Politica Cultural De La Memoria Historica

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Hernán Vidal University of Minnesota

POLITICA CULTURAL DE LA MEMORIA HISTORICA

DERECHOS HUMANOS Y DISCURSOS CULTURALES EN CHILE Política cultural de la memoria histórica DDHH y discursos culturales en Chile © Hernán Vidal © Mosquito Editores / biblioteca setenta & 3 Para le presente edición Primera edición: Diciembre de 1997 Reg. Propiedad Intelectual Nº: 102.899 I.S.B.N.: 956-265-086-3 Impreso en los Talleres Gráficos de MOSQUITO COMUNICACIONES IMPRESO EN CHILE / PRINTED IN CHILE Derechos exclusivos reservados para todos los países. Este libro, como totalidad, no puede ser reproducida, transmitida o almacenada, sea por procedimientos mecánicos, ópticos o químicos, incluida la portada, sin autorización del autor o el editor. Se autoriza citarlo, indicando la fuente

INDICE

INTRODUCCION Verdad sin justicia Verdad y ritualismo colectivo Excurso ejemplar La verdad como suceso público Hacia una lectura estoica Consenso para el olvido El orden patriarcal Mala fe Monumentos Antídoto contra la lotofagia

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CONDENSACION Luz Arce, El infierno Monumentos sublimes

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INVERSIONES CAMBIO DE PIEL EN EL GHETTO Elizabeth Lira e Isabel Piper, eds., Reparación, derechos humanos y salud mental SACRIFICIOS PRIMORDIALES Ariel Dorfman, La muerte y la doncella APOTEOSIS DEL DISCRETO José Rodríguez Elizondo, La ley es más fuerte. Civiles y militares chilenos a la luz de un proceso histórico

Política cultural de la memoria histórica Notas 117 193 221

RECUPERAR LA MOMIA ABANDONADA 5

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CONCLUSION

DESPLAZAMIENTOS (Variaciones sobre una matriz de lo sublime) PSICOSIS EPICA Cristián Cottet, Manifiesto un terrible descontento con ayer MALDICION PATRIARCAL Juan Villegas, Oscura llama silenciada EJERCICIO SHAMANICO Raúl Zurita, Canto a su amor desaparecido

David Becker y María Isabel Castillo, "El tratamiento psicoterapéutico de pacientes traumatizados extremos" Ignacio Martín-Baró Psicología social de la guerra Artículos tratados: * "Psicología del miedo y conducta colectiva en Chile", Elizabeth Lira. * "Psicopatología y proceso terapéutico de situaciones políticas traumáticas" David Becker, María Isabel Castillo, Elena Gómez, Juana Kovalskys, Elizabeth Lira. * "La tortura. Conceptualización psicológica y proceso terapéutico" Elizabeth Lira y Eugenia Weinstein

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El conocimiento de la verdad es indispensable para fortalecer la conciencia nacional en el respeto de los derechos humanos. La reconstrucción de la memoria histórica, al permitir identificar y condenar pública y masivamente los factores responsables de las violaciones, constituye un valioso elemento pedagógico para la formación de un juicio histórico sobre el sentido y alcance de los atropellos y para el desarrollo de una conciencia ciudadana alerta y vigilante frente a la reaparición de gérmenes contrarios a los valores de los derechos humanos. La verdad es un acto básico de reconocimiento de los hechos e implica socializar una historia vivida pero no reconocida en toda su dimensión. Necesitamos construir una memoria colectiva que eduque a las futuras generaciones en valores tales que impidan que la fuerza triunfe sobre la razón, que el crimen sobre la vida, que la mentira sobre la verdad, que la impunidad sobre la justicia, la verdad debe constituirse en una de las fuerzas que guíe la conducta de la sociedad.

Nuestra propuesta para la paz y la reconciliación en Chile Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos Santiago de Chile

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INTRODUCCION

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VERDAD SIN JUSTICIA

Hacia el futuro se abre la tarea de crear «políticas culturales de la memoria histórica» para Chile, de manera que las nuevas generaciones tengan los parámetros imaginarios para entender la convulsiva experiencia humana precipitada a partir del 11 de septiembre de 1973. Este trabajo intenta una contribución desde el campo de estudio de los discursos culturales. Apoya sus interpretaciones en la objetividad de juicio que proporciona el Derecho Internacional de Derechos Humanos, tanto en tiempos de paz como de conflicto armado. En virtud de este fundamento no consideraré las posturas ideológicas que hasta ahora han predominado al discutir la situación de los Derechos Humanos en Chile. No arguiré sobre la legitimidad o ilegitimidad de los gobiernos de la Unidad Popular y de las Fuerzas Armadas; no culparé a los militares por haber eliminado a muchos de sus supuestos enemigos declarando en Chile un estado de guerra; no volveré a la conmiseración melodramática por una Izquierda vencida, doliente y victimizada. Aceptaré los argumentos justificatorios de su acción tanto del gobierno militar como de la oposición marxista y no marxista, así como los de la Iglesia Católica. No obstante, evaluaré su acción concreta de acuerdo con las normas fijadas para todas las «naciones civilizadas» por las Naciones Unidas, la Organización de Estados Americanos, la Unión Europea y las Convenciones de Ginebra y sus Protocolos Adicionales. Aun en situaciones de máximo peligro para la seguridad de un Estado, el Derecho Internacional demanda que se respete el derecho a la vida; se prohibe la tortura u otros tratamientos inhumanos y degradantes; se prohibe la esclavización y la servidumbre; se prohibe la condena retroactiva por figuras criminales anteriormente inexistentes (1). Definir los términos «política cultural» y «memoria histórica» será la tarea de los argumentos que siguen. Por el momento, como referente preliminar, defino la actividad política como los esfuerzos individuales, hechos primordialmente desde la esfera privada, desde la base social, la

Sociedad Civil, con independencia del Estado, para encontrar las temáticas apropiadas, los fundamentos teóricos y metodológicos y los canales de comunicación adecuados para universalizar una conciencia crítica en torno a la situación de los Derechos Humanos en una nación. Es imperativo elaborar «políticas culturales de la memoria histórica» desde la esfera privada porque todo parece indicar que en Chile no habrá justicia efectiva por esas violaciones. La primera indicación oficial de esto fue el Informe Rettig (1991), publicado por la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación. En él se demostró la voluntad de separar dos términos que, en condiciones de normalidad institucional, serían inseparables -verdad y justicia. Aunque con limitaciones, el término verdad quedó razonablemente expuesto al cumplirse el Artículo Primero del Decreto Supremo Nº 355 del 25 de abril de 1990 que creó la Comisión (2). En él se encargaba la investigación de «las situaciones de detenidos desaparecidos, ejecutados y torturados con resultado de muerte, en que aparezca comprometida la responsabilidad moral del Estado por actos de sus agentes o de personas a su servicio, como asimismo los secuestros y atentados contra la vida de personas cometidos por particulares bajo pretextos políticos». El Artículo Segundo usó lenguaje rotundo para erradicar la justicia de esta investigación, afirmándose que en «caso alguno la Comisión podrá asumir funciones jurisdiccionales propias de los Tribunales de Justicia ni interferir en procesos pendientes ante ellos. No podrá, en consecuencia, pronunciarse sobre la responsabilidad que con arreglo a las leyes pudiera caber a personas individuales por los hechos de que haya tomado conocimiento [...] Si en el ejercicio de sus funciones la Comisión recibe antecedentes sobre hechos que revisten caracteres de delito, los pondrá sin más trámite a disposición del Tribunal que corresponda» (pp. VIII-IX). Obedeciendo estas directivas, el Informe Rettig describió la lógica y los procedimientos represivos del régimen militar, pero no nombró a los funcionarios responsables. Con esto la verdad descubierta se hizo controversial, puesto que todavía ejercían en sus cargos magistrados cuyos fallos consistentemente validaron las ilegalidades del gobierno militar en la represión de sus oponentes. A esto se agrega el hecho de que, hasta ahora, el Parlamento no ha actuado para derogar la Ley de Amnistía de 1978. Esta ha sido usada para sobreseer la mayoría de los juicios contra miembros de las Fuerzas Armadas que violaron derechos de personas en actos de servicio. También debe considerarse el poder exclusivo -y obviamente parcial- de las Fiscalías Militares para ver las causas que involucran a personal castrense.

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Se ha generalizado la opinión de que separar la verdad de la justicia atendió a un «realismo político» por parte del gobierno de la Concertación de Partidos por la Democracia. En realidad, la transición a la democracia quedó debilitada porque el poder de las Fuerzas Armadas no quedó desmantelado. Los Altos Mandos han sido claros en su voluntad de proteger a su personal a toda costa. Aunque muchos militares han debido declarar ante Tribunales, hasta el momento sólo han sido condenados el general Manuel Contreras y el brigadier Pedro Espinoza, como también los policías implicados en el secuestro y degollamiento de los dirigentes comunistas Santiago Nattino, José Manuel Parada y Manuel Guerrero. Sin embargo, debe señalarse la turbiedad de la justicia en las causas contra Contreras y Espinoza -no fueron llevados a juicio por el cúmulo de ilegalidades cometidas como comandantes de la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA), ni por haber ordenado la operación de asesinato de Orlando Letelier y de la ciudadana norteamericana Ronnie Moffit en una vía pública de Washington, D.C., el 21 de septiembre de 1976. Se los enjuició por su responsabilidad en la falsificación de los pasaportes usados por los agentes encargados del asesinato. Puesto que la Constitución fue modificada durante el gobierno de Patricio Aylwin, primer Presidente en la transición a la democracia, para que coincidiera plenamente con el Derecho Internacional de Derechos Humanos, ese «realismo político» introdujo una intensa contradicción jurídicopolítica en la institucionalidad chilena. Según el Derecho Internacional, los crímenes contra la humanidad son inamnistiables e imprescriptibles -el Estado de Chile está obligado a enjuiciar a los responsables. Respetando la presunción de honestidad de los gobernantes, puede suponerse que quizás estén animados por un cálculo estratégico -quizás la espera de cambios generacionales en las Fuerzas Armadas, de cambios en las circunstancias políticas en el país y en la sensibilidad pública. Quizás todo esto permitiría llevar ante los Tribunales de Justicia al personal militar implicado y así cumplir con los compromisos legales del Estado de Chile con el Derecho Internacional de Derechos Humanos. El desarticulamiento del nexo verdad-justicia transfirió y circunscribió al plano simbólico todo debate sobre las implicaciones culturales del postergamiento (¿o abandono?) de la justicia. Esta intención ya había quedado expresada tiempo antes de que se formara la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación. En el extranjero, el abogado José Zalaquett -cuyo pensamiento tuvo especial gravitación sobre la Comisión- había argüido al respecto con un análisis de la situación y las tareas futuras de los gobiernos de transición a la democracia después de dictaduras

militares basadas en la Doctrina de la Seguridad Nacional (3). Según Zalaquett, para legitimarse éticamente, esos gobiernos debían cumplir con el requisito mínimo de exponer la verdad oficialmente. Ya en el dominio público, la verdad generaría un «juicio histórico» que quedaría integrado a «los anales históricos oficiales de la nación», sometiendo a las Fuerzas Armadas al «avergonzamiento institucional», a la «ignominia» y a la «censura pública». Idealmente, esto llevaría a las nuevas generaciones castrenses a distanciarse de los perpetradores de violaciones a los Derechos Humanos y de crímenes contra la humanidad. Así podrían restaurar el «honor institucional», creándose las condiciones para que las castas militares reconozcan la impropiedad de sus acciones y del daño causado. Según Zalaquett, la mera exposición de la verdad implicaría un castigo para los agresores y una reparación moral para las víctimas. Revelar la verdad compensaría la incapacidad de los gobiernos de transición para implementar una justicia efectiva. La revelación oficial de la verdad debía ser acompañada por la creación de rituales colectivos de «conmemoración», «expiación nacional de la culpa», de «duelo nacional» que faciliten el «perdón colectivo», reparándose la «dignidad» y el «buen nombre» de todas las personas involucradas. Así se asegurarían las condiciones para la reconstrucción de la unidad y de la convivencia nacional. El criterio de justicia fue reemplazado por el de reparación. El Informe Rettig finalmente definía «la reparación como un conjunto de actos que expresan el reconocimiento y la responsabilidad que le caben al Estado en los hechos y circunstancias que son materia de este Informe. La reparación es una tarea en que el Estado ha de intervenir en forma consciente y deliberada [...] Sin perjuicio de ello, la reparación ha de convocar a toda la sociedad chilena. Ha de ser un proceso orientado al reconocimiento de los hechos conforme a la verdad, a la dignificación moral de las víctimas y a la consecución de una mejor calidad de vida para las familias más directamente afectadas. Sólo así podremos desarrollar una convivencia más justa que nos permita mirar el futuro con esperanza» (p. 823). Este desplazamiento y reducción de la responsabilidad legal a lo simbólico es inaceptable para el Derecho Internacional. Sin duda ello influyó en los abogados de la Unión de Fiscales Progresistas de España para que el 29 de julio de 1996, ante la Audiencia Nacional en Madrid, iniciaran un juicio contra los miembros de las Juntas Militares chilenas por los delitos de terrorismo de Estado, genocidio, desaparición de personas, y torturas (4). Pidieron, además, que se liberaran órdenes internacionales

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de detención para que los acusados fueran extraditados y procesados en España, según el Tratado de Extradición y Asistencia Judicial suscrito entre España y Chile en materia penal el 14 de abril de 1992 y ratificado el 20 de diciembre de 1994. En apoyo de su querella, en el acápite Sexto de su presentación, los fiscales comentaron: En 1990 el Gobierno de Chile, por Decreto del 25 de abril de ese mismo año, creó la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación [...] Dicha Comisión, presidida por D. Raúl Rettig, en su informe de febrero de 1991 identifica las circunstancias de la muerte violenta o desaparición de casi tres mil personas. Pero a diferencia de lo ocurrido en Argentina tras el Informe de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas de septiembre de 1984, que fue seguido del juicio y condena de los mandos de mayor jerarquía de las Juntas Militares, en Chile la coerción de las personas aquí denunciadas impone que no se haya iniciado ni una sola investigación oficial contra ninguno de los miembros de las Juntas Militares que tuvieron el mando absoluto de sus disciplinados subordinados que, a lo largo de diez y siete años, cumpliendo órdenes de aquellos, cometieron atroces crímenes dentro y fuera del territorio nacional. Y ello a pesar de que las familias de la mayor parte de los desaparecidos, así como numerosas instituciones de la Comunidad Internacional, entre ellas el Gobierno de España, han implorado la tutela judicial, en vano. También los querellantes recordaban que el «Senado español, en el Pleno celebrado el 29 de diciembre de 1982 creó una Comisión de Investigación sobre la desaparición de súbditos españoles en países de América, entre ellos Chile [...] La Comisión del Senado calificó los hechos investigados como Crímenes contra la Humanidad y terrorismo de Estado, y así fue aprobado por la mayoría de la Cámara». Por todo esto, la impotencia de la Justicia chilena señala claramente una tarea intelectual que debe cumplirse tanto a corto como a largo plazo -la de perseverar en el delineamiento de políticas para el refuerzo de la memoria histórica en todo campo intelectual. Como ya he indicado, en este sentido intento esta contribución desde el área de estudio de los de discursos culturales. Por «discurso cultural» puede entenderse todo argumento formalizado que proponga la implementación política de tres elementos utópico-poéticos: definir «la buena sociedad», «la calidad de vida» y «el ser humano ideal» que la pueda caracterizar. Quien defina estos elementos queda 15

obligado a proponer temáticas prioritarias para la discusión colectiva, privilegiando la acción de los agentes que, a su juicio, son los más aptos para concretarlas en la administración práctica de la sociedad. Todo discurso cultural también debe complementar otros aspectos: identificar y constelar los recursos humanos, espirituales y materiales necesarios para alcanzar la utopía propuesta; definir las estrategias y tácticas necesarias para neutralizar a los oponentes; esbozar la institucionalidad encargada de sostener ese orden ideal; construir un universo de símbolos y metáforas para apelar retóricamente al apoyo de la empresa e inducir a la población a que la encarne. Instalado en una perspectiva para la defensa de los Derechos Humanos, la motivación principal de este estudio es entender las implicaciones conscientes o inconscientes que puedan tener esas matrices utópico-poéticas para asegurar a todo ser humano los dos derechos más fundamentales, el derecho a la vida y el derecho a ser reconocido y respetado como persona. Ellos fundamentan toda lógica espiritual y material que busque definir «la buena sociedad», «la calidad de vida» y «el ser humano ideal». De estos dos derechos fundamentales nacen los derechos civiles y políticos, sociales, económicos y culturales proclamados por las Naciones Unidas en la Declaración Universal de los Derechos Humanos y sus Pactos Complementarios. Lo dicho basta para entender que la desarticulación de los términos verdad y justicia implica un profundo vicio en la discursividad cultural que ha conducido el proceso de redemocratización en Chile. En última instancia, en el caso chileno, crear «políticas culturales de la memoria histórica» implica la tarea de determinar los efectos simbólicos de esa desarticulación en el reconocimiento de los seres humanos como personas.

VERDAD Y RITUALISMO COLECTIVO

Sin embargo, explorar esos efectos simbólicos demanda una respuesta a una pregunta primera y generalmente soslayada. ¿Qué signi16

fica «verdad» en el contexto de los debates sobre la impunidad de los violadores de Derechos Humanos en Chile? Puesto que este trabajo se sitúa dentro de la antropología política, propongo que se conciba «la verdad» como el grado de acceso al conocimiento que pueda tener una colectividad en cuanto al propósito, preparación e implementación de los rituales con que el Estado conecta su voluntad política con la sociedad civil. Me explico. En la sociedad civil, los individuos y los grupos viven sus existencias en un continuo espacio-temporal de prácticas privadas e íntimas llamado cotidianeidad. Este continuo está estructurado por las diferentes rutinas de aseo, alimentación, información (por ejemplo, lectura de periódicos durante el desayuno a la vez que se miran programas de televisión, escuchar la radio camino al trabajo), transporte, trabajo, educación, diversión, amor, religiosidad, exhibición vanidosa en lugares de prestigio y de moda, etc., etc. Aunque estas rutinas están enmarcadas por regulaciones municipales y estatales, son acciones ejercidas de acuerdo a pautas asumidas por «costumbre», «tradición», «por que así se hace». Por tanto, la racionalidad de la conducta necesaria para manejar aparatos instrumentales, cumplir tareas, horarios y calendarios, está matizada por una fuerte carga, inercia y variedad de usos folclóricos y tradiciones étnicas acumuladas de antiquísima data en la historia de una sociedad. De allí que las relaciones humanas en la cotidianeidad tengan aspectos, lógicas, «sentidos comunes» de enorme variedad, de gran dispersión, actuados por individuos de identidades específicas, inmediatas, legales e ilegales, aparentemente intransferibles pero anónimas. Estas relaciones constituyen una especie de «inconsciente colectivo», de «memoria histórica» materializada en el tiempo y en el espacio. Contiene innumerables e insospechadas formas de conducta y expresión, alojadas en espacios a veces inescrutables, en permanente mutación. Periódicamente, algunos de estos contenidos superan su especificidad inmediata y se generalizan en toda la sociedad como «modas», «gustos» efímeros, quizás perversos y criminales, tabús, dichos estereotípicos y cómicos. El Estado, a pesar de su cometido racionalizador de las relaciones humanas, también está cargado de la inercia folclórica de los mitos de la identidad nacional que lo legitiman y que el Estado mismo disemina y prolonga a través del aparato educativo; por supuesto, en sus funciones, el personal burocrático no está inmune a la inercia folclórica originada en su existencia cotidiana. No obstante, se espera que la burocracia de un Estado de derecho, moderno, democrático, eficiente, se rija por imperativos de la razón: es decir, la burocracia debe adecuar su conducta dentro

del territorio nacional y en las relaciones internacionales de acuerdo con los marcos establecidos por la Constitución y por el sistema jurídico nacional e internacional; debe proceder según los requisitos tecnológicos y las jerarquías tecnocráticas que hacen más eficiente la administración, la comunicación, la acumulación de conocimiento e información y el intercambio de bienes y servicios en todas sus formas posibles. En este marco, la burocracia estatal debe visualizar abstractamente a los individuos que componen la sociedad civil, quitando énfasis a favores e identidades personales para considerarlos como ciudadanos a quienes el Estado de Derecho -el que se rije y respeta su propia Constitución, su sistema jurídico y el Derecho Internacional- les confiere, garantiza y recaba derechos, habilitaciones y obligaciones de manera impersonal. En otras palabras, para cumplir rectamente con sus funciones, la burocracia estatal debe producir y regirse por un conocimiento universal y pautas de acción abstractas y homogéneas. Los actos rituales programados o fortuitos que se generan tanto desde el Estado como desde la sociedad civil permiten visualizar la interrelación entre los campos de acción íntima y privada de la cotidianeidad y la acción pública y racional de la tecnocracia estatal. La universalidad abstracta y homogénea de la administración estatal y la variedad, dispersión, anonimia y especificidad cotidianas entran en contacto y se funden en una larga lista de ceremonias oficiales: la proclamación de leyes, el llamado a elecciones, a consultas nacionales, a referendums y plebiscitos según la Constitución; a través de los juicios con que los Tribunales y otros tipos de paneles oficiales premian o castigan ejemplarmente; a través de la celebración estatal de efemérides originadas en la conducta ejemplar de los héroes y heroínas mitificados en las narrativas de identidad nacional; a través de ceremonias oficiales de homenaje a ciudadanos de conducta ejemplar. Se trata de una fusión porque, junto con adquirir una nueva significación social como servidores u ofensores del Estado, según el marco legal, las personas implicadas pasan por un minucioso escrutinio en que no sólo se exponen virtudes ciudadanas. Innumerables anécdotas, chismes, rumores, corroboraciones o infundios también pueden llegar a ventilar públicamente las debilidades humanas, los pecadillos y las desviaciones con que viven su cotidianeidad. La antropología simbólica concibe estos sucesos como rituales y los designa como espectáculos o funciones culturales (5), puesto que una hegemonía social, a través del aparato estatal, mantiene o establece un calendario de ceremonias que marcan y reafirman la majestad e imperio de su poder y del universo simbólico que fundamenta y modula el imagi-

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nario social. En su majestad, el poder también permite o patrocina ceremonias rituales provenientes de las sociedad civil y política que refuercen y coincidan con sus propósitos y su búsqueda de prestigio -cócteles, banquetes, premiaciones, inauguraciones, competiciones, funciones de gala-. La Teletón anual de Don Francisco para captar financiamiento caritativo en favor de niños disválidos es un buen ejemplo -coincide ideológicamente con el principio neoliberal de instalar la responsabilidad del bienestar comunitario en la caridad de la comunidad misma, en gran medida descalificándose al Estado como gestor central. Por otra parte están los sucesos no programados, accidentales, fortuitos, súbitos, que impactan a la «opinión pública», que concitan el interés colectivo acumulando una enorme carga y enmarañada diversidad de significaciones. Los comentarios «de la calle», los comentaristas de televisión y radio y las columnas periodísticas se encargan de mantenerlos momentáneamente en la atención pública como asuntos notables. Esto ocurre porque, en esos sucesos, la colectividad intuye o percibe una significación trascendente, que precisa meditar o develar. Por ello adquieren calidad de símbolos que, como espacios imaginarios, provocan intensa actividad retórica para estabilizar su significación de acuerdo con los intereses de diversos sectores sociales. Esta actividad puede llegar a poner en tela de juicio la majestad e imperio de la ley, el universo simbólico hegemónico y a cuestionar la base ética del imaginario social predominante. La antropología simbólica designa estos sucesos como dramas sociales. Puesto que las funciones culturales y los dramas sociales resultan ser formas de comunicación, transacción o conflicto dentro del Estado mismo y entre el poder estatal, la Sociedad Política y la Sociedad Civil, son manifestaciones rituales dialécticamente interpenetradas -una función social puede convertirse inesperadamente en un drama social así como un drama social puede generar funciones culturales como respuestas oficiales-. En estos momentos de fusión, se concentra la atención colectiva sobre la anonimia y dispersión de los individuos en su cotidianeidad y sobre identidades burocráticas normalmente desdibujadas por los escalafones estatales. Por un tiempo limitado se convierten en personalidades claramente identificables, que dan sustancia carnal a los grandes conflictos con que se conduce la cosa pública. Por tanto se transforman en figuras eminentemente sacrificiales, sobre las que se descargan las energías, simpatías y animosidades comunitarias. Estos momentos de fusión revelan la sensibilidad emocional e intelectual con que la colectividad experimenta y cuestiona el sentido de su vida cotidiana en medio 19

de los macroenmarcamientos estatales del poder. Aportar ejemplos de estas dos modalidades rituales nos obligará a un desvío momentáneo de la discusión teórica sobre el concepto «verdad». El lector tiene la opción de leer linealmente o saltar por sobre el excurso que sigue y continuar la lectura teórica.

EXCURSO EJEMPLAR

A mediados de diciembre de 1996, tuvo gran repercusión pública la orden de arresto dictada por la jueza Raquel Camposano contra el Director General de la Policía de Investigaciones, Nelson Mery, y contra Marcelo Schilling, subsecretario de Desarrollo Regional en el segundo gobierno de transición a la democracia, el del Presidente Eduardo Frei Ruiz-Tagle. Mery y Schilling fueron encargados reos bajo acusación de obstruir diligencias policiales para el arresto de los autores del asesinato del Senador Jaime Guzmán -uno de los consejeros más importantes del gobierno militar y fundador del partido Unión Democrática Independiente (UDI). El asesinato había ocurrido en abril de 1990. Fueron los comentarios suscitados por la acción de la jueza Camposano los que transformaron el suceso en espectáculo/función cultural. La revista Qué pasa -portavoz de la UDI que siempre apoyó a la dictadura- había sido la que más agitó el suceso para desmedro del gobierno de la Concertación. Con ironía mordaz, el editorial del número especial dedicado al tema (21 de diciembre de 1996, Año XXV, Nº 1341) invirtió el sentido de las acusaciones que la oposición democrática -la Iglesia 20

Católica en particular- había usado en contra de la dictadura a través de los años: En un país acostumbrado a presenciar los ejercicios más descarados de hipocresía colectiva por parte de su clase dirigente, las resoluciones de la jueza Raquel Camposano en el caso Guzmán merecen ser calificados de históricos por varios motivos. En primer lugar porque, al atreverse a cobrarle responsabilidades a Marcelo Schilling, se rompe el dogma de que en Chile quienes pertenecen a las esferas más altas del poder son intocables. Si hasta ahora eso no ha ocurrido, no fue por falta de empeño del oficialismo [el gobierno de la Concertación], que ha usado todas las armas a su alcance y movilizado a sus figuras más estelares para proporcionarle un escudo al actual subsecretario de Desarrollo Regional (p 13).

Sin duda el Ministro Brunner se refería a que la UDI estaba desviando el debate público. La gravedad del asesinato era reemplazada por un enjuiciamiento del aparato de inteligencia montado por la presidencia anterior de Patricio Aylwin. Schilling había sido secretario ejecutivo del Consejo de Seguridad Pública (conocido como «la Oficina»). Por esto puede reconocerse que, en realidad, el debate se iba «por las ramas». Era difícil que un «lector común» entendiera el sentido de la polémica fomentada por Qué pasa. ¿Se trataba de una ofensiva desde la extrema derecha para desprestigiar a los gobiernos de la Concertación? ¿O se trataba de una maniobra de la UDI para capitalizar prestigio y exhibirse como el partido de mayor importancia en la derecha, echando mano de un «martirologio» de su fundador? ¿O se trataba de una operación psicológica montada por la Dirección de Inteligencia del Ejército (DINE)

Personeros de la Concertación replicaron: Esta es una acción política para ilegitimar la acción que en democracia han llevado adelante los servicios policiales, porque no hay relación sobre la labor de investigaciones en democracia con la acción de la DINA y la CNI en dictadura... Schilling no tiene las manos manchadas de sangre (Camilo Escalona, presidente del Partido Socialista, 23 de junio de 1996, Qué pasa, ibid., p. 48). Estos caballeros que critican tanto, no tienen ninguna autoridad moral, debieran estar pensando cómo actuaron ellos y cómo siguen actuando... los mismos que pretenden que ha habido irregularidades en un caso como el de Guzmán, en que el gobierno se mostró absolutamente diligente y en que la justicia tiene condenado a presidio perpetuo al autor material y al autor intelectual del delito (Patricio Aylwin, Partido Demócrata Cristiano, ex-Presidente de la Nación, 27 de junio de 1996, ibid., p. 49). El derecho de la prensa es especular. [Refiriéndose a cargos como los que hace Qué pasa ] Estas son materias adjetivas y no van a la cuestión central, que es llevar a su conclusión un juicio por homicidio, cuyo esclarecimiento total y definitivo interesa a todos los chilenos. Creo que eso es lo fundamental y lo demás es irse por las ramas (José Joaquín Brunner, Ministro Secretario General de Gobierno, 8 de diciembre de 1996, ibid., p. 53). 21

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para desprestigiar a un servicio de inteligencia rival y antagónico? Tales preguntas van al meollo de este excurso ejemplificador, el significado de la noción de verdad en cuanto a las acciones del Estado. Esto implica trasladar el problema a una pregunta metodológica:¿es posible que un «ciudadano común» pueda formarse una opinión de certidumbre razonable, construyendo un cuadro general de sucesos como estos, también con razonable capacidad explicativa, utilizando la información que circula públicamente, pero muy fragmentada? Considero que esto es posible e innegable. Me propongo demostrarlo mediante un análisis e interpretación de la dinámica política suscitada por la jueza Camposano, entendiéndola como una cadena de sucesos sintomáticos y, aún más, emblemáticos de luchas subterráneas dentro del Estado chileno. Sectores políticos antagónicos que desde 1973 venían buscando incluso la mutua eliminación física, todavía mantienen su encono pero no han querido exhibirlo públicamente. Se trata de maniobras enmascaradas con las que ahora intentan mantener una semblanza de normalidad institucional para apropiarse y usufructuar de la imagen que ellos conjuntamente cimentaron en la opinión pública, a pesar de su antagonismo, precisamente como resultado de largos años de conflicto: la de un Chile pacificado, próspero, equilibrado, de confianza en su futuro. Con esta imagen las Fuerzas Armadas y los sectores que apoyaron la dictadura quieren resaltar «el legado histórico» que han dejado a la posteridad -la mano dura con que realizaron la ya inerradicable modernización neoliberal del país- »Chile, misión cumplida». Con esa misma imagen la Concertación trata de celebrar la astucia con que desplazaron del poder a los militares y manejaron la transición a la democracia, dándole estabilidad y respondiendo a la «deuda social» con la inversión de grandes recursos en bienestar social según la consigna «Crecimiento con Equidad». En este ejercicio procederé en tres etapas: en primer lugar echaré mano de Qué pasa, en la edición especial ya citada, para una lectura informativa que podría hacer cualquiera persona. Obviamente no hay lecturas neutras, vacías de suposiciones y de conocimientos previos. Como a muchos otros, me asiste el conocimiento de los modos de operar de la antigua CNI revelados en 1991 por el Informe Rettig; también cuento con un acopio de conocimiento en cuanto a las problemáticas que afectan a todo servicio de inteligencia en la conducción de operaciones encubiertas. Sobre estos elementos construiré unas pocas hipótesis interpretativas de razonable certidumbre. Completaré este cuadro con los aportes de dos

publicaciones anteriores, no conocidas por mí antes de la lectura de Qué pasa -de Manuel Salazar, Guzmán, quién, cómo, por qué (Santiago de Chile: Ediciones BAT, 1994) y de Rafael Otano, Crónica de la transición (Santiago de Chile: Editorial Planeta Chilena, S.A., 1995). Previamente debo señalar otro problema metodológico que más adelante será de importancia: configurar estas hipótesis como ejercicio de reconstrucción de la verdad es parte de una agenda que se confronta con la retórica de un conjunto de textos motivados por otras agendas, todas las cuales recaban la simpatía del lector. Por ejemplo, Qué pasa busca demostrar que la Oficina actuó ilegalmente al asumir tareas operativas no autorizadas por el Decreto de su creación. La página editorial expresa una motivación aparente: demostrar que la lucha contra la subversión obliga a todo gobierno a usar métodos que responden a «una regla universal que se cumple a cabalidad en este caso: no existe ningún organismo de inteligencia que resista incólume a una investigación judicial llevada a cabo dentro de las normas del estado de Derecho». Por lo tanto, lo «que se busca con este tipo de argumento es desenfundar la habitual coartada de la Concertación cuando se encuentra en situaciones difíciles: compararse con los peores aspectos del régimen militar con el fin de acallar cualquier crítica. La frase más emblemática en ese sentido es la del ex presidente Aylwin, quien cada vez que se ha referido al tema de la ‘Oficina’, atribuye las críticas sólo a maniobras de los ex partidarios de Pinochet y señala que ‘no tienen autoridad moral’. Pues bien: las resoluciones de la jueza dejan en claro que ese tipo de frases no pasan de un pretexto para impedir que se pueda dar a conocer la verdad sobre las investigaciones del caso Guzmán y las ramificaciones que tuvo el fenómeno terrorista en Chile» (p. 13). Notemos que, en la última frase, el editorialista también sugiere que el involucramiento de la Concertación con la Izquierda armada fue tan cercano en el pasado que hoy en día le es imperativo obstaculizar la investigación del caso Guzmán para ocultar evidencia de ello. Por otra parte, una lectura cuidadosa revela que Manuel Salazar, a partir de una agenda cercana al gobierno de la Concertación, oscurece el sentido del asesinato del Senador Guzmán desarmando la secuencia lineal de su carrera política. Luego la rearticula en un collage de racontos. Con esta dislocación narrativa logra sugerir algo que habría sido difícil de probar mediante una narración lineal -que ex-agentes de la DINA infiltrados en el Frente Patriótico Manuel Rodríguez (FPMR) habrían instigado el asesinato para cumplir una antigua promesa de venganza contra Guzmán hecha por el general (R) Manuel Contreras.

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Para los propósitos de este ejercicio, la diversidad de agendas interpretativas implica el mayor peligro de oscurecimiento de la verdad -la proliferación incontrolada de lecturas posibles. Por tanto, el analista debe atenerse a un recurso objetivo que permita limitar el número de lecturas. Esto se logra articulando datos dispersos y fragmentados en una cadena de causas y efectos que captan el surgimiento y desarrollo de los hechos, determinando el modo como esa cadena se repite en las diferentes narraciones otorgándole, por tanto, objetividad; luego contrastando entre ellas las diferentes versiones para detectar las discrepancias que exponen la lógica conflictiva en juego. Por otra parte, en la reducción del número de lecturas posibles deben considerarse los objetivos que se buscan con la elaboración analítica del material disponible. En el trabajo de inteligencia, este ejercicio equivale a los informes elaborados a partir de «fuentes abiertas», es decir, de información de dominio público. Procedamos. La Oficina fue creada en 1990 por el primer gobierno de la Concertación para dotarse de personal de confianza en la captación y procesamiento de información política para su uso reservado. No contaba con los archivos preexistentes. La DINE los había confiscado de la ex-CNI y se negaba a cooperar. Por lo demás, era inevitable que el gobierno considerara las organizaciones de seguridad militar como su principal oponente. Este vacío en las funciones de inteligencia dio al nuevo gobierno la oportunidad para quebrar el monopolio de las Fuerzas Armadas en este servicio. Según el Decreto Supremo 363 que la estableció, la Oficina debía analizar información para «asesorar» y «coordinar» a las policías de Carabineros y de Investigaciones. La tarea inmediata que enfrentó la Oficina fue la de desarticular al Frente Patriótico Manuel Rodríguez-Autónomo (FPMR-A) y al Movimiento Juvenil MAPU-Lautaro, organizaciones de la Izquierda armada que continuaron operando a pesar de la transición a la democracia. En 1990, año de inauguración del primer gobierno de la Concertación, éste se vio vulnerado cuando la Izquierda armada inició un programa de ejecuciones. Estos hechos tal vez hubieran permitido imputar al gobierno una supuesta incapacidad para controlar acciones terroristas, lo que habría justificado un nuevo golpe militar. El FPMR ejecutó al coronel de Carabineros Luis Fontaine, quien había ordenado el degollamiento de los dirigentes comunistas Santiago Nattino, José Manuel Parada y Manuel Guerrero en 1985, y que había sido sobreseído por la Fiscalía Militar. El MAPU-Lautaro eliminó a Héctor Sarmiento, Prefecto de Investigaciones identificado como uno de los más notorios torturadores de la DINA y de la

CNI. El FPMR también atentó contra el ex-integrante de la primera Junta de Gobierno militar, general de Aviación Gustavo Leigh. El 1 de abril de 1991, un comando del FPMR ultimó al Senador Jaime Guzmán. Como funcionarios asesores de Marcelo Schilling, secretario ejecutivo de la Oficina, fueron designados antiguos cuadros del aparato paramilitar del Partido Socialista: Oscar Carpenter, Antonio Ramos, Humberto López Candia, entrenados en Cuba y en la ex-República Democrática Alemana. Estos a su vez reclutaron agentes e informantes asalariados entre militantes y ex-militantes de grupos paramilitares del Movimiento de la Izquierda Revolucionaria (MIR), del Partido Comunista (PC), del Partido Socialista (PS) y del FPMR. Los asesores habían sido instructores de algunos de los reclutados en el Departamento de Operaciones Especiales (DOE) de la inteligencia cubana. Con este personal, la Oficina inició diferentes programas encubiertos de pacificación. Plantó rumores de que muchos de los ex-presos políticos indultados por el gobierno se habían hecho informantes, por lo que fueron expulsados de las organizaciones clandestinas o ejecutados como traidores. A la vez la Oficina dio apoyo económico, consiguió trabajo y becas de estudio y capacitación para que insurgentes activos se reinsertaran en la sociedad civil. Así la Oficina esperaba ganar más informantes.También promovió conversaciones entre representantes del gobierno y autoridades de la Iglesia Católica para que se autorizara el uso de parroquias donde los insurgentes «arrepentidos» pudieran abandonar armas anónimamente. La debilidad más obvia de la Oficina era que no contaba con un número apropiado de agentes operativos. Para ello dependía de personal de la Policía de Investigaciones, en la que, obviamente, el régimen militar había dejado hombres de confianza. En el programa de infiltración de los grupos armados cooperó el Subcomisario Jorge Zambrano, segundo jefe de la Brigada de Inteligencia Policial (BIP). En enero de 1992, funcionarios de la Oficina y de la BIP apoyaron a agentes infiltrados en la organización MIR-Destacamento Pueblo en Armas. Luego de dotarla de armamentos para un atentado contra Joaquín Lavín -dirigente de la UDI de alta visibilidad durante la dictadura militar-, en la madrugada del viernes 24 de enero Investigaciones concluyó esta operación con el arresto de buena parte de los miristas. Como procedimiento general, la Oficina protegió a sus agentes arrestados como insurgentes. Para ello influyó en la redacción y presentación de los partes policiales a los Tribunales, asegurando su liberación. También proporcionó documentos de identidad falsos para que sus agentes cumplieran misiones secretas.

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Este fue el caso de Humberto López Candia, quien debía viajar a Brasil para infiltrar las operaciones de secuestro desarrolladas por el FPMR para recolectar fondos. Además, a través de un agente con acceso al armamento acumulado por los grupos infiltrados, la Oficina consiguió armas especiales para sus funcionarios. También dio entrenamiento a jóvenes reclutados para infiltrar a grupos de la extrema derecha . Había sido Jorge Barraza, ex-subcomisario de Investigaciones, quien originó el arresto de Mery y Schilling en diciembre de 1996. En abril de ese mismo año, ante las cámaras del programa Aquí en vivo de la cadena Megavisión, Barraza acusó a sus superiores de ocultar la participación de Juan Gutiérrez Fischmann (nombre de guerra «Chele», alto jefe del FPMR) en el atentado contra el Senador Jaime Guzmán y de falsificar evidencia para desviar y retrasar las pesquisas. Para este efecto los jefes de Barraza habían culpado a Sergio Olea Gaona, delincuente común que, en realidad, no se había involucrado en el homicidio. El 9 de abril, el juez a cargo de la investigación, Alfredo Pfeiffer, interrogó a Jorge Barraza y encontró méritos suficientes como para reabrir el expediente del homicidio de Jaime Guzmán. Luego interrogó a más de veinte agentes de Investigaciones y funcionarios de los gobiernos de Patricio Aylwin y Eduardo Frei Ruiz-Tagle. Trascendió a los medios de comunicación que el juez Pfeiffer estaba a punto de dictar encargatorias de reo contra Marcelo Schilling, Nelson Mery y Jorge Bustos, Director de la Oficina en la administración de Frei. Durante su investigación, el juez Pfeiffer fue objeto de fuertes presiones. En declaraciones públicas, voceros de gobierno presentaron la situación como una maniobra política para desprestigiar a los encargados de la Oficina, maniobra en la que el juez estaba coludido. Parlamentarios de gobierno llamaron la atención sobre el record del juez como aliado de la justicia militar en el sobreseimiento constante de causas llevadas contra personal uniformado por violar derechos humanos. También mencionaron supuestas declaraciones antijudías por parte del juez, entre las que se incluían sus dudas sobre la veracidad del Holocausto Judío durante la Segunda Guerra Mundial. El 27 de junio de 1996, el juez Pfeiffer abandonó definitivamente la causa, alegando haberse prejuiciado contra los inculpados a un extremo de «enemistad, odio y resentimiento». La revista Qué pasa comentó que ésta era «una de las escasas ocasiones que registra la historia judicial chilena en que un magistrado se ha inhabilitado para dirigir un proceso»(p. 38). En reemplazo de Pfeiffer, el 2 de julio la Corte Suprema designó a la jueza Raquel Camposano. Un mes más tarde, Isidro Solís, ex-director

de la Dirección de Seguridad e Información -organismo que había reemplazado al Consejo de Seguridad Pública- envió a la jueza una carta recibida de Humberto López Candia. En ella el ex-agente de la Oficina protestaba por haber sido procesado por falsificación de un documento que, en realidad, le había entregado la Oficina. La jueza Camposano interrogó a López Candia varias veces y lo trasladó a una prisión de máxima seguridad para protegerlo de amenazas de muerte recibidas de un ex-agente de la Oficina. Además, la magistrada obtuvo que la Corte Suprema ampliara sus facultades de investigación, incluyéndose en el mismo proceso tanto delitos relacionados con el homicidio de Jaime Guzmán como los cargos de obstrucción a la justicia. A comienzos de diciembre la jueza agregó a su cartera el asesinato de Agdalín Valenzuela, informante a sueldo de la Oficina. El 29 de noviembre de 1996 la jueza Camposano dictó órdenes de arraigo contra Oscar Carpenter y Antonio Ramos, ex-asesores de Marcelo Schilling. El 18 de diciembre la jueza avanzó más y encargó reos a Marcelo Schilling y a Nelson Mery. En este punto indiquemos que la narrativa expone claramente una bifurcación entre una superficie de evidencias puestas al alcance de «la opinión pública», evidencias que apuntan a complejas maniobras subterráneas por parte de conflictivos intereses, opuestos y favorables al gobierno de la Concertación. Más adelante Que pasa señala la presencia de los servicios de inteligencia chilenos y cubanos. Esta información abierta permite reconstruir los nexos entre esa superficie y la subterraneidad subyacente. El nexo crucial está en que, considerada la identidad política de los funcionarios de la Oficina, dos asuntos se hacen del todo evidentes: primero, que la formación de un aparato de inteligencia alternativo estaría inevitablemente marcado por grandes ambigüedades; segundo, que la autoridad encargada de las operaciones encubiertas tendría serias dificultades para explicarlas. Las ambigüedades ya arrancan no sólo de la circularidad lógica del imperativo mismo de combatir a revolucionarios armados echando mano de ex-revolucionarios armados que habían sido sus compañeros de entrenamiento y de acciones de guerra. Con este personal de identidad resbaladiza, a menos que el control de las operaciones contra los insurgentes estuviera en manos de funcionarios de la más alta probidad ética y de la máxima confianza de la autoridad política, sería fácil que la Oficina apareciera actuando con agentes dobles y quizás triples según relaciones difíciles e inestables. Esto se corrobora con los obvios esfuerzos de la Oficina por dar

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protección especial al «Chele» (=»rubio» en el español nicaragüense), Juan Gutiérrez Fischmann, alto líder del FPMR que cooperó en la captura de su hermano frentista Mauricio Hernández Norambuena (nombre de guerra «Ramiro»). «Ramiro» operaba con el Destacamento Raúl Pellegrín, fracción separada del FPMR. El hecho es que, desde fines de la década de 1990, se desarrollaba una sorda pugna dentro del FPMR. La oficialidad entrenada en Cuba propiciaba un repliegue estratégico durante la transición a la democracia. El repliegue implicaba reemplazar indefinidamente las acciones armadas por el asentamiento a largo plazo -con vistas a reactivarlos en el futuro- de combatientes del FPMR en las regiones en que la organización siempre había tenido mayor arraigo y apoyo. El plan de asentamiento requería financiar pequeñas empresas comerciales para el sustento de los combatientes y la construcción de fachadas de normalidad cotidiana. Para recaudar fondos, el FPMR desarrolló un programa de secuestros de personas de nota y adineradas, en Chile y en el extranjero. En este contexto, el asesinato del Senador Jaime Guzmán fue una maniobra del Destacamento Raúl Pellegrín para sabotear la política de repliegue. La cooperación del «Chele» con la Oficina en la captura de «Ramiro» era asunto de conveniencia mutua -el FPMR se desahacía de un obstáculo para su continuidad clandestina y la Oficina eliminaba el estorbo de un miembro importante de un grupo extremista. Se pidió a Agdalín Valenzuela -»informante estrella» de la Oficina, amigo íntimo de «Ramiro» y del «Chele»- que gestionara una reunión de los dos comandantes. En el momento oportuno, el asesor Oscar Carpenter -compañero de entrenamiento militar de Gutiérrez Fischmann en Cuba- ordenó la captura de los tres. Luego sus agentes facilitaron el escape del «Chele». Puede suponerse que la cooperación de dos organizaciones y dos excompañeros de armas estuvo influida por la intervención de la inteligencia cubana. Tanto Carpenter como Gutiérrez Fischmann tenían rango de oficiales en el Ejército Cubano y lo habían ejercido de hecho. En círculos militares cubanos, a Gutiérrez Fischmann lo asistía el prestigio de que su padre había servido con el Che Guevara en Bolivia. Además, el «Chele» había sido esposo de una hija de Raúl Castro, líder máximo de las Fuerzas Armadas cubanas. Son lazos y compromisos que no se abandonan. En 1991 Cuba necesitaba asegurarse las mejores relaciones diplomáticas en Latinoamérica, luego de la profunda crisis y aislamiento que le acarreó el colapso del bloque soviético de naciones y el término de la Guerra Fría. Esto forzaba a Cuba a cooperar con el gobierno de la Concertación. Al normalizar las relaciones, el nuevo gobierno chileno había requerido

que Cuba terminara su ayuda al FPMR. Ya desde la ruptura del FPMR con el Partido Comunista chileno, en 1987, Fidel Castro había estado mediando para sanar la discordia y asegurar medios materiales para la supervivencia de los oficiales. A no dudar, la disidencia y la continuidad de las acciones armadas del Destacamento Raúl Pellegrín aparecían desfasadas del momento de reinstitucionalización democrática chilena e inconvenientes para la diplomacia cubana. En estas circunstancias, ¿qué mejores agentes que Carpenter y Gutiérrez Fischmann para lograr tres objetivos simultáneos? -neutralizar a los disidentes, proteger al FPMR y estabilizar el entendimiento entre los gobiernos chileno y cubano. Por otra parte, era obvio que el Ejército de Chile no veía con buenos ojos la formación de un aparato de inteligencia rival. Quien había gatillado la reapertura del proceso por el homicidio del Senador Jaime Guzmán -el ex-subcomisario de Investigaciones Jorge Barraza, con sus revelaciones en la televisión- había estado comisionado en la Central Nacional de Inteligencia (CNI) durante la dictadura militar, en la que había tenido una actuación distinguida. Con anterioridad había servido en el Comando Conjunto, que en la década de 1970 había eliminado dos Direcciones consecutivas del Partido Comunista. A fines de 1991, ante la lentitud de la investigación del homicidio de Jaime Guzmán, el entonces Director General de la Policía de Investigaciones, general del Ejército (R) Horacio Toro, le encargó que formara un grupo especial, la Brigada de Investigación de Organizaciones Criminales (BIOC). A comienzos de 1992 la BIOC arrestó al frentista Ricardo Palma Salamanca (nombre de guerra «Rafael») quien confesó haber participado personalmente en los homicidios del coronel de Carabineros Luis Fontaine y del Senador Guzmán. En 1992 el comisario Barraza entró en conflicto con el nuevo Director de Investigaciones, Nelson Mery, y con el Subdirector, Juan Fieldhouse -quienes trabajaban en estrecha coordinación con la Oficina. Mery y Fieldhouse apoyaban la versión de la Oficina -el asesino de Guzmán era el delincuente común Sergio Olea Gaona. Sin embargo, en su confesión ante la BIOC «Rafael» lo había exculpado. La animosidad de Barraza contra sus superiores se extremó cuando un operativo de vigilancia de la BIOC contra un grupo del FPMR, autor de un secuestro, fue desbaratado por la irrupción sorpresiva del vehículo de otra unidad de Investigaciones. Barraza culpó a Mery y a Fieldhouse de sabotear la operación. En represalia, filtró información reservada a medios de comunicación. Finalmente Barraza fue exonerado por haber «olvidado» en un Tribunal el expediente de una investigación que no le correspondía. Queda sugerido, entonces, que Jorge Barraza era un rezago de «amarre»

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dejado por los militares como «observador» en Investigaciones. Las tribulaciones de Humberto López Candia introdujeron mayores complicaciones. No sólo estaba en prisión como chivo expiatorio por una falsificación gestada por la Oficina. También pesaba sobre López Candia el asesinato de un intermediario que entregaba a la Oficina la información que obtenía de un contacto dentro de la Dirección de Inteligencia del Ejército (DINE). Oscar Carpenter había pedido a López Candia que le arrancara el nombre del contacto. Esto ocasionó un forcejeo en que el informante resultó muerto a bala. López Candia huyó a la ciudad de Concepción y buscó protección de sus empleadores. No obstante, la Oficina ya había sido disuelta y reemplazada por la Dirección de Seguridad e Información bajo la dirección de Isidro Solís. La Dirección misma lo entregó a la Brigada de Homicidios de Investigaciones a través de Jorge Zambrano, antiguo hombre de confianza de la Oficina. Sin duda la Dirección buscaba deshacerse de asociaciones embarazosas. Zambrano exigió a López Candia que ocultara sus nexos con la Oficina. En este estado de desprotección, López Candia recibió visitas de funcionarios de la DINE. Que pasa hizo notar su posible cooperación con el Ejército. Al parecer fue López Candia quien informó a la jueza Camposano que, tiempo antes, el informante Agdalín Valenzuela había entregado a Marcelo Schilling los dos vasos en que el «Chele» había dejado las huellas digitales que permitieron su identificación. Es razonable pensar que, luego de identificarlo, la Oficina había contactado a Gutiérrez Fischmann para que cooperara en la campaña contra el Destacamento Raúl Pellegrín. Dada la gravitación de la diplomacia cubana, el «Chele» habría aceptado. Con ello la Oficina había quedado comprometida a proteger al «Chele». Esto explicaría el hecho de que desaparecieran los vasos, las fotos y una cinta magnetofónica que también habían permitido la identificación del «Chele». Ahora bien, si retrocedemos a las otras publicaciones ya indicadas, ellas avalan las hipótesis expuestas. En Crónica de la Transición (1995), Rafael Otano narra la crisis que generó el asesinato del Senador Jaime Guzmán y da cuenta de uno de sus efectos -la decisión de formar el Consejo de Seguridad Pública, proyecto que el Ejecutivo ya venía discutiendo. Aquellas horas y días fueron de cambios. El Ejecutivo se sentía descolocado, achicando aguas en medio de una tormenta que lo desbordaba. ¿Cómo elaborar una respuesta adecuada? Había quedado patente un vacío dramático en la política de seguridad: la ausencia de un sistema eficiente de información para enfrentar el 31

terrorismo. La administración Aylwin había recibido unos organismos -Carabineros e Investigaciones- poco preparados en este campo. La CNI no dejó ninguna información al gobierno: ni esquemas teóricos, ni planes de acción, ni puntos fuertes y débiles de los grupos. No se recibió ni una sola carpeta. Todo su material pasó a la DINE. Y ahí, el bloqueo (p. 182). Era un momento crítico -desconcierto en el Ejecutivo, presión en la calle- que aprovechó el Ejército para solicitar intervenir en la lucha antiterrorista. Según el jefe del Estado Mayor de la Defensa Nacional, general Luis Henríquez Riffo, el país comenzaba a vivir una etapa de «terrorismo selectivo», lo que, según los tratados antisubversivos, constituye el paso inmediatamente anterior a la guerrilla. Eso sobrepasaba, según la idea castrense, lo puramente policial y ameritaba la intervención de las Fuerzas Armadas. Pero esta posibilidad suponía para el gobierno el desastre: reflotar una especie de CNI en plena transición democrática. Impresentable (p. 182). Durante varios días los militares siguieron buscando protagonismo en la represión de la violencia política. Pero la decisión estaba tomada. La Moneda había escogido, en el tema de la Inteligencia, el camino propio, aunque fuese más lento y costoso. El equipo político resolvió que introducir a los servicios informativos castrenses en el corazón del gobierno era un caballo de Troya que hipotecaría aún más la acción del Ejecutivo respecto de las Fuerzas Armadas. Por eso se aceptó su colaboración, pero desde fuera (pp. 182-183). [El biministro Enrique Correa, del Partido Socialista (PS), tenía] una misión dada por el Presidente: crear una estructura pensante que diese cohesión, autonomía y eficacia a las instituciones de seguridad. Pero debía rendir también examen ante su partido y ante la Concertación, demostrando que un socialista podía ser oportuno, en cuanto tal, en [el Ministerio del] Interior y que en un tema tan complicado como el del terrorismo, añadía un plus de eficacia. Todas estas circunstancias, además de un prurito de sobresalir, lo llevaron a precipitarse en el proceso de formación del organismo. Hasta el momento mismo de la firma -jueves 18 [de abril]- hubo retrasos y correcciones de última hora. Al fin nació el Consejo Coordinador de Seguridad Pública, bajo la jefatura del [demócratacristiano] Mario Fernández, y con Jorge Burgos, hombre de [confianza del Ministro del 32

Interior, el demócratacristiano Enrique] Krauss, y Marcelo Schilling, hombre del PS, como integrantes de lujo (pp. 183-184). El nombramiento de Schilling fue unánimemente aprobado por la Comisión Política del PS, aunque, a nivel de la base del partido, causó en muchos malestar. Fue dar el salto por parte de la izquierda de la condena verbal del terrorismo a la lucha concreta contra él, asumir la responsabilidad de la conducción del Estado en todos sus planos. Esta decisión tuvo consecuencias políticas. Por una parte, a los militares no les hacía ninguna gracia que un ex GAP [grupo de guardaespaldas] de Salvador Allende como Schilling, se instalase en el centro neurálgico de la lucha antiterrorista. Por otra, desde las filas del PC [Partido Comunista] y aledaños, los socialistas y más concretamente Schilling, fueron acusados de traición. Incluso este último fue varias veces amenazado de muerte. Si se había producido ya antes una fisura entre socialistas y comunistas, con la participación en el Consejo se acabaron las relaciones (p. 184).

servicio de Investigaciones: El general Paredes [su antecesor] se había preocupado de distribuir en todo Chile a los hombres que le habían sido fieles. También estaban en unidades diversas los agentes que a gusto o disgusto habían colaborado con la CNI (p. 131). Durante 1990 en Investigaciones se registró una soterrada pugna por el control de estas unidades y por ubicar en ellas a hombres de confianza de los diferentes grupos rivales. Unos sostenían que los mejores expertos eran los que tenían una probada eficacia en la lucha antisubversiva, con cursos en el Ejército y experiencia en la CNI. Otros creían que esos hombres eran precisamente los que no debían estar en la nueva policía civil del gobierno democrático (p. 131).

Retrocedamos aún más. En Guzmán, quién, cómo, por qué (1994), Manuel Salazar entrega antecedentes que, de manera lateral, magnifican aún más el rol de Jorge Barraza. Lo indirecto de este aporte está en que Salazar centra la atención en la causa por la que Barraza se hizo cargo de la investigación del homicidio de Jaime Guzmán. Había sido el general de Ejército (R) Horacio Toro -el primer Director General de la Policía de Investigaciones nombrado por el gobierno de la Concertación- quien había dado a Barraza la autoridad y los recursos para organizar la BIOC. El nombramiento del general Toro parecía coincidir con una antigua percepción generalizada en la Democracia Cristiana, y en las castas políticas en general, en cuanto a la orientación ideológica del cuerpo de generales del Ejército de Chile -se pensaba que largo tiempo había predominado en ellos la simpatía por la Democracia Cristiana y que, a no mediar la conspiración de militares de extrema derecha, las Fuerzas Armadas habrían entregado el poder a este partido luego de derrocar a Salvador Allende. Que la Concertación entregara la Dirección de Investigaciones al general Toro habría sido un intento de rescatar esa conexión: «En el Ejército, el general Toro era considerado un enemigo, un oficial que había traicionado al régimen militar. Y como tal, había que desconfiar de su gestión al frente de Investigaciones» (p. 132). En lo práctico, el general Toro había sido encargado de «sanear» el

Si el nuevo Director General de la Policía de Investigaciones debía ser un funcionario de la total confianza del Presidente Aylwin, ¿cómo se explica, entonces, que el general Toro entregara la investigación del homicidio de Jaime Guzmán a Barraza? Es sugerente que Toro considerara a Barraza como «un verdadero comandante» (p. 134), a pesar de sus antecedentes en el Comando Conjunto y en la CNI. Por otra parte, debe considerarse la ambigua actuación del general Toro en los sucesos del 19 de diciembre. En la tarde de ese día «todas las unidades del Ejército de Chile se acuartelaron por instrucciones de su comandante en jefe, el general Augusto Pinochet» (p. 129). El general Pinochet había precipitado esta demostración de malestar militar porque estaba furioso por la hostilidad del gobierno contra su familia y contra el Ejército. Una comisión de la Cámara de Diputados investigaba pagos del Ejército hechos al hijo mayor del general en lo que se llamó «una extraña transacción» (p. 129). Simultáneamente, el Consejo de Defensa del Estado investigaba la posible conexión de su hija Lucía Pinochet en irregularidades de fondos detectadas en el Instituto de Seguros del Estado. Ante los Tribunales también estaban los cargos contra una financiera ilícita -La Cutufa- que involucraban a altos mandos del Ejército (p. 129). Ya «el jefe de la plana mayor de la Jefatura de Inteligencia Policial (JIPOL), el subprefecto Guillermo Mora, había recibido cerca del mediodía varios indicios de que algo extraño ocurría en algunas unidades militares. A la hora de almuerzo había dispuesto que una avioneta sobrevolara los regimientos más poderosos de la Región Metropolitana» (p. 130). Sin

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embargo, durante estos sucesos, el general Toro ya tenía largo tiempo alejado de su despacho «para adquirir un auto nuevo» (p. 130). El Ministro del Interior, Enrique Krauss, intentó sin éxito comunicarse con Toro a través de la línea telefónica de emergencia. Finalmente, pasadas las siete de la tarde, el general Toro comunicó al Ejecutivo la información reunida por Guillermo Mora muchas horas antes. Esa noche, en reunión con sus colaboradores, el Ministro Krauss explotó: «-¡Esto se soluciona mañana mismo! ¡Tenemos que tener una mejor información!» (p 131). Es decir, se procedió a organizar la Oficina. Finalmente el general Toro fue exonerado por no haber podido (?) detener la filtración a la DINE y a la UDI, partido de oposición, de materiales ultraconfidenciales relacionados con los Planes Halcón, es decir, el programa del gobierno de la Concertación para la vigilancia de cuarteles militares y de políticos y civiles notorios por su estrecha relación con las Fuerzas Armadas. En reemplazo de Toro fue nombrado el Prefecto Inspector Nelson Mery, quien «fue informado por los agentes de la contrainteligencia policial de que Barraza le ocultaba información» (p. 137). Para concluir este excurso, señalemos que este conjunto de antecedentes sirve como desvaído índice de las maniobras de un complicado minuet jugado en las sombras por servicios de inteligencia que, a pesar de su enconamiento, concuerdan en su interés por no exponer públicamente el sentido de su juego. ¿Sería injustificado decir que se trata de una hipocresía pactada, que conviene a todos los sectores en conflicto? En el marco de un Proceso de Transición a la Democracia pactado con un poder militar que todavía tiene una fuerte capacidad de veto, ninguno de los oponentes puede aparecer responsable de otro colapso institucional. Para todos es imperativo dar solidez a la imagen proyectada para pacificar a la ciudadanía -la imagen de que el Proceso de Transición a la Democracia ya se ha cumplido, como lo afirmó la administración del Presidente Patricio Aylwin hacia fines de su período de gobierno. Sostener esta imagen implica que muchos de los asuntos pendientes -entre ellos el de la justicia por la violación de Derechos Humanos- quizás tengan que jugarse con la opacidad, la duplicidad y la triplicidad maquiavélicas de las operaciones encubiertas de los servicios de inteligencia. No obstante, para los propósitos de este trabajo, es imperativo reconocer que, a pesar de todo, hay un grado de transparencia que permite la reconstrucción de un cuadro razonablemente claro del sentido de las maniobras opacas y de los intereses en juego en las sombras. Es cuerdo, por tanto, suponer que la Oficina había cumplido con un triple imperativo

en la conducción de sus operaciones encubiertas -cumplir con el objetivo de intervenir en las formas de clandestinidad remanentes de la dictadura para neutralizar a agentes potencialmente desestabilizadores; proteger al personal de inteligencia más valioso para esa empresa, particularmente los infiltrados en el enemigo; compartir la información con la autoridad política, a la vez permitiendo que ésta pudiera distanciarse de las operaciones encubiertas y declarar en público, de buena fe, que desconocía los hechos -éste es el famoso principio de «negación creíble» del que todo gobierno echa mano. De acuerdo con este principio, los agentes encargados deben asumir personalmente la responsabilidad y aceptar sus consecuencias sin trasladarlas a la autoridad política. Todo parece indicar que, excepto Humberto López Candia, el personal de la Oficina cumplió con esta «razón de Estado». También deben considerarse las tensiones acarreadas por la búsqueda de un equilibrio imposible: a pesar de un pasado de compromiso y de lucha por una revolución marxistaleninista, con la memoria viva de tantos camaradas asesinados por la dictadura, quizás con rescoldos remanentes de lealtad revolucionaria, los funcionarios de la Oficina debían someterse al inmediatismo de negociar con antiguos enemigos y protegerlos, a la vez abandonando y liquidando a antiguos camaradas. Secuela: hacia fines de diciembre de 1996, en unos pocos días se condensaron cuatro sucesos conectados con el homicidio de Jaime Guzmán. En medio de la polémica agitada por los medios de comunicación, sin duda haciendo uso del principio de «negación creíble», el ex-Presidente Aylwin declaró que no descartaba la posibilidad de que, en tareas tan complejas como las de la Oficina, se pudieran cometer «ilegalidades». En su opinión ellas debían ser investigadas por las instituciones competentes. Días más tarde, la Corte Suprema invalidó las órdenes de arresto contra Marcelo Schilling y Nelson Mery por falta de méritos de procedimiento. A raíz de esto, Davos Harasic renunció sorpresivamente a su cargo de abogado del Consejo de Defensa del Estado, institución que había apoyado las diligencias de la jueza Raquel Camposano. Por último, en una impecable operación de comando, en que intervinieron individuos «de acento argentino», un helicóptero descendió en el patio central de la Cárcel de Alta Seguridad, neutralizó las casetas de vigilancia de los gendarmes con gran volúmen de fuego de armas automáticas y rescató a cuatro miembros del Destacamento Raúl Pellegrín, dos de los cuales -Mauricio Hernández Norambuena («Ramiro») y Ricardo Palma Salamanca («Rafael»)- habían sido condenados a presidio perpetuo por el homicidio del Senador Jaime Guzmán.

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Indicaba que las hipótesis propuestas en la narración anterior equivalen a un ejercicio de «análisis de información abierta». Su propósito era comprobar prácticamente que es posible detectar y reconstruir, aun en condiciones de gran censura, la lógica de actos rituales específicos con que momentáneamente se acercaron el Estado y la sociedad civil. En reconstrucciones como esta, la imaginación emprende un viaje real o mental que la sume en un mundo subterráneo, en que ya no funcionan

las lógicas rutinarias de la cotidianeidad. Se hacen totalmente difusas las motivaciones éticas de quienes actúan allí. Aunque nuestra personalidad está condicionada por los diseños patrióticos de la educación estatal y los esquemas éticos que ésta nos entrega, en casos como el analizado se hace difícil reconocer quiénes practican la lealtad y la traición, el bien y el mal, quienes son amigos y enemigos. En estas circunstancias se llega a intuir una profunda distorsión, o quizás perversión, de los valores de la identidad nacional. La verdad se encuentra dispersa en esa ambigüedad. Por tanto, en una época de dictadura, la problemática de la verdad no radica en que las burocracias del Estado sean capaces de destruirla, cosa imposible, sino en que disuaden violentamente a quienes quieren reconstruirla. Esas burocracias hacen todo lo posible por oscurecerla y tienen medios efectivos para obstaculizar su diseminación pública organizada de la verdad. Esto se explica porque la experiencia social cotidiana es un enmarañado tejido de relaciones cercanas, de cara-a-cara, en que, inevitablemente, toda novedad o hecho inusual tendrá testigos reconocibles o anónimos que las guardarán en su memoria y las narrarán si se los ubica y se los anima a dar un testimonio -vecinos, transeúntes, personas que declaran en los confesionarios de iglesias, víctimas y sobrevivientes que han guardado un secreto traumático largos años, colegas de trabajo, militantes políticos que actuaron con los afectados, personal médico que les prestó atención médica. Puede que también los victimarios contribuyan al esclarecimiento de la verdad; necesitan protección una vez que han perdido la confianza de los superiores que ordenaron el cumplimiento de órdenes ilegales. Así es como, en todo el mundo, las organizaciones no gubernamentales de Derechos Humanos han construido los archivos y organizado la información con que denuncian e interpelan a los Estados violadores. Su prolija rearticulación de informes dispersos resulta en las comunicaciones oficiales que entregan a la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, a la Organización de Estados Americanos y a otras instituciones de Derechos Humanos. Aunque en circunstancias dictatoriales el acceso a ese conocimiento sea difícil, no es imposible. En la experiencia chilena, durante la dictadura cualquier investigador con contactos y avales apropiados podía recoger información oral y escrita de gran coherencia en organizaciones como la Vicaría de la Solidaridad, la Comisión Chilena de Derechos Humanos y la Fundación de Ayuda Social de las Iglesias Cristianas (FASIC). El Informe Rettig de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación atestigua que,

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LA VERDAD COMO SUCESO PUBLICO

«aunque no tuvo atribuciones para exigir la comparecencia de nadie a declarar ante ella» (p. 4), «la Comisión sostuvo una reunión con cada una de las agrupaciones de familiares de víctimas, de organismos de derechos humanos, de los colegios profesionales que pidieron reunirse con ella y de todos los partidos políticos» (p. 13). No obstante, en la experiencia colectiva se da una clara discrepancia entre la evidencia concreta de la verdad y la vivencia emocional con que se la asume. Esa diferencia fue radical en las dictaduras que practicaron «guerras sucias» inspiradas por la Doctrina de la Seguridad Nacional. En el reino de «la opinión pública», el temor colectivo distorsionó o cegó la lucidez necesaria para conectar la información pública, sintomática, circulante en la superficie, con la objetividad irreductible de los sucesos que la originan desde la subterraneidad. El 11 de septiembre de 1973 las Fuerzas Armadas inauguraron su régimen con los miles de soldados que, con extrema violencia, coparon los espacios públicos y alteraron las rutinas cotidianas. Diseminaron el pánico con cientos de muertes a plena vista, en la vía pública, y destruyeron algunos de los monumentos cívicos más importantes y significativos de la tradición republicana. Muchas veces por intención de atemorizar, los cadáveres quedaron varios días abandonados en las calles o se los vio flotando en los ríos. Fue una operación psicológica diseñada para que la población la absorbiera como trauma y para que luego éste se prolongara indefinidamente. Meses después, con el comienzo de las operaciones de la DINA, las tropas se replegaron a sus cuarteles y la violencia fue modulada de manera más fina. Esta actuó con una precisión quirúrgica para liquidar a la oposición clandestina, sin alterar la superficie de aparente normalidad cotidiana. El terror quedó institucionalizado como ente oculto, subterráneo, amenazante, e irónico -aunque la autoridad militar suspendió las garantías constitucionales y restringió los derechos de la ciudadanía, a la vez negó que existieran o usara instrumentos ilegales de violencia. Al ocultar su política de secuestros, torturas, ejecuciones y desaparecimientos, el Estado no destruyó la verdad; más bien la distorsionó como ente compartido colectiva y públicamente. Los arrestos los hacía una fuerza pública no reconocida por el sistema jurídico para estas funciones y sin órdenes de un juez competente; se concentraba a los detenidos en lugares secretos; se los inscribía en los registros burocráticos con denominaciones falsas. El «habeas corpus» -la petición de que un cuerpo humano sea exhibido ante un juez competente para establecer su condición física y mental mientras está en manos del Estado- quedó neutralizado. Si finalmente se liberaba a los secuestrados y torturados,

se los obligaba a firmar documentos en que declaraban no haber recibido maltrato. Así se esfumaba el trauma sufrido por la materialidad corporal. Con ello se buscaba esfumar la verdad, si aceptamos que el respeto de los Derechos Humanos queda marcado en la materia corporal de sus ciudadanos, en la sanidad e integridad de sus huesos, su piel, sus órganos. En cuanto a informar sobre esta forma de contingencia nacional, los medios de comunicación intervenidos y censurados más bien se convirtieron en canales para operaciones psicológicas de los servicios de inteligencia militar. Con ello acallaron u oscurecieron las crecientes denuncias nacionales e internacionales de violación de los Derechos Humanos en Chile. Se configuró una sensibilidad apropiada para que la «opinión pública» descreyera largo tiempo los testimonios directos de las víctimas. Como suceso comunitario, esa verdad no existía. Luchando por una precaria recuperación de sus rutinas cotidianas, las mismas víctimas llegaron a bloquear la memoria del trauma con simbolizaciones neuróticas que distorsionaban la verdad aún más. Muchos prefirieron guardar silencio. La verdad quedó restringida a sus hogares; si buscaban ayuda, la verdad quedaba en las oficinas de los servicios asistenciales de Derechos Humanos, los únicos lugares en que se les creía y se compartía la objetividad de su trauma. La disyunción entre los espacios de lo privado y lo público llegó a adquirir una dimensión política: como parte de la terapia, los psicólogos trataban de convencer a sus pacientes para que usaran sus testimonios como arma de denuncia ante las organizaciones de Derechos Humanos y ante los Tribunales. La sensibilidad pública predominante durante un largo período de la dictadura puede describirse como una pugna entre dos registros emocionales: el régimen militar promovía situaciones melodramáticas y grotescas, a la vez que proclamaba la épica de su triunfo contra el comunismo internacional. Por su parte, la Iglesia Católica y la oposición propiciaban respuestas sujetas al realismo y a la comedia. El melodrama y el grotesco eran correlato objetivo de la opacidad con que el Poder Ejecutivo tomaba las decisiones para la represión. El melodrama tuvo una gravitación más bien difusa, entre «las personas comunes», «quitadas de bulla», en la «opinión pública», entre víctimas severamente traumatizadas. La sensibilidad melodramática se caracteriza por una incapacitación de la conciencia: le es imposible articular el conocimiento totalizador imprescindible para la buena maniobra y la acción recta en períodos críticos y convulsionados. El ser parece quedar a merced de fuerzas que conspiran escudándose en la oscuri-

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dad y en el silencio. Las rutinas cotidianas ya no entregan la sensación acostumbrada de estabilidad, de confianza en el dominio del espacio y del tiempo. Esta sensibilidad es correlato objetivo del estilo con que el régimen militar reorganizó la sociedad chilena para adecuarla a las prácticas del neoliberalismo. Fue un pequeño grupo de altos oficiales de las Fuerzas Armadas y de asesores civiles quienes se arrogaron el derecho a tomar las decisiones pertinentes, sin consultar a la ciudadanía. Con rapidez fulminante, su «política de shock» económico redujo la burocracia estatal y los gastos del servicio social en una sociedad acostumbrada ya varias generaciones a depender de un Estado Benefactor. El diseño económico privilegió a los grandes grupos empresariales con acceso al capital financiero transnacional y llevó a la quiebra a los empresarios pequeños y medianos. La reducción del gasto fiscal arrasó con gremios estatales que, con la práctica burocrática de largos años, habían llegado a crear subculturas marcadamente idiosincráticas. El librecambio arruinó a la industria nacional ineficiente. Esto, junto con la represión y la reforma de la ley laboral, liquidó la influencia del movimiento sindical y gremial. Todavía aferrados a los hábitos de dependencia del clientelismo político inculcados por el antiguo Estado Benefactor, estos marginados se vieron forzados a desarrollar los reflejos oportunistas indispensables para trabajar en el sector de servicios y en el «sector informal». Junto con el aumento de vendedores ambulantes, de choferes de taxis, de músicos y artistas callejeros, también aumentaron las enfermedades psicosomáticas. Las clases medias arruinadas debieron acogerse como «allegados» en el domicilio de parientes o engrosaron el número de habitantes de las poblaciones callampas. Mientras tanto, la situación de los cuadros clandestinos de la Izquierda que intentaban la reorganización de redes para la resistencia aparecía marcada por el grotesco. En una agudización máxima del sentimiento de alienación, para la sensibilidad grotesca la cotidianeidad ya no parece ofrecer resguardos contra amenazas y agresiones difíciles de detectar y siempre al acecho. En esta paranoia todos y todo se hacen hostiles, sospechosos y sospechables de delación y de traición. Aun los actos más nimios y rutinarios contienen peligros mortales. Existen innumerables relatos de y sobre personas secuestradas por sevicios de seguridad militar mientras esperaban un bus o viajaban en bus a su trabajo, mientras iban de compras a un almacén de la esquina, o a visitar una casa que los «dinos» habían convertido en «ratonera» para la captura de activistas descuidados.

En medio de estas sensibilidades distorsionantes, los funcionarios de la Vicaría de la Solidaridad y los familiares de las víctimas intentaban restaurar un realismo que no tenía resonancia pública. Con premura desesperada, sabiendo que cada minuto reducía la esperanza de recuperar con vida al detenido, entrevistaban a testigos para reconstruir los hechos y luego pedir el amparo del «habeas corpus». Año a año el Vicario de la Solidaridad reafirmaba este realismo ante la Corte Suprema presentando informes de análisis de la actuación de los Tribunales, entregando datos comprobados sobre la acción y las estrategias represivas de los servicios de seguridad militar. A este realismo se agregaba la petición eclesiástica de que la comunidad chilena, dividida por el odio, volviera a reconciliarse en el amor a Dios y en el cuerpo místico de Cristo. En sus manifestaciones callejeras, la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos interpelaba a sus compatriotas para que reconocieran la verdad sobre los desaparecimientos y actuaran solidariamente en nombre de una identidad nacional compartida por todos, a pesar de sus diferencias políticas. Con el correr de los años, la Iglesia, las organizaciones de derechos humanos y la oposición política simbolizaron su trabajo por la redemocratización de Chile como la lucha de la «cultura de la vida» para vencer a la «cultura de la muerte». Comedia se llama la sensibilidad que propone una reconciliación y revitalización de la sociedad en un futuro utópico que reunirá en una paz generosa a todos los que antes debilitaron y fragmentaron la convivencia, ciegos y sordos a las consecuencias de sus conflictos. En el referendum de 1988, la Concertación de Partidos por la Democracia derrotó al régimen militar congregando a la ciudadanía en torno a una consigna cómica, a la vez vaga y poética: «La alegría ya viene».

