexualidad se construían mediante una serie de performances, es decir, pautas meméticas: expresiones con significado, presentes en todas las tecnologías culturales y políticas. La repetición iterativa de esas pautas era lo que, efectivamente, construía la estructura del género y, quizá, aquello que nos forzaba a reproducir y naturalizar su estructura una y otra vez. Un paso más para deconstruir ese determinismo cultural en el que quedamos atrapades tras haber desterrado el determinismo biológico. ¿Cuál es la relevancia de este giro?

Podemos pensar, desde luego, que la idea de reproducir un relato que preexiste y naturalizarlo no era nueva en absoluto, más bien fue una extensión de las tentativas anteriores. Lo que sí constituyó una novedad, quizá, fue poner el foco de atención en el margen del texto, en las

19

experiencias disidentes que, precisamente, transgredían esas pautas meméticas de comportamiento. Cuando Judith Butler se preguntaba sobre la perfomance drag de Divine en Female Trouble se cuestionaba, en realidad, si el género era acaso algo más que una interpretación.¹⁵ Lo cual dio paso a lecturas erróneas y a sobreentender que todo era una cuestión electiva y, finalmente, caprichosa. Pero no, nada más lejos. Al contrario, se trataba de exponer que hay elementos de la estructura del género que sí son, efectivamente, elegibles, transitables y, en última instancia, pueden ser objeto de parodia y crítica. ¹⁶

Al poner en jaque el proyecto naturalizante del sistema heteronormativo, se abría una nueva posibilidad para deconstruir la rigidez de sus categorías, es decir, se abrió la puerta a comprender ciertos elementos del género como lugares propios de un itinerario que podemos, de hecho, transitar. Se desterraba la división binaria de la identidad para dar paso al espectro, un espacio lleno de umbrales que habitamos y deshabitamos a lo largo del tiempo y que, por fuerza, deshecha la idea de la identidad como algo exacto o inmutable. La contingencia del género y sus posibles lugares de habitabilidad supusieron, en gran medida, una liberación de su norma/forma coactiva. Sin embargo, estaba lejos de ser un consenso, y se ha seguido naturalizando y construyendo como un espacio determinista de distribución desigual en el que, además, de manera natural, hay cuerpos que no encajan. La transgresión supone un estigma, un desplazamiento al margen en el que las dinámicas de género estandarizado, con su (hetero)sexualidad obligatoria, no son, sin embargo, las únicas que operan.

Todo se complica o, más bien, se va aclarando, cuando en paralelo a estas teorías los márgenes de ese centro político ficticio van un paso más allá. La progresiva visibilización de reflexiones e historias de vida de personas trans* e intersexuales pusieron de manifiesto que no solo el género y el deseo estaban dentro de un marco constructivista obligatorio, sino que el propio sexo (natural, biológico, genital, si se quiere) tampoco escapaba de una lectura normativa y una interpretación binaria que, de nuevo, desplazaba muchos cuerpos a las periferias de la «normalidad».

Ese desplazamiento, según expuso Cheryl Chase en Hermafroditas con actitud, se significa en ocasiones mediante la intervención violenta en los cuerpos que no se ajustan a esa lectura. «La insistencia en dos sexos claramente discernibles tiene desastrosas consecuencias

20

personales para los muchos individuos que llegan al mundo con una anatomía sexual que no puede ser fácilmente identificada como de varón o de mujer».¹⁷ Ya sabíamos que la sexualidad era una cuestión histórica y que cumplía la doble función de disciplinar al cuerpo y a la población,¹⁸ y fue evidente entonces que la norma/forma del mundo (ese que habitamos, ese que muere matando) ha tratado de corregir toda existencia errónea que se desviase de su noción de normalidad naturalizada, y que para ello ha utilizado todo tipo de disciplinas; desde la condena moral, el oprobio y el ostracismo, hasta la propia intervención quirúrgica. «La mutilación de los genitales intersexuales se convierte así en otro mecanismo oculto de imposición de la normalidad sobre la carne insumisa, una forma de contener la anarquía potencial de los deseos y de las identificaciones dentro de estructuras opresivas heteronormativas».¹⁹

La obligatoriedad del género dentro de la matriz de la heteronorma incluía, pues, también al sexo, que sería violentamente intervenido de no adecuarse al patrón binario. Ocurre lo mismo con la cuestión trans, dado que, si bien no hay una experiencia del género desligada del sexo, no todas se desarrollan según la correlación binaria. Lo trans* se ha leído (y se lee aún) como una patología que precisa de la intervención y autorización de poderes y disciplinas para poder corregirse, y está también sometida a unos patrones de lectura normativos. Las personas no conformes con su género asignado al nacer han sido interpretadas como un «tercer género», como un cuerpo erróneo en tránsito hacia el sexo opuesto que se completaría con una cirugía de reasignación. El acoso a las personas trans, no obstante, tiene que ver especialmente con la performance y la expresión pública, es decir, con el cómo nos mostramos y el complejo lenguaje simbólico cargado de estereotipos que construyen, en definitiva, una lectura comprensible del género. Una lectura que pasa desapercibida (cuando, efectivamente, pasan)²⁰ porque se enmarca dentro de los estándares naturalizados de la socialización binaria. Sin embargo, las exigencias del género se tornan inquisitivas hasta extremos de violencia contra las personas trans, y las somete a vigilancia permanente con señalamientos continuos de exceso o defecto (particularmente contra las mujeres). No ser lo bastante mujer o serlo tan excesivamente que «perpetúa los roles patriarcales y machistas» es una constante punitiva y excluyente que ha crecido de un tiempo a esta parte. La policía del género sigue intacta, es cierto, pero en paralelo, la visibilización de experiencias y

21

subjetividades no binarias (cis o trans) y otras formas de expresión pública del eros han dinamizado el problema hacia caminos más liberadores.

Susan Stryker explica en Historia de lo trans que el término «transgénero» se ha popularizado dejando atrás el paramédico «transexual», y que refiere a personas que se distancian del género asignado al nacer, bien porque saben imperiosa y positivamente que pertenecen a otro, bien porque «sienten la necesidad de desafiar las expectativas convencionales ligadas al género que inicialmente se les impuso».²¹ Desde esta perspectiva podríamos afirmar, quizá, que la mayoría de nosotres somos efectivamente transgénero, en tanto de manera tácita o notoria quebrantamos alguna de las lógicas que la estructura binaria impone, y que el resto de marcas o apelativos (categorías o etiquetas) que nos construyen no son más que condiciones que nos acercan o alejan a perímetros (transitables y temporales) del espectro. Ojalá transgénero. Ojalá este fuera el elemento de cohesión y hermanamiento que hiciera terminar felizmente el relato de la opresión contra las disidencias.

Pero no. Nada ha terminado. Si avistamos un poco más, de hecho, no será difícil vislumbrar en la vigilancia policial del género una vuelta permanente a la naturaleza de los cuerpos y un renacer del determinismo biológico. Algo que se resiste a abandonar o que, inesperadamente, saca de nuevo la norma/forma cuando se ve amenazada. Por mucho que se haya avanzado en los debates, y por poco que quede de naturaleza en nuestros cuerpos políticos, no es extraña la sensación de que todo ha vuelto, en realidad, a comenzar. Estamos sometides a vigilancia, a normas y patrones de comportamiento. Lo personal, lo emocional y lo físico ya es (bio)político, y la categoría de identidad permanece en disputa. Nací aquí hace más de 60 años. No voy a vivir otros 60. Ustedes siempre dijeron que iba a tomar tiempo... tomó el tiempo de mi padre, el tiempo de mi tío, de mis hermanos y hermanas, de mis sobrinas y sobrinos. ¿Cuánto tiempo más quieren para su progreso? James Baldwin

La norma/forma del mundo se impone como un centro político desde el que producir periferias y, en ese centro, la identidad se dibuja como un sujeto universal teórico del que partir para, en la práctica, ir desplazando cuerpos a lugares más o menos periféricos en

22

función de la proximidad a ese patrón, que caerán en lugares de subordinación o subalternidad. El problema de la identidad es elástico y choca con la idea esencialista de definir nuestros cuerpos ahí según una única propiedad o condición. «La palabra puede que sea nueva», nos dijo la activista Beverley Ditsie, «pero nuestras realidades siempre han sido interseccionales».²²

El cuerpo, lejos de poder definirse por una única categoría, es atravesado por múltiples aristas y queda en una encrucijada de interpretación contextual, para cuya lectura el género y el sexo no son parámetros suficientes. Fue sobre todo desde el feminismo negro y chicano, de la mano de autoras y activistas como Davis, Lorde o Anzaldúa, que se hizo evidente la imposibilidad del esencialismo para construir la identidad, el sujeto político y, en última instancia, sus alianzas.

Para cuestionar el centro de la identidad no puede pensarse el género ni su heteronorma obligatoria sin considerar, al mismo tiempo, el paradigma de la blanquitud como supremacía opresiva. Audre Lorde, en Sister/Outsider, señalaba que «buena parte de la historia europeooccidental nos condiciona para que veamos las diferencias humanas como oposiciones simplistas: dominante/dominado, bueno/malo, arriba/abajo, superior/inferior. En una sociedad donde lo bueno se define en función de los beneficios y no de las necesidades humanas, siempre debe existir algún grupo de personas a quienes, mediante la opresión sistemática, se lleve a sentir como si estuvieran de más y a ocupar el lugar de los seres inferiores deshumanizados».²³ Es decir, la insistencia normativa en la división binaria implementa, además, valores morales con el objetivo de la deshumanización progresiva en sus periferias.

Las condiciones múltiples que atraviesan el cuerpo, estables o transitorias, manifestarán un grado y una intensidad de desplazamiento con la norma/forma variable en función del contexto, los espacios y relaciones que se habiten. Lorde definía la diferencia como un lugar, como una casa en la que era posible encontrarse y compartir experiencias, sin que para entrar fuera necesario habitar las mismas categorías. La casa de la diferencia en Lorde es, precisamente, el espacio donde poder encontrarnos sin tener que escoger una de las etiquetas por las que se nos ha desplazado a la periferia.

23

«En mi condición de feminista, negra, lesbiana, socialista, de 49 años, madre de dos hijos, uno de ellos varón, miembro de pareja interracial, suelo encontrarme incluida en diversos grupos definidos como diferentes, desviados, inferiores o sencillamente malos».²⁴ Contra la pureza, contra lo esencial, que siempre debería hacernos sospechar, Lorde hablaba así de su identidad fragmentada. Un cuerpo en fuga que escapaba de toda marca que la quisiera en exclusiva. No solo negaba la necesidad de jerarquía, sino que problematizaba toda definición categórica con su existencia misma. El cuerpo atravesado en intersección transita contextos pragmáticos que, nuevamente, recolocarán sus marcas para otorgarle significados otros. ¿Tiene sentido «escoger» una de esas marcas como principal? Lorde avanza la necesidad de imaginar un espacio donde podamos encontrarnos y poner en común las experiencias de la opresión, sin necesidad de definirnos de forma esencialista y excluyente con una sola categoría. Esa es la casa de la diferencia, el espacio que se reivindica como red colectiva desde donde tejer nuevas alianzas para trabajar por objetivos comunes.

La noción de mestizaje, de identidad fronteriza atravesada por intersecciones como estas, hace visible la imposibilidad de esa especie de pureza esencialista que se pretende desde sectores conservadores y también desde ciertos activismos. Lo cual no quiere decir que visibilizar una de esas intersecciones en un momento y contexto no sea absolutamente necesario, lo es. Abanderar y poner sobre la mesa de forma individual y colectiva una de las categorías o dinámicas que nos definen, como las generadas por el racismo, sexismo, clasismo o capacitismo, resulta fundamental para denunciar violencias y combatir las opresiones que marcan específicamente esos ejes de opresión. Lo cual no quiere decir que debamos caer en la trampa esencialista que reduce nuestros cuerpos, expresiones y prácticas a un elemento, a una única propiedad. El esencialismo nos define por oposición excluyente, y puede generar también el desinterés o la ignorancia absoluta sobre aquellas periferias que nos sean ajenas.

Lorde propone habitar la casa de la diferencia, una invitación a vislumbrar esas disidencias otras (en mi cuerpo, en todo cuerpo), y a no atender (necesariamente, siempre) a lo que marca la diferencia, sino a comprender que la condición misma de habitar la periferia puede ser el indicio de reconocimiento que nos falta; puede ser el umbral de la solidaridad de la que demasiado a menudo carecemos. El hecho de que una intersección no nos atraviese, o que no

24

nos haga habitar el marco de la opresión, no quiere decir que no nos afecte, eso es falso: condiciona hasta la asfixia el contexto en el que vivimos. Y no se trata de banalizar unas experiencias frente a otras, no se trata de correr más ni de colocar mi diferencia en jaque frente a la tuya. Lo interseccional ofrece un mapa nuevo de redistribución y lectura de las experiencias, y nos increpa a ser capaces de leernos y escucharnos fuera de las lógicas de la competición. No se trata de quién tiene una colección mayor de daños, se trata de comprender cómo interactúan esos ejes entre sí y para con otres, y qué hacemos respecto a esas relaciones. Se trata de imaginar nuevas formas de narrarnos, individualmente, en colectividad y en escena.

La intersección camina en dirección contraria al esencialismo. Todo eje de intersección es una pieza narrativa, y la visión de quiénes somos es la lectura de su conjunto, de sus relaciones y su posibilidad. La norma/forma que muere matando es un imaginario, un centro narrativo que excluye por sistema y «el mundo», nos dijo Baldwin, «ya no es blanco».²⁵ No podemos seguir narrando ese imaginario como si no fuera, efectivamente, una ficción política violenta de herencia colonial y estructura racista que, por demás, encuentra estrategias para reproducirse entre las que está la división de las luchas.

La diversidad, por tanto, lejos de ser una trampa divisoria, es una oportunidad para tejer alianzas queer entre les desahuciades de la norma/forma, y combatir la supremacía del imaginario. El problema de la identidad como elemento de lectura y posibilidad de hermanamiento no es tan sencillo y está lejos de haber terminado, quizá, por la tradición histórica de construir el sujeto político según una categoría de carácter esencialista. No obstante, no resulta nada descabellado entender la diferencia como Lorde implica, es decir, como un espacio en el que compartir más que como una división fronteriza que nos separa. Algo problemático porque incide en puntos ciegos que nuestro propio privilegio no nos permite percibir fácilmente.

El orden patriarcal está hermanado con el racismo²⁶ y reconocer la violencia del imaginario supone también tomar conciencia del lugar privilegiado de las voces blancas feministas y queer; un ejercicio que en demasiadas ocasiones encuentra resistencias. En contra de reconocer el propio privilegio que se habita (por más que nos atraviesen otras intersecciones

25

de subordinación), se suele argumentar que son luchas otras, que interceden o molestan, y que nadie niega su importancia pero que, en este momento, causan división.

d. cuerpo, lenguaje y error Cuando Angela Davis evocó la lucha por el voto femenino en Estados Unidos, expuso que el movimiento sufragista trataba de conquistar un terreno en el ámbito de los derechos civiles que, tal y como estaba concebido, dejaba fuera de la ciudadanía a las mujeres. En el marco estadounidense, y gracias a la lucha sufragista, este logro se consigue para la mujer en 1920. Davis planteaba entonces el problema: dentro de ese concepto de «mujer» no entraba la mujer negra, que no pudo ejercer su derecho al voto hasta 1965.²⁷ Por lo tanto, el terreno de la identidad es, como toda geografía lingüística, un campo de batalla en lucha por la amplitud del significado. Un mapa de conceptos en movimiento que se construye mediante prácticas teóricas y políticas. Las diferencias, en contra de la propuesta de Lorde, han sido instrumentalizadas dentro de nuestros propios activismos más allá de la consideración de atender a las necesidades específicas, es decir, han sido vistas como objeto de exclusión o, incluso, potencial competencia.

En vez de asumir las disidencias como un mapa de oportunidades que ampliara el marco en pro de una sociedad más justa y una búsqueda de derechos en horizontal, se tambalea el suelo de la identidad bajo los pies del sujeto político, se ve en peligro, bajo amenaza. Antes de lanzar la pregunta obvia (la de cómo una precariedad mayor va a suponer una amenaza), es conveniente recordar que esas fisuras en el lenguaje son opacas por la propia condición privilegiada de quien la habita. Quizá no habitemos un espacio privilegiado en sí mismo, sino en relación a los parámetros e intersecciones que atraviesen a otros cuerpos en el mismo mapa. La mujer blanca, dentro de su espacio de subordinación, habitaba un privilegio en relación a la mujer racializada, como lo habitamos los maricas cis respecto a los maricas trans*, por ejemplo, o la trans* burguesa y europea frente a la pobre y migrante.

Lo queer, originalmente, emerge desde la fisura del punto ciego. Es la advertencia del margen no visto, no contemplado o tratado como conjunto abyecto que no debe distraernos del 26

objetivo principal. Siempre hay, como decía, resistencias propias y colectivas a asumirse parte privilegiada del esquema, y el proceso de deconstrucción es complicado y precisa de cesión de espacio, escucha y autocrítica. La amplitud del sujeto político es un problema histórico que encuentra su reflejo en los usos del lenguaje, y la disputa por el significado, como se decía al principio, nunca deja de producirse.

Llegades a este punto, preguntamos, ¿qué/cuándo es queer? La trayectoria de esta palabra es importante en sí misma, ya que ha marcado sus variables por razones históricas y ha conseguido atravesar los muros de la injuria para revolverse como arma de combate contra la norma. Lo queer es el tránsito y la prueba de que es posible el cambio (lingüístico, físico, afectivo, político y social).

En el mapa moral y social del contexto anglosajón, desde el siglo XVIII en adelante, queer servía como insulto, como marca para la denigración social. Funciona(ba) en dirección múltiple, como trabajan siempre los estigmas, y se emplea(ba) para reforzar un sistema jerárquico y binario de privilegios y opresiones. La palabra, la marca, el insulto son elementos que funcionan a modo de organización personal y colectiva. Quien lo lanza se coloca en un nosotros que, a la vez, delimita el otros según un marco social, contextual e histórico que preexiste. Lo queer dejaba en la carne propia una huella, un rastro que adhería a la persona al colectivo infame y forzaba al marco de la opresión por habitar una o varias categorías disidentes. El cuerpo definido como error era aquel que no se correspondía con la (falsa idea de) mayoría, siempre cis, heterosexual, burguesa y blanca. Las bolleras, maricas, travestis, trans, racializadas, tullidas, pobres, putas y un largo etcétera contranormativo que crece o muta con el tiempo cabía en lo queer a modo de trastero de lo abyecto.

El concepto de mayoría, que solo es una expresión del poder, se utiliza como estrategia discursiva para explicar el mundo en base a una estructura vertical de sujetos y subalternidades, privilegios y opresiones, vidas dignas y residuos no llorables. Las minorías se señalan, como un todo en ocasiones, y el estigma es una de las estrategias de señalamiento que utiliza cada contexto social para legitimarse a sí mismo. Lo queer servía a ese poder como lugar amplio para colocar lo erróneo, lo que no era útil a su sistema de reproducción; y

27

lo trataba de amoral, perverso, ilegal, antinatura o inferior por naturaleza, patológico, vergonzoso, y un largo etcétera.

Indecentes, pecadoras, criminales o enfermas, inútiles deshechos para el sistema. Queer, torcide, rare, extrañe... tú, cuerpo inútil, no perteneces a este mundo de sujetos y valores.

Mucho después en ese mismo contexto, tras las revueltas de Stonewall, las llamadas «luchas por la liberación homosexual» o «gay power» de los 70 y de conseguir progresivamente la despenalización, llegó la crisis del SIDA y emergió lo queer como elemento revulsivo desde el activismo (primero) y la academia (después). Se retorció el uso del lenguaje, se usurparon los lugares del habla y el cuerpo abyecto se reapropió de lo queer como lugar de enunciación: We're here, we're queer, get used to it.²⁸ Dinámicas perversas (o cuando menos dudosas) como la normalización o la tolerancia para la integración de existencias no heterosexuales, además de dejar a demasiados cuerpos fuera, había generado nuevos márgenes y dibujado un mapa de división dentro incluso de las propias disidencias. ¿Por qué era necesario cargar contra la normalización y de qué trata, en suma, este proceso?

Cuando un sector del activismo homosexual se había decantado por la vía proderechos y la institucionalización, una tangente furiosa brotaba como crítica, con el énfasis puesto en recordar que no había interés alguno en normalizarse, ni en reproducir los patrones, valores y prácticas de un sistema que seguía sosteniéndose por ser jerárquico y excluyente.

