¿Qué falla con la economía?: Manual urgente para combatir la incertidumbre 9788423433582, 9788423433575, 8423432041, 9788423432042

En su búsqueda de certidumbres científicas, la economía ha acabado imponiéndonos una visión del mundo demasiado estrecha

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Spanish; Castilian Pages 320 [518] Year 2022

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Table of contents :
Sinopsis
Portadilla
Dedicatoria
Prólogo
Capítulo 1. ¿Por qué una metodología?
Capítulo 2. Conceptos básicos: deseos y medios
Capítulo 3. Crecimiento económico
Capítulo 4. Equilibrio
Capítulo 5. Modelos y leyes
Capítulo 6. Psicología económica
Capítulo 7. Sociología y ciencias económicas
Capítulo 8. Economía institucional
Capítulo 9. Poder y ciencias económicas
Capítulo 10. ¿Por qué estudiar la historia del pensamiento económico?
Capítulo 11. Historia económica
Capítulo 12. Ética y ciencias económicas
Capítulo 13. Abandonar la omnisciencia
Capítulo 14. El futuro de las ciencias económicas
Bibliografía
Notas
Créditos
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¿Qué falla con la economía?: Manual urgente para combatir la incertidumbre
 9788423433582, 9788423433575, 8423432041, 9788423432042

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Índice Portada Sinopsis Portadilla Dedicatoria Prólogo Capítulo 1. ¿Por qué una metodología? Capítulo 2. Conceptos básicos: deseos y medios Capítulo 3. Crecimiento económico Capítulo 4. Equilibrio Capítulo 5. Modelos y leyes Capítulo 6. Psicología económica Capítulo 7. Sociología y ciencias económicas Capítulo 8. Economía institucional Capítulo 9. Poder y ciencias económicas Capítulo 10. ¿Por qué estudiar la historia del pensamiento económico? Capítulo 11. Historia económica Capítulo 12. Ética y ciencias económicas Capítulo 13. Abandonar la omnisciencia Capítulo 14. El futuro de las ciencias económicas Bibliografía Notas Créditos

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Sinopsis

En su búsqueda de certidumbres científicas, la economía ha acabado imponiéndonos una visión del mundo demasiado estrecha y ha creado una ortodoxia que no es sana. Muchas de las decisiones más relevantes para nuestras sociedades se toman siguiendo premisas falsas y modelos económicos erróneos. La manera en que se enseña en la universidad no transmite a los estudiantes qué es lo más importante y verdadero de la vida humana. Por eso, cabe preguntarse: la economía, tal y como la practicamos y entendemos en la actualidad, ¿es buena para la prosperidad y el bienestar? El pensador de la economía Robert Skidelsky explica, en este libro perspicaz y rompedor, las circunstancias que nos han llevado a esta situación. Con una prosa amena, y a partir de una sucesión de críticas convincentes, nos propone entender la economía como una suma de disciplinas que va mucho más allá de los modelos y la obsesión por los números. Y reivindica la vieja propuesta de John Maynard Keynes, según la cual el economista debe ser en la misma medida un “matemático, un historiador, un hombre de Estado [y un] filósofo”.

¿QUÉ FALLA CON LA ECONOMÍA?

Manual urgente para combatir la incertidumbre

Robert Skidelsky

Traducción de Alexandre Casanovas

A los profesores y alumnos de Economía

Prólogo Muchos estudiantes se matriculan en Economía para descubrir cómo pueden mejorar el mundo, pero enseguida descubren que cursar esa carrera consiste en estudiar la labor que desarrollan los economistas. La pregunta es si esas labores resultan adecuadas para alcanzar el objetivo que se habían propuesto. Este libro intenta responder a dicha pregunta. La pregunta surge por la complicidad de la corriente predominante en las ciencias económicas con muchos de los elementos que han ido mal en este ámbito durante los últimos treinta años, desde el desmantelamiento de los mecanismos de protección social y laboral hasta llegar, tras una explosión de desigualdad, al hundimiento del sistema financiero global en los años 20072008. La libre competencia «se ha dejado a su aire, como un enorme monstruo sin adiestrar, para que siga su curso imprevisible, indiferente al destino de la humanidad». 1 Esta cita, extraída de los Principios de economía, de Alfred Marshall, resulta muy apropiada para describir las cosas que se han permitido en nuestros tiempos. Cualquier persona que tenga un cierto sentido histórico se habría dado cuenta de que el arrogante intento de convertir el mundo en un mercado único libre de fronteras y culturas no podía acabar bien. Pero para la tendencia dominante en las ciencias económicas, la globalización dirigida desde los mercados ha sido algo parecido a alcanzar la mayoría de edad, el momento en que la humanidad, por primera vez en su historia, se ha deshecho de su resistencia irracional a comprar y vender sin límites. En este sentido, me he sentido obligado a reconsiderar los esquemas mentales de una profesión

capaz de plantear semejante propuesta y llamarla «progreso». Además, he llegado a convencerme de que esa tendencia que se basa en «dar rienda suelta al mercado» era inherente a las ciencias económicas desde sus primeros tiempos: en gran medida, la ideología económica predominante en la actualidad propone un regreso a los orígenes. Cuanto más reflexionaba sobre el tema, más me convencía de que el pecado capital de las ciencias económicas no reside en una doctrina o unas ideas concretas, sino en los métodos que utiliza para llegar a sus conclusiones. Espero ofrecer una radiografía de la mentalidad de los economistas, de la forma de pensar característica de la profesión sobre el comportamiento económico. No estoy diciendo que todos los economistas piensen de esa forma. Es un «modelo» que quiere explicar las características más destacadas de la forma de pensar de los economistas. Lo que he encontrado dentro de la cabeza de los economistas es una imagen del ser humano como «maximizador de la utilidad». Para los economistas, los objetivos coherentes y los cálculos fiables sobre las consecuencias de nuestras acciones son la llave que abre los secretos de la conducta humana. Esta concepción del Homo economicus apuntala sus propuestas políticas: todos los individuos responden a las posibles intervenciones de una manera predecible. La razón por la que sus recomendaciones se equivocan en tantas ocasiones es que su descripción de las motivaciones humanas es incompleta. En pocas palabras, descartan cualquier motivo para decidir y actuar que no esté incluido en los cálculos conductuales que ellos mismos han establecido. La consecuencia es su incapacidad para predecir con precisión muchos resultados y escenarios. El principal blanco de mis ataques es la economía neoclásica, marginalista o predominante (uso estos tres términos indistintamente) porque resulta omnipresente en los libros de texto y otorga una característica distintiva a la práctica actual de las ciencias económicas. Distingo esta corriente de la economía clásica, una escuela mucho más amplia que su sucesora neoclásica, tanto por su concepción de las cuestiones sociales como

por su visión sobre la forma de recopilar nuevos conocimientos. La economía neoclásica restringió la disciplina considerablemente cuando afirmó que, en realidad, sólo existe el individuo —las organizaciones son meras construcciones de individuos— y que es posible predecir su comportamiento gracias a su racionalidad. Considero que esta corriente es la predominante porque, desde que Lionel Robbins definiera la posición neoclásica en un famoso artículo publicado en 1932, ha sido la opinión mayoritaria entre la profesión. Resulta inevitable que mi postura crítica saque a relucir los puntos débiles, y no los fuertes, de esta metodología: a la vista de que dice poseer la verdad, lo que me parece bastante extravagante, creo que resulta necesario exponer sus defectos, y no sus virtudes. La gran virtud de las ciencias económicas reside en su poder para generalizar; su gran defecto, en generalizar a partir de premisas demasiado simples. Este defecto concreto será el objetivo de mi ataque. La economía neoclásica defiende que tiene mucho más que ver con la física que cualquier otra ciencia social, por lo que es capaz de hacer predicciones «concretas». Según sus propios cálculos, eso le concede una autoridad única. Una afirmación, no obstante, a la que cualquiera podría responder: puedes ponerte un uniforme de policía, pero eso no te concede su autoridad. El uniforme de las ciencias económicas impresiona mucho, está lleno de modelos, ecuaciones, regresiones, estadísticas: los símbolos de autoridad que asociamos con la ciencia, y cuya inexistencia condena a una categoría inferior a otras disciplinas como la sociología o las ciencias políticas, como si fueran simples reflexiones carentes de toda autoridad. ¿Cómo ha conseguido la economía rodearse de un aura de autoridad que elude al resto de las ciencias sociales? Porque, sin lugar a dudas, la economía es la materia más influyente de todas, la disciplina a la que gobiernos y dirigentes rinden la mayor pleitesía. Una parte importante de la respuesta, como veremos más adelante, reside en la magia de los números. Es su capacidad para asociar números con

símbolos matemáticos lo que concede a las ciencias económicas ese inigualable poder de venta. Permite a los economistas realizar predicciones cuantitativas. Ninguna otra ciencia social mide y contabiliza su material con tanta energía. Muchos economistas prominentes se han quejado de la sobreutilización de las matemáticas en la disciplina, pero pocos han explicado con claridad que esos excesos son inherentes a la simplificación del comportamiento económico a las cosas que pueden medirse. Nadie tendría demasiado interés en los modelos matemáticos sobre la situación económica si no pudieran reducirse a cantidades de cosas y personas. Como decía, el lenguaje matemático debe considerarse como un ingrediente más de la persuasión, no como una prueba de nada, porque los economistas no pueden demostrar la verdad de lo que están diciendo, sólo convencerte para que veas el mundo igual que ellos. Una crítica fácil a mi descripción de la economía neoclásica, y hasta cierto punto válida, sería decir que se trata de una caricatura. Algunos lectores podrían tener la impresión de que distorsiono todo lo que ocurre dentro de la cabeza del economista. Pero esa caricatura es la que gobierna los libros de texto. El método que consiste en plantear una hipótesis con una fórmula «tonta» (en palabras de Paul Krugman) y entonces «relajar los supuestos» para que se acerque más a la realidad ejerce una fuerza gravitacional hacia la excesiva simpleza del razonamiento. Y son precisamente estos modelos «de juguete» los que los periodistas económicos, los políticos y los cabilderos a sueldo de las empresas asumen como si fueran el evangelio. Abstraerse del dinero en el modelo de juguete, para después incorporarlo en otro más complejo, sería un perfecto ejemplo de un método que ha demostrado ser incapaz de comprender el papel crucial del sistema financiero como «dinamizador y agitador» de los acontecimientos que condujeron a la crisis de 2008. Los modelos de juguete excluyen la siempre ubicua influencia de la incertidumbre y el poder para conformar los resultados. Otra crítica podría ser que mi relato ignora los acontecimientos que han

tenido lugar en la corriente predominante desde los años ochenta del siglo pasado. El hundimiento de la economía global en 2008 fue un shock, sin lugar a dudas, y puso en marcha una búsqueda de sus verdaderos motivos y razones. Hasta ahora, la «economía conductual» ha sido su principal fruto. Pero, al margen de la economía conductual, se han publicado cientos de artículos en las revistas académicas para tratar de explicar cómo se producen las cascadas, las modas y las crisis financieras. Hay que dar la bienvenida a estas explicaciones, aunque sólo sea por el descubrimiento tardío de unas conductas que desde hace mucho tiempo resultan más que evidentes a ojos de los no economistas. Mi crítica a estas nuevas aproximaciones a la realidad es que empiezan a andar condicionadas por el intento de que sean coherentes con un método que tiene su origen en la hipótesis contraria al cálculo racional. Además, en estos modelos es imposible que la gente no se comporte de manera racional (optimizar, maximizar) incluso cuando los resultados están muy lejos de las previsiones. En palabras del premio Nobel Thomas Sargent (1943), una fuente inagotable de síntesis precisas sobre la posición predominante: «La irracionalidad es un caso especial de racionalidad». En mi descripción de los mecanismos que dan forma a las ciencias económicas, he tratado de citar exclusivamente a los mejores de la especialidad. Muchos de ellos han recibido el premio Nobel. Del mismo modo, los ataques más incisivos a la ideología económica predominante no provienen de unos vulgares niños de teta, sino de algunas de las mentes más brillantes de la historia del pensamiento económico. Estas páginas no pretenden ser, en todo caso, un libro de texto, pero sí hacen referencia a los temas que aparecen en ellos. Este libro está dirigido a los estudiantes de Economía y está escrito de una forma que quiere captar el interés tanto de los especialistas como de los profanos en la materia que también se preguntan hacia dónde nos está llevando la disciplina. Mi objetivo es pedir a los economistas que cuestionen sus premisas implícitas y, tras ponerlas sobre la mesa, consideren hasta qué punto creen seriamente lo que

dicen sus modelos. He simplificado el lenguaje todo lo posible, pero las ideas son complejas y, en muchos casos, bastante profundas. El libro se basa en una serie de conferencias que impartí en el Instituto para un Nuevo Pensamiento Económico en 2018, en Londres y Nueva York. He aprovechado la escritura del libro para abordar las cuestiones que omití en unas charlas mucho más breves, y también para reconsiderar algunas de las cosas que dije a partir de los comentarios y las críticas que recibí. ¿Hasta qué punto estoy cualificado para hablar de estas cuestiones? Primero me licencié en Historia y después me doctoré en Políticas. Siempre estuve interesado en los aspectos económicos de la política y de la historia, pero cuando decidí escribir sobre el gran John Maynard Keynes enseguida me di cuenta de que no basta con tener unos conocimientos básicos de economía. Así que estudié en serio la materia, escribí tres libros sobre Keynes y obtuve una cátedra en Economía Política en el Departamento de Economía de la Universidad de Warwick. Estos detalles personales son importantes para lo que viene a continuación, y de dos formas interrelacionadas. Primero, llegué a las ciencias económicas con un filtro histórico, un filtro que consiste en ver las doctrinas económicas dentro de un contexto. Segundo, como la economía no es mi primera disciplina, llegué a ella como un extraño y me obligué a aprender sus métodos, costumbres y rituales, un poco como un antropólogo que estudia una tribu o un emigrante que intenta asimilar las tradiciones de su comunidad de acogida. He observado la mente de los economistas desde fuera y he aprendido mucho de la experiencia. Pero reconozco que hablo el lenguaje de las ciencias económicas con un poco de acento. Debo decir un par de cosas más sobre la relación de este libro con la «economía heterodoxa», que también se muestra muy crítica con la corriente predominante. Según Geoffrey Hodgson, un destacado economista heterodoxo, esta particular interpretación debería tratar de establecer una disciplina unificada que incluya, pero que también supere, las ciencias

económicas neoclásicas, con el fin de conservar lo que él denomina «el avance acumulativo» en el conocimiento económico. No creo que estemos cerca de una disciplina unificada, ni siquiera que una nueva ortodoxia sea deseable. Tal como yo lo veo, la correcta evolución de las ciencias económicas debería apuntar hacia lo que John Kay ha denominado el enfoque «a cada cual, lo suyo»; o sea, que la teoría económica debe relacionarse con las distintas situaciones en las que es necesario aplicarla. En otras palabras, las ciencias económicas deberían abandonar la pretensión de construir un conjunto de leyes universales aplicables a todos los problemas y situaciones. En concreto, debería abandonar el intento de «microfundamentar» la macroeconomía, es decir, dejar de insistir en que todo resultado general debe explicarse en términos de las elecciones racionales de individuos aislados. Este enfoque conduce, por ejemplo, a la conclusión absurda, e inhumana, de que el desempleo masivo es la suma de las decisiones individuales de trabajar menos. Prefiero la etiqueta «pluralismo» a «heterodoxia». El pluralismo implica tener en cuenta de manera explícita las ideas de otras disciplinas. A esto hay que sumar que no estoy nada convencido de que se haya producido un «avance acumulativo» en el conocimiento económico, tal como sugiere el profesor Hodgson. La principal razón es que, a diferencia de lo que ocurre con la mayoría de las ciencias naturales, no existe un método seguro y eficaz de poner a prueba una sola propuesta económica genérica. Hay demasiados economistas y escuelas interesantes al margen de la corriente predominante como para hacerles justicia en este libro: la economía ecológica, la economía feminista, la econofísica, la economía biofísica y la teoría monetaria moderna conforman una lista incompleta de doctrinas que aquí apenas menciono. Mi única defensa ante su exclusión es que este libro no pretende ser un resumen de escuelas o interpretaciones alternativas. Con este fin, debo mencionar las excelentes obras de John T. Harvey, Contending Perspectives in Economics [Perspectivas enfrentadas en las ciencias

económicas] y Rethinking Economics: An Introduction to Pluralist Economics [Repensar las ciencias económicas: una introducción a la economía pluralista], un volumen editado por los miembros del movimiento estudiantil Rethinking Economics. 2 Si la presentación del libro sugiere que las personas ajenas a la corriente predominante tienen el estatus de meros disidentes de la tradición mayoritaria, se trata de algo completamente involuntario. El objetivo de la obra es explicar cómo y por qué el pensamiento económico predominante ha llegado a ser el que es. A la vista de sus importantes defectos, sería tentador descartar de antemano la corriente predominante y centrarse en la construcción de alternativas. Pero si no comprendemos los orígenes de su predominio, no podremos estar en una buena posición para combatirla. En buena medida, la autoridad del pensamiento económico se deriva de su opacidad. Quiero insistir, por tanto, en la absoluta necesidad de que las ideas básicas en la economía (y, de un modo más general, en las ciencias sociales) sean transparentes, que no acaben enterradas bajo una gruesa capa de jerga técnica. Esto se debe a dos motivos. Primero, es importante que la gente entienda lo que se supone sobre su propia conducta. El lenguaje de las teorías sociales siempre debería ser lo bastante abierto como para dar pie a un debate entre el observador y el observado sobre su posible interpretación. La opacidad es una forma de ocultar el poder. En segundo lugar, las distintas disciplinas deben ser capaces de hablar entre ellas. El lenguaje especializado es necesario, pero también es una forma de ceguera; impide que sus usuarios vean todo lo que se dice lejos de sus propios enclaves teóricos. Es la forma clásica de exclusión. Todos los grandes economistas del pasado trataron de transmitir sus ideas en un lenguaje sencillo: es bien sabido que Alfred Marshall confinaba los diagramas a los apéndices. Pero, en la actualidad, los economistas hablan entre ellos de matemáticas, y pocos se preocupan por conversar o escuchar a otras personas. De hecho, la división del trabajo ha llegado aún más lejos: los

subgrupos de economistas no hablan entre sí, y los que pertenecen a la corriente predominante nunca hablan con los «heterodoxos». Este defecto de la sobreespecialización afecta a todas las ciencias sociales. Es muy poco habitual que lean los libros escritos por sus colegas de otros grupos, aunque toda esa literatura aborde unos mismos temas. Pero el error de los economistas es aún más grave, porque su lenguaje es bastante más impenetrable. Quiero dar las gracias al Instituto para un Nuevo Pensamiento Económico por darme la oportunidad de hacer realidad mi deseo de reformar el temario de las ciencias económicas, y también a los muchos alumnos que me han animado a hacerlo. Asimismo, me gustaría dar las gracias a las siguientes personas por haber leído las primeras versiones de este manuscrito: James Kenneth Galbraith, Rodion Garshin, Anthony Giddens, Geoffrey Hodgson, Tony Lawson, Vladimir Masch y Edward Skidelsky. Sus incisivos comentarios sobre el primer borrador han mejorado enormemente tanto el argumento como su presentación. Probablemente sea más que oportuno afirmar que los defectos eran todos míos. Quiero expresar mi especial agradecimiento a Sam Wheldon-Bayes, un reciente graduado en Economía, porque sin su ayuda no habría podido escribir este libro. Sam ha trabajado conmigo en el libro durante todo un año, y muchos ejemplos y argumentos se los debo a él. Sobre su propia experiencia como estudiante de Economía en el Reino Unido ha escrito: A pesar del varapalo que han recibido desde la crisis financiera de 2008, tanto desde el exterior como de los disidentes entre sus propias filas, las ciencias económicas conservan una posición de privilegio en la vida pública. El neoliberalismo, el paradigma dominante en las políticas públicas de nuestro tiempo, es, en realidad, la perspectiva que defiende que todos los problemas sociales tienen soluciones económicas: el mercado tiene todas las respuestas. Muchos economistas podrían no estar de acuerdo con la afirmación de que tengan tanta influencia, con el argumento de que muy pocos políticos les prestan la suficiente atención. Resulta tentador, en la era del Brexit y Donald Trump, aceptar este punto de vista, ya que la retórica de estas dos presuntas «revueltas populistas» puede parecer contraria a la receta de libre comercio que prescriben los economistas. No obstante, escondida tras ambos fenómenos, se encuentra una corriente de fundamentalismo mercantil proempresarial que obtiene casi toda su credibilidad intelectual de una visión muy particular de la economía, y que además alberga una sorprendente

semejanza con la descripción de la materia que ofrece el temario estandarizado: todo irá bien, siempre y cuando el Estado no se entrometa. Muchos economistas profesionales tienen opiniones bastante más matizadas sobre el papel del Estado en las economías, y fueron muy contundentes presentando sus argumentos contra la elección de Donald Trump y, en particular, contra la propuesta de salida del Reino Unido de la Unión Europea. Esto, sin embargo, plantea una importante pregunta: ¿qué queremos decir exactamente cuando hablamos de ciencias económicas? ¿Nos referimos a las ideas y las investigaciones profesionales de los economistas de la universidad, el Estado y el sector privado o nos referimos a la versión de la materia que se enseña a los alumnos en los cursos de las universidades? En otras palabras, ¿hablamos de Econométrica o de Conceptos básicos de economía, de la revista académica o del libro de texto? En pocas materias la brecha entre lo que aprenden los alumnos y lo que practican los investigadores es tan amplia como en la economía. Es bastante probable que los alumnos más capaces y trabajadores estudien Economía durante tres años, reciban una nota excelente al graduarse y, aun así, en realidad no tengan ni la más remota idea de lo que hacen los economistas profesionales. En ese momento, quizá se lancen al mundo y, con bastante razón, se consideren «economistas». Así pues, el alegato de que las ciencias económicas se han reformado en los años posteriores a la crisis no parece tan convincente como debería. No basta con que unos artículos ilegibles publicados en unas revistas académicas difícilmente accesibles hayan introducido unas ligeras modificaciones en su forma de hacer las cosas. La esencia de aquello que la profesión transmite a la próxima generación, el temario de la carrera de Economía, permanece inalterado. Una de las premisas básicas de los estudios académicos es que cada generación debería ser capaz de absorber las lecciones de sus predecesores y construir a partir de ellas. En las ciencias económicas, y con demasiada frecuencia, la siguiente generación debe desmantelar los muros intelectuales que la generación anterior ha construido antes de poder realizar el menor avance.

Capítulo 1 ¿Por qué una metodología? Es poco probable que un hombre sea un buen economista si no es nada más. JOHN STUART MILL 1

La necesidad de reflexionar sobre las ciencias económicas se hizo evidente tras la crisis financiera mundial de 2007-2008. Pocos economistas predijeron la debacle y, aún peor, pocos imaginaban que pudiera producirse un hundimiento parecido, más o menos como el colapso de un sistema algorítmico. Los estudiantes de Economía preguntaban: ¿qué sentido tiene estudiar economía si no pueden explicarte lo que está pasando u ofrecer políticas para evitar que ocurran cosas negativas? Porque lo ocurrido fue la peor crisis económica desde la Segunda Guerra Mundial. Los términos para describirla van desde «La Depresión Menor» a «La Gran Recesión». Las causas de este fracaso no se encuentran en la incompetencia ni en los descuidos de los economistas como personas individuales, sino que están profundamente arraigadas en la forma de plantear la disciplina, en su metodología. Quizá pueda sonar denso y aburrido, pero los métodos de los economistas son esenciales para entender cómo y por qué esta disciplina no funciona de la forma correcta. La corriente neoclásica ha desarrollado un método peculiar para estudiar la economía, y el uso de cualquier otro sistema

no se considera propio de la disciplina. En otras palabras, el método neoclásico define la materia de estudio de las ciencias económicas. Los modelos basados en este método sólo permiten un rango limitado de posibilidades. Los sucesos que puedan producirse lejos de este rango tan limitado no aparecen en las pantallas de radar de los economistas. Los modelos que demuestran que los mercados financieros son eficientes —como los que usaba una gran mayoría— nunca podrán avisarte del colapso de 2008. El aluvión de artículos que ofrecían explicaciones de la crisis llegó después de la debacle. Ahora sabemos que, con un poco de incertidumbre, es posible generar un «equilibrio múltiple» de manera «endógena». Pero no había «incertidumbre» antes del crac, sólo riesgos que podían asegurarse. Así pues, este libro quiere descubrir por qué la disciplina que tiene más influencia en la elaboración de las políticas públicas suele estar tan alejada de la realidad. Por norma, los economistas desprecian el estudio de la metodología. «Aquellos que pueden hacen ciencia —dijo Paul Samuelson (1915-2009)—. Aquellos que no pueden parlotean sobre la metodología.» 2 Frank Hahn (1925-2013) afirmaba de forma parecida: «Quiero aconsejar a los jóvenes que no piensen ni inviertan demasiado tiempo en la metodología. En cuanto a que estudien filosofía, ¿qué podría ser peor?». 3 En otras palabras, esos eminentes economistas no veían la necesidad de que los estudiantes reflexionaran sobre lo que estaban haciendo. Su mensaje no era cómo pensar, sino qué pensar. Si la economía fuera una ciencia natural, sería un buen consejo. Los científicos no dedican su tiempo a atormentarse con la metodología. Creen, y por un buen motivo, que los métodos que han desarrollado para comprender la materia física son adecuados para descubrir la verdad. (De hecho, las reflexiones sobre el método siempre han ido entrelazadas con los avances de la física, de Descartes a Einstein. Pero, para el resto de las cuestiones prácticas, la metodología de las ciencias naturales está fijada.) La mayoría de los economistas siguen esa misma línea. Su mundo está habitado por robots

humanos, y aspiran a establecer «leyes» sobre el comportamiento de esas criaturas parecidas a las máquinas. Aún no tienen a su disposición un conjunto de leyes completo: pero al final se pondrán al mismo nivel de los científicos puros, quizá después de que los neurólogos hayan completado sus investigaciones sobre el cerebro. Les horripila reconocer que el material que estudian y que tratan de comprender no se comporta con la regularidad propia de las leyes que demuestran los fenómenos naturales. Los seres humanos son animales de inventiva. Son conscientes de quiénes son, reflexionan sobre sus experiencias, se ponen metas, se relacionan entre sí y con su entorno de formas complejas, y se adaptan a las nuevas situaciones con creatividad. Mediante el ejercicio de la imaginación y la reflexión, modifican el futuro, el suyo y el del mundo. Sus juegos no pueden preverse o ponerse por escrito. En el mejor de los casos, las leyes más fiables de las ciencias económicas son sólo meras tendencias.

Sistemas abiertos y cerrados John Maynard Keynes (1883-1946), uno de los economistas más importantes de todos los tiempos, señaló la irrebatible realidad de la incertidumbre: Es como si la caída de la manzana al suelo dependiera de los motivos de la manzana, de si vale la pena que caiga al suelo, y de si el suelo quiere que la manzana caiga, y de los errores de cálculo de la manzana sobre la distancia a la que se encontraba del centro de la Tierra. 4

Las implicaciones de esta frase son profundas. Keynes está diciendo que los seres humanos no están «programados» para comportarse como manzanas. Los humanos son partes de sistemas complejos, cuyos movimientos no pueden explicarse por las leyes causales sobre las que se basan las ciencias naturales. La diferencia entre el material humano y el natural puede expresarse diciendo que un sistema cerrado es aquel en el que se aplican enunciados del

tipo «si X, entonces Y», mientras que un sistema abierto es aquel en el que no pueden utilizarse esta clase de sentencias. 5 A decir verdad, dentro de un sistema cerrado hay mucha variedad: en una partida de ajedrez hay un número enorme de posibles combinaciones. Pero la variedad es finita, y con el tiempo se acaban ejecutando todos los movimientos óptimos —o eso parece: los matemáticos afirman que el ajedrez es tan complicado que los movimientos correctos que pueden llevarse a cabo tienden a infinito—. En el mundo físico, el principio de variedad limitada es verdadero. Si lanzas un dado perfecto, existen 1/6 posibilidades de que salga cada resultado. Esta «verdad» no depende de la opinión que tenga el dado sobre la situación. Pero si dices que una rebaja de los tipos de interés del X por ciento conducirá a un incremento de las inversiones de Y, estás convirtiendo un sistema abierto en otro cerrado. Sólo si el resto de la economía se quedara congelada por decreto o arte de magia, un cambio en X produciría un efecto predecible en Y. Lo que hacen las ciencias económicas es convertir los sistemas abiertos en otros cerrados excluyendo los «movimientos» que convertirían dichos sistemas en inestables. Los dictadores «congelan la imagen» por decreto: los economistas lo hacen con sus «modelos». Modelan el mundo como si fuera una gigantesca red informática en la que se han programado todos los movimientos posibles, y cualquier cosa que esté «fuera de cuadro» en la imagen se excluye por arte de magia. Volveremos a la cuestión de la técnica de la congelación en los capítulos 4 y 5. Pero, incluso en este punto, cualquiera podría decir que la afirmación de que los economistas son capaces de predecir el comportamiento es muy exagerada. Las manzanas no eligen si caen o no al suelo, igual que un huracán no escoge si se forma o no cada pocos años. No tienen elección; la misión de la ciencia es explicar por qué se comportan de esa forma, no por qué deciden hacer lo que hacen. Los economistas están seducidos por la idea de que, como los seres humanos forman parte de la naturaleza, su código puede descifrarse igual que el de los

objetos físicos. Pero incluso aquellos que albergan esta esperanza admiten que la complejidad de los seres humanos es única. Esto convierte los sistemas sociales, a efectos prácticos, en entes de una complejidad que roza el infinito. El método de congelar la imagen, e incluir sólo en ella los movimientos mensurables, funciona bastante bien en el análisis de mercados individuales o de empresas aisladas. Pero se viene abajo cuando se aplica a toda una economía. Este hecho nos recuerda que las ciencias económicas hunden sus raíces en la microeconomía: el estudio de la lógica de una elección en un mercado único sin dinero. El dinero, la causa errante, que provoca que economías enteras entren en bancarrota, se ha incorporado como un campo de estudio separado. En el libro de texto estandarizado sólo aparece en los últimos capítulos como un factor «de complejidad». La macroeconomía keynesiana intentó tener en cuenta este factor de complejidad para explicar los errores de funcionamiento que afectan a toda la economía. En tiempos más recientes, las ciencias económicas han vuelto a la microeconomía, mientras excluyen la macroeconomía después de asumir que el dinero puede actuar de una forma que no cause molestias. De este modo, la teoría microeconómica puede ampliarse y extrapolarse para explicar el comportamiento de toda una economía. Sin embargo, las grandes preguntas de la macroeconomía —qué provoca prosperidad o depresión, inflación o deflación, crecimiento o estancamiento— no pueden responderse de forma satisfactoria con las herramientas de la microeconomía.

El método de las ciencias económicas El estudio de la metodología de las ciencias económicas es el estudio de los métodos que utilizan los economistas para adquirir sus conocimientos, y no tanto el estudio de los conocimientos que dicen haber adquirido. Esto quiere decir que, básicamente, no consiste en el estudio de las doctrinas económicas. Más bien podría decirse que la proliferación de doctrinas económicas

atestigua el fracaso de los métodos establecidos para generar conocimientos, si los entendemos como creencias verdaderas. Los métodos que proporcionan «leyes» en la física producen doctrinas en la economía. En gran medida, las hipótesis de los economistas son inestables. En esto se parecen a las creencias religiosas. La cuestión no es si las ciencias económicas pueden convertirse en algo más parecido a las ciencias naturales, sino más bien si la aplicación de métodos distintos podría mejorar su comprensión del comportamiento humano. La acusación no tiene nada que ver con la falsedad del razonamiento, sino con razonar a partir de premisas demasiado simples. En las clases de hoy en día, se alimenta a los alumnos con modelos: cuanto mejor es la universidad, más completa es la formación en los modelos convencionales. El modelo básico es una economía perfectamente competitiva, donde los precios ajustan las preferencias respectivas de unos compradores y unos vendedores perfectamente informados. Hay que enseñar a los alumnos a asumir esos modelos, no a cuestionarlos. El hundimiento del sistema financiero en 2008 pilló a casi todos los economistas por sorpresa, porque esa clase de debacles quedaban «fuera» de sus modelos. Se supone que los modelos económicos deben estar estrechamente relacionados con el mundo real: después de aprenderlo, el modelo ofrece unos conocimientos fiables sobre «lo que está pasando». Pero esta relación no es tan evidente. Los modelos económicos no son como el modelismo aeronáutico, cuando se construye una versión del avión real a una escala más reducida. Es muy fácil detectar si tienes una mala maqueta de un avión: no se parece en nada al aparato real. Pero los modelos económicos no son réplicas en miniatura de cosas reales. En general, consisten en deducciones lógicas a partir de axiomas —verdades tratadas como si fueran evidentes por su propia naturaleza—. ¿Cómo sabes que tu modelo económico tiene alguna relación con la realidad? ¿Y que las premisas del argumento no han excluido partes de la realidad que son importantes para comprender lo que podría ocurrir? Una respuesta podría ser que el modelo es una caricatura que, sin embargo,

contiene todas las características esenciales del objeto real. Pero una caricatura sólo se identifica como tal porque tenemos un rostro o un cuerpo reales con los que compararla. Los economistas, como los científicos puros, están obligados a acercar sus caricaturas «a los datos» y a rechazar todas aquellas que refutan esos datos. Pero aquí debería alegar que no existe ningún examen infalible para los modelos que afirman poseer la verdad. La incapacidad de las ciencias económicas para validar empíricamente sus hipótesis más importantes comporta una fuerte tendencia a desviarse hacia el terreno de la ideología. La pretensión científica invisibiliza el carácter retórico de la mayor parte de sus ideas. Los economistas padecen «envidia de la física» porque creen que su material —el ser humano—, como tiene su origen en la naturaleza, sólo es una versión más compleja de los objetos naturales. Como los tecnólogos, creen que con una cantidad suficiente de datos y potencia de cálculo pueden «descifrar el código» del comportamiento humano. Esa búsqueda —y la envidia que la inspira— están fuera de lugar. Aleja aún más a los economistas del mundo «real» de los humanos cuyo comportamiento tratan de entender. Pueden acercarse al mundo real cuando hacen uso de las ideas de la pintura, la música y la literatura, y, en el ámbito más restringido de las ciencias sociales, mediante la colaboración con otras disciplinas como la psicología, la sociología, la política y la historia. Esta clase de cooperación ampliaría la visión de las ciencias económicas sobre lo que es importante y verdadero en la vida humana, sin perder la agudeza de su particular ángulo de visión. Estas materias deberían formar parte de la educación de un economista porque proponen maneras válidas de ver el mundo que se encuentran lejos de la corriente predominante en las ciencias económicas. La demanda de pluralismo no es la exigencia de una nueva teoría, sino la necesidad de una visión más amplia, a partir de la cual puedan surgir nuevas teorías (plurales), aplicables a distintos aspectos de la vida social. El historiador Eric Hobsbawm anhelaba un campo de la investigación donde la

historia, la economía y la sociología pudieran encontrarse. Añádele la psicología y la política, y ya tienes la agenda de este libro. El valor del pluralismo puede ilustrarse con la vieja parábola india de los seis hombres ciegos que trataban de identificar a un elefante. Uno coge la trompa y cree que es una serpiente. Otro piensa que su costado es un muro, otro que la cola es una cuerda, otro que una oreja es un abanico, otro llega a creer que las piernas son troncos de árboles y el último piensa que el colmillo es una lanza. La moraleja es que, como son ciegos, nadie puede ver la imagen en su conjunto; para lograrlo deben colaborar entre sí, compartir lo que han descubierto desde su propia perspectiva privilegiada y juntar todas las piezas del elefante combinando sus puntos de vista. Los economistas deben aprender a escuchar a gente de otras disciplinas y a sus propios disidentes. El resto de las disciplinas no hablan, por supuesto, con una única voz, y por eso apelar a un punto de vista «psicológico», «sociológico» o «histórico» sería simplificar demasiado. Pero cada una de ellas arroja una luz diferenciada sobre la cuestión del comportamiento humano, lo cual justifica que les conceda capítulos separados. Entonces, ¿qué incluye el estudio del método económico? De manera muy evidente, incluye la filosofía —pensar sobre las condiciones necesarias para realizar afirmaciones veraces, y hasta qué punto esas condiciones son aplicables a las propuestas económicas—. Las ciencias económicas carecen casi por completo de un solo argumento explícito relativo a su situación epistemológica, es decir, relativo a su situación como conocimiento teórico. Sólo el desprecio absoluto por la filosofía permite a las ciencias económicas afirmar que son una ciencia positiva, inmune a los juicios de valor. Figura 1. Monjes ciegos examinan un elefante, de Hanabusa Itcho (1888)

Una de las cuestiones fundamentales es si la deducción lógica a partir de suposiciones concretas es la mejor forma de «llegar a la verdad» del mundo o si es mejor prestar una atención más diligente a los hechos, aunque esto último pueda implicar el uso de una lógica más imprecisa. Como atestigua su fracaso a la hora de predecir el crac de 2008, la precisión siempre puede alcanzarse a expensas de la utilidad. Con respecto a la política, es importante preguntarse hasta qué punto, y en qué áreas, las proposiciones generadas por el método actual de estudiar la economía proporcionan indicios suficientes para elaborar buenas propuestas políticas, y dónde resultaría necesario completarlas con otras conclusiones obtenidas a partir de formas distintas de analizar el comportamiento humano. La corriente predominante en las ciencias económicas cree que los fenómenos sociales se entienden mejor como la suma total del comportamiento de personas individuales, un enfoque que se conoce como individualismo metodológico. Este método tiene dos características: los únicos actores o agentes reconocidos en el mapa social de los economistas son los individuos (para pretender ser «realista», esta categoría incluye los hogares y las pequeñas empresas, pero no las organizaciones o las clases); y, por otro lado, las elecciones y decisiones individuales son independientes, o sea, exclusivas de aquellos que las toman. Estas dos afirmaciones permiten a los economistas utilizar una simple fórmula aditiva para demostrar que los resultados acumulados «son el producto de un número enorme de decisiones

voluntarias de actores individuales». 6 Con la suposición adicional de que los planes individuales, por regla general, se acaban cumpliendo —o sea, que no hay incertidumbre—, cualquiera puede extraer una cifra total con sólo sumar todas las decisiones individuales. El método que presenta las elecciones individuales como dos líneas rectas paralelas tiene dos grandes defectos. El primero es que las explicaciones que sólo hablan de individuos omiten las relaciones entre ellos y, por lo tanto, la estructura social donde se toman las decisiones. Los individuos forman parte de «redes» de elecciones. Por lo tanto, cualquier tipo de resultado colectivo es siempre la suma de las elecciones individuales y de la estructura social. El segundo defecto se resume con la expresión «la falacia de la composición». Incluso cuando se toman de manera independiente, cada elección individual afecta a las demás. Cada uno de nosotros debe decidir qué parte de nuestros ingresos destina al ahorro. Pero si incremento mi ahorro en un dólar, el ahorro total no aumenta un dólar, porque también estoy reduciendo los ingresos de otros en la misma cantidad. Así que si todo el mundo ahorra la misma proporción de sus ingresos, el total del ahorro disminuye, no aumenta. En palabras del cantautor Leonard Cohen, «puedes sumar las distintas partes, pero no tendrás la suma total» (más sobre este tema en el capítulo 7). Los economistas que siguen la corriente predominante no se conforman con señalar que las personas individuales son las únicas unidades de elección. Sus unidades eligen de manera «racional»: tienen planes coherentes, actúan voluntariamente para hacerlos realidad y calculan los medios más eficientes para obtener lo que quieren. La corriente predominante en las ciencias económicas nos presenta un único tipo humano: el hombre económico u Homo economicus, la calculadora humana, que nunca deja de computar cómo puede obtener el mayor (máximo) beneficio al menor coste. Este cálculo se hace en precios; todo y todos tenemos un precio. Estas dos reglas metodológicas —la atención a los individuos y su representación como simples calculadoras— son las claves para entender qué

falla en la corriente predominante que gobierna las ciencias económicas. Los economistas reducen las estructuras sociales a transacciones económicas y elevan un único aspecto de la conducta, el cálculo de los costes («¿Cuánto me costará hacer X en vez de Y?»), a la categoría de una ley universal que explica todo el comportamiento humano. Los economistas se encuentran en una disyuntiva cuando les señalas otros motivos para actuar, como el amor, la entrega, la compasión, el valor, el honor, la lealtad, la ambición o el servicio público, que en cualquier interpretación sensata no nacen del cálculo subjetivo del beneficio o el resultado. Los códigos que gobiernan esta clase de conductas pueden «ir más allá del precio», porque cuando los infringes lo vives como una auténtica vergüenza. Los economistas tienen que decir que estos motivos parecen ser irracionales, pero que podrían ser racionales en situaciones en las que la información es limitada. Se sienten obligados, por las exigencias de su propio razonamiento, a encajar sus explicaciones de la conducta humana dentro de unos cauces absurdamente estrechos. Este hecho plantea una cuestión trascendental que recorrerá todo el libro. ¿Acaso alguien pretende que esa desagradable criatura denominada Homo economicus sea una descripción realista del ser humano, como un tipo ideal, o simplemente es el requisito de una teoría deductiva? Mi opinión es que, desde el principio, la envidia de la física ha causado que los economistas vean el mundo social como una máquina que tiene el potencial de ser perfecta. Y esto los ha llevado a modelar el comportamiento humano para que encaje con los requisitos de dicha concepción. Cuando las ciencias económicas se convirtieron en una disciplina formal durante el siglo XX, la necesidad de un modelo «ideal» empezó a dominar la teoría. Las teorías debían ser formuladas en términos de átomos aislados (deterministas) para facilitar la confección del modelo. Por lo tanto, la posibilidad de que, en unas condiciones X, el resultado pudiera estar dentro de cualquier rango ya no era aceptable. Un problema que se podía evitar especificando que, en cualquier condición X, siempre hay una única Y óptima, y que los seres humanos (bajo

la compulsión de la «racionalidad») buscan por todas partes hasta encontrarla. Sin embargo, en las primeras etapas de la disciplina, las cosas no estaban tan claras, y esa falta de claridad sobre si la representación que los economistas habían hecho de la naturaleza humana quería ser descriptiva o preceptiva ha atormentado a las ciencias económicas hasta el día de hoy. La tosquedad de su propia psicología aleja el retrato del individuo que hacen los economistas de cualquier estudio serio. Hasta tiempos bastante recientes, los economistas desestimaban cualquier hallazgo en el campo de la psicología por no tener la menor utilidad. «Las ciencias económicas — escribió Lionel Robbins (1898-1984)— son tan poco dependientes de las verdades del nuevo psicoanálisis como de la tabla de multiplicar», y despreciaba a su principal rival, la psicología conductual, como un «culto extravagante». 7 Tras la crisis financiera, que muchos atribuyeron a una «exuberancia irracional», los economistas han empezado a modificar sus puntos de vista: la economía conductual es la nueva moda. Como afirma Andrew Lo: La crisis ahondó en una división entre los economistas profesionales. A un lado estaban los economistas de libre mercado, quienes creen que todos somos adultos económicamente racionales, gobernados por la ley de la oferta y la demanda. En el otro lado están los economistas conductuales, que creen que todos somos animales irracionales, motivados por el miedo y la codicia como muchas otras especies de mamíferos. 8

El error de la economía conductual es que considera irracional cualquier comportamiento que no encaje con la definición neoclásica de racionalidad. A continuación, intenta formalizar ese comportamiento como si fuera racional en función de las circunstancias; por ejemplo, resultaría racional, guiados por una información parcial, «seguir a la masa». Estas concesiones a la realidad generan incoherencia, no progreso. Tratar la economía como una suma de elecciones individuales conduce a uno de los mayores defectos de la disciplina: su incapacidad para comprender la naturaleza del mundo social. Por norma, los economistas ven a individuos racionales que eligen en total aislamiento; en consecuencia, han prestado

escasa atención a la «sociología del conocimiento»: el papel que desempeña la sociedad en la estructuración de los conocimientos a partir de los que actúan los individuos. Por regla general, ven las relaciones sociales como unas molestas complicaciones en el estudio del proceso de la elección individual, en lugar de considerarlas como componentes esenciales de dicho proceso. El comportamiento interactivo sólo puede incorporarse al esquema de la maximización si se modela como un juego estratégico, como en el «dilema del prisionero», en el que los actores calculan el valor del beneficio que se deriva de engañar o cooperar. En parte, la sociología es responsable de que los economistas no la tengan en cuenta. La demanda de una sociología que sea una verdadera ciencia de la sociedad quizá se haya debilitado, pero lo cierto es que también existe un problema con la oferta. En líneas generales, los sociólogos contemporáneos han dejado la economía para los economistas, a pesar de que la visión del mundo que defienden estos últimos, donde la «mano invisible» del mercado garantiza la estabilidad social, se opone radicalmente a la postura de los primeros. La sociología, escribe Wolfgang Streeck, debe redescubrir la economía política. 9 La elección entre lo individual y lo social no está clara. El individualismo metodológico puede presentar una potente línea de defensa: nos protege de la tendencia a tratar a los individuos como meros miembros de grupos, privados de voluntad. Su punto débil es que ignora la arquitectura de la elección. Nuestras elecciones están condicionadas por las posiciones sociales que ocupamos, por nuestro lugar en la estructura de poder de la sociedad, por nuestras reflexiones sobre lo que es un comportamiento aceptable o inaceptable («la moral») y por el estado de nuestros conocimientos, y estas elecciones, a su vez, ayudan a reestructurar el mundo social. Para la corriente predominante, las acciones individuales normalmente se llevan a cabo a través de un intercambio voluntario en unos mercados competitivos, en los cuales, por definición, ninguna de las partes tiene el

poder. Esta concepción implica que sus modelos ignoran el papel del poder en la configuración de las relaciones económicas: el poder mítico de los números sustituye al poder real de las élites. Los desequilibrios de poder entre jefes y empleados, la influencia del dinero en la política, el papel de las grandes empresas en la formación de las creencias y el comportamiento del mercado... todo esto queda «fuera del modelo». Los agentes racionales, que los economistas asumen que somos nosotros, nunca permitirían que la publicidad los embauque. Las ciencias políticas, la disciplina que aborda las relaciones basadas en el poder, deberían formar parte de la educación de cualquier economista, ya que las estructuras de poder modelan la estructura de las decisiones. Karl Marx comprendió esta cuestión mejor que nadie, pero sus textos no se incluyen en el temario estandarizado. La historia ofrece a los estudiantes otra poderosa herramienta para comprender la naturaleza de la vida económica. Todas las disciplinas tienen sus historias sobre cómo se ponían en práctica en el pasado y sobre cómo han llegado a ser lo que son en la actualidad. Como si fueran científicos puros, a los economistas les encanta decir que la ciencia que practican en la actualidad —la economía que aparece en los libros de texto más recientes— es mejor que la de hace cien años, o incluso que la de hace diez años. El tiempo, según dicen, ha liberado a las ciencias económicas de sus errores. Sin embargo, los estudiantes descubrirán que la teoría económica, lejos de progresar como una gigantesca lombriz solitaria hacia un conocimiento más perfeccionado, está plagada de interminables discusiones. En el transcurso de su historia, ninguna escuela de pensamiento ha logrado un dominio incontestable. La economía clásica y neoclásica podrían considerarse como la principal línea de avance, pero hay muchas otras escuelas de pensamiento, entre las que se incluye la Escuela Histórica Alemana, el marxismo, la economía institucional, la economía keynesiana, la economía conductual, la economía ecológica y muchas otras. Este pluralismo es típico de las ciencias sociales, pero es raro en las ciencias naturales. Indica la extrema dificultad de

demostrar la falsedad de cualquier teoría en el ámbito de la economía. Después de siglos de debate, todavía no hay un consenso sobre la teoría del dinero. Un estudio de la historia de las ciencias económicas es una invitación a conversar con algunos de sus mayores disidentes, como Karl Marx y John Maynard Keynes. Sean cuales fueren las dudas de los estudiantes sobre la forma de aplicar las ciencias económicas en la actualidad, nunca van a estar solos. Tan llamativo como los violentos ataques lanzados contra la corriente predominante es que su metodología haya permanecido, en líneas generales, intacta. Esto se debe a la imperecedera aspiración de las ciencias económicas a convertirse en una ciencia pura. Hay una forma aceptada, «profesional», de presentar la materia que ejerce una fuerza gravitacional sobre la manera en que se aplica. Dos eminentes filósofos de la ciencia, Thomas Kuhn (1922-1996) e Imre Lakatos (1922-1974), ayudan a explicar el origen de esta persistencia metodológica. Demostraron que todas las ciencias consolidadas erigen unas defensas virtualmente inexpugnables para protegerse de cualquier ataque (el capítulo 10 amplía esta cuestión). Estas defensas incluyen el considerable poder de absorber las ideas contrarias. La economía absorbe las herejías, que convierte, siempre que sea posible, en matemáticas. En ocasiones, las defensas se resquebrajan por completo, no tanto por el peso de unos hechos que contradicen sus afirmaciones, sino más bien por un cambio en la visión del mundo. En las ciencias económicas, los dos grandes candidatos al «cambio de paradigma» son la revolución marginalista de la década de 1870 y la revolución keynesiana de los años treinta del siglo XX. De éstas, la revolución marginalista ha demostrado ser la más duradera metodológicamente. Su persistencia metodológica, de hecho, sentenció el intento keynesiano de erigir una doctrina alternativa sobre unos cimientos neoclásicos. El estudio de la historia en sí resulta muy valioso, porque revela que las

doctrinas económicas, lejos de ser las verdades universales que dicen ser, están conectadas con situaciones y episodios históricos concretos. Las condiciones temporales y espaciales no sólo explican por qué aparecieron en un lugar y por unos motivos concretos, sino también por qué algunas doctrinas consiguieron mantenerse a flote mientras otras se hundieron en el fondo del mar. Las teorías sociales influyentes satisfacen las «necesidades» que aparecen más allá de su propio sistema de pensamiento. Así, las doctrinas proteccionistas de la Escuela Histórica Alemana del siglo XIX respondían al deseo de los países recién llegados al festín del capitalismo de «ponerse al día» con respecto a los exitosos pioneros del sistema, como Gran Bretaña; el marxismo intentaba explicar las condiciones lamentables de los trabajadores de las fábricas en los primeros tiempos de la Revolución Industrial; la revolución keynesiana ofreció una explicación teórica al persistente desempleo del período de entreguerras; la economía del desarrollo del siglo XX planteó el argumento de que el libre comercio mantiene a los países pobres en la miseria. Hoy en día tenemos una economía conductual, una economía feminista y otras variantes. En todos los casos, las doctrinas tienen la intención de asumir una parte del trabajo de la política. Es importante que los estudiantes se hagan una idea del período y el lugar en los que viven, así como de las relaciones de poder de sus sociedades, sin tragarse la idea de que las doctrinas económicas son «meros» reflejos de las condiciones históricas y de las estructuras de poder del momento. Si las ciencias económicas son incapaces de conceder a la historia el peso que se merece, tal como queda manifiesto, los historiadores también son culpables de su ensimismamiento: con notables excepciones, como Niall Ferguson y Harold James, simplemente han sido incapaces de confraternizar con la teoría económica, y han dejado el terreno libre y despejado para los econometristas. Como la economía no es una ciencia natural, la respuesta «correcta» o «incorrecta» a un problema económico es tan ética como concluyente. Las ciencias económicas son el estudio de unas personas que toman decisiones

éticas: no puede abordarse únicamente como una cuestión de buena o mala lógica o aritmética. Los economistas dirán que no cobran para ocuparse de las cuestiones morales —es «un asunto para la política»—, pero esto sólo se debe a que han definido su disciplina de una forma que las excluye deliberadamente. Y, aun así, los valores personales de los economistas determinan a qué prestan atención, qué modelos utilizan y qué políticas prefieren. La ética puede utilizarse para criticar el método. Salvo la filosofía (cuyo trabajo es poner en orden los errores de la gente), todas las disciplinas tienen sus sesgos. Los psicólogos suelen pensar en el comportamiento humano como si siempre fuera irracional; los sociólogos, tienden a pensar en los humanos como criaturas grupales. Los historiadores acostumbran a ver sólo las relaciones de poder, y tradicionalmente los estudiantes de Ciencias Políticas han seguido su ejemplo. La economía ofrece un útil correctivo a estas visiones tan sesgadas. Pero también tiene mucho que aprender de ellas. Un estudio ya clásico demostró que las personas que tenían una educación bastante amplia y variada emitían mejores juicios sobre las posibilidades económicas del futuro que los expertos especializados. 10 Puede que la curiosidad matara al gato, pero también produce unos pronósticos más acertados. John Maynard Keynes comprendió la verdad que había detrás de este fenómeno cuando escribió que: El economista erudito debe poseer una rara combinación de cualidades [...]. Debe ser matemático, hombre de Estado, filósofo... en cierta medida. Debe comprender los símbolos y hablar con palabras. Debe contemplar lo particular a la luz de lo general, y tocar lo abstracto y lo concreto en la misma línea de pensamiento. Debe estudiar el presente a la luz del pasado con el propósito del futuro. Ningún aspecto de la naturaleza o de las instituciones humanas debe ser completamente ajeno a su consideración. 11

Un ideal, sin lugar a dudas, que, no obstante, vale la pena exponer a la consideración de los estudiantes de Economía.