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resabio de un pasado todavía vigente. Esto requiere la construcción de una cartografía emocional que visualice las lógicas que la colectividad usa para enceguecerse a sí misma y clausurar el recuerdo. Es imperativo nombrarlas para tomar conciencia de ellas e impedir que la conciencia ética las evada por ser «reacciones inconscientes». Consenso para el olvido

HACIA UNA LECTURA ESTOICA

Anteriormente llamaba la atención sobre la necesidad de controlar la proliferación de lecturas de los textos de que se extrae la verdad. Ahora conviene señalar la variación del sentido de las lecturas bajo la influencia del cambio de las sensibilidades sociales a través del tiempo. El melodrama y el grotesco perdieron vigencia una vez que el Informe Rettig reveló la verdad. Por otra parte, ya no tiene sentido insistir en una lectura cómica de los hechos ante la evidencia tan clara de que en Chile no habrá justicia efectiva por la violación de los derechos humanos. Una «política cultural de la memoria histórica» proyectada hacia el futuro demanda una nueva forma de realismo, ahora marcada por el estoicismo. Recordemos que la palabra «estoico», en su antiguo origen, señalaba a personas que intentaban comprender el sentido y valor de la existencia humana en épocas de profundo trauma social en que se tendía a depreciarla. Disciplinaban la mente para alcanzar un balance entre extremos quizás demasiado estrechos: deseo insatisfecho y utopía desecha; dolor ineludible y sufrimiento esperanzado. Para navegar estas estrecheses una lectura estoica debe partir de una fenomenología de las sensibilidades que llevan a toda una nación a una serie de comportamientos perversos: buscar el olvido de los traumas históricos, a pesar de que éstos han cambiado radicalmente los fundamentos de su civilización, su universo simbólico y su identidad; acomodarse a un juego político de postergación o abandono de la justicia, hecho inaceptable para el Derecho Internacional; encubrir la guerra que los servicios de inteligencia siguen desarrollando en la sombra, como 43

El hecho es que crear las condiciones materiales y espirituales para promover el derecho a la vida demanda superar frecuentes cataclismos naturales y catástrofes sociales. Estos traumas nos recuerdan periódicamente la radical fragilidad de las construcciones de la cultura y de la civilización. Estos traumas demandan una alerta constante para precaverse de la repetición de sus efectos. Sin embargo, aunque tengamos conciencia de que esos cataclismos y catástrofes continuarán, no existe energía suficiente para continuar endureciendo el cuerpo, el intelecto y las emociones en el mantenimiento de una alerta infinita. Por ello es que, secretamente, los seres humanos queremos ser lotófagos, ingerimos cualquier tipo de mito para autorizarnos a nosotros mismos a olvidar los dolores, sufrimientos y sacrificios hechos por innumerables generaciones en el mantenimiento del orden social que habitamos. A menos que estemos preparados para migrar o exiliarnos y sufrir los dolores de morir para nuestra cultura y hacer el aprendizaje necesario para renacer y sufrir en otra, el orden social que habitamos es el único que tenemos. Por ello soportamos las injusticias que comete nuestra propia familia en contra nuestra y para nuestro beneficio; soportamos los daños que se nos infligen e infligimos en nuestro matrimonio, en nuestro trabajo; a la vez buscamos argumentos para minimizar la conciencia dolorosa que nos castiga por lo que hemos hecho, especialmente en medio del desorden humano causado por las catástrofes sociales. No obstante, a pesar de nuestra lotofagia, en los seres humanos que nos rodean vemos reflejadas nuestras propias carencias morales, claudicaciones e injusticias. Esa verdad perfora nuestra lotofagia ofreciéndonos instantes de iluminación para entender los efectos de nuestras acciones sobre el prójimo, bien sean positivas y negativas. Sin embargo, usamos todo tipo de subterfugios para enceguecernos ante las conmociones provocadas; queremos dejarlas atrás y «pasar a otra», «seguir con nuestras vidas». Estas perforaciones iluminadoras de nuestra lotofagia nos ofrecen la oportunidad de crear una visión crítica, trascendente, de la sociedad. Así 44

llegamos a juzgar la capacidad de sus instituciones para «prometernos» una plenitud de vida a cambio de nuestro sometimiento y obediencia. Luego exigimos que se cumpla la «promesa» aunque sabemos que es imposible que nuestro deseo alguna vez sea cabalmente satisfecho. Por ello necesitamos retornar a la lotofagia. Pero ahora usamos mitos para autorizarnos a nosotros mismos a ese retorno, como si realmente deseáramos nuestra sujeción a un orden establecido cuyas «promesas» nunca podrán cumplirse. En otras palabras, para mantener alguna medida de equilibrio espiritual luego del trauma y frente a la frustración infinita de nuestras aspiraciones, nos vemos obligados a transar nuestra verdad de seres siempre insatisfechos puesto que, a pesar de todo, debemos convivir en una comunidad. Por tanto, en aras de la convivencia, puede que aceptemos que no se consume la justicia. No obstante, la aparición de síntomas y afecciones neuróticas en nuestro cuerpo, en nuestro pensamiento, en nuestra imaginación, nos señala que nunca podremos realmente olvidar las claudicaciones a que nos hemos visto obligados. Subliminalmente nos recuerdan todas nuestras debilidades y transigencias. Pero no podemos llanamente escuchar la voz de nuestra neurosis porque destruiría el mundo que hemos construido con tantos sacrificios. Necesitamos mirar con cuidado y sospecha las dosis de verdad y de justicia que podemos reclamar de nosotros mismos, del prójimo, del orden institucional. Pero luego de este catastro volvemos a transigir, usando nuestros mismos síntomas neuróticos como estrategias y tácticas para obtener lo que podamos, sin tener que reconocer la verdad y la justicia.

El Estado está allí para dosificar los mitos que promueven y satisfacen nuestra lotofagia. En esta dosificación hay un acto fundamental, dual y simultáneo de alquimia y de prestidigitación: los mitos y leyendas de la identidad nacional que hemos absorbido a través de los años transforman el dolor, el sufrimiento y el sacrificio de la construcción social en el sustantivo «Patria». Para comprobar la sustancia mítica de este sustantivo basta examinar con detenimiento lo que dice el Diccionario de la lengua española de la Real Academia Española. Allí «Patria» aparece como «la suma de cosas materiales e inmateriales, pasadas, presentes y futuras

que cautivan [¡nótese el verbo!] la amorosa adhesión de los patriotas». El Estado y, en especial, los militares, monopolizan el sustantivo «Patria». Con ella la burocracia estatal hace un juego circense tremendamente ambiguo: por una parte reclama la razón de su existencia en la protección y fomento del «bien común» de los ciudadanos. Para exhibir esta intención usa los múltiples protocolos, efemérides y rituales colectivos, concitando así «la amorosa adhesión de los patriotas». Con esto pareciera revelarse el aspecto maternal, femenino, del sustantivo «Patria». En ese aspecto queda implícita la imagen de una placenta que nos nutre y nos da vida. Pero no olvidemos que la invocación de esta placenta está administrada por funcionarios masculinos. Así queda expuesta una burocracia que, aun usando los uniformes más preclaros de su misión épica, no trepidan en practicar un grotesco trasvestismo: se enmascaran como «Patria» para conspirar y destruir criminalmente, en secreto, a otros ciudadanos -«desaparecerlos»- también en nombre del «bien común». Este trasvestismo se demuestra señalando otro acto de prestidigitación: el sustantivo «Patria» se confunde con el adjetivo «patrio», es decir, «perteneciente al padre o que proviene de él». En otras palabras, según el Diccionario de la lengua española, ser patriota es quedar «cautivo», fascinado, atrapado en lo que pertenece al padre y de lo que proviene de él. Lo que proviene de él es otro sustantivo, ahora cargado de religiosidad: «patrimonio», es decir, «bienes propios, antes espiritualizados y hoy capitalizados y adscritos a un ordenando, como título para su ordenación». En esto el prestidigitador patrio se exhibe como ente capaz de un juego de confusión muchísimo más complejo -al quedar «cautivos» del padre, nos allanamos sin resistencia a que éste nos separe de una soberanía (=de signo materno) que, en la tradición parlamentaria, siempre ha sido nuestra, del pueblo. Luego nos la devuelve generosamente, como si alguna vez hubiera sido de él. Y aún más, nos exige que agradezcamos nuestra sujeción a la sacralidad de su orden. Así surge la figura del «patriarca», es decir, «cualquiera de los fundadores de las órdenes religiosas». El orden social del «patriarca» es designado con el adjetivo «patriarcal» por dos razones: la primera, porque pertenece o es «relativo a su autoridad y gobierno». La segunda en cuanto a que se llama «patriarcal» a un orden «de autoridad y gobierno ejercidos con sencillez y benevolencia». Con esto el prestidigitador trasvestido consuma la ironía: como ícono sardónico muestra la ferocidad que el Estado oculta. Con la mueca rígida de sus músculos faciales imita la sonrisa

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El orden patriarcal

bondadosa de una madre. Mala fe Este fue el nombre que Jean-Paul Sartre dio a este juego de olvidos más o menos conscientes, más o menos subliminales con que nos acomodamos a la colectividad presidida por el «patriarca», al único modo de vida que hasta ahora hemos tenido como especie. Podemos comprender la magnitud genérica de la mala fe si pensamos en la paradoja siguiente: es el patriarca Estado quien viola los derechos humanos usando su máscara materna de «sencillez y benevolencia». No obstante, es sólo a este Estado andrógino a quien podemos pedir que revele la verdad de sus propios crímenes contra la humanidad y haga justicia. Pero claro, también está la opción revolucionaria de destruir un Estado y reemplazarlo por otro, para reiniciar el juego del trasvestismo y de la mala fe a otro nivel de complejidad. No podemos permitirnos olvidar que, junto con la historicidad y lo escatológico, la mala fe constituye la ontología de la especie humana. Por tanto, en una política cultural de la memoria histórica es esencial que se considere la relación de estos términos. Historicidad es el trabajo consciente de autotransformación que la especie humana ha venido desarrollando a través de cientos de miles de años para superar el reino de la escasez y asegurar su supervivencia. La estabilización creciente de esta conciencia histórica quedó biológicamente registrada en el surgimiento de nuestro tercer cerebro, el neomamífero (6). Sin embargo, este ejercicio de la conciencia para la construcción de la cultura está potenciado por el deseo instintivo. Este es energía vital que fluye a través del primero de nuestros cerebros, el reptíleo, el que nos conecta eternamente con nuestros orígenes animales. Junto con la energía vital, el cerebro primitivo no sólo introduce el azar en las racionalizaciones más estratégicas de la acción consciente; a la vez las modula para que nos intuyamos como integrantes de un orden cósmico, numinoso. Irónicamente, este orden nos promete la liberación de la necesidad espiritual y material junto con demandar la sujeción a leyes que exigen nuestra sumisión. ¿Es nuestro cerebro el que presenta al Estado como el totem irónico que equilibra este impase ejerciendo su brutalidad disciplinaria y su mala fe?

La mala fe no es sólo uno de los fundamentos de nuestra ontología. También es un poder que delegamos en las castas políticas con la esperanza de que, al ejercerla profesionalmente, la conviertan en un arte de la negociación que impida las catástrofes sociales, que resguarde nuestra seguridad personal y asegure la supervivencia colectiva. Si las castas políticas son eficaces, después de una catástrofe social su éxito en negociar una reconciliación tomará una presencia y una permanencia concretas en monumentos de bronce, acero y hormigón celebrados espacialmente. También estarán las nuevas efemérides incorporadas en el calendario nacional. Por ejemplo, la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos logró que se instalaran unas estructuras conmemorativas de granito en un espacio del Cementerio General de Santiago dedicado a sus seres queridos. A la vez presionan para que el Parlamento responda al pedido de la Federación Latinoamericana de Asociaciones de Familiares de Detenidos Desaparecidos (FEDEFAM) para que en todos los países latinoamericanos se marque el 30 de agosto como día de recuerdo del detenido desaparecido. Han pedido, además, que se construya un monumento nacional que conmemore la creación militar de una figura jurídica horripilante, antes desconocida: el detenido desaparecido. No obstante, siempre se hará presente el «consenso para el olvido». Puede que, en el mejor de los casos, las rutinas de la cotidianeidad desplacen el origen de ese bronce, ese acero y ese granito monumentales a la categoría de «ornamentación urbana» en parques, plazas y avenidas. Peor aún, en países de economía vulnerable quizás la escasez de fondos y personal municipales para el «aseo y la ornamentación urbana» impida que se borren los grafitti acumulados a través del tiempo, impida que se recojan los excrementos dejados por animales vagabundos e impida que el cesped que rodea a los monumentos sea invadido por malezas y que, finalmente, también desaparezca. Quizás el espacio conmemorativo se convierta en terreno para las polvaredas de niños pobres que juegan al fútbol. Puede que las efemérides se conviertan en mero pretexto para gozar un feriado escolar. Antídoto contra la lotofagia: Imaginar para que el horror se mantenga siempre vivo Los monumentos y efemérides de la mala fe no tienen mayor significación si junto con ellos no surge una voluntad intelectual para mantener siempre vivo el horror que les diera origen. Esto impulsa mi propuesta

Monumentos

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para la afirmación de «políticas culturales de la memoria histórica». Puede que, inicialmente, ellas sean confundidas con los síntomas de una neurosis. La neurosis siempre congela la escena primordial de un trauma y se aferra a ella con obsesión, negando cualquiera otra opción más sana -¿es más sano el olvido?-. A pesar de una apariencia insana, mi propuesta apunta a la transformación de un legado de sufrimiento en conocimiento nuevo. No olvidemos: la filosofía, el psicoanálisis, la antropología y la religión cristiana se fundan en la reconstrucción poética de una «escena primordial» traumática. A partir de ella proyectaron una nueva concepción de la humanidad. Recordemos. Algunos teólogos cristianos nos recuerdan que la historia verdadera se desencadena en el momento en que Dios decide mostrarse como ser débil, que permitió que Cristo fuera crucificado sin haber cumplido su misión redentora. De allí surge el compromiso y obligación de los creyentes para completarla. Hegel nos retrae a una lucha a muerte de homínidos que buscaban el reconocimiento mutuo para valorarse y dignificarse objetivamente. Por ello vencieron a otros homínidos para poseer su deseo y exhibirse ante ellos como modelos de conducta superior. Así los convirtieron en sus esclavos. De allí surgió y se estabilizó la conciencia humana y el trabajo forzado de los esclavos. Paradojalmente, de su trabajo para superar la esclavitud, y no del poder del amo, surgió el orden de la cultura y de la civilización. Freud basó su ciencia en una escena imaginaria. Según ella los homínidos jóvenes de la «horda primordial» que envidiaban el poder sexual

del padre lo mataron para copular con su madre y sus hermanas. Luego, agobiados por la culpa, como expiación y en homenaje al asesinado, llegaron a fundar los protocolos, rituales, mitos y leyes del orden de la cultura y de la civilización . Georges Bataille fundó su antropología en el momento fulminante en que un homínido tomó conciencia de haber creado una herramienta. A partir de allí se intuyó como ser diferenciado de la inmediatez de la naturaleza. Su vida quedó motivada por emociones y deseos contradictorios -por una parte, se dio a la gran aventura de percibirse como ente constructor y domeñador que a la vez teme lo desconocido. Todo esto junto con la nostalgia del reino natural perdido. Para equilibrar su experiencia creó una dualidad con la esperanza de que sus términos llegaran a ser complementarios y pudiera gozarlos a ambos: fundó dos órdenes paralelos, el de lo social y el de la divinidad. No obstante, en ambos órdenes se vio alienado. En lo social quedó asimilado como mero adminículo integrante de los sistemas de producción. En el orden divino quedó subordinado a los poderes supernaturales que él mismo inventara. Consciente del impase, de allí en adelante este homínido intentó la recuperación constante de ese momento primordial que lo había generado como ser humano. Mediante festivales religiosos y guerras planificadas intenta lo imposible: retornar a la naturaleza sin perder su calidad humana; volver a fundirse con la divinidad junto con proclamar su liberación de lo material. Mediante festivales religiosos y guerra planificadas destruye arbitrariamente el valor creado con el sacrificio del trabajo. En todos estos mitos se da un movimiento que va desde una extrema condensación inicial de significaciones que, gatillada por su enorme tensión, provoca una explosión de desplazamientos centrífugos en que las significaciones se lanzan en múltiples direcciones subsidiarias. Finalmente, estas significaciones agotan su energía escapista para condensarse en una etapa nueva y contradictoria: la radical inversión de los sentidos originales, el respeto por aquello que antes fuera destruido como signo de liberación. Estos antecedentes apuntan a una metodología. A partir de una «escena primordial» especialmente seleccionada, que ilustre la esencia de un trauma de gran relevancia histórica, es posible explorar las resonancias temáticas y los cambios de significación que ese trauma refleja en manifestaciones culturales de origen y características diversas. Analíticamente, esto implica detectar y designar, en primer lugar, el artefacto que condense en sí los elementos esenciales de ese trauma en su mayor tensión conflictiva. Luego de desmontar los haces temáticos

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allí condensados, corresponde seleccionar los artefactos afines en que se buscarán sus desplazamientos, las ramificaciones, las resonancias y cambios que luego invierten su significación. A mi juicio, la condensación más violenta del trauma colectivo ocurrido a partir del 11 de septiembre de 1973 se encuentra en el testimonio de Luz Arce, El infierno (Santiago de Chile: Editorial Planeta Chilena, S.A.,1993 ). Militante socialista, Luz Arce tomó la decisión de trabajar en la clandestinidad por la reconstrucción de su partido. Fue capturada por agentes de la DINA en marzo de 1974. Violada y torturada, ante amenazas contra la vida de toda su familia, en condiciones de servidumbre forzada, Luz Arce colaboró con la DINA. Recibió entrenamiento en tareas de inteligencia militar. Por los servicios prestados, el alto mando de la DINA le reconoció rango de oficial. Se le atribuye la captura de militantes de importancia en la estructura clandestina del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) y de su propio partido. Luz Arce planeó el texto de su testimonio para recuperar, ante una opinión pública adversa, la dignidad de su persona en el período de transición a la democracia iniciado en 1990. Con un alto vuelo poético aspira a la sinceridad y condensa en un eje temático único -la ambigüedad de ser a la vez traidora y víctima- las más contradictorias experiencias humanas en la época de la dictadura. Por ello tiene una extraordinaria capacidad para iluminar el mundo de la Izquierda, en la primera etapa de su clandestinidad, y para despejar la aureola de gloria épica que la burocracia militar quiso dar a su acción en la sordidez, la suciedad, la obcenidad y el hedor de sus cuarteles secretos. Al asumir francamente las implicaciones de su identidad de traidora-puta-víctima, Luz Arce tuvo, además, que encarar lúcidamente los escollos y las trampas de esa cartografía antes esbozada, la del olvido. Desde una perspectiva de Derechos Humanos, El infierno configura la «escena primordial», la matriz, el útero de una sensibilidad y de una visión de mundo replicada en otros textos. La violenta compresión de la verdad contenida en el testimonio de Luz Arce muestra las implicaciones existenciales del terrorismo practicado en secreto por el Estado de Chile. Esta conciencia se dio en Luz Arce en el momento en que, ante la posibilidad concreta de provocar un escape masivo de prisioneros de la DINA en el cuartel Terranova, tuvo una intuición fulminante de la inutilidad de todo acto de resistencia heroica; sólo quedaba la opción de recurrir a formas más ambiguas, más solapadas. Por ello El infierno no permite estrategias de lectura rutinarias, «normales», en que la claridad de los valores en juego asegura a la

conciencia lectora la posibilidad de un movimiento lineal y homogéneo. Narrar una situación límite como esta, rutinizada por muchos años de servidumbre forzada y, dentro de ella, llegar a la asunción consciente de la ambigüedad como forma de acción política, tiene la capacidad de generar en el lector innumerables y contradictorias formas de lectura. Es imposible que «el lector común» tenga las categorías mentales necesarias para imaginar y hacer realmente suyas las experiencias de Luz Arce. La falta de categorías adecuadas genera una confusión que sirve como correlato objetivo de las operaciones de desorientación psicológica propias del terrorismo de Estado. En términos de una estética de la acción humana, la desorientación de la población chilena programada por los servicios secretos tiene un correlato directo en la noción de «lo sublime» creada por Inmanuel Kant. Kant proporciona, además, los fundamentos de una ética que permite frenar la mala fe implícita en la proliferación de lecturas confusas y desorientadas. En realidad, la confusión y la desorientación son maneras de escapar de la verdad «real» y del compromiso de una lectura ética. Estos fundamentos kantianos afianzan una forma de lectura que busca resaltar la responsabilidad moral de una colectividad nacional que no desea reconocer y ejercer el valor del derecho a la justicia. Kant ofrece una vía para hacer «política cultural de la memoria histórica», es decir, apelar a la conciencia colectiva para que comparta una preocupación que, de otra forma, quedaría reducida y escondida en lo privado y en lo íntimo. Dentro de estos términos, como propuesta y demostración de una «política cultural de la memoria histórica» -entre las muchas que podrían crearse- hago la lectura de textos afines a El infierno, en una secuencia que sigue y reproduce la dinámica de condensación-desplazamientosinversiones. En orden de lectura ellos son:

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1. Manifiesto un terrible descontento con ayer (poesía); Cristian Cottet; Santiago de Chile; Autoeditado;1986. 2. Oscura llama silenciada (novela); Juan Villegas; Santiago de Chile; Mosquito Editores;1993. 3. Canto a su amor desaparecido (poesía); Raúl Zurita; Santiago de Chile; Editorial Universitaria;1987. 4. «El tratamiento psicoterapéutico de pacientes traumatizados extremos»; David Becker y María Isabel Castillo.

Trabajo presentado a la Asociación Psicoanalítica Chilena el 19 de noviembre de 1992.

En la reconstrucción de su cautiverio y servidumbre en la DINA y en la CNI, Luz Arce reitera el valor de una actitud que en ese enton-

ces consideró crucial para la supervivencia: postergar las dimensiones emocionales de su personalidad y privilegiar las facultades racionales. Su racionalismo bifurca en dos niveles temporales las intenciones y significaciones que se puedan atribuir al testimonio: por una parte está el macronivel narrativo, es decir, la perspectiva totalizadora de la mirada retrospectiva que se revela en la armazón de los episodios -los dos primeros fueron «El 11 de septiembre de 1973» y «Lumi Videla», escritos aisladamente y puestos en secuencia posteriormente. Por otra parte está el micronivel narrativo, el de evocar la experiencia inmediata y las estrategias y tácticas cotidianas para sobrevivir en el laberinto de la DINA y de la CNI, espacios creados para el aniquilamiento de los cuadros clandestinos de la Izquierda. En este micronivel sobresalen aspectos importantes de la textura narrativa: las vívidas descripciones de espacios, ambientes, escenas y personalidades; la ilusión de cercanía emocional y temporal con que Luz Arce reconstruye la dramaticidad de los sucesos; los correlatos metafóricos y simbólicos que establece entre sus estados de ánimo y objetos, animales y plantas de su confinamiento. Con este control de su material, Luz Arce mantuvo la nitidez de sucesos que indudablemente fueron afectados, distorsionados y desdibujados en la memoria por el trauma del secuestro, la tortura y el cautiverio. Por otra parte, el alto vuelo poético que se mantiene a través del relato hace evidente una reelaboración novelesca de la experiencia vivida para obtener un efecto retórico. Estas dimensiones temporales se funden orgánicamente en el formato narrativo utilizado: el de las confesiones de una pecadora finalmente redimida después de una vivencia mística de Dios. Las confesiones muestran una trayectoria claramente perfilada: se inicia con la esclavización en un espacio de animalidad; pasa por los sufrimientos morales de la traición; prosigue con el uso de la racionalidad para crear un orden mental y conservar un núcleo de conciencia moral, llegando, finalmente, a la redención religiosa como preparativo para la confesión pública. En lo íntimo, el acto de escribir Luz Arce fue terapéutico en cuanto le permitió recuperar y encarar las imágenes, los sufrimientos y las emociones de sucesos que su memoria debió bloquear para continuar viviendo. En lo público, la escritura busca reconstituir la dignidad de una personalidad mutilada y fragmentada, uniendo pasado y presente, razón y emoción, alma y cuerpo, permitiéndole volver a pronunciar su nombre en público y en voz alta. Luz Arce usa el texto final del testimonio como petición de retorno a una comunidad de la que se sintió expulsada por el estigma de la traición y por la responsabilidad de haber contribuido a la desaparición

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5. Psicología social de la guerra; San Salvador; UCA Editores; 1990. Martín-Baró,compilador. Artículos tratados: * «Psicología del miedo y conducta colectiva en Chile», de Elizabeth Lira. * «Psicopatología y proceso terapéutico de situaciones políticas traumáticas», de David Becker, María Isabel Castillo, Elena Gómez, Juana Kovalskys, Elizabeth Lira. * «La tortura. conceptualización psicológica y proceso terapéutico», de Elizabeth Lira y Eugenia Weinstein. 6. Reparación, Derechos Humanos y salud mental; Elizabeth Lira e Isabel Piper, editoras; Santiago de Chile; Ediciones ChileAmérica CESOC; Instituto Latinoamericano de Salud Mental y Derechos Humanos; 1996. 7. La muerte y la doncella; (drama) Ariel Dorfman; Buenos Aires; Ediciones de la Flor;1992. 8. La ley es más fuerte; (ensayo); José Rodríguez Elizondo; Santiago de Chile; Grupo Editorial Zeta; 1995. Las citas contenidas en la discusión que sigue se referirán a estas ediciones. LUZ ARCE El infierno (1993)

de un número indefinido de militantes de Izquierda. Con estos encuadres la narración vuelve al año 1972, en Santiago de Chile, para evocar a una mujer de 24 años, recién divorciada, con un hijo pequeño, profesora de Educación Física, atleta, campeona de atletismo, militante del Partido Socialista. Luz Arce decidió permanecer en Chile después del golpe militar y participar en trabajo político clandestino, aceptando los riesgos («...el período de sobrevida en clandestinidad es de seis meses»). Había sido miembro del equipo de seguridad personal (GAP) del Presidente Salvador Allende y luego de un equipo paramilitar socialista altamente compartimentado (GEA). En caso de arresto y detectada la naturaleza de su trabajo, indudablemente recibiría atención muy especial de los servicios de seguridad militar. Por los peligros en que pondría a toda la familia, su padre cuestionó duramente su decisión y la conminó a abandonar el hogar. Luz Arce confió a su hermano el ocultamiento de armas y documentos que serían de utilidad en el clandestinaje. El hermano terminó por enterrarlas en casa de una abuela. Tiempo después, cuando agentes de la DINA capturaron las armas por imprudencia del hermano, los temores del padre se cumplieron. Como enlace de Gustavo Ruz Zañartu, miembro del Comité Central del Partido Socialista, Luz Arce colaboró en la reconstrucción de una mínima infraestructura clandestina. Las tensiones de su trabajo la llevaron a quebrar reglas básicas de seguridad. Necesitada de apoyo emocional, inició una relación amorosa y convivió con Ricardo Ruz Zañartu, dirigente del MIR y hermano de su jefe. Por la utilidad de su conocimiento de técnicas de disfraz, a través de Ricardo se relacionó con otros dirigentes del Comité Central y de la Comisión Política del MIR. Con Lumi Videla, encargada de Organización, Luz Arce llegó a tener una especial amistad. Bajo tortura, un miembro de su red delató a Gustavo Ruz Zañartu; agentes de la DINA lo arrestaron, vulnerándose la seguridad del grupo. Ese mismo delator causó el arresto de Luz Arce en marzo de 1974, mientras llevaba documentos de identidad falsificados. En el cuartel Yucatán -Londres 38- fue violada, torturada e interrogada. Luz Arce logró resistir por un período, con la esperanza de que su inexplicada ausencia alertara a sus contactos («Me sentí tranquila, hacía meses que no sabía nada de mis compañeros. No podrían sacarme información aunque me quebrara», p. 92). Sin embargo, la posesión de documentos de identidad falsificados llevó a los analistas de la DINA a colegir la utilidad de Luz Arce para detectar el organigrama socialista. Fue puesta en libertad vigilada para que entrampara a cuadros clandestinos que no conocieran

En estos estados Luz Arce intuyó energías míticas asociadas con estadios antiquísimos de la especie humana. La intuición más profunda ocurrió al recuperar la conciencia luego de un período indefinido de

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su situación. Su segundo arresto ocurrió luego de infidencias de su hermano ante un antiguo amigo, militante socialista, informante de la DINA. Agentes de este servicio se apoderaron de las armas y documentos ocultados por el hermano. Nuevamente Luz Arce sufrió torturas y violaciones. Luego su trayectoria la llevó por otros dos cuarteles de notoriedad en la historia de la DINA: Ollagüe (José Domingo Cañas 1375) y Terranova (Villa Grimaldi, antigua mansión ubicada en los contrafuertes de la Cordillera de los Andes). Como prisionera, obligada a la inmovilidad y a la ceguera por largas horas, su psiquis experimentó un desdoblamiento característico en personas sometidas a torturas prolongadas: su conciencia se distanció del dolor de su cuerpo («Era como si sólo existiese mi cabeza pensando y reaccionando con asombro ilimitado. No sentía las piernas, ni los brazos, nada, debí estar hinchada, porque la piel estaba tirante», p. 96). Descubrió que ciertas posiciones imponían una forma de respiración que le permitía algún descanso; así su mente se hundía en el «sopor, la bruma» (p. 107). Luz Arce llegó a racionalizar la entrada a estos estados de conciencia alterada para experimentar con ellos, conocerlos y usarlos. Aprendió a controlar el acceso a diferentes dimensiones de la mente, incluyendo la aproximación a la muerte: Sentí gratitud por todas esas herramientas que iba descubriendo y que me permitían ir al minuto siguiente segura. ¿Segura? ¡Cuánto sabe uno! ¡Cuánto no sabe uno! De su cuerpo, de su mente, y que aflora bajo presión. Todo esto siempre debí haberlo sabido, sólo que no lo necesité... Aceptar la realidad real. ¿Real?, cruzar el umbral, es mantenerse en el ámbito de la razón. Negarse, o quedarse flotando en aguas intermedias es enloquecer, y yo conocía el límite. He estado en ambos lados. Si el asunto se pone intolerable, sólo debo dejar de aceptar que esto es la realidad real [...] Me sumergí en un delirante monólogo en que llamaba a la Reina Locura, y le decía: ‘Conocerte es la única forma de derrotarte. Este es tu mundo. No podré luchar por una mente sana si no te doy cabida. Te acojo sin temor. Tal vez huyas de mí como la muerte. Pero es un pacto, es un trato, amigas las tres. Muerte, locura y Luz’ (p. 108).

salvajes torturas y de estricto aislamiento: Pasé un dedo por mi pecho, estaba cubierta de polvo y tierra y exclamé contenta... Tú no me haces daño. Miré mi pie, casi totalmente cicatrizado, también lleno de tierra y pelusas, sin rastros de infección por ningún lado. Volví a sonreír, me sentí hija de la tierra. ¡Sí, soy de tierra! Madre tierra, madrecita querida, salí de tu vientre. Paré en seco. ¿Estoy loca? ¡Dios! En los peores instantes, la mente podía acudir a una reserva ilimitada de belleza. Todo parecía conducirme a entender que si oponía resistencia a lo demencial de la situación, terminaría loca de atar (pp.103-104).

y por tanto, a la par de aparentar una total colaboración pensé que saldríamos vivos todos. No fue así. Algunos se encuentran desaparecidos, como Alvaro Barrios Duque, Sergio Riveros Villavicencia, Rodolfo Espejo Gómez y Oscar Castro Videla» (p. 120). En su descargo, Luz Arce podría haber argumentado que, como combatiente, cumplió con una las directivas más básicas: resistir un tiempo prudencial para dar al resto de la red clandestina la oportunidad de tomar las medidas de seguridad necesarias. También podría haber apuntado a la responsabilidad del Partido Socialista por no haber tomado esas medidas ante la ausencia inexplicable de un miembro clave. Sin embargo, Luz Arce rehusa esta exculpación para asumir totalmente la identidad de traidora:

Luz Arce tuvo su momento de mayor peligro cuando la seguridad interna de la DINA detectó un traidor entre los soldados del servicio. Rodolfo Valentín González Pérez se había ofrecido para llevar notas escritas a su familia mientras Luz Arce estuvo en el Hospital Militar para recuperarse de una herida a bala en un pie. También ofreció ese servicio a otros prisioneros políticos, informando de todo ello a sus superiores. Sin embargo, quizás motivado por los antecedentes políticos de izquierda en su familia, en su doble juego pasó información no autorizada. Luz Arce fue acusada de haberlo reclutado. No fue ejecutada porque otro jefe confirmó la cautela de su conducta al escuchar conversaciones informales entre soldados durante la guardia. En ellas los soldados fingían revelar por descuido información reservada. Intuyendo una trampa, Luz Arce les había pedido a gritos que se callaran. Conocer esta artimaña sería de importancia más adelante. Finalmente Luz Arce aceptó colaborar con la DINA bajo amenazas de represalias contra su hijito y contra el resto de su familia. Aún así, tuvo en consideración las orientaciones de Ricardo Ruz: «Si no te queda alternativa, parte entregando a tus compañeros que sabes que están muertos, luego los que están fuera del país o presos, y si es preciso seguir, la periferia. Por su escasa participación, son compañeros que tienen poco contacto con los partidos. Y son los que tienen más posibilidades de salir vivos. De ahí en adelante, uno está solo con su propia conciencia» (p. 114). No obstante, era imposible que Luz Arce conociera la precaria situación del Partido Socialista en el clandestinaje. La escasez de cuadros había provocado el movimiento de militantes desde la «periferia» hacia posiciones de responsabilidad más centrales : «Fue cuando incluí en la lista a los compañeros que pensé no tenían responsabilidades partidarias,

Luz Arce asumió su traición como un «elegí vivir», máxima que repite a través de su relato. La vida fue adoptada como valor superior al de la lealtad. Aunque el texto no lo explicita, la elección pareció apoyarse en la convicción de que la resistencia a la tortura en las primeras etapas del cautiverio había descargado sus obligaciones. Ese «elegí vivir» equivalía, por tanto, a un sálvese quien pueda que presuntamente la desahuciaba de toda responsabilidad ante su partido. De allí en adelante, Luz Arce se autorizaba a sí misma para entender la supervivencia personal y familiar como imperativo legítimo y prioritario. Luz Arce hace énfasis en los aspectos físicos de su experiencia como persona brutalmente instrumentalizada por razones de Estado -el imperativo militar de aniquilar a la Izquierda-. El título del testimonio -El infierno- hace alegoría de un trauma social en que el imperativo militar, su propio imperativo de supervivencia y el de todos los militantes capturados, magnifican y privilegian las significaciones animales de la materia

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Yo sabía que la colaboración había ocurrido en una situación límite, que no fue una decisión puramente mía. Intervinieron personas y factores que en ese momento no estaban del todo claros. Pero algo me decía que tenía que asumirla íntegra. Sentía que si comenzaba a aceptar el camino de sentirme víctima, no lograría jamás salir adelante, aunque en el futuro todo cambiara. Sabía que otros asumieron caminos diferentes. Los guardias hablaban ‘del fanatismo de los que morían sin hablar’. Siempre admiré el valor de los militantes del MIR, que aun en las peores condiciones se daban alguna organización; sacaban papeles para fuera de los cuarteles. Yo no fui nunca capaz de hacerlo (p. 171).

corporal humana. A raíz de su segundo arresto, Luz Arce comenta: Silencio...Un mismo metro cuadrado, un mismo vehículo, respirando el mismo silencio con olor a nafta, a sudor de esas personas que parecían desconocer las más elementales costumbres higiénicas. Una atmósfera que progresivamente se empeña en empujar hacia adentro de la nariz esa viscosa mezcla de mugre, pánico, olor de sangre corriendo, de mujeres violadas, de jadeos de agotamiento, de ojos ciegos con mugrosas vendas y bocas enmudecidas a fuerza de golpes (p.91). En el ámbito de la animalidad, Luz Arce se enmascaró tras la apariencia de una entrega total al poder de sus captores, a la vez manteniendo una reserva de lucidez para ir trazando un proyecto de resistencia. Por ello Luz y lucidez se convirtieron en correlatos metafóricos usados conscientemente en el relato. Su intención fue tomando matices diferentes y se profundizó con el correr del tiempo. Esto le permitió enfrentar día a día la intimidad de su conciencia moral culpable. Al comienzo la resistencia fue mínima -cuidando sus palabras echó mano de una «conciencia humanista» para causar remordimientos en los muchachos guardianes. Más tarde intentó desviar su trabajo de colaboradora a áreas de escaso valor de inteligencia. Notando la ignorancia política y las ambiciones profesionales del comandante del cuartel Ollagüe, sugirió al oficial la preparación de un diccionario de la jerga y métodos del clandestinaje marxista-leninista. Más adelante, su trabajo en primeros auxilios le permitió dar algún alivio a los prisioneros torturados. En última instancia, el proyecto quedó tácitamente configurado como el de servir de memoria histórica de lo atestiguado, para alguna vez acusar públicamente a sus captores, si es que lograba sobrevivir. A los ojos de Luz Arce fue Lumi Videla quien legitimó esta modulación final del proyecto de resistencia. Lumi Videla, miembro de la Comisión Política del MIR, fue arrestada en septiembre de 1974. En su reencuentro como prisioneras de la DINA prevaleció la amistad especial hecha durante el trabajo clandestino. Lumi Videla no hizo recriminaciones; más bien trató de entender las motivaciones y estrategias de resistencia fraguadas por su amiga. Luz Arce recuerda palabras de aprobación dichas por Lumi Videla: «-Yo sé qué estás haciendo... Escucha Luz, no llegué ayer, y he podido ver algunas cosas. También yo hago lo mío. También estoy ‘colaborando’. Me miró con la misma expresión de quien sabe no puede expresar más. Pero entendí su risa cómplice y sentí miedo por 59

ella» (p. 179). Lumi Videla intentó reunir información sobre los métodos de la DINA para comunicarlos a la Dirección del MIR. Exfiltró los datos mediante prisioneros que la DINA reconocía legalmente y trasladaba al campo de concentración de Tres Alamos. Puesto que éste era reconocido públicamente como sitio de detención, los prisioneros recibían visitas de familiares que servían de correos de la información recolectada. Con el recuerdo de la experiencia de Rodolfo González Pérez, Luz Arce criticó duramente el proyecto de su amiga. Su crítica revela ya con total claridad la naturaleza de su propio proyecto: «-Lumi, estás actuando con un criterio cortoplacista. Y morirás, lo logres o no. Te estás suicidando» (p.180). La DINA liquidó a Lumi Videla luego de ser delatada por uno de los guardias que intentó reclutar para su trabajo. Momentos antes de partir a su muerte, Lumi Videla se despidió de su amiga: « ‘¡Te deseo suerte! Con todo mi corazón, te deseo que lo logres’ y me abrazó, más fuerte que nunca» (p. 181). Los agentes de la DINA lanzaron el cadáver desnudo de Lumi Videla a los jardines de la Embajada de Italia para aterrorizar a los refugiados políticos que se acogían allí. Si es que en su amiga encontró la legitimación emocional y moral para su proyecto «largoplacista», es razonable pensar que Luz Arce a la vez llegó a una conclusión como la siguiente: acumular memoria histórica para autodotarse de mayor capacidad de denuncia futura estaba en proporción directa con una mayor integración en la DINA y, por tanto, con una mayor colaboración. El episodio final con Lumi Videla corrobora esta suposición puesto que introduce otra lógica a las acciones de Luz Arce. De allí en adelante no trepida en usar su atractivo físico y su considerable habilidad en el manejo de sus relaciones personales para ganarse la confianza de los oficiales de la DINA. Llegó a convertirse en confidente de algunos de ellos; tuvo amoríos con oficiales jóvenes. La influencia ganada le acarreó la hostilidad del personal femenino de la DINA. Es altamente significativo que los comandantes apoyaron a Luz Arce en esas confrontaciones. La habilidad y picardía de Luz Arce en la micropolítica de oficina por momentos desvía la naturaleza del testimonio, convirtiéndolo en una crónica de rivalidades y chismorreos. Aunque no son realmente cruciales para la continuidad del relato, en este momento Luz Arce revela antecedentes íntimos que muestran su gran habilidad para manipular en su favor el intenso machismo de los oficiales. Estos antecedentes conectan la experiencia en el cautiverio con etapas anteriores de su vida.

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Luz Arce revela que, de niña muy pequeña, un matrimonio de viejos de su vecindario la había usado en sus juegos sexuales, atemorizándola luego para que no los revelara. Esto, junto con la poca habilidad del padre para comunicar afecto, contribuyó a que Luz Arce guardara un recuerdo de ser abandonada por el padre en momentos de aguda necesidad de su protección. Por esto trasladó vengativamente su afecto paternal a su abuelo, inmigrante español de Izquierdas que, con su atención cariñosa, cultivó su imaginación y le infundió un gusto por las artes. Esta ambivalencia ante la figura paterna parece haber afectado la relación más fundamental de su ser con los íconos de la autoridad masculina. La llevó a separar radicalmente dos términos necesariamente complementarios: la necesidad de afecto y protección ya no se ajustó a la necesidad de negociar de algún modo emocionalmente satisfactorio con la autoridad capaz de entregar la protección. Al respecto es conveniente considerar la anorgasmia inducida por el trauma de sus primeras experiencias sexuales. Como consecuencia, en los hombres Luz Arce parece haber buscado un afecto y un atractivo intelectual no complementado sexualmente. La separación de lo espiritual y lo corporal resultaron en un estilo de relación social marcado por la frialdad como actitud básica de toda aproximación a los seres humanos -el distanciamiento crítico, la evaluación racional, el cálculo y el juicio estratégico de sus relaciones con los hombres, evaluación seguida por episodios de tajante suspensión de los compromisos emocionales si lo estimaba conveniente o necesario. De su matrimonio fracasado dice frases como estas: «Desde una óptica tradicional, éramos una pareja con ‘el mundo por delante’. Sin embargo, a poco de nacer mi hijo sentí que ese matrimonio había sido un error. Hoy sé que entonces no era capaz de identificar y menos verbalizar mis sentimientos» (p. 24); «La separación, aunque dura, la viví como la primera oportunidad real de ser yo. Desde entonces comencé a sentir una necesidad compulsiva de sentir que era, que soy libre» (pp. 24-25). Estos antecedentes sugieren que la perspectiva existencial de Luz Arce se constituyó sobre el desdoblamiento provocado por el trauma sexual -abandonada por el padre en el trauma de su niñez, en su desvalidez Luz Arce no vio otra alternativa que la de convivir con el padre y mostrarle respeto, a la vez negándole su afecto y su compromiso espiritual espontáneo-. Desde su desvalidez, así aprendió a conservar espacios de maniobra. Queda claro ahora que el cuerpo de Luz Arce simbolizó el cisma espíritu-materia a través de la anorgasmia. Con ello gestó una actitud de ironía ante la autoridad masculina. La ironía es potenciada por la necesidad de encontrar afecto y protección, a la vez 61

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distanciándose y simulando ante la autoridad, a la vez fascinándola y burlándose de ella, siempre evaluándola fríamente en sus debilidades. Junto con ello, el distanciamiento racionalista frente a su materialidad corporal le permitió hacer de su cuerpo un instrumento estratégico y táctico para resistir la tortura y penetrar en el aparato burocrático de la DINA-CNI. Nótese que Luz Arce parece haber llegado a la comprensión del significado existencial de su anorgasmia ya iniciada su carrera de funcionaria de la DINA:

Podría decirse que Luz Arce entró a su servidumbre en la DINA ya entrenada para la supervivencia por el trauma sexual de la niñez. Si a esto se agregan las experiencias religiosas bajo la tortura, sus diálogos con la Muerte y las imágenes de fusión en las energías de la Madre Tierra- comienza a perfilarse un feminismo muy evidente en las viñetas dedicadas a la observación y esbozo del machismo militar. Podría decirse que, en esas viñetas, hay una intuición subterránea de que el objeto real de observación y de mofa no es el machismo, dato empírico, sino un arquetipo humano mucho más profundo, el mito del Patriarcado encarnado en las instituciones militares. En especial, su actitud ante las figuras asociadas con la autoridad paterna y la buena maniobra en el machismo militar le aseguró la protección de dos oficiales en momentos claves para su supervivencia: la de Francisco Ferrer Lima -último comandante del cuartel Ollagüe- y la del subcomandante del cuartel Terranova, Rolf Wenderoth Pozo. En noviembre de 1974 la autoridad del comandante Ferrer Lima prevaleció sobre la opinión de subalternos que optaban por liquidar a Luz Arce junto con abandonar el cuartel Ollagüe. Por su interés romántico, fue el comandante Wenderoth quien derramó sobre Luz Arce los beneficios

del poder verticalista de la cadena de mando de las Fuerzas Armadas. Fue reconocida como funcionaria a sueldo y se le asignó un departamento que compartió con las colaboradoras Alejandra Merino y María Alicia Gómez. El departamento se convirtió en lugar de reunión social para el alto mando de la DINA. Su estatus fue fortalecido más aún por dos incidentes que le aseguraron la confianza definitiva de la Dirección de la DINA. Ellos fueron la orgía del personal de guardia en el cuartel Terranova la noche de Año Nuevo de 1975 y el encuentro armado de la DINA con la Dirección del MIR una noche de octubre de 1975. La Dirección del MIR había sido detectada en una granja de la localidad de Malloco, en las afueras de Santiago de Chile. La noticia del combate llegó mientras la comandancia de la DINA cenaba en el departamento de las colaboradoras. El Director, el coronel Manuel Contreras, se encontraba allí sin sus guardaespaldas y aceptó el servicio de escolta ofrecido voluntariamente por Luz Arce. Esto ganó a las mujeres el privilegio oficial de cargar armas de servicio. Para los propósitos de este trabajo, es el primer incidente el que requiere atención especial. Durante la noche de Año Nuevo de 1975, el personal de guardia en el cuartel Terranova convirtió la celebración en una orgía general. El capitán a cargo violó a Luz Arce en la oficina central mientras el resto del personal hacía uso similar de las prisioneras. Aprovechando un descuido del oficial ya borracho, Luz Arce lo aturdió con un golpe a la cabeza. Inmediatamente después se encontró ante una disyuntiva crucial: «Miré el armario, con la vista acaricié cada una de las [metralletas] AK que había allí. Estaban los cargadores y seguro que en alguna parte había munición. Los gritos se habían apagado. Hace rato que no escuchaba disparos. Las bestias duermen o reposan, pensé. Por un instante imaginé que podría sacar los fusiles y liberar a los detenidos» (p. 199). No obstante, en este momento decisivo Luz Arce toma fulminante conciencia del poder omnímodo que la burocracia militar había alcanzado en el control del país. Sin el contrapeso de una fuerza política opositora, esa burocracia se había convertido en un leviatán con capacidad para suspender el Estado de derecho. La lucha de los militares contra el clandestinaje de la Izquierda obedecía a directivas secretas que habían orientado al Estado a la práctica del terrorismo. Suspendido el imperio del derecho, ya no había salvaguarda posible de la vida y de la persona. Sin este fundamento de la civilización, la trascendencia social de todo acto político sufre un radical vaciamiento de significado. Este vacío implica que altos conceptos como a los que apela Luz Arce en ese momento crucial

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El ‘yo me acuesto o no’ con alguien ‘si yo quiero’, me permitía acceder sólo a aquellas relaciones que intuitivamente sabía no serían traumáticas. Esa era para mí la única posibilidad de recibir una caricia, que necesitaba y mucho. No era un interés sexual, ni siquiera hablo de afectos. Buscaba la presencia de alguien que ahuyentara los fantasmas y temores. La ilusión de que aunque fuese sólo por unos instantes alguien me diera un poco de cariño. La conciencia de que tenía dificultades [la anorgasmia] me llevaron a decirme: el sexo sólo es una forma de comunicación. Algo que puedo ejercer o no. Y acuñé o hice mía una frase: ‘Me regalo si me da la gana; pero no me vendo’ (pp. 263-264).

-liberación, libertad- pierden significación puesto que en el espacio social no se encuentran asideros ni resguardos para convertirlos en proyectos de acción concreta. Luz Arce reflexiona: «Había tenido al alcance de mi mano las armas y no traté de huir. No lo hice porque fui cobarde. Confieso que por unos instantes pensé sacar a los compañeros varones primero, pero no me atreví... ¿A dónde ir?» (p. 201). Finalmente Luz Arce optó por llamar por teléfono a la jefatura y dar parte de lo ocurrido. Luego del episodio de la orgía, el tema del vaciamiento de sentidos es reiterado en otro momento clave: la supuesta libertad de movimiento que podría gozar como funcionaria de confianza de la jefatura de la DINA. Yo recuerdo que todo me parecía «nuevo», poder mirar, querer volver a mirar todo. Pero mi vida no estaba conectada con la realidad. Ni siquiera en la clandestinidad fue tan leve mi aterrizaje con el mundo circundante. Cuando hablo de sentirme ebria de espacio, trato de expresar el vértigo de encontrarse en un lugar que parecía no tener fronteras. Podía hundir mis ojos sin chocar nada más que con el horizonte. Más allá del perfil de la ciudad, de la cordillera, se adivinaban otras tierras, era increíble. Pero además de esta sensación de estar como perdida en un sitio que alguna vez había sido mi ciudad, había otra dimensión distinta que acudía a rescatarme de la nostalgia, del dolor, de la culpa, y era como un vivir fuera, al margen, anestesiada. Como si sólo pudiese respirar, mirar, oler y tocar todo con asombro y avidez. Todo me parecía como si fuese la última vez que lo vería, una sensación de tránsito, de pasaje, de caminata eterna. De angustia de ir sin saber a dónde. Todo era conocido, las calles, los lugares... Sin embargo, todo había cambiado [...] Nada era propio, todo estaba ahí, como un regalo, sólo para ser mirado... mientras estuviese viva. A menudo me repetía que sencillamente así es la vida... Seguir caminando sin saber hasta cuándo (pp. 239-240). En conclusión, Luz Arce muestra que su única alternativa era adentrarse aún más en la DINA con su proyecto de enmascaramiento: «Luego de esa noche de año nuevo mi situación personal mejoró a los ojos de la oficialidad de Villa Grimaldi» (p. 201). Según el código de honor militar, gradualmente se le reconoció calidad y trato de oficial militar, de «oficial vencido», según uno de sus captores. Luz Arce no explica ni clarifica los términos de su responsabilidad como delatora, pero es obvia la alta valoración burocrática que la DINA diera a sus servicios. Además de que no fuera liquidada como testigo 67

perjudicial, hacia 1976 fue nombrada funcionaria civil con rango militar y se le permitió hacer estudios especiales de inteligencia militar en la Escuela Nacional de Inteligencia (ENI). Allí compitió en igualdad de condiciones con oficiales regulares del Ejército. Más tarde ocupó el cargo de profesora en la cátedra de «Movimientos Subversivos». Ya hacia fines de 1977, Manuel Contreras, creador y Director de la DINA, se había convertido en un riesgo para el régimen militar por la operación de asesinato en Estados Unidos de Orlando Letelier. El Departamento de Estado norteamericano presionaba para la extradición de Contreras y del brigadier Pedro Espinoza. Esto creó la oportunidad para que los enemigos de la DINA dentro de las Fuerzas Armadas prevalecieran sobre el general Augusto Pinochet. El coronel Contreras fue ascendido al rango de general y poco tiempo después fue llamado a retiro. El aparato de inteligencia fue restructurado y reorientado. La antigua función de la DINA como fuerza de aniquilamiento físico de la Izquierda fue reemplazada por operaciones de carácter más técnico -recolección y procesamiento electrónico de información de todos los ámbitos de la actividad nacional- y de represión más anónima y sigilosa. Junto con su restructuración, el aparato recibió la nueva designación de Central Nacional de Información (CNI). A diferencia de la DINA, la actuación anónima de la CNI no generó figuras casi míticas por su salvajismo. Luz Arce trabajó como analista para la CNI. Ya privada de la protección de los antiguos jefes de la DINA y hostilizada por sus nuevos superiores, en 1979 exploró la posibilidad de retirarse del servicio de inteligencia. Con ello se renovó el riesgo de ser liquidada. Usando esta petición como instrumento de chantaje, sus jefes inmediatos la manipularon para que aceptara una misión de espionaje de tres años en Uruguay y Paraguay. Viajó con un falso pasaporte de ciudadanía uruguaya. Luz Arce tampoco hace precisiones sobre esta misión, excepto para indicar que fue abortada. Años después de su retiro, en diciembre de 1989, un oficial amigo le entregó los documentos acumulados en su hoja de servicio en la DINA y en la CNI. Para Luz Arce los papeles se convirtieron en otro correlato simbólico de la mutilación y fragmentación de su identidad y de su vida: [El archivador] Contenía las hojas de vida, el original de mi renuncia a la CNI, presentada en octubre de 1979, la que fue aceptada en marzo de 1980, originales y fotocopias, todas las tarjetas de identificación que tuve tanto en la DINA como en CNI, permisos para portar armas, la chapa [=identidad falsa] completa incluyendo cédula y pasaporte 68

a nombre de Mariana del Carmen Burgos Jiménez, identidad con la que viajé y viví en la República Oriental del Uruguay. Cédulas de identidad falsa a nombre de Ana María Vergara Rojas, confeccionadas a petición de Rolf Wenderoth por Carlos Estibil Maguida y Anibal Rodríguez Díaz. Otra a nombre de Patricia Pizarro confeccionada por Michael Vernon Townley a petición de Manuel Contreras. Tarjeta de pase liberado para viajar en buses de Santiago al departamento de San Antonio (Quinta Región). Todos los certificados y títulos de estudios que obtuve con nombre falso en el período de la DINA y CNI. Pasaporte y otros documentos que certificaban que yo era ciudadana uruguaya. Tarjetas de Acceso al Cuartel General. Fotos de mi hijo y parientes cercanos. Fotos mías, tomadas en Chile y en Uruguay y un legajo de documentación que incluía: Curriculum completo que incorporaba paso a paso mis actividades desde el año 1972 a 1980. Oficios de Italo Seccatore en su calidad de comandante de L-5 solicitando que la hoja de vida mía se hiciera a nombre de Ana María Vergara. Me causó «gracia» el ver como habían implementado la orden del mayor. El consideró deseable borrar toda huella de mi paso por la CNI. Pero los funcionarios del Departamento del Personal dejaron archivado ese oficio, rehicieron las hojas de vida con el nombre de Ana María Vergara Rojas, pero «astutamente» las corchetearon a las que existían con mi nombre real. También había en el legajo diversos oficios intercambiados entre el Subdirector de Exterior y la Dirección de la CNI que adjuntaban evaluaciones acerca de mi personalidad y como funcionaria, y los pro y los contra de matarme dentro de Chile, fuera de Chile o dejarme viva y aceptarme la renuncia (pp. 314-315). En el servicio de inteligencia Luz Arce había estado siempre agobiada por la desconfianza paranoica y las dolencias psicosomáticas -debilidad pulmonar, recurrencia del dolor de su herida a bala en un pie. Fuera del servicio se le sumaron los accesos de angustia, las migrañas y la tendencia a la pérdida de equilibrio provocadas por encontrarse en espacios abiertos y con las relaciones humanas de una cotidianeidad normal. También experimentó otros temores: el de ser ajusticiada por el MIR como traidora; el de haber sido identificada por la Vicaría de la Solidaridad de la Iglesia Católica como persona con conocimiento del destino de decenas desaparecidos; el de ser requerida por los Tribunales de Justicia para prestar declaración. Para reorganizar su vida buscó empleo; instaló una manufactura de animales de peluche. Inició una re-

lación con Juan Manuel, con quien luego se casaría; luchó por mantener las rutinas de una familia que repentinamente sumó siete hijos con el nacimiento de dos bebés y la llegada de cuatro hijos de un matrimonio anterior de Juan Manuel. La gran crisis emocional de Luz Arce sobrevino con un agudo ataque de angustia en algún momento de 1988. Junto con sentirse al borde de la muerte, la secuela del ataque le provocó una profunda intuición y visión de la presencia de Dios en el universo y de su amor infinito. El sacerdote que le administró la extremaunción fue el primero de los guías espirituales que la orientó en su conversión al cristianismo. En la religión encontró fuerzas que la llevarían a considerarse nuevamente como persona. Inició una psicoterapia y siguió estudios de Teología en la Universidad Católica. Es extraño que Luz Arce no mencione que, en el período 1988-89, la situación política de la dictadura militar había cambiado radicalmente. Las presiones norteamericanas para la redemocratización de Chile abrieron la posibilidad de un referendum en que la continuidad del general Augusto Pinochet en el poder quedó abruptamente cancelada. El advenimiento de la democracia creaba las condiciones para que culminara el proyecto testimonial de Luz Arce. Si todavía era fiel a su proyecto, tendría que irrumpir en la esfera pública a pesar de sus fobias contra los espacios abiertos. Sin embargo, las implicaciones del advenimiento de la democracia son reemplazadas por una críptica afirmación: «Me sentí más basura que nunca. El padre trataba de mostrarme que el Señor vino también por mí. Sobre todo por quienes somos pecadores. Supe que vendrían días difíciles. Varias veces se lo dije al padre Gerardo... ‘Faltan dos, a lo más tres años para enfrentar mi realidad’. Pero tenía la felicidad de la esperanza, de la Buena Nueva...» (p. 339). Con apoyo de uno de los sacerdotes comenzó a escribir memorias de sus años en el servicio de inteligencia. «El 11 de septiembre de 1973» y «Lumi Videla» fueron los dos episodios primeros. Iniciar la escritura con estos episodios revela que Luz Arce usó una periodización tácita. Ella valida la interpretación anteriormente discutida en cuanto al sentido del reencuentro con Lumi Videla en manos de la DINA. Por otra parte, aunque el silencio señalado sugiere una estrategia para explotar las nuevas circunstancias políticas en Chile, también expone una conciencia retórica decidida a mantener la semblanza de espontaneidad emocional que exige el formato de las confesiones de una pecadora. En 1990, ya iniciado el proceso de redemocratización en Chile, el

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Presidente Patricio Aylwin estableció la Comisión Verdad y Reconciliación como reconocimiento oficial de que el Estado había violado los derechos humanos de sus propios ciudadanos. Luz Arce dio testimonio ante ella. Algunas revistas citaron parte de la primera declaración pública de Luz Arce:

Más tarde, el interés común por la verdad llevó a la reconciliación de Luz Arce con Erika Hennings y Viviana Uribe, esposas de dirigentes del MIR desaparecidos. En enero de 1991, acompañada de su hijo mayor y de uno de sus hijos menores, Luz Arce viajó a Austria. La razón de su viaje no son explicadas. Al parecer, se debió a diligencias de sobrevivientes del MIR preocupados por varios motivos: asegurar su bienestar como testigo; las tensiones de trabajo, familia y las declaraciones ante los Tribunales habían hecho recrudecer las dolencias psicosomáticas. En Europa Luz Arce tuvo la paz y el apoyo económico para poner en perspectiva aspectos de su vida que la inmediatez de la cotidianeidad en Chile le impedía. En Austria completó una primera versión de su testimonio. Esa residencia también le permitió valorar lo que implicaba una familia. Decidió reconciliarse y casarse con Juan Manuel, de quien se había separado. El retorno a Chile en enero de 1992 fue precipitado por la lectura de Los secretos del Comando Conjunto (Santiago de Chile: Ediciones del Ornitorrinco, 1991), escrito por la periodista Mónica González y por el ex-abogado de la Vicaría de la Solidaridad, Héctor Contreras Alday. El libro no sólo revelaba los métodos represivos usados por la Fuerza Aérea de Chile y por el Comando Conjunto. También daba cuenta de la destrucción mental de militantes comunistas que, para sobrevivir, delataron a compañeros de toda una vida. En la lectura Luz Arce encontró un espejo de sí misma y revivió visceralmente las experiencias

en el servicio de inteligencia. El horror de esas vidas paralelas quizás la haya impelido a rechazar un destino similar, reafirmando su deseo de redimirse contribuyendo a la verdad. En Chile declaró en sesenta y tres diligencias ante diversos jueces investigadores. En ellas volvió a encontrarse cara a cara con oficiales cuyos nombres ya son parte inamovible del imaginario social de la represión política militar hasta 1977 -Rolf Wenderoth Pozo (mayor de Ejército en la época de la DINA); Marcelo Moren Brito (mayor de Ejército); Raúl y Gerardo Urrich, Manuel Carevic (capitanes de Ejército); Miguel Krassnoff Martchenko y Fernando Laureani (tenientes de Ejército); Ricardo Lawrence Mires (teniente de Carabineros); Basclay Zapata (suboficial de Ejército); Osvaldo Romo (civil a contrata de la DINA). En su imagen de estas confrontaciones, Luz Arce aparece como ser que, con el apoyo de la fe, ha podido trascender el mal para dar testimonio de la verdad. Por el contrario, sus antiguos captores, antes con poder de vida y muerte, aparecen como seres menoscabados en su humanidad, incapaces de cambio y de entregarse a la verdad, incapaces, por tanto, de liberarse del satanismo que les inculcara el ejercicio de un poder omnímodo: «...me quedó claro una vez más que esos oficiales tienen órdenes de no decir nada que atente en contra de la cúpula de otrora. Sigue enseñoréandose la soberbia, la mentira, la esclavitud. Demasiados años dura la servidumbre que impone la DINA» (p. 373). Los oficiales aparecen montando todo un espectáculo: declaran no conocer a Luz Arce; mienten sobre su propia función real en la DINA con un descaro que insulta la inteligencia de los jueces. Según palabras de Luz Arce, la conducta de los oficiales es «impertinente», «grosera», «prepotente»; sin embargo, no logran guarecerse en la aureola de poder de las Fuerzas Armadas («...sus ademanes parecían serviles. No infundió respeto, no le sirvió ni siquiera concurrir con el uniforme de su institución» (p 369); «llegan a los distintos tribunales y juzgados acompañados de guardaespaldas y abogados, a plantear ‘su versión’ y poniendo a disposición de la impunidad el uso y abuso de todo resquicio o herramienta legal que les proporciona el marco jurídico de un Estado de Derecho» (p. 355). Luego de declarar, avergonzados escapan por puertas reservadas para evitar el escrutinio de los periodistas, se cubren el rostro. Por el contrario, Luz Arce acude a los tribunales como civil sin privilegios especiales, acompañada por amigos tan vulnerables como ella. Queda claro que la situación ha tenido una inversión radical. La conducta de los oficiales es ahora un espectáculo farcesco que exalta el valor humano de la vulnerabilidad de Luz Arce y la firme actitud de

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Declaro ante esta Comisión por un deber de conciencia, porque creo que tengo una deuda y me parece necesario hacerlo. Si esto contribuye de algún modo a reparar mis acciones derivadas de mi colaboración con la DINA y el hecho de haber sido funcionaria de ese organismo [...] Me importa también contribuir al esclarecimiento de la verdad y a la realización de la justicia en un contexto de reconciliación. Desde hace varios años he experimentado un proceso de encuentro con el Señor y he vivido profundamente mi compromiso con la fe cristiana, y por eso, dentro de mis posibilidades quiero ser fiel con los dictados de mi conciencia (p. 342).

los jueces ante los desacatos de los oficiales. Esto es posible porque en Chile nuevamente impera el Estado de derecho. Con este espectáculo Luz Arce ve confirmado su triunfo y su liberación -el tiempo ya no puede retroceder: Mientras les escuchaba mentir de manera tan descarada y pasado el nerviosismo del primer impacto, un nuevo sentimiento de temor tendió a inundarme. Pero luego de respirar muy hondo, me acomodé en el sillón y supe que en cada uno de estos careos lo importante, la verdad, la justicia parece no existir, pero yo he ido encontrando algunas respuestas, sé quién soy, no he guardado ni la más mínima intimidad. Y supe que ellos en su mirada hacia mí entre hosca, molesta y evasiva, sólo están evidenciando que también saben quién soy. Una de sus víctimas expresando un fragmento de verdad. La que ellos ocultan, que no pueden, o no son capaces de decir. Y supe que estaba, por fin, comenzando a vencer el miedo que hasta esos días todavía se acercaba merodeando como un fantasma. Supe también que mis sentires son legítimos, como los de los demás sobrevivientes (p. 362).

MONUMENTOS SUBLIMES

Luz Arce termina su testimonio con estas palabras: «El país tiene que rescatarse a sí mismo y enfrentar su verdad para poder dejar en el pasado lo que pertenece a éste, y pensar y construir un futuro libre del olvido o la mentira. Me doy cuenta que yo necesité hacerlo. Fue importante, fue indispensable para poder decirme otra vez: mi nombre es Luz, Luz Arce» (p. 387). El párrafo implica una ruptura con la situación comunicativa que hasta ese momento había estado enmarcando el relato: súbitamente Luz Arce deja de ser la pecadora confesa que ha estado guiando al lector por los laberintos del infierno. Ahora vuelve su rostro directamente a la nacionalidad chilena y la emplaza con un gesto de gran audacia: hace una estricta analogía metafórica entre la experiencia personal de Luz Arce y el sentido general de la experiencia colectiva chilena durante la dictadura. Con ello la especificidad de una identidad individual antes anónima es violentamente elevada a la categoría de universalidad histórica nacional. La violencia de este desplazamiento es característica de los procesos de construcción de monumentos. Estos instalan en el panteón nacional 73

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a los individuos que, por haber quedado involucrados en sucesos de relevancia colectiva, se transforman en una especie de espejo de la historia comunitaria. Los monumentos también se constituyen como imperativo ético que obliga a la comunidad a contemplarlos y reconocerse en esos individuos si desea mantenerse como entidad cohesionada y coherente. Llegar a este reconocimiento requiere un intenso trabajo de negociación colectiva del significado simbólico de esos individuos y sucesos. Como está en juego la cohesión comunitaria, las negociaciones en torno a individuos monumentalizables queda indefectiblemente marcada por la mala fe. Recordemos que Jean-Paul Sartre se refería a la mala fe, a la mala conciencia, como el juego de ofuscamiento y olvido voluntario y consciente de aspectos importantes de los conflictos que han puesto en peligro una relación necesaria, ineludible e inevitable. En el imperativo de mantenerla, con el paso del tiempo, las apariencias creadas por ese olvido parecen coincidir con la verdad esencial de los sucesos y luego la reemplazan como si fueran objetividad irreductible, a pesar de distorsiones claramente míticas. En la reconstrucción de la memoria histórica los monumentos deben ser rescatados de la mala fe. Ello requiere una actitud irónica ante los monumentos. Por una parte, es preciso reconocerlos como manifestación concreta y material de la mala fe. Pero, a la vez, debe aceptarse el valor histórico de esa concreción: ésta es producto histórico estimable porque da fe de la forma en que los seres humanos negociaron el sentido simbólico de su comunidad en una época de crisis catastrófica. Una actitud siempre alerta ante la mala fe recupera el valor monumental entendiéndolo arqueológicamente, como punto de confluencia en el tiempo y en el espacio, en que se concentró y todavía se mantiene en la memoria histórica la tensión de todas las fuerzas conflictivas de una época, en su intento por llegar finalmente a un reacomodo para la reconstrucción comunitaria. Servir de punto de concentración simbólica de fuerzas sociales en terrible pugna convierte a los individuos monumentalizados en figuras esencialmente sacrificiales. Aun contra su voluntad, y aun en caso de triunfar los proyectos sociales que representan, deben exhibirse como carne analógicamente desgarrada por los traumas emocionales, intelectuales y físicos experimentados por toda la comunidad. Con su sacrificio ofrecen a las generaciones siguientes un espacio de meditación y conmemoración de victorias y derrotas en que ceremonialmente se refuerza la vigencia de identidades colectivas. Con ello el sufrimiento de una época

queda reelaborado como reliquia sagrada, reliquia que señala y ofrece interpretaciones que permiten la supervivencia de los mitos nacionales. Lo extraordinario del testimonio de Luz Arce está en que ella misma se ofrece a la comunidad chilena, ahora y en el futuro, como figura monumental y sacrificial. Constantemente y sin tapujos recuerda al lector su calidad de prisionera por una causa política derrotada, su identidad de puta y de traidora quien, sin embargo, puede revelar una verdad oculta. Esta automonumentalización es un ofrecimiento megalomaníaco que la comunidad chilena -en especial su sector de Izquierda- podría negarse a aceptar. No obstante, en la negación hay un riesgo, así se perdería la ocasión de profundizar en el significado de una experiencia histórica. Luz Arce misma invita a clausurar la opción del rechazo echando mano de su conversión al cristianismo e invocando la exculpación en una sapiencia milenaria que quizás encontró en sus estudios de Teología. Titula uno de los acápites finales de su relato citando a uno de los padres de la Iglesia, Agustín de Hipona: «¿Cómo odiar al que mañana puede ser mi hermano?». Para mayor abundamiento, en el comienzo del acápite afirma: «Misteriosos son los caminos de que se vale el Señor. La conversión de alguien que como yo mucho lo ha ofendido, no es un mérito personal. Es una prueba más del señorío y grandeza del Padre Bueno, para quien nada es imposible». Planteado así el problema, ¿podríamos nosotros ser tan canallas y miserables como para negarle a Luz Arce nuestro perdón de simples seres humanos? Sin embargo, el principio de atenerse a una actitud irónica ante lo monumentable descarta un enjuiciamiento como el anterior. Entrar en juicios de cargo o descargo no es la mejor manera de aprender de una voz testimonial. Parece más cuerdo buscar un entendimiento de las fuerzas contradictorias que convergieron en la vida de Luz Arce para elevarla a una condición de extraña vida ejemplar. En cuanto a escenario histórico, consideremos que el programa de transición al socialismo propuesto por la Unidad Popular no se dio según un modelo marxista-leninista. A pesar de que la Izquierda echó mano de una teorización y de una retórica leninista, no las concretó en lo sustancial, es decir, en los preparativos efectivos para la conquista y afianzamiento militar del poder. En esto influyó una concepción de la historia chilena generada por un régimen estatal anterior que se ha llamado Estado de Compromiso. Este imperó en Chile entre las décadas de 1940 y 1960 y fue cimentado con el proyecto nacional de industrialización sustitutiva de la importación. El término «compromiso» señala, en parte, que el proyecto generó

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un estilo de transacción política clientelista, en que predominaban acuerdos «amigables» para la concesión de granjerías económicas y empleo en una burocracia estatal improductiva enormemente inflada. La alta burocracia de algunos gobiernos del período alcanzó renombre por su corrupción. Este clientelismo político tomó imagen de «tradición democrática», con apariencias de tener fuertes raíces en la cultura política chilena. La Unidad Popular confió en que esta «tradición» mantendría el respeto por la Constitución e impediría el quiebre de su institucionalidad en la transición al socialismo. Hacia el tercer año de este gobierno, tanto la economía como la negociación política estaban catastróficamente desquiciadas.Reconociendo lo insostenible de la situación, días antes del golpe militar del 11 de septiembre de 1973, el Presidente Salvador Allende anunció su intención de proponer un referendum nacional sobre la continuidad de su gobierno. Su propósito fue malogrado por una intervención militar de signo político desconocido. El gobierno militar no se inclinó por un rápido retorno a la democracia, como era la expectativa general de los sectores políticos, sino por la refundación de la economía, de las relaciones sociales y del orden político según concepciones neoliberales. A su juicio, entonces, eran «más importantes los objetivos que los plazos». Durante los primeros meses, el gobierno militar exhibió públicamente un poder incontrarrestable. Cientos de tropas y vehículos bélicos ocuparon instalaciones estratégicas y controlaron toda vía de comunicación en el país. Utilizando el caos inicial, los mandos militares medios liquidaron físicamente a quienes pudieron organizar una débil resistencia. Pretextando excesos de fuerza por oficiales subalternos, y justificándolos con el caos del momento, comenzó la eliminación más selectiva de cuadros políticos de la Izquierda. Mientras tanto, Tribunales de Guerra especiales dictaban sumarias sentencias de muerte contra líderes de la Unidad Popular. El testimonio de Luz Arce ilustra las formas con que la Izquierda intentó la reorganización clandestina. Para la autoridad militar, ese clandestinaje implicaba una filtración y enmascaramiento de los cuadros políticos a través de los tejidos más finos de la cotidianeidad. La movilización de fuerza militar masiva no era, por tanto, la mejor arma para neutralizarla. Se requería un sistema de detección y eliminación más puntual y especializado. Este quedó estructurado a fines de 1973 con la creación de la DINA. Las directivas secretas de operación de la DINA permitieron violaciones sistemáticas del artículo 3, común a los Convenios de Ginebra y a sus Protocolos Adicionales pertinentes a la protección de las personas

en épocas de conmoción interna. Chile había ratificado los Convenios de Ginebra muy anteriormente. Según el artículo 3:

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En el caso de conflicto armado sin carácter internacional y que surja en el territorio de una de las Altas Partes contratantes, cada una de las partes contendientes tendrá la obligación de aplicar, por lo menos, las disposiciones siguientes: 1. Las personas que no participen directamente en las hostilidades, incluso los miembros de las fuerzas armadas que hayan depuesto las armas y las personas que hayan quedado fuera de combate por enfermedad, herida, detención o por cualquiera otra causa, serán en toda circunstancia tratadas con humanidad, sin distinción alguna de carácter desfavorable, basada en la raza, el color, la religión o las creencias, el sexo, el nacimiento o la fortuna, o cualquier otro criterio análogo. A tal efecto, están o quedan prohibidos en cualquier tiempo y lugar, respecto a las personas arriba mencionadas: a) los atentados a la vida e integridad corporal, especialmente el homicido en todas sus formas, las mutilaciones, los tratos crueles, torturas y suplicios; b) la toma de rehenes; c) los atentados a la dignidad personal, especialmente los tratos humillantes y degradantes; d) las condenas y ejecuciones efectuadas sin juicio previo emitido por un tribunal regularmente constituido, provisto de las garantías judiciales reconocidas como indispensables por los pueblos civilizados. 2. Los heridos y enfermos serán recogidos y cuidados. Un organismo humanitario imparcial, tal como el Comité Internacional de la Cruz Roja, podrá ofrecer sus servicios a las partes contendientes. Las Partes contendientes se esforzarán, por otra parte, en poner en vigor por vías de acuerdos especiales la totalidad o parte de las demás disposiciones del presente Convenio. La aplicación de las disposiciones precedentes no tendrá efecto sobre el estatuto jurídico de las Partes contendientes. Lo transcrito sirve de medida para comprender la magnitud de los efectos de la suspensión del Estado de derecho que comenzó la práctica sistemática del terrorismo en Chile. Sobre la cultura cívica, los efectos de esta suspensión equivalen a un cataclismo. Implican que súbitamente quedan canceladas las directivas

legales y orientaciones acostumbradas con que los individuos han estado construyendo su estilo de vida, según su situación dentro de la estructura de poder. Justificándose con el imperativo de la supervivencia del Estado nacional, las burocracias represivas designadas para el disciplinamiento de la sociedad civil actúan de acuerdo con una lógica desconocida para la población. Por esta razón, las rutinas de la vida cotidiana asumen un aspecto particularmente melodramático: fuerzas desconocidas, actuando desde la oscuridad y el anonimato, intervienen para socavar los sentimientos de seguridad que antes entregaban los espacios más transitados y conocidos. El rumor, el temor y la desconfianza crean una sensibilidad colectiva altamente paranoica. Nada ni nadie es o está seguro. Todo es sospechoso y sospechable. La suspensión del Estado de derecho es la matriz generadora de las tensiones históricas que gravitaron sobre la vida de Luz Arce como para hacer de ella un caso ejemplar. Con la suspensión del Estado de derecho en Chile, el régimen militar buscó la pasividad política de la población para cumplir con su gran estrategia de refundación nacional. Ello requería operaciones psicológicas para estigmatizar y aislar a los cuadros clandestinos de la Izquierda. Luz Arce da testimonio de la efectividad de la DINA: «... día a día comprobaba que las puertas se iban cerrando. Aquellos que tan sólo suponían que uno podía continuar activa en algún partido político de izquierda, pasaban agachando la cabeza, ocultando la mirada. Comencé a sentir que tenían razón. Mi presencia era peligrosa para aquellos que conocía, pero sobre todo para mi familia» (p. 49). Sus palabras apuntan al mayor triunfo de la DINA en su campaña de desactivación política: quedó desmantelado el concepto de «vanguardia política», elemento clave en la actividad política marxista-leninista. Este concepto otorgaba representatividad y legitimidad a los partidos de la Izquierda en la medida en que, desde las bases de la sociedad civil, adhirieran a él sectores que reconocían el proyecto revolucionario como la única alternativa para una mayor democratización de la sociedad. Aislar y estigmatizar a los cuadros políticos significaba, por tanto, destruir la credibilidad política de la Izquierda. La radicalidad de este triunfo de la DINA queda comprobada con el hecho de que, más adelante, importantes núcleos de intelectuales de Izquierda hicieron suyo el cuestionamiento del concepto «partido de vanguardia» llevando, por último, a la ruptura de la Unidad Popular. Los intentos de reivindicar el concepto encontraron un díficil asidero sólo a partir de las grandes protestas nacionales iniciadas en mayo de 1983 y la adopción de la lucha armada por el Partido

Comunista ese mismo año. Hasta fines de la década de 1970, entonces, cuadros clandestinos como Luz Arce se vieron reducidos a la categoría de parias intocables. Y es precisamente este aislamiento lo que expone a la mirada la gran paradoja con que se exhiben ante el imaginario simbólico nacional las implicaciones de la suspensión del Estado de derecho en Chile hasta 1978. La paradoja está en una desproporción evidente: la enorme magnitud del terror inducido en la sociedad civil no guarda proporción con la cantidad de personal militar utilizado. Sus operaciones de represión ilegal crearon los condicionamientos para los profundos cambios sociales que impuso el gobierno militar. Sin embargo, quizás no pasen de cincuenta los funcionarios que han alcanzado una notoriedad casi mítica en los testimonios de prisioneros sobrevivientes de los cuarteles más conocidos de la DINA y del Comando Conjunto. Tanto el cuartel Yucatán como el cuartel Ollagüe eran, en realidad, antiguas residencias de clase media acomodada de reducida planta física. Tampoco el tamaño mucho mayor del cuartel Terranova -la antigua Villa Grimaldi- guarda proporción con los efectos psicológicamente desquiciadores que pudo irradiar. De manera indirecta, Luz Arce hace referencia a esta paradoja: «La Dina asesoró al régimen en casi todas la áreas de gobierno y con un puñado de hombres allanó, robó secuestró, torturó, mató e hizo desaparecer a personas» (p. 276); «Quizás para alguien no implicado y comparando lo ocurrido con la violencia generalizada [hacia los días finales de la Unidad Popular], el asunto pueda parecer menor. Lo terrible es que el sistema represivo logró eficazmente que el horror pasara como si nada» (p. 386); «En su período de mayor auge la DINA se convirtió en una institución enorme y difícil de controlar, la mayoría del personal estaba dedicada a funciones de apoyo a la gestión [militar]. Los funcionarios involucrados directamente en las acciones delictivas fueron menos. Con la información de que se dispone hoy, es factible darse cuenta que el coronel [Manuel Contreras] compartimentó la cúpula real de la DINA. Los funcionarios de mayor lealtad y que ejercían cargos ‘públicos’ para el personal de la DINA estaban aparentemente desconectados de la planificación de aniquilamiento, asesoraban y planificaban junto con el coronel aquellas acciones de las cuales hoy se tiene conocimiento y que incluyen asesinatos y maniobras de encubrimiento de los mismos, tanto en Chile como en el exterior» (pp. 279-280). La preparación psicoideológica de Luz Arce para enfrentar este cataclismo cultural fue inadecuada. En un país como Chile, sin una historia continua de décadas de esfuerzos revolucionarios organizados paramili-

