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Spanish Pages [128]
rjJJiÜ iJiiiíJJPj llauíüriü jiyjuuíü uíy Prologo: Ignacio Iglesias SJ.
Norberto Alcover, S. J. (ed.)
PEDRO ARRUPE MEMORIA SIEMPRE VIVA
Ediciones f ( f J Mensajero
Está prohibida por ley la reproducción, almacenamiento o transmisión, total o parcial, por cualquier medio o procedimiento técnico, de esta publicación -incluido el diseño de la misma y las ilustraciones- sin permiso expreso del editor.
Con el permiso del P. Isidro González Madroño, provincial de España de la Compañía de jesús.
Desde la gratitud y la admiración, d e d i c a m o s este libro al H. Rafael Bandera, quien, de forma tan solícita y tan cariñosa, cuidó del P. A r r u p e d u r a n t e su larga y p e n o s a enfermedad. N a d i e como este fiel c o m p a ñ e r o conoció en p r o f u n d i d a d el misterio d o n d e se movía el anciano al que atendía. A m b o s , ya en la gloria de Dios, proseguirán su entrañable y fraterna amistad.
Portada y diseño: Alvaro Sánchez
«Puedes estar seguro: si de joven, tú misino te ponías el cinturón para ir a donde querías, cuando seas viejo extenderás los brazos y será otro el que te ponga un cinturón para llevarte donde no quieres» (El Señor a Pedro, en Juan 21,18) El cupyrighl de los textos incluidos en esie volumen corresponde ¿i su;autores © 2001 Ediciones Mensajero, S.A. - Sancho de A/.peitin, 2 - 48014 Bilbao E-mail: [email protected] Web: http://wvvvv.mensaiero.com ISBN: 84-271-2416-3 Depósito Eegal: BE 2135-01 Printed in Snain Impreso en: R.G..V1. c/ Larramendi, 4 - 48012 Bilbao
Nuestra gratitud a quienes con sus palabras de ánimo y sus colaboraciones escritas han permitido que este libro llegara a buen puerto, y especialmente a María Teresa Simón Lancis por su permanente contribución personal.
índice
Prólogo (Ignacio Iglesias S.j.)
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Presentación (Norberto Alcover S.J.)
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Las fechas de Pedro Arrupe (Pedro Miguel Lamet S.J.)
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PRINCIPIO Y FUNDAMENTO •
«El Magníficat del P Arrupe», homilía del P Peter-1 lans Kolvenbach en las exequias
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PRIMERA MEMORIA: LA DIMENSIÓN INTERIOR DEL P. ARRUPE 1. Jesucristo, en El solo... la esperanza
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A) Aproximación analítica: «El Cristo de Arrupe», de Ignacio Iglesias S.J
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13) Textos de Arrupe: Jesucristo, inspiración del jesuíta
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Jesucristo, clave del Evangelio
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C) Testimonio personal: Alfredo Verdoy S.J
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D) Oración: «Invocación a Jesucristo modelo»
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2. Vida religiosa, la urgente renovación A) Aproximación analítica: «Dios, mundo, misión: el sentido de la renovación arrupista», de Ignacio Ellacuría S.J. .. B) Textos de Arrape: El éxodo de la Vida Religiosa Ser y estar de la Vida Religiosa
5.
D) Oración: «A los diez años de ser Superior General» Iglesia ante la contradicción A) Aproximación analítica: «El Padre Arrape, testimonio profélico de los tiempos nuevos», de Bartolomeo Sorge S.J. . 15) Textos de Arrape: Iglesia, manifestación del servicio Esperanza y frustración planetarias Responsabilidad de los cristianos Ser misionero hoy C) Testimonio personal: Mons. Teodoro Ubeda José María Guerrero S.J Jean-Yves Calvez S.J 13) Oración: «Homilía a los cincuenta años de ser jesuíta» ... 4. Vaticano II, esa alta experiencia A) Aproximación analítica: «Una figura clave del postconcilio», de Pedro Ferrer Pi S.J B) Textos de Arrape: Dinamismo del postconcilio Tres dimensiones europeas El Corazón de Jesucristo, centro del misterio crístico ..
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D) Oración: «Al presentar su renuncia»
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El misterio interior, de utopía en utopía
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A) Aproximación analítica: «Un hombre para la utopía», de Norberto Alcover S.J 109
C) Testimonio personal: Eduardo Briceño S.J Jesús María Lecea Sch. P. Vincent O'Keefe S.J
3.
C) Testimonio personal: Joaquín Barrero S.J Juan Luis Blanco S.J
B) Textos de Arrape: Experiencia radical de la vocación La Trinidad como modelo personal Servicio a los demás, servicio al Reino La caridad/amor conforma la Compañía
119 120 120 122
C) Testimonio personal: Darío Molla S.J Juan Luis Veza S.J
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D) Oración: «En La Storta, tras renunciar»
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SEGUNDA MEMORIA: LA DIMENSIÓN PLANETARIA DEL P. ARRUFE 6.
Evangelización, fe y justicia
133
A) Aproximación analítica: «Hombre de Dios y hombre de los hombres», de Jon Sobrino S.J 133 B) Textos de Arrape: Radicalidad en el compartir La misericordia, sublimación de la justicia Entre la caridad y la justicia Promoción de la justicia y propagación de la fe
138 139 139 140
C) lestimonio personal: Alvaro Alemany S.J Ángel Camina S.J Simón DeclouxS.J
142 143 143
D) Oración: «Oración en H Corpus Chrisli»
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Q
7. La realidad real, luces y sombras
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A) Aproximación analítica: «Vida y muerte de un profeta», de Manuel Alcalá S.J 147 13) Textos de Arrupe: La mayor equivocación posible Contestación eclesial Disponibilidad y estabilidad C) Testimonio personal: Luis Espina S.J Eduardo Serón S.J
156 156 156 157 158
D) Oración: «Consagración de la Compañía al Sagrado Corazón» 159 8. Ese futuro, los signos de los tiempos
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A) Aproximación analítica: «Carta no enviada a Pedro Arrupe», de José Ignacio González-Faus S.J 161 13) Textos de Arrupe: El problema de las masas trabajadoras Iglesia y secularización Dimensiones de la inculturación Sobre el análisis marxista La Compañía ante los refugiados
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C) Testimonio personal: Alfonso Álvarez Bolado S.J Norberto Alcover S.J
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D) Oración: «Sóbrela muerte»
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C) Testimonio personal: Mons. Rembert G. Weakland O.S.B
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D) Oración: «A la Trinidad»
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10. Sacerdocio, esa mística implacable A) Aproximación analítica: «Lo que permanece», de Ignacio Salvat S.J 191 13) Testimonio personal: Ignacio Arregui S.J Juan Antonio Estrada S.J
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C) Oración/Texto de Arrupe: «Mi catedral»
204
ÚLTIMA MEMORIA: TESTAMENTO CREYENTE DEL P. ARRUPE Confidencias de un enfermo: Las últimas declaraciones de Pedro Arrupe 221 Texto original, escrito, a manera de diario, por el biógrafo de 223 nuestro protagonista, Pedro Miguel Lamet S.J CONTEMPLACIÓN PARA ALCANZAR AMOR «Gracias por los años de amistad e inspiración». Carta de Mons. Rembert G. Weakland, ex-Superior General de los benedictinos 253
9. Los jesuítas: la necesaria identidad A) Aproximación analítica: «Los horizontes de sus pasiones», de Ignacio Iglesias S.J 175 13) Textos de Arrupe: Definición de la espiritualidad ignaciana De la necesaria experiencia de Dios Ese carisma concedido por el Padre 10
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Prólogo «Traer la memoria sobre...», «traer en memoria», «traer a la memoria». Así reclama reiteradamente Ignacio de Loyola en sus Ejercicios Espirituales la utilización de la memoria, insustituible en un proceso y en una espiritualidad que tienen como matriz la historia y que se nutren de la experiencia viva de esa historia como lenguaje de Dios. Y es que, desde que Dios no sólo acompaña y precede con infinito respeto la historia de cada ser humano, convirtiénclola con él y enseñándole a convivirla, sino que El mismo se hace historia de todos, el hombre no puede cortar con esa historia sin romper su propia identidad y sin perderse. Es lo que le sucede cuando pierde la memoria... Ése fue precisamente el drama del hombre del Antiguo Testamento: olvidar. Borrar la presencia del pasado de Dios en y con él: «Acuérdate de todo el camino que Yahveh, tu Dios, ha ¡¡echo contigo...» (Dt 8,2). Siempre que olvidaba, el pueblo regresaba, como un autómata, al primitivismo de la idolatría. Por eso, el gran servicio continuo de los profetas fue despertar y reorientar la memoria recordando cosas obvias: «¡Recuerda, Israel... Recuerda, Israel!». La memoria es frágil, por lo común, en el ser humano. Y más, cuando, como hoy, el hombre ha inventado colosales archivos de datos, que se dedica a almacenar, pero que no tiene 13
tiempo de procesar. Su misma prisa (y la de sus aparatos) por almacenarlos le imposibilita el revivirlos. Paradójicamente, cuanto más almacena, más olvida. Y cuanto más olvida, más se empobrece su calidad de vida. Este es su drama. Porque, si es evidente que el ser humano no puede vivir de. memoria (de espaldas al futuro), no es menos evidente que no puede vivir sin memoria. Significaría autocondenarse a cuna y chupete permanentes, a recibir de otros pasivamente su historia, pero no a realizarla por sí mismo, y a estar empezándola siempre, desde cero, como si no hubiera pasado nada. Y ha pasado mucho. La importancia que Ignacio asigna a la memoria en su pedagogía, reside en el descubrimiento de su función retroalimentadora. El caudal inmenso de la vida -«la acequia de Dios»- pasa todos los días a raudales por encima del hombre, en el torrente de su propia historia. Pero no le riega. Y acaba arrastrando mucho, pero haciendo germinar poco. Y es que la historia realmente la vivimos cuando conscientemente la registramos como voz y llamada de ese Otro que nos habla desde el hondón de todas las cosas de todos los días. La presente obra se ha propuesto ayudar a esa función retroalimentadora de la memoria. Y no para hacernos re-vivir, por pura nostalgia, cosas que ya vivimos y que se nos han perdido en el mar del olvido, sino simplemente para hacernos vivir, por primera vez, caudales de vida que nos han resbalado por encima, es decir, que, de hecho, todavía no hemos vivido. Y que son de hoy mismo. Nos sucede, de hecho, esa vida cuando la memoria nos pone los hechos, en que se desarrolló, delante de los ojos y cuando logramos descifrar su mensaje. Pedro Arrupe S.J. es uno de esos caudales, que no ha pasado, si nosotros no lo dejamos pasar. Y no por conservarlo como pieza preciosa de museo, sino porque -denso de vida como vivió su historia- anticipó realidades que hoy nos ocupan y nos preocupan, que son de hoy mismo, y de mañana, y de todos. Su caudal fue siempre de río manso, pero de anchas orillas. Pero hubo dos momentos (los últimos de su vida) en que se desbordó: el primero ruidoso, de torrente inundando llanuras y abriéndose camino entre numerosos obstáculos (1965-1981) -acababa de recibir la cascada de Dios del Vaticano II-; el segundo, y final, silencioso, pero hondo, el de su de-
sembocadura en Dios (1981-1991). Pero también entonces arrastrando consigo y dentro de sí a muchos... Regó mucho, hizo germinar mucho. Pero aún hay mucho caudal por aprovechar... trayendo la memoria... Ya otro gran profeta del Nuevo Testamento, Mons. Hélder Cámara, apenas bajado el telón que retiró a Pedro Arrupe del escenario, alzó la voz y alertó a los jesuítas de Brasil: ¡No olvidéis a Arrupe! En este horizonte de necesidad humana profunda -y más cuando se trata de la historia de la propia salvación- ha de inscribirse la presente obra. Norberto Alcover la concibió, la diseñó y la realizó como texto de vida y para contagiar vida. No es una historia para leer, ni un ensayo de reflexión cristiana para poblar la inteligencia. Contiene esos ingredientes, ciertamente, pero, a la manera de Ignacio de Loyola e inspirándose en él, pretende encender y orientar un proceso interior de diálogo Dios-hombre, hombre-Dios, por mediación de Pedro Arrupe, miembro de esa «ingente muchedumbre de testigos» (Ileb 12,1) que nos precede y en medio de la cual caminamos... comprometidos (ésa es la infinita confianza que Dios ha dado al ser humano) en mejorar y cambiar este mundo. Norberto Alcover ha concebido la obra presente como un texto para «ejercitarse» en echar raíces en Dios (Primera Memoria) y en vaciarse con El por el ser humano (Segunda Memoria). Es el cuerpo central de la obra, desarrollado en diez «capítulos», verdaderas meditaciones ignacianas. Empieza con una composición de lugar («aproximación analítica») obra de personas que tuvieron un conocimiento más directo de Pedro Arrupe; siguen los piados de meditación (textos del propio P. Arrupe); «breve y sumaria declaración» (San Ignacio) del contenido de esos textos en base a testimonios vivos, y en su mayoría actuales, de quienes le trataron; para terminar de nuevo con el Coloquio, otra vez oraciones vivas de Arrupe. Una Tercera y última Memoria -Testamento creyente de Arrupe la titula Norberto- forma parte del diario personal en el que Pedro Miguel Lamet, S.J., su primer biógrafo, recoge sus entrevistas con Arrupe enfermo. Era el verano de 1982, justo un año después de su trombosis, cuando Lamet trabajaba en la biografía de Arrupe. La carga testimonial de esos primeros pasos de su calvario de diez años salta a la vista y fácilmente enciende una cordial contemplación.
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Es mi libro para ser leído a sorbos, dejándose llevar, mediante una sencilla lee tío divina, a una experiencia espiritual de oración. Es necesario -también en el mundo de la Iglesia y de la vida cristiana a todos sus niveles, y muy especialmente en él- curarnos de la epidemia febril de «hacer y archivar» o «producir, almacenar, usar y tirar...», causante de una difusa anorexia espiritual que nos rodea y salpica debilitándonos, y que acaba matando. Necesitamos, como el aire, poner raíz a toda nuestra acción, interiorizar, «sentir y gustar internamente» (San Ignacio) los porqués y paraqués de las cosas y, sobre todo, el «por Quién y para Quién» de todo y de todos. Y, al mismo tiempo, mirar a nuestro alrededor al que no tiene. Es un indicador que Juan Pablo II nos ha clavado en el recodo de un nuevo milenio y para ayudarnos a emprender su subida animosamente: «Es importante que lo que nos propongamos, con ¡a ayuda de Dios, esté fundado en ¡a contemplación y en la oración» (El Nuevo Milenio, 15). Elay, naturalmente -en Arrupe y en torno a Arrupe- mucho más caudal que el que ofrecen estas páginas. Evidentemente no fue pretensión del autor agotarlo, sino hacer correr de nuevo un agua que no es agua de mesa para quien se la pueda proporcionar, sino agua de manantial abierto a todo el que quiera saciar alguna sed, de tantas como nos angustian a todos. A Arrupe le dolieron todas. La pluralidad de estilos, formas y lenguajes presentes en la obra, lejos de ser un inconveniente, es una riqueza de la misma. Son modos que entrañan una misma carga común, la carga del testimonio viviente desde diversas modalidades de vida. No podía ser de otra manera, si uno ha de referirse a quien la vivió y contagió en tantas direcciones y en tanta abundancia. Más que por su no disimulada devoción al Padre Arrupe, hay que felicitar a Norberto Alcover por la idea, el sistema y la vitalidad de estas páginas, incluso por su mezcla de estilos, pastorales, íntimos, teológicos, periodísticos, familiares, antiguos y nuevos, que, unos a unos y otros a otros, pueden «ayudar» -eso tan ignaciano- a desbloquear el «surtidor de agua viva» (Jn 4,14;7,38) que todo ser humano lleva dentro. IGNACIO IGLESIAS S.J.
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Presentación
INTENCIÓN DE LA OBRA El 5 de febrero de 1991, moría en Roma Pedro Arrupe, durante dieciocho años Superior General de la Compañía de Jesús, y retirado en una sencilla enfermería durante los últimos diez años de su vida. Personalidad piiblica de gran relevancia durante su mandato al frente de los jesuítas, estuvo en el candelera por las diferentes apreciaciones sobre su gobierno como superior religioso, pero también por su decidida aplicación del Vaticano II, concilio en el que participó con tanta intensidad. Su muerte, tras un funeral multitudinario, sumió su personalidad en un discutible silencio oficial, mientras en muchos lugares del mundo y en muchos corazones persistía una memoria fiel. En 1997, sus restos son depositados en un altar lateral de la iglesia del Gesú, madre de todas las iglesias jesuíticas, en Roma. Y en este año, décimo aniversario de su muerte, asistimos a una esperada recuperación de la figura de Pedro Arrupe, auspiciada por los órganos rectores de la misma Compañía de Jesús. Tras una larga experiencia de sepultura histórica, Arrupe cabalga de nuevo y en unos instantes eclesiales y civiles en que su persona, su palabra y su sensibilidad se hacen urgente memoria para enfrentar el reto de los tiempos nuevos. 17
Pero el hecho es que, durante los años en que Pedro Arrape permaneció recluido en la enfermería romana, como también en esta década posterior a su muerte, han ido apareciendo una serie de obras que, como signos de una vivencia latente, intentaban mantener su presencia desde muy diferentes puntos de vista. Biografías, textos propios sobre su época japonesa, artículos sin número, aproximaciones a su feliz intuición sobre la fe que engendra justicia, y multitud cié referencias a la Vida Religiosa, han ido creando el excelente caldo de cultivo para que, ahora, podamos acercarnos a Pedro Arrupe de forma más unitaria, intentando superar la dispersión de textos alusivos a su extensa e intensa vida. Así, el volumen que el lector tiene en sus manos es una especie de punto de llegada de lo escrito anteriormente, como también un empujón para asumir la personalidad de nuestro protagonista en una suerte de calidoscopio unificado por la perspectiva de la memoria agradecida. En todo caso, es de justicia mostrar nuestra gratitud a tantos y tantas como han trabajado por hacer presente el recuerdo arrupista en tiempos no fáciles. Nuestro empeño, como ya habrá intuido el lector, ha sido sencillo pero también un tanto ambicioso: ofrecer unas páginas donde se reunieran los oportunos y complementarios elementos para hacer comprensible, en la actualidad, la dimensión histórica de Pedro Arrupe, como ser humano, como creyente cristiano y como religioso jesuíta, sin perder jamás de vista su talante sacerdotal y eclesial. Siguiendo los materiales reunidos, y su misma estructura de organización en el texto, se puede constatar una personalidad eminente como Superior General de la Compañía de Jesús, un certero profeta en todo lo relativo a los caminos de la Vida Religiosa, y un arriesgado evangelizador, que nunca dudó en abrir caminos diferentes para que Jesucristo, su auténtica obsesión, estuviera en el epicentro de la historia eclesial y civil, como piedra fundamental. De esta manera, el mismo título de la obra contiene y expresa perfectamente nuestra intención: al «hacer memoria de Pedro Arrupe», descubrimos que «esa memoria permanece siempre viva», es decir, siempre viva en sí misma considerada (permanece su validez), y siempre viva respecto de noso-
tros mismos (permanece su ejemplaridad). Porque esto es lo más llamativo de este hombre singular: al cabo del tiempo, permanece fresco en palabras y en obras, como si la ventolera conciliar, ahora desviada de la atención pública, se hubiera hecho carne en su propia vida. De tal manera que esa vida, aplicada a las nuestras, consigue conmover nuestras pasividades de toda suerte de frivolidad, miedo o monotonía, para relanzarlas hacia la realidad donde Jesucristo nos espera. Puede que precisamente por esta capacidad de movilización en un determinado sentido, Pedro Arrupe siga suscitando tantas adhesiones y tantas reticencias en el cuerpo eclesial y civil de nuestros días. A nadie deja indiferente su compleja personalidad. Así, nuestra intención, tan decididamente expresada, nos ha procurado, en la elaboración de este volumen, una llamativa sorpresa: Pedro Arrupe es memoria siempre viva, sobre todo, por su «excepcional calidad mística». Sus obras nacían de una identificación personalísima con Jesucristo como viviente. Sus palabras estaban provocadas por una filtración, lo más objetiva posible, de las mismas comunicaciones del Señor en la oración y, sobre todo, en la más alta de las contemplaciones. Hizo lo que hizo en los ambientes jesuíticos y eclesiales, sencillamente porque, en conciencia, no podía serle infiel al Dios que se le manifestaba con tanta proximidad y luminosidad, según uno de los principios ignacianos más arraigados. Y si en un momento dado, se produjo un complejo margen de distancia con el Vaticano, se debió, por extraño que pueda parecemos, al amor servicial y filial con que procedía respecto del Sumo Pontífice y del cuerpo de la Iglesia en general. De esta manera, como tantas veces descubrirá el lector en las páginas siguientes, vivió sumergido en la menesterosidad del misterio pascual, viviendo, muriendo y resucitando con el Jesucristo hecho Iglesia en este mundo de todos. Arrupe pudo equivocarse, como todo ser humano. Pero puede afirmarse que las equivocaciones arrupistas estuvieron provocadas, en el colmo de la paradoja, por su acendrada plenitud mística. No comprender este detalle imposibilita el acceso a la interioridad radical del vasco universal.
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En esta misma línea, comprenderá el lector que ese texto titulado Mi catedral, y que aparece como colofón de las palabras arrupistas en este volumen, significa el punto de llegada de un viaje existencial que solamente encuentra parámetro válido en Jesucristo hecho Eucaristía, fijación en la que Arrape permanecía horas y horas en esas sorprendentes estancias junto al Santísimo y en esa honda devoción al Corazón del Señor como manifestación del amor al Padre en el Espíritu. Pretendemos, en una palabra, que nuestros lectores descubran el motor auténtico de este hombre fidelísimo, carismático hasta la mística, y que supo ser tradicional en lo íntimo y del todo avanzado en lo evangelizador, sin perder jamás una sustancial alegría. Ahí radica su misterio y su magisterio.
SISTEMÁTICA DE LA OBRA El mayor problema con que nos hemos enfrentado a la hora de determinar el conjunto de esta obra ha sido la tremenda complejidad de textos previos sobre nuestro protagonista, según ya indicábamos en su momento. Abundantes recopilaciones de sus conferencias, anuarios repletos de comunicaciones a los jesuítas, extensas reflexiones sobre la Vida Religiosa, hondísimas aproximaciones a la fidelidad eclesial, textos programáticos sobre la evangelización, y tantos motivos más, llegaron a crearnos cierta angustia al tener que estructurar lo previamente seleccionado, otorgándole el carácter de un corpus entre personalizado y doctrinal, pero también intentando que sirviera para la experiencia espiritual personal. Al intentar entregar una «memoria siempre viva» pero a la vez una «memoria siempre creciente», hemos pasado largas horas en la incertidumbre y en la duda. Pero debemos confesar que, al revisar la obra ya cerrada, nos sentimos satisfechos de un trabajo que juzgamos serio y de gran utilidad. Solamente lamentamos haber tenido que prescindir de posibles colaboraciones: la extensión de la obra ha impuesto sus leyes.
para que el lector sepa, de antemano, cuáles son los caminos seguidos en su factura: 1. El texto se abre con una Cronología comentada, para que se pueda seguir la dinámica arrupista desde el comienzo, y resituar en ese proceso cronológico cada momento de su vida. Hará bien el lector repasándola quietamente, puesto que es muy variada. 2. El texto propiamente dicho se abre con su correspondiente «Principio y Fundamento», y se cierra con su complementaria «Contemplación para alcanzar amor», siguiendo la estructura dominante en los Ejercicios Espirituales ignacianos. Los textos que se aportan en ambos casos tienen carácter de iniciación y de cierre de la obra. 3. Cuanto aparece entre ambas referencias, es decir, la parte más amplia del libro, se divide en tres grandes partes: Memoria de la vida interior, Memoria de la vida exterior y Ultima Memoria, donde se hace hincapié en la dimensión más íntima, después más evangelizadora y, en fin, en una especie de testamento de naturaleza coloquial, que ofrecemos entero como documento de gran interés. 4. Las dos primeras partes constan cada una de cinco capítulos y, a su vez, cada uno de tales capítulos contiene cuatro apartados: a) Aproximación analítica: mini-ensayo que profundiza en la característica propia de cada capítulo, correspondiente a un texto ya elaborado de antemano y de comprobada calidad. b) Textos de Arrupe: retazos de sus escritos, relativos a la materia de cada capítulo. c) Testimonios personales: opiniones plurales sobre Arrupe, encargadas a personas muy variadas. d) Oración: un texto oracional, seleccionado de entre los muchísimos que tiene el P. Arrupe, y que cierra cada capítulo de forma explícitamente creyente.
Al cabo, la sistemática seguida se encontrará plenamente visible en el índice. Pero aportamos estos datos sustanciales
Con esta sistemática estructural de la obra, el lector es llevado a muy complementarias y muy complejas experiencias:
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desde la mera reflexión sobre las plurales características de Arrupe (una tarea intelectual), hasta la misma oración y contemplación desde los textos oracionales arrupistas (una tarea de interiorización), pasando por la permanencia en sus mismas palabras y también de otras personas sobre el citado Arrupe (una tarea meditativa). Así concebido, el conjunto de nuestro texto se abre a todas las dimensiones posibles arrupistas, permitiéndole a cada lector incidir en la que más le interese o satisfaga. Preciso es comentar que en la escritura del volumen han participado más de treinta personas, de muy diferentes tipologías y actividades evangelizadoras, casi todas ellas españolas, detalle que hemos cuidado con expresa intención. Así, hemos pretendido una obra polifónica, sin que alguna voz dominara sobre todas las demás, como aportación de la Compañía de Jesús en general, y de algunos amigos, a la memoria de quien fue Superior General durante dieciocho años. Sin embargo, esta pluralidad provoca, en varios momentos, repeticiones evidentes e insistencias llamativas: pues bien, precisamente tales repeticiones e insistencias acaban por transformarse en kairos/manifestación de Dios y nos permiten vislumbrar el camino profundo de una vida tan compleja como la de nuestro protagonista. Damos las gracias, como no podía ser de otra manera, a cuantos respondieron, en el momento oportuno, a nuestra llamada de colaboración, pero también a los grupos editoriales que nos han permitido reproducir materiales de su competencia. Y quede constancia de que nuestra específica tarea ha sido, como consta desde el comienzo, la de editar/coordinar, sin que, salvo pequeñas y pedagógicas intervenciones, hayamos actuado en el texto propiamente tal. En cualquier caso, la autoría es de todos cuantos aparecen como firmantes de la obra y en la obra, remitiéndonos así a «un libro de memorias personales» para «hacer memoria de Pedro Arrupe». Curiosa coincidencia literaria y existenciai. Ojalá nuestro trabajo y las aportaciones de todos resulten positivas para aproximarse a nuestro personaje en este décimo aniversario de su muerte. Es cierto, v de ello deseamos dejar constancia, que nos mantenemos a la espera de unas
«obras completas» de Pedro Arrupe, como urgente petición que se alza desde muchos ámbitos: seguro que a alguien compete organizar este trabajo, y seguramente se dé por aludido. Nosotros, por nuestra parte, hemos intentado servir a quien tanto nos regaló. Sintiendo, a nuestra vez, que haber trabajado a su servicio ha constituido un autentico don en este comienzo de milenio. NORBERTO ALCOVER S.J.
Editor/Coordinador
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Las fechas de Pedro Arrupe Pedro Miguel Lamet S.J. Al comienzo de este volumen, convendrá tomar objetiva conciencia del pcriplo vital de Pedro Arrupe. No en vano sus plurales etapas de formación en diferentes países, los primeros fundamentos de sus estudios de Medicina, la decisiva estancia en Japón y en el contexto oriental, así como sus contactos con personas, acontecimientos y noticias, especialmente sus experiencias a lo largo del Vaticano II y la etapa postconciliar, además de los episodios de los diez años pasados en la enfermería romana, todos estos detalles biográficos, y cuanto implican, son la referencia necesaria para comprender cuanto se escribe después. En este sentido, no podemos dejar de referirnos a la primera bibliografía del P. Arrupe, que recomendamos vivamente para ampliar esta sucinta cronología: Arrupe, un profeta para el siglo XXI (Temas de hoy, Madrid, 2001), escrita por el mismo autor de estas resumidas fechas.
«Que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre que posee la gloria, os dé un saber y una revelación interior con profundo conocimiento de él; que tenga iluminados los ojos de vuestro corazón, para que comprendáis qué esperanza abre su llamamiento, qué tesoro es la gloriosa herencia destinada a sus consagrados, y qué extraordinaria su potencia en favor de los que creemos, conformes a la eficacia de su poderosa fuerza» (Ef 1,17-19) 25
1907
1926
Nace el 14 de noviembre en Bilbao, en el «Casco Viejo», como se denomina hoy a la parte antigua de la ciudad. Sus padres, el arquitecto Marcelino Arrupe y Dolores Gondra, eran ambos naturales de Munguía, localidad vizcaína cercana a Bilbao. Al día siguiente de nacer recibe el bautismo en la basílica de Santiago.
Muere su padre y, poco después, decide hacer un viaje a Lourdes con sus hermanas. Allí asiste a más de una curación milagrosa que él tiene ocasión de analizar como estudiante de Medicina. Diría: «Sentí a Dios tan cerca en sus milagros, que me arrastró violentamente tras de sí». 1927
1914 El 1 de octubre inicia sus estudios en el colegio de los Escolapios de Bilbao, en donde cursará el Bachillerato hasta 1922. 1916 Fallece su madre. Cuando el P. Basterra -el primer jesuíta que conoció- le señala una imagen de la Virgen, su «otra madre», Arrupe exclama: «Entonces entendía más profundamente aún que la Madre de Dios era mi madre». 1918 El 29 de marzo ingresa en la Congregación Mariana de San Estanislao de Kostka, «los Kostkas», dirigida por el P. Basterra, cuya influencia fue notable en su posterior vocación a la Compañía de Jesús. Pedro Arrupe llegó a ser vicepresidente de los «Kostkas». 1923
El 25 cié enero ingresa en la Compañía de Jesús, en el noviciado de Loyola. El doctor Negrín, uno de sus profesores en la facultad madrileña de Medicina, hizo lo posible por no perder a un alumno tan brillante. Más tarde, iría a Loyola a visitar a Peciro: «A pesar de todo, me caes muy simpático». Y allí se dieron un abrazo el futuro presidente del gobierno de la República y el futuro general de la Compañía. 1932 Poco después de haber comenzado sus estudios de Filosofía en el monasterio de Oña (Burgos), donde tiene una fuerte experiencia de Dios («Lo vi todo claro»), llega el decreto de disolución de la Compañía en España. Arrupe parte al destierro con sus compañeros y profesores. Continuarán sus estudios en Marneffe (Bélgica). Para cursar Teología le envían a Valkenburg (Holanda). En la vecina Alemania, surgía ya la fatídica sombra de Hitier y el nazismo. «Para mí -diría más tarde- el encuentro con la mentalidad nazi fue un tremendo sJwck cultural».
Comienza el primer curso de Medicina en la Facultad de San Carlos de Madrid. Las notas de su carrera son extraordinarias: en casi todas las asignaturas, sobresaliente y matrícula de honor. Severo Ochoa, que llegaría a ser premio Nobel y que entonces era condiscípulo de Arrupe, confesaría más tarde: «Pedro me quitó aquel año el premio extraordinario».
El 30 de julio recibe la ordenación sacerdotal en Valkenburg. Destinado a especializarse en Bioética, interviene en el Congreso Internacional de Eugenesia.
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1936
1936
1942
En septiembre, se traslada a los Estados Unidos para realizar estudios de Moral Médica en la Universidad de San Luis y Cleveland (EE.UU.), donde trabaja pastoralmente en cárceles de máxima seguridad.
En marzo es nombrado maestro de novicios. Parte hacia el noviciado de Nagatsuka, una colina a las afueras de ITiroshima.
1938 A punto de concluir el curso de Tercera Probación, una especie de «segundo noviciado» que hacen los jesuítas al terminar sus estudios, en Cleveland, recibe el 6 de junio una carta del Padre General en la que le destina a la misión de Japón, destino que había solicitado ya muchas veces a sus superiores.
1945 El 6 de agosto, a las ocho de la mañana, Pedro Arrupe es testigo de la explosión de la bomba atómica sobre Hiroshima. Inmediatamente, convierte el noviciado en un hospital de emergencia. Más de ciento cincuenta personas, abrasadas por la irradiación, son atendidas por Pedro sin apenas medios, sobrealimentándolas y en vela día y noche. Más tarde, Arrupe escribiría un libro sobre esta experiencia: Yo viví la bomba atómica (Ediciones Mensajero). 1954
1938 El 30 de septiembre embarca en Seattle rumbo a Yokohama. 1940 En junio, después cié varios meses de aprendizaje de la lengua y costumbres japonesas, es destinado a la parroquia de Yamaguchi, llena de recuerdos de San Francisco Javier. 1941
El 24 de marzo, es nombrado superior de todos los jesuítas de Japón (300 jesuítas de 30 nacionalidades), con el cargo de viceprovincial. Da varias veces la vuelta al mundo pronunciando conferencias para recabar fondos para la Iglesia del entonces empobrecido Japón. 1962 El 10 de junio inaugura el monumento a los Mártires de Nagasaki, construido por su iniciativa, en el centenario de su canonización.
Japón acaba de implicarse en la ÍI Guerra Mundial. Al día siguiente, 8 de diciembre, tres policías japoneses vienen a practicar un registro en la parroquia y es detenido y encarcelado bajo la acusación de «espía». Le recluyen en un cuartucho de dos por dos metros. Tiene una profunda experiencia de Dios desde el vacío y tT consuelo del canto de villancicos de sus fieles desde la calle el día de Navidad. Al cabo de un mes es puesto en libertad, debido al respeto que provocó su buen comportamiento y su conversación con carceleros y jueces.
Es elegido General de la Compañía de Jesús el 22 de mayo. Supo afrontar los tiempos críticos de los años sesenta, cuando la Iglesia y la Compañía llevan a cabo su renovación postconciliar, tras el Vaticano II. Lleno de valor, de visión del presente y del futuro y, sobre todo, de una inquebrantable fe en Dios, tuvo que sufrir incomprensiones y contradicciones de todas partes, incluso, a veces, de las más altas instancias de la Iglesia. Pero mar-
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1965
có unos derroteros para la Compañía de Jesús que no dejarían de influir también en otros sectores de la sociedad humana. 1968 Carta conjunta con los provinciales de América Latina en defensa de la justicia social y dando prioridad al trabajo con los más pobres. 1970 Visita a España con motivo de la crisis en la Orden. La rama integrista pretendía la escisión. Fuertes tensiones además a raíz de su visita a Francisco Franco. 1970-1980 Intensa actividad de gobierno como Prepósito General. Multiplica sus viajes y actividades eclesiales, contactos con políticos, ruedas de prensa, denuncias profélicas y preocupaciones por la renovación espiritual de los jesuítas. En 1973, viaje a Valencia para el Congreso de Antiguos Alumnos, donde tiene su célebre y discutido discurso: «Formación en la promoción de la justicia». 1974
1980 Tras consultarlo con sus asistentes y con los provinciales piensa en convocar la Congregación General y presentar su dimisión al percibir que no cuenta con la confianza del Papa. Juan Pablo II le ordena aplazar dicha convocatoria. 1981 7 de agosto. Al retorno de un viaje a Oriente, adonde había ido a visitar a los jesuítas de Filipinas y Tailandia, en el automóvil que le conducía del aeropuerto a Roma, sufre una trombosis cerebral que le deja incapacitado del lado derecho. Al día siguiente, le administran el sacramento de los enfermos. Se para el reloj de Pedro Arrupe, que asombrará con su ejemplo de silencio y humillación durante casi diez años de enfermedad. 1981 El 6 de octubre el Papa nombra un delegado personal para atender al gobierno de la Compañía en la persona del jesuíta P. Dezza, y su coadjutor, P. Pittau. Se interrumpe así el proceso normal de nombrar un nuevo Superior General por medio de una Congregación General. El P. Arrupe y, con él, toda la Compañía reaccionaron con dolor pero con obediencia total a las decisiones del Romano Pontífice.
El 2 de diciembre, con visión profética del presente y futuro de la Compañía de Jesús y de la humanidad, convoca la Congregación General XXXII (la Congregación General es el máximo órgano legislativo de la Compañía de Jestís, con poder sobre el Superior General, al que elige). Supondrá un hito fundamental en la historia de los jesuítas, sobre todo p>or la proclamación de que nuestra fe en Dios ha de ir insoslayablemente unida a nuestra lucha infatigable para abolir las injusticias. Esta decisión inaugura una nueva forma de martirio en la Compañía y fuera de ella: los asesinados en El Salvador, en África y otros lugares son buena prueba de ello.
El 3 de septiembre, reunida por fin la Congregación General, el P. Arrupe presenta su renuncia, en un admirable testamento, que lee el P. Iglesias ante todos los Padres congregados. Pocos días después, el P. Peter-IIans Kolvenbach es elegido General de la Compañía. Su primer gesto fue abrazar al P Arrupe mientras le decía: «Ya no le llamaré a usted Padre General, pero le seguiré llamando padre». Arrupe sigue en su habitación de la enfermería de la Curia, intentando reponerse y recibiendo visitas de todo tipo.
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1983
1989 Pierde el habla, aunque tiene momentos de lucidez. 1991 Tras casi diez años de dolorosa inactividad y de grave postración física y psíquica, que ofrece por la Compañía, la Iglesia y la Humanidad, el 5 de febrero, complicada su enfermedad con una hernia y ataques epilépticos, entrega su alma a Dios en la casa generalicia de los jesuítas en Roma. Días antes, ya en agonía, le había visitado por tercera vez Juan Pablo II. Las últimas palabras de Pedro Arrupe habían sido: «Para el presente, amén; para el futuro, aleluya». 1991 El 9 de febrero se celebra el funeral en la iglesia del Gesú. Su sucesor, el holandés Peter-Hans Kolvenbach, evoca en su homilía «su confianza absoluta en el Señor, cargando con su cruz». La demostración de aprecio tanto eclesial como popular resulta llamativa. 1997 Son trasladados sus restos, de forma privada, desde el cementerio de Monte Verano de Roma al Gesú, donde hasta hoy reposan. La Compañía le dedica un homenaje discreto en la citada iglesia el 14 de noviembre, coincidiendo con su noventa cumpleaños. 2001
Pedro Arrupe con Pablo VI: «Durante estos dieciocho años, mi única ilusión ha sido servir al Señor y a su Iglesia con todo mi corazón».
Con el apoyo y ánimo del mismo Kolvenbach, los jesuítas y quienes forman parte de la gran familia ignaciana celebran el décimo aniversario de la muerte de Pedro Arrupe. Parece abrirse una etapa diferente en la presencia eclesial, social y jesuítica de quien fue «un hombre para los demás». 32
PRINCIPIO Y FUNDAMENTO
Tras los pasos de Ignacio de Loyola en sus Ejercicios Espirituales, abrimos esta memoria siempre viva de Pedro Arrupe con un texto que bien puede entenderse como «Principio y Fundamento» de la personalidad entera de nuestro protagonista. Todo cuanto fue prioritario y fundamental en su experiencia humana y cristiana, aparece en estas líneas escritas por su sucesor, el P. Peter-Hans Kolvenbach, y pronunciadas en la Misa de Exequias por el eterno descanso del P. Arrupe, en la iglesia del Gesú, en Roma, el 9 de febrero de 1991. El mismo P. Kolvenbach ha querido que este texto significara su testimonio personal sobre la personalidad de su antecesor.
«En resumen, todo aquél que escucha estas palabras mías y las pone por obra se parece al hombre sensato que edificó su casa sobre roca. Cayó la lluvia, vino la riada, soplaron los vientos y arremetieron contra la casa; pero no se hundió, porque estaba cimentada en la roca» (Mt 7,24-25) 35
El Magníficat del P. Arrupe Peter-Hans Kolvenbach S.J. Superior General de la Compañía de jesús HOMILÍA EN LAS EXEQUIAS DEL P. ARRUPE Nos encontramos reunidos aquí esta mañana para orar por el P. Arrupe, para orar con él, y para agradecer al Señor -sirviéndonos en cuanto sea posible de las palabras mismas del R Arrupe- el habérnoslo dado. Repasando los setenta años anteriores de su vida, con ocasión de su jubileo religioso, el P. Arrvipe expresó el deseo de que su vida hubiera sido, o, al menos, empezara a ser desde aquel momento, un continuo Magníficat. Su vida lo fue, y por la misericordia de Dios lo será ya por siempre. No obstante su deseo de actuar siempre a plena luz, de no sustraerse nunca a las llamadas de quien fuera, a las interrogaciones de sus hermanos o a las preguntas de los periodistas, el P. Arrupe hubo de confesar que había en él una zona oculta o semioculta aun para él mismo: «La correlación estrecha entre Dios, que es amor y ama a cada uno de modo diverso, y la persona que, en el fondo de su esencia, da una respuesta, que es única, pues no habrá otra idéntica en toda la historia». El llamaba a esta zona escondida «el secreto del maravilloso amor trinitario que irrumpe cuando quiere en la vida de cada uno» y desemboca en el triple amor qvie caracterizó toda la acción y todas las palabras del P. Arrupe: el amor a la Compañía -cuerpo para el espíritu-, el amor a la Iglesia, el amor a Cristo y a Dios Padre. 37
El amor a la Compañía lo vivía realmente como una irrupción del Espíritu. Lo imprevisto de las etapas decisivas, los virajes radicales de su camino eran, al decir del mismo P. Arrupe, vigorosos golpes de timón que el Espíritu de Dios daba a su vida: «La vocación a ¡a Compañía de Jesús en medio de la carrera de Medicina que tanto me entusiasmaba, y por ello en la mitad del curso; mi vocación al japón (misión por la que, hasta la llamada de Dios, no sentía ninguna inclinación) y que me negaron los superiores durante diez años... mi presencia en la ciudad sobre la que explotó la primera bomba atómica; mi elección como general de la Compañía». Nosotros debemos añadir aquí: la imprevista enfermedad que cortó en seco para siempre su desbordante actividad. El P. Arrupe continúa: «Han sido acontecimientos tan inesperados y tan bruscos y han llevado al mismo tiempo tan claramente la marca de Dios... Todo ello me hace desear que mi vida hubiese sido o, al menos, sea desde ahora un continuo Magníficat». Él mismo, siempre tan sensible al Espíritu, cuando fue elegido Superior General de la Compañía de Jesús, hacia el fin del Concilio Vaticano II, no tenía más deseo que el de servir a este don pentecostal y de expresar su amor por la Compañía transfigurándola en un cuerpo para el Espíritu, disponible para llevar a cabo con amor las consignas apostólicas del Concilio. El P. Arrupe se entregó de lleno al esfuerzo de conciliar las exigencias inmutables del carisma de la Compañía con las exigencias de la situación actual de la vida en la Iglesia y en el mundo. Un testigo de este esfuerzo del P. Arrupe ha escrito: «Tanto trabajo difícil, delicado. No es de maravillar, por tanto, que en tantas cosas hubiese diversidad de opiniones y que tantas directrices pudieran ser objeto de crítica, especialmente cuando falsas interpretaciones o exageradas aplicaciones de ciertas orientaciones originaron abusos, que el mismo Padre General deploró más de una vez. Pero nadie ha criticado, ni podría criticar nunca, el esfuerzo generoso que animaba su empeño: adaptar la vida y el apostolado de la Compañía o de tantas otras familias religiosas, a través de la Unión de Superiores Generales, a las exigencias del Espíritu manifestadas en el Concilio para la Iglesia en el mundo actual». El P. Arrupe, hombre al servicio del Concilio, cumplía ya lo que nos ha recordado el Sínodo Extraordinario de 1985: ahondando en las fuentes de la tradición no hay nada nuevo, 38
y sin embargo, en la escucha del Espíritu, todo es recreado como nuevo. Sin haber cambiado la Compañía, gracias al don del Espíritu que es el Padre Arrupe, todo es diverso. Este largo trabajo de dieciocho años de generalato, hubiera sido absolutamente absurdo sin una fe profunda en el Espíritu del Señor. Por esto se sentía el P. Arrupe tan cercano al padre de los creyentes, a Abrahán. «Para mí aquella figura de Abrahánfue siempre fuente de inspiración profunda. ¿Adonde va la Compañía?, me preguntaban; mi respuesta fue siempre: a donde Dios la lleva. En otros términos, era como decir: No sé; pero sí sé una cosa, y es que Dios nos lleva a alguna parte: vamos seguros, vamos con la Iglesia, que va dirigida por el Espíritu Santo. Sé que Dios nos lleva a una tierra nueva, la de promisión, la suya. Él sabe dónde está, a nosotros no nos toca sino seguirle». Es también la figura de Abrahán la que inspiraba la infatigable hospitalidad del P. Arrupe, su irreducible optimismo en la fe. Su amor a la Compañía era tan profundo que se hacía visible en el amor, lleno de calor humano, respeto y confianza, a cada jesuíta. Cada uno de sus encuentros era indefectiblemente personalizado. Jamás salía de sus labios una palabra que no fuese de aliento y de esperanza. Con la fe desarmada de Abrahán, presentaba sus manos desnudas, contando únicamente con la fuerza del Espíritu, a la que el Padre Arrupe deseaba ofrecer la Compañía, con amor, como instrumento siempre disponible, siempre pronto a servir y edificar su Iglesia. Así, el amor a la Compañía desembocaba en el segundo amor del Padre Arrupe: el amor a la Iglesia del Señor. En su último mensaje a la Compañía pudo confesar: «Durante estos dieciocho años, mi única ilusión ha sido servir al Señor y a su Iglesia con todo mi corazón. Desde el primer momento hasta el último». Basado en la renovación espiritual de la Compañía por el retorno a las fuentes de la espiritualidad ignaciana, cimentado en la integración diaria de la contemplación del Señor con la actividad apostólica, el P. Arrupe asumía cordialmente las grandes consignas del Concilio Vaticano II y las demás misiones confiadas a la Compañía por el Vicario de Cristo: el desafío de la increencia moderna, el ecumenismo y el diálogo, el servicio del anuncio de la fe con el amor preferencial a los po39
bres y la promoción de la justicia, el apostolado teológico al servicio del magisterio ordinario de la Iglesia mediante los modernos medios de publicación y difusión, la inculturación y la ayuda a las Iglesias jóvenes y, hasta en su último mensaje, la invitación a afrontar el drama de los refugiados. Toda esta actividad no tenía sentido sino en nombre de la Iglesia, en la Iglesia y con la Iglesia. Fallar en la fidelidad al Santo Padre, Vicario de Cristo, «sería como firmar la propia sentencia demuerte», porque significaría «separarse de esta circulación del Espíritu que es propia de la comunión -koinonía- con la Iglesia jerárquica, con la Esposa de Cristo y su Vicario». Cristo, hijo del Padre, manifestación del amor de Dios, es el tercer amor que caracteriza la vida del P. Arrupe, según sus mismas palabras. Todos los jesuitas saben cuál era la devoción del P. Arrupe a la visión de La Storta. El Padre Arrupe deseaba ardientemente, para sí mismo y para todos sus hermanos, que el Padre lo pusiese con su Hijo para tener parte con Él, a fin de que los hombres tengan la vida en abundancia, el misterio pascual. Al Padre Arrupe le gustaba estar junto a Cristo, presente en la Eucaristía. ¿Quién no ha leído con emoción aquellas notas íntimas, que permanecieron inéditas mucho tiempo, en que describe su «mini-catedral: de apenas seis metros por cuatro..., fuente de incalculable fuerza y dinamismo para toda la Compañía, lugar de inspiración, de consuelo, de fortaleza, de... ¡estar!, estancia del ocio más activo, donde no haciendo nada se hace todo. La llaman Capilla privada del General. Es cátedra y santuario, Labor y Getsemaní, Belén y Gólgota, Manresa y La Storta. Siempre la misma, siempre diversa. Si sus paredes pudieran hablar... de la vida que se consuma en el amor, crucificada con Jesús, acompañada de María, ofrecida a Dios como la víctima que todos los días se ofrece en el ara del altar». En su tíltimo gran discurso, el P. Arrupe revela que este amor a Cristo se traducía en su devoción al Corazón de Jestis: «No querría silenciar mi profunda convicción de que todos, en cuanto Compañía de Jesús, tenemos que reflexionar y discernir ante Cristo crucificado acerca de lo que esta devoción ha significado y debe significar, precisamente hoy, para la Compañía. En las circunstancias actuales, el mundo nos ofrece desafíos y oportunidades que sólo con la fuerza de este amor del Corazón de Cristo pueden en40
contrar plena solución. Este es el mensaje que quería comunicaros. No se trata de forzar las cosas ni de mandar nada en una materia en que entra por medio el amor... La Compañía necesita la dynamis encerrada en ese símbolo y en la realidad que nos anuncia: el amor del Corazón de Cristo». El amor a la Compañía, cuerpo para el Espíritu; el amor a la Iglesia, Esposa del Señor; el amor a Cristo, corazón de Dios: este triple amor, reflejo del amor trinitario, es el secreto de la vida del Padre Arrupe, cuyas obras y gestos han sido y serán para siempre un Magníficat. Dando gracias al Señor, oremos por el Padre Arrupe, y oremos con él, que repetía la oración de San Ignacio en su Diario Espiritual, dicha desde el fondo de la debilidad: Desde lo hondo a ti grito, Señor: Padre Eterno, confírmame; Hijo Eterno, confírmame; Espíritu Santo Eterno, confírmame; un solo Dios mío, confírmame.