Capítulo 2 Conceptos básicos: deseos y medios Nunca estoy satisfecho. NAT KING COLE

La filosofía habla de fines y medios. Las ciencias económicas, de deseos y medios. La diferencia es importante. Para los filósofos, los fines tratan sobre lo que es bueno; para los economistas, los «fines» son simplemente lo que la gente quiere. Y lo que parece querer la mayoría de la gente es dinero, o por lo menos las cosas que el dinero puede comprar. Al diluir los fines en los deseos, la economía se distancia de la ética, «el estudio de lo que es bueno». También se distancia de otra parte importante de la realidad: los seres humanos siempre han tenido que luchar con sus elecciones morales. Y también hace que el problema de la escasez sea irresoluble, como enseguida veremos. Las ciencias económicas no siempre han sido tan daltónicas en lo relativo a la ética como en la actualidad. Históricamente, ha habido dos grandes definiciones de la materia. La primera la convierte en el estudio de la riqueza; la segunda en el estudio de la elección. La primera data de los tiempos de Adam Smith (1723-1790), que tituló su famoso libro de 1776 Una indagación en la naturaleza y las causas de la riqueza de las naciones. Al hablar de la naturaleza de la riqueza, Smith se proponía contradecir la «idea

errónea» de que la riqueza consiste en el dinero (el oro y la plata). En cambio, la definió como «la producción anual de la tierra y el trabajo de la sociedad». 1 La riqueza nace de la producción y el intercambio de cosas «útiles» como provisiones, casas, ropa y muebles. La riqueza es un medio para obtener confort. Alfred Marshall (1842-1924), quien escribía después de cien años de crecimiento económico, amplió el campo de visión cuando expuso en sus Principios de economía que las económicas eran las ciencias que estudian «los requisitos materiales del bienestar». El dinero, decía sin rodeos, era un medio para alcanzar un fin. 2 Pero no definió en qué consistía el «bienestar», y su noción de los requisitos es confusa. El bienestar se presta a la interpretación de «sentirse bien», que se transforma sin demasiados problemas en «sentirse feliz», una triste restricción de su utilización en la filosofía. ¿Y cuántos «requisitos» son necesarios para estar o sentirse bien? Tradicionalmente, los requisitos tenían que ver con el mantenimiento físico o el «aprovisionamiento» de la especie. La gente necesita dinero para comprar comida y «comodidades». Pero ¿internet forma parte del aprovisionamiento? No hay nada material en la red. Cualquier cálculo de la «suficiencia» a partir del producto nacional bruto (PNB) incurre en este problema. Sin embargo, aquella antigua definición en términos de riqueza tenía tres ventajas. Con la intención de proceder a su estudio, aislaba un motivo extremadamente importante, cuando no primordial, para pasar a la acción. En segundo lugar, podía medir la contribución y la producción de dicha actividad con una cantidad, y por lo tanto convertirla en una ciencia causal. Una tercera ventaja era moral: incluía la presunción de que la búsqueda de la riqueza era mucho más benigna que otras formas de esfuerzo, porque, a diferencia de la persecución del poder, es cooperativa por naturaleza. Podía concebirse, por lo tanto, como una forma benigna, o pacífica, de competición social. La combinación de estas ventajas explica en gran medida por qué la

economía estableció una primacía política sobre el resto de las ciencias sociales. Sus propuestas podían hacerse más exactas y era más optimista. En 1932, Lionel Robbins desterró la visión de las ciencias económicas como el estudio de las causas de la riqueza y la pobreza. En su libro La naturaleza y el significado de la ciencia económica, Robbins definía la disciplina como la ciencia que «estudia el comportamiento humano como una relación entre unos fines y unos medios escasos que tienen unos usos alternativos». Era «la forma [de comportarse] impuesta por la influencia de la escasez». 3 Robbins hizo de la escasez el tema central, e incluso el único, de las ciencias económicas cuando señalaba que no era la materialidad de los bienes, sino su escasez, lo que los hacía «económicos». Todas las decisiones que implican una elección de los medios tienen un aspecto económico. Los fines de las personas son muy variados, pero «la vida es breve, y la naturaleza es tacaña». 4 Maximizar la producción era básicamente una cuestión de economizar la inversión. En ningún momento presupone que la gente pueda preferir los bienes materiales a los no materiales; la tarea de las ciencias económicas es señalar la diferencia entre las formas eficientes e ineficientes de obtener aquello que quieran las personas, sea lo que sea. La economía, por lo tanto, es indiferente a los fines, pero dista mucho de serlo de los medios. La definición de Robbins era la culminación de un cambio, de la «economía política» a las «ciencias económicas»; de la idea de ver la economía como una parte de un estudio más amplio de la sociedad a una disciplina técnica y autosuficiente. Esta transformación fue de la mano de otro cambio: de una visión de la economía «incrustada» en las instituciones sociales a otra de un mercado autorregulado de individuos calculadores. Al presentar la economía como la ciencia general de la elección racional, aplicable a todos los objetos del esfuerzo humano, Robbins establecía la pretensión de que las ciencias económicas eran «la maestra de todas las ciencias sociales», capaz de penetrar con su lenguaje matemático los oscuros, y hasta entonces no teorizados, rincones de la conducta humana. Esta

afirmación ayudó a focalizar el pensamiento económico, pero hubo que pagar por ello un doble precio. El primero tiene que ver con la suposición de que todas las elecciones son proporcionales, es decir, que pueden sopesarse en una misma balanza; esa balanza sería el dinero. No hay «elecciones trágicas», sólo intercambios y compensaciones. El segundo es la eliminación de la historia. El método de Robbins centra toda su atención en la asignación eficiente de unos recursos determinados en un momento temporal. Ignora la cuestión que más preocupaba a los economistas clásicos, que era cómo explicar el crecimiento y el estancamiento de los recursos con el paso del tiempo. Desde los años sesenta del siglo XX, la idea de Robbins se ha aceptado como la definición operativa de las ciencias económicas. Las ciencias económicas tratan la lógica de la elección. Esta lógica está programada en las personas individuales debido a la presencia de la escasez. Está claro que, al afirmar que todas las elecciones tienen un aspecto económico, Robbins tampoco estaba diciendo que fuera el único. Muchos aspectos de la vida humana están muy lejos de los cálculos económicos. Sin embargo, había un sesgo «de mentalidad monetaria» en el concepto de racionalidad de Robbins, ya que el dinero era el único estándar con el que se podía juzgar la eficiencia de una acción. Casi por defecto, esta visión fue evolucionando hasta defender que sólo las elecciones mensurables eran racionales. Así, el criterio de eficiencia de Robbins abrió la puerta al análisis económico de instituciones no mercantiles, como la judicatura o el matrimonio. Varios premios Nobel recompensaron la aparición y el desarrollo de esta visión. El economista de Chicago Gary Becker (19302014) recibió este honor por su análisis de la economía del matrimonio y del crimen y su castigo. La ecuación de la elección racional y la eficiencia, medida en términos de dinero, es un clásico pars pro toto (la parte por el todo): tratar un aspecto concreto del comportamiento humano como una representación de la conducta humana en general. El contraste entre las primeras y las últimas definiciones de las ciencias

económicas puede superarse. La perspectiva de la escasez de Robbins ya estaba implícita en el debate clásico sobre el crecimiento económico. La riqueza no cae de un árbol como la fruta madura, hay que trabajársela. La economía clásica era conocida, con cierta justicia, como la «ciencia de la decepción». Un calificativo que se basaba en sus dos leyes más famosas: la ley de Malthus, por la que era inevitable que la población superara la cantidad de alimentos disponible, y la ley de los rendimientos decrecientes de David Ricardo. Ambas ignoraban el impacto acumulativo de la innovación tecnológica. Los economistas clásicos también hablaban de la eficiencia en el uso del tiempo: no cobrarse todos los frutos del propio esfuerzo en el presente, sino espaciar su disfrute a lo largo de toda una vida. Marshall lo llamaba «espera», los economistas actuales lo conocen como «ahorro». Hay que decir que los economistas se presentan al banquete de la vida como unos aguafiestas. Una y otra vez recuerdan a la gente la necesidad de calcular y de ser eficientes, de trabajar duro y posponer las satisfacciones. Incluso aquellas personas que cubren sobradamente los gastos de su «mantenimiento» todavía tienen que poner un precio a su tiempo. Como la escasez de tiempo nunca podrá superarse, el día en que la eficiencia deje de ser necesaria nunca llegará. Para ser justos, el razonamiento económico es un antídoto muy útil contra los políticos que prometen hoy aquello que saben que no podrán permitirse mañana. Por norma, los economistas creen que el mecanismo más eficiente para coordinar las decisiones de la producción y del consumo es la «mano invisible» del mercado. A día de hoy, esta idea todavía es la aportación más importante de las ciencias económicas a la economía. Aunque las decisiones económicas son difíciles, la vida económica no tiene por qué ser un juego de suma cero, donde el ganador se lo lleva todo. Las ciencias económicas entienden que nunca se produce un intercambio voluntario en el que ambas partes no encuentren una ventaja en su materialización.

Deseos La definición de Robbins pivota sobre la tensión entre los deseos y los medios. Los deseos pueden exceder unos determinados medios; o también, alternativamente, los medios pueden quedarse cortos ante unos determinados deseos. Ambas situaciones son potenciales fuentes de escasez, ante las cuales la respuesta correcta es «economizar». La palabra deseos nace de una asociación anterior con el concepto de necesidades, como en la idea de una persona que «desea» o que «carece» de los medios para garantizar su sustento. Pero la idea de «desear algo» hace mucho tiempo que ha perdido de vista su origen objetivo en el concepto de «necesitar algo», mientras que ha adquirido el sentido psicológico de anhelar aquello de lo que uno carece. La economía contemporánea, siguiendo la estela de Robbins, aborda los deseos en este sentido, como si ya vinieran «dados»; es decir, que no están sujetos a mayores consideraciones. No dijo que los deseos fueran insaciables, sólo que, en un momento dado, los deseos de una persona suelen exceder su presupuesto. Sin embargo, también sugiere con claridad que los deseos son insaciables. Por ejemplo, en su libro de texto estandarizado Economía, McConnell, Brue y Flynn, escriben que «para bien o para mal, la mayoría de la gente tiene unos deseos virtualmente ilimitados». 5 Robbins consideraba posible incluso que «existan criaturas vivientes cuyos “fines” sean tan limitados que, para ellos, todos los bienes sean en realidad “gratuitos”». 6 El antropólogo estadounidense Marshall Sahlins (1930) creía que ésa era la idílica situación de las comunidades de cazadores-recolectores. Las llamaba «las primeras sociedades acomodadas», capaces de conseguir todo lo que querían con un coste muy bajo de tiempo y esfuerzo. 7 Pero nuestra propia experiencia —al menos desde el momento en que nos expulsaron del paraíso— ha sido justo la contraria. Deseamos —o nos inducen a desear— más de lo que necesitamos o de lo que podemos conseguir con facilidad. Sufrimos una especie de desasosiego divino.

Siempre intentamos mejorar nuestra suerte. Las ciencias económicas asumen este ímpetu por mejorar como un hecho o como si fueran datos. Asumen que, simplemente, no tener nunca suficiente forma parte de la naturaleza humana. Pero con esto no basta para convertir ese fenómeno en un proceso racional. La racionalidad no consiste en lo que queremos, sino en cómo nos ponemos a trabajar para conseguirlo. El principal requisito de la racionalidad es que el individuo debe actuar con coherencia para alcanzar sus objetivos, sean cuales fueren. Debes juzgar qué clase de satisfacciones son más o menos importantes para ti y organizar tus elecciones en consecuencia. Si prefieres A antes que B, y B antes que C, es irracional preferir C antes que A. Las preferencias incoherentes se ven como signos de delusión, de neurosis, de locura. La mayor parte de la microeconomía se deriva de esta conjetura sobre la coherencia de las preferencias: la idea de la sustitución de bienes diferentes, de la demanda de un bien en función de otro, del equilibrio en la distribución de bienes, del equilibrio en el intercambio, de la formación de los precios y un largo etcétera. La lógica del argumento es bastante plausible. Los economistas sostienen que la incesante presión de los deseos sobre unos recursos escasos obliga a las personas a «economizar». Pero todavía debemos preguntarnos si los economistas creen que es así como se comporta la gente de verdad o bien si creen que es así como debería comportarse... O si el postulado tras semejante comportamiento es la única forma de confeccionar modelos predictivos «precisos». Es una pregunta excelente para que un alumno se la haga a su profesor. Con los modelos matemáticos, la sospecha es que la última es la razón más importante. Como señalaba Robbins, el problema de los medios y los fines seguiría existiendo si la gente actuara sin ninguna coherencia, lo único que ocurriría es que no se podría obtener ningún resultado concreto. 8 Los primeros economistas distinguían entre deseos y necesidades. El argumento habitual era que primero aspiramos a colmar nuestras «necesidades» psicológicas insatisfechas, para que entonces los menesteres

de la imaginación tomen el relevo, en una progresión ascendente dentro de la escala de los deseos. Sin embargo, los economistas rara vez se han detenido a considerar el origen social de los «deseos» ni tampoco las implicaciones económicas de pasar de las necesidades a los deseos. Para Adam Smith, «el deseo de alimento está limitado en todos los hombres por la capacidad reducida del estómago humano; pero el deseo de comodidades y ornamentos de la casa, ropa, equipamientos y mobiliario para el hogar parece no tener límite o una frontera definida». 9 El economista austríaco Carl Menger (1840-1921) admitió que las distintas necesidades de los hombres no tienen la misma importancia cuando se trata de satisfacer sus deseos, «y se gradúan desde la importancia que tienen en sus vidas a la importancia que atribuyen a un pequeño placer pasajero». 10 Para ilustrar este análisis, Menger asignó valores numéricos a diferentes intensidades, empezando por 10 (la más alta) y terminando en 0 (sin necesidad), organizadas en la tabla que se muestra a continuación. Si la necesidad de comida es un 10 y la de tabaco un 6, el consumidor no comprará tabaco hasta que su necesidad de alimento esté suficientemente satisfecha. Cada incremento de la satisfacción está sujeto a una utilidad marginal decreciente, así que el testigo se pasa, por decirlo de algún modo, a la siguiente necesidad menos urgente. De este modo, la necesidad psicológica, no fisiológica, impulsa el crecimiento de la riqueza. La tabla de Menger ilustra el principio por el que unas necesidades de intensidad diferente consiguen alcanzar un equilibrio. El bien I (alimento, por ejemplo) se consume hasta que alcanza a la necesidad 9, y en ese punto los dos bienes I y II (vivienda, por ejemplo) se consumen hasta que llegan al nivel de la necesidad 8, y así sucesivamente. 11 Tabla 1. La jerarquía de los deseos de Menger

Tanto en Smith como en Menger se halla implícita la idea de una jerarquía de los deseos, que empiezan con la primacía de una necesidad física. En realidad, para la mayoría de los seres humanos, y durante la mayor parte de la historia, los deseos absolutos —las «necesidades del estómago»— han sido de lejos sus aspiraciones más importantes, así que parece compresible que los economistas prestaran mucha menos atención a la existencia de deseos relativos, o sea, los que aparecen por la presencia de otros seres humanos. El estadounidense Thorstein Veblen (1857-1929) fue el primer economista que prestó verdadera atención a la primacía de los deseos relativos en los patrones de consumo. Nadie entendió mejor que Veblen que los deseos insaciables, que la mayoría de los economistas atribuían a la naturaleza humana, eran construcciones sociales. Él fue quien creó varios conceptos que se han convertido en expresiones muy familiares, como «símbolo de estatus» y «consumo ostentoso». No deseamos un producto o servicio por el valor que obtenemos de su uso, sino por la oportunidad que su posesión nos brinda para

demostrar nuestra superioridad sobre aquellos que no pueden hacerse con él. 12 Su trabajo es una investigación de la rampante cultura del consumo en los Estados Unidos del siglo XIX. El trasfondo era el ascenso de una nueva clase de nouveaux riches —los «barones ladrones»— que levantaban sus chabacanos palacios y llevaban su particular estilo de vida gracias a los beneficios que obtenían del ferrocarril, el acero y el petróleo. La exhibición derrochadora era la seña de identidad de la nueva clase, una ostentación diseñada para impresionar a los rivales y asombrar a los subordinados con su riqueza y poder. Pensemos un momento en una subasta de vinos antiguos de Burdeos. La apuesta ganadora puede llegar alcanzar los 50.000 dólares, o incluso 100.000, por una botella mágnum o una normal. ¿Le gusta el vino de Burdeos al ganador? No necesariamente. ¿Es capaz de apreciar la diferencia entre una copa de vino de 20.000 dólares o una de 5 dólares? No necesariamente. El ganador está diciendo al resto de los pujadores que su bolsillo es más grande que el de ellos. Su compra es un acto de consumo ostentoso. La irónica pluma de Veblen podía ensañarse con cualquier institución cultural de la sociedad; sobre el género, escribe que «los vestidos de las mujeres van incluso más lejos que los de los hombres en su forma de demostrar la abstinencia de cualquier trabajo productivo por parte de su portadora», lo que a su vez resulta muy útil para destacar el estatus de su marido. La falda larga se valora especialmente porque «es cara y obstaculiza a su portadora a cada paso que da, y la incapacita para cualquier esfuerzo útil». Veblen argumentaba que «la lucha de cada cual para poseer más que su vecino es inseparable de la institución de la propiedad privada». El capitalismo es el factor que restringe el complejo de imitación a los bienes materiales de un modo tan absoluto. Al hacerlo se reproduce a sí mismo, a medida que los seres humanos demandan más y más, pero también les niega

la posibilidad de tener éxito del todo, porque la insatisfacción con su situación presente es la fuerza impulsora del sistema. Veblen creía que este complejo de imitación era un «malgasto», porque resulta en un desembolso que siempre está dispuesto a absorber cualquier margen de ingresos que quede después de que las comodidades y los deseos físicos se vean satisfechos. Además, «una mejoría general no puede acallar una inquietud que tiene su origen en el deseo, compartido por todo el mundo, de compararse favorablemente con su vecino». Veblen nos alerta del papel de la publicidad cuando se trata de modelar nuestros deseos. Para los economistas de la corriente predominante, la publicidad es sobre todo un sistema de información que habla a los consumidores sobre los productos, ya sean nuevos o viejos. Para Veblen y sus descendientes intelectuales, su papel es estimular unos deseos que nunca pueden satisfacerse. 13 Inspirado en la obra de Veblen, el economista Fred Hirsch (1931-1978) desarrolló el concepto de «bienes posicionales», productos cuya principal función es posicionar a su propietario social o políticamente. Un producto es posicional siempre y cuando no esté al alcance de todo el mundo. En cuanto está disponible para el público en general, pierde su valor. Algunos productos, como las obras maestras de la pintura, son escasos por su propia naturaleza; con otros, como las viviendas con buenas vistas o los títulos de las mejores universidades, su escasez se preserva artificialmente con la restricción a su acceso. El poder es el arquetipo del bien posicional. La posesión de esta clase de productos siempre es un juego de suma cero: no todo el mundo puede tener el poder al mismo tiempo. 14 Estamos bastante lejos de ese loable deseo, compartido por todos los economistas, de asegurar el aprovisionamiento necesario para que la gente pueda llevar una buena vida. Los deseos relativos crean una insaciabilidad en el esfuerzo humano y garantizan que siempre haya pobres en medio de

nosotros: siempre habrá alguien que sea pobre en relación con otra persona. No hay un «fin» detrás de un consumo cada vez mayor.

Medios ¿Y qué ocurre con la otra cara que propone Robbins: «medios escasos que tienen usos alternativos»? Es verdad que no resulta sencillo concebir una situación general en la que no haya costes asociados a una actividad. Pero ¿es cierto que la escasez está tan generalizada, o que es tan grave, como las ciencias económicas plantean? Primero, cualquiera debería darse cuenta de que Robbins cierra el círculo cuando incluye el tiempo en la escasez de medios. Simplemente, la vida no es lo bastante larga para que uno pueda hacer todo lo que quiere: en su sentido más profundo, nos dice, «el economista es un escritor de tragedias». Los estudiantes aprenden que todas las actividades incluyen un «coste de oportunidad», que no sólo es un coste monetario en un momento temporal concreto, sino un gasto de tiempo en sí mismo: «el tiempo es dinero». Si una persona puede ganar 10 dólares la hora con su trabajo, pero prefiere estar desocupado durante ese tiempo, en realidad ha «gastado» 10 dólares. El sentido común sugiere que cuanto mayor sea tu presupuesto monetario (riqueza), más tiempo tendrás para realizar otras actividades, como ir a conciertos. Así, con el aumento de la riqueza, cualquiera podría esperar una reducción de la presión psicológica que causa la escasez. Pero, en realidad, esto no tiene por qué ser así: ahora esa persona puede escoger entre distintos estilos musicales y nadie puede escucharlos todos al mismo tiempo. Hoy en día, la saturación de información permite que el tiempo sea escaso. Nos bombardean constantemente con decisiones que hay que tomar, y que nos prometen mayores satisfacciones que las elecciones que tomamos en el pasado. Es decir, el sueño de abundancia es una ilusión: estamos atrapados en

la escasez temporal, salvo que nuestra muerte pudiera posponerse de manera indefinida. Segundo, los economistas de la corriente predominante, siguiendo el ejemplo de Robbins, ven los medios, igual que los deseos, como datos. «Asumimos una distribución inicial de la propiedad», escribe Robbins. 15 Al dar por hechos los medios, los economistas sacan de la agenda la distribución de los recursos disponibles para satisfacer los deseos. Pero el problema de la escasez de recursos no sólo está causado por la «tacañería» de la naturaleza, que afecta a todo el mundo, sino a la racanería de los ingresos de algunas personas. Si los ingresos son muy desiguales, serán los deseos de los ricos los que tendrán la primera opción sobre los medios «escasos». La pobreza en el mundo actual no se debe a la escasez, sino a la desigualdad. Hay suficiente comida como para alimentar a una población mundial superior incluso a la que hay en la actualidad. Una economía que hiciera de la reducción de la pobreza y la enfermedad su principal prioridad se ocuparía de la eficiencia de la distribución, así como de la eficiencia de la producción y el intercambio. Los ejemplos de escasez creada artificialmente —una escasez que aparece por unas medidas y unas estructuras políticas y sociales concretas, y no por causas naturales— son numerosos. La guerra y los preparativos bélicos son ejemplos notorios de la continua creación de escasez. Hay un coste económico en la compra de un portaaviones nuevo, en contraposición a pagar por un hospital o un colegio. Cuanta más riqueza se destine al consumo militar, menos habrá para satisfacer las necesidades de los civiles. Esta clase de escasez forzada era una característica decisiva de los sistemas comunistas, en los cuales el sector militar consumía el 30 por ciento de la renta nacional. Esta escasez forzada era posible por la titularidad estatal de la tierra y el capital, y su capacidad para asignar el trabajo en función de sus objetivos. El premio Nobel Amartya Sen (1933) ha señalado que las hambrunas en los países pobres son tanto consecuencia de la escasez natural como de una distribución de los alimentos determinada políticamente. 16 Enfermedades

que pueden erradicarse, como la malaria y la lepra, no siguen existiendo porque la naturaleza sea tacaña, sino porque algunos gobernantes prefieren gastar el dinero comprando armas y enriqueciendo a sus familias, y a ellos mismos. Los economistas podrían señalar, y con razón, que esa clase de escasez artificial está producida por una mala política, no por una mala economía, y, en efecto, los economistas han sido unos críticos muy insistentes contra los gobiernos que se dedican a buscar «rentas». Sin embargo, han sido relativamente indiferentes a la capacidad que tienen las grandes corporaciones privadas para extraer rentas. Hoy en día, el mayor extractor de rentas es el cártel de los grandes bancos, que controla los medios de producción financiera. El método de los economistas de la corriente predominante ha mitigado las críticas contra la distribución actual de los mercados al tratar de «demostrar» que, en los que son plenamente competitivos, los consumidores son soberanos y todos los factores de producción se pagan con lo que producen. Todas estas pruebas minimizan hasta qué punto la distribución no regulada del mercado está destinada a producir una distorsión favorable a los ricos y poderosos. Cuando insisten en que la escasez está causada por la naturaleza, y no por las instituciones, los economistas de la corriente predominante mitigan los esfuerzos por regular los mercados y redistribuir los ingresos. Suele decirse que hay una «compensación» entre la eficiencia y la equidad. Los economistas pueden establecer lo que sería una distribución eficiente de los ingresos, pero depende de los políticos conseguir una distribución justa. Los economistas neoclásicos de tendencia izquierdista solían entretenerse con el diseño de estrategias para lograr una distribución «óptima» de la renta que satisficiera al mismo tiempo los requisitos de eficiencia y de justicia. Pero, últimamente, la propaganda a favor de la eficiencia productiva se ha vuelto tan poderosa que el interés por la eficiencia moral se ha desvanecido. El crecimiento de la desigualdad, a su vez, ha

producido un creciente descontento popular con los supuestamente «eficientes» resultados del mercado (en el capítulo 13 se amplía esta cuestión). Por último, la corriente predominante también presupone que las economías demuestran una tendencia espontánea al pleno empleo, una suposición que lleva a sus partidarios a ignorar la posibilidad constante de cracs y recuperaciones débiles. El desempleo elevado, el crecimiento mínimo y la reducción de los salarios en la mayoría de los países europeos desde 2008 es un ejemplo de escasez creada por una mala política económica.

Nos encontramos ahora en posición de criticar el modo de plantear el problema económico que se desprende de la definición de Robbins. Podemos analizar el problema tanto desde el enfoque de la demanda como desde el de la oferta. Siempre y cuando haya demanda, pueden plantearse tres cuestiones. Primero, y de una forma bastante evidente, la visión de Robbins rezuma moralidad. Al convertir la eficiencia en un dios, es incapaz de preguntar: ¿para qué sirve la eficiencia? Robbins escribe: «Por qué el animal humano se adhiere a valores concretos [...] a cosas concretas es una cuestión de la que no hablamos». 17 Al comprimir los fines, las necesidades y los deseos en una única categoría, las «preferencias», y considerarlas como una cosa que viene dada, que está predeterminada —y, por lo tanto, que no está sujeta a una investigación más exhaustiva—, la corriente predominante se prohíbe cuestionar el valor de los deseos o de preguntar si lo que se desea es en realidad deseable. ¿Cuánta «riqueza» es necesaria para el «bienestar»? Los economistas que se adhieren al punto de vista más tradicional sobre la cuestión no eran tan cobardes ante la posibilidad de considerar el problema. John Stuart Mill (1806-1873) creía que, una vez superada la pobreza, la necesidad de eficiencia decaería. El economista Marshall, en un texto de 1890, dio una

cifra exacta para definir la suficiencia. Él pensaba que con 150 dólares al año (unos 10.000 dólares en la actualidad), una familia «tiene [...] las condiciones materiales para una vida completa». 18 En la actualidad, la renta media por cápita en el mundo es de 17.300 dólares. Si aceptamos el estándar de Marshall, no hay ninguna necesidad de un mayor crecimiento económico, sólo de redistribución. Pero, como hemos visto, la noción de «materialidad», que ya no está anclada al suministro de alimentos, ha perdido su claridad, y en un mundo de «deseos relativos», nunca hay suficiente. Segundo, al dar por sentadas las preferencias, la corriente predominante tiene prohibido investigar los instrumentos de persuasión que se utilizan para conseguir que la gente quiera más de una cosa y no de otra. Da por hecha la soberanía del consumidor. Sólo está interesada en la lógica y en las consecuencias del comportamiento de las personas cuando expresan sus deseos. Es decir, no está interesada en la historia y la sociología de los deseos. Además, aunque la tendencia a la codicia siempre haya existido, sólo se ha convertido en un motor impulsor de la vida económica con el capitalismo. En el mundo premoderno, la riqueza se veía simplemente como el medio de tener una buena vida; los moralistas condenaban el lucro y las costumbres restringían sus ámbitos. La economía «científica» consideró que el deseo de dinero es el principal impulso psicológico de la naturaleza humana y enfatizó su utilidad para engendrar riqueza. La ética se remodeló para acomodar la extensión del comercio. La avaricia se convirtió en el poder que desea el mal, pero que hace el bien. El consumo de masas, la versión moderna de la insaciabilidad, entró en la historia en un momento y un lugar concretos, con la producción masiva en Estados Unidos a comienzos del siglo pasado. Antes, la posibilidad de un consumo de masas no existía. Hoy en día, lo fomentan los economistas, los publicistas y los políticos como una forma democrática de felicidad. En palabras de Andy Warhol «el presidente bebe Coca-Cola, Liz Taylor bebe Coca-Cola, y tú sólo piensas que tú también puedes beber Coca-Cola. Una

Coca-Cola es una Coca-Cola, y ninguna cantidad de dinero en el mundo puede ofrecerte una Coca-Cola mejor». Pero ¿basta con darle a todo el mundo una Coca-Cola? Si la insaciabilidad se da por hecha, resulta evidente que la escasez no tiene fin, que no hay un último peldaño en la escala de los deseos. Esto significa que el problema económico siempre estará con nosotros. El paraíso nunca se hace realidad. Comprender, sin embargo, que los deseos están modelados por la cultura abre la puerta a poder pensar en cómo se crean —en concreto, por un marketing incansable— y en cómo pueden limitarse para reducir la coacción que ejerce la escasez. Pero hablar de cultura provoca que el economista, como Hermann Göring, eche mano a su revólver. Por último, la incapacidad para distinguir entre necesidades y deseos permite que la corriente predominante ignore el problema de las fluctuaciones de la demanda. En opinión de Robbins, las economías siempre están limitadas por la oferta, nunca por la demanda. Como dijo J. B. Say (17671832), «la oferta crea su propia demanda», o sea, que la gente no produciría cosas si no las necesitara. Esto, por supuesto, sólo tiene sentido si uno piensa en las necesidades del estómago: no hay suficiente caviar en el mundo para hartarse. Pero, como hasta la fecha los deseos, y no las necesidades, dirigen la mayor parte de la actividad económica, la estabilidad de nuestras economías depende de lo que se nos pasa por la cabeza, no por el estómago. La economía neoclásica relevó a la vieja psicología mecánica de las necesidades, sin comprender que la transición de las necesidades a los deseos socavaba la estabilidad del comportamiento. En el otro lado, el de oferta, en realidad nunca nos hemos liberado de nuestra ansiedad por la suficiencia de los medios, y por un buen motivo. Que las ciencias económicas hayan dado su visto bueno al concepto de deseos ilimitados ha desenterrado el problema maltusiano, más aún mientras el consumo presiona los recursos naturales del planeta. La energía y los materiales de baja entropía se disipan durante su uso, para luego volver como

residuos de alta entropía. Nuestros sistemas industriales y agrícolas emiten masas de dióxido de carbono, metano y otros gases a la atmósfera, que desestabilizan el clima del planeta, al mismo tiempo que destruyen la capacidad de absorción y recuperación de la naturaleza. Dicho sin rodeos, hay demasiadas personas que quieren demasiadas cosas. Como señaló Nicholas Georgescu-Roegen (1906-1994), la humanidad está destinada a la extinción física si la población, que no para de crecer, sigue consumiendo al mismo ritmo que en la actualidad. Las ciencias económicas tratan de minimizar la inversión necesaria. Pero como no ponen límites a la producción, el requisito de eficiencia, por sí solo, no puede garantizar la suficiencia de los recursos naturales para satisfacer los deseos. El economista neoclásico te dirá que el sistema de precios nos protege frente a este resultado. La escasez sólo es relativa, nos dice. Los movimientos de los precios modificarán la demanda, de unos bienes relativamente caros a otros que sean más baratos. Pero esta afirmación asume un par de cosas: que siempre habrá recursos de sobra (energía del viento o del sol, por ejemplo) para satisfacer el volumen actual de producción y consumo, y que un sistema de libre mercado generará los precios «correctos» antes de que el desastre nos azote. Es poco probable que alguien que no haya sido educado concienzudamente en el método neoclásico se crea alguna de estas proposiciones. Para resumir: la escasez no es, de ningún modo, una condición «natural» a largo plazo, tal como plantean las ciencias económicas pos-Robbins. Gran parte de esa escasez es artificial, y no sólo nace de la continua necesidad de estimular la demanda, sino también de la restricción artificial de la oferta. El capitalismo crea la demanda que necesita a través de la publicidad, aunque en muchas partes del mundo el control político de la distribución mantiene la escasez artificial de la oferta. Al ser incapaz de cuestionar las fuentes de la demanda o los obstáculos políticos a la oferta, la corriente predominante en

las ciencias económicas castra las partes más urgentes del problema económico actual. Sería absurdo defender que los métodos defectuosos de la corriente predominante son los responsables del calentamiento global. Pero, debido a su incapacidad para distinguir entre necesidades y deseos, y a dar por «hechos» los deseos, las ciencias económicas han reforzado de una forma muy poderosa la ceguera ética que amenaza a la especie humana con la extinción. La insaciabilidad ante el cambio climático no es racionalidad, es una locura.

Capítulo 3 Crecimiento económico Si las teorías, como las chicas, pudieran ganar concursos de belleza, no cabe duda de que la ventaja comparativa obtendría una puntuación muy alta. PAUL SAMUELSON, Economía

El único propósito defendible de las ciencias económicas es ayudar a abolir la pobreza, lo cual permite que la humanidad disfrute de una vida más larga. Más allá de esta cuestión, no tienen otro propósito evidente y deberían dejar el escenario a otras disciplinas. La abolición de la pobreza era la mejora de la condición humana que ofrecían los primeros economistas. A lo largo de los siglos, sin embargo, los medios se han convertido en los fines, así que ya no nos atrevemos a preguntar para qué sirve el crecimiento económico, especialmente en unos países ricos que ya tienen más de lo que necesitan para cubrir sus necesidades básicas. ¿En qué han contribuido las ciencias económicas al crecimiento de la riqueza? El espectacular crecimiento de la prosperidad, la reducción de la pobreza y el descenso de la violencia desde los tiempos de Adam Smith son las principales contribuciones que la disciplina dice haber aportado a la sociedad. Al demostrar que la búsqueda de la riqueza, a diferencia del ansia

de poder, no tiene por qué ser un juego de suma cero, los economistas convirtieron las políticas públicas en propuestas bastante benevolentes. Sin embargo, su contribución no puede analizarse de manera aislada. Tuvo lugar tras la aparición anterior de las instituciones científicas y mercantiles, las normas legales, el «espíritu del capitalismo» y las aplicaciones tecnológicas favorables al crecimiento económico. 1 Ésa fue la plataforma sobre la que Adam Smith construyó su «ciencia». La única contribución de la economía «científica» fue empoderar a estas fuerzas dinámicas con un mejor entendimiento de su lugar en la estructura del progreso y, así, prevenir cualquier recaída en las viejas costumbres. Concedió a la sociedad comercial una legitimidad intelectual y psicológica. La pregunta que se hacían los primeros economistas era: ¿qué camino conduce a la prosperidad? El desafío que los economistas clásicos Adam Smith, Ricardo (1772-1823) y Malthus (1776-1834) se plantearon fue llegar a comprender cómo es posible que algunos países se hagan más ricos mientras otros siguen sumidos en la pobreza. La respuesta que ofrecieron —en el caso de Smith, tras una amplia investigación histórica— fue que todo depende de su sistema legal, moral e institucional. Los grupos en el poder pueden retardar o fomentar las invenciones, reprimir o potenciar la iniciativa, restringir o liberar el comercio. Gran Bretaña, que iba disparada hacia la opulencia, y China, atrapada en el estancamiento, eran los extremos opuestos del mapa de Smith. Sin embargo, los primeros economistas, imbuidos en el espíritu de la Ilustración, fueron incapaces de comprender cómo las instituciones, que no eran las más adecuadas para crear riqueza, podían satisfacer otras finalidades humanas no menos esenciales, como mantener el bienestar social, un ángulo muerto que persiste a día de hoy. La principal recomendación política que emergía de los escritos de los economistas «ingleses» como Smith y Ricardo era el libre comercio. Éste aumentaba la riqueza: las restricciones la posponían. El economista alemán Friedrich List (1789-1846) planteó una pregunta más concreta: ¿cómo puede

«ponerse al día» la Europa continental con Gran Bretaña? La respuesta que dio fue el proteccionismo. El libre comercio estaba muy bien para los países ya industrializados; pero los países en vías de industrialización necesitaban proteger sus «sectores nacientes» contra la extinción prematura. 2 Esta idea fue adoptada por la economía del desarrollo en la década de 1940. El choque intelectual entre el libre comercio y el proteccionismo ha dominado el pensamiento sobre el crecimiento económico. En concreto, determina el papel que las instituciones desempeñan —o deben desempeñar — en la historia del crecimiento. Adam Smith y sus seguidores identificaron el Estado como un monopolio económico y tendían a ver los grupos productivos como si fueran unos conspiradores que deseaban restringir el comercio. Desde entonces, la corriente predominante ha reflejado con fidelidad este sesgo: la actividad económica del Estado entorpece el crecimiento económico al bloquear el funcionamiento de los mercados, beneficioso para todas las partes. Para los seguidores de List, por otro lado, el Estado era —o podía convertirse en— un emprendedor, y entendieron que los grupos productivos podían ser motores del crecimiento. El papel del Estado en la historia del crecimiento es una pregunta sin respuesta en las ciencias económicas. También está la cuestión de los acontecimientos históricos: ¿qué papel ejercieron los Estados en el crecimiento de la riqueza? Lo que conduce a otra pregunta: ¿qué clase de Estado es bueno para el crecimiento, una democracia o una dictadura? ¿Son los Estados irremediablemente corruptos o incompetentes? Los economistas clásicos del siglo XVIII supusieron correctamente que el crecimiento de la riqueza material depende del control de la población, la «acumulación de existencias» (inversión) y la «ampliación del mercado» (comercio). Comprendieron que si querían prosperar, las sociedades debían controlar su fertilidad, guardar una parte de lo que producían en la actualidad para invertir en la producción futura y comerciar con libertad. Eran unas reflexiones muy profundas, y hoy en día las ciencias económicas aún viven

en gran medida de ellas. En cambio, no estuvieron a la altura cuando quisieron comprender de qué formas una sociedad puede desarrollar instituciones favorables a dicha actividad. Hasta la actualidad, muchos economistas, quizá la mayoría, dan por hecho el derecho a la propiedad privada y explican la mayor riqueza de ciertas sociedades en términos de una distribución más eficiente de la propiedad. No obstante, no muestran demasiada curiosidad por los motivos que explican por qué han persistido durante tanto tiempo las distribuciones ineficientes de la propiedad, o qué funciones desempeñaban en la vida de sus sociedades. Este capítulo sigue la huella de la economía «del crecimiento», desde las reflexiones de los economistas clásicos hasta la emergencia de la economía «del desarrollo» como un campo específico de la disciplina en la segunda mitad del siglo XX, así como la gradual disolución de esta perspectiva con el neoclásico Consenso de Washington.

Población Si el economista es un escritor de tragedias, el reverendo Thomas Malthus tiene todos los números para ser considerado «el gran maestro de la especialidad». Antes de Malthus, la gente estaba fascinada por la idea de que el futuro sería más próspero; después de él, llegaron unos tiempos más oscuros. Durante los primeros cincuenta años del siglo XIX, la economía se conocía como la «ciencia de la decepción». En Un ensayo sobre el principio de población (1798), Malthus se propuso refutar el utopismo de escritores como Condorcet, Goswin y Thomas Paine. Entusiasmados por el crecimiento de la riqueza, los avances de la ciencia y la relajación de las costumbres, estos pensadores del siglo XVIII argumentaban que no había límites naturales al progreso económico y, con él, al perfeccionamiento humano. Malthus los puso en su sitio con sus famosas proporciones. La vida humana, explicaba, siempre se encuentra en un difícil equilibrio entre la «población» y el

hambre. La población, impulsada por la pasión sexual, aumenta en proporción geométrica (1, 2, 4, 8) mientras que la provisión de alimentos sólo lo hace de forma aritmética (1, 2, 3, 4), es decir, según una cantidad constante anual. Si cada pareja tiene cuatro hijos, la población se duplicará en cada generación. Al final, la población superará la producción agrícola que puede mantenerla. La población de Gran Bretaña en 1800 era de 7 millones de personas. Así pues, explicaba Malthus, se duplicará cada 25 años, hasta los 14 millones en 1825, los 28 millones en 1850, los 56 millones en 1875, los 112 millones en 1900 y así sucesivamente, hasta casi 1.800 millones de personas en el año 2000. Mientras tanto, si el suministro de alimentos bastaba para mantener a los 7 millones de 1800, sería capaz de sustentar a 14 millones en 1825, 21 millones en 1850, 28 millones en 1875 y 35 millones en 1900. Es decir, en cien años, dos terceras partes de la población estarían muriéndose de hambre: una perspectiva trágica, sin lugar a dudas. La predicción de Malthus se basaba en una clase de razonamiento que se ha convertido en el más habitual dentro de las ciencias económicas: deducción lógica a partir de precedentes concretos. Era un «modelo» con una advertencia incluida. En la segunda edición de Ensayo (1803), ampliado a dos volúmenes, Malthus rebuscó en la historia para encontrar pruebas empíricas que respaldaran su hipótesis. En realidad, descubrió ciclos de rápido crecimiento de la población seguidos de otros descensos a gran escala —la Peste Negra del siglo XIV sería el ejemplo más célebre— y ofreció una explicación causal: cualquier mejora en la productividad conducía a un incremento de la población, no de la riqueza, ya que los asalariados aprovechaban su prosperidad para tener más hijos. La población ejerce una presión sobre el suministro de alimentos: los sueldos caen y el crecimiento de la población se invierte, con una fracción de la población, los más jóvenes y los más viejos, que desaparece por la enfermedad, las plagas, la peste y el hambre. De esta

forma, la naturaleza mantiene un severo equilibrio a largo plazo entre los deseos y los medios. Pero este mecanismo también evita que los sueldos suban por encima del nivel de subsistencia. Marx llamaría a esta cuestión la «ley de hierro de los salarios». Demasiado para los más optimistas. Sin embargo, Malthus ofreció una medida fundamental para controlar el poder destructivo de la pasión sexual: la «represión moral». La gente debía posponer la edad del matrimonio y mantener el celibato hasta el momento de casarse. Malthus rechazaba la contracepción, dentro o fuera del matrimonio, como método para controlar el aumento de la población. Su actitud combinaba argumentos teológicos y económicos de una forma que hoy nos parecería muy extraña. En el aspecto teológico, Dios, creía Malthus, ha inspirado la pasión sexual en los humanos no sólo con el objetivo de la reproducción, sino también para incitarlos a un esfuerzo moral: primero para ganar lo suficiente para casarse y después para poder mantener a la familia resultante. En consecuencia, según un razonamiento alineado con los dogmas de la nueva ciencia económica, Malthus defendía que la contracepción (y otras prácticas sexuales «viciosas») reducirían el incentivo para trabajar y prosperar, ya que mitigaban la necesidad de mantener a la propia descendencia. Malthus destacaba la eficiencia moral como requisito del crecimiento económico. Las sociedades que «seleccionaban» un código moral eficiente prosperaban; las sociedades que se regodeaban en el «vicio» se estancaban o entraban en declive. De hecho, hacia el final del tercer ciclo poblacional de Malthus, a finales del siglo XVII, el menor rendimiento de la actividad agrícola se empezó a compensar con un incremento de la productividad. En el siglo XIX, la combinación del crecimiento sostenido de la productividad y el colonialismo condenaron los cálculos de Malthus a la papelera de las predicciones erróneas, al menos, en lo que respecta al mundo desarrollado. En la Europa actual, las tasas de natalidad no alcanzan el porcentaje de

reposición. El vicio, en la forma de anticonceptivos, la ha rescatado de la trampa malthusiana. Sin embargo, el hombre del saco malthusiano ha ejercido una notable influencia. El superventas Los límites al crecimiento (1972), con claros ecos de Malthus, predecía que la población mundial alcanzaría los siete mil millones en el año 2000, lo que provocaría escasez de cereales, petróleo, gas, aluminio y oro. 3 En la actualidad, la población mundial roza los ocho mil millones, y se espera que llegue a un máximo de once mil millones o, según ciertos cálculos, de quince mil millones. La corriente predominante en las ciencias económicas ha aprendido, de un modo totalmente erróneo, a olvidarse de la presión absoluta sobre los recursos, pero el método de Malthus dejó un legado permanente en otros aspectos de la disciplina. El primero era el carácter a priori (literalmente «del anterior», que significa «independiente de la experiencia») de su ciencia económica. Su teoría era un ejemplo clásico de razonamiento deductivo, cuya premisa había adoptado mucho antes de intentar demostrarla de forma empírica, y estaba plagada de argumentos ceteris paribus contra aquellos datos que la contradecían. En segundo lugar encontramos la formulación matemática, para así conceder a sus predicciones una precisión que, a decir verdad, nunca merecieron. En tercer puesto se encuentra esa propensión a extraer grandes conclusiones de las «verdades de la naturaleza». Por último, Malthus oscilaba entre lo positivo y lo normativo. Como Adam Smith, estaba metido en el negocio del crecimiento, y éste exigía eficiencia moral. Era un predicador que usaba la ciencia para reforzar sus sermones.

Inversión Para Adam Smith, la acumulación de «existencias» (bienes de capital) era el principal —y fundamental— motor del crecimiento. La cuestión era cómo lograr las inversiones necesarias en bienes de capital. Ricardo creía que

cualquier estudio sobre el proceso de acumulación debía empezar por las instituciones que gobernaban la división de la producción entre las tres clases: terratenientes, hombres de negocios y trabajadores. Si el excedente de la producción sobre el consumo era la única fuente de acumulación, el crecimiento de la prosperidad dependía de quién obtenía dicho excedente, y esto, a su vez, dependía de la cantidad del mismo que terminaba en manos de cada clase social. Los terratenientes vivían del excedente de los productores, que adquirían como «rentas». Estas rentas se gastaban de manera improductiva: construir y mantener grandes mansiones, y llevar un elevado estilo de vida. Como los trabajadores consumían lo que ganaban, los hombres de negocios eran la única clase que tenía la posibilidad de acumular, la única clase con el incentivo y los recursos para invertir sus beneficios en mejorar y ampliar sus negocios. Así pues, el crecimiento económico dependía de privar a los terratenientes de sus rentas, mantener bajos los impuestos y restringir el «fondo de salarios» a lo mínimo necesario para sustentar a la mano de obra. 4 «Lamentaré enormemente —escribió Ricardo— que se permita que las consideraciones por una clase en particular puedan frenar el progreso de la riqueza y la población del país.» Ricardo era un alma torturada, dividida entre la teoría del equilibrio, que demostraba que los beneficios excepcionales se perderían por la acción de la competencia, y su admisión de que el crecimiento económico era un proceso dinámico que requería una acumulación constante. Marcó un rumbo en las ciencias económicas que llevaría al análisis de las clases sociales que Karl Marx aprovechó con notable entusiasmo, pero que demostraría ser extremadamente embarazoso para sus propios sucesores neoclásicos. En efecto, Ricardo identificó los intereses de clase de los terratenientes con el Estado, y defendía que el control de las administraciones públicas debería trasladarse a la clase empresarial. Karl Marx defendía que eso es precisamente lo que había ocurrido: en la nueva sociedad industrial, el Estado era el agente de la clase capitalista, que utilizaba su control monopolístico

sobre el capital para explotar al trabajador, de la misma forma que la clase terrateniente había utilizado antes su monopolio sobre la titularidad de la tierra para «explotar» al resto de las clases. La diferencia es que la explotación del trabajador por parte de la burguesía era la fuente de la acumulación del capital y, por lo tanto, del crecimiento económico, mientras que el monopolio rentista del terrateniente era un simple despilfarro. La nueva clase explotadora era también la clase progresista. El método estructural que Marx utilizó para analizar la vida económica era idéntico al de Ricardo. Como ya habremos notado, los economistas neoclásicos que seguían a Ricardo rechazaban su visión institucional de la estructura económica: los únicos actores de sus modelos eran los individuos. De este modo, el poder de la clase social se convertía en un elemento invisible. La transición de un análisis estructural del comportamiento económico hacia otro individualista marca una ruptura decisiva en el método económico, un verdadero «cambio de paradigma».

Comercio Para Adam Smith, la división del trabajo era el segundo motor fundamental del crecimiento. La defensa de la división del trabajo conduce directamente a la defensa del libre comercio. Lleva a su conclusión lógica el mensaje de la fábrica de imperdibles. Smith explicó cómo incrementar de un modo considerable la producción de imperdibles si cada fabricante adquiría la habilidad concreta de producir sólo una parte. En lugar de que un fabricante haga diez imperdibles al día, cinco fabricantes podían producir, por ejemplo, cien al día, reduciendo a la mitad el coste por imperdible en tiempo de trabajo. Este principio de la división del trabajo en tareas especializadas puede ampliarse a los distintos países y regiones del mundo. La riqueza aumenta si los países, como las personas, se especializan en esos oficios en los que cuentan con cierta ventaja.

Detrás de la ciencia que Smith y Ricardo aportaron a la causa del libre comercio había un objetivo político fundamental: romper el control absoluto de los terratenientes sobre el precio de los alimentos. La libre importación de alimentos reduciría su precio y, simultáneamente, reduciría los costes de producción, incrementaría los beneficios y la inversión, y aumentaría el salario real de la clase trabajadora. La conexión entre comercio, acumulación de capital y crecimiento económico quedó establecida durante el nacimiento de las ciencias económicas. Aún constituye el fundamento intelectual de la globalización. Sin embargo, había dos versiones de la doctrina del libre comercio. Adam Smith creía que Dios había distribuido a los seres humanos en lugares diferentes para que pudieran comerciar entre sí. El comercio nace de una ventaja natural: obtienes un vino de mejor calidad si lo importas del Mediterráneo que si intentas producirlo en Escocia. La idea fundamental que destacar es que el comercio basado en una ventaja natural es menos disruptivo que el comercio basado en la competencia por el mismo producto. Los países producen cosas diferentes: no compiten por producir las mismas cosas. El comercio complementario —comprar en el extranjero los bienes necesarios o deseados que no pueden fabricarse en casa, o que sólo se pueden producir en el territorio propio a un coste prohibitivo— minimiza la amenaza de la competencia basada en los salarios y puestos de trabajo. Sin embargo, basar el comercio en las ventajas naturales significa limitar la división del trabajo que lo hace posible. No obstante, Ricardo fue capaz de superar esta limitación. Explicó que un comercio que maximice el bienestar no debería verse limitado por las ventajas naturales. Los agentes racionales comprenden que sus ganancias serán mayores si no se especializan en aquellas actividades en las que cuentan con una ventaja natural, sino en aquellas otras en las que parten con la menor desventaja. De este modo, un profesor que fuera capaz al mismo tiempo de pensar y mecanografiar mejor que cualquier otra persona de la ciudad, pero que

tuviera más capacidad para pensar que para mecanografiar, contrataría a una secretaria para manejar el teclado, y así dispondría de más tiempo para darle a la cabeza. Portugal, decía Ricardo, debería concentrarse en producir vino y dejar la industria textil para Inglaterra, porque a pesar de que es capaz de producir vino y tejidos a un precio más bajo que los británicos, también puede elaborarlo a un coste inferior que los productos textiles. De este modo, los beneficios de ambas partes serán los máximos posibles. 5 La teoría de la ventaja comparativa ha sido la doctrina más influyente en la historia de las ciencias económicas. Incluso ha convertido a los economistas más duros en unos blandengues; Paul Samuelson usó la palabra bella para describirla. Como ocurre con la teoría maltusiana sobre la población, la teoría de la ventaja competitiva de Ricardo es un ejemplo clásico de razonamiento deductivo: formalizar una intuición y a continuación deducir sus consecuencias. Al remitirse al largo plazo, Ricardo ignoró cualquier posible efecto disruptivo en Portugal por la decisión de ceder la producción textil a Inglaterra. A diferencia de Malthus, Ricardo desdeñó cualquier intento empírico de demostrar que el comercio, en la práctica, se había desarrollado según las líneas que sugiere la teoría. Y, a día de hoy, no hay pruebas concluyentes de que los flujos comerciales entre países hayan seguido la «ley de la ventaja comparativa». Entra dentro de esa categoría de teoremas económicos que son esencialmente preceptivos. Y tampoco es que sea una buena recomendación. La propuesta de Ricardo era una doctrina de equilibrio estático: pedía a los países que se especializaran en lo que podían hacer mejor en el presente. Esta prescripción podría haber tenido sentido cuando las ventajas competitivas eran los talentos naturales de cada país, pero no ocurre así con las manufacturas. En cuanto el juego llegó a una situación de «empate», los países buscaron la posibilidad de obtener ganancias dinámicas, y no estáticas, del comercio. Esto implicaba desarrollar sectores de gran valor, que estarían protegidos de una competencia prematura. Friedrich List decía que el libre comercio puede

convertirse en un instrumento para reforzar las ventajas comerciales y, a través de éstas, las situaciones de poder ya existentes. Los economistas de la corriente predominante asienten ante este argumento sobre los «sectores nacientes» para defender el proteccionismo, pero no le ofrecen sus respetos. Cualquier beneficio transitorio que el proteccionismo pueda aportar, dicen, se ve sobrepasado por la corrupción y la ineficiencia relacionada con la interferencia estatal en los flujos de comercio.

El papel del Estado El papel que el Estado ha desempeñado en el desarrollo económico ha sido excluido de la historia del crecimiento, tanto por la escuela clásica como por la neoclásica. Sin embargo, los acontecimientos históricos nos dicen que la mayor parte del crecimiento económico no ha sido fruto de las fuerzas del mercado, sino del propio Estado, en el sentido de que han sido los gobiernos quienes han llevado a cabo casi toda la acumulación del capital. Es una verdad incontestable en los países europeos del siglo XIX, y también lo ha sido para Japón, Corea del Sur y China en tiempos más recientes. El comercio, asimismo, también era un instrumento de la política estatal. Como muchos historiadores han señalado, la mayoría de los países pusieron en marcha sus procesos de industrialización bajo protección tarifaria y no en un escenario de libre mercado. 6 ¿Por qué los primeros economistas escogieron el libre mercado —y no el Estado— como promotor y coordinador de la actividad económica? La razón más importante es que veían el Estado premoderno como un monopolio privado, personificado en un monarca que perseguía sus propios intereses familiares o dinásticos a expensas del bien común. Las diatribas contrarias al Estado de Adam Smith iban dirigidas a las formas de gobierno premodernas. El gobernante era el «Príncipe», que no tenía ni los conocimientos ni la integridad necesarios para dirigir los asuntos económicos de la sociedad. La

conclusión que parecía extraerse era que el papel del Estado en la economía debía reducirse todo lo que fuera posible mediante la restricción de sus fuentes de ingresos y patrocinio. El sesgo contrario al Estado en el pensamiento económico, brevemente interrumpido por la revolución keynesiana, ha persistido hasta la actualidad. Incluso en el siglo XVIII, los economistas se equivocaban. La monarquía ya estaba en proceso de convertirse en parte de una entidad mucho más amplia, el Estado, que poseía una burocracia de mejor calidad. En los tiempos de Adam Smith, los déspotas, como José II de Austria, podían «ilustrarse». Fueron las monarquías «absolutas» de Europa central y oriental quienes encabezaron el movimiento que pretendía modernizar sus sociedades subdesarrolladas, frente a la fuerte oposición de los nobles, casados con sus derechos y privilegios tradicionales. Y para finales del siglo XIX, el Estado tenía una responsabilidad creciente con sus votantes. La visión negativa sobre los gobernantes iba acompañada de una opinión muy positiva sobre el mercado. Esta visión formaba parte de una creencia liberal profundamente arraigada en el siglo XVIII por la cual, en ausencia de un poder claro, los intereses privados se acababan armonizando. Un sistema de mercado competitivo hacía posible la cooperación voluntaria para alcanzar la prosperidad, y sólo con una mínima regulación. La idea de que los Estados funcionan mejor cuando gobiernan poco ha persistido, al menos en la corriente predominante anglo-estadounidense. Incluso cuando los gobiernos empezaron a acumular capital con fines económicos en los siglos XIX y XX, los teóricos de la corriente principal no tardaron en plantear que era imposible que las inversiones públicas fueran tan eficaces como las privadas. Su argumento defendía que el Estado no podía dirigir el capital en función de otras elecciones que no fueran las suyas propias. A los economistas neoclásicos actuales les encanta contar historias sobre gobiernos que insisten en «escoger a los perdedores» cuando construyen carreteras que no conducen a ninguna parte, ciudades en las que

nadie quiere vivir y plantas siderúrgicas que emplean mucho capital y muy poca mano de obra, y cuyos productos no pueden canjearse por dinero en efectivo. Esta denuncia generalizada de los errores del Estado no presta la menor atención a la forma de gobierno o la distribución del poder. Asume que todos los Estados, por su propia naturaleza, son incompetentes, cuando no corruptos y predatorios. Pero la actuación de los Estados premodernos no es representativa de lo que pueden conseguir los gobiernos contemporáneos. La parodia neoclásica ignora que los gobiernos comprometidos con el crecimiento y el pleno empleo suelen escoger siempre a los ganadores. Veamos el caso de Toyota, el fabricante japonés de automóviles. Tras unos inicios en los que sólo era una pequeña fábrica textil, llegó a convertirse en una de las primeras marcas del mundo gracias a una serie de decisiones tomadas por el Gobierno: aranceles, exclusión de competidores y subsidios. En palabras de Ha-Joon Chang: «si el Gobierno japonés hubiera seguido a los economistas del libre mercado a principios de los años sesenta, Lexus hoy no existiría. En la actualidad Toyota sería, en el mejor de los casos, el socio minoritario de algún fabricante occidental o, peor aún, habría desaparecido del mapa. Lo mismo habría ocurrido con toda la economía japonesa». 7 La historia real que se esconde detrás de Silicon Valley y otros centros de innovación no se explica por la desaparición del Estado, una medida que habría permitido que los capitalistas de riesgo y los inversores especializados en las empresas que empiezan en pequeños garajes pudieran desempeñar su papel. De internet a la nanotecnología, la mayoría de los grandes avances tecnológicos del último medio siglo —tanto por lo que respecta a las investigaciones como a su posterior comercialización— disfrutaron de la financiación de las agencias gubernamentales, y las empresas privadas sólo entraron en el juego cuando los beneficios eran más que evidentes. Incluso el gasto militar, que casi por definición es un simple despilfarro de dinero,

puede alumbrar a otras empresas derivadas que sí contribuyen al crecimiento real. 8 Esta profunda discrepancia sobre el papel del Estado en el desarrollo económico sobrevuela la teoría académica desde sus comienzos. En todas las épocas encontramos un debate entre quienes creen (la mayoría de los economistas) que el laissez-faire es deseable y que «todo lo que sea alejarse de esta idea es, salvo si resulta necesario por un bien superior, un mal incuestionable», y aquellos que creen que el desarrollo económico requiere el apoyo activo, y muchas veces el liderazgo, del Estado. 9

Economía del desarrollo La «economía del desarrollo» casa dos conceptos distintos. El primero es el crecimiento económico, expuesto de manera sencilla, el incremento del producto nacional bruto (PNB) calculado a partir del valor total de todas las transacciones mercantiles durante un período concreto. El PNB es una métrica puramente cuantitativa. En el caso de que crezca más deprisa que la población, lleva a lo que se conoce como un aumento del «nivel de vida». Pero el desarrollo económico es una idea más amplia: contribuye al «bienestar» o al enriquecimiento humano de la población. No pasa nada por usar las palabras crecimiento y desarrollo indistintamente, siempre y cuando uno tenga claro que sus exigencias pueden —y deben— divergir después de que se alcance un cierto nivel de «aprovisionamiento». Después de que el crecimiento económico se convirtiera en un objetivo político declarado tras la Segunda Guerra Mundial, las medidas que potencian ese crecimiento han pasado por dos fases distintas de formulación teórica. En primer lugar, encontramos las teorías del «gran impulso» (Big Push) de los años cuarenta y cincuenta del siglo XX, diseñadas para transformar los países pobres en sociedades ricas a una gran velocidad. Se

basaban en el análisis estructuralista de la economía, que en sus orígenes se deriva de las teorías de Friedrich List. El presunto fracaso de las políticas del «gran impulso» condujo, durante los años setenta y ochenta, a un regreso a la economía neoclásica, que se personificó en el denominado Consenso de Washington.