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tarmente a través de muchas generaciones (como la historia de Cuba o Nicaragua, por ejemplo), la integración de Luz Arce al Partido Socialista respondió a esa «tradición» de amiguismo clientelista del Estado de Compromiso. Aunque Luz Arce no tenía antecedentes políticos, un amigo rompió las reglas mínimas de seguridad con el acto de conseguirle un puesto en el aparato armado del partido. Por supuesto, se trataba de un acto de solidaridad que en otra ocasión habría sido loable, ayudar a una amiga luego de un divorcio en que terminó arruinada. Pero se trataba de una solidaridad que las circuntancias convertían en un acto profundamente perverso. Esto se comprueba con una ironía: fue ese mismo amigo quien entregó a la DINA los antecedentes de Luz Arce. Mayor irracionalidad cometieron los jefes socialistas que la contrataron. Por su especialización paramilitar y su naturaleza secreta, su empleo tuvo, más bien, un carácter técnico, no político. La compartimentación inevitable tampoco pudo entregarle una experiencia política práctica, entendida ésta como activismo en estrecho y amplio contacto personal con las bases del partido. Luz Arce trató de compensar su inexperiencia de manera libresca, de acuerdo con el racionalismo de su personalidad, con lecturas del marxismo-leninismo programadas por uno de sus jefes y amigo. René Basoa, Carlos Fedor Flores y Miguel Estay Reyno (el «Fanta»), del aparato militar de las Juventudes Comunistas, son casos similares al de Luz Arce e indican que esa falta de contacto personal, cotidiano, cercano, cara a cara con personas que se han entregado a una causa política común, condiciona un distanciamiento cerebral en la evaluación de las consecuencias humanas de la delación y la traición. En situaciones límite como el arresto, tortura y amenazas de muerte por la DINA, la posibilidad de quiebre y colaboración toma visos de opción estratégica fría y racionalmente sopesada. El racionalismo de Luz Arce en su lucha por la supervivencia corresponde a este perfil. La máxima «elegí vivir» con que Luz Arce racionalizó su colaboración con la DINA muestra una inconsecuencia moral si se consideran los efectos psicológicos que tuvieron sobre ella las torturas y muertes de que fue responsable directa o indirectamente. Aunque Luz Arce elevó la vida como valor supremo para sí y para su familia, en los hechos prácticos no lo reconoció para los otros. Una persona de tal inteligencia no podía desconocer esta contradicción al presenciar la faena diaria de interrogación, tortura y muerte. Sin embargo, el imperativo racional de sobrevivir ciertamente condicionaba algún grado de acomodo psicológico, de mala fe. Al respecto hay un pasaje clave:

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Parece raro, pero es verdad. Ni en los mayores instantes de lucidez se me ocurrió pensar o tratar de averiguar cómo desaparecían los compañeros. No lo entiendo. Me doy cuenta de que muchas cosas que me pregunto hoy, no estaban dentro de las formulaciones que entonces me hacía. Hay personas que me han dicho: ¿No se te ocurrió decir no?, y yo me doy cuenta de que no. Y la razón es muy simple:¿Decir que no a qué? No me violen, no me pregunten eso, no me torturen, no me transformen en basura... ¿No a qué?, ¿acaso alguna vez me preguntaron algo? Me refiero a que no hay nada que yo hubiera decidido en base a una pregunta y unos momentos para pensar. No, no fue así... (p. 134). La mala fe de la respuesta está en que Luz Arce elige desconocer el verdadero sentido de la pregunta. «¿No se te ocurrió decir no?» no es una pregunta vacía de significación. La pregunta realmente explora una cuestión de fondo que Luz Arce escamotea: ¿por qué no elegiste morir en vez de delatar a compañeros? El escamoteo expone la ausencia de una ética militar en Luz Arce, otro aspecto de su preparación política inadecuada. Si esa ética hubiera estado a la mano, Luz Arce tuvo que haber elegido la muerte. Esta observación apunta a otro aspecto de las condiciones generales en que la Izquierda chilena asumió sus responsabilidades revolucionarias, antes y durante el período de la Unidad Popular. Hasta el momento del golpe militar la Izquierda chilena había asumido la teoría leninista en lo intelectual y no en lo existencial. Ninguno de los dos grandes Partidos de Izquierda -el Comunista y el Socialista- hizo esfuerzos por crear una sensibilidad entre sus militantes y cuadros para hacer que el activismo político legal dentro de la institucionalidad burguesa tuviera una continuidad expedita con la opción de usar la violencia militar en las coyunturas apropiadas (7). La opción militar fue más bien relegada a la compartimentación en grupos secretos, de carácter técnico y no político. Entre la militancia del Partido Comunista, estos grupos tuvieron una imagen del todo ambigua: por una parte, el trabajo de estos cuadros técnicos parecía corresponder cabalmente a la mística revolucionaria y por ello gozaban de prestigio; pero a la vez quedaban estigmatizados porque su acción respondía a una lógica de difícil entendimiento para quienes no estuvieran involucrados. Debe considerarse, además, que esos grupos técnicos tuvieron una función muy reducida: la de proteger al liderato y la propiedad de los partidos, no la de crear una fuerza militar preparada para intervenir en coyunturas políticas cruciales 82

como el golpe de Estado de 1973. Dentro de esta demarcación, Luz Arce aparece como caso paradigmático. La preparación existencial de un cuadro que asume integralmente lo político y lo militar implica una dualidad que marca la esencia misma de la identidad revolucionaria: por una parte, el cuadro es un ser-para-lavida en cuanto se lanza en una trayectoria utópica con la esperanza de participar en la creación de un orden social más humano. Por otra, en cuanto al uso de la violencia revolucionaria, es un ser-para-la-muerte, la propia y la del enemigo. El ser-para-la-muerte supone la interiorización de una ética militar mínima. Mínima en cuanto a que, por lo menos, debe condicionar al cuadro en dos sentidos: considerar que la muerte es una posibilidad «normal» e ineludible; y también para hacer de su cuerpo y de su ser un instrumento de agresión y maniobra táctica. En el testimonio de Luz Arce, Lumi Videla, dirigente del MIR, partido numéricamente insignificante en la Izquierda chilena, aparece como ejemplo óptimo de esta ética militar. Ante estos antecedentes, rechazar la calidad de ser-para-la-muerte en un campo de acción voluntariamente asumido implica un burdo descontrapeso de la dualidad señalada. Se trata de una contradicción tan radical que lleva la mala fe a los extremos del absurdo -es inconcebible que una persona elija un proyecto vital de alto riesgo negándolo simultáneamente. Dicho de otra manera, es absurdo asumir deliberadamente un proyecto para-ser-heroico que a la vez quiere reducirse a la anonimia del ser-nada. Si la ética militar comentada es el perfil que corresponde a un revolucionario, es posible afirmar que Luz Arce asumió las tareas encomendadas por su partido durante el gobierno de la Unidad Popular como burócrata, no como revolucionaria. Su entrada al clandestinaje después de 1973 puede entenderse como la extensión de un autoengaño que la DINA clausuró violentamente: al rechazar su propia muerte como instrumento revolucionario, Luz Arce quedó violentamente enfrentada al absurdo de una elección anterior e ignorada, para-ser-nada. Esta intuición queda registrada en el testimonio con la repitición de los dos temas con que caracteriza su identidad y su trayectoria de colaboradora -el ser-mierda; el caminar-en-la-nada: Cada paso, cada lucha, cada día, internamente me iban achicando, reduciendo. Sentía que como ser humano me estaba jibarizando. Mis sentimientos habían llegado a ser tan básicos, tan primitivos, como precarias mis respuestas, y de pronto crecían dentro de mí y a coro me decían: «Somos lo único que tienes, lo que eres, y nos estamos 83

muriendo. Danos un espacio... «(p. 162). Estaba en tierra de nadie. Era como caminar por un desierto que tras cada loma y cima penosa y duramente alcanzada no develaba más que otro valle, más estéril aún que el anterior. No había caminos prefigurados. Sin barandas en que apoyarme, sin precedentes, sin historia o guía a las que recurrir, me sentía perdida, huérfana. Sin saber qué caminos buscar ni cómo construirlos. Si los había, no los conocía. No lograba verlos. Me repetía sin cesar: Luz, Luz, no importa, si no hay caminos , tendrás que construirlos. Si no existen las condiciones para ello, tendrás que crearlas. Iba por una cuerda floja donde todo límite era tan sutil que sólo una extrema racionalidad podía permitirme seguir adelante (p. 163). En conclusión, las tensiones sufridas por Luz Arce en medio del cataclismo cultural de la suspensión del Estado derecho en Chile hacen de su testimonio un diálogo entre tres voces: la razón culpable por los peligros que acarreara a su familia le dicta el imperativo de colaborar para la supervivencia, refugiándose en la máxima «elegí vivir». Por el contrario, manifestando fuertes y continuas dolencias psicosomáticas, su cuerpo le reitera la mala fe de su decisión, puesto que debió haber muerto si hubiera sido responsable ante una ética político-militar revolucionaria. La cultura de la Izquierda en Chile había sido incapaz de entregársela. En el infierno de la animalidad de la DINA, surge una tercera voz con la voluntad de refundar la existencia a largo plazo, visualizando un testimonio futuro para el que Luz Arce acumularía experiencia y conocimiento de las violaciones de los derechos humanos por el Estado. El surgimiento de esta voz tercera implica una catarsis primera que tiene dos efectos simultáneos: descarta la ficción de revolucionarismo; abandonado el autoengaño, revitaliza y reanima la expresión de una conciencia moral atrozmente mutilada y casi extinguida. Sin embargo, por un largo tiempo el proyecto de testimonio futuro no dejó de ser ficción. Se transmutaría en realidad solamente en la medida en que Luz Arce reuniera el coraje para ofrecerse públicamente como figura sacrificial que encarna una experiencia histórica que la comunidad chilena ha intentado ignorar. El coraje para ello lo obtuvo con su conversión al cristianismo. La irrupción de Luz Arce en el espacio público para declarar ante la Comisión de Verdad y Reconciliación marca el momento específico de la refundación existencial de Luz Arce sobre la base de la verdad intransigente. Más tarde, esta refundación es reiterada con el regreso a 84

Chile para declarar ante los Tribunales. Con ello, el sentido del testimonio de Luz Arce toma una modulación final, el potencial de la verdad para la catarsis colectiva sólo se realizará en la medida en que se construya la memoria histórica colectiva: «La experiencia de otros genocidios muestra que la elaboración del horror precisa décadas e involucra a varias generaciones. Por experiencia sé que la ilusión de borrar y empezar de nuevo no es factible, y que el pacto del silencio para anular y exorcitar el horror alimenta conflictos y resentimientos. Sólo recuperar la memoria, por muy triste que ésta sea, puede exorcizar ese infierno y preparar las condiciones de una reconciliación verdadera» (p. 387). Hasta este punto he hecho énfasis en el aspecto existencial del testimonio de Luz Arce. Desde ahora prestaré mayor atención al aspecto formal. Al respecto debe considerarse que El infierno no es un texto aislado, que pertenece a una serie de testimonios de prisioneros de la DINA durante el período 1974-1978. Considérense los títulos siguientes: * Carmen Rojas (seudónimo), Recuerdos de una mirista (texto de 98 pp., impreso, sin datos editoriales; sin fecha) * León Gómez Araneda, Que el pueblo juzgue (Santiago de Chile: Terranova Editores, 1987). Hay sólo un capítulo dedicado al tema. * León Gómez Araneda, Tras la huella de los desaparecidos (Santiago de Chile: Ediciones Caleuche, 1990) * Marcia Alejandra Merino Vega, Mi verdad. Más allá del horror, yo acuso... (Santiago de Chile: A.T.G., S.A., 1993) Todos ellos tienen características comunes en cuanto al modo en que establecen la situación comunicativa. La voz narrativa se erige como guía de un viaje figurativo por profundidades desconocidas, en que se revelará la realidad horripilante de los lugares secretos de interrogación y tortura de la DINA. La intención implícita de este viaje es mostrar que el modo verdadero de captar el significado de la dictadura militar no está en la observación de las rutinas cotidianas que se desarrollan en la superficie de un país engañadoramente quieto y normal. El receptor invitado a este descenso queda tácitamente configurado como representante de «la comunidad nacional» o «el pueblo» chileno que debe informarse de las consecuencias horrorosas de aquello que el régimen militar ha ocultado -su terrorismo. Tácitamente se pide a este receptor que enjuicie la inhumanidad de ese poder omnímodo (nótese el título Que el pueblo juzgue) . Este factor de denuncia y enjuiciamiento marca la estrategia narrativa privilegiando la acción informativa por sobre la iluminación del sentido existencial más amplio de los espacios y de las motivaciones de los personajes. Son muy escasos los esfuerzos por

hurgar en el microcosmos de la vida personal y de la sensibilidad íntima de militantes conocidos o anónimos y de los agentes de la DINA. A excepción del testimonio de Marcia Alejandra Merino -una de las colaboradoras con que Luz Arce conviviera- tal esquematización del relato es posible porque la voz narrativa se concibe a sí misma como ente que porta una verdad doctrinal indiscutible. Esta le da derecho a intervenir con frecuencia en el relato, acotando y dando opiniones que exaltan a mártires de la causa revolucionaria y denigran caricaturescamente a los agentes de la represión. Hay en todos ellos -incluyendo el testimonio de Marcia Alejandro Merino- un predominio de caracteres planos, deshumanizados, que existen solamente para alegorizar las fuerzas del bien y del mal político. Dada esta comunidad de características estructurales, se puede plantear que estos testimonios forman un género. Reconocerlos de este modo obliga a una lectura crítica de sus diversas manifestaciones para detectar aquélla en que el potencial genérico se haya concretado en el grado más óptimo. A partir de esta plenitud, luego sería posible configurar una matriz crítica, un «modelo ideal», a partir del cual y contra el cual se podrían discutir las características de otros textos que se abocan a problemáticas similares. En este sentido, es indiscutible que, hasta este momento, el potencial de representación de visiones de mundo de este tipo de relato ha alcanzado su mejor concreción en el testimonio de Luz Arce. El aspecto distintivo de El infierno está en que, para Luz Arce, en el cautiverio ya era inválido e ilegítimo asirse a las certezas doctrinarias y dogmáticas que todavía animaban el relato de otros testimoniantes. Como «traidora y puta» ya no podía interpelar al «pueblo», actor de «la historia». Como figura sacrificial, sólo podía dirigirse a la «comunidad nacional» para pedir su comprensión. Esto afirmó en el relato de Luz Arce el temple de ánimo de honestidad necesaria para revelar sus incertidumbres personales, las vulnerabilidades, las claudicaciones, las contradicciones y los sufrimientos de su servidumbre. A su esfuerzo por ser honesta se suma el hecho de haber escrito después de convertirse al cristianismo. Con esta conjunción, la aspiración a redimir su propia humanidad no podía dejar de derramarse hasta los personajes aun más despreciables. Luz Arce llega a perdonar y a acercarse a algunos de sus torturadores. Con este ejemplo, Luz Arce dirige a la comunidad nacional la petición de un juicio flexible, en que la apreciación e interpretación de lo ocurrido no arrastre inevitablemente al refuerzo de posiciones dogmáticas. En el mismo arbitrio formal del viaje figurado a través de las profundidades

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demoníacas está implícita la apología de un juicio flexible. El lector no puede sino tratar -quizás infructuosamente- de revivir y compartir en su imaginación la experiencia de moverse en espacios en que quedó cancelada toda regla sana de juego y transacción social. En momentos en que el fin de la Guerra Fría ha llevado a un duro cuestionamiento de las verdades al parecer inamovibles de las grandes narrativas científicas de redención humana, esta exploración de la incertidumbre tiene mayor vigencia que la reafirmación de los antiguos dogmas políticos que movilizaron a la Izquierda chilena. No obstante, por mucho que se eche mano del perdón cristiano para nuestra edificación moral, después de tanto daño el lector no puede escapar del horizonte de pasiones desatadas por la lectura del testimonio -el asco ante los espacios de animalidad creados por las Fuerzas Armadas en nombre de los valores excelsos de una épica de salvación nacional; la demanda de castigo dicha entre dientes por atrocidades que ofenden los valores más básicos de dignificación del ser humano. Si la lectura está marcada por una simpatía hacia la Izquierda derrotada, a lo anterior se agrega la sospecha de que la demanda de justicia quizás esté contaminada por la mala fe de una «traidora y puta» que ahora tiene la audacia de asumir una máscara de probidad ética. Estos impulsos contradictorios generan tal intensidad dramática en la recepción de El infierno que la acción, los espacios y los personajes se complementan orgánicamente para mostrar a seres humanos en la más contradictoria riqueza de su identidad de tales seres humanos. Reconozcamos, por tanto, que el entendimiento de un artefacto como este, tan cargado de energías contradictorias, no puede lograrse con unas pocas lecturas. Y, al adentrarnos en cada una de ellas, como lectores confesemos que, detrás de las pasiones morales y políticas que el texto pueda despertar, también se desliza un placer culpable, precisamente exacerbado por la culpabilidad -el placer de que, protegidos en la seguridad de nuestro hogar, cómodamente sentados, quizás con un trago a la mano, contemplemos con fascinación las aventuras de revolucionarios encerrados en un espectáculo de vergüenza hipócrita, en que la autoridad militar permite que las disciplinas de la civilización «occidental y cristiana» se distiendan suficientemente como para dejar que afloren impúnemente los sadismos y los masoquismos más perversos, precisamente en defensa de la civilización «occidental y cristiana». Es posible que en las primeras lecturas de El infierno todavía prevalezca la indignación moral y nos mantengamos fieles a la seriedad

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que se espera de un jurado que emitirá un juicio histórico en nombre de la «comunidad nacional». Pero quizás en las lecturas siguientes la preocupación ética se encallezca y decidamos disociarnos del trasfondo histórico para prestar mayor atención al artificio con que Luz Arce armó una historia fascinante y bien contada. Una vez en esta pendiente, quizás más tarde nos sintamos animados para optar por una lectura analógica al romance turístico, es decir, seremos rescatados del aburrimiento de nuestra rutina cotidiana contratando un viaje que nos transportará a espacios que, imaginariamente, nos expondrán a múltiples aventuras, pero tendremos la promesa de que el peligro sólo destruirá a los personajes involucrados, nunca a nosotros. O quizás nos inclinemos por una lectura detectivesca, que trate de sorprender a Luz Arce en sus momentos de mala fe más flagrantes. O quizás optemos por leer El infierno como grand guignol surrealista: es decir, se escenificará ante nosotros la sospecha de que somos hipócritas al confiar en la majestad de la ley para domesticar al ser humano; todo poder de regulación social es realmente energía sexual sublimada; si se nos dieran las garantías de seguridad necesarias, no tendríamos empacho en transformar esa energía y convertirla en gozo de las mutilaciones más horripilantes como si fueran obras de arte. Y, una vez ubicados en esta perspectiva, podríamos proseguir haciendo una doble lectura feminista: una que, a partir del machismo imperante en las Fuerzas Armadas, explore el sentido del poder patriarcal en su violencia milenaria contra la mujer; otra, que cuestione un hecho inquietante: fueron muchos los hombres que traicionaron, delataron y colaboraron, pero la atención pública se ha concentrado sólo sobre dos mujeres, Luz Arce y Marcia Alejandra Merino, la «Flaca», las únicas personas que públicamente han reconocido su traición. Indicar algunas de las lecturas posibles apunta al hecho de que el texto porta tal sobrecarga de significaciones que es imposible enmarcar lecturas que lo restrinjan a la preocupación original de Luz Arce, la moral. Los hechos narrados en El infierno son de tal magnitud que, irónicamente, permiten un menú de lecturas capaz de rebotar contra el texto mismo y vaciarlo de significaciones estables. Sugiero que un texto como éste, tan inestable, pertenece a la genealogía estética de lo sublime. En buena medida, la matriz de lectura estoica que propongo, y que he desarrollado hasta ahora, está marcada por las implicaciones de la ética kantiana y de su relación con el concepto de lo sublime. En su Crítica del juicio Inmanuel Kant se refería a lo sublime como 88

un disturbio de la intelección de tal magnitud que afecta la comunicación de experiencias. Las causas de este disturbio pueden ser descritas como descomunales, monstruosas o colosales. Para Kant, el uso de tales adjetivos es válido cuando manifiestan el efecto de un poder totalmente subyugante. En los argumentos de este trabajo he conectado los efectos de ese poder con la suspensión del Estado de derecho conjugada con el reino del terrorismo de Estado. Es en relación a la suspensión del Estado de derecho que los sucesos narrados por Luz Arce responden al calificativo de descomunales, monstruosos y colosales. Según Kant, la reacción de disturbio ante ese poder afecta a ambos extremos del mensaje: en cuanto al emisor, su procesamiento en sistemas de representación simbólica; en cuanto al receptor, la interpretación de estos. Los hechos experimentados y comunicados son de tal magnitud que el entendimiento sufre serias dificultades en organizar la avalancha de tales estímulos en los esquemas usuales de representación de apariencias comprensibles. A pesar de todo, la imaginación debe cumplir con su tarea de representar la experiencia en padrones simbólicos inteligibles. Abrumado el entendimiento, la imaginación da un salto a un vacío metafísico para buscar apoyo en las ideas más estables de la razón. Se trata de un salto a un vacío porque la razón, al contrario del entendimiento, no se nutre de la experiencia sensible. Sus ideas son constructos formales que surgen para superar los límites cognoscitivos del entendimiento y la imaginación. La razón provee las ideas como hipótesis totalizadoras para guiar a la mente ante una realidad cuya esencia absoluta le es imposible conocer. Por tanto, estas ideas -por ejemplo, el bien y el mal absolutos, la libertad, Dios- no pueden ser objetos de representación que reemplacen a la experiencia sensible. No obstante, ante la magnitud monumental de lo experimentado, la imaginación debe perseverar en su cometido y, en su nexo con la razón, sufre un gigantesco inflamiento de la voluntad de representación. Con un aparato mental inadecuado, a partir de especificidades de la experiencia sensible inmediata, la imaginación, a pesar de ser consciente de sus límites, se ve impelida a la tarea imposible de representarlas y recepcionarlas según los criterios propios de un infinito metafísico. En éste, sin embargo, se juegan factores incomprensibles para la experiencia inmediata, como si fueran figuras finitamente aprehendidas, completas y totalizadas. La narración de El infierno y la recepción que se espera de ella están organizadas de este modo, en la medida en que el cataclismo de la

suspensión del Estado de derecho en Chile ha encontrado hasta ahora su mejor representación en los marcos de la experiencia individual de Luz Arce. Ante esta antinomia, la imaginación receptora sufre un desdoblamiento conflictivo: simultáneamente queda fascinada por la ilusión de entender una experiencia para la cual su mente no tiene formas que la hagan inteligible, y se atemoriza ante la incitación de instalarse en el terror de lo brutal e incomprensible. Es la ambigüedad conflictiva entre fascinación y repulsión lo que genera la multitud de lecturas posibles de lo sublime. La conciencia lectora reconoce que la magnitud de los hechos narrados es realmente cataclísmica y que, por respeto a la historia y a los Derechos Humanos, debe ser examinada; pero a la vez teme adentrarse en ellos para asumir personalmente sus implicaciones éticas. Por otra parte, la multiplicidad de lecturas posibles está también acicateada por condicionamientos tales como la naturaleza altamente subjetiva de la recepción de lo sublime, la relatividad de los valores culturales que condicionan su evaluación y, dado el papel que juega la razón, la educación moral y ética de quien emite los juicios. Según Kant, a diferencia de la aspiración universalista de los juicios sobre la belleza, es difícil aceptar la universalidad de los juicios sobre lo sublime. De allí la controversialidad de un testimonio como El infierno. Dada, entonces, la confluencia del placer, de la repulsión, de lo perverso, de lo moral y de lo ético en la recepción de lo sublime, es difícil estabilizar el sentido de las lecturas posibles de acuerdo con la parsimonia de la razón. Puede que una lectura emprendida por compromiso ético con el sufrimiento de seres humanos realmente disfrace una curiosidad morbosa; puede que otras lecturas también motivadas por la búsqueda del bien sean mecanismos de defensa psicológica ante la magnitud del sufrimiento que el lector es llamado a revivir. Las lecturas turística o detectivesca de El infierno pueden entenderse como dos formas de agresión para controlar el sufrimiento de la recepción. La lectura turística busca limitar el impacto intelectual y emocional de la peripecia reduciéndola a la categoría de mera aventura; la segunda deflecta ese impacto desacreditando la honestidad de la autora. Las lecturas feministas pueden entenderse como acto de indignación y de solidaridad de «hermanas» que protegen la imagen de una femineidad ideal, deflectando la responsabilidad moral de Luz Arce como individuo mediante el juicio contra un ente vaporoso llamado «patriarcado», rehusando reconocer que cualquier ser humano es capaz de cometer las más horrendas violaciones de Derechos Humanos. Puede que, en un acto de

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regresión infantilista similar a la contemplación de una película de terror, incluso lleguemos a sentir placer porque la lectura ha terminado. Delimitado un perfil genérico para el tipo de texto que nos preocupa, conviene señalar que la concepción ética en que Kant basa su noción de lo sublime también muestra aspectos metodológicos de importancia. En los argumentos que siguen será fácil reconocer que la interpretación ya ofrecida de las peripecias de Luz Arce en el cautiverio fue guiada por la concepción ética de Kant. Por lo tanto, más bien que repetir lo ya dicho, al hacer mis sugerencias metodológicas simplemente subrayaré algunos aspectos estructurales del testimonio. Kant arquetipificó al ser humano como ente ontológicamente constituido por la tensión conflictiva de tres elementos: su origen animal; la facultad racional que lo eleva por sobre los determinismos naturales de su animalidad y el imperativo de superación moral. Como lo demuestran las primeras etapas del cautiverio y servidumbre de Luz Arce, es evidente que ese arquetipo de la humanidad alcanza su mayor patencia en situaciones límite propias de los traumas sociales, potenciales o virtuales, con que está asociado lo sublime. Kant concibió la razón como una facultad que humaniza a los seres humanos por cuanto, de otro modo, su conducta estaría del todo sometida a las inercias de su animalidad -la autopreservación; copular para propagar la especie; concebirse como parte de un colectivo de seres semejantes. La autovaloración entregada por la razón es el primer impulso del ser humano a la libertad, a separarse de su animalidad. Así se dan las bases para la construcción de la cultura como orden comunitario, puesto que la autoestima lleva a los seres a compararse con otros y a buscar una relación de igualdad basada en el mutuo reconocimiento de su dignidad. La convivencia en la dignidad genera un respeto por la ley como incentivo fundamental y suficiente de la voluntad en la acción práctica. El ser se constituye como persona en ese respeto por la ley como incentivo fundamental y espontáneo de la voluntad. Este es el famoso «imperativo categórico» que Kant declara en Fundamentos de la metafísica de la moral : «Actúa sólo de acuerdo con aquella máxima que a la vez puedas desear que se convierta en ley universal»(8). El respeto de este tipo de máxima provee la objetividad normativa de la conducta para que se establezca la comunidad de los seres libres que son «un fin en sí mismos». Ya desde las «Palabras Preliminares» de su testimonio, Luz Arce hace eco de esta intención de buscar y adherirse a lo universal en cada ser humano:

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No estoy hablando de justicia o injusticia. Ni siquiera de perdón. He dicho que pido perdón pero no lo espero. Sí confío que en el fondo de cada ser, más allá de las cuestiones personales, hay un lugar donde radica la verdad. Confío en la responsabilidad de cada uno para enfrentar la propia historia. Yo lo intento, y esas otras historias que entrelazadas con la mía hacen que hoy Luz Arce no sea nadie confiable para afirmar su verdad, espero que algún día puedan converger, no para validar mi palabra, que eso no es lo más importante, sino para poder con dignidad reconstruir un tramo doloroso de nuestra memoria (p. 19). Luz Arce reitera así el tema de la reconciliación de los seres humanos convencidos de ser un «fin en sí mismos». Volveré a ello más adelante. No obstante el hecho de que la razón es el impulso radical que lleva a los seres a la libertad, como manifestación de libertad esa libertad misma puede ser ejercida para actuar pervirtiendo el respeto incondicional por la ley. Es decir, paradójicamente, el ser humano es libre aun para dañarse a sí mismo en su identidad de persona, ejercitando su libertad incluso para la autoperversión. El hecho es que la voluntad que se proyecta hacia un deseo proviene de una disposición anterior que tiende al cumplimiento del deber moral conformando una «voluntad buena». No obstante, la razón -la cual tiene preocupaciones estratégicas para la acción práctica que no necesariamente respetan la preocupación moral- puede responder a incentivos de debilidad, impureza o vicio que conforman una «voluntad mala». Esta se hace patente en las «razones de Estado» esgrimidas por la burocracia militar en sus violaciones de Derechos Humanos. De allí que Kant también afirme la radical e inextirpable propensión del ser humano a la maldad. Para Kant, entonces, la maldad no responde a una «naturaleza humana» incentivada por su origen animal, identidad, por tanto, inmutable a través del tiempo. Más bien la maldad responde a las raíces de una condición humana que se construye, se mantiene y se manifiesta en torno a las máximas morales que, para fundamentar su acción práctica, los individuos y los Estados integran a su conciencia, a su actuación y a su política social. Para Kant una «máxima es el principio subjetivo de acción y debe ser distinguido del principio objetivo, es decir, la ley práctica. La anterior contiene la regla práctica que la razón determina de acuerdo con las condiciones del sujeto (o a menudo su ignorancia o sus inclinaciones) y es por tanto el principio de acuerdo con el que 92

actúa el sujeto. La ley, por otra parte, es el principio objetivo válido para todo ser racional, y es el principio por el que debiera actuar, es decir, un imperativo» (Fundamentos, p. 38). La metodología implícitamente propuesta por la ética kantiana surge de esta valoración arqueológica de las máximas con que un ser monumentable, como Luz Arce, ha construido la poética de su existencia. Este fue el procedimiento seguido en la sección existencial de este trabajo, contenida en el capítulo anterior. La poética que dirige las peripecias de su existencia está guiada por la razón en cuanto ella está en un permanente proceso de organización y mantenimiento a toda costa de totalizaciones que orienten la experiencia. Estas totalizaciones se demuestran mediante máximas que quizás podrían haber considerado el bien para todo ser humano como imperativo universal tanto como responder a las debilidades de agendas del todo egocéntricas, enmascarándolas de universalidad. Por tanto, como entes que elegimos esas máximas, somos absolutamente responsables de las consecuencias morales de nuestras acciones. Luz Arce enmascaró su interés personal en la universalidad ética con su máxima «elegí vivir», impulso refrendado por la Declaración Universal de los Derechos Humanos proclamada por las Naciones Unidas en 1948. El artículo tres de este documento afirma que «todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona» (9). No obstante, en la acción práctica de Luz Arce esta máxima es demasiado cercana al darwinismo social, máxima preponderante en el espacio animalizado en que la sumiera la DINA. Por tanto, adoptarla fue para ella una derrota ideológica y política. Luz Arce reconoce esta responsabilidad al descartar todo tipo de autojustificación, asumiendo cabalmente el estigma de «traidora y puta». Las condiciones para su liberación ética se dieron más tarde, cuando reemplazó el «elegí vivir» por un «aquí hay una verdad que duele» (p. 19). Esa responsabilidad ética absoluta equivale a la tarea incesante de mantener nuestra condición de personas, aun en contra de las tendencias escépticas de la razón, en la medida en que la necesidad de evaluar y descartar esas máximas está con nosotros por toda la vida. Es decir, los seres humanos somos entes que en cada momento ejercitamos una libertad original en cuanto a que la elección que hagamos en un momento no condiciona fatalmente las máximas y acciones siguientes y futuras. Por tanto, no sólo somos entes absolutamente responsables de las consecuencias morales de nuestros actos. También somos seres que en cada momento tenemos la opción y la oportunidad de redimirnos del

mal. Es decir, la disposición a retornar al imperio de la ley como deber suficiente en sí mismo nunca nos abandona. Según Kant, aun contra las contingencias más atroces, en nuestra conciencia permanece una «semilla», pura, inextirpable e incorruptible, dispuesta al cumplimiento del deber moral. Luz Arce tiene repetidas intuiciones al respecto: «Mi alma estaba encerrada en una costra de cicatrices, desesperación y angustia, algo sólido como una coraza» (p. 161); «Fue tal mi obsesión por evitar que me invadieran absolutamente, que llegué a dejar de sentir los efectos del frío o del calor» (p. 160); «‘Llévense a esta huevona. No está quebrada. Aún tiene reservas mentales’ [...] Krassnoff sabía que me quedaban unas cuantas cosas propias aún. El no sabía cuán pocas...» (p. 162); «Sentía que como ser humano me estaba jibarizando. Mis sentimientos habían llegado a ser tan básicos, tan primitivos, como precarias mis respuestas, y de pronto crecían dentro de mí y a coro me decían: ‘Somos lo único que tienes, lo que eres, y nos estamos muriendo. Danos un espacio...» (p. 162). Kant atribuye una enorme importancia al uso efectivo de esa semilla postergada por una voluntad mala. Para él, revivirla es una «revolución», un «renacimiento», una «nueva creación» y un «cambio de corazón». Este renacimiento no es otro que la reconciliación del ser de moral pervertida por el «reino de los fines» (Fundamentos, pp. 51-52). Con ello Kant reitera el tema de la comunidad ideal de seres humanos unidos por la observancia del imperativo categórico, la ley universal -se trata de un sometimiento espontáneo al deber; es una tendencia que surge desde las raíces del ser como acto de libertad suprema, sin compulsión externa. Kant llama la atención sobre el hecho de que la comunidad de los fines se erije sobre una elegante ironía de la voluntad humana: «...la paradoja de que la dignidad de la humanidad como naturaleza racional sin fin o ventaja que ganar de por medio, y por tanto sólo por respeto por una idea, sirva como precepto inflexible de la voluntad» (Fundamentos, p. 57). Luz Arce termina su relato con la convicción de haberse reconciliado con esa comunidad ideal de los fines: «Yo estaba perdida, sólo que en el infierno. Tratando de salir he hecho muchas cosas, también escribir este libro. Sin embargo, no he trabajado para mí sola, tampoco lo he hecho sola. Con quienes me acompañan tenemos el sueño de que ese mar de todos se tiña de verdad, de justicia, de reconciliación»(p. 378). Podemos concluir, entonces, que El infierno es obra monumental en tres sentidos: en lo literario, porque, hasta ahora, representa la máxima expresión de su género; en lo existencial, porque revela a un ser humano en cuya existencia se cruzaron y reflejan de manera ejemplar todas las

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contradicciones de una coyuntura histórica crucial para la comunidad chilena; en cuanto a sensibilidad social, porque refleja, expresa y participa en la exploración de nuevas formas éticas de concebir la historia chilena. Mi intención es construir y proponer un modo de lectura de formas discursivas que han dado cuenta del gran cataclismo cultural chileno en torno a los aspectos fundamentales de esta monumentalidad. Desde los comienzos de este trabajo he propuesto que una práctica política en torno a la memoria histórica implica promover la discusión constante, a través de generaciones de chilenos, de toda forma de representación de la realidad motivada por la suspensión del Estado de derecho durante la dictadura militar. Ejercer el juicio en esa discusión requiere el trabajo previo de construcción de matrices simbólicas para que se visualicen y prevean las posibles permutaciones de las formas genéricas que puedan asumir esas representaciones a través del tiempo. Estas matrices deberían permitir el entendimiento de los elementos estructurales de la visión de mundo que caracterizan a cada género y su relevancia. Los argumentos expuestos ya permiten esbozar una matriz posible.

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Hay un significado no del todo subliminal en hablar de «una matriz de lo sublime» puesto que ha nacido de la elaboración del sufrimiento de una mujer. Brevemente, esta matriz, este vientre, se caracteriza como un salto descomunal, en que la significación de identidades y situaciones específicas es violentamente elevada a la categoría de monumentalidad. Ese desplazamiento es el resultado de traumatismos sociales extremos. Su impulso provino de la suspensión de las normas del derecho por un Estado terrorista. Esto generó situaciones límite que la burocracia militar hizo típicas entre personas activamente disidentes de la política estatal. Al no existir paradigmas en la experiencia común para evaluar las alteraciones traumáticas de identidades, hábitos, rutinas y de relaciones humanas, durante un período el único conocimiento cierto fue la evidencia del sufrimiento corporal, de la muerte, de la fragilidad de la cultura y de la civilización como hogar de la especie humana. La experiencia de lo sublime se dio con una radical y repentina alienación intelectual y emocional. Invalidada la experiencia concreta, el recurso a la razón se representa como un viaje imaginario, en que la experiencia traumática individual y específica es reelaborada y trasladada a una universalidad. Sin embargo, aunque al comienzo esa universalidad se sustente en categorías totalizadoras de la razón, en última instancia interviene un factor ubicado más allá de la razón. Es decir, aun la razón misma es insuficiente para restablecer la coherencia de un mundo traumatizado. Intervienen figuras míticas o divinas. La mente se desdobla para entrar en dimensiones sólo accesibles por medio de estados de conciencia alterada. El receptor del relato es llamado a revivir la experiencia traumática acompañando al narrador en ese viaje imaginario. Peregrinando juntos se da la reconstrucción simbólica de una comunidad dañada por el Estado, Estado que fuera creado para su protección, desarrollo y plenitud. En última instancia, ese viaje imaginario resulta ser la búsqueda de la sanidad individual y colectiva. De aquí en adelante discuto obras que merecen atención por la forma en que asumen y se responsabilizan de la catástrofe social iniciada el 11 de septiembre de 1973. Todas coinciden en una estética social de lo sublime y en los intentos por superarla. Son analizadas e interpretadas 96

En cuanto a su origen biográfico, el texto de Cristián Cottet es el más cercano a la matriz narrativa de Luz Arce. Se trata de una parodia del género épico organizada en XXXV Cantos en verso libre y dos Anexos. En ella Cottet elabora una poética a partir de la experiencia existencial de una militancia clandestina en el MIR. Se trata de un enorme esfuerzo

social y poético, pues pesa sobre el MIR la memoria de las antipatías y negatividades acumuladas a través de los años por el resto de la Izquierda chilena, por el régimen militar, por la Iglesia Católica, junto con la imagen terminal creada por disensiones internas después de una derrota catastrófica. Hasta ahora ningún líder «histórico» o intelectual del MIR ha elaborado esta experiencia político-militar, lo cual da al poema de Cristián Cottet una relevancia especial. Cottet ya militaba en el MIR durante el gobierno de la Unidad Popular y la mantuvo durante la dictadura militar. Fue detenido y torturado por la CNI en tres momentos cruciales para la Izquierda -en 1977, período de dispersión del MIR luego de su virtual destrucción; ese año, además, el Secretario General del Partido Comunista, Luis Corvalán, declaró públicamente que su partido se preparaba para integrar aun «la violencia aguda» a su línea política; en 1980, momento de apogeo de la Operación Retorno, es decir, la infiltración de personal paramilitar desde el extranjero con que el MIR trató de dar nueva coherencia a su lucha armada en Chile; en 1983, cuando se inician las grandes protestas nacionales convocadas por la Confederación de Trabajadores del Cobre; ese año también el Partido Comunista designa elementos de su Fuerza Militar Propia para formar el Frente Patriótico Manuel Rodríguez como guerrilla supuestamente independiente. El período de gestación, escritura y publicación del poema de Cottet quedó marcado por los serios reveses político-militares del MIR entre 1981-1984. En su pleno de junio de 1985 el Comité Central hizo un balance del alto costo en vidas acarreado por su estrategia, generando disensiones internas que se irían agravando. En su edición de abril de 1991, la revista Punto Final (Santiago de Chile), publicación largo tiempo asociada con el partido, informaba que «el rompecabezas del MIR lo componen [hoy] ocho grupos conocidos, ninguno de los cuales tiene realidad orgánica nacional ni capacidad política real» (p. 13). No puede comprenderse la elaboración épica de esa experiencia sin una reconstrucción de la trayectoria histórica de este partido. Desde su fundación en 1965, el MIR actuó con un profundo sentimiento de urgencia histórica. A pesar de la escasez de recursos humanos y materiales, el MIR buscó erigirse como alternativa revolucionaria armada frente a lo que sus ideólogos llamaron «la Izquierda tradicional» -es decir, los Partidos Comunista y Socialista. El MIR los acusó de un acomodamiento tal a los usos y negociaciones eleccionarias de la institucionalidad burguesa como para haber olvidado el deber fundamental de todo revolucionario: hacer la revolución en los hechos, no en la

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en cortos ensayos que se podrían pensar como fotografías en un álbum de familia. El grupo total muestra las semejanzas que le otorga el vientre del que provienen. Sin embargo, cada uno de sus miembros manifiesta características del todo individuales, que pueden fascinar tanto o más que el texto matriz de Luz Arce. Por tanto, en algún momento de la exposición que sigue puede que el lector quede atrapado en la problemática de un segmento y pierda la visión de conjunto. Se trata de orientarse en un laberinto. Si esto ocurre, recomiendo volver a la «Introducción» antes de continuar o, mejor aún, avanzar de inmediato a la conclusión final -«Política cultural de la memoria histórica»- y luego retomar la lectura.

PSICOSIS EPICA CRISTIAN COTTET Manifiesto un terrible descontento con ayer (1986)

palabra. En el acápite VII de la «Declaración de Principios del MIR», presentada en septiembre de 1965, en el congreso constituyente del partido, se lee:

El MIR realmente inició su fase activa hacia fines de 1967. La heterogeneidad ideológica de los grupos que lo constituían impedió una actividad concertada y disciplinada más temprana. Según el diagnóstico de uno de sus altos dirigentes, Edgardo Enríquez, durante esos dos años de intermedio desde 1965 el MIR no fue más que «una bolsa de gatos, de grupos, fracciones, sin niveles orgánicos mínimos, con predominio del más puro ideologismo, carente de estrategia y táctica y aislado de las masas»; «no logró superar la debilidad que había aquejado a los otros grupos que habían precedido en el intento de construir un partido revolucionario en Chile. Durante dos años, el MIR no logró ir más allá de un círculo de propaganda y discusión ideológica, sin lograr una base política de masas» (11). Fue el Tercer Congreso de diciembre de 1967 el que activó al MIR. Allí asumió la Dirección Nacional el grupo liderado por Miguel Enríquez, Bautista Van Schowen y Luciano Cruz. Con el control total de la Dirección y de dos tercios del Comité Central, se abocaron a la reorganización para la lucha armada. Se identificó a los estudiantes secundarios, a los universitarios y a los marginados urbanos y rurales como la masa más captable para el programa del partido. La «Izquierda tradicional»,

más bien interesada en influir el movimiento gremial y sindical, había descuidado estos sectores. Como factor diferencial, la formación de cuadros fue la tarea de mayor importancia. Se visualizaba una personalidad ideal de fe casi mística en la causa revolucionaria, «cuya entrega de sí mismo deberá ser total. La organización decidirá si un militante debe o no trabajar o estudiar, o donde habitar, etc.» (12). Los cuadros debían recibir el entrenamiento y el condicionamiento emocional para que en y desde las tareas en el frente de masas asignado pudieran deslizarse fácilmente por el registro de tareas que se esperaba de ellos: agitación callejera, propaganda y tareas militares, es decir, lo que eufemísticamente se llamaba «tareas especiales». La demanda de una entrega total fue lo que confirió al cuadro mirista ideal una identidad distintivamente revolucionaria. El resto de los partidos de Izquierda generalmente no alteraba la actividad laboral de la que provenían los militantes, como tampoco cambiaba su estilo de vida y su lugar de residencia. Se esperaba que en esos espacios consolidaran células desde las cuales se irradiaría la influencia del partido. Por eso se daba una especialización de tareas, sobre todo en lo militar. Como lo demuestra el caso de Luz Arce, lo militar tenía un carácter secreto estrictamente compartimentado. Por el contrario, la Dirección del MIR exigía que sus militantes -en su mayoría jóvenes de las clases medias medias y altas- pasaran por una profunda ruptura existencial. Al destacárselos a los frentes de trabajo, campamentos y poblaciones, por un largo período debían adaptarse a un entorno de cultura radicalmente diferente. Se esperaba que esta experiencia desdibujara la identidad originaria y los cuadros renacieran en una identidad revolucionaria. En este tránsito aprenderían a fundir y equilibrar finamente lo personal, lo político y lo militar. Considérese que esta formación debía darse en una sociedad sin ninguna tradición revolucionaria, lo cual creaba dos tipos de problemas: puesto que era imposible que la sociedad entregara los referentes necesarios para sustentar una sensibilidad acorde con la lucha armada, para acopiar esta mística los militantes debían bien aislarse en la autoreferencia de sus ghettos ideológicos y/o recibir entrenamiento en el extranjero, de acuerdo con tradiciones políticas sin arraigo en la historia chilena. Por otra parte, resultaba difícil que la opinión pública de la época entendiera fácilmente la problemática política del MIR puesto que carecía de criterios para evaluarla. Era imposible, además, que la opinión pública pudiera prever el impacto social de una «guerra justa» implícita en la política del

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Las directivas burocráticas de los partidos tradicionales de la izquierda chilena defraudan las esperanzas de los trabajadores; en vez de luchar por el derrocamiento de la burguesía se limitan a plantear reformas al régimen capitalista, en el terreno de la colaboración de clases, engañan a los trabajadores con una danza electoral permanente, olvidando la acción directa y la tradición revolucionaria del proletariado chileno. Incluso, sostienen que se puede alcanzar el socialismo por la «vía pacífica y parlamentaria», como si alguna vez en la historia las clases dominantes hubieran entregado voluntariamente el poder. El Mir rechaza la teoría de la «vía pacífica» porque desarma políticamente al proletariado y por resultar inaplicable ya que la propia burguesía es la que resistirá, incluso con la dictadura totalitaria y la guerra civil, antes de entregar pacíficamente el poder. Reafirmamos el principio marxista-leninista de que el único camino para derrocar al régimen capitalista es la insurrección popular armada (10).

MIR. Por esto es que las declaraciones de Miguel Enríquez, Secretario General del MIR, a Punto Final, a mediados de 1965, sonaban como disquisiciones esotéricas circuladas entre iniciados:

Esto ya augura el continuo desfase que sufrió el aparato mirista entre deseo y realidad, voluntad política y capacidad para implementarla y, lo más importante, el desfase entre mito e historia. A pesar de todo, estas disquisiciones tuvieron un resultado práctico en los Grupos Político-Militares (GPM). Como articuladores de las Unidades Básicas, los GPM formaron la estructura vertebral del MIR hasta 1977. El diseño psicopolítico de los GPM buscaba superar rápidamente la entrada tardía del MIR al juego político. La voluntad e iniciativa de los militantes para solucionar el trauma inmediato de las rupturas existenciales prometía el ahorro de años en la readecuación política de sus personalidades. La proyección continental que buscaba el liderato de la Revolución Cubana fue la influencia fundamental en la organización del MIR. A partir de 1967, con la formación de la Organización Latinoamericana de Solidaridad (OLAS), esa proyección se tradujo en cooperación práctica para la orientación de estrategias y tácticas en el trabajo de masas, en apoyo logístico para el entrenamiento paramilitar y en un suministro de armamento apropiado para la situación de cada país. En el Cono Sur latinoamericano esta fórmula había contribuido a la consolidación de grupos como el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) y los Montoneros (Argentina), los Tupamaros (Uruguay), el Ejército de Liberación Nacional (Bolivia). OLAS abrió una oficina en Santiago de Chile pocos meses después de su fundación y facilitó los contactos entre estos grupos armados. La atmósfera de rebeldía juvenil de la época también sirvió de acicate

en la configuración de estas alternativas revolucionarias. Hacia fines de la década de 1960, en diferentes países había estallado una serie de rebeliones juveniles que parecía augurar una nueva sensibilidad política mundial. Ella parecía desbordar los canales, lealtades y rigideces doctrinarias de la política partidista condicionada por la Guerra Fría. En esto sobresalieron los incidentes de mayo de 1968 en Francia; el enorme crecimiento y activismo del movimiento de oposición a la guerra en Vietnam en Estados Unidos; la protesta masiva que culminó en la matanza de Tlatelolco en la Ciudad de México; las apasionadas luchas por la reforma de las universidades chilenas. La reforma universitaria ya anunciaba la confrontación directa de clases sociales que pronto se aceleraría. Esta sensibilidad atribuía un desafío antiburgués a diferentes formas de comportamiento idiosincrático de la juventud de la época: la música rock servía de trasfondo a la «liberación sexual» y a la convivencia en «comunidades» que proclamaban su liberación de las figuras paternas y de todas sus proyecciones socio-políticas. La juventud estudiantil parecía ser la gran agencia de renovación histórica. Herbert Marcuse se convirtió en el gran ideólogo internacional de este movimiento. La política cultural cubana, a través de la revista Casa de las Américas y sus frecuentes congresos de intelectuales latinoamericanos, promovió con éxito la idea de un estrecho nexo revolucionario entre la vanguardia política y una vanguardia literaria de corte surrealista. Esto arrojó una aureola de enorme prestigio sobre las figuras del «boom literario» de los años ’60 y ’70 -Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa, Jorge Luis Borges, Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes, Juan Rulfo, José Donoso. La gran temática de su ficción -la historia de las burguesías latinoamericanas entendida como rituales satánicos decadentes, estériles e irrenovables- ayudó a conformar un imaginario social en que el orden burgués aparecía en sus últimos estertores, pronto a ser reemplazado por un orden revolucionario. En esta atmósfera se hizo notoria otra generación de literatos -Roque Dalton, Leonel Rugama, Paco Urondo, Juan Gelman, Rodolfo Walsh, por ejemplo- que realmente fundió en una misma expresión existencial su estilo de vida, su literatura, su militancia política y su trabajo revolucionario. Estos mitos transnacionales fueron un capital político adicional para el liderato del MIR. Las rebeldías universitarias fueron realzadas y acompañadas en Chile por el efecto emocional de la Nueva Canción y de sus grandes creadores e intérpretes -los hermanos Angel e Isabel Parra, Víctor Jara, Quilapayún, Inti-Illimani. La agitación política en y fuera de las sedes universitarias continuaba y se reanimaba en las peñas folclóricas.

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Hoy día y especialmente mañana, para una organización que pasa a la acción o que está en guerra un cierto número de cosas deben ser modificadas. Si los objetivos son los mismos las prioridades y los métodos son diferentes. El volumen relativo de tareas «especiales» deben aumentar enormemente. Las «tareas especiales» deben dejar de ser privativas de un sector de la organización para transformarse en el problema de la mayor parte del Movimiento. Las cuestiones políticas estarán estrictamente ligadas a las tareas especiales. Los cuadros «especiales» deberán ser políticos y los políticos pasarán frecuentemente por lo «especial». De la integración de lo político y de lo militar se hará una realidad» (13).

A la luz de las velas, con los mates aguardentosos y el vino caliente, la música y la recitación de poemas transformaba estas casonas del viejo casco urbano santiaguino en lugares románticos de reunión y discusión política. Allí los jóvenes se veían participando en una gran aventura en que nada parecía imposible para la astucia y el deseo revolucionarios. La expansión de la actividad teatral de izquierda más allá de los circuitos universitarios, los programas de alfabetización y trabajo solidario promovidos por colegios secundarios elegantes (el Saint George’s, por ejemplo), en que predominaba la Teología de la Liberación, conectaron a jóvenes intelectuales de las clases medias acomodadas con los pobladores marginales y comprometieron su conciencia ética. Esta atmósfera favoreció al nuevo liderato del MIR e influyó sobre él. Gradualmente, Miguel Enríquez, su hermano Edgardo y Bautista Van Schowen llegaron a un estilo político que, en las grandes ceremonias del partido, echaba mano de una teatralidad romántica para exhibir su mejor perfil, su apostura, virilidad, juventud y audacia, fotografiándose con un trasfondo y entorno de sombras, con ropaje negro, melenas largas, actitud y mirada resueltas. El MIR se lanzó a disputar la hegemonía en la Izquierda chilena con el tiempo en su contra. En un cálculo realista, el entrenamiento, la construcción, legitimación, prestigiamiento y solidificación tanto de los GPM como de la identidad alternativa del partido sólo se harían efectivas después de varias generaciones en un contexto de normalidad institucional. Por el contrario, los partidos Comunista y Socialista ya tenían décadas de experiencia y recursos materiales acumulados en cuanto a organización, dotación interna, clandestinidad y capacidad de activismo y organización de masas. Además habían hecho importantes contribuciones a la creación del imaginario cultural de grandes sectores de la población. Frente a estas ventajas, cualquiera relevancia que el MIR alcanzara se habría sostenido, en última instancia, sólo en el impacto posible de su política de lucha armada y la «mística» que se creara en torno a ella. Sin embargo, los cuadros político-militares todavía no estaban fogueados. En medio de una sensibilidad mítico-revolucionaria mundial y nacional, quizás la lección de mayor importancia que obtuvo el liderato mirista fue que podía modular una imagen de gravitación e influencia política desproporcionada en cuanto a la experiencia y recursos verdaderos del partido. Esto no sólo se evidenció en su continua polémica con el Partido Comunista de Chile para desacreditar su línea pacifista. El MIR había sido eficaz en el uso de tácticas de impacto publicitario. Entre ellas se contaban las audaces intervenciones en organizaciones

sindicales hegemonizadas por los partidos Comunista y Socialista para llevarlas a discutir declaraciones afines a su línea política. Un ejemplo fue el IV Congreso Nacional de la Central Unica de Trabajadores (CUT) de 1965. En medio de los delegados de novecientas organizaciones de base, veinte delegados del MIR pidieron que se modificara la Declaración de Principios constituyentes de la CUT proclamada en febrero de 1953. Largo tiempo se gastó en discutir el agregado de un párrafo retórico para declarar que «la única manera de barrer con el régimen burgués imperialista es a través de un movimiento insurreccional acaudillado por el proletariado a la cabeza de los campesinos y la clase media empobrecida» (14). En el frente estudiantil, el MIR solía dar gran publicidad a la formación de minúsculas organizaciones que parecían rivalizar con las de la Democracia Cristiana y de la «Izquierda tradicional» (15). La gravitación del factor tiempo en el MIR hizo crisis hacia 1969. Ese año estaba programada una elección parlamentaria. Al año siguiente terminaba la presidencia del demócratacristiano Eduardo Frei Montalva. Encuestas de opinión pública aseguraban el triunfo de la «Izquierda tradicional» -la Unidad Popular- con su candidato, el senador Salvador Allende. Esta situación planteó al MIR desafíos simultáneos difíciles de dilucidar. Por una parte, era del todo previsible una reacción de derechas para impedir la asunción del candidato triunfante. Por otra, si Salvador Allende accedía finalmente al poder, se afirmaría la desviación política comunista y socialista que causaba la mayor repulsa del MIR: «la ilusión reformista de modificar estructuras socioeconómicas y hacer revoluciones con la pasividad y el consentimiento de los afectados, las clases dominantes» (16). En la perspectiva mirista, tarde o temprano este error terminaría con un golpe militar para el cual la Izquierda debía prepararse. A la vez, la situación presentaba provechosas oportunidades para que el MIR realzara su perfil político. No obstante, a pesar de profundas discrepancias, el MIR también debía conservar alguna cuota de camaradería y lealtad hacia los otros sectores de la Izquierda, especialmente con Salvador Allende, quien siempre había mantenido relaciones cordiales con el liderato mirista. Andrés Pascal Allende, miembro de la Comisión Política del MIR, era su sobrino. Contrastar su perfil político con el «burocratismo eleccionario burgués» del resto de la Izquierda chilena impedía que el MIR se sumara a la Unidad Popular. Habría sido uno de los socios más débiles y su escasa influencia en las masas habría diluido su identidad. Por el contrario, ubicándose críticamente fuera de la Unidad Popular, tendría la oportunidad para hacerse más resonante y explotar la visibilidad de

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recursos militares desusados en la Izquierda. El distanciamiento crítico tampoco impediría cooperaciones coyunturales. Prueba de esto es la inteligencia entregada a la Unidad Popular antes del atentado contra el general René Schneider y, más tarde, la constitución del GAP, el primer equipo de seguridad personal con que contó el Presidente Salvador Allende, independiente de los cuerpos policiales . La premura del tiempo agrega otra dimensión significativa a la audaz y arriesgada decisión de llevar al MIR a la clandestinidad en diciembre de 1969. Desde ese momento el MIR tomó la responsabilidad de iniciar la lucha armada en el contexto de un Estado de derecho. Hoy en día, con una mejor apreciación del Derecho Internacional de Derechos Humanos, esa decisión parece inaudita. Aunque se podría argüir que el gobierno de Eduardo Frei usó fuerza excesiva para reprimir acciones de ciudadanos condenadas por la ley vigente -la matanza de pobladores en la Pampa Irigoyen en Puerto Montt, en 1969 , por ejemplo- no podría habérsele imputado una conspiración anticonstitucional para reprimir o eliminar sistemáticamente a sus oponentes que justificara el derecho a la rebelión reconocido por la Declaración Universal de los Derechos Humanos. La Dirección del MIR explicó y justificó el paso a la clandestinidad como necesidad estratégica, de acuerdo con un análisis de la situación internacional y nacional. Este análisis auguraba un aumento progresivo de la represión política por el gobierno democratacristiano (17). Desde la perspectiva actual -y respetando la base marxista de ese análisis- habría que cuestionar la garrafal desconsideración técnica de importantes mediaciones en cuanto al grado de libertad de acción política que se atribuía a la Democracia Cristiana. En ese análisis se percibía a la administración de Eduardo Frei como carente de una voluntad política propia y como simple instrumento mecánico de la política imperialista norteamericana empeñada en contener el avance del movimiento revolucionario latinoamericano. Los golpes militares en Brasil (1964) y Argentina (1966), además de la invasión de la República Dominicana (1965) parecían confirmar esta impresión. El MIR suponía que, en virtud de algún pacto secreto, el gobierno democratacristiano estaba comprometido a reprimir duramente la escalada del «movimiento de masas» en Chile. Esta consideración se apoyaba en el hecho de que, a partir de 1967, se había triplicado el número de huelgas; se habían realizado paros nacionales; se hizo frecuente la ocupación de empresas y sedes universitarias por trabajadores y estudiantes; se dieron atentados contra oficinas culturales y consulares de Estados Unidos y otros países capitalistas avanzados; proliferaron las confrontaciones callejeras con la policía. Por su parte, la

policía política había sido efectiva en el arresto de dirigentes gremiales, sindicales y estudiantiles, entre quienes se contaban dirigentes y militantes del MIR. La mano dura democratacristiana era interpretada como preludio al golpe militar que impediría el acceso de Salvador Allende a la presidencia de la nación. Junto con este diagnóstico, conviene considerar el provecho estratégico implícito en el paso al clandestinaje. Es obvio que éste provocaría una situación experimental que foguearía a los cuadros político-militares, ofrecería experiencias valiosas en la disposición de medidas de seguridad, permitiría la evaluación del comportamiento de los dirigentes y de las estructuras partidarias bajo condiciones represivas y, por último, consolidaría ya definitivamente la identidad política diferencial del partido. Las operaciones del MIR más publicitadas durante el clandestinaje fueron asaltos a bancos y empresas comerciales para obtener financiamiento, la organización y apoyo militar a la toma de terrenos públicos y privados para la construcción de campamentos de familias cesantes. En los asaltos, los cuadros miristas demostraron gran capacidad para explotar el elemento sorpresa y una ingeniosa teatralidad «robin-hoodesca» para desprestigiar a las fuerzas de seguridad y a los investigadores policiales. En estos operativos la dirigencia mirista hizo énfasis en participar personalmente. Después de las elecciones presidenciales de septiembre de 1970, el MIR suspendió la lucha armada para no entorpecer innecesariamente la gestión del Presidente Salvador Allende y reemergió a la actividad política legal. A pesar de duras críticas, el 4 de enero de 1971 el Presidente Allende indultó a 43 altos dirigentes del MIR. Cualquier avance orgánico obtenido en la experiencia clandestina fue paradójicamente obstaculizado por el crecimiento de la militancia del MIR durante el período de la Unidad Popular. Entre 1970 y 1972 el MIR había logrado extender su organización a todas partes de Chile, dándose énfasis al trabajo en un amplio frente de masas constituido en organizaciones como el Frente de Trabajadores Revolucionarios (FTR), el Movimiento de Campesinos Revolucionarios (MCR), el Movimiento de Pobladores Revolucionarios (MPR) y el Frente de Estudiantes Revolucionarios (FER). Se calcula que hacia septiembre de 1973 el MIR llegó a tener alrededor de 6.500 militantes distribuidos en 12 Comités Regionales, además de una infraestructura de radios, prensas, vehículos, comunicaciones, armamentos, casas de seguridad (18). Sin embargo, la misma expansión hizo más vulnerable al partido. Puede afirmarse que el crecimiento acelerado es la principal amenaza

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para una organización marxista-leninista como el MIR. En términos sucintos, parece ser insoluble la tarea de fijar una línea política manteniendo a la vez una definición militar conspirativa y una aspiración a convertirse en partido de masas a las que se debe mantener informadas, según lo demuestra la situación del MIR en el período 1972-1973. Esta contradicción llevó al MIR a su derrota militar definitiva hacia 1984. De allí en adelante se aceleró su disolución como fuerza política significativa. El reclutamiento masivo en un período prerrevolucionario hace imposible la investigación y verificación cuidadosas de los antecedentes de la nueva militancia. Dificulta, además, su adoctrinamiento y entrenamiento efectivo. Por tanto, la organización corre el doble riesgo de infiltración por agentes de la seguridad militar y de hacer rutinario el descuido de las normas más básicas de seguridad. Además de estos riesgos, en el caso particular del MIR, tanto la Dirección como el pequeño número de cuadros veteranos tuvo que sobreextender su trabajo mucho más allá de sus capacidades, terminando por adoptar una actitud cortoplacista, presionada por la necesidad inmediata de organizar a los nuevos militantes (19). Sin embargo, a pesar de esfuerzos agotadores, la instrucción de los cuadros fue mínima e inadecuada. Por otra parte, fue imposible realizar el Segundo Congreso nacional que habría clarificado los términos generales de la estrategia colectiva. El Comité Central y la Comisión Política perdieron capacidad de resolución centralizada; aumentó la importancia de los Comités Regionales en la toma de decisiones estratégicas, situaciones de peligro en una organización conspirativa. El intento de componer diariamente el cuadro general de una dinámica política intensamente acelerada consumió el tiempo del liderato en reuniones cada vez más frecuentes. Se hizo imprescindible confiar cada vez más en un sistema de enlaces con los Comités Regionales. Paulatinamente, al hacerse cargo de comisiones «especiales» de mayor envergadura, estos enlaces se fueron haciendo indispensables. La inexperiencia de los dirigentes y militantes destinados a los diferentes Grupos Político-Militares (GPM) y la enorme demanda obligó a que se trasladara la instrucción técnica a estructuras demasiado centralizadas. Esto no sólo obstaculizó la capacidad de acción táctica inmediata de los GPM; también expandió el sistema de enlaces que, a su vez, retrasó la diseminación de las instrucciones prácticas. En resumen, se perdió de vista el ideal de un cuadro entrenado y condicionado para el difícil balance de lo político-militar. Luego del golpe militar de 1973, el trabajo clandestino expondría en toda su magnitud las consecuencias de ese desbalance psicopolítico y el debilitamiento general de las normas de

seguridad acarreado por la proliferación del sistema de enlaces. A pesar de estas dificultades, en la acción de los Grupos PolíticoMilitares a través de 1972 y 1973 es notoria la coordinación militar del movimiento de masas. Es incuestionable que, bajo los auspicios de un gobierno afín, en este avance tuvo influencia una mejor canalización a Chile de los recursos provenientes de OLAS. Aunque es imposible obtener estadísticas confiables, durante el gobierno de la Unidad Popular aumentó la presencia de extranjeros en algún cargo de asesoría estatal técnico-política (20). Por otra parte, se ha llamado la atención (21) sobre el inteligente diseño geopolítico de los cordones industriales controlados por obreros y de las tomas de terrenos en Santiago por el MPR para la construcción de campamentos de pobladores. Los once cordones industriales fueron 1. Panamericana Norte; 2. Conchalí; 3. Barrancas-Quinta Normal; 4. Mapocho-Cordillera; 5. Estación Central; 6. Parque O’Higgins; 7. Cerrillos; 8. San Miguel; 9. Vicuña MacKenna; 10. Macul-Nuñoa Centro; 11. San Bernardo. Los campamentos distribuidos en diferentes Comunas y zonas fueron: 1. Renca, campamentos Blanca Vergara, 1º de Mayo, José Tohá; 2. Pudahuel, campamento O’Higgins; 3. Avenida Kennedy, campamento HoChi Minh; 4. Las Condes, campamentos Fidel-Ernesto, Luciano Cruz; 5. Lo Hermida, campamentos Asalto al Cuartel Moncada, Lulo Pinochet, Vietnam Heroico; 6. La Florida, campamento Nueva La Habana. Estos reductos no sólo fueron ocupados por destacamentos armados para la defensa, ordenamiento y control de los perímetros. También se entrenó y se dio algún armamento a brigadas de choque. Evidentemente, allí había un potencial de movilización y despliegue de masas humanas para copar centros de gobierno en el centro de la ciudad, instalaciones de comunicación, recintos militares, servicios municipales e importantes vías de transporte urbano. En las áreas rurales de la zona centro-sur, el período 1971-1973 mostró también un aumento de la ocupación de predios agrícolas de propiedad privada por grupos armados del MCR. Resulta sugerente que, junto con estas confrontaciones, la policía dio cuenta frecuente de campamentos guerrilleros en Molina, Parral, Liñihue, Lago Rapel, Nehuentúe, Mamuil Malal, Osorno, Panguipulli. Años antes, campesinos e indígenas habían logrado niveles más bien básicos de organización gremial. Ahora, súbitamente, aparecían demostrando voluntad de acción y eficiencia en la coordinación táctica y logística como para programar huelgas escalonadas en diferentes zonas, usar armas y explosivos, asaltar recintos privados, enfrentarse a bandas de terratenientes bien armados, ocupar

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Intendencias y Municipalidades, ocupar y usar brevemente estaciones de radio, chocar con la fuerza policial. Después del 11 de septiembre de 1973, se calcula que el desbande de militantes inducido por el temor, por la muerte, la prisión y el exilio redujo al MIR a una red clandestina de unos 900 cuadros efectivos (22). Indudablemente, en años posteriores hubo un repunte. Sin embargo, parece lógico que, en las condiciones de máxima represión creadas por el régimen militar, la nueva militancia nunca pudo haber alcanzado el nivel anterior al golpe, en que las condiciones de reclutamiento eran óptimas. Por tanto, aunque las estadísticas de arrestos y muertes de militantes miristas informadas por la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación puedan parecer bajas, en una organización que quedó reducida a la calidad de aparato militar, sin apoyo de masas, esos números reflejan no sólo condiciones de supervivencia extremadamente difíciles, sino también una limitada efectividad política. Las Fuerzas Armadas lanzaron su ofensiva contra el MIR en 1974, alcanzando su efectividad máxima durante el verano de 1975. Sólo en los subterráneos de la Academia de Guerra Aérea (AGA), el Servicio de Inteligencia de la Fuerza Aérea (SIFA) hacinó alrededor de 80 dirigentes miristas de importancia durante 1974 (23). En el mismo período, los militantes muertos en la vía pública o desaparecidos por la DINA fueron 156 (24). Durante 1975 la DINA eliminó a 52 militantes (25). El Informe Rettig observa que entre diciembre de 1974 y enero y febrero de 1975 fue arrestado buen número de miembros del Comité Central del MIR, la mayor parte de la Fuerza Central -la estructura militar más especializada- y la mayor parte de los Grupos Político-Militares que funcionaban en las provincias de Santiago y Valparaíso: «Es posible afirmar que en ese verano [de 1975] la DINA termina definitivamente con la estructura clandestina del MIR que provenía del paso a la clandestinidad de la masa de los militantes en los primeros meses posteriores al 11 de septiembre de 1973» (p. 520). De allí en adelante decrece el número de bajas puesto que el partido quedó reducido a pequeños grupos de choque descoordinados entre sí, de accionar más cuidadoso y dedicados a la propaganda armada, el asalto a bancos y el hostigamiento de destacamentos policiales. La actividad militar del MIR entre 1976 y 1978 se caracterizó por la dispersión. La propaganda armada más bien se dirigía a simpatizantes y militantes para darles ánimo y denotar el hecho de que el partido todavía existía. El accionar del MIR perdió el referente principal que había mantenido a través de los años: servir de vanguardia revolucionaria;

contribuir al estallido de una insurrección nacional que forzara a los sectores sociales involucrados a la organización de un ejército popular; conducir una guerra prolongada de liberación nacional. Desde el exterior, en 1978 la Dirección tomó medidas para reenfocar la actividad partidaria mediante la Operación Retorno. Todo indica que la inversión destinada al proyecto mirista por el movimiento revolucionario internacional nunca alcanzó el volumen de que dispuso el Partido Comunista para la preparación de una Fuerza Militar Propia desde 1974 y su infiltración a Chile desde 1980. Es razonable pensar que la siempre precaria seguridad y situación orgánica del MIR haya tenido influencia en esto. El hecho es que la antigua aspiración de disputar la hegemonía Comunista fue abandonada en la Operación Retorno. Esto quedó reflejado en las palabras con que el Secretario General, Andrés Pascal Allende, explicó la orientación del MIR en la época: «Nuestro movimiento nació y se desarrolló como un grupo revolucionario de élite y sus mejores logros se obtuvieron cuando así estaba conformado. El MIR no pretende privilegiar el trabajo de masas, sino el trabajo militar para las masas. No somos un partido que pretenda conquistar para sí un amplio espacio político, sino que creamos las condiciones mediante la vía militar para conquistar este gran espacio para la Izquierda Revolucionaria» (26). Algún acuerdo sobre una división de tareas parece haberse negociado entre el MIR y el Partido Comunista por mediación cubana. El Frente Patriótico Manuel Rodríguez asumió los preparativos insurrecccionales de gran envergadura en la región centro-norte de Chile, la de mayor importancia estratégica. Aunque también tuvo actividad en el Gran Santiago -en especial en lo que respecta al asalto de bancos- el MIR volvió a enfocarse en la zona centro-sur, entre Chillán y Valdivia. Allí desarrolló un programa de sabotaje de líneas férreas y eléctricas. La infiltración al país de alrededor de 200 cuadros especialmente entrenados fue orientada para dotar al MIR de una infraestructura que sustentara el núcleo estratégico fundamental -un foco guerrillero en la región boscosa de Neltume, al este de la provincia de Valdivia. De acuerdo con la versión más conocida, una vez consolidado el foco la Dirección Nacional se instalaría allí para dirigir operaciones que dispersarían la acción de las Fuerzas Armadas. Indudablemente, en un diseño estratégico global, esta división de responsabilidades otorgaba al MIR una función más de acuerdo con su doctrina militar y la limitación de sus capacidades prácticas. Sin embargo, el personal destinado a la preparación de la base guerrillera no parece haber sido numéricamente suficiente -se sabe de alrededor de doce guerrilleros- como tampoco fueron apropiados

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el reconocimiento previo de la zona de Neltume, el entrenamiento del personal, los recursos materiales de que dispusieron y los canales de contacto con la infraestructura de soporte exterior y las relaciones con los habitantes locales. El hecho es que no tuvieron apoyo de los campesinos de la zona. Reaccionando a sus denuncias, en junio de 1980 la zona fue sellada por alrededor de mil efectivos de contrainsurgencia del Ejército, de Carabineros, de la CNI y helicópteros de la Fuerza Aérea. Los guerrilleros fueron rápidamente eliminados. La captura de dos de ellos en el intento de exfiltrase a zonas urbanas acarreó la captura de numeroso personal de la infraestructura de soporte. Con ello, en definitiva, el MIR perdió razón de ser como fuerza político-militar. Otros aspectos de la Operación Retorno fueron, sin embargo, exitosos: los asaltos bancarios en que decenas de cuadros miristas actuaron con alta coordinación; la serie de «atentados selectivos»; la emboscada y asesinato del Teniente Coronel Roger Vergara, Director de la Escuela de Inteligencia del Ejército (15 de julio de 1980); el atentado contra la mayor de Carabineros Ingrid Olderock, ex-funcionaria de la DINA-CNI (27 de marzo de 1982); la emboscada y asesinato del mayor general de Ejército Carol Urzúa, Intendente de la Región Metropolitana (30 de agosto de 1983). No obstante, estos operativos de propaganda armada tenían valor sólo en la medida en que se mantuviera el ímpetu de las Protestas Nacionales mensuales iniciadas en mayo de 1983 y en la medida en que éstas desembocaran en una insurrección nacional, lo cual no ocurrió. Las Protestas cesaron por exhaución. Fracasó el Paro Nacional del 2 y 3 de julio de 1986. Por otra parte, la posibilidad misma de una caída del régimen militar por medio de una fuerza revolucionaria quedó cancelada con dos sucesos de rápida secuencia: el 6 de agosto de 1986 los servicios de seguridad militar descubrieron una gran infiltración de armamento por el Partido Comunista a través de Carrizal Bajo, en el norte de Chile; el fracaso de la emboscada contra el general Augusto Pinochet por el FPMR el 7 de septiembre de 1986. Esta evidencia concreta de la posibilidad de una guerra revolucionaria prolongada reforzó la idea de una transición negociada hacia la democracia que propiciaban la Democracia Cristiana, la Iglesia Católica y los Estados Unidos. Así el FPMR perdió razón de ser del mismo modo como el MIR la había perdido con el fracaso de Neltume en 1981. De allí en adelante, las dos organizaciones entraron en un proceso de fragmentación.

