Politica Y Perspectiva

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Política y perspectiva Continuidad y cambio en el pensamiento político occidental

Sheldon S. Wolin

Amorrortu editores Buenos Aires

Director de la biblioteca de ciencia política y relaciones internaciona­ les, Eugenio Kvaternik Politics and visión. Continuity and innovation in Western political thought, Sheldon S. Wolin © Liítle, Brown and Company, Inc.. 1960; sexta reimpresión Traducción, Ariel Bignami Revisión técnica, Alfredo Antognini Unica edición en castellano autorizada por Little, Brown and Compa­ ny, Inc., Boston, Mass., y debidamente protegida en todos los países. Queda hecho el depósito que previene la ley n? 11.723. © Todos los derechos de la edición castellana reservados por Amorrortu editores S. C. A., Luca 2223, Buenos Aires.

Industria argentina. Made in Argentina.

Dedico este libro a Emily y Rose.

Prólogo

En este libro he procurado describir y analizar algunas de las preocu­ paciones continuas y cambiantes de la filosofía política. Existe hoy, en muchos círculos intelectuales, una marcada hostilidad hacia la filo­ sofía política en su forma tradicional, e incluso desprecio por ella. Tengo la esperanza de que este volumen, si no logra hacer reflexionar a quienes están deseosos de echar por la borda lo que resta de la tra­ dición de la filosofía política, consiga al menos poner en claro a qué habremos renunciado. Aunque adopto aquí un enfoque histórico, no he tenido la intención de ofrecer una historia global y detallada del pensamiento político. Al elegir dicho enfoque me ha guiado, en general, la convicción de que este representa el mejor método para comprender las preocupa­ ciones de la filosofía política y su carácter de empresa intelectual. Estoy convencido, además, de que la perspectiva histórica es la más eficaz cuando se trata de revelar la índole de nuestras dificultades actuales: si no es la fuente de la sabiduría política, constituye al menos su precondición. El lector no tardará en descubrir que han sido omitidos muchos temas y autores que suelen incluirse en las historias corrientes, y que respecto de otras cuestiones me he alejado en gran medida de las interpretaciones prevalecientes. En las omisiones im­ portantes — como en el caso de la mayor parte del pensamiento polí­ tico medieval— no debe verse el indicio de un juicio adverso de mi parte, sino la contrapartida inevitable de una obra que es, ante todo, interpretativa. Mis deudas intelectuales son muchas, y me place reconocerlas. Jamás podré pagar lo que debo a los profesores John D. Lewis y Frederick B. Artz, del Oberlin College, quienes, desde mis días de estudiante hasta la actualidad, han sido al mismo tiempo mis maestros, conse­ jeros y amigos, alentándome para que emprendiera una obra como esta. Quisiera también hacer llegar mi agradecimiento a los profeso­ res Thomas Jenkin, de la Universidad de California, Los Angeles, y Louis H artz, de la Universidad de Harvard, por haber leído todo el manuscrito y ofrecido sugerencias para mejorarlo; a mi colega el pro­ fesor Norman Jacobson, con quien discutí algunos problemas del libro y que ha sido fuente constante de estímulo intelectual; a Robert J. Pranger, quien no solo me ahorró la tediosa tarea de verificar nume­ rosas referencias, sino que también criticó la formulación inicial de algunas ideas contenidas en el último capítulo; y, sobre todo, a otro de mis colegas, el profesor John Schaar, cuyo selecto gusto e inteli­ gencia han contribuido sobremanera al mérito que este libro pueda poseer. Agradezco asimismo el espíritu de colaboración y la paciencia demos-

irados por varias mecanógrafas: Jean Gilpin, Sylvia Diegnau, Sue K. Young y, en especial, Francine Barban. Quisiera expresar mi estima al director de la American Political Science Review por su autorización para reproducir, con algunas modificaciones, los dos artículos que sirvieron de base a los capítulos 5 y 6. En su mayor parte, este es­ tudio fue posibilitado por la Fundación Rockefeller, cuyo generoso respaldo financiero me dio cierto respiro en mis obligaciones docentes habituales. Sheldon S. Wolin Berkeley, 1960

1. Filosofía política y filosofía

« . . . Expresar diversos significados acerca de cosas complejas con un reducido vocabulario de sentidos estrictos». W alter Bagehot.

I. La filosofía política como form a de indagación Este libro versa sobre una tradición especial de discurso: la filosofía política. E n él procuraré examinar la índole general de dicha tradición, las diversas preocupaciones de quienes contribuyeron a elaborarla y las vicisitudes que han señalado las líneas principales de su evolución. Al mismo tiempo intentaré hacer alguna referencia a la actividad de la filosofía política en sí. Como es natural, esta declaración de intencio­ nes induce a esperar que el examen comience con una definición de la filosofía política. Sin embargo, tratar de satisfacer esta expectativa resultaría infructuoso, no solo porque es imposible lograr en unas cuantas frases lo que se propone un libro entero, sino también porque la filosofía política no es una esencia cuya naturaleza sea eterna, sino una actividad compleja, más fácil de comprender si se analizan las diversas formas en que los maestros reconocidos la han practicado. No se puede decir que algún filósofo o época histórica la hayan definido de modo terminante, así como ningún pintor ni escuela pictórica ha llevado a la práctica todo lo que entendemos por pintura. Si la filosofía política abarca algo más que lo expresado por cualquier gran filósofo, se justifica en parte suponer que constituye una empresa cuyas características se revelan con más claridad a lo largo del tiempo. Dicho de otro modo, la filosofía política debe ser comprendida de la misma manera en que se aborda la comprensión de una tradición com­ pleja y variada. Aunque tal vez sea imposible reducir la filosofía política a una breve definición, podemos, en cambio, elucidar las características que la dis­ tinguen de otras formas de indagación y la vinculan con ellas. Exa­ minaré estos factores bajo los subtítulos siguientes: relaciones de la filosofía política con la filosofía, características de la filosofía política como actividad, su contenido y lenguaje, problema de las perspectivas o ángulos de enfoque, y modo en que actúa una tradición. Desde que Platón advirtió por primera vez que la indagación acerca de la índole de la vida buena del individuo se relacionaba inevitable­ mente con una indagación convergente (y no paralela) acerca de la índole de la comunidad buena, se ha mantenido una íntima y continua vinculación entre la filosofía política y la filosofía en general. Además

de haber contribuido generosamente al acervo principal de nuestras ideas políticas, la mayoría de los filósofos han proporcionado al teó­ rico político muchos de sus métodos de análisis y criterios de evalua­ ción. Históricamente, la diferencia fundamental entre filosofía y filo­ sofía política ha radicado en un problema de especialización y no de método o de temperamento. En virtud de esta alianza, los teóricos políticos han adoptado como propia la búsqueda básica de conoci­ miento sistemático que lleva a cabo el filósofo. La teoría política se vincula con la filosofía en otro sentido fundamen­ tal. La filosofía puede ser diferenciada de otros métodos de extraer verdades, tales como la visión mística, el rito secreto, las verdades de conciencia o el sentimiento íntimo, porque pretende referirse a ver­ dades públicamente alcanzadas y públicamente demostrables.1 Al mis­ mo tiempo, una de las cualidades esenciales de lo político — que ha moldeado v igorosam inte^"enfoque de los teóricos políticos acerca de su objeto de estudio— es su relación con lo «público». En esto pensaba Cicerón cuando denominó al cuerpo político una res publica, una «cosa pública» o la «propiedad de un pueblo». De todas las Instituciones que ejercen autoridad en la sociedad, se ha singularizado el ordenamiento político como referido exclusivamente a lo que es «común» a toda la comunidad. Ciertas funciones — tales como la de­ fensa nacional, el ordenlnterno, la administración de la justicia y la regulación económica— fueron declaradas responsabilidad primordial de las instituciones políticas, basándose fundamentalmente en que los intereses y fines servidos por estas Funciones beneficiaban a todos los integrantes de la comunidad. La única institución que rivalizó con la autoridad del orden político fue la Iglesia medieval; pero esto sólo fue posible porque, al asumir las características de un régimen polí­ tico, pasó a ser algo distinto de un cuerpo religioso. La íntima cone­ xión existente entre instituciones políticas e intereses públicos ha sido incorporada a la práctica de los filósofos; se ha considerado la filoso­ fía política como una reflexión sobre cuestiones que preocupan a la comunidad en su conjunto............... Corresponde, en consecuencia, que la indagación de los asuntos pú­ blicos se realice según los cánones de un tipo público de conocimiento. Elegir la otra alternativa, vincular el conocimiento público con modos privados de cognición, sería incongruente y estaría condenado al fra­ caso. El símbolo dramático de la vinculación correcta fue la exigencia de la plebe romana para que las Doce Tablas de la Ley se trasformaran, de un misterio sacerdotal sólo conocible por unos pocos, en una for­ ma pública de conocimiento, accesible a todos.

1 Hay, es cierto, el lamento de Platón sobre la incomunicabilidad de determi­ nadas verdades. Se diga lo que se diga respecto de tales verdades, no se puede decir que posean valor filosófico alguno. Lo mismo rige para las supuestas doc­ trinas secretas atribuidas a los antiguos filósofos. Las doctrinas esotéricas pueden ser aceptadas como una forma de instrucción religiosa, pero no de enseñanza filosófica.

Si pasamos ahora al objeto de la filosofía política, aun el más super­ ficial examen de las obras maestras de la literatura política nos reve­ lará la continua, reaparición de ciertos temas problemáticos. Podrían exponerse muchos ejemplos, pero bastará mencionar unos pocos, tales como las rekcjones de poder entre., gobernantes y gobernados, la ín­ dole de la autoridad, los problemas planteados por el conflicto social, la jerarquía de ciertos fines o propósitos como objetivos de la acción política, y el carácter del conocimiento político'. Sí bien los filósofos políticos no se han interesado en igual medida por todos estos proble­ mas, se ha establecido, en cuanto a la identidad de los problemas, un consenso que justifica la creencia de que estas preocupaciones han sido permanentes. Y la circunstancia de que los filósofos hayan di­ sentido, a menudo violentamente, respecto de las soluciones, no des­ miente que haya un objeto común de estudio. Lo que importa es la continuidad de las preocupaciones, no la unanimidad de las respuestas. E l acuerdo en cuanto al objeto de estudio presupone, a su, vez, que aquellos a quienes les interesa ampliar el saber dentro de un campo determinado coinciden en cuanto a lo que es pertinente para dicho objeto y lo que debe excluirse. Con respecto a la filosofía política, esto significa que el filósofo debe tener en claro qué es político y qué no lo es. Aristóteles, por ejemplo, aducía al comienzo de su Política . que no se debía confundir el papel del estadista (politikós) con el del propietario de esclavos o el del jefe de familia; el primero era específicamente político; los otros, no. La distinción establecida por Aristóteles sigue teniendo vital importancia, y las dificultades que presenta formarse una idea clara de lo que es político constituye el tema básico de este libro. Aristóteles aludía a los problemas que ex­ perimenta el filósofo político cuando intenta circunscribir un objeto de estudio que, en realidad, no puede ser circunscrito. Esta dificultad 'oBédece a dos razones principales. En primer lugar, una institución política, por ejemplo, se halla expuesta a influencias de tipo no polí­ tico, de modo que explicar dónde comienza lo político y dónde termina lo no político pasa a ser un problema desconcertante. En segundo lugar, hay una difundida tendencia a utilizar, cuando describimos fe­ nómenos no políticos, las mismas palabras y conceptos que cuando hablamos de asuntos políticos. En contraste con los tecnicismos de la matemática y las ciencias naturales, frases como «la autoridad del padre», «la autoridad de la Iglesia» o «la autoridad del Parlamento» evidencian usos paralelos en las discusiones sociales y políticas. Esto plantea uno de los problemas básicos que enfrenta el filósofo ..político cuando intenta establecer la especialidad de su objeto de es. tudio: ¿Qué es político? ¿Qué distingue, por ejemplo, la autoridad política eterotras formas de autoridad, o la participación en una so­ ciedad política de la participación en otros tipos de asociaciones? Pro­ curando dar respuesta a estas cuestiones, generaciones de filósofos han & Agregamos este signo cuando se cita por primera vez, en el texto o en las notas de cada capítulo, una obra que tiene versión castellana. La nómina com­ pleta se encontrará en la Bibliografía en castellano al final del volumen.

contribuido a gestar una concepción de la filosofía política como forma permanente de discurso acerca de lo que es político, y a describir al filósofo político como alguien que filosofa acerca de lo político. ¿De qué manera lo han hecho? ¿Cómo han llegado a escoger determinadas acciones e interacciones, instituciones y valores humanos, y a llamar­ los «políticos»? ¿Cuál es el rasgo común específico de ciertos tipos de situaciones y actividades — v. gr., votar y legislar— que permite de­ nominarlas «políticas»? O bien, ¿qué condiciones debe satisfacer de­ terminada acción o situación para que se la llame política? En cierto sentido, el proceso de definir el ámbito de lo político no ha diferido mucho del que ha tenido lugar en otros campos de inda­ gación. Nadie sostendría con seriedad, por ejemplo, que los campos de la física o la química han existido siempre en una forma evidente por sí misma y bien determinada, esperando únicamente que Galileo o Lavoisier los descubrieran. Si aceptamos que un campo de indaga­ ción es, en importante medida, producto de una definición,_el campo de la política puede ser considerado como un ámbito cuyos límites han sido establecidos a lo largo de siglos de discusión política. Así como los perfiles de otros campos se han modificado, también los límites de lo político han sido cambiantes, abarcando a veces más, a veces menos, de la vida y el pensamientó humanos. La era de totalitarismo genera el lamento de que «esta es una era política. Vivimos pensando en la guerra, el fascismo, los campos de concentración, las cachiporras, las bombas atómicas . . .». E n épocas más serenas, lo político es menos ubicuo. Según Santo Tomás de Aquino, «el hombre no está formado para la hermandad política en su totalidad, ni en todo lo que po­ see . . ,».2 Quisiera insistir, sin embargo, en que el campo de la polí­ tica es y ha sídoTen un sentido decisivo y radical, un producto de la creación human a. Ni la designación de ciertas actividades y ordena­ mientos como políticos, ni nuestra manera característica de pensar en ellos, ni los conceptos con que comunicamos nuestras observaciones y reacciones, se hallan inscritos en la naturaleza de las cosas, sino que son el legado de la actividad histórica de los filósofos políticos. Con estos comentarios no me propongo sugerir que el filósofo polí­ tico se haya sentido en libertad de llamar «político» a lo que quisiera, ni que — como el poeta de lord Kames— se haya ocupado de «fabri­ car imágenes sin base alguna en la realidad». Tampoco me propongo insinuar que los fenómenos que designamos como políticos sean, en un sentido literal, «creados» por el teórico. Se admite sin discusión que las prácticas establecidas y los ordenamientos institucionales han proporcionado a los autoes^olíticós.sus. datos básicos; a esto me re­ feriré enseguida. También es cierto que muchos de los temas aborda­ dos por un teórico deben su inclusión al simple hecho de que, en las convenciones lingüísticas existentes, se alude a tales temas como políticos. Por otro lado, también es verdad que las ideas y categorías, que empleamos en el análisis político no son del mismo orden que los «hechos» institucionales, ni están «contenidos» en los hechos, por así decir, sino que representan un elemento agregado, algo creado por el teórico político. Conceptos como «poder», «autoridad», «consenso» 2 G. Orwell, England, your England, Londres: Secker & W arburg, 1954, pág. 17. T. de Aquino, Summa Theologiae, St la, I I ae, Q. 21, art. 4, ad 3.

y demás no son «cosas» reales, aunque estén destinados a señalar al­ gún aspecto importante relativo a las cosas políticas. Tienen como función volver significativos los hechos políticos, ya sea con fines de ^análisis, crítica o justificación, o una combinación de estos fines. Cuan­ do los conceptos políticos se exponen en un enunciado como el si­ guiente: «No son los derechos y privilegios de que goza un hombre los que hacen de él un ciudadano, sino la mutua obligación entre súb­ dito y soberano», la validez de dicho enunciado no puede establecerse remitiéndose a los datos de la vida política. Este sería un procedi­ miento circular, ya que la forma del enunciado determinaría inevi­ tablemente la interpretación de los hechos. Dicho de otra manera: la teoría política no se interesa tanto en las prácticas políticas o su fun­ cionamiento como en sus significados. Así, en el enunciado de Bodin que seracaba líe t r a s c r i b í enTecBo de que, por motivos legales o por la práctica, el integrante de una sociedad tuviera ciertas obligaciones hacia su soberano, y viceversa, no era tan decisivo como que estos deberes pudieran ser comprendidos de un modo tal que sugiriera algo im portante acerca de la pertenencia a la sociedad y — en las fases posteriores de la argumentación de Bodin— acerca de la autoridad del soberano y sus condiciones. En otras palabras, el concepto de per­ tenencia a la sociedad permitió a Bodin extraer consecuencias e inferir interconexiones entre ciertas prácticas o instituciones que no eran evidentes sobre la base de los hechos mismos. Cuando el significado de tales conceptos se tom a más o menos estable, ellos actúan como «señales indicadoras» que llevan a buscar o tener en cuenta determi­ nados factores cuando procuramos comprender una situación política o em itir un juicio acerca de ella. De este modo, los conceptos y cate­ gorías que constituyen nuestra comprensión política nos ayudan a de­ ducir conexiones entre los fenómenos políticos; introducen algún or­ den en lo que podría parecer, de lo contrario, un caos irremediable de actividades; median entre nosotros y el mundo político que pro­ curamos hacer inteligible; crean una zona de conocimiento determina­ do y con ello nos ayudan a separar los fenómenos pertinentes de los que no lo son.

III. Pensamiento político e instituciones políticas En su intento de dar significado a los fenómenos políticos, el filósofo se ve respaldado y restringido al mismo tiempo por la circunstancia de que las sociedades poseen cierto orden, cierto grado de ordena­ miento, que existe al margen de que los filósofos filosofen o no. En otras palabras: los límites y la esencia del objeto de estudio de la fi­ losofía política están determinados, en gran medida, por las prácticas de las sociedades existentes. Entendemos por «prácticas» los procesos institucionalizados y procedimientos establecidos que se emplean ha­ bitualmente para resolver asuntos públicos. Lo importante para la teoría política es que estas prácticas institucionalizadas cumplen una función fundamental en cuanto a ordenar y dirigir la conducta huma­ na y determinar el carácter de los sucesos. El papel organizador de las

instituciones y las prácticas habituales crea una «naturaleza» o ám­ bito de f enómenos que es análoga, en general, a la naturaleza que debe abordar el especialista en ciencias naturales. Tal vez pueda esclarecer el significado de la «naturaleza política» describiendo parcialmente la función de las instituciones. El sistema de instituciones políticas de una sociedad dada represen­ ta un ordenamiento de poder y autoridad. En algún punto del sistema, se reconoce que ciertas instituciones poseen autoridad para tomar decisiones aplicables a toda la comunidad. Como es natural, el ejer­ cicio de esta función atrae la atención de grupos e individuos que intuyen que las decisiones adoptadas influirán en sus intereses y ob­ jetivos. Cuando esta toma de conciencia cobra la forma de una acción dirigida hacia las instituciones políticas, las actividades pasan a ser «políticas» y a integrar Ja naturaleza política. La iniciativa puede par­ tir de las instituciones mismas, o de los hombres que las manejan. Una decisión pública — encaminada, por ejemplo, a controlar la fabri­ cación de tejidos o a prohibir la difusión de ciertas doctrinas— tiene el efecto de conectar estas actividades con el orden político y conver­ tirlas, al menos en parte, en fenómenos políticos. Aunque podrían darse múltiples ejemplos acerca del modo en que las actividades hu­ manas se vuelven «políticas», lo principal es la función «relacionante» que cumplen las instituciones políticas. Por medio de las decisiones que adoptan y ponen en práctica los funcionarios públicos, se reúnen actividades dispersas, se las dota de una coherencia nueva y se mol­ dea su curso futuro de acuerdo con criterios «públicos». De este modo, las instituciones políticas agregan otras dimensiones a la naturaleza política. Sirven para definir, por así decirlo, el «espacio político» o lugar donde se relacionan las fuerzas tensionales de la sociedad, como en un tribunal, una legislatura, una audiencia administrativa o el con­ greso de un partido político. También sirven para definir el «tiempo político», o período dentro del cual tienen lugar la decisión, la reso­ lución o el acuerdo. Los ordenamientos políticos 'proporcionan así un marco dentro del cual se vinculan espacial y temporalmente las acti­ vidades de individuos y grupos. Examínese, por ejemplo, el funcio­ namiento de un sistema nacional de seguridad social. Un agente fiscal cobra réditos provenientes de las ganancias obtenidas el año anterior por una compañía; con esos réditos, a su vez, podría establecerse un sistema de seguridad social o de pensiones que beneficiaría a trabajado­ res que no tienen otra vinculación con dicha compañía. Es posible, sin embargo, que el trabajador no reciba de hecho tales beneficios has­ ta un cuarto de siglo más tarde. Tenemos aquí, en la forma de un agente de réditos, una institución política gracias a cuyo funciona­ miento una serie de actividades, que de otro modo estarían desvincu­ ladas entre sí, quedan integradas, y se les imparte un significado a lo largo del tiempo.3 H a dicho un filósofo contemporáneo que, por medio de los conceptos y símbolos que utiliza nuestro pensamiento, procuramos que un «or­ den temporal de palabras» represente a «un orden relacional de co­ 3 Es im portante cuidarse de la idea de que las instituciones representan un agente impersonal, más elevado. Una institución es un grupo determinado de personas que llevan a cabo ciertas funciones dentro de un esquema organizacional.

sas».4 Aplicando esto mismo a los asuntos políticos, podemos decir que las instituciones políticas proporcionan las relaciones internas entre las «cosas» o fenómenos de naturaleza política, y que la filosofía política trata de formular enunciados significativos respecto de esas «cosas». En otras palabras: las instituciones dan coherencia previa a los fenómenos políticos; de ahí que, cuando el filósofo político re­ flexiona acerca de la sociedad, no se encuentra ante un torbellino de sucesos o actividades inconexos que se precipitan a través de un vacío democriteano, sino ante fenómenos ya dotados de coherencia e interrelaciones.

IV. La filosofía política y la índole cíe lo político Al mismo tiempo, sin embargo, casi todos los grandes enunciados de la filosofía política han sido propuestos en épocas de crisis, o sea, cuando los fenómenos políticos son integrados por las formas insti­ tucionales con menos eficacia que antes. El colapso Institucional pone en libertad, por así decir, fenómenos que hacen que los comportamien­ tos y acontecimientos políticos tomen un carácter algo aleatorio, y destruyen los significados habituales que habían formado parte del antiguo mundo político. Desde la época en que el pensamiento grie­ go quedó fascinado por las inestabilidades que afectan la vida política, los filósofos políticos occidentales se han preocupado por el vacío que se produce cuando la ¡red de las relaciones políticas se ha disuelto y los vínculos de lealtad se han cortado. Se hallan indicios de esta preo­ cupación en las interminables exposiciones de escritores griegos y romanos acerca de los ciclos rítmicos que estaban destinadas a seguir las formas gubernamentales; en las sutiles distinciones establecidas por Maquiavelo entre las contingencias políticas que el hombre podía dominar y las que lo dejaban impotente; en el concepto, elaborado en el siglo x v n , de un «estado natural» como condición que carece de las relaciones establecidas y formas institucionales características de un sistema político en funcionamiento; y en el vigoroso intento de Hobbes por fundar una ciencia política que permitiera a los hombres crear, de una vez por todas, una comunidad perdurable capaz de sopor­ tar las vicisitudes de la política. Aunque la tarea de la.filosofía política se complica sobremanera en un período de desintegración, las teorías de Platón, Maquiavelo y Hobbes, por ejemplo, evidencian una rela­ ción de «desafío y respuesta» entre el desorden del mundo y el pa­ pel del filósofo político como encargado de encuadrar ese desorden. La gama dé posibilidades parece infinita, ya que ahora el filósofo político no se limita a criticar e interpretar; debe reconstruir un desar­ ticulado mundo de significados, y sus expresiones institucionales con­ comitantes; debe, en suma, modelar t o cosmos político a partir del caos político. Aunque las condiciones de extrema desorganización política hacen más urgente aún la búsqueda de orden, también el teórico político que es­ 4 S. Langer, Fhilosophy in a new key, A Nueva York: M entor, 1952, págs. 58-59.

cribe para tiempos menos heroicos ha clasificado el orden como un problema fundamental de su objeto de estudio. Ningún teórico políti­ co" abogó jamás por una sociedad desordenada, y ningún teórico polí­ tico ha propuesto jamás la revolución permanente como modo de vida. En su sentido más elemental, el orden ha implicado una situación de paz y seguridad que hace posible la vida civilizada. La avasallante preocupación de San Agustín por el destino trascendente del hombre no lo cegó ante el hecho de que prepararse para la salvación presupo­ nía un marco terrenal, dentro del cual las exigencias básicas de paz y seguridad eran satisfechas mediante el orden político; advertir esto lo llevó a admitir que incluso un sistema político pagano tenía cierto valor. La preocupación por el orden ha dejado señales en el vocabu­ lario del teórico político. E n los escritos de todo teórico importante se encuentran palabras como «paz», «estabilidad», «armonía» y «equi­ librio». De modo similar, toda investigación política se dirige, en al­ guna medida, hacia los factores que favorecen o contrarían el mante­ nimiento del orden. El filósofo político pregunta: ¿Qué función cum­ plen el poder y la autoridad para defender la base de la vida social? ¿Qué exige el mantenimiento del orden a los integrantes de la so­ ciedad, en cuanto a un código de civilidad? ¿Qué tipo de conocimien­ to necesitan gobernante y gobernados para que se mantenga la paz y la estabilidad? ¿Cuáles son las fuentes de desorden y cómo pueden ser controladas? Al mismo tiempo, con importantes excepciones, la mayoría de los escritores políticos han aceptado, en alguna forma, el aforismo aristo­ télico de que los hombres que viven una vida en asociación desean, no solo vivir, sino alcanzar una buena vida; es decir que los hombres tienen aspiraciones que trascienden la satisfacción de ciertas necesi­ dades elementales, casi biológicas, como la paz interna, la defensa contra enemigos externos y la protección de su vida y posesiones. Tal como lo definió San Agustín, el orden contenía una jerarquía de bie­ nes que ascendía desde la mera protección de la vida hasta el tipo de vida más elevado. A través de la historia de la filosofía política, han existido opiniones diversas referentes a lo que debía ser incluido dentro del concepto de orden, desde la idea griega de la autorrealización individual, pasando por la concepción cristiana del orden político como una especie de praeparatio evangélica, hasta el enfoque liberal moderno según el cual el orden político tiene escasa relación con las psiques o las almas. Cualquiera que sea el énfasis específico, la preo­ cupación por el orden ha conducido al teórico político a examinar los tipos de fines y propósitos adecuados para una sociedad política. Esto nos lleva hasta el segundo aspecto general del objeto de estudio: ¿Qué clases de cosas resultan adecuadas para una sociedad política, y por qué motivo lo son? Al examinar, antes, la filosofía política y su relación con la sociedad, aludimos muy brevemente a la idea de que la filosofía política se refería a asuntos públicos. Quisiera señalar aquí que las palabras «pú­ blico», «común» y «general» tienen una prolongada tradición de uso que las ha hecho sinónimas de lo político. Por esta razón, sirven como indicios importantes para el objeto de estudio de la filosofía política. Desde sus comienzos en Grecia, la tradición política occidental ha con­

siderado el orden político como un orden común, creado para resolver las cuestiones en que todos los integrantes de la sociedad tienen algún interés. El concepto de un orden que era político y común al mismo tiempo, fue expuesto con ¡suma elocuencia en el diálogo Protágoras,A de Platón. En este se relataba que los dioses proporcionaron a los hombres las artes y talentos necesarios para sobrevivir físicamente; sin embargo, cuando los hombres fundaron ciudades, estallaron continuos conflictos y violencias, que amenazaron retrotraer la humanidad a una condición brutal y salvaje. Protágoras describía luego cómo los dioses, temiendo que los hombres se destruyeran, decidieron suministrar justi­ cia y virtud: «Temeroso de que toda la raza fuera exterminada, Zeus envió a Hermes, portador de reverencia y justicia para que fueran principios or­ denadores de las ciudades y vínculos de amistad y conciliación. Hermes preguntó a Zeus cómo impartir justicia y reverencia a los hom­ bres: ¿Debía distribuirlas como están distribuidas las artes, vale decir, solo a unos pocos favorecidos/[o] ( . . . ) a todos? “ A todos — contes­ tó Zeus— ; quisiera que todos tengan una parte; porque las ciudades no pueden existir si solamente unos pocos disfrutan de las virtudes, como de las artes . . .” ».5 El «carácter común» del orden político se ha reflejado tanto en la gama de temas que los teóricos políticos juzgaron adecuados a su mate­ ria, como en el modo en que tales temas han sido tratados en la teoría política. Está presente en la creencia básica de los teóricos: el poder político se ocupa de los intereses generales compartidos por todos los integrantes de la comunidad; la autoridad política se diferencia de otras formas de autoridad en que habla en nombre de una sociedad considerada en sus características comunes; la pertenencia a una so­ ciedad política simboliza uña vida de experiencias comunes; y el orden presidido por la autoridad política debería extenderse a lo largo y a lo ancho de la sociedad en su conjunto. El gran problema que plantean éstos y otros temas proviene de que los objetos y actividades que tra­ tan no están aislados. El integrante de la sdciedad puede compartir algunos intereses con sus semejantes, pero otros intereses pueden ser peculiares a él o a algún grupo al cual pertenece; de modo similar, la autoridad política no solo es una entre varias autoridades de la so­ ciedad, sino que, en ciertos aspectos, se encuentra compitiendo con ellas. La inserción de lo político en una situación de factores que se entre­ cruzan sugiere que la tarea de definirlo es continua. Esto se hace más evidente si pasamos a considerar otro aspecto de este objeto de estu­ dio: el de la actividad política. Para los fines de este trabajo, inter­ preto que «actividad política» incluye lo siguiente: a) una forma de actividad centrada alrededor de la búsqueda de ventajas competitivas 5 Protagoras, A trad. al inglés por Jow ett, 321-25. La cuestión referente a si el mito de Protágoras representa los pensamientos del propio Platón es abordada por R. B. Levinson en In defense of Plato, Cambridge: Harvard University Press, 1953, págs. 293-94; W . K. C. G uthrie, In the beginning, Londres: Methuen, 1957, pág. 84 y sigs.

entre grupos, individuos o sociedades; b) una forma de actividad con­ dicionada por el hecho de tener lugar dentro de una situación de cam­ bio y relativa escasez; c) una forma de actividad en la cual la prose­ cución de beneficios produce consecuencias de tal magnitud que afec­ tan de modo significativo a la sociedad en su conjunto o a una parte sustancial de ella. En el trascurso de la mayor parte de los últimos dos mil quinientos años, las comunidades occidentales han tenido que sobrellevar drásticos ajustes frente a cambios inducidos tanto desde adentro como desde afuera. Como un reflejo de este fenómeno, la política ha llegado a ser una actividad expresiva de la necesidad de reajuste constante por parte de la sociedad. El cambio tiene como efecto no solo alterar las posiciones relativas de los grupos sociales, sino también modificar los objetivos por los cuales compiten indivi­ duos y grupos. De este modo, la expansión territorial de una sociedad puede abrir nuevas fuentes de riqueza y poder, que alterarán las posi­ ciones competitivas de diversos grupos nacionales; un cambio en el modo de producción económica puede originar la redistribución de la riqueza y la influencia, de tal manera que provoque protesta y agitación de parte de aquellos cuyo status ha sido afectado de modo adverso por el nuevo orden; un gran aumento de la población con introducción de nuevos elementos raciales, como el que tuvo lugar en Roma, puede ocasionar exigencias de ampliación de los derechos políticos, ofrecien­ do mediante esta exigencia un elemento que invita a la manipulación política; o puede aparecer un profeta religioso proclamando una nueva fe y reclamando que sean extirpados los antiguos ritos y creencias que el tiempo y la costumbre habían entretejido en la trama de expec­ tativas. Desde cierto ángulo, las actividades políticas son una res­ puesta a cambios fundamentales que tienen lugar en la sociedad. Des­ de otro punto de vista, estas actividades provocan conflicto por que representan líneas de acción que se cortan, mediante las cuales indi­ viduos y grupos tratan de estabilizar una situación de modo afín a sus aspiraciones y necesidades. De esta forma, la política es tanto una fuente de conflicto como un modo de actividad que busca resolver con­ flictos y promover reajustes. Podemos resumir este análisis diciendo que el objeto de la filosofía política ha consistido, en gran medida, en la tentativa de hacer com­ patible la política con las exigencias del orden. La historia de la filosofía política ha sido un diálogo sobre este tema; la perspectiva del filósofo ha sido a veces la de un orden exento de política, y ha producido una filosofía política de la cual fueron eliminadas la acti­ vidad política y gran parte de aquello a lo que alude el término «política»; otras veces, ha dejado a la actividad política un margen tan amplio que parece haber descuidado la preservación del orden.

V. El vocabulario de la filosofía política Una característica importante de un conjunto de conocimientos reside en que es trasmitido mediante un lenguaje bastante especializado. Con esto queremos decir que las palabras son utilizadas en ciertos sentidos

especiales, y que ciertos conceptos y categorías son considerados fun­ damentales para una comprensión del téma. Este aspecto de un con­ junto de conocimientos es su lenguaje o vocabulario. En gran medida, cualquier lenguaje especializado representa una creación artificial, ya que se lo construye deliberadamente de modo que exprese significa­ dos y definiciones del modo más preciso posible. Los matemáticos, por ejemplo, han elaborado un complejísimo sistema de signos y sím­ bolos, así como un conjunto aceptado de convenciones que rigen su manipulación; también los físicos emplean una cantidad de definicio­ nes especiales destinadas a permitir la explicación y la predicción. Por su parte, el lenguaje del teórico político tiene sus propias peculiarida­ des. Algunas de estas han sido señaladas por críticos que se quejaron de la vaguedad de los conceptos políticos tradicionales, comparados con la precisión que caracteriza al discurso científico, o que establecie­ ron paralelos igualmente desfavorables entre la baja capacidad predictiva de las teorías políticas y el gran éxito de las teorías científicas a este respecto. "No queremos agregar una contribución más a la aburrida controversia acerca de si la ciencia política es o puede ser una verdadera ciencia, pero tal vez evitemos algunos errores de concepción si exponemos brevemente lo que los teóricos políticos han procurado expresar me­ diante su vocabulario especializado. Podríamos empezar por trascribir unos pocos enunciados característicos, seleccionados entre algunos fi­ lósofos políticos: «Para el hombre, la seguridad es imposible si no va unida al’poder» (M aquiavelo). «No puede haber verdadera Lealtad, y quedarán simientes perpetuasde Resistencia, contra un poder construido sobre un cimiento tan antinatural como el miedo y el terror» (H alifax). «En cuanto el hombre ingresa en un estado de sociedad, se libra del sentimiento de su debilidad; cesa la igualdad y entonces comienza el estado de guerra» (M ontesquieu). Aceptemos que el lenguaje y conceptos contenidos en los enunciados antedichos son tan vagos que desafían la rigurosa verificación pres­ crita por los experimentos cieñtíficos. En sentido estricto, conceptos como «estado natural» o «sociedad civil» ni siquiera pueden ser so­ metidos a observación. Sin embargo, sería erróneo concluir que estos y otros conceptos de la teoría política son empleados deliberadamente para evitar la descripción del mundo de la experiencia política. La frase citada de Maquiavelo alude a la circunstancia de que la vida y láT posesiones tienden a volverse inseguras cuando quienes gobiernan la sociedad no pueden imponer la ley y el orden. Por otro lado, «seguri­ dad» es algo así como una abreviatura que expresa el hecho de que la mayoría de los hombres prefieren una situación que garantice sus expectativas con respecto a su vida y propiedad. Tomada en conjunto, la frase de Maquiavelo expresa una generalización que consta de dos conceptos claves: poder y seguridad. Ambos «contienen», por así decirlo, una comprensión de sentido común de sus consecuencias prácticas. La seguridad implica así ciertas actividades, a saber, que los

integrantes de la sociedad pueden utilizar sus posesiones y gozar de ellas con pleno conocimiento de que no les serán arrebatadas por la fuerza. De modo similar, el ejercicio del poder efectivo será acompa­ ñado por ciertas acciones usuales, tales como promulgar leyes, casti­ gos, etc. En cambio, no resulta tan evidente para el sentido común la conexión entre poder y seguridad, y esto es lo que procura establecer el teórico político. El uso de conceptos y un lenguaje especiales le per­ miten reunir una variedad de experiencias y prácticas comunes, tales como las vinculadas con el goce de la seguridad y el ejercicio del po­ der, y mostrar sus interconexiones. Aunque estas generalizaciones pueden expresar cosas importantes, no permiten predicciones exactas, como una ley de la física. Los concep­ tos son demasiado generales como para lograr esto, y la evidencia se­ ría harto endeble para respaldar cualquiera de las afirmaciones antes transcritas. Esto no quiere decir que sea imposible formular, con res­ pecto a la actividad política, proposiciones rigurosas, pasibles de ser sometidas a una verificación empírica. Se sugiere únicamente que es­ tos enunciados no son del tipo de los que han ocupado tradicionalmen­ te la atención de los teóricos políticos. Por consiguiente, en lugar de criticar a los teóricos por la mala ejecución de una empresa que nunca abordaron, sería más útil indagar si el teórico político intentaba algo similar a la predicción, pero menos riguroso. Yo sugeriría, en primer lugar, que en vez de predecir los teóricos se han ocupado de prevenir. Maquiavelo advierte que habrá inseguridad en ausencia de una auto­ ridad gobernante efectiva; Halifax, que una autoridad que se apoya demasiado en el temor provocará a la postre resistencia. Aunque cada una de estas admoniciones presenta cierta similitud con una predic­ ción, difiere de ella en dos importantes aspectos. En primer lugar, una prevención sugiere una consecuencia desagradable o indeseable, en tanto que una predicción científica es neutral. En segundo lugar, una prevención es habitualmente hecha por una persona que siente cierta relación con el grupo o las personas a quienes se previene; en resu­ men, una prevención expresa un compromiso que está ausente en las predicciones. En concordancia con esta función de prevenir, el len­ guaje "dé" la teoría política contiene muchos conceptos destinados a ex­ presar señales de prevención: algunos de esos conceptos son los de desorden, revolución, conflicto e inestabilidad. SitLembargo, la teoría política no solo ha implicado el pronóstico de desastres. Se ocupa también de las posibilidades; procura enunciar las condiciones necesarias o suficientes para lograr fines a los cuales, por una u otra razón, se considera buenos o deseables. De tal modo, el enunciado de Maquiavelo contenía tanto una prevención como una posibilidad: el poder era la condición para lograr seguridad, pero un poder ineficaz abriría el camino a la inseguridad. Una objeción obvia para la línea de argumentación antedicha es que coloca al teórico político en situación de poder adelantar proposicio­ nes y emplear conceptos que no pueden ser juzgados como ciertos o falsos mediante un canon empírico riguroso. Esta objeción es aceptada sin discusiones, en cuanto corresponde a muchos de los enunciados y conceptos contenidos en la mayor parte de las teorías políticas. Sin embargo, no es una objeción concluyente, pues presupone que una

verificación empírica proporciona el único método que permite deter­ minar si un enunciado es significativo o no. En vez de demorarse en torno de las deficiencias científicas de las teorías políticas, acaso sea más fructífero considerar a la teoría política como perteneciente a una forma diferente de discurso. Siguiendo esta sugerencia, podemos adop­ tar, para nuestros fines, una propuesta formulada por Carnap.6 Este ha sugerido el término «explicación» para abarcar ciertas expresiones, empleadas tanto en el habla cotidiana como en la discusión científica. La explicación emplea significados menos precisos que los idealmente adecuados para una discusión rigurosa, pero prácticos, y que, una vez redefinidos y precisados, pueden prestar servicios muy útiles en una teoría. Ejemplos de tales palabras serían «ley», «causa» y «verdad». E n la medida en que se las formula como propuestas, estas palabras no pueden ser definidas como verdaderas o falsas. El lenguaje de la teoría política abunda en conceptos que son empleados para explicar ciertos problemas. Con frecuencia se trata de palabras similares a las del uso común, pero redefinidas y retocadas para hacerlas más útiles. _La palabra empleada por el teórico, puede ser guiada por el uso común, pero no se halla necesariamente limitada por el significado común. Por ejemplo, la definición de Aristóteles acerca de un buen ciudadano co­ mo alguien que poseía tanto el conocimiento como la capacidad para gobernar y ser gobernado, contenía mucho que era familiar para los atenienses. Al mismo tiempo, las cuestiones que Aristóteles intentaba esclarecer le exigieron remodelar o reconstruir los significados acepta­ dos. Este mismo procedimiento ha sido seguido para formar otros conceptos claves en el lenguaje de la teoría política; conceptos como «autoridad», «obligación» y «justicia» conservan cierto contacto con los significados .yl^MfeMciaJcómunes, petoJian sido remodelados pa­ ra satisfacer las exigencias del discurso sistemático. Nos hemosHetenido en destacar esta cuestión con el fin de poner de relieve los nexos entre los conceptos .de la. teoría política.yla~experiencia política. Ellos sugieren que una teoría política no es una construc­ ción arbitraria, porque sus conceptos se vinculan con la experiencia en diversos puntos. Una teoría sistemática como la formulada por Hobbes consiste en una red de conceptos interrelacionados y coheren­ tes- !idealm ente); ningún concepto es idéntico a la experiencia, pero ninguno está d d todo separado de ella. Quiza se comprenda mejor todo ¿F procedimiento si introducimos una explicación genética. La teoría política no constituye excepción alguna al principio general de que, en las etapas iniciales de su evolución, casi todos los vocabularios especiales dependen del vocabulario del lenguaje cotidiano para ex­ presar sus significados. Por ejemplo, los conceptos del pensamiento griego primitivo podían ser comprendidos remitiéndose al uso común, y apenas lo sobrepasaban. Con la sistematización del pensamiento po­ lítico, tal como la ejemplifican T l a t ^ y ”itóstotéÍés, e l lenguaje de Ja teoría política pasó a ser más especializado y abstracto. El lenguaje coloquial cotidiano fue modificado v redéfinido de modo que el teó­ 6 R. Carnap, The logicd joundations of probability, Chicago: University of Chica­ go Press, 1950, cap. I, y la exposición de C. G. Hempel, «Fundamentáis of concept formation in empirical Science», Internationd Encydopedia of Unified Science, vol. 2, n° 7, 1952, pág. 6 y sigs.

rico pudiera enunciar sus ideas con una precisión, coherencia y exten­ sión 'qué'el uso habitual no le permitía alcanzar. Sin embargo, persis­ tía el vínculo que conectaba el concepto perfeccionado y los antiguos usos. Se ha hecho notar con frecuencia que el concepto de justicia {di­ ke) experimentó una prolongada evolución antes de convertirse en concepto político. En la época de Homero, trasmitía diversos signifi­ cados, tales como «mostrar», «señalar» o indicar «de qué manera ocu­ rren normalmente las cosas». En Los trabajos y los días,i* Hesíodo lo adopta para usos políticos. Este previno contra el príncipe que im­ partía dike «deformada», y recordaba a los hombres que ellos dife­ rían de los animales, que ignoraban las reglas de la dike} En las filo­ sofías de Platón y Aristóteles, el concepto de justicia era formulado de modo más abstracto, y no se podía decir que se identificara con los significados habituales. Sin embargo, vale la pena hacer notar que en La República,*** de Platón, se iniciaba el examen de la justicia hacien­ do que varios oradores propusieran nociones habituales de justicia. Aunque algunas de estas eran descartadas, otras eran consideradas in­ suficientes, lo cual equivale a decir que se las incorporaba, en forma modificada, a la definición más global y abstracta de justicia que rela­ cionamos con el diálogo. De este modo, Platón construía un concepto de justicia vinculado, en muchos aspectos, con una tradición del uso común. Aunque el vocabulario del teórico político lleva consigo rastros de lenguaje y experiencia cotidianos, es en gran medida el producto de los esfuerzos creadores del teórico. Esta estructura de significados contiene no solamente conceptos políticos — como ley, autoridad y orden— sino también una sutil fusión de ideas filosóficas y políticas, una metafísica oculta o latente. Toda teoría política que ha procurado alcanzar, en alguna medida, un carácter global, ha adoptado alguna for­ mulación implícita o explícita acerca de los conceptos de «tiempo», «espacio», «realidad» o «energía». Aunque estas son, en su mayoría, categorías tradicionales de los metafísicos, el teórico político 110 enun­ cia sus proposiciones ni formula sus conceptos de igual manera que el metafísico. La preocupación del teórico no ha sido el espacio y el tiempo como categorías que hacen referencia al mundo de los fenó­ menos naturales, sino al mundo de los fenómenos políticos; vale de­ cir, al mundo de la naturaleza política. Si hubiera querido ser preciso y explícito en estos aspectos, se habría referido al espacio «político», al tiempo «político», etc. Es cierto que pocos o ningún autor ha em­ pleado esta forma de terminología. En cambio, el teórico político ha utilizado sinónimos; en vez de espacio político quizás haya escrito acerca de la ciudad, el Estado o la nación; en lugar de tiempo, puede haberse referido a la historia o a la tradición; en lugar de energía, pue­ de haber hablado de poder. El conjunto de estas categorías puede ser denominado metafísica Dolítica.s 7 Hesíodo, W orks and days, A vs. 263-65, 275-85. Véase también J. Mvres, The political ideas of the Greeks, Nueva York: Abingdon Press, 1927, pág. 167 y sigs., y los dos excelentes estudios de G . Vlastos, «Solonian justice», Classical Philology, vol. 41, 1946, págs. 65-83, y «Equality and justice in early G reek cosmology», ibid., vol. 42, 1947, págs. 156-78. 8 La expresión «metafísica política» es utilizada por primera vez en un sentido

Las categorías metafísicas que se hallan en la teoría política pue­ den ser explicadas mediante la noción de espacio político. Se podría co­ menzar señalando cómo esto se originó en el mundo antiguo, en la evo­ lución de la conciencia nacional. La idea hebraica de un pueblo separa­ do, la distinción griega entre helenos y bárbaros, el orgullo romano por la rornanitas, la noción medieval de cristiandad: todo esto contribuyó a profundizar el sentido de identidad distintiva, que luego se vincu­ laba con una zona geográfica determinada y una cultura particular. Pero el concepto de espacio político se basaba en algo más que la dis­ tinción entre el «medio interno» de un contexto específico y diferen­ ciado de acciones y sucesos, y un «medio externo» en gran medida desconocido e indiferenciado. También involucraba la cuestión deci­ siva de los ordenamientos destinados a zanjar los problemas surgidos del hecho de que una gran cantidad de seres humanos, poseedores de una identidad cultural común, ocupaban una misma zona determina­ da. Si suspendiéramos por un momento nuestras refinadas nociones acerca de una sociedad política, con sus imponentes jerarquías de po­ der, sus ordenamientos institucionales racionalizados y sus canales es­ tablecidos por donde pasa con facilidad la conducta, y pensáramos en estos como elementos que constituyen un área determinada, un «espa­ cio político» donde los planes, ambiciones y acciones de individuos y grupos se ponen en contacto constantemente — chocándose, estorbán­ dose, uniéndose, separándose— podríamos advertir mejor el ingenio­ so papel que cumplen estos ordenamientos en lo que atañe a reducir fricciones. Por diversos medios, una sociedad procura estructurar su espacio: mediante sistemas de derechos y obligaciones, distinciones so­ ciales y de clase, restricciones y prohibiciones legales y extralegales, beneficios y castigos, permisos y tabúes. Estos ordenamientos sirven para señalar a las leyes caminos a lo largo de los cuales pueden desarro­ llarse sin perjuicio — o con provecho— los movimientos humanos. En la mayor parte de las teorías políticas encontramos este sentido del espacio estructurado, que Hobbes ilustró notablemente: «Respecto de lo que se halla sujeto o circunscrito de modo tal que no puede moverse sino dentro de cierto espacio determinado por la opo­ sición de algún cuerpo externo, decimos que no tiene libertad para ir más allá ( . . . ) En consecuencia, la Libertad de un Súbdito reside únicamente en las cosas que el Soberano ha omitido al regular sus ac­ ciones: por ejemplo, la Libertad de comprar, vender y establecer con­ tratos mutuos . . ,».9 En run espíritu similar, Locke defendió la utilidad de las restricciones, legales: «Difícilmente merece el nombre de limitación lo que solamen­ te nos separa de pantanos y precipicios».10 similar al mío en P. S. Ballanche, Essai sur les institutions sociales dans leur rapports avec les idees nouvelles, París, 1818, pág. 12. 9 Leviathan, *** I I , xxi, pág. 137, en la edición Oakeshott, Oxford: Blackwell. 10 Second treatise of civil government, 57. E l mismo argumento, incluida la metáfora de los límites, es adoptado en el influyente libro de A. D . Lindsay, The modern democratic State, Londres: O xford University Press, 1943, pág. 208. Véase el reflejo del problema de la estructuración política del espacio en un discurso del abogado parlamentario del siglo x v i i , Oliver St. John: sin su

Como lo inferimos antes, el espado político pasa a ser un problema cuando no es posible controlar las energías humanas por medio de los ordenamientos existentes. Durante la Reforma y sus secuelas, fueron los aspectos vitales de la religión los que amenazaron los principios estructurales moldeados por las sociedades políticas medievales; en el siglo x v i i i , fueron las ambiciones del empresario, trabadas por la com­ plicada red del mercantilismo. «No necesitamos privilegios; solamen­ te exigimos un sendero seguro y abierto».11 Las teorías de los fisió­ cratas, Adam Smith y Bentham, respondieron trazando nuevas vías de acceso y redefiniendo la dimensión espacial. Si se quisiera conti­ nuar con este análisis, se podría explicar cómo cuestionó Malthus la teoría espacial de los economistas liberales al prevenir acerca de las crecientes presiones provenientes del aumento de la población. Tam­ bién se podrían interpretar los grandes movimientos revolucionarios del siglo xix (v. gr., el marxismo), como manifiestos desafíos a la estructura espacial creada por la sociedad industrial burguesa, y tam­ bién como una exigencia para que esta fuera reorganizada. O bien una novela — p. ej., D oktor Yaustus,A de Thomas Mann— podría ser tomada como representativa del punto de vista de su generación a principios de este siglo, y su frustrante sensación de ahogo ante las restricciones impuestas por las disposiciones nacionales e internacio­ nales: «Parecía inminente una nueva apertura ( . . . ) Nos colmaba la certeza de que este era el siglo alemán ( . . . ) nos había llegado la hora de poner nuestra marca en el mundo y dirigirlo ( . . . ) ahora, al final de la época burguesa iniciada unos ciento veinte años atrás, el mundo se renovaría bajo nuestro signo . . ,».12

VI. Visión e imaginación política Nuestro examen del espacio político nos ofrece un indicio acerca de otro aspecto de la filosofía política. Las diversas concepciones del es­ pacio indican que cada teórico ha visto’el problema desde una pers«sistema político y gobierno», Inglaterra no era «más que un trozo de Tierra, en el cual tantos hombres tienen su Residencia y morada, sin jerarquías ni dis­ tinciones de hombres, sin propiedad salvo en Posesión». Citado en M. Judson, The crisis of the Constitution, New Brunswick y New Jersey: Rutgers University Press, 1949, pág. 354. Véase un ejemplo perteneciente al siglo xvi en Edward Dudley: «Esta raíz de concordia no es otra cosa que u n buen acuerdo y confor­ midad entre el pueblo o los habitantes de un reino, ciudad, poblado o asociación, y que cada hombre se contente con cumplir su deber en el cargo, lugar o condi­ ción en que se encuentre. Y que no calumnie ni desdeñe a ningún otro». D . M. Brodie, ed., T he tree of Commonwealth, Cambridge: Cambridge University Press, 1948, pág. 40. 11 J. Bentham, citado en L. Robbins, The theory o f economic policy in English dassical political economy, Londres: Macmillan y St. M artin’s Press, 1952, pág. 12 Dr. Faustus, :*** trad. al inglés por H . T. Lowe-Porter, Londres: Secker & W arburg, 1949, pág. 301.

pec.ti.va. diferente, desde un ángulo de visión particular.* Esto sugiere que la filosofía política constituye una forma de «ver» los fenómenos políticos, y que el modo de visualizar los. fenómenos depende, en gran medida, del lugar donde se «sitúe» el observador. Quiero examinar dos sentidos distintos, pero relacionados, del término «visión»; uno y otro han desempeñado un papel importante en la teoría política. Suele utilizarse este término para referirse a un acto de percepción. Así, decimos que vemos al orador disertando ante una asamblea po­ lítica. En este sentido, la «visión» es un informe descriptivo acerca de un objeto o suceso; pero el término se utiliza también con otra acep­ ción cuando se habla de una visión estética o religiosa. En este se­ gundo significado predomina el elemento imaginativo y no el des­ criptivo. Desde la revolución científica de los siglos xvi y x v n , fue el primer tipo de visión, la «objetiva», destinada a informar de modo desapa­ sionado, la relacionada comúnmente con la observación científica. En la actualidad se admite de manera bastante:generaLque esta concep­ ción de la ciencia es errónea, pues subestima el papel que cumple ía imaginación en la construcción de teorías científicas. No obstante, per­ siste la creencia de que el hombre de ciencia se asemeja a un cronista experto, en la medida en que trata de ofrecer una información textual sobre la «realidad» Esta idea se ha expresado en repetidas ocasiones en una crítica a los teóricos políticos. Spinoza, por ejemplo, los acusó de satíricos, diciendo que parten de la premisa de que la «teoría debe estar en desacuerdo con la práctica ( . . . ) Conciben a los hombres, no como son, sino como ellos quisieran que fuesen». Quizá Spinoza pasó por alto que muchos teóricos políticos han procurado seriamente con­ templar los datos políticos como «realmente» son, pero estaba en lo cierto al decir que el cuadro de la sociedad que ofrecen la mayoría de ellos no es «real» o literal. Ahora bien, la cuestión es la siguiente: ¿Tienen esos cuadros el carácter de las sátiras? ¿Por qué la mayoría de los autores políticos, aun los que se proclamaban científicos, como Comte, se han sentido obligados a trazar un modelo adecuado del or­ den político? ¿Qué esperaban ganar, en lo que atañe a la comprensión teórica, al agregar una dimensión imaginativa a su representación? En resumen, ¿cuál debía ser, según ellos, la función de la teoría po­ lítica? La posibilidad de que los teóricos políticos no hayan advertido que introducían la imaginación o la fantasía en sus teorías es fácilmente descartable. Hay demasiados testimonios de que en este punto pro­ cedían de modo deliberado.13 En cambio, creían que la fantasía, la El concepto de visión, tal como lo emplea Wolin, puede traducirse como «vi­ sión», «perspectiva» o «ángulo de enfoque»; hemos optado por la forma que más se ajustaba a cada contexto, seeun los casos. (N . del R. T .) 13 Este elemento imaginativo no es lo mismo que el utopismo. por cuanto es menos un intento de elevarse por sobre las realidades del momento que una tentativa de ver las realidades existentes como posibilidades trasformadas. Esto es evidente, por ejemplo, en Bodin, quien negó todo objetivo utópico; sin em­ bargo, no se puede decir que su propia obra sea una descripción de la Francia del siglo xvi. Fue, en cambio, u n intento de proyectar al futuro las tendencias del momento: «Apuntamos más alto en nuestro intento de llegar, o, al menos, de acercarnos,

exageración, incluso la extravagancia, nos permiten a veces ver cosas que de otro modo no se advierten. En la filosofía política, el elemento imaginativo ha cumplido un papel semejante al que Coleridge atribuía a la imaginación en la poesía: un poder «esemplástico» que «reúne todo en una totalidad armoniosa e inteligente».14 Cuando Hobbes, por ejemplo, describió una m ultitud de hombres que deliberadamente acep­ taban formar una sociedad política, sabía muy bien que semejante acto jamás había ocurrido «realmente», pero confiaba en que esa des­ cripción imaginaria permitiría a sus lectores visualizar algunos de los presupuestos básicos sobre los cuales descansa un orden político. Como la mayoría de los filósofos políticos, Hobbes sabía que los enun­ ciados imaginarios no tienen igual jerarquía que las formulaciones ten­ dientes a probar o refutar. La fantasía no prueba ni refuta, sino que procura iluminar, ayudarnos a percibir mejor las cosas políticas. Al mismo tiempo, la mayoría de los pensadores políticos han opinado que la imaginación era un elemento necesario en la teorización, por­ que advirtieron que, para que el intelecto pueda manipular los fenó­ menos políticos, deben ser presentados en lo que cabe denominar «su plenitud mejorada». Los teóricos nos han dado cuadros en miniatura de la vida política, cuadros en los cuales ha sido eliminado cuanto era extraño al propósito del autor. Esto es necesario porque los teóricos políticos, como los demás seres humanos, están impedidos de «ver» de primera mano todas las cosas políticas. La imposibilidad de una observación directa obliga al teórico a epitomar una sociedad abstra­ yendo ciertos fenómenos y proporcionando interconexiones donde no se las ve. La imaginación es el recurso del teórico para comprender un mundo que jamás puede «conocer» de manera íntima. Si el elemento imaginativo en el pensamiento político no fuera más que un recurso metodológico que permitiese al teórico manejar con más eficacia sus materiales, no justificaría la prolongada atención que le hemos prestado. La imaginación ha abarcado mucho más que la cons­ trucción de modelos. H a sido el medio para expresar los valores fun­ damentales del teórico; el medio por el cual el teórico político ha procurado trascender la historia. Fue Platón quien más artísticamente desplegó la visión imaginativa a que aquí me refiero. E n su descrip­ ción de la comunidad política, guiada por el arte divino del estadista y encaminada hacia la idea del Bien, Platón exhibió una forma de vi­ sión esencialmente arquitectónica. Una visión política arquitectónica es aquella en la cual la imaginación trata de modelar la totalidad de los fenómenos políticos de acuerdo con alguna idea del Bien que está a la verdadera imagen de un gobierno correctamente ordenado. No es que nos propongamos describir una república puramente ideal e irrealizable, como la imaginada por Platón, o por Tomás Moro, el canciller de Inglaterra. Nos pro­ ponemos limitarnos, en la medida de lo posible, a las formas políticas que son practicables». (J. Bodin, Six books of the Commonwealtb, M. J. Tooley, ed., Oxford: Blackwell, s. f., pág. 2.) Sorel presenta uno de los más fructíferos análisis sobre esta cuestión al tratar de distinguir su «mito» del pensamiento utópico; véase Réflexions sur la violence, S t París: Riviére, 10? ed., 1946, pág. 46 y sigs. 14 Biographia Iliteraria (Everym an), cap. IV , pág. 42; cap. X II, pág. 139; cap. X IV , págs. 151-52. Véase también la exposición de B. Willey, Nineteenth century studies, Londres: Chatto and W indus, 1949, págs. 10-26.

más allá del orden político. A lo largo del pensamiento político occi­ dental, el impulso hacia el ordenamiento total de los fenómenos polí­ ticos ha tomado muchas formas. En el caso de Platón, el impulso ar­ quitectónico asumió una forma esencialmente estética « . . . el verda­ dero legislador, como un arquero, apunta únicamente hacia aquello en lo que siempre está presente alguna belleza eterna . . .».10 Algo de este mismo carácter reapareció en el sistema finamente cincelado de Santo Tomás, donde se asignaba al orden político un lugar preciso en la encumbrada catedral que era toda la creación. En otros momentos, la visión ordenadora ha sido decididamente religiosa; así ocurrió, por ejemplo, en la Inglaterra del siglo x v n , cuando las sectas milenaristas soñaban con una esplendorosa Nueva Jerusalén que reemplazara al orden entonces vigente, irremisiblemente corrupto. La visión puede originarse también en un enfoque de la historia como el de Hegel, donde los fenómenos de la política adquieren hondura temporal y di­ mensión histórica al ser absorbidos en una finalidad puesta por enci­ ma de todo, que los encamina hacia un fin último. En épocas más re­ cientes, la perspectiva exterior se ha teñido con frecuencia — como co­ rresponde— de consideraciones económicas. Según este enfoque, los fenómenos políticos deben someterse a las exigencias de la producti­ vidad económica, y el orden político pasa a ser instrumento del ade­ lanto tecnológico: « . . . El único fin de nuestros pensamientos y afanes debe ser el tipo de organización más favorable para la industria ( . . . ) El tipo de or­ ganización favorable a la industria consiste en un gobierno cuyo poder político no tenga más fuerza ni desarrolle más actividad que las nece­ sarias para impedir que sufra estorbos el trabajo productivo».10 El impulso arquitectónico, en cualquiera de las formas en que se ha manifestado, trajo como consecuencia proporcionar diferentes dimen­ siones a las perspectivas de la filosofía política: dimensiones de belleza estética, verdad religiosa, tiempo histórico, exactitud científica y pro­ greso económico. Todas ellas poseen un carácter de futuro o son una proyección del orden político a una época venidera. Esto ha ocurrido, no solo con las teorías políticas declaradamente reformistas e incluso revolucionarias, sino también con las conservadoras. El conservadorismo de Burke, por ejemplo, fue un intento de proyectar al futuro un pasado permanente; y hasta un reaccionario confeso como Maistre in­ tentó recobrar un «pasado perdido», en la esperanza de que fuera po­ sible restaurarlo en el futuro. Para la mayoría de los teóricos, el reordenamiento imaginario de la vida política que tiene lugar en la teorización no se limita a ayudarnos a comprender la política. Contrariamente a lo que sostenía Spinoza, la mayor parte de los pensadores políticos han opinado que la filosofía política, precisamente por ser «política», estaba destinada a disminuir la brecha entre las posibilidades captadas mediante la imaginación po­ lítica y las realidades de la existencia política. Platón advirtió que la 15 Laws, Sr. trad. al inglés por Jow ett, 706. 16 H enri Comte de Saint-Simon, Selected wriiings, trad. y ed. por F. M. H . Markham, Nueva York: Macmillan, 1952, pág. 70.

acción política era de índole sumamente intencional, y consciente y deliberada en gran medida; en el «asesorarse» antes de actuar se veía un requisito específico de la actividad política, que caracterizaba tanto a los reyes homéricos como a los estadistas atenienses. Pero actuar con inteligencia y nobleza exigía una perspectiva más vasta que la de la situación inmediata a la cual se destinaba la acción; inteligencia y no­ bleza no eran cualidades ad hoc, sino aspectos de una visión más glo­ bal de las cosas. Esta perspectiva más global se alcanzaba pensando en la sociedad política en su plenitud mejorada: no corno es, sino co­ mo podría ser. Precisamente porque describía la sociedad de manera exagerada, «irreal», la teoría política era un complemento imprescindi­ ble para la acción. Precisamente porque implicaba la intervención en asuntos reales, la acción requería con urgencia una perspectiva de po­ sibilidades tentadoras. Esta forma trascendente de perspectiva no ha sido compartida por el hombre de ciencia hasta la época moderna.17 Cuando los primeros teó­ ricos científicos describían con matices poéticos la armonía de las es­ feras, faltaba en su visión el elemento esencial presente en la filosofía política: el ideal de un orden sujeto a control humano que pudiera ser trasformado mediante una combinación de pensamiento y acción.

VII. Conceptos políticos y fenómenos políticos El ejercicio de la imaginación en la teoría política ha excluido la ca­ racterización del orden político en términos de una semejanza descrip­ tiva, pero no ha liberado a la teorización de las limitaciones inheren­ tes a las categorías empleadas por el teórico. Toda filosofía política — por más refinadas o variadas que sean sus categorías— representa una perspectiva necesariamente limitada, a partir de la cual contempla los fenómenos de índole política. Los enunciados y formulaciones que produce son — como dice Cassirer— «abreviaturas de la realidad» que no agotan la amplia gama de la experiencia política. Los conceptos y categorías de una filosofía política pueden compararse con una red que se arroja para apresar fenómenos políticos, que luego son reco­ gidos y distribuidos de un modo que ese pensador particular considera significativo y pertinente. Pero en todo el procedimiento, el pensador ha elegido una determinada red, que arroja en un sitio por él elegido. Podemos observar cómo funciona este proceso recurriendo a una ilus­ tración histórica. Para un filósofo como Thomas Hobbes, que vivió la agitada vida política de la Inglaterra del siglo xvn, la tarea ur­ gente del filósofo político consistía en definir las condiciones nece­ sarias para un orden político estable. A este respecto, no fue una ex­ 17 Un enfoque moderno, tal como lo expresa Heisenberg, sitúa a la ciencia más cerca de la teoría política en este aspecto: «Los peligros que amenazan la ciencia moderna no pueden ser evitados mediante más y más experimentación, ya que nuestros complicados experimentos nada tienen que ver con la naturaleza tal como es, sino con la naturaleza cambiada y trasformada por nuestra actividad cognitiva». Citado en E. Heller, The disinherited m in i, Nueva York: Merídian, 1959, pág. 33.

cepción entre sus contemporáneos, pero como era un pensador rigu­ rosamente sistemático, los superó en mucho en cuanto a la minuciosi­ dad con que investigó las condiciones necesarias para la paz. En con­ secuencia, esta categoría de «paz» u «orden» pasó a ser, en su filoso­ fía, un centro magnético que atrajo a su órbita únicamente los fenó­ menos que Hobbes consideró pertinentes para el problema del orden. Omitió, o señaló apenas, muchas cosas: la influencia de las clases so­ ciales, los problemas de las relaciones exteriores, las cuestiones de administración gubernamental (en sentido estricto). De tal modo, el uso de ciertas categorías políticas pone en juego un principio de «exclusividad especulativa», mediante el cual se proponen para su examen algunos aspectos de los fenómenos políticos y algunos conceptos políticos, mientras que se deja languidecer a otros. Como dijo "Whitehead: «Cada modalidad de examen es como un reflector que ilumina determinados hechos y abandona los restantes en un fon­ do que no se toma en cuenta».18 Sin embargo, la selectividad no es solo cuestión de elección, ni de la idiosincrasia de un filósofo deter­ minado. En el pensamiento de un filósofo influyen, en gran medida, los problemas que agitan a su sociedad. Si quiere lograr la atención de sus contemporáneos, debe encarar sus problemas y aceptar, para el debate, los términos que estas preocupaciones imponen.

VIII. U na tradición de discurso De todas las limitaciones a la libertad del filósofo para especular, nin­ guna ha sido tan vigorosa como la misma tradición de la filosofía po­ lítica. En el acto de filosofar, el teórico interviene en un debate cuyos términos ya han sido establecidos, en gran medida, de antemano. M u­ chos filósofos anteriores se han ocupado de reunir y sistematizar las palabras y conceptos deldiscurso político. Con el tiempo, este mate­ rial ha sido elaborado y trasmitido como legado cultural; aquellos con­ ceptos han sido enseñados y discutidos, examinados y, con frecuencia, modificados. Se convirtieron, en suma, en un cuerpo de conocimiento heredado. Cuando pasan de una época a otra, obran como agentes con­ servadores dentro de la teoría de un determinado filósofo, preservan­ do la comprensión, experiencia y refinamiento del pasado, y. obligan­ do a quienes desean tomar parte en el diálogo político occidental a someterse a ciertas realas v usos.19 Esta tradición ha sido tan tenaz, 18 A. N . W hitehead, A dventures in ideas,A Nueva York: Macmillan, 1933, pág. 54. 19 H ay una interesante protesta de Renán, historiador del siglo xix, respecto de las dificultades de expresar ciertas ideas nuevas en idioma francés. «El idioma francés se adecúa solamente a la expresión de ideas claras; sin em­ bargo, las leyes más importantes, las que gobiernan la trasformación de la vida, no son claras, sino que se nos aparecen en penumbras. Así, aunque los franceses fueron los primeros en percibir los principios de lo que ahora se conoce como darwinismo, resultaron ser los últimos en aceptarlo. Veían todo aquello per­ fectamente, pero estaba situado fuera de los hábitos usuales de su lenguaje y del molde de la frase bien construida. Los franceses han desatendido de este modo verdades valiosas, no por no advertirlas, sino por haberlas descartado, simple-

que incluso rebeldes sumamente individualistas como Hobbes, Ben­ tham y Marx llegaron a aceptar la tradición a tal punto que no logra­ ron destruirla ni colocarla sobre una base totalmente nueva. En cam­ bio, consiguieron únicamente ampliarla. Uno de los testimonios más notables de la tenacidad de las tradiciones fue ofrecido por un escritor a quien se suele considerar uno de sus más acérrimos enemigos: Nico­ lás Maquiavelo, quien, al escribir durante su retiro forzoso de la vida pública, ofrece un vivido cuadro de lo que significa participar en el diálogo perenne: «Al anochecer vuelvo a mi casa y entro en mi estudio. En la puerta me quito las ropas que tuve puestas todo el día, embarradas y sucias, y me pongo prendas regias y cortesanas. Así, adecuadamente vestido, entro en las viejas cortes de hombres viejos, donde, al ser recibido con afecto, me nutro con ese alimento que es el único para mí, y para el cual nací; no me avergüenzo de hablar con ellos y preguntarles los motivos de sus actos; y ellos me contesta# cortésmente. Durante cua­ tro horas no me aburro y olvido toda preocupación; no temo la po­ breza ni me aterra la muerte. Me entrego por completo a los ancianos. Y como Dante dice que no hay conocimiento si no se conserva lo leído, he anotado el beneficio que recibí de las conversaciones con ellos, y compuesto un libríto, E l príncipe,A en el cual me interno lo más po­ sible en reflexiones sobre este tema, discutiendo qué es un principado, cuáles son sus atributos, cómo se los obtiene, cómo se los conserva, y por qué se los pierde».20 Una tradición ininterrumpida de pensamiento político presenta m u­ chas ventajas, tanto para el pensador político como para el actor po­ lítico. Les proporciona la sensación de transitar por un mundo fami­ liar, cuyo territorio ya ha sido explorado; y donde no lo ha sido, exis­ te igualmente una amplia variedad de indicios respecto de las rutas alternativas. También permite la comunicación entre contemporáneos sobre la base de un lenguaje común, aun cuando se lo encuentre tra­ ducido a diferentes dialectos. Los conceptos y categorías de la política cumplen el papel de una conveniente «taquigrafía» o lenguaje simbó­ lico, que permite a un usuario entender qué dice otro cuando se refiere a «derechos cívicos», «poder arbitrario» o «soberanía». De este modo, es posible compartir además la experiencia social y aumentar la cohe­ sión social. Una tradición de filosofía política contribuye también a la tarea interminable de adaptar la nueva experiencia política al ordena­ miento de cosas vigente. Se podría dedicar un libro entero a mostrar el éxito que han logrado los reformadores políticos toda vez que han podido convencer a los hombres de que los cambios propuestos eran, en realidad, prolongaciones de las ideas y prácticas existentes que es­ taban en perfecto acuerdo con ellas. Hay que mencionar, por último, que una tradición de pensamiento político ofrece un vínculo de con­ tinuidad entre pasado y presente. Dos hechos: que los pensadores mente, como inútiles o como imposibles de expresar». E. Wilson, To the Fin­ landés tation, Nueva York: Anchor, 1953, pág. 38. 20 Carta a Vettori, 10 de diciembre de 1513, en «The prince» and other works, A. H . G ilbert, ed., Nueva York: Hendricks House, 1941, pág. 242.

políticos sucesivos se hayan atenido, en general, a un vocabulario po­ lítico común, y que hayan aceptado un cierto núcleo de problemas como tema adecuado para la investigación política, han servido para h a­ cer comprensible y estimulante el pensamiento político de otros siglos. En contraste, las discontinuidades evidentes en los campos científicos hacen muy improbable que un hombre de ciencia moderno recurra a la ciencia medieval, por ejemplo, en busca de respaldo o inspiración. Esto, claro está, nada tiene que ver con la supuesta superioridad de la indagación científica sobre la filosófica; es mencionado con el único fin de señalar que la tradición del pensamiento político no es tanto una tradición de descubrimientos como de significados extendidos a lo largo del tiempo.

IX. Tradición e innovación Al poner de relieve el horizonte especulativo que limita a cada pensa­ dor político, es esencial no ignorar las respuestas sumamente origina­ les y creativas que han tenido lugar. Enfocando la experiencia política común desde un ángulo algo distinto del predominante; presentando de manera novedosa una antigua cuestión; rebelándose contra las ten­ dencias conservadoras del pensamiento y el lenguaje, determinados pensadores han ayudado a liberar modos de pensar establecidos y a plantear, ante sus contemporáneos y la posteridad, la necesidad de re­ pensar la experiencia política. P or ejemplo; cuando Platón preguntó «¿Qué es la justicia, y qué relación tiene con la comunidad?», se creó una nueva serie de problemas, y se abrieron nuevas líneas de reflexión política. Esto también es cierto de la frase inicial de El contrato so­ cial & y las frases finales del Manifiesto comunista. La novedad no es solo función de los elementos efectivamente estable­ cidos por un teórico. Las innovaciones del pensamiento vinculadas con hombres como Marsilio, Hobbes, Rousseau y Marx, provinieron tanto de lo que estos rechazaron y omitieron silenciosamente, en el plano de las premisas fundamentales unificadoras, como de lo que proponían como nuevo y diferente. Marsilio no fue original'cuándo condenó abiertamente al papado, ni lo fue Hobbes cuando puso de relieve el .papel del miedo; y, como lo atestiguó una vez Lenin, la ma­ yor parte de las ideas principales de Marx pueden ser halladas en auto­ res anteriores. Cualquiera que sea la exactitud del aforismo de Whitehead, según el cual «la creatividad es el principio de la novedad» en la historia de la teoría política el genio no siempre se ha presenta­ do como originalidad sin precedentes. A veces ha consistido en un énfasis mas sistemático t r acentuado de una idea ya existente. En este sentido, el genio es recuperación imaginativa. En otros momentos, ha tomado una idea existente, separándola del hilo conductor que con­ vierte un agregado de ideas en un conjunto orgánico. Un hilo conduc­ tor o principio unificador no solo integra ideas particulares en una teoría general, sino que además determina el énfasis que se asigna a 21 Process and rea!ity,3¡-. Nueva York: Macmillan, 1929, pág. 31.

cada una de ellas. Si se desplaza el principio unificador, las formula­ ciones contenidas en el conjunto, que antes eran banales o innocuas, pasan súbitamente a tener implicaciones profundas. Por ejemplo, fue muy diferente decir, como lo había hecho Tomás de Aquino, que el gobernante temporal no debía hallarse bajo la fuerza coactiva (vis coactiva) de la ley, que afirmar, como Marsilio, que el poder del orden político no debía ser trabado por ninguna institución humana. El prim er enunciado surgió en un conjunto completamente integrado, en el cual la religión era considerada rectora de todas las demás acti­ vidades humanas, y la Iglesia era establecida como guardián institu­ cional para proteger e impulsar la pretensión unificadora de la religión cristiana. Por su parte, el enunciado de Marsilio formaba parte de una argumentación sistemática que, si bien dejaba intacto el contenido de la doctrina cristiana, procuraba reducir la independencia de su guar­ dián institucional, liberando así al orden político de todo control externo. Cuando una pretensión unificadora es desplazada, se desequilibra el sistema de ideas; unas, que eran subordinadas, pasan a ser prominen­ tes, y otras, que eran primordiales, retroceden a un lugar de importan­ cia secundaria. Esto se debe a que una teoría política consiste en una serie de conceptos —-tales como orden, paz, justicia, poder, ley, etc.— ligados, como ya dijimos, por una especie de principio de representa­ ción que asigna acentos y modulaciones. Cualquier desplazamiento o alteración im portante del principio de representación, o cualquier én­ fasis exagerado en uno o varios conceptos, da como resultado un tipo de teoría diferente. La originalidad de un filósofo político determinado recibe ayuda desde otra dirección. Así como la historia nunca se repite con exactitud, ja­ más la experiencia política de una época es precisamente la misma de otra. De aquí que, en el juego que tiene lugar entre conceptos políti­ cos y experiencia política cambiante, no puede dejar de haber una modificación en las categorías de la filosofía política. Esto explica, en parte, la frecuencia con que presenciamos el espectáculo de dos teóri­ cos políticos que, situados en puntos diferentes de la historia, utilizan los mismos conceptos, pero expresan con ellos cosas muy distintas: cada uno responde a un conjunto diverso de fenómenos. Como resul­ tado de esto, cada filosofía política im portante lleva en sí algo de exclusivo, así como algo de tradicional. Se puede resumir esto de otro modo, diciendo que la mayor parte de la reflexión política formal ha operado simultáneamente en dos nive­ les diferentes. En uno de ellos, cada filósofo político se ha ocupado de lo que considera un problema vital de su tiempo. Pocos autores han superado a Tomás de Aquino en cuanto a parecer que enfocaba los problemas políticos sub specie aeternitatis; sin embargo, logró examinar la cuestión que más inquietaba a sus contemporáneos: la de la relación adecuada entre poderes espirituales y seculares. Ningún pensador político se interesa exclusivamente por el pasado, así como tampoco se propone hablar solamente al futuro distante; en uno u otro caso, el precio sería la ininteligibilidad. Con esto queremos decir única­ mente que todo filósofo político está engagé en alguna medida, y que toda obra de filosofía política es, en alguna medida, un manifiesto di-

rioido a su época. En otro nivel, sin embargo, muchos escritos, políti­ cos han sido proyectados como algo más que livres de circonstance: se los ha destinado a contribuir al diálogo continuo de la filosofía po­ lítica occidental. Esto explica por qué es tan frecuente que nn pensa­ dor político aparezca atacando a otro muerto mucho antes. En A defense of the Constitutions of America (1787), John Adams se en­ colerizaba todavía contra las ideas de Marchamont Needham, un pan­ fletista relativamente desconocido del siglo x v ii . Asimismo, la obra de John Locke Tw o treatises of civil governrnent suele ser utilizada por cualquier autor dé libro de'texto como ejemplo de literatura política encaminada a,jácicmalizar un suceso específico de su propia época, la Gloriosa Revolución de 1688. No obstante, una lectura minuciosa permite comprobar que Locke procuraba también refutar a Thomas Hobbes, cuyos escritos se referían principalmente a otra revolución, acaecida medio siglo antes. Por último, se podría señalar la tempes­ tad de controversias suscitada en años recientes por la polémica de Karl Popper contra Platón. Se podría decir que estos ejemplos inducen a confusión porque los pensadores políticos mencionados no se preocuparon por contribuir a la tradición de la reflexión política occidental, sino que dedicaron buena parte de su energía a refutar ciertas ideas a las que atribuían una influencia persistente y contemporánea. La respuesta es sencilla: ¿Acaso «una influencia persistente y contemporánea» no es, por hipó­ tesis, la definición misma de una tradición política? ¿Acaso una con­ tribución no toma habitualmente la forma de una «corrección» de un error tradicional, sin pretender echar por la borda la totalidad? Dicho de otro modo: cuando un pensador político crítico encara el análisis de una idea persistente que proviene del pasado, se inserta en un pro­ ceso bastante complejo. Como pensador, situado en un punto espaciotemporal, se ocupa de ideas que reflejan, a su vez, una situación espaciotemporal anterior. Además, las ideas en cuestión se relacionan de modo similar con el pensamiento político previo y sus situaciones. Al abordar ideas persistentes del pasado, es inevitable que un filósofo po­ lítico impregne su propio pensamiento de ideas y situaciones anterio­ res, análogamente entrelazadas con las que las precedieron. E n este sentido, el pasado nunca es totalmente sustituido; se lo recupera cons­ tantemente, en el momento mismo en que el pensamiento humano. pa: rece ocupado en los problemas peculiares de su época. El resultado es — tomando una frase de Guthrie— una «coexistencia de elementos diversos»,22 en parte nuevos, en parte heredados, lo viejo destilán­ dose en lo nuevo, y lo nuevo recibiendo 3a influencia de lo viejo. La tradición del pensamiento político occidental ha exhibido así dos ten­ dencias algo contradictorias: una hacia un regreso infinito al pasado, y otra hacia la acumulación. Y si esto último se parece demasiado a la idea del progreso mecánico, podemos decir que ha habido una ten­ dencia a adquirir nuevas dimensiones de comprensión. Una manera de ilustrar estas dos tendencias consistiría en tomar la idea clásica de fortuna, o suerte, y observar cómo fue manipulada crí­ 22 W. K. C. G uthrie, The Greeks and their gods, Boston: Beacon Press, 1955, pág. 28.

ticamente, primero por San Agustín y más tarde por Calvino, quien, p e se a h a b e r vivido más de m il años después de aquel, fue profunda­ mente influido por su pensamiento. Para Tucídides, Polibio y los his­ toriadores romanos en general, la fortuna representaba el elemento impredecible en la historia humana, la intrusión que trastorna los pla­ nes y cálculos mejor trazados.23 Con seguro instinto, San Agustín se­ ñaló esta idea como representativa de ese espíritu clásico que el cris­ tianismo debía superar, y sostuvo que esta noción había sido reem­ plazada por el c o n o c im ie n to cristiano de un Dios que c o n d u c ía a la naturaleza y a la historia hacía un fin revelado.24 Pero, como luego se­ ñaló agudamente Calvino, la n o c ió n cristiana de una Divina P r o v id e n ­ cia, lejos de eliminar la fortuna, en realidad la había incorporado, sustituyendo la fortuna impredecible por la inescrutable Providenciar5 Sin embargo, lo que a Calvino le interesaba respecto de esto no era ayudar a San Agustín a refutar a los paganos clásicos, sino atacar a los humanistas renacentistas de su época, quienes habían revivido la mis­ ma idea clásica atacada antes por este. En este ejemplo, vemos dos prolongaciones paralelas: la noción clasico-renacentista de la fortuna y el rechazo agustiniano-calvinista de esta, en nombre de una fortuna más elevada. A partir de San Agustín, cada participante del diálogo construyó so b re lo hecho por sus predecesores, agregando un ele­ mento específico, una dimensión diferente. La moraleja de todo esto se halla contenida en los versos de Eliot: «Quizás el pasado y el presente están presentes en el futuro, y el futuro, contenido en el pasado. Si todo tiempo está presente eternamente, todo tiempo es irrecuperable. . . . Y no llaméis inmutabilidad al punto en que el pasado y el futuro se reúnen . . .».26 En las ideas y conceptos elaborados durante siglos no debe verse una reserva de sabiduría política absoluta, sino una gramática y vocabula­ rio en continua evolución, destinados a facilitar la comunicación y orientar la comprensión. Esto no significa que el legado de ideas con­ tenga solo verdades de validez apenas pasajera. Significa, sí, que la validez de una idea no puede ser separada de su efectividad como for­ ma de comunicación. Las funciones cumplidas por una tradición de pensamiento político 23 Tucídides, The Peloponnesian W a rjlt I, 140; Polibio, Histories,i* xxxvii. 4; xxviii, 18, 8; Salustio, Bellutn Catilinae, viii, I. La concepción clásica de fortuna es expuesta por D. Greene, Man in his pride. A study in the political philosophy o f Thucydides and Plato, Chicago: University of Chicago Press, 1950, pág. 56 y sigs.; C. N. Cochrane, Christianity and classical culture, Lon­ dres: Oxford University Press, ed. rev., 1944, pág. 456 y sigs.; W. Warde Fowler, «Polybius’ conception of Tyché», Classical Review, vol. 16, págs. 445-49. 24 San Agustín, D e Civitate Dei,A, IV , 18, V I, 1, V II, 3, y véase C. H. Cochrane, op. cit., pág. 474 y sigs. 25 J. Calvino, Institutes of the Christian religión, >í* I, V, II . 26 T. S. Eliot, Four quartets #* («Burnt N orton», I, I I ) , en The complete poems and plays, Nueva York: Harcourt, Brace, 1952, págs. 117, 119.

proporcionan, además, una justificación para el estudio de la evolu­ ción histórica de dicha tradición. Cuando estudiamos los escritos de Platón, Locke o Marx, estamos en realidad familiarizándonos con un vocabulario relativamente estable, y con un conjunto de categorías que nos ayudan a orientarnos hacia un mundo particular: el mundo de los fenómenos políticos. Pero, por sobre todo — dado que la historia de la filosofía política es, como veremos, una evolución intelectual dentro de la cual sucesivos pensadores han agregado nuevas dimensio­ nes al análisis y comprensión de la actividad política— investigar esa evolución no es una búsqueda de antigüedades, sino una forma de edu­ cación política.

2. Platón: La oposición entre la filosofía política y la actividad política

«. . . reproducir, por medio de un arte deliberado, lo que así se ha aprehendido, y fijar en pensamientos perennes las vacilantes imágenes que flotan frente al espíritu». Schopenhauer.

I. Invención de la filosofía política Tal como lo sugerí en las páginas anteriores, la filosofía política y la naturaleza política tienen una historia: se puede decir, en consecuen­ cia, que una y otra tienen un comienzo. No obstante, las cuestiones relativas a los orígenes solo tienen importancia para los anticuarios, salvo en la medida en que aquellos puedan haber influido sobre la evolución posterior. En el caso de la filosofía política, sus orígenes tienen tanta importancia que se puede decir, casi sin exagerar, que la historia del pensamiento político es, en esencia, una serie de comen­ tarios, unas veces favorables, otras hostiles, acerca de sus comienzos. Debemos a los griegos la; invención de la filosofía política y la delimi­ tación del área correspondiente a la índole política. Antes de que surgiera la filosofía griega, en el siglo vi a. C., el hombre se conside­ raba a sí mismo y a la sociedad como partes integrales de la natura­ leza, sometidas a las mismas fuerzas naturales y sobrenaturales. Na­ turaleza, hombre y sociedad formaban un continuo; gozaban de una estabilidad compartida y su fría aja violencia de los dioses encoleriza­ dos. En esta era prefilosófica, Ja explicación de los acontecimientos tanto naturales como sociales tomó la forma de «mitos». Interesaba a los hombres, no «cómo» funcionaban las cosas, sino qué factor so­ brehumano las dirigía.1 Los fenómenos políticos quedaban indiferenciados de otros fenómenos, y no se conocía la «explicación» política como forma específica de pensar] El primer paso en el largo proceso de crear la filosofía política tuvo lugar cuando la actitud del hombre respecto de la naturaleza experi­ mentó una drástica revisión. Este fue el gran aporte de los filósofos griegos de los siglos vi y v a. C., quienes abordaron la naturaleza como algo comprensible para el intelecto humano, algo que debe ser explicado racionalmente, sin recurrir a los caprichos de los dioses.2 1 H ay útiles exámenes de los modos precientíficos de pensamiento en H . A. Frankfort y otros, Before philosophy, Londres: Pelican, 1951, págs. 11-36, 23762; F. M. Cornford, From religión to philosophy, Londres: Arnold, 1912; H . Kelsen, Society and, nature,A Chicago: University of Chicago Press, 1943, págs. 24 y sigs., 233 y sigs. 2 F. M. Cornford, Before and after Sócrates, Cambridge: Cambridge University

Una vez dado este paso, quedaba abierto el camino para una explica­ ción racional de todos los fenómenos, tanto políticos y sociales como naturales. ;En esta etapa, sin embargo, los pensadores griegos no establecían una distinción clara entre la naturaleza física y la sociedad; ambos dominios eran gobernados por las mismas «leyes». Según Empédocles, por ejemplo, las tensiones entre Amor y Odio (o Lucha) constituían el principio dinámico que actuaba en toda la creación.3 En esta como en otras filosofías presocráticas, se consideraba que le multiplicidad de cosas en conflicto no era más que la apariencia ex terior de su unidad esencial; en consecuencia, el principio explicativi no debía ser derivado de un conocimiento de muchos «tipos» de fenc menos, sino de la percepción de la unidad subyacente de los opuestu. en conflicto.4 Esta idea de un principio común a la naturaleza y la sociedad aparece en los fragmentos de Heráclito: «Homero se equivo­ caba al decir: “ Ojalá se extinga esta lucha entre los dioses y los hom­ bres” . No advirtió que con esto imploraba la destrucción del universo, ya que, de ser oídas sus plegarias, todo moriría . . .».ü En otro frag­ mento leemos: «En consecuencia, hay que seguir [la ley universal, o sea] lo que es común [a todos] ( . . . ) debemos basar nuestra fuerza en lo que es común a todos, como la ciudad se basa en la Ley (N grnos) y con más vigor aún. Porque todas las leyes humanas se nutren de una, que es divina. Pues esta gobierna hasta donde quiere y es suficiente para todo, y aún más que suficiente».6 Para nuestra investigación, no importa demasiado determinar si los griegos llegaron a una filosofía de la naturaleza extrayendo de su ob­ servación del mundo natural conceptos políticos y sociales, o si, a la inversa, derivan sus ideas sociales y políticas de razonamientos pre­ vios acerca de la naturaleza.7 La cuestión esencial es que en la filoso­ fía griega primitiva, el surgimiento de la filosofía política y de un campo especial de la política fue oscurecido por la tentativa de in­ cluir todos los fenómenos en la «naturaleza», y de explicar su funcio­ namiento de acuerdo con un principio unificador común. Consecuen­ temente, no se trata de establecer si los griegos interpretaban la so­ ciedad a partir de la naturaleza o viceversa, sino cuándo descubrieron las diferencias entre ambas. Press, 1920, pág. 8 y sigs.; W . Jaeger, Faideia,i%:. trad. al inglés por G . Highet, Nueva York: Oxford University Press, 2a. ed., 3 vols., 1945, vol. I, pág. 150 y sigs. 3 Los fragmentos pertinentes han sido traducidos por K. Freeman, Ancilla to the pre-socratic philosophers, Oxford: Blackwell, 1952, frag. 17, pág. 53; frag. 26, págs. 55-56; frag. 35, págs. 56-57, y por J. Burnet, Early Greek pbilosophy, Londres: Black, 4a. ed., 1948, págs. 197-250. Véanse también los comentarios de F. M. Cornford, T he laws of motion in ancient thought, Cambridge: Cam­ bridge University Press, 1931, págs. 31-32. 4 J. Burnet, op. cit., pág. 143. 5 Ibid., frag. 43, pág. 136. 6 K. Freeman, op. cit., frag. 2, pág. 24; frag. 114, pág. 32. 7 «Pero la relación del elemento social, en el pensamiento griego, con el ele­ mento cosmológico, fue siempre recíproca: así como el universo era compren­ dido en términos de ideas políticas como las de dike, nomos, moira, kos?nos, igualdad, también la estructura política era derivada del orden eterno del cos­ mos». W . Jaeger, The theology of the early Greek philosophers, S» Nueva York: Oxford University Press, 1947, pág. 140. Hay también observaciones al respecto en J. Burnet, op. cit., pág. 151.

Esta cuestión es aclarada, en cierta medida, por la discusión contenida en el diálogo Fedón,** de Platón. En la parte inicial de este diálogo, Sócrates describía cómo, en su búsqueda de la verdad, había recurrido con avidez a las ideas de los primeros «filósofos de la naturaleza». Pero en ellas encontró, en lugar de certeza intelectual, nada más que honda desilusión, y en consecuencia apartó su curiosidad de la natu­ raleza para fijarla en el hombre y la sociedad.^. El hecho importante en el relato de Sócrates era que su cambio de enfoque filosófico fue resultado de los interrogantes que él planteaba, y a los que la antigua «filosofía de la naturaleza» no podía dar respuesta! Se quejaba de que, si la filosofía se proponía explicar la naturaleza del cosmos, debía explicar necesariamente la naturaleza del orden de lo mejor. Si se de­ claraba, por ejemplo, que la tierra se hallaba en el centro del universo, correspondía al filósofo demostrar por qué era este el mejor ordena­ miento; vale decir, por qué el bien tenía este carácter imperativo.9 Aunque la crítica de Sócrates resulte curiosa para el lector moderno, su importancia residía en el método utilizado por aquel. Mientras que los filósofos de la naturaleza, como Anaxágoras, se habían esforzado por demostrar la necesidad lógica en que se basaban sus cosmovisiones, Sócrates había abordado los problemas de la filosofía en términos esencialmente éticos. En otras palabras, su método se adecuaba en realidad a suscitar respuestas acerca del hombre y la sociedad, y no acerca de la naturaleza. La filosofía política surgía a través de un in­ terrogante ético al cual la naturaleza nunca podía dar respuesta;. los problemas de los hombres no coincidían estrictamente con los de la naturaleza. Sin embargo, Sócrates no fue el primero en señalar la posibilidad de que la sociedad y el hombre fueran explicados mediante principios diferentes de los que actúan en la naturaleza! Fueron, en realidad, los sofistas del siglo V a. C., acérrimos enemigos de Sócrates y Platón, los primeros en liberar a la política de la naturaleza, y en plantear la premisa de que lo «político» constituía un ámbito de indagación cla­ ramente determinable. Estas distinciones se hallaban implícitas en la pretensión de los sofistas de enseñar a los hombres el arte de la política, al margen de toda cosmogonía. En un fragmento del sofista Antifón, se conserva un claro enunciado acerca de la distinción entre política y naturaleza. Antifón se atuvo a la antítesis establecida entre «naturaleza» y «convención» (physis y nom os) para contrastar la jus­ ticia legal convencional, corporizada en los ordenamientos políticos vigentes, con la justicia impuesta por la naturaleza: «Según el enfoque habitual, la justicia consiste en no trasgredir o, me­ jor dicho, en no evidenciar que se trasgrede ninguna de las normas le­ gales del Estado en que se vive como ciudadano. Por consiguiente, un hombre practicaría justicia del modo más ventajoso para sí mismo si, en presencia de testigos, respetara sobremanera las normas legales, pero, en ausencia de aquellos, y al estar solo, respetara sobremanera las leyes de la naturaleza. Esto se debe a que las leyes de la naturaleza 8 Phaedo,fi* 96-97; F. M. Cornford, B e fo r e ..., op. cit., págs. 3-8. 9 Phaedo, 98-99.

son inevitables e innatas; además, las normas legales son creadas por convenio y no producidas por la naturaleza, mientras que con las leyes de la naturaleza ocurre precisamente lo contrario».10 Si dejamos de lado, por el momento, este ataque dirigido contra el orden político en nombre de la naturaleza, vemos con más claridad las importantes premisas en que se basaba la crítica hecha por Antifón. Estas eran: que el orden político se había apartado de la naturaleza, y que esta misma separación permitía a los hombres advertir en qué aspectos se había diferenciado lo político. Al contrastar las conven­ ciones de la sociedad política con las de la naturaleza, Antifón. admitía implícitamente que era posible distinguir el orden político; que el' fenómeno político poseía una identidad propia, y que el mismo obser­ vador político podía lograr cierto grado de distanciamiento. Antifón avanzó en la dirección correcta, pero, lamentablemente, extrajo con­ clusiones erróneas. El hecho de que las reglas políticas tengan base convencional no significa necesariamente que sean falsas o desventa­ josas para el hombre, ni que la aceptación humana de ellas no pueda aportar el elemento sancionador que antes se buscaba en la naturaleza. Al separar el orden político del orden natural, los sofistas seguían, en cierto sentido, el camino de los antiguos filósofos de la naturaleza. La gran contribución de estos últimos había sido abordar el mundo externo de modo naturalista, vale decir, como un orden abarcable por la razón humana y no como una mezcla de elementos naturales y so­ brenaturales que desafiaba la explicación racional. Esto era acompa­ ñado, a su vez, por otra afirmación: la de que el observador podía, por así decir, «situarse afuera» del objeto que describía. Pero a esta al­ tura comenzaron a surgir ciertas diferencias, que más tarde cobrarían mayor importancia. El distanciamiento del filósofo de la naturaleza consistía en considerar a esta como algo que debe ser comprendido, pero no necesariamente como algo que debe ser controlado. La filo­ sofía política no adoptó esta forma de distanciamiento. En cambio, como lo explica la filosofía platónica, la «naturaleza» de la política debía ser considerada como manipulable, como un conjunto de fuerzas a partir de las cuales se podía moldear el orden. En este aspecto, la fi­ losofía política estaría armada con una premisa, más audaz que la in­ dagación científica de aquella época... Esto se torna claro si prestamos atención a un segundo elemento de la actitud de distanciamiento de los filósofos de la naturaleza, quie­ nes habían captado la idea de que los objetos externos poseían una naturaleza propia que, en ciertos aspectos, era extraña a la naturaleza del hombre. Estos objetos, además, no eran afines ni hostiles al hom­ bre, sino indiferentes. Pero si la idea de un orden natural, donde las categorías de las aspiraciones humanas no fueran pertinentes, podía 10 La traducción al inglés ha sido tomada de Sir E. Barker, Greek political iheory, Plato and bis predecessors, Londres: Methuen, 1918, pág. 83 y sigs.; hay también una versión en K. Freeman, op. cit., frag. 44, págs. 147-49. Pueden hallarse más comentarios y referencias en T. A. Sinclair, A history o f Greek political thought, Londres: Routledge, 1951, págs. 70-73, y una explicación favorable en E. A. Havelock, The liberal temper in Greek politics, Londres: Cape, 1957, pág. 255 y sigs.

ser aceptada como un postulado de la indagación científica, su rechazo por parte de los pensadores políticos griegos marcó una importante separación inicial entre los modos de pensar científico y político. Frente al mundo de la naturaleza, el hombre podía moldearse resig­ nado y curioso al mismo tiempo, ya que este era un orden al que él no podía crear ni cambiar. Pero en el mundo de la política predo­ minaba una actitud antropomórfica: el hombre podía ser un arquitecto del orden.í Él mundo político era accesible al arte humano. Estas ideas políticas suscitaban, como es natural, una multitud de preguntas: si el mundo político era distinto, ¿significaba esto que era plenamente autónomo, que no guardaba conexión con un orden mo­ ral universal? ¿Cómo podía el hombre ordenar este mundo? ¿Se re­ quería para ello un tipo especial de conocimiento? Alrededor de estos y otros interrogantes similares construyó Platón la primera filosofía política globalí En nuestro examen destacaremos dos aspectos de esta filosofía. Primero: Platón delineó una teoría notablemente clara de lo político, que influyó de modo vigoroso en el pensamiento de teóricos políticos posteriores. Al mismo tiempo, su método de argumentación, así como la motivación que lo respaldaba, tendían con insistencia a oscurecer la nitidez de lo político. Segundo: Platón enunció en tér­ minos clásicos la argumentación contra la «actividad política». Aun­ que luego otros autores objetaron enérgicamente su razonamiento, pocos lo ignoraron. .— Dejando de lado, por ahora, este segundo aspecto,; la indagación acer­ ca de la naturaleza de lo político efectuada por Platón estaba guiada por la convicción de que, ante todo, debía diferenciárselo de las de­ más dimensiones de la vida. Es evidente que este era iu propósito en el diálogo E l político,#* donde intentó distinguir el verdadero arte del estadista de los ardides del «político», y establecer la superioridad del arte político sobre todos los demás artes necesarios para la vida de la comunidad: «¿Dónde, pues, hay que buscar el camino del Estadista? Porque de­ bemos distinguir este camino de todos los demás, adjudicándole el signo especial de su forma específica».11 Lo verdaderamente «político» era el «arte de la custodia responsable de toda una comunidad» de acuerdo con un modelo absoluto.12 «Hay un arte que controla todas estas [otras] artes. Se ocupa de las leyes y todo lo que corresponde a la vida de la comunidad. Con per­ fecta habilidad, lo incorpora todo a su tejido único. Es un arte uni­ versal, y por eso le damos un nombre de alcance universal; un nom­ bre que, en mi opinión, corresponde a este arte y solo a él; el nombre de “A rte de gobernar” ».13 11 Statesman, A 258c. H e utilizado la traducción de J. B. Skemp, publicada por la Yale University Press, New Haven, 1952. Todas las traducciones del Statesman corresponden a esta edición. Hay un intento anterior de definir al estadista en Gorgias,ft. 452-53. 12 Statesman, 276b; Republic,fi.■. IV , 427. 13 Statesman, 305e.

En estas observaciones se encuentran también indicios de una idea que Platón elaboró plenamente en La República & y más tarde en Las leyes/* y que dejó marcado para siempre su genio en la natura­ leza de la filosofía política. Dicha idea puede ser expuesta en términos sencillos:, enseñó a los autores posteriores a pensar en la sociedad po­ lítica como' un todo coherente, interconectado; fue el primero que consideró la sociedad’ política en conjunto, como un «sistema» de funciones interrelacionadas, una estructura ordenada.! A nosotros, edu­ cados para pensar en términos de análisis estructuraf-funcionales, esto nos parece ahora un lugar tan común, que se nos puede escapar el ver­ tiginoso adelanto representado por esta intuición de Platón. Antes de él, sin embargo, los autores se ocupaban solamente de aspectos fragmentarios de la sociedad política, quizá concentrándose en las cualidades necesarias para un gobernante, o en las obligaciones del ciudadano. La reflexión política no había llegado aún al nivel de conceptualizar las instituciones, procedimientos y actividades políticas como un sistema que dependía de la ejecución de funciones o tareas determinadas. Platón fue, en resumen, el primero en describir la so­ ciedad política como un sistema de roles específicos o diferenciados. Cada rol,, ya fuera de filósofo-estadista, auxiliar o productor, represenTaba una función necesaria; cada uno era definido en términos de su contribución al mantenimiento del conjunto de la sociedad; cada uno entrañaba derechos, deberes y expectativas que proporcionaban guías y orientaciones nítidas para la conducta humana, y definíaij el lugar destinado al individuo dentro del sistema. La armonización e integra­ ción de estos roles hacía de la sociedad política un todo operativo e interdependiente. Mantenerlo exigía delimitar nítidamente las tres cla­ ses de la comunidad, entrenar con cuidado a cada integrante en su habilidad especializada y, sobre todo, restringir al individuo a una sola función: no debía haber confusión de roles ni identidades borrosas.] Desde Platón en adelante, una de las características de la filosofía política fue su enfoque de la sociedad política como un sistema en funcionamiento. Tal vez Platón haya exagerado las posibilidades de que una sociedad lograra la unidad sistemática, pero la grandeza de su aporte consistió en señalar que, para pensar de modo verdaderamente político, era necesario considerar la sociedad como un todo siste­ mático. Aunque Platón insistió en la identidad especial del orden político, puso igual énfasis en negar su autonomía o aislamiento moral. «Y los filósofos nos dicen, Calicles, que la comunión y la amistad, la tranquilidad, la templanza y la justicia unen el cielo y la tierra, los hombres y los dioses, y que, por consiguiente, se llama a este uni­ verso Cosmos u orden, no desorden ni desgobierno».14 Utilizando en El político el famoso mito de la Era de Kronos Platón puso de relieve su convicción de que el orden político debía ser visto como parte de un universo significativo y moral. Al mismo tiempo, sin embargo, utilizó este mito para destacar la especificidad del orden 14 Gorgias, trad. por J W e tt, 508.

político efectuando serias advertencias contra una confusión del orden político con el divino'?.Durante la Era de Kronos, «Dios era gober­ nante supremo, y estaba a cargo de la rotación del universo en su con­ junto, pero también divino, y de modo similar, era el gobierno de sus diversas regiones, ya que todas estas se hallaban divididas para ser provincias vigiladas por deidades tutelares».15 Pero con la dramática inversión del ciclo cósmico i— «hay una era en la cual el mismo Dios ayuda al universo en su trayecto, y lo guía ( . . . ) también hay una . era en la cual abandona este control»— 10 el poder divino había sol­ tado los hilos conductores que controlaban los asuntos humanos, de­ jando a los hombres librados, en gran medida, a sus propios medios. El orden político tomó forma e identidad recién al atenuarse la con­ ducción divina. «Cuando Dios era Pastor, no había constituciones po­ líticas . . ,».17 Sin embargo, esta aparente separación de lo político respecto de Jp divino era un mero preludio al intento platónico de recuperar el prin­ cipio divino. A tal fin elaboró una alianza entre el principio divino, representado por la sabiduría filosófica, y el ejercicio del arte político: «Cuando el poder supremo en el hombre coincide con la más grande sabiduría y templanza, surgen las mejores leyes y la mejor constitu­ ción; pero no de otro modo».18

II. Filosofía y sociedad Esto nos lleva al centro de la concepción platónica de la filosofía po­ lítica. Las ideas de Platón ofrecen el primer reflejo pleno de la dra­ mática confrontación entre la visión ordenadora de la filosofía po­ lítica, y los fenómenos de la actividad política. El arte de gobernar nunca fue revestido de mayor dignidad: «¿Qué arte es el más difícil de aprender? Pero ¿qué arte es más importante para nosotros?».19 Nunca han sido expuestas de modo más vasto las pretensiones de la filosofía política: esta «110 solo protegerá las vidas de los súbditos, sino que también reformará sus caracteres, en la medida en que la naturaleza humana lo permita».20 Y nunca se ha insistido con más vigor en que el lugar adecuado de la filosofía política debería estar en el trono del poder político: « . . . la raza humana 110 verá mejores días hasta que el linaje de quienes siguen correcta y genuinamente la filosofía obtenga autoridad política, o hasta que los miembros de la clase que posee el control político sean conducidos, por algún favor de la Providencia, a convertirse en verdaderos filósofos».21 15 Statestrían, 21 Id. 16 Ibid., 269C. 17 Ibid., 212A. 18 Laws,és: trad. por Jow ett, 712A. 19 Statesman, 292d. 20 Ibid., 291b. 21 Epistle V I I , ** en L. A. Post, Thirteen epistles of Pteto, Oxford: Clarendon Press, 1925, 326a-b.