Lo normal, ya sabemos, es una forma socialmente reconocible que puede garantizar seguridad, pertenencia o protección. Lo queer preacadémico, como movimiento activista, nace a raíz del desacuerdo con la progresiva institucionalización de las organizaciones de lucha de emancipación homosexual, que abogaban por la normalización y se conformaban con una integración social según parámetros normativos.

El asalto queer quebraba las lógicas rígidas de la identidad y las categorías; introdujo la posibilidad de fluidez, de ser fronterizas, porosas, cyborgs. Reclamó la autodeterminación de la subjetividad y de las prácticas, la autoría de las narrativas sobre la carne propia y sus performances porque nada de ello, en suma, tendría que ser motivo para poder acceder o no a

28

unos derechos civiles y a un desarrollo digno en la sociedad. Lo queer irrumpió como un esbozo lleno de posibilidades de destrucción, orientado a un horizonte utópico.

Y también, cómo no, con innumerables problemas (connotación y carga histórica del término original y transferencia a otros contextos, intentos de capitalización, impacto académico y elitismo, la disolución del sujeto político, resistencias internas y externas...). Con (y por) todo, sigue siendo un elemento enormemente interesante de exploración de vías y estrategias para la emancipación del cuerpo de las múltiples intersecciones de opresión.

Pero, ¿por qué encuentra tantas resistencias y, la mayor parte de las veces, un rechazo violento, el cuestionamiento de los parámetros de la identidad? Cuando se pone en jaque la norma/forma, el lenguaje y la relación con el mundo, es decir, cuando se trata de proponer un imaginario otro, ¿qué es lo que está en juego además de, claro está, cuestionar el propio privilegio?

Todas estas preguntas nos retrotraen al problema que se planteó al principio, que anticipó Woolf y que Butler rescata en Precariedad y políticas sexuales: el cuerpo en la polis, nuestro habitar el espacio público y los marcos simbólico/físicos de la política. «¿Quién estará criminalizado según la apariencia pública; quién no será protegido por la ley o, de manera específica, por la policía, en la calle, o en el trabajo o en casa? ¿Quién será estigmatizado?, ¿quién será objeto de fascinación y placer de consumo?, ¿quién tendrá asistencia médica ante la ley?, ¿qué relaciones íntimas serán reconocidas? Sabemos de todas estas cuestiones por los transgresores activistas, por el feminismo, por las políticas de parentesco queer, y las reivindicaciones de las personas trabajadoras sexuales de cara a la seguridad pública y la emancipación económica».²⁹ O lo que es lo mismo, sigue en disputa la habitabilidad del mundo, el centro y sus márgenes precarios.

Sigue en disputa la autoridad para escribir un texto propio y la distribución, en suma, de accesos autorizados. Por eso es sugestivo y urgente (volver a) preguntarse quién teme a Virginia Woolf y, en correlación necesaria, quién teme a lo queer. Tanto por comprender la indiferenciación³⁰ como estado fronterizo y liberador de las categorías, como por su enorme potencial contra fantasmas emergentes, como la amenaza totalitaria o la normalización

29

devoradora. Lo queer, como vía deconstructiva y prótesis de reapropiación y reescritura del texto, reubica lo público y lo privado, las expresiones y los afectos, la memoria y la esperanza. Es un asalto narrativo con otras pautas para escribir nuestras identidades y alianzas. Es otro tiempo para otros espacios políticos, para la honestidad y la revolución.

El cuerpo, decíamos, es un espacio donde se liberan las batallas culturales del significado social y colectivo, y lo queer se plantea como un horizonte de potencial transformador, de deconstrucción y construcción permanente de experiencias y alianzas, de transiciones y desorientaciones liberadoras. Beatriz Suárez planteaba en su artículo «Feminismos lesbianos queer» que «en última instancia cabe preguntarse, ¿quién teme a lo queer?, ¿y a su activismo?, aunque la pregunta verdaderamente pertinente sea ¿para qué sirven?».³¹ Este libro se propone como un espacio donde plantear estos problemas, sobre el lugar que ocupa lo queer en nuestros activismos, identidades y prácticas; sobre sus posibilidades, sus aristas y sus fugas.

1. Un texto propio. Política y lenguaje a. en el punto de partida Yo quisiera encontrarnos cara a cara. Retomar desde la herida. Atrevernos desde cero. Sin reservas ni mentiras. Juan Pardo / Rocío Jurado

¿Qué queremos que pase? Quizá, y precisamente porque no es nada fácil, esa es la pregunta que tenemos que hacernos. Cuando alcanzamos aquella especie de cima teórica desde la que no se avistaban nuevos modos de avance, lo queer empezó a caer delante de nuestros ojos cuesta abajo y bruscamente, azotado por inesperados giros que nos han retrotraído a lugares discursivos llenos de violencia. De postura de élite académica a «chic cultural» y etiqueta amable, la «pegatina» queer en libros, series y productos para el consumo de un nicho (que

30

por muy nicho que fuera, se complacía en consumir) dio el salto hacia una especie de «centro periférico» apropiado para narrativas indulgentes. La historia del outsider cortés que busca su espacio en el mapa de lo que ya era (con todas las letras) tolerable nos ha sido narrada una y otra vez desde los lugares menos periféricos de la industria del entretenimiento y, quizá, nos embaucó de alguna manera para ocupar ese espacio prácticamente por primera vez. También nos lo planteamos desde el underground urbano, desde nuestros libros de pequeña tirada y exposiciones en centros culturales, pero, ¿qué pasa? ¿Por qué no? ¿Acaso estaba mal transitar esta etiqueta o cualquier otra para explicarnos o exponernos? ¿Por qué no quedarnos ya refugiades en el paraguas coherente y verosímil de la cultura queer?³²

Es cierto que, con todo, siempre existió la sospecha. Una sospecha que tampoco fue homogénea ni coherente, pero que sí azuzó la tensión y la crítica interna. Por eso seguimos los debates, contra viento y marea, en talleres y asambleas. Por eso volvíamos a las calles cada vez y continuábamos problematizando todas las aristas de lo queer, que si bien comenzaba a instalarse como una identidad entendible que habitar, era ese mismo espejismo de estandarización en el régimen de lo visible lo que causaba extrañeza, disputa y decepción. La reivindicación de las microhistorias micropolíticas fuera de las lógicas del Relato aglutinador y hegemónico era leída desde algunos sectores críticos como la caída en las redes del neoliberalismo individualista. Es cierto que muchas de esas críticas se hacían a menudo (y se hacen hoy) desde lugares ajenos, desde una izquierda blanca y francamente conservadora que poco o nada conocía nuestros espacios. Comenzó a anticiparse la diversidad como una especie de trampa posmoderna que enmarañaba las «verdaderas luchas» y obviaba las condiciones estructurales.

Lo queer se había convertido en el punto de mira, en una diana sobre la que la mirada ajena a estas experiencias ejecutaba su sospecha. Desde ahí comenzó a articularse una definición del término como peligro potencial que, en un lapso muy corto de tiempo, se ha traducido en un derrame sistemático de violencia contra las disidencias de lo binario y la economía cishetero. Este giro inesperado nos ha hecho abandonar en gran medida los debates que veníamos sosteniendo. La construcción de la memoria queer y los problemas de asimilación y representación han sido expulsados forzosamente a un segundo plano, en pro de articular una agenda improvisada de defensa contra una violencia que, la verdad, no esperábamos.

31

Estos problemas pasan de caminar en paralelo a converger en un momento de hipervisibilización que por un lado parece exenta de crítica y por otro es vapuleada y tachada de enemigo troyano y mortal. Nos encontramos en el punto de partida, el punto que aglutina como un todo homogéneo las experiencias disidentes y las estigmatiza. Bien somos objeto para el consumo despolitizado, sin memoria y sin crítica, bien somos la amenaza de la verdadera emancipación. Somos un todo en cualquier caso, una ilusión de coherencia definida por oposición donde se nos encaja, pero en la que nuevamente no hemos participado. Conviene recordar, no obstante, que los puntos de partida nunca son repeticiones de la Historia por más que esta insista en decirnos que siempre se repite. No es verdad. El espejismo de coherencia que aglutina experiencias muy distintas bajo un falso conjunto homogéneo es el mismo que nos invita a leer el pasado como una cronología coordinada de ciclos idénticos, y no: el punto de partida siempre es otro, aunque asemeje sus formas y se escriba, eso sí, con pretensiones continuistas y con la fuerza narrativa de la inercia del Relato.

La Jurado, águila imperial travesti recuperada por la mirada de Ziga, desde la óptica camp y protoqueer del exilio cultural, nos cantaba sobre el punto de partida, sobre el mundo que nos ahoga, que nos abraza y nos olvida. Un punto al que volvemos cada tanto (icada noche!) y que nunca es el mismo aunque lo parezca. Retomamos desde la herida, desde ese lugar fronterizo que es el fracaso para recuperar lo que habíamos construido y volver a problematizarlo. Regresamos cansades, es cierto, con experiencias nuevas sobre la espalda y más frentes abiertos que nunca, pero no empezamos de cero. Retomamos el cuerpo como mapa donde se liberan las batallas del determinismo cultural, del lenguaje y sus obligaciones jerárquicas de subordinación. Nuestro punto de partida no es una ley de amnistía, no es un pacto de olvido, no es una equiparación frente al pasado. Retomar desde la herida consiste, precisamente, en recuperar las cargas de la memoria dañada y reinterpretar sus posibilidades como prótesis indisoluble de nuestra identidad. Porque si las palabras pueden ser las armas cargadas de futuro de Celaya, cargan también con la gravedad de la memoria, y ese es el terreno que está en disputa, porque la memoria es el lugar desde el que imaginar futuribles, dibujar posibilidades y trazar caminos.

32

La resistencia a la instrucción colectiva y a la homogeneización del Relato es la misma que se enfrenta a la generación sistemática de cuerpos uniformes y coherentes. Contra la estandarización, contra la normalización, regresamos al punto de partida y, una vez aquí, retomamos la pregunta, ¿qué queremos que pase?

b. conmemoración, crítica y capital. el límite de las minorías políticas. narrativas para la memoria y la esperanza Aquella política, lejos de llevarnos a la tierra prometida, nos hizo adentrarnos aún más en el desierto. Vivian Gornick Lo siento, Marsha. Lo intenté. Sylvia Rivera

«Si no molesta, no es queer».³³ Si no incomoda, si no revuelve el asiento y fuerza la mirada hacia un afuera frondoso, no es queer. Ese es el punto, la llamada de atención que dibuja lo queer como la posibilidad, es decir, como el movimiento permanente que surge (que tiene que surgir también) de nuestra propia incomodidad. Esto no quiere decir que no celebremos los objetivos conseguidos con todas las de la ley, por supuesto, celebrar esas mismas leyes que suponen una ampliación de los espacios de reconocimiento es lo propio, como también debe serlo seguir cuestionando sus límites. Conviene asegurar los pies sobre el terreno y preguntarse hasta qué punto ese lugar al que hemos llegado es una concesión a las periferias, cedida por un centro que, en realidad, se amplía a sí mismo y refuerza sus márgenes. Como un alquiler con derecho a cocina que no sabemos cuándo acaba, como el momento que Vidarte irónicamente llamó de «Kit-Kat».³⁴

Cuando se alcanza un objetivo (como ocurrió, por ejemplo, con la ley de matrimonio igualitario de 2005), se pone un parche en la narrativa que, generalmente, instala en el contexto una lógica de progreso unidireccional. La narrativa efectivamente amplía sus márgenes (aunque no sus formas), y a la vez que reconoce situaciones hasta entonces

33

discriminadas por la institución, reescribe el espacio de lo asimilable y los lugares de subordinación.³⁵ Por descontado que avances como aquel han facilitado muchas cosas y han dado recogimiento legal a aquello que ya estaba ocurriendo, sin embargo es conveniente, siempre, cuestionar en paralelo el resultado y, precisamente, no leerlo como resultado, es decir, como línea de meta. No podemos no querer derechos, obviamente, no se trata de eso. Se trata de problematizar el terreno ampliado, asaltarlo y llenarlo nuevamente de preguntas incómodas. ¿Qué hemos conseguido? ¿Qué derechos, para quién, desde dónde?... y una vez aquí, ¿qué queremos que pase? Lo cierto es que la narrativa del progreso fagocita los significados y capitaliza los resultados (todo es histórico, todo es un hito), se autoproclama paradigma del avance y se torna, paradójicamente, conservadora.³⁶ La ampliación de los valores que dibujan las formas de existencia, expresión y modos reconocidos de relacionarse son, por demás, una buena noticia. Sin embargo, su otra cara indivisible es la de generación de espacios de identificación regulados, norma(li/tivi)zados y, al mismo tiempo, la usurpación de las narrativas de la memoria. Ocurre que el tejido de las memorias múltiples de la disidencia queda desdibujado para acoplarse a la fuerza en el cuerpo textual de la instrucción colectiva, y es precisamente lo que tenemos que cuestionar. Vasallo escribe sobre los momentos de cambio político en un contexto determinado y el abuso que puede hacerse de los grupos «minorizados» cuando se abre la puerta a las posibilidades de transformación social. Los define como «momentos de posibilidad de existencia de las minorías, siempre y cuando no pongan la diferencia sobre la mesa. Es más, son momentos en los que interesan las voces de los grupos minorizados para poder crear una masa mayor. Pero solo a través de representaciones dóciles de esos grupos».³⁷ Es decir, que esa diferencia sea integrada bajo el paraguas del proyecto homogeneizador que se plantea. ¿Qué significa esto?

El 28 de junio de 2019 se conmemoró el cincuenta aniversario de la revuelta de Stonewall, motivo que fue instrumentalizado para una celebración macro y que, con todo, nos sumergió a muches en una especie de extrañamiento que nos distanciaba. El abuso de una alegría orgullosa, capitalizada y artificial, inundaba el mapa de pirotecnia apabullante. Nos interpelaba de manera invasiva a la vez que nos expulsaba del texto como si no tuviésemos nada que ver con todo aquello o, más bien, como si nos recordase que en realidad nunca habíamos hecho falta.

34

Esa semana (o ese mes, si renta) los muros de la parada del metro de Chueca se empapelan con la bandera del arcoíris y fotografías de personajes (LGTB...) de las series de Netflix; Just-Eat lanza una campaña con la bandera y el eslogan «¿A quién le importa lo que yo coma?»; las empresas en general se (tra)visten de orgullo y se suman a la alegre capitalización de la conmemoración, que ha pasado a llamarse celebración sin recordar muy bien por qué ni cuándo. Y quizá es esa la clave, esa transformación (legítima también) en fiesta ha facilitado la instrumentalización capitalista de lo que originalmente fue (y es todavía) una protesta violenta contra el abuso del poder que niega el derecho a la existencia de los cuerpos queer.

Cuando otrora reclamamos la celebración lo hicimos con toda la carga que suponía la liberación de tantos años de ostracismo, exilio, ocultación y silencio. No había nada de lo que avergonzarse, al contrario, para celebrar la ruptura pública del armario, la reivindicación de la existencia hasta entonces proscrita se convirtió en fiesta, en alegría. Con pitos y canciones (y en bragas, por qué no), además de con pancartas. Exponer nuestros cuerpos en la calle no era solo resistencia, era activismo encarnado en red, el tejido visible contra la norma, y lo celebramos. Desde luego es mucho más sencillo capitalizar una celebración. ¿Cómo ha pasado? Lo hemos visto crecer como un castillo de goma hinchable y apenas hemos podido darnos cuenta de cuándo nos dejaron fuera. 2019 selecciona fragmentos de las revueltas de 1969, los descontextualiza, desdibuja y vuelve a dibujar en forma comprimida, consumada y entendible. Ya fue, ya pasó. Love is love. #Orgullo. Pero, ¿qué es lo que estamos celebrando?

Claro que es importante revisitar Stonewall, y explicar de nuevo que esta fecha se conmemora por la revuelta violenta contra la policía y sus abusos sistemáticos, como lo es apuntar otra vez que sus protagonistas fueron Marsha P. Johnson y Sylvia Rivera, mujeres trans, bisexuales, racializadas y putas. Sin embargo, heredarlas como una piedra preciosa intocable o como la imagen sagrada de una victoria épica del pasado no tiene sentido. Colocarlas en el imaginario inmaculadas y lejanas, sin carga histórica ni política más allá de un titular, no es un ejercicio de memoria honesto y, por eso, desarticula las posibilidades de reinterpretación y contextualización de narrativas que reescriban el compromiso.

35

Conmemorar conlleva reconocer un hecho histórico y recuperar por qué debe ser recordado, en relación a entender el presente y construir un futuro, una posibilidad. En el mosaico de la memoria no hay hechos consumados como victorias impolutas, no hay banderines que marquen claramente un antes y un después, y si se imponen no los queremos. Un ejercicio de memoria supone una relectura y una contextualización para establecer continuidades honestas con heridas que siguen abiertas. Visitar las imágenes y los relatos de vida de las disidencias que tejieron el archivo queer nos dejará más preguntas que respuestas o, al menos, debería hacerlo. Preguntas como quién ha quedado por el camino, quién escribe esta memoria hegemónica y desde cuándo el capitalismo es un camino de liberación.

Cuando Marsha P. Johnson apareció muerta flotando sobre el río Hudson, sus amigas sabían perfectamente que no se había suicidado. Era imposible. La policía cerraba así un caso más sobre otro cuerpo que no importa (otra vida no llorable) para no seguir investigando. La vida de Marsha daba igual. Mucho antes, en 1973, Sylvia Rivera, su camarada de vida, su compañera, fue testigo de la transformación instrumentalizada de la revuelta que ella misma protagonizó. Cuando salió a dar su discurso en el Orgullo de Christopher Street cuatro años después, se encontró con el rechazo de las que habían sido sus aliadas en la lucha. Las gays asimiladas (blancas, burguesas y con passing hetero), no querían saber nada de las queers (racializadas, travestis, trans, putas, pobres, plumeras, locas) que pudieran estropear su camino hacia la normalización. Y ese es el texto en el que paulatinamente (y en considerable poco tiempo) nos ha colocado como cuerpos significantes el relato hegemónico de la emancipación LGBT+.

La verdadera trampa es la del capital y su sistema de distribución. Afirmar lo contrario es negar e ignorar alegremente (en un enorme ejercicio de ceguera irresponsable) las razones históricas del porqué de la emergencia de esas luchas, de ese primer ladrillo contra el cristal y de esos (los nuestros) relatos de vida. La trampa es capital. La neutralización de amenazas al relato hegemónico y sus pilares se traduce en un espejismo de ampliación, de remodelación de espacios que, en realidad, reproducen las normas mediante la captación de nuevos cómplices. Sylvia Rivera pasó una etapa en el absoluto ostracismo, como homeless desahuciada y sin recursos. «Lo siento, Marsha. Lo intent黳⁸ es lo que acierta a decir llorando mientras desalojan su chabola en la autopista del West Side.

36

La trampa del capitalismo es siempre la misma: ofrece lugares de identificación estandarizados y asumibles a cambio de despolitizar las voces y los cuerpos revulsivos (que siguen, por cierto, existiendo). Ofrece un nosotros/ellos y tiende una mano alentadora. Lo tremendamente desconcertante de este proceso es que para caber en ese binomio excluyente, para integrarse, se aceptan sus reglas a la primera de cambio y se produce un hermanamiento con el policía, con el agresor. Se asume alegremente que hay un nuevo afuera, un nuevo otres, un nuevo margen y que es asunto de otras luchas o, en fin, cuestión de tiempo (de un tiempo que nunca llega pero que, en todo caso, no es el nuestro). La trampa y su espejismo causan una ceguera suficiente como para generar el rechazo de la compañera que lanzó la primera botella, la que sujetaba la pancarta en primera fila y se llevó los golpes. La que, como tú antes, no tenía nada que perder porque ya le habían negado todo. ¿Qué es lo que estamos celebrando?