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DESPLAZAMIENTOS

(Variaciones sobre una matriz de lo sublime)

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Este bosquejo de la trayectoria del MIR permitirá calibrar la historicidad del asunto creado por Cristián Cottet en su elaboración poética de la experiencia clandestina. Para este efecto creó un personaje llamado «el coté», lo que apunta al sentido biográfico y testimonial de Manifiesto un terrible descontento con ayer. Cronológicamente, se trata de un cuadro clandestino sobreviviente del período más catastrófico del MIR (1973-1977). Se colige que «el coté» asumió las tareas de la clandestinidad con la mística heroica característica del MIR, sentimiento gradualmente corroído por la práctica misma. La inmediatez cotidiana le reveló un laberinto de paradojas que, en el momento de decidir algún curso de acción, llevaba a la ambigüedad de la conducta y a la traición. «El coté» fue detenido por agentes de la CNI después de observarlo y siguirlo por algún tiempo, haciendo notar su presencia; lo secuestraron mientras viajaba en bus. En el lugar de confinamiento se lo procesó rutinariamente: con lenguaje soez se lo obligó a desnudarse, recibió un mameluco azul de mezclilla, fue vendado y luego quedó a disposición de los interrogadores. Permaneció detenido un tiempo indefinido, lo suficiente como para captar la rutina diaria del cuartel, establecer su propia rutina personal y observar la conducta de otros prisioneros. Camino al primer interrogatorio, el prisionero experimentó un desdoblamiento de la conciencia. Como si huviera estado fuera de sí mismo, llegó a observarse como individuo anónimo, un espécimen cualquiera de la humanidad. Esta alienación se mantiene en la mayoría de los Cantos. En las sesiones de tortura se le aplicó electricidad a las partes más sensibles e íntimas de su cuerpo. Después de cada sesión, los interrogadores conminaron al prisionero a no beber agua porque le causaría la muerte. Cada vez que se lo devuelve a la celda pasa el tiempo en un estado de duermevela que exacerba las disociaciones mentales. Finalmente sus captores lo dejaron ir. Narrada de este modo, la macrohistoria del MIR y la microexperiencia estereotípica de un combatiente demuestra la problemática común a todo relato de historia militar -la visión de una misma campaña tendrá diferencias esenciales si se la observa desde el distanciamiento intelectual del alto mando o desde la experiencia inmediata de los combatientes que chocan directamente con el enemigo. Desde la perspectiva estratégica global, los destinos de los guerreros que la llevan a cabo pierde importancia, son nada más que incidentes anecdóticos. El énfasis radica en los procedimientos con que el alto mando racionaliza los aprestos logísticos, los dispositivos de personal, la selección de las condiciones topográficas en que se desarrollarán

las acciones, el punto de presión máxima en que se aplicará la fuerza disponible contra el enemigo, la previsión de las fases evolutivas del conflicto, de las variables de respuesta y contrarrespuesta disponibles para las partes contrincantes, el calendario y el momento apropiados para cada fase. Por el énfasis en la racionalización de los actos, desde la cumbre la narración aparece como una máquina que sin fricciones ni asperezas despliega hacia abajo una cadena inexorable de hipótesis, deducciones, inferencias, silogismos y analogías para devorar e integrar lógicamente aun los detalles más ínfimos de la experiencia empírica. En esta máquina la narración funciona como si dispusiera de largo tiempo, el curso es lento, no se dan sorpresas enormes, desquiciadoras. Los sucesos favorables o desfavorables aparecen ordenados y situados en lugares precisos, de acuerdo con la planificación estratégica, bien sea exitosa o fallida. Las decisiones prácticas están más distanciadas entre sí, bien para corregir errores o para explotar situaciones imprevistas. La historia militar está llena de relatos en que los altos mandos, personas de físico más bien expansivo y rotundo, se retiran a tomarse unos tragos y descansar a partir del momento en que sus fuerzas han entrado en acción. El esbozo anterior de la trayectoria del MIR fue hecho desde esta mirada vertical totalizadora. Por el contrario, desde la base, para los combatientes, las acciones aparecen como una fluidez más o menos caótica, en que un triunfo parcial puede llevar a un pronto revés seguido nuevamente por un triunfo. O puede que aquello que a los ojos de los combatientes aparezca como un triunfo indiscutible, ganado con altos sacrificios, para el alto mando puede parecer insignificante o simplemente un revés. Por esta razón, el sentido existencial de la acción militar reside fundamentalmente en la microexperiencia de los combatientes. Se trata de un sentido existencial en la medida en que estos seres humanos, después de largos períodos de tedio, se ven impelidos a cumplir voluntariamente un deber que los expone a situaciones límite: la muerte, heridas, mutilaciones, captura en acciones semicaóticas. Actúan de acuerdo con órdenes incuestionables, cuyas implicaciones y entendimiento global les son terminantemente prohibidos o dosificados según la necesidad militar; los sostiene nada más que una ética militar automatizada y atemorizante; confían en que los jefes sepan lo que hacen; sólo la intuición puede servirles de guía en el caos de la dinámica inmediata; obligan al cuerpo a actuar contra todo instinto sano de preservación de la vida. El centro de estas existencias queda constituido por el trauma

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virtual o posible y por las formas de equilibrio vital que puedan desarrollar alrededor de él. Se espera que el combatiente haga de la anormalidad la normalidad de su existencia. La preparación para vivir «normalmente» esta ética de lo excepcional exige que el combatiente viva aislado, aburrido, como casta especial. El Estado financia el aislamiento para que, entre sus pares, el combatiente imagine constantemente, sin descanso, las maneras más eficientes de matar al enemigo con las armas que se le entregan. Lo anterior se aplica especialmente a los combatientes de ejércitos regulares. Consideremos que el guerrillero revolucionario es el soldado de un proto-Estado por nacer, si es que las condiciones son favorables. Por tanto, vive condiciones más o menos similares aunque para el guerrillero urbano se agrega otra plétora de tensiones. Su tedioso aislamiento también se debe al imperativo de mantener la compartimentación que afianza la seguridad de la red clandestina. Debe usar un nombre ficticio y fingir una normalidad cotidiana mientras espera para participar en cortos episodios de acción. Para ello recibe contactos muy espaciados entre sí y muy breves. Al concentrarse en los lugares de acuartelamiento previo a la acción debe convivir brevemente con camaradas con quienes se jugará la vida. Sin embargo, con ellos no puede intimar por razones de seguridad. Sobrecargado de adrenalina, luego de la acción debe dispersarse y replegarse nuevamente a su cotidianeidad ficticia; no puede compartir estas experiencias; no es conveniente o está prohibido tener relaciones humanas auténticas y estables. En algún momento se debilita la noción de identidad personal. Quizás muera en un choque y se lance su cuerpo a una fosa anónima. Quizás se lo capture y se lo desaparezca. En cualquier caso, la racionalidad de la macroperspectiva histórica y el existencialismo de la microexperiencia son sensibilidades que nunca se engarzan de manera mutuamente satisfactoria o complementaria. Esta fricción inevitable hace que todo relato de historia militar elaborado desde la base combatiente sea un acto potencialmente rebelde, en especial si se lo elabora a partir de testimonios personales. Aunque oficialmente la jefatura eche mano de ceremonias de mala fe como la concesión de honores especiales -medallas, citaciones por valentía, reconocimientos por sacrificios hechos más allá de toda norma razonable, ascensos de rango- la esencia racional de toda macroperspectiva nunca podrá compensar las mutilaciones espirituales o corporales sufridas por los combatientes. En algún momento la confianza en la jefatura se trizará para mostrar debilidades humanas antes ocultas. La verdad surgirá a través de algún juicio sobre los errores estratégicos y tácticos cometidos

en el conflicto. Esto implica que, desde la base, la máquina narrativa del combatiente no asciende para devorar sistemáticamente y asimilar la macroexperiencia estratégica a su visión existencialista. A medio camino se empantana en un conjunto de imágenes que no ligan con claridad los referentes analógicos de la racionalidad militar y las vivencias traumáticas individuales. Es decir, el intento de crear un conjunto metafórico totalizador de lo micro y lo macro se desvía hacia la metonimia (=el oscurecimiento de los referentes analógicos), por lo que el lenguaje se torna enigmático, sobrecargado de significaciones inestables, que ningún número de lecturas puede dilucidar totalmente. Esta inestabilidad metonímica hace que convivan en el mismo impulso y línea discursiva, a la par y simultáneamente, el rechazo y la simpatía, el amor y el odio, la admiración y el desprecio, el respeto y el desacato, lo sagrado y lo profano, lo sano y lo insano, lo normal y lo monstruoso. Empantanada en lo metonímico, tanto la razón discursiva como la imaginación metafórica abandonan la intención lineal progresiva y analógica y se entregan fascinadas a un circuito interminable de afirmaciones negadas / negaciones afirmadas del que se genera lo inesperado como ente distorsionado. La iluminación y reconocimiento taxonómico de mundos como fuente de placer es reemplazada por la orgía circular de significaciones apenas intuidas como exceso en medio de las ofuscaciones del entendimiento. Finalmente, es este delirio del desequilibrio lo que se ofrece como elaboración poética de una militancia política clandestina para contribuir a la memoria histórica. Esto es particularmente cierto en lo que respecta a Manifiesto un terrible descontento con ayer. Esto afecta a todo bando, aun a los triunfantes, a quienes interesa presentar una actitud monumental ante la memoria histórica. Para quien hable de la experiencia en el MIR el desequilibrio será aún más agudo. El mismo título del poema lo evidencia. La portada de la edición original descompone el título en tres unidades de significación, desarticuladas entre sí, impresas sobre un fondo negro intenso, en que se despliega un mapa de las Américas sólo en su contorno, sin sustancia corporal, como en una radiografía, en posición horizontal, como cuerpo yacente, tachado por la X con que generalmente se invalida lo inútil o innecesario:

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MANIFIESTO

UN

TERRIBLE DESCONTENTO

AYER

El núcleo significativo se instala en lo emocional, la experiencia vivida -Un terrible descontento -, como si fuera un ente autosuficiente, quitando énfasis al yo -Manifiesto - que lo ejercita. Lo terrible y el descontento aparecen, por tanto, como entes dados en sí, fetichizados por cuanto es difícil situarlos en un desarrollo temporal de actos atribuibles a una agencia. La eliminación del artículo definido «el» como intermediario en la frase «con Ayer» no indica necesariamente un transcurso de tiempo dejado atrás, superado, sino, más bien, un conjunto de antecedentes críticos agrupados en una especie de prontuario enjuiciatorio por una conciencia ética. A su vez, este antecedente ético rebota sobre la primera palabra -Manifiesto - para extirpar la presencia de un «yo agente». La convierte en la impersonalidad de un acto discursivo de la función racional; es decir, de proposiciones éticas universales, no testimoniales. Un ejemplo sería el Manifiesto comunista. Pero, a la vez, la misma universalidad es subvertida por el énfasis tipográfico que se da al artículo indefinido «un». En otras palabras, son las experiencias de un individuo las llamadas a representar lógicas universales e impersonales. Por tanto, se puede concluir que Manifiesto un terrible descontento con ayer es otra manifestación de lo sublime -recordemos: la imaginación, «abrumada por sucesos descomunales, monstruosos o colosales» debe dar un «salto al vacío metafísico para apoyarse en las ideas más estables de la razón» que «no se nutre de la experiencia sensible». Lo sublime se manifiesta durante el desdoblamiento mental que sigue al secuestro. En el confinamiento el prisionero entra en un estado de introspección en que intenta comprender la fricción irresuelta entre la microexperiencia existencialista contenida en las rutinas aburridoras, aisladas y solitarias de su acción en la clandestinidad y la macrohistoria de su partido y de las luchas revolucionarias continentales. Este nivel macro es el que contiene lo sublime, expresado como la mística ultraépica y la ética suicida de arrojo revolucionario de su partido. De este modo se produce un hecho paradójico: aquello que es susceptible de ser explicado imitando una retórica racional, según se expusiera en la reconstrucción de la trayectoria del MIR, es escomoteado y reemplazado por la convención literaria de una imagen mítica de la especie humana en América, imagen construida por un racionalismo forzado que se enmascara de irracionalidad. Se atribuye e impone al ser americano un modo de ser eternamente sumido en vastos ciclos de lucha épica, siempre fracasados, para redimirse de la servidumbre. Por tanto, lo sublime se

manifiesta como una alegoría. En toda alegoría se intenta una fusión espúrea de macroesquemas impuestos por una racionalidad apriorista, pero disfrazados por la poética de una existencia individual. En el poema que nos preocupa, los padecimientos reales del prisionero se originan en los padrones fijos de un arquetipo épico atemporal, parasítico, que acecha para encarnarse en la conducta de entes diversos: deidades amerindias y Yoruba asentadas en América por los esclavos africanos, en íconos históricos como el Libertador Simón Bolívar y Karl Marx, en atisbos de Cristo y, en general, en todo ser humano. Por esta encarnación parasítica es que, durante su encierro, el prisionero llega a experimentarr las contradicciones de lo sublime simultáneamente como desequilibrio ideológico y como patología mental, como psicosis aguda. La neurosis se manifiesta en los esfuerzos verbales ambiguamente divergentes de una voz poética patológicamente bipolar: unir racionalmente, en una significación lírica única y continua, las dos dimensiones simultáneas del poema: los padecimientos del prisionero en el espacio ultraacotado del recinto secreto de detención y el movimiento de redención épico-mítico- a la vez que rechaza esa unión con paroxismos emocionales. En última instancia, la unificación de términos habría sido imposible. Cada uno de los niveles de realidad contiene un exceso de significado que no permite la acomodación mutua. Atendiendo a esta polaridad psíquica se da la alternancia de los Cantos -es decir, su paso de un nivel a otro-. Por ello las sesiones de tortura se convierten en parodia maligna de las ceremonias rituales religiosas en que sacerdotes y acólitos traspasan el nivel de realidad inmediata para retornar imaginativamente al momento suprarreal de la creación del cosmos. Energizada por los alaridos de dolor durante las sesiones de tortura, la conciencia alienada del prisionero accede a las visiones suprarreales de esa supuesta teleología épica. Con ello se configura el diálogo de una voz única pero multidesdoblada, similar al que encontráramos en pasajes del testimonio de Luz Arce. La afinidad de los alaridos con el plano épico se representa con el uso frecuente de versos con letras mayúsculas. Estas sugieren la presencia de una voz o voces gigantescas, de grandeza monumental. Además, las mayúsculas indican la voz mayor de los bardos proféticos en una extraña fusión de espíritu shamánico y dolor de animal desesperado. Es la voz shamánica la que se conecta con un inconsciente colectivo depositario de la historia de la especie humana en su experiencia americana. Esta voz bárdica usa libremente el ancho y el largo de la página

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CON

para mostrar la amplitud de su visión. Por el contrario, las escenas más reflexivas del prisionero, como voz individualizada, ocupan un reducido rincón de la parte superior izquierda de la página; en algunos momentos el lenguaje del individuo es restringido aún más con el uso de paréntesis que enmarcan las estrofas. La dinámica de la representación impulsa a las voces líricas a desprenderse de la patología épica. Para ello es que -aparentemente- se busca descartar la promesa de inmortalidad mítica-universal implícita en la tradición revolucionaria de América. La voz lírica individualizada intenta recuperar y afirmar su calidad de persona humana y, por tanto, busca aceptar su vulnerabilidad física junto con la responsabilidad por todas sus debilidades, claudicaciones, traiciones y desviaciones éticas. En este proceso, la personalidad «del coté» pasa por una cadena de transfiguraciones en que se plasman etapas y significaciones de sus esfuerzos de liberación: cuadro clandestino, prisionero, torturado. No obstante, puesto que el espíritu épico recibe un estatus de esencia ontológica del ser humano, rechazarlo es una ilusión, a pesar de que hay momentos en que la voz lírica cree haberlo logrado. Por ello, la experiencia laberíntica «del coté» toma el aspecto de un incesante juego de entrampamientos, desentrampamientos y nuevos entrampamientos que llevan a la transfiguración con que termina el poema -la de monstruo muerto en vida. Todo esto muestra que los entes de este mundo quedan entregados a fuerzas y lógicas oscuras que nunca prometen o entregan apoyo o utopías, especialmente en lo que respecta a los seres humanos. Simplemente por su esencia esas fuerzas marcan toda existencia con la inestabilidad, el capricho aparente, los reveses constantes de fortuna, la desorientación, la confusión, la ambigüedad. Sin embargo, no se trata de fuerzas de voluntad y lógica maligna, que se complacen en dañar. Más bien actúan de acuerdo con su naturaleza, implacables en su autenticidad, impasibles ante los efectos de su ser en otros entes. Si es que los seres humanos imaginan o les imputan alguna teleología redentora o aniquiladora es sólo porque los afecta la desorientación y la confusión. Veremos que esta visión de mundo afecta el equilibrio entre análisis e interpretación en el texto descriptivo de Manifiesto un terrible descontento con ayer. Textos no sujetos a este tipo de leyes del juego narrativo permiten alguna medida de sincronización como para que, en el flujo descriptivo, la exposición analítica se complemente con la interpretativa. En este caso es preciso distender ambos términos. Por tanto, en la lectura que sigue inmediatamente predomina la intención analítico-descriptiva:

es decir, ¿qué dice el poema?. Extrañamente, sólo al final del análisis, en un juego extremadamente compacto, se podrá plantear la pregunta ¿qué significa el poema? Conviene reconocer dos sentidos en la dinámica discursiva que intenta conectar lo universal con lo individual en Manifiesto un terrible descontento con ayer. Por una parte hay un movimiento horizontal que podría describirse como una pulsación zigzagueante entre diástole=amplitud épica/sístole=estrechez del confinamiento. Por otra se da un movimiento en sentido vertical, como una serie de rebotes entre un foco reducido, la celda, y un foco amplio, majestuoso, la visión mítica, sugiriéndose la forma de un embudo o cono asentado sobre la superficie de la tierra en su parte más estrecha, es decir, la celda. Estas imágenes sugieren una metaforización de la historia americana como un cuerpo humano poseído y dominado por la épica. En esta metaforización interesa captar, por sobre todo, el sistema cardiovascular que impulsa la circulación (y derrame) de sangre para mantener la vida. Se hace inevitable reconocer que el poema de Cristián Cottet es una voz más en la expresión de la sensibilidad poética revolucionaria que concibió a América como cuerpo desangrado, según la articuló Eduardo Galeano hace décadas en Las venas abiertas de América Latina. No perdamos de vista la noción de sistema como fundamento de lo sublime en el choque entre existencia individual y mito épico. Este fundamento es revelado en las claves del canto IV. Recordemos que un sistema es un concepto altamente racional, transparente, vacío de contenido. Es sólo un esquema abstracto que permite concebir todo ente como relación circular entre totalidad = partes = totalidad. Se trata de una relación dinámica, mutante y dialéctica, en que los elementos constitutivos intercambian energías de manera conflictiva para autotransformarse. En cuanto mito, para la voz del bardo la épica se manifiesta como sistema: se la identifica como estructura arquetípica, transparente, móvil, ubicua, libre, autónoma, situada en una suprarrealidad más allá del tiempo, del espacio, de la materia, eterna, portadora de un principio vital que no necesita sustento material para existir ni referente figurativo para tomar sentido; tiene una lógica autosuficiente, para la cual no existen analogías (= es metonímica), pero sí intuible como relación entre los entes por su fuerza agresiva y destructora, perceptible en los estallidos con que culmina la violencia de su energía: La épica comienza con antelación a Caicai: antes, mucho antes nace cotidianamente la poesía: era sólo

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el nombre de la guerra contra el árbol y la roca. No tenía dueño (p. 9). Sin embargo, el bardo señala una carencia y una omnipotencia arrogante en la lógica de ese arquetipo: es libre, móvil, pero, puesto que es transparente, no tiene estatus de sujeto a cuya acción se le puedan atribuir valores; es nada más que fuerza violenta. Es decir, para este arquetipo es imperativo instalarse en una teatralidad en que pueda ser admirado por seres dotados de discernimiento ético. Por tanto, para satisfacer su vanidad, el espíritu épico debe resignarse a perder parte de su libertad = su calidad de metonimia incomparable; necesita metaforizarse = encontrar analogías a las que se le puedan atribuir valores -las analogías las busca en la poesía, la guerra y el devenir conflictivo de las cosas: El cuajo de una rama atrapada entre los rayos era un poema desierto de virtud: el aire respirado a través del follaje era un poema desierto de virtud: la poesía no tenía dueño: vida fue sinónimo de vida: la poesía no tenía dueño. ANTES QUE LOS DIOSES, COMIENZA LA POESIA, /LA GUERRA Y EL DEVENIR DE LAS COSAS (p. 9) Sólo dos clases de seres -los dioses y los humanos- tienen conciencia racional y discernimiento ético. De allí procede su capacidad para cantar lo admirable, combatirse por desacuerdo de valores e intereses y manifestar su vida como entes sujetos a principios ontológicos («el devenir de las cosas»). Algunos de los Cantos se refieren a deidades amerindias como Tentén Vilú, Quetzalcoatl, Tezcatlipoca, Caicai Vilú, Kichi-Manitú, Ngenechen, Tapá, Añang, Agenechen, Chalchihuitlicue; y africanas Yoruba como Yemanja, Bachue, Yumchac. Junto con los elementos naturales -el Sol que a la vez consume y crea vida; las tormentas y lluvias; los volcanes- se señala a esas deidades como las formas figurativas con que conocemos las manifestaciones épicas más rudimentarias. Pero convivir con los dioses en los espacios míticos aliena a la humanidad de su esencia histórica, es decir, de la conciencia simultánea de su capacidad 123

creativa y de su cobardía ante las fuerzas naturales que los energizan a ellos mismos y a su entorno. Fue por cobardía que los seres humanos se sintieron forzados a crear esas cosmogonías y deidades A través de Manifiesto un terrible descontento con ayer se da un dialogismo mutuamente transformador entre lo universal-épico-mítico y lo específico-individual-histórico. Perseguir este contrapunto de manera lineal quizás sería el modo más apropiado de captar esta dialéctica. Sin embargo, para los propósitos de este estudio es de mayor interés captar con la mayor claridad posible las consecuencias poéticas de una derrota política colectiva asumida personalmente por un poeta ex-militante. Por esto separaré los dos planos de significación. Comenzaré con una lectura sincrónica de la dimensión universal-épica-mítica, puesto que de allí proceden las claves sublimes, sistémicas del arquetipo épico y de la integración de lo específico-individual, es decir, la conciencia y destino individual del prisionero. Una vez esbozada esta cosmogonía, retornaré al momento diacrónico en que este prisionero de la CNI y del arquetipo épico comienza a gestar una conciencia de liberación y afirmación de la históricidad humana en medio de lo inestable, caprichoso, efímero. Dado que esta aproximación exige separar estrofas de su secuencia, señalaré estos quiebres e interrupciones interponiendo estrellas de este modo (*****). Desde el primer Canto se hace obvio que el arquetipo épico ya ha decidido instalar su teatralidad en América y encarnarse, en última instancia pero no únicamente, en seres humanos: «(Ronda conciencias y futuro: le sobran años...» (p. 5). La voz bárdica se refiere a esto haciendo parodia de las palabras iniciales del Manifiesto comunista («una palabra recorre América») en el que se concibe la lucha de clases como motor de la historia. Las clases sociales son impelidas hacia el futuro en la búsqueda mítica de una emancipación hasta ahora inalcanzada: revolucionar la sociedad para dejar atrás la civilización fundada en la creación y administración consciente de la escasez; alcanzar la felicidad en una sociedad científicamente administrada para gozar la plenitud: Tirada de bruces al cuello de la vida, un fantasma, una palabra recorre América. Es la épica inconclusa de los hombres (p. 5). Hablar de «épica inconclusa» señala que la encarnación de este arquetipo se ha materializado de tal modo en la especie humana como para hacerse esencia ontológica de la humanidad en lo material y es124

piritual («La épica no es un método. No nos engañemos. / Es la propia vida saliendo por los ojos» (p. 6). Es decir, la especie ha quedado condicionada -determinada- a larguísimo plazo para llevar adelante el libreto de la lucha de clases como esquema de historicidad privilegiado (en edición de lujo, empastada en cuero) y esencial de su identidad. Dos estrofas del primer Canto apuntan a esto: Sigue, solamente sigue, guardada (COMO PANFLETO GUARDADA) desde el día en que vestidos con trajes humanos la pusimos en un tapiz de cuero hasta que salte por sí al corazón de la angustia. ***** HOY TOMA FORMA DE ESQUELETO. Rompe el soporte que le sostiene: lleva su candente pregunta a través del continente. ***** No existen imparcialidades: estamos atados, comprometidos en / con la guerra. DENTRO Y FUERA DE LA LENGUA EL VERSO Y EL FUSIL HACEN FUEGO LA CALLE. Planteado el determinismo épico, el bardo readapta su voz para convertirla en expresión de la especie humana. Como tal, en los dos Cantos siguientes su tono adopta un extremismo bipolar de afectos y emociones característico de personalidades maníaco-depresivas. El Canto II corresponde a un ciclo maníaco -diastólico por su amplitud épica- y el lenguaje se hace paroxístico para mostrar la energía obsesiva propia de seres que tienen seguridad absoluta de la razón de su ser y se conciben como misioneros de una palabra sagrada. Se manifiestan como inquisidores violentos, intransigentes y fríamente calculadores para castigar y arrastrar a la lucha de clases a los humanos que todavía no han tomado conciencia de la esencia de su ser: Queremos cortar la sangre en tantas partes como sea necesario. No aceptar la impunidad humana. Levantar hasta el último grito del infierno como la ausente proclama cotidiana. 125

SOLO LA DESESPERACION PODRA DARNOS /LIBERTAD. (se propone a modo de hipótesis en el sentido de ser recogida como activadora de lucha) (p. 7). Inmediatamente después, en el Canto III, sobreviene el ciclo depresivo, sistólico, en que la voz de la especie humana lamenta los sufrimientos interminables que le provoca la ontología épica, a pesar de reconocer que ésta es la que insemina vida nueva. Este sentido queda enmarcado por las estrofas primera y final del Canto III: HOY TRAIGO ESE DOLOR DE PUEBLOS en cada lado de mi espalda: racimo de tristeza, gota de sangre rodando rodando hasta el espermio: ***** mientras, un verso nos recorre para que el grito de la historia despierte los niños en su cuna: HOY TENEMOS ESE DOLOR DE PUEBLOS EN /LA BOCA tan cerca de todo, tan cerca de todos. En este momento de bipolaridad emocional, la voz del bardo hace totalmente claro el origen de su canto: la determinación ontológica de la humanidad. Se trata del Canto IV («ANTES QUE LOS DIOSES, COMIENZA LA EPICA», p. 9). De allí en adelante, la voz acentuará el significado ambiguo de la encarnación humana del arquetipo épico -el ser se percibe viviendo la gran aventura emancipadora de la especie simultáneamente con la conciencia de vivirla como la imposición de un ente superior, no como elección voluntaria, afin a una esencia auténtica. La humanidad es poseída por un espíritu extraño a ella. Por tanto, la épica es un ente parasítico, una especie de virus de características simultáneamente orgánicas e inorgánicas. El Canto V muestra esto con la letanía que inicia cada estrofa, perfilándose la ambigua simultaneidad ya claramente en la estrofa final. Cada uno de estos versos son afirmaciones que, paradójicamente, a la vez muestran una desorientación en cuanto a la naturaleza humana -¿es manifestación de vida sana o de una plaga 126

maligna?; ¿quién es la agencia real de los logros y sufrimientos de la civilización, la voluntad humana o el arquetipo?: VIVIR ES COSA QUE PUEDE PASARNOS DESCUBRIR NUESTROS DERECHOS ES COSA QUE /PUEDE PASARNOS:

La invasión europea forzó a los indígenas a tomar conciencia de su ser humano. Esto lo experimentaron como castigo y desnudez de toda protección divina. Los conquistadores los desposeyeron de la tierra; destruyeron la sacralidad de su universo simbólico. El ser americano tomó conciencia liberadora de ser humano en extrañas circunstancias: ser histórico no sometido a las deidades en el momento paradójico de ser esclavizado por otros seres humanos:

SER VIGILADO ES COSA QUE PUEDE PASARNOS: SER DETENIDO ES COSA QUE PUEDE PASARNOS: ***** A VECES VIVIR, a veces descubrir nuestros derechos, ser vigilados detenido y con suerte resucitado. resultan ser cosas que pueden pasarnos en un día como hoy, con los dioses como están, o como todos los días de la guerra.

AMERICA-AMERICA-AMERICA: POR LOS COSTADOS /QUE SE PUDO ENTRARON A FUNDAR UN CONTINENTE ***** ERA LA LIBERTAD DE LOS HOMBRES JUGANDO DONDE NO EXISTIA LA PALABRA LIBERTAD: ALLI TAMBIEN, LA MISMA LIBERTAD HUMANA ATRAVESARON CON TODA LA LIBERTAD DE LOS DIOSES (en verdad, nada fue libre desde entonces) (pp. 13-14)

El hecho de que la especie humana sea nada más que el títere grotesco de esquemas míticos provoca terror en la voz profética. Por ello, desesperada, en el Canto VI vuelve al momento ya hace largo tiempo consumado del sojuzgamiento de los indígenas con la llegada de los europeos a América. Allí hurga y rebusca ansiosamente algún atisbo de autenticidad netamente humana, de supuesta voluntad emancipadora. El mayor uso de letras mayúsculas en este Canto crea la sensación de que una tormenta de voces de gigantes, ciclópeas, monumentales, ensordecedoras y desorientadoras ha llenado el espacio con su paroxismo de emociones contradictorias. La invasión europea aparece como un haz apretado e inestable de liberaciones y esclavizamientos simultáneos. La voz finge un consuelo porque los europeos, después de todo, terminaron con una prehistoria arrastrada de «3000» años «antes de nuestra era», época todavía no del todo humana, de «Pueblos errantes, cazadores, lejanos aún de la tierra, / hermanados al animal más salvaje, a la piedra:» (pp. 12-13). A esta alienación cuasi animal había seguido otra alienación, la ilusión de que la humanidad se desalienaba porque imaginó que existía en un universo pleno de sentido protector de la vida puesto que imperaba el designio de las deidades: «LA NOCHE FUE SOLO UN REFUGIO DE ESTRELLAS / (los dioses, los dioses, los dioses / tenían en su diestra el alimento: ese vientre cargó los niños que venían...)» (p. 12).

Los europeos se instalaron en América portando el revés de la paradoja indígena: en su aventura épica creyeron liberarse de sus orígenes en el feudalismo europeo y momentáneamente lo lograron, pero esclavizando a otros seres humanos. Es decir, ellos mismos convirtiéndose en señores feudales. Al echar raíces en la geografía americana los europeos se prometieron a sí mismos purgarse de ese pasado y de sus antiguas atrocidades. Forjaron la ilusión simbólica de parirse a sí mismos en un nacimiento monstruoso porque a la vez hicieron de padre y madre de sí mismos. Institucionalizaron un nuevo orden social avalado y sacralizado por el cristianismo («ES HORA DE HACER UN TEMPLO») para prometerse a sí mismos un largo reposo después de sus depredaciones por todo el mundo. Podrían gozar posesiones, concubinatos, siervos indígenas para hacer de bestias de trabajo. En su ilusión de omnipotencia narcisista los conquistadores creyeron que la tierra americana coincidía plenamente con su deseo y que era América, no su propio deseo, quien les hablaba a gritos, a guisa de resonancias monumentales, para refrendar su utopía:

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«BASTA DE CAMINOS, YO LES DARE LA TIERRA /REPARTIDA: YO LES ENTREGO EL CAUDAL DE LA CARNE:

/BASTA DE CAMINOS: UNIRE AQUI LA MAS HERMOSA VIRGEN A TODOS LOS HOMBRES DESCUBIERTOS DE /CULPAS: YO SOY AQUEL QUE NO COMIENZA: YO SOY EL CAMINO: YO SOY LA JUSTICIA: BASTA /DE RECORRER, ES HORA DE HACER UN TEMPLO: ES HORA DE HACER UN TEMPLO PARA LAVAR LOS /PECADOS QUE TRAJERON» Luego la voz bárdica se desdobla para identificar a América como mujer-bestia, lanzando sobre ella una violentísima maldición que la marcará desde allí para siempre. Ya que se la lanza poco después de haberse expresado la utopía de la auto-purga europea, la maldición produce una fuerte confusión de sentido. En especial, esta desorientación se muestra en que la voz lírica difumina totalmente su identidad. Es imposible saber si, al maldecir, encarna a los conquistadores que se dirijen a sus nuevos siervos para sujetarlos por el terror, si imita la voz del Dios cristiano para hacer una parodia satánica, o si encarna la venganza de los dioses amerindios destronados:

(y nadie, nadie, nadie la ha tocado desde entonces hasta el hombre en su obediencia maldito también) «CON FATIGA SACARAS DE ELLA TU ALIMENTO POR TODOS LOS DIAS DE TU VIDA» ***** AMERICA-AMERICA-AMERICA TIENE NOMBRE DE MUJER SE MUEVE POR LA CARNE AQUELLOS QUE /LLEGARON TIENE NOMBRE DE MUJER Y LA MALDICEN LOS DIOSES MASCULINOS HASTA LA /MUERTE. (p. 14)

/EMBARAZOS CON DOLOR DARAS A LUZ A TUS HIJOS» (para que la hembra recoja los pecados de su cuerpo: para que nada dude) «CUANDO UNA MUJER TENGA LA MENSTRUACION, /SE DESLICE SANGRE DE SU CUERPO, SE QUEDARA COMPLETAMENTE SOLA DURANTE SIETE DIAS Y /TODO EL QUE LA TOQUE QUEDARA IMPURO...»

El verso «SE MUEVE POR LA CARNE AQUELLOS QUE LLEGARON» sugiere que la confusión de identidades en este Canto apunta al mestizaje indoeuropeo. Si esto es así, se alude a que también los conquistadores han quedado finalmente absorbidos en la maldición épica, a pesar de la omnipotencia narcisista con que llegaron a América. Esto significaría que el arquetipo épico ha podido infiltrar la arrogancia europea para continuar su dominio aun en esta nueva etapa de la historia americana. Irónicamente, el sojuzgamiento de los conquistadores procede del mismo ímpetu de redención que los llevara a la colonización del continente. Como espacio maldito, en América esta utopía jamás podría consumarse. Ya América queda del todo perfilada como máquina mítica, aposento del arquetipo-virus. Dentro de la máquina se esconde el arquetipo épico para seducir y cazar a los crédulos que necesita para reencarnarse. Su capacidad de seducción está precisamente en esa confusión de la voz bárdica puesto que, al fundirse en la épica, es imposible que los seres humanos se distingan de Dios y de los dioses en un enloquecedor juego de espejos ilusorios. Con el reconocimiento de las ambigüedades de este entrampamiento cíclico se inicia el Canto VIII: «Creaciones de la mano alimentaron / esclavitud tras esclavitud» (p. 16). El bardo apela al ícono Karl Marx para despejar las confusiones de la identidad americana; no obstante, este mismo instrumento introduce contradicciones propias, también insuperables. Este ícono es ambiguo por su duplicidad: quienes invocan su dimensión científica pueden alcanzar un conocimiento realista del devenir de la historia, pero esa claridad los obliga a lanzarse a otra

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«MALDITA SEAS ENTRE TODAS LAS BESTIAS -dijeron al animal- Y ENTRE TODOS LOS ANIMALES DEL CAMPO ANDARAS ARRASTRANDOTE Y COMERAS TIERRA TODOS LOS DIAS DE TU VIDA». «MULTIPLICARE TUS SUFRIMIENTOS EN LOS

épica emancipadora. Fue Marx quien desconstruyó las ilusiones ideológicas con que se sacraliza todo poder político alienador: mostró que es la humanidad la que se reproduce a sí misma con su trabajo de transformación de la naturaleza en cultura («Creaciones de la mano...»). Luego el poder político dominante la despoja de esta certidumbre, pretendiendo que habla en nombre de un ente superior a lo humano. No obstante, a la vez el ser americano pudo comprender que, a pesar de originarse en las denigraciones de la esclavitud, no era un ente monstruoso aislado, comprendió que también era parte de la ontología humana universal. Pero la claridad de visión adquirida tiene la exigencia simultánea de que con esta certidumbre se proceda de inmediato al desmantelamiento efectivo de ese poder. Esto no puede terminar sino en una antinomia porque la lucha por la liberación implica una nueva seducción épica, es decir, la renovación del arquetipo y del empeño por sujetar a otros seres humanos. En dos estrofas claves del Canto VIII, la voz bárdica señala ese círculo vicioso: en la primera alude al hecho positivo de que el ícono Marx enseñó a desenmarañar el nudo mítico con que la humanidad se confundía y se indiferenciaba de lo natural y de lo divino en una sola imagen. Pero, en lo negativo, la universalización de esta enseñanza simultáneamente le permitió mejorar la administración burocrática de la civilización (= de los sistemas de la alienación institucionalizada), refinando las técnicas de la tortura para diseminar el terror como instrumento científico de las políticas racionalizadoras del devenir social. Este es un momento crucial del poema puesto que se reconoce la tortura como otra más de las esencias fundamentales del arquetipo épico y, por tanto, de la ontología humana. Todo ser humano, por ser tal, tiene el potencial de convertirse en torturador: Nosotros ahora lo sabemos. ¿Quién no puede ser /responsable si lo sabe? Nosotros lo sabemos: el siglo lo sabe: los libros no pueden obviarlo: no podemos dejar de lado la complicidad. Nosotros sabemos (por ejemplo) que la tierra da -el hombre crea- los dioses justifican (p. 16). ***** Nosotros sabemos ahora que 131

sólo el hombre inventó los paraguas, sólo hablamos «del hombre» para hablar de toda la /humanidad, sólo el hombre ata a otro en una cama para sacarle hasta el último pensamiento por el pene o la vagina, sólo el hombre mata a una mosca con tanta destreza como lo hace con su igual, sólo el hombre llegó a la flecha detenida en el arco del cobarde. sólo el hombre es valiente, sólo él es miserable, sólo el hombre puede enseñar a los dioses la magia de crear un mundo (p. 17). Al revelar esta otra esencia épica, la tortura, la voz bárdica ya ha agotado la energía que nutre su capacidad visionaria. Aunque todavía logra mantenerse en el plano de majestuosidad propio de una alegoría épica, se hace evidente que la mención de los dioses y de los grandes héroes desde ahora toma un tono mecánico, repetitivo, cansado, cargado de estereotipos que se verbalizan porque ya no hay interés en develar significaciones nuevas. Estos íconos ya no aportan contenidos para seguir resituando y captando las ambigüedades de los ciclos de la reencarnación épica (Cantos XI, XIV, XVIII). El agotamiento culmina en el Canto XIX con letanías dichas con aburrimiento, al intentar una redefinición final del arquetipo épico. La última letanía recapitula el tedio que éste ha significado para la humanidad: La épica es ser igual a nadie es llevar llevar la patria mundana entre la ropa es el odio de todos los siglos sobre sí es la ceremonia que comienza al levantarse La épica no tiene dioses. La épica es el hombre solo. La épica es la desesperación buscando su refugio. La épica es un hombre solo. El verso final implica reconocer que los seres humanos -cada uno de nosotros- hemos construido los escenarios épicos, con sus deidades y seres superiores, para disfrazar una mala fe con visos de grandeza: la cobardía que no quiere reconocer la vulnerabilidad radical de nuestras vidas. Por tanto, el tono de agotamiento, tedio, aburrimiento es índice 132

de la inminente recuperación del sentido de la historicidad humana como tal radicalidad vulnerable. Es decir, una mente alienada y neurotizada por imágenes de divinización épica pareciera estar a punto de recuperar su sanidad. De hecho, el tedio caracteriza la primera aparición de la voz poética ahora encarnada en la individualidad del militante torturado (Canto V). Instalado en el clandestinaje, esta voz individualizada da testimonio de una cotidianeidad mecanizada por las rutinas de seguridad -la exploración detallada y minuciosa del limitadísimo espacio de acción clandestina que le ha encargado el liderato; los callejones escondidos, los portones y puertas traseras y laterales de edificios que quizás permitan un rompimiento, es decir, un escape de emergencia; el gasto de energía para mantener una tensión paranoica que detecte el más mínimo cambio sospechoso, cualquier objeto o persona fuera de su lugar habitual; la añoranza de una vida normal, en que se puede ir rectamente a los lugares deseados sin forzar el cuello en movimientos de torsión para ver atrás desde la espalda, sin gastar tiempo en desvíos y maniobras de marcha y contramarcha para evadir posibles seguimientos; elevar a la categoría de gran victoria política nimiedades aparentes como la salida sin novedad de la casa de seguridad que habitamos, hacer el enlace programado y volver rápidamente para evitar reconocimientos y riesgos imprevistos; no olvidar deshacerse de los boletos de buses para no dejar huella del recorrido; vivir estas tensiones y miedos en una soledad interrumpida sólo por algún corto mensaje o un contacto de pocos minutos con un camarada desconocido. Mantener esta autodisciplina drena al militante clandestino de toda sensación y expresión de espontaneidad. La conciencia no puede entregarse a la energía de la experiencia inmediata; debe siempre desdoblarse como si viviera en dos pistas de experiencia -una rápida, en que se toma nota instantánea de lo que ocurre en la cercanía más inmediata; otra lenta, en que la misma inmediatez de ese dato se retarda para proyectar posibles orígenes y consecuencias, causas y efectos de amenazas todavía indefinidas. El alcohol, las drogas y el contacto con seres queridos no debieran ser el modo de sanar esta fragmentación mental, a riesgo de destruir los contactos clandestinos. Sólo queda, entonces, la compensación puramente imaginativa que se lanza en dos direcciones -el refugio en cualquier ficción del deseo insatisfecho o la introspección más intensa. De hecho, entonces, el militante clandestino que aspira a sobrevivir y ser leal a su causa debe entregarse bien a la paradoja de convertirse en un cuasi-esquizofrénico para mantener la

sanidad de su compromiso político; o a un realismo despiadado en el conocimiento de sí mismo. Estas contradicciones quedan plasmadas en la disposición tipográfica con que la voz poética, ahora individualizada como el militante, da testimonio de la rigidez de su rutina clandestina. Esta parece corresponder a un laberinto en que se mueve un animal atrapado en los experimentos de un laboratorio:

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SER DETENIDO ES COSA QUE PUEDE PASARNOS pareciera uno de esos días aburridos, siempre lo mismo pienso, salir a la calle lo mismo de siempre caminar algunas cuadras lo mismo de siempre tomar también la micro lo mismo de siempre pienso en la orgánica lo mismo de siempre que suba otra gente lo mismo de siempre alguien ocupa... te toman de un hombro bajemos cabrito (te dice) te empujan a un auto sientes la tela en los ojos se cierra el mundo tras de todo... ser detenido es cosa que puede pasarnos. Hay aquí un nuevo gesto paradojal, como ruptura del tedio de la clandestinidad, el arresto por la CNI aparece como evento liberador secretamente deseado. Este deseo sólo puede provenir de alguna forma de entendimiento introspectivo de la existencia vivida. Implica que este militante ya estaba preparado para enfrentar el dolor -aun en sus formas más intensas- como uno más de los muchos traumas que pueden afectar tanto el pasado como el futuro de cualquiera existencia. Se trata de una radical ecuanimidad que bloquea cualquier tentación histriónica de sobreprivilegiar el trauma de la tortura para convertirlo en un gran espectáculo teatral. Hay la intuición de que, aunque quizás la posibilidad de esta teatralidad épica exalte románticamente el valor del trabajo clandestino, a la vez lo neurotiza. Esta ecuanimidad se revela ya en la primera escena luego del arresto. Después de varias sesiones de tortura, un momento de recuperación en la celda lo retrae a experiencias traumáticas más tempranas, oscuramente relacionadas con la madre y el padre (Canto VII). Respondiendo

a alguna forma de memoria más primordial, la frazada militar que lo cobija en la celda se transforma en prolongación simbólica de la placenta materna y de la figura paterna como signos paralelos y simultáneos de protección y abandono. Por esto es que agrede la frazada «jugando a que ganaba a mis mentiras», deseando razgarla con «diez bolitas de pan del porte de una uña» (p. 15). La asociación de «mis mentiras» con los padres ausentes expone la intuición de estar viviendo un vacío de cariño primordial, de estar atrozmente solo cuando más se necesitan figuras protectoras, de ser, por tanto, traicionado por ellas. En cuanto a esta conexión con la paternidad, consideremos que el género épico es una de las formas privilegiadas del espíritu patriarcal. Por tanto, en este momento, al sentirse traicionado, el torturado comienza a renegar tanto del trauma de esta orfandad como del apretado haz neurótico-metafórico del arquetipo épico: rechaza a su padre asociándolo con el conquistador europeo y a su madre con la pasividad victimizada de la América conquistada. Queda sugerido, por tanto, que su militancia política ha provenido tanto de alguna forma de rebelión contra las figuras paternas como de algún apego a ellas. Esa rebelión parece haber sido el impulso que llevó al «coté» a dar continuidad al arquetipo épico; su militancia política era la compensación de una falla psíquica ya experimentada en la primera niñez, en las etapas iniciales del desarrollo de la personalidad. Luego de renegar de sus padres y de su militancia, el torturado decide hacerse cargo de su humanidad y de sus sufrimientos en la más completa soledad, sin atribuirlos a ningún sacrificio excelso por la americanidad o por la especie humana. De allí que, en los Cantos IX y XII, un «Yo» de soledad inerme encara la tortura y las rutinas de la prisión con un lenguaje parco, estrictamente realista y objetivista, sin los barroquismos neuróticos que han caracterizado a la voz bárdica; esto se manifiesta en franco contraste con la magnanimidad épica de los Cantos adyacentes. Al parecer, el torturado ya está en camino de recuperar su sanidad: Yo me quedé parado al lado de los fierros yo me afirmé de un trozo de cuerda yo recibí una orden yo escuché tantas palabras en su boca yo recordaba el calor que sentía del puñete yo me recosté sobre una cama sin colchón yo extendí los brazos cuando dijeron yo entendí lo que decían pero dije que no 135

yo hablaba de tantas formas diferentes pero hablaba solamente solo yo vi cuando me ataron con restos de frazadas (Canto IX, p. 19) LA VENDA el mameluco la herida la venda el mameluco la herida la puerta el colchón las zapatillas la venda la herida el colchón el catre sin ropa la herida las ventanas el espejo falso la herida las manos el dolor el dolor las zapatillas la celda la venda la venda la venda y sus manos manos manos estirándose a mi cara (Canto XII, p. 23) A pesar de la actitud de rechazo, la celda, espacio de la frazada militar-materna-paterna, todavía mantiene algún sentido de protección y reposo «para pensar ordenar tus ideas o confabular con el sueño» (Canto XV, p. 28; también Cantos XV - XX - XXVII). Refugiándose en esa protección, en los momentos de retorno de las sesiones de tortura, la conciencia del torturado busca entender el drama humano que lo rodea. Así es como eleva el suicidio de una joven militante salvajemente maltratada a la categoría de monumento de afirmación de lo humano. El incidente se convierte en una anécdota conmovedora precisamente porque se la representa con un lenguaje fríamente descriptivo, purgado de todo histrionismo romántico : (Hasta que vino un médico, le tomó la presión y dijo que por ahora bastaba) «después me condujeron al baño donde me dijeron que no tomara agua porque me hacía mal 136

yo sabía que era mortal» (Después la condujeron al baño le dijeron que no tomara agua, que sólo hiciera sus necesidades, y no pudo más que tragarse un largo, largo largo sorbo de agua para saciar esa sed de vida que traía) ¿CON QUE VALOR HABLAR DEL MAS ALLA? ¿CON QUE VALOR HABLAR DEL MAS ALLA? ¿CON QUE VALOR? Desde la perspectiva del torturado, la verbalización atrozmente realista e intrascendente del suicidio de la joven coincide con su voluntad de desmitificar y desteatralizar lo épico. Pero también agudiza el cúmulo de antinomias e inestabilidades arrastradas hasta este momento porque nuevamente las significaciones se bifurcan en sentidos contradictorios entre sí. Observemos que la voz lírica a la vez se funde admirativamente con la voz de la joven («después me condujeron al baño / donde me dijeron que no tomara agua...») mientras en los alaridos finales de este Canto, repite sospechosamente las mayúsculas de la voz bárdica. Con la repetición parece sugerirse que negar toda trascendentalidad de lo humano también puede resbalar hacia una mitificación, otra vez renovándose el ciclo épico. La voz del torturado reacciona drásticamente contra esta amenaza serializando y, por tanto, anonimizando, los destinos de todo arrestado. En su drasticidad, el torturado no trepida en mutilar y eliminar la individualización de su propia voz, la que ganara después de verbalizar enormes sufrimientos. Así lo muestra el Canto XVII: TOMARON UN HOMBRE DETENIDO Amordazaron ese hombre entre los dientes. Subieron a un auto también al mismo hombre. Lo encaminaron vendado a su pasado Bajaron de un auto al hombre detenido Lo condujeron por un largo largo pasillo. Dijeron sácate la ropa Dijeron rápido güeón. Pusieron en sus manos un par de zapatillas. ***** UN HOMBRE CON MUCHOS HOMBRES 137

pasea por ciudades recordando o muerto cuando sentado en el borde de un catre sin colchón descubrió que estaba solo con todos los hombres del mundo a su costado (p. 30). Poco después se hace claro que la serialización es realmente maniobrada para difuminar la identidad y la culpa de quien se quiebra en la tortura y entrega información al interrogador de la CNI, traicionando a algún camarada. Con la serialización se busca introducir la duda: ¿es este torturado específico quien ha traicionado o cualquier torturado? El quiebre y la culpabilidad se esconden también tras la guisa de una reacción corporal incontrolada, el movimiento involuntario de todos los dedos por la aplicación de electricidad coincide con la señal que exigen los torturadores en cuanto a estar preparado para informar: AAAAAAAAAAAAAAAYYYYYY ahora cuando querai decir algo tení que levantar el deo chico entendiste AAAAAAAAAAAAAAAYYYYYY mira como levanta too los deos el maricón (p. 37). Más tarde, en el Canto XXIV, se trata de explicar y justificar la traición; sólo la entrega de información y, por tanto, la traición aseguraban la supervivencia. Este torturado, en particular, alega haber discutido el asunto con sus compañeros. Al parecer llegaron a un perdón mutuo basado en el acuerdo de que la ineludible fragilidad humana prima sobre cualquier imperativo ético de militancia política («les expliqué cada palabra que no salió»; «nosotros / como llamas de lodo / seguimos queriéndonos», p. 41). Sin embargo, ocurre que la exculpación colectiva no corresponde con la sensación de culpa individual del ser solitario ante su conciencia, ni tampoco la alivia («la torre o la parrilla / no suelen doler a la conciencia / como la descuartizada muerte de las calles», p. 41). En su fuero interno el torturado que entregó a alguien es un muerto en vida («Todos pensaron, se murió este mierda / Su cabeza cayó hacia un lado / pero su larga conciencia de la muerte / dio pasos (seguros) / por las calles de Santiago» Canto XXV, p. 42). Aquí hay dos corolarios -si la esencia de la épica es la tortura, también lo es su resultado, la traición; más aún, quien participe en un proyecto épico inevitablemente será traidor que 138

vive su vida como muerte cuando sobrevive. Este sufrimiento es atizado con una leve sugerencia de cristianismo sacrificial cuando, al morir el militante, como Cristo su «cabeza cayó hacia el lado». Esta intuición radical de la culpa teatral, grandiosa, magnífica lleva al prisionero al repliegue sistólico más agudo del poema. Calladamente, con esto se sugiere un rechazo del cristianismo y su tendencia al sacrificio por el prójimo. Nótese que la totalidad del Canto XXVII sólo consta de tres versos no sólo aislados sino también protegidos por dos paréntesis. Acurrucado en su frazada-celda, pareciera como que el torturado adopta una posición fetal:

La posición fetal indica que la convicción de ser traidor-muerto-envida ha terminado por desbaratar los sentidos más fundamentales del prisionero como ente espiritual y físico. Hay una lógica y una estrategia tácitas en el acto de yacer en la posición fetal durante un quebranto nervioso -ante la parálisis físico-mental provocada por fuerzas abrumadoras, imaginarse feto equivale a ganar tiempo para recuperar energía y encontrar alguna respuesta coherente. Para la materia corporal se trata de una reacción automática; pero para la razón ética se trata de una cobardía en medio del terror de un vórtice existencial. Como acto imaginativo esta cobardía intenta deshacer la progresión de lo vivido acogiéndose a un hiato desesperado que permita otra vez la protección del útero materno para recuperar fuerzas. Se trata de una extraña petición de «tiempo libre» en un juego de vida o muerte. Hay una desfachatez cómica en esta cobardía estratégica porque se apela a la ficción de que, en alguna parte, existe un árbitro invisible y misericordioso que puede conceder el hiato. Es la misericordia de ese árbitro inexistente la que permite que el «feto», más tarde, retorne al juego que lo había abrumado; es decir, que renazca en condiciones más apropiadas. En el Canto XXVIII el «feto» ya se ha recuperado. El Canto se inicia con un epígrafe que apela a las palabras solemnes de una declaración de la Asociación de Abogados por los Derechos Humanos-Chile: «Para que exista un hombre que torture, debe haber un sistema que los necesite y los prepare. Un sistema capaz de generar estos profesionales de la tortura, de condicionarlos y manipularlos para que cumplan cabal

y eficazmente su papel» (p. 46). Aquí está el árbitro misericordioso: el prisionero se acoge al universalismo del Derecho Internacional de Derechos Humanos. Este fue tabulizado a partir de 1948 por la Declaración Universal de Derechos Humanos de las Naciones Unidas y recoge un cuerpo legal acumulado por todas las luchas épico-revolucionarias modernas:1212, año de la Carta Magna inglesa; 1776, año de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos; 1789, año de la Declaración de los Derechos del Hombre proclamada por la Revolución Francesa; 1910, año de la Revolución Mexicana; 1917, año de la Revolución Soviética; y luego todos los movimientos anticoloniales del siglo XX. Momento. Pero, ¿no es que el prisionero había decidido enfrentar la tortura en la soledad más absoluta, desahuciando todo universalismo humanista sospechoso de contenido épico? En cuanto a esto, al apelar al Derecho Internacional de Derechos Humanos el torturado comete una flagrante claudicación. La voz poética parece estar consciente de haber claudicado. Por esto es que el Canto XXVIII contiene un gran desorden de expresión; el lenguaje es afectado por la mala fe. Intenta alejar de sí la responsabilidad de sus traiciones imitando otra vez la voz mayor del bardo épico. Explota las declaraciones de la Asociación de Abogados para transferir su responsabilidad a los condicionamientos de estructuras sociales impersonales y alienadoras o a las circuntancias del nacimiento y de la niñez («TORTURADO DE ANTEMANO»; «TORTURADO DE NIÑO»; «TORTURADO ENTRE LOS QUE NO CONOCE»; «TORTURADO ‘PARA QUE EXISTA UN HOMBRE QUE TORTURE...», p. 46). A través del Canto la palabra «sistema» se hace estribillo y se la usa como un eco marcado con letras cursivas («debe existir un sistema que lo necesite»;»un sistema capaz de generar estos profesionales»;»un sistema capaz de generar estos profesionales» p. 47). Sin embargo, se trata de una parodia consciente de sí misma, que hace mofa de su propia mala fe -cada vez que se imita la voz mayor del bardo con mayúsculas en el primer verso de cada estrofa, se permite que la trivialidad irónica del contenido y el lenguaje de los versos restantes erosione la magnanimidad épica («torturado entre los vellos de la cara»; «torturado por-si-acaso»; «torturado de enormes pies caídos en desgracia»; «torturado pau-de-arara y otras yerbas»; «torturado como dijiste que te llamai», pp. 46-47). A mediados del Canto ya los mismos versos en mayúsculas abandonan la seriedad inicial de la claudicación exculpatoria y se hacen casi risibles: «TORTURADO CASI NO TE QUE-

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(había veces en que lo único esperado era vivir vivir vivir lo único esperado)

DAN DIENTES»; «TORTURADO SACATE LA ROPA», p. 47. Los mismos burócratas torturadores, los encargados de la épica estatal represiva, aportan un lenguaje que la desprestigia: «cállate mierda cállate mierda cállate mierda»; «y te apurai chucha e’ tu madre»; «apúrate concha e’ tu madre»; «amárralo bien a este jetón / mira que ayer se soltó [se cagó y se meó] el maricón». A pesar de todo, después de haber desmantelado el espectáculo de la mala fe que él mismo montara, el prisionero todavía no logra desprenderse de la omnipotencia arrogante de sus aspiraciones épicas. Hacia el final del Canto su arrogancia estalla violentamente en otro gesto anticristiano. A grandes voces, a la vez protesta contra la ficción romántico-masoquista de que su dolor lo ha convertido injustamente en chivo expiatorio sacrificado ritualmente -como Cristo- para limpiar los pecados colectivos. Poco después se aquieta, pero sin que las reverberaciones sonoras desaparezcan:

repliegue fetal = chivo expiatorio = sacrificio universal. Con ella había armado antinomias trágicas, insuperables por tanto, que debían ser lamentadas con llantos y posturas extremadamente histriónicas. Sin embargo, con dos tesis desarrolladas brevemente, el conferencista desarma esta cadena tétrico-masoquista para demostrar que ella no es más que otra sobreinterpretación neurotizada de la historia americana. El conferencista apunta a una realidad de radical simpleza y sanidad: los invasores no hicieron nada más que lo esperado de cualquier ser humano obligado a triunfar en una empresa de conquista; para triunfar en América no ocultaron sus intenciones; éstas fueron totalmente transparentes; si es que el ser americano fue derrotado, lo fue por la autotraición de las sobrevalorizaciones míticas con que interpretó el sentido de los conflictos humanos. Corolario implícito: ocultar la simplicidad de estas verdades es una cobardía indigna: hablemos ahora de traidores y traiciones

(torturado por causa de todos por causa de todos) POR POR POR POR

CAUSA DE CAUSA DE CAUSA DE CAUSA DE

TODOS TODOS TODOS TODOS

torturado torturado torturado por causa de todos todos

TESIS 1:

El invasor no traicionaba a nadie sólo sabía ciertamente su lugar.

el invasor no traicionaba: no escondió su dios de yeso para entrar al corazón: habló ciertamente de su deseo en el oro: jamás rechazó un par de hermosas piernas: ***** en verdad nuestras mentiras pudieron más contra nosotros que todos los enemigos coludidos: él hizo su propia historia nosotros hacemos un poco de todo: el traidor más existe entre los cálculos de traicionado

El Canto XXIX es el último intento de solucionar esta plétora de contradicciones mediante la mala fe. Ahora la conciencia del prisionero inventa la figura de un conferencista académico. Se trata de una figura que habla con un conocimiento autoritativo, al que el desvalido puede acogerse porque de ese conocimiento se espera una carga de verdad inapelable, similar a la de la Asociación de Abogados de Derechos Humanos. El académico parece poseer un dogma esotérico que se disfraza de racionalismo filosófico. Esta combinación lo hace inmediatamente sospechoso de favorecer la continuidad de la neurosis épica americana. Por ello sorprende que su voz impostada y engolada resulte ser sorprendentemente realista y objetiva, es decir, sana. Recordemos que el prisionero venía construyendo una compleja ecuación para definir la esencia de la épica: épica = romance = patriarcalismo = orfandad = tortura = traición = culpa = muerte en vida =

Enfrentar a un neurótico con la simplicidad brutal de la lógica de su psicosis no puede dejar de precipitarlo en otro episodio de desorientación.

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TESIS 2:

No basta con matar un dios sino eliminar las razones que los generan.

decir ahora que ayer quisimos la paz: llorar tantas veces podamos el fracaso: cantar una canción de cuna al arrepentimiento: dibujar una mentira en el muro que estimemos: aturdirnos acusando de traidores al que defendió lo suyo:

En vez de encarar la realidad, en el Canto siguiente, el XXX, el torturado prefiere retornar a la identidad morbosa del muerto en vida. Sin embargo, en ella descubre una nueva alienación, tan indigna como las anteriores: como cosa muerta, inerte, no puede usar su propia voz para reclamar los derechos que le corresponden como ser humano. Son otros seres humanos, en otras tierras, con otros idiomas los que hacen el reclamo de justicia, aún en los países más vilipendiados por la ultraizquierda en su lucha antimperialista. Todavía poseído por la neurosis épica, el torturado no logra comprender un elemento fundamental de la lógica del movimiento mundial en defensa de los derechos humanos: nadie puede ser privado de ellos como tampoco nadie puede renegar de ellos bajo tortura. Ante la indefensión de un ser humano, terceras partes informadas, aun las más distantes, están obligadas a intervenir para protegerlo. Inconsciente de esta lógica, el torturado prefiere reparar esta aparente indignidad reafirmando los esquemas épicos de los que antes había renegado. Apuntando a su corazón con aparatosidad histriónica, con un gesto de orgullo se reinstala en la misma genealogía de motivaciones heroicas que, a su juicio, consumió las vidas de Simón Bolívar y del Che Guevara. Veamos momentos ejemplares de esta secuencia: (Canto XXX, p. 51) se acabó la vida queda ahora sumergirnos con toda naturalidad en la épica inconclusa de los hombres (Canto XXXI, p. 52) quedamos solamente nosotros: balbuceamos algo parecido a «No one shall be subjected to arbitrary arrest, detention or exile» pero nos dieron vuelta la cara de una bofetada: hablamos en francés: nada (every one has the right to a nationality)

Se trata de una defensa psicótica en cuanto prefiere la ilusión de la neurosis a la verdad dolorosa. A pesar de esta defensa, el torturado ya no puede sino reconocer la verdad (Canto XXXIII). La genealogía revolucionaria proclamada es falsa en la misma medida en que la ultraizquierda se había autoproclamado vanguardia heroica de las masas desposeídas sin consultarlas. Las masas nunca la reconocieron como tal vanguardia («No se levantó la masa como quisimos / y los héroes llenan llenan llenan páginas de luto», p. 51). Asumiendo finalmente esta verdad, el torturado gasta la últimas energías que lo asisten para polemizar a gritos con camaradas que todavía se aferraban a lo épico monumentalizándose a sí mismos con los daños recibidos. Ellos habían echado mano de esos daños para elevarlos a la categoría de galardones heroicos que les otorgarían imagen de seres invencibles: es decir, la conciencia y exhibición histriónica de ese daño los ubicaría más allá del dolor y del sufrimiento, los convertiría en superhombres todavía disponibles para continuar la gesta heroica. Aferrados a esta ilusión masoquista, exigían la unión de todos y la renovación de esfuerzos en la fe y la convicción revolucionaria, la que precisamente había asegurado la masacre de sus seres queridos: MATARON A MI PADRE; dice cuando bebe: MATARON Y VIOLARON A MI MUJER, dice cuando DESCUARTIZARON EL HIJO DE MI HERMANO: (nada más pueden hacernos, lloraba)

LAS GANAS DE LA GUERRA MANTUVO SU BRAZO /EN ALTO: COGIO LOS BRAZOS DEL MUERTO Y DECLARO LA INFINITA DESAPARICION DE LOS IDIOMAS. 143

(Canto XXXII, p. 55) aquí ardió el fuego que parió a Bolívar y Bolívar canta todavía entre las piedras y Bolívar es descubierto en las obras completas del che y Bolívar habla desde algunos tejados y Bolívar era un extremista (no me cabe duda) y Bolívar era un loco (no me cabe duda) y Bolívar engendró tantos hijos tantos hijos en una tierra que no tiene soluciones más que en su mano y Bolívar era un extremista.

PUEDEN HACERNOS ESCUPIR SANGRE POR LOS Y NO TENEMOS RESPUESTAS? PUEDEN HACERNOS LAMER NUESTRAS RESPUESTAS 144

/fuma:

/OJOS

Y LA IMBECILIDAD SEGUIRA DANDO VUELTAS ALREDEDOR DEL OMBLIGO UNITARIO. (ceder un poco es capitular demasiado, dijeron otros) El torturado llega a comprender que es inútil la polémica con estos camaradas. En su neurosis, quienes abogan por continuar la gesta épica han pervertido la lógica guerrera. Como acto de sensatez altamente racionalizada y tecnificada, la guerra significa el empleo de seres humanos en el marco de premisas estratégicas y cálculos realistas del gasto de recursos y medios disponibles para la consecución de los objetivos políticos designados. Sin embargo, para estos neuróticos, la continuación de la lucha más bien les sirve para disfrazarse de omnipotencia en su debilidad humana: la cobardía de evitar el reconocimiento de errores catastróficos; la cobardía de no querer atender al reparo de las consecuencias humanas de sus errores. Ante este juicio se abre otra ambigüedad: ¿quién es realmente traidor?, ¿el que se retira reconociendo la derrota para reparar el daño humano, o el que continúa el sacrificio innecesario de combatientes? Consciente de exponerse a esta ambigüedad, el torturado opta por lo primero (pp. 56-57): (para todos quiero decir que no he visto hombre que no muera que no he vivido la tristeza de morir cinco veces como un dios que nunca he salido tras mis hijos que mataron: que no tengo más que mi cuerpo: estoy solo el perdón y el heroísmo no me sirven: no perdono a nadie: vivimos responsables de los actos: comenzamos la vida con el mismo trecho: lo cotidiano de la guerra reclama las memorias aunque nunca hemos buscado nuestros hijos entre los muertos) La fatiga domina totalmente los segmentos finales del canto épico. En contraste con la magnitud bárdica de los Cantos iniciales, los dos finales -XXXIV y XXXV- constan de cinco versos y cuatro estrofas, respectivamente. La estrofa primera y cuarta repiten versos de Cantos anteriores: «Tras esto, sé que tenemos siglos / pegados a la espalda» (p. 59). Sin 145

embargo, ahora su significación ha cambiado radicalmente. Quien los repite ya no habla para fingir la alienación cobarde de encarnar un mito épico ineludible, sino un ser que se quiere pensar a sí mismo como ente éticamente responsable de sus actos y vergüenzas en la historia. Sugiriendo esta resolución de su sentido general, el poema termina con dos anexos. Con ellos el prisionero indica su voluntad de marginarse de todo acto político motivado por la mitificación épica de la historia. Ya no es más un ser poseído por la grandeza ilusoria de un arquetipo fatídico sino meramente un anexo = un «agregado» a la historia, sin mayor importancia. En esto el torturado recuerda la enseñanza última que le diera la militante suicida: «recuerda, me dijo después de beber un largo sorbo: / ningún dios es capaz de soportar la vida de los hombres» (Canto XXXIII, p. 57). Con su suicidio la mujer había demostrado que no se destruía a sí misma sino a los dioses épicos que la habían poseído; con el suicidio había liquidado la inmortalidad ilusoria que su cuerpo encarnara como heroína revolucionaria. Como forma de catarsis, mediante el suicidio había recuperado su identidad humana más fundamental -la de ser-para-la-muerte. Es importante señalar que es una mujer quien había demostrado el valor de morir para renacer en la promesa de una vida más auténtica puesto que «anexo» también significa «los órganos y tejidos que rodean el útero (trompas, ovarios y peritoneo)» según el Diccionario de la lengua española de la Real Academia. Indudablemente se trata de un esfuerzo por quitar prestigio al signo masculino con que se había estado viviendo la militancia y la épica política para reivindicar la dimensión femenina del ser humano. Es ésta la que la historia simbólica de la humanidad realza como creadora de vida en el misterio de sus entrañas, no la magnificencia épica masculina que da la muerte en espectáculos públicos. Súbitamente, en este punto, como rebelión contra el patriarcado y toda acción política procedente de él, el poema eleva al ser andrógino como símbolo de desafío contra la divinización de la épica. Según el Anexo Nº 1, agentes de la CNI finalmente abandonan al prisionero en algún lugar de la ciudad de Santiago. Ya en su identidad de «anexo», el prisionero decide dedicar su vida a guardar testimonio de los sacrificios de sus camaradas. Como en el caso de Luz Arce, esto también implica asumir la doble identidad de eterno prisionero de las traiciones cometidas; recordemos que todo sobreviviente es tal porque delató a compañeros. Para ello la voz del prisionero se erige en conciencia moral que conmina a los sobrevivientes como él a no olvidar lo que son -traidores y/o muertos en vida: 146

(lo más duro es escuchar las torturas esa violación...) Y pareciera que realmente por todos los dedos escuchabas esa violación o las torturas aún aún aún después de salir aún aún después de salir escuchas esa violación también los golpes de la celda de al lado o el muro los zurcos esa puerta esa venda esa lucecita esa niña llorando aún después de salir esa ampolleta se prende por la noche aún después de salir sientes el aire acondicionado aún aún aún después de salir aún después de salir aunque no salgas en todo el tiempo que te queda (p. 62). Manifiesto un terrible descontento con ayer finaliza con otra traición. En el Anexo Nº 2, llevado por la inercia conflictiva de los XXXV Cantos acumulados, el prisionero cae en un exceso retórico cuando intenta mostrar la magnitud de su inmensa culpabilidad y de su tarea futura de testigo de lo vivido. Con una gran cercanía al espíritu que animara a Luz Arce, lo hace metaforizándose como monstruo despreciable, monumental, de enormes proporciones. Para ello echa mano de la figura de los Cíclopes, gigantes de la mitología griega que tenían sólo un ojo en medio de la frente. El muerto en vida dice: «Yo soy el ojo único mirando mirando desde cerca» (p. 63). Recordemos que, como hijos del Cielo y de la Tierra, según la mitología griega, los Cíclopes se ocupaban de fabricar armas en la fragua de Vulcano, para Júpiter y los otros dioses y héroes del Olimpo. Es decir, arrastrado por el entusiasmo de la palabra, el prisionero fragua su propia derrota final entrampándose en un nuevo ciclo épico; peor aún, se entrampa en un ciclo de mitos que ni siquiera pertenecen a lo americano. De este modo, el hablante se perfila como medium de una nueva penetración del continente, de una américa nuevamente menoscabada al negársele la letra mayúscula de su nombre: yo soy américa: todo en mí habla de todo 147

yo soy américa completa completa derramada completa sin nombre soy la letra interrumpida a veces por su único ojo que nos mira (p. 63). Ahora recordemos algo planteado anteriormente -las leyes que gobiernan la visión de mundo de Manifiesto un terrible descontento con ayer han obligado a separar lo analítico de lo interpretativo. La lectura anterior sólo pretendió entender lo «que dice el poema». En este sentido, Manifiesto un terrible descontento con ayer hace dos exigencias extraordinarias: la lectura interpretativa sólo puede intentarse al cierre de la progresión épica; la interpretación total debe girar en torno a las claves esotéricas que emite la última transfiguración del militante clandestino -la de monstruo de significado hermético. La interpretación que sigue usa los aspectos formales más relevantes que expuso la lectura analítica. El primero de ellos es la mutilación de la visión de mundo. Se ha cercenado de la narración la racionalidad de un partido cuya razón de existir fue acelerar militarmente el paso a la modernización socialista de Chile. Esta es la implicación política del gesto poético de privilegiar exclusivamente la microexperiencia del combatiente. Esta característica es la de mayor importancia para una interpretación más generalizada de Manifiesto un terrible descontento con ayer. Las acciones de un combatiente revolucionario sólo tienen sentido dentro de una institucionalidad político-militar: un aparato. Sólo éste puede conferirles una teleología transpersonal, otorgarle los elementos materiales y la planificación para convertir su cuerpo y su espíritu en arma revolucionaria. No obstante, en este caso se quiere conservar nada más que la experiencia emocional más inmediata del combatiente, la tortura. Reemplazar con ella la noción de aparato equivale a una escisión de espíritu y materia. Hay, además, otras dos cercenaciones: el poema se erige sobre un ámbito en que la fidelidad a la línea del partido y el sacrificio por ella fue la razón de ser del militante. Sin embargo, en el poema nunca se la advierte. Además, se trata de un tipo de organización en que el culto al líder carismático -Miguel Enríquez, en este caso- es la argamasa emocional de esa fidelidad y ese sacrificio. No obstante, en el poema nunca se lo nombra. Estas ausencias sugieren un alto grado de agresividad contra la imagen del aparato partidario, agresión que se magnifica precisamente por no nombrar su origen y objeto. Se trata, además, de una agresividad cuasi suicida por cuanto -aun a riesgo de hacer 148

incomprensible su identidad político-militar y la historicidad de su actos- la voz poética desconoce sin ambages su relación con el partido. La segunda característica es corolario de la anterior. A pesar de identificarse con una genealogía épica, el énfasis está en una visión de decadencia: la tortura de un ser solitario, vulnerable y aislado en un momento de derrota. Quienes lo acompañan son irreconocibles como miembros de un aparato, de un poder político; son también víctimas solitarias en marcha al sacrificio. Por el contrario, la mejor expresión del género épico está en un movimiento inverso -el surgimiento de un héroe que encarna los valores más excelsos de su colectividad en el empeño por crear un nuevo orden social. La épica, la política y la religión coinciden en la unción de un ícono varonil que sacraliza la identidad nacional, étnica, racial y/o doctrinaria. La progresión narrativa de Manifiesto un terrible descontento con ayer termina, sin embargo, con un monstruo anónimo, de sexualidad ambigua, que vaga por las calles como muerto en vida. ¿Qué tipo de literatura es ésta? ¿Expresa una psicosis de guerra, un trauma de tales dimensiones como para declarar el sinsentido definitivo de la vida? ¿Es ésta la imagen de la experiencia clandestina que se quiere conservar? Los mismos actos de crear y leer ficciones para explorar el sentido de la existencia afirman que la vida es un misterio inagotable. De otro modo, ¿para qué escribir o leer? Por tanto, indirectamente son actos que manifiestan la permanente preocupación de la especie humana por la continuidad de su vida. De allí que pueda afirmarse la imposibilidad de una literatura para negar la vida y su misterio. El hecho de que el poema se presente como Manifiesto confirma estas suposiciones. Después de todo, debemos reconocer que esta extraña épica nos indica que la primera lectura dista mucho de agotar sus significaciones; nos obliga a volver atrás para detectar signos de afirmación de la vida. Puede afirmarse que la figura del monstruo vagabundo está marcada por cuatro signos evidentes: anatema, herejía, profecía y fundamentalismo. Habría que establecer su interrelación ya que ella condiciona una nueva cadena de transfiguraciones. Anatema: Ignorar por completo el aparato del partido desequilibra el balance entre lo material y lo espiritual, descarta la lógica que instrumentalizo y funcionalizó a los combatientes para un propósito revolucionario. La materialidad descartada reduce la razón discursiva a sus otras dimensiones -la religiosa, la estética y la ética. La voz bárdica atestigua esta reducción y, al hacerlo, transubstancia lo político en lo religioso. Una vez que la religión reemplaza a la política, ignorar el aparato parti-

dario equivale a lanzar un anatema que «desaparece» lo reprobable. El anatema es una excomunión que aparta «del uso de los sacramentos al contumaz y rebelde a los mandatos»; se declara «a una persona fuera de la comunión o trato con otra u otras» según el Diccionario de la lengua española de la Real Academia. El aparato político se convierte en un tabú innominable y abominable. Herejía: Aquí, sin embargo, tenemos una anatema inverso. Es un individuo quien excomunica a la institución. ¿Qué potencia a esta voz para que, desde su mayor soledad, aislamiento, debilidad y deformación anatemice con tal vigor, convicción y arrogancia a quienes le confirieran la antigua identidad político-militar? Es obvio pensar que es el descubrimiento de verdades de naturaleza superior lo que llenó al monstruo de la omnipotencia necesaria para descalificar los dogmas anteriores. No obstante, el canto épico versa sobre la existencia vivida dentro del aparato político militar que desafía. Esto transforma al monstruo en un hereje. Hereje no sólo ante el partido sino también ante los valores cristianos que niega en varias oportunidades. Profecía: La ruptura con el dogma anterior permitió que el monstruo develara orígenes antes ocultos, anunciando con ello el advenimiento de una crisis intuible a través de todo el poema, pero nunca bien perfilada. El augurio transfigura al monstruo hereje en voz profética. Constatar la capacidad profética obliga a reexaminar la cadena ontológica que vertebra al poema: épica = romance = patriarcalismo = orfandad = tortura = traición = culpa = muerte en vida = repliegue fetal = chivo expiatorio = sacrificio universal = androginismo = monstruosidad vagabunda = testimonio ético. Un énfasis en la femineidad del monstruo hace pensar que se apunta al nacimiento de nuevas opciones históricas. Por tanto, la cadena ya no puede interpretarse como invalidación de la historicidad humana. Más bien puede que anuncie una mejor aprehensión de lo que es la esencia humana. Esto demandaría que el monstruo aceptara su monstruosidad, dejara de escapar de sus implicaciones -como lo hace a través de casi todo el poema- y se sumergiera en su esencia hasta llegar a las consecuencias últimas y más arriesgadas. Es lo que Luz Arce hace en su testimonio. Sólo así encontraría ese punto interior de equilibrio, stasis, iluminación e instalación rotunda de la existencia sobre la superficie de la tierra, aquel punto de significación en que todo pasado, presente y futuro queda dicho más allá del dolor y del sufrimiento, sin mayor gasto de palabras o gestos. Esto ocurre en el «Anexo Nº 2», el último segmento del poema. En la soledad final de su retorno al hogar, luego de una larga odisea, el vagabundo se desdobla para recibir de su propia monstruosidad la

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bienvenida, el consuelo cariñoso y el ánimo para iniciar su testimonio: soy la única mano apretada con su única otra descansando de todo sacándose los únicos zapatos que poseo descansando para llorar llorar con la única lágrima que tengo: escribo también las únicas palabras que conozco (p. 63). Fundamentalismo: Asumir la autenticidad monstruosa sería recuperar los fundamentos verdaderos de la existencia americana, épica y revolucionaria: «Raíz, principio y origen en que estriba y tiene su mayor fuerza una cosa no material», dice el Diccionario de la lengua española. En el contexto contemporáneo, esa «raíz» alude a los temores étnicos de que los efectos homogenizadores de la «cultura global» destruyan la idiosincracia de las culturas locales o no se sincreticen equilibradamente con las tradiciones folclóricas locales. En general, los fundamentalismos actuales se caracterizan por el uso de la fuerza armada como reacción a la violencia militar con que generalmente se impone el librecambio en el Tercer Mundo y como reacción a las grandes crisis sociales acarreadas por el librecambio. El fundamentalismo de Manifiesto un terrible descontento con ayer se relaciona, además, en el período de 1983 hasta 1986, en que arreciaron en Chile las polémicas sobre el posible uso de la fuerza armada contra el régimen militar como sustituto de la transacción política. Finalmente primó el punto de vista de la Iglesia Católica que -en su visión del «alma chilena»- promovía una vía negociada a la redemocratización de Chile y el uso exclusivo de la no violencia activa en las protestas antidictatoriales. Con el apoyo decidido de la administración Reagan desde Estados Unidos, la vía negociada se constituyó en la plataforma que cohesionó y luego llevó al triunfo a la Concertación de Partidos por la Democracia. La Iglesia Católica forjó la sensibilidad social que llevó a esa solución. Para ello creó las nociones de Cultura de la Vida y de Civilización del Amor que teatralizaban la lucha contra la Cultura de la Muerte, es decir, la economía neoliberal consumista apoyada en la represión militar. En ese escenario, la Vida había sido marginalizada por la represión y, para sobrevivir, se había retirado a espacios análogos a las catacumbas cristianas durante el Imperio (Romano). Esta cultura reemergía e irrumpía en la superficie silenciada y desvitalizada por el aparato represivo con la explosión de las protestas masivas, entendidas éstas como espectáculos 151

culturales que renovaban los sonidos, ruidos y jolgorios carnavalescos de toda manifestación de vida plena. Los obispos chilenos afirmaron: «Nuestra esperanza late con fuerza en el subsuelo de Chile»(27). Bajo el lema de la Cultura de la Vida la oposición encontró los modos, simbolismos y estrategias para mostrarse públicamente y en masa, a pesar del uso permanente de los estados de emergencia con que la dictadura controló los espacios públicos. Para estas teatralizaciones públicas se concatenaron las imágenes de Pablo Neruda, Violeta Parra (en especial, su canción «Gracias a la Vida»), Víctor Jara, las arpilleras hechas por mujeres cesantes y afectadas por violaciones de derechos humanos, el Canto Nuevo, los festivales de teatro universitario, el Café del Cerro, el Cristo sufriente encarnado en los desposeídos y los reprimidos, las romerías cúlticas, las procesiones funerarias de héroes de la oposición, las misas especiales, los festivales de teatro universitario y poblacional, los rituales públicos actuados por la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos y el Movimiento Contra la Tortura Sebastián Acevedo, el teatro profesional independiente, los festivales de canto poblacional, los juegos infantiles actuados por gran número de mujeres en las principales avenidas, las manifestaciones «relámpago» montadas en los estadios del fútbol profesional, los espacios de reunión permitidos por el fútbol poblacional y las comunidades eclasiásticas de base. En otras palabras, con la noción de Cultura de la Vida se instrumentalizaron tradiciones folclóricas chilenas y latinoamericanas que tomaron siglos en crearse y acumularse. De hecho, el poema de Cristián Cottet intenta una instrumentalización similar. Como acumulación de sistemas metafóricos y simbólicos, la notoriedad e importancia de la tradición folclórica están en el modo en que puedan afectar las coyunturas conflictivas más cruciales de una sociedad. Aunque se trata de un producto de elaboración anónima y dispersa, en tales coyunturas estos sistemas quedan abiertos a algún grado de readecuación (o manipulación) ideológica por la intelectualidad. Esta se encarga de armar las concatenaciones y permutaciones simbólicas más apropiadas para concretar las sensibilidades emocionales necesarias para las tareas sociales y políticas. Para ello combinan los íconos de la cultura oficial institucionalizada con los de la cultura popular más dispersa. Una vez que se estabilizó la imagen de la Cultura de la Vida, esta sensibilidad neutralizó toda validez que pudiera tener la lucha armada propiciada por el MIR y el FPMR. Nunca se llegó a hablar de que en Chile se desarrollaba un conflicto armado. Más aún, el tema se evadía. Esta situación de tabú fue apoyada por todo sector de la oposición puesto 152

que así podía encarnar mejor el papel melodramático de víctima de un régimen militar ilegal, ilegítimo y violador de los Derechos Humanos. La convergencia política en este tabú hasta el día de hoy ha impedido la discusión y entendimiento cabal de que, a partir de 1978, en Chile se desarrolló un conflicto armado, según lo definen las Convenciones de Ginebra y sus Protocolos Adicionales (28). Aunque se trató de una estrategia exitosa, este tabú convirtió la experiencia de miles de combatientes en desperdicio, en basura histórica. Nadie quiere dar testimonio de ella; no hay interés intelectual por conocer el estilo de vida, la visión de mundo ni la poética de la acción cotidiana de los guerrilleros. De hecho, entonces, en el momento en que la lucha armada perdió vigencia política en Chile y triunfó la transición negociada a la democracia, la Iglesia Católica quedó convertida en la creadora directa e indirecta de la imagen mítica del monstruo muerto en vida. La Iglesia ya llevaba años apostrofando al «terrorista» con términos como «extraño a la sensibilidad chilena», «nada tiene que ver con nuestra idiosincracia nacional», «insensato», «inmoral», «inútil», «estéril», «miope», «irracional». En una publicación retrospectiva (29) de los editoriales que había escrito para Mensaje -revista que, según el Comité Permanente del Episcopado «no ha hecho más que defender los mismos principios que la Iglesia defiende en la sociedad» (p. 270)- el Padre Renato Hevia, s.j., dejó sintetizada esa imagen monstruosa de quienes habían optado por la lucha armada:

El poema de Cristián Cottet tiene sentido pleno solamente en el contexto de esta polémica. Situado así, su preocupación por el espíritu épico busca visualizar las consecuencias últimas de la ética guerrera que la Izquierda nunca desarrollara dentro de Chile y que el resto de

la sociedad hoy prefiere ignorar. No hay evidencia en el texto de que el poema sea un manifiesto de exaltación bélica. Más bien hay un llamado a que se entiendan y conserven en la memoria histórica las implicaciones culturales y el cuestionamiento existencial a que llevan estas experiencias límite. Años antes de 1986, fecha de publicación del poema, Cristián Cottet había estado estudiando la épica como género literario y como experiencia histórica de los pueblos amerindios precolombinos. Esta fue la base para dos publicaciones de poesía: Epica inconclusa (1984) y Proclama (para anunciar un manifiesto de la épica) (1985) (tríptico). Aunque esas lecturas conectan a Manifiesto un terrible descontento con ayer con el pasado indígena amerindio en un amplio sentido, su articulación poética está decididamente marcada por la matriz mítico-ideológica de las castas guerreras aztecas. No se trata de una trasposición directa (mecánica) de ese universo simbólico a la experiencia político-militar en el clandestinaje del período 1973-1986. Más bien habría que entender el trasfondo azteca como una clave de lectura de la experiencia del combatiente mirista. A través de la memoria del pueblo americano que más obsesivamente usó la ética guerrera para la construcción de su identidad étnica, de su civilización y de las funciones de su Estado, Cottet hace un esfuerzo máximo por entender las dimensiones intelectuales y emocionales de combatir por una causa revolucionaria que tuvo un final catastrófico. De este modo se acoge a una tradición panamericanista, en circunstancias en que, además de la derrota, la Iglesia Católica, una de las instituciones de mayor influencia en la cultura chilena, simbólicamente despojó de su identidad nacional al esfuerzo mirista. En esto radica el fundamentalismo -panamericanista- del poema. Anteriormente había planteado que la estética de lo sublime se manifiesta especialmente en la forma en que el plano mítico del poema no logra compaginarse del todo con la experiencia existencial. La influencia de la ética guerrera azteca completa esta afirmación por cuanto la imaginación se ve forzada a echar mano de esquemas racionalizados por la ciencia antropológica para dar sentido totalizador a microexperiencias individuales de sentido catastrófico. Por este motivo, en la exposición siguiente no discutiré en sí la teogonía azteca; más que precisar detalles, mostraré su racionalidad teleológica para que surjan fácilmente puntos comparativos con el poema. En primer lugar debe reiterarse un dato universal ya mencionado: a través de la historia, las castas guerreras se han caracterizado por su especial asunción de la muerte. En tiempo de guerra, para cumplir

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La fuerte lucha política de estas últimas décadas en Chile dejó muchos muertos en el camino, víctimas que fuimos enterrando con lágrimas amargas. Y dejó también a muchos muertos en vida: aquellos que, llevados por la pasión o por la ambición hicieron morir en sí los valores más humanos y viven sólo para sí y los suyos, en guerra contra los demás. Los que anidaron el odio en sus corazones, al punto de ser capaces de destruir sin piedad a los que se oponían a sus intereses, ¿no están en cierta manera muertos? Los que sobrevivieron a la tortura extrema y al exterminio de sus familias, y ya no pueden perdonar, así como quienes los torturaron tan cruelmente, ¿no están también ambos, de algún modo muertos? (p. 10; las negritas son mías).

sus tareas con lealtad, calma, eficiencia y dignidad, el guerrero debe pensarse y sentirse a sí mismo como ser ya muerto mucho antes de iniciarlas. Como muerto en vida ya nada más puede ocurrirle; al asumir la muerte de manera tan radical, el guerrero logra la mayor libertad posible para cumplir con la vocación que anima su existencia. (Con esto, el monstruo muerto en vida de Cottet ya asume otro cariz). Es obvio que esta sensibilidad no puede ser compartida por quienes no practican el oficio ni tienen afinidad con él. Para las mayorías, es posible que esta visión de mundo diste muy poco de lo psicótico. Por ello es que, en toda sociedad, los guerreros son identificados como casta : «Parte de los habitantes de un país que forma clase especial, sin mezclarse con las demás, unas veces por considerarse privilegiada y otras por miserable o abatida»; «Generación o linaje. Dícese también de los irracionales», según el Diccionario de la lengua española. Múltiples soportes materiales, religiosos y sociales hacían que la guerra y las castas guerreras constituyeran el núcleo práctico e ideológico fundamental y privilegiado de la civilización azteca (30). Las deidades manifestaban que su trabajo de sostener el cosmos requería un suministro constante y abundante del «líquido divino», la sangre humana. Por ello habían enseñado a los humanos los rituales sagrados de sacrificio para obtenerla de los prisioneros de guerra. El guerrero verdadero vivía literalmente para ser alimento de las deidades y demandaba este derecho si caía prisionero. Toda su vida era una austeridad dedicada al entrenamiento físico, el ejercicio de las armas y al condicionamiento mental necesario para llegar al sacrificio. El orgullo o vergüenza de su linaje, su avance en los rangos de la nobleza y los premios correspondientes dependían del arrojo y pericia con que obtenía prisioneros y de la dignidad con que marchaba a los rituales de sacrificio: «Se puede entender al teuctli, el guerrero azteca de élite, como una especie de sacerdote. Así como el sacerdote era entrenado en una disciplina especial y agotadora y asumía una ortodoxia, del mismo modo el teuctli hacía votos y juramentos, aceptaba austeridades, y vivía bajo las duras exigencias disciplinarias de su dios. Esto no significaba que no gozara de la aventura, del colorido y de las recompensas de la vida dedicada a la guerra, porque habría sido inhumano desconocerlas. Sin embargo, la ortodoxia que asumía era monstruosa y exigente a tan alto grado que sólo la fe más ardiente habría podido sostenerla. Todos los aztecas compartían la misma visión cósmica, pero sólo el teuctli la encarnaba con una acción incansable, constantemente anticipando y deseando terminar su vida como alimento de los dioses» (p. 200).