Para que la filosofía política cumpliera esta función arquitectónica, sin embargo, era necesario aceptar antes dos premisas acerca de la ín­ dole de la actividad política. Toda la gama de fenómenos políticos debe ser considerada plenamente comprensible para la mente humana, y maleable para el arte humano. No debe haber dudas — como las expresadas por Santayana— en cuanto a la sensatez del intento de «inmovilizar este mundo descabellado en una terminología cerebral»."2 Si existía una verdadera pauta para toda la vida de la comunidad, y si la filosofía política poseía la auténtica ciencia capaz de trasformar un sistema político enfermo en algo bello y saludable, se debe su­ poner que los conceptos y categorías de la filosofía podían englobar y penetrar todos los diversos aspectos de los fenómenos políticos y so­ ciales. De modo similar, si se aseguraba que el orden político era moldeable por una verdad eterna mediante la ciencia fundamental de la filosofía política, los materiales componentes de tal orden debían ser sumamente dúctiles, para la impresión del diseño adecuado. Así se estableció, desde los comienzos mismos de la filosofía política, una dualidad entre la función de dar forma del pensamiento político, y la de recibir forma la «materia» política. Como todo verdadero conocimiento, el conocimiento político era esencialmente una ciencia del orden, que dilucidaba la relación adecuada entre los hombres, in. dicaba los orígenes del mal en la comunidad y prescribía el modelo que dominaba sobre todo. Se encaminaba, no a describir fenómenos políticos, sino a trasfigurarlos !a la luz de una visión del Bien. Las dos palabras — eidon e idea— que Platón Utilizó para representar los objetos eternos del conocimiento, se enraizaban una y otra en el significado de «visión». Esto tenía como efecto im partir una cualidad proyectiva a la filosofía política. Mediante un acto de pensamiento, el filósofo político procuraba proyectar, en el tiempo futuro, un orden más perfecto. «Tratándose de un plan para el futuro ( . . . ) quien ex­ hibe el modelo sobre el cual debería moldearse una iniciativa no debe disminuir nada de la excelencia perfecta y la verdad absoluta . . .».23 En el centro de la tarea emprendida por la teoría política había, en consecuencia, un elemento imaginativo, una visión ordenadora de qué debía ser y en qué debía convertirse el sistema político. En siglos posteriores, otros pensadores políticos, como Hobbes y Comte, recu­ rrieron a este concepto del pensamiento como agente ordenador de la vida política, pero nadie superó a Platón en su insistencia respecto de la urgencia moral y la importancia decisiva de la visión política: «No puede haber discusión en cuanto a si es necesario que el que debe vigilar algo tenga vista penetrante o sea ciego. ¿Y acaso no es precisamente ceguera la situación de los hombres totalmente apartados del conocimiento de toda realidad, que no tienen en su alma un pa­ radigma nítido de la verdad perfecta al cual pudieran estudiar en 22 Three philosophical poets, Cambridge: Harvard University Press, 1944, pág. 139. Véanse también las observaciones de Sorel, en este mismo sentido, en Réflexions sur la violence, A París: Riviére, 10? ed., 1946, págs. 208-12. Com­ párese con Platón, Sophist,£k 235C. 23 The Laws of Plato, trad. al inglés por A. E. Tavlor, Londres: Dent, 1934, V, 746; Republic, V I, 503.

detalle y remitirse a él constantemente, como un pintor observa su modelo, antes de pasar a encarnar conceptos de justicia, honor y bon­ dad en instituciones terrenas o ( . . . ) preservar esas instituciones tal como ya existen?».24 Según se halla elaborado en el pensamiento de Platón, el elemento de imaginación nunca estuvo destinado a ser un ejercicio de construc­ ción de utopías. Muchos -diálogos de Platón se distinguen por su espí­ ritu burlón, en esos momentos en que parece asombrarse ante su propia audacia; en el extremo opuesto hay fragmentos cargados de desencanto: sin embargo, ninguno de estos estados de ánimo alteró su convicción básica de que los hombres podían lograr una unión entre verdad y práctica. Es cierto que, al final de su vida, desesperó de ver afirmarse en una sociedad concreta el sistema político ideal; sin embargo, siguió insistiendo en que no podía haber un perfecciona­ miento decisivo de los sistemas políticos existentes si los hombres no tenían una pauta ideal a la cual aspirar. El conocimiento político de lo mejor seguía siendo absolutamente esencial para que los hombres pudieran compartir aun esa exigua participación en la realidad que los dioses permitían.25 Los defectos del orden existencial de las cosas no destruían la aspiración de la filosofía política a ser una tarea severa­ mente práctica de la mayor seriedad. La ciencia política era «el cono­ cimiento mediante el cual debemos hacer buenos a otros hombres» 26 Su ministerio residía, en definitiva, en el alma humana. Como dijo Samuel Butler, el arte de gobernar era un «arte de almas», y el verda­ dero gobernante, un arquitecto de almas. Sin embargo, la tarea de moldear almas no sería cumplida por el gobernante actuando directamente sobre la psique humana. El pro­ blema esencial era establecer las influencias adecuadas y el medio más propicio para que el alma pudiera ser atraída hacia el Bien. A diferen­ cia de algunos pensadores cristianos posteriores, Platón nunca creyó que el alma pudiera ser perfeccionada desafiando los ordenamientos políticos y sociales ambientes. En una sociedad donde se alentaba la ambición desnuda, el ansia -adquisitiva y la astucia, ni siquiera los mejores caracteres podían quedar libres de corrupción.27 La regenera­ ción era, como su opuesto, un proceso social, y el conocimiento polí­ tico salvador debía tener alcances tan vastos como la vida misma de la comunidad. De esto se desprendía también que la esfera del arte político era coextensa con todas las influencias — públicas y priva­ das— que influían en el carácter humano.28 La creación de una sociedad ordenada de modo justo prometía la solu­ 24 T be Republic of Plato, trad. al inglés por F. M. Cornford, Londres: Oxford University Press, 1945, V I, 484 (todas las traducciones de Republic corres­ ponden a esta edición); Latas, X II, 962. 25 Laws, I, 644, E-645. 26 E utbydem usjh trad. al inglés por Jow ett, 292 B-C; Laws, V I, 771. La índole seria de la filosofía política ha sido bien planteada por L. Strauss, Na­ tural rigbt and history, Chicago: University of Chicago Press, 1953, pág. 120 y sigs. 27 Statesman, 291b; Laws, I, 650. 28 Republic, V I, 491-96; Laws, V I, 780A; V II, 7884, 190A; X , 902-04; X I, 923.

ción de otro problema, íntimamente vinculado con los demás objetivos de regeneración moral y estabilidad política. Algunos de los fragmen­ tos más conmovedores del diálogo aparecen cuando Platón reflexiona acerca del hondo antagonismo existente entre filosofía y sociedad. No se trataba únicamente de que las prácticas de la sociedad se hallaran en contradicción fundamental con las enseñanzas de la filosofía; el verdadero crimen de la sociedad consistía en hacer que una vida dedi­ cada a la filosofía fuera imposible o, en el mejor de los casos, aven­ turada. Dada la forma de las sociedades existentes, vivir de manera filosófica era una invitación al martirio. Cuando el filósofo no era es­ carnecido, era humillado, como lo fue Platón por el tirano Dionisio; cuando no era humillado, se lo corrompía, como lo fueron Alcibíades y Cridas; cuando no se lo podía corromper, se lo condenaba a muerte, como a Sócrates. En la actualidad, nos basta con sustituir filósofo por «intelectual» para tener un documento eterno que describe la suerte del intelectual en la sociedad: rechazado, seducido, nunca plenamente aceptado; una figura solitaria, comparada por Platón con un peregrino que se refugia de la tempestad junto a un muro, «contentándose con poder mantener las manos limpias de iniquidad mientras dura su vida . . .».29 En la teoría política de Platón, lograr un mundo seguro para la filosofía era una motivación tan importante como reformar la sociedad y perfeccionar moralmente a sus miembros. En verdad, estos tres objetivos se entrelazaban. En efecto; si los rasgos de la so­ ciedad platónica parecen ásperos, y si muchos de sus miembros pa­ recen atrofiados en su estatura moral e intelectual, esto no era la ven­ ganza de un intelectual que acaricia las heridas que la sociedad le ha infligido. Todo esto resultaba de la profunda convicción de que un mundo de tazón gobernado por la filosofía sería la salvación, no solo' de los filósofos y la filosofía, sino de todos sus integrantes. El destino de la filosofía y el de la humanidad se hallaban tan íntimamente li­ gados como el de los mellizos de Hipócrates, que medraban y sufrían como si hubieran sido uno solo. Una ciudad acogedora para la filoso­ fía sería, ipso jacto, una ciudad que siguiera el principio de la virtud y desarrollara lo mejor en sus miembros. En las censuras de Platón contra las sociedades existentes, así como en sus planes de regeneración política, subyacía la premisa común de que todo sistema político, bueno o malo, era producto directo de las creen­ cias sostenidas por sus miembros. Según Platón, esta convicción acer­ ca de la función soberana de las creencias era confirmada por la actúa ción de los sofistas en la actividad política democrática de Atenas. Procurando instruir a los hombres en las técnicas del éxito político, y prometiendo equiparlos para encarar las exigencias de la vida «real», los sofistas estaban afirmando, en realidad, ser poseedores de una for­ ma de verdadero conocimiento. Platón insistía en que este aserto era serio, pues proponía que los hombres reordenaran su conducta de acuerdo con determinadas creencias. De esto se desprendía que los so­ fistas — lo admitieran o no—- habían asumido implícitamente una responsabilidad por la estabilidad del orden político y una responsa­ bilidad por el alma humana. Sin embargo, la superficialidad de sus 29 Republic, V I, 496D.

enseñanzas no condujo sino a la confusión, tanto en la ciudad como en el alma.30 Más exactamente, había existido desorden en la ciudad «y en las vidas de los ciudadanos porque los sofistas, en ambos casos, no enseñaban conocimiento, sino mera «opinión» (doxa). Si bien esta experiencia había sido desastrosa, atestiguaba, no obstante, la im­ portancia suprema de las creencias. Platón razonaba que, si el poder de la mera opinión podía ocasionar tanto daño, una creencia verdadera podía actuar con el mismo vigor en sentido opuesto. Esto proporcio­ naba respaldo adicional a la formulación según la cual la filosofía política era una tarea muy urgente y práctica. La creencia de Platón en el carácter práctico de la filosofía política tuvo su expresión clásica en el aforismo acerca de la necesidad de que Jo s gobernadores fueran filósofos, o los filÓ M Ío^g^ernantes. En el diálogo E f político, sin embargo, aparece una afirmación más notable aún: la de que el filósofo político merecía el título de «estadista» aunque nunca llegara a poseer el poder político real.31 Desde cierto ángulo, se podía interpretar en esto que la distinción básica se plantea­ ba entre quienes eran dueños del verdadero conocimiento político y quienes — como los sofistas y los «políticos»— solo poseían un falso conocimiento. Pero, considerándolo desde otro ángulo, Platón decía algo mucho más importante acerca de la naturaleza de la filosofía política. Captar la verdadera idea de la teoría política era alcanzar una posición intelectual donde el caos de la vida política había sido re­ modelado por la visión informadora del Bien.32 En virtud del jsoder trasformador de la teoría política, el filósofo ya EaEía llevado a cabo, en el pensamiento, lo que el gobernante aún tenía que cumplir en la práctica: había remediado todos los :males de la comunidad, ordenán­ dola de acuerdo con un modelo de perfección. En consecuencia, si el drama de la trasformación política ya había sido representado pre­ viamente en el plano mental, y si el filósofo poseía el conocimiento que permitiría representarlo en la vida política real, la alianza plató­ nica entre filosofía y poder político surge bajo otra luz. El filósofo que adquiría poder o el gobernante que adquiría filosofía no simboli­ zaban una unión de términos opuestos, sino una fusión de dos tipos de poder, una conjunción de complementos. La forma perfecta del poder político debía ser lograda mediante una combinación de los dos: el poder del pensamiento prescribía el modelo adecuado y el poder del gobernante lo ponía en práctica. Se negaba, en cambio, que las órdenes del tirano o las artes persuasivas del retórico político fue­ ran verdaderas formas de poder. Un poder, por definición, debía aportar algún bien a su poseedor, pero esto solo ocurría cuando aquel tenía un verdadero conocimiento de lo bueno y lo justo, hacia el cual orientar su poder.33 Ahora bien; en la filosofía de Platón, el conocimiento verdadero ex­ 30 E tithydem us, 305B-306D. 31 Statesman, 295a-b, 293a. 32 Este aspecto del pensamiento de Platón fue captado por Níetzsche. Véase el comentario citado en H . J. Blackham, Six existenticilist thinkers, Londres: Routledge, 1952, pág. 24. Con respecto a la opinión de Platón, según la cual la filosofía era una ciencia totalmente ordenadora, véase Republic, 53 ID , 534E; Sophist, 221B. 33 Gorgias, 466-70.

hibía ciertas características generales que ejercieron profunda influen­ cia sobre las categorías que asignaba al pensamiento político. Estas características se resumían en su concepción de la índole del modelo verdadero: «Cuando el artesano hace algo observando aquello que no cambia y utilizando un modelo de esa descripción para plasmar la forma y calidad de su labor, todo lo que logre de este modo será bueno, pero no lo será si observa algo que ha llegado a ser y u tiliza un modelo engendrado».34 Así, el conocimiento genuino era derivado del ámbito estable de las Formas inmateriales.33 El mundo del sen­ tido y la materia, en cambio, era un mundo en movimiento, siempre en flujos q u ejen consecuencia, no podía elevarse del nivel de la «opinión»- al ¿le! conocimiento; era un mundo colmado de semiverdades exasperadáménte esquivas, y percepciones deformadas. Cada uno de estos ámbitos debía ser abordado de modo diferente, ya que cada uno poseía su propio conjunto de categorías. En uno de los casos, las ca­ tegorías se adecuaban a expresar certidumbre, reposo, permanencia y una objetividad no afectada por los caprichos del gusto humano; por su parte, el mundo sensible debía ser comprendido mediante cate­ gorías adaptadas a su naturaleza: categorías de incertidumbre, ines­ tabilidad, cambio y variedad. Podríamos denominar a las categorías que describen a las Formas, «categorías de valor», y a las que se re­ lacionan con el mundo de la percepción sensorial, «categorías de des­ valor». Trasladadas a la teoría política, las categorías de desvalor eran, al mismo tiempo, descriptivas y evaluativas del inundo existencial de la actividad política, mientras que las categorías de valor indicaban lo que podía llegar a ser ese mundo, guiado por la filosofía. Estabilidad,, atemporalidad, armonía, belleza, medida y simetría: todas estas cate­ gorías derivadas de la naturaleza de las Formas debían ser ángulos de visión, moldes para captar fenómenos y reducirlos a la forma adecuadaTjDeTSl módó71a inmutabilidad de las Formas — «ser siempre las mismas, constantes y perdurables, es producto solamente de las cosas más diversas»— 36 era expresada en la categoría política de estabilidad, y su resultado final era el principio de que «cualquier cambio, salvo respecto del mal, es lo más peligroso».37 Además, dado que el conoci­ miento de las Formas representaba una intuición de la belleza eterna, el orden político debía ser trasformado a la luz de las categorías esté­ ticas: «el verdadero legislador, sólo aspira a lo que siempre posee alguna belleza eterna . . .».38 Y como último ejemplo, la perfecta uni­ 34 Plato’s cosrnology, the Timaeus o f Plato, trad. al inglés por F. M. Cornford, Nueva York: The Library of Liberal Arts, n ? 101, 1957, 28a-b, Reimpreso con autorización de los editores. 35 Véase el examen general en F. M. Cornford, Plato’s theory o f knowledge, Nueva York: Humanities Press, 1951; Sir D. Ross, Plato’s theory of ideas, (Oxford: Clarendon Press, 2a. ed., 1951), que subraya los cambios en el pen­ samiento de Platón acerca de este tema. Para un análisis crítico, véase K. R. Popper, The open society and its e n e m i e s , Londres: Routledge, 1945, vol. I, especialmente los caps. 3 4 , y para una respuesta a Popper, véase R. B. Levinson, In defense of Plato, Cambridge: H arvard University Press, 1953, págs. 18, 454, 522, 595-96, 627-29. 36 Statesman, 269d; TheaetetusJ:* 18U3-183C; Philebus,*** 61E. 37 Latos, V II, 797, también V I, 772; V III, 846. 38 Laws, trad. por Jow ett, IV, 706.

dad y armonía demostradas por las Formas tenían sus equivalentes políticos en la obsesiva preocupación de Platón respecto de la unidad y cohesión de la ciudad: « ¿Acaso el peor mal para un Estado no surge de cualquier cosa que procura despedazarlo y destruir su unidad, mientras nada lo beneficia más que lo que tiende a unirlo y hacerlo uno? ( . . . ) Y ¿acaso no une a los ciudadanos el compartir los mismos placeres y dolores, alegrán­ dose o apenándose todos en las mismas ocasiones de beneficio o pér­ dida; mientras que el vínculo se rompe cuando tales sentimientos ya no son universales, sino que cada suceso de interés personal o público llena a unos de alegría ¡y a otros de inquietud?».39

III. Política y arquitectura Aunque habitualmente se ha visto en Platón al arquetipo del pensador. político que tiene los pies bien afirmados en las nubes, el reconoci­ miento de la «actividad política» fue índice de su vigoroso espíritu empírico. En este aspecto, hablaba directamente a la experiencia po­ lítica griega. Conflicto y cambio, revolución y facción, el vertiginoso ciclo de las formas gubernamentales, no fueron invento de la fanta­ sía filosófica, sino materia prima de la historia política ateniense. Además, la dimensión de la «actividad política» había sido ampliada al establecerse, durante el siglo v a. C., instituciones y prácticas demo­ cráticas. Al adjudicarse a nuevos grupos los privilegios de ciudadanía, que incluían el derecho a deliberar en las asambleas públicas y tribu­ nales. se ensanchó el círculo de la participación política, haciéndose así jmás generalizado el elemento de la «actividad política». Apareció en consecuencia el «político», el hábil manipulador que obtenía poder a partir de las quejas, resentimientos y ambiciones que enconaban a la comunidad. Con él llegaron los sofistas, lógicos acompañantes d é la " participación democrática, que prometían instruir a los hombres en ef arte de la persuasión política.40 La intensidad de la lucha de las facciones, el conflicto entre clases so­ ciales y la pérdida de confianza en los valores tradicionales ^habían actuado creando una situación en la que el orden político parecía tambalear constantemente al borde de la autodestrucción. «Después de una disputa en procura de cargos, el bando victorioso absorbe tan completamente la conducción de la cosa pública ( . . . ) que no se deja nada a los vencidos, ni siquiera a sus descendientes; cada partido vigila al otro, en celoso temor de una insurrección ( . . . ) Tales sociedades ( . . . ) no son Estados constitucionales ( . . . ) decimos que los hombres que están a favor de un partido no son ciudada­ 39 Republic, V, 461. 40 Sobre los sofistas, véase W. Jaeger, Paideia, op. cit., vol. I, págs. 286-331. M. Untersteiner, The Sophists, trad. al inglés por K. Freeman, Oxford: Blacfcwell, 1954.

nos, sino faccionarios, y que sus pretendidos derechos son palabras vacías».41 En esta competencia por el poder, hecha de ambiciones rivales ,e inte­ reses opuestos, residía el factor perturbador de la «actividad política», la fuente de la inestabilidad y el cambio, y el inevitable producto de una situación que permitía a las formas y relaciones políticas florecer con un mínimo de orientación preconcebida y un máximo de espon­ taneidad. El predominio de actividad política había disuelto la vida política en un «remolino», u,n «movimiento incesante de corrientes cambiantes».42 Para Platón, el fluir de la vida política era síntoma de un sistema po­ lítico enfermo; la espontaneidad, diversidad y turbulencia de la de­ mocracia ateniense, una contradicción a todo canon de orden. El or­ den era producto de la subordinación d e jo inferior a lo superior, al dominio de la sabiduría sobre la ambición desnuda, y del conocimiento sobre el apetito. En los sistemas políticos existentes, sin embargo, .un grupo gobernante basaría sus credenciales para gobernar en cualquier cosa — en la cuna, la riqueza o el derecho democrático— menos en la sabiduría. El mundo de la actividad, política violaba a cada rato los dictados del mundo de las Formas. Mientras que el mundo de las Formas señalaba el triunfo del Ser inmutable sobre el flujo del D e­ venir — la naturaleza inmutable del Bien sobre el cambiante mundo de las apariencias— la práctica política real estaba plagada de constan­ tes innovaciones a medida que primero una clase, luego otra, chapu­ ceaban con la constitución, alterando esto, modificando aquello, pero sin establecer nunca las disposiciones básicas sobre un cimiento es­ table. Además, mientras que el ámbito de las Formas atestiguaba una verdad de majestuosa sencillez que existía con independencia de los gustos y deseos humanos, la vida política seguía una frenética trayec­ toria de una «opinión» a otra, probando primero una, luego otra for­ ma de vida, sin hallar descanso sino en un escepticismo respecto de todos los valores políticos. Mientras que la Idea del Bien enseñaba la necesidad de una mezcla armoniosa sin tachas de facciones48 — ne­ cesidad que reaparecía en el imperativo según el cual el mejor sistema político era el que aseguraba felicidad para todos, y 110 beneficios desproporcionados para una parte— , los regímenes existentes eran desgarrados por acerbas luchas entre grupos y clases, porque cada uno se esforzaba por imponer su provecho particular.44 Mientras que el verdadero modelo era un plan de belleza, un todo donde cada parte se adaptaba a la simetría y era suavizada por la templanza — caracterís­ ticas que apuntaban a la conclusión de que «un Estado puede alcanzar la felicidad recién cuando sus lincamientos son trazados por un artista que trabaja según un modelo divino»— ,45 las instituciones políticas 41 Laws, trad. por Taylor, IV , 715. 42 Epistle V I I , 325e. 43 Pbilebus, 63e-64a. 44 Republic, IV , 421; V, 465; Laws, IV , 715; X , 902-04; X I, 925. Estos pasajes deben ser comparados con la exposición de Platón sobre la naturaleza de las formas en Pbilebus, 65A; Gorgias, 474; Timaeus, 31C. 45 Republic, V I, 500.

reales eran desfiguradas por una fealdad y distorsión que cambiaban permanentemente a medida que los sucesivos grupos gobernantes in­ clinaban la balanza en su favor. Mientras que en el mundo de las Formas no había sino movimiento regular y ordenado, la condición po­ lítica se caracterizaba por movimientos al azar que iban hacia uno u otro lado según que la energía desordenada de los demagogos y revo­ lucionarios dominara a la polis, o que la tolerante democracia otorgara a sus ciudadanos una libertad ilimitada para que siguieran sus propias preferencias. Como una especie de antítesis permanente al mundo de las Formas, el mundo de la actividad política atestiguaba cómo era la vida cuando no estaba redimida por esa visión que «todo lo ilumina».40 Sin una vi­ sión del Bien que los iluminara, los miembros de una comunidad se hallaban condenados a vivir en una caverna de ilusiones, siguiendo vanamente imágenes distorsionadas de la realidad y empujados sin ce­ sar por deseos irracionales. ,Una vida sin una perspectiva de esta es­ pecie suscitaba, además, luchas que arruinaban a la comunidad, ya que «todo va mal cuando, hambrientos por la carencia de algo bueno en sus propias vidas, los hombres recurren al interés público en la esperanza de lograr allí la felicidad qu-e ansian. Emprenden la lucha por el poder, y sus conflictos los arruman, tanto a ellos como a su país».47 Lejos de ser un mundo «real», las sociedades políticas se de­ senvuelven en un ámbito indistinto, un mundo onírico «donde los hombres viven disputando por sombras y combatiéndose por el po­ der, como si este fuera un botín codiciable . . .».48 Aquí debemos detenernos para examinar algunas implicaciones del razonamiento platónico. E n particular, debemos preguntar: ¿Qué sig­ nificados adjudica a la «actividad política» v a «lo político»? Resu­ miendo, Platón^interpretó que la filosofía política significaba conoci­ miento respecto de~lavida buena en el plano público, ¿ que g °E ?mo político era la” correcta administración de los intereses públicos de la comunidad. Se puede discutir la definición que daba Platón de la vida "buena y su concepción del arte de gobernar, pero resulta difícil negar que demostró una segura intuición de que lo político ■ — ya sea filoso­ fía o gobierno— se relaciona con lo que es'público en la vida de una sociedad. En cambio, no se puede decir lo mismo acerca de su concej> cion de la «actividad política». En gran medida, Platón entendió «actividad política» en el sentido en que utilicé antes este término. Advirtiendo la lucha por ventajas competitivas, el problema de distri­ buir lo bueno de la vida entre los diversos grupos de la sociedad, y la inestabilidad originada en las relaciones sociales y económicas cam­ biantes entre sus integrantes, decidió abordar estos fenómenos como síntomas de una sociedad enferma, como el problema con el cual de­ bían enfrentarse la filosofía política y el arte político. Tanto la filoso­ fía política como el gobierno tenían como objetivo crear la buena so­ ciedad; la «actividad política» era perversa; por consiguiente, la filo­ sofía y el gobierno tenían por misión librar a la comunidad de la~aetividad política. La concepción Diatónica de la filosofía política v el- 20 -

bienio se basaba así en una paradoja: tanto la ciencia como el arte de ■-qrear'orden debían prometer eterna hostilidad a la actividad política, . en otras palabras, a los fenómenos que hacían importantes y necesarios ese arte y esa ciencia. Esta paradoja teñía serias consecuencias para el paísam iaíto y la acción. Una ciencia enfrentada con su objeto, que in­ tenta liberarse del contexto específico en que los problemas de dicha ciencia toman forma, es un instrumento inadecuado para la compren­ sión teórica. De modo similar, una acción planeada para extirpar las que son circunstancias inevitables de la existencia social tendrá que recurrir a los duros métodos que el mismo Platón admitía a regaña­ dientes como necesarios. Estas críticas sugieren que la debilidad fun­ damental de la filosofía platónica consistía en no lograr establecer una relación satisfactoria entre la idea de lo político y la idea de la activi­ dad política. La cuestión no es cómo lo uno puede eliminar a lo otro, sino cómo lograr el necesario conocimiento de la actividad política que nos perm ita actuar sabiamente en un contexto de conflicto, ambi­ güedad y cambio. A este respecto, la fascinación de Platón respecto del arte de la medi­ cina conduce a una analogía engañosa: el cuerpo político no experi­ menta «enfermedades», sino conflicto; no lo acometen bacterias dañi­ nas, sino individuos con esperanzas, ambiciones y temores que a me­ nudo contradicen los planes de otros individuos; su finalidad no es la «salud», sino la búsqueda infinita de un cimiento capaz de sostener la masa de contradicciones presentes en la sociedad. Si no se conserva el contexto político específico, la teoría política tiende a disolverse en interrogantes más vastos, tales como la naturaleza del Bien, el destino último del hombre o el problema de la conducta justa, perdiendo así contacto con las cuestiones esencialmente políticas que son su objeto propio; la naturaleza de la ética política, vale decir, la conducta justa en una situación política, o el problema de la índole de los bienes que son posibles en una comunidad política y que se pueden lograr me­ diante la acción política. De manera semejante, descuidar el contexto político tiende a producir un tipo peligroso de arte político, especial­ mente si lo motiva el odio a la «actividad política». El arte de gober­ nar se convierte en el arte de imponer. Por otra parte, sería verdade­ ramente político el arte construido con el objeto de resolver conflictos y antagonismos; tomarlos como materias primas para la tarea creativa de establecer zonas de acuerdo, o bien — si no se consigue esto— ha­ cer posible una transacción entre las fuerzas rivales, que evite recur­ sos más duros. El arte político tiene como tarea la actividad política conciliatoria; su gama de creatividad es definida y determinada por la necesidad de respaldar las actividades continuas de la comunidad. Su incansable búsqueda de conciliación está inspirada, en el fondo, por la creencia de que el arte de la imposición debería estar limitado a las si­ tuaciones en que no existe otra alternativa. Hay implícito en la actividad política conciliatoria un concepto del orden que difiere profundamente del sostenido por Platón. Si la con­ ciliación es una tarea permanente de quienes gobiernan — y así parece indicarlo la índole de la «actividad política»— , el orden no es un pa­ trón fijo, sino algo semejante a un equilibrio precario, una condición que exige buena voluntad para aceptar soluciones parciales. Para Pía-

ton, en cambio, la índole del orden era la de un molde cuya forma correspondía a la de un modelo divino; un concepto que se debía uti­ lizar para fijar la sociedad en una imagen definida. Pero, ¿qué clase de orden podía resultar de una ciencia política dedicada, en gran medida, a erradicar el conflicto; es decir, a eliminar la actividad política? Si el orden sólo podía surgir cuando no había conflicto ni antagonismo, quería decir que el orden así creado renunciaba a su elemento político específico; quizá fuera orden, pero no orden «político». Porque la esencia de un orden «político» es la existencia de un ordenamiento institucional establecido, destinado a tratar de diversas formas las fuer­ zas vitales resultantes de una vida asociada: compensarlas cuando es necesario, permitirles actuar con desenvoltura o reorientarlas y trasformarlas creativamente cuando la ocasión lo permite. Esto no signi­ fica que una sociedad no pueda obtener orden por medio de la impo­ sición, sino únicamente que tal sociedad no es «política». De esta con­ cepción de una sociedad «política» se desprende también que el arte de la política debe actuar basándose en la premisa de que el orden es ^Igo a lograrse dentro de una sociedad dada; es decir, entre las diver­ sas fuerzas y grupos de una comunidad. El ideal del orden debe ser moldeado en la conexión más íntima posible con las tendencias exis­ tentes, y atemperado por la sensata comprensión de que ninguna idea política — incluida la idea misma del orden— se cumple jamás plena­ mente, así como pocos problemas políticos se resuelven alguna vez de modo irrevocable. Platón, no obstante, estaba convencido de que el ámbito político te­ nía una propensión intrínseca al desorden, y que lo contrario del desor­ den -—estabilidad, armonía, urúdad y belleza— nunca surgiría del cur­ so normal de los acontecimientos políticos. No existían de modo inma­ nente dentro de los materiales de la actividad política, sino que debían ser traídos de un «medio externo». «La virtud de cada cosa, ya sea cuerpo o alma, instrumento o ser viviente, cuando les es dada de la mejor manera, les llega no por casualidad, sino como resultado del orden, la verdad y el arte que se les imparte ( . . . ) Y ¿acaso la virtud de cada cosa no depende del orden u ordenamiento?».49 En todas sus facetas de armonía, unidad, medida y belleza, el orden era la creación positiva del arte; y el arte, a su vez, el dominio del conocimiento. El orden político era producido por una visión informadora proveniente de un «medio externo», del conocimiento del modelo eterno, para moldear a la comunidad sobre un Bien preexistente. La visión exterior tenía importancia decisiva para la distinción estable­ cida por Platón entre el verdadero estadista y el filósofo, por un lado, y el político y el sofista por el otro. En el diálogo titulado Gorgias *** se criticaba severamente a los grandes dirigentes políticos de Atenas, como Temístocles, Cimón y Pericles, por haber fracasado en la prueba suprema del arte de gobernar: el perfeccionamiento de la ciudadanía. Platón atribuía la razón de su fracaso, así como la explicación de su poder, a un falso enfoque del arte político. Se habían satisfecho con manipular y utilizar los deseos y ambiciones de los ciudadanos. Nunca se habían arriesgado a perder poder y prestigio tratando de convertir 49 Gorgias, trad. por Jow ett, 506.

las exigencias y opiniones populares en algo más elevado; tampoco se habían mostrado dispuestos a imponer un sistema político justo, aun­ que impopular. Como resultado, se degradaba no solo la ciudadanía, sino también los dirigentes: «Pero si supones que cualquier hombre te enseñará el arte de llegar a ser grande en la ciudad, sin adaptarte a los usos de la ciudad, para bien o para mal, sólo puedo decirte que te equivocas, Calicles, ya que quien merezca ser un verdadero amigo natural del Demos atenien­ se ( . . . ) debe ser como ellos por naturaleza, y 110 solo un imitador» 00 Por su parte, el verdadero estadista buscaba inspiración, no en la «actividad política», sino en los verdaderos dictados de su arte; no procuraba la astuta combinación de las tendencias políticas existentes, sino su trasformación: «[Los políticos de la antigua camada] eran sin duda más complacien­ tes que los que viven ahora, y podían gratificar mejor los deseos del Estado; pero en cuanto a trasformar estos deseos y no permitirles pre­ dominar, y en cuanto a emplear los poderes con que contaban, ya fue­ ran de persuasión o de fuerza, en el perfeccionamiento de sus conciu­ dadanos, que es el objetivo primordial del verdadero buen ciudada­ no ( . . . ) [n o ] eran superiores ni en un ápice a nuestros estadistas actuales . . ,».51 La diferencia decisiva entre el dirigente «democrático» y el gobernan­ te platónico está centrada en el grupo de adeptos ( constituency) que cada uno «representa», o — si esta palabra adolece de asociaciones pos­ teriores— el grupo de adeptos ante el cual cada uno debe responder. El dirigente popular debía su poder a una habilidad para olfatear los estados de ánimo y aspiraciones del populacho, para manipular una amplia diversidad de variables, y para buscar la solución ad hoc. Su grupo de adeptos, en suma, era la comunidad: sus necesidades, exi­ gencias y humores, en la medida en que estos se manifestaban política­ mente. Tenía como «virtudes» agilidad, astucia y capacidad de calcu­ lar la cambiante distribución de las fuerzas políticas en el interior de la comunidad. Surge, incluso en las páginas hostiles de Platón, como el verdadero hombre «político», el dirigente cuyos problemas eran de­ finidos por las pautas siempre cambiantes de la «actividad política», y cuyo conocimiento es pragmático y empírico, ya que no apunta a se­ guir un principio absoluto, sino a descubrir un método político cuya duración depende de la posición que ocupan las fuerzas políticas en determinado momento. Su actividad política era de reconciliación, a veces del tipo más burdo. Como político, su existencia se hacía posible únicamente en ciertas condiciones: por ejemplo, cuando los hombres se hallaban agotados por ásperos conflictos de principios; o cuando 50 Ibid., 513; Republic, IV , 426. 51 Gorgias, 517. A este respecto, hay una similitud implícita entre la concepsión de Platón sobre el poeta y sus críticas a los políticos. Como estos, el poeta no posee verdadero conocimiento; por lo tanto, solamente puede reproducir lo que agrada a la multitud. Republic, X, 602A.

habían dejado de creer en verdades inmutables, o, por último, cuando se hallan, como dijo Balfour, «tan unidos que pueden permitirse reñir». El gobernante platónico, en cambio, tenía un grupo de adeptos dife­ rente, ya que no era por sobre todo un «hombre político», sino un fi­ lósofo dotado de poder político. Como filósofo, guardaba lealtad al ámbito de la verdad, «un mundo de orden permanente y armonioso». Como gobernante, estaba obligado a conducir la comunidad más cer­ ca de aquel ámbito, a «moldear otros caracteres, aparte del suyo, y modelar las pautas de vida pública y privada, de acuerdo con su visión del ideal».32 En la formulación platónica, sin embargo, no podía haber conflicto de intereses ni deberes entre ambas funciones. Al atenerse al verdadero arte de gobernar, el gobernante se adecuaba al conocimien­ to posibilitado por la filosofía y cumplía la obligación de buscar la ver­ dad que tenía el filósofo. Y al seguir los dictados de su arte en lugar de los deseos de la comunidad, el filósofo, como gobernante, satisfacía las exigencias del gobierno, ya que la finalidad de su arte coincidía exactamente con los verdaderos intereses de la comunidad. Su grupo de adeptos no era la comunidad; es decir que su lealtad no era reclama­ da por un grupo político de adeptos, sino por la Idea de la buena co­ munidad. «Un arte es sano y sin tacha en cuanto es totalmente fiel a su propia naturaleza como un arte en el sentido más estricto . . ,».53 Este aspecto del grupo de adeptos se aclara más cuando se lo relacio­ na con las motivaciones del gobernante platónico. En el esquema pla­ tónico, la comunidad ocupaba una posición intermedia entre el impul­ so que motivaba al gobernante y el modelo del Bien al cual apuntaba su arte. El verdadero gobernante estaba inspirado por un anhelo que no podía satisfacer únicamente en la función de filósofo; 110 solo co­ nocer lo real, sino darle existencia, plasmar las realidades políticas de acuerdo con el modelo divino. La comunidad proporciona el medio es­ tético para satisfacer este impulso hacia la belleza. La motivación del gobernante no era, entonces, la del político — obtener el poder y go­ zar del prestigio y las recompensas del cargo público— , sino la del esteta, que procura imprimir en sus materiales la imagen de la perfecta belleza. El elemento estético del arte político connotaba forma, perfil definido, armonía racional y todo lo que era antitético respecto del desorden, asimetría y fealdad moral de la «actividad política». Su triun­ fo era la victoria del principio apolíneo de armonioso orden sobre las tendencias dionisíacas de la vida política.54 Estas consideraciones se veían robustecidas, además, por las analogías establecidas por Platón entre el gobernante y el médico, el tejedor y el artista.00 La práctica de cada una de estas artes involucraba tres ele­ 52 Republic, V I, 500. 53 Ibid., I, 342. 54 Véase el famoso examen de Nietzsche sobre el espíritu apolíneo y dionisíaco en El origen de la tragedia-,i% K. C. G uthrie, The Greeks and their gods, Bos­ ton: Beacon Press, 1955, pág. 183 y sigs.; J, Harrison, Prolegomena to the study of Greek religión, Nueva York: Meridian, 3a. ed., 1955, pág. 439. 55 Véase la concepción de Platón de analogía en Statesman, 277 a 279a. La analogía del tejedor domina el Statesman; los ejemplos artísticos se destacan especialmente en Republic; los ejemplos médicos se repiten en arabos diálogos y en Laws. Sobre medicina, véase W. Jaeger, Paideia, op. cit., vol. I I I , págs. 3-5, 215-16, y sobre las artes en general, véase R. C. Lodge, Plato's theory of

mentos: la mediación activa del profesional experto; la Idea por la cual se guiaba este, tal como la salud o la belleza; y el material pasivo, receptivo a la presión de la Idea. En cada caso, los materiales no te­ nían «aspiración» propia, ya que el cuerpo enfermo, las hebras sueltas y el mármol informe no podían alcanzar sus fines respectivos sino me­ diante el arte experto del profesional. Los criterios para juzgar cada ar­ te eran predominantemente estéticos: armonía entre las partes; sim e ­ tría de proporción; una moderada combinación de diversidades. Todos estos aspectos, a su vez, fueron trasladados por Platón a su concepción del arte de gobernar. Como el artista, también el estadista se inspiraba en un modelo de belleza, surgida en el impulso de crear una armonía ordenada al asignar las «partes» de la comunidad a las funciones co­ rrespondientes. Armonía del conjunto, unidad de propósito y rechazo de los extremos: todos estos pasaron a ser imperativos que guiaban las acciones de los estadistas, así como prescripciones para las instituciones de la sociedad. El arte de los reyes tenía como finalidad la más grande adquisición humana, una comunidad unificada en « . . . una verdadera hermandad por medio de la concordia mutua y vínculos de amistad. Este es el primero y el mejor de los tejidos, que envuelve en su sólida trama a todos los que habitan en la ciudad, sier­ vos o libres. Su regio tejedor la controla y vigila, y no carece de nada de lo que constituye la felicidad humana, en cuanto se puede lograr la felicidad en una comunidad humana».58 La finalidad de su arte justificaba al gobernante, como a cualquier pro­ fesional experto: esta consistía en eliminar los obstáculos que impidie­ ran concretar la verdadera Forma. Así como el médico podía verse obligado a amputar un miembro para salvar al cuerpo, o el tejedor a descartar materiales defectuosos, .también el gobernante podía purifi­ car al cuerpo político de sus «miembros» deformes por cualquier me­ dio adecuado.57 Esta preocupación por la condición de los «materiales» del arte hizo que Platón forzara al máximo la analogía entre el gobernante y los de­ más profesionales expertos. Ningún arte podía concretarse plenamente, ni satisfacerse en verdad ningún impulso estético, si los materiales eran contrarios al «designio de la inteligencia pura».uS Traducido en términos políticos, esto significaba que el «regio tejedor» debía tener especial cuidado en escoger la naturaleza humana con la cual entretejer­ los vínculos comunitarios. No podía combinar lo malo con lo bueno •— ya que esto daría como resultado un producto inútil y feo al mismo tiempo— ; los materiales adecuados eran las diversas formas de virtud, art, Londres: Routledge, 1953. Las limitaciones inherentes al empleo de la analogía por Platón son examinadas por R. Bambrough, «Plato’s political analogies», Philosophy, politics and society, Peter Laslett, ed., Oxford: Blackwell, 1956, págs. 98-115. Véase asimismo, sobre este tema, el brillante estudio de R. Robinson, Plato’s earlier dialectic, Oxford: Clarendon Press, 2a. ed,, 1953, pág. 202 y sigs. 56 State ¡man, 311c. 57 Republic, I I I , 399, 410,4; V III, 564, 568; Statesman, 293d, 309a; Laws, V, 735. 58 Statesman, 310:7.

tales como el valor y la moderación. Los demás caracteres humanos debían ser descartados, es decir, eliminados, expulsados, o desacredi­ tados con tal severidad que no les quedara ninguna influencia.39 Esta búsqueda de los materiales adecuados era, en esencia, la búsque­ da de una tabula rasa política. En La República, Platón establecía, como condición necesaria para el éxito político, que fueran desterrados todos los miembros de la comunidad que tuvieran más de diez años; los demás serían modelados y moldeados en la forma deseada por las insti­ tuciones de la sociedad, sobre todo por el sistema educacional.00 En­ tonces, y solamente entonces, podría el artista pintar con libertad so­ bre un lienzo flamante: «Tomará como lienzo la sociedad y el carácter humano y comenzará por limpiarlo. Esto no es cosa fácil; ( . . . ) a diferencia de otros refor­ madores, no aceptará hacerse cargo de un individuo ni de un Estado, o redactar leyes, hasta que se le proporcione una superficie limpia pa­ ra su labor, o la haya limpiado él mismo».01 La búsqueda de un nuevo comienzo preocupó también a Platón en su última obra, Las leyes, en la cual muchos comentaristas insisten aún en ver un esquema político más «práctico». En este diálogo, plantea al legislador imaginario una elección: ¿el legislador podrá aplicar su arte con más eficacia en una sociedad establecida, donde podría capi­ talizar el sentido de comunidad existente, creado por un idioma, leyes y un culto comunes, y un espíritu de amistad desarrollado en un largo período de convivencia, o tendría más posibilidades de éxito si sacri­ ficara estas ventajas de una empresa en marcha buscando, en cambio, la nueva situación, donde tampoco hallaría las desventajas de aquella? Cualquier sociedad donde faltara la mano informadora del filósofogobernante estaría surcada, en cambio, por intereses creados, antagonis­ mos permanentes y supersticiones arraigadas.02 Presentaría, en suma, un medio que no sería estético, así como un material menos moldeable. No asombra que, a poco de comenzar el diálogo, uno de los participan­ tes irrumpa anunciando — en un estilo algo parecido al del melodrama barato— que se le ha encomendado preparar una constitución para una nueva colonia. Aquí, niirábile dictu, se presentaba la gran opor­ tunidad de una situación política «limpia», libre de las desproporcio­ nes afeantes traídas por la riqueza, las deudas y los antagonismos so­ ciales resultantes.03 Faltaba solamente la mano maestra que moldeara en un orden los materiales receptivos. Pero, en lugar del filósofo edu­ cado para el poder político -—idea dominante en La República— Pla­ tón proponía un filósofo-legislador que actuaría indirectamente por medio de un tirano joven y dócil, o sea, una especie de Dionisio idea­ lizado. Esta era, sin embargo, la misma fórmula de poder absoluto sometido a un conocimiento absoluto.04 59 60 61 62 63 64

Ibid., 309a. Republic, V II, 540. Ibid., V I, 500. Laws, IV , 708. Véase controles sobre inmigración en ibid.. V, 736. Laws, I I I , 684; V, 736. Ibid., IV, 709-12. La relación de Platón con Dionisio es examinada en L.

Una vez definida la situación adecuada, el arte político podía empren­ der la construcción de ordenamientos institucionales. Las prescripcio­ nes detalladas acerca de instituciones políticas, ordenamientos econó­ micos, familia, educación, religión y vida cultural — tan predominan­ tes en los diálogos políticos— eran guiados por dos objetivos genera­ les. Primero, establecer puntos de fijeza política o fundamentos inal­ terables, capaces de soportar las presiones del cambio político. Entre estos puntos rígidos se contaban la magnitud de la polis misma, su po­ blación, la estructura de las profesiones, las instituciones de propiedad, matrimonio y educación, y las doctrinas morales y religiosas. Tomados en conjunto, estos diversos temas constituyen una especie de catálogo de las áreas de la vida comunitaria con mayores potencialidades para ocasionar desorden político.63 Eran, en suma, las principales fuentes de discordias y conflictos políticos. Vigilando su estrecha regulación, sería posible regularizar la conducta humana y eliminar, en cuanto fue­ ra posible, sus elementos impredecibles. De este modo se reprodu­ cirían, en el plano humano, la estabilidad y unidad que reflejan el modelo comunitario ideal. El anverso de estos fundamentos políticos era más positivo. Eran los recursos que permitirían a la humanidad acercarse al modelo del Bien, convertirse en la materia en la cual podría expresarse una verdad eter­ na. Lógicamente, esta concepción excluía la concepción según la cual los fundamentos políticos de una sociedad eran un índice de acuerdos entre sus miembros, porque, según este último enfoque, la comunidad expresaba, en su organización política, un consenso social que, por su índole, no alcanzaría las verdades especulativas. Una de las principales técnicas para establecer puntos fijos era la ma­ temática. Si la estabilidad y la coherencia sociales eran objetivos im­ portantes, ¿qué base más adecuada podía haber para la acción política que el conocimiento referente a objetos fijos de simetría y consisten­ cia incomparables?.60 «El legislador debe adoptar el principio general de que las subdivisio­ nes y complicaciones numéricas poseen utilidad universal ( . . . ) Todo debe ser tenido en cuenta por el legislador en su mandato a todos los ciudadanos, que nunca deben faltar, mientras puedan evitarlo, a esta uniformización numérica. Porque tanto en la vida doméstica y pública como en todas las artes y oficios, ninguna rama de la educación tiene, por sí sola, tal poderosa eficacia como la teoría de los números . . .».6' Esta creencia, según la cual el arte político podía trasferir a la socie­ dad las propiedades de los números, creando así una vida más armo­ niosa y regular, influyó particularmente en el esquema político desMarcuse, Plato and Dionysius. A dottble biography, trad. al inglés por J. Ames, Nueva York: Knopf, 1947, y W . Jaeger, Paideia, op. cit., vol. I I I , pág. 240. 65 Republic, V, 463-64. 66 Pbilebus, 51, Republic, V II, 527. Hay exámenes de la relación entre mate­ mática y política en R. S. Brumbaugh, Plato’s matbematical imagination, Bloomington: Indiana University Press, 1954, pág. 47 y sigs.; M. Vanhoutte, La pbilosopbie politique de Platón dans les «Lois», Lovaina, 1953, pág. 44. 67 Laws, V, 747.

crito en Las leyes. Por ejemplo, el cuerpo de la ciudadanía debía quedai fijo en 5040 porque esta cifra representaba no solo la magnitud óptima, sino también la base más útil para los cálculos políticos. Sien­ do esta la cifra capaz de sufrir el «mayor número de divisiones suce­ sivas», podía ser utilizada para dividir a los ciudadanos con fines i? guerra, paz, impuestos y administración. Así, mediante el uso de los números, la vida de la comunidad llegaría a reflejar las propiedades matemáticas de estabilidad y precisión. Pero si un objetivo era crear puntos de estabilidad política, el otro era dictado por la consideración opuesta de proporcionar movimiento al cuerpo social. Este movimiento, sin embargo, debía ser controlado: «el orden en el movimiento se llama ritm o».'oá En consecuencia, la vida de la comunidad debía expresar una especie de ritmo, un movimiento armonioso que reflejara sus mejores ideales. «La vida toda del hombre «necesita ritmo y armonía», y un alma condicionada a las pautas rítm i­ cas de la armonía ordenada era muy propensa a ser situada «en afinidad y armonía con la belleza de la razón».09 Al prescribir así las formas de la música que debían ser incorporadas a los esquemas educacionales, el drama público y los festivales religiosos, el arte ayudaría al impulso estético trascribiendo el ritmo a la vida y el carácter de la comunidad. En La República, Platón había confiado primordialmente en la estruc­ tura ordenada de las clases, donde cada miembro contribuía con una función única a la armonía ordenada del conjunto — y aquí la justicia se vinculaba con el ritmo— , pero en Las leyes el ritmo era utilizado también como instrumento para la integración social.70 En Las leyes se adjudicaba un significado más amplio al estilo musical y poético prefigurado en La República, lo cual correspondía a las más amplias concepciones de unidad y armonía que caracterizaban el último diá­ logo. Mientras que antes la preocupación se centraba casi de modo exclu­ sivo en la unidad que predominaba en la élite gobernante, ahora se hacía necesario integrar toda una comunidad puesto que no había una clase gobernante claramente definida que compartiera una vida de aus­ 68 Ibid., II , 664E. E n su intento de probar que a Platón lo obsesionaba encau­ zar el fluir de los asuntos humanos, Popper ha descuidado totalmente la preo­ cupación de aquel por tener también en cuenta el «movimiento»; véase op. cit., vol. I, caps. 3-4. 69 Protagoras, 326B; Republic, I I I , 40170 Laws, V, 738, 744-45; V I, 757-58; V II, 773, 775; V III, 816, 828; Republic, I I I , 396-97, 400, 414. Véanse también las observaciones de Platón sobre cómo una interrupción del ritm o del proceso reproductivo contribuye a la desinte­ gración social; véase ibid., V III, 546. Compárase con la siguiente formulación de un sociólogo moderno: «No puede haber sociedad que no sienta la necesidad de sostener y reafirmar, a intervalos regulares, los sentimientos colectivos y las ideas colectivas que constituyen su unidad y su personalidad. Ahora bien, esta reconstrucción moral no puede ser lograda salvo mediante reuniones, asambleas y encuentros donde los individuos, hallándose estrechamente unidos entre sí, reafirman en común sus comunes sentimientos; de aquí provienen ceremonias que no difieren de las ceremonias religiosas habituales, ya sea en su objeto, los resultados que producen o los procesos empleados para lograr dichos resultados». E. Durkheim, T he elementary forms o f the religious Ufe,S í trad. al inglés por J. W . Swain, Londres: Alien and Umvin, 1915, pág. 427; reimpreso con autorización de la Free Press^ Glencoe.

teridad. Para este fin había que dar a la vida de la comunidad un ritmo común y un movimiento ordenado hasta en sus más íntimos aspectos. Los ritos religiosos debían celebrarse a intervalos fijos, dando así a la existencia una especie de solemne periodicidad; los festivales públicos debían regirse por un calendario fijo, lo cual ofrecería ocasiones regu­ lares para la liberación controlada de las emociones y entusiasmos po­ pulares; el matrimonio debía ser solemnizado mediante festividades anuales destinadas a convencer a los participantes de la importancia pública de esta institución. De estas regulaciones surgía una triple re­ lación entre números, ritmo y orden, que ligaba a la comunidad con el ritmo del cosmos: «El agrupamiento de los días en períodos mensuales y de los meses en años, de modo tal que las estaciones, con sus sacrificios y festividades, puedan ajustarse al verdadero orden natural y recibir sus diversas cele­ braciones adecuadas, y la ciudad pueda ser mantenida así viva y alerta, mientras sus dioses gozan de los honores que les corresponden y los hombres avanzan en la comprensión de estas cuestiones».71

IV. La búsqueda de un instrum ento desinteresado Una medida de la influencia de Platón sobre el pensamiento político occidental es la persistencia con que pensadores posteriores se han atenido a las categorías platónicas. Se puede señalar, casi en cualquier período dado, teóricos influyentes que aceptaron la creencia de que «armonía», «unidad», «moderación» y «estabilidad» no eran'solamente las modalidades fundamentales de análisis político, sino los atribu­ tos más deseables de un régimen político y los fines fundaméntales de la acción política. A los pensadores políticos que indicaron otro rum ­ bo •— tales como Polibio, Maquiavelo, Locke o los autores de los Federálist papers— se les ha atribuido, en el mejor de los casos, cierto valor irritativo, o se los ha relegado a la categoría secundaria reservada para los teóricos asistemáticos o desordenados. Sin embargo, el pro­ blema real que plantean estos antiplatónicos no puede ser descartado con tanta facilidad. Es el problema de establecer si la asociación políti­ ca se vincula necesariamente con una verdad eterna; o si — dicho de otro modo— la búsqueda constante de una verdad última no destruye en forma inevitable la cualidad específicamente política4e la asociación. Al orientar la asociación política hacia Bienes eternos, Platón logró conservar por lo menos un aspecto distintivo de dicha asociación. Al enfatizar que esta debía ser una comunidad en la participación de cier­ tos beneficios comunes y en sus denuncias de todos los intentos de ex­ plotar las disposiciones políticas para el beneficio de individuos o gru­ pos particulares, había aclarado el elemento específicamente «publico» en lo referente a las decisiones políticas.73 Si una de las funciones del gobierno político era asegurar una cualidad «pública» a decisiones que 71 Laws, V II, 809, trad. al inglés por A. E. Tavlor, Londres: Dent, 1934. 72 Republic, IV , 420-21, 427; V, 465.

conciernen al beneficio común, la asociación política podía ser defini­ da parcialmente, aunque no exhaustivamente, como una comunidad que participa de esos beneficios. Fue esta calificación por parte de Pla­ tón — que el concepto de asociación política no podía agotarse en los beneficios de una vida en común— lo que amenazaba el carácter políti­ co de la asociación. E l Bien al cual apuntaba la comunidad platónica no dependía en modo alguno de la comunidad, ni era, en ningún sentido real, una cuestión que pudiera ser decidida políticamente. Al insistir en que el orden político debía vincularse con un orden tras­ cendente, Platón podía permitirse ignorar algunas disyuntivas muy apremiantes, de carácter verdaderamente político. Dicho con más pre­ cisión: logró vaciar de contenido político algunas concepciones básica­ mente políticas, de modo que estas se volvieron -—si podemos decirlo así— peligrosamente irrelevantes. Esto puede ser demostrado si exa­ minamos cómo aborda Platón tres ideas políticas básicas: la obligación política, la comunidad política y la naturaleza del gobierno político. Debido a la posición predominante que Platón asignaba al conocimien­ to, la obligación no era para él un problema particularmente político. El conocimiento del Bien — que correspondía al gobernante aplicar a la comunidad para zanjar la brecha entre la existencia política y la ver­ dadera realidad— no era realmente una forma de conocimiento polí­ tico. No era un conocimiento referente a cuestiones políticas,como las del conflicto entre grupos, el funcionamiento de las instituciones políticas, el arte de dirigir o el problema de cuándo actuar y cuándo no hacerlo; 73 se trataba, más bien, de un conocimiento extrapolítíco que el gobernante llegaba a aprender, no observando la política ni ac­ tuando en ella, sino por medio de una educación que abarcaba todos los temas importantes, excepto el político. Platón sostenía, al mismo tiempo, que la asociación política constituía un vehículo adecuado pa­ ra larealización del bien último. ¿Por qué era así? Platón respondía que el Bien era un bien verdadero para todos; vale decir que represen­ taba el verdadero interés de cada uno. Además, puesto que nadie se ne­ garía a sabiendas a seguir sus propios intereses, de esto se desprendía que un arte como el político -—basado en un conocimiento del verda­ dero interés del hombre— nunca podía perjudicar a nadie mientras se lo observara fielmente.74 Cuando la autoridad política se armaba con este tipo de conocimiento, la pregunta de por qué un súbdito es­ taba obligado a cumplir sus órdenes perdía toda significación. Plan­ tear la cuestión en este contexto sería comparable a pedir a los hom­ bres que eligieran entre salvación y condenación; esto no implicaría una verdadera elección, ni una disyuntiva realmente política. El problema de la obligación política surge cuando las consideraciones en conflicto son recurrentes, cuando se advierte que la aceptación de autoridad compromete al individuo en una elección real entre bienes 73 Se debe hacer notar, sin embargo, que los lincamientos de una teoría de la acción política, más cercana a la aquí propuesta, se hallaban latentes en la exposición de Platón sobre el «segundo tipo de medición» en Statesman 284e. Lamentablemente, dicha exposición fue imperfecta, debido a la tendencia de Platón a examinar el problema de la acción únicamente a través de las categorías de «exceso», «deficiencia» y el «justo medio». 74 Statesman, 293a-c; 296a-e.

rivales, así como entre males rivales. Es interesante hacer notar que esto lo había suscitado el mismo Platón en el diálogo Gritón A Só­ crates, condenado, se ve ante la elección de eludir la injusta sentencia de la ciudad o beber la cicuta. Suponiendo que hubiera adoptado la primera alternativa, ¿cuál sería la respuesta de la ciudad que tan mal lo había juzgado, y que ahora iba a despojarlo de la vida misma? «Dinos, Sócrates, ¿qué te propones? Con un acto tuyo, ¿no vas a destruirnos a nosotros, las leyes y el Estado entero, en cuanto de ti dependa? ¿Imaginas que puede subsistir, sin ser derribado, un Estado en el cual las decisiones de la ley no tienen poder, sino que son apar­ tadas y pisoteadas por los individuos? ( . . . ) Puesto que fuiste traído al mundo y alimentado y educado por nosotros, ¿puedes negar que eres nuestro hijo y esclavo, como lo fueron antes tus padres? ( . . . ) Y porque consideramos correcto destruirte, ¿crees tener derecho algu­ no a destruirnos a tu. vez? ( . . . ) ¿Escaparás de las ciudades bien or­ denadas y de los hombres virtuosos? ¿Y vale la pena existir en estos términos ?».7u Al hacer de la posibilidad de la injusticia el precio del vivir civilizado, se planteaba un legítimo problema de obligación política; pero que en los diálogos posteriores ■ — como La República y Las leyes— era reem­ plazado por un problema de otro orden: ¿cuál era la obligación del filósofo hacia la sociedad? La respuesta de Platón — que el filósofo tenía una obligación, cuyo cumplimiento se le podía imponer solamen­ te en una sociedad que hubiera alentado el desarrollo del filósofo— no respondía a un interrogante político La obligación política'concierne al hombre en su capacidad de ciudadano; el que sea artesano, mé­ dico o filósofo, no es estrictamente significativo. Como médico, por ejemplo, puede tener un deber hacia sus pacientes o hacia la «socie­ dad»; pero este no es, en todo caso, un deber político.' La disyuntiva de la obligación política, entonces, no concierne al filósofo como ciu­ dadano, sino al ciudadano que puede ser incidentalmente un filósofo. Platón se vio llevado a formular la cuestión de la obligación en térmi­ nos del filósofo porque, como ya se mencionó, consideraba que los intereses del filósofo eran idénticos a los verdaderos intereses de la sociedad. Una vez adoptada la premisa de que los verdaderos intere­ ses de todas las clases e individuos serían satisfechos recién cuando la sociedad no estuviera en conflicto con la filosofía, la tarea pasaba a ser la de asegurar que la sociedad fuera gobernada por la filosofía; es de­ cir, gobernada no por hombres, sino por los principios del verdadero conocimiento. Pero siendo imposible eludir el gobierno de los hom­ bres, el objetivo primordial de todo ordenamiento social — y de las instituciones educacionales en especial— era crear una élite que go­ bernara, no como hombres comunes, sino como instrumentos desin­ teresados.70 Este sueño de una visión dotada de poder, de un pequeño grupo cuya especial excelencia y sabiduría coincidiera con el bien de toda la sociedad, asumió en la historia del pensamiento político diver­ 75 Crito,-?* 50-53, trad. por Jowett. 76 Republic, I, 342, 345-46; IX , 591.

sas formas. Había estado latente en la idea familiar griega del Gran Legislador; idea que fusionaba mito, leyenda y recuerdo para crear el arquetipo del héroe político, el símbolo de lo que podía lograr la gran­ deza sin trabas. De las grandes hazañas atribuidas a los Dracón, Solón, Licurgo y Clístenes, se extrajo la imponente figura del legislador que interviene súbitamente para salvar de la desintegración la vida de la polis y restablecerla sobre nuevos cimientos. También Platón pareció compartir la idea de que un gran estadista podría grabar en las realidades políticas la imagen de la buena socie­ dad, con tal profundidad que le permitiera resistir casi indefinidamen­ te las fuerzas corrosivas del conflicto y la desorganización. En realidad, sin embargo,í agregó un nuevo elemento que tendría profunda influen­ cia en el pensamiento posterior: la concepción del gobernante como agente de una idea divina y eterna, «en constante asociación con el di­ vino orden del mundo», y no meramente un hombre poseedor de sa­ biduría o virtud excepcionales. Tenía como tarea mediar entre la di­ vinidad y la sociedad, transformar a los hombres y sus relaciones, y hacer a la sociedad humana a imagen del divino arquetipo?Esta con­ cepción del gobernante como corporización política de u n logos fue revivida en el pensamiento helenista, donde se veía al rey como trasmisor de una fuerza vivificadora, que infundía a los hombres nuevo ímpetu y revitalizaba sus comunidades. Decía Ecfanto que el gober­ nante, «en cuanto posee una mentalidad sagrada y divina es un ver­ dadero rey; porque obedeciendo a esta mentalidad causará cosas todas buenas, pero nada malo».77 Escritores cristianos primitivos, como Eusebio, Arriano y Cirilo de Jerusalén llevaron adelante la antigua idea de que el buen gobernante gobernaba sus reinos como Dios gobernaba el universo, y que el gobernante que se subordinaba a la verdad anun­ ciada por Cristo podía obrar como instrumento santo para purificar la sociedad.78 En términos del pensamiento político más reciente, es importante se­ parar y diferenciar algunas de estas enredadas madejas, porque no to­ dos los autores posteriores visualizaron de igual modo al Gran Legis­ lador o Divino Gobernante. Algunos de estos, como Maquiavelo y Harrington, recurrieron a la antigua concepción del Gran Legislador, si bien lo hicieron viendo en este, no al agente de una idea divina, sino, en cambio, a un hombre inteligente bendecido por una áurea opor­ tunidad. «Así como nadie podrá mostrarme una Nación que, habiendo nacido recta, se haya torcido, tampoco nadie podrá mostrarme una Nación que, habiendo nacido torcida, se haya enderezado ( . . . ) Pocas veces o nunca surge o se constituye bien una Nación, salvo cuando ha sido obra de un solo hombre».79 77_ O tado por E. R. Goodenough, «The political philosophy of hellenistic kingship», Yate Classical Studies, vol. I, 192S, págs. 55-102, esp. pág. 86. 78 Eusebio, De Laudibus Constantini, I, 6; I I I , 4-5; V, I, y las referencias en G. H . Williams, «Christology and church-state relations in the fourth century», Church H istory, vol. 20, 1951, págs. 3-33. 79 The commonweálth of Oceana, H . Morley, ed., Londres, 1887, págs. 71, 173.

Otros, como Jacobo I de Inglaterra y muchos de los autores realistas que respaldaban su causa, negaban el argumento de la virtud intelec­ tual del gobernante, así como la concepción de este como intermedia­ rio del logos. Se contentaban con afirmar que los reyes habían sido enviados por Dios para proporcionar al universo político el mismo tipo de orientación y control que Dios desplegaba en Su reino cósmico. Tal como Dios, el Rey era un motor i n m ó v i l . Rousseau reunió muchos de estos hilos en su intento de combinar la idea del Gran Legislador con una nueva perspectiva de la comunidad como medio activo para expresar el logos. Se asignaba al Legislador la rarea de preparar el camino para el logos instilando en la ciudadanía la conciencia de que cada uno es «parte de un todo más grande, del cual recibe, en cierto modo, su vida y su ser».80 Pero el logos mismo se expresa únicamente a través de la voluntad de los miembros cuando esta satisface el criterio de generalidad, y solo entonces; vale decir, cuando los individuos trascienden su yo íntimo para querer .el bien general de la sociedad. En resumen, el orden político era potencialmente autorreceptor. fSe dio a estas ideas otra forma, cuando Marx trasladó la actualización del logos de la sociedad a una clase. El triun­ fo del proletariado señalaría la realización de una verdad que había estado inmanente en la historia. .Cuando se hizo necesario hallar un agente más catalítico del logos, Eenin propuso la teoría de la élite re­ volucionaria desinteresada. Entonces el ciclo quedó completo, ya que en la teoría leninista del Partido que guía y acicatea a un proletariado letárgico, hallamos tenues ecos del divino gobernante del pensamiento helenístico, que se esfuerza por infundir en los hombres un logos del cual apenas tienen una vaga conciencia.81

V. La cuestión del poder Para comprender cómo se relaciona Platón con estas ideas, debemos tener en cuenta los dos factores que lo guiaron al elegir al filósofo co­ mo instrumento desinteresado de una verdad divina. Uno era la con­ vicción de que ningún orden político podía perdurar por mucho tiem­ po, a menos que sus dirigentes procuraran gobernarlo en interés de toda la comunidad^ El otro se relacionaba con la profunda y perdura­ ble desconfianza de Platón hacia el poder absoluto',' factor omitido con frecuencia por sus críticos.82 Los argumentos de Platón en favor de confiar poder absoluto al filósofo no se originaban en una actitud in­ genua respecto de las tentaciones del poder, y mucho menos en un se­ creto anhelo de étatisme-,[provenía, en cambio, de dos objetivos total­ 80 Social contract,i% I I , vii. 81 Compárese el examen hecho por E. R. Goodenough (op. cit., págs. 90-91) del concepto helenístico de la relación entre el gobernante y sus súbditos, con las famosas observaciones de Lenin acerca de la «conciencia sindicalista», en W hat is to be done?, Selected works, Londres: Lawrence v W íshart, 12 vols., vol. 2, págs. 62-66, 98-107, 151-58. 82 Para algunas de las actitudes de Platón respecto del poder, véanse Gorgias, 470, 510, 526; Laws, I I I , 691, 693, 696; IV , 713-14; IX , 875.

mente irreprochables: beneficiar al conjunto y evitar la tiranía. Estos dos objetivos se reconciliarían en la figura del filósofo-estadista. Como filósofo, el gobernante poseía un conocimiento de los verdaderos fines de la comunidad. Era el servidor de una verdad no contaminada por sus propias preferencias o deseos subjetivos; de una verdad que él ha­ bía descubierto, pero no inventado.83 Simultáneamente, el carácter del gobernante debía ser templado por medio de influencias que comple­ mentarían la disciplina filosófica con un estricto control sobre la edu­ cación, la vida familiar, el ordenamiento de la vida y la propiedad. Todo esto debía formar parte de un condicionamiento en la abnegación y la austeridad que produciría gobernantes desinteresados, impermea­ bles a las .tentaci°nes del poder y el placer que resultaban irresistibles al tirano. « . . . ¿A quién se puede obligar a que se encargue de tutelar a la na­ ción, salvo a aquellos que, además de comprender mejor los principios del gobierno, disfrutan de una vida más noble que los políticos, y bus­ can recompensas de otro tipo?».84 Platón sugería que la verdadera dificultad residiría en convencer al filósofo de que abandonara su contemplación de objetos eternos para cumplir un deber en la «caverna» de la política. Pero la renuencia del filósofo demostraría su desinterés, y su entrega definitiva a la filoso­ fía garantizaría su generosidad. «Sólo es posible lograr una sociedad bien gobernada si se logra descubrir, para los gobernantes futuros, un modo de vida mejor que el desempeñar cargos públicos . . .».85 Platón nunca pensó seriamente que la misma elevación de la vida filosófica podía dejar al futuro gobernante mal equipado para los vaivenes de la vida política^ La beneficencia del gobernante platónico no era el fruto de una natura­ leza desapasionada. Por definición, el filósofo alimentaba una «pa­ sión por la sabiduría» que no se aquietaría hasta que aquel llegara a conocer la naturaleza esencial de cada cosa.so Su profesión era la úni­ ca en la cual era admisible la «adquisitividad», porque el conocimien­ to del Bien que buscaba era de un tipo que contenía límites inherentes; o sea que un conocimiento del Bien, por definición, no ocasionaba co­ nocimiento para el mal. A diferencia de quienes se esforzaban por ob­ tener riqueza y poder, el amante de la sabiduría no competía con sus conciudadanos ni lograba sus fines a expensas de su vecino. Su apetito era el único que beneficiaba a la comunidad en su conjuntoJM ientras que, en la mayoría de los sistemas políticos, las contiendas políticas 83 Sobre este punto, véase la exposición de M. B. Foster en The political philosophies of Plato and Hegel, Oxford: Clarendon Press, 1935, pág. 18 y sigs.; véanse también algunas observaciones críticas sobre el enfoque de Foster en H . W . B. Joseph, Essays in ancient and modern philosophy, Oxford: Clarendon Press, 1935, pág. 114 v sigs. 84 Republic, V II, 5 2 l' 85 Ibid. Sobre el carácter apolítico del filósofo véase Theaetetus, 173 A-E. 86 E l problema del conocimiento y el eros es discutido en F. M. Cornford, The unwritten^philosophy, W. K. C. Guthrie, ed., Cambridge: Cambridge University Press, 1950, págs. 68-80; W . Jaeger, Paideia, op. cit., vol. I I , pág. 186 y sigs.; R. B. Levinson, op. cit., pág. 81 y sigs.

surgían de una competencia por los bienes limitados del poder, los car­ gos públicos, la riqueza y el prestigio, los gobernantes platónicos diri­ girían sus instintos adquisitivos hacia los bienes inagotables e inma­ teriales del conocimiento) El ámbito de la filosofía no sabía de «acti­ vidad política»; la ambición quedaba sublimada en la búsqueda de la sabiduría. La índole apasionada atribuida al filósofo ilumina de modo interesan­ te la concepción de la comunidad sostenida por Platón. En su búsque­ da del conocimiento, el filósofo era animado por el eros, y este hondo anhelo del alma purificada no solamente lo empujaba a procurar ía unidad con el conocimiento, sino que creaba un profundo vínculo con quienes se dedicaban a una finalidad similar. Pero si un impulso co­ mún unificaba así a quienes buscaban conocimiento, la unidad de la sociedad en general constituía un beneficio indirecto de la búsque­ da filosófica. Aunque eros pudiera vincular entre sí a los filósofos, no los ligaba con la comunidad, ni ligaba a los integrantes de esta entre sí. E ra necesaria la noción cristiana de agape para que pudiera haber una idea del amor como fuerza fusionadora de una comunidad.S7 Platón opinaba también que un grupo gobernante desinteresado, de­ dicado no a la actividad política, sino a la filosofía, resolvería el pro­ blema del poder absoluto. En las sociedades existentes, donde los go­ bernantes eran elegidos por métodos irracionales, el poder absoluto estaba destinado no solo a corromper a los gobernantes, sino a degra­ dar también a la ciudadanía. El ciudadano de la comunidad platónica, en cambio, se beneficiaría con el ejercicio del poder absoluto, ya que en último análisis no sería compelido y controlado por un poder personal, sino por los agentes.impersonales de una verdad eterna. El súbdito se hallaría bajo «el mismo principio que su superior, que es goberna­ do a su vez por su elemento divino interior».ss La verdad superior, por encima tanto del gobernante como del gobernado, correspondía, por definición, a los verdaderos intereses de uno y otro. Nadie quiere imponer otra cosa que sus verdaderos intereses; en consecuencia, no se forjaba la voluntad de nadie cuando se la hacía adaptar a dichos in­ tereses. De estas consideraciones surge este principio político: cuando el poder político se une al conocimiento, pierde su elemento compul­ sivo. De esta manera, el poder oolítico se espiritualiza en el principio Este argumento contenía también algunas derivaciones importantes para la comunidad. Al trasformar poder en principio, Platón podía de­ finir al ciudadano como alguien que participaba de los beneficios de­ rivados de dicho principio. Esto contrasta con la noción aristotélica del ciudadano como alguien que participa del poder de la polis. Según el esquema platónico, no había ningún poder del cual participar; lo parricipable era la Forma del Bien, inscrita en la estructura de la comu­ nidad. Esta línea de argumento tenía un doble resultado: la idea de ciudadanía quedaba separada de la idea de participación significativa en la elaboración de decisiones políticas; y la idea de la comunidad 87 Véase A. Nygren, Agape and Eros, trad. al inglés por P. S. Watson, Jtuiadelfia: W estminster Press, 1953, esp. pág, 166 y sigs.; y desde una posición tomista, M. C. D ’Arcy, T he mina and beart of love, Nueva York: Meridian. 1956, págs. 62-96. 88 Republic, IX . 590.

política — o sea de una comunidad que procura resolver sus conflic­ tos internos por métodos políticos— es reemplazada por la idea de la comunidad virtuosa sin conflictos y, por consiguiente, sin «actividad política». Platón no negaba que cada miembro de la comunidad, por humilde que fuera su contribución, tenía derecho a participar de los beneficios de la comunidad; negaba, sí, que de esta contribución pu­ diera derivarse la pretensión de tomar parte en la elaboración de de­ cisiones políticas. Esto señala uno de los puntos decisivos en que Aristóteles se apartó de su maestro. Al rechazar la marcada delimitación establecida por Platón entre un grupo gobernante activo y una comunidad política­ mente pasiva, Aristóteles se acercó más a la práctica de la democracia ateniense, donde la distinción básica había sido entre quienes eran ciu­ dadanos y quienes no lo eran. Con esto no pretendemos presentar a Aristóteles como un partidario de la democracia, sino insistir en la im­ portancia de su regreso a la concepción de que la comunidad política equivalía al conjunto de los ciudadanos. Según la definición de Aristóte­ les un ciudadano era alguien que participaba en las deliberaciones legis­ lativas y judiciales.89 El derecho a participar derivaba de la contribu­ ción que el ciudadano efectuaba a la verdadera finalidad de la asocia­ ción política. Esta definición era salvada de la estrechez platónica por la tolerante admisión aristotélica de que a una comunidad política co­ rrespondían diversos tipos de bien. Ni el conocimiento ni la virtud — y mucho menos la riqueza o la cuna— eran aceptables como cimientos de un derecho exclusivo al poder político.90 Aunque la bondad tuviera mayores derechos que cualquier otra virtud, la asociación política te­ nía la índole de un todo que se bastaba a sí mismo, y esta finalidad de bastarse a sí mismo no era posible sino mediante diversas contribucio­ nes. ,En consecuencia, la exigencia de participar surgía de la contribu­ ción que cada uno diera a la vida civilizada de la comunidad. Desde el punto de vista del ciudadano, en cambio, representaba algo más. La ciudadanía connotaba el derecho de un individuo a vivir en la única forma de asociación que le permitía desarrollar en plenitud sus capa­ cidades. En este sentido, la participación era una exigencia derivada de la naturaleza humana. En palabras de Aristóteles, el hombre nacía para ser ciudadano.91 La crítica hecha por Platón a la participación política brotaba directa­ mente de su distinción entre conocimiento público y «opinión» polí­ 89 Politics, I I I , ií, 15, 1276¿?; I I I , iii, 7, 1276b. 90 Politics,' I I I , xi, 1281*6-9; I I I , xiii, 1283a 1-4; I I I , xiii, 1283* 9-12. Con es­ to no se niega que Aristóteles considerase que algunos derechos eran superio­ res a otros, y que un hombre de virtud sobresaliente debía recibir plenos pode­ res. ^Sin embargo, es significativo también que esta última conclusión aparece recién después de una larga argumentación que deja dudas en cuanto a la pro­ babilidad de que una persona asi apareciera con frecuencia suficiente como para plantear un problema real. Quizá la cuestión del valor de unos derechos res­ pecto de oíros no pueda ser resuelta de modo satisfactorio sobre una teoría de la contribución, como afirmó Aristóteles; no obstante, resulta difícil ver la su­ perioridad de las teorías democráticas modernas, cuya premisa es la igualdad de derechos. El problema inherente al enfoque democrático es que la función dis­ tributiva impuesta al orden político influye contra la aplicación de un trato igual a derechos rivales. 91 Ethics,}:s I, vii, 10976, 11-12.

tica/E n la escala platónica, la «opinión» ocupaba un puesto interme­ dio entre el conocimiento y la creencia incorrecta. Era una mezcla de semiverdades y creencias correctas, imperfectamente comprendidas. Representaba, además, el tipo de ideas toscas que el individuo común llevaba en la mente. Perm itir que la persona común tomara parte en las decisiones políticas era abrir el camino a que gobernara la «opi­ nión». En otras palabras, la «opinión» no constituía una forma rele­ vante de conocimiento político; este sólo podía venir de una verdade­ ra ciencia de la actividad política.

VI. Conocimiento político y participación política En su desconfianza hacia la participación política, Platón se basaba, entonces, en una concepción definida de qué constituía una fuente re­ levante del conocimiento político. Para defender la participación po­ pular, habría que demostrar que la concepción platónica del conoci­ miento político era indebidamente estrecha, y que una concepción más adecuada — que correspondería mejor a la naturaleza de las decisiones políticas— se vincula directamente con un esquema de participación más amplio. Lo primero que se debe señalar es que Platón exageró sobremanera el grado de precisión que podía lograr el conocimiento político. La creencia de que la ciencia política era un cuerpo de cono­ cimiento absoluto se vinculaba íntimamente con el carácter estático que Platón atribuía a los objetos del conocimiento; no podía haber co­ nocimiento válido cuando los objetos del pensamiento eran cambian­ tes y carentes de proporción. A la inversa, siendo fijos, inmutables y simétricos los objetos del pensamiento, el pensamiento podía lograr precisión y exactitud absolutas. Pero la argumentación platónica acer­ ca del carácter absoluto del conocimiento político ino surgía de un mi­ nucioso examen de la actividad política o de las "situaciones políticas, sino de otros campos: la matemática o las artes especializadas como la medicina, la tejeduría ÍT la navegación. Esto no significa, como han sostenido algunos autores, que Platón fuera singularmente ciego ante la experiencia política; esto sería ignorar no solo su trato directo con las personalidades y problemas políticos de su época, sino también cómo esta experiencia es reproducida muchas veces en sus diálogos. Se sostiene, en cambio, que su concepción de una filosofía política absolutamente válida no era moldeada, en primera instancia, por la naturaleza de los fenómenos políticos, sino inspirada por la notable precisión lograda en ciencia, matemática y medicina, Pero si se quiere afirmar que la posible precisión, en una disciplina determinada, es con­ dicionada por la índole de su objeto, corresponde cierta humildad. Quien ha formulado este punto con mayor elocuencia en la historia del pensamiento político ha sido eí más grande discípulo de Platón: «Nuestra exposición será adecuada si es tan clara como lo permite el tema, ya que la precisión alcanzable no es similar en todas las exposi­ ciones, como no lo es en todos los productos de los diversos oficios. Ahora bien, las acciones buenas y justas, que son investigadas por la

cien c ia p o lític a , a d m ite n m u c h a v a rie d a d y flu c tu a c ió n d e o p in ió n ( . . ) D e b e m o s s a tisfa c e rn o s, p u e s , a l h a b la r d e ta le s te m a s y d e s d e ta le s p re m is a s , c o n in d ic a r la v e rd a d d e m o d o g e n e ra l y e n e sb o z o , y al h a b la r d e cosas q u e so n c ie rta s so lo e n su m a y o r p a r te y cu y as p r e ­ m isas so n d e l m ism o tip o , d e b e m o s s a tis fa c e rn o s c o n lle g a r a c o n c lu ­ sio n es d e ig u a l c a te g o ría ( . . . ) Un h o m b r e c u lto se d is tin g u e p o rq u e , e n c a d a clase d e cosas, b u s c a la p re c is ió n h a s ta d o n d e lo p e rm ite la n a tu r a le z a d e l te m a ; e v id e n te m e n te , es ta n d e sc a b e lla d o a c e p ta r u n ra z o n a m ie n to p ro b a b le d e u n m a te m á tic o co m o e x ig ir p ru e b a s a u n re tó ric o » .9"

Estos comentarios de Aristóteles cobran toda su significación cuando se los sitúa en el contexto de una filosofía que insistía en el crecimien­ to, el cambio y el movimiento. Aunque la finalidad ( telos) ocupaba un gran lugar en el universo aristotélico, este rebosaba de tensiones y es­ fuerzos, resumidos en la idea de potencialidad (dynamis). La natura­ leza misma era definida como «un principio de movimiento y descan­ so, respecto del lugar, o de crecimiento y disminución, o por medio de la alteración».93 Dentro de este marco, se concebía a la ciencia política como un arte que ayudaba a la naturaleza y la completaba. Al mismo tiempo, sin embargo, era una ciencia práctica, y no puramente teórica. Tenía por finalidad la acción, pero acción dentro de una situación pre­ ñada de cambio, accidente y contingencia.94 Esperar precisión mate­ mática de la teoría política era un absurdo, y armar de poder absoluto a los profesionales de la ciencia política, una peligrosa arrogancia.95 Una vez establecida la índole incompleta de la ciencia política, se hace posible cuestionar la posición platónica desde otro ángulo. Afirmaba Platón que el único conocimiento político significativo era e l que po­ seía una élite preparada. Desde cierto punto de vista, esta posición es inobjetable: el conocimiento experto está reservado a pocos. Sin em­ bargo; el problema es más complejo; consiste en determinar si el co­ nocimiento experto es la única forma significativa de conocimiento para efectuar juicios políticos. La cuestión reside, entonces, en la na­ turaleza de un juicio político. ¿Cuáles son los criterios de un juicio político? ¿Exigen admitir dos tipos de conocimiento político: uno popular y el otro experto, los dos significativos y ninguno suficiente por sí solo? Se halla alguna respuesta a estos interrogantes si volve­ 92 Ibid., I, iii, 10946, 12-19; I, vii, 1098a, 20-34; trad. al inglés por W . D. Ross, en The basic works of Aristotle, R. McKeon, ed., Nueva York: Oxford Uni­ versity Press, 1941. 93 Physics, é k l l , 1193&, 15-16; trad. al inglés por R. P. H ardie y R. K. Gaye en la edición de R. McKeon. 94 Véase el examen respectivo en W. L. Newman, The politics of A rhtotle, Oxford: Cíarendon Press, 1887, vol. I, págs. 21-24. 95 Politics,Á I I I , xiv, 1286a-1286¿. Esta argumentación contradecía la aíirmación_ de Platón en el sentido de que un buen gobernante, como un verdadero médico, no debía ser estorbado por la ley. Aristóteles adoptó el enfoque de sentido común de que el gobernante, como cualquier experto, podía ser influido por sus propias pasiones. La réplica de Platón — que un gobernante así no po­ see las cualidades necesarias para su posición— fue rebatida por Aristóteles co­ mo lógica frívola: ¿Qué bien práctico obtiene una comunidad al descubrir que el gobernante traicionó su arte? Aristóteles pasa a rechazar la analogía con las artes en Politics, I I I , xvi, 1287a, 18; 1287&, 8.

mos a la noción de «opinión» sostenida por Platón, y tratamos de re­ plantearla. Como ya señalamos, su hostilidad hacia la «opinión» se vinculaba con la convicción de que un verdadero juicio político deri­ vaba de una intuición especial de las Formas eternas del conocimiento. Aquí, al contrario. se argumenta que esto no es ningún tipo de juícicf político. La cuestión no es la existencia de una verdad inmutable, ni tampoco si los hombres pueden efectuar juicios derivados de esta fuen­ te, sino si este tipo de verdad y juicio tiene alguna conexión significa­ tiva con la especial naturaleza de la asociación política. Si una de las funciones principales de la asociación política consiste en formular jui­ cios «públicos» en situaciones en que se hallan en conflicto los planes, aspiraciones y exigencias de sus integrantes; y si aquella quiere, al mis­ mo tiempo, mantener entre sus miembros un sentimiento de comuni­ dad — si quiere ser, en otras palabras, una comunidad no solo de bien­ estar, sino de pertenencia— es imprescindible que haya algunos pro­ cedimientos claramente definidos, mediante los cuales las «opiniones» de los integrantes puedan ser incorporadas a las decisiones que afectan a esa comunidad. Las opiniones son, potencialmente, los medios para realzar el carácter político de la sociedad, si se logra que expresen un sentido de compro­ miso de parte de sus miembros. Lo que tiene importancia suprema, políticamente, no es que el miembro individual formule nociones res­ pecto de sus necesidades o esperanzas personales, sino que exprese una opinión «pública». Esto es posible si aquel llega a advertir que su vida personal se halla incorporada al funcionamiento de la sociedad política; en otras palabras, si percibe una relación entre aquello que lo inquieta como persona y lo que la sociedad busca en términos de metas y obje­ tivos generales. Esta percepción de la conexión entre lo público y lo privado, entre una opinión «particular» y una opinión «pública», re­ presenta un vacilante paso inicial hacia la conciencia política, por­ que se exige al integrante de la sociedad que enuncie, de modo público, sus necesidades, quejas o aspiraciones privadas.^En otras palabras: una opinión adquiere significación pública cuando trasciende las preocupa­ ciones meramente privadas del individuo, cuando se la puede relacio­ nar con lo general y demostrar que es un problema comúm Se puede ampliar esta noción de la función que cumplen las «opinio­ nes», admitiendo la intuición de Aristóteles en el sentido de que una de las tareas de gobierno más importantes y exigentes en una sociedad civilizada es la distribución de diversos bienes, tales como cargos pú­ blicos y poder, admisión social y prestigio, riqueza y privilegio.88 La función distributiva del gobierno plantea este interrogante: ¿con qué elementos se debe elaborar un juicio acerca de la distribución? Al sos­ tener que las «opiniones» de la comunidad deben ser un elemento decisivo, la cuestión fundamental no gira alrededor de la veracidad o falsedad de dichas opiniones, sino del tipo especial de racionalidad que se exige a un juicio aplicable a toda la comunidad. ¿Cuáles son, entonces, los criterios que guían un juicio político? ¿Qué cualidades diferencian un juicio «político» de otros tipos de juicio? Se puede responder a estos interrogantes preguntando si el adjetivo 96 Politics, I I , ii, 1261c, 18-39; V II, xiii, 1332a, 15.

«político» ha tenido un significado más o menos estable durante toda la tradición del pensamienio político occidental. Más adelante se ex­ plicará que así es, pero aquí nos limitaremos a declarar que lo «políti­ co» ha sido empleado con insistencia para designar lo que es «público». La cualidad «pública» de un juicio ha tenido dos sentidos: primero, se ha considerado verdaderamente públicos a un juicio, una política o una decisión, cuando han sido expresados por una persona o personas a quienes se atribuía autoridad, vale decir, por una autoridad acepta­ da por la comunidad; segundo, un juicio ha sido aceptado como legí­ timamente público cuando parece poseer carácter general, ya que úni­ camente lo general es aplicable a la sociedad en su conjunto. Ahora bien: la búsqueda de generalidad conduce pronto a otro crite­ rio adicional, ya que la formulación de una política o juicio general procura hallar una regla aplicable a todos de manera más o menos igual, pero las personas y situaciones son tan variadas, que se debe abandonar la tentativa o establecer una formulación algo tosca y sim­ plificada en exceso. Este es el dilema básico de los juicios políticos: ¿cómo crear una regla común en un contexto de diferencias? No es posible superar este dilema, pero sí disminuir la tosquedad del juicio. Esta esperanza inspiró el tercer criterio de «inclusividad política». Para satisfacer el criterio de inclusividad política, un juicio debe ser evaluado de acuerdo con interrogantes como este: ¿responde, en sus aspectos fácticos, a las tendencias reales de las fuerzas políticas, tales como las actitudes y estrategias de los grupos sociales activos, el esta­ do de las relaciones económicas y otros factores políticamente signifi­ cativos? Y ¿guarda correspondencia con los valores predominantes sostenidos por los grupos principales de la sociedad? Como es obvio, este tipo de procedimientos estimula en los juicios políticos un fuerte elemento de conveniencia práctica, a la cual se sue­ le considerar de naturaleza levemente inmoral; connota un alejamien­ to respecto de una norma conocida de corrección. Aceptando que un juicio político puede ser conveniente en este sentido, hay que pregun­ tar por qué surge con tanta frecuencia. Se puede contestar que el sen­ tido moral se embota en los actores políticos, dispuestos a sacrificar las sutilezas morales para conservar poder y prestigio. Pero esta expli­ cación es deficiente, ya que es injusta hacía el actor político que pro­ cura seriamente actuar de modo correcto, pero descubre que se inter­ ponen otros factores. Sugiero aquí que la conveniencia resulta, en gran medida, del antiguo problema que se plantea al tratar de esta­ blecer una regla uniforme en un contexto de diferencias. Esto es lo que suele llevar a concesiones y modificaciones en un sistema político, no por la simple razón de que sea bueno formularlo de modo que re­ fleje con sensibilidad las variaciones y diferencias que presenta la so­ ciedad, sino porque una sociedad política procura al mismo tiempo actuar y seguir siendo una comunidad. Estas reflexiones nos permiten distinguir con mayor claridad la co­ nexión entre decisiones políticas y participación política o ciudadanía. Los numerosos actos mediante los cuales el ciudadano toma parte en ios procesos políticos de la sociedad contribuyen a la inclusividad de las decisiones, y a su generalidad; son los métodos que permiten ex­ presar las diferencias inherentes a la sociedad, posibilitando así que

surjan juicios mejor informados. Lamentablemente, esto no soluciona el problema de la acción, ya que inevitablemente, cualquier medida o juicio político beneficia de modo directo a unos más que a otros; un plan de meriendas gratuitas para escolares beneficia de manera más directa a los niños y sus familias que al soltero que paga impuestos para financiar ese plan. Como lo advirtieron tanto Platón como Aris­ tóteles, las decisiones políticas pocas veces son de tipo general, en el sentido de que Ios-individuos o grupos afectados son tratados de modo exactamente igual.91 Las medidas políticas referentes a beneficios, ta­ les como subsidios públicos para los pobres, o a cargas tales como los impuestos o el servicio militar, deben basarse necesariamente en algún esquema discriminatorio de clasificación. Desde este punto de vista, los acuerdos generales son preludios necesarios para la discriminado nj proporcionan la aquiescencia fundamental que permite al arte político elaborar esquemas «racionales» de clasificación; es decir, discrimina­ ciones sensibles no solo a los problemas técnicos, sino también a sus consecuencias políticas.9S La participación es el método básico para es­ tablecer zonas de acuerdo o consenso político. Por estas razones, es irreal afirmar — como lo lía hecho hace poco un autor— que «del acuerdo puede surgir la paz, pero no la verdad».99 El acuerdo derivado de la participación no es pensado como símbolo de la verdad, sino como expresión tangible de ese sentido de pertenen­ cia que constituye un dique vital contra las fuerzas de la anomia. En su aspecto político, lo que une a una comunidad no es la verdad, sino el consenso. El alcance y la naturaleza del consenso al que llega una sociedad ejercen una influencia vigorosa y a menudo determinante so­ bre las particulares decisiones que adopta tal sociedad, ocasionando, tanto en los medios como en los fines, una modificación diferente de la que podría dictar un juicio «objetivo» o puramente técnico. Eso im­ parte a los juicios políticos un carácter diferente del que posee una «verdadera» formulación filosófica o teológica. En gran medida, un juicio político suele ser de índole «judicial»; o sea que encierra, en su mayor parte, un juicio acerca de pretensiones conflictivas, poseedoras todas ellas de cierta validez. Como lo indicó agudamente Aristóteles, no hay problema de juicio político cuando una sola pretensión es ad­ mitida como válida y entronizada por sobre todas las demás. Esta si­ tuación, no obstante, tiene como resultado que la asociación política es reemplazada por el estado de sitio.100 Pero una vez definida la aso­ ciación política como un compuesto de muchas partes diversas, y una vez admitido que estas «partes» tendrán diferentes opiniones, intere­ ses y pretensiones, el carácter político del juicio dependerá de una sen­ sibilidad para las diversidades. En otras palabras: un juicio político es «verdadero» cuando es público, y no público cuando concuerda con algún canon exterior a la actividad política. 97 Ethics, V, v, 130b, 30. 98 Son pertinentes aquí los materiales referentes a casos de derecho constitucio­ nal en Estados Unidos. Hace mucho que la Suprema Corte lucha con el problema de ¡as clasificaciones legislativas «racionales», y toda la serie de casos relativos a la cuestión segregacionista de instalaciones «separadas, pero iguales» para las dos razas tiene mucho que ver con el tema tratado. 99 L. Strauss, op, cit., pág. 11. 100 Politics, I I I , xiii, 1283a, 21; 1283b.

Dada la naturaleza del juicio político, otra luz ilumina el arte del go­ bierno político y su relación con lg unidad. Platón había insistido acer­ ca de la totalidad de la unidad.,(En La República, la unidad derivaba primordialmente de la virtud y la sabiduría que ligaban entre sí a los grupos gobernantes, y desde allí fluían al resto de la sociedad; la se­ gunda fuente importante de unidad era la proporcionada por la estruc­ tura ordenada de funciones asignada a cada individuo; En Las leyes, la finalidad de la unidad total seguía siendo la misma, pero se confia­ ba menos en una élite reducidaxomo el conducto a través del cual las fuerzas de la unidad fluían al resto de la sociedad. P or medio de minu­ ciosas regulaciones legales, que debían ser preservadas inalterables, to­ da la gama de la existencia humana debía ser moldeada hacia la uni­ dad. La diferencia de método -entre estos dos diálogos no destruye su similitud esencial de enfoque;} en ambos casos, se concebía a la unidad como producto de una visión nfipuesta. La visión del Bien, situada en el filósofo-estadista o inscrita en la trama de las leyes, dictaminaba que el arte del gobernante tenía como objetivo educar almas, objetivo que solo podía ser alcanzado si la comunidad estaba unificada en sensibili­ dad y sentimiento. ¡Aristóteles criticó'la concepción platónica de unidad, aduciendo que confundía el mero unísono con la armonía. Observó con sabiduría que una asociación política podía unificarse de tal modo, que dejara de ser una asociación política.101 Aunque Aristóteles no renunció a la creen­ cia, esencialmente platónica, de que la comunidad política debía apun­ tar al Bien más elevado, lo importante es que esta creencia era acom­ pañada también por la idea de que la comunidad debía reconocer y promover otros bienes. Según este enfoque, el arte político se interesa por combinar y mediar entre los diversos bienes que contribuyen a que el conjunto se baste a sí mismo. En consecuencia, mientras que la justicia sigue siendo el principio ordenador de la asociación política, la justicia misma ha sido ampliada de modo que abarca la noción de conciliación política.^02 El arte político se relaciona con la conciliación de una extensa gama de pretensiones válidas. Antes de abandonar la cuestión suscitada por Aristóteles, y preguntar si adjudicar al orden político la atención de las almas de sus integran­ tes no es infligirle una tarea imposible, es necesario esclarecer la no­ ción de unidad política que lo antedicho involucra. Platón acertaba al insistir en que era necesario un conjunto de valores y objetivos comu­ nes para que una sociedad expresara su solidaridad y actuara con una finalidad.103 De esto, sin embargo, no se desprende que este aspecto de la unidad deba ser extendido a cada aspecto de la vida, ni siquiera a cada aspecto importante. La unidad3jen suma, no equivalía a unifor­ midad, como Platón tendía a pensar.' La importancia política funda­ mental de la unidad reside en que economiza las energías de una so­ ciedad. ¡Uná~2óña de unidad — p. ej., en religión, ordenamientos eco101 Politics, II , v, 1263¿>. 102 Politics, I, ii, 1253a. 103 Statesman, 310a; 310e.

nómicos o derechos políticos— simboliza una zona de acuerdo, o al menos de aceptación, que ya no inquieta a una sociedad. De allí en adelante, se puede dirigir sus energías y pensamientos hacia las cues­ tiones en que hay desacuerdo y conflicto. Dicho de otra forma: una zona de acuerdo sirve de base al arte de gobernar; permite a la autori­ dad política encarar las zonas de divergencia con la seguridad de que algunos problemas han sido temporariamente resueltos. Modificando levemente esta metáfora, se podría indicar otra contribución a la unidad: sirve de escalón para pasar de una zona de acuerdo a otra de desacuerdo. Una sociedad que concuerda con respecto a ciertas cuestiones es más propensa a aceptar medidas políticas referentes a problemas más con­ trovertidos. De esta manera, deja al gobierno algún espacio para ma­ niobrar. Cuando existe cierta unidad, el gobierno puede dedicarse al arte sutil de asimilar las continuas arremetidas de los grupos, y em­ prender una aguda exploración de las zonas en que se puede lograr que la comunidad «ceda» sin quebrarse, en que algunos grupos tole­ rarán medidas que les desagradan porque en muchas otras cuestiones coinciden con el resto de la sociedad. La unidad, por último, es una precondición necesaria para el arte po­ lítico más difícil: el de saber cuándo no actuar) (quieta non movere). Como toda organización humana, un gobierno dispone de energía en cantidad limitada. Cuando la extiende en exceso, cuando intenta hacer demasiado, resulta impotente. Esto significa que ’funa de las tareas permanentes del arte de gobernar consiste en descubrir hasta dónde pueden ser tolerados el desacuerdo, el conflicto y la diversidad sin po­ ner en peligro la estructura básica que hace posible la desviación. En otras palabras: toda sociedad tiende a ser un conjunto de particulari­ dades imperfectamente integradas. Como más tarde lo señaló Hobbes, Ja interacción de los objetivos particulares sostenidos por individuos y grupos dentro de una situación de bienes limitados no podía sino desembocar en conflicto. A la escasez de los bienes se agregaba su re -' latividad. En la sociedad, la riqueza, la jerarquía y el privilegio adquie­ ren significación únicamente sobre una base comparativa; no habría burguesía si no hubiera proletariado o aristocracia,’ni droit de seigneur sin gabelle. La relatividad de los bienes sociales crea una condición en la cual solo es posible mantener las previsiones existentes y satis­ facer nuevas exigencias a costa de grupos menos favorecidos. Las fuen­ tes de conflicto, además, son ampliadas por otros factores que influían en la época de Platón y que aún siguen haciéndolo. En diversas etapas de su desarrollo, las sociedades occidentales han sido afectadas por ten­ siones y trastornos que nadie ha planeado ni se ha propuesto. Las alte­ raciones acumulativas, como las que se registraban en la antigua Gre­ cia — guerra, colonización, cambios monetarios, innovación tecnológi­ ca, depresión económica, dislocación de clase y efectos perturbadores del contacto con culturas diferentes— contribuyen a exacerbar las ten­ siones y antagonismos ya existentes en la sociedad. Dadas estas consideraciones,: era sumamente improbable que se pudie­ ra construir una «lógica» para la actividad política a partir de las ca­ tegorías platónicas de belleza, estabilidad o armonía, y mucho menos a partir d el concepto de una unidad no alterada por elementos con-

tradictorios. El último término de una lógica política no es «q.e.d.»,* porque el carácter concluyente es la propiedad más esquiva de una solución política. El juicio político aborda un orden de problemas re­ lacionados con el logro de estabilidades provisorias dentro de una si­ tuación de conflicto. En consecuencia, una lógica política adecuada debe ser formulada de.modo que pueda asimilar las contradicciones y asimetrías derivadas de una situación móvil y conflictiva! Su deidad tutelar no es Procusto, sino Proteo. Este tipo de lógica estaría respaldado por la vasta evidencia ofrecida por las sociedades políticas occidentales, en el sentido de que las con­ tradicciones y los conflictos han podido coexistir casi indefinidamente sin destruir la necesaria unidad de una sociedad. Hombres de una mis­ ma sociedad han discrepado acerca de la naturaleza divina, la distribu­ ción de las gratificaciones económicas, los ordenamientos políticos y la naturaleza del bien; sin embargo, estos conflictos no siempre han derivado en trastornos sociales y políticos. Esto se ha debida a dos razones: primero, la existencia de zonas sustanciales de acuerdo que han compensado las fuerzas centrífugas; segundo, la capacidad de los gobernantes de limitar los conflictos a sus dimensiones más reducidas posibles. Expliquemos un poco más este punto: a largo plazo, el do­ minio político tiende a ser menos eficaz cuando se atiene al simple método de reprimir los conflictos, y más eficaz cuando procura evitar que las fuentes potenciales de conflicto se alimenten mutuamente. El punto peligroso no es la existencia de conflictos económicos, descon­ tento político o desacuerdo religioso, sino la convergencia de estas frustraciones: así ocurrió en las guerras religiosas del siglo xvi y en las guerras civiles inglesas del siguiente. El arte de gobernar debe apun­ tar, entonces, a lograr estabilidades temporarias y síntesis parciales; a equilibrar algunas fuerzas sociales al mismo tiempo que se tolera cui­ dadosamente a otras. E l arte del estadista es el arte de encarar lo in­ completo. Por eso, la concepción platónica del gobernante que impo­ ne una perspectiva unificada es fatalmente defectuosa para el arte del gobernante/ El mismo carácter completo de la perspectiva tendería inevitablemente a provocar reacciones extremas, que debilitarían fatal­ mente la unidad que se buscaba asegurar. Las diferencias filosóficas y religiosas se convertirían en herejías; las disputas políticas, en un signo de sedición, y los conflictos económicos, en una contienda entre vicio y virtud. AI mismo tiempo, se haría más difícil solucionar dichos conflictos, debjdo al conocimiento especial en el cual se suponía basa­ da esa unidad.iJJn conocimiento no puede ser accesible a unos pocos y servir, al mismo tiempo, como lazo vital que une a toda la comuni­ dad. Los principios de creencia que consolidan a una comunidad de­ ben ser compartidos; deben constituir un tipo de conocimiento «pú­ blico».

* Quod erat demonstrandum, o sea, «que era lo que se quería demostrar»; esta expresión suele colocarse al término de una demostración lógica o matemática. En castellano la sigla más habitual es «q.e.q.d.». (N. del R. T.)

En las páginas anteriores, las ideas políticas de Platón han sido selec­ cionadas para ilustrar cierto enfoque de los fenómenos políticos. Uti­ lizando a Platón como «tipo» se ha incurrido, inevitablemente, en cierta distorsión, ya que una filosofía tan sutil, tan plena de ironía y de poesía, no puede sino estar influida por los giros y bruscos virajes que desgarran a las tendencias principales. Un estudioso no puede cometer error más grande que presuponer que Platón era — como To­ más de Aquino, o Hobbes— un pensador severo y angulosamente sistemático. Platón es un pensador en quien abundan las dudas, las ambigüedades y los dilemas angustiosos: «. . . Errante entre dos mundos: uno muerto, el otro incapaz de nacer . . .».104 Como ya hemos señalado, acuciaba .a Platón un temor muy vivo res­ pecto del abuso del poder político; Sin duda, era esto lo que prevale­ cía en su espíritu cuando replanteoTuna y otra vez, el tema de que infligir injusticia era el peor de todos los males; posición extraña en alguien a quien se considera totalitario.105 También es posible inter­ pretar el artificio de la «regia ficción» o mentira como un intento suyo de lim itarel uso de la violencia recurriendo al engano. Tomados en conjunto, los escritos de Platón no 'fueron una apología desnuda del totalitarismo, sino un cuerpo de ideas con una contradic­ ción no resuelta. Convencido de que la filosofía contenía el conoci­ miento salvador, único capaz de llevar felicidad a la sociedad, advir­ tió sin embargo, dolorosamente, que el conocimiento sólo podía ser traducido a la práctica mediante el método del cual más desconfiaba: un acto de poder. Y aunque intentó resolver estas dos creencias en la idea del filósofo-rey, mantuvo una inequívoca aprensión con respecto a cualquier ordenamiento inferior. Demasiado bien conocía el signifi­ cado del poder. En Las leyes, las ambigüedades pasan a ser más pronunciadas. Aun­ que expresada con la misma urgencia anterior, la necesidad de cono­ cimiento es acompañada por una insistencia más acentuada en el valor que le atribuye a la moderación en todo, incluso las empresas inte­ lectuales: '«. . . Si se da demasiado poder a alguna cosa, demasiada vela a un navio, demasiado alimento al cuerpo, demasiada autoridad al espíritu, y no se tiene en cuenta el medio, todo se derrumba, y la irreflexión del exceso conduce en un caso a desórdenes, y en el otro a la injusticia, que es hija del exceso. Digo con esto, amigos míos, que ningún alma humana, joven e irresponsable, podrá resistir la tentación del poder arbitrario».100 104 A. T. Quíiler-Coüch. ed., The poems of Maithevj Arnold, 1840-1867, Lon­ dres: Oxford University Press, 1930, pág. 272. 105 R epublic, I, 34S y sigs. 106 Laws, I I I , 691. trad. por Jowett.

n

Este tema se refleja asimismo en la constitución de la polis, destinada a fusionar la libertad democrática ceir la sabiduría que reside única­ mente en uno'o pocos. También se hacen concesiones al conocimiento surgido de la experiencia; a la necesidad de efectuar algunos gestos tendientes a satisfacer la opinión popular; a una concepción más am­ plia de la participación política y al principio de la responsabilidad de los magistrados. Lamentablemente, todas estas tendencias eran com­ pensadas por la rigidez restrictiva de los controles legales, y por la reaparición de los filósofos-gobernantes en forma del Concejo Noctur­ no. El sistema político descrito en Las leyes puede ser llamado, por cortesía, un Rechtsstaat, como propuso un comentarista; pero sería más exacto llamarlo un Rechtsstaat congelado. La más notable de todas las ambigüedades era un tema esencialmente trágico, que aparecía como un visitante extraño, oscureciendo una es­ cena iluminada por la promesa de un conocimiento salvador. A la con­ vicción de que la razón humana podía aspirar a la verdad absoluta e inmutable se oponía otra, según la cual, cuando los hombres unían teoría y práctica, cuando el modelo de perfección se encarnaba en dis­ posiciones concretas, iniciábase un inevitable proceso de deterioro. Las obras de los hombres no podían escapar a la corrupción que disolvía las meditadas creaciones.107 Un ciclo de creación, decadencia y disolu- ción dominaba férreamente el mundo, y solo en escasos intervalos podía intervenir el arte de los hombres para arrancar un breve instan­ te de aparente inmortalidad. Ni siquiera la mejor de las constituciones — como la esbozada en La República— era inmune. «Si bien es difícil trastornar a un estado así estructurado, dado que todo lo que llega al ser debe corromperse, ni siquiera una trama como esta durará eternamente, sino que experimentará disolución».108 La ciencia política de Platón no culmina en un tono de ilimitada arro­ gancia, sosteniendo que el hombre puede construir un sistema político inalcanzable por el tiempo, sino en un tono de heroísmo atenuado por el conocimiento anticipado de la eventual derrota. Como dice Shelley, es «la Eternidad que previene al Tiempo».

107 Statesman, 298s-300á. 108 Republic, V IH , 546

3. La era del imperio: Espacio y comunidad

«¿llevarás a tus hijos a Tesalia, privándolos de ¡a ciudadanía ate­ niense?». Platón. *Soy ciudadano de Grecia». Lisias. «Eres ciudadano del universo . . .». Epicteto.

J. La crisis en lo político Mucho es lo que han escrito los estudiosos modernos acerca del fraca­ so del pensamiento político clásico en cuanto a trascender la limitada unidad de la ciudad-estado. Se ha sostenido que las ideas de Platón y Aristóteles se vinculaban tan estrechamente con el destino de esta di­ minuta entidad política que, cuando la polis fue sustituida por los más vastos imperios de Macedonia y Roma, quedaron al descubierto las premisas parroquiales de sus ideas: premisas acerca de la homogenei­ dad racial de la población, la magnitud óptima de la comunidad polí­ tica, y una estructura social que ofreciera a una parte reducida de la población tiempo disponible para los asuntos políticos. No cabe duda de que estas creencias hicieron que el pensamiento político clásico pa­ reciera irremisiblemente municipal en una época en que las condicio­ nes de existencia eran imperiales. Más tarde fue expresada una obje­ ción similar contra Rousseau, a quien se acusaba de favorecer un mo­ delo político basado en la ciudad-estado genovesa cuando la naciónestado se estaba afirmando en todas partes. Sin embargo, este tipo de crítica fácil es erróneo, tanto en el caso de Rousseau como en el de Platón y Aristóteles. Los interrogantes esenciales que estos pensado­ res políticos plantearon eran: ¿hasta dónde se podía extender los lí­ mites del espacio político; qué dilución numérica podía tolerar la no­ ción de ciudadano-participante; hasta dónde podían reducirse los as­ pectos «públicos» de las decisiones antes de que la asociación política cesara de ser política? Desde este punto de vista, el pensamiento político de Platón y Aristó­ teles adoleció 110 tanto de ser parroquial como de ser marcadamente político. La asociación en que pensaban era «política» por diversas ra­ zones. Llenaba necesidades que ninguna otra asociación podía colmar; reflejaba una parte de la vida del individuo que este vivía en c o m ú n con otros hombres; era un todo compuesto por contribuciones mensu­ rables, efectuadas por sus miembros, y, en consecuencia, no era de

mejor ni peor calidad que sus ciudadanos. La asociación, en suma, era política porque se relacionaba con temas de interés común, y porque todos los integrantes tomaban parte en una vida común. Como lo hi­ ciera notar Aristóteles: aunque era posible encerrar todo el Peloponeso en una sola muralla, con esto no se crearía una polis.1 Ya a n te s de morir Aristóteles, el año 322 a. C., el concepto clásico de lo «político» era socavado por una nueva serie de condiciones. El sur­ gimiento del Imperio Macedónico en el siglo iv a. C. inauguró una era de organización en gran escala, que alcanzó más tarde su más ple­ na expresión en el estado mundial romano. Durante este período, la tradición del pensamiento político occidental experimentó una trasformación que tuvo como resultado drásticas modificaciones de los principios notacionales que determinaban las tendencias de la filoso­ fía política clásica. Surgieron nuevas prioridades, se redistribuyeron los énfasis, y los fenómenos de la vida política fueron observados des­ de una perspectiva diferente. No obstante, el pensamiento político del período helenístico y romano conservó en gran parte lo ya familiar. Sin dejar de ser modificado, el legado platónico y aristotélico fue pre­ servado; se estaba construyendo una tradición del pensamiento po­ lítico. Aunque no es posible analizar globalmente estos procesos dentro de los límites del presente estudio, el tema principal de la relación entre actividad política y pensamiento político puede ser aclarado poniendo de relieve algunos problemas escogidos. Para esto se adoptará un mé­ todo no cronológico, sino temático. El primer problema elegido es el desafío revolucionario al pensamiento político que planteó la circuns­ tancia de que la polis ya no era el núcleo político significativo, eclipsa­ da por formas estatales gigantescas carentes de los atributos de socie­ dades vigorosamente políticas y que, juzgadas según los cánones del pensamiento político clásico, parecían aberraciones monstruosas. La creciente disparidad entre las nuevas realidades de la vida política y los criterios políticos del pensamiento griego clásico provocaron una crisis intelectual que persistió hasta el advenimiento del cristianismo. A partir de la época helenística, se intentó repetidamente adaptar las categorías del pensamiento clásico a una situación sin precedentes, et) la cual masas de hombres, dispersos a grandes distancias y de diferen­ tes razas y culturas, habían sido reunidos en una única sociedad y eran gobernados por una única autoridad. Es posible rastrear esta continui­ dad de la preocupación por la naturaleza de lo político en una era im­ perial, desde las teorías filosóficas del período helenístico hasta los escritores romanos de comienzos de la era cristiana. El segundo problema general que he elegido corresponde a la activi­ dad política en la República Romana, durante el período que abar­ ca desde alrededor del año 150 a. C. hasta el establecimiento del Prin­ cipado de Augusto, en el 27 a. C. La expansión de Roma, desde una ciudad-estado típicamente pequeña hasta un enorme imperio, se llevó a cabo primordialmente durante el período de la república. El intento de gobernar este enorme espacio conservando los valores e institucio­ nes de una pequeña comunidad política impuso al sistema graves pre­ 1 Politics, & I I I , 1276a, 5.

siones. Al mismo tiempo, la tensión entre las exigencias de espacio y los objetivos institucionales era acompañada por una intensificación del conflicto y la rivalidad políticos. Examinando la reacción de los escritores romanos ante esta situación, es posible poner de relieve con mayor énfasis las repercusiones de ciertos problemas políticos que la homogeneidad de la polis griega había mantenido ocultos: problemas de los límites admisibles del conflicto político, función de las institu­ ciones en cuanto a contener y ordenar dichos conflictos y, sobre todo, las implicaciones de orientar la actividad política sobre la base de los intereses. Antes de encarar estos problemas, refirámonos brevemente a ciertas dificultades especiales que presenta el estudio de las ideas políticas romanas. Aunque no falta material para quien estudie las prácticas políticas romanas, al estudiar las ideas políticas se hallará un período en el que es notoria la carencia de grandes pensadores políticos. La di­ ficultad aumenta porque, si se lo analiza con mayor atención, lo poco que hubo en cuanto a teoría sistemática resulta ser de origen más a menudo griego que romano. Pero si la falta de pensamiento sistemá­ tico es examinada junto con la universalmente reconocida contribución de Roma en los terrenos del derecho y de las instituciones políticas, la combinación de ambas sugiere, no que ignoremos el pensamiento po­ lítico romano, sino que lo encaremos de otro modo que a un sistema formal como el de Platón. Esto significa, más concretamente, que de­ bemos tomar en serio el juicio trivial según el cual los romanos fue­ ron un pueblo «práctico» antes que teórico; dicho más correctamente, que fueron un pueblo cuyo pensamiento político giraba alrededor de cuestiones de acción inmediata.