Si conmemorar significa reconocer un hecho histórico y recuperar su porqué vigente, contextualizar debería interpelarnos con preguntas que con demasiada frecuencia pasamos por alto. Y no solo las relativas a la insistencia avasallante de la memoria hegemónica anglosajona, que se derrama sobre todo microrrelato y sobre toda memoria local para establecer sus lógicas, relaciones y comparativas. Esas lógicas que nos llevan a conocer antes la historia de Stonewall que la del Pasaje Begoña, los nombres de aquellas protagonistas y no los de Miriam Amaya o Silvia Reyes, y a entender forzosamente a la Ocaña como «la prima pobre de Divine»,³⁹ según el orden periférico de la estructura narrativa dominante, que organiza la instrucción colectiva de la memoria con la que debemos identificarnos. Pero no se trata de menospreciar, comparar ni colocar eventos o relatos según un orden competitivo, al contrario, esa es precisamente la inercia que deberíamos cuestionar. Se trata de problematizar nuestra relación con el relato y la implicación que podemos sostener en pro de articular un compromiso honesto con las micromemorias de la disidencia. La pregunta es qué Marshas y qué Sylvias, qué Ocañas y qué Miriams, en qué pasajes y en qué chabolas siguen fuera del castillo hinchable 50 años después, fumando detrás de la valla y preguntándose para quién es esta celebración. Lo queer apunta hacia ese fuera, lo queer es el dardo incómodo que nos recuerda que no hay categoría reconocida por la hegemonía que no sea una interpretación manipulada. La ampliación de espacios de reconocimiento, insisto, siempre es una buena

37

noticia, pero no una victoria consumada ni una línea de meta. Como la cara b de una moneda puesta en curso, no hay que dejar de preguntarse hasta qué punto esos espacios son producto o resultado de una instrumentalización.

Los 50 años de Stonewall marcan «en la lógica occidental del progreso, el punto de partida de las reivindicaciones LGTB, de las reivindicaciones de lo queer»,⁴⁰ sin embargo, como apunta Ortega en ese mismo texto, «si atendemos al panorama de las sexualidades diversas y al propio término queer y su recepción en el Estado español, entendemos que desde la negritud, desde las posiciones y coaliciones de disidentes sexuales racializadas, lo queer ha sido domesticado y blanqueado».⁴¹ El blanqueamiento del relato va de la mano de ese reduccionismo interesado que, además de transformar la complejidad de la memoria en un producto capitalizable, la instala dentro de las lógicas normativas que reproducen los esquemas de privilegio y subordinación de la economía blanca, patriarcal, colonial y cishetero. Por eso, retomar la incomodidad propia de la tensión queer supone llenar de preguntas el espacio ampliado pero, sobre todo, cuestionar en qué lugar de ese mapa nos encontramos y, nuevamente, qué queremos que pase. La trampa capital ofrece un lugar de pertenencia o se encarga de generar, al menos, la sensación de pertenencia suficiente para que los cuerpos asimilados y asimilables se reconozcan como parte de ese centro que ignora sus márgenes. Si no molesta, no es queer, pero ¿a quién molesta? La pregunta sobre el lugar que ocupamos será útil cuando cuestione en qué medida es nuestro cuerpo asimilado el que pasa a formar parte de esa estructura privilegiada, y en qué medida favorecemos, reproducimos o cuestionamos las nuevas líneas del relato. En otras palabras, si la ampliación de espacios supone nuevas formas de enunciación y reconocimiento, también mantiene o genera puntos ciegos sobre los que podemos pasar cómodamente si no elaboramos un ejercicio crítico, si no cuestionamos el alcance y el impacto individual y colectivo del feliz y tolerante progreso.

Ortega vincula la domesticación de lo queer con la ignorancia blanca, que define como «ese proceso complejo por el cual la blanquitud (aunque no solo ella) es incapaz de ver el propio sistema sobre el que se asienta, es incapaz de ver y asumir su posición de privilegio, así como de reconocer las experiencias de quienes hemos devenido en sujetos subalternos».⁴² Un proceso que contamina la producción de 42 conocimiento, desde el ámbito académico hasta el de la industria cultural, y que limita, en suma, los lugares de identificación y las narrativas

38

posibles. El significado y la dirección del texto es lo que está en disputa y, por eso, la posibilidad de enunciación es un lugar reservado para unas existencias y no para otras, es un terreno acotado y con condiciones. Desde ahí, cabe preguntarse qué lugar ocupa nuestro cuerpo en este mapa, en este muestreo de existencias válidas, legibles, asimiladas. Desde ahí tenemos que cuestionar para quién son las celebraciones y qué cuerpos son los cuerpos a los que se refiere el texto cuando habla de reconocimiento, derechos o ciudadanía. El proceso de mitificación, al contrario que el ejercicio de memoria, corre el riesgo de reducirse a una narrativa cerrada que, en lugar de transmitir la fuerza y pasar el testigo del relato, se convierta en epopeya, lejana e inaccesible.

Un acercamiento a la memoria con honestidad tiene que pasar por insertar en el eje de tensión nuestro propio cuerpo, sus huellas e intersecciones. Tiene que pasar por preguntarnos por qué tenemos acceso a unos relatos y no a otros, y en qué medida participamos en una reproducción acrítica de su blanqueamiento. La memoria puede ofrecernos lugares de identificación y, al mismo tiempo, devenir puente de contacto con experiencias que no son la nuestra, con sus tiempos ausentes y presentes, con un conocimiento que, en definitiva, amplie la cartografía de lo reconocible. La memoria es la prótesis de acceso al compromiso, al tejido de relatos múltiples y a la elaboración de posibles futuros. Cabe preguntarse desde dónde se escribe la memoria colectiva, quién elabora la instrucción, y qué ignorancias interesa producir y reproducir en cada ampliación del texto. En definitiva, cuál es el régimen de verdad con el que se escribe el relato hegemónico (también) de las disidencias, de lo queer, y qué espacio nos deja para trazar un compromiso honesto con el presente y una inclinación a futuro. Si la memoria colectiva responde, más bien, a una voluntad de instrucción colectiva,⁴³ supone un fracaso que se asienta sobre el silencio y fuerza a la ignorancia. La aproximación crítica al relato, el cuestionamiento, la elaboración individual de memorias otras y su puesta en común nos pertenece como herramienta de intervención en las obligatoriedades del texto y sus cegueras.

39

c. un cuerpo siempre dice la verdad. tecnologías de la violencia. género y fracaso El silenciamiento, la omisión, el armario son dispositivos de olvido, de desmemoria, de exclusión. L+s que tenemos sexualidades que se salen del estrecho marco cis-hetero hemos sido borradas a veces físicamente, pero también simbólicamente. Fefa Vila, Javier Sáez El ser que puede ser comprendido es lenguaje. Hans-Georg Gadamer

Coetzee nos decía, en Esperando a los bárbaros, que «un cuerpo siempre dice la verdad». Con esta sentencia no trataba de expresar que los cuerpos muestran o exponen una verdad sobre sí mismos, de manera inmediata, con el mero hecho de aparecer, no. Más bien lanzaba la pregunta hacia ese decir y hacia esa verdad. Coetzee denuncia las tecnologías de la violencia, y nos deja preguntas abiertas sobre qué es lo que dicen los cuerpos y cuál es el régimen de verdad que establece los parámetros de lectura. Es a través de la tortura, a través del dolor, que el cuerpo sometido dice la verdad, o lo que es lo mismo, es como se extrae de él el relato que interesa. Esa verdad sustraída mediante la violencia la dice el cuerpo, el cuerpo y el miedo, el cuerpo y su dolor; y escribe la Historia.⁴⁴ Conviene preguntarse, bajando los pies a nuestro cotidiano, qué verdad es esa que ha dicho nuestro cuerpo, de manera construida y conveniente, y a qué narrativas nos hemos sometido con la esperanza de encontrar una existencia habitable que, quizá, tenía poco de verdadera. Esa es la historia biográfica y el relato colectivo de muchos cuerpos queer, sonsacada en pequeñas líneas y adaptada hasta encajar en un gran texto que muchas veces se ha escrito sobre la sombra del dolor y, por demás, ha borrado las posibilidades de una existencia honesta.

El cuerpo, sometido a un relato preexistente que se impone con mayor o menor grado de sorpresa, incidencia o terror, escribe y reproduce la verdad que le es exigida. No estamos hablando, claro está, de un proceso disciplinario de torturas, propio de un sistema totalitario que persigue a sus fuerzas opositivas. Sin embargo, la idea de un texto obligatorio relativo a las verdades del cuerpo, que se inserta dentro de un complejo engranaje de premios y

40

castigos, probablemente no resultará tan ajena. Como tampoco lo será el miedo a esa opresión, a esa amenaza, a ese señalamiento que, según diferentes niveles de violencia, marca a los cuerpos en espacios públicos y también en entornos privados cuando no se corresponden con la verdad preexistente que se espera de ellos. Vivan para siempre los cuerpos insumisos del relato, los que así lo quisieron y lo reivindicaron, los que no querían pero no tuvieron más opción, ni passing ni documentos, los que murieron en el intento y los que sobreviven. Vivan también los cuerpos que, con todo, han tratado de adecuarse a esa verdad que se les exige porque tenían miedo. Vivan los cuerpos que han sido acusados de ser un error, de ser mentira, de ser un fraude, todos los que antes o después se han enfrentado a esas tecnologías de la violencia que son (sí son) estrategias históricas de borrado.

Parece que el hecho del decir, del expresar una existencia, para el caso, en los márgenes del texto, tiene que ver con el discurso y el lenguaje, con la producción de lo que puede ser leído y lo que queda en la sombra de la comprensión o, al menos, de lo que puede considerarse asumible. Nuestros cuerpos son sintagmas en movimiento por el contexto pragmático que es el discurso y, en definitiva, la producción de verdad contamina y condiciona las existencias en función de que se adecúen o no a su propio texto, a su norma/forma. La batalla sobre los significados adecuados del cuerpo (los verdaderos) está siempre presente, pero emerge con más fuerza cada vez que se produce una transgresión normativa o se reivindica una existencia política. Cuando eso ocurre, cuando se pelea el espacio y se propone la posibilidad de ampliar o desdibujar los límites de la verdad del cuerpo en relación a hacer habitable la enunciación de sus márgenes, conviene recordar que, precisamente, lo que se pretende es extender los espacios de reconocimiento para rectificar un régimen de verdad que ha borrado sistemáticamente a los cuerpos disidentes de la economía lingüística dominante. Sin embargo, se advierte como una amenaza y una suerte de competición en la que se sobreentiende el proceso de manera vertical y reducida, es decir, excluyente. Como si el espacio de reconocimiento fuera un lugar estrecho en el que cabe un único cuerpo que, por fuerza, quedará expulsado del mismo si entra no diferente. Se borrará.

Los espacios de reconocimiento político que produce el régimen lingüístico y sus implicaciones normativas son lugares ambivalentes en los que no caben, convengamos, todos

41

los cuerpos. Y el problema es que al quedar fuera o en los bordes de esa inteligibilidad hay cuerpos que quedan fuera o en los bordes del acceso a la ciudadanía y los derechos, lo que implica también habitar el margen de la credibilidad (ser cuestionado, cuestionable, puesto en duda, o necesitar tutela). Es decir (y grosso modo), sin reconocimiento no hay redistribución. Y aunque esta fórmula no funcione de manera estable ni homogénea, y aunque siempre podamos encontrar un ejemplo paradigmático de lo contrario, lo que sí permanece estable es el error de lectura suficiente para indicar que el cuerpo queer siempre será cuerpo queer por más que se adapte o reproduzca de manera coherente o verosímil un discurso normativo. La tensión del centro con sus periferias múltiples es dinámica y, cuando se producen movimientos de tentativa para el cambio, se escenifica la resistencia al mismo a través de advertencias de peligro más o menos acentuadas y, muchas veces, exageradas hasta el descaro. La coyuntura de polarización crispada que estamos viviendo de un tiempo a esta parte ha tensado la cuerda hasta máximos difícilmente imaginables poco tiempo atrás, pero que varie su intensidad no implica que las estrategias sean diferentes. Es decir, cuando se reivindica un acercamiento a ese centro político desde existencias disidentes, la norma/forma escenifica una amenaza de robo con aspavientos amanerados. Parece una usurpación de lugar, una competición que va a dejar a alguien fuera. Trabajar por la ampliación del espectro reconocible no es fácil, porque cambiar la forma se interpreta como una inestabilidad imposible, como el advenimiento del caos. No obstante, los significados y las formas nunca son elementos estáticos, nada más lejos, varían a lo largo del tiempo y se encuentran en permanente movimiento, por más que se anticipe el Apocalipsis cada vez que se hace manifiesto el avance activista o se plantee una intervención pública.

Por poner un ejemplo cercano: desde los sectores más reaccionarios de la ultraderecha se alerta de que no se puede permitir que se enseñe en las aulas diversidad afectivo-sexual, o modelos de familia no cisheterosexuales, como si no fuera normal, y estipula de esta manera que normal es un espacio acotado, reservado para unas existencias y no otras. El conservadurismo va a defenderlo de la usurpación (y del adoctrinamiento, por qué no), porque implementa que normal es un lugar donde cabe un único modelo de existencia posible, y que este no puede ser ampliado y compartido sino conquistado por otro modelo que pretende reproducir la jerarquía. Esta fortificación conservadora sobre el espacio político de lo normal no es un capricho, como tampoco lo es denunciar extorsión y chantaje cuando

42

se trata de desdibujar sus parámetros. Esta reacción se produce porque, efectivamente, el frente conservador tiene razón. No la tiene en cuanto a lo que denuncia (no se pretende-lay!instaurar una dictadura queer). Sí la tiene, sin embargo, en la auténtica motivación temerosa que subyace en su discurso: la pérdida.

Perder el patrimonio de lo normal, como perder el patrimonio de la identidad categórica basada en un esencialismo, supone, además del enorme esfuerzo de adaptación a una nueva norma/forma de relación con el mundo, una pérdida de hegemonía. Una hegemonía que, en gran medida, se define hasta ese momento por oposición, o mejor dicho, superposición sobre otras existencias, Lo normal dejaría entonces de ser un modelo que se sostiene precisamente porque hay otros que no lo son. Hay que abrir el texto y compartirlo. Esto puede experimentarse como una pérdida de poder o control, y es efectivamente una pérdida verdadera, lo que no quiere decir que esa apertura (que conlleva un mayor reconocimiento) nos haga más débiles, al contrario. Todo movimiento que encamine su dinámica hacia la horizontalidad es un movimiento más fuerte que el que reproduce la jerarquía vertical, porque amplía los espacios colectivos y aúna experiencias diversas que hacen del mapa un ensanchamiento algo más habitable para el común. El miedo a la pérdida se traduce en una amenaza de desahucio que no es real. No se trata de invertir las formas de reconocimiento, se trata de hacer que las categorías de enunciación política dejen de ser excluyentes para, progresivamente, extender la vida y la convivencia.

La reproducción de espacios que expulsen experiencias disidentes o se sostengan por la subordinación de otras, además de constituir una injusticia epistémica, está condenada por fuerza a la inestabilidad. Y esa inestabilidad es la que ejerce, o la que debe ejercer, la tensión de lo queer, la que haga posible la inclinación hacia el afuera, hacia el punto ciego y la realidad silenciada. Podríamos convenir entonces que siempre habrá un afuera y que lo queer, como desorientación liberadora de los esencialismos, puede ser útil en tanto desviación permanente de la mirada (y del texto) que instale una voluntad de ampliación horizontal permanente. Hasta aquí el optimismo teórico, la parada en el camino que, convengamos, sirve para tomar aire y continuar.

43

Una crítica frecuente a lo queer (una fundamentada, quiero decir) es que se coloca en un horizonte utópico que siempre puede autodenominarse revolucionario y seducirnos de esta forma, y es cierto. Es más fácil utilizar las teorías de desorientación queer para construir imágenes de futuro que para bajar a tierra soluciones a problemas cotidianos que, efectivamente, los cuerpos disidentes experimentan en el devenir biográfico. No obstante, lejos de constituir un optimismo ajeno a los problemas del mundo, quizá, lo queer en el ámbito teórico tenga que caminar en paralelo, como herramienta política para la destrucción y reconstrucción de los ideales que sujetan al cuerpo a lugares de subordinación y subalternidad. Por eso, cuando Preciado dice que lo que le interesa es «propiciar una revolución que nos conduzca a la redefinición de un sujeto político que no sea hombre o mujer, sino un cuerpo vivo»,⁴⁵ es efectivamente seductor en la medida que dibuja una utopía deseable. Lo difícil es ir colocando las baldosas del camino, y lo imposible, a veces, es poner los pies en el suelo y caminar hacia ese futuro, porque la superficie se tambalea demasiado. Las urgencias asociadas al relato queer, como las propias de la precariedad y el fracaso normativo, colocan al cuerpo en un estado de vulnerabilidad que deja poco espacio (y poco tiempo) para perderse en ideas. Más allá de la fuerza que transmitan (que es importante y no es poca) las ideas que persuaden hacia el over the rainbow pueden ser fácilmente criticables dado que no producen soluciones efectivas o, al menos, inmediatas. Lo cual no significa, no obstante, que no sean igualmente necesarias. Si bien es difícil imaginarse en un estadio del ser cuerpos leídos sin las cargas del relato patriarcal y colonial y su régimen de verdad, es importante no perder de vista que hay un horizonte emancipador al que tender. Por lo mismo, sería injusto leer como fallo todo movimiento de la disidencia y darlo por perdido cuando, en su aporte teórico o en su movimiento político, no ha instalado efectivamente la utopía. La deconstrucción y el desprendimiento de las lógicas de la opresión asociadas al cuerpo se producen mediante trazados pequeños, a veces erráticos, pero sacudir el polvo del mapa y revolver la cartografía nunca es un paso en falso, y el comienzo, por qué no, puede ser una idea. Convengamos, en todo caso, que si podemos hablar de las bondades de lo queer es porque tenemos una voz asimilada de algún modo, considerada al menos como tal voz dentro de un contexto que escucha, aunque sea, para colocarse en contra. No dejemos nunca de utilizarla.

44

Es cierto que el sintagma queer ha sido rápidamente reducido y manipulado, se ha tratado de insertar en lugares sospechosos y, desde la teoría y el activismo, hay que seguir problematizando el proceso. Con todo, y por mal que pese a muches, su impacto sigue haciendo de él una herramienta sugerente. Uno de sus mayores obstáculos ha sido, precisamente, capitalizarlo como una identidad estable en vez de como un posicionamiento crítico para agitar el paradigma de las identidades. Agitar la noción de identidad tiene que ver con cómo nos construimos y cómo somos o podemos ser objeto de lectura en la mirada común y, al final, cuestionar ese paradigma supone quebrar el régimen en el que se inscribe. Es decir, cuestionar qué verdad es la que dice el cuerpo, y a qué nos referimos cuando decimos que siempre habrá un afuera y que lo queer es una tensión interesante para forzar la vista hacia ese espacio. Un elemento común en las experiencias queer (no todas, no siempre ni de la misma manera) es precisamente la relación deslocalizada con una verdad preexistente que conduce a experimentar, antes o después, la incoherencia y el fracaso. Un fracaso que, como indica Halberstam,⁴⁶ puede ser liberador aunque se viva al mismo tiempo, en ocasiones, asociado al trauma.

Si la lesbiana de Wittig (por utilizar su ejemplo) no es mujer, lo que reproduce es un residuo, un fracaso, en suma, de la verdad mujer. Ese fracaso, insiste Halberstam, puede ser liberador porque nos sitúa en un fuera de las opresiones asociadas al significante original (mujer, en este caso) que debería ocupar y reproducir ese cuerpo (subordinación respecto al varón, heterosexualidad obligatoria, labores reproductivas, etc.). Es cierto que habitar el residuo será violento, pero también, y al mismo tiempo, una liberación. La ambivalencia de la no-verdad y el cuerpo nos deja en un terreno frondoso de exilio que resulta a la vez, de alguna manera, emancipador. Con semejante afirmación no debe implementarse que lo queer, en todo caso, suponga una liberación per se, ni que sea un paradigma mágico en el que puede caer el cuerpo felizmente cuando se desidentifica de tales categorías normativas. Encajar en las categorías comprensibles del género y el sexo y encarnar, incluso, el espacio de lo normal, implica someter al cuerpo a la jerarquía de subordinación y privilegios que esa verdad preexistente espera como resultado. Constituir y encarnar el fracaso como varones o mujeres, o como normales, no dejará a los cuerpos entonces en un espacio exento de normas, sino que caerán, más bien, en el oblicuo mapa de la subalternidad y sus múltiples aristas dinámicas. Aristas en las que el género y sus violencias adheridas se extienden y sobredimensionan. No

45

hay un fuera del género. Hay un fuera de los espacios inteligibles de reconocimiento que el género produce. Hay experiencias disidentes y tentativas insumisas del relato dominante, que son convenientemente señaladas como su sombra, su cara b, su amenaza ligada. Y no conviene leer el fracaso del género como un liberador de sus formas en general, al contrario, lo interesante es llevarlo al propio relato de vida.