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Pedro Arrupe en su primera misa.
PRIMERA MEMORIA
LA DIMENSIÓN INTERIOR DEL P. ARRUPE
Resulta imposible comprender la infatigable acción exterior del Padre Arrupe, de auténticas características planetarias, tal y como se comenta en la segunda parte de este volumen, sin hacer memoria viva de su dimensión interior, es decir, de ese conjunto de realidades que le unieron con el misterio de Dios en Jesucristo por obra del Santo Espíritu. El P. Ignacio Iglesias, en un texto clave para aproximarnos a nuestro protagonista, determina la columna vertebral de esta dimensión más interna: la persona de Jesucristo, focalizada en su Corazón, manifestación del amor de Dios. El Arrupe «hombre para los demás» era, sobre todo, «hombre de Jesucristo». La resurrección de la Vida Religiosa, la paciencia en la contradicción, la alta experiencia del Vaticano II y, en definitiva, su dinamismo utópico, hunden sus raíces en esta tierra bendita del cristocentrismo más arraigado.
«Sin embargo, todo eso que para mí era ganancia, ¡o tuve por pérdida comparado con Cristo; más aún, cualquier cosa tengo por pérdida al lado de lo grande que es haber conocido personalmente a Cristo Jesús, mi Señor» (Flp 3,7-8) 45
1 Jesucristo, en Él solo... la esperanza
A) APROXIMACIÓN ANALÍTICA El Cristo de Arrupe Ignacio Iglesias S.J. Asistente General de España y Portugal*
Algunas veces he oído a jesuítas discutir sobre la cristología del P. Arrupe. ¿Es una cristología clásica o actual, moderna, puesta al día? Creo que es una discusión inútil, incluso diría banal. Ciertamente puedo testimoniar haber visto sobre la mesa del Padre Arrupe (y confieso mi curiosidad) los libros de los más actuales cristólogos de varias tendencias, desde los maestros del Norte, Schillebeeckx, Soonenberg, Galot..., hasta los novísimos de la cristología latina o latino-americana, González-Faus y Jon Sobrino. Pero esto no interesa. Lo que interesa más a la Compañía no es su «cristología» sino su Cristo. El Cristo del P. Arrape, aquel *
Los cargos que aparecen con un asterisco, fueron desempeñados durante el superiorato del Padre Arrupe. 47
que él vive, el que antrncia y comunica como «visto y oído» por él. Interesa su personal «sabiduría», su experiencia personal de Cristo. (Sé bien que desde la psicología y desde la sociología se manifiestan no pocas reservas con relación a estas «experiencias» de Dios que el hombre vive y cuenta. Sin embargo, en la realidad de tantos hombres, desde Pablo de Tarso a la Madre Teresa de Calcuta, esas experiencias son algo profundamente real que coenvuelve y compromete profundamente la existencia, aunque sean misteriosas en sí mismas e inasibles). Por tanto, nos importa la forma particular en la cual el P. Arrupe ha sido «tocado», «alcanzado» (Flp 3,12) por Jesús. Se trata ciertamente de algo difícil de expresar, pero que produce efectos, actitudes... transferibles en lo cotidiano de la existencia, como aquel «sensus Christi» al cual frecuentemente se refiere en sus conversaciones y por la falta del cual expresa su pena más fuertemente que por otras faltas nuestras... Os pido de antemano excuséis si he osado describir muy brevemente este Cristo del P. Arrupe. Es, ante todo y fundamentalmente, el Cristo de Ignacio de Loyola, con matices propios. Lo encontraremos en todas partes, por todos sus escritos. Me permito resumir los trazos que me parecen subrayados más fuertemente y con mayor frecuencia. - Es el Cristo trinitario, con el cual podemos «ser enviados» y por el cual nos acercamos y entramos en el Padre: «Preguntémonos sobre el tipio de encuentro, de diálogo, de unión y de docilidad al Espíritu de Cristo que intentamos poner en nuestra vida. Más allá de las palabras, siempre de una manera aproximativa, necesitamos reencontrar una verdad simple y sacar de ella todas las consecuencias: Cristo vive, habla, actúa, recibiendo del Padre su ser, su palabra, su acción, y nuestra existencia toda se desarrolla en Cristo participando de sus relaciones con el Padre» (Acta Romana XV 736). - Es el Cristo de la Encarnación y de la meditación del Reino, Hijo y Enviado en una única realidad personal, que toma sobre sí la humanidad doliente y crea el nuevo tipo de hombre y de mundo: «Los jóvenes serán ayudados a encontrarse con Dios... si aprenden a contemplar esta múltiple miseria que grita pidiendo un Salvador. El apóstol tendrá siempre delante de sí la miseria humana. Cuánto aprovechará el jesuíta si con liberalidad humilde y apostólica magnanimidad se reviste de Cristo en la aceptación de sí mismo y de los otros» (Acta Romana XV 115). 48
- Es el Cristo de la kenosis y de la Pascua, que debe ser seguido con un amor personal «hasta el final» (Jn 13,1) en el tercer grado de humildad, único modo de llegar a ser realmente «conformes a la imagen del Hijo... primogénito de muchos hermanos» (Rom 8,29). Esta imagen de Cristo «hombre para los demás» inspiró todas las intervenciones del P Arrupe en el Congreso Internacional de Antiguos Alumnos de Valencia (1974), intervenciones que impresionaron a los oyentes y a los lectores muy profundamente y en un radio muy amplio: «Debemos subrayar que la novedad radical del Evangelio está en proclamar este humanismo singular, este nuevo modelo de hombre, surgido de la fe en Jesús: el hombre muerto a todas las formas de egoísmo y después resucitado, nacido de lo alto, libre para amar en la verdad, libre para dar la propia vida, Ubre para comprometerse del todo en el servicio de los demás (...) El hombre, finalmente, que, integrando en la íntima unidad de sí mismo como persona la fe y el amor, amor a Dios y amor al prójimo, hace sincera y visible toda la fecundidad social de nuestra fe en Jesús, y así llega a ser como Jesús, el hombre para los demás» (1-7-1973). - Es el Cristo de la amistad personal, del diálogo confiado (cfr. los varios textos de oraciones compuestos por el P. General), de la esperanza («Cristo Jesiis, esperanza nuestra», ITim 1,1): «Eos jóvenes deben ser animados a nutrir de una manera habitual el diálogo fraterno y real con Cristo vivo, presente siempre en los sufrimientos y en los deseos de los hombres, en la crisis de todo tiempo, en el progreso de la Iglesia. Es en verdad el que nos habla personalmente y el que nos invita a compartir con El la cruz y la gloria de salvar al mundo» (Acta Romana XV 115). - Es el Cristo que vive y actúa en la Iglesia en manera especial mediante su Vicario: en la homilía de despedida de la Congregación General XXXII, durante la concelebración tenida en la Basílica de San Pedro (6-3-1975) después de haber subrayado la «transformación eclesial» de Ignacio de Loyola que le condujo a su peculiar «devoción» al Vicario de Cristo, concluye así el P. Arrupe: «Desde aquel momento en adelante, el criterio nuevo para ayudar a las almas será para Ignacio el recurso al Vicario de Cristo. Estaba convencido, escribe Nadal, de que Cristo se dignaría dirigirlo en la vía del servicio divino por medio de su Vicario (Monumenta Narrativa 1,264). En la experiencia mís49
tica de Ignacio, el Romano Pontífice aparece más claramente cada día como el Vicario de Cristo, y la plena y concreta consagración de Ignacio y de sus compañeros al Rey Eterno llegará a ser en el futuro una total disponibilidad hacia el Vicario de Cristo en la tierra». - Es el Cristo de la Eucaristía, al cual el P. Arrape se dirigió públicamente así: «Para miel diálogo de íntima conversación contigo, que estás realmente presente en la Eucaristía y me esperas en el Sagrario, ha sido siempre y es todavía fuente de inspiración y de fuerza: sin éstas no podría continuar, y mucho menos soportar el peso de mis responsabilidades. La Misa, el Santo Sacrificio es el centro de mi vida. No puedo concebir un solo día sin la celebración o participación en el Sacrificio, convite eucarístico. Sin la Misa mi vida estaría como vacía, me, faltarían las fuerzas. Esto lo siento profundamente y lo afirmo». La visión de La Storta Es imposible poner fin a este breve esbozo sin aludir sencillamente a otra experiencia personal. Releyendo estos escritos del P. Arrape, me parece haber comprendido -al menos un poco- el porqué íntimo del continuo referirse a la visión de La Storta en las páginas del P. Arrape. Se trata simplemente de la imagen de un Cristo que resume todo el Cristo vivido por él. A este Cristo intenta conectar toda su personal experiencia en el seguir a Jesús, que quería fuese también la de cada uno de nosotros y de toda la Compañía. Con ocasión de renovar la consagración de la Compañía al Sagrado Corazón de Jesús (9-6-1972) se pone a sí mismo y quería poner a toda la Compañía dentro de aquella pequeña capilla de La Storta y en el corazón de aquella experiencia, resumen de tantas otras de Ignacio. Y aquí está el Cristo trinitario, Hijo y Enviado; aquí, la unión con Dios y la misión, la kenosis del «vexillum Crucis», el realismo del seguimiento de Cristo en Roma bajo su Vicario; aquí, el Cristo de la esperanza, de la Pascua, del trabajo... «Si alguno quiere venir conmigo...». Esta imagen de un Cristo misteriosamente unificado en su intimidad como Dios y como hombre, en el cual toda la misión y la voluntad del Padre es vivida como tal, y toda la vo50
luntad del Padre llega a ser propiamente una misión, atrae fuertemente a Ignacio de Loyola y constituye en su interior el centro unificador del «in actione contemplativus», según la definición de Nadal. Esta imagen, según sus mismas palabras expresas, atrajo siempre al P. Arrape. Su preocupación unificadora en el seguimiento de Jesús, de manera que la unión con Dios y la misión formen una unidad indestructible, es fácilmente identificable en muchas de sus páginas. «Mantengamos intacto el principio: el que se abre a sí mismo hacia el exterior, debe no menos abrirse hacia el interior, esto es, hacia Cristo. El que tiene que ir más lejos para socorrer necesidades humanas, dialogue más íntimamente con Cristo. El que tiene que llegar a ser contemplativo en la acción procure encontrar en la intensificación de esta acción la urgencia para una más profunda contemplación. Si queremos estar abiertos al mundo, debemos hacerlo como Cristo, de tal manera que nuestro testimonio brote, como el suyo, de su vida y de su doctrina. No temamos llegar a ser, como Él, señal de contradicción y escándalo... Por lo demás, ni siquiera Él fue comprendido por muchos». Así lo escribí en 1977. Ahora lo ratifico. Se trata de un Cristo todo El amor del Padre y, por eso, olvidado de sí, todo Él para el hombre. O, con más propiedad y más bíblicamente, todo El «por» todos los hombres. Para quien cada ser humano no sólo es destinatario querido, sino como un «motivo» profundamente entrañado. Este entrañamiento del hombre en lo profundo de Dios, que es el «tanto amó Dios al mundo», tiene su locus teológico y real pleno en el Corazón de Cristo; allí donde la persona entraña a aquéllos por quienes es, vive, achia y muere. Y donde todo ser humano, dejándose entrañar, descubre su razón personal de existir y de obrar, su centro, sobre el cual rehacerse según el proyecto original de Dios, como hombre o mujer, por Cristo y por todo hermano... Pedro Arrupe hizo de su vida un aventurarse en este locus. Centró progresivamente sobre él su vida, simplificándola, y construyendo sobre él su obra. Como Juan, el apóstol, repitiendo en su vejez monocordemente el «¡Amaos!», este veterano luchador y apóstol, hoy re51
ducido a la impotencia física, ha querido recoger y resumir en estas páginas su «razón» y acompañaros con su personal estilo hasta el centro del Evangelio. Las cerramos con respeto y con la persuasión de haber entrado (o al menos de habernos asomado, gracias a él) hasta lo más íntimo de ese santuario de Dios, desde donde Cristo lo rehabilita todo, lo plenifica todo, lo da todo, lo es todo: su Corazón.
B) TEXTOS DE ARRUPE Jesucristo, inspiración del jesuíta «La imagen del jesuíta ha estado marcada siempre por la ambivalencia y no se trata aquí, repito, de juzgar el pasado, sino de encontrar la versión actual de nuestro modo de proceder en su globalidad, como el Fundador lo haría, para -reteniendo los perennes elementos que trascienden toda épocaconseguir la imagen más adaptada a este nuestro mundo del postconcilio. En otras palabras: rehacer la ignaciana contemplación de Cristo desde el mundo contemporáneo, pues sólo Cristo es el modelo nunca marchito y la fuente de inspiración del jesuíta. De Él debe recoger todos los rasgos que compongan su ser y actuar apostólico de hoy como de ayer, los rasgos de seguridad y los de la audacia, los de su espiritualidad en acción, y la presencia en el mundo» (La identidad de los jesuítas en nuestros tiempos, Sal Terrae, Santander, 1980, p. 67). Jesucristo, clave del Evangelio «Para Ignacio, la clave del Evangelio se encuentra en la persona de Cristo y en su condición de enviado del Padre en misión al hombre, que importa la encarnación -identificación con ese hombre- y la muerte por el hombre. Todos los Ejercicios Espirituales giran alrededor de la persona «del Señor, que por nú se ha hecho hombre» [EE 104]: la vida de Cristo, en especial su vida ptíblica, su pasión y su resurrección, son una realidad viviente, que el ejercitante debe meditar «como si pre52
senté me hallase» [EE 114], pidiendo con insistencia «conocimiento interno del Señor... para que más le ame y le siga» [EE 104]. Cristo aparece a los ojos del ejercitante como Rey eterno, que tiene frente a sí el universo mundo, al cual y a cada vino de los hombres invita a trabajar por los demás «y así entrar en la gloria de mi Padre» [EE 95]. Para ello, Cristo «escoge tantas personas, apóstoles, discípidos, etc. Y los envía por todo el mundo, esparciendo su sagrada doctrina» [EE 145]. El Jesucristo del Evangelio es visto y sentido en los Ejercicios como el Cristo pobre, humillado, siervo obediente al Padre; como el Cristo de la kenosis, hecho como uno de tantos, como el hombre al que debe redimir; como el Cristo de las bienaventuranzas y de la cruz. A los discípulos que envía para continuar su misión, los envía cercanos al hombre, servidores incondicionales de todos los hombres en cumplimiento de la voluntad del Padre, los envía en pobreza, a que sean humillados como Él y a que como Él sufran y padezcan por la redención del mundo» (La identidad de los jesuítas en nuestros tiempos, Sal Terrae, Santander, 1980, p. 109).
C) TESTIMONIO PERSONAL Fiel al Corazón de Cristo Alfredo Verdoy S.J. Provincial de Toledo Al P. Arrupe se le ha presentado con frecuencia como un hombre identificado con el Vaticano II, un hombre del aggiornamento, un hombre que supo leer los signos de los tiempos en irnos años complejos. Fue en su generalato cuando la Compañía reformuló su misión como «el servicio de la fe y la promoción de la justicia». Pero si el P. Arrupe fuera sólo eso sería simplemente un personaje del pasado. Sin embargo, su figura se agranda cada día, incluso para quienes le criticaron. Sus últimos años de pasividad revelaron más palmariamente 53
Señor: meditando el modo de nuestro proceder he descubierto que el ideal de nuestro modo de proceder es el modo de proceder tuyo. Por eso fijo en Ti los ojos de la fe, para contemplar tu iluminada figura tal cual aparece en el Evangelio. Yo soy uno de aquellos de quienes dice San Pedro: «a quien amáis sin haberle visto, en quien creéis aunque de momento no le veáis, rebosando de alegría inefable y gloriosa» (IPe 1,8). Señor, tú mismo nos dijiste: «Os he dado ejemplo para que me imitéis» (Jn 13,15). Quiero imitarte hasta el punto de que pueda decir a los demás: «Sed imitadores míos, como yo lo he sido de Cristo» (ICo 11,1). Ya que no pueda decirlo físicamente como San Juan, al menos quisiera poder proclamar con el ardor y la sabiduría que me concedas «lo que he oído, lo que he visto con mis ojos, lo que he tocado con mis manos acerca de la Palabra de Vida; pues la Vida se manifestó y yo lo he visto y doy testimonio» (ljn 1,3). Dame, sobre todo, el sensus Christi (ICo 2,16) que Pablo poseía: que yo pueda sentir con tus sentimientos, los senti-
mientos de tu Corazón con que amabas al Padre (Jn 14,31) y a los hombres (Jn 13,1). Jamás nadie ha tenido mayor caridad que Tú, que diste la vida por tus amigos (Jn 15,13), culminando con tu muerte en cruz el total abatimiento (Flp 2,7), kenosis de tu encarnación. Quiero imitarte en esa interna y suprema disposición y también en tu vida de cada día, en lo posible, como Tú procediste. Enséñame tu modo de tratar con los discípulos, con los pecadores, con los niños, con los fariseos, o con Pilatos y Herodes; también con Juan Bautista aun antes de nacer y después en el Jordán. Como trataste con tus discípulos, sobre todo los más íntimos: con Pedro, con Juan y también con el traidor Judas. Comunícame la delicadeza con que les trataste en el lago de Tiberíades preparándoles de comer, o cuando les lavaste los pies. Que aprenda de Ti, como hizo San Ignacio, tu modo de comer y beber, cómo tomabas parte en los banquetes; cómo te portabas cuando tenías hambre y sed, cuando sentías cansancio tras las caminatas apostólicas, cuando tenías que reposar y dar tiempo al sueño. Enséñame a ser compasivo con los que sufren: con los pobres, con los leprosos, con los ciegos, con los paralíticos; muéstrame cómo manifestabas tus emociones profundísimas hasta derramar lágrimas; o como cuando sentiste aquella mortal angustia que te hizo sudar sangre e hizo necesario el consuelo del ángel. Y, sobre todo, quiero aprender el modo como manifestaste aquel dolor máximo en la cruz, sintiéndote abandonado del Padre. Esa es la imagen tuya que contemplo en el Evangelio: ser noble, sublime, amable, ejemplar; que tenía la perfecta armonía entre vida y doctrina; que hizo exclamar a tus enemigos «Eres sincero, enseñas el camino de Dios con franqueza, no te importa de nadie, no tienes acepción de personas» (Mt 22,16); aquella manera varonil, duro para contigo mismo, con privaciones y trabajos; pero para con los demás lleno de bondad y amor y de deseo de servirles. Eras duro, cierto, para quienes tienen malas intenciones; pero también es cierto que con tu amabilidad atraías a las multitudes hasta el punto de que se olvidaban de comer; que
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lo que su vida y sus escritos dejaban entrever: al creyente «arraigado y cimentado en la caridad», en el amor del Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Ese amor que para él se expresaba de manera especial en el Corazón de Cristo. Ese amor era la fuente de donde brotaban aquella alegría suya tan natural, la aceptación de su enfermedad, su amor a la Iglesia, su coraje para emprender proyectos nuevos y adaptarse a los cambios, su aceptación de los fracasos, el ánimo y la confianza que infundía en sus compañeros jesuítas en las más difíciles situaciones o su preocupación por los refugiados. Celebrar el aniversario de Arrupe es una invitación a vivir de aquella fuente de donde sigue brotando una novedad que se hace sensible, que se hace carne, que se hace solidaridad y justicia, para todos los seres humanos.
D) O R A C I Ó N Invocación a Jesucristo m o d e l o
los enfermos estaban seguros de tu piedad para con ellos; que tu conocimiento de la vida humana te permitía hablar en parábolas al alcance de los humildes y sencillos; que ibas sembrando amistad con todos, especialmente con tus amigos predilectos, como Juan, o aquella familia de Lázaro, Marta y María; que sabías llenar de serena alegría una fiesta familiar, como en Cana. Tu constante contacto con tu Padre en la oración, antes del alba, o mientras los demás dormían, era consuelo y aliento para predicar el Reino. Enséñame tu modo de mirar, como miraste a Pedro para llamarle (Mt 16,18) o para levantarle (Le 22,61); o como miraste al joven rico que no se decidió a seguirte (Me 10,21); o como miraste bondadoso a las multitudes agolpadas en torno a ti (Me 10,23); o con ira cuando tus ojos se fijaban en los insinceros (Me 3,5). Quisiera conocerte como eres, tu imagen sobre mí bastará para cambiarme. El Bautista qviedó subyugado en su primer encuentro contigo (Mt 3,14); el centurión de Cafarnaún se siente abrumado por la bondad (Mt 8,8); y un sentimiento de estupor y maravilla invade a quienes son testigos de la grandeza de tus prodigios (Le 4,36). El mismo pasmo sobrecoge a tus discípulos (Le 5,26); y los esbirros del Huerto caen atemorizados (Me 1,27). Pilatos se siente inseguro y su mujer se asusta. El centurión que te ve morir descubre la divinidad en tu muerte. Desearía verte como Pedro, cuando sobrecogido de asombro tras la pesca milagrosa tomó conciencia de su condición de pecador en tu presencia (Le 5,8). Querría oír tu voz en la sinagoga de Cafarnaiín o en el Monte, o cuando te dirigías a la muchedumbre «enseñando con autoridad» (Mt 1,22), con avitoridad que sólo del Padre te podía venir. Haz que nosotros aprendamos de Ti en las cosas grandes y en las pequeñas, siguiendo tu ejemplo de total entrega de amor al Padre y a los hombres, hermanos nuestros, sintiéndonos muy cerca de Ti, pues te abajaste hasta nosotros, y al mismo tiempo tan distantes de Ti, Dios infinito. Danos esa gracia, danos el sensus Christi, que vivifique nuestra vida toda y nos enseñe -incluso en las cosas exteriores- a proceder conforme a tu espíritu. 56
Enséñanos tu modo para que sea nuestro modo en el día de hoy y podamos realizar el ideal de Ignacio: ser compañeros tuyos, alter Christus, colaboradores tuyos en la obra de la redención. Pido a María, tu Madre Santísima, de quien naciste, con quien conviviste 33 años y que tanto contribuyó a plasmar y formar tu modo de ser y de proceder, que forme en mí y en todos los hijos de la Compañía otros tantos Jesús como tú.
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2 Vida religiosa, la urgente renovación
A) A P R O X I M A C I Ó N ANALÍTICA D i o s , m u n d o , misión: el sentido de la renovación arrupista Ignacio Ellacuría S.J. Rector de ¡a UCA de El Salvador
Pedro Arrupe logró vina profunda renovación de la vida religiosa, lo cual nos permite, desde vina experiencia muy real, hacer unas cuantas reflexiones sobre el carácter más universal que, sin duda, tuvo como renovador no sólo de la vida religiosa de los jesuitas, sino también en buena medida de la vida religiosa en general. No sería exagerado decir que lo que Juan XXIII supuso para la renovación de la vida eclesial, en general, lo ha supuesto el Padre Arrupe para la renovación de los religiosos, en particular. En ambos casos parece alentar el mismo espíritu, aunque en cada uno de ellos en forma distinta, pero con el mismo vigor. Quizá hoy, en un momento en que esa fuerza renovadora de la Iglesia, en general, y de la vida religiosa, en particular, se ve con algún recelo por los peli59
gros que tiene -sin fijarse en lo que tiene de promesa de futuro-, conviene resaltar algunos puntos esenciales que hicieron posible y prometedora dicha renovación.
mo la de San Ignacio, pero que, sin dejar nunca de serlo, era también, por otra parte, siempre estrictamente cristológica y apegada a lo que es el Jesús histórico de los evangelios y el Jesús historizado de los Ejercicios Espirituales. Hombre de Dios, seguidor de Jesús, que no excluía otras mediaciones, pero que sabía subordinarlas a lo que es principio y fundamento, a lo que es criterio último, a lo que, en definitiva, es fin y no medio.
a) Ante todo, hay que ver la renovación como obra del Espíritu. Pocos, si es que hay alguno, se atreverán a dudar de la intensa y profunda espiritualidad del Padre Arrupe. Otras cosas se habrán pviesto en duda y aun bajo sospecha, pero difícilmente puede disimularse su recia y consistente espiritualidad. Esa espiritualidad es ignaciana por sus cuatro costados, aunqvie también todos esos costados estaban abiertos, como la propia espiritualidad ignaciana lo exige, a las distintas novedades que el Espíritu va creando sobre la faz de la tierra. No me toca a mí insistir, y menos analizar, cuáles son las características que la espiritualidad ignaciana adopta en la experiencia personal del Padre Arrupe y en sus directrices como General de la Compañía. Pero sí quiero subrayar el hecho de que fue en un largo proceso de profundizacíón espiritual donde él buscó (y reclamó que los demás buscasen) la renovación de la vida religiosa. Arrupe ha sido un hombre de Dios, por encima de todas las cosas; y quería qvie los jesuítas también lo fueran de verdad. Pero «de verdad». Ese «de verdad» implica que era a Dios a quien él buscaba, no cualquier otra cosa que quiera hacerse pasar por Dios, incluso en ambientes religiosos y eclesiásticos. No sustituía a Dios por nada; un Dios más grande que los hombres; un Dios más grande que las Constituciones y la estructura histórica de la Compañía de Jesús; un Dios más grande que la Iglesia y todas sus jerarquías; un Deus semper niajor et semper novus, que sigue siendo el mismo, pero que nunca se repite; que necesita ser expresado en fórmulas dogmáticas, pero que nunca es agotado en ellas. Un Dios, en definitiva, imprevisible por un lado, pero inmanipulable por otro. En la experiencia cotidiana de este Dios, al que dedicaba muchas horas de búsqueda, es donde se despertaba su gran libertad de espíritu, su gran amor a todos, su constante disponibilidad y humildad, y también su clarividencia religiosa. Una experiencia que, por vina parte, era estrictamente trinitaria, co-
b) Desde esta solidísima base -que no se tiene de una vez por todas, sino que, por su misma naturaleza, ha de renovarse día a día-, Arrupe vivía abierto a la historia y, en la historia, a los signos de los tiempos. Hombre de Dios, pero también hombre de los hombres, hombre de la historia. La novedad de Dios se percibe en gran manera en la novedad de la historia. Las nuevas realidades plantean nuevas exigencias. No se trata de abandonar el pasado y sostener que cualquier pasado fue peor; pero tampoco se trata de repetir el pasado con pequeñas acomodaciones al presente, como si el presente actual de la humanidad y de su conciencia fuera tan sólo una pequeña novedad respecto de lo que esa misma humanidad y conciencia fueron no ya hace siglos, sino simplemente hace cincuenta años. Se trata de discernir en los signos de los tiempos, tan nuevos y tan desafiantes, la voluntad de Dios; una voluntad que no es ajena a los hechos históricos. Pero, para discernir esos signos, es menester estar abierto a la universalidad del mundo. Muchos dicen estarlo; pero para ello se requiere no sólo mirar al mundo todo, sino, en lo posible, mirar desde todo el mundo. Y esto viltimo es algo que no se hace, pero que Arrupe intentó hacer de modo excepcional. El universalismo de Arrupe, ejercitado desde sus primeros años de madurez (al final de sus estudios en la Compañía), sometido a la ruptura cultural del Oriente y, ya de Superior General, cultivándolo generosamente, es un universalismo no tanto de objeto cuanto, sobre todo, de perspectiva. Veía el mundo desde Roma, pero también desde las naciones noratlánticas; y menos, pero también, desde las naciones sometidas al socialismo real. Y cada vez más, fue viéndolo desde las naciones del Tercer Mundo y desde los pobres de toda la tierra. Veía el mundo
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desde la jerarquía eclesiástica, pero también desde los intelectuales, desde las culturas más diversas -él, tan preocupado por la inculturación, no sólo para encarnar la fe, sino para que la fe se enriqueciera en esas sucesivas encarnaciones-, desde las clases medias; pero sobre todo, y cada vez más, desde los más desprotegidos. La riqueza de este universalismo le enseñaba la riqueza de Dios y le ponía en mejor disposición para encontrar su voluntad.
bía educado doctrinalmente, pudieran hacerlo creer. La lucha en favor de la evangelización integral de las mayorías populares, a la que forzosamente pertenecía la lucha en favor de las mismas, era algo que tenía que ver directamente con Dios, al menos con el Reino de Dios.
c) Sobre esos dos fundamentos, el principal de los cuales era el propio Dios, pero cuyo correlato era el mundo en su historia, acabó entendiendo el gran desafío del mundo actual. La evangelización, como anuncio de la buena nueva revelada en Jesús para que los hombres tengan vida y la tengan en abundancia, sigue siendo, en su formalidad, la misión principal de la Iglesia y, en ella, de los jesuítas. Pero esa evangelización tiene un destinatario principal, que son las inmensas mayorías del mundo a las que la vida les resulta casi imposible, para las que el mero sobrevivir es la cuestión fundamental. De ahí que aquella indicación tan simple como la de evangelizar a los pobres, aquella advertencia que ya Juan XXIII repetía de que la Iglesia debe ser, ante todo, una Iglesia de los pobres, se va a convertir en punto fundamental de la renovación de la Iglesia y de la vida religiosa. A esta luz cobraba nuevas dimensiones aquella insistente y grave preocupación de San Ignacio por dar la espalda a los honores y riquezas de este mundo para abrazarse con la pobreza, las humillaciones y los sufrimientos que traen consigo el aprecio de éstos y el desprecio de aquéllos. Los jesuítas iban a dejar de ser los amigos de los ricos para convertirse en aliados y colaboradores de los más pobres. La evangelización y liberación de los más pobres, entendida no de un modo exclusivo (y menos aún de un modo que supusiera el fenómeno de la lucha de clases), sino entendida de modo preferencial, cobraba un sentido estrictamente teologal, un sentido que tenía que ver directamente con Dios y con la donación de Dios a los hombres. Arrupe no era en modo alguno dualista en este punto, aunque algunas de sus manifestaciones escritas, en razón de la tradición en la que se ha-
d) La misión, entonces, era clara: ir preferencialmente a los pobres para, desde ellos y con ellos, evangelizar el mundo, liberar a la humanidad de todas sus cadenas, sin olvidar, ni mucho menos, las cadenas del pecado y las causas de las mismas. La vida religiosa volvía a entenderse desde la misión a la que el Rey eterno invita a sus fieles seguidores, pero teniendo muy en cuenta lo que es la bandera del «enemigo de natura humana» y lo que es la bandera de quien, «en suma pobreza» y en suma contradicción con los valores de este mundo, hace el llamamiento a seguirle. La vida religiosa tenía su centro fuera de sí; no era algo en y para sí misma, sino que era algo en y para la misión. Pero no una misión abstracta para una evangelización abstracta, sino una misión y una evangelización que tenían muy en cuenta la situación de nuestro mundo y que daban prioridad a lo que significaban las demandas de los más pobres. Este doble acento (el de poner la vida religiosa en función de la misión y el de entender la misión desde la opción preferencial por los pobres, sin olvidar en ningún momento lo que de más sólido y santificante tiene la espiritualidad ignaciana y el modo auténtico de proceder de los jesuítas) es la raíz de una auténtica renovación religiosa que busca a Dios y su voluntad donde mejor se puede encontrar; que busca lo que «más» conduce al fin para que fuimos creados, tal como ese fin y esos medios son iluminados por la vida de Jesiis. Nada había en ello de no ignaciano, aunque pudiera verse como poco «jesuítico», si por «jesuítico» entendemos todas las adherencias que el ambiente y los comportamientos áulicos y / o institucionales de la Iglesia y del m u n d o habían ido produciendo en la Compañía de Jesús so capa de buen sentido, de moderación y madurez, de buenas formas curiales y conventuales.
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e) Volvió entonces a recuperar la vida religiosa su talante profético, y con ello un cierto sentido de confrontación no en todos los religiosos, pero sí en buena parte de ellos e incluso entre los propios superiores, que por lo general habían estado más a cuidar de lo institucional que a fomentar la libertad y la creatividad del espíritu. Arrupe pretendió ser fiel a la jerarquía, pero sin que esta fidelidad derivada le impidiera alentar a quienes se sentían llamados a arriesgar e innovar. Propulsó toda suerte de experimentos, sin dejar que se perdiera nunca lo esencial (una profunda vida espiritual alimentada en métodos y prácticas ignacianos; una gran seriedad en los estudios; un permanente discernimiento que iluminara pero no negara lo fundamental de la obediencia). El torbellino de la experimentación fue en ocasiones demasiado violento, y en su propio generalato llegó el momento de poner cautela a los experimentos y de asegurar ciertas líneas comunes. Pero no por miedo a la novedad y al riesgo, sino por buen juicio de no equivocar la actividad con la agitación, de no confundir el prurito de la novedad con la seriedad de la innovación. Podría decirse que en lo nuevo, en cuanto nuevo, veía Arrupe algo divino, algo que muestra el Espíritu haciendo nuevas todas las cosas; pero sabía que no podía darse una novedad absoluta que rompiese con todo el pasado, en el que también se había hecho presente el Espíritu de Jesús (y por lo que se refería a su propio caso y al de todos los jesuítas, especialmente en el San Ignacio de los Ejercicios y de las Constituciones). Difícil tensión ésta entre lo nuevo y lo viejo, entre lo espiritual y lo institucional, entre la tradición, que viene de atrás, y la profecía, que mira hacia adelante, entre la obediencia a Dios y la obediencia a los hombres. Esta tensión fue la que le causó dificultades con muchos estamentos jerárquicos y la que le originó los mayores disgustos con la Santa Sede, mientras eran numerosísimos los obispos, superiores religiosos, teólogos y pastoralistas que veían en él un signo de los tiempos y una luz alentadora de empresas eclesiales siempre nuevas, siempre audaces, incapaces de buscar el reposo antes de haber recorrido el largo ca-
f) Pero nada de esto impedía que la vida religiosa siguiera siendo vida en comunidad. La vida comunitaria no es en la vida religiosa un fin en sí misma ni es tampoco un puro medio; es, más bien, una parte integrante de ella. Pero se ha propendido a entender la vida comunitaria como si se redujera a una comunidad de bienes, a una comunidad de obediencia y a una comunidad de ordenamientos externos. Hacer todas las cosas al mismo tiempo, conforme a un «orden del día», se tomaba por «vida en común»; el estar sometido a unos mismos reglamentos se consideraba lo esencial de la vida comunitaria. Esto daba lugar a vidas paralelas, más que a vidas comunitarias; a la comunicación de lo exterior, más que a la comunicación de lo interior: algo muy alejado de poner la vida en cormm y de hacer buena parte de la vida en común, donde «vida» ya no es la práctica exterior, sino aquello que fundamentalmente hace el hombre. Ciertamente, Arrupe no es un dualista, ni es tampoco un despreciador de aquellas cosas externas que ayudan a ordenar la vida en común. Pero mucho menos es un reduccionista que entienda por vida en común lo que no es vida y lo que no merece la pena de ser comunicado. No confundía el fondo con la forma ni lo esencial con lo accidental; y mucho menos hacía cuestión máxima de lo que es mínimo y mínima de lo que es máximo. Incluso en actos al parecer tan solitarios como su misa diaria en su pequeña «catedral» (de la que existen espléndidos testimonios personales), él se esforzaba muy vivamente por estar en comunidad real con todos los jesuítas a él encomendados. No se sentía solo; estaba allí para comunicar y para recibir, para dar y para aceptar. Lo que era «misión» en su concepción de la vida apostólica era «comunicación» en su concepción de la vida comunitaria. Pero era más feliz dando que recibiendo, a pesar de su inmensa humildad de superior que a todos preguntaba para enriquecer sus propios puntos de vista. Fue así, con su ejemplo, con sus directrices y exhortaciones, un gran renovador de la vida comunitaria, impulsando
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mino de la experimentación, la escucha de las necesidades del mundo y la respuesta desde el Evangelio.
los discernimientos comunitarios y la Eucaristía en común, donde lo importante no era estar materialmente juntos, sino espiritualmente comunicados, abiertos a la escucha y a la corrección, prontos a dar lo mejor de uno mismo, pero siempre desde la perspectiva de la misión apostólica, del hacer bien a los demás, de la evangelización. La verdad de la vida comunitaria debía contrastarse con lo que era el trabajo apostólico que, cuanto más arduo y peligroso, más necesidad tenía de intensa vida comunitaria y, sobre todo, de estrecha relación del hombre con Dios. La comunidad, no obstante, debía constituirse en lugar privilegiado, en mediación excepcional de esa estrecha relación, que podía verse sometida a autoengaño sin el contraste comunitario. g) Nada de esto anulaba tampoco el valor y la necesidad de la autoridad y la obediencia, sino que situaba ambas en su exacto lugar. Tal vez en este punto fundamental del modo cristiano de ejercer la autoridad y de animar a la obediencia es donde -quizá más con el ejemplo que con grandes disquisiciones teóricas o con normas de gobierno- da el Padre Arrupe un mayor impulso a la vida religiosa. No puede desconocerse el hecho de que un buen grupo de jesuítas (los más conservadores y los más opuestos al cambio) opuso fuerte resistencia a la autoridad del Padre Arrupe y fue buscando escapatorias teóricas y procedimientos prácticos para evadir el cambio que había suscitado el Vaticano II y que Arrupe, junto con otros, procuró que se viviese de modo especial en la vida religiosa. Los que tenían la mirada puesta atrás no comprendieron fácilmente el nuevo rumbo, pero sí lo hicieron los que miraban hacia adelante. Por eso, no debe considerarse a Arrupe como un conservador de las formas antiguas de la vida religiosa, sino como un profundo renovador, al que el futuro dará la razón y sabrá medir con equidad. No es que siguiera el gusto de unos y se opusiera a los modos de otros. A quienes ansiaban la renovación como una necesidad imperiosa, también los sometió a prueba y no dejó que campasen por sus respetos. Pero, en general, éstos aceptaron su autoridad e interiorizaron sus orientaciones.