II. Las nuevas dimensiones del espacio En un largo discurso incluido en los Anales, & Tácito hace que Tibe­ rio explique el contraste entre la austeridad moral de la antigua Ro­ ma y el libertinaje de la sociedad contemporánea, diciendo que en la antigüedad se practicaba la moderación «porque éramos todos miem­ bros de una sola ciudad. Ni siquiera más tarde sufrimos las mismas tentaciones, mientras nuestro dominio se limitaba a Italia».2 Esta alu­ sión a la pérdida de intimidad cívica, derivada de la expansión del Im ­ perio Romano, puede servir de prólogo a los grandes problemas del pensamiento político posaristotélico, las implicaciones teóricas de la nueva dimensión espacial. Los problemas filosóficos que acompañaron a la aparición de vastos núcleos gubernativos se referían tanto a la significación como a la validez del significado clásico de lo «político». El significado etimológico de «político» había sido «referente a la po­ lis», mientras que en términos de filosofía política se había vinculado con el conocimiento y las acciones que podían beneficiar o perjudicar 2 A n n d s, *** I I I , 54, en M. Hadas, ed., The complete works o f Tacitas, Nueva York: Random House, 1942; todas las citas de Tácito serán tomadas de esta edición.

a la comunidad. Pero la cuestión fundamental era que, en el pensa­ miento griego, el concepto de lo político había llegado a identificarse con la dimensión espacial definida de la polis. Los rígidos límites es­ tablecidos por Platón y Aristóteles respecto de la magnitud y pobla­ ción de sus ciudades ideales, y la meticulosa atención que dedicaron a problemas de control de la natalidad, riqueza y comercio, expansión colonial y militar, integraban su convicción de que la vida de la polis ■ —que consideraban equivalente a su carácter político— solo podía ser articulada dentro de los reducidos límites de la pequeña ciudadestado. Este marcado interés en una comunidad pequeña y sumamen­ te compacta impartió al pensamiento político griego una intensidad nerviosa que contrasta vividamente, por ejemplo, con el espíritu del estoicismo posterior, que contemplaba con tranquilidad y sin un sen­ tido de urgencia obligatoria la vida política, que se desarrollaba en un escenario tan vasto como el universo mismo. El pensamiento griego había sido intenso porque aceptaba el desafío de prescribir acciones para una situación política que estaba fuertemente estructurada y era al mismo tiempo cambiante. Es fácil advertirlo en el análisis crítico de la democracia efectuado por Platón: pese al tinte humorístico de su descripción, es obvio que le inquietaban profundamente la extrema movilidad social de la democracia, la liberación de energías destruc­ tivas que resultaba de ella, y el sistema de sorteo y elección que pa­ recía destinado a convertir la inestabilidad en un rasgo permanente de la vida política. En consecuencia, la solución platónica estaba en­ caminada, en parte, a superar la confusa anarquía, intolerable en una situación política revuelta. Definiendo con claridad las funciones que cada clase debía cumplir; desalentando el tránsito de una a otra clase, la nueva estructura del espacio político quedaría protegida de movi­ mientos aleatorios. La conciencia del espacio político, altamente desarrollada en la filoso­ fía griega, era el reflejo directo de un mundo político concreto, dentro del cual una multitud de pequeñas ciudades independientes, movidas por la dinámica de la ambición, la lucha de clases, las presiones de po­ blación y el desequilibrio económico, incidían mutuamente, resultán­ doles difícil actuar sin chocar entre sí.3 Era significativo, por otro lado, que el escaso examen que Platón y Aristóteles dedicaron a los proble­ mas de la política exterior y las relaciones interestatales se presentara como un llamado de alerta sobre las consecuencias morales de la gue­ rra y la expansión, sobre todo en cuanto estaban dirigidas contra otros griegos.4 El hecho de que la reacción de los dos más grandes pensado­ res griegos fuera moralista, evidenciaba la cualidad hondamente in­ trospectiva del pensamiento político griego, su tendencia a volver ha­ cia adentro todos los problemas políticos. El miedo y la desconfianza a lo «externo» eran el acompañamiento psicológico de una ncapacidad^ de pensar políticamente en términos de un área más vasta que la polis. Al negarse a buscar soluciones mediante la redefinición del es­ 3 La conciencia del espacio de los griegos es puesta de relieve en J. Kaerst, Geschichte des Hellenistnus, Leipzig: Teubner. 3a. ed., 2 vols., 1927, vol. I, págs. 10-11. 28 y sigs.; V. Ehrenberg, Aspects of the andent uiorld, Oxford: BlackwelL 1946, págs. 40-45. 4 Republic, *** V, 469B-470; Politics, 1265a. 1324a, 19b, 34, 13336,

pació político, los griegos se vieron obligados a contener los elemen­ tos vitales de la vida política dentro de límites asfixiantes. El resul­ tado fue una especie de teoría repleta de tensiones, creadas por los conflictos económicos, la creciente exigencia de que se ampliaran los derechos políticos, y el círculo de ciudades rivales que presionaban sobre los límites externos de la polis. En el nivel institucional se llevó a cabo algún intento de reconstruir la dimensión espacial de la vida política por medio de experimentos con organizaciones federales y otros sistemas destinados a concretar los esfuerzos militares y diplomáticos de varias ciudades aliadas.5 Al­ gunos de estos avanzaron hasta eliminar las concepciones rígidas de ciudadanía. Por ejemplo: según el ordenamiento denominado «isopolítico», el ciudadano de una ciudad gozaba de ciudadanía en todas las ciudades miembros; en otra forma de federación, la simpolítica, el ciu­ dadano de cada ciudad lo era, además, de la unión federal. Aunque estos experimentos son importantes en cuanto nos recuerdan la etapa transicional que tuvo lugar entre la declinación de la polis y la aparición de la monarquía mundial macedónica, el hecho de que no hayan al­ canzado corporización teórica indica que se sitúan fuera del significa­ do de «político», tal como llegaron a definirlo los principales autores. Ya en el siglo vi a. C. se hallan ejemplos de ligas, alianzas y confede­ raciones; sin embargo, el pensamiento de Platón no incorpora nada de esta experiencia. Como se sabe, tampoco la vinculación de Aristó­ teles con Alejandro, el constructor de imperios, causó gran impresión al filósofo peripatético.0 Esto no se debe a que dichos filósofos fueran obtusos, sino a que, según la forma impartida en la Academia a la fi­ losofía política, estos ordenamientos políticos más vastos no parecían suscitar auténticos problemas filosóficos. La práctica del federalismo, por ejemplo, exigía un conocimiento de técnicas: cómo aplicar una política exterior que representara a varios estados, en lugar de uno solo; qué patrón utilizar para asignar representantes ante los orga­ nismos deliberativos y ejecutivos; cómo distribuir los impuestos y administrar un tesoro común. Si bien estas cuestiones eran importan­ tes y significativas, no parecían alcanzar la raíz del problema, tal como se lo había llegado a definir en la filosofía política: ¿de qué natura­ leza y cualidad era la vida que podían lograr los hombres en una aso­ ciación política? En otras palabras, se presuponía que las cuestiones técnicas constituían problemas de segundo orden, que se podía exami­ nar y manejar sin perturbar seriamente los problemas de primer or­ den. Esto fue precisamente lo ocurrido en estos experimentos, que 5 El mejor examen reciente de esta experiencia aparece en J. A. O . Larsen, Representatíve government in Greek and Román history, Berfceley: U niversitr of California Press, 1955; véanse también las conferencias en E. Barker, From Alexander to Constantine, Oxford: Clarendon Press, 1946, págs. 65-82. 6 Debe agregarse, sin embargo, que Aristóteles, según se cree, escribió dos tra­ tados, uno sobre la dignidad real y otro sobre las colonias, pero que, lamenta­ blemente, se han perdido. Véase también la argumentación de H . Kelsen, según la cual Aristóteles rechazó conscientemente la política de Alejandro tendiente a reconciliar diversos pueblos y tratarlos de manera más o menos igual. «Aristotle and Hellenic-Macedonian polícy», International Journal of Ethics, vol. 48, 19371938, págs. 1-64. Véanse, asimismo, los comentarios en W . Jaeger, Aristotle, trad. al inglés por R. Robinson, Oxford: Clarendon Press, 1934, págs. 117-23.

nunca lograron eliminar ni modificar la primacía política, social y cul­ tural de la polis. La identificación de la actividad política con la paideia — es decir, con la educación moral y cultural de los integrantes de la sociedad, y su corolario, la creencia de que la extensión de la polis significaba la des­ trucción de la única dimensión en la cual era posible profundizar !a paideia de aquellos— fue puesta a prueba en el curso del siglo iv, cuando, debido a las presiones persas y macedónicas, los griegos co­ menzaron a advertir que las guerras intestinas entre ciudades griegas exponían a todo el mundo helénico a la dominación extranjera. Entre los dramaturgos, escritores políticos y los mismos políticos surgió una creciente conciencia de la unidad de la Hélade.7 Sin embargo, tampo­ co el pan-helenismo logró modificar la empecinada convicción de que el espacio político jamás podría ser dividido de ninguna manera cohe­ rente, salvo de acuerdo con las especificaciones de la misión moral de la polis. Hubo, no obstante, autores políticos secundarios, como Gorgias,* Isócrates ** y Demóstenes,*** que intentaron alertar a los griegos respecto de la urgente necesidad de superar las rivalidades surgidas del particularismo de la ciudad-estado. Es significativo, sin embargo, que todos estos autores hayan sido retóricos o sofistas; es decir, per­ tenecían a los grupos tradicionalmente interesados en las técnicas y los medios; y ninguno de ellos, según los indicios con que se cuenta, parece haber planteado las implicaciones teóricas fundamentales re­ sultantes de estos experimentos de unidad más vasta. Isócrates, por ejemplo, advirtió que la dificultad suprema residía en el modo en que había llegado a organizarse el espacio político: «Son los métodos polí­ ticos mediante los cuales gobiernan sus estados lo que ha dividido a la mayoría».s Si bien Isócrates logró proyectar la idea de unidad he­ lénica — «el título “ helenos” se aplica a quienes comparten nuestra 7 Véase el examen en W . Jaeger, Paideia, =& trad. al inglés por G. Higbet, Nueva York: Oxford University Press, 2a. ed., 3 vols., vol. I I I , págs. 71-S3, 263-89; V. Ehrenberg, Alexander and the Greeks, trad. al inglés por R, Fraenkel von Velsen, Oxford: Blackwell, 1938, págs. 61-102 («Aristotle and Alexander’s empire»); J. Kaerst, op. cit., vol. I, págs. 138-53. * Gorgias (cir. 480-380 a. C.) nació en Sicilia y llegó a destacarse como so­ fista y retórico. Fue uno entre varios escritores que proponían el panhelenismo. ** Isócrates (436-338 a. C.) fue un famoso orador y retórico que estudió guiado por Gorgias y Sócrates. Aunque no fue un pensador profundo, advirtió, no obs­ tante, la necesidad de acción constructiva para resolver los incesantes conflictos entre las ciudades-estados griegas. Sostuvo que la unidad de métodos políticos era posible debido a que los griegos compartían una cultura común. Sobre esta base, defendió una política exterior común contra los persas. *** Demóstenes (cir. 384-322 a. C .), el famoso orador, procuró levantar a los griegos contra la agresión de Fílipo de Macedonia. Después de la derrota griega en Queronea, en 338, se presentaron acusaciones contra Demóstenes, que fue en­ carcelado. Más tarde escapó, y volvió después de los levantamientos contra el dominio macedonio, pero los macedoníos recobraron el control y Demóstenes se suicidó. 8 Panegyricus, 16. Sobre Isócrates en general, véase E. Barker, Greek political theory, Plato and his predecessors, Londres: M ethuen, 1918, págs. 100-05; T. A . Sinclair, A history of Greek political thought, Londres: Routledge, 1952, págs. 133-39, y para un tratamiento más detallado, W. Jaeger, Paideia, op. cit., vol. I I I , págs. 46-155; G. M athieu, Les idées politiques d ’Isocrate, París, 1925.

cultura, antes que a quienes comparten una misma sangre»—• esta no era en ningún sentido el retrato de un nuevo tipo de sociedad política. Se debía conservar la identidad específica de cada ciudad, y el único problema residía en persuadir a otras ciudades de que la hegemonía sobre el conjunto correspondía, en justicia, a Atenas. Todo el argu­ mento se basaba en la creencia de que, si las energías destructivas de los griegos eran apuntadas contra un poder exterior — en este caso, Persia— , no haría falta alterar el modo de vida existente en las polen separadas.9 Los sentimientos pan-helénicos expresados por Isócrates no se basaban en nada más sustancial que un temor hacia los bárbaros persas; lo reveló la desesperación que más tarde lo condujo a implo­ rar a Filipo de Macedonia que se elevara hasta el sentido de lo griego de que las mismas ciudades griegas carecían: «Mientras que es natural que los demás descendientes de Heracles, y los hombres sujetos por sus sistemas políticos y leyes se apeguen con afecto al estado en que moran, tú tienes el privilegio ( . . . ) de consi­ derar a toda la Hélade como tu patria . . .».10 Al poner en manos de Filipo la última esperanza de unidad griega, Isócrates confesaba el fracaso del pensamiento político clásico en cuan­ to a traducir en términos políticos un núcleo cultural más amplio. Mientras lo político siguiera identificándose, en la mente de los hom­ bres, con una intensa participación en una vida de intereses comunes, las propuestas teóricas formuladas por Isócrates y Demóstenes acerca de un frente unido entre las ciudades griegas, y los experimentos prác­ ticos con sistemas simpolíticos no podían competir por la lealtad po­ lítica. Aunque la vida de las ciudades griegas siguió siendo activa mu­ cho después de la conquista macedonia del siglo iv a. C., las realida­ des de la existencia exigían repensar por entero la naturaleza de lo po­ lítico. Alejandro pudo conceder a los griegos una medida notable de independencia: la Liga Aquea del siglo i i i a. C. puede ser la prueba de que la inventiva política griega no estaba agotada; sin embargo, el hecho fundamental, desde la muerte de Alejandro (323) hasta la de­ finitiva absorción del mundo mediterráneo en el Imperio Romano, fue que las condiciones políticas ya no correspondían a las categorías tradicionales del pensamiento político. Aunque el vocabulario griego subsumiera la diminuta polis y las ligas de ciudades desparramadas bajo una palabra única: koinon, no se podía dejar de advertir que la ciudad denotaba una asociación intensamente política, en tanto que las ligas, monarquías e imperios subsiguientes a la declinación de la polis eran organizaciones esencialmente apolíticas. En consecuencia, mien­ tras que la teoría política griega había tenido como tarea histórica des­ cubrir y definir la naturaleza de la vida política, tocó al pensamiento helenístico y romano posterior redescubrir el significado que podía tener la dimensión política de la existencia en una era imperial. En grandes entidades como el imperio de Alejandro, las monarquías de los seléucidas, ptolomeidas, antigónidas, y el Imperio Romano, los 9 Panegyricus, 173-74. 10 To Philip, 127, en Isócrates, trad. al inglés por G. Norlin y L. van Hook, Cambridge: Harvard University Press, 3 vols., 1928-45.

métodos empleados para fomentar la lealtad y un sentimiento de iden­ tificación personal diferían necesariamente de los relacionados con la idea griega de ciudadanía. Antes la lealtad provenía de un sentimiento de participación común; ahora debía centrarse en una común reveren­ cia hacia el poder personificado.11 La persona del gobernante sem a de meta para las lealtades, de centro común que vinculaba las partes dispersas del imperio. Esto se conseguía trastornando la monarquía en un culto y rodeándolo con un complicado sistema de signos, sím­ bolos y devoción. Estos procesos sugieren la existencia de una necesi­ dad de acercar más la autoridad al súbdito infundiendo calidez religiosa a la relación. A este respecto tenía especial importancia el uso del sim­ bolismo, pues mostraba qué valiosos pueden ser los símbolos para unir vastas distancias. Sirven para evocar la presencia de la autoridad, aun­ que la realidad física esté muy lejos. Al mismo tiempo, los símbolos son un medio invalorable para comunicar un conjunto elemental de significados en un nivel elemental. No es sorprendente que los roma­ nos hayan necesitado gran cantidad de símbolos de autoridad. Las fas­ ces, ütuus, toga praetexta, y el empleo sistemático de la acuñación 12 como medio de propaganda política, fueron técnicas importantes, des­ tinadas a superar las distancias. La personificación de la autoridad y el recurso al simbolismo durante los períodos helenístico y romano fueron dictados no solo por la he­ terogeneidad de los grupos de sostenedores, muy diferentes en cuanto a cultura y refinamiento político, sino también por la necesidad de superar el carácter cada vez más abstracto de la vida política. Al desa­ rrollarse la orgaiúzación imperial, el locus del poder y la decisión ha­ bía quedado muy lejos de las vidas de la gran mayoría. Poca vincula­ ción parecía haber entre el medio que rodeaba las decisiones políticas y el reducido círculo de la experiencia individual. En otros términos, la actividad política estaba siendo conducida de un modo que las ca­ tegorías del pensamiento y la experiencia habituales no podían captar. La «actividad política visual» de una época anterior, cuando los hom­ bres podían ver y sentir las formas de la acción pública y establecer comparaciones significativas con su propia experiencia, daba paso a la «actividad política abstracta», la actividad política desde la distancia, 11 Sir W . W. Tarn, Alexander the Great, Cambridge: Cambridge University Press, 2 vols., 1948, esp. vol. 2, apéndices 22, 24-25; W . W . Tarn y G. T. Griffith, Hellenistic civilization, Londres: Arnold, 3a. ed. rev., 1952, cap. II . La tesis de Tarn, quien afirma que Alejandro no fue influido por ideas estoicas, ha sido criticada por M. H . Fisch, «Alexander and the stoics», American Journal of Pbilology, vol. 58, 1937, págs. 59-82, 129-51. La contrarréplica aparece en la misma publi­ cación: «Alexander, cynics and stoics», vol. 60, 1939, págs. 41-70; U. 'Wilcken, Alexander the Great, trad. al inglés por G. C. Richards, Nueva York: MacVeagh, 1932, pág. 221, también es hostil a Tarn; véase también A. D. Nock, «Notes on ruler-cult», I-IV, Journal of Hellenic Studies, vol. 48, 1928, págs. 2142; E. R. Goodenough, «The political philosophy of hellenístic kingship», Y ale Classical Studies, vol. I, 1928, pág. 55 y sigs. Hay una importante revisión de la posi­ ción de Goodenough en L, Delatte, «Les traites de la royauté d’Ecphante, Diotogéne et Sthénidas», Bibliothéqtie de la Faculté de Philosophie et Lettres de lU niversité de Liége, vol. 97, 1942; véase también, acerca de este período, E. Barker, F rom A lexander., . , op. cit., parte I. 12 Véase una introducción general en M. G rant, Román imperial money, Lon­ dres: Nelson, 1954, pág. 8 y passim.

en que los hombres eran informados acerca de acciones públicas poco o nada semejantes a la economía doméstica ni a los problemas del mer­ cado. En estas circunstancias, los símbolos políticos eran indicadores esenciales de la existencia de una autoridad. La creciente distancia requería también nuevos métodos de control político. Los grandes logros de los romanos en cuanto a jurispruden­ cia y a organizar y administrar un vasto imperio eran, en realidad, cla­ ro testimonio del formalismo de la vida política, de la necesidad de situar a gran número de individuos en categorías generales — y, en consecuencia, manejables— , y de establecer las normas y regulaciones que debían gobernar las relaciones entre extraños. La megalópolis ha­ bía desplazado a la polis \ y en en esta nueva dimensión espacial resul­ taba anacrónica la antigua concepción de la asociación política, tal co­ mo la mantenida mediante una amistad entre familiares.13 El concepto de comunidad política había sido arrollado por el mero número y di­ versidad de los participantes. Estas condiciones cambiantes resaltan el tipo de ruego dirigido por los dirigentes romanos a ciertos rebeldes galos del siglo i a. C.: «No hay privilegio ni exclusión. Recibís igual beneficio de dignos em­ peradores, aunque habitéis tan lejos ( . . . ) Tolerad las pasiones y ra­ pacidad de vuestros amos, tal como toleráis las estaciones áridas, las lluvias excesivas y otros males naturales» 14

III. Ciudadanía y desentendimiento Si la actividad política había dejado de ser un modo importante de experiencia humana — salvo para muy pocos— , ¿qué significaba per­ tenecer a la sociedad, y dónde residían los elementos políticos? Aun­ que las nuevas organizaciones de poder que controlaban los mundos helenístico y romano habían perdido algunas de las antiguas cualidades políticas de la polis, no habían dejado de imponer a sus miembrgs muchas de las mismas exigencias. En todo caso, la índole de la perte­ nencia a la sociedad se había convertido en una cuestión más apre­ miante aún, ya que ahora se pedía y obÜgaba a los hombres a colabo­ rar, sacrificarse y servir en nombre de una asociación a la cual integra­ ban solo formalmente y a veces de modo ficticio, como en la conce­ sión romana de ciudadanía a pueblos distantes. El problema de la pertenencia tiene hondas raíces en la era helenística, en los ataques críticos de los cínicos, epicúreos y primeros estoicos contra los lazos y relaciones consuetudinarios que habían definido_ el status y rol del individuo en la sociedad. La escuela cínica — surgida en el siglo IV a. C.— afirmaba que los valores «convencionales» re­ presentados en la vida de la comunidad por las leyes, costumbres, ins­ tituciones y estructuras de clases ya no podían ser descartados como cosas inofensivas y sin importancia o fastidiosas. En cambio, había 13 E. R. Goodenough, op. cit,, pág. 91 y sigs. 14 Tácito, H istory, IV , 74.

que clasificarlos como positivos obstáculos para el logro de la virtud y, en consecuencia, rechazarlos. A este respecto, la diferencia entre los cínicos y Epicuro ( cir. 341-269 a. C.) era la diferencia entre un gran «no» y un pequeño «sí». Aunque los epicúreos se avenían a reconocer cierta utilidad al orden político, también ellos se dedicaron a reducir los derechos de la familia, la sociedad y la vida política hasta que no quedó más que el mínimo irreductible necesario para mantener la paz. Dijo un estoico de los últimos tiempos: «Si lo bueno difiere de lo no­ ble y lo justo, entonces desaparecen padre y madre, país y todas las co­ sas similares».lu A medida que estas filosofías descartaban sucesiva­ mente los antiguos lazos, el perfil de la persona individual surgía con notable claridad. Aunque el desentendimiento político había sido preanunciado en e'i libro sexto de La República A de Platón, y aconsejado de nuevo en su E utklem o, es esencial diferenciar un tema menor de lo que llegó a ser el leitm otif de las filosofías surgidas alrededor de fines del siglo iv a. C. Los fuertes elementos de desesperanza y retroceso que impreg­ naban al cinismo y el epicureismo eran alimentados por un impulso antipolítico que aquellos no podían ocultar admitiendo, de modo con­ temporizador y a regañadientes, que el orden político poseía alguna utilidad.10 El consejo de Epicuro — «debemos librarnos de la prisión de los negocios y la actividad política»— 17 no fue la premisa, sino la conclusión de la creencia según la cual no solamente los individuos te­ nían una vida propia independiente de la asociación política, sino que esta era la parte más significativa y valiosa de su vida. «Un hombre debe prepararse también para la soledad; debe poder bastarse a sí mis­ mo y ser capaz de comunicarse consigo mismo».1S La fórmula era, entonces: compromiso mínimo con una asociación de valor limitado. El enfoque socrático de la obligación política basada en la función civilizadora positiva de la polis distaba mucho de la con­ cepción epicúrea de la sociedad ligada por un contrato social, el cual sólo garantizaba que «los hombres no deben perjudicarse entre sí ni ser perjudicados».19 Este no es más que un indicio de la medida en que el pensamiento posaristotélico había comenzado a corroer los presupuestos políticos de la época anterior. Tanto epicúreos como cí­ nicos cuestionaban la vinculación, supuestamente íntima, entre la vir­ tud de la asociación política y la virtud del individuo; entre las con­ diciones del orden comunal y el descubrimiento del yo. En el argu­ 15 Epicteto, Discourses, 111, 3, trad. al inglés por E. P. Matheson en The Stoic and Epicurean philosophers, W. J. Oates, ed., Nueva York: Random House, 1940. 16 Véanse en general: T. A. Sinclair, op. cit., caps. X II-X IV ; M. M. Patrick, The Greek Sceptics, Nueva York: Columbia University Press, 1929, esp. pág. 137 y sigs.; A. J. Festugiére, Epicurus and bis gods, I* trad. al inglés por C. W. Chilton, Oxford: Blackwell, 1956; N. "W. D eW itt, Epicurus and his philosophy, Minneapolis: University of Minnesota Press, 1954, esp. los caps. X, X IV; D. R. Dudley, A history of cynicism, Londres: M ethuen, 1937; W. W . T arn y G . T. G riffith. op. cit., pág. 325 y sigs.; E. Barker, From A lexander. . . , op. cit., partes III-IV , E. Bevan, «Hellenistic popular philosophy», en The hellenistic age, Cambridge: Cambridge University Press, 1923, págs. 79-107; J. Kaerst, opc i t , vol. I, pág. 471 y sigs. 17 Citado en A. J. Festugiére, op. cit., pág. 28. 18 Epicteto, Discourses, I I I , 13. 19 Doctrina autorizada 31; véase N. W. D eW itt, op. cit., pág. 295.

mentó epicúreo, el colapso de la polis y las inseguridades concomitan­ tes que sucedieron al triunfo macedonio eran tomados como prueba de una indiferencia cósmica hacia el destino del hombre. De haberse interesado realmente por el bienestar del hombre, los dioses no ha­ brían permitido que las ciudades se desintegraran al extremo de que ]a vida municipal lindaba con un estado natural. Si los hombres no podían confiar en la mediación divina de los dioses, y si la perfección humana ya no era posible dentro de la polis, parecía surgir una sola conclusión: el destino del hombre era asunto puramente personal. Descartando los puntales cósmicos y comunales de la moralidad, los epicúreos abrían camino a un individualismo extremo, basado en el interés propio y encaminado hacia el bastarse a sí mismo. La felicidad era considerada un problema de definición individual, y todo compro­ miso a priori de tipo cívico o político llevaba aparejada la sospecha de ser una trampa para el individuo, que lo obligaba a adaptarse a una definición pública de la felicidad. Sin embargo, la antigua idea de que el hombre debía lealtad a un or­ den de relaciones que cimentaban su existencia tenía raíces demasiado profundas; incumbió a los estoicos elaborar una nueva fórmula de per­ tenencia a la sociedad.20 Esto no era fácil, ya que requería postular una forma de orden aceptable para el individuo ahora consciente de sí mismo, pero lo bastante durable como para sobrevivir a una sociedad de miembros que no se comunicaban entre sí. El ataque de los cínicos y epicúreos había tenido como efecto disolver las relaciones políticas en una situación de «naturaleza política», en meros fenómenos sin estabilidad ni coherencia interna, en el equivalente político de un uni­ verso sin finalidad. La respuesta de los estoicos, dictada por la nece­ sidad de apaciguar los temores e incertidumbres de los hombres, fue convocarlos a integrarse de nuevo en la sociedad. Se instaba a los hom­ bres a seguir a la naturaleza, es decir, a identificarse con la razón in­ manente o logos que impregnaba el universo: «Oh tú que sobre todo posees dominio eterno; autor de la Naturaleza, Zeus, que guías un universo controlado por la Ley».21 Toda la creación era descrita como parte de un orden, un esquema racionalmente integrado en cuyo interior las diversas partes contri­ buían con su función a la armonía conjunta resultante. Llegar a ser miembro de la sociedad universal significaba cumplir las obligaciones atinentes a la propia posición social; algo así como una filosofía de «mi condición y los deberes que de ella derivan». De esta mezcla de partes contribuyentes surgiría una «simpatía» universal, un lazo de unidad 20 Los siguientes materiales contienen útiles estudios del estoicismo: E. V. Ar­ nold, Román Stoicism (Cambridge: Cambridge University Press, 1911), sigue teniendo valor, aunque en muchos aspectos haya envejecido; M. Pohlenz, Die Stoa, Gotinga: Vandenhoek y Ruprecht, 2 vols., 1948-49; E. Barker, From Ale­ xander. ■ op. cit,, pág. 19 y sigs.; G . H . Sabine y S. B. Smith, eds., Cicero on the commonweaíth (Columbus: Ohio State University Press, 1929) contiene una explicación favorable de las doctrinas estoicas, 21 Cleantes, H ym n to Zeus, citado en E. V. Arnold, op. cit., pág. 85.

que vinculaba a todos con tanta fuerza como la ciudad platónica; «so­ mos las partes de un solo y gran cuerpo».22 De tal modo, las relacio­ nes auténticas que faltaban en las sociedades políticas existentes eran recreadas a la imagen de un orden más vasto; el orden natural era no solo un ámbito de valor, sino también una sociedad; en verdad, la for­ ma superior de sociedad: «Cuando un hombre aprende a comprender el gobierno del universo, y advierte que no hay nada tan grande, soberano e inclusivo como este orden de cosas en que se unen el hombre y Dios ( . . . ) ¿qué le impide llamarse ciudadano del universo e hijo de Dios?».23 La innegable contribución del estoicismo a las nociones occidentales de igualdad, libertad y dignidad humana hace difícil que un crítico no parezca regañón y mezquino. Debido a esto, la mayoría de los críticos del estoicismo se han contentado con llamar la atención sobre la in­ congruencia entre la apelación estoica a los valores universales de ra­ zón, igualdad y libertad por un lado, y por el otro, la vena de esnobis­ mo intelectual que tendía a restringir la pertenencia a la sociedad uni­ versal a una élite formada por los «eminentes, libres, sin trabas, sin impedimentos, dignos de confianza y respetuosos de sí mismos», algo así como una iglesia invisible de seres racionales. Sin embargo, este tipo de censuras no van lo bastante a fondo, ya que la dificultad inhe­ rente en las enseñanzas de los estoicos no es descubierta extrayendo sus contradicciones lógicas ni señalando con dedo acusador su elitismo intelectual. Las deficiencias del estoicismo provenían, en cambio, de la confusión intelectual que envolvía su concepción de la naturaleza de la sociedad política. Esto puede ser indicado recurriendo a un enun­ ciado clásico de Marco Aurelio (121-180 d. C.) sobre el ideal estoico de la sociedad universal: «Si nuestra parte intelectual es común, también la razón, a cuyo res­ pecto somos seres racionales, es común; en tal caso, común también es la razón que nos indica qué hacer y qué no hacer; si es así, también hay una ley común; en tal caso, somos conciudadanos; si es así, somos miembros de alguna comunidad política; si es así, el mundo es, de algún modo, un Estado. En efecto; ¿de qué otra comunidad política común se podrá decir que la integra toda la raza humana? ( . . . ) de esta comunidad política común proviene también nuestra misma fa­ cultad intelectual y nuestra facultad de razonar y nuestra capacidad para la ley; si no, ¿de dónde provienen?».24 Aquí no corresponde preguntar cómo han contribuido estas ideas a las posteriores nociones de una sociedad internacional, sino formular el mismo interrogante que se debería presentar a los modernos parti­ darios de una comunidad mundial: ¿en qué sentido — si lo hay— se puede decir que estas ideas han expresado una concepción política­ mente significativa de la sociedad? Es verdad que los estoicos emplea­ 22 Séneca, Epistulae morales, *** XCV, 52. 23 Epicteto, Discourses, I , ix, trad. al inglés por P. E. Matheson. 24 Meditations, IV , 4.

ron el antiguo lenguaje familiar de la teoría política: una comunidad de ciudadanos, el vínculo de la ley y la necesidad de orden y unidad. Pero el lenguaje político por sí solo no constituye una teoría política, como tampoco la existencia de la «política interna» en iglesias, sindi­ catos, corporaciones financieras o universidades hace que estos gru­ pos sean de naturaleza idéntica a una sociedad política. Para clasifi­ carse como político, el lenguaje debe servir como medio para expresar una concepción teórica que es, a su vez, política. El estoicismo no lo consiguió, y por dos razones fundamentales. Primero, su enfoque filo­ sófico no derivaba de una concepción positiva acerca de la índole de un orden verdaderamente político, sino de una conclusión referente a su insuficiencia. El compromiso de los estoicos era hada una sociedad que residía fuera de la actividad política. Esto se relacionaba, a su vez, con la segunda debilidad fundamental: la ambigüedad inherente a la concepción de la sociedad universal. La argumentación de los estoicos había pasado de una idea sobre el orden de la naturaleza, que es la ar­ monía de un universo racionalmente integrado, a la de una sociedad ideal que abarcara toda la creación. Esto produjo una teoría basada en una grave confusión de contextos; uno de objetos naturales, el otro de seres humanos. El resultado final era una concepción bastarda a través de la cual se interpretaba políticamente la naturaleza, y, sobre esta base, se instaba a los hombres a identificarse políticamente con la na­ turaleza.23 Lo que hicieron los estoicos fue extraer ciertas ideas, pre­ viamente vinculadas con el orden político, y trasladarlas al orden na­ tural. Se afirmaba con seriedad que la «ciudadanía» universal, la «ley» natural y la «justicia» eran atributos de este último orden, y se exhor­ taba a los hombres a que extendieran su lealtad al cosmos, como si este fuera una auténtica sociedad. Pero, como ha dicho con acierto el profesor Gilson, la identificación con la armonía cósmica «podía efectuarse como un acto de sabiduría, pero no como un acto de ciuda­ danía».28 En otras palabras: la sociedad universal no era ni podía ser una auténtica sociedad política, por la razón de que no poseía seme­ janza alguna con las relaciones políticas que hacían de la «ciudadanías una categoría significativa. Visto retrospectivamente, entonces, el importante proceso que turo lugar en el pensamiento político desde la época de Aristóteles se re­ sumía en esto: los elementos específicamente políticos de la filosofía política habían sido absorbidos en 1111 todo indiferenciado. Marco Aurelio proporcionó un conciso epitafio: «Dice el poeta: “ Querida ciudad de Cécrope” ; no dirás tú: “Querida ciudad de Zeus”» 2' No se trataba de que la filosofía política hubiera retrocedido a una etapa preplatónica, en la cual se esfumaba la distinción entre naturaleza y sociedad política, sino de que la filosofía había socializado y politizado la naturaleza mientras desnaturalizaba lo político. Se acostumbra distinguir varios períodos en el desarrollo del estoicis­ mo, y hacer notar que los pensadores del estoicismo medio (siglos 25 Véanse los comentarios en E. Bréhier, Cbrysippe et Vanden stoidsme, París: Presses Universitaires, 1951, págs. 209 y sigs., 261 _y sigs. 26 E. Gilson, Les métamorphoses de la Cité de Diett, A Lovaina: Publica tions Universitaires de Louvain, 1952, págs. 6-7. 27 Meditations, IV, 23.

i i y i a. C .) modificaron las tendencias apolíticas de la enseñanza ini­ cial y elaboraron una doctrina más adecuada a las necesidades de la vida romana. No obstante, me parece más exacto decir que el estoicis­ mo conservó siempre, en alguna medida, el sesgo antipolítico de sus orígenes. Aunque surgido de modos de pensar predominantemente griegos, no estuvo marcado por el intenso mundo político de Tucídides, Platón y Aristóteles, sino por el mundo helenístico, donde la monarquía absoluta había marchitado las raíces de la participación po­ lítica y la organización imperial había convertido en una farsa la mi­ sión educativa de la polis. Sin embargo, esta filosofía llegó hacia co­ mienzos del siglo i i a. C. a Roma, donde influyó sobre varios destaca­ dos hombres públicos, tales como Escipión el Africano el menor y Marco Porcio Catón. Su severa moral basada en la probidad, ecuanimi­ dad y austeridad parecía hecha de medida para un sistema político que necesitaba con urgencia un código de conducta para los magistra­ dos públicos y administradores. Además, el modelo estoico de una so­ ciedad universal, erigido sobre un sutil desprecio por las parcialidades de raza, clase y nación, parecía coincidir a la perfección con el estado mundial romano. No obstante, y pese a todas estas aparentes afinida­ des, el estoicismo llegó a ser el complemento natural de Roma recién cuando la sociedad estuvo tan agotada por los conflictos internos y distendida por las conquistas imperiales, que perdió los determinan­ tes básicos de una comunidad política. La tensión entre filosofía y so­ ciedad quedó abolida bajo la feliz coincidencia de que ambas eran apolíticas. Algo de esto se entrevé en los valores de la vida pública romana que el estoicismo ayudó a sostener: gravitas, constantia, disciplina, indus­ tria, clementia, frugalitas.-s Había aquí una ética no tanto derivada de la vida política como destinada a proteger de sus tentaciones al que participaba de ella. Reflejaba, en el fondo, la convicción de que la vi­ da pública del imperio, burocratizado y sumamente impersonal, tenía apenas vínculos muy delgados con el potencial de desarrollo moral del hombre. El cargo público y la participación política pasaron a ser algo que nunca habían sido para los griegos: un deber estricto, que exigía una compleja justificación. En tales circunstancias, lo mejor que podía producir la filosofía era una ética del servicio público, una lúgubre moral burocrática. Tal vez no haya sido simple filisteísmo, sino ins­ tinto político, lo que llevó al Senado — poco después de que el estoico Crates comenzara a disertar en Roma— a emitir un decreto por el cual se expulsaba a los filósofos (161 a. C ).29

28 Hay exámenes breves y generales de las virtudes romanas en R. H . Barrow, The Romans, Pelican, 1949, pág. 22 y sigs.; W . W. Fowler y M. P. Charlesworth, Rome, Londres: Oxford University Press. 1947, pág. 37 y sigs.; M L. Clarke, The Román rnind, Londres: Cohén and W est, 1956, págs. 89-102, 135 y sigs.; pueden hallarse exposiciones más detalladas en Sir S. Dill, Román society from Ñero to Marcas Aurelias, Nueva York: Meridian, 1956, págs. 291 y sigs., 411 y sigs.; M. G rant (op. cit., pág. 16 y sigs.) se refiere a la representación de las virtudes en las monedas del período imperial. 29 H . H . Scullard, Román politics, 220-150 B. C., Oxford: Clarendon Press, 1951, pág. 223. Cf. los comentarios de Tácito, Vida de Julio Agrícola, (4 ), donde Agrícola dice que, siendo joven, había desarrollado un amor por h filo­ sofía mayor de lo que convenía a «un romano y un senador».

Casi dos siglos antes de que Augusto lograra, según palabras de Táci­ to, someter a un control casi absoluto un mundo «fatigado por la con­ tienda cívica», los romanos habían conocido una de las experiencias políticas más intensas entre todos los pueblos occidentales. En el bre­ ve período trascurrido desde mediados del siglo i i i hasta alrededor de mediados del siglo i a. C., los romanos no solo debieron encarar los problemas sociales y económicos conocidos por el mundo antiguo en general, sino someter y gobernar una enorme extensión territorial, que contenía una amplia variedad de culturas, e intentar todo esto por medio de una serie de disposiciones políticas elaboradas más para una ciudad-estado que para un imperio. Y aunque Polibio se maravillara del modo excelente en que las instituciones romanas se adecuaban a esta misión imperial, el sistema republicano resultó ser, en definitiva, insuficiente para sostener el enorme peso de aquella. Antes de este magnífico fracaso, sin embargo, los romanos presidieron un experi­ mento sin precedentes en cuanto a manipular la dinámica de la activi­ dad política mediante formas institucionales, y a explorar los límites externos del conflicto político. El sistema mismo no era democrático en ei antiguo sentido griego, y la conducción activa de la cosa pública quedaba siempre en manos de una oligarquía relativamente cerrada. Es verdad también que no siempre se observaban las sutilezas legales, y que las grandes luchas del siglo i revelaron la calidad, en gran me­ dida formal, del constitucionalismo romano. No obstante, una vez for­ muladas todas las reservas necesarias, queda en pie el hecho de que los romanos procuraron asimilar las fuerzas vitales políticas de un modo nuevo, efectuando con ello una notable contribución a la prác­ tica política, que tuvo importantes consecuencias para la teoría política. En primer lugar, los romanos mostraron la función que podían cum­ plir las instituciones en cuanto a moldear y orientar la sociedad. La sociedad romana se diferenciaba nítidamente en varios órdenes — pa­ tricios, plebeyos, clientes, libertos, equites— , estructurados por su parte en diversas graduaciones de clases y centurias, cada una con sus propios derechos y obligaciones. Estos ordenamientos sociales, a su vez, se entretejían con el sistema de asambleas, elecciones y organiza­ ción militar. Aunque la interacción entre estructura social e institucio­ nes políticas no siempre funcionó sin tropiezos y con eficacia, fue útil para preservar la sensibilidad del sistema político ante las presiones sociales cambiantes, y ayudó a guiar la conducta política por sendas bastante ordenadas. Si bien los prejuicios de Cicerón se evidenciaban en su observación de que «cuando se divide a las personas según su riqueza, categoría y edad, sus decisiones son más sabias que cuando se reúnen en las tribus, sin clasificación»,30 ella se basaba en un certero reconocimiento de la función de las instituciones en cuanto a definir y ordenar un segmento importante de la comunidad. Las instituciones políticas mismas — es decir, el sistema de asambleas, cargos ejecutivos, tribunales y el Senado— constituían un complejo 30 De legibus, trad. por C. W . Keyes, Cambridge: H arvard University Press, 1928, I I I , xix, 45.

mecanismo que proporcionaba al mismo tiempo un conducto y una limitación a la dinámica del conflicto de clases, las rivalidades grupales y las ambiciones personales. Polibio y Cicerón se equivocaban tra­ tando de explicar el genio del sistema en términos de un exacto equi­ librio de fuerzas, pero acertaban básicamente cuando llamaban la aten­ ción sobre la importancia fundamental de las instituciones para legiti­ mar el conflicto político entre diversas fuerzas e intereses dentro de la sociedad romana. De la actividad política institucional se derivaban otras lecciones. Una de las más importantes se relaciona con el tipo de conducción posible cuando la actividad política se lleva a cabo a través de formas institu­ cionales. En gran medida, el pensamiento político griego había conce­ bido la conducción en términos de un héroe político, cuya tarea era elaborar las instituciones de la sociedad, dejando a su paso un orden político marcado por una sola personalidad. Los romanos, al contrario, consideraban la conducción como una actividad política que debía adaptarse a exigencias institucionales preestablecidas. Intuían que las instituciones funcionan como una especie de denominador común de la acción, que exigía que el actor político respetara las convenciones establecidas y las invariables expectativas. Estas conformidades tenían como efecto nivelar la grandeza individual; mejor dicho, identificarla con el sistema político mismo. Los límites impuestos a la conducción por las exigencias institucionales ejercían también un efecto significati­ vo sobre la índole de la acción política. Una institución, tal como una asamblea o un cuerpo administrativo, es un complejo de acciones hu­ manas que, para que pueda producir una decisión, debe ser integrado y coordinado. Aun en el mejor de los casos, la coordinación tiende a ser imperfecta; en consecuencia, los objetivos de la acción, pocas veces son logrados de modo directo. En otras palabras, la acción política pasa a ser de carácter indirecto: entre la palabra y el hecho se inter­ pone el medio distorsionante de las instituciones. Estas características de las instituciones fueron expresadas en el pensamiento político de este período a través de una crítica implícita al platonismo. La función de las instituciones en cuanto a legitimar conflictos, en cuanto a ni­ velar la grandeza política adaptándola a las exigencias de la actividad política institucional, en cuanto a hacer indirecta la acción política: todo esto sirvió para suscitar interrogantes acerca de la concepción platónica según la cual, en el acto político, una inteligencia sobrehu* mana, trabajando directamente sobre sus «materiales», trasformaba toda una comunidad. El pensamiento romano expresó una profunda desconfianza, muy similar a la de Burke, hacía esta unión de conoci­ miento arquitectónico, grandeza individual y poder político: «Catón [según informa Cicerón] solía decir que nuestra Constitución superaba a la de otros estados por el hecho de que casi todas estas na­ ciones habían sido establecidas por un solo hombre ( . . . ) La nuestra, en cambio, se basaba en el genio, no de un solo hombre, sino de mu­ chos; estaba fundada, no en una sola generación, sino en un largo pe­ ríodo de varios siglos y muchas edades de los hombres. Porque — de­ cía— nunca existió un hombre poseedor de genio tan grande que na­ da pudiera escaparle, ni las facultades combinadas de todos los hombres

que vivieran en un momento dado podían prever todas las medidas necesarias para el futuro sin ayuda de la experiencia concreta y la prueba del tiempo».31 Estas ideas fueron puestas en forma más sistemática por Polibio (d r. 200-120 a. C .), quien, pese a ser griego por educación, había adqui­ rido un conocimiento íntimo de la actividad política tanto griega como romana. Aun admitiendo que algunas constituciones griegas probaban lo que era capaz de lograr una sola inteligencia, Polibio sostenía que el ejemplo romano demostraba la existencia de otro tipo de conoci­ miento político, no basado en «ningún proceso de razonamiento», sino en la experiencia obtenida a través de «muchos esfuerzos y difi­ cultades» 32 Al reunirse los principios fundamentales del pensamiento de Polibio — el vuelco hacia una forma pragmática de conocimiento, el desprecio por las teorías de estados ideales, el uso de un método histórico y, sobre todo, la creencia de que se podía predecir el futuro a partir de una lectura correcta del pasado— , el resultado fue impri­ mir una nueva dirección a la teoría política. «En primer lugar — había declarado Platón— procuremos fundar el Estado por la palabra».88 Ahora, sin embargo, la teoría política, como la acción política, debía volverse de índole más indirecta. En vez de buscar una ubicación ventajosa «fuera» de los fenómenos políticos, que permitiera al pen­ samiento y la acción imponer un modelo al conjunto, la teoría política debía ocupar un punto de observación dentro de los fenómenos, con­ tentándose con informar acerca del rumbo de los acontecimientos ea lugar de dominarlos, y resignándose a un mundo en definitiva incon­ quistable: «[Así como] la única puesta a prueba de un hombre perfecto reside en su poder de soportar con altura y coraje los más absolutos reveses de la fortuna, también debe ser en cuanto a nuestro juicio sobre los Estados».34 De modo similar, el hondo prejuicio de Platón contra el conflicto político y la tendencia general griega a ver en el desorden un síntoma de un sistema político enfermo 35 se contraponían con los fenómenos de intensa rivalidad política que caracterizaba la vida pública romana en los dos siglos anteriores al Principado. Los romanos habían verifi­ cado y perfeccionado casi todas las técnicas de administración política: la manipulación deliberada de las masas por medio de espectáculos públicos y demostraciones, y la explotación de los símbolos de las 31 De re publica, trad. por C. W . Keyes, Cambridge: H arvard University Press, 1928, II , 1, 2. 32 The histories, trad. al inglés por W . R. Patón, Cambridge: Harvard Univer­ sity Press, 1923, V I, 10; véase también cómo Polibio rechaza con cierto despre­ cio el Estado ideal de Platón, en V I, 47. 33 Laws, S» trad. al inglés por R. G. Bury, Cambridge: H arvard University Press, 1926, I I I , 702E. 34 The histories, V I, 2, trad. por Patón. 35 Además de la posición de Aristóteles, más tolerante, véanse también los co­ mentarios de Isócrates, Panegyricus (79-80), donde se acepta la actividad de la s asociaciones políticas.

creencias religiosas y políticas. Habían reducido la estrategia política a una de las bellas artes; las alianzas entre grupos de intereses y la táctica de cautivar a los partidarios de grupos rivales constituían la pauta básica de conducta en la actividad romana. Al mismo tiempo, también se practicaba con gran pericia el aspecto más sórdido de la actividad política: prebendas, soborno, compra de votos, corrupción de cuerpos electorales y venta de contratos públicos. Las elecciones mismas eran asuntos sumamente organizados, en los cuales los can­ didatos podían peticionar (petitio) al electorado enviar a sus agentes (divisores) a pedir el voto y distribuir sobornos.36 Dada la penetra­ ción general de la actividad política en Roma, no es accidental que los modernos estudiosos de la historia romana hayan considerado jus­ tificado analizar estos procesos recurriendo a conceptos como «parti­ dos», «grupos de presión» y «aparatos».37 Aunque estas ideas pueden ser objeto de interpretaciones anacrónicas, su empleo atestigua una sentida necesidad de hallar conceptos que expresen con precisión la índole de la materia abordada, dominada por la actividad política. Durante el período republicano, la actividad política tomó la forma de actividad política grupal, en la cual las oligarquías rivales — surgi­ das, en gran medida, de los mismos estratos sociales— competían por cargos públicos, prestigio y poder. Las famosas luchas entre la plebe y los patricios, y, más tarde, entre optimates y populares, fueron esen­ cialmente contiendas entre grupos rivales de la nobleza. Estos, aunque rara vez tuvieron escrúpulos para pujar por el apoyo de masas, nunca cedieron su control del juego. Centro nuclear de estas luchas fueron las grandes familias, como los Fabios, Emilios y Claudios, que lograron establecer un virtual mono­ polio sobre ciertos cargos públicos, como el consulado y la censura, y que siempre se esforzaron por restringir la pertenencia al Senado a su propio grupo, fuertemente endogámico. Para mantener y extender sus influencias, las grandes casas entraron en alianzas con familias menos importantes; el matrimonio y la adopción pasaron a ser formas suma­ mente refinadas de estrategia política. Este vuelco hacia el interés como base de la actividad política se re­ gistró, además, en una concepción modificada de la virtud. Se purgó a la amistad (amicitia) del desinterés que le atribuía Aristóteles, adap­ tándola a la actividad política grupal antes descrita. La medida en que la idea de amistad fue convertida en instrumento de estrategia política resulta evidente en el intento de Cicerón de zanjar sus dife­ rencias con Craso, escribiéndole que su carta de amistad debía ser considerada como un tratado (foedus).zs La virtud de la liberalitas también fue definida teniendo en cuenta sus usos políticos. Según la 36 H . H . Scullard, op. cit., págs. 8-30; L. Ross Taylor, Pariy polifics in the Age of Caesar, Berkeley: University of California Press, 1949, pág. 62 y sigs. 37_ Además de H . H . Scullard (op. cit.), existe un brillante y estimulante aná­ lisis de R. Syme, The Román revolution, Oxford: Clarendon Press, 2a. ed., 1952; véanse también L. Ross Taylor, op. cit.; M. Gelzer, Caesar, der Politiker tind Staatsman, Munich: Callwey, 3a. ed,, 1941. La Historia de Roma, de Mommsen, pese a su tendencia a proyectar la política alemana de mediados del siglo xix en la política de los últimos tiempos de la república romana, aún es digna de ser leída por su vigoroso sentido de lo político. 38 Citado en L. Ross Taylor, op. cit., pág. 7; citado en R Syme, op. cit., pág. 12.

interpretaba Cicerón, se relacionaba con la prudente administración de los propios recursos, de modo que los amigos pudieran beneficiar­ se. «Los vínculos comunes de la sociedad se fortalecerán mejor si se extiende la bondad a quienes se hallan más cercanos a nosotros».30 En este espíritu, la justicia era enfocada como un tipo de conocimiento útil para suscitar la cooperación de otros en cuanto a colmar nuestras necesidades «en medida plena y rebosante». En algunos momentos, el examen que hace Cicerón de la justicia en Los oficios & parece totalmente absorbido por los intrigantes problemas de por qué al­ gunos hombres trabajan voluntariamente en favor de los intereses de otro, y cuáles son las técnicas más aptas para obtener este tipo de apoyo.40 La modificación de las virtudes se vinculaba, además, con el activismo que impregnaba la filosofía ciceroniana — virtus in usu sui tota posita est— y formaba el acompañamiento lógico para el én­ fasis sobre los intereses. «Eí primer cuidado» de quienes administra­ ban la nación era ocuparse de que «cada uno tenga lo que le perte­ nece, y que los ciudadanos privados no sufran invasión de sus dere­ chos de propiedad por actos estatales».41 Dado que «las acciones pú­ blicas abarcan la esfera más vasta y afectan la vida de más gente», la forma más elevada de acción virtuosa no debía ser ubicada en la contemplación filosófica — como lo hicieron Platón y Aristóteles— , sino en el gobierno de un estado. «Se emplea la acción principalmente para proteger los intereses humanos; es indispensable para la sociedad humana y ocupa, en consecuencia, un tango superior al del mero cono­ cimiento especulativo».42 Nada revelaba mejor la distancia entre Cice­ rón y Platón que la angustia experimentada por el romano cuando su proscripción de la política activa lo obligó a ejercer la profesión de filósofo; la dificultad prevista por Platón sería obligar a los custodios a abandonar la filosofía para gobernar.

V. La política del interés La importancia asumida por el interés en la práctica y pensamientos políticos romanos sumaba un nuevo matiz de significado a la actividad política, y realzaba el carácter específico de la acción política. Los romanos habían advertido instintivamente que la legitimación del interés no solo ocasionaba una forma limitada de acción, una especie de diplomacia interna, sino que también la multiplicidad de intereses presuponía el carácter incompleto de las soluciones para las cuestiones políticas. Si la actividad política se centraba alrededor de los intereses, los problemas concomitantes debían ser resueltos sobre la misma base; es decir, sobre la base de exigencias que divergían precisamente por­ que cada una poseía una determinada particularidad que la diferen­ ciaba de otras. 39 40 41 42

De officiis, A I, xvi. Ibid., II , viii, ix. Ibid., I I , xxi. De re publica, 1, 11; De officiis, I, xiii.

«Es muy fácil lograr la armonía en un Estado en el cual los intereses de todos son los mismos, ya que la discordia surge de intereses en conflicto, allí donde diferentes medidas benefician a diferentes ciu­ dadanos».43 Las rivalidades por poder y ventajas enseñaron a los romanos algo más acerca del singular carácter de un problema político. El espectáculo habitual de grupos rivales, cada uno encabezado por dirigentes exper­ tos con más o menos las mismas motivaciones patrióticas, y que, sin embargo, proponían diferentes medidas políticas para el mismo pro­ blema, no podía sino suscitar interrogantes acerca de la índole del problema mismo. ¿Qué era, en un problema político, lo que provo­ caba una diversidad de propuestas, cada una incompatible con la otra? La respuesta más frecuente — dada, entre otros, por Platón— fue rechazar este interrogante como engañoso afirmando, en cambio, que cuando los hombres daban distintas respuestas al mismo problema la causa no residía en este, sino en el conocimiento que aquellos po­ seían de él. Sin embargo, el mero hecho de que una sociedad política pudiera soportar la rivalidad entre grupos y sobrevivir, robustecerse incluso, en medio de rápidos cambios de una a otra orientación polí­ tica, plantea la posibilidad de que el carácter de las disyuntivas políticas sea sui generis. El historiador romano Salustio hizo notar que, inicia­ da la decadencia de la sociedad romana, «la grandeza de la nación le permitió, a su vez, compensar las deficiencias de sus generales y magistrados».44 Esto no quiere decir que una sociedad política pueda soportar un número infinito de remedios fantásticos y dirigentes in­ competentes, pero sí sugiere la presencia de cierto tipo de condiciones que actúan compensando los efectos de diferentes medidas políticas alternadas o bien limitando la gama de posibles remedios que podrían ser propuestos. En el primer caso, el de las condiciones compensato­ rias, se podría aducir que en una sociedad que goza de una prosperi­ dad económica continua y en expansión — tal como Roma, de resul­ tas de su posición imperial, y luego Gran Bretaña, durante la etapa de la revolución industrial cumplida en el siglo xix, y en la actualidad Estados Unidos— puede absorber mucha experimentación y cambios en su política, aunque esta sea en parte descabellada y poco imagina­ tiva. En el segundo caso, cuando las condiciones influyen limitando la gama de remedios, surge una especie de «racionalidad política» cuando los grupos rivales están sometidos a educación y experiencia similares; gradualmente estos llegan a aceptar el mismo sistema de valores, por elevados o innobles que estos sean. Como más tarde des­ tacó San Agustín, hasta una banda de ladrones debe aceptar ciertos lí­ mites para que el grupo sobreviva. Cuando la competencia política tiene lugar dentro de un escenario en el cual existe cierto acuerdo en cuanto a las reglas y significado general de la justicia distributiva, los grupos participantes llegan a ver el mundo, en gran medida, bajo una misma luz.40 Aunque haya desacuerdo respecto de los remedios, 43 De re publica, I, xxxii, 49, trad. por Keyes. 44 Bellutn Catilinae. trad. por J. C. Rolfe, Cambridge: Harvard University Press, 1921, L U I, 5-6. 45 . .U na república es propiedad de un pueblo, pero un pueblo no es cual-

suele haber acuerdo sobre cuáles son los problemas. Además, como cada grupo puja por el apoyo de los mismos adeDtos, se ve obligado a tratar de conquistar a los partidarios de su rival adoptando un pro­ grama en gran medida similar, con solo leves cambios de énfasis. Al mismo tiempo, la rivalidad en estos términos significa que se excluye naturalmente ciertas alternativas, ya que, según los requisitos previos vigentes de la acción política eficaz, es imposible llevarla a la práctica. Ya sea que los factores que contribuyen a una conducta política ra­ cional tengan el carácter de leyes básicas, convenciones fundamentales o una moralidad política común, su continuo cumplimiento sugiere que la actividad política todavía no ha sido reducida por completo a una cuestión de interés. Vale decir que la obligación de los grupos rivales de atenerse a las reglas básicas significa nada menos que obe­ decer las reglas aun cuando no siempre sirvan a los intereses y ambi­ ciones particulares. La cuestión de si hay obligación cuando el sistema de reglas nunca sirve los intereses propios, es de otro orden. Aparte de esta situación extrema, cuando se admite el motivo del interés en la actividad política, el verdadero peligro no reside en ninguna depra­ vación moral resultante de la persecución de supuestos fines materia­ listas; el relato de la historia del hombre cuando ha luchado por fines «ideales» no es atrayente. El verdadero peligro surge, en realidad, cuando la actividad política se reduce a nada más que la persecución de intereses, cuando no se admite que se efectúe el control de cá­ nones de obligación. El ejemplo perfecto de esto es el proporcionado por la fórmula ela­ borada por Cicerón para detener la gradual erosión del sistema cons­ titucional: proponía un concordia ordinurn entre los «mejores» ele­ mentos de la sociedad romana; una alianza de los optimates contra los populares.4G Pero tal propuesta era fútil, en cuanto ninguna alianza semejante era posible, a menos que se basara en intereses; la única base capaz de unir a algunos hombres era la que los dividía de otros. Sin embargo, este dilema no fue resultado de un accidente, sino con­ secuencia ineludible del principio básico que, según Cicerón, susten­ taba el sistema romano. La razón principal para establecer una nación había sido el interés, vale decir, el deseo del hombre de conservar lo que era suyo: «Si bien la humanidad se asoció con ayuda de la naturaleza, fue la esperanza de conservar su propiedad lo que la condujo a buscar la protección de las ciudades».47 El lamento ciceroniano — «algunos pertenecen a un partido democrá­ tico, otros a un partido aristocrático, pero pocos a un partido nacio­ nal»— no era más que una evasión retórica; no se puede eliminar el quier conjunto de seres humanos reunidos de cualquier manera, sino una asam­ blea de personas en gran número, unidos en un acuerdo con respecto a la justi­ cia y una asociación para el bien común». De re publica, I, XXV, 39-xxvi, 41. 46 Pro Sestio, 97-99; véanse también H . Strasburger, Concordia O rdinum, Leipzig: Noske, 1931; C. N . Cochrane, Chrisliamty and classical culture, Lon­ dres: Oxford University Press, ed. rev , 1944, pág. 58 y sigs., y los comentarios críticos de R. Syme, op. cit., págs. 15-16, 81, 153-54. 47 De officiis, II , xxi.

interés llamándolo «nacional» ni ubicándolo en algún dominio miste­ rioso, por encima de la política. Hacia mediados del siglo i a. C,, comenzaron a hacerse evidentes las limitaciones de la política del interés. La expansión imperial; la enor­ me afluencia de riqueza a Roma; las oportunidades, aparentemente infinitas, para la ambición política, intensificaron el ritmo de la acti­ vidad política y volvieron impacientes a los hombres con respecto a las limitaciones tradicionales y los procedimientos acostumbrados. La fluidez de la situación permitía al aventurero político evitar el largo y arduo ascenso por los diversos escalones de la función pública pres­ critos por el cursus honortim. Tácito escribía: «Así perecieron mu­ chos; incluso hombres buenos, que desdeñaron el éxito lento y seguro para apresurarse, aun a costa del desastre, hacia una grandeza prema­ tura».48 Redobló la violencia de la lucha partidaria, causando una pre­ sión intolerable sobre los procesos constitucionales. Las reglas básicas de la vida política — definidas por Cicerón como igual protección ante la ley y aceptación común de la ley como lazo inviolable de la socie­ dad (lex sil civilis societatis vinculum)— 49 perdían significado cons­ tantemente. El terror, las proscripciones, la confiscación de propieda­ des de la oposición, y el creciente recurso a ejércitos privados pasaron a ser las técnicas predominantes. La actividad política dejó de ser riva­ lidad para convertirse en guerra. Los frecuentes llamados expresados por un Cicerón o un Catón en favor del renacimiento de los antiguos valores y virtudes sonaba a hueco, porque una prolongada instrucción en la política del interés había condicionado a los romanos a descon­ fiar de su propio vocabulario político. La queja de Catón — «hace mucho que hemos perdido los nombres verdaderos de las cosas»— 50 formaba parte de la prueba de que las palabras fundamentales que comunicaban el consenso político romano — libertas, auctoritas, pietas, mos rnaiomm— eran manipuladas como consignas partidarias desde hacía tanto tiempo, que parecían más disfraces de la realidad que in­ dicadores de ella. A medida que llegaban a desconfiar de las formali­ dades de la actividad política, los hombres comenzaron instintivamen­ te a estar alerta por el interés oculto «detrás» de las frases altisonan­ tes; el «verdadero» motivo escondido bajo las santurronerías públicas. «Simulando preocuparse por el bienestar público — dijo Salustio— cada uno trabajaba, en realidad, para su propio beneficio».51 Los ro­ manos habían aprendido la dura verdad contenida en el aforismo aris­ totélico, según el cual, cuando prevalecen «ideologías» particulares, cuando los significados públicos aparecen determinados exclusivamen­ te por los intereses de quienes poseen poder suficiente para imponer sus interpretaciones particulares, se hace sumamente difícil mantener el consenso. Sin embargo, una sociedad no puede soportar durante mucho tiempo un conflicto político incontrolado; la reacción inevita­ 48 Annals, & I I I , 66. 49 B e legibus, I, XXV, 39, xxxii, 49. 50 Salustio, Bellum Catilinae, L II, II. 51 Bellum Catilinae, X X X V III, 3-4, trad. por Rolfe; véanse también los co­ mentarios en R. Syme, op. cit., pág. 153 y sigs., y C. Wirszubski, Libertas as a political idea at Rorne during the late republic and early principate, Cambrid­ ge: Cambridge University Press, 1950, pág. 31 y sigs.

ble es exigir la paz a cualquier precio. «No había costumbres ni leyes», dijo Tácito, hasta que la sociedad, agotada por la violenta actividad política de fines de la república, halló refugio en un régimen destinado a eliminar toda actividad política, salvo la más controlada. El Prin­ cipado de Augusto fue resumido por Lucano en palabras que también sirvieron de epitafio para la política romana: «Cura domino pax ista venit».a~

VI. De la asociación política a la organización de poder La declinante significación de la participación política; el fracaso en la lucha por mantener las instituciones republicanas; el ingenioso uso de una fachada constitucional para ocultar el surgimiento de la monar­ quía, y la creciente importancia de la burocracia, evidenciaron que ahora los hombres eran gobernados por una organización de poder y no por una asociación política. Al destacar el aspecto de poder de la nueva organización política, no pretendo sostener que, antes de la época imperial, los hombres se hayan negado a admitir que el poder era una parte esencial del gobierno. Solo he sugerido que el poder asumió preeminencia como señal distintiva del gobierno, sobre todo porque los demás factores de la sociedad política eran reducidos a una importancia secundaria. Aunque advirtieron el fenómeno del poder, Platón y Aristóteles lo insertaron en un contexto de consideraciones que lo controlaban. Según ellos, la asociación política existía para servirlas necesidades materiales y culturales de sus integrantes; y aun­ que el poder era necesario para coordinar y orientar las actividades humanas a fin de que dichas necesidades fueran satisfechas lo mejor posible, esto no quería decir que constituyese el rasgo principal de una asociación compuesta de partes que contribuyen a ella. Pero cuan­ do estos factores perdieron su fuerza determinante, quedó abierto el camino para considerar al poder como hecho político central. La tran­ sición al nuevo enfoque del poder había quedado claramente regis­ trada en el pensamiento político de Polibio. Este procuró explicar, en sus Historias,*** el rápido surgimiento de la supremacía romana, ad­ mitiendo que la concepción predominante en su estudio era la natu­ raleza del poder: «cómo, y en virtud de qué instituciones políticas es­ pecíficas, sucedió que en menos de treinta y cinco años casi el mundo entero fue vencido y cayó bajo el único dominio de Roma, algo como nunca había ocurrido hasta entonces».53 A partir de aquí, Polibio fue llevado a formular interrogantes acerca de la naturaleza del poder: ¿Cuáles fueron las causas de los triunfos militares y expansión polí­ tica de Roma? ¿Por qué esta tuvo éxito donde otros estados habían fracasado? ¿Había un patrón regular para el ascenso y caída de diver­ sos tipos de estados? Y cuando Polibio halló la respuesta, esta resultó 52 Pharsalia, I, 670. 53 The histories, V I, 2, trad. por "W. R. Patón. Puede hallarse un excelente examen de la relación entre las ideas de Polibio y las circunstancias de su época en K. von Fritz, The theory o f the m ixed constitution in antiquity, Nueva York: Columbia University Press, 1954.

ser una receta para la organización adecuada del poder por medio de un equilibrio institucional. La naturaleza del poder de las nuevas organizaciones se reflejaba en el giro adoptado por la concepción de la ciudadanía vigente a fines del período romano. En Roma, la categoría de ciudadano era altamente valorada; pero, una vez pasado el breve período de republicanismo, el ciudadano del Principado y Dominio pasó a ser considerado más como súbdito que como participante; es decir, como alguien que obe­ decía los dictados de la autoridad. Al mismo tiempo, la psicología que determinaba la posesión de derechos era dictada como una res­ puesta al poder. Para compensar la pérdida de identidad con la comu­ nidad, los hombres buscaron garantías legales contra la comunidad. En la reveladora definición de Cicerón, «la señal específica de una co­ munidad libre» consistía en el principio según el cual era ilegal violar los privilegios cívicos o h propiedad privada de un individuo, salvo mediante decisiones del Senado, el pueblo o un tribunal adecuado.'34 De allí en adelante, el elemento de participación pasó a tener impor­ tancia secundaria,55 y la ciudadanía tuvo como función operativa pro­ porcionar el único terreno común o lugar de encuentro de hombres que, por lo demás, se distinguían nítidamente a causa de sus diferencias sociales, económicas, religiosas y culturales. Lo político de la comu­ nidad residía en la función que cumplía superando la heterogeneidad, la cantidad y el espacio. Este cambio fue puesto de relieve por un suceso dramático: cuando Pablo, apóstol de una secta perseguida y hostil, preguntó al centurión: «¿Flagelarás a quien es romano y no ha sido condenado?». Si preguntamos cuál fue la respuesta intelectual a la primacía del poder, nada demuestra mejor el fracaso de la filosofía política que su incapacidad de explicar, en términos políticos, este hecho funda­ mental de la vida política de esa época. Ante el poder, un impulso de la filosofía fue huir buscando refugio en una «edad de oro», si­ tuada en algún momento del pasado prepolítico. Hallamos esta idea en numerosos autores, pero el detalle significativo es que describieron la humanidad en una sociedad limpia de todo rasgo político: en el estado de inocencia política no habían existido ley, coerción, propie­ dad ni conflicto.oñ O tro impulso, mucho más vigoroso, pero igualmente apolítico, fue el de saturar al poder con símbolos e imaginería reli­ giosos. Durante gran parte del período helenístico, y de nuevo en los siglos posteriores al establecimiento del Principado de Augusto, no predominó el naturalismo de un Polibio, sino una concepción sobre^naturalista del poder. Esto fue un indicio infalible de que los hombres habían llegado a buscar, en el régimen político, algo situado por en­ cima da sus necesidades materiales e intelectuales; algo semejante a la salvación. Si los hombres no podían escapar del poder refugiándose en la edad de oro ni en la ciudad universal de la razón, lo interpreta­ rían de otra forma, tratándolo como la fuerza salvadora que cimen­ taba al mundo político. Ya en épocas helenísticas, las teorías sobre la dignidad real habían revelado una tendencia en la cual el gobernante 54 De Domo Sua, 33. 55 Véase C. Wirszubski, op. cit., págs. 9-15 y las referencias allí citadas. 56 Tácito, Annals, I I I , 26; Séneca, Epistulae morales, XC, 4 y sigs.

aparecía como símbolo de los temores y anhelos de los desposeídos políticos.57 En los escritos de esa época, los demás elementos de una teoría política pasaban a segundo plano, y el gobernante se destacaba solo y lejano. El destino del cuerpo político era confiado al carácter moral y previsión de su jefe de gobierno. Este era el único instrumen­ to del divino logos, de esa fuerza salvadora capaz, por su mediación, de regenerar a la sociedad y sus miembros; solo él podía librar al mundo de conflictos, convirtiéndolo en una réplica de la homonoia divina; en consecuencia, se lo debía adorar con los nombres de Sal­ vador, Dios Manifiesto, Benefactor y Creador. Estos mismos temas fueron retomados por los poetas de la era de Augusto, Virgilio y Horacio, quienes los incorporaron a patrones semirreligiosos. Augusto era descrito como un salvador político llegado «para socorrer a un mundo en ruinas» y trasformar «una era de violencia» en otra de paz.38 Los poetas solo consiguieron decorar al absolutismo con hermosos mitos; la filosofía, aunque menos vis­ tosa, fue igualmente fútil. Si tomamos como ejemplo De la clemen­ cia/* de Séneca, comprobamos que el absolutismo ha paralizado ía capacidad de la filosofía para hacer otra cosa que ofrecer alivio. Todo el mundo político de Séneca estaba empequeñecido por la imponente figura del gobernante absoluto, y dependía por completo c!el menor capricho de este: «Los muchos miles de espadas que son contenidas por mi paz serán sacadas a una señal mía; qué naciones quedarán totalmente destruidas, cuáles recibirán el don de la libertad, a cuáles se le quitará ( . . . ) esto lo decreto vo».59 El emperador era «el vínculo que une a la nación, el aliento vital que respiran todos estos miles»; sin él, la sociedad entera se precipi­ taría a su propia destrucción. Ante este terrible poder, la orgullosa tradición de la filosofía quedaba reducida a una servil impotencia; no quedaba más que Séneca rogando a Nerón que moderara su absolu­ tismo con la piedad {ciernentia) .60 Esta creencia en un salvador polí­ tico, así como los persistentes intentos de asimilar el gobernante a una deidad y describir el gobierno de la sociedad humana como aná­ logo al dominio de Dios sobre el cosmos, eran temas que reflejaban en qué medida profunda los elementos políticos y religiosos se habían 57 Compárese Tácito, Annals, II, 33, con I I I , 54. 58 ÁeneidjSz I, 286 y sigs.: Georgias,Si I, 500 y sigs. No es motivo de sor­ presa el que en las alabanzas ofrecidas Augusto haya habido rastros de las antiguas formas y lenguaje utilizados para adorar a Alejandro; véase R. Symc, op, cit., pág. 305 y referencias allí citadas. 59 De Clementia, trad. por J. W . Basore, Cambridge: Harvard University Press, 1928, I, i, 2-3. 60 Ibid., I, iv, I. Puede verse la medida en que el emperador se había elevado por encima de la sociedad política en las palabras iniciales del edicto _de_ Diocleciano sobre fijación de precios (303 a. C .): «Es adecuado, por consiguiente, que nosotros, que somos los padres de la raza humana, miremos^ hacia el futuro a fin de conceder, mediante los remedios de nuestra previsión, un alivio que el género humano ansiaba desde hacía tiempo, pero no podía obtener por si solo»; citado en M. P. Charlesworth, «The virtues of a Román emperor». Vroceedings of the British Academy, vol. 23, 1937, págs. 105-33, esp. pág. 111.

mezclado en las mentes de los hombres. De diversas maneras, se hacía discernible la cualidad «política» en la concepción del gobernante, el súbdito y la sociedad. Al mismo tiempo, desde el siglo iv a. C., hasta bien entrada la era cristiana, los hombres pensaron con frecuencia en la Deidad en términos en gran medida políticos. De aquí surgió una situación paradójica en que la naturaleza del gobierno de Dios era interpretado a través de categorías políticas, y el gobernante humano, a través de categorías religiosas; la monarquía se convirtió en justifi­ cación para el monoteísmo, y este para la monarquía.61 En el diálogo Octavio, compuesto en el siglo i i i d. C., por el escritor cristiano Minucio Félix, uno de los interlocutores dice: «Ya que no dudas de que exista la Providencia, seguramente no creerá que necesitemos averi­ guar si el reino celestial es gobernado por el dominio de uno o por el control de varios». El toque definitivo a estas confusiones de vocabu­ lario fue proporcionado por otro cristiano, Justino M ártir, en su Diálogo, donde el valor de la filosofía era defendido con este comen­ tario: «¿Acaso todas las discusiones de los filósofos no se refieren a Dios, y no están siempre haciendo preguntas acerca de su providencia y monarquía?».63

VII. Decadencia de la filosofía política Volviendo la mirada hacia los tipos de especulación política subsi­ guientes a la muerte de Aristóteles, resulta evidente que el carácter apolítico de la vida había sido fielmente descrito, pero sin que sur­ giera ninguna filosofía verdaderamente política. Lo que pasaba por pensamiento político había sido, a menudo, radicalmente apolítico; se había buscado el significado de la existencia política sólo para que los hombres pudieran escapar de él con más facilidad. No se trataba de que las filosofías helenísticas hubieran criticado las sociedades po­ líticas existentes, ni siquiera de que hubieran encaminado su pensa­ miento hacia una sociedad trascendente, sino de que habían reaccio­ nado ante el surgimiento de sociedades impersonales en gran escala proyectando el retrato de una sociedad sin límite discernible alguno. En apariencia, la declinación de la polis como centro nuclear de la existencia humana había privado al pensamiento político de su núcleo bá­ 61 Ibid., pág. 121. El entremezdamiento de temas políticos y religiosos es exa­ minado a fondo en los siguientes trabajos: M. P . Nilsson, Greek piety, trad. al inglés por H . J. Rose, Oxford: Clarendon Press, 1948, págs. 85, 118-24; E. Peterson, «Der Monotheismus ais politisches Problem», en Theologische Traktate, Munich: Hochland-Bucherei, 1951, pág. 52 y sigs.; E. Barker, From Alexan der. . op. cit., parte I I I , cap. 3; E. R. Goodenough, passim; L. Delatte, passim-, M. P. Charlesworth puso de relieve los preparativos griegos para los posteriores cultos romanos del gobernante en «Some observations on ruler-cult especially in Rome», Harvard Theological Review, vol. 28, 1935, págs. 5-44; también es interesante «Providentia and Aeternitas», por el mismo autor, ibid, vol. 29, 1936, págs. 103-32. Los tratados, O n monarcby, de Dión Crisóstomo y el Vanegyric on Trujan,& de Plinio el Joven, están llenos de pasajes pertinentes. 62 Citado en M. P. Charlesworth, «The virtues of a Román emperor», op. cit., pág. 121.

sico de análisis, que aquel no pudo sustituir. Sin la polis, la filosofía política había quedado reducida a la condición de un objeto de estu­ dio en busca del contexto pertinente. En lugar de redefinir las nuevas sociedades en términos políticos, la filosofía política se trasformó en una especie de filosofía moral, dirigida no a tal o cual ciudad, sino a toda la humanidad. Cuando Eratóstenes aconsejaba a Alejandro que no tuviera en cuenta la distinción establecida por Aristóteles entre griegos y bárbaros, para gobernar en cambio dividiendo a los hombres en «buenos» y «malos», esto marcó no solo un paso hacia una con­ cepción de la igualdad racial, sino una etapa en la decadencia de la filosofía política. La distinción aristotélica había sido derivada de un juicio esencialmente político sobre la competencia de los griegos para asumir responsabilidades políticas. Observaba Aristóteles: «Los pueblos nordeuropeos han conservado su libertad, pero sin de­ mostrar capacidad alguna para el desarrollo político, ni para gobernar a otros. Los asiáticos adolecían de un espíritu servil; por eso conti­ nuaron siendo súbditos y esclavos».63 El consejo de Eratóstenes indicaba que el pensamiento político, como la polis misma, había sido reemplazado por algo más vasto, más vago y menos político. Lo «moral» había invalidado lo «político», porque lo moral y lo «bueno» habían pasado a ser definidos respecto de lo que trascendía una sociedad determinada, existente en el tiempo y el espacio. El suicidio de Séneca fue el símbolo dramático del colapso de una tradición de la filosofía política que había reemplazado su ele­ mento político por un insípido moralismo.

63 Politics, 1521b.

1 05

4. Principios de la era cristiana: Tiempo y comunidad

«Ya no sois extraños y extranjeros, jz«o conciudadanos de los san­ tos . . .». «. , . Nuestra nación ya existe para nosotros en el cielo». San Pablo.

I. El elemento político en el cristianismo primitivo: la nueva noción de comunidad Los agitados siglos posteriores al establecimiento de la monarquía im­ perial en Roma hallaron más empobrecida que nunca la tradición del pensamiento político occidental. El fracaso había sido total: fracaso en cuanto a encarar las consecuencias de la concentración del poder; fra­ caso en cuanto a indicar métodos y medios de recobrar un sentido de pertenencia participante en la sociedad, y fracaso en cuanto a preser­ var la integridad que distinguía al conocimiento político. Los pensa­ dores helenísticos y romanos se habían esforzado por explicar las nue­ vas magnitudes de la actividad política, la ampliación del espacio, la centralización del poder y el aumento sin precedentes del electorado; pero terminaron por confesar que no podían ofrecer nuevas construc­ ciones teóricas que fueran políticas e inteligibles al mismo tiempo. El intento de ordenar los fenómenos políticos mediante categorías cos­ mológicas sugiere que, hasta entonces, las recientemente ampliadas magnitudes de la actividad política habían sobrepasado la comprensión política hasta tal punto que solo parecerían pertinentes los conceptos cósmicos. La reconstrucción del pensamiento político resultó ser un proceso lar­ go y arduo, que duró varios siglos y manifestó singulares virajes y vuelcos. Este proceso comenzó en paradoja y concluyó en ironía. Ante la defección de la filosofía, le tocó al cristianismo revivificar el pensa­ miento político. Quizás esto parezca paradójico, teniendo en cuenta la creencia habitual de que el cristianismo, en su fase inicial, profesaba una resuelta indiferencia hacia las cuestiones políticas y sociales, y de que sus partidarios parecían absorbidos por preocupaciones de ultra­ tumba. Concedamos que no es difícil reunir pruebas para demostrar que los cristianos, en los dos primeros siglos, negaban que los asuntos políticos tuviesen importancia alguna con respecto al problema fun­ damental de la existencia humana. Esperanzados como estaban en que los «últimos días» eran inminentes, ¿qué necesidad tenían de recurrir a la actividad política, si el orden político era parte de un esquema destinado a desaparecer en el Apocalipsis? Había dicho Jesús: «Mi

reino no es de este mundo ( . . . ) Que quienes andan entre las cosas de este mund;' vivan como si no estuvieran absorbidos por él, ya que la actual apariencia de las cosas es pasajera».1 La orientación apolítica del cristianismo primitivo parecía recibir confirmación adicional por su manera de establecer gradualmente una identidad distinta del ju­ daismo. En efecto, la experiencia religiosa de los judíos había estado fuertemente teñida de elementos políticos; Iglesia y nación habían sido un solo concepto. Los términos del pacto entre Jehová y su pue­ blo elegido habían sido interpretados a menudo como si prometieran el triunfo de la nación, el establecimiento de un reino político que permitiría a los judíos gobernar sobre el resto del mundo. La figura del mesías, a su vez, aparecía no tanto como agente de redención, sino como restauradora d;I reino davídico.2 En las enseñanzas del cristia­ nismo primitivo, en cambio, el rechazo del nacionalismo judío — «ni griego ni judío, circuncisión ni incircuncisión»— y la dramática nega­ tiva de Jesús a aceptar el papel de rey-mesías, agregaron coherencia adicional a la afirmación del nuevo movimiento de hallarse por enci­ ma de la actividad política.3 Dadas estas tendencias marcadamente apolíticas, la tesis según la cual la nueva religión contribuyó sustancialmente a la revitalización de la teoría política solo puede ser mantenida sí se adopta un enfoque un tanto heterodoxo. En la mayoría de los análisis del tema se co­ mienza por aceptar de modo literal la afirmación cristiana en el sen­ tido de ser un movimiento políticamente virgen. Esto conduce a una especie de interpretación hegeliana, en la cual los numerosos contactos entre la nueva secta y el orden político son vistos como una conver­ gencia dialéctica, donde ¡a tesis puramente política se encuentra con la antítesis puramente religiosa. En este capítulo cuestionaré esta in­ terpretación. La importancia del pensamiento cristiano para la tradi­ ción política occidental reside, no tanto en su actitud ante el orden político, sino primordialmente en su actitud ante el orden religioso. El intento de los cristianos de comprender su propia vida grupal pro­ porcionó una nueva y muy necesaria fuente de ideas al pensamiento político occidental. El cristianismo tuvo éxito allí donde habían fra­ 1 Juan 18:36; Romanos 12:2; I Corintios 7:31. 2 Daniel 7:9, 13, 27. Véase también H . Lietzmann, A history_ of the early church, Londres: Lutterw orth Press, 4 vols., 1949-1951, vol. I, pág. 25 y sigs.; R. Bultmann, Primitive christianity in its contemporary setting, Nueva York: Meridian, 1956, págs. 35-40, 59-93; G . F. Moore, Judaism, Cambridge: H ar­ vard University Press, 3 vois., 1927-1930, vol. I, pág. 219 y sigs. 3 Colosenses 3:11; Mateo 4:2-11; Gálatas 3:28. Véase también J. Lebreton y J. Zeiller, The history of the primitive church, trad. al inglés por E C. Messinger, Londres: Burns, Oates, and Washbourne, 4 vols., 1942-1947, vol. I, págs, 42-43. Salmos X V II contiene una descripción del rey-mesías, junto con marcados elementos de nacionalismo farisaico. Es incluso posible que la despolitización de la figura del mesías haya contribuido a la reacción judía ante el «escándalo de la Cruz»; pata los judíos el Mesías representaba no solo el cum­ plimiento de una promesa religiosa, sino un rey; es decir, una figura política que conduciría al pueblo elegido a la supremacía política. Por eso cuando el autoprcclamado Mesías, indefenso y abandonado, fue crucificado por los roma­ n o s,’a los judíos les resultó difícil identificarlo con el héroe político triunfante de la tradición judía. Véase la explicación en J. Lebreton y J. Zeiller, op. cit., vol. I, págs. 58-59.

casado las filosofías helenística y clásica del último período, porque propuso un ideal de comunidad nuevo y vigoroso, que convocaba a los hombres a una vida de participación significativa. Aunque la natura­ leza de esta comunidad contrastaba vividamente con los ideales clási­ cos, aunque su finalidad última se situaba más allá del tiempo y del espacio, contenía, no obstante, ideales de solidaridad y pertenencia destinados a dejar una marca perdurable — y no siempre para bien— en la tradición occidental de pensamiento político. Al mismo tiempo, el movimiento se trasformó con rapidez en una forma social más com­ plicada que un cuerpo de creyentes unido en el fervor y el misterio; la comunidad mística no tardó en encerrarse en su propia estructura de gobierno. Esto, como veremos, generó nuevos problemas, igual­ mente pertinentes para el pensamiento político. En estos procesos hubo también ironía. La notable expansión del cristianismo, y la evolución de su, compleja vida institucional, fueron acompañadas por una politización de la Iglesia, tanto en su conducta como en su lenguaje, cuyo involuntario efecto fue continuar la educa­ ción política de Occidente. Al perseguir fines religiosos, la conducción de la Iglesia se vio obligada a adoptar modos políticos de conducta y modalidades políticas de pensamiento. La prolongada tradición de ci­ vilidad construida «dentro» de la Iglesia, y que cobró tanto mayor importancia cuanto que aquella actuaba como legatario residual del Imperio Romano, puso a Occidente en deuda eterna, pues la experien­ cia significaba, nada menos, que se preservaban modos políticos de pensar y actuar. La ironía, sin embargo, reside en el hecho de que la Iglesia pagó un precio — una pérdida de vitalidad religiosa— que fue estrictamente exigido durante la Reforma. El debilitamiento de la Iglesia permitió que gobernantes temporales establecieran su liber­ tad de acción y demostraran lo bien que habían aprendido sus lecciones políticas; pero, además, la politización del pensamiento religioso — que acompañaba la fusión de la identidad religiosa de la Iglesia en un compuesto político-religioso— abrió camino al desarrollo de un cuerpo autónomo de teoría política, que una teología comprometida no podía abarcar. Estos procesos tuvieron inicio en un suceso que la teoría política suele pasar por alto, pero que fue decisivo desde el punto de vista de los cristianos primitivos. El drama de la Crucifixión había sido represen­ tado contra un telón de fondo político; el Señor de los cristianos fue ejecutado por orden de un régimen político.4 Este acto imposibilitó que los cristianos adoptaran una actitud estrictamente neutral respec­ to del orden político. Por añadidura, el complejo punto de vista adop­ tado por el cristiano hacia su propia situación lo obligaba a enfrentar­ se con el orden político. Aunque expresaba desdén por el «mundo», y su convicción acerca de la fugacidad de este era fortalecida por los períodos de persecución romana, su enfoque no era comparable al clá­ sico culto del apartamiento, donde el hombre sabio buscaba una for­ 4 Lucas 13:32-33, y el examen efectuado por O . Cullmann, The State in the Nety Testam enté* Nueva York: Scribner’s, 1956, pág. 24 y sigs. La hostilidad cristiana hacia el estado romano es abordada en A. J. y R. W . Carlyle, A history of medioeval political theory in the W est, Londres: Blackwood, 6 vols., 19031936, vol. I, págs. 91-97.

taleza de inexpugnable virtud que le permitiera resistir los golpes del azar y el destino. Las actitudes políticas del cristiano nacían, en cam­ bio, de tensiones inherentes a la índole de la convocatoria que se le formulaba. Se lo llamaba a luchar por una nueva vida, mientras se hallaba atrapado dentro de la antigua. El resultado era una continua tensión entre las realidades no trasfiguradas de la existencia política y social, y la promesa de «cielos nuevos y una tierra nueva en los cua­ les more la justicia».5 A veces la tensión se quebraba en un éxtasis milenarista, y los hombres cifraban sus esperanzas en «la ultima hora» que pondría fin a los males e injusticias de la vida política y social.6 Sin embargo, la incertidumbre que rodeaba el segundo advenimiento •de Cristo hacía inevitable que los cristianos debieran buscar algún modas vivendi con el mundo de los magistrados, recaudadores de im­ puestos y oficiales de justicia. Una expresión de esto fue la distinción establecida por Pablo entre las obligaciones debidas a la autoridad po­ lítica y las reservadas a Dios.7 Al exhortar a los cristianos a dar al César lo que le correspondía, Pablo no quiso sugerir que las lealtades cívicas estuvieran totalmente separadas de las religiosas, y que, en consecuencia, el orden político existiera en deslucido aislamiento res­ pecto del resto de la creación divina. La lección de Pablo tuvo signifi­ cación crítica porque situó al orden político dentro de la economía di­ vina, obligando así a los cristianos a enfrentarlo: «Porque por Él fueron creadas todas las cosas que están en los cielos y que están en la tierra, visibles e invisibles; ya sean tronos, dominacio­ nes, principados o potestades: todo fue creado por Él y para Él».8 Pese al intento de Pablo de hacer lugar al orden político en el esque­ ma cristiano, dentro del cristianismo primitivo actuaban fuerzas po­ derosas que impedían una integración total. Persistía un sentimiento de extrañamiento político. El que Pablo haya creído necesario inter­ venir vigorosamente en defensa de la autoridad política — «las autori­ dades que existen han sido ordenadas por Dios ( . . . ) en consecuencia, quien resiste a la autoridad resiste a la disposición de Dios ( . . . ) de donde es menester que estéis sometidos, no solo por temor de la ira, sino también por razones de conciencia»— 0 evidenciaba la honda in­ quietud que existía en las relaciones entre los cristianos y el orden político.10 Esto se explica, en parte, por las dificultades psicológicas que experimentaba una secta hostigada y perseguida en una sociedad hostil. Si los cristianos hubieran sentido una lealtad natural y espon­ tánea hacia sus gobernantes romanos, Pablo no habría tenido que ale­ gar en favor de la obediencia política en un lenguaje tan enfático. 5 I I Pedro 3:13. 6 I Pedro 1:4-13; 4:7-8; Bernabé 15:1-9; Juan 7:7; 14:17; 16:2; 33; Epístola a los hebreos 1:10; XI-.15-16; D idaché 9-10 (u n manual primitivo de instruc­ ción pata los conversos cristianos, que probablemente date del siglo I I ) . 7 Romanos xiii. 8 Colosenses 1:16, y el comentario de O . Cullmann, op. cit., pág. 50 y sigs.; cf. también G . B. Caird, Principalities and powers. A study in Paultne theology, Oxford: G arendon Press, 1956. 9 Romanos 13:1-5. 10 O . Cullmann, op. cit., pág. 50 y sigs.

Pero, dejando de lado las explicaciones psicológicas, las presiones po­ líticas ambivalentes propias de un compromiso limitado y un desen­ tendimiento básico pueden ser comprendidas más plenamente en fun­ ción de otros factores. En primer lugar, la actitud política cristiana ex­ presaba la mentalidad de un grupo que se consideraba fuera del orden político. Cualquiera que fuese la frecuencia con que los primeros di­ rigentes cristianos rogaran a los fieles obediencia hacia sus gobernantes políticos, o el vigor con que insistieran en la santidad de las obligacio­ nes políticas, no lograban disipar la impresión de una distancia infran­ queable entre el punto de mira cristiano para las cuestiones políticas y el locus real de estas. «Y que no os conforméis a este mundo, sino que os trasforméis mediante la renovación de vuestra mente . . -».11 No se debe entender esta actitud como mera alienación, o expresión de una necesidad insatisfecha de pertenencia. Tampoco se la debe ex­ plicar en términos de los rígidos contrastes establecidos por los cris­ tianos entre bienes eternos y temporales, entre la vida del espíritu ofrecida por el Evangelio y la vida de la carne simbolizada por las relaciones políticas y sociales. Lo fundamental para comprender toda la gama de actitudes políticas cristianas es que estas provinieron de un grupo que ya se consideraba en una sociedad mucho más pura y de fines más elevados: «un linaje escogido, sacerdocio real, gente san­ ta, pueblo singular . . ,».12 Todos estos componentes del complejo político cristiano fueron muy bien ilustrados por el pensamiento de Tertuliano.* En este aparecía el aguzado sentido de separación respecto del orden político: «el he­ cho de que Cristo rechazó un reino terrenal debería bastar para con­ vencerte de que todos los poderes y dignidades profanos son, no sola­ mente ajenos a Dios, sino hostiles a él». Aparecía también la confianza derivada de ser miembro de una sociedad mejor: «Somos un cuerpo unido como tal por una misma profesión religiosa, por una disciplina única y por el vínculo de una esperanza comparti­ da ( . . . ) Tu ciudadanía, tus magistraturas, y el nombre mismo de tu. curia, es Iglesia de Cristo ( . . . ) Eres extranjero en este mundo, y ciudadano de la ciudad de Jerusalén, que está allá arriba».13 Al mismo tiempo, había renuencia a apartarse totalmente, a negar que los cristianos fueran parte de la sociedad «exterior»: «vivimos con vosotros en este mundo; no carecemos de foro, ni de baños públicos, 11 Romanos 12:2. 12 I Pedro 2:9. * Tertuliano (cir. 160-220 a. C.) ha sido llamado, junto con San Agustín, «el más grande teólogo del período patrístico». Nacido en una familia africana y pagana, recibió una educación jurídica y clásica que dejó en su pensamiento una huella duradera, aun después de su conversión. No tardó en convertirse en uno de los más eficaces apologistas del cristianismo, durante el período en que este fue perseguido, y fue el primer teólogo cristiano que escribió en latín. Más tarde se unió a los montañistas, una secta rigorista y «entusiasta», y volvió su talento contra la Iglesia. Eventualmente rompió con el montañismo para formar su propia secta Pese a su vinculación con herejías, efectuó perdurables contribuciones a las doctrinas trinitaria y cristológica. 13 Apologeticus, 39; De Corona, 13.

tabernas, tiendas ( . . . ) y otros sitios de contacto. Además, navega­ mos con vosotros, servimos en vuestros ejércitos, trabajamos con vo­ sotros en el campo, y comerciamos con vosotros».11 Más adelante procuraremos indicar más exactamente la naturaleza «política» de esta comunidad: cómo llegaron los cristianos a expresar su vida común a través de un vocabulario cada vez más político y cómo la Iglesia — al desarrollar muchos de los atributos y enfrentar muchos de los problemas que se solía considerar específicamente polí­ ticos— llegó a la postre a clasificar su propia vida comunal como superior de modo intrínseco a una sociedad política, no meramente se­ gún la pauta obvia de la espiritualidad, sino según criterios políticos y sociales. En otras palabras, la sociedad política sería desafiada en su propio terreno por una sociedad de la Iglesia que se había convertido, como lo expresó Newman, en un «contrarreino». Por ahora, sin em­ bargo, nos interesa solamente subrayar que la comprensión cristiana del orden político exterior — su criterio en cuanto al alcance de los poderes de este, la medida de sus legítimas obligaciones y su utilidad general— no expresaba los anhelos frustrados de algunas almas des­ heredadas en busca de comunidad; representaba, más bien, los de un grupo cuya solidaridad era asegurada por un profundo sentido de pertenencia: «Los cristianos no se distinguen del resto de la humanidad por su nacionalidad, lenguaje o costumbres ( . . . ) Si bien viven en ciudades tanto griegas como orientales ( . . . ) y siguen las costumbres del país ( . . . ) ostentan el status notable y confesadamente asombroso de su [propia] ciudadanía. Viven en sus propios países como visitantes. Comparten todo como ciudadanos; soportan todo como extranjeros ( . . . ) Pasan su vida en la tierra, pero son ciudadanos del cielo».15 La concepción sostenida por los cristianos sobre la naturaleza de su comunidad estaba destinada a ejercer efectos de mucho alcance sobre las posteriores ideas sociales y políticas. Toda una gama de categorías tradicionales fue trastornada o modificada; categorías referentes a la pertenencia a la sociedad, la unidad social, los tipos de fines que po­ dían ser logrados en común y las relaciones que se debía establecer entre dirigentes y miembros. El primer aspecto que hay que observar es que los autores cristianos vieron en Cristo a un arquitecto de la comunidad, «el nuevo legislador», según palabras de Justino M ártir. De acuerdo con Orígenes,* Cristo «inició un entrelazamiento de la na­ turaleza divina con la humana, para que la naturaleza humana, por me­ 14 De Idololatria, 18-19. 15 Epislle to Diognetus, en H . Bettenson, ed., The early Christian Fatbers, Lon­ dres: Oxford University Press, 1956, pág. 74; en adelante esta colección será citada simplemente como H . Bettenson, Fatbers. La época y autoría de la Epistle son inciertas, aunque se la suele situar en los siglos II o II I. * Orígenes (cir. 185-254 d. C.) nació en Egipto, educándose en Alejandría. Se lo considera el más grande apologista griego de la religión cristiana. Educado en la filosofía clásica, y especialmente en su versión neoplatónica, se esforzó por construir una teología filosófica a partir del platonismo y el cristianismo. Aunque luego fueron declaradas heterodoxas muchas de sus doctrinas, ejerció profunda influencia en las doctrinas teológicas posteriores.

dio de la coparticipación con lo que es más divino pudiera volverse divina . . .».10 Pero la cualidad trascendental que se atribuía a Cristo separaba nítidamente sus esfuerzos de los efectuados por el Gran Le­ gislador descrito en la tradición clásica. Este contraste era realzado en los elementos básicos que los cristianos eligieron para señalar la iden­ tidad peculiar de su sociedad. Adoptaron la antigua analogía clásica entre cuerpo político y cuerpo orgánico, con sus sugerencias de uni­ cidad e interdependencia mutua, pero infundiéndole cualidades místi­ cas y emocionales ajenas al clasicismo: «Pues así como el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, con ser muchos, son un cuerpo único, así es también Cristo. Pues en un solo Espíritu hemos sido todos bauti­ zados para constituir un solo cuerpo . . .».17 Vale decir que, en su nivel más profundo, la comunidad se basaba en el misterio del corpus Christi. El símbolo de comunidad era el sacra­ mento de la Eucaristía por cuyo intermedio el creyente recibía la sus­ tancia vivificadora del cuerpo de Cristo. Al ingerir la «medicina de la inmortalidad», como la llamó San Ignacio,* cada individuo consti­ tuía una parte de una comunidad de verdaderos comulgantes, que com­ partían la promesa de vida eterna.18 Su, pertenencia común era simbo­ lizada, además, por el bautismo, que señalaba su ingreso en la nueva hermandad; mediante la comida en comunidad de la cena del S eñor19 — en nítido contraste con las propuestas racionalistas para la comida en común contenidas en Las leyes A de Platón y en la Política & de Aristóteles— y mediante el constante esfuerzo de los miembros por emular a su Maestro, cuya misma muerte tenía un significado social: «Completo en mi propia carne lo que falta a los padecimientos de Cristo por Su Cuerpo, que es la Comunidad».20 Así como Cristo había muerto por amor a la humanidad, así cada miembro de la nueva comunidad estaba ligado a todos los demás por lazos afectivos que expresaban una emoción desconocida para la idea griega de una co­ munidad de amigos: «Sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a los hermanos. Aquel que no ama a su hermano mora en la muerte».21 16 Contra Celsum, I I I , 28, según la traducción en H . Bettenson, Fathers, pág. 312, Hay una excelente edición erudita de esta obra: H . Chadwick, Cambridge: Cambridge University Press, 1953. Véase también J. Danielou, Origen, trad. al inglés por W . Mitchell, Nueva York: Sheed and W ard, 1955, esp. pág. 40 y sigs. 17 í Corintios, 12:12-13. * Ignacio (cir. 37-107 d. C.) es incluido entre los Padres Apostólicos. E n las muchas cartas que escribió, subrayó con insistencia la unidad de la Iglesia y la autoridad de lo obispos y el clero. Llegó a ser obispo de Antioquía y- según una tradición, se lo ejecutó después de ser condenado por el emperador Trajano. 18 La Eucaristía de la Iglesia primitiva es examinada en H . Lietzmann, op. cit., vol. I, pág. 238. 19 Véase ibid., vol. I, págs. 63, 124, 150 y sigs.; vol. II , pág. 124 y sigs. 20 De acuerdo con la versión de Colosenses 1:24 por C, H . Dodd, The meaning of Paul for today, Nueva York: Meridian, 1957, pág. 74. 21 I Juan 3:14.

Aunque estas eran nociones destinadas a definir la naturaleza de la nueva sociedad, así como a educar a los cristianos en una compren­ sión de su propia comunidad, no podían dejar de tener efectos per­ turbadores sobre las ideas políticas tradicionales. Un ejemplo de esto fue el impacto que ejercieron sobre la idea de obligación política. Con demasiada frecuencia, las discusiones se han enfocado sobre el conflic­ to causado por la creencia cristiana de que los límites de la lealtad po­ lítica debían ser determinados a la luz de un deber superior hacia Dios. Esto, sin duda, introdujo una concepción radicalmente diferente de la sostenida en la antigüedad; pero el aspecto verdaderamente revolu­ cionario era que el cristiano podía abordar la cuestión de la obligación política de un modo vedado al clasicismo. Para los griegos, esta cues­ tión no implicaba una elección coherente, ya que la pertenencia política era considerada como una obligación superior a todas, con la única excepción — señalada por Aristóteles— de los animales y los dioses. Tan vigorosa era la creencia clásica en la conexión íntima entre la per­ fectibilidad humana y el orden político al cual correspondía establecer las condiciones adecuadas, que, aunque tal o cual ley o la índole de un régimen pervertido, como una tiranía, pudieran suscitar una cuestión de deber ético, pocas veces se planteaban dudas acerca de la pertenen­ cia a una sociedad política per se. Aunque los estoicos simularan ser fieles a una sociedad universal de seres racionales, nunca sostuvieron que en casos de lealtades divergentes hubiera alguna alternativa genuina para el orden político. El cristianismo, en cambio., podía abrigar dudas coherentes respecto de la obligación y la pertenencia políticas, porque su respuesta no era guiada por una rígida elección entre per­ tenecer a una sociedad política y no pertenecer a ningún tipo de so­ ciedad. Podía elegir porque pertenecía y? a una sociedad que superaba a cualquiera existente en todo lo más importante; pertenecía a una sociedad que era «una avanzada del cielo». Fueron, pues, los cristia­ nos primitivos quienes, por primera vez, convirtieron el desentendi­ miento en un desafío fundamental a la sociedad política. En lugar de la protesta individual del cínico o el estoico, el orden político se ha­ llaba ante una situación sin precedentes, donde los que no tenían com­ promisos políticos se habían unido en una sociedad de características particulares, y donde el desentendimiento político era acompañado por el redescubrimiento de la comunidad, aunque este fuera de tono trascendentalista. Aquí se plantea un interrogante obvio: si los cristianos primitivos con­ sideraban superior su propia sociedad, ¿por qué sus dirigentes insta­ ban constantemente a sus partidarios a cumplir sus deberes cívicos, a establecer relaciones sociales normales y a respaldar el orden político en la mayoría de las cuestiones? Hay, desde luego, algunas respuestas obvias. La supervivencia exigía que una secta impopular no se esfor­ zara por provocar a las autoridades públicas. Además, no hay muchos indicios de que los cristianos atribuyeran a su sociedad el reemplazo de todas las funciones que llevaba a cabo la «otra» sociedad. Cuando Pablo previno contra «litigar ante los injustos, y no ante los santos», quiso decir solamente que los cristianos podían resolver sus controver­ sias dentro del grupo, y no que los procedimientos cristianos hubieran sustituido a los tribunales romanos en todas las cuestiones. Pero hubo,

minante de los cristianos primitivos — representado por el concepto agustino de ordo— de extender la regularidad, no solo a las cuestio­ nes políticas, sino a toda la creación y toda la historia humana. Sin embargo, el impulso hacia el orden teórico ha tomado diversas formas. Durante los comienzos de la Edad Media, fue expresado por la preten­ sión de los papas de ser caput totius mundis; es decir, de ser cabezas gobernantes de un mundo que parecía no tener exterior. Más modesta, pero quizá por eso más significativa, fue la noción de Europa, que surgió como adecuado complemento a la consagración eclesiástica del dominio de Carlomagno. Europa era concebida como una unidad indu­ dable, cuya identidad era definida por una fe común y cuya existencia era asegurada por medio del gobierno común de los emperadores y el Papa.28 Cuando los hombres se referían a un imperium christianum, un regnurn Europae, o, más tarde, a una societas christiana, existía el mismo impulso a separar las seguridades «internas» conocidas de las fuerzas oscuras y amenazantes del paganismo, la herejía y el cisma, si­ tuadas más allá de ese perímetro. No es difícil hallar, en la literatura política moderna, continuación de este tipo de pensamiento. Basta con recordar la caracterización de Burke, según la cual el gobierno revolu­ cionario francés rompió su «gran comunión política con el mundo cris­ tiano» y adoptó una base política «fundamentalmente opuesta a aque­ lla sobre la cual están construidas las comunidades europeas».29 Y el mismo tema ha reaparecido en escritos del siglo xx referidos a los desa­ fíos planteados por el comunismo, el fascismo y el nacionalismo asiático al sistema común de valores culturales vinculado con «Occidente».30

II. La Iglesia como sistema político: el desafío al orden político La admisión, por parte de los cristianos primitivos, de que el Imperio Romano constituía un baluarte de la civilización, no anuló totalmen­ te, sin embargo, las tensiones intrínsecas entre el cristianismo y el or­ den político. Aunque los cristianos se sintieran agradecidos hacia las legiones romanas por custodiar las fronteras, y hacia los funcionarios romanos por administrar justicia, la gratitud no podía competir con la 28 Véase el examen y las referencias en W. Ullmann, The growth of papal government in the M iddle Ages, Londres: Methuen, 1955, págs. 101-08. Hay abundante material al respecto en los diversos artículos de F. L. Baumer, «The conception of Christendom in Renaissance England», Journal of the History of Ideas, vol. V I, 1945, págs. 131-56; «The church of England and the common corps of Christendom», Journal of Modern History, vol. XVI, 1944, págs. 1-21; «England, the Turk, and the common corps of Christendom», American Historical Review, vol. 50, 1944, págs. 26-48. Véase un breve y conciso resumen en D. Hay, Europe, The emergence of an idea, Edimburgo: Edinburgh University Press, 1957. 29 Tw o letters adressed to a rnember of the present Parliament on the proposals for peace, en W. J. Payne, Burke, select works, Oxford: Clarendon Press, 1904, pág. 70. 30 Véase, por ejemplo, B. W ard, The W est at hay, Nueva York: Norton, 1948; A. Toynbee, The worid and the W est,ik Londres: Oxford University Press, 1953; C. Dawson, The revolt of Asia, Londres, 1957.

lealtad cristiana hacia la comunidad de la Iglesia. La discrepancia en valor entre las dos sociedades no es más que una parte de la posición de los cristianos, ya que estos, si bien consideraban superior la comu­ nidad de la Iglesia, admitían que el orden político era valioso para servir los fines de la paz y mantener las condiciones de la vida social. Como más tarde lo reconoció San Agustín, incluso una sociedad «alie­ nada del Dios verdadero» contenía cierta validez.31 De estas conside­ raciones surgió la evaluación cristiana del orden político como el me­ jor ordenamiento después del primero, inferior a la ciudad prometida «que no puede ser m ovida»32 y condenado en forma necesaria a recu­ rrir a la coacción más que al amor. Primordialmente por esta razón — vale decir, la de que sintetizaba el poder coactivo— el orden político no podía rivalizar con la sociedad de creyentes. Este fue el juicio pro­ nunciado por Pablo en Romanos, cuando insistió con especial énfasis en la índole represiva de la autoridad política: «él es el ministro de Dios, un vengador que aplicará la cólera contra quien obre mal».33 Ya hemos visto antes cómo la tradición clásica se había esforzado siempre por explicar que el orden político abarcaba algo más que el mero poder; que era un complejo de funciones que contribuían posi­ tivamente al desarrollo del hombre. Lo que el cristianismo logró fue igualar el orden político con el poder y luego, sin un designio preme­ ditado, trasferir a su propia sociedad muchos de los tributos antes vin­ culados con el orden político, incluido el elemento de poder. «Tam­ bién nosotros gobernamos», declaró Gregorio Nazianzeno.* «Este go­ bierno es más excelente y más perfecto, a menos que el espíritu deba someterse a la carne, y lo celeste a lo terreno».34 La politización de la Iglesia, que fue paralela a la disminución de cualidades políticas atri­ buidas al orden político, se vinculaba con cambios que tuvieron lugar en la vida de aquella. A fines del siglo n , la Iglesia había cesado de ser una asociación flexible de creyentes, ligados por lazos doctrina­ rios y por la vaga primacía de los primeros apóstoles, convirtiéndose, en cambio, en un orden institucionalizado.35 El nombramiento de sus funcionarios fue establecido sobre una base regular; el credo se hizo más formalizado; se desarrolló una jerarquía de autoridad; había que administrar vastas propiedades; y era necesario lograr cierta unifor­ midad entre las Iglesias dispersas. El cambio de una vida grupal es­ pontánea a un sistema político eclesiástico más formal atestiguaba que 31 Y véase I Timoteo 2:1-2. 32 Epístola a los hebreos, 12:38. 33 Romanos 13:4. * Gregorio Nacianceno (329-389 d. C ) , uno de los «Padres Capadocios», tuvo gran influencia en la defensa de la fe nicena y actuó como obispo de Constantinopla. 34 Citado en G. F. Reilly, Im perium and sacerdotium according to St. Bastí the Great, W ashington: Catholic University Press, 1945, pág. 45. 35 El volumen de A. H arnack, The constitution and law of the church in the first tw o centuries (trad. al inglés por F. L, Pogson y ed. por H . D. A. Major, Nueva York: Putnatn, 1910), refleja una interesante admisión, de pMíe del gran historiador, de los aspectos políticos de la joven Iglesia. Fue escrito, en gran medida, en respuesta a la precursora obra de R. Sohm, Kirchenrecht (Munich y Leipzig: Duncker and Hum blot, 2 vols., 1892_, 1923), donde aquel analiza los procesos iniciales mediante conceptos predominantemente jurídicos y políticos.

la lógica del orden, como el fervor de la creencia, tenía sus propios imperativos. Aunque la unidad primordial de la sociedad cristiana se había basado en una unidad de creencia, gradualmente se advirtió que una sociedad creyente no difería de cualquier otro tipo de sociedad en su necesidad de conducción, gobierno, disciplina, y estableció proce­ dimientos para dirigir sus asuntos. Vale la pena trascribir un párrafo perteneciente a Orígenes, donde se evidencia que el carácter cada vez más político de la Iglesia había hecho que los hombres advirtieran el paralelo con las sociedades políticas, y que, lejos de alarmarse por la comparación, respondían proclamando la superioridad de la Iglesia, como sistema político, sobre otras entidades políticas: «La Iglesia ( ecclesia) de Dios, en Atenas, por ejemplo, es tranquila y firme, como deseosa de complacer a Dios que está por sobre todas las cosas; pero la asamblea — también llamada ecclesia— del pueblo de Atenas está llena de discordia, y no es comparable en modo alguno a la Iglesia de Dios en Atenas. Lo mismo ocurre en ( . . . ) Corinto ( . . . ) De modo similar, comparando el Consejo de la Iglesia de Dios con el Consejo de cualquier ciudad, se comprobaría que algunos conse­ jeros de la ciudad serían dignos — si existiera una ciudad de Dios para todo el mundo— , de formar parte del gobierno de dicha ciudad ( . . . ) basta comparar al gobernante de la Iglesia (o sea, el obispo) de cada ciudad con el gobernante del pueblo de la ciudad, para advertir que ( . . . ) hay una verdadera superioridad, una superioridad que avanza hacia el logro de la virtud, cuando se la mide respecto de la conducta y modales de los consejeros y gobernantes que se hallan en esas ciu­ dades».38 Ya en los primeros años, hubo indicios de que los creyentes habían advertido que era intrínseco a la Iglesia una especie de poder latente. Este era identificado con las obras milagrosas del Espíritu Santo, inte­ riorizado en una congregación y realzando las solidaridades de doctrina y ritual.3' Hacia el siglo xi, sin embargo, el poder del grupo iba siendo vinculado con la unidad y la uniformidad; es decir, con las cualidades que habían sido el centro de las indagaciones efectuadas por el pensa­ miento político clásico: «Y no queráis pensar que es digno de alabanza nada de lo que hacéis por vuestra propia cuenta; pero unios en una sola oración, una sola súplica, una sola esperanza ( . . . ) Cuando os reunís con frecuencia, las fuerzas de Satán son anuladas, y su poder destructivo es eliminado en la concordia de vuestra fe».38 Alcanzado este punto, la tarea de preservar la unidad condujo a otros problemas de índole igualmente política, tales como la obediencia ade­ cuada que se debía prestar a la autoridad y los instrumentos discipli­ 36 Contra Celsum, iii, 30, adaptado de ía traducción de Barker, en op. cit., págs. 440-41. 37 Véase, por ejemplo, Ireneo. Adversas Haereses, I I I , xxiv, 1. 38 Ignacio, A los efesios, xiii; A los magnesios, vii. Esta dos traducciones son de H . Bettenson, Fathers, págs. 55, 58.

narios que se necesitaban para asegurar la conformidad. En un argu­ mento que no difería del habitualmente utilizado en respaldo de la obligación política, Ignacio señaló de qué modo el cargo de obispo serv ía para realzar el poder del grupo, y que, por consiguiente, el súb­ dito-creyente debía obedecer sin vacilar: «Si la creación de “ uno o dos” posee tal poder, cuánto más tendrá la del obispo y toda la Iglesia ( . . . ) Tengamos, pues, cuidado de no re­ sistir al obispo, de modo que a través de nuestra sumisión al obispo podamos pertenecer a Dios ( . . . ) Que nadie haga nada correspon­ diente a la Iglesia alejado del obispo . . ,».39 Ese desplazamiento del centro de gravedad, de la comunidad a sus di­ rigentes, fue resumido en el siglo siguiente por Cipriano,* en palabras que revelaban con claridad el grado de politización que se había infil­ trado en los modos de vida y pensamiento cristianos: «El episcopado es uno; los miembros individuales tienen cada uno una parte, y las partes forman el todo. La Iglesia es una unidad ( . . . ) la Iglesia está constituida por el pueblo unido a su sacerdote tal como el rebaño se apega a su pastor. Debéis saber, en consecuencia, que el obis­ po está en la Iglesia y la Iglesia en el obispo, y que si alguien no está con el obispo, no está en la Iglesia ( . . . ) la Iglesia es una y no puede ser desgarrada ni separada, sino que debería estar ligada y unida por la sustancia de los sacerdotes, que se hallan en armonía entre sí».40 Para redondear la teoría de la autoridad, solo faltaba impartirle pro­ fundidad temporal, y por medio de esta una legitimidad comparable, digamos, al principio hereditario en política. Esta fue proporcionada por la idea de sucesión apostólica, que sancionaba el poder en nombre de una cadena ininterrumpida de continuidad, que ligaba a los funcio­ narios actuales con los primitivos apóstoles: «Una época ha sucedido a otra; un obispo a otro obispo, y el cargo de obispo y el principio de gobierno de la Iglesia han sido trasmitidos, de modo que la Iglesia se halla establecida sobre la base de los obispos, y cada acto de la Iglesia es guiado por esos mismos funcionarios prin­ cipales».41 Estas tendencias políticas recibieron notable confirmación desde otro sector. Al hacerse más rutinaria, elaborando modos de conducta esta­ 39 A los efesios, vi; A los esmirnos, viii, en H . Bettenson, Fathers, págs. 54-55, 67. * Cipriano (cir. 200-258 d. c.) logró riqueza y posición como abogado antes de convertirse, en el año 246 Pronto se le reconocieron sus talentos como admi­ nistrador, y se lo consagró obispo. Sus escritos aportan una de las teorías ini­ ciales más amplias sobre la naturaleza de la Iglesia. 40 De Catholicae ecclesiae unitate, 5; Epístola, lxvi, 7. 41 Cipriano, Epístola, xxxiii, I en H . Bettenson, Fathers, pág. 367; también Ireneo, Adversas Haereses, í I I , ii-iii (ibid., págs. 123-26). El principio de la sucesión apostólica es examinado en sus diversos aspectos por C. H . Turner, «Apostolíc sucession», en H B. Swete, ed., Essays on the early history o f the church and ministry, Londres: Macmillan, 2a. ed., 1921, págs. 93-134.

blecidos, fijando puntos doctrinarios y desarrollándose en un sistema jerárquico de cargos, la Iglesia tropezó con un grave dilema. Por un lado, intentaba elaborar doctrina y ritual de un modo que favoreciera la unidad más amplia posible, compatible con la verdad; por el otro, como esto exigía asimilar una gran diversidad de enfoques en una épo­ ca en que la doctrina y el ritual no habían madurado plenamente, era inevitable que la Iglesia fuera criticada por los puristas y acusada de apartarse del legado original. Este dilema era el de toda organización que se expande: su magnitud, su complejidad y la diversidad de sus integrantes, le hacían a ella muy difícil seguir tomando decisiones sin perjudicar a una parte de aquellos. Al mismo tiempo, los resentimien­ tos que esto provocaba debilitaban la unidad y consenso de la comu­ nidad, lo cual ayudaba a destruir las condiciones para una acción efec­ tiva. Como resultado, la Iglesia se plagaba de una serie de disensiones internas que sus imperativos de organización no podían tolerar; nacie­ ron las categorías de cisma y herejía, cuya forma fue condicionada en no pequeña medida' por el hecho de que la Iglesia estaba profunda­ mente implicada en los dilemas circulares planteados por los tipos po­ líticos de elaboración de decisiones.42 No nos proponemos examinar las diversas disyuntivas suscitadas por estos movimientos disidentes, sino fijar la atención en un aspecto: que una parte im portante de sus objeciones era dirigida hacia lo que hemos denominado características «políticas» de la Iglesia. Esto fue especialmente notable en el caso del montañismo,* que comenzó a me­ diados del siglo H y continuó durante el I i i , cuando atrajo a su con­ verso más famoso, Tertuliano; y constituyó un elemento importante en el cisma donatista ** del siglo iv. El antipoliticismo de estos mo­ vimientos consistió en que rechazaban precisamente aquellos aspectos de la Iglesia que eran a todas luces políticos. Los disidentes aducían que no era posible conciliar la verdadera naturaleza de la Iglesia con una organización elaboradora de decisiones, basada en un concepto de autoridad tajantemente definido, instrumentos de poder destinados a imponer la disciplina y la uniformidad, una jerarquía burocrática idea­ da para gobernar y administrar un grupo de adeptos dispersos, y técni­ cas de transacción, tales como concilios y sínodos eclesiásticos, cuya función era perm itir que la Iglesia manipulara sus muchas contradic­ ciones: amor y poder, verdad y solidaridad, finalidad trascendental y participación mundana. 42 Sobre estas cuestiones se encontrarán referencias en H . Lietzmann, op. cit., vol. II , caps. 8-12; S. L Greenslade, Schism in the early church, Nueva York: H arper, 1953; W . H . C. Frend, The Donatist church, Oxford: Clarendon Press, 1952; G. G . m ilis , Saint Augustine and the Donatist controversy, Londres: SPCK, 1950; L, Duchesne, Early history of the Christian church, Londres: Longmans, 4a. ed-, 2 vols. 1912, vol. I I , cap. 3. " El montañismo fue un movimiento que tuvo lugar en la segunda mitad del siglo n . Lo caracterizaba una vigorosa creencia en la inminencia del Apocalipsis, y su enfoque estaba teñido de entusiasmo y ascetismo. Fue eventualmente condenado por la Iglesia. ** E l donatismo fue un movimiento cismático del siglo IV . De origen africano, lo distinguió su rigorismo, una teoría «perfeccionista» de la Iglesia, y la ense­ ñanza de que los sacramentos administrados p or un sacerdote impuro no eran válidos. Los miembros del movimiento recurrieron a veces a la violencia, siendo asimismo evidentes fuertes matices de nacionalismo africano.

Todo este complejo político-religioso fue atacado en varios puntos cru­ ciales por los disidentes; como resultado, la Iglesia fue empujada a una comprensión más profunda de los elementos políticos de su propia composición. En primer lugar, los rebeldes expresaban con frecuencia un enfoque de la historia y del tiempo que, por lo extremo, indicaba hasta qué punto la Iglesia había domesticado y modificado el primiti­ vo enfoque quiliástico del tiempo para adaptarlo a las necesidades de un orden institucionalizado. Los portavoces de la Iglesia intuían el an­ tagonismo intrínseco entre las premisas subyacentes en una estructura ordenada, que desarrollaba un sentido de la tradición y confiaba en la rutina, y las premisas de quienes se habían agrupado previendo una inminente destrucción del mundo. De tal modo, el contraste en las concepciones del tiempo era lógicamente acompañado por evaluacio­ nes opuestas sobre el valor de los ordenamientos institucionales. H a­ bía, por un lado, el alto entusiasmo generado por la creencia en un Apocalipsis inminente, un enfoque irruptor del tiempo: según Tertu­ liano, ya no hacía falta que los cristianos obedecieran el mandato bí­ blico de crecer y multiplicarse, ya que los últimos días eran inminen­ tes.43 Esto contrastaba, por otro lado, con el punto de vista sereno y medido de una gran organización, más refinada que primitiva, que veía al tiempo como un proceso suave y gradual, en el tem po de la pieza de Elgar Pom pa y circunstancia. Según esta última, había que adaptar el tiempo a la vida institucional; según la primera, las instituciones se reducían a una preocupación ínfima frente al inminente desenlace de la historia. Si el Apocalipsis se acercaba — como creían los quiliastas— había que preparar a ía verdadera «Iglesia» para la prueba final. Era necesario librar de taras a sus miembros, convirtiéndolos en una so­ ciedad realmente santa, «sin mancha ni arruga». Como en la Iglesia existente «el Anticristo bautizaba en nombre de Cristo, el blasfemo invoca a Dios, el profano administra el cargo sacerdotal, el sacrilego establece un altar», tocaba a los verdaderos creyentes romper la comu­ nión, «escapar y evitar, y separarnos de tan gran perversidad».44 Así, en un estilo de argumentación análogo al utilizado por pensadores de avanzada posteriores, tanto políticos como religiosos — los anabaptis­ tas, los puritanos ingleses, los Niveladores, Tom Paine y Rousseau— , estos primeros disidentes volvían atrás sus miradas en busca de una sociedad que era, al mismo tiempo, más sencilla, más pura y no des­ figurada por distinciones jerárquicas ni por los tortuosos métodos de la elaboración de decisiones organizativas. En la protesta de Tertulia­ no: «¿:N o somos sacerdotes aun nosotros, los legos?», y su conclusión subversiva de que «tú mismo rezas y bautizas, y eres sacerdote por ti mismo»,43 resonaba un genuino acento de avanzada, con su creencia en que las instituciones ahogan la virtud, en que un cúmulo de interme­ diarios escalonados se ha interpuesto, de modo antinatural, entre el in­ dividuo y el espíritu vitalizador que este busca. «¿Acaso Dios habló con Moisés para hablar con Jean-Jacques Rousseau?». 43 De Monogamia, 1. 44 D e un discurso de Cecilio de Bilta, incluido en The writings o f Cyprian, A. Roberts, ed., Edimburgo: Ante-Nicene Libraty, 10 vols., 1886-1907, vol. II , págs. 200-01. 45 De Exbortalione, 7.