Estructuralismo Las teorías del desarrollo pueden considerarse estructurales porque toman como unidad de análisis la estructura del sistema capitalista mundial. Estas teorías no lo veían como un mercado integrado poblado por empresas que compiten entre sí, sino como un sistema binario con un centro desarrollado y una periferia rezagada. La estructura dual de la economía exigía un sistema también dual de teoría y política económica; lo que fuera adecuado para los países ricos no podía serlo para los pobres. Como Adam Smith, los economistas del desarrollo consideraban la acumulación de capital como un motor del crecimiento, pero, a diferencia de Smith, no creían que ocurriera de manera natural. El motivo era que los países pobres carecían de una clase empresarial. Por lo tanto, era el Estado quien debía movilizar los ahorros (domésticos o exteriores) e invertirlos en los sectores industriales, valiéndose del «suministro ilimitado de mano de obra» de la agricultura. 10 La conjetura básica era que se produciría un aumento de los beneficios a medida que crecieran las manufacturas. Cuanto más grande fuera el sector manufacturero, más grande sería el mercado doméstico, lo cual produciría un «círculo virtuoso» de crecimiento autosostenible. Los defensores de la teoría del «gran impulso» atacaron el libre comercio por inmovilizar a ricos y pobres en sus posiciones preexistentes dentro de esta estructura global. El economista argentino Raúl Prebisch (1901-1986) planteó en 1959 que los beneficios del comercio perjudican por sistema a los

países pobres de la periferia. Esto se debe a que los precios de los productos primarios, en los que se especializan los países pobres, se fijan en mercados competitivos, mientras que los bienes manufacturados de los países desarrollados se tasan en mercados monopolísticos. Los países pobres están sujetos a unos términos comerciales deteriorados, equivalentes a las transferencias de ingresos desde el mundo subdesarrollado al desarrollado. Además, los sectores industriales tienen una ventaja permanente en los costes, porque se benefician mucho más del progreso técnico que los productores primarios. 11 Así, Prebisch y sus seguidores demandaban que el Estado implantara políticas de sustitución de las importaciones para mejorar los términos comerciales de los países en vías de desarrollo. Bajo la cobertura del proteccionismo, el Estado trasladaría recursos desde la agricultura, sujeta a unos beneficios cada vez más reducidos, y otros servicios de baja productividad, donde el «desempleo encubierto» está descontrolado, hacia los sectores manufactureros con una productividad más elevada, que podían aprovecharse de las «economías de escala». Estas medidas permitirían a los países en vías de desarrollo crear sus propios «sectores nacientes», que con el tiempo se convertirían en gigantes de la exportación, y así «empatar» con los países desarrollados. Tal como expresaba Harry Johnson (1923-1977): «El concepto de que existen masas de personas “desempleadas de forma encubierta” conduce fácilmente a la idea de que el “desarrollo” sólo consiste en la movilización y la transferencia de estos recursos productivos presumiblemente gratuitos a las actividades económicas». 12 En los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, la mayoría de los países latinoamericanos, así como la India, aplicaron políticas basadas en esta clase de análisis. En los años setenta, cada vez había más dudas de que el impulso proporcionado por el Estado estuviera funcionando. Los datos de los países en vías de desarrollo mostraban un rápido crecimiento de la población, un

ascenso de la desigualdad en los ingresos y un pequeño aumento de los trabajadores industriales. La sustitución de las importaciones también estaba produciendo problemas con la inflación y la balanza de pagos. Pedir prestado en el extranjero para los «sectores nacientes» conducía a la acumulación de deuda, que llegó a niveles máximos con las crisis de los años setenta y ochenta. También había pruebas evidentes de que las políticas de crecimiento obligatorias estaban provocando efectos secundarios muy perjudiciales, desde guerras civiles hasta la instauración de criminales regímenes autoritarios. Se prestaba una creciente atención a la falta de «capacidad social». Además, resultó que los gobernantes eran perfectamente capaces de enriquecerse a sí mismos, y a sus familias, sin contribuir al desarrollo de las economías de sus países. «Como en los mitos que demuestran los peligros de arrancar secretos a los dioses, los políticos abusaron de unos conocimientos recién adquiridos y aplicaron en exceso la fórmula mágica que había proporcionado aquellos primeros dividendos.» 13 Hubo dos reacciones a este desencanto con las políticas del Big Push. La primera fue la teoría de la dependencia, 14 la teoría marxista de la explotación aplicada a la economía internacional. Los países con ingresos bajos no sólo tienen que enfrentarse a unas condiciones desfavorables, decían, sino que el juego en sí está amañado en su contra. El «intercambio desigual» no es un resultado accidental que puede solucionarse con políticas públicas dentro del sistema capitalista, sino que es una condición necesaria de la propia rentabilidad capitalista. La prosperidad del núcleo depende de la pobreza de la periferia, y para ello se exige que la periferia proporcione materias primas baratas y mano de obra no cualificada para mantener los beneficios del núcleo. Los villanos de la historia eran las corporaciones multinacionales, cuyo control sobre el capital global les permitía extraer las rentas de los países pobres. 15 Una de las ideas fundamentales que planteaban los teóricos de la dependencia era que el capitalismo del centro se desarrollaba sobre la base

del mercado doméstico, mientras que el capitalismo de la periferia se imponía desde el exterior. Así, las economías capitalistas de la periferia carecían de cualquier dinámica interna propia. El capitalismo bajo estas condiciones conduce a una economía «de enclave», que no sólo no tiene efectos colaterales beneficiosos, sino que extermina lo que queda de la economía al desviar los recursos a actividades de exportación «artificiales», reemplazar las importaciones de lujo por productos elaborados en el país, reducir los sectores terciarios de las economías tradicionales y potenciar técnicas de producción moderna que son ineficientes. La teoría de la dependencia nos devuelve a la imagen del economista como escritor de tragedias. Como el desarrollo de la periferia dentro del sistema capitalista queda aparcado, la revolución socialista es la única forma de vencer a la pobreza. Lo que, a su vez, también destruirá al capitalismo del centro, tras socavar la única fuente de beneficio que le queda.

El Consenso de Washington El regreso a la economía neoclásica fue una reacción mucho más perdurable al supuesto fracaso de las políticas de sustitución de las importaciones. Se empezó a defender que no se necesitaban costosas plantas siderúrgicas y fábricas automovilísticas que no podrían vender sus productos por dinero contante y sonante, sino una producción capaz de explotar la mano de obra a partir del aprovechamiento de la ventaja comparativa de los países pobres, y que no era otra que una gran masa de trabajadores dóciles y baratos. Las reservas de mano de obra rural podían transferirse a un sector manufacturero de bajo coste dedicado a las exportaciones. El éxito espectacular de un puñado de «tigres» asiáticos, como Japón, Taiwán y Corea del Sur, en el momento de irrumpir en los mercados mundiales, proporcionaba un cierto respaldo a la nueva estrategia con pruebas reales. En los años ochenta, la crisis de la deuda en América Latina y los bajos

precios de las materias primas inclinaron el debate político hacia el «ajuste estructural» necesario para asegurar el crecimiento basado en las exportaciones. Esta transformación coincidió con un cambio ideológico global hacia una mayor libertad de mercado, que se asocia a Reagan y Thatcher. En los años noventa, la agenda del crecimiento fue sustituida por el denominado Consenso de Washington. En un gesto muy significativo, las economías en vías de desarrollo se convirtieron en «economías de mercados emergentes». Los economistas del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial impusieron a los países pobres, como condición para sus préstamos, la «liberalización» de sus mercados financieros, la supresión de las barreras comerciales, la privatización de empresas estatales y la reducción del gasto público, además de permitir que las decisiones relativas a la producción quedaran en manos de los mercados globales. En paralelo, también se dio por sentado que la mayoría de los Gobiernos del Tercer Mundo eran demasiado corruptos e incompetentes para asumir la responsabilidad de poner en práctica planes de «empate» ambiciosos. 16 Al contrario, en línea con la nueva economía institucional (véase el capítulo 8), se empezó a poner más énfasis en crear unos derechos de propiedad exigibles por ley, con el objetivo de igualar las tasas de beneficio sociales y privadas. Explotar las ventajas comparativas se convirtió en la nueva rutina en el Sureste Asiático y el Extremo Oriente. El nuevo motor del crecimiento era la integración de los mercados. En vez de intentar acumular capital físico, los países en vías de desarrollo debían concentrarse en exportar aquello por lo que pudieran cobrar más e importar aquello por lo que pudieran pagar menos, y usar los beneficios del comercio para desarrollar un «capital humano». El crecimiento a través de la globalización es la postura aceptada en la actualidad. Así que tenemos tres historias de desarrollo. 17 La teoría del libre comercio nos presenta unos coches diferentes que recorren la misma

carretera, algunos van delante y otros detrás, pero nos asegura que los rezagados alcanzarán a los avanzados si siguen la receta del libre mercado. La teoría estructuralista nos muestra que hay algunos coches atrapados en el carril lento, pero defiende que podrían pasar a los carriles más rápidos si siguen políticas estatales de sustitución de las importaciones. La teoría de la explotación defiende que el capitalismo consigna a los países de la periferia al carril lento de forma permanente, y que sólo pueden escapar con una revolución contra sus explotadores. Las teorías estructuralistas todavía tienen un tirón considerable en América Latina. Lo que las convierte en una corriente teórica disidente dentro de las ciencias económicas modernas es que, en contraposición con la teoría ortodoxa o neoclásica, modelan la economía mundial como un sistema binario, que parte del análisis marxista de las clases sociales y sustituye empresario y trabajador por centro y periferia. Estos dos métodos opuestos de modelar la vida económica reflejan visiones diferentes de la realidad. Ambos merecen recibir críticas por ignorar aspectos importantes de la realidad. Los estructuralistas eran conscientes de la distribución del poder en la economía mundial, pero eran incapaces de reconocer la ausencia de un Estado competente que pudiera ofrecer los resultados prometidos por sus políticas del «gran impulso». Los globalistas pusieron su fe en la «mano invisible» del mercado, pero prestaron muy poca atención a que cualquier mercantilización que quiera tener éxito requiere la presencia de emprendedores. Ambas estrategias, por lo tanto, descuidaban dos requisitos institucionales imprescindibles para el crecimiento económico: un Estado fuerte, relativamente libre de corrupción, y una clase media comercial. La mayoría de los países de Extremo Oriente contaban con estos elementos, pero la mayoría de los países africanos y latinoamericanos no; de ahí los distintos resultados.

¿Quién tiene razón?

Para hacerse una idea de las diferencias entre las teorías del desarrollo de los estructuralistas y los ortodoxos, este diálogo de 2002 entre el profesor Robert Wade, de la London School of Economics, y Martin Wolf, el jefe de opinión de la sección de economía del Financial Times, resulta muy ilustrativo. 18 La conversación tuvo lugar durante el apogeo del Consenso de Washington, antes de la crisis de 2008. Todo empezó con una disputa sobre los hechos. Wade negó que la globalización hubiera sacado a cientos de millones de personas de la pobreza primaria. Las cifras del Banco Mundial revelaban que el número de personas que vivían en la pobreza absoluta (con ingresos inferiores a un dólar al día) había sido más o menos constante entre los años 1987 y 1998, alrededor de los mil doscientos millones. Como la población había aumentado, el porcentaje de la población mundial en la pobreza absoluta había caído claramente del 28 por ciento al 24 por ciento, aunque las cifras pudieran haber aumentado. La desigualdad se ha ampliado si se comparan los ingresos medios de cada país y las cifras se convierten a una misma unidad (China = Uganda), pero se ha reducido si los números de cada país se compensan con su población. No obstante, este último fenómeno se debe en su totalidad al rápido crecimiento de China y la India. Aunque carecemos de datos sobre la distribución de los ingresos en los hogares del mundo entero, la reducción del porcentaje relativo a los salarios sugería un aumento de la desigualdad. Así, la globalización no sería nada parecido al motor reductor de la pobreza y la desigualdad que la corriente ortodoxa suponía. A esto, Wolf respondió que los datos del Banco Mundial mostraban un descenso de doscientos millones de personas viviendo en la pobreza absoluta desde 1980. Este dato convertía en un sinsentido la afirmación de que la reducción de la pobreza se había visto perjudicada por la globalización. Además, también se había producido una gran reducción de la desigualdad en el mundo tras haber tocado techo en 1970. Así pues, las dos décadas precedentes no sólo habían contemplado una reducción de la pobreza en los

hogares en todo el mundo, sino también de la desigualdad. Tras ambos fenómenos se encontraba el rápido crecimiento de China y, en menor medida, de la India. El debate viró hacia las causas del crecimiento. Para Wade, el principal motivo es la ampliación de la capacidad técnica; para Wolf tiene diversas causas, con la globalización como uno de sus principales ingredientes. Señaló que la experiencia de Corea del Sur y Taiwán en los años cincuenta demostró que los países experimentan un crecimiento más acusado a medida que se alejan de la autarquía y adoptan el comercio. Pero el éxito económico, respondió, no prueba las ventajas de la globalización. China y la India habían empezado a crecer antes de abrirse al comercio y al capital extranjero. Wade rechazó la receta de que todos los países deben pasar por un proceso de liberalización para llegar a ser ricos. La historia demuestra que los países no se liberalizan para hacerse ricos, se liberalizan una vez se han hecho ricos. Al imponer una liberalización prematura a los países pobres, el Consenso de Washington estaba dificultando el crecimiento de su capacidad técnica. Las normas de la Organización Mundial del Comercio (OMC) impedían que los países pobres hicieran cosas que, décadas atrás, habían permitido a los países ricos nutrir su aprendizaje tecnológico, como subsidiar los sectores que hacían un uso intensivo de la mano de obra o poner límite a las inversiones extranjeras. Wolf respondió que la innovación tecnológica no puede separarse del contexto en que se aplica. Entre otros prerrequisitos, el crecimiento económico necesita un Estado estable, seguridad para los ciudadanos y sus propiedades, una alfabetización generalizada, un servicio básico de salud, unas infraestructuras adecuadas, capacidad de crear nuevas empresas sin excesivas trabas burocráticas o asociadas a la corrupción, una amplia aceptación de las fuerzas del mercado, macroestabilidad y un sistema financiero para transferir el ahorro a un uso efectivo. En los países que tienen éxito, todos estos elementos aparecen bajo distintas formas que se acaban

reforzando entre sí. En África se cumplen muy pocos de esos requisitos. La liberalización de la producción y de los mercados de capitales no va a solucionar ese problema, más bien son siervos del crecimiento. Wolf reconoció que la promoción de los sectores menos maduros, reforzada por las restricciones al comercio, puede acelerar «ocasionalmente» el crecimiento económico. Pero que el historial de su aplicación en los países pobres era «espantoso». Era incapaz de ver por qué las restricciones a la acción política pueden ser buenas en los países ricos, pero malas para los pobres. Los países pobres necesitan más protección —no menos— de los malos gobiernos. El último turno de palabra incidió en la fiabilidad de los datos del Banco Central. Wolf escribió: «Todos los datos sobre los ingresos y la distribución son cuestionables, muy en especial los generados en los países en vías de desarrollo. Pero al contrario de lo que tú [Wade] dices, los investigadores del Banco Mundial han calculado los números [...] a partir de un patrón coherente». Wade insistió en que el Banco Mundial tenía «una posición oficial sobre cómo llevar a cabo el desarrollo y está sujeto a la presión de sus principales financiadores». La misma presión por la que había falseado su base de datos sobre el PIB, en especial en el caso de China, cuyo crecimiento, sospechaba, era bastante menos espectacular que el indicado por las cifras del Banco Mundial. Wolf tuvo una última palabra: El crecimiento económico es, casi de manera inevitable, desigual. Algunos países, zonas y personas lo hacen mejor que otras. El resultado es una creciente desigualdad. Lamentarse de eso es lamentarse del crecimiento en sí. Es como defender, en realidad, que es mejor que todo el mundo [...] siga siendo igual de pobre. [Esto] me parece [...] moralmente indefendible e insostenible en la práctica.

Este debate ilustra muy bien por qué la economía no es una ciencia exacta. Encontramos sobre el tapete la cuestión de la correlación y la causalidad (si

dos acontecimientos o más discurren en paralelo, ¿cuál de ellos, si se diera el caso, sería la causa del otro?), la fiabilidad de los datos (¿hasta qué punto las estadísticas oficiales se ajustan a la realidad?), la naturaleza ideológica de los modelos económicos (¿se entiende mejor la economía mundial como un sistema unitario o binario?), verdades universales o relativas (¿tienen las diferentes estructuras económicas las mismas leyes de desarrollo?), el papel del poder (¿las transacciones mercantiles son espontáneas o inducidas?), el tipo de las recetas políticas (¿libre comercio o proteccionismo?) y, por último, si Occidente, que ya es próspero, ofrece el modelo correcto de desarrollo que deberían seguir los países pobres. Los dos capítulos siguientes abordarán la cuestión primordial que cuestiona el carácter científico de la economía. Las historias que hemos contado, ¿no son más que historias o pueden someterse a un análisis científico concienzudo?

Capítulo 4 Equilibrio Como en las ciencias físicas, el equilibrio es un concepto central en la economía. EDWARD LAZEAR, «Imperialismo económico»

Equilibrio El equilibrio es el principio ordenador de las ciencias económicas. Que se considere el resultado espontáneo de las transacciones mercantiles significa que los sistemas alternativos a mantener el orden —los que se basan en el poder— pueden reducirse al mínimo. Los mercados harán la mayor parte del trabajo necesario para garantizar la cooperación social. El Estado puede restringirse a unos pocos deberes políticos: «la ley y el orden». Así, el equilibrio del mercado es la respuesta tradicional de las ciencias económicas a la afirmación política de que las sociedades deben «mantenerse en orden» mediante el ejercicio del poder. En términos técnicos, el equilibrio es el concepto que describe un sistema en reposo. Nadie tiene ningún incentivo para cambiar lo que hace. La economía comparte el concepto de equilibrio con la física. La idea es que en la naturaleza conviven fuerzas que automáticamente se equilibran entre sí. Cualquier alteración del equilibrio desencadenará una fuerza opuesta para

reestablecerlo: si inclinas el péndulo hacia un lado, la gravedad lo devuelve a su sitio. Joseph Schumpeter (1883-1950) describió el equilibrio como la «carta magna» de las ciencias económicas exactas. 1 Pero plantea un grave problema. ¿Cómo reconcilian los economistas, aunque sólo sea desde un punto de vista teórico, la idea de un estado en reposo con el indudable dinamismo e inestabilidad de la vida económica? La respuesta reside en el concepto de los shocks. En su estado habitual, la vida económica se compone de una serie de actividades predecibles, basadas en expectativas estables. Pero el carácter uniforme de la vida económica sufre la molestia constante de esos shocks, que pueden ser naturales, tecnológicos o monetarios. En el prólogo de Fausto, el drama poético dieciochesco de Goethe, Dios envía a la humanidad al diablo (Mefistófeles) para despertarla de su somnolencia: Harto fácilmente puede relajarse la actividad del hombre, y éste no tarda en aficionarse al reposo absoluto. Por esta razón le doy gustoso un compañero que debiendo obrar como diablo, le incite y ejerza influencia sobre él. 2 En el desarrollo de la física, Galileo (1564-1642) vislumbró la acción del equilibrio en la línea curva trazada por la Luna mientras circunnavegaba la Tierra. Kepler (1571-1630) fue después capaz de describir con precisión el recorrido que seguía, a partir del cual Newton (1643-1727) explicó la curva por el concepto de gravedad: un campo de fuerza que atrae la materia. Nadie ha visto nunca la gravedad: era una hipótesis para describir la observación de Kepler y de muchos otros científicos desde entonces. Igual que en el pasado se creía que los ángeles mantenían los planetas en su sitio, la gravedad es una mejora científica de la hueste celestial. Y es también una hipótesis probada. Con triviales excepciones, la gravedad se aplica a todos los cuerpos físicos. Los economistas de la corriente predominante quieren que la economía se parezca tanto a la física como sea posible. La mecánica es anterior a nuestra

disciplina, y los primeros economistas estaban maravillados ante la precisión y la certeza de las leyes de la mecánica. Así, el mundo económico debe presentarse de forma que exhiba algo parecido a las leyes de la física. El equilibrio económico está garantizado por las fuerzas opuestas de la oferta y la demanda. El diagrama básico de estas dos fuerzas muestra la cantidad de un producto que se demanda y la que se ofrece a distintos precios. Si el precio de una cosa sube, la cantidad vendida baja; si el precio baja, la cantidad que se vende sube. Si una plaga afecta a la producción de tomates, su precio subirá y los consumidores comprarán menos tomates. Si los agricultores cultivan demasiado tomate, los precios caerán, lo que obligará a algunos a dejar de producirlos, y a otros a plantar una cosecha diferente. De cualquier modo, el mercado del tomate encuentra su nivel de equilibrio; un punto en el que ningún productor dispuesto a aceptar el precio vigente se quedará con parte de las existencias sin vender, y en el que ningún comprador dispuesto a aceptar el precio vigente se encontrará con las estanterías vacías. Paul Samuelson lo sintetiza así: «Tendría que haber un período inicial de ensayo y error, de oscilación alrededor del nivel correcto, antes de que los precios encuentren por fin el equilibrio». Así, los esquemas de la oferta y la demanda competitiva representan la mejor respuesta que los compradores y los vendedores pueden dar a cualquier perturbación del equilibrio preexistente. El economista francés Léon Walras (1834-1910) amplió la noción de equilibrio en un mercado local a la idea de un equilibrio general (EG) en un sistema de mercados. Según su razonamiento, el conjunto de la economía consistía en unos mercados perfectamente competitivos, donde la oferta y la demanda se equilibrarían de forma simultánea en todos ellos, un equilibrio que puede expresarse en una serie de ecuaciones simultáneas. Figura 2. Equilibrio

Nota: el primer diagrama que se encuentran los estudiantes de Economía: P = Precio, Q = Cantidad, S = Curva de la oferta, D = Curva de la demanda, PQ: precio de equilibrio. A: una demanda excesiva obliga a P a subir al nivel de equilibrio; B: una oferta excesiva obliga a P a bajar al nivel de equilibrio.

En el EG walrasiano, cada mercado establece su equilibrio o precio de venta de mercado a través de un proceso que él denominó tatonnement o «tanteo». En el momento de realizar la transacción, todos los precios de la economía se han ajustado perfectamente a la situación de la oferta y la demanda en cada mercado. Es importante señalar que todos los mercados del sistema walrasiano son mercados de subasta, en los que los contratos de compra y venta se cierran de forma simultánea; o sea, tanto los compradores como los vendedores conocen el precio. Si el precio es incierto, no puede demostrarse la existencia de un equilibrio, ni en un único mercado ni en la economía en su conjunto. 3 Una paradoja muy poco comentada del EG walrasiano es que ¡acaba con la necesidad de que haya mercados! Un planificador central, con un amplio conjunto de datos informatizados sobre las preferencias de los consumidores y los costes de producción, podría encontrar y poner en práctica la solución del equilibrio. Esta consecuencia desafortunada del EG ya fue señalada por el economista austríaco Friedrich Hayek (1899-1992), que se protegió frente a esta posibilidad con el célebre argumento —durante el denominado «debate

del cálculo socialista» de los años treinta— de que la información se difundía a través de un sistema de mercados descentralizados; era imposible, incluso para un planificador con infinidad de recursos, concentrar toda la información que generan los procesos de los mercados en las teclas de su ordenador. Las transacciones mercantiles eran las que «descubrían» esa misma información que, según la conjetura de Walras, poseían todos los agentes para poder resolver su sistema de ecuaciones. 4 El argumento de Hayek parece menos convincente en la era del big data y los cálculos a tiempo real. Aunque pueda parecer que demostrar la plausibilidad de un equilibrio general no es nada más que un ejercicio matemático entretenido, a la hora de la verdad resulta bastante probable que la mayoría de los economistas crean que en la vida real sí existe algo parecido al EG. Lo que Backhouse denomina «formalismo walrasiano» son los cimientos de la ortodoxia metodológica. 5

El interés propio como equivalente de la gravedad ¿Y cuál se supone que es el equivalente, en la vida económica, de la fuerza de la gravedad, que mantiene en equilibrio el mundo natural? ¿Cuál es la energía que «empuja a la baja» el precio de un producto con exceso de oferta o «empuja al alza» el precio de un producto con exceso de demanda? Los economistas encontraron la respuesta en el interés propio, en el egoísmo. El equilibrio es el resultado de todo lo que obtienen unos individuos egoístas mientras interactúan intencionadamente en el mercado mediante un proceso de «regatear y trapichear». Puedes encontrar el germen de esta historia en Adam Smith. Se ha perfeccionado, por supuesto, al volver a contarla. El interés propio permanece en el centro. Pero hoy en día el interés propio se equipara con comportarse de una forma que «maximice la utilidad prevista». (Unos cuantos cálculos sofisticados demostrarán que los requisitos del pensamiento racional son idénticos a las condiciones del equilibrio general walrasiano.)

La maximización (obtener el máximo a cambio de lo mínimo) como principio de actuación nos parece tan evidente a día de hoy que nos resulta difícil concebir un mercado donde los compradores no intenten comprar al precio más bajo y los vendedores no traten de vender al precio más alto. Sin embargo, parece que ésta era la realidad en muchos mercados premodernos, donde los precios de los productos y servicios no sólo se fijaban con la expectativa de «ganar con el cambio», sino también en función de las tradiciones y costumbres; los mercados eran unos lugares donde las personas intercambiaban productos que consideraban de un valor equivalente, porque la gente no podía fabricar todo lo que necesitaba. Los individuos que poblaban aquellos mercados reconocían instintivamente que eran consumidores y productores al mismo tiempo, compradores y vendedores, por lo que si gastaban menos, los demás también tendrían menos con lo que comprar lo que ellos producían. De este modo, la idea de unas curvas de la oferta y la demanda que se cruzan era ajena a la mentalidad precapitalista. Aquella mentalidad sólo concebía una curva, que representaba el precio «justo», y cualquier desviación de la misma era una señal de perturbación moral. Aquello también era un principio de equilibrio, o de orden, con unos «precios naturales» que desempeñaban el mismo papel que más adelante se asignaría a los precios que determina el mercado. Pero aquellos precios eran completamente estáticos. Hoy en día, el equilibrio que surge del «regateo y el trapicheo» es una aproximación a lo que ocurre en los mercados de subastas, productos frescos y zocos árabes. Sin embargo, como principio general de fijación de precios, y en concreto en los mercados que son más importantes para el funcionamiento y la estabilidad de la economía moderna —mercados de trabajo, materias primas y financieros, y mercados para la información y la innovación—, es falso, porque las condiciones estáticas necesarias para el equilibrio no están presentes. Estos mercados demuestran un comportamiento gregario e impulsivo que, conjuntamente, empujan los precios al alza o a la baja. Por

esta razón tenemos burbujas y crisis tan prolongadas. La manzana humana puede que tenga la tendencia de caer al suelo, pero esta tendencia es demasiado débil para poder considerarse una ley.

Fricciones Para explicar las perezosas operaciones del balancín, los economistas han aprovechado la idea de fricciones, otro término sacado de la mecánica, que describe la resistencia a un «deslizamiento simultáneo y eficiente» de las piezas que componen un sistema de mercado. El concepto de fricciones desempeña un trabajo admirable porque, al permitir la existencia de desviaciones, protege la teoría central del equilibrio de cualquier ataque. Cuando los estudiantes de física empiezan a calcular los efectos de la gravedad, asumen que los objetos caen en el vacío. Pero las fricciones, como la resistencia del aire, también pueden añadirse a la ecuación. Mientras los objetos tengan formas simples, las fricciones también lo serán, por lo que, de este modo, la ley de la gravedad puede exhibir una predictibilidad elevada. Pero en la vida económica no hay nada parecido a estas condiciones. Idealmente, el equilibrio walrasiano aparece en un mundo sin tiempo: no hay ninguna diferencia si decides que, en tus cálculos, el mediodía o la medianoche van a representar el cero en el tiempo. En cuanto se introduce la variable del tiempo, lo que permite que los procesos se lleven a cabo a distintas velocidades, el economista está obligado a abandonar el EG walrasiano puro y recurrir a explicaciones ad hoc para justificar la incapacidad del mercado para alcanzar dicho estado (analizaremos otros mecanismos de protección en el capítulo 10). El principal impedimento para que los mercados funcionen como si fueran una subasta o una lonja de productos frescos es la incertidumbre sobre el futuro. Los precios de los productos en una casa de subastas o en una tienda de alimentación son precios «al acto»: precios de productos comprados «en el

acto» para su entrega inmediata. Pero el equilibrio walrasiano requiere que los contratos de entrega de bienes y servicios en el futuro tengan unos precios que sólo se pueden suponer. Por lo tanto, una gran parte de la negociación en los mercados actuales se lleva a cabo a unos precios «erróneos» o desequilibrados. Esta desviación implica que no puede demostrarse que el equilibrio sea el resultado de una miríada de transacciones voluntarias en los mercados. Las fricciones en el mundo social son mucho más acusadas que las que se producen en la física, porque están causadas por unos seres humanos cuyo comportamiento intentamos explicar. Así, la existencia de fricciones, como por ejemplo unos «sueldos inflexibles», podrían explicar el desempleo persistente. Para el ferviente globalista, las naciones son también una fricción a la perfecta integración de los mercados. Cuando los humanos demuestran que carecen de las cualidades necesarias para la perfecta eficiencia, muchas veces también se los considera como «fricciones». Para los economistas, los humanos son una decepción interminable. Siempre estropean sus ecuaciones. Las leyes de la economía, como hemos visto, vienen con una advertencia de las autoridades sanitarias conocida como ceteris paribus: la ley sigue vigente si el resto de las cosas no cambia. En las ciencias naturales, la limitación ceteris paribus no representa una carga: es la razonable suposición de que otras cosas no cambian. Pero en la economía esto no es cierto. Mientras sólo se producen «pequeñas decisiones recurrentes», los economistas pueden calcular las funciones de la oferta y la demanda con una razonable precisión. 6 Pero cuando las decisiones son únicas y no recurrentes, los modelos estándar de elección racional, equilibrio y demás dejan de funcionar. Por lo tanto, el ámbito de actuación de cualquier ley económica es más reducido que el de cualquier ley de las ciencias naturales. El principal objetivo de este libro es enseñar hasta qué punto es más reducido.

Preguntas sobre el equilibrio En este punto de la conversación, el estudiante debería plantearse unas cuantas preguntas destinadas al economista (o al profesor de Economía). Primero, ¿consideran los economistas el equilibro como una cualidad necesaria de un sistema de mercado, como un punto de referencia, como un requisito lógico para la predicción cuantitativa, o bien como una idea matemática, que es bonito tener, pero de poca relevancia práctica? La mayoría de los economistas de la corriente predominante lo verían como una mezcla entre lo normativo y lo positivo. Creen en la tendencia espontánea de los mercados al equilibrio. Pero también creen que existen unos impedimentos «artificiales» a este mecanismo autorregulado —como los salarios controlados por los convenios colectivos, prestaciones sociales demasiado generosas y políticas públicas erráticas—, que deberían reducirse al mínimo. No obstante, también parece claro que algunos economistas se han rendido a la belleza lógica y estética del concepto de equilibrio. Lo admiran por su propia naturaleza. Aquí tenemos una segunda pregunta. Si un impulso —un shock— pone en movimiento el péndulo, ¿durante cuánto tiempo se balancea hasta detenerse? En otras palabras, ¿cuánto se supone que deben durar los períodos de desequilibrio? El equilibrio se reestablece «a largo plazo». ¿Y cuánto tiempo es a largo plazo? ¡Sólo el tiempo necesario para que se reestablezca el equilibrio! En los mercados financieros, se supone que es casi instantáneo. Como diría un trader, «el largo plazo es lo que vamos a pedir para comer». Comparemos esta frase con el recordatorio de Keynes: «A largo plazo, estamos todos muertos». En tercer lugar, el concepto de «movimientos del péndulo» ¿tiene algún poder para explicar el movimiento real de los precios y su resultado a medida que va pasando el tiempo? En otras palabras, ¿es la condición «normal» de la economía el equilibrio o el desequilibrio? Joan Robinson (1903-1983) resaltó

la contradicción entre el equilibrio y la historia: entre los vaivenes de una economía alrededor de los puntos de equilibrio y el movimiento hacia delante que impone el paso del tiempo. El tiempo, planteaba Robinson, es irreversible: la innovación se construye sobre otras innovaciones. Sin lugar a dudas, parece difícil reconciliar el modelo de equilibrio neoclásico, que asume que los beneficios «normales» aumentarán —y del que las economías sólo se desvían ocasionalmente—, con la perspectiva clásica sobre el crecimiento, por la cual la economía acumula capital y tecnología de manera continuada.

Entonces, a día de hoy, ¿en qué estado se encuentra la teoría del equilibrio? Duncan Foley cree en el «inmenso valor científico» de los conceptos de equilibrio. 7 Yo diría más bien que ejerce una influencia siniestra sobre los economistas, puesto que los ha convencido de que el sistema de mercado se corrige de forma automática y que, por lo tanto, no necesita de la intervención de la política. Formalmente, el equilibrio representa una situación donde los recursos se encuentran tan bien distribuidos que los precios de venta en el mercado prevalecen en todas partes, y nadie tiene ningún incentivo para cambiar su posición. Eso sería un equilibrio «óptimo», en el sentido de que la economía está en su frontera de posibilidades productivas (FPP) y todos se sienten satisfechos «con lo que reciben». Sin embargo, dentro de este sistema, los economistas juegan con varios conceptos diferentes de equilibrio, en función de lo que quieran explicar. El equilibrio estático es de tipo walrasiano y relaciona la oferta, la demanda y el precio en un momento temporal preciso. El equilibrio dinámico considera los valores pasados y las previsiones futuras de las distintas variables para explicar el proceso de ajuste. El estado estático es una especie de equilibrio en el que la economía se limita a reproducirse a sí misma. Esta situación se traduce en la idea del «crecimiento equilibrado»,

cuando la población y el capital aumentan prácticamente al mismo ritmo y las prioridades no cambian. 8 El «equilibrio parcial» sigue el ajuste de la oferta a la demanda en un mercado concreto, aislado del resto de la economía. Joseph Schumpeter explicaba las diferencias entre el modelo estático y el dinámico. El estático hace referencia a una economía con unas condiciones externas predeterminadas, conocidas, como los gustos y la tecnología. Una situación que no se asemeja en absoluto a las economías de mercado modernas. En el análisis dinámico, no sólo cambian las condiciones externas, es que además ese cambio resulta fundamental para la economía capitalista. Los emprendedores ponen a prueba unas innovaciones que, a través de un proceso de destrucción creativa, sustituyen a los métodos ya probados: «incrementar la destrucción de relaciones inmemoriales en aras del beneficio». 9 Schumpeter, como Marx, comprendió que el progreso tecnológico es endógeno: está impulsado por la lógica del capitalismo competitivo, que busca el máximo beneficio. Las teorías cíclicas son una versión a largo plazo de la teoría del equilibrio. La economía capitalista experimenta oleadas de innovación, y cada una de ellas se acaba extinguiendo como la marea que se bate en retirada. En este sentido, Karl Marx era un teórico del equilibrio, al hablar de un porcentaje de beneficios que fluctúa con el tamaño del «ejército de desempleados en la reserva». 10 Keynes cuestionó la idea de que una economía siempre se encuentra en un equilibrio óptimo de tipo walrasiano, o incluso de que tiende hacia el mismo. Su equilibrio no tenía que ser perfecto, pero al fin y al cabo no dejaba de ser un equilibrio. Keynes señaló que la economía no se corrige a sí misma mediante ajustes de precio relativos, como defiende la teoría del equilibrio predominante. Más bien hay movimientos unidireccionales en la producción y la ocupación que abarcan toda la economía, por lo que son «las cantidades, y no los precios» las que se ajustan. Esto lleva a las economías a unos equilibrios inferiores, donde se gastan todos los ingresos obtenidos, aunque

algunos factores productivos se quedan sin ningún ingreso en absoluto. La incertidumbre es fundamental para generar estos equilibrios, ya que la caída de las perspectivas de inversión produce una fuga hacia la liquidez y no tanto un descenso de los tipos de interés. El debate sobre si el equilibrio keynesiano no es nada más que un fenómeno a corto plazo sigue vigente. Los economistas de tradición keynesiana, como Nicholas Kaldor (19081986), Gunnar Myrdal (1899-1987), George Shackle (1903-1992), Giovanni Dosi (1953), así como muchos de la Escuela austríaca, como Ludwig Lachmann (1906-1990), han intentado romper la camisa de fuerza del equilibrio. La innovación es un campo fértil para el análisis dinámico. Nadie puede saber con antelación cuáles serán los efectos de la innovación porque ésta aún no se ha producido. Los nuevos conocimientos se construyen sobre los antiguos, por lo que se produce una acumulación de feedbacks positivos que alejan aún más a la economía del equilibrio. La innovación incorpora el análisis de la «ventaja del pionero» a las explicaciones del crecimiento económico. Para resumir: sin hacer conjeturas poco realistas sobre el comportamiento humano, y sin asumir la presencia de unas condiciones estáticas, la existencia de un equilibrio entre la oferta y la demanda, ya sea en un solo mercado o en el sistema en su conjunto, no puede demostrarse. No hay nada en el «mercado» que se parezca a la ley de la gravedad. No hay fuerza coercitiva tras la autoridad del policía. En un famoso ejercicio, los premios Nobel Kenneth Arrow (1921-2017) y Gerard Debreu (1921-2004) especificaron con un gran rigor matemático las condiciones en las que una economía de mercado podría lograr una perfecta asignación de recursos. Estas condiciones incluían una información perfecta, la ausencia de fricciones, la inexistencia de bienes públicos, preferencias constantes, así como unos mercados completamente competitivos que incluyen todos los contratos preliminares y futuros. 11 Su trabajo fue una formidable hazaña intelectual. Hay algunas

circunstancias en las que el EG es auténtico. Pero esas circunstancias son demasiado estrictas y concretas como para que sean de aplicación general. Las advertencias sanitarias de ambos economistas frente a la utilidad práctica del EG han sido tan silenciadas que hubiera sido mejor decir directamente que el EG es una fantasía mental, a pesar del gran placer derivado del desafío que representaba para sus competencias lógicas y matemáticas. ¿Cómo explicar entonces la permanente supervivencia de los modelos basados en el equilibrio? La razón más importante, como ya hemos insinuado, es la envidia de la física. Pero sólo se puede alcanzar la certeza propia de la física si asumimos unas conjeturas muy aventuradas sobre el comportamiento humano. También hay un fuerte motivo ideológico. Si los mercados se equilibran solos, de manera natural, no necesitan que ningún gobierno los ponga en su sitio. Los gobiernos, en cambio, aparecen en este relato como una fricción más que impide el óptimo funcionamiento de los mercados. (A no ser que asumamos la existencia de un gobierno omnisciente, una posibilidad a la que la mayoría de los economistas se han resistido por motivos comprensibles.) Así, el concepto de equilibrio refuerza el impulso antiestatal de las ciencias económicas. Pero hay algo más profundo, y que no es exclusivo de los economistas. Es la convicción de que, bajo el desorden de las apariencias, existe un orden subyacente que la lógica y las matemáticas pueden descifrar: una convicción que se remonta a los tiempos de Platón (ca. 428-348 a. C.) y, en la filosofía moderna, a René Descartes (1596-1650). El equilibrio es, por lo tanto, una creación mental para expresar una característica de la vida social cuya explicación no resulta evidente a primera vista, a saber, su aparente orden espontáneo. Es cierto que los mercados no exhiben un desorden violento. Incluso sus oscilaciones revelan ciertos patrones y regularidades. ¿De dónde provienen esos (débiles) principios de orden? Para Adam Smith, el mundo era un

cosmos ordenado por la Providencia divina. Ya no creemos que el orden venga de Dios, así que invocamos a la razón. Entonces descubrimos que con la racionalidad individual no tenemos suficiente para garantizar el equilibrio ante la incertidumbre. Sin embargo, debe existir una explicación alternativa al orden de los mercados, que no debe encontrarse en el comportamiento racional de unos agentes «que buscan obtener el máximo beneficio», sino en unas convenciones sociales que se retroalimentan o en una acción política coordinada. Las fuerzas gravitacionales, por decirlo de algún modo, son externas, y no internas, al mercado. Al reflexionar sobre los equilibrios y los desequilibrios, cualquiera podría acabar pensando que si existe un equilibrio en la vida económica, éste debe formar parte de otro mucho más genérico en la vida social, que ha evolucionado para evitar que la propia sociedad explote. Se expresa en esa tendencia a que un exceso en una dirección produzca una reacción en la opuesta. Es, en este sentido, pero sólo en éste, en el que la tendencia al equilibrio podría considerarse como algo natural. Pero esta tendencia es demasiado compleja como para mostrar la precisión requerida para predecir sucesos concretos.

Capítulo 5 Modelos y leyes Cuando se enfrenta a fenómenos incomprensibles, la mente humana genera hipótesis, las más plausibles, convenientes o apropiadas, con las cuales se compone una teoría, tras la cual puede restablecerse la calma [...] ese caos de apariencias discordantes y disonantes se pone en orden, este tumulto de la imaginación se apacigua. ADAM SMITH, Ensayo sobre Astronomía 1

Según Paul Samuelson, las económicas son «la reina de las ciencias sociales» gracias a su capacidad para efectuar predicciones cuantitativas: 2 sus teorías son mecanismos para generar predicciones, por lo que pueden convertirse en la base de unas políticas de éxito. Para las ciencias económicas, el gran reto siempre ha sido «modelar» la vida económica de modo que pueda generar predicciones fiables. La técnica estándar consiste en aislar un único motivo para la acción y deducir sus consecuencias, mientras se excluye la influencia de otras posibles causas. No difiere en nada de las técnicas de otras ciencias sociales: por ejemplo, las ciencias políticas consideran que el amor por el poder es primordial. Lo que convierte a la economía en «la reina» es que su materia de estudio son los «motivos mensurables», en palabras de Marshall, es decir, unos motivos que pueden valorarse y organizarse a partir de una misma escala dineraria. Ninguna otra ciencia social ha conseguido que unas cantidades de cosas tan dispares establezcan unas relaciones tan exactas entre

ellas. En palabras de Lionel Robbins: «Las generalizaciones científicas, si pretenden alcanzar el estatus de las leyes, deben ser capaces de manifestarse con exactitud». 3 Además, las predicciones expresadas en términos de cantidades de dinero pueden ponerse a prueba de la forma adecuada. En consecuencia, son muchos los que dicen que las generalizaciones económicas son susceptibles de mejora aplicando un método que el resto de las ciencias sociales no pueden igualar. Es posible demostrar las falsedades en las generalizaciones económicas; mientras que las generalizaciones que hacen otras ciencias sociales no dejan de ser cuestiones de criterio y opinión. ¿Cómo tratan de establecer los economistas sus presuntas leyes? En las ciencias económicas hay dos grandes teorías del conocimiento (como en todas las ciencias, naturales y sociales): la inductiva y la deductiva. La teoría empírica considera que la economía depende de la inducción, los ensayos y la refutación. La teoría lógica concibe la economía como un sistema de deducciones a partir de axiomas, premisas que «se sabe que son ciertas». Si partimos de la base de que los axiomas son correctos, los resultados también lo serán. La práctica habitual en las ciencias económicas actuales es un consenso entre estas dos visiones. El razonamiento lógico forma parte de su verdadera esencia. Pero sus premisas tampoco caen del cielo, y por eso trata de examinar la validez de sus conclusiones en comparación con los resultados del mundo real. Hay una tercera interpretación, a la que se adhieren pocos economistas, que trata la disciplina como una rama de la retórica, y que no está dedicada a descubrir la verdad, sino al arte de convencer a la gente de la veracidad de sus afirmaciones y, a través de la persuasión, lograr que se comporte de la manera deseada.

Modelado La respuesta a la pregunta acerca del método que utilizan los economistas para establecer sus leyes es el «modelado». Modelar es el acto de crear una

estructura teórica simplificada para representar los acontecimientos del mundo real. En las ciencias económicas, esta estructura es abrumadoramente matemática, con tres partes: variables de entrada, un proceso lógico que las relaciona y una variable de salida. Los economistas defienden que diseñar un modelo es como trazar un mapa: el objetivo consiste en excluir los materiales redundantes, mientras dejas en su sitio la información crucial. Un modelo que sea tan complicado como el mundo real no tiene ninguna utilidad, como un mapa a escala 1:1. La realidad económica —sea la que sea— es demasiado complicada para hacerle preguntas, así que debe ser simplificada hasta el punto de la caricatura. Los críticos argumentan que no es más que un ardid retórico. El mundo abierto se «modela» como si estuviera cerrado no para simplificar la realidad, sino por conveniencia matemática. El problema reside en qué incluir en el mapa y qué dejar fuera. Lo que cada uno incluye en el mapa depende de lo que quiere hacer. Si es llegar de un punto a otro lo más rápido posible, el mapa destacará la línea costera, las carreteras, las conexiones ferroviarias y los aeropuertos. Un itinerario más lúdico requerirá un mapa con rutas panorámicas. Si el modelador quiere cartografiar un terreno social, quizá llene el mapa de individuos, y deje fuera a las empresas y las clases, o quizá también las incluya. Todo esto, por supuesto, deja un margen considerable al modelador, como a cualquier otro dibujante de mapas, para decidir qué características de la «realidad» quiere destacar. Y también hay mucho margen para la ideología. La economía neoclásica aseguraba que había descubierto al individuo sepultado bajo el envoltorio institucional de la teorización marxista. Los modelos empiezan con unas hipótesis que después hay que poner a prueba con experimentos, o con otros medios si la verificación empírica resulta imposible. Esta premisa es válida tanto para las ciencias naturales como para las sociales. La física tiene su propio laboratorio en la naturaleza, siempre lista y preparada para repetir todos los acontecimientos con cierta

regularidad. El mundo social carece de este tipo de rasgos estáticos. El modelo económico estandarizado es, por regla general, una representación teórica de un sistema cerrado. Pero modelar un sistema abierto como si fuera cerrado «introduce una grieta dañina entre la ontología y la epistemología — o sea, entre el aspecto real del mundo y la forma en que se representa en los modelos económicos—. Cuando se abre, esa grieta ya no puede repararse». 4 Los economistas usan muchas técnicas para «cerrar» los sistemas abiertos; las más importantes se describen a continuación. La primera es recurrir al ceteris paribus: resolver las consecuencias de un cambio concreto «congelando» el resto de las variables incluidas en el modelo. El Ensayo sobre los beneficios (1815), de David Ricardo, es uno de los primeros ejemplos de su utilización: «Supondremos que no se producen mejoras en la agricultura, y que el capital y la población aumentan en la proporción adecuada [...] para que podamos saber qué efectos particulares deben atribuirse [...] a la extensión de la agricultura a tierras más remotas y menos fértiles». Esta técnica te ofrece un único punto de origen que conduce a un único destino. Una segunda estratagema sería eliminar por completo cualquier posible perturbación del modelo y atribuirle la categoría de shocks: sucesos aleatorios «exógenos» al modelo. Uno de los favoritos es el shock tecnológico. Su presencia conserva el poder predictivo del modelo, mientras permite que un cambio en la variable de entrada no produzca la consecuencia anticipada en la salida: en lenguaje matemático, «no linealidad». Una tercera estratagema, de la que ya hemos hablado, sería el concepto de «fricciones». Permite cualquier demora en el ajuste de las distintas partes del modelo ante un cambio en la variable de entrada. Está estrechamente relacionada con la idea de «transiciones» y la distinción entre corto y largo plazo. Así, es posible que la aparición de nueva maquinaria convierta a los trabajadores en innecesarios a corto plazo. Pero, en cambio, también pone en marcha unas fuerzas que conservarán los empleos a largo plazo. Si tenemos en cuenta que los economistas quieren obtener un alto nivel de predictibilidad

en sus modelos, se trataría de estratagemas perfectamente legítimas. Pero, en muchos casos, la predictibilidad se consigue a costa del realismo: los modelos se vuelven, en realidad, inmunes a las críticas. Con el creciente uso del modelado matemático formal, las zonas de exclusión son aún más grandes. El tema a debate en la investigación viene definido por los requisitos para controlar el modelo. Existen tres grandes opiniones sobre la forma de construir los modelos económicos. La primera dice que debes empezar con unas conjeturas «realistas» o tus modelos serán pura fantasía. La segunda es consecuencia de la defensa que hace Milton Friedman (1912-2006) en su influyente artículo La metodología de la economía positiva de que lo importante no es si las conjeturas previas de un modelo son realistas, sino si ofrece buenas predicciones. Cualquier premisa es válida. Si al final acaba dando en el clavo, entonces siempre es posible ponerla a prueba para averiguar si ha sido una coincidencia o una ley causal. La tercera destaca la deducción de conclusiones a partir de axiomas evidentes (la teoría de la población de Malthus, descrita en el capítulo 3, es un ejemplo). Surgen las siguientes cuestiones. ¿Hay que pensar en los modelos como descriptivos o como prescriptivos? ¿Los modelos quieren reflejar el comportamiento de la gente o hacer que se comporte como el modelador cree que debería hacerlo? La finalidad normativa o prescriptiva del modelo casi nunca se admite, porque se supone que las ciencias económicas deben ser «científicas» y «libres de juicios de valor». El economista Jevons expresó con suma sencillez su visión personal sobre la labor de las ciencias económicas: «El investigador empieza con los hechos y termina con ellos». Según esta concepción, la construcción del modelo pasa por tres etapas: la hipótesis inductiva, la deducción de una conclusión y la puesta a prueba de la conclusión ante la realidad. 5 El proceso puede ilustrarse de la siguiente forma. Una primera observación sugiere una «conjetura» o «hipótesis» sobre el porqué de las

cosas. Entonces, desarrollas una teoría que obliga a establecer una relación causal entre tu conjetura y otros factores llamados «variables». La etapa deductiva comporta el cálculo de las consecuencias lógicas de tu hipótesis. Y entonces pones a prueba la conclusión ante la realidad. Jevons se dio cuenta de que un argumento deductivo no hace nada más que vincular un conjunto de premisas con una serie de conclusiones. Si las hipótesis son poco realistas, las conclusiones (las predicciones del modelo) no aguantarán en el mundo real. Así, en su opinión, las conjeturas deben ser realistas. Figura 3. El método del modelado

En la macroeconomía moderna, la curva de Phillips es uno de los modelos estandarizados. El estadístico A. W. Phillips (1914-1975) detectó en 1958 una relación empírica («correlación»), que abarcaba de 1861 a 1957, entre la inflación y el desempleo. 6 Aquella relación sugería que los gobiernos podían «compensar» un poco más de inflación con un poco menos de desempleo, y viceversa.

El problema de la primera curva de Phillips fue que, a finales de los años sesenta, la supuesta compensación entre inflación y desempleo desapareció. Para explicar este «cambio en los hechos» se propuso una hipótesis: los agentes racionales «aprendían de la experiencia». Es decir, se dan cuenta de que la tasa de inflación actual es la tasa que cabría esperar, y ajustan sus negociaciones salariales de manera acorde. Este cambio dio como resultado una curva de Phillips de «expectativas aumentadas», que predice que, con el paso tiempo, los esfuerzos de los gobiernos por reducir el desempleo permitiendo un ligero aumento de la inflación sólo conducen a acelerar su crecimiento. Nótese que, en este modelo, no se investigan los cambios en los hechos institucionales (entre otros, la organización de los sindicatos o los niveles históricos de desempleo) que podrían explicar la descomposición de la primera curva de Phillips: el postulado único de un «comportamiento que maximiza la utilidad» hace todo el trabajo necesario. Un análisis exhaustivo de esta forma de proceder señala algunas de las dificultades inherentes a la construcción de modelos: 1. ¿Cuál es la situación de los «hechos a partir de la experiencia»? ¿Se basan en una observación casual, en las regularidades analizadas, interpretaciones de hechos o en datos conocidos a priori? En otras palabras, ¿ya están «contaminados» por conceptualizaciones previas, como, por ejemplo, que el comportamiento humano es un cálculo racional? 2. ¿Qué se esconde detrás de la inclusión de algunas variables causales y de la exclusión de otras? En otras palabras, ¿qué guía las opiniones relevantes del modelador? 3. ¿En qué consiste la verificación? Raras veces los resultados son blanco y negro, así que ¿qué cantidad de gris estamos dispuestos a aceptar? ¿Hasta qué punto podemos seguir acumulando «influencias perturbadoras» antes de que la teoría sea más la excepción que la norma

y deba abandonarse? ¿Qué pasa si los resultados y los hechos parecen coincidir, pero sólo lo hacen por casualidad?