Dicho brevemente: Arrupe ejercía la autoridad de un modo evangélico. Suelen decirlo muchos superiores, pero no son tantos los que lo ponen en práctica. Podría asegurarse que tenía del todo presente el mandato evangélico de no ejercer la autoridad con la Iglesia como se ejerce en el mundo: los jefes de los pueblos los tiranizan y los grandes los oprimen; pero, entre los discípulos, el que vaya a estar arriba y haya de actuar como primero, ha de ser servidor y esclavo, porque el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate de todos (cfr. Me 10,42-45; Mt 20,25-28). El Padre Arrupe ejercía su ministerio de superior -real, efectiva y afectivamente- como quien sirve hasta dar su vida por los demás. Ambas notas son características de él, y en su unidad muestran el idealismo cristiano de la forma de ser superior: no sólo dar la vida, sino darla como quien sirve; no sólo servir, sino servir dando la vida; jamás aprovechar la condición de superior para ser alabado, para ser servido, para estar delante de los demás. Esto, junto a su capacidad profética y su don de comunicación y de animación, hizo que los superiores generales de otras Ordenes le eligieran reiteradamente, hasta el último momento, presidente de la Unión de Superiores Generales. Como Superior General, daba directrices y buscaba que se cumplieran; daba órdenes, a veces dolorosas, y exigía su cumplimiento. Pero, con anterioridad, no sólo escuchaba a quien quería representarle otro punto de vista, sino que llamaba paternalmente para que la orden en cuestión surgiera como resultado de un conocimiento iluminado. No había entonces tanta dificultad en obedecer, sino porque la forma de encontrar la voluntad de Dios, la forma de mandar, era buena, era conforme al espíritu del Evangelio. La cual hacía que, con el tiempo, pudieran cambiarse sus decisiones, porque no se consideraba infalible ni tenía miedo a perder autoridad. Sabía que quien quiere ser el primero en el Reino ha de situarse con los últimos, para que sea el Señor, no los hombres, quien le invite a subir más cerca de él. No deja de ser significativo de este espíritu el hecho de haber sido el primer General de la Compañía de Jesús que, en pleno uso de sus facultades, ha pretendido presentar su re-
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nuncia. Sólo lo ha hecho un Papa en la Iglesia, y sólo lo ha hecho el Padre Arrupe en la Compañía. Creen algunos que su renuncia vino forzada por la enfermedad. No es así. Arrupe había querido preparar una Congregación General para presentar ante ella su renuncia al generalato. Juan Pablo II se lo impidió, y en el intervalo se desató el fulminante ataque cerebral, al regreso de un viaje a Filipinas, adonde había ido, como superior, a conocer mejor la vida de sus subditos, a escuchar sus problemas, a animarles en sus empresas, a estar con ellos en medio de la persecución. En sus viajes como superior, el Padre Arrupe escuchaba muchísimas horas, con lo que sus palabras ya no eran palabras traídas de hiera, sino respuesta a los problemas y a las preguntas que se le presentaban antes y durante el mismo viaje.
tema para poder perfilar, desarrollar y fundamentar y ampliar lo que aquí se ha dicho. El método seguido ha sido otro: mostrar cómo se veía la acción del Padre Arrupe, por lo que se refiere a la vida religiosa. No en todas partes se pide lo mismo hoy de la vida religiosa; pero si no aparecieran, en la forma que fuere, algunos de los aspectos que aquí se han tratado, no sólo podría decirse que se está olvidando y desvirtuando el gran aporte de Arrupe a la vida religiosa, sino que (lo que es más grave) se estaría impidiendo la renovación misma de la vida religiosa y, con ello, lo que ésta puede aportar a la salvación y liberación de los hombres.
h) Arrupe está también persuadido de la vigencia de la vida religiosa en el momento actual y para el futuro. Estaba persuadido de que la vida religiosa era indispensable para la santificación de muchos cristianos con esa concreta vocación, para que la fe y la gracia resplandecieran en toda su fuerza, para que la Iglesia pudiera cumplir mejor con su misión santificadora y evangelizadora, pero también (y no en último lugar) para que el mundo hiera realmente más humano, a la vez que más divino. A pesar de las sacudidas que el desafío y la libertad del Vaticano II, junto con la irrupción de los valores del mundo en la conciencia actual, causaron en distintas órdenes y congregaciones religiosas, no excluida la Compañía de Jesús, el Padre Arrupe no dudó de la vitalidad de la vida religiosa ni de su enorme utilidad, siempre que se renovara como lo exigía el Concilio y como lo demandaban la nueva realidad histórica y su conciencia correspondiente. Seguía pensando -y así lo iba transmitiendo por dondequiera que iba- que la vida religiosa ofrecía las máximas posibilidades para la realización del Reino de Dios entre los hombres, que incluye tanto la presencia salvífica de Dios entre ellos como la realización de un mundo conforme al designio de Dios. Concluyamos ya este argumento de Arrupe como gran renovador de la vida religiosa. Muchas más cosas podrían decirse y, sobre todo, podrían estudiarse sus escritos sobre este
B) TEXTOS DE ARRUPE
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El éxodo de la Vida Religiosa La Iglesia y la Vida Religiosa viven hoy (de alguna manera han vivido y vivirán siempre) en situación de éxodo gigantesco: de salida de una cultura, de unos conceptos, de unas seguridades, de tmas ideologías, de un orden social, que obliga a roturas y desprendimientos unas veces violentos y dolorosísimos, otras veces inconscientes, para comenzar algo nuevo, desconocido, que se va generando como espontáneamente y fuera de control del hombre, precisamente cuando éste se creía capaz de dominar el mundo y de configurarlo con su creatividad. Un éxodo en el que el primero y el segundo mundo salen hacia el tercero y el cuarto..., obligados por la interdependencia y el crecimiento de las nuevas naciones. Un éxodo al mismo tiempo del cuarto y del tercer m u n d o hacia el primero y el segundo, en busca de ayuda para su tecnificación y progreso económico y de nuevas fórmulas para el propio desarrollo. Un éxodo total, de todos y de todo... hacia un país desconocido que aparece como un no-man-land, que se puede convertir o en la tierra prometida o en un campo de concentración en el que el hombre se convierte en su propio verdugo, ¡una especie de Dachau gigantesco! 69
Pero también un éxodo espiritual muy íntimo de cada uno, que tiene que salir de su mundo interior, de sus ideas, sus esquemas mentales, sus apegos, sus hábitos, para sustituirlos por otros nuevos, desconocidos, no probados aún... Y así como para poder caminar por el desierto y arribar con seguridad al país de la promesa fue necesario el contacto con el Dios acompañante, que hacía la Historia con su Pueblo, sea como interlocutor de los profetas, sea como conductor invisible de la totalidad del Pueblo -y el Pueblo caminó seguro mientras vivió ese encuentro y relación personal, y se desorientó en los momentos del olvido-, así también un contacto similar, una experiencia de Dios es la que nos ha de conducir y dirigir en este nuestro éxodo, individual y colectivo, darle sentido y hacernos llegar seguros al nuevo país de la promesa (Conferencia en la IV Semana Nacional de Reflexión para Religiosos en el Instituto de Vida Religiosa de Madrid, en La Iglesia de hoy y del futuro, Mensajero, Bilbao, 1982, pp. 670-671).
Desde esta perspectiva han de ser comprendidas, programadas y renovadas las estructuras que la Vida Religiosa ha considerado convenientes o incluso indispensables para su encarnación concreta en el mundo. Todas, desde las que extreman la distancia a las que afrontan la inserción más arriesgada; las que ayudan a testimoniar la fraternidad o las que garantizan la más plural dispersión misionera; las que sirven a la estabilidad y las que constituyen la misión y el envío; las que favorecen la oración y el silencio y las que instrumentan la proclamación pública de la Palabra con los más modernos medios o las que exploran posibilidades contemplativas en la ciudad secular; las que reproducen hoy viejas y nuevas formas de eremitismo y las que ensayan modalidades comunitarias de tipo mixto... Todas, en fin, son estructuras de un «estar en» la Historia de los hombres, que se justifica por el modo concreto de «ser» para el hombre a que cada familia religiosa es llamada («La Vida Religiosa, hoy», artículo para la obra 2.000 años de cristianismo, en La Iglesia de hoy y del futuro, Mensajero, Bilbao, 1982, pp. 721-722).
Ser y estar de la Vida Religiosa Por entrañado vitalmente en este seguimiento al Señor del hombre, cuenta tanto para el religioso la fidelidad al ser humano que está en, y hace, esta Tierra nuestra y su historia. En lo más profundo de cada religioso y cada religiosa, y en su misma consagración de tales, late una profunda solicitud por el hombre concreto, que es también proximidad y cercanía personal al drama y a la alegría humana. Solidaridad profunda del religioso con toda persona humana concreta, conversión al hombre herido de todas las pobrezas. Hasta el punto de hacer ideal de su vida ofrecerla por entero realizando con ello la más profunda inserción en el corazón de la realidad humana. En ningún caso la Vida Religiosa puede pensarse como huida de la realidad de los hombres. Es precisamente por ellos por quienes se abraza. No puede ser de otra forma, siendo, como es, seguimiento de quien fue entregado, y se entregó, por ellos. 70
C) TESTIMONIO PERSONAL Padre y amigo Eduardo Briceño S.J. Casa de la juventud (Bogotá)
Su espíritu de oración se me grabó especialmente. Ocupado en sus reuniones y conferencias, solía llegar al Colegio tarde en la noche. Iba al comedor, tomaba un vaso de leche con un banano que le dejábamos en la nevera y se retiraba a su cuarto. Al día siguiente, su luz indefectiblemente se encendía a las cuatro de la mañana. ¿A qué horas descansa este hombre? - m e preguntaba yo. No sabía que, desde los tiempos de sus estudios de Medicina en Madrid, había adquirido el hábito de dormir sólo cuatro horas. Ese hábito lo 71
conservó hasta el 7 de agosto de 1981, cuando le sobrevino la trombosis. Estuviera de viaje o tranquilo en casa, sólo dormía cuatro horas y algunas veces menos, cuando, por razones especiales, tenía que acostarse más tarde de lo cotidiano. Así sacaba tiempo para todo y especialmente para orar, porque todos los días pasaba largos ratos en diálogo íntimo con su Señor. En 1982, el P. Jean Claude Dietsch publicó una entrevista que había ido haciendo al P. Arrupe los meses anteriores a su trombosis. Al preguntarle «¿Para usted, quién es Jesucristo?», el P. Arrupe contestó así: «Esta misma pregunta me ¡a hicieron de repente, hace unos cinco años, después de una entrevista que hice por la televisión italiana. La pregunta me cogió por sorpresa y respondí de forma totalmente espontánea: para mí Jesucristo lo es todo. Hoy respondo lo mismo, pero todavía con más fuerza y más claridad: Para mí, Jesucristo lo es TODO. Desde que entré en la Compañía, él fue y es siempre mi fuerza. Pienso que no es necesario explicar más lo que esto significa: si se quita a Jesucristo de mi vida, TODO se deshace como un cuerpo al que se le quite el esqueleto, el corazón y la cabeza» (Dietsch, Jean Claude: Pedro Arrupe. Itineraire d'un jésuite, Le Centurión, París, 1982, p.49). Esas palabras del P. Arrupe, pronunciadas en 1981, reflejan exactamente la impresión que tuve yo de él en 1954 y que se fue afirmando con el paso de los años. Ese amor apasionado por Jesucristo es la explicación de su vida. De esa fuente de su vida interior, brotaba también otra de sus características como hombre de gobierno: la audacia. Nunca tuvo miedo al cambio. Siempre estuvo abierto para estudiar los que parecían convenientes para la Compañía, en vista de su adaptación a los tiempos nuevos, y cuando estaba convencido de esa conveniencia, se lanzaba a ellos sin ningún temor, más aún, consciente de las dificultades y sinsabores que ellos acarrearían. El 4 de diciembre de 1974, dirigió a la Congregación General XXXII una instrucción sobre «El desafío del mundo y misión de la Compañía» en la que afirmó: «No hay por nuestra parte, como jesuítas, más que una actitud fundamental: la de la entera apertura al Espíritu que renueva la faz de la tierra y una res-
ponsabilidad fundamental: la de acompañar al mundo en ese cambio, iluminándolo con la luz del Espíritu. No podemos quedarnos atrás corrigiendo los errores, sino que hemos de esforzarnos por proyectar aquí y ahora nuestra luz hacia el porvenir, tratar de sorprenderlo y acompañar la marcha, el cambio, desde la acción inspiradora y transformadora del Espíritu» (Congregación General 32, p. 238). Y en el discurso inicial de la Congregación General de Procuradores de 1978, se expresó así: «La lucha por ¡ajusticia y solidaridad con los pobres conduce a veces a la confrontación y aun a la persecución. Es el precio que tenemos que pagar. Y esto tanto en regímenes comunistas como en los llamados de seguridad nacional o en los que la opresión e injusticia a que nos oponemos tiene sus raíces en el capitalismo» (La identidad de los jesuítas en nuestros tiempos, Sal Terrae, Santander, 1980, p. 538).
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Servir en vida y en muerte Jesús María Lecea Sch. P. Presidente de la CONFER
Han pasado diez años de su muerte, que tanto se asemejó, por el largo y concentrado sufrir de sus últimos años, al huerto y calvario de Jesús. El tiempo barre toda memoria de los que fueron, pero no puede suprimir la capacidad humana de evocar a aquéllos que dejaron huella especial en la Historia y en las historias de los hombres. Uno de éstos es Pedro Arrupe, dieciocho años Superior General de los jesuítas en momentos nada fáciles, inclementes muchas veces y marcados por cambios profundos en la vida y en la cultura, en las relaciones sociales y en la entraña misma de la comunidad eclesial. Venía de tierras vascas, como las de Ignacio de Loyola, y ocupó su puesto, como el vigésimo octavo sucesor, al frente de la Compañía de Jesús. Pude saludarle personalmente en una ocasión, yo estudiante de Teología en Roma y él recién
elegido R General, cuando vino a celebrar misa en la habitación-capilla que por treinta y seis años fue testigo de los santos desvelos de José de Calasanz, fundador de los escolapios, de quienes Arrupe recibió su primera formación humana y cristiana. «Vengo a pedirle que me ayude de un modo especial y para agradecerle las gracias que por medio de sus hijos recibí en la ni-
ñez». Después, como tantos otros, le fui siguiendo a través de sus escritos y actuaciones narradas aquí y allá. Pedro Arrupe es una de las mejores encarnaciones del Concilio Vaticano II. Supo situarse, aligerando pesos inútiles del pasado, en la dirección del viento del Espíritu, que sopló fuerte para la Iglesia en el Concilio. Y con igual disponibilidad, acompañada de marcada decisión, trató de impregnar del mismo espíritu a la Compañía y a la vida religiosa. Ésta se siente hoy deudora por cuanto recibió de su acertado impulso, de sus ilusiones y desvelos, que ocuparon su tiempo como Presidente de la Unión de Superiores Generales en Roma. «Servir en vida y en muerte» fue su magnífico testimonio de obediencia religiosa. Asumió e impulsó con lucidez el cambio, desde la fidelidad más transparente y leal a Jesucristo y su Evangelio, a la Iglesia, al hombre de nuestro tiempo. Un religioso cabal y para los demás, ni más ni menos. Esto es lo que recuerdo de Pedro Arrupe y de esta manera lo evoco como memoria viva para el presente.
cial del carisma ignaciano. Él intuyó lo que esto significaba para los jesuítas hoy, desde los comienzos de su generalato hasta su muerte. Le fue dado un ímpetu especial para hacer los Ejercicios Espirituales como Ignacio los pensó. Se instituyeron programas para estudiar los Ejercicios y cómo dirigirlos. Los Centros de Espiritualidad Ignaciana fueron promocionados desde la Curia General y a través de toda la Compañía. Cada vez que hablaba, don Pedro insistía en conceptos ignacianos claves como el «magís» en nuestras vidas; el Cristo de los Ejercicios Espirituales; la experiencia de La Storta y ser puesto con el Hijo; el Principio y Fundamento, del cual brotan la indiferencia y la disponibilidad; el coloquio en la meditación del pecado, el Reino de Cristo y las Dos Banderas, que llegan a ser nuestra vida y nuestra meta, con la radicalidad del «magis», la Contemplación para alcanzar Amor, donde Cristo nos desafía en todo lo creado, en todos los hombres y mujeres; el discernimiento de espíritus, tan crucial en el pensamiento ignaciano; y las Reglas para sentir con la Iglesia.
D) O R A C I Ó N Oración a los diez años de ser Superior General
Hay una clara identidad entre la vida de Ignacio y los Ejercicios Espirituales. A partir de la experiencia fundante de los Ejercicios Espirituales en su propia vida y en la vida de los demás, Pedro Arrupe tenía una comprensión intuitiva de lo esen-
Señor, estamos aquí en tu presencia, a tu alrededor, como tus discípulos, para escuchar tus enseñanzas y tus consejos, para una charla íntima contigo, como los apóstoles, cuando con toda confianza te decían: «Señor, enséñanos a orar» (Le 11,1); «Señor, explícanos la parábola» (Mt 13,36). Con la confianza que nos inspiran tus palabras «Vosotros sois mis amigos» (Jn 15,15), tenemos tantas cosas que decirte, tenemos necesidad de escuchar tantas cosas de Ti: «Habla, Señor, que tu siervo escucha» (ISam 1,39); «Porque hablas como jamás un hombre ha hablado» (cfr. Jn 7,46); «Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6,69). Estamos ciertos, Señor, de que tus promesas son sinceras y no engañan: «Pedid y se os dará... llamad y se os abrirá» (Mt 7,7). Animados con estas palabras, queremos hoy pedirte mu-
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La experiencia fundante de los Ejercicios Vincent O'Keefe S.J. Consejero General y Asistente General de la Compañía de Jesús
chas cosas, que en definitiva se reducen a una sola: «Venga tu Reino. Hágase tu voluntad» (Mt 6,10). En esto se resume todo lo que te pedimos; sin embargo, aunque no sea más que por desahogo del corazón, queremos hacerte una serie de peticiones, como lo hacían los que te rodeaban en el tiempo del Evangelio. Tú que eres el sí a la disposición del Padre: «El I lijo de Dios no fue sí y no, en Él no hubo más que sí» (2Cor 1,19), responde con un sí a nuestros pedidos. Señor, cuando me siento ciego y sin luz para comprender lo que debo hacer yo, o sugerir a los otros, vienen a mis labios las palabras del ciego del Evangelio: «Señor, que vea» (Le 18,41). Da luz a mis ojos para que puedan ver siempre la realidad verdadera y no me deje engañar por la falsa apariencia del mundo. Cuántas veces me cuesta dar oídos a tus palabras, cuántas veces permanezco sordo a tus llamadas, a tus órdenes, a tu misión. Repíteme, Señor, también a mí lo que dijiste al sordomudo: «Effetá, que quiere decir ábrete» (Me 7,34), y mis oídos se abrirán y escucharé aquella tu voz tan profunda y sutil, que no llego a distinguir en el estruendo del mundo. Dame, sobre todo, sensibilidad y prontitud para escuchar, para que pueda oír cuando llamas a mi puerta: «Mira que estoy a la puerta y llamo» (Ap 3,20). A veces, Señor, me encuentro interiormente tan pobre, tan sucio, tan lleno de heridas, peores que las de la lepra, casi todo una «llaga» y una «úlcera» [EE 58]. Extiéndeme tu mano, como hiciste con el leproso del Evangelio: «Si quieres, puedes limpiarme» (Mt 8,2). Te pido que pronuncies la palabra todopoderosa: «Quiero, queda limpio» (Mt 8,3). Y mi cuerpo quedará limpio como la carne de Naamán, después de haberse lavado en las aguas del Jordán (cfr. 2Re 5,14), y mi alma se hará pura y sin mancha, como la de aquéllos que lavaron sus vestiduras en la sangre del Cordero (cfr. Ap 7,14). La debilidad de mi alma me da a veces la sensación de decaimiento, como de morir. Por eso te pido, desde lo más profundo de mi ser, como el centurión: «Di una sola palabra y mi criado quedará sano» (Mt 8,8). Que también yo pueda decirte con la misma fe: «Y tu criado, es decir, mi alma, quedará sana». Me queda un consuelo, el de que mi enfermedad, como la
de Lázaro, no sea «de muerte, antes sea para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella» (Jn 11,4). Enfermo como estoy, quiero decirte con las hermanas de Lázaro: «Señor, aquél a quien tú quieres está enfermo» (Jn 11,3). Quiero escuchar de tus labios las palabras que dijiste a Marta: «Yo soy la resurrección y la vida» (Jn 11,25). Y si me preguntases como a Marta «¿Crees esto?», quisiera poder responderte como ella: «Sí, Señor, yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo, el que va a venir al mundo» (Jn 11,27). Y si mi debilidad fuese tal que deba decirse de mí, como de Lázaro: «Ya huele mal» (Jn 11,39), tengo, sin embargo, la confianza de que tú mandarás con voz imperiosa: «Sal fuera» (Jn 11,43) y yo volveré de nuevo al mundo con una vida nueva, mientras se caen todas mis ataduras por orden tuya: «Desatadle y dejadle andar» (Jn 11,44). Así podré seguir sin tardanzas el camino de tu voluntad. Señor, otras veces el peso de mi responsabilidad sacerdotal me aplasta, viéndome tan poca cosa delante de mi vocación, tan superior a mis propias fuerzas, que me veo tentado a decirte como Moisés: «¿Por qué tratas tan mal a tu siervo? ¿Por qué no he hallado gracia a tus ojos? (...) No puedo cargar yo solo con todo este pueblo, es demasiado pesado para mí. Si vas a tratarme así, mátame, por favor, si he hallado gracia a tus ojos, para que no vea más mi desventura» (Num 11,11.1415). Pero apresúrate a darme la misma respuesta que diste a Moisés: «¿Es acaso corta la mano de Yahveh? Ahora vas a ver si vale mi palabra o no» (Num 11,23). Si en ciertos momentos de desaliento y abatimiento me parece, como a los apóstoles, sumergirme y casi ahogarme, vuelven a resonar en mi alma las palabras de ánimo y de dulce reproche que dijiste a Pedro: «Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?» (Mt 14,31). «Aumenta, Señor, nuestra fe» (Le 17,5). Tenemos sed, como la samaritana, y sentimos la necesidad de esa agua viva que sólo Tú nos puedes dar: «Dame de esa agua, para que no tenga más sed» (Jn 4,15). Señor, se está aquí tan bien en tu presencia que, como Pedro, querríamos hacer tres tiendas para quedarnos contigo, pero sabemos que estar aquí contigo, en estas horas serenas, no puede ser sino por poco tiempo, porque «la mies es mucha
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y los obreros pocos» (Mt 9,37), y tú nos mandas a trabajar por ti en el mundo: «Id también vosotros a mi viña» (Mt 20, 4), «id por el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación» (Me 16,15). Sí, nosotros iremos a trabajar por ti en tu viña, pero nuestro corazón se quedará aquí, a tus pies, atento como María, para escuchar tus palabras de vida eterna (cfr. Le 10,42); como tu Madre, que «conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón» (Le 2,51), para gustar también nosotros tus palabras en nuestro corazón. Enséñanos a ir y a quedar, a trabajar por ti sin separarnos de ti, a ser contemplativos en la acción, a experimentar en nuestro corazón tu presencia de «dulce huésped del alma». Conscientes de que las necesidades del apostolado son innumerables, estamos aquí a tu disposición: danos la misión que quieras, mándanos adonde quieras, porque: «Por Yahveh y por tu vida, Rey, mi Señor, que donde el Rey mi señor esté, muerto o vivo, allí estará tu siervo» (2Sam 15,21). Danos tu fuerza para cumplir nuestra misión, la fuerza que diste a los apóstoles, cuando los llamaste para seguirte, la que diste a Mateo, cuando le dijiste: «Sigúeme. El se levantó y le siguió» (Mt 9,9). Para que se renueve nuestro fervor, repítenos, Señor, aquellas tus palabras que son una invitación y una promesa al mismo tiempo: «Venid en pos de mí y os haré pescadores de hombres» (Mt 4,19). Y danos valor para que nos hagamos «sal de la tierra» y «luz del mundo» (Mt 5,13-14). Dinos lo que hemos de hacer. Siguiendo el consejo de tu Madre en Cana («Haced lo que él os diga», Jn 2,5), estamos ciertos de que, si acogemos tus palabras, tu fuerza todopoderosa no sólo cambiará el agua en vino, sino que hará de nuestros corazones de piedra corazones de carne (cfr. Ez 11,19). Por eso te pedimos: «Ayuda a mi falta de fe» (Me 9,23). Contemplando esta hostia a la luz de la fe, reconocimos en ella a Aquél que dijo de sí mismo antes de venir al mundo: «He aquí que vengo a hacer tu voluntad» (Heb 10,9); a Aquél que colmó su vida en la cruz con el «todo está cumplido» (Jn 19,30); a Aquél que, vuelto al seno de la Trinidad, de donde había salido, está sentado en el trono; y unidos a
los veinticuatro ancianos del Apocalipsis queremos repetir: «Santo, Santo, Santo, Señor, Dios Todopoderoso, Aquél que era, que es, que va a venir (...) Eres digno, Señor y Dios nuestro, de recibir la gloria, el honor y el poder, porque Til has creado el universo, por tu voluntad fue creado lo que no existía» (Ap 4,8-11). «Grandes y maravillosas son tus obras, Señor, Dios Todopoderoso; justos y verdaderos rus caminos, ¡oh Rey de las naciones! ¿Quién no temerá, Señor, y no glorificará tu nombre? Porque sólo Tú eres santo, y todas las naciones vendrán y se postrarán ante Ti» (Ap 15,3-4). Sentimos que desde esta hostia, trono humilde y escondido, nos dices: «Yo soy la vid y vosotros los sarmientos» (Jn 15,5), «yo soy el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6), «vosotros me llamáis el Maestro y el Señor, y decís bien, porque lo soy» (Jn 13,13). Por eso no podemos sino repetir como en el Apocalipsis: «Ven» (Ap 22,17). Que podamos también nosotros ser dignos de escuchar tu respuesta: «El que tenga sed, que se acerqtte, y el que quiera, reciba gratuitamente agua de vida» y tu inefable promesa: «Sí, pronto vendré» (Ap 22,20). «Amén, ven, Señor Jesús».
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3 La Iglesia ante la contradicción
A) A P R O X I M A C I Ó N ANALÍTICA El Padre Arrupe, testimonio profético de los tiempos n u e v o s Bartolomeo Sorge S.J. Director de La Civiltá Cattólica Hace diez años, al atardecer del 5 de febrero de 1991, a la edad de ochenta y tres años, fallecía en Roma el padre Pedro Arrupe, Superior General de la Compañía de Jesús desde 1965 hasta 1983. El Padre Arrupe es uno de esos testimonios proféticos que el Espíritu suscita en la Iglesia en las encrucijadas más difíciles de su historia. Tuvo la misión de guiar a la Compañía de Jesús en la primera fase del postconcilio, un tiempo atormentado pero grávido de futuro. Su misión fue la de los profetas: ser, además de pregonero de los tiempos nuevos del Espíritu, «signo de contradicción». Así lo resaltaba el P. Peter-ITans Kolvenbach, actual Superior General, en la carta enviada a toda la Orden con motivo del décimo aniversario de su muerte: «Como todo testigo profético, el Padre Arrape fue 81
signo de contradicción, incomprendido o mal comprendido, en la Compañía y fuera de ella». (...) Es algo que se percibe con claridad a lo largo de su generalato, cuyos dieciocho años coincidieron con la primera fase del postconcilio. Hemos de tener en cuenta esta coincidencia para formular un juicio objetivo sobre el Padre Arrupe, pues el postconcilio de la Iglesia y el de la Compañía se iluminan recíprocamente. Los dos vivieron un momento intensamente carismático, de crecimiento real pero en parte contradictorio, cuyos efectos benéficos no fueron advertidos del mismo modo en todos los sectores de la Iglesia y de la Compañía. (...) Durante los años de su generalato, se verificó -en la Compañía del mismo modo que en la Iglesia- lo que suele acontecer en los momentos decisivos del cambio de una época a otra, cuando la dialéctica entre carisma e institución es más agitada, y hasta tal vez incontenible. Son momentos difíciles, de prueba y de cruz, pero ricos de innovaciones positivas y de promesas. En ellos el Espíritu se manifiesta de manera extraordinaria y creativa a través de la tensión fecunda entre fidelidad al pasado y apertura al futuro.
Aunque todo el generalato del Padre Arrupe fue «profecía» y «signo de contradicción», la verdadera prueba de fuego fue la XXXII Congregación General (1974-1975), convocada para decidir las grandes líneas de la renovación de los jesuítas a la luz del Vaticano II. En aquella ocasión la Compañía realizó la «opción decisiva» de «comprometerse, bajo la bandera de la Cruz, en la batalla crucial de nuestro tiempo: la batalla por la fe, y la lucha que comporta por la justicia (...) viendo en esa opción el elemento central que define en nuestro tiempo la identidad de los jesuítas en su ser y su obrar» (Declaración: Los jesuítas hoy, nn. 2 y 3). Efectivamente -explica la XXXII Congregación General-, «la misión de la Compañía de Jesús hoy es el servicio de la fe, de la que la promoción de la justicia constituye una exigencia absoluta porque forma parte de la reconciliación entre los hombres querida para su reconciliación
con Dios» (Decreto 4: Nuestra misión hoy: diaconía de la fe y promoción de la justicia, n. 2). Esta «opción decisiva» se encuentra en el origen de todas las demás que la Compañía iría haciendo en los años siguientes. No se produjo casual ni improvisamente, sino que fue el fruto de un largo discernimiento, llevado a cabo para dar una respuesta a la misión que Pablo VI había confiado a los jesuítas de combatir el ateísmo contemporáneo en todas sus manifestaciones: en la cultura, en los comportamientos y en las estructuras sociales. (...) A partir de ese momento los jesuítas intensificaron su compromiso evangélico (en muchos casos hasta derramar su sangre) contra todas las formas de violencia y de injusticia. Estas, en efecto, son algunas otras manifestaciones del ateísmo contemporáneo, que rechaza a Dios no sólo directamente, sino también en el hombre, imagen suya e hijo. Es ateísmo el hambre de mil millones de seres humanos que mata a tres millones de personas al año y a mil quinientos niños cada hora, mientras que los países ricos arrojan lo «superfluo». Es violencia y ateísmo la deuda externa de los países del Tercer Mundo (casi 2.000 millones de dólares), que genera nuevas formas de colonialismo y de esclavitud. Es injusticia y ateísmo toda forma de racismo, desde la discriminación de pueblos enteros por el color de su piel al incremento de egoísmo contra los inmigrantes en busca de trabajo honesto, a los güeros en los que se aisla a los extracomunitarios. Son ateísmo la criminalidad organizada contra las diversas ramificaciones de los discapacitados, la droga, el sida y especialmente los atentados contra la vida humana desde la manipulación genética al aborto, a la violencia sobre los menores, a la soledad de los ancianos, a la eutanasia, hasta la explotación irresponsable de la naturaleza y la alteración del equilibrio ecológico. Pues bien, la Compañía está comprometida en estos frentes para responder a la misión contra el ateísmo contemporáneo recibida del Papa. El Padre Arrupe, que había animado resueltamente esta «opción decisiva», pagó personalmente un alto precio. Muchas veces fue incomprendido, o mal interpretado, tanto dentro de la Compañía como fuera de ella, convirtiéndose así en «signo de contradicción».
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La «opción decisiva»
(...) En una palabra, las dificultades, las incomprensiones y las acusaciones, que no pararon al Padre Arrupe, no podrán parar tampoco el servicio que la Compañía está llamada a ofrecer, según su carisma y en obediencia al mandato de Pablo VI primeramente y de Juan Pablo II después, a la lucha contra las diversas formas de ateísmo contemporáneo. El camino abierto por el Padre Arrupe es hoy el camino de toda la Compañía. Un camino difícil y arduo. Bajo el signo de la Cruz: la incomprensión con Pablo VI Es preciso, en efecto, reconocer que el «cambio» y la renovación queridos por el Padre Arrupe no se produjeron sin incertidumbres, ambigüedades e imprudencias por parte de no pocos jesuítas. Ciertamente, el hecho de que la «opción definitiva» se realizara cuando el Concilio no había sido plenamente acogido por todos en la Iglesia y en la Compañía, ayuda a explicar muchas de las incomprensiones, de las pruebas y las críticas que el Padre Arrupe tuvo que aguantar. Por lo demás, el propio Padre Arrupe, el 27 de septiembre de 1978, a tres años de la «opción decisiva», insistiendo en el tema de la renovación de la Compañía con los Padres Procuradores reunidos en Roma, subrayaba la persistencia de una situación todavía difícil, aunque no dejara de señalar que iba madurando una comprensión y aceptación correctas de la «lucha por ¡a fe y ¡a justicia» (n. 8). Esta difícil situación era debida, en parte, a una interpretación de tipo sociológico y político de la «promoción de la justicia», y en parte a una interpretación de signo opuesto, que llevaba a una realización de tipo «espiritualista». En primer lugar -precisaba el Padre Arrupe-, no han faltado abusos: algunos jesuítas han caído en el compromiso político, otros han cedido a la tentación del marxismo, otros más tienden a reducir la evangelización a una mera acción de promoción de la justicia. Y hemos tenido que intervenir (cfr. n. 10). Pero, en la parte opuesta, se habían producido actitudes de «desconfianza» y de rechazo: «El camino que queda por recorrer es largo todavía debido a cierta reacción 84
de defensa que persiste en muchos jesuítas. Éstos experimentan una especie de desconfianza», de tal modo que «la aplicación de los decretos de la última Congregación General se encuentra todavía en el principio» (n. 4). Incluso la XXXIII Congregación General (1983), después de aceptar la dimisión del Padre Arrupe (que sufrió una hemorragia cerebral el 7 de agosto de 1981), sintió la necesidad de hacer una autocrítica pública por los errores cometidos. «No siempre -se lee en el Decreto n. 1: Compañeros de Jesús enviados al mundo de hoy- hemos tenido presente que debemos buscar la justicia social a la luz de la justicia del Evangelio, la cual es como el sacramento del amor y de la misericordia de Dios (...) No hemos entendido lo suficiente en qué sentido la Iglesia en los tiempos recientes espoleaba a transformar las estructuras sociales y cuál es nuestra tarea» (n. 32). Esto «ha creado algunas tensiones tanto dentro como fuera de la Compañía» (n. 33). No obstante, por encima de las dificultades relacionadas con la «opción decisiva» de la «lucha por la justicia», debidas a interpretaciones opuestas y equivocadas -que fueron, sin duda, causa de honda aflicción para el Padre Arrupe-, otra prueba indudablemente más penosa fue para él el doloroso equívoco, surgido con la Santa Sede, durante la XXXII Congregación General (1974-1975), con ocasión del debate sobre el voto de obediencia al Sumo Pontífice «sobre las misiones». Este voto (llamado «cuarto voto» porque se añade a los tres habituales de obediencia, pobreza y castidad), según las Constituciones de la Orden está reservado exclusivamente a los jesuitas sacerdotes debidamente preparados y probados, los llamados «profesos». Pues bien, ya antes de que la Congregación General comenzara, llegaban a Roma de todas las partes del mundo numerosas peticiones de que se extendiera el «cuarto voto» a todos los miembros de la Orden. Pablo VI, informado de este deseo de tantos jesuitas, había manifestado que era contrario a toda innovación en este sentido. El mismo juicio negativo del Papa se repetía negativamente en una carta del cardenal J. Villot, Secretario de Estado, enviada al Padre Arrupe el 3 de diciembre de 1974, es decir, el mismo día de la apertura de la XXXII Congregación General. 85
En ella se pedía que, en el desarrollo de los trabajos, se tuviera presente la posición contraria, manifestada por el Pontífice, sobre la cuestión del cuarto voto. ¿Por qué la carta del Secretario de Estado no fue transmitida a los padres reunidos hasta el día 16 de diciembre, después de que la Congregación General había decidido incluir en el orden del día de los trabajos la discusión sobre el cuarto voto? El tema todavía aún no se ha aclarado. ¿Se debió, tal vez, al deseo de no «condicionar» las decisiones de los padres reunidos? En realidad, fvie un error. Justo es decir, no obstante, que la Congregación General no pensó nunca en darle vueltas a la prohibición pontificia. La única prohibición era hacer conocer al Papa -segrín el estilo ignaciano de la repraesentatio, usado en la Compañía- las razones en pro y en contra de la eventual admisión de todos los miembros de la Compañía al voto de obediencia especial al Romano Pontífice, dejando luego la última palabra al Superior. Pero el asunto no fue entendido. Y el parecer final de la Asamblea, con un resultado ampliamente favorable a la extensión del cuarto voto, fue visto por Pablo VI como un acto de desobediencia. El Padre Arrupe se sintió profundamente afligido. Con fecha 6 de febrero de 1975 envió al Papa una cuidada relación de lo sucedido, como el mismo Pablo VI había pedido. Se ha tratado -escribió el Padre Arrupe- de «un equívoco desafortunado y de la interpretación errada» de los deseos del Papa. Efectivamente, «la Congregación General, plenamente dispuesta a ¡a obediencia, y muy consciente de la mente de Vuestra Santidad sobre este punto, consideraba que no estaba cerrado el camino a la representación ignaciana, que permite a los subditos manifestar a los superiores sus dificultades sobre la ejecución de una orden, a salvo siempre la disposición de ánimo para aceptar prontamente lo que finalmente decida el superior» (texto mecanografiado, distribuido a los padres reunidos). Llegó la fuerte y afligida respuesta de Pablo VI. Después de afirmar que ninguna innovación podía ser adoptada en relación con el cuarto voto, añadía con evidente amargura: «¿Podrá todavía la Iglesia confiar como siempre en vosotros? ¿Cuál tendrá que ser la actitud de la jerarquía eclesiástica con la Compañía? ¿Cómo podrá confiarle, con ánimo libre de temores, la realización de tareas tan 86
importantes y delicadas? (...) Es el Papa quien humildemente, pero con la intensidad y la sinceridad de. su afecto, os repite con trepidación paterna y con extremada seriedad: Pensad bien, queridos hijos, en lo que hacéis» {Carta autógrafa al Padre Arrupe, 15 de febrero de 1975, en Acta Romana, XVI [1973-1976] 448s). El Padre Arrupe, afectado por estas fuertes expresiones y deseoso de asegurar al Papa sobre la pronta y total obediencia de la Congregación General, solicitó una audiencia privada, que se le concedió el 20 de febrero de 1975. Al día siguiente, 21 de febrero, sintiendo la necesidad de aclarar con los padres reunidos el doloroso equívoco, el Padre Arrupe -después de una noche pasada en oración- escribió una de las páginas de mayor altura de su generalato. La Congregación General -confesó él humildemente- «reconoce haberse equivocado, por no haber entendido lo que debía haberse entendido». Por eso -añadía- «nos encontramos en el momento más profundo de la aflicción y de la humillación, sintiendo que. hemos perdido la confianza de aquél a quien hemos hecho voto de fidelidad, que. es el principio y el fundamento de nuestro Instituto. Estamos realmente, en lo más profundo, porque, lo que más amamos y es la razón de nuestra propia existencia -es decir, el servicio de. la Iglesia bajo el Romano Pontíficeha parecido vacilar al vacilar su confianza». Quien presenció aquella escena difícilmente olvidará el tono desgarrado y la actitud humillada y dolorida con que el Padre Arrupe pronunció estas palabras. ¡Él, que tanto amaba al Papa y a la Iglesia! Luego, recuperando el vigor, con el ánimo fuerte del profeta, exhortó a no desanimarse y a evitar dos peligros: «el de querer defender nuestros errores con explicaciones que, por lo menos en parte, podrían ser justas, y el de. desanimarnos ante, la humillación» (texto mecanografiado distribuido a los padres reunidos). El 7 de marzo, último día de la XXXII Congregación General, Pablo VI recibió una vez más en audiencia al Padre Arrupe y le entregó un mensaje para los padres reunidos. Fue un abrazo de paz. Después de indicar que había intervenido por «el gran afecto que tenemos a los jesuítas», el Papa concluía: «Nos ha consolado mucho que. los miembros de. la Congregación General hayan comprendido el significado de nuestras indicaciones y las hayan acogido con buen espíritu» (en Acta Romana, XVI [1973-1976] 452). 87
Concluía así, positivamente, la experiencia más dolorosa del generalato del Padre Arrupe y de la primera fase de la renovación de la Compañía de Jesús después del Concilio: «Durante estos dieciocho años -escribe el Padre Arrupe en su mensaje de despedida, hecho público el día de su dimisión (3 de septiembre de 1983)- no he deseado nada que no haya sido servir al Señor y ala Iglesia con todo el corazón. Desde el primer instante hasta el último. Doy gracias al Señor por los grandes progresos que he visto realizarse en la Compañía. Ha habido sin duda defectos -y en primer lugar, los míos-, pero es evidente que se han producido progresos notables: en la conversión personal, en el apostolado, en la atención a los pobres, a los refugiados. Es oportuno hacer una mención especial de la actitud de lealtad y de obediencia hacia la Iglesia y el Santo Padre (...) Demos gracias a Dios». El mismo día de la dimisión, el padre Dezza, delegado pontificio encargado de preparar la elección del nuevo Padre General, dio ptiblicamente las gracias al Padre Arrupe reconociendo sus méritos. El -dice entre otras cosas- «se ha situado plenamente en la línea conciliar» con su esfuerzo de renovar a la Compañía: «trabajo difícil, delicado, por lo que no cabe maravillarse de que muchas cosas se hicieran con opiniones contrapuestas ni que muchas decisiones pudieran estar sujetas a críticas (...) Pero nadie ha criticado nunca ni puede criticar el esfuerzo generoso que animaba su trabajo». Sus liltimos diez años de vida transcurridos en la inmovilidad, en el silencio y la oración fueron el sello del Señor sobre la misión del Padre Arrupe, testimonio profético de los tiempos nuevos. La cruz es la rúbrica con la que Dios acredita siempre sus obras.
siervo haciéndose tan semejante a los hombres que éstos le reconocieron como suyo (Flp 2,7). Los verdaderos siervos tienen la mente y las manos limpias de todo poder. En su servicio hoy, la Iglesia no puede proceder de otra manera. Si muchos generosos servicios no han logrado los frutos esperados, y aún han despertado resentimientos y reacciones defensivas, es precisamente porque se han hecho tales servicios desde una posición - o con unas apariencias- de poder. El poder, o sus apariencias, destruye automáticamente la credibilidad del testimonio. Las jóvenes iglesias, los nuevos pueblos, tienen esa prodigiosa capacidad de intuir -propia de la juvent u d - si quien les habla o sirve es sincero: donde hay prepotencia - a u n inconfesada y con el profundo deseo de servir mejor- hay un implícito sentido de superioridad que es contradictorio con el servicio. Me decían en un país del Tercer Mundo, comentando la incansable actividad del agente de una agencia caritativa extranjera: «Sí, Padre, nos ayuda. Pero en el fondo nos desprecia». Cuando se hiere la sensibilidad, el servicio, aunque logre sus objetivos materiales, ha perdido su significado de llamada al Reino, de testimonio de un amor que ha de mantenerse hasta dar la vida. Las ayudas que las grandes potencias dan a países en desarrollo no consiguen los fines políticos secundarios que pretenden, precisamente porque tales dones llevan una inevitable connotación de poder que excita la sospecha de un egoísmo oculto (Conferencia en Colonia, en la celebración del centenario de su catedral, el 22 de agosto de 1980, en La Iglesia de hoy y del futuro, Mensajero, Bilbao, 1982, p. 117). Esperanza y frustración planetaria
B) TEXTOS DE ARRUPE
Nuestra participación en el ministerio de Cristo tiene que hacerse siguiendo el modo de servir que tuvo Cristo. El se anonadó, vació de sí toda potencia y tomó la condición de
En su frustrada búsqueda de algo que pueda trascenderle y darle significado y libertad, el hombre, desilusionado, se vuelve hacía sí mismo para acabar descubriendo su radical incapacidad para alcanzar solo y sin ayudas su destino final (...) El Hombre busca apoyo y comprensión entre sus semejantes. Pero esta esperanza incipiente se desvanece al instante cuando ve a los hombres completamente divididos, envi-
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Iglesia, manifestación del servicio
diosos y desconfiados unos de otros y cuando descubre que la comunidad, destinada a ser su fuente principal de seguridad y apoyo, amenaza con absorberle, privándole incluso de su libertad e identidad personal («La Iglesia, portadora de las esperanzas de los hombres», conferencia en el Congreso de Antiguos Alumnos de Europa, en Padua, el 28-8-1977, en La Iglesia de hoy y del futuro, Mensajero, Bilbao, 1982, pp. 87-88). Responsabilidad de los cristianos Es muy cómodo y tranquilizador colgar la responsabilidad de la injusticia estructural e institucionalizada a anónimas y siniestras corporaciones multinacionales o a uno o dos de los colosos industriales o potencias políticas. Si esas corporaciones o estados existen es porque, entre otros, los cristianos son sus fundadores, promotores o sumisos clientes. Muchos gobiernos son los que son -insensibles a la fraternidad e incapaces de tener a raya las causas o agentes de injusticia- porque sus ciudadanos no se avienen a sacrificarse, a no odiarse, a renunciar a sus ansias de tener siempre más, a reducir su tren de vida, para que pueda ser mitigada la pobreza que azota a la inmensa mayoría de la humanidad. Como decía Eric Fromm: «Lo superfluo se convierte en conveniente, lo conveniente se torna en necesario y lo necesario nos parece indispensable» («Un nuevo servicio para el mundo de hoy», conferencia en el III Congreso de Religiosos de América del Norte y del Sur, en Montreal, 21-11-1977, en La Iglesia de hoy y del futuro, Mensajero, Bilbao, 1982, p. 407).
sidades de orden espiritual, es la pobreza material (...) El misionero no es ya el héroe que, dejando patria y familia, iba a enterrarse para siempre en un país lejano y desconocido. Eloy es uno de tantos extranjeros que viven en el país (...) Se le hace la competencia en la ayuda que antes prestaba: educación y obras asistenciales. Incluso el misionero queda enganchado en el engranaje de los nuevos circuitos de la ayuda. En su deseo de colaborar en el desarrollo, podrá disponer de una serie de elementos eficacísimos para su labor. Primero, la ayuda de jóvenes laicos (...) deseosos de colaborar en el desarrollo humano de los pueblos, juventud generosa, idealista, pronta al sacrificio y que, alegremente, ofrece algunos años de su vida para llevar a otros países lo que el suyo posee en abundancia. Segundo, la ayuda económica que llega de fundaciones y otras instituciones internacionales y nacionales que, dándose cuenta de la obra cultural y humana de los misioneros, ponen en sus manos enormes cantidades de medios económicos antes imprevistos («Fe cristiana y acción misionera hoy», en La Iglesia de hoy y del futuro, Mensajero, Bilbao, 1982, p. 186).