Como en tantas formas posteriores de pensamiento de avanzada en estos movimientos iniciales 40 el «entusiasmo» era interno. Era con­ siderada como señal de autenticidad religiosa, no las decisiones solem­ nemente meditadas de los concilios eclesiásticos, sino la revelación súbita y espontánea del creyente privado. Igual estado de ánimo se evidenció más tarde, cuando, por ejemplo, los Niveladores ingleses apelaban al juicio privado del ciudadano individual: «Todo hombre que deba vivir bajo un gobierno debería ponerse antes, por propio consentimiento, bajo ese gobierno»; o cuando Paine proclamó la su­ perioridad de un sistema basado en el deseo espontáneo de cada uno de satisfacer sus intereses, sobre otro en el cual las prescripciones y el derecho hereditario imponían un curso que ofendía al sentido común. En cuanto a los cristianos primitivos de avanzada, estos no querían una sociedad burocrática, sino espiritual; una sociedad de espíritus ascéticos, no diferenciada por el rango ni la autoridad, ligada no por el poder, sino por la verdad, y eternamente estremecida por una ex­ plosiva intensidad.47 El antipoliticismo se evidenció también durante la gran controversia relativa a los sacramentos, que tuvo lugar en el siglo iv. Una de las cuestiones importantes — si se nos permite simplificar— fue determi­ nar si los sacramentos administrados por un obispo de ortodoxia du­ dosa eran invalidados en razón de sus deficiencias morales o religiosas. Según la posición oficial — formulada por Optato *— los sacramentos eran sagrados por sí mismos, y no por los hombres que los adminis­ traban: «La Iglesia es una, y su santidad deriva de los sacramentos; no se juzga su valor sobre la base del orgullo por los éxitos persona­ les».48 Los donatistas, por su parte, sostenían que el valor del sacra­ mento quedaba destruido si el obispo era inmoral o herético. En la superficie, esta disputa podría parecer un problema estrictamente teo­ lógico, sin importancia política. En realidad ocurría lo contrario: los donatistas, en la práctica, atacaban la concepción eclesiástica sobre el poder trasformador del cargo. Según la Iglesia, la promesa divina había sido establecida únicamente en la vida de la sociedad religiosa, sobre la cual presidía; la gracia divina era expresada por medio de sus ins­ tituciones. En consecuencia, la santidad personal de un obispo depen­ día de si había sido debidamente investido de la autoridad de su cargo. El hecho de que la Iglesia adoptara esta posición indicaba, en cierta medida, la distancia recorrida desde la época en que era una escueta organización de creyentes que procuraban imitar la vida de Cristo. En consonancia con la conducta institucional que ahora se exigía, los dl46 E l examen efectuado por monseñor R. A. Knox, Enthusiasm (Nueva York: Oxford University Press, 1950), aunque ingenioso y vivaz, es desfigurado por una total incapacidad de admitir que haya habido razones buenas y decisivas para que los cismáticos y heréticos protestaran contra el institucionalismo. Compá­ rense los juicios más sensatos (escritos desde un punto de vista anglicano) de Greenslade (op. cit., pág. 204 y sigs.), donde se admite que estas controversias fueron beneficiosas, por motivos muy semejantes a los aducidos en este estudio a favor de la utilidad del conflicto político. 47 Véase Tertuliano, De Pudicitia, 21, en H . Bettenson, Fathers, págs. 183-84. * O ptato (fl. 370 d. C.) fue un obispo africano, de quien poco se sabe, fuera de sus ataques contra el donatismo. 48 Citado en S. L. Greenslade, op. cit., pág. 172 y nota 12.

rigentes ya no fundamentaban su superioridad — como antes—• sobre la base de que sus acciones eran in imitatio Christi, sino en la ficción de representatividad, vale decir, en el cumplimiento de una función institucional y la autoridad que la acompañaba: «El origen invariable de las herejías y cismas reside en la negativa a obedecer al sacerdote de Dios [el obispo]; en no tener en la Iglesia uno a quien se considera representante temporal de Cristo, como sa­ cerdote y como juez».49 El énfasis puesto en la autoridad indicaba, además, el rechazo de la afirmación montañista y donatista en el sentido de que la Iglesia debía ser una santa comunidad de los puros. Según formuló Agustín la po­ sición «oficial», entre los miembros de la sociedad eclesiástica se mez­ claban pecadores y santos, pero esto no debilitaba su autoridad ni su santidad, ya que estas no eran dones de los miembros, sino de Cristo.50 Dada la heterogeneidad de los miembros, eran tanto más necesarias la autoridad y la disciplina, el orden y la jerarquía. Como acompañamiento natural a estas manifestaciones políticas, la Iglesia recurría cada vez más a modos de pensar esencialmente políti­ cos. También en este caso, las causas se remontan a los primeros co­ mienzos del movimiento. Hay un indicio de esto en el hecho de que algunos discípulos de Cristo lo llaman «rey». De modo similar, en la confesión de la Iglesia primitiva, la respuesta «Jesús es el Señor» per­ tenecía de lleno a la tradición de las confesiones patrióticas utilizadas en el culto imperial.51 En la Epístola a los hebreos *** se evidencian fuertes matices políticos: Jesús recibe de Dios un trono y un cetro; mediante su fe, alcanza triunfos políticos, sometiendo reinos e impo­ niendo la justicia; y la realización final reside en la promesa de «un reino que no puede ser movido».52 También San Pablo, refiriéndose a la «comunidad» definitiva en el Cielo, recurrió a la palabra griega politeuma, un término rico en connotaciones políticas; y al pasar a declarar que los fieles, en virtud de su pertenencia al politeuma, se reunían con los santos en el Cielo, empleó la palabra sympólitai, vale decir, conciudadanos.53 Tanto se habituaron los hombres a pasar del 49 Cipriano, Epístola, lix, 5, tal como se le incluye en H. Bettenson, Fathers, pág. 370. 50 Sobre estos aspectos, véase G . G . Willis, op. cit., especialmente los caps. III-IV ; F. W. DiÜistone, «The anti-Donatist writings», en R. W . Battenhouse, ed., A companion to the study of St. Augustine, Nueva York: Oxford Univer­ sity Press, 1955, cap. V II; H . Pope, Saint A ugustine o f Hippo, Londres: Sands, 1937, caps. V II-V III. 51 G. Dix, Jew and Greek. A study in the primitive church, Londres: Dacre Press, 1953, pág. 21 y sigs.; H . Lietzmann, op. cit., vol. II, pág. 105, y fuentes allí citadas. Interesa también, a este respecto, cómo la traducción del Antiguo Testamento en el Septuaginto introdujo los matices políticamente cargados inevitables en griego. Véanse ejemplos en G B. Caird, op. cit., págs. 11-12. Comenta Caird (pág. 15): «Es interesante advertir que un judío helenista, al leer las Escrituras en la versión Septuaginta, interpretaba que el título “ Señor de los poderes” significaba que la providencia divina actuaba en la mayoría de los casos por intermedio de u n sistema de poderes, incluyendo los que son responsables del gobierno». 52 Epístola a los hebreos, 1:8; 11:15-16; 33-34; 12:22-23; 28; 13:14. 53 Filípicas, 3:20, y véase E. Barker, op. cit. (págs. 398-99), de donde tomé

uso político al religioso, y viceversa, que un texto de las Escrituras como Romanos xiii:2, que había sido empleado para ordenar obedien­ cia política — «en consecuencia, quien resiste el poder resiste las ór­ denes de Dios»—- fue utilizado por San Basilio * para magnificar la autoridad eclesiástica: «quienes no aceptan de las Iglesias de Dios lo que las Iglesias ordenan, resisten las órdenes de Dios».5En estudios recientes, se ha investigado minuciosamente gran parte del vocabulario y formas conceptuales cristianas del siglo v, obtenién­ dose evidencias convincentes de la profundidad con que las ideas po­ líticas habían penetrado en la teología. Esto, en sí mismo, no es sor­ prendente. Ya hemos señalado que, durante el período helenístico, las ideas políticas se habían fusionado con ideas referentes a la naturaleza y la deidad. En consecuencia, en la época en que surgió el cristianismo, la especificidad del pensamiento político ya estaba gravemente com­ prometida. Cuando los cristianos comenzaron a sistematizar sus creen­ cias acerca de la índole del gobierno divino, la relación de Cristo con la sociedad de los cristianos, y el carácter de la comunidad cristiana, no podían dejar de expresar sus pensamientos a través de las ideas predominantes acerca de la naturaleza del cargo de emperador, el pa­ pel del ciudadano y la función del poder gobernante. Describiendo la naturaleza de Dios, Orígenes presenta el retrato de un monarca im­ perial que gobierna las vastas extensiones de su dominio sin «dejar nunca su hogar ni abandonar su estado». A su vez, Lactancio examina el problema de «si el universo es gobernado por un solo Dios o por muchos», tal como un autor político clásico habría discurrido acerca de las ventajas de la monarquía sobre el gobierno de pocos o muchos.55 Incluso en temas tan poco promisorios como Cristología y Trinitarismo, el elemento político nunca se hallaba muy lejos de la superficie. Orígenes presentó a Cristo como un salvador político, enviado a res­ catar a los hombres de la perdición definitiva y a reanimar el vigor de gobernantes y gobernados; a «devolver a los hombres la disciplina de la obediencia, y a los poderes gobernantes, la disciplina de gobernar». Tertuliano recurrió a una conocida teoría de la monarquía para explicar la función del Padre en la fórmula trinitaria, y Atanasio,** en uno de sus primeros escritos, comparó el logos con un rey que presidía la fun­ dación de una ciudad; en otra parte, comparaba el logos del Padre con un poder que gobernaba el cosmos con una señal, haciendo que todo estuviera en orden y cumpliendo sus funciones.56 este ejemplo. H . Lietzmann (op. cit., vol. I I , pág. 52) interpretó ese fragmento de las Escrituras como «nuestro hogar, en el cual tenemos derechos de ciu­ dadanos, está en el cielo». Véase también la nota en C. H . Dodd, op. cit., pág. 17, nota 7. También es sugestivo el uso que hace Tertuliano de este pasaje en Adversas Marcionem, I I I , 24. * San Basilio (cir. 330-379 d. C.) fue famoso por su formulación de las reglas de la vida monástica. Ocupó el obispado de Cesárea y escribió vigorosamente en defensa de la fórmula nicena. 54 Epístola, ccxxvii. 55 Contra Celsurn, IV, 5, Lactancio, Divinae Institutiones, I, iii. ** Atanasio (cir. 296-373 d. C.) fue el líder de los eclesiásticos que defendieron las fórmulas del Concilio Niceno contra los ataques de Arrio. La contribución doctrinaria de Atanasio a la fe nicena fue decisiva para su éxito. D urante su vida se vio exiliado con frecuencia, como resultado de las intrigas de sus enemigos. 56 Orígenes, De Principas, I I I , v, 6, en H . Bettenson, Fatbers, págs. 292-93;

Lo antedicho sugiere que, al convertirse la Iglesia en una estructura política, se hizo cada vez más natural que sus portavoces recurrieran a modos de expresión políticos. Esta tendencia fue fortalecida, ade­ más, por el hecho de que muchos dirigentes de la Iglesia habían sido educados en la filosofía y retórica clásicas, disciplinas en las cuales se destacaba el elemento político. Teniendo en cuenta la infusión de lo político en la vida y pensamiento políticos, no fue accidental que la Iglesia declarara herético al Tertuliano que expresaba con tanta con­ cisión el temperamento antipolítico y antifilosófico de una antigua frase: «Nada nos es más ajeno que la actividad política. ( . . . ) ¿Qué es Atenas ante Jerusalén; la Academia ante la Iglesia?».37

III. Actividad política y poder en la sociedad de la Iglesia Esbozados ya los diversos rasgos del perfil político de la Iglesia, in­ cluido el desarrollo de un vocabulario político, falta establecer si se puede llamar «política» a la sociedad de la Iglesia en el sentido, mu­ cho más importante, de tener que resolver situaciones comparables con las que enfrenta cualquier sociedad política. En otras palabras: ¿se veía obligada la Iglesia a encarar los problemas de la «actividad polí­ tica»? En una parte anterior de este examen, encuadré la «actividad política» en las situaciones de conflicto y rivalidad que afloran en la sociedad y exigen emplear técnicas específicas de gobierno, tales como el acuerdo, la conciliación, el arte de distribuir diversos tipos de bie­ nes sociales, y, cuando es necesario, la utilización de la fuerza. Si apli­ camos esta concepción a la Iglesia, se hace evidente una medida asom­ brosa de actividad política. Es cierto que se debe tener en cuenta cier­ ta refracción, que puede surgir cuando las cuestiones políticas pasan por el medio diferente de la religión; sin embargo, hay abundantes indicios de que la Iglesia debía encarar continuamente situaciones po­ líticas, a las cuales respondía de manera política. Aunque podría de­ cirse que las características políticas tienden a convertirse en propie­ dades de cualquier organización de gran tamaño, lo dicho hasta ahora basta para indicar que tales características no eran productos fortuitos, surgidos casualmente al adoptar la Iglesia una organización fija, sino consecuencia lógica de motivaciones políticas posteriores, y de los ti­ pos de problemas planteados. Un comentario de Crisóstomo * clariftTertuliano, Adversas Praxean, 3; Atanasio, Contra Gentes, 43; De Incarnatione, 17; Expósito Fidei, I. Véanse referencias a los aspectos políticos de las ideas y conceptos cristianos en: K. M. Setton, Christian attitude towards the ernperor in the fourth century, Nueva York: Columbia University Press, 1941, págs. 18-19 y passim; G . H . Williams, «Christology and Church-State relations in the fourth century», Church History, vol. 20. n ? 3, págs. 3-33 y n° 4, 1951, págs. 3-26, que es un artículo magistral; E. H . Kantorowicz, «Laudes Regiae», University of California Publicatíons in History, vol. 33, 1946. 57 Apologéticas, 38, 3; De Idololatria, 19. * San Juan Crisóstomo (cir. 347-407 d. C .), un padre griego de la Iglesia, fue famoso como reformador, brillante estilista y vigoroso oponente de las interpre­ taciones alegóricas y teológicas del Evangelio. Se lo ha llamado «el más grande expositor cristiano».

ca estas tendencias: «Nada sirve tanto para dividir la Iglesia como el amor por el poder».ss Esta prevención, que se repite muchas veces, sugiere que la Iglesia estaba actuando políticamente, antes que la otra conclusión, según la cual algunas de sus acciones parecían similares a la conducta política. Si bien la forma más extrema de conflicto político fue experimentada en relación con los fenómenos del cisma y la herejía, hubo otras riva­ lidades menos espectaculares, pero igualmente políticas, que plagaron la vida de la sociedad durante los siglos en que esta se formó. Por ejemplo, la contienda por obtener altos cargos eclesiásticos no difirió mucho de la rivalidad habitual por posiciones políticas. Además, la creciente superioridad del obispo de Roma ocasionó resentimientos nacionales entre las Iglesias en Antioquía, Africa y otras partes, con el resultado de que el «gobierno central» tuvo que hacer varios tipos de concesiones — referentes a finanzas, nombramientos o autonomía local— que satisficieran los sentimientos locales. El cisma donatista, por ejemplo, se había fortalecido con el resentimiento que los cristia­ nos africanos sentían hacía la interferencia «exterior» de Roma. Final­ mente, el crecimiento de una burocracia eclesiástica creó, junto con el federalismo de la Iglesia primitiva, interminables disputas jurisdiccio­ nales de un tipo habitual en cualquier organización política. Podemos resumir estas reflexiones diciendo que la Iglesia, como cualquier orden político, tuvo que enfrentar problemas políticos en dos niveles, cada uno de diferente intensidad. En un nivel, el del conflicto primario o de «primer orden», tuvo que zanjar disputas referidas a principios fun­ damentales de doctrina u organización. Esto ocurrió en los casos de cisma o herejía; se vio ante la alternativa de hacer concesiones sobre cuestiones fundamentales, alterando con ello su propia identidad, o extirpar a los disidentes. En el otro nivel de conflicto secundario, co­ mo el provocado por pretensiones rivales de un obispado o por dispu­ tas jurisdiccionales, era posible resolver los problemas sin tocar los principios esenciales de la sociedad de la Iglesia. La distinción entre conflictos primarios y secundarios puede ser ex­ presada de otro modo, que pone de relieve algunas implicaciones adi­ cionales. Los conflictos secundarios del tipo antes mencionado giraban alrededor de objetos escasos: la demanda de cargos, honores y dinero excede las existencias. Por consiguiente, el mismo problema de distri­ buir bienes escasos, que ya hemos indicado en relación con los regí­ menes políticos, surge también en un sistema político eclesiástico. Sin embargo, el problema de los conflictos primarios no es tan sencillo, ya que en una sociedad de la Iglesia hay otros elementos de complicación, debido a que esta pretende estar basada en verdades para cuya inter­ pretación hay un margen muy estrecho. En este último sentido, el bien que la Iglesia simboliza es ilimitado y, en consecuencia, no susceptible del tipo de conflictos engendrados por la escasez o por la espinosa cuestión de la distribución relativa que se plantean cuando se trata de status social, riqueza o ascenso. Al mismo tiempo, la Iglesia actúa tam­ bién como custodio de una verdad uniforme, a la cual se concibe como coextensa con aquella. Esta fue la esencia de la fórmula de Cipriano, 58 Tomado de S. L. Greenslade, op. cit., pág. 37.

que ha seguido siendo durante siglos la afirmación que distingue a la Iglesia: extra ecclesiam nulla salus, fuera de la Iglesia no hay salva­ ción. De tal modo, el bien administrado por la Iglesia era inagotable, pero solo dentro de los límites de la Iglesia. Fuera de ella, no podía haber vida espiritual; aunque un grupo cismático llevara a cabo los mismos rituales y pronunciara las mismas palabras, sus ceremonias ca­ recían de eficacia, ya que no poseían el carácter santificador de lo sa­ grado que está presente en la vida de la Iglesia. «El Espíritu Santo es uno, y no puede morar con quienes no pertenecen a la comunidad».59 Las disyuntivas provocadas por el cisma y la herejía, en virtud de que tocaban principios fundamentales, tuvieron como efecto profundizar la conciencia política de la Iglesia primitiva, obligándola a defender su unidad con métodos comparables a los utilizados por un orden político. Aunque después del siglo n se admitió una distinción entre cisma y herejía, la Iglesia primitiva se inclinaba a considerar que ambos plan­ teaban conflictos de importancia primordial. «Lo que hace a los cismá­ ticos no es una fe diferente, sino la ruptura de la hermandad de la co­ munión». O, según la posterior definición de Isidoro de Sevilla: * «El cisma recibe su nombre del desgarramiento de los espíritus. Porque, con el mismo culto y ritos, cree como los demás; simplemente se com­ place en dividir a la congregación».60 Contra estas amenazas, la Iglesia insistía en la importancia de la unidad, a la que definía en términos de una comunión uniforme, que solo permitía diferencias secundarias. Así como un orden político se ve obligado a distinguir entre formas permisibles y no permisibles de conducta y pensamiento, y a decidir cuándo los desacuerdos se convierten en sedición, también la Iglesia tuvo que practicar el arte sutil de establecer límites. Esto tuvo como efecto colocar a los grupos disidentes — ya fueran de la variedad la­ tente o abiertamente cismática-— en la misma posición que una fac­ ción política. Es decir que, en una sociedad religiosa, la índole de la unidad se basaba en la uniformidad, y, en consecuencia, cualquier gru­ po que cuestionara los elementos de uniformidad se convertía en una fuerza divisoria. Palabras como factio y sfash se filtraron en el voca­ bulario de la Iglesia, y grupos organizados libraron controversias acer­ ca de doctrina, organización o nombramientos, tal como el qu-e tuvo lugar en Antioquía, en el siglo i i i , respecto de la disputa sobre la homoiouston. Estos conflictos reproducían otra forma de conducta idén­ tica a la que surge en las sociedades políticas cuando los grupos luchan por identificar su posición o interés parciales, con el interés y la po­ sición del conjunto, y lograr que su punto de vista tenga el sello de la autoridad «pública». La respuesta de la Iglesia fue políticamente re­ veladora, en cuanto exhibió, respecto de cuestiones decisivas, una elas­ ticidad mucho mayor de la que se podría haber previsto. Se empleó una serie impresionante de técnicas de transacción y negociación para explorar rutas conciliatorias. Les sínodos, concilios, conferencias y 59 Cipriano, Epístola, Iv, Ixxi, I, y Ixxiv, 4-5. Véase H. Bettenson, Fathers, pág, 374. * Isidoro de Sevilla (cir. 560-636 d. C.), autor de la enciclopedia Etyniologiac, fue famoso tanto por su erudición como por sus habilidades organizativas, ayu­ dando a difundir el catolicismo en España. 60 Tomado de S. L. Greenslade, op. cit., pág. 19.

otros métodos destinados a lograr acuerdo se convirtieron en artes políticas, adaptadas para encarar situaciones no abarcadas por la tra­ dición, la revelación ni la inspirada literatura de la Iglesia. Desde el punto de vista del cismático, la decisión que debía tomar pre­ sentaba un paralelo notable con la que se plantea a un ciudadano que se niega a obedecer la ley. La apostasía es rebelión escrita en clave teo­ lógica. Aunque el rebelde afirmara que la Iglesia oficial ya no era la «verdadera» Iglesia, debía decidir en qué punto no podía seguir obe­ deciendo sin violentar sus escrúpulos religiosos y morales. Una vez al­ canzado este punto, se le planteaban muchos otros interrogantes: ¿có­ mo sabía que su criterio era infalible? ¿Qué efecto tendría su desobe­ diencia sobre la Iglesia? ¿Qué peso tenía la verdad que defendía, fren­ te a los males inevitablemente derivados de la desobediencia a la auto­ ridad? ¿Se justificaba rebelarse por unos pocos detalles, cuando había acuerdo acerca de tantos otros? 61 La Iglesia, por su parte, debía encarar de lleno el problema de la coac­ ción. Aunque San Basilio describiera a la Iglesia como «un sistema evangélico y cándido», sus portavoces no tardaron en advertir que la inocencia de nada servía cuando el principio de la autoridad eclesiás­ tica era cuestionado por «perros rabiosos que muerden a traición».62 A partir de la conversión de Constantino a principios del siglo iv, y durante todo el siguiente, el cristianismo pidió ayuda con frecuencia a las autoridades seculares. Una de las acusaciones formuladas por los donatistas contra la Iglesia Romana fue que esta había reclamado la intervención del poder secular en las controversias religiosas. Tratan­ do de justificar este procedimiento, los apologistas de la Iglesia tuvie­ ron que examinar la naturaleza del poder y lo que involucraba su em­ pleo por parte de una organización que profesaba virtudes opuestas a la coacción: virtudes tales como amor, caridad y humildad. Fueron pocas las tentativas de estos autores cristianos primitivos de esquivar el problema, como acostumbraban a hacerlo los apologistas papales posteriores, señalando que la sucia tarea de castigar correspondía al orden temporal, y que, en consecuencia, si bien la Iglesia definía los delitos religiosos, no se manchaba las manos con el poder. En cambio, voceros como Agustín enfrentaron de lleno el problema: ¿cómo podía justificar la compulsión una sociedad basada en la creencia, es decir, en las convicciones íntimas de sus miembros? La posibilidad de orien­ tar la conducta externa por medio de la imposición de penalidades lega­ les no era el problema central; la sociedad de la Iglesia exigía partida­ rios creyentes, no conformistas superficiales. ¿Cuál era, pues, la diná­ mica del poder que le permitía inducir o imponer una conversión, una reorientación de la creencia hacia el bien? Planteando así la cuestión, podemos advertir el aspecto radical de la lección cristiana sobre el poder. La fuente de la cual el poder extraía 61 Aunque el examen contenido en S. L. Greenslade (op. cit., págs. 56-57, 124) no compara de modo consciente estos problemas religiosos con los problemas políticos, es tanto más notable, por esto, el hecho de que sus observaciones, sus­ tituyendo unas pocas frases, serían fácilmente aplicables a cuestiones políticas. Es fundamental, a este respecto, el De Baptismo, de San Agustín. 62 El comentario de San Basilio está incluido en G . F. Reilly, op. cit., pág. 42. La referencia a perros rabiosos proviene de Ignacio, A los efesios, vii.

su fuerza era el temor; no el temor de los justos, para quienes la apli­ cación del poder no tenía importancia, sino el temor de los injustos: «Porque los gobernantes no son un terror para las buenas obras, sino para las malas. ¿Quieres, entonces, no sentir temor a la autoridad? Haz bien, y obtendrás su elogio. Porque es el ministro de Dios ante ti para el bien. Pero si obras mal, teme . . .».03 Esta formulación inicial, que identifica el poder con el temor, fue per­ petuada por autores posteriores. Así, en el Adversus Haereses, escrito por Ireneo * alrededor del año 185 d. C., se declaraba que, origina­ riamente, el hombre que había sufrido la caída existía en una condi­ ción de violencia, pero que, a diferencia del posterior estado de na­ turaleza explicado por Hobbes, no había un sentimiento de temor que indujera a los hombres a pensar cómo escapar. Hacía falta, en cambio, un acto de intervención divina: Dios tenía que enviar el gobierno y la ley, de modo que los hombres pudieran conocer el miedo y ser recep­ tivos para obedecer.64 Pero esto dejaba todavía sin resolver la cues­ tión fundamental: ¿el gobierno era simplemente una fuerza negativa, represiva, o podía aprovechar el temor para fines creativos? Este paso siguiente era sugerido en la críptica formulación de Tertuliano: «Timor jundamentum salutis esí», el miedo es esencial para la salvación.60 Aunque Tertuliano no se refería al uso del poder político, esto pasó a tener menos importancia a medida que la Iglesia empezaba a desa­ rrollar sus propias formas de control, incluyendo el arma definitiva de la excomunión. En una sociedad compuesta por creyentes, no podía haber mayor medio de inspirar terror que amenazar a los hombres con separarlos de la vivificante comunión. Como lo previno Cipriano, bajo la antigua ley los judíos habían utilizado la espada temporal para eliminar a quie­ nes se rebelaban contra la autoridad del sacerdote, pero ahora el re­ belde religioso era expulsado de la Iglesia, es decir, aniquilado por la espada espiritual.66 En la época en que escribió Agustín, hacía ya casi cíen años que se experimentaba con el uso del poder secular en respaldo de la creencia religiosa. Sus opiniones eran tanto más significativas cuanto que ini­ cialmente había dudado de que la fuerza fuera eficaz para modificar convicciones. El cisma donatista lo obligó a cambiar de posición y reevaluar la cuestión, sosteniendo que la coacción en sí no era perver­ sa; todo dependía del objeto hacia el cual se forzaba a los hombres Si bien la aplicación del poder no podía trasformar directamente en creyentes sinceros a heréticos y cismáticos, podía infundir un saluda­ ble temor, un estímulo molesto que los obligara a reexaminar sus pro­ pias creencias a la luz de las verdades que les eran indicadas. 63 Romanos, 13:3-4. * Ireneo (cir. 130-200 d. C.) ha sido descrípto como «el prim er teólogo bíbli­ co». Fue u n firme oponente del gnosticismo y defendió la revelación evangélica y el enfoque cristiano primitivo de la historia contra las enseñanzas esotéricas. 64 Adversus Haereses, V, 24. 65 De Cultu Feminsrum, ii, 2. 66 Cipriano, Epislle, IV , L X IX ; De Unilate, ssiii, 211.

«Cuando se agrega la doctrina salvadora al útil temor, de modo que la luz de la verdad expulsa las tinieblas del error, y, al mismo tiempo, la fuerza del temor rompe las ligaduras del hábito perverso, entonces ( . . . ) nos regocijamos por la salvación de los muchos que, con noso­ tros, bendicen a Dios».0, En medida asombrosa, Agustín fundamentaba sobre bases pragmáticas su alegato a favor de la compulsión. Dado que la persuasión había re­ sultado inútil para inducir a la gran mayoría de los hombres a ingrésar en la Iglesia, solo el poder podía aportarlos en gran número; de aquí la verificación pragmática: ¿la coacción aumentaba, en verdad, la can­ tidad de cristianos dentro de la Iglesia? 08 Este despiadado enfoque del poder parece incongruente en el gran ex­ positor del amor cristiano.60 La paradoja, sin embargo, es importante, ya que moldeó una teoría del poder que ha ejercido en Occidente una vigorosa influencia. Agustín insistía en que no había necesariamente mutua incompatibilidad entre el amor y el poder: era preciso dife­ renciar la «persecución justa» de la «injusta». Se utilizaba con justicia la coacción cuando la informaba y motivaba un espíritu de caridad; des­ cuidar a las almas que se desviaban de la verdadera creencia era más cruel que castigarlas, ya que así se las condenaba a las tinieblas eter­ nas. «Leyes terribles, pero saludables», aplicadas en un «espíritu de amor», y una honda preocupación por las almas de los demás, quita­ ban al poder su estigma. En suma, el amor dictaba la coacción. Aunque esta concepción tenía algunos antecedentes en la tradición helenística y romana, donde el emperador había sido descrito como un padre bondadoso, que con renuencia castigaba a sus aniñados súb­ ditos por su propio bien, habían carecido de los poderosos sentimien­ tos y pasiones del amor cristiano. Poder y compasión; uso de la vio­ lencia contra personas con quienes el que ejercía el poder se hallaba vinculado e interconectado por los misterios de la fe: esto era algo nuevo y aterrador. A diferencia del Gran Inquisidor de Dostoievski que, admitiendo sin vacilar que su función no era la del dulce y manso Jesús, eventualmente ahuyenta al Salvador, el ocupante agustiniano del poder había fusionado ambos roles de modo que no podía apelar a! amor contra el poder. 67 Epistle, 93, en San Agustín, Letters, trad. al inglés por la hermana W. Parsons, Nueva York, 1953, vol. 10, pág. 59, en la serie The fatbers of the church. Algunas de las más importantes formulaciones de San Agustín sobre la cuestión de la persecución aparecen en las siguientes Epislles: 87, 97, 185. Es también importante la Contra Epistulam Parmemani, I, vii-xiii. Las siguientes publicaciones contienen útiles comentarios sobre estos problemas: J. N. Figgis, Political aspects of St. Augustine’s «City of God», Londres: Longmans, 1921, conferencias I I I , IV ; J. E. C. W elldon, ed.. St. Augustine’s «De C hilate Dei», Londres, 2 vols., 1924, vol. 2, págs. 647-51; G. G . ’Willis, op cit., págs. 127-43: G. Bardy, Saint Augustin, París, 7a. e d , 1948, pág. 325 y sigs ; G. Combes, La doctrine politique de Saint Áugustin, París, 1927, pág. 330 y sigs. 68 Epistle, 185. 69 La evaluación «realista» del poder efectuada por San Agustín resultó atrac­ tiva pata un cristiano de época reciente que comparte los puntos de vista agustinianos sobre la naturaleza humana; véase el ensayo de R. Niebuhr, «Augustine's political realism», en Christian realism and political problems, Nueva York: Scribner's, 1953. págs. 119-46.

Dispuesto a ir aún más lejos en su defensa del uso del poder, Agustín sostuvo que la unidad era una cualidad esencial de la sociedad, ya que contribuía a esa situación de paz que posibilitaba una vida cristiana. Si la unidad era un bien — razonaba Agustín— entonces incluso la uni­ dad impuesta por la fuerza poseía cierto valor; y, como no podía ha­ ber unidad superior a la que se basaba en un conjunto común de creen­ cias o «preceptos acordados», era legítimo imponer penalidades tem­ porales en beneficio de la verdadera creencia. ¿Por qué permitir a un hombre que gozara de la protección de la ley y de los beneficios de la sociedad, y fuera libre para pecar? 70 Con esto, la tradición política oc­ cidental llegaba al borde de una definición de la comunidad política que atormentaría a los hombres con innumerables dificultades teóricas y prácticas hasta fines del siglo x v n , la definición de la comunidad po­ lítica como unidad de creyentes con criterios similares.

IV. Dificultades de una religión politizada y tarea de A gustín Una vez que aceptó el poder como instrumento legítimo para el logro de sus fines, la Iglesia se vio ante el peligro de perder su identidad específica en un argumento que probaba demasiado. Para los cristia­ nos primitivos, una de las principales distinciones entre los órdenes político y religioso era que solamente el segundo controlaba las prác­ ticas de redención. La paz, orden y prosperidad mantenidos por el go­ bierno no favorecían la salvación de los creyentes ni trasgredían el mo­ nopolio de los recursos para alcanzar la gracia, que se hallaban en po­ der de la Iglesia. Sin embargo, si se admitía que el poder podía pro­ mover la divina misión de la Iglesia, y si, al mismo tiempo, se con­ sideraba al Estado como la suprema encarnación del poder, quedaría comprometido el carácter excepcional que tenía la sociedad de la Iglesia. La amenaza a la identidad había surgido en el siglo iv, cuando el cris­ tianismo se vio ante la gran tentación de confiar en el apoyo de un gobierno amigo, y de aceptar el uso del poder político en beneficio de la misión universal de la Iglesia. Cuando la política romana de perse­ cuciones intermitentes no logró contener el rápido crecimiento del cristianismo, el Estado recurrió súbitamente al método, más benévolo y más peligroso, de favores a la nueva religión. Con el triunfo de Constantino en Occidente (312 d. C .), el cristianismo inició una nue­ va y difícil etapa, una especie de scandde du succés en el que dejó de ser una secta desacreditada y hostigada para pasar a una situación pri­ vilegiada: la de religión oficial del Estado. No hace falta que nos deten­ gamos en la trajinada cuestión de la conversión de Constantino, ya que lo importante es que sus métodos conservaban muchas cosas que ha­ cían recordar antiguos modos de pensar referentes a la relación entre religión y orden político. El peligro provenía, no tanto de la situación privilegiada de que gozaba el cristianismo, sino de su trasformación 70 Epistle, 93, en San Agustín, Letters, op. cit., vol. 10, págs. 74-75.

en un instrumento escogido para la regeneración política, una «religión civil» moldeada sobre el antiguo modelo. La brusquedad del proceso tomó a algunos dirigentes cristianos por sorpresa, de modo que solo pudieron ver las grandes ventajas resul­ tantes de que el Estado promoviera activamente su fe. Para algunos eclesiásticos, el hecho de que la religión destinada a toda la humani­ dad estuviera ahora ligada al imperio cuyo poder parecía extenderse hasta ios límites de la tierra parecía un signo de que pronto se cumpli­ ría la divina promesa. De tal modo, convergieron dos presiones: la cristiana, que apuntaba a la conversión de la sociedad, y la política, que procuraba captar para fines políticos este nuevo élan vital. Con Eusebío de Cesárea,* apareció un vocero que proclamaba la retórica de la santa alianza, que no vaciló en identificar la suerte del cristianis­ mo con los ordenamientos políticos vigentes, al punto de inferir que Dios había enviado a Constantino con la finalidad específica de reali­ zar la promesa de Cristo. «. . . Por expresa designación del mismo Dios, dos raíces de bendición, el Im perio Romano y la doctrina de la devoción cristiana, brotaron juntas para beneficiar a los hombres ( . . . ) [Con el reinado de Cons­ tantino] había surgido una nueva y fresca era de existencia, y una luz hasta entonces desconocida brilló de pronto desde las tinieblas de la raza humana; y todos deben confesar que estas cosas fueron, por en­ tero, obra de Dios, que crió a este piadoso emperador para que en­ frentara a la muchedumbre de impíos».71 El desesperado anhelo de disminuir la aterradora distancia entre el Reino de Dios y la sociedad del hombre fomentó la creencia de que el emperador representaba un divino instrumento del logos, y el orden político, un vehículo conveniente para difundir la verdad cristiana. Sin embargo, cuando este anhelo tomó la forma práctica de una alian­ za entre Iglesia y Estado, planteó el peligro real de que se perdiera la identidad específica de la sociedad de la Iglesia. Este fue el temor que impulsó a Donato a protestar: «¿Qué tiene que ver el emperador con la Iglesia?». Y no se podría decir que la respuesta de Optato haya sido tranquilizadora: «La respublica no está en la ecclesia, sino la ecclesia en la respublica; vale decir, en el Imperio Romano». Estas actitudes en conflicto no eran más que una expresión parcial de una crisis en desarrollo, que tenía lugar dentro del cristianismo y exigía respuestas para toda una gama de problemas delicados: ¿Cómo podía el cristia­ nismo apoyar al Estado y ser apoyado por este, evitando al mismo tiempo convertirse en otra religión cívica más? ¿Cuál era la identidad ~ Eusebío (264-340 d .C .) formó parte de una distinguida línea de eruditos cristianos de Alejandría. Llegó a ser obispo de Cesárea, y luego consejero del emperador Constantino. Se lo recuerda sobre todo por su formulación de una ideología que justificaba la alianza entre cristianismo e imperio. 71 Vita Constantini, I I I , I; De Laudibus Constantini, X IV ; véase también Praeparatio Evangélica, I, 4. H ay un excelente estudio sobre Eusebio en F. D. Cranz, «Kingdom and polity in Eusebíus», Harvard Tbeological Review, vol. 45, págs. 47-66, 1952; véase también Peterson, op. cit., pág, 88 y sigs.; N. H . Baynes, «Eusebius and the Christian empire», en Byzantine studies and other essays, Londres: Athlone Press, 1955, pág. 168 y sigs.

del Estado, en una situación histórica en que la Iglesia se había vuelto cada vez más política en cuanto a organización y perspectiva? ¿Cuál era la identidad de la Iglesia cuando el Estado se encargaba de fomen­ tar la fe y. vigilar la conducta de los creyentes? ¿Podía apresurar esto el Juicio Final? ¿Dónde se situaban la Iglesia y la comunidad política con respecto a la dimensión temporal de la historia? El intento más global de abordar estos problemas se halla en los es­ critos de San Agustín (354-430), el primero y quizás el más grande de los creadores de síntesis cristianos. Su obra fue importante, no por­ que resolviera ninguna de las ambigüedades del cristianismo, sino por­ que ofreció una hondura y agudeza que las arraigó con más firmeza en la tradición occidental. Hizo un intento supremo de marcar con el relieve más nítido posible la identidad religiosa del cristianismo, su modo de vida y misión, su índole compleja como sociedad existencial y como anunció de una sociedad celestial; su participación en la his­ toria y su triunfo definitivo sobre el tiempo. Pero mantuvo las ambi­ güedades, ya que admitió que el cristiano,.en el nivel existencial, se hallaba políticamente involucrado en la sociedad política y dependía de esta fundamentalmente, al punto de que el Agustín capaz de escri­ bir sobre la noción de amor {amor) con incomparable pasión y pro­ fundidad, fue también el teórico del poder, autor de la argumentación más persuasiva a favor de la coacción sobre los espíritus humanos. Estas ambigüedades tenían profundas raíces en la propia vida y per­ sonalidad de Agustín; casi todo lo que escribió'encierra las tensiones de un espíritu apasionado, que ansia elevarse por sobre la existencia finita, «y llegar, mediante el continuo ascenso del espíritu, hasta la sustancia inmutable de Dios». Sin embargo, fue también el administra­ dor eclesiástico, obligado a ejercer el poder e imponer juicios y castigos. La culminación de este sistema, formado por las más exquisitas oposi­ ciones, halló expresión en el vivido simbolismo de las dos ciudades; la sociedad santa, cimentada en la caritas cristiana, y la «sociedad mí­ nima», desgarrada por la cupiditas humana: «Dos ciudades han sido formadas por dos amores: la terrena, por el amor a sí mismo, aun hasta menospreciar a Dios; la celestial, por el amor a Dios, aun hasta despreciarse a sí mismo. La primera, en una palabra, puso su gloría en sí misma; la segunda, en el Señor ( . . . ) En aquella, los príncipes y las naciones que somete son gobernados por el amor de gobernar; en esta, los príncipes y súbditos se sirven unos a otros en el amor; los últimos obedeciendo, mientras que los primeros piensan por todos».73 Es im portante no dejarse engañar por la vigorosa antítesis de las dos ciudades, hasta concluir que a Agustín le interesaba manipular el or­ den político sólo como realce adecuado para la superioridad de la Igle­ sia y las glorias de la ciudad celestial. Agustín se refirió a las acerbas disputas que desgarraban la ciudad terrena, y pudo hablar de un pro­ fundo enfrentamiento entre ambas ciudades, pero también estaba dis­ puesto a admitir que la sociedad era natural para el hombre; 'que, le72 De Cw, Dei, X IV , 28 (trad. Dods).

¡os de ser un mal sin atenuantes, era «mejor que cualquier otro bien humano», y que incluso una sociedad «alienada del Dios verdadero» poseía cierta validez».73 Una vez que se advierte la complejidad de las ideas de Agustín, y se comprende que no interpretó la promesa de una ciudad celestial en el sentido de que el orden político se hubiera reducido a la insignifican­ cia. podemos entender mejor que el dualismo de las dos sociedades actuó estableciendo..la identidad del orden político tanto como la del religioso. La intrincada trama de religión y actividad política, que se intersectaban, pero no se absorbían, fue moldeada para enseñar que lo político y lo espiritual eran específicos, por más complementarios que pudieran ser en determinados aspectos; que, si bien cada uno debía .beneficiar al otro, ninguno podía lograr la salvación del otro. Y como de esto se desprendía que no se debía juzgar totalmente al uno según la misión del otro, era necesario comprender a cada uno, en gran me­ dida, en sus propios términos.74 Esto puede ser formulado de otro modo diciendo que el agustinismo contenía un fuerte elemento dialéctico, donde las polaridades de bien y mal, carne y espíritu, Iglesia y sociedad política se situaban dentro de un orden global vigorosamente estructurado, que contenía y guia­ ba esta dinámica hacia su fin predestinado. Por un lado, la teoría de las antítesis significaba, en su sentido político, que el orden político, pese a toda su utilidad, nunca era exaltado, sino solo prorrogado. Por el otro, la teoría del ordo actuaba uniendo lo político a un todo cósmico, á^una jerarquía de fines en gradual ascenso: con cada uno de estos colaboraba un orden adecuado de poder y autoridad. «Orden es la distribución que asigna cosas iguales y desiguales, cada una a su propio.sitio».To Era un principio jerárquico y distributivo inscrito en la trama misma d e ia creación, y que animaba a las cosas tanto eleva­ das como inferiores, racionales como irracionales, libres como esclavi­ zadas, buenas como malas. El principio que lo sustentaba era el amor, el amor de Dios hacia sus criaturas, el amor del hombre hacia sus con­ 73 D e Civ. B ei, X II, 21; XV, 4; X IX , 13, 26. G. Combes, op. cit., págs. 76-77; Sir E. Barker, «St. Augustine’s theory of society», en Essays on government, Ox­ ford: Clarendon Press, 1946, págs. 243-69. F. E. Cranz («St. Augustine and Nicholas of Cusa in the tradition of W estern Christian thought», Speculum, vol. 28, 1953, págs. 297-316) ha tendido a minimizar la evaluación agustíniana de la sociedad existente. Hay un excelente estudio de las ideas iniciales de San Agustín por el mismo autor, «The development of Augustine’s ideas on society before the Donatist controversy», Harvard Theological Review, vol. 46, 1954, págs.. 255-316. Se encuentra también abundante material al respecto en C. Dawson, «St. Augustine and his age», en A m onument to Saint Augustine, Londres: Sheed and W ard, 1930; este volumen contiene varios artículos inte­ resantes, incluido uno sobre la filosofía de San Agustín por el padre D ’Arcy. 74 Tres útiles análisis del lenguaje de San Agustín son los de R. H . Barrow, Introduction to St. Augustine, «The City of God», Londres: Faber, 1950, pág. 20 y sigs.; R. T. Marshall, Studies in tbe political and socio-religious termino{ogV' of the «De Civitate Dei», W ashington, 1952; H . D. Friberg, Love and justice in political theory. A study of Saint Augustine’s definition of the Commonwealth, Chicago, 1944. 75 B e Civ. D ei, X IX , 13. Hay también buenos exámenes del principio de ordo en E. Gilson, Les métharnorphoses de la Cité de D ieu ,i* Lovaina: Publications Universitaires de Louvain, 1952, págs. 154-55; E. Barker, «St. Augustine’s theory . ..» , op. cit., pág. 237 y sigs.; R. H . Barrow, op. cit., pág. 220 y sigs.

generes. Ordo est arnoris,76 Cuando cada ser, dentro de la red univer­ sal, cumplía la función que le correspondía, el orden era aplicado en paz. Un ordo perfecto y total se basaba en un conglomerado de órde­ nes que lo sostenían: « .. .L a paz del hogar es el acuerdo ordenado de quienes habitan jun­ tos, ya sea que manden o que obedezcan; la paz de la ciudad es el acuerdo ordenado de sus ciudadanos, ya sea que manden o que obe­ dezcan; la paz de 3a ciudad celestial es la hermandad de disfrutar de Dios y difrutarse unos a otros en Dios, una hermandad íntimamente ligada por el orden y en la armonía; la paz de todas las cosas creadas es la tranquilidad conferida por el orden . . .».77

V. Refirmación de la identidad de la sociedad de la Iglesia: tiempo y destino La idea de ordo, sin embargo, era más que la perspectiva de un univer­ so jerárquico, estable, compacto y aparentemente estático, dentro del cual las múltiples diversidades de la existencia se fundieran en un todo armonioso. El orden de la creación era vibrante, y en su ser se inscri­ bía un impulso o «predisposición». Era una unidad encaminada hacia la consumación, al fin de los tiempos. En la concepción agustiniana del tiempo tuvo su enunciación clásica una de las contribuciones más originales e importantes del pensamiento cristiano. 7f E n la nueva con­ cepción de tiempo había enormes implicaciones políticas, implicacio­ nes que contribuyeron en mucho a delinear el contraste entre las acti­ tudes clásica y cristiana respecto de los problemas políticos. Muchos autores clásicos concibieron el tiempo en términos de ciclos muy seme­ jantes a las estaciones naturales de crecimiento y decadencia, regulari­ dad y repetición: «Las cosas que han de ser no surgen súbitamente en la existencia; la evolución del tiempo es como el desenrollarse de una soga; no crea nada nuevo, sino que solo despliega cada suceso en su 76 De Civ. Dei, X I, 18, 22; X II, 2, 4. La relación entre ordo y amor ha sido minuciosamente analizada en diversas obras: E. Gilson, op. cit., págs. 217-18; J. Burnaby, A m or Dei, Londres: H odder and Stoughton, 1938, esp. pág. 113 y sigs.; T. J. Bigham y A. T. Mollegen, «The Christian ethic», en R. W. Battenhouse, ed., op. cit., pág. 371 y sigs.; A. Nygren, Agape and Eros, A trad. al inglés por P. S. W atson, Filadelfia: W estminster, 1 vol., 1953, pág. 449 y sigs. 77 De C iv. Dei, X IX , 13. 78 Existe gran cantidad de literatura referente a la concepción agustiniana del tiempo. Son útiles los siguientes materiales: E Gilson, op. cit., pág. 246 y sigs.; J. Chaix-Ruy, Saint Augustin, temps et bistoire, París, 1956; H . I. Marrou, L ’ambivalence du temps de l’histoire chez Saint Augustin, Montreal y París, 1950; tiene especial utilidad por la forma en que pone de relieve la influencia social del tiempo; J. F. Callahan, Four views of time in ancient philosophy, Cambridge: H arvard University Press, 1948, cap. IV; es u n tratamiento más formal del problema. Hay algunos comentarios sorprendentemente elogiosos en B. Russell, A history of ivestern philosophy, Nueva York: Simón & Schuster, 1945, págs. 325-55. En las obras de San Agustín Confesions, lib. X I, y Epistle, 137, podemos hallar pasajes al respecto que también deben ser tenidos en cuenta.

orden».79 Para el cristiano, convencido de que el tiempo se encamina­ ba hacia una culminación única y destructiva, la noción clásica de un ciclo eternamente recurrente que gobernaba los asuntos humanos, un ritmo que comenzaba en la esperanza y concluía en la desesperación, parecía una burla tanto a Dios como al hombre. Dijo Agustín: «¿De qué extrañarse si, atrapados en estos círculos, no hallan entrada ni salida?»*0 El cristianismo rompió el círculo cerrado, reemplazándolo por una concepción del tiempo como una serie de momentos irrever­ sibles que se extendían en una línea de desarrollo progresivo.81 La historia se trasformaba así en un drama de liberación, representado bajo la sombra de un apocalipsis que pondría fin al tiempo histórico y que, para Jos elegidos, concluiría con el sufrimiento. Animado por es­ ta «seguridad de cosas esperadas», y dotado de la certeza de que «el misterio que había estado oculto durante épocas y generaciones ha si­ do revelado ahora a los santos», el cristiano podía esperar lo que el espíritu clásico había temido: el despliegue del tiempo futuro. El fu­ turo pasaba a ser una dimensión de la esperanza: «Por consiguiente, así como nos salva, la esperanza nos hace felices. Y así como todavía no poseemos un presente, sino que buscamos una salvación futura, lo mismo ocurre con nuestra felicidad ( . . . ) porque nos rodean males que debemos soportar con paciencia, hasta que al­ cancemos el inefable disfrute del bien puro; pues entonces ya no habrá nada que soportar».82 79 Cicerón, De Divinatione, I, 27. 80 De C iv.D e i, X I, 6; Epistles, 137 passim. 81 En su libro Cbrist and time, A el profesor O. Cullmann describe cómo los cristianos primitivos veían en la llegada de Cristo la indicación del centro de la línea temporal. En El se había cumplido el pasado, y todo lo venidero había sido decidido. Véase también el examen efectuado por K. Lowith en Meaning in history (Chicago: University of Chicago Press, 1949, pág. 182 y sigs.), que en gran medida sigue a Cullmann, y, en general, R. L. P. M ilburn, Early Christian interpretations of history, Londres: Black, 1954; dos artículos de A. H. Chroust, «The metaphysics of time and history in early Christian thought», New Scholasticism, vol. 19, 1945, págs. 322-52; «The meaning of time in the ancient world», ibid,, vol. 21, 1945, págs. 1-70. 82 Gelasianos 1:26; Epístola a los hebreos 11:1; Romanos 8:24; De Civ. Dei, X II, 13-14; X IX , 4; De Doctrina Christiana, II, 43-44; véase también el análisis en R. E. Cushman, «Greek and Christian views of time», Journal of Religión, vol. 33, 1953, págs. 254-65. H . Scholz, Glaube und Unglaube in der Weltgescbichte, Leipzig, 1911, pág. 137 y sigs. El problema del «progre­ so» en la filosofía agustiniana de la historia ha sido minuciosamente examinado por T. Moinmsen, «St. Augustine and the Christian idea of progress, the background of the “City of G od”», Journal of the History of Ideas, vol. 12, 1951, págs. 346-74. Los puntos de vista iniciales de San Agustín son examinados por F. E. Cranz, «The development of Augustine’s id e a s...» , op, cit., pág. 273 y sigs. Puede hallarse material adicional en K. Lowith, op. cit., cap. IX ; J. Pieper, The end of time, =& trad. al inglés por M. Bullock, Nueva York: Pantheon, 1954, passim. El enfoque agustiniano de la historia, con su combinación de sínte­ sis general y sensibilidad para la índole variada de los fenómenos históricos, es un interesante ejemplo del caso que no puede ser absorbido en las sugestivas categorías de I. Berlín, The hedgehog and the fox, Nueva York: Simón and Schuster, 1953, y Historical inevitability, A Londres: Oxford University Press, 1954. E l problema de en qué medida es correcto decir que San Agustín sostu­ vo una filosofía de la historia es examinado por H . Scholz, op. cit., Vorrede,

Todas estas ideas expresaban una nueva dimensión temporal para el orden político. En el plan providencial que determinaba el destino humano, el medio santificado era la sociedad de la Iglesia. Uno de los aspectos notables del pensamiento clásico había residido en que el tiempo era concebido en términos sobre todo políticos, como lo atesti­ gua el mito platónico de Kronos y la teoría cíclica del gobierno de Polibio. Las formas políticas eran consideradas como los medios a tra­ vés de los cuales se revelaban los procesos del tiempo y la historia. La nueva dimensión temporal, sin embargo, era tanto apolítica como anti­ política; apolítica en cuanto los momentos vitales significativos (kairol) en el tiempo, tales como Creación, Encarnación y Redención, carecían de una vinculación esencial con las cuestiones políticas; anti­ política en cuanto la sociedad política se hallaba involucrada en una serie de sucesos históricos encaminados hacia una consumación final, que marcaría el fin de la actividad política. Desde el punto de vista cristiano, la cuestión fundamental era si el hombre y la sociedad ser­ virían a los fines de 3a eternidad o se contentarían con los bienes pa­ sajeros existentes en el tiempo. Los nuevos criterios políticos, tal co­ mo los cristalizó Agustín, podían 'ser leídos de esta manera: en la me­ dida en que una sociedad política promovía la paz, era buena; en la medida en que encarnaba una concordia bien ordenada entre sus miem­ bros, era mejor aún; en cuanto alentaba una vida cristiana y evitaba el conflicto de lealtades entre obligaciones religiosas y políticas, había cumplido su función dentro del esquema universal. La más alta aspi­ ración de la sociedad política quedaba satisfecha si permitía que sus ciudadanos enrolados en la chitas dei buscaran la salvación sin ser estorbados por las distracciones políticas. «La ciudad terrenal, que no vive de la fe, busca una paz terrenal; y la finalidad que propone, en la bien ordenada concordia de obediencia cívica y gobierno, es la combinación de las voluntades de los hombres para lograr las cosas que son útiles en esta vida. La ciudad celestial — mejor dicho, la parte de esta que anda peregrinando por la tierra y vive de la fe— utiliza esta paz solo por obligación, hasta que se extinga esta condición mortal que la hace necesaria. En cuanto vive como un cautivo y un extraño en la ciudad terrenal, aunque ha re­ cibido ya la promesa de redención, y el don del Espíritu como prenda de esta, no tiene escrúpulos en obedecer las leyes de la ciudad terre­ na], por cuyo intermedio son administradas las cosas necesarias para el mantenimiento de esta vida mortal; y así, como esta vida es común a ambas ciudades, también hay una armonía entre ellas con respecto a lo que corresponde a esta».S3 En el sistema agustiniano, la chitas terrena no estaba destinada a re­ presentar de modo exacto la comunidad política, como tampoco ia chitas dei equivalía a la Iglesia. La chitas terrena era, en cambio, una categoría universal, construida imaginariamente para ilustrar el tipo donde se sostiene que San Agustín no elaboró tal filosofía. Véase también E. Gilson, op, cit,, pág. 37 v sigs.; C. N. Cochrane, op. cit,, cap. X II. 83 De Civ. Dei, X IX , 17.

de vida que contrastaba de modo más marcado con la chitas dei. Sin embargo, tanto la chitas terrena como la chitas dei se relacionaban de; una manera especial con la comunidad política, ya que esta contenía individuos que tipificaban los modos antitéticos de vida vinculados con ambas ciudades. El orden político ocupaba, entonces, una especie de plano intermedio, en el cual se intersectaban los dos simbolismos antitéticos. La vida colectiva de la comunidad política trascurría en medio de una honda tensión entre el naturalismo de las actividades diarias de la comunidad y el sobrenaturalismo de la Ciudad de Dios. Según los autores clásicos, la extrema pluralidad de necesidades y as­ piraciones humanas había creado las funciones y justificado el status de la comunidad política. La satisfacción de dichas necesidades orga­ nizando la división y coordinación del trabajo planteaba el problema del gobierno político y de la sabiduría política. Sin embargo, el agustinismo involucraba una formulación contraria: las más elevadas ne­ cesidades del hombre, y, por consiguiente, las fundamentales, eran precisamente aquellas que ninguna sociedad humana podía llegar a satisfacer. Las preocupaciones éticas ya no giraban sobre una base sociopolítica, sobre las exigencias extrapolíticas del alma. «[Los cristianos] no rechazarán la disciplina de esta vida temporal, en la cual se preparan para la vida eterna; ni tampoco lamentarán su experiencia de ella, ya que utilizarán las cosas buenas de la tierra como peregrinos a los que estas no detienen, y sus males los ponen a prueba o los mejoran ( . . . ) Incomparablemente más grandiosa que Roma es esa ciudad celestial en la cual tenéis la verdad por victoria; la santidad por dignidad; la felicidad por paz; la eternidad por vida».84 Pero, si el orden político resultaba deficiente cuando se le aplicaba 3a dimensión de la eternidad, ¿cómo era posible, dentro de las ca­ tegorías cristianas, abordar esa zona intermedia en que la existencia política se trasformaba gradualmente en un ámbito de finalidades tales como la ley, la justicia, la paz, la seguridad, el bienestar econó­ mico, y un sentido comunitario, todos los cuales eran significativos sin ser definitivos? Este problema asumió importancia fundamental en la famosa exposi­ ción de Agustín sobre si el Estado romano podía ser considerado una verdadera nación, que ofreció un ejemplo clásico de cómo los cristia­ nos adoptaban los anteriores conceptos políticos solo para trasformarlos. Agustín .tomó la definición ciceroniana de respublica — una asociación basada en un acuerdo común acerca de lo justo, y en una comunidad de intereses— para suscitar luego el interrogante de qué condiciones debía satisfacer una nación antes de que se la pudiera con­ siderar «justa». Ahora bien; los autores políticos clásicos, como Pla­ tón y Aristóteles, no negaban la existencia de una justicia absoluta, pero presuponían que una indagación de la relación entre lo «políti­ co» y lo «justo» debía apuntar al tipo de justicia relacionada con la naturaleza peculiar de la comunidad política. Agustín, en cambio, si­ guió un método muy distinto. En vez de procurar descubrir de qué 84 De Civ. Dei, I, 29.

tipo de justicia era, capaz un orden político, adujo que Roma no podía ajustarse a la definición romana,,,,ya que nunca había sido reconocida la «verdadera» justicia. «La justicia que es verdadera justicia reside únicamente en" la nación cuyo fundador y gobernante es Cristo».65 Pero es obvio que esta conclusión dependía de una definición de ia justicia y una concepción de la nación que diferían de las sostenidas por el clasicismo; una definición de justicia cristiana basada en el amor de Dios, y una concepción de nación que trascendía cualquier ciudad humana. Indica la grandeza de Agustín el hecho de que haya sido sensible a las limitaciones inherentes a este procedimiento. «Si adoptáis otras definiciones, más aceptables», entonces «a su manera, y en medida limitada, Roma era una nación».su ¿Qué otra definición era posible, y hasta qué punto podía ser calificada como nación una sociedad no cristiana? Agustín respondía con una definición notable por su natu­ ralismo; «Un pueblo es la reunión de una multitud de seres racionales, unidos en hermandad por compartir un amor común hacia las mismas cosas».87 Esta definición presentaba un notable contraste con la ri­ gidez moral de la primera, en la cual la «verdadera» justicia se restrin­ gía a la Ciudad de Dios y según la cual toda sociedad política, pasada, presente o futura, podía resultar deficiente. Esto no significaba que se abandonara la primera definición, que servía, en cambio, como patrón absoluto de justicia. Por otro lado, la definición naturalista indicaba la posibilidad de establecer una gradación de civitates. La evaluación de un orden político determinado dependería, entonces, de la calidad de los objetos a los que fuera dirigido el «amor común».88 Involucraba también una modalidad más empírica, ya que presuponía algún tipo de investigación de los valores existentes buscados y reali­ zados por un orden determinado. Sobre todo, permitía que cualquier sociedad política que hubiera logrado establecer el orden y la paz fuera clasificada como nación en alguna medida, aunque fuese limitada.

V I. S o ciedad p o lític a y sociedad de la Iglesia La evaluación del orden político, en la forma definitiva que tomó en el pensamiento agustiniano, fue compleja. Se admitía que un orden pagano era valioso, aunque sólo fuera por las condiciones mínimas de paz que aseguraba. Por otro lado, aunque una sociedad política estu­ viera dedicada a fines cristianos y fuera administrada en un espíritu 85 De Civ. D ei, X IX , 21 El examen agustiniano de 1a definición ofrecida por Cicerón ha sido tema de una permanente controversia: R. W . y A, J. Carlyie, op. cit. (vol. I, pág. 165 y sigs.) sostuvieron que San Agustín eliminó de su definición del Estado el concepto de justicia. Esto fue negado por J. N. Figgis, op. cit., cap. I I I Hay un sensato resumen de la cuestión en C. H . Mclhvain, The growth of political thought in the W est, Nueva York: Macmillan. 1932, págs. 154-60. E, Gilson admite que San Agustín (.-forzó» e¡ texto de Cicerón (op. cit... págs. 38-39, nota 1). 86 De Civ. Dei, X IX , 21. 87 De C iv. Dei, X IX , 24. 88 De Civ. Dei, X IX , 24

cristiano, nunca podía, como sociedad, conocer la salvación ni servir como instrumento de realización divina. Estas limitaciones eran inhe­ rentes a la concepción de la historia que, en su significado más funda­ mental, había quitado toda importancia al orden político, volviéndolo, en definitiva, obsoleto. La reorientación del tiempo, alejándolo del centro político, excluía automáticamente algunos de los más audaces temas del pensamiento político clásico; entre los primeros, la concep­ ción de la acción política como epopeya. El héroe político del clasicis­ mo había presupuesto que la historia era víctima de un elemento impredecible, que desafiaba toda previsión humana*9 Si bien la exis­ tencia de la suerte o fortuna influía haciendo inestables y fugaces los logros políticos, era también un desafío que requería capacidades he­ roicas. De este modo, la actividad política era un deporte de super­ hombres que enfrentaban sus habilidades con los caprichos incalcula­ bles de la fortuna, sostenidos únicamente por la esperanza de apun­ talar una isla temporaria de realización contra el corrosivo flujo del tiempo. En el enfoque cristiano de la historia no quedaba lugar para la tortuna, y tampoco, por esa misma lógica, para el héroe político. En lugar de este, apareció el «príncipe cristiano», un actor de tipo muy dife­ rente para quien el desafío político no ofrecía ningún estímulo, sino únicamente un fatigoso deber, y a quien sólo mantenía la esperanza de alcanzar algún día el verdadero reino. No era el héroe político, sino el príncipe-mártir, que se esforzaba por «convertir al poder en sir­ viente de la majestad de Dios», pero siempre con algo de esa dulce tristeza y resignación que había teñido las reflexiones de Marco Au­ relio.80 La concepción agustiniana del tiempo, con su enfática distinción en­ tre lo que era posible en la historia y lo que estaba reservado para la eternidad, también condenaba la búsqueda clásica del sistema polí­ tico ideal como una ambición orgullosa e irreverente. La promesa de eternidad estaba reservada solamente para la chitas dei. Al despreciar la misión, eficacia y jerarquía moral dei orden político, el cristianismo se veía ante la tentación de reemplazarlo por la sociedad de la Iglesia, convirtiéndola en una forma política idealizada capaz de satisfacer las potencialidades que se negaban a las sociedades temporales. En otras palabras: ¿la Iglesia debía ser considerada como una especie de ver­ sión espiritualizada de la mejor forma posible de sociedad, una Re­ pública cristianizada? Complica la respuesta el hecho de que los pri­ meros autores cristianos atribuyeron a la idea de Iglesia por lo menos tres significados distintos. Uno de estos se refería a la organización local, como se expresa en la primera Epístola de Clemente: «La Iglesia de Dios, que reside en Roma, saluda a la Iglesia de Dios que reside en Cotinto». En segundo lugar, había la Iglesia universal, que abarcaba todo el cuerpo de creyentes, cualquiera fuese la localidad. 89 Cicerón, A i , Fam., V, 12; César, Dé bello civili, I I I , 68, I. 90 De Civ, Dei, V, 24; De Doctrina Christiana, I, 23. Véanse también las observaciones de San A gustín sobre el pecado y el orgullo humano y su efecto en cuanto a pervertir el uso del poder; De Música, V I, 13-15, 40-41, 48, 53; De Libero arbitrio, I. 6, 14. R. H . Barrow (op. cit., pág. 230) también contiene algunos comentarios útiles.

Por último, existía la Iglesia trascendente, la ciudad santa, el destino final de quienes habían sido salvados. El primero y segundo signifi­ cados fueron formalizados más tarde en la concepción de la Iglesia «visible», una sociedad institucionalizada y organizada, poseedora de los atributos de poder y autoridad antes mencionados. En la tercera definición, la Iglesia «invisible» no debía ser identificada con ninguna encarnación humana; era una sociedad de bienaventurados y, por con­ siguiente, no necesitaba las armas de la disciplina y la coacción. Aunque hemos simplificado en exceso estas distinciones, atribuyén­ doles una nitidez que no tenían en esos siglos iniciales, aquellas per­ miten captar mejor las ideas de Agustín sobre la Iglesia. Sobre esta cuestión ha habido desacuerdo entre los comentaristas, principalmente porque Agustín no siempre se atuvo a una distinción marcada entre la Iglesia visible y la invisible;91 sin entrar en las sutilezas del proble­ ma, es evidente que Agustín no concebía a la Iglesia visible primor­ dialmente en términos de una estructura de poder u orden gobernante. En su mente predominaba la concepción de una sociedad o comunidad; es decir, de una asociación en la cual el poder no era el elemento de cohesión constitutivo. En dos de sus símbolos favoritos, la Iglesia era comparada a una madre y una paloma.93 Este no es el lenguaje del poder, lo cual no quiere decir que abogara por una teoría de una «Iglesia débil», ya que lo desmienten sus ideas respecto del bautismo, el sacerdocio, la autoridad doctrinal y la unidad.93 Es difícil, sin em­ bargo, extraer de los escritos de Agustín el perfil- político posterior de una compacta estructura jerárquica de poder y autoridad eclesiásticos. En otras palabras: la Iglesia visible no aventajaba al orden político por motivos «políticos», sino en razón de su misión superior. Además, no se la podía identificar con la mejor forma posible de sociedad, ya que la heterogénea pureza de sus integrantes — unos destinados a sal­ varse; otros, a ser condenados— la hacía inferior a la sociedad santa. De modo similar, la doctrina de la predestinación imponía claros lí­ mites al poder de la Iglesia visible; los elegidos y los condenados eran escogidos por un acto de Dios, 110 de la Iglesia. Por extraño que parezca, era la chitas dei — la sociedad mística que se extendía en el pasado, el presente, el futuro y que rechazaba toda identificación con cualquier institución visible— la que presentaba el más intrigante paralelo con la sociedad política. Ya hemos señalado 91 J. N. Figgis (op. cit., págs. 78, 84 y sigs.) se inclinó a ver en San Agustín un precursor del posterior sacerdotalismo de la Edad Media; H . Reuter, Augustiritscbe Studien (G otha, 1887), señaló las implicaciones de la teoría de la pre­ destinación para el poder de la Iglesia; A. Harnack (History of Dogma, trad. al inglés de la tercera edición alemana por J. ¡Millar, Londres: Williams y Norgate, 7 vols., 1896-1899, vol. 5, págs. 140-68) señaló también los efectos debili tantes de la teoría de la predestinación, pero su conclusión fue que San Agustín fortaleció la posición teórica de la Iglesia. 92 R. W . Battenhouse, op. cit., págs. 184-85; G. G. Willis, op. cit., pág 113 y sigs. Los pasajes pertinentes de San Agustín son: D e Baptismo, I, 10, 15-16; IV , 1: I I I , 23; I I I , 4. 93 S. J. Grabowski («Saint Augustine and the prknacy of the Román bishop», 1946, Traditio, vol. 4, págs. 89-113) concluye que San Agustín se atuvo de modo consecuente a la doctrina de la supremacía eclesiástica, Véase también E. Troeltsch, Augustin, die christlicbe A n tike und das M itteldter, Munich y Berlín, 1915, pág. 26 y sigs.

que el pensamiento cristiano primitivo había presentado una tenden­ cia a asociar el orden político con la coacción, y a compararlo desfavo­ rablemente, sobre esta base, con la espontánea solidaridad de la so­ ciedad de creyentes. Pero este contraste se hizo menos notable cuando la Iglesia elaboró su propio sistema coactivo. Proteger la identidad superior de la Iglesia exigía una concepción de esta como sociedad sin coacción. Esto fue cristalizado en la chitas dei de Agustín, quien, al describir ambas ciudades, empleó lenguaje y conceptos de modo de eliminar los elementos divinos que tanto el pensamiento clásico como el cristiano primitivo habían atribuido a la sociedad política, y canali­ zarlos hacia la chitas dei. Según Agustín, la autoridad política conser­ vaba una cualidad marcadamente artificial y ajena: artificial en cuanto Dios se había propuesto que los hombres tuvieran dominio sobre los animales, pero no sobre otros hombres; ajena porque, en último aná­ lisis, la brevedad de la existencia humana quitaba toda importancia a «bajo qué gobierno vive un hombre moribundo, con tal de que quie­ nes gobiernan no lo obliguen a ser impío ni inicuo».94 La pérdida de valor del orden político lo hacía vulnerable a ser cuestionado por la chitas dei sobre bases políticas. Así, era previsible que una sociedad política fuera gobernada alternativamente por buenos y malos gober­ nantes, pero la Ciudad de Dios nunca tendría otro gobierno que el de Cristo, perfectamente bueno. De esto se desprendía que el vínculo entre gobernante y gobernado en una ciudad era muy superior al que se podía alcanzar en la otra. Mientras que los miembros de la ciudad celestial estaban ligados por un bien que era realmente común, las ciudades terrenas se hallaban necesariamente divididas por la mul­ tiplicidad de los bienes e intereses privados. En una ciudad, el con­ flicto había sido eliminado; en la otra, era el acompañamiento inevi­ table de la situación. Por consiguiente, la sociedad terrenal no podía lograr, en el mejor de los casos, más que una diversidad bien ordena­ da, una mezcla inestable de bien y mal, mientras que la chitas dei disfrutaba de una armonía y un orden sin tacha. De tal modo, la ciu­ dad celestial no era la negación de la sociedad política, sino su per­ feccionamiento, la trasmutación de sus atributos en una gloria que aquella jamás conocería. Su realización, al fin de la historia, marcaba la más alta hermandad de que era capaz la creación, una socialis vita sanctorum».95 El punto crucial de estos contrastes residía en la inferencia de que la chitas dei era más perfectamente «política», en lo esencial, por ser más perfectamente «social». La superioridad de la categoría «social» sobre la «política» era una proposición fundamental del pensamiento agustiniano. Aquella connotaba armoniosa hermandad; esta, en cam­ bio, conflicto y dominación. De esto surgía la siguiente conclusión: cuanto más se aproximaba el orden político a una vida cristiana, me­ nos político se volvía. Los conflictos que eran la raison d ’étre de la rácter «social» del piden. Esto explica por qué, para el verdadero autoridad política disminuirían en la proporción en que la sociedad se cristianizara verdaderamente. Al mismo tiempo se realzaría el ca94 De Doctrina Christiana, I, 23; De Civ. Dei, V, 17; X IX , 5. 95 D e Civ. Dei, V I, 26; X II. I. 9: X IV . 9. 28; X V I. 3. 4; X V II, 14; XIX, 5, 10, 23. ..............................

cristiano, lo «político» era menos importante que lo «social»; estaba en el orden político, pero no pertenecía a él. Pertenecía, en realidad, a la sociedad de los elegidos, una vida que trascendía el orden polí­ tico en tal medida, que se podía decir que formaba una sola sociedad con los ángeles.98 Esta concepción, según la cual las relaciones sociales poseían algo más divino y natural, ha vuelto a surgir repetidamente en el pensamiento posterior. Aunque más tarde Tomás de Aquino definió al hombre co­ mo un naturale ahünal sociale el políticum,9‘ persistió la creencia de que la_sociedad representaba un agrupamiento espontáneo y natural, mientras que lo político representaba lo coercitivo, lo involuntario. Es curioso que la superioridad de lo social sobre lo político haya alcan­ zado su más plena expresión a fines del siglo xvnr. Así lo expresó, por ejemplo, Tom Paine: «El Gobierno formal constituye sólo una reducida parte de la vida civilizada; e incluso cuando se establece lo mejor que puede idear la sabiduría humana, es una cosa más nominal e ideal que real. De los grandes y fundamentales principios de sociedad y civilización; del uso común universalmente aceptado, y mutua y recíprocamente man­ tenido; de la incesante circulación de interés, que, pasando por sus innúmeros canales, vigoriza toda la masa del hombre civilizado; de estas cosas, infinitamente más que de cualquier cosa que pueda lograr aun el gobierno mejor instituido, dependen la seguridad y prosperidad del individuo y del todo».os Tampoco las corrientes de pensamiento más recientes descartaron esta antinomia. Los economistas liberales clásicos, así como Saint-Simon, padre del directorialismo moderno, aceptaron la noción de la sociedad como agrupamiento espontáneo, pero identificándola con actividades y relaciones económicas. El gobierno o lo político, en cambio, fueron descritos como un controlador artificial, cuya existencia era tolerada solo en la medida en que aseguraba las condiciones necesarias para la espontaneidad. Esta línea de pensamiento ha sido conservada también por liberales modernos. Sir Érnest. Baker, por ejemplo, define la so­ ciedad como «la suma total de cuerpos o asociaciones voluntarios con­ tenidos en la nación». En contraste con el carácter «social» y «volun­ tario» de la sociedad, el Estado «actúa de manera legal o compulsi­ va . . ,».09 El marxismo, por su parte, describió el Estado como un poder «por encima de la sociedad, y que se aliena de ella cada vez más». La revolución proletaria, en definitiva, destruiría el Estado me­ diante un acto final de fuerza, preparando así el terreno para una so­ ciedad sin conflictos ni compulsión, una verdadera chitas humatiitatis.10° 96 De Civ. Dei, X II, 1, 97 D e Regimine Principttm, lib. I, cap. I. 98 Rights of Man, parte II , cap. I. 99 Principies of social and political theory, Oxford: Clarendon Press, 1951, págs. 2-4. 100 F. Engels, Origins of the family, prívate property, and the State, £ , Moscú, 1948, págs. 241-42. Se debe mencionar que los sociólogos modernos han conti-

VII. El lenguaje de la religión y eí lenguaje de la actividad política: nota sobre el pensamiento cristiano medieval El énfasis de Agustín sobre el aspecto social de la Iglesia resumió con bastante exactitud el enfoque cristiano de los primeros cinco si­ glos. La Iglesia escribía, «es mejor que una sociedad ( . . . ) es una fraternidad».101 Aunque, como ya señalamos, el perfil de poder de la Iglesia se hacía más evidente con el paso del tiempo, recién durante el período medieval subsiguiente llegó a predominar el aspecto organi­ zacional, coactivo — es decir, la Iglesia como sistema político-eclesiás­ tico racionalizado— sobre el aspecto social o comunal. Por lo tanto, en diversos momentos de la Edad Media se puede comprobar la exis­ tencia de una corriente subterránea de inquietud, alimentada por el intento de la Iglesia de conservar una doble identidad: por un lado, como órgano gobernante del cristianismo; por el otro, como sociedad de creyentes que, en su unidad mística, eran miembros de un cuerpo viviente que seguían una vida común, inspirada por el amor de Cristo. Estas dos concepciones no coexistían con facilidad, y de su mezcla surgió la imagen, algo desconcertante, de una organización imperial de poder que, además, afirmaba que era una comunidad. Esta índole dual es significativa en cuanto expresa el dilema de casi todas las sociedades modernas. Por añadidura, esta similitud entre la Iglesia y las so­ ciedades políticas modernas no es fortuita. En ambos casos, la fuerza que fusionó a los integrantes en un todo solidario ha sido mística, irracional. En las sociedades temporales, fue la fuerza del nacionalis­ mo; en la sociedad de la Iglesia, el sacramento de la comunión simbó­ lica, que une los miembros al cuerpo místico de Cristo.102 Se puede indicar con mayor claridad el elemento religioso en el sentimiento nacional, señalando brevemente los cambios experimentados por la idea del corpus rnysticum, y cómo se reflejaron en el pensamiento político. El término mismo, corpus rnysticum, es exclusivamente cris­ tiano y 110 tiene base bíblica.103 No estuvo en uso hacia el siglo ix, nuado esta distinción sobre bases algo diferentes. Véanse, por ejemplo, los con­ ceptos polares de Gemeinschaft y Gesellschaft expuestos por F. Tonnies en f u n ­ damental concepts of sociology, trad. al inglés por C. P, Loornis, Nueva York: American Book Company, 1940; el contraste establecido por E, Durkheim entre solidarité méchanique y solidarité organique en The división of labor in society, (trad. al inglés por G. Simpson, Glencoe: Free Press, 1947, lib. I, caps. 2-3) y el concepto de «comunidad» sostenido por R. M. MacIver en The modern State (O xford: Clarendon Press, 1926, pág. 451 y sigs.). 101 De rnorihus ecclesiae, XXX, 63. 102 La mezcla de sentimientos nacionalistas y religiosos aparece con claridad en la constitución propuesta por Rousseau para Córcega. Cada ciudadano debía pronunciar el siguiente juramento: «En nombre de Dios Todopoderoso y sobre los Santos Evangelios, quedo ligado con mi cuerpo, mi propiedad, mi voluntad y mi fuerza toda a la nación corsa, para pertenecerle en total posesión, con todos los que de mí dependen». C. E. Vaughan, The political writings of JeanJacques Rousseau, Cambridge: Cambridge Universitv Press, 2 vols., 1915, vol. I I , pág. 350.. _ ' 103 La obra básica a este respecto es H. de Lubac, Corpus rnysticum, París, 2a. ed., 1949. H e recurrido también al excelente estudio de E. H . Kantorowicz, «Pro Patria Alori in mediaeval political thousht», American Historical Review, 1951, vol. 56, págs. 472-92 y The kiug’s two bodies, Princeton: Princeton Uni-

y en esa época su significado era estrictamente sacramental, referido a la Eucaristía y no a la Iglesia ni a ninguna noción de una sociedad de cristianos. Mediante la administración del sacramento, la hostia era consagrada e incorporada al cuerpo místico de Cristo. Como resultado de las disputas doctrinarias suscitadas por Berengario, el elemento místico retrocedió, siendo reemplazado por la doctrina de la presencia real del Cristo humano. El corpus mysticum fue llamado entonces corpus Christi (o corpus verum, o corpus naturale). Esto, sin embargo, fue previo a la socialización y politización del concepto del corpus mysticum, ya que, después de mediados del siglo x n , el corpus mysticum, antes empleado en el uso sacramental para describir la hostia consagrada, fue trasferido a la Iglesia. La fuerza y pasión místicas que envolvían la antigua idea pasaron a sustentar toda la sociedad de cristianos y su estructura de poder. En la bula papal Uñara sanctam (1302) se describía a la Iglesia como unum corpus mysticum cuius caput Cbristus; un solo cuerpo místico cuya cabeza es Cristo. Mientras que el pensamiento político clásico había atribuido a la co­ munidad política una naturaleza restringida y solidaria, nunca la había concebido como un cuerpo místico reunido alrededor de una divinidad. Pero el cristianismo ayudó a engendrar la idea de una comunidad como un cuerpo irracional, no utilitario, ligado por una fe metarracional, imbuido de un espíritu misterioso incorporado a los miembros; un espíritu que no solo vinculaba a cada participante con el centro de Cristo, sino que radiaba vínculos santos que unían cada miembro con sus congéneres. La comunidad cristiana no era tanto una asociación como una fusión de espíritus, un ser espiritual. Esto surge con cla­ ridad de un pasaje donde Tomás de Aquino, habiendo definido el sa­ cramento del bautismo como el método por el cual un hombre se con­ vierte en participante de una unidad eclesiástica, describió la índole de esa sociedad sacramental: « . . . La vida está solamente en los miembros que se hallan unidos a la cabeza, de la cual derivan sentido y movimiento. Y de aquí se des­ prende necesariamente que el hombre, mediante el bautismo, es incor­ porado en Cristo, como uno de sus miembros. Además, así como los miembros derivan sentido y movimiento de la cabeza material, tam­ bién de su cabeza espiritual, o sea Cristo, derivan los miembros el sentido espiritual, que consiste en el conocimiento de la verdad, y el movimiento espiritual, que resulta del instinto de la gracia».104 Sin embargo, los autores laicos no tardaron en percibir la enorme fuer­ za emocional oculta tras la idea del corpus mysticum. A mediados del siglo x i i i , uno de ellos definió un pueblo como «hombres reunidos en versity Press, 1957, cap. V. Puede hallarse material adicional en A. H . Chroust, «The corporate idea and the body polític in the Middle Ages», R eview of Politics, 1947, vol. 9, págs. 423-52; G. B. Ladner, «Mediaeval thought on church and politics», ibid., págs. 403-22. 104 Summa Theologiae, A II , I I I , Q. 69, art. 5. H e utilizado la traducción de los padres dominicos ingleses, T he «Summa Theologiae» of Saint Thomas A qui­ las, Nueva York: Benziger Brothers, 22 vols., 1913-1927, vol. X V II, pág. 175.

un solo cuerpo místico» ( hominum collectio in unun corpus mysti­ cum ). Autores posteriores, como el inglés Sir John Fortescue, ten­ dieron a emplear indiscriminadamente las frases corpus mysticum y corpus politicum para designar un pueblo o un estado.105 Luego, Rous&eau retomó algo de esta idea en su concepción de comunidad. También aquí, los miembros estaban imbuidos de un espíritu común que los conducía a la más íntima comunión y dependencia, y qüé ex­ presaba en los términos más nítidos posible la identidad específica del conjunto. Las antiguas palabras de Cipriano — extra ecclesiara mi­ lla salus— hallaron eco adecuado en el aforismo de Rousseau: «sitót qu’il est seul, il est nul»; en cuanto está solo, el hombre no es nada.108 Al aceptar los lazos de la sociedad civil, cada individuo « . . . se priva de algunas de las ventajas que la naturaleza le otorgó, pero obtiene a cambio otras tan grandes, sus facultades son estimu­ ladas y desarrolladas a tal punto; sus ideas, tan ampliadas; sus sen­ timientos, tan ennoblecidos, y toda su alma, tan enaltecida, que si los abusos de esta nueva condición no lo degradaran a menudo por de­ bajo de la anterior, tendría que bendecir continuamente el feliz mo­ mento que lo apartó de ella para siempre, haciendo de él, en lugar de un animal estúpido e inimaginativo, un ser inteligente y un hom­ bre».107 Esta idea de la comunidad redentora y del «hombre nuevo» que surge de ella apareció con frecuencia en la literatura nacionalista y román­ tica del siglo xrx. Escritores elocuentes, que expresaban la soledad de sociedades vastas y cada vez más impersonales, buscaron con ahín­ co ideas de una comunión íntima, capaz de convertir organizaciones políticas sumamente utilitarias en comunidades vibrantes, y a sus apá­ ticos ciudadanos, en fervorosos comulgantes. «Un país debe tener un solo gobierno. Los políticos, que se hacen llamar federalistas ( . . . ) quieren desmembrar el país, sin comprender la idea de Unidad. Lo que vosotros, el pueblo, habéis creado, embe­ llecido y consagrado con vuestros afectos, vuestras alegrías, vuestras penas y vuestra sangre, es la ciudad y la comuna, no la provincia ni el estado ( . . . ) Un país es una hermandad de hombres libres e iguales, ligados en una fraternal concordia de trabajo hacia un solo fin ( . . . ) El país ( . . . ) es el sentimiento de amor, la sensación de hermandad que une a todos los hijos de ése territorio».108 El elemento místico proporcionaba el ingrediente básico de cohesión a la sociedad de creyentes, pero, como el nacionalismo, no podía ofre­ 105 Sir J. Fortescue, D e Laudibtis Legum Attglie, ed. y trad. por S. B. Chrimes, Cambridge: Cambridge University Press, 1949, cap. X III; E. H . Kantorowicz, «Pro Patria M o r í...» , op. cit., pág. 486 y sigs.; E. Voegelín, The neto science of politics, *** Chicago: University of Chicago Press, 1952, págs. 42-46, 106 The political writings of Jean-Jacques Rousseau, op. cit., vol. II , pág. 437. 107 J.-J. Rousseau, The social contract,£¡i G . D. H . Colé, ed. (Everyman), lih. I , cap. 8, págs. 18-19. 108 J. Mazzini, The duties of man and other essays (Everyman), págs. 56-58.

cer una explicación fundamentada del poder coercitivo. Lo que hizo, en cambio, fue moldear el enfoque de los miembros de modo tal qué los hizo objetos receptivos del poder. Los vínculos sacramentales crea­ ban igualdad entre los participantes en un solo sentido: en el de una igualdad de mutua subordinación. También era notable la anticipación del nacionalismo: ni la mystique del corpus Christi ni la mystique de la nación podían admitir igualdad de derechos sobre la parte de cada miembro respecto de los demás. Explotar la mystique de la igual subordinación fue tarea de escritores papales de la Edad Media, quie­ nes la cumplieron de modo muy ingenioso. Para establecer la superio­ ridad de la Iglesia y su. cabeza gobernante sobre los gobernantes tem­ porales, trasladaron el énfasis del aspecto rnysticum al corpus mismo; la Iglesia, como cualquier cuerpo, necesitaba una cabeza dirigente, un primer m otor que impartiera al todo un movimiento regular y encaminado a u n fin.109 Así, dando un giro político a la física aris­ totélica, la argumentación papal podía explotar ahora ambos aspectos de la naturaleza de la Iglesia; se podía utilizar la idea del corpus rnysticum cuando fuera necesario subrayar la cohesión y unidad de la sociedad de creyentes, mientras que la analogía con el cuerpo físico proporcionaba una defensa para la posición del Papa como cabeza dirigente. Aquella era, en esencia, un argumento en favor de la co­ munidad; esta, un argumento en favor de la autoridad y el poder. Esta idea de una sociedad que era, al mismo tiempo, comunidad mís­ tica y estructura de poder, fue vigorosamente sugerida por Tomás de Aquino en su teoría sobre los sacramentos, donde sostenía que, de to­ dos estos;' el más im portante era la Eucaristía. «La realidad del sacra­ mento es la unidad del cuerpo místico, sin la cual no puede haber salvación; porque no hay ingreso en la salvación fuera de la Igle­ sia . . .». Era el medio para reunir a los hombres en la unidad eclesiás­ tica, porque la Iglesia misma era idéntica al cuerpo místico de Cristo. «El bien espiritual común de toda la Iglesia está sustancialmente con­ tenido en el sacramento mismo de la Eucaristía».110 Faltaba que Tomás conectara las bases comunales preparadas por la Eucaristía, y fortalecidas por el Bautismo y la Confirmación, con el elemento de poder. Esto fue proporcionado por su concepción del sacramento del Orden, referida a los diversos cargos y funciones de la jerarquía eclesiástica. Significativamente, Tomás insistió en que este sacramento, por sobre todos los demás, se vinculaba muy íntimamente con la Eucaristía. El orden era el gran remedio contra las «divisiones 109 Pueden hallarse numerosos ejemplos de esto entre las siguientes obras: E. Lewis, Medieval political ideas, ¡Londres: Routledge and Kegan Paul, 2 vols., 1954, vol. 2, págs. 387, 391, 421, 425; O . von Gierke, Political theories of_ the Middle Ages, trad. al inglés por F. W . Maitland, Cambridge: Cambridge Univer­ sity Press, 1900, pág. 30 y sigs.; "W, Ullmann, Medieval papalism, Londres, 1949, caps. IV-V; The growtb of papal. . . , op. cit., passim; B. Tierney, Voundations of the conciliar theory, Cambridge: Cambridge University Press, 1955, passim. 110 Summa Theologiae, I l la , Q. 75, art. 1; I l la , Q. 73, art. 3; I l la , Q. 8, art, 1; Q. 67, art. 2; Q. 73, art. 1, ad 3; Q. 73, art. 3-4; Q. 65, art. 3, ad 1. Puede hallarse un buen examen general de los antecedentes históricos de la concepción tomística del bien común en I. T. Eschmann, «A Thomistic glossary on the principie of the pre-eminence of the common good», Medioeval Studies, vol. 5, 1943, págs. 123-65.

en la comunidad»,111 el preservaaor de la unidad mística contra el cis­ ma v la herejía. El orden, por consiguiente, requería poder, y el orden dent'o de la Iglesia concernía a las diversas gradaciones de poder. «Cada orden sitúa a un hombre por encima del pueblo, en algún grado de autoridad encaminada hacia la dispensación de los sacra­ mentos».112 El carácter político del argumento tiene importancia, no solo para interpretar la filosofía política de Tomás de Aquino, sino también para comprender el efecto que tuvo, sobre la tradición occidental, esta mezcla de elementos religiosos y políticos. En su mayoría, los comentarios políticos sobre Tomás se han concentrado en explicar cómo el resurgimiento aristotélico del siglo x ii lo estimuló a revisar la idea cristiana, ampliamente difundida, según la cual el orden polí­ tico tenía raíces en la depravación humana. Aunque es innegable que el pensamiento político de Tomás contenía una importante reformu­ lación, en términos cristianos, de la creencia clásica en la dignidad de la comunidad política, se crea la impresión de que el elemento político estaba principalmente limitado a las partes del sistema tomista refe­ ridas a las cuestiones de gobierno. Lo más notable es la medida en que los conceptos y el vocabulario de la actividad política no solo habían penetrado la teoría de Tomás sobre la Iglesia -—lo cual no es sorprendente— , sino que también dejaron una nítida huella en su teo­ logía. Ya fuera que se refiriese a la naturaleza de la Divina Providen­ cia, la situación de los ángeles, la Iglesia o los sacramentos, surgían en forma constante categorías esencialmente políticas: autoridad, poder, pertenencia, comunidad, bien común, ley y gobierno moitárquico. El medio principal a través del cual lo «político» se difundía por todo el sistema tomista fue la idea de «orden». Este fue el centro concep­ tual que servía para organizar las regiones del ser. Como era un con­ cepto sumamente cargado de connotaciones políticas, las regiones mis­ mas tendían a asumir carácter político. «La Divina Providencia impone a todas las cosas un orden, y manifiesta la verdad de lo dicho por el Apóstol: “ Todo lo que es, es ordenado por Dios” (Romanos, xiii: I) » .113 «El orden denota principalmente poder» y «el poder denota exactamente potencialidad activa, junto con algún tipo de preeminen­ cia».114 Dios, los ángeles, la Iglesia, el hombre, la naturaleza y hasta los demonios, se hallaban involucrados en una serie de relaciones de­ terminadas que servían para articular la identidad específica de cada uno dentro de la encumbrada jerarquía de la creación. «. . . Una jerarquía es un principado; es decir, una multitud ordenada de una sola manera bajo el gobierno de un solo gobernante. Ahora bien; dicha m ultitud no estaría ordenada, sino confusa, si en ella no hubiera diferentes órdenes. De modo que la índole de una jerarquía exige diversidad de órdenes . . . »Pero aunque una sola ciudad abarca así varios órdenes, todos pue­ 111 Summa Theologiae I l l a , Q . 65, art. 1. 112 Summa Theologiae I l la , Q. 65, art. 3, ad 2; Q. 65, art. 4; Q. 73, art. 8, ad 1; Q. 73, a r t 11, ad 1; I I I (SupL), Q. 34, art. 3. 113 Summa Theologiae I l l a (SupL), Q. 34, art. 2, ad 2. 114 Summa Theologiae I I I (SupL), Q. 34, art. 1.

den ser reducidos a tres, si tenemos en cuenta que cada multitud tiene un principio, un medio y un fin. En cada ciudad, pues, se puede ver un triple orden de hombres ( . . . ) De igual modo, en cada jerarquía angélica hallamos los órdenes que se distinguen según sus acciones y oficios, y toda esta diversidad se reduce a tres: la cúspide, el medio y la base».113 Dado que cada orden era, esencialmente, una forma de gobierno, exi­ gía un jefe de gobierno que impartiera al conjunto regularidad y un movimiento orientado, de acuerdo con las leyes adecuadas para ese orden en particular. « . . . La ley denota algún tipo de plan que orienta los actos hacia un fin. Ahora bien; donde hay motores dirigidos a otro, el poder del se­ gundo m otor no puede sino derivar del poder del primer motor, ya que el segundo no mueve sino en cuanto es movido por el primero. Por consiguiente, observamos en todos los que gobiernan lo mismo: que el plan de gobierno es derivado del gobernante principal por los gobernadores secundarios. Así, el plan de lo que se debe hacer en un estado fluye desde la orden del Rey hasta sus administradores infe­ riores, y asimismo, en cuestiones de arte, el plan de lo que se debe hacer fluye desde el artesano principal hasta los inferiores ( . . . ) En consecuencia, dado que la ley eterna es el plan de gobierno del Go­ bernante Principal, todos los planes de gobierno de los gobernantes inferiores deben ser derivados de la ley eterna».116 Para mantener estas jerarquías de diferencias estructurales, así como para guiar a cada una hacia su objetivo adecuado, hacía falta el poder. Existía un modelo del orden correcto para cada jefe de gobierno; la tarea de cada gobernante consistía en imprimir en sus súbditos el pa­ trón ejemplar, de manera muy similar al modo en que se había ins­ truido al gobernante platónico para que diera forma a la «materia» de su comunidad.117 Como guardián platónico, también el sacerdote debía ser un instrumento desinteresado, que promoviera el bienestar de otros mientras actuaba como agente de una idea eterna. En un as­ pecto decisivo, sin embargo, el sacerdote se diferenciaba mucho del gobernante platónico y era mucho más poderoso que este: su poder y autoridad no descansaban sobre la insegura base del mérito personal, sino sobre el sólido cimiento de la institución más perdurable y po­ derosa que se haya creado en Occidente. Lo im portante no era el ca­ rácter moral privado del sacerdote u obispo, sino su status «público» como agentes autorizados de un orden institucionalizado. Tal era el poder y dignidad inherentes a esos cargos, que ningún defecto per­ sonal podía rebajar la potencia salvadora de la función; la misa lle­ 115 Summa Theologiae I, Q. 108, art. 2, en A. C. Pegis, ed,, The Basic writings of Saint Thomas Aqiánas, Nueva York: Random House, 2 vols., 1945. A este respecto debe consultarse la exposición de Santo Tomás sobre el gobierno en general: Summa Theologiae I, Q. 103; también l l l Contra Gentes I. 116 Summa Theologiae la , Ila e , Q. 93, art. 3 (ed. Pegis). 117 Summa Theologiae I l la , Q. 64, arts. 5, 6, 8: Q. 65, art. 1; Q. 78, art. 1; Q. 82, arts, 5, 6.

vada a cabo por un sacerdote pecador, por ejemplo, no era menos efi­ caz que la de un buen sacerdote. El poder de que este disponía no era personal, sino funcional.118 Más específicamente: el poder de sa­ cerdote y obispo era el de un representante, es decir, el de alguien autorizado a actuar en lugar o en beneficio de otro. Así el sacerdote, al administrar la Eucaristía, actuaba en lugar de Cristo, mientras que el obispo, al actuar sobre el cuerpo místico de la Iglesia, ejercía poder en nombre de Cristo.119 Era una teoría de la representación, aunque de tipo limitado. La responsabilidad del agente se remitía a una au­ toridad superior, y, en definitiva, a una forma de la verdad. Al igual que el gobernante político, el funcionario eclesiástico existía para promover el bien de quienes se hallaban sometidos a su autoridad; es decir, el bien de sus «adeptos». Pero el eclesiástico, a diferencia del gobernante, ejercía su poder sobre un grupo de adeptos que solo po­ día ser objeto de la autoridad, nunca su origen. Estas consideraciones de lenguaje, conceptos y estilo de pensamiento deberían dar que pensar a quienes sostienen la opinión habitual res­ pecto del destino del pensamiento político durante los siglos cristia­ nos. Todo estudiante llega a aprender una lista de dualismos, mediante los cuales se pretende describir modos de pensar medievales: «secu­ lar» y «espiritual»; «naturaleza» y «gracia»; «fe» y «razón», «Im pe­ rio» e «Iglesia». Aplicados a los asuntos políticos, estos clisés han fomentado la idea de que la mente medieval estableció distinciones tan marcadas entre cuestiones espirituales y políticas que creó dos ámbitos contrastantes de discurso y acción, los cuales existieron en contigüidad y, ocasionalmente, convergieron para el único fin de in­ juriarse y crear mutuos malentendidos. O tra impresión es que, durante estos siglos, el pensamiento político disminuyó en importancia, hasta convertirse en mero sirviente de la teología, nueva reina de las ciencias. Según este enfoque, una pérdida de status determina automáticamente una pérdida de vitalidad. Es fácil pasar, de esta simple descripción de las cosas, a la conclusión de que Maquiavelo y los escritores del Renacimiento Italiano «sal­ varon» a la filosofía política eliminando de ella todos los objetivos y presuposiciones cristianos. Esto, sin embargo, es no entender el ca­ rácter del pensamiento político medieval, y subestimar — como vere­ mos— la revolución cumplida por Maquiavelo. En realidad, el pen­ samiento político fue robustecido y ampliado durante la Edad Media, y nada demuestra mejor su índole política que los tipos de argumen­ tos y vocabulario empleados por los autores papales durante las pro­ longadas controversias entre el papado y los escritores seculares. En el intento de defender la causa de láxlglesia fueron exploradas todas las categorías principales del pensamiento político y legal: la legitimi­ dad del poder derivado de los papas; la necesidad de una autoridad orientadora dentro de la sociedad cristiana; el alcance y limitaciones del 118 Summa Theologiae la , Ila e , Q. 93, art, 1; I l l a , Q . 78, art. 1. 119 Summa Theologiae I l l a , Q. 82, art. 6. E l concepto de «representación» en el^pensamiento político medieval ha sido examinado en O . von Gierke, op. cit., pág. 61 y sigs,; E. Voegelin, op. cit-, passim-, B. Tierney, op. cit., págs. 34-48, 125-27, 176-86, 235-37; G . Post, «Plena Potestas and consent in medieval assemblies», Traditio, vol. 1, 1943, págs. 355-408.

dominio papal y su relación con diversas formas de ley; y la naturaleza de la obediencia exigida a sus súbditos. Cuando se leen las volumino­ sas polémicas de esa época, es difícil evitar la conclusión de que era poco lo que diferenciaba los argumentos papales de los puramente po­ líticos. Salvo ciertas premisas importantes derivadas de fuentes cris­ tianas, en las formulaciones y conclusiones no hay mucho que justifi­ que considerarlas específicamente religiosas o cristianas. Con esto no pretendemos disminuir la sutileza o la profundidad de la argumenta­ ción, sino únicamente poner de relieve su carácter vigorosamente po­ lítico. En consecuencia, la situación creada cuando los emperadores y monarcas nacionales llegaron a cuestionar los derechos papales no de­ be ser comparada con la que se plantea cuando los gobernantes secu­ lares y sus defensores presentaban una teoría «política» en defensa de una posición «política», mientras los papistas los enfrentaban con ar­ gumentos esotéricos extraídos de los misterios de la religión revelada. En esta situación, en realidad, una teoría política — que a menudo procuraba reforzar su causa adoptando ideas religiosas de sus oponen­ tes— se enfrentaba con otra teoría política, que hablaba en nombre de una religión organizada que se había politizado profundamente en su pensamiento y estructura. Uno de los argumentos principales expues­ tos por autores papales fue, por ejemplo, que el ejercicio del gobier­ no no era monopolio del orden político. Esto fue disimulado a menu­ do diciendo que los inferiores debían ser gobernados por los superio­ res. Sin embargo, como lo evidencia la siguiente cita de un apologista papal del siglo xiv, Egidio Romano, la cuestión importante es la pre­ misa hecha natural por siglos de pensamiento y experiencia: que era provechoso comparar los dos órdenes, la Iglesia y el régimen político, porque ambos eran órdenes de gobierno: «Los cuerpos inferiores ( . . . ) son gobernados por medio de cuerpos superiores; los más toscos, por medio de los más sutiles, y los menos potentes, por los más potentes ( . . . ) Y lo que vemos en el orden y gobierno del universo deberíamos reproducirlo en el gobierno de la nación y en el de todo el pueblo cristiano. Porque el mismo Dios que es el gobernante universal de toda la maquinaria del mundo es el go­ bernante especial de Su Iglesia y de quienes creen en El».120 Podemos resumir las páginas anteriores, referidas al encuentro cristia­ no con la actividad política, diciendo que el aprendizaje cristiano, le­ jos de destruir una tradición de pensamiento político, la había revitaíizado: gratia non tóttit scientiam politicam sed perficit. La suprema ironía de este proceso fue que ayudó a preparar el camino para que la teoría política se emancipara de su servidumbre respecto de la teología. En efecto; si bien las categorías de la religión se estaban politizando sobremanera, no ocurría lo inverso en cuanto a la teoría política. Co­ mo lo evidenciaron las ideas políticas de Tomás de Aquino, los escri­ tores cristianos se contentaban, en general, con apuntar los conceptos tradicionales de la teoría política hacia fines específicamente cristianos, pero sin destruir el contenido de los conceptos mismos. El orden po­ 120 Citado en E. Lewis. op. cit., vol. 2, pág. 578.

lítico, por ejemplo, fue declarado necesario para alcanzar el más ele­ vado bien terreno, aunque nunca pudiera realizar el bien supremo. Pero en cuanto el pensamiento político clásico nunca había abrigado la idea de que el orden político preparara a la humanidad para ningún bien suprahumano, sus categorías de pensamiento podían ser conser­ vadas, y el problema básico pasó a ser el de insistir acerca del punto en el cual las ideas clásicas ya no encerraban un bien. Al mismo tiempo que se conservaban las ideas políticas tradicionales, en la medida en que se las utilizaba para explicar fenómenos esencial­ mente políticos, las categorías teológicas eran cada vez más influidas por concepciones políticas; se plantearon ideas políticas para explicar la gracia, así como la «naturaleza». Ahora bien: en una situación en que la teología había quedado comprometida por su carácter político, en tanto la teoría política propiamente dicha permanecía, en gran me­ dida, inmutable, no sorprende que el intento de los autores medieva­ les que procuraron reafirmar la superioridad del ámbito espiritual so­ bre el temporal — intento perfectamente acorde con los postulados cristianos— haya producido, en cuanto concernía al estado de la teo­ ría política, un resultado opuesto al buscado. Sería naturalmente pre­ visible que la afirmación de la superioridad de la autoridad sacerdotal sobre la temporal condujera también a subsumir la teoría política en la teología, y al eventual eclipse de las cosas políticas. En cambio, la identidad de la teoría política y la integridad de su objeto de estudio se revelaron con mayor claridad. En efecto; cuando un punto de vista que se presenta como espiritual, pero que en realidad es muy sofisti­ cado políticamente, procura trazar límites bastante marcados entre Jo político y lo religioso, no consigue subordinar lo político a lo religio­ so — lo cual, en el mejor de los casos, solo puede ser un logro de corto alcance— , sino preservar la identidad de lo político. Al insistir, como lo hizo Tomás, en la función vital del orden político; al intentar defi­ nir las leyes específicas por medio de las cuales era gobernado, el bien común exclusivo al que servía y el tipo de prudencia adecuado para su vida, debía pagarse un precio elevado, aunque sus términos no fueron revelados plenamente hasta varios siglos más tarde. Tomás no solo rehabilitó al orden político, sino que le dio a su identidad una nitidez, una claridad a su carácter, de los cuales carecía desde hacía siglos. Aunque lo «político» estuviera encerrado dentro de la encumbrada arquitectura de la creación, no había sido devorado por ella. La crea­ ción misma era una estructura, un ordén complejo e institucionalizado, compuesto de procesos regularizados y autoridades gobernantes. A es­ te respecto, Tomás no hizo sino culminar un largo proceso que se de­ sarrollaba sin cesar casi desde el surgimiento del cristianismo; una vez más este, sin proponérselo de modo consciente, había enseñado a los hombres a pensar políticamente. Cuando acompañó a esto una crecien­ te apreciación de la identidad del orden político, quedó preparado el terreno para que Maquiavelo reafirmara la autonomía radical del orden político. Antes de pasar a Maquiavelo es necesario, sin embargo, examinar el último intento de establecer una perspectiva religiosa específica res­ pecto de la actividad política. La Reforma Protestante merece un lugar en este estudio, por varios motivos. Comenzó, con Lutero, como un

intento de despolitizar el pensamiento^religioso; y concluyó, con Calvino, readmitiendo los elementos políticos en la religión. Comenzó con un ataque contra el sistema político eclesiástico que era la Iglesia medieval, y concluyó — después de pasar por una etapa de profunda hostilidad hacia el institucionalismo— construyendo el edificio de gra­ nito de Ginebra. Inventó la «conciencia sensible» que inquietaría las sociedades occidentales durante dos siglos por lo menos, y luego bus­ có frenéticamente una disciplina que controlara su creación. Le tocó a menudo predicar una doctrina de un reinado espiritual, apartado de la sociedad política; sin embargo, cedió con frecuencia a la tentadora visión de una Nueva Jerusalén que sería impuesta sobre la antigua sociedad.

5. Lutero: Lo teológico y lo político

«Todos los términos se hacen nuevos cuando se los trasfiere de uno a otro contexto (. . .) Cuando ascendemos al cielo, debemos hablar ante Dios en nuevos lenguajes ( . . .) Cuando estamos en la tierra, de­ bemos hablar con nuestros propios lenguajes ( . . . ) Porque de­ bemos marcar cuidadosamente esta distinción: que en cuestiones re­ lativas a la divinidad debemos hablar de modo muy diferente que en cuestiones relativas a la política». Lutero.

I. Teología política En su teología y filosofía, la mente medieval demostró inclinación a establecer complejas distinciones, que han resultado tan admirables como fastidiosas para generaciones posteriores: admirables debido a las sutilezas analíticas que se desplegaron, y fastidiosas por los temas, aparentemente triviales, que se discutieron. Lo más notable de esta propensión a diferenciar, y también lo que la hace atrayente para mu­ chos modernos, era que la mayor parte de los pensadores medievales podían establecer distinciones sutiles, e incluso nítidas, entre materia y espíritu, esencia y atributo, fe y razón, espiritualidad y temporalidad, sin disolver irrevocablemente el tejido que las conectaba entre sí. Las cosas podían ser nítidamente definidas y analíticamente diferenciadas, pero esto no era tomado como prueba de falta de coherencia. Para una época que desconfiaba de las discontinuidades, la identidad — aunque fuera de un tipo sumamente específico— no denotaba aislamiento ni autonomía. En concordancia con esta tendencia, los historiadores del Medievo nos aconsejan no ver, en el pensamiento medieval, antítesis modernas co­ mo «Iglesia» y «Estado». En su mayoría, los pensadores medievales dieron por sentado que regnum y sacerdotium formaban jurisdiccio­ nes complementarias dentro de la respublica christiana. Sin embargo, las continuas disputas entre el papado y los gobernantes temporales, respecto de cuestiones tales como los impuestos al clero y la investidu­ ra de los obispos, deberían dar que pensar a quienes creen que el acuerdo sobre valores y premisas fundamentales elimina ipso facto la posibilidad de acerbos conflictos. Con la misma facilidad, se podría deducir de la experiencia medieval que las disputas tienden a volverse más ásperas cuando cada bando pretende hacer suyos los mismos sím­ bolos de autoridad y verdad; el terreno común puede convertirse en campo de batalla.

Lo expuesto en el capítulo anterior nos permite ver que el punto de vista común que informaba el enfoque medieval de los problemas re­ ligiosos y políticos extraía su fuerza de algo más que un conjunto compartido de creencias y costumbres religiosas. Lo sustentaba tam­ bién el modo en que los conceptos políticos y religiosos habían llega­ do a influirse mutuamente. Esto, a su vez, reflejaba con fidelidad las realidades de la vida medieval, donde lo político y lo religioso se en­ tretejían sutilmente. Pero la gran cuestión suscitada cerca del final de la Edad Media se refería al destino de estas modalidades de pensa­ miento, mezcladas y entrelazadas, en un mundo en el cual el particu­ larismo nacional había sacudido visiblemente las premisas relativas a la sociedad universal cristiana. El fin de la alianza entre el pensamien­ to religioso y el político fue anticipado, en el siglo xiv, por la figura de Marsilio de Padua. Nada podía haber sido más medieval que la promesa inicial de explicar la «causa eficiente» de las leyes. Sin em­ bargo, Marsilio cambia bruscamente de tono, y anuncia que no se re­ ferirá al establecimiento de leyes por ningún otro agente que la vo­ luntad humana; en otras palabras, que no le interesa la función de Dios como legislador principal. «Sólo abordaré el establecimiento de aquellas leyes y gobiernos que brotan directamente de la decisión de la mente humana».1 No obstante, Marsilio, pese a todo su radicalismo, conservaba aún profundas huellas del enfoque medieval; tenemos que explorar el siglo xvi para descubrir una revolución en el pensa­ miento político comparable con lo ocurrido en el plano concreto de la organización política, y que lo refleja.2 En los. dos grandes impulsos del protestantismo y el humanismo hallamos las fuerzas vitales e inte­ lectuales que disolvieron el enfoque común logrado por el espíritu medieval. Cada uno a su modo, procuraron elaborar una teoría polí­ tica más autónoma y más nacional en su orientación. Por un lado, la contribución de Lutero y los primeros reformadores protestantes con­ sistió en despolitizar la religión; por el otro, la de Maquiavelo y los humanistas italianos influyó en desteologizar la política. Ambos ban­ dos sirvieron a la causa del particularismo nacional.

IL El elemento político en el pensamiento de Lutero El impulso tendiente a desprender los elementos políticos de los mo­ dos religiosos de pensar se originó, en primera instancia, en la ferviente convicción de Lutero en el sentido de que «la palabra de Dios, que enseña la libertad plena, no debería ni debe ser limitada».3 Eventual­ 1 Defensor Pacis, lib. I, xii. 2 A quí es necesario formular ciertas reservas. No cabe duda de que la secula­ rización del pensamiento político en el siglo xvi había sido anticipada por los escritos de hombres como Juan de París, Marsilio y Pierre Duboís, para no men­ cionar sino los ejemplos más conocidos. Sin embargo, dado que los orígenes de una tendencia intelectual presentan un orden de problemas muy distinto del pleno impacto de una idea, me he creído justificado en pasar directamente al siglo xvr. 3 Réformation writings of Martin Luther, B. Lee "Woolf, ed., Londres: Lutter-

mente, esta búsqueda de lo «real» en la experiencia religiosa llevó a Lutero a oponerse tenazmente a los que consideraba los dos enemigos principales de la autenticidad religiosa: la estructura de poder de la Iglesia medieval, organizada jerárquicamente, y las sutilezas, igualmen­ te complicadas, de la teología medieval. En ambos terrenos, el impul­ so fundamental de Lutero era hacia la simplificación: la verdad pura sería descubierta eliminando las complicaciones artificiales acumuladas con el tiempo. Los ataques de Lutero contra la confusa situación de las leyes matrimoniales caracterizan este «imperativo simplista»; «Todas y cada una de las prácticas de la Iglesia son estorbadas, y en­ redadas, y amenazadas, por las pestilentes, ignorantes e irreligiosas ordenanzas artificiales. No hay esperanza de cura, a menos que todas las leyes hechas por el hombre, cualquiera que sea su duración, sean derogadas para siempre. Cuando hayamos recobrado la libertad del Evangelio, debemos juzgar y gobernar de acuerdo con él en todos los aspectos».4 En sus líneas más generales, la argumentación de Lutero significaba algo más que un retorno a la pureza primitiva en cuanto a doctrina y ritual. Su ataque principal estaba dirigido contra el eclesiasticismo y el escolasticismo; es decir, contra una estructura eclesiástica cuyo prin­ cipio jerárquico y complicaciones temporales habían dejado una hue­ lla profundamente política en la vida de la Iglesia, y contra un modo de pensar que había quedado imbuido de matices políticos. En conse­ cuencia Lutero, al elaborar sus ideas sobre la doctrina y la naturaleza de la Iglesia, se orientó firmemente a reducir los elementos políticos en ambos temas. Al final, logró crear un vocabulario religioso libre, en gran medida, de categorías políticas.3 Sin embargo — y esta es la paradoja— este pensamiento religioso despolitizado ejercería una pro­ funda influencia sobre la posterior evolución de las ideas políticas; en cambio, las formulaciones del catolicismo, más densamente políticas, ejercieron escaso efecto, salvo a través de la hostilidad. La importancia de Lutero en la historia del pensamiento político no se limita a su ataque contra la teología política. Elaboró, además, un importante conjunto de ideas políticas sobre la autoridad, la obedien­ cia y el orden político, tan íntimamente relacionadas con sus creencias religiosas, que indican la conclusión de que sus ideas políticas presu­ ponían, de modo peculiar, sus creencias religiosas. No se trata de que las ideas políticas de Lutero sean lógicamente deducibles de sus pre­ misas religiosas, ni de que unas y otras formaran parte de un sistema unificado. Antes bien, la teología de Lutero «alimentó» sus ideas po­ líticas, en el sentido de que se vio obligado a reafirmar, en su concep­ ción del gobierno temporal, aquello que eliminó de la Iglesia en cuan­ to a poder y pautas políticas. Dicho con más concisión: el autoritarisw orth, 1952, vol. I, pág. 341. H asta ahora han aparecido dos volúmenes; citado en adelante como Woolf. 4 Woolf, vol. I, pág. 303. 5 Hay un buen análisis del vocabulario de Lutero — aunque dirigido únicamente a las cuestiones religiosas— en el excelente libro de G. Rupp, The righteousness of God, Nueva York: Philosophical Library, 1953, pág. 81 y sigs.

mo político de Lutero fue producto de las tendencias antipolíticas y antiautoritarias de su pensamiento religioso. La forma de su pensa­ miento político fue determinada, en gran medida, por la finalidad bá­ sica de reconstruir la doctrina teológica. Sin embargo, y como ya he­ mos señalado, una consecuencia de la destrucción crítica que acompa­ ñó a este intento fue despolitizar las categorías religiosas. Esto no solo tuvo profundo efecto sobre la teología, sino también importantes re­ percusiones políticas. Ahora era posible identificar más plenamente los elementos políticos rechazados en cuestiones de dogma y eclesiología con las preocupaciones del pensamiento político. Esto tendría vastos efectos, aunque Lutero no se lo hubiera propuesto, ya que la precondición necesaria para la autonomía del pensamiento político era que este se hiciera más verdaderamente «político». La independencia del pensamiento político no constituía un problema de simple in­ terés teórico; así lo evidencia el hecho de que estos procesos fueron acompañados por acciones de Lutero encaminadas en la misma direc­ ción. La autonomía del pensamiento político — libre ahora del marco restrictivo de la teología y filosofía medievales— acompañó a la auto­ nomía del poder político nacional, desembarazado ahora de los frenos impuestos por las instituciones eclesiásticas medievales. Antes de encarar estos problemas, hay que eliminar una dificultad pre­ via. Algunos comentaristas han sostenido que el pensamiento de Lu­ tero, desde el principio hasta el fin, estaba motivado únicamente por preocupaciones religiosas, y que, en consecuencia, su enfoque era fun­ damentalmente apolítico. Según dijo un autor reciente, Lutero «fue, antes que nada, teólogo y predicador»; por eso, «nunca elaboró una filosofía política coherente, y sabía poco acerca de las teorías que ci­ mentaban la formación de los estados nacionales en Europa occiden­ tal».6 Aunque sería infructuoso negar la primacía de los elementos teológicos en el pensamiento de Lutero, es erróneo deducir de ello que haya sido ajeno al interés por la actividad política. El mismo Lu­ tero no sostenía una opinión tan modesta sobre su propia perspicacia política: declaró que, antes de sus escritos, «nadie había enseñado, nadie había oído y nadie sabía nada acerca del gobierno temporal, de dónde provenía, cuál era su papel y funcionamiento, o cómo debería servir a Dios».7 En esta exageración subyacía la premisa implícita de que un reformador religioso no podía evitar la especulación política. La extraordinaria mezcla de religión y política en aquel período lo obligó a pensar en la actividad política e incluso a pensar políticamen­ te sobre cuestiones religiosas. Fue una intuición profunda de Lutero 6 H . J. Grimm, «Luther’s conception of territorial and national loyalty», Church History, vol. 17, junio de 1948, págs. 79-94, en pág. 82. Lo mismo, esencialmente, es señalado por J. W . Alien, A history o f political thought in the sixteenth century, Londres: M ethuen, 1941, 2a. ed., pág. 15, y por P . Smith, Life and letters of Martin Luther, Boston: Houghton Mifflin, 2a. ed., 1914, págs. 214, 228, y J. R. MacKinnon, op, cit., vol. 2, pág. 229, Ernest G. Schwiebert ha sos­ tenido que Lutero escribió esencialmente como teólogo, pero que sus ideas po­ líticas provinieron, en gran medida, de fuentes políticas; véase «The mediaeval patterns in L uther’s views of the State», Church History, vol. 12, junio de 1943, págs. 98-117. 7 W orks of Martin Luther, C. M. Jacobs, ed., Filadelfia: Muhlenberg Press, 6 vols., 1915-1932, vol. 5, pág. 81; citado en adelante como W orks.

— así como el origen de muchas de sus posteriores dificultades— el haber comprendido que las reformas religiosas no podían ser empren­ didas con total omisión de los factores políticos. Los problemas del pensamiento político de Lutero no eran producto de una monumental indiferencia hacia la actividad política, sino que surgían de la índole «dividida» de una actitud política que oscilaba entre un interés des­ deñoso y otro frenético por la política, y a veces combinaba ambos. Aunque los enredos históricos de la actividad política y la religión en el siglo xvi contribuyeron en no pequeña medida a la conciencia po­ lítica de Lutero, un factor más influyente aún residió en la índole de las instituciones religiosas a las que atacó. Sus grandes polémicas anti­ papales del año 1520 estaban dirigidas contra una institución eclesiás­ tica que, para la mente del siglo xvi, había llegado a ser el epítome del poder organizado. La índole del papado invitaba a una acusación formulada en términos políticos, y la eclesiología de Lutero, en esta etapa de su evolución, conservaba importantes elementos políticos. Sus escritos de 1520 prueban de manera notable con qué claridad ad­ virtió que la cuestión ponía en juego el poder de un sistema político eclesiástico. En primer lugar, en el vocabulario utilizado abundaban frases e imágenes ricas en connotaciones políticas. Las prácticas sacra­ mentales del sacerdocio eran atacadas como «opresivas» ( tyrannicum) en cuanto negaban el «derecho» ( ius) del creyente a una plena parti­ cipación. Se denunciaba al papado como la «tiranía de Roma» ( Roma­ nara tyranniiem ) ; una «dictadura romana» (Romana tyrannis), a la cual los cristianos debían «negar consentimiento» (nec consentiamus). Luego se planteaba la exigencia de restaurar «nuestra noble libertad cristiana». «Se debe permitir que cada hombre escoja libremente la búsqueda y uso del sacramento ( . . . ) el tirano ejerce su despotismo y nos obliga a aceptar un solo tipo».8 El acento político se hizo más pronunciado cuando Lutero pasó a acu­ sar al papado de tiranía eclesiástica: aquel había legislado arbitraria­ mente nuevos artículos de fe y de ritual, refugiándose, al ser cuestio­ nada su autoridad, en el argumento de que el poder papal no estaba limitado por ley alguna. Más aún; las pretensiones temporales del pa­ pado no solo habían puesto en peligro la misión espiritual de la Iglesia, sino también perjudicado la efectividad de la autoridad secular, al con­ fundir las jurisdicciones secular y espiritual.9 La usurpación de poder temporal había permitido a los papas presentar sus pretensiones tem­ porales bajo la apariencia de una misión espiritual, ai tiempo que des­ naturalizaban sus responsabilidades espirituales tratándolas política­ mente. En este último aspecto, la venta de indulgencias, las anatas, la proliferación de la burocracia papal, y elxcontrol sobre los nombra­ mientos eclesiásticos, no tuvieron como objetivo consideraciones reli­ giosas, sino realzar el poder político del papado. El Papa había dejado «de ser un obispo, para convertirse en un dictador».10 8 « . . . Cuiqiie suutn arbitrium pelendi utendique relinqueretur, sicut in baptismo

et potentia relínquitur. A t nunc cogit singtdis annis ttnam speciem accipi eadem tyrannide. . .». D. Martin Luther W erke, W eimar Ausgabe, 1888, vol. 6, pág. 507; citado en adelante como Werke-, Woolf, vol. I, págs. 223-24. 9 Woolf, vol. I, págs. 127-28, 162. 10 Ibid., pág. 224.

Durante estos años iniciales, Lutero estaba dispuesto a aceptar la per­ petuación del papado sobre una base reformada. Sus críticas se basa­ ban en la premisa de que religión y actividad política constituían dos ámbitos distintos dentro del corpus christianum; que cada ámbito requería su propia forma de autoridad gobernante y que el gobierno, sí bien podía ser de tipo religioso o político, no debía ser lo uno y lo otro. Pese a estas distinciones, el programa de Lutero para la reforma papal contenía fuertes matices políticos, en cuanto era, básicamente, una exigencia de constitucionalismo papal, y debía no poco a la inspi­ ración conciliarista.11 E l Papa debía cambiar su papel de déspota por el de monarca constitucional. En adelante, su poder estaría limitado por los fundamentos del cristianismo, y ya no podría legislar nuevos ar­ tículos de fe. De tal modo, las enseñarlas contenidas en las Escrituras serían observadas en forma muy similar a una ley fundamental; cum­ plían la función de una constitución doctrinaria que limitara el poder de los papas.12 Al argumento papal de que esta intromisión institucio­ nal era blasfema, ya que permitiría que manos impuras manosearán una institución divina, Lutero respondió que el papado mismo era de fabricación humana, y, por consiguiente, susceptible de mejora. El elemento político de la argumentación de Lutero recibió un énfasis adicional en los remedios que recetó para tratar con un Papa que se negara a reconocer los límites de su autoridad. Si un Papa insistía en violar los claros mandatos de las Escrituras, los cristianos estaban obligados a atenerse a la ley fundamental de aquellas, haciendo caso omiso de las órdenes papales.13 Cabe señalar, entre paréntesis, que esta fue la misma fórmula empleada más tarde por Lutero al referirse a gobernantes seculares cuyas órdenes contradijeran las Escrituras. En un aspecto, sin embargo, estaba dispuesto Lutero a aconsejar medidas más drásticas que cualquiera de las que propuso contra los gobernan­ tes seculares. En un argumento más político que bíblico, sostuvo que se podía resistir por la fuerza al papado. «La Iglesia no tiene autori­ dad, salvo para promover el mayor bien». Si algún Papa impedía las reformas, entonces «debemos resistir a ese poder con uñas y dientes».14 Aunque más tarde Lutero se retractó de estas exhortaciones y otras más sanguinarias,13 el elemento político alcanzó su culminación en sus consejos respecto de una situación in extremis en que el papado blo­ 11 Lutero había leído y admiraba a Gerson, D ’Ailly, y Dietrich de Niem. No parece haber conocido los escritos antipapales de Guillermo de Occam hasta una época relativamente tardía. Para u n examen general de estas cuestiones, consúl­ tese J. MacKinnon, Luther and the Reformation, Londres: Longmans, 4 vols., 1925-1930, vol. I, págs. 20-21, 135; vol. I I , pág. 228-29; G. Rupp, op. cit., pág. 88; R. H . Fife, The revolt o f Martin Luther, Nueva York: Columbia Uni­ versity Press, 1957, pág. 104 y sigs., 203-44. 12 Woolf, vol. I, págs. 224-25; Works, vol. I, pág. 391; L uther’s correspondence mtd other contemporary letters, P. Smith y C. M. Jacobs, eds., Filadelfia: Muhlenberg Press, 2 vols., 1918, vol. I, pág. 156. 13 Woolf, vol. I, pág. 121. 14 Ibid., pág. 123; W erke, vol. 2, págs. 447-49. 15 Véanse otros estudios al respecto en R. H . Bainton, Here I stand. A Ufe of Martin Luther, Nueva York: Mentor, 1955, págs. 115-16; E. G. Schwiebert, Luther and his times, St. Louis: Concordia, 1950, pág. 464 y sigs.; H . Boehmer, Martin Luther'. road to Reformation, trad. al inglés por J. W . Doberstein y T. G. Tappert, Nueva York: M eridian, 1957.

queaba todos los esfuerzos tendientes a la refoxma. Las autoridades seculares poseían el derecho y la responsabilidad de iniciar el proceso de reforma: «En consecuencia, cuando la necesidad lo requiere, y el Papa obra de modo perjudicial para el bienestar cristiano, cualquiera que sea miem­ bro verdadero de la comunidad cristiana en su conjunto debe tornar medidas, lo antes posible, para lograr un concilio auténticamente libre. Nadie está en mejores condiciones para esto que las autoridades secu­ lares, sobre todo porque también son cristianos y sacerdotes, porque son religiosos en grado similar, y porque su autoridad es similar en todos los aspectos».1® Pese a la acritud desplegada en los escritos de Lutero de este período, su calidad revolucionaria era atenuada por el uso de argumentos conciliaristas. Lutero aspiraba a que una combinación de iniciativa secular y reformas conciliares restauraran la pureza del papado. En lugar de la supremacía papal, dependía en parte de la antigua concepción de los conciliaristas, según la cual la Iglesia era una societas perfecta, una sociedad que se bastaba a sí misma y contenía su propia autoridad, re­ glas y procedimientos para regular la vida espiritual común de sus miembros. De acuerdo con esta concepción, esencialmente aristotélica y política, la Iglesia encerraba en sí misma los recursos necesarios para remediar cualquier achaque o defecto que pudiera aquejarla. Estos argumentos conciliaristas contribuyeron a ocultar dos aspectos que emergían del pensamiento luterano: el recurso a la autoridad se­ cular y el prejuicio contra las instituciones. Mientras Lutero puso sus esperanzas en un concilio eclesiástico como agente de la reforma, el gobernante secular quedó reducido a una importancia secundaria. Pero al quedar cerrado este acceso a la reforma, la elección quedó automá­ ticamente limitada al gobernante secular. Alcanzada esta etapa, fue abandonada la idea de la Iglesia como una societas perfecta; ahora se consideraba que la revitalización de su vida espiritual dependía de un agente externo. En otras palabras: al hacerse menos política concep­ tualmente, la Iglesia de Lutero se hizo cada vez más política en su dependencia respecto de la autoridad secular. Mientras Lutero adhirió a una posición conciliarista, y mientras atri­ buyó alguna utilidad al papado, el carácter revolucionario de su teoría sobre la Iglesia permaneció atenuado. Pero en cuanto rompió con el Papa y el concilio, la doctrina del «sacerdocio de todos los creyentes» asumió importancia fundamental, y la concepción luterana de la Igle­ sia se hizo más clara. Estos dos procesos — el recurso a los gobernan­ tes seculares y la idea luterana de la Iglesia— se interrelacionaban dialécticamente, en cuanto su búsqueda de lo «real» en la experiencia religiosa condujo a Lutero a descartar las instituciones eclesiásticas y a magnificar las instituciones políticas del gobernante. Solo en parte es correcto atribuir la insistencia de Lutero en la autoridad secular a la desesperada situación de un reformador que no tenía otra alterna­ tiva que apelar a esos dominios. Tampoco es correcto creer que sus 16 Woolf, vol. I, págs. 122, 167.

extremas declaraciones durante la Guerra Campesina señalan un súbitc descubrimiento del poder absoluto de los príncipes seculares. Hay in­ dicios suficientes de que, ya antes de los levantamientos campesinos, abrigaba una elevada opinión sobre la autoridad secular. Su insisten­ cia en el poder secular debe ser considerada, en cambio, como produc­ to de la profundización del radicalismo antipolítico de sus convicciones religiosas, que, al asignar derechos exclusivos sobre lo «político» a los gobernantes temporales, y al minimizar el carácter político y poder eclesiástico de la Iglesia, abrió el camino a un monopolio temporal so­ bre todo tipo de poder. Cuando se capta esto, se hace más comprensible el dilema posterior de Lutero; los poderes seculares, cuya ayuda había invocado en la lucha por la reforma religiosa, comenzaron a asumir la forma de un aprendiz de brujo que amenazaba a la religión con un nuevo tipo de control ins­ titucional. Los orígenes de este dilema residían en el desequilibrio desarrollado entre su teoría de la Iglesia y su teoría de la autoridad política. E n los años iniciales de su oposición al papado, Lutero no desmintió el argumento fundamental de los papistas, según el cual los asuntos espirituales exigían una cabeza gobernante. De este modo, aunque discrepó con los papistas respecto de la índole de ese cargo, su pensamiento conservó la tradición medieval de un conjunto específico de instituciones eclesiásticas, capaz de contener las arremetidas de los poderes temporales. Pero al madurar sus opiniones, convirtiéndose en un rechazo plano del papado y de toda la estructura jerárquica de la Iglesia, abandonó naturalmente toda la idea de una autoridad que hi­ ciera las veces de contrapeso. Quedó roto el vínculo entre creencias religiosas e instituciones religiosas; en esta etapa de su pensamiento, la organización eclesiástica era vista como un impedimento a la ver­ dadera creencia. De modo concurrente con estos procesos en la con­ cepción de la Iglesia sostenida por Lutero, su doctrina de la autoridad política había evolucionado hacia un enfoque más amplio de las fun­ ciones y autoridad de los gobernantes. Ahora se confiaban a los gober­ nantes algunas de las prerrogativas religiosas que antes pertenecían al Papa.17 Así, mientras la autoridad institucional era socavada en la es­ fera religiosa, se la acentuaba en la política. En este punto surgió la dificultad mayor. En sus últimos años, Lutero comenzó a prestar creciente atención a la necesidad de organización religiosa, una necesidad que antes había subestimado; pero esto, por razones prácticas, no podía ser logrado sino recurriendo a las autori­ dades seculares, cuyo poder él había exaltado de modo persistente. La debilidad institucional de la Iglesia no le permitía competir con el po­ der secular racionalizado por Lutero. El producto final de esta situa­ ción fue la Iglesia territorial (Landeskircbe). 17 A este respecto fue significativa la carta de Lutero a Juan, elector de Sajonia: «Ya no hay temor de Dios ni disciplina, porque la amonestación papal está abo­ lida y cada uno hace lo que quiere ( . . . ) Pero ahora que ha concluido el go­ bierno impuesto del Papa y el clero sobre los dominios de vuestra Gracia, y todos los monasterios y fundaciones pasan a manos de vuestra Gracia como go­ bernante, con ellos vienen el deber y dificultades de poner en orden estas cosas»; P. Smith y C. M. Jacobs, eds., op. cit., vol. I I , pág. 383. Lutero lamentaría en varias ocasiones que los gobernantes hubieran quedado liberados de los controles papales; véase W orks, vol. IV , págs. 287-89.