En lo anterior hay una analogía entre el guerrero azteca y el ideal del cuadro que formaría los Grupos Político-Militares y la Fuerza Central del MIR; también hay una parodia potencial de la ineficiencia del liderato mirista que convirtió al partido en una máquina consumidora de la vida de sus cuadros. Sin embargo, estos rasgos más bien parecen periféricos. De mayor importancia para la interpretación del poema es el riguroso condicionamiento mental para que los guerreros aztecas asumieran su vida como seres-para-la-muerte. Esta disciplina la proporcionaba el adoctrinamiento en la creencia y fe debidas a las dos deidades más visibles y activas del panteón azteca: Tezcatlipoca y Quetzalcoatl, deidades guerreras, aéreas (=espirituales), eternas, inmateriales, ubicuas, omnipresentes y en constante transfiguración. Es obvia su relación con el arquetipo épico del poema que nos preocupa. En sus representaciones más frecuentes, ambas deidades eran asociadas con los colores rojo (= cielo diurno) y negro (=cielo nocturno), separadamente o en combinación. Además se los asociaba con la Estrella Matutina y la Estrella Vespertina. La Estrella Matutina mediaba entre el cielo diurno, imperio de Quetzalcoatl y su violencia expresada en tormentas, lluvias torrenciales, vientos huracanados y los dardos mortales de los rayos solares. La Estrella Vespertina separaba al cielo rojo del cielo nocturno, imperio de Tezcatlipoca. Este cielo era el campo de las subterraneidades demoníacas, de lo deformado. (Recordemos que la bandera del MIR tenía un campo rojo superior, separado del campo negro inferior por una estrella ubicada en el medio exacto). Para los aztecas la energía que sostiene el cosmos era una fuerza vital única que, sin embargo, se exhibía con diferentes visajes, dimensiones, aspectos y propiedades. Por ello, los nombres de las deidades no reflejaban identidades fijas sino el mismo principio primordial observado desde diversas perspectivas. De allí que los shamanes y los sacerdotes aztecas nunca se preocuparon de codificar las áreas diferenciales de influencia y funciones de los dioses, reconociendo múltiples transfiguraciones en cada uno de ellos. Por ejemplo, al ejercitar sus dimensiones malignas, Quetzalcoatl era realmente Tezcatlipoca, así como éste, al mostrarse como el héroe cultural que fijaba normas de conducta para los seres humanos, era realmente Quetzalcoatl. Tampoco se preocuparon los aztecas de conectar entre sí la ramificación de relatos asociados con los diferentes dioses. Se ha comentado que las narraciones míticas crecieron, variaron y se modificaron independientemente, atendiendo a la individualidad de las deidades. Por tanto, en su proliferación hay contradicciones garrafales que nunca preocuparon al pueblo azteca. En cuanto

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a la práctica del culto, esto causaba confusión, desconcierto y ansiedad entre los seres humanos. (Recordemos las súbitas transfiguraciones y contradicciones de la voz bárdica). Pero precisamente la confusión, el desconcierto y la ansiedad servían de disciplina mental para moldear al guerrero. Aquí está la mayor afinidad de la teogonía azteca con Manifiesto un terrible descontento con ayer. Anteriormente advertía que, en las tradiciones marciales, el guerrero encuentra el sentido de su existencia en el semicaos del combate. La serenidad y ecuanimidad que debieran caracterizarlo, tanto ante la adversidad como ante la victoria, se adquieren en el flujo inestable que hace revés de un triunfo y triunfo de un revés. Por ello, antes de llegar al fin último de que el guerrero se convirtiera en manjar de los dioses, Tezcatlipoca y Quetzalcoatl intervenían para someterlo -al guerrero y a todo ser humano- a una profunda experiencia y sentimiento de la inestabilidad de la existencia. Conocían los deseos y aspiraciones de todos. Arbitraria y caprichosamente podían ser generosos o mezquinos. Sometían a unos a derrotas y a miserias vergonzosas mientras elevaban a otros a los pináculos de la gloria y la riqueza. Nadie podía contar con el favor de las deidades. Sus designios eran impenetrables. Engañaban y traicionaban arteramente a dioses y a seres humanos. Con gozo cometían las canalladas más abyectas. Burlándose de todos instigaban veleidades y animosidades en rotaciones y permutaciones caprichosas o azarosas. Conspiraban para corromper virtudes humanas y divinas. Para debilitar su resolución les mostraban sus espejos humosos para que se vieran deformados y monstruosos. Con sus transfiguraciones buscaban distanciarse de los actos que no querían que se les atribuyera. (En el contexto contemporáneo del Conflicto de Baja Intensidad -la «guerra sucia»- este catálogo de la infamia sagrada parece un silabario de las operaciones de desinformación y propaganda negra de todo servicio de inteligencia, como también de la «razón de Estado»). En la lectura analítica anterior, la manifestación de este reino de la inestabilidad en Manifiesto un terrible descontento con ayer servía de base para una de las hipótesis preliminares que proponía: «los entes de este mundo quedan entregados a fuerzas y lógicas oscuras que nunca prometen o entregan apoyo o utopías, especialmente en lo que respecta a los seres humanos. Simplemente por razón de su esencia esas fuerzas marcan toda existencia con la inestabilidad, el capricho aparente, los constantes reveses de fortuna, la desorientación, la confusión, la ambigüedad. Sin embargo, no se trata de fuerzas de voluntad y lógica necesariamente maligna, que se complazcan en dañar por el placer de

dañar. Más bien actúan de acuerdo con su naturaleza, implacables en su autenticidad, impasibles ante los efectos de su ser en otros entes». No obstante, no podemos olvidar que esta reconstrucción del origen de la inestabilidad y la mutación desorientadoras corresponde a la microvisión de la experiencia existencial de los guerreros. Desde la cosmogonía de las deidades aztecas -es decir, desde las macroracionalizaciones del Estado Mayor- ese caos aparente se jugaba en espacios cuidadosamente diagramados: la ciudad, la cancha del tlachci -el juego de pelota- y el campo de batalla de las «guerras floridas». En el poema de Cottet no hay clara referencia a estas guerras. Puesto que el asunto gira en torno a la guerrilla urbana, la ciudad y el lugar secreto de tortura son las analogías centrales de esa diagramación. Toda ciudad es una reproducción material de la cosmogonía de un pueblo y de la forma en que las rutinas cotidianas de los seres humanos -descanso, aseo, alimentación, trabajo, diversión, culto, etc- son prescritas o se acomodan a la cosmogonía vigente. En su automaticidad, la práctica incuestionada de esas rutinas equivale a una domesticación de los seres humanos en el respeto a la cosmogonía y al poder que la sustenta. Al respecto, la vida cotidiana en la ciudad azteca giraba en torno a un complejo central de templos sacrificiales -una Estrella- que comunicaba lo superior -el cielo rojo- con lo subterráneo -el cielo negro: «este sistema expresaba la cercanía de los aztecas con el eje de las cosas. El azteca siempre se encontraba en el centro o cerca de él [...] Tenía la convicción de que habitaba el centro y que la tierra era su morada. Este eje daba al azteca una sensación de urgencia e importancia; las cosas trascendentes sólo podían ocurrir en el centro. Esto lo hacía intensamente receptivo a las exigencias divinas» (p. 6). La exigencia de sangre humana por parte de la divinidad se hacía aún más protocolar en el tlachco, la cancha del juego de pelota. La cancha era una larga pista estrecha, demarcada por murallas, con una división en el centro, en cuyo exacto medio se instalaba una piedra plana. A los dos extremos había explanadas que daban a la construcción la forma de una I mayúscula. Con rodillas y caderas los jugadores impulsaban de una banda a la otra una pelota cuyo material, el caucho, hacía que los rebotes fueran tan impredecibles como las arbitrariedades de Tezcatlipoca y Quetzalcoatl. La piedra plana era otra transfiguración de la Estrella que dividía el cielo rojo superior del cielo negro inferior. En la Estrella-piedra se derramaba la sangre de los jugadores que perdían. La analogía más visible de esta construcción cosmogónica en las rutinas urbanas se encuentra en las estrofas tercera y quinta del Canto

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V: el militante clandestino cumple mecánicamente con su cotidianeidad, esperando resignadamente el momento de su arresto inevitable y de su sacrificio. Nótese la disposición tipográfica de la primera estrofa: SER VIGILADO ES COSA QUE PUEDE PASARNOS: una cuadra un auto dos cuadras un auto tres cuadras un auto la misma micro un auto alguna ventana de micro y mirar dos cuadras un auto bajarse apurado un tipo caminar caminar un tipo caminar caminar un tipo aminar caminar un tipo la casa un tipo un auto (¿entro o no entro?) un tipo dos /autos la casa los niños dos autos muy noche muy noche un auto espera ser vigilado es cosa que puede pasarnos. ***** A veces tenemos un día -solo un día- tan diferente: aras, manos que no parecen haber construido un pan por la mañana camas duras y esas cosas, la muerte también la muerte, cayendo rutinaria, sólo ella pensamos, en la venda todos los zapatos son negros Era en el acto sacrificial, bien en el ritual urbano o deportivo, donde el guerrero lograba su máxima identificación metafórica con los dioses. Por unos instantes alcanzaba la perfección de ser (literalmente) Tezcatlipoca y Quetzalcoatl: «Se suponía que el sacrificio no sólo ofrecía la oportunidad suprema de probar la virilidad de quienes eran ofrecidos sino también la de revitalizar a los dioses a quienes se hacía la ofrenda. Estos dos conceptos se completaban mutuamente, puesto que mientras más rigurosa e intensa fueran la prueba y la valentía de la respuesta humana, mayor serían la complacencia de los dioses y su revitalización. 159

El culto sacrificial, por tanto, aunque fuera parte de la cultura humana, era también una función necesaria del orden sobrenatural. Para los aztecas el bienestar de los dioses era inconcebible sin el soporte de los sacrificios. En este aspecto -y sólo en él- el ser humano tenía alguna importancia en el órden cósmico» (p. 209). Puesto que el recinto de tortura es el espacio analógico del tlachco, esa máxima identificación metafórica ocurre en la última sesión de tortura, poco antes de que se dejara ir al prisionero. Al concluir, las sesiones han resultado ser actos rituales de sacrificio que finalmente revelan al torturado su relación con la matriz mítico-ideológica del panteón azteca. Esta revelación se manifiesta a través de la figura de un perro que sirve de vehículo de comunión de los dioses con este ser humano. El hecho es que, en la teogonía azteca, los seres humanos eran realmente fracasos de los dioses. Luego de su último experimento Tezcatlipoca había terminado por convertirlos en perros. Paralelamente, tanto Tezcatlipoca como Quetzalcoatl estaban asociados con la monstruosidad de la noche y de la subterraneidad demoníaca. Por ello es que continuamente se manifestaban en la superficie mediante los perros y mediante todo lo que fuera deformado y monstruoso. Un extraño perro acompaña «al coté» una vez que lo devuelven a su celda después de la última sesión de tortura; un ser humano y los dioses yacen juntos en el suelo, como si fueran seres del mismo nivel de existencia (Canto XXXIII): (cuando se fueron dejaron un perro atado a mi lado lo sentía jadear en mi oreja lo sentía pasearse por la celda) Debo decir (en honor a la verdad) que así lo hicieron: marcharon a matar en otras tierras y aquí aquí ardió el fuego que parió a Cuahtemotzin «Cuahtemotzin engendró a Quaupopoca; Quaupopoca engendró a Tlapocán; Huáscar engendró a Jerónimo; Jerónimo engendró a Pluma Gris; Pluma Gris engendró a Caballo Loco; Caballo Loco engendró a Toro Sentado; 160

Toro Sentado engendró a Bolívar...» Se trata de un momento irónico, de intenso dolor, sufrimiento, traición, pero de renovación de la vida, que el arquetipo épico atemporal presenta como una sutura. En una misma situación se funden tres épocas históricas diferentes: Chile bajo la dictadura militar, el imperio azteca precolombino y la última parte del siglo XVIII, en el deslinde con la primera del XIX. Esta última es la época precursora de los movimientos independistas latinoamericanos. Se hace patente que esta reordenación arbitraria equipara en rango las luchas antimilitares de 1973-1986 y la primera Independencia política del continente. Por ello es que la comunión «del coté» con Tezcatlipoca y Quetzalcoatl «pare» en tono épico mayor -con mayúsculas bárdicas- al Libertador Simón Bolívar, el «extremista» cargado de todas las visiones contradictorias en pro o en contra con que se apostrofaba a un «extremista» del MIR. Tan igual como apareciera Luz Arce en su momento monumental, Simón Bolívar aparece como ser deformado -»monstrificado»(?)- por todas las fuerzas conflictivas que convergen, se entrecruzan y se tensan en y sobre su cuerpo: BOLIVAR BOLIVAR BOLIVAR BOLIVAR

ES UN LOCO ES UN EXTREMISTA ES UN PRE-CLARO ES AMERICA-AMERICA (tal vez-tal vez-tal vez)

BOLIVAR BOLIVAR BOLIVAR BOLIVAR BOLIVAR

TENIA IDEAS IZQUIERDISANTES REPRESENTABA UNA CLASE ES UN MITO SE SENTABA CON LOS RICOS A COMER SOÑABA CON AMERICA UNIDA (tal vez-tal vez) (Canto XXXII, p. 54)

Aunque en la lectura analítica anterior el torturado inicia la recuperación de su femineidad al contemplar el ejemplo de la militante suicida, en realidad es en este rito de tortura final en que, por intercesión de Tezcatlipoca y Quetzalcoatl, tiene la intuición definitiva de que la genealogía épica no sólo significa destrucción sino vida nueva. En el momento de calma reflexiva que sigue al «nacimiento» de Bolívar. Ya no agobiado por la voz bárdica, el torturado mira a su alrededor como si la celda fuera un museo histórico y se posesiona del hecho de que el mito de la liberación americana surgió de una situación idéntica a la suya, solo, torturado, prisionero. Ahora con minúsculas se expresa en minúsculas 161

esa grandeza histórica universal en la especificidad del militante. Este, señalando su corazón, dice: aquí ardió el fuego que parió a Bolívar y Bolívar canta todavía entre las piedras y Bolívar es descubierto en las obras completas del che y Bolívar habla desde algunos tejados y Bolívar era un extremista (no me cabe duda) y Bolívar era un loco (no me cabe duda) y Bolívar engendró tantos hijos tantos hijos en una tierra que no tiene soluciones más que en su mano y Bolívar era un extremista. En este punto el torturado llega a un equilibrio de su ser, asumiéndose ya como ser de dignidad incuestionable, como todos «nosotros» los latinoamericanos. Parco en palabras, lleno de convicción, «el coté» termina los cinco versos del Canto XXXIV -nueve palabras en total- diciendo «La épica / Nosotros» (p. 58). El torturado ha superado su sentimiento de orfandad reconociéndose en la genealogía épica del «padre» Simón Bolívar. A la vez que recibe una identidad profundamente arraigada en la historia latinoamericana, el torturado se relaciona con ella con reciprocidad pues en su corazón revitaliza ese linaje como el Ave Fénix («aquí ardió el fuego que parió a Bolívar»). Por tanto, en virtud de ese ejemplo se acepta totalmente a sí mismo como el vagabundo deforme, monstruoso y anónimo en que se transfigurará a fines del Anexo Nº 2. También en las raíces de su personalidad Quetzalcoatl siempre está presente puesto que el prisionero libertado diseminará vientos tan violentos como los de la deidad («después arranco la única selva / que recuerdo» (p. 63). Recordemos que, como deidad aérea, Quetzalcoatl era conocido como el Viajero, el Vagabundo. Ahora bien, ¿qué significado, qué destino tiene el monstruo vagabundo? La última clave de interpretación del poema la entrega el antropólogo mexicano Enrique Florescano (31). Florescano informa que el movimiento de Independencia nacional mexicana fue precedido -hacia finales del siglo XVIII y comienzos del XIX- por la aparición de extraños personajes carismáticos, de estilos de vida inauditos, de lógica incomprensible, dementes -según las autoridades españolas-. Su identidad era totalmente inestable: 162

En 1760 el indio ladino Antonio Pérez, identificándose como shamán, curandero, sacerdote y arzobispo católico, hizo público el culto de una imagen de la Virgen de la Caverna recuperada del volcán Popocatépetl y pidió ser reconocido como Dios, alborotando contra la autoridad colonial. El 20 de noviembre de 1761, luego de una festividad religiosa que terminó en una borrachera general, Jacinto Canek convenció a la comunidad indígena de Quisteil, en la península de Yucatán [recordemos al Ejército Zapatista de Liberación Nacional], que se lo nombrara Rey Jacinto Uc Canek, Chichán (=Pequeño) Moctezuma, desatando luego una insurrección regional bajo el apodo «El que Puede Hacer Cualquier Cosa». El «Mesías Demente de Durango» (1799-1801) llamado José Silvestre Sariñana, José Bernardo Herrada, Capitán Cuerno Verde, Alejandro I o Mariano I, rey de la región de Tepic (1801) fue finalmente reconocido como el vecino de San Luis de Potosí llamado Juan José García, persona afectada por una «demencia melancólica». Estos monstruos vagabundos aparecían como de la nada, súbitamente, causando desconcierto en la autoridad. Viajaban diseminando «ideas sediciosas», mesiánicas y apocalípticas contra el imperio, llamaban a los indígenas y a los mestizos pobres a la insurrección general. A veces eran seguidos por miles de personas. Los precedían y seguían rumores y especulaciones inventadas con increíble desparpajo para recargar su imagen de misterio y omnipotencia. Inventaban oraciones y rituales de poder mágico superpuestos a la liturgia católica. Se apropiaban de títulos y jerarquías eclesiásticas. Echaban mano de imágenes de la Virgen de Guadalupe para prestigiarse con su favor, lanzaban terribles anatemas contra sus enemigos. Querían reinstaurar un orden social precolombino en gran parte inventado por su imaginación psicótica. Creaban narraciones proféticas que, con la mayor desvergüenza, sincretizaban la mitología indígena con la cristiana. Aunque el inicio de estos movimientos era siempre religioso, finalmente demandaban reformas sociales, políticas y económicas. El rey de España aparecía comandando y premiando a estos ejércitos rebeldes de soldados provistos de amuletos que los hacían inmortales, en marcha contra los «gachupines» y las «gentes de razón». La autoridad imperial se veía forzada a prestarles atención 163

ya que estos movimientos podían ser instrumentalizados por la marina inglesa en sus incursiones piratescas. Tiempo después, desaparecían como fantasmas. Recordemos que el poema de Cristían Cottet se inicia con una estrofa de tres versos: Tirada de bruces al cuello de la vida, un fantasma, una palabra recorre América. Es la épica inconclusa de los hombres (p. 5). La guerra de la Independencia mexicana fue iniciada en 1810 por Miguel Hidalgo y José María Morelos. De acuerdo con las más antiguas tradiciones aztecas, a la vez eran guerreros y sacerdotes que poseían una profunda comprensión del contenido político de esos sincretismos. Hacia el final de su exposición, Enrique Florescano hace notar que la «misma incandescencia de la guerra, las intensas, múltiples, incontenibles explosiones de frustraciónes y deseos reprimidos, la fuerza emocional y contaminante de los movimientos de masas, la cohabitación de delirios colectivos e individuales, todo favorecía la manifestación de creencias míticas e imágenes escatológicas en las masas populares, la aparición de nuevos mesías y líderes iluminados y la síntesis e invención de las imágenes más delirantes. El movimiento que encabezaron Hidalgo y Morelos unió estas manifestaciones de la mentalidad popular y les ofrece un conducto para expresarse» (p. 218). Todavía fiel al espíritu que el MIR tratara de encarnar, Manifiesto un terrible descontento con ayer intenta preservar la memoria de la militancia en la energía surrealista de monstruos como estos.

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En última instancia, el poema de Cristián Cottet es una reelaboración del eterno conflicto humano entre cultura y civilización: es decir, por una parte, el infinito potencial de la especie para autotransformarse y enriquecer su sensualidad e intelecto mediante el trabajo y, por otra, los límites impuestos por los sistemas de alienación social y administración de la escasez como realidad histórica concreta. La promesa de la cultura siempre ha sido un mito, un ideal utópico puesto que sólo puede dirimirse en el espacio concreto de la civilización. Para realizarse, la promesa de la cultura debe impulsar a seres humanos a chocar contra las armas de las burocracias civilizadoras, a dejar que se triture la materialidad de sus cuerpos y se derrame su sangre. Cottet instala su visión de mundo en el centro de ese punto sacrificial pero ha eliminado la fácil retórica utópica de la ultraizquierda de los años ’60. Queda entendido que el principal fracaso ultraizquierdista fue no haber visualizado fríamente las terribles implicaciones sociales de su proyecto épico, empresa que nunca tuvo raíces en las aspiraciones masivas de la población. Sin embargo, si es que el conflicto cultura-civilización es elemento ontológico de la especie humana, la erupción épica será un potencial y una realidad permanentes. Por tanto, siempre habrá etapas históricas en que encarnar un llamado

épico equivaldrá a un imperativo categórico. No obstante, quienes lo encarnen responsablemente deberán considerar la horrible proyección de su significado material: mutilaciones, tortura, muertes, violaciones, perversiones sexuales, derramamiento de sangre, crueldades y atrocidades inauditas. Deberán asumir en ese momento, conscientemente, sin ningún resguardo en ninguna utopía, como maldición milenaria ineludible, la monstruosa identidad y tarea de ser humano. La novela de Juan Villegas también explora el origen y las dimensiones de esa monstruosidad humana a partir de una reflexión sobre el significado cultural de la dictadura militar chilena. También visualiza el origen de la monstruosidad en el conflicto entre cultura y civilización. Pero no reconoce ningún legado válido o rescatable de ese conflicto, excepto, quizás, la literatura que genere. Más bien muestra la profunda derrota espiritual, la intensa melancolía y desilusión de educadores como él, que creyeron fervientemente en los beneficios redentores de los mitos humanistas. Contenidos en los textos monumentalizados por la tradición académica, leídos con veneración y cuidado, en círculos de intelectos privilegiados, encarnándolos con rigor, esos ideales milenarios pacificarían y perfeccionarían a los monstruos llamados seres humanos, sin que tuvieran que repetir los rituales de mutilación mutua. No obstante, a la luz de lo que ocurriera en Chile entre 1964 y 1990, la novela propone que no hay redención posible para la barbarie épica. La narración introduce al receptor en las divagaciones del todo ensimismadas de un viejo abandonado en un hospicio de ancianos, en Estados Unidos. Es chileno, está a punto de morir de cáncer. Su nombre -Julio Vital- aparece como ironía mucho más tarde en el relato pero, en realidad, su identidad individual no importa. A partir de su ancianidad agudamente perturbada se lo presenta como arquetipo de la humanidad. Años antes se había jubilado como profesor de literatura hispánica en una universidad norteamericana. Ante la muerte cercana, su conciencia se esfuerza por recuperar etapas de su existencia reprimidas largos años. Rememorar resulta ser un extraño subterfugio defensivo, síntoma de un conflicto nunca solucionado. Al rememorar deflecta el dolor de un presente de soledad, de abandono y de muerte en una cultura que sigue considerando extraña, a pesar de largos años de residencia en Estados Unidos. Después de tantos años, sin embargo, el recuerdo de obsesiones no resueltas y tareas nunca cumplidas acarrea en sí un impacto aún más doloroso, más vivo. El anciano busca suavizar esta contradicción atiborrando el relato con comentarios y referencias eruditas, anécdotas, observaciones de la cotidianeidad inmediata. Así oscurece largo tiempo

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MALDICION PATRIARCAL JUAN VILLEGAS Oscura llama silenciada (1993)

el conocimiento de ese conflicto irresuelto. Es decir, el anciano enfrenta su muerte con mala fe. Como consecuencia, el relato se bifurca en una esperanza épica atormentada por un sentimiento de humillación difícil de expresar. Por una parte, finge que la operación de cáncer que se aproxima es el preparativo para el retorno definitivo a Chile. De allí que se esfuerce por lo imposible: distanciarse mentalmente de la atmósfera de decrepitud y muerte del hospicio: «No soy como ellos, no soy parte de ellos, no me voy a quedar aquí hasta mi muerte, no terminaré mis días en sillas de ruedas ni hablando con esas palabras que no aprendí cuando niño. Ahora comienza mi vida verdadera, no moriré antes de cumplir los designios de mi madre» (p. 62). Al borde de la muerte, el anciano considera el retorno como un proyecto de vida: con su vuelta daría continuidad al orden patriarcal latifundista supuestamente fundado por su abuelo. Este había sido colono en los bosques de Chiloé. A través del tiempo, el anciano había construido una imagen épica y ritual de su abuelo. Ahora, en sus años finales, se prepara para reemplazarlo: «Allí, con manos fuertes de viejo envejecido con el hacha y el machete desbrozando bosques, repartiría la comida, mientras el hijo mayor avanza los platos, por la derecha uno a uno, hasta el extremo. Inquilinos, peones, afuerinos y criados esperan que empiece para llevar la primera cucharada a la boca» (p. 31). Sin embargo, contra su voluntad, a la grandiosidad de las imágenes de esta empresa épica se adhieren las de una mujer cuyo recuerdo lo humilla: «El regreso es un regreso hacia la infancia antes de la muerte del abuelo. La presencia de Valentina lo mezcla con la vergüenza, el remordimiento, el mundo del mal y los castigos» (p. 31). Con ello se funden deseos compensatorios. Espera la cirujía reforzando su voluntad de ignorar la muerte, de abrirse hacia el futuro continuando la obra de sus antepasados; y, mientras espera, decide escribir una obra literaria. Con la escritura busca entender la lógica de un acto impulsivo cometido contra Valentina una noche de invierno de 1974, en un pueblo universitario del medioeste norteamericano: «Tal vez lo último que pueda hacer antes del viaje, antes del regreso, sea objetivar las causas o la causa de ese acto por tantos años incomprensible y que he tratado de sumergir en el olvido. Tal vez me atreva a reconstruir la noche de la nieve» (p. 15). El anciano entiende esta obra como la catarsis que le permitirá pagar una deuda moral y abandonar Estados Unidos con una buena conciencia. A medida que declina la conciencia del anciano, la narración oscila entre sus desvaríos crecientes y los cuadros de la obra de teatro. En esta el anciano se desdobla y se proyecta biográficamente en la figura

y la voz magisterial del «Hombre». Este alter-ego sirve de maestro de ceremonias para acotar el conflicto entre dos personajes llamados El y Ella, proyecciones de sí mismo y de Valentina. Las escenas muestran los esfuerzos que había hecho El por proteger a Ella de la muerte a manos de la DINA en Chile. Ella había sido militante de un partido de ultraizquierda -el MIR seguramente-. Después del arresto de Ella, El había conseguido su libertad usando los buenos oficios de un profesor amigo con influencia en el gobierno militar. Luego la había llevado consigo a Estados Unidos para cumplir un contrato de enseñanza de literatura hispánica. El confiaba en que las rutinas domésticas más aisladas y tranquilas en ese país reanimarían el matrimonio debilitado por los ajetreos políticos de Ella. Ella, sin embargo, añora su militancia clandestina, se siente infeliz y menoscabada por depender de su esposo. Quiere recuperar su rol imaginado de actriz en una historia de liberación nacional. Ella desea volver a Chile cuanto antes. Desde este momento, las historias de El y Ella, Julio y Valentina se convierten en espejos mutuos. Representar la fidelidad política de Ella reactiva en el anciano su sentimiento de culpa por no haber cumplido la misión encargada por su madre en el lecho de muerte. En una disputa por tierras en Chiloé, el brujo Oyarzo había arruinado la propiedad de la familia y había matado a casi todos. La madre había juramentado a Julio Vital para que los vengara. Ante la misión no cumplida, el anciano reconoce que él y Valentina han compartido una frustración similar. Ambos son exiliados por un peligro de muerte. Por ello, en la escena teatral siguiente, Ella también demuestra sentimientos de culpa por su ausencia de Chile. No obstante, aunque el exilio con su esposo es su única opción de supervivencia, neuróticamente ensañada, Ella ventila su frustración denigrando los buenos propósitos de la residencia en Estados Unidos. Atribuye a su esposo el deseo egoísta de hacer una carrera cómoda en ese país, renegando de su compromiso con la cultura chilena. Las acotaciones del anciano llaman la atención sobre el hecho de que esta escena contiene la clave central de la obra de teatro:»El intenta acercarse y Ella se aleja hacia el extremo de su sillón. Encoge las piernas y asume posición fetal. El trata de besarla, Ella hace unos movimientos de defensa, pero luego vuelve a la posición fetal» (p. 70). De hecho, al hablarse de episodios como este, en la literatura psicoterápica la repetición de la posición fetal es índice de reactivación del trauma de la tortura, con toda la brutalidad original. El llamado de atención de las acotaciones debe ser compulsado con las múltiples referencias que el anciano había estado entregando hasta este punto: comentarios psi-

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coanalíticos, interpretaciones de la literatura como memoria histórica de la humanidad, crítica cultural feminista. Con todo esto se deduce que, como consecuencia del trauma de la tortura, Ella había arquetipificado las relaciones con su marido, vaciándolas de especificidad histórica y de intimidad individual. En su perturbación mental había llegado a considerar que tanto las violaciones sexuales sufridas en prisión como el afecto carnal de su esposo son manifestación del Gran Macho que, como Patriarca, hace cientos de miles de años inauguró la especie humana ejercitando la violencia física y espiritual como principio básico de la civilización y del Estado propenso al terrorismo. Con esto se aclara la razón del nombre de los personajes: El y Ella son arquetipos que ubican las escenas en un nivel mítico, más allá de la historia y más verdadero que la historia. Aunque sugiere la importancia de la escena, obviamente el anciano no verbaliza estas conclusiones. Más bien continúa su relato refiriéndose crípticamente a «la imagen de los esposos representados en una estatua yacente en la Catedral Vieja de Salamanca y que, encerrados para siempre en la hornacina enclaustrada en columnas románicas, vivían eternamente el uno junto al otro» (p. 73). Sin embargo, esta imagen -con la que había querido visualizar la felicidad futura de un matrimonio envejecido, con Valentina y Julio siempre juntos- indirectamente habla de la verdad más profunda de las relaciones míticas entre los sexos. Años más tarde, al retornar a Salamanca, Julio toma conciencia de la falsía de esas estatuas. Su falsía es equivalente a las propias ilusiones de Julio: «Entonces aprendí lo que antes no sabía: el nombre del caballero y de su esposa, la fecha de nacimiento y muerte de cada uno y comprendí la gran mentira. Los cuerpos semijuntos en la compañía eterna de la piedra y los rezos cristianos resonando en la bóveda románica eran sólo invención. Aquella unión y paz en la vida y en la muerte no era sino un rapto imaginario de un artista desconocido. No habían muerto juntos ni sus huesos fueron deshaciéndose al unísono» (p. 74). Así surge un corolario nihilista: el arte es una construcción mentirosa que ofusca el sentido real de las relaciones humanas. De aquí en adelante el relato del anciano se acelera hacia el fin. Hace cada vez más evidente la fatalidad de que tanto él como Valentina -y como todo ser humano- son víctimas sacrificiales del mito patriarcal (y del Estado). Esto lo demuestra recordando a Marcela, estudiante chilena. Es de importancia indicar que la joven es sureña como el anciano, y, por tanto, tan consciente como él del mito patriarcal. Para atraerla, el profesor había usado la misma táctica con que antes había conquistado

a Valentina -dado el gusto de la mujer por la poesía, ostenta su conocimiento de catedrático. Pero en esta ocasión es la joven quien seduce a Julio. En una fiesta de estudiantes, el profesor entrega su cuerpo pasivamente a las manipulaciones sexuales de Marcela. No obstante, la intimidad es violentamente interrumpida por la amante lesbiana de Marcela. Momentos más tarde, confuso y borracho, Julio encuentra un espejo para su humillación al contemplar cómo las dos mujeres bailan exhibiendo su relación. Entendido el lesbianismo como rebeldía ante el poder mítico de los machos, se comprende el paralelo tácito e inverso que Julio establece entre este incidente y el momento culminante en los conflictos de su relación con Valentina: así como el machismo del anciano había llevado a Valentina a la muerte en su intento de suicidio, así la humillación a manos de Marcela meritaba un fin similar. Esa noche Julio intenta suicidarse de la misma manera como lo había hecho Valentina. Expuesta ya la clave mítico-sacrificial del relato, las acotaciones siguientes del anciano y las escenas de la obra de teatro pueden entenderse como analogía de seres humanos que giran en torno a un totem fálico. En este movimiento circular las tres líneas narrativas fusionan en uno solo sentidos aparentemente divergentes: el sacrificio ritual de todos los personajes en aras del patriarcalismo. Llegamos a entender que, en el caso particular del anciano, los males del patriarcalismo se habían concretado en el mito sureño del «trauco», de origen indígena: «...enano maravilloso con el cual, para bien o para mal, sueñan todas las mujeres, es el enano de la potencia inacabable y que en una noche es capaz de violar a todas las mujeres de un pueblo, cuando aparece es como si pasase un regimiento»(p. 98). Por tanto, toda violencia social, especialmente la militar con su terrorismo de Estado («...como si pasase un regimiento»), es atributo del patriarcalismo «porque fuerzas sobrenaturales condicionan las conductas de hombres y mujeres» (p. 97). En la historia familiar del anciano, el brujo Oyarzo había usado estas fuerzas para su triunfo, así como la madre finalmente las usó para castigar a Julio por no cumplir con la venganza. El cáncer que corroe al anciano ahora es visto como castigo. Podemos colegir, entonces, que la muerte de Valentina se había debido a la encarnación del trauco en un Julio borracho, así como el trauco se había encarnado en Marcela. Cuando Valentina rechaza sus requerimientos sexuales esa «noche de nieve», Julio, macho humillado, había tratado de violarla con la misma animalidad de los agentes de la seguridad militar. Mientras Valentina se encierra en el baño para suicidarse, en la escena final, con una grosería

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que rompe con su acostumbrado lenguaje académico, El le grita: «Sabís qué más, bien te podís matar cuando querai, bien te puedes ir a la mierda y no moveré un dedo» (p. 148). Debe notarse que este cuadro final no llega a ser escrito por el anciano. Luego de imaginarla, su mente entra en una rápida disolución. Oscura llama silenciada se instala en una estética de lo sublime por la solución dada a la tensión dramática del relato: un apresurado salto hacia lo mítico a partir de un aparente realismo histórico. Este salto es el que articula la concepción de la historia en la obra. La vertiente seudorealista de la novela obliga a señalar que la literatura psicoterápica acumulada por servicios de ayuda a los damnificados por la represión militar muestra la tipicidad de casos como los de Julio y Valentina, El y Ella. Luego de la violación de la mujer por agentes de seguridad militar, fue frecuente que uno u otro miembro de la pareja sintiera una repulsión sexual por el otro. Pero también la experiencia terapéutica demostró que el tratamiento psicológico y psiquiátrico podía superar este trauma. No obstante, en la lógica narrativa de Oscura llama silenciada no se contempla una terapia para los personajes, cuestión no sólo de sentido común sino también de retórica realista. La verosimilitud realista de la novela sufre mayor erosión si se echa mano del conocimiento antropológico acumulado hasta ahora. En él se argumenta que, aun cuando la especie homo sapiens sapiens ha mantenido su estructura física a través del tiempo, ha demostrado una enorme capacidad de variación racial y étnica. Ello implica que, en su adaptación a múltiples desafíos a su supervivencia, la especie humana ha tenido una maleabilidad que invalida la noción de una identidad esencial inmutable, como la que se le atribuye en este patriarcalismo mítico. Esto, obviamente, refuerza una aproximación kantiana a Oscura llama silenciada. A pesar de todo, desarmar la novela como constructo realista no neutraliza el impacto de su lectura, puesto que perfila aún más la estética de lo sublime en ella. El dispositivo dramático de Oscura llama silenciada no puede funcionar apoyándose en la experiencia a escala humana sino en las elucubraciones de la razón aterrorizada. La visión de mundo de la novela tiene razón sólo si se la visualiza desde una forma particular de teoría feminista y desde un romanticismo nihilista, en que la máxima orientadora del movimiento narrativo debe ser aceptada como dogma masoquista. Parafraséandola, esta máxima dice que es imposible que hombre y mujer puedan vivir un amor genuino en el aquí y en el ahora. La humanidad está condenada a repetir fatal e infinitamente el esquema

de su animalidad. Lo que llamamos amor y matrimonio realmente son las apariencias en que se ocultan las maniobras infinitas y las treguas momentáneas de ese conflicto insuperable. Más aún, de una manera no definida, la violencia milenaria entre los sexos es proyectada a la calidad de causa fundamental de los conflictos y males sociales arbitrados por un Estado que en cualquier momento puede hacerse terrorista. Este tremendismo revela la existencia de un fundamento naturalista en Oscura llama silenciada. Recordemos lo importante que ha sido el naturalismo decimonónico en el desarrollo de la narrativa latinoamericana y, particularmente, en la chilena. Ese naturalismo se caracterizaba por la rígida imposición de una tesis seudopositivista, seudocientífica, en la lógica narrativa. Según ésta, la conducta humana era comprensible atendiendo a condicionamientos raciales, étnicos y geográficos, y al impacto de la dinámica económica, social y política en una época específica. La acumulación de tales antecedentes producía una gradual tensión dramática, en que, sin embargo, la aplicación mecánica de las causas en su personalidad hacía que los personajes demostraran un comportamiento esquematizado, del todo previsible. El conflicto era distendido con la búsqueda del momento más patético para mostrar el estallido de la verdad esencial de la humanidad -su animalidad. En Oscura llama silenciada la concepción naturalista se da con una división de funciones: el movimiento hacia la verdad se da mediante la obra de teatro. Los recuerdos familiares del anciano y las cavilaciones sobre su alienación en Estados Unidos contribuyen los antecedentes étnicos y situacionales. Por otra parte, en cuanto a la voz narrativa naturalista, conviene recordar dos aspectos -uno histórico y otro relacionado con el criterio de verdad. El contraste entre la seudociencia de la voz narrativa y la animalidad del mundo mostrado en la narración correspondía a los términos del clásico conflicto liberal entre civilización y barbarie. A semejanza del tono adoptado por el «Hombre» en la secuencia teatral de Oscura llama silenciada, la voz omnisciente naturalista, instalada como deidad en un altísimo pedestal civilizado»científico», contemplaba un mundo habitado por seres no del todo humanos. Su intención era mostrar los términos de la tarea todavía no completada, la de redimir a esta humanidad caída, «el pueblo bárbaro», integrándola a la civilización europeizante encarnada en los usos, costumbres y lecturas de la intelectualidad de origen comercial-latifundista. Esta estructura narrativa homologaba el proyecto económico liberal de integrar las economías latinoamericanas al mercado de importación-exportación controlado por Europa. Se trataba de transformar a los «bárbaros» en consumidores de la cultura de los

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«civilizados europeos o europeizados» y a éstos en consumidores del «exotismo» de los «bárbaros». En la medida en que en Chile había sido catedrático trasmisor de la literatura del antiguo imperio español, en primera instancia el anciano narrador-dramaturgo había asumido esta identidad intelectual «civilizada». En la época histórica narrada en la novela, la literatura española había sido elevada a la calidad de modelo ideal para la cultura latinoamericana por la influencia del gobierno franquista, a través del Instituto de Cultura Hispánica. Más tarde, esa identidad liberal llegó a su plenitud con la migración de Julio y Valentina a Estados Unidos. Con el propósito de construirse una imagen social que le permitiera participar con ventaja en los cócteles académicos, Julio había reemplazado la máscara de enjundia hispánica por la de bárbaro exótico, contando anécdotas sobre las disputas de su familia en Chiloé: «Cada vez que quería pasar por original, sorprendente o buscaba atraer las miradas volvía a las frases que fui acuñando para el caso. Las dejaba caer con arte cuidadoso, con pausas estudiadas, entonaciones de voz sugerente de acuerdo con el auditorio [...] es toda una forma de vida, desconocida para ustedes sumergidos en la civilización occdidental» (pp. 96 y 97). Esta hipocresía también se había dado en un tramo anterior de su viaje desde la barbarie sureña hacia la ciudad civilizada, motivo tradicional en la literatura liberal. Escapando del brujo Oyarzo, Julio llega a Santiago de Chile: «Había repudiado el mundo del Puelo al llegar a la capital, me disfracé de santiaguino tan pronto se rieron de mi acento chilote, de mi cantito preguntón y el profesor de Castellano me usaba para ejemplificar los tonemas de anticadencia» (p. 112). Esta hipocresía, aunada al criterio de verdad, lleva a Oscura llama silenciada a una contundente clausura del valor de la cultura como trabajo humano para la autotransformación de la especie. Como ya observara, la verdad humana se muestra con patencia transparente en la inmediatez de la obra teatral. Ahora bien, si las divagaciones y acotaciones están marcadas por la hipocresía, lo que indirectamente se afirma es que las demostraciones de conocimiento civilizado por parte de Julio no son más que comentarios neuróticos para ofuscar y retrasar el entendimiento de la verdad. Más aún, de aquí se puede abstraer la máxima de que los ornamentos de la civilización son un cosmético tan leve que no logra ocultar la barbarie patriarcalista de la humanidad. Obviamente, este nihilismo ante la cultura cancela toda posibilidad de compartir experiencias humanas de trascendencia. De allí que la verdad mostrada en las últimas escenas de la obra teatral nunca fueran escritas por el anciano. No se

las elucubró para compartirlas con la comunidad de espectadores; no son más que la última muestra de lucidez de una conciencia que se disuelve. Aquí hay, indudablemente, un desahucio de los mitos humanistas en la medida en que la acumulación de sabiduría, la «tradición», era siempre asociada con la lucidez de la ancianidad. En lo expuesto ha primado una interpretación intratextual de Oscura llama silenciada. Ahora considerándola como acto de creación, la novela revela una lógica narrativa cercana a la de Luz Arce y de Cristián Cottet. Como en esos textos, la novela fue construida con la voluntad de monumentalizar a una figura anónima, la del anciano narrador, jugando la ficción de que en su vida se concretan las contradicciones supuestamente universales de la historia chilena. Para ello los tres textos registran un doble salto: se parte de una referencia realista a vidas alteradas por la lógica represiva de la dictadura militar. Afectadas por la traumática intervención de la burocracia militar, estos destinos inicialmente toman una tipicidad masiva que los trivializa y los hace insignificantes. Luego son magnificados como figuras sacrificiales. Para elevarlos a tal universalidad, la razón abandona la experiencia humana tratando de alcanzar un poder suprasensible: la pecadora que busca la redención; el torturado que encarna la ética guerrera azteca, el personaje marioneta que reitera el mito naturalista del patriarcalismo. Sin embargo, es patente que Luz Arce se refugia en categorías de la razón aterrorizada en busca del «cambio de corazón», del «renacimiento», de la «revolución» kantiana. Busca superar el cautiverio en la animalidad y abre un camino de esperanza para quienes sufrieron un destino como el suyo. Al final de ese camino está la reunión en el «reino» de quienes creen que toda persona es un fin en sí misma. Por el contrario, en la creación de Julio Vital se transparenta una brutalidad feroz, que se propone ritualizar y monumentalizar el sinsentido de la especie humana. En términos kantianos, la tesis del patriarcalismo inmutable asimila a la especie a las leyes naturales, a la animalidad. Si poseer la facultad racional para cambiar las máximas morales con que se vive es el acto de libertad que constituye a los seres humanos como tales, Julio Vital es más bien un monstruo exhibido con falsos atributos de ser humano -es imposible evaluar su conducta según el imperativo moral categórico-. Peor aún, la monstruosidad de Julio Vital es usada como marioneta orgiástica para que exhiba conscientemente el engaño grotesco de su cultura literaria, de su sensibilidad poética y de su «nosabiduría» anciana. La erudición mostrada en las acotaciones personales equivale a las múltiples lecturas que suscita un hecho sublime. Todas

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ellas destinadas, con mala fe, a esquivar la lectura correcta, la ética. Este nihilismo es expresión del fracaso de un proyecto político-cultural que durante más de una década -desde fines de los años ’50 hasta 1973convirtió al Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile en un mito intelectual (32). Entre 1955 y los primeros años de la década de 1960 convergió en el Departamento de Castellano un núcleo de estudiantes que hizo carrera como ayudantes de cátedra, profesores auxiliares y, más tarde, catedráticos. Ellos eran Jorge Guzmán, Juan Villegas y Félix Martínez Bonati en literatura peninsular y estética. Más tarde se sumó a ellos Cedomil Goic que ganó la cátedra de literatura chilena y latinoamericana. En el lenguaje contemporáneo habría que decir que el proyecto de ese grupo fue la modernización y la tecnocratización de los estudios literarios académicos en Chile. En su propuesta éstos debían entenderse como disciplina autónoma y diferenciada, en que se privilegiaban lecturas de alta abstracción técnica, ejercida por un personal jerarquizado, de competencia demostrada por la posesión de los más altos grados académicos -especialmente el doctorado nacional o extranjero-, motivados por un espíritu de constante investigación y renovación de su conocimiento. Esto se demostraba tanto en la sala de clases, en un compromiso de publicación frecuente y en la capacidad de exhibirse en la universidades extranjeras como catedráticos e investigadores de primera línea. Se trataba de una meritocracia de planteamientos teórico-metodológicos superiores a los de la anterior generación de catedráticos. Estos habían sido nombrados antes de 1958, durante el período populista, y su acceso a una cátedra muchas veces se debía al apoyo de algún partido político y no necesariamente a la competencia profesional. Esta diferenciación llevó a los profesores jóvenes a distanciarse de compromisos partidarios explícitos, prefiriendo definir y restringir «lo político» estrictamente a sus preocupaciones profesionales, a sus esfuerzos por modernizar los estudios literarios. Por coincidir con el proyecto de modernización nacional de la Democracia Cristiana, observadores y personas críticas les atribuyeron esta filiación. No obstante, a pesar de su simpatía por ese partido, no dejaban de expresar su preocupación por los intentos de que la Democracia Cristiana absorbiera su labor técnica en la contingencia política intra y extrauniversitaria. Se podría decir que estos jóvenes catedráticos intentaban algo imposible: mantener un apoliticismo en momentos en que la sociedad chilena ya comenzaba a ser irremediablemente arrastrada a los paroxismos ideológicos de la Guerra Fría. Como índice, consideremos que, en los años ’60, el Instituto Pedagógico fue el gran baluarte del MIR en Santiago.

Mirando en retrospectiva, se podría afirmar que la sensibilidad de hastío nacional de la década de 1950 fue el condicionamiento principal de ese apoliticismo académico. Ese hastío llegó a su expresión máxima durante la administración del Presidente Carlos Ibáñez del Campo (1952-1958), pero su origen estaba en el agotamiento de la economía de industrialización sustitutiva de la importación promovida por diferentes gobiernos populistas desde finales de la década de 1930. La pequeña escala de la economía chilena hizo que la expansión de la industria y del consumismo asociado con ella tocara límites a fines de la década de 1940 y que la crisis económica consiguiente se agudizara a través de los años ’50. Hasta 1958, los diferentes gobiernos trataron de energizar la economía y crear empleo con un gasto público deficitario y la gran expansión de la burocracia estatal improductiva. Desde 1950 la aceleración de los ciclos inflacionarios motivó al comercio a la práctica generalizada del agio, del acaparamiento de mercancías para forzar el alza de los precios. El desabastecimiento, el desempleo y la pérdida de poder comprador por los asalariados llevó a huelgas largas y constantes, tanto en el sector público como en el privado. Debido al alto desempleo, se produjo una migración constante a las grandes ciudades chilenas, especialmente Santiago. Las «poblaciones callampas» se hicieron cada vez más visibles. La prensa tabloide hizo materia prima del crimen y de la violencia asociada con las poblaciones, creándose una especie de arte de los titulares periodísticos que contribuía al «pintoresquismo» e «ingenio» de la expresión coloquial santiaguina y chilena en general. La sensibilidad pública fue profundamente afectada por los disturbios públicos frecuentes, el descontento generalizado y la contradictoria expectativa de las clases medias ascendentes en cuanto a mantener y expandir su consumo suntuario a toda costa. El clientelismo que siempre caracteriza a los movimientos populistas degeneró en una corrupción desembozada y agresiva de las castas políticas y de la burocracia estatal. El contrabando de artículos de lujo, los desfalcos en la hacienda pública y la venta de influencia y prebendas fiscales alcanzaron niveles de escándalo nacional. La venta consciente de alimentos contaminados provocó frecuentes alarmas de los organismos de salubridad pública. El hastío nacional tomó características de depresión mental colectiva. En esta atmósfera los profesores mencionados se instalaron en la Universidad de Chile con un proyecto intelectual de rasgos decididamente fundamentalistas y francamente mesiánicos. Dado el alto grado de politización de la cultura chilena de la época, causa enorme perplejidad su demanda de un poder ideológico del todo independiente de la cosa

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pública y de los partidos políticos. A pesar de ser anónimos para la ciudadanía, estos intelectuales en efecto pedían que se les reconociera una alta cuota de liderato nacional simplemente por el hecho de haber alcanzado una cátedra universitaria por méritos personales y por su intención de reformar la educación humanista con un ideario conservador de vieja tradición. Hoy en día, en que la cultura creada por la economía librecambista ha depreciado radicalmente a las humanidades en favor de los estudios de economía y de mercadeo, esa demanda de liderato no puede sino aparecer como un dislate. No obstante, recordemos que la industrialización y el populismo de las décadas de 1940 y 1950 requerían un fuerte gasto fiscal en educación y cultura por dos razones principales: preparar a una fuerza de trabajo mejor calificada; articular mediante una conciencia nacionalista la acción política de sectores sociales naturalmente divergentes en sus intereses. Hasta ese entonces, en la institucionalidad estatal chilena nunca se había contemplado la creación de un Ministerio de Cultura. Ante este vacío, esta función había recaído en la Universidad de Chile. Por otra parte, la función cultural de este tipo de universidad todavía respondía al positivismo autoritario del liberalismo conservador de las últimas décadas del siglo XIX. En ese positivismo destacaban las propuestas de Valentín Letelier. En realidad eran las formulaciones sociofilosóficas de Letelier las que dotaban de un cariz realista al proyecto cultural de los intelectuales que nos preocupan. En su Filosofía de la educación (Santiago de Chile: Editores Juan Nascimiento, 1912), los argumentos de Valentín Letelier se vertebraban como una polarización entre vida cotidiana y vida universitaria. Para Letelier, la cotidianeidad era el espacio de la «educación refleja» que, en el cara-a-cara de individuos y grupos, reproduce espontáneamente los usos, las lógicas, los saberes y los sentidos comunes de hábitos de higiene, alimentación, trabajo y el trato de las personas. La comunicación y la reproducción de estas pautas en lo íntimo y en lo privado formaban el núcleo inextirpable de la conducta que hace de los individuos parte orgánica del orden social establecido. Por ser refleja, esta cultura tendía a una inercia conservadora y a una indecisión o indiferencia en cuanto bien y mal. En palabras de Letelier, esta «índole esencialmente conservadora de la educación refleja, la habilita de manera incomparable para amoldar el espíritu del hombre [sic] a las condiciones sociales; pero a la vez la obliga, contra su tendencia moralizadora, a infiltrarle todos los vicios que aquejan a la sociedad misma. En otros términos, si la sociedad es moral, la educación refleja hace bueno al hombre [sic]; pero si la sociedad es

corrompida, la educación refleja le hace malo» (p. 24). Letelier pensaba que la intervención educativa del Estado podía romper la inercia determinista de la educación refleja. Mediante el sistema educacional se podía difundir una «moral positiva» ordenando las actividades de las escuelas con una visión moderna, científica de la sociedad. Se dotaría a los educandos de una capacidad de «discernimiento» racional que, desde las mismas rutinas cuestionables de la cotidianeidad, les permitiera evaluar los usos tradicionales manteniendo los aspectos beneficiosos para la sociabilidad y descartando los negativos. Así se alcanzarían los objetivos de cohesionar ideológicamente a la nacionalidad, promover una actitud abierta al cambio continuo y evitar rupturas sociales destructivas. Lo que convertía a la Universidad en un espacio de poder cultural era que en ella se reelaboraría constantemente el pensamiento científico necesario para el cambio social. Desde la cumbre, la Universidad irradiaría saber científico como para sintetizar el conocimiento disponible en una ciencia general de la sociedad y de la educación. Esta debía difundirse a través de la educación primaria y secundaria para darles coherencia, unicidad, homogeneidad y organicidad de acuerdo con las necesidades nacionales. La conexión entre la educación superior y los niveles inferiores debía darse mediante la educación universitaria del profesorado. Recuérdese que Valentín Letelier fue el gran impulsor del Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile. A largo plazo el resultado sería la formación de una intelectualidad nacional homogénea por compartir matrices ideológicas fundamentales, abiertas y respetuosas, sin embargo, de la diversidad. En este resquicio ideológico nuestros intelectuales encontraban una función vital para sí mismos y, en ella, la fuente de su poder social puesto que, a su juicio, esa intelectualidad todavía no existía. La publicación de Estudios de lengua y literatura como humanidades (Santiago de Chile: Editorial Universitaria, 1960) es el índice más claro de la forma en que el grupo de Félix Martínez Bonati, Juan Villegas, Jorge Guzmán y Cedomil Goic asumió la tradición universitaria creada por Letelier. Esta edición fue una especie de declaración de principios. El trabajo de Martínez Bonati, «La Misión de la Universidad», es el que plantea el proyecto intelectual en su perspectiva más amplia. En cuanto a que retorna a Valentín Letelier, quizás el filósofo más importante de la educación chilena, Martínez Bonati es un fundamentalista. En su trabajo Martínez Bonati también estructuraba sus argumentos con una tajante polarización de la vida cotidiana chilena y los ámbitos

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de la Universidad. Se establecía rápidamente que los ámbitos académicos deben ser conciencia crítica, humanista, de una cotidianeidad que siempre tiende a la degradación. Por ello Martínez Bonati exacerbaba los términos de la polarización argumentando que la tensión entre los dos debía ser magnificada, puesto que la misión de la Universidad no es «acoger en armonía la realidad dada ni la mentalidad del ambiente. Su misión es fustigarlas, disciplinarlas, a los pies de la idea de lo humano» (p. 36). Esta frase permite la fácil visualización de una estatua europea, alegorizadora de conceptos universales, la clase de monumentos de moda en el fin de siecle. Esto ilustra perfectamente la trascendentalidad inyectada a la discusión. Con esta premisa, sin duda Martínez Bonati daba voz a la sensibilidad social de hastío de la época. Para él las rutinas diarias de la ciudad de Santiago demostraban la ausencia total de las formas más fundamentales de urbanidad y cortesía. Esta «difusa barbarie del trato público» se exhibía con el «desorden urbano, el pisoteo de los fueros de la intimidad, toda la menuda delincuencia generalizada, y aun la irresponsabilidad en el trabajo, la ineficacia, la improductividad, sin transformación de la mentalidad de la gente, sin profunda regeneración moral e intelectual, sin difundir una conciencia auténticamente crítica» (pp. 14-15). Esta «calamidad desesperada» hacía patente «el asalto a la intimidad» y a la paz interior por «el descontrol de los ruidos», los «estímulos desmesurados», la «desaprensiva barahunda», «el desaseo», «el descuido de los lugares públicos». Estas «transgresiones» daban al comportamiento una «irritabilidad» que saboteaba las funciones mentales, provocando una «intelección insuficiente». Así la «atmósfera» social quedaba plagada de «significaciones mínimas», «propagadas con estímulos desmesurados», con «una artificialidad estúpida» que «pervierte el orden de los sentidos». Este efecto era magnificado por una prensa mediocre, que, con su «mezcla de semicultura, o, más bien, de pseudocultura, con una variada colección de villanías al gusto medio, es el abismo donde el hombre común se revuelca en su propia miseria, tranquilizado en ella por el desprestigio de la tradición y de los valores superiores que tales publicaciones difunden» (p. 17). Queda claro que la cotidianeidad era un campo de la monstruosidad del «hombre común», en que se exhibía toda clase de distorsiones y fragmentaciones sociales: «desórdenes extremos», «achaques de los órdenes de la conducta», el «quebrantamiento radical de la convivencia», «la general desorganización que deviene prisa atolondrada finalmente ineficaz, la bajeza del trato del extraño» (p. 17). En este ámbito el espíritu

no podía sino encallecerse, entregarse a la «indiferencia», «la impavidez»: «la colectividad vive en la circulación rutinaria de lo propiamente inhumano y, para decirlo con el símil platónico, no saca la cabeza afuera de esta esfera» (p. 14). Demás está llamar la atención sobre la tradición icónica liberal que sostiene estos argumentos. Para Martínez Bonati, todavía a mediados del siglo XX, continuaba la lucha entre la civilización y la barbarie como si el siglo XIX hubiera transcurrido en balde. La diferencia con el uso decimonónico de estos símbolos estaba, sin embargo, en que la misma ciudad liberal -desde la que debía irradiarse la civilización europea hacia el interior salvaje- ya había sido infiltrada y copada por la barbarie, por lo no humano. Por el contrario, la urbanidad, la cortesía y la paz necesaria para vivir una vida interior eran, para Martínez Bonati, índice del predominio de una civilización de valores humanísticos de primer orden. La política, actividad de segundo orden, sólo tenía sentido en la medida en que los individuos se socializaran cabalmente en esos valores de orden primero. La interiorización de una educación humanística no era para Martínez Bonati «mera conducta sino alta conciencia, interioridad espontáneamente ética» (p. 16). Los disturbios sociales indicaban, por tanto, el fracaso de la educación chilena puesto que el «cultivo de esta conciencia en el estudio humanístico, posibilitado por la disposición ambiental, ha de ir haciendo cada vez menos necesaria la imposición del orden. Este deriva naturalmente de la lucidez. Y sólo así llega a ser seguro, estable [...] Difundir lucidez de valores es parte básica de la tarea más estrictamente intelectual de la educación humanística» (p. 16). Por supuesto, la ausencia de valores humanísticos hacía de la tumultuosa actividad política de la época una forma más de lo inhumano. Por ello la política había dejado de ser la búsqueda lúcida de soluciones para mejorar a una sociedad degradada. Más bien resultaba ser la proyección hacia la realidad exterior de la interioridad tóxica de intelectos deformados: «El mal inmediato y radical deja así de ser percibido y desaparece la actitud autocrítica. La generalidad se inclina hacia aquellas explicaciones de los males nacionales que son ajenas a la consideración crítica de la calidad de su esfuerzo» (p. 17). Por esta mala fe la actividad política no sólo asumía un caracter irracional, bárbaro, inhumano; también retroalimentaba esa irracionalidad en un círculo vicioso: «La lucha de los partidos políticos por la voluntad colectiva tiene lugar en medio de considerable irracionalidad -manifiesta en la naturaleza de la propaganda usada. Aun el político más adverso a las bajas formas de

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la democracia se mueve en sus esfuerzos proselitistas vastamente al margen del ámbito de la verdad. De ahí que los partidos -no obstante la labor educativa que puedan desarrollar en otros planos- sean, en una comunidad de bajo nivel cultural, incluso en el mejor de los casos, fuentes intelectualmente negativas» (p. 18). En estas condiciones, las doctrinas europeas asumidas por los partidos políticos asumían categoría de «ideologías de compensación», distorsionadas en su naturaleza original por los oscuros impulsos del inconsciente colectivo de la nacionalidad chilena: «Es la base psíquica de los mitos colectivos y la demagogia. Se cultiva sobre este torcimiento de la autoconciencia una mentalidad mágica que espera el bienestar de transformaciones externas a la ética individual. Los más ilustrados entre los mágicos esperan de aquéllas [ideologías de compensación] la automática modificación de ésta [la sociedad]» (p. 17). En otras palabras, la población chilena era monstruosa, inhumana porque nunca había vivido una historicidad sino una repetición cíclica de mitos colectivos degradados. En esto hay una extraordinaria coincidencia con los fundamentos estructurales de las obras de Villegas y Cottet. Para Félix Martínez Bonati las causas primordiales de la barbarie chilena eran dos: la incapacidad de la Universidad para irradiar una sensibilidad humanística sobre la sociedad y la inexistencia de una intelectualidad nacional en los términos propuestos por Valentín Letelier: un cuerpo de intelectuales que transmitiera orgánicamente las elaboraciones científicas de la Universidad en orden descendente, hacia la educación secundaria y primaria, para modificar la educación refleja cotidiana: «Por todo ello, la universidad que no se enfrenta a la falsa conciencia de la sociedad, no peca tan sólo de indiferencia ocasional ante los males nacionales de su estricta incumbencia, sino que sencillamente deja incumplido el imperativo esencial que define su concepto, deja pasar sin cogerlo su destino como fuerza viva de la comunidad. La sociedad democrática en forma, opone al difuso oscurantismo de constante generación popular, una intelectualidad auténtica, consciente de su tarea, que lo devela, ironiza y desarma» (p. 20). Aún más, La Universidad era doblemente culpable por haberse dejado invadir por la barbarie externa y por transgredir su radio de acción esencial y legítimo para absorberse en la sociedad: «la Universidad ha deshecho la frontera que debe separarla de la vida corriente y de las demás instituciones; ha sido penetrada y saturada por la mentalidad general, se ha alienado en el ambiente» (p. 20). Con esto Martínez Bonati se refería tanto a la intensa politización universitaria de esos años como

a diversos programas de difusión cultural. El desquiciamiento monstruoso de la Universidad se plasmaba finalmente en el perfil académico de la mayoría de los catedráticos y de los estudiantes: «La enajenación de la Universidad se manifiesta básicamente en la personalidad de los que la integran. El tipo predominante no es precisamente el hombre de estudio. Aun entre los profesores se da no rara vez el personaje de plurales talentos y vocación varia que desempeña, simultánea o alternativamente, actividades muy diferente, y representa en el alto nivel social e intelectual de la Universidad, la réplica esencial de esos múltiples diestros populares que realizan al modo del más o menos muchos oficios, y llevan en Chile el nombre de ‘maestros’ [‘chasquilla’]» (p. 22). De aquí surgía un doble imperativo, perentorio: recuperar y redimir la Universidad, devolviéndosela a su «esencia» humanística, crear una intelectualidad nacional. Martínez Bonati señalaba tres caminos para este efecto: en primer lugar, construir un sentido común que prestigiara las jerarquías académicas especializadas para neutralizar la corrupción académica inducida por el clientelismo populista: «Sólo el restablecimiento de un nítido orden jerárquico en que la dignidad propiamente universitaria y las decisiones fundamentales estén reservadas a la minoría académica, junto a una legislación rigurosísima que determine las exigencias correspondientes a todo posible nombramiento científico y docente, pueden restaurar la autoridad y el espíritu de la institución» (p. 23). En segundo lugar, Martínez Bonati proponía crear las condiciones para que catedráticos y estudiantes revivieran en el medio académico chileno el tipo de cuestionamiento que llevó a la producción del conocimiento creado por la «tradición universal»: «Es necesario absolutamente que se dé en la Universidad a todo estudiante una experiencia científica genuina -que él realice, al menos una vez y aunque sea modestísima y no nueva, una investigación, una aventura intelectual efectiva de conocimiento [...] Se trata de que aprehenda en ella, viviéndolo, el espíritu crítico, espíritu que no sólo lo habilita profesionalmente, sino que le da la necesaria dimensión intelectual humanística» (p. 28). Por último, debían crearse las condiciones materiales para hacer de la Universidad un espacio especial, de paz, quietud y recogimiento espiritual porque «la Universidad es un ambiente. Entraña tal afirmación que un ámbito en el cual impera un orden superior, al imponer una conducta atenta a principios, consciente de valores, circunspecta, prepara la actitud espiritual adecuada a la investigación y al saber, y propicia, en general, a la vida del intelecto. De modo reflejo o intuitivo, se apropia del estudiante tal atmósfera de respeto a la herencia cultural que ha

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de ahorrarle esfuerzos inútiles de reflexión y que así ha de posibilitar precisamente tales esfuerzos en el momento oportuno. Se apodera del tacto y de la reserva fría, gracias a los cuales la actitud crítica asciende de la pura efusión subjetiva a la objetividad de la creación original. Se dispone al recogido ensimismamiento en que es posible que se den la sensibilidad y la independencia del juicio» (p. 15). En este tránsito los estudiantes serían espiritualmente transformados por los catedráticos: «La misión del maestro es sumir al alumno en el saber universal. El ha de ser un intermediario y no un reducto. Debe tener cada estudiante su propio centro espiritual, y debe recoger a su manera un legado que hay que traspasar directamente, sin bloquear su fluir con el microcosmos de la persona docente» (p. 33); «El profesor humanista ha de ser básicamente un intérprete de la tradición, un guía que muestra de modo inmediato la grandeza del legado cultural y entrega a cada uno su libertad de preferir [...] Como auténtico intérprete, el profesor consuma su misión cuando su persona espiritual desaparece, cuando logra producir la comunicación entre los estudiantes y la obra. Pues el sentido de la interpretación es la objetividad y no una forma solapada del contoneo expositivo, que tapa con subjetividad insignificante la brecha abierta hacia el universo de la tradición» (p. 34). En este punto es necesario reconocer el carácter francamente religioso de estas concepciones de la transmisión y creación de conocimiento académico. La verdadera Universidad aparece como zona sagrada, nítidamente diferenciada de lo profano, en la «cual impera un orden superior»; allí los «maestros» conjuran energías numinosas mediante la lectura y comentario de los textos sagrados de «la tradición»; así se produce una jerofanía en que se intercambian «espíritus» a través de un maestro que sirve de conducto y que alinea esa energía con el «centro espiritual» de los discípulos. Para la persona que tenga un mínimo de conocimiento de yoga será fácil reconocer en este esquema el alineamiento de las «chakras», es decir, los centros de energía vital dispuestos a lo largo de la columna vertebral. El catedrático, por tanto, debía equilibrar dos funciones, la de shamán alineador de las chakras para guiar a los estudiantes en otros niveles de realidad y la de técnico en métodos analíticos para que su subjetividad no distorsionara el mensaje del más allá. Casi a modo de epigrama, Martínez Bonati resumía en una sola frase la pedagogía fundamentalista de este grupo de intelectuales: «La formación humanística, en consecuencia, se realiza de modo fundamental en el estudio directo de las grandes obras, en la lectura e interpretación

de los textos clásicos» (p. 34). Ahora bien, como dispositivo burocrático esta zona sagrada aparece como una máquina procesadora con poca relación material con su entorno en la transformación de lo inhumano en humano . En ella se aposentaban «maestros» cuya tarea primordial era preservar lo bello, es decir, equilibrar el contenido espiritual entregado por la tradición universal con la forma protocolar en que se lo comunicaba. Quienes llegaban allí para ser procesados era preocupación secundaria. Se podría decir que los estudiantes, en primera instancia, más bien significaban disturbios potenciales provenientes de la cotidianeidad bárbara. Esto apunta a dos reacciones soterradas de parte de los catedráticos de este dispositivo: una violencia alerta y expectante ante la posibilidad de disturbios dentro de la Universidad y la visualización profética de grandes catástrofes futuras. Esta premonición catastrófica predisponía a una sensibilidad sublime, una vez que la Universidad ya no fuera capaz de equilibrar contenido y forma. A grandes rasgos, aquí está el origen estético de Oscura llama silenciada. En Estudios de lengua y literatura como humanidades Juan Villegas incluyó un trabajo titulado «Los estudios de literatura en la educación nacional». En él seguía los argumentos de Martínez Bonati, amplificando, sin embargo, proposiciones específicas en cuanto a la significación cultural de la crítica literaria. Allí Villegas planteaba la definición de la obra literaria que estos profesores hicieron pieza central de sus esfuerzos renovadores: el texto debía entenderse como un cosmos ficticio cerrado, ordenado según principios que lo hacían autónomo en cuanto a la forma en que se presenta a la conciencia. Las objetividades de este cosmospersonajes, espacio-tiempo, acción, utensilios, son sustentadas por un lenguaje autoreferente. La creación de diferentes voces expositoras de ese cosmos ficticio -narrador en la novela y el cuento, hablante lírico en la poesía, voz acotadora en el drama- le otorga características formales en que se concretan las conciencias históricas posibles en una época. Reconstruir ese foco de conciencia narradora y las idiosincracias ideológicas con que estructura el mundo ficticio permiten una experiencia fenomenológica al receptor que revela el «sentido» existencial de una obra literaria. Por tanto, la obra literaria era concebida como una especie de mónada en que se conservaba de manera prístina, sin desgaste, la esencia creadora del espíritu humanístico. La lectura permitía recuperar esa transparencia por mucho que la época en que se la hiciera fuera oscurantista y contaminada. Es preciso reconocer la perfecta homología de esta concepción de la obra literaria con la visión de la Universidad

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como lugar especial, independiente, de jerofanía. En cuanto a Oscura llama silenciada, también queda patente la homología nihilista de una gran derrota espiritual -la novela expone que la esencia misma de la mónada literaria es manifestación de barbarie. Las minuciosas lecturas necesarias para una formación humanística demandaban tan largo tiempo que los únicos textos apropiados debían ser los de la «literatura universal», la de «autores de valor universal y de trascendencia». La literatura era universal en la medida en que permitiera al ser humano enfrentarse a los problemas de su existencia. Esto implicaba, por tanto, que la humanidad tenía una esencia ontológica que no variaba en la historia. En la lectura, el ser humano encontraría su redención. Por tanto, en cuanto críticos literarios, nuestro «deber es la salvación de cientos de jóvenes...» (p. 50). Décadas después de este trabajo, la novela condenaría a los jóvenes a la irredención. A partir de este trasfondo histórico, retornemos al origen del nihilismo de Oscura llama silenciada. El fundamento ideológico de la novela está en ese proyecto mesiánico de redención nacional a partir de una actividad pedagógica. A no dudar, en ese proyecto se expresaba una megalomanía inaudita. Sin embargo, debe considerarse que, por incitaciones provenientes de la Democracia Cristiana, la opinión pública de la década de los ’60 era orientada a la demanda de una urgente renovación nacional, a la regeneración ética de Chile a partir de la purificación moral de los individuos. Esta consigna no sólo irradiaba de la Democracia Cristiana sino también de la Iglesia Católica. La consigna quedó particularmente plasmada en el teatro universitario de la segunda mitad de los años ’50 y a través de los ’60, en especial en la obra de Sergio Vodanovic y Egon Wolf, dramaturgos católicos y democratacristianos en esa época. En los ensayos de Martínez Bonati y Juan Villegas, la urgencia de esa renovación ética coincidía y se articulaba con una función estatal que todavía conservaba algún prestigio social -la de catedrático universitario, formador de pedagogos en las humanidades-. En un régimen estatal aún influido por la política populista, al Estado todavía se le atribuía una imparcialidad superior a toda clase social y una capacidad benefactora más o menos independiente. De allí que los argumentos de Valentín Letelier en pro de una política educacional civilizadora, conducida por el Estado, ideológicamente neutral, fuera todavía vigente a mediados del siglo XX. Como burocracia estatal, este grupo de profesores reformistas se veía, por tanto, compartiendo y usando el poder de un Estado enraigado en viejas tradiciones educativas. Nótese que, en estos escritos, Martínez

Bonati y Villegas atacan a los partidos políticos, pero nunca al Estado. Seña de esta sensación de poder burocrático está en la polarización extrema con que Martínez Bonati y Villegas planteaban los segmentos conceptuales de una posible ideología nacional chilena: tradición humanística = espíritu crítico = saber universal = obras egregias = Universidad = ámbito de la verdad = orden jerárquico = intelectualidad auténtica = fuerza viva de la comunidad versus barbarie externa = irracionalidad = desorden = desorganización = mitos colectivos = mentalidad mágica = enajenación = torcimiento de la autoconciencia = partidos políticos. Como indicaba más arriba, núcleo constituyente de esta concatenación era la diferencia entre lo humano y lo no-humano o lo todavía-no-humano. Como libreto potencial de acciones políticas, sin duda esta concatenación podía llevar a un violentismo extremista de magnitud. De hecho, algunos ideologemas coincidían con posiciones de la extrema derecha universitaria en la década de 1960. Por ejemplo, jerarquizar estrictamente la conducción universitaria de acuerdo con el valor de la función ejercida tenía que resultar en el mando de minorías selectas. Esto, junto con la demanda de la independencia absoluta de la Universidad coincidía con la noción integrista de la subsidiariedad del Estado y de la sociedad política. Según el principio de subsidiariedad, los espacios independientes creados por la sociedad civil, particularmente las organizaciones gremiales, no debían ser colonizados por las agencias políticas. Esto acercaba a estos profesores al pensamiento que animó a grupos de choque gremialistas en la Universidad Católica. Sin embargo, aunque su posición filosófica los hizo oponentes decididos de la Unidad Popular, ninguno de ellos apoyó al régimen militar. Martínez Bonati, Goic y Villegas optaron por irse de Chile. Hoy en día se discute la historia chilena reciente señalando el desquiciamiento nacional producido por tres revoluciones seguidas en un plazo de apenas veintiséis años, cada una de ellas intensamente doctrinaria, maximalista y exclusionaria, de fuerte intervencionismo político en la administración de las universidades: la revolución democratacristiana (1964-1970); la revolución socialista (1970-1973); la revolución del neoliberalismo militarizado (1973-1990). A no dudar, este período de veintiséis años fue un paroxismo de politización absolutamente antipático para la sensibilidad de intelectuales que valoraban la Universidad como el espacio de «la paz necesaria para vivir una vida interior», «de la quietud», «del recogimiento», «de la atmósfera de respeto al espíritu crítico». Por otra parte, esos veintiséis años agotaron las utopías éticas disponibles en la política chilena puesto que el fracaso de las tres revoluciones

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fue responsabilidad del espectro total de partidos, los de Derecha, de Centro y de Izquierda. Más aún, todos los partidos contribuyeron a la intransigencia y la violencia que terminó con la constitucionalidad democrática chilena. A Juan Villegas, cuya filosofía pedagógica era índice de una creencia en el excepcionalismo histórico de Chile, le fue dificilísimo aceptar que las Fuerzas Armadas hubieran cometido las atrocidades que se les imputaban. En otras palabras, como problemática de elaboración literaria de la historia chilena reciente, la narrativa de Juan Villegas, tanto en Oscura llama silenciada como en las dos novelas anteriores, La Visita del Presidente (1983) y Las seductoras de Orange County (1989), debía plasmar una enorme carga emocional de expectativas míticas y mesiánicas ya de sí violentas y tan horriblemente frustradas como para llevar a cualquier ser humano a la más profunda depresión. ¿Cómo canalizar y hacer creativa una ira y una desilusión de tales proporciones, sentida como un fracaso personal de consecuencias psicosomáticas? En esta hecatombe sublime, En Oscura llama silenciada la solución fue destruir intransigentemente la esencia misma del proyecto cultural fallido: en su novela ya no quedan indicios del imperativo de «salvar a cientos de jóvenes», la narración más bien implica que la especie humana se ha engañado totalmente al concebir que junto a sus formas más visibles de degradación también la anima un espíritu universal perfeccionador y redentor de sí misma; ese espíritu es nada más que la máscara del patriarcalismo. Este es una energía animal depredatoria, astuta e inmodificable en cuanto a la mala fe con que logra disfrazarse de cultura. El tiempo humano transcurre nada más para que, en algún momento, emerjan los rituales de la monstruosidad patriarcal. Es cuestión de sólo esperar.