C) TESTIMONIO PERSONAL Al viento del Vaticano II: hacia las raíces y hacia el futuro Mons. Teodoro Úbeda Obispo de Mallorca
Ser misioneros h o y Hasta hace pocos años los países de misión eran conocidos, casi exclusivamente, por los misioneros. Hoy los han invadido no sólo los industriales, técnicos y sociólogos, sino también un número intenso de turistas que visitan estos países admirando sus bellezas naturales y volviendo impresionados por las condiciones económico-sociales y por la miseria en que yacen. Lo que sorprende a esa categoría de visitantes, más que las nece-
Dos breves comentarios a los diez años de la muerte del P. Arrupe. Uno más de experiencia personal, el otro más de reflexión eclesial. Sólo una vez tuve la oportunidad de encontrarme personalmente con el P. Pedro Arrupe, en el Colegio de Montesión de Palma, algunos años antes de su grave enfermedad. Fui con mucha alegría y cierto nerviosismo. Y me encontré con
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un hermano mayor pero pletórico del siempre joven dinamismo del Espíritu, sencillo y acogedor, lúcido y realista, que animó mi vida de creyente y mi tarea de obispo. Sus ojos agudos pero compresivos, su voz serena, su figura casi transparente, se me grabaron en el alma. A momentos, se me antojaba que hablaba con el mismo Jesús. Pedro Arrupe fue elegido General de la Compañía el año 1965, cuando se claustrraba el Vaticano II. Todo el Concilio, pero especialmente el Decreto Perfectae Charitatis (junto con el motu proprio «Ecclesiae Sanctae» de Pablo VI -1966- que lo ilumina y lo complementa), se percibe con meridiana claridad en su ingente trabajo como General y en la vida de la Compañía hasta hoy. Para mí -y estoy seguro que para otros m u c h o s - su vida y su obra constituyen una referencia imprescindible a la hora de discernir aquella manera de vivir el Concilio Vaticano II que el Espíritu nos pide, en nuestras vidas y en nuestras iglesias: dócil a su inspiración tan claramente manifestada, humilde, serena y realista, pero decidida, perseverante y lúcidamente comprensiva de todo su conjunto. Desde su clarividente percepción de la Iglesia y de la humanidad, Pedro Arrupe condujo a la Compañía hacia sus más profundas raíces cristianas e ignacianas y... hacia el futuro, con asombroso aliento profetice Con riesgos y con graves dificultades dentro y fuera de la Compañía, naturalmente, pero con un temple evangélico y sereno digno de admiración y de imitación. Si me pidieran calificarlo con una palabra, diría «valiente». Estas palabras suyas abonan mi opinión: «No quiero defender cualquier equivocación que los jesuítas podamos cometer, pero la mayor equivocación sería permanecer en tal estado de miedo a cometer errores que, simplemente, paralicemos la acción» (New York Times, 25-11-66).
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El sueño de un utópico José María Guerrero S.J. Profesor de Edesiología El P. Arrupe soñó la utopía de anunciar el Reino en un mundo tan cambiante en claves nuevas, es decir, en el lenguaje que los hombres entendieran, y por ello había que entender a los hombres. La Iglesia y la vida religiosa tenían que sentir a la humanidad en su realidad doliente, tenían que oír la voz de Dios que las enviaba al Egipto de tantas esclavitudes para liberar a su pueblo y tenían que tener el valor de conducirlo hacia la Tierra de Promisión con ilusión y coraje. La Iglesia y la vida religiosa no podían desoír el clamor de los hombres con sus problemas e inquietudes, que eran también voz de Dios. No podían replegarse «a sus cuarteles de invierno». Cierto que los religiosos no son del mundo, pero eso no significa que no estén en el mundo, ni que puedan observarlo a distancia como a los leprosos de las aldeas de Palestina en tiempos de Jesús. Para la Iglesia y la vida religiosa huir del mundo es huir de Dios. Por eso el P. Arrupe acogió el Concilio con el corazón de par en par. Es verdad que los raudales de creatividad y esperanza que produjo el deshielo conciliar, a veces, por falta de cauces adecuados, saltaron barreras y produjeron a su paso desconcierto y hasta anarquía. Pero la culpa no fue del Concilio sino de una cierta miopía humana que no preparó adecuada y responsablemente a los hombres que debíamos vivirlo. A veces, la improvisación sustituyó al discernimiento, la libertad de los hijos de Dios se confundió con libertinaje a secas, los carismas del Espíritu con los caprichos propios, el sentido crítico con el espíritu de crítica, etc. Creo que se puede decir de él que consagró su vida toda al servicio de nuestro Señor Jesucristo (cfr. Hch 15,26). Para nosotros, los jesuítas - y quizás también para muchos hermanos-, fue no sólo una bendición sino una interpelación. 93
La Iglesia de Pedro Arrupe, toda de Dios, toda del hombre Jean-Yves Calvez S.J. Consejero General y Asistente General de ¡a Compañía de Jesús
El Padre Arrupe vivió como Superior General unos años cruciales de la reciente historia de la Iglesia y se vio implicado en casi todos los acontecimientos importantes que la han jalonado, así como en el debate de casi todas las cuestiones trascendentales que la Iglesia se ha visto obligada a afrontar en este período. Participó en la tiltima sesión del Concilio Vaticano II y fue miembro de todos los Sínodos Generales de los Obispos celebrados después del Concilio, hasta el de 1980 sobre el tema de la familia. Tomó parte en la Asamblea del Episcopado Latinoamericano de Medellín (1968) y en la de Puebla (1979). Tuvo que tratar multitud de problemas referentes a Holanda, durante los años de la más aguda crisis de la Iglesia en aquel país, y referentes también a Centroamérica, antes y después de Puebla. Asimismo, vivió muy de cerca los avatares de la vida española durante los últimos años del franquismo y en el momento de la transición a la democracia. Por otra parte, siempre fue muy sensible a los problemas de la inculturación en las Iglesias de Asia y África. Frecuentó los simposios de los episcopados europeos y africanos, apreciando muy particularmente el clima de franca amistad y enorme sencillez que se respiraba en las reuniones de los obispos del continente negro. El Padre Arrupe, finalmente, gustaba de encontrarse con las gentes sencillas (comunidades parroquiales sumamente pobres, grupos de jóvenes, especialmente estudiantes...), con quienes hablaba con enorme familiaridad, captando sus preguntas con su gran agudeza y respondiéndolas con entusiasmo, tratando siempre de darles más esperanza, más espíritu de servicio y una mayor profundización en sus motivaciones y en su compromiso con Cristo. Amaba locamente, pues, el tiempo presente de la Iglesia, a la vez que pensaba que éste habría de ser mañana más vasto 94
y más hermoso..., porque la obra de Cristo no sólo no podía agotarse, sino que, por el contrario, tenía necesariamente que intensificarse. Y manifestaba su firme esperanza de poder contemplar un día ese mañana de la Iglesia desde el reino de Dios hecho realidad, aunque no podía ocultar una cierta pesadumbre por no poder contar, en buena lógica, con presenciar personalmente, aquí abajo, ese mañana de la Iglesia que tanto esperaba. ¡Cuántas veces, con palabras tremendamente humanas, reiteraba a quienes vivían a su lado su inquebrantable esperanza y su sobrenatural confianza en la Iglesia! Y es que el P. Arrupe - y el haber estado junto a él tanto tiempo me permite afirmarlo- irradiaba un amor sin la mínima sombra a la Iglesia, para la que deseaba todo el bien que le era dado imaginar. E irradiaba igualmente un sincerísimo amor al Vicario puesto por Cristo para velar por la prosecución de su obra. Dos rasgos indudablemente providenciales, en un período histórico en el que ambas instituciones esenciales se vieron fuertemente sacudidas y atacadas. El P. Arrupe no ha convencido a todo el mundo; pero sí a muchos, porque sus palabras en defensa de la Iglesia y del Vicario de Cristo poseían - d e un modo eximio, por cierto, en los últimos años de su generalato- y siguen poseyendo la calidad de un testimonio muy personalmente vivido.
D) O R A C I Ó N Homilía a los cincuenta años de ser jesuíta Al recorrer yo también el camino de estos mis 70 años de vida y 50 de Compañía de Jesús, no puedo menos que reconocer que los jalones decisivos de mi vida, los virajes radicales en mi camino han sido siempre inesperados, irracionales, pero en ello he podido siempre reconocer, tarde o temprano, la mano de Dios que daba un atrevido golpe de timón. La vocación a la Compañía de Jesús en medio de la carrera de Medicina que tanto me entusiasmaba, y ello en la mitad del curso; mi vocación al Japón (misión por la que hasta la 11a95
mada de Dios no sentía ninguna inclinación) y que me negaron los superiores durante diez años, mientras me preparaba para ser un día profesor de Moral; mi presencia en la ciudad sobre la que explotó la primera bomba atómica; mi elección como General de la Compañía... han sido acontecimientos tan inesperados y tan bruscos y han llevado al mismo tiempo tan claramente la marca de Dios, que realmente yo los he considerado y los considero como aquellas irrupciones con que la amorosa providencia de Dios se complace en manifestar su presencia y su absoluto dominio sobre cada uno de nosotros. Y las reacciones que uno siente son algo parecido a las de un Isaías: «Ay de mí, que estoy perdido, porque soy un hombre de labios impuros» (Is 6,5); de un Jeremías: «Ah, Señor Yahveh, mira que soy un muchacho» (Jer 1,6); o de Moisés: «¿Quién soy yo para ir al Faraón?» (Ex 3,11). Estáis asistiendo de nuevo a uno de tantos aniversarios, en los que la pequenez del hombre (¡y ese hombre soy yo!) reacciona con estupor y gratitud ante los beneficios de Dios. Estupor y gratitud no solamente, o no tanto por esos momentos privilegiados, decisivos o apreciables de mi vida, sino sobre todo por esa serie de gracias incalculables que he ido recibiendo de Dios a lo largo de la vida cotidiana, en la monotonía de una existencia corriente y vulgar. Todo ello me hace desear que mi vida hubiese sido, o al menos lo sea desde ahora, un continuo «Magníficat».
4 Vaticano II, esa alta experiencia
A) A P R O X I M A C I Ó N ANALÍTICA Una figura clave del postconcilio Pedro Ferrer Pi S.J. Provincial de España* ¡Arrupe ha muerto! Pocas noticias como ésta, difundida por los medios de comunicación nacionales y extranjeros, podría resultarme más evocadora del pasado. En mi memoria se agolpan mis largas y numerosas conversaciones con el discutido General de la Compañía de Jesús, el sinfín de sabrosas y vividas anécdotas en torno a su figura, sus ingenuas y, aun mejor, proféticas confidencias, sus alocuciones y homilías, sus cartas como General a todos los jesuítas, sus cartas personales, la que me escribía pocos días antes de aquel viaje a Extremo Oriente que fue su último viaje. Y bien, ¿cómo pasará a la historia este hombre, vasco como el fundador de la Compañía de Jesús, Ignacio de Loyola, el que en 1927, a punto de terminar la carrera de Medicina en Madrid, decide hacerse jesuíta, que parte de España en obli-
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gado destierro en 1931, que estudia en Holanda, Alemania y Estado Unidos, que pasa la mayor parte de su vida apostólica (27 años) en Japón (en Hiroshima vive directamente los horrores de la bomba atómica y atiende a los primeros enfermos), el que en 1965 es elegido General de la Compañía de Jesús y que para muchos es signo de contradicción? ¿Qué dirán los historiadores de Pedro Arrupe? O, por lo menos, ¿qué decimos hoy los que le conocimos? A mí me gusta ver a Arrupe como uno de los hombres claves del período inmediato al Concilio Vaticano II. Parece como si la Providencia le hubiese preparado para esta misión, mediante la confluencia de una serie de factores favorables. Elegido como General de los jesuítas el mismo año en que terminó el Concilio Vaticano II (1965); hombre formado con un firme arraigo en la espiritualidad tradicional, pero dotado de un espíritu inquieto e intuitivo; apto para otear el futuro, universalista por vocación y necesidad al tener que integrar la cultura europeo-norteamericana con la nipona; vibrante de un respeto y una pasión por el hombre alimentados por una fe en Dios. Arrupe, aquél a quien los japoneses llamaban «el huracán Arrupe», ayudó a impulsar vigorosamente la vida de la Iglesia entre 1965 y 1982. Convencido como pocos de que el Vaticano II era una obra del Espíritu, entró sin miedos por la vía del Concilio y, en cuanto estuvo en su mano, hizo entrar en esa vía, con suavidad pero con fortaleza, a los jesuítas de los cinco continentes. Lo hizo con sus visitas a través de sus continuos viajes, con sus orientaciones, con sus cartas, con sus exhortaciones, con toda suerte de medios de gobierno propios de un instituto religioso y, sobre todo, con su ejemplo. De él es esta anécdota, que me narró el mismo protagonista, Perico Basterrechea, un compañero suyo de infancia en Bilbao. Al contarle éste en uno de sus viajes a Roma sus temores por los profundos cambios y eventuales desórdenes en la Iglesia, oyó que el General de los jesuítas, después de escucharle sin inmutarse, le pregunta: «¿Tú crees, Perico, que la causa de todos estos desarreglos está en el Vaticano II?». Ante el signo afirmativo de cabeza, Arrupe continuó preguntando, mitad
distraído, mitad con socarronería vasca: «¿Y tú crees también que el Vaticano II ha sido promovido por el Espíritu Santo?». «Hombre, claro que sí», contestó sin dudar Perico. «Bueno -concluyó entonces Arrupe-, pues no te preocupes, que si el Espíritu Santo lo ha desarreglado, ya lo arreglará». Esta fe en el Espíritu y esta fidelidad al Vaticano II fue sin duda una de las grandes líneas del gobierno de Pedro Arrupe, cuyo generalato ha ocupado uno de los períodos más creativos, más dinámicos y más ignacianos de la moderna Compañía de Jesús. Ya puede suponerse que todo ello no se hizo sin incomprensiones, sin graves tensiones dentro y fuera, sin críticas de ingenuo, de iluminista, y hasta de ser lo que él menos deseaba ser, desobediente al Papa. Esto último podía refutarse muy fácilmente; basta con leer el abundante epistolario dirigido a los jesuítas. Personalmente, todavía recuerdo todos los detalles de un encuentro que tuve con él en 1978 en Heverlee (Lovaina) con ocasión de una reunión de provinciales europeos. Allí me habló con verdadero apasionamiento del respeto, del servicio a la Iglesia y al Papa. No mucho antes, enero de 1977, había dicho en una homilía en Roma: «Según se va penetrando en el misterio de la Iglesia y en el carisma de la Compañía, se siente con mayor fuerza que la Compañía tiene su verdadera razón de ser en el servicio a la Iglesia bajo el Romano Pontífice: fallar en esto sería firmar nuestra sentencia de muerte». No es raro, pues, que cuando, golpeado por la enfermedad y aceptada la renuncia por la Santa Sede, enviaba su mensaje especial a la Compañía, dijese: «Durante estos dieciocho años, mi única ilusión ha sido servir al Señor y a su Iglesia con todo corazón». Todavía nos atrevemos a decir más: si la Compañía, ante unas medidas graves y humillantes que limitaban su autonomía, obedeció sin fisuras ni protestas, ello se debió sin duda a su mística de obediencia, conservada en su puridad, pero también al ejemplo heroico que hasta el último momento dio el P. Arrupe. Un ejemplo que le supuso tal tensión interior, que bien pudo ésta influir en la lesión cerebral de la que ya no se podría recuperar. Por todo ello me parece claro que Arrupe pasará a la Historia, particularmente a la historia de la Iglesia y de los insti-
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tutos religiosos, como un ejemplo viviente de la tensión institución-carisma propia de los hijos de una Iglesia que va «peregrinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios» (Lumen Gentium, 8). El supo vivir en su propia carne la tensión provocada por las novedades a veces incómodas que todo carisma genuino comporta en la Iglesia, y que explica que haya una conexión constante entre carisma y cruz (Redemptoris Missio, 11). De ahí que en sus alocuciones proíéticas, de genuino corte evangélico, hubiera cierta incisividad que el mismo Pablo VI no dudó en elogiar. Hoy, a los 35 años del fin de aquel acontecimiento de gracia que se llamó Concilio Vaticano II, bien podemos decir que Arrupe ha cumplido ya su misión. Una misión dura, que él supo llevar con la alegría de un hombre de fe, de un cristiano enamorado de Jesús. Por eso, al evocarle, me gusta decirle ahora lo que le dije hace un tiempo, yaciente en su carrito de ruedas: «¡Adiós, P. Arrupe! Los jesuítas agradecemos mucho sus escritos, sus palabras y su ejemplo». Agur, agur.
Tres d i m e n s i o n e s europeas
En este período de ajuste que sigue a un acontecimiento tan profundo y polivalente como el Concilio, nos parece que dominan la confusión y la desorientación. Pero mañana, cuando haya pasado la crisis y podamos recorrer nuevamente las etapas por las que ha pasado la renovación de la Iglesia, nos daremos cuenta de que precisamente hoy, en nuestra atormentada época, han sido echados y han comenzado a brotar los gérmenes del gran movimiento misionero que han llevado el Evangelio a penetrar en nuevos pueblos y nuevas culturas que germinaron luego, y gracias a las cuales el Evangelio habrá penetrado en nuevos pueblos y nuevas civilizaciones («Fe cristiana y acción misionera hoy», en La Iglesia de hoy y del futuro, Mensajero, Bilbao, 1982, p. 197).
Europa, como ya he dicho en alguna ocasión, me da la impresión de estar muy introvertida. Es verdad que se están afrontando en la Europa actual muchos problemas (...), pero corre el peligro de encerrarse en sí misma e ignorar la existencia de fuerzas que están a punto de nacer en otras partes, y con las que tiene que contar (...) Europa podría ayudar a resolver los graves problemas de América Latina aportando elementos de reflexión; pero para esto, necesitaría ella misma cambiar de mentalidad (...) y no olvidar nunca que la última solución de los problemas se ha de buscar y encontrar en el propio país. Creo que esa apertura, ese tratar de pensar con la cabeza de los demás, es una virtud que hoy desgraciadamente en muchos casos no tenemos («El futuro cristiano de América Latina», en La Iglesia de hoy y del futuro, Mensajero, Bilbao, 1982, p. 84). La realización de la justicia en el mundo actual tiene un aspecto esencialmente internacional. La injusticia y la explotación no se deben sólo a individuos o grupos: son también fruto de estructuras económicas, sociales, políticas y culturales (...) Lo he experimentado personalmente, y lo experimento continuamente en mi preocupación por aquellos hermanos que trabajan y sufren al servicio de la Iglesia. El amor cristiano del prójimo tiene, sin duda, el deber de vendar las heridas de quienes han caído en manos de los ladrones y yacen ensangrentados a lo largo del camino. Pero es también deber del cristiano hacer que los hombres inocentes no tengan que caer más en manos de ladrones. Este deber se experimenta particularmente ahora, y si vale para todos los cristianos, tanto más lo es, también, para los cristianos europeos («El futuro cristiano de América Latina», en La Iglesia de hoy y del futuro, Mensajero, Bilbao, 1982, p. 77). Nosotros, los cristianos europeos, tenemos una obligación especial de dar testimonio a este respecto. Estamos llamados a vivir hoy con mucha más sencillez, como individuos, familias y grupos sociales; a poner coto, o al menos a frenar, la espiral de la vida de lujo y competitividad social (...) Tenemos que renunciar aun a lo necesario, porque otros tienen más ne-
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B) TEXTOS DE ARRUPE D i n a m i s m o del postconcilio
cesidad que nosotros. ¿No necesitan más de pan los 15.000 moribundos por hambre de Bangladesh, India, África o América Latina, que nosotros de whisky, champán o de un exceso de tallarines? («La Iglesia, portadora de esperanza para los hombres», Conferencia en el Congreso Europeo de Antiguos Alumnos en Padua, 25-8-1977, en La Iglesia de hoy y del futuro, Mensajero, Bilbao, 1982, p. 93). El Corazón de Jesucristo, centro del misterio cristológico Cristo no puede ser entendido sino desde su ser divino: en esto consiste la fe en El. A la libre donación que de sí mismo hace, debe corresponder en el hombre la libertad de haberle aceptado. En Cristo coincide la oferta de Dios al hombre y la más alta respuesta del hombre a Dios. Esta es, creo yo, la respuesta que debe darse al moderno convencionalismo que habla de «cristología desde abajo» o ascendente, y «cristología desde arriba» o descendente. Cristo es el punto de conjunción y, expresamente, concebido como lugar de encuentro del amor recíproco entre Dios y los hombres. Cristología desde abajo y desde arriba es una distinción que en la fértilísima cristología actual puede ofrecer ventajas metodológicas pero que hay que manejar con sumo cuidado y sin rebasar ciertos límites para no objetivar divisiones en algo que no puede disociarse. El Cristo que baja del cielo es el mismo que, consumado el misterio pascual, está a la derecha del Padre (cfr. Jn 3,13). Nuestro conocimiento y experiencia de su persona no puede hacerse solamente tomando el Verbo como punto de partida o arrancando de la historia de Jesús de Nazaret. Es peligroso pretender hacer teología partiendo exclusivamente de Jesús para conocer a Cristo, partiendo de Cristo para conocer a Jesús. Es inevitable, en este tema, la mención de Teilhard de Chardin, que en Cristo Jesús ve la meta unitaria del universo. Por supuesto, no hay por qué estar de acuerdo en todos y cada uno de los pasos del razonamiento teilhardiano. Pero aduzco su recuerdo porque inspira respeto esta figura que hizo com102
patible la más honesta investigación científica con una increíble ternura y penetración espiritual. Teilhard profesó una apasionada adhesión al corazón del Cristo. Y esto, a dos niveles. Uno, la devoción pura y simple al Corazón de Jesús, entendida a la manera más típica de presentación de esta devoción en el período de fines del siglo XIX y primer tercio del XX. Sin rebozo ni concesión alguna. Es el Corazón de Jesús de su vida espiritual personal y el aliento en las no ordinarias dificultades con que hubo de contar en sus actividades de hombre de ciencia. Es el Sagrado Corazón de su diario, de su correspondencia, de su dirección espiritual. Otro nivel - y quizá a él le irritaría esta distinción- es el del Cristo punto Omega del universo que él intuía, y que solamente se define, como tentativa, en un acto de amor. Partiendo del convencimiento de que el universo evoluciona, y de que cada etapa sólo tiene sentido por su relación con las precedentes, Teilhard concluye que el conjunto del proceso ha de tener una razón y un término, un «punto omega» que, contenido ya virtualmente en el mismo proceso, lo dirige desde dentro y le da dinamismo y sentido. Pocos meses antes de su muerte, en 1951, escribe en su diario esta frase que ilustra incontrovertiblemente el estadio final de su pensamiento: «El gran secreto, el gran misterio: hay un corazón en el mundo (dato de reflexión), y ese corazón es el Corazón de Cristo (dato de revelación) (...) Este misterio tiene dos grados: el centro de convergencia (el universo converge hacia un centro) y el centro cristiano (ese centro es el Corazón de Cristo). Quizá sea yo el único que dice estas palabras. Pero estoy convencido de que expresan lo que siente cada hombre y cada cristiano» («El Corazón de Cristo, centro del misterio cristiano y clave del mundo», en el aniversario de la fundación de los Misioneros del Sagrado Corazón, 1981, en La Iglesia de hoy y del futuro, Mensajero, Bilbao, 1982, p. 577).
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Esa caja de resonancia
C) TESTIMONIO PERSONAL
Juan Luis Blanco S.J. Escritor
Memoria agradecida del P. Pedro Arrupe Joaquín Barrero S.J. Provincial de Castilla
El P. Pedro Arrupe tuvo un secreto de gobierno que ojalá sepamos hoy favorecer y desarrollar en la vida eclesial. Me refiero a su capacidad grande de confiar en la persona, de ayudarla a madurar desde lo mejor de sí misma, de regalar al otro la libertad que precisa para vivir con gozo su vocación. Creía en el hombre con la hondura con que sólo pueden creer los que apuestan por Dios con pasión y con peleado optimismo de fe. Su autoridad no precisaba de leyes ni decretos dogmáticos. Eso sí, gozaba del prestigio evangélico y moral que tienen los que inspiran más que mandan, los que disminuyen su vida para que Otro crezca, los que van por delante en el trabajo en la viña del Señor, sin miedo a los riesgos que implica la opción por roturar surcos creativos y nuevos. Su actitud abierta, comunicativa, dialogante, profética es otra aportación que no podemos desaprovechar y que trasciende los límites de influencia de la Compañía de Jesús para alcanzar la totalidad de la vida cristiana. El P. Arrupe nos ha obsequiado con su capacidad contemplativa que se deja afectar por la realidad, como realidad de Dios, desde el ignaciano principio del «buscar y hallar a Dios en todas las cosas, a El en todas amando y a todas en El». «Hombre de Dios y gran conocedor del mundo», en expresión del Cardenal Tarancón, hizo del discernimiento un puente tendido entre la fidelidad a las fuentes de ayer y la fidelidad a los retos y las sensibilidades de hoy. Un equilibrio que no puede romper la Vida Religiosa del presente si pretende ser en el futuro llama del Reino.
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¿Por qué soportó el P. Arrupe tantas contradicciones? Me atrevo a empezar diciendo una obviedad: las soportó porque las tuvo y porque supo que habían de venir. «¡Qué cruz!», le había dicho confidencialmente a alguno de sus consejeros una vez elegido por la Congregación General. Sin embargo, también dijo entonces que aceptaba con inmensa alegría la misión que el Señor le confiaba. Todo iba a ocurrir en un m u n d o política y culturalmente cambiante, en una Iglesia en Concilio que se prolongó en un complejo y difícil postconcilio y en una Compañía de Jesús con graves tensiones internas a la hora de replantear su misión de cara al futuro. En esos tres enclaves bullían las aguas de la renovación (el Espíritu parecía moverse sobre ellas) pero de ahí mismo brotaban las ocasiones candentes para los conflictos. El P. Arrupe se movió en esa coyuntura histórica con total libertad nacida de su espíritu de fe, su sentido de Iglesia y su carisma ignaciano. Algunos confundieron esa libertad con falta de orientación y eficacia para el gobierno. No hará falta volver aquí sobre cada uno de los problemas que ya conocemos, pero sí me parece importante señalar que no fueron problemas «de Arrupe» sino que en él resonaron, como cabeza de la Compañía, las voces, las preguntas, las esperanzas de tantos jesuítas que por él reencontraron su sentido en la Compañía, en la Iglesia y en el mundo.
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D) ORACIÓN
Cómo me hubiera gustado hallarme en mejores condiciones al encontrarme ahora ante ustedes. Ya ven, ni siquiera puedo hablarles directamente. Los Asistentes Generales han entendido lo que quiero decir a todos ustedes. Yo me siento, más que nunca, en las manos de Dios. Eso es lo que he deseado toda mi vida, desde joven. Y eso es también lo único que sigo queriendo ahora. Pero con una diferencia: hoy toda la iniciativa la tiene el Señor. Les aseguro que saberme y sentirme totalmente en sus manos es una profunda experiencia. Al final de estos dieciocho años como General de la Compañía, quiero, ante todo y sobre todo, dar gracias al Señor. Él ha sido infinitamente generoso conmigo. Yo he procurado corresponderá sabiendo que todo me lo daba para la Compañía, para comunicarlo con todos y cada uno de los jesuítas. Lo he intentado con todo empeño. Durante estos dieciocho años mi única ilusión ha sido servir al Señor y a su Iglesia con todo mi corazón. Desde el primer momento hasta el último. Doy gracias al Señor por los grandes progresos que he visto en la Compañía. Ciertamente, también habrá habido deficiencias -las mías, en primer lugar-, pero el hecho es que ha habido grandes progresos en la conversión personal, en el apostolado, en la atención a los pobres, a los refugiados. Mención especial merece la actitud de lealtad y de filial obediencia mostrada hacia la Iglesia y el Santo Padre particularmente en estos últimos años. Por todo ello, sean dadas gracias al Señor. Doy gracias de una manera especial a mis colaboradores más cercanos, mis Asistentes y Consejeros -empezando por
el P. O'Keefe-, a los Asistentes Regionales, a toda la Curia, a los Provinciales. Y agradezco muchísimo al P Dezza y al P Pittau su respuesta de amor hacia la Iglesia y la Compañía en el encargo excepcional recibido del Santo Padre. Pero sobre todo a la Compañía, a cada uno de mis hermanos jesuítas, a quienes quiero hacer llegar mi agradecimiento. Sin su obediencia en la fe a este pobre Superior General, no se hubiera conseguido nada. Mi mensaje hoy es que estén abiertos a la disposición del Señor. Que Dios sea siempre el centro, que le escuchemos, que busquemos conscientemente qué podemos hacer en su mayor servicio, y lo realicemos lo mejor posible, con amor, desprendidos de todo. Que tengamos un sentido muy personal de Dios. A cada uno en particular querría decir «tantas cosas...». A los jóvenes les digo: Busquen la presencia de Dios en la propia santificación, que es la mejor preparación para el futuro. Que se entreguen a la voluntad de Dios en su extraordinaria grandeza y simplicidad a la vez. A los que están en la plenitud de su actividad les pido que no se gasten, y pongan el centro del equilibrio de sus vidas no en el trabajo sino en Dios. Manténganse atentos a tantas necesidades del mundo. Piensen en los millones de hombres que ignoran a Dios o se portan como si no le conociesen. Todos están llamados a conocer y servir a Dios. Qué grande es nuestra misión: llevarles a todos al conocimiento y amor de Cristo. A los de mi edad recomiendo apertura: aprender qué es lo que hay que hacer ahora, y hacerlo bien. A los muy queridos hermanos querría decirles «tantas cosas» y con mucho afecto. Quiero recordar a toda la Compañía la gran importancia de los Hermanos. Ellos nos ayudan tanto a centrar nuestra vocación en Dios. Estoy lleno de esperanza viendo cómo la Compañía sirve a Cristo, único Señor, y a la Iglesia, bajo el Romano Pontífice, Vicario de Cristo en la tierra. Para que siga así, y para que el Señor la bendiga con muchas y excelentes vocaciones de sacerdotes y hermanos, ofrezco al Señor, en lo que me quede de vida, mis oraciones y los padecimientos anejos a mi enferme-
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Alocución del P. Arrupe al presentar su renuncia (leída por el P. Ignacio Iglesias S.J.) Queridos Padres:
dad. Personalmente, lo único que deseo es repetir desde el fondo de mi alma: Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber y poseer. Vos me ¡o disteis, a Vos, Señor lo tomo. Todo es vuestro, disponed a toda vuestra voluntad. Dadme vuestro amor y gracia, que ésta me basta.
5 El misterio interior, de utopía en utopía
A) APROXIMACIÓN ANALÍTICA Un hombre para la utopía Norberto Alcover S.J. Escritor y periodista
El 3 de septiembre de 1983, los jesuítas congregados para designar sucesor al enfermo y un tanto desautorizado Pedro Arrupe, escuchaban en emocionado y doloroso silencio sus palabras de despedida, pronunciadas por Ignacio Iglesias, el español que fue uno de los más fieles ejecutores de la política generalicia del vasco universal. Tras finalizar con la oración que Ignacio de Loyola culmina sus Ejercicios Espirituales y que condensa el dinamismo de todo jesuíta y también de cualquier hombre o mujer que se inspire en la mentalidad espiritual ignaciana, el viejecito casi aniquilado por la trombosis del 81 besó la carta autógrafa del Papa en que le agradecía los servicios prestados, besó también la mano del P Dezza, delegado papal durante los años transitorios de la gran crisis, y bajo el palio de estruendosos 108
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aplausos, mientras muchos lloraban, desapareció del aula congregacional. Pedro Arrupe había vivido besando con la ternura de un padre y de un amigo a cuantos se cruzaron en su camino, inclusive a sus adversarios. Y desaparecía de la historia que él mismo había levantado no con poco sufrimiento, hasta la experiencia evangélica de la calumnia, repartiendo besos: besos al Papa, es decir, a la Iglesia, y besos al P. Dezza, en quien contemplaba a la Compañía toda de Jesús. Y así, besando, concluía la era Arrape. El origen de la utopía de Pedro Arrupe Pedro Arrupe es un concentrado eximio de todo lo que este siglo ha dado de sí, para bien y para mal. En su persona y en su experiencia, encontramos, como en una cita ambiciosa y globalizante, los más significativos datos civiles, eclesiales y jesuíticos. La vida le preparó para encarar el determinante tiempo de los convulsivos años sesenta, y más tarde le animó a realizar cuanto había encarado con extraordinaria lucidez. Dicho de otra manera, Arrupe vivió largos años acumulando elementos utópicos que solamente pudo comenzar a verificar de manera intensiva desde que fue elegido Superior General de la Compañía en 1965. Como hombre, nacido en Bilbao en 1907, experimenta la evolución científica durante sus estudios de Medicina en la Universidad Central de Madrid, vive intensamente las alternancias de la política española hasta que en 1932 marcha al exilio tras la disolución de la Compañía en España por el gobierno de turno. En Bélgica y Alemania constata la confrontación entre socialismo y fascismo desde el 32 al 36, más tarde conoce el pragmatismo norteamericano desde el 36 al 38, y desde el 38 al 65 (nada menos que 27 años, los años claves en la vida de todo hombre) se sumerge en la iluminadora realidad japonesa, donde comprende que la racionalidad es muy inferior al don de la sensibilidad, comprensión que determinará toda una forma de ser y de gobernar. La universalidad, de la que más tarde será proclamador incansable, hunde sus raíces en esta riquísima experiencia humana, que le impedi110
rá cerrarse a cualquier novedad histórica por problemática y desconcertante que resulte 1 arriesgando lo necesario. Como creyente, Pedro Arrupe tuvo una formación clásica, seria pero clásica, que le preparó para enfrentar futuras realidades desde fundamentos sólidos pero también un tanto escolásticos. Sin embargo, como nuestro hombre siempre vivió desde una entera globalidad personal los distintos avatares existenciales, esa solidez que pudo haberle llevado al gran fracaso de las seguridades dogmatistas (como a otros de su generación), esa solidez encajó el golpetazo cultural japonés con serena normalidad y, sobre todo, asumió sin fisuras la revolución del Vaticano II hasta convertirla en el norte de su personal y gubernativa revolución: elegido Superior General de la Compañía durante el Concilio y habiendo recibido de Pablo VI el encargo de tomar como tarea prioritaria la cuestión del ateísmo, Arrupe tuvo la capacidad y la osadía de explosionar en la Iglesia como una carga de profundidad que tantos estaban esperando pero temían hacerlo: el postconcilio debe mucho a Pedro Arrupe. La inculturación, otra de sus obsesiones, hunde sus raíces en una formación sólida, que evita las ingenuidades, pero mucho más en una real apertura a los signos de los tiempos, que vence el pánico a los hábitos previamente adquiridos 2 . Como creyente, Arrupe vivió su propia evolución. Y desde ahí, comprendió que la vida es eso, evolución, desde muy pocas seguridades. Arriesgando lo necesario. Y, en fin, como jesuíta, Pedro Arrupe tuvo la impagable suerte de conocer muy variadas formas de vivir el espíritu ignaciano en España, Bélgica, Alemania, Estados Unidos y Japón, llegando a comprender que la unidad de la Orden podía darse (y debía darse) desde la riqueza de una pluralidad que hunde sus raíces en el mismo Ignacio, tan respetuoso de 1
Rush, Robert T.: «Pedro Arrupe, misionero: un corazón tan grande como el mundo», en Asilo vieron, Sal Terrae, Santander, 1986, p. 242). 2 Arrupe, Pedro: «Aspectos y tensiones de la inculturación», en La Iglesia de hoy en el futuro, Mensajero, Bilbao, 1982, pp. 247-258, y en «Carta sobre la inculturación», en La identidad del jesuíta en nuestros tiempos, Sal Terrae, Santander, 1981, pp. 95-102). 111
las diferencias de personas, lugares, experiencias y, sobre todo, carismas. La unión de los ánimos3, frase tan querida por Ignacio, se daba la mano con el discernimiento de la vida, que es el medio propuesto por el fundador de la Compañía para garantizar el bienestar de todo proceso personal y comunicarlo, desde el que se construye la unidad en la pluralidad, construcción que tantos recelos produciría dentro y fuera de la Compañía. También aquí, arriesgando lo necesario. La vivencia civil le inició en el camino de la universalidad. La vivencia creyente le descubrió una inculturación evolutiva. La vivencia jesuítica hincó en su espíritu la necesidad de mantener los ánimos unidos pero desde la experiencia de una pluralidad discernida. Un último matiz de trascendental importancia. Arrupe fue, como es evidente, un personaje inteligente y lúcido, pero el meollo de su personalidad no radica tanto en su capacidad para racionalizar y organizar, sino en su poderosa capacidad para comunicarse y comprender, desde esa misma comunicación, personas, situaciones y problemas 4 . Precisamente por esta prioridad del componente comunicativo, Arrupe fue necesariamente un utópico empedernido. Quien se abre a la fascinante experiencia de la comunicación como actitud de fondo vital, descubre que la existencia es dinámica y jamás estática, es decir, que la historia corre hacia metas siempre atractivas, siempre en claroscuro, siempre exigentes, siempre rompedoras, siempre incomprendidas, siempre plenificantes, pero, a la vez, siempre inasequibles de una manera total. 3
Arrupe, Pedro: La identidad del jesuíta en nuestros tiempos, Sal Terrae, Santander, 1981. Discurso inicial a la Congregación de Procuradores. Informe sobre el estado de la Compañía (27-11-1978), pp. 22-48. La cuestión de la unión de los ánimos está tratada en concreto en las pp. 34-44, pero el discurso entero es uno de los más importantes para conocer el pensamiento de Arrupe en su conjunto, precisamente al contar con una amplia experiencia como General. 4 Arrupe, Pedro: La identidad del jesuíta en nuestros tiempos, Sal Terrae, Santander, 1981, pp. 49-82. «El modo nuestro de proceder» (18-1-1979), donde se nos da una visión del jesuíta y de la Compañía que se remite, en último término, a estas características de la comunicación y comprensión. 112
Las cinco utopías fundamentales de Pedro Arrupe Cuanto llevamos dicho provocó la aparición de una serie de actitudes utópicas concretas durante los dieciocho años reales de Superior General de la Compañía (1965-1983). Actitudes que definieron ante el mundo un talante de gobierno diferente, y que, como es lógico, a unos entusiasmaron mientras para otros entrañaban la mismísima destrucción de la Compañía. Sin mayores reflexiones previas, pasamos a comentarlas brevemente: 1. «La utopía de un Dios siempre mayor. Arrupe ha sido un hombre de Dios, por encima de todas las cosas; y quería que los jesuítas también fueran de verdad. Pero de verdad. Este de verdad implica que era a Dios a quien él buscaba, no cualquier otra cosa que quiera hacerse pasar por Dios, incluso entre ambientes religiosos y eclesiásticos. No sustituía a Dios por nada; un Dios más grande que los hombres; un Dios más grande que las Constituciones y la estructura histórica de la Compañía de Jesús; un Dios más grande que la Iglesia y todas sus jerarquías; un Dios siempre mayor y siempre nuevo, que sigue siendo el mismo pero que nunca se repite... Un Dios, en definitiva, imprevisible, por un lado, pero no manipulable, por otro. En la experiencia cotidiana de ese Dios, al que dedicaba muchas horas de búsqueda, es donde se despertaba su gran libertad de espíritu, su gran amor a todos, su constante disponibilidad y humildad, y también su clarividencia religiosa. Una experiencia que, por otra parte, era estrictamente trinitaria, como la de San Ignacio, pero que, sin dejar nunca de serlo, era también, por otra parte, siempre estrictamente cristológica y apegada a lo que es el Jesús histórico de los evangelios y el Jesús historizado de los Ejercicios Espirituales»5. Estas palabras, que demuestran a su vez una impresionante sensibilidad espiritual, son de Ignacio Ellacuría -asesinado posteriormente en El Salvador-, con quien Arrupe llegó a trabar una hermosa amistad, nacida, sin embargo, en el seno de fortísimas discrepancias. 5
Ellacuría, Ignacio: «Pedro Arrupe, renovador de la vida religiosa», en Asilo vieron, Sal Terrae, Santander, 1986, pp. 141-171. 113
Y esta utopía de un Dios siempre mayor y siempre nuevo es la dinámica que, en último termino, explica todas las demás utopías, porque era principio y fundamento de la personalidad íntima de Pedro Arrupe. Por la causa de ese Dios, manifestado en el Jesucristo de la historia, Pedro Arrupe se lanzó a todo lo que se lanzó, convencido de que era voluntad de Dios, soberana instancia de Ignacio en los Ejercicios. Ante esta realidad, nada ni nadie le paraba los pies: era el Dios lo quiere de los grandes santos. Y naturalmente, la pasión por Dios provocó la incomprensión de las tinieblas, en palabras de Juan. En nuestro mundo, la utopía de un Dios así es lo más escandaloso que plantearse pueda. Porque rompe esquemas y porque señala hipocresías. Arrupe, dicho en pocas palabras, encontró la fortaleza de su acción en la intimidad oculta con un Dios que le urgía manifestarle como el Jesús de la Historia, la intimidad de eso tan manido y tan poco practicado que es, sencillamente, la vida de oración. 2. La utopía de una Compañía para servir. Para Pedro Arrupe, la Compañía obtenía sentido desde el servicio, es decir, desde una permanente misión a instancias de la Iglesia, que debería conducirla inclusive hasta donde ella misma no deseara ser llevada, como los íntimos años han demostrado... Tal vez fuera Pablo VI, gran amigo de Arrupe hasta la llegada del distanciamiento final, quien mejor definiera esta utopía que a los jesuítas coloca ante responsabilidades enormes, desde una absoluta humildad y dependencia de Dios: «En la Iglesia, los jesuítas siempre han estado y siguen estando en los campos más difíciles y de primera línea, en las encrucijadas del espíritu, donde se confrontan directamente recíprocamente las más diversas doctrinas, donde surgen los conflictos sociales y donde chocan frontalmente las exigencias apasionadas de los hombres con el eterno mensaje del Evangelio»6. Esta misma Compañía deseaba Arrupe, no estática sino dinámica, no seguróla sino arriesgada, no pendiente de las noventa y nueve ovejas sino de la perdida. «Nuestra voca-
ción es para discurrir y hacer vida donde se espere mayor servicio de Dios y ayuda a las almas»7. 3. La utopía de la confrontación profética. Pedro Arrupe jamás declinó confrontar sus puntos de vista con los de los demás, entre otras razones porque tenía el talante interior de los auténticos profetas bíblicos. Apoyado en su Dios siempre mayor y siempre nuevo, que le marcaba en la experiencia de una oración discernida los caminos de la Compañía, el Superior General de la misma aceptó todo tipo de reto, viniera de donde viniera, acogiendo aquellas fabulosas palabras de Ignacio en los Ejercicios, puestas en labios de un Jesucristo que llama a seguirle: «Mi voluntad es de conquistar todo el mundo y todos los enemigos, y así entrar en la gloria de mi Padre; por tanto, quien quisiere venir conmigo ha de trabajar conmigo, porque, siguiéndome en la pena, también me siga en la gloria» [EE 95]. La confrontación profética se basa en la seguridad de que ese conmigo no puede fallar y, por ello mismo, la presencia de Jesús es presencia pascual de muerte y de resurrección. En este terreno, las tensiones entre Pedro Arrupe y el Vaticano, que sería inútil por infantil no recordar en estas palabras, encuentran su origen en esta necesidad de ser fiel al conmigo pase lo que pase. Y Arrupe estaba convencido de que obrando así -exponiendo siempre lo que en conciencia pensaba- servía mejor al Santo Padre, aunque éste tal vez no acabara de comprenderle. Es algo muy humano, basado en el temperamento personal. Es la fatalidad de la Pascua. Es el misterio del Ecce Homo, que jamás llegaremos a comprender del todo8: por honestidad, se sufre, y el dolor llega de los que amamos. 4. La utopía de la fe en el hombre. Aquí se centra una de las peculiaridades gigantescas de la personalidad de Arrupe 9 . 7
Seibel, Vitud: «Un testigo creíble», en Así lo vieron, Sal Terrae, Santander, 1986, pp. 15-42.