Así, la elevación de la autoridad política planteada por Lutero estuvo íntimamente ligada con su idea de la Iglesia, que a su vez fue resultado de su concepción de la religión; es necesario, en consecuencia, decir algo respecto de sus doctrinas religiosas y la influencia de estas sobre su eclesiología y opiniones políticas. Según la teología luterana, la suprema vocación del hombre era pre­ pararse para el libre don de la gracia de Dios. La experiencia religiosa se situaba alrededor de una comunicación intensamente personal entre el individuo y Dios; la autenticidad de la experiencia dependía del carácter directo y sin inhibiciones de la relación. Las buenas obras, por consiguiente, eran vanas si no estaban informadas por la gracia santificadora de Dios. «Las obras buenas y piadosas nunca pueden producir un hombre bueno y piadoso; pero un hombre bueno y pia­ doso hace buenas y piadosas obras».18 De modo similar, los ministe­ rios de una jerarquía eclesiástica y todo el sistema sacramental eran tan inútiles como peligrosos; no hacían más que multiplicar los inter­ mediarios entre Dios y el hombre, y suscitaban la inferencia de que existía un sustituto para la fe. E n suma, todo lo que se interponía entre Dios y el hombre debía ser eliminado; los únicos mediadores verda­ deros eran Cristo y las Escrituras. Sobre este telón de fondo, la famosa metáfora de Lutero sobre los «tres muros» que rodeaban al papado simbolizaba la fuerza impulsora predominante en su pensamiento religioso: la compulsión de borrar y arrasar todo lo que interfería con la relación correcta entre Dios y el hombre. La significación de este «imperativo simplista» reside en la diversidad de modos en que fue expresado: político, intelectual, así como religioso. Intelectualmente, tomó la forma de un rechazo casi total de la tradición filosófica medieval. Este rechazo no se nutría de ignorancia, sino que fluía de la profunda convicción de que siglos de filosofía habían influido la desnaturalización del significado de las Escrituras y en el respaldo a las pretensiones del papado.19 Se declaró perniciosa la influencia de Aristóteles; el aristotelismo cristianizado de Tomás de Aquino fue condenado como una «desdichada superestruc­ tura sobre una base desdichada».20 Impaciente respecto de la «Babel de la filosofía» y de sus interminables y sutiles controversias acerca de lo sustancial y lo accidental, Lutero reclamó un retorno a la sabi­ duría sin adornos de la Biblia y la Palabra de Dios.21 A este respecto, su radicalismo apuntó también contra el corpus de conocimiento tra­ dicional representado por las enseñanzas de los Padres de la Iglesia, 18 Freibeit eines Christenmenschen, 23 (W erke, vol. V II). 19 El prolongado aprendizaje de Lutero en escolasticismo es examinado en J. Mackinnon, op, cit., vol. I, págs. 10-27, 50 y sigs. 20 Woolf, vol. I, págs. 225, 227-29; P. Smith y C. M. Jacobs, eds., op. cit., vol. I, págs. 60, 64, 78, 150, 169-70, 359. 21 La distinción de Lutero entre las Escrituras y la Palabra de Dios es analizada por R._E. Davies, The problem of authority in the continental reform en, Lon­ dres: Epworth Press, 1946, pág. 31 y sigs., y por E. Troeltsch, T he social teaching of the Christian churches, trad. al inglés por O . Wyon, Londres: Alien & Unwin,_2 vols., 1931, vol. 2, pág. 486. Con respecto a la búsqueda del signi­ ficado «original» de las Escrituras, efectuada por Lutero, cabe agregar que lo ayudaron estudiosos humanistas contemporáneos como Reuchlin y Erasmo, que procuraban recobrar el verdadero significado de la Biblia por medio de inves­ tigaciones filológicas.

los pronunciamientos de los concilios y las doctrinas de los canonistas. Se capta mejor la significación de este ataque, si se recuerda que la doctrina de la Iglesia medieval, su teología formal y su filosofía, se habían impregnado profundamente de tintes políticos. No fue un ac­ cidente, sino algo así como un instinto infalible, lo que llevó a Lutero a reunir en un mismo grupo a filósofos, canonistas y teólogos, ya que la medida en que cada uno de estos había incorporado conceptos po­ líticos era, sobre todo, cuestión de grado. Desde este punto de vista, entonces, el ataque de Lutero tuvo como efecto disolver la alianza en­ tre pensamiento religioso y pensamiento político. Aparece un importante indicio de esta tendencia en el pensamiento de Lutero en el contraste entre su teoría de los sacramentos y la sostenida por un teólogo medieval como Tomás de Aquino. Uno de los aspectos más notables de la exposición de este sobre los sacramentos era su ca­ rácter doblemente político: el lenguaje y los conceptos evocaban imá­ genes marcadamente políticas, y la naturaleza de los sacramentos era definida de modo que robustecía el carácter político de la Iglesia y su sacerdocio. Afirmó que los sacramentos debían ser entendidos como algo más que un signo o un símbolo; eran una forma de poder {vis spirituálh) que imprimía a quienes lo recibían determinado carácter; la gracia que informaba al alma era una gracia infusa {gratia infusa). La «naturaleza de poder» de los sacramentos tenía además importante influencia sobre la función de los sacerdotes. El sacramento de la or­ denación establecía una necesaria y saludable desigualdad de algunos hombres sobre otros; la superior excelencia del sacerdocio era esencial para la perfección de los legos. Además, la ordenación trasmitía al sa­ cerdote un poder ( potestas) para consagrar; es decir, para utilizar su divino poder efectuando un cambio milagroso en los elementos eucarísticos de la Misa. La gracia queda así restringida a una gracia sacra­ menta], y solo esta justifica a los hombres.22 En la concepción luterana, en cambio, estos aspectos políticamente su­ gestivos fueron abandonados. La gracia no era algo administrado o infundido por el poder impersonal de un intermediario; era el libre don de Dios, la promesa de perdón y reconciliación al pecador arre­ pentido. Es significativo que Lutero haya reducido la cantidad de sa­ cramentos, y que entre los eliminados haya estado el sacramento de la ordenación, con sus insinuaciones concomitantes de jerarquía. En pá­ ginas posteriores seguiremos examinando el descenso del nivel político del ministerio luterano; aquí basta con hacer notar que esto era augu­ rado en la doctrina de Lutero acerca de la relación entre los sacramen­ 22 La argumentación de Santo Tomás, según la cual el sacramento representaba más que u n signo, aparece en Summa Theologiae, =& I I I , Q. 60, arts. 1-3. La ne­ cesaria conexión entre sacramentos y salvación es expuesta en Summa Theologiae, I I I , Q. 61, art. 1. La función de los sacramentos como un poder que causa o infunde gracia es descrita en I I I , Q. 62, art. 1, 4. Este aspecto se amplía en I I I , Q. 63, art. 3, y Q. 65, art. 3, ad 2, donde Santo Tomás pone de relieve cómo el sacramento imprime en el alma un «carácter». La relación entre la ad­ ministración de los sacramentos v los cargos eclesiásticos es definida en I I I , Q. 65, art. 3, ad 2; Q . 67, art. 2, ad 1-2; Q. 72, art. 8, ad 1. Es sipificativo, por último, que las doctrinas de la supremacía eclesiástica y de la plenitudo potestatis del Paoa estén insertadas en las explicaciones de los sacramentos: I I I , Q. 62. art. 11.

tos y el estado de gracia del creyente. Al insistirse en la justificación por la fe, el elemento de poder en los sacramentos disminuyó en im­ portancia, y los tintes políticos quedaron prácticamente eliminados. Esto quedó claramente registrado en unas palabras de Melanchthon que pueden ser consideradas como el epitafio de la teología política medieval: «Los sacramentos no justifican ( . . . ) Por consiguiente, puedes ser justificado aun sin sacramento; basta con que creas».23 Un segundo ejemplo de las tendencias despolitizadoras en Lutero es el proporcionado por su concepción del Reino de Dios. Desde el co­ mienzo mismo, los exégetas cristianos recurrieron a conceptos políti­ cos para definir la naturaleza del poder de Dios y el gobierno de Cris­ to; ya en Eusebio hallamos una argumentación en la cual monoteísmo y monarquía se justifican mutuamente. Todas estas tendencias, sin em­ bargo, fueron resistidas por Lutero, quien, al insistir repetidamente en una nítida demarcación entre el Reino de Dios y el reino del mun­ do, introdujo, de hecho, una cuña de contención entre los dos ámbitos que impedía cualquier trasposición fácil de categorías. De un lado se alzaba el Reino de Dios, compuesto de cristianos creyentes y practi­ cantes, que buscaban con diligencia la Palabra de Dios y el Espíritu de Cristo; del otro, el reino del mundo, donde el gobierno temporal go­ bernaba a los no cristianos y a creyentes tibios que requerían un poder coactivo y restrictivo que los mantuviera dentro de límites decentes.-4 Aunque las antítesis entre estos dos ámbitos se manifestaban de di­ versas maneras — en sus modos de vida contrastantes; en la ética vi­ gente en cada uno y en los objetivos buscados— un aspecto se relacio­ naba especialmente con este estudio. Solo un reino, el del mundo, po­ seía algún atributo político que lo vinculara con el significado habitual de la palabra «reino». Solo aquí había poder represivo, ley respaldada por la coacción, y todos los demás elementos de gobierno. En la con­ cepción luterana del gobierno de Cristo, por otro lado, no entraba ninguna característica política importante. Lutero insistió desde un primer momento en que la vocación de Cristo había sido eminente­ mente apolítica, y trasladó esta idea al examen de la función cumplida por sacerdotes y obispos dentro de la Iglesia.25 La índole apolítica del reinado de Cristo era posibilitada no ^solo porque la coerción y la ley eran innecesarias para los cristianos, sino también porque la abolición del principio jerárquico había destruido la fundamentación de las dis­ tinciones de poder y autoridad entre crecentes.26 Coronaba estas ideas la vigorosa advertencia de Lutero en el sentido de que no era posible utilizar el poder para apresurar o impulsar la salvación de los hombres. 23 Citado en T. S. W hale, The protestant tradition, Cambridge: Cambridge University Press, 1955, pág. 58. Debo a esta excelente obra su esamen de las formas contrastantes de los usos sacramentales. 24 W orks, vol. I I I , págs. 234-37; vol. IV, pág. 265. Véase el reciente estudio de F. E. Cranz, «An essay on the development of Luther’s thought on justice, law and society», Harvard Theological Studies, vol. 19, 1959. 25 W orks, vol. I I I , págs. 238-40, 426. 26 Ibid., págs. 252, 261-62.

Aun en el Reino de Dios, el hecho fundamental no era Su poder sino Su Palabra: «Nadie da ni puede dar órdenes al alma, a menos que pueda mostrarle el camino hacia el cielo; pero esto ningún hombre puede hacerlo; so­ lamente Dios. Por consiguiente, en cuestiones relativas a la salvación de las almas, no se enseñará ni aceptará otra cosa que la Palabra de Dios».27

III. El prejuicio contra las instituciones Uno de los productos de esta rebelión contra la autoridad de la filo­ sofía y la concepción católica de una sabiduría histórica acumulada, laboriosamente construida a través de siglos de interpretación, fue una pronunciada veta de primitivismo religioso, que enarbolaba la simple fe contra la complicación filosófica y estaba dispuesta a destruir «las imágenes de la sabiduría ancestral» en nombre de un retorno al cris­ tianismo original. Estos aspectos del pensamiento de Lutero cobraron dimensión adicional cuando este, al grito de batalla de «sola Scriptura» y «solafide», se lanzó a un ataque directo contra la concepción me­ dieval de la Iglesia. También aquí se insistía en derribar los «muros» que separaban al creyente del objeto de sus creencias. Toda la jerar­ quía eclesiástica, con sus sutiles gradaciones de autoridad y función, debía ser arrasada. Dado que el hombre común podía comprender el sencillo significado de las Escrituras, el sacerdotalismo era superfluo; no podía haber distinción entre creyentes: «Todos tenemos la misma autoridad con respecto a la Palabra y los sacramentos, aunque nadie tiene derecho a administrarlos sin autori­ zación de los miembros de su Iglesia, o a invitación de la mayoría (porque, cuando algo es común a todos, ninguna persona aislada está facultada para arrogárselo, sino que debe esperar la orden de la Igle­ sia) ( . . . ) Cuando un obispo consagra, actúa simplemente en nombre de toda la congregación, cuyos miembros tienen todos igual autoridad. Pueden elegir uno de entre ellos, ordenándole que ejerza su autoridad en nombre de los demás».28 El igualitarismo extremo implícito en la doctrina del sacerdocio de los creyentes no era dictado por ninguna relación necesaria entre los creyentes mismos, sino que surgía de la convicción de Lutero de que la fe solo podía ser alcanzada por medio del esfuerzo individual, y que, en consecuencia, la «libertad cristiana» del creyente no debía ser li­ mitada por factores externos. No era posible crear ni infundir la fe por medio de un agente externo, sacerdotal ni político; era una predispo­ sición interna del individuo que lo inclinaba hacia Dios.29 La recom­ 27 Ibid., pág. 252. 28 Ibid., vol. I, págs. 114, 318. 29 Ibid., pág. 113.

pensa de la fe era la pertenencia a la comunión invisible de los cristia­ nos, el corpus mysticum gobernado por Cristo: «Entre los cristianos no hay superior, salvo Cristo mismo y sólo Cris­ to. Y ¿qué clase de autoridad puede haber donde todos son iguales y tienen igual derecho, poder, posesión y honor, y nadie desea ser supe­ rior del otro, sino su inferior? Aun queriéndolo, no se podría estable­ cer autoridad donde hay tales personas, ya que su carácter y natura­ leza no les permiten tener superiores, pues nadie quiere ni puede ser el superior».80 La «verdadera» Iglesia, entonces, no debía ser situada en un conjunto físico de cargos, ni identificada con ninguna institución jerárquica. La Iglesia consistía sencillamente en «una reunión de corazones en una sola fe ( . . . ) Esta unidad basta, de por sí, para constituir una Igle­ sia».31 Había en esta idea de la Iglesia un aspecto que presentaba nota­ ble afinidad con un tema ya discutido respecto de Agustín. Es la noción que subraya la naturaleza social de la Iglesia, la cual aparece como una sociedad espontánea, alegre — «nun jreut euch lieben Chrlsten gemein»— y, en gran medida, Ubre de coacción, que culmina en la sociedad invisible de santos donde «todos lo tienen todo en común».32 La antítesis dialéctica a esta condición es el gobierno temporal, que dirige su sociedad mediante la dominación y el poder. Había así, de un lado, una sociedad sin gobierno; del otro, un gobierno sin verdadera sociedad o hermandad. Esta insistencia en la hermandad de los creyen­ tes arraigaba en una antipatía hacia el poder que constituía una de las características básicas de la sociedad de la Iglesia luterana, insistien­ do una vez más en la tendencia apolítica en la nueva eclesiología. La teoría de la sociedad de la Iglesia elaborada por Lutero llevaba im­ plícitas algunas repercusiones novedosas y de vastos alcances. Propo­ nía esta formulación extrema: una sociedad no solo podía conservar su identidad sin el poder de una «cabeza» visible, dirigente, sino que la perfección de su naturaleza exigía que fuera acéfala. Este aserto — que una sociedad podía estar sólidamente unida y ser cohesiva, aun­ que no tuviera cabeza— contradecía una de las premisas comunes de gran parte del pensamiento clásico y medieval, según la cual toda so­ ciedad u orden presuponía una cabeza dirigente, una fuente central de impulso. Lutero sostenía además la afirmación, igualmente inquietan­ te, de que una sociedad podía florecer y expresar su identidad sin re­ currir a un principio jerárquico. Ya desde Platón y Aristóteles, los fi­ lósofos habían sostenido que no podía haber orden correcto de ningún tipo a menos que lo «más bajo» estuviera subordinado a lo «más alto»; lo «inferior», a lo «superior». En oposición a esta arraigada creencia, Lutero revivió la concepción radical de la pertenencia cristiana: ser cristiano significaba ocupar un rango más elevado que cualquier otro; al mismo tiempo, quienes gozaban de él se situaban en una condición de igualdad con sus congéneres. 30 Ibid., vol. I I , pág. 262. 31 Ibid., vol. I, pág. 349. 32 W erke, vol. X IV , pág. 714.

«. . . No somos bautizados como reyes, príncipes, ni siquiera como la masa de hombres, sino en Cristo y en Dios mismo; ni se nos llama re­ yes, príncipes ni gente común, sino cristianos».33 Sin embargo, esta igualdad de condición no encerraba el mismo signi­ ficado que en el pensamiento democrático posterior; vale decir, la idea de una igualdad de opciones o derechos. Significaba más bien algo más estimulante y ominoso a la vez: una igualdad de mutua subordina­ ción, donde «nadie desea ser el superior del otro, sino su inferior».34 Al rechazar los dos principios de monarquía y jerarquía — en cuanto estos se aplicaban a cuestiones eclesiásticas— Lutero marcó también una etapa im portante en la destrucción de ciertas formas de imágenes políticas. La idea de que la sociedad formaba una enorme pirámide, en la cual el poder asignado a cada capa se hallaba en proporción in­ versa a la longitud de esta, fue descartada a cambio de la imagen plana de una sociedad cuyos miembros eran, idealmente, todos iguales. Esto plantea el interrogante de cuál sería la función de los ministros en la nueva Iglesia; si Lutero se hubiera sentido obligado a reincorporar al­ gunos elementos de poder papal, esto se habría registrado en su doc­ trina sobre el ministerio. Aunque Lutero negó con insistencia que la igualdad de los creyentes obviara la necesidad de un ministerio exper­ to, esta negativa no presagiaba en modo alguno la reintroducción de elementos políticos en la Iglesia. Como destacó Lutero, el sacerdocio no denotaba poder ni autoridad, sino «cargo», es‘ decir, una función definida.33 Esto significaba la trasformación del sacerdote medieval en un ministro, un agente que administraba, exponía y explicaba la Pa­ labra de Dios.36 Este descenso de rango era acompañado por un cam­ bio drástico en la relación entre ministro y congregación. A diferencia del sacerdote, el ministro no podía recurrir a las misteriosas fuentes de autoridad surgidas de una tradición de siglos. Despojado de la mystique del cargo, el ministro enfrentaba a su congregación como un prirnus ínter pares. El cargo mismo ya no era consagrado por el represen­ tante de una poderosa institución eclesiástica, sino derivaba del con­ sentimiento de los pares. Dado que era producto del consentimiento y no de la autoridad, el ministro podía ser desplazado de su cargo por quienes lo habían elegido.37 Al despolitizar el ministerio, sin embargo, Lutero introdujo algunas trasparentes alusiones acerca de la congregación que serían incorpo­ radas al pensamiento de los sectarios radicales de los siglos xvi y x v n , y que ejercerían, por ese intermedio, una influencia decisiva sobre las teorías democráticas. E n otras palabras: si bien eliminó de su teoría sobre la Iglesia algunos elementos políticos — sobre todo los que se afincaban en la idea de una jerarquía eclesiástica— Lutero terminó también por adoptar otros. P or ejemplo: la igualdad de los creyentes y la mínima función del ministerio eran concepciones que se apoyaban en ciertas premisas acerca de la posibilidad de los creyentes para re­ 33 34 35 36 37

W orks, vol. I I I , pág. 252. Ibid., pág. 262.

Ibid. Woolf, vol. I, págs. 115, 247, 249, 318, 367; Works, vol. I I I , págs. 326-28. Woolf, vol. I, págs. 115, 117, 181; W orks, vol. IV, págs. 79, 82.

conocer la verdad; premisas que parecían reflejar la defensa aristo­ télica de la capacidad del ciudadano para juzgar: «. . .Todos y cada uno de nosotros somos sacerdotes, porque todos tenemos una sola fe, un solo Evangelio, un solo y mismo sacramento; ¿por qué, entonces, no tendríamos derecho a probar o verificar, y a juzgar qué es correcto o erróneo en la fe?».3s De esto se desprendía la exigencia luterana de que fuera derribado el «segundo muro», que simbolizaba la pretensión papal de ser el intér­ prete definitivo de la doctrina. Como lo advirtió instintivamente Lu­ tero, la posición papal se basaba en una especie de platonismo cristia­ nizado, el cual sostenía que las verdades discutidas solo podían ser resueltas por una inteligencia especialmente dotada.39 Contra esta «epistemología aristocrática», Lutero proponía una «democrática», que enfrentaba la «fe sencilla» y sin complicaciones del pueblo con las sutilezas de los teólogos, y afirmaba tanto el derecho como la capaci­ dad de la congregación para juzgar las enseñanzas religiosas.40 Adoptó esta posición en parte por una profunda convicción acerca de la pri­ macía de la comunión directa entre Dios y el alma individual, y en parte por una convicción de que ningún agente humano exterior podía obligar a salvarse a la conciencia individual. Aunque más tarde Lutero modificó su optimismo en cuanto a las capacidades del creyente común, sus enunciados iniciales dieron vigoroso estímulo a las corrientes que culminaron en el congregacionalismo, encerrando además vastas impli­ caciones para el pensamiento político. En esta concepción de una her­ mandad religiosa cohesiva, capaz de decidir y actuar sin ayuda de ninguna jerarquía, se hallaba latente la idea adicional de una comuni­ dad que podía expresar una verdad. Esto representaba algo más que la idea aristotélica acerca de la superioridad de un juicio mancomunado, al cual contribuían los ciudadanos. La concepción luterana no implica­ ba juicio alguno; no se relacionaba con cuestiones contingentes, sino con verdades fundamentales; no era el producto de talentos y expe­ riencia diversos, sino de un conocimiento interior, compartido por un cuerpo de comulgantes.41 38 Woolf, vol. I, pág. 120; W orks, v o l/L V , págs. 76-77. 39 Woolf, vol. I, págs. 119-20. 40 'Woolf, vol. I, págs. 227-29. Estos sentimientos fueron enfatizados en la Carta al lector cristiano, de Lutero (1522): « . . . Cuando comparo la teología es­ colástica con la sagrada, es decir, con la Santa Biblia, me parece algo lleno de impiedad y vanidad, y peligroso en todos los aspectos, ser puesto ante monjes cristianos no munidos de antemano de la armadura de Dios». Lutero se refería luego con admiración a Tauler y la Tbeologia Germánico, expresando la esperan­ za de que, bajo la influencia de los místicos, «no quedará en nuestra tierra un tomista ni un albertista, un escotísta ni un occamista, sino únicamente simples hijos de Dios y sus hermanos cristianos. Pero que quienes medran en exquisi­ teces literarias no protesten contra la dicción rústica ni desprecien las envolturas toscas y humildes vestiduras de nuestro tabernáculo, porque contienen toda la gloria de la hija del rey. Sin lugar a dudas, si no logramos una devoción docta y elocuente, prefiramos al menos una devoción indocta e infantil a una impie­ dad que es tan elocuente como infantil». P. Smith y C. M. Jacobs, eds., op. cit., vol. I I , págs. 135-36. Compárese San Agustín, Epistle, 138, 4-5. 41 Aunque la tecría conciliarista había subrayado la idea de una comunidad re-

La nostalgia por la sencillez apostólica de la Iglesia primitiva no cegó a Lutero ante el hecho de que una forma casi anarquista de organiza­ ción eclesiástica no era receta adecuada para una congregación real, cuyos miembros vivían en diversos estados de gracia y fe. En una eta­ pa temprana de su obra, comenzó a elaborar la distinción entre la Igle­ sia «visible» y la «invisible». La primera abarcaba a aquellos cristianos cuya débil fe requería una forma visible de estructura organizativa. La unidad debía ser creada externamente, por la acción humana. La Iglesia invisible, en cambio, derivaba su unidad de la fe, y era, en gran medida, independiente de toda organización y regulaciones.42 En los últimos años de su vida, Lutero prestó mayor atención al valor de las «señales distintivas», aun para la Iglesia invisible.43 Esto, no obstante, era menos significativo que su creciente confianza en la auto­ ridad secular para vigilar la Iglesia visible y asegurar cierta uniformi­ dad religiosa. Dado este proceso, la concepción luterana de la autori­ dad política asume una importancia decisiva, ya que una religión que se había negado el poder de una organización eclesiástica se veía ahora ante gobernantes políticos no trabados por los frenos tradicionales de las instituciones religiosas, y solicitaba la ayuda de estos. Para evaluar el nuevo marco teórico dentro del cual debía actuar ahora la autoridad temporal, hay que referirse a las actitudes cristianas anteriores respec­ to del orden político y el cargo de gobernante. Desde sus comienzos, la actitud cristiana hacia la política se había mezclado con un persistente impulso a desentenderse del mundo. La advertencia bíblica, «Mi Reino no es de este mundo», fue sistematizada más tarde por Agustín con el tenso simbolismo de la chitas dei y la chitas terrena. Pese al notable intento tomista por elaborar una cómo­ da adaptación entre el orden político y el divino, los místicos y mo­ násticos perduraron como testimonios elocuentes de los rastros de incivtsrne en el cristianismo. En Lutero, el impulso hacia el desentendimiento adoptó una forma muy diferente. Mientras que Agustín había confiado en la Iglesia coligiosa con jueces, esta concepción fue debilitada, no solo por el hecho práctico de que la nacionalidad estaba socavando las ideas de una sociedad universal de cristianos, sino también porque los mismos conciliaristas no pudieron o no qui­ sieron renunciar a las categorías de pensamiento jerárquicas y monárquicas. Véa­ se el examen en E. Lewis, Medieval political ideas, Londres: Roudedge and Kegan Paul, 2 vols., 1954, vol. I I , págs. 369-77. 42 W orks, vol. I , págs. 349-57. 43 Compárese W orks, vol. I, pág. 361; vol. IV , pág._ 75; vol. _V, págs. 27-87; vol. V I, pág. 148. La teoría luterana de la Iglesia ha sido discutida por K. Holl, «Luther», Gesammelte Aufsatze zur Kirchengeschichte, Tubinga, 1923, vol. I, pág. 288 y sigs.; E. Troeltsch, op. cit., vol. I, págs. 477-94; W . A. Mueller, Church and State in Luther and Calvin, Nashville: Broadman Press, 1954, págs. 5-35; W. Paucfc, «The idea of the Church in Christian history», Church His­ tory, vol. 21, septiembre de 1952, págs. 191-213, en págs. 208-10, y del mismo autor, The heritage of the Reformation, Glencoe: Free Press, 1950, págs. 24-54; L. W. Spitz, «Luther’s ecclesiology and his concept of the prince as Ñotbischof», Church History, vol. 22, junio de 1953, págs. 113-41; J. T. McNeill, «The Church in sixteenth century reformed theology», Journal of Religión, vol. 22, julio de 1942, págs. 251-69; J. S. 'Whale, op. cit., cap. V II.

mo principal respaldo para la salvación individual, relegando al Esta­ do a la función de guardián del orden, Lutero se sintió obligado a invocar al poder secular para que ayudara a las almas cristianas a li­ brarse de la tiranía de la Iglesia organizada.44 Una razón fundamental de las diferentes funciones asignadas al gobierno por Agustín y Lutero reside en las diferentes posiciones históricas ocupadas por uno y otro. El pensamiento de Agustín estaba profundamente teñido por las es­ peranzas milenaristas habituales en los primeros siglos de la era cris­ tiana. Era natural que adoptara una perspectiva temporal orientada hacia el futuro. Aunque Agustín — en contraste con las expectativas de algunos cristianos primitivos— minimizó la inminencia del mile­ nio, la idea de un futuro portador de la promesa de liberación siguió siendo un elemento vivido de su pensamiento.40 Los mil años trascu­ rridos entre Agustín y Lutero no podían dejar de tener un efecto apa­ ciguador sobre el optimismo cristiano. Lo que para uno había sido un futuro tentador, se convirtió para el otro en un presente interminable, que exigía cierta resignación de parte del creyente. El milenarismo ate­ nuado de Lutero contribuyó de modo importante a su marcada anti­ patía hacia la historia. Después de los días de la sencillez apostólica, la historia había pasado a ser un registro de la degradación de la Pa­ labra. En consecuencia, el legado teológico y eclesiástico de esos siglos debía ser descartado. Sobre la base de estas creencias, la perspectiva temporal luterana reflejaba una acuciante urgencia por volver a un estado más primitivo de perfección cristiana; formaba parte de un radicalismo orientado a recapturar los auténticos elementos cristianos del pasado distante. Estos contrastes de perspectivas temporales se relacionaban íntima­ mente con algunas diferencias importantes en las ideas políticas de Agustín y Lutero. Aunque Agustín había destruido la concepción clá­ sica de la autonomía y autosuficiencia del orden político, no lo había dejado flotando en el limbo. Era una parte integral de todo el ordo de la creación y contribuía con su parte a la preservación de la armo­ nía total. Para Agustín, el concepto de un orden divino simbolizaba algo más que una ingeniosa mezcla de diversidades; era una concordia dinámicamente orientada hacia la perfección. Por consiguiente, el or­ den político — integrado, como lo estaba, en un cosmos pleno de sig­ nificado y dirección— adquiría una firme estabilidad, un sustento ex­ traído de la naturaleza misma de la creación. Así, aunque la comunidad política estaba destinada a ser sustituida en el desenlace de la historia, participaba hasta entonces en la perfección inscrita en la esencia misma de las cosas. Lutero, en cambio, se apartó signifícatxvatoente de la concepción agustiniana de ordo. Según Agustín, el ordo había actuado como principio inmanente en el conjunto de la creación; por consiguiente, toda aso­ ciación, aunque no fuera cristiana, tenía valor en la medida en que 44 Este aspecto de San A gustín es brillantemente descripto en C. N. Cochrane, Cbristianity and classical culture, pág. 359 y sigs. Hay también algunas obser­ vaciones pertinentes en E. Voegefin, The neto Science o f politics,& Chicago: University of Chicago Press, 1952, págs. 81-84. 45 D e Civitate Dei, X X ; y véase H . Scholz, Glaube und ünglaube in der Weltgeschichte, Leipzig, 1911, pág. 109 y sigs.

aseguraba paz y tranquilidad. Lutero, por su parte, reducía el princi­ pio inmanente de «orden» a un principio formal, sin viabilidad real: «El orden es algo exterior. Por bueno que sea, puede ser mal utiliza­ do. Entonces ya no es orden, sino desorden. Ningún orden, pues, tiene valor intrínseco propio, como hasta ahora se ha creído que lo tenía el Orden Papal. Pero todo orden encuentra su vida, validez, fuerza y virtud en su utilización correcta; de lo contrario no tiene valor ni sir­ ve para nada».46 Al abandonar el concepto de ordo como principio sustentador dentro de una pauta de significado más amplia, Lutero privó al orden político del respaldo moral derivado de este conjunto más inclusivo. La falta de integración entre el orden político y el divino produjo una marcada tensión dentro de la concepción luterana del gobierno. El orden polí­ tico aparecía como un logro inequívocamente frágil; precario, inesta­ ble y propenso a caer. Al mismo tiempo, la vulnerabilidad de este or­ den creaba la necesidad de una autoridad poderosa y represiva. En otras palabras: el orden político mismo no era sustentado por un prin­ cipio divino, sino que el poder secular que defendía el orden provenía de la divinidad. Lutero no se jactaba en vano al afirmar que él había alabado al gobierno temporal más que cualquier otro desde Agustín.47 Tales alabanzas eran necesarias, una vez que el orden político había sido extraído de su contexto cósmico. E l elemento divino de la autori­ dad política se trasformaba inevitablemente de principio sustentador en principio represivo y coactivo. La adhesión de Lutero a la autoridad temporal no fue, entonces, pro­ ducto de una etapa especial de su evolución, sino que estaba arraigada en la convicción de que el mundo del hombre, que había sufrido la caída, era básicamente desordenado. El orden debía ser impuesto: «Nadie piense que el mundo puede ser gobernado sin sangre; la espa­ da del gobernante debe estar roja y ensangrentada, ya que el mundo es y debe ser perverso, y la espada es la vara y la violencia de Dios sobre él».48! Es significativo que Lutero haya indicado, como primer «muro» a de­ rribar, las pretensiones papales de jurisdicción temporal. Aquí su ló­ gica exhibió el mismo impulso que su teorización religiosa: tal como el libre acceso de los creyentes a las Escrituras debía ser protegido de la interferencia papal, así también el gobernante secular debía estar desembarazado en sus esfuerzos por lograr el orden: « . . . El corpus social de la cristiandad incluye el gobierno secular co­ mo una de sus funciones componentes. Este gobierno tiene jerarquía espiritual, aunque desempeña un deber secular. Debe actuar libremen­ 46 W orks, vol. V I, pág. 186. 47 Ibid., vol. V, págs. 81-82. 48 Ibid., vol. IV , pág. 23. Sobre este mismo aspecto, véanse vol. I I I , págs. 23133; vol. IV , págs. 28, 248-53, 266-69, 299 y sigs.; vol. V, pág. 38; vol. V I, pág. 460.

te y sin estorbos sobre todos los miembros del corpus-, debe castigar e imponer cuando haya culpa o lo exija la necesidad, a pesar del Papa, obispos y sacerdotes, y por más que estos denuncien y excomulguen cuanto les plazca».49 Las prolongadas disputas eruditas acerca de si Lutero mantuvo o no la concepción medieval de un corpus christianum han servido para os­ curecer los profundos cambios que efectuó en el contenido de dicho concepto.50 El énfasis sobre la autoridad secular fue acompañado por otros cambios doctrinarios que realzaron más aún esa autoridad. Al mismo tiempo que socavaba la jerarquía sacerdotal mediante la idea del sacerdocio de todos los creyentes, Lutero elevaba el rango de los gobernantes invistiéndolos de dignidad sacerdotal: también ellos «son sacerdotes y obispos».01 Quedó borrada la nítida frontera que separa­ ba al clero de los legos, y el sacerdote y el campesino fueron situados en un plano de igualdad respecto de la jurisdicción secular.52 El legado de la cristiandad pasaba a manos de nuevos depositarios: los príncipes «desempeñan su cargo como un cargo de la comunidad cristiana, y en beneficio de dicha comunidad ( . . . ) Cada comunidad, concejo y ad­ ministración tiene autoridad para abolir e impedir, al margen del co­ nocimiento o consentimiento del Papa u obispo, cualquier cosa contra­ ria a Dios y perjudicial para el hombre en cuerpo y alma».33 La significación práctica de la función asignada a la autoridad política residía, no tanto en su amplio mandato, ni en sus responsabilidades en cuanto a la reforma religiosa, sino en el hecho de que ahora su po­ der sería ejercido en un contexto en que las instituciones papales ha­ bían sido despojadas de divinidad y poder. Solo el gobernante secular derivaba de Dios sus poderes; en cambio, el poder papal era resultado de maquinaciones humanas o, peor aún, de las del Anticristo.

V. El orden político sin contrapeso El enfoque luterano de la autoridad política no era monolítico, sino que variaba según que el problema fuera primordialmente religioso o político. Cuando se invocaba al gobierno temporal para que ayudara a fomentar reformas religiosas, se lo consideraba un agente positivo y constructivo. En su función más secular y política, en cambio, el go­ bierno aparecía como esencialmente negativo y represivo. En una es­ fera, se lo juzgaba la única alternativa para poner en marcha la refor­ ma; en la otra, la única alternativa frente a la anarquía.54 El eslabón 49 Woolf, vol. I, pág. 117; P. Mesnard, L'essor de la philosophie politique au X V Ie. siécle, París: Vrin, 1951, págs. 204-17. 50 Hay un examen reciente de este problema en L. W. Spitz, op. \cit., pág. 118 y sigs; véanse, además, las referencias allí citadas. También hay algunas observa­ ciones interesantes en F. Meinecke, «Luther über chrisdiches Gemeimresen una christlichen Staat», Historicbe Zeiíschrifl, vol. 121, 1920, págs. 1-22. 51 Woolf, vol. I, pág. 114. 52 Ibid., págs. 114-15, 129-30, 141, 147, 226-27, 232,275. 53 Ibid., pág. 16/. 54 W orks, vol. I I I , pág. 235; vol. IV, págs. 289-91.

que ligaba ambos enfoques de la autoridad política era la exigencia, planteada por Lutero, de que los gobernantes fueran liberados de restricciones preexistentes para cumplir su tarea. Ya hemos examina­ do, con respecto al ataque de Lutero contra el papado, este elemento, que reapareció cuando aquel se abocó al análisis de las actividades seculares del gobierno. Hallando en las leyes de la sociedad la misma confusión y complejidad vigentes en las cuestiones religiosas, Lutero propuso una solución característicamente sencilla y extrema: « . . . La entidad política no puede ser felizmente gobernada solo me­ diante normas y reglamentos. Si el administrador es sagaz, conducirá el gobierno con más acierto cuando lo guíen las circunstancias y no los decretos legales. Si no tiene esta sabiduría, sus métodos legales no producirán sino daño, ya que no sabrá cómo utilizarlos, ni cómo adap­ tarlos al caso inmediato. De aquí que, en los asuntos públicos, sea más importante asegurarse de que el control esté en manos de hombres buenos y sabios que promulgar determinadas leyes. Hombres de este tipo serán por sí mismos la mejor de las leyes, estarán alertas a todo tipo de problema, y los resolverán con equidad. Si la sagacidad nata acompaña al conocimiento de las leyes divinas, es obvio que las leyes escritas serán superfluas y nocivas».55 Las únicas restricciones que actuaban sobre el gobernante, aparte de las de su propia conciencia, provenían de las exhortaciones de los mi­ nistros; desde que los ministros ya no hablaban como representantes de una poderosa institución eclesiástica, la eficacia de esta restricción sería problemática. Aunque algunos comentaristas han mostrado que Lutero nunca se propuso emancipar a las autoridades seculares de los dictados de la ley natural y la razón, esto prueba solamente que Lutero no era Ma­ quiavelo. Se trata, en efecto, de que la ley natural se convierte en un mero conjunto de homilías morales cuando se la traslada a un contexto en que solo el poder de los gobernantes ha sido elevado por encima de todo otro rival institucional, y en que la fidelidad a la otra gran institución de poder ha sido condenada. La situación así creada estaba madura para un choque entre las dos en­ tidades que Lutero, con argumentos análogos, había procurado libe­ rar. Estaba, por un lado, el gobernante secular, no limitado por las 55 Woolf, vol. I, pág. 298, Es verdad que Lutero elogió ocasionalmente el de­ recho consuetudinario, pero un examen minucioso del contexto de su argumen­ tación demuestra que lo que afirmaba era que las leyes consuetudinarias se adap tafean mejor a las condiciones locales que las leyes imperiales, y no que aque­ llas fueran restricciones saludables. J. T. McNeill, «Natural lav; ín the thought of Luther» (op. cit.), subraya la función de la ley natural y la razón en los es­ critos de Lutero; pero también en este contexto Lutero sostenía que la ley na­ tural y la razón, o equidad, perm itían al gobernante desconocer las leyes o coátumbres existentes. En otras palabras, la ley natural jugaba en el pensamiento de Lutero un papel liberador y restrictivo. Véase Woolf, vol. I, pág. 187; Work¡, vol. V I, págs. 272-73. Una de las pocas ocasiones en que Lutero recurrió a citas de Santo Tomás se relacionó con un argumento en favor de un poder laico ili­ mitado en momentos de emergencia. Véase W orks, vol. III, pág. 234.

presiones de instituciones rivales; por el otro, la congregación cristia­ na, que buscaba la gracia divina, sin ayuda ni guía de las instituciones sacerdotales. Sin embargo, Lutero escribió a menudo como si el pri­ mero nunca presentara una amenaza para el segundo. El verdadero creyente era un súbdito del Reino de Dios, donde sólo Cristo gobier­ na. «Por consiguiente, no es posible que la espada y la ley seculares hallen tarea que cumplir entre cristianos, ya que estos hacen, por sí mismos, mucho más de lo que pueden exigir sus leyes y doctrinas».56 Si todos los hombres llegaran a ser verdaderos cristianos, el gobierno secular sería innecesario. El gobierno se justificaba por la existencia de grandes masas de injustos e impíos; a falta de coacción, los hom­ bres se combatirían mutuamente y la sociedad caería en el caos. «Por esta razón, Dios ha dispuesto dos gobiernos: el espiritual, que median­ te el Espíritu Santo bajo Cristo hace cristianos y gentes piadosas, y el secular, que frena al no cristiano y al malvado obligándolos a mante­ nerse tranquilos por fuera, incluso contra su voluntad».57 Aun cuando los gobernantes seculares — cuyos caracteres criticó Lutero con frecuencia— excedieran sus límites y promulgaran órdenes con­ trarias a la Biblia, el verdadero cristiano no podía sufrir ningún per­ juicio real. El gobierno, las leyes y las modalidades de la sociedad po­ dían afectar los bienes físicos del hombre, pero nunca el centro vital de su alma: «Cuando observamos al hombre interior, espiritual, y vemos lo que le pertenece si llega a ser un cristiano libre y devoto, de hecho y de nombre, es evidente que ninguna cosa exterior, como quiera que se llame, puede hacerlo libre ni religioso. Es que su religión y libertad, así como su impiedad y servidumbre, no son corporales ni exterio­ res».08 La «libertad cristiana» era, entonces, el estado de que disfrutaba el creyente que había roto sus dependencias externas y orientado su alma hacia una completa sumisión a Dios. Aunque se podía esperar que hi­ ciera más de lo exigido por sus obligaciones sociales y políticas, su sal­ vación definitiva no dependía de ningún modo del mundo; sus buenas obras en el mundo eran la consecuencia de su fe, y su fe nunca podía ser resultado de sus obras. «Tenéis el reino del cielo; por lo tanto, de­ béis dejar el reino de la tierra a quien quiera tomarlo».59 Lutero modificó la doctrina de la libertad cristiana guiándose por sus experiencias durante la Guerra Campesina. La cuestión fundamental planteada en ese momento fue si el desenfreno generalizado llegaría eventualmente a socavar la paz de los fieles, interfiriendo, así con la búsqueda de salvación. La presión de los sucesos obligó a¡ Lutero a suavizar la distinción entre el Reino de Dios y el reino del mundo. Si vencían los campesinos rebeldes, «ambos reinos serían destruidos, y 56 W orks, vol. I I I , pág. 234. 57 Ibid., págs. 235-36. 58 Woolf, vol. I, págs. 357-58; W orks, vol. I I I , pág. 235; vol. IV , págs. 240-41; W erke (W eimar Ausgabe), vol. I, págs. 640-43. 59 W orks, vol. I I I , pág. 23942, 248; vol. V I, pág. 447 y sigs, Woolf, vol. I, págs. 234, 357, 368-70, 378-79.

no habría gobierno mundano ni Palabra de Dios, sino que el resultado sería la destrucción permanente de Alemania . . ,».eo Sí tanto el Reino de Dios como el reino del mundo compartían la necesidad de orden, como lo admitía Lutero, el verdadero creyente no podía ser tan indi­ ferente respecto del orden político como lo sugería la doctrina de la libertad cristiana. La religión y la actividad política se entrelazaban más íntimamente de lo inferido por la teoría de los dos reinos. La teo­ ría luterana sobre el gobierno se resumía, entonces, de este modo: la autoridad temporal podía asegurar al verdadero creyente la paz exter­ na, y jamás podía afectar su virtud interna. Para el descreído, el go­ bierno podía imponer orden externo y virtud externa. El gobierno existía «para que los buenos puedan tener paz exterior y protección, y para que los perversos no puedan estar libres para hacer el mal sin temor, en paz y tranquilidad».01 No obstante, ciertas confusiones comenzaron a surgir en el pensamien­ to de Lutero cuando procuró relacionar su doctrina del gobierno con los problemas de la obediencia y la libertad de conciencia. A veces sos­ tenía que la autoridad no podía ejercer coacción sobre las conciencias de los creyentes; esto era coherente con su enseñanza de que ningún factor externo podía afectar la libertad del hombre cristiano. En otros momentos, insistía en que el gobierno no debía ejercer coacción sobre las conciencias. Esto sólo podía querer decir lógicamente que la liber­ tad de conciencia era útil antes que nada para los injustos que algún día podían ser guiados de vuelta al rebaño. Igual dificultad se planteaba cuando Lutero admitió que los hombres no estaban obligados a obedecer cuando un gobernante impartía ór­ denes contrarias a las enseñanzas de las Escrituras.02 Pero esto sólo podía referirse al verdadero creyente, ya que solamente él poseía una conciencia guiada por la Biblia. Al mismo tiempo, solo él era dueño de una conciencia que las acciones externas no podían dañar. Los elementos contradictorios aparecían en otros aspectos de las en­ señanzas de Lutero respecto de este mismo tema general. Con ante­ rioridad, había insistido en que los gobernantes seculares recurrieran a la fuerza contra el papado; sin embargo, sostuvo empeñosamente que no se debía resistir a los gobernantes seculares por ningún motivo. De este modo, mientras que la autoridad política podía resistir a la autoridad religiosa sobre bases políticas o religiosas, las autoridades religiosas nunca podían resistir a la autoridad política por motivos religiosos ni políticos. La incongruencia definitiva surgió durante la Guerra Campesina, cuando Lutero sostuvo que cualquiera tenía dere­ cho a matar a un campesino rebelde. Así, cualquiera podía eliminar a un rebelde; a un tirano, nadie.63 60 W orks, vol. IV, pág. 220; P. Smith y C. M. Jacobs, eds., op. cit., vol. II, pág. 320. 61 W orks, vol. V I, pág. 460; vol. I I I , págs. 231-32; vol. IV , págs. 23, 28; P. Smith y C. M. Jacobs, eds., op cit., vol. I I , pág. 492. 62 W orks, vol. I, pág. 271; vol. I I I , págs. 255-56. 63 Ibid., vol. I, págs, 262-64; vol. I I I , págs. 211-12; vol. IV, págs. 226-28. Ciertos comentaristas han atribuido mucha importancia a la declaración conjunta de 1531, en la cual Lutero aprobaba la resistencia al emperador. Sin embargo, comparada con el cuerpo principal de sus escritos, su valor como prueba es re-

Autores más recientes criticaron con frecuencia a Lutero por promo­ ver la causa del absolutismo político. Figgis, por ejemplo, comparó a Lutero con Maquiavelo, examinando sus ideas como si fueran dos la­ dos de una misma moneda.64 Aunque este enfoque es correcto en cuanto subraya los extremos a que llegó Lutero al librar a los gober­ nantes temporales de las restricciones anteriores, tiende a presentar el problema principalmente en términos de frenos morales y religiosos. En realidad, Lutero sostuvo con firmeza el derecho de los cristianos a reprobar los excesos de los príncipes, y sus propios escritos atestiguan en qué medida siguió ese consejo. Si buscamos la debilidad fundamen­ tal del pensamiento de Lutero, la hallaremos en su incapacidad de evaluar la importancia de las instituciones. Su obsesión respecto de la sencillez religiosa lo condujo a ignorar la función de las institucio­ nes religiosas como frenos políticos. Las consecuencias sociales de una religión débilmente organizada eran evidentes en su propia época. En momentos de crisis política y social, Lutero no pudo apelar a nin­ guna organización religiosa efectiva como mediadora. Durante la Gue­ rra Campesina, se vio obligado a confiar a los príncipes toda la causa de la paz, pese a estar convencido de que no todos los errores corres­ pondían a un solo bando. Tratando de resolver esta dificultad, Lutero sólo consiguió hacer que la ética cristiana pareciera carente de impor­ tancia para la lógica del orden político: «los dichos sobre clemencia corresponden al reino de Dios y entre cristianos, no al reino del mun­ do . . .».®5 La búsqueda de sencillez también tuvo efectos al examinar Lutero las instituciones políticas, adoptando aquí la forma de aceptar la auto­ ridad, en lugar de rechazarla. Con algunas ideas ingeniosas acerca de la autoridad, el orden y las clases sociales, Lutero elaboró una doc­ trina política de severa sencillez, no mitigada por las sombras de nin­ guna reserva y destinada, en esencia, a convencer a los príncipes de la conveniencia de gobernar paternalmente, y a los súbditos, de la perversidad de la desobediencia. Así como sus enseñanzas religiosas recalcaron la relación única de un creyente que se confía a la misericor­ dia de Dios, también el orden político quedaba despojado de casi todo, salvo la relación única entre gobernante y gobernado. En ambos casos, la impotencia moral del hombre, y su impiedad, eran el origen de su dependencia; pero la peculiaridad de la relación entre los supe­ riores políticos y sus inferiores residía en que gran parte de ella no era penetrada por valores religiosos. Las consideraciones religiosas inter­ venían solamente en los extremos de la relación; mientras que el go­ bernante recibía de Dios su autoridad, el súbdito se hallaba bajo una orden divina: obedecer a los gobernantes en toda circunstancia política ducido. Al parecer, además, tal declaración fue, en gran medida, obra de Melanchton, Lutero estampó su propia firma recién después de muchas angustias y vacilaciones espirituales; un año antes había aconsejado no resistir al empe­ rador. Véase J. MacKinnon, op. cit., vol. IV , págs. 25-27. 64 J. N. Figgis, Studies of political thought from Gerson to Grotius, 1414-1625, Cambridge: Cambridge University Press, 2a. ed., 1931, págs. 55-61. 65 W erke, vol. X V III, pág. 389.

concebible. No se formulaba ninguna estipulación en cuanto a las de­ más complejas relaciones existentes en un orden político. La relación política, como la religiosa, era personalizada, más que institucionali­ zada. Estas ideas señalaron el eclipse de la concepción medieval de una sociedad política, con toda su rica sugestión de un todo corpo­ rativo, entretejido en un interés común. En el pensamiento luterano no había equivalente del monarca ideal de Tomás que veía a sus súb­ ditos sicnt propria metnbra, como miembros de su propio cuerpo.68 El gobernante de Lutero, en cambio, estaba modelado a la imagen del Dios del Antiguo Testamento: colérico y vengativo, aunque suavi­ zando su ira con una preocupación paternal. Esta creciente enemistad entre la autoridad política y la sociedad que gobernaba se acrecentaba por el hecho de que la sociedad misma ya no era descrita mediante categorías teñidas por la idea del corpus mysticum. La promesa de una sociedad basada en la hermandad había sido reservada exclusivamente para la sociedad de la Iglesia. Además, el amor compartido de que Cristo impregnaba a los integrantes de esa sociedad más perfecta crea­ ba en ella un dinamismo interior, una capacidad de movimiento autogenerado ausente en una sociedad no santificada. La sociedad política no estaba impregnada de amor, sino de conflictos que viciaban toda posibilidad de vida común e impedían al conjunto actuar al unísono. La incapacidad de la sociedad política para generar sus propias accio­ nes ofrecía justificación para la arrogante posición del gobernante temporal, cuyo poder absoluto era el remedio lógico para una sociedad depravada, urgentemente necesitada de control, pero impotente para proporcionarlo; su posición fuera de la sociedad y por encima de ella no hacía sino dramatizar la enfermedad de un cuerpo que sólo se mo­ vía con el estremecimiento del conflicto convulsivo. A este respecto, la doctrina de la libertad cristiana expuesta por Lu­ tero, y su defensa de la desobediencia por motivos religiosos, no alte­ raron mucho el balance favorable al gobernante secular; ambas ideas habían sido vaciadas de su contenido político. La «verdadera» libertad quedaba trasformada en un estado interno de fe, mientras que la obli­ gación era desvinculada de las relaciones políticas, haciéndosela aplicar únicamente a cuestiones religiosas; en asuntos políticos, los hombres debían obedecer sin discutir. La conclusión de lo antedicho es que el problema planteado por Lutero no surgía del divorcio entre actividad política y valores reli­ giosos, sino de la falta de significación política de la ética cristiana. Aunque Lutero presuponía, por cierto, que valores cristianos tales como el amor, la amabilidad y la caridad ejercerían una influencia sa­ ludable sobre la sociedad y la actividad política, no logró demostrar su viabilidad para abordar otros problemas que los situados en el nivel elemental del hogar y la vecindad. La ética cristiana bien podía ser aplicable en el nivel personal, íntimo, sin tener, sin embargo, sig­ nificación alguna para las relaciones creadas por un orden político complejo. Lutero no llegó a advertir esta dificultad porque redujo las relaciones políticas a una sola forma. El mismo entrevio, en parte, la inadecuación política de la enseñanza cristiana. En el panfleto Sobre 66 De Regimine V n n á p u m , lib. I, cap. X II.

el comercio y la usura#* (1524) comenzaba su argumentación expo­ niendo las estrictas enseñanzas cristianas al respecto; no tardaba, sin embargo, en tener que admitir que la ética cristiana tenía aquí poca utilidad, ya que la mayoría de los miembros de la sociedad no actuaban como cristianos. Solucionó esta dificultad abandonando el argumento cristiano para invocar, en cambio, el brazo coactivo del gobierno. Con­ cluía su exposición afirmando que el mundo quedaría reducido al caos si los hombres intentaran gobernar guiándose por el Evangelio.07 Estas dudas acerca de la efectividad política de las enseñanzas cristia­ nas tenían raíces en la ambigüedad fundamental característica del pen­ samiento de muchos de los primeros reformadores, que abogaban, en el aspecto religioso, por reformas muy intransigentes y drásticas, mien­ tras que exhortaban al quietismo en el aspecto político. Lutero, por ejemplo, rechazaba con vehemencia toda distinción jerárquica entre creyentes cristianos; sin embargo, presupuso que una jerarquía social era natural y necesaria.68 Defendía con elocuencia la santidad de la conciencia individual, pero aceptó sin vacilar la institución de la servi­ dumbre. Admitía que algunas quejas de los campesinos eran justifi­ cadas; no obstante, les aconsejó que no atribuyeran mucho valor a las preocupaciones materiales. Estaba dispuesto a plantear interrogantes fundamentales acerca de toda forma de autoridad religiosa; respecto de las instituciones políticas, en cambio, no abrigaba escepticismo al­ guno, aun cuando dudara de la moral y las motivaciones de los gober­ nantes. Su pensamiento representó una notable combinación de rebe­ lión y pasividad.

67 W orks, vol. IV, págs. 16-22. Sobre este tema, véase el estudio de B. N. Nelson, The idea o} usury, Princeton: Princeton University Press, 1949, pág. 29 y sigs. 68 Ibid., págs. 240. 308: vol. V, pág. 43 y sigs.

6. Calvino: La educación política del protestantismo

«Quien camina hacia el oeste (. . . ) renuncia a orientarse hacia el norte, el este y el sur. Ouien admite un unísono, renuncia a todas las posibilidades de caos». D. H . Lawrence.

I. La crisis en el orden y la civilidad El problema político legado por Lutero y alimentado por las sectas radicales de la Reforma tenía su centro en una crisis que se desarro­ llaba en torno del concepto de orden y de la tradición occidental de civilidad. La crítica al papado de los primeros reformadores había significado, en realidad, una exigencia de liberar al creyente individual de la masa de controles institucionales y restricciones tradicionales que habían gobernado hasta entonces su conducta. La Iglesia medieval había sido muchas cosas; entre ellas un sistema de gobierno. Había procurado — no siempre con éxito— controlar el comportamiento de sus miembros mediante un código de disciplina definido; ligarlos en unidad por medio de compromisos tanto emocionales como materiales, y dirigir todo el esfuerzo religioso a través de la estructura de poder institucionalizado más notable que haya conocido el mundo. La Iglesia había proporcionado, esencialmente, un conjunto racionalizado de restricciones destinadas a moldear la conducta humana de acuerdo con determinada imagen. Condenarla como agente del Anticristo era favorecer la liberación de la conducta humana respecto del orden que la había formado. Esta tendencia liberadora fue alentada por una de las grandes ideas de los primeros reformadores: la concepción de la Iglesia como una hermandad ligada por los vínculos de la fe y unida en una búsqueda común de la salvación. Este énfasis en la comunidad representaba una versión posterior del tema ya examinado con res­ pecto al cristianismo primitivo: la superioridad de una forma «social» sobre una forma «política»; de una fusión voluntaria de miembros sobre una sociedad sometida a normas que le eran impuestas desde afuera: «Communicare significa tomar parte en esta hermandad, o — como de­ cimos nosotros— ir al sacramento, porque Cristo y todos los santos son un solo cuerpo espiritual, como los habitantes de una ciudad son una sola comunidad y un cuerpo, ya que cada ciudadano es miembro del otro y de toda la ciudad ( . . . ) En esto somos todos hermanos y hermanas, tan estrechamente unidos los unos a los otros que no se

puede concebir relación más íntima ( . . . ) ninguna otra hermandad es tan íntima . . .».1 La dificultad residía, sin embargo, en que la idea de Genossenschaft carecía de la idea complementaria de la Iglesia como corpus regens, como una sociedad corporativa soldada mediante una estructura viable de poder. Dicha idea sugería que los hombres podían ser amoldados para vivir en una comunidad ordenada sin uso firme y serio de 3a fuerza; que podían ser miembros de un grupo que era social, pero no político; y que sus «otras» funciones como miembros de una so­ ciedad política exigían una actividad inferior en sí misma. Estas ten­ dencias aparecieron, en su. forma más extrema, en el movimiento anabaptista, que se desarrolló de modo contemporáneo al luteranismo. La obsesión que dominaba a los anabaptistas era la de preservar la pureza de su Iglesia en el seno de un mundo que podía contaminarla. Intentaron lograrlo separando su comunidad del mundo, y negando que sus miembros tuvieran obligación alguna con respecto al orden político. En otras palabras: la índole «social» de su comunión debía ser mantenida evitando el contacto con el exterior «político». A este respecto, la breve y violenta dictadura anabaptista establecida en Münster tuvo una afinidad con el enfoque básico del movimiento, pese a que la dictadura contradecía el ideal anabaptista de no-violen­ cia.2 Los partidarios de Thomas Muentzer eran motivados por el mis­ mo odio hacia el mundo, por el mismo impulso antipolítico presente en la versión más pacífica del anabaptismo. En lugar de rechazar el mal y tratar de evadirse del mundo, los muentzeristas reaccionaron de modo muy similar a algunos grupos marginales del puritanismo del siglo x v n : lucharon con «santa violencia» para vencer al mundo co­ rrupto, para eliminar sus elementos viciosos y remodelarlo a la imagen de una pura comunión de santos.3 Pacífico o sangriento, el impulso antipolítico era común a esta mentalidad. Como ya vimos, Lutero había llegado a reconocer que, por la hetero­ geneidad de sus integrantes, la Iglesia visible era una sociedad defec­ tuosa, y necesitaba, en consecuencia, mecanismos disciplinarios. Su 1 W orks of Martin Luther, C. M. Jacobs, e d , Filadelfia, 6 v o ls, 1915-1932, vol. I I , págs. 10, 29-30; citada en adelante como Works. Con respecto a la con­ cepción luterana de la sociedad, véase C. Trinkhaus, «The religious foundations of L uther’s social views», en Essays in medieval life and thought, J. H . Mundy, R. W. Emery y B. N. Nelson, eds., Nueva York, 1955, págs. 71-87. 2 Véase F. H . Littell, The anabaplist view of the church, Boston: Starr King Press, 2a. e d , 1958, esp. caps. Ib , II , I I I . 3 La expresión «santa violencia» aparece en las obras de u n escritor puritano del siglo x v n , R. Sibbes, y es citada por J. C. Brauer, «Reflections on the nature of English puritanism», Church History, 1954, vol. 22, págs. 99-108, pág. 102. Véanse las características generales del pensamiento anabaptista en R. Friedman, «Conception of the anabaptists», Church History, 1940, vol. 9, págs 335-40; H . S. Bender, «The anabaptist visión», ibid., 1944, vol. 13, págs. 3-24: R. EL Bamton, The Reformation of the sixteenth century, Boston, 1952, pág. 95 y sigs.; J._S. Whale, T h e protestant tradition, Cambridge: Cambridge University Press, 1955, pág. 175 y sigs. La estrecha relación entre las formas «pacíficas» y «violentas» de anabaptismo es examinada en L. H . Zuck, «Anabaptism; abortive counter-revolt w ithin the Reformation», Church History, 1957, vol. 26, págs.

pensamiento presentaba, no obstante, la siguiente paradoja: por un lado, desconfiaba de las instituciones y personalidades políticas, y a menudo las despreciaba; sin embargo, debido a que identificaba la sociedad de la Iglesia con una unión voluntaria ligada por el amor, la fe y la adorada presencia de Cristo, se veía obligado a invitar al sospechoso orden político a que vigilara la santa comunidad. La razón de esto residía en su concepción de la Iglesia como una unidad esen­ cialmente «social»; por ser una hermandad, no podía generar poder, dominación ni autoridad. De tal modo, el gobierno secular aparecía — sin que ello le otorgara dignidad— como la única encarnación de una disciplina ordenadora efectiva; era la principal fuerza cohesiva de la sociedad. A la jurisdicción política, pese a su importancia prác­ tica, no correspondía la virtud cristiana, sino la coacción y la represión. El gobernador era menos el agente de los fines comunes de la comu­ nidad que una especie de sumo sacerdote que presidía misterios pro­ fanos. En suma, la hostilidad hacia el orden político también formaba parte del enfoque luterano. Estas ideas tuvieron como resultado poner en peligro toda una tradi­ ción de orden y civilidad, ya que, revestidas como lo estaban en el lenguaje de la religión, y dirigidas como lo eran a un público que tomaba la religión en serio, no podían sino determinar un conjunto de actitudes que tendrían profundas repercusiones en la conducta y enfoque políticos de sus partidarios. En medio de esta crisis en desarrollo, Calvino propuso un sistema de ideas para contener el aban­ dono de la civilidad. En el aspecto político, procuró restaurar la re­ putación del orden político, recordar al hombre protestante el lado político de su naturaleza, e instruirlo en los rudimentos de una educa­ ción política. Para lograr estos fines, tuvo que romper con la ense­ ñanza de Lutero, según la cual el gobierno era una potente maquinaria de represión, y el orden político, superfluo para el hombre cristiano.4 En el aspecto religioso, la eclesiología de Calvino era una elaboración sistemática del principio según el cual una sociedad de la Iglesia per­ manecería incompleta e ineficaz si no poseía una estructura institucio­ nal capaz de articular su vida. Una comunidad de creyentes reunida no bastaba; hacía falta el elemento adicional del poder para asegurar la coherencia y solidaridad del grupo. Las dificultades encontradas por los luteranos y los anabaptistas serían superadas mediante el recurso, esencialmente político, de un sistema político eclesiástico. La Iglesia luterana resultaba cada vez más vulnerada a las presiones políticas; las congregaciones anabaptistas, por su parte, parecían haberse eva­ dido del mundo solo para verse trastornadas por desórdenes internos. Aquella, entonces, estaba plagada de interferencias políticas, esta, de confusiones en la democracia congregacional. Frente a estos proble­ mas, Calvino declaró que el mejor sistema de gobierno de la Iglesia debía tratar de bastarse a sí mismo, pero sin divorciarse de la vida de la sociedad política; debía seguir el principio sostenido por la Refor­ ma de incorporar a los miembros a la vida activa de la Iglesia, pero sin confiarles la estrecha supervisión de sus asuntos; debía proporcio­ nar dirección y conducción fuertes dentro de la Iglesia, pero sin res­ 4 W orks, vol. V , pág. SI.

taurar al Papa. Al delinear en estos términos una solución, Calvino creó una teoría política del gobierno de la Iglesia. Aunque sería exagerado concluir que Calvino presidió la «liquidación de la Reforma»,5 es innegable que su énfasis en la estructura y la organización, en la necesidad de controlar los impulsos liberados por la Reforma, inauguró una nueva etapa del movimiento. El individuo debía ser reintegrado a un doble orden, religioso y político; estos ór­ denes, a su vez, debían vincularse en una unidad común. Se debía remediar la discontinuidad entre obligaciones y restricciones religiosas y sus equivalentes políticos; había que acercar más la virtud cristiana y la virtud política. El orden resultante no era una «teocracia», sino una comunidad corporativa que no era puramente religiosa iú pura­ mente laica, sino un compuesto de ambas.

II. C arácter político del pensamiento de Calvino La obra restauradora de Calvino apareció con suma claridad en su teoría de la Iglesia, ya que en este terreno había sido más evidente la inclinación antiinstitucional de los primeros reformadores. E n su teo­ ría, la idea de la Iglesia tenía dos aspectos: la Iglesia visible y la Iglesia invisible. Definía a la segunda como «la sociedad de todos los santos, una sociedad extendida sobre todo el mundo, y ejdstente en todas las épocas, pero ligada por la sola doctrina y el solo Espíritu de Cristo . . ,».6 La Iglesia visible, por su parte, aparecía como una concesión a la debilidad humana. Como incluía «muchos hipócritas» y muchos miembros con diversos grados de fe, su existencia era acom­ pañada por señas más tangibles que la predicación de la Palabra y la administración de los sacramentos. Su ubicación no era universal, sino específica; su unidad no era garantizada por la gracia, sino que exigía una estructura de cargos definida y tranquilizadora; de modo que su concordia no era espontánea, sino producto calculado de la disciplina. La Iglesia visible, en suma, era una especie de forma subalterna de sistema político eclesiástico, adaptada a las debilidades de la naturaleza humana. Al mismo tiempo, Calvino advirtió repetidamente que las disparidades de perfección entre la Iglesia visible y la invisible no podían justificar que los hombres se apartaran de la forma visible en un deseo de evitar la contaminación. Dijo a este respecto que «abandonar la Iglesia» era «renunciar a Dios y Cristo», «una disen­ sión criminal».7 Así como Aristóteles había creído que todo sistema político imperfecto podía ser mejorado, también Calvino creía que toda Iglesia visible podía ser reformada con medidas sensatas. 5 P. Im bart de la Tour, Les origines de la Réformation, París. 4 vols.. 19051935, vol. IV , pág. 53. 6 «Letter from Calvin to Sadolet», Tracts relating to the Réformation, trad. al inglés por H . Beveridge, Edimburgo, 3 vols., 1844, vol. I, pág. 37. 7 The institutes of the Chrístian religión, *** trad. al inglés por J. Alien, Filadelfia: W estminster Press, 2 vols., s. f., vol. II , págs. 281-83 (IV , i, 8-10); en adelante será citado como Inst., y todas las traducciones, salvo cuando se indique lo contrario, serán de allí.

El fin al cual debían encaminarse tales medidas era la unidad. Esta era la marca que distinguía a cualquier sociedad, visible o invisible, religiosa o civil. La solidaridad de cada tipo de sociedad, sin embargo, se expresaba de modo diferente. La unidad de la Iglesia invisible, por ejemplo, no era producto del arte humano, sino resultado de la elec­ ción secreta de Dios, que había predestinado para la salvación a sus integrantes. El destino excepcional de los santos, sin embargo, no eli­ minaba el hecho de que vivían una vida social. E n su comunión, for­ maban una sociedad universal; los vínculos comunitarios provenían del amor común de Cristo.8 También para la Iglesia visible, Cristo servía de punto central para la lealtad, objeto de compromiso continuo y definitivo del que deri­ vaba la unidad del todo. La fuerza que conservaba a la sociedad de creyentes no era producida desde el centro de control de un Papa que actuaba como depositario del corpus christtanum. La fuerza cohesiva provenía, en cambio, de un espíritu místico que actuaba a través de los miembros que se habían unido a Él para formar un corpus myst i c u m En el sacramento de la Ultima Cena, la sociedad poseía un simbolismo unificador, que apuntaba no solo hacia el elemento divino que se encuentra en el centro vital de la sociedad, sino hacia el prin­ cipio sustentador del amor que alimentaba la identidad común de los miembros. El rito sacramental significaba un bien común que los participantes compartían con Cristo y a través de él. Y el amor común de Cristo pasaba a ser el principio actuante que impulsaba a los parti­ cipantes a compartir este bien con sus compañeros; no podían amar a Cristo sin amarse los unos a los otros, ni herirse mutuamente sin herir a Cristo.10 El segundo vínculo primario que influía para unificar la sociedad visi­ ble era de tipo doctrinario. Mediante la prédica constante de los ministros y el arduo esfuerzo de los miembros por moldearse sobre una imagen de perfección, las enseñanzas de las Escrituras llegarían a pe­ netrar e impregnar las zonas más íntimas del comportamiento humano. S «Pues si no estamos unidos con todos los miembros bajo Cristo nuestra Ca­ beza, no podemos tener esperanzas de futura herencia ( . . . ) Pero todos los elec­ tos de Dios están vinculados entre sí en Cristo, de modo que, así como depen­ den de tina sola cabeza, crecen juntos como en un solo cuerpo, unidos como miembros del mismo cuerpo; estando hechos verdaderamente uno, viviendo de acuerdo con una sola fe, esperanza y caridad, a través del mismo Divino Espíritu, convocados no solo a la misma herencia de vida eterna, sino también a una par­ ticipación de un solo Dios y Cristo ( . . . ) los santos están unidos en la herman­ dad de Cristo bajo esta condición: que cualquier beneficio que Dios les confiera, deben comunicárselo mutuamente»; ibid., vol. II , págs. 271-72 (IV , i, 2-3). 9 Commentaries on the Epistle of Paul the Apostle to the Romans, trad. al in­ glés por J. Owen, Edimburgo, 1849, pág. 458. Esto será citado en adelante como Commentaries on Romans. Sobre este mismo aspecto, véase J. Bohatec, Calvins Lehre vom Staat und Kirche, Breslau, 1937, pág. 271. 10 « . . . a s í como cuidamos nuestro propio cuerpo, deberíamos ejercitar igual cuidado de nuestros hermanos, que son miembros de nuestro cuerpo; que así como ninguna parte de nuestro cuerpo puede sentir ningún dolor sin que cada parte experimente sensaciones correspondientes, tampoco debemos soportar que nuestro hermano sufra ninguna calamidad sin que lo compadezcamos». Inst., vol. II , págs. 696-97 (IV , xvii, 3 8 ). U n vínculo suplementario era ofrecido, además, por el sacramento del bautismo, que iniciaba al miembro en la «sociedad de la Iglesia». Inst., vol. I I , págs. 583, 611 (IV , xv, 1; xvi, 9).

Pero, aunque la prédica de la Palabra y los ritos sacramentales bas­ taban para establecer la existencia de la sociedad invisible, la sociedad visible, que contenía miembros en diversos estados de creencia y descreimiento, exigía ayudas adicionales. A diferencia de la sociedad invisible, la visible no poseía la unidad de un destino común; en consecuencia, tenía que crear su unidad por medio de una estructura coactiva. Dicho de otra forma: los sacramentos y la Palabra podían proporcionar a la Iglesia visible una unidad «social», pero no podían suministrar el gobierno eclesiástico, el elemento de poder, necesario para resolver la índole heterogénea de los miembros. El carácter dis­ par de los integrantes, destinados unos a salvarse, otros a condenarse, solo podía ser trasformado en unidad mediante un conjunto definido de instituciones de control, un sistema político eclesiástico destinado a difundir y aplicar la Palabra, imponer el orden, promover la cohe­ sión y asegurar la regularidad en las decisiones eclesiásticas. La Iglesia visible, en suma, debía ser equipada con los instrumentos de poder adecuados. En la medida en que requería instituciones, leyes y funcionarios que la gobernaran, la Iglesia visible pertenecía al ámbito de arte humano; y en tal medida, desafiaba al legislador eclesiástico a que hiciera de ella une égltse bien ordonnée et reglée. Aunque nunca podía alcanzar la perfección de la sociedad invisible de los elegidos, podía aspirar a una excelencia propia especial. Al mismo tiempo, el arquitecto de la Iglesia no tenía carta blanca total para ejecutar el gran proyecto; lo limitaban los mandatos de la Biblia y la reverencia que debía acor­ darse a una institución divinamente ordenada. No creaba él la idea de la Iglesia ni sus fines; su tarea era imitar — en cuanto lo permitía el arte insignificante del hombre— el orden divino que controlaba al universo; fusionar la diversidad en una armonía ordenada y la indi­ vidualidad en un bien común; disponer las instituciones y cargos de la Iglesia de modo que el todo funcionara con la coherencia de un cuerpo vivo.11 Al llamar la atención hacia la estructura de la Iglesia, sus «constitucio­ nes» y «cargos», Calvino redescubría lo que la Iglesia Romana había practicado siempre y los primeros reformadores casi olvidado: que una sociedad religiosa, como cualquier otra, debe hallar respaldo en las instituciones, y que estas, a su vez, eran sumas de poder. Muchos re­ formadores, en su ansiedad por condenar el «poder terrenal» de la Iglesia medieval, parecían creer que existía otro tipo de poder, el «es­ piritual», que debía ser el modo adecuado de expresar la autoridad de una sociedad religiosa. Lutero, por ejemplo, siempre estableció un ní­ tido contraste entre las dos formas de poder, «espiritual» y «secular», y negó con énfasis que hubiera elemento común a ambos.12 El poder «espiritual» surgía como algo sui generis; era visualizado como una forma de persuasión sobre las conciencias de los creyentes. Era el tipo de influencia representado por las funciones ministeriales de prédica y disciplina. Lo que mejor sintetizó en qué medida el «poder espiritual» 11 Commentaries on Rornans, págs. 458-59. 12 W orks, vol. IV , págs. 234-37, y véase la Confesión de Augsburgo (1530), parte II , art. V II, en P. Scbiff, ed., The creeds of Christendom, Nueva York, 3 vols., 1877, vol. I I I , pág. 58 y sigs.

estaba «orientado hacia adentro» fueron las ideas de Lutero acerca del poder eclesiástico de excomunión o proscripción. Insistió, primero, en que este poder, si bien podía ser utilizado para excluir miembros de la hermandad de la Iglesia y sus sacramentos, no podía llevar con­ sigo ninguna inhabilitación ni penalidad civiles.13 Además, aunque la proscripción podía excluir a un individuo de la «hermandad exterior, corporal y visible», no podía afectar «la verdad y rectitud [que] per­ tenecen a la hermandad espiritual interior ( . . . ) no se puede renunciar a ellas a causa de la hermandad exterior, que es inconmensurablemente inferior, ni debido a la proscripción».14 De este modo, la creencia lu­ terana en la superioridad de la verdad y la fe religiosas sobre las for­ mas institucionales ayudaron a trasformar el concepto de poder «es­ piritual» respecto de lo que había sido en la Iglesia medieval. Renun­ ció a su carácter obligatorio, coactivo y definitivo, y adoptó lo que Hobbes habría llamado una forma «fantasmal». En el caso de Calvino, en cambio, el redescubrimiento de la vida ins­ titucional condujo al rechazo de la antítesis entre los dos tipos de po­ der y de la premisa subyacente. Gobierno civil y gobierno eclesiástico no simbolizaban distinciones de especie, sino de objetivos. Sus res­ pectivas naturalezas, en consecuencia, eran más análogas que antitéti­ cas. Un sistema político espiritual (spiritualis polltia) tenía la misma relación necesaria con la vida de la Iglesia que el gobierno civil con la vida de la sociedad civil.15 También los gobernantes de la Iglesia debían estar bien versados en «la regla y la ley del buen gobiernos, porque tal conocimiento era esencial para preservar cualquier tipo de orden. Por consiguiente, el orden — definido por Calvino como «un sistema político bien regulado, que excluye toda confusión, incivili­ dad, obstinación, quejas y disensiones»— era un objetivo fundamental de los sistemas políticos tanto religiosos como civiles.10 En el enfoque de Calvino, el orden no era un estado de autosuficien­ cia que, una vez establecido, se mantendría con el impulso de su pro­ pia perfección; exigía un ejercicio constante del poder. Así como el orden del universo era preservado por un Dios activo, también el or­ den humano, para mantener su coherencia, debía apoyarse en una fuer­ za permanente.17 Donde había orden, había poder. En consecuencia, aunque el tipo de poder que sustentaba un orden religioso podía lle­ var el adjetivo «espiritual», esto no lo trasformaba en una especie de compulsión radicalmente distinta de la que presentaba el orden social. En otras palabras, el poder espiritual constituía un aspecto especial y no «celestial» del poder aplicado a fines religiosos. Es cierto que, con frecuencia, Calvino parecía sostener una marcada antítesis entre poder secular y espiritual; según él, confundirlos era «un desatino judío». El gobierno espiritual se relacionaba con «el 13 D. Martin Luther W erke, Weimar Ausgabe, 1888, vol. XXX, parte II, págs. 435, 462. 14 W orks, vol. II , págs. 37-38, 52. 15 Adviértanse las analogías establecidas por Calvino entre instituciones religio­ sas v políticas; Inst., vol. II , pág. 483 v sigs. (IV , xi). 16 Inst,, vol. II , págs. 477-83 (IV , x, 27-29; IV , si, 1). 17 Inst., vol. I, págs. 52, 218, 220, 232 (I, ii, 1; xvi, 1-3; xvii, 1), En esencia, estos pasajes indican que Dios no está «ocioso y semidormido», sino «empeñado en una continua actividad».

hombre interior» y sus preparativos para la eternidad; el gobierno ci­ vil, por su parte, regulaba la «conducta externa» y «las preocupacio­ nes del estado actual».is No obstante, al examinar con más atención las distinciones calvinistas, se hace evidente que la diferencia entre los dos poderes no era de sustancia, sino de aplicación. En un trozo suma­ mente revelador de las Instituciones, Calvino observó que «era habi­ tual» distinguir los dos órdenes mediante las palabras «espiritual» y «temporal»; y que, si bien esto era bastante correcto, él prefería lla­ mar «l"une Royaume spirituel, et l’autre civil ou politique» ( regnum spirituale, alterum regnum politicum) ,19 Al evitar el contraste peyo­ rativo usual entre «espiritual» y «secular», y al declarar que cada uno de estos era un reino, Calvino indicaba el hecho de que el elemento coactivo era común a ambos gobiernos. Las diferencias entre ellos re­ sidían en su campo de objetos o jurisdicción. La afirmación de que el poder espiritual no representaba una diferen­ cia de tipo es confirmada desde otra dirección. Uno de los motivos más importantes que habían conducido a Calvino a situar la distin­ ción, en primer término, era polémico: procuraba defender el poder contra quienes lo habían rechazado de una u otra forma. Por un lado, algunos sectarios radicales habían sostenido, en nombre de la «liber­ tad cristiana», que el verdadero creyente estaba totalmente absuelto de las imposiciones de la autoridad política. En el otro extremo — y, en opinión de Calvino, igualmente peligrosos— se situaban «los adu­ lones de príncipes» que habrían querido aumentar el poder de los ma­ gistrados civiles al punto de destruir la integridad del poder espiritual. Contra el primer extremo, Calvino afirmó el valor del orden civil para todos los hombres, y su derecho a mandar sobre los cristianos en es­ pecial; contra el segundo, sostuvo el poder independiente de la Iglesia y su derecho a una jurisdicción específica. E n suma, la distinción cal­ vinista entre los dos poderes se encaminaba a preservar el poder de cada uno y refutar la concepción según la cual el poder espiritual no era sino una forma de persuasión insustancial. Además, cuando Calvi­ no definió el gobierno espiritual como el medio a través del cual «la conciencia es formada para la devoción y el servicio de Dios», y al go­ bierno civil como el orden «que instruye en los deberes de humanidad y civilidad», no quiso decir que la conciencia interesara únicamente al gobierno espiritual, mientras que solo el gobierno político regulaba el comportamiento «externo». Como señalaremos más adelante, al go­ bierno civil le interesaba la conciencia, pero una conciencia de tipo di­ ferente. Tenía la obligación positiva de promover y moldear una «con­ ciencia cívica», o lo que los antiguos habían llamado «virtud cívica». A la inversa, también del gobierno espiritual se esperaba que, al cum­ plir sus funciones de prédica e instrucción, ayudara a formar los hábi­ tos y modales civiles, a corregir la «incivilidad»; en síntesis, a influir sobre el comportamiento «externo». La conclusión indicada por todas estas consideraciones era que «el hombre contiene, podría decirse, dos 18 Inst., vol. II , págs. 89-90, 770-71 ( I I I , xix, 14; IV , xx, 1). 19 Calvini Opera, G. Baum, E. Cunitz y E. Reuss, eds., Braunschweig, 59 vols., 1863-1900, vol. 2, págs. 622-23; vol. 4, pág. 358 (In st., I I I , xix, 15); estos volú­ menes forman parte del Corpus Reformatorum, y serán citados en adelante como Opera.

mundos, que pueden ser gobernados por diversos gobernantes y di­ versas leyes».20 Calvino concebía al hombre, en ambos mundos, como una criatura del orden, sometida a restricciones y controlada por el poder. Dividía el poder de la Iglesia en tres aspectos. El primero, el poder sobre la doctrina, estaba limitado por el mandato de que «nada debe ser admitido en la Iglesia como Palabra de Dios, salvo lo contenido, primero, en la ley y los profetas, y segundo, en los escritos de los apóstoles. . .».21 Pero en su relación con los miembros de la Iglesia adoptaba un aspecto más positivo. El poder de predicar y exponer un cuerpo de verdades inmutables era un método para reforzar la identi­ dad colectiva de la comunidad manteniendo ante los miembros el ob­ jeto de la fidelidad común. Se vinculaba íntimamente con este tema, la insistencia de Calvino en el sentido de que la interpretación de la Biblia fuera limitada estric­ tamente a los funcionarios eclesiásticos adecuados. Aquí Calvino era motivado, en cierta medida, por la amenaza a la unidad presente en el principio reformista de poner la Biblia en manos de todos. Esto, como bien lo advirtió Calvino, podía conducir a tantas imágenes privadas de Dios como creyentes había. Por lo tanto, su insistencia en la prima­ cía de una verdad pública uniforme, y la centralización de su interpre­ tación en el ministerio tenían una finalidad social tanto como religio­ sa: proteger los cimientos comunales de la creencia contra los efectos desintegradores de los enfoques particulares.22 El segundo aspecto del poder eclesiástico se centraba en la facultad de elaborar leyes {in legibus ferendis; ordonner loix et statuts). Al referirse a este poder, Calvino se mostró más sutil y legalista que nunca, pues quería desacreditar el uso papal del poder legislativo sin desacreditar el poder mismo. De acuerdo con el primer objetivo, sos­ tuvo que el papado había abusado del poder legislativo al promulgar nuevas leyes de fe que habían ocasionado a los creyentes ansiedades innecesarias. En otras palabras, los Papas habían invadido la santidad de la conciencia individual. En la argumentación calvinista, los dere­ chos de la conciencia llegaron a revestirse de una inmunidad casi so­ berana. Ya que Cristo había sido enviado para liberar la conciencia cristiana de las cargas del error y la superstición, para que los hom­ bres pudieran aceptar con más facilidad Sus enseñanzas, de esto se desprendía que «en cuestiones que se dejaban libres e indiferentes» ninguna autoridad podía legislar nuevas barreras entre el creyente y la promesa bíblica. «Nuestras conciencias tienen que ver, no con los hombres, sino solo con Dios».23 Una vez demolida la argumentación romana, Calvino sólo podía reco­ brar el mismo poder para su propia Iglesia modificando el dogma de la conciencia. Para este fin, el punto de partida adecuado no era la con­ ciencia, sino el orden. «En toda sociedad humana es necesario algún tipo de gobierno para asegurar la paz común y mantener la concordia». La índole del gobierno exigía «alguna forma permanente» o procedt 20 21 22 23

Inst., Inst,, Inst., Inst.,

vol. vol. vol. vol.

II , pág. 90 ( I I I , xix, 15). II , págs. 422-23 (IV , viii, 8). I, pág. 74 (I , v, 11). II , págs. 452-53 (IV , x, 5).

mientos que facilitaran sus transacciones «decentemente y en orden». Contra toda disposición permanente militaban, sin embargo, opinio­ nes caprichosas, tales como la «diversidad en las costumbres de los hombres», la «variedad de sus mentes» y el «desacuerdo en sus juicios y predisposiciones». Para dominar estas fuerzas anárquicas eran nece­ sarias leyes y ordenanzas como «una especie de atadura»; una vez establecidos estos controles, su existencia jugaría un papel vital en cuanto a preservar el orden de la Iglesia. «Eliminarlos trastornaría a la Iglesia, la desfiguraría y disiparía por entero». Así, el poder le­ gislativo, aunque no era esencial para la salvación del creyente, era fundamental para la protección de la sociedad religiosa. Calvino lo rescató, no en bien de la conciencia individual, sino para proteger a la comuna contra los descarríos de la conciencia liberada.24 El tercer aspecto del poder de la Iglesia, y «el principal», era la juris­ dicción. Este poder no era «nada más que el orden suministrado para proteger el sistema de gobierno espiritual».25 Su alcance abarcaba des­ de el más humilde miembro de la congregación hasta los más elevados funcionarios políticos; su preeminencia derivaba del hecho de que abordaba el problema fundamental del orden: la disciplina de los miembros. «Pues si ninguna sociedad y ninguna casa ( . . . ) puede ser mantenida en estado adecuado sin disciplina, esto es mucho más necesario en la Iglesia, cuyo estado debería ser el más ordenado de todos. Tal como la doctrina salvadora de Cristo es el alma de la Iglesia, así la discipli­ na forma los ligamentos que conectan entre sí los miembros, y man­ tienen a cada uno en el lugar que le corresponde ( . . . ) La disciplina sirve, en consecuencia, como un freno que refrena y contiene a los re­ fractarios que resisten a la doctrina de Cristo; o como un acicate que estimula a los inactivos; y a veces como la palmeta paterna con la cual quienes han caído lastimosamente pueden ser castigados con miseri­ cordia y con la mansedumbre del Espíritu de Cristo».26 El énfasis puesto por Calvino en la disciplina hace evidente que vio en ella otro método para controlar la conciencia liberada.27 Por medio de la disciplina, el creyente sería reintroducido en un contexto de res­ tricciones y controles, remoldeado como criatura del orden. Se logra­ ría esto regulando minuciosamente su comportamiento externo y adoc­ trinándolo en las enseñanzas básicas de la sociedad religiosa. Y este sistema global de controles era reforzado por la sanción suprema (severissima ecclesiae vindicta) de la excomunión. En el sistema de Calvino, la excomunión implicaba mucho más que la mera ruptura de vínculos externos. Los expulsados eran condenados a una vida sin es­ peranza, una vida fuera del círculo de la hermandad: 24 Inst., IV , x, 27. H e seguido aquí la traducción de H . Beveridge en su edición, G rand Rapids, M idi.: Eerdmans, 2 vols, 1953, vol. 2, pág. 434. 25 Inst., vol. II , pág. 439 (IV , xi, 1) (trad, Beveridge). Calvino trató deliberada­ mente de ampliar el poder de jurisdicción remontándolo alSanhedrín judío, y capitalizando con ello la vasta autoridad de dicho cuerpo. 26 Inst., vol. I I , págs. 503-04 (IV , xii, 1). 27 Véase el examen efectuado por P. Mesnard, L ’essor de la philosophte politique au X V Ie. siéde, París: Vrin, 2a. e d , 1952, pág. 283 y sigs.

«. . . No hay otra vía de ingreso en la vida, salvo la de ser concebidos por [la Iglesia], nacidos de ella, alimentados en su pecho y protegidos continuamente bajo su cuidado y gobierno hasta que somos descojados de esta carne mortal y “ nos volvemos como ángeles” ( . . . ) debe­ mos seguir bajo su instrucción y disciplina hasta el fin de nuestras vidas ( . . . ) Lejos de su seno, no puede haber esperanza de redimir pecados ni salvación alguna ( . . . ) Siempre es fatalmente peligroso separarse de la Iglesia».28 Aunque Calvino negó que el poder de jurisdicción fuera comparable, en coacción, a la espada con que castigaba el Estado, resulta difícil ver que un poder capaz de expulsar al creyente, ya ansioso, del círculo de los fieles, fuera en modo alguno inferior a las más pesadas armas de que disponían los gobernantes civiles. La severidad que distinguía a este poder no era atribuible a ninguna tendencia «católica» en el pensamiento de Calvino, sino a tendencias políticas, ya que atestigua­ ba su convicción de que el problema del orden era decisivo. De acuer­ do con la lógica de Calvino, la solución exigía que la Iglesia empleara el poder positivo para remoldear al hombre protestante convirtiéndolo en una criatura del orden; con más exactitud, para adaptarlo a una imagen cristiana de civilidad. El contraste entre esta concepción del papel de la Iglesia, y la soste­ nida por Lutero, no era producido simplemente por la disposición de Calvino a reemplazar la concepción luterana, más sencilla, por una re­ lación en tres términos de Dios, Iglesia y creyente. El verdadero con­ traste era delineado por el intento calvinista de recapturar una con­ cepción más antigua de la comunidad como escuela de virtud, y como agente vital para lograr la perfección individual. Si comparamos, por ejemplo, el simbolismo calvinista de la madre Iglesia con los párrafos del Critón, A de Platón, donde Sócrates declara que prefiere beber la cicuta antes que traicionar a la polis que lo ha criado en la dignidad, surge una notable similitud de enfoque. Esto no quiere decir que Calvino, como representante del humanismo francés del siglo xvi, se haya propuesto revivir, en algún sentido mimético, la concepción clá­ sica de la comunidad. Indica solamente que la concepción calvinista de una sociedad de la Iglesia surgía como culminación de una larga herencia intelectual que se extiende hasta los comienzos del cristianis­ mo, por cuyo intermedio la idea de la comunidad como custodia de la virtud había sido trasladada de un marco político a uno religioso. La Iglesia, y no la ciudad, pasó a ser el medio vital para el perfecciona­ miento humano, el símbolo del destino humano; «hasta el fin de los tiempos», dijo Agustín, «como un extranjero en la tierra, sufriendo las persecuciones del mundo y recibiendo el consuelo de Dios, la Igle­ sia viaja hacia adelante».20 Aunque conservó la idea cristiana de la virtud superior de la sociedad religiosa, Calvino la reformuló de modo diferente tanto de las concep28 Inst., vol. II , págs. 273-74 (IV , i, 4 ). Es importante señalar que el poder de­ finitivo de excomunión era puesto específicamente en manos de los más altos funcionarios de la Iglesia, es decir, los pastores y el Consejo de Ancianos. El poder era específicamente excluido del ámbito de los magistrados y la congregación. 29 De Civ. Dei, lib. X V III, cap. 51.

dones medievales de la Iglesia como de las luteranas. Adoptando la idea luterana de una comunidad en hermandad, Calvino se apartó de la tradición medieval dominante; al encerrar esa comunidad en una es­ tructura de poder, se apartó de Lutero. El resultado final apuntaba hacia una Iglesia que debía ser algo más que una comunidad y algo más que una polis cristianizada. En su nivel más profundo, la Iglesia continuaba unida como un corpus mysticum, pero sobre este cimiento místico Calvino erigió un conjunto de instituciones destinadas a arti­ cular y poner en práctica un modo de vida específico. El carácter de­ cididamente corporativo del conjunto recordaba la antigua polis-, sin embargo, el elemento subyacente de misterio mantenía vivo el recuer­ do de esa dimensión trascendente completamente ajena a la comuni­ dad clásica. La Iglesia anunciaba el triunfo de Dios (y aquí Calvino seguía una antigua creencia cristiana); señalaba hacia una perfección en la eternidad, y no dentro de los límites espacio-temporales de la polis. Ser ciudadano de la sociedad de la Iglesia no connotaba parti­ cipación en los cargos, sino participación en un peregrinaje que, en de­ finitiva, trascendería la historia. Pese a que Calvino asignaba un alto valor a la vida comunitaria y a las instituciones de la Iglesia, no era insensible al peligro de que los medios institucionales fueran trasformados en fines últimos. Como salvaguardia contra ello, insistió en que el poder de la Iglesia era limitado, en que la autoridad de las Escrituras era superior a la de la Iglesia y en que la fe estaba por encima de hombres e instituciones: «Nuestra es la humildad que, comenzando por el más bajo, y respe­ tando a cada uno en su nivel, tributa el más alto honor y respeto a la Iglesia, aunque en subordinación a Cristo, Jefe de la Iglesia; nuestra es la obediencia que, mientras nos predispone a escuchar a nuestros mayores y superiores, pone a prueba toda obediencia mediante la Pa­ labra de Dios».30

III. La teoría política del gobierno de la Iglesia Calvino era particularmente sensible a la acusación de que atacando, en apariencia, al papado, había reintroducido una nueva jerarquía. Procuró responder a esto aduciendo que una Iglesia modelada según las Instituciones no podía ser jerárquica porque ninguno de sus car­ gos podía atribuirse una autoridad independiente de las Escrituras. Según su definición, jerarquía equivalía a arbitrariedad; un cincelado edificio de cargos no era malo en sí mismo, mientras no culminara en una sola autoridad humana suprema. Calvino, en suma, no era tanto antijerárquico como antimonárquico. De los principales cargos delineados por Calvino, los dos más impor­ tantes eran los pastores y los ancianos (les Anciens). De acuerdo con el sistema ginebrino, los ancianos eran laicos elegidos por el Concilio 30 Inst., vol. I, págs. 35-36 (Ded. E pist.), 86-87 (I, vii, 1-2); vol. II , págs, 41719 (IV , viii, 2-4); «Letter to Sadolet», Tracts, vol. I, pág. 50,

cívico secular; junto con un número escogido de ministros, formaban el Consistorio, órgano principal de disciplina de la Iglesia.31 Los pasto­ res eran, incuestionablemente, el más poderoso agente y el centro nervioso de todo el sistema. Debían ser propuestos, en prim er lugar, por los demás ministros, y luego aprobados por el Concilio. Los nom­ bres elegidos eran luego sometidos a la congregación para que los aprobara o rechazara. Estos procedimientos ofrecen una buena ilustra­ ción del papel adjudicado a la congregación en el esquema calvinista: los integrantes podían ratificar o rechazar decisiones, pero no formu­ lar medidas políticas. Calvino consideró las acciones y decisiones de la Iglesia como productos primordialmente institucionales. Eran re­ sultado de procedimientos prescritos y de las acciones de funciona­ rios y agentes determinados. Estos métodos eran, sobre todo, la ga­ rantía de que en las cuestiones eclesiásticas regirían el orden y la regu­ laridad; eran las alternativas de la confusión y desorden del control popular. En la Iglesia calvinista, el elemento que más correspondía a la participación popular surgía en el plano que podríamos denominar «social» o sacramental. Los miembros gozaban de las intimidades com­ partidas de la comunidad a través del simbolismo de los sacramentos y la prédica de la Palabra, y no en la elaboración de decisiones «polí­ ticas» en la Iglesia. Estos aspectos del sistema de Calvino constituían un vivido contraste con ciertas ideas sectarias — también sugeridas a veces por Lutero— en el sentido de que los ministros de la Iglesia eran agentes de la co­ munidad y, por consiguiente, revocables; y de que algunas facultades de la Iglesia, como la excomunión o la expulsión, debían ser ejercidas por todos sus integrantes. Para Calvino, los poderes de la Iglesia resi­ dían «en parte» en los pastores y «en parte» en los concilios de la Iglesia. Pero los funcionarios de esta, aunque elegidos por algunos miembros de la congregación, no debían ser considerados agentes de la comunidad, sino instrumentos de la Palabra de Dios, el creador de todas las cosas (im trumentorum artifex).32 31 H . D. Foster, «Calvin’s ptogram for a puritan State in Geneva», Collected papers of Herbert D. Foster, impresión privada, 1929, pág. 64; E. Doumergue, Jean Calvin. Les hommes et les choses de son temps, Lausana, 7 vols., 1899-1928, vol. 5, pág. 188 y sigs.; P. Mesnard, op. cit., pág. 301 y sigs.; E. Choisy, L ’état chrétien calviniste a Genéve au tem ps de Theodore de Beze, Ginebra, 1902, y véase un examen reciente de la experiencia ginebrina, así como u n estudio general comprensivo del calvinismo en J. T. McNeill, The history and character of cdvinism, Nueva York, 1954, caps, ix-xii. 32 En la magistral obra sobre Calvino, Doumergue hace una defensa fogosa de la tesis según la cual la teoría calvinista de la Iglesia incorpora u n fuerte elemento «representativo». Sin embargo, su argumentación queda debilitada porque este no se plantea qué y a quién representan los funcionarios de la Iglesia; se contenta, en cambio, con indicar los diversos pasajes en que Calvino hizo preparativos para la aprobación congregacional de ciertos funcionarios de la Iglesia. La dificultad reside aquí en que elección no es lo mismo que representación, especialmente cuando no es acompañada por el poder de revocación. Por ello, si bien Calvino declaró que los ministros constituían un corpus ecclesiae repraesentans [Opera, vol. 14, pág. 681), quisd decir que aquellos representaban los objetivos de la Iglesia tal como los definía la Biblia, y no que representaran las voluntades o intereses parti­ culares de los miembros de la congregación. En consecuencia, Doumergue no con­ vence en su intento de relacionar la teoría calvinista de la Iglesia con el moderno gobierno representativo; véase su examen, vol. 5, págs. 158-62.

Aunque el papel de la congregación era vaciado de la mayor parte de su sustancia, los pastores, como símbolo del objetivo social común — «el principal vínculo que mantiene a los creyentes unidos en un solo cuerpo»— 33 eran exaltados: «He aquí el supremo poder ( summa potestas) del que los pastores de la Iglesia ( . . . ) deberían ser investidos: que por la Palabra de Dios puedan aventurarse a todo confiadamente; puedan refrenar toda la fuerza, gloria, sabiduría y orgullo del mundo para obedecer y some­ terse a Su Majestad; sustentados por su poder, puedan gobernar todo el género humano, desde el más elevado al más bajo ( . . . ) puedan ins­ truir y exhortar al dócil; puedan reprobar, reprender y contener al re­ belde y al obstinado; puedan atar y liberar; puedan descargar, si es necesario, sus rayos y truenos; pero todo en la Palabra de Dios».34 Esta última frase — «todo en la Palabra de Dios»— era para Calvino la condición fundamental, ya que trasformaba lo que podía haber sido un vago mandato en una especie de poder limitado. Pese a su posición central en el esquema calvinista, el de los pastores no era un cargo dotado de posibilidades ilimitadas. No pertenecía a esa tradición se­ gún la cual los poseedores del poder podían moldear libremente la masa pasiva de los gobernados, con la única restricción de la maleabi­ lidad del material humano. En ciertos aspectos, la concepción calvinis­ ta del papel del cargo en una comunidad organizada se desviaba hacia la tradición platónica del filósofo-gobernante como agente objetivo de una verdad eterna, a la cual servía, pero que no inventaba. En su for­ ma ideal, el cargo de pastor, como el de filósofo-gobernante, no era desfigurado por la personalidad del que lo ocupaba. Un pastor que se extraviaba más allá de las enseñanzas objetivas de la Biblia profanaba su cargo. Se ordenaba a los pastores «no presentar nada de sí mismos, sino h_ablar por boca del Señor» y «no decir nada más que Su Pala­ bra».Sü El pastor debía actuar, entonces, como desinteresado demiurgo, como abnegado artesano al servicio de la Palabra. Su poder no era personal, sino institucional.36 No obstante, las reservas concomitantes de la concepción calvinista de este cargo clave la alejaban, en ciertos aspectos, de la tradición plató­ nica. El gobernante platónico simbolizaba la trinidad indivisa de vir­ tud, conocimiento y poder; si el conocimiento perfecto era la virtud perfecta, ambos debían estar unidos al poder perfecto. Pero el pastor descrito por Calvino era deficiente en estos tres factores; los elegidos simbolizaban la virtud, y no había garantías de que el pastor, como tal, perteneciera a este grupo; quizá poseyera un mayor conocimiento de 33 I n s t , vol. II , págs. 318-19 (IV , iii, 2 ); véase también pág. 317 (IV , iii, 1). 34 Inst., vol. II , pág. 424 (IV , viii, 9 ). H e modificado levemente la traducción. 35 Inst., vol. II , pág. 417 (IV , viii, 2 ). 36 La autoridad y dignidad del cargo pastoral correspondía, según Calvino, «no a las personas mismas, sino al ministerio para el cual fueron designadas; o, dicho más correctamente, a la Palabra cuya ministración les fue encargada». Inst., vol. II , pág. 424 (IV , viii, 9). Los especialistas norteamericanos en derecho consti­ tucional reconocerán en esto un antecedente de la función que la Suprema Corte se atribuyó en el siglo x ix al interpretar la Constitución ejercitando su facultad de revisión judicial.

las Escrituras, pero habría sido blasfemo afirmar que esto representa­ ra un conocimiento perfecto; y aunque poseía gran poder e influencia sobre la congregación, estaba lejos de tener el monopolio de estos asuntos. El pastor, en suma, era un dirigente, no un gobernante. Era el cargo más elevado posible en una comunidad sin jefe, sin un centro humano único de dirección y control. Cuando se sitúa esta concepción del cargo pastoral junto a los demás elementos de la eclesiología calvinista, tales como la función pasiva de la congregación y el repetido énfasis de la estructura institucional, y cuando estos son combinados, a su vez, con su invariable creencia en la objetividad obligatoria de la Escritura, se aclara la motivación fun­ damental: hacer de la Iglesia y sus funcionarios un instrumento desin­ teresado para promover la Palabra. Tan obsesiva era esta idea domi­ nante, que al final la Iglesia surge como una especie de edificio de granito, un monumento inhumano, cuya estructura ha sido erigida pa­ ra anticipar y contrarrestar la amenaza de la libertad humana. Cada vez que el elemento humano, como un espíritu descarriado y cambian­ te, procuraba escapar de los procesos institucionales a fin de defender su propia individualidad, lo enfrentaba Calvino, que acechaba con la exigente medida de las Escrituras. El anverso de la concepción calvinista de la Iglesia consistía en que marcaba el redescubrimiento protestante de la dimensión institucional. Al desarrollar sus ideas a este respecto, Calvino abordó una vasta ga­ ma de temas, que incluye la naturaleza del poder, las funciones del cargo, los lazos comunitarios y el papel de la pertenencia a la sociedad. La totalidad de estos problemas constituía algo más que una teoría de un sistema de gobierno eclesiástico; era nada menos que un enun­ ciado global que abarcaba los principales elementos de una teoría po­ lítica. Aquí había un enfoque de una sociedad correctamente ordena­ da y su gobierno; aquí, en los misterios sacramentales y en la prédica de la Palabra, residía un nuevo simbolismo, un nuevo conjunto de «mitos» que colaboran en la consolidación de la sociedad; aquí, en la estricta disciplina impuesta por la Iglesia, la mano modeladora forma­ ría a los miembros de acuerdo con un enfoque común, instruyéndolos en las lecciones de un bien común; y aquí, en la promesa de salvación, se hallaba el objetivo de perfección hacía el cual se debía encaminar las voluntades particulares de los miembros. El mensaje central de to­ do esto era la relación necesaria del hombre con un orden determinado.

IV. La restauración del orden político La transición del pensamiento religioso de Calvino a su pensamiento político no fue brusca. En su teoría política aparecían las mismas ca­ tegorías de análisis y modos de pensamiento que habían informado sus escritos religiosos. Para Calvino, el pensamiento político y el re­ ligioso tendían a formar un ámbito continuo de discurso. El principal elemento unificador era el concepto general de orden, premisa común tanto a la sociedad religiosa como a la política. Vale la pena subrayar esta unidad de enfoque, ya que contrasta vividamente con el de los

primeros reformadores. En el pensamiento de Lutero y los anabaptis­ tas, las categorías políticas y religiosas, lejos de estar unidas por una conexión interna, se enfrentaban en una actitud de tensión dialéctica. La hostilidad de muchos de los primeros reformadores hacia el orden político creó una especie de ruptura entre sus modos político y reli­ gioso de pensamiento. Cuando describían la naturaleza de la Iglesia o la vida santa de los creyentes, sus palabras y conceptos evocaban el cuadro de una sociedad buena, unida en santa hermandad y viviendo en armonía. Cuando pasaban, en cambio, a examinar el reino del mun­ do, las categorías se desplazaban bruscamente y las imágenes se oscu­ recían. Es que el lenguaje y los conceptos ya no se referían a la Iglesia, depositaría de la gracia de Dios, sino al Estado, instrumento de Su terrible venganza. Amor, fraternidad y paz, fuerzas inmanentes en la vida de la Iglesia, se reducían a melancólicas esperanzas frente a la sociedad política. Como parte del reino del mundo, la sociedad polí­ tica era un ámbito en que el conflicto y la violencia retumbaban bajo la superficie, amenazando brotar, en cualquier momento, en una erup­ ción de matanza y desorden. Se tendía, naturalmente, a representar la autoridad política como una potente maquinaria de represión — «gol­ pead y golpead, matad y matad», había exhortado Lutero a los prín­ cipes durante la Guerra Campesina— destinada a imponer la paz y proteger al resto cristiano de los terrores del mundo. Tal gobierno buscaba, no la virtud, sino evitar que los hombres se agredieran mu­ tuamente; la humanidad nunca había abandonado, en realidad, el es­ tado de naturaleza descrito por Hobbes. Según este enfoque, persistía una tensión extrema entre la naturaleza del hombre y las exigencias del orden. La sociedad política caracterizaba a la condición de «natu­ raleza caída» en la cual el hombre pecador forcejeaba con impaciencia contra las restricciones impuestas por la autoridad, y buscaba sin des­ canso la posibilidad de trasponerlas. Este cuadro presenta, sin embargo, una notable incongruencia entre la cosmología cristiana y la sociología cristiana: la primera postula un Dios omnipotente que ordena toda la creación hacia la armonía; la se­ gunda pinta la sociedad como una masa oscura y desordenada, que vacila al borde de la anarquía y parece hallarse fuera del orden bené­ fico de Dios. E n el pensamiento de algunos de los primeros reforma­ dores se podía comparar la sociedad política con un ámbito donde no regía el mandato cósmico. Sin embargo el gobierno, pese a la dismi­ nución de su rango moral, había sido exaltado hasta el punto de con­ fiarle responsabilidades religiosas. Calvino emprendió la tarea de reconciliar los diversos términos opues­ tos creados por la perspectiva escindida de los primeros reformadores. Debía resolver el conflicto entre la cosmología cristiana y su sociolo­ gía; debía restablecer el rango moral del orden político, pero sin ha­ cerlo aparecer como sustituto de la sociedad religiosa; debía suavizar los contrastes absolutos entre ambas formas de sociedad. El método empleado por Calvino para establecer cierta congruencia entre las dos sociedades fue considerar a ambas como sometidas al principio gene­ ral del orden. Este pasó a ser el centro común al cual debían ser refe­ ridos los problemas de las dos sociedades como tales. La sociedad po­ lítica debía ser rescatada del limbo devolviéndola a un marco ordena­

do más vasto; debía convertirse en parte de la cosmología cristiana. Según Calvino, el gobierno de Dios se manifestaba en Su autoridad total sobre cuanto ocurría dentro de Su reino: «ni una gota de lluvia cae, salvo por designio expreso de Dios».37 Su dominio abarcaba tam­ bién la historia y la sociedad; El juzgaba los asuntos de los hombres, castigando al perverso, exaltando al justo y protegiendo al creyente. La plenitud de Su poder excluía, por lo tanto, la influencia desorgani­ zadora de la contingencia y el azar. El «regula todas esas conmociones en el orden más exacto, y las orienta hacia su finalidad adecuada».3S Como parte de esta divina economía, ya no se podía considerar al go­ bierno civil como mero agente de represión o como «algo contamina­ do, que nada tiene que ver con los cristianos».39 Dios lo había creado para proteger y perfeccionar a los seres con quienes El había pactado. El gobierno era elevado a la categoría de agente educativo «por cuyo intermedio se instruye a un hombre en los deberes de humanidad y civilidad que deben ser observados en el trato con la humanidad».40 Pero si se eleva a la función del gobierno por encima de la mera repre­ sión, es evidente entonces que la naturaleza del hombre debe conte­ ner algo más que una irreprimible inclinación al desorden. Aunque ningún reformador superaba a Calvino en cuanto a baja evaluación de la naturaleza humana,41 comprobamos que este, no obstante, formula­ ba una im portante reserva. Las mentes de los hombres contenían «im­ presiones generales de probidad cívica y orden»; demostraban «una propensión instintiva a apreciar y preservar la sociedad».42 Mediante un retorno a la tradición política más antigua, en la cual se describía al hombre como un ser destinado al orden, Calvino logró rescatar, para sus propios fines, la idea de la sociedad política como realización de ciertas tendencias deseables en los hombres. Lejos de ser un lecho de Procusto que recortaba a la ingobernable humanidad sobre un patrón de obediencia, la sociedad política era promovida aho­ ra a medio utilizado por la divinidad para el perfeccionamiento hu­ mano. «La autoridad que los reyes y otros gobernantes poseen sobre todas las cosas de la tierra no es consecuencia de la perversidad de los hombres, sino de la providencia y la santa ley de Dios».43 El go­ bierno era «tan necesario para la humanidad como el pan y el agua, ]a luz y el aire, y mucho más excelso».44 37 Inst., vol. I, pág. 223 (I, xvi, 4 ). 38 Ibid., pág. 233 (I, xvii, 1). 39 Ibid., vol. I I , pág. 771 (IV , sx, 2 ). 40 Ibid., pág. 90 ( I I I , sis, 25). 41 «Si hubiéramos permanecido en el estado de integridad natural, tal como Dios nos creó primeramente, el orden de la justicia no habría sido necesario, porque entonces cada uno habría llevado la ley en su propio corazón, de modo que no habría hecho falta ningún freno que nos contuviera. Cada uno sería su propio gobierno, y haríamos en un mismo espíritu lo bueno. La justicia es, por consi­ guiente, un remedio para esta corrupción humana. Y cuando se habla de justicia humana, advirtamos que en ella tenemos el espejo de nuestra propia perversidad, ya que por la fuerza somos conducidos a la equidad y la razón». Opera, vol. 27, pág. 409; véase también vol. 7, pág. 84; vol. 49, pág. 249; vol. 52, pág. 267, y el estudio de Cheneviére, La pensée politique de Calvin, París, 1937, págs. 93-94. 42 Inst., vol. I, pág. 294 ( I I , ii, 13). 43 Ibid.., vol. I I , pág. 774 (IV , s s , 4). 44 Ibid., pág, 90 ( I I I , xlx, 15); vol. I I ; pág. 771 (IV , xx, 2).