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EJERCICIO SHAMANICO RAUL ZURITA Canto a su amor desaparecido (1987)

El poema de Raúl Zurita fue publicado nueve años después de una de las protestas públicas más importantes de la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos: el encadenamiento de mujeres en las rejas del Congreso Nacional entonces clausurado (33). El encadenamiento fue una de las consecuencias del descubrimiento de la sepultura secreta de desaparecidos en un horno de cal en Lonquén, localidad cercana a Santiago de Chile (Zurita hace referencia a Lonquén en su poema). La ubicación de la sepultura había sido revelada a un sacerdote católico en secreto confesional (34). Por ello el anuncio público fue hecho por el Arzobispado de la Iglesia Católica. Personal técnico de la Vicaría de la Solidaridad de la Iglesia intervino en el terreno para que la CNI no destruyera evidencia. Por primera vez se exhibían pruebas concretas de la desaparición forzada de personas como metodología de represión política por el Estado. Ante la conmoción nacional, también por primera vez se generó la discusión pública de un tema de preocupación ciudadana conocido sólo a través de rumores, y que el régimen hasta entonces rehusaba reconocer. Para la Iglesia Católica y el personal técnico de las organizaciones de Derechos Humanos, Lonquén indicaba la futilidad de la esperanza de rescatar con vida a los desaparecidos. Sin embargo, contra toda lógica, las mujeres de la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos rehusaron aceptar esta conclusión. Reconocer la muerte de sus seres queridos habría sido para ellas una traición peor a que si ellas mismas los hubieran asesinado. Optaron por seguir en la pesadilla de la búsqueda interminable, agotadora, destructora. 188

Canto a su amor desaparecido comienza con el emplazamiento que hace la voz incorpórea de un familiar de detenido desaparecido: «Ahora Zurita -me largó- ya que de puro verso y desgarro te pudiste entrar aquí, en nuestras pesadillas; ¿tú puedes decirme dónde está mi hijo?». La edición del poema fue hecha en papel de 18,5 x 26,5 cms. Las palabras del emplazamiento ocupan escaso espacio en el tercio superior de la página. La respuesta tiene una ubicación similar en la página siguiente: «Sí, dice». Recordando el «teatro de las sombras» indonesio, así se afianza el artificio comunicativo que rige al poema: la página es un velo opaco que separa dos dimensiones espacio-temporales, la cotidianeidad del lector con sus modos de percepción rutinaria y el modo de ser especial de esas voces, que se revela sólo para quien tiene acceso a su dimensión, es decir, la voz llamada «Zurita». El lector debe jugar la ficción de que, a través del velo opaco, escucha a «Zurita» y a un familiar en un paseo por los Galpones 12 y 13 de un lugar de exterminio de militantes de la Izquierda. Los restos de los desaparecidos están allí, en nichos geométricamente dispuestos. Desde su lado de la página el lector no percibe materialidades, sólo el eco de ese diálogo y de esa convivencia, todo ello marcado a veces por largos silencios. Este dispositivo sugiere que la voz poética adopta la máscara del shamán, ser que por su sensibilidad especial ha acumulado una sabiduría prohibida a seres humanos comunes, como el lector. El conocimiento del shamán es necesario para manejar, usar, navegar y desplazarse en los diversos niveles de realidad en que se manifiestan las fuerzas que sustentan el cosmos (35). La figura del shamán está asociada con las prácticas mágicas de antiguos pueblos migratorios -cazadores, recolectores y pastores anteriores a los usos sedentarios de la ciudad, reconocida como epítome de la «civilización» (36). La autoridad del shamán se basa en su experiencia, conocimiento y capacidad para ayudar a mantener o restablecer el equilibrio entre su comunidad y las fuerzas del cosmos. Aunque los entes de la realidad puedan tomar apariencias diferenciadas, las energías que los sostienen son un continuo indiferenciado que tiende al equilibrio. Estas fuerzas se manifiestan como un poder invisible, como un Gran Misterio que funciona de acuerdo con estrictas leyes de relación jerárquica. Según éstas, no existen ni la vida ni la muerte como un ser y un dejar de ser. Son nada más que ciclos en que sólo cambia la dimensión espaciotemporal en que se reside. Puede que errores y faltas humanas rompan esa continuidad y ese equilibrio, con terribles consecuencias para los individuos y la comunidad.

En estas situaciones el shamán usa su experiencia, su conocimiento y su capacidad de maniobra en los estados de conciencia alterada para entrar a los Misterios de las dimensiones primordiales de la vida. Su llave de entrada son las oraciones y cantos que le han sido confiadas por animales, plantas y entes del Gran Misterio. Estos han conferido generosamente su propio poder al shamán. Los cantos y oraciones quedan marcados por el ritmo hipnótico de un tambor o cascabel. Con estos ritmos el shamán entra en estados de conciencia especial. Instalado en ellos, mediante «sueños» y «visiones», recupera percepciones totalizadoras de una realidad que, en los estados de conciencia común, se manifiestan de manera fragmentada. El shamán viaja a través de esas visiones para averiguar la razón de los desequilibrios cósmicos y corregirlos, recupera almas perdidas, lucha contra las fuerzas del mal y restablece el orden, la estructura y la significación de los entes en el cosmos. Con este propósito, durante los viajes se dan múltiples desdoblamientos de la identidad shamánica. Dada la historia traumática de grupos como las Madres y Abuelas de la Plaza de Mayo en Argentina, y en Chile la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos, se puede colegir que el viaje shamánico de la voz «Zurita» intenta reintegrar a estas personas a la comunidad nacional y humana. En su vida dedicada a la búsqueda de los desaparecidos, los familiares suspendieron todas las incitaciones de una vida normal -estudios, trabajo, nuevos amigos, amores nuevos. Desde entonces su vida sufrió un estancamiento y se jugaron totalmente a la obsesión de encontrarlos vivos. Se aislaron del común de los mortales. Sólo buscaban comunicación con personas de situación similar. En la vida cotidiana ese compromiso con el desaparecido se reforzaba diariamente con la creación y repetición de pequeños rituales de conmemoración: preparar hoy ese plato que tanto le gustaba; escuchar su música preferida; recordar y celebrar solitariamente cumpleaños y aniversarios de matrimonio; mantener su pieza exactamente como la dejó al desaparecer. Los deudos nunca han tenido la paz de un duelo completado. La voz incorpórea que recibe y emplaza a «Zurita» está instalada en ese estado de aislamiento estancado entre la vida y la muerte («ya que de puro verso y desgarro te pudiste entrar aquí, en nuestras pesadillas»). Al parecer, «Zurita» ha hecho un largo y difícil peregrinaje para llegar a esa realidad otra («... de puro verso y desgarro...»); la peregrinación equivale a la versificación. Luego se escucha el «Sí, dice». Con esta afirmación se da el primer desdoblamiento: la voz «Zurita» se convierte en voz omnisciente para dar cuenta de su compromiso con la búsqueda de los hijos desapareci-

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dos. Sigue una serie de desdoblamientos de identidad que permitirán la reintegración deseada. Luego, ante los nichos de los galpones comienza el canto y el ritmo shamánico marcado por la palabra «canté», que dará acceso a la dimensión de los desaparecidos: «Canté, canté de amor, con la cara toda bañada canté de amor y los muchachos me sonrieron. Más fuerte canté, la pasión puse, el sueño, la lágrima. Canté la canción de los viejos galpones de concreto. Unos sobre otros decenas de nichos los llenaban» (p. 11). Dadas las características del espacio recorrido, es evidente que el viaje shamánico se realiza por el Mundo Medio. A diferencia del Mundo de Arriba y del Mundo de Abajo, habitados por seres de maravilla, en el Mundo Medio se encuentran una topografía y seres similares a nuestra bioesfera pero residentes en una dimensión espacio-temporal diferente. Generalmente aparece como mundo del estancamiento, en que almas de seres humanos se han disociado de su cuerpo y han quedado atrapadas por algún trauma, mientras nuestra dimensión de realidad sigue adelante en su historia. Para restablecer el equilibrio cósmico, el shamán debe internarse en el Mundo Medio y recuperar esas almas y restituirlas a sus cuerpos. En el caso de los desaparecidos se trata de dos tareas: restituir las almas a cuerpos muertos para que sus deudos puedan tener la paz del duelo completado; exhibir esta restitución a la comunidad nacional representada por el lector, en un ritual implícito que reconstruye el reino humano de «los fines en sí mismos». La iniciación del canto shamánico ocupa horizontalmente parte del tercio superior de la página 11. La iniciación es seguida por un segundo desdoblamiento, en que «Zurita» se transforma en una voz femenina que busca a su amado. Las palabras de la mujer quedan circunscritas a un cuadrado de letras en negritas, ubicado debajo del canto, a su derecha, ocupando la mitad del ancho de la página. Con ello se establece una convención que se mantendrá en el resto del poema: los cuadrados en negritas representan los espacios de los nichos a que han penetrado las dos voces que buscan a los desaparecidos. El tamaño de las letras varía para representar grados de distorsión del eco de las voces. Allí la voz femenina se une al cuerpo destrozado de un desaparecido para continuar su relación de amor :»Te busqué entre los destrozados, hablé contigo. Tus restos me miraron y yo te abracé. Todo acabó. No queda nada. Pero muerta te amo y nos amamos, aunque esto nadie pueda entenderlo» (p. 11). En el cuadrado siguiente (p. 12), la voz de la mujer proclama la unión amorosa con su ser querido puesto que la energía del amor no se agota en ninguna dimensión de existencia: «Apenas un poco

nos arrastramos entre los cuerpos derrumbados para quedar juntos, para quedar uno al lado del otro. No es duro ni la soledad. Nada ha sucedido y mi sueño se levanta y cae como siempre. Como los días. Como la noche. Todo mi amor está aquí y se ha quedado:». En esta dimensión del Gran Misterio, el amor mutilado recupera su equilibrio: «Nuestro amor muerto no pasa» (p. 14). Insertas entre las secciones de cuadrados-nichos, voces anónimas e inconexas dicen frases que son acumuladas en secuencia y separadas por un guión (-). Son ecos de experiencias de innumerables desaparecidos, almacenadas en los nichos junto con sus cadáveres. Como si fueran retazos desarticulados de una historia dispersa, las frases entregan impresiones fugaces del secuestro de los desaparecidos por los militares, de su concentración en los galpones, de la violencia y arbitrariedad de los captores, de los interrogatorios, de la tortura, de las imágenes que cruzaron por sus mentes segundos antes de ser asesinados. Cada una de estas secciones termina con el estribillo «Murió mi chica, murió mi chico, desaparecieron todos. Desiertos de amor». Los estribillos son desesperados, todavía no redimidos por la reunión en el amor familiares o de parejas antes separadas. Corresponden a un tiempo previo a la entrada en los nichos por las voces de «Zurita» y de la mujer que lo acompaña. Gradualmente el número de las otras frases dispersas crece y provoca una crisis de desesperación en «Zurita». La crisis lo lleva a revivir el asesinato de los desaparecidos: «Lloré así y canté. Aullando los perros perseguían a los muchachos y los guardias sitiaban [...] Lloré y más fuerte mientras los cuerpos caían. Blanco y negro lloré el canto, el canto a su amor desaparecido»(p. 16). Se hace obvio, entonces, que, para redimir este exceso de sufrimiento, no basta la recuperación del amor mutilado. No es suficiente una solución individual para restablecer el equilibrio luego de un daño de dimensiones cósmicas. En su crisis, «Zurita» vuelve momentáneamente a la identidad shamánica para reorientar su canto. Decide amplificarlo, imaginando ahora a cada uno de los desaparecidos como plasmación de una cultura nacional específica. Por tanto, ahora no se trata de reintegrar en el amor a este desaparecido, a este otro desaparecido, a este..., a este... en un enorme agregado de individualidades. Desde ahora en adelante se comprende el sufrimiento de la desaparición como una forma de genocidio, como un crimen contra la humanidad perpetrado por la humanidad que se devora a sí misma: «Del amor desaparecido también se llaman los países. Enmurallados yacen como nosotros [...] Masacraron a los chicos y los países se quedaron. Nosotros somos

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ellos, tiré. Fue duro [...] Algunos se apodan Países del hambre, o bien USA en el nicho americano, digo: Más atrás están los otros. Amor mío; somos los comidos» (p. 17). Con la reorientación del canto termina la primera sección del poema. «Zurita» la cierra como si todo lo contemplado hubiera sido cuadros de una cinematografía extraña, exhibida ante los desaparecidos y ante el receptor instalado al otro lado de la página-velo: «...Reventada de amor toda la enamorada que quepa te cantó allí. Fue más hondo todavía; más abajo de los hoyos negros, del grito, de la pesadilla. Allí la mujer en amor te contó esta historia; es descripción, mapas y países ennichados, pero toda su enamorada te cantó allí. Corte. Tu desierto de amor. Corte. Y entonces:» (p. 17). La siguiente sección se titula «Galpones 12 y 13 en Párrafos se Lee y Dice:» En ella se asume cabalmente la ficción de un documental cinematográfico antes sólo sugerida. Se trata de un documental como los que abundaron a fines de la Segunda Guerra Mundial para mostrar al mundo las atrocidades del Holocausto judío. La cámara se desplaza por los Galpones grabando un espacio abandonado, en que no se percibe presencia de seres vivientes, excepto el lente de la cámara y la evidencia de las atrocidades. La cámara hace de analogía de los ojos de caminantes solitarios en visita a un museo. Se trata de un extraña exhibición, en que las imágenes no son visibles, en que sólo se escucha la banda sonora. La única verificación de la materialidad de ese espacio ocurre antes de llegar a la resolución final del sentido del canto, cuando, al término de la caminata, se introducen al texto los diagramas de los Galpones 12 y 13. En las notas al pie de cada uno hay una designación: Cuartel 12 y Cuartel 13. Esta designación y los diagramas traen a la mente la disposición de los galpones de la Fuerza Aérea en el aeropuerto de Cerrillos, usados para la represión en Chile por el Comando Conjunto, como también los galpones usados por los «grupos de tarea» represiva en Argentina, según los mostró el informe Nunca más. Los caminantes son la mujer de la sección anterior, acompañada por «Zurita». Para representar la caminata por los pasillos flanqueados por nichos, la página despliega solamente los cuadrados usados en la sección anterior. Así la página toma aspecto de diagrama geométrico de tres nichos en dos columnas por página. Cada nicho ahora tiene un título: «Nicho Arauco»; «Nicho Amazona»; «Nicho USA»; «Nicho Argentina», etc. Los títulos no hacen referencia sólo a zonas y países americanos. También se incluye a Africa, continente en el que se han venido dando las mayores masacres de las últimas décadas. En esto quizás resida el

gesto más evidente en la amplificación del canto para indicar crímenes generalizados contra la humanidad. Desde la página 22 en adelante, y hasta el final del poema, la designación de nichos por regiones o países es reemplazada por números con la palabra Tumba, comenzando con la Tumba 20 y terminando con la Tumba 30. Durante la caminata, la voz «Zurita» verbaliza y complementa las reacciones de la mujer: «De su amor desaparecido recorrió hueco tras hueco, fosa tras fosa, buscando los ojos que no encuentra. De lápida en lápida, de lloro en lloro, por nicherías fue, por sombras fue y fue así:» (p. 18). Con ello se funden tres aspectos en el canto: la objetividad de comprobar los antecedentes de la muerte de los desaparecidos, como en un documental; el tema de la sección anterior -la reintegración de los esqueletos a la energía de amor universal, en la medida en que ahora hay una mujer que los llora como seres queridos; y la paz que se trae a esas vidas truncadas con esa reintegración. De allí que la designación burocrática e impersonal de «nicho» sea finalmente reemplazada por la de «Tumba», lugar más humano o humanizado, en que yace un ser cuya vida ha sido conocida y reconocida por la comunidad como parte de ella. Como prueba de esta rehumanización, el final del texto de cada cuadrado-nicho-tumba queda marcado bien con la palabra «Amén», como en el fin-despedida de un responso religioso hecho al borde de una sepultura, o con una emoción o reconocimiento de una emoción expresada por un ser doliente. Por ejemplo: «se gime»; «Así sea, dice, y se llora»; «Se lee: fuimos buenos»; «El nicho dice día y sangró»; «Blasfemo su cielo»; «Como el Perú se lloró; querido maizal, queridos cráteres. Reposa»; «Dice: ni piernas ni brazos, Dios amado»; «Querida arena café, decía ahora»; «Noche amada se lee»; «Maldita noche». Con todo esto la voz shamánica ya parece haber reequilibrado el cosmos, en la medida en que ha traído la unión y la paz tanto a los dolientes como a los desaparecidos mismos. Esa unión culmina con la fusión en el sufrimiento más elemental y universal que aqueja a la especie humana, el de tener que vivir su vida. Recordemos, sin embargo, que el shamán también debe detectar las causas del desequilibrio cósmico para asegurar un conocimiento que prolongue la vida de la comunidad. Para combatir las fuerzas del mal, el shamán debe buscar e internarse en aquel espacio en que el mal se manifieste con su mayor pujanza, es decir, en los espacios de su jerofanía maligna. En cuanto a esto, es sugerente que la voz «Zurita» se instale en los Galpones para su viaje. Dadas la racionalidad de la disposición diagramática de los Galpones y su ocupación por los funcionarios esta-

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tales designados para las tareas de la represión, se deduce que ellos son los espacios de la razón burocrática del Estado. Y, en efecto, en los cuadrados-nichos se hacen rápidas referencias paródicas al lenguaje de actuarios con que las burocracias dan cuenta de un inventario -en este caso, las circunstancias de la muerte de los desaparecidos. Por ejemplo: «Se anotó así:»; «remitido al cuartel indicado»; «Habidos en Cuartel 12»; «Como todos referidos en Cuartel»; «Anotados en conjunto. Cuartel, pasadizo y número explicado»; «En Cuartel 13, debidamente señalizado»; «Murieron y está consignado»; «Ardió, murieron y quedó referido sin nicho especial». Esta referencia a la razón burocrática llama la atención sobre el debate reciente en cuanto al sentido humanista de la Modernidad. Los términos de este debate arrojan luz sobre el significado cultural de la máscara shamánica usada por la voz poética. Realzar este significado obliga a prestar atención a factores históricos pertinentes que nos llevarán a un corto rodeo. En términos generales, la Modernidad puede ser definida como la búsqueda de la plenitud y de la felicidad humana mediante la administración científica de la producción y de la sociedad. Iniciado durante el siglo XVIII e íntimamente asociado con el capitalismo moderno, este movimiento resultó en la formación de la «economía global» durante las dos últimas décadas. Para promover la administración científica de la sociedad, la Modernidad se caracterizó por el surgimiento de grandes cuerpos burocráticos, tanto del Estado como de la empresa privada. Además, su acción se caracterizó por la separación legal de los procesos administrativos de los intereses, necesidades y tradiciones comunitarias. Distanciar a las empresas de interferencias éticas y religiosas provenientes de la comunidad hizo que los procesos productivos, financieros y distributivos alcanzaran la mayor eficiencia posible en la lógica de la acumulación de capital. Así es como, durante los siglos XVIII y XIX, se crearon las condiciones en Europa para las grandes y violentas desposesiones de tierra de las comunidades de granjeros y su desplazamiento a las ciudades industriales como fuerza de trabajo en condiciones de vida subhumanas. A la vez se dio la integración de Latinoamérica al mercado internacional como proveedora de alimentos y materias primas. Esa integración demandaba la gran concentración de la propiedad de la tierra para servir las demandas del mercado exterior, y la consiguiente desposesión de las tierras de pequeños propietarios y comunidades indígenas para la formación del latifundio. En la lógica liberal de producir lo que no se consume y consumir

lo que no se produce, los productos latinoamericanos siempre tuvieron precios más bajos que las manufacturas importadas. El endeudamiento con bancos extranjeros para mantener la balanza de pagos obligaba a las oligarquías liberales a reducir drásticamente los salarios y condiciones de vida de los trabajadores, lo cual era exacerbado por las frecuentes devaluaciones de la moneda nacional. La creciente rebeldía de los trabajadores mediante organizaciones sindicales llevó a las burocracias estatales al constante uso de represión militar. Las décadas finales del siglo XIX y la primera mitad de este siglo estuvieron marcadas por grandes masacres de trabajadores en toda Latinoamérica. El Estado nacional cambió de propósito y se constituyó en garantizador de las conexiones de las oligarquías locales con las extranjeras. El segundo ciclo de economía liberal se dio plenamente a fines de la década de 1970 y coincidió con las etapas terminales de la Guerra Fría. En este ciclo segundo las dictaduras militares surgidas desde mediados de los años ’60 tuvieron una doble función: aniquilar al socialismo revolucionario en Latinoamérica; y estabilizar la situación política para renegociar los términos de la inserción continental en el nuevo orden económico transnacional que se consolidaba. Una política de librecambio requería desmantelar la industria nacional no competitiva en el mercado internacional; hacer énfasis en la producción que tuviera ventajas comparativas, lo cual implicó un retorno a la producción de alimentos y materias primas; deprimir los salarios y reducir la inversión estatal en seguridad social para atraer inversionistas extranjeros con una fuerza laboral de bajo costo. En la implementación del proyecto neoliberal, las dictaduras asumieron una función revolucionaria puesto que la renegociación del nexo transnacional requería desmantelar toda oposición posible, tanto de tipo político como sindical, reconfigurándose la relación de las clases sociales y su influencia en la sociedad. Decreció drásticamente la influencia de las clases medias empleadas en la burocracia estatal y organizadas en poderosos gremios; lo mismo ocurrió con los obreros industriales, mineros y agrícolas organizados; los capitalistas nacionales sin conexiones con el sistema financiero transnacional se arruinaron. Por un largo período el desempleo y la marginación social crecieron de manera catastrófica. Se ha dicho que esta profunda transformación social sólo podía sostenerse sobre la fuerza de las armas. En la actualidad se comenta que, si los Estados nacionales se han convertido en garantizadores del funcionamiento de la economía global, a la vez han perdido la capacidad de proteger las economías locales para garantizar los mejores términos para la acumulación nacional de

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capital. Los conglomerados transnacionales que dominan la economía global tienen la capacidad técnica para segmentar la producción y trasladarla rápidamente a los países que aseguren esa fuerza laboral barata, que restrinjan la influencia sindical, que subsidien la instalación de subsidiarias y que no se preocupen por el impacto y contaminación ambiental de la producción. Por otra parte, el desarrollo de los sistemas de comunicación e informática ha permitido tal movilidad de capital, como para debilitar las economías nacionales que no garanticen la seguridad de las inversiones o no den tasas de ganancias apropiadas. Es decir, ha surgido una tecnocracia transnacional con poder mayor que el de las burocracias de los Estados nacionales. Los efectos de sus decisiones provocan la constante desintegración de comunidades, las grandes migraciones de los años recientes y la exacerbación de conflictos étnicos y raciales. La economía global ha llegado a ser entendida como una economía de «depredación», en que la planificación de la producción, del consumo y de las ganancias a corto plazo, cada vez más aceleradamente, ha convertido a los conglomerados transnacionales en máquinas fagotizadoras de etnias, de civilizaciones, de comunidades, de Estados y de la naturaleza. Como consecuencia, en los años recientes se ha configurado una crítica cultural de gran escala, preocupada como está del destino del planeta y de toda la especie humana. Bajo la rúbrica general de «movimiento de defensa de los Derechos Humanos», esa preocupación se ha dirigido en especial a problemas de la salubridad del medio ambiente, de la conservación de las grandes zonas selváticas, de la supervivencia de los pueblos indígenas. Este movimiento visualiza el imperativo de orientar la producción y el consumo de acuerdo con necesidades «reales» de la humanidad, condenándose la creación de necesidades «artificiales» por los sistemas de «marketing» para acelerar un consumo innecesario. Ese imperativo ha generado el interés por un mejor conocimiento del modo en que los pueblos indígenas lograron un mejor equilibrio entre necesidades humanas y las relaciones con la naturaleza. Particularmente se ha retornado a las implicaciones de la primera «cultura global», la de los grupos cazadores, recolectores y pastores. En ella se han buscado los elementos para redefinir lo sagrado como base para la creación de una nueva ética que promueva la plenitud de la vida en general y de la persona, así como también para observar diversas soluciones prácticas para la supervivencia humana que puedan adaptarse a formas de economía avanzada. De aquí han resultado conceptos como el de «desarrollo sostenible» y la

preocupación de la etnobotánica por conservar el conocimiento shamánico de plantas medicinales. A la luz de estos antecedentes, la construcción de una voz shamánica en Canto a su amor desaparecido puede entenderse simultáneamente como una protesta y como una nostalgia. Protesta contra los efectos culturales de toda burocratización, no sólo las estatales y transnacionales, sino también contra las burocracias religiosas, administradoras de textos sagrados y mediadoras obligadas para la comunicación entre el individuo y lo sagrado. Nostalgia por el retorno a formas primigenias, más directas, de experimentar lo sagrado. Como en otras críticas de la Modernidad en Chile, la de Raúl Zurita implícitamente desahucia toda actividad política que encarne grandes discursos científicos de totalización del sentido de la sociedad. Por su intención totalizadora, esos discursos tienen como referente ineludible el Estado-nación y las instituciones de la sociedad política (partidos políticos, gremios, sindicatos, grupos de presión, iglesias) que sirven de intermediarias con la sociedad civil. Debido a su naturaleza burocrática, el Estado-nación y la sociedad política, están cargados de un potencial de violencia represiva. Ella tiende a desatarse contra las comunidades de la sociedad civil en aras de la racionalización modernizadora de la sociedad. Por el contrario, dado su origen, el shamanismo está asociado con las comunidades pequeñas que caracterizaron etapas muy anteriores de la humanidad. En este contexto, la intención implícita en Canto a su amor desaparecido, la de revivir estas prácticas mágicas, implica un neoanarquismo fuertemente cargado de sacralidad, que intenta situar la renovación social luego de la dictadura en las microagrupaciones que caracterizan a una comunidad. No obstante su intención libertaria, este neoanarquismo contiene una desproporción megalomaníaca similar a la mostrada por Luz Arce al hacer donación de sí misma como monumento sacrificial de la nacionalidad chilena. El hecho es que, en las comunidades primitivas, el peso de la tradición hacía del shamán una autoridad de tal prestigio que buena parte de las rutinas de la vida cotidiana y de los preparativos para la supervivencia colectiva giraban en torno a sus enseñanzas. Por otra parte, la calidad de shamán no era autoconcedida, a pesar de que el individuo que asumiera ese rol ya debía haber mostrado aptitudes que indicaran su potencial. Era la comunidad quien reconocía al shamán como tal, de acuerdo con los resultados prácticos de su conocimiento. Para establecer términos comparativos, es útil recordar la voz cósmica creada por Neruda. Ella estaba avalada por el hecho de ser el

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intelectual de mayor rango en Chile en un proyecto revolucionario de transformación social, en el que el poeta arriesgó hasta su seguridad personal. Los designios de ese proyecto trascendían los límites de un Estado-nación y se jugaban a nivel mundial, afectando el destino y las posibilidades de supervivencia de toda la humanidad. El público chileno exaltó a Neruda a la calidad de ícono cultural de la nacionalidad. Las subculturas de Izquierda lo hicieron referente de una utopía política y han seguido congregándose en torno a su poesía. Pero, en el caso particular de Raúl Zurita, ¿qué tipo de autoridad comunitaria hace legítima su construcción de la máscara shamánica? Aun considerando el gran y justo prestigio alcanzado por su poesía, Raúl Zurita no deja de ser un individuo privado. Quizás Raúl Zurita haya tratado de reciclar la antigua máscara del intelectual liberal del siglo XIX, en circunstancias traumáticas similares a las siguieron a las guerras civiles de la Independencia. En esa época, dada el pequeñísimo núcleo de intelectuales, enfrentados a la enorme tarea de construcción del universo simbólico de las nuevas nacionalidades americanas, los escritores liberales llegaron a magnificar su función social autoconcediéndose un rango religioso porque no existían movimientos culturales masivos que lo otorgaran. En esas circunstancias quizás era viable que el intelectual liberal se reiterara una y otra vez como poseedor del Verbo, como antena iluminadora del inconsciente colectivo, como Moisés conduciendo a su pueblo en el peregrinaje a la civilización. Esta automagnificación no puede sino crear situaciones incómodas, tanto para el poeta como para el lector. En realidad, al final de la segunda sección de Canto a su amor desaparecido, Raúl Zurita registra esa incomodidad. Se trata del momento en que el shamán debe preparar su retorno del viaje y reintegrarse a la realidad «común». Es entonces cuando, súbitamente, desde el cuadrado-nicho-tumba 30 surge una voz que interrumpe el tono y el lenguaje apocalíptico sostenido hasta ese momento, provocando una ruptura cómica. Increpa a «Zurita» recurriendo, por un instante, a la dureza del lenguaje coloquial del dialecto chileno. Nótese (el subrayado es mío): «30. ¿Llamai tumba del amor de los países? ¿Por duelo me llamaste? ¿Por puro duelo fue? ¿Por duelo fue el amor que lloraron tanto?» (p. 23). Quien conozca el dialecto chileno sabe que, luego de este tipo de apóstrofe, normalmente siguen frases condenatorias como: «-¡estai hueviando!»; «¡déjate de hueviar!»; «¡no vengai a hueviar!». La voz anónima protesta por la inflación cósmica del canto sugiriendo un elemento del todo realista, hasta entonces excluido -los que realmente

han muerto son seres humanos derrotados, que se sacrificaron por un marxismo-leninismo considerado como ciencia explicatoria del sentido y movimiento de la historia, enemiga de religiones por ser remanentes de primitivismos mentales y «opios del pueblo» explotado. La voz anónima exige este reconocimiento de su identidad política afirmando que se acabó el «sueño», se fueron «perdiendo» las luchas épicas por la liberación nacional que habían comprometido a militantes de partidos marxista-leninistas hasta el punto de causar su desaparecimiento; se perdieron los «nombres», los rótulos ideológicos con que los militantes fueron al sacrificio: «Que tanto me iban diciendo que se acaba, que se acaba todo y fue el sueño el que se acababa. Perdiendo dice paisa te vi por pastos que se iban, paisitos dice el nicho. Perdiendo negro todo se va desapareciendo por islas, países y nombres sí; ¿me llamas? ¿Me llamas tú?» (p. 23). Se trata de un momento crucial del canto lírico por cuanto se dirime el sentido de la experiencia histórica de la humanidad con que, más adelante, cerrará el poema. Si se acepta que el poema se articula en torno a una visión mágico-shamánica, se perderá la posibilidad de una crítica de los errores del marxismo-leninismo -junto con el capitalismo liberal, él fue otra de las manifestaciones burocráticas de la Modernidad. Ningún adherente del materialismo histórico puede permitir y aceptar que se silencie la discusión amplia de sus aciertos y, especialmente, de sus errores en la práctica política. Es el legado que se deja a generaciones futuras. A la luz de ese pasado clausurado estas nuevas generaciones deberán encontrar nuevas formas de lucha contra el darwinismo social de un capitalismo neoliberal triunfante. Disolver las enseñanzas concretas de ese pasado en un ritualismo shamánico para el equilibrio de fuerzas cósmicas es liquidar la acción consciente de los revolucionarios, vanguardia de la humanidad. Se trata de otra forma de desaparecimiento, ahora forzado precisamente por una voz que en los comienzos se había identificado como solidaria. De allí la dureza de la voz anónima del nicho 30 en su protesta. En este punto ha quedado expuesta la contradicción a que ha llegado el canto de «Zurita». El poema ha progresado según la máxima mágica de que el deber del shamán es trabajar por el equilibrio de las fuerzas cósmicas para asegurar la supervivencia de «su pueblo» como entidad cohesiva. En esta máxima no sólo está la megalomanía de autoconcederse la identidad shamánica; además ha negado la experiencia histórica de quienes motivaron su canto. Solucionar este dilema de manera tajante indefectiblemente lleva a un desdoblamiento trágico -un double bind dirían

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los psicólogos: respetar el realismo racionalista del significado político de los desaparecidos negaría la identidad shamánica del cantor; mantener la identidad shamánica y disolver la identidad de los otros lo convertiría en cómplice analógico de los militares que los desaparecieron. El dilema muestra a «Zurita» como un ser profundamente alienado, incapaz de instalarse con responsabilidad en su propia voz poética. La resolución del dilema ocurre en la sección final del poema, titulada «Canto de Amor de los Países». El texto está dispuesto en la página simbolizando la aparición de una voz apocalíptica que desde las alturas «interroga» a «Zurita» de manera enjuiciadora. «Zurita» se desdobla para hacer simultáneamente de narrador del juicio y parte enjuiciada: ¿Te acuerdas chileno del primer abandono cuando niño? Sí, dice ¿Te acuerdas del segundo ya a los veinte y tantos? Sí, dice ¿Sabes chileno y palomo que estamos muertos? Sí, dice

Ella canta, canta, canta, canta bajo la tierra Nótese que el recuerdo lleva a «Zurita» a reproducir otra vez el ritmo con que el shamán crea las condiciones para entrar al estado de conciencia alterada que permite su viaje visionario. Luego de entrar nuevamente en ese estado, «Zurita» da la espalda a la voz apocalíptica y suspende el diálogo para reafirmar la naturaleza cósmica de su visión debilitada por el enjuiciamiento recibido. Revive la esencia mágica de su canto conminando a las fuerzas de la oscuridad nocturna a que se manifiesten y se presenten ante él y en él. La invocación reafirma una identidad alilógica, a la cual no se puede exigir las definiciones políticas tajantes, que responden a la luz y a las fuerzas de la razón. Su canto es afín a las sombras de la noche, en que los perfiles diferenciados de las identidades reales y despreciables («somozas y traidores») se difuminan, en que el bien y el mal yacen juntos y se confunden. «Zurita» termina su canto nombrando al animal que, en la tradición shamánica, le entrega la energía necesaria para mantener su vitalidad -el palomo. Pero se trata de un palomo ambiguo puesto que hace referencia simultáneamente al Espíritu Santo del cristianismo, a la paz y a la maldad:

¿Recuerdas entonces tu primer poema? Sí, dice Con su interrogatorio la voz apocalíptica demuestra una omnisciencia que ha penetrado la conciencia íntima de «Zurita». Así expone su vida como una historia de alienaciones que culminan con el desdoblamiento trágico en su aproximación a la muerte de los desaparecidos: «Zurita» había sido alienado, expulsado, de la seguridad indispensable en la niñez; se lo había alienado del equilibrio emocional necesario para la vida adulta; y, al parecer, las contradicciones de su entendimiento del sentido de la muerte durante la dictadura se arrastraban ya desde el primer poema de «Zurita». «Zurita» reconoce su alienación con un «sí» humilde, en minúsculas, instalado en el centro de la página, debajo del interrogatorio, e intenta satisfacer el pedido de recordar ese poema: sí decía canta, decía la noche canta La noche canta, canta, canta, canta, canta 201

¡Aparece entonces! Levántate nueva de entre los paisitos muertos chilenos, somozas y traidores levántate y lárgale de nuevo su vuelo y su canto al que sólo por ti paisa vuela, canta y toma forma devuélveselo a éste el más poeta y llorado desaparecido del amor palomo y malo Esta manera de resolver el dilema poético hace de correlato de un aspecto central en la práctica política de los grupos de defensa de los derechos humanos: el imperativo de recuperar la dignidad humana evitando reproducir los dogmas políticos que llevaron al conflicto en que se la dañó. Reiterar esos términos dogmático-ideológicos sólo puede llevar a la clausura del diálogo y a la continuación de la violencia. Es preciso, entonces, trasladar el diálogo e instalarlo en discursos culturales mucho más antiguos y universalmente respetados, que tengan el potencial de volver a despertar la conciencia ética silenciada por regresiones a los orígenes animales de la especie humana. Luz Arce, por ejemplo, encontró refugio espiritual en la Iglesia Católica, Apostólica y Romana. 202

A la vez se debe considerar que la Iglesia Católica es una burocracia. Además de administrar los textos de la Palabra y su intención de promover el bien de la humanidad, la burocracia del Vaticano administra un Estado, un territorio, esgrime el poder suficiente para ser participante de influencia en la alta política internacional; emplea a trabajadores a través de todo el mundo; financia a sus sacerdotes y embajadores por todo el mundo; y, para lograr todo esto, debe administrar propiedades, monumentos, bancos, acciones de conglomerados transnacionales, valores transados en las más importantes bolsas de comercio. Raúl Zurita prefirió volver a etapas mucho más antiguas, a una forma de experimentar la sacralidad de la vida como lo hicieron los antepasados más remotos de la especie humana, en el primer ciclo de su universalidad cultural: la época de los grupos cazadores y recolectores.

RECUPERAR LA MOMIA ABANDONADA DAVID BECKER, María Isabel Castillo «El Tratamiento Psicoterapéutico de Pacientes Traumatizados Extremos» (Trabajo presentado a la Asociación Psicoanalítica Chilena el 19 de noviembre de 1992).

IGNACIO MARTIN-BARO (editor) Psicología social de la guerra (1990) Artículos tratados: "Psicología del miedo y conducta colectiva en Chile" de Elizabeth Lira. "Psicopatología y proceso de terapeútico de situaciones políticas traumáticas" de David Becker y otros "La tortura: Conceptualización psicológica y proceso terapeútico" de Elizabeth Lira y Eugenia Weinstein.

Los autores de este material iniciaron su trabajo como terapeutas en la Fundación de Ayuda Social de las Iglesias Cristianas (FASIC). Más tarde fueron fundadores del Instituto Latinoamericano de Salud Mental y Derechos Humanos (ILAS). FASIC fue fundada en abril de 1975, concretándose así, de manera organizada y ecuménica, la preocupación de diversas denominaciones religiosas protestantes por la protección de los Derechos Humanos de prisioneros políticos (37). El personal que formó FASIC ya había estado actuando desde 1973 en la protección y traslado al exterior de extranjeros perseguidos por los militares. En 1974 el gobierno militar había dictado el Decreto Supremo 504 que permitía la conmutación o cambio de las penas de presidio falladas por los tribunales militares por la de extrañamiento. Desde 1975, FASIC se encargó de hacer expedita la reunión de prisioneros y familiares en el extranjero y la de reintegrar las familias de chilenos que ya antes estaban exiliados. En el cumplimiento del Programa de Reunificación Familiar, FASIC quedó sujeta a la voluntad arbitraria de la autoridad militar. Esta podía negar solicitudes sin tener que fundar su decisión. Como peticionarios dependientes de esa voluntad, los funcionarios de FASIC debieron asumir una estrategia de negociación silenciosa, de bajísimo perfil público, motivada primordialmente por el imperativo humanista de obtener resultados rápidos, concretos y prácticos para sus protegidos. Esto creó una situa203

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ción de gran ambigüedad para la institución porque, simultáneamente, al gobierno militar le interesaba reparar el daño causado a su imagen internacional por las violaciones de Derechos Humanos haciendo pública la concesión de salvoconductos. En esta convergencia de intereses, FASIC se hizo vulnerable a las manipulaciones propagandísticas del gobierno, adquiriendo, a los ojos de algunos sectores de Izquierda, una imagen de colaboracionismo. Patricio Orellana -estudioso de la evolución de las organizaciones de derechos humanos en Chile y ex-funcionario de FASIC- ha explicado esta situación:

Sin embargo, observaremos que la ambigüedad señalado no tenía un referente único en juicios exteriores provenientes de la ultra Izquierda, sino también en los mismos terapeutas de la institución, preocupados en cuanto al sentido de su misión. Es evidente que, para ellos, el imperativo de reconstruir las redes de oposición a la dictadura no cuadraba del todo con la concepción de FASIC en cuanto a que «la libertad debe ser considerada un bien esencial para el hombre, aunque esté limitada con la prohibición de ingresar al territorio nacional» (Orellana, p. 170). Mientras FASIC, en cercanía a Kant, hacía una afirmación incuestionable de los seres humanos como «fin en sí mismos», la preocupación de los psicólogos era la reconstrucción de la subcultura de Izquierda. Dentro de los parámetros de la matriz poética en discusión, la ambigüedad señalada se relaciona con los esfuerzos de Raúl Zurita por la resacralización shamánica de una sociedad desintegrada por el conflicto político. Obviamente, en la psicoterapia no se trata de un salto a dimensiones mágicas de la realidad a partir de lo empírico. No obs-

tante, vemos que el psicólogo también debe acompañar al ser doliente en un viaje mítico para reconstruir vidas cuya significación ha quedado simbólicamente tan fragmentada como los cadáveres destrozados de los nichos de «Zurita». Como lo demuestran Luz Arce y Cristián Cottet en sus episodios psicóticos, una opción de supervivencia del torturado ante el dolor abrumador es escapar de sí mismo tomando refugio en visiones surgidas de estratos primordiales de la psiquis. Por ello, estos episodios demuestran analogías con la visión mítica de la realidad. La significación esencial del mito está en permitir un desdoblamiento de la conciencia para que parte de ella se instale en un punto irreal más allá de la rotundidad del orden de realidad inmediato, liberando la imaginación para intentar alternativas que lo superen. Las hipótesis científicas, por tanto, son analógicas a este juego de negación por cuanto no dejan de ser una construcción de la razón anticipándose a las experiencias reales que las validen (38). En este terreno, la psicoterapia y el shamanismo son afines. Por ello, la dimensión mítica de todo conocimiento puede ser asociada con aspiraciones libertarias, con la dinámica de renovación de la cultura y con la fe que permite el salto de lo conocido a lo desconocido. En este salto descomunal desde microexperiencias específicas a intuiciones universales encontramos nuevamente el núcleo fundamental de una estética de lo sublime. Evidencia inicial de la presencia de ese núcleo se encuentra en declaraciones de los psicólogos en cuanto a los orígenes de su terapéutica. Nada en su experiencia anterior al golpe militar de 1973 ni en la literatura técnica que conocían los había preparado para la terapia de personas afectadas por la represión. Su vía de entrada al conocimiento y tratamiento del trauma de los pacientes se dio en el plano existencial más básico y primario -su capacidad para comunicar sentimientos de profunda solidaridad con el paciente. A partir de esto, adecuaron sus conocimientos anteriores para la mejor interpretación de los mundos personales que los pacientes abrían ante ellos dentro de las cuatro paredes de una oficina. Así surgió una poética del ser humano que nos interesa captar. Quienes llegaban a la consulta eran personas con grandes dificultades para comunicarse. El trauma del rapto y la tortura las había hecho silenciosas, aisladas y evasivas en sus relaciones matrimoniales, familiares y sociales, desconfiadas de toda cercanía emocional, con rígidas actitudes de alerta ante peligros que les parecían siempre inminentes. Esto convertía la consulta en una situación paradójica -a la vez que el paciente pedía ayuda desesperada, suponía que el psicólogo tenía una

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Es evidente que la política represiva, basada en la Doctrina de la Seguridad Nacional, pretendía, a través de este procedimiento, desocupar las cárceles, mostrando una imagen humanitaria a la opinión pública nacional e internacional, a la vez que se liberaba de personas que podían jugar roles importantes en la tarea de reorganizar a la sociedad civil, expulsándolas del territorio nacional y desvinculándolas así de la lucha social que podían desarrollar en Chile. A su vez, estas expulsiones tenían un menor costo político que la ejecución o eliminación física de los opositores. Desde un punto de vista de revolucionarismo político podía verse la labor de FASIC como funcional a la dictadura, sin embargo, la intención y la política de FASIC estaba lejos de eso y la dictadura reprimía a los voceros de la institución. ( pp. 169-170).

agenda secreta y amenazadora. Sin embargo, la intensidad de los malestares los forzaba a continuar la consulta. Becker y Castillo presentan un caso típico, el de Matilde: Matilde llega a nuestra institución derivada por la asistente social de la Vicaría de la Solidaridad. La primera impresión que tuve fue de una mujer de apariencia juvenil. Parecía asustada, tenía una actitud corporal de tensión y yo percibía su desconfianza. Me relató lo que le sucedió los días anteriores. Decía que tenía insomnio, angustia, falta de apetito, vómitos, dolores fuertes de estómago, intranquilidad motora, además dijo que le habían diagnosticado una crisis de hipertensión arterial. Me llamó la atención su apariencia cuidadosa y su modo de hablar adecuado pese a su sintomatología [...] Tenía dificultades para hablar de lo que le pasaba. Me miraba como si tratara de saber qué pensaba yo, qué sentía, qué me sucedía con su relato. Se acercó a la ventana y miró hacia afuera. Se quedó parada un rato y luego volvió a sentarse y dijo: -»Tengo mucho temor, creo que me pasará algo grave, que por el hecho de hablar puedo morir». Señaló que tenía pánico a causa de la propaganda del Plebiscito [de 1988] en la televisión y que nunca había contado lo que le había pasado. Yo le dije: «sí, la propaganda del Plebiscito ha sido muy impactante y parece que a Ud. la ha removido mucho, tanto que ha pedido ayuda para un secreto que tenía guardado desde hace 12 años» (pp. 50-51). Ella empezó a contar su historia: «En 1974 yo tenía 18 años y me enamoré de un joven ingeniero. El era muy bueno, vivíamos en una pequeña casa junto con otra pareja. A veces venían amigos de Alejandro. El trabajaba en un servicio técnico de televisores. Quisimos tener una hijo y nació Verónica. Yo no sabía nada de lo que ocurría en el país, no tenía información y creo que no me importaba. Estaba feliz disfrutando lo que significaba tener una familia y sentirme muy querida por mi pareja (p. 51). Un día de verano, en febrero de 1976, la casa fue rodeada por hombres que destruyeron la puerta. Eran gritos, autos, armas automáticas. Alejandro salió a abrir y lo mataron delante mío. Lo dejaron muerto ahí como un animal. A su amigo también lo mataron y él gritaba: -»ella no sabe nada». A la compañera del amigo la hirieron en ambas piernas y se la llevaron. De ella no se supo más. Es una 207

detenida desaparecida. Yo estaba tirada en el suelo, mirando con los ojos muy abiertos a Alejandro que estaba muerto. No lo podía creer, era una pesadilla. A mi guagua se la entregaron a una vecina. En el momento de los disparos iba cruzando la calle una niña de 12 años y la mataron... Me tiraron arriba de un auto, en el suelo. Encima mío pusieron sus pies y las armas automáticas. Me vendaron y me llevaron a un lugar donde me torturaron. Un día, después de tres meses, me dijeron: -»come que saldrás libre»- y me dejaron en una calle, con una ropa que no era mía y con dinero para tomar un bus. Era de noche y llegué como autómata a la casa de mi madre. En el camino decidí que no diría nada, nada a nadie, que nunca diría nada de lo que me habían hecho (p. 51). En esos días apareció en los titulares de los diarios «Verónica sola, nadie la reclama»; «Guagua del _____ abandonada por sus padres terroristas. Mi familia no había hecho nada por temor y mi hija estuvo todos esos meses en una casa de menores. El día que me dejaron en libertad la llevaron a casa de mis padres. Yo tengo rabia con mi familia. Yo pensaba: si mi hija tenía tanta familia¿por qué fue a parar a una casa hogar? (p. 51) Cuando Matilde recuperó su libertad, se quedó durante meses en la casa de su mamá. Relata: «No hacía nada. Estaba sentada en la ventana y miraba para afuera. Después de más o menos seis meses yo decidí terminar mis estudios. Me faltaba la enseñaza media. Hice un curso de secretaria. Mi mamá me ayudaba a cuidar a Verónica. Ahí fue cuando conocí a mi actual esposo y nos casamos y tuvimos tres hijos, Angela de 9, Julia de 4 y Cristóbal de 1 año». A su esposo le dijo que Verónica era hija natural, y él la reconoció (p. 51). El relato fija el espacio en que comienza el viaje terapéutico. Es el momento en que la psicóloga inyecta su mito a un cuadro del todo real, el de la paciente devastada por el trauma. La terapia tiene efecto en la medida en que la paciente transfiera su visión de mundo dañado al espacio de «normalidad» mítica que comienza a desplegar la psicóloga en su oficina. Las dificultades y resistencias del proceso tienen directa relación con la voluntad que demuestre la paciente de instalarse en la irrealidad ofrecida por la terapista. Por tanto, ahora se hace imperativo describir ese mito. En primer lugar, consideremos las circunstancias en que se da la 208

terapia. Es el año 1988 y, desde 1973, Chile ha estado viviendo un conflicto armado interno no reconocido por las partes beligerantes. Según el Protocolo II Adicional a los Convenios de Ginebra, se configura un conflicto armado en la medida en que en un Estado surja una fuerza militar disidente, organizada jerárquicamente bajo un mando responsable, con capacidad de desarrollar operaciones sostenidas a largo plazo (39). En esta configuración no es imprescindible que la fuerza disidente tenga personal y equipo bélico en número y calidad proporcionales a las fuerzas armadas oficiales. Según esto, el Movimiento de la Izquierda Revolucionaria (MIR) habría cumplido con ese requisito en cuanto pudo organizar alguna forma de Resistencia armada después de 1973. Más adelante, el conflicto armado quedó claramente configurado con la infiltración de comandos por el MIR a partir de 1978, la Operación Retorno. En 1980 el MIR intentó la formación de un foco guerrillero en la región de Neltume, en la zona centro-sur de Chile. También en 1980 el Partido Comunista inició la infiltración de la oficialidad entrenada en Cuba con que fortaleció su Fuerza Militar Propia y con la que, más tarde, en 1983, lanzó el Frente Patriótico Manuel Rodríguez, guerrilla urbana con apariencias de independencia de ese partido. Por otra parte, ya en 1988 se habían estabilizado en Chile los valores agresivamente competitivos de la economía neoliberal impuesta por el régimen militar. La noción de una ética comunitarista imperante desde la década de 1940 hasta 1970, con el llamado Estado de Compromiso, fue reemplazada por el darwinismo social de la política de librecambio. Las pautas y hábitos de transacción y negociación política para compartir los bienes de seguridad social derramados por el régimen anterior fueron violentamente clausurados. Se los reemplazó por el orgullo neoliberal del triunfo de los más aptos, eficientes y capacitados, poseedores de credenciales académicos avanzados, en un mercado de competición abierto a todo el mundo, que no debía ser distorsionado por consideraciones de ética comunitaria o de negociación política. El año 1988 es también importante por el Plebiscito que terminó con el poder directo del general Augusto Pinochet: Es en esta secuencia donde Matilde finalmente llegó a consultar. El cambio político tan deseado por una parte, implicaba al mismo tiempo que los mecanismos de sobrevivencia de la secuencia traumática anterior se hacían disfuncionales. El tema de las violaciones de los derechos humanos se abrió a la discusión política y lo que apareció en Matilde fue la angustia, la amenaza, la enfermedad. En este contexto es importante recordar la atmósfera que rodeaba al Plebiscito 209

de 1988. A pesar de que la victoria del NO parecía segura, había muchas dudas de que el gobierno militar reconociera esa victoria, y existía el miedo de una nueva represión política. Era frecuente en esos días que, tanto pacientes como terapeutas, en vez de hablar del Plebiscito, accidentalmente hablábamos del golpe militar que iba a ocurrir (p. 56). A pesar de todo esto, contra toda lógica realista, dentro de las cuatro paredes de su oficina de consulta, los psicólogos trataban de instalar a sus pacientes en una concepción de la sociedad como el espacio de amor de una comunidad solidaria. Ello estaba cargado de la nostalgia por una sociedad «normal», en que el ser puede imaginar la utopía de una continuidad fluida, sin cercenamientos, entre los espacios de la intimidad, lo privado y lo público, entre espíritu y materia, alma y cuerpo, deseo y realidad, entre lo interno y lo externo. Puede que esta sociedad jamás haya existido. Ciertamente no en Chile. Si quisiéramos encontrar un correlato en un ícono mítico, esa continuidad equivaldría a la imagen de Narciso contemplándose en aguas que fluyen. La poética narcisista de los psicólogos es articulada por una energía de amor que se origina en ideales humanistas de perfeccionamiento del ser humano y de la comunidad. Ellos conminan a un trabajo incesante por cuidar y mantener la dignidad individual, las relaciones familiares y comunitarias mediante organizaciones de ayuda mutua, deportivas, culturales, partidos políticos. En la fluidez de esta energía el trabajo de perfeccionamiento invertido en el entorno como intenso compromiso existencial retorna a los individuos como perfeccionamiento creciente de su propia humanidad: Este amor surge de proyectos sociales y políticos compartidos, de proyectos vitales que se desarrollan en esos proyectos sociales, de biografías que marcan rumbos heroicos, vicariantes, enfermos o sanos, pero que contribuyen a la comprensión necesaria de la vida construida, del quehacer desarrollado, de los riesgos asumidos, que es necesario esclarecer entre terapeuta y paciente para desplegar la libertad necesaria a la construcción de la vida humana, reconociendo las alienaciones adaptadas como principios o verdades, las confusiones, las perplejidades, que tal vez sólo el espacio terapéutico puede contener (Lira y Weinstein,Psicología social de la guerra, pp. 337-338). En su trabajo colectivo los seres humanos prolongan los vínculos de amor y solidaridad a través del tiempo. Se ven como recipientes y conti210

nuadores de la cadena histórica de trabajos inmemoriales de construcción comunitaria hechos por antepasados que, al ser recordados y encarnados en el presente, afirman la identidad cultural colectiva. Los seres humanos nunca están solos y abandonados. Los acompañan sus muertos queridos y, al morir, los muertos acompañan a sus vivos queridos. Los que fueron antes que nosotros están presentes simultáneamente con su trabajo concretado en todo objeto material que nos rodea y usamos para construir la cultura, y también está en la átmosfera espiritual que estos objetos condicionan como espacio de nuestras vidas. Es decir, según esta poética, en cada momento presente vivimos diferentes dimensiones de realidad simultáneamente. Con esto la diferencia entre shamanismo y psicoterapia comienza a disolverse: La percepción de pertenencia social y afectiva al destino de un pueblo plantea como tarea concreta la recuperación de los vínculos afectivos de carácter social, la búsqueda de formas de participación social, la necesidad de desarrollar activamente soportes afectivos, vínculos que reestablezcan concretamente la pertenencia y la significación de esa pertenencia, cualquiera sea el nivel que el sujeto o la familia descubra que es el adecuado para sí mismo (Lira y Weinstein,Psicología social..., p. 338).

te relacionadas entre sí por su significado catastrófico, imágenes que generan una concatenación de reacciones: el espejo narcisista queda trizado en innumerables fragmentos; destruido el sentimiento de comunidad, el ser queda figurativamente expulsado de la comodidad mágica del útero materno; queda expuesto como cosa inerme a los embates de un destino que, desde entonces, parece incontrolable; paralizado el deseo, ya no es posible verbalizar la realidad; tampoco puede el alma verbalizar al cuerpo: El efecto final es siempre el mismo, ‘un hoyo en la psique’. Si aceptamos el punto de vista de Freud con el cual ‘la satisfacción de una necesidad da lugar a una representación mental en la forma de un deseo’, sin los deseos no se puede desarrollar una verdadera relación objetal. Trauma implica que las necesidades vitales no se satisfacen. Donde no hay deseo no hay representación mental, no hay simbolización. Sólo está el hoyo...»( Becker y Castillo, p. 57).

Los agentes de seguridad del Estado alteran catastróficamente esta continuidad y esta fluidez utópicas con el trauma del rapto y de la tortura. Estos burócratas implementan dispositivos de acción deliberadamente diseñados por el Estado para aniquilar a la oposición activa y diseminar el terror general en la población, promoviendo su pasividad y su resignación ante sus designios de reestructuración social. A nivel colectivo, la irrupción sorpresiva de la violencia estatal suspende los derechos civiles y políticos que antes les garantizaba la Constitución y el Derecho Internacional. La soberanía del pueblo queda exclusivamente en manos de la burocracia estatal. Es decir, se inhiben las aspiraciones de la comunidad, se inhibe la proyección de deseos sobre objetos que, al ser parte de un trabajo consensual, comprometen a los seres humanos con el perfeccionamiento de la sociedad. A nivel personal e íntimo «el aparato psíquico, inundado por estímulos externos abrumadores, no logra establecer la estabilidad o el equilibrio del funcionamiento anterior, produciéndose así un estado de emergencia» (Lira y Weinstein, Psicología social..., p. 343). Así surgen dos imágenes arquetípicas en esta poética, estrechamen-

Figurativamente, entonces, la topografía del amor continuo ha quedado alterada por lo que los psicólogos también describen como una «herida abierta» -»hoyo» y «herida abierta». Pero, en realidad, el lenguaje metafórico queda corto en su expresividad. En realidad los psicólogos hablan de un cráter abierto por un enorme cataclismo. La víctima está dentro del cráter, pierde su «equilibrio psíquico», yace paralizada, «congelada», paralogizada por la brutalidad de la tortura; «se observa un empobrecimiento de la vida psíquica sin que muchas veces la persona llegue a tener clara conciencia de esta limitación» (Lira y Weinstein, Psicología social..., p. 343); se da una «inhibición progresiva a hablar de lo que les ocurrió y un bloqueo sistemático de sus emociones». Como Valentina y Ella en Oscura llama silenciada, y «el coté» en Manifiesto un terrible descontento con ayer, el ser se agazapa, toma la posición fetal, se repliega sobre sí mismo porque se «erosionan severamente los recursos emocionales del sujeto» (Lira y Weinstein, Psicología social..., p. 343). Queda allí esperando que lo afecten catástrofes aún peores. La masividad e intensidad de las agresiones han sido tales que la conciencia ya no puede reconocer entre realidad y fantasía porque el horror real supera cualquier sueño fantástico («Ni las fantasías más persecutorias pudieron imaginar las formas de agresión que sufrirían en la tortura», Lira y Weinstein, Psicología social..., p. 366). De una manera similar a las voces escuchadas en los nichos de «Zurita», en el cráter pululan imágenes fragmentadas, distorsionadas, fantasmagóricas de lo

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que había sido la identidad de la persona hasta el momento del rapto y la tortura («Metafóricamente podríamos decir, como si los contenidos del hoyo estuviesen constante y visiblemente flotando alrededor de éste» (Becker y Castillo, p. 58). Esas imágenes dispersas reaparecen contra la voluntad de la persona, en el insomnio o en las perturbaciones del sueño que ahora se hacen crónicas, en las pesadillas sobre la tortura que se repiten una y otra vez, en los accesos inesperados de emociones incontrolables que se dan durante el día: El desvalimiento global (hambre, aislamiento, dolor) [que sufriera en la tortura] sitúa a la víctima en un mundo irreal y perverso de fantasías y emoción, que a menudo pasa más tarde a constituirse en su ‘realidad’ cotidiana. A ello se agrega un contexto de percepciones sensoriales, de ausencia de estímulos o de inundación de estímulos agresivos, desagradables o inesperados. En la medida en que la arbitrariedad y anormatividad conforman por períodos extensos el mundo vital del sujeto, éste va desarrollando angustia y desconfianza ante la realidad (Lira y Weinstein, Psicología social..., p. 366). Analógicamente, los psicólogos hablan de esta agresión por parte del Estado como de una energía «tóxica», »nociva», «patógena», que «contamina» el cráter. En su preocupación por no perturbar a la familia comunicando la experiencia del trauma, el torturado desdobla su identidad. La conciencia escapa imaginariamente del cuerpo maltratado y esta ilusión adquiere categoría de realidad. La conciencia se disocia de esa cosa agredida que fue en el momento del trauma, se distancia de su sufrimiento, «transformándose así en otro, que es al que le pasa todo esto»(Lira y Weinstein, Psicología social..., p. 352); «la disociación permite soportar experiencias espantosas y degradantes si el sujeto logra internalizar que ellas me suceden a mí como objeto y no como sujeto « (Lira y Weinstein, Psicología social..., p. 360). El esfuerzo por reestructurar la conciencia desliga al sufrimiento corporal de las preocupaciones cotidianas. Se trata de una forma de mala fe con la que se desea construir una mímica caricaturesca de vida normal: Aparece como un esfuerzo por sobrevivir y, al mismo tiempo, por conservarse, inmodificado, en cuanto a los elementos esenciales de la propia identidad. Señala que forman parte de este proceso 213

sentimientos de indiferencia, como si fuese posible que lo sucedido realmente no importara, y también un sentimiento de irrealidad (esto es una pesadilla), que llega hasta a tratar de negar los sucesos acaecidos» (Lira y Weinstein, Psicología social..., p. 360). La personalidad anterior al trauma es momificada: sellada, congelada, «encapsulada» en el cráter, luego es dejada atrás, como lo hiciera Luz Arce durante todo su cautiverio en la DINA-CNI. Las emociones suscitadas durante el trauma quedan allí, intactas en su intensidad caótica, todavía permeadas por las toxinas de la agresión: «Las frases me cambiaron, soy otro, ya no soy el mismo son frecuentes en los testimonios de los torturados, y dan cuenta de este deterioro del sentimiento de mismidad, tanto en lo corporal como en lo psicológico. La víctima de la tortura se ve conminada a vivir una situación en la cual la percepción de sí misma es difícilmente conciliable con su imagen anterior» (Lira y Weinstein, Psicología social..., p. 365). Metafóricamente, el torturado escapa dentro de su propia mente, dentro de su propia piel, dejando atrás un ícono secuestrado de sí mismo que no quiere recuperar o contemplar. Se expulsa a sí mismo del cráter nocivo para migrar dentro de su propia topografía mental e instalar una mejor residencia mucho más allá, en un lugar más propicio, para vivir una vida falsa porque no puede desconocer «al dejado atrás». Durante un período indefinido su personalidad se reequilibra precariamente: «La reconciliación entre ‘ese otro que yo fui’ en la tortura, y ‘ese que yo soy’ genera altos niveles de tensión, al exigir a quien sufrió esta experiencia integrar una imagen coherente de sí mismo» (Lira y Weinstein, Psicología social..., p. 365). La acumulación de sentimientos de culpa hace finalmente imposible que el torturado recupere una identidad coherente: su yo fragmentado es incapaz de dar cuenta objetiva de su entorno; ha quedado distorsionado por la culpa, el único mecanismo de evaluación de lo ocurrido que quiere utilizar. En esta reflexión obsesiva y crónica, la culpa es situada como monumento descomunal, apabullante, en un presente inamovible, infinito, para la expiación ritual de supuestas debilidades mostradas durante la tortura. Esta ritualización sacrificial toma facetas múltiples y dañinas: la ira contra uno mismo por la indefensión e impotencia ante un poder abrumador no puede descargarse contra los victimarios y se transforma en autoacusaciones con que el torturado se castiga irracionalmente a sí mismo; si es que se ha quebrado ante dolores insoportables y ha delatado, se considera verdugo de sus propios compañeros; desesperado 214

en su indefensión, el torturado busca algún apoyo emocional y establece lazos de dependencia afectiva con alguno de los torturadores, más tarde avergonzándose de esta debilidad; por haber sobrevivido cuando sus compañeros fueron asesinados, desaparecidos o murieron en la tortura, el torturado cree haber flaqueado en su compromiso y tareas políticas; por haber sentido aun la más leve excitación involuntaria en una violación hétero u homosexual, el torturado se siente participante activo en una relación perversa y cruel; el torturado se siente responsable de las consecuencias que su trabajo clandestino, el arresto y la tortura han acarreado a su familia y amigos. «Se genera así una dinámica en la que el castigo y el quebrantamiento se perpetúan, convirtiéndose la víctima en su propio verdugo, con lo que la tortura se torna cotidiana y no tiene fin...» (Lira y Weinstein,Psicología social..., p. 370). Finalmente, las dolencias congeladas pero latentes en su momificación, en su encapsulamiento, se hacen insoportables. Se reactivan bien por la agudización de sus aspectos físicos, por problemas económicos y familiares o, como en el caso de Matilde (y también en el de Luz Arce preocupada por el Plebiscito de 1988), por cambios en la situación política nacional. Entonces el torturado pide ayuda terapéutica. No obstante, trata de proteger los mecanismos de desdoblamiento y disociación que le han permitido alguna normalidad cotidiana hasta entonces. En la consulta intenta que el terapeuta se restrinja sólo al tratamiento del malestar físico y niega rotundamente que lo aquejen perturbaciones mentales. La mente no quiere comprometerse con su cuerpo. Me llamó la atención el clima de la sesión con Matilde, ya que al inicio estaba asustada y temerosa de proporcionar este primer relato sobre su detención, entregando los contenidos en forma rápida y angustiosa, a borbotones, reviviendo el temor como si estuviera en un interrogatorio de esa época, señalando que el hecho de hablar pudiera ocasionarle las mismas consecuencias sufridas anteriormente. Vivía la angustia intensamente, como si estuviese percibiendo una amenaza real. El tiempo no existía, el pasado y el presente se confundían (Becker y Castillo, p. 51). Ante este tiempo estancado, congelado, la psicóloga inicia el trabajo más largo y fundamental de la terapia, ganarse la confianza del paciente para que abandone a la momia abandonada:

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Durante el tratamiento psicoterapéutico surgen por lo común un conjunto de temores y resistencias asociadas al carácter intolerable de la tortura, en cuanto experiencia humillante y dolorosa. Consideramos que resistencia es un concepto que describe las conductas y operaciones psicológicas que obstruyen o dificultan el develamiento y la comprensión del trauma. La detección y elaboración de estos mecanismos de defensa frente al dolor de revivir la experiencia de la tortura es fundamental, tanto para la continuidad como para la profundidad de la terapia (Lira y Weinstein, Psicología social..., p. 376). Para ello la psicóloga abandona el protocolo fundamental de la terapia común en sociedades no desintegradas -el protocolo de convertirse en ícono enigmático que se instala frente al paciente con un mínimo de diálogo, esperando que el paciente se vea reflejado en ella e, incómoda ante su silencio, emita el lenguaje que servirá de materia prima para el análisis. Este protocolo debe ser descartado porque hace de correlato directo del interrogatorio bajo tortura. También en él es el torturado quien debe hablar ante un mínimo de diálogo coercitivo por parte de los agentes de la represión. Por el contrario, en la entrevista con un torturado, la psicóloga solidaria toma un rol activo, haciendo múltiples preguntas y observaciones sobre las actitudes y reacciones de la paciente en el presente, durante la consulta, y sobre el pasado. Así la psicóloga crea un espacio imaginario no sólo para reconstruir la topografía mental de la paciente, ubicando allí la situación del cráter y determinando su extensión y profundidad. Además hace demostraciones constantes y cálidas de amor y preocupación por su paciente, animándola a cambiar la simbología maligna con que ha estado dando significación a su existencia. En esencia, entonces, la metáfora del ícono enigmático es reemplazada por la de un útero materno, de una placenta irradiadora en su entorno de una aureola de seguridad, que invita al doliente a retornar a él para encontrar descanso, protección, paz y amor incondicional. El problema de fondo en el tratamiento de traumatizados extremos no es sólo establecer un espacio en el que pueda ocurrir la [re]simbolización. Nuestra experiencia clínica en todos estos años nos lleva a afirmar que la creación de tal espacio sólo es posible si aceptamos muy conscientemente y asumimos la necesidad [del paciente] frente a esta realidad, y la necesidad de desarrollar un vínculo estrecho (Becker y Castillo, pp. 57-58).