La realidad del asunto En la práctica, los economistas casi nunca empiezan con los hechos reales; hay demasiados. Ni tampoco suelen comenzar con una «observación vigilante»: unas cifras organizadas como series estadísticas, a partir de las cuales intentan descifrar patrones y anomalías interesantes. Empiezan con una hipótesis y después tratan de demostrarla. La hipótesis no «cae del cielo». Ni tampoco se basa en una observación sistemática, aunque los economistas suelen apelar a los «incuestionables hechos de la experiencia». Más bien se basa en una apelación al «conocimiento directo» o «conocimiento intuitivo» de la forma de pensar de los seres humanos. Ronald Coase (1910-2013) recuerda que el economista inglés Ely Devons (19131967) le decía: «Si los economistas quisieran estudiar los caballos, no irían al campo a observar a los caballos. Se sentarían en sus despachos y se dirían a sí mismos: “¿Qué haría yo si fuera un caballo?”, y enseguida descubrirían que estarían maximizando su utilidad». 7 Este chiste ofrece una profunda reflexión sobre el método económico. Los economistas se ven a sí mismos como unas personas que elaboran sus teorías observando el interior de las mentes de sus sujetos para descubrir cómo piensan. «La resolución indirecta de problemas —escribe el premio Nobel Thomas Schelling (1921-2016)— subyace en la mayor parte de la teoría microeconómica.» 8 Así, podría decirse que los modelos de los economistas empiezan con una intuición sobre lo que el caballo tiene en la cabeza. 9 Alegan que, simplemente, se trata de unos «modelos» formalizadores que ya están «presentes». Pero este sistema quizá no sea la mejor manera de entender el comportamiento. Lo más probable es que los economistas pongan en la mente del caballo lo que quieren encontrar. Por lo tanto, la relación entre las hipótesis sobre el comportamiento humano que lanzan los economistas y la

verdadera forma de actuar de las personas se convierte en una cuestión fundamental. ¿Los modelos pretenden ser réplicas o simplificaciones del comportamiento real, o tienen la intención de crear una conducta coherente con las hipótesis de los economistas? Dicho de otro modo, ¿se inventan unas profecías que se acaban cumpliendo por su propia naturaleza? Parece bastante evidente que los modelos económicos quieren ser al mismo tiempo descriptivos y prescriptivos, y que se tambalean entre afirmaciones de que es así como se comportan los humanos en realidad y de que es así como deberían comportarse, para que al final ambas ideas converjan en una misma propuesta predictiva. Paul Krugman (1953) ha descrito así el proceso de elaboración de los modelos: «Elaboras un conjunto de simplificaciones, que son claramente falsas, para reducir el sistema a algo que puedas manejar. Estas simplificaciones vienen dictadas en parte por suposiciones sobre lo que es importante en realidad y en parte por las técnicas de modelado disponibles. Y el resultado final, si el modelo es bueno, aporta un conocimiento más profundo sobre las causas por las que un sistema real muchísimo más vasto se comporta como lo hace». 10 El argumento se reduce a que los economistas necesitan esas falsas simplificaciones para que la maquinaria generalizadora siga en marcha. Pero también podría plantearse que las suposiciones heroicas (falsas) no deberían tener cabida en una disciplina creada para ser útil. Que una persona inicie una argumentación con una premisa básica (axioma) inmune a las objeciones no justifica la información que se desprende de la conclusión, a no ser que alguien acepte (irracionalmente) la premisa como verdadera. 11 Los modelos macroeconómicos han intentado superar esa «falsa simplificación». El economista Nicholas Kaldor escribió: El teórico, en mi opinión, debería sentirse libre para empezar con una visión «estilizada» de los hechos; o sea, concentrarse en tendencias genéricas, ignorar los detalles individuales y proceder según el método «como si», esto es, construir una hipótesis que pueda explicar estos hechos

«estilizados», sin comprometerse necesariamente con la precisión histórica, o la suficiencia, de los hechos o tendencias así resumidos. 12

Una buena hipótesis explica los hechos estilizados. El trabajo de Kaldor supuso un remarcable intento de fundamentar los modelos macroeconómicos en la «observación vigilante» en vez de en «la comprensión íntima» de la naturaleza humana. Sin embargo, un exceso de confianza en esa información estilizada puede provocar que el modelador tome un camino completamente erróneo cuando la realidad cambia. Todos los modelos económicos tienen una lógica muy estricta, que equivaldría a la comprobación matemática de su conclusión. La regla del juego en la actualidad, tal como explica el premio Nobel Robert Lucas (1937), consiste en «obtener conjeturas matemáticas lógicamente coherentes de distintos grados de complejidad». Pero las ciencias económicas no pueden vivir sólo de la lógica. Para ser útil, un argumento lógico tiene que basarse en una creencia verdadera sobre algo. Es posible que la lógica no nos diga nada sobre el mundo real y que se limite a hablar sólo de sí misma. Los estudiantes deberían ser conscientes de las trampas del razonamiento a priori: el argumento «si todos los cisnes son blancos y X es un cisne, por lo tanto X es blanco» es válido desde la lógica, pero no lo es en la vida real, ya que no todos los cisnes son de color blanco. Si el punto de partida fuera «la mayoría de los cisnes son blancos», entonces tendríamos más información sobre su verdadero color, pero no seríamos capaces de hacer una predicción exacta sobre el plumaje del próximo que nos encontremos. 13 El nombre más importante en el ámbito de la filosofía del análisis es el austríaco Karl Popper (1902-1994). Éste creía que el elemento que separaba la ciencia de la «no ciencia» no tenía que ver con si las teorías podían demostrarse o no, sino más bien con la posibilidad de demostrar su falsedad. El argumento de Popper no era que la verificación es menos poderosa que la refutación, sino que la primera es imposible. Las leyes científicas dicen ser

verdaderas de manera universal, pero es imposible que unas mentes finitas verifiquen cualquier clase de afirmación absoluta. Aun así, la refutación sólo es posible en raras ocasiones. Incluso en las ciencias naturales, no puede haber una refutación concluyente de una teoría en el sentido lógico estricto que Popper desea porque es difícil saber qué hipótesis, de entre las varias posibles, estás refutando. 14 Siempre se puede decir que los resultados experimentales no son fiables, o que la discrepancia entre la observación y los hechos desaparecerá con el avance del conocimiento; un poco como las dudas de Cesare Cremoni sobre la posibilidad de que el telescopio de Galileo hubiera sido alterado y falseado. 15 Aunque muchos científicos todavía juran por Popper, los filósofos dedicados a la ciencia han descartado sus puntos de vista desde hace tiempo. El problema, como Lakatos señalaba, es que los científicos no rechazan las teorías en el momento en que encuentran problemas, sino que construyen «hipótesis auxiliares» para explicar la situación que las invalidaría. Popper creía que su principio de verificación es aplicable tanto en las ciencias naturales como en las sociales; de hecho, fue incapaz de hacer una distinción entre ambas. Pero, en las económicas, la refutación se topa con problemas aún peores que en las ciencias naturales, porque la ubicuidad de la condición ceteris paribus («si el resto de las cosas siguen igual») sirve para inmunizar a las teorías económicas de la perturbadora influencia de los acontecimientos inconvenientes. Sólo es posible obtener predicciones sólidas cuando se ignoran los factores que las alteran. La validación de hipótesis en las ciencias económicas se enfrenta al problema general que padecen todas las ciencias sociales. Primero, aunque uno puede llevar a cabo un trabajo experimental a pequeña escala, si bien con ciertas dificultades, es imposible hacerlo con las economías en su conjunto. El segundo son los defectos de la econometría, el sustitutivo de los experimentos.

Los economistas no suelen tener acceso al método experimental, típico de las ciencias naturales aplicadas como la medicina, para poner a prueba sus hipótesis. Vamos a imaginar que has inventado un nuevo fármaco con el que esperas reducir el colesterol. ¿Cómo lo probarías? En una prueba de laboratorio, podrías conseguir el equivalente a una situación de «vacío» si te aseguras de que dos grupos distintos de ratas experimentan las mismas condiciones, con la única excepción de la administración del medicamento en cuestión. Si el resultado en los dos grupos es idéntico, el desenlace equivaldría a una refutación de la hipótesis y a la necesidad de elaborar otra nueva. Una diferencia en los resultados corroboraría la hipótesis de que el fármaco reduce el colesterol. Pero no confirmaría que lo consigue en todas las situaciones, ni siquiera en la mayoría de ellas, porque el propio diseño de la prueba ha igualado dichas condiciones. Así pues, no se ha establecido ninguna «ley» irrefutable, sino quizá un indicio muy útil, que puede perfeccionarse más adelante. La técnica de las pruebas de control aleatorias, prestada de la medicina, propone una forma de esquivar la dificultad de realizar experimentos controlados con ratas. En el experimento de laboratorio, se toman las medidas necesarias para garantizar unas mismas condiciones de inicio. Pero podríamos obtener el mismo resultado si realizamos las pruebas a individuos escogidos aleatoriamente, o sea, a sujetos de los que no tienes motivos para creer que puedan ser distintos en ningún aspecto relevante. El ensayo se lleva entonces a cabo de la misma forma. Divide tus sujetos de estudio en dos grupos, al azar, entonces administra un «tratamiento» a uno solo de los dos y compara los resultados. Este método se utilizó para evaluar el famoso programa Progresa en México, que consistía en ofrecer transferencias de dinero a los hogares para que pudieran enviar a los niños al colegio. La conclusión fue que un mayor nivel educativo tenía como resultado un salario más elevado. Es poco

probable que un ensayo de este tipo pueda satisfacer a un popperiano convencido, pero cumple bastante bien con su cometido. La evaluación aleatoria de las políticas estatales funciona bien en campos como la economía de la sanidad pública, donde en la práctica se puede asumir una misma susceptibilidad a las enfermedades y las intervenciones. Se ha utilizado para desarrollar vacunas efectivas para tratar la neumonía y la meningitis en países en vías de desarrollo. 16 Pero resulta inútil para poner a prueba los efectos de las intervenciones en sistemas «abiertos», donde en la práctica no se puede asumir la constancia de las estructuras subyacentes. Cada país tiene sus propias particularidades geográficas, climáticas, culturales e institucionales, por lo que los controles experimentales serían bastante pobres. Incluso si no fuera así, el tamaño de la muestra sería demasiado pequeño para poder extraer una conclusión sólida de la categoría requerida.

Econometría Sin duda, la técnica de validación más importante en las ciencias económicas es la econometría. El economista Guy Routh la describe como «una parodia del empirismo, con unos datos estadísticos sujetos a torturas econométricas hasta que admiten unos efectos de los que son inocentes». 17 La econometría es un tipo de estadística, pero de una modalidad en la que las pruebas empíricas no conforman los cimientos del argumento, sino que intervienen como un simple chequeo de la conclusión. No se utiliza para exponer los hechos reales del mundo según un método estadístico, sino para poner a prueba la importancia estadística de las relaciones que el modelo plantea como hipótesis. Usamos una regresión para calcular la influencia cualitativa de las variables independientes en las dependientes, según una especificación del modelo que establece el investigador. Por regla general, esto equivale a

asumir una relación lineal (una línea recta) entre las variables independientes y la variable dependiente (o cierta modificación de la misma). La econometría plantea a menudo dos grandes problemas. En primer lugar, es casi imposible aislar la hipótesis que se quiere validar de las muchas otras hipótesis que es necesario asumir para que la prueba pueda llevarse a cabo. Esto incluye, por ejemplo, la posibilidad de que exista una relación circular, donde la variable que consideras puramente dependiente también ejerce su influencia sobre la independiente, o que se omitan del modelo aspectos importantes de la relación. Esta objeción subraya que una correlación (la asociación en el tiempo de dos acontecimientos) no te dice absolutamente nada de la relación causal entre ellos. Entre los ejemplos de «pruebas» econométricas incapaces de escapar de la trampa de la circularidad fue muy celebrada la afirmación de Alberto Alesina (1957) de que recortar el gasto público en épocas de recesión produce una recuperación económica. 18 En segundo lugar, las series temporales no pueden establecer las leyes que los economistas buscan. Si la serie temporal es demasiado corta, no hay suficientes datos. Si es lo bastante larga, las condiciones no son estables. Así, algo que es verdadero en un momento dado puede que no lo sea en otro. Los economistas heterodoxos tienen razón. Todas las leyes denominadas «económicas» dependen del tiempo y el espacio. También puede haber una cantidad insuficiente de observaciones. Los estudios de George J. Borjas, de la Universidad de Harvard, y de otros expertos sugieren que la inmigración reduce los salarios de la mano de obra nacional que compite por los mismos puestos de trabajo. El estudio más famoso de Borjas muestra el impacto negativo de los «Marielitos» —cubanos que emigraron en masa a Miami en 1980— sobre los sueldos de la clase trabajadora estadounidense. Como respuesta, otros señalaron que la muestra escogida presentaba varios problemas: recientemente, la oficina del censo había hecho un esfuerzo por incluir a más hombres de raza negra, que solían tener unos sueldos más bajos, y, además, la muestra era demasiado pequeña

para no verse condicionada por este factor. A su vez, Borjas acusó a sus críticos de mala fe. 19 En vez de aclarar la cuestión, la econometría había conseguido que todo el mundo diera vueltas en círculo. Hay demasiados ejemplos de estudios en que, con el tiempo, la econometría se ha visto desacreditada, ya sea por errores en la hoja de cálculo o por un sesgo cognitivo. Estos problemas señalan los defectos fundamentales de la validación econométrica: las condiciones necesarias para que produzca resultados satisfactorios sólo aparecen en situaciones experimentales controladas. La mayoría de los especialistas en econometría reconocen que estas condiciones nunca se mantienen de manera estricta, pero proceden como si esto no tuviera ninguna importancia. Son incapaces de entender que el simple acto de publicar artículos en revistas especializadas usando estas técnicas concede autoridad a un procedimiento defectuoso. Están diciendo a los estudiantes: si todo el mundo lo hace de este modo, debe ser lo correcto. Las advertencias sanitarias de los economistas son como la letra pequeña de las declaraciones financieras de una empresa que nadie lee.

Modelar la complejidad Después de la crisis de 2007-2008, ha aumentado el interés por descubrir cómo modelar mejor los sistemas «complejos». Este interés emana de la constatación de que los modelos más simples, como la «hipótesis del mercado eficiente», fracasaron por completo tanto a la hora de anticipar la crisis como de explicarla. «La complejidad hace referencia a la densidad de las asociaciones e interacciones estructurales entre las partes de un sistema interdependiente.» 20 En otras palabras, como hay tantas posibles relaciones y bucles de retroalimentación entre las variables, hasta los pequeños cambios tienen el potencial de producir grandes efectos colaterales. Esto no sólo dificulta la comprensión intuitiva del sistema, sino que también excluye las

técnicas de modelado tradicionales que generalmente requieren escasas asociaciones estructurales. Los principales métodos para comprender esta complejidad serían el modelado basado en agentes, el análisis de redes y las dinámicas de sistemas. El modelado basado en agentes quiere evitar las falacias de composición que se producirían al utilizar la hipótesis del «agente representativo», por la que se asume que un único individuo que piense como el resto puede representar al conjunto de la economía. En cambio, simula las acciones e interacciones de una multitud de agentes que pueden tener características diferentes y mostrar un comportamiento flexible. El modelador establece relaciones entre los agentes y define las condiciones de su mundo. Acto seguido, se permite que los agentes ficticios interactúen entre sí, posiblemente bajo un shock o un cambio en las condiciones de algún tipo. Los resultados simulados, producidos en masa, componen los resultados del modelo. Estos resultados pueden servir como indicadores de lo que ocurrirá en el mundo real sin la necesidad de hacer más preguntas. El análisis de redes estudia las redes económicas, que son unas «telarañas» cuyos nodos representan a los agentes económicos (individuos, empresas, consumidores, organizaciones, sectores, países, etc.), mientras que sus vínculos simbolizan las interacciones del mercado. Este enfoque es útil para estudiar el auge de las redes en la cadena de suministro global. Las redes más importantes en la actualidad son las redes informáticas programadas. La dinámica de sistemas, que se deriva de los intentos de Forrester (1971) por modelar el ecosistema mundial, adopta un enfoque similar, pero se centra en los vínculos entre la suma de las variables y no tanto en los agentes. Pueden ser variables económicas, como el PNB o la acumulación de capital, pero también referirse a cantidades físicas, como zonas forestales o reservas de petróleo, lo que ha hecho que esta técnica sea especialmente popular en la economía ecológica. Aunque representan una mejora de los métodos habituales, estas técnicas

asumen la misma ontología atomística para generar sus predicciones. A su vez, deben hacer conjeturas sobre el comportamiento y las relaciones. Estas suposiciones pueden basarse en la observación, la intuición o simplemente caer del cielo, pero siempre deben ser descripciones simplificadas e idealizadas del mundo real. Serán coherentes desde un punto de vista lógico e interno, pero los resultados, en gran medida, siguen lo que dicen las premisas: en realidad no son «nuevos conocimientos» y, en cualquier caso, el «arte» de calibrar el modelo suele ser lo que en realidad genera los resultados. El caos que generan las interacciones entre las condiciones y los agentes puede devolvernos unos resultados enormemente diferentes, incluso a partir de unas mismas condiciones iniciales. Por lo tanto, lo mejor que puede hacer una simulación es comportarse como una buena guía que informa de la variedad de los posibles resultados y arrojar luz sobre las dinámicas del sistema. Podría ser tentador aplicar la expresión «de lo que se come se cría» a los modelos económicos, en el sentido de que un trabajo que parte de un material de mala calidad acabará produciendo unos resultados muy pobres. Sin duda, hay algunos casos en los que la expresión es cierta, pero no siempre se aplica. El propósito del ejercicio de modelado es fundamental: si se busca una predicción precisa de los resultados en el mundo real, es bastante factible que los modelos acaben decepcionando, salvo en situaciones especiales. Si se han creado como herramientas para investigar las consecuencias de ciertas suposiciones, aclarar razonamientos y plantear afirmaciones generales sobre la respuesta de los sucesos a ciertas acciones, entonces resultan útiles.

Modelado platónico Los economistas pueden construir modelos como ideales, tal como en el lenguaje corriente un modelo puede no ser una simplificación (como el modelo de un avión) sino un ideal de bondad o belleza: «formas» perfectas, de las que los objetos del mundo cotidiano son copias imperfectas. Los

modelos platónicos son imágenes de lo que sería la realidad si llegara a un estado ideal. Una posibilidad es verlos como un «punto de referencia» o «estándar». Para el economista, esto significa un estado de perfecta eficiencia: la de una máquina perfecta sin fricciones. Tienen un potente aliado en la tecnología informática, capaz de combinar y procesar masas de datos en «tiempo real». Estas condiciones prometen hacer realidad, en una fecha no demasiado lejana, la visión que tienen los economistas del ser humano: como una calculadora perfecta. Los textos de los economistas neoclásicos y de los tecnólogos utópicos revelan la naturaleza prescriptiva de sus vocaciones. Trabajan como aliados en su ambición de «enderezar el fuste torcido de la humanidad». Así, se supone que las teorías de los economistas deben inspirar una mayor eficiencia. Y hay algunas pruebas de que la prescripción funciona. En un libro maravilloso, I Spend Therefore I Am [Gasto, luego existo] (2014), Philip Roscoe describe varios estudios que demuestran que los alumnos de Economía son mucho más calculadores que los estudiantes de otras carreras, aunque no queda claro si fue su naturaleza calculadora el elemento que los llevó a las ciencias económicas o si fue esta disciplina la que los volvió más calculadores. Los modelos de «expectativas racionales» son ejemplos de este tipo de modelado ideal. Asumen que los agentes económicos son perfectamente racionales, además de perfectos procesadores de la información. Esta conjetura esconde la esperanza de que, con el tiempo, la gente llegará a comportarse tal como dicta el modelo ideal.

Ciencia frente a retórica Deirdre McCloskey es la mejor exponente de la visión que interpreta las ciencias económicas como una retórica. Formada en la corriente predominante en la disciplina, niega que las ciencias económicas puedan demostrar sus argumentos, ya que no hay posibilidad de comprobar su

falsedad. No hay argumentos verdaderos o falsos, sólo los hay convincentes o no convincentes. Las matemáticas son la metáfora más enfática de la economía neoclásica: el investigador en económicas sólo tiene que producir una correlación, y los poco versados en estadística estarán convencidos de que ha descubierto una causa. Sin embargo, McCloskey cree que el carácter retórico de la economía neoclásica es socialmente útil, porque refuerza la defensa de los mercados libres. 21 Decir que las ciencias económicas son pura retórica es negar que existe una realidad más allá del lenguaje de la persuasión. ¿Cómo funciona la retórica? Normalmente empieza con una apelación a alguna idea o prejuicio que ya está en la mente del público, como «todos sabemos que...». La articulación retórica de este «sentido común» la hace conscientemente común. Así empiezan, como ya hemos visto, todas las argumentaciones económicas, donde los «hechos de la experiencia» son las «premisas» de la lógica deductiva. El carácter retórico de este procedimiento permanece oculto gracias a la afirmación de que «todos sabemos» que es cierto. Las ciencias económicas tienen que aseverar la verdad de sus premisas para generar sus preciadas «predicciones cuantitativas». Pero esto tampoco es nada más que un recurso retórico. Los «hechos de la experiencia» no pueden ofrecernos las premisas universales necesarias para demostrar la veracidad de la conclusión. Hay demasiados hechos contrarios. Sin embargo, eso no hace que la conclusión sea absolutamente falsa. Hace que el argumento sea incompleto. La retórica es el arte del argumento incompleto, un recurso «heurístico», o una historia, para orientar la mente en la dirección adecuada. En este sentido, todas las ciencias sociales son retóricas. Esta constatación sólo implica que las condiciones necesarias para que sean universalmente verdaderas no se sostienen o sólo lo hacen bajo circunstancias especiales. En realidad, sólo son parcialmente verdaderas. La afirmación de que las ciencias económicas son pura retórica está fuertemente influenciada por el posmodernismo, el movimiento que ha

dominado los estudios culturales desde los años ochenta del siglo pasado y que sostiene que todos los argumentos de las humanidades son persuasivos, más que demostrativos. En palabras de Jacques Derrida (1930-2004), «no hay un texto exterior»: no hay una realidad exterior al círculo del lenguaje. La crítica literaria posmoderna «deconstruye» el texto cuando desplaza la atención desde la verdad que se enuncia a los medios por los que la gente se convence de esa verdad. Desde esta perspectiva, los modelos económicos son una empresa persuasiva: no pretenden descubrir la verdad, sino intentar persuadir a la gente de la verdad de su propio «texto». Toda la realidad es una «construcción social». Philip Mirowski lleva el argumento aún más lejos, al decir que las ciencias naturales también se construyen desde el lenguaje retórico. Hay una brecha fundamental entre nuestro pensamiento y la realidad que sólo puede salvarse con la metáfora, el símil y la analogía. Las pruebas lógicas son parte de la maquinaria persuasiva. 22 De este enfoque se desprenden tres conclusiones muy valiosas. Primero, deja bien claro que la gente intenta encontrar sentido a situaciones complejas mediante historias o narraciones. Es decir, asumen que gran parte del paisaje social es misterioso o incierto. Estas formas de encontrar un sentido al mundo no deberían, por lo tanto, considerarse irracionales, sino más bien, teniendo en cuenta las circunstancias, como bastante racionales. Segundo, revela que la verosimilitud de la historia siempre depende de nuestra confianza en la persona que la cuenta. Está claro que esta idea es cierta: si sabemos que nuestras propias predicciones no tienen ningún valor, dependemos del testimonio de otros que, supuestamente, están mejor informados. Tercero, aunque las historias no sean los motores predictivos imaginados por Samuelson, arrojan cierta luz sobre los problemas que escapan de los modelos formales. La pregunta, entonces, es si los modelos económicos pueden mejorar significativamente sus relatos o bien si forman parte de la narración.

McCloskey es un caso prácticamente único entre los críticos metodológicos de la corriente predominante, ya que considera que el programa general de esta tendencia mayoritaria ha sido un éxito. Las ciencias económicas pueden ser retórica disfrazada de ciencia, pero sus efectos son positivos. En pocas palabras, cuentan la historia correcta. A diferencia de la mayoría de quienes creen que las ciencias económicas son retóricas, McCloskey cree que el sistema de mercado ha garantizado el progreso y la prosperidad. Así, las pretensiones científicas cobran vida propia; no son errores metodológicos, sino elecciones de una estrategia comunicativa que permiten que las económicas sean consideradas coherentes con el método científico-racional dominante de afrontar el mundo. Sin embargo, decir que las ciencias económicas son pura retórica es retórico en sí, ya que no sirve para distinguir qué hace que ciertos argumentos sean convincentes y otros no. Puede que los economistas se dediquen a contar historias, pero siempre son historias sobre algo. Quizá sean reflejos de historias populares, pero ¿de dónde provienen esos relatos? Las historias que nos contamos entre nosotros quizá no sean verdades absolutas, pero un argumento incompleto no es lo mismo que otro que alguien se acaba de inventar. Un argumento debe tener alguna base en la experiencia y las pruebas. Sin esa base, no sería convincente. La idea fundamental es que las ciencias económicas no son el único «texto» de las ciencias sociales. Hay muchas «verdades» ahí fuera sobre la condición humana, y las ciencias económicas sólo son una de ellas.

Entonces, ¿la economía es una ciencia? La economía no es como las ciencias naturales, en el sentido de que no utiliza, ni puede hacerlo, el método experimental para crear leyes. Una teoría científica no puede pedir a la realidad que se ajuste a sus conjeturas y suposiciones, pero eso es precisamente lo que las ciencias económicas tratan

de hacer. El fracaso de las teorías económicas predominantes no se debe, en conjunto, a las incoherencias internas de sus modelos, sino a la incapacidad de dichos modelos para explicar los hechos observados. Excepto en casos especiales, las ciencias económicas no han ido más allá de lo que Rosenberg denominaba predicciones «genéricas», esto es, cualitativas: predicciones sobre tendencias generales, no sobre acontecimientos concretos. 23 Los modelos macroeconómicos lo han hecho especialmente mal. Los grandes modelos macropredictivos keynesianos se derrumbaron en los años setenta, porque las relaciones entre conceptos que se consideraban estables, como la función del consumo o la relación entre desempleo e inflación, se vinieron abajo. Los modelos que empiezan con grandes «hechos estilizados» han sido víctimas de las rupturas de la tendencia. Por ejemplo, la «ley» de Kaldor sobre la proporción constante de los salarios en la renta nacional dejó de funcionar con la globalización. La «ley» de Verdoorn sobre los crecientes rendimientos a escala de la industria manufacturera se volvió mucho menos relevante cuando este sector dejó de representar una parte importante de la producción en las economías avanzadas. La curva de Kuznets, que predecía una reducción de la desigualdad después de un período de crecimiento, también se ha venido abajo, en parte porque el Estado empezó a mostrarse indiferente ante las cuestiones relativas a la distribución de los ingresos. Estas rupturas de la tendencia —al menos de forma parcial— reflejan los cambios en el comportamiento causados por el descubrimiento de dicha tendencia y por el intento de aprovecharla para fines políticos. Ante la evidencia, resulta tentador abandonar cualquier intento de cartografiar el movimiento de las variables macroeconómicas y concentrarse en mapear los motivos supuestamente invariables (la maximización) de los agentes individuales. Esta elección, en efecto, fue la respuesta de la corriente predominante al fracaso de los modelos predictivos macroeconómicos keynesianos. Los micromodelos, se decía, harán mejores predicciones que los macromodelos. Pero todo dependía de que los economistas entendieran a la

perfección el comportamiento humano. El fracaso de los modelos financieros neoclásicos, no sólo a la hora de predecir la crisis de 2008, sino incluso su mera existencia, sugiere que sus explicaciones de la psicología humana adolecían de serios defectos. Su fracaso no sólo se debió a una mala comprensión de la «realidad» del comportamiento humano, sino que, desde un punto de vista retórico, también demostraron demasiada fe en el poder persuasivo de la teoría económica para lograr que nuestra conducta encajara con las conjeturas del modelo. La inevitable conclusión a la que llegamos es que no existen «leyes económicas» válidas en cualquier lugar y momento temporal. En el mejor de los casos, las teorías pueden conducir a predicciones más o menos fiables sobre determinados períodos de tiempo, siempre que el resto de las cosas no cambien, un escenario real durante períodos muy breves en mercados concretos y en áreas especializadas como la economía de la salud. Las predicciones macroeconómicas son fiables en períodos muy breves, pero no cuando los parámetros están cambiando. Una de las implicaciones más importantes de todo lo anterior es que las matemáticas han acabado teniendo un papel desproporcionado en la economía moderna. El papel de las matemáticas en cualquier ciencia social consiste en formalizar su lógica y concretar las relaciones entre distintas variables. Pero la formalización «al por mayor» de la economía depende por completo de una sola premisa: que las variables de interés puedan expresarse sin ningún problema como cantidades matemáticas. Muchos actos de la conducta, como la amistad o la atracción por el poder, no se prestan a semejante tratamiento. Las relaciones lógicas concisas, por lo tanto, sólo exhiben la pericia de los teóricos con el razonamiento lógico concreto. Como ha señalado Robert Solow (1924), «ya tenemos bastante por hacer sin pretender alcanzar un grado de complejidad y precisión que no podemos ofrecer». Las funciones de la economía analítica son «organizar el conocimiento incompleto, ver conexiones que un ojo inexperto podría pasar

por alto, explicar historias causales y plausibles con la ayuda de unos pocos principios básicos, emitir juicios cuantitativos aproximados sobre las consecuencias de la política económica y otros acontecimientos. Son labores que vale la pena realizar, sean científicas o no». 24 Precisamente porque la economía no es una ciencia, necesita de otras disciplinas de estudio, sobre todo la psicología, la sociología, la política, la ética y la historia, para suplir las carencias de su método para comprender la realidad. No deberíamos tener miedo de decir al economista: «Hay más cosas en el cielo y en la tierra, Horacio, de las que sueña tu filosofía». La tarea no es otra que reclamar las ciencias económicas para las humanidades.

Capítulo 6 Psicología económica Las personas racionales son las que sistemática e intencionadamente hacen todo lo que pueden para alcanzar sus objetivos. GREGORY MANKIW, Principios de economía 1

Homo economicus 2 Para muchas personas que se adentran en las ciencias económicas por primera vez, la crudeza de su psicología resulta desconcertante. El profesor apenas puede acabar de pronunciar la frase «vamos a empezar asumiendo que todo el mundo es racional» antes de que alguien señale que esa afirmación es, de una manera bastante evidente, falsa. Los alumnos tampoco asumen de buena gana que el egoísmo —el interés propio— es su única motivación, incluso si se les dice que ese egoísmo es progresista. En este capítulo analizaremos la interpretación económica de la actuación humana, demostraremos lo alejada que está de la verdad y consideraremos por qué a los economistas les cuesta tanto quitársela de encima. La psicología, el estudio de la mente humana, se utiliza en las ciencias económicas para construir las razones por las que los actores participantes en el mercado se comportan de ese modo. ¿Por qué resulta necesario construir estas razones, cuando podría ser factible descubrir los motivos para la acción

a partir de sondeos y encuestas? La principal causa es que esas razones suelen ser demasiado complejas. Resulta inevitable que las personas se contradigan entre ellas, e incluso a sí mismas. La solución estándar a este dilema ha sido rehuir por completo las pruebas y los testimonios; al contrario, siempre se empieza con suposiciones sobre el comportamiento basadas en los «hechos de la experiencia», después se deducen las conclusiones lógicas de estas conjeturas y al final se presentan los resultados como si fueran indiscutibles. Un constructo psicológico como la maximización de la utilidad «permite al analista hacer predicciones en situaciones nuevas». Otras ciencias sociales, atrapadas por la naturaleza no numérica de su materia de estudio, no pueden hacerlo. 3 El fruto de este procedimiento ha sido el Homo economicus, el robot o la calculadora humanos. El robot humano «tiene las capacidades cognitivas de un superhéroe»: su «habilidad para procesar información ilimitada y un autoconocimiento inquebrantable en decisiones precisas e instantáneas es infalible». 4 Las relaciones con otros robots humanos son puramente instrumentales; el Homo economicus interactúa con otros, pero no está sujeto a vínculos sociales. Su carácter axiomático está diseñado para garantizar la independencia de las ciencias económicas de la historia o la cultura. Si todo esto parece una caracterización exagerada, sólo hay que fijarse en las declaraciones literales de los propios economistas. El premio Nobel Robert Lucas dijo: «Mi objetivo es construir un mundo mecánico, artificial, poblado por [...] robots que interactúan entre sí [...] que es capaz de exhibir un comportamiento cuyas características en bruto se asemejan a las del mundo real». 5 La trampa se encuentra en esa intención de atrapar «las características en bruto» del mundo real. Una vez más nos debemos preguntar: ¿es esto una afirmación sobre la forma real de comportarse de los seres humanos?, ¿es una prescripción de cómo deberían comportarse o es una declaración del tipo «si se comportan de esta forma, puedo conseguir que mi modelo funcione»? En The Economist as

Preacher [El economista como predicador], el también premio Nobel George Stigler (1911-1991) planteaba una visión del Homo economicus claramente normativa: «La eficiencia, en el sentido de una mayor consecución de objetivos no controvertidos, ha sido la principal receta de la economía normativa», porque «establece un estándar perfecto para definir un rendimiento imperfecto». 6 Siempre hay que recordar que, para los economistas, como para otros científicos sociales, la humanidad siempre ha sido una «obra inacabada». Consideran que su labor no consiste en describirla, sino en mejorarla, y lo hacen como ingenieros del alma, no como estudiosos imparciales de su comportamiento, mientras su tarea consiste en liberar a la racionalidad de las cadenas de la superstición. El Homo economicus, la calculadora racional, emergería de las cavernas de la historia. Así, habría que ver gran parte de las ciencias económicas como la construcción de esa misma naturaleza humana que la disciplina pretende describir. No obstante, como las historias que los economistas cuentan sobre los humanos también forman parte de los relatos que la gente se cuenta a sí misma, al final las personas empiezan a comportarse como los economistas creen que deberían comportarse, al menos hasta cierto punto. Y a eso se le llama progreso.

El comportamiento del Homo economicus ¿Cómo se supone que debe comportarse el Homo economicus? El premio Nobel Thomas Sargent (1943) define a la persona como un «problema de optimización limitado, atemporal y estocástico». 7 La limitación es de recursos, la optimización tiene lugar con el paso del tiempo y está sujeta a shocks aleatorios. Todo esto conduce a la tesis central de la escuela de las expectativas racionales: los modelos de los economistas son la formalización de los modelos que ya están «en la mente» de las personas. Todo el mundo tiene un incentivo para predecir el futuro. Las creencias sobre el futuro (que

incluyen lo que se espera que otros hagan más adelante) condicionan lo que la gente hace en la actualidad. Todos los agentes se comportan con esta visión de futuro. Por lo tanto, sólo hay que concretar toda la información que el agente posee, y el «problema» de la predicción está «resuelto». La clave para entender el alcance de la revolución de las «expectativas racionales» es que los economistas de la corriente predominante creen que así han resuelto el problema de la incertidumbre. Las expectativas sobre el futuro no son más que distribuciones de probabilidades en una secuencia de acontecimientos. La incertidumbre se reduce a la probabilidad y, por lo tanto, puede etiquetarse como un caso especial de certidumbre. Economistas como los premios Nobel George Akerlof (1940) y Joseph Stiglitz (1943) han señalado la existencia de «información asimétrica»: situaciones en las que, durante una transacción, una parte tiene más información que la otra, un problema muy extendido en los mercados de seguros y coches de segunda mano. 8 Pero, excepto en los casos en que esa desigualdad informativa se considera como algo inherente, el big data generado por ordenador podrá superar el problema. Siempre que estos datos sean de libre acceso, todas las personas tendrán una capacidad predictiva casi perfecta sobre cualquier decisión que deban tomar. Estarán en una autopista de la información conectada directamente con Dios.

El Homo economicus en acción El economista Gary Becker tuvo una revelación y descubrió la base racional de la actividad criminal de la siguiente forma. Un día iba justo de tiempo. Tenía que sopesar los costes y las ventajas de aparcar de forma legal en un lugar poco conveniente, en comparación con la posibilidad de dejar el coche en una plaza mucho más práctica, pero donde estaba prohibido. Después de calcular grosso modo la probabilidad de que lo pillaran y la cantidad de la posible multa, Becker escogió racionalmente cometer una ilegalidad. Becker

supuso que otros criminales también tomaban esta clase de decisiones racionales. «Sin embargo, esta premisa iba en contra de la idea convencional de que el crimen es el resultado de la enfermedad mental y la opresión social.» 9 Esta percepción de la mente criminal no tuvo que esperar a los problemas de aparcamiento de Becker. Tiene sus raíces en Jeremy Bentham y los «utilitarios», y la idea consiste en que, si aumentas el coste del delito y mejoras la vigilancia policial, habrá menos crímenes. 10 Sin embargo, esta visión sobre «lo que piensa el caballo» no puede demostrarse con la estadística en la mano. Si intentamos ponerla a prueba, quizá podríamos descubrir que la tasa de criminalidad varía en función de la cantidad de varones jóvenes entre la población. Lo que estaban pensando no tiene importancia. Aquí tienes tres ejemplos más del Homo economicus en acción. El primero está sacado también de Becker, de «Una teoría del matrimonio» (1974). Becker explicaba que la gente se casa por las mismas razones por las que los países comercian: ventaja comparativa. La elección de la pareja tiene lugar en un mercado competitivo, y el matrimonio sólo se produce cuando ambas partes esperan obtener una ganancia. Es una teoría muy sofisticada, que construye un modelo sobre la naturaleza complementaria del trabajo masculino y el femenino, pero que termina abordando el matrimonio como poco más que un mecanismo de reducción de costes. Asume que ambos cónyuges conocen todas las ventajas previstas de la unión en un futuro indeterminado. Esto equivale a afirmar que el mercado del matrimonio siempre está en equilibrio y, por lo tanto, sucumbe a la misma crítica de la teoría del equilibrio ya expuesta en el capítulo 4. Actuar según los preceptos del Homo economicus significa renunciar al amor a cambio de unas riquezas que nadie tiene la seguridad de obtener. Un segundo ejemplo proviene del trabajo de Jon Steinsson y Emi Nakamura. Pagar a alguien para que te doble los calcetines, dicen, es una

forma de maximizar tus propias ganancias y las de la persona que realiza la tarea. Incluso cuando los dos economistas eran unos universitarios sin blanca, pedían dinero prestado para pagar a alguien que hiciera sus tareas domésticas, tras calcular que «dedicar una hora extra a trabajar en un artículo era mejor para los futuros beneficios que esperaban obtener a lo largo de su vida que dedicar esa misma hora a pasar el aspirador». 11 Por último, los economistas Betsey Stevenson y Justin Wolfers, pioneros de la «economía del amor», realizaron un análisis de coste/beneficio antes de tener un hijo. Como Wolfers expone: El principio de la ventaja comparativa nos dice que los beneficios del comercio son mayores cuando tu socio comercial tiene unas habilidades y un talento distintos a los tuyos. Yo soy un economista laboral empírico educado en Harvard, amante de los libros y poco práctico, mientras que Betsey es una economista laboral empírica educada en Harvard, amante de los libros y poco práctica. Cuando vuestras habilidades son tan parecidas, los beneficios del comercio no son tan grandes. Excepto cuando se trata de criar a nuestro hijo. En ese caso, Betsey tiene un par de, hum, cualidades que implican que ella es mejor con las aportaciones. Y eso significa que a mí me queda lidiar con los resultados.

Como Stevens aclara muy amablemente, «resulta que los padres pueden ser bastante buenos cambiando pañales». 12 Dentro del marco teórico de las expectativas racionales, estos argumentos tienen bastante sentido. Si asumimos, como suelen hacer los economistas neoclásicos, que todo lo que deseamos maximizar durante nuestra vida es el beneficio, entonces debemos reconocer que resulta irracional dedicar un tiempo a lidiar con asuntos que reducen nuestro poder adquisitivo, siempre que lo podamos evitar. El tiempo invertido en cambiar pañales es tiempo robado a inventar, por ejemplo, un software nuevo (a no ser que cambiar pañales ayude a la creatividad).

¿Es racional? Veamos el caso de los dos economistas que externalizan la limpieza del

hogar. ¿Su comportamiento es en verdad racional? Lo que están haciendo es calcular en términos de dinero las consecuencias vitales de hacer una cosa en vez de otra: escribir artículos académicos en vez de realizar las tareas domésticas. Pero sólo tienen una noción muy vaga de cuáles podrían llegar a ser esas consecuencias. Deberíamos sospechar que los dos economistas se limitan a racionalizar su aversión a las tareas domésticas. Vamos a coger un ejemplo más atractivo que doblar calcetines. Digamos que el mayor placer de nuestro economista es ir al cine. Pero él calcula que las horas dedicadas a ver películas reducirán el tiempo disponible para maximizar sus beneficios como economista. Así que reduce, o minimiza, el tiempo que invierte en ir al cine, o sea, renuncia a un beneficio seguro en el presente en aras de otro mucho más dudoso en el futuro. Esto no es racional, ya que no tiene ninguna referencia que le permita calcular la cantidad de horas de cine a las que debe renunciar para poder maximizar sus ingresos. Los precios que atribuye a los bienes futuros son convencionales, y pueden alterarse fácilmente con un «cambio en la realidad». Convertirse en resultadista no tiene ninguna utilidad si no puedes calcular las consecuencias que se derivan de tus propias acciones. Los economistas deberían pasar menos tiempo tratando de resolver las consecuencias del comportamiento racional en condiciones de certidumbre y bastante más intentando comprender lo que sería razonable en situaciones de incertidumbre. Esta perspectiva resaltaría la racionalidad, y el valor moral en realidad, de unas formas de actuar que hoy estamos obligados a considerar irracionales. También deberían tener más cuidado distinguiendo entre situaciones de información imperfecta, en las que no se obtienen todos los datos disponibles, y las situaciones de incertidumbre, en las cuales no se puede obtener la información completa bajo ninguna circunstancia. Sin embargo, la objeción fundamental al Homo economicus es ética, no epistemológica. Si, per impossibile, todos los resultados pudieran encajar con las probabilidades asignadas, ¿habría alguna objeción a pensar en la elección

como en una maximización de la utilidad? La respuesta es que sí, por supuesto, porque es imposible comerciar con los valores éticos de manera eficiente y, por lo tanto, no se puede escapar de las elecciones morales. Comprendemos la necesidad de ceder y hacer pequeños ajustes, pero admiramos a las personas que convierten sus vidas en «canciones dignas de ser cantadas». Así, como seres humanos, deberíamos estar dispuestos a seguir los preceptos del Homo economicus cuando son de aplicación e ignorarlos cuando no es el caso. Desde luego, no deberíamos ver a esta desagradable criatura como un modelo genérico de comportamiento. En la mayoría de los casos es muchísimo mejor hacer lo que quieres hacer, o lo que se te da bien, o lo que crees que es correcto, y no perder el tiempo haciendo cálculos. Deberíamos adoptar con mucha más frecuencia un estado mental en que no calculemos ningún coste en absoluto.

Economía conductual Con la economía conductual, los economistas intentan sustituir al caricaturesco Homo economicus, el robot humano, por un actor más realista. Como tal, intenta aprovechar las ideas de la psicología y la neurociencia, hasta entonces un libro cerrado para el economista. La economía conductual no cuestiona la idea de que actuar como el Homo economicus es la mejor forma de que los individuos se aseguren su propio bienestar. Las discrepancias aparecen en el momento de abordar hasta qué punto es real ese comportamiento. 13 Los economistas neoclásicos asumen que las desviaciones de la racionalidad no son sistémicas. La gente puede cometer errores al hacer sus cálculos, pero lo cierto es que tiende a excederse tanto como a quedarse corta, así que el efecto se neutraliza sin alterar la trayectoria general del sistema. La economía conductual afirma haber descubierto las desviaciones empíricamente sistémicas, y por lo tanto predecibles, de la

racionalidad: situaciones en que los individuos sobreestiman o subestiman constantemente los costes y los beneficios. Se comportan como robots que sólo tienen acceso a una información restringida. La economía conductual llegó a la mayoría de edad en 2002, cuando el psicólogo Daniel Kahneman (1934) recibió el premio Nobel por el trabajo que había realizado con Amos Tversky (1937-1996). Esta corriente ha crecido con tanta fuerza dentro de las ciencias económicas sólo porque las conjeturas sobre la conducta humana que los economistas habían enunciado eran pura fantasía.

Pensar rápido, pensar despacio Kahneman y Tversky sostienen que tomamos nuestras decisiones según dos sistemas mentales: el primero es intuitivo y el segundo calculador, que ellos denominaron «pensar rápido» y «pensar despacio». Pensar despacio es lógico; pensar deprisa es intuitivo y a menudo irracional. Han encontrado pruebas sorprendentes de elecciones «irracionales», por ejemplo, que los inversores prefieren los fondos de gestión activa y costes elevados que obtienen peores resultados antes que los fondos indexados a coste cero. Los economistas conductuales identifican los siguientes errores «sistémicos» que la gente suele cometer. 1. Sesgo de supervivencia Tenemos tendencia a fijarnos únicamente en lo que ha tenido éxito. Pensemos en un artículo del periódico que dice poder ayudarte a imitar la rutina matinal de Mark Zuckerberg. La inferencia evidente es que tú también puedes llegar a ser multimillonario si te limitas a llevar camisetas grises y desayunas los alimentos correctos, pero ignora la gran multitud de personas no multimillonarias que hacen lo mismo cada mañana.

3. Aversión a la pérdida Está bastante demostrado que el odio que la gente siente al perder una cosa es bastante más intenso que el placer que se obtiene al ganarla. Perder un billete de diez euros nos causa más tristeza que la alegría que sentimos al encontrarnos uno por la calle. Estamos programados, en cierto sentido, a agarrarnos a lo que tenemos. Los estudiantes que reciben gratuitamente una taza para el desayuno de la librería del campus no se desprenderán de ella por seis euros, aunque hubiera caído del cielo, mientras que si la hubieran querido de verdad la habrían podido obtener de la tienda de la esquina sólo por seis euros. 5. Priorizar la información disponible Cuando tomamos decisiones, somos propensos a dar más importancia a la información más llamativa. La información sorprendente, sensacional, se queda grabada en la memoria y, por lo tanto, tiene una importancia desproporcionada en el proceso de toma de decisiones. Si vuelves a casa a pie en una noche cerrada, la noticia truculenta del periódico está mucho más «disponible» que todos los casos en que la gente ha vuelto a casa sin problemas. 7. Anclaje No evaluamos las cosas sin tener en cuenta el entorno, así que proporcionar un contexto puede condicionar una decisión. Si una tienda coloca sus productos más caros al lado de la entrada, todo lo demás parece barato en comparación. Si algo dice «Rebajado al 50 por ciento», nos parece más atractivo que un precio normal que equivale a la mitad. La gente es capaz de cruzar la ciudad para ahorrar 10 dólares en un dispositivo electrónico que cuesta 50, pero no para ahorrarse 10 dólares en otro que cuesta 500. ¿Por qué? Diez dólares no son nada. Una persona que no dudaría en beberse el vino de su propia colección no se

atreverá a soñar siquiera en comprar las mismas botellas, al precio actual de 100 dólares, en un mercado donde también podría venderlas con facilidad. Parece muy evidente que la forma de contextualizar nuestras elecciones tiene un efecto en la decisión. Es especialmente obvio en las charlas promocionales de productos. Puede ocurrir que, si algo vale para ti 25 dólares, lo compres, y si no, pues no. Pero un buen anuncio «contextualiza» la elección para hacerte creer que estás obteniendo productos que valen 50 dólares por sólo 25. En realidad te están tendiendo una trampa. Descubrir que el marketing puede manipular las decisiones sólo sorprenderá a aquellos que se han creído tanto sus propias suposiciones que han perdido de vista la realidad. 9. Sesgo de confirmación Es el más famoso. Cambiar de opinión siempre es incómodo. ¡Es mucho mejor esperar a que aparezca alguna prueba que confirme tu punto de vista! Los seres humanos tienen una increíble habilidad para racionalizar las decisiones que han tomado por pura costumbre o por simple antojo. El fenómeno opuesto es el sesgo de automatización: pensar que las decisiones automatizadas deben ser correctas incluso cuando el sentido común te dice que son incorrectas. Un grupo de turistas japoneses se metieron con el coche en el mar porque su navegador les dijo que estaban en una carretera. Se han producido accidentes de aviación porque los pilotos confiaron más en un sistema de navegación defectuoso que en las pruebas que tenían ante sus ojos. 11. La falacia del coste hundido Es una combinación del anclaje y la aversión a la pérdida. La gente seguirá metiendo dinero en una inversión fallida porque no puede afrontar el dolor psicológico de reconocer que ha salido mal, o seguir con una guerra que debería haber abandonado hace mucho tiempo

porque no puede obligarse a reconocer que ha sido en vano. 13. El sesgo «a toro pasado» Es primordial en el razonamiento humano, y hace que los mundos social y económico parezcan mucho más predecibles y menos erráticos de lo que son en realidad. Ningún economista importante predijo la crisis financiera. Sin embargo, al día siguiente los comentaristas no tardaron en explicar por qué «debía» haber ocurrido en el momento y en la forma en que lo hizo. Ocurrió lo mismo con el Brexit y la elección de Donald Trump. En la vida cotidiana encontramos una buena analogía cuando vemos que una pareja aparentemente feliz decide romper de repente. Entonces, todo el mundo dice: «Siempre supe que ahí había algo que no iba bien del todo...». Estos ejemplos abolen la verdad esencial de las economías modernas: que las personas siempre tienen expectativas racionales. Muchas veces toman decisiones cuando deberían saber que van a empeorar su situación. Los publicistas ya aprovechaban esta propensión mucho antes de que los economistas empezaran a darse cuenta de su existencia. En su libro La economía de la manipulación (Deusto, 2016), los premios Nobel George Akerlof (1940) y Robert Shiller (1946) demuestran, con muchos ejemplos, tan divertidos como bochornosos, que los errores de percepción y los engaños campan a sus anchas en las economías de mercado. El phishing es «un fraude en internet con el objetivo de recoger información personal de un individuo» para obligarle a hacer cosas en interés del estafador y no de quien ha mordido el anzuelo (a los que llaman phools). 14 Los dos autores dividen a los phools en dos clases: los demasiado emocionales para tomar decisiones sensatas y los que sufren los efectos de una información engañosa. La economía moderna, dicen nuestros dos economistas, debería reorientarse para identificar un equilibrio en el phishing, y no un equilibrio que maximice el bienestar. Una defensa de los mercados

que descanse sobre la premisa de que los consumidores saben lo que están comprando no funcionará si en realidad no saben lo que están comprando, o si están comprando cosas que no necesitan. Para ilustrar esta cuestión, Shiller decidió probar distintos sabores de comida para gatos —pavo, atún, cordero y pato— y descubrió que el gusto no era tan distinto. Como destacaba una crítica del libro: «Pocos de entre nosotros querríamos repetir ese estudio. Y su validez empírica se ve minada por el hecho de que Shiller no es un gato». 15 Los economistas conductuales están especialmente interesados en esas peculiaridades del comportamiento que parecen desafiar las explicaciones racionales, como el público de una conferencia que primero ocupa las filas del fondo en lugar de las que están más cerca del escenario. Los críticos de la corriente predominante dicen que las peculiaridades que los economistas conductuales han detectado se anulan entre sí, que el comportamiento «promedio» se acaba pareciendo mucho a lo que los propios economistas habían anticipado... antes de que la economía conductual empezara a complicar las cosas con rompecabezas innecesarios. Pero la verdadera objeción a la economía conductual no tiene tanto que ver con la frecuencia de las «peculiaridades», sino más bien con asumir como «irracional» cualquier comportamiento que no encaje con el modelo neoclásico de elección racional. Muchas manifestaciones distintas del comportamiento humano tienen su origen en la incertidumbre. Nos aferramos a nuestros costes hundidos porque no tenemos pruebas claras de que se hayan desplomado para siempre: ¿qué es la civilización si no una red de costes hundidos? Esperamos que se produzca un milagro porque, de vez en cuando, ocurren. Otro de los descubrimientos de la economía conductual es que la información imperfecta, la complejidad, la incertidumbre y la capacidad de cálculo limitada obligan a los agentes a usar «reglas de oro», o heurísticas, en vez de actuar según una optimización «pura». El uso generalizado de las heurísticas —atajos— produce sesgos conductuales sistemáticos. Esto

significa que sería al mismo tiempo posible y deseable que el gobierno diera un «empujoncito» (o sea, incentivara) a la gente para que actúe de una forma más racional. Los premios Nobel Richard Thaler (1945) y Cass Sunstein (1954) defienden que la gente debería recibir un «empujoncito» para comer de manera más saludable con un impuesto al consumo de azúcar o para ahorrar más condicionando los aumentos de sueldo al compromiso de guardar una parte del salario. 16 El éxito que podría tener este «pequeño empujón» está sujeto a debate. Ahorrar para el futuro presupone que el dinero conservará su valor y que el gobierno cumplirá con su promesa de que los ahorros para la jubilación estarán libres de impuestos o permitirán el pago diferido. A la luz de ciertos acontecimientos que demuestran lo contrario, consumir más y ahorrar menos podría ser altamente «eficiente». Una objeción más grave al método del «pequeño empujón», que en estos tiempos se ha puesto tan de moda, es que la creación de incentivos para adoptar un comportamiento individual más racional podría reducir el número de acciones moralmente eficientes. Para obtener unos resultados eficientes, todas las organizaciones dependen de compromisos morales que no pueden especificarse en un contrato. Las empresas que introducen incentivos económicos, como las primas, para fomentar el trabajo eficiente obtienen a menudo una «cuenta de resultados» bastante peor que la de aquellas otras que dan más margen a la sociabilidad natural. En este caso, el remedio del «pequeño empujón» podría ser peor que la enfermedad. 17 También podríamos señalar la naturaleza artificial de las situaciones experimentales que los economistas construyen para defender sus alegatos de comportamiento irracional. Los investigadores colocan a los sujetos del experimento en situaciones atípicas, valoran sus respuestas a preguntas difíciles según el estándar neoclásico de racionalidad y al final descubren la enorme presencia de una hasta entonces insospechada «irracionalidad». Piden a sus sujetos que tomen decisiones hipotéticas como «¿lanzarías una moneda al aire para tener un 50 por ciento de probabilidades de ganar 1.000 dólares, o

preferirías 450 en mano?». Conformarse con 450 dólares, la elección de la mayoría, no es «racional» en el sentido de maximizar las ganancias esperadas, pero como menciona Lars Pålsson: «Las actividades importantes de la mayoría de los agentes económicos no suelen incluir el lanzamiento de dados o dar vueltas a una ruleta». 18 El efecto de estas pruebas es llamar la atención sobre la forma irracional de comportarse de la gente y no tanto sobre los métodos defectuosos con que los economistas modelan su comportamiento. En vez de llegar a la conclusión de que los sujetos ofrecen respuestas sensatas a las pruebas que les han puesto, llegan a la conclusión de que su forma de pensar es delirante. La posibilidad más importante abierta por la economía conductual es que el modelo neoclásico de comportamiento racional, basado en preferencias fijas, contratos completos y una información amplia y relevante, es erróneo. La forma de comportarse de la mayoría de la gente durante gran parte de su tiempo no debería verse como una exhibición de irracionalidad, sino que, por el contrario, debería considerarse como una actitud sensata en las circunstancias presentes. El pecado de la economía conductual es considerar que esa clase de comportamiento es irracional.