De acuerdo con la restauración del rango de la sociedad política, y la reinvestidura del hombre con una naturaleza política, los fines del orden político adoptaron una dignidad más elevada. El cargo del ma­ gistrado se encaminaba no solo a proteger la vida, sino a «promulgar leyes que regulen la vida de un hombre entre sus vecinos mediante las reglas de santidad, integridad y sobriedad».40 A través de la bús­ queda* de estos fines, el orden político se vinculaba con los objetivos superiores de la sociedad religiosa. Esta unión no eliminaba, sin em­ bargo, la integridad ni la especificidad del orden político; aún le que­ daba por cumplir un papel exclusivo: proporcionar a los hombres un tipo de civilidad y disciplina que no se podía obtener en otra parte. La acusación de que Calvino estaba empeñado en imponer a la socie­ dad una imagen cristiana, o en despojarla de sus atributos políticos específicos, es injusta con respecto a su propósito fundamental. Si se analiza la cuestión simplemente en términos de ciertos valores «supe­ riores» e «inferiores», es innegable que Calvino creía que la sociedad política debía promover los fines «superiores» del cristianismo: ad tnajorem Dei gloriam. Ser buen ciudadano no era un fin en sí mismo; uno se convertía en un buen ciudadano para ser un mejor creyente. Sin embargo, los fines de la sociedad política no se agotaban en su misión cristiana. El gobierno existía para promover la «decencia» tanto como la «piedad»; la «paz» tanto como la «devoción»; la «mo­ deración» tanto como la «reverencia». Existía, en otras palabras, para promover valores que no eran necesariamente cristianos, aunque se les pudiera dar una coloración cristiana; valores que eran necesarios para el orden y, como tales, condición previa para la existencia humana. El gobierno civil debía, entonces, promover los valores que sustentaban el orden; debía civil-u&t a los hombres o, como lo expresó Calvino, «regular nuestras vidas de modo adecuado para la sociedad de los hombres, formar nuestros comportamientos de acuerdo con la justicia civil». De esto se desprendía que, cuando las jurisdicciones espiritual y política se hallaban correctamente constituidas, los dos órdenes «no divergían entre sí de modo alguno».40 En un texto notable, en el cual condena la animosidad sectaria contra el orden político, Calvino resumió el valor de la sociedad política, po­ niendo de relieve su función vital en la economía cristiana: «Porque ese reino espiritual, aun ahora, sobre la tierra, se inicia en nuestro interior con algunos preludios del reino celestial, y esta vida mortal y transitoria nos proporciona alguna muestra de la inmortal e incorruptible beatitud; pero la finalidad de este régimen temporal es fomentar y mantener el culto externo de Dios, la doctrina y religión puras, defender la constitución de la Iglesia en su totalidad, adaptar nuestra conducta a la sociedad humana, moldear nuestras costumbres de acuerdo con la justicia civil, crear concordia entre nosotros, man­ tener y preservar una paz y tranquilidad comunes. Confieso que todo esto sería superfluo si el reino de Dios, tal como existe dentro de nosotros, extinguiera la vida actual. Pero si es la voluntad de Dios que 45 Ibid.., vol. II , págs. 772-73 (IV , xx, 3). 46 Ibid., vol. II , pág 772 (IV , xx, 2).

vaguemos por la tierra mientras aspiramos a nuestro verdadero país, y si tal ayuda es necesaria para nuestro tránsito por aquí, entonces quienes pretenden despojar de ellas al hombre lo privan de su huma­ nidad».47 Los valores de unidad y cohesión, que tan destacado lugar ocupan en el examen de la Iglesia hecho por Calvino, se evidenciaron también en su concepción de la comunidad política. La unidad del orden político, sin embargo, no era la del corpus mysticum. La unidad política extrae­ ría sustento y apoyo de la solidaridad mística de los cristianos — «los cristianos son no solo un cuerpo político, sino el cuerpo místico y es­ piritual de Cristo»— ,48 pero la fuente más inmediata de cohesión se hallaría en la sociedad política misma.49 Había una especie de unidad natural que surgía del instinto innato del hombre hacia una vida or­ denada en la sociedad, y había también una especie de unidad artifi­ cial que podía ser modificada mediante las instituciones de la sociedad. La plena unidad de la sociedad era el producto de una alianza entre naturaleza y arte. Para el miembro individual, significaba una educa­ ción en el orden, es decir, la adquisición de un conjunto de hábitos civiles que sustentarían la vida civilizada y, simultáneamente, satisfa­ rían uno de los instintos básicos del hombre. Aunque la ley civil y las instituciones políticas eran dos de los agentes principales de estabilidad y orden, estos mismos objetivos eran cum­ plidos también por el sistema de las profesiones. Una jerarquía social graduada, claramente definida en términos de cargos y obligaciones, no era sino el equivalente civil del principio divino que sustentaba el universo. Lejos de ser una fuerza divisoria, las distinciones de status y jerarquía eran, no solo inevitables, sino, en una sociedad cristiana, sa­ ludables. Los había instituido Dios para impedir que los hombres se revolcaran en «universal confusión». Equipaban al individuo con una especie de mapa social, un sentido de orientación «para que no errara en la incertidumbre por el resto de sus días».50 La educación del hombre para su pertenencia a una comunidad orde­ nada era reforzada desde otra fuente. La vida de la Iglesia era inten­ samente social, y en el elemento del amor, que ligaba a la hermandad, poseía un potente factor cohesivo, cuya influencia llegaba a embotar 47 Ibid., vol. II, pág. 772 (IV, xx, 2 ). H e modificado levemente la traducción; véase el texto en Opera, vol. 2, pág. 1094. Con respecto a esta cuestión, es inte­ resante señalar cómo invirtió Calvino el argumento habitual, afirmando que la obediencia a los superiores humanos contribuía a habituar a los hombres a obede­ cer a Dios; Inst., vol. II, pág. 433 (II, viii, 35). 48 Citado en E. Doumergue, op. cit., vol. 5, pág. 45. 49 Compárese el uso que hace Calvino del término corpus mysticum con el del autor del siglo xv Sir J. Fortescue, De Laudibus Legum Anglie, ed. y trad. por S. B. Chrimes, Cambridge: Cambridge University Press, 1949, cap. xiii. Queda por explorar todo el problema de la influencia de la Eucaristía sobre las ideas políticas. Se encontrarán algunos comentarios sugestivos en dos artículos de E. H . Kantorowicz, «Pro Patria Morí in medieval political thought», American Histórical Review, vol. 56, abril de 1951, págs. 472-92 y «Mysteries of State: An absolutist concept and its late mediaeval origins», Harvard Tbeologicd Review, vol. 48, enero de 1955, págs. 65-91. Es fundamental para este problema, H . de Lubac, Corpus Mysticum, París, 2a. ed., 1949. 50 Inst., vol. I, págs. 790-91 (III, x, 6).

los bordes afilados de la jerarquía social. El amor pasaba a ser la fuer­ za fusionadora básica que convertía los bienes privados de los indivi­ duos en un bien común para toda la sociedad: «Ningún miembro [del cuerpo humano] tiene poder por sí mismo, ni lo aplica para su uso privado, sino que lo reparte entre los demás miembros, sin recibir de él otra ventaja que la derivada de la conve­ niencia común de todo el cuerpo. Así, cualquiera sea la habilidad que posee un hombre piadoso, debe poseerla para sus hermanos, consul­ tando su propio interés privado, de ningún modo incompatible con una cordial atención a la edificación común de la Iglesia ( . . . ) Somos los administradores de lo que Dios nos ha conferido, y que nos per­ mite ayudar a nuestro vecino, y algún día debemos rendir cuenta de nuestra administración».31

Y. El conocimiento político La afirmación de Calvino, según la cual había un tipo de virtud que podía ser lograda únicamente en un orden político, suscitaba otra se­ rie de problemas. Si virtud implicaba conocimiento — y Calvino, como los antiguos, así lo presuponía— ; ¿era posible poseer conocimiento político?; en tal caso, ¿en qué medida este era seguro? Calvino admitía la existencia de tal forma de conocimiento, situado en el ámbito del «conocimiento terrenal» (l’intelligence des choses teniennes), un conocimiento «que se relaciona por entero con la vida actual» y «en cierto sentido, se halla confinado dentro de sus límites». El tipo más elevado de conocimiento era el «conocimiento celestial», correspondiente al «puro conocimiento de Dios, el método de la ver­ dadera rectitud y los misterios del reino celestial».52 La inferioridad del conocimiento político era resultado, en parte, de su vinculación con objetos inferiores, y, en parte, de su confianza en el instrumento imperfecto de la razón. Como el resto de la naturaleza humana, la ra­ zón había sido irremediablemente corrompida por la Caída. Se plan­ teaba, sin embargo, una reserva importante: los efectos corruptores de la rebelión de Adán eran parciales, no totales. La comprensión ra­ cional del hombre había sido mutilada, pero no aniquilada. «En la naturaleza del hombre, aun en su estado corrupto y degenerado, con­ tinúan brillando algunas chispas, que demuestran que es un ser ra­ cional . . .». Si bien la razón no podía conducir al hombre a la rege­ neración espiritual ni a la «sabiduría espiritual», podía serle útil en la sociedad política.53 La prueba de una relación natural entre la razón y la vida política residía en la «propensión instintiva del hombre hacia la sociedad ci­ vil». «He aquí — declaró Calvino— un poderoso argumento en favor 51 Ibid., pág. 757 ( I I I , vii, 5). 52 Ibid., pág. 294 ( I I , ii, 13). 53 Ibid., págs. 295-96 ( I I , ii, 14-15); págs. 298-99 ( I I , ü, 17-18); pág. 366 (I I , v, 19).

de que en la constitución de esta vida ningún hombre se halla des­ provisto de la luz de la razón».54 El hombre no era racional y por con­ siguiente social, sino social y por consiguiente racional. Calvino sos­ tenía — y esto era más importante aún— que la razón podía suscitar verdades políticas, afirmación que respaldaba con los escritos de los autores paganos clásicos. Mientras que Lutero había condenado con violencia a la «ramera razón», comparando la fñosofía política ante­ rior con un establo de Augias que solo esperaba la escoba del Hércules de W ittem berg, Calvino propuso restaurar algo de la relación clásica entre razón y política, y algo del renombre de los filósofos clásicos: «¿negaremos la luz de la verdad a los antiguos juristas, que nos entre­ garon principios tan justos de orden civil y sistema político?».85 Calvino admitía con vigor que la razón natural podía traicionar a los hom­ bres si estos intentaban convertirla en vehículo de la salvación espiri­ tual; pero esto no impedía una especie de parentesco entre la sabidu­ ría política de los preceptos cristianos — tales como los contenidos en la segunda tabla del Decálogo— y la comprensión política de la razón natural. Ambos tipos de sabiduría tenían origen común en la'voluntad de Dios. De tal modo, no se debía ver en los principios de la razón una invención humana ab nihilo, sino deducciones de los dictados mo­ rales que Dios había «inscrito» y «grabado en los corazones de todos los hombres»: «Dado que el hombre es, por naturaleza, un animal social ( homo ani­ mal est natura sociale), se inclina también, por un instinto natural, a apreciar y preservar la sociedad. Vemos, en consecuencia, que hay ciertos preceptos generales de honestidad y orden civil grabados en el entendimiento de todos los hombres. Por esta razón, no hay nadie que no reconozca que toda asociación humana debe ser regida por leyes, y nadie que no posea en su propio entendimiento el principio de estas leyes. Por esta razón, hay entre naciones e individuos el acuerdo uni­ versal de aceptar las leyes, y este es un germen plantado en nosotros por la naturaleza, antes que por un maestro o un legislador».58 Sin embargo, como esta ley moral universal de la conciencia era de­ masiado oscura para iluminar con fuerza las acciones humanas, Dios la había complementado con el Decálogo, que formulaba «con mayor exactitud lo que en la ley de la naturaleza estaba demasiado ( . . . ) confuso . . .».5‘ Así reforzada mediante el Decálogo, la ley moral po­ día funcionar como versión cristiana de la equidad natural que era «la misma para toda la humanidad». Debía ser la norma informadora de una comunidad ordenada con justicia; «el alcance, dominio y fina­ lidad de todas las leyes».58 Las reservas efectuadas por Calvino a la ley moral eran compatibles con su convicción de que no se podía lograr un conocimiento perfecto 54 55 56 en 57 58

Inst., voi. I, pág. 295 ( I I , ii, 13). Ibid,, pág. 296 (I I, ii, 15). Ibid. ( I I , ii, 13). La traducción ha sido levemente modificada; véase el texto Opera, vol. II , pág. 197. Inst., vol. I, pág. 397 (IV . viii, 1). Ibid.. vol. 2, pág. 789 ( IV. xx, 16)

de la política con independencia de la enseñanza cristiana. Carente de la sabiduría cristiana, el conocimiento político no poseía sino una in­ tegridad propia limitada. En el sistema calvinista, la insuficiencia de la razón constituía un paralelo lógico de los fines limitados persegui­ dos por el orden político mismo. Las miras de la sociedad política se enfocaban más abajo, porque la virtud a la cual apuntaba era del se­ gundo orden. El objetivo principal del hombre era conocer a Dios; para lograrlo, los hombres debían ser regenerados: «apartarnos de nosotros mismos» y «dejar a un lado nuestra antigua mente y asumir otra nueva». Pero la tarea de moldear al «hombre nuevo» no era asig­ nada al orden político. Este tenía como misión adaptar los hombres a las costumbres de civilidad y orden: no podía curar almas. Así como el conocimiento racional era inferior al conocimiento celestial, y asi como los fines de la sociedad civil eran inferiores a los de la sociedad religiosa, así también la virtud cívica se situaba por debajo de la vir­ tud perfecta que enseñaba el cristianismo. Sin embargo, una vez señaladas estas distinciones de valores, es impor­ tante no traducirlas como antítesis. Aunque Calvino creía que una ba­ se cristiana era el requisito previo para un sistema político civil bien constituido, no había ambigüedad de su parte en cuanto al valor esen­ cial del sistema político mismo.

VI. El cargo político Donde con más claridad se evidenció la coherencia del pensamiento político y eclesiástico de Calvino fue en su examen de la función y deberes del magistrado civil. El mismo impulso que había dictado la concepción calvinista del cargo pastoral, reapareció en la magistratura. Incluso el lenguaje que Calvino utilizó para describir al gobernante civil — «sagrado ministerio», «vicario de Dios», «ministro de Dios»— dejaba la impresión inequívoca de que le interesaba menos describir un cargo político como tal, que crear una analogía política con los pas­ tores. En ambos casos había una devota concentración en la naturale­ za impersonal del cargo, es decir, en la institución. En ambos casos, la personalidad de quien ocupaba el cargo quedaba absorbida en el cargo mismo. Magistrado y pastor estaban destinados a ser instrumen­ tos desinteresados de una finalidad superior, y a quedar subordinados, a una ley escrita. Mientras que se ordenaba al pastor no agregar nada de sí mismo al cargo o a la prédica de la Palabra, sino ser únicamente «la bouche de Dieu», también el magistrado debía despersonalizarse, pero respecto de la ley civil: «la ley es un magistrado silencioso, y el magistrado, una ley que habla».59 El paralelo entre ambos cargos se expresaba aún de otra manera. Ambos se hallaban envueltos en una impresionante mystique, encami59 Ibid., pág. 787 (IV , xx, 14). La frase es derivada de Cicerón, De Legibus I I I , 1.2, y se relaciona con la tradición clásica del gobernante como lex anímala; véase E. R. Goodenough. «The political philosophy of hellenistic kingship», Yale Clasúcal Studies, vol. I, 1928, pág. 55 y sigs.

nada no solo a desalentar la desobediencia en las respectivas socieda­ des, sino también a causar temor reverente al funcionario. Estos dos elementos eran necesarios para la teoría calvinista de la obediencia po­ lítica. El énfasis propio de la doctrina residía en su insistencia en una adhesión activa y afirmativa al gobernante, y no solo en una disposi­ ción a obedecer sus órdenes.60 La reverencia de los súbditos respecto de su gobernante debía tener sus raíces en la conciencia y no en el te­ mor. Al mismo tiempo, sin embargo, su lealtad debía estar dirigida al cargo, antes que al magistrado individual. El compromiso cívico era institucional y no personal. En el fondo, esta adhesión institucio­ nal correspondía a los objetivos más vastos de la sociedad, a los fines civilizados asegurados por el orden político. Quienes debilitaban la trama del orden eran clasificados como «monstruos inhumanos», «ene­ migos de toda equidad y derecho, totalmente ignorantes de la hu­ manidad».61 El magistrado, por su parte, simbolizaba no el mero poder, sino los fi­ nes permanentes de la sociedad. Sus funciones consistían en mantener el orden y una «moderada libertad»; practicar la justicia y la rectitud; promover la paz y la devoción.63 No aparecía como representante de los intereses u opiniones de grupos, clases o localidades particulares, sino de un conjunto de objetivos a los cuales servía, pero que él no había establecido. Y, como ninguno de estos fines era posible sin or­ den, la tarea fundamental del magistrado era asegurar la vigencia de esta condición. La apremiante importancia que había adquirido el'orden suscitó en Calvino la admisión de que hasta los tiranos «conservan, en su tiranía, algún tipo de gobierno justo. No puede haber tiranía que no ayude, en ciertos aspectos, a consolidar la sociedad de los hombres».63 El tirano se vinculaba con la causa del orden a través de su mera posesión del poder. El precio de la cohesión y la unidad era el ejercicio activo del poder, y esta condición mínima podía ser cumplida por un tirano. «Hay mucho de verdad en el antiguo dicho según el cual es peor vivii bajo un príncipe por cuya frivolidad todo es lícito, que bajo un tirano que no permite libertad alguna».64 Aun el gobernante legítimo debía, en consecuencia, hacer valer su poder afirmativamente; ¿no había di­ cho Jeremías «debes ejecutar juicio y rectitud»? La relación de lealtad descrita por Calvino era, en un plano, esencial­ mente política, entre gobernante y gobernado, pero en otro plano tras­ cendía lo político, incorporando ambas partes en una relación con Dios. El gobernante desempeñaba transitoriamente un cargo divino y era responsable ante Dios por el fiel cumplimiento de su misión. Los súb­ ditos, por su parte, estaban obligados a obedecer las órdenes de un agente dotado de autoridad divina. La lealtad era, por consiguiente, un deber tanto político como religioso. En el nivel humano, respalda­ 60 Véase P. Mesnard, op. cit., págs. 285-89; Cheneviére, op. cit., pág. 298. 61 Opera, vol. 52, pág. 267. 62 Commentaries on Romans, pág. 481. 63 Ibid. , pág. 480. 64 Commentary on the Book of Psalms, trad. al inglés por J. Anderson, Edim­ burgo, 5 vols., 1845-1849, vol. 3, pág. 106; Inst., vol. II , págs. 801-02 (IV , xx, 27).

ba los fines civilizados de la sociedad; en el nivel definitivo, era la búsqueda de una justa relación con Dios.60 En el caso del tirano, el elemento religioso era, en cierto sentido, pre­ dominante. Era el agente de la ira de Dios, enviado a flagelar la comu­ nidad por sus pecados; su advenimiento debía provocar en el pueblo una sensación de culpa colectiva, obligándolo a examinar su concien­ cia en busca de los pecados cometidos.06 La relación entre ciudadano y tirano, entonces, no pertenecía a la categoría política, sino a la «ce­ lestial», porque el concepto de pecado, que vinculaba al tirano con el súbdito, no era una concepción política.67 Y pese a que Calvino inten­ taba hacer más aceptable la obediencia a los tiranos, el efecto de su razonamiento era destacar la naturaleza extraordinaria de la tiranía, aislándola de las relaciones políticas normales. Aunque se elevara al tirano a instrumento divino enviado «pour chátier les pécbés du peuple»,68 esta misma misión lo convertía en una figura esencialmente apolítica. El pecado era una relación teológica, no política. Esta tendencia a situar al tirano fuera de las relaciones políticas ha­ bituales resurgió cuando Calvino pasó a examinar el problema de la obediencia. Se consideraba que, obedeciendo al tirano, el súbdito leal cumplía una obligación hacia Dios, y no una derivada de los fines ge­ nerales de la sociedad. La obediencia, sin embargo, estaba limitada por los dictados de la conciencia, vale decir, por otro factor extrapolítico. Si bien la conciencia creaba una relación directa entre el indivi­ duo y Dios, evitando así la relación política entre súbdito y gober­ nante, presentaba una poderosa amenaza a las pretensiones ilimitadas del tirano. La conciencia era una concepción esencialmente religiosa y tenía sus comienzos en las controversias religiosas, pero que podía ser aprovechable para fines políticos sin forzar su significado fundamen­ tal. En efecto: en un sentido, la conciencia era una respuesta al poder; tenía que ver con el individuo como objeto de compulsión en un or­ den gobernado. Sin embargo, la conciencia reprobatoria, ya se sintiera amenazada por el poder papal o por el civil, conservaba una relación salvadora con Dios. En un sentido, el «tribunal de la conciencia» cal­ vinista encaminaba al individuo lejos de lo político; en otro, estaba destinado a todas luces al ciudadano políticamente implicado. Según Calvino, el ciudadano que, por motivos estrictamente religiosos, deso­ bedecía una orden contraria a las Escrituras, no solo cumplía suobli­ gación hacia Dios, sino que recordaba algobernante laverdadera na­ turaleza de su cargo. La concepción calvinista de la resistencia era la. de un servicio desinteresado, que tenía como fin proteger la identidad de las instituciones políticas contra los errores de los funcionarios temporarios.09 65 Dados los elevados fines servidos por la fidelidad — «Dios no destino a los hombres a vivir péle-méle» (Opera, vol. 51, pág. 800)— no extraña comprobar la hostilidad de Calvino a la teoría del contrato. Esto no se debió a que deseara li­ brar de sus obligaciones a los gobernantes, sino a su creencia de que los deberes sociales no debían estar sometidos a un grosero ordenamiento negociador. Inst., vol. II , págs. 801-02 (IV , xx, 27). 66 Inst., vol. I I , pág. 805 (IV , xx, 32). 67 Ibid., pág. 790 (IV , xx, 16); pág. 798 (IV , >3. 24). 68 «Catechism of 1537», Opera, vol. 22, pág. 74, 69 Inst., vol. II , pág. 805 (IV, xx, 32). *

Aunque nada nuevo había en esta formulación, según la cual los man­ datos bíblicos prevalecían sobre los políticos, Calvino demostró más sensibilidad que la mayoría de los reformadores ante las implicaciones políticas de la resistencia religiosa. Esto lo llevó finalmente a formu­ lar una teoría de la resistencia cuyas motivaciones eran más políticas que religiosas. Admitió que los estamentos, o magistrados especial­ mente designados, podían «oponerse a la violencia y crueldad de los reyes». En virtud de su posición, estos agentes tenían la obligación positiva de proteger las libertades populares: «Si se confabulan con los reyes en la opresión de la gente humilde, su disimulo no está libre de malévola perfidia, ya que traicionan malicio­ samente la libertad del pueblo, sabiendo que son, por mandato de Dios, sus protectores».70 Casi al final de su vida, Calvino comenzó a virar, aunque con vacila­ ciones, hacia una aceptación de la idea de que los juramentos de coro­ nación y las leyes de un país constituían un sistema de acuerdos que podía ser defendido contra un gobernante arbitrario: « . . . Son admisibles ciertos remedios contra la tiranía, cuando se han establecido magistrados y estamentos, dándoseles la custodia de la nación: ellos tendrán poder para recordar al príncipe su deber e inclu­ so para imponérselo, si intenta algo ilícito».71 Vale la pena destacar dos aspectos de esto. Primero, la declaración de Calvino, según la cual los estamentos y los magistrados inferiores eran depositarios de una responsabilidad divina, contrasta con la tendencia de Lutero a elevar el gobierno por sobre todos los otros cargos. H a­ bía sido coherente con esto el marcado escepticismo de Lutero con respecto a la legitimidad de los estamentos como órganos restricti­ vos.72 Calvino, por su parte, al abrir una brecha en «la divinidad que pone límites a un rey», había creado un agente rival, provisto de las únicas credenciales que podían respetar la mayoría de los hombres de ese período: un mandato divino. El segundo aspecto im portante de la teoría de Calvino sobre la resistencia fue su mención de los fines estrictamente políticos a los que servían los órganos de resistencia: la protección de «la libertad del pueblo», «la custodia de la nación». Esto tuvo como efecto proporcionar un paralelo nivelador a la teoría de la lealtad. Por la misma razón por la cual los hombres obedecen a la autoridad para preservar los objetivos civilizadores respaldados por el orden político, así también los órganos específicos de la comunidad podían verse obligados a desobedecer para preservar dicho orden. Si bien ninguno de estos factores actuó desplazando la primacía dél motivo religioso en el pensamiento de Calvino ni la prioridad que poseían los valores espirituales, aquellos señalaron su redescubrimien­ to de la complejidad política. Más que cualquier otro reformador con­ temporáneo, Calvino era extremadamente sensible a la pluralidad de 70 Ibid., pág. 804 (IV , xx, 31); Opera, vol. 4, pág. 1160. 71 Opera, vol. 29, págs. 557, 636-37; Cheneviére, op. cit., págs. 346-47. 72 W orks, vol. V, págs. 51-52.

relaciones y obligaciones actuantes en una comunidad política. Entre la mayoría de los reformadores, la tendencia general había sido redu­ cir la variada complejidad de la actividad política a una mera co­ nexión entre gobernante y gobernado, o entre estos dos y Dios. Calvino, sin embargo, evitó esta simple explicación para insistir, en cambio, en la relación triangular entre el gobernante, el pueblo y la ley. El vínculo que ligaba al gobernante con el ciudadano no era di­ recto, sino que tenía lugar a través del agente mediador de la ley.73 Desde el punto de vista del gobernante, esto tenía como efecto agre­ gar un elemento más obligatorio a su cargo: debía responsabilidades al pueblo, a Dios, a la ley y a toda la gama de objetivos propios de una sociedad correctamente constituida. La suma total de estas obliga­ ciones formaba una premisa que convertía al acto de resistencia en una posibilidad lógica dentro del sistema calvinista, y no — como lo pretendieron muchos comentaristas posteriores— en una cuestión de accidente geográfico.

VII. Poder y comunidad Tomada en conjunto, la concepción calvinista de la Iglesia y de la sociedad civil marcó el redescubrimiento protestante de la idea de la comunidad institucionalizada. El genio del protestantismo de princi­ pios del siglo xvi había consistido en crear la idea de una asociación religiosa cohesiva; pero el fracaso en equipar a la hermandad reli­ giosa con la estructura institucional necesaria había amenazado a aque­ lla con la disolución interna y la invasión externa. Aunque es innegable que la hostilidad institucional de los primeros reformadores era ali­ mentada por un hondo deseo de impedir que el sentimiento religioso fuera ahogado por el eclesiasticismo, aquellos 110 encararon el hecho de que la Iglesia, en cuanto estaba ligada a este mundo, tendría que enfrentar la amenaza de instituciones rivales, poderosamente organi­ zadas. La fuerza de la posición de Calvino provenía de su compren­ sión de que la condición previa para la supervivencia de una comu­ nidad de creyentes era un gobierno de la Iglesia vigorosamente estruc­ turado; era necesario combinar un sentido de las instituciones con un sentido de la comunidad. De modo similar, mientras que los primeros reformadores expresaron indiferencia respecto del orden político, o lo consideraron exclusiva­ mente como agente represivo, Calvino reafirmó su valor y negó que su esencia residiera en la coacción. En suma, la insistencia de Calvino en una Iglesia fuerte y la dignidad de la sociedad política apuntaba a jun doble fin: hacer a la Iglesia segura en el mundo, y al mundo, seguro para la Iglesia. Reorientando el protestantismo hacia el mundo, Calvino se sitúa como equivalente protestante de Tomás de Aquino. Como este, se esforzó por reunir el orden político con el orden de la gracia; pero, a diferencia de él, tuvo además la tarea de explicar que la Iglesia podía contribuir al orden de la sociedad civil sin pervertir 73 Inst., vol. II, págs. 773, 787 (IV , xx, 3, 14).

su propia naturaleza. El etos creado por la Iglesia debía ser c¿w7-izador, un etos que habituara al protestante liberado a vivir sometido al orden y la disciplina. E n el sistema calvinista la Iglesia pasó a ser el agente encargado de resolver la inquieta tensión fomentada por la creencia, proveniente de los comienzos de la Reforma, según la cual el hombre era un ser dividido, que moraba en parte en una sociedad de fe, go­ bernada por Cristo, y en parte en la sociedad civil, gobernada por la autoridad temporal. Al resolver la existencia bifurcada del hombre, Calvino retornaba a la sustancia, aunque no a la forma, de la idea medieval de acuerdo con la cual la existencia humana — vivida ya en el nivel espiritual ya en el «material»— era una existencia predomi­ nantemente social y ordenada. Ninguna transición brusca separaba ambos aspectos de la existencia, ya que en ambos el hombre era un ser acostumbrado al poder y las restricciones institucionales y a una vida de civilidad. El resultado de estos esfuerzos fue, no solo impartir al protestantismo una profundidad de comprensión política de que antes carecía, sino ubicar al nuevo movimiento en un pie de mayor igualdad con el refi­ namiento político del catolicismo. Desde la época de las primeras re­ percusiones políticas del protestantismo, el catolicismo había preten­ dido ser más compatible con las exigencias de la sociedad civil. Esta pretensión era, en cierto sentido, profundamente válida. Bajo el go­ bierno de la Iglesia, el creyente se había habituado a las pautas de comportamiento «civil» impuestas por la disciplina eclesiástica, y es­ taba preparado, en consecuencia, para la vida de la sociedad civil. Cuando se advierte esto, es fácil ver que la enfática insistencia de los primeros reformadores en una obediencia casi incondicional a los gobernantes civiles no era más que un tosco intento de eliminar la superioridad política del catolicismo; tosco porque presuponía que los hábitos de la civilidad podían ser resumidos con tanta facilidad. La contribución de Calvino consistió en advertir que las costumbres de civilidad necesarias para la Iglesia eran también esenciales para la vida civil; las exigencias esenciales de orden eran las mismas para ambas sociedades. El entrelazamiento de los órdenes religioso y civil en el sistema de Calvino era simplemente la realización de dos im­ pulsos predominantes en el hombre: uno religioso, el otro social, y ambos unidos por la necesidad de orden. Dos elementos de la concepción calvinista del orden encerraban pro­ fundas consecuencias para el futuro. El primero era la idea de que una sociedad podía estar al mismo tiempo bien organizada, ser discipli­ nada y cohesiva, aunque no tuviera cabeza. Si bien todos los protes­ tantes eran necesariamente antimonárquicos en su convicción de que tina sociedad religiosa podía desarrollarse sin monarca papal, Calvino fue el único que pudo describir los sustitutos institucionales para el Papa. La aplicación política de estas convicciones 110 tuvo sus prime­ ras manifestaciones hasta las guerras civiles inglesas del siglo x v ii , pero la aversión a la monarquía secular se evidenciaba ya en los pro­ pios escritos de Calvino.74 74 Opera, vol. 43, pág. 374, y el estudio de J. T. McNeill, «The democratic eletnent in Calvin’s thought», Church History, vol. 18, septiembre de 1949, págs. 153-71.

La otra idea potencialmente explosiva estaba contenida en la creencia calvinista, según la cual una comunidad se basaba en la pertenencia activa. La unidad derivada de la participación era la respuesta calvi­ nista a la teoría papal de que solo la voluntad exclusiva del pontífice podía garantizar la unidad. La participación era, además, un concepto igualador, ya que la naturaleza del bien buscado por la sociedad estaba destinada a todos los participantes; el cuerpo de Cristo no establecía distinciones de valor entre los miembros. Cuando se dio un sesgo po­ lítico a este concepto de participación, bastó un paso para llegar desde Ginebra hasta los Niveladores ingleses en Putney y la declaración del coronel Rainborough en el sentido de que «el más pobre en Inglaterra tiene una vida que vivir, como el más importante ( . . . ) cualquiera que deba vivir bajo un gobierno debería antes ponerse bajo dicho go­ bierno por su propio consentimiento».75 Ver en este paso la trasformación radical de ideas esencialmente religiosas sería equivocar todo el significado del sistema calvinista, que no necesitaba «trasformarse» para extraer consecuencias políticas, ya que el elemento político se hallaba presente en él desde el comienzo. En el momento mismo en que Calvino captó la importancia del orden, el tema político fue in­ corporado al cuerpo principal de sus escritos, y alcanzó plena expre­ sión en la concepción calvinista de la sociedad de la Iglesia. En la medida en que era un orden gobernante, plenamente institucionali­ zado y provisto de poder, la Iglesia poseía muchas de las cualidades de una sociedad política. Aceptando el punto de vista de que la idea calvinista de la Iglesia fue, en cierta medida, una especie de teoría política, se ilumina mejor la relación entre el cristianismo y el desarrollo del pensamiento político occidental. Uno de los efectos más importantes del cristianismo había sido desalentar la búsqueda clásica de un estado ideal. Para la creen­ cia cristiana, el intento de erigir un sistema político eterno, no afecta­ do por la corrosión del tiempo, había parecido un acto de lése-majesté, un intento de emular la omnipotencia de Dios. Aunque un escritor como Tomás de Aquino, por ejemplo, dedicara considerable atención a la mejor forma de gobierno, esto se hallaba muy lejos de la perspec­ tiva platónica de una regeneración total del hombre a través de me­ dios políticos. E l verdadero equivalente cristiano de las sociedades absolutamente mejores proyectadas por Platón y Aristóteles se halla­ ba en la Ciudad de Dios descrita por Agustín. La sociedad ideal exis­ tía más allá de Ja historia, y no dentro de ella; era una sociedad tras­ cendente, no empírica. La fuerte gravitación que tendría esta idea so­ bre la imaginación occidental surtió el efecto de sublimar el antiguo concepto clásico de la mejor sociedad convirtiéndola en la idea del Reino de Dios. La idea anterior reapareció solo ocasionalmente, en la forma sublimada de la Utopía & de Moro o La ciudad del Sol, =& de Campanella. En los escritos de Calvino, en cambio, resurgió el concepto de la me­ jor sociedad, pero de modo específicamente cristiano y no clásico. Tanto la Iglesia como la sociedad civil se consideraban como órde­ 75 A. S. P. Woodhouse, ed., Puritanism and liberty, Chicago: University of Chicago Press, 1938, pág. 53.

nes sociales que encarnaban determinados valores, pero la Iglesia era, por diversos motivos, la mejor sociedad. Su misión era más elevada; su vida, más social, y sus virtudes, de una más alta dignidad. El víncu­ lo sacramental proporcionaba un tipo de unidad que el orden civil ja­ más podía lograr: «cada uno imparte a todos en común lo que ha re­ cibido del Señor».70 En la sociedad civil, por su parte, la condición necesaria residía en que «los hombres tuvieran posesiones peculiares y específicas».77 La pauta ética — el justum regimen— de una so­ ciedad debía ser buscada en Cristo, mientras que la otra sociedad nunca podía aspirar a mayor bien que la devoción externa. Una so­ ciedad aspiraba a la salvación y el arrepentimiento: era «un vray ordre»; la otra se preocupaba solamente del aspecto público del hom­ bre. Una era, en suma, la buena sociedad; la otra, una sociedad nece­ saria, pero inferior. Pero aunque la Iglesia se situaba como la mejor sociedad en compa­ ración con el Estado, ella misma no era sino la mejor sociedad reali­ zable, no la mejor de modo absoluto. Sobre la sociedad visible de los creyentes se alzaba la Iglesia invisible y eterna, la pura comunión de los santos. Comparada con esta sociedad, la Iglesia visible era una «res carnális» contenida dentro de los límites del tiempo y el espacio. Pero, si bien la mejor sociedad no podía ser realizada por los hombres en la tierra, no estaba del todo desvinculada de lo que estos podían lograr. Una Iglesia y una sociedad civil justamente ordenadas podían guiarse por la misma doctrina que inspiraba la vida de los santos, y si sus intentos no llegaban a satisfacer las normas de la mejor socie­ dad, quizá permitieran lograr, de todos modos, algo de inestimable valor, un tenue atisbo de inmortalidad. Antes de ocuparnos del pensamiento político de Maquiavelo, agregue­ mos unas palabras finales acerca de los reformadores. La filosofía política de Maquiavelo es descrita, en la mayoría de sus aspectos, co­ mo de carácter asombrosamente moderno; para completar lo omi­ tido por él, se suele recurrir a Hobbes. Juntos, se los considera sím­ bolos de modernidad. En las páginas siguientes se intentará explicar la modernidad de estos dos autores; aquí sólo deseo aconsejar que no se exagere el contraste entre ellos y los reformadores. En ciertos as­ pectos decisivos, los reformadores actuaron y hablaron más hacia el futuro que Maquiavelo o Hobbes. Para empezar, hombres como Lutero, Zwinglio y Calvino fueron tanto actores como pensadores, y en el primero de estos papeles experimen­ taron con un modo de acción del cual Maquiavelo y Hobbes descon­ fiaron, pero que es común en la época moderna: todos ellos fueron líderes de movimientos de masas y, como tales, de los primeros en tratar de catalizar a las masas para fines de acción social. Cuando se estudia bajo esta luz a los dirigentes de la Reforma, podemos compro­ bar que sus técnicas y doctrinas eran sumamente adecuadas para crear y alentar la acción popular. La idea del «sacerdocio de los creyentes», por ejemplo, tuvo un éxito notable en cuanto a suscitar la hostilidad de sus partidarios contra toda forma de jerarquía religiosa, es decir, 76 Commentaries on Romans, pág. 459, 77 Inst., vol. II , pág. 272 (IV , i, 3).

en cuanto a proporcionar un foco para el odio; sin embargo, propor­ cionó también un sentido de elevada igualdad entre los creyentes, una jerarquía indiferenciada de masa. Téngase en cuenta, asimismo, que el persistente intento de simplificar las ideas religiosas hasta sus elementos esenciales básicos; el énfasis en la fe o la creencia, más que en el conocimiento racional; la traduc­ ción de la Biblia a las lenguas vernáculas, todo esto tiene las caracte­ rísticas de haber sido ideado para la acción de masas. Ténganse en cuenta, además, las consecuencias políticas de la Reforma como vasto movimiento de rebelión dirigido contra un orden establecido; una rebelión cuyo éxito dependía de radicalizar a las masas que estaban descontentas con las autoridades e instituciones vigentes. Perfeccio­ namiento de las artes de la conducción popular, y tendencia a esfumar el límite entre teología sistemática e ideología popular: fue como si los guardianes se hubieran arriesgado a combinar las funciones m i­ nuciosamente diferenciadas por Platón; el pensador-estadista, para quien el público debía ser amoldado a las exigencias de la verdad, y el político, para quien la verdad debía ser adaptada a las disposicio­ nes y necesidades del público. Apenas si se encuentran rastros de estas ideas en Maquiavelo y H ob­ bes, pese al hecho de que suele considerárselos como precursores del pensamiento político moderno. Su carencia en este aspecto es tan clarificadora por lo que nos dice acerca de este pensamiento como por lo que nos dice sobre Maquiavelo y Hobbes. Si bien Hobbes, por ejemplo, expresó ocasionalmente la esperanza de que se pudiera re ­ ducir la filosofía política a unos cuantos teoremas sencillos, tanto él como Maquiavelo permanecieron fieles a la distinción tradicional entre las rigurosas demostraciones adecuadas para el conocimiento político y los toscos catecismos aptos para la comprensión vulgar. A pesar de todas sus herejías, siguieron siendo empecinadamente ortodoxos en su creencia de que la filosofía política representaba una forma de cono­ cimiento tocante al bien de toda una sociedad y no preparada para atraer el intelecto común de sus miembros. La jerarquía filosófica que Hobbes asignó al conocimiento político fue, en parte, reflejo de la relación directa que aquel veía entre pen­ samiento y acción. Ni él ni Maquiavelo fueron influidos por la gran tentación de la teoría política moderna: de convertir la filosofía po­ lítica en una especie de ideología popular adaptada al apetito y las necesidades organizativas de los movimientos políticos de masas. En su idea del grupo para el cual escribían, Maquiavelo y Hobbes fueron inequívocamente premodernos. El autor moderno tiende a presuponer que el antiquísimo problema de zanjar la brecha entre teoría y práctica puede ser resuelto apelando al grupo dominante en la sociedad. Esto, en la era moderna, significa apelar a un público popular. Como lo ad­ virtió Rousseau, «ya no se trata de hablar a unos pocos, sino al pú­ blico . . .». El estilo y método de Maquiavelo y Hobbes demuestran, en cambio, que eran plenamente conscientes de que se estaban dirigiendo a un público sumamente selecto. Hablaban a sus pares intelectuales y enca­ minaban sus esfuerzos a influir sobre los pocos que ocupaban puestos de poder. Esto quiere decir que ambos autores coincidían con las tra­

diciones clásica y medieval en cuanto a sostener que, dado que la ac­ ción política significaba acción de uno o de pocos, tenía sentido es­ perar que esos pocos escucharan algún día. Esta esperanza mantuvo viva la empresa del conocimiento político como algo que debía ser conocido, no simplemente creído. Gran parte de la teoría política moderna se ha dirigido a un público muy diferente; ha buscado, no a los Borgia ni a los Cromwell, sino a las «masas». En el mismo es­ píritu de Baudelaire, ve en las masas «una enorme reserva de energía eléctrica» que espera ser utilizada; aspira a despertar al gigante dor­ mido, haciéndolo cambiar su función sustentadora por la de agente positivo. Ente enfoque implica una trasformación general, no solo de la acción política, sino también de la filosofía política. Las ideas po­ líticas pasan a ser algo que se debe creer, antes que conocer, la filo­ sofía política deja de ser filosofía para convertirse en literatura popu­ lar; es que la creencia, a diferencia del conocimiento, medra en una mentalidad común. En estas cuestiones, Hobbes era irremediablemen­ te clásico; Lutero, amenazadoramente moderno.

7. Maquiavelo: Actividad política y economía de la violencia

«Esta es la cuestión que se plantea, en definitiva, en cualquier situa­ ción genuinamente moral: ¿Cuál será el agente? ¿Qué clase de carác­ ter asumirá}». John Dewey.

I. A utonomía de la teoría política El impacto de la Reforma sobre los países de Europa occidental dio como resultado una alianza significativa (aunque no siempre promo­ vida a conciencia) entre los grupos que abogaban por la reforma re­ ligiosa y los que se proponían ampliar la independencia nacional. Esto se vio facilitado por la creciente tendencia de los autores religiosos de la segunda mitad del siglo xvi a estudiar teorías y problemas po­ líticos. ¡Calvino emprendió la tarea de reintroducir en la teoría de la Iglesia las categorías políticas, como concomitante necesario de una integración de los órdenes políticos y religiosos. En Inglaterra, Hooker proporcionó al anglicanismo una filosofía que ensalzaba la mezcla de elementos políticos y religiosos y aceptaba la supremacía del rey en cuestiones eclesiásticas. Irónicamente, los puritanos — cuyo concepto de los «dos reinos», según Hooker, subvertía la unidad de la vida política y la religiosa— llegaron a dudar cada vez más de la distin­ ción establecida por ellos mismos. En el siglo siguiente exhibieron un asombroso talento para ampliar las exigencias del reino de la gracia, hasta que el mismo poder político quedó, en forma temporaria, bajo el dominio de los santos. El resurgimiento del lenguaje de la política estuvo vinculado tam­ bién con un creciente sentido de identificación nacional por parte de los apologistas protestantes. El lenguaje de la teoría de la Iglesia, en especial, debió ser remoldeado para adaptarlo a la disolución de la organización universal y la nacionalización de la vida religiosa. Estos dos procesos — la reintroducción de conceptos políticos en el pensa­ miento religioso y el sentido de particularismo nacional— fueron re­ sumidos por Hooker, casi a fines de siglo: « . . . Así como el cuerpo principal del mar es uno solo, pero dentro de diversos recintos tiene diversos nombres, así también la Iglesia se di­ vide, de modo similar, en una cantidad de sociedades distintas, cada una denominada Iglesia dentro de sí ( . . . ) Una Iglesia ( . . . ) es una sociedad, es decir, una cantidad de hombres que pertenecen a alguna hermandad cristiana, cuya ubicación y límites son precisos ( . . . )

Pues la verdad es que Iglesia y nación son nombres que repre­ sentan cosas realmente diferentes, pero estas cosas son accidentes, y accidentes tales que pueden y deben habitar siempre amorosamente en un solo sujeto: por consiguiente, la diferencia, real entre los acci­ dentes representados^ por estos nombres 110 prueba que ellos residan siempre en sujetos diferentes».1 i



La creciente fusión de categorías políticas y religiosas de pensamien­ to fue una acotación intelectual a la difusión del control político so­ bre las Iglesias nacionales. Cuando estas tendencias se sumaron al cre­ ciente vigor de las monarquías nacionales y a una conciencia nacional que surgía, el efecto combinado fue plantear una posibilidad que no había sido seriamente considerada en Occidente durante casi mil años; un orden político autónomo que no admitiera nada superior a él y que, sin dejar de aceptar la validez universal de las normas cristianas, fuera inexorable en sostener que su interpretación debía ser una cues­ tión nacional. Sin embargo, mientras que la Europa de la Reforma podía aceptar la práctica de un orden político autónomo y discrepar primordialmente sobre quién debía controlarlo, era mayor la renuen­ cia a explorar la idea de una teoría política autónoma. En tanto la teoría política contuviera un elemento empecinadamente moral, y en tanto los hombres identificaran los imperativos categóricos últimos con la enseñanza cristiana, el pensamiento político se resistiría a que­ dar despojado de imágenes y valores religiosos. Aun cuando los hom­ bres hubieran estado dispuestos a dudar de que la ética fuera funda­ mental para la actividad política; aun cuando, como Sir Thomas Smith en el siglo xvi, se hubieran preguntado si el argumento de Trasímaco estaba «tan lejos de la verdad (si se lo entendía civilmente) como lo pretendía Platón»,2 es dudoso que la teoríar política pudiera haber evitado el contagio del pensamiento religioso.¡Como otras for­ mas de discurso, la teoría política es significativa únicamente cuando es inteligible. La inteligibilidad de las ideas de un teórico depende de que rinda tributo a las convenciones tácitas de su época, aun cuan­ do se haya propuesto explorar sus límites exteriores.3 En la Europa occidental del siglo xv 1 , el precio de la persuasión era definido por un público comprometido con la religión. Esto había si­ do reforzado por el hecho de que, cualquiera que haya sido el res­ paldo dado a la reforma religiosa por impulsos económicos y naciona­ les, los ataques más sostenidos contra la Edad Media habían sido ex­ puestos, en gran medida, en el lenguaje de la religión. Esto quería decir que el teórico político no podía descartar la religión, sino sola­ mente adoptar diferentes actitudes hacia ella. Antes de que se pudie­ ra modificar las convenciones que controlaban el discurso político, fue necesario que la intensidad de las convicciones religiosas en el público fuera minada por el escepticismo, la indiferencia y, sobre todo, por 1 O f the lauis of ecclesiastical polity, I I I , i( 14); V III, i(5 ). 2 De República Anglortim, L. Alston ed., Cambridge: Cambridge University Press, 1906, lib. I, cap. 2, pág. 10. 3 Véanse los sugestivos comentarios sobre este problema, tal como se presenta en la literatura: R. P. Blackmur. Form and valué in modera poetry, Nueva York: Anchor, 1957, págs. 35-36.

décadas de enconadas y costosas guerras religiosas. De modo similar, la importancia práctica de las ideas políticas se vinculaba estrechamen­ te con la religión, aunque solo fuera porque la inquietud religiosa pre­ sentaba una de las principales amenazas a la estabilidad política. Aun­ que los nuevos estados europeos fueran políticamente autónomos en el sentido práctico de que eran independientes del control de institu­ ciones religiosas, no podían permitirse el ser indiferentes con respec­ to a la religión. Hacía siglos, además, que las sociedades políticas occidentales confiaban en costumbres de civilidad cuyo contenido y sanciones inhibitorias, provenían del cristianismo. Todavía a fines del siglo x v iii , erastianos convencidos,* como Voltaire, temían al intento de gobernar una sociedad en la cual la ética cristiana había perdido su asidero.4 El nacionalismo y el patriotismo no habían alcanzado aún la posición que les permitiera extraer de sus propios^ecursos un có­ digo de conducta cívica independiente de la religión.! Por todas estas razones, el lenguaje y los conceptos de la teoría política, tal como se desarrollaron durante la Reforma, no podían romper de modo defi­ nitivo el círculo de posibilidades trazado por el pensamiento y los pro­ blemas religiosos. Si la promesa de una teoría política autónoma no podía ser cumplida dentro del marco intelectual establecido por la Reforma, su evolución debe ser buscada, en cambio, en un medio no agitado por trastornos religiosos, en el cual las convenciones de discurso moldeadas por la Edad Media eran cuestionadas por modos de pensamiento no teoló­ gicos. Tal situación existía en Italia durante el siglo xvi. Allí los in­ telectuales dedicaban cada vez más sus energías a la exploración de nuevos ámbitos de indagación, sin que los distrajeran interminables polémicas religiosas. El enfoque intelectual predominante ya no era moldeado por influencias.religiosas; al mismo tiempo, el poder de las instituciones religiosas había comenzado a retroceder, o — más exac­ tamente— el poder de la Iglesia tenía importancia no como extensión de su misión espiritual, sino por su función en la .actividad política interna de la península itálica. Esta conjunción de factores creaba la oportunidad para que los fenómenos políticos surgieran de modo más marcado y nítido. La falta de unidad nacional, la inestabilidad de la vida política en las ciudades-estados italianas, y el fácil acceso a niveles sociales elevados y al poder que tentaban al aventurero político se sumaban para hacer de la dimensión política de la existencia algo necesario que se encon­ traba por todas partes. Moverse en un plano por completo político exigía forzosamente descartar modos de pensamiento heredados de una época anterior, en que la actividad política estaba rodeada estre­ chamente por una cosmovisión religiosa. Casi un siglo antes de que * Se refiere a la doctrina de Tomás Erasto (1524-1583), quien sostenía el do­ minio jde la autoridad civil en cuestiones penales y se oponía al poder punitivo de la iglesia. ( N . del R. T .) 4 «Qué otro control puede hallarse para la codicia, para las fechorías secretas e impunes, que la idea de un amo eterno que nos ve y juzga hasta nuestros pensa­ mientos más íntimos. No sabemos quién fue el primero en enseñar al hombre esta doctrina. Si lo conociera, y estuviera seguro de que no abusaría de él ( . . . ) yo mis­ mo le construiría un altar». Voltaire, Oeuvres completes, París: Moland, 52 vols., 1883-1885, vol. 28, págs. 132-33.

fuera escrito El príncipe, * se había desarrollado en el pensamiento político italiano una tradición viable de «realismo»', Si bien estos autores de principios del quattrocento se habían preocupado-sobre todo por aquilatar los méritos relativos de monarquías y repúblicas, y por evaluar la vida de acción comparada con la vita contemplativa predicada por el sabio humanista,5 el aspecto más significativo de la controversia fue la ausencia de polémica religiosa, que permitió a los teóricos confrontar cuestiones como las del orden y el poder en tér­ minos,_casi estrictamente políticos. __ En _d pensamiento político de Maquiavelo] estas ^posibilidades laten­ tes fueron abordadas y convertidas en base del/prim er gran experi­ mento de teoría política «pura». El manifiesto elaborado por él para ia nueva ciencia reflejó la creencia de que, para poder analizar de mo­ do coherente los fenómenos políticos, era necesario liberarlos antes de las ilusiones que los envolvían, entretejidas por las ideas políticas del pasado. «Y porque sé que muchos han escrito sobre este tema [el del prín­ cipe], temo que al escribir yo también, se me considere presuntuoso, porque, al examinarlo, me aparto por completo de los principios es­ tablecidos por mis antecesores. Sin embargo, como mi objetivo es es­ cribir algo útil para un lector atento, creo más eficaz volver a la ver­ dad práctica del tema que depender de mis fantasías al respecto».6 En su condena de las grandes filosofías políticas del pasado,, no ins­ piraba a Maquiavelo ninguna objeción filosófica formal. Aquella se basaba, en cambio, en la convicción de que los conceptos heredados por el pensamiento político habían perdido significado porque ya no se referían a fenómenos verdaderamente políticos. Mientras que el pensamiento político medieval había hecho de las instituciones ecle­ siásticas un punto focal y decisivo de sus indagaciones, como conse­ cuencia de lo cual sus conceptos habían quedado imbuidos de imáge­ nes e ideas religiosas, Maquiavelo sostenía que los gobiernos eclesiás­ ticos no eran motivo de preocupación para la nueva ciencia. Otros 5 Véase, en general, H . Barón, The crisis of the early lid ia n Renaissance, Prin­ ceton: Princeton University Press, 2 vols., 1955; Humanistic and political literature in Florence and Venice al the beginning of the Quattrocento, Cambrid­ ge, Mass.: H arvard University Press, 2 vols., 1955; «Das Erwachen des historischen Denkens in Humanismus des Quattrocento», Historische Zeitschrift, vol. 147, 1932, págs. 5-20. También es pertinente, respecto de los antecedentes del pensamiento de Maquiavelo, A. H . Gilbert, Machiavelli’s «Prince» and its forerunners, Durham: University of N orth Carolina Press, 1938; L. K. Born, The education of a Christian prince, Nueva York: Columbia University Press, 1936, «Introducción». 6 Prince, XV (1 ). Salvo indicación en contrario, hemos utilizado la traducción de A. H . G ilbert, «T he prince» and other works, Nueva York: Hendricks House, 1946, que será citada como Prince, El número entre paréntesis, arriba, se refiere al párrafo del capítulo en dicha edición. Se discute mucho si, en los pasajes arriba citados, los «predecesores» mencionados eran autores clásicos o medievales, como Dante, o publicistas más recientes, del siglo xv. Véanse diversos puntos de vista sobre este problema en: L. A. Burd, ed., II Principe, Oxford: Clarendon Press. 1891, pág. 282; F. G ilbert, «The humanist concept of the prince and The prince of Machiavelli», Journal of Mó­ dem History, vol. 11, 1939, págs. 449-83, pág. 450, nota 3.

críticos del papado, como Marsílio y Lutero, lo habían estigmatizado por ser demasiado político; Maquiavelo, en cambio, lo acusaba de no ser lo bastante político como para justificar la atención de la teoría política. En sus mordaces palabras, tales regímenes mantienen sus . príncipes en el poder cualquiera que sea «su manera de actuar y vivir». «Son estos los únicos príncipes que tienen Estados y no los defien­ den; súbditos y no los gobiernan; sin embargo, nunca pierden sus Estados por no defenderlos, y sus súbditos no objetan por no ser gobernados; no sueñan en apartarse de la Iglesia, ni pueden hacerlo. Solamente estos principados, pues, son seguros y felices; pero, dado que los protegen causas superiores, a las cuales no alcanza la mente humana, omitiré hablar de ellos, porque, dado que son mantenidos y establecidos por Dios, abordarlos sería propio de un hombre pre­ suntuoso y vanidoso».7 Aunque sería interesante examinar si Maquiavelo opinaba que el go­ bierno papal estaba más allá del alcance de la teoría política o que, en cambio, no merecía ni siquiera su desprecio, lo importante es que sus antipatías eran fruto de una idea sumamente lúcida acerca de cuá­ les eran las cuestiones pertinentes a la teoría política.8 Si se negaba significación política al papado, el lenguaje de la teología política me­ dieval pasaba a ser superfluo para las necesidades de la nueva ciencia. E n este aspecto, la teoría política debía contribuir a una de las ten­ dencias fundamentales del Renacimiento: la proliferación de áreas in-_ dependientes de indagación, cada una resuelta a establecer su autono­ mía, cada una preocupada por elaborar un lenguaje explicativo ade­ cuado para un conjunto particular de fenómenos, y cada una actuan­ do sin la intervención del clero. Este proceso, a la larga, presentaba una amenaza mucho más seria para la cosmovisión unificada de la Edad Media que todas las groserías anticristianas. La mayoría de los comentaristas modernos no han aducido la ruptura con los modos medievales de pensamiento como única razón para acla­ mar a Maquiavelo como primer pensador político auténticamente mo­ derno. Han aducido, con todo acierto, su rechazo de normas tradicio­ nales como la ley natural, y la exploración de un método pragmático de análisis concentrado casi exclusivamente en cuestiones de poder. A esto nosotros hemos agregado la sugerencia de que la modernidad de Maquiavelo residió también en el intento de excluir de la teoría, política todo lo que no parecía ser estrictamente político. Si bien la religión fue la más importante víctima de este principio de exclusión, hubo otras igualmente significativas, aunque de tipos muy diferentes. Vale la pena, a este respecto, examinar la hostilidad de Maquiavelo 7 Prince, X I (1 ). Al examinar este capítulo en Machiavelli’s «Prince» . . . (op. cit., págs. 60-61), G ilbert omite todo análisis de este pasaje. Esta omisión lo lleva a sostener, erróneamente, que Maquiavelo está tan dispuesto a aconsejar a un Papa con inclinaciones políticas como a cualquier otro príncipe, tal vez creyendo posible que la liberación de Italia proviniera de un príncipe de la Iglesia. 8 El desprecio de Maquiavelo hacia el gobierno papal no debe ser interpretado, por supuesto, como una inadvertencia respecto de la importancia del papado en la diplomacia italiana y extranjera.

contra los gobernantes hereditarios, y su hondo desprecio de la no­ bleza. La importancia de éste examen no se relaciona con el lenguaje y conceptos de la nueva ciencia, sino con sus sesgos políticos y socia­ les. Dado que la nueva ciencia era hostil a los príncipes hereditarios y a la aristocracia, no se la podía acusar de ser una mera ideología destinada al propósito de racionalizar estos intereses particulares. Por otro lado, si la nueva ciencia se desvinculaba de aquellos, ¿dónde podía hallar aliados para la tarea reformadora? Quizá podamos cla­ rificar un poco estas cuestiones examinando la actitud de Maquiavelo respecto de la nobleza y el principio del gobierno hereditario. La antipatía hacia los monarcas hereditarios se vinculaba con la eva­ luación hecha por Maquiavelo de la crisis que se venía desarrollando en las ideas de autoridad y legitimidad. Intuía correctamente que, en los siglos recientes, los rápidos cambios de formas institucionales, es­ tructuras sociales y tipos de conducción habían hecho caducar las ideas anteriores de legitimidad. Había surgido un mundo político alK don­ de el principio hereditario y la mayoría de las formas de tradiciona­ lismo perdían asidero de modo creciente^ Pese a que continuaban existiendo sistemas hereditarios viables — p. ej. en Francia— , Ma­ quiavelo afirmaba que su importancia para la teoría política era esca­ sa. Según dijo, «un nuevo gobierno principesco tropieza con dificul­ tades», pero «los Estados hereditarios, habituados a la familia de sus príncipes, son mantenidos con menos dificultades que los nuevos».9 Así, un sistema hereditario, que presuponía por definición una situa­ ción sin cambios, en la cual las lealtades y expectativas de los súbditos permanecieran más o menos constantes, no requería habilidades ni conocimientos especiales, y por ello no presentaba un verdadero de­ safío a la ciencia política.10 Un dominio recién adquirido, por su par­ te, era conservado o perdido estrictamente de acuerdo con el grado de habilidad del gobernante. Este último representaba, entonces, una forma de actividad política más pura, en la cual los factores acciden­ tales cumplían un papel secundario.11 Esta diferencia se reflejaba asi­ mismo en las posibilidades comparativas de virtü. Un príncipe here­ ditario tenía pocas oportunidades de grandeza, ya q u ed a gloria era más posible cuando se conquistaba el poder que cuando se lo here­ daba. El monarca hereditario se exponía a sufrir una «doble humi­ llación» si «habiendo nacido príncipe, pierde su dominio por no ser prudente». Por añadidura, a un príncipe que habiendo disfrutado de un largo reinado sufría luego un súbito revés, se le negaba incluso el consuelo de atribuir su caída a la fortuna. Era evidente que, adorme­ cido por la seguridad, no se había preparado adecuadamente para las contingencias políticas que aquejan a todos los regímenes.1- El prín­ cipe nuevo, en cambio, tenía la posibilidad de una «doble gloria»: 9 Prince, I I (2 ); I I I (1 ). The discourses on the first ten books o f Titus Livius, trad. al inglés por L. J. Walker, New Haven: Yale University Press, 2 vols., 1950, lib. I, ii (9-10), ix (3 ). E l número entre paréntesis se refiere a los pá­ rrafos de Walker. 10 Prince, I, passim. Véase también X IX (18), donde Maquiavelo desdeña lla­ mar nuevo a un gobierno en particular debido a que este conserva mucho del viejo. 11 Ibid., V I (2 ). 12 Ibid., X X IV (3 ).

podía fundar un nuevo reino y experimentar el júbilo estético de im ponerle el sello de su propia personalidad; algo inevitablemente ne­ gado al gobernante hereditario, cuyo poder dependía de que honrara 3os ordenamientos existentes.13 Desdeñando el principio hereditario, Maquiavelo ofrecía la nueva cien­ cia del arte de gobernar como alternativa al antiguo principio de'legi­ timidad, prometiendo audazmente hacer que «un nuevo príncipe pa­ recieraviejo», y «lograr que se sintiera de inmediato más seguro y firme en su reino que si hubiera envejecido en él».14 La nueva cien­ cia reflejaba, en esta medida, una era de movilidad social extrema, una «era de bastardos», como la llamó Burckhardt. AI servir a los nuevos hombres que se precipitaban en procura de poder, posición social y gloria, la nueva ciencia actuaba como gran nivelador,'elevan­ do la situación comparativa de quienes enfrentaban con su capacidad el derecho nerecutario.10 Esto, dicho sea de paso, explica en parte el gran peso asignado por Maquiavelo a las artes militares: como expli­ có, un conocimiento de los métodos bélicos no solo era útil para quie­ nes nacían príncipes, sino que «permite que los hombres asciendan desde posiciones humildes a esa [misma] jerarquía».16 En el hombre nuevo, el arriviste político, pintó Maquiavelo un nota­ ble retrato de una figura que sería frecuente en la actividad política moderna. Este nuevo hombre era el retoño de una época de incansa­ ble ambición, de rápida trasformación de las instituciones y veloces cambios de poder entre los grupos de élite. Simbolizaba, en resumen, el fluir de la actividad política, su fugacidad y su carácter intermina­ blemente continuo. El gobernante hereditario, en cambio, represen­ taba el principio anacrónico según el cual las situaciones fijas y los ordenamientos permanentes eran esenciales en la actividad política. En el fondo, entonces, la inclinación de la nueva ciencia hacia el «nue­ vo príncipe» y contra elhereditario se basaba en la convicción de que el primero era una imagen más verdadera de la naturaleza de la acti­ vidad política. Sin embargo, la cuestión de si era un agente más se­ guro para la aplicación de la nueva ciencia quedará reservada para después de que hayamos examinado la argumentación de Maquiavelo contra la nobleza. Dijo Maquiavelo: «Los apetitos humanos son insaciables, ya que, por naturaleza, estamos constituidos de modo que no hay nada que no podamos anhelar, mientras que nuestra suerte es ser tales que apenas podemos lograr unas pocas de esas cosas. Como resultado, el espíritu humano está siempre descontento . . ,».17 Maquiavelo creía que esta forma de descontento era el vicio particular de los nobles, quienes no se satisfacían con menos que la dominación total.18 Esto, sin em­ bargo, ya no era factible, debido a que la prolongada experiencia de libertad cívica había alentado las expectativas del ciudadano común, 13 Ibid., X XIV ( I ) . 14 Ibid. 15 Ibid., V I (2 ). Véase el análisis de Severtus (X IX , passim) y los comentarios acerca de los hijos de Francesco Sforza [X IV (2 )]. 16 Ibid., X IV ( I ) . ’ 7 Discourses, II . prefacio (7 ). 18 Ibid., I, xl (10); I I I , xi ( I ) .

quien consideraba justo que sus propios deseos fueran tratados en un pie de igualdad con los de los demás. No era posible armonizar los intereses y ambiciones de ambos grupos, ya que uno exigía preferen­ cia, y el otro, igualdad. Esta contradicción no era tanto lógica como política. Debido a su carácter, la acción política tenía que ser em­ prendida en un «campo» limitado, en el cual escaseaban los objetos de interés y ambición. A diferencia de otros campos de acción, la actividad política era atormentada por el dilema entre bienes limita­ dos y ambiciones sin límites.19 El ¡problema de la escasez y la ambición — que Hobbes, en el siglo siguiente, ubicaría en el centro de la teoría política— condujo a su vez a la cuestión de la desigualdad. Aquí aparece de nuevo Maquia­ velo elaborando la actitud que iba a caracterizar la teoría política mo­ derna: la nueva ciencia era fundamentalmente hostil a las distinciones sociales y, en particular, al principio aristocrático. Según el enfoque de Maquiavelo, uno de los índices de una sociedad corrupta era la existencia de una difundida desigualdad social y económica y de una alta burguesía parasitaria, que rechazaba sus obligaciones sociales y se entretenía en frecuentes incursiones armadas en la campiña circun­ dante, donde destruía e interrumpía la paz. Esta antipatía hacia los gentiluornini y los grandi derivaba, en parte, de la convicción repu­ blicana de Maquiavelo en el sentido de que una condición de gran desigualdad era perjudicial para una república; pero también era fa­ vorecida por la opinión de que sociedades más simples, como los esta­ dos alemanes, donde regía la igualdad, eran más susceptibles a la in­ fluencia formadora de la nueva ciencia.20 La inclinación contraria a la nobleza encerraba otra consecuencia, que fue más plenamente ela­ borada por H obbes: que el tipo cualitativo de distinciones inherente a una sociedad aristocrática era menos compatible con la nueva cien­ cia que una sociedad en la cual se pudiera analizar a los hombres co­ mo entidades provistas de capacidades y perspectivas similares. Como más adelante señalaremos, el gran descubrimiento de Maquiavelo fue que una masa uniforme podía ser más fácilmente analizada en teoría y manipulada en la práctica que un cuerpo social diferenciado 21 En páginas posteriores se analizará en mayor detalle la orientación de Maquiavelo hacia la masa, lo cual, como procuraremos demostrar, fue acompañado por un creciente desencanto respecto del nuevo príncipe como instrumento de la nueva ciencia. Lo que aquí se debe destacar, sin embargo, es que estos procesos no significaban de ningún modo una «democratización» de la teoría política que la convirtiera en un cuerpo de conocimiento específicamente destinado a promover los in­ 19 The hisiory of Florence, **„ Londres: Bohn, 1854, I I I , iii (pág. 125); Dis­ courses, I I , prefacio (6-7). 20 Ibid., I, lv (6-8, 9). 21 H e utilizado la palabra «masa» aquí, y en otras partes, a fin de expresar el sentido de un cuerpo de materia cuyos elementos son en gran medida indiferenciados, y controlables en conjunto. No hace falta decir que esta palabra no está destinada a sugerir «una sociedad de masas» en el sentido que encierra esta frase en la sociología y ciencia política contemporáneas. Un buen ejemplo del signifi­ cado que tiene en este ensayo aparece en La historia de Florencia, donde Ma­ quiavelo describe al pueblo diciendo que es lento para generar movimiento, pero que una vez alerta, cualquier insignificancia lo incita [V I, v (285)].

tereses del pueblo. En cambio, la nueva ciencia tenía como caracterís­ tica fundamental el ser separable de los intereses de cualquier partido. Esto lo puso en claro Maquiavelo en la Dedicatoria de El principe. Después de alegar que la novedad ( varietá) y seriedad (gravita) de su tema podían servir para disculpar su presuntuosidad al ofrecer direc­ tivas a los príncipes, Maquiavelo pasaba a comparar al escritor polí­ tico con un paisajista que podía ejecutar mejor su tela ubicándose en el valle para expresar con fidelidad las imponentes montañas, y que, a la inversa, podía esbozar mejor el valle situándose en las alturas. En esta metáfora, el valle simbolizaba al pueblo; las montañas, al príncipe; el teórico político, como pintor, era superior a uno y otro, ya que podía moverse con igual facilidad a cualquier posición y era capaz de recetar para ambos. Esta misma cuestión fue expresada de modo levemente distinto en la Historia de Florencia. *** La técnica de Maquiavelo consistía en esta­ blecer una situación en la cual se enfrentaban intereses de clase, pa­ sando luego a exponer, por boca de algún portavoz partidario, la me­ jor argumentación posible a favor de cada grupo interesado.22 Cual­ quiera que fuese el partido, proletario o patricio, la versatilidad de la nueva ciencia le permitía situarse imaginariamente en cualquier po­ sición particular, analizando los problemas tal como aparecían desde esa perspectiva e indicando el curso de acción que satisfaría el interés en cuestión. Tal vez la prueba más dramática de la capacidad de la nueva ciencia para evitar una «sobreidentificación» con un grupo de adeptos determinado haya sido proporcionada por el análisis que llevó a cabo Maquiavelo acerca de diversos problemas de política interna­ cional. Aquí, además, la nueva ciencia demostró ser capaz de situarse en cualquier posición, aun la de los peores enemigos de Italia, diag­ nosticando la situación desde ese punto de vista, enunciando las al­ ternativas y aconsejando las mejores medidas.23 Esto permite com­ prender por qué muchos críticos han sostenido que Maquiavelo su­ puso erróneamente que la política internacional era una simple partida de ajedrez, con lo cual descuidó aspectos que no podían ser reducidos a dichos términos. Pero también se podría sugerir que esto era inevi­ table, dada la índole versátil e imparcial de la nueva ciencia: en efecto, la esencia del ajedrez reside en que es una Rienda aplicable a cualquier lado del tablero^ Se puede formular esto de otro modo di­ ciendo que la ubicación privilegiada buscada por Maquiavelo para la teoría política debía provenir de que la inspiraba una orientación pro­ blemática, antes que ideológica. Un problema tiene varias facetas; una ideología, u.n foco central. Podríamos resumir las anteriores observaciones diciendo que, en la concepción de Maquiavelo, la teoría política podía suministrar un 'conjunto de técnicas útiles para cualquier grupo; pero, como también hemos visto, no todo grupo era considerado igualmente útil para la nueva ciencia. Ambas consideraciones determinaban ciertos tipos de compromiso: nos ocuparemos ahora de estos y sus interconexiones. 22 History, II , viii (92-93); I I I , iii (128-29), IV, iü (172-73); V I, iv (278-81). 23 Véase el famoso análisis de los errores cometidos por Luis X II en su inva­ sión de Italia; Prince, I I I (9 ).

Existe una persistente imagen de Maquiavelo como lúcido realista, dedicado a librar de confusos ideales al pensamiento político, con tan poco apasionamiento moral como el hombre de ciencia en su adhesión a los métodos objetivos.24 Es cierto que Maquiavelo ofrece material de sobra para este retrato. Su desafiante anuncio de que se proponía abrir en el análisis político una «nueva senda», una que «llegaría a la verdad práctica ( verita effettuale) de la cuestión», ha sido aceptado como núcleo central de su sistema.23 No obstante, el brusco cambio de estilo surgido en el último capítulo de El príncipe suscita ciertas dudas acerca de esta evaluación. El lenguaje ya no era el de una apre­ ciación realista y un consejo imparcíal, sino el de un ferviente nacio­ nalismo que culminaba en el alegato por una cruzada para unificar a Italia. Algunos estudiosos serios han sostenido que dicho capítulo fue agregado con posterioridad al cuerpo principal del texto; sin em­ bargo, esto no elimina el hecho de que Maquiavelo escribió el capítu­ lo, y de que nunca evidenció turbación alguna por haberlo incluido en su precursora obra.36 Solo se puede considerar superfluo el último capítulo, si se presupone que combinar realismo y pasión en una teo­ ría política es una excentricidad. Si se descarta ese supuesto, en cam­ bio, es posible advertir que el realismo objetivo y el nacionalismo apasionado eran la expresión de dos tipos diferentes de compromiso por parte de Maquiavelo. En tal caso, queda por explorar no'solo su naturaleza, sino también el tipo de lenguaje adecuado para cada uno. Como ya hemos indicado, cuando Maquiavelo intentó describir los males políticos de Italia, recurrió al lenguaje de la pasión moral. Dijo entonces que la situación de Italia era «más esclavizada que la de los hebreos, más oprimida que la de los persas y más dispersa que la de los atenienses; sin una cabeza, sin orden, vencida, despojada, 24 El mejor estudio sobre Maquiavelo a partir de esta posición es el de L. Olschki, Machiavelli the scientist, Berkeley, 1945. También son útiles H . Butterfield, The statecraft of Machiavelli, Londres: Bell, 1940, pág. 59 y sigs.; E. Cassirer, T he rnyth of the State, ik New Haven: Yale University Press, 1946, caps. X -X II; J. Burnham, T he Machiavellians, Nueva York: Day, 1943, parte I I ; A. Renaudet, Machiavel, París: Gallimard, 6a. ed., 1956, págs. 12-13, 119 y sigs. (para una interpretación de Maquiavelo como «positivista»). Véanse las objeciones a esta opinión en J. H . Whitfield, Machiavelli, Oxford: Blackwell, 1947, esp. el cap. I. Una evaluación amplia y crítica del volumen de W hitfield es la efectuada por M. M. Rossi en Modern Language Review, vol. 44, 1949, págs. 417-24. H ay una reseña de las interpretaciones actuales en W . Preiser, «Das Machiavelli-Bild der Gegenwart», Zeitschrift fiir die Gesamte Staatswissenschaft, vol. 108, 1952, págs, 1-38. 25 II Principe, XV, pág. 283 (línea 5) en la edición de L. A. Burd, op. cit.-, será citada en adelante como I I Principe, 26 Como muestra de la literatura referente a este problema, véase F. Meinecke, Niccolo Machiavelli, Der Fürst und kleinere Schriften, Berlín, 1923, págs. 7-4/; E. Cassirer, op. cit., págs. 142-43; L. A. Burd, op. cit., pág. 365, nota 19; F. G ilbert, «The humanist concept of T he prince of Machiavelli», Journal o f Mo­ dern History, vol. 11, 1939, págs. 449-83, pág. 481 y sigs.; y del mismo autor, «The concept of nationalism in Machiavelli’s Prince», Studies in the Renaissance, vol. I, 1954, págs. 38-48. Véase un examen general de los usos lingüísticos de Maquiavelo en F. Chiappelli, Studi sul linguaggio del Machiavelli, Florencia, 1952.

lacerada e invadida . . .».27 El tema cobra vigor cuando Maquiavelo adopta, de modo implícito y, aparentemente, sin intención consciente, el lenguaje de la religión: como el corpus Christi, Italia ha sido con­ denada a sufrir desunión para purgar los pecados anteriores de aque­ llos cuya existencia simbolizaba. Era «necesario» que Italia, como las antiguas naciones, sufriera devastación y esclavitud antes de ser re­ dimida ( redenzione). Habiendo evocado la imagen de un cuerpo po­ lítico doliente, Maquiavelo ofrecía luego una especie de letanía al sal­ vador político sobre quien descansaba la -esperanza de la futura re­ dención de Italia: «Y aunque, antes de esto, ciertas personas mostraron señales de las cuales se podía inferir que Dios los había elegido para salvar a Italia, luego se vio que, en la corriente plena de la acción, la Fortuna los desechaba. Italia, pues, sigue sin vida, aguardando al hombre, quien­ quiera pueda ser, que curará sus heridas ( . . . ) y la sanará de esas lla­ gas que se ulceran desde hace tanto tiempo. Se la puede ver rogando a Dios que envíe alguien a redimirla de estos crueles y bárbaros in­ sultos. [ Y entonces, después de insistir en que basta con que el libe­ rador adopte los métodos antes propuestos, Maquiavelo presenta su propia versión de una profecía del Antiguo Testamento.] Tenemos ante nuestros ojos, recursos extraordinarios e insólitos, preparados por Dios. El mar se ha dividido. Una nube os ha guiado en vuestro camino. Del peñasco ha brotado agua. H a llovido maná. Todo se ha unido para haceros grandes. Lo demás está en vuestras manos ha­ cerlo»?8 Esta visión culmina en la promesa de la jubilosa recepción que aguar­ da al salvador-príncipe (redentore), una promesa de poder y gloria sin Getsemaní: «No puedo expresar con cuánto amor sería recibido en todas las pro­ vincias que han padecido estos diluvios extranjeros; ¡con cuánta sed de venganza, con qué firme fe, cuánta devoción, cuántas lágrimas! ¿Que puertas se le cerrarían? ¿Qué pueblos le negarían obediencia? ¿Qué envidia se le opondría? ¿Qué italiano se negaría a seguirlo?».20 Es evidente aquí que formas anteriores de emoción y lenguaje religio­ sos han sido traspuestos y sublimados en las nuevas imágenes de lo nacional. Y siguiendo, como lo hacen, los consejos técnicos ofrecidos en los capítulos previos de El príncipe, la conclusión sugerida es que la nueva teoría política no estaba contenida en sí misma, sino que ex­ traía su impulso de la inspiración nacional, un impulso que Maquia­ velo no podía comunicar sino por medio del lenguaje, más antiguo, de la emoción y el pensamiento religiosos. El elemento religioso que 27 Prince, X X V I; pág. 95 de la trad. de L. Ricci y E. R. P. Vincent, en la edi­ ción de la Moderri Library, Nueva York: Random House, s. f. 28 Ibid., X XV I (2 ). H e modificado levemente la traducción. Véase también el estudio de K. Burke, A rhetoric of motives, Nueva York: Prentice-Hall, 1950, págs. 158-66. 29 Prince, X X V I (6).

acompañaba a la nueva teoría política 110 se limitaba únicamente al nacionalismo de Maquiavelo, sino que reaparecía en la idea de un principio vital inherente a las sociedades políticas. Maquiavelo clasi­ ficaba una sociedad política entre esos tipos de cuerpos que solo po­ dían evitar la desintegración repitiendo cierto rito de renovación.30 En el caso de cuerpos mixtos o compuestos — y es significativo que aquí Maquiavelo haya reunido las repúblicas y los grupos religiosos organizados— era posible obtener la renovación recurriendo al prin­ cipio originario, lo cual se podía lograr con medidas internas o a tra­ vés del impacto de alguna fuerza exterior. Con el tiempo, sin embar­ go, la única forma de impedir la decadencia era volver a su arche o principio fundamental. Maquiavelo prevenía de que en una república sería necesario un impacto para que los hombres volvieran a tomar conciencia de la base original de su sistema político, y esto no debía ser demorado más de diez años, pues, de lo contrario, la corrupción habría penetrado tan profundamente que el cuerpo político sería irre­ dimible.31 Esta idea de un principio revivificador recordaba sobremanera los usos eucarísticos. Como resultado, en parte, de la influencia de Maquiave­ lo, fue trasladado a la teoría política posterior, sobre todo entre los constitucionalistas. Harrington, que llamó a Maquiavelo «el único po­ lítico de las épocas recientes», sostuvo que una república que se atu­ viera a sus leyes básicas tendría asegurada la inmortalidad.32 La idea de la ley fundamental — que tan gran papel jugó- en los debates polí­ ticos e institucionales en la Inglaterra del siglo x v n , y en las poste­ riores ideas de una constitución escrita— ha preservado la idea de una fuerza vivificante cuya observancia garantizaría el mantenimiento del vigor del cuerpo político.33 30 Discourses, I I I , i (1-3). 31 Ibid.¿ I I I , i (3-5). 32 Adviértase el lenguaje utilizado por Harrington en el siguiente fragmento: «Formar un gobierno es crear una criatura política sobre la imagen de una cria­ tura filosófica; o es infundir el alma o facultades de un hombre en el cuerpo de una m ultitud ( . . . ) El alma de un gobierno ( . . . ) es, hasta la últim a pizca, tan necesariamente religioso como racional». A system of politics in The Oceana and other works of James Harrington, J. Toland, ed., Londres, 1737, págs. 499-500. Pueden hallarse observaciones semejantes en A. Sidney, W orks, Londres, 1772, págs. 124, 160, 406, 419. E n Z. S. Fink, The classicd republicans (Evanstons: N orthwestern University Press, 1945) hay un buen examen de la relación entre Maquiavelo y estos autores del siglo xvn. 33 El estudio de J. W . Gough, fundam ental law in English constitutiond hhtory (Oxford: Clarendon Press, 1955) es, en gran medida, como lo sugiere su título, un estudio sobre el pensamiento jurídico en un sentido estricto. Pero en las citas de las págs. 100, 121-22, vemos ideas similares a las expuestas aquí. La abundante literatura panfletaria del período anterior a la Guerra Civil y duran­ te esta contiene numerosos ejemplos de la tesis antedicha. Tanto parlamentarios como realistas infundieron matices religiosos a la idea de ley fundamental. Véan­ se ejemplos en M. A. Tudson, The crisis of the constitution, New BrunswickNew Jersey: Rutgers Üniversity Press, 1949, págs. 53-54, 62-63, 193-94, 338, 360; F. D. 'Wormuth, The royal prerogative, 1603-1649, Ithaca: Cornell Univer­ sity Press, 1939, págs. 6, 8. Én el pensamiento político de la Revolución Norte­ americana, se identificó frecuentemente el principio fundamental con el pueblo. James "Wilson, por ejemplo, menciona el «único gran principio, al que bien pue­ do llamar el principio v itd , que difunde animación y vigor a través de todos los otros. El principio al cual me refiero es este: que el poder supremo o soberano

Hemos sugerido que en el pensamiento de Maquiavelo existía nn importante sustrato de sentimientos e imágenes religiosos, que se tor­ naba evidente sobre todo cuando aquel se refería al tema del resurgi­ miento nacional. Pero en las partes de sus escritos donde predomi­ naba lo analítico o lo relacionado con la tarea de consejero, el lengua­ je de la religión quedaba excluido. En consecuencia, si bien la causa del resurgimiento nacional constituía un objetivo fundamental, para cuya realización se prescribían determinados medios, no actuaba como un objetivo informador que coloreaba y penetraba todos los aspectos de su obra. Maquiavelo abría la importante posibilidad de una sepa­ ración entre el estilo de indagación política analítica y el del objetivo fundamental, poseedor cada uno de su propio vocabulario y concep­ tos. Pero lo que para Maquiavelo fue apenas una posibilidad, ha pa­ sado a ser hoy, en la mayoría de las ciencias modernas, un artículo de fe: el lenguaje de la pasión moral ha quedado rotulado como «subjetivo» o «emotivo», y, en consecuencia, como un tema menos atractivo para la investigación exacta. Esto no significa — como tam­ poco en lo que respecta a Maquiavelo— que el investigador político moderno carezca de sentido moral o de adhesión a determinados valo­ res. Lo significativo, en cambio, es la jerarquía de los valores políti­ cos, como se advierte en el siguiente enunciado de teóricos políticos contemporáneos: «Nuestros propios valores son los del ciudadano en una sociedad que aspira a la libertad. De aquí que hayamos dado especial atención a la formulación de condiciones favorables para establecer y mantener una sociedad libre ( . . . ) No nos interesa la justificación de los valores democráticos, su derivación de algún fundamento metafísico o moral. Esto corresponde a la doctrina política y no a la ciencia política».34 Pero cuando las opiniones son simultáneamente relegadas a la cate­ goría de preferencias no examinadas y declaradas indemostrables se­ gún el método más respetado de validación, tienden a convertirse en dogmas rituales. Así como Maquiavelo tenía sus opiniones 110 exami­ nadas — la nación-estado, la anarquía internacional, una teoría del poder basada en algo así como el fondo salarial— , también el investi­ gador político contemporáneo tiene las suyas: democracia, teoría libe­ ral de los derechos, mercado económico en parte libre y en parte con­ trolado. No se trata de que estas opiniones sean malas o erróneas, sino de que se las considera inexaminables en cualquier sentido rigu­ roso; como resultado, no siempre se reconoce su influencia en cuanto a determinar indagaciones empíricas o analíticas. Si la preocupación respecto de los métodos analíticos parece haberse originado, en alguna medida, con Maquiavelo, se vuelve importante descubrir qué tipo de convicción o pasión se ocultaba tras este com­ promiso. Este problema se basa, en cierto sentido, en una paradoja: habiendo sugerido que Maquiavelo excluía valores básicos de la lógide la sociedad reside en los ciudadanos en gen eral. ..» . R. G. Adams, Selected political essays of James Wilson, Nueva York: F. S. Crofts, pág. 196. 34 H . D. Lasswell y A. Kaplan, Power and society. A framework fo t political inquiry, New Haven: Yale University Press, 1950, págs. xiii-xiv.

ca de la indagación, ahora preguntamos si su método de indagación se apoyaba en ciertas apasionadas convicciones. Lo que tenemos, en su caso, es una apasionada entrega a la profesión de teórico político, ilustrada de manera notable en un trozo de su correspondencia: «La Fortuna ha dispuesto que, ya que no puedo hablar de fabricación de seda, manufactura de lana, ganancias y pérdidas, tengo que hablar de cuestiones de Estado. Debo hacer un voto de silencio o hablar de ese tema».33 Muchas otras expresiones atestiguan un hondo sentido de dedicación a la profesión de teórico político; El príncipe mismo fue prologado por un comentario de que dicho volumen representaba «todo lo que he aprendido en muchos años, y con muchas incomodidades y ries­ gos». Este sentido de dedicación era una respuesta esencialmente mo­ ral, inspirada por una preocupación por el hombre en una época de corrupción política. «[N o se] encuentra otra cosa que desdicha extrema, infamia y des­ precio, porque no se observan la religión ni las leyes, ni las tradicio­ nes militares, sino que todo está sucio con toda clase de inmundicias. Y tanto más detestables son esos vicios [en] quienes ocupan el estra­ do del juez, prescriben reglas para otros y esperan de ellos adora­ ción».36 Estaba implícito en esta protesta el reconocimiento de aquella como una época profundamente politizada, en la cual la actividad política había pasado a ser el determinante principal del futuro del hombre. Y la respuesta del pensador comprometido, que «no había conocido sueño ni diversión en quince años» dedicados por él al «estudio del arte del Estado», su cr't de coeur, era «amo a mi país más que a mi alma».37 Sin embargo, los sentimientos morales subyacentes en la nueva cien­ cia no eran inspirados solamente por motivos patrióticos, sino que se vinculaban con la sensibilidad de Maquiavelo para los elementos an­ gustiantes de la situación política misma. Tanto nos hemos habituado al retrato de Maquiavelo como irónico escribiente confidencial, que se nos ha escapado el patetismo de sus escritos. Un ejemplo adecuado es su descripción de Piero Soderini, el gonfaloniere de Florencia. Nos presentaba aquí a un hombre amable y bien intencionado, a quien los imperativos de la política obligaban a elegir entre la necesidad obje­ tiva de destruir a sus enemigos o el cumplimiento de sutilezas legales que permitirían a sus enemigos destruirlo. Como era un buen hombre, decidió lo segundo, y con ello infligió grave daño a su país y a sí mis­ mo. Sin duda, una situación que hace inevitables tales elecciones tiene 35 Carta a Vettori, 9 de abril de 1513, en A. H. Gilbert, Prince, pág. 228 (2). 36 Discourses, II , prefacio (5 ); II , xviii (9 ); I I I , xxvii (4 ); History, IV, iv, pág. 179. 37 Carta a Vettori, 16 de abril de 1527, en A, H. Gilbert, Prince, pág. 270 (2).

su parte de angustia. Recordemos también la famosa máxima de Ma­ quiavelo, según la cual un príncipe, para triunfar, debe tener algo de león y algo de zorro; ser valeroso, pero astuto. Aunque esto ha sido interpretado habitualmente como una muestra típica de inmora­ lidad maquiavélica, era, en realidad, el argumento de un moralista, cuya exposición comenzaba observando que la grandeza, en una época corrupta, no podía ser obtenida sino por medios inmorales. Había, en tales períodos, dos métodos de lucha claramente distinguibles: uno, por medio de las leyes, que era el proceder de los hombres ci­ vilizados; el otro, por medio de la fuerza, que era el proceder de las bestias. Ambos métodos representaban formas de combate, ya que respondían al hecho de que la actividad política configuraba una situa­ ción conflictiva. El desafío consistía en reducir el área en que el hombre debía actuar como el animal. Mientras los tiempos siguieran siendo corruptos, los medios legales eran insuficientes por sí solos; en consecuencia, el hombre político, aunque actuara impulsado por las mejores intenciones, debía ser parcialmente animal para lograr sobrevivir.38 El consejo de Maquiavelo, en el sentido de que el actor político podía verse obligado a faltar a su palabra, no provenía de un escepticismo respecto de la defendibilidad de las distinciones morales, sino de una convicción de que los imperativos de la actividad política excluyen to­ da otra alternativa. Como Lutero, el actor de Maquiavelo no podía obrar de otro modo. Y el patetismo moral residía en una situación, no en que el fin justificara los medios, sino en que el fin imponía medios de un tipo que hacía superfluos tanto al hombre enteramente bueno como al enteramente perverso. «Pero reconstituir la vida política en un estado presupone un hombre bueno, mientras que recurrir a la violencia para hacerse príncipe en una república supone un mal hombre. De aquí que sea muy difícil ha­ llar un buen hombre dispuesto a utilizar malos métodos para hacerse príncipe, aunque con un objetivo bueno en vista, ni tampoco un mal hombre que, habiendo llegado a príncipe, esté dispuesto a obrar de modo correcto, y a quien se le ocurra emplear bien esa autoridad que ha adquirido por malos medios».39 38 Priuce, X V III (5 ). En este contexto de dilemas se debe interpretar la famo­ sa doctrina inaquiaveliana de la raison d ’éíat. «Este consejo merece la atención de todo ciudadano que deba asesorar a su país, y debe ser observado por él, porque cuando de la decisión que ha de tomarse depende por entero la seguridad del propio país, no se debe tener en cuenta justicia ni injusticia, bondad ni crueldad, ni que sea elogiable o ignominiosa. Al contrario; dejando de lado toda otra consideración, debe adoptarse francamente la alternativa que salve la vida del propio país y proteja su libertad». [ Discourses, I I I , xli (2 ).] El acento adecuado no está puesto en que se deban ignorar los preceptos morales cuando se encara la tarea de salvar el propio país, sino en que la actividad po­ lítica es una condición tal, que no se puede salvar al país sino violando manda­ tos éticos. La exposición clásica al respecto es la de F. Meinecke, M achiavellim , trad. al inglés por D. Scott, Londres: Routledge, 1959. Véase una crítica de Meinecke en C. J. Friedrich, Constitutional reasott of State, Providence: Brown University Press, 1959. 39 Dkcourses, 1, xviii (6 ).

Era justo que Maquiavelo, que observaba la actividad política desde esa perspectiva, firmara así su carta a Guicciardini: «Niccoló Machiavelli, istorico, comico e trágico». Este sentido de los dilemas morales de la actividad política influyó de modo directo en la teoría de la violencia elaborada por Maquiave­ lo, así como en su concepción de la ética política, a las cuales nos referiremos más adelante. Pero aquí se podría señalar, además, que la angustia moral lo condujo también a redefinir el tipo de conoci­ miento significativo para la actividad política. Mientras que las tradi­ ciones clásica y medieval habían enfocado al conocimiento político como un conjunto de remedios prescritivos, encaminados a la cons­ tante eliminación del mal en la sociedad política, la nueva ciencia se basaba en las premisas de que la cantidad de mal en el mundo per­ manecía más o menos constante, y de que la naturaleza peculiar de la acción política residía en que no se la podía disociar de malas conse­ cuencias: le condizioni umane che non le concentono.41 «De modo que esta es, precisamente, una de las cosas en que el mal se relaciona tan estrechamente con el bien, y tan ligados se hallan entre sí, que puede ocurrir con facilidad que quien crea obtener uno, obtenga el otro».42 En este espíritu, Maquiavelo escribió cierta vez a Guicciardini: «Creo que el verdadero modo de conocer el camino al paraíso es conocer el que lleva al infierno, para poder evitarlo».43 Era imperativo, por lo tanto, que la nueva ciencia fuera el conocimiento de un tipo especial de bien, pero también de un tipo especial de mal, significativo pata la condición política. Nadie había sostenido con anterioridad quef fuera función del conocimiento político instruir a los gobernantes en las técnicas del mal, porque nadie había creído que la perversidad fuera el precio exigido para sobrevivir.44 Y si bien autores anteriores habían advertido contra los efectos moralmente corruptores del ejer­ cicio del poder, ninguno, salvo San Agustín, había sostenido que es­ tos males fueran inherentes a la naturaleza de la acción política. De este modo, el perfil del nuevo conocimiento político tenía su ambiva­ lencia de luces y sombras: una gran exuberancia ante las posibilidades de acción política creativa, pero ensombrecida por la sensata com­ prensión de que el mal estaba ínsito en la naturaleza misma de la creatividad política.

40 Citado en A. H . Gilbert, Prince, pág. 44. 41 II Príncipe, XV, pág. 285 (linea 3). 42 Discourses, I I I , xsxvii (3 ). 43 Carta a Guicciardini, 17 de mayo de 1521, en Letiere di Niccolb Mackiavelli, Milán: Bompiani, s. f„ pág. 144. 44 Prince, XV, X V III, passim.

III. La naturaleza de la actividad política y las categorías de la nueva ciencia La mayoría de los comentaristas, al tratar de situar la modernidad del pensamiento del autor florentino, han tenido en cuenta principalmen­ te su método de análisis, sobre todo en cuanto se refirió a los factores causales que producen hechos.43 Sin discutir la importancia de este problema, se sugiere aquí que este enfoque, al afincarse en los rasgos positivos de la «nueva ruta», ha oscurecido algunos elementos nove­ dosos del punto de vista de Maquiavelo. La novedad, en su caso, no era simplemente el resultado de ciertos elementos positivos y afirma­ tivos de su teoría, sino igualmente producto de ciertas omisiones sig­ nificativas. Estas, tomadas en conjunto, expresaban un nuevo princi­ pio de notación que establecía la identidad y novedad del pensamien­ to de Maquiavelo. La sustitución de un principio notacional por otro anuncia que todo un sistema de símbolos, significados y sentimientos está siendo total o parcialmente reemplazado. Basta un ejemplo como el del contraste entre la forma en que Agustín y Maquiavelo abordan la leyenda de Rómulo, para indicar la distancia entre una y otra épo­ ca. Para Agustín, las viles acciones cometidas por Rómulo al estable­ cer los cimientos del poder romano constituían una versión política del drama del pecado original: cualesquiera que fuesen los testimonios de la grandeza imperial romana, esta llevaba consigo, desde el prin­ cipio hasta el fin, el estigma de la violencia. Maquiavelo no ignoraba esta acusación, pero sostuvo que los fines de grandeza nacional legi­ timaban los actos de Rómulo: los crímenes cometidos por actores políticos correspondían al juicio de la historia y no de la moralidad.46 Un cambio de tal magnitud era indicio de que los antiguos principios unificadores ya no hacían comprensibles los fenómenos políticos, ni presentaban la acción política como posible. Señalaba asimismo la di­ solución de las estructuras conceptuales que enmarcaban la «natura­ leza política», y la exploración de nuevas formas de significado. Basta comparar los ordenados sistemas de la teoría política medieval con el tipo de lenguaje empleado por el contemporáneo de Maquiavelo, Guicciardini, quien se sintió obligado a describir la condición política mediante símiles tomados de la salvaje y violenta naturaleza: «Los efectos de la invasión francesa cubrieron Italia como un incen­ dio o como una peste, no solo derrocando el poder gobernante, sino modificando también los métodos de gobierno y de guerra ( . . . ) todo fue derribado como por un súbito huracán; los lazos que unían a los gobernantes de Italia quedaron rotos, extinguido su interés por el bienestar general. Al mirar a su alrededor y ver destrozados ciudades, ducados y reinos, cada estado se atemorizó y comenzó a pensar sola­ mente en su propia seguridad, olvidando que el fuego en la casa de 45 J. Burnham, op. cit., pág. 40 y sigs.; H . Butterfield, op. cit., pág. 69 y sigs., y la crítica de este últim o por W alker en su edición de los Discourses, vol. I, págs. 92-93. 46 San Agustín, De Civitate Dei, & 6, 14-15, La posición de Maquiavelo está en Priítce, V I, y Discourses, I, ix.

un vecino podía extenderse con facilidad, arruinándolo a él también. Las guerras se volvieron entonces rápidas y violentas; un reino era devastado y conquistado con más celeridad que antes un pequeño po­ blado; los sitios de las ciudades eran muy breves y concluían con el triunfo en días y horas, en lugar de en meses; las batallas pasaron a ser despiadadas y sangrientas. El destino de los estados no era decidi­ do por sutiles negociaciones ni por la habilidad de los diplomáticos, sino por campañas militares y por el puño del soldado».47 Destruido el antiguo enfoque de la naturaleza política como un m i­ crocosmos que presentaba los mismos principios estructurales de or­ den vigentes en la creación en su conjunto, la naturaleza política apa­ recía como desordenada y semianárquica. La tarea de reconstrucción había sido encarada también por teóricos políticos del pasado; la crea­ tividad de un Platón o de un Agustín había tomado la forma de cir­ cunscribir un gran desorden. Igual experimento respecto del orden realizaron los autores italianos del siglo xvi, hombres como Maquia­ velo y Guicciardini; y la significación de su, intento reside en que fue emprendido sin ayuda de los postes indicadores utilizados durante los siglos anteriores. Nos han familiarizado con esto innumerables co-! mentaristas que destacaron el racionalismo de la empresa, su busque-; da de leyes unificadoras que explicaran los fenómenos políticos sobre la base de atenerse estrictamente a los hechos. Sin embargo, es igual­ mente im portante señalar que la respuesta de Maquiavelo y Guicciar­ dini al desorden de la actividad política contenía importantes elemen­ tos no racionales. De sus escritos surgía el cuadro de una naturaleza política en ebullición, con signos ocultos y misteriosos portentos, des­ cifrables por medio de augurios, y hechizada por la imprevisible Fortuna.iS Era, en suma, un universo político en cuyo centro mismo ha­ bitaba la magia. «La causa de tales hechos debería ser examinada y explicada, en mi opinión, por alguien versado en cosas naturales y sobrenaturales, cosa que no somos».49 Cuando la explicación racional confiesa sus deficiencias y se extravía en la magia, no indica atavismo: señala más bien un fenómeno pos­ cristiano. El pensamiento se ha emancipado de la antigua cosmología, pero desespera de integrar los fenómenos políticos en un universo descristianizado. Sería superfluo documentar el tumulto de la actividad política ita­ liana que dio sustancia al sentimiento de que la naturaleza política 47 Reimpreso de F. G ilbert, «Machiavelli: The renaissance of the art of war», en E. M. Earle, ed., Makers o f modern strategy, Princeton: Princeton University Press, 1944, págs. 8-9. 48 Prince, X X V I (2 ); Discourses, I, lvi passim; I I , xxxii (6 ); History, V I, vii (págs. 299-301); V IH , vii (págs. 401-02). Para Guicciardini, Opere, V. de Capariis, ed., Milán, 1953, pág. 431. 49 Discourses, I, lvi (3 ). J. R raft presenta (en «T ruth and poetry in Machia­ velli», Journal o f Modern History, vol. 23, 1951, págs. 109-21, esp. pág. 110) una evaluación de los elementos irracionales. El concepto de Fortuna y su trasfondo histórico es examinado por V. Cioffari, «The function of fortune in

había perdido su coherencia: esto había sido el tema constante de poetas, historiadores y escritores políticos. En términos de teoría política, lo que se necesitaba desesperadamente eran nuevas catego­ rías de inteligibilidad. Esto no podía llegar sino mediante la formu­ lación de un nuevo lenguaje de la política y un nuevo principio notacional que ligara entre sí las categorías de análisis. Una y otro pre­ suponían una nueva metafísica política. Uno de los aspectos significativos de la metafísica política de Maquia­ velo fue el no estar relacionada con una filosofía sistemática. Todo intento de los comentaristas posteriores para proporcionarle una pro­ ducirá inevitablemente un cuadro artificial de su pensamiento.00 Es posible que poseer una metafísica política sin filosofía nos parezca inicíalmente paradójico o trivial, pero estas reacciones son resultado, en gran medida, de nuestra familiaridad con el pensamiento político moderno o contemporáneo, lo cual nos alienta a esperar que las afir­ maciones políticas no tengan un respaldo filosófico sistemático, y a impacientarse cuando lo tienen. En este aspecto, somos herederos de Maquiavelo, ya que era inherente a su «nueva ruta» hacia el conoci­ miento político la afirmación de que era posible decir algo coherente sobre la política sin construir una filosofía, ni siquiera presuponerla; pero aquel, al descartar la filosofía, quedó libre para crear algo nuevo: una filosofía verdaderamente «política», centrada únicamente en las cuestiones políticas y que tuviera como solo propósito explorar la gama de fenómenos significativos para estas. El desarrollo de una metafísica política como parte de una filosofía política deriva de la confrontación de fenómenos políticos hecha por el teórico: ¿De qué naturaleza son los fenómenos políticos? ¿Cómo se los debe comprender? ¿Cuáles son los límites de la comprensión y del control humano? Una pregunta sugerida por Platón permite comprender mejor el enfoque de Maquiavelo en torno de esta cues­ tión, su concepción de la naturaleza política: ¿Cuáles serían las con­ secuencias para el pensamiento y la acción políticos si la condición del hombre fuera la de residente permanente de la Caverna? ¿Cuá­ les serían las consecuencias si toda la existencia de un hombre fuera definida por un mundo de fugaces impresiones sensoriales y flu­ jo fenoménico, un mundo que no posea casi nada parecido a una base firme para el conocimiento? Según lo vio Maquiavelo, el mundo en que actuaba el actor político y prescribía el teórico era uno en el cual «todos los asuntos humanos se hallan siempre en estado fluido y no pueden detenerse, pues de lo contrario habrá mejora o declina­ ción . . ,».51 La acción política tenía lugar en un mundo sin base Dante, Bocaccio and Machiaveüi», Italica, vol. 24, n? 1, marzo de 1947, págs. 1-13. En Maquiavelo, la Fortuna deja de ser un instrum ento de la Voluntad Divina, como lo había sido para Dante; según él, simboliza los factores incon­ trolables. 50 Véase un ejemplo en el excelente estudio sobre Maquiavelo en P. Mesnard, L ’essor de la pkilosophie au X \ ?Ie siecle, París: Vrin, 1951, págs. 17-85. 51 Discourses, I, vi (9 ). Nótese también el clásico enunciado de este prin­ cipio por Galileo: «No puedo, sin gran asombro — podría decir, sin gran insulto a mi inteligencia— oír que se atribuye como principal perfección y nobleza de los cuerpos natura­ les e integrales del universo el ser invariables, inmutables, inalterables, etc.,

permanente para la acción, sin la presencia reconfortante de alguna pauta de realidad subyacente a la cual pudieran ajustarse los hombres, o de la cual pudieran extraer reglas de conducta sólidas. El resultado de ello había sido previsto por Platón: en un mundo de fenómenos fugaces, el actor político sería extraviado por ilusiones. Sin embarao mientras que Platón había procurado evadirse al mundo claro de las esencias, la nueva ciencia elegía quedarse para analizar con más mi­ nuciosidad la naturaleza de las ilusiones políticas. La forma en que Maquiavelo se refiere a las ilusiones es tan reveladora del nuevo es­ píritu de la teoría política que merece que la examinemos con más detenimiento. Señaló Maquiavelo que a los hombres les resulta difícil aceptar un mundo de devenir; anhelan elementos constantes. Esto los conduce a crear un mundo ilusorio, que luego es tratado como si fuera una base real para la acción.^ En términos de comportamiento humano, esto tomó a menudo la forma de apegarse a ciertos hábitos pese a haber sido dejados muy atrás por el ritmo de los acontecimientos. Los hom­ bres preferían la seguridad de un falso mundo conocido a las ansie­ dades de un mundo «real», en el cual se debía emprender nueva-' mente la penosa tarea del reajuste. En el extremo opuesto al mundo conservador presupuesto por la costumbre se situaban las formas de ilusión surgidas de la tendencia del hombre a proyectar un mundo distorsionado por sus propias ambiciones, esperanzas o temores ex­ cesivos. Y como sí no bastara con ser engañado por sus pasiones, tenía que aplicar sus talentos intelectuales a urdir ideales utópicos, no verificados por la experiencia. El hombre era, en verdad, homo faber opinionum fdsarum , un elaborador de fantasías e ilusiones que ocultaban la verdadera índole de los hechos. Aun cuando los hombres puedan tratar de ser más «realistas» y negarse a actuar sobre otra base que aquello que pueden realmente ver, acaban atrapados por su propio enfoque de la realidad, simple en demasía. Es que — según la crítica observación de Maquiavelo— , si bien «todos están equipa­ dos para ver, pocos pueden comprender».03 Nada hay, en la actividad política, tan engañoso como la mera apariencia, ya sea apariencia de poder, de reputación, de gran riqueza, un ejército poderoso o una promesa verbal. Aun aquellos que se esfuerzan desesperadamente por evitar las otras fuentes de ilusión, y procuran basar sus juicios estrictamente en el examen de las consecuencias, pueden llegar a framientras que, en cambio, se llama gran imperfección a ser alterable, engendrabie, mutable, etc. Por mi parte, considero a la tierra muy noble y admirable precisa­ mente por las diversas alteraciones, cambios, generaciones, etc., que en ella tie­ nen lugar de modo incesante». Dialogue concerning the two chief ivorld Sys­ tems - Ptolemaic and Corpernicatt, trad. al inglés por S. Drake, Berkeley: U ni­ versity of California Press, 1953, pág. 58. 52 Discourses, I I , xxiii (5 ); I I I , xxxi ( I ) . «Con frecuencia, el deseo de victoria ciega a los hombres a tal punto que no ven sino lo que parece favorable a sus fines» ( I I I , xlviii; traducción m ía). Véanse también las interesantes observacio­ nes acerca del tipo de ilusiones a las cuales son especialmente susceptibles los emigrados en I I , xxxi ( I ) . Acerca de las ilusiones creadas sobre la esperanza de que una situación pasajera sea permanente, véase History, II, iv (págs. 178-80); V, iv (págs, 231-32); Prince, XV ( I ) ; Discourses, I I , xxvii. 53 11 Principe, X V III, pág. 306 (líneas 9-11); Discourses, I, xxiv ( I ) ; II, xxii ( I ) .

casar: las consecuencias pueden_ser tan engañosas, y extraviar tanto, como cualquier otro fenómeno.54 El símbolo de las ilusiones del hombre era la fortaleza armada. Con toda su aparente solidez, la fortaleza dramatizaba la falsa esperanza de que en un mundo inquieto pudieran existir puntos fijos, una base inmutable de seguridad política y militar. Pero este símbolo encierra otra lección. Engañado por el impresionante exterior de su fortaleza, el gobernante llega a creerse él mismo invencible, y se deja tentar a cometer actos crueles y extremos. De tal modo, la ilusión de seguridad suelta los resortes psicológicos de la ambición y la domi­ nación.55 Este ejemplo da asidero a uno de los principios de la nueva ciencia: el vicio, en sentido político, suele ser el resultado de la ilu­ sión; la virtud, producto de la perspicacia.58 El predominio de las ilusiones no condujo a Maquiavelo a una cru­ zada por una ciencia capaz de disiparlas. La nueva ciencia se propo­ nía, en cambio, desenmascarar las ilusiones que interferían con los fines adecuados de la acción política, y, al mismo tiempo, enseñar al actor político a crear y explotar las ilusiones útiles para dichos fines. En su función desenmascaradora, el conocimiento político permitiría a los hombres atravesar la masa de distorsiones que impedían evaluar con exactitud situaciones particulares; distorsiones como las que eran producto de prejuicios, falsas esperanzas, adquisitividad, ambición y errores habituales acerca del poder del dinero o el papel que jugaba la mera cantidad en las campañas militares.57 La otra función, la de instruir en el sutil arte de crear ilusiones, apuntaba a inducir a los propios enemigos a cometer costosos errores basados en evaluaciones y cálculos falsos. Mediante diversas técnicas — lisonjas, una demos­ tración engañosa de fuerza o debilidad, falsa información, fintas, etc.— era posible ^ re a r un mundo falso que el oponente aceptaría como reaJ^Pero este arte tiene sus peligros. Cuando los actores se dedicaban todos a crear falsos mundos, el éxito dependía no solo de la capacidad de distinguir el mundo real del falso, sino también de evitar la trampa de los engaños propios.58 El análisis que Maquiavelo hace de las ilusiones nos permite ver que la naturaleza de la nueva ciencia era la de un cuerpo de conocimiento adaptado a un mundo de movimiento, y no destinado a paralizarlo. Además, mientras que el movimiento incesante de los acontecimien­ tos se originaba, en parte, en las propias deficiencias del hombre, algunas de las cuales podían ser remediadas por el conocimiento, otras causas no podían ser erradicadas, sino solo mitigadas. En primer lu­ gar, la caprichosa Fortuna amenazaba constantemente los cálculos mejor tramados por el arte. En segundo lugar, había una inestabilidad derivada del encuentro de las ambiciones humanas. En el nivel de la ciudad, la lucha por privilegios competitivos tomaba la forma de lu­ cha de facciones; en toda la península., era la disputa por el predomi­ nio entre príncipes, papas y gobernantes extranjeros; en el plano 54 55 56 57 58

History, IV , ii (pág. 164). Discourses, II , xxiv; Prince, XX. Ibid., I I I , xxxi (4 ). Ibid., II , xxiii, xxvii ( I ) ; II, x-xi; xxx; I I I , xxv, H istory, IV , iv (passim). Ibid., V I, iv (pág. 282); V III, i (pág. 308); V III, ii (pág. 320).

internacional, los gobernantes rivales no cesaban de sondear mutua­ mente sus fuerzas, tratando de aprovechar cualquier manifestación de debilidad.09 Crear una teoría política para un mundo de movimientos aleatorios — tarea nunca emprendida seriamente con anterioridad— significaba renunciar a ciertos tipos de indagaciones, porque ya no representaban problemas significativos. En un mundo vibrante de cambio, no parecía tener mucho sentido seguir buscando, como antes, un sistema político inmóvil.60 Hubo, asimismo, un marcado aleja­ miento de las cuestiones en torno de la autoridad legítima, con sus connotaciones de un mundo político estable, para acercarse a cues­ tiones de poder o de la capacidad de ejercer dominio mediante el control de un complejo inestable de fuerzas en movimiento. De modo similar, la nueva ciencia trataba los antiguos valores de pax, ordo y concordia no como fines, sino como ironías: la naturaleza de la con­ dición política era tal, que el bien solía producir mal; el orden, de­ sorden; la cultura, anarquía.61 Además, la fugacidad de los aconte­ cimientos hacía difícil establecer distinciones sutiles. Las compulsio­ nes del mundo eran necesarias con más frecuencia que lógicas, y «la necesidad conduce a hacer muchas cosas que la razón no recomien­ da».62 Pero si la sociedad política debía ser abordada como un complejo de fuerzas caprichosas, ¿qué ocurría, entonces, con la tradicional idea clásico-medieval de un cuerpo político orgánico? Comprobamos que Maquiavelo no descarta esta idea, tan desacorde con el rumbo de su pensamiento, sino que se esfuerza por expresarse mediante la antigua terminología. El resultado fue, no un cuadro nítidamente definido, sino una serie de palimpsestos. A veces seguía el antiguo método clásico de comparar la sociedad política con un cuerpo orgánico, y al conocimiento político con una ciencia médica que recetaba purgas periódicas para librar al cuerpo de sus malestares.63 Maquiavelo re­ currió asimismo al método medieval de aducir que una sociedad polí­ tica se asemejaba a un cuerpo orgánico, y que requería, en consecuen­ cia, una cabeza dirigente que coordinara los movimientos de sus miembros.04 En otros momentos, en cambio, surgía una concepción de cuerpos políticos que se podía traducir con facilidad al lenguaje de la física. Una sociedad política era un cuerpo dotado de una masa que puede expandirse y una cantidad fija de energía; como tal, exis­ tía durante un tiempo determinado, aunque sin garantía de que el lapso asignado se cumpliera. Esto se debía a que existía dentro de un universo político de cuerpos similares en constante movimiento, y 59 Discourses, I, xlvi (2 ); I I , xiv (2 ); History, II I , vii (pág. 149); V, iv (pág. 226). 60 Discourses, I, ii (13); I I I , xvii (2). 61 H istory, V, i (págs. 202-03). Este principio se reflejó también en la opinión de Maquiavelo de que toda forma de gobierno era defectuosa; en consecuencia, la tradicional clasificación séxtuple de tipos de gobierno tenía menos significa­ ción para el especialista en ciencias políticas que la facilidad con que un tipo se trasformaba en el opuesto. Discourses, I, ii (4 ). 62 Ibid., I, vi (9 ). 63 Ibid., I I , i (50); II , iv (5 ); H istory, V, ii (págs. 213-14). A este respecto, véase A. H . G ilbert, Machiavelli’s «Prince» .. . , op. cit., pág. 27 y sigs. 64 Discourses, I, xliv; I, lvii; History, V I, vii (pág. 304).

que chocaban constantemente unos con otros. La fricción resultante hacía que algunos cuerpos perdieran su fuente vital de movimiento, y con ella su identidad distintiva, no tardando en ser absorbidos en ías órbitas de otros cuerpos,03 Dado este complejo universo político, el primer problema consistía en elaborar un lenguaje explicativo que describiera con fidelidad el movimiento dinámico de los acontecimientos, proporcionando, sin embargo, directivas. Maquiavelo halló tal forma de explicación en la historia, ya que la virtud del lenguaje de la historia residía en que, si bien describía el movimiento y el cambio, también presuponía ciertos factores constantes que actuaban a través del tiempo. En otras pa­ labras, la historia captaba el fluir de los acontecimientos, pero estable­ cía al mismo tiempo límites inteligibles. De esto, empero, no se des­ prendía que la constancia fuera más «real» que el cambio. En verdad, la gran innovación de Maquiavelo fue insistir en la realidad del mo­ vimiento y el cambio, y adoptar esto como un principio unificador básico: «Las vicisitudes a que están sujetos los imperios los hacen pasar del orden a la confusión, para luego volver de nuevo a una condición de orden. La naturaleza de los asuntos mundanos les impide seguir un curso parejo; cuando han llegado a su mayor perfección, no tarda en iniciarse la declinación. De modo similar, cuando los abruma el de­ sorden y se hallan reducidos al más bajo estado de depresión, sin po­ der hundirse más, es inevitable que vuelvan a ascender; así se hunden gradualmente en el mal desde el bien, y desde el mal vuelven otra vez al bien».06 La idea de tiempo, en cuanto su significado residía en el proceso in­ cesante de deterioro y renovación, se alejaba nítidamente de la idea cristiana del tiempo como una dimensión acumulativa guiada por la providencia hacia una realización culminante. Las vicisitudes de la historia dependían de que el bien y el mal fueran cantidades constan­ tes, que variaban solamente en su distribución. En épocas antiguas, la virtu se concentraba en Roma; después de la caída de esta, se ha­ bía difundido, en partes variables, entre diversas naciones.07 De esta creencia en que la historia contenía períodos cualitativamente supe­ riores, Maquiavelo extrajo la conclusión de que el ejemplo de la Roma republicana proporcionaba a épocas posteriores un modelo atemporal sobre el cual basar la acción política y las instituciones. El elemento de trascendencia residía en la probada habilidad de los romanos para dominar los acontecimientos, y esta cualidad de dominio podía am­ pliarse, a su vez, hasta incluir todo acto de grandeza, en cualquier época. Si la historia podía proporcionar un cuerpo estable de conocimiento que trascendiera el fluir de los acontecimientos, había entonces es­ peranza de reducir las íncertidumbres de la condición política. Esto significaba, de hecho, una respuesta distinta para la misma búsqueda 65 Discourses, I I I , i. 66 History, V, i (pág, 202). H e modificado levemente la traducción. 67 Discourses, I I (prefacio).

que motivara a los filósofos griegos y los teólogos cristianos. Jin lugar de la razón y la fe atemporales, el «nuevo camino, todavía no transitado por ningún otro», basaba su certeza en los ejemplos eter­ nos de grandeza conservados en la historia. En el prólogo ai primer libro de Los discursos,& Maquiavelo desarrolló este punto a través de una prolongada comparación entre el estado actual del arte, la me­ dicina y el derecho, por un lado, y la pobreza del conocimiento polí­ tico, por el otro. En los primeros campos se había logrado sistematizar la experiencia destilada del pasado, pero en la política «no se encuen­ tra príncipe ni república que busque ejemplos en la antigüedad». La discrepancia entre el conocimiento político y otras formas de cono­ cimiento podía ser superada, no obstante, si los hombres llegaban a comprender que^Ja historia antigua contenía lecciones prácticas/P re­ suponer que estas no podían ser imitadas, sostener que los modelos anteriores de grandeza no eran significativos para el presente, equi­ valía a aducir que cada situación, en cada época, no tenía paralelo. Era «como si el cielo, el sol, los elementos y el hombre se ‘h ubieran Vuelto, en su movimiento, orden y potencia, diferentes de lo que antes eran».08 Si bien esto no implicaba que la acción política debie­ ra imitar servilmente el pasado o negarse a modificar antiguos pre­ ceptos a la luz de las circunstancias, significaba, sí, que existía un cuerpo eterno de ejemplos, un conjunto de modelos verificados no tanto por la experiencia como por sus consecuencias históricamente demostradas. La creencia de que los ejemplos históricos contenían conocimiento políticamente significativo también tenía importantes consecuencias para quienes tomaban parte en la acción política. Aunque Maquiavelo no creía que la acción política pudiera ser reducida meramente a se­ guir los ejemplos de los antiguos, la teoría de la imitación sugería una ruptura radical con la idea, más antigua, según la cual quienes toma­ ban parte en la actividad política debían poseer sabiduría política. Se sugería ahora que la sabiduría política constituía un cuerpo de cono­ cimiento exterior al actor político, algo que podía enseñarle qué hacer en circunstancias adecuadas. No era, sin embargo, una forma de co­ nocimiento que él realmente conociera como el filósofo de Platón conocía la realidad; era solo un conjunto de preceptos aprendidos por él.69 El carácter exterior del conocimiento político se relacionaba con el concepto de Maquiavelo de actividad política. Salvo en las pocas oca­ siones en que la suerte ofrecía la oportunidad y la «materia» para la tarea auténticamente creativa de fundar un nuevo sistema, la acción política implicaba manipular una masa de componentes cambiantes que no podían ser reducidos a una forma permanente durante ningún período fijo. El de la actividad política era un mundo ambiguo, donde, «es imposible eliminar un inconveniente sin que surja otro» y donde «nunca se encuentra una cuestión definida e incuestionable».'0 La 68 Ibid., I, prefacio (3 ). 69 «. .. un hombre prudente debe seguir siempre los pasos de los grandes hom­ bres, e imitar a quienes se han destacado especialmente, a fin de que su éxito, si no iguala al de estos, pueda al menos parecerse a él». Prince, V I ( I ) . 70 Discourses, I, vi (6 ), Prince, X X I (7 ).

acción política, por consiguiente, era esencialmente manipulativa y , no arquitectónica; su objetivo era el dominio político, no la escultura política. La acción política no podía ser, entonces, una fusión de la personalidad del actor con sus materiales; los fenómenos políticos existían para ser dominados y controlados. El dominio significaba, a su vez, situarse «sobre» los acontecimientos siguiendo la doble estrategia de crear instrumentos de acción seguros, tales como un ejército disciplinado, y hacer que otros actores políticos dependieran de la propia voluntad. Cuando triunfaba, esta estrategia equivalía a la definición de Maquiavelo del poder político: poseer poder era ser capaz de controlar y manipular las acciones de otros, y hacer con ello que los acontecimientos se adaptaran a los propios deseos. Pero Maquiavelo no entendía por dominio la mera eficiencia técnica, como han sugerido algunos comentaristas.71 La nueva ciencia estaba destinada a ser la base de una nueva ética política. De tal modo, conocer la forma de los acontecimientos era estar en condicio­ nes de ejercitar la prudencia o la previsión; elegir el tipo de acción adecuado para una situación dada era poseer una inteligencia sensible y selectiva que permitía evaluar simultáneamente diversos factores, así como el don de proyectar con la imaginación las consecuencias posibles. La condición política exigía gran resolución y decisión, ya que a me­ nudo eran necesarias acciones extremas y violentas.72 También hacía falta coraje para enfrentar los desastres inesperados que traía la For­ tuna.73 Por sobre todo, el actor político necesitaba un temperamento que le permitiera llevar a cabo su acción sin tener certeza alguna de poder realizar lo que intentara: «Ningún estado debe creerse capaz de trazar siempre planes de éxito seguro; debe prever que los trazará solo dudosos, porque el curso de los acontecimientos humanos enseña que el hombre nunca intenta evitar una desventaja sin caer en otra. La prudencia consiste, por con­ siguiente, en la facultad de advertir la naturaleza de las desventajas y elegir como buena la menos desagradable».74 El aspecto significativo de las cualidades morales necesarias para el actor político de Maquiavelo residía en su carácter fundamentalmen­ te público o exterior. Representaban una máscara que él debía usar en su papel de figura pública; no tenían valor intrínseco. Así, mien­ tras que la nueva ciencia era producto del compromiso moral del teó­ rico — «es deber de un buen hombre indicar a los demás lo que está bien hecho, aunque la malignidad de la época o de la suerte no le haya permitido hacerlo por sí mismo»— ,7S presuponía una moralidad 71 Véase H . Butterfield, op. cit., pág. 19; J. Walker, op. cit., vol. I, pág. 108 y sigs. 72 Prince, I I I (7-8); Discourses, I, xxiii (1-3, 6 ); I, xxxiii (2-3, 6). 73 Los pasajes clásicos figuran en The life of Castruccio of Lucca, que ha sido •traducida en la edición de A. H . G ilbert de Prince. Es útil a este respecto J. H , Whitfield, «Machiavelli and Castraccio», Italian Studies, vol. 8, 1953, págs. 1-28. 74 Prince, X X I (7 ). 75 Discourses, II , prefacio (7 ).

puramente política en quienes debían practicar sus dictados, porque la política en sí entrañaba un valor sólo necesario y no definitivo. La exteriorización de la virtud no era más que el símbolo de la alienación del hombre con respecto a su mundo político. Era, irónicamente, el producto final de siglos de crítica estoica y cristiana, expresado ahora en el lenguaje del realismo.