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Las implicancias de esto para el proceso terapéutico quedan más evidentes con dos conceptos adicionales [...]: el de ‘objeto primario’ y el de ‘relación primaria’. ‘El objeto primario incluye en primera instancia el útero y la placenta, el ambiente de la infancia y, posteriormente, cierta amalgama de relaciones, trabajo, posesiones, medio ambiente físico, status social y creencias religiosas o seculares. El objeto primario genera posesividad y encarna la esperanza. Su modificación o pérdida, parcial o total, es objeto de resistencia tenaz y puede provocar la enfermedad y la muerte’ (Becker y Castillo, p. 58). Una vez ganada su confianza, la psicóloga busca que la paciente vuelva al cráter tóxico, acompañándola en el camino de retorno, cuidándola con el símbolo protector, el útero-placenta. Luego se aposenta dentro de la experiencia de la paciente y la convive con ella («Terapeuta y paciente viven en el universo de la herida y lo constituyen y reconstituyen obligatoriamente». Becker y Castillo, p. 57). La paciente ahora puede revivir las emociones selladas en el cráter como si fuera el primer día de la tortura. Se repite el caos de la agresión, la confusión, la desorientación y el sentimiento de total indefensión. Sin embargo, ahora la torturada cuenta con una figura protectora, un hada madrina omnipotente, que se identifica totalmente con su sufrimiento, pero que no se deja abrumar por el trauma. Ante la renovación en el paciente del impacto de estas fuerzas de destrucción, su acompañante logra mantener la calma y, a pesar de todo, actuar con sangre fría, encontrar los medios para defenderla y, después, poner el daño sufrido en una perspectiva realista. Aún más, ante la avalancha de las emociones descongeladas, los psicólogos terminan por asumir también la identidad de ingeniero civil que reconstruye una infraestructura devastada. Hablan de las perturbaciones del paciente como de una «estructura» que tiene «fallas básicas», que ha tenido un «quiebre» que la hace «inestable», que la «desintegra» y que debe ser «reparada» y «reconstruida». Los contenidos «tóxicos» del cráter «inundan» esa estructura y deben ser «contenidos», «canalizados» porque, de otra manera, «bloquean las energías sanas». Es necesario construir «un puente» que comunique las partes disociadas de la personalidad. Para curar al paciente es preciso «establecer un espacio» de seguridad, «facilitar un ambiente, un espacio al paciente, en el cual pueda crecer» (Becker y Castillo, p. 58). Después de seis meses de terapia Matilde empezó lentamente a relatar el período de la detención, experimentando una gran dificul217

tad para hablar de ello. Dice que la tuvieron incomunicada durante semanas, desnuda, aislada totalmente, a disposición de los secuestradores. -«Nunca pude hablar, nunca pude llorar, sólo tenía los ojos muy abiertos. Me golpeaban mucho y no podía comer. Nunca me preguntaron nada. Me quería morir, no quería vivir. Pensé que me iban a matar». En ese período Matilde perdió su mundo. Estaba perdida en un mundo ajeno y hostil, lleno de peligros, a merced de quienes la tenían secuestrada (Becker y Castillo, p. 51). Le señalé el sentido de la desnudez que va a la par con el silencio. No hablaban con ella. No era considerada como una persona. Fue reducida a un cuerpo disponible y dependiente, a un objeto cuyo uso era definido por ellos. Los torturadores querían destruirla y someterla a una relación en la que querían hacerla sentirse culpable (Becker y Castillo, p. 52). Matilde se conectaba en el proceso cada vez más con el dolor. Expresó su necesidad de tenerme cerca, de poder confiar en mí y me dijo: «yo sabía que algún día me encontraría con Ud., y por eso he guardado el secreto hasta poder decírselo a alguien, con la cual ya estaba designado que me iba a relacionar. Mi mamá nunca me preguntó qué me había pasado». Su necesidad de confirmar un vínculo omnipotente bueno estaba relacionado con las dimensiones del horror que me va relatando (Ibid.). Empezó a contar por primera vez acerca de las torturas sexuales. Relató que le pusieron electricidad, que la quemaron con velas, que la golpearon, que la insultaron. Relató las sucesivas violaciones sexuales a que fue sometida. -»Si yo hacía caso, pensaba que iba a vivir y que no me iban a pegar más; no me iban a pegar más». Después de este relato se quedó en silencio por un tiempo prolongado (Ibid. ). El dolor y el daño ocasionado a Matilde me despertaba angustia. Me generaba sentimientos de impotencia y de rabia frente a la injusticia. Sentía confusión y agobio por el relato de los hechos brutales y no me sentí capacitada para acogerla (Ibid. ). Matilde mantenía los ojos muy abiertos, parecía que no pestañeaba. Tenía la mirada fija en un punto lejano. Luego se desmayó (Ibid. ). 218

Sentí que Matilde revivía la situación traumática de la tortura sexual. Sentí su dependencia absoluta, la sentí inmersa en una agonía primitiva con sentimientos de fragmentación y amenaza de suspensión de vida. Registré miedo y riesgo, desgano y desconcierto, sentí los anhelos de dejar de sentir y existir para evitar el desamparo y la muerte (Ibid.). Después de unos minutos salí de la consulta y pedí ayuda a un médico de la institución, quien la atendió y comprobó que Matilde hizo una hipertensión arterial, con fatiga y lipotimia. Juntos esperamos hasta que recuperara el conocimiento y ella dijo que eso le sucedía también cuando estuvo detenida: «vomitaba, tiritaba y me desmayaba cuando me violaban, pero nunca pude llorar, no entendía nada de lo que pasaba, no hablaba, y más me golpeaban, pero yo no sabía nada y no entendía nada de lo que ocurría» (Ibid. ). El retorno del torturado al «fondo» del cráter y su difícil verbalización de lo ocurrido allí equivalen al vómito, a la defecación de las sustancias tóxicas absorbidas en el pasado. Se trata de una catarsis. La exteriorización de esas fuerzas negativas las convierte ahora en objeto que puede ser examinado con calma, sin el apremio y la confusión de los hechos originarios. La objetivación permite el examen necesario para reconocer las rupturas existenciales inducidas por el trauma y descubrir las relaciones que guardan esas fuerzas abrumadoras con la totalidad de la vida del torturado, antes y después del trauma. El primer sujeto activo en el proceso de descubrimiento es la psicóloga, quien demuestra al paciente la lógica de lo ocurrido y le demuestra los condicionamientos insuperables a que estuvo sometida durante el secuestro. Se le demuestra al paciente que el secuestro es parte de un diseño estatal, implementado como guerra, para la reestructuración total de la sociedad chilena. Se trata de una política social conscientemente administrada por el Estado. Este ha buscado que la violencia invada arbitraria y brutalmente los espacios más íntimos del ser humano. Por lo tanto, se le arguye al paciente que los sufrimientos de la tortura provienen de una fuerza externa incontrolable, que los sufrimientos no pueden ser asumidos como asunto de origen interno, como incidente privado, que sólo afecta a este individuo. Puesto que este secuestro fue parte de ese diseño estatal, en que tantos otros han sido afectados, los sufrimientos pueden y deben ser compartidos en comunidad. Con esto se busca neutralizar los sentimientos de culpa 219

que los torturadores logran interiorizar en sus víctimas, llevándolos a privatizar la experiencia como si fuera del todo intransferible y, por tanto, conminándolas a un silencio que durará largo tiempo después del episodio de la tortura. Por sobre todo, el testimonio-catarsis ante la psicóloga es considerado un triunfo político: no sólo porque la víctima ha roto el silencio, sino también porque la transcripción-vómito-defecación puede ser usada como documento de denuncia para acusar a los victimarios. De este modo, el paciente comienza a recuperar su identidad de ser activo en su propia historia: «Paradójicamente, el testimonio es, en cierta forma, una confesión completa, la misma que se procuró arrancarle mediante la tortura y que el sujeto protegió a costa de su dolor. Pero ahora es un acto que se inscribe en el proyecto existencial original. La información ya no será usada en contra de sus compañeros, sino más bien en contra de sus torturadores» (Lira y Weinstein, Psicología social..., p. 381). La víctima se transforma en sujeto activo de su propia cura cuando toma conciencia de este triunfo político y adopta las pautas entregadas por la psicóloga para la discusión de sus reacciones durante la tortura. Desde ese momento, ambas personas evalúan la pertinencia de las imágenes, los símbolos y las emociones creadas y utilizadas por el torturado para visualizar y metaforizar su situación como víctima inerme y, luego, la forma quizás inflexible en que mantuvo esas soluciones en su retorno a la cotidianeidad: Cuando por su carácter abrumador y terrorífico la experiencia fue vivida con un alto grado de confusión, la persona muestra severas dificultades para reconocer y discrimar la realidad, tanto la externa como la propia. El trabajo de catarsis y reconstitución de los hechos incentivará esta discriminación, de modo que el individuo llegue a separar los planos del mundo externo e interno, procurando que se ordene y califique un pasado que ha asumido como un caos angustioso, fuera del tiempo y el espacio y, por tanto, casi inasible (Lira y Weinstein, Psicología social..., p. 384). A partir de esa sesión Matilde empezó a verbalizar cada vez con más detalles las situaciones vividas y las fue ligando con sentimientos de dolor, temor, angustia, impotencia, rabia, desamparo. La comunicación de estos contenidos oscilaba entre colocar distancia y tener momentos de gran cercanía conmigo (Becker y Castillo, p. 52). 220

y Castillo, p. 53). Me relató cómo en todos estos años había tratado de olvidar y dejar atrás todo lo sucedido, pero que siempre aparecía el dolor y la angustia. Contó que a veces se le hacía difícil estar en la casa con su nuevo marido y sus hijos. Que empezaba a llorar, -«así nomás, sin razón especial. Cuando tenía mucha pena me iba al cementerio a ver a Alejandro, a veces llevé a Verónica» (Ibid. ). Una situación significativa en la infancia de Matilde fue la separación de los padres, que fue vivida como abandono, más aún debido a que el padre se fue a vivir con otra pareja con la cual ya tenía hijos. Con Alejandró realizó su primera relación de pareja. Lo idealizó negando la realidad. «No vi las manos sucias de mi marido y las manchas de tinta en su pantalón, las reuniones en nuestra casa, la gente desconocida. Ellos imprimían un diario clandestino...» (Ibid. ). Matilde, como veíamos, hizo una negación total de esta situación que, por su rigidez, sólo confirma la amenaza vivida. De hecho muchas parejas en aquel tiempo hicieron una división de las tareas: mientras uno se arriesgaba y se confrontaba con la realidad de la dictadura y el riesgo de la muerte , el otro defendía la armonía, la paz y la felicidad matrimonial. Ella dice que no sabía nada y trataba así de sentirse protegida. Esta «división del trabajo» facilitaba la sobrevivencia en la primera secuencia traumática, pero implicaba consecuencias nefastas para las siguientes (Becker y Castillo, p. 56). Matilde comenzó a reflexionar sobre la situación y por primera vez le fue posible aceptar sentimientos contradictorios. Sentía odio hacia Alejandro por haberla expuesto, pero al mismo tiempo defendía su amor por él: -«Tengo rabia y resentimientos, me utilizó». Se hacía muchas preguntas: -«¿Por qué me buscaste?, ¿por qué me permitiste tener una hija?, ¿por qué no me dejaste?, quizás el dolor habría sido menor». Luego decía: -«El era maravilloso, de esos hombres valiosos, con esperanza en la vida, me amaba. Alejandro era de las personas que nacen para ser mártir, para entregar la vida por los demás» ( Becker y Castillo, pp. 52-53). Continuaba diciendo:»pasaron los días, los meses y los años, nunca hablé nada, no podía entender lo que había pasado, la muerte de Alejandro, de sus amigos, y lo que me habían hecho a mí. Decidí que yo saldría adelante con mi hija y me esforcé para eso» (Becker 221

En esta etapa de la terapia me dediqué mucho a escuchar a Matilde y señalarle su derecho a tener sentimientos contradictorios, intentando una paulatina integración. Matilde logró expresar que hasta entonces hilaba su historia básicamente como una historia de sucesivos abandonos por los hombres que amaba. Su padre, Alejandro, su actual marido, todos eran desconfiables. Mantener el secreto de su detención aparecía así como una forma de lograr continuidad en su vida, mientras que al mismo tiempo solapadamente se defendía contra la amenaza experimentada en la tortura, que se mantenía vigente (Ibid.). Un día, en el trayecto a la institución presenció un accidente de tránsito, donde atropellaron a una niña de 12 años. En la sesión relató que revivió la situación traumática donde mataron a la niña que cruzaba la calle, al mismo tiempo que ejecutaron a Alejandro. Me dijo que se sentía mareada, con frío. Se quedó dormida cerca de una hora en la sesión. La tapé con su abrigo y cuando despertó me dijo que estaba tranquila. Yo le connoté la diferencia que había entre la primera vez que se contactó directamente con la situación traumática, cuando se desmayó y cómo ahora se había quedado dormida, dejándose cuidar por mí (Ibid.). Después de esta sesión dejó de venir. A la segunda sesión que ella faltó sin aviso me preocupé de ubicarla, sin éxito. A las tres semanas reapareció y me relató que había caído gravemente enferma de una metrorragia, que fue hospitalizada y recibió transfusión sanguínea. La etiología de la enfermedad quedó sin diagnóstico. Relató que «tenía mucho temor a morirme», « por primera vez tuve miedo a morirme, ahora quiero vivir». En esta sesión le expresé mi preocupación por ella en estas semanas. Me dijo que se sentía muy bien porque se daba cuenta que a mí me importaba lo que a ella le pasaba, pero también logró reconocer que su silencio implicaba una cuota de agresión hacia mí. Le dije que ella repetía la escena de la desaparición, la violación, el contacto con la muerte. Ella dijo que esta vez había desaparecido tres semanas a diferencia de los tres meses de detención y que yo ahora me preocupaba por ella. Esta vez ella logró resimbolizar esta experiencia sin ligarla a la muerte, sino a la posibilidad de vivir y salir a través del proceso terapéutico del aislamiento y del miedo que 222

dominó su vida los últimos años. Así se deshizo simbólicamente del violador y pudo hablar y decir «ahora quiero vivir» (Ibid. ). En esta etapa Matilde decidió contarle su historia a su actual pareja aunque omitió las violaciones sexuales argumentando «que él es muy machista». Su marido fue capaz de acoger el horror de su historia, sin embargo el impacto que él sufrió se expresó en una reacción depresiva que le hizo perder su trabajo y le imposibilitó una reinserción laboral. Esta situación acarreó graves problemas económicos debido a la cesantía prolongada (Ibid. ). La cura del paciente es definida como la recuperación integral de la existencia comunitaria: lograr que el paciente recupere un vínculo más realista con las relaciones humanas de su entorno, compartiéndose incluso, como en el caso de Matilde y su esposo, la enfermedad como vehículo de unión; y, por sobre todo, que integre las significaciones fragmentarias del trauma a una visión totalizada, en que ya no haya rupturas tajantes entre pasado, presente y la proyección de un futuro; visión más confiada de la vida, en que la capacidad de hacer mejor uso de los recursos y conductas intelectuales y emocionales aparezca como una posibilidad confiable. En otras palabras, se reconstruye una identidad que ha ampliado la experiencia, el conocimiento y el aprendizaje de sí misma, reinstalándose con mayor comodidad en los espacios internos y externos, con renovada capacidad para imaginar y articular una nueva simbología y un nuevo proyecto vital con sentido comunitario. La víctima, el paciente, ha quedado restablecido como agente de su historia personal y comunitaria: El terapeuta debe preocuparse por fomentar prácticas de vida activa que sean útiles para el restablecimiento de vínculos colectivos. Se trata de que promueva la incorporación de la persona a sus grupos de pertenencia y a sus organizaciones, en la forma más precoz y realista que las condiciones objetivas y subjetivas lo permitan. Asimismo, la continuidad entre pasado, presente y futuro -culminación del trabajo elaborativo- se concreta en la posibilidad de que el individuo vuelva a asumir un rol activo. Para que el futuro no sea concebido únicamente como un espacio trunco de escape al terror es necesario que el sujeto sea capaz no sólo de revivir, entender y elaborar la experiencia traumática, sino también de entrar en contacto otra vez con sus capacidades de actuar , de transformar, de ser para y con 223

los otros» (Lira y Weinstein, Psicología social..., p. 387). Como lo sugiere la cita, así como un triunfo parcial fue llevar a Matilde a una catarsis por la que pudo finalmente relatar su trauma y transformar su testimonio en acusación, el triunfo definitivo de esta psicoterapia está en retornar a la persona a su rol de militante activo. Ninguno de los textos que he podido examinar elabora las implicaciones políticas de la cura. Sin embargo, haciendo inferencias, es razonable presumir que algún número de pacientes que retornaron a la militancia quizás haya caído nuevamente en circunstancias similares a la del trauma inicial. Esto pudiera parecer paradójico -terapeutas que se preocuparon tanto de la recuperación de sus pacientes terminaron animándolos a exponerse a los mismos sufrimientos que curaron. La paradoja se resuelve si consideramos que la intención de esta terapia quizás haya sido remediar en territorio chileno un enorme vacío en la preparación de cuadros de los partidos revolucionarios. Como observáramos en cuanto a Luz Arce, ni siquiera los cuadros militares de la época de la Unidad Popular habían recibido entrenamiento para conducirse apropiadamente en situaciones de secuestro, interrogatorio y tortura. Mejor disposición al respecto parecen haber tenido quienes fueron entrenados en el extranjero y luego infiltrados en Chile -los comandos del MIR, los militantes del Frente Patriótico Manuel Rodríguez, junto con los cuadros militares locales que entrenaron. Por tanto, ante un establecimiento militar dispuesto a destruir física y espiritualmente a la subcultura chilena de Izquierda, la psicoterapia examinada intentó protegerla, conservarla y reanimarla para continuar la lucha contra la dictadura. De allí la ambivalencia de los sentimientos de la psicóloga con la resolución final del caso de Matilde -feliz de haber contribuido a su cura y, a la vez, desilusionada, con rabia soterrada por el resultado inesperado. Matilde había sido quien sufrió en carne propia los golpes y vejámenes de la tortura y quien había recuperado la salud y la fortaleza. Su esposo, sin embargo, afectado por la narración de la verdad, precipitó el exilio de toda la familia. Sin duda, a los ojos narcisistas de la psicóloga el Patriarca había tenido otra victoria: Antes de partir, Matilde volvió a la Vicaría y entregó declaraciones que fueron un aporte valioso en varios procesos judiciales entablados por la desaparición de personas a quienes ella logró ver o contactarse durante su detención (Becker y Castillo, p. 54). 224

En la despedida con Matilde pude reconocer que algo se había reparado, pero también había partes que quedaban pendientes. Me sentí con pena y alivio; sentí un poco de rabia e impotencia porque me quedaba con un sentimiento de un proceso terapéutico inconcluso. Posteriormente recibí una carta con fotos desde el exterior, donde me decía que estaba muy bien y contenta con la decisión de haber emigrado (Ibid. ).

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El caso de Matilde refleja la experiencia ya madura de los psicólogos de FASIC-ILAS; sus recursos terapéuticos -y, por tanto, su universo poético- ya estaban probados y consolidados. Sin embargo, hay otro aspecto por considerar. David Becker y María Isabel Castillo presentaron su trabajo sobre Matilde a la Asociación Psicoanalítica Chilena el 18 de noviembre de 1992, en plena transición a la democracia. Hubo escaso interés por la presentación, sólo asistieron alrededor de quince personas. El hecho es que, durante la dictadura, la Asociación no había mostrado mayor interés en el trabajo de los psicólogos de FASIC. Su desinterés era comprensible: un contacto de este tipo era inconveniente para la práctica profesional de sus socios; sin duda habría sido cuestionado por la autoridad militar y por la clientela. El acto de presentación causó discusiones en el grupo de ILAS. Entre las muchas significaciones que se le podía atribuir, dos fueron las que se perfilaron más claramente -en lo positivo, Becker y Castillo habían cumplido con la ética profesional de compartir el conocimiento acumulado en un radio más amplio; en lo negativo, Becker y Castillo habían buscado un reconocimiento oportunista, de una institución que nunca les había prestado mayor atención. Quizás las dos interpretaciones realmente eran una. Un contacto meramente protocolar con la Asociación Psicoanalítica Chilena no era vital para los psicólogos, como tampoco determinar la validez de una u otra interpretación. Las discusiones ocasionadas por la presentación de Becker y Castillo más bien eran síntoma de una preocupación que se haría cada vez más intensa entre los profesionales dedicados a los derechos humanos -¿qué significado y valor tendría para la democracia este conocimiento nuevo, de especificidad muy particular, elaborado y acumulado a partir de circunstancias traumáticas y sometido a circunstancias traumáticas? Es decir, los psicólogos ya sentían las tensiones de exhibir en la esfera pública -en un país radicalmente transformado por la dictadura- las prácticas y las identidades míticas forjadas en el encierro y la semiclandestinidad de las organizaciones de derechos humanos. Un informante de muchos años me dijo, «¿qué será de nosotros cuando salgamos del ghetto?». Poéticamente se trataba, en realidad, de una confrontación más entre mito e historia, cultura y civilización, deseo y realidad. Hay una semejanza entre la salida de los psicólogos a los espacios públicos y la de Luz Arce. En ambos casos fue sufrida como una intensa crisis. Como ocurrió con otras organizaciones de investigación semilega226

les sustentadas por la oposición antimilitar y, en especial, por la Izquierda, el trabajo de los psicólogos no estuvo abierto al escrutinio comparativo estricto y constante de personas ajenas al circuito chileno de Derechos Humanos. Pasaron muchos años antes de que el grupo discutiera, comparara su práctica y recibiera el aporte de colegas latinoamericanos y europeos (39). Durante la mayor parte de la dictadura las identidades, mitos y utopías ilusorias forjadas y mantenidas para sobrevivir en circunstancias de alto riesgo personal no tuvieron mayores desafíos científicos. Las escasas exhibiciones a un «afuera» no implicaban un desafío pues ocurrían ante organizaciones de soporte, especialmente extranjeras. Obviamente, se trataba de simpatizantes que llegaban predispuestos a la admiración. Por lo demás, asegurarse la continuidad de ese apoyo exigía una cuidadosa modulación de la imagen proyectada para hacer énfasis en los avances teóricos y metodológicos de su terapéutica. Se confinaba a la trastienda el sufrimiento personal causado por la empatía con los pacientes y las inseguridades experimentadas en la práctica profesional. Es decir, se había forjado un mito de omnipotencia que largo tiempo había quedado incuestionado. Este mito permitía continuar adelante con las tareas, negando y descuidando ese sufrimiento. Indirectamente, sin embargo, se manifestaba en las desaveniencias, las disputas por criterios técnicos, las intensas animadversiones personales. Este enmascaramiento forzoso cambiaría desde 1990 en adelante con la transición a la democracia. El valor humano de esta autonegación fue comentado por observadores extranjeros:

tas, tanto como sus pacientes, tendrían que «recuperar su propia momia abandonada». Por tanto, conviene prestar atención a este segundo ciclo de trabajo terapéutico como instancia separada del anterior puesto que el mundo semiprivado de su consulta ilumina las readaptaciones simbólicas de otros profesionales que, al tomar funciones de importancia en el gobierno de la Concertación, ocuparían un espacio público mucho más visible y sujeto a protocolos y teatralidades más complejas. Largo tiempo habían pasado tratando de hacer públicas experiencias que la dictadura trataba de confinar a lo privado y lo íntimo. Largo tiempo la noción de sanidad para los psicólogos fue la de alinear sin interrupciones el paso de lo íntimo a lo privado y a lo público. Irónicamente, con la llegada de la democracia, muchos de ellos tendrían que presentarse en la esfera pública con la máscara más impasible del funcionario que, como tal servidor público, debe quitar énfasis a lo íntimo y lo privado. Los ensayos que siguen intentan comprender esta nueva rearticulación.

Unicamente cuando la esperanza de liberación de la dictadura se hizo más realista los terapeutas tuvieron la energía de volcar su atención hacia su propia traumatización. Las experiencias chilenas parecen demostrar que el problema del terapeuta «herido» no puede ser discutido únicamente desde la perspectiva de la dinámica intrapsíquica. En un contexto de violaciones de Derechos Humanos este problema debe ser vinculado al contexto político. Ser parte de una misión al servicio de los sobrevivientes en Chile no era cuestión de la propia sobrevivencia sino también la sobrevivencia de la democracia y de la dignidad humana (40). No obstante, es preciso comprender que la sanidad posible en democracia también acarrearía traumas puesto que muchos de los mitos, identidades y utopías creados para la supervivencia demostrarían su inutilidad y se desplomarían ante las nuevas circunstancias. Los terapeu227

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La mayoría de los abogados, psicológos, psiquiatras, asistentes sociales, técnicos en administración y sociólogos que trabajaron en Derechos Humanos durante la dictadura se iniciaron muy jóvenes. Llegaron a su madurez física y profesional enclaustrados en los circuitos estrechos y marginales de esas organizaciones, en un horizonte de preocupaciones, temas de conversación y amistades del todo desfasadas de los intereses prioritarios del «país real», es decir, de aquéllos que durante la dictadura se dedicaron a vivir su cotidianeidad «sin molestar a nadie», «quitados de bulla», sin «buscarse líos». Estos profesionales alcanzaron la madurez en una especie de ghetto. Luego del trauma inicial del golpe militar, la atención del «país real» primero se enfocó en sobrevivir las inseguridades y trastornos psicosomáticos provocados por las reformas económicas neoliberales -desempleo súbito-; sacudirse del cuerpo la falta de iniciativa personal característica de varias generaciones dedicadas al servicio burocrático del Estado de Compromiso; «rebuscárselas» con uno de los miles de taxis con que se llenó la ciudad de Santiago después de la reducción masiva de la burocracia estatal; armando algún negocio de compra-venta;

inventando algún servicio novedoso, una «microempresa», «allegándose» a algún familiar o familia amiga. Más tarde llegó el momento de gozar el consumismo acelerado que trajo la libre importación y el crédito fácil. En 1981, vino la gran crisis del modelo económico neoliberal, el colapso del sistema financiero y la pérdida de los ahorros y la propiedad de miles de personas, las bancarrotas personales y de empresas. Todo esto pareció preludiar el fin de la dictadura y generó las protestas nacionales iniciadas en mayo de 1983 y la escalada de la rebelión armada que culminó en 1986. Después vino una distensión. Las dirigencias de los partidos de oposición supusieron que la energía colectiva que animó las protestas nacionales bien se había agotado o había respondido nada más que a una expresión de descontento, pero no a una voluntad acérrima de desobediencia civil o rebelión popular que venciera y derrocara al régimen militar. Por esto es que las cúpulas partidarias decidieron jugarse a la paradoja de terminar con el régimen militar dentro de la legalidad establecida por el mismo régimen con su Constitución de 1980. Derrotado el gobierno militar en el referendo de 1988, luego siguió una transición pactada a la democracia -se la llamó «transición fome», por la ausencia de espíritu épico. En 1990 el proceso culminó con la inauguración del gobierno del Presidente Patricio Aylwin. El título de esta parte -Inversión- se refiere a los cambios existenciales que impuso la transición a la democracia. Muchos de estos profesionales se convertirían en funcionarios de Estado nombrados por la Concertación de Partidos por la Democracia. En su calidad de funcionarios estatales deberían situarse más allá de los rencores suscitados por la violencia militar contra ellos mismos, contra sus familias, contra sus amigos y seres queridos, contra sus camaradas políticos. Ahora deberían jugar con el mejor talante posible la teatralidad que exigen los mitos centrales del Estado moderno -administrar la cosa pública para el bien común de manera rigurosamente imparcial, respondiendo efectivamente a las necesidades e intereses de los diferentes sectores sociales, incluso los de los militares, como si realmente existiera un «nosotros» comunitario, a pesar de que tanto los traumas personales como la capacidad de ofensa y veto político de las Fuerzas Armadas militares estaban intactos o débilmente contenidos. Pensemos en la forzosa inversión de significaciones implícita en la nueva situación: a través de la censura, la represión y el estricto control de los espacios públicos, la dictadura siempre intentó encerrar en lo íntimo y en lo privado el conocimiento de las violaciones de derechos humanos y la demanda de verdad y justicia. Con ironía, la dictadura

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CAMBIO DE PIEL EN EL GHETTO ELIZABETH LIRA e Isabel Piper (eds.), Reparación, derechos humanos y salud mental (1996)

trasladó la responsabilidad por las violaciones a las víctimas y a sus familiares -»para qué se metieron en líos si sabían las consecuencias»; «algo habrían hecho para que los trataran así». Por el contrario, desde su marginalidad, las organizaciones de derechos humanos siempre intentaron penetrar en los espacios públicos para informar lo que el gobierno acallaba, protestar y pedir movilización y ayuda solidaria. Recordemos que la metodología terapéutica de los psicólogos de FASIC-ILAS precisamente hacía de los testimonios de sus pacientes un instrumento más de denuncia ante los Tribunales. Por el contrario, una vez instalados en un cargo público, para asumir la máscara del bien común estos funcionarios debieron invertir el sentido espacial de sus largos años de lucha. Relegaron su trauma y las conductas defensivas desarrolladas por más de una década a lo íntimo y lo privado tanto por iniciativa propia como por lealtad al gobierno, para asegurar la estabilidad democrática. La demanda de disciplina personal implícita en esa inversión puede medirse si se considera que la Concertación de Partidos por la Democracia condujo una política de Derechos Humanos no confrontativa, a pesar de la victimación sufrida por los socialistas en el gobierno. El gobierno democrático censuró un debate nacional amplio y constante sobre el tema. El mayor sacrificio requerido de los socialistas de la Concertación estuvo en la línea política seguida ante las Fuerzas Armadas -irónicamente, tuvieron que adoptar las antiguas justificaciones de la dictadura, desconociendo la evidencia acumulada por ellos mismos a través de los años, para responsabilizar de las violaciones de derechos humanos a individuos que supuestamente se excedieron en sus funciones, no a las instituciones armadas mismas. Dentro de este marco, tuvo sentido hablar de una «justicia en la medida de lo posible», término creado por el Presidente Aylwin. Fue esta política la que se concretó en el Informe Rettig (1991) -el documento expuso la verdad sobre el terrorismo de Estado, pero soslayó la implementación de justicia. Esta política de la Concertación fue tácitamente secundada por una «opinión pública» que, a pesar de su curiosidad por los descubrimientos y revelaciones de atrocidades, no parece preocuparse por el tema de los Derechos Humanos. A esto se agrega un desinterés generalizado por la actividad política. En un país que antes de septiembre de 1973 se caracterizaba por la alta politización de todo aspecto de la esfera pública y buena parte de la privada, la apatía política podría indicar un agotamiento emocional de la población y/o el éxito militar en despolitizar a la sociedad civil mediante el miedo y el trauma.

Por el contrario, a través de los años de la dictadura, los profesionales involucrados en las organizaciones de Derechos Humanos persistieron en dar una identidad política a su trabajo. En ello veían en juego la continuidad de su adherencia política durante el gobierno de la Unidad Popular y la prolongación de la vida de una cultura de Izquierda mutilada:

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El compromiso con la gente que ha sufrido... cuidar lo que era posible cuidar. Yo creo que tiene que ver un poco con la práctica que traíamos anteriormente; es como un desplazamiento de la frustración, a lo mejor, el dedicarte a una cosa como de causa perdida. Pero es como demostrar que algo es posible. Ha sido... desplazar un poco las frustraciones... es como decir ya no se puede lo otro, pero, efectivamente se podían hacer algunas cosas que estaban en el otro proyecto. Es como tal vez una parte del proyecto que se prolonga. Yo creo que eso es un poco lo que mantiene esta persistencia de decir sí, sí hay cosas que aunque las corten, y uno creía en ellas y que no eran como, no eran cosas como imposibles, y que a lo mejor aquí, aunque estemos en esta situación, igual se pueden hacer cosas y vamos a demostrar que se pueden hacer, aunque tengan un alto costo, pero sí estamos demostrando que en cualquier sistema uno puede hacer cosas ( p. 212). En torno al estatus político de su situación, con la frecuencia de su contacto, pacientes y psicólogos terminaron por elaborar conjuntamente una identidad diferencial -y exaltada- frente a profesionales no dedicados al tratamiento de las consecuencias del terrorismo de Estado. Así, mutuamente identificados, pacientes y psicólogos formaron redes estables de comunicación, cooperación y apoyo con profesionales de experiencia similar en otras instituciones de Derechos Humanos: ... este equipo es bien especial, fíjate. Aquí por ejemplo, la enfermera fue presa política , la asistente social tiene una trayectoria en la militancia, la otra psicóloga es de mi generación, somos veteranos del 73. Entonces la doctora, a pesar de que es muy joven, siempre le interesó la cosa de atención primaria y este enfoque político, como le llaman ahora, del ser humano en el sentido de que es un complejo psicofísico. Entonces aquí se juntó por diferentes motivos gente que tira la carreta para el mismo lado y que tiene como una visión en ese sentido, a pesar de que hay diferencia de edad [...] pero hay como una empatía que arranca de esta cosa, por lo menos en

Derechos Humanos, de haber pasado un poco por lo mismo. Todos tenemos algún amigo muerto, todos hemos estado en algún momento presos, a todos nos han sacado la cresta, nos han torturado, todos hemos sido seguidos. Entonces hay como una cosa de entender al otro (pp. 213-214). La pertenencia a estas redes fue vivida como una ambigüedad: entre ellos se reconocían como personas «políticamente confiables» pero a la vez sabían del estigma de ser calificados como seres «raros», «distintos», «diferentes», lo cual tenía su atractivo romántico (pp. 200-201). Esto marcó su terapéutica de tal modo, que algunos llegaron a afirmar que sólo un psicólogo con experiencias similares podía tratar a un paciente traumatizado por la represión. Quizás en la elaboración de esta identidad diferencial está el origen de un aspecto importante de la sensibilidad de grupo de estos psicólogos -la polaridad alternante entre sentimientos de omnipotencia e impotencia: «En los equipos es posible observar la negación de las limitaciones individuales, familiares, institucionales y contextuales, en el abordaje de los casos individuales y familiares, desde una potencia expresada como capacidad ilimitada de acogida, comprensión, empatía, o al promover una motivación que los consultantes claramente no presentan» (pp. 175-176). Recordemos que rasgos de esta omnipotencia ya se presentaban en el caso de Matilde. En él, la omnipotencia asumía aspecto mítico en cuanto el terapeuta jugaba la ilusión de que dentro de su oficina podía restituir a su paciente a un espacio imaginario de comunidad solidaria, escapando del darwinismo social imperante afuera, en el «país real». La fragilidad de esta omnipotencia mítica comenzó a hacerse mucho más evidente con la creación del Programa de Reparación y Atención Integral de Salud (PRAIS) para la atención de víctimas de violaciones de Derechos Humanos. Junto a los psicólogos y psiquiatras formados durante la dictadura, en este servicio también participaron psicólogos mucho más jóvenes, imbuidos de los valores tecnocráticos, modernizadores y apolíticos del neoliberalismo militarizado: ... nosotros teníamos otra formación en la escuela de medicina, era una formación solidaria, la medicina era como... un, digamos, una profesión que se sentía como realización personal, [...] pero también había como toda una base social, la medicina era para ser aplicada «a» o «en» una sociedad que la necesitaba, un segmento de la población que era el más desposeído. Entonces ahora veo que salen unos 233

coleguitas que... no tengo nada contra ellos en lo técnico, creo que saben mucho más que yo, pero en lo humano... están preocupados de leerse el último escrito que llega. No sé como lo llaman, ahora le dan hasta un nombre en inglés a las cuestiones -los «papers». Nosotros los llamábamos artículos. Claro, ellos están como al tanto de lo último que ha salido en tal cosa, pero resulta que no están en absoluto al tanto de como funciona una sociedad en la cual ellos van a ejercer (p. 203). Precisamente por su postura apolítica, esos jóvenes se adaptaron sin problemas a los cambios en los programas de reparaciones. El segundo gobierno de la Concertación, el de Eduardo Frei Ruiz-Tagle, reemplazó el nombre de PRAIS por el de Programas de Salud, Violencia y Derechos Humanos. Esto respondió a una reorientación y expansión de los servicios terapéuticos. Además de los usuarios anteriores -todos víctimas de la represión militar-, se incluyeron víctimas de una violencia mucho más amplia y difusa en su significado, las víctimas de violencia intrafamiliar. Este cambio produjo una reacción de impotencia, en la medida en que el servicio a los nuevos usuarios amenazaba y descalificaba la identidad política que había sostenido a estos profesionales. Interpretaban las directivas de sus superiores en el Ministerio de Salud como una censura de su práctica y un desmerecimiento de la especificidad de su conocimiento. Esto correspondía con la observación de que «el advenimiento de regímenes democráticos genera sentimientos ambivalentes. Miembros de estos grupos expresan la necesidad de que el Estado se haga cargo de los efectos de la tragedia y del trauma colectivo y al mismo tiempo manifiestan el temor de perder el rol que se tuvo» ( p. 158). Puesto de manera dramática, después de más de una década de trabajo semiclandestino pleno de certidumbres, ahora, en la democracia, perdían el asidero objetivo en la realidad y tenían la sensación de participar en el velorio y funeral de una etapa de sus vidas: Nosotros nunca dejamos de ser vistos como el programa político dentro del servicio. Yo creo que el estigma de los trabajadores de Derechos Humanos [...] nos siguió, pero absolutamente. Nosotros al interior de nuestro consultorio éramos, no sé, los comunistas, manteníamos un poco ese nexo. Y además estábamos en un gobierno [el de la Concertación] que nos privilegiaba, en cierta medida (p. 208). ... hay una cosa que me ha hecho sentir que es un obstáculo; que 234

es mayor que en otras partes, al menos en Santiago; es que las cosas no se hablan, lo que sea conflictivo, es como un estilo. Y lo que no es agradable, lo que puede generar conflictos, que puede mostrar cosas no gratas, es como negado. Hablar de la violencia política aquí es censurado, altamente censurado. Hay una cosa como en el ambiente, como dejarlo no tocado. Eso, por un lado como un contexto entre ideológico, cultural, lo que fuese [...] Hay temas tabú que concentran la prohibición. Este [lo político] es uno de esos. Lo otro es que desde los Servicios de Psiquiatría hay un interés explícito del jefe de que nosotros nos aboquemos principalmente a violencia intrafamiliar ( p. 199) ... nos dicen «involúcrense en el tema de la violencia intrafamiliar», con mucha resistencia de todos los equipos. Mucha resistencia, que significó, en muchos casos, salida de mucha gente, renuncias, sentían que habían cumplido un ciclo ( p. 221) Viéndose asediados en una situación de muerte simbólica, los psicólogos intentaban aferrarse a una nostalgia, ¿por un pasado mejor?. Al confesarla, sus palabras suenan a balbuceo, a lamento dicho entre suspiros: «La relación con los pacientes antes era mejor. Siento que ahora no es que haya empeorado. Lo que pasa es que, por ejemplo, la gente que yo atendí al principio [...] era gente que había sufrido como más directamente toda esta cosa de la violación de los Derechos Humanos» (p. 216). Por ello fue despiadado el efecto de la llegada de las víctimas de violencia intrafamiliar. Se desplomó el aura épico-romántica de la identidad política ante la verdad de que todo ser humano -aun el más esforzado luchador contra la dictadura- es capaz de cometer las más grandes atrocidades. Al verbalizar esta verdad, el balbuceo apenas sostiene la carga de desesperanza: ... una de las cosas que a mí me costó aceptar fue la atención como victimarios de pacientes víctimas de la represión, porque de repente tú tienes una mala concepción... de que toda la gente que luchó por los Derechos Humanos es gente macanuda, gente... idealizada y que ... no comete errores. Entonces tú de repente ves gente con concepción política que a ti te cuesta pensar que son violadores de sus propias hijas porque viven situaciones de violencia intrafamiliar peores que... (p. 198). Esta nostalgia, este desencanto, transparentan la magnitud del costo

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emocional de sostener el mito político. La conjunción de una profunda empatía con los pacientes -estrategia terapéutica esencial- con la imagen irreal de omnipotencia daba resultados totalmente contradictorios. Por una parte, arrastrado por su magnanimidad heroica, el psicólogo podía acoger «acríticamente consultantes con historias traumáticas relacionadas con la violación de Derechos Humanos, o un historial judicial dramático de un victimario no corroborado, teniendo herramientas y canales para obtener dicha información» (p. 176). Con esta confianza ciega en el valor existencial de lo político, el psicólogo corría el riesgo de descuidar su función de terapeuta para convertirse en protector obstinado. Se perdía el distanciamiento indispensable para asegurar la objetividad del tratamiento. Los equipos se enredaban en una maraña emocional -»una sensación culposa» (p. 176)- si algún colega dudaba, cuestionaba o exploraba la biografía personal o contextual del paciente para determinar el grado en que el psicólogo a cargo podría distorsionar el tratamiento con la identificación de su propio destino con el del paciente. El imperativo emocional de mantener el paternalismo protector y evitar la crítica de conductas impropias forzaba al psicólogo bien a clausurar la comunicación con sus colegas o a precaverse exigiendo una revista de su práctica de puntilloso formalismo burocrático: Los equipos que han trabajado bajo condiciones amenazanates han tenido grandes dificultades para discutir sus diferencias y enfrentar los conflictos tanto en asuntos profesionales como personales [...] parte de esas dificultades provienen de la incapacidad para aceptar y explicitar las limitaciones de su trabajo, sus propias ansiedades y su impotencia política. Estas dinámicas pueden manifestarse como competitividad personal, sobrevaloración de los niveles de excelencia profesional y descalificación de los profesionales jóvenes y sin experiencia. Los terapeutas necesitan mecanismos para protegerse a sí mismos y su autoestima de la agresión infligida contra ellos, o contra el grupo y de la autoagresión, así como de la agresión infligida desde el grupo hacia alguno de sus miembros. Esta agresión puede ser entendida a veces como si fuera un resultado de la violencia que proviene de los pacientes o como si fuese un legado del terrorismo de Estado al interior del grupo ( p. 178). El aspecto más horripilante de esta inversión está en que los propios psicólogos sospechaban que -paradójicamente- sus discordias reproducían en ellos mismos y entre sí la violencia militar para la que buscaban 236

una cura. La sospecha de una infiltración subliminal por la ética del enemigo los llevó a desarrollar «mecanismos defensivos muy particulares. Algunos de esos mecanismos serían adaptativos, tales como rutinas exigentes, reglas rígidas de trabajo, burocracia excesiva, profesionalismo excerbado; y otros serían desadaptativos, refiriéndose a los que llevan a la institución a funcionar de manera psicótica y autodestructiva.» ( p. 157). En un círculo vicioso, la conciencia de la autodestrucción llevaba a compensar la violencia interna haciendo aún más rígidas las normas de relación personal, yendo más allá de lo estrictamente profesional. Fuera de las horas de trabajo se establecían «ritos de pertenencia grupal» (p. 178) que proyectaban la ilusión de una camaradería espontánea, con la que realmente se buscaba la autoritaria homogenización de la conducta del grupo aun en sus aspectos más íntimos. ... nos volvemos sordos frente a nuestro propio dolor y frente al dolor de nuestros colegas. Lo que queda como salida es el huir en el hacer que se torna paroxístico. Hay que ayudar a los pacientes, hay que atender y atender... todo nos parece como insuficiente [...] El paciente es intocable; nuestras frustraciones rabias y otros sentimientos similares se dirigen al equipo ( p. 157-158). Creo que desde el comienzo hubo implícitos sobre los que no era posible discutir en los equipos y que tiempo después aparecerían en el manejo de información o a través de síntomas: malos entendidos, descalificación de compañeros, competencia, celos, envidia. Síntomas que llevaron inexorablemente a la fragmentación de las instituciones. Cuando uso el plural es porque creo que esto sucedió en todos los equipos de los organismos [de asistencia en Derechos Humanos] en el Cono Sur ( p. 160). Había algo de lo que no se podía hablar. El [grupo, el] lugar donde debían circular las limitaciones, las vergüenzas, las culpas, el dolor psíquico de los terapeutas se fue llenando de silencio. Teníamos que sostenernos y sostener a otros [..] algo se fue «secreteando». Comencé a convivir con un secreto dañino, lo que siendo familiar retorna como lo extraño: lo siniestro [...] Los escollos que hay que explicitar para trabajar en psicoterapia en el campo de Derechos Humanos [son]: la fascinación por el horror que puede aparecer tanto bajo la forma de interés como de curiosidad; la culpa que puede devenir en voluntarismo y el miedo con la consiguiente reacción contrafóbica. Sin 237

duda, al no tenerse en cuenta estos obstáculos, la inscripción en el campo de los Derechos Humanos no podría ser eficaz. No se trata de que no haya obstáculos, se trata de detectarlos, de explicitarlos, de habilitar espacios para la elaboración de los mismos. Creo que tuvimos especial cuidado en supervisar a los pacientes, pero mi alerta tiene que ver con lo que no pudo ser dicho desde nuestro sufrimiento como psicoterapeutas. Volvamos a pensar en la figura arquetípica del héroe necesario y sin duda omnipotente. Muchos de nosotros, como el héroe yendo al campo de batalla, ocultamos la impotencia, el miedo, la inseguridad (pp. 160-161) Sabemos que las tragedias no tienen salida y cuando no podemos hacer el pasaje a la condición de drama, los terapeutas también quedamos atrapados, «presos» de la idealización del lugar que ocupamos (p. 161). En última instancia, lo que estaba en juego era la forma con que este deseo, irreal y utópico, mantenido después de tantas penurias y sacrificios, se acomodaría a una democratización percibida como imperfecta, tímida, menoscabada, contemporizante, que no exigía la investigación infatigable de las violaciones de Derechos Humanos, que no asumía la justicia como proyecto prioritario de toda la sociedad, que reducía la reparación por las violaciones de derechos humanos a actos simbólicos, a subsidios económicos y a una atención terapéutica que ni siquiera anunciaba públicamente para limitar el número de usuarios. Por una parte, entonces, se sentían humanamente superiores a esta claudicación estatal. Pero, por otra, en la medida en que el proceso democratizador continuara en esta ruta, la pérdida del estatus autoatribuido a través de lo político equivalía a perder la piel y a exhibirse desnudos,desprotegidos. No puede haber mejor imagen que esta de las contradicciones generadas por la experiencia de lo sublime -despellejados apoyándose conscientemente en su megalomanía. Es anormal equilibrar el despellejamiento y la megalomanía y no podía mantenerse. Las nuevas circunstancias políticas chilenas después de 1990 invirtieron el sentido de las identidades, mitos y utopías que durante la dictadura fueran construidos para afirmar la vida. Se repetía en los terapeutas la situación que habían estado tratando de impedir en sus pacientes: aquello que aseguraba una sanidad en un momento, más tarde podía convertirse en patología. Inescapablemente, los deseos insatisfechos necesitaron y buscaron una compensación, otra piel simbólica que descartara concepciones dañinas pero que mantuviera la 238

dignidad personal. A sabiendas de las limitaciones, el recambio los llevó a proyectar el aspecto megalomaníaco de su trabajo individual a la calidad de reparación de las carencias sociales que sólo el Estado podía satisfacer, pero no lo hacía. Podría decirse que habían desplazado la ilusión de omnipotencia para otorgarse a sí mismos una nueva función histórica de omnipotencia similar, la de monumentos testimoniantes que, con su mera presencia, pueden azuzar la conciencia de los gobernantes. Los «profesionales perciben al PRAIS en una posición de marginalidad y de silencio. Esto los deja en una posición muy solitaria y percibiéndose como equipo a cargo de un problema que le corresponde abordar al conjunto de la sociedad» ( pp. 229-230); «Si reparar el daño y elaborar lo traumático implica atravesar por la vivencia del dolor, el odio y la muerte, ahora se suma el mandato de actuar como un brazo de la justicia antes negada» ( p. 175). En la medida en que toda monumentalidad es un intento teatral de equilibrar contradicciones imposibles, del mismo modo como el monstruo vagabundo de Cristián Cottet se ofrece como testimonio de una verdad horrible pero ineludible precisamente en su monstruosidad, los psicólogos de FASIC-ILAS sólo pueden dar testimonio mediante su «ser distintos», su «rareza», su «diferencia», su aislamiento.

SACRIFICIOS PRIMORDIALES ARIEL DORFMAN, La muerte y la doncella (1992)

La consulta y la práctica terapéutica individual son transacciones que se dan entre cuatro paredes. El conocimiento específico que allí se incuba no puede alcanzar una amplia trascendencia social. La ética profesional restringe su diseminación a canales estrictamente profesionales. Comparando el radio de influencia social de estos terapeutas con el potencial político de los abogados, de los sociólogos, de los economistas y de las castas políticas profesionales de la oposición antimilitar, es dudoso que un psicólogo -como tal psicólogo- pueda alcanzar una posición de alta relevancia pública. No obstante, en la medida en que el campo que los preocupa es el microcosmos de la experiencia vivida por innumerables seres anónimos, puede dársele un valor paradigmático para iluminar el sentido existencial de otros universos, incluyendo los macrouniversos de la política de conducción del Estado. En su Crónica de la transición a la democracia, Rafael Otano hace referencia al violento cambio de piel que sufrió la presidencia de Patricio Aylwin con el asesinato de Jaime Guzmán en abril de 1991: Así que el gobierno se tuvo que poner la camiseta del Estado y asumir plenamente su papel de guardián. Eso significaba que los temas que históricamente habían sido de los defensores de la estabilidad [política impuesta por los militares] pasaban a ser de responsabilidad del Ejecutivo democrático. Aquí se rompió con los que no asumían plenamente el orden constitucional vigente. Terminaba la zona gris donde la institucionalidad [de la Constitución aprobada en 1980,

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durante la dictadura] era discutida en su legitimidad. En esos días el gobierno y los partidos de la Concertación dijeron adiós a los residuos que les quedaban de mentalidad opositora (p. 181). Fue dar el salto por parte de la izquierda de la condena verbal del terrorismo a la lucha concreta contra él, asumir la responsabilidad de la conducción del Estado en todos sus planos (p. 184).

mantuvo alejado. Dorfman estaba consciente del riesgo de presentar un tema tan delicado en momentos de una difícil transición a la democracia. No obstante, a la vez sentía que de por medio había una cuestión de lealtad mutua entre él y sus compañeros de la Izquierda. Pensaba que, a través de años de lucha común contra la dictadura, se había creado entre ellos un pacto de lealtad que le otorgaba el derecho a terminar su exilio junto con el estreno de la obra en Chile. Dorfman consideraba esto como acto de sinceridad artística que merecía atención y respeto de un medio intelectual que siempre se ha esmerado y enorgullecido por dar al poeta el rango de conciencia de la sociedad :

La trama de La muerte y la doncella se estructura sobre la violenta rapidez de este salto y sobre el súbito término de esa zona gris. Es lo que tensa la acción dramática con rapidez e intensidad. En»un país que es probablemente Chile», Gerardo Escobar, un «abogado de unos cuarentitantos años» regresa al aislamiento de su casa en la playa. Viene de Santiago, luego de ser nombrado a la Comisión Investigadora Presidencial de las violaciones de Derechos Humanos durante el régimen militar anterior. Una llanta reventada lo inmoviliza en el camino hasta que aparece Roberto Miranda, «un médico de unos cincuenta años», un «Buen Samaritano», que lo ayuda y lo lleva a la casa. En retribución por su gentileza, Escobar lo invita a tomarse unos piscosour el domingo siguiente. Durante la visita, Paula Salas, esposa de Escobar, «cree reconocer en el Buen Samaritano al torturador que la violó cuando la detuvieron hace más de un decenio por actividades subversivas». Lo retiene contra su voluntad -es decir, lo secuestra- «y decide enjuiciarlo por su cuenta». El doctor confiesa. Su ajusticiamiento parece inminente. Gerardo debe asumir su defensa. En una violenta inversión, súbitamente su esposa, ex-víctima de Roberto, se convierte en oponente; Roberto, el victimario, ahora es su aliado. Resulta fácil leer o ver la obra como crítica al primer gobierno de la Concertación. Paulina, la víctima, es la voz más clara en su condena al gobierno por reducir su política de Derechos Humanos sólo al «mínimo» propuesto por José Zalaquett -dar a conocer la verdad y separarla de la justicia en un intento «pragmático» de proteger la democracia. El nudo dramático hace gran énfasis en esto. Si aceptamos esta lectura, de ella sólo puede sacarse una moraleja de perogrullo -en un país en que las instituciones no afirman el Estado de Derecho, la justicia será pervertida retrayéndola al caos de la ley de Talión. De hecho, Dorfman da testimonio de que este tipo de lectura cortó la obra a dos meses de exhibición después de su estreno en Santiago, en marzo de 1991. Mientras tanto, en tiempo casi paralelo, la pieza triunfaba en el extranjero. Los críticos chilenos la trataron despectivamente, el público teatrero se

A pesar de su burdeza, estos ataques apuntan a las dificultades de todo poeta en el uso de la materia prima de su arte, particularmente en estados sociales de excepción. En una sociedad en que el Estado de Derecho es un referente inamovible no hay dificultades en reconocer el

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Yo estaba convencido de que si la obra revelaba en forma peligrosa demasiados conflictos escondidos que se agitaban debajo de la calma superficial de la nación y, por ende, amenazaba la seguridad psicológica de muchos, también podía terminar siendo un instrumento a través del cual esas mismas personas pudiesen tantear en los rincones de su identidad y adentrarse en las contradictorias opciones que se abrían ante nosotros. No era justo que después de tantos años de ausencia y tantos años luchando por la democracia, estrenara la obra primero en el extranjero. La muerte y la doncella fue el regalo de retorno que yo quise brindarle a la transición (p. 97) Dorfman se sintió traicionado: Se me ocurre que tampoco ayudó que el autor de la pieza teatral recién llegase del exilio. Si mi distancia con mi propia sociedad terminó siendo decisiva para que no dependiera ni económica ni emocionalmente de grupos locales y pudiese, por ende, escribir en forma un tanto temeraria lo que se me antojara, esa misma distancia me dejaba abierto a críticas por parte de quienes resentían los privilegios y recursos que mi vida en el exterior me brindaba. Después de todo, me era fácil criticar la transición porque si ésta fallaba yo siempre podría marcharme a Estados Unidos mientras que ellos tendrían que sufrir en sus cuerpos cualquier deterioro de la situación (p. 98).

derecho de un poeta a declarar que ha ejercido su arte «como se me antojara». Dorfman pasó buena parte de su exilio en sociedades de este tipo. Por el contrario, en un Estado terrorista no hay parámetros claros para evaluar el sentido de la apropiación artística de un patrimonio de sufrimiento colectivo acumulado largos años. Por tanto, no debe sorprender la amargura y tristeza de polémicas sobre el tema. Por mi parte, en este punto de mis argumentos postergaré toda especulación sobre la ética en juego. Sin embargo, es importante tenerla en cuenta por dos motivos: por una parte, ofrece la perspectiva para liberarnos de la lectura que invalidó el texto como problemática de Derechos Humanos para el público chileno. Es preciso asegurarle una lectura que trascienda el criterio de inmediatez con que fue despreciada. Por otra parte, existen otros textos que requieren ese tipo de evaluación ética. Se podría decir que la acción dramática misma cuestiona la apropiación de un patrimonio de sufrimiento. En realidad, se podría argüir que, subliminalmente, el texto está construido sobre una dualidad de poder difícil de expresar en palabras. No hay problemas en decir que el poder patriarcal es un patrimonio. Sin embargo, no hay comunicación clara si decimos que el poder de la madre es matrimonio. Dorfman sugiere esta relación afirmando que su obra teatral concuerda con el propósito general de toda su ficción -«estoy obsesionado por imaginar el mundo que emerge cuando una mujer toma el poder» (p. 99). En cuanto a que el tema cuestiona la esencia patriarcalista y sacrificial del estado-nación, La muerte y la doncella está estrechamente ligada a la novela de Juan Villegas. Largo tiempo atrás R.D. Laing llamó la atención sobre la necesidad de superar la concepción sociologista de la familia y, por ende, del matrimonio, como una institución, y mejor aun, como una unidad institucional (41). Laing pensaba que situarla en el campo antropológico del tabú abría un mejor entendimiento de sus relaciones. Un tabú es un sistema de ocultamientos y prohibiciones que ofuscan las significaciones humanas. Se trata de una construcción concebida y continuada por innumerables generaciones y avalada por importantes autoridades sociales. En esto Laing reconocía la dificultad del estudio y la terapia de la familia como unidad específica, puesto que el tratamiento rara vez puede contar con las revelaciones de su historia seguida a través de muchas generaciones. No obstante, esta limitación debe ser valorada, por cuanto alerta al terapeuta de que todo matrimonio o familia es realmente una zona de ambigüedad demarcada por la disyunción de dos lenguajes: por una

parte, la comunicación consciente entre los miembros expresa sabidurías y experiencias personales racionalizadas; por otra, la comunicación racional ocurre en medio de la semiótica material de los espacios habitados. En el diseño material del espacio -la posición de los muebles, la ubicación de las plantas, la disposición de los cuadros sobre la pared, la cercanía de las camas- gravitan hábitos, visiones y concepciones nunca clarificadas, heredadas de antecesores totalmente desconocidos, perdidos en el pasado. De manera que el comportamiento que parece corresponder a máximas manejadas por la conciencia, en realidad está mucho más influido por significaciones subliminales. Por tanto, el matrimonio y la familia deben considerarse como espacio de tabú, de distorsiones más o menos neuróticas de la realidad. El matrimonio, la familia, serían un conjunto de relaciones reproductoras de los secretos neuróticos que conforman la idiosincracia de los individuos. Son secretos que nunca revelarán en público -sus incestos, la manera como exhiben sus cuerpos desnudos o semidesnudos, sensualidades gozadas quizás al borde de la perversión, extraños usos de los orificios corporales, fantasías eróticas. En este sentido, ya desde el comienzo de la acción de La muerte y la doncella se acumulan índices al parecer insignificantes, pero que complejizan y problematizan la simpleza aparente de la trama hasta hacerse desconcertantes. Sin embargo, antes de proceder a la lectura, quiero indicar que mi interpretación juega a contrapelo del movimiento de la acción. La acción y la tensión dramática fueron diseñadas para lograr un efecto artístico de suspenso e incertidumbre. ¿Se ha equivocado Paulina? ¿Miranda es realmente su torturador?. Despejemos esto desde el comienzo. No, Paulina no se ha equivocado. Una interpretación hecha a partir de la verdad está mucho más cercana a las intenciones del movimiento de Derechos Humanos. Paulina Salas, soltera, estudiante de medicina, había sido detenida por la DINA el 6 de abril de 1976. Fue torturada, interrogada y violada varias veces por el doctor Roberto Miranda, pero tuvo la entereza para nunca entregar a su contacto superior en la red clandestina, Gerardo Escobar. De tiempo antes, con él tenía una relación amorosa. Paulina fue soltada y buscó contacto con Gerardo. Lo encontró haciendo el amor con otra militante. Aunque los parlamentos no lo clarifican, hay suficiente evidencia textual para pensar que Paulina, en su catastrófica humillación como prisionera y como amante, contó a Gerardo sólo generalidades de su experiencia en manos de la DINA y rehusó hablar más. Así buscó agobiarlo con un sentimiento de culpabilidad: mientras ella sufría torturas para protegerlo, Gerardo se acostaba con otra.

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Este es el punto de congelamiento neurótico del trauma y el momento de configuración del tabú que subyace en el matrimonio Escobar-Salas. Paulina dirigió toda la energía de su «histeria subterránea» -término usado en las acotaciones de escena- contra Gerardo, el traidor, para atraparlo, a la vez castigándolo y amándolo. Para esto Paulina rehusó denunciar su secuestro y, de allí en adelante, vivió encerrada, con una fobia a los espacios abiertos similar a la de Luz Arce. Sintiéndose comprometido, Gerardo parece haberse allanado racionalmente a la tarea de expurgar su culpa entregándose a una relación en que debía acallar sus verdaderas sensaciones de encierro y sofocamiento progresivo. Se casó con ella y la cuidó por quince años. Sin duda en ese lapso Paulina mantuvo vivas sus recriminaciones para mantener su control. En un momento culminante de la acción (Tercer Acto, Escena 1), Gerardo finalmente explota: «Ya me perdonaste, ya me perdonaste, ¡hasta cuando! Nos vamos a morir de tanto pasado, nos vamos a sofocar de tanto dolor y recriminación. Terminemos la conversación que interrumpimos hace quince años, cerremos este capítulo de una vez por todas, terminémosla de una vez y no volvamos a hablar de esto nunca más» (p. 66). Rescatar La muerte y la doncella de la lectura despreciativa que sufriera en Chile obliga a considerar este sustrato neurótico -en el matrimonio el amor, el cariño mutuo, el gozo mutuo de sus cuerpos y la resolución racional de Gerardo de someterse y perseverar en la aceptación de su castigo se han mezclado y fundido en un largo juego de victimizaciones y culpabilidades. El matrimonio se convierte en un espacio de sado-masoquismo. Quizás el último recurso de recuperación de la sanidad pueda estar en el resto de racionalidad que quede en Gerardo. En otra variación de lo sublime, ahora todo depende exclusivamente de la razón que sacrifica a la experiencia vivida. La perversión sexual es aún mucho más fuerte en la historia de Roberto Miranda, el torturador. También se lo muestra como víctima de las circunstancias de la dictadura. Su hermano lo había conectado con la DINA, conminándolo a hacer algo en venganza del padre. Este había tenido una apoplegía cuando sus tierras fueron ocupadas por campesinos durante la Unidad Popular. Todavía fiel al juramento hipocrático, Miranda piensa que algo puede hacer para impedir que la DINA produzca tanta muerte innecesaria. Con el tiempo lo corrompe la sensación de omnipotencia: «Empecé a brutalizarme, me empezó a gustar de verdad verdad. Se convierte en un juego. Te asalta una curiosidad entre morbosa y científica. ¿Cuánto aguantará ésta? ¿Aguantará más que la otra? ¿Cómo tendrá el sexo? ¿Tendrá seco el sexo? ¿Es capaz

de tener un orgasmo en estas condiciones? Puedes hacer lo que quieras con ella, está enteramente bajo tu poder, puedes llevar a cabo todas las fantasías» (p. 72). La escena inicial del Primer Acto apunta al curso errático de la acción que se impondrá por un período. No se van entregando al lector-espectador las claves de resolución del conflicto. Más bien se lo confunde. Lo más importante parece ser la crítica de Paulina a la claudicación del nuevo gobierno en cuanto a justicia efectiva. Sin embargo, es difícil establecer los nexos que relacionan la lucidez de la crítica con la disonancia histérica de los temores de Paulina y, en especial, de las recriminaciones contra su marido. Aunque son buen síntoma de una carga emocional que ha estado corroyendo largo tiempo la relación de la pareja, puede decirse que sólo a partir de la Escena 3 comienza a perfilarse la dirección impuesta por la perversión sexual de los tres personajes. Tengamos en cuenta que la pieza fue dedicada a Harold Pinter. Las acotaciones escénicas del Primer Acto instalan la conciencia del espectador en el interior de la casa de los Escobar Salas, aislada en la playa. Se escucha la llegada del auto de Miranda y las voces de los dos hombres, pero no se los ve. Los focos del auto iluminan el interior. Paulina reacciona a estos estímulos con un violento vaivén emocional -desde una postura cuasi mística en la terraza, «como si estuviera bebiéndose la luz de la luna», pasa a procurarse un revólver para defenderse. Queda sugerida una inquietante relación entre religiosidad y violencia. Al entrar, junto con ver a su esposa «escondida» tras las cortinas, Gerardo comenta «lo oscuro que está esto», «Oye, que está lúgubre esto» (p. 16). Paulina, «tratando de no parecer alterada» le pregunta «¿Quién era?». La histeria de las reacciones de Paulina hace muy notorio que Escobar prefiere desviar el diálogo a una disputa trivial. Entra al juego de recriminaciones que la pareja ha practicado por años, recriminaciones que eufemizan pero no cambian el sentido real de las disputas. Recrimina a su esposa por el percance que tuviera en la carretera: le enrostra no haber hecho reparar la llanta de repuesto y por dejarlo sin el aparato para levantar el auto. Escobar también aprovecha el desvío para advertirla de la invitación hecha al «Buen Samaritano». Por su parte, Paulina se las arregla para perforar la trivialidad con preguntas que ocultan motivaciones desconocidas y revelan una sospecha de dolo por parte de Gerardo: «¿Tienes algo que celebrar, Gerardo?» (p. 16); al aclararse que era un hombre el que ayudó a su marido, Paulina parece dirigir su sospecha a la leve presunción de homosexualidad en su esposo: «¿Simpático? ¿El tipo que te...?» (p. 18).

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Cuando Escobar da cuenta de su nombramiento a la comisión investigadora, Paulina hace un comentario irónico -»La culminación de tu carrera». Ya que no se da una justificación evidente, la ironía suena como crueldad innecesaria. Pero, ¿por qué su esposo contemporiza con ella? Escobar afirma que aceptaría el nombramiento sólo después de consultar con ella. La mujer sabe que miente y le molesta la hipocresía: «Ya lo decidiste, Gerardo, sabes que lo decidiste, es para esto que llevas años trabajando, por qué te haces el que...» (p. 20). ¿Es que Paulina sabe que su esposo prepara algún dolo? Avergonzado, Gerardo confiesa que la promesa de consulta con su mujer es realmente una movida estratégica. Le interesa proteger su futuro político, afuera, en la esfera pública, que atisba con su nombramiento: quiere cerciorarse de que Paulina no vaya a tener una recaída del daño mental causado por el secuestro, violación e interrogatorio. ¿Es que Escobar está usando el remanente de su razón para una manipulación inmoral? Esto precipita la revelación del secreto matrimonial: «Nadie sabe. Ni tu madre sabe [...] Nadie en el nuevo gobierno sabe». Se ha revelado el tabú: «Me refiero a que no es público, como nunca hiciste... nunca hicimos una denuncia...»; «A mí no me gusta hablar de esto, Paulina»; «A mí tampoco»(p. 21). Como en la novela de Juan Villegas, Oscura llama silenciada, Escobar había cuidado a su mujer todos esos años sin buscar ayuda médica. Extraño. Contradice la experiencia histórica del movimiento de Derechos Humanos en Chile que uno de sus abogados -precisamente un abogado- haya mantenido este secreto y quiera prolongarlo para no perjudicar su carrera. La estrategia fundamental y permanente del movimiento fue hacer pública la verdad que la represión y la desinformación de los militares quería clausurar en los espacios de lo íntimo y de lo privado. El desquiciamiento mental como secreto central del matrimonio de Gerardo y Paulina aparece aquí con un relumbrón momentáneo. Escobar restablece la paz con una confesión de amor francamente sado-masoquista. Esta pasión perversa provoca en Paulina un paroxismo cargado de deseo sexual: «Gerardo: Si supieras lo que te quiero. Si supieras cómo todavía me duele» [...] «Paulina (sin soltarse, ferozmente): Sí. Sí. Sí. ¿Ese es el sí que quieres?» [...] «Es el sí que quiero» (p. 21). Con esta repetitiva fusión de amor y perversión se crea la atmósfera necesaria para que Escobar confiese su vileza: Gerardo. Ya le dijiste que sí al Presidente, ¿no es cierto? La verdad, 247

Gerardo. ¿O vas a comenzar tu labor en la Comisión con una mentira? [...] Sí. Ya le dije que sí. Antes de consultarte (p. 23). Recordemos que, en su experiencia terapéutica, los psicólogos de ILADES buscaban reconstruir la personalidad de sus pacientes reinstalándolos en el mito comunitarista de una continuidad ininterrumpida y solidaria entre los intereses íntimos, privados y públicos. El mismo Escobar verbaliza esta nostalgia al comentar su sensación de abandono en la carretera: «Pasaban los autos como si no me vieran. Cuando la gente parte a la playa por el fin de semana es como si perdiera todo sentido cívico de... Empecé a mover los brazos como molino de viento a ver si con eso... igual no me paró ni un alma. Se nos ha olvidado la solidaridad en este país, eso es lo que pasa» (p. 19). Estas palabras contrastan con el extraño aislamiento con que él y Paulina eligieron vivir las consecuencias del trauma. Han rehusado compartir su sufrimiento y a verse reflejados en la comunidad de sufrientes. Por ello la casa de playa deja de ser un lugar de vacaciones para una pequeña burguesía acomodada. En realidad es uno de los ámbitos «lúgubres» en que la traumatizada se encierra y renueva la energía de su neurosis obsesiva. Ya entrada la noche, el torturador Miranda vuelve a la casa de los Escobar Salas. Dice haberse enterado sólo minutos antes, por la radio de su coche, que ese hombre a quien había ayudado era uno de los nominados a la Comisión Investigadora Presidencial y desea felicitarlo. Finge ser un demócrata tan deseoso de la reconciliación de los chilenos como Escobar: «Esta Comisión va a permitirnos cerrar un capítulo tan doloroso de nuestra historia, y me dije, estoy solo este fin de semana, tengo que ayudar... por pocón que sea...» (p. 27). Ya que la familia de Miranda está de viaje, Escobar lo convence para que aloje con ellos. Es indudable que Miranda quiere congraciarse con Escobar para espiarlo. Por tanto, una vez que Paulina lo ha identificado y segura de que nunca habrá justicia, decide hacerse responsable de la venganza y de la defensa de sí misma y de su marido. Esa noche aturde a Miranda, lo amordaza y lo amarra a una silla. No obstante, es extraña la forma en que lo amordaza: «Se saca los calzones y se los mete en la boca a Roberto» (p. 34). Desde este momento en adelante, comienza a perfilarse la perversión sexual con claridad. Esto causa una violenta inversión del sentido de la acción dramática. De aquí en adelante se borran gradualmente las dudas sobre la probidad ética de Escobar. A la vez, mientras procede con su venganza, Paulina revela una mayor afinidad emocional con su torturador 248

que con su marido. Subliminalmente había llegado a admirar y a gozar la dominación a manos de Miranda. En comparación, el hecho de que pudiera dominarlo y hostigarlo durante quince años hacía a su esposo un ser despreciable por su debilidad. Hay una tácita referencia a que si esta sensibilidad social llegara a predominar en la redemocratización de Chile, las relaciones humanas se basarían en el común denominador más bajo -el gozo sado-masoquista de los juegos de poder y dominación física. Por el contrario, en su acatamiento crítico de las reglas impuestas a la Comisión Investigadora Presidencial, se descubre gradualmente que en Gerardo se encarna mucho más que un ataque a las claudicaciones del gobierno de la Concertación en su política de Derechos Humanos. Se sugiere que Gerardo tiene clara conciencia de que restablecer el Estado de derecho restaura la dignidad humana entendida como la oportunidad de vivir según el imperativo categórico kantiano. Recordemos que la voluntad de someterse gratuitamente al imperio de la ley es el acto que separa a los seres humanos de la animalidad. En lo personal, sin duda Gerardo ha conservado la cuota de razón necesaria para concluir que su relación infrahumana con Paulina no puede continuar. Había evidencia de esto en la nostalgia por la solidaridad comunitaria que expresara a raíz de su accidente en la carretera. Parece clara su intención de corregir los errores de su convivencia con Paulina. Esto explicaría la agresividad al parecer injustificada de Paulina contra Gerardo a su retorno de Santiago. Su fina intuición neurótica le indica que su dominación está a punto de terminar. El momento de «revolución», de «despertar» kantiano en Escobar ocurre cuando su esposa lo obliga a hacer de abogado defensor en el juicio que armará contra Miranda. Como ser consciente de su humanidad expresada en su respeto del Estado de derecho, Gerardo mostrará la inteligencia, y la capacidad de negociación necesarias para recuperar la humanidad tanto de Paulina como de Roberto Miranda, equilibrando razón y emoción. Este proceso comienza en la escena cuarta y final del Primer Acto. Paulina ya había fijado de antemano el trasfondo animalista que dimensionará el humanismo racionalista de Gerardo. En la confrontación, Gerardo reiterará una máxima -la necesidad de superar el estancamiento neurótico de sus vidas: «Mírate, ay amor, mírate. Te quedaste presa de ellos, todavía estás presa en ese sótano en que te tenían. Durante quince años no has hecho nada con tu vida. Nada. Mírate, tenemos la oportunidad de comenzar de nuevo, de respirar. ¿No es hora de que...? (p. 53). Por el contrario, Paulina quiere prolongar un pasado de

placer perverso; lo ha materializado en el presente con el calzón, unión simbólica de su sexo con la boca de Miranda: «Lo que pasa es que no quisiera sacarle esa... mordaza, se llama, ¿no?... hasta que no despierte Gerardo» (p. 36). Toca la cinta de la pieza de Schubert, «La Muerte y la Doncella», que había tomado del auto de Miranda, como si fuera una amante deseosa de una atmósfera de romance. Evoca el placer gozado en las sesiones de tortura -la cercanía de la boca del médico a su oído, la penetración del oído por su lengua. Violencia, tortura, oídos, sexo y música se funden en una sinestesia que la «doncella» (del título), es decir, Paulina, experimenta pasivamente. A través de la música, la sinestesia luego abarca otros orificios del cuerpo: «¿Sabía que Schubert era homosexual? Pero claro que lo sabe, si fue usted el que me lo repitió una y otra vez, acá en el oído, mientras me tocaba justamente «La Muerte y la Doncella» (p. 38). Cuando aparece su marido, las explicaciones de Paulina se refieren a Miranda con el deseo carnal por un amante largo tiempo ausente . Nótese que ahora no habla de «oído» sino de «oreja», carne, no sensibilidad: «Todos estos años no ha pasado una hora que no la escuche, acá en mi oreja, acá con su saliva en mi oreja, ¿crees que una se olvida así como así de una voz como esa?» (p. 39). Más adelante, al descubrir que Miranda está a punto de soltarse de las amarras, Paulina encarna directamente a su torturador repitiendo palabras que le escuchara durante el secuestro:

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¿Qué no te gusta nuestra hospitalidad? ¿Querís irte tan pronto, huevona? Afuera no vai a gozar tanto como habís gozado con tu negro. ¿Me vai a echar de menos? [...] (Paulina empieza lentamente a recorrer el cuerpo de Roberto, con sus manos, casi como haciéndole cariños. Se levanta asqueada, casi vomitando. Vuelve a la terraza) (p. 52). Paulina siente náuseas porque tiene la intuición de haberse entregado a un juego de espejos: al encarnar a Miranda, en realidad desea violarse a sí misma, revelándose otro circuito más de imaginación perversa, de masturbación voyerista. Confiesa a Gerardo la fantasía erótica que «he estado pensando todos estos años, cuando tú me pillabas con una mirada que me decías que era... abstracta, decías, ida, ¿no? ¿Sabes en lo que pensaba? En hacerle a ellos lo que me hicieron a mí, minuciosamente. Especialmente a él, el médico...» (p. 54). Luego pide a Gerardo que comparta su fantasía usando el cuerpo del médico como si fuera

el de ella, mientras ella los observa: «Así que cuando escuché su voz , pensé lo único que yo quiero es que lo violen, que se lo tiren, eso es lo que pensé, que sepa aunque sea una vez lo que es estar... (Pausa breve) Y que como yo no iba a poder hacerlo... pensé que ibas a tener que hacerlo tú»(p. 55). Paulina quiere que su esposo se convierta en pederasta para gozarla a ella en la misma medida en que le gustaría gozar el cuerpo de Roberto como masturbación. En este juego de sustituciones e interposiciones, Miranda y Gerardo quedan equiparados y llegan a ser equivalentes a los ojos de Paulina, a la vez que se hacen innecesarios para el narcisismo masturbatorio autosuficiente de Paula. Se trata de un juego churriguresco de humillación de los machos dominadores. Con ello esta visión neurótica retrae los conflictos humanos a la escena primordial de su prehistoria más antigua, el combate de machos y hembras por el dominio y uso de sus cuerpos y de sus orificios. Esto se hace evidente a partir de la Escena 2 y final del Segundo Acto. Paulina está obligada a negociar con Gerardo para mantener su relación y, por tanto, para continuar satisfaciendo su neurosis obsesiva. Por tanto, se allana a reemplazar la violación de Miranda por su confesión total. Se reemplaza ano por boca. No obstante, con su experiencia de torturador, Miranda sospecha una trampa y rehusa cooperar. Al negarse insulta a Gerardo por su poca hombría, complementando la visión animalista de Paulina: «Si sigue así va a arruinar tu carrera brillante y ella misma va a terminar en la cárcel o el manicomio. Díselo. ¿O acaso eres incapaz de poner orden en tu propio hogar?» (p. 60); «...Ella es la mala y tú haces de bueno [...] Repartiéndose los roles, en el interrogatorio, ella la mala, tú el bueno. Y después el que me va a matar eres tú, es lo que haría cualquier hombre bien nacido, al que le hubieran violado la mujer, es lo que haría yo si me hubieran violado a mi mujer... así que dejémonos de farsas. Te cortaría las huevas» (pp. 61-62). Gerardo parece reconocer su debilidad: «Yo soy un pobre abogado maricón amarillo que defiende al hijo de puta que hizo mierda a mi mujer...» (p. 62). A comienzos del Tercer Acto la acción vuelve a la ambigüedad. Hasta entonces Miranda ha insistido en su inocencia. Puesto que es inocente, no tiene nada que decir en la confesión exigida. Pide que Gerardo le informe sobre lo que Paulina quiere escuchar. Gerardo busca a Paulina para que le narre lo ocurrido durante su secuestro. No queda claro si lo hace para dar a Miranda material para su declaración o si bien, humillado por Miranda en su hombría, quiere conocer la extensión del daño hecho a su mujer y cooperar con ella en la venganza. La duda se despeja luego

de un juego de luces escénicas que acelera la acción hacia el futuro, descartando escenas cruciales. Se recupera la secuencia lineal cuando ya Miranda ha confesado y escrito una larga declaración que luego firma. Al parecer, Paulina se dispone a cumplir su compromiso y soltará a Miranda. Manda a Gerardo en busca del auto del doctor. Ausente su esposo, Paulina revela a Miranda que había llegado a tener dudas sobre su verdadera identidad. Sólo una trampa plantada en su propia confesión le había traído certeza final: segura de que su esposo haría todo lo posible para proteger a Miranda, había declarado ante Gerardo sabiendo que el doctor recibiría la grabación y la usaría en su confesión. Por ello había deslizado errores en su relato y otros detalles los había dejado incompletos. Inconscientemente, Miranda los había corregido y completado. Paulina ya no tiene dudas de que había sido su torturador. Renegando de su compromiso, se apresta a matarlo:»Y por qué tengo que ser yo la que se sacrifica¿eh?, yo la que tengo que morderme la lengua, siempre nosotros los que hacemos las concesiones cuando hay que conceder, ¿por qué, por qué? Esta vez no. Uno, uno, aunque no fuera más que uno, hacer justicia con uno. ¿Qué se pierde? ¿Qué se pierde con matar aunque no fuera más que uno? ¿Qué se pierde? ¿Qué se pierde?» (p. 79). Si se acepta la hipótesis de que ella y Miranda son arquetipos de una regresión a la prehistoria humana, quedaría claro el significado de ese «por que tengo que ser yo la que se sacrifica»: Paulina hablaría en nombre de las hembras siempre sacrificadas. Pero, ¿quiénes son ese» nosotros los que hacemos las concesiones»? Si descartamos la hipótesis primitivista por errónea, la pregunta sería irrelevante. Sin embargo, si se agrega una cuestión de mayor envergadura, es indispensable conservarla :¿por qué fingió tanta certeza ante su marido si sus dudas sobre la verdadera identidad de Miranda sólo se despejan al final? Para responderla no queda sino reconocer el desprecio de Paulina por la debilidad de Gerardo y su admiración neurótica por el poder omnipotente de Miranda. Todos esos años había victimizado a Gerardo para desprenderse de su propia debilidad como víctima, recordando con nostalgia la compañía del gran macho torturador. No olvidemos que el reencuentro con Miranda y el recuerdo de las experiencias compartidas con él le habían dado la libertad para rememorar sin autocensuras, como si se tratara de los buenos tiempos: «¿Qué cosa, no, que le esté contando todo esto a usted, como si fuera mi confesor. Cuando hay cosas que nunca le conté a Gerardo, ni a mi hermana, ni menos a mi mamá... mientras a usted le puedo decir exactamente lo que me pasa,

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lo que me pasaba por la cabeza cuando me soltaron» (p. 43). La confirmación del desprecio por Gerardo y la nostalgia por Roberto está en la escena del concierto con que termina la acción dramática. Durante el intermedio Gerardo y Paulina salen al foyer. El informe de la Comisión Investigadora Presidencial ya se había hecho público. Amigos y conocidos rodean a Escobar, quien goza de la notoriedad que le ha acarreado su participación: «Gracias, muchas gracias. Sí, quedamos bastante contentos con el Informe [...] Se está actuando con una gran generosidad, sin ningún ánimo de venganza personal» (p. 82). Mientras tanto, Paulina se mantiene alejada. Cuando la pareja vuelve a la sala entra «Roberto en una luz levemente distinta, con cierta dualidad casi fantasmagórica, como de luna. Ella todavía no lo ve. Roberto se queda contemplando a Paulina y Gerardo desde lejos» (p. 83). Luego se sienta a un extremo de la misma fila «mirando siempre a Paulina». Comienza a escucharse «La Muerte y la Doncella». Gerardo toma la mano de su mujer para darle apoyo emocional. «Después de unos instantes, ella se da vuelta lentamente y mira a Roberto que la está mirando. Se quedan así por unos instantes. Después ella se vuelve y mira al frente. Roberto sigue mirándola. Las luces bajan mientras la música toca y toca y toca» (p. 83). La referencia a una luz de luna ya la habíamos encontrado al comienzo de la acción: «En la terraza se encuentra sentada Paulina Salas, como si estuviera bebiéndose la luz de la luna» que crea un estado crepuscular y cuasi místico en torno a lo femenino. Pero ahora es Miranda quien porta la aureola lunar. Se sugiere, por tanto, que Paulina, en una modulación vampiresca de su perversión, siempre quiso beberse la luz de su torturador. Ambos parecen compartir una energía que fundamenta su ser y que los comunica intuitivamente, sin que sean necesarios los datos de la razón. Paulina intuye la presencia y la ubicación cercanas de Miranda simplemente porque éste transmite esa energía con su mirada. En latín Miranda significa «lo que hay que mirar». Al mirarlo, Paulina renueva un supuesto pacto prehistórico de violencia primordial de la especie humana. El uso de la luz de luna muestra un aspecto característico de la visión de mundo del teatro simbolista de finales del siglo XIX: contra toda definición cientificista de la historia, los seres humanos no pueden definirse como entes libres por su capacidad de autotransformación en la tarea de transformar la naturaleza y la sociedad. En realidad su destino está influido y guiado por fuerzas cósmicas sólo conocibles por la intuición no mediada por la razón. Esas fuerzas irrumpen en nuestra

cotidianeidad en momentos y estados psíquicos crepusculares, en que la conciencia racional ya no predomina, en que pueden intuirse vibraciones de la música sideral. En los seres de fina sensibilidad, estas armonías inducen estados de conciencia alterada con los que acceden a una dimensión temporal eterna, inmutable. Por tanto, la esencia de la especie humana no se manifiesta en su trabajo de autotransformación sino en la entrada en estos momentos de éxtasis. Los otros ámbitos y rutinas de la cotidianeidad -ganar un salario, criar una familia, mantener la limpieza de los espacios, contribuir a mejores relaciones comunitarias- sólo son momentos de espera. La acción dramática simbolista privilegia esas epifanías, convirtiendo la escena en un espacio religioso y ritual en que se manifiestan las energías primordiales que sostienen y dan sustancia al universo más allá de las normas limitadoras de la civilización. Detectar finalmente esta clave simbolista revela que el movimiento dramático de La muerte y la doncella ya desde el comienzo había sido bifurcado secretamente en dos planos simultáneos de significación. En el suyo, Gerardo había accedido a habitar en el encierro de un mundo de insanía a la espera de reintegrarse plenamente a la sociedad, una vez que la razón y el Estado de derecho volvieran a imperar. La ritualidad del concierto final celebra el retorno de ese imperio. No obstante, como todo acto de reconciliación de lo irreconciliable, se trata realmente de una celebración de la mala fe. A raíz de la significación del concierto final, recordemos que Jacques Attali (42) ha propuesto que la música -en sus dimensiones tales como códigos de composición, instrumentalización, orquestación, representación en un salón de conciertos- debe entenderse como metáfora analógica de los esfuerzos de un poder hegemónico por controlar los ruidos emanados de la sociedad, es decir la diversidad y conflictividad de grupos, sectores y clases sociales. El poder debe administrar la sociedad buscando la mayor sincronización, correspondencia, organicidad y afinidad posibles entre los niveles diferentes y simultáneos de actividad humana, la producción material y simbólica, las relaciones sociales que ella genera, las instituciones de gobierno y las ideologías oficiales. No obstante, se trata de un sueño burocrático imposible. Las disidencias, las diferencias, las heterogeneidades, las resistencias y violencias humanas que el cálculo burocrático nunca logra homogenizar las capta el poder hegemónico como ruidos que amenazan, disonantes, frictivos, ásperos, irritantes. Se los percibe como profesías de destrucción, caos, desorden, suciedad, contaminación, infección, blasfemia, dolor, plaga y muerte que deben controlarse. El proceso de ordenar estos ruidos en escalas y códi-

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gos de armonías y silencios transforma la ansiedad en seguridad, confina la irracionalidad dentro de un marco de racionalidad. En este control se reconoce la analogía política de un Estado que ejerce el monopolio de la violencia para imponer su voluntad, sujetando, forzando y silenciando. No obstante, el Estado eficiente no puede autodestruirse permitiéndose una violencia irrestringida, genocida contra su propia población. Debe economizar esfuerzos y recursos canalizando su agresión a chivos expiatorios arbitrariamente designados, que puedan exhibirse como víctimas ejemplares. Puesto que esta designación ha sido reconocida como el origen mítico de la civilización, la música es un simulacro de asesinato sacrificial que la conecta con los orígenes de la especie humana. La mala fe está en la injusticia consciente y arbitraria que se comete con los sacrificados para reconciliar una colectividad fragmentada, para cumplir con una razón de Estado fundamental, su supervivencia. Para encarnar el Estado de derecho como burócrata invulnerable, Gerardo ha tenido que sacrificar a su esposa, cuyo trauma seguirá confinado a sus vidas privadas. Estimo que esto ya aclara totalmente esa protesta de Paulina: «Y por qué tengo que ser yo la que se sacrifica ¿eh?» (p. 79). Como ceremonia de la cultura oficial, el concierto es la apoteósis de la razón y del Estado de derecho instaurado por el gobierno de la Concertación en la transición de Chile a la democracia. Ahora bien, ¿cómo interpretar el fin de la obra? Quizás haya sólo dos interpretaciones de importancia: 1) Gerardo se pavonea de su triunfo profesional sin saber que ha perdido definitivamente a su mujer. 2) Gerardo sabe que ha perdido a su mujer pero está preparado a pagar el precio para contribuir a la restauración del Estado de derecho, proteger su propia participación en él y crear las condiciones para hacer su aporte.