La teoría de Halberstam añade elementos sugerentes a Wittig para continuar un camino teórico enfocado a la deconstrucción del género (y aun del sexo), pero no propone soluciones al problema de las categorías, porque no hay una solución más allá de la introducción de otra baldosa amarilla en el imaginario de los cuerpos queer y su puesta en escena. Se trata, obviamente, de un planteamiento teórico que continúa la crítica a los espacios de identificación que, convengamos, es donde se disputan el reconocimiento y la agencia. No todas las propuestas pasan por el establecimiento de una agenda política, como se ha dicho, también pasan por la extensión de posibilidades para pensarnos e imaginarnos, para entendernos en última instancia. El fracaso de Halberstam es liberador si lo colocamos en el terreno personal, en relación al propio relato biográfico. Es decir, creo que es una propuesta útil para pensarnos radicalmente, porque tiene que ver con una experiencia íntima de honestidad. Una honestidad que confronta esa verdad que debe decir el cuerpo y que, con su propia revelación, no solo deslocaliza el propio cuerpo, sino que forma parte del pequeño trazado de la deconstrucción del texto normativo. El enorme potencial revulsivo de los relatos de vida queer, que pueden transformar su exilio en una historia biográfica colectiva, consiste en desestabilizar el régimen de verdad y poner de manifiesto sus estrategias históricas de borrado.

Y más allá de ese primer ejercicio de honestidad, es interesante poner la atención en la posibilidad que abre ese fracaso, porque ofrece una inclinación divergente a la hora de encontrar alianzas o redes que salgan de los parámetros que la norma/forma establece como lógicos o necesarios. Los espacios de subordinación y subalternidad que establecen el género y el sexo tienen en común, quizá, mucho más de lo que a priori deja ver una clasificación categórica de las mismas. Al menos la que se reproduce según una clasificación basada en la reducción del cuerpo y las experiencias a una propiedad esencial. La tensión queer, en tanto posición crítica y desestabilizadora de las categorías de identidad, puede inclinarnos a generar

46

hermanamientos y colectividades que trasciendan la lógica esencialista. Encontrarnos colectivamente en el fracaso, en el error y las vulnerabilidades que produce, puede ser el germen de un relato colectivo mucho mayor, o lo que es lo mismo, encontrarnos algo más cerca de ese desiderátum revolucionario del cuerpo vivo como sujeto político. Desde la colección en aumento de fracasos personales y colectivos respecto a un texto esperable, resulta evidente que hay formas muy dispares de experimentar el género y el sexo, que hay recorridos vitales que están lejos de adecuarse a lo que se espera de ellos, y que todos los recorridos y las experiencias son verdaderos y no van a dejar de existir, por más que se ponga su existencia bajo permanente sospecha. El error de lectura está en los propios parámetros de voluntad rígida que preexisten y se materializan en cada cuerpo vivo y en cada mirada que los somete. Por eso, cuando se trata de desestabilizar un lugar de tendencia determinista (sobre lo que puede o no considerarse normal, por ejemplo) con la intención de ampliar los lugares de enunciación y reconocimiento, y se obtiene como respuesta una sobrerreacción conservadora que alerta de amenaza de borrado de identidades o modelos normativos, conviene hablar también de esos fantasmas, los nuestros.

Conviene hablar de los cuerpos queer que escriben las verdades de la Historia a través del dolor, la negación y la violencia, y que se han visto sometidos a tecnologías de borrado sistemático en pro, muchas veces, de la propia supervivencia. Somos transmisores del discurso (y su fantasma, pese a todo), y la tensión en disputa es el significado, el reconocimiento y la memoria. La inclinación queer, como posicionamiento crítico, ofrece también la posibilidad de pensarnos colectivamente de otra manera. Porque sabemos que someternos a esa verdad que debe decir el cuerpo nos condena a existencias que no son honestas, y que esa experiencia de fracaso liberador es una experiencia compartida por todos nuestros relatos de vida.

47

d. la increíble usurpación. contra todo lo que fluye (fascismo vs. queer). fetiches y dramas. de lo seco y lo húmedo Confundir a los verdugos con sus víctimas es una enfermedad moral, un remilgo estético, o una siniestra señal de complicidad. Primo Levi Soy una puente columpiada por el viento, un crucero habitado por torbellinos [...] Me fragmentarán, y a cada pequeño pedazo le pondrán una etiqueta. Gloria Anzaldúa

Las anomalías propias del género (sus desviaciones normativas) han sido objeto de control y tutela por parte de poderes disciplinarios cuya labor última era exponerlas como tales anomalías y, por supuesto, tratar de reprimirlas, corregirlas o eliminarlas. Las disidencias de orientación e identidad y sus variables de expresión insumisa de la norma han sido sometidas a un tutelaje institucional que aún perdura en algunos contextos y sobre ciertos cuerpos. Ya no somos peligros sociales como lo fuimos durante la dictadura española, pero el rastro de aquellas prácticas sigue ondeando como una sombra de sospecha sobre los cuerpos disidentes. El tutelaje institucional de la disidencia no se basa únicamente (aunque sí sea su intención final) en eliminar del mapa de lo social la transgresión normativa, en este caso, del género y el sexo. Sabemos desde Foucault que una de las características de la Modernidad es el despliegue de una serie de discursos y prácticas (saberes y poderes) que tienen autoridad para escribir ese régimen de verdad que se inscribe sobre los cuerpos. Cierto es que las disidencias se leen como tales a partir de un modelo normativo, un patrón de existencia que se toma como una especie de extensión de la naturaleza y que por eso no ofrece resistencias ni tampoco dudas. La existencia blanca y cisheterosexual, siempre que se adecuara convenientemente a unos modelos biográficos según patrones de relación, reproducción y división del trabajo en función del sexo binario, no se prestaría a clasificaciones en tanto modelo original o primario. Es decir, las clasificaciones de cuerpos erróneos, desviados, enfermos o criminales vendrían después, a partir de y en relación a este primero. La tentación

48

de creer que un patrón es una extensión natural (por muy cultural y convencional que sea) y que aquello que no coincida con sus formas son desviaciones (antinatura primero, con consecuencias judiciales en tanto peligro social, después) es una tentación que, efectivamente, se ha extendido más allá de los contextos del totalitarismo político y que, como la cabeza de un pulpo con enormes tentáculos, continúa hoy impregnando la existencia. Todo tiene que ver, en suma, con ese régimen de verdad asociado a los cuerpos, ya que dentro de sus lógicas de organización, de privilegio, subordinación y subalternidad distribuye también accesos a un régimen de credibilidad. Cuando hablamos de los cuerpos queer como aquellos que son puestos bajo sospecha y en permanente duda, lo interesante es vincularlo con la agencia, es decir, con la capacidad de autodeterminación de la propia existencia adherida a la proximidad con el concepto de sujeto o ciudadanía. Hay relatos de vida cuyo testimonio no adquiere la importancia de lo que es inmediatamente creído o creíble, de lo que es políticamente grave y tenido en cuenta (llorable), porque lo performa un cuerpo subordinado o subalterno, en suma, un cuerpo de segunda.

Hay algo de resistencia conservadora en los paradigmas binarios del género y el sexo que, sin tener necesariamente vinculación con ideologías totalitarias, desencadenan una presión y una vigilancia similar. Conviene recordar que la oposición a las leyes de autodeterminación y despatologización para las personas trans* no es otra cosa que la reproducción de una postura que defiende que hay cuerpos sospechosos que precisan tutela institucional, es decir, ser acreditados por poderes que certifiquen la verdad de su relato, dado que su propio testimonio no es válido o, según defiende este sector, no debe serlo. Y una de las estrategias para hacer efectiva esa discriminación es vincular los cuerpos trans* con la idea de peligrosidad. La advertencia de amenaza y el advenimiento del caos, por tanto, no se trata únicamente de un fallo en el régimen de credibilidad, más bien, es la extensión (o el regreso) de prácticas discriminatorias que aunque despierten en distintos mapas políticos no varían su estrategia.

A propósito de esto podemos convenir que «ya no somos peligros sociales» es una idea que debemos cuestionar, y no solo porque determinadas experiencias del género y el sexo continúen bajo sospecha, sino porque cabe preguntarse quién entra en ese «somos», o lo que es lo mismo, qué cuerpos siguen criminalizados por sus condiciones previas. Las leyes preventivas del delito (como la de «Vagos y Maleantes» o la de «Peligrosidad Social»,

49

durante la dictadura española) servían como estamento de control y represión de los cuerpos disidentes por el mero hecho de serlo. Determinados cuerpos fueron susceptibles de ser detenidos y encarcelados por sus características desviadas como potencial peligro, es decir, sin haber cometido ningún delito. Lo cual equivale a decir que se criminalizaba ciertas existencias por sus condiciones previas, ya que a estas se les presuponía una peligrosidad potencial. Podemos enarbolar nuevamente la bandera del arcoiris y pregonar las bondades del progreso tolerante, o bien, podemos ampliar la mirada crítica y señalar los fantasmas totalitarios y sus huellas. Rastros como el de la peligrosidad han dejado en nuestro cotidiano político herramientas que siguen funcionando para la exclusión y criminalización preventiva. Cuestiones, por ejemplo, para estructurar la mirada hacia los cuerpos no blancos, migrantes y precarizados que, en muchos casos, son tratados como lo fueron otrora los peligrosos sociales. La mirada de sospecha encuentra formas de imponerse social e institucionalmente a través de aquellos fantasmas propios del totalitarismo que, en nuestro contexto, funcionaron como dispositivo de control y opresión de la población. Un dispositivo asociado a ideas relativas a la «pureza» (racial y sexual), entendiendo aquí «pureza» como proximidad a un modelo normativo que no permitía definiciones o conductas arbitrarias, confusas o mestizas. En vinculación siempre con la condición de pertenencia a la amalgama de ideales que comprendían entonces sintagmas como «patria», «nación» o «españolidad». Voces que no son tan lejanas para el fascismo emergente, y que ha rescatado y puesto a funcionar sin mayores complicaciones. Sin bien es cierto que el género y el sexo, como elementos doctrinarios, no son en absoluto patrimonio del fascismo, hay algo interesante en la tensión desorientadora e híbrida de lo queer y la tentación rígida de la pureza fascista. Algo que replantear, desde luego, para afrontar un monstruo que está creciendo en nuestro contexto y que (como ya ocurrió en el siglo xx) se erige en defensa del orden frente al caos y que no ha dudado en usurpar el lugar de la víctima para enunciarse desde ahí. Un fascismo que, además, ha encontrado (no tan, quizá) sorprendentes alianzas entre los sectores más severos de la policía del sexo, aun cuando estos actúan en nombre de un movimiento emancipador. El fascismo es teatro. Jean Genet

50

El fascismo ha crecido delante de nuestros ojos, se ha instalado en las instituciones y ha comenzado a producir un espectáculo en el que, de alguna manera, participamos. Convivimos con un fascismo diseminado que se camufla (sin demasiado esfuerzo, en ocasiones) detrás de otras palabras y que, o bien se erige como heroico liberador de las tiranías demócratas (aun en nombre de la democracia), o bien se victimiza detrás de una «libertad de expresión» arrebatada. La manipulación del lenguaje y de la dramaturgia que, en suma, conforma el escenario social, ha llegado a extremos por parte del fascismo que sobrepasan el teatro para instalarse, con todas sus consecuencias, en el circo más disparatado. En «Fascinante fascismo», Susan Sontag recupera la más famosa película de Leni Riefenstahl, y señala que «en El triunfo de la Voluntad, el documento (la imagen) no solo es el registro de la realidad sino que es una razón de que la realidad se haya construido, y debe, a la postre, reemplazarla».⁴⁷

Cuando hablamos de «blanquear el fascismo» hablamos de legitimarlo, de ponerlo en situación de opción posible, de institucionalizarlo y de darle un lugar reconocido y asumible en el régimen visual. Cuando hablamos de blanquear el fascismo hablamos de abrir la puerta a su derrame pedagógico, a que se disipen y hagan legítimas las violencias que propone su discurso. Hacer el fascismo asumible, en nuestro caso, ha pasado por fetichizarlo, por convertirlo en icono pop desprovisto de carga, el fascismo es cuqui. Si el mensaje del fascismo ha sido neutralizado por una visión estética de la vida, nos diría Sontag, sus adornos han sido sexualizados, es decir, nos invita a una ficción que podemos convertir en fetiche fácilmente. Y, desde luego, el delirio visual y el circo discursivo que produce el auge totalitario en nuestro presente, en pequeñas dosis, como un fascismo de baja intensidad criticable y ridículo, está lejos de asemejarse a ese teatro estructurado, jerárquico y perfecto que proponía la imaginería nazi, y que podemos contemplar en obras de Riefenstahl. Sin embargo, lo interesante para el caso es cómo se interpretan sus imágenes en el régimen visual que transitamos hoy. cómo las hemos leído, compartido y a qué las reducimos. Si fetichizar una imagen pasa por reducirla a objeto estético sin carga, que podemos ridiculizar, convertir en meme o en broma, quizá estamos colaborando en la reproducción y transmisión de elementos, propios de su drama, que inundan la cartografía. Pequeñas teselas de apariencia inocua que, finalmente, formarán un nervudo mosaico que reemplazará la cartografía misma. Por eso, el problema de fetichizar pasa por asumir esa imagen como el hecho mismo,

51

desnudo, sin carga política, sin memoria y sin crítica, como si fuésemos espectadores de una función, porque ese es precisamente el triunfo del teatro fascista: manipular el imaginario social hasta convertir su propio imaginario, su ficción, en realidad.

El problema no es, por tanto, que nos permitamos el lujo de sexualizar el fascismo, ni que disfrutemos de la ironía de su homoerotismo camp, sino precisamente que no entendamos el hecho de hacerlo como un lujo situado, contextual y breve, producto del privilegio. El problema pasa por volcar toda nuestra atención en la imagen misma, en el objeto, como si no fuese el retrato del avance de la supremacía totalitaria, su contaminación y sus aliados entre las fuerzas del orden y la comunicación. Como si no fuera el resultado de años de políticas discriminatorias, racistas, misóginas y en contra de toda disidencia de género y sexo, como si no fuera una imagen del dolor, la precariedad y la pérdida de vidas. Reproducir el fetiche fascista como un elemento inocuo en el mosaico de imágenes que transitamos cada día supone una neutralización de su mensaje.

Quizá nuestra mirada se ha habituado, se ha estancado en la lectura pop del fenómeno, en el pop peor entendido, el que se atasca en lo cuqui y asimila imágenes sin carga. Sin embargo, ya sabemos que la reproducción del teatro fascista nunca es una opción, y menos una opción que vaya a permanecer estable en el escenario democrático, porque en su propia génesis está la conquista de terreno paulatina, el orden jerárquico y la subordinación de disidencias cuando no el exterminio. Y sabemos también (aunque parece haberse olvidado) que toda expresión totalitaria, por pequeña o imprecisa que fuera, nunca se conformó con quedarse en tentativa. La gente nos dijo que la guerra había terminado. Nos hizo reír. Nosotros somos la guerra. Su llama arde fuerte en nuestro interior. Envuelve nuestro ser y nos fascina con la tentación de destruir. Miembro de la Brigada Ehrhardt

Contra todo lo que fluye», nos dijo Littell, «el fascismo, por supuesto, tiene que instaurar todo cuanto esté erecto».⁴⁸ En Lo seco y lo húmedo se expone que el pensamiento totalitario solo puede desarrollarse mediante un orden del mundo rígido e inmutable, condenado a la muerte (a generarla sistemáticamente) y se definirá, por tanto, en oposición a todo lo que fluya, lo impuro, lo mestizo, lo híbrido y lo mutable. Máximas que se justifican a sí mismas a

52

través de lógicas de pureza esencialista que organizan y clasifican los cuerpos, y que estructuran las relaciones sociales que estos deben mantener. Una lógica policial de la diversidad de experiencias y relatos a la que en nuestro mapa, por otro lado, se han sumado otros sectores que, en nombre de un movimiento que lucha por la igualdad, reproducen patrones de violencia y exclusión contra las personas trans* y no binarias, particularmente contra las mujeres trans*. Esa amalgama (ciertamente inesperada) de voces de alarma que alertan sobre la «peligrosidad» de cuerpos no normativos, y que usurpan el lugar de la víctima para señalar y agredir, además de reproducir los clásicos del abuso de poder y desacreditación, ha contaminado el mapa con desinformación ridícula sobre lo queer. A la «ideología de género» han venido a sumarse conceptos como «queerismo», «secta queer», «dictadura queer», «queergenerismo» y un largo etcétera en el que se han encontrado felizmente sectores de un conservadurismo extremo en representación, supuestamente, de las más dispares posturas políticas. Lo queer regresa, en definitiva, a encarnar ese cajón de sastre abstracto en el que cabe toda disidencia normativa. Regresamos, pues, al punto de partida, que si bien nunca es el mismo, nos retrotrae a escenarios de homogeneización contra disidencias múltiples.

Si alzamos la mirada a vista de pájaro, a distancia de lo concreto, y contemplamos el mapa con perspectiva, podremos convenir que el fascismo, para estructurarse, tiene que estructurar el mundo, conquistar territorios y dominarlos con el significado único. La estructura fascista se lanza a la conquista del territorio social, y para convertirlo en una masa homogénea comienza por imponer el significado único a sus partes más pequeñas. El cuerpo propio, conquistado y sometido mediante el poder y la violencia de un régimen de verdad sin fisuras ni confusiones, es el escalón que el fascismo necesita para lanzarse a dominar cuerpos mayores de lo social. Se enuncia desde el lugar de la víctima rabiosa y reclama el orden como una especie de espacio arrebatado. Un espacio que, como hemos visto, se sostiene como único y verdadero en tanto se superpone a otros que no lo son. Lo queer por el contrario se enuncia desde el lugar de la emancipación de lo totalitario, desde la destrucción de las categorías que sujetan a los cuerpos a significados rígidos, erectos y secos. Lo queer, como posicionamiento crítico desde el activismo, las teorías y la práctica política, se plantea en sentido diametralmente opuesto. Emerge como el error de lectura molesto que contraría el

53

significado único, señala la fluidez inevitable y fuerza la mirada hacia el afuera, hacia la expansión del reconocimiento en horizontal.

Lo queer, en definitiva, como elemento de fuga constante, de identidad fragmentada, desplazada y transitoria, funciona como arma de combate contra el discurso totalizador, porque escapa al control de la palabra, a la clasificación y a los significados que se imponen con el propósito de la dominación. Desde lo queer sabemos, en definitiva, que encajar o no en el régimen de verdad es incierto, que los cuerpos no son sagrados, sino sintagmas contingentes a merced del relato, como todos los cuerpos históricos, como todos los sintagmas de carne social. Tu cuerpo, ese que hoy es una extensión de la naturaleza y fue en otro tiempo antinatura, es tan vulnerable como todos los que somos parte y todo de la política.

Y la vulnerabilidad no es, como lo invulnerable, dado por naturaleza. Al contrario, son condiciones que necesitan producirse artificialmente, social, cultural y políticamente. El espacio de la precariedad, de las minorías, de los márgenes y las periferias son espacios epistémicos creados, convencionales. Son expresiones del poder que después, evidentemente, estructuran la materia y trascienden lo simbólico. Y no es que el lenguaje se vuelva carne, es que la señala y manipula. La moldea y condiciona su existencia. La producción de relatos marca los cuerpos, que son siempre el nuestro, y los coloca en un lado, en un punto concreto para la interpretación social. La interpretación/traducción del cuerpo atravesado por relatos nunca es, pues, arbitraria, siempre estará mediada por la inercia de la convención, por sus tensiones y tránsitos. Por sus cambios de dirección.

Habitamos la frontera, habitamos el espacio frondoso que nos deja el relato y nos deslizamos a veces hacia lugares desconocidos de lectura. Nuestro cuerpo es/puede ser leído como usurpador, como enemigo, como parásito, como el mal. Como el polizón ilegal que ocupa una parte del mapa que no le pertenece, que es avistado por la vigilancia policial de la supremacía y que es perseguido, arrestado, condenado, desaparecido o muerto, en pro siempre de la libertad y la seguridad (nacional, religiosa, política). Seguridad que no es otra que la propia salvaguarda del relato y la defensa

54

de su dirección. Y si hoy habitas la parte o el todo de ese privilegio, ¿de verdad no crees que puede cambiar? Tu cuerpo no es sagrado.

Asistimos de un tiempo a esta parte al auge de la expresión extrema de la guerra de los lobos de Hobbes, del todos contra todos que se supone que somos los cuerpos humanos en libertad. Asistimos al avive del odio/miedo como estrategia política para la destrucción de la convivencia, que supone el escenario previo de lo totalitario. El fascismo emerge envalentonado, como adalid del orden frente al caos, como cruzada reguladora frente al desvarío de la libertad. Argumentos inexistentes y falsos debates que crecen en momentos de crisis, como ha ocurrido otras tantas veces. El fascismo habla de pureza contra el mestizaje y lo híbrido. Habla de orden y jerarquía contra la pluralidad y el derecho equivalente. Construye un patrón válido y homogéneo, y crea enemigos disidentes, nos llama peligros, destructores, terroristas; y se disfraza de víctima amenazada por lo que nosotres consideramos nuestra vida, nuestra lucha, nuestra libertad. Pero, ¿cuál es esta guerra de/contra/entre/por los cuerpos?