Como explicación general del comportamiento de los seres humanos, el modelo del Homo economicus ha sido refutado en repetidas ocasiones por otras ciencias sociales, conductuales y cognitivas. No estamos siempre contando el coste en tiempo y dinero de lo que estamos haciendo. Ni tampoco deberíamos hacerlo. Si vamos a condensar el comportamiento en un único axioma, con el propósito de permitir las deducciones dentro de un sistema cerrado, el principio neoclásico de racionalidad es probablemente el mejor axioma que puede utilizarse. La cuestión, por lo tanto, no tiene que ver con la racionalidad, sino con la generalidad del axioma. El modelo clásico de racionalidad que Kahneman y Tversky establecen

como punto de referencia podría tener sentido en un mundo cerrado y reducido, con límites bien definidos. Se supone que el experimento de lanzar una moneda al aire replica esta idea —o sale cara o sale cruz—, pero resulta del todo irrelevante como prueba de racionalidad en los sistemas abiertos que permiten muchos resultados diferentes. La economía conductual no ha creado una alternativa definitiva al Homo economicus. De hecho, no ha entendido la cuestión principal. Ha supuesto un cierto avance por ser capaz de penetrar en el funcionamiento del cerebro y ha sacado a luz unas cuantas particularidades sistémicas que, hasta ahora, los economistas creían poder tratar como simple ruido estadístico. Pero, en cambio, no ha sido capaz de vincular las redes neuronales que propone con las redes sociales. Observa nuestras mentes y descubre que ahí dentro pasan cosas insospechadas, pero es incapaz de conectar lo que ocurre en nuestras cabezas con lo que sucede en la cabeza del resto de la gente. Deja intacto el individualismo metodológico. El próximo capítulo intentará liberar al Homo economicus de su soledad, para investigar de qué maneras la gente se relaciona entre sí, de qué modo la sociedad modela nuestros valores, cómo damos forma a las instituciones sociales y cuáles son las dimensiones sociales de la cooperación económica.

Capítulo 7 Sociología y ciencias económicas No soy «yo» quien actúa, sino la lógica automática de los sistemas sociales que actúan a través de mí como «Otro». Esa lógica es el verdadero sujeto. El sujeto autónomo sólo emerge en los intersticios de esta lógica. ANDRÉ GORZ, Ecológica 1

¿Puede la sociología ayudar a las ciencias económicas? El Homo economicus —la calculadora humana— es una ficción. Los humanos nacen y se crían en grupos, donde también encuentran protección. Los grupos pueden entenderse como un seguro integrado contra el infortunio y la soledad, el coste que los humanos pagan por la restricción de la libertad individual. Las primas de ese seguro son más elevadas en las sociedades tribales y más bajas en la clase de sociedad abierta en la que vivimos la mayoría de nosotros. Sin embargo, los grupos siempre imponen algún coste de pertenencia. Si los individuos pudieran calcular con precisión la probabilidad de alcanzar sus objetivos deseados, no necesitarían vivir en grupos: serían idénticos a la descripción que hacen de ellos los economistas neoclásicos. Pero como carecen de la información básica necesaria, el Homo

economicus no sólo es una forma simplificada de elaborar teorías, sino, sobre todo, salvo en situaciones muy especiales, un ideal imposible. Los economistas, por supuesto, entienden que los humanos interactúan entre sí, como los átomos. La teoría de juegos es el estudio de los procesos que los individuos racionales utilizan para tomar decisiones que dependen de las elecciones esperadas de los demás. Pero esas elecciones son siempre autónomas. Los sociólogos hacen una distinción fundamental entre interacción e interdependencia. En la interdependencia, las partes, sean las que sean, dependen unas de las otras, como los distintos órganos del cuerpo. No pueden funcionar de manera aislada. Esto significa que los resultados de muchas situaciones no pueden predecirse, a no ser que las relaciones entre las partes puedan especificarse con precisión, una tarea mucho más difícil. En cuanto la «voluntad» (la capacidad de actuar) se introduce como una variable explicativa, surge un problema crucial: dónde se encuentra esa voluntad. El punto de vista habitual en las ciencias económicas es que la voluntad sólo reside en los individuos. Los llamados «agentes colectivos», como los Estados o los equipos de fútbol, son simplemente la suma de los agentes individuales que los componen. Por lo tanto, parece razonable empezar el análisis sobre el funcionamiento de la economía con el individuo y tratar al grupo como una mera herramienta de la voluntad individual. También parece sensato creer que los resultados sociales son una mera suma de aportaciones individuales. Así, si hay desempleo, debemos asumir que las personas en el paro prefieren descansar que trabajar. Hemos bautizado esta aproximación al análisis social con el nombre de individualismo metodológico. La explicación que da Adam Smith sobre los mercados, que son el resultado de la propensión humana a «trocar, negociar e intercambiar», es un buen ejemplo. Comienzas con algún axioma simple del comportamiento individual —el interés propio, por ejemplo— y después deduces el resultado en el conjunto de la economía a partir de esta premisa. Aunque los sociólogos también tratan de entender la economía, empiezan en

un lugar completamente diferente: los grupos, en vez de los individuos. La posición de la mayoría de los sociólogos podría denominarse, en términos generales, como holismo metodológico. Sostiene que el comportamiento de las partes sólo se puede comprender en relación con el todo; aquí ese todo significa las relaciones e instituciones complejas que «enmarcan» el comportamiento individual. El todo es distinto a la suma de las partes. Podríamos llamarlo «sistema». La mayoría de las personas entienden que no son partículas independientes, sino parte de un sistema que los beneficia o los perjudica. Los «todos» también tienen «voluntad», son actores de pleno derecho. El atractivo de tratar al individuo como actor único es fácil de entender. Es la partícula social más pequeña con capacidad para actuar de manera independiente. (Los seres humanos también se componen de partes. Pero sería extraño decir que una pierna o un brazo ejercen su «voluntad».) Son también los únicos actores con voluntad moral. Los individualistas metodológicos confunden muchas veces la voluntad (la capacidad de actuar) con la voluntad moral (la capacidad de distinguir entre el bien y el mal). También hay una magnificencia moral en el individualismo, que se pierde al tratar a las personas como marionetas de los grupos. Debemos la mayoría de nuestros grandes logros en el mundo del arte, la ciencia y la acción a los desafíos individuales a la mentalidad grupal. No obstante, la perspectiva individual ilumina tanto como engaña. Si la voluntad es la capacidad de actuar, no sería absurdo hablar de una «voluntad colectiva» en el sentido de que, en muchas situaciones, los grupos tienen una capacidad de actuación de la que carecen los individuos. Un regimiento de un ejército, una empresa o un sindicato no son sólo unos grupos de individuos que han firmado un contrato. En un sentido muy importante, poseen una voluntad independiente: el poder de conseguir que se hagan las cosas. La afirmación sociológica tiene dos aspectos: primero, es perfectamente legítimo hablar de acción grupal; segundo, la acción individual está

enmarcada por la posición social del individuo dentro del grupo. Si cualquiera de estas dos premisas es válida, las políticas que dan por sentado que los resultados sociales son sólo la suma de elecciones individuales concretas pueden estar muy equivocadas. En el primer caso, ignoran la existencia de los grupos, excepto como herramientas de los objetivos individuales; en el segundo caso, ignoran la estructura de poder dentro de los grupos. Cuando los economistas neoclásicos hablan de la necesidad de que la macroeconomía se «microfundamente» de forma correcta, quieren decir que debería ser posible explicar los patrones de comportamiento haciendo referencia únicamente a las intenciones individuales, y que dichos patrones no son nada más que la suma de esas intenciones. Por ejemplo, el PNB sólo es la media ponderada de todas las transacciones individuales en la economía. Sin embargo, también tendría sentido hablar de «macrofundamentar» la microeconomía, es decir, mostrar la forma en que la posición social o económica de las personas modela las intenciones individuales. Eso es precisamente lo que hicieron David Ricardo y Karl Marx con sus teorías sobre los intereses de clase. Que la «posición» de cada cual en la sociedad condiciona sus elecciones resulta evidente para cualquiera que no haya sido educado concienzudamente en la economía neoclásica. Un amigo anónimo de Donald Trump explicó en la CNN que «siempre pensé que después de que comprendiera la responsabilidad del cargo, estaría a la altura de la situación. Ahora ya no lo creo». La expresión la responsabilidad del cargo evoca con claridad la idea de que el «cargo» de presidente de Estados Unidos es una entidad separada de su titular temporal. Hay una causalidad bidireccional. La actuación del titular condiciona la evolución de la ética del cargo, pero la ética del cargo influye en el comportamiento de su titular. Cualquier visión de las ciencias económicas que rechace el individualismo metodológico como ley general puede considerarse sociológica. La economía marxista, la economía keynesiana y algunas variantes de la economía

institucionalista son sociológicas en el sentido de que ven a los individuos como inseparables de un todo, al cual influencian, pero que también los influencia a ellos. Para los economistas neoclásicos, por otra parte, la causalidad sólo va en una dirección, del individuo a la institución. Los individuos crean las instituciones como herramientas para conseguir que la acción individual sea más eficiente. Ven a las empresas como un medio de reducir los costes de las transacciones. El Estado es un artefacto para economizar en los costes de protección. La Iglesia reduce los costes de hacer transacciones con Dios. Desde este punto de vista, la sociedad es simplemente una suma de transacciones individuales. Esta lógica se puede simplificar todavía más, y entonces creer que todos los individuos tienen motivos idénticos. La institución puede reducirse entonces al comportamiento de un único individuo: el «agente representativo». La sociología ofrece dos rutas para escapar de la trampa individualista: presenta una forma de entender la estructura de la vida económica aparte de los individuos, y se centra en el sistema de valores o «cultura» de los grupos que modelan el comportamiento de sus miembros. Defiende que los seres humanos son «animales culturales». Si en las ciencias económicas estandarizadas la abstracción conductual básica es el cálculo racional, en sociología es la «norma». La primera se abstrae de la sociedad; la segunda la presupone. Por supuesto, los Robinson Crusoe también exhiben un comportamiento «normal». «Normal», en este sentido, es simplemente una abreviatura de cálculo individual. Sin embargo, en sociología «la norma» se refiere a un código de conducta. En otras palabras, presupone una relación social. El concepto de «norma» en un sentido sociológico es necesario para explicar el comportamiento humano porque las organizaciones tienen reglas y códigos de conducta que modelan la estructura motivacional de sus miembros. Por ejemplo, ¿de verdad podemos creer que la huelga de los mineros británicos de 1984-1985, que tuvo como resultado la extinción

virtual del sector del carbón, puede explicarse por el egoísmo racional de los mineros como individuos? Quizá, con un argumento fantasioso, alguien podría explicar el comportamiento de los mineros individuales en términos de un utilitarismo de la norma. Pero está claro que nadie tiene que ir —o debería necesitar ir— más allá de ideas como la «lealtad» o la «solidaridad». La existencia de los actores grupales implica que gran parte de la microeconomía neoclásica —la lección del libro de texto estandarizado que considera al individuo maximizador de la utilidad como la única variable independiente del modelo microeconómico— se equivoca por completo. En palabras de John Harvey: «Vivimos, comemos, nos reproducimos, crecemos y morimos en manada [...] ningún animal individual de ninguna [...] especie toma la decisión de vivir con los demás. Está grabado en todos ellos, porque ha evolucionado como un mecanismo de supervivencia». De ello se deduce que el objeto básico de estudio no debería ser el individuo, sino el grupo, y más concretamente su cultura. En términos muy generales, la cultura es el sistema de valores de un grupo. A eso nos referimos cuando hablamos de «sentido común», «sabiduría recibida» o «aceptar las reglas». Proporciona incentivos formales e informales para el buen comportamiento y castiga el malo. En su mayor parte, sin embargo, la conformidad es instintiva. A pesar de los estallidos de rebeldía, «está en nuestra naturaleza. Forma parte de lo que nos hace humanos». 2 Así, ¿por qué limitarse al individuo como unidad de análisis? Hay dos razones, una instrumental y otra ética. El individualismo ofrece una base más eficiente para los modelos que el holismo o el organicismo. Es mucho más fácil presuponer unos individuos equipados con un único motivo —el egoísmo racional— que encontrar el modo de llegar a una conclusión a través de la complejidad de las relaciones sociales. También hay un motivo ético para el individualismo. La mayoría de los economistas piensan, como Popper, que los modelos holísticos de la sociedad son totalitarios de manera implícita.

La libertad de elección es al mismo tiempo un imperativo ético y una conjetura científica. El enfoque holístico plantea que hay un comportamiento a nivel sistémico que no puede comprenderse desde la esfera individual, y en particular que las dinámicas del propio sistema son responsables de los cambios y de unas formas impredecibles. Las ciencias económicas son el estudio de los sistemas «cerrados», donde los resultados concretos pueden atribuirse con total seguridad a acciones individuales. La sociología es el estudio de los sistemas «abiertos», donde los individuos dependen unos de otros de formas complejas. Sólo en un sentido muy amplio sus elecciones podrían ser «predecibles». En estas páginas, la oposición entre individualismo y holismo se establece con deliberada simplificación, sin dialéctica, a fin de poner el foco de atención sobre la naturaleza de las elecciones metodológicas a las que se enfrentan los economistas. Idealmente, la sociología y la economía deberían complementarse entre sí. La conjetura de racionalidad abre el camino a una «menor resistencia entre los fines y los medios, mientras que la sociología es necesaria para explicar la fricción de sesgos y error que muchas veces se entromete de por medio». 3 Sin embargo, en gran medida, ambas disciplinas han avanzando muy poco cuando se trata de valorar las virtudes metodológicas de la otra. Son autorreferenciales: cada una ve a la otra ante un espejo.

Lo social y lo individual Históricamente, la economía y la sociología pueden compararse en función de sus reacciones a la Ilustración y sus consecuencias. En el mundo premoderno se daba por sobreentendido que la actividad económica era sólo un aspecto, si bien uno muy importante, de la vida en comunidad. En sus vidas económicas, los individuos estaban unidos a los grupos por las

costumbres y las tradiciones, que se expresaban a través de la familia, la aldea, la iglesia, el gremio y la autoridad. El orden social era jerárquico: todo el mundo sabía cuál era su lugar en un orden de cosas. La tarea del gobernante era generar «alimento» para todo el mundo en consideración de su rango, lo que incluía restricciones al acceso a los mercados, fijación de precios y controles sobre el consumo. El trabajo debía corresponderse con el rango de cada cual. La «riqueza temporal» era, en el mejor de los casos, un camino hacia la riqueza eterna. Era «irracional» —miserable— buscar la riqueza temporal a expensas del goce eterno. 4 La sociedad premoderna no era estática, pero su movilidad era básicamente circular, ya que una dinastía reemplazaba a otra en la sucesión al trono, mientras la masa de siervos, campesinos y aldeanos vivían sus vidas a un ritmo que sólo interrumpían las catástrofes naturales. Con la Ilustración, la cosmología medieval se vino abajo. Aquel movimiento dispuesto a «iluminar» la mente tenía como objetivo la liberación de los individuos de las cadenas sociales que envolvían sus vidas de oscuridad. En las memorables palabras de Immanuel Kant (1724-1804), era el «surgimiento del hombre de una minoría de edad autoimpuesta». 5 Las convulsiones ideológicas y sociales liberaron al pueblo de la dependencia y las relaciones de poder premodernas para asumir un creciente número de roles, o «identidades», como las llamamos ahora. La Revolución francesa abogó por la emancipación política del pueblo; los economistas, por su emancipación económica. En eso consistió la doble revolución del siglo XVIII, acogida con entusiasmo por los liberales, tanto políticos como económicos. El progreso traería un mundo de afinidades electivas, no obligadas. La sociología tiene un método distinto para analizar esos acontecimientos, mucho más sombrío. Su punto de partida era la «absoluta realidad del orden institucional [...] legado por la historia». 6 Para los creadores de la sociología, aquello que los revolucionarios y economistas celebraban como una liberación del individuo de los grilletes de la sociedad parecía más bien una

ruptura violenta con los lazos protectores de la comunidad. El orden material se desconectó del orden moral. Por costumbre, los sociólogos han descrito la descomposición de la sociedad como un proceso de atomización social: las personas pierden su lugar funcional en el conjunto y, por lo tanto, su sentido del deber respecto a los demás. Así pues, ambas disciplinas analizaban la cuestión social desde perspectivas opuestas. Mientras los economistas decían que el problema central de la época era garantizar la producción y la asignación de los bienes materiales más escasos de la forma más eficiente, el asunto que inquietaba a los sociólogos era la manera de crear un orden moral perdurable a partir de los fragmentos en descomposición de la vida religiosa y comunitaria. Los economistas se fijaban en la racionalidad individual para instaurar una época de libertad y plenitud crecientes; los sociólogos en la pesadilla del poder despótico ejercido, aunque fuera en nombre de unas masas desorientadas y estupefactas. Los sociólogos no son unánimes en su pesimismo, ya que las instituciones pueden verse como portadoras del progreso, pero también de la reacción contraria. Los conservadores se lamentaban de la desaparición del orden jerárquico; los radicales como Karl Marx aceptaban los beneficios de la industrialización, pero argumentaban que ese concepto al que Thomas Carlyle (1795-1881) se refería como el «nexo monetario» debía superarse con unos nuevos vínculos sociales «racionales». Los liberales sociológicos enfatizaban el papel de la libre asociación. De este modo, la sociología no pierde su elemento prescriptivo o de «mejora». Sin embargo, el sesgo y — podría decirse— el punto débil de la sociología es su tendencia al conservadurismo. No podría ser de otra manera, ya que su mapa está atestado de presencias inamovibles. 7 Nadie ha sintetizado las dinámicas siempre inquietas y contradictorias del nuevo orden económico mejor que Karl Marx. Estaba fascinado por la novela de Mary Shelly Frankenstein: el Prometeo moderno (1823), la historia del monstruo humanoide que, tras ser diseñado para servir a su maestro, Victor

Frankenstein, «se declara en rebeldía», se revuelve contra su inventor y siembra el caos por allí por donde pasa. Marx veía en esa historia una metáfora del capitalismo. La burguesía, escribió, había creado «unas fuerzas productivas más grandes y colosales que todas las generaciones precedentes combinadas». Había arrastrado «hasta a las naciones más bárbaras a la civilización [...] creado un mundo a su propia imagen». Pero el coste había sido atroz: «Todas las relaciones prefijadas, congeladas al instante, con su séquito de ideas y opiniones antiguas y venerables, son barridas del mapa, y aquellas recién formadas se vuelven anticuadas antes de que puedan quedar reducidas a huesos. Todo lo que es sólido se disuelve en el aire, todo lo sagrado es profanado». 8 El capitalismo, la «criatura» que Frankenstein ha creado, debe ser destruido una vez que haya completado su trabajo. El comentario de Alexis de Tocqueville (1805-1859) sobre la ciudad de Manchester, el centro del nuevo industrialismo decimonónico, también parece ser un arma de doble filo: De este nauseabundo desagüe, fluye la mayor riada de diligencia humana para fertilizar el mundo entero. Desde esta asquerosa alcantarilla fluye oro puro. Aquí la humanidad alcanza su desarrollo más completo y brutal, aquí la civilización hace sus milagros, y el hombre civilizado se convierte casi en un salvaje. 9

Por tanto, la indagación sociológica ha consistido, por un lado, en el estudio de las fuerzas que conducen a la descomposición de la sociedad y, por el otro, en el análisis de los nuevos tipos de asociación que devuelve esa misma descomposición.

La perspectiva sociológica La doctrina sociológica básica es que los humanos están inseparablemente unidos por su biología, experiencia y cultura. Además, todos los sociólogos creen en la realidad del orden institucional: las instituciones existen. El orden institucional, sin embargo, no es inmutable, no está hecho de una sola pieza.

En los tiempos premodernos, la economía estaba «incrustada» en el orden moral; en los tiempos modernos, se ha separado de ese orden. Otra idea fundamental es que los distintos órdenes institucionales generan distintos tipos de carácter. Durante la mayor parte de la historia, la organización social reflejaba las necesidades militares, con el guerrero como su arquetipo. El Homo religiosus era el arquetipo medieval; el Homo economicus emergió con el capitalismo. Todas las ciencias sociales han debatido sobre qué partes del orden institucional pueden considerarse primordiales, ya que reflejan nuestra biología, experiencia acumulada y sentido moral innato, y qué partes deberían verse como variables, esto es, susceptibles a cambios en las creencias y las condiciones de vida. Una cuestión complementaria importante es la siguiente: ¿qué clase de institución es el Estado? Tal como lo conocemos, el Estado es una creación de la sociedad moderna. Antes sólo había el gobernante, su familia y la corte. ¿Debe verse el Estado como un interés privado, como el brazo ejecutor de la clase capitalista, o en cierto sentido representa el interés general? Aquí la cuestión fundamental es a quién hay que rendir cuentas. Investigaremos esta cuestión con mayor detalle en el capítulo 9. Para concretar un poco tanta abstracción, vamos a analizar tres temas que, desde una perspectiva histórica, han representado el núcleo de la sociología: la naturaleza de la comunidad, el espíritu del capitalismo y la relación del mercado con la sociedad.

Gemeinschaft y Gesellschaft Ferdinand Tönnies (1855-1936) distinguió entre las comunidades unidas por los lazos afectivos y tradicionales, que denominó Gemeinschaft, y una sociedad de intereses, como una empresa o un partido político, que llamó Gesellschaft. En una Gemeinschaft, los individuos permanecen unidos a pesar de la existencia de factores separadores, mientras que en una Gesellschaft

permanecen separados a pesar de la presencia de factores unificadores. 10 De un modo similar, el gran sociólogo Max Weber (1864-1920), que también era profesor de economía, distinguió entre dos tipos de relaciones: «comunitarias» y «asociativas». Una relación es comunal cuando se basa en «el sentimiento subjetivo de las partes de que pertenecen las unas a las otras, de que están implicadas en la existencia total del otro». Los ejemplos serían una unidad militar, un sindicato obrero, una hermandad religiosa, el matrimonio, etcétera. La relación es «asociativa» cuando depende de «un arreglo de intereses motivado racionalmente o un acuerdo motivado de forma parecida». 11 El grupo asociativo es una comunidad por elección: «elegimos» a aquellos con quien queremos asociarnos, en lugar de vernos atados a ellos. La idea que hay que destacar es que los sociólogos creen que la Gemeinschaft es propia de las formas premodernas de asociación, mientras que la Gesellschaft sería típica de las modernas, así que han interpretado la modernidad como el paso de la primera a la segunda. El filósofo jurídico Henry Maine (1822-1888) describió el proceso como un movimiento desde el estatus al contrato. El estatus viene asignado, pero en una asociación contractual, la relación entre individuos se basa en sus elecciones. La pregunta evidente entonces es: ¿qué compone el pegamento social de la forma asociativa de relación?, ¿hay bastante con un arreglo racional de intereses? Según Jürgen Habermas (1929), los ciudadanos modernos habitan en dos mundos separados: la dimensión moral/social de la vida doméstica, comunal y cultural, y las relaciones instrumentales propias de la economía. Dijo que la primera era el dominio de la racionalidad «comunicativa» y la segunda el ámbito de la racionalidad «estratégica», en otras palabras, del cálculo. Ambas se manifiestan bajo circunstancias y actividades diferentes. La primera es indispensable para el orden moral, la segunda para el orden material. El miedo de Habermas, como el de muchos sociólogos, ha sido la intrusión de la racionalidad estratégica en la moralidad. 12 Como ya hemos visto, Lionel

Robbins proporcionó una justificación para ello cuando afirmó que todas las elecciones tienen un «aspecto económico» (véase página 43). En un mundo basado en contratos, no tiene ningún sentido apelar a la moralidad, porque ya no está presente. El problema es: ¿hay suficiente con el interés propio para crear y establecer relaciones de obligación? Los economistas de la corriente predominante han supuesto de manera general que éste sería el caso. Los sistemas normativos y legales hunden sus raíces en el egoísmo individual: sale «a cuenta» ser honesto. Pero Émile Durkheim (1858-1917) cuestionó esta visión con contundencia. En su Ética profesional y moral cívica, Durkheim defendía que: Ningún tipo de contrato podrá mantenerse ni un solo instante [...] a no ser que se base en convenciones, tradiciones y códigos en los que resida claramente la idea de una autoridad más elevada que un contrato. La idea de un contrato, su simple posibilidad de existencia como una relación entre hombres [...] sólo se hace realidad en el contexto de unas costumbres ya soberanas. 13

Nadie, por ejemplo, redactaría un contrato monetario sin la certeza de que el dinero es un símbolo de valor digno de confianza. Anomia fue la palabra que Durkheim utilizó para definir la patología social de una sociedad moralmente desarraigada. Descubrió que el porcentaje de suicidios en los países protestantes era más elevado que en los católicos porque los vínculos familiares se mantenían mejor en las sociedades donde los segundos eran mayoría. 14 El desmembramiento de la comunidad no conduciría a unas nuevas relaciones instrumentales, sino a una desintegración todavía mayor, lo que generaría una ampliación ilimitada de la regulación estatal. Aquí encontramos un motivo recurrente en la literatura sociológica: la divulgación de la mercantilización corre en paralelo a la expansión de la burocracia, y encierra el deseo liberal de libertad individual en una «jaula de hierro de servidumbre». El único escape temporal lo ofrecen los líderes «carismáticos», quienes «establecen nuevos objetivos y abren nuevos

caminos para las sociedades obstruidas por el estancamiento político y la rutina burocrática». 15 Desde los tiempos de Weber, el mundo de las costumbres se ha reducido en comparación con el mundo de los «negocios». La vida moderna se ha convertido en algo cada vez más «transaccional». La ideología del Homo economicus, en combinación con la tecnología digital, absorbe a las personas de las comunidades locales, e incluso a las naciones, en una «aldea global». El estudiante de Economía necesita equilibrar el entusiasmo de los economistas por unos mercados que no dejan de extenderse con la idea sociológica de que este fenómeno puede ser disruptivo para unos estilos de vida ya establecidos. Sin una imaginación sociológica, no podemos tener la pretensión de comprender la revuelta política de los que hoy «se han quedado atrás». Hay un tipo de institución, muy influyente, que queda al margen de la división binaria entre la costumbre y el contrato: es la comunidad religiosa, la comunidad de los creyentes. No estamos vinculados a la Iglesia o la religión por cálculos o parentescos, sino más bien por un sentido de nuestra propia insignificancia humana, que la creencia religiosa es capaz de convertir — como sólo ella sabe— en una esperanza por el futuro. La ideología podría verse como el sustitutivo secular de la creencia religiosa. Aparece cuando la costumbre empieza a cuestionarse. En la actualidad, la comunidad ideológica es la forma de asociación más poderosa. Y esto comporta sus propios y evidentes peligros, porque ofrece una promesa completamente injustificada de utopía secular.

El espíritu del capitalismo La economía neoclásica asume una naturaleza humana inmutable, marcada por un deseo ilimitado de ganancias. Esta conjetura es la causa de que las ciencias económicas sean incapaces de explicar por qué ese motivo para la

acción no ha podido generar un crecimiento significativo de la riqueza durante la mayor parte de la historia de la humanidad. No basta con decir que no pudo expresarse con plenitud por la presencia de unas instituciones ineficientes, ya que entonces dejamos sin explicación la persistencia de esa clase de instituciones. «Lo que debe explicarse», escribió R. H. Tawney (1880-1962) en su introducción a La ética protestante y el espíritu del capitalismo de Max Weber: [...] no es la fuerza del motivo del egoísmo económico, que es un lugar común en todas las épocas y no requiere mayor explicación. Es el cambio de los estándares morales lo que convirtió la debilidad natural en un ornamento del espíritu y canonizó como virtudes económicas unos hábitos que en las épocas anteriores se habían condenado como vicios.

En La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Max Weber negaba que los individuos sean maximizadores por naturaleza. «En la sociedad tradicional, el hombre no desea “por naturaleza” ganar más y más y más dinero, sino sencillamente vivir como está acostumbrado a vivir, y a ganar cuanto sea necesario para ese propósito.» El «espíritu del capitalismo» entró en la historia en un momento (siglo XVI) y en un lugar (Europa noroccidental) muy concretos, y por una razón en particular. Fue una consecuencia accidental de la creencia en la predestinación. 16 Dios había dividido a los seres humanos entre los que serán condenados y los que serán salvados, y aquéllos no podían hacer nada para influir en la selección. Los creyentes respondieron redoblando sus esfuerzos por convencerse a ellos mismos —cuando no al Todopoderoso— de que se encontraban entre los salvados. En esencia, el éxito en el trabajo —la acumulación de riqueza— empezó a considerarse como un «signo» o «prueba» de gracia. El ascetismo cotidiano inculcado por el puritanismo fue el fundamento psicológico del capitalismo moderno. Cuando adoptaron la acumulación de riqueza como objetivo, los puritanos se sentían destruidos por la culpa y el ascetismo personal o la frugalidad fueron su forma de lidiar con ello. 17

El valor de la brillante conjetura de Weber tiene dos aspectos: cuestionar la creencia de los economistas en la inmutabilidad de la naturaleza humana, y abrirnos los ojos al vínculo entre religión y economía. La economía puede verse como una forma de creencia religiosa: en este caso, de creencia en el progreso. «Si te comportas de esta forma, la gracia recaerá sobre ti, aunque sea a largo plazo.» Los economistas podrían compararse con una especie de clero secular, ya que cumplen con la antigua función de los sacerdotes: conseguir que la gente viva según las reglas que establece el manual. Dios está en el modelo, fuera de él, sólo hay engaño, locura, maldad.

¿Son naturales los mercados para el ser humano? Siguiendo la estela de Adam Smith, la economía de la corriente predominante ha considerado los mercados como parte del orden natural, y el poder del Estado, como una especie de mutilación impuesta desde el exterior. Por el contrario, el antropólogo social Karl Polanyi (1886-1964) distinguió entre «mercados» y «economía de mercado». Los mercados son naturales, pero la economía de mercado es «enteramente antinatural, en el sentido estrictamente empírico de lo excepcional». Lo que era «natural» era la costumbre y la reciprocidad. El propósito del intercambio no era conseguir beneficios, sino consolidar las relaciones a través de obsequios; lo que debía maximizarse era el honor social, no el dinero. 18 Así, en los tiempos preindustriales, la economía estaba «incrustada» en un orden moral del que se desharía gracias al capitalismo. En consecuencia, la teoría del microprecio resulta inapropiada y deformadora cuando se aplica a relaciones no mercantiles, como hacen neoclásicos como Gary Becker. La tesis de Polanyi, en resumen, es que en las sociedades premodernas los mercados sólo podían existir en los márgenes de la economía, ya que los «factores» de producción —mano de obra, tierra y capital— no se podían intercambiar. Su transformación en «mercancías ficticias», tan sujetas a la

compra y la venta como la comida, la ropa y los muebles, fue el resultado del poder del Estado. Era fundamental establecer economías «nacionales», para que así los gobernantes pudieran movilizar sus recursos para las guerras. La «tragedia de los bienes comunes» —la delimitación privada de tierras previamente comunales en la Inglaterra de los siglos XVII y XVIII— fue una clara señal de advertencia en el camino que conduciría a la creación del primer mercado nacional. Sin embargo, el intento de crear una «sociedad de mercado» produjo una reacción, puesto que la sociedad se resistía a incorporarse a una economía de este tipo. La economía de mercado trajo una creciente regulación por parte del Estado democrático para contener sus efectos disruptivos. Así, en la actualidad la intervención estatal no es una disrupción del orden natural del mercado. Más bien es el intento de evitar que los mercados destruyan las mismas sociedades en las que están incrustados. El proteccionismo fue la respuesta económica; la socialdemocracia y el fascismo fueron las respuestas políticas alternativas. Polanyi describió todo lo anterior en su clásico La gran transformación (1944). En un único recorrido histórico, este autor captura tanto el comportamiento económico del pasado como la revuelta contra el laissez-faire en el siglo XX. La crítica de Polanyi a la sociedad de mercado descansa sobre su creencia en la dominancia de lo social por encima de lo económico. Es representante de una gran tradición dentro de la sociología que interpreta la mayor parte de la historia moderna, política y social, como un intento de proteger a la sociedad de las disrupciones del mercado. Desde su aparición, el capitalismo ha generado acciones sociales espontáneas y voluntarias diseñadas para conservar nuestra humanidad frente a su inhumanidad. El ideal de la especialización, tan propio del mercado, aliena a los seres humanos de la sociedad, y a unas personas de las otras. A través del mercado, gran parte de nuestras vidas se «mercantiliza», desplazando los valores y relaciones no económicos. Pero los seres humanos son animales sociales, con una fuerte

necesidad de identidad, camaradería y seguridad, y un sentimiento de valía, por lo que, aunque aceptan las ventajas que han traído los intercambios de mercado, conciben estrategias no mercantiles para proteger la materia humana contra su intrusión. En términos políticos, la socialdemocracia ha sido la respuesta más duradera. Pero Polanyi no presenta una solución evidente, sólo una dialéctica entre la creciente disrupción del mercado y la creciente regulación del Estado.

Reconciliación Parece que hay un abismo insalvable e inamovible entre la explicación económica y la sociológica del comportamiento humano. En el individualismo metodológico, las explicaciones siempre hablan de individuos; en el holismo metodológico, de colectivos. Esto equivale a decir que «no hay nada parecido a la sociedad» (como de hecho dijo Margaret Thatcher) o «no hay nada parecido a la libre elección». Ambas afirmaciones son claramente falsas. El remedio para dejar de tratar a los seres humanos como calculadoras consiste en no convertirlos en autómatas irreflexivos; al contrario, tenemos que entender mejor la imprecisa relación entre lo individual y lo social. El economista y filósofo Tony Lawson rechaza tanto la posición holística como la individualista, y argumenta que un estudio correcto de la sociedad debe centrarse tanto en las relaciones organizativas como en las personas individuales y los objetos que toman parte en ellas. Él utiliza el término emergente para las totalidades sociales o sistemas (con unos poderes causales independientes) y sus estructuras, que han nacido a partir del caos de la interacción humana. (La teoría de la selección natural de Darwin es una influencia.) Todo sistema incorpora tanto unos elementos individuales como una estructura organizativa, que incluye las posiciones que ocupan dichos elementos individuales. Esta estructura organizativa es fundamental para los

poderes causales del sistema, para que así estos últimos siempre se consideren irreductibles respecto a los que poseen los individuos implicados, considerados al margen de la existencia de otras relaciones organizadas. El cuerpo es un sistema de partes interdependientes, en el sentido de que cada una está definida por su rol funcional dentro del conjunto. Como dijo Aristóteles, una mano es para agarrar; por lo tanto, una mano que no puede agarrar, porque está amputada del cuerpo, en cierto sentido deja de ser una mano para siempre. 19 De un modo similar, aunque la estructura organizacional de una sociedad está menos definida que el cuerpo, las partes sólo funcionan en relación con la estructura. Lawson defiende que la estructura organizacional de un sistema emerge al mismo tiempo que todo el conjunto. Los elementos individuales preexistentes se convierten en componentes del sistema cuando encajan en las estructuras organizativas. Sin embargo, esos elementos individuales organizados son personas con un cierto nivel de voluntad. Pueden aceptar las obligaciones de su puesto, es decir, que se les impongan leyes, normas y restricciones, y que las transgresiones tengan consecuencias. Pero esto no significa que siempre cumplan las normas. La gente puede aceptar las sanciones y buscar la forma de adaptarse, evadir, ignorar o rebelarse contra las imposiciones. En este sentido, la realidad social es fundamentalmente abierta, poderosa, pero también susceptible al cambio. 20 Dentro de este marco teórico, preguntarse si la causalidad se inicia en las partes inferiores y se dirige hacia la totalidad, o si ocurre al revés, o sea, si es la totalidad o la colección de las partes inferiores la característica independiente, se considera como una falsa dicotomía. El sistema en su conjunto tiene poderes causales, pero estos poderes sólo pueden ejercerse a través de la participación de los individuos dentro del sistema, sepan o no cómo encajan sus acciones dentro del mismo; así pues, el holismo metodológico es falso. Al mismo tiempo, los individuos implicados sólo pueden ejercer el poder causal que poseen si mantienen relaciones

organizativas como componentes del sistema, incluso si a veces infringen esas leyes. Por lo tanto, el individualismo metodológico es falso. Pensemos, a modo de ejemplo, en la relación entre el lenguaje y la conversación. Para mantener una conversación, primero debe existir un lenguaje, algún sistema acordado mediante el que se transmite el significado. Pero los lenguajes no son inmutables y, en su mayor parte, tampoco han sido planificados. Emergen a través de un proceso de incontables conversaciones, mientras los participantes aprenden a comprender una serie de reglas tácitas. Los sonidos adquieren significados, se convierten en palabras y, cuando los contextos cambian, el uso de estas palabras puede modificar sutilmente esos significados o añadir otros nuevos. Otro ejemplo podría provenir de un deporte de equipo, como el fútbol. Al marcar un gol, es el equipo —el Arsenal, por ejemplo— quien está ganando 1-0, no uno de los individuos que juegan en el once. Pero sería absurdo decir que el Arsenal está ganando sin tener en cuenta la participación de sus jugadores individuales; el equipo no tiene algo parecido a un pie con el que chutar. Pero una posición individualista extrema tampoco resulta apropiada. Once individuos danzando por el campo sin referencias adecuadas entre ellos jugarían como un equipo local del año 1850, y se limitarían a coger la pelota y salir corriendo hacia la portería hasta que alguien les hiciera una entrada. El equipo es capaz de marcar goles porque los jugadores están organizados en una formación, con unas relaciones concretas, donde cada posición comporta ciertas responsabilidades. Los delanteros y los defensas tienen obligaciones distintas, y la organización de los jugadores en el equipo les permite llevarlas a cabo. Saber que ahí detrás hay un defensa para proteger la portería permite atacar al delantero. Pero, al mismo tiempo, esta estructura no es fija, ya que los entrenadores y los jugadores la interpretan para aprovechar sus propias virtudes y los defectos del adversario, y para aprovechar el factor sorpresa. En 1880 nadie había oído hablar de jugar con

más de dos defensas, pero hoy en día cualquier entrenador que planteara un once con sólo dos jugadores atrás sería considerado un incompetente. En su libro sobre la historia de la táctica en el fútbol, Invertir la pirámide, Jonathan Wilson escribe: «El fútbol no va de jugadores, o como mínimo no sólo de jugadores; es una cuestión de forma y espacio, de la distribución inteligente de los jugadores y de su movimiento dentro de esa estructura». A diferencia del ajedrez, el fútbol es abierto. Las ciencias económicas neoclásicas prefieren ver la economía como una partida de ajedrez, en vez de como un partido de fútbol. Reducen unos fenómenos sociales y psicológicos complejos a axiomas conductuales básicos o simples modelos matemáticos lineales, muchas veces sin ninguna pregunta o justificación. El fútbol, a diferencia del ajedrez, cuenta con un entrenador, una fuente de poder dentro del equipo cuya función consiste en definir la estrategia del grupo. Por regla general, las ciencias económicas asumen que, como en el ajedrez, los jugadores tienen total libertad para hacer sus movimientos. Tiene más sentido decir que son libres para interpretar el plan del entrenador para el partido, pero que se exponen a una sanción si se alejan demasiado. El desafío para el economista no es otro que resistir la tentación de confeccionar más relatos retorcidos y reduccionistas que despojan a los seres humanos de su voluntad (como en el relato marxista puro, donde una acción sólo puede interpretarse como una expresión del interés de clase) o bien los imbuyen de un poder de elección irreal (como en el relato neoclásico, que niega por completo la posibilidad del desempleo involuntario al destacar la libertad para morirse de hambre). En lugar de presuponer la dirección de la causalidad y conducir ejercicios revisionistas, para así proporcionar interpretaciones semicoherentes a hechos que a simple vista refutan todas sus afirmaciones, como en la teoría de la adicción racional de Becker y Murphy, la investigación ontológica debería ser una parte habitual de la práctica económica. 21 Así, al tratar de responder a un problema concreto, los economistas deberían pensar seriamente en las

estructuras y los elementos implicados, y en las condiciones o los momentos en que la simplificación a un nivel inferior resta o suma poder explicativo.

Capítulo 8 Economía institucional La naturaleza de la empresa no sólo consiste en minimizar los costes de transacción, sino también en ser una especie de enclave protector ante una especulación devastadora potencialmente volátil, y destructiva a veces, del mercado competitivo. GEOFFREY HODGSON, Economía e instituciones

Los pensadores anglo-estadounidenses de la Ilustración albergaban serias dudas sobre las instituciones, que veían como obstáculos al florecimiento de la libertad individual. Los economistas compartían esta actitud y la perpetuaron. Se han acostumbrado a explicar los lapsos frecuentes en el pleno empleo por la existencia de obstáculos institucionales a unos mercados plenamente competitivos. Pero esto obliga a preguntarse por qué existen las instituciones. ¿No podría ser que muchas de ellas existieran para proteger a la sociedad del mercado, como Polanyi sugería? Esta hipótesis plantearía otra pregunta: ¿qué ventaja tiene teorizar como si las instituciones estuvieran ausentes? Parece que la única ventaja sería establecer un estándar en el que las instituciones deben encajar. Pero proponer, por ejemplo, que los salarios son flexibles, cuando de hecho están «estancados», y que, por lo tanto, el desempleo es una fugaz perturbación en el mejor de los casos, crea una propuesta teórica falsa. El institucionalismo es el reconocimiento que brindan las ciencias

económicas a la sociología. Empezó a echar raíces en las primeras décadas del siglo XX, cuando una sociedad que podría haberse concebido con facilidad a partir de pequeñas empresas, contratos individuales y Estados reducidos se había metamorfoseado en una sociedad dominada por grandes empresas y sindicatos, con un crecimiento en paralelo del tamaño del Estado y la legislación. La economía institucional empezó como un intento de analizar la influencia de las grandes organizaciones en el comportamiento individual, pero ha degenerado hasta convertirse en una reafirmación contundente de la lógica mercantil frente a la lógica institucional.

«Viejo» institucionalismo Las instituciones se definen como «organizaciones creadas con fines religiosos, educativos, profesionales o sociales», o como «leyes o prácticas establecidas». Los economistas han sido bastante vagos al describir cómo el interés propio ha evolucionado en diferentes configuraciones institucionales. El principal interés del «viejo» institucionalismo era entender cómo las instituciones modifican el comportamiento de sus miembros, igual que en el ejemplo de la «responsabilidad del cargo» que modifica el comportamiento del presidente de Estados Unidos. Dos de los ejemplos más destacados de esta perspectiva serían los trabajos de Herbert Simon (1916-2007) y John Kenneth Galbraith (1908-2006). La aguda pregunta de Simon era la misma que la de Keynes: ¿cuál sería un comportamiento racional en un mundo de incertidumbre? Los humanos carecen de la capacidad cognitiva necesaria (potencia de cálculo) para adentrarse en el futuro, así que sólo pueden recurrir a la «racionalidad limitada» cuando toman decisiones en situaciones complejas, inciertas. Tratarán de «estar satisfechos», no de «maximizar»: intentan obtener el mejor resultado dentro de lo posible, en vez del mejor resultado imaginable. Todo esto nos lleva al porqué de la existencia de las empresas. Son una

forma de coordinar las actividades de individuos diferentes en un entorno «satisfaciente». La empresa impone un objetivo compartido a los individuos que la componen a través de la jerarquía y la lealtad. Simon describe la lealtad como «el proceso mediante el cual el individuo sustituye los objetivos organizacionales [...] por sus propios fines como indicadores del valor que determinan sus decisiones en la organización». 1 Las investigaciones han demostrado en repetidas ocasiones que los empleados internalizan el telos (el fin o propósito) de la organización en la que trabajan. Por su capacidad para modificar los motivos de sus empleados, la empresa es un actor económico de pleno derecho. John Kenneth Galbraith ensanchó la grieta en el muro de la economía neoclásica cuando negó la soberanía del consumidor. Criticaba la secuencia convencional que empieza con unos consumidores a quienes las empresas tratan de dar respuesta. Su «secuencia revisada» empieza con unas grandes empresas que diseñan una producción y una tecnología nuevas. Hacen una «investigación de mercado» para que les enseñe lo que pueden vender. Tienen departamentos de publicidad y financiación al consumidor para asegurarse de que podrán vender sus productos. Las grandes empresas internalizan muchas actividades del mercado dentro de ellas. Es imprescindible tener en cuenta todos los intereses básicos de la empresa, lo que implica que nadie podrá lograr su máximo interés. Necesitan ser tan grandes para tener cierto control sobre la incertidumbre: de aquí la creciente concentración de la producción en grandes corporaciones. Las empresas no maximizan, se comportan de distintas formas para asegurar su supervivencia. 2 En estos relatos, la institución u organización ejerce una influencia independiente sobre la acción de los individuos: la causalidad no siempre va en una única dirección. En palabras de Geoffrey Hodgson, «los individuos se ven condicionados por sus situaciones institucionales y culturales». Pero esto no significa que sean simplemente «criaturas de instituciones». 3 Los

economistas institucionales, como Simon y Galbraith, estudian la gramática de la sociedad, no su conversación. Los dos análisis anteriores de la coordinación no mercantil permiten explicar la aparente paradoja de unas organizaciones que viven para servir a los intereses de sus miembros, mientras imponen unos códigos de conducta que parecen incapaces de maximizar su función de utilidad independiente. Ayudan a explicar el fenómeno de los regimientos militares que se sacrifican por una causa perdida, o de las empresas que son incapaces de maximizar el valor de los accionistas, o de los sindicatos que luchan por una subida de los salarios incluso si significa aumentar el desempleo. Es cierto que un mapa que se componga de esta clase de agentes no ofrece un modelo despejado. Los motivos de las organizaciones carecen de la claridad de la maximización, y los resultados de su comportamiento son, por lo tanto, indeterminados. Pero no necesitamos una teoría mejor, sino un mejor conocimiento.

Institucionalismo neoclásico Con la «nueva» economía institucional de los años ochenta, el institucionalismo regresó de nuevo a las ciencias económicas neoclásicas. Su idea fundamental era que los individuos crean instituciones para reducir los costes de «transacción», sobre todo de «información», mientras negocian individualmente en los mercados. La lógica neoclásica permanece intacta: los individuos crean instituciones para maximizar sus utilidades. El padre de este enfoque fue el premio Nobel Ronald Coase (1910-2013), cuyo artículo sobre las empresas apareció en 1937, una reacción contra las —por entonces— teorías prevalentes sobre la competencia oligopolística. Fue necesario que la economía neoclásica de los años setenta y ochenta derrocara al keynesianismo para que sus ideas ganaran aceptación. Hoy representan la visión ortodoxa en la microeconomía de las instituciones. ¿Por qué existen las empresas? La respuesta de Coase es que existen para

reducir el coste de que los individuos hagan negocios por separado. Su argumento es que las personas organizan la producción en empresas cuando los costes transaccionales de su coordinación mediante intercambios de mercado son mayores que su internalización dentro de la empresa. Los costes transaccionales en los mercados incluyen el descubrimiento de los precios relevantes, la negociación y la conclusión de los contratos legales y el regateo sobre la división del excedente. 4 Los costes transaccionales se incrementan por culpa de una información incompleta sobre los precios relevantes y por los costes de monitorizar e implantar un buen rendimiento. Como la producción incluye un factor temporal, las transacciones productivas no acostumbran a ser como las que tienen lugar en un mercado de frutas y verduras, donde tanto el comprador como el vendedor conocen el precio de todos los productos. Dentro de las empresas, las transacciones mercantiles se sustituyen por la autoridad del consejero delegado que dirige la actividad de todas las unidades productivas. La teoría de Coase también responde con habilidad a la pregunta de qué es lo que determina el tamaño de una empresa. El tamaño óptimo se alcanza en el momento en el que el coste extra de la internalización iguala el coste de realizar la transacción en el mercado. El teorema de Coase es un buen ejemplo del poder de la economía neoclásica para absorber elementos aparentemente incongruentes de análisis. Los individuos carecen de una información completa, pero, por su control sobre los costes internos, la empresa la acaba adquiriendo. Así, la conjetura de la maximización del beneficio puede mantenerse: en la creación de empresas, los propietarios (los accionistas) ceden la autoridad técnica a los gestores para maximizar los beneficios en su nombre. Aunque, en cierta forma, pueda ser una especie de intrusa en el mapa de la maximización individual, la empresa cumple con el criterio neoclásico de elección racional. El historiador económico Douglas North (1920-2015) recibió un premio Nobel por utilizar la teoría de los costes transaccionales para explicar las

innovaciones institucionales que motivaron el crecimiento económico en el siglo XVIII. La institución «es un acuerdo entre unidades económicas que define y especifica las formas en que pueden cooperar y competir». 5 Las instituciones económicas, como los productos, también se renuevan cuando los beneficios de la innovación superan los costes de llevarla a cabo. A continuación, North procede a explicar cómo la modernización de los derechos sobre la propiedad en Gran Bretaña situó al país en la senda del crecimiento, ya que a partir de ahí, para los terratenientes «innovadores» por fin era rentable recoger los beneficios de sus innovaciones, equiparando así las tasas de rentabilidad social y privada. Aunque los historiadores sociales británicos lamentan «la tragedia de los bienes comunes» —la privatización mediante el «cercado» de las tierras comunales donde los trabajadores agrícolas sacaban a pastar las ovejas y el ganado—, North elogia el proceso por estipular «una transferencia más sencilla de la propiedad y la protección del campesinado». 6 Por el contrario, en España, la Corona fue incapaz de recortar el derecho de la Mesta (el gremio de los pastores) a llevar sus ovejas por las tierras que quisieran. «Un terrateniente que había preparado y cuidado minuciosamente sus tierras podía esperar que en cualquier momento un rebaño de ovejas trashumantes las arrasara y devorara.» 7 El resultado fue que Inglaterra creció y España se quedó estancada. Lo que North y Thomas no fueron capaces de explicar es la persistencia en España de una estructura de la propiedad ineficiente (también en Francia y la mayoría de Europa) ante las presiones competitivas internacionales, sobre todo las vinculadas con la guerra. La cuestión puede plantearse de un modo más amplio: dado que la tecnología es una mercancía gratuita, ¿por qué su difusión requiere tanto tiempo? El economista estadounidense Mancur Olson (1932-1998) ha explicado que hasta los gobernantes que nacieron como mafias o «bandidos errantes», y a quienes sólo les preocupaba explotar a los pueblos que controlaban y luego pasar al siguiente, un poco como las tribus dedicadas al saqueo antes de la

edad de la agricultura, adquieren un interés «inclusivo» en el desarrollo económico de sus territorios cuando se vuelven «sedentarios», o sea, cuando han eliminado a sus rivales. El interés propio del bandido errante es modernizar la economía para maximizar así sus ingresos a largo plazo. 8 Alguien podría teorizar que los grupos revolucionarios de Oriente Próximo son mafias generadoras de ingresos en fase «presedentaria». Las explicaciones de Coase, North y Olson colocan al volante al Homo economicus, puesto que es quien moderniza las instituciones para maximizar su eficiencia. La causalidad es unidireccional: del individuo al grupo. El grupo no tiene poder para modificar el interés individual, sólo para asegurar su expresión más eficiente. Pero los nuevos institucionalistas han detectado un defecto que convierte a todas las instituciones, como agentes del interés individual, en entidades bastante precarias: el problema del agente-principal, una forma de riesgo moral que describe una disparidad entre los incentivos de la gente y sus responsabilidades. El principal o jefe quiere maximizar algo y contrata al agente para actuar en su nombre. El problema surge cuando la información que poseen el jefe y el agente es desigual, o asimétrica. En muchos casos, el jefe no puede saber cómo se está comportando el agente, ya sea porque no puede observar directamente sus acciones o porque el agente (funcionario o directivo) tiene más conocimientos: de hecho, éste podría ser el motivo por el que en un principio se ha contratado al agente para cumplir con su tarea. Esta situación deja total libertad a los agentes para que persigan sus propios intereses individuales a expensas de los intereses privados del principal. Y esto equivale a decir que el principal tiene una voluntad teórica, mientras que el directivo tiene una voluntad real. La nueva economía institucional se utiliza para explicar los rasgos conductuales del Estado. En la época keynesiana no había mucha teorización sobre el Estado: se veía como un déspota benevolente, dirigido por expertos. La teoría de la «elección pública» ha vuelto a la idea anterior del Estado

depredador, aunque ahora vaya adornada de un atuendo neoclásico. Lejos de que «la responsabilidad del cargo» determine la conducta de los funcionarios públicos, son los intereses privados de esos funcionarios públicos los que modelan su comportamiento en el cargo. Los economistas de la «elección pública», como el premio Nobel James M. Buchanan (1919-2013), usan la metodología neoclásica estandarizada para defender que el denominado «interés público» no es «nada más que» la suma de los intereses privados de los servidores públicos. El «cargo» no tiene influencia en su conducta, están en el juego para obtener un beneficio privado. Pero ¿qué pasa con la democracia? ¿Los intereses privados de los funcionarios públicos no están limitados por la responsabilidad contraída con los votantes? No mucho, ya que los políticos (los agentes) tienen muchos más conocimientos, experiencia e implicación que los votantes (su principal). Los partidos políticos se asemejan a las empresas que buscan beneficios, ya que también tienen el objetivo de vender productos no costeados (políticas) a unos ingenuos contribuyentes. Como ha escrito Buchanan, el principal interés de la escuela de la «elección pública» se encuentra en el «comportamiento maximizador de la utilidad de quienes podrían ser requeridos para proporcionar los productos y servicios públicos que demandan los votantes que pagan impuestos». 9 En el caso del Estado, se pide que los funcionarios maximicen su propia utilidad y atiendan a los intereses de los votantes sólo después de que hayan cubierto su propio excedente. En el caso de la empresa, los directivos atienden a los intereses de los accionistas sólo después de haber alcanzado sus propios objetivos privados. Por definición, los economistas neoclásicos creen que las profesiones autorreguladas son cárteles que extraen «rentas» de sus usuarios. El problema del agente-principal acecha a la economía neoclásica como una desalentadora advertencia sanitaria y con un mensaje inequívoco: haz todo lo que puedas para reducir los costes de que los individuos hagan sus

transacciones directamente en los mercados. Propuso una lógica para las políticas de privatizaciones de Reagan y Thatcher en los años ochenta, y para la externalización de las funciones públicas en las empresas privadas. Sería mejor, proseguía el argumento, dejar la provisión de los bienes públicos, como el sistema legal, la educación, los hospitales, la vivienda y el sistema de transportes, a unos «cuasimercados» regulados por departamentos del gobierno. Incluso las prisiones, el símbolo tradicional del poder del Estado, que encierran a una proporción cada vez mayor de la población, se arriendan en un concurso competitivo. La idea de que los agentes subvierten los objetivos del principal subestima extremadamente la identificación natural de directivos, funcionarios y empleados con los objetivos de las organizaciones a las que sirven. La única solución al problema del agente-principal que pueden proponer los economistas neoclásicos es mejorar los incentivos para que los agentes no engañen a su principal. En los momentos posteriores a la crisis financiera de 2007-2008, que sacó a la luz un fraude generalizado, el debate versaba sobre la necesidad de «alinear» los incentivos de los banqueros con unas transacciones más honestas. El sueldo vinculado al rendimiento de los profesores es otro ejemplo. Los profesores, dicen, no harán lo que es mejor para sus alumnos si no reciben unos incentivos especiales. Esta visión tan depresiva del comportamiento asume que la honestidad y el cumplimiento del deber tienen un precio. La aversión neoclásica por las instituciones ha llevado a algunos economistas a defender que las empresas, así como otras organizaciones, son sólo una fase transitoria en el proceso que conduce a unos mercados más completos. Si los costes transaccionales de recurrir a los mercados se reducen a cero, la ventaja que tienen las empresas desaparece. ¿Qué queda entonces de la teoría de Coase? ¿Qué función tiene la empresa? ¿Y cuál es la función del Estado? Alguien podría decir que el modelo clásico de empresa está desapareciendo. El big data y la tecnología informática han reducido tanto

los costes de la información que miles de millones de individuos pueden comerciar directamente entre sí sin la necesidad de intermediarios institucionales. Las instituciones retroceden ante la invasión de las redes sociales y las compras por internet. «Y todo lo que es sólido se desvanece en el aire», en la expresión de Karl Marx. Los sociólogos radicales, como el brasileño Roberto Unger, creen que la «economía del conocimiento» está condenada a generar un mundo descentralizado de pequeñas empresas conectadas en redes globales. 10 Sin embargo, esta nueva perspectiva individualista es prematura. Las instituciones erigidas por la tecnología digital son menos visibles que sus predecesoras, sus actividades más «virtuales», pero esto no significa que no existan, o que no sean incluso más grandes y poderosas. Las visibles corporaciones multinacionales que dominaron el mundo como grandes colosos en los años setenta, y cuyo funcionamiento trataban de explicar los economistas institucionales, puede que ya no existan, pero eso no significa que la «democracia del mercado» haya ocupado su lugar. Su lugar ha sido usurpado por nuevas plataformas digitales como Google, Amazon, Facebook y Apple, que establecen cuasimonopolios mediante la recopilación de datos sobre los gustos y preferencias del consumidor, que después pueden explotar comercialmente. La regulación y el control del Estado aumentan para controlar la utilización de los datos para propósitos perversos. El Hermano Mayor te vigila (casi) constantemente, pero la mayoría de los economistas, embelesados por su visión de una utopía comercial individualista, no se han dado cuenta todavía.