APOTEOSIS DEL DISCRETO JOSE RODRIGUEZ ELIZONDO, La ley es más fuerte. Civiles y militares chilenos a la luz de un proceso histórico (1995)

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Puesto que se relacionan con el ensayo de Rodríguez Elizondo, es necesario poner sobre el tapete un mínimo de premisas que se deslizan tácitamente en la segunda interpretación de la obra de Ariel Dorfman. La premisa central está en reconocer que ser funcionario público es una vocación especial de servicio. Sólo es concebible mientras se reconozca una estricta separación entre la esfera pública y la esfera íntimo-privada. Si es que se logra el condicionamiento mental para que se implemente esa separación y se la mantenga, esta separación es la que habilita al imperativo moral categórico como criterio único para la toma de decisiones en la administración de la cosa pública. Pero, además, la subjetivación y convicción íntima del imperio de la moral categórica debe complementarse con la óptima preparación profesional del servidor público en su área de competencia. Esta conjunción debería condicionar intelectual y emocionalmente al servidor público para que, como consejero y funcionario cumpla con reglamentos, regulaciones y leyes con ecuanimidad, calma lúcida, distanciamiento, perspectiva objetiva y satisfacción personal por una labor bien hecha. Cualquier ser humano está expuesto a traumas fortuitos o dolosos, cometidos por individuos privados o agentes públicos. Sin embargo, en la medida en que impere un Estado de derecho y en la medida en que no impida el cumplimiento de las funciones de un servidor público, todo trauma personal debe ser confinado a la esfera de lo íntimo y de lo privado. Fuera de pedir y exigir justicia si el dolo ha sido cometido por una política sistemática del Estado, no hay mucho más que se pueda hacer al respecto. Privadamente el ser traumatizado debe recibir todo tipo de cuidado y atención comprensiva, cariñosa y compasiva, pero su situación no debe interferir en la administración de la cosa pública. En última instancia, un servidor público debe considerar dos cosas: que el trauma es un riesgo potencial e ineludible de su oficio y debe allanarse a sus consecuencias; que la tarea del administrador público es abogar por el bien común en la medida en que la razón lo permita, no es suya la tarea de reformar las tendencias instintivas de la especie humana. Sin embargo, como funcionario debe tenerlas en cuenta y usarlas como instrumentos naturales de su trabajo. Se podrían imputar estas consideraciones a la actitud final de Gerardo Escobar. En otras palabras, más que exponer las claudicaciones de la Concertación, La muerte y la doncella resulta ser una especie de prognosis de la personalidad óptima para llevar adelante el proceso de redemocratización en Chile. Se trataría de individuos dotados de una forma más ecuánime 256

de megalomanía, de omnipotencia. Tendrían la capacidad natural para no transferir sus propios traumas a las tareas por delante. Este realismo provendría del don espontáneo para reconocer y emprender las tareas realizables razonablemente, descartando y despreocupándose cómodamente de las otras. Obviamente, esa ecuanimidad no indicaría la falta de una agenda política propia, sino la confianza interna en que la capacidad de entender cabalmente el movimiento de la realidad permite posicionarse en su flujo para que los objetivos personales correspondan con ella y se los obtenga sin esfuerzo indebido. Si examinamos el trasfondo histórico de esta descripción, en realidad estamos hablando de la fusión de dos íconos: del estoico y del discreto. En la tradiciones políticas más antiguas de la Modernidad, el discreto es aquel consejero que asiste a la autoridad en el gobierno revelando sensatez de juicio, tacto, ponderación, oportunidad y don retórico en la expresión, en la acción, agudeza e ingenio, buen control y lucimiento en la voz y en la presencia física, conjunto tal de sabiduría que sólo puede emanar de una instalación rotunda y equilibrada en la dinámica de lo real. Estas premisas en cuanto a la personalidad del gobernante conforman una estética del Estado de derecho porque señalan las condiciones mínimas y básicas para restituir estabilidad, proyección futura y seguridad al ordenamiento simbólico con que experimentamos la autoridad en las rutinas cotidianas. Este mínimo de condiciones invalida la vigencia inmediata de una sensibilidad social sublime ya que la proyección y acción de la personalidad del discreto suspende la crisis traumática del entendimiento, de la imaginación y de la representación de la experiencia. Lo sublime queda ahora relegado al testimonio como forma de elaboración de las consecuencias culturales de traumas individuales y de grupos antes ocultos. Es obvio que de ninguna manera lo sublime pierde importancia como acervo para la memoria histórica. Sin embargo, en la narrativa de un discreto pierde su masividad descomunal y agobiadora. En su narración un discreto lo puede someter a ese juicio y evaluación de «ecuanimidad, calma lúcida, distanciamiento y perspectiva objetiva». A pesar de ser mínimas, en La ley es más fuerte Rodríguez Elizondo demuestra la extraordinaria efectividad crítica de las premisas ya discutidas. Allí las usa para analizar e interpretar la significación cultural del encarcelamiento del ex-Director de la DINA, general Manuel Contreras, y de su Jefe de Operaciones, el brigadier Pedro Espinoza, en octubre de 1995. En mayo de ese año la Corte Suprema había confirmado la sentencia de siete y seis años de presidio dictada contra ellos por el Mi-

nistro Adolfo Bañados por su participación en el asesinato en Washington, D.C., de Orlando Letelier del Solar, ex-Ministro del Interior y ex-Ministro de Defensa durante la presidencia de Salvador Allende y ex-embajador de este gobierno ante Estados Unidos. Lo extraordinario del análisis de Rodríguez Elizondo está en que, con los criterios éticos, legales y profesionales indicados propone un diálogo cuerdo con las Fuerzas Armadas para reestablecer una articulación profesional y de derecho con el gobierno democrático. En los argumentos de Rodríguez Elizondo no se encuentran epítetos contra los militares por sus crímenes pasados. En buena medida acepta y respeta las afirmaciones castrenses de que eliminar a Orlando Letelier era una medida de precaución válida para la seguridad del gobierno militar. Pero, a partir de allí, los interpela con calma, sangre fría e ironía pedagógica por la brutal incompetencia con que llevaron a cabo la operación encubierta. Desnuda los increíbles errores de la dirigencia de la DINA en ese operativo, demostrando que tras su ineficiencia había una corrupción tan profunda de la jerarquía militar y una concepción tan irracional de la actividad política que el Comandante en Jefe del Ejército, capitán general Augusto Pinochet, no tenía otra opción que la de respetar la resolución de la Corte Suprema y castigar a un colaborador cercano para preservar el orden constitucional que él mismo creara. Se trata de un procedimiento audaz y riesgoso, de difícil equilibrio por cuanto la mesura del lenguaje necesario para la ocasión no permite que las claves estratégicas sean del todo claras y evidentes. Una lectura descuidada del ensayo podría fácilmente concluir que lo anima un oportunismo tecnocrático amoral. Como lo ilustraron las tribulaciones de FASIC en los primeros años del régimen militar, este tipo de malentendimiento no puede descontarse. No obstante, es posible discernir meridianamente que Rodríguez Elizondo ha invertido los términos predominantes hasta ahora en la representación de lo sublime. La distorsión de las funciones de la conciencia ya no residen en una Izquierda victimizada, que de algún modo debe elaborar las consecuencias de su trauma. La disfuncionalidad está en un Ejército que todavía se ampara en el mito de que los vencedores son los que escriben la historia y, por tanto, no necesitan rendir cuentas por sus actos. Rodríguez Elizondo arguye más o menos subliminalmente que el mantenimiento de un Estado de derecho es cuestión estrictamente profesional, para lo cual se necesita una cuota apropiada de competencia. En la medida en que el Ejército no ha podido desarrollar ese profesionalismo, sus representantes no son interlocutores válidos en las negociaciones intraestatales. Por tanto, ponen en peligro

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la seguridad nacional. Para los efectos de este trabajo, indirectamente Rodríguez Elizondo cancela totalmente la vigencia de la sensibilidad sublime para el entendimiento del Chile de esta etapa de la transición a la democracia. Indirectamente apunta a que la Izquierda ya cuenta con políticos y servidores públicos óptimamente preparados para lidiar en la esfera pública sin las psicosis del pasado cercano. Dentro de los parámetros teóricos que rigen este trabajo, en términos latos se podría entender el trabajo de Rodríguez Elizondo como el análisis e interpretación de una función / espectáculo cultural en cuanto son instituciones del Estado las que organizan y desarrollan la teatralidad de los sucesos. En la exposición que sigue amplificaré los datos aportados por el autor de acuerdo con el espíritu crítico-profesional de sus argumentos, para que así coincidan más estrechamente con mi estrategia de estudio antropológico. Espero que de este modo se trasluzcan con mayor claridad las intenciones en juego. Para esta amplificación he complementado el ensayo de Rodríguez Elizondo con los libros Crimen con castigo (Santiago de Chile: Ediciones B; La Nación, 1996), también sobre el mismo incidente, de los periodistas Alejandra Matus Acuña y Francisco Javier Artaza; y Contreras. Historia de un intocable (Santiago de Chile: Editorial Grijalbo, 1995), del periodista Manuel Salazar. En julio de 1976 el Jefe de Operaciones de la DINA, coronel Pedro Espinoza Bravo, puso en movimiento el operativo para asesinar en Washington, D.C., a Orlando Letelier del Solar. La misión fue confiada a dos agentes: Armando Fernández Larios, teniente de infantería del Ejército de 26 años, quien se había distinguido en el ataque contra la Moneda el 11 de septiembre de 1973; Michael Townley, ciudadano norteamericano a contrata de la DINA, miembro de Patria y Libertad, grupo de extrema derecha que inició una lucha armada contra el gobierno de la Unidad Popular. En la parte preliminar del operativo, los dos agentes fueron enviados a Paraguay con pasaportes falsos para obtener otros dos pasaportes falsos de la Dirección de Inteligencia de ese país. Con los documentos paraguayos esperaban conseguir las visas necesarias para viajar a Estados Unidos. Fernández fue encargado de la fase primera de la misión, observar la rutina diaria de la familia de Orlando Letelier para luego decidir el lugar del atentado. Lo acompañó una agente con el nombre de «Liliana Walker», ante la posibilidad de que pudiera enredar a Orlando Letelier con sus generosos atributos físicos. Townley sería el responsable del asesinato mismo, con el apoyo de miembros del Movimiento Cubano

Nacionalista (MCN), grupo anticastrista. Aunque la jefatura de la DINA favorecía la opción de una muerte causada por sarín, arma de guerra química, ante la insistencia de Townley autorizaron el uso de explosivos como recurso de última instancia que debía ser minuciosamente justificado. Los preparativos señalan carencias de importancia en la organización y capacidad operativa de la DINA. Al comenzar sus funciones en 1974, no habría contado con personal especializado en electrónica o en asesinatos estratégicos. De allí la contratación de Michael Townley, técnico autodidacta que, sin embargo, llegó a tener funciones y responsabilidades equivalentes a las de un mayor de Ejército; de allí también la designación de él y de Fernández para el asesinato. A esto deben agregarse otras tres observaciones. En primer lugar, el comandante de la DINA, coronel Manuel Contreras, parece haber tenido un exceso de confianza en los acuerdos de cooperación entre los servicios de inteligencia del Cono Sur. El los había gestado personalmente con el nombre clave «Operación Cóndor». No es lógico pensar que, sin plena información justificatoria, un servicio de inteligencia se involucre en operaciones de otro servicio que no le sean de vital importancia, especialmente si implican algún daño contra un socio mayor como Estados Unidos. No sorprende, entonces, que un asesor del Presidente Stroessner alertara al embajador norteamericano en Paraguay, George Landau. Esto confirmó sospechas que el embajador ya había tenido al examinar los pasaportes para la concesión de las visas. Landau guardó copias de los documentos y comunicó la situación a sus superiores en Washington, D.C. Más adelante estas copias contribuirían a la identificación de los dos agentes. Por otra parte, la DINA carecía de recursos para operar independientemente en Estados Unidos, de allí que usara los servicios del MCN. Townley ya había transgredido reglas de seguridad al conseguir este apoyo a título personal. También estaba el agravante de que el emisario cubano enviado a Chile para establecer contactos más oficiales había sido arrestado, maltratado y expulsado del país. Por último, debe considerarse la falta de condicionamiento mental de Townley para operativos de asesinato. Esto lo llevó a evitar la cercanía con su objetivo y eligir la eliminación con explosivos sin siquiera explorar la otra opción. Como consecuencia, el 21 de septiembre de 1976, una operación mal preparada, riesgosa en extremo por la imposibilidad de ocultar las manos de la DINA, apareció como acto de arrogante desafío a sus leyes que Estados Unidos no podía tolerar. La literatura existente hace pensar que estas ineficiencias se origina-

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ron en la omnipotencia asumida y proyectada por el coronel Contreras (el «respeto por la vida humana se ve truncado en tiempos de guerra, donde el hombre pasa a tomar el poder de Dios...»). En ello influyeron sus contactos diarios con su superior inmediato, el general Augusto Pinochet, y la plena confianza que éste le había otorgado. Junto con esto, la DINA había recibido personal, recursos materiales y poderes extralegales extraordinarios. Por tanto, el coronel Contreras tenía razones para sintirse autorizado para promover, avalar y proteger conductas ilegales en el cumplimiento de sus órdenes. Con ello creó una mentalidad mafiosa en su personal operativo. No procedieron como soldados responsables ante una tradición de disciplina y ante el reglamento de su institución, sino como grupo privilegiado por un jefe al que se le debía lealtad personal. Sin contrapeso en Chile, el director de la DINA proyectó su omnipotencia a las operaciones en el extranjero, a pesar de voces precautorias de sus asesores más cercanos y de las duras críticas generales de los especialistas en inteligencia militar contra su estilo. Su estilo no podía sino resultar en un quiebre de las responsabilidades jerárquicas en la cadena de mando, una vez que, a partir de marzo de 1978, se intensificó la presión de Estados Unidos ante la Corte Suprema de Chile para que se investigara el asesinato de Orlando Letelier. En la medida en que ningún burócrata tiene asegurada la permanencia en su cargo, una vez que se removiera al coronel Contreras sus subordinados tendrían que responder personalmente por cumplir órdenes ilegales. Esto ocurrió en marzo de 1978, cuando el gobierno militar, presionado por el escándalo internacional, decidió desbandar a la DINA y reemplazarla por la Central Nacional de Inteligencia (CNI). El coronel Contreras fue ascendido a general y por pocos días fue comandante de la CNI, para luego ser destituido por la presión de sus enemigos dentro y fuera de las Fuerzas Armadas. El general Odlanier Mena, enemigo acérrimo de Contreras, asumió la jefatura de la CNI. También en marzo de 1978, Manuel Contreras solicitó su retiro voluntario del Ejército, a dos días de la llegada a Santiago de Eugene Propper, Fiscal encargado de la investigación del asesinato de Letelier y Moffit. Meses más tarde, el 1 de agosto, un Gran Jurado Federal del Distrito de Columbia en Estados Unidos acusó al general Contreras, al brigadier Pedro Espinoza Bravo y al capitán Armando Fernández Larios del asesinato de Orlando Letelier y de Ronnie Moffit. Luego Estados Unidos pidió su extradición. Los tres fueron detenidos. Sin embargo, el juez de primera instancia de la Corte Suprema Israel Bórquez rechazó

la extradición, resolución después confirmada por el pleno de la Corte Suprema. Mientras tanto, los abogados del general Contreras buscaron el sobreseimiento definitivo del proceso. Por unos años la Corte Marcial y la Corte Suprema se convirtieron en espacios de lucha paralela en torno al sobreseimiento. En diciembre de 1980, el juez militar de Santiago sobreseyó definitivamente la causa, lo cual fue confirmado por la Corte Marcial. Sin embargo, la Corte Suprema, a petición de la familia Letelier, la sobreseyó sólo temporalmente. Siete años tardaron en emerger los efectos del quiebre de las responsabilidades jerárquicas causado por Manuel Contreras. En enero de 1987 el mayor Armando Fernández Larios decidió entregarse a la justicia norteamericana. Estaba obsesionado por reivindicar el honor de su familia y la memoria de su padre, manchados por la constante aparición pública de su nombre en el escándalo. Aquejado por una intensa depresión, pidió sin resultados al general Contreras y al Presidente Augusto Pinochet que el Ejército reconociera la jerarquía de mando y se lo liberara de los cargos en su contra por haber cumplido órdenes superiores. No fue castigado por sus protestas. Sin embargo, después del desbande de la DINA, Fernández no fue reasignado a ninguna rama del Ejército aunque se lo ascendió a mayor y se le continuó pagando sueldo. Quedó abandonado a su depresión. Ese mes de enero de 1987, Fernández renunció al Ejército y se entregó a los agentes especialmente enviados por Estados Unidos. Conocidas las deposiciones de Armando Fernández Larios ante una corte del Distrito de Columbia, la familia Letelier pidió repetida e infructuosamente a la justicia militar que reabriera la causa del asesinato. En mayo de 1989 el juez del Segundo Juzgado Militar de Santiago la sobreseyó definitivamente a pesar de que, un mes antes, la Corte Suprema había decidido reabrirla luego de que la prensa diera a conocer la verdadera identidad de «Liliana Walker». Ya instalado el Presidente Patricio Aylwin, en 1990 la causa fue intervenida por el gobierno de la Concertación. La Corte Suprema aceptó su petición de que el proceso fuera reabierto ante la justicia civil como causa por la falsificación de pasaportes, no por el asesinato de Orlando Letelier, y que, como instructor, se nombrara a un ministro de la misma Corte. Fue designado Adolfo Bañados, recién incorporado a la Corte Suprema, uno de los muy escasos jueces cuyas investigaciones habían estado desafiando a la dictadura militar por sus violaciones de Derechos Humanos. Bañados rehusó la petición de la justicia militar para que se declarara incompetente en la causa -durante la dictadura, rutinariamente

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las causas contra personal militar por violaciones de Derechos Humanos eran transferidas a las Fiscalías militares, donde eran prontamente sobreseídas. Más adelante, tanto los abogados del Consejo de Defensa del Estado como los del Ministro Público Militar se sumaron a la causa por falsificación de pasaportes contra Manuel Contreras y Pedro Espinoza. Ambos fueron declarados reos y arrestados. Por presión del Ejército, Contreras quedó confinado en el Hospital Militar de Santiago y Espinoza en el Comando de Telecomunicaciones. Sólo a fines de 1991 recuperaron su libertad bajo fianza. Terminada la investigación, en noviembre de 1992 el ministro Bañados acusó a Manuel Contreras y Pedro Espinoza tanto por la falsificación de pasaportes como por homicidio calificado de Orlando Letelier. La familia de Letelier y otros querellantes se adhirieron a la acusación pidiendo condena perpetua para los inculpados. En noviembre de 1993, el ministro Adolfo Bañados dictó sentencia de siete años de prisión para Contreras como autor intelectual del homicidio y de seis años para Espinoza como coautor. Después de un examen psicosocial, la Comisión de Gendarmería recomendó que no se reemplazara la condena a prisión por una de libertad vigilada. En mayo de 1995 la Corte Suprema ratificó por unanimidad las dos sentencias y el ministro Bañados dictó el cúmplase. Desde antes de su primer arresto en agosto de 1978, el general Manuel Contreras había estado haciendo preparativos de autoprotección. Con el tiempo, sus declaraciones públicas llegaron a configurar una insubordinación contra el Ejército y contra la institucionalidad política y jurídica. La prensa informó que, a fines de abril de 1978, Contreras había hecho un envío por barco de doce maletas con documentos de la DINA para ponerlos a buen recaudo en Europa. En declaraciones a la prensa, comentando sus problemas legales, el general comenzó a enhebrar una línea de argumentación que mantendría a través de los años. En ella siempre ha hecho sutiles amenazas a sus superiores y enemigos: «[Los once meses de su primer arresto habían sido] Una interesante experiencia que lo hace a uno meditar y verificar en la realidad quiénes son los verdaderos amigos que siempre existieron [...] Y también tiempo para arreglar y poner al día el antiguo papeleo y escribir ayudamemorias» (Salazar, p. 161) . Es obvio que estas amenazas dirigen la responsabilidad por su gestión como oficial de inteligencia a los mandos superiores. A partir de esto afirma la tesis de que las tribulaciones a las que se lo ha sometido no están dirigidas contra el individuo Manuel Contreras, sino contra el Ejército como institución: «Yo estuve en comisión en la DINA, comisionado por el Ejército [...] Fui director ejecutivo de la DINA, título

otorgado por el Ejército; la DINA dependía de la Honorable Junta de Gobierno»; «Resulta que en el fallo los señores ministros de la Corte Suprema establecen acusaciones [...] en contra de la DINA. Luego no es un problema personal, es problema institucional»; «... no solamente se ha condenado al general Contreras y al brigadier Espinoza, se hiere al Ejército y se trata de condenar al Ejército porque se busca su destrucción...»(Salazar, Anexo Nº 3). Debe considerarse que esta actitud no sólo rompía con el protocolo implícito de todo servicio de inteligencia militar en cuanto a que los jefes encargados de operaciones encubiertas deben asumir personalmente las consecuencias de sus fracasos sin comprometer a los altos mandos. También significaba una insubordinación ante el Comandante en Jefe del Ejército, capitán general Augusto Pinochet y ante la nueva institucionalidad política que éste había fundado. Aún más, la coincidencia de sus argumentos con la opinión predominante en los círculos castrenses hizo que Manuel Contreras no sólo se sintiera respaldado como para declararse en desacato del Poder Judicial. Además, con las manifestaciones de apoyo que recibía en su fundo «Viejo Roble», de hecho Contreras aparecía como incitador a la insubordinación de militares en servicio activo. Entre sus visitantes se hizo notoria la mayor (R) de Carabineros Ingrid Olderock, quien llegó cargando un gran acordeón e insistió en tocarlo ante Contreras para homenajearlo. A partir del día de noviembre de 1992, en que el ministro Adolfo Bañados lo acusó formalmente del homicidio de Orlando Letelier, Contreras repitió que «Yo no voy a estar ni un solo día en la cárcel»; «Yo acato los fallos que son legales» (Salazar, Anexo Nº 4). Esto generó una crisis institucional que se iría acelerando hasta junio de 1995, cuando finalmente se debía arrestar e internar en prisión a los dos convictos. En mayo de 1995 el gobierno del Presidente Eduardo Frei RuizTagle había formado un equipo de altos funcionarios para orientar el cumplimiento de la orden judicial sin que se produjera una confrontación directa con el Ejército. Se contemplaron cuatro variables: que los guardaespaldas de Contreras se enfrentaran con los detectives encargados de su arresto; que Contreras se refugiara en algún regimiento; que se suicidara; que se internara por tiempo indefinido en un hospital militar alegando deterioro de la salud. Públicamente el gobierno insistió en la naturaleza judicial de la situación, de su obligación de cumplir con las normas del Estado de derecho y rehusó toda sugerencia de que se persiguieran objetivos políticos de desprestigio del Ejército. A la vez, el Presidente Frei buscó canales reservados para negociar con los altos

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mandos del Ejército, contactos que más bien confirmaron vívidamente la animosidad militar y su decisión de ir a una nueva ruptura de la institucionalidad chilena para proteger la unidad y prestigio del Ejército. «Noche del terror» fue el nombre que dieron a este impase los representantes de la Concertación». De allí en adelante se dio un complicado juego de simbolismos ceremoniales, obviamente orquestado, que daría una espita de expresión al pundonor de los militares a la vez que, objetivamente, se cumplía con el proceso legal. Es evidente que el general Augusto Pinochet, tras las bambalinas, había dado su anuencia a este ceremonial y continuó supervisándolo tanto para deshacerse de un oficial insubordinado como para respetar el sentimiento del personal militar sin aparecer cediendo ante el gobierno. Esta teatralidad estuvo coordinada con el despliegue de un gran número de enlaces y un enorme tráfico de comunicaciones entre el Ministerio de Justicia, el Ministerio de Defensa, el Poder Ejecutivo y la Comandancia del Ejército. El hecho es que la madrugada anterior a la llegada de los detectives encargados de su arresto, el 10 de junio una escolta de Boinas Negras fuertemente armada fue a buscar a Contreras en su fundo «Viejo Roble» para trasladarlo al Regimiento de Infantería Nº 12 Sangra. El operativo fue dirigido en el terreno por el brigadier general Sergio Candia, comandante en jefe de la IV División del Ejército con cuarteles en Valdivia. Sin embargo, al atardecer del día siguiente la escolta devolvió a Contreras a su fundo, cumpliéndose con la exigencia del gobierno de que saliera del recinto militar. ¿Es que se había neutralizado una insubordinación de la IV División? La incertidumbre aumentó cuando, en la madrugada del 13 de junio, otro operativo, también al mando del general Sergio Candia, eludió la vigilancia de la policía de Investigaciones y de los reporteros de prensa y televisión para conducir a Contreras al Regimiento de Ingenieros Nº 4 Arauco. Luego el operativo nuevamente engañó a los observadores. Condujo a un aeropuerto a una persona parecida a Contreras que se embarcó en el jet de la Comandancia en Jefe del Ejército, presumiblemente en dirección a Santiago. En realidad Contreras había abordado un helicóptero en el Regimiento Arauco para volar a Talcahuano e internarse en el Hospital Naval. Este acto fue justificado con una presunta indisposición del general durante el vuelo. A la vez sus abogados trataban de postergar el traslado a prisión presentando uno tras otro innumerables recursos de protección ante la Corte Suprema. Todos fueron rechazados, pero Contreras ganó tiempo operándose de una hernia paracolostémica. 265

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Ya recuperado, el Ejército intervino para exigir que Contreras fuera internado en un recinto militar o, en su defecto, en una prisión de la

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policía de Carabineros. No se aceptaría la prisión de Punta Peuco, recinto de gran confort, especialmente construido por el Servicio de Gendarmería para recibir a los dos militares convictos. Los representantes del gobierno solucionaron la disputa con una lata interpretación del reglamento de Gendarmería que permitiría destacar soldados del Ejército en la prisión en comisión de servicio, aunque manteniéndose la administración oficial del recinto en manos de Gendarmería. Mientras tanto, Contreras reinició la guerrilla de recursos de protección. Finalmente, luego de negociaciones del gobierno con la Comandancia en Jefe del Ejército, el 19 de octubre Contreras accedió a terminar con su táctica dilatoria. Abandonó el Hospital Naval y aceptó su reclusión luego de una entrevista con un general enviado por el Ejército para garantizarle seguridad y bienestar personal en la prisión de Punta Peuco. Pocos días antes de este tráfico el general Augusto Pinochet había viajado al extranjero, hecho que fue interpretado como señal de acuerdo con el traslado de Contreras a prisión. Todo quedaba despejado: por una parte se había respetado y cumplido con el orden legal creado por el Comandante en Jefe del Ejército, pero a la vez éste había permitido que sus subordinados salvaguardaran el orgullo institucional controlando todas las etapas del traslado de Contreras a prisión. Farsa es el nombre que se da a este tipo de espectacularidad en la tradición teatral. El género farsa fundamenta la acción dramática en un acuerdo para aceptar reglas altamente arbitrarias e, incluso, ilógicas tanto para la representación de la realidad sobre el escenario como para la recepción del espectáculo por los espectadores. La arbitrariedad de las premisas es tanta que, para mantener la ilusión teatral, los actores deben jugar sus personajes con gestos y acciones caricaturescas que deben repetirse y acelerarse en un enloquecido juego de entradas y salidas de escena. En su ensayo La ley es más fuerte, Rodríguez Elizondo interpreta este ceremonial farcesco como síntoma de la irracionalidad y la patología de una ética militar. Indica que se trata de la «mutación» de un Ejército que busca transformarse en casta militar, puesto que ha hecho «una virtud del enclaustramiento, del endogrupo y de la endogamia, tras haber gastado tantos esfuerzos en construirse un mundo cerrado, integrando sus bases y cuarteles con hospitales, residencias, centros sociales, centros deportivos, universidades y panteones militares» (p. 118). Este Ejercito estaría por descartar la función normal de todo ejército en la época moderna, la de «ciudadanos en armas, ajenos a y por sobre los

agrupamientos políticos» (p. 92), de garantizadores de la supervivencia nacional. Esta mutación se hace probable porque, en su encierro, el Ejército vive la utopía «épica», «narcisista», de «una victoria total», «un culto a los héroes» inmovilista, resistente al cambio, mítico, por tanto, que «permite visualizar [...] el deseo militar de un reconocimiento unánime a su gestión política de 1973-1990, con olvido de todos los puntos negros e inamovilidad de todas las estructuras que levantaron para reinstitucionalizar el país. Algo así como ‘no nos toquen ni rectifiquen nada, porque arruinarían la perfección’» (p. 96). Insisten en que sólo los vencedores tienen el derecho a escribir la Historia, «aplican interna y externamente su sicología de ejército invicto: los vencedores jamás se equivocan. Algo que les viene, oscuramente, desde el superhombre nietzschiano, con su moral del dominador y del fuerte. Distinta, por tanto, a la moral de la compasión, de la piedad, de la dulzura ‘femenina’ y cristiana» (p. 107). Rodríguez Elizondo podría haber hablado de una inmadurez infantil para describir esas rabietas. Sin embargo, más bien lo preocupa la psicosis de omnipotencia que distorsiona el cumplimiento de las tareas profesionales del Ejército: «La historia militar comparada enseña , entonces, que la egolatría de los jefes es funcional a su incompetencia, con el consiguiente perjuicio para su Fuerza y para su sociedad» (p. 66). Para Rodríguez Elizondo el asesinato de Orlando Letelier es el hito más revelador de esa neurosis, puesto que los únicos agentes que podían llevarlo a cabo eran los más incompetentes. Al hacerlo mostraron estar del todo alienados de los protocolos de aceptación del fracaso, la premisa más elemental e indispensable para siquiera comenzar a pensar en la realización de operaciones encubiertas de riesgo supremo: «Porque, por su propia índole, la misión terrorista dispuesta por la DINA era una operación antiética e inmoral ab initio; en pugna con la ética individual y con la ética institucional, para quienes creen posible tal tipo de dicotomías. Por lo mismo, no podía tener autores o ejecutores con conciencia de servir a la patria, aun a costa de su honra» (p. 58) Aunque Rodríguez Elizondo nunca abandona su tono profesional, es imposible desconocer la imagen subliminal que realmente esboza -la de militares convertidos en ralea irracional y mafiosa que olvidó su función profesional, obsesionada por la protección de su identidad de casta. En un momento de pesimismo, Rodríguez Elizondo se lamenta: «Desgraciadamente, la razón no está despierta [...] su sueño produce monstruos tan goyescos como la amenaza de golpes militares sin causa o la mutación de las Fuerzas Armadas»(p. 29). Sólo esta monstruosidad goyesca podría explicar por qué los militares han perdido uno de

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los atributos más característicos de la especie humana, su capacidad lingüística, la capacidad de mantener y dar continuidad a la civilización usando el lenguaje para el diálogo y la negociación política: «habituados a ejercer el poder político por demasiado tiempo, orgullosos de la ‘misión cumplida’, leales con la memoria de sus caídos, íntimos conocedores de sus ‘excesos’, desgarrados entre sus reflejos profesionales y su sentido corporativo, entrampados en un solidarismo poco doctrinario, han terminado emitiendo señales incomprensibles. Antagónicas con su función primaria, tan imprescindible como conocida. Paradójicas, en relación con los principios proclamados en 1974, según los cuales la unidad nacional era ‘su objetivo más deseado’» (pp. 116-117). Casi como para sugerir que, después de todo, el diálogo es posible entre seres racionales, Rodríguez Elizondo hace una demostración de ecuanimidad al tratar de valorar la cordura de algunos miembros de las Fuerzas Armadas. Pondera la actitud del Comandante en Jefe de la Fuerza Aérea, general Ramón Vega, quien, cercano al momento de pasar a retiro, sugirió que se hiciera un referendum nacional para zanjar el conflicto. También pondera al almirante Jorge Martínez Busch quien no «es de aquellos que cultivan los rencores del pasado, diciendo que esos muertos, bien muertos están o estableciendo una competencia entre víctimas propias y ajenas: Para él eso es ‘una visión poco caritativa, cruel [...] no es una visión integradora de la nación chilena’» (p. 108). En cuanto al general Augusto Pinochet, cita sus mejores momentos, las declaraciones públicas en que se disocia del caso de Manuel Contreras para afirmar que se seguirían los procedimientos establecidos por la ley. Sin embargo, a Rodríguez Elizondo le es finalmente imposible recuperar de la farsa la ambigüedad de su conducta en los segmentos finales del viaje de Manuel Contreras a la cárcel. El general Pinochet se había puesto cazurro para sacar ventajas de todas partes; conscientemente eligió un «equilibrio inestable, según el cual la ley se cumple, pero las Fuerzas de aire, mar y tierra pueden realizar operativos ‘chiquititos’ para suspender su cumplimiento» (p. 80). A pesar de todo, Rodríguez Elizondo piensa que hay interlocutores razonables en el Ejército y señala al general (r) Ernesto Videla. En una conferencia sobre «El Encuentro Civil Militar» que diera en la Universidad Finis Terrae, éste había mostrado una imagen de racionalidad profesional captada en el periódico La Segunda del 14 de julio de 1993. Allí el general Videla había replanteado un tema que se venía arrastrando por lo menos desde la administración del Presidente Eduardo Frei Montalva (1964-1970), el imperativo no solucionado por la instituciona-

lidad chilena de una estrecha relación entre las políticas de desarrollo socio-económico y las de la defensa nacional, junto con la integración de las Fuerzas Armadas en su diseño. Según el general Videla, el gobierno de la Concertación había hecho suyo el modelo económico neoliberal impuesto por los militares, pero no se había pronunciado en cuanto a defensa nacional. A la continuidad de este tipo de desencuentro atribuía el origen de todo pronunciamiento militar pasado y futuro, puesto que las crisis sociales originadas por ese vacío involucraban a las Fuerzas Armadas en la política y las alejaban de su oficio. Como prueba de esto, Videla arguía que, en las décadas recientes, las Fuerzas Armadas habían «completado más de una generación enfrentados a momentos muy complejos de la vida nacional, pagando un significativo costo profesional [...] en desmedro de su preparación estrictamente profesional orientada a la disuasión externa» (p. 88). En particular, la crisis de 1973 los había llevado a «gobernar y hacer frente, al mismo tiempo, a una guerra subversiva interna y al peligro de una guerra vecinal» (p. 88) con Perú y Argentina. Este descuido profesional habría llevado a incompetencias como las de Fernández Larios y Townley, «formar cuadros aceleradamente» para actuar en situaciones «muy alejadas de la motivación profesional» (p. 88). Sería fácil desmontar estos argumentos. Su aspecto más vulnerable está en que el general Videla parece dotar a las Fuerzas Armadas chilenas de una independencia que desconoce los compromisos que asumieron en la defensa del «Mundo Occidental y Cristiano» durante la Guerra Fría. En sus Memorias (43 ) aparecidas en 1985, el general Carlos Prats revelaba que -a raíz de la Revolución Cubana- desde comienzos de la década de 1960 el Ejército de Chile había reorientado su función clásica -garantizar las fronteras nacionales de un ataque exterior- para dedicarse a la guerra interna, antisubversiva, contra sus conciudadanos. Sin embargo, Rodríguez Elizondo prefiere no polemizar al respecto. En los argumentos del general Videla, Rodríguez Elizondo hurga para valorar un profesionalismo que podría rescatar las relaciones cívicomilitares del irracionalismo predominante y sin desviarse de la cuestión central -la cooperación para complementar las políticas de desarrollo socio-económico y de defensa nacional. Esto coincidía con dos proposiciones de Rodríguez Elizondo: lo absurdo de dar un rango desmesurado a la situación de Manuel Contreras «como si los militares creyeran que la Historia juzgará al Ejército sólo a partir de este episodio...» (p. 71); lo improductivo y distorsionador de polemizar como si tratara crasamente de una polaridad entre civiles revanchistas aferrados al deseo de una

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«justicia absoluta» y militares obsesionados por eternizar el prestigio de su «victoria total» contra el comunismo. De mucho mayor importancia es, sin embargo, la manera eufemística con que Rodríguez Elizondo desliza una alternativa práctica a una propuesta ética y ritual que la Iglesia Católica ha venido repitiendo a través de los años -en aras de la reconciliación nacional, los militares chilenos deberían tener la entereza moral de reconocer públicamente los errores cometidos durante la dictadura, como lo hiciera el Comandante en Jefe del Ejército Argentino, general Martín Balza, el 26 de abril de 1995. Según la Iglesia, esto crearía las condiciones espirituales para que finalmente se pueda hacer un rito nacional de duelo colectivo. Como ocurre en las familias, éste pondría en una perspectiva más sana el sufrimiento causado por la muerte, a sabiendas de que se ha dejado atrás un ciclo vital para pasar a enfrentar otros en el futuro. Obviamente, considerándose vencedoras de una guerra, las Fuerzas Armadas siempre se han negado. En la alternativa de Rodrígez Elizondo, la responsabilidad profesional de los militares debería reemplazar el ritualismo católico. La idea se basa en el imperativo de todo servicio de inteligencia de analizar y aprender de sus errores. Rodríguez Elizondo pregunta «si los militares chilenos ya se han formulado, al menos como hipótesis de trabajo» la incompetencia mostrada en el operativo de asesinato de Orlando Letelier. Lo califica como una serie de «errores aberrantes» ejecutados «en virtud de un cálculo inverificable», con el prurito ostentoso de dar «ejemplo a los propios Estados Unidos» de «liderazgo mundial en la guerra contra el comunismo», ignorando «el impacto para el potencial económico del país que podía implicar la prohibición de futuros financiamientos y garantías respecto a proyectos norteamericanos en Chile, por parte del Eximbank y de la Overseas Private Investment Corporation (OPIC)», subestimando «el deterioro para el potencial defensivo que podía significar la suspensión de créditos y abastecimientos militares, o la suspensión de los ejercicios navales interamericanos UNITAS» (pp. 72-72). La incompetencia de la DINA hizo extremadamente vulnerable la situación geopolítica de Chile porque, «enfrentaba, desde 1974, la posibilidad de que se materializara su peor hipótesis de conflicto: la de una guerra en tres frentes simultáneos [contra Argentina, Perú y Bolivia], en condiciones de aislamiento internacional y de debilidad interna» (p. 54). Este recuento termina con una pregunta: «¿Qué medidas se han adoptado o se están adoptando para que errores como los mencionados se categoricen, internalicen y estudien, con el fin de prevenir la comi-

sión de errores similares en el futuro?» (pp. 72-73). A primera vista se podría decir que la pregunta es más bien inútil, retórica. Evidencia de que hubo un análisis de esos «errores aberrantes» fue la disolución de la DINA, organismo de aniquilamiento de la oposición, y su reemplazo por la CNI, organismo más bien de índole técnica. Sin embargo, puede colegirse que lo retórico de la pregunta realmente sirve como gambito para hacer una proposición tácita, hacer público un informe técnico sobre los «errores aberrantes» sería una solución más realista para llenar el vacío ético en que la Iglesia Católica ha querido instalar un acto teatral de arrepentimiento: «Naturalmente no se piden autocríticas rituales ni golpes de pecho en público. Simplemente, se plantea que es imposible superar los errores que no se reconocen y que en la profesión militar, como en cualquier otra, el análisis de los errores del pasado es fundamental para cosechar éxitos en el futuro. Con la importante diferencia de que, en el caso de los militares, cualquier déficit en el análisis termina afectando la sociedad en pleno» (p. 72). Aún más, para Rodríguez Elizondo la misma discusión técnica sobre la seguridad nacional e, implícitamente, la conducción de un aparato de inteligencia nacional ofrece la oportunidad de un acercamiento, puesto que la «misma necesidad de erradicar el clima de enfrentamiento malsano hace aconsejable potenciar el más amplio, alturado y difundido debate intelectual. Lo que va corrido de la transición democrática ya ha producido los cuadros profesionales y/o académicos, civiles y militares, capaces de asumirlo» (p. 97). Los argumentos de José Rodríguez Elizondo transparentan una postura existencial similar a la de Gerardo Escobar, el personaje de La muerte y la doncella. Aunque él mismo fue afectado por la represión de la dictadura, Rodríguez Elizondo, apoyado en su racionalidad profesional interpela al Ejército para que recupere su cordura profesional y, apoyándose en ella, contribuya a la reconciliación nacional. Hay momentos en que sus palabras hacen eco de las que Escobar usa para apaciguar a su esposa: «El deber de los civiles, en esta coyuntura, es ayudarlos a superar el mal momento, conteniendo las ironías, extremando la prudencia, enfatizando que nadie trata de humillarlos, honrando las víctimas militares, evitando cualquier asomo de confusión entre justicia y venganza, aceptando su legítimo interés por participar en el desarrollo integral del país y entendiendo que la sola apariencia de una ‘negociación’ sobre el fallo judicial sería desdorosa para todos» (p. 117). Del mismo modo como Escobar pierde el alma de su esposa y sacrifica su hombría rehusando la oportunidad inmediata de vengarse,

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Rodríguez Elizondo valora el «estoicismo» con que la Izquierda de la Concertación acepta los asesinatos de sus militantes como el precio que hay que pagar para pacificar a Chile y fortalecer el Estado de Derecho. Hace referencia ejemplar a Juan Pablo Letelier, hijo de Orlando, como encarnación del principio político con que la Concertación ha dirigido sus relaciones con los militares: que «las autoridades civiles han reconocido que no existe responsabilidad castrense institucional, en el caso Letelier» (p. 106). Cita a Juan Bustos , «conspicuo militante socialista con diecisiete años de exilio» (p. 81), profesor de Derecho Penal y abogado de la familia Letelier que «categóricamente» ha declarado en público que «en el expediente no existe ninguna evidencia que comprometa al general Pinochet» (p. 80-81). Sin embargo, a diferencia de Escobar, Rodríguez Elizondo espera reciprocidad para con los civiles en el poder: «Si los militares velan por su honor, con sus armas y con justo celo, también deben respetar el de quienes, pese a estar inermes, tienen la dignidad y los poderes políticos que el país les concedió»(p. 119). Según su entendimiento de la lógica de los sucesos, Rodríguez Elizondo sugiere que el Ejército representado por las maniobras de su Comandante en Jefe, el general Augusto Pinochet- finalmente no tenía otra opción que la de sacrificar al general Manuel Contreras, a riesgo de cometer la irracional destrucción del orden constitucional creado por las mismas Fuerzas Armadas: «De ahí que optara por apoyar [a Contreras] sólo moralmente, dejando en claro que éste no podía aspirar a que [Pinochet] liderara un nuevo golpe para solucionarle ‘un problema personal’ [...] En buenas cuentas, el comandante en Jefe apelaba a apurar, con estoicismo, el amargo trago de la condena. El establishment castrense debía resignarse a contabilizar una pérdida» (p. 36). Rodríguez Elizondo da el nombre de «ejercicio general de virtudes estratégicas» a este intercambio de sacrificios: «Entre aquellas, el amor a la patria, para abordar las mutuas recriminaciones con sentido de futuro; la contención, para no amenazar a los desarmados; la franqueza, para no soslayar los problemas reales; el orden, para jerarquizar los problemas evitando mezclas espúrias, y el estoicismo, para entender que así como los civiles renunciaron a una justicia absoluta, los militares deben renunciar a una victoria total» (p. 102). El «ejercicio general de virtudes estratégicas» es una demostración de ese realismo político inevitable llamado mala fe, en nombre del imperativo superior de la convivencia nacional, Chile exige «que civiles y militares aprovechen esta crisis para superar el bajo nivel de sus re-

laciones» (p. 120). Negociados los términos en que se afianza la mala fe, luego ocurre otro hecho inevitable -la construcción de un monumento: «Cuando ello suceda, el caso Letelier será ya no un símbolo de rencores del pasado, sino el hito fundacional de una democracia consolidada, con civiles y militares compenetrados de sus roles respectivos, en un sistema en el cual los vasos comunicantes han reemplazado a los compartimentos estancos [...] Entonces podrá decirse que, definitivamente, en Chile la ley es más fuerte porque sus civiles y sus militares se conocen y comprenden» (pp. 120-121).

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Al iniciar este trabajo ofrecí una definición preliminar del concepto de «actividad política cultural» para la promoción de los Derechos Humanos, según se la asume en estos argumentos. La definía «como los esfuerzos individuales, hechos primordialmente desde la esfera privada, desde la base social, la Sociedad Civil, con independencia del Estado, para encontrar las temáticas apropiadas, los fundamentos filosóficos y los canales de comunicación adecuados para universalizar una conciencia crítica en torno a la situación de los Derechos Humanos en una nación». En este caso, la relación entre política cultural y «conciencia crítica» es específica: está en la búsqueda de un entendimiento de la función de los sistemas simbólicos que configuran una identidad nacional en la promoción del Estado de Derecho y del Derecho Internacional de Derechos Humanos. En el examen crítico de esa acumulación simbólica está el término «memoria histórica» (el título general de este trabajo es Política cultural de la memoria histórica). «Universalizar» implica contribuir a la diseminación de los elementos críticos necesarios para interpelar a la Sociedad Política y al Estado en cuanto a la forma en que proceden en lo simbólico para garantizar la implementación, protección, promoción y perfeccionamiento de los Derechos Humanos. A manera de conclusión de este trabajo, de aquí en adelante me explayo en las implicaciones de esta definición. Con esta definición instalo mi propuesta en la tradición democrática del parlamentarismo liberal. En otras palabras, la actividad política que visualizo es parte de una estructura social en que las prácticas y rutinas de la cotidianeidad íntima y privada -la Sociedad Civil- se conectan con las funciones legislativas, judiciales, ejecutivas, disciplinarias y defensivas del Estado nacional a través del cuerpo de instituciones intermediarias de la Sociedad Política -partidos políticos, sindicatos de trabajadores, gremios profesionales, grupos de presión legales, medios de comunicación masiva, iglesias. También implícita en esa definición está la premisa de que el origen del poder político -la soberanía- reside en la Sociedad Civil. Esta la delega en castas de políticos profesionales que gobiernan en su nombre, ocupando, respetando y aplicando las normas y funciones para la conducción de la cosa pública, según lo estipula una Constitución y el Derecho Internacional de Derechos Humanos.

Apelar al parlamentarismo liberal tiene la virtud de revelar la naturaleza paradójica del Estado frente al Derecho Internacional de Derechos Humanos. Me refiero al hecho de que, por una parte, el Estado es potencialmente -y de hecho lo es con demasiada frecuencia- el mayor violador de Derechos Humanos mientras que, por otra, es la única institución de quien se puede exigir la reivindicación de los derechos violados. Por analogía, esto se hace patente con el sistema de «limitaciones y equilibrios» de la tradición liberal. Según este, hay una sospecha del todo realista de que los intereses en juego en la Sociedad Civil afectan las negociaciones de la Sociedad Política y del Estado con una fuerte tendencia a concentrar el poder y sus beneficios en unos, en perjuicio de otros. Por tanto, para impedir la tiranía, los poderes del Estado y de las instituciones de la Sociedad Política deben ser sometidos a un juego competitivo, prescrito por la Constitución, que agota las energías, tiempo y recursos de los contendientes y los fuerza a transacciones que por último equilibran los términos en disputa, impiden una extrema concentración de poder y, por tanto, preservan la institucionalidad democrática. La noción de «limitaciones y equilibrios» señala la inconveniencia de que la crítica cultural de la política de Derechos Humanos resida especialmente en el Estado. Por «razones de Estado», éste tiende a restringir en mayor o menor grado el conocimiento y discusión pública de su política de Derechos Humanos. Esto fue válido tanto para la dictadura militar como hoy lo es para los gobiernos de la Concertación. Dada su estrategia de dominación mediante el terrorismo, el régimen militar orientó sus operaciones psicológicas a expulsar de la esfera pública el conocimiento de su terrorismo y a circunscribirlo estrictamente a la intimidad y privacidad de las víctimas. En términos muy sucintos, el sentido de la lucha de las organizaciones de Derechos Humanos en Chile fue el de revertir estos términos. Por su parte, en el esfuerzo por evitar confrontaciones con las Fuerzas Armadas, los gobiernos de la Concertación han limitado drásticamente el conocimiento de las violaciones de Derechos Humanos (la identidad de los perpetradores, por ejemplo), los canales para el debate y el debate nacional mismo sobre los Derechos Humanos. Según palabras del Presidente Patricio Aylwin, «en este necesario ejercicio de justicia [es preciso] evitar los riesgos de revivir otros tiempos, de reeditar las querellas del pasado, y de engolfarnos indefinidamente en pesquisas, recriminaciones y cazas de brujas que nos desvíen de nuestros deberes con el porvenir. Considero mi deber evitar que el tiempo se nos vaya de entre las manos mirando el pasado. La salud espiritual de Chile nos exige encontrar fórmulas para cumplir en plazo razonable estas tareas

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de saneamiento moral, de modo que más temprano que tarde llegue el momento en que, reconciliados todos, miremos con confianza hacia el futuro y aunemos esfuerzos en la tarea que la patria demanda» (44). Esta preocupación del Presidente Aylwin se trasluce en las propuestas de reparación contenidas en la Cuarta Parte del Informe Rettig. Notoriamente, la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación buscó reducir la participación de la Sociedad Civil y concentrarla, por lo menos durante un período, en manos de la administración estatal. Indudablemente, esto es acertado en lo que se refiere a reformas de carácter legal y administrativas, de bienestar social y del sistema de educación. En estas áreas el control del Estado es, y quizás deba ser, casi total. Sin embargo, este centralismo es cuestionable en lo que respecta a la producción simbólica y a la crítica cultural de esta producción. Es de especial relevancia recordar que, en la introducción a este trabajo, sugería que la influencia intelectual de José Zalaquett en la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación, había desviado la cuestión de la justicia efectiva al plano de las reparaciones simbólicas. ¿Qué tipo de producción simbólica conmemorativa favorece, entonces, la Comisión? Antes de sacar conclusiones, examinemos algunos pasajes pertinentes de la Cuarta Parte: Erigir un monumento recordatorio que individualice a todas las víctimas de derechos humanos y a los caídos de uno y otro lado; Construir un parque público en memoria de las víctimas y caídos, que sirva de lugar de conmemoración y enseñanza, a la vez que de recreación y de lugar de reafirmación de una cultura por la vida; Dar el realce que se merece el recientemente creado «Día Nacional de los Derechos Humanos»: que cada 10 de diciembre se pueda conmemorar en todo el país, con actos públicos, ceremonias en las escuelas y otros gestos tendientes a la reparación simbólica; Organizar campañas, actos culturales y otros, de modo de ir creando un clima de reconciliación nacional (p. 825). Sobre la forma de llevar a la práctica estas sugerencias y otras que puedan emerger, esta Comisión tan sólo podría proponer a la autoridad que convoque a los sectores sociales más representativos para crear proyectos con un claro sentido artístico y de reparación social. De manera muy especial, queremos que sean invitados los trabajadores del arte y de la cultura para que hagan su aporte. c) Se anhela que estas expresiones sean consensuales y que no 279

constituyan un signo de división que enaltece a unos y denigra a otros; por el contrario, ellas podrían contribuir a una mayor unidad e integración social (p. 825). La verdadera causa de la violación de los derechos humanos fue, según se dijo al comienzo de la introducción, la insuficiencia de una cultura nacional de respeto a estos derechos. Será necesario, por ello, incluir en nuestra cultura nacional el concepto de respeto y adhesión irrestrictos a los derechos humanos y al régimen democrático como el único sistema político que salvaguarda efectivamente estos derechos. Por lo tanto, la introducción del tema de los derechos humanos y del respeto de la dignidad de toda persona en la educación formal y la adopción de medidas simbólicas tendientes a promover estos valores, nos parecen pasos esenciales e impostergables para alcanzar el objetivo propuesto (pp. 838-839). En la enseñanza del tema de los derechos humanos debe prescindirse de apreciaciones políticas e históricas subjetivas (p. 853). ... atendiendo a la educación como una relación dinámica que posibilita el desarrollo y el perfeccionamiento de las cualidades humanas, apreciamos que la enseñanza de los derechos humanos consiste en la formación de actitudes de respeto y tolerancia directamente vinculadas a ellos. Sin embargo, el área de formación de actitudes y valores no puede quedar reducida tan sólo al despliegue de un sentimiento positivo frente a los derechos humanos. Es esto y mucho más. Es la elaboración de un proyecto coherente de vida en que los derechos humanos articulan una suerte de aspiración ideal que emerge desde una posición crítica frente a la realidad y se plantea las contradicciones que los contextos sociales y políticos les confieren al cumplimiento y vigencia de esos derechos. Es no contentarse con respetar uno mismo los derechos humanos, sino asumir un papel activo en la denuncia y defensa de éstos, aun cuando quien lo haga no esté directamente afectado por una determinada violación (p. 863). Los pasajes hacen evidente la preocupación de que el Estado controle la producción simbólica relacionada con la reparación; esto a pesar de que, a través de la Cuarta Parte, en verdad se usan frases que parecieran conceder a la Sociedad Civil parte importante de la iniciativa en la reflexión y acción pertinente: 280

... la reparación ha de convocar a toda la sociedad chilena (p. 823).

Las citas también apuntan a una contradicción de criterios, situación frecuente en comités formados por gran número de miembros que deben dirigirse en corto tiempo a una gran cantidad de objetivos. Son evidentes, por una parte, los deseos de restringir un espíritu crítico que pueda llevar a disensiones que recuerden «el pasado». Por otra, en sentido absolutamente contrario, está el deseo de llevar a los educandos a un pensamiento crítico de la tradición histórica. El primer criterio se demuestra en el listado que privilegia los monumentos de la mala fe. Se hace notorio allí que se busca un «arte por encargo», financiado con fondos estatales o con la contribución de grandes empresas. Es difícil que individuos privados puedan financiar y mantener grandes monumentos y parques nacionales. Indirectamente esto señala que el destinatario principal de esta producción artística es la cultura oficial, proveyéndole los espacios sacralizados para que teatralice sus rituales de exhibición de poder. A la vez las palabras de la Comisión demuestran una conciencia de que esta producción puede convertirse en magneto de cooptación de voces potencialmente disidentes puesto que las competiciones tienen la capacidad para forzar a los artistas a aceptar reglas de juego depuradas de espíritu crítico. Es fácil presumir que el arte resultante de estas competiciones será altamente tópico; es decir, su temática se restringirá estrictamente a la representación solicitada por la autoridad. Este criterio «de encargo» choca con la otra expectativa de la

Comisión, la esperanza de que la educación en Derechos Humanos resulte en «proyectos de vida coherentes» que «articulan una suerte de aspiración ideal que emerge desde una posición crítica ante la realidad y se plantea las contradicciones que los contextos sociales y políticos les confieren al cumplimiento y vigencia de esos derechos». Se trata de una excelente definición de «espíritu crítico» o de «crítica cultural». Requiere la subjetivación de criterios flexibles de análisis e interpretación de la vida cotidiana que no cuadran con el criterio restrictivo de que «en la enseñanza del tema de los derechos humanos debe prescindirse de apreciaciones políticas e históricas subjetivas». ¿Qué diferencia o criterios objetivos de diferenciación hay entre «espíritu crítico» y «prescindir de apreciaciones políticas e históricas subjetivas»? En resumen, estas observaciones apuntan a la necesidad de una «política cultural de la memoria histórica» independiente del Estado, que surja de la Sociedad Civil, que cuestione la mala fe necesariamente acumulada en la construcción simbólica de la nacionalidad, a la vez que permita que el Estado siga cultivando su política sin los impedimentos internos que atestiguamos en el Informe Rettig. Esta división de funciones se hace urgente si se considera el diagnóstico de que la «verdadera causa de la violación de los derechos humanos fue [...] la insuficiencia de una cultura nacional de respeto a estos derechos». La Comisión tampoco desarrolla un pensamiento al respecto. No obstante, si aceptamos que una cultura nacional se funda en las narraciones interpretativas de los episodios históricos cruciales que la constituyeron y en los mitos étnicos que estas narraciones han generado, es inevitable que la rectificación de una cultura nacional irrespetuosa de los Derechos Humanos resulte en una evaluación crítica de la totalidad de la narrativa de identidad nacional y étnica. Obviamente, en lo operativo, «evaluación crítica» significa asumir una posición hermenéutica que determine si esas narrativas, sus conclusiones y sus resultados prácticos en la administración de la sociedad se ajustan a la letra y espíritu del Derecho Internacional de Derechos Humanos en tiempos de paz y de conflicto armado. Aquí se encuentra el criterio de objetividad, puesto que confrontar los resultados de los hechos históricos con la normatividad legal es, bajo todo punto de vista, «prescindir de apreciaciones políticas e históricas subjetivas», por mucho que esa confrontación resulte en debates acalorados. Precisamente son estos debates informados los que hacen que las personas tomen conciencia de las actitudes necesarias para el respeto de los Derechos Humanos. Se trata, entonces, de crear una postura hermenéutica que facilite la

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No es necesario que [todas las iniciativas simbólicas] nazcan en virtud de una ley; por el contrario, lo interesante es que proliferen iniciativas de reparación en cada punto del país y en cada ámbito en que se desenvuelve la vida social. Es de esperar que estos gestos, con su creatividad, vengan a incrementar el patrimonio artístico y moral de toda la nación. Así algún día podremos contar con símbolos de reparación de carácter nacional y otros de carácter regional o local (p. 824). Todos y cada uno de los ciudadanos deben comparecer ante sí mismos y ante los demás, si se quiere encontrar una solución, jamás absoluta, pero al menos progresiva y satisfactoria, a las cuestiones que quedan pendientes (p. 875).

evaluación y debate de las tradiciones nacionales, no que la prohiba. El interés que puedan tener los estudios de Derechos Humanos en las Humanidades radica precisamente en la aplicación de esa hermenéutica en todas las áreas pertinentes. La hermenéutica alentaría ejercicios interdisciplinarios de enorme creatividad en la evaluación de los cánones vigentes en literatura, historia, sociología, polítología, antropología, economía política y estudios militares. Estos estudios se podrían realizar no como disciplinas separadas, sino como un mismo fenómeno con dimensiones diferentes -la construcción y conformación de identidades nacionales y étnicas como entes favorables o desfavorables al imperio del Estado de Derecho y de los Derechos Humanos. Así la problemática de los Derechos Humanos quedaría integrada orgánicamente a los estudios humanísticos, como parte esencial de ellos, no como una materia más, aislada de las otras, como una prótesis agregada para cumplir con directivas administrativas, en que los artículos de la Declaración Universal de Derechos Humanos y sus Pactos Complementarios se aprenden de memoria como las tablas de multiplicar. En última instancia, la Comisión toma el camino más apropiado, abogando preferencialmente por una enseñanza integrada con la experiencia vivida: «Se debe pretender no solamente que los niños y jóvenes sean sabios en los pactos internacionales o declaraciones de derechos humanos, sino, más bien, que desarrollen actitudes de vida que respeten y promuevan esos derechos. Para ello, debe contemplarse la participación del alumno, tomar en cuenta sus experiencias de vida e inducir un acercamiento cognitivo, sensitivo y afectivo que tienda a asumir un compromiso concreto con el tema» (p. 864). Sin embargo, nunca se aclaran las ambigüedades en la contradicción señalada, impase potencialmente lleno de censura intelectual. Tampoco se abandona la intención de que el Estado controle por un tiempo indefinido la iniciativa en la promoción de un universo simbólico nacional para los Derechos Humanos. Hacia el final del Informe Rettig se lee lo siguiente (las cursivas son mías): «Reunido así el pueblo entero, por intermedio de las instituciones de un Estado democrático y la rica gama de sus organizaciones sociales, será más fácil adoptar, en su momento, las determinaciones que el país necesite y que ya un ambiente de mejor convivencia pueda proporcionar» (p. 876). Es ningún lugar del mundo abundan los fondos destinados a la investigación y crítica cultural relacionadas con los Derechos Humanos. Por tanto, es muy posible que la iniciativa desde la Sociedad Civil provenga, como ocurre en este trabajo, de esfuerzos individuales. Precisamente por ser individuales se los podría tachar como otro caso más de omnipotencia

megalomaníaca, entre los muchos que se han revistado en este trabajo y que ineludiblemente caracterizan al movimiento mundial por la defensa de los Derechos Humanos. A primera vista, es megalomaníaco que un individuo evalúe críticamente la tradición simbólica de todo un grupo étnico o de una nación. ¿Qué derecho, qué validación, qué legitimidad existe para cometer esta arrogancia? La respuesta está en el sentido práctico que se reconoce a la normatividad internacional de los Derechos Humanos proclamada y cautelada por las Naciones Unidas y por el Comité Internacional de la Cruz Roja. Por una parte, se le otorga la calidad de criterio mínimo para la evaluación y juicio de las políticas de Derechos Humanos en lo internacional, lo público y lo privado. Además, son normas consideradas derecho consuetudinario, es decir, válidas en todas partes del mundo, con preeminencia sobre las Constituciones y la legalidad local vigentes y preeminentes sobre las costumbres y tradiciones étnicas y nacionales. Por otra parte, se trata de derechos inalienables e indeclinables -ningún Estado puede desconocerlos y privar de ellos a los individuos; bajo presión indebida ningún individuo tiene el derecho a descartarlos para su propia protección. Ante la indefensión de los individuos otras personas, nacionales o extranjeros, tienen la obligación de presentar recursos de amparo, investigar y demandar investigaciones ante la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, la Comisión Europea de Derechos Humanos, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Por extensión de lo anterior, todo ser humano tiene potencialmente la obligación y compromiso de estudiar los condicionamientos históricos y culturales que influyen sobre los dos derechos más básicos de la especie humana: el derecho a la vida y el derecho a ser reconocido como persona. Puesto que intentan definir «la buena sociedad», «la calidad de la vida» y «el ser humano ideal», son los discursos culturales, en sus diferentes manifestaciones humanísticas, los que más afectan e influyen en la concepción de la naturaleza, sentido y significado de la vida y de los atributos de la persona. En este contexto, explorar la «memoria histórica» como materia de política cultural tiene dos equivalencias: primero, equivale al estudio del sentido que ha tenido la acumulación de discursos culturales a través de miles de años de la especie humana para la construcción de imágenes universales de la persona; segundo, y también en el sentido anterior, equivale al estudio evaluatorio de los discursos culturales que han predominado en la construcción de una sociedad específica.

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Lo dicho legitima la creación de «políticas culturales para la memoria histórica» desde una perspectiva individual. Pero, además, en mi definición preliminar está el problema de «encontrar las temáticas de investigación apropiadas, los fundamentos filosóficos y los canales de comunicación adecuados para universalizar una conciencia crítica en torno a la situación de los Derechos Humanos en una nación». En cuanto a productividad intelectual, los dos primeros pasos son cruciales. Como manifestación del compromiso del investigador con el destino de otros seres humanos y teniendo en cuenta, además, la economía de tiempo, energía y recursos materiales disponibles, la temática de investigación seleccionada debe ir al núcleo central, al corazón mismo de la problemática de los Derechos Humanos según se configura en la sociedad estudiada. Reconocer, enfocar y encuadrar rigurosamente ese núcleo central -es decir, llegar a determinar claramente sus contornos como para expresarlos y definirlos de manera sucinta, comprensiva y exacta- tiene la virtud de abrir perspectivas secundarias que complejizan el conocimiento adquirido y sugieren múltiples vías de investigación futura. Una vez que se ha encuadrado ese núcleo, la tarea de encontrar y adecuar los recursos teóricos y metodológicos disponibles es tarea fácil, provocándose un juego dialéctico entre temática y teoríametodología que modifica y enriquece a ambos. El texto de este estudio, titulado Política cultural de la memoria histórica, fue estructurado según este procedimiento. La investigación comenzó con la intuición de que formas discursivas de muy diferente naturaleza - biografía, literatura, psicología, sociología, antropología, leyes, estudios militares- relacionadas con la situación de los Derechos Humanos en Chile durante la dictadura militar tenían una estructura organizativa común. Todos estos textos mostraban dislocaciones similares de la sensibilidad -representación de la realidad mediante la confluencia de paradigmas racionales e irracionales de límites desvaídos entre sí; apología apasionada de una causa o doctrina junto con intensos sentimientos de culpa provenientes de esas mismas causas y doctrinas; revelación de verdades de reconocida trascendencia colectiva pero, a la vez, manteniendo en reserva aspectos importantes que cuestionan la credibilidad de la verdad revelada; narraciones basadas en concepciones contradictorias y mutuamente excluyentes de los hechos por parte de un mismo narrador que, sin embargo, intenta darles ilación como si se tratara de lógicas del todo homogéneas; ilaciones narrativas tan contradictorias que generan proliferaciones de lecturas que nunca determinan con claridad las objetividades narradas, generando, por tanto, nuevas

ambigüedades. En la búsqueda de un esquema teórico que enmarcara la totalidad de este material, por último llegué a la convicción de que respondía a la descripción kantiana de lo sublime. Para Kant, lo sublime es una forma de desorden de la percepción provocada en situaciones catastróficas como las que se produjeron después del 11 de septiembre de 1973. De esta manera, el núcleo central de la investigación quedó detectado y teóricamente encuadrado. Por otra parte, la teoría de lo sublime tiene la flexibilidad necesaria para desplazar la argumentación a través de diferentes campos intelectuales -un vaivén de ida y vuelta desde lo estético a lo psicológico a lo sociológico a lo antropológico y a lo político, siempre en la búsqueda de un conocimiento interdisciplinario. En el curso de la investigación, las dislocaciones de la sensibilidad sublime y su proliferación de lecturas redundaron en la intensa preocupación por el criterio de verdad como problema antropológico, problemática que se observa en la Introducción de este trabajo. ¿Es posible que la ambigüedad sublime liquide el criterio de verdad? A primera vista, desde la perspectiva de las ciencias sociales -o de cualquiera disciplina que aspire a un rigor científico- parece absurdo hacer una inquisición para reafirmar la posibilidad real de determinar y precisar la verdad como fenómeno social compartido colectivamente. Es absurdo porque habría una petición de principio: no puede haber ciencia sin una objetividad compartida colectivamente. Sin embargo, la pregunta es válida si consideramos que sólo después del Informe Rettig se reconoció universal y inobjetablemente la realidad de las violaciones de los Derechos Humanos por el Estado. Los años de negación sistemática por parte de la autoridad militar lograron crear mecanismos de duda y de defensa mental en una «opinión pública» no involucrada que se mantuvo largo tiempo neutral y desapresensiva en su reconocimiento. Para quienes hemos investigado las dimensiones culturales de esas violaciones, durante el trabajo de campo se hizo aparente que, de alguna manera, para el «ciudadano común» reconocer su existencia equivalía a desmerecer su valor personal como chileno y la dignidad nacional. Pero también consideremos que cualquiera contribución a un realismo social que haya hecho el informe de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación quedó fatalmente erosionado cuando la Concertación misma usó esa verdad como ficha de juego político al separarla de la justicia. Puede argumentarse que el gobierno tenía «razones de Estado» para proceder así en una difícil transición a la democracia. Sin embargo, a los ojos de una ciudadanía ya escéptica, el uso político de la verdad

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no podía sino confirmar la veracidad del darwinismo social promovido por el régimen militar como parte de la Doctrina de la Seguridad Nacional -la noción de «justicia en la medida de lo posible» hizo patente la coincidencia entre la noción militar de que la política equivale a la guerra y que la guerra hace que las obligaciones morales y el compromiso ético no sean más que material gastable. No obstante, después de todo, ese escepticismo ciudadano es también un factor positivo para la defensa de los Derechos Humanos. Es preciso comprender y comunicar que, aunque se pueda tener éxito en presionarlos para que finalmente los respeten, reinvindiquen y reparen, la naturaleza maquiavélica del Estado y de la Sociedad Política los hará siempre sospechables de violar los Derechos Humanos y de crear las condiciones para que la ciudadanía coopere en sus conspiraciones. El famoso experimento-juego teatral en que Stanley Milgram aisló y dividió a una población de estudiantes universitarios entre guardias y prisioneros marcó para siempre la percepción que se pueda tener al respecto (45). Por una combinación de gozo del poder ejercido y por la responsabilidad de respetar las reglas de juego colectivo ordenadas por «la autoridad» jerárquica, aun estudiantes de evidente conciencia ética fueron capaces de usar torturas en su nivel máximo. La conclusión es doble, inescapable e irónica -dados los condicionamientos adecuados, cualquiera de nosotros sería capaz de cometer atrocidades contra otros seres humanos; y lo haríamos en nombre de las virtudes éticas y morales más laudables. Sin asomo de ironía, se puede decir que éste es el origen del extraño carisma de personas como el general Manuel Contreras y del ex-Senador Jorge Guzmán. De allí que la introducción a este trabajo contenga una larga meditación sobre la política, la monumentalización de seres humanos y el patriarcado como formas de mala fe ontológica en la especie humana. Si cada uno de nosotros es capaz de cometer las peores atrocidades, no pueden aceptarse utopías que prometan una mejoría ética radical y permanente de la especie humana después de una explosión revolucionaria. Por tanto, una actividad política en favor de los Derechos Humanos debe crear un estilo «siempre-incompleto». Sus objetivos deben entenderse como «siempre-inmediatos-y-presentes». A estos objetivos se les puede atribuir un pasado que explique las causas presentes, pero nunca una trascendencia hacia un futuro lejano. Las violaciones de Derechos Humanos pueden repetirse en cualquier momento. Idealmente se trata de una política de realismo despiadado. Fue esta consideración ontológica la que me llevó a seleccionar el

texto de Luz Arce como matriz señera de lo sublime en el drama de la Izquierda clandestina y del Estado terrorista en Chile. No creo que en la historia chilena haya un documento de tal lucidez, honestidad, elegancia humana y visión poética para dar testimonio de la manera con que se manifestaron, precipitaron y se ensañaron sobre una sola existencia, antes anónima, las intenciones más admirables y las incitaciones más terribles de un período. A pesar de todo, a través de su cautiverio Luz Arce guardó la compostura que le dio el tiempo adecuado para comprender el valor monumental de su experiencia. Luego no trepidó en ofrecerse como la figura sacrificial necesaria para que la comunidad se percibiera a sí misma en lo que es realmente, si es que tiene el valor de mirar. ¿Cómo trasvasijar el testimonio de Luz Arce a una política cultural de los Derechos Humanos? Ella misma lo muestra como en una especie de parábola mítica: en una época los seres humanos creían que la felicidad se podía alcanzar, pero para ello primero debían precipitar las relaciones humanas a un gran festival cataclísmico de destrucción-reconstrucción. Pero fracasaron porque las burocracias (¿estatales?) tomaron a algunos de ellos y los arrastraron a espacios de sombra, ocultos a la mirada, para forzarlos a tomar parte en su conspiración terrorista. Los sumergieron en un juego de vergüenza que los hizo anónimos, sin nombre, enmascarados, psicóticos. Por su parte, debido a su propia vergüenza, las burocracias se exhibían públicamente por lo que no eran, seres de probidad redentora y patriótica ejemplar. Sin embargo, una mujer que ya no tenía nada que perder quebró e invirtió este mito para mostrarse públicamente como la «marxista, puta y traidora», dando su nombre, exhibiendo sus lacras, pero también exponiendo la mala fe de «la razón de Estado». Para la comunidad que «no quería saber», su testimonio fue esa iluminación súbita en que el psicótico percibe que existe una opción de sanidad, que la sanidad se muestra como un relámpago instantáneo, pero el psicótico no sabe qué hacer con ella. ¿Cuál es la secuela? Quizás el psicótico despeje las distorsiones que ha impuesto sobre lo real y recupere la sanidad; o quizás prefiera negar esa iluminación súbita alegando que se trata de un momento de locura para luego volver a la comodidad de su psicosis. Sin embargo, no podrá negar que ha visto la sanidad. Personal y colectivamente, ¿qué es la sanidad sino un acto de responsabilidad de cada uno de nosotros? Los textos que siguen al de Luz Arce fueron incluidos en este trabajo precisamente por esta pauta, porque muestran ese momento de iluminación. Obviamente, no me corresponde pronunciarme en cuanto a su secuela. Esa es responsabilidad del lector.

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NOTAS

1.- Joan Fitzpatrick; Human Rights in Crisis (Philadelphia: University of Pennsylvania Press, 1994), p. 63. 2.- Informe Rettig (Santiago de Chile: La Nación; Ediciones del Ornitorrinco, 1991), p. VIII. Toda cita y número de página, de aquí en adelante, proviene de esta edición. 3.- José Zalaquett; «Confronting Human Rights Violations Committed by Former Governments: Principles Applicable and Political Constraints». Institute of International Studies, University of Minnesota, The MacArthur Interdisciplinary Program on Peace and International Cooperation. Working Paper # 2, Series 2, November, 1989. 4.- Pedro Fernández; «Justicia Española Procesará a Pinochet». Punto Final (Santiago de Chile), julio de 1996, Pp. 4-6. 5.- Victor Turner, «Social Dramas and Ritual Metaphors». Dramas, Fields and Metaphors. Symbolic Action in Human Society (Ithaca, New York: Cornell University Press, 1974). 6.- Paul D. MacLean, The Triune Brain in Evolution (New York: Plenum Press, 1990). 7.- Hernán Vidal, Frente Patriótico Manuel Rodríguez: El tabú del conflicto armado en Chile (Santiago de Chile: Mosquito Editores, 1995). 8. Para facilitar acceso al texto, en la discusión del sublime kantiano he usado la versión inglesa de sus obras. En cuanto a la cita sobre moral, ver Foundations of the Metaphysics of Morals (New York: The Library of Liberal Arts, The Bobbs Merril Company, Inc., 1959), p. 39. La traducción es mía. 9. Naciones Unidas, La Carta Internacional de Derechos Humanos (Nueva York: Naciones Unidas, 1988), p. 6. 10.- Carlos Sandoval Ambiado, MIR (Una historia) (Santiago de Chile: Sociedad Editorial «Trabajadores», 1990), pp. 134-135. 11.- Evaluación de Edgardo Enríquez citada por Sandoval Ambiado, pp. 36-37. 12.- Ibid., p. 46.

13.- Ibid. 14.- Ibid., p. 112. 15.- Ibid. 16.- Palabras de Miguel Enríquez citadas por Sandoval Ambiado, p. 10. 17.- Ver, «Segundo Capítulo. Los Cambios Internos de 1967», en Sandoval Ambiado, pp. 33-63. 18.- Luis Heinecke Scott, Chile. Crónica de un asedio. Tomo IV, Contraofensiva revolucionaria (Santiago de Chile: Sociedad Editora y Gráfica Santa Catalina, S.A., 1992), p. 14. 19.- MIR, La dictadura gorila y las tácticas de los revolucionarios, noviembre de 1973. Para facilitar acceso al texto he consultado una versión en inglés, abreviada, titulada Chile: The MIR and the Tasks of the Resistance. Resistance Courier. Special Edition Number One. Organ of the Movement of the Revolutionary Left (MIR) Outside of Chile (Oakland, California: Resistance Publications, n.d.). 20.- Heinecke Scott, Tomo III, Juicio a la U.P., «a) Guerrilleros extranjeros», p. 29. 21.- Ibid., p. 36. 22.- Heinecke Scott, Tomo IV, p. 21. 23.- Ver: Informe Rettig, «Víctimas del MIR», Tomo 2, pp. 504-539. 24.- Ibid. 25.- Ibid., p. 520. 26.- Citado en Heinecke Scott, Tomo IV, p. 43. 27.- «Diez Años Después: Lecciones y Desafíos». Renato Hevia, Camino a la Democracia (Santiago de Chile: Ediciones Chile América - CESOC, 1989). 28.- Hernán Vidal, Frente Patriótico Manuel Rodríguez... 29.- Renato Hevia, Camino a la Democracia (Santiago de Chile: Ediciones Chile América - CESOC, 1989). 30.- La exposición que sigue se basa en Burr Cartwright Brundage, The Fifth Sun. Aztec Gods. Aztec World. 3rd. edition (Austin, Texas: University of Texas Press, 1991). Las citas son tomadas de esta edición; las traducciones son mías. 31.- Enrique Florescano, Memory, Myth, and Time in Mexico. Translated by Albert G. Bork and Kathryn R. Bork (Austin, Texas: University of Texas Press, 1994). La traducción de la cita es mía. 32.- 100 años del Instituto Pedagógico. Realidad Universitaria. Revista del Centro de Estudios de la Realidad Contemporánea (Santiago de Chile), Nº 7, 1989.

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33.- Hernán Vidal, Dar la vida por la vida. Agrupación Chilena de Familiares de Detenidos Desaparecidos (Santiago de Chile: Mosquito Editores, 1996). 34.- Ibid. 35.- Todas las referencias sobre shamanismo a través de este trabajo han sido preparadas sobre la base de: Michael Harner,The Way of the Shaman (San Francisco: HarperSan Francisco, 1990); Shirley Nicholson, ed., Shamanism (Wheaton Illinois: The Theosophical Publishing House, 1987); Peggy V. Beck, Anna Lee Walters, Nia Francisco, The Sacred. Ways of Knowledge, Sources of Life (Tsaile, Arizona: Navajo Community College Press, 1995); Sandra Ingerman, Soul Retrieval. Mending the Fragmented Self (San Francisco: HarperSan Francisco, 1991). 36.- Ver: Peggy V. Beck et al. 37.- Patricio Orellana y Elizabeth Quay Hutchison, «Lucha Silenciosa por los Derechos Humanos: el Caso de FASIC». El movimiento de derechos humanos en Chile1973-1990 (Santiago de Chile: Centro de Estudios Políticos Latinoamericanos Simón Bolívar, 1991). 38.- Lezsek Kolakowski, La presencia del mito (Buenos Aires: Amorrortu Editores, 1975). 39.- Se trató de un seminario realizado en Santiago de Chile en abril de 1980, patrocinado por organismos de asistencia humanitaria y Derechos Humanos de Alemania y Holanda. Los trabajos se recogieron en una edición: Colectivo Chileno de Trabajo Psicosocial, Lecturas de psicología y política. Crisis política y daño psicológico. Tomo I (Xochimilco, México: Departamento de Comunicación y Educación, Carrera de Psicología, U.A.M., 1982); Tomo II, 1983. Los psicólogos chilenos publicaron sus ponencias con seudónimos. 40.-Inger Agger y Soren Buus Jensen,Trauma y cura en situaciones de terrorismo de estado. Derechos humanos y salud mental en Chile bajo la dictadura (Santiago de Chile: Ediciones Chile América - CESOC, 1996), p. 216. 41.- R.D. Laing, The Politics of the Family (New York: Vintage Books, 1972). 42.- Jacques Attali, Noise. The Political Economy of Music (Minneapolis: University of Minnesota Press, 1989). 43.- Carlos Prats González, Memorias. Testimonio de un soldado (Santiago de Chile: Pehuén Editores Ltda., 1985). 44.- Citado en Reparación, derechos humanos..., p. 31.

45.- Stanley Milgram, Obedience to Authority (New York: Harper and Row, 1973).

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