Conviene recordar que la disputa es por el significado y la ampliación de espacios de reconocimiento, una batalla que nos atraviesa el cuerpo y se traduce en lo material, en el acceso a la redistribución y a la ciudadanía. En tiempos de alarma, fascismo emergente, reduccionismo y tergiversación del lenguaje bajo amenaza de caos conviene bajar los pies a tierra, hacer ejercicio de memoria, de honestidad y compromiso solidario, fuera de las lógicas de la economía competitiva. Lógicas que se nutren de la manipulación del lenguaje para instalar una verdad que no existe, que solo contamina con crispación y alertas de peligro, que pretende crear enemigos donde lo que hay, en realidad, son experiencias vulnerables y potenciales alianzas por objetivos comunes. Y es que la guerra no es tal guerra, o no es, al menos, una batalla de fuerzas equivalentes. Porque en las cruzadas del privilegio solo hay ofensivas contra cuerpos inermes, que no disponen de la institución ni del ejército para defenderse. Y ya sabemos, o deberíamos saber a estas alturas, que la libertad no es efectivamente tal libertad hasta que todes seamos libres, porque somos comunidad y dependemos entre nosotres, porque somos conjunto social y político, porque somos red y esa es la única revolución posible. Y que tu cuerpo, ese que crees sagrado, es tan contingente como el mío y como el de la puta trans* de la calle de abajo, como el del que corre con la

55

manta porque le persigue la policía, y como el del crío exiliado encerrado en un centro de extranjería.

Mi libertad no acaba donde empieza la del otro. Tu libertad no acaba donde empieza la mía. Ese es el falso argumento que pone las opresiones a competir por un terreno limitado, porque entiende el reconocimiento como un espacio acotado, jerárquico y excluyente. Mi libertad empieza donde empieza la de les demás. Recuerda que tu cuerpo, como el mío, no es sagrado, y que todo proyecto de voluntad esencialista e inclinación a la pureza, todo proyecto que pretenda el significado único del cuerpo, se sostiene sobre la sacralización de unas vidas sobre otras. El mito de la supremacía se escribe mediante la idea de superioridad y el proyecto de homogeneización. En lo opuesto a ese camino, la red queer de ampliación del reconocimiento hacia la horizontalidad es la revolución posible. No implica que seamos iguales, al contrario, no tenemos que serlo o y no queremos. Ser iguales, como se ha visto, es una determinación totalitaria, ser diferentes y reconocides por igual, sin embargo, es una aspiración democrática.

Interludio: Visite nuestro (queer) bar Gracia Trujillo Recuerdo que, hace unos cuantos años, en el cine había un intermedio en la película, y en la pantalla aparecía el mensaje: «visite nuestro bar». Entonces salíamos a por palomitas, si no nos las habían comprado a la entrada, y/o íbamos corriendo al baño. Este interludio es un poco así, un visite nuestro bar, respire, descanse, entre la política (parte I) y los afectos (II). Y está muy bien pensado por parte de Víctor, aunque a mí me haya costado más al final escribir estas páginas que si hubiera sido un prólogo (en el que habría dicho que qué maravilla de libro tenéis en las manos), o un epílogo (en el que habría comentado lo mismo, y añadido alguna otra cosa para cerrar el volumen, que es lo que hacen, o eso intentan, los epílogos).

Esta idea del interludio me gustó desde el principio, no es algo muy habitual en los libros, de hecho es bastante queer. Un amigo e investigador brasileño, Leandro Colling, me comentaba

56

antes de la pandemia, en un viaje por Madrid, que escribimos sobre temáticas queer y, al mismo tiempo, qué poco queer es la forma en la que, en general, lo hacemos. Así es, menos mal que luego nos hacen propuestas como estas y nos liberamos un poco de tanto corsé académico (yo vengo intentando hacerlo desde hace un tiempo, con más o menos éxito).

Es un placer andar por aquí interludeando, por una cuestión de forma (y de perderla), y de contenido: este libro tiene muchas ideas muy bien hiladas, mostradas de manera nada pedante ni rebuscada, algo que es de agradecer, y hay mucha honestidad en estas páginas también. Un material perfecto para seguir pensando y organizándonos colectivamente. ¿Sobre qué hablar entonces en esta zona de chill out, en este intermedio? Acompañadme un rato, mientras tomamos un café, una cerveza, o lo que os apetezca.

Tanto pensar en la pantalla aquella que decía «visite nuestro bar», he acabado viendo al niñe queer que fui, esx que iba a por palomitas. Distinta, diferente, a mi rollo, observando el mundo con esa sensación a ratos de «aquí hay cosas que no acabo de entender». Lo que vamos aprendiendo es que la vida tiene, como os cuenta al final Victor (y prometo no hacer mucho spoiler), sus cosas: nos movemos entre la magia de algunos momentos, las ráfagas de felicidad, las emociones a flor de piel, las alegrías, el placer de leer un libro como este o el perseguir y disfrutar la libertad... a nivel individual, y colectivo (más, si como nosotres, eres parte de redes activistas). Pero la vida, y la realidad social, también pueden ser muy jodidas: desigualdades, violencias, crueldades, mal rollo a raudales. Esto lo sufrimos más la gente diferente, pero ¿quién no es, a fin de cuentas, diferente en algo? Este es uno de los cambios de mirada que supone «lo queer», esta invitación a jaquear la idea de normalidad, de centro, y a darnos cuenta de que todo el mundo es diferente (y qué bien que así sea, por cierto). Ya nos lo recordó Eve Kosofsky Sedgwick: «todes somos diferentes». Silvia Federici añadiría algo clave: «el problema no son las diferencias, sino la jerarquía entre ellas». El poder, los privilegios, el acceso a los recursos, la sensación de bienestar y libertad... todo ello va a depender de nuestro lugar como sujetos en la sociedad. Y ni todos los cuerpos/vidas importan igual, ni son lloradas igual, ni son/pueden ser igual de visibles, ni sufren las mismas violencias.

57

Sigo cerrando los ojos y me veo dando patadas a un balón, y mi padre al otro lado chutando de vuelta, estamos en un descampado al que daba el edificio donde vivíamos a finales de los años 70 en Madrid. Esa imagen es una que atesoro en los recuerdos de mi infancia. Sería más tarde, cuando tenía 10-11 años, más o menos, cuando fui intuyendo que lo de jugar al fútbol mejor no, aunque se me diera bien; me quedaba ya demasiado sola, sin otras chicas, en el terreno de juego. Lo que había que hacer era subirse a los poyetes, como el resto de las compañeras de clase, a tomarse el bocata de media mañana, y verles a ellos jugar. Vaya aprendizaje del uso del espacio público, el trozo que te corresponde y el que no, que se hace en los coles, algo que continúa todavía hoy (menos mal que ya hay propuestas de patios inclusivos, feministas, donde el fútbol no es el rey todos los días). La pregunta estrella de aquellos años en mi caso era «¿y por qué no juegas mejor al baloncesto, tú que eres alta?». Qué manía con el baloncesto, y con que era más femenino, cuando a mi lo que me gustaba era el fútbol. Alguna vez me he reído de todo esto, años después, bailando en alguna fiesta «Baloncesto», de La Prohibida. Fucking baloncesto.

Ese no lugar, ni con los chicos que juegan al fútbol, ni con las chicas. Ese recuerdo de no saber dónde meterme, de intentar pasar desapercibida. Tuve la suerte de no sufrir ningún acoso en el cole, pero la posibilidad del insulto (marimacho) sobrevolaba mi cabeza en el patio del colegio. El miedo a la injuria del que habla Didier Eribon, con el que crecemos les niñes queer, algo que va moldeando nuestros cuerpos, nuestras subjetividades, ese miedo, y esa rabia. Y esa necesidad de buscar a gente como nosotres, que es lo que hice al llegar al instituto, donde un grupo de amigas cómplices fueron mi tabla de salvación.

En los últimos años, en muchas ocasiones he pensado que ese no encajar, ese no lugar que algunes habitamos en nuestras infancias, a ratos o a menos ratos, en nuestras adolescencias e incluso después (pero ahí ya vamos teniendo más armas para hacerle frente), es una descripción muy gráfica, o una bonita metáfora, si se prefiere, de ser queer. Ojalá haberlo sabido entonces, que no estaba sola, pero qué vas a saber tú a esa edad, bastante tienes con sobrevivir en el cole siendo raritx.

Lo sé ahora, y como persona adulta que, además de activista, trabaja en el ámbito educativo desde hace unos cuantos años, intento poner mi granito de arena en aminorar esas posibles

58

violencias, estigmas y prejuicios que ya intuí desde pequeña y sufrí después. Y también sé que tenemos que hablar de ello. Como escribió val flores, activista bollera argentina, maestra, y amiga: «mientras no haya narrativas en primera persona de las propias educadoras lesbianas y gays -sin pretensiones de autenticidad ni de "verdad exclusiva"-, un discurso crítico, "descorporizado", no hace más que construir lo "diferente" como exterior y extraño, es decir, que sigue impulsando la maquinaria de la normalidad».⁴⁹

Tenemos que hablar, es urgente, porque en el ámbito educativo no se habla nada, en general, de cuerpos, deseos, placeres, «como si el cuerpo y la mente existieran aisladamente uno del otro o como si los significados, constitutivos de lo que somos, aprendemos y sabemos, existiesen de forma separada de nuestros deseos» (Moita, 2008: 126),⁵⁰ Y hay cuerpos, identidades sexo-genéricas, expresiones de género no cis-heteronormativas, como las nuestras; y entre estos cuerpos, los trans* no solo sufren más violencias que otros sino que muestran cómo la propia construcción del género como algo binario es ya en sí misma más que violenta.

Ese eclipsamiento del cuerpo, del deseo, de los placeres no quiere decir, sin embargo, que la escuela no produzca identidades corporizadas. El sistema educativo produce y reproduce la heteronormatividad, y el sexismo, el racismo, el capacitismo, a través de discursos y prácticas que fabrican sujetos e identidades. También, por supuesto, resistimos a ello, tenemos «agencia» o capacidad de intervención como sujetos. En la escuela, en definitiva, tanto el análisis como el habitar queer de los espacios (ese poner los cuerpos) son nuestras herramientas para seguir deconstruyendo discursos y formas de hacer, y acabar con los armarios en los que se intenta confinar y silenciar a las personas diferentes.

La feminista afroamericana bell hooks escribió hace años un libro fundamental, Enseñar para transgredir (que, por cierto, se acaba de traducir al castellano, os lo recomiendo mucho), en el que hablaba de la educación como práctica de la libertad. En el sistema educativo necesitamos cambiar muchas cosas para hacerlo un espacio más habitable, no violento, para las diferencias, para les niñes (y les profes, y las familias) queer. En esas andamos muches, mientras, al mismo tiempo, defendemos la educación pública. Nuestro activismo feminista y queer/cuir está en los grupos políticos, en la calle, y en las aulas.

59

Para finalizar, cuando hablamos de «lo queer» estamos hablando de activismos, de propuestas teóricas, y de nuestras vidas. «Lo queer» no es ni un Caballo de Troya en el feminismo, como defiende el sector transexcluyente, ni una «trampa divisoria» de la verdadera lucha (de clases), como siguen empeñados algunos, sino una apertura de horizontes donde pensar(nos) de otra manera, desde los márgenes del cis-heteropatriarcado capitalista y racista. Nos hacen falta mucha más empatía, solidaridades y alianzas, y más en el contexto actual. «Lo queer» no es algo, por otra parte, que planea solo en el ámbito de la teoría: los grupos queer (autónomos, radicales, no elegetebé) llevan en la calle en nuestro contexto desde comienzos de los 90 en adelante, cuando la crisis del SIDA hizo desatar la rabia marica (y bollera y trans*). El término queer tampoco está exento de críticas, claro: demasiado académico, blanco, elitista, anglo. Fiscalicemos los usos interesados del término, que lo alejan de la calle, de la lucha y la mirada interseccional: no solo somos personas no cis-hetero, nos atraviesan muchas otras cuestiones (la clase, la raza, la edad, la etnia, la diversidad funcional, entre otras), y ponemos nuestros cuerpos en otras movilizaciones también.

Queer es un horizonte hacia el que caminar, lejos de los binarismos sexo- genéricos, donde el amplio espectro de diferentes cuerpos, identidades y expresiones de género, sexualidades, etc. puedan desarrollarse y vivir libremente. Ojalá todas pudiéramos encontrarnos ahí, en ese espectro, como transgéneros, y que esto fuera un posible elemento de cohesión, como propone Víctor.

No os entretengo mucho más, que la peli (este libro) sigue. Solo un aviso: difícil no emocionarse en las últimas páginas, difícil no recordar a ese niñe, o a esx adolescente que fuimos y que llevamos con nosotres. A esa niña, en mi caso, que fracasó en ser normal (ya debía intuir yo la dificultad de aquello), y en esas continúa. Imposible no recordar (recordar: volver a pasar por el corazón) nuestra queerness para, desde el aquí y ahora, volver a decirle: «bienvenida, bendita diferencia, bienvenidas todas a esta casa colectiva».

60

2. Cuerpos en fuga. Afectos inabarcables a. un conjunto de órganos fragmentados. alosexismo, fetiches y espejos. lo que somos Quizá el objetivo más importante de nuestros días es descubrir lo que somos, pero para rechazarlo. Michel Foucault Eva Illouz habla del sexting como una exposición fraccionada, «la visualización y la sexualización del cuerpo, entonces, disocian al cuerpo del yo para someterlo a una mirada rápida e instantánea, dentro de una interacción cuyo objeto se reduce a un órgano».⁵¹ Somos, para Illouz, un conjunto de órganos fragmentados y, en la práctica del sexting, reducimos nuestro cuerpo a una fracción cosificada que, a la vez, cosifica. El sexting invita a leernos (y a leer los fragmentos de otre) como pedazos desapegados no solo del resto del cuerpo, sino de cualquier otra condición, virtud o fuente relativa a la identidad social.

Como conjunto de órganos fragmentados que ha practicado y practica el sexting, con mayor o menor frecuencia, no tengo nada que decir en contra, faltaría más. Por más que une siempre habite la crítica y la sospecha, a veces gusta de meterse en estructuras cosificadoras y en las lógicas mercantilistas del cuerpo. Entre esas críticas, claro está, se encuentra el ser consciente de que entrar y salir de una práctica cosificadora del propio cuerpo (más o menos) a voluntad es fruto de un privilegio y una agencia que, al menos, me sirve para decirme a mí mismo que soy yo quien decide fragmentarse un órgano de vez en cuando, por mucho que, quizá, sea resultado de un autoengaño y la práctica fagocite más esferas de las que creo.

Lo cierto es que los cuerpos (o una gran mayoría de, convengamos) no entran y salen de la cosificación a su antojo, y habitan muchas veces el lugar obligatorio del fetiche (sexual, en última instancia) para relacionarse íntima, afectiva y/o eróticamente. Ya sabemos que preexiste una estructura de distribución de los cuerpos en el espacio social que fuerza a la subordinación y al espacio de la subalternidad, y que se esmera en negar la agencia, o

61

arrebatarla sistemáticamente, como forma de reproducción del propio sistema jerárquico. En el sexting y en algunas de las tecnologías que utilizamos para acceder al mismo no es distinto, al revés, parece más bien que en la mayoría de casos los estándares jerárquicos y los estereotipos sexuales se refuerzan, y nuestro órgano fragmentado en consecuencia puede verse sometido a los juicios más feroces.

Podemos, en todo caso, hacerlo: podemos fragmentarnos, exponer nuestros órganos y entrar al mercado (la pregunta a estas alturas es, quizá, si podemos no hacerlo), podemos ponernos el [filtro] Oslo o el California, crear una imagen creíble y escoger el ángulo adecuado. Sea como sea, las leyes del capital erótico se encargarán de distribuirnos convenientemente en etiquetas o estereotipos, con sus máximas y sus mínimos, procurando que no haya confusiones, mezclas arbitrarias o usurpaciones de lugar. Podremos sumarnos (pertenecer, en definitiva) al gran panorama de autorretratos de la genitalidad que constituye el mosaico sobre el que camina buena parte de nuestra interacción social.

Y lejos (muy, muy lejos) de querer decir aquí que todo esto se soluciona con ser conscientes de lo que hacemos, de «empoderarnos» de nuestra fragmentación, de la liberación por el capital erótico o gilipolleces similares, quiero llamar la atención sobre otra de las sospechas que interviene cuando entramos a competir en el mercado de consumo de los cuerpos. Más allá de comprender que siempre va a contaminar parcelas muy frágiles de la autopercepción, y someternos a las violencias propias de la supremacía (racismo, capacitismo, misoginia y, también, gordofobia, plumofobia, slutshaming y un largo etc.), creo que es interesante pensar si no contamina además, o refuerza incluso, todas otras interacciones íntimas que ya vienen condicionadas por el régimen alosexista.

El alosexismo es la lógica que estructura y discrimina las relaciones en función del eje del sexo (de la relación sexual). Es decir, es el eje que, junto a la monogamia obligatoria, vertebra y organiza nuestras intimidades de forma jerárquica, y es aquello que vigila que «se cumplan» determinados parámetros dentro de una relación íntima (tener sexo) para ser considerada como afectiva o romántica, y sumarle un valor social que, además, recoloca en el imaginario y en el cotidiano el resto de relaciones. El régimen alosexista no solo deja fuera e invisibiliza todas las experiencias asexuales y las intimidades románticas que no comparten

62

relaciones sexuales, sino que además (y nuevamente) sirve de herramienta de clasificación para definirnos según una propiedad esencial (nuestro deseo y la realización o no del mismo) y organiza las relaciones íntimas a partir de un único fragmento posible de la misma.

De todos los elementos y complejidades que una relación íntima puede tener, se escoge un único fragmento, un único eje (el sexual), para determinar si habemus pareja o si sois «solo amigues». Como si las intimidades debieran reducirse a casillas escuetas y entendibles y, por demás, organizarse convenientemente para ser asumidas, reconocibles, como son, a partir de esa casilla. Del sexo esperamos validación, signos, respuestas y comportamientos estables, cuando las emociones, el erotismo, el deseo y sus expresiones, la intimidad y la gestión de los afectos son elementos que desbordan cualquier organización preestablecida.

Puede que para el sexting no sea necesario más que unos cuantos fragmentos o uno solo; y puede que la tentativa de comparar el sexting con cualquier otra intimidad sea aventurada, sin embargo, creo que es sugerente preguntarnos si entramos en la dinámica normativa de distribución de las relaciones sin cuestionarla, como entramos en la dinámica normativa de fragmentar nuestro cuerpo para encajar en un molde visual, en un estereotipo o en un fetiche, y hasta qué punto nos condiciona.

Me pregunto si nos estamos esforzando en caber en las identidades y relaciones que produce el sexo (el discurso del sexo) y por qué parece que estamos a su servicio, en lugar de descentralizarlo y transitar su espectro como potencial posible pero no determinante para las intimidades, la identidad y la experiencia. Si el sexo es un fragmento, no es la génesis de un todo, no siempre será el eje vertebrador de una relación, no siempre determinará el total de quiénes somos. No le pedimos eso a nada, no le pidamos eso al sexo.

Descentralicemos. Deconstruyamos la lógica alosexista, la obligatoriedad del sexo y sus dinámicas. No solo como ejercicio de visibilización asexual, sino como toma de conciencia de lo mucho que determina las esferas íntimas de todas las personas. Someter nuestros afectos a la normativa del sexo y a sus expectativas reduce todas las complejidades de expresión y todas las posibilidades de intimidad, fuerza las agendas y somete a los cuerpos a ficciones dolorosas.

63

Fragmentar nuestro cuerpo, como si fuese el resultado de la imagen que devuelve un espejo roto, puede hacernos caer en la tentación de no leernos nunca como un todo complejo. Más bien parece que la fragmentación es una de las condenas que caracterizan la existencia humana en sociedad, y que nos fuerza a escoger una propiedad sobre el resto. ¿Podemos cambiar esa lectura? Definirnos y ser leídes según una parte, una propiedad de voluntad esencialista, como nuestro sexo, nos fuerza también a entrar en la lógica binaria tradicional y, además, a participar de ella y su significado. Ya sea para asimilarla o cuestionarla, para defenderla o combatirla, no parece fácil tomar una salida tangente, una vía de escape que se desprenda y nos despoje de la tiranía del relato del sexo y su inercia.