IV. Espacio político y acción política La concepción de Maquiavelo del espacio político estaba marcada por­ uña época en la cual habían cedido los ordenamientos anteriores de control, y la resultante liberación de energías amenazaba con impo­ sibilitar el establecimiento del orden. La estructura medieval se había disuelto desde hacía mucho, borrando hábitos de comportamiento que habían sido inmutables y dejando el espacio político expuesto a las líneas convergentes de las ambiciones humanas. La impresión re­ gistrada en el pensamiento de Maquiavelo era esta: «Los autores antiguos opinaban que los hombres son propensos a fastidiarse con la adversidad y hartarse con la prosperidad, pasiones ambas que provocan los mismos efectos. Es que, cuando los hombres no tienen necesidad de pelear, lo hacen por pura ambición; y tan po­ deroso es el dominio que ejerce la ambición sobre el corazón huma­ no, que aquellos nunca renuncian a ella, por más alto que hayan lle­ gado. Esto se debe a que la naturaleza ha constituido a los hombres de modo tal que, aunque todas las cosas son objeto de deseo, no es posible lograrlas todas, de manera que el deseo siempre excede el poder de logro; como resultado, los hombres están descontentos con lo que poseen y su estado actual les proporciona poca satisfacción. De aquí surgen las vicisitudes de su suerte, ya que, como algunos desean tener más y otros temen perder lo ya adquirido, esto engen­ dra enemistades y guerras, lo cual produce la ruina de una provincia y la exaltación de su rival».76 Mentes que no conocían descanso; ambiciones ilimitadas; orgullo in­ saciable; una especie inquieta de hombre político que, cuando no era hostigado por la ambición, era impulsado por puro hastío: todos estos factores conspiraban para reducir el espacio político, para crear un mundo denso y superpoblado. Un terreno donde eran pocas las zonas abiertas para moverse sin restricciones dejaba a los políticamente am­ biciosos una sola alternativa: desalojar a quienes ya ocupaban zonas específicas.77 Esto fue expresado adecuadamente en la atención dedi­ cada por la nueva ciencia de Maquiavelo a instruir al novus homo tanto en el arte de obtener poder como en el de recobrarlo.78 Se expresaba de otra manera en el desdén de Maquiavelo hacia los go­ 76 Ibid., I, xxxvii ( I ) . 77 Frince, I I , passim-, V I (4 ). 78 Discourses, I, vi (7, 9).

biernos hereditarios. Estos sistemas parecían anacrónicos porque el espacio político había quedado tan bien articulado por medio de antiguas leyes, costumbres y hábitos, que no se planteaba el problema de las energías ilimitadas. Como lo señaló Maquiavelo, los gobernan­ tes hereditarios tenían menos motivo y necesidad de ofender a sus súbditos; bastaba con que respetaran las expectativas existentes. En cambio, «nada es más difícil de planear, de éxito más improbable ni manejo más peligroso» que la creación de un nuevo sistema.79 El nue­ vo gobernante tenía que reordenar el espacio político redistribuyendo leyes, desarraigando antiguos hábitos y redefiniendo los carriles legí­ timos para la ambición.80 En una escala menos heroica, la misma tarea se planteaba ante los sistemas políticos donde la corrupción no se hallaba tan afincada. El caso de la república «normalmente» tranquila ofrece un estudio que ilustra las técnicas para reorientar las energías humanas. El dile­ ma que se plantea en estos estados es el siguiente: una condición pacífica frustra las ambiciones y talentos de grandes hombres mien­ tras, por otro lado, alienta a los hombres pequeños a desafiar a los grandes. Estos últimos se ven incitados a provocar disturbios en la esperanza de que una crisis cree demanda para sus talentos ociosos. Según el consejo de Maquiavelo, la política adecuada consistía en mantener pobre a la ciudadanía y poner al estado en pie de guerra permanente, asegurando así una constante necesidad de los servicios de los grandes.81 Había también otras técnicas para reducir la amenaza planteada por las energías demoníacas: se podía sublimar energías en ocupaciones económicas y en las artes; se las podía redistribuir instalando nuevas colonias.82 Sin embargo, había límites para lo que la nueva ciencia podía hacer ante una situación de superpoblación. Afortunadamente, cuando las presiones dentro del espacio político se volvían demasiado intensas, la naturaleza proporcionaba una catarsis en forma de inun­ daciones, pestes y hambrunas. « . . . Cuando cada provincia está repleta de habitantes que no pueden obtener un medio de vida ni trasladarse a otra parte, ya que todos los sitios están ocupados y completos; y cuando la doblez y la malig­ nidad del hombre han ido tan lejos como pueden llegar, el mundo debe ser purgado ( . . . ) de modo que la humanidad, ya reducida a un nú­ mero relativamente bajo y humillada por la adversidad, pueda adop­ tar una forma de vida más adecuada y crecer mejor».83 El problema del espacio llevó también a Maquiavelo a examinar su relación con el expansionismo y el crecimiento. Las acciones entre estados suscitaban dificultades del mismo orden, ya que regía la mis­ ma ley de ventaja comparativa. El aumento del poder de una nación anunciaba una pérdida para otra, así como una redistribución general 79 80 81 82 83

Prince, V I (4 ). Ibid., I I I (4-7); Discourses, I I I , xvi (3 ). Ibid., I I I , xvi. Ibid., X X I (8 ); History, II , i (págs. 46-47). Discourses, II , v (4 ).

a través de todo el sistema de estados. Pero si la inestabilidad inter­ nacional no era más que la extensión de las presiones que desarticu­ laban la actividad política interna, también era verdad que el conflic­ to y la agresividad entre estados podía tener •— como el saludable con­ flicto entre facciones internas— un efecto beneficioso. En primer lugar, la elección, incluso para una república pacífica, no era expan­ dirse o permanecer estacionaria, sino hasta dónde expandirse.84 La necesidad de Lebensraum era dictada en parte por la urgencia de en­ cauzar las energías impulsoras que asediaban la actividad política interna; en parte, por la de proteger al estado contra rivales agresivos y, por último, por la de mantener la virtu cívica de los ciudadanos. ° Un mundo en el cual los estados se hallaban en constante movimiento negaba la posibilidad de que una república sobreviviera, a menos que también se expandiera; aunque, por algún milagro, este imperativo desapareciera, la república sufriría el desborde de las energías insatis­ fechas, no agotadas en guerras contra el extranjero. Todos estos factores en conjunto daban forma al centro focal de la nueva ciencia: esta debía concentrarse en las acciones políticas que tenían lugar en condiciones de superpoblación. A diferencia de Platón, Maquiavelo se negó la evasión de legislar para una nueva colonia. Y como la nueva ciencia se asignaba la tarea de escribir sobre una tabula muy estropeada, no podía seguir sino en cierta medida el impulso estético de la teoría política clásica. Solo una situación política de profunda corrupción justificaba tratar a la sociedad como una arcilla destinada a que la moldeara el poder absoluto de un ar­ tista político; en sociedades donde no rigiera esta condición, el im­ pulso estético debía satisfacerse en la calculadora manipulación de los factores políticos. Es que la nueva ciencia no actuaba sobre el organis­ mo estático de la teoría clásica medieval, un corpas immobile, sino, en cambio, sobre cuerpos volátiles en movimiento, cuerpos que consu­ mían a sus rivales, corpus vorans,86

V. La economía de la violencia Antes de Maquiavelo, habían sido pocos los teóricos políticos dis­ puestos a cuestionar la formulación elemental de que «la seguridad es imposible para el hombre, a menos que esté en conjunción con el poder»,87 pero eran todavía menos los que habrían aceptado declarar que el poder era el atributo distintivo del Estado. En verdad, ha sido y continúa siendo una de las persistentes inquietudes del teórico po­ 84 Prince, I I ; Discourses, I, vi (7). 85 Ibid., I, vi (9 ). En un momento Maquiavelo utilizó la metáfora de un árbol que necesita un tronco lo bastante grande como para sostener varias ramas [Discourses, I I , iii ( 3 ) ] . También fue pertinente su crítica a Esparta por no haber logrado adaptarse a las exigencias del imperialismo {ibid., I I , iii (2-3_)]Los métodos de expansión para una república fueron examinados en ibid., II , iv. 86 Discourses, I, ii (13). 87 Ibid., I, i (8 ); History, II , ii (págs. 52-53).

lítico occidental elaborar ingeniosos velos de eufemismo con los cuales ocultar el hecho desagradable de la violencia. A veces ha hablado, en tono demasiado sonoro, de «autoridad», «justicia» y «ley», como si estas expresiones honoríficas pudieran por sí solas trasformar la coacción en simple restricción. Es cierro que el impacto psicológico del poder se suaviza y despersonaíiza si se lo presenta como agente de un bien objetivo. También es cierto que hay numerosas y sutiles formas de coacción que se van trasformando a medida que se alejan del extremo de la violencia.'!Que la aplicación de la violencia sea con­ siderada anormal representa"üna significativa adquisición de la tradi­ ción política occidental, pero si se la acepta con demasiada naturali­ dad, puede llevar a descuidar el hecho primordial de que el núcleo. esencial del poder es la violencia, y que ejercer el poder suele ser aplicar violencia sobre la persona o posesiones de alguien. No se puede acusar a los autores anteriores a Maquiavelo de haber ignorado el poder. Los teóricos clásicos y medievales han hablado mucho y con elocuencia de sus efectos embrutecedores y corruptores en quienes han debido ejercerlo. .Sin embargo, pocas veces encararon el problema del efecto acumulativo producido en la sociedad por la aplicación cons­ tante de la coaccion y el empleo frecuente de la violencia.5 Esta eva­ sión tuvo lugar, en gran medida, porque el interés por el poder había surgido primordialmente en relación con el establecimiento o la re­ forma de un sistema político. Se presupuso que, una vez puestos en movimiento los asuntos por los carriles prescritos, una vez que la educación adecuada, la difusión del conocimiento o de la fe, el mejo­ ramiento de la moralidad social y todas las demás presiones derivadas de un medio correctamente ordenado hubieran comenzado a actuar, disminuiría gradualmente la necesidad de aplicar la fuerza de modo sistemático. Tampoco es fácil ver en qué sentido el teórico político moderno ha aclarado este problema mediante los conceptos focales de «elaboración de decisiones», «proceso político» y «quién obtiene qué, cuándo y cómo». Todo lo que se puede decir con seguridad es que los eufemismos que sustituyen al poder y la violencia no han sido disipados por el positivismo; Con Maquiavelo, fueron descartados los eufemismos, y el Estado fue directamente encarado como una suma de poder, cuyo perfil era el de la violencia. Maquiavelo opinaba que los elementos vitales de la ac­ tividad política no podían ser controlados ni orientados sin aplicar la fuerza y al menos la amenaza de violencia. Esta conclusión era sus­ tentada, en parte, por cierto escepticismo acerca de lo que Yeats lla­ mó una vez «la profana perfección de la humanidad». Era producto también de una convicción acerca de la estabilidad inherente al mun­ do político, que podía ser combatida, aunque solo parcialmente, me­ diante una acción resuelta. Sin embargo, de igual importancia para convertir al poder y la violencia en cuestiones urgentes era la natu­ raleza del contexto en el cual se ejercía el poder: la condición fuer­ temente estructurada del espacio político, que ridiculizaba todo inten­ to verbal de traducir el poder en simple dirección o supervisión de los asuntos de la sociedacL^a función del actor político era, inevita­ blemente, aplicar violencia^ Esto era definido con suma nitidez en el caso del gobernante que, una vez tomado el poder, se veía obligado a

«organizar todo de nuevo en ese Estado».88 «Más que todos los de­ más príncipes, el nuevo no puede evitar que lo llamen cruel».89 Aun cuando el actor político no se veía ante la tarea de crear una tabula rasa, no podía evitar que su acción causara perjuicios a alguien. Tenía que actuar condicionado por intereses creados y expectativas, privi­ legios y derechos, ambiciones y esperanzas, todos los cuales exigían acceso preferencia! a una cantidad limitada de bienes. Si esta es la naturaleza de la acción política, lo que se ha denominado la obsesión por el poder de Maquiavelo es más bien su convicción de que el «nuevo camino» no podía efectuar contribución mayor q\ie crear una economía de la violencia, una ciencia de la aplicación con­ trolada de la fuerza. Tal ciencia tendría por tarea proteger el límite ■ que separaba la creatividad política de la destrucción. «Porque quien merece reproche es el hombre que emplea la violencia para estropear las cosas, y 110 quien la utiliza para corregirlas».00 El control de la vio­ lencia dependía de que la nueva ciencia pudiera administrar la dosis ‘ precisa adecuada para situaciones específicas. En las sociedades co­ rruptas, por ejemplo, la violencia representaba el único medio de impedir la decadencia, un tratamiento de shock breve, pero severo, destinado a restaurar la conciencia cívica de la ciudadanía.91 En otras situaciones, podía disminuir la necesidad de acciones extremas; se podía manejar a los hombres recurriendo a sus temores, utilizando la amenaza en lugar de la coacción efectiva. Pero toda aplicación debía ser meditada juiciosamente, porque el ejercicio indiscriminado de la fuerza y el constante reavivamiento del temor podían provocar el mayor de todos los peligros para cualquier gobierno: ese tipo de di­ fundida apresión y odio que empujaba a los hombres a la desespera­ ción. La verdadera prueba de que la violencia había sido utilizada correctamente la daba el hecho de que las crueldades aumentaran o disminuyeran con el tiempo.92 Esta preocupación de Maquiavelo por la economía se manifestaba asi­ mismo en su examen de las formas exteriores de violencia: guerra, imperialismo y colonialismo. Uno de los objetivos fundamentales deí A rte de la, guerra A era demostrar que, si bien la acción m ilitar seguía siendo un hecho inevitable de la condición política, era posible redu­ cir su costo con una adecuada atención a la estrategia, disciplina y organización. El príncipe y Los discursos continuaban el mismo tema de la economía con consejos como estos: un príncipe debe tener mi­ nuciosamente en cuenta sus recursos porque una guerra, aunque po­ día ser iniciada por capricho, no era tan fácil de concluir; un ejército inseguro era un instrumento de violencia ineficaz, poique multipli88 Discourses, I, xxvi (1). 89 Prince, X V II (1). 90 Discourses, I, ix (2 ). 91 Ibid., I I I , xxii (4 ). Sin embargo, también había sociedades que se habían corrompido hasta ser irredimibles. En estas de nada valía el poder. Discourses, I, xvi (2 ). 92 Prince, V III (7 ); Discourses, I, xlv (3-4); I I I , vi (3-4). E n Prince, X IX , se trazaba un significativo contraste entre el grado y tipo de violencia necesaria para establecer un nuevo Estado, tal como lo ejemplificaba Severto, con la nece­ saria para m antener un Estado, como en el caso de Marco. Solo a esta última lla­ ma verdaderamente gloriosa Maquiavelo.

caba la devastación sin obtener ninguna de las compensaciones que otorga la victoria; evitar una guerra necesaria era costoso, pero pro­ longarla lo era igualmente; cuando un príncipe veía debilitada su po­ sición aun habiendo salido victorioso, era porque había sobreestima­ do sus recursos de poder.93 Respecto del imperialismo. Maquiavelo aludía al ejemplo de Roma por el im portante motivo de que la política imperial romana había procurado preservar la riqueza de las poblaciones sometidas y sus instituciones nativas, limitando así el costo que podía provocar la devastación, tanto para los conquistadores como para los conquistados. Si el imperialismo,era manejado con eficacia, se podía minimizar las consecuencias destructivas, y reducir toda la transacción a un simple cambio de poder.94 Las guerras destructivas impuestas por necesidades tales como hambre, peste o superpoblación contrastaban con el úso controlado de la violencia por parte de Roma.95 La necesidad era el enemigo de la violencia calculada. Si bien la economía de la violencia examinada por Maquiavelo abar­ caba acciones tanto internas como externas, este nunca abrigó seria­ m ente la idea de que fuera posible reducir de modo apreciable la in­ cidencia de la fuerza en la política internacional. Aunque se pudiera controlar los efectos de la violencia, el recurso a ella no disminuiría. Maquiavelo advirtió con suma claridad que la ausencia de disposicio­ nes arbitrales, como la ley y los procedimientos institucionales, dejaba al campo internacional más expuesto que el interno a los conflictos de intereses y las presiones de la ambición.90 Creía, por otro lado, que se podía estructurar la política interna de la sociedad mediante diversos métodos encaminados a minimizar la necesidad de actos ex­ tremos de represión. La importancia de la ley, las instituciones polí­ ticas y los hábitos de civilidad residía en que, al regularizar la (con­ ducta humana, ayudaban a reducir la cantidad de casos en que se debía aplicar la fuerza y el temor. La más importante intuición de Maquiavelo en torno del problema de la actividad política del poder interno apareció cuando comenzó a explorar las implicaciones de un sistema político basado en el apoyo activo de sus miembros. Comprendió que el consentimiento popular representaba una forma de poder social que, adecuadamente explo­ tada,.reducía la magnitud de la violencia dirigida hacia la sociedad en su conjunto. Una razón de la popularidad del sistema republicano consistía en que era mantenido por la fuerza del populacho, y no por la fuerza sobre el populacho.9' Cultivar el apoyo del pueblo corres­ pondía a los intereses del principe por la economía de fuerza resul­ tan te cuando aquel experimentaba una sensación de participación co­ mún en el orden político. Sin esto, el príncipe debería recurrir a sus propias reservas de violencia, con el resultado eventual de «medidas anormales» de represión. «Cuanto mayor es su crueldad, más débil 93 94 95 96 E. 97

Discourses, II , x; I I I , xxxii; Hislary, V I, i. Discourses, I I , vi, xxi, xxxii. Ibid., I I , vii. Véase el borrador de Maquiavelo reproducido enMacbiavel, touies les letires, Barincou, ed., París: Gaüímard, 2 vols., 6a. ed.,1955, vol. I, pág. 311. Discourses, I , ix (3 ).

se hace su régimen».98 La aprobación pública, lejos de limitar su ini­ ciativa, podía ser utilizada para reducir el alto costo en violencia que implicaban las reformas profundas. En una revolución por consenso (icommune consenso) no era necesario perjudicar más que a unos pocos.03 Al evaluar la economía de violencia de Maquiavelo, es fácil criticarla como producto de la admiración de un técnico por los recursos efi­ caces. A un siglo como el nuestro, que ha presenciado la eficiencia sin paralelo desplegada por los regímenes totalitarios en el empleo del terror y la coacción, le resulta difícil ser tolerante a este respecto. Sería totalmente erróneo, sin embargo, ver en Maquiavelo al filósofo del himmlerismo; y la razón fundamental de esto no es solo que Ma­ quiavelo consideraba la economía de violencia como medio para re­ ducir la magnitud del sufrimiento en la condición política, sino que advertía con claridad los peligros derivados de confiar su uso a los moralmente obtusos. Lo que esperaba promover mediante su econo­ mía de violencia era el empleo «puro» del poder, no mancillado por el orgullo, la ambición ni motivos de mezquina venganza.100 Un con­ traste más significativo con Maquiavelo sería el gran teórico moderno de la violencia, Georges Sorel. Este exhibe un ejemplo auténtico del intelectual político irresponsable, encendido por ideas románticas de heroísmo, predicando el uso de la violencia para fines deliberada y orgullosamente presentados bajo el vago perfil del «mito» irracional, sin pensar en el precio, cegado por una visión de viriles bárbaros proletarios que revitalizarían al decadente Occidente.101 No había, en cambio, sugerencia alguna de infantil deleite cuando Maquiavelo preveía la bárbara y salvaje destructividad del nuevo príncipe, que barría con los ordenamientos establecidos de la sociedad y «nada de; jaba intacto». Surgía, en cambio, la lacónica observación de que era preferible ser un ciudadano privado a emprender una carrera que 98 Ibid., I, xvi (5 ). 99 Ibid.. I I I , vii (2). 100 Ibid., II , xx (4 ); XII, viii (2 ). Esta preocupación resalta con suma claridad1 en el notable fragmento donde describió el destino que acecha a quienes profa-j nan los medios de violencia. Se nos explica que el buen príncipe, que utilizaba; el poder para restaurar la salud de la comunidad, tenía asegurada fama eterna; quienes destruían o mutilaban sus principados, estaban condenados a eterna in­ famia [ibid., I, x (9-10)]. Correspondía una condena especial al gobernante inepto que, habiendo recibido un Estado seguro y libre, lo desperdiciaba estú­ pidamente [ibid., I, x (1, 2, 6 ); I I I , v (2 )], Además, la actividad política tiene, como la religión, su hagiología, su jerarquía de santos integrada por quienes han utilizado creativamente el poder. La primera categoría correspondía a los fun­ dadores de religiones; la siguiente, a quienes habían establecido reinos o repú­ blicas; venían luego, en orden de excelencia, los generales, hombres de letras y, por último, los que se habían destacado en cualquiera de las artes. Pero había también una lista paralela de los nihilistas, enemigos del futuro, que habían des­ truido religiones, reinos, repúblicas, las letras y la virtud misma. Aunque es posible que el intento de Maquiavelo de crear un mito políti­ co-teológico no parezca muy convincente, y aunque podemos cuestionar su serie­ dad en cuanto a esperar que el actor político sea influido por el temor al juicio de la historia, estas consideraciones atestiguan, sí, la seriedad moral de la nue­ va ciencia. 101 Réflexions sur la violence,& París, 10a. ed., 1946, págs. 120-22, 168, 173-74, 202, 273.

entrañaba ruina para otros hombres.102 Esto sugiere que un teórico como Maquiavelo, consciente de la limitada eficacia de la fuerza y dedicado a explicar cómo utilizar su técnica con más eficiencia, era mucho más sensible a los dilemas morales de la actividad política y estaba mucho más entregado a la preservación del hombre que aque­ llos teóricos que, saturados por la indignación moral y ansiosos de re­ generación heroica, predican la purificación por la sagrada llama de la violencia.

YI. Etica política y ética privada En la mayoría de los comentarios, el príncipe de Maquiavelo aparece como el ego heroico encarnado, regocijado por los desafíos del com­ bate político, desembarazado de escrúpulos morales y totalmente falto de todo sentido trágico de la fugacidad de su propia misión. En las páginas anteriores hemos empleado deliberadamente el término «ac­ tor político» en lugar de «príncipe» o «gobernante», para sugerir que, si vemos al príncipe como una especie de actor, que representa muchos papeles y usa muchas máscaras, esto nos permitirá percibir mejor que Maquiavelo nos ha dado algo más que el retrato unidimen­ sional de una figura ávida de poder. Tenemos, en cambio, el retrato de un hombre político moderno, trazado con dramática intensidad; si había heroísmo, también había angustia; si había creatividad, tam­ bién había soledad e incertidumbre. Estos matices formaban parte del nuevo escenario en que tenía lugar la acción política. Adoptando una frase de Merleau-Ponty, el actor de Maquiavelo era «Vexpression d ’un monde disloqué».103 Se desem­ peñaba en un universo acallado en el silencio moral: no había signifi­ cados prefigurados, teleología implícita — «parece como sí el mundo se hubiera vuelto afeminado y el cielo fuera impotente»— 104 iú el telón de fondo tranquilizador de un cosmos político gobernado por un monarca divino y que ofrecía una pauta a los gobernantes terrena­ les. Su vocación, sin embargo, compelía al hombre político a actuar, a afirmar su existencia como ser totalmente politizado. Empeñarse en la acción política significaba renunciar a las múltiples, dímensionesldé la vida para concentrarse exclusivamente en la dimensión única de la actividad política. Por la índole de su situación, el hombre político debía ser un actor, ya que no aborda una sola situación política, sino varias. Las circuns­ tancias cambian, la conjunción de factores políticos sigue una pauta 102 Discourses, I, xxvi (3 ). 103 M. Merleau-Ponty, Humanisrne et terreur, ¿k París: Gallimard, 8a. ed., 1947, pág. 205. Podría agregarse que Merleau-Ponty aportó u n análisis muy sugestivo de Maquiavelo desde un enfoque existencialista: «Machiavélisme et humanisrne», en Utnanesimo e scienza política, Milán, 1951, págs. 297-308. Véase un enunciado reciente de la opinión tradicional de que Maquiavelo era un «maestro del mal» y profundamente anticristiano en L. Strauss, Tbougbts on Machiavelli,£k Glencoe: Free Press, 1958. 104 Discourses, II , ii (7 ).

variable; en consecuencia, el actor político eficaz no puede permitirse poseer un carácter continuo y uniforme; debe redescubrir constante­ mente su identidad en el papel que le asignan los momentos cambian-' tes.105 El carácter azogado del actor político de Maquiavelo contrasta vividamente con la concepción clásica y medieval del carácter del buen gobernante. Para los autores anteriores, el conocimiento político era algo que permitía a los hombres establecer situaciones estables, pun­ tos fijos dentro de los cuales se hacía posible un comportamiento éti­ co. Tendiendo a este fin, subrayaban la importancia de preparar el ca­ rácter de los hombres de modo que la virtud, por ejemplo, fuera una predisposición habitual al bien.106 Por esta razón, los escritores clási­ cos y medievales tendían a desconfiar de la «prudencia», a la cual po­ cas veces clasificaban entre ¡as virtudes supremas.107 La prudencia im­ plicaba un carácter que reaccionaba con demasiada volubilidad al cam­ bio de las condiciones. En su crítica de la teoría moral tradicional, Maquiavelo no se basaba ■ — como se ha supuesto a menudo— en el cinismo ni la amoralidad. Tampoco es del todo correcto el aserto, más válido, según el cual su propósito fue divorciar las normas de comportamiento político de las que gobernaban las relaciones privadas. En cambio, le preocupaba, en primer lugar, indicar las situaciones en que la acción política debía adaptarse a los cánones habitualmente aplicados a la conducta priva­ da. Así, cuando un gobierno actuaba dentro de un medio estable y seguro, debía atenerse a las virtudes aceptadas, tales como compasión, buena fe, honestidad, humanitarismo y religión. En estas circunstan­ cias, la ética pública y la privada eran idénticas.108 La segunda preo­ cupación de Maquiavelo fue, sin embargo, señalar que, debido a que casi todas las situaciones políticas eran inestables y propensas a cam­ biar constantemente, «una nación y un pueblo son gobernados de otro modo que un individuo privado».109 Adoptar las reglas de la morali­ dad aceptada era ligar la conducta propia a un conjunto de hábitos permanentes; pero la rigidez de comportamiento no se adecuaba a las veleidades de un mundo ilógico. Además, quien actuaba de modo uni­ forme no lograba sino proporcionar a sus adversarios un conocimiento anticipado de su probable reacción ante una situación dada.110 Había, además, otra dificultad: la de tener que actuar en un mundo en el cual los demás actores no se atenían al mismo código.111 Es cierto que se planteaba una situación similar en las relaciones privadas, cuando 105 Prince, X V (2); X V III (5 ); Discourses, I I I , ix; carta a Soderini (¿1513?), en Machiavel, toutes les lettres, vol. I I , pág, 327. 106 Aristóteles, Politics, *** 13326; 1337a, I I ; véase Santo Tomás: «La justicia es un hábito ( habitus) por el cual un hombre otorga a cada uno lo debido con voluntad perpetua y constante». Stttnma Theologiae, II , Ila e , Q. 58, art. 1. 107 Una im portante excepción es la admisión, por parte de Santo Tomás, de una forma de prudencia específicamente política: «et ideo regí ad quem pertinet regere civitatem regnum, prudentia competit seciindum specidem et perfectissimam sui rationem. E t propter hoc "regnativa” ponitur species prudentiae» ( ibid., I I , Ila e , Q. 58, art. 1). 108 Prince, XV (2 ); X V III (5 ). 109 Citado en 11 Principe p o r L, A. Burd, pág. 290 y sigs. 110 Prince, XV (1 ). 111 Ibid., X V III (3).

otros hombres no acataban los mismos usos morales; pero los casos eran diferentes, porque lo eran las responsabilidades: en uno, su­ fría el individuo por ser un hombre moral en una sociedad inmoral; en el otro, los escrúpulos del gobernante podían perjudicar a toda una sociedad.112 La actividad política planteaba disyuntivas para las cuales la moral común era inadecuada, pero esto 110 quería decir que no hubiera co­ nexión entre la acción política y los dictados morales tradicionales. En primer lugar, era difícil gobernar una sociedad y obtener apoyo si todas las acciones del gobernante violaban los usos morales venerados por la sociedad .¡Como actor político, el gobernante debía ser un «há­ bil simulador y talsario»; debía «aparentar» que poseía las virtudes de buena fe, caridad, humanidad y religión. Esto formaba parte de su dominio del arte de las ilusiones. «Los hombres son tan necios, y tan sujetos a las necesidades del momento, que quien así los engañe ha­ llará siempre quienes se dejen engañar^113 La cuestión fundamental, no obstante, era si Maquiavelo consideraba que la moralidad no era más que un factor útil en la manipulación política. ¿Constituía la moralidad un conjunto de restricciones, o un simple dato para actuar con éxito? Las propias palabras de Maquia­ velo son tan decisivas, que merecen ser reproducidas en su totalidad: «Me aventuraré incluso a decir que [las virtudes] perjudican a un príncipe que las posee y acata siempre, pero son útiles si aparenta poseerlas. Quiero decir que debe parecer compasivo, digno de con­ fianza, humanitario, honesto y religioso, y serio en verdad; pero tener, sin embargo, la mente preparada de modo que, cuando es necesario no practicar estas virtudes, pueda cambiar a lo contrario, y hacerlo con destreza. Debe comprenderse que un príncipe, en especial un nue­ vo príncipe, no puede acatar todo aquello por lo cual se considera buenos a los hombres, porque suele verse obligado, si quiere conser­ var su gobierno, a actuar de modo contrario a la fe, contrario a la ca­ ridad, contrario a la humanidad, contrario a la religión. Es necesario, en consecuencia, que tenga una mente capaz de volverse en cualquier dirección que impongan los vientos de la Fortune y las variaciones de los asuntos, y (. . .) que no se aparte de lo moralmente correcto, cuan­ do puede acatarlo, pero que sepa adoptar lo malo cuando se ve obli­ gado a ello».114 Este párrafo sugiere que, en lugar de reprender a Maquiavelo por se­ ñalar las limitaciones de la ética privada,, se debería enfocar la aten­ ción en el doble papel que así se crea para el actor político, a quien se obliga a desempeñarse en una atmósfera de tensiones donde los va­ lores morales aceptados limitan su comportamiento en circunstancias normales, mientras que, cuando las circunstancias lo imponen, entra en juego una ética específicamente política, acompañada por el nuevo conocimiento. Cada forma de ética es, por sí sola, insuficiente. De no 112 Discourses, II , xii (1). 113 Prince, X V III (3). 114 Ibid. (5).

ser restringidos por la presión inhibitoria de la moral común, los actos normalmente malos justificados por la ética política fomentarían la ambición ilimitada, con todas sus consecuencias destructivas. Por otro lado, si se aplicaba la moralidad común a situaciones para las cuales no había sido planeada, las consecuencias destruirían el orden y el poder que hacían posible la moral privada. Lo angustioso de la situación del actor político era que este debía decidir qué forma de ética regiría, pero la nueva ciencia, si bien podía facilitar su elección, no podía compensar el hecho de que aquel estaba obligado a desenvolverse par­ cialmente fuera del ámbito de lo que suele considerarse bueno. Esto significa que, de hecho, Maquiavelo rompió con la teoría clásica, que abordaba los problemas de la acción política preguntando cómo po­ dían los hombres desarrollar sus potencialidades morales durante una vida dedicada a la función política. Para Maquiavelo, sin embargo, el problema se agudizaba, porque la disyuntiva ya no implicaba la bús­ queda, de parte del estadista, de una perfección moral que beneficia­ ría.a la comunidad por su misma índole moral; implicaba, en cambio, que el actor político se veía obligado a violar la ley moral para prote­ ger su. sociedad. Había otra razón más por la cual la actividad política no podía satis­ facer la aspiración de realización moral. Las ideas éticas tradicionales operaban sobre la premisa de que un comportamiento etico tendría como resultado crear un estado de cosas deseable, o más deseable; que actuar, por ejemplo, honestamente o de buena fe produciría situacio­ nes caracterizadas por la honestidad y la buena fe. No obstante, Ma­ quiavelo rechazó esta idea de que los actos éticos se traducían literal­ mente en situaciones éticas, sustituyéndola por una idea de la ironía de la condición política. «Algunas cosas parecen virtuosas, pero si se las pone en práctica, serán ruinosas ( . . . ) otras parecen vicios, pero, puestas en práctica, redundarán en estabilidad y bienestar para el príncipe».115 Surgía así, en la condición política, una especie de alqui­ mia, mediante la cual el bien se trasmutaba en mal, y este en bien.116 Tómese, por ejemplo, la virtud clásica de liberalidad, que prescribía que los actos de generosidad fueran efectuados de manera moderada. Para el actor político de Maquiavelo, semejante consejo sería absurdo: no era un donante privado, sino una figura pública cuyas acciones, pa­ ra ser significativas, requerían un alarde bien publicitado e incluso una ostentación vulgar. De todos modos, era dudoso que la liberalidad, aun así corregida, se clasificara como virtud política. En general, el actor político no gastaba sus recursos privados, sino rentas públicas. En la escena política, la liberalidad se traducía en impuestos que, a su vez, fomentarían sin duda el resentimiento popular. El vicio de la tacañería se convertía, en consecuencia, en virtud política; se trasformaba, de hecho, en liberalidad, ya que proporcionaba al súbdito una parte mayor de su propiedad.11T Tómese también el caso del gober­ 115 Ibid., XV (3 ). 116 Ibid., XV; History, V, i (págs, 202-03). 117 Prince, XV-XVI. Aristóteles (E thics.fi, 1120 a 10-12) distinguía entre li­ beralidad y magnificencia, siendo esta última una virtud política. E n su explica­ ción contraponía la magnificencia a la tacañería, definiendo a esta última no como mezquindad, sino como ostentación vulgar.

nante confiado, que se negara a creer que los hombres son, en su ma­ yoría, viciosos y dispuestos a engañar en cualquier ocasión. Si un go­ bernante de este tipo gobernara de acuerdo con la virtud de la cle­ mencia, no tardaría en verse obligado a adoptar medidas cada vez más severas y crueles para conservar el poder. Por otra parte, debido a las contradicciones de la actividad política, un gobernante que aplicara una crueldad racional en el momento adecuado sería más verdadera­ mente humanitario. Utilizada en forma económica, la crueldad era más misericordiosa que la clemencia, ya que la primera solo perjudicaba a pocos, siendo contenidos los demás por el temor, mientras que la segunda engendraba desórdenes que dañaban a una universalitá intera. No obstante, la justificación de medidas crueles no estaba encamina­ da a sugerir que cualquier método para conservar el poder fuera igual a cualquier otro en valor moral. La crueldad podía ser útil para lograr determinados fines, como la seguridad, pero no podía aportar verda­ dera gloria.118 La preocupación de Maquiavelo por las deficiencias de la ética tradi­ cional y su búsqueda de una ética política adecuada derivaban de una profunda creencia en las discontinuidades de la existencia humana. Esto se expresaba en su enfoque de la historia, que era concebida, no como un continuo que fluía suavemente, sino como un proceso que irrumpía con destructor frenesí, aniquilando las adquisiciones y el recuerdo del pasado y condenando al hombre a un perpetuo esfuerzo de rescate.119 Igualmente importante era la existencia de discontinui­ dades entre las formas de existencia en un momento determinado. Re­ ligión, arte, actividad económica, vida privada y pública, parecían de­ senvolverse de acuerdo con lógicas especiales propias, 110 vinculadas por ningún principio heterónomo superior.120 El hombre moraba, así, en un universo fragmentado, y su singular angustia provenía de estar condenado a vivir en varios mundos ajenos al mismo tiempo Si la exis­ tencia política debía ser vivida en un mundo que fuese suyo, era me­ nester contar con criterios significativos para ordenar la existencia. La significatividad, a su vez, era concebida por Maquiavelo en tér­ minos de las condiciones a las cuales correspondían los criterios, es decir, al mundo particular de la actividad política. Esto se expresaba en su frecuente empleo de la palabra necessita al describir situaciones .políticas. Con ese término no se refería a una forma de deterninism o, sino a un conjunto de factores que planteaban un desafío a la creati­ vidad política del hombre, y que solo era posible abordar si este los trataba como estrictamente políticos, excluyendo del alcance de su atención a todo lo demás.121 E li términos de ética, esto no significaba que la actividad política debiera ser conducida sin criterios éticos, sino que no se podía impor­ tar estos criterios del «mundo externo». El no haber advertido esto condujo a muchos críticos modernos de Maquiavelo a falsos dilemas. De que la actividad política requiera otra ética que la vida privada no se desprende — como afirma un autor moderno— que «los impe­ l í s Prince, VIII (3). 119 Discourses, I I , v. 120 Ibid,, II , prefacio (3 ); I I , v. 121 Ibid.s I, i (7-9); iií (3); xxviii (3); II, xii (6 ); III, xii (1).

rativos morales no tienen valor absoluto».122 Esto es plantear mal la cuestión, ya que los verdaderos interrogantes son: ¿qué moral? y ¿qué se entiende por «absoluto»? Todo el sentido de la argumentación de Maquiavelo consistía en afirmar que, precisamente por la naturaleza inevitablemente autónoma de la actividad política, tanto más obliga­ torio era establecer criterios para la acción y elaborar medios adecua­ dos para aplicarlos. En resumen, el rechazo de la heteronomia no tie­ ne por qué entrañar un rechazo de la moralidad en la actividad política, ni el rechazo de absolutos éticos determina la imposibilidad de crite­ rios éticos.

VII. Descubrimiento de la masa La idea del actor político fue desarrollada primordialmente en E l príncipe, porque en esta obra Maquiavelo se propuso describir cómo un solo individuo de talentos superiores podía llevar jjc a b o J a regeneraciónliacionairToda^la obra estaba dominada por una, concepción de la actividad política personal, con el resultado de que la figura heroica del príncipe eclipsaba toda sugerencia de que la actividad po­ lítica pudiera ser conducida a través de instituciones impersonales. Es bien sabido que el enfoque de Maquiavelo en Los discursos era el de un republicano convencido. También se admite, en general, que en ambas obras se sostenía de modo persistente la misma concepción de la acción política y la misma clase de consejos. La mayoría de los es­ tudiosos, al evaluar la diferencia entre los dos, han adoptado la po­ sición de que el absolutismo monárquico recomendado en El príncipe sólo fue proyectado como un remedio desesperado para una condición política extremadamente corrupta.123 Aunque abundan, sin duda, los argumentos favorables a esta inter­ pretación, opino que un enfoque algo diferente permite aprender m u­ cho más. Si en L o s discursos desaparece, en gran medida, el héroe po­ lítico^ Maquiavelo debe haber razonado que los tipos de acción que solo el príncipe podía llevar a cabo eran ahora innecesarios o podían ser confiados al pueblo. D e modo similar, si en la obra anterior M a­ quiavelo buscó la dinámica de la acción política en el deseo de gloria personal y la virtu del príncipe, debe haber creído que bajo un go­ bierno popular este élan no era necesario, o bien que se podía estudiar ciertos sustitutos. Para sacar a luz las consecuencias de estaj^áosjjroposiciones, debemos antes examinar su referencia común: §} puebla* Con esto esperamos demostrar que, en grado importante, la aHerSícm entre E l príncipe y Los discursos consiste en una mayor apreciación, por parte de Maquiavelo, de las capacidades políticas de las masas, a 122 W. Nestle, «Politik und Moral im Altertum», Nene Jabrbiicker fü r das Klassische M tertum , Geschichte und deutsche Litteratur und fü r Padagogik, 1918, pág. 225. 123 G. H . Sabine, A history of political tbeory, Nueva York: H olt, ed. rev., 1950, págs. 337-38, 347; J. W . Alien, A history of political thought in the s i x t e e n t b century, Londres: Methuen, 1941, 2? ed., pág. 465; P. Mesnard, op. cit-, pág. 35 y sigs.

lo cual corresponden mayores dudas sobre la utilidad de los héroes políticos. Se sugerirá asimismo que Maquiavelo, en el curso de este proceso, evidenció una comprensión de la naturaleza de la masa política mayor que la de cualquier pensador anterior al siglo x ix .. En El príncipe se hizo evidente que Maquiavelo había comenzado a intuir la creciente significación de las masas. «Ahora es más necesario para los príncipes, salvo los turcos y los sultanes, satisfacer al pueblo que a los soldados, ya que el pueblo es más poderoso».124 Si bien esto era un indicio im portante de que Maquiavelo había comprendido que la base de la actividad política se ampliaba, y de que el factor del pue­ blo tendría que ser tomado en cuenta en los cálculos futuros, e a E l. príncipe dominaba la idea.de la masa como una materia maleable, lista paraTresponder a la forma que le diera la mano del héroe artista:' «ed in Italia non manca materia da introdurvi ogni forma».12¡> Más aún; la credulidad de la moltitudine era precondición necesaria para el arte de ilusiones practicado por el actor político: «la muchedumbre siem­ pre es atrapada por las apariencias y por el resultado de los aconteci­ mientos, y la muchedumbre es todo lo que hay en el mundo; cuando los muchos tienen espacio suficiente, no hay sitio para los pocos».128 La comprensión de Maquiavelo de la manipulabiÚdad de las masas cobra significado adicional si recordamos su consejo de que el prín­ cipe debe «satisfacer» los deseos del pueblo. La yuxtaposición del hé­ roe político y las masas, que era el tema central de El príncipe, re­ presentaba en el fondo una yuxtaposición de deseos o pasiones com­ patibles. El héroe podía obtener gloria y lograr su virtü en el ejercicio de un dominio absoluto que, al crear orden y eliminar la corrupción, satisfaría el deseo de seguridad de las masas.12’ Para comprender por qué Maquiavelo creyó que las masas eran material no solo dócil, sino adecuado para el arte político del príncipe, debemos consultar el ca­ pítulo noveno de E l príncipe, donde se examina el problema de una monarquía basada.en el consenso. De todas las formas de monarquía, esta era la preferida por Maquiavelo, sobre todo porque permitía conservar el poder sin «maldad u otra violencia intolerable» tan ne­ cesarias para el aventurero político.128 Se indicaba que un sistema de este tipo podía alzarse sobre una de dos bases: el pueblo o la aristo­ cracia, pero no podía hallar apoyo en ambos grupos, debido al mutuo antagonismo entre ellos.129 Maquiavelo aconsejaba al príncipe que bus­ 124 Prince, X IX (18). 125 II Principe, XÍXVI, pág. 369 (líneas 5-6). Muchos comentaristas han atri­ buido a Maquiavelo la opinión de que el Estado era una obra de arte, y la fun­ ción del príncipe, la de un artista político. El primero en sugerir este enfoque fue J. Burckhardt en su gran obra The civilization of the Rena'tssance in Italy, trad. al inglés por S. G . C. Middlemore, Viena: Phaidon Press, parte I. Véase una expresión más reciente del mismo punto de vista en C. J. Friedrich, op. cit., págs. 16-19. Todo el problema presentado por el análisis de Burckhardt es exa­ minado a fondo por W . K. Ferguson, The Renaissance in historical thought, Bos­ ton: H oughton Mifflin, 1948, pág. 188 y sig. Teniendo en cuenta la insistencia de Maquiavelo en la «necesidad» y su devaluación de la función del príncipe en los Discursos, es necesario revisar la tesis de Burckhardt. 126 Prince, X V III (6 ); IX (2 ); Discourses, I, xii (8). 127 Prince, X X V I; Discourses, I, xvi 128 Prince, IX (1 ). 129 Discourses, I, xvi; History, I I I , i (pág. 108).

cara la aprobación del pueblo, que estableciera un principato chile. Esta elección era dictada por la creencia de que el pueblo representaba una materia más adecuada, no en el sentido de ser más virtuoso, sino en el de ser más gobernable. La pasión de los aristócratas por gober­ nar era una insaciable ambición de dominar a otros grupos; por ello, ningún ordenamiento podía contenerlos por mucho tiempo. El pueblo, por su parte, era «fácil» (facile) de gobernar, ya que «no pide más que. no, ser. opim ido» 130 Como el pueblo deseaba primordialmente seguridad para sus esposas y propiedades, el problema del espacio po­ lítico podía ser manejado con bastante facilidad. En cambio, las am­ biciones de la nobleza, más heroicas, no podían concretarse sin desar­ ticular el espacio político, o, como lo expresó Maquiavelo, «sin per­ judicar a otros».131 De este modo, el mejor material político se halla­ ba en quienes tienen posesiones y quieren conservarlas, no en quienes quieren obtener más.132 Maquiavelo considero que las masas eran las bases de poder más seguras porque sus exigencias eran mínimas y po­ dían ser satisfechas sin poner en peligro el poder del gobernante, y porque, como «poseedoras», las atormentaban temores e insegurida­ des y esto las hacía más fáciles de manipular. Respondían mejor a las prescripciones de la nueva ciencia, a dosis controladas de temor y vio­ lencia, a la caricia alternada del amor y la esperanza, haciendo asi innecesaria la brutalidad y la crueldad.133 La compatibilidad entre la nueva ciencia y las cualidades políticas de las masas tenía importancia decisiva, ya que indicaba cierta intranqui­ lidad de Maquiavelo respecto del héroe político. En El príncipe y Los discursos, aquel sostuvo de modo consecuente la posición de que, en una sociedad muy corrupta, el instrumento escogido para la regenera­ ción debía ser un gobernante único, «que impusiera obediencia hasta que el material se volviera bueno».134 Pero el «principado cívico» antes mencionado no estaba destinado a una condición corrupta; de esto parecería desprenderse, como consecuencia lógica, que no sería necesario el orden de talentos heroicos requeridos en un estado co­ rrupto. En palabras de Maquiavelo el gobernante de un principado cívico no necesitaba poseer «pura capacidad o pura suerte» (o tutta virtü o tutta fortuna), sino solo una «afortunada astucia» ( un’astuzia fortunata) .13S Este énfasis sobre la «astucia» indica que Maquiavelo había llegado a advertir que, si bien las energías demoníacas del héroe podían ser creativas, también podían ser políticamente destructivas. Siendo así, aquel sería para la nueva ciencia un instrumento dudoso, menos seguro que el pueblo. La elección entre el héroe político y las masas fue planteada franca­ mente por Maquiavelo en Los discursos, al encarar la habitual afirma­ ción de que no se podía erigir ningún sistema político duradero sobre un cimiento tan inestable como el pueblo.136 Maquiavelo inició su 130 131 132 133 134 135 136

Prince, IX (4 ); X V II (4 ). Ibid., IX (2 ). Discourses, I, v (6-7); IX (3 ). Ibid., I, v (3 ); I, lvii (2 ). Ibid., I, xvii (4 ). II Principe, IX , pág. 237 (línea 20) y pág. 238 (línea 1). Discourses, I, lviii.

refutación con una interesante evasiva: no podemos decidir entre los méritos relativos de un príncipe o de un pueblo si se considera a am­ bos en una situación ajena a la ley. Por supuesto, la idea de un prín­ cipe legibus solitos había sido la principal esperanza de El príncipe. En Los discursos, sin embargo, Maquiavelo se mostró muy impresio­ nado por los impulsos nihilistas del príncipe; por ello sostuvo que no se podía elegir entre un príncipe desenfrenado y un pueblo sin control legal; ambos eran igualmente destructivos. La verdadera prueba con­ sistía, por consiguiente, en comparar a los dos cuando estaban some­ tidos a la ley. El veredicto era favorable al pueblo, pero el detalle sig­ nificativo residía en sus fundamentos. Un, pueblo habituado a vivir bajo la ley no tarda en exhibir las virtudes políticas que se le han im­ preso: se vuelve estable, prudente, agradecido, y reverente ante la autoridad de la ley. La virtud del pueblo provenía de someterse a la ley; la virtú del príncipe, en cambio, tomaba necesariamente la forma de una destrucción creativa de leyes e instituciones. J?or _ello, en la etapa en que era factible un sistema republicano, la virtu heroica re­ sultaba anacrónica.137 La transición a un nuevo tipo de virtu entrañaba redefinición de la virtü principesca: el verdadero príncipe sería aquel que, en el acto de realizar su virtü, se hiciera superfluo. Los criterios para juzgar su acciones serían estos: ¿Sobrevivía el estado a la m uerte del fundador, y era capaz de generar su propio impulso? Como dijo Maquiavelo: «Por lo tanto, la seguridad de una república o de un reino no depenjde d_e_que su gobernante lo gobierne con prudencia^enjdda, sino que lo ordene de modo que pueda seguir existiendo. después de morir aquel».138 Esto fue expresado de modo más sucinto en el consejo de Maquiavelo al papa León X acerca de la reforma del gobierno de Flo­ rencia; debía organizárselo de modo «que se administre solo».139 Si se debía descartar la virtü principesca, ahora hacía falta una forma de virtü que respaldara instituciones, en lugar de crearlas. Y sí la ac­ tividad política heroica debía ceder el paso a otra orientada hacia la ¡¿nasa, el problema era atraer las masas en apoyo del orden político satisfaciendo las necesidades materiales del pueblo, protegiendo sus posesiones y eliminando las desigualdades peligrosas en la sociedad. ¿Cómo lograrlo? ¿Acaso los mismos dilemas de bienes limitados, am­ biciones ilimitadas y espacio político insuficiente no reaparecerían para atormentar a un sistema político basado en la satisfacción de intere­ ses? Al tratar de resolver estas cuestiones, Maquiavelo se vio llevado a examinar con más atención que cualquiera de sus predecesores la naturaleza y dinámica de la política del interés y llevó más lejos que cualquier otro escritor desde Aristótelegfla superioridad de la política del acuerdo, sobre la política de la im posición/El elemento verdade­ 137 Ibid. (5, 8 ); History, IV , i (pág. 157). A este respecto, el príncipe reapare­ ce de un modo algo así como sublimado en la institución de la dictadura tem­ poraria que Maquiavelo adoptó de la república romana. Véase Discourses, I, xxxiii (6), xxxiv. 138 Discourses, I, xi (6 ). Véanse los comentarios críticos sobre Cosme di Me­ d id , basados en la decadencia de Florencia después de su muerte en History, V II, i (pág. 315); V II, ii (pág. 318). 139 Discourse on reforming the government of Florence en la edición de A. H . G ilbert de The Prince, pág. 92 (párr. 31).

ramente nuevo del enfoque de Maquiavelo era que no solo hacia del problema del interés el centro de la teoría política, sino que procura­ ba acompañarlo con una teoría que indicaba tanto los efectos saluda­ bles de los conflictos socioeconómicos como las técnicas que permiti­ rían resolverlos. Al avanzar en esta dirección, Maquiavelo ayudó a poner en marcha la redefinición de la asociación política, una redefi­ nición que, partiendo de la legitimidad de los conflictos de interés, terminaría dudando de que semejante asociación pudiera permitirse buscar soluciones definitivas en el manejo de los conflictos. Como lo indicó Maquiavelo, una república presuponía subdivisiones; en con­ secuencia, no se la podía sujetar a una perfecta unidad de objetivos.140 Para el estudioso contemporáneo de la política, uno de los aspectos más interesantes del análisis de Maquiavelo fue el haber advertido la complejidad de los intereses. Si bien los conflictos fundamentales sur­ gían entre el pueblo y la nobleza,141 la existencia de la clase inferior creaba dificultades adicionales, estas tres clases contenían divisiones internas. Había separación entre la nueva y la antigua nobleza. A rte­ sanos y mercaderes constituían asimismo intereses distintos, fragmen­ tados a su vez en guildas v compañías organizadas.142 Estos diversos intereses cobraban especial significación política en cuanto unían ener­ gías fórmando partidos o facciones. La demanda de tratamiento pteferencial por parte de intereses o coaliciones de intereses organizados se distinguía de las divisiones naturales e inevitables en una sociedad. «Cuando ¡as acompañan facciones y partidos, [las divisiones] son perjudiciales; pero si se las mantiene sin ellos, contribuyen a la pros­ peridad de las repúblicas».143 Maquiavelo sostuvo que, de todos mo­ dos, las facciones no debían ser eliminadas, sino reguladas. La fricción originada por las luchas de facciones era prueba de vitalidad en un sistema. El gran ejemplo de fricciones saludables fue proporcionado por el- sistema constitucional romano, en el cual las contiendas entre patricios y plebe habían originado mejores leyes y mayores libertades. En otras palabras, el flujo relativamente irrestricto de fuerzas polí­ ticas había producido' disposiciones que eran mejores por ser más glo­ bales y abarcar los intereses fundamentales de la sociedad.144 Por aña­ didura, el ejemplo romano demostraba también que las ocasionales inestabilidades de la rivalidad de las facciones no destruían necesaria­ mente el poder del sistema, ya que, cuando Roma enfrentaba amena­ zas externas, los intereses opuestos dejaban inmediatamente _de lado sus disputas privadas para unirse en defensa de la patria.íio El fin de la_.argumentación de Maquiavelo era remoldear la idea de unidad política de acuerdo con la nueva descripción de la sociedad política 140 H istory, V II, i (pág. 306); Discourses, I, v, I, xlvi. 141 Discourses, I, lv (9 ); II , xxv (1 ); Discourse on reform ing. . . , op. cit., pág. 79 (parr. 1). 142 Discourse on re fo rm in g .. . , op. cit., págs. 85-86 (párrs. 16, 19); History, I I , iii (págs. 60-61); I I I , iii (págs. 127-28); I I I , iv (pág, 133); I I I , vi (pág. 144); IV , vi (pág. 190). 143 Ibid., V III, i (pág. 306). 144 Discourse on reforming. . . , pág. 80 (párr. 3), págs. 89-90 (párrs. 26-27); Discourses, I, ii (18); I, iv (2-6); I, vi; I, vii (1 ); I, viii; History, V I, i (paSs306-07). 145 Discourses, I I , xxv (1).

como diagrama de fuerzas impulsadas por intereses. En efecto; si la_ sociedad política era de tal naturaleza que su unidad no excluía, sino que presuponía los efectos discordantes de ios grupos de intereses, la unidad era el resultado de satisfacer intereses en conflicto. A este res­ pecto, sin embargo, surgía de la coexistencia de dos principios contra­ dictorios un dilema adicional: sostenía Maquiavelo que el orden po­ lítico debía asegurar la igualdad de trato de sus integrantes, y afir­ maba al mismo tiempo que un sistema político no podía sobrevivir si no se satisfacían los intereses predominantes. Es evidente, sin embar­ go, que en una situación política de bienes limitados y relativos el apaciguamiento de los grupos poderosos trasgrede el principio de igual­ dad; este dilema nunca ha sido resuelto dentro de la teoría del interés en la actividad política, ya que la respuesta natural de los encargados de formular decisiones políticas consiste en establecer una tabla de prioridades de acuerdo con el poder e influencia relativos de las fuer­ zas rivales. No obstante, prioridad no es igualdad. Un sistema político sólo puede adaptar la idea de igualdad a la del libre juego de intereses, y las cantidades desiguales de poder e in­ fluencia resultantes de la lucha competitiva por privilegios, buscando alguna fuente sustitutiva de lealtad emocional. Un sistema que pro­ fese la igualdad necesita sobremanera un «mito» oscurecedor, una lealtad generalizada que oculte el hecho de que la igualdad económica, social y política tiene, fin el mejor de los casos, un significado muy limitado. Aunque no abordó sistemáticamente este problema, Maquia­ velo se refirió, sin embargo, a lo que quizás haj^a llegado a'sér el susti­ tuto más eficaz de la igualdad: el sentimiento nacional. En términos de política manipulativa, la utilidad del sentimiento nacional reside no solo en la intensidad emocional que engendra, sino en su semejanza superficial con el principio de igualdad: todos los hombres, cualesquie­ ra que sean su riqueza, jerarquía y linaje, comparten la característica común de una identidad nacional específica, y nadie puede pretender ni probar que la posee en mayor grado que los demás. La identidad, nacional representa una clase de bien inagotable. Se puede resumir lo antedicho expresando que, si la unidad suponía conflicto de inte­ reses, la admisión de conflicto exigía, a su vez, una lealtad nacional .común que se pudiera suscitar para poner límites a las disputas o im­ poner sacrificios a los menos favorecidos por la tabla de prioridades públicas. Puede parecer paradójico, pero no es incidental, que la pri­ mera teoría política verdaderamente m odernaAaya unido el ^realis­ mo» de la política de intereses con el «idealismo» nacionalista Los elementos vitales del conflicto encerraban, sin embargo, una con­ secuencia mucho más ominosa. Ya hemos señalado la insistencia de Maquiavelo en que la expansión externa era esencial para la vida del cuerpo político. Bajo una monarquía absoluta, se podía contar con que el deseo del príncipe de obtener gloria y conservar el poder pro­ porcionaran la fuerza impulsora necesaria para la expansión. En una república, la dinámica del imperialismo se vinculaba estrechamente con las luchas de intereses derivadas de las ambiciones y aspiraciones de clase. El ímpetu hacia el imperialismo debía provenir ahora de la extensión de las presiones internas de poder. Una vez más, Roma ofrecía el modelo:

« . . . Si el gobierno de Roma hubiera sido tal que hubiese traído ma­ yor tranquilidad, se habría originado este inconveniente: que habría sido más débil, por haber cortado la fuente de aprovisionamiento [los conflictos facciónales] que le permitieran adquirir la grandeza alcan­ zada, de modo que, tratando de eliminar las causas de los tumultos, Roma habría eliminado también las causas de expansión»,140 Para demostrar la superioridad del imperialismo popular sobre el im­ perialismo monárquico, soló faltaba conectar la dinámica imperialista de! gobierno popular con la política del interés. Lo que había que demostrar era que un gobierno popular podía generar más poder que' una monarquía, porque utilizaba los beneficios de las conquistas en interés de un mayor número. «. . . Muestra la experiencia que las ciudades nunca han acrecentado su dominio ni su riqueza, a menos que hayan sido independientes ( . . . ) La razón [por la cual Atenas y Roma alcanzaron grandeza des­ pués de expulsar a sus reyes] es fácil de comprender; porque lo que hace grandes a las ciudades no es el bienestar de los individuos, sino" el de la comunidad ( . . . ) Unicamente en las repúblicas se contempla adecuadamente el bien común ( . . . ) y por mucho que puedan perder por este motivo esta o aquella persona privada, son tantos los que se benefician con ello que se puede concretar el bien común a pesar de aquellos que se perjudican a consecuencia de ello. »Ocurre lo contrario cuando hay príncipe, pues lo que este hace en su propio interés suele perjudicar a la ciudad, y lo que se hace en in­ terés de la ciudad lo perjudica a él. En consecuencia, cuando la tira­ nía reemplaza al autogobierno, el menor de los males ( . . . ) es que deje de progresar y de crecer en poder y riqueza: con suma frecuencia, mejor dicho, siempre, lo que sucede es que declina. Y si el destino determina la aparición de un tirano eficaz, tan enérgico y diestro en la guerra que amplía sus dominios, la nación no recibirá de ello bene­ ficio alguno . . ,».147 En estos pasajes se evidencia cuánto se alejó Maquiavelo del pensa­ miento clásico y medieval. Mientras que Tomás de Aquino, por ejem­ plo, había declarado que e lb ie n xoraán era de naturaleza cualitativa­ mente diferente a la del mdivmuo, Maquiavelo interpretó que estai idea representaba una preponderancia_deJntere.ses v fuerzaa-jie n so • de la_comunidad»14g* T O m !f^ a u e JSjistótefes h ^iía prérenido que la aHqúísición de un imperio socavaría el bien común de la comunidad,149 Maquiavelo convirtió el imperialismo en una extensión natural de di­ cho bien. Mostró, sobre todo, que la masa no era solo dócil materia, 146 Ibid., I, vi (5 ). Autores medievales, como Egidio Romano, habían iden-'t1 cado la actividad política faccional como un elemento importante del poder del tirano; véase A. H . G ilbert, Machiavelli’s «Prince» . . ., op. cit., págs. 163-64. Lo que hizo Maquiavelo fue liberar la dinámica de las facciones de sus v iC’j'r ciones con la tiranía, y alinearlas con el republicanismo. 147 Discourses, II, ii (2-3). 148 Ibid., II , ii (2). 149 Politics. V II, 133M 34¿.

sino también energía dinámica; y que esta energía, cuando la atraía el interés, podía ser convertida en un poder mayor que él de cualquier otro sistema. Esto pasó a ser un principio que los republicanos ingle­ ses del siglo siguiente adoptaron con celeridad. Como lo anunció H a­ rrington en su discurso acerca de la república de Oceana: «Oceana es como la rosa de Sarón y el lirio del valle ( . . . ) Es tan bella como las tiendas de Kedar y terrible como un ejército con estandartes».130

VIII. La actividad política y las almas Para refrenar los excesos del conflicto de facciones, Maquiavelo con­ fiaba en dos recursos. El prim ero consistía en disposiciones institu­ cionales y era como un síntoma de su premisa de que las actividades de las facciones eran de índole similar a la acción de las fuerzas en física. Lo delicado era, sin embargo, establecer ordenamientos institu­ cionales que, al permitir que se expresaran diversas ambiciones e in­ tereses y se desahogaran los «humores cambiantes» de la sociedad, crearían también fuerzas que se contrarrestasen.151 La fuerza de la ambición, por ejemplo, podía ser empleada en beneficio de una repú­ blica si los ordenamientos políticos contenían carriles establecidos para la búsqueda de poder: el juego abierto de la ambición no solo obviaba los peligros de las conspiraciones ocultas, sino que, alentando a los ambiciosos a procurar el apoyo público, se creaba una fuerza sutil que ayudaba a encauzar las acciones políticas hacia fines públi­ cos, en lugar de privados. E n pocas palabras, la influencia del grupo de adeptos quedaría institucionalizada.132 Tanto impresionaron a Ma­ quiavelo las posibilidades de las instituciones públicas para atraer grandes talentos, pero domesticándolos, que llegó a creer que un sis­ tema de elecciones libres podía superar la mortalidad de la grandeza individual asegurando una continua provisión de talentos nuevos: de tal modo, se podía extender la virtud hasta el infinito.153 El descubrimiento de sustitutos institucionales para el príncipe era el complemento lógico para la importancia asignada por Maquiaveló a ja satisfacción de intereses. Esto fue lo que hizo de Maquiavelo uno de los precursores y fundadores .de la gran tradición de la política dé intereses, tradición que fue continuada por Harrington, Locke, Hume y Bentham, y que recibió su expresión clásica en la décima carta de los Yederalist papers de James Madison. Pero, como ya lo hemos se­ ñalado, una redistribución significativa del énfasis en la teoría política implica omisión. ¿Qué había sido excluido por la teoría del interés? Para aclararlo, podemos reproducir un pasaje de La República =?* de Platón que simbolizaba las actitudes tanto clásica como medieval ante el ejercicio del poder. Es un pasaje donde Adimanto expone los requi­ sitos que una teoría de la justicia debe satisfacer: 150 151 152 153

Citado en Z. S. Fink, op. cit., pág. 52. Discourses, I, vii (1 ). Ibid., I I I , xxviii; I, Iii. Ibid., I, xx (2)

«No debes contentarte con probar que la justicia es superior a la in­ justicia; debes poner en claro qué bien o qué daño hace una y otra a su poseedor ( . . . ) Por ello quiero que, al ensalzar la justicia, consi­ deres únicamente cómo beneficia la justicia en sí a un hombre que la tiene en él, y cómo lo daña la injusticia, sin tener en cuenta recom­ pensas ni reputación. Podría tolerar que otros se explayaran en esos efectos exteriores ( . . . ) pero tú [no] ( . . . ) No debes contentarte con solo probar que la justicia es superior a la injusticia, sino explicar có­ mo es buena una y mala la otra, en virtud del efecto intrínseco que cada una tiene en su poseedor, sea visto o no por dioses ti hombres».Ui Lo significativo de este pasaje reside en el contraste de enfoques para la acción política: de un lado «recompensas y reputación» y «efectos exteriores»; del otro «efectos intrínsecos». Cuando se aplica estas dis­ tinciones al pensamiento de Maquiavelo, se hace obvio que l.a_actividad política se ha vuelto exterior a sus participantes. Esto, a su vez, armoniza muy bien con su énfasis en la protección de los intereses, materiales. La creencia de que la actividad política se vinculaba con lo exterior, y que la promoción de la vida interior del hombre no cófrespondía.al^.ámbito de lo político, ofrecía un interesante paralelo con la doctrina luterana de «libertad cristiana» y la idea general pro­ testante de «conciencia», que respaldaban la creencia de que la acti­ vidad política nada tenía que ver con el estado interno del hombre. La creciente alienación entre la bona interiora y el tipo de bienes a que aspiraba la acción política puede ser rastreada también si pasamos al segundo recurso propuesto por Maquiavelo para controlar los efec­ tos de las facciones, recurso cuyo centro era el intento de crear una virtud cívica que sirviera para disciplinar y refrenar los deseos y am­ biciones de las masas. Los medios para estos serían las leyes, institu­ ciones, la educación y el sistema religioso. A este respecto, el mayor énfasis se asignaba a la organización militar, que pasaba a asumir una función análoga a la de la educación en el sistema de Platón. «La segu­ ridad de todo Estado se basa en una buena disciplina militar; donde esta no existe, no puede haber buenas leyes ni cosa alguna que sea buena».155 Si se exponía a todos los ciudadanos a los rigores de la vida militar, como a los romanos, y si entonces se ponía a prueba su vir­ tud, «se comprobará que siempre y en todas las circunstancias estarán de acuerdo, y que mantendrán su dignidad de igual manera».156 El valor de la experiencia militar residía en el contraste que ofrecía al forcejeo legitimado en procura de lugar y preferencia en la sociedad civil. En su mejor estado, un ejército se asemejaba a una comunidad estrechamente unificada, la cual fomentaba entre sus miembros una cálida intimidad que les permitía actuar como uno solo y aceptar el autosacrificio que, de lo contrario, era absurdo.157 Aunque en esto las 154 Republic,¿% II , 366-67 (trad. al inglés por Cornford). Véase el estimulante examen de C. S. Singleton, «The perspective of art», Kenyon Review, vol. 15, 1953, págs. 169-89. Este artículo se refiere esencialmente a la teoría política de Maquiavelo, y tengo una gran deuda con él. 155 Discourses, I I I , xxxi (5 ). 156 Ibid., I I I , xxxi (7 ). 157 Ibid., I I I , xxxv-xxxvii. Véase una expresión moderna de las cualidades comu-

instituciones militares podían ser análogas al sistema educativo pla­ tónico, tenían un objetivo fundamentalmente distinto: no iluminar el alma, sino disciplinar esas mismas pasiones cuya existencia el actor político hábil presuponía, y que era su oficio alentar. Aunque estos métodos variaban, compartían una cualidad común: ca­ da uno se encaminaba a modificar únicamente el comportamiento ex­ terior de los ciudadanos. Esto se evidenciaba, sobre todo, en el examen de Maquiavelo de la religión. Como más tarde Hobbes, Maquiavelo sostuvo que el cristianismo original había sido completamente acep­ table como religión cívica, pero que ahora enseñaba las virtudes erró­ neas de abnegación, humildad y ultramundanidad; enseñaba, en suma, las virtudes relacionadas con los bienes interiores del alma. Una autén­ tica religión cívica debía fomentar el temor y respeto adecuados a la autoridad, y ayudar a inculcar el valor militar.13S La concepción maquiavélica de la virtud cívica marcó una importan­ te etapa en el desarrollo del moderno pensamiento y práctica políticos, ya que simbolizó el fin de la antigua alianza entre el arte de gobernar el Estado y el arte de gobernar las almas^ De allí en adelante, se daría por sentado de manera creciente que el cultivo de las almas y perso­ nalidades, si bien podía ser una finalidad adecuada para el hombre, no era el núcleo de la acción política. Se puede enunciar esto en for­ ma más contundente diciendo que la nueva ciencia no estaba conce­ bida como medio de perfectibilidad humana. Esta vena pesimista — originada en la conciencia de que el nuevo conocimiento debía estar al com ente del mal, y de que su mayor preocupación era evitar el in­ fierno—- confirma que era una ciencia poscristiana y no inspirada di­ rectamente por modelos clásicos. El aserto de que «todos los hombres son perversos y desahogan la malignidad que hay en sus espíritus siempre que se ofrece la oportunidad» nunca fue sostenido por la ciencia política griega ni cuestionado por la doctrina cristiana.139 Pe­ ro si el sentido del mal de Maquiavelo y, si se quiere, su sentido del pecado, lo sitúan aparte de los griegos, también le niegan toda rela­ ción con las escuelas liberales y colectivistas de ciencia social de fines del siglo x v m y el xix. La tradición iniciada por Maquiavelo. fue con­ tinuada por Hobbes, Locke y Hume; fue una tradición singularmente libre de ilusiones respecto de la condición política del hombre. Quedó reservado a hombres como Rousseau, Saint-Simon y Comte dotar a la teoría política de la idea de inocencia.

nales de la existencia militar en el documento de J, P. Sartre sobre la Resisten­ cia Francesa, «La répnblique du silence», Les Lettres Francaises, París, vol, 4, 9 de septiembre de 1944, pág. I. 158 Discourses, II, ii (6-7K 159 Ibid,. I, iii (1).

8. Hobbes: La sociedad política como sistema de reglas

«La filosofía inmoviliza las alas del ángel, domina todos los miste­ rios con la regla y la línea, vacía el aire hechizado . . .». Keats. «Se dice que los chinos tienen una forma de escribir la palabra “crisis” con dos caracteres: uno significa “peligro1’; el otro, "oportunidad”». Louis W irth.

I. Resurgimiento de la creatividad política Maquiavelo orientó su teoría política hacia el orden de problemas creado por los elementos vitales y las energías humanas que habían irrumpido a través del sistema medieval de restricciones. Procuró remodelar los conceptos de la teoría política con el objeto de permitirles captar mejor la realidad de individuos, grupos y estados que se esfor­ zaban por obtener ventajas dentro de un espacio determinado. Un re­ sultado del replanteo maquiavélico de la teoría política fue llamar la atención hacia el elemento dinámico de la búsqueda sin inhibiciones del interés, y establecer el interés como punto de partida para la ma­ yor parte de las teorizaciones posteriores. Aunque había logrado sa­ car a luz esta nueva dimensión de la vida política — «nueva» no por recién descubierta, sino por el énfasis que pone en ella— Maquiavelo omitió proporcionar un análisis adecuado de los supuestos necesarios de la política de interés. ¿Qué presuponía la búsqueda del interés en cuanto a ordenamientos sociales y políticos, en cuanto a reglas que controlaran la inevitable lucha entre grupos e individuos rivales? No bastaba con afirmar, como Maquiavelo, que el problema de la activi­ dad política era satisfacer intereses, o que cuando no se ios podía sa­ tisfacer las partes debían aceptar una transacción, o que cuando esta era vana, se debía utilizar la coacción. Las prescripciones de Maquia­ velo carecían lastimosamente de un elemento vital: algún principio totalizador, alguna idea de un consenso unificador que permitiera en­ frentar la naturaleza de la nueva actividad política, dominada por los intereses. En efecto; si los intereses expresaban lo particular de un individuo o grupo, en la búsqueda de diferentes intereses se hallaba latente el conflicto y, en definitiva, la anarquía. Además, si la identi­ dad de individuos, grupos y clases derivaba de sus diferentes intereses, ¿cómo era posible establecer un conjunto de restricciones cuyo acata­ miento correspondiera al interés de todos? En otras palabras: ¿La búsqueda del interés no presuponía lo más difícil de lograr en una so­

ciedad de particulares: el sentido de vida común? Este sentido J e j i d a común era lo que con -más evidencia, faltaba en la teoría política de Maquiavelo. Los actores políticos de Maquiavelo adoptan decisiones, arde el conflicto entre los grupos, los príncipes se acometen y defien­ den, pero no hay reflejo alguno de un conjunto ordenado de relacio­ nes entre hombres del mismo agrupamiento social, ningún sentido de lealtades compartidas, ninguna sensación de continuidad de una. co­ lectividad a través de las épocas. Pese a su profunda comprensión del conflicto, Maquiavelo nunca logró explicar de qué modo la virtu cí­ vica, por sí sola, podía desarrollar una conciencia de comunidad que pudiera soportar el desorden y la destructividad inherentes a la acti­ vidad política de las facciones. Lejos de ser una peculiaridad del estado molecular de la actividad po­ lítica italiana, la crisis en la comunidad puede ser documentada por las teorías religiosas de fines del siglo x v i y principios del x v i i . El problema apremiante que enfrentaron Lutero, Zwingli y Calvino fue conducir al hombre protestante de vuelta a una conciencia comunita­ ria, habiendo antes alentado su individualismo. La más vivida expre­ sión de estas dificultades se presentaría entre las diversas sectas sur­ gidas durante los intentos revolucionarios de Inglaterra en el siglo xvn. Grupos como los Brownistas, Buscadores (Seekers), Bautistas y Separatistas sostenían la idea de que la Iglesia tenía el carácter de una asociación voluntarla. Esta creencia se expresó popularmente en la idea del convenio, que basaba la autoridad eclesiástica en el libre consentimiento de los miembros individuales. Al situar la asociación religiosa sobre una base individualista, los sectarios se hallaron ante el problema de que incluso una Iglesia debía acomodar diversos tipos de intereses. Como lo expresó un influyente autor: «En ese sistema político o gobierno mediante el cual quiso Cristo te­ ner ordenadas sus Iglesias, la correcta distribución del poder respec­ tivo ( . . . ) puede residir en una debida y proporcionada asignación y dispersión (aunque no en igual medida ni grado) entre diversas ma­ nos, de acuerdo con las varias preocupaciones e intereses que pueda tener cada categoría en su Iglesia, antes que en un depósito entero y único, encargado a cualquier hombre por sí solo . . -».1 La admisión de diferentes intereses disolvía inevitablemente la con­ cepción anterior de la Iglesia, que le entendía como el grupo colectivo más cerrado posible. «Pensad que podemos ser uno en un solo Cristo, aunque pensemos de manera diversa, y que podemos ser amigos aunque no seamos her­ manos, y alcanzar la unión, aunque no la unidad»? 1 D e la introducción de T. Goodwin y P. Nye al libro de J, Cotton, The keys of the kingdom of heaven (1644), como aparece en A. S. P. Woodhouse, ed., Turitanism and liberty, pág. 294. Si bien esta opinión sobre la Iglesia no fue indiscutida, es significativo que sus críticos hayan advertido que el argumento central partía del interés. Como ejemplo de estas protestas véase ibid., págs. 304-05. 2 J. Saltmarsh, Smoke in the temple (1646), tal como aparece en ibid., pág. 182. Las bastardillas son nuestras.

Como lo indica esta última observación, la cuestión fundamental plan­ teada era: ¿En qué términos podía seguir desenvolviéndose la reli­ gión, una vez que la Iglesia cesara de ser una estrecha unidad? T ra­ ducida en términos políticos, la disyuntiva era: ¿Sobre qué base era posible conducir la práctica del gobierno cuando la sociedad ya no fuera, una comunidad? ¿Acaso las sociedades políticas debían satis­ facerse — como dijo Miltón en su protesta— con «la unión forzada y externa de mentes frías, neutrales e interiormente divididas?».3 El h e­ cho de que esta había pasado a ser la cuestión fundamental estaba im­ plícito en la demostración, hecha por Hobbes, del punto de partida natural para la indagación política. Según observó aquel, la ciencia no era como un círculo que nos permitiera comenzar en cualquier pun­ to. El objeto de.estudio de la ciencia política, podía ser puesto «bajo la más clara luz» si se examinaba en primer término la idea de ju sti­ cia. La búsqueda de justicia, sin embargo, no se encaminaba a hallar un principio ético general capaz de unir a los miembros de la socie­ dad, sino a buscar los fundamentos racionales del interés privado o la particularidad; es decir, por qué «cualquier hombre puede decir que algo es suyo y no de otro hombre». Así como la organización eclesiás­ tica se había visto obligada a tener en cuenta el individualismo de las conciencias sensibles, la sociedad política tenía que crear ahora una forma de asociación para gobernar a hombres que «desde su naci­ miento mismo, y de modo natural, se precipitan sobre cuanto ansian, y que si pudieran, harían que todo el mundo los temiera y obede­ ciera».4 El simple hecho de que surgieran interrogantes de esta índole tanto en el pensamiento político como en el religioso, ofrece una prueba no­ table de que los hombres ya no sentían que la comunidad representara una unidad natural. Esto, a su vez, suscitaba el gran desafío que in­ quietó al pensamiento político de los siglos xvn y x viii: si una comu­ nidad no era producto de la naturaleza, ¿podía ser construida por me­ dio del arte humanó? La afirmación de Hobbes en el sentido de que «por arte es creado ese gran Leviatán», no era más que una forma concisa de decir lo que otros habían dicho y tomado como base para la acción desde hacía casi un siglo. La idea de creatividad política, que permanecía latente casi desde el período clásico, cobró nueva vida bajo el estímulo combinado ofrecido por ideas de construcción de la Iglesia y de construcción del Estado que siguieron a los trastornos políticos y religiosos del siglo xvi. Las 'guerras civiles y la revolución que llevaron la anarquía a la Inglaterra del siglo x v n despertaron en Hobbes un sentido de la oportunidad similar al expresado por los hombres del siglo xv i al observar el caótico fluir de su propia época. Hacía más de cien años que se acumulaban, dentro de la sociedad In­ glesa, enormes presiones, que solo el genio de los Tudor logró conte3 Aeropagitica, en M ilton’s prose, M. W . Wallace, ed., Londres: Oxford Uníversity Press, 1925, pág. 312. 4 The English works of Tbomas Hobbes, Sir W. Molesworth, ed., Londres, 11 vols., 1839, vol. V II, pág. 73; D e Cive or The Citizen, S. P. Lamprecht, ed., Nueva York: Appleton-Cenmry-Crofts, 1949, Ep. Ded. (4-5); en adelante, la edición de Molesworth será citada como E W ; la edición de Lamprecht será men­ cionada como Cive.

ner. Tras el inquieto interludio de Jaime I, las exigencias de cambio político, social, religioso y económico empezaron a desarticular el an­ tiguo orden. La Inglaterra del siglo x v n se convirtió en una especie de laboratorio para experimentos políticos, donde el rey, el parlamen­ to y el ejército se disputaban la supremacía. Fue una era de audaces planes y perspectivas inquietantes. Antes del diluvio, Laúd se había esforzado por reformar la Iglesia establecida, convirtiéndola en un agente más vigoroso de la creencia y un respaldo más firme del trono. Strafford trabajó sin descanso para eliminar los vestigios del pasado y trasformar la monarquía en un instrumento de gobierno eficaz. Du­ rante la década de 1640, las visiones se volvieron más frenéticas y más apocalípticas, al estallar el entusiasmo reprimido de los sectarios. «El mundo en su estado actual está retorciéndose y desapareciendo como el pergamino en el fuego».3 En algunas partes los hombres creían que Inglaterra y el mundo se encontraban al borde de la rege­ neración. «Las naciones se convertirán en naciones de Cristo, y el go­ bierno estará en manos de los Santos». Según otros, el retorno de Cristo introduciría una era en la cual los hombres «trabajarían en justicia y echarían los cimientos para hacer de la tierra un tesoro co­ mún para todos».6 Hobbes revestía el entusiasmo de la época con el lenguaje científico y matemático, pero esto no le impedía expresar una visión de la herencia del hombre que se elevaba por sobre la de los escritores del siglo xvi. No había caprichosa fortuna que atormen­ tara el progreso humano, ni Dios inescrutable para recordar al hom­ bre que era un extraño favorecido en un mundo no creado por él. Esta sería la filosofía política en una era de revolución tanto intelectual como política y religiosa. Mientras que la doctrina de Maquiavelo había contenido solo algunas notables anticipaciones de los modos venide­ ros de pensamiento científico, lo cual le permitió combinar su moder­ nidad con un culto de la antigüedad, y mientras que Lutero y Calvino quizá bordearon la Edad Media para recobrar la sabiduría de Agus­ tín y la sencillez de las enseñanzas apostólicas, Hobbes se situó, en medio de una revolución científica que parecía cortar la continuidad, entre el presente y el pasado, exponiendo la sabiduría de los antiguos como blancos para el sarcasmo. Las afirmaciones de la ciencia, en el sentido de que los misteriosos fenómenos del universo estaban abier­ tos y eran accesibles para los métodos matemáticos, parecían tan inne­ gables para una mente como la de Hobbes, que este se dispuso audaz­ mente a aplicar al mundo político la misma premisa. Había una con­ gruencia potencial entre los fenómenos de la actividad política y los conceptos de la mente humana, con tal de que estos conceptos se ba­ saran en el método correcto. Provisto del método correcto, y también de la oportunidad, el hombre pódíá construir un orden político tan atemporal como un teorema euclideano. Así, aunque Maquiavelo, Lutero y Calvino rogaran a dioses diferen­ tes, y Hobbes a ninguno, los cuatro coincidían en su respuesta al caos: este era material para la creatividad, y no un motivo para la resigna­ ción. Todos eran platónicos en el espíritu de la premisa que adopta5 A. S. P. Woodhouse, op. cit., pág. 379. 6 Ibid., págs. 234, 380-81, 390.

ban acerca de la plasticidad de los ordenamientos humanos y la efica­ cia de la voluntad humana, y esto a pesar del oscuro enfoque de cada uno respecto de la naturaleza humana, o quizás incluso a causa de él. Quedó reservado a Tom Paine, junto con los socialistas utópicos y Comte, unir la creatividad con una teoría de la inocencia del hombre. El activismo tan característico de Maquiavelo, Lutero, Calvino y H ob­ bes fue acompañado también por cierta impaciencia en cuanto a los modos tradicionales de conocimiento y las prácticas aceptadas en sus respectivos campos. Las ‘épocas de crisis son evidentemente incompa­ tibles con la suavizada sabiduría de Aristóteles, con la inclinación al devenir gradual y al arreglo modesto, con el respeto acordado a la práctica acostumbrada y la opinión común. Mientras que la extinción del mundo medieval entristecía a algunos, como Sir Thomas More, y producía el distanciamiento irónico de otros como Montaigne, para Maquiavelo, los reformadores protestantes y Hobbes, la condición hu­ mana presentaba posibilidades latentes, pero excitantes, que invitaban a los hombres a dominarlas. Ya_ fuera en forma política o religiosa, el desorden suscitaba el impulso a construir sociedades. El sueño,'de creatividad tenía, sin embargo, otro aspecto: el temor. Éste había sido una reacción natural a las condiciones del siglo xvi. El fermento religioso, combinado con los esfuerzos de centralización nacional, había convertido el desorden en una posibilidad constante, y la estabilidad en una frágil adquisición. La sociedad era continua­ mente amenazada por una reversión a la «naturaleza política». No era sorprendente que hombres tan distintos como Lutero y Bodin hubie­ ran expresado igual advertencia: la de que la diferencia entre anarquía y orden residía solo en una vigorosa autoridad coactiva. En la ontología del pensamiento político, el orden ha sido el equivalente de ser; la anarquía, el sinónimo político de no ser. La Inglaterra de Hobbes había experimentado una revolución política y un conflicto religioso de tal intensidad, que arrastraron toda la sociedad al borde de la nada. Tarudramática. había sido la brusquedad con que Inglaterra fue lan­ zada a la guerra y la revolución; tan grande fue la devastación, y tan enconadas las enemistades, que durante los tres siglos subsiguientes, y aún más, la actividad política inglesa fue conducida sobre la premi­ sa implícita de que no debía permitirse, bajo ningún concepto, que In historia se repitiese. Esta experiencia de vacío político inspiró una de las más importantes concepciones del pensamiento político de los siglos x v n y x v iii : la del «estado de naturaleza», la condición de la nada política. Esta idea ofreció a los críticos posteriores un modo conveniente de lograr fáciles victorias filosóficas sobre escritores como Hobbes y Locke, pero la idea de estado de naturaleza comunicaba a los hombres del siglo x v n un significado vivido y nada ficticio. Establecía un contraste dramá­ tico con su profunda creencia en las posibilidades de construcción política; era la fuente de ansiedad que ensombrecía sus esperanzas y hacía que sus dogmas se esfumaran en interrogantes.

Hemos señalado en páginas anteriores que el concepto de «naturaleza política» se había delineado con mayor nitidez durante los períodos de grandes cambios y trastornos. La necesidad de establecer un te­ rreno de significados inteligibles entre los fenómenos políticos se vuelve aguda cuando los ordenamientos sociales y políticos tradicio­ nales parecen disolverse en una especie de condición primitiva. Este fue el caso de Platón en el mundo griego del siglo v a. C.; de Agustín y el telón de fondo del saqueo de Roma y la crisis en el pensamiento clásico; de Lutero y Calvino y los acontecimientos de la Reforma, y por último, de Maquiavelo y la desorganización política de la Italia renacentista. Todos estos períodos de crisis han aparecido como otras tantas posi­ bilidades de volver a establecer las bases tambaleantes de la acción y los modos aceptados de pensar y sentir. Crisis había significado opor­ tunidad; la ocasión para que el pensamiento áBandónara las posturas de crítica selectiva o aceptación global dictadas por las épocas de normalidad, para asumir en cambio la actitud, más audaz, de prescri­ bir las pautas para una reconstrucción general. Esta creencia de que la teoría política cumple mejor su función ordenadora cuando la exis­ tencia humana queda reducida a una tabula rasa había estado implí­ cita en la idea de una «nueva colonia», sostenida por Platón, y su búsqueda del joven tirano impresionable. Estos no eran sino las imá­ genes de la oportunidad política, como lo eran el «nuevo príncipe* y el «nuevo principado» de Maquiavelo. El concepto de estado de naturaleza descrito por Hobbes exhibía el mismo modelo de crisis y oportunidad. Reflejaba una era de tumulto político y religioso, en la cual se disolvía el mecanismo constitucional y eclesiástico de los Tudor y los hombres disputaban ásperamente respecto de la forma que debía adoptar el nuevo orden. Así como antes lo habían creído Platón, Agustín, Maquiavelo y Calvino, Hobbes suponía que las irregularidades imperantes en los fenómenos políticos solo podían ser puestas en orden mediante la acción informada por el conocimiento. En una era en que los hombres reclamaban «no solo paz, sino tam­ bién verdad», Hobbes creía que, por primera vez, la filosofía ,política podía realmente traer tanto la verdad como la paz. Debido a los re­ volucionarios adelantos de la ciencia, los beneficios del conocimiento político válido eran ahora accesibles. La naturaleza política, en conse­ cuencia, debía ser reordenada mediante una filosofía política que estuviera libre de influencias aristotélicas y escolásticas, y rémoldeada siguiendo los lineamientos de los modelos del pensamiento matemático y científico. Al poner sus esperanzas en una alianza con la ciencia, Hobbes contri­ buyó a magnificar una ansiedad que Maquiavelo introdujo por prime­ ra vez en la filosofía política, y que se prolonga en la ciencia política moderna. Esta ansiedad surgía de una preocupación por el «atraso» de la filosofía política. «Si los filósofos moralistas hubieran cumplido su deber con igual acierto, quién sabe cuánto podría haber agregado el empeño humano al logro de esa felicidad que es compatible con la

vida humana».7 La creencia de que el valor de la filosofía política podía ser medido por las adquisiciones en ciencia y matemática ha llegado a ser la carga peculiar del pensamiento político moderno. Esto se advierte en la forma en que el especialista contemporáneo en ciencia política invierte gran parte de su energía en preguntarse an­ siosamente si sus métodos son científicos, y si el hombre de ciencia le acordará el sello de respetabilidad. Para aquellos a quienes des­ lumbra la ciencia moderna, es natural indagar las razones de su es­ pectacular adelanto. Este fue el rumbo seguido por Hobbes, que tuvo consecuencias fatales para la filosofía política. La «ciencia» — para utilizar este término general de Hobbes— ha­ bía progresado con tanta rapidez porque los hombres de ciencia tuvie­ ron la audacia suficiente para romper con los modos tradicionales de pensar e indagar, negándose a seguir el camino de construir lenta­ mente sobre logros anteriores, de preservar celosamente el cuerpo fundamental de conocimientos y modificarlo solo cuando fuera nece­ sario. Hobbes describía el desarrollo sin precedentes de la «ciencia» como un drama intelectual de destrucción creativa. Los hombres ha­ bían mirado el universo de modo radicalmente nuevo, despojándose de preconceptos y eliminando de sus categorías los vestigios de teleo­ logía griega y cosmología cristiana. Mediante el solo intelecto, sin re­ currir a ninguna autoridad sobrehumana ni confiar en facultades irra­ cionales y no sensoriales, el hombre había creado un cosmos racional­ mente inteligible sin misterio ni cualidades ocultas. Hondamente impresionado por las dramáticas potencialidades de este procedimiento, medíante el cual el hombre creaba inteligibilidad en medio de los fenómenos de la naturaleza, Hobbes se dedicó entonces a modificarlo para los usos de la filosofía, a hacer de la destrucción creativa el punto de partida del método filosófico. El_verdadero filo­ sofar comenzaba con lo que Hobbes denominaba «privación»; es d ec ir/u n acto imaginativo de destrucción, un «fingir que el mundo ha sido aniquilado».8 Eliminando imaginariamente al mundo, el hom­ bre de Hobbes anunciaba su independencia respecto de significados preexistentes y proclamaba su propio derecho a recrear el significado. Con los recursos que le ofrecían sus propios recuerdos y los «fantas­ mas» depositados por la experiencia sensorial, podía construir una nueva «realidad». Lo asombroso de este intento es que se basaba en una concepción de la verdad, no como un fiel informe acerca de la «realidad» externa, sino como una construcción «arbitraria» de la mente humana. Por medio del ordenamiento racional de nombres, el mundo cobraba sig­ nificado inteligible, y el hombre se convertía en creador de su propia racionalidad: conocer una «verdad» — p. ej., la suma 2 -j- 3— no era «más que reconocer lo que nosotros hacemos».9 Una formulación vá­ lida o una demostración lógica consistían en determinado ordena­ 7 O ve, Ep. Ded,, pág. 3; véase también Leviathan, A M. Oakeshott, ed., xxx (pág. 220); The elements of law, F. Tonnies, ed., Cambridge: Cambridge U ni­ versity Press, 1928, I, xiii, 3-4; mencionada en adelante como Law ; E W , vol. I, págs. 7-9. 8 É W , vol. I, pág. 91. 9 O ve, xviii, 4.

miento de palabras; sin embargo, el significado asignado a estas pa­ labras no era inherente a ellas, sino derivado de un acto de voluntad humana: «Las primeras verdades fueron hechas arbitrariamente por los prime­ ros en imponer nombres a las cosas, o en recibirlos por imposición de otros. Es verdad (p. ej.) que el hombre es un ser viviente, pero esto se debe a que los hombres decidieron imponer estos nombres a la misma cosa».10 El significado arraigaba, así, en un acto de imposición «arbitraria»; y ni siquiera el carácter aparentemente objetivo de la razón podía eludir su dependencia respecto del origen de las palabras. La 'razón consistía en «calcular — esto es, sumar y restar— las consecuencias de los nombres generales que han sido acordados para indicar y ex­ presar nuestros pensamientos».11 La cuestión fundamental es, sin embargo, que para Hobbes «arbitrario» v creativo eran sinónimos. El hombre descrito por Hobbes surgía como Gran Artífice, creador de la ciencia, la matemática y la filosofía, arquitecto del tiempo y el espacio, los valores y la verdad misma. Incluso la religión dependía del ingenio del hombre, en cuanto los «signos» mediante los cuales se honraba a Dios eran, en la práctica, signos que significaban honor porque los hombres así los consideraban. «Es un signo verdadero el que, por consenso de los hombres, llega a ser un signo».12 Las esperanzas de adelanto para el conocimiento humano — igualadas por Hobbes a la demostración lógica y al uso inequívoco de nom­ bres— se intensificaban en el caso de la filosofía política. El conoci­ miento que una auténtica filosofía política permitía alcanzar era com­ parable, en cuanto a certeza, a las verdades de la geometría, y pari passu, superiores a las verdades contingentes de la física: «La geometría es, por consiguiente, demostrable, ya que las líneas y figuras sobre las cuales razonamos son trazadas y descritas por noso­ tros mismos; y la filosofía civil es demostrable porque nosotros mis­ mos hacemos la nación. Como de los cuerpos naturales, en cambio, no conocemos la construcción, sino que la buscamos a partir de efec­ tos, no reside allí demostración de qué son las causas que buscamos, sino solamente de lo que pueden ser».13 Esto apuntaba a la interesante sugerencia de que la «naturaleza» en­ carada por el filósofo político difería, en aspectos decisivos, de la «naturaleza» del físico: el universo de la ciencia no era creado por el hombre, que sólo creaba el lenguaje respectivo. Este universo no solo era anterior al lenguaje, al pensamiento y al hombre mismo, sino que este, aparentemente, no podía alterarlo. En último análisis, por con­ siguiente, las palabras que el físico empleaba debían ser gobernada^ 10 11 12 13

E W , vol. I, pág. 36. Leviathan, v (págs. 25-26). Clve, XV, 16-17. E W , vol. V II, pág. 184; vol. I, págs. 387-89.

por los fenómenos, y no estos por las palabras. Como lo señaló H ob­ bes al referirse a la «física»; i«Los principios ( . . . ) de que depende el siguiente examen no son como los que nosotros mismos elaboramos y pronunciamos en tér­ minos generales, como definiciones; sino como los que, situados en las cosas mismas por el Autor de la Naturaleza, son observados por nosotros en ellas. . ,».14 EJ caso de la actividad política era muy diferente, ya que, como in­ sistió repetidamente Hobbes, el conocimiento político era una forma de conocimiento conscientemente encaminada a sobreponerse a k «naturaleza política», a crear situaciones desconocidas para la natu­ raleza: por ejemplo, cuando se obliga a los hombres a obrar pacífica­ mente después de haberse agredido con violencia. La «naturaleza» de la actividad política permitía, entonces, mayor li­ bertad en cuanto a adjudicar nombres y asignar significados. Y lo que hacía del modelo científico y matemático una excitante posibilidad eran las condiciones tumultuosas vigentes en Inglaterra en el siglo xv n , que parecían ofrecer una oportunidad celestial que los filósofos políticos solían desear, pero rara vez hallaban. Mientras que la filo­ sofía estaba limitada a un acto imaginativo de «privación», el acco de aniquilación con el cual comenzaba la filosofía política tenía, en una era de guerra civil y revolución, una base que estaba implícita en la realidad: «Así como en un reloj, u otra maquinaria pequeña similar, no se puede conocer bien la materia, aspecto y movimiento de las ruedas, salvo que se lo desarme y se lo estudie por partes; también para examinar de modo más minucioso los derechos de los estados y debe­ res de los súbditos es necesario [no digo desarmarlos, pero sí que] se los considere así, como disueltos . . ,».15 Las potencialidades del conocimiento político debían desplegarse en la construcción de aquel, «el más grande poder humano», un Leviatán artificial «compuesto por los poderes de la mayoría de los hom­ bres», dispuestos de tal modo que «el uso de todos sus poderes» de­ pendiera de una sola voluntad soberana. Aquí la filosofía política de Hobbes incorporaba la idea clásica de creatividad política, uniéndola con una versión secularizada del Dios agustiniano. La abolición del estado de naturaleza sería un acto de tipo divino, una «creación por el ingenio humano, a partir de la nada». « . . . Los pactos y contratos mediante los cuales fueron hechas, reu­ nidas y unidas las partes de este cuerpo político, se asemejan a ese fíat, o al “hagamos al hombre” , pronunciado por Dios durante la creación».16 14 Ibid., vol. I, pág. 388. 15 Cive, prefacio al lector, págs. 10-11. 16 Leviathan, «Introducción» (pág. 5 ); x (pág. 56); Law, I i , i, 1.

Cuando se comprende al contrato social como la más alta expresión de creatividad política, es más fácil evaluar el enorme influjo que tuvo sobre los escritores de los siglos x v ii y x v m . El elemento de acuerdo voluntario ha sido tomado con demasiada frecuencia como el signifi­ cado total del contrato. Si recordamos que el contrato fue posibili­ tado en primer lugar por un acto previo de emancipación imaginaria que abolió tanto el presente como el pasado, podremos captar mejor el entusiasmo que suscitó. A este respecto, Paine y Jefferson en Es­ tados Unidos y los escritores revolucionarios franceses fueron fieles ecos de Hobbes, al insistir en que cada generación se considerara con derecho a recrear la sociedad como le pareciera adecuado. Esto no era sino aceptar la afirmación de Hobbes, según la cual el hombre po­ día convertirse en el creador de significados para el universo político.

III. La promesa de la filosofía política Como Bacon, en quien se inspiró, Hobbes no creía que la ciencia o la filosofía fueran justificables por sí mismas, ni por la mera «gloria y triunfo interior de la mente» derivada de superar «alguna cuestión difícil y dudosa». El «fin del conocimiento es el poder» y «la meta de toda reflexión es cumplir alguna acción» que promoviera «el bien de la vida humana».17 En función de estos criterios, la filosofía había servido bien a la humanidad; no la filosofía como la practicaron Aris­ tóteles y los escolásticos, sino la filosofía redefinida de modo de in­ cluir la matemática y la ciencia: «Pero lo que es la utilidad de la filosofía, sobre todo de la filosofía natural y la geometría, se comprenderá mejor si computamos los principales bienes de que es capaz la humanidad ( . . . ) Ocurre que los mayores bienes de la humanidad son las artes: el de medir la ma­ teria y el movimiento; el de mover cuerpos pesados; el de la arqui­ tectura; el de la navegación; el de construir instrumentos para todo uso; el de calcular los movimientos celestes, los aspectos de las es­ trellas y las partes del tiempo; el de la geografía, etcétera . . . ». Después de señalar que estas artes eran desconocidas en muchas par­ tes del mundo, Hobbes concluía: «¿Qué determina, pues, esta diferencia, sino la filosofía? La filosofía es, en consecuencia, la causa de todos estos beneficios».18 De modo similar, Hobbes parecía prometer que una filosofía correc­ tamente basada podía acarrear beneficios hasta entonces desconocidos: «Es cierto que nada hecho por mortales puede ser inmortal; sin em­ bargo, si los hombres tuvieran el uso de razón que pretenden, sus na17 E W , vol. í , p'ág. 7. 18 Ibid., pág. 8.

dones estarían aseguradas, por lo menos, de no perecer por enferme­ dades internas».19 Esto tenía el tono auténtico de la anterior tradición del filosofar, que atribuye al teórico político eí poder esemplástico de remoldear toda una sociedad, así como un medio temporal muy cercano a la eterni­ dad. La cuestión fundamental es, sin embargo, sí la filosofía política, tal como la definió Hobbes, podía cumplir sus promesas. ¿Podía en verdad, ayudar a los hombres a resolver toda la gama de cuestio­ nes comúnmente consideradas «políticas», o la estructura que Hobbes le dio sólo le permitía solucionar ciertos problemas limitados? En es­ tas páginas procuraré demostrar que en el pensamiento de Hobbes hubo un enorme anticlímax; que lo que aparecía como una grandiosa promesa de ciertos beneficios, tales como una constitución «eterna», resultó ser al fin mucho menos. Esta disparidad entre promesa y rea­ lización derivó de algunas confusiones en que incurrió Hobbes entre filosofía y ciencia y entre geometría y ciencia, cuyo efecto neto fue reducir las pretensiones arquitectónicas de la teoría política, deján­ donos la tarea de abordar las bases primarias o premisas iniciales del orden político. La explicación de esta rareza se halla en dos aspectos interrelacionados del sistema de Hobbes: la definición de la filosofía y el análisis de la experiencia. En sus Elementos de filosofía, Hobbes definió la filosofía como « . . . el conocimiento de los efectos o apariencias que adquirimos, me­ diante un verdadero raciocinio, a partir del conocimiento que antes tenemos de sus causas u origen: Y también, de las causas u orígenes posibles conociendo primero sus efectos».20 Agregaba luego cuidadosamente que, si bien «el Sentido y la Memoria de las cosas» podían ser considerados conocimiento, «no son filoso­ fía», ya que «no eran obtenidos mediante raciocinio». La filosofía no se relacionaba, entonces, con la percepción sensorial ni la expe­ riencia, salvo la experiencia que «tienen los hombres del uso adecua­ do de los nombres en el lenguaje».21 Esta definición de la filosofía o «ciencia» fue resumida posteriormente en el Leviatán *** en los tér­ minos siguientes: «. . . Cuando la palabra escrita es traducida a lenguaje hablado y co­ mienza con la definición de palabras y continúa con la conexión de las mismas en afirmaciones Nueva York: Dover, 1946, pág. 51; reproducido con autorización de Dover Publications. 29 Pueden hallarse excelentes análisis de estos problemas en D. Krook, «Tilomas H obbes’s doctrine of meaning and truth», Philosophy, vol. 21, 1956, págs. 3-22; R. Peters, Hobbes, Middlesex: Penguin, 1956, cap. ÍI . Sobre ciertas cuestiones, he tomado elementos en abundancia de ambos. Es también útil, a este^respecto, el examen crítico de la interpretación de Oakeshott efectuada por J. M. Brown, «A note on professor O akeshott’s introduction to the Leviathan», Political Stud'tes, vol. 1, 1953, págs. 53-64. 30 Law, I, ix, 18. 31 Leviathan, x x (pág. 136).

acción política no era, de hecho, un estudio teórico, sino un tema para el sentido común unido a la experiencia y versado en las lecciones de ¡a historia. La refutación de Hobbes fue significativa en cuanto este no intentó demostrar que la actividad política, por su naturaleza, exigía un cono­ cimiento exacto, en lugar de experiencia. Para demostrar la insufir ciencia de la prudencia en la actividad política recurrió, en cambio, a las limitaciones de la experiencia en cuestiones científicas. Explicó que la experiencia, en la ciencia, podía suministrar un tipo de cono­ cimiento referente a «los efectos de las cosas que obran sobre noso­ tro s desde afuera», pero tal conocimiento no poseía el carácter con­ cluyente del conocimiento demostrativo, basado en proposiciones ana­ líticamente verdaderas. Por su naturaleza, «la experiencia no ofrece conclusiones universales sobre nada». Iguales limitaciones lógicas re­ gían para la prudencia política, ya que la prudencia no era «otra cosa que conjetura basada en la experiencia». Sus conclusiones se basaban en casos anteriores de «lo que es verosímil que llegue a ocurrir, o a haber ocurrido ya»; la prudencia, por consiguiente, no podía alcanzar un nivel mayor que el de un conocimiento de tipo solo presuntivo.32 Y así como «demostración» equivalía a la forma más elevada de co­ nocimiento científico, también «sapiencia o sabiduría» representaba la forma más segura de conocimiento en la filosofía política. La sabi­ duría no derivaba de la experiencia, sino de la «industria», es decir, de la habilidad de asignar nombres a fenómenos y de utilizar un «método bueno y ordenado». La sabiduría era un conocimiento, no de hechos, sino de las consecuencias de estos, lo cual era otro modo de decir que representaba un conocimiento de causas que facilitaba a los hombres para reproducir los efectos deseados. Esto determinaba, a su vez, una marcada distinción entre filosofía política e historia. La historia consistía en un «registro de conocimiento de hechos» que po­ día dotar de prudencia a los hombres, pero la filosofía política era producto de la razón, y «razonar acertadamente no produce otra cosa que verdad general, eterna e inmutable».33 Pero después de distinguir las verdades «inmutables» de la filosofía política del conocimiento presuntivo que da la prudencia, y de pro­ m eter que la primera podía enseñar a los hombres el secreto de la «paz inmortal» y una constitución «eterna», toda la argumentación parece concluir, no en una explosión, sino en un chisporroteo. La gran finalidad de la filosofía política parecería limitarse a ciertos be­ neficios negativos: « . . . La utilidad de la filosofía moral y civil debe ser calculada, no tanto por los bienes de que gozamos por conocer esas ciencias, sino por las calamidades que nos acontecen por no conocerlas».34 Así, la filosofía política no podía proporcionar a los hombres «los más grandes bienes»; su valor residía en ofrecer instrucción sobre los 32 Law, I, iv, 10-11; Leviathan, iii (págs. 15-16). 33 Law, I, vi,"I; Leviathan, v (pág. 29), xlvi (págs. 435-36). 34 E W , vol. I , pág. 8.

principios básicos de orden que sustentaban todos los restantes y más grandes aspectos de la civilización. «El ocio es el padre de la filosofía, y la Nación, la madre de la paz y del ocio».33 Este anticlímax en la filosofía política de Hobbes lo ha dejado ex­ puesto a algunas duras acusaciones de críticos posteriores. Se lo ha acusado de haber rebajado las miras de la filosofía política, de un interés por el mayor bien del hombre a una innoble preocupación por meros valores de supervivencia, o de haber «erigido toda su doc­ trina moral y política sobre observaciones referentes al caso extremo» de guerra civil y anarquía.38 Sugerimos, sin embargo, que la función restringida del pensamiento político era producto de limitaciones in­ herentes a la concepción de Hobbes de la filosofía. El conocimiento filosófico había sido identificado con la vetdad lingüística y debía ser buscado mediante definiciones y significados claros. En su versión política, la filosofía buscaba la paz, antes que el adelanto científico. La paz era considerada como una condición en la cual los hombres seguían reglas, o sea definiciones de comportamiento que eran claras, inequívocas y dotadas de autoridad. Así como las actividades de un matemático, en cuanto matemático, eran gobernadas por los usos aceptados en matemática, las actividades del ciudadano en cuanto ciudadano estaban sometidas a las reglas que gobernaban la vida civil. El tema de estudio de la filosofía política era, entonces, las reglas po­ líticas y el lenguaje de definiciones adecuado para ellas. La importan­ cia del lenguaje y de las reglas, inscrita en la esencia misma de la fi­ losofía política de Hobbes, teñía su concepción del estado de natura­ leza, de la forma adoptada por el contrato, de la posición de sobe­ rano y súbdito, del rango de la ley y la moral y de la función cum­ plida por la razón en la actividad política. Como punto de partida para descubrir cómo la forma de la filosofía política era moldeada por la preocupación de la filosofía por las ver­ dades lingüísticas, recurrimos a dos pasajes claves de los escritos de Hobbes: « . . . Conocimiento es el recuerdo del nombre o apelativo de las co­ sas, y cómo se llama todo; lo cual es, en cuanto a la conversación común, una recordación de pactos y contratos que los hombres hacen unos con otros, referentes a cómo hacerse comprender mutuamen­ te ( . . . ) Pero cuando los hombres no recuerdan cómo se llaman las cosas por acuerdo general, sino que, o se equivocan, o les dan nom­ bres erróneos, o las nombran correctamente por azar, no se dice que tengan ciencia, sino opinión».37 «El origen ( . . . ) de la guerra civil es que los hombres no conocen las causas de la guerra ni de la paz, pues son pocos en el mundo los que han aprendido esos deberes que unen a los hombres y los mantienen en paz, vale decir, que han aprendido suficientemente las reglas de la vida civil ( . . . ) Viendo, por consiguiente, que de no conocer los deberes civiles, es decir, de la falta de ciencia moral, 35 Leviathan, xlví (pág. 436). 36 L. Strauss, Natural right and history, Chicago: University of Chicago Press, 1953, págs. 191, 196. 37 Law, II , vííi, 13.

surgen las guerras civiles y las mayores calamidades de la humanidad, bien podemos atribuir a dicha ciencia la producción de los bienes opuestos».3S La filosofía política no debía ser considerada, entonces, como un cuerpo de conocimiento acumulativo encaminado a ayudar a los hom­ bres a encarar los problemas surgidos de un mundo en constante cam­ bio. Su lógica no era la lógica del descubrimiento, de la búsqueda permanente de nuevos principios y generalizaciones globales. Se re­ fería, en cambio, a la lógica del discurso político, es decir, al len­ guaje derivado del conjunto de acuerdos que definían a la sociedad en términos políticos. La sociedad presuponía un conjunto común de significados, pero la inconstancia del significado y la proclividad del hombre a interpretarlos de acuerdo con sus propios intereses hacía imperativo estipular ciertas definiciones para toda la sociedad. Así como había reglas o convenciones básicas que gobernaban los usos de los geómetras, había reglas o proposiciones específicas para la vida política, y necesarias para que esta siguiera existiendo. Si todos y cada uno de los geómetras no definieran «línea» de igual manera, no sería posible ningún universo del discurso entre geómetras, y, por lo tanto, ninguna ciencia de la geometría. De modo similar, si un «derecho» político, por ejemplo, no encerraba igual significado para cada ciuda­ dano — o, por lo menos, si cada ciudadano no se comportaba como si se sometiera a la misma definición— no habría comunicación entre los miembros de la misma sociedad, ni expectativas razonables, y pronto, en consecuencia, no habría sociedad. Y de la misma manera que la geometría empleaba ciertas ficciones o «como si» acerca de la naturaleza de las líneas rectas, círculos y triángulos, a fin de crear un sistema cerrado de líneas y figuras, con coherencia propia y que se limite a sí mismo, también el sistema político representaba una cons­ trucción artificial, un conjunto de «como si» ficticios de tipo pura­ mente lógico. «Así como un cuerpo político es un cuerpo ficticio, también lo son las facultades y voluntad correspondientes».39 Si el papel de las definiciones en la filosofía política era proporcionar las reglas fundamentales que apuntalaban la sociedad, esas definicio­ nes debían basarse en una forma de conocimiento tan seguro e inmu­ table como las verdades de la geometría. «Si los hombres construyen sobre falsos cimientos, cuanto más construyen, mayor es el desas­ tre».40 Esto eliminaba la experiencia, no solo por su índole tentativa, sino, y de modo más importante, porque la experiencia era, en de­ finitiva, cuestión individual, y, como tal, demasiado subjetiva para suministrar las premisas fundamentales de la sociedad. Solo la razón podía establecer la infalibilidad necesaria en estas cuestiones; pero — y aquí Hobbes se aproximaba al quid del problema— ¿la razón de quién debía utilizarse en política? El que este haya sido un interro­ gante fundamental para Hobbes indica la turbadora incertidumbre que se había llegado a crear en torno de la razón. Aristóteles y Tomás de Aquino nunca habrían pensado en formular tal pregunta, ya que, 38 E W , vol. I, págs. 8-10; vol. V I, págs. 362-63; Cive, prefacio, passim. 39 Law, II, ii,"4. 40 Leviathan, x x (pág. 136), xxvi (pág. 176).

para ellos, la disyuntiva no era la razón de X contra la de Y , sino la razón contra la no-razón. En contraste, Hobbes, como buen nomina­ lista, rechazaba una razón hipostasiada por los mismos motivos que había rechazado una experiencia hipostasiada: existían solamente la razón individual y la experiencia individual. Y coherente hasta el fin, Hobbes desconfiaba de la razón individual como de la experiencia in­ dividual: «Dicen algunos que esta medida común es la razón correcta: estaría de acuerdo con ellos, si se pudiera encontrar o conocer tal cosa en rerum natura. Habitualmente, sin embargo, los que reclaman la razón correcta ( . . . ) se refieren a la suya propia ( . . . ) Pero la certeza no reside en la razón de un solo hombre ni en la razón de cualquier nú­ mero de hombres, como tampoco una cuenta está bien hecha porque muchos hombres la hayan aprobado de modo unánime».41 Esto condujo a una paradoja que tuvo importante influencia sobre muchos aspectos del pensamiento político de Hobbes: el razonamien­ to del geómetra había producido verdades infalibles, pero el razona­ miento de hombres particulares no producía sino desacuerdos. P re­ guntaba Hobbes: ¿Por qué la razón era más «objetiva» en el primer caso? Si los significados asignados a las palabras fueran resultado de acciones humanas, entonces aquellas — como señaló Hobbes con insis­ tencia— cambiarían inevitablemente, ya fuera de modo consciente o por descuido, y su significado sería distorsionado. Esto planteaba dos cuestiones distintas, pero relacionadas: primero, sí se acepta la acu­ sación de Hobbes en el sentido de que el lenguaje de la actividad po­ lítica estaba plagado de palabras sin sentido o mal definidas, se debe aceptar también la premisa implícita de que existía una norma desea­ ble para las palabras políticas; de lo contrario, la idea misma de dis­ torsión carecía de sentido. ¿De dónde derivar, entonces, esa norma de pureza; y una vez establecida, cómo preservarla? La segunda pre­ gunta se vincula con el éxito logrado por la ciencia y la matemática en cuanto a evitar los escollos de la ambigüedad y de la confusión en el uso. Hobbes intentó explicar la mayor precisión del lenguaje mate­ mático mediante un argumento extraído de la historia. El «modelo perfecto de la lógica» establecido por los antiguos geómetras, y los posteriores triunfos de Copérnico, Galileo y Harvey, habían sido po­ sibles porque los primeros, a diferencia de los filósofos políticos, ha­ bían logrado evitar la influencia mutiladora del «aristotelismo» y el escolasticismo medieval, con sus tonterías semánticas sobre «esencias» y «espíritus». Sin embargo, y como lo admitió Hobbes, esta no era, en el mejor de los casos, más que una explicación parcial, ya que no explicaba el hecho de que, cuando la matemática y sus aliados habían señalado el camino de los métodos eficaces, la filosofía política se ne­ gara empecinadamente a seguirlo. La primera dificultad percibida por Hobbes surgía del más vasto audi­ torio del discurso político. El lenguaje de la política era más amplía41 Law, I I , x, 8; Leviathan, v (pág. 26). Véase también Law, II, vi, 12-13; C he, xiv, 17; xv, 15-18; Leviathan, xxvi (págs. 176-77); xxxví (pág. 291); EW, vol. V I, págs. 22, 121-22.

mente utilizado, como lo probaban los notables debates en Putney y Ja invasión de literatura panfletaria, porque la política era una acti­ vidad más difundida que la geometría, por ejemplo.42 El carácter de la actividad política, semejante al de un mercado, producía un len­ guaje al mismo tiempo menos determinado y preciso en su significado. Los hombres «toman como principios las opiniones que son recibidas de una manera vulgar, ya sean verdaderas o falsas». Tal como exis­ tía entonces, el lenguaje de la actividad política era similar a la «con­ versación común», derivando sus significados del «uso vulgar».43 En contraste con esto, el lenguaje de la ciencia y la matemática estaba ^restringido a un círculo más reducido de participantes, por lo cual su empleo defectuoso era menos probable, y cuando tenía lugar, se lo po­ día detectar con mayor facilidad. Una distinción más seria entre estos dos ámbitos del discurso residía en las consecuencias derivadas del mal empleo. En el caso de la matemática, se retrasaría el avance, pero un vocabulario político confuso representaba algo mucho más grave: «En aquellas cosas que cada hombre debería meditar para orientar su vida, sucede inevitablemente que no solo de errores, sino incluso de la ignorancia misma, surgen ofensas, disputas, hasta matanzas».44 La probabilidad de distorsión en las palabras políticas era aumentada por otra peculiaridad del discurso político. Las palabras tendían a car­ garse de los intereses y pasiones humanos; como podría decir un fi­ lósofo moderno, se vuelven «emotivas» y son utilizadas para significar no enunciados fácticos, sino preferencias personales.45 Este problems no se presentaba en la matemática ni la ciencia, porque los intereses no intervenían en las controversias técnicas. « . . . La doctrina de lo correcto y lo erróneo es perpetuamente discu­ tida, tanto con la pluma como con la espada, en tanto que la doctrina de las líneas y figuras no lo es; porque a los hombres no les importa, a ese respecto, cuál es la verdad, siendo algo que no se interpone ante la ambición, el beneficio ni la codicia de nadie».46 Este aspecto reaparecía en otra forma: la persistencia del mal uso por ser útil para los fines de poder de una institución. Aquí el ejemplo favorito de Hobbes era la Iglesia Católica: mediante una política de­ liberada, la Iglesia procuraba conservar su posición merced a la apli­ cación de un esquema de palabras y conceptos destinado a aquietar 42 Cive, prefacio (págs. 7-8). 43 Law, I, xiii, 3; leviathan, xxxiv (págs. 255-56). 44 Cive, prefacio (pág. 8 ). 45 Su comprensión de la relación entre interés e ideas hace de Hobbes uno de los primeros precursores del estudio de la «ideología». El mejor ejemplo de esto aparece en su examen de la Iglesia católica y el escolasticismo medieval; véase Leviathan, v (págs. 24-25), xlvii (pág. 451 y sigs.). 46 Ibid., xi ( págs. 67-68). «Pues no dudo que, si hubiera contrariado el derecho de dominio de cualquier hombre, o el interés de hombres que dominan, el que fres ángulos de un triángulo equivalgan a dos ángulos de un cuadrado, esa doc­ trina habría sido, si no discutida, al menos suprimida, quemando todos los li­ bros de geometría, en cuanto la persona interesada pudiera hacerlo».

las dudas de los hombres y suscitar la obediencia hada quienes prote­ gían los misterios. La moraleja de todo esto, que Hobbes no dejó de percibir, era que las palabras, aunque se las empleara erróneamente, podían ser instrumentos de poder cuando sus significados eran im­ puestos por la autoridad.47 ¿Qué implicaciones se debía extraer para el lenguaje político, tenien­ do en cuenta estas consideraciones? Si «los nombres tienen su cons­ titución, no a partir de las especies de las cosas, sino de la voluntad y consenso de los hombres»,48 la cuestión política se resume en: ¿el consenso de quiénes? ¿De qué hombres? Mientras que en la ciencia la respuesta era inmediata, en la actividad política, como hemos visto, las palabras estaban sujetas a diversos factores de distorsión, y care­ cían del control interno de un grupo empeñado en el orden semántico. En moral y filosofía política, «cada hombre cree saber, a este respecto, tanto como cualquier otro». ¿Era posible, entonces, instituir una ver­ sión política de la razón objetiva, un medio para formular la verdad pública? Para descubrir cómo intentó Hobbes dar respuesta a estas preguntas, debemos examinar su famoso concepto del estado de na­ turaleza. Este concepto ha sido tratado por la mayoría de los comen­ taristas en términos de los orígenes del poder soberano, pero tiene igual importancia por la forma en que aclara el enfoque de Hobbes del problema del conocimiento político. El .estado de naturaleza sim­ bolizaba no solo un extremo desorden en las relaciones humanas, que impelía a los hombres a consentir que se creara un poder irresistible; era también una condición confusa por la anarquía, de significados. En la naturaleza, cada hombre podía utilizar libremente su razón para procurar sus propios fines; cada uno era el juez definitivo de lo que constituía la racionalidad. El problema planteado envolvía algo más que las disyuntivas morales derivadas de la vanidad del hombre o su deseo de preeminencia; era legítimamente filosófico e implicaba la jerarquía del conocimiento. Cuando se traduce vanidad y egoísmo del lenguaje de la moral al que corresponde al conocimiento, se los resu­ me en una sola palabra, subjetividad; suscitan cuestiones tanto en tor­ no de la corrección de la creencia como de la justicia de la conducta. El estado de naturaleza constituía el caso clásico de subjetivismo, y Hobbes, procurando resolver los problemas concomitantes, exploró toda una gama de temas significativamente nuevos: la función del lenguaje político, el sentido de la objetividad y la verdad dentro de un contexto político, y el lugar que le correspondía a la filosofía política en un mundo intelectual dominado por el modelo de la ciencia y la matemática.