La economía institucional, de viejo o nuevo cuño, representa una gran mejora en comparación con el Robinson Crusoe de la escuela neoclásica pura. Reconoce que los individuos se enfrentan a situaciones que los animan a cooperar. Estas situaciones pueden expresarse en términos de «costes» de la

información o como un problema existencial (incertidumbre). La teoría de juegos también reconoce que los juegos, en particular los repetitivos, pueden conducir a un equilibrio cooperativo. Cada jugador está condicionado por el comportamiento del resto. Sin embargo, en términos generales, el nuevo institucionalismo permanece dentro del campo instrumentalista. Ilustra a la perfección la pobreza imaginativa de la economía neoclásica bajo su caparazón técnico. La información se trata como un coste mensurable, pero lo que provoca que las personas creen vínculos entre ellas no son los costes de obtener información, sino el miedo a estar solas en un mundo incierto.

Capítulo 9 Poder y ciencias económicas Los economistas de la corriente predominante no sólo creen que conceptos como «explotación» y «poder» son inútiles para explicar el fenómeno económico, sino que muestran una gran preocupación ante la posibilidad de introducir unas palabras con tanta carga emocional en el análisis. JOSEPH STIGLITZ, Economía poswalrasiana y posmarxista 1

El poder —cómo se adquiere, cómo se utiliza, su legitimidad— es el principal tema de las ciencias políticas. Pero brilla por su ausencia en las ciencias económicas. La economía, al menos como concepto, se propone estudiar las relaciones no coercitivas: las negociaciones voluntarias del mercado. Estas dos disciplinas, la economía y la política, ¿están hablando de diferentes aspectos de la vida: el reino de la política, determinado por relaciones de poder, y el mundo de la economía, modelado por unos contratos voluntarios? La economía política representa el intento tradicional de unir ambas disciplinas. Pero, como materia académica, se acabó yendo a pique por su asociación con el marxismo, y las versiones no marxistas adolecen de una grave falta de claridad cuando tratan de explicar cómo se relacionan entre sí las relaciones económicas y las de poder. En consecuencia, el estudio de la

economía política ha sido marginado. Las dos disciplinas, la economía y la política, siguen caminos separados, pero ocupan espacios que les resultan conocidos. Justo en medio de ambas se encuentran la mayoría de las preguntas importantes relacionadas con las políticas públicas. Este capítulo está dedicado al abandono del estudio del papel que desempeña el poder en las relaciones económicas. Este abandono es deliberado. Cuando los economistas de la corriente mayoritaria ignoran hasta qué punto el poder impregna todas las facetas de la economía, refuerzan las estructuras de poder existentes al convertirlas en invisibles. El primer reto para cualquiera que quiera hablar del poder consiste en establecer qué quiere decir exactamente la palabra. De manera resumida, es la capacidad para asegurar la obediencia a los propios deseos, ya sea a través del castigo o la disuasión. El poder no es lo mismo que la autoridad, aunque los dos conceptos se solapan. La autoridad se establece por la superioridad aceptada del carácter, la inteligencia, la experiencia o la posición. Estas cualidades confieren el derecho reconocido a ser obedecido. El médico tiene autoridad, pero no poder. Ni tampoco todo poder es ilegítimo. Puede ser legítimo, en el sentido de que el derecho de algunas personas a dar órdenes y la obligación de otras a cumplirlas está generalmente aceptado. Sin embargo, nunca es legítimo del todo. Comporta una connotación de cierta resistencia, real o potencial, a los deseos de quien ostenta el poder, que necesita vencer o prevenir. Tampoco toda autoridad puede divorciarse del poder, aunque muchas veces lo esté. Hablamos del «imperio de la ley» como una cosa que está al margen, o por encima, del poder. Pero no podemos evitar la sospecha de que «hay una ley para los ricos y otra para los pobres». Una de las explicaciones más influyentes del poder, obra de Steven Lukes (1941), sostiene que debe entenderse en tres dimensiones diferentes: el poder directo, el poder de agenda y el poder hegemónico.

Formas de poder

El poder directo (o duro) es la dimensión más simple, menos controvertida y, casi con total certeza, la más importante de las tres. Es la pistola en la cabeza, la mano en el cuello: la capacidad de coaccionar a la gente para que haga lo que no quiere hacer, pero que tú quieres que haga. Hay distintos grados de coerción, pero la idea básica es la misma. Si no haces lo que quiero, haré que tu vida sea muy corta, muy dolorosa o muy difícil. El poder directo ha sido la forma más prevalente a lo largo de la historia, que, en su mayor parte, ha sido en realidad la historia del conflicto militar. Clausewitz definía la guerra como «un acto de violencia para obligar a nuestro oponente a cumplir nuestros deseos». La guerra todavía es muy importante en las relaciones internaciones, aunque en formas híbridas. El poder de agenda, como su nombre sugiere, se refiere al control sobre «la agenda» política. Es la capacidad para mantener las ideas más incómodas lejos del proceso de toma de decisiones. Si una idea no encaja con tus intereses, evitas que se hable de ella. El presidente de una reunión establece la agenda y, con un poco de astucia, puede asegurarse de llegar a su conclusión antes de que se hable de cualquier tema incómodo. Los medios de comunicación y los partidos políticos establecen el lenguaje y el tono del debate público. Deciden qué ideas están «en la lista» y cuáles «se pasan de la raya». Durante la crisis del rescate griego, hubo una declaración de Christine Lagarde, la entonces directora del FMI, que hizo fortuna: dijo que era necesario «comportarse como adultos», una apenas velada alusión a Yanis Varoufakis, quien era el ministro de Finanzas de Grecia. Varoufakis era descrito como alguien infantil; sus propuestas para reducir la deuda «no estaban en la lista». El momento de la «pistola-en-la-cabeza» llegaría más tarde, cuando de manera totalmente deliberada el Banco Central Europeo llevó a la quiebra al sistema bancario de Grecia en vísperas de un referéndum. 2 En el mismo sentido, si las grandes cadenas de noticias rechazan cubrir un

tema y los principales partidos políticos no se ocupan de ejercer cierta presión, el interés en la cuestión se acaba diluyendo. La gente quizá se queje en el bar o en la calle, pero al final las protestas casi siempre acaban quedando en nada. Un clásico ejemplo de este fenómeno es la inmigración. Por supuesto, los esfuerzos por dejar algunos temas «fuera de la lista» no siempre tienen éxito. A pesar del constante apoyo del Daily Mail y el The Daily Telegraph, el Brexit no estuvo realmente «en la agenda» hasta que David Cameron y George Osborne pensaron que un referéndum pondría punto final a la perpetua guerra civil que se vivía en el Partido Conservador por la pertenencia a la Unión Europea. De un modo similar, Donald Trump no estuvo realmente «en la agenda» hasta que irrumpió durante las primarias republicanas gracias a su astuta comprensión del funcionamiento de las redes sociales, un agudo sentido de la adicción de la televisión a los dramas y, quizá, un poco de ayuda desde el exterior. La división de opiniones es la mayor limitación a la capacidad para ejercer el poder de agenda. El poder hegemónico, o ideológico, se solapa con el poder de agenda. En este caso, no se trata tanto de alejar las ideas incorrectas de la lista, sino más bien de llenarla con opiniones propias. El poder ideológico es invisible, así que no provoca resistencia. Lukes lo describe como «el poder sobre el pensamiento, los deseos, las creencias y, por lo tanto, las preferencias». 3 Los sociólogos franceses Pierre Bordieu (1930-2002) y Michel Foucault (19261984) distinguieron distintas formas de «dominación críptica», tan sumergidas en nuestra subjetividad y costumbres que, en realidad, no podemos ser conscientes de ellas. 4 La propaganda refuerza tanto al poder de agenda como al hegemónico; influye en la opinión a corto plazo, mientras que a largo plazo enmarca la forma de pensar de la gente sobre las cosas. El poder ideológico sería el poder «blando» arquetípico. Obedeces por amor, no por miedo. Aunque las definiciones anteriores de Lukes, Bourdieu y Foucault difieren sutilmente, todas destacan la idea de que nuestros valores y

costumbres pueden estructurarse para que encajen con los intereses de quienes ostentan el poder. Los «alicientes», en la forma de «palos y zanahorias», son algunos de los elementos que mantienen las tres formas del poder. Los palos son evidentes en el caso del poder duro, que a día de hoy se reduce en la práctica al poder del Estado, la mafia o los grupos terroristas. Pero todas las organizaciones han desarrollado sus sistemas de alicientes (que los economistas llaman «incentivos») para vincular a sus miembros con los objetivos de la organización. Incluso el poder hegemónico (que es en gran medida invisible a aquellos sujetos a él, ya que actúan por su propia voluntad) tiene su estructura de incentivos. La concepción hegemónica del poder se inspira claramente en la tradición marxista. Para Marx, la ideología era una «falsa conciencia», una idea desarrollada por Antonio Gramsci (1891-1937). En palabras del filósofo y político italiano, la hegemonía representa «el liderazgo intelectual y moral» a través del cual «se impone una dirección general sobre la vida social por parte del grupo dominante fundamental». 5 La idea de religión como «opio del pueblo» es un ejemplo de esta forma de pensar: mediante la promesa de una vida póstuma maravillosa a cambio de enormes esfuerzos en esta vida, los trabajadores están ciegos a sus verdaderos intereses en la tierra. El poder ideológico puede verse como un reemplazo de la autoridad tradicional, incluyendo la religiosa: la comunidad ideológica de la «nación» ha sido la forma más potente de asociación en el siglo XX. Gramsci desarrolló la idea de «poder hegemónico» para explicar por qué la profecía de una serie de revoluciones proletarias en los países industrializados nunca llegó a materializarse. La clase trabajadora ha sido manipulada para aceptar las condiciones de su propia opresión. El desencadenante inmediato de esta revelación se produjo en 1914, cuando los partidos obreros pusieron la nación por encima de la clase para apoyar la Gran Guerra. El radicalismo islámico puede verse como el ejemplo

contemporáneo del poder hegemónico: hombres jóvenes, desafectos, animados a malgastar sus vidas por la felicidad eterna. La dimensión hegemónica del poder es la más difusa. ¿Cómo saber que existe si es invisible? La respuesta es que, más o menos como ocurre con la gravedad, es una hipótesis que sirve para explicar por qué la gente parece actuar tan a menudo contra sus propios intereses. Esta explicación de su miopía, sin embargo, asume que los intereses «verdaderos» u «objetivos» que el individuo desconoce sí están claros para los teóricos. En ciertos casos, relacionados con cuestiones científicas basadas en hechos concretos, los intereses «verdaderos» pueden ser conocidos por todos, y la incapacidad para actuar según sus dictados sería un claro síntoma de miopía. En temas de ciencia —por ejemplo, medicina— hablamos de la autoridad del médico, no de su poder. Si consideramos, como la mayoría de los marxistas, que las ideas de Marx son la «verdadera» ciencia de la sociedad, la incapacidad manifiesta de la clase trabajadora para actuar como exige esa «ciencia» necesita una buena explicación. Su comportamiento es, simplemente, equivocado. Este fenómeno es análogo a la fórmula que los economistas utilizan para tildar de «irracional» la incapacidad de los individuos para actuar según los patrones racionales que se esperan de ellos. Pero en ninguno de los dos casos la gente ha recibido una verdadera «ciencia de la sociedad», mientras que sí es posible desarrollar una verdadera ciencia de la naturaleza: en el mejor de los casos, sólo obtiene un argumento parcial o incompleto. La acusación de irracionalidad o miopía, por lo tanto, no se sostiene. Decir que, simplemente, la «clase trabajadora» no tenía patria en 1914 no es verdad. Los trabajadores se sentían alemanes, franceses, británicos, rusos, italianos. Ésa es la razón por la que apoyaron la causa de su país en la guerra. No fue una ilusión: era una realidad, que una interpretación exclusiva de la historia en términos de clase social pasaba por alto.

La legitimidad del poder

El estudio de las formas de poder está determinado por la opinión de cada persona sobre el carácter de las instituciones a través de las cuales se supone que debe ejercerse. Las ciencias políticas reconocen tres grandes estructuras de poder: liberal, marxista y maquiavélica. 1. La teoría liberal del Estado es coherente con —y se desarrolla junto a— la teoría económica del Estado. El poder del Estado es un poder directo, pero está limitado de manera muy estricta por los términos del contrato social, del que se dice que puso fin al «estado de naturaleza». Esto somete el poder del Estado a los términos del contrato. El Estado tiene derechos y obligaciones, su poder es legítimo. Para el relato liberal, resulta fundamental el rechazo del poder estatal sobre el mercado. El poder del Estado se limitaba a mantener la «honestidad» de los actores del mercado: castigar el fraude y evitar el monopolio. Los liberales «sociológicos» como Montesquieu (1689-1755) y Tocqueville destacaron el papel de la separación constitucional de poderes y las instituciones intermedias como baluartes contra el poder despótico. El poder de agenda y el hegemónico no forman parte del discurso liberal, ya que esta doctrina niega que el Estado tenga otro poder que no sea coercitivo. 2. La teoría marxista del poder de clase refleja su visión de la historia, y no sólo de la historia capitalista. La clase dominante siempre ha dado forma a la organización social para sus propios fines, ya fuera la gloria militar o apoderarse del botín —con una fuerte conexión entre ambos—, objetivos ambos que siempre implican la explotación de la clase trabajadora a partir del modelo de producción dominante (esclavitud, servidumbre, «salarios de esclavitud»). Su base ha sido la propiedad de los medios de producción por parte de una sola clase social. En la sociedad capitalista, la clase capitalista es la que tiene el poder, que

emana de su propiedad sobre el capital. En gran medida, se trata de un poder directo: o los trabajadores aceptan el sueldo que determinan los capitalistas o de lo contrario se mueren de hambre. Pero tampoco falta un poder hegemónico que actúe como refuerzo. El control sobre los medios de producción incluye el control sobre la producción de ideas. Marx escribió: «Las ideas de la clase dominante son en todas las épocas las ideas dominantes [...]. Las ideas dominantes no son nada más que la expresión ideal de las relaciones materiales dominantes, que hacen de una clase en particular la clase dominante; por lo tanto, son las ideas de su dominancia». El poder de clase es, per se, ilegítimo. La toma del poder por vías revolucionarias es necesaria como preludio para abolirlas, a través la erradicación de las clases. 6 3. La teoría maquiavélica (o cínica) del poder de la élite. Para Vilfredo Pareto, economista, sociólogo y politólogo, lo que Marx concebía como una lucha social por el control del poder es simplemente la lucha por el poder entre la élite en funciones y la que se encuentra en la oposición. «El único resultado apreciable de la mayoría de las revoluciones — escribió— ha sido la sustitución de un grupo de políticos por otro.» El socialismo es una forma de falsa conciencia; no conduce al triunfo del humanismo, sino a la imposición de otra jaula de ataduras. «Haz como las ovejas y acabarás en el matadero.» 7 El poder de la élite, como el poder de clase, depende de una combinación de engaño y poder directo.

¿Cómo ven el poder los economistas? Por regla general, los economistas neoclásicos describen la economía como una zona libre de la influencia del poder, donde la única excepción reconocida sería el monopolio. Esta visión los distingue de los marxistas, que consideran las situaciones de monopolio en el mercado como casos extremos

del monopolio inherente a toda propiedad sobre el capital. Al modelar los mercados como si fueran competitivos, los economistas hacen que el poder sea invisible. Un monopolista es alguien que compra o vende productos en cantidades lo bastante grandes como para condicionar su precio. La capacidad para subir los precios a tu antojo es una forma de poder: si eres el único proveedor, es muy fácil decir «si no te gusta, ahí tienes la puerta». Adam Smith admitía la tendencia natural de los mercados al monopolio. «Las personas del mismo gremio —escribió— casi nunca se reúnen, ni siquiera para su júbilo y diversión, pero la conversación siempre termina en una conspiración contra el público o en algún ardid para subir los precios.» 8 Smith comprendió que, en cuanto algunos de los participantes en el mercado son monopolistas y tienen el poder de fijar sus propios precios, toda la teoría de la distribución eficiente se viene abajo. Si alguien tiene un monopolio sobre el agua, por ejemplo, no sólo gana más dinero del que sería necesario para mantener el suministro, sino que además restringirá su suministro sin motivo alguno para inflar aún más los precios. Además, el monopolio en el mercado incrementa notablemente el poder de los lobbies políticos. Si hay muchas empresas en un sector, las ventajas de que una sola presione al poder político para mejorar sus condiciones van a recaer en gran medida sobre sus competidores, así que la actividad del lobby deja de tener sentido. Un monopolista, en cambio, se lleva todos los beneficios. Los economistas no tienen ningún problema para modelar el monopolio, es algo tan sencillo como un mercado con un único comprador o vendedor. Sin embargo, cuando establecen su posición, prefieren minimizar su importancia en la vida económica. Los libros de texto siempre empiezan con modelos de mercados competitivos y sólo introducen la teoría del monopolio más adelante. Eso se debe a que, desde los tiempos de Adam Smith, han considerado el monopolio como un defecto o una imperfección en un orden de cosas que, fuera de esa lacra, es muy deseable. El carácter prescriptivo, o

normativo, del diseño de modelos económicos puede verse aquí en todo su esplendor. En la línea del ataque de Smith contra el monopolio, hasta los gobiernos que se han comprometido con el laissez-faire suelen actuar con decisión contra los monopolios descarados. El ejemplo más famoso es la Ley Sherman antitrust de Estados Unidos, que llevó a la división de la Standard Oil en 1911. En los últimos tiempos, esta estrategia dura contra el monopolio se ha suavizado mucho, sobre todo en el ámbito de la economía de la regulación. En vez de exigir una competencia real para recortar el poder del monopolio, la simple amenaza de su implantación forzosa podría llegar a ser suficiente. Si se mantienen ciertas condiciones, y aunque sólo haya una única empresa en el mercado, esta última va a seguir comportándose como si se encontrara en un mercado competitivo por su inquietud ante la posibilidad de que entren nuevos participantes. La proposición general es que no puede haber poder de mercado si éste se encuentra en una situación de disputa permanente. Richard Cooper escribe: «La capacidad económica generalizada en un entorno globalmente competitivo crea opciones para todas las partes, y la presencia de alternativas socava la capacidad de cualquier actor único para alcanzar sus objetivos predilectos, excepto a través de un buen rendimiento a ojos de sus clientes». 9 Esta descripción sería una imagen extremadamente idealizada del sistema global, en el que las grandes corporaciones pueden asignar sus mercados, decidir dónde invertir y mover el dinero de un lugar a otro, y, gracias al uso de los precios de transferencia —comprar de sus propias subsidiarias a precios inflados—, pagar impuestos allí donde quieran. 10 Ante este uso perverso de la competencia, la mayoría de los economistas sólo tienen una respuesta: más competencia. El oligopolio es una forma mucho más frecuente —y compleja— de poder de mercado: un mercado dominado por unas pocas grandes empresas (coches, petróleo, telecomunicaciones, aviación), en vez de sólo por una. Cada

empresa sabe que cualquier decisión sobre la fijación de precios o la producción puede provocar una reacción de las demás. Sólo hacen falta unos pocos apretones de manos para convertir el oligopolio en un cártel. Si cooperan, equivalen a un monopolio. Ni siquiera tiene que ser abierto: las empresas pueden firmar una especie de tregua tácita en su estrategia de fijación de precios por miedo a una guerra comercial como represalia. Sin embargo, el fenómeno de los cárteles también es inmune al estudio del poder económico. Es muy difícil de modelar por una razón: los precios son indeterminados. Así que los economistas vuelven a decir otra vez que, más tarde o más temprano, el cártel se desmembrará por los incentivos económicos que hay para romperlo y los productores terminarán participando en un juego de estrategia competitiva. Pero en la práctica no parece que haya muchas guerras de precios de este estilo: la fijación de precios de los oligopolios demuestra una estabilidad destacable en muchos sectores. 11 Los monopolios absolutos son relativamente raros en la economía moderna. Es mucho más habitual, en cambio, la versión final del poder de mercado que los alumnos aprenden: la competencia monopolística, descrita por primera vez por Edward Chamberlin (1899-1967) en 1933 y ampliada más adelante por Joan Robinson (1903-1983). La idea es que, si bien es cierto que las empresas no pueden confiar en llegar a tener un monopolio absoluto sobre los productos que venden, sí pueden establecer monopolios de marca. Nike no tiene el monopolio sobre las zapatillas deportivas, pero sí tiene un monopolio sobre las zapatillas con el logo de Nike. Así, mientras la gente siga creyendo que vale la pena pagar por la marca, Nike tiene un cierto nivel de poder, una posición que defender. Para instaurar esta clase de monopolio parcial, las empresas deben diferenciar un poco sus productos de aquellos que proporciona la competencia o bien encontrar algún tipo de ventaja, algún «punto de venta único» (USP, por sus siglas en inglés) en la terminología propia del marketing. 12 Las empresas que encuentran un USP pueden cobrar un

recargo sobre el precio que fijaría una empresa en un mercado perfectamente competitivo. 13 A decir verdad, todo esto ya empieza a parecer un retrato más realista de la economía moderna, pero, por desgracia, la explicación inicial de la teoría rara vez analiza esta cuestión en profundidad. Para completar la imagen, debemos incluir el poder del monopsonio. Es una situación en la que el mercado está dominado por un único comprador. Un buen ejemplo de monopsonio sería el National Health Service (NHS) británico, donde el Estado es el comprador del 90 por ciento de los servicios médicos. El resultado es un excedente del consumidor: los consumidores acaban pagando menos por su salud de lo que cabría esperar. Con la mano de obra se producen situaciones similares. El Estado dispone de un importante poder de monopsonio sobre, por ejemplo, la policía, el profesorado y la enfermería, como ocurriría con cualquier proveedor monopolista en un sector con una mano de obra especializada. La hostilidad hacia los monopolios es una tradición muy saludable. Pero cuando modela el sistema del mercado como un dominio autorregulado poblado de «agentes» atomizadores, la corriente predominante en las ciencias económicas ignora la estructura real de los mercados modernos, en los que las grandes empresas, plataformas digitales, sindicatos (a veces), agencias de publicidad y gobiernos se llevan la mayoría de las presas. Así que la mayoría de los economistas minimizan el problema del poder en el sistema de mercado. La competitividad de los mercados es la respuesta que ofrece la economía estandarizada a la afirmación de Marx de que el poder es inherente a todo trabajo asalariado. La respuesta es que Marx tendría razón si sólo pudiéramos aspirar a un único puesto de trabajo, pero no cuando existe la posibilidad de escoger entre varios diferentes. Aun así, renunciar a un empleo tiene sus costes. La pregunta es: ¿hasta dónde deben elevarse esos costes para que el contrato asalariado adquiera capacidad coercitiva? El argumento socialdemócrata es que sería coercitivo ante la ausencia de medidas para

equilibrar el poder de los trabajadores en el mercado. Ésta sería la justificación de la existencia de sindicatos, una ley de salario mínimo y prestaciones sociales. Sin embargo, la narrativa neoclásica se ha dedicado básicamente a explicar que los sindicatos, el salario mínimo y el estado del bienestar fijan el precio de los empleados sin trabajo. El hecho de que, a pesar de todo, los estudiantes aprendan que los mercados competitivos determinan los precios antes de que sepan nada sobre las tasaciones derivadas de las situaciones de monopolio u oligopolio sugiere claramente que el segundo fenómeno se considera temporal y accidental. Además, los estudiantes son bombardeados con un sinfín de lecciones sobre la existencia del poder del mercado y luego se les asegura que la competencia casi siempre prevalece: el cártel se desintegrará, ya que la amenaza de un nuevo participante servirá para disciplinar al actual. Por el contrario, se anima encarecidamente a los alumnos a no pensar demasiado en las excepciones y reservas a la existencia de la libre competencia. El lenguaje sobre las «imperfecciones del mercado» respalda esta visión. Desde un punto de vista retórico, la configuración predeterminada es el mercado perfecto, y todo lo demás sólo es ajustar el modelo para reflejar mejor la realidad. Describir como «un fallo del mercado» un error que se produce en una situación en la que no puede existir un mercado competitivo es como explicar el hundimiento de un edificio de madera por un «fallo de la madera»: en realidad, los errores son responsabilidad de los economistas y de los ingenieros, respectivamente. El defecto es fácil de identificar, pero difícil de erradicar, porque acompaña a las ciencias económicas desde el principio. La respuesta es empezar por el otro extremo: aceptar que los mercados, en general, no cumplen —ni pueden cumplir— las condiciones de eficiencia que se les exige, e identificar aquellas áreas concretas donde sí pueden y lo hacen. En otras palabras, desarrollar una teoría general de los mercados donde las

situaciones de eficiencia sean sólo un caso especial. Esto, creo, es lo que Keynes intentaba hacer, y por eso nos dejó una tarea aún incompleta. Además, cuando se limita a estudiar y preocuparse por una única forma concreta de poder económico —el poder de mercado—, la corriente predominante distrae la atención de la manera en que se ejerce el poder lejos del mercado para influir en la política económica de los gobiernos y en los gustos, preferencias y valores de los consumidores.

El papel de las ciencias económicas en el sistema de poder En las notas finales a su Teoría general, Keynes escribió estas célebres palabras: «Las ideas de los economistas y los filósofos políticos, tanto cuando tienen razón como cuando se equivocan, son más poderosas de lo que generalmente se cree. De hecho, el mundo está gobernado por pocas cosas más [...]. Estoy seguro de que el poder de los intereses creados se exagera enormemente en comparación con la creciente transgresión de las ideas». 14 Keynes no sólo distingue entre ideas e intereses creados, sino que también reivindica la independencia de las ideas de esa clase de intereses. Keynes no habría negado nunca que las ideas son una fuente de poder. Pero las hubiera considerado un poder imparcial, concretamente, una fuente de autoridad. El argumento fundamental para defender la independencia de las ciencias económicas respecto a los intereses de clase es que las ideas son el producto de instituciones académicas, no de lobbies empresariales. Desde hace mucho tiempo, la investigación pura se considera una actividad intelectual independiente; su sello distintivo es la imparcialidad, y su propósito, la búsqueda de la verdad. El interés pecuniario de los académicos no está directamente implicado en la dirección de su investigación ni en sus resultados. Cualquiera podría añadir, siguiendo el espíritu de Keynes, que los economistas son quienes establecen la agenda de las ciencias económicas, y

no esos «intereses creados». Sus ideas más destacadas no están a merced del poder de una forma clara y directa. La teoría económica, como hemos defendido, demuestra una gran estabilidad en sus conceptos, técnicas y lenguaje a lo largo del tiempo. Por este motivo es difícil aplicar un cambio de paradigma en las ciencias económicas. Es verdad que la teoría económica recibe la influencia de los signos de los tiempos. Esas condiciones concretas producen lo que John Hicks (19041989) llamaba «concentraciones de atención». La aparición de un desempleo persistente en los años treinta produjo la revolución keynesiana; la inflación de los años setenta alumbró el monetarismo. La interpretación teórica de estos hechos no puede vincularse con facilidad a unos intereses creados. Pero incluso si aceptamos (y deberíamos hacerlo) que las ideas son una fuente de poder independiente, ¿las hace eso independientes de los intereses creados? «Las propias ciencias económicas (o sea, la materia tal como se enseña en las universidades y las clases nocturnas, y se menciona en los artículos más destacados) —escribió Joan Robinson— siempre han sido en parte un vehículo para la ideología dominante de cada período, y por otra parte un método para la investigación científica.» 15 La pregunta que aparece es por qué algunas de las ideas creadas en las instituciones académicas se consideran aceptables, mientras que otras quedan marginadas. Quizá las ideas gobiernen el mundo, pero eso no significa que cualquier idea pueda hacerlo. Todavía debemos preguntarnos qué da alas a ciertas ideas y qué se las corta a otras. En las ciencias naturales —la física y la química, más que la biología—, la respuesta es una calidad científica superior. Por esta razón, la física cuántica ha sustituido a la física clásica. 16 La realidad no cambia, sólo lo hace la teoría a medida que mejoramos nuestra comprensión de la realidad. Pero en las ciencias sociales esta afirmación no es tan verdadera. El mundo natural no interfiere en la observación que se hace del mismo, pero en el mundo social, sí. La variabilidad del objeto de estudio es lo que separa las ciencias sociales

de las ciencias naturales. Como resultado, las proposiciones de las ciencias sociales no satisfacen el «criterio de universalidad». En raras ocasiones pueden confirmarse o refutarse con éxito, salvo durante breves períodos de tiempo. Este hecho sugiere que en las ciencias económicas, mucho más que en la física o la química, la agenda de la investigación refleja en parte unos intereses no científicos. Por lo tanto, esta pregunta no sería irrelevante: ¿quién financia a las instituciones de las que nacen las ideas económicas?, ¿quién financia la divulgación de ideas en formatos populares, los medios de comunicación, los laboratorios de ideas?, ¿qué incentivos se encuentran los productores, promotores y difusores de ideas, incluso en una sociedad en la que el debate es «libre»? Las empresas y los gobiernos son los principales financiadores de las investigaciones económicas. Podríamos asumir, en aras del argumento, que el gobierno está interesado en el bien común. Paga para generar un mayor conocimiento económico con el objetivo de mejorar el bienestar de la comunidad. No interfiere directamente, o no lo ha hecho hasta hace poco, en el contenido de la investigación. No puede decirse lo mismo de las empresas, uno de los clásicos «intereses creados» de Keynes. Y las empresas financian a muchas instituciones académicas. Podríamos señalar la enorme influencia de «los economistas de la City» —analistas bancarios, periodistas financieros y demás— en la divulgación de una versión grosera de la ortodoxia del libre mercado. E incluso los economistas de las universidades tienen lucrativas fuentes de ingresos suplementarias en el sector de la «consultoría». En su estructura financiera, las ciencias económicas se parecen más a la ingeniería o la farmacología que a la sociología o la historia. La economía es la única ciencia social que tiene un premio Nobel y que aparece agrupada con las ciencias puras. El Nobel se considera el máximo galardón que puede obtenerse en una ciencia real. No hay premio Nobel de

historia, teoría política o sociología. No obstante, es el único de los premios Nobel financiado por el Banco Central de Suecia, que ya no es una simple institución técnica y neutral, más o menos como cualquier otro banco central. 17 Así que debemos preguntarnos: ¿qué interés tienen las empresas cuando pagan por las investigaciones sobre economía?

La acusación marxista contra las ciencias económicas burguesas Los marxistas ofrecen una respuesta clara. «¿Qué otra cosa nos demuestra la historia de las ideas —escribió Marx—, salvo que la producción intelectual evoluciona en función de los cambios en la producción material?» 18 Su acusación se resume en que quienes ostentan el poder en una sociedad capitalista, a través de su control de los sistemas mediáticos, políticos y educativos, son capaces de generar un flujo de ideas que induce en la clase trabajadora el patrón de comportamiento que más les conviene, pero que es contrario a los intereses objetivos de dicha clase trabajadora. Figura 4. Los jefes del Senado, de Joseph Keppler, 1889

En concreto, estas ideas son la causa de que los trabajadores acepten condiciones laborales, sueldos, contratos de endeudamiento, estilos de vida y

formas de consumo que son contrarios a sus propios intereses. Las ciencias económicas, dicen los marxistas, sirven a los intereses de la clase capitalista disfrazando la verdadera naturaleza de las cosas con su pretensión científica. Esto provoca que la gente no piense que la disciplina está relacionada con la ideología y la política, sino que es algo objetivo e independiente, como la física o la química. Seguramente no sea coincidencia que la política de independencia de los bancos centrales dependa en gran medida de la aceptación de que la economía es una ciencia, y de que, por lo tanto, las decisiones de un banco central son técnicas por naturaleza, y no políticas. La idea de un grupo dirigente tecnocrático por encima de la «clase» social, que gobierna en interés de toda la sociedad, está muy cuestionada en la tradición marxista. Capitalismo y democracia, escribe el filósofo alemán Wolfgang Streeck, «son ambos, tanto de manera individual como en sus combinaciones respectivas, el resultado de configuraciones concretas de las clases y sus intereses a medida que han ido evolucionando en un proceso histórico, que no ha sido guiado por un diseño inteligente, sino por la distribución de las fuerzas políticas de clase». 19 La propia revolución keynesiana representó un equilibrio de fuerzas entre una clase obrera cada vez mejor organizada y una clase capitalista a la defensiva. 20 Ya hemos mencionado que la afirmación de que la economía es una ciencia pura es básicamente espuria. La mayoría de sus proposiciones no pueden verificarse ni refutarse. Es decir, la teoría económica no es más que mera opinión envuelta en la autoridad de la ciencia. Confiamos en los médicos porque se basan en la ciencia, aunque algunos teóricos del poder, como Michel Foucault, han descrito el sistema médico como una herramienta de control social, al menos en parte. 21 Los economistas reclaman la autoridad de los médicos sin las credenciales de la medicina. Sin embargo, la acusación marxista sólo es cierta en parte. La relación entre el poder y las ideas no sigue un modelo simple de base-superestructura. No sólo las ciencias económicas tienen su propia agenda; las personas reales

—políticos, hombres de negocios, funcionarios— son consumidores, no productores de ideas. Esto concede a los productores de ideas una considerable latitud frente a sus usuarios. Los intereses creados no están en posición —incluso si fueran capaces— de dictar la forma precisa de la defensa intelectual para proteger sus preferencias. Así, la justificación del libre mercado que realiza el economista suele ser más general y circunscrita que la ofrecida por la clase empresarial. Por ejemplo, los economistas casi siempre se han opuesto al proteccionismo y al monopolio, proposiciones que suelen contar con un fuerte respaldo dentro de algunos sectores del mundo de los negocios. Mucho más perjudicial para los marxistas es que la base sobre la que debería levantarse la superestructura de ideas está lejos de ser el monolito que concibe su imaginación. En la práctica, suele dividirse en intereses que se encuentran en conflicto: en la vida económica, entre exportadores e importadores, entre prestamistas y deudores, entre las finanzas y la industria. Nos encontramos ante el fenómeno, muy notable en Estados Unidos, de una clase empresarial cuya hostilidad ideológica hacia el Estado queda subvertida por su dependencia de los contratos públicos de defensa e investigación para seguir prosperando. Llegados a este punto, una de las cuestiones clave es la división del poder. ¿Hasta qué punto el poder encuentra un equilibrio entre el Estado y los intereses creados, entre grupos sociales y políticos enfrentados, entre capitalistas y trabajadores? Cuanto más igualado es el equilibrio de fuerzas, menos posibilidades de recibir un único relato teórico sobre el funcionamiento de la economía. Desde los años veinte a los años setenta del siglo pasado, el equilibrio de fuerzas entre el capital y la mano de obra era tal que permitió la creación de políticas a partir de acuerdos sociales. En los últimos cuarenta años, el poder se ha alejado de la clase trabajadora y se ha decantado de forma muy clara hacia aquellos que tienen un origen familiar,

una riqueza y una educación superiores, y se ha desplazado de los viejos sectores económicos a las nuevas élites financieras. Por estas razones, nunca hay una relación de 1:1 entre un argumento económico y un argumento político. Esto concede a las ciencias económicas, así como a otras ciencias sociales, una autonomía relativa con respecto a las fuerzas políticas, y ahí es precisamente donde reside su autoridad. Pero la distancia, desde el punto de vista marxista, sólo es relativa. A pesar de su relativa autonomía, las ciencias económicas sirven a los intereses de las empresas al menos de tres formas distintas. Cuando revisten sus intereses con la autoridad de la ciencia, las ciencias económicas pueden conseguir que el interés propio parezca un concepto más fundamentado. A las personas prácticas y funcionales pocas cosas les gustan más que vestir sus prejuicios con un lenguaje científico. Esa clase de lenguaje tiene el poder de convertir lo que en realidad es una cuestión de opinión en una verdad de la naturaleza. La segunda influencia se ejerce a través del poder de la agenda. «Nada es tan importante en la defensa de la corporación moderna —escribe John Kenneth Galbraith— como el argumento de que el poder no existe, de que todo el poder se rinde al juego impersonal del mercado. Nada es más útil que el subsiguiente condicionamiento de los jóvenes por esa creencia.» 22 Como él mismo explica: El auge de las corporaciones modernas ha traído una concentración de poder económico que puede competir con el Estado moderno [...]. En ciertos aspectos, el Estado quiere regular la corporación, mientras la corporación, que cada vez se vuelve más poderosa, hace todo lo que está en su mano para evitar ese control. Allí donde sus propios intereses están implicados, incluso intenta dominar al Estado. 23

Al modelar la vida económica en términos de optimización individual en unos mercados competitivos, las ciencias económicas invisibilizan cualquier poder que sea menos evidente que el monopolio absoluto. Por ejemplo, un salario propio de una situación de explotación es aquel que esté por debajo del valor marginal del producto de la mano de obra. Pero bajo esas supuestas

condiciones competitivas, la mano de obra recibirá el valor marginal de su producto, por lo que la explotación es una patología, no una característica inherente, como Marx defendía. Ocurre algo muy similar con el tratamiento que la corriente predominante en las ciencias económicas dispensa a la publicidad. Para estos economistas, los consumidores racionales son quienes toman las decisiones sobre lo que hay que comprar maximizando su utilidad en unos mercados competitivos. Según este modelo, no hay margen para que la publicidad modifique sus preferencias. La publicidad como expresión del poder se convierte en un fenómeno invisible gracias al argumento de que sólo confirma las preferencias o proporciona información a los consumidores. En la actualidad, los entusiastas del mercado ignoran la influencia de las redes tecnológicas conocidas como «almacenamiento en la nube», propiedad de empresas virtuales como Google y Facebook, en los gustos, ideas y compras de sus usuarios, jóvenes en su gran mayoría. Tercero, las ciencias económicas no sólo demuestran su apoyo al sistema de poder dominante cuando sacan de su agenda el papel del marketing a la hora de condicionar las elecciones del consumidor, sino que además conceden un respaldo «científico» a los programas políticos positivos. El mejor ejemplo en nuestra época ha sido la alineación de la corriente predominante con el programa político de reducir el papel del Estado en la economía. Las propuestas concretas de la corriente predominante también incluyen la idea de que el sistema de mercado garantiza que los jefes de las empresas no cobran más de lo que se merecen; que la globalización beneficia incluso a aquellos que pierden sus empleos; que unos déficits públicos en horas bajas empeoran aún más las cosas; y que las finanzas son un simple intermediario en el sistema económico, no un actor de pleno derecho. Todas estas propuestas quizá sean ciertas o quizá sean medias verdades en circunstancias

muy concretas: lo que causa un gran daño es su transformación y generalización en leyes universales. En su obra, Milton Friedman nos ha dejado un relato tan ingenuo como encantador de la relación entre la ciencia y la ideología: Durante toda mi carrera, me he visto a mí mismo como una especie de esquizofrénico [...]. Por un lado, me interesaba la ciencia qua ciencia, y he intentado —con éxito, espero— que mis puntos de vista políticos no contaminaran mi trabajo científico. Por el otro, me he sentido profundamente preocupado por el curso de los acontecimientos y quería influir en ellos para mejorar la libertad humana. Por fortuna, estos dos aspectos de mis intereses se me han antojado perfectamente compatibles. 24

Friedman se asoma durante un breve instante al precipicio y entonces, a toda prisa, retrocede. Sin embargo, la totalidad de su trabajo «científico» estaba orientado a demostrar la futilidad de la intervención estatal en la economía. Friedman merece cierto reconocimiento por admitir que podría haber un problema cuando hay que reconciliar la ciencia y los valores. La mayoría de los economistas se limitan a ignorarlo.

El vínculo entre ideología y economía es complejo. No es que la ideología distorsione la conclusión de un argumento. Más bien invade la forma de plantear o «modelar» el argumento: sus conjeturas básicas (equilibrio, optimización), la elección del problema que se quiere estudiar, la elección de las variables relevantes, la selección de los datos, la preferencia por un modelo en vez de otro: en pocas palabras, los programas de investigación que siguen los economistas. En este sentido, las ciencias económicas pueden contener un fuerte sesgo ideológico, mientras tratan de seguir fieles al canon aceptado de la investigación científica. Su método científico ha servido para protegerlas de la acusación de sesgo ideológico o subordinación al poder. Las ciencias económicas no han encontrado una fórmula para modelar el poder. Pero la situación es en realidad mucho más grave. La economía neoclásica proporciona el respaldo intelectual al programa político del

liberalismo. Las ciencias económicas son el cemento que une lo que Joe Earle, Cahal Moran y Zach Ward-Perkins (los miembros fundadores de la Sociedad de Ciencias Económicas Posteriores al Crash) llaman la «econocracia»: una red de instituciones tecnocráticas, como los bancos centrales, el erario público y los grandes bancos y corporaciones, que han tomado el control de las economías tras arrebatárselo a las débiles manos de los gobiernos. 25 Por estas razones, la reforma de las ciencias económicas es mucho más que simple autoindulgencia académica. La debilidad de las ciencias económicas al abordar la cuestión del poder es parte integral de la ausencia de las instituciones en su cartografiado de la realidad. Los únicos actores que aparecen en su mapa son los individuos maximizadores. Unas ciencias económicas más exactas empezarían con las instituciones —clases, organizaciones y normas sociales— para a continuación tratar de enseñar de qué forma condicionan las elecciones individuales. La objeción es que resulta imposible construir un modelo matemático a partir de esta clase de aproximación a la materia. Para diseñar modelos matemáticos, necesitas unos antecedentes concretos a partir de los cuales puedas deducir una serie de conclusiones cuantitativas y precisas. Con cualquier otra aproximación acabas cayendo —¡que Dios nos perdone!— en la economía política. Keynes ofreció una respuesta a esta objeción que, para mí, es irrefutable: en asuntos de políticas públicas, es mejor estar más o menos en lo cierto que exactamente equivocado.

Capítulo 10 ¿Por qué estudiar la historia del pensamiento económico? Las ciencias económicas son más como el arte y la filosofía que como una ciencia, en lo referente al uso que pueden darle a su propia historia. La historia de la ciencia es una materia fascinante [...], pero no es importante para el científico en activo en el mismo sentido que la historia de la economía sí lo es para el economista en activo. JOHN HICKS, «Revoluciones» en las ciencias económicas 1

La principal razón para estudiar la historia del pensamiento económico es cuestionar la afirmación de que el conocimiento económico es acumulativo. La corriente predominante considera que las ciencias económicas son una parte más de El ascenso del hombre. 2 Cree que todos los conocimientos económicos útiles en el pasado se han incorporado a las teorías del presente. De hecho, desde el inicio de la «ciencia», la disciplina económica vive una disputa interminable. La razón, como he avanzado, es que sus teoremas, aparte de ser muchos contrarios al sentido común, no pueden ser refutados. Sin embargo, el tema de la acumulación ha estado ahí desde el principio. «¿A qué útil propósito sirve el estudio de opiniones y doctrinas absurdas que fueron desacreditadas hace mucho tiempo, y que se lo merecían?», preguntaba J. B. Say (célebre por la ley de Say) a comienzos del siglo XIX.

«Tratar de revivirlas no es más que inútil pedantería. Cuanto más perfecta llega a ser una ciencia, más breve se vuelve su historia [...]. Nuestro deber con respecto a los errores no es revivirlos, sino sencillamente olvidarlos.» 3 Uno se pregunta si Say se sentiría halagado u horrorizado, entonces, al saber que su «ley» todavía se sigue enseñando a los estudiantes doscientos años después. Aquí tenemos a Robbins cien años después de Say: «Podría afirmarse con seguridad que no hay nada que encaje dentro del viejo marco teórico que no pueda explicarse de una forma más satisfactoria con el nuevo». La única diferencia es que «a cada paso, conocemos exactamente la limitación y las implicaciones de nuestros conocimientos». 4 En nuestra época, George Stigler se ha preguntado: «¿Tienen las ciencias económicas una historia pasada que sea útil?», y llega a la conclusión de que no: «no es necesario leer la historia de las ciencias económicas [...] para dominar las ciencias económicas del presente». 5 El premio Nobel Paul Krugman ofrece una visión más empática de la relación entre las «nuevas» y las «viejas» ciencias económicas, por medio de una analogía con el proceso gradual de cartografía del continente africano. Con el tiempo, los mapas de las costas de África eran cada vez más precisos, pero a cambio se olvidaban de los detalles de los (a veces míticos) territorios del interior. La mejora en el arte de la cartografía «elevó el estándar de lo que se consideraban unos datos válidos». Algo parecido ha ocurrido con las ciencias económicas: El incremento de los estándares de rigor y lógica condujo a un nivel de comprensión muy mejorado sobre algunas cosas, pero también llevó durante un tiempo a la negativa a afrontar esas áreas que el nuevo rigor técnico no podía alcanzar todavía. Áreas de investigación que antes estaban cubiertas, aunque fuera de forma imperfecta, ahora se quedaban en blanco. Sólo con el tiempo, y a lo largo de un amplio período, estas regiones ocultas han vuelto a ser exploradas.

En pocas palabras, «un interludio temporal de ignorancia podría ser el precio a pagar por el progreso». 6 A pesar del interludio (¿de qué duración?)

de ignorancia, la historia de las ciencias económicas es una historia de progreso. Al final, el territorio se «vuelve a explorar» con un mapa mejor. Durante los últimos treinta años, casi todos los departamentos de Economía han tomado a Robbins, Stigler y Krugman al pie de la letra, y han eliminado de sus cursos la historia de la materia, mientras que en el mejor de los casos sólo reservan una pequeña sesión al principio del año para ofrecer un breve resumen. Desde esta perspectiva, hoy se han mejorado todas las formulaciones originales; todos los «errores» han sido detectados y eliminados para no dejar nada más que las afirmaciones correctas de la teoría científica. Estudiar la historia de las ciencias económicas es como rebuscar en un ático repleto de trastos antiguos, un pasatiempo bastante agradable, pero que no tiene ninguna utilidad práctica. También abre la puerta a la sospecha de que el cazatesoros no es lo bastante competente como para realizar un trabajo científico. Figura 5. El atlas Miller de Brasil, 1519

Nótese la representación estilística del interior, en comparación con la ausencia de detalle en la descripción de las características y enclaves distribuidos por la costa. Se ha señalado que el mapa tenía una intención política: los portugueses, sus creadores, querían desincentivar las ambiciones coloniales españolas reflejando que Brasil se desdibujaba hacia el borde exterior del mapa, lo que implicaba que la circunnavegación alrededor del país era imposible.

La pregunta que esta clase de relatos pide a gritos es si «las ciencias

económicas del presente» son las mejores posibles. La incapacidad manifiesta de la mayoría de los economistas para prever la posibilidad de colapso en 2008 podría verse como una refutación de la respuesta afirmativa. Si es así, el estudiante no puede, o no debería poder, aceptar como un dogma de fe que las ciencias económicas del presente son las mejores. Algunas ideas del pasado podrían explicar mucho mejor algunos de los problemas que nos interesan en el presente. Alguien podría decir incluso que el inventario de conocimientos disponible entre los economistas se ha depreciado. Por ejemplo, los economistas del pasado sabían más que los de hoy sobre la banca y las finanzas, a pesar de que «tratan» la materia con mayor rigor. Que una idea que en el pasado se entendía sin las matemáticas hoy se plantee con cifras y operaciones no tiene por qué ser un indicador claro de progreso, puesto que ignora la posibilidad de que un volumen importante de conocimientos útiles se haya perdido para siempre por problemas de traducción. Stigler sí ofrece una razón para estudiar la historia de las ciencias económicas: comprender mejor cómo evoluciona una ciencia, y más en concreto «la relación entre el contenido intelectual de una ciencia y la organización y el entorno del científico». 7 El estudio de estas relaciones podría revelar el secreto de la persistencia sin progreso, de la supervivencia sin evolución.

Debates metodológicos La historia de las ciencias económicas está marcada por una diversidad de doctrinas, pero una gran persistencia del método. El único «cambio de paradigma» importante (véase el siguiente apartado para una explicación de «paradigma») fue la revolución marginalista del último cuarto del siglo XIX: el paso de una teoría del valor basada en el coste de producción a otra centrada en la utilidad subjetiva. El compromiso con este último método de análisis emasculó las doctrinas contrarias (como la economía institucional) o

las expulsó por completo de la disciplina (el marxismo). El ataque persistente lanzado por las personalidades y escuelas disidentes contra la forma predominante de plantear las ciencias económicas se ha dejado fuera de la historia «oficial» del progreso acumulativo, pero es precisamente en estos ataques en los que debemos fijarnos. En especial, los ataques se han centrado en las suposiciones conductuales utópicas (el Homo economicus), el exceso de formalismo y abstracción (lo que incluye el uso casi obligatorio de las matemáticas), las declaraciones acerca de la validez universal de las leyes económicas y la exigencia de que la macroeconomía se «microfundamente» correctamente en el comportamiento optimizador del individuo. Desde el nacimiento de la economía científica, los disidentes han defendido que muchas de las teorías de la disciplina son generalizaciones realizadas sin la adecuada consideración por los hechos. O sea, carecen de una base inductiva y sólo se derivan de una «comprensión interna». Simonde de Sismondi (1773-1842) escribió que la «humanidad debería estar en guardia ante cualquier generalización de las ideas que nos haga perder de vista los hechos». Richard Jones (1790-1850) tenía como lema «ver y observar», en contraposición a «observar y deducir». Cliffe Leslie (18271882) dijo que «en vez de investigar los motivos reales, los economistas construyen una persona ficticia a partir del deseo de riqueza y de la aversión al trabajo». Henry Sidgwick (1838-1900) criticó el método que quiere resolver todos los problemas prácticos «por simple deducción a partir de una o dos suposiciones generales». William Beveridge (1879-1963) dijo de las ciencias económicas que eran un «resquicio de la lógica medieval». Los economistas eran unas personas que «se ganan la vida asumiendo las definiciones de otros del verbo arruinar». 8 Lo que resulta sorprendente no es sólo la similitud, sino la persistencia de las críticas. En conjunto, los economistas no han demostrado estar demasiado preocupados por las acusaciones de falta de realismo. Una de las respuestas habituales ha sido: cuanto más abstracta sea la teoría, más realista será.