El espejo roto, que nos devuelve nuestra identidad por fragmentos, no tiene por qué estar al servicio del binarismo y sus lógicas opositivas. Al contrario, lo enormemente interesante de nuestra identidad fragmentada es precisamente que se compone de múltiples elementos, facetas, condiciones dadas, expresiones y posibilidades que no se reducen a una sola propiedad en oposición a su contraria. Como expone Platero a propósito de la interseccionalidad,⁵² lo importante de salir de la línea de pensamiento binaria es que implica asumir la complejidad de la propia noción de identidad y de cómo está construida. En lugar de reducir nuestra identidad a una propiedad y vehicular las alianzas posibles en función de esa propiedad, se trata de tomar distancia (y conciencia) y entender cómo esa propiedad interactúa con el resto y con la complejidad de otres. La tensión entre el privilegio y la opresión no es sólida y unívoca, al contrario, es una relación dinámica que varía en función de factores múltiples. Puede que en muchos contextos habitemos el lugar de la subordinación, y es posible también que esa condición nos impida ver que hay otros contextos y relaciones en los que no es así. Quizá aventurarnos al sexting sin mayores complicaciones no tiene nada de malo, siempre que esa ficción que vivimos cuando se trata de exponernos por fragmentos en el espacio virtual sea considerada, asumida y manejada como tal ficción. Habitar las ficciones voluntariamente puede ser todo lo placentero que cada une quiera, precisamente porque parece que podemos desvincularnos de la misma en cualquier momento. La cuestión es preguntarse hasta qué punto las ficciones generan dependencia e imponen reglas que nos distancian de nuestro propio reconocimiento, o de nuestra propia complejidad, y si no nos hacen entrar a formar parte de una estructura de entendimiento sobre la identidad y las

64

relaciones que puede transformarse en las relaciones en sí, o limitarlas. Para leernos, para entendernos, claro, pero también para comunicarnos y establecer relaciones afectivas, cabe cuestionar si todas las formas de comunicación son, efectivamente, ficciones igualmente transitables, si hay reglas, cargas históricas y obligaciones, y qué es lo que está en juego cuando ponemos al descubierto los fragmentos de nuestra intimidad, sexual y emocionalmente. ¿Qué somos, sino un conjunto de fragmentos? ¿Cómo nos relacionamos a partir de esa amalgama, de ese deforme montón de significados, memorias, proyecciones y penas? Quizá hemos atravesado ficciones románticas sin ser del todo conscientes de sus implicaciones, dándolas por hecho o, incluso, con el convencimiento de que por fin formábamos parte de un todo reconocible. Desde un posicionamiento crítico con las ficciones políticas de la identidad, como es lo queer, procede situar también la ficción relacional, es decir, los modos en los que nos aproximamos afectivamente, y si podemos intervenir sobre sus normas, tiranías y condiciones, para que sean también un terreno emancipador y, en suma, sean lugares más habitables.

b. escándalo. perder las formas, las normas y la razón. el vacío, martha y george El conformismo es la certeza obstinada de aquellos que son inseguros. Pier Paolo Pasolini Este río desbordado no se puede controlar. Willy Chirino/Raphael

En 1965 realizó el documental Comizi d'Amore (traducido como Encuesta sobre el amor), con el que recorrió Italia haciendo preguntas a todo tipo de gente sobre las relaciones, el género, el sexo y los derechos civiles. Cientos de personas opinan en este film sobre, entre otras cosas, el matrimonio y una posible ley del divorcio. La cuestión en el aire es «el problema sexual», tesis que sobrevuela la película y que todo el mundo parece sobreentender sin más indagaciones. «¿El matrimonio/divorcio soluciona "el problema sexual"?». Nunca se plantea cuál es, efectivamente, este problema, sin embargo la pregunta hace saltar como

65

resortes de la misma maquinaria toda otra serie de disputas y amenazas. Parece que «el problema sexual» es un todo en el imaginario común que afecta a las cuestiones más íntimas y, por supuesto, a su deriva pública. La tensión que subyace es la de una necesidad de control sobre los afectos, es decir, el darles forma, nombrarlos y estructurarlos de manera reconocible y coherente. Algo que va unido indefectiblemente a las categorías de identidad como forma de distribución social, y a los significados adheridos de estas categorías, que se traducen en los comportamientos esperables. De la misma manera que la tentación de entender ciertas categorías como una extensión de la naturaleza y otras como algo desviado, torcido y que precisa de explicación y tutela también sobrevuela el mapa de la inercia de adjudicar lo natural o normal a un tipo de relaciones y no a otras.

Hay relaciones legítimas y otras que han pertenecido a oscuros ámbitos, como el vicio o el pecado, lugares del mapa que han servido tradicionalmente como estrategias de opresión y cuyos fantasmas, como ocurre con los relativos a los espacios de identidad, siguen vivos de alguna manera y son capaces de ejercer presión, quizá, tras otros nombres. Y de un tiempo a esta parte, igual que los espacios de identificación han revuelto la cartografía para ampliar sus parámetros, podemos convenir que las posibilidades de entender los lazos afectivos, los modelos de familia y la gestión de las emociones también transitan un periodo de cambios. Quizá es que son cosas que no pueden leerse de manera unilateral, ya que las incidencias en uno afectan al resto, y más que de un efecto dominó puede que estemos hablando de la ficha misma. Es decir, en la agitación crítica del paradigma de las identidades se revuelven por necesidad los sistemas de relación que forman parte, en suma, de la propia construcción de la identidad y viceversa. «¿Por qué ha tomado usted esta decisión?», pregunta Pasolini, «¿por decencia?».

No parece que podamos decidir mucho sobre las cuestiones relativas a nuestra identidad y la orientación de nuestro deseo, es decir, no hay opciones que valgan sobre lo que somos o deseamos porque no están en el ámbito de lo elegible. Eso no quiere decir que no podamos ocuparnos de la gestión de nuestras condiciones dadas, y que será a lo largo y ancho de esa gestión donde sí habrá elementos efectivamente elegibles. Sobre las relaciones afectivas, podríamos autoengañarnos una vez más y establecer en un genérico amable (como se hace muchas veces), que toda relación entre adultos consensuada es la base, el mínimo, y que a

66

partir de ahí, si queremos, todo son opciones. Que cada une se lo gestione como quiera, vaya, como si todo lo que engloba ese vasto campo de lo elegible, lo opcional, fuera efectivamente un menú desplegable en el que se muestran multitud de ofertas para escoger a placer. Fórmulas críticas como el poliamor, las no monogamias éticas o la anarquía relacional sobrevuelan el mapa como posibilidades (no tan nuevas) para romper las lógicas del sistema monógamo y sus pesadumbres. Sin embargo, en lo que refiere al cómo nos relacionamos, parece que las opciones se resisten a serlo en igualdad de condiciones o, al menos, que proponer modelos nuevos no basta para liberarnos de las penas y dificultades que implican los tradicionales. Y es que, efectivamente, «no es el qué, ni el cuánto», nos dice Vasallo: «es el cómo». Y ahí andamos, deliciosamente a veces, otras cargando severos daños, perdides en ese cómo y pensando en repensarnos.

Los afectos y sus derivas, que atraviesan el cuerpo propio y estructuran el mapa social, constituyen el núcleo de muchos de los problemas que arrastramos a lo largo de la vida y son, quizá, los que más pesan. Presuponer unas lógicas para las emociones y deseos e imponerlas como modelo hegemónico para su reproducción no solo deja fuera posibilidades sexuales o afectivas que sería interesante explorar si quisiéramos hacerlo, sino que, nuevamente, es el resultado de una estrechez naturalizada que oculta sombras de cargante gravedad política. Lo queer, como posicionamiento crítico para agitar el paradigma de las identidades y sus formas de organización para la alianza común, también puede ser una herramienta revulsiva que ejerza igualmente tensiones interesantes para un cuestionamiento de las relaciones y sus modos. Dado que no puede entenderse la identidad fuera de un mapa de convivencia social y esto implica, en suma, las relaciones que los cuerpos pueden mantener entre sí, lo queer puede ser una prótesis sugerente también para el «problema sexual».

Pero, ¿cuál es el (o son los) problema(s) sexual(es)? En Comizi d'Amore se habla sobre la pareja y sus normas, la infidelidad, la prostitución y sus condiciones, las invertidas, la moral, la identidad, la «perversión» y sus implicaciones, los derechos, la crianza, el afecto, la segregación de espacios y es, en definitiva, una puesta en común de los significados del género, que llevan adheridos unas formas reconocidas y asumibles de relación, expresión y comportamiento. Testimonios diversos por generación, clase social, orientación, identidad,

67

procedencia, herencias e historias de vida producían, como resultado, un mapa heterogéneo de cuerpos y relatos que, de forma desigual, habitaban el «problema sexual». Resulta sorprendente (o quizá no tanto) escuchar argumentos que casi 60 años después se reproducen en nuestro presente, y otros que, si bien han cambiado de contenido, utilizan la misma estrategia de enunciación: el escándalo. Y es que el «problema sexual», convengamos, emerge cada tanto en el mapa social y siempre se encuentra con resistencias similares.

Aunque en su momento equivalían a la génesis del caos y a las bodas con cabras, hoy por hoy estamos de acuerdo en que cuestiones como el divorcio o el matrimonio igualitario no suponen (salvo en los reductos más conservadores) ningún escándalo. Sin embargo, hay que reconocer, como nos recordó Gayle Rubin, que «si bien la sexualidad siempre es política, hay periodos en los que la vida erótica es ampliamente politizada »,⁵³ y esos periodos (los de renegociación) se engarzan entre argumentos progresistas y resistencias conservadoras. El conservadurismo (es decir, el sector que se resiste al cambio) siempre se escandaliza y alerta sobre la amenaza de degeneración porque, como ocurre con las categorías de identidad, se trata en definitiva de resistirse a ampliar espacios de reconocimiento. Cada tanto nos encontramos en una de esas etapas de tensión que mencionaba Rubin en Notas para una teoría radical de la sexualidad. Pero, ¿qué es lo que se renegocia en esos periodos y, sobre todo, por qué el «problema sexual» se topa siempre con el escándalo?

Tras el visionado de Comizi d'Amore podríamos concluir que lo sexual es un problema sempiterno, que apunta a muchas direcciones y que se reproduce según parámetros que, aunque alteren su contenido, no modifican demasiado sus dinámicas. ¿Qué quiere decir esto? ¿Cuál es, en definitiva, el núcleo del «problema sexual»? Durante la película se intercalan fragmentos de una conversación que Pasolini mantiene con el escritor Alberto Moravia y, entre ellos, hay uno particularmente interesante:

«He

descubierto

un

mundo

de

gente escandalizada. Moravia: "¿Tú estás

escandalizado?", pregunta Pasolini. "No, nunca. Absolutamente no", responde el escritor. "La única cosa que me escandaliza... es algo estúpido. Creo que uno siempre debe tratar de entender, creo que siempre existe una oportunidad de entender las cosas, y lo que entiendes no puede escandalizarte. A lo sumo da lugar a una opinión, y eso es

68

legítimo, pero la indignación no. La persona que se escandaliza es alguien que ve algo que es diferente a sí misma. No solo diferente, también amenazante, tanto físicamente como en términos de la imagen que esta persona tiene de sí misma. Escandalizarse, en el fondo, es el miedo a perder la propia personalidad. Es un miedo primitivo. La gente escandalizada es conformista y profundamente insegura"».

Es entonces cuando Pasolini habla del conformismo como una «certeza obstinada». Una certeza que quizá habla de la propia inseguridad ante los cambios y opera con toda la vehemencia (violenta en ocasiones) contra aquello que pueda suponer una amenaza a la estabilidad de la forma. Una amenaza, puntualiza el escritor, a perder la propia personalidad, la identidad, aquello que, en suma, nos conforma. El escándalo se produce entonces ante cualquier variación o tentativa de cambio de las formas con las que estructuramos el mundo, es decir (y nuevamente) cuando se trata de ampliar los espacios de reconocimiento, ya sea para legitimar relaciones hasta entonces proscritas, ya sea para ampliar el espectro de identidades en orden a hacer vivibles los márgenes del género y aun del sexo.

La amalgama escandalizada de nuestro presente ha metido las teorías queer en medio del anuncio apocalíptico sin demasiado tino, es cierto, ha generado una confusión mayúscula sobre el tema y se ha victimizado tras la exigencia de un falso debate. De la misma manera que no entramos a debatir sobre un matrimonio entre personas y otro con animales, no es este el espacio en el que detenerse a explicar por qué son ridículas las banderas rojas que ondea hoy el conservadurismo contra, por ejemplo, las propuestas de ley para la autodeterminación de género y la despatologización trans*. Lo cual no quiere decir (por ridículos que sean, insisto) que los «argumentos» esgrimidos no contaminen y manipulen el imaginario social y generen (más) violencia contra un colectivo de por sí vulnerable que se encuentra más expuesto que nunca.

Para lo que aquí nos ocupa se trata de comprender que la identidad reconocida o reconocible genera un nexo necesario con los afectos y relaciones que puede mantener o desarrollar a lo largo de la vida. Es decir, el cuerpo que encarna el error de lectura, el que no se corresponde con el régimen de verdad preexistente y supone un fracaso o un residuo, estará condicionado igualmente a habitar en el imaginario normativo un tipo de relaciones afectivas y no otras o,

69

incluso, a la ausencia de las mismas. Un imaginario que ha formado parte y constituido la base de muchos relatos de vida queer, marcados por la creencia de que el afecto era una cuestión ajena o inalcanzable, y la certeza de que el amor no era, en suma, algo que los errores merecieran. Cuerpos convertidos en fetiche, en tabú, o situados para la mirada oculta y el tacto a escondidas, han inundado buena parte de la representación de lo queer en la cultura y el entretenimiento y, además, estereotipos como la promiscuidad, la vergüenza, la culpa, o lo risible se han instalado en las propias proyecciones de lo que cabía esperar.

Con todo, después de cambios en las figuras de reconocimiento legal y una corriente de hipervisibilización en productos culturales mainstream que van introduciendo otras posibilidades en el régimen visual (también problemáticas, como hemos visto, pero distintas), lo cierto es que hay huellas del estigma que aún persiguen a muchos cuerpos y que limitan, de alguna manera, a la hora de pensarnos. Huellas que se intensifican o menguan (o quizá, con suerte, desaparecen) en interacción con el resto de intersecciones que nos conforman y escriben nuestra historia biográfica. Hemos vivido muchos años con la creencia de que los cuerpos erróneos siempre serían sospechosos polizones en el régimen de relaciones románticas (naturales, verdaderas, o auténticas) y, por eso, pelear por la ampliación de espacios de reconocimiento en el espectro político va mucho más allá de la modificación de un texto legal, aunque sea esto lo que más aspavientos produzca en el frente conservador. Parece que el reconocimiento de una identidad pasa por el permiso o la autorización a encarnar afectos legítimos y socialmente aceptables. Algo que, quizá, hemos pasado por alto entre los objetivos de la carrera, sin cuestionar (o dejando como secundario, para ese futuro que nunca llega) el porqué de la legitimidad de esos afectos, o esos modelos, y no otros. Como si esa prometedora vida del amor, otrora negada, fuera un caramelo que hemos devorado con todas las ganas, dando la espalda al hecho de saber que estaba envenenado. O, más bien, como si el envenenamiento del amor romántico (del amor auténtico y verdadero) fuera su indivisible cara b, la inevitable sombra que hay que transitar a cambio de los breves periodos de luz, que siempre vimos como ajenos y solo deseables, y experimentamos (muchas veces, solamente) a través de la ficción. La pregunta es hasta qué punto hemos contribuido a naturalizar una idea tan convencional y estructurada del amor a cambio del arraigo. La pregunta es qué ha pasado entonces, después, qué heridas ha sanado y cuáles ha

70

producido, qué nos hemos dejado por el camino para caber en ella y, una vez aquí, qué queremos que pase.

Quizá, el hecho de salirse del mapa de la identidad reconocida podría haber supuesto el salir también de ese sistema de relaciones para poner de manifiesto que no solo no es el único que existe, sino que precisamente es el problema. Es en ese sistema legítimo (auténtico y verdadero), estructurado por el pensamiento monógamo, donde debemos encontrarnos para entender a qué debemos aspirar y construirnos en consecuencia. El sistema de relaciones reconocibles, válidas, nos indica cómo gestionar los pormenores del afecto, sus derivas y problemas, cuáles deben ser los daños y la manera adecuada de sentirlos. O lo que es lo mismo, toda la violencia, las dependencias y la jerarquía que nos fuerzan a construirnos en base a parámetros de posesión, exclusividad y competición dentro de los ejes del éxito y el fracaso.

Sintagmas que, así leídos, no parecen el terreno más seguro en el que abrirnos a alguien más y exponernos vulnerables y que, sin embargo, se engloban dentro de una normativa que lo que promete, precisamente, es la estabilidad, la seguridad y la pertenencia. En todo caso, lo interesante en este mapa, como decía, es preguntarnos hasta qué punto hemos asumido una normativa de relación como necesaria para la ampliación del reconocimiento a propósito de una identidad en disputa, y más allá, si es algo efectivamente indivisible o podemos destrenzarlo y comenzar a poner los afectos por delante de las obligatoriedades que el sistema impone para reconocernos como cuerpos. Pero yo solo he visto gente muy obediente hasta en la cama. Jarcha

Como se ha dicho en el anterior capítulo a propósito del matrimonio igualitario, no se trata de no querer derechos, sino de problematizar el lugar que genera en el imaginario y en qué medida nos condiciona y limita. Sobre la deriva del love wins y el pase autorizado a un espacio de enunciación por amar a alguien del mismo sexo, conviene echar la vista atrás (más atrás) y plantear un ejercicio de memoria sobre pasados de tensión social en nuestro mapa a propósito del «problema sexual». En 1977, el Front d'Alliberament Gai de Catalunya, junto a otros nueve frentes de liberación, leyó un manifiesto ante una veintena de periodistas en el

71

Club de Amigos de la UNESCO, en Madrid, para exigir, entre otras cosas, la abolición de la Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social. Algo que, por cierto, no se consiguió, por más que cada 26 de diciembre podamos leer en redes que se cumple x aniversario desde que en España se conquistó el derecho a amar libremente y sandeces similares. La LPRS continuó funcionando como elemento de represión contra existencias disidentes, desmanteló sus tribunales a finales de los 80 y no se derogó hasta mediados de la década siguiente (lejos aún de siquiera imaginar el matrimonio igualitario). Si es cierto que en 1978 se eliminó la homosexualidad como supuesto punible, pero lo interesante para el caso es poner la atención sobre esas otras cosas que el FAGC leyó en su comunicado,⁵⁴ entre ellas, destaco:

«De forma explícita, para la plena liberación sexual, los objetivos son los siguientes: La supresión de los conceptos de matrimonio, pareja y familia, sustentadores todos ellos de la opresión. La sexualidad tiene que ser libre y no se la debe institucionalizar. Implantación del divorcio y abolición de la familia patriarcal. Supresión de las categorías ideológicas homosexual/heterosexual. El reconocimiento de variantes del deseo. Derecho a mostrar públicamente la afectividad. Separación total de la Iglesia y el Estado y no injerencia de ninguna doctrina moral en relación a la normatividad sexual. Reducción de la jornada laboral para poder dedicar tiempo libre a la formación cultural y humana y a una vida sexual satisfactoria». Llama poderosamente la atención cómo parece haberse instalado en nuestra memoria que el matrimonio igualitario era el objetivo del activismo LGBT+, en relación a este texto en el que un frente por la liberación sexual clama entre sus exigencias por la abolición del mismo (y de cualquier otra institución que quiera meter sus zarpas normativas en la vida erótica y afectiva). Las peligrosas no queríamos integrarnos en el sistema de relaciones legítimas, sino emancipar los cuerpos de sus cargas patriarcales. ¿Teníamos una oportunidad de hacerlo de

72

otra forma, acaso, queríamos hacerlo? Quizá, como ocurrió con todas las cosas de la política en el periodo de transición a la democracia en nuestro contexto, el «problema sexual» también llegó a un acuerdo de mínimos. Mínimos históricos, desde luego, que supusieron un paso loable para la existencia de los márgenes (de algunos márgenes, de los mínimos asumibles) pero que, nuevamente, lejos de constituir una meta supuso una base sobre la que seguir trabajando. Y en ese trabajo, quizá, nos dejamos por el camino las ideas conjuntas de abolición de las estructuras del afecto como parte necesaria para el reconocimiento, y les dimos la vuelta porque puede que la urgencia no dejara más opciones.