Constituciones de la Compañía de Jesús, parte III, cap. 26 y parte VI, cap. 3, n°. 5. 8 Alcover, Norberto: Instrumentos de resurrección, Mensajero, Bilbao, 2000, pp. 155-205. 9 Arrupe, Pedro: ¡JI Iglesia de hoy y del futuro, Mensajero, Bilbao, 1982, pp. 727-765. «Arraigados y cimentados en la caridad» (6-2-1981). Uno de los textos fundamentales para conocer la centralidad del amor en la espiritualidad
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Más allá de toda reticencia, desde un corazón radicalmente bueno y bondadoso, Arrupe se fiaba absolutamente de las personas. Más aún, desde ese corazón de padre y de hermano, comprendió que los hombres de su tiempo necesitan una urgente liberación de toda opresión, liberación basada en el Evangelio que se mediatizaba en el complejo universo de las realidades temporales. De ahí su célebre opción por la justicia, que cuajaba en la Congregación General XXXII, tenida en 1975, en su célebre Decreto IV, donde se dice: «Dicho brevemente: la misión de ¡a Compañía de Jesús hoy es el servicio de la fe, del que la promoción de la justicia constituye una exigencia absoluta, en cuanto forma parte de la reconciliación de los hombres, exigida por la reconciliación de ellos mismos con Dios»w. Para añadir premonitoriamente más adelante: «No trabajaremos, en efecto, en la promoción de la justicia sin que paguemos un precio. Pero este trabajo hará más significativo nuestro anuncio del Evangelio y más fácil su acogida»11. Desde esta perspectiva y solamente desde ella, se comprende el entusiasmo con que este hombre envió a sus mejores compañeros a las misiones más comprometidas, les defendió hasta sangrar por ellos, y hasta arriesgó mucho cuando le presentaron posibilidades evangelizadoras que no acababa de comprender: en este contexto, hay que situar su actitud ante el fenómeno de la Teología de la Liberación, que vivió con profundo desconcierto al principio y más tarde apoyó a fondo perdido. Y es que, radicalmente preocupado por el hombre sufriente de su momento histórico, también se fió hasta el tuétano de sus hombres. Como es lógico, en este impresionante acto de credibilidad cometió errores de gobierno, pero una frase suya explica la profundidad y el aleande Pedro Arrupe, que aparece, además, como un auténtico testamento espiritual puesto que meses más tarde le sobrevendría la embolia cerebral. 10 Congregación General XXXII, Decreto IV, n°. 2 (1975), y en La Iglesia de hoy y del futuro, Mensajero, Bilbao, 1982, pp. 347-359. «Formación en la promoción de la justicia», célebre y discutido discurso en el Congreso de Antiguos Alumnos, Valencia, 1973. 11 Congregación General XXXII, Decreto IV, n°. 46 (1975). 116
ce de su utopía humanista: «No es nuestra intención defender los errores. Sin embargo, no quisiéramos cometer el mayor de ellos: no hacer nada por puro miedo a poder equivocarse^2. 5. La utopía de la Iglesia peregrina. En las entretelas del alma llevaba Pedro Arrupe esta imagen eclesial, recogida del Vaticano II pero, además, típica en el ignacianismo. No en vano Ignacio de Loyola, en su Autobiografía dictada al P. Goncalves de Cámara, siempre se denomina a sí mismo como el peregrino. Arrupe, desde mi punto de vista, comprendió la interioridad y exterioridad eclesial desde esta perspectiva: una Iglesia para los demás y nunca para sí misma, es decir, como reza al comienzo de la Gaudium et Spes, una Iglesia para el sufrimiento y la esperanza de los hombres, necesariamente, entonces, peregrinante junto a la gran peregrinación histórica humana. Son palabras del mismo Arrupe: «La Iglesia ha emprendido decididamente el camino -tan doloroso, pero muy saludable- de reconocer y afirmar sus propias limitaciones y su impotencia terrena. También en este sentido es una Iglesia en marcha. Pero lo es, además, en otro sentido: en el sentido de que se encuentra en un camino que le permite acoger y conocer cuanto hay de cristiano y de humano fuera de ella»u. Creo que pocas personas han querido al Vicario de Cristo como Pedro Arrupe. Su gran cruz, probablemente la que acabó con él, fue que su forma de amar al Vicario de Cristo no acabó de ser comprendida en su innovadora dimensión. Nunca fue servil. Jamás persiguió el halago. Siempre dijo la verdad. Y de hecho, durante mucho tiempo, ya enfermo, preguntaba continuamente a quienes le visitábamos llenos de estupor ante tan sublime misterio de calidad espiritual, si el Papa seguía enfadado con él, si le había perdonado, porque él solamente había pretendido servirle desde la obediencia más arriesgada. La utopía de esta Iglesia renovada y renovadora acogía todo lo demás. Como ya sucedió con Ig12
Seibel, Vitud: «Un testigo creíble», en Así lo vieron, Sal Terrae, Santander, 1986, p. 22. 13 Calvez, Jean-Yves: «Cómo veía a la Iglesia», en Asi lo vieron, Sal Terrae, Santander, 1986, pp. 173-197. 117
nació, que en tantas ocasiones, desde la verdad, discutió con pontífices y con obispos, porque Dios, repito, es mayor que ninguno otro14. Pedro Arrufe, un hombre para la utopía. Ahora sabemos con mayor precisión qué significa esta afirmación. Ahora podemos comprender mejor, desde el misterio de toda una vida que se explicita en sus propias obras, lo que condujo a Pedro Arrupe, dígase o no se diga, a la trombosis conclusiva y a la soberana impotencia de una habitación de enfermería, apartado del devenir humano, convertido en un puro despojo, casi en un vegetal que espera llegue la guadaña definitiva de la muerte. Insisto en ello, Pedro Arrupe cometió una multitud de errores, como hombre y como gobernante, que provocaron, en su momento, juicios sumamente severos y que sería una ingenuidad no reconocer. Pero nadie podrá negar que esos errores, paradójicamente, eran la consecuencia de una personalidad fuera de serie, capaz de enfrentar la vida y las personas con la misma limpieza que nuestro personaje enfrentaba su propia vida y su propia persona: tal vez la clave de los errores de Arrupe residiera en que siempre creyó que sus propias utopías eran compartidas, de verdad, por los demás. Y los demás, será bueno decirlo, no éramos como él, éramos mucho más pequeños y quebradizos. Esta es la tínica realidad aceptable, que, por otra parte, tantas veces se produce en la historia humana y eclesial. La distancia entre la santidad y la vulgaridad 15 . La distancia, siempre latente, entre la 14
Arrupe, Pedro: La Iglesia de hoy y del futuro, Mensajero, Bilbao, 1982. «Misión de la Iglesia: al servicio del Reino», pp. 99-121, y en La identidad del jesuíta en nuestros tiempos, Sal Terrae, Santander, 1981. «Servir sólo al Señor y a la Iglesia, su Esposa, bajo el Romano Pontífice, Vicario de Cristo en la tierra» (18-2-1978), pp. 293-310, uno de los más decisivos textos de Arrupe sobre la comprensión de la Iglesia y la relación de la Compañía con el Romano Pontífice. 15 Alcover, Norberto: Instrumentos de resurrección, Mensajero, Bilbao, 2000. «El Principio y Fundamento, manifestación del proyecto creador de Dios/Padre sobre el hombre y todo lo creado», pp. 41-56. Donde el conocido texto del «Principio y Fundamento» (en el n°. 23 de los Ejercicios) se propone como horizonte y articulación globalizante de la vida cristiana y de la espiritualidad ignaciana.
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Compañía de Ignacio, tan perfecta en sus intenciones, y nosotros, los jesuítas, tan imperfectos en nuestra vida. Conclusión de invitación y esperanza A este hombre de excepción, a quien descaradamente admiro, sobre todo porque ha recibido el don insuperable de acompañar a Jesucristo en el alumbramiento histórico del misterio pascual, mi gratitud fraternal por tanto bien como nos ha hecho a nosotros, jesuítas, y a tantos hombres y mujeres de todo el mundo, esparciendo su mensaje de justicia liberadora desde la fe. Y mi deseo de sincera imitación para ser mejores hombres, mejores creyentes y mejores jesuítas, recuperando el carisma ignaciano. Todo ello lo resumo en la dedicatoria que un día escribió Jon Sobrino en uno de sus libros, dedicatoria que surgía de un hombre avezado en las dificultades y tropiezos más hondos: «A Pedro Arrupe, que ha ayudado a la Compañía a ser un poco más de Jesús»16. En menos palabras, no puede decirse más de un hombre.
B) TEXTOS DE ARRUPE Experiencia radical de la vocación en la Compañía Personalmente, la convicción de que lo que Dios quería para mí era lo mejor posible me ha producido siempre una profunda satisfacción interior. La vida religiosa, y más concretamente la vida en la Compañía de Jesús, lo es todo para mí. Esta vida me ha proporcionado un ideal muy superior a lo que yo hubiera podido proponerme; me ha indicado el camino a seguir para alcanzarlo; me ha dado, y sigue dándome, la fuerza para recorrer ese camino sin desfallecer; si supiera aprovecharlo al máximo, me permitiría, estoy seguro, llegar hasta el final (...) Ella me ha presentado a este Hombre-Dios 16 Lamet, Pedro Miguel: Arrupe, una explosión en la Iglesia, Temas de Hoy, Madrid, 1989, p. 459.
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que es el ideal de mi existencia y que sacia todo lo que yo puedo desear como hombre, como cristiano y como religioso (...). Además, la vida apostólica, fundada sobre estos principios de la imitación de Cristo, me ha proporcionado en la formación, en la dirección espiritual y tantos otros elementos, los mejores medios para, aprovechándome de ellos, contribuir a la salvación del mundo y el bien de las almas (Vesperance en trompe pas, Centurión, París, 1981, p. 22). La Trinidad como m o d e l o personal En la Trinidad el concepto de persona adquiere su más alta y misteriosa realización: modelo fascinante e inalcanzable; pero, al mismo tiempo, ejemplar supremo en cuya imitación, a infinita distancia, el hombre puede encontrar estímulo para su propio perfeccionamiento, tanto en lo que cada uno es, como en las relaciones que mantiene con sus semejantes. Al fin y al cabo, el hombre, en cuanto persona, ha sido creado por Dios -que es uno en esencia y trino en personas- a su propia imagen y semejanza. Cada una de las tres personas no es en sí ni se pertenece a sí misma, sino en cuanto se refiere y se da toda entera a las otras dos simultáneamente. La persona humana debe inspirarse para su perfección y, analógicamente, para su realización y consumación, en ese inalcanzable modelo de la persona divina («Inspiración trinitaria del carisma ignaciano», en La identidad del jesuíta en nuestros tiempos, Sal Terrae, Santander, 1981, pp. 424-425). Servicio a los demás, servicio al Reino Permitidme dirigiros una pregunta: ¿No habrá llegado el momento de dar un paso hacia adelante, un salto de cualidad, en esta obra maravillosa que estáis haciendo por la Iglesia y la humanidad? ¿No será posible que, desde ahora, vuestra ayuda no sea solamente financiera, sino que sea algo más personal, es decir, que vosotros mismos, en persona, os ofrezcáis a trabajar -como ya se ha comenzado a ha120
cer-, al menos por un tiempo compatible con vuestras ocupaciones, yendo a ayudar a esos millones de hermanos enteramente abandonados o, al menos, a los inmigrados o refugiados en este país, cuyas condiciones vosotros mejor que yo mismo conocéis? Camboya, Timor Oriental, Somalia, Bangladesh... son nombres con el timbre de desafío a la caridad, al servicio cristiano. Ése es el mensaje del P. McDonald y otros que han experimentado lo que os digo. Un servicio personal directo e inmediato tiene un valor inapreciable y constituye, además, un testimonio irrefutable de la verdad del Evangelio y de la constitución de la Iglesia como Cuerpo Místico. N o es eficaz solamente para resolver el problema de la enfermedad y del hambre, sino también para mover en fuerza de ese testimonio a muchos que no conocen la verdadera fe, a descubrir a Jesucristo, que logra inspirar tal servicio fraterno. Más aún: el servicio realizado en favor de otros redundará en vuestro propio favor. El contacto experimental con tales situaciones límite produce un radical cambio interior, una transformación de los conceptos sobre el hombre y la vida; se reordena la escala de valores, se reduce el egoísmo, y se siente el impulso de transformar las estructuras injustas levantadas por los hombres de corazón materialista. Ello os permitirá descubrir y experimentar un nuevo mundo: el mundo de la verdadera fraternidad universal -«todo hombre es mi hermano»- basada en el amor de un padre común para todos los hombres, siendo así los realizadores de la gran revolución del amor, mucho más profunda y radical que cualquier otra revolución. De ese amor fraterno nace la imagen de un Dios que es amor: lograremos así resucitar a Dios en el corazón de tantos hombres que lo creían muerto en un supuesto deicidio por el egoísmo. Será el gran servicio que nos hará reinar, porque ese amor con su servicio dominará a todo el mundo, y así se cumplirá ampliamente el sentido de la «vocación cristiana: servir y reinar» (Conferencia en Colonia, en la celebración del centenario de su catedral, el 22 de agosto de 1980, en La Iglesia de hoy y del futuro, Mensajero, Bilbao, 1982, p. 120). 121
La c a r i d a d / a m o r conforma la C o m p a ñ í a La caridad, principio de conservación y aumento de la Compañía. Y, sin embargo, no son los medios jurídicos los que han de proporcionar el tipo de unión que precisa la Compañía. Porque se trata, ante todo, de unir ánimos, para unir el cuerpo, y para esto, el vínculo principal de entre ambas partes para la unión de los miembros entre sí y con la cabeza es el amor de Dios nuestro Señor; porque estando el Superior y los inferiores muy unidos con la de su divina y suma bondad, se unirán muy fácilmente entre sí mismos por el mismo amor que de ella descenderá y se extenderá a todos los próximos y en especial al cuerpo de la Compañía. Una vez más, Ignacio retorna a su concepción predilecta: el descenso del amor de Dios y su difusión, a través de nosotros, a todos los prójimos, de los que los primeros son los propios miembros de la Compañía; Ignacio teme ser repetitivo y añade: «Así que la caridad, y en general toda bondad y virtudes con que se proceda conforme al espíritu, ayudarán para la unión». Ignacio está persuadido de que respondiendo al amor de Cristo con el amor a Cristo, brotará, necesariamente, el amor mutuo. Para mantener su unión, la Compañía no cuenta con otros medios de que disponen otras órdenes monásticas, tales como el trabajo y la oración en común y una rigurosa convivencia. En la Compañía la unión tiene que tener ligaduras más trascendentales que todo eso compatibles con la dispersión, e incluso que den sentido a la dispersión: ad intra, la caridad y el amor mutuo, íntimamente sentido y operante; ad extra, la participación en la misión global por la misión personal. Ayudará también la posible uniformidad de pareceres y la intensa comunicación entre los dispersos. Para Ignacio esta unión de los ánimos tiene tal valor que a quienes la lesionan les reserva las palabras más duras de todas las Constiúiciones, urgiendo que se les aparte como peste... con mucha diligencia, incluso despidiéndoles de la Compañía. Ignacio iba por delante en el ejemplo de amor y caridad para con todos. El anecdotario de la caridad ignaciana es inmenso y está esparcido en las páginas de Monumenta: caridad, verdadero amor de Padre, para con los novicios, para
con los enfermos, para con los tentados. No voy a citar nada pues es suficientemente conocido de todos. Pero s i m e parece oportuno aducir las palabras que escribía al P. Melchor Carneiro, nombrado obispo para la misión de Etiopía, porque nos dan la formulación ignaciana de la teoría de la unión: «Tened por cierto que os hemos de tener siempre en las entrañas, apretándose tanto más la unión interior cuanto más os alejáredes de la presencia exterior». Al P. Godinho, que estaba pasando una mala temporada, le asegura: «Os tengo muy dentro del alma». El P. Luis Goncalves de Cámara, su confidente para la Autobiografía, dejó de él esta semblanza en el memorial que escribió viviendo aún San Ignacio: «Siempre es más inclinado al amor, tanto, que todo parece amor» (Notas de la caridad ignaciana, dentro de «Arraigados y cimentados en la caridad», Conferencia de Clausura del Centro Ignaciano de Espiritualidad en 1981, en La Iglesia de hoy y del futuro, Mensajero, Bilbao, 1982, pp. 727-765).'
C) TESTIMONIO PERSONAL Libre, h u m a n o y apostólico Darío Molla S.J. Provincial de Aragón
No resulta fácil responder a la pregunta que se me plantea: ¿qué dimensión o elemento específico del P. Arrupe piensas que ha constituido su aportación más importante para la vida religiosa? La dificultad estriba, sobre todo, en seleccionar y dejar fuera algo que me parece importante. Forzándome a elegir quiero destacar tres elementos, sin que el orden en que los expongo signifique demasiado. En primer lugar, destacaría su libertad, su enorme libertad, para buscar y para emprender. Arrupe es un hombre libre en su acción y en su gobierno, y el mayor servicio que 123
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ofreció a la Iglesia y a la vida religiosa fue el servicio de su libertad para encontrar nuevas respuestas a los nuevos desafíos. Fue todo lo contrario de un gobernante «conservador». Y es admirable su coraje para permanecer en la búsqueda y en la libertad, para no tener «miedo a la libertad», en los tiempos difíciles de los fracasos, las incomprensiones, las críticas. Creo, en segundo lugar, que Arrupe «humanizó» la vida religiosa, un tanto rígida y esclerótica en los tiempos del pre-concilio. Contagió su enorme humanidad a su manera de vivir, presentar y gobernar la vida religiosa. Si el Señor, que nos llama al seguimiento, no nos libera del peso de nuestra humanidad, si El mismo la quiso asumir con todas las consecuencias, ser nosotros mismos humanos como religiosos o religiosas y ser tratados humanamente es lo evangélico. Arrupe hizo eso, tan importante y a veces tan olvidado, de ser humanos, con la sencillez de la sonrisa y el gesto cotidiano. Y no puedo ni quiero olvidar su inagotable dinamismo apostólico, su incansable mirada hacia afuera, en un momento en que la vida religiosa tiene la tentación de perder demasiado tiempo y demasiada energía mirándose a sí misma. Para la vida religiosa servir es vivir y creo que fue la infinita capacidad de compasión del P. Arrupe la que le hizo, en el fondo, profeta de la vida religiosa.
La vida me ha ido enseñando lentamente que no faltan ocasiones para experimentar la incomprensión, la interpretación deformada de nuestras intenciones, alguna porción de soledad, el sacrificio de nuestro proyecto más íntimamente arraigado, cierto grado de contradicción involuntaria, el encargo de una misión que nos priva de la legítima paz personal... Hace sólo unos meses me recordaba un compañero jesuíta que éstas y otras experiencias de sufrimiento pueden ser vividas como las dosis fragmentadas de la cruz con que Dios responde a aquella radical oblación que un día le habíamos hecho: Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad... Disponed a toda vuestra voluntad... Sí me alegra recordar al Arrupe expansivo, constructor de futuro, líder confiado en los años desbordantes del postconcilio (sus palabras alimentaron y alimentan mi esperanza), mi fe ahonda cada vez más en su silencio. Aquel clamoroso silencio final con que aceptó la distancia, la desconfianza y hasta el tácito rechazo que impregnó el aire de Roma. En la fragilidad del Arrupe sufriente leo la impresionante coherencia de su vida con la regla 11.
D) O R A C I Ó N Homilía del P. Arrupe en La Storta al día siguiente de presentar su renuncia como Prepósito General de la Compañía de Jesús
Contradicción y fragilidad
¿Por qué el P. Arrupe soportó tantas contradicciones como persona individual y como Superior General de la Compañía de Jesús? El texto sobrecogedor de la regla 11 (aquel desear las injurias de Cristo por su amor, aquello de vestir su librea) hace cuarenta años me parecía una cumbre lejana, casi inaccesible.
Es justo, por muchos motivos, que al terminar mi servicio como Prepósito General de la Compañía de Jesús, yo venga a La Storta para cantar mi nunc dimittis, aunque sea en el silencio que me impone mi presente condición. El anciano Simeón, al final de una larga vida de fiel servicio, y en el esplendor del magnífico templo de Jerusalén, vio cumplido su ardiente deseo al recibir en sus brazos al Niño Jesús y estrecharlo contra su corazón. Ignacio de Loyola, en la sencillísima capilla de La Storta, a punto de comenzar su nueva vida de servicio como Fundador y primer General de
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Juan Luis Veza S.J. Director General Radio ECCA
nuestra Compañía, se sintió llevado al Corazón de Jesús: Dios Padre le ponía con Cristo, su Hijo, como El mismo había pedido con insistente plegaria a la Virgen. Lejos de mí pretender asimilarme a estos dos excelsos siervos del Señor. Aunque sí es cierto que siempre he tenido una gran devoción a la experiencia de Ignacio en La Storta, y que ahora siento inmensa consolación al hallarme en este venerado lugar para dar gracias a Dios y rendir mi viaje. Porque mis ojos han visto tu salvador ¡Cuántas veces, a lo largo de estos dieciocho años, he podido comprobar la fidelidad de Dios a su promesa: ¡Os seré propicio en Roma! La profunda experiencia de la amorosa protección de la divina providencia me ha dado fuerzas para cargar con el peso de mis responsabilidades y afrontar los desafíos de nuestro tiempo. Es cierto que he pasado por dificultades, grandes y pequeñas; pero confortado siempre con la ayuda de Dios. Ese Dios en cuyas manos me siento ahora más que nunca, ese Dios que se ha apoderado de mí. La liturgia de este domingo me parece muy a propósito para expresar mis sentimientos en este momento. Como San Pablo, puedo decir que soy anciano y ahora prisionero de Cristo Jesús. Yo había pensado las cosas de otra manera; pero quien manda es Dios, y sus designios son misteriosos. ¿Quién puede penetrar los planes del Señor? Y, sin embargo, sabemos cuál es la voluntad del Padre: hacernos conformes a la imagen de su Hijo. Y éste, a su vez, nos dice claramente en el Evangelio: El que no toma su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo. El P. Laínez, que nos transmitió las palabras de la promesa (os seré propicio), se apresura a aclarar que Ignacio no las interpretó nunca en el sentido de que no tendrían que sufrir ni él ni sus compañeros. Al contrario, está persuadido de que eran llamados a servir a Jesús cargando con la cruz: Le parecía ver a Cristo con la cruz al hombro y, junto a él, al Padre que le decía: «Quiero que tomes a éste por servidor tuyo». De modo que Jesús lo tomó diciendo: «Yo quiero que tú nos sirvas». Por esta razón, cogiendo gran devoción a este santísimo nombre, quiso que la Congregación se llamase Compañía de Jesús. Este nombre lo habían elegido los compañeros ya antes de venir a Roma para ofrecer sus servicios al Papa. Pero con la 126
experiencia de La Storta recibió una confirmación muy especial. Es de advertir la estrecha afinidad entre las frases de Laínez y las de la Fórmula del Instituto aprobada por Julio III: Cualquiera que en esta Compañía -que deseamos se distinga con el nombre de Jesús- quiera ser soldado para Dios y servir al solo Señor y ala Iglesia, su Esposa, bajo el Romano Pontífice, Vicario de Cristo en la tierra.... Lo que para Ignacio fue cumbre y el resumen de tantas gracias especiales recibidas desde su conversión, fue para la Compañía una garantía de que participaría en las gracias del Fundador en la medida en que fuese fiel a la inspiración que le había dado vida. Pido al Señor que esta celebración, que, para mí es un adiós y una conclusión, sea para ustedes y para toda la Compañía aquí representada, el inicio, con renovado entusiasmo, de una nueva etapa de servicio; que la colaboración de toda la Compañía en la restauración de la capilla de La Storta sea un símbolo perenne e inspiración constante en el esfuerzo común de renovación espiritual, confiados en las gracias cuya memoria se venera en La Storta. Yo seguiré acompañándoles con mis oraciones. Como hizo San Ignacio, ruego a la Virgen que seamos todos puestos con su Hijo; y que como Reina y Madre de la Compañía, Ella esté con ustedes en toda la labor de la Congregación General, especialmente en la elección del nuevo General.
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Pedro Arrupe: un comnnicador nato.
SEGUNDA MEMORIA
LA DIMENSIÓN PLANETARIA DEL P. ARRUPE Pedro Arrupe, tan íntimo y escondido en sus vibraciones interiores, extendió por el planeta entero su generosidad de hombre, de sacerdote y de religioso: fue, como él misino se definió, «un hombre para los demás», llevando a plenitud así su cristocentrismo, analizado hasta aquí. La memoria de su histórica conjunción entre fe y justicia, absolutamente revolucionaria de la Iglesia contemporánea, nos permite descubrirle como un firme escrutador de los signos de los tiempos, lleno de perspicacia para distinguir el trigo entre la cizaña, eficaz renovador de la Compañía de Jesús y, en fin, un sacerdote místico que encontraba en la Eucaristía el referente esencial de su acción evangelizadora. Así, el Padre Arrupe fue una persona de una pieza, sin estrías, aunque sí con su condición de pecador a cuestas, que le llevaba a constatar tantas debilidades cotidianas. Sin embargo, era capaz de trascender todo, en un decidido aleteo hacia su Dios, como se descubre en ese texto esencial que es «Mi catedral», punto de llegada de una poderosa experiencia mística. Hasta aquí, precisamente, deseamos conducir al lector. «Tú, en cambio, hombre de Dios, huye de todo eso, esmérate en la rectitud, la piedad, la fidelidad, el amor, la constancia, la delicadeza. Ludia en el noble combate de la fe, conquista la vida eterna a la que fuiste llamado: de esa fe hiciste noble profesión, en presencia de muchos testigos» (ITim 6,11-12) 131
6 Evangelización, fe y justicia
A) A P R O X I M A C I Ó N ANALÍTICA Hombre de D i o s y hombre de los hombres Jon Sobrino SJ. Teólogo Creo que a ninguno de los jesuitas que estamos aquí se nos ha ocurrido venir a visitar esta capilla a rezar por el P. Arrape. Al enterarnos de su muerte, nos hemos reunido más bien como atraídos por la necesidad de recordar los mejores momentos de nuestra vida en la Compañía, y de agradecer a Dios el habernos dado a este hombre entrañable que se nos metió a todos en el corazón. Decir en pocas palabras quién fue el P. Arrupe, para nosotros los jesuitas, no es cosa fácil. Yo quisiera hacerlo comentando desde mi propia experiencia lo que de él dijo Ignacio Ellacuría: «El P. Arrupe fue hombre de Dios, hombre de los hombres y hombre de la historia». El P. Arrupe fue un hombre de. los hombres. Como Superior le tocó mirar la totalidad de este mundo, y lo que vio fue u n 133
mundo deshumanizado de mil maneras, pero deshumanizado sobre todo por la terrible pobreza e injusticia del Tercer Mundo. Lo miró con ojos de misericordia, como nos pide San Ignacio en la meditación de la encarnación, y nos pidió a los jesuitas que reaccionásemos «haciendo salvación-». Qué hacer para ayudar a salvar a este mundo es lo que la Congregación General de 1975, presidida y animada por él, nos exigió a todos: «¡a defensa de la fe y la promoción de la justicia». Fe y justicia, eso que Dios había unido desde el principio y que la Iglesia y la Compañía habían separado a lo largo de la historia, eso es lo que el Padre Arrupe nos exigió y eso es a lo que nos animó. Aquí en El Salvador lo sabemos muy bien. Hubo unos años, antes de 1975, en los que tuvimos tensiones con su curia cuando comenzábamos a dar aquí los primeros pasos en la dirección de la justicia. Pero, pasados los primeros malentendidos, Arrupe siempre nos apoyó y nos animó. En enero de 1976 explotó en la UCA la primera de las quince bombas y Arrupe nos escribió en seguida. No nos acusó de que estábamos metiéndonos en política, ni siquiera nos llamó a la prudencia. Nos animó a seguir. Y con uno de esos gestos tan suyos, nos envió un donativo de cinco mil dólares como diciendo: «reparen cuanto antes los destrozos y sigan trabajando». Pocas semanas después fue asesinado Rutilio Grande y en el mes de junio todos los jesuitas fuimos amenazados de muerte, si no salíamos del país, por la Unión Guerrera Blanca. Arrupe, de nuevo, no se asustó. «No salgan, sigan en sus puestos», y él mismo quiso venir al país para animarnos, aunque no le dejaron. Y así siempre en El Salvador y en todo el Tercer Mundo. Lo que quisiera añadir es que el Padre Arrupe llevó a cabo la opción por la fe y la justicia de una manera muy suya, muy humana y muy cristiana, y ante todo con misericordia. Por decirlo con un ejemplo, cuentan que una mañana de 1981 reunió a sus Asistentes Generales y les sorprendió con la siguiente iniciativa: la Compañía tiene que organizar ya un servicio de ayuda a refugiados. Y es que la noche anterior había escuchado la noticia de barcos de vietnamitas que navegaban sin rumbo por los mares sin que en ningún puerto les diesen asilo. Y a Arrupe, como a Jesús, se le removieron las entrañas. 134
Arrupe sabía también el precio que hay que pagar «por la fe y la justicia», como está escrito sobre la tumba de nuestros mártires en esta capilla y, de hecho, más de cuarenta jesuitas han sido asesinados en el Tercer Mundo desde 1975. El también aceptó pagar su precio. Su defensa de los jesuitas de El Salvador y el apoyo crítico a la revolución sandinista le costaron muchos sufrimientos, mucha marginación y mucha soledad. Pero ejerció la fortaleza para mantenerse en su opción hasta el final. Al P. Arrupe le tocó tomar decisiones difíciles y dolorosas, avisarnos de excesos y exageraciones, pero en todo ello fue hombre de delicadeza. Si me permiten una palabra personal, en 1980 recibió quejas del Vaticano contra mí, pues una teología en favor de la justicia les parecía excesivamente peligrosa. El Padre Arrupe me transmitió las quejas, me pidió que las escuchara con fe y humildad, y que las contestara con honradez. Pero lo que no olvidaré son las siguientes palabras de su carta: «En cuanto recibí las quejas contra usted, envié al P. Cecil McGarry para que comunicase al Vaticano que yo salgo garante de su fe». Finalmente, lo que siempre irradiaba el Padre Arrupe era una increíble esperanza, por la que podían tildarlo de visionario y hasta de ingenuo. Arrupe comunicaba una inamovible fe en la bondad de Dios y en las posibilidades de bondad de los seres humanos. Creía -él que había sido testigo de la bomba atómica de Hiroshima- que, a pesar de todo, la historia podía cambiar a mejor y que en el fondo de los seres humanos existe un reducto de bondad para ponerlo siempre a producir. Esto, que para unos era ingenuidad y para otros ilusión utópica, fue para mí la esperanza que a todos nos humaniza. Este hombre de los hombres fue también un hombre de Dios. Todos los que le conocían quedaban cautivados por su sincero y profundo amor a Jesucristo, su larga oración, su sentida vocación en la celebración de la eucaristía. Yo tuve la suerte de convivir con él una semana en junio de 1976 y lo pude comprobar. Para mi sorpresa, me había llamado a Roma para «liablar de teología», y dijo: «Padre, usted se va a reír, pero quiero leerle una poesía que escribí en honor a Cristo el día del Corpus». Por supuesto que no reí, ni por fuera ni por dentro. Lo 135
que sentí al escuchar su poesía es que, corno en el caso de Monseñor Romero, la teología del Padre Arrupe no era como la nuestra, pero expresaba lo decisivo y lo más importante: una inmensa fe en Dios, un inmenso amor a Jesús y un inmenso amor a los hombres. Nada puedo decir de su fe en lo íntimo de su corazón, pero sí quiero agradecer el profundo impacto que me causó esa fe. Lo que más me impresionó es que no antepuso nada a la voluntad de Dios. Y si me permiten decir una obviedad, que no es nada obvia para los seres humanos, me impresionó que no puso su corazón con ultimidad en nada que no fuese Dios. Con toda sencillez dejó a Dios ser Dios. Y esto, más que sus palabras, lo hizo muy claro para mí su vida; por decirlo en forma concreta, el Padre Arrupe amó a la Compañía con todo su corazón, pero nunca obstaculizó, sino que llegó a poner en peligro su anterior prestigio y buena fama dentro de la Iglesia - y en algunos momentos casi su existencia- por la opción por la fe y la justicia. Y de ello era bien consciente, pues en su largo generalato tuvo que constatar las dolorosas consecuencias de esa opción. En su tiempo, se dieron terribles divisiones internas, intentos, incluso, aplaudidos por algunos obispos, de fundar una Compañía paralela contraria a la línea de Arrupe. El número de jesuítas descendió en unos 8.000 porque la Compañía abandonó su cerrado mundo anterior y se encarnó en el mundo de la injusticia y de la increencia, nada de lo cual es fácil. La Compañía perdió antiguos amigos y bienhechores, y se ganó poderosos enemigos que la han atacado y perseguido hasta el asesinato. La Compañía ha tenido serias dificultades con los tres últimos papas, Pablo VI al final de su pontificado, Juan Pablo I y Juan Pablo II, que no entendían y criticaban incluso la nueva opción, y en 1981 se llegó a la intervención papal, hecho insólito en la historia de la Compañía. Y en lo personal, el P. Arrupe tuvo que pasar -quizás ése fue su mayor sufrimiento- por la incomprensión del Vaticano hacia su propia persona, él tan fiel al Papa. Al pensar en estas cosas me vienen a la mente unas palabras de San Ignacio cuando decía que le bastarían quince mi-
ñutos para recobrar la calma aunque la Compañía se disolviese como sal en el agua, palabras de un santo que muestran la calidad de su fe. No sé si el P. Arrupe rumió estas palabras, pero sí le tocó a él, como a San Ignacio y como a todos, ponerse delante de un Dios mayor que todo y mayor que la Compañía de Jesús. El P. Arrupe mantuvo la opción por la justicia hasta el final porque creyó honradamente que ésa era la voluntad de Dios, y de esa forma nos mostró a todos que realmente puso su fe en Dios. El P Arrupe fue, por último, hombre de la historia y de una historia cambiante. Le tocó abandonar las formas religiosas tradicionales de sus primeros años en Europa, Estados Unidos y Japón, y adentrarse en la gran novedad del Concilio. Y después le tocó ver la involución, el invierno eclesial, como dijo Karl Rahner, otro gran jesuíta de nuestro tiempo. Si difícil, aunque gozoso, fue pasar de lo tradicional conocido a lo novedoso desconocido, más difícil le fue mantener el espíritu de lo nuevo en medio de la involución y aceptar el dolor de verlo desaparecido poco a poco. Pero se mantuvo fiel. En esa historia cambiante, el P. Arrupe, con el profeta Miqueas, vio siempre con claridad lo que tenía que hacer: practicar la justicia y amar con ternura. Pero todo ello en lo cambiante de la historia y, en sus últimos años, en oscuridad. Lo impresionante del P Arrupe es que siguió caminando en la historia humildemente y siempre con su Dios. Para terminar de hablar del P. Arrupe quiero usar palabras mejores que las mías, las palabras de dos creyentes mártires y salvadoreños. Ignacio Ellacuría dijo del P. Arrupe que fue «el Juan XXIII de la vida religiosa». Y en efecto, el P. Arrupe abrió las ventanas de una Compañía enrarecida ya para el m u n d o de hoy, y dejó que a través de esas ventanas abiertas penetrase aire fresco, la luz y el viento del Espíritu. Monseñor Romero fue a visitarlo el 25 de junio de 1978 para encontrar consuelo y ánimos en sus propias dificultades con el Vaticano. Y en su diario nos ha dejado estas palabras: «El P. Arrupe es un hombre santo y se ve que el Espíritu de Dios lo ilumina». El P. Arrupe está ahora en el corazón de muchos, de los mártires, de religiosos y religiosas, de cristianos y de hombres
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y mujeres de buena voluntad en todo el mundo que vieron en él la presencia de Dios entre nosotros. Los pobres de nuestros países, los pueblos crucificados, quizá no conocen su nombre. Pero para ellos vivió los dieciocho años de vida activa como Superior General de la Compañía de Jesús, y por ellos sufrió sus diez últimos años de silencio e impotencia (Homilía en el funeral por el P. Arrupe en la UCA, Carta a las Iglesias, San Salvador, 1-14 febrero 1991, pp. 4-6).
B) TEXTOS DE ARRUPE Radicalidad en el compartir ¿Hasta qué punto estamos dispuestos a compartir nuestros bienes, con alegría y sencillez de corazón, como dicen los Hechos de los Apóstoles (Hch 2,47)? ¿O seguiremos clamando que lo mío es mío y no puede ser de nadie más? Es una de las ironías de la historia que, a pesar del ejemplo de los primeros cristianos, haya quien acuse a la Iglesia, al tiempo que otros la alaban, por haber mantenido el derecho absoluto a la propiedad privada (...). Debe quedar bien claro que la Iglesia jamás ha sostenido que sea absoluto e incondicional el derecho a la propiedad privada. El principio absoluto que defiende es el destino universal de todas las cosas creadas y, por consiguiente, el derecho de cada uno a poseer lo que necesita para sí mismo y su familia. Esto es doctrina de Santo Tomás de Aquino. ¿Estamos dispuestos a aceptar que algo no marcha cuando una economía de mercado distribuye los recursos sólo a quienes pueden comprarlos y no a los que tienen necesidad? ¿Estamos dispuestos a aceptar que un orden económico que, en vez de responder a las necesidades fundamentales de todos, favorece el despilfarro de los que ya son ricos, necesita cambios? («Hambre de pan y evangelio», discurso en el Congreso Eucarístico de Filadelfia en 1976, en La Iglesia de hoy y del futuro, Mensajero, Bilbao, 1982, pp. 389-399). 138
La misericordia, sublimación de la justicia En cuanto es posible hablar de estas cosas en términos humanos, podemos decir que el amor más puro, la caridad en sí misma, son, por una parte, el constitutivo formal de la esencia divina y, por otro, la explicación y causa de las operaciones ad extra: la creación del hombre, señor del universo, y el retorno de todo a Dios en una historia de redención y santificación. Si queremos que se realice en nosotros, con la profundidad ignaciana de los Ejercicios, que parte de lo más profundo del corazón del hombre, tendremos que dejarnos invadir por la caridad (...) Nosotros, creados ya a imagen y semejanza de Dios, que es caridad, nos asemejaremos más a El. Esa caridad será la dynamis, la fuerza motriz de nuestra actividad apostólica, y nos hará capaces de colaborar en la solución de los tremendos problemas de este mundo convulso en los estertores del tránsito a una época nueva. Toda renovación que no llegue ahí, que deje intacto y sin purificar el corazón del hombre, será incompleta y está condenada al fracaso. En cambio, si nuestra potencia volitiva se purifica y se transforma, habremos quedado perfectamente orientados: la renovación no producirá traumas, nos situaremos en un plano superior en que las dicotomías y tensiones, fe-justicia por ejemplo, desaparecen al estar ambas informadas por la caridad, y nos moveremos por la misericordia, sublimación de la justicia (Conferencia de clausura del Mes Ignaciano, 6-2-1981, «Arraigados y cimentados en la caridad», en La Iglesia de hoy y del futuro, Mensajero, Bilbao, 1982, pp. 727-765).' Entre la caridad y la justicia Pero hay también una caridad aparente que es un disfraz de la injusticia, cuando más allá de la ley se concede a otro, por benevolencia, lo que le es debido en justicia. Es la limosna como subterfugio. De estas dos aberraciones - u n a falsa justicia y vina falsa caridad- ofrece numerosas muestras nuestra época. Las tiranías que imponen una ley contra el derecho y los paternalismos que tienden caritativos planes de ayuda 139
en sustitución de una política de justicia, son dos lesiones que hacen imposible el establecimiento entre los hombres de la fraternidad y la paz. La ley, el derecho y la justicia no pueden separarse. Ni pueden prescindir de la caridad. El documento emanado del Sínodo de 1971, dedicado a la justicia en el mundo, dice: El amor del prójimo y la justicia, son inseparables. El amor es, ante todo, exigencia de justicia es decir, reconocimiento de la dignidad y de los derechos del prójimo. No se puede hacer justicia sin amor. Ni siquiera se puede prescindir del amor cuando se resiste a la injusticia, puesto que la universalidad del amor es por deseo de Cristo un mandato sin excepciones. Entonces, ¿cuál es, exactamente, la relación entre la caridad y la justicia? Juan Pablo II la ha ilustrado en su encíclica Dives in Misericordia: «el amor, por así decirlo, condiciona a la justicia y, en definitiva, la justicia es servidora de la caridad». Es evidente que la promoción de la justicia es indispensable, porque constituye la parte inicial de la caridad. Pedir justicia, a veces, parece revolucionario, una reivindicación subversiva. Y, sin embargo, es tan poco lo que se pide: hace falta más. Hay que sobrepasar la justicia, para llegar a colmarla con la caridad. La justicia es necesaria pero no es suficiente. La caridad añade a la justicia su dimensión trascendente, interior, y es capaz de seguir avanzando cuando se ha llegado al límite del terreno propio de la justicia. Porque, así como la justicia tiene un límite, y se para donde concluye el derecho, el amor no tiene confines porque reproduce a nuestra escala humana la infinitud de la esencia divina y hace a cada hombre-hermano el titular de un servicio ilimitado por nuestra parte (Ibidem). Promoción de la justicia y propagación de la fe Este enfrentamiento de valoraciones pasa actualmente por un período de exacerbación. A partir de las Congregaciones Generales XXXI y XXXII se advierte, incluso, vina significativa novedad: algunos de nuestros mejores amigos y bienhechores no acaban de comprender la motivación, significado y consecuencias de las opciones que la Compañía -en búsque140
da de la renovatio accommodata que pide el Concilio- ha tomado en un profundo proceso interno de renovación y discernimiento. A los ojos de algunos, se ha producido un abandono de antiguas y gloriosas tradiciones y se está generando una desviación del ideal ignaciano. La idea de más difícil penetración es la inseparabilidad de la promoción de la justicia con la propagación de la fe, que nuestra Congregación General XXXII nos presenta como indisolublemente unidas. Puede producirse, como consecuencia, el doloroso cambio de actitud para con nosotros de algunos de nuestros amigos y bienhechores (cosa que la misma Congregación General preveía). Unas veces se limitarán a marcar su distanciamiento; otras -posiblemente y aun sin duda-, por sincero amor y estima de la Compañía, pasan a engrosar las filas de los opositores. No faltan casos de abierta hostilidad y aun de abierta persecución. Lo aceptamos como una aplicación del misterio de la cruz que forma parte de auténtico seguimiento de Cristo. Pero yo me pregunto y os pregunto. Por grande que sea el dolor y decepción que estas actitudes nos producen, ¿no debería ser mucho más inquietante que -dadas las situaciones tan diversas en que la Compañía trabaja a lo largo y ancho del mundo, muchas de ellas profundamente marcadas por signos de injusticia y negación de los valores humanos y cristianos- no sería inquietante, repito, si nuestra lucha -militancia la llamaba Ignacio- en servicio de la fe y promoción de la justicia no provocase acá o allá desconfianza e incluso hostilidad, y nos desdeñasen con el silencio o con la indiferencia sin sentirse turbados por nuestra proclamación de valores y nuestra actividad? ¿No ser la fuerza de choque de la Iglesia o, para decirlo con palabras del Papa Pablo VI, que ya no seríamos esos jesuítas que están «donde quiera la Iglesia, incluso en los campos más difíciles, y de primera línea, en los cruces de las ideologías, en las trincheras sociales, donde ha habido y hay confrontación entre las exigencias del hombre y el mensaje cristiano»? ¡Mal augurio para la Compañía la paz y la seguridad de los indolentes! (Homilía del P. Arrupe en la fiesta de San Ignacio, el 31 de julio de 1981, en Información S.J. n°. 76, nov-dic de 1981, p. 185). 141
C) TESTIMONIO PERSONAL
Razones de una crucifixión
Discípulo del Espíritu en el tiempo
Ángel Camina S.J. Escritor y director de Ejercicios
Alvaro Alemany S.J. Coordinador In terprovincial de Acción Social
El P. Arrupe mostró una especial sensibilidad para acoger e interpretar las llamadas de la realidad en un momento de eclosión de tantos cambios. Seguramente venía mediada por su manera de mirar a las personas con respeto y confianza, descubriendo en ellas sus inquietudes y esperanzas, pero al mismo tiempo las necesidades colectivas ocultas tras los rostros marcados por los sufrimientos. No desechaba las tradiciones institucionales y vitales acumuladas en la historia de su Orden y de la Iglesia, sino que era capaz de extraer de ellas el núcleo mejor de su significado para aplicarlo al presente, sin miedo a dejar atrás otras formas obsoletas que habían ido quedando anquilosadas. Por eso su actitud resultaba contradictoria con ámbitos institucionales mucho más temerosos y replegados en una posición defensiva: Arrupe parecía traslucir siempre la convicción de fondo de que el Espíritu de Dios sigue actuando en nuestro mundo y nuestra época; confiaba más en lo que iba suscitando a través de la gente, que en el peso de las propias seguridades (e incluso de los propios errores). Se tomó en serio el movimiento expresado en el Concilio Vaticano II en el marco de las grandes ansias de justicia de la humanidad y fue capaz de trasmitir a los demás el coraje y la esperanza que brotaban de la novedad de Dios en ese momento.