El premio Nobel Wassily Leontief (1906-1999) atacó el uso «casi obligatorio» de las matemáticas en las ciencias económicas. «El entusiasmo acrítico por las fórmulas matemáticas», dijo Leontief en 1970 durante un discurso ante la Asociación Económica Estadounidense: [...] tiende a ocultar en muchos casos el efímero contenido significativo del argumento que hay detrás de la formidable fachada de los símbolos algebraicos [...]. En ningún otro ámbito de la investigación empírica se ha utilizado una maquinaria estadística tan gigantesca y sofisticada con unos resultados tan indiferentes [...]. La mayoría de estos [modelos] no tienen [...] aplicaciones prácticas. 9

En una línea similar, y en ese mismo congreso, el economista británico Frank Hahn dijo: «No puede negarse que hay algo escandaloso en el espectáculo de tantas personas perfeccionando los análisis de los estados económicos, de los que nunca han ofrecido una sola razón por la que alguna vez vayan a existir, o por la que hayan existido ya». 10 Otro orador, Harry Johnson (1923-1977) señaló que «el examen de las hipótesis» sobre el que descansa la econometría «es frecuentemente un mero eufemismo para obtener unos números plausibles que proporcionen una adecuación ceremonial para una teoría escogida y defendida en el campo del a priori». 11 Economistas con diferentes ideas políticas, y de escuelas distintas, como Friedman, Coase, Robinson, Krugman y Stiglitz, se han quejado del exceso de matemáticas. No es sólo —como algunos de los más cínicos defensores de la ortodoxia actual han sugerido— que los alumnos disidentes sean reacios a hacer frente a las matemáticas, o incapaces de ello. Muchos estudiantes que son más que capaces de lidiar con las exigencias técnicas de la economía matemática han huido de la barrera que los cálculos colocan entre ellos y la comprensión del mundo real. Economistas célebres del siglo XIX, como John Stuart Mill, insistían en que las ciencias económicas debían ser una disciplina amplia —una rama de la filosofía social, las llamaba— si sus conclusiones quieren tener algún valor, una posición de la que se hicieron eco Walter Bagehot (1826-1877), John Kenneth Galbraith y muchos otros. La afirmación de que las ciencias

económicas han descubierto las «leyes» de la validez universal ha sido atacada en repetidas ocasiones, sin tampoco causar mucha impresión dentro de la corriente predominante. La Escuela Historicista Alemana del siglo XIX introdujo la idea importante, hoy abandonada, de que la validez de las doctrinas económicas depende de las circunstancias. Una «ley» válida en un momento y un lugar puede ser bastante incompetente en otros distintos. Esta afirmación tiene una importante consecuencia política: lo que es bueno para un país o una sociedad en un momento determinado puede ser malo en otro distinto. Una variante de lo anterior es la teoría de las «etapas», a veces denominada de los «estadios»: las sociedades pasan por etapas sucesivas de desarrollo que generan diferentes tipos de sistemas económicos, cuyos preceptos se justifican por el momento temporal en el que se encuentran. Todo depende de dónde te sitúas en el flujo continuo de los acontecimientos. Como dijo Heráclito, el filósofo griego clásico: «Nunca entras en el mismo río dos veces». Las primeras escuelas de la economía del desarrollo (véase capítulo 3), antes de sucumbir a la perspectiva universalista, se basaban en una teoría de las etapas de la misma naturaleza. Adam Smith fue muy claro cuando dijo que su economía sólo tenía la intención de aplicarse en la última etapa (la «comercial») de la historia económica. Sus seguidores han ignorado esta advertencia. Los mejores economistas saben que sus «leyes universales» están sujetas a condiciones especiales. Pero la enunciación de una ley con carácter incondicional siempre causa mucha más impresión en la opinión pública que la constatación de las condiciones de las que depende su aplicación. La exigencia de que la macroeconomía debe estar «microfundamentada» correctamente forma parte de la reacción contra la teoría keynesiana de los años setenta. Keynes basaba su economía en las relaciones entre agregados, como el ahorro, la inversión, la producción y el dinero. Sus microfundamentos de «espíritus animales» y «convenciones» no eran

ortodoxos. Por el contrario, la renacida tradición neoclásica afirma que la macroeconomía debe basarse en la optimización que llevan a cabo empresas e individuos. Una visión que, como hemos visto, descarta el desempleo masivo y persistente. Todo esto sólo es un ejemplo de los debates metodológicos que se pueden encontrar en la historia de las ciencias económicas. Su relevancia no ha disminuido con el tiempo. Las críticas a la corriente predominante en las ciencias económicas provienen de algunas de las mentes más brillantes de la disciplina, pero también del exterior. En su gran mayoría, han sido aparcadas en zonas marginales o asumidas por otras disciplinas. Piero Sraffa (1898-1983) ha explicado la estrategia de asimilación a través de la segregación y el abandono: De vez en cuando, alguien ya no puede resistir más la presión de sus dudas y las expresa abiertamente; entonces, a fin de prevenir que el escándalo se extienda, es silenciado sin demora, a menudo mientras se hace alguna concesión o se admiten en parte sus objeciones, que, naturalmente, la teoría ya había tenido en cuenta de un modo implícito. Y así, con el paso del tiempo, las condiciones, las restricciones y las excepciones se acumulan, y se tragan, si no toda, sí la mejor parte de la teoría. Si su efecto acumulado no parece evidente de golpe es porque están dispersas en artículos y notas a pie de página, y cuidadosamente separadas las unas de las otras. 12

Paradigmas y programas de investigación La respuesta compleja a la pregunta de por qué el ataque constante de la disidencia ha tenido tan poca influencia en la corriente principal se encuentra en el extraordinario poder de persistencia de los paradigmas intelectuales y los programas de investigación. La razón más importante para la persistencia de la metodología predominante es que está construida de un modo que impide refutar con sencillez las conclusiones que se infieren de ella (véase capítulo 5). Sobre esta roca se ha edificado una línea de defensa prácticamente inexpugnable para proteger de sus críticos a la corriente predominante. Thomas Kuhn e Imre Lakatos han descrito cómo funcionan estas defensas. En su opinión, son aplicables a todas las ciencias, pero las

económicas se han beneficiado especialmente de estas estrategias defensivas por su pretensión de ser como una ciencia natural. En parte, la persistencia es inevitable en todas las ciencias, ya que sus practicantes deben ser «adoctrinados» antes de que se les permita ejercer, pero también proporciona un marco conceptual estable que puede ser útil desde un punto de vista científico y, quizá de manera más significativa, protege las posiciones de los practicantes consolidados. El resultado es que, una vez que se ha establecido una forma «normal» de hacer «ciencia», ésta gana una extraordinaria capacidad de permanencia, a pesar de que se cuestionen muchas de sus afirmaciones. ¿Hasta cuándo puede durar esta situación en las ciencias económicas, teniendo en cuenta que la refutación es prácticamente imposible y que los intereses creados están descontrolados? Empecemos con la explicación de Thomas Kuhn sobre la persistencia de los paradigmas. Un paradigma es una forma de hacer ciencia que acaba integrada en la psicología y la jerarquía de la comunidad científica, mientras al mismo tiempo es lo bastante abierta en sus propios planteamientos para dejar sin resolver toda clase de problemas con los que el grupo de practicantes puede entretenerse. El paradigma dirige al investigador a los problemas que debe investigar, y le proporciona las herramientas conceptuales y los métodos experimentales para estudiarlos. Ésta es la forma «normal» de hacer ciencia, necesaria para cualquier investigación organizada. Los cambios significativos dentro de una disciplina no se producen dentro de este marco, sino que representan una modificación del mismo, en lo que Kuhn denomina «cambios de paradigma». Las amenazas al paradigma no provienen de anomalías empíricas, que por regla general pueden aislarse como «puzles» que resolver, sino de cambios en la visión del mundo, que convierten esos puzles en inaceptables. Aparece una disparidad entre el mapa institucional de la ciencia y el problema que debe ser resuelto. Y la crisis aparece cuando, entre sus practicantes, cada vez hay más dedicados a encontrar la solución a la anomalía, que se resiste a una

solución dentro del paradigma. En última instancia, se propone un nuevo paradigma. Otros miembros de la comunidad se resisten al cambio, pero poco a poco acaban cediendo. La revolución se completa cuando una nueva generación más joven toma el relevo. 13 Dos de los ejemplos más conocidos en las ciencias naturales son el relevo de la astronomía ptolemaica por la revolución copernicana y la sustitución del flogisto por el gas como agente de combustión. ¿Ha habido algo comparable en las ciencias económicas? Dos posibles candidatos a cambio de paradigma serían el ataque contra la teoría del valor del coste de producción y a favor de la utilidad subjetiva en la década de 1870, y el asalto a la teoría walrasiana del equilibrio general llevado a cabo por los economistas keynesianos en los años treinta. Ambos fueron cambios parciales. El cambio al marginalismo no reemplazó el concepto central de un mercado autorregulado, pero sí destruyó el método anterior de analizar la vida económica en términos de estructuras como clases y organizaciones. En el segundo caso, aunque el propio Keynes consideraba el desempleo masivo y persistente como una refutación del equilibrio general walrasiano (EG), la corriente ortodoxa llegó a aceptar el fenómeno como un caso especial de ese EG, en el que los salarios y los precios eran difíciles de mover. De esta forma, el fenómeno podía incorporarse a la corriente predominante. La revolución marginalista tuvo un efecto más duradero en la práctica de las ciencias económicas que la keynesiana. Lakatos ofrece un relato de persistencia y cambio menos dramático que Kuhn, cuando distingue entre los elementos constantes y variables de un «programa de investigación». En esta clase de empresa, los investigadores compartirán una misma colección de axiomas y conjeturas previas, una colección de prácticas de trabajo aceptadas para proponer y confirmar teorías (la heurística), y, por último, un «cinturón de protección» (el elemento variable) en el que se realiza la investigación empírica. La admisión de «fricciones» es una estrategia habitual del cinturón de protección para

preservar la doctrina central del equilibrio. Los programas de investigación acaban degenerando si el cinturón de protección acumula demasiados errores predictivos. La función del cinturón de protección es prevenir un rechazo prematuro del núcleo, como un organismo que desarrolla inmunidad a las infecciones. Por ejemplo, cuando Copérnico desarrolló el modelo heliocéntrico del sistema solar, la gente comentaba que quizá podría conducir a la observación de pequeños movimientos en las estrellas: la paralasis. Aunque por entonces no pudieron observar esos movimientos, nadie descartó la teoría por este pequeño error. Tiempo después, fue posible observarlos gracias a la invención de telescopios mucho más potentes. El cinturón de seguridad es mucho más fuerte en las ciencias sociales que en las naturales, debido a los defectos del proceso de refutación. 14 En la economía ortodoxa, los debates han tenido lugar sobre todo en el cinturón de protección, dentro del cual los economistas consignan todo tipo de puzles, anomalías y curiosidades para su resolución posterior, mientras que la ciencia «normal» puede seguir su curso sin verse afectada. La razón más importante para explicar la falta de cambios teóricos en las ciencias económicas (de hecho, en cualquier ciencia social) quizá sea que en estas disciplinas nadie ha creado paradigmas realmente sólidos en un estricto sentido kuhniano. Precisamente, como son inmunes a la refutación, los paradigmas han disfrutado de una mayor libertad para la asimilación y la cooptación. No es tanto que las teorías económicas existan con independencia unas de otras, sino más bien que coexisten distintas escuelas en una jerarquía poco definida, como la diversidad de dialectos dentro de un mismo lenguaje. John Bryan Davis (2016) ha presentado un relato convincente sobre la forma en la que la ortodoxia protege su posición dominante. Los «campos de reflexión» tradicionales para juzgar la calidad de una investigación —el nexo entre teoría y pruebas, la historia y la filosofía de las ciencias económicas— se desechan. En cambio, la calidad de la investigación se evalúa a partir de

los sistemas de puntuación de las revistas académicas. Es un sistema fuertemente sesgado a favor del statu quo y que refuerza la estratificación: las revistas más prestigiosas incluyen los artículos de los académicos y las instituciones más destacados, y los académicos y las instituciones más destacados son los que aparecen con mayor frecuencia en las revistas más prestigiosas. Como la financiación de los departamentos está tan vinculada a las puntuaciones de las revistas, el progreso de una carrera profesional depende en gran medida de esta clase de clasificaciones. No deben tomarse a la ligera, por lo tanto. No es que falte competencia, sino que se limita a aquellos que aceptan el paradigma como esclavos, en los términos que marcan los guardianes del reino: los editores de las revistas. En este sistema autorreferencial, la adherencia ciega a una noción preconcebida de lo que son «unas buenas ciencias económicas» es lo que hace avanzar una carrera. Algunos de los economistas neoclásicos más importantes en la actualidad también han criticado la dominación de las revistas académicas: disminuye la calidad al entorpecer la investigación básica, el desarrollo de teorías innovadoras y, en muchos casos, los artículos son sólo una rudimentaria secuela de teorías ya publicadas. El premio Nobel Lars Peter Hansen plantea que «esta dependencia de los árbitros conduce a una estrategia mucho más conservadora. Creo que va en contra de los artículos innovadores que cruzan los límites de las especialidades y que hacen que todo sea más exigente y complejo. Básicamente, el camino más sencillo para publicar en las cinco revistas más destacadas es escribir un artículo de calidad que dé seguimiento a otro artículo». 15 La presión por aparecer en estas revistas de prestigio también provoca que los investigadores prefieran escribir artículos antes que libros. Esta limitación de espacio favorece per se los relatos parciales, lo que a su vez fomenta el uso de las condiciones ceteris paribus («si el resto de las cosas siguen igual»).

La economía comparte con las ciencias sociales la existencia de unos estándares profesionales. Algo que no ocurre (en general) con las artes. Sobre los argumentos o afirmaciones en las ciencias económicas o la sociología, es posible decir a alguien «has cometido un error» de una manera que resultaría imposible, por ejemplo, en una novela de ficción o al pintar un cuadro, donde lo que es convencional siempre puede cuestionarse o eliminarse con la «creatividad» o la «originalidad». La existencia de estándares profesionales ayuda a explicar por qué las ciencias sociales tienden a ser estables y reacias al cambio. Pero que esos estándares internos sean meramente inherentes al discurso o representen la forma más útil de comprender la realidad es el punto que se debe debatir. A lo largo de los años, la tolerancia de las ciencias económicas ortodoxas a la diversidad ha disminuido. Puede ser que las matemáticas hayan reducido tanto el ámbito de las ciencias económicas que se hayan convertido al fin en un verdadero paradigma. Esta limitación está vinculada a la supremacía política de Estados Unidos. La escuela estadounidense casi ha destruido al resto: el marxismo, la escuela austríaca, la alemana, la sueca o la economía keynesiana. La escuela norteamericana se fue extendiendo en paralelo a la supremacía de Estados Unidos; el declive de la potencia podría abrir por fin un campo que cada vez parece más cerrado.

Ausentes de los programas de formación actuales, los economistas disidentes representan, sin embargo, un arsenal de herramientas que se encuentra inutilizado por culpa de su abandono. El testimonio de los predecesores más relevantes es particularmente valioso. Los disidentes actuales de la opinión mayoritaria no tienen por qué sentirse solos. Es posible reconocerse a uno mismo en los grandes pensadores del pasado. Cuando la gente empieza a darse cuenta de que el actual programa de investigación o el paradigma en las ciencias económicas descuidan los problemas de mayor interés para nuestra

propia generación (estancamiento, desigualdad, cambio climático, automatización), la historia de la propia disciplina se convierte en una herramienta intelectual de gran utilidad. El estudio de los debates del pasado tiene un premio añadido. A veces se afirma que presentar a los alumnos demasiadas ideas enfrentadas sólo los confunde. Es mucho mejor adoctrinarlos meticulosamente en el pensamiento ortodoxo antes de dejar que se mojen los pies en las aguas de las ideas disidentes. A decir verdad, los debates históricos casi siempre se han llevado a cabo en un lenguaje mucho más accesible. El debate y el desacuerdo, lejos de ser desalentadores, son en realidad bastante emocionantes. Sobre todo cuando puedes entender lo que se dice.

Capítulo 11 Historia económica La historia no se repite, pero a veces rima. MARK TWAIN (atribuida)

Los grandes economistas como Adam Smith, Karl Marx y John Maynard Keynes desarrollaron sus teorías bajo la influencia de la historia, y nunca se plantearon dedicarse a perfeccionar cálculos matemáticos para expresar unas verdades que fueran independientes de ella. Comprendieron que incluso las situaciones que parecen permanentes no duran para siempre, ni tampoco mucho tiempo, y que con cada cambio en el panorama global también se produce un cambio en las ideas sobre nuestro mundo. Marshall dijo: «Es muy posible que todos los cambios en las condiciones sociales requieran nuevos desarrollos de las doctrinas económicas». 1 En otras palabras, el valor de una teoría económica no depende de su posición en el árbol evolutivo, sino de su lugar en el mundo. Las ciencias económicas deberían ser una ciencia social fundamentada en la historia. No sólo las doctrinas económicas, sino también las prácticas económicas deben contextualizarse en su tiempo y su lugar. En épocas anteriores, la economía no era un dominio separado, sino un orden incrustado en un complejo de instituciones y actividades diseñadas para garantizar la supervivencia de la población. La «economía científica» empezó como una crítica de esa

economía «incrustada», pero al mismo tiempo afirmaba que todas las personas, en cualquier momento, eran maximizadoras de la utilidad. Esto permitió a los economistas defender la existencia de unas leyes universales, válidas en cualquier momento y lugar. La historia es una advertencia muy conveniente contra semejante desvergüenza. Los economistas deberían estudiar el pasado por dos grandes razones. La primera es mejorar las ciencias económicas; la segunda es mejorar la historia. Aunque las ciencias económicas han ayudado un poco en la segunda cuestión, mi principal interés se centra en la primera. Si la historia es el estudio de lo concreto, y la economía de lo genérico, el valor de la historia para los economistas consiste en ofrecerles la oportunidad de plantear sus premisas con mayor concreción y así poder reconocer sus límites. La historia es una fuente importante de datos, de los cuales dependen los economistas para establecer sus hipótesis. Sin embargo, la historia económica se ha eliminado casi por completo del temario de las ciencias económicas modernas. En palabras de William Parker: El contexto institucional, los conceptos sociales, el entusiasmo moral implícito en la formación que los economistas solían recibir en los cursos en historia económica, instituciones económicas y campos aplicados se ha dejado de lado, mientras que esos campos se han transformado en campos de juegos para la imaginación del teórico. 2

En pocas palabras, los economistas ortodoxos han dejado de escuchar a la historia y más bien la tratan como una fuente de datos numéricos para poner a prueba sus propias teorías. Como están equipados con unos gigantescos bancos de datos, la historia narrada es para los economistas una simple anécdota: ¿dónde está la teoría? Se dice que los economistas que recurren a la historia sufren de anecdotismo, a lo que algunos podrían añadir: si los economistas ya poseen unas leyes válidas y universales, no tiene ningún sentido recurrir a la historia para facilitar su descubrimiento. Los economistas parecen reacios a encontrar en la historia un recurso

intelectual útil para comprender la condición humana. Además, su viaje al pasado parece más bien una expedición colonial. Equipados, como creen estar, con sus modelos universales, pueden aplicarlos a cualquier tema, pasado o presente, como una hipótesis, usando esos datos disponibles para ponerla a prueba. Las hipótesis son casi siempre neoclásicas. Como decíamos antes, el caballo siempre maximiza. La consecuencia de esta invasión es que la historia económica se vacía de su tradicional contenido. La teoría económica corrompe la historia económica cuando le impone modelos ahistóricos y una estrategia de verificación inadecuada que se limita a confirmar el modelo que ya está en la cabeza del economista. La «cliométrica», la aplicación de técnicas estadísticas y matemáticas a los acontecimientos del pasado, es la corrupción de Clío, la musa clásica de la historia.

La historia como fuente de datos El punto de vista estándar es que la historia proporciona un campo de observación para poner a prueba las hipótesis económicas: una fuente de pruebas empíricas para examinar las teorías, calcular las relaciones entre variables y anticipar futuras tendencias. Una de las herramientas básicas de la historia económica es la serie temporal: cualquier relación estadística registrada durante un período de tiempo. Por ejemplo, los cálculos históricos de Angus Maddison sobre renta nacional, población, tasa de crecimiento y demás se remontan al siglo I d. C. en ciertos territorios (para la última edición, véase Bolt et al., 2018). El valor de los datos, históricos o de cualquier otro tipo, es que ofrecen una verificación a una simple afirmación. Si alguien dice que los romanos eran mucho más ricos que la población actual, el estudio de Maddison sobre la producción histórica y su traducción a unos equivalentes modernos proporciona una refutación concluyente. Pero nadie debería dejarse engatusar. La mayoría de las series temporales

que utiliza Maddison se han elaborado mucho después de que ocurrieran los hechos. No había datos sobre la renta nacional en 1800, y mucho menos en el siglo I d. C. Por lo tanto, los datos de Maddison son meras estimaciones a partir de las estadísticas disponibles entonces, recopiladas con diferentes fines y sujetas a un amplio margen de error. Son útiles para descartar afirmaciones ridículas, pero no para hacer comparaciones precisas sobre el bienestar de la Atenas clásica, por ejemplo, y la Etiopía moderna. Lo mismo puede decirse de los datos de Thomas Piketty sobre desigualdad económica y, de hecho, de todas las series estadísticas temporales. 3 Los análisis de series temporales también son un elemento central de la econometría: el intento de medir de manera estadística la relación de dos o más variables económicas a lo largo del tiempo para calcular su futura vinculación, o para poner a prueba y validar las que tuvieron en el pasado. Los datos históricos se combinan con los datos comparativos como fuente para los estudios econométricos. En los últimos años, de hecho, las bases de datos para la econometría se han ampliado de manera espectacular. Como ejemplos, habría que incluir los numerosos intentos de establecer una base empírica para la teoría cuantitativa del dinero, la larga serie temporal creada por Simon Kuznets (1901-1985) sobre la renta nacional y sus componentes para poner a prueba la función del consumo y el uso de series temporales por parte de E. F. Denison para calcular las relaciones de algunos componentes clave (mano de obra, capital, educación, eficiencia) en el crecimiento de la producción. 4 Pero, como ya hemos visto en el capítulo 5, la econometría se promociona demasiado como el método que sirve para poner a prueba las teorías: además de los problemas de concreción del modelo, resulta que, en cuanto empiezas a obtener una cantidad suficiente de observaciones, ya ha pasado demasiado tiempo para asumir que las condiciones siguen siendo estables. Por ejemplo, ¿lastran los impuestos altos el crecimiento económico? Las pruebas no son

concluyentes. Gran parte de las ciencias económicas nunca podrá «demostrarse». Robert Solow ofrece una crítica devastadora a la identificación de la historia económica con la econometría. La econometría, según dice, es «ciega a la historia». Los mejores y más brillantes de la profesión proceden como si las ciencias económicas fueran la física de la sociedad. Hay un único modelo válido universalmente. Sólo hace falta aplicarlo. Podrías dejar caer a un economista moderno a través de una máquina del tiempo [...] en cualquier momento, en cualquier lugar, junto a su ordenador personal, y podría meterse en faena sin molestarse siquiera en preguntar en qué momento y en qué lugar está. 5

En pocas palabras, muchos de los modelos que diseñamos dependen de asumir que la gente del pasado tenía básicamente los mismos valores y motivos que nosotros en la actualidad. Podemos encontrar un buen ejemplo en un libro reciente de Peter Acton, Poiesis: Fabricar en la Atenas Clásica (2014), sobre el que Michael Kulikowski ha escrito: En cada caso de estudio, Acton describe una Atenas muy distinta a nuestro mundo postindustrial, y aun así menos que al de los siglos XIX y XX. Sin embargo, todos sus estudios de caso se formulan en el lenguaje de la teoría microeconómica clásica y a partir de la teoría sobre la empresa competitiva y la gestión de posguerra, que Acton nos explica con todo lujo de detalles y una gran fe en sus verdades reveladas [...]. Acton presenta su trabajo con sensatez, y desafía a los lectores a usar la microeconomía clásica para preguntarse si los atenienses «podrían haber operado en la práctica según la misma colección de principios económicos fundamentales con los que hoy nos sentimos familiarizados», a pesar de que carecían del lenguaje o del marco teórico dentro del cual articulamos dichos principios. Para Acton, nunca hay la menor duda de que «las mismas leyes económicas prevalecen a pesar de los contextos diferentes» debido a que el «marco [microeconómico] es atemporal» y a que «más allá de una posible motivación consciente de los agentes clásicos, los principios económicos elementales son heurísticamente efectivos y una fuente de importantes conocimientos históricos». 6

Los buenos estudios de las economías antiguas, como las obras de Moses Finlay, demuestran lo lejos que está todo esto de una buena historia. La rapacidad de las clases altas, sostiene Finlay, estaba dictada por los gastos habituales para las carreras políticas y militares, no por una lógica «maximizadora». 7 El trabajo de Finlay llama la atención sobre la cuestión de

que las sociedades humanas se constituyen en gran parte por sus «imaginaciones sociales». Lo cual significa que no pueden comprenderse en unos términos radicalmente ajenos a aquellos en los que esas sociedades humanas se entendían. Si los artesanos de la Grecia clásica no pensaban en sí mismos como maximizadores del beneficio, ¿quiénes somos nosotros para decir que eso era lo que hacían «en realidad»? En resumen, la historia no debería rendir la singularidad de su visión a los econométricos. Como escribe Solow, en la nueva historia económica encontrarás «las mismas integrales, las mismas regresiones, la misma sustitución de valores-t por ideas» como en las ciencias económicas propiamente dichas, pero con peores datos. En vez de ampliar el rango de las percepciones, los nuevos economistas e historiadores económicos se limitan a alimentar una y otra vez el mismo material poco inspirador. Los cursos de econometría son ineludiblemente históricos, pero no transmiten el menor sentido de la historia, por lo que llegamos a un punto donde «las ciencias económicas no tienen nada que aprender de la historia económica, salvo las malas costumbres que le han enseñado a la historia económica». 8

¿Pueden las ciencias económicas mejorar la historia? Pero existe la otra cara de la moneda. Las ciencias económicas también han mejorado la historia. Un célebre ejemplo sería el Tiempo en la cruz (1981) de Fogel, que planteaba que, en contradicción con las afirmaciones de los historiadores decimonónicos, la esclavitud era eficiente desde un punto de vista económico. Era moralmente censurable, pero si nada se hubiera interpuesto de por medio, podría haber seguido coleando mucho más tiempo. Es una idea muy importante, porque deja claro que la guerra de Secesión fue necesaria para poner fin a la esclavitud. El trabajo de Nick Crafts sobre la economía británica de finales del siglo XIX era la demostración —mucho más

justificada que las afirmaciones de Peter Acton sobre la Atenas clásica— de que los hombres de negocios británicos tomaban decisiones económicas racionales, y que no pensaban en convertirse en unos inútiles caballeros desde un punto de vista económico. 9 En una división productiva entre las ciencias económicas y la historia económica, los economistas deberían plantear varias clases de hipótesis basadas en hechos depurados, y los historiadores deberían pensar en la forma y el momento en que podrían aplicarse diferentes modelos y distintas clases de pruebas. Los economistas deberían abordar la historia con un talante curioso y no tanto con un espíritu conquistador.

«Ciclos» La historia comparte el mismo sesgo inherente a la sociología, el conservadurismo. Como es un relato de las cosas que han ocurrido, hay una fuerte tentación de limitarse a decir «lo que es, es» y no lo que podría ser, y menos aún lo que debería ser. Confiar exclusivamente en la historia puede ser un defecto fatal para un hombre de Estado, porque a la imaginación histórica le resulta muy difícil amoldarse a la idea de progreso. El punto débil de la historia como escuela para estadistas quedó manifiesto en el Tratado de Versalles de 1919, cuando los negociadores sólo se ocuparon de las fronteras y las nacionalidades, en vez de afrontar la necesidad de reconstruir Europa en el aspecto económico. Los resultados bastante más perdurables obtenidos después de la Segunda Guerra Mundial se debieron a colocar la rehabilitación económica de las economías destrozadas por la guerra en lo más alto de la agenda de las negociaciones: una tarea encargada a unos expertos técnicos con gran visión de futuro, que diseñaron el sistema de Bretton Woods y el Plan Marshall. La idea de que la vida económica y social gira alrededor de algunos puntos de equilibrio, que no tienen por qué ser estáticos, ha sido frecuente

entre economistas e historiadores. Pero, en cambio unos y otros tienen puntos de vista muy alejados sobre los ciclos. Para los economistas, los ciclos son el resultado de algún shock en un sistema que, de cualquier otro modo, funcionaría sin ningún problema y que acaba produciendo ciclos de actividad empresarial. Un ejemplo son los ciclos de Kondratieff, de unos cuarenta años de duración, que estuvieron causados por la innovación tecnológica. Las fluctuaciones pueden ser muy acusadas mientras la economía se ajusta a estos cambios, pero nunca han sido lo bastante duraderas como para poner en cuestión la propia idea de progreso. Los historiadores, en cambio, conciben los ciclos como algo mucho más relacionado con las civilizaciones. Las crisis económicas pueden desencadenarlos, pero su origen es existencial y provienen del fracaso de las instituciones centrales de una sociedad. Abstraídas de la tecnología, las teorías cíclicas de los historiadores no tienen integrada la noción de progreso. El progreso tecnológico es exógeno e impredecible. La historia no revela un patrón claro de progreso: oscila en todas direcciones a lo largo de caminos conocidos. No se repite de forma exacta, pero rima. En el típico ciclo histórico, las sociedades oscilan como un péndulo entre fases sucesivas de auge y declive, progreso y reacción, hedonismo y puritanismo. Cada movimiento hacia el exterior produce una crisis de exceso que conduce a una reacción. La posición de equilibrio es difícil de alcanzar y siempre es inestable. La historia no se puede usar para predecir el futuro, pero puede indicar tendencias y reacciones inevitables contra éstas. Por norma, los ciclos son generacionales, con unos hijos que reaccionan contra las creencias de sus padres. En su Los ciclos de la historia americana (1986), Arthur Schlesinger Jr. definió un «ciclo de economía política» como un «cambio continuo en la implicación nacional entre el fin público y el interés privado». Al adaptar sus términos al uso europeo, la oscilación que detectó fue entre épocas «liberales» y «colectivistas». Los períodos liberales (cuando los intereses privados dominan la política) sucumben a la corrupción del dinero; los

períodos colectivistas (dedicados al «fin público») sucumben a la corrupción del poder. Acto seguido, el ciclo vuelve a repetirse. Esta oscilación de la economía política encaja bastante bien en el relato histórico estadounidense. También tiene sentido a escala global. La era de la economía liberal se inauguró con la publicación de La riqueza de las naciones, de Adam Smith, en 1776. A pesar del dominio temprano del libre comercio, sufrió una profunda crisis —la hambruna de las patatas en la década de 1840— que produjo un cambio real en las políticas: la derogación en 1846 de las Leyes de Cereales, que habían acompañado a la era del libre comercio. En la década de 1870, el péndulo empezó a decantarse hacia lo que el historiador A. V. Dicey llamó «la era del colectivismo». La gran crisis que desencadenó esta nueva era fue la primera gran depresión global, causada por el hundimiento de los precios de los alimentos. Fue un shock lo bastante grave como para producir un gran cambio en la economía política. Éste se produjo en dos oleadas. Primero, todas las naciones industriales, salvo Gran Bretaña, subieron los aranceles para proteger la ocupación en la agricultura y la industria (Gran Bretaña confiaba en la emigración masiva para eliminar el desempleo rural). Segundo, todas las naciones industriales, salvo Estados Unidos, crearon sistemas de seguridad social para proteger a sus ciudadanos frente a los peligros de la vida. La Gran Depresión de 1929-1932 produjo una segunda oleada de colectivismo, cuya forma más virulenta fue el nazismo, y cuyo legado más duradero fue la utilización «keynesiana» de la política fiscal y monetaria para mantener el pleno empleo. La mayoría de los países capitalistas nacionalizaron sectores clave. El New Deal de Roosevelt reguló la banca y las empresas de servicios públicos, y se embarcó con cierta demora en la ruta de la seguridad social. Los movimientos de capital internacionales se controlaron con mayor severidad. El instinto liberal no se extinguió del todo, de lo contrario Occidente hubiera acabado dividido entre el comunismo y el fascismo.

Lo que emergió de la Segunda Guerra Mundial fue la victoria del colectivismo en la versión más moderada que representa la socialdemocracia. Sin embargo, incluso antes de la crisis del colectivismo de los años setenta, ya se había puesto en marcha un regreso al liberalismo, a medida que el comercio, después de 1945, empezó a abrirse y los movimientos de capital se liberalizaron. La norma era libre comercio en el extranjero y socialdemocracia en casa. El sistema de Bretton Woods, creado con la ayuda de Keynes en 1944, fue la expresión internacional de una economía política social/liberal democrática. Tenía la aspiración de mejorar el libre comercio exterior después del freno de los años treinta mediante la creación de un entorno que reducía los incentivos al nacionalismo económico. En esencia, había un sistema de tasas fijas de cambio, sujetas a modificaciones por consenso, para evitar la depreciación de las divisas competitivas. La crisis de la socialdemocracia se desencadenó con la estanflación y el desgobierno de los años setenta. En líneas generales, encaja en el concepto de «corrupción del poder» creado por Schlesinger. Los legisladores socialdemócratas y keynesianos sucumbieron a la arrogancia, una corrupción intelectual que los convenció de que poseían el conocimiento y las herramientas para gestionar y controlar desde arriba la economía y la sociedad. Era la enfermedad contra la que Hayek lanzaba sus invectivas en su clásico Camino de servidumbre (1944). El intento de frenar la inflación en los años setenta con controles sobre los precios y los salarios condujo a una «crisis de la gobernabilidad», a medida que los sindicatos, sobre todo en Gran Bretaña, se negaban a aceptarlos. Los grandes subsidios estatales a los grupos productivos, tanto públicos como privados, alimentaron las típicas corruptelas del comportamiento identificadas por la nueva derecha: el rentismo, el riesgo moral, el gorroneo. Las pruebas palpables del fracaso del gobierno hacían olvidar el recuerdo del fracaso de los mercados. La nueva generación de economistas abandonó a Keynes y, con la ayuda

de unos sofisticados cálculos matemáticos, reinventó la economía neoclásica del mercado autorregulado. Muy golpeados por las crisis inflacionarias de los años setenta, los gobiernos cedieron a la «inevitabilidad» de las fuerzas del libre mercado. La reacción tuvo un alcance mundial con la caída del comunismo. Una de las víctimas más notables de la reacción fue el sistema de Bretton Woods, que sucumbió en los años setenta tras la negativa de Estados Unidos a contener su gasto doméstico. Las divisas podían cotizar con total libertad y se levantaron los controles sobre el capital internacional. Aquello anunció un cambio de dirección al por mayor en aras de la globalización. Estos cambios no carecían, como concepto, de ciertos atractivos. La idea era que el Estado nación —que había sido el responsable de una gran cantidad de violencia organizada y de un gasto irresponsable e ineficiente— iba camino de la desaparición, sustituido por el mercado global. El filósofo canadiense, John Ralston Saul, describía las promesas de la globalización en un artículo de 2004 con sólo un ligero aire de parodia: En el futuro, ni la política ni las armas determinarán el curso de los acontecimientos humanos. Los mercados liberalizados enseguida establecerán unos equilibrios internacionales naturales, inmunes a los viejos ciclos de prosperidad y depresión. El crecimiento del comercio internacional, como resultado de la reducción de las barreras, desencadenará una ola económico-social que reflotará todos los barcos, tanto los de nuestros pobres países occidentales como los del mundo en vías de desarrollo. Unos mercados prósperos convertirán las dictaduras en democracias. 10

Hoy en día, estamos pasando por una crisis del liberalismo. El colapso financiero ha empeorado la creciente insatisfacción con la corrupción del dinero. El neoconservadurismo ha buscado el modo de justificar unos incentivos fabulosos a una plutocracia financiera mientras los ingresos medios se estancan o incluso caen; en nombre de la eficiencia, ha fomentado la deslocalización de millones de puestos de trabajo, el deterioro de comunidades nacionales y la destrucción de la naturaleza. Esta clase de sistema debe tener un éxito fabuloso para infundir lealtad. Su fracaso espectacular está destinado a desacreditarlo.

Lo que esta clase de historia ofrece a los estudiantes de Económicas es la capacidad de situar su educación, y también a ellos personalmente, en el curso de los acontecimientos. Ayuda a explicar por qué las narrativas económicas, creíbles en una época, pierden su importancia en otras. Ofrece una dimensión histórica a la idea de «crisis», que nos obliga a trascender el concepto de un shock a un sistema que, de otro modo, funcionaría sin fricciones.

«Etapas del desarrollo» - Retirar la escalera La denominada literatura de «las etapas del desarrollo» revela un patrón histórico de una naturaleza diferente. La historia estandarizada del desarrollo económico occidental es bien conocida por todos: la Ilustración desencadenó las fuerzas duales de la ciencia y el mercado, y proporcionó a ambas la tecnología y los medios para ponerlas en marcha. Pero ¿qué ocurre si empezamos con la historia? La impresionante obra Retirar la escalera (2002), de Ha-Joon Chang, examina la historia de la industrialización y descubre que la mano del Estado es bastante visible en cada recodo del camino: protege los molinos británicos de sus competidores en Bélgica y Francia, protege la industria alemana de los británicos, protege las nuevas industrias estadounidenses de sus rivales europeos, protege las industrias japonesas de Europa y Estados Unidos, y así sucesivamente hasta llegar a los tigres asiáticos de Hong Kong, Singapur, Taiwán y Corea del Sur, y hoy al meteórico ascenso de China. En todos los casos, el gobierno se dedicaba a dirigir y ayudar a sectores seleccionados. Sólo después de que cada país se industrializara con éxito, los gobiernos podían percibir que el libre comercio y la liberalización económica encajaban con sus intereses. El relato de su propio éxito cambió de un desarrollo guiado por el Estado a otro guiado por el mercado; la mano visible del Estado se transformó en la mano invisible del mercado.

Esta clase de artículos sobre economía política son buenos ejemplos de lo que sería empezar por los hechos históricos, en vez de por unas premisas universalistas. «¿Por qué hay países pobres y países ricos?» es una pregunta que, según los economistas de la corriente predominante, debería tener una respuesta general, pero ninguna teoría general puede cubrir todos los casos y situaciones. Grandes historiadores económicos, como David Landes (19242013), han subrayado la importancia de las especificidades culturales, como la invención de las lentes y el tratamiento de las mujeres, en el ascenso de Europa hasta la supremacía económica y cultural. La historia económica nos ofrece relatos de la Revolución Industrial británica, de la puesta al día de Alemania, Estados Unidos y Japón, del estancamiento y el ascenso de Asia. No ofrece una teoría general del desarrollo económico, sino unos relatos históricamente detallados, que pueden dirigir con éxito las políticas para los problemas del presente. El relato neoclásico del crecimiento nos cuenta que cualquier desarrollo económico siempre viene precedido de un requisito universal, una estructura estable de derechos sobre la propiedad, para que así los dueños de la tierra y las empresas puedan obtener una recompensa privada por unas mejoras e innovaciones socialmente beneficiosas. Según esta teoría, el cercado de las «tierras comunales» en la Inglaterra del siglo XVIII condujo, a través de la revolución agrícola, a la Revolución Industrial. Al aplicar esta teoría en los años noventa, la primera generación de reformistas poscomunistas en Rusia y Europa oriental sacaron a subasta la mayoría de las propiedades estatales de golpe. Los resultados variaron en función de las historias y los recursos propios de los Estados implicados, así como de la cantidad de ayuda internacional que recibieron. Pero en Rusia los resultados fueron desastrosos. La economía se vino abajo, la mayoría de la propiedad del Estado fue «robada» por los directivos soviéticos de las empresas públicas, creando una clase de «oligarcas» con unas fortunas fabulosas, y la autocracia regresó como la única barrera contra la desintegración social. Los economistas con un

cierto sentido de la historia advirtieron contra la «terapia de shock», pero en el apogeo de la economía neoliberal, nadie escuchó.

Desde que las ciencias económicas modernas pasaron a formar parte de la corriente principal de la vida intelectual durante el siglo XVIII, la disciplina ha cumplido con su papel en la reformulación de los motivos y las acciones de los agentes económicos (gobiernos incluidos). El cálculo económico racional, que puede ser inherente a los seres humanos cuando sufren problemas para llegar a fin de mes, tiene mucho más margen para manifestarse que en la Edad Media, cuando la costumbre era fundamental. Así pues, la forma de comportarse de los seres humanos en el pasado no tiene por qué ser una orientación fiable para saber cómo actúan en la actualidad. Pero, de la misma forma, el modo en que se comportan hoy tampoco es una orientación fiable para saber cómo actuarán mañana. La historia nos enseña que las economías dependen de su trayectoria. Su presente se «hereda» del pasado. Por tanto, comprender la historia de una comunidad humana puede ayudar a hacer una estimación de sus posibilidades económicas. El presente y el futuro están conectados al pasado por la continuidad de las instituciones de una sociedad. La política económica todavía es diferente en los países de habla germánica del mundo anglosajón y en los países de América Latina, a pesar de que en la actualidad la investigación económica está ampliamente relacionada, globalizada y es fácilmente accesible en todos los continentes. No parece sorprendente que haya un resurgimiento de la economía keynesiana, mientras nos preguntamos si las lecciones que aprendimos de la Gran Depresión de los años treinta pueden aplicarse con éxito a la Gran Recesión de 2008 y los años posteriores. Defender, como muchos economistas han hecho en los últimos tiempos, que el camino a la recuperación se encuentra en el recorte del gasto público parece un caso

evidente de amnesia histórica. Tal como escribió George Santayana en unas palabras ya célebres: «Quienes no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo».

Capítulo 12 Ética y ciencias económicas El problema fundamental [...] es encontrar un sistema social que sea eficiente económica y moralmente. JOHN MAYNARD KEYNES

«No hay fines económicos, sólo medios económicos y no económicos para alcanzar unos fines determinados [...]. Las ciencias económicas se ocupan de hechos verificables; la ética, de los valores y las obligaciones. La única forma de asociarlas es mediante la yuxtaposición.» No están «en el mismo lugar del discurso». 1 Con estas palabras, Lionel Robbins expulsó a la ética de la economía. El premio Nobel George Stigler (1911-1991) defendía la misma idea cuando escribió que todos los economistas necesitaban la aritmética, no la ética, para corregir «errores sociales». 2 La generación de economistas más veterana reflexionaba mucho sobre cuestiones como la racionalidad de los fines, la ética del egoísmo y la moralidad de los medios. Sin embargo, prestar atención a estas cuestiones empezó a verse poco a poco como un obstáculo al pertinente trabajo analítico. Alfred Marshall, profesor de Economía Política en Cambridge, sacó la economía del temario de las ciencias morales en 1903, convencido de que la «metafísica» estaba impidiendo que personas muy válidas estudiaran

economía. Las ciencias económicas, tal como Robbins había dicho, pasaron a preocuparse únicamente de la eficiencia de los medios. Por ejemplo, hay maneras más o menos eficientes de librar una guerra. Discernir si tiene sentido luchar en esa guerra y la moralidad de los medios con los que se combate (por ejemplo, la moralidad de usar la tortura) son cuestiones sobre las que los economistas pueden tener sus opiniones personales, pero no deberían alterar el consejo «científico» que ofrecen al respecto. Incluso si escogen no involucrarse personalmente en la guerra o los métodos para combatir, su decisión supondría un juicio ético desde un punto de vista externo a la economía. Pero, dentro de la disciplina, no hay comportamiento moral o inmoral, sólo eficiente o ineficiente. En el mejor de los casos, las máximas morales podrían utilizarse como herramientas de eficiencia: «La honestidad es la mejor política». Evidentemente, Adam Smith estaba afectado por las connotaciones egoístas del interés propio, y equipó a sus agentes con el motor de la «compasión», algo que sus sucesores abandonaron por el camino, ya que complicaba la lógica de sus sistemas deductivos. Marx estaba preocupado por la justicia de la distribución. John Stuart Mill planteó la pregunta de «¿cuánto es suficiente?» para tener una buena vida. 3 El territorio de Robbins está despojado de esta clase de desorden «moral» externo. Su economía nos presenta unos individuos egoístas, despojados de vínculos sociales, pero con unos deseos infinitamente variados, que se enfrentan a unas limitaciones de presupuesto que les impiden satisfacer todos esos deseos de manera simultánea. Por lo tanto, tienen que economizar. Las ciencias económicas tratan de la lógica de esa economización. Llegados a este punto, que el modelo esté diseñado para describir cómo se comporta la gente en realidad, o más bien cómo debería comportarse, está fuera de toda discusión. Sea como fuere, la ética no tiene nada que decir, sólo la aritmética. Si los deseos de la gente pasan de querer buenos a malos productos, este proceso sólo debe verse como un cambio en el programa de la

demanda. Y todo lo que las ciencias económicas quieren saber sobre los medios es si serán los adecuados para el propósito buscado. El valor ético de los medios o el propósito resulta irrelevante para las ciencias económicas. Todo esto supuso un importante revés para las ideas precedentes sobre la economía. La economía científica creció, junto al capitalismo, a partir del colapso del orden medieval. En la esencia del pensamiento medieval se encontraba la cuestión del valor, o de lo que merece o no merece la admiración y la estima, es decir, de lo que es bueno y lo que es malo. Las ciencias económicas formaban parte de esta indagación. Pero tenían una ventaja decisiva para hablar de lo bueno y lo malo, ya que el valor de los medios materiales puede medirse: sus costes y sus beneficios pueden establecerse de manera precisa a partir de una escala monetaria única. Así, las cuestiones sobre el valor, para esta clase de bienes, se fijaron desde el principio en términos de precios monetarios. Aun así, se suponía que los precios de los bienes económicos debían reflejar el lugar de estos productos en el orden moral y se explicaban en relación con el mismo. Lo que descubrimos a medida que las ciencias económicas van madurando es que el contenido moral se abandona. El debate sobre la relación del valor con el precio se desmorona con la aritmética del valor libre. La idea de propiedad como protección y ordenación desaparece. La moralidad de los medios se internalizó en la eficiencia y la moralidad de los fines se externalizó a la religión y la ética. La pregunta en la actualidad es si poseemos un discurso ético lo bastante potente como para poder superar los errores sociales de los economistas.

El precio justo La teoría del valor en las ciencias económicas tiene un pedigrí mixto, empírico y moral. Por un lado, es una explicación sobre por qué las cosas cuestan lo que cuestan. Por el otro, es una teoría de lo que deberían costar las

cosas: el precio justo. Es el precio que hace justicia a los esfuerzos de los productores y las necesidades de los consumidores. Se basaba en un código moral diseñado para evitar que las personas se explotaran las unas a las otras. Las doctrinas del precio justo se remontan a Aristóteles, y los escolásticos medievales se encargaron de desarrollarlas. Decían que debían tener su origen en la ley divina o natural. El precio justo es la medida de una transacción justa. En el pensamiento económico premoderno, el precio justo se equiparaba más o menos al «precio de costumbre», una tabla de cálculo sobre lo que las sociedades consideraban un comercio justo. Sin embargo, con la gran inflación de los siglos XVI y XVII, y la expansión del comercio internacional, los precios del mercado empezaron a desvincularse seriamente de los precios de costumbre, lo que sólo es una forma de decir que la economía moral se redujo en relación con la economía empresarial. La teoría del valor-trabajo fue una aplicación secular de la doctrina del precio justo. Los economistas clásicos —los fisiócratas franceses y Adam Smith y sus seguidores— distinguían entre el trabajo productivo y el improductivo. La teoría del valor-trabajo pretendía aislar esa parte del precio que no era valor, sino renta representada. La renta económica era un precio que no tenía ninguna base en el coste real, ya que era lo mismo que una comida gratis para los propietarios de la tierra y el dinero. En la Edad Media, el típico precio injusto era la usura: cobrar interés por los préstamos. ¿Por qué era injusto? Porque se veía como una forma de hacer dinero del dinero. Prestar un dinero al que no das ninguna utilidad no tiene ningún coste y por lo tanto no da derecho a ninguna recompensa. Tanto Adam Smith como David Ricardo aceptaron que el trabajo de la mano de obra era una explicación a los precios normales o de larga duración, en contraposición a los «precios del mercado» que fluctúan a su alrededor: es decir, distinguían entre el precio «natural» (el precio del esfuerzo de la mano de obra) y el precio de mercado. Smith planteó la famosa «paradoja del

diamante y el agua»: ¿por qué los diamantes son tan caros y el agua tan barata, cuando los diamantes no sirven para nada y el agua es fundamental para la vida? Smith encontró la respuesta en «la dificultad y el coste de obtenerlos de la mina», y a partir de ahí llegó a la conclusión de que «lo que en realidad cuesta cualquier cosa al hombre que desea poseerla es el trabajo y las molestias de conseguirla». 4 Siguiendo a Smith, la simple teoría del valor-trabajo desarrolló ciertas complicaciones. ¿El trabajo realizado por el capitalista también merecía una recompensa? Ricardo incorporó la recompensa al capitalista en la teoría del valor-trabajo tratando el capital como mano de obra almacenada. El capital se origina gracias a la abstinencia o al «ahorro» del capitalista. El ahorro del capitalista añade valor al «doloroso esfuerzo» de la mano de obra. En manos de Ricardo, la teoría del valor-trabajo se convirtió en una teoría del coste de producción. Tiene una de sus raíces en la idea medieval del precio «justo». Pero también busca conceder una cierta grandeza moral al interés propio invistiéndolo de una particular virtud: el sacrificio del consumo presente a cambio del futuro. Así, el beneficio puede verse como una recompensa justa por el sacrificio. 5 Mucho más adelante llegaría la idea de que el beneficio es la recompensa por asumir riesgos, o el emprendimiento. Karl Marx tenía una agenda diferente. Adoptó la teoría del valor-trabajo no para justificar los beneficios de la clase capitalista, sino para eliminar a la clase capitalista de la ecuación del valor. El beneficio del capitalista no tiene nada que ver con su «abstinencia» del consumo y sí tiene todo que ver con su abstención del trabajo. Se genera por la capacidad del capitalista para extraer la «plusvalía» del trabajo. El trabajador cobra, por ejemplo, el equivalente a cinco horas de bienes de consumo a cambio de ocho horas de trabajo. La diferencia constituye la «renta» capitalista: unos ingresos inmerecidos, que no son fruto del trabajo o, en términos marxistas, la explotación de la mano de obra. La explotación se convierte en una realidad gracias a la propiedad capitalista de todas las máquinas, lo que deja al trabajador sin nada que

vender, salvo su mano de obra. Es el clásico trato injusto, donde el trabajador tiene que aceptar cualquier sueldo que el capitalista le quiera ofrecer, bajo amenaza de morirse de hambre. 6 El problema al que se enfrentaban todas las teorías del coste de producción era que los precios que alcanzaban los bienes de consumo en unos mercados que se expandían rápidamente, y que cada vez estaban menos regulados, tenían muy poca relación con las horas de trabajo dedicadas para producirlos. El precio normal o «natural», de larga duración, se resistía a emanar de una red de relaciones de intercambio que no dejaba de ampliarse. El sistema de precio carecía de un anclaje moral. Saltaba a la vista que una teoría del valor que no pudiera explicar el comportamiento real de los precios era deficiente, y así, a partir de 1870, la teoría del coste de producción fue borrada del mapa por la teoría de la oferta y la demanda, donde los precios del mercado vienen determinados de manera combinada por la escasez y la demanda del consumidor. Adam Smith había explicado el precio elevado de los diamantes por el coste de extraerlos de las minas y llevarlos al mercado. Pero, como astuto crítico, Richard Whately señaló en su momento, con un ejemplo diferente, que las perlas no alcanzan precios elevados porque los hombres tengan que bucear para encontrarlas: los hombres se sumergen para dar con ellas por los elevados precios que alcanzan. 7 Smith reconoció este punto de vista en cierto sentido, manteniendo una doble perspectiva donde la escasez y el deseo, así como el coste de producción, influyen en los precios. 8 La solución a la paradoja del agua y los diamantes se presentó en dos fragmentos que recibieron el nombre de «revolución marginalista». El primero fue la eliminación de cualquier distinción entre necesidades y deseos. Ambos fueron integrados en la idea de utilidad subjetiva. Los distintos bienes de consumo ofrecían a la gente un placer de intensidad diferente, y sus precios reflejan el grado de placer, o utilidad, que podían permitirse, así como su escasez relativa. En un lenguaje más sencillo, lo que la gente paga por algo

depende de su escasez y de la intensidad con que lo desea. El agua es normalmente un producto gratuito: pero tiene un precio en el desierto; el aire también es gratis, salvo cuando uno se está asfixiando. El segundo paso de la revolución marginalista fue decir que los precios se determinan a un nivel marginal. Fue Jevons quien unió el concepto de utilidad subjetiva con el cálculo diferencial: lo que debía cuantificarse no era el placer total, sino el placer de tener un poco más. La utilidad se maximiza cuando el placer de tener un poco más se iguala con otros usos alternativos. Jevons predijo que la determinación numérica de las leyes de la utilidad convertiría la economía en una ciencia a la par de las ciencias naturales. 9 El marginalismo acabó con la explicación de los precios a partir del coste de producción. La mano de obra no podía considerarse la fuente del valor, porque el trabajo invertido en producir una mercancía «se ha ido y se ha perdido para siempre». 10 Los sueldos eran el efecto, y no la causa, del valor del producto; en teoría, un mayor esfuerzo podría aumentar la oferta, pero no será así sin que la fuerza del deseo la lleve adelante. El marginalismo fue una victoria científica, pero también política. Explicaba (o justificaba) muchos misterios de la vieja teoría del valor, como los precios elevados de algunos cuadros extraordinarios —un ejemplo perfecto del trabajo que «se ha ido y se ha perdido para siempre»— y derribaba los cimientos de la teoría marxista sobre la explotación. Dejó a un lado sus propios problemas «científicos», como su incapacidad para medir la intensidad del placer. 11 En el contexto de nuestro debate, la pérdida del sentido moral del valor era un problema mucho más serio. El valor depende por completo de anticipar el placer personal que proporcionarán unos bienes de consumo escasos. No hay nada que objetar al precio del mercado. Los precios de mercado sólo pueden ser injustos si la competencia está restringida por un monopolio. Por lo tanto, el objetivo normativo de la corriente predominante en la política económica sólo puede ser el siguiente: conseguir que los mercados sean completamente competitivos.

La teoría del valor subjetivo marcó un cambio de paradigma en el método. Mientras el valor se explicaba en términos de costes, el objeto de estudio de las ciencias económicas se veía como algo social, y el fenómeno de los precios era estrictamente una relación mercantil. Después de asumir que estos fenómenos del mercado eran el resultado de la elección individual, y que los fenómenos sociales por los que se explican esas elecciones eran el reflejo de decisiones individuales, la dimensión social de las ciencias económicas desapareció como por arte de magia. La economía matemática formalizó este cambio. Pero las ciencias económicas no podían cambiar por completo su legado intelectual. Su compromiso permanente con los modelos de «equilibrio» o de precio «natural» para la vida económica es el homenaje no reconocido a su anterior vínculo con la teoría del precio justo. La palabra natural aún recorre las ciencias económicas: conceptos como la tasa «natural» de desempleo, la tasa de interés «natural», son los fantasmas de las anteriores teorías del valor a partir del coste real. Pero sólo son fantasmas: el valor se ha convertido en cualquier cosa que puedas sacarle al tipo que tienes delante.

La propiedad como protección Locke reconoció hace casi cuatrocientos años que la propiedad privada es el talón de Aquiles moral del sistema capitalista. La doctrina medieval decía que la riqueza debe destinarse a un uso razonable. En sus Dos tratados de gobierno (1764 [1689]), Locke dice que todo el mundo tiene un derecho natural a la propiedad de su trabajo, o sea, a tantos frutos de la tierra como su trabajo pueda crear. ¿Cómo se reconcilia esta idea con el hecho de que la mayoría de la tierra está en manos de una minoría de terratenientes? Locke planteaba que la propiedad desigual era la merecida recompensa por un esfuerzo superior. Mucho más adelante llegó la aparición del argumento

utilitarista de que la desigualdad aumenta la productividad. Ésta era la idea central de las economías en el lado de la oferta de Reagan y Thatcher. Locke mantuvo con vida la conexión con los viejos conceptos sobre la justicia de la propiedad cuando defendía que los terratenientes que dejaban que su capital o sus tierras fueran improductivos debían ser despojados de ellos, ya que «Dios no creó nada para que el hombre lo estropee o lo destruya». 12 Poseer propiedades era como tenerlas en depósito por el bien común. Los buenos terratenientes eran administradores. De este modo, si la propiedad privada se usaba para el bien común, no necesitaba derogar el derecho «natural» a la propiedad sobre el propio trabajo. En la era industrial, los obreros reclamaban el «derecho al trabajo» como equivalente del derecho a la propiedad. Los economistas neoclásicos eludieron esta reclamación dando por sentado el pleno empleo. Un mercado laboral con la flexibilidad necesaria garantizaría un empleo a cualquiera que buscara uno. Se daba por hecho que quien no tenía trabajo había escogido disponer de tiempo libre, por lo que el desempleo no comportaba el derecho a percibir ningún ingreso. Los obreros también reclamaban la parte justa de la plusvalía. Marx, como hemos visto, negaba que fuera posible bajo el capitalismo. Los economistas neoclásicos de inspiración izquierdista, como Arthur Pigou (1877-1959) intentaron plantear un argumento científico para justificar la redistribución de los ingresos. La decreciente utilidad marginal del dinero para su propietario, explicaba Pigou, justificaba transferir el dinero de los ricos a los pobres. 13 Este intento se fue a pique cuando Robbins señaló la imposibilidad de medir la intensidad de la satisfacción (1938). La nueva doctrina aceptada decía que no podía derivarse ninguna función relativa al bienestar social a partir de las comparaciones interpersonales de utilidad. Aunque los economistas heterodoxos insistían en que la ausencia de una función de bienestar social no implicaba el abandono del objetivo de la redistribución, la corriente predominante se limitó a abandonar cualquier

debate sobre la justicia de la distribución real. 14 En cambio, presentó pruebas de que en un mercado perfectamente competitivo, todos los factores de la producción recibían su producto marginal. Esta afirmación sacó la distribución de la agenda económica, pero no de la política. De hecho, la cuestión de la distribución dominó la agenda política durante la mayor parte del siglo XX. Los socialdemócratas defendían que, para que el ejercicio de la democracia tuviera sentido, la ciudadanía implicaba que el Estado debía responsabilizarse de garantizar una igualdad suficiente de las condiciones materiales. En la actualidad, los economistas neoclásicos y los sociólogos pesimistas han encontrado una causa común en el ataque al estado del bienestar: para los primeros, disminuye los incentivos para trabajar, para los segundos «desmoraliza» a la sociedad. En el presente, los filósofos debaten la cuestión de la justicia de los derechos de propiedad bastante más que los economistas. Por ejemplo, el principio de John Rawls (1921-2002) de que la desigualdad se justifica mientras mejora la posición de los menos adinerados le debe algo a la idea de Locke de que la posesión de una propiedad exige una justificación moral. Lejos de la corriente predominante, ha habido un resurgimiento del interés por la cuestión de las responsabilidades morales de la propiedad. ¿Las empresas deberían tener responsabilidades morales, además de responsabilidades legales, para maximizar el valor del accionista? Las ideas de «responsabilidad social corporativa» y del capitalismo de «accionista» son los frutos de ese debate, aunque la «responsabilidad social corporativa» es en gran medida propaganda de las grandes empresas. Hay varios estudios que demuestran que las empresas que se toman en serio sus responsabilidades con sus empleados, proveedores y vecinos consiguen unos mejores «balances» que aquellas empresas que sólo responden a los intereses de sus propietarios y directivos más veteranos. Pero el concepto de propiedad como «administración» apenas encuentra cabida en la corriente predominante, porque no sólo cuestiona una interpretación muy restrictiva del derecho a la

propiedad, sino la idea, profundamente arraigada, de que los mercados del suelo, de capitales o de mano de obra son —o pueden hacerse— perfectamente «justos», en el sentido de que todos los productores cobran lo que valen sus productos para el consumidor. 15 El debate moral no es unilateral. Hay, por supuesto, un argumento sobre la eficiencia de los derechos de propiedad bien especificados y legalmente aplicables. Además, la insistencia en que la propiedad debe utilizarse para el beneficio público debilita la clásica defensa liberal de la propiedad privada como barrera a la confiscación arbitraria por parte del Estado. También hay un argumento liberal para que el Estado no interfiera en los contratos voluntarios establecidos entre empresarios y trabajadores. Los estudiantes de Economía no deberían ignorar estos argumentos. Lo que se les pide es que sean conscientes de las elecciones morales —y políticas— implícitas en sus elecciones analíticas.