47 lb td ,, xlvi {pág. 442). Hobbes, por supuesto, no examinó la posible impli­ cación de que, en un sistema de engaño deliberado, los que engañan deben co­ nocer la verdadera norma. 48 E W , vol. I, pág. 56; Law, II , viii, 13.

IV. El lenguaje de la actividad política: el problema del grupo de adeptos «. . . Bien y mal son nombres que se aplican a las cosas para señalar la inclinación o aversión hacia ellas por parte de quienes se los dieron. Pero las inclinaciones de los hombres son diversas de acuerdo con sus diversas constituciones, costumbres, opiniones; lo podemos advertir en las cosas que captamos mediante los sentidos ( . . . ) pero mucho más en las que corresponden a las acciones comunes de la vida, donde lo que uno elogia ( . . . ) otro menosprecia ( . . . ) Mientras hagan esto, es inevitable que haya discordia y lucha. Es por ello que pasan tanto tiempo en estado de guerra, ya que, debido a la diversidad de los ape­ titos del momento, miden el bien y el mal con diversa vara».49 La descripción del estado de naturaleza como un estado de subjetivi­ dad, y no simplemente como la ausencia de un poder soberano, indica la creencia de Hobbes de que la disolución de la soberanía era más un efecto que una causa del colapso social. Representaba la culminación de un constante aumento del desacuerdo en cuanto a los significados comunes y fundamentales, y en tal sentido nos permite ver qué pre­ caria era, para Hobbes, la distinción entre estado de naturaleza y so­ ciedad civil, y qué profunda la marca de las condiciones contemporá­ neas sobre su pensamiento. Toda la multitud de sectas en disputa na­ cidas durante esa época, y que fluctuaban desde la sobriedad presbi­ teriana hasta el éxtasis milenarista, se habían alimentado de doctrinas, surgidas durante la Reforma, sobre el juicio privado, la conciencia privada y el sacerdocio de todos los creyentes. Toda Inglaterra pare­ cía brillar con luces interiores. Para Hobbes, sin embargo, estas opi­ niones diversas habían destrozado la unidad exterior de creencia, tan necesaria para la paz política. Fomentando la discordia y el fanatismo, las sectas habían creado, de hecho, en las cuestiones religiosas, un estado de naturaleza que no era sino el preludio de un estado de na­ turaleza total que penetraría toda la sociedad. Estas mismas tenden­ cias habían tomado un giro político en grupos como los Niveladores, los Excavadores * y los hombres de la Quinta Monarquía. Hobbes opi­ naba que estos grupos, amén de sus rivalidades internas, tenían el vi­ cio de proclamar como verdad lo que sólo era «conocimiento privado del bien y el mal, cuya aceptación es la ruina de todo gobierno».60 Una forma política más estricta de subjetividad era la tipificada por la crítica del representante parlamentario a un acto de su soberano, o por la protesta del Hampden ** local en el sentido de que nó' existía 49 Cive. iii, 31. * Los Niveladores ( Levellers) fueron una secta que surgió alrededor de 1647 en Inglaterra; abogaban por la nivelación de todas las categorías sociales y la crea­ ción de u n gobierno más democrático. Perseguidos por Cromwell, desaparecie­ ron en 1649 y algunos de sus miembros pasaron a integrar el grupo de los Excavadores (Diggers), así denominados porque se dedicaban a cultivar tierras comunes en son de protesta contra la propiedad privada, y utilizaban para ello el digger, u n instrumento de labranza. (N. del R. T.) 50 Ibid., xii, 6. ** Alude a John Hampden (1594-1643), estadista inglés que combatió a Carlos I defendiendo las facultades del Parlamento. (N. del R. T .)

emergencia que justificara la exacción real de un impuesto sin prece­ dentes. "En cada caso, la afirmación elevaba la razón y la experiencia privadas por sobre los juicios establecidos de los portavoces de la so­ ciedad. Según Hobbes, todas estas tendencias, en sus expresiones tan to política como religiosa, se resumían así: En. un mundo en el que la razón era utilizada como instrumento destructivo para atacar las instituciones y creencias establecidas, ¿cómo era posible ponerse de acuerdo sobre un significado claro e inequívoco de la razón? En opi­ nión de Hobbes, todas las pretensiones rivales a la razón, tan abun­ dantes en esa época, eran meros recursos a la «razón privada», a la razón dominada por el deseo de cada uno de buscar «aquello que es bueno para él». La razón privada, por consiguiente, no podía ser to­ lerada, porque originaba una confusión de significados que destruía el cuerpo político como un todo en comunicación. Este ataque al juicio político era inspirado por una de las más origi­ nales, aunque menos famosas, contribuciones de Hobbes a la teoría política: haber advertido que un orden político implicaba no solo po­ der, autoridad, ley e instituciones; era un sistema sensible de comuni­ caciones que dependía de un sistema de signos verbales, actos y gestos, que encerraban un significado generalmente aceptado. Por ello, uno de los factores más importantes para establecer y mantener la identi­ dad de una sociedad política era un lenguaje político común. Pese a toda su importancia, sin embargo, un lenguaje político representaba una adquisición precaria. Como toda palabra, las del vocabulario de la actividad política no poseían significación- intrínseca. «Derecho», «justicia», «libertad», «propiedad», etc., comunicaban un significado que se les había asignado; eran creaciones humanas. Si bien estas ca­ racterísticas regían para todas las palabras, el lenguaje de la actividad política difería en el aspecto decisivo de que el carácter común de los significados dependía de un poder gobernante capaz de imponerlos; es decir, de declarar, por ejemplo, el significado preciso de un derecho y castigar a quienes se negaran a aceptar la aserción. Cuando se im­ pedía que esta autoridad impusiera definiciones, la sociedad queda­ ba reducida a una condición en que cada miembro era libre de asignar a las palabras el significado que quisiera. Dentro de este contexto, el acto contractual, por el que cada hombre entregaba su derecho natural al soberano, representaba algo más que un método para establecer la paz; era el medio para crear un universo político de significado inequívoco. La trasformación del estado de naturaleza en una sociedad civil marcaba un cambio de condición, en el cuál el «raciocinio peculiar y verdadero de cada hombre» era reem­ plazado por la «razón de lo supremo».31 A la vez, el argumento convencionalista de que las palabras llegan a significar lo que significan mediante una especie de consensus mundi reaparecía en el contrato que expresaba la intención de los hombres de establecer una sociedad civil y renunciar a sus poderes naturales en favor del soberano. «Es un signo verdadero el que se convierte en signo por consenso de los hombres ( . . . ) es honorable aquello que por consenso de los hom­ 51 Ibid,. ii, 1.

bres, es decir, por orden de la ciudad, se convierte en un signo de honor».52 Por el elemento de consenso popular en la elaboración de significados se limitaba, en su expresión política, a autorizar a algún agente para que actuara en nombre del pueblo. Consintiendo en el contrato, los diversos individuos concordaban en aceptar las definiciones 'públicas del soberano, del mismo modo exacto en que habían concordado en permitir que el soberano representara su consenso en todas las demás cuestiones. Los significados se hacían «públicos», entonces, en virtud de la base representativa y consensual del órgano político autorizado para pronunciar las definiciones o reglas. En razón de esta función, el soberano aparecía como el agente público encargado de terminar con las «significaciones inconstantes» de las palabras, resultado de la va­ riable «índole, predisposición e interés» de los hombres.33 Por medio del acto de sumisión, los hombres habían sustituido la incertidumbre del código de naturaleza por un conjunto de «reglas comunes para todos los hombres». Al dotar al soberano de un poder legislativo absoluto, habían erigido un Gran Definidor, un dispensador soberano de significados comunes, una «razón pública». Mediante las reglas ex­ puestas en la ley civil, el soberano adjudicaría el significado de dere­ chos y deberes, las distinciones entre «mío» y «tuyo», y establecería, en resumen, un mundo moral «objetivo» en la actividad política. «[Dado que] toda violencia deriva de controversias ( . . . ) acerca de rneum y tuutn, correcto y erróneo, bueno y malo y otros conceptos, que los hombres utilizan midiéndolos según sus propios juicios, tam­ bién corresponde al juicio del mismo poder soberano, exponer y dar a conocer la medida común por la cual cada hombre debe conocer qué es suyo y qué de otro; qué es bueno y qué malo, y qué debe y qué no debe hacer . . .».a4 En lugar de la irreparable confusión de las normas privadas, ahora todas las acciones podían «ser consideradas buenas o malas-por..sus causas y utilidad con respecto a la nación».55 Así respondía Hobbes a la pregunta de cuál era la norma de racionalidad en la actividad política: lo racional, lo objetivo, era lo general, común y aplicable en virtud de originarse en una autoridad públicamente reconocida. La verdad política no era una cualidad intrínseca, sino una función de las exigencias de paz y orden. En lo antedicho se advierte con facilidad cómo la redefinición de la razón poli dea había llegado a relacionar la razón, no con la verdad ai con la validez intrínseca, sino con la certidumbre. Como esto no garantizaba que el juicio dei soberano no pudiera ser caprichoso, ma­ laconsejado e informado deficientemente, significaba sacrificar todas 52 Ibid., xv, 17. 53 Leviathan, iv (págs. 24-25); Cive, iii, 31. 54 Leviathan, v (pág. 26 ); xxvi (págs 172-73); Law, I I , i, 10; II, ix, 7; Cive, vi, 16. Sobre el escepticismo y nominalismo de Hobbes, véase la introducción de Oakeshott a su edición de Leviathan; véase también D. Krook, op. cit. 55 EW , vol. V I, pág. 220.

'as señales tradicionales de la razón, introduciendo en su lugar los cri­ terios de definición y puesta en práctica. Desde esta perspectiva, el lo­ gro del hombre al dominar la naturaleza política había originado un ámbito de significados políticos cuya única garantía de coherencia era un acto de poder. En el fondo, entonces, un profundo irracionalismo impregnaba la sociedad de Hobbes, ya que el soberano podía asignar a los significados públicos el contenido que deseara. Esto nos trae el último aspecto de la preocupación de Hobbes por las palabras. Si bien la creación de un poder soberano podía asegurar cer­ teza de significado en el mundo político, y si bien podía simbolizar el consenso de los hombres para ciertos usos determinados, 110 por esto instituiría un lenguaje y un conjunto de definiciones acordes con los métodos de la filosofía política. ¿Significaba esto que hubiera real­ mente dos tipos de lenguaje político, de los cuales uno era un tipo sustituto realmente operativo en la práctica, y el otro el lenguaje de la filosofía política sistemática? La disyuntiva se había planteado entre la pureza lingüística, por un lado, y el lenguaje como una for­ ma de comunicación que serviría a la finalidad de la cohesión social, por el otro. Como más tarde indicó Locke, se debía observar una importante dis­ tinción entre comunicación «civil» y «filosófica» o científica. La au­ diencia más vasta presupuesta por la primera imponía sacrificar en par­ te la precisión y la coherencia en aras de la aceptación común. El objeti­ vo del lenguaje «civil» abarcaba tanto la unidad social como la pro­ moción de la comprensión: el lenguaje era «el gran instrumento y vínculo común de la sociedad».56 Este dilema planteado a Hobbes se debía en parte a que este no advirtió lo que otros apóstoles de la política «científica» no han visto aún: que una de las razones funda­ mentales del progreso insuperado de la ciencia era que el discurso científico, a diferencia del discurso político, había rechazado no solo el vocabulario común de la vida cotidiana, sino también los modos de pensamiento familiares para la comprensión común. La cuestión deci­ siva pasó a ser, entonces, si la elevación de la política a ciencia signi­ ficaba que también la filosofía política tendría que dejar atrás la com­ prensión común y abandonar gran parte del vocabulario común. Co­ mo lo señaló Hobbes, «gobernar bien una familia y un reino no son grados diferentes de prudencia, sino diversos tipos de ocupación; co­ mo tampoco pintar un cuadro en pequeño, o en grande, o mayor que el modelo, son grados diferentes de arte».07 En su última publicación política importante, se subrayaba esta distinción entre conocimiento político y experiencia cotidiana. Escribiendo retrospectivamente so­ bre las guerras civiles, concluyó que las acciones iniciadas por el Par­ lamento habían demostrado que para administrar heredades privadas podía bastar con «diligencia e ingenio natural», pero que en política se debería haber actuado sobre la base de «reglas infalibles y la ver­ dadera ciencia de la equidad y la justicia».58 Pero si la experiencia común no era suficiente, y si en comparación con la geometría « k política es la más difícil de estudiar de las dos», ¿qué garantía podía 56 Essay concerning human understanding, ,?* I I I , i, 1. 57 Leviathan, viii (pág. 45). 58 E W , vol. V I, pág. 251.

haber para esperar que un soberano respondiera a las exigencias de la nueva ciencia? El mismo Hobbes confesaba: «Teniendo en cuenta qué diferente es esta doctrina, basándose en la práctica de la mayor parte del mundo ( . . . ) y qué hondura de filoso­ fía moral se requiere en quienes tienen la administración del poder soberano, estoy por creer que este esfuerzo mío es tan inútil como la república de Platón».59 E n la desesperación de Hobbes se reflejaba todo el patetismo inhe­ r e n te a la búsqueda de una ciencia de la política: estaba enardecida por la creencia de que solo el conocimiento podía aliviar la desespera­ da situación del hombre político, pero estaba atrapada, sin embargo, porque comprendía que el conocimiento, a medida que se hacía más preciso y científico, renunciaba a la esperanza de ser aceptado con facilidad en el mundo cotidiano de la persona común. En la medida en que se hacía más científico, el conocimiento se hacía también más esotérico; en consecuencia, la única forma posible de traducir el cono­ cimiento a una filosofía pública compartida era a través de su imposi­ ción por la autoridad y su aceptación por la ciudadanía. Aunque H ob­ bes se ciñó empecinadamente a la creencia de haber clarificado los principios de la actividad política de modo de hacerlos comprensibles con facilidad, la última esperanza de este rígido determinista y firme oponente de la fortuna fue que los sucesos forjaran algún tipo de mi­ lagro político, algún nuevo Dionisio: «Recobro alguna esperanza: la de que en uno u otro momento, este escrito mío caiga en manos de un soberano que lo examine por sí mis­ mo (ya que es breve, y, según creo, claro) sin la ayuda de ningún intérprete interesado o envidioso; y que ejercitando plena soberanía, convierta esta verdad especulativa en utilidad práctica».00

V. E ntropía política: el estado de naturaleza El concepto del estado de naturaleza ha sido reconocido desde hace mucho como estratégico para la argumentación de Hobbes a favor del despotismo: la soberanía absoluta era el complemento lógico de la anarquía desenfrenada. E n lugar de volver a recorrer un terreno ya conocido, encararemos algunos aspectos de la idea que han sido des­ cuidados. Como punto de partida, se sugiere que la descripción de Hobbes del estado de naturaleza estaba teñida de ironía y absurdo, y que esto identificaba, no a un desapasionado hombre de ciencia que catalogara pacientemente los frenéticos movimientos del animal hu­ mano atrapado en un laberinto ideado por él mismo, sino a un mo­ ralista sardónico. El estado de naturaleza encerraba un doble absurdo: lógico y moral.. 59 Leviathan, sxi (pág. 241). 60 Ibid.

Era una condición de maximización absoluta de derechos, de perfecto estado de libertad. Los hombres tienen derecho a hacer y decir lo que quieren. En este sentido, el estado de naturaleza representaba la ex­ trema «idealización» de las exigencias de libertad religiosa y política que se presentaban en la Inglaterra del siglo x v i i . El estado de natu­ raleza combinaba también ideas económicas opuestas de esa época: toda propiedad era común, en el sentido de que nadie poseía título legítimo de propiedad privada; esto para los partidarios del comunis­ mo primitivo, como los Excavadores. Al mismo tiempo, ningún lími­ te legal restringía el impulso adquisitivo; pero el irónico resultado era que los hombres, teniendo derecho ilimitado, no podían disfrutar de nada. El disfrute presuponía seguridad, pero esta era incompatible con la libertad absoluta. El absurdo de esta situación era doble. Era lógicamente absurda porque el derecho de todos a todo contradecía el derecho de cualquiera a cualquier cosa; un derecho absoluto estaba en guerra consigo mismo.61 La situación era también moralmente ab­ surda: bajo una libertad perfecta, el hombre, animal amante de la libertad, se convierte en homini lupus. Había incluso una especie de absurdo «biológico» ya que, si la fuerza era el derecho, existía siem­ pre la posibilidad de que el más débil utilizara su astucia para matar al más fuerte. La solución de un poder soberano que aboliera el estado de naturaleza también tenía su porción de ironía y absurdo. El derecho absoluto a todas las cosas, que había sido fuente del caos, era, sin embargo, parte de la naturaleza humana, aunque una parte que amenazaba acabar con su existencia. Así, aunque el establecimiento de la sociedad civil con­ tradecía, no solo el derecho del hombre, sino, y por consiguiente, su naturaleza, resultaba la única condición que no contradecía su exis­ tencia. De igual modo, había también ironía en la creación del temi­ ble Leviatán. Un soberano absoluto podía terminar con la intolerable situación de naturaleza, pero no traía consigo la promesa de seguridad absoluta, paz perfecta o abundancia para todos. Tal como lo destacó Hobbes, el precio de la paz era erigir un poder que pudiera oprimir a los individuos, exigir los frutos de su labor e incluso requerirles el sacrificio de su vida. La mayor adquisición humana no podía trascen­ der la ambigüedad moral de la condición humana.62 La suprema e ineludible ironía era el hombre mismo. Entre todos los animales, solo él poseía el habla y era capaz de ciencia; pero solo él podía convertir el habla en engaño, las ideas en sedición, la enseñanza en mistificación. Ésta ironía alienaba al hombre respecto de su propia naturaleza: los animales, que vivían sin ciencia ni habla e ignoraban, por consiguiente las artes de la falsificación, vivían juntos de modo sociable, en tanto el hombre, creador sin rival de la ciencia, el len­ guaje y el pensamiento, era apolítico por naturaleza.63 Debía esforzar­ se por construir sociedades, adoptar un disfraz de civilidad, llevando siempre consigo el conocimiento culpable de que solamente él podía destruir sus propios logros. Pese a toda su grandeza, el orden político no representaba la realización del impulso natural del hombre a vivir 61 Law, 1, xiv, 10. 62 Leviathan, xviii (pág. 120), xix (pág. 124); Cive, prefacio (pág. 15). 63 Cive, v, 4-5; Leviathan, xvii (págs. 111-12).

en una so c ie d a d o rd e n a d a , como lo enseñaran los clásicos, sino un triunfo c a lc u la d o d e l hombre sobre sí mismo: «La causa final, objetivo o designio de los hombres, que aman na­ turalmente la libertad y el dominio sobre otros, en la introducción de ese freno a sí mismos en el cual los vemos vivir en naciones, es pro­ curar su propia conservación, y, a través de esto, una vida más satis­ factoria; es decir, abandonar esa desdichada condición de guerra, que es consecuencia inevitable ( . . . ) de las pasiones naturales de los hom ­ bres . . Estas irónicas insinuaciones impiden interpretar el estado de natura­ leza como perteneciente al pasado remoto, o como recurso estricta­ mente lógico destinado a demostrar la necesidad lógica de una sobe­ ranía absoluta. Aquel representaba, en cambio, la reconstrucción ima­ ginaria de una posibilidad humana recurrente, una reconstrucción des­ tinada a iluminar el significado de los sucesos humanos y a señalar el rumbo deseado de las acciones humanas. El estado de. naturaleza se aparecía como un modelo atemporal, erigido sobre las causas y conse­ cuencias del colapso político. Su significado permanecía eternamente contemporáneo y urgente. Su absurdo surge de que el hombre no ha asimilado a fondo sus lecciones, mientras que su ironía se alimenta en la paradoja de que los hombres, para comprender el estado de natu­ raleza, deben comprender antes la sociedad civil; deben comenzar por advertir que han podido vivir en paz, para luego evaluar el orgullo y pasión ingobernables que los han conducido de nuevo a la guerra; en suma, que el orden político no era una condición sin precedentes, sino una condición previa, antes disfrutada, pero después perdida, y que ahora debe ser recobrada. Hobbes había dicho con toda claridad que el estado de naturaleza era un destilado de la experiencia, una taqui­ grafía conceptual para describir «qué modo de vida habría donde no hubiera poder común al cual temer». Se podía completar el contenido del estado de naturaleza consultando «el modo de vida que sue'en engendrar, en una guerra civil, los hombres que antes han vivido bajo un gobierno pacífico».65 Como símbolo de la disolución del orden político en el «caos de la violencia», el estado de naturaleza tenía una relación ambivalente con la dimensión temporal de la historia. En un sentido, se vinculaba con la historia por su función de simbolizar cualquier situación política caracterizada por la ausencia de un poder soberano efectivo. En este sentido, el concepto no pertenecía únicamente al pasado, ni siquiera al presente; su carácter era el de una posibilidad siempre presente, inherente a toda sociedad política organizada; una ubicua amenaza que, como macabro acompañante, seguía a la sociedad en cada etapa de su trayecto. Estaba presente todas las noches, cuando los hombres se encerraban en sus casas, consiguiendo solo dejar adentro al miedo. 64 Ibid., xvii (pág. 109). 65 I b i d .,i dii (pág. 83), xiv (págs. 92-93), xviii (pág. 120), xxxvi (pág. 285); Law, I, xiv, 12; I I , ii, 13. E sto es confirmado, desde otra dirección, por lo que Hobbes denominó el poder «cognitivo o imaginativo o conceptivo» de la men­ te. Véanse sus observaciones en Law, I, i (8).

Y a u n cuando un método polítíco sabio asegurara !a vida interna de una nación, persitía el estado de naturaleza en política internacional, que presionaba constantemente las sociedades, amenazando destruir la paz permanente prometida por la filosofía.06 Así, lejos de marcar literalmente los orígenes de la sociedad política, el estado de natura­ leza denotaba una recaída, una inversión temporal. Era algo así como una versión política del Génesis, sin matices sacros ni pecado, aunque con una caída desde el nivel más elevado de logro humano: la vida en una sociedad civilizada. En otro sentido, 110 obstante, el estado de naturaleza se situaba fuera de la historia, y este aspecto ahistórico ha producido con frecuencia la acusación de que Hobbes no tenía sentido de la histeria. Este ar­ gumento es erróneo porque confunde el problema. No es que Hobbes careciera de sensibilidad para la continuidad, sino que la condición descrita era esencialmente ahistórica. Esto no significaba que el esta­ do de naturaleza estuviera desconectado de las causas históricamente operativas, ya que, como hemos observado, era sinónimo de guerra civil y destrucción de las instituciones soberanas. Pero, por su misma destructividad, el estado de naturaleza estaba separado ae la historia. Una guerra civil era una especie de «ruptura» en la existencia social, un momento suspendido que amenazaba iniciar una inversión tempo­ ral. Habían sido cortados los vínculos entre pasado, presente y futuro, y los hombres quedaban solos en una terrible quietud, donde el pasa­ do guardaba silencio y el futuro no ofrecía ningún interés: «En tales condiciones, no hay sitio para la laboriosidad, ya que su fruto es incierto; y, en consecuencia, no hay cultivo de la tierra, na­ vegación, ni uso de los bienes que se pueden importar por mar; no hay edificación adecuada, ni instrumentos para trasladar y mover ( . . . ) no hay conocimiento de la faz de la tierra, no hay cómputo del tiem­ po, no hay artes, letras tú sociedad».67 Comparada con esta situación, la sociedad política simbolizaba el triunfo de la humanidad sobre la naturaleza, y como la naturaleza no tenía historia en sentido humano, la sociedad marcaba también la crea­ ción de la historia por el hombre, o, con más exactitud, su recupera­ ción de ella. El restablecimiento del orden modificaba la relación del hombre con el tiempo. Unicamente el animal humano era consciente de vivir en una situación de momentos fugaces, y debido a los temores y ansiedades que despertaba la vida en el estado de naturaleza, se convertía en un ser atormentado por el tiempo, que contemplaba el futuro con «una perpetua ansiedad por el tiempo venidero».68 A la inversa, la creación del orden político, que hacía posible una vida 66 Leviathan, xiii (págs. 82-83). Si es correcto el argumento según el cual H ob­ bes 110 pensó en el estado de naturaleza simplemente como una condición cro­ nológicamente previa a la sociedad civil, sino un intermedio entre orden y res­ tauración, aquél explicaría también su tan criticada teoría de las leyes natura­ les. Con excepción de la ley de autopreservación, es evidente que todas las le­ yes hobbesianas de la naturaleza se referían a cuestiones respecto de lascuales los hombres habían tenido algún conocimiento previo. 67 Ibid., xiii (pág. 82). 68 Ibid., xii (pág. 70).

«cómoda» y todas las artes de la civilización, significaba que el hom­ bre podía encarar el futuro sin una «perpetua ansiedad». Para H ob­ bes, como luego para Marx, el «futuro» cobraba significado mediante un acto de índole esencialmente política.

VI. El soberano definidor «El único modo de erigir tal poder común ( . . . ) es que [los hom­ bres] confieran todo su poder y fuerza a un hombre, o a un conjunto de hombres, para así reducir todas sus voluntades, a través de una pluralidad de voces, a una sola voluntad . . Una de las rarezas del pensamiento político occidental es que la ima­ gen de los críticos sobre la teoría hobbesiana de la soberanía haya sido anticipada en el famoso frontispicio que adorna la edición de 1651 del Leviatán. En el dibujo aparece el soberano como una enor­ me figura que se eleva por sobre lo que lo circunda como un Gulliver regio, blandiendo en una mano la espada militar, en la otra el cetro de la justicia. Abajo, en el valle, anida una ciudad diminuta y próspe­ ra, cuya geométrica pulcritud simbolizaba claramente la paz y el orden posibilitados por el gigante que se cierne al fondo. Este cuadro parece, así, un perfecto resumen del pensamiento de Hobbes: los beneficios de la paz son asegurados solo cuando la sociedad se halla totalmente sometida a una autoridad absoluta. Esta impresión del pasmoso poder del soberano parece hallar confirmación adicional en el vivido len­ guaje con que Hobbes describió a su Leviatán: «dios mortal», «el más grande poder humano», «el mayor dominio que se pueda conce­ der ( . . . ) solo limitado por el vigor y fuerzas de la ciudad misma, y por nada más en el mundo». Hay, sin embargo, otro detalle del frontispicio que vale la pena seña­ lar. El imponente cuerpo del soberano no es, por así decirlo, suyo; su perfil se encuentra totalmente colmado por las minúsculas figuras de sus súbditos. En otras palabras, solo existe a través de ellos. Igual­ mente importante es que se discierne con claridad a cada súbdito en su cuerpo. Los ciudadanos no son devorados en una masa anónima, ni fundidos sacramentalmente en un cuerpo místico. Cada uno sigue siendo un individuo separado, y cada uno conserva su identidad de manera absoluta. Lo que aquí se sugiere es que la sustancia del poder asignado al soberano era menos impresionante que la retórica que lo rodeaba. Esto no quiere decir que Hobbes haya intentado engañar conscientemente a su público, ya que, en un sentido especial, su im­ ponente lenguaje se justificaba por completo. Dentro de los límites del enfoque hobbesiano, según el cual la filosofía política se ocupaba de la construcción de un sistema de proposiciones no empírico y ló­ gicamente coherente, el soberano de Hobbes ocupaba una posición verdaderamente asombrosa. Era el dueño incuestionable del sistema de reglas o definiciones estípulativas fundamentales para la paz poli69 Ibid., xvii (pág. 112).

tica. La importancia de las reglas y la imagen concomitante de la so­ ciedad política como una asociación articulada mediante reglas tiende a infundir al orden hobbesiano la .apariencia de un Rechtsstaat. «La seguridad del pueblo exige además de quien o quienes tienen el poder soberano que la justicia sea igualmente administrada a todos los estratos del pueblo; es decir que se pueda corregir el daño hecho tanto a los ricos y poderosos como a los pobres y desconocidos, de modo que los grandes no puedan tener mayor esperanza de impuni­ dad cuando violenten, deshonren o perjudiquen a los más humildes, que cuando uno de estos haga lo mismo a uno de ellos: porque en esto consiste la equidad, a la cual, por ser un precepto de la ley natural, un soberano se halla tan sujeto como cualesquiera de los más humil­ des de su pueblo».70 Sin embargo, el elemento verdaderamente nuevo residía en el intento de comprender la sociedad política como se comprendería cualquier tipo de sociedad gobernada mediante reglas. Las leyes y acuerdos ope­ raban en la sociedad política de modo muy similar a los criterios que gobernaban las actividades de los matemáticos o los participantes en un juego: «Ley civil es, para todo súbdito, esas reglas que la nación le ha orde­ nado, mediante palabra, escrito u otro signo suficiente de la voluntad, para utilizarlas a fin de distinguir lo correcto de lo equivocado; es decir, lo que es contrario a la regla de lo que no lo es».71 Si se profundiza en estas analogías, muchos cabos de la filosofía de Hobbes, aparentemente dispersos, quedan reunidos en un modelo in­ teligible. Si las reglas eran un rasgo central de la sociedad, los proble­ mas relativos a la claridad de lenguaje merecían plenamente el exten­ so tratamiento que les acordó Hobbes. Además, todo sistema de re­ glas, ya sean las que gobiernan el comportamiento de financistas o de jugadores de tenis, requiere un organismo que interprete las reglas, establezca nuevas regulaciones y castigue infracciones. La posición del soberano hobbesiano, como gran dueño de las reglas y dispensador final de definiciones, era análoga al Consejo Directivo de la Bolsa de Valores o de la Asociación de Tenis. Más aún, la coherencia lógica en el ordenamiento de nombres y significados, en la que ponía vigorosa­ mente el acento la filosofía de Hobbes, es a todas luces esencial: una regla no debe contradecir a otra. En un sistema de reglas, la ra­ cionalidad no tenía nada de la cualidad trascendente de la «razón co­ rrecta». Racionalidad equivalía, en cambio, a coherencia o no contra­ dicción. ; Las leyes naturales hobbesianas eran trazadas para guiar al miembro en su función de acatar reglas; constituían una especie de digesto de las reglas o «axiomas» de conducta adecuadas para quienes eran miem­ bros de un sistema de acuerdos. La primera y «fundamental» ley na­ 70 Ibid., xxx (pág. 225). 71 Ibid., xxvi (pág. 173).

tural dictaba que los hombres debían procurar la paz, ya que esta constituía la finalidad"'del' sistema de reglas. Otras leyes naturales prescribían los tipos de «comportamientos civiles» que favorecerían una conducta pacífica. Por ejemplo, los hombres debían no solo cum­ plir sus promesas de acatar las reglas, sino que cada uno «debía es­ forzarse por adaptarse a los demás» y no buscar venganza ni empren­ der acciones que pudieran provocar a los demás a violar las reglas.72 El código de civilidad, con sus virtudes concomitantes de equidad, justicia, templanza y prudencia, no era esencialmente burgués, ni si­ quiera antiaristocrático, tal como se ha sostenido a veces; era un có­ digo de virtudes en un sentido estrictamente político, encaminado a moldear hombres gobernables, hombres cuya bondad tuviera impor­ tancia política solo en la medida en que afectaba su papel de acatado­ res de las reglas. Como lo advirtió Hobbes, u n sistema de reglas no es regenerativo. Un jugador no obedece las reglas esperando que esto lo convierta en un buen hombre, ni siquiera en un buen jugador. El acatamiento de las reglas se convierte así en una especie de tautología en el comportamiento. Querer jugar al tenis, por ejemplo, significa que deseamos emprender una forma de actividad definida por las reglas del tenis. Esto es comparable a ser miembro de la sociedad hobbesiana, ya que, en ambos casos, uno acepta atenerse a un sistema de reglas.73 Estas, sin embargo, no estaban destinadas a hacer mora­ les a los hombres hobbesianos en ningún sentido que no fuera tauto­ lógicamente político. A este respecto, la naturaleza de las reglas cons­ tituía un notable paralelo con la teoría de Hobbes sobre la verdad como una propiedad lingüística. Las reglas, además, no estaban desti­ nadas a descubrir la «naturaleza de las cosas» ni la sustancia de la moralidad, sino solamente a prescribir cómo debían actuar los hom ­ bres dentro de un sistema de reglas. En armonía con el objetivo limi­ tado del sistema, la aplicación de las reglas apuntaba a educar, no al hombre total, sino a una sola faceta de él. El castigo procuraba sola­ mente infundir en los miembros un mayor sentido de conciencia de las reglas, o sea que estaba encaminado a asegurar que no se repitiera un tipo de comportamiento proscrito, y que en el futuro el trasgresoi se inclinara más a obedecer los reglamentos oficiales.7'4 Como lo reconoció Hobbes, un sistema de reglas era cerrado en sí mismo: una infracción, por ejemplo, no debía ser juzgada según nor­ mas tomadas de otros tipos de actividad. A esto se refería Hobbes cuando identificó «bien» y «mal» con las definiciones de las reglas legales. Es cierto que esto introdujo cierta confusión y mucha alarma, y habría estado en terreno más seguro de haber persistido en la termi­ nología de «acatamiento», o sea obediencia, y «no acatamiento», o sea desobediencia. En efecto: es obvio que el acatamiento de reglas no se 72 Ibid., xiv-xv, passim. 73 El carácter de la sociedad hobbesiana en cuanto a las reglas, se refleja con claridad en el examen de la ignorancia y las excusas en su relación con aquellas. Ibid., xxvií (pág. 190 y sigs.). 74 «Un castigo es un fin impuesto por la autoridad pública a quien ha hecho u omitido_ algo que esta misma autoridad considera una trasgresión de la ley; con el objeto de que la voluntad de los hombres pueda estar por ello mejor predispuesta a la obediencia». Ibid., xxviii (pág. 202).

articulaba sobre la bondad definida por las reglas, sino sobre la jerar­ quía de los participantes. Al mismo tiempo que un cuerpo de reglas representaba un sistema cerrado, su alcance no era coextenso, con toda la gama de actividades humanas posibles. Las reglas de una partida de naipes actúan única­ mente sobre quienes deciden jugarla, y estos dejan de estar ligados por aquellas cuando no juegan. De modo similar, las leyes y acuerdos de la sociedad hobbesiana solo estaban destinados a cubrir cierto te­ rreno limitado de actividad, dejando áreas sustanciales abiertas al ar­ bitrio individual. «En todo tipo de acciones omitidas por las leyes, los hombres tienen la libertad de hacer lo que sugieran sus razones, para lo que les sea más provechoso».'5 Es fácil ver aquí muchos ele­ mentos que anticipan la teoría liberal de principios del siglo xrx so­ bre la sociedad libre. Se puede rastrear la relación entre Hobbes y los primeros liberales examinando cómo aquel intentó utilizar la idea de un sistema de reglas para reconciliar dos de los postulados fundamen­ tales del liberalismo: el individuo motivado por el interés, y la idea de igualdad. Si «cada hombre busca, por naturaleza, su propio beneficio y adelanto», y sí, al mismo tiempo, «hombres que se consideran igua­ les no aceptan condiciones de paz, salvo en términos iguales», ¿de qué modo conciliar estas dos exigencias, aparentemente conflictivas? La solución propuesta por Hobbes era tan ingeniosa como de vastos alcances. Como ya fue señalado, cuando cada individuo aceptaba con vertirse en miembro de un sistema de reglas, se le garantizaba una igualdad básica con cada uno de los demás miembros. Esta idea se en­ carnaba en la segunda ley hobbesiana natural, la cual prescribía que cada hombre debía «contentarse con tanta libertad, respecto de otros hombres, como él permitiría a otros hombres respecto de sí mismo».76 Esto significaba que un hombre no podía poseer más derechos que otro, y también determinaba que cada uno debía ser igualmente trata­ do de acuerdo con el sistema de reglas al cual cada uno se hallaba igualmente sujeto. Esto era similar a las reglas de un juego: en este, un jugador podía cumplir un papel diferente de otro, pero cada uno tenía iguales derechos con relación a las reglas. En este espíritu, Hobbes prevenía al soberano que en cuestiones, tales como dispensar justicia y aplicar impuestos, debía haber igualdad de trato; los hombres llegan a creer que la justicia «no es más que palabra vana» cuando ven « . . . cómo en todo lugar, y en todas las épocas, acciones injustas han sido autorizadas por la fuerza y victorias de quienes las cometieron; y cómo, al ser violadas por hombres fuertes las frágiles leyes de su país, se ha considerado únicos criminales a los más débiles a quienes han fracasado en sus intentos . . .».77 Esto, sin embargo, no agota las complicaciones de la igualdad, ya que aún había que reconciliarla con las desigualdades producidas por la búsqueda del interés, relativamente libre de trabas. Hobbes advirtió que las desigualdades de riqueza, situación social, educación y demás, 75 Ibid., xxi (pág. 138). 76 Ibid., xiv (pág. 85).. 77 Ibid., xxvii (págs. 192-93), s x x (págs. 225-26); Cive, xiii, 10-11.

habían producido a menudo protestas en contra de la injusticia social. E n otras palabras, la desigualdad social había sido criticada en el pa­ sado tomando como fundamento la justicia, no la igualdad. Lo que hizo Hobbes fue eliminar esta posibilidad mediante el recurso de subsumir ia idea de justicia en la de igualdad: « . . . la justicia es cierta cualidad que consiste solo en esto: que, siendo todos iguales por naturaleza, nadie debe arrogarse más derecho que el que concede a otro, a menos que lo haya obtenido justamente por acuerdo».73 Además de relacio­ nar la justicia con la igualdad de derechos, las dos ideas se fundían en otro sentido. Justicia significaba también cumplir las propias pro­ mesas, en especial la promesa contenida en el contrato original.70 Se­ gún la interpretación de Hobbes, quien trataba conscientemente de evitar el cumplimiento de sus promesas lo hacía en la esperanza de obtener una ventaja sobre quienes se consideraban ligados por los acuerdos, es decir, buscaba un nivel desigual.80 De tal modo la justicia, como principio operativo dentro de un siste­ ma de reglas, había llegado a significar igualdad de derechos e igual­ dad de trato. E n otras palabras, se igualaba justicia (justice) con equidad (fairness). Esto, sin embargo, planteaba la cuestión de cómo se podía esperar que los egoístas actuaran con equidad unos hacia otros. Hobbes respondía que el principio cardinal al que debían atenerse los miembros era: «no hagas a otros lo que no te habrías he­ cho a ti mismo». La equidad no exigía, entonces, que el individuo renunciara al egoísmo, sino que pusiera imaginariamente a otros en su lugar. Una cuestión más difícil surgía con respecto al comporta­ miento de quienes estaban oficialmente autorizados a actuar como árbitros en querellas. Si un juez, por ejemplo, adhiriese al principio de equidad, que ligaba a los miembros privados de la sociedad, fa­ vorecería inevitablemente a una parte contra la otra; es decir que trataría a una parte como a sí mismo. Hobbes, que advirtió la dificul­ tad, procuró resolverla estableciendo criterios de neutralidad: el inte­ rés personal del juez no debía estar implicado de modo alguno en la decisión; además, aquel no debía guardar favoritismos ni malicia ha­ cia ninguna de las partes. Una decisión justa o equitativa no podía ser juzgada con ninguna norma objetiva de la razón o la justicia, sino que era, simplemente, una decisión imparcíal.51 Es obvio que estos criterios no proponen una solución real, ya que, aun presuponiendo que se los cumpla, queda en pie el hecho de que a un juez, o a cualquier funcionario público en similar situación, le es inevitable favorecer con su decisión un interés en desmedro de otro. La dificultad hallada por Hobbes se originaba en un enfoque dema­ siado simplista de la adjudicación como referida a cuestiones de po­ sesión o de infracción de reglas. En realidad, los casos más difíciles se plantean cuando un tribunal tiene la responsabilidad de interpretar medidas políticas públicas. La cuestión de una tarifa ferroviaria «equi­ tativa» no es del mismo orden que una cuestión de incumplimiento de contrato o de robo. Sin embargo, resulta difícil ver en qué es su­ 78 79 80 81

Ibid., iii, 6; Lato, I, xvi, 5. Leviathan, xv (pág. 93 y sigs.). Ibid., xv (págs. 95-96); Law, í , xvi. 1-6: I, xvii, 10. Cive, iii, 26; Law, I, xvi; xviii, 10; Leviathan, v (pág. 26); xxvi (pág. 27).

perior la solución moderna de convertir a un tribunal en representante de los intereses en juego. Un tribunal compuesto por representantes de los sindicatos obreros, de la patronal y de cierto grupo denomina­ do el «público» renuncia al criterio hobbesiano de neutralidad y lo sustituye por la idea de que una decisión equitativa es la que aceptan las partes interesadas. La dificultad especial de esta solución reside en que es propensa a producir decisiones que registran simplemente el poder efectivo de los intereses en cuestión, o que reflejan los límites de la tolerancia de la sociedad; es decir, cuánto puede conseguir un interés sin provocar una reacción hostil. La idea de que justicia equivale a equidad e igualdad ha pasado a formar parte de la ideología del liberalismo; la vemos reflejada en frases tales como «igualdad de oportunidades», «prueba imparcia!» y «juicio ecuánime». La sustancia de estas frases quedó resumida en la observación de Hobbes, en el sentido de que la libertad no era «más que el honor de la igualdad de privilegio con los demás súbditos ».s2 Así, lo establecido por Hobbes y lo aceptado por el liberalismo era una definición estrictamente política de la igualdad: es significativo que haya sido un partido socialista el que reclamó «participación jus­ ta» de los bienes económicos. La igualdad del ciudadano hobbesiano correspondía únicamente a su status como miembro de la sociedad, o sea a su relación con el sistema de reglas públicas. Esto significaba que la gama de desigualdades derivadas de otras fuentes que las re ­ glas no poseía significado para la jerarquía «política» del miembro. Y teniendo en cuenta que Hobbes consideraba que muchos tipos de ac­ tividad humana carecían de significado político, resulta difícil ver en él un precursor del totalitarismo. Había, sin embargo, ciertas implicaciones políticas de vastos alcances en la idea de que la equidad consistía en tratar de igual modo a indi­ viduos diferentes. Esta idea elimina las asperezas de la igualdad, con­ virtiéndola en una grata exigencia de la administración. Siempre es mucho más simple gobernar mediante reglas uniformes. En su examen de la sociedad política como un sistema de reglas, Hobbes había lle­ gado al punto que Colbert convertiría pronto en un principio orien­ tador de la administración, que Tocqueville hiciera luego famoso en su estudio de la Francia prerrevolucionaria: que la tarea de un Estado centralizado y burocrático se facilita si puede tratar con uniformida­ des, en lugar de diferencias individuales. Es que, cuando se trata a los hombres con uniforme equidad, el problema de saber qué es un acto injusto se vuelve admirablemente simple: es un acto discriminatorio que provoca «indignación en la m ultitud».S3 82 Law, I I , iv, 9. 83 Leviathan, xxx (pág. 228). E n Law (I, xvii, 7), Hobbes declara que dos partes no llevan su caso ante un juez en la esperanza de una sentencia «justa», porque «eso sería convertir a las partes en jueces de la sentencia». Buscan, en cambio, «igualdad» de trato; es decir, una decisión no basada en el «odio» ni el «favor» del juez hacia una de las partes. Sobre centralización y uniformidad, véase Testament politique du Cardinal de Richelieu, L. André, ed., París: Laffont, 7a. ed., 1947, pág. 321 y sig3.; A. de Tocqueville, L’anclen régime,St G. W. Headlam, ed., Oxford: Clarendon, 1949, págs. 31-68, y una continuación de estos ternas en B. de Jouvenel, On power, its nature and the history of its growih, A Nueva York: Viking, 1949.

Al mismo tiempo, el corolario lógico de iguales derechos e igual trato era igual sujeción y dependencia. «En cada nación donde los hombres particulares están privados de su derecho a protegerse, allí reside una soberanía absoluta».84 Ciudadano había pasado a ser, así, sinónimo de súbdito, y al combinarse esto con la hostilidad contra los ricos y los nobles, tenemos la primera expresión clara de la idea de una so­ ciedad política sin clases.85 Esto fue concisamente expuesto en uno de los sumarios marginales para el capítulo x v iii del Leviatán: «El po­ der y honor de los súbditos desaparece ante el poder soberano».86 Este énfasis en «complacer a los demás» — «que cada hombre procu­ re adaptarse a los demás»— debería dar que pensar a quienes han interpretado la sociedad hobbesiana en términos atomísticos exage­ rados. Cuando la sociedad se ha convertido en un conjunto suelto de individuos separados, cada uno gozando de un nivel público de igual­ dad, el resultado final no es el individualismo extremo, sino la con­ formidad. Los hombres «terminan por cansarse del forcejeo irregular, y de atacarse unos a otros, y con toda el alma desean adaptarse a un solo edificio, firme y perdurable». Una' vez «eliminados» «los detalles toscos y molestos de su grandeza actual», queda listo para la explota­ ción el denominador común de la uniformidad social.S7 «. . . Podemos considerar que en la propensión de los hombres a la sociedad hay una diversidad de naturaleza, derivada de la diversidad de inclinaciones, semejante a la que vemos en las piedras que se reúnen para construir un edificio. Así como la piedra que, por su figura áspe­ ra e irregular, quita a otras más lugar del que ella misma colma, y que por su dureza no puede ser alisada con facilidad, dificultando así la edificación, es descartada como inútil y molesta por los construc­ tores, así también un hombre que, por su naturaleza áspera, se es­ fuerce por retener lo que para él es superfluo, y para otros necesario, y que por la terquedad de sus pasiones no puede ser corregido, debe ser abandonado o arrojado de la sociedad, como si se tratara de algo incómodo para ella».88 En el espejo de la sociedad hobbesiana se vislumbra tenuemente el perfil de la América de que hablaba Tocqueville.

84 L¿w, I I , i, 19. 85 Leviathan, xxx (págs. 229-32). 86 Ibid., xviii (pág. 119). «La desigualdad de los súbditos deriva de los actos del peder soberano; por consiguiente, no tiene más lugar en el soberano, es decir, en un tribunal de justicia, que la desigualdad entre los reyes y sus subditos en presencia del Rey de Reyes». Ibid., xxx (pág. 226). Un argumento propuesto en favor de la monarquía era que esta introducía menos igualdad, por cuanto había un solo superior (Cive, x, 4 ). Adviértase también el resumen: «una ciu­ dad es definida como una sola persona constituida por muchos hombres, cuya voluntad, por sus propios contratos, debe ser considerada corno las voluntades de iodos, en la medida en que puede utilizar la fuerza y facultades de cada per­ sona para la paz y seguridad públicas». Ibid., x, 5. Las bastardillas son nuestras. 87 Leviathan, xxix (pág. 210). 88 Ibid., xv (pág. 99).

Aunque fructífera, la concepción de la sociedad política como un sis­ tema de reglas era inadecuada. Se basaba en la falacia de creer posible reducir los problemas esenciales de la actividad polídca a los de inter­ pretar reglas, determinar infracciones y establecer definitivamente juicios. Como ya se indicó, la elaboración política de decisiones se hace difícil porque debe resolver pretensiones en conflicto y, sin em­ bargo, legítimas. Aumenta las complejidades la escasez de bienes a distribuir y el valor relativo que encierran. Dada la naturaleza de la actividad política, la acción política es un proceso mucho más sutil que lo admitido por Hobbes. Estaba muy bien hablar del soberano como non est potestas super terram quae comparetur et, pero la cues­ tión que debía ser examinada era si su aterrador poder se limitaba al dominio de un sistema artificial de signos y definiciones, lingüística­ mente determinado. Si se admite que la naturaleza de la actividad política no se agota en la concepción de un sistema de reglas, corres­ ponde preguntar si el poder del soberano sería efectivo para abordar los tipos de problemas que no se pueden resolver mediante la lógica de las reglas. Amo confeso dentro de su ámbito lógico, ¿qué poder tiene el soberano afuera, donde el mandato de coherencia y de no con­ tradicción no tiene importancia? Hobbes se vio obligado a basar el poder de su soberano en el estrecho cimiento de la lógica debido a ciertas premisas básicas, incorporadas al conjunto de sú teoría, las cuales sirvieron también para socavar el poder político del soberano, en cuanto se diferencia del poder lógico. La primera premisa se relacionaba con la concepción del hombre co­ mo un ser apolítico a quien «adecúa para la sociedad no la naturaleza, sino la educación».89 Aunque el hombre experimentara una continua instrucción en los rudimentos de la civilidad, esto de ningún modo lo trasformaba en un animal social. Incluso como miembro de la socie­ dad conservaba su particularidad, porque la sociedad misma era pro­ ducto de un acuerdo explícito entre individuos que solo tenían en co­ mún el haber adoptado cada uno la misma decisión. Sin embargo, un caso aislado de acuerdo no podía fundirlos en una identidad común, o unidad corporativa, pues la alienación política había sido perpe­ tuada en la sociedad. Se mantenía el «temor mutuo y común» que in­ fectaba las relaciones del hombre en el estado de naturaleza y destruía todo sentido de hermandad. Ahora, no obstante, el objeto de temor se institucionalizaba en el soberano.90 La-sociedad no señalaba la abo­ lición del temor, sino el reemplazo de un temor difuso en general por uno determinado. Todo el problema de los ordenamientos sociales residía en exigir lo menos posible en cuanto a trasformación cualitativa del hombre. Co­ mo insistió Hobbes, «la falla no es de los hombres en cuanto son la materia, sino en cuanto son los creadores y ordenadores» de las nacio­ nes.91 Mientras que la tradición cristiana había insistido en que, por 89 Cive, i, 2 (nota al pie de página). 90 Leviathan, xiv (págs. 89-90); Law, I, xix, 6; II , i, 6. 91 Leviathan, xxix (pág. 210).

haber sido la «materia» defectuosa desde el comienzo, serían im per­ fectos los creadores, Hobbes aceptaba la naturaleza humana, pero sos­ tenía que un conocimiento político «infalible» perfeccionaría al hom­ bre como creador — pero sin perfeccionar al hombre como tal— . Pe­ se a la urgente necesidad que de él había, el orden político seguía siendo una presencia extraña, limitada a influir sobre el «exterior» del hombre. Ello se debía a que el hombre mismo era un fragmen­ to «público» de materia en movimiento, un ser cuyo «interior» no difería en absoluto del «exterior» del universo. El poder político operaba externamente al hombre, porque el hombre era todo externalidad. Como ya hemos observado en el caso de Maquiavelo, se había llegado a vincular lo «político» con el aspecto exterior, «público» del hom­ bre, y también aquí Hobbes profundizó la revolución en el pensa­ miento. Esto se expresa en el enfoque hobbesiano de la religión. Pese a todo su escepticismo y anticlericalismo, Maquiavelo había creído aún posible recapturar la vitalidad primitiva del cristianismo para conver­ tirla en una fuente de vigor político. En cambio, Hobbes, que escribía desde la amarga experiencia de la controversia sectaria ...pudo ver la religión sólo como fuente potencial de desunión política, un área que debía ser controlada y no explotada. Superficialmente, la función reli­ giosa adjudicada al soberano hobbesiano parecía en extremo des­ pótica. Era el «supremo pastor» y «profeta soberano» con pleno po­ der sobre la doctrina, el ritual y el personal eclesiástico. Más aún: dado que sus súbditos habían renunciado a sus pretensiones de juicio y conciencia privados, aquel se convertía en encarnación de la «con­ ciencia pública».92 Sin embargo, las potencialidades políticas inheren­ tes a esta función no eran aprovechadas. Casi todos los autores ante­ riores habían estado de acuerdo en que la religión podía contribuir a la unidad política solo si se la interiorizaba como determinante básico del pensamiento y acción humanos. Esto no influyó en Hobbes por­ que era incapaz de evaluar la religión en ningún otro plano que no fuera el político: «puesto que una nación no es más que una persona, debe también exhibir a Dios un solo culto».93 El resultado fue con­ vertir la religión, de principio sustantivo que invadía las más profun­ das intimidades de la vida humana, en principio formal de conformi­ dad externa, que afectaba solamente al comportamiento público y no penetraba en el recinto interior de la mente: « . . . La cautividad de nuestro entendimiento [en cuestiones religio­ sas] no significa sumisión de la facultad intelectual a la opinión de ningún otro hombre, sino de la voluntad a la obediencia, donde esta corresponde. En cuanto a sentido, memoria, entendimiento, razón y opinión, no está en nuestro poder cambiarlos».94 Un soberano podía, entonces, imponer la obediencia mediante el te­ mor reverencial, pero «creencia y descreimiento nunca siguen órdenes 92 Ibid., xlii (págs. 355-56), 93 Ibid., xxxi (pág. 240). 94 Ibid., xxxii (pág. 243); id (págs. 307-68).

de los hombres» 95 Hobbes llegaba así a una posición similar a la de la idea luterana de «libertad cristiana», según la cual la coacción no po­ día afectar la creencia interior. Esto era, sin embargo, a costa de dar un vigoroso apoyo al orden político. En religión, como en otros as­ pectos de su política, guiaba a Hobbes la premisa de que un orden político no exigía sino un conjunto externo de «modales civiles»; no imponía una conformidad de las almas. Todas estas consideraciones indican el hecho de que el orden político hobbesiano no era regenerativo. No se proponía moldear un «hom­ bre nuevo» ni exigía que los hombres purificaran su antigua natura­ leza, sino explotar al hombre tal como era y prometerle la segura sa­ tisfacción de sus deseos si se avenía a aceptar ciertos límites para estos. A la sociedad hobbesiana se le había encargado, no superar la particularidad, sino garantizarla. Los deseos individuales naturales ño eran perversos, como habían sostenido los cristianos, ni exigían la dis­ ciplina de la razón, como habían declarado los escritores clásicos. El inconveniente de los deseos naturales era que se destruían a sí mis­ mos, porque «muchos hombres apetecen al mismo tiempo la misma cosa».00 L ’enfer c’est d ’autrui. La función del orden político era satis­ facer las pretensiones particulares protegiendo a cada hombre en sus adquisiciones. Esto no era sino ahondar más aún la alienación forma­ lizando en un sistema la definición de felicidad que ya dividía a cada hombre de sus congéneres: «. . .debem os suponer que esta carrera no tiene otra meta ni otro laurel que el llegar primero».97 Calculador, egoísta, y solo hasta en sociedad, el hombre hobbesiano era mal material político para generar la dinámica del poder. Carecía del elemento básico que los autores desde Platón y Maquiavelo nun­ ca habían descuidado, y que Rousseau redescubriría: que la materia prima del poder no se hallaba en el súbdito pasivamente aquiescente, sino en el ciudadano «comprometido», el ciudadano con capacidad de participación pública y talento para identificarse con sus gobernantes a través del apoyo activo. Desde la perspectiva del pensamiento po­ lítico, el aspecto asombroso en la teoría de Hobbes sobre la soberanía era su creencia de que se pudiera generar poder político efectivo a partir de una sociedad de singulares inconexos, Esta premisa derivaba de una concepción del poder como producto de un sistema de depen­ dencias establecido cuando los hombres aceptaban renunciar a su de­ recho de autoprotección a cambio de la protección puesta en práctica por el soberano. «Un cuerpo político o sociedad civil ( . . . ) puede ser definido como una m ultitud de hombres, unidos como una sola per­ sona por un poder común, para su tranquilidad, defensa y beneficio comunes».8S Se había efectuado así una «unión» política porque aho­ ra el poder se hallaba concentrado, en lugar de difundirse entre va­ rios centros. Identificando «unión» con la dependencia de individuos aislados y con la existencia de una voluntad única y determinada, Hobbes se convenció de haber creado un poder tan potente que la 95 Ibid., xlii (pág. 237). Y véase el ataque de Hobbes contra la Inquisición; ibid., xlvi (pág. 448). 96 Cive, i, 6; Leviathan. xiii (págs. 80-81); Lata, 1, xiv, 5. 97 Ibid., I, ix, 21. 9S Ibid., I, xix, 8.

sociedad, sin él, no existía. «La soberanía es el alma de la nación, ya que, cuando abandona el cuerpo, los miembros ya no reciben su mo­ vimiento de ella».09 Aunque este lenguaje recordaba sobremanera las ideas antiguas y medievales del gobierno como fuerza vivificante, un élan vital que sustentaba al cuerpo político, había también una dife­ rencia decisiva: el soberano hobbesiano se situaba fuera de su socie­ dad, como un Arquímedes sin otro punto de apoyo real que el pro­ porcionado por el temor. Su poder carecía del apoyo de la sociedad, porque la sociedad misma no era sino una colección sin mucha cone­ xión interna, formada por individuos separados. Fue este retrato de un soberano aislado, que gobernaba sobre una sociedad carente de los atributos de la comunidad, el que Hobbes defendió contra el escritor papal, cardenal Bellarmine. El error de Bellarmine, sostuvo Hobbes, era «decir que los miembros de toda nación, como de un cuerpo natural, dependen uno del otro». Hobbes intuyó claramente el sentido general de la analogía medieval. Un cuer­ po orgánico implicaba una estrecha interdependencia entre los miem­ bros, una estructura integrada de poderes diferentes, pero conectados. E n consecuencia, si bien se asignaba al gobernante un poder de direc­ ción claramente discernible, su efectividad dependía de que pudiera lograr el apoyo de otras formas de poder. A esto respondía Hobbes con su propia analogía, que describía al cuerpo político como un dis­ positivo puramente mecánico, con sus resortes y engranajes visibles a un grado vergonzoso.100 El carácter artificial de la sociedad excluía toda dependencia natural entre sus miembros. En una maquinaria po­ lítica, por definición, no había ningún sutil tejido conectivo de nece­ sidades y afectos que fundiera las partes en un todo orgánico. Reba­ tiendo a Bellarmine, concluía Hobbes: «Es cierto que los hombres están unidos entre sí, pero dependen solo del soberano, que es el alma de la nación, sin la cual esta se disuelve en guerra civil, sin que un solo hombre sa una a otro, por falta de una común dependencia res­ pecto de un soberano conocido, tal como los miembros del cuerpo natural se disuelven en la tierra cuando no hay un alma que los man­ tenga unidos».101 Se puede apreciar, en cierta medida, lo perdido con este enfoque, comparándolo con la idea de poder tal como la ilustra esta cita de una ley de Enrique V III, donde una pretensión de absolutismo tan vasta como la de cualquier soberano hobbesiano se disimula en el lenguaje de la solidaridad corporativa: «De donde por varias y diversas historias y crónicas antiguas autén­ ticas se declara y expresa de modo manifiesto que este reino de Inglaterra es un imperio ( . . . ) gobernado por una sola cabeza y rey supremo, poseedor de la dignidad y condición de la corona imperial del mismo, a quien un cuerpo político, compuesto por todas clases y grados de personas, divididos en términos, y con nombres espirituales y temporales, está sometido y debería rendir, después de Dios, una obediencia humilde y natural: estando aquel además instituido y pro99 Leviathan, xxi (pág. 144). 100 Ibid., «Introducción» (pág. 5). 101 Ibid., xlii (pág. 379).

visto ( . . . ) de pleno, total y entero poder, preeminencia, autoridad, prerrogativa y jurisdicción, para prestar y rendir justicia a toda clase de personas, residentes o súbditos dentro de su reino, en todas las causas, problemas, debates y disputas . . .».102 La diferencia entre las concepciones de Hobbes y de los Tudor res­ pecto de la relación entre el poder soberano y la comunidad podría ser comparada con la distinción establecida por Coleridge entre la imaginación que solo reúne y la imaginación que verdaderamente fu­ siona, es decir, entre el soberano que presidía una sociedad cuya uni­ dad era tan superficial como la de las bolas de billar dentro de un marco triangular, y, por otro lado, el gobernante que dirigía una sociedad cuya cohesión permanente era tan acendrada que, como había dicho Hooker, «entonces estamos vivos en nuestros predeceso­ res, y ellos siguen viviendo en sus sucesores».103 Hubo algunos indicios de que Hobbes comprendía que esta comuni­ dad indiferenciada era un débil sostén para el poder, y su desesperado intento de producir una mayor intimidad entre súbdito y soberano era visible en los tonos, extrañamente sacramentales, que coloreaban en parte su lenguaje. Decía, por ejemplo, que en la voluntad del soberano «está incluida e incorporada la voluntad de cada uno en particular», y que la voluntad del soberano «contiene» la de todos los ciudadanos, de modo que su poder estaba compuesto «por las fuer­ zas de todos los ciudadanos juntos». En otro lugar describió la crea­ ción de la sociedad política como un proceso por el cual los hombres «se han convertido, juntos, en una persona civil».104 Sin embargo, este lenguaje extrañamente anominalista no podía superar la índole artificial de un acuerdo entre individuos incapaces de renunciar al duro núcleo de su particularidad: un contrato puede establecer rela­ ciones, pero no es fuente de unidad ni la expresión de un carácter común. Por esto, el soberano hobbesiano debía ser «autorizado» a actuar: no podía «representar» una comunidad, porque no había nin­ guna que representar, salvo en el nivel más elemental de temor e inseguridad. Y, dado que la comunidad de Hobbes había renunciado a su unidad, ahora se debía situar a esta en la voluntad unificada del soberano. La teoría política occidental tuvo que esperar a Rousseau, quien se dedicó a unir lo que Hobbes había separado cuidadosamente: Rousseau volvió a rescatar la idea anterior de una comunidad como asociación corporativa, asignándole luego la unidad de voluntad aso­ ciada al soberano hobbesiano: comunidad y voluntad pública eran lo mismo.

102 Decreto de Restricción de las Apelaciones, 24 Henry V III c. 12 (1533), in ­ cluido en G. B. Adams y H . M. Stephens, Select documents o f Englisb constitutional history, Nueva York: Macmillan, 1935, pág. 229. 103 Law of Écclesiasticd Políty, I, x, 8. 104 Law, I I , ii, 11; Cive, v, 12; vi, 14, 18.

El segundo principio general que influyó decisivamente en la natura­ leza del poder soberano fue el concepto de «intereses». En opinión de Hobbes, era este elemento el que unía a los miembros de cualquier asociación humana.103 Situando el interés en el centro de la asociación política, Hobbes retomaba el tema antes iniciado por Maquiavelo. Enaltecer el interés era singularizar algo esencialmente privado y muy poco apto para ser representado en el nivel público. Además, insistir en la «racionalidad» del interés individual era redefinir la razón de modo tal que se perdía su carácter público, general. La razón se trasformaba entonces con facilidad en agente del subjetivismo personal: «Porque los pensamientos son, para los deseos, como exploradores y espías que se adelantan y descubren el camino para llegar a las cosas deseadas».106 El problema fundamental, sin embargo, no estaba plan­ teado sólo por el nivel racional de los intereses, sino por su natura­ leza radicalmente individual, incesantemente dinámica y básicamen­ te incompartible. Estos atributos del interés se arraigaban en la psi­ cología del hombre hobbesiano. Mientras que la naturaleza de la pasión y el pensamiento eran las mismas para todos los hombres, los objetos que buscaban eran diferentes debido a variaciones en la «cons­ titución» y educación de cada individuo. Como resultado, había un gran desacuerdo entre los hombres, ya que sus preferencias eran dic­ tadas por pasiones hacia diferentes objetos o por diferentes evalua­ ciones del mismo objeto. «Bien» y «mal» no tenían, en consecuencia, ninguna jerarquía universal, ya que no eran sino la expresión adjetiva de los deseos de un individuo respecto de un objeto en particular.107 Al mismo tiempo, el interés introducía un elemento esencialmente competitivo: «consiste en la comparación, ya que si todas las cosas fueran iguales en todos los hombres, nada sería apreciado».10S La condición de escasez relativa presupuesta por la doctrina del interés engendraba una dinámica perpetua — «la vida misma no es sino movimiento»— que tomaba la forma de «un deseo perpetuo e inquie­ to de poder sobre poder, que solo concluye con la muerte».109 Todas estas consideraciones culminaban en la doctrina hobbesiana de la 105 Leviathan, xxii (pág. 146). «Entiendo por sistemas cualquier cantidad de hombres unidos en un solo interés o asunto». 106 Ibid., viii (pág. 46). «Del deseo surge el pensamiento de algún medio al que hemos visto producir algo similar a nuestro objetivo . . Leviathan, iíi (pág. 14). Estas ideas anticipan de cerca el famoso aforismo de Hume, según el cual «la razón es y debe ser la esclava de las pasiones». La afinidad intelectual de H ume con Hobbes reside en sus ideas comunes sobre interés y la relación de la razón con el interés. Estas afinidades ayudaron a diferenciar el conservadorismo de Hobbes del postulado por Burke. Véase mi estudio «Hume and conservatism», American Political Science Review, vol. 48, n ? 4, diciembre de 1954, págs. 999-1016. 107 Leviathan, «Introducción» (pág, 6 ); vi (pág. 32). 108 Ibid., viii (pág. 42). «Y porque la constitución del cuerpo de un hombre se halla en mutación continua, es imposible que todas las mismas cosas causen siempre en él los mismos apetitos y aversiones: mucho menos pueden coincidir todos los hombres en el deseo de casi cualquiera y el mismo objeto». Leviathan, Vi (pág. 32). 109 Ibid., xi (pág. 64).

«felicidad» (felicity), que era su definición de la felicidad (happiness) en una era de interés: . La felicidad de esta vida no consiste en el reposo de un espíritu sa tisfech o , ya que no hay tal finís ultirm s ( . . . ) ni summum bonum

( . . . ) La felicidad es el avance continuo del deseo de uno a otro ob­ jeto, en el cual el logro del primero no es todavía más que el camino hacia el segundo. La causa de esto es que el deseo del hombre no tiene por objeto disfrutar una sola vez, y durante un solo instante del tiempo, sino asegurar el camino de su deseo futuro ( . . . ) no pue­ de asegurar el poder y medios para vivir bien, que tiene presentes, sin adquirir más . . .».110 Era necesario, por consiguiente, adaptar la fórmula del poder a una época en que el hombre se hallaba alienado de los rumbos de la so­ ciedad, y en la cual las aspiraciones de aquel eran definidas en térmi­ nos de un bien que era insaciable, eternamente inalcanzable y de ín­ dole divisiva. El poder debía ser ejercido ahora en una sociedad don­ de la posibilidad de un bien compartible había sido negada; donde, en otras palabras, ya no se abrigaba la antigua idea de una comunidad «fusionada» producto del amor, la emoción o el conocimiento. El poder había renunciado a la antigua idea legitimadora de un bien común, ya que, en un universo político de fragmentos particulares inconexos, un bien «común» no significaba nada. Tampoco podía Hobbes recurrir a la idea tradicional de que se podía convertir a la autoridad en la encarnación de la razón; como vimos, la razón ya no significaba un principio global por cuyo intermedio se podía integrar y armonizar los fragmentos particulares, sino que había quedado, a su vez, sometida a la particularización. La fórmula de legitimidad elaborada en definitiva por Hobbes fue encarnada en la idea de un representante soberano».111 En las teorías democráticas modernas, la representación ha llegado a tener diversos significados. A veces remite a la naturaleza del grupo facultado para tomar decisiones; podríamos hablar, por consiguiente, de un «comité representativo» o legislatura. También se la puede relacionar, de modo muy general, con un método para elegir funcio­ narios; así, podríamos decir que «en las elecciones fue representada una amplia variedad de opiniones». El elemento representativo, por último, podría estar situado, no en un proceso, sino en la sustancia de la decisión misma, lo cual significa que en la decisión se ha incor­ porado más de un punto de vista o interés. Sin embargo, el factor común a todas estas definiciones es la idea de que los ordenamientos políticos deben reflejar los diversos intereses que se hallan presentes en la sociedad. 110 Ibid. (págs. 63-64). 111 Hasta hace muy poco, no había ningún estudio minucioso de la teoría de Hobbes sobre la representación; ni Oakeshott ni Strauss le han dedicado una atención seria. El intento más im portante de colmar este vacío es el de R. Polin, Politique et philosopbie chez T bomas H obbes, París: Presses Universitaires de France, 1953, pág. 221 y sigs. Este es, en muchos aspectos, el mejor examen general sobre Hobbes que existe.

Esta idea de la representación fue la que Hobbes rechazó de modo explícito, aduciendo que diversos intereses podían ser representados únicamente en la forma de diversas voluntades. Varias voluntades que, encaminadas a fines diferentes, y a menudo discrepantes, no po­ dían originar un acto político, ya que la esencia de la acción pública residía en su carácter singular e inequívoco:112 «Una multitud de hombres se convierte en una persona cuando los representa un solo hombre o una sola persona, de modo que se haga con el consentimiento de cada integrante de esa multitud en particu­ lar. Porque es la unidad del representador, no la unidad de los repre­ sentados, lo que hace una a la persona . . .».113 En esta definición, la esencia de la representación era un procedi­ miento de autorización que reflejaba la radical doctrina de los inte­ reses en la teoría de Hobbes. El contrato indicaba un acuerdo de «cada uno con cada uno» para obedecer a una autoridad «común». El soberano, sin embargo, no significaba un medio que representara los intereses de las partes del acuerdo; esto era patentemente impo­ sible por la naturaleza divisiva de todos los intereses, salvo el de la paz. En cambio, la representatividad del soberano consistía entera­ mente en una ficción: estaba autorizado a obrar en nombre de la sociedad porque cada uno había aceptado «declararse y ser conside­ rado autor» de todas las decisiones del soberano. Pero esta ficción correspondía a las especificaciones del hombre hobbesiano. La única manera posible de legitimar la autoridad en una sociedad de egoís­ tas era que cada ciudadano aceptara las órdenes del soberano «como si» fueran suyas: «cada hombre particular es autor de todo lo que hace el soberano». Esto era lo que hacía del soberano «su represen­ tante común».114 Pero, ¿qué garantizaba que el soberano fuera verdaderamente repre­ sentativo y favoreciera los intereses de sus súbditos? Si bien Hobbes, en diversos pasajes, había insistido en que el sobe­ rano tenía el «deber» de promover el beneficio de los miembros de la sociedad, esto sólo podía significar que tenía interés en hacerlo. La teoría hobbesiana excluía toda otra definición del deber.113 Esto lle­ vó a Hobbes a concluir que no podía haber conflicto legítimo entre los intereses del soberano y los del súbdito, ya que correspondía al interés de aquel tener ciudadanos prósperos, satisfechos y «loza­ nos».110 Como sus súbditos, el soberano buscaba su propio bien, o sea que también sus acciones eran actos esencialmente privados en­ caminados a un fin particular, pero dichos actos eran trasformados, mediante la alquimia de su posición, en actos públicos y generales, que 112 Esta idea tiene algunas afinidades con el pensamiento medieval y apunta a la necesidad de un estudio atento de las influencias aristotélicas y medievales perpetuadas en la teoría hobbesiana de la soberanía; compárese, por ejemplo, lo anterior con Santo Tomás, De Regimine Principum, lib. I, i-ii. 113 Leviathan, xvi (pág. 107). 114 Ibid., xvi, xviii (págs. 105-08, 113-15). ___ 115 Law, I I , ix, 1. 116 Ibid., I I , v, 1; II , ix, 1; Cive, x, 2, 18; Leviathan, xxx (págs. 227-28); E W , vol. V I, pág. 34.

redundaban en bien de sus súbditos, e ipso fado de él mismo. Esta era la misma teoría de la representación adoptada por los primeros utilitarios, siendo el único cambio la sustitución de las clases medias por el soberano.117 Hobbes y los utilitarios compartían la ingenua premisa de que, en una sociedad de egoístas, para eliminar el con­ flicto entre fines públicos y privados bastaba con crear un ego públi­ co, institucionalizado. La trasformación de la autoridad en un ego público, de la sociedad en un conjunto flexible de individuos iguales en derechos, seguros en sus posesiones y oficialmente alentados a promover sus propios intereses, señalaba un cambio revolucionario en la concepción de la actividad política. No se trataba simplemente de que la actividad po­ lítica fuera concebida como instrumental para la concreción de in­ tereses; este había sido siempre un elemento importante en el pen­ samiento político occidental. El cambio fundamental residía más bien en la concepción de que la actividad política era significativa solo en cuanto incidía en los intereses de los hombres. En la medida en que la actividad política no aparecía vitalmente vinculada con intereses, no encerraba una atracción decisiva. ¿De qué nos quejamos — pre­ guntaba Hobbes con irritación— si a la mayoría de los ciudadanos de una monarquía se les negaba «participación en los asuntos públicos»? «Os lo diré; ver la opinión de aquel a quien despreciamos preferida a la nuestra; que se subestime nuestra sabiduría en nuestras propias caras; por una gloria vana, pequeña e incierta, soportar muy ciertas enemistades ( . . . ) odiar y ser odiados ( . . . ) abrir a todos nuestras reuniones secretas y nuestras opiniones, sin objetivo alguno ni bene­ ficio; descuidar los asuntos de nuestra propia familia: digo que estos son motivos de queja».118 Había en la aversión hobbesiana a la actividad política y la apatía respecto de la participación política algo de la mentalidad del kleiner Mann de Fallada:* el pobre hombre que se regocijaba cuando los or­ gullosos y poderosos eran humillados; que aplaudía cuando el poder de los ricos era refrenado; que sostenía seriamente la superioridad de la monarquía sobre otras formas de gobierno por ser menos costosa.; que observaba sin quejarse la creciente distancia entre súbdito y so­ berano, resintiéndose únicamente cuando este dejaba de mantener la distancia entre los súbditos, y que calmaba su propia impotencia po­ lítica pensando: «Por ello, quien viva una vida retirada en una monarquía, estará fuera de peligro, reine quien reine. Solo los ambiciosos sufren; los demás están protegidos contra las injurias de los más poderosos» 119 117 Véase J. S. Mili, Essay on government,$t Cambridge: Cambridge University Press, 1937, pág. 71. 118 Cive, x , 9. * Se refiere a la obra del novelista alemán Hans Fallada (seudónimo de Rudolf D itzen), Kleiner Mann, was nun?, traducida al castellano como Hombrecito, ¿y ahora qué? ( N . del R, T .) 119 Leviathan, xxviii (pág. 209); xviii (págs. 112-13); Cive, x, 6-7.

Lo que hemos reflejado aquí es el surgimiento del interés económico en abierta competencia con la participación política, Sin embargo, una vez que el interés alcanzó una posición suprema, la actividad política comenzó a decaer. De su lado, el interés presentaba una ca­ racterística preponderantemente inmediata e íntima, una proyección tangible del yo — «algo que es suyo propio»— que más tarde recibió su expresión clásica en la teoría de Locke sobre la propiedad. La ac­ tividad política, por su parte, parecía remota y abstracta, incapaz de evocar un sentimiento de participación personal. Adam Smith asegu­ ró a sus lectores que «a menudo podemos cumplir todas las reglas de la justicia quedándonos quietos, sin hacer nada».120 El efecto de este tipo de argumentación era destruir la identidad específica de lo «po­ lítico» fusionándolo con el interés. La reducción de la actividad polí­ tica al interés tiene una vasta influencia en la política moderna: es suficiente tomar un diario y leer que tal o cual político, administrador o juez se aparta de una controversia determinada por un «conflicto de intereses». Correspondió al moderno liberalismo ofrecer la expre­ sión más plena y quizá más cruda de esta línea de pensamiento: según Bentham, «el principio sobre el cual deberían formarse las institucio­ nes públicas» es que puede esperarse que quien ocupa un cargo lo su­ bordine al beneficio personal. Esto, sin embargo, no presenta motivo de alarma, al menos para los inocentes, ya que cuando el principio «se aplica a todos los hombres universalmente, no perjudica a nin­ guno». Lo significativo es la premisa implícita de que un cargo polí­ tico es en sí mismo un «interés», exactamente en el mismo nivel que cualquier otro tipo de interés. «Los deberes públicos difieren de los privados solo en la magnitud de la escala».121 Aparentemente, ya no se sugiere con seriedad que el cargo público entrañe una dignidad o jerarquía especial, que determinó una obligación que trascienda el interés personal del ocupante. Bentham proporcionó el epitafio para la majestad de lo político: «Interesa al público que la porción de respeto que, junto con el sa­ lario, se suele asignar a cualquier cargo, sea lo más reducida posi­ ble».122 La importancia declinante de lo político ofrece un indicio de la apatía política de las clases medias, compendiada en Benjamín Constant, li­ beral francés del siglo xix. En su ensayo De la liberté des anciens comparée a celle des modernes, este sostuvo que el ciudadano mo­ derno, a diferencia del ciudadano de la antigua polis, ya no podía ha­ llar gozo alguno en «la activa y constante participación en el poder colectivo». En la ciudad clásica, «la voluntad de cada uno tenía una influencia real», lo cual originaba un «placer vivo y continuo» en la participación. Para el ciudadano moderno, en cambio, la actividad política asumía el carácter de una «suposición abstracta». «Perdido 120 A. Smith, Theory of moral seniimenis, en W orks, Londres, 1812, vol. I, pág. 138. 121 J. Bentham, Bentham’s handbook of political fallacies, H . A. Larrabee, ed., Baltimore: Johns Hopkins Press, 1952, págs. 82, 106. 122 Ibid., pág. 110.

en la multitud, el individuo pocas veces percibe la influencia que ejerce», y por ello se contenta con «el tranquilo disfrute de la inde­ pendencia privada», sin pedir más que ser protegido de daños físicos por derecho legal, que se respete su intimidad y que su propiedad esté segura. El epitafio de la comunidad política era que «la existen­ cia individual tiene poca expresión en la existencia política».123

IX. La actividad política como campo de fuerzas El eclipse de la idea de comunidad fue expresado por Hobbes en formá'dé fmSgeñS^loMticaTulSpiradas por las categorías de la geometría y la física. Vale la pena examinar estas imágenes en cierto detalle, no solo porque reveían con qué profundidad habían impregnado su filosofía política los modos científicos de pensar,12- sino, lo que es más importante, porque el modelo hobbesiano de sociedad fue implí­ citamente adoptado como propio por el liberalismo de los dos siglos siguientes, y aceptado como blanco de sus ataques por conservadores como Burke, Maistre y Hegel. Las imágenes eran inspiradas por un retrato del hombre como haz de energía o «poder» potencial. Como cuerpo, el hombre era «poder nutricio, poder motor y poder genera­ tivo»; como espíritu, poseía «poder conceptivo» y «poder motivador».123 Estos poderes se manifestaban a través de dos formas de 123 Oeuvres politiques de Benjamín Constant, C. Louandre, ed., París, 1874, págs. 260-69, 281. 124 La estrecha conexión entre la filosofía política de H obbes y su enfoque de la ciencia ha sido negada en el libro de Strauss, brillante, pero ingenioso en exceso, The political philosophy o f Hobbes. Strauss adujo que los lincamientos principales del pensamiento político de Hobbes habían sido presagiados en su etapa «precientífíca», cuando, como «humanista», tradujo a Tucídides y escri­ bió largos comentarios sobre la Retórica de Aristóteles. Lo incómodo de esta in­ terpretación es, no solo que en estos escritos los comentarios políticos eran de­ masiado escasos para justificar el complicado edificio erigido por Strauss, sino que también requiere descartar sin miramientos el Breve folleto sobre principios primordiales, que perteneció al mismo período «humanista». Dicha obra contiene algunos de los principios fundamentales de la filosofía científica de Hobbes y, como dijo un comentarista reciente, «el Folleto rebosa literalmente de consecuencias que son extraídas en los escritos políticos subsi­ guientes de Hobbes». J. W. N. W atkins, «Philosophy and politics in Hobbes», Philosophical Ouarterly, vol. 5, 1955, págs. 125-46, esp. pág. 128. Además, en los Elementos de derecho, considerado como el primero y menos maduro de los escritos políticos de Hobbes, abundaban muchos de los enunciados científi­ cos postulados en el Folleto. Finalmente, aunque de gran importancia, la preocu­ pación del profesor Strauss por la etapa «humanista», y la proyección de esta en los escritos posteriores, distorsionó a Hobbes al tratar sus teorías casi entera­ mente como problemas «morales». Sin embargo, como ya hemos visto, las cues­ tiones «morales» no eran sino una parte del problema, y no siempre la más im­ portante. A l mismo Hobbes le interesaba profundamente la jerarquía del cono­ cimiento, y sin duda le preocupaba tanto responder a la pregunta «¿cuáles son las bases válidas para aceptar una idea política y no otra?» como las evaluacio­ nes morales. La gran contribución efectuada por Oakeshott ha sido insistir en que H obbes era un filósofo interesado por toda una gama de problemas legíti­ mamente filosóficos. 125 Law, I, i, 4-8.

«movimiento»: movimiento «vital», referente a los movimientos con­ tinuos e involuntarios del cuerpo necesarios para sustentar la vida, y el otro movimiento «animal» o «voluntario», que abarcaba los actos «imaginados antes en nuestra mente».126 Esta última clase, la de «mo­ vimientos animales», era la que más preocupaba a Hobbes, quien sostuvo, recurriendo a los principios de Galileo que los hombres eran puestos en movimiento solo por alguna fuerza o impulso exterior: «Aquello a lo cual nada se agrega, y de lo cual nada se saca, permane­ ce en el mismo estado en que se hallaba. A lo que no es tocado de modo alguno por otra cosa, no se le agrega ni quita nada».127 La respuesta de un cuerpo a estímulos exteriores adoptaba la forma de «atracción» o «repulsión», o, en palabras más adecuadas para el hombre, de «apetito» o «aversión». El apetito representaba movi­ miento hacia algún objeto; la aversión, movimiento que alejaba de algún objeto. Estas dos reacciones básicas no solo describían el com­ portamiento humano, sino que eran también la fuente de valores humanos: aquello que es el objeto del apetito o deseo de cualquier hombre, es lo que este, por su parte, llama bien, y el objeto de su odio y aversión, mal, y de su desprecio, vil y despreciable».128 Aci­ cateado por sus deseos, el hombre estaba siempre en movimiento, es­ forzándose en procura de honor, preeminencia y «felicidad»: «en tanto vivimos, tenemos deseos, y el deseo presupone un fin más le­ jano ( . . . ) no puede haber satisfacción sino en el a v a n c e ...» .129 Lo extraño, en este retrato del hombre, es que el deseo estaba casi totalmente separado del condicionamiento de clase o de status social. En consecuencia, cada individuo aparecía como un átomo, de compo­ sición algo diferente, pero con la misma apariencia general, vertigi­ nosamente lanzado sobre un plano social chato, vale decir, un paisaje sin contornos visibles de distinciones sociales que bloquearan su paso ni predeterminaran su línea de movimiento. Es obvio, sin embargo, que el «poder» del movimiento de un individuo, su tasa de acelera­ ción, por así decirlo, presuponía diversos tipos de distinciones socia­ les, o sea lo que Hobbes denominó poderes «instrumentales», como riqueza, fama, amigos influyentes, conocimiento y privilegios aristo­ cráticos, estos últimos muy brevemente mencionados por Hobbes.130 En este «campo» de fuerzas en movimiento, las líneas de acción adoptadas por los individuos solían chocar unas con otras; «los po­ deres iguales y opuestos se destruyen entre sí, y esa- oposición suya se llama contención». Pero estos movimientos intersecantes indica­ ban también dónde residía el verdadero poder en la sociedad: «Y por cuanto el poder de un hombre resiste y traba los efectos del poder de otro; el poder no es, simplemente, más que el exceso de poder de 126 Leviathan, vi (pág. 31). 127 A short tract on first principies, impreso en elementS' of law, op. cit., como apéndice I, pág. 128 Leviathan, vi (págs. 31-32); Law, I, vii; A 161, 165-66. 129 Law , I, vii, 6-7; I, ix, 1, 3, 5; Leviathan, xi 130 Ibid., x (págs. 56-57).

la edición de F. Tonnies. The 152. short tr a c t..., op. cit., págs. (págs. 63-64).

uno con respecto al otro».131 El problema que se debía encarar en­ tonces era este: en un contexto en el cual los movimientos humanos giraban sobre un plano social, ¿qué tipo de poder poseía el soberano hobbesiano, y cuáles eran las implicaciones cuando el soberano em­ prendía una acción política? Una vez más, Hobbes no parecía dejar dudas de que su soberano estaba destinado a disponer de una impresionante concentración de poder: «El más grande poder humano es el compuesto por el poder de la mayoría de los hombres, unido por consenso en una sola perso­ na ( . . . ) de cuya voluntad depende el uso de todos esos poder e s . . .». 132 Pero, ¿qué quería decir aquí Hobbes con «compuesto»? Admitía que, en términos estrictos, «es imposible que ningún hombre trasfiera su propia fuerza a otro, o que este otro la reciba».133 Rechazando la concepción de que el poder estaba formado por pequeñas parcelas de poder individual depositadas en el soberano, Hobbes recurría nue­ vamente a la imagen de la sociedad como un «campo» de fuerzas. El poder era interpretado como una forma de movimiento público cuya eficacia, como en todas las formas de movimiento, dependía de la falta de impedimentos. Para ejercer el poder, solo hacía falta abrir un camino entre los movimientos privados que plagaban el espacio político. La finalidad del contrato era, por consiguiente, extraer a los miembros de la sociedad una aceptación del derecho de tránsito del soberano. Según los términos del acuerdo, los individuos aceptaban querer no actuar, despejando así el camino para la voluntad de una «persona artificial». E n la terminología del contrato, «renuncian» o «trasfieren» al soberano su derecho natural absoluto a protegerse, y al hacerlo, abdican del «campo» de la acción renunciando a sus volun­ tades. El carácter extraordinariamente negativo del poder resaltaba en la definición de Hobbes sobre qué significa que una persona «sa­ crifique» su derecho: «[Es] despojarse de la libertad de cargar a otro con el beneficio de su propio derecho a la misma. Porque quien renuncia o entrega su derecho, no da a ningún otro hombre un derecho que antes no tenía, porque no hay nada a lo cual cada hombre no tuviera derecho por naturaleza, sino que se aparta solamente de su paso, para que pueda disfrutar de su propio derecho original sin estorbo de su parte . . .».134 Así, pese al jactancioso alarde de que Leviatán sería «el más grande poder humano», era evidente que poder soberano no significaba crea­ ción ex nihilo, sino disfrute de una antigua condición: el soberano conservaba el derecho original de que gozaban todos los hombres en el estado de naturaleza, y mientras que sus súbditos habían renuncia­ 131 132 133 134

Law, I, viii, 4. Leviathan, x (pág. 56). Law, I, xix, 10; Cive, v, 11. Leviathan, xiv (págs. 85-86); v, I I ; Law, II , i, 7; II , i, 18-19.

do a este derecho para escapar del estado de naturaleza cada uno res­ pecto del otro, el soberano permanecía en esa condición en sus rela­ ciones con ellos. De tal modo se perpetuaba la universalidad de un derecho a todas las cosas, pero ahora particularizado en una sola persona o grupo soberano: «Porque los súbditos no dieron ese derecho al soberano, sino que al renunciar al de ellos, lo fortalecieron para utilizar el suyo propio como lo considerase adecuado para la protección de todos; en conse­ cuencia, no le fue dado, sino dejado ( . . . ) tan entero como en la con­ dición puramente n a tu ra l. . .».13° Según esta definición, la acción política era la capacidad de actuar sin ser resistido, y su éxito dependía de la promesa del súbdito de no actuar. Cuando se expresa esto en el lenguaje de apetito y aver­ sión, las acciones que tienen lugar en el plano del espacio político adoptan cierto ritmo. El soberano representaba el movimiento del «apetito y voluntad públicos» hacia determinado objetivo; pero su apetito suscitaba, a su vez, temor o aversión entre los súbditos, obli­ gándolos a apartarse de modo que su apetito pudiera llegar a realizar­ se. Mas el ritmo del movimiento hacia algo y del movimiento que se alejaba de algo no afectaba el conjunto del espacio político, ya que, como hemos visto, había muchas áreas en las cuales, según creía Hobbes, convenía dejar a los hombres librados a sus propios recursos. Por ello, este ritm o se reafirmaría sólo cuando el soberano creyera nece­ sario hacer suyo un terreno específico, y se mantendría mientras el soberano no tocara el nervio sensible de la autopreservación, obligan­ do al súbdito a reaccionar para protegerse. Estas mismas categorías de espacio y movimiento reaparecían en las relaciones entre súbditos. La constante posibilidad de conflictos entre direcciones de movimiento privadas debía ser resuelta mediante el poder soberano de aplicar leyes. «El uso de leyes, que no son sino reglas autorizadas, no consiste en impedir al pueblo toda acción voluntaría, sino orientarlo y m ante­ nerlo en movimiento de modo tal que no lo perjudique su propio deseo, temeridad o falta de criterio; así como se instalan cercas, no para detener a los viajeros, sino para guiarlos en su camino».130 La función de las regulaciones legales era prescribir los carriles legí­ timos de acción en el espacio político, que las personas privadas po­ dían adoptar. «Cada hombre tiene más o menos libertad, según tiene más o menos espacio en el cual actuar».137 En el caso de un súbdito poseedor de un derecho legal, esto equivalía a concederle acceso a algún objeto. Ello constituía la libertad, definida por Hobbes como la «ausencia de oposición» o de «impedimentos externos para el mo­ vimiento». Al mismo tiempo, el derecho de un súbdito obstruía au­ 135 Ibid., xxviii (pág. 203). 136 Ibid., xxx (pág. 227).

tomáticamente el acceso de otro al mismo objeto, o sea que trataba su movimiento o libertad.133 De tal modo, el apetito de un súbdito se hace realizable porque la sanción de la ley ha inspirado aversión o re­ nuncia de parte de los demás individuos. En último análisis, la concepción hobbesiana del poder político era burdamente simplificada, incluso vacía. El poder para actuar exigía solamente la eliminación de trabas, y no el alistamiento activo del poder y respaldo privados de los ciudadanos. Estos solo tenían que apartarse y no interferir. Si el poder soberano era efectivo por indu­ cir alejamiento, ¿qué esperanzas tenía el soberano de unir las volun­ tades de sus súbditos a la suya para procurar una finalidad común? Hobbes intentó rebatir esta objeción aduciendo que el súbdito, cuan­ do trasfería su derecho al soberano, trasfería simultáneamente «los medios para disfrutarlo, en la medida en que esto se halla en su po­ der».139 El soberano quedaba facultado así para «utilizar todo el poder y las facultades de cada persona particular para mantener la paz y para la defensa común».140 Sin embargo, cuando buscamos ejem­ plos de lo que significa trasferir medios para disfrutar, no se nos ofrecen sino casos negativos. Así, el hombre que trasfería a otro la tierra que poseía estaba obligado a dejar «todo lo que crece en ella»; la persona que vende su derecho a un molino no debe intentar des­ viar el arroyo que lo impulsa, y por último, el dueño de casa que vende su título no debe impedir que la ocupen.141 A través de estos ejemplos, la afirmación de que el soberano «dispone del uso de tanto poder y fuerza a él conferidos, que el terror consiguiente le permite dar forma a las voluntades de todos» parece casi un non sequitur. Fue un contemporáneo de Hobbes, James Harrington, quien intuyó con más agudeza las debilidades del soberano descrito por aquel y señaló su inevitable contradicción. Por un lado, Hobbes había admi­ tido que la propiedad constituía una forma de poder, y que, en conse­ cuencia, las acumulaciones de propiedad privada eran consolidaciones de poder privado. Por el otro, insistía con empecinamiento que «son los hombres y las armas, no las palabras y promesas, lo que consti­ tuye la fuerza y poder de las leyes».142 Esto, no obstante, como lo señaló Harrington, omitía el hecho de que la fuerza efectiva del so­ 138 Leviathan, xxi (págs. 136-37). El concepto de libertad como ausencia de impedimentos fue perpetuada en la literatura de los economistas clásicos, donde tomó la forma de un alegato en favor de la abolición de las restricciones sobre los «movimientos» económicos. Igual idea surge en la definición del valor for­ mulada por H enry Carey, economista norteamericano del siglo xrx: el valor «es simplemente nuestra evaluación de la resistencia que debemos vencer para en­ trar en posesión de la cosa deseada». Principies of social Science, Filadelfia 3 vols., 1858, vol. I, pág. 148. A la misma tradición pertenece el trozo siguiente, de un especialista contemporáneo en ciencias sociales: «Aparte de cualquier otro significado que pueda tener, libertad significa que se tiene el poder de hacer lo que se quiere hacer, cuando se quiere hacerlo, y como se quiere hacerlo. Y en la sociedad norteamericana, el poder de hacer lo que se quiere cuando se quiere y como se quiere, exige dinero. El dinero proporciona poder y el poder propor­ ciona libertad». C. W . Mills, The power elitejík Nueva York: Oxford Universi­ ty Press, 1957, pág. 162. 139 Leviathan, xiv (pág. 90); L aw , II, i, 8, 18-19; O ve, v, 7. 140 Ibid,, v, 9; x, 5; Lato, I I , i, 14. 141 Leviathan, xiv (pág. 90). 142 Ibid., xlvi (pág. 447).

berano dependía fundamentalmente del apoyo del poder privado. Por consiguiente, en tanto el poder estuviera disperso en manos pri­ vadas, el contrato no era más que «palabras y aliento», un «juguete». Un soberano que intentara infundir temor en los ricos blandiendo la espada evocaba la imagen, no del potente Leviatán, sino de un «mero espadón».143

143 «La mano que empuña la espada es la milicia de la nación, y la milicia de una nación es o u n ejército en campaña o listo para estarlo si es necesario; de donde esto derivará en los prados que se posean, y los prados que se posean derivarán en el equilibrio de la propiedad, sin lo cual la espada pública no es más que un nombre o mero espadón». The Oceana and other works of James Harrington, J. Toland, ed., Londres, 1737, pág. 41 [«Espadón» designa aquí peyorativamente la espada (en sentido figurado), como el autor emplea spitfrog, arcaísmo que es también peyorativo de sword. (N . del E.)].

9. El liberalismo y la decadencia de la filosofía política

«.. . Los ricos tienen sentimientos, si asi puedo expresarlo, en cada parte de sus posesiones . . .». Rousseau. «Mucho habremos ganado si logramos trasformar el padecimiento neurótico en infortunio común». Freud.

I. Lo político y lo social Si nos imagináramos dos lectores inteligentes de Hobbes, cada une igualmente distante de él en el tiempo, representando el primero la época de mediados del siglo xv y el otro la de mediados del xix, esperaríamos, naturalmente, que cada uno formulara críticas radi­ calmente distintas respecto de algunos puntos, pero quizás estuviéra­ mos menos preparados para comprobar que concordaran en otros. A nuestro lector del siglo,xv le escandalizaría el sardónico trato dado por Hobbes a la religión y su modo despiadado de quitar a la filoso­ fía política todo rastro de pensamiento y sentimientos religiosos. El hombre del siglo xix, que vería a Hobbes desde la perspectiva de Marx y los economistas clásicos, lo consideraría absolutamente falto de toda comprensión de la influencia ejercida sobre la actividad polí­ tica por los factores económicos.1 Ambas críticas se resumirían en la conclusión de que Hobbes. logró una teórica política «pura» al elimi­ nar los elementos religiosos sin tener en cuenta para nada los econó­ micos. Esto, sin embargo, no constituye la plena significación de lo hecho por Hobbes, ni agota las críticas de nuestros dos lectores imaginarios. Pese a la separación de varios siglos, y las diferentes modalidades de expresión, habrían coincidido en que Hobbes no logró captar las interconexiones entre factores sociales y políticos, y que, en conse­ cuencia, su postulado de un orden político específico contenía una presencia tan espectral como cualquiera elaborado por sus contempo­ ráneos de criterio teológico. Por un lado, el representante de la era de Tocqueville, Comte y Spencer acusaría a Hobbes de haber ignorado la medida en que las prácticas políticas eran moldeadas por relaciones 1 El crítico del siglo x ix tendría que admitir que el capítulo X XIV de Leviathanfit contenía un análisis típicamente mercantilista. No obstante, sigue siendo válida la crítica de que H obbes no concibió una relación integral entre factores económicos y fenómenos políticos. E n esto fue inferior tanto a su antecesor, Jean Bodin, como a su crítico contemporáneo, James Harrington.

sociales, confundiendo así la superestructura con la base. El portavoz de la época anterior registraría, en otro lenguaje, una queja parecida. Tal vez dijera que Hobbes, de haber podido refrenar su impulso de ganar la discusión a los escolásticos, habría podido hacer suyas algu­ nas intuiciones valiosas sobre las interrelaciones entre gobierno y so­ ciedad. El uso de la metáfora orgánica por parte de los autores me­ dievales había indicado, pese a su aparente absurdo, una aguda per­ cepción de las interdependencias sociales y la relación funcional entre factores políticos y económicos. Un escritor medieval nunca se habría dejado atrapar en el error hobbesiano de tratar la institución de la propiedad como un simple conjunto de relaciones jurídicas entre súb­ dito y soberano, sin prestar atención a la influencia social de los de­ rechos de propiedad. A primera vista, estas críticas parecen justas, ya que Hobbes no tuvo una genuina teoría de la sociedad, en el mismo sentido que otros autores anteriores o posteriores. Sin embargo, en lugar de insistir en esta cuestión, podríamos detenemos a formular la pregunta que aquella da por sentada: ¿Por qué estas críticas parecen tan justas como obvias? Una respuesta es que estamos tan habituados a ver problemas políticos reducidos a causas económicas, o a la influencia de la estructura de clase, las relaciones sociales o el condicionamiento cultural, que nos apartamos con impaciencia de un autor que no en­ caja en ese molde. Lo interesante en cuanto a este tipo de reacción es su conexión con el enfoque teórico que domina a gran parte del pensamiento contemporáneo en las ciencias sociales. La argumenta­ ción que se suele aducir a favor de la superioridad de las ciencias sociales respecto de la filosofía política tradicional se basa en una premisa muy semejante a la utilizada contra Hobbes: que los fenó­ menos políticos se explican como resultantes de factores sociales, y que, en consecuencia, se puede comprender mejor las instituciones y creencias políticas mediante un método que llega, «más allá» de ellas, a los procesos sociales «subyacentes» que determinan la forma de la cosa política. Enunciada en estos términos, la controversia entre filosofía política y ciencia social es ostensiblemente metodológica, e implica un interro­ gante al cual solo la experiencia puede dar respuesta. Lamentablemen­ te, muchos filósofos políticos, y en especial los que insisten en una estrecha relación entre política y ética, rechazarían esta enunciación del problema aduciendo que asigna a la filosofía política una preocu­ pación por el método, a expensas de las inquietudes morales. Se podría sugerir, sin embargo, que tanto los partidarios de la ciencia social como el filósofo político de criterio ético abogan por enfoques en los cuales se pierde de vista la misma cuestión. El problema no es solo metodológico, ni siquiera de carácter primordialmente ético, sino sustantivo, es decir, referente a la ubicación de la actividad política y de lo político. Cuando la ciencia social moderna sostiene que los fenómenos políticos deben ser explicados resolviéndolos en componentes sociológicos, psicológicos o económicos, está diciendo que no hay fenómenos específicamente políticos ni, por consiguiente, un conjunto especial de problemas. En la superficie, esta afirmación parece ser un enunciado puramente descritivo, desprovisto de mati­

ces evaluativos y, por ende, inocente. En realidad, no es nada pare­ cido, sino que se basa en una evaluación que permanece oculta porque no se comprenden bien sus orígenes históricos. Es posible ver en la política una forma derivada de actividad, que debe ser compren­ dida en términos de factores más «fundamentales», si se cree que lo político no tiene significación específica, no corresponde a una fun­ ción exclusiva ni ocupa un plano más elevado que el de, digamos, cual­ quier organización en gran escala. Esto sugiere que la ciencia social moderna parece plausible y útil por la misma razón que la filosofía política moderna parece anacrónica y estéril: una y otra son síntomas de una condición en que se ha perdido el sentido de lo político. Mientras una florece, la otra vacila acerca de qué constituye su objeto de estudio, si es que este existe. Estos pro­ cesos pueden parecer bastante poco importantes, exigiendo tal vez la reubicación de unos cuantos académicos desplazados. Empero, quizá no sea rebuscado sospechar que la falta, en el filósofo, de toda idea co­ herente sobre lo que es verdaderamente político, tiene una raíz común con el hecho de que las sociedades occidentales no logren sustentar una creencia en la importancia de la actividad política, salvo apelando a una confusa mezcla de ideas religiosas diluidas, condimentadas con una pizca de virtudes mercantiles. Estas reflexiones permiten ver con mayor claridad la contribución de Hobbes, quien, pese a todas sus fallas, nos muestra lo que. hemos perdido en lo referente a un sentido de lo político. Para Hobbes- lo po­ lítico en J a sociedad incluía tres elementos: la'autoridad, cuya única función era supervisar el conjunto v ejercer control directivo sobre otras formas de actividad; las obligaciones, que correspondían a quie­ nes aceptaban ser miembros dé la sociedad, y el sistema de reglas co­ munes, que gobernaban el comportamiento públicamente significativo. De manera no menos inequívoca, Hobbes enunció la tarea fundamen­ tal de la filosofía política: identificar y definir qué era lo verdadera­ mente político. En este enfoque, la teoría tenía como función ayudar a identificar un tipo específico de autoridad y su ámbito de actividad. Identificar y definir es abstraer ciertas funciones y actividades carac­ terísticas, a fin de incluirlas en un esquema clasificador. Toda califica­ ción entraña límites que nos permiten distinguir el tema que nos interesa de los otros. De tal modo Hobbes, al identificar lo que era político, delimitaba simultáneamente sus alcances. Esto significaba, por ejemplo, que la acción política estaba limitada al tipo de bienes que se podían alcanzar por medios políticos; podían existir otros bie­ nes e incluso ser superiores, pero si no era posible adquirirlos a través de métodos políticos, o si lo era, pero resultaban demasiado costosos o demasiado triviales, quedaban fuera del ámbito político. De modo similar, si bien los deberes políticos eran de interés decisivo para la filosofía política y la autoridad política, de ningún modo agotaban la totalidad de las relaciones humanas ni se clasificaban como la función más elevada del hombre. Muchas esferas importantes de la actividad humana no tenían, por consiguiente, significatividad política directa; se volvían objeto de la atención política cuando sus consecuencias ame­ nazaban desbaratar las relaciones establecidas que constituyen la so­ ciedad.

Sin embargo, el modo riguroso en que Hobbes delineó el carácter de lo político ocultaba la fragilidad de la presuposición en que se basaba toda la argumentación. La identidad de lo político era, en gran medi­ da, un producto de creencias, casi un acto de fe. Existía por un pro­ ceso de autoautentificación; es decir, a causa de que los hombres creían que existía y guiaban sus acciones de acuerdo con ello. A esto se refi­ rió Hobbes al hablar del carácter «artificial» del orden político, y por esto insistió en que en todo sistema político, de cualquier tipo que fuera, el pueblo gobernaba realmente. Como más tarde dijo Hume: «el gobierno se basa únicamente en la opinión».2 Al llamar la atención sobre el elemento de creencia como parte del complejo de la cosa política, no sostenemos la ingenua concepción berkeleyana de que lo político no es más que un producto de la creen­ cia, sin más realidad que la que decidamos asignarle. Los admitamos o no, hechos como el poder político existen; abriguemos o no una con­ cepción de pertenencia política, nadie puede evitar con facilidad el asumir ciertas relaciones con autoridades públicas, ni tampoco evadir las cargas y sacrificios que acarrea vivir en una sociedad políticamente organizada. Lo cierto es, sin embargo, que, por toscas o refinadas que sean las ideas que tengamos sobre estas cuestiones, nuestras creencias ejercen un apreciable efecto sobre nuestro modo de percibir los suce­ sos políticos y de reaccionar en los marcos políticos, el cual, a su vez, no puede dejar de afectar el curso de los acontecimientos. Dada la conexión que existe entre pensamientos ( o actitudes) y acontecimien­ tos, una marcada alteración de perspectiva en cuanto a la actividad política y lo político tiene que influir sobre las prácticas relacionadas con una particular tradición. Captar el sentido de estos cambios pue­ de contribuir, en pequeña medida, a comprender nuestras actuales dificultades. Pocos cuestionarían la afirmación de que en las socieda­ des occidentales actuales no hay una conciencia política generalizada entre sus miembros, y menos aún dudarían de que lo político se halla bastante desprestigiado entre estos. En forma concreta, los efectos de la jerarquía declinante de lo político aparecen cuando nos damos cuen­ ta de que la lealtad política se ha convertido en un problema, de que una generación de soldados, hombres de ciencia y funcionarios públi­ cos ha crecido sin los rudimentos de una educación en la civilidad, y que con suma facilidad podemos imaginarnos cometiendo los mismos actos de deslealtad, de haber estado en situación similar. Estos procesos vienen elaborándose desde hace más de un siglo y me­ dio. Las principales tendencias del pensamiento político, cualesquiera que sean sus variaciones nacionales o ideológicas, han actuado hacia el mismo fin: la erosión de lo específicamente político. Lo que se apoya sobre la cambiante base de la creencia puede ser, por eso mis­ mo, socavado por la creencia. La subversión de la creencia es efectua­ 2 «O f the first principies of government», en Essays, moral, political, and literary, T. H . Green y T. H . Grose, eds., Londres: Longmans, 2 vols., 1898, vol. I, págs. 109-10; A. Smith, A n inquiry into the naturp and causes o f the wealth of nations, *** E. Cannan, ed., Nueva York: RanJom House, 1947, lib. V, cap. i, pág. 670; citado en adelante como Wealth. Véase una aguda penetración en este problema en los comentarios de Proudhon, Oeuvres completes, París, 1868, vol. I I I , pág. 43, párr. 91.

da con suma eficacia cuando una idea establecida es cuestionada por una idea común a una amplia variedad de puntos de vista. El concep­ to básico que se enfrentó con lo político fue «sociedad». Era una idea fundamental, común a ideologías tan divergentes como liberalismo y conservadorismo, socialismo y reacción, anarquismo y directorialismo. Hoy sirve como enfoque central de las ciencias sociales, sobre todo en sociología y antropología, lo cual quizá justifique designar la cien­ cia social como legataria de una controversia anterior, en la cual la «sociedad» desplazó a lo político. El redescubrimiento de la sociedad, que pasó a ser rápidamente una preocupación predominante del pensamiento poshobbesiano, tuvo lu­ gar por dos rutas algo diferentes. Una fue seguida por un grupo cu­ riosamente heterogéneo, que incluía a Montesquieu, Burke, Maistre, Comte y Tocqueville, quienes, pese a muchos y marcados desacuer­ dos, compartían la opinión de que la autoridad de las instituciones políticas se basaba en una miríada de autoridades sociales, y era ali­ mentada por diversas lealtades privadas. Estos elementos proporcio­ naban los factores cohesivos necesarios para mantener unida la socie­ dad; si se debilitaban — como ocurrió hacia fines del anden régime— , el orden político se desplomaría por su propio peso. En consecuencia, el punto focal de la indagación debía dirigirse al sistema de gradacio­ nes sociales, al complejo de «prejuicios» irracionales que predisponía a los hombres a la obediencia y la subordinación, a los vínculos que la comunidad, parroquia y feudo locales entretejían formando una red de asociación más sólida que cualquiera que el pensamiento conscien­ te podía concebir. La segunda ruta hacia la sociedad, que será examinada en este capí­ tulo, fue la seguida por Locke, los economistas clásicos, los liberales franceses y los utilitarios ingleses. Procuraremos explicar cómo sur­ gió en los escritos de Locke el concepto de sociedad, cómo esta pasó, gradualmente, a ser concebida en forma simultánea como una entidad distinta de los ordenamientos políticos y como símbolo abreviado de toda empresa humana útil, y cómo estos procesos dejaron poco terre­ no y menos prestigio para lo político, identificado desde entonces con un limitado conjunto de instituciones clasificadas como «gobierno», duro símbolo de la coacción necesaria para sustentar transacciones sociales ordenadas. Como lo expresó Bastiat, la elección se planteaba entre «societé Ubre, gouvernement simple» o «societé contrainte, gouvernement compliqué»? Con estos temas, los economistas clásicos del siglo x v iii elaboraron un sistema elegante y convincente. La más grosera caricatura de estos autores es la que sugiere que sus análisis se basaban en unas cuantas formulaciones simples sobre el «hombre económico» y que aquellos, como buenos metafísicos, siempre lograban «salvar las apariencias» aduciendo la intervención de una «mano invisible» amablemente cons­ piradora. E n realidad, sus escritos demuestran un perdurable interés por las formas en que el comportamiento económico regularizado crea­ ba orden en las relaciones humanas, vinculándolas en el tiempo y el 3 Oeuvres completes, París, 7 vols., 1862-1878, vol. I, pág. 427; citado en ade­ lante como F. Bastiat, Oeuvres.

espacio e integrándolas en una pauta rítmica sin recurrir a la compul­ sión. Esta última cualidad, la relativa falta de coacción en las transac­ ciones económicas, teñía de matices antipolíticos el modelo de socie­ dad de los economistas, haciendo de él, en definitiva, una alternativa de la concepción anterior de un sistema políticamente dirigido. Ilustra esto muy bien una de sus ideas favoritas: la división del trabajo. Se­ gún lo explicó Adam Smith, este principio derivaba de la natural «pro­ pensión del hombre a permutar, trocar o cambiar una cosa por otra». Por incentivo, y no por coacción; sin invocar una autoridad supérvisora general, la división del trabajo reunía a los hombres en inter­ dependencia, alentando a cada uno a desarrollar sus talentos del mo­ do socialmente más beneficioso. Dicho principio operaba delineando la topografía social, inscribiendo en ella una serie de roles funcional­ mente diferenciados, adaptando actividades entre sí y elaborando mé­ todos de esfuerzo cooperativo. A través de estas y otras ideas simi­ lares, los economistas se esforzaron por elaborar una teoría de un sis­ tema social, es decir, de una serie integrada de funciones cuyo efecto acumulativo parecía cercano a la alquimia: mediante la organización de la actividad humana, el débil poder de los individuos se combinaba formando un enorme poder social disciplinado. «El mecanismo social es muy ingenioso y muy potente ( . . . ) Cada hombre ( . . . ) disfruta en un día más de lo que él mismo podría producir en muchas épocas».4 El producto de este tipo de teorización fue un modelo no político de una sociedad que, en virtud de ser un sistema cerrado de fuerzas interacíuantes, parecía capaz de fundar su propia existencia sin ayuda de un agente político «externo». Como lo expresó Adam Smith, no ha­ cía falta ningún móvil político inicial porque cada individuo «tiene un principio de movimiento propio». Un contemporáneo de Smith, David Hume, expuso todas las implicaciones del sistema social: Si bien el gobierno es útil y hasta necesario, «no es necesario en todas las cir­ cunstancias, ni es imposible que los hombres mantengan la sociedad por un tiempo sin recurrir a tal invención».5 La declinación de las categorías políticas y el ascenso de las sociales son las señas que distinguen nuestra situación contemporánea, en la 4 F. Bastiat, Oetwres, vol. V II, págs. 27, 57-60. Véase la misma idea en A. Smith, W ealth, I, i-ii (págs. 4-9, 13 y sigs.) Spencer consideró la división del trabajo como «parte de un proceso más general aún, que penetra en la crea­ ción tanto inorgánica como orgánica ( . . . ) no fue creado especialmente, ni decretado por u n rey, sino que brotó sin que nadie lo previera». Essays, scientific, political, and speculative, Nueva York: Appleton, 3 vols., 1910, vol. II I, pág. 323; mencionado en adelante como Essays; The study of sociology, ¿% Nue­ va York: Appleton, 1899, pág. 65. La orientación sociológica de los economistas clásicos ha sido descripta por A. Smail, Adam Sm ith and modern sociology, Chicago: University of Chicago Press, 1907; G. Bryson, Man and society: The Scottish inquiry of the eighteenth century, Princeton: Princeton University Press, 1945. Puede hallarse un buen estudio de las ideas de Smith en J. Viner, «Adam Smith and laissez faire», The long view and the short. Studies in economic theory and policy, Glencoe: Free Press, 1958, págs. 213-45; véase también la obra de J. Cropsey, Volity and economy, an interpretation of the principies of Adam Smith, La H a­ ya: Nijhoff, 1957. 5 A trecdise of human nature, & líb. I I I , ii, 8. Hay un tratamiento ampliado de este tema en E. Halévy, Growth of philosophic raiicalism, trad. al inglés por M. Morris, Londres: Faber and Faber, 1928, págs. 199-200.

cual la filosofía política ha sido eclipsada por otras formas de cono­ cimiento. En la época actual recurrimos, naturalmente, al sociólogo y al economista en busca de recetas para los achaques de la sociedad. P resu ponem os que son ellos, y no el teórico político, quienes poseen el tipo de conocimiento adecuado. Es posible que Comte se haya apre­ surado al coronar a la sociología como reina de las ciencias — en ese estadio ella podría muy bien haber sido reina, dado que difícilmente habría sido un súbdito— ,* pero hoy ese título es menos disputado. Ahora hemos aceptado como supuesto operativo lo sostenido por la sociología del siglo xix, en el sentido de que el conocimiento de tipo social «no puede dejar de influir en nuestros juicios en cuanto a qué es progresista y qué retrógrado; qué es lo deseable, qué lo practicable y qué lo utópico».6 Cuando Karl Mannheim propuso al sociólogo pa­ ra el papel de nueva élite intelectual, quizá nos hayamos inquietado, pero no sorprendido. O cuando un prominente antropólogo anunció que había llegado el momento de que los antropólogos desempeñaran un papel determinante en la actividad pública porque, comparados con los especialistas en ciencias políticas y sociales, podían al menos equi­ vocarse m ejor;7 tal vez nos intrigue la forma ingenua del argumento, pero tomamos en serio su esencia. Este estado de cosas en el cual la teoría política ha pasado a ser una actividad sin objeto, cuya función tradicional ha sido absorbida por disciplinas emparentadas, no debe ser explicado señalando con dedo acusador las invasiones de otras disciplinas, ni siquiera en términos de algún trastorno interno de la teoría política misma, tal como el no lograr una metodología definida. Podemos obtener un firme asidero en el problema si advertimos que este empobrecimiento es común también a la vasta empresa de la cual forma parte la teoría política, es decir, la filosofía. También los filósofos han sufrido despojos cuan­ do otras formas de conocimiento han llegado, por algo así como un derecho de ocupación, a cuestionar y reclamar sus dominios. Esto lle­ va a plantear este provocativo interrogante: ¿existe alguna interco­ nexión entre el estado de la filosofía y la teoría política por un lado, y el carácter de la tradición liberal por el otro? La guía para la res­ puesta reside en la figura central de John Locke, ya que, en la medida en que la filosofía moderna se orienta hacia el empirismo y eí análisis del lenguaje, no se discute que aquel es uno de sus fundadores. Y en la medida en que puede afirmarse que el liberalismo moderno fue inspirado por un autor en particular, Locke es, sin duda, el primer candidato. Más adelante recogeremos esta sugerencia y procuraremos indicar las conexiones entre la filosofía de Locke y el liberalismo, y su resultante influencia en la ubicación y el objeto de estudio de la teoría política. Examinando lo escrito por los primeros liberales, me vi obligado a abandonar toda una serie de preconceptos derivados de comentarios * Juego de palabras con subject, que significa a la vez «súbdito» y «materia de estudio», (N . del R. T.) 6 H , Spencer, T he study of sociology, op. cit., pág. 64. 7 K. Mannheim, Essay on th e sociology of culture,á* Londres-, Routledge, 1956, págs. 91-170; S. F. Nadel, Foundaiions of social anthropol-ogy, Londres: Cohén and West, 1951, pág. 55. (