Las religiones con frecuencia dejan de adorar a Dios en espíritu y en verdad. Incluso la Iglesia Católica va cayendo a lo largo de los siglos en la trampa de la hipocresía y de la manipulación religiosa, pecados tan clericales. La conversión y el aggiornamento (que es uno de sus aspectos lógicos) consisten en volver a la verdad que nos hace libres. Creo que por esto fue Pedro Arrupe tan duramente juzgado y perseguido, porque buscaba la verdad y la afrontaba (aunque fuera dolorosa). Actuar en la Iglesia con libertad y desde la verdad llega a ser intolerable para ciertos eclesiásticos mediocres, bien instalados, a veces meros funcionarios. Por eso, los mayores enemigos de Arrupe estuvieron en Roma, si bien alentados y apoyados desde lejos por esos políticos, militares y hombres de negocios que piensan que el mundo está muy bien como está y que no tiene por qué cambiar. La autenticidad de Arrupe, hombre de oración, discernimiento espiritual y amigo fiel del Corazón de Jesús, hizo que quedaran al descubierto las intenciones de muchos corazones. La cruz, que éstos le hicieron vivir, es la garantía de que fue un verdadero seguidor de Jesucristo.
El sentido optimista del P. Arrupe Simón Decloux S.J. Delegado para los Centros Interprovinciales de Roma
Se ha subrayado muchas veces el optimismo del P Arrupe, un optimismo que no suponía para nada ignorar las dificultades en las que se debaten los hombres. Si hay dificultades que enfrentar en la vida de fe, ellas no son motivo para mirar en forma negativa las situaciones en las que se encuen142
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tra la humanidad. Las crisis, explícita el Padre Arrupe, pueden ser de crecimiento. Y, en el campo de la fe, es a través de momentos de crisis como se realiza la purificación necesaria para que el hombre esté más plena y humildemente abandonado a Dios. La fe, de hecho, no es de por sí medida por el hombre, y exige una confianza que va más allá de cada seguridad. ¿No sabía algo de eso el Padre Arrupe en su misma experiencia, puesto que le gustaba referirse a Abrahán, el padre de los creyentes, quien, llamado por Dios, salió confiando en su palabra, sin saber adonde iba? Más aún, a los ojos del P. Arrupe, es la calidaci de la acción apostólica la que puede experimentar los efectos positivos de una fe purificada, porque ésta es más capaz de dialogar con la increencia. Todo dependerá, añade, de la calidad de humildad y de la capacidad de adoración que residan en el corazón de los apóstoles de los tiempos modernos.
Señor, hoy es el día de Corpus Christi y en este momento estás dentro de nuestro corazón, en cada uno de los miembros del Consejo ampliado, de mis consejeros, los que me ayudan a llevar el peso de la gran responsabilidad que supone la dirección de la Compañía; después del diálogo que hemos tenido estos días, te pido desde el fondo del alma que me ilumines y nos ilumines en un punto fundamental. Para mí el diálogo y la conversación íntima contigo, que estás realmente presente en la Eucaristía y me esperas en el Tabernáculo, ha sido siempre y es todavía fuente de inspiración y de fuerza; sin ellos no podría sostenerme, cuánto menos llevar el peso de mis responsabilidades. La Misa, el santo Sacrificio es el centro de mi vida: no puedo concebir un solo día de mi vida sin la celebración eucarística o la participación en el sacrificio-banquete del altar. Sin la Misa mi vida queda como vacía y desfallecerían mis fuerzas: esto lo siento profundamente y lo digo...
Pero, por otro lado, oigo, veo y siento decir que tu presencia en el Sagrario les tiene tan sin cuidado que no te hacen una sola visita durante el día y nuestras capillas se ven desiertas, sin que se acerque nadie a saludarte. Más aún, afirman que tu presencia en nuestras comunidades no es necesaria... que no te necesitan... Reconocen en la Misa valor infinito, pero dicen que no se debe celebrar todos los días, pues eso es demasiado para una cosa tan grande; y sostienen que no se debe celebrar si no hay una comunidad que participe en el Sacrificio... Y todo esto lo apoyan en argumentos teológicos, psicológicos, sociales, litúrgicos.. . y en pareceres de personas que ocupan puestos de gran responsabilidad en la Compañía, de formadores de nuestros jóvenes, de profesores de teología. Hablan también de su propia experiencia personal, que les hace prescindir de ti en el Sacramento porque aseguran que te encuentran mejor y más fácilmente en el trabajo, en los prójimos, etc. ¿Será verdad? Yo no dudo de su buena voluntad, de su veracidad subjetiva, pero no lo entiendo. ¿Se equivocan ellos o es que Tú has cambiado de modo de ser y de alimentar a las almas para el difícil trabajo apostólico actual? Señor, ¡no lo entiendo! Doce me. Siento, por una parte, la evidencia de mi experiencia personal y de otros muchos compañeros, que sienten como yo. ¿Es que estamos ya anticuados? ¿Esa nueva manera de pensar y de actuar en las cosas del espíritu es hoy la correcta? Te pido luz, pues no quiero caer en lo que San Ignacio prevenía: que el mayor error de un director espiritual es «querer llevar a todos por su propio camino»: no, Señor, sé que hay muchos caminos y que hay que conceder amplia libertad para que tu Espíritu actúe como Tú deseas. Pero, por otra parte, meditando la vida de Ignacio, las Constituciones, sus cartas, viendo toda la tradición de la Compañía hasta ahora, y sobre todo recordando a los jesuítas santos de todos los tiempos, descubro que la Eucaristía, la Misa, el Sagrario han sido el alimento, la inspiración, el consuelo, la fuerza de tantas empresas que han edificado a todo el mundo y han hecho que la Compañía fuera como un grupo de hombres alrededor de la Eucaristía.
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D) O R A C I Ó N Oración en el Corpus Christi
Precisamente hoy, cuando el mundo ha cambiado tanto y se ha secularizado de un modo tan impresionante, cuando las necesidades de la humanidad nos exigen un apostolado y un servicio mucho más peligroso y difícil que antes, parece que deberíamos tener más necesidad de un contacto íntimo y continuo contigo para poder ganar el mundo para Ti, pero es precisamente ahora cuando se diría que hay muchos jesuítas que, si no de palabra, al menos con los hechos parecen mostrar que no te necesitan. ¿Es verdad? ¿Son sinceros? ¿No se engañan? Yo estoy dispuesto, Señor, a estudiar el problema, para ver los efectos aceptables que estos cambios culturales y de mentalidad traen consigo. Indícame, Señor, tus deseos, tus modos de actuar en estas nuevas circunstancias, las formas de expresión que sean inteligibles para todos. Pues, si es necesario acomodarme a las nuevas circunstancias, antes de cambiar nada, deseo tener una prueba clara de tu parte, ya que un cambio erróneo en esta materia podría ser mortal para toda la Compañía. Señor, ilumínanos. Vias tuas edoce me («Muéstrame tus caminos», Sal 24,4).
7 La realidad real, luces y sombras
A) APROXIMACIÓN ANALÍTICA Vida y muerte de un profeta Manuel Alcalá S.J. Teólogo y periodista
Se cumplen diez años de la muerte de Pedro Arrupe, antiguo Superior General de la Compañía de Jesús. En la medida en que su figura se deshace en la historia, pueden valorarse mejor su persona y gobierno en vina etapa crucial del mundo. De los iconos religiosos que encarnó en su vida: misionero/ apóstol, gobernante, Padre General, ninguno quizá le encaja mejor qvie el de profeta. En la tradición cristiana, profeta es la persona traspasada de mística religiosa que vive, proclama/ predice y pregona las palabras de Dios, reveladas en Jesucristo. Los profetas cristianos acompañan en su modo de proceder en vida y en mvierte a Jesús, svi prototipo. Son, pues, sus compañeros en sentido pleno. 146
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En el Antiguo Testamento Isaías, hablando de sí mismo y atisbando el futuro, describió la preparación que Dios hace de sus profetas: Yahveh me ¡lamo del seno de mi madre; desde las entrañas de mi madre me llamó por mi nombre. Hizo de mi boea espada afilada, reteniéndome a mano, hizo de mí saeta afilada y me guardó en su aljaba (Is 49,2-4).
La preparación
pro)ética
Pedro Arrupe (1907-1991), benjamín de una familia muy española compuesta de otras cuatro hermanas, heredó de su padre Marcelino, arquitecto, la honradez y el espíritu de empresa. De su madre, Dolores Gondra, ima ternura generosa y sin límites. Los escolapios de Bilbao le hicieron bachiller; los jesuítas le fundaron su espiritualidad ignaciana. A los 20 años, el universitario Pedro Arrupe, ya huérfano, entra en la Compañía de Jesús. Había estudiado Medicina en las universidades de Valladolid y de Madrid. En ésta última, sería compañero y contrincante del futuro premio Nobel, Severo Ochoa. A los cuatro años de estancia en Loyola, como novicio y estudiante de Humanidades, marchó a Oña (Burgos), para estudiar Filosofía. En pleno curso 1931-32 la Compañía de Jesús es expulsada de España. El joven debe abandonarla con sus compañeros. Este primer desarraigo le lleva a Bélgica y Holanda, para completar estudios de Filosofía y Teología. A las dos semanas de estallar la guerra civil española, Arrupe llega al sacerdocio. Celebrará en soledad su primera misa el día del Fundador, 31 de julio de 1936. Su familia no puede asistir, aislada en Bilbao. Luego Dios le pide otro mayor desarraigo y, después de un bienio en los EE.UU. para completar su formación, marcha de misionero al Japón, en 1938, cuando se fragua la II Guerra Mundial.
extremas. Tras dos años de brega con el japonés, marcha de párroco a Yamaguchi. Allí, acusado como espía occidental, es encarcelado por un mes. Lo aprovecha para hacer los «ejercicios ignacianos», que le ponen en manos de Dios y le templan como espada afilada. El 6 de agosto de 1945, ya maestro de novicios en Nagatsuka, junto a Hiroshima, es testigo de la primera explosión atómica de la historia humana. Aquella experiencia del misterio de iniquidad produce en Pedro Arrupe impactos inolvidables: ante todo, el de un Dios siempre mayor que todo lo demás. Allí enraizaría su optimismo impenitente. Luego la relatividad de las cosas terrenas, incluidas las eclesiásticas. Desde entonces no tuvo miedo a nada ni a nadie. Finalmente, la paz y serenidad de quien vive de prestado y en presencia total de Dios. Para él, la experiencia atómica se transformó en un cierto toque, místico. Pero los profetas también se equivocan. Arrupe creyó erróneamente que el Japón derrotado militarmente y humillado en su cosmovisión se abriría a la fe. Por eso, animado por Pío XII y por su General, J. B. Janssens, viajó por todo el mundo buscando ayudas y misioneros para el Lejano Oriente. De hecho, el Japón sólo se abrió al dios del materialismo occidental. Sin embargo, el esfuerzo valió la pena, pues movilizó a 300 jesuítas de 30 naciones. Fue una gesta internacional, análoga a la de las «reducciones paraguayas» en la antigua Compañía. Tal vez por eso, no resultó llamativo su nombramiento de provincial del Japón en 1958, a sólo tres semanas de la muerte del Papa Pacelli. Poco después Juan XXIII convocaba, de modo sorprendente, el Concilio Vaticano II (1959). Espada afilada
Los profetas suelen vivir situaciones-límite que les van preparando al propio martirio. Las que vivió Arrupe fueron
La XXXI Congregación General de la Compañía, celebrada entre la tercera y la cuarta fase del concilio ecuménico, en mayo de 1965, eligió General a Pedro Arrupe. Ya era papa Pablo VI. La Iglesia entraba en horas difíciles, dentro del mismo concilio. Aunque una mayoría abierta de obispos imponía su
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Visión
apocalíptica
ritmo, la poderosa minoría tradicional, apoyada en la curia, cedía terreno sólo con enormes tensiones y obligando a concesiones en cada documento. El Papa Montini, temiendo cisma, decidió terminar el Vaticano II con su cuarta sesión. En ella actuó por dos veces el nuevo General jesuíta. La minoría embozada que agrupaba a muchos obispos españoles y polacos esperaba que Arrupe se les sumase, con su prestigio personal. Erraban. El General les sorprendió con una intervención favorable al diálogo con la increcncia y otra con la revisión del modo clásico de evangelización mediante un estilo de inculturación radical. A partir de entonces, aquel sector minoritario calificó a Arrupe de progresista. En cambio, Pablo VI le otorgaba una gran confianza, quizá por el temple de optimismo y seguridad que irradiaba aquel General, ajeno a dudas y pesimismos. No habían pasado 15 meses de la elección de Arrupe, ni acabado la XXXI Congregación General de la Orden, cuando surge en España un foco de oposición. Algunos jesuítas veteranos, desencantados por el concilio, comienzan a censurarle. Ven en él al hombre ejemplar, pero débil; le consideran un asceta y místico, pero idealista en exceso y sin dotes de gobierno. Arrupe no encajaba en los moldes autoritarios a que sin duda se habían habituado, por contagio de la dictadura contemporánea. En este juicio influyeron sin duda los problemas del difícil momento eclesial, durante el primer postconcilio. Mientras, Arrupe, un auténtico convertido durante el Vaticano II, apostaba fuerte por los proyectos y esperanzas surgidos en el aula conciliar. Quizá por esto, la Unión Internacional de Superiores Generales le elige sistemáticamente como su presidente y como su delegado a las asambleas del Sínodo de los Obispos de 1967,1969,1970,1974,1977 y 1980. Es un caso único. En aquella época, creció fulminantemente su contacto con prensa y televisión. Su influjo se hizo mundial. Llamaban la atención, sobre todo, su honradez y sus declaraciones sobre la conexión entre fe y justicia; entre promoción y liberación humanas. Poco a poco Arrupe se hizo personaje de opinión pública. Con todo, el que era un gran maestro de discernimiento espiritual no acertó a discernir el trigo de la paja en el proceso de 150
«creación de su imagen pública». Quizá se prodigó en exceso con declaraciones sobre temas fronterizos de fácil deformación. Probablemente no fue bien aconsejado. El hecho es que se produjo un fenómeno de «alejamiento» entre imagen y persona. Todo el mundo daba opinión sobre él, pero apresuradamente y sin ponderación. La trampa más peligrosa fue que se empezó a oponer su figura a la del Papa, como prototipos de progreso y de la conservación en la Iglesia contemporánea, olvidando su radical fidelidad al primado de la Iglesia, una de las claves de la Orden y casi una obsesión de su gobierno. Al intuir aquella distonía, arreciaron las campañas de denuncias a Roma. Casi todas llegaban de compañeros jesuítas insatisfechos y de u n grupo de obispos iberoamericanos, desautorizados por las decisiones de la asamblea del CELAM en Medellín (Colombia, 1968). Algo análogo ocurrió al socaire de la crisis de autoridad, ocasionada por la encíclica Hu~ manae Vitae, en que algunos profesores jesuítas mostraron evidentes reservas. Aquellas denuncias causaron mella en Pablo VI. Aunque Arrupe exhortó constantemente a la fidelidad al magisterio eclesial, no supo calibrar ciertos peligros. Se fiaba de sus colaboradores hasta lo inverosímil y se hacía «escudo humano» de sus hermanos. Así, por ejemplo, los ataques contra ciertas «teologías de la liberación», protagonizadas a veces por jesuítas, o contra compañeros desedificantes, o contra escritores y teólogos de la Orden que actuaban sin la debida moderación en su crítica eclesial, repercutían sobre él. Se le llegó a achacar incluso el descenso de vocaciones a la Compañía, fenómeno que afectaba a casi todos los institutos en el «primer mundo». Crisis con el Papa Consciente, finalmente, de que algunos de tales temas desbordaban su jurisdicción, Arrupe reunió, en diciembre de 1974, la XXXII Congregación General de la Orden, que duró hasta marzo de 1975. Cierta falta de conexión con la cviria romana, debido a la interpretación de una recomendación redactada en lenguaje ambivalente, provocó la crisis abierta 151
con Pablo VI, aunque fue superada, por el organismo legislativo de la Orden, con ejemplaridad. Entre tanto, Arrupe sigue visitando a sus compañeros lejanos y les escribe constantemente. Así, cartas sobre «Misión apostólica", clave del carisma ignaciano» (1975); «Integración de vida espiritual y apostolado» (1976); «Disponibilidad como contemplación en la acción» (1977); «La inculturación» (1978). En enero de 1977 celebra sus bodas de oro como jesuita. Sólo pide que la Santa Trinidad le confirme en su amor. Al año siguiente, en plena reunión de delegados de toda la Orden, muere repentinamente Juan Pablo I, gran amigo de la Compañía. Semanas después, es elegido Juan Pablo II. La elección del Cardenal K. Wojtyla fue bien recibida por el Padre Arrupe. Quien esto dice estaba con él, viendo salir la humareda blanca de la Capilla Sixtina, y escuchaba sus comentarios. El Padre General conocía bien al nuevo Papa, no sólo desde la última fase conciliar, sino durante su visita a Cracovia y en las asambleas del Sínodo de los Obispos, aunque sus opiniones discreparan a veces. Ahora, como General y Presidente de la Unión Internacional de Superiores Generales, se puso totalmente a su disposición. Sin embargo, en aquella primera audiencia p u d o observar un cierto desconocimiento del nuevo pontífice sobre la vida religiosa apostólica. Esto había aparecido en sus peticiones al Concilio (1959) y eran explicables por la situación política de su patria, que pedía una fiscalización total de toda la Iglesia, frente al gobierno comunista. Con todo, Pedro Arrupe no logró con el nuevo Papa ni la empatia ni el trato íntimo que había tenido con Pablo VI. Tampoco consiguió disipar algunas reservas de la curia romana, a pesar de sus documentos dirigidos públicamente a la Orden. Una aceleración de las tensiones surgió en la asamblea episcopal de Puebla de los Ángeles (México, 1968). Había allí unos 125 jesuítas. El P. Arrupe, contra la opinión explícita del secretario del CELAM, el colombiano A. López Trujillo, acudió invitado personalmente por el Cardenal S. Baggio. En agitada conferencia de prensa, dos periodistas acusaron a los jesuítas de «causantes de la violencia» en El Salvador; de «infectados de marxismo» y de «rebeldes al magisterio papal».
Eran acusaciones indirectas contra Arrupe, que se vio obligado a descalificar las acusaciones y a defender a los suyos, mediante una nota de protesta que dio la vuelta al mundo.
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El calvario del profeta Las acusaciones de influjo marxista en la Compañía y de rebelión ante el magisterio resultaban particularmente sensibles para el Papa Wojtyla. Él había padecido el comvmismo en su propia patria y luego, de pontífice, luchaba contra él. No en vano se dice que ha sido un factor principal de su derrumbamiento. Por otra parte, su gobierno iniciaba una fase más centralista y fiscalizadora del pluralismo eclesial y surgían dificultades en varias órdenes y congregaciones religiosas. Tal vez por todo eso, el Papa no tuvo el menor reparo en llamar la atención del Padre General, durante la audiencia a algunos provinciales regionales en otoño de 1979. Fue por entonces cuando Pedro Arrupe intuyó que su misión fundamental estaba a punto de cumplirse. Tenía ya 73 años y estaba cercano al límite de edad sugerido por el nuevo Derecho Canónico para los cargos eclesiásticos (1983). Tras una maduración personal, consultó, tanto con sus cuatro asistentes generales como con todos los sesenta provinciales jesuítas, sobre su eventual dimisión, debido a la edad y a sus secuelas. La respuesta muy mayoritaria y positiva de la Orden fue una de las grandes alegrías de su vida. Así me lo dijo con toda sencillez en su habitación romana. En abril de 1980, tomó la decisión personal de confiar su proyecto al Papa. Se sentía obligado en conciencia, por ser la primera vez que ocurría tal caso en la historia de la Orden. La audiencia, que tardó en concederse, estuvo llena de mutuas sorpresas. Fue breve, pues no pasó de veinte minutos. Juan Pablo II fue sorprendido por una propuesta que no esperaba en absoluto. Arrupe también, pues no recibió contestación inmediata. Sólo tres meses después, el 3 de julio de 1980, comunicaría a toda la Compañía que el Papa no aceptaba su proyecto de dimisión.
Saeta elegida y afilada A pesar de la situación incómoda, la vida de Arrupe no cambió para nada. Continuó visitando a los compañeros lejanos; estuvo en la quinta asamblea del Sínodo, elegido por los padres generales, y hasta publicó, a fines de 1980, una excelente carta a los provinciales de la América Latina, sobre «El análisis marxista» que, por cierto, agradó mucho al Papa. El último gran documento del General fue vina carta a todos sus compañeros con el título «Arraigados y cimentados en la caridad» (febrero, 1981). En ella proponía el amor de Dios patente en el corazón de Cristo, como superador de las tensiones entre fe y justicia; perfección propia y ajena; acción y contemplación; los votos religiosos, discernimiento y obediencia. A fines de julio del mismo año marchó a Filipinas, a celebrar allí el IV centenario de la llegada de la Compañía al archipiélago. Fue la visita más larga de su gobierno, con una veintena de actos y discursos, culminados el día de San Ignacio, en Manila. Ya de vuelta, el 5 de agosto, hizo escala en Bangkok (Tailandia), para visitar a los compañeros que trabajaban con refugiados en Vietnam, Laos y Camboya que vivían hacinados en barcos y barcazas. Ante sus difíciles problemas no sólo con las autoridades civiles, sino también con las eclesiales, dijo: «Por favor, no os desaniméis. Os digo una cosa. No Ja olvidéis: ¡orad, orad mucho! Estos problemas no se resuelven a base de esfuerzos humanos. Os estoy diciendo algo que quiero subrayar. Es un mensaje, quizás mi canto de cisne». Tras once horas de vuelo, el avión aterrizaba en RomaFiumicino. Cuando, tras pasar las barreras de la policía y la aduana, Arrupe subía al coche de su curia, fue fulminado por un infarto cerebral que le dejó sin habla y hemipléjico. Sus acompañantes decidieron llevarle al hospital Salvator Mundi de la ciudad, pero aquella infinita media hora de viaje frustró toda esperanza de recuperación. Con todo, no era el fin. Empezaba un largo viacrucis de 9 años y 7 meses. Pedro Arrupe iba perdiendo, con altibajos, casi todas sus facultades: habla, comunicación, sonrisa. Mantuvo intacta la mente. Por eso, fue consciente del «estado de 154
excepción» decretado por el Papa Juan Pablo II, a dos meses exactos de su embolia, nombrando «delegado personal» al P Paolo Dezza. El quedaba prácticamente de general honorario de la Compañía. Un bienio después, el Papa autorizaba la celebración de la XXXIII Congregación General, donde Arrupe, algo recuperado pero esencialmente impedido, presentó formalmente, por uno de sus compañeros, su «dimisión», tan largo tiempo discutida. La ovación fue atronadora. A continuación, se eligió casi unánimemente al primer escrutinio, como nuevo General, a Peter-Hans Kolvenbach, a quien Arrupe había hecho, años antes, provincial del Próximo Oriente y superior del Pontificio Instituto Oriental de Roma, cargo que ocupaba en aquel momento. A partir de entonces Pedro Arrupe podía entonar, como el profeta Simeón, su cántico de despedida y desaparecer lentamente del panorama. Lo hizo como la saeta profética ya no escondida en el carcaj, sino silenciosamente disparada al aire, pero guardando su filo y su temple. Las gentes le visitaban incesantemente. Juan Pablo II en persona acude a abrazarle. Su viejo amigo, el increyente Nobel Severo Ochoa, se arrodilló ante él y le pidió su bendición. Bastantes de sus antiguos contradictores cambiaron, reconociendo los aciertos de su modo de gobierno, «paternal, no avasallador y haciéndose modelo de todos», como había dicho Pedro, el primer Papa. Así llegó el fin, en febrero de 1991. Ignacio había escrito en sus Constituciones (VI.4): «Como en la vida toda, así también en la muerte y mucho más, debe cada uno de la Compañía esforzarse y procurar que Dios nuestro Señor sea en él glorificado y servido, y los prójimos edificados, al menos del ejemplo de su paciencia y fortaleza, con fe viva y esperanza y amor». Ésa fue la muerte de Arrupe. Sus funerales en la iglesia del Gesú fueron los del profeta muerto, elocuente después de su vida. Lo mismo ocurrió cuando en 1997 se trasladaron sus restos a un austero mausoleo en la misma iglesia de la Compañía en Roma. Allí reposa la espada afilada y saeta elegida por el «Dios siempre mayor» que había sido definitiva y hasta única ilusión de su vida. 155
B) TEXTOS DE ARRUPE La mayor equivocación posible No tengo miedo al mundo nuevo que surge. Temo más bien que los jesuitas tengan poco o nada que ofrecer a este mundo, poco que decir o hacer, que pueda justificar nuestra existencia como jesuitas. Me espanta que podamos dar respuestas de ayer a los problemas de mañana. No pretendemos defender nuestras equivocaciones; pero tampoco queremos cometer la mayor de todas: la de esperar con los brazos cruzados y no hacer nada por miedo a equivocarnos («Carta a los jesuitas de Hispanoamérica»).
más toda la carga de llevar a cabo el proceso comunitario, tan necesario para la humanidad. ¿Cómo pensar que el religioso, en este aspecto, pueda permanecer, no en la vanguardia, sino en la retaguardia de los cristianos? Por tanto, los superiores deben comprender la necesidad de no mover en forma inconsiderada a los subditos, con riesgo de destruir el nttcleo comunitario. No hay nada nuevo en este punto: siempre, las congregaciones religiosas han aceptado la permanencia, incluso el compromiso de por vida por voto especial de ciertos de sus subditos con las misiones más heroicas («Experiencia de Dios en la Vida Religiosa», conferencia en la Semana Nacional de Religiosos de España, en Madrid del 12 al 16 de abril de 1977, en La Iglesia de hoy y del futuro, Mensajero, Bilbao, 1982, p. 703).
Contestación eclesial Si señalamos la preocupación por el hombre como centro de interés de nuestro tiempo, entonces la Iglesia está llamada, como nunca quizás hasta ahora, a dar una respuesta teológica a las preguntas del hombre de hoy (...) El hombre actual (...) se plantea preguntas nuevas de orden personal e interpersonal, que en gran parte proceden de una más amplia y diferenciada comprensión de sí mismo y de una relación más compleja con el mundo. La Iglesia se ha de tomar muy en serio la novedad y urgencia de esas preguntas del hombre. Su contestación no ha de regirse por las preguntas humanas de ayer, sino por las de hoy y de mañana (En el discurso en el Katholikentag de Tréveris el 10-9-70, en La Iglesia de hoy y del futuro, Mensajero, Bilbao, 1982, p. 37).
C) TESTIMONIO PERSONAL Razones de una crucifixión Luis Espina S.J. Provincial de Andalucía
Esta inserción necesaria obliga a revisar el concepto mismo de la disponibilidad del religioso. No se trata de disminuir las exigencias del misterio de obediencia, todo lo contrario. Pero es necesaria una presencia estable, incluso un compromiso, con los núcleos comunitarios en btísqueda de un nuevo modo de vivir. Sin esto, el religioso dejaría a los de-
La indisoluble unión entre experiencia personal de Dios y compromiso con las realidades del mundo me queda ahora, diez años después de svi muerte, como la aportación más importante del P. Arrupe a lo que debe ser la vida religiosa y la vida cristiana. Cada vez tengo más claro que el P. Arrupe fue un auténtico hombre de Dios, hondamente seducido en los Ejercicios por la invitación de Jesús para trabajar por el Reino y valorando posteriormente siempre la relación con Dios como lo más importante y absoluto de su vida, hasta el punto de que no sería difícil rastrear sus abundantes escritos para localizar abundantes rasgos místicos al hablar de su experiencia de Dios. Pero, simultáneamente, el compromiso del P. Arrupe con los problemas del mundo, de los hombres y mujeres de su
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Disponibilidad y estabilidad
tiempo, cada vez me resulta más evidente: no pasó de los conflictos más difíciles (refugiados, por ejemplo); supo descubrir y sintonizar con las características cambiantes del mundo de su tiempo («no dar soluciones de ayer a los problemas de mañana», creo que dijo); planteó posturas concretas ante los problemas más difíciles, hasta el punto de verse criticado y menospreciado por los que pensaban de forma diversa; llegó a molestar por sus actitudes proféticas. Al P. Arrupe no le alejó la oración del mundo, sino que fue precisamente su intensa experiencia de Dios la que más le comprometió con los hombres y con el mundo. Un ejemplo de espiritualidad y compromiso, en unión indisoluble.
dente de la Federación de Antiguos Alumnos; pero fue también el origen y el punto de apoyo en el que se ha basado posteriormente el trabajo de muchas asociaciones de Antiguos Alumnos, para las cuales la referencia al P Arrupe es obligada. En este contexto, una reflexión final sobre los diez víltimos años de la vida de Pedro Arrupe, sumido en la enfermedad y en la disminución. Alguno habrá pensado en todo lo que hubiera podido hacer y decir en esos diez años. A mí me hicieron más bien esos años que toda su vida anterior, porque comencé a entender que el grano de trigo, cuando cae en tierra, comienza a dar fruto.
D e la incomprensión a la admiración
D) O R A C I Ó N
Eduardo Serón S.J. Rector del Colegio El Salvador (Zaragoza)
Consagración de la Compañía al Sagrado Corazón
Pedro Arrupe fue un hombre de Dios y un profeta para nuestros días. Nos recordó cosas de la Compañía y de la Iglesia que estaban dormidas y olvidadas, y nos desveló nuestros caminos hacia el futuro. Y esta tarea que le tocó hacer de cara a la Compañía de Jesús tuvo también repercusiones para toda la Iglesia, más allá de los muros jesuíticos. Las instituciones, todas, aun las religiosas, necesitan profetas, pero al mismo tiempo los orillan porque molestan, ya que no existe el profeta sin aristas. Y a los profetas les toca recorrer un camino que comienza en la incomprensión, pasa luego por la tolerancia, sigue más tarde en un cierto interés y termina (pero cuando pasan los años) en la admiración. Este itinerario, leído a posteriori, es gozoso; pero vivido día a día es crucificante. A Pedro Arrupe le tocó recorrerlo. Quiero contar una experiencia personal: la conferencia que tuvo en 1973, en el Congreso de Antiguos Alumnos en Valencia, sobre la formación en la fe para la justicia, provocó las críticas de muchos e incluso la dimisión del Presi-
Oh Padre Eterno: mientras oraba Ignacio en la capilla de La Storta, quisiste Tú con singular favor aceptar la petición que por mucho tiempo él te hiciera por intercesión de Nuestra Señora: de ser puesto con tu Hijo. Le aseguraste también que serías su apoyo al decirle: Yo estaré con vosotros. Llegaste a manifestar tu deseo de que Jesús, portador de la Cruz, lo admitiese como su servidor, lo que Jesús aceptó dirigiéndose a Ignacio con estas inolvidables palabras: Quiero que tú nos sirvas. Nosotros, sucesores de aquel puñado de hombres que fueron los primeros compañeros de Jesús, repetimos a nuestra vez la misma súplica de ser puestos con tu Hijo y de servir bajo la insignia de la Cruz, en la que Jesús está clavado por obediencia, con el costado traspasado y el corazón abierto en señal de su amor a Ti y a toda la humanidad. Renovamos la consagración de la Compañía al Corazón de Jesús y te prometemos la mayor fidelidad pidiendo tu gracia para continuar sirviéndote a Ti y a tu Hijo con el mismo espíritu y el mismo fervor de Ignacio y de sus compañeros.
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Por intercesión de la Virgen María, que acogió la súplica de Ignacio, y delante de la Cruz en la que Jesús nos entrega los tesoros de su corazón abierto, decimos hoy, por medio de El y en El, desde lo más hondo de nuestro ser: Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber y mi poseer. Vos me lo disteis, a Vos, Señor, lo torno, todo es vuestro; disponed a toda vuestra voluntad; dadme vuestro amor y gracia, que ésta me basta.
8 Ese futuro, los signos de los tiempos
A) APROXIMACIÓN ANALÍTICA Carta no enviada a Pedro Arrupe José Ignacio González-Faus S.J. Teólogo y escritor Estas letras no las vas a leer tú ya, aunque son las más gratas que te escribo. Antaño nos carteamos algunas veces, unas por asuntos «oficiales», otras incluso con nuestros pequeños «piques»: mis pequeñas protestas encendidas (y todavía juveniles) o tus pequeñas y pacientes advertencias (que me dejaban más desarmado que otra cosa). Esto era necesario mencionarlo ahora para que no parezca que mi carta alaba un mito jamás conocido de cerca. En estos momentos acabo de salir de tu habitación de enfermo, que ya se me ha hecho familiar. Concluye esta Congregación General XXXIII y era preciso hacerte la última visita, antes de regresar a casa mañana. Al final te he repetido, casi gritando para que la emoción no me ahogase la voz: «Gracias por lo mucho que usted ha hecho por la Compañía, y pida 160
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a Dios que no se lo estropeemos entre todos». Tú me has repetido lo que me acababas de decir y me habías dicho varias veces durante estos días, que son unas de las pocas palabras que se te entienden: «Yo, aquí... callar. Abandonarme en Dios». La emoción, que a veces es buena consejera, me ha hecho pensar que estas palabras te definían. Y de ahí he pasado a recordar, a generalizar y a concluir que, en realidad, hay tres palabras tuyas que te definen. Aquí van. Servicio de la fe y promoción de la justicia Siempre serás el General de lo que nosotros llamamos «el Decreto Cuarto». A pesar de que venías de Oriente y te creíamos menos preparado para nuestros problemas, supiste abrir oídos y corazón a la realidad, con esa sabiduría que precisamente un oriental ha definido mejor que nadie: «El pan, para mí, es un problema material; pero el pan, para el prójimo, es un problema espiritual». Ahí está todo el meollo de nuestro «Decreto Cuarto»; y tú comprendiste también que esa sabiduría, cien por cien evangélica, contradice a toda la sabiduría de nuestro primer mundo, que prácticamente suena así: el pan, para nosotros, es un problema espiritual, porque para algo somos «la civilización cristiana»; mientras que el pan, para los demás... ése es un problema material y, por eso, menos importante, porque «no sólo de pan vive el hombre...». Total que, como tú ya profetizabas, te ganaste enemigos. Volvió a oírse la clásica acusación de «marxista» de parte de quienes no pensaron que con ella no te herían a ti, sino que herían de muerte al cristianismo, al despojarle de aquello que «da vida» a la fe. Porque, en este tema del «Decreto Cuarto», sólo se trata en realidad de estas dos cosas: Io) Que de la fe -si es verdadera- brota necesariamente la búsqueda de la justicia. Tanto del acto de fe, que es acto de salida de sí, como del contenido de la fe, que sólo tiene signos visibles, para ser anunciado hoy, en esos pequeños sacramentos de la dignidad del hombre que son las obras de justicia. 162
2o) Que desde la justicia -si es verdadera- podrá el hombre abrirse a la fe, porque sólo desde la lucha por la justicia brotan hoy en el mundo del bienestar las preguntas a las que la fe responde. Y sólo en la lucha por la justicia se libera el hombre de ese pecado primordial que consiste en «cautivar la verdad de Dios en la injusticia» (Rom 1,18). El Provincial es usted... Así se lo he oído a varios provinciales, algunos de ellos de zonas bien difíciles. Después de hablar contigo, de oírte y ser oídos sin necesariamente coincidir plenamente en los puntos de vista, oí terminabas diciendo: «Pero el Provincial del lugar es usted. Usted decida...». Si comprendieras la jerga que hoy hablamos en España, te diría que has sido el General «de las autonomías». Pero a ti te sonará nías este otro lenguaje: has resucitado aquella manera de gobernar de San Ignacio que todos alaban como tan descentralizada y tan potenciadora de las instancias intermedias. Has sido, sin duda alguna, infusor de vida. Algunos dijeron, por ello, que no tenías autoridad. Tal vez eran esos mismos para quienes «autoridad» sólo coincide con «centralización», y «unidad» sólo coincide con «uniformidad». Aludiendo a esto, tú dijiste alguna vez: «No quiero gobernar una Compañía que sea un campo de concentración», o, al menos, eso cuenta nuestra Formgeschichte jesuítica. ¿Para que sirve el bien en un campo de concentración, cuando el propio Dios ha preferido respetar «nuestra autonomía» de hombres hasta el fondo, aun cuando tantísimas cosas de las que hacemos no sean de su gusto? ¡Cuántas veces defendías en público a quien tú mismo habías corregido en privado! Y también por eso, a todos los que creen que hay que gobernar «con castigos ejemplares» les parecía que te faltaba autoridad. Pero no era así. O, en todo caso, te faltaría tal vez esa autoridad que nuestro lenguaje ascético llamaba «mundana»; pero no te faltó la autoridad evangélica: la que realmente «se ha dado la vuelta» y se ejerce convertida verdaderamente en servicio, y no 163
sólo calificando nominahnente de servicio lo que no es sino dominio. Que esto último ya lo había criticado Jesús (cfr. Le 22,25-26). Yo, aquí... callar. Abandonarme en Dios Estos días te lo he oído tantas veces que me parecía que ya lo dices sin darte cuenta. Te sale como un tic, un reflejo de tu sistema nervioso, herido y mal controlado por tu enfermedad. Nadie, ni tú mismo, sabrás nunca cuánto me has enseñado con ello. Pero déjame recordarte que hoy, en esta entrevista quizá última, he sentido cierta rebeldía interior y te he dicho, bromeando: «¡Qué val Usted se lo va a ir contando todo al enfermero, que es el único que le entiende plenamente. Y ya verá cómo él lo anota todo y yo lo convierto en un libro...». No sé si me entendías, pero te reías diciendo algo así como: «¡Uy, uy...l Yo, callar». Y los dos sabemos que será así. Que le vas a dar a Dios lo más humano que puede sentir un hombre: su legítimo deseo de dar su versión de los hechos. Y que, para darle eso a Dios, hay que creer mucho en El, realmente; hay que estar muy seguro de que Dios es Alguien muy vivo y que no va a fallar: «Abandonarme en Dios». Y la paz que ahora irradian tus ojos parece confirmar que Dios no te ha fallado. Y, a lo mejor, hasta se vale de mi poca fe y de mi escasa pureza de corazón, que se resiste a callar como tú, para reivindicarte un poquito. Que El suele escoger lo débil de este mundo... Adiós, pues, P. Arrupe. Y gracias, una última vez.
viendo solos, como gotas perdidas en el mar, quizá más dejados a vuestra propia suerte de lo que permite mi propia responsabilidad y la de vuestros inmediatos Superiores? Cuando a veces en ciudades y ambientes supercultivados se atiende desproporcionadamente a devotas minorías, ahí están esas multitudes inmensas, sin nadie que en ellas entienda. No sé qué juicio dará la historia de esta Iglesia del postconcilio, pero no querría que se extendiese también a esta época el reproche que se ha hecho a la Iglesia de los últimos cien años de que ha perdido a las masas trabajadoras. Es un apostolado muy difícil: de acuerdo. Y con muchos riesgos: de acuerdo también. Vosotros lo sabéis tan bien como yo. Pero ¿podemos decir que la Iglesia y la Compañía no están obligadas a más de lo que actualmente hacen? Por último, como he indicado ya anteriormente, vuestro apostolado es importante por constituir un punto adicional de referencia, ciertamente precioso, para el resto de la Compañía y para sensibilizar a los nuestros cuya misión se realiza en condiciones más seguras (Const. 623), para ejemplarizar la apertura a la problemática de la increencia y la inserción entre los pobres. Se cumplirá así lo que nos pedía la Congregación General XXXII (d. 4, n. 49): «Se hace preciso, gracias a la solidaridad que nos vincula a todos y al intercambio fraternal, que todos seamos sensibles, por medio de aquéllos de los nuestros implicados más de cerca, a las dificultades y aspiraciones de los más desposeídos. Aprenderemos así a hacer nuestras sus preocupaciones, sus temores y sus esperanzas» (Encuentro con los representantes de la Misión Obrera, 9-10 de febrero de 1980). Iglesia y secularización
B) TEXTOS DE ARRUPE
Es un apostolado que, en muchos países, entra en aquellas cosas que se ve que no hay otros que en ellas entiendan (Const. 623) y por eso debe ser preferido por la Compañía. ¿Qué os voy a decir yo a vosotros de este abandono, si cada día os estáis
Cuando se ha vivido a lo largo de varios decenios y se ha puesto uno en contacto con muchas ideologías en sistemas económicos y políticos muy diferentes, habiendo asistido a sus cambios, se vuelve uno escéptico ante cualquier tentativa de amalgama. Y esto, hoy más que nunca. Se ve claramente que en todos los sistemas económicos e ideológicos hay espacio libre para el mensaje de Cristo. Cuanto más visibles se ha-
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El problema de las masas trabajadoras
cen los límites y posibilidades de acción de las fuerzas y potencias intramundanas, tanto más apremiante se hace la necesidad de una presencia del mensaje salvador de Cristo. Y lo será más todavía, cuando en el curso de la evolución ulterior de la humanidad, la posibilidad de la culpa personal alcance una vehemencia desconocida hasta ahora. Tampoco entonces podremos prescindir de la redención en la Cruz. Ni tampoco cuando en el proceso de diferenciación del psiquismo y de la autoconciencia humana, la pregunta por el sentido de la existencia reciba un nuevo significado, para la felicidad y la desgracia de muchos. La Iglesia ha sido fundada por el Señor como portadora del mensaje de salvación. Erguida o caída, pervivirá en el mundo del mañana con este mensaje, o perecerá con él. En este sentido no puede secularizarse a sí misma («La Iglesia en el mundo», en La Iglesia de hoy y del futuro, Mensajero, Bilbao, 1982, p. 47). D i m e n s i o n e s de la inculturación No intentéis nada para obligar a estos pueblos a cambiar sus tradiciones y usos si no son abiertamente contrarios a la religión y buenas costumbres. ¿Habría algo más absurdo que introducir Francia, España, Italia o cualquier otra nación de Europa en China? No introduzcáis esos países, sino la fe que no desprecia ni hiere las costumbres y tradiciones de los pueblos, antes al contrario, quiere que se conserven en su vigor, con tal que no sean condenables en sí mismas. (...) La necesidad de la inculturación universal. Hasta hace unos años, se la podía suponer limitada a países o continentes diversos de aquéllos en los que el Evangelio se daba por inculturado desde hacía siglos. Pero los cambios galopantes acaecidos en esos países -y el cambio es ya una condición permanente- nos persuaden de que hoy es indispensable una inculturación nueva y constante de la fe si queremos que el mensaje evangélico llegue al hombre moderno y a los muros subculturales. Sería un peligroso error decir que esos países ya no necesitan una reinculturación de la fe. 166
(...) Para dejarnos transformar por la inculturación, no bastan las ideas ni el estudio. Es necesario el shock de una experiencia personal profunda. Para los llamados a vivir en otra cultura, será el integrarse en un país nuevo, en una nueva lengua, en una nueva vida. Para los que se quedan en el propio país, será experimentar los nuevos modos del mundo actual que cambia: no el mero conocimiento teórico de las nuevas mentalidades, sino la asimilación experimental del modo de vivir de los grupos con los que hay que trabajar, como pueden ser los marginados, los chícanos, la población de los suburbios, los intelectuales, los estudiantes, los artistas, etc. Ahí está, por ejemplo, el mundo inmenso de los jóvenes a quienes servimos en los colegios, en las parroquias, en las Comunidades de Vida Cristiana, en los Centros de Espiritualidad, etc. Pertenecen a una cultura que es distinta de la de muchos de nosotros, con esquemas mentales, escalas de valores y lenguaje (singularmente, el lenguaje religioso) no siempre fácilmente inteligible (...) En cierto sentido, somos extranjeros en su mundo. Pienso que muchos jesuitas, especialmente en los países desarrollados, no caen en la cuenta del abismo que separa fe y cultura y, por ello, son ministros de la Palabra menos aptos (Écrits ponr évangeliser, Centurión, París, pp. 42, 97 y 100). Sobre el análisis marxista En primer lugar, me parece que, en vista del análisis que hacemos de la sociedad, podemos aceptar un cierto número de puntos de vista metodológicos que surgen más o menos del análisis marxista, a condición de que no les demos un carácter exclusivo. Por ejemplo, la atención a los factores económicos, a las estructuras de propiedad, a los intereses económicos que pueden mover a unos grupos o a otros; la sensibilidad a la explotación de que son víctimas clases sociales enteras; la atención al lugar que ocupan las luchas de clases en la historia (al menos de numerosas sociedades); la atención a las ideologías que pueden servir de disfraz a ciertos intereses y aun a injusticias. 167
Sin embargo, en la práctica, el adoptar el análisis marxista rara vez significa adoptar solamente un método o un enfoque; significa generalmente aceptar también el contenido mismo de las explicaciones dadas por Marx acerca de la realidad social de su tiempo, aplicándolas a la de nuestro tiempo. Así pues, se impone aquí una primera observación: en materia de análisis social no debe haber ningún a priori; tienen cabida las hipótesis y las teorías, pero todo debe verificarse y nada se puede presuponer como definitivamente válido. Ahora bien, se da el caso de adoptar el análisis marxista o algunos de sus elementos como un a priori que no sería necesario verificar, sino cuando mucho ilustrar. Con frecuencia se les confunde abusivamente con la opción evangélica en favor de los pobres; siendo así que no se derivan directamente de ella. En este campo de la interpretación sociológica y económica tenemos que ser muy cuidadosos en verificar las cosas, y ejemplares en el esfuerzo de la objetividad. En suma, aunque el análisis marxista no incluye directamente la adhesión a la filosofía marxista en todo su conjunto -y menos todavía al materialismo dialéctico en cuanto tal-, sin embargo, tal como se le entiende de ordinario, implica de hecho un concepto de la historia humana que no concuerda con la visión cristiana del hombre y de la sociedad, y desemboca en estrategias que ponen en peligro los valores y las actitudes cristianas. Esto ha producido con frecuencia consecuencias muy negativas; aunque no siempre o, al menos, no siempre inmediatamente. El aspecto de la moral es particularmente importante en esta materia: algunos cristianos que han intentado seguir durante un tiempo el análisis y la práctica marxista, han confesado que esto les indujo a aceptar fácilmente cualquier medio para llegar a sus fines... De modo que se corrobora por los hechos lo que escribía Pablo VI en la Octogésima Adveniens (n°. 34): «Sería ilusorio y peligroso (...) aceptar los elementos del análisis marxista sin reconocer sus relaciones con la ideología». Separar el uno de la otra es más difícil de lo que a veces se supone («Sobre el análisis marxista», a los Provinciales de América Latina y para conocimiento de los Superiores Mayores, 1981, en Información S.J. n°. 72, marzo-abril 1981, p. 65). 168
La Compañía ante los refugiados Enfrentaremos problemas. Las Provincias tienen ya sus planes apostólicos. ¿Cómo puede encajarse el trabajo con los refugiados sin destruirlos? ¿Cómo podemos combinar esto con otros deberes ministeriales? ¿Dónde podemos encontrar la gente? ¿Necesitaremos nuevas estructuras? ¿Cómo nos relacionaremos con la Iglesia y otros grupos? ¿Cómo podrá esta mínima Compañía encontrar la financiación y la organización para comprometernos en este trabajo tan masivo? Podría estar equivocado, pero creo que éste no es el problema. El dinero y las estructuras están ya disponibles a través de las exigencias. Nuestra contribución será proveer la gente. Tal trabajo será una gran ayuda para desarrollar nuestro espíritu de pobreza cuando veamos tanta gente sufriendo tanto. También ayudará a desarrollar en nuestros apostolados un real sentido de universalidad. Nos pondrá los pies en la tierra al colocarnos en estrecho contacto con la realidad, con la gente que está desesperada. Pero esto no es sólo un apostolado material. Es un problema humano como bien lo dicen los padres en sus informes. La presencia de un sacerdote significa mucho para la gente, sea o no cristiana, pues ellos buscan también un apoyo religioso. Este trabajo nos dará credibilidad al mostrar que estamos dispuestos a sufrir con la gente. Reforzará nuestra prédica, quizás más efectivamente que algunas formas de trabajo social más directamente económicas o políticas. Creo que nuestra acción en este campo es un apostolado nuevo y de gran actualidad para la Compañía, hoy y en el futuro, y del que puede derivarse para la Compañía un gran crecimiento espiritual (Por qué comprometernos, en «Los refugiados y la Compañía», Información S.J. n°. 74, julio-agosto 1981, p. 124).