El coste del progreso Un tercer aspecto de la desaparición de la moral de las ciencias económicas se encuentra en el abandono de la idea de que el progreso comporta unos costes importantes. Los seres humanos siempre han destruido primero para construir mejor después, y las guerras y las revoluciones serían los principales ejemplos. El cambio económico es más suave en sus métodos, pero no es menos disruptivo en sus efectos. El paso de una economía estática a otra dinámica en el siglo XIX vino acompañada de la furibunda denuncia de su coste moral, que nadie expresó con mejor elocuencia que Marx y Engels en El manifiesto comunista: «La revolución constante de la producción, la perturbación ininterrumpida de todas las condiciones sociales, incertidumbre y agitación perpetuas [...]. Todas las relaciones fijas, establecidas, se barren del mapa [...]. Todo lo que es sólido se disuelve en el aire». Duncan Foley ha escrito: «La falacia moral de la posición de Adam Smith

es que nos urge a aceptar un mal directo y concreto para que un bien indirecto y abstracto pueda surgir de él». 16 Plantea una pregunta que no deberíamos evitar: ¿el fin justifica los medios? La corriente predominante acepta que el progreso tiene un precio, pero casi todos los economistas dirán que vale la pena pagarlo: el futuro será mejor que el pasado. Si el crítico señala los dolorosos costes de la adaptación continua a las nuevas condiciones, el economista nos invitará a considerar cómo ha mejorado la calidad de vida de la mayoría de la gente en comparación con los tiempos anteriores a la Revolución Industrial. En el siglo XIX, James Mill planteó la cuestión de una forma que hoy no parecería fuera de lugar: «El sistema de la libre empresa tiene sus dificultades, pero es el precio que hay que pagar por el progreso y el bien general». 17 Su hijo, John Stuart Mill, incapaz de asegurar con tanta confianza que el sufrimiento de los otros tenía una justificación, añadió la condición de que ese sufrimiento debería ser temporal: a medida que la riqueza aumentara, disminuiría el sufrimiento. Por el contrario, Herbert Spencer adoptó una posición social radicalmente darwinista: el sufrimiento de los pobres era el mecanismo a través del cual la sociedad prosperaba. Y sólo lo continuaría haciendo si recompensaba a los ricos y castigaba a los pobres. Keynes estaba de acuerdo con los Mill. El impulso primario del capitalismo, el amor al dinero, es malo desde un punto de vista ético, pero es el medio para hacer el bien. Al crear abundancia, nos permitirá «vivir bien, de forma agradable, y con inteligencia». 18 El capitalismo era una fase temporal, una visión que Keynes compartía con Marx. La mayoría de los economistas son incapaces de visualizar una era poscapitalista, porque consideran que la escasez es una condición permanente: la definición de Robbins no pone límites a los deseos humanos. La escasez continúa exigiendo soluciones aritméticas, no morales. Además, el capitalismo ha demostrado ser superior al comunismo como motor del crecimiento, porque la planificación centralizada

no podía efectuar la necesaria aritmética social, un argumento que debemos a Hayek (1937). Después tenemos a Joseph Schumpeter, cuyas ideas podrían resumirse con un «nunca permitas que una recesión no sirva de nada». Fue el apóstol de la creación de riqueza a través de la «destrucción creativa». El progreso no era un proceso evolutivo tranquilo, sino caótico, en el que los gigantes moribundos son sustituidos una y otra vez por unos ágiles advenedizos a través de una sucesión de crisis. Las empresas modernas de Silicon Valley han adoptado este concepto con el nombre más suavizado de «innovación disruptiva». Para Schumpeter, la destrucción creativa es la forma de actuar del sistema capitalista. Él habría dicho que crea más «valor» del que destruye. Los entusiastas de la tecnología nos ofrecen esa misma respuesta. Con total seguridad, dicen ellos, la automatización destruirá muchos puestos de trabajo y estilos de vida, pero a largo plazo todos nos beneficiaremos de ello. La literatura sobre «los costes del progreso» se centraba en el precio que debía pagar la presente generación. Se daba por hecho que las generaciones futuras saldrían beneficiadas. La idea de que las generaciones futuras pagarían el precio de nuestra derrochadora búsqueda del crecimiento estaba ausente. Sólo en tiempos muy recientes hemos empezado a reconocer que hoy obtenemos un beneficio a expensas de nuestros hijos y nietos. No se hallará ningún debate serio sobre el coste moral del progreso en los libros de texto estandarizados sobre economía. El propio lenguaje analítico neutraliza la indagación: los costes del progreso se relegan a un rincón llamado «el corto plazo» o la «transición»; los mercados eficientes y el progreso tecnológico garantizarán que son temporales. Los economistas con una imaginación social más generosa han planteado que el «principio de compensación» se inventó precisamente para reducir el coste del progreso. Siempre y cuando los ganadores puedan compensar a los perdedores, los mercados serán «eficientes a la manera de Pareto». Esta visión asume, de forma errónea, que las ganancias y las pérdidas pueden medirse en una única

escala monetaria. También se abstrae del problema de las medidas políticas necesarias para poner en práctica la compensación. Con raras excepciones, quienes reconocen que el progreso económico lleva un precio asociado evitan la cuestión de la utilidad del crecimiento. ¿Es para que nosotros o nuestros descendientes sean más ricos, más felices o mejores? ¿Y cuál es la conexión entre todos estos fines?

El «crecimiento de la tarta [se convirtió en] el objeto de una verdadera religión» (Keynes) El propósito justificable de las ciencias económicas no es permitir que la gente satisfaga sus deseos, sino ayudar a hacer realidad el final de la pobreza absoluta y la enfermedad. Una vez que lo haya logrado, habrá hecho su principal trabajo. Filósofos, sociólogos, historiadores y psicólogos van a tener más cosas que decir a medida que las causas del bienestar y el malestar empiecen a estar en el centro del relato. Los economistas seguirán siendo útiles, pero las escaseces —no la escasez generalizada— persistirán, requiriendo una asignación eficiente, sobre todo del tiempo. Esto es, sin lugar a dudas, lo que Keynes pensaba. En la irónica síntesis mencionada arriba, él sostenía que los medios —el crecimiento de la tarta— habían suplantado a la cuestión ética: ¿para qué sirve el crecimiento económico? La respuesta que la mayoría de nosotros daría, después de cierta reflexión, es para permitir que la gente pueda vivir una vida mejor. Los economistas coinciden con el sentimiento popular, ya que ven la suficiencia material como necesaria para el «bienestar». Pero ¿qué es el bienestar, un estado mental subjetivo o un estado de las cosas objetivo? Si seguimos a Lionel Robbins, los individuos experimentan esa sensación de bienestar cuando sus necesidades están satisfechas, como cuando tienen el estómago lleno. Podríamos llamar a esa situación un estado objetivo de bienestar. Pero los deseos de la imaginación son relativos, así que nunca es

posible decir cuánto se necesita para alcanzar esa sensación de bienestar. La escasez siempre existirá. Mientras la gente quiera más de lo que tiene, las ciencias económicas no tienen otro propósito que enseñarnos a hacer crecer la tarta de la manera más eficiente. Ésta es su única religión. Más allá de eso, no hay evangelio que predicar. Podemos identificar tres respuestas cuando preguntamos sobre el «crecimiento de la tarta». La primera es que la tarta tiene que crecer de forma indefinida, porque la gente está constantemente insatisfecha con lo que tiene. Esta insatisfacción es independiente del nivel de riqueza ya alcanzado o de las desigualdades de renta. De hecho, cuanto menor sea la brecha entre los ingresos de los distintos grupos de la población, mayor será el impacto de los deseos relativos, ya que la envidia estará más extendida y la competencia por el estatus será más intensa. La imposibilidad de satisfacer los deseos relativos es la base de la perspectiva de la escasez. La segunda postura, de izquierdas, defiende el argumento de que, con una mayor desigualdad de los ingresos, la tarta necesita crecer más despacio. La gente está insatisfecha con la porción de la tarta que recibe. Lo que parece insaciabilidad es en realidad el producto de la desigualdad. No se necesita tanto agrandar la tarta como lograr una división más equitativa, aunque esto podría ser más fácil de lograr si la tarta también crece al mismo tiempo. En el lenguaje de Galbraith, lo que necesitamos es menos riqueza privada y más pública. Quizá la economía no tendría que crecer tan deprisa si los ingresos estuvieran más igualados y los servicios públicos mejorasen; quizá no tendría que crecer en absoluto en los países ricos. Esto plantea un argumento moral explícito. No establece las causas de la insatisfacción en la psicología individual (envidia, por ejemplo), sino en la demanda social de justicia. Un tercer argumento, más reciente, destaca los costes a largo plazo para el planeta, y por lo tanto para las futuras generaciones, de nuestra incansable búsqueda de «más y más», lo que ha llevado a la demanda de un «decrecimiento».

Sin embargo, son diferencias que se encuentran dentro del círculo de la suficiencia material, no hablan de para qué sirven esos requisitos. De este modo, justificamos el dinero que se gasta en educación y sanidad porque son medios para alcanzar el bienestar, en vez de considerarlos como parte de ese mismo bienestar, y por lo tanto con un valor intrínseco. Como todo el mundo tiene su propia idea de lo que es el bienestar, los economistas deben limitarse solamente a los medios y asumir que la gente es eficiente convirtiendo los recursos físicos en bienestar. Y, así, las ciencias económicas se detienen en la frontera del producto interior bruto (PIB) o del PIB por cápita: al menos, podemos medir eso. Ha habido intentos aislados de que la política vaya más allá del crecimiento de la tarta. Una fuente de inspiración proviene de las críticas de índole técnica sobre todas esas cosas que el producto interior bruto es incapaz de medir. Es la suma del valor de mercado anual de todos los bienes y servicios finales. Pero excluye bienes no costeados, como el voluntariado, el trabajo doméstico y la crianza e incluye los costes de luchar con el crimen, la contaminación, la adicción a las drogas, el agotamiento de los recursos, etcétera. Incluso el padre de los datos sobre la renta nacional, Simon Kuznets, argumentaba que «el bienestar de un país apenas puede deducirse de la medición de la renta nacional». 19 Algunos economistas han propuesto hacer de la «felicidad» el objetivo de las políticas, en vez del PIB. Todo el mundo puede estar de acuerdo, sin duda, en que lograr que la gente sea más feliz, en el sentido de mejorar su bienestar psicológico, es un objetivo encomiable. Este enfoque se basa en una serie de encuestas que demuestran que la felicidad no puede equipararse con la cantidad de ingresos, un fenómeno conocido como la «paradoja de Easterlin». El economista Richard Easterlin (1926) descubrió que, a partir de un cierto punto, la escala de percepción de la felicidad (por ejemplo, del 1 al 5) no aumenta en paralelo al crecimiento del PIB. Caminan juntas mientras

los ingresos aumentan hasta llegar a cierto punto, y a partir de ahí la felicidad se queda estancada mientras la renta sigue subiendo. 20 Todo esto sugiere que, en lugar de perseguir un aumento de los ingresos, la política debería aspirar a incrementar la felicidad. Y esto significa indagar en los motivos que causan la felicidad y la infelicidad en las personas, de los cuales el dinero sólo es uno más. 21 El juego consiste en relacionar unas métricas subjetivas de felicidad e infelicidad con otras condiciones objetivas. Las encuestas revelan las cosas que hacen feliz a la gente: más tiempo con la familia y los amigos, trabajos satisfactorios, seguridad en los ingresos, etcétera. La política debería tratar de establecer estas correlaciones objetivas de la felicidad. Pero es la propia concepción de la felicidad lo que parece tan débil. Para la mayoría de los investigadores no significa nada más que un bienestar psicológico o una sensación mental agradable. Proliferan los gurús que sermonean sobre la felicidad y las escuelas que ofrecen cursos para alcanzarla. El primer ministro británico, David Cameron, quien llegó al poder tras la crisis financiera de 2008, dijo que mediría el «bienestar» de los ciudadanos del Reino Unido cada tres meses, y «se consideraría responsable del éxito o del fracaso de sus políticas por los cambios en el bienestar». 22 Poco más se supo de esta iniciativa. Casi parecía obsceno sugerir una métrica del bienestar mientras la economía se venía abajo. A primera vista, convertir la felicidad en un objetivo de la política es una mejora sobre la renta nacional a secas. Promete una manera de detener (o al menos ralentizar) la apisonadora del crecimiento, para concentrarse en alcanzar en su lugar algo que todos consideremos positivo. Pero hay una terrible trampa, incluso si dejamos al margen la espinosa cuestión de encontrar una forma de medir la felicidad de manera fiable. Si se asume que la felicidad significa disfrutar de un estado mental permanentemente agradable, podría maximizarse con la libre distribución de fármacos que amplíen la sensación de placer, mientras dejamos que los robots produzcan los bienes necesarios para la supervivencia, en una especie

de dolce vita perpetua o de país de comedores de opio. Eso sí sería, literalmente, el «opio del pueblo». Por supuesto, los economistas de la felicidad no defienden este enfoque, aunque resulta muy significativo que uno de ellos, Richard Layard (1934), incluya tanto el uso de sustancias farmacológicas como de estupefacientes en su agenda de la felicidad. 23 Quieren que la política vaya dirigida a las condiciones que convierten la vida de la gente en una tragedia y creen que estas situaciones pueden descubrirse. Vivir con menos desgracias debería considerarse seriamente como el objetivo ético intermedio, ya que hace posible que la gente pueda tener una vida mejor. Pero la felicidad no debería considerarse como un fin en sí mismo por el que vale la pena esforzarse. Es el resultado de vivir una buena vida, como admitían los antiguos griegos, no un objetivo separado, y muchas veces es el resultado de la «casualidad». 24 El economista Amartya Sen ofrece un argumento para otro paquete de medidas. Sen, como Marshall, cree que el objetivo de la política debería ser incrementar el «bienestar». Pero éste no puede entenderse únicamente desde el consumo material. Al contrario, se compone de múltiples «capacidades» solapadas que no pueden reducirse a una sola, incluso al bienestar material, pero tampoco a otras dimensiones no económicas, como la libertad para que cada uno trace su propio plan. En consecuencia, el desarrollo económico debería entenderse como la expansión de las capacidades, y la pobreza debería entenderse como una privación de capacidades. 25 Convertir la «capacidad» en el propósito de la política evita la trampa de definir un objetivo principal. Pero plantea, aunque no puede responder, la pregunta de «¿capacidad para qué?». ¿Por qué debería importarnos si las personas son capaces de estar sanas o recibir una educación, y todo lo demás? Por supuesto, lo que importa es que en realidad estén sanas y tengan acceso a la educación. Pero asumir una posición pública sobre lo que significa estar sano y tener una educación sería dictatorial. La «capacidad» preserva la autonomía de la elección individual. 26

Sen se dio cuenta de que se necesitaba una métrica alternativa, así que, con Mahbub ul Haq y otros, creó el índice de desarrollo humano, que incluye indicadores sobre la renta, educación y sanidad de un país. Otras métricas relacionadas serían el índice para una vida mejor de la OCDE, que contiene once componentes, la propuesta de «felicidad nacional bruta» del rey de Bután y los índices de pobreza multidimensionales de la PDHO (pobreza y desarrollo humanos de la Universidad de Oxford) y PNUD (Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo). 27 La Organización Mundial del Trabajo (OMT) dice que el objetivo debería ser la justicia social —no el crecimiento—, pero reconoce que no hay un «concepto objetivo de justicia social». El economista ecológico Herman Daly (1938) ha propuesto un índice de «desarrollo sostenible», que tiene en cuenta la degradación ambiental y la depreciación del capital natural. Creado en 1989, las tres normas de Daly son: 1) uso sostenible de recursos renovables, lo que significa que la velocidad a la que se extinguen no debería ser mayor al ritmo al que pueden regenerarse; 2) el uso sostenible de recursos no renovables, lo que significa que la velocidad de su extinción no debería superar el ritmo al que pueden introducirse sus sustitutos, y 3) un ritmo sostenible de contaminación y generación de desechos, lo que significa que su crecimiento no debería ser más rápido que el ritmo con el que los sistemas naturales pueden absorberlos, reciclarlos o anular sus peligros. Todos estos índices híbridos tienen defectos técnicos. Su primer defecto es tratar de medir conceptos no cuantificables, como juzgar la calidad de la vida social contando la cantidad de amigos. El segundo reside en el intento de reducir cantidades inconmensurables a una única cifra, absolviendo así a los responsables políticos de tomar decisiones éticas. Por más persuasivas que puedan ser todas estas críticas al PIB, el factor determinante de su popularidad ha sido su simplicidad: un único número con un significado claro. Un método tipo «panel de mandos» que intente tenerlo todo en cuenta puede ser inmensamente complejo: ¿cómo se supone que

debemos comparar un despliegue de datos sobre sanidad, educación y demás para determinar qué país lo está haciendo mejor de una sola ojeada?

¿Cómo puede la ética ayudar a las ciencias económicas? El problema de reintroducir la ética en las ciencias económicas, de sembrar unas bases éticas dentro del propio pensamiento económico, es que la teoría moral contemporánea se encuentra en situación de espera. En gran parte del mundo occidental, la religión y la costumbre han dejado de ser el cemento de una moralidad común. Los sistemas de ética secular son fragmentos de unas creencias religiosas más antiguas, que carecen de la autoridad de la ley divina. Además, la «empresa» y el «cálculo empresarial» se han convertido en una parte mucho más importante de la actividad humana, mientras que la «ética» empresarial equivale a poco más que intentar evitar los fraudes. Así, el consenso sobre lo que constituye una conducta ética pierde autoridad desde ambos frentes: desde el declive de la religión y desde la propagación de los valores empresariales. Como resultado, la ética se ha convertido en una cuestión de cálculo individual. Los individuos discrepan sobre lo que es bueno. Tratar de revivir una idea común de lo que es una buena vida, cuando sus fundamentos naturales en la sociedad han sufrido una erosión tan considerable, huele a paternalismo, o peor aún, a dictadura. La postura por defecto es producir y consumir aún más bienes materiales. Las económicas son las ciencias que te permiten hacerlo con la máxima eficiencia. Es ahí donde estamos. En todos los puntos en que las ciencias económicas podrían encontrase con la ética, tropezamos con un defecto de esta última. La economía y la ética contemporáneas comparten la misma actitud individualista. El principal motivo de las críticas éticas al capitalismo contemporáneo es que su estructura de poder concede a muy pocas personas la oportunidad de tomar buenas decisiones. La justicia en la distribución podría verse como una forma

de empoderamiento. Pero esas mismas elecciones deberían dejarse en manos de unos individuos empoderados de la forma adecuada. Las ciencias económicas y la ética hablan el mismo lenguaje del individualismo metodológico. Keynes encontró un principio moral para las ciencias económicas, en la perspectiva de la buena vida que el progreso económico (y sobre todo tecnológico) ha abierto. Tenía una concepción muy clara de lo que era una buena vida, y él creía que se basaba en intuiciones morales universales. Pero volvía a remitirse a la existencia de una comunidad moral, que en sus años de juventud todavía se daba por hecha. Hoy tenemos comunidades morales pequeñas, que persiguen sus propias visiones de lo que es bueno. Pero no hay un consenso moral sobre lo que es bueno. El colapso de la ética de los fines ha traspasado el peso de la argumentación ética contemporánea a la moralidad de los medios, lo que podríamos denominar una ética procedimental. Los filósofos políticos han debatido con vehemencia la cuestión de lo que representa una distribución justa de los ingresos y las oportunidades vitales, con el socialdemócrata John Rawls (véase página 251) y el conservador Robert Nozick (1938-2002) entre los citados con mayor frecuencia. Los derechos «naturales» han metamorfoseado en derechos «humanos». La gente tiene «derecho» a no sufrir ninguna discriminación por cuestiones de raza, género o edad. Tras llegar a esa misma conclusión por caminos diferentes, las filosofías utilitaristas y legalistas están de acuerdo en que el daño es perjudicial. Prevenir el daño es, evidentemente, un programa moral de mínimos; confiamos en llegar a coincidir en lo que es malo, aunque no nos pongamos de acuerdo en lo que es bueno. La prevención de los daños se basa en la idea de que los individuos deberían tener la libertad para perseguir sus propios planes, con la condición de que éstos no perjudiquen a otras personas. Por ejemplo, la legislación sobre seguridad y sanidad está diseñada para evitar que los productores de

bienes y servicios perjudiquen a sus usuarios; se supone que los comerciantes deben proporcionar información sincera sobre sus productos; cada vez hay más leyes relativas al uso de internet para evitar la difusión de materiales que contengan mensajes de odio o sean perjudiciales o abusivos. La idea de evitar el daño se ha llevado hasta los robots. La primera de las tres leyes de la robótica enunciadas por el bioquímico y escritor Isaac Asimov (1920-1992) es que «un robot no debe hacer daño a un ser humano o, por su inacción, permitir que un ser humano sufra ningún daño». Hay dos ramas de las ciencias económicas, la medioambiental y la ecologista, que han aplicado el principio del daño a la supervivencia de la especie humana. Habida cuenta de la amenaza que supone el cambio climático causado por el hombre, la actividad económica debe empezar a ser coherente con la supervivencia humana. Éste sería el punto de partida para el renacimiento de la idea de «custodia». Los actuales «propietarios» del planeta tienen la obligación de preservar el valor de su herencia a los futuros propietarios. Los economistas, por regla general, resuelven que esta obligación tendrá un coste. Una especialidad, la «economía medioambiental», sostiene que el medio ambiente es un recurso económico importante, y que el daño al ecosistema representa un coste que no soportan quienes lo han causado. Esto crea un problema de peligro moral, donde las empresas pueden generar contaminación y dejar que sean otros (en este caso, las generaciones futuras) quienes tengan que lidiar con los problemas. Esto significa que los costes de contaminar el planeta deben «tasarse» mediante impuestos al carbono. El segundo enfoque, más radical, es la «economía ecologista». Acepta la idea de proteger el medioambiente, pero rechaza la afirmación de que todos los aspectos de la degradación medioambiental pueden tasarse de manera correcta. Lo importante es que la gente entienda cómo encajan los seres humanos en el ecosistema global, cómo las actividades económicas están dañando este ecosistema y cómo deberían cambiar quizá para preservarlo,

una cuestión que se planteaba por primera vez en el ya clásico Los límites al crecimiento del Club de Roma. 28 Georgescu-Roegen fue lo bastante lejos como para decir que la única forma de evitar la entropía del planeta era mediante políticas de «decrecimiento». Uno de los avances más importantes dentro de esta línea de argumentación es el «donut económico» de Kate Raworth (1970), que plantea a las ciencias económicas el desafío de encontrar un equilibrio entre los «cimientos sociales» y el «techo ecológico». 29 La actividad económica debe situarse dentro de los límites de la posibilidad ecológica. El diagrama revela que la economía ecológica contiene la misma imprecisión en su idea central que ya hemos visto en la economía del «bienestar». ¿Qué implica exactamente proteger el ecosistema? Confecciona una lista de cosas negativas en el exterior del círculo y de cosas positivas en el interior. Aunque quizá albergamos la esperanza de medir el valor de nuestras actividades en términos del PIB, no hay una forma precisa de medir el impacto del PIB en el ecosistema. El «cambio climático», que en sí mismo plantea graves problemas de cuantificación, es sólo una de las nueve posibles rasgaduras que se cuentan en el envoltorio del ecosistema. Así, la «economía del donut o de la rosquilla» es un término amplio para una gran variedad de objetivos útiles como «igualdad de género» o «redes» que no tienen una conexión evidente con la protección del ecosistema. Probablemente, quienes le encuentren un mayor atractivo serán los críticos más apasionados de la avaricia y el lujo. Que sea o no compatible con el modelo occidental de libertad política y económica es irrelevante. 30 Figura 6. El donut de Raworth

Incluso así, resulta evidente que disponemos de un argumento ético bastante mejor: vivir en armonía con la naturaleza y, por lo tanto, dentro de los límites que ella establece, forma parte de la buena vida. Esto es independiente de cualquier consecuencia cuantificable y perjudicial en la naturaleza de nuestros malos hábitos. Pero, por desgracia, un argumento así depende de que haya un acuerdo importante sobre lo que constituye una buena vida, que a día de hoy no existe. Así que volvemos a caer en la pseudociencia y el cilicio para recabar apoyos para la causa. 31

Hay dos formas legítimas de recuperar la ética para las ciencias económicas. La primera es observar dentro de la «mente del caballo» en mayor profundidad (véase página 133 sobre «El Homo economicus en acción»). Esto demostraría que, aunque no cabe duda de que existe una cierta variedad moral, es menos amplia de lo que se cree generalmente. Revelaría un amplio

consenso sobre lo que podríamos denominar «bienes básicos». En todas partes se reconoce que la salud, el respeto, la seguridad y unas relaciones basadas en el amor y la confianza forman parte de una buena vida humana, y su ausencia se considera una desgracia en todas partes. Tenemos, por lo tanto, los materiales para una indagación universal en el significado de la buena vida, que trascienda el tiempo y el espacio. No estamos condenados a un choque interminable de valores, arbitrados sólo por el mercado, la política y el derecho. El segundo enfoque pertenece al filósofo Michael Sandel. Su punto de partida es que el debate público se ha vaciado de significado moral por miedo al paternalismo. Lo que él ofrece no es paternalismo, sino un debate público sobre la moralidad del mercado. ¿Deberías tener la posibilidad de comprarlo todo o hay algunos bienes que «no tienen precio»? ¿Cuáles son las consecuencias de comprar los primeros puestos de una cola? ¿De externalizar guerras y cárceles a contratistas privados? ¿De ofrecer recompensas económicas por sacar buenos resultados en los exámenes? ¿De convertir una economía de mercado, que es una herramienta, en una sociedad de mercado en la cual el dinero controla el acceso a todos los bienes esenciales, y todas las relaciones sociales se reducen a un nexo monetario? Su esperanza es que, al plantear esta clase de preguntas, podamos recuperar la antigua idea de un bien común. 32 El programa de Robbins para expulsar a los críticos de las ciencias económicas, con la idea de hacerlas más «científicas», siempre fue una esperanza en vano. Se viene abajo por la poca solidez de las económicas como ciencia. Teniendo en cuenta la imposibilidad práctica de establecer leyes empíricamente sólidas sobre la conducta humana, su «núcleo científico» ha llegado a consistir en deducciones lógicas y matemáticas a partir de precedentes irreales y muy específicos. No puede escapar de lo que Keynes denominó «introspección» y «juicios de valor»; pero los entierra bajo una capa de metodología lógico-deductivista. Esto hace que muchas partes de

las ciencias económicas ofrezcan una visión del mundo completamente inútil y, por lo tanto, que induzcan a muchos errores como orientación de la política. Sin embargo, hay motivos para dudar de si los recursos morales que todavía existen en las sociedades occidentales son lo bastante poderosos para corregir los errores sociales de los economistas.

Capítulo 13 Abandonar la omnisciencia Para la mayor parte de nuestros intereses, Dios sólo se ha permitido el ocaso [...] de la probabilidad, adecuado, supongo, para el estado de mediocridad y probatoria en el que se ha complacido en colocarnos. JOHN LOCKE, Ensayo sobre el entendimiento humano

La corriente predominante en las ciencias económicas malinterpreta el comportamiento humano de dos formas diferentes. Otorga a los humanos un poder excesivo para calcular y les atribuye un deseo excesivo de calcular. Es decir, ignora la incertidumbre y el apego que unas personas sienten hacia otras. Ambos errores tienen sus raíces en un método de análisis cuya premisa principal es la maximización individual. Como expresó muy bien Keynes, el error de las ciencias económicas no reside en su incoherencia lógica, sino en la «falta de [...] generalidad en sus premisas». 1 Hay una distancia enorme entre la descripción de la conducta humana que ofrecen las ciencias económicas y su verdadero comportamiento en la vida real. Las ciencias económicas no tienen la menor intención de recortar esta distancia mejorando y ampliando sus premisas, sino simplificando lo que significa ser humano hasta reducirlo a la idea del cálculo, para después empoderar ese cálculo mediante el uso del big data y una capacidad de procesamiento acelerada. El resultado es una creciente divergencia entre lo que piensan los economistas y

lo que sienten muchas personas, que se expresa en una explosión de descontento social. Los economistas de la corriente predominante no han estudiado con la debida atención la «mente del caballo». En las páginas siguientes, intentaré agrupar las dos grandes líneas argumentales del libro, las relacionadas con la epistemología de las ciencias económicas y las vinculadas con su ontología.

Epistemología: riesgo e incertidumbre El primer problema está relacionado con lo que sabemos —o podemos llegar a saber— sobre el futuro. Las ciencias económicas observan la mente de la gente y descubren la maximización de la utilidad. Este concepto se convierte, entonces, en la base de su propia teorización. Una afirmación mucho más modesta, y también más precisa, sería decir que la gente hace todo lo que puede en función de las circunstancias, donde cabe incluir la incertidumbre. Debemos la diferenciación entre riesgo e incertidumbre tanto a Frank Knight (1885-1972) como a John Maynard Keynes. El «riesgo» aparece en aquellas situaciones en las que la posibilidad de que ocurra un suceso determinado es cuantificable; la «incertidumbre» implica la falta de cualquier noción cuantificable sobre esas probabilidades (de forma equivalente, el riesgo hace referencia a todas las situaciones contra las que es posible protegerse con un seguro; la incertidumbre, a todas aquellas en las que no es posible). Los economistas de la corriente predominante no reconocen esta distinción. Creen que las personas pueden calcular con exactitud las probabilidades de que una acción tenga como consecuencia un determinado resultado. Esta creencia se debe a que tratan la economía como si fuera un sistema cerrado, como el juego de las damas. Los economistas de Chicago han desarrollado una teoría explícita sobre el sistema financiero a partir de esta visión: dicen que el riesgo de cualquier activo «de media está incluido correctamente en su precio». Por lo tanto, el hundimiento de 2007-2008 era

imposible. Incluso los economistas que rechazan el rigorismo de la Escuela de Chicago están limitados a usar en su profesión el lenguaje del riesgo siempre que hablen de elecciones futuras. La gente tiene «perfiles de riesgo»; las tasas de interés miden la «apetencia de riesgo»: los bonos del Estado están «exentos de riesgo» (¡salvo si son griegos!), los precios de los activos miden la aversión al riesgo y las expectativas racionales y todo lo demás. Sin embargo, si echamos un vistazo a la prensa económica, descubriremos que la «incertidumbre» es lo único que las empresas no pueden soportar: siempre están exigiendo a los gobiernos que «pongan fin a la incertidumbre» sobre esto o aquello. Los objetivos de inflación estaban diseñados para «poner fin a la incertidumbre» acerca del curso futuro de los precios. Pero ¿qué está pasando? La razón por la que la «incertidumbre knightsiana» ha demostrado ser más aceptable para la profesión que la «incertidumbre keynesiana» es que Knight la confinaba a situaciones de «desequilibrio», mientras que para Keynes la incertidumbre determina la naturaleza del propio equilibrio. En su libro Riesgo, incertidumbre y beneficio (1921), Knight explica el beneficio como una recompensa al emprendimiento, a la invención de un nuevo producto, así que, por definición, no puede haber probabilidades asociadas al éxito o al fracaso de una innovación, porque se trata de un acontecimiento completamente nuevo. Así, el beneficio es la recompensa por una aventura hacia lo desconocido que termina con éxito. Estas recompensas de las empresas se distinguen del rendimiento «normal» del capital; el beneficio es un fenómeno monopolístico temporal que será neutralizado en el momento en que la competencia adopte la innovación de manera generalizada. Los economistas sólo están preparados para admitir la incertidumbre en estos términos. Para Keynes, la incertidumbre contamina todo el esquema de la demanda de inversiones, y no sólo a la empresa. No hay una tasa de rendimiento «normal», sólo hay una tasa de rendimiento prevista, que se rige por la incertidumbre.

Hay dos razones más para explicar la falta de atractivo de la incertidumbre keynesiana para la corriente predominante. Primero, el propio Keynes calificó su explicación de la incertidumbre —que se encuentra en el capítulo 13 de la Teoría general— como una «digresión», y las interpretaciones habituales de la teoría confían en su palabra. Segundo, su relato fragmentado no distinguía con claridad entre las partes del sistema económico que pueden considerarse «arriesgadas» y las que son indudablemente «inciertas». Ésta es la razón por la que los esfuerzos poskeynesianos, como los de George Shackle (1903-1992), Hyman Minsky (1919-1996) y Paul Davidson (1930), para fundamentar las ciencias económicas en la incertidumbre epistemológica han avanzado tan poco. Sin embargo, Keynes nos legó una «teoría general» distinta que, sin ninguna duda, merece ser tomada muy en serio como posible fundamento de unas nuevas y reformadas ciencias económicas. Me refiero a la teoría de la probabilidad, que se presenta en su Tratado sobre probabilidad, una obra maestra ignorada, y concebida antes de que Keynes se considerara economista, en la cual expone lo que Rod O’Donnell llama «una teoría general de la creencia y la acción racionales». 2 No se publicaría hasta 1921, el mismo año que Riesgo, incertidumbre y beneficio de Knight, pero el germen de la idea se remonta a 1904, cuando Keynes era alumno de la Universidad de Cambridge. Keynes también observó en el interior de la «mente del caballo», pero él no encontró la maximización, sino más bien el intento de actuar de manera razonable bajo distintos grados de certeza. Su jugada maestra fue distinguir entre la creencia racional (o expectativa) y la creencia verdadera. La teoría estandarizada de la expectativa racional identifica las dos, porque tener unas expectativas racionales sobre un suceso concreto significa poseer unos conocimientos precisos sobre las probabilidades de que ocurra. Keynes afirmaba que sí era racional creer que una cosa ocurriría con bastante probabilidad a partir de las pruebas que apoyaban dicha posibilidad, pero que

esas pruebas podían ser demasiado endebles o escasas como para ofrecer una probabilidad numérica que pudiera llegar a ser real. Keynes señaló tres clases de probabilidades, en orden de certeza descendente: una pequeña clase de probabilidades cardinales, una clase mucho mayor de probabilidades ordinales y una tercera clase a la que no puede asignarse ninguna probabilidad. Las probabilidades cardinales son proporciones —ratios— expresadas como fracciones. Se conocen o bien a priori (matemáticamente) o bien como resultado de su similitud con acontecimientos anteriores. Por ejemplo, si uno de cada diez fumadores ha fallecido por cáncer de pulmón, la probabilidad de que un fumador muera por esta enfermedad es del 10 por ciento. El segundo tipo de probabilidades numéricas sería el dominio estándar del riesgo, tal como dirían los actuarios de seguros: por ejemplo, todas las primas de los seguros de incendio se basan en el número de casas que se han quemado en un distrito durante un período de tiempo concreto y en relación con el número de total de viviendas de la zona. En el extremo opuesto estaría la incertidumbre, tal como la definen Keynes y Knight, pero que la corriente predominante niega: una situación en la que no tenemos una base científica para calcular un porcentaje de probabilidad. Sin embargo, en medio se encuentran las «categorías/órdenes de magnitud» de Keynes, que son categorías de probabilidad —«más o menos probable»— y no proporciones exactas: podemos decir que una probabilidad es más grande que otra, pero sin saber hasta qué punto lo es. Lo resume de este modo: «Deberíamos tener la capacidad de calcular las magnitudes de ciertos pares de probabilidades numéricamente; en otros casos, sólo en relación con un más o un menos; y, en otros, de ningún modo en absoluto». Keynes creía que nos vemos obligados a llevar a cabo la mayoría de nuestras elecciones racionales dentro de este terreno intermedio de organización ordinal. 3 En la epistemología neoclásica, por el contrario, todas las probabilidades tienen un número. Parten como las probabilidades que concederías, por

ejemplo, a que un caballo gane una carrera. Para hacer eso no se requiere ningún conocimiento sobre el rendimiento pasado del caballo: la racionalidad sólo requiere que tus apuestas sean coherentes internamente, de tal modo que nadie pueda construir un «libro holandés» contra ti. 4 Las creencias subjetivas se transforman en probabilidades objetivas al aplicar el teorema de Bayes, una regla para actualizar las probabilidades subjetivas ante las pruebas. 5 Si uno asume, como hacen los teóricos radicales de la expectativa racional, que los agentes están plenamente equipados con un conocimiento actualizado sobre las probabilidades de cualquier suceso futuro, entonces están en posición de valorar el riesgo con precisión. La «teoría general» de la racionalidad de Keynes representa una gran mejora de la teoría neoclásica. Evita la trampa de calificar la conducta como «irracional» cuando no encaja con el estándar neoclásico de racionalidad. Ofrece una forma de distinguir entre sistemas cerrados, parcialmente cerrados y abiertos. Propone a las ciencias económicas el desafío de pensar en la conducta humana bajo diferentes situaciones de conocimiento y no tomar el camino matemático fácil de las predicciones. En este sentido, señala el camino hacia una metodología unificada para las ciencias sociales.

Ontología: lo que existe El proyecto de mejorar la práctica de las ciencias económicas no puede depender de un regreso a Keynes. El gran error de Keynes fue una ontología poco desarrollada, que carece de una verdadera perspectiva sociológica o histórica. Admite que «la hipótesis atómica que ha funcionado de manera tan espléndida en la física se desmorona en la psicología» y ofrece ejemplos como la «falacia de la composición» y la «paradoja del ahorro». Pero lo deja ahí. 6 Así, una ontología mejorada —el estudio de lo que existe, y de la naturaleza y los principios de los fenómenos sociales— debería ser el

segundo pilar de unas ciencias económicas reformadas. El mapa ortodoxo de la realidad sólo está poblado por individuos, hasta el punto de que son reconocidos en todos los aspectos, mientras que los grupos y las instituciones sólo existen como instrumentos, como herramientas al nivel de la tecnología. Este enfoque «individualista metodológico» aparta a las ciencias económicas de la posibilidad de entender la mayor parte de la conducta humana, y como consecuencia de ello ofrece muchas veces consejos defectuosos. Es incapaz de comprender la percepción de la fidelidad religiosa o nacional, apegos, identidades —todo lo que Weber llama «asociaciones comunales»— y la capacidad que tienen para modificar su retrato del individuo maximizador; es incapaz de entender el poder de conocerse a uno mismo y el modo en que las posiciones sociales modelan esa imagen de uno mismo; es incapaz de entender el papel de las ideas, el poder y la tecnología a la hora de dar forma a las elecciones, incluyendo las suyas propias; es incapaz de comprender la contingencia histórica de algunas de sus doctrinas universales, y es indiferente a su propia historia. Un mapa más preciso de la realidad social incluiría al menos tres entidades con «voluntad»: individuos, gobiernos y «corporaciones», conectadas entre sí por una intrincada red de relaciones. El significado de las dos primeras está bastante claro, y por «corporaciones» me refiero a todos esos grupos intermedios entre el individuo y el estado que proporcionan servicios valiosos a las personas, y con quien estas personas se relacionan, como gobiernos locales, iglesias, universidades, asociaciones de voluntarios, empresas, sindicatos, sistemas bancarios, sistemas digitales, movimientos sociales y muchos otros. Una estructura donde los organismos privados proporcionan los bienes (y males) públicos, por razones de obligación o beneficio —como así ha sido a lo largo de la historia—, y que no puede reducirse a un sistema binario de Estado y mercados. Alguien podría concebir la economía como un sistema «mesoeconómico», con la Administración del Estado en lo más alto, el individuo en lo más bajo y una variedad de instituciones intermedias entre

ambos extremos, y todo el complejo contribuye a la producción económica. En el sistema internacional, el Estado nación es en sí mismo una institución intermedia entre el individuo y las organizaciones supranacionales. La importancia de las estructuras es que afectan a las motivaciones individuales, y por lo tanto condicionan el comportamiento de cada persona. No es el comportamiento de los grupos, sino el comportamiento en los grupos lo que deberíamos intentar comprender. El comportamiento en los grupos no puede entenderse como el resultado de cálculos individuales de interés propio, por mucho que lo intenten los Nuevos Institucionalistas. Amor, miedo, valor, lealtad, avaricia, traición, afecto y muchos otros atributos que los humanos exhiben con regularidad y admiran o condenan sólo pueden entenderse en un contexto de grupo. Comprender correctamente tanto las raíces como la lógica de la acción colectiva nos aleja muchísimo del camino neoclásico. La cooperación no empezó al entender que podía reducir los costes de transacción. Los economistas podrían decir que eso no es más que una forma precisa de hablar sobre los costes de la acción individual y que esa clase de razones para cooperar existen, pero éstas no conducen a una comprensión profunda de la sociabilidad. El defecto de la percepción neoclásica puede apreciarse en el relato estandarizado sobre los orígenes del comercio. En palabras de Paul Samuelson: «Tenemos una gran deuda de gratitud con los dos hombres-mono que de repente se dieron cuenta de que ambos podrían estar mejor si entregaban un poco de un producto a cambio de un poco de otro». 7 La mayoría de los economistas ha dado prioridad a la historia del salvaje negociante porque deja fuera a la sociedad. La cuestión es, sin embargo, que para poder involucrarte en esta clase de transacciones tienes que ser, para empezar, un animal social, tal como señaló Durkheim, aunque sin duda se trate de uno con una capacidad de invención singular. Los individuos no escogen por propia voluntad ser sociales, están destinados a ser sociales y, a

la vez, inventivos socialmente. De este modo, la inestabilidad social relativa formaría parte integral de la condición humana. Por esta razón es imposible congelar la imagen, salvo de forma local y temporal. Se nos deja con un misterio difícil de resolver. Cuando los economistas «observan en la mente del caballo», ¿realmente ven lo que hay ahí dentro o sólo los sermones que ya han plantado en su interior? En otras palabras, ¿las ciencias económicas son descriptivas o prescriptivas? Este libro sugiere que tienen como objeto ser las dos. Si es descriptiva, resulta abiertamente inadecuada; pero ¿no es posible que la descripción pueda, con el tiempo, llegar a parecer una prescripción, que los seres humanos empiecen a comportarse más y más como los economistas les dicen que se comportan? Esto sería una irónica inversión del teorema de Bayes, con una realidad objetiva que cada vez se parece más a las apuestas subjetivas que los economistas hacen sobre la humanidad. Transformar la naturaleza humana, no sólo describirla, siempre ha sido el sueño de los ingenieros sociales, como es el caso de los utopistas tecnológicos en la actualidad. Es la base de la doctrina del progreso. Pero ¿hasta qué punto se puede —o se debe— introducir y potenciar, antes de que los seres humanos dejen de existir en una forma reconocible? ¿Y existe algo irreductiblemente humano que acabe resistiendo a las ambiciones de los ingenieros del alma?

Un mapa mejor Los dos problemas principales que hemos identificado en este libro están relacionados: generalidad insuficiente de las premisas (epistemología) y ausencia de un mapa institucional (ontología). Necesitamos una ciencia que sea más modesta en su epistemología y más rica en su ontología. La parábola de los hombres ciegos y el elefante (véase página 30) puede mejorarse con la construcción de la siguiente cuadrícula. En el eje vertical

marcamos la ontología —la teoría de lo que existe—; en el eje horizontal, la epistemología, la forma en que se generan las creencias verdaderas. Las ciencias económicas ocupan sobre todo el cuadrante superior derecho, la sociología, las ciencias políticas y la historia ocupan el inferior izquierdo, y la psicología, el cuadrante superior izquierdo. Esto deja el cuadrante inferior derecho al materialismo (marxismo). El argumento de este libro es que las ciencias económicas deberían moverse en la dirección que marca la flecha, con menos conjeturas previas tan estrictas y unas deducciones más vagas. Deberían ser más contenidas, esto es, con una lógica de predictibilidad parcial, en lugar de completa. La siguiente tarea es vincular la ontología y la epistemología en un conocimiento más amplio, en el cual la economía no se vea como una actividad especializada, con su propia lógica de conducta, sino como un aspecto de la vida y el esfuerzo humanos. Polanyi expresó esta idea en su visión de la economía de mercado como un sistema incrustado. Figura 7. Diferentes aproximaciones al conocimiento

La objeción estándar a ampliar el alcance del análisis económico de la forma que yo he propuesto es que convertirá la materia en algo demasiado abstracto para que sea útil. Ésa es la opinión del profesor Krugman. Él ofrece dos razones: primero, los pensadores que adopten un «estilo discursivo, no matemático», por más elocuentes que sean, no van a contar con la atención del resto de los economistas; segundo, que los «modelos controlados, tontos» son la única forma de llegar a verdades útiles. Lo primero es simplemente una declaración que encaja en las modas actuales en las ciencias económicas; la segunda razón merece un poco más de consideración. Mi argumento es que los «modelos controlados, tontos» destruyen tantos conocimientos antiguos como crean otros nuevos. La razón es que se deja fuera del relato cualquier cosa que no pueda incorporarse al modelo de formas estrictas y concretas, tontas. Alguien podría declarar con cierta ligereza que la destrucción forma parte del progreso. Pero el déficit de conocimientos resultante puede conducir con mucha facilidad a la aplicación de malas políticas. En los propios

ejemplos de Krugman, que los economistas no pudieran modelar unos beneficios crecientes a escala o la competencia oligopólica hasta los años setenta (de hecho, ¿pueden ahora?) significaba que estaban atascados en el modelo «tonto» de la economía competitiva. Dudo que Krugman se haya dado cuenta del significado real de decir que la metodología de las ciencias económicas impide que los economistas expresen «ideas sensatas». Su escapatoria casi casual es que, a largo plazo, estas ideas sensatas aparecerán en unos «modelos completamente desarrollados». 8 Pero ¿cuán largo es el largo plazo? ¿Cuántos conocimientos útiles se pierden a corto plazo? ¿Y por qué diablos cree que incluso a largo plazo un aumento del rigorismo generará una mejor verdad? En las ciencias sociales, el modelado formal es exclusivo de las económicas. La psicología, la historia, la sociología y la ética no dependen de unos «modelos tontos, controlados» para poder comprender mejor la conducta humana. Apuntan a lo que Rosenberg ha llamado predicciones «cualitativas», no «cuantitativas». Y la corriente predominante no está dispuesta a hacer ese sacrificio, porque significaría retractarse de su afirmación de que son como las ciencias naturales. No pasaría nada si las ciencias económicas fueran en realidad como las ciencias naturales, si el policía, engalanado con sus vistosas ecuaciones, tuviera realmente la autoridad que afirma tener. Pero si las económicas son en gran medida como el resto de las ciencias sociales, capaces de ofrecer predicciones cualitativas, no cuantitativas, afirmar que el modelado formal es la única forma de llegar a las verdades que importan en la vida económica es un signo de soberbia. La pregunta radical planteada por Tony Lawson (véase capítulo 7) es que si el material que estudian las ciencias económicas es el mismo que el que estudian el resto de las ciencias sociales, ¿qué razón hay para que haya una división disciplinaria entre las económicas y el resto de las ciencias sociales, o incluso cuál sería la objeción a una ciencia social unificada? Una posible respuesta es que el material de las ciencias económicas sí

presenta «mundos cerrados», ausentes en el resto de las ciencias sociales, en los que sí se producen predicciones cuantitativas. Estos mundos cerrados son como el mundo de los juegos, en el que se proponen unos objetivos, se establecen unas reglas y sólo hay un número limitado de movimientos. Siempre han existido y siguen existiendo en la actualidad. Son el material de la microeconomía. Pero dudo que la idea de «cerrado» sea una buena conjetura general que extraer de la vida económica moderna, especialmente cuando está dominada por las instituciones financieras. La pregunta que hay que resolver es por tanto: ¿a qué mundos añade un valor único el estudio de las ciencias económicas, a qué mundos añade más o menos la misma cantidad de valor que otras ciencias sociales, y a qué mundos no añade ni aporta ningún valor en absoluto, o incluso se lo sustrae? Por último, debemos volver a una cuestión central del pensamiento premoderno, pero que ha quedado aparcado por la economía «científica»: ¿para qué sirve la riqueza? Habría que reintegrar la ética en la planta baja de las ciencias económicas. Al dar por hechos los deseos, las ciencias económicas no articulan la menor crítica a la voracidad humana por acumular riquezas sin límite. Que eso pueda acabar validando unas políticas que conduzcan a la destrucción de la especie humana no debería preocupar demasiado a alguien que sólo es economista. Pero un economista con una buena formación seguro que lo haría mucho mejor.

Capítulo 14 El futuro de las ciencias económicas El objetivo político de las ciencias económicas Las ciencias económicas ofrecen muchas cosas, pero prometen más de lo que pueden dar, y al asumir un cierto tipo de ser humano —el «agente» racional, con visión de futuro— subestima los costes de sus promesas. Esto significa que su propuesta para rediseñar la conducta humana está contaminada de sociedades rotas. El fantasma que acechaba a la primera generación de sociólogos, de unas masas sin rumbo unidas bajo unos líderes carismáticos que les prometen recuperar los derechos innatos que han perdido, vuelve a emerger. La cuestión de cómo aplicar las ciencias económicas ha adquirido una gran urgencia en nuestros días, porque está vinculada con la supervivencia de una sociedad libre. Keynes planteó la cuestión en los años treinta de esta forma: Los sistemas de Estados autoritarios de hoy parecen resolver el problema del desempleo a expensas de la eficiencia y la libertad. Es cierto que el mundo no tolerará mucho más tiempo el desempleo que se asocia [...] con el individualismo capitalista del presente. Pero con un análisis correcto del problema podría ser posible curar la enfermedad mientras se preserva la eficiencia y la libertad. 1

El problema del desempleo aparece ahora como las cabezas de la Hidra: falta de puestos de trabajo, subempleo, empleos precarios..., no todos fáciles

de medir o definir, y además acompañados (y causados en parte) por una «distribución arbitraria y desigual de la riqueza y los ingresos». 2 Como en los años treinta, estas condiciones dan lugar a partidos y regímenes autoritarios que prometen resolver los problemas económicos «a expensas de la eficiencia y la libertad». Además, hay una rabia popular contra el vaciado de las comunidades en nombre de la integración económica. Aquellos a quien el presidente francés Emmanuel Macron describía como «los que se han quedado atrás» están llenos de resentimiento social y económico hacia unas élites que presumen de gestionar los asuntos por su propio bien. Así, en la actualidad unas buenas políticas no sólo requieren un «análisis correcto» del problema económico, sino una robusta imaginación social. Las ciencias económicas no pueden hacerlo todo ellas solas. Pero todo lo que puedan hacer para que el sistema económico funcione mejor, y de una forma más equitativa, reducirá la presión del resentimiento social. El ataque de Keynes contra la ortodoxia de su tiempo no era una crítica a la competencia de los economistas, sino a su metodología. Ésta es en la actualidad la propuesta de una reconsideración radical de su metodología. El economista neoclásico es un peligroso consejero en tiempos turbulentos, porque promete cosas que unos mercados incontrolados no pueden ofrecer. Las conclusiones que se derivan de sus mundos cerrados son profundamente engañosas si se aplican a mundos abiertos, y pueden conducir a graves errores en la política. En concreto, la creencia en que los mercados competitivos proporcionan espontáneamente estabilidad y equidad ignora la necesidad de conseguir que el sistema de mercado sea estable y equitativo por su propio diseño: una verdad que Keynes comprendió, pero que los economistas neoclásicos han ignorado con resuelta obstinación. Si las ciencias económicas quieren ser útiles en la actualidad, tienen que modificar su creencia en un mercado autorregulado. Que los mercados libres contienen un principio de orden fue un gran descubrimiento. Significaba que la vida económica podía liberarse de la dirección del Estado, el municipio, el

grupo o la tradición. Pero sostener que la competencia del mercado es un principio de orden autosuficiente resulta erróneo. Los mercados están incrustados en instituciones políticas y creencias morales. En el mundo actual, son ineludiblemente responsables ante los votantes, así como ante los mismos negociantes del mercado. La integración de los mercados por encima de las fronteras no es un objetivo que no valga la pena. Pero sólo debería perseguirse siempre que lo permitan —y mediante— las condiciones del consenso político. Es una simple cuestión de buen juicio, no de pruebas que lo demuestren. El único examen a una buena política debería ser el test de Polanyi: ¿qué grado de disrupción y desigualdad tolerarán las sociedades a cambio del progreso? Estas consideraciones son relevantes para la enseñanza de las ciencias económicas. La disciplina empezó con la microeconomía, la teoría de los precios relativos tal como se fijan en los mercados de intercambio. Keynes desplazó el centro de atención hacia la teoría del dinero y amplió la teoría monetaria a la macroeconomía. Pero ésta ha sido ahora excluida, y la corriente predominante ve las relaciones macroeconómicas como el resultado acumulado de las decisiones racionales que toman productores y consumidores pensando en el futuro dentro de unos mercados competitivos. Mi libro de texto ideal daría la vuelta a la causalidad. Empezaría con las instituciones de la macroeconomía y demostraría cómo éstas estructuran los mercados y condicionan las elecciones individuales dentro de ellos. Esto es lo que harían unas ciencias económicas debidamente sociológicas. Los temas centrales serían el papel del Estado, la distribución del poder y el efecto de ambos en la distribución de la riqueza y los ingresos. No habría ninguna conjetura sobre el comportamiento individual, salvo que los individuos actúan tan racionalmente como pueden en la situación de conocimiento incompleto en la que se encuentran. Además, mi libro de texto dejaría claro que el único objetivo que defender de las ciencias económicas sería sacar a la humanidad de la pobreza. A partir de ahí, las lecciones de las ciencias

económicas terminan, y en su lugar toman el relevo las propias de la ética, la sociología, la historia y la política. Los requisitos matemáticos de esta propuesta serían mínimos, aunque una comprensión adecuada de los usos y las limitaciones de la estadística resultaría fundamental. Siempre habrá un lugar para quienes saben resolver complejos rompecabezas, aunque tampoco deberíamos tomarlos demasiado en serio. Cuando ofrecen políticas para mejorar el mundo, los economistas deberían prestar mucha más atención que en el pasado a las condiciones del consentimiento político. El pensamiento predominante sobre la elección pública es inmaduro. Llega demasiado rápido a la idea de que hasta el día de la invención de un ordenador omnisciente, todo debería dejarse en manos del mercado. Es probable que los historiadores del futuro, al echar la vista atrás, identifiquen la globalización dirigida desde las finanzas como la causa principal de las tribulaciones del siglo XXI. Permitir que el sistema financiero estableciera una hegemonía global espectral mientras deja la legitimidad política a los gobiernos nacionales era cortejar el desastre económico y político. Las ciencias económicas no fueron la causa de las desgracias, pero fueron cómplices de ellas, porque su método, como he argumentado, no ofrecía ninguna base para unos contrarrelatos sólidos. Sea cual fuere el resultado de nuestros desajustes, no parece que las pretenciosas ciencias económicas de nuestro tiempo vayan a ser de gran ayuda. Su trayectoria natural se dirige hacia el resto de las ciencias sociales. Seguirá proporcionando unas herramientas indispensables para pensar sobre la condición humana, pero como su igual, no como su monarca.

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