Las vidas seguían su curso, el tiempo seguía pasando y, al final, una generación azotada por el SIDA se encontró con los desahucios propios de aquellos márgenes que no entraban en el régimen del amor-marca- registrada, del afecto legítimo y la familia reconocible. Además de los inenarrables daños que supone no considerar familia a quienes efectivamente lo son/somos, porque no hay existencia legal para redes otras, para alianzas sexoafectivas no contempladas por la norma, la exigencia del matrimonio igualitario tuvo que ver también con lo que tiene que ver, en definitiva, toda unión matrimonial: la transmisión del patrimonio. Las historias sobre cuerpos dolientes que no podían pasar sus últimos momentos con sus amores y verdadera familia se acumulaban, así como la transmisión de sus bienes por defecto a las consanguinidades legales que, muchas veces, se habían escrito sobre marcos de violencia, negación y expulsión del hogar. El reconocimiento, por tanto, era una urgencia y es un derecho que, insisto, no podemos no querer. Lo interesante ahora es cuestionar las obligatoriedades a las que el modelo de relaciones nos somete, y qué hemos sacrificado con tal de pertenecer a un sistema que, hace no tanto, buena parte de nuestra memoria de la disidencia sexual quería abolir.

Efectivamente, no hay un nosotres homogéneo en ningún paraguas y tampoco, claro está, en el de los afectos, y es difícil encontrar un punto en común compartido desde los sentires, es decir, cuando no se trata de hacer frente común por la batalla de un derecho, porque entonces está claro. Quizá no debamos buscarlo. Quizá no se trate de eso. Quizá se trata de pensar que el ser cuerpos amantes y amados era un desiderátum inaccesible para los errores de la identidad y el deseo, y que la posibilidad de habitarlos nos ha hecho entrar en las puertas del amor como entra el animal herido en la casa de acogida. Quizá, y precisamente porque no hay

73

un nosotres homogéneo, lo más interesante de cuestionar el sistema de relaciones aquí y ahora sea revertir de nuevo el proceso. Es decir, poner sobre la mesa la evidencia que hace caer un sistema verdadero para la organización del afecto de la misma manera que caen los que pretenden verdades excluyentes para las categorías de identidad. Es difícil, desde luego, preguntarse y responderse sinceramente a propósito de la gestión emocional, porque no es distinguible a veces lo que queremos de lo que creímos que debíamos querer porque nos guiaba una promesa de pertenencia y, en última instancia, de felicidad. Quizá ni siquiera sea útil empeñarnos en buscar las diferencias. Lo que sí puede serlo es pensarnos como parte de un sistema que nos ha llevado a vivir y reproducir daños y violencias, de mayor o menor escala, como piezas de un engranaje del que no parece fácil escapar. ¿Quién teme a Virginia Woolf? Edward Albee

Compartimos el fracaso en el amor. Compartimos una experiencia que no tiene que ver con el desamor y sus dolores, sino con el sentimiento de desarraigo que la propia idea normativa del amor ha producido. Compartimos la alienación del amor, su insuficiencia, compartimos la tapadera del amor. Una herida sobredimensionada a la luz de su prometedora salvaguardia. Creímos en el amor-marca-registrada como el todopoderoso bien que iba a salvarnos, y fracasamos con todas las ganas. Y quizá nos hemos visto en escenarios que nunca imaginamos habitar, envueltes en tramas que siempre pensamos propias de historias ajenas, es decir, nos hemos encontrado en el desencuentro, sin saber cómo, dentro de aquello que «nunca me iba a pasar a mí». Y no hemos sabido salir sin herir y herirnos, sin perder y perdernos y, al final, sin poder apenas reconocer quiénes éramos y qué estábamos haciendo ahí. Sobre todo esto es interesante recuperar la idea de Moravia y su atención puesta en la pérdida, y llevarla al terreno más profundo y personal de las emociones, al texto propio. Una idea que, quizá, puede ser útil para entendernos en los momentos de flaqueza y vulnerabilidad y también, por qué no, si se me permite a estas alturas un destello de optimismo, tender puentes para el diálogo o crear, en suma, un espacio en el que poder encontrarnos.

La pérdida de la forma es la mayor de las amenazas dado que, si perdemos la forma, perdemos la posibilidad de ser leídes, perdemos la manera de encajar en el espacio, público o privado. Sin la forma, en fin, no seremos más que un objeto en mal estado, irreconocible, nos

74

borraremos. La idea de perder la forma es interesante porque apunta a varias direcciones y todas, como anticipaba Moravia, tienen que ver con la persona y su expresión, con la máscara que, en definitiva, nos hace legibles en el espectro político y también en el terreno emocional. Y es que lo que se cuestiona en los periodos de renegociación son los límites del reconocimiento, o lo que es lo mismo, el espacio de la máscara. El significado del matrimonio cambió para ampliar y reconocer experiencias que hasta entonces quedaban fuera de ese espacio, como los deseos proscritos que pasaron a ser reconocibles, las prácticas afectivas en disputa y un largo etcétera que, de nuevo, no solo zarandean las aristas del «problema sexual» sino que amplían y barajan los límites de los significados del género y sus implicaciones.

El escándalo se produce cuando entendemos el reconocimiento social como un espacio limitado en el que si alguien gana pierdo yo, es decir, cuando caemos en la trampa de la competición a la que muchas veces, es cierto, nos aboca el eje de la opresión y los miedos adheridos. Ya sabemos que el error es entender la libertad como un espacio opositivo en el que cabe un solo cuerpo, como si fuera una casilla por sustitución en lugar de un espectro ampliable desde el que construir comunidad. Pero qué ocurre cuando lo que perdemos es la forma del afecto, qué ocurre en el texto propio cuando tiembla el suelo del amor, cuando se quiebra y no somos capaces de ver lo que hay fuera del desgarro. ¿Qué hay después de la forma? La escritora Rachel Cusk habla en su magistral novela Despojos sobre la pérdida de la forma al cruzar el fin de su relación:

«La forma es tanto seguridad como prisión, tanto protección como disimulo; la forma, en definitiva, oculta la verdad, igual que el cuerpo oculta el cáncer que acabará por destruirlo. La forma es rígida, inviolable, devastadoramente perfecta: en eso reside su vulnerabilidad. La forma puede romperse. Tolera la variación pero no la transgresión. Puede romperse pero, ¿a qué precio? Si se destruye, ¿qué ocupa su lugar? La única alternativa a la forma es el caos».⁵⁵

Puede que esta sea, además de la fuerza cultural que arrastra la norma, una de las múltiples razones que nos ha hecho aferrarnos como si fuera una tabla flotando en el océano. Puede que el miedo al abandono y a abandonar sea ese miedo primitivo a perder las formas y la razón. El miedo a dejar de reconocernos, quizá, por apego a tramposas ideas de lo que es el

75

compromiso, o por fidelidad a la obligación normativa, nos ha hecho habitar otros lugares de destierro, cerca de la forma pero lejos de la honestidad. Y para entonces ya no podíamos reconocernos tampoco.

En ¿Quién teme a Virginia Woolf?, Albee presenta a dos personaje absolutamente destrozados por las formas obligatorias del amor. Un matrimonio que pacta una mentira, una ficción, y trata de sostener sobre ella su profunda infelicidad y su maltrato. Un exceso en la pantalla inundado en alcohol y delirios humillantes que lanza la pregunta: «¿por qué?. Hay una fuerza narrativa anterior, un régimen que preexiste y condiciona, el relato de la forma del amor es más fuerte y debe soportarlo todo, hasta la mayor de las violencias. Es el propio lenguaje el que estructura la mascarada del amor, sostiene su forma y su violencia. El ejercicio de honestidad llega por explosión, por hartazgo, o por un cúmulo insostenible de daños que rompe el espacio de la narrativa. Transgredir el espacio nos deja, otra vez, a la intemperie. Mover el mapa, atravesar los lugares prohibidos, ignotos, oscuros, deja nuestro cuerpo en el terreno de la incertidumbre y, con tal de no atravesarla, somos capaces de escribir y sostener el más terrible de los relatos. ¿Quién teme a Virginia Woolf? «Yo, George... Yo», responde Martha con la mirada perdida en soledad. Y es que todes tememos a Virginia Woolf, al fin y al cabo, todes sentimos el vacío en el estómago cuando damos un paso hacia el espacio que la norma nos dice que no debemos transitar, que la máscara está en juego, que vamos a perder la forma y que después de eso solo queda el caos.

¿Y si lo queer está cuestionando, precisamente, el espacio de la máscara? ¿Cuál es esa máscara y desde dónde, desde cuándo, está construida y dibujada? La persona es una máscara contextual e histórica, y el cuerpo que trata de habitarla arrastra una pesada carga de palabras y significados adheridos. Somos cuerpos ahí, cuerpos en el espacio político que preexiste, que nos etiqueta, nos diagnostica y nos marca. En función de esas marcas ocuparemos un lugar en el espacio social, en el imaginario de los afectos y en las proyecciones del deseo. La transgresión de la máscara y la melancolía puede ser, también, el lugar de encuentro común en el que pensarnos, a partir de los relatos del desahucio del amor. Ya sabíamos, por nuestro texto propio, que las consecuencias de no ser honestes duelen más, pesan más, que el temor al desahucio. Y perder la forma del afecto es, como el fracaso normativo de Halberstam, una experiencia ambivalente, terrible y liberadora. Dar un paso

76

hacia el espacio no autorizado para nuestro cuerpo, en el terreno político o en el terreno privado, transgredir las normas de la identidad y las normas del amor, es un paso hacia el umbral desconocido. Un paso de ruptura, fracaso y, a la vez, emancipación. Todes tememos a Virginia Woolf, que nos dijo que los espacios políticos y personales reservados para el cuerpo no son casuales, preexisten y se estructuran mediante normas feroces. Transgredir sus formas nos dejará sin techo, aparentemente, sin protección, pero es el paso necesario para construir nuevos espacios de libertad. Tratemos, eso sí, de no quebrarnos ni quebrar por el camino.

c. cuerpos al borde. cuerpos que se pavonean. de tocar aviones con las manos Las cosas que deseamos son transformadoras, y no sabemos, o bien solamente nos creemos que sabemos, lo que hay al otro lado de esa transformación. Rebecca Solnit Amemos esta distancia, toda ella tejida de amistad, pues los que no se aman no pueden ser separados. Simone Weil

Vimos pasar el avión por encima de nuestras cabezas, muy cerca, tumbades sobre la hierba. Tú te quitaste la camiseta y yo hice como que no pasaba nada. «Hace calor. Sobre todo para ser febrero». Hacía calor, eso era verdad, y parecía desde ahí que podíamos tocar el avión con las manos. Qué bien se estaba al sol del fin del mundo en ese preciso momento. Tu cuerpo, como el previctoriano que describe Foucault en Historia de la Sexualidad I, se «pavoneaba de ser cuerpo». Tu carne era un desborde, un despliegue que no encajaba y presumía de ello. Tu cuerpo era, en fin, demasiado cuerpo, y yo me pregunté si no debería ser siempre así, si no deberíamos pavonearnos de escapar de la norma que clasifica y estigmatiza por defecto. Aquel sol de invierno, abrasador drama climático, me quemaba la nariz, y a la vez ese avión extrañamente bajo podría habernos lanzado una bomba mortal. Porque ser cuerpos ahí es exponerse. Porque el cuerpo es la frontera misma y el extremo encarnado de la posibilidad, o

77

lo que es lo mismo, de la incertidumbre. Porque poner el cuerpo es inevitable, es en definitiva el estar en el mundo, y el mundo no es más que una colección de narrativas y ficciones políticas que nos van a señalar como excesivas o defectuosas. El cuerpo nunca encaja en la palabra, es la carne que se escapa.

Ojalá poder pavonearse siempre. Ojalá encarnar un cuerpo poderoso fuera del repugnante empoderamiento capitalista, ojalá exponerse al mundo y decirle «eh, estoy aquí, me das igual». Ojalá no estar sometides por la condición, la marca, la estructura, el estigma, el contexto. Ojalá no ser históricas si eso nos hiciera libres. Ojalá no cargar sobre los hombros las genealogías del cuerpo, ojalá ser solo cuerpo presente, pero no lo somos. Ojalá no estar siempre al borde de un ataque político. Ojalá incluso no ser solo borde o frontera, ser más que un cuerpo/recurso, ser más que lecturas previas, que establecimientos antiguos. Ojalá ser cuerpos colectivos, aliados, que no son iguales ni quieren serlo. Ojalá ser solo autodeterminación y performance, pero no lo somos.

Somos híbridos agentes encarnados esparcidos sobre un contexto pragmático normativo. Somos un contenedor de experiencias, heridas, traumas y placeres, fortalezas y vulnerabilidad. Somos la vida que se escapa entre las fisuras de las definiciones categóricas. Entre los puntos ciegos del binarismo que pretende el control del significado, se escurre, queramos o no, nuestro organismo en tránsito. El cuerpo siempre se escabulle, nunca cumple aunque lo intente, y debería pavonearse, desde luego, por algo así. Deberíamos pavonearnos de ser la prueba encarnada del fallo en el sistema. Pero al contrario, demasiadas veces nos causa vergüenza, tortura, terror.

Y demasiadas veces se erige el cuerpo orgulloso cuando cumple (o así lo cree) una definición «correcta» de lo que debe ser. Pavonearnos como cuerpos erróneos sería la más dulce venganza contra la opresión del significado y sus estructuras. Ojalá no cargar con las memorias que nos han convertido en estos cuerpos desechables, que nos han hecho comprender que tenemos que pelear por sobrevivir. Ojalá no habitar nuestro cuerpo vertido como significante adverso, sobre la violencia, en la periferia, en el desahucio, en el fondo del mar. Ojalá fuera bastante ser un cuerpo para saber todo lo que puede, ojalá no tener siempre el temor de que no pueda más.

78

El avión parecía pequeño y cercano, como si pudiéramos tocarlo, manejarlo como un juguete, y parecía que no íbamos a tener que poner el cuerpo ahí, otra vez, frente al ataque político que creíamos superado y que, en aquel momento, no podíamos imaginar. Pero ya sabemos que en el campo de batalla narrativo que habitamos no hay progreso o regresión, no hay avance o retroceso. Hay cuerpos ahí y ficciones políticas que recrean y resignifican imaginarios sociales. Hay fragmentos en contexto, hay piel, memoria, cicatrices y esperanza. Ojalá poder aportar algo más sobre los ataques a los cuerpos, sobre el estado de la cuestión, sobre las teorías y los falsos debates, algo distinto e iluminador que apaciguara la erosión de la herida, algo que hiciera desaparecer la crispación. Ojalá una solución fantástica sobre las fisuras y la vida que se escapa... pero yo, la verdad, solo pensaba eso mientras trataba de coger el avión con las manos: que debería ser siempre así, que deberíamos pavonearnos de ser cuerpos.

Posfacio: escena con niñe queer, exterior, día mientras yo era niño y niña hablaba como un niño y niña sentía como un niño y niña razonaba como un niño y niña pero cuando me hice hombre y mujer y ángel dejé a un lado las cosas de niño y niña y hombre y mujer y ángel. Berta García Faet

¿Me dejas que me siente aquí, a tu lado en la acera? Venga, un rato, vamos a hablar. No te preocupes y no te dé vergüenza, que yo también he estado ahí y aún estoy cada tanto. Ojalá pudiera decirte que el mundo no es un lugar horrible, pero a veces lo es. Y mira, hay cosas que no, pero hay otras muchas (muchas) cosas que sé sobre ti. Qué raro, ¿verdad? Nada me gustaría más ahora mismo que meterte la mano en el pecho y cogerte la herida, sacarla, ponerla delante de ti y sostenerla entre los dos, para que veas que así pesa menos. Pero no puedo. Vamos a hablar.

Yo sé que te han dicho palabras extrañas, que seguro ni sabes lo que son, o no lo sabías al principio. Aunque eran insultos, algo malo, eso sí lo sabías. Lo has visto en televisión y en 79

autobuses, lo han dicho los niños y los mayores. Y de alguna manera has pensado que tenían razón y que eres decepcionante, y eso es mentira. Y has pensado que si te lo gritan tanto es porque es verdad que eres otra cosa, lejos de la una cosa que tú no cumples; que eres diferente, y eso es verdad, pero no como tú piensas, porque tú eres muchas cosas. Yo sé que eres lista y tonto, bueno y mala, que estudiar no te interesa, o sí, y que lees mucho o poco, sé que eres valiente y a veces cobarde, sé que tienes pensamientos increíbles, que eres vulnerable y fuerte, que deseas y odias, que te enfadas y que lloras, que te meas de la risa hasta que te duele el estómago, y que lees poemas y miras fotos y pelis con cara embobada, y que te hacen sentir mucho mucho y luego, a lo mejor, te hacen sentir idiota, y todo eso, esa mezcla extraña, es una combinación única. Eres unique. Y así con todo lo demás, con todo lo que quieras meter, lo que eres y no, o no siempre o casi nunca. Pero hay quien busca diferencias para estigmatizar, que es algo así como señalar a alguien por algo para sentirse superior, para hacer daño. Ojalá pudiera decirte que el mundo no da miedo, pero a veces lo da.

Yo sé que te han dicho que eres demasiado gorda, flacucho, débil, bruta, afeminado, fea, chicazo, nenaza, flojo, mandona, loca... y a lo mejor bollera, maricón, puta, travelo, zorra... y si no, ya te lo dirán, porque te lo van a gritar un día, más pronto que tarde. Pero es que todo viene de lo mismo, ¿sabes?, de esta mierda que es el mundo a veces. Oye, que no estoy aquí para engañarte, eso no sirve de nada, porque tú ya sabes que no es fácil. Estoy aquí para decirte que tengo la edad suficiente para saber que el mundo no es ese lugar pequeño que tú crees que es ahora. El mundo es enorme y está lleno de dimensiones que aún no ves.

Yo sé que te piensas sole. No todo el día, claro, porque también te ríes y juegas, pero sí todos los días un poco. Sé que te has creído invisible, invisibilizade, que quiere decir que eres algo así como un fantasma. Pero no uno de esos fantasmas que dan miedo, sino de los que deambulan solos por la casa sin que ningún miembro de la familia que vive allí lo pueda ver. Y, ¿sabes por qué no pueden verte? Porque en realidad sí eres un fantasma de los que dan miedo. Algunas personas te temen y otras, incluso esas que te quieren de veras, a veces temen por ti. Y el miedo nos hace ciegos a todo, incluso al amor. Y piensas que si no te reconocen es porque no te quieren, y a veces es verdad. Y te parece entonces que no es tu casa, que no es al menos tu hogar, ese que es un espacio seguro, ese al que siempre debes tener ganas de

80

volver. A lo mejor vas creciendo, tienes suerte y tu familia (sanguínea, política, putativa... da igual, son palabras de mayores para organizar el mundo) crece contigo y te ve y te abraza, antes o después, y será un viaje muy bonito. Pero también puede que no sea así. Es verdad, puede que nunca consigan verte (o peor), pero eso no quiere decir que no tengas familia, porque ¿sabes qué? vas a aprender pronto que el hogar es otra cosa. Vas a conocer el hogar en la escucha de personas, en su pecho, y volver a ellas será volver a casa, y escucharlas y amarlas será crear tu propio hogar y tu propia familia. Yo soy tu familia.

Inés y Roberta, mamá, la prima Paloma, Susi y Violeta, Toni, el niño del rincón, la Prohibi, Rodrigo, Leo, las de los tecnoafectos, la colla de Valencia, los Rompemetas, la chica del campamento, Iria, las de Sección Invertida, el chaval del pendiente, las del bloque de verano y las del Umbral de Primavera, la Lore y el Javi, Arianne, Rebe y Loren y las de Cuir Madriz, el amado Daniel, la Megane y el guapo del brillis, Alana, Marta y Pal, Manu y Antonio, Jordan, las de Continta, Carmen y Virginia, Gracia, Federico, Paco y Fefa, Karmen con 'k', las Genderlexx, las Sin tu permiso... y muchas otras. Personas que aún no conoces, y que a lo mejor no conoces nunca, somos tu familia. Yo las conocí una noche, una hora, 3 meses o 39 años. Qué raro, ¿verdad? Pues sí. Hay una cosa parecida a familia que se llama red, como esa que usan para pescar, pues parecida la usan en los circos, y parecida se teje entre todas estas manos. Sobre esa red las equilibristas pueden caer sin miedo, no importa desde cuántos metros de altura. Y tú, y todes nosotres, fantasmas en equilibrio a punto de caer al vacío, siempre vamos a estar a salvo cuando caigamos. Porque caemos, ya te lo digo, muchas veces a lo largo de la vida. Pero somos red, niñe, tu red.