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Entre mis 38 y 51 años, algunos encargos de la Iglesia y de la Compañía me permitieron tratar cercanamente al Padre Arrupe. Quiero recordar sólo anécdotas que evidencian cómo se hacía querer de los hermanos a quienes presidía, y les hacía sentir que sabía y quería guiarles (Const. 667); que ejercía su liderazgo con benignidad, mansedumbre y compasión (Const. 727). Entre 1966 y 1972, fui asesor del entonces existente Secretariado Pontificio para los No Creyentes, lo que coincidió con el encargo de la Compañía de ocuparme del naciente «Instituto Fe y Secularidad». Me tocó también participar de diciembre de 1974 a marzo de 1975 en la Congregación General XXXII. Obviamente viajé esos años con frecuencia a Roma y me hospedé en la Curia. Pedro Arrupe aprovechaba cualquier ocasión para hacerte sentir que eras alguien importante para él, en la Compañía. Si estaba componiendo algún documento de destinación eclesial o jesuítica, te insistía amablemente en que leyeras el escrito en su actual estado y le sugirieras cuanto te pareciera oportuno. Los primeros años del «Instituto Fe y Secularidad» no fueron nada fáciles. Más de una vez tuve que visitarle para pedirle su apoyo. Recuerdo una vez que, mientras le exponía una situación delicada, nos interrumpió la señal del rezo comunitario de las letanías. Mientras bajábamos las escaleras, me resumió muy precisamente cuanto me había oído, y anticipando mi demanda, concluyó: «O sen que... ¿aquíquería usted llegar? Me parece bien, cuente conmigo». Quedé admiradísimo de que, a última hora de la mañana, me hubiera prestado tan precisa atención y atendiera mi demanda con tal decisión y cordialidad.
La situación económica del Instituto no era fácil, y Arrupe quería que todas las Provincias españolas colaboraran. Existían las usuales resistencias, y fui convocado a una reunión de los Provinciales con el General en Roma. Un poco cansado de la brega, mi propuesta era que no se forzara a las Provincias más renuentes. Nada más salir yo de la sala de reunión, Arrupe recordó «Esto ya lo habíamos decidido. ¿Cuándo empiezan a pagar?». Me iba de Roma al día siguiente, y me mandó aviso de que pasara un momento por su cuarto. Entreabrió la puerta, y me dijo algo de este estilo: «¿Le han dicho cuál ha sido mi decisión? Pues no olvide que su General tiene una cabeza tan resistente como la de cualquiera de sus hermanos españoles de cualquiera procedencia provincial». A la Congregación General XXXII tuve que acudir desde Chile sin pasar por España. La dictadura sólo me había concedido pasaporte para un solo viaje, y caducaba al pisar suelo español. Algunos días más tarde, muy de madrugada me despertó el P. Gavina para decirme que mi padre acababa de morir y debía regresar de inmediato a España. Antes de que partiera en el primer avión de la mañana, el P. Arrupe se había preocupado de prepararme un aval para que las autoridades políticas, después del entierro de mi padre, me permitieran regresar a Roma, aunque fuera de nuevo con un pasaporte para un solo viaje. A medio curso de 1978, el Padre Arrupe pasó algunos días en Madrid. Era yo entonces vicerrector académico de la Universidad Comillas. El Asistente o el Provincial de España me sugirieron que procurara una visita. Me indicaron que esto podía animarle, a veces se sentía un poco solo. Fui con mucho gusto. No le había vuelto a ver desde marzo de 1975. Me preguntó en qué me ocupaba. Le contesté que era vicerrector académico y que enseñaba el tratado de fe en el curso institucional de Teología. «Y ¿qué hace usted ahí?», repuso. «Lo que usted debería hacer es dedicarse a la investigación». Tenía yo entonces 50 años. Una vez más me admiró su cercanía, su interés, su saber guiar. No sé si acerté a realizarlo. Pero, desde luego, me puse a hacerle caso de inmediato.
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C) TESTIMONIO PERSONAL Con su mano en mi mano Alfonso Álvarez Bolado S.J. Profesor de Teología Fundamental
Por fin estás en el Gesú
Cuando Pedro Arrape moría un cinco de febrero de 1991 en la oscura enfermería de la curia jesuítica romana, fueron muchos los que respiraron tranquilos. El profeta iluminado de misteriosos y nuevos tiempos que obligaba a rectificar ideas y sentimientos eclesiales respecto de la sociedad secular, además de lanzar a la misma Compañía de Jesús por derroteros innovadores de clásicas tradiciones, tal profeta les dejaba, por fin, tranquilos y anquilosados en sus más ancestrales convicciones. Unas convicciones que para nada tenían presentes ni el Vaticano II ni las grandes revoluciones de todo tipo de los últimos cincuenta años. Por esta razón, pensaron que era una sabia decisión de las autoridades jesuíticas dejar reposar los restos del emblemático personaje en la tumba genérica que la Compañía tiene en el cementerio de Campo Verano a las afueras de Roma. Allí, lejos de toda posible celebración festiva y popular, Pedro Arrupe se convertiría en una especie de vano recuerdo y nada más. El asunto del arrupismo había acabado de forma un tanto penosa, tras los largos años de humillante hemiplejía. La gente pequeña tiende a empequeñecer hasta lo más grande. Pero han pasado los días, y las cosas, con la típica lentitud de la Iglesia y, en ocasiones también, de la Compañía de Jesús, han remodelado su cauce histórico. Así, estamos celebrando la presencia de aquellos restos mortales del inmortal Pedro Arrupe nada menos que en uno de esos espléndidos altares laterales de la iglesia madre de los jesuítas, llamada El Gcsii y situada en el mismísimo corazón de la Roma eterna y siempre oscilante. Suponemos que la celebración será intensa e inmensa, porque si bien los jesuítas pretenden no aumentar la ya merecida fama y protagonismo de quien fue Superior General de la orden ignaciana durante dieciocho años (1965-1983), el pueblo responderá como suele hacerlo cuando se las tiene que ver
con alguien que respeta, que admira y de quien espera todavía grandes cuestiones. Puede que resulte el colmo de la paradoja transitar del silencioso Campo Verano al multitudinario aplauso del Gesú. Pero es que el Señor de la Historia la conduce de forma inusitada y mucho más acertadamente que nosotros, pobres hombres. Rompiendo esquemas, vamos. Por todo ello, pensamos que la Iglesia debiera estar alegre y los jesuitas sentirse motivados por el ejemplo de este hombre inusual, auténtico regalo de su Dios en tiempos de cambio profundo. Pero también la sociedad civil del mundo entero, porque una de las grandes preocupaciones de Pedro Arrupe, quien vivió la tragedia de Hiroshima, fue conseguir hacer entrar en íntima relación a sus jesuitas con la realidad secular sin poner márgenes al mar de la historia humana, porque en ella siempre se está manifestando nada menos que el sublime misterio pascual de muerte y de resurrección. Refugiados, bombas antipersonas, clasismo en la distribución de la riqueza, evangelización de la increencia, inclusión en los lugares donde el porvenir del mundo se decide, defensa del marginado, trabajo de investigación científica, tantas y tantas cosas, junto con una preocupación muy seria y específica por la educación de la juventud, motivaron que esa sociedad civil aludida contemplara a nuestro hombre con un respeto y admiración sin fronteras. En esta soberana actitud, que tantos ataques le valió de espíritus pequeños, Arrupe recogía el mejor espíritu de los Ejercicios Espirituales, auténtica escuela de formación para todos los que desean seguir las huellas del de Loyola. Una época, pues, de Pedro Arrupe ha pasado. Y no en vano las más altas instancias de la orden ignaciana han dado luz verde para que se comience a recoger datos con vistas a una posible causa de beatificación. Sin mitificaciones, pero sin dejar pasar la ocasión de ofrecer a los creyentes un modelo de profetismo histórico hoy más que nunca necesario. Valdrá, en consecuencia, la pena viajar hasta la tumba del Gesú. Arrodillarse ante los restos de don Pedro. Y allí, con sencillez, orar por la Iglesia y no menos por la Humanidad. Sintiéndose muy al lado de quien hizo del sano riesgo la bandera fustigante de toda inoperancia temerosa. A Pedro Arrupe, precisamente hoy, gracias. Y un silencio.
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Norberto Alcover S.J. Escritor y Periodista
D) O R A C I Ó N Sobre la muerte En realidad, esta muerte que a veces se teme tanto es para mí el acontecimiento más esperado de mi vida, es lo que da sentido a la vida, o como el umbral de la eternidad; cada uno de estos dos aspectos me consuela. Al ser el fin de la vida, la muerte es siempre el fin de un camino que atraviesa el desierto de la vida para llegar a la eternidad, un camino a veces muy difícil y en el que, a medida que las fuerzas declinan, el peso de los años se hace más grande. Al ser también el umbral de la eternidad, la muerte es la entrada en esa eternidad, a la vez desconocida y esperada; es el encuentro con el Señor, es el llegar a la eterna familiaridad con El. Igual que San Pablo «me siento apremiado por los dos deseos: por una parte, deseo partir y estar con Cristo, lo cual ciertamente es con mucho lo mejor; pero por otra parte, si puedo ser útil, no relrúso el trabajo» hasta que el Señor quiera que trabaje. Eternidad, inmortalidad, visión beatífica, perfecta felicidad.. . todo será nuevo, no sabemos cómo será. La muerte ¿es un salto en el vacío? No, ciertamente no. Es un arrojarse en los brazos del Señor, es esperar esa invitación, no merecida, que ciertamente nos hará el Señor: «Bien, siervo bueno y fiel, entra en el gozo de tu Señor» (Mt 25,21), es llegar a ese momento en que no hay lugar para la fe ni para la esperanza, y se vivirá ya en la caridad eterna sin fin. ¿Qué será el cielo? No podemos imaginarlo, «es lo que ni el ojo vio ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó», «es lo que Dios ha preparado para los que lo aman» (ICo 2,9). Espero que será un «todo ha sido cumplido», espero que sea el último «amén» de mi vida y el primer «aleluya de mi eternidad».
9 Los jesuítas: la necesaria identidad
A) APROXIMACIÓN ANALÍTICA Los horizontes de sus pasiones Ignacio Iglesias S.J. Asistente Genera! de España y Portugal
Uno pensaba que durante el largo aislamiento de casi diez años, apenas roto en el verano-otoño de 1983 para balbucir su adiós corno General a la Compañía, al silencio de sus palabras hubiera seguido el silencio de su persona; o creía, egoístamente, que la admiración y el agradecimiento a este hombre era un poco propiedad privada de quienes tuvimos la gracia de orar con él, convivir y colaborar con él, compartir la pena y la gloria de sus últimos nueve años y medio activos como General. Y ahora contempla, agradecido y abrumado, este plural reconocimiento público. Impresiona también observar que se trata de un plebiscito espontáneo no promovido por nadie, ni pactado ni acordado con nadie, sino con la única garantía que da la libertad y la verdad con que se ha producido en todas
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las regiones, desde todas las clases, por hombres con significación pública y por innumerables hombres y mujeres anónimos. Por supuesto desbordando las fronteras de la propia Compañía de Jesús e incluso las zonas de inmediato contacto e influencia de ésta. Las voces disonantes o los silencios -que también los ha habido- han tenido un cierto carácter de excepción necesaria. Primer horizonte: pasión por el ser humano Por cada ser humano, personalmente, y por todo el ser humano. La heredó Arrupe de Ignacio de Loyola y la alimentó en el horno ignaciano de los Ejercicios. La obsesión ignaciana (si cabe hablar así) de «ayudar a las ánimas» (ayudar a la persona a ser persona plenamente, traduciríamos hoy) discurre por las palabras y los gestos de Arrupe como una sangre que los vivifica. No hace falta ningún esfuerzo para descubrirlo. Servir, liberar, salvar..., combinados en innumerables armónicos, son su melodía básica, permanente, que no es otra que el eco de esa Pasión de Dios por el hombre, que tomó por entero a Ignacio de Loyola contemplando el misterio central de la Encarnación. Pasión (de una verdadera pasión se trata, como fuerza interior capaz de comprometerle por entero y de por vida con todas las causas legítimas del ser humano) que le viene a Pedro Arrupe de muy atrás, ya de los principios de su vida. Cuando describía los orígenes de su vocación, vinculados a su experiencia en Lourdes, lo haría en estos términos: «Sentía Dios tan cerca en sus milagros que me arrastró violentamente detrás de sí. Y lo vi tan cerca de ¡os que sufren, de los que lloran, de los que naufragan en esta vida de desamparo, que se encendió en mí el deseo ardiente de imitarle en esta voluntaria proximidad a los desechos del mundo, que la sociedad desprecia...» (Este Japón increíble, Mensajero, Bilbao, 1965, p. 18). Os invito a hacer la prueba de abrir al azar los volúmenes que contienen sus intervenciones más importantes, en la seguridad de que esta su pasión asomará en todas sus páginas, aun en las dedicadas a otros temas. En un catálogo de térmi176
nos de su uso más habitual habrían de figurar con notable preferencia a otros apostolado, servicio, evangelización, discernimiento apostólico, misión, problemas humanos, increencia, injusticia, liberación, adaptación apostólica, reto, salvación, solidaridad, testimonio, «enviado», universalidad..., con los que se autorretrata olvidado y despreocupado de sí mismo, centrado en el mapamundi vivo de los hombres, con una inmensa capacidad de resonancia y de entrañamiento personal de todo lo humano. Y si pasamos del horizonte de sus palabras al de sus gestos vivos, habría que dejar hablar a cuantos tuvieron la oportunidad, o la gracia de tratarle. Muchos de ellos y de ellas se han manifestado espontáneamente, recordando anécdotas preciosas. Arrupe recibió el carisma de la relación personal fácil y profunda con todos. El don no sólo de ser accesible a cualquiera, sino de adelantarse a salir al encuentro de todos. Más aún, el don de hacer que, junto a él, cada uno se sintiera importante. En último término porque era uno de esos hombres dotados del don divino de creer en el otro, de fiarse del hombre hasta... dejarse conscientemente engañar. Pero tal vez quienes le han experimentado y confesado más cercano hayan sido quienes, por vivir una idéntica pasión de fondo por el hombre más empobrecido, han asumido respuestas personales, o incluso institucionales, que han levantado a su alrededor la incomprensión y la contradicción. Arrupe hubiera hecho otra cosa, tal vez, pero cree en ellos y les defiende al precio de sí mismo. Segundo horizonte: pasión por Dios Me he detenido en este primer horizonte de sentido por ser el de percepción más inmediata y universal. Su pasión por el hombre no fue una creación suya autóctona, ni una conquista personal, sino un regalo gratuito nacido necesariamente de su «pasión por Dios». Cuando da razón de su propia vocación, lo hace con estos términos: «Mi único motivo misionero fue la voluntad de Dios. Sentía que me llamaba al japón y por eso quise venir aquí. Tengo el 177
convencimiento íntimo de que el conocido juego de palabras: 'cada cosa en su sitio y un sitio para cada cosa', podría modificarse un poco para dejarlo así: 'cada hombre en su sitio y un sitio para cada hombre'. Porque ascéticamente es cierto que ninguna vocación es grande por el solo fin al que se consagra, sino porque esa orientación de entregas, tal vez heroicas, se ha fraguado sobre ¡a base inconmovible de la voluntad de Dios. La vocación más grande sin aprobación de Dios, no es vocación, es latrocinio. La vocación más humilde, con la bendición de Dios, no es mezquindad, es soberanía» (Este Japón increíble, Mensajero, Bilbao, 1965, p. 33). Quiero decir que entiende su pasión por el ser humano como vocación nacida de su experiencia gratuita de la pasión de Dios por el hombre, por él mismo y como respuesta apasionada, por su parte, a un Dios cuyo principal asunto (si es lícito hablar así) es cada ser humano que viene a este mundo. Su pasión por el hombre es el rostro visible de su pasión por Dios. Esta sintonía de lenguajes habrá de reflejarse hasta en su modo familiar de relacionarse con Dios, fácilmente documentable en sus propios textos. En otros textos he intentado asomarme a esta familiaridad, que tiene su más valioso refrendo en la fe de Arrupe en cada persona. Para él creer en el hombre es creer en Dios, que se fía del hombre. Nada extraña, pues, la querencia espiritual con la que Arrupe vuelve una y otra vez, como Ignacio de Loyola, a la contemplación frontal de la Encarnación, extrayendo de ella la interpretación más profunda, y más dinámica a la vez, de la misión como clave y razón de ser de la Compañía. Y desde ahí acierta a explorar la intuición más identificadora de Ignacio de Loyola. «En Arrupe, como en Ignacio, la actitud de servidor es inseparable de la de adorador y de la de hijo. Ambos rescatan para el verbo servir (hoy comúnmente usado como verbo de contratación) el sentido original, evangélico, de la gratuidad, que por principio elimina toda barrera y toda distancia, tanto de parte del hombre... El tú de Arrupe, refiriéndose a Dios, por ser el tú de una seducción, como en su Invocación a Jesucristo modelo, expresa su aspiración a una identificación personal inefable, en la que el yo abandona su propia persona en un tú ardientemente deseado» (Iglesias, Ignacio: Las oraciones de Arrupe. Cuatro oraciones de Arrupe: Manresa 62,1990, p. 174-175). 178
Somos muchos los testigos de esta familiaridad que traspasa las palabras de Arrupe, no sólo cuando ora y habla del hombre a Dios, sino cuando habla al hombre de un Dios del que no se puede hablar (y él ciertamente no puede), si no es apasionadamente. Tercer horizonte;
com-pasión
El tercer horizonte de sentido lo titulo «Com-pasión». Y con él quiero aludir a la pasión de Arrupe por la Iglesia, por la vida religiosa, por la Compañía. Asumo el espacio de esta pasión en común. Porque entiendo que en ella vive su sentido patrimonial de la fe. Es su pasión de compartir, en todas las direcciones y a todos los niveles, lo que sabe que es de todos y pertenece a todos. Como se comparte un patrimonio, un legado de todos. Este tiempo nos ha ofrecido la ocasión de recoger de acá y de allá millares de anécdotas, franciscanas, que como «florecillas del P. Arrupe» conservan quienes las vivieron como una reliquia. Todas ellas tienen un alma común, heredada también de Ignacio de Loyola, pero con su marca personal: «el sentir... con» como por una especie de necesidad vital incontenible. El intercambiar y hacer circular la vida (dolor con... gozo con... de los Ejercicios) que el Espíritu obra indiscriminadamente en todos para todos, particularmente en los renacidos del agua y del Espíritu. Limitando a la Compañía de Jesús -su espacio vital inmediato- lo que ha proyectado habitualmente también a otros niveles y en otros escenarios, esta su «pasión con» tuvo su mejor reflejo cotidiano en el ritmo dialogado de su existencia. Arrupe fue un hombre sin llave, con puerta abierta para todos. Más aún, con la pregunta siempre en los labios, que es como salir afuera para invitar a entrar. Más discípulo que maestro, más de pupitre que de cátedra. Más «pequeño» evangélicamente que «sabio y entendido». Alguien de quien se podía discrepar y que hasta te agradecía la libertad de haber discrepado. 179
A quien ha vivido abierto al dolor del mundo y ha cargado con él hasta el tope de sus fuerzas, se le pide también, a veces, su propio dolor. La pasión de Dios por el ser humano lleva en sí misma la vulnerabilidad voluntaria de la cruz. La pasión de Arrupe por el mundo no podía eludir esta prueba de autenticidad. Al final, es subiendo a Jerusalén como se salva y se ayuda a salvar. Quien le ayudó en sus últimos Ejercicios Espirituales (agosto de 1980) nos acaba de regalar un precioso testimonio: «Re-
cuerdo sobre todo con emoción la desolación profunda que experimentó al meditar la tercera semana, sobre la pasión. Yo creo que pasó un verdadero Getsemaní. Vio con claridad el cáliz que el Padre le ofrecía. Y sintió la misma resistencia de Jesús. No me dijo en qué consistía su cáliz: sino sólo su pavor, su angustia en aceptar esta do~ torosa prueba que le amenazaba. Le animé cuanto pude a la confianza en el Señor, que había experimentado tan claramente, a través de toda su vida. Pero yo veía que todas mis razones eran huecas, frente a su angustia existencia]... Volví al día siguiente con temor de que los Ejercicios Espirituales terminaran en plena desolación; pero todo había cambiado. Había asumido filialmente el cáliz que le ofreciera el Padre y se sentía sereno y animoso para proseguir su camino en el gobierno, ya amenazado, de la Compañía» (González, Luis: «El P. Arrupe que yo conocí. Recuerdos personales», Razón y Fe 223,1991, pp. 294-300). Seis meses después caería sobre él la desconfianza más dolorosa para un hombre limpio, transparente, bienintencionado hasta el extremo, como él. Y otros seis meses más tarde bajaría de repente el telón en el escenario de su vida y se iniciaría el gran silencio. Un silencio que ha sido su última palabra apasionada por Dios y por el hombre. Lo balbuceará, ayudado, en su última intervención pública como General: «El Señor ha sido infinitamente generoso conmigo. Yo he procurado corresponderle sabiendo que todo me lo daba para la Compañía, para comunicarlo con todos y cada uno de los jesuítas. Lo he intentado con todo empeño... Para que la Compañía siga así, para que el Señor la bendiga con muchas y excelentes vocaciones de sacerdotes i/ hermanos, ofrezco al Señor, en lo que me quede de vida, mis oraciones y los padecimientos anejos a mi enfermedad» (Congregación General XXXIII de la Compañía de Jesús, Bilbao, 1984, p. 108). Así terminó su Eucaristía... Evocarle hoy sería vano si no recogiéramos de alguna manera el reto de sus palabras: «El mundo es de aquéllos que sepan ofrecerle y contagiarle horizontes y síntesis de sentido». En ningún ámbito tiene cabida más propia este reto que en el ámbito universitario. Es el servicio más profundo de una universidad de la Compañía. Pero explicitado y tomado hasta el fondo. Como Arrupe lo entendió cuando escribía: «La educación no será nunca tal si no alcanza al hombre entero, hacién-
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Esta «pasión-con» que es pasión por personas y por eso comunión con personas, con todas, no le impidió ser libre en sus adhesiones, abiertas y públicas, en muchos campos, a lo que creía voluntad de Dios. Evidentemente a la adhesión sigue, como una sombra, el conflicto. Pero ni sus adhesiones ni los inevitables conflictos subsigtúentes cerraron nunca su corazón a nadie. Es, finalmente, este ritmo dialogal personal, en el que vierte su pasión-con, el que le capacita no sólo para unir lo disperso, sino para integrar lo aparentemente irreconciliable. Lo explicará él mismo dando testimonio de su amor a la Compañía: «A medida que se conoce más íntimamente la intuición evangélica de este carisma, se admira uno más de la simplicidad de esta intuición (ignaciana): es la intuición del amor, que puede unir elementos que, al faltar ese amor, parecerían irreconciliables o al menos conducir a dicotomías y tensiones que frenarían el verdadero dinamismo apostólico: oración-contemplación, fe-justicia, obediencia-libertad, pobreza-eficacia, unidad-pluralismo, sentido local-sentido universal. San Ignacio, al contrario, encuentra soluciones admirables que unen lo que al parecer es contrario y producen así la eficacia apostólica máxima» («Homilía en ocasión de sus cincuenta años de jesuíta», en La identidad del jesuíta en nuestros tiempos, Sal Terrae, Santander, 1981, p. 538). Palabras que le retratan, crucificado entre alternativas polares, con apasionada voluntad de integrar la Verdad contenida en ambos polos. Pasión... sin más
dolé testigo de la verdad de Cristo y útil artífice de un orden nuevo. Un nuevo orden, que en el mundo de hoy ha de nacer de hombres nuevos». «Un orden nuevo», que no es el que recientemente se ha hecho resonar y rodar por el mundo como eslogan justificador de intervenciones bélicas, que dudosamente crearán hombres llenos de pasión por el ser humano concreto y de pasión por Dios y capaces, por ello, de sumarlas a la misma pasión de otros hombres y mujeres de nuestro mundo, al precio que sea, incluso, por supuesto, al precio de sí mismos.
desorientó en los momentos de olvido- así también un contacto similar, una experiencia de Dios, es la que nos ha de conducir y dirigir en este nuestro éxodo, individual y colectivo, darle sentido y hacernos llegar seguros al nuevo país de la promesa («Experiencia de Dios en la Vida Religiosa», conferencia en la Semana Nacional de Religiosos de España, en Madrid del 12 al 16 de abril de 1977, en La Iglesia de hoy y del futuro, Mensajero, Bilbao, 1981, p. 671). Ese carisma concedido por el Padre
B) TEXTOS DE ARRUPE Definición de la espiritualidad ignaciana Deseo añadir una observación que considero necesaria: no me parece objetivo el caracterizar la espiritualidad ignaciana por su ascética, cosa que consciente o inconscientemente se ha venido haciendo, quizás más en épocas pasadas que en la nuestra. La espiritualidad ignaciana es un conjunto de fuerzas motrices que llevan simultáneamente a Dios y a los hombres. Es la participación en la misión del enviado del Padre en el Espíritu, mediante el servicio, siempre en superación, por amor, con todas las variantes de la cruz, a imitación y en seguimiento de ese Jesús que quiere reconducir a todos los hombres, y toda la creación, a la gloria del Padre (La identidad del jesuíta en nuestros tiempos, Sal Terrae, Santander, 1981, pp. 421-422). D e la necesaria experiencia de D i o s Lo mismo que para poder caminar por el desierto y arribar con seguridad al país de la promesa fue necesario el contacto con el Dios acompañante, que hacía la Historia con su pueblo, sea como interlocutor de los profetas, sea como conductor invisible de la totalidad del pueblo - y el pueblo caminó seguro mientras vivió ese encuentro y relación personal y se
Si la contemplación del misterio de la Santísima Trinidad permitió a Ignacio llegar a resoluciones prácticas proporcionadas a las necesidades de su tiempo -la función de la Compañía, con su determinado carisma-, poner en luz aquel hecho, y ponernos también nosotros a la misma luz, nos permitirá también a nosotros revivir en toda su pureza aquel carisma y hacernos más aptos para las necesidades de nuestros días. Si lo hacemos así, habremos conseguido, como deseaba el Concilio Vaticano II, nuestra actualización mediante el retorno a las fuentes más altas de nuestra generación como religiosos. Me pregunto si la falta de proporción entre los generosos esfuerzos realizados en la Compañía en los últimos años y la lentitud con que procede la esperada renovación interior y adaptación apostólica a las necesidades de nuestro tiempo en algunas partes -tema del que me he ocupado reiteradamente- no se deberá en buena parte a que el empeño en nuevas y ardorosas experiencias ha predominado sobre el esfuerzo teológico-espiritual por descubrir y reproducir en nosotros la dinámica y contenido del itinerario interior de nuestro fundador, que conduce directamente a la Santísima Trinidad y desciende de ella al servicio concreto de la Iglesia y «ayuda de las ánimas». ¿Parecerá a alguno que todo esto es un tema demasiado arcano y alejado de la realidad de la vida cotidiana? Tanto valdría cerrar los ojos a los fundamentos más profundos de nuestra fe y de nuestra misma razón de ser. Hemos sido crea-
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dos a imagen y semejanza de Dios, que es uno y trino. Nuestra vida de gracia es participación de esa misma vida. Y nuestro destino es ser asumidos, por la redención del Hijo, en el Espíritu Santo, en la gloria de Dios Padre. Cristo, a quien y con quien servimos, tiene esa misión de llevarnos al Padre y enviarnos el Espíritu Santo que nos asiste en nuestra santificación, es decir, en la perfección en nosotros de esa vida divina. ¡He aquí las grandes realidades! Como la inserción de servicio en el mundo vigoriza nuestro celo apostólico, porque nos da a conocer las realidades y necesidades en que se opera la redención y santificación de los hermanos, así una penetración en el significado que la Trinidad tiene en la gestión de nuestro carisma nos proporciona una participación vivencial de esa misma vida divina que es conocimiento y amor y da al celo apostólico impulso en el rumbo cierto. Más aún: en el plano de las realidades terrenas, la experiencia confirma y, a lo más, profundiza el conocimiento; pero a nivel de contemplación espiritual, el conocimiento vivo de Dios es ya participación y gozo. Via ad Illum, como se llama a la Compañía en la Fórmula de Julio III, es la vía a la Trinidad. Ese es el camino que debe seguir la Compañía; camino largo que no terminará sino cuando lleguemos a la plenitud del Reino de Cristo. Pero el camino está trazado y debemos recorrerlo siguiendo las huellas de Cristo que retorna al Padre, iluminados y vigorizados por el Espíritu que habita en nosotros. Sí, este sublime misterio de la Trinidad tiene que ser objeto preferente de nuestra consideración, de nuestra oración. Esta invitación no es ninguna novedad. Nadal, el mejor conocedor del carisma ignaciano, la hizo a toda la Compañía, hace más de cuatro siglos. Su voz llega también hasta nosotros: «Tengo por cierto que este privilegio concedido a nuestro Padre Ignacio es dado también a toda la Compañía; y que su gracia de oración y contemplación está preparada también para todos nosotros en la Compañía, pues está vinculada con nuestra vocación. Pollo cual, pongamos la perfección de nuestra oración en la contemplación de la Trinidad, en el amor y unión de la caridad, que abraza también a los prójimos por los ministerios de nuestra vocación» (Conferencia del acto de clausura del Curso Ignaciano del 184
Centro Ignaciano de Espiritualidad, el 8 de febrero de 1980, en Información S.J. n°. 67, mayo-junio 1980, p. 106).
C) TESTIMONIO PERSONAL Manresa y Montserrat Mons. Rembert G. Weakland O.S.B. Arzobispo de Mihuaukee, ex-general de los benedictinos
Considero mi amistad con Pedro Arrupe como una de las más importantes gracias de mi vida. Todos conocemos algunas personas que nos parecen realmente santas por toda la comunidad eclesiástica. Creo que el Padre Arrupe entraba en esta categoría especial. Durante diez años fui abad primado de la Confederación Benedictina (1967-1977) y el Padre Arrupe era el presidente de la Unión de Superiores Generales, de la que yo era vicepresidente. Nos reuníamos con frecuencia para tratar de la situación de la vida religiosa en el contexto de la Iglesia y del mundo entero. Y era normal que estos frecuentes contactos nos llevaran a intercambiar nuestros criterios personales sobre nuestras tareas y responsabilidades sobre la vida de la Iglesia en general. Si se me pidiera que dijera la virtud más llamativa del P. Arrupe en aquellos años turbulentos, respondería inmediatamente que era la alegría. No era la alegría de la euforia, sino la que procedía de una fe profunda. A pesar de los imponentes problemas que todos teníamos que afrontar, el P. Arrupe siempre sonreía y nunca parecía deprimido o disgustado. Su ecuanimidad quizás fuera la causa que le hacía ser un gran acogedor de todos y que le hacía recibir sin alterarse las graves historias que muchos superiores religiosos le contaban, procedentes de sus propias congregaciones religiosas o de sus relaciones con la Santa Sede. 185
Esta calma y alegría interior procedían de dos fuentes evidentes: su fe imperturbable en la acción del Espíritu Santo en la Iglesia y especialmente en el Santo Padre, y su gran confianza en svis colaboradores, fvmdada en esta misma acción del Espíritu. Nunca oí al P. Arrupe proferir palabras de desánimo acerca de la manera como el Espíritu iba guiando a la Iglesia. Aceptaba lo bueno y lo malo, pero parecía saber instintivamente que lo bueno vencería porque era del Espíritu. El mismo poder del Espíritu era la fuente de su plena confianza en los que le rodeaban. Y quizás esta gran confianza en el Espíritu fuera la razón por la que el P. Arrupe fue una persona tan libre. Siempre tenías la impresión de que él te estaba diciendo exactamente lo que sentía sobre cualquier cuestión. La fuente de esta confianza era la conciencia que él tenía de sí mismo como persona y cuál era su responsabilidad como líder, así como de la presencia del Espíritu Santo en medio de nosotros. Puedo añadir que yo siempre esperaba con gusto nuestros encuentros y siempre volvía de ellos a mis tareas con nueva ilusión y confianza. Con frecuencia yo me preguntaba por qué regresaba de esos encuentros con el P. Arrupe tan animoso y con nuevas fuerzas. Estoy seguro de que era porque él nunca necesitaba hacer que los otros se sintieran inferiores para sentirse él superior. Tales categorías nunca entraron en su cabeza, puesto que él estaba seguro de su identidad y no tenía que negociarla con los demás. También se podría explicar esto por su eclesiología, que aceptaba la diversidad y no la consideraba una amenaza ni para sí ni para su vida de fe. Siempre animaba a los demás, nunca destruía. Además, el P. Arrupe era una persona de oración profunda. Puedo atestiguarlo. Con frecuencia hablábamos de las diferencias en el modo como los benedictinos y los jesuítas entendíamos la vida espiritual. El nunca veía estas diferencias como contradictorias sino como complementarias. Su fe era constantemente alimentada en las largas horas de comunión con el Señor. Como benedictino tal vez no le hubiera dado una nota muy alta en cuanto a sus conocimientos litúrgicos, pero siempre se manifestaba en todo lo que hacía un profun-
do sentido de trascendencia. En las eucaristías uno sentía que era un santo quien las estaba presidiendo. Con sus certeras intuiciones, su liderazgo y su capacidad para dar ánimos a todos, hizo mucho para reforzar la vida religiosa en aquellos años postconciliares. Muchos quizás olviden ese aspecto de su responsabilidad en la Iglesia y limiten su influencia sólo a lo que hizo en la Compañía de Jesús. Pero su influencia fue realmente universal y afectó a toda la vida religiosa. Era un hombre siempre amable y de buen humor, sonriente e irradiando alegría, siempre dispuesto a escuchar, siempre pronto a sacrificarse por los demás. Para muchos de nosotros que le conocíamos bien, era como un Ignacio redivivo. Era ciertamente un auténtico jesuíta, sinceramente enamorado de toda la Iglesia y de la Sede de Pedro. Un día, cuando yo visitaba el monasterio benedictino de Montserrat, en España - u n importante lugar en la vida de San Ignacio-, resultó que él estaba en la cercana ciudad de Manresa. Él telefoneó expresando que quería repetir la historia y acudir al monasterio a visitarme, tal y como había hecho Ignacio al visitar al abad en su tiempo. Pero yo le rogué que me dejara cambiar las cosas y que aceptara que yo le visitara en Manresa. Había aprendido tanto de ese hombre espiritual que debía ser yo quien hiciera la peregrinación 17 .
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D) O R A C I Ó N A la Trinidad ¡Oh Trinidad Santísima! Misterio frontal, origen de todo. «¿Quién te ha visto para que pueda describirte? ¿Quién puede engrandecerte tal como eres?» (Ecl 63,41). Te siento tan sublime, tan lejos de mí, ¡misterio tan profundo!, que me hace 17
El arzobispo Rembert Weakland era General de los benedictinos y este artículo se publicó en el Catholic Herald, periódico de la archidiócesis de Milwaukee.
exclamar del fondo de mi corazón: Santo, Santo, Santo. Cuando más siento tu grandeza inaccesible, siento más mi pequenez y mi nada, te encuentro en el fondo mismo de mi ser: /';/timior intimo meo (San Agustín, Las Confesiones), amándome, creándome para que no me reduzca a la nada y trabajando por mí, para mí, conmigo en una comunión misteriosa de amor [EE 236]. Puesto delante de Ti me atrevo a elevar mi plegaria, a pedir tu sabiduría, aun sabiendo que el vértice del conocimiento de Ti por parte del hombre es saber que no sabe nada de Ti (De Poient. q.7, a.5, ad. 14). Pero sé también que esa oscuridad está llena de la luz del misterio, que ignoro. Dame esa «sabiduría misteriosa, escondida, destinada desde antes de los siglos para gloria nuestra» (ICo 2,3). Como hijo de Ignacio y teniendo que cumplir con la misma vocación, para la que Tú me elegiste, te pido algo de aquella luz «insólita», «extraordinaria», «eximia», de la intimidad trinitaria, para poder comprender el carisma de Ignacio, para poder aceptarlo y vivirlo como se debe en este momento histórico de la Compañía. Concédeme, Señor, que yo comience a ver con otros ojos todas las cosas, a discernir y probar los espíritus que me permitan leer los signos de los tiempos, a gustar de tus cosas y saber comunicarlas a los demás. Dame aquella claridad de entendimiento que diste a Ignacio (Laínez, Diego: Carta a Polanco, n°. 10). Deseo, Señor, que comiences a hacer conmigo de maestro como con un niño (Autobiografía, n°. 27), pues estoy dispuesto a seguir aunque sea a un perrillo, para que me indique el camino (ídem, n°. 23). Que sea para mí tu iluminación como fue la zarza ardiente para Moisés o la luz de Damasco para Pablo, y el Cardoner y La Storta para Ignacio. Es decir, el llamamiento a emprender un camino que será oscuro, pero que se irá abriendo ante nosotros, como le sucedió a Ignacio, según lo iba recorriendo. Concédeme esa luz trinitaria, que hizo comprender a Ignacio tan profundamente tus misterios que llegó a poder escribir: «No había más que saber en esta materia de la Santísima Trinidad» (Diario, 20 febrero 1544). Por eso, quiero
sentir como él que «todo termina en Ti» (Diario, 3 marzo 1544). Te pido también que me enseñes a comprender ahora lo que significa para mí y para la Compañía lo que manifestaste a Ignacio. Haz que vayamos descubriendo los tesoros de tu misterio, que nos ayudará para avanzar sin errar por el camino de la Compañía, de esa via nostra ad te (Formula Instituti, 1). Convéncenos de que la fuente de nuestra vocación está en Ti y que conseguiremos mucho más tratando de penetrar tus misterios en la contemplación y de vivir la vida divina abundantius, que procurando sólo medios y actividades humanas. Sabemos que nuestra oración nos conduce a la acción y que «ninguno es ayudado por Ti en la Compañía para él sólo» (Nadal, Jerónimo: 3 a Plática de Alcalá). Como Ignacio, hinco mis rodillas para darte gracias por esta vocación trinitaria tan sublime de la Compañía (Laínez, Diego: Adhort. in examen, 1559, n°. 7). Como también San Pablo doblaba sus rodillas ante el Padre, suplicándote que concedas a toda la Compañía que «arraigada y cimentada en el amor pueda comprender con todos los Santos cuál es la anchura, la longitud, la altura y profundidad (...) y me vaya llenando hasta la total plenitud de ti, Trinidad Santísima» (Ef 3,14-29). Dame tu Espíritu «que todo lo sondea hasta las profundidades de Dios» (ICo 2,10). Para conseguir esa plenitud, sigo el consejo de Nadal: «Pongo la preferencia de mi oración en la contemplación de la Trinidad, en el amor y unión de caridad que abraza también a los prójimos por los ministerios de nuestra vocación» (Nadal, Jerónimo: Comentario del Instituto). Termino con la oración de Ignacio: «Padre Eterno, confírmame; Elijo Eterno, confírmame; Espíritu Santo, confírmame; Santísima Trinidad, confírmame; un solo Dios mío, confírmame» (Diario, 18 febrero 1544).