Yo sé que tienes miedo. ¡Vaya cosa un fantasma miedoso! Pues sí, pasa. Yo también lo tuve y no te voy a mentir: aún lo tengo. Yo también fui y soy un fantasma con miedo. Yo también lloraba por temor a decepcionar, por ser demasiado o muy poco, por encarnar eso que me gritaban, por ser diferente. Yo también quise vender mi alma por ser como el resto, y deseé tener súperpoderes para aniquilar a quien me hacía daño. Yo también me odié. Yo tampoco fui capaz de responder ni de hablar sobre ello. Yo también me equivoqué y me equivoco continuamente. Y, ¿sabes lo peor? Que no puedo darte un «buen consejo», ojalá supiera. Y es que también sé que tu historia, aunque se parece tanto tanto a la mía, es a la vez muy distinta, y no hay una fórmula mágica universal, no hay una manera de hacerlo bien. Ojalá pudiera

81

meterte la mano en el pecho y sacar tu herida, pero no puedo. Lo que sí puedo decirte es que cogida entre varias manos pesa menos, y que hoy quizá aún no lo sabes cuando caigas al vacío, tienes debajo tu red.

Bibliografía Bachiller, C.R.; Dauder, S.G.; Bargueiras Martinez, C. (2005) El eje del mal es heterosexual: figuraciones, movimientos y prácticas feministas queer, Traficantes de Sueños, Madrid.

Baldwin, J. (1953) "Notes of a Native Son", en Baldwin, J. (1998) James Baldwin. Collected Essays, Library of America, NYC.

Butler, J. (1999) El género en disputa, Paidós, Barcelona.

Butler. J. (2002) Cuerpos que importan, Paidós, Barcelona.

Butler, J. (2009) «Performatividad, precariedad y políticas sexuales», AIBR. Revista de Antropología Iberoamericana, vol. 4, núm. 3, pp. 321-336.

Butler, J. (2017) Cuerpos aliados y lucha política: hacia una teoría performativa de la asamblea, Paidós, Barcelona.

Cusk. R. Despojos Sobre el matrimonio y la separación, Libros del Asteroide, Barcelona.

De Beauvoir, S. (1981) El segundo sexo (1949), Siglo xx, Buenos Aires.

De Lauretis, T. (1989) Technologies of Gender. Essays on Theory, Film and Fiction, Macmillan Press, London.

Duval,

E.

(2020)

«Contra

la

cultura

queer»,

Revista

Vice,

disponible

en:

https://www.vice.com/es/article/qjddns/contra-la-cultura-queer 82

Foucault, M. (1998) Historia de la sexualidad. Vol I. La voluntad de saber, Siglo XXI, Madrid.

Gómez Ramos, A. (2005) «Cuerpo, verdad y dolor. A propósito de un relato de Coetzee», en Corral, N. (ed.) Nadie sabe lo que puede un cuerpo: Variaciones sobre el cuerpo y sus destinos, Tulsa, Madrid, pp. 13-28.

González Marin, C. (2011) «Biopolítica y género», en Cuadernos Kóre. Revista de historia y pensamiento de género, (primavera/verano) vol. 1, núm. 4. pp. 1-14.

Guzmán, P.; Platero, L. (2012) «Passing, enmascaramiento y estrategias identitarias diversidades funcionales y sexualidades no normativas», en Platero, L. (ed.). Intersecciones; cuerpos y sexualidades en la encrucijada, Bellaterra. Barcelona.

Halberstam, J. (2018) El arte queer del fracaso, Egales, Madrid.

Illouz, E. (2020) El fin del amor: Una sociología de las relaciones negativas, Katz Editores, Madrid.

Jabardo, M. (2012) «Construyendo puentes: en diálogo desde / con el feminismo negro», en Jabardo, M. (ed.) Feminismos negros. Una antología, Traficantes de Sueños, Madrid.

Littell, J. (2009) Lo seco y lo húmedo, RBA. Madrid.

Lorde, A. (2003) La hermana, la extranjera, horas y Horas, Madrid.

Muñoz, J. E. (2009) Cruising utopia. The Then and There of Queer Futurity, New York University Press, NYC.

83

Ortega. E. (2019) «Las negras siempre fuimos queer», en Vila, F., Sáez, J. (eds.) Libro del buen amor. Sexualidades raras y políticas extrañas, Ayuntamiento de Madrid, Madrid, pp. 222-229.

Plasencia, I. (2020) «La ciudadanía cuestionada» en Plasencia, I. (co-ed.) Norma y disidencia, Institut Valencià d'Art Modern, València.

Platero, L.; Rosón, M.; Ortega, E. (eds.) (2017) Barbarismos queer y otras esdrújulas, Bellaterra, Barcelona.

Rubin, G. (1989) «Reflexionando sobre sexo. Notas para una teoría radical de la sexualidad», en Vance, Carole S (comp.) Placer y peligro. Explorando la sexualidad femenina, Revolución, Madrid, pp. 113-190.

Sontag, S. (2007) «Fascinante fascismo», Bajo el signo de Saturno, DeBolsillo, Buenos Aires, pp. 81-116.

Sontag, S. (2010) Ante el dolor de los demás, Mondadori, Barcelona.

Soriano Gil, M.A. (2005) La marginación homosexual en la Transición española, Egales, Madrid.

Stryker, S. (2017) Historia de lo trans. Las raíces de la revolución de hoy, Continta Me Tienes, Madrid.

Suárez, B. (2014) «Feminismos Lesbianos Queer» en Suárez, B. (coord.) Feminismos lesbianos y queer. Representación, visibilidad y política, Plaza y Valdés, Madrid, pp. 17-35.

Vasallo, B. (2018) Pensamiento monógamo. Terror poliamoroso, La Oveja Roja,

Madrid.

84

Vidarte, FJ. (1999) «Kit-kat. Un análisis entre esperanzado y escéptico de nuestra situación actual» en Llamas, R., Vidarte, FJ. Homografías, Espasa Calpe, Madrid, pp. 70-82.

Vila, F., Sáez, J. (2019) «Exoducción» en Vila, F., Sáez, J. (eds.) Libro del buen amor Sexualidades raras y políticas extrañas, Ayuntamiento de Madrid, Madrid, pp. 6-17.

Wittig, M. (2006) El pensamiento heterosexual y otros ensayos, Egales, Barcelona-Madrid.

Woolf, V. (2008) Una habitación propia, Seix Barral, Barcelona.

Recursos digitales Preciado, P.B. «Conceptualismos del Sur. Ocaña y la historiografía española». conferencia en el

MACBA,

noviembre

de

2012,

disponible

en:

https://www.youtube.com/watch?v=2XGqxZhRqZs

Conferencia de Angela Davis en La Casa Encendida, octubre de 2018, disponible en: https://www.youtube.com/watch?v=Ovaltle_EDo

Entrevista a Miquel Missé por Marta Borraz, enero de 2019, disponible en: https://www.eldiario.es/sociedad/problema-discurso-hegemonico-diciendobiologico-miquel-misse 128_1754713.html

Entrevista a Paul B. Preciado por Anna Pérez Pages, abril de 2019, disponible en: https://www.youtube.com/watch?v=Aa-RiQuYiE4 Entrevista a Beverley Ditsie por Amna Mohdin,

agosto

de

2020,

disponible

en:

https://www.theguardian.com/society/2020/aug/20/beverley-ditsie-the-south-african-womanwho-helped-liberate-lesbians-everywhere

Entrevista a Paul B. Preciado por Alex Vicent, marzo de 2021, disponible en: https://elpais.com/babelia/2021-03-12/paul-b-preciado-a-veces-se-me-olvida-que-soy-un-hom bre.html

85

En la serie #cuerpas, perteneciente a la colección La pasión de Mary Read, se publican escritos de filosofía política y social, desde y para el cuerpo, cualquier tipo de cuerpo. Otros títulos de la serie #cuerpas

i. Carolina Meloni, Sueño y revolución Compilación de ensayos en forma de fábulas oníricas. Un inventario de escritos situados entre el sueño, la realidad y la ficción, en un punto entre los tres donde la revolución vuelve a ser ese infinito posible (María Galindo).

ii. val flores, Romper el corazón del mundo. Modos fugitivos de hacer teoría Ensayos escritos por la pensadora argentina y activista lesbiana val flores. La potencia poética y política de estos escritos radica en su intención profunda de dinamitar géneros, lenguajes y dicotomías para proponer una práctica del pensamiento como gesto de disidencia que provoque otros modos de habitar la teoría y el mundo.

1 Foucault, M. (1968) Las palabras y las cosas, Siglo XXI, Madrid, p.1.

2 Fue en un seminario sobre lo queer en 2018 en la Universidad Carlos III de Madrid donde escuché a Carmen González Marin utilizar la clasificación borgiana para introducir el problema de las categorías.

3 Plasencia, I. (2020) «La ciudadanía cuestionada», en Plasencia, I. (co-ed.). Norma y disidencia, Institut Valencià d'Art Modern, València, p. 7.

4 Citada en Jabardo, M. (2012) «Construyendo puentes: en diálogo desde / con el feminismo negro», en Jabardo, M. (ed.) Feminismos negros. Una antología, Traficantes de Sueños, Madrid, p. 38.

5 «A una no le gusta que le digan que es inferior por naturaleza a un hombrecito que respira ruidosamente, usa corbata de nudo fijo y lleva quince días sin afeitarse. Una tiene sus locas vanidades», Woolf, V. (2008) Una habitación propia, Seix Barral, Barcelona, p. 26.

86

6 Lo trans*, escrito con asterisco al final, es una manera de transcribir un término paraguas que engloba distintas experiencias de personas no identificadas con el género asignado en el nacimiento, como se explica en Platero, L.; Rosón, M.; Ortega, E. (eds.) (2017) Barbarismos queer y otras esdrújulas, Bellaterra, Barcelona, p. 409, y en la entrevista a la activista y teórica Sandy Stone citada en Stryker, S. (2017) Historia de lo trans. Las raíces de la revolución de hoy, Continta Me Tienes, Madrid.

7 Entrevista a Miquel Missé por Marta Borraz, enero 2019, disponible en: https://bit.ly/2Rxy2Ar

8 Entrevista a Paul B. Preciado por Anna Pérez Pages, abril 2019, disponible en: https://bit.ly/3ges2La

9 De Lauretis, T. (1989) Technologies of Gender. Essays on Theory, Film and Fiction, Macmillan Press, Londres,

10 Vasallo, B. (2018) Pensamiento monógamo. Terror poliamoroso, La Oveja Roja, Madrid. p. 18.

11 Muñoz, J. E. (2009) Cruising utopia. The Then and There of Queer Futurity, New York University Press, NYC, p. 69.

12 Entre las muchas referencias en las que desarrolla esta idea, destaca especialmente Butler, J. (2017) Cuerpos aliados y lucha política: hacia una teoría performativa de la asamblea, Paidós, Barcelona.

13 «No se nace mujer: se llega a serlo. No hay destino biológico, psíquico o económico que defina la figura que reviste en el seno de la sociedad la hembra humana; es el conjunto de la civilización el que elabora ese producto intermedio entre el macho y el castrado al que se califica de femenino. Únicamente la mediación de otro puede constituir a un individuo como un Otro», De Beauvoir, S. (1981) El segundo sexo (1949), Siglo XX, Buenos Aires, p. 87.

14 «Sería impropio decir que las lesbianas viven, se asocian, hacen el amor con mujeres porque "la-mujer" no tiene sentido más que en los sistemas heterosexuales de pensamiento y en los sistemas económicos heterosexuales. Las lesbianas no son mujeres, Wittig, M. (2006) El pensamiento heterosexual y otros ensayos, Egales, Barcelona - Madrid, p. 57.

15 «[La] representación [de Divine] de las mujeres propone de manera implícita que el género es un tipo de caracterización persistente que pasa como realidad. Su actuación desestabiliza las

87

diferenciaciones mismas entre lo natural y lo artificial, la profundidad y la superficie, lo interno y lo externo, a través de las cuales se activa el discurso sobre los géneros», Butler, J. (1999) El género en disputa, Paidós, Barcelona, p. 37.

16 «En este sentido, pues, el travestismo es subversivo [...] por cuanto desafia la pretensión a la naturalidad y originalidad de la heterosexualidad», Butler, J. (2002) Cuerpos que importan, Paidós, Barcelona, p. 185.

17 Chase, C. (1998) «Hermafroditas con actitud. Cartografiando la emergencia del activismo político intersexual», en Bachiller, C. R.; Dauder, S. G.; Bargueiras Martinez, C. (2005) El eje del mal es heterosexual: figuraciones, movimientos y prácticas feministas queer. Traficantes de Sueños, Madrid, p.87.

18 «De uno a otro polo de esta tecnologia del sexo se escalona toda una serie de tácticas diversas que en proporciones variadas combinan el objetivo de las disciplinas del cuerpo y el de la regulación de las poblaciones», Foucault, M. (1998) Historia de la sexualidad. Vol. I. La voluntad de saber, Siglo XXI, Madrid, p. 87.

19 Chase, C. (1998) op. cit., p. 96.

20 El passing sería un tipo de «enmascaramiento normativo», es decir, el cuerpo queer que no lo parece, que «pasa», en este sentido, por «normal/normativo». Más sobre esto en Guzmán, P.; Platero, L. (2012) «Passing, enmascaramiento y estrategias identitarias: diversidades funcionales y sexualidades no normativas», en Platero, L. (ed.), Intersecciones: cuerpos y sexualidades en la encrucijada, Bellaterra, Barcelona, pp. 125-158.

21 «En cualquier caso, es ese movimiento de superación de una limitación social impuesta y de alejamiento de un punto de partida no escogido, más que ningún destino concreto o modo de transición, lo que mejor caracteriza el concepto de transgénero», Stryker, S. (2017) Historia de lo trans. Las raíces de la revolución de hoy, Continta Me Tienes, Madrid, p. 19.

22 Entrevista a Beverley Ditsie por Amna Mohdin, agosto de 2020, disponible en: https://bit.ly/3z8qfu1

23 Lorde, A. (2003) La hermana, la extranjera, Horas y Horas, Madrid, p. 39.

88

24 Lorde, A. op. cit., p. 40.

25 Baldwin, J. (1953) "Notes of a Native Son", en Baldwin, J. (1998) James Baldwin: Collected Essays, Library of America, NYC, p. 129.

26 «No podemos luchar por separado, necesitamos las alianzas, porque son dos entes machos, son hermanos y se reproducen. No vamos a acabar con el patriarcado si solo matamos al patriarcado». Entrevista a Silvia Agüero por Danele Sarriugarte Mochales, octubre 2019, disponible en: https://www.pikaramagazine.com/2019/10/entrevista- silvia-aguero/

27 Conferencia de Angela Davis en La Casa Encendida, octubre de 2018, disponible en: https://www.youtube.com/watch?v=Ovaltle_EDo

28 «Estamos aquí, somos queer, acostumbraos», grito combativo popularizado por organizaciones como QUEER NATION o Act Up.

29 Butler, J. (2009) «Performatividad, precariedad y políticas sexuales», AIBR. Revista de Antropología Iberoamericana, vol. 4. núm. 3. p. 323.

30 González Marin, C. (2011) «Biopolítica y género», en Cuadernos Kóre. Revista de historia y pensamiento de género (primavera/verano), vol. 1, núm. 4. p. 13.

31 Suárez, B. (2014) Feminismos Lesbianos Queer», en Suárez, B. (coord.). Feminismos lesbianos y queer. Representación, visibilidad y políticas, Plaza y Valdés, Madrid, p. 35

32

Duval,

E.

(2020)

«Contra

la

cultura

queer»,

Revista

Vice,

disponible

en:

https://www.vice.com/es/article/qiddn5/contra-la-cultura-queer

33 Vila, F.; Sáez, J. (2019) «Exoducción», en Vila, F.; Sáez, J. (eds.) Libro de buen amor. Sexualidades raras y políticas extrañas, Ayuntamiento de Madrid, Madrid, p. 7.

34 Vidarte, F. J. (1999) «Kit-kat. Un análisis entre esperanzado y escéptico de nuestra situación actual, en Llamas, R.; Vidarte, F. J. Homografías, Espasa Calpe, Madrid, p. 70.

89

35 Algo que desde hace años se problematiza y trabaja desde plataformas como Orgullo Critico, los orgullos de los barrios, o críticas a la homonormatividad blanca desde el antirracismo, como se recoge en

No

existe

sexo

sin

racialización:

https://www.traficantes.net/sites/default/files/pdfs/Noexisitesexo_traficantes_de_suenos.pdf

36 «Todas parecen tener muy claro y haber grabado a fuego en sus corazones la consigna progresista esa de que "quien no conoce su propia historia está condenado a repetirla". Y claro, como todas creen en eso que llaman "el progreso", se nos han vuelto, paradójicamente, conservadoras. Porque, a veces, para creer en el progreso hace falta desconocer la historia o recordar de ella solo lo que nos interesa. A pocas luces que se tengan, una se da cuenta enseguida de que la historia no conserva nada. Nada menos conservador ni menos progresista que la historia que se lo lleva todo por delante a las primeras de cambio», Vidarte, F. J. (1999) op. cit., p.79.

37 Vasallo, B. (2018) op. cit., p. 135.

38 France, D. (dir.) (2017) The Death and Life of Marsha P Johnson [documental], m. 01:19:13

39 Preciado, P. «Conceptualismos del Sur. Ocaña y la historiografía española», conferencia en el MACBA, noviembre de 2012, disponible en: https://bit.ly/3cvuOVI

40 Ortega, E. (2019) Las negras siempre fuimos queer», en Vila, F.; Saez, J. (eds.) op. cit., p. 227.

41 Ortega, E. (2019) op. cit., p. 228.

42 «Además, esta ignorancia blanca funciona de forma perversa produciendo una especie de "amnesia colectiva" para mirar al pasado tanto en términos de borrar la atrocidad que supuso y supone la supremacía blanca como en términos de invisibilizar los logros y las resistencias ejercidas por las comunidades racializadas», Ortega, E. (2019) op. cit., p. 224.

43 Sontag, S. (2010) Ante el dolor de los demás, Mondadori, Barcelona, p. 76.

44 Sobre esto Gómez Ramos, A. (2005) Cuerpo, verdad y dolor. A propósito de un relato de Coetzee», en Corral, N. (ed.) Nadie sabe lo que puede un cuerpo: Variaciones sobre el cuerpo y sus destinos, Tulsa, Madrid.

90

45

Entrevista

a

Paul

Preciado

por

Alex

Vicent,

marzo

de

2021,

disponible

en:

https://elpais.com/babelia/2021-03-12/paul-b-preciado-a-veces-se-me-olvida-que-sovun-hombre.html

46 Halberstam, J. (2018) El arte queer del fracaso, Egales, Madrid, p. 37.

47 Sontag, S. (2007) «Fascinante fascismo», en Bajo el signo de Saturno, Debolsillo, Madrid, pp. 81-116.

48 Littell, J. (2009) Lo seco y lo húmedo, RBA, Madrid, p. 21.

49 «El armario de la maestra tortillera. Políticas corporales y sexuales en la enseñanza», disponible en su blog: http://escritoshereticos.blogspot.pt/2009/07/el-armario-de-la- maestra-tortillera.html

50 Moita, Luiz Paulo, «Sexualidades em sala de aula: discurso, desejo e teoria queer», en: Moreira, Antônio Flávio Barbosa; Candau, Vera Maria (coords.), Multiculturalismo: diferenças culturais e práticas pedagógicas, Petrópolis: Vozes, 2008, p. 125-148.

51 Illouz, E. (2020) El fin del amor: Una sociología de las relaciones negativas, Katz Editores, Madrid, p. 185.

52 Entrevista a Lucas Platero en ENCRUCIJADAS. Revista Crítica de Ciencias Sociales, n° 5, 2013, pp. 44-52, disponible en: https://bit.ly/2TTqWXX

53 Rubin, G. (1989) «Reflexionando sobre sexo. Notas para una teoría radical de la sexualidad», en Vance, Carole S. (comp.) Placer y peligro. Explorando la sexualidad femenina, Revolución, Madrid, p.113.

54 Comunicado completo en Soriano Gil, M. A. (2005) La marginación homosexual en la Transición española, Egales, Madrid, pp. 127-128.

55 Cusk, R. Despojos. Sobre el matrimonio y la separación, Libros del Asteroide, Barcelona, pp. 69-70.

91