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10 Sacerdocio, esa mística implacable
A) APROXIMACIÓN ANALÍTICA Lo que permanece Ignacio Salvat S.J. Provincial de Cataluña Cuando acepté la invitación de escribir unas páginas de respuesta a la pregunta «¿Qué permanece y qué se ha perdido de Pedro Arrupe, a los diez años de su muerte?», lo hice con un convencimiento: el mensaje plural de Pedro Arrupe no sólo permanece sino que avanza en profundidad, porque es capaz de sviscitar nuevas respuestas a las nuevas preguntas que surgen en un mundo tan acelerado y globalizado como el que estamos viviendo hoy. Y, al decir esto, estoy pensando que respecto a Arrupe estamos viviendo lo que pidió su sucesor, Peter-Hans Kolvenbach, en la reunión de Loyola 2000: una fidelidad creativa. La permanencia del mensaje y del testimonio de Arrupe es más impactante todavía si consideramos que él nos falta desde hace ya dieciocho años, porque cuando murió aquel día 5 191
de febrero (vigilia de los mártires del Japón, y en pleno año ignaciano), ya llevaba ocho años retirado del gobierno a causa de una trombosis. Permanece la inspiración ignaciana de Arrupe Comienzo por este aspecto de la vida de Pedro Arrupe, que tanto me llamó la atención cuando le conocí personalmente, en Roma, en 1967, durante un seminario de estudio sobre la espiritualidad ignaciana, en el que yo hacía de secretario. Arrupe había sido maestro de novicios en el Japón y tuvo que profundizar en el conocimiento de Ignacio, vasco como él. Eran años en los que estaba descubriendo Monumenta Ignaciana, una colección única sobre las fuentes de la historia y el gobierno de Ignacio. Arrupe, por su conocimiento del castellano, tuvo acceso directo a los documentos y cartas del primer Superior General de la Compañía, escritos normalmente en castellano, y por eso, desde el principio, las palabras de Arrupe rezuman espiritualidad ignaciana. Así, muy pronto creó y potenció el Centro Ignaciano de Espiritualidad (CIS), para que se difundiera el conocimiento directo del autor de los Ejercicios Espirituales y del Fundador de la Compañía de Jesús, desde sus mismas fuentes. En esto, en realidad, no hizo más que seguir la petición del Vaticano II a los Institutos de Vida Religiosa de que volvieran a sus raíces. Y Arrupe lo hizo en la Compañía de un modo espontáneo y fácil para él, pues conocía en profundidad a Ignacio de Loyola. Lo hizo con coraje y fidelidad al Concilio y su fuerza arrastró a otros muchos Superiores Generales de Institutos Religiosos. La unión o asociación donde éstos se reunían le eligió y reeligió, varias veces, presidente, para poder realizar bajo su carisma la adecuada renovación de la vida religiosa postconciliar. Arrupe nos dio a conocer más y mejor a Ignacio gracias al conocimiento interno que tuvo de su paisano y de sus primeros compañeros. Es así como lanzó al primer plano de la espiritualidad de la Compañía contemporánea la definición del je192
suita que nace de los Ejercicios, un hombre que tiene una misión, recibida de Cristo, en su Compañía. La conferencia que dio en 1979 sobre «Nuestro modo de proceder», explicando a fondo qué significaban estas palabras para el Fundador de la Compañía de Jesús, muestra ya, después de tantos años de gobierno, una profundización madura de lo que es el verdadero espíritu de Ignacio, filtrado en sus cartas y en sus documentos de gobierno. Es obvio que considero todo este legado de Arrupe permanente y con capacidad para revitalizar nuestra vida religiosa, cuando se estancase... Permanece la vocación de Arrupe al servicio en misión universal Le escuché ya una vez, cuando vino a España por el año 1953 para pedir todo tipo de ayuda para el Japón, en el momento de recuperación material de aquel país, después de la derrota en la II Guerra Mundial, y de recuperación espiritual, después de la declaración del Emperador de que él no era Dios. Lo que cautivaba de su personalidad era tanto su fe y esperanza en el Dios Padre y Salvador de todos sin distinción alguna como su confianza y entusiasmo en el proyecto misionero que tenía entre manos, porque veía el Japón ante una hora crucial de su historia. ¿Era demasiado optimista? Quizás, pero con su impulso la Universidad Sofía de Tokio ha podido ser lo que es y ha abierto cauces de diálogo interreligioso. Y amaba a fondo el Japón. No lo olvidó nunca y en sus conversaciones íntimas salían muchas veces anécdotas de aquella época feliz de su vida. Porque para él la misión era fruto espontáneo del amor, nunca de un deseo irrespetuoso de conquista. El espíritu misionero de Arrupe no se cerraba en una misión. Era una misión universal como quiso Ignacio. Por eso, al comenzar su etapa de gobierno en la Compañía universal, quiso primero ver y comprender su realidad, para poder después marcar las prioridades apostólicas de su acción. Para 193
ello, encargó a un grupo de sociólogos un análisis social, un Survey, de toda la Compañía, y con el conocimiento profundo que obtuvo, comenzó después a marcar las líneas y opciones concretas prioritarias que debería seguir la Compañía. Así a lo largo de sus años como Superior General no hubo lugar ni tarea que le fueran ajenas. Todos los continentes recibieron su impulso específico, desde los problemas sociales de América Latina, pasando por los problemas raciales en Estados Unidos, hasta los problemas de la evangelización e inculturación en Asia y África. Por otra parte, todas las tareas o mediaciones para la evangelización entraban en el corazón universal de Arrupe: el trabajo intelectual teológico y el científico, el trabajo social de investigación o de acción en la misión obrera europea o en los Centros Ignacianos de Acción Social de América Latina, los colegios, las revistas de todo tipo y el nuevo mundo de los niass media, que comenzaban ya a globalizar la comunicación social y empezaban a crear una cultura común en muchos ámbitos intelectuales. No puedo olvidar el impacto que causó a los Antiguos Alumnos de Valencia el 1 de agosto de 1973. Impacto que en medios conservadores provocó el insulto. Arrupe no limitaba la misión de los colegios de los jesuítas a la enseñanza y formación que se da en ellos en los cursos académicos, sino que la extendía a los antiguos alumnos. Su discurso, inspirado en el Sínodo Extraordinario de los Obispos sobre la justicia en el mundo, se centró en una consigna: «ser hombres para los demás», formarse para ser personas capaces de ser agentes de cambio social. Era atrevido decir cosas así en España en 1973, pero, para Arrupe, los antiguos alumnos tenían que ser formados así desde una visión de la justicia y la solidaridad que nacen del Evangelio. Poco después, la Congregación XXXII, convocada por Arrupe para marcar opciones y líneas prioritarias, definió la misión de la Compañía hoy como «el servicio de la fe, del que la promoción de la justicia constituye una exigencia absoluta». Ser consecuente con esta opción llevó a Arrupe y a la Compañía a muchísimas dificultades. Pero fue una opción que ha marcado un futuro que permanece y que la Congregación XXXIV
se ha encargado de profundizar, abriéndola al diálogo con las religiones y con la cultura. Si esto hoy ha sido posible, lo ha sido por el modo de proceder de Pedro Arrupe, quien en medio de las dificultades de los extremos supo mantener la fuerza integradora e integrante del binomio fe-justicia. Cuando vino a España, en 1980, para la celebración del Centenario de San Pedro Claver sus palabras calaron hondo por el profundo sentido cristiano que daba al servicio al que Claver se consagró haciendo voto de ser esclavo de los esclavos negros. A quienes conocíamos un poco más a Arrupe nos pareció que estaba describiendo su propio espíritu de servicio que se hace entrega total a los demás, con opción preferencial por los más pobres. De aquí nace una obra que ha permanecido, como mensaje y como reto para las generaciones futuras del mundo globalizado: el servicio jesuíta a los refugiados. De ella hablaré más adelante.
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Su amor a la Iglesia y su devoción al Papa En los años en que conocí más de cerca al P. Arrupe hubo algo que me llamó profundamente la atención. Su amor a la Iglesia y su actitud de devoción al Papa. Era algo, mamado en la experiencia religiosa ignaciana, que vivió en circunstancias no fáciles tanto durante la Congregación General XXXII como durante el tiempo en que quiso presentar su dimisión a Juan Pablo II y no le fue aceptada. Visitándole un día en su habitación de la enfermería de Roma, ya después de la elección de su sucesor, le comenté mi impresión de que, en los últimos años, algunos hombres de Iglesia importantes le habían atacado injustamente, en uno de los puntos que él llevaba más dentro en el corazón: su fidelidad a la Iglesia y al Papa. Los ojos de Arrupe se emocionaron e inclinó suavemente la cabeza. Nunca lo olvidaré. Yo nunca oí en labios de Arrupe una crítica a la Iglesia ni al Papa y lo digo por momentos en que muchos no guardamos esta misma actitud. Pero, en esto, él no dejaba de impactarnos porque sus actitudes nacían de una profunda experiencia de fe, y en definitiva, de amor a Jesús.
En jimio de 1980, tuvimos en Manresa una reunión de Provinciales de la Asistencia de España, coincidiendo con la celebración del centenario del nacimiento de Pedro Claver, en Verdú (Lérida). El P. Arrupe explicó cómo había expresado al Papa su deseo de presentar su dimisión y cómo el Papa le había respondido que no quería que lo hiciera. Un silencio que se podría cortar dominó la reunión unos momentos, hasta que el mismo Arrupe tomó la palabra para decir: «Padres, esta situación es un reto para ¡a Compañía. Un reto para mostrar su fidelidad a la Iglesia». Y así fue. Porque cuando el Padre Arrupe fue afectado por una trombosis y el Papa nombró un Delegado suyo para la Compañía, hecho insólito, la Compañía respondió siguiendo el ejemplo de su Superior General, aceptando ejemplarmente un reto que sólo en un amor profundo a Jesús se podía aceptar. Este espíritu no se ha perdido, y la Compañía, en sus últimas Congregaciones Generales, lo ha asumido y reafirmado, y lo ha hecho con mayor amplitud, recordando la actitud ignaciana de la representación y de la disponibilidad a los servicios que se pidan a la Compañía y asumiendo también, con respeto, una actitud de crítica que procure ser positiva y constructiva.
De Ignacio de Loyola decía el P. Goncalves de Cámara que «en casa no había nadie que no se sintiese muy amado de nuestro Padre... de manera que todo él parece amor». Ese otro vasco que fue Pedro Arrupe participó de este don. Él sabía personalizar la relación, humanizarla. Él hacía sentir a su interlocutor que era persona apreciada y amada. En mi visita a Roma en marzo del 78, hablé con el P. Arrupe explicándole mi vida y milagros, para que pudiese juzgar sobre mi futura misión. Durante la explicación, salió un tema difícil para mí, pues quise darle cuenta de por qué habíamos firmado una carta contestataria a una decisión suya de gobierno. Le quería explicar que muchos firmamos por amor a la
misma Compañía. Pero Arrupe levantó la mano, interrumpió y me dijo que siguiese adelante, que aquello ya estaba pasado y olvidado. No quiso entrar en el tema. Quiso perdonar y olvidar, pero no en términos teóricos sino ante la persona implicada. Lo hacía fácil. Así era Arrupe. Y esto permanece para siempre: «el amor no pasa nunca». Con él empezó un tipo de gobierno más cercano al proyecto que Ignacio expresa en las Constituciones: que el Superior conozca a la persona a quien va a dar una misión para que «no le ponga en dificultades mayores de ¡o que pueda amorosamente sufrir». Así gobernó Arrupe. Y por eso viajó tanto y estaba cercano a los suyos y los llamaba a Roma y los escuchaba y los animaba y sabía rectificar. Por otra parte, en aquellas épocas, finales de los 60 y en los 70, visitar España no era fácil ni sencillo y menos para él, que había vivido alejado bastantes años de la problemática de cambio social y político en nviestro país. Él no tuvo miedo de hacerlo. Siempre aceptó el diálogo y recibió a todos y estudió los escritos contestatarios que se le hacían llegar. Y se dejaba impactar por ellos aunque, después, sabía seguir sus propias convicciones y su propia línea de gobierno. Un día me comentaba que le habían «reñido de arriba» porque había defendido a unos jesuítas norteamericanos que habían firmado en una página del Neiv York Times apoyando un movimiento contestatario. Y añadía que los que le reñían no sabían que él a su vez había avisado a los firmantes que no repitiesen el hecho. Fue bastantes veces reñido por ser el padre bueno que no castiga duro a sus hijos. Muchos le entendimos y admiramos aquí, otros, los menos, le censuraron. Este estilo de gobierno permanece y permanece en todas sus consecuencias, que son la creación de órganos de contacto, comunicación, deliberación y consulta, en las áreas de los gobiernos provinciales e interprovinciales. Más aún, este estilo de gobierno es el que actúa de telón de fondo en los momentos de las reformas de estructuras, porque la eficacia es un objetivo importante, siempre que vaya acompañado del respeto y atención paternal a la persona. Era un estilo de gobierno y de diálogo que convencía y arrastraba a los jóvenes, a los que Arrupe dedicó siempre una preferencia.
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El gobierno paternal
permanece
El espíritu de fe-amor y de oración de Pedro Arrape permanece El mes de noviembre de 1978 participaba yo, en Roma, en un encuentro o escuela de nuevos provinciales de habla castellana. Era la época de apogeo de las dinámicas de grupo y, cómo no, hicimos varias en las casi tres semanas que pasamos en la Ciudad Eterna. Tuve la suerte de que me tocó estar en un grupo con el P. Arrupe. Recuerdo que una de las dinámicas consistió en poner en común entre los miembros del grupo cuál era el horario real que llevaban y compararlo cada uno con el horario ideal-modelo que cada uno creyese que debería llevar para tener una vida espiritual profunda y una vida psicológicamente sana. Cuando le tocó el turno a Arrupe para explicar la vida que hacía, comentó con mucha sencillez: «Yo no tengo posibilidades de elección. Todas mis lloras están dedicadas a la Compañía». Y entre todos sonsacamos que todas las horas quería decir desde las cuatro y media de la mañana hasta las once o doce de la noche. Y quería decir también que su horario comenzaba por tres horas dedicadas por completo al Señor, en la oración y la Eucaristía. Impactante. Arrupe era una persona agarrada por Jesús. Se le podría definir, al igual que definieron a Iñigo de Loyola, como «un loco por nuestro Señor Jesucristo» y como «un hombre para grandes cosas», como piden las Constituciones de la Compañía a sus candidatos. Y de este foco nació el Servicio Jesuita para los Refugiados. Fue en un viaje al sudeste asiático donde Arrupe hizo la experiencia del mundo de los refugiados, de los que huyen en búsqueda de un mundo mejor donde poder trabajar y comer y de los que se hunden en el océano cuando su embarcación sobrecargada no puede aguantar el temporal. Y no son unos pocos. Él pidió información y le informaron que, en aquellos momentos, podría tratarse en todo el mundo de cifras sobre los cuarenta millones y que se trataba de una cifra que iba en aumento. Ahora nos parece claro y obvio que hay que afrontar el problema y, sin embargo, aún no hemos encontrado los ca98
minos para resolverlo ni medianamente. Pero entonces todavía no había salido a la luz con la fuerza impactante con que lo ha hecho en los últimos tiempos entre nosotros en el Estrecho o en los vuelos que llegan procedentes de América Latina a nuestros aeropuertos. Arrupe puso manos a la obra y enseguida encontró respuestas en jesuítas, religiosas y religiosos, personas laicas e instituciones. En poco tiempo el JRS (Servicio Jesuita a los Refugiados) se expandió con fuerza por África (en la región centroafricana de los Lagos), América Latina (especialmente en Centroamérica), Asia (en los países del sudeste asiático e Indonesia) y, paralelamente, en los países del llamado primer mundo, receptores de inmigración, tanto en la Unión Europea como los Estados Unidos. Y continúa con fuerza: Kolvenbach acaba de escribir una carta para potenciar más y más este servicio internacional tan urgente. Quisiera concluir este apartado añadiendo una razón teórica a la razón experiencial, para explicar por qué Pedro Arrupe hacía todo esto. En la conferencia que dio sobre el tema «Enraizados y fundados en el amor», Arrupe, siguiendo la línea iniciada por el Sínodo de la Justicia en 1973, explica la conexión intrínseca que se da entre el amor y la justicia. Sin ésta, el amor carece de base, le faltan los mínimos donde se asienta, el respeto a los derechos de la persona humana. Pero, por otra parte, la justicia necesita de la fuerza dinámica del amor, para subir el nivel de sus exigencias, para no quedar encerrada en una ética de mínimos, la de los meros deberes, porque la generosidad y la gratitud del amor han de tener lugar en las relaciones humanas. Arrupe y los medios de comunicación
social
Ya en la primera Congregación de Procuradores que tuvo como General de la Compañía, en octubre de 1970, Arrupe señalaba una nueva prioridad en las tareas principales que la Compañía había de asumir en el futuro: la presencia en los medios de comunicación social, como instrumentos de difusión de cultura, de incidencia social y de evangelización. 199
Sin olvidar la dificultad que tiene el estar en estos medios con una buena preparación técnica y profesional, Arrupe anima a los representantes de las Provincias de toda la Compañía a que hagan un esfuerzo para entrar en este campo y para ayudar a cuantos trabajan en él. Además anima a las personas que se dedican a la formación de los jóvenes jesuítas a que les introduzcan en este campo de los medios de comunicación para prepararles cara al futuro. Que esta exhortación tuvo eco lo muestran las innumerables iniciativas que surgieron en toda la Compañía universal o lo muestra la potenciación de obras ya presentes en este campo como eran las Revistas de Cultura, cuyos orígenes en Europa se remontan al siglo XIX o inicios del XX. Junto a éstas es de justicia citar a Londres, Munich y otras muchas iniciativas en países concretos europeos. Y a los Estados Unidos y a Canadá, donde los jesuítas profesionales de la comunicación han entrado en el campo de la realización como asesores en diferentes niveles. Y porque creía en las posibilidades de los medios de comunicación, Arrupe estaba a menudo en ellos, sin rehuir la confrontación y dando con su espontaneidad característica lo mejor de sí mismo. Por eso fue tan apreciado por los profesionales del periodismo. Desearía que en este campo se pudiese decir lo mismo que en los anteriores, pero no sé si ante la urgencia de otras necesidades o por la dificultad que tiene estar en la televisión o en la radio o por la falta de iniciativas en este campo, vamos a notar con el tiempo que es aquí donde las iniciativas de Arrupe han perdido mordiente, han dejado de ser reto para nosotros. Ojalá no sea así y me equivoque. Concluyo. Pedro Arrupe fue un hombre de corazón generoso que quiso amar como Cristo amó, «liasta el extremo», y que nos dejó un legado de retos a responder y resolver. El verdadero Arrupe que muchos conocimos permanece en todos sus grandes valores porque fue un hombre que intuyó y comprendió profundamente hacia dónde iba el mundo del futuro y, desde su profundo amor a Jesucristo, quiso darle proyectos, ilusiones y esperanzas. Ha sido un don de Dios haberle conocido. 200
B) TESTIMONIO PERSONAL El adiós del Padre Arrupe Ignacio Arregui S.J. Redactor de Radio Vaticana
Cuando al anochecer el día 5 de febrero de 1991 un comunicado de la Curia General de los jesuítas anunciaba que a las 19,45 de ese día había fallecido el P. Arrupe, todas las grandes agencias de información se apresuraron a ofrecer una amplia documentación sobre la obra y la personalidad del que fue el vigésimo octavo sucesor de San Ignacio de Loyola. Sus más de nueve años de enfermedad, silencio e inactividad no habían borrado el recuerdo de quien, además de ser Superior General de la Compañía de Jesús, había destacado por su manera de asumir tal responsabilidad y por las circunstancias excepcionales en que se desarrolló toda su vida. Lenta agonía El volumen y el contenido de las noticias y comentarios que tras el anuncio de la muerte fueron apareciendo en los diversos medios de difusión mostraban que, ante Arrupe, a pesar de que ya en 1981 se había retirado de la escena pública y que en 1983 había sido sustituido por el actual Prepósito General, P. Kolvenbach, es difícil ser neutral. Era inevitable repasar y enjuiciar de nuevo ciertos momentos clave de su gobierno que afectaban no sólo a la vida interna de la Compañía de Jesús, sino también a sus relaciones con la Santa Sede y a la evolución doctrinal y pastoral de la Iglesia tras el Concilio Vaticano II. No faltó en ciertos comentarios un análisis del momento actual de la Iglesia a la luz de lo que sucedió durante los dieciocho años de gobierno del P. Arrupe y, en particular, de sus relaciones con tres Sumos Pontífices: Pablo VI, Juan Pablo I y Juan Pablo II. En general, el tono y el lenguaje de los comen201
tarios reflejaban la actitud propia de quien empieza a hacer historia y cuenta con nuevos datos según la perspectiva de tiempos más recientes. Los últimos diez días de lenta agonía, deshaciendo las sucesivas previsiones médicas sobre el día y la hora de un fatal desenlace, traían a la memoria la particular personalidad de Arrupe, que, a lo largo de su vida, había seguido un itinerario que, en gran parte, ni él mismo pudo prever. Ahora, al término de su existencia, Pedro Arrupe parecía destinado a desempeñar todavía alguna última misión. Si ya había sido difícil penetrar en el significado de aquellos interminables años de silencio e inactividad para un nombre todo dinamismo y gran comunicador, sus tiltimos diez días en estado de inconsciencia total exigían una nueva reflexión sobre el porqué de aquella lenta agonía. Día y noche los jesuítas de la casa y otros venidos de lejos, pensando en la inmediatez del desenlace, desfilaban por la habitación del enfermo sabiendo que allí concluía no sólo la vida de un gran jesuíta, sino también un importante capítulo de la historia de la Compañía de Jesús y de la Iglesia en los últimos años. Y ante la imposibilidad de hacer nada efectivo por corregir la marcha ineluctable de la enfermedad, se meditaba, se rezaba y se le prodigaban los gestos y atenciones que pudieran darle algún alivio. Pocas cosas podrían distraer la atención en aquella habitación de la enfermería de la Curia General tal como la vio también Juan Pablo II en su visita del 27 de enero: unos sencillos cuadros de San Francisco Javier, San Ignacio de Loyola y la Virgen colocados allí por expreso deseo del enfermo, un pergamino con la bendición del Papa, una guirnalda símbolo de la buena suerte ofrecida por unos amigos japoneses, una lámina con la reproducción de un cuadro de Caravaggio acompañada de una dedicatoria escrita por manos amigas, un crucifijo y flores naturales, que casi nunca faltaron. Atrás habían quedado sus 27 años como misionero en el Japón, casi siempre en puestos de responsabilidad; sus 18 años como Superior General de los jesuítas, o sus 15 años, coincidiendo con el generalato, al frente de la Unión de Superiores Mayores de Ordenes e Institutos Religiosos. Ahora, por
si había alguna duda sobre la autenticidad de su temple espiritual y de sus convicciones profundas, llegaba con la paz, la serenidad y la sonrisa de siempre al final de su largo Vía Crucis. Era la prueba definitiva de su excepcional calidad humana y espiritual. Según algunos, la presencia inmóvil y silenciosa de Pedro Arrupe durante tantos años en una habitación de la enfermería de la Curia General de los jesuítas en Roma, había constituido un útil punto de referencia en la evolución de la Compañía de Jesús y un factor de relativización en las causas de las tensiones que se habían producido dentro de la Compañía, y entre la Santa Sede y los jesuítas en los últimos años del mandato del P. Pedro Arrupe. Alain Woodrow escribió en Le Monde: «Pedro Arrupe ha sufrido en silencio, pero su presencia muda en el corazón de la Compañía le ha permitido a ésta mantener el rumbo que él le había fijado». El P. Giampolo Salvini, jesuíta, director de la revista La Civilta Cattdlica, en su artículo publicado en el diario vaticano L'Osservatore Romano escribió: «Arrupe fue un misionero incluso en su largo crepúsculo. En esa enfermedad que le privó de la posibilidad de comunicarse como él tanto hubiera deseado, de seguir dando pruebas de su celo y de sus carismas -una enfermedad vivida con serenidad y abandono en las manos de Dios- ha experimentado en el grado más intenso aquella cercanía de Cristo pobre, sin recursos, que, en la aparente impotencia de la cruz, realiza la salvación del mundo». El largo aplauso, cálido, espontáneo que se iba prolongando en sucesivas oleadas mientras el féretro con los restos del P. Arrupe era llevado a hombros hacia el exterior de la iglesia del Gesú en los funerales del 9 de febrero, dio tono de homenaje festivo a una ceremonia que, hasta ese momento, había transcurrido dentro de una digna sobriedad y en el más profundo tono religioso. Los jóvenes jesuítas portando a hombros los restos de un ex-Prepósito General que ellos no llegaron a conocer personalmente, constituían el símbolo visible de la continuidad de la obra y el impulso espiritual de Pedro Arrupe en las nuevas generaciones.
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Los conflictos de un testigo Juan Antonio Estrada S.J. Profesor de Teodicea en Granada
La imagen de un General silencioso, en silla de ruedas, sin poder alguno, sancionado eclesialmcnte y con un generalato cuestionado a nivel interno y externo, permanece en la memoria de los jesuítas. Su vida en Japón, el impacto de la bomba atómica, el Concilio Vaticano II y los cambios sociales de los sesenta le marcaron. Había que redefinir la identidad jesuita, cambiar la orientación tradicional de la Compañía y colaborar en la transformación de la Iglesia. Las Congregaciones Generales de su generalato han sido decisivas hasta hoy. Se adelantó a su tiempo, asumió un liderazgo moral y tomó conciencia de que se pasaba de la época de cristiandad a la reevangelización. Esto no lo aceptaron muchos eclesiásticos, incluidos algunos jesuítas. Se convirtió en un símbolo conciliar y la minoría tradicional, convertida luego en mayoría eclesial, no se lo perdonó. El problema se agudizó porque era un líder sin mucha mano izquierda ni dotes para la diplomacia eclesial. Como era creyente e ignaciano, vivió el conflicto de una fidelidad y obediencia sin vacilaciones al Papa y a la jerarquía, que culminó en el silencio de su silla de ruedas, y de una creatividad que rompía los cauces establecidos, porque el Espíritu sopla donde quiere. Ambas fidelidades entraron en conflicto y lo crucificaron.
C) O R A C I Ó N / T E X T O DE ARRUPE Mi catedral ¡Una mini-catedral!: tan sólo seis por cuatro metros. Una capillita que fue preparada a la muerte del P. Janssens, mi predecesor, para el nuevo General... ¡el que fuese! La Provi204
dencia dispuso que fuera yo. Gracias al que tuvo esa idea: no pudo haber interpretado mejor el pensamiento de este nuevo General. El que planeó esta capillita quizá no pensó en proporcionar al nuevo General un sitio más cómodo, más reservado para poder celebrar la Misa sin ser molestado, para no tener que salir de sus habitaciones para visitar el Santísimo Sacramento. Quizá no se apercibió de que aquella estancia diminuta iba a ser fuente de incalculable fuerza y dinamismo para toda la Compañía, lugar de inspiración, de consuelo, de fortaleza, de... ¡estar! ¡De que iba a ser «la estancia» del ocio más dinámico, donde no haciendo nada se hace todo! Como la ociosa María que bebía las palabras del Maestro, mucho más activa que Marta su hermana. Donde se cruza la mirada del Maestro y la mía..., donde se aprende tanto en silencio. El General tendría siempre, cada día, al Señor pared por medio, al mismo Señor que pudo entrar a través de las puertas cerradas del Cenáculo, que se hizo presente en medio de sus discípulos, que de modo invisible habría de estar presente en tantas conversaciones y reuniones de mi despacho. La llaman Capilla privada del General. Es catedral y santuario, Tabor y Getsemaní, Belén y Gólgota, Manresa y La Storta. Siempre la misma, siempre diversa. ¡Si sus paredes pudieran hablar! Cuatro paredes que encierran un altar, un sagrario, un crucifijo, un icono mariano, un zabuton (cojín japonés), un cuadro japonés, una lámpara. No se necesita más... Eso es todo: una víctima, una mesa sacrificial, el vexilluin crucis, una Madre, una llama ardiente que se consume lentamente iluminando y dando calor, el amor expresado en un par de caracteres japoneses: Dios-amor. Expresa un programa de vida: de la vida que se consume en el amor, crucificada con Jesús, acompañada de María, ofrecida a Dios, como la Víctima que todos los días se ofrece en el ara del altar. Muchas veces durante estos tíltimos años he oído decir: ¿Para qué las visitas al Santísimo si Dios está en todas las partes? Mi respuesta, a veces tácita, es: «Ciertamente no saben lo que dicen; no hay duda de que Dios está en todas partes, pero Venid y ved (Jn 1,39) donde el Señor habita: ésta es su casa». Apelo no a argumentos y discusiones, sino a la experiencia 205
que se vive en esa habitación del Señor: «El que tiene experiencia se expresa con inteligencia» (Eclo 34,9). «El Maestro está aquí y te llama» (Jn 11,28). Aquí brota espontáneamente el «Señor, enséñanos a orar» (Le 11,1); «Explícanos la parábola» (Mt 13,36). Oyendo sus palabras, se comprende la expresión del entusiasmo popular: «Jamás un hombre ha hablado como habla este hombre» (Jn 7,46), o el de los apóstoles: «¿Adonde vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6,68); y se entiende por experiencia el valor del «estar sentado a sus pies escuchando su palabra» (Le 10,39; cfr. Le 24,32). En esta catedral se celebra el acto más importante de toda la vida cotidiana: la Misa. Cristo es el verdadero y sumo sacerdote, el Verbo hecho hombre. Es divino caber en lo pequeño y no caber en el universo: cabe en este sagrario, pero no cabe en el universo. Toda Misa tiene un valor infinito, pero hay circunstancias y momentos subjetivos en que esa infinitud se siente más profundamente. No cabe duda de que el hecho de ser General de una Compañía de Jesús de 27.000 personas consagradas al Señor y entregadas por completo a colaborar con Jesucristo salvador en toda clase de apostolados difíciles, hasta llegar a veces a dar la vida en el martirio cruento, da una profundidad y un sentido de universalidad muy especiales.
Unido a Jesucristo, yo, sacerdote, llevo también conmigo a todo el cuerpo de la Compañía. Las paredes de la capillita como que quieren resquebrajarse. El minúsculo altar parece convertirse en el «sublime altar» del cielo (Canon I), adonde llegan hasta el Padre, «por manos de tu ángel», las oraciones de todos los miembros de la Compañía. Mi altar es como «el altar de oro colocado delante del trono», de que habla el Apocalipsis (Ap 8,3). Si por un lado me siento, como quiere San Ignacio, «llaga y postema», «todo impedimento», por otro estoy identificado con Cristo proclamado por Dios «Sumo Sacerdote» (Heb
5,10), «santo, inocente, incontaminado, apartado de los pecadores, encumbrado por encima de los cielos» (Heb 7,26), «que penetra no en un santuario hecho por mano de hombre, sino en el mismo cielo para presentarse ahora ante el acatamiento de Dios en favor nuestro» (Heb 9,24). Con Cristo me siento también víctima: «vi de pie en medio del trono (...) un Cordero como degollado» (Ap 5,6). Comienza la Misa en este altar que está suspendido entre el cielo y la tierra. Si miro «hacia arriba», se ve la ciudad santa de Jerusalén: «su resplandor es como el de una piedra muy preciosa, como jaspe cristalino» (Ap 21,11). «Pero no vi santuario alguno en ella; porque el Señor, Dios todopoderoso, y el Cordero, es su santuario» (Ap 21,22). Si miro «hacia abajo», se ven «los hombres sobre la haz de la tierra, en tanta diversidad, así en trajes como en gestos, unos blancos y otros negros, unos en paz y otros en guerra, unos llorando y otros riendo, unos enfermos y otros sanos, unos naciendo y otros muriendo» [EE 106]. ¡Qué profunda impresión la de ver desde este altar así suspendido a todos los miembros de la Compañía que están en la tierra, con tantos afanes y sufrimientos en su esfuerzo por «ayudar a las ánimas», «enviados por todo el mundo, esparciendo la sagrada doctrina por todos los estados y condiciones de personas!» [EE 145]. Qué vivos deseos se sienten de que, desde este altar, se precipiten, como cascada inmensa, las gracias y la luz y la fuerza que ahora necesitan. En esta Misa Cristo se va a ofrecer, y yo con Él, por ese mundo y por esta Compañía de Jesús. Si de nuevo alzo los ojos a la Jerusalén celestial, veo a la Santidad infinita, «las tres Divinas Personas, como en el solio real o trono de su divina majestad, mirando la haz de la tierra y todas las gentes en tanta ceguedad» [EE 106], mientras al mismo tiempo de todos los confines de la tierra se levanta al unísono el clamor de un peccavimus (hemos pecado), que resuena con rumor de catarata: «en el fragor de tus cataratas» (Sal 42,8); «y oí como el ruido... de grandes aguas y como el fragor de fuertes truenos» (Ap 19,6). Al sentirme, como el «siervo de Yahveh», portador de los pecados de la Compañía, especialmente durante mi generala-
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«Introibo ad altare Dei»
to, y de los innumerables míos personales, aparezco «despreciable y desecho de los hombres, varón de dolores y sabedor de dolencias, como uno ante quien se oculta el rostro» (Is 53,3), deseando se pueda repetir en mí lo que se dice de Cristo: «Él soportó el castigo que nos trae la paz» (Is 53,5); «fue oprimido y El se humilló y no abrió la boca» (ib. 7). Así, mientras oigo el gran acto penitencial de la Compañía: «hemos pecado, hemos sido perversos, somos culpables» (IRe 8,47), yo me siento como «aborto», indigno del nombre cié «hijo de la Compañía» (cfr. ICo 15,8-9). Esto es precisamente lo que me permite sentir compasión hacia los caídos y extraviados y comprender toda la fuerza de las palabras de la carta a los Hebreos: «puede sentir compasión hacia los ignorantes y extraviados, por estar también él envuelto en flaqueza. Y a causa de esta misma flaqueza debe ofrecer por los pecados propios igual que por los del pueblo» (Heb 5,2-3). Cristo se hace «mediador de una nueva alianza» (Heb 9,15). Yo también, unido al Corazón de Cristo y a pesar de todo, me siento mediador y comprendo lo que San Ignacio señala como primera función del General de la Compañía: «estar muy unido con Dios nuestro Señor, para que tanto mejor él como de fuente de todo bien impetre a todo el cuerpo de la Compañía mucha participación de sus dones y gracias y mucho valor y eficacia a todos los medios que se usaren para la ayuda de las ánimas» (Const. 723). Mi posición entre Dios y la Compañía de Jesús, como sacerdote y durante la celebración del Santo Sacrificio, es la de ser «mediador entre Dios y los hombres»: «gobernar todo el cuerpo de la Compañía... [lo] hará primeramente (...) con la oración asidua y deseosa, y sacrificios que impetren gracia de la conservación y aumento (...) y de este medio debe hacer de su parte mucho caudal y confiar mucho en el Señor nuestro, pues es eficacísimo para impetrar gracia de la su divina Majestad, de la cual procede lo que se desea» (Const. 789-790). El oficio de General aparece así en toda su profundidad y clara luz: «Mañana tras mañana despierta mi oído, para escuchar... El Señor Yahveh me ha abierto el oído» (Is 50,4-5). «Sintiéndome sacerdote con el siervo de Yahveh, no quiero
resistirme ni volverme atrás; ofrezco mis espaldas a los que me golpean, mis mejillas a los que mesan mi barba. Mi rostro no hurté a los insultos y salivazos» (cfr. Is 50,5-7). Pero con cuánta alegría leo en el Libro santo: «Si se da a sí mismo en expiación, verá descendencia, alargará sus días y lo que plazca a Yahveh se cumplirá por su mano. Por las fatigas de su alma verá luz, se saciará. Por sus desdichas justificará mi Siervo a muchos y las culpas de ellos él soportará» (Is 53,10-11).
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Ofertorio Experimento el sentimiento profundo de encontrarme ante el Dios arcano, Hágios Atluíuatos (santo inmortal) y desconocido (Deits absconditus) y siento que me ama como Padre que vive y es fuente de toda vida presente en mí mismo y acepta mi ofrenda. Tomo la patena, tratando de penetrar con los ojos de Cristo y con la luz de la fe a través de la infinitud del universo hasta el corazón mismo de la Trinidad: «Bendito seas, Señor, Dios del universo, por este pan...». Y me viene a la memoria simultáneamente el antiguo texto «que yo, indigno siervo tuyo, ofrezco a Ti, Dios vivo y verdadero», y de nuevo se me presenta toda mi indignidad: «despreciable, desecho de los hombres, varón de dolores, sabedor de dolencias» (Is 53). ¡Tú lo sabes todo, Señor! Mientras levanto la patena, me parece que todos mis hermanos se fijan en ella, sintiéndose presentes: «y por todos los que me rodean...». La patena se dilata, van acumulándose en ella «los innumerables pecados y negligencias mías» y de los demás, a una con las aspiraciones y deseos de toda la Compañía. «No puedo cargar yo solo con todo este pueblo: es demasiado pesado para mí» (Num 11,14). Siento como si las manos de todos los jesuítas del mundo quisieran ayudarme a sostener esta pesadísima patena, rebosante de pecados, pero también de ilusiones, deseos, peticiones... Me parece que el Señor me dice como a Moisés: «Tomaré parte del espíritu que hay en ti y lo pondré en ellos, para que lleven contigo la carga del pueblo y no la tengas que llevar tú solo» (Num 11,17). Y entonces como si la patena se
«vínculo de la obediencia» (Const. 659), por la que, todos unidos, ofrecemos el holocausto diario de nuestras vidas, «en el cual el hombre todo entero, sin dividir nada de sí, se ofrece en el fuego de la caridad a su Criador y Señor» (Carta de ¡a Obediencia, 26-3-1553; MI Epp. IV, 669-681). Nuestros sacrificios personales, unidos en holocausto familiar diario, constituyen un sacrificio total, «nuestro sacrificio». «Dirige tu mirada sobre esta víctima... y concede a cuantos compartimos este pan y este cáliz que, congregados en un solo cuerpo por el Espíritu Santo, seamos, en Cristo, víctima viva para tu alabanza» (Canon IV).
aligerara o mis manos se robustecieran y puedo levantarla muy alto, como para que esté más cerca del Señor. «Y también por todos los cristianos vivos y difuntos... y por la salvación del mundo entero». Creo desfallecer, ante toda la malicia humana y sus pecados. Es necesario que extiendas tu mano omnipotente: «Yo solo extendí los cielos, yo asenté la tierra, sin ayuda alguna» (Is 44,24). Sostenido por esa mano puedo continuar: «este pan será para nosotros pan de vida». Tomo el cáliz con el vino que se convertirá en la sangre de Jesús: «Bendito seas, Señor, Dios del universo, por este vino..., él será para nosotros bebida de salvación». Este vino, fruto de la vid triturada en el lagar, fermentado, se convertirá en la sangre derramada en la Cruz. Este cáliz, símbolo del que en Getsemaní te hizo sudar sangre y que era tan amargo que deseaste no beberlo, dentro de poco será cáliz de tu sangre derramada por la salvación del mundo. En él se vierten ahora los sufrimientos de tantos jesuitas que, triturados a su vez, han dado o deben dar la vida por Ti, cruenta o incruentamente, las lágrimas, los sudores... mezcla pestilente, que al unirse con tu sangre se hará suave, dulce y perfumada: «buen olor de Cristo» (2Co 2,15). «Bien sabemos que éste es nuestro destino... sufrir tribulaciones» (ITes 3,3), pero impulsados irresistiblemente por tu caridad («el amor de Cristo nos apremia»: 2Co 5,14) elegimos y pedimos «ser recibidos debajo de tu bandera... pasar oprobios e injurias, por más en ellas te imitar» [EE 147]. Ciertamente has oído nuestra oración, pues el cáliz rebosa, pero la caridad nos hace «sobreabundar de gozo en todas nuestras tribulaciones» (2Co 7,4); y este cáliz, hecho para nosotros «oblación y víctima de suave aroma» (Ef 5,2), es aceptado por Ti como ofrenda y sacrificio agradable (cfr. Flp 4,18) y se convierte para nosotros en «bebida de salvación». Así, inclinado ante el trono de la Trinidad, puedo decir con toda la Iglesia: «Seamos recibidos por ti, Señor, en espíritu de humildad y con corazón contrito, y de tal modo se realice hoy nuestro sacrificio en tu acatamiento, que te sea agradable, Señor Dios». «Nuestro sacrificio»: de Cristo, mío y de toda la Compañía, como cuerpo unido en la caridad del Espíritu Santo, miembro y cabeza con Cristo (cfr. Const. 671) y con el
Del corazón mismo de la Compañía brota espontáneamente aquel «en verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno». Nuestro canto de alabanza se quiere unir al de los ángeles y formar un coro armonioso, en que cada uno cante con su voz en multitud y diversidad de tonos, al modo de aquel coro imponente formado por «una muchedumbre inmensa, que nadie podrá contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas... que gritaban con fuerte voz: la salvación es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero» (Ap 7,9-10). Nuestro canto se quiere unir al de la Compañía triunfante del cielo, al de todos los ángeles y santos: «Amén. Alabanza, gloria, sabiduría, acción de gracias, honor, poder y fuerza a nuestro Dios por los siglos de los siglos» (Ap 7,12). Siento un silencio imponente. «¡Silencio ante el Señor Yahveh, porque el día de Yahveh está cerca! Sí, Yahveh ha preparado un sacrificio, ha consagrado a los invitados» (Sof 1,7). «¡Silencio, toda carne, delante de Yahveh!» (Zac 2,17). «Se hizo silencio en el cielo, como una media hora...» (Ap 8,1). Guardemos, pues, en el silencio de nuestro corazón, como María (Le 2,51), todo lo que en «este altar sublime» (Canon) va a suceder: misterio de la Pascua, en la que «Cristo fue inmolado»; misterio de la redención del mundo; misterio de la
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Prefacio
glorificación máxima del Padre. «Y se quedaron llenos de estupor y asombro por lo que había sucedido» (Hch 3,10). Se acerca el momento sublime de la consagración. Unido con todo el cuerpo de la Compañía, identificado con Cristo, teniendo en mis manos la hostia, pronuncio las palabras: «Esto es mi cuerpo»: mi cuerpo, el de Cristo; «éste es el cáliz de mi sangre»: momento sublime que no se puede meditar sino en silencio. Cristo convierte el pan en su cuerpo y el vino en su sangre, pero el que pronuncia las palabras sacramentales ¡soy yo! Una tal identificación con El, que puedo decir: esto es «mi» cuerpo, pero es el cuerpo de Cristo. Todo mi interior arde: como si sintiera el Corazón de Cristo latir en lugar del mío, o en el mío. Como si su sangre corriera por mis venas en el momento de la consagración. La separación mística sacramental del cuerpo y de la sangre de Cristo es una realidad y un símbolo, pero quien recibe el cuerpo recibe a todo Cristo, y el que recibe la sangre lo recibe todo también. Así se realizó la salvación del mundo: encarnación, muerte, misterio pascual, salvación: todo repetido en este instante en mis manos: quedo «lleno de estupor», pero es verdad: «Creo, Señor, ayuda mi incredulidad» (Me 9,23). ¡Cristo en mis manos! El Cordero que quita los pecados del mundo no en el altísimo trono del Apocalipsis sino en mis manos como pan: vestido de esas especies... ¡Creo! En el instante de la consagración se realiza la glorificación perfecta del Padre, que se expresará un poco después en la doxología: «Por Cristo, con El y en El, a ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria». Me detengo en este momento sublime para «discurrir por lo que se ofreciere» [EE 53]. ¿Cómo se ve el mundo ciesde este altar? ¿Cómo lo ve Jesucristo? Para entenderlo, tengo que dilatar el corazón a la medida del mundo. El Corazón de Cristo es el corazón del cuerpo de toda la Compañía, el que ha de dilatarse con Él en todos y cada uno de nosotros. El nuestro ha de ser un corazón que abrace a todos los hombres sin excepción, como el Corazón de Cristo, que desea la salvación universal: «que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al co212
nocimiento de la verdad» (ITim 2,4), «que se forme un solo rebaño y un solo pastor» (Jn 10,16). Pero tiene otras ovejas que no son de su rebaño (cfr. ib). Desde este altar, entre el cielo y la tierra, se ven y se entienden mejor las necesidades de tantos hombres en todo el mundo, se entiende y se siente más profundamente aquella misión: «Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación» (Me 16,15). Me siento como lanzado personalmente al mundo y como si conmigo toda la Compañía hiera enviada al mundo. Allí está su finalidad, su trabajo, hasta que pueda volver de nuevo a glorificar al Señor después de la gran batalla por el reino. Resuena en mis oídos el «yo os envío» (Jn 20,21) y el «yo estoy con vosotros» (Mt 28,20) que llena de toda confianza. Mi gran compañero es Cristo, que no sólo está en el altar, sino que entra dentro de mí y me llena de su divinidad, que me envía a los que no le recibieron (cfr. Jn 1,11). Mi respuesta no puede ser otra que «Señor, ¿qué quieres que haga» (Hch 9,6). «¿Qué debo hacer por Cristo?» [EE 53]. El cuerpo de la Compañía, al sentirse enviado y lleno de la fuerza de Dios que le envía, se vigoriza, se rejuvenece, siente que la sangre de Cristo corre por sus venas y que la plenitud del espíritu de Cristo lo posee y lo impulsa como un vendaval (cfr. Hch 2,2). ¿Quién podrá resistirla si sigue fielmente en toda la misión recibida? Sabe que la definición de su vida es la de ser «hombres crucificados al mundo y para quienes el mundo está crucificado» (cfr. Gal 6,14), y que nadie podrá resistir «a la sabidviría y al Espíritu con que hable» (cfr. Hch 6,10), «ni oponerse a su voz» (Jue 16,14). Padre nuestro Padre de la Compañía: todos los hijos del mismo Padre, del Padre que pidió a su Hijo, cargado con la cruz en La Storta, que recibiese a Ignacio como su siervo, momento en que se confirmó el nombre de «Compañía de Jesús». El Padre nuestro: oración personal y comunitaria perfecta. 213
«Que estás en los cielos». El jesuíta debe mirar siempre hacia arriba, donde está su Padre y su patria. Toda nuestra vida es para el Reino: «venga tu reino». Todos nuestros trabajos no lograrían nada si no tenemos la ayuda divina para implantar ese Reino: por eso toda la Compañía pide con ahínco que venga ese reino, porque sabe que de la respuesta a esa oración depende el éxito de todas sus empresas. «Hágase tu voluntad». Hemos de colaborar con la voluntad divina, para lo que es necesario conocerla. Danos el sentido del verdadero discernimiento para saber en todo momento cuál es tu voluntad. No dejes de iluminarnos para conocerla y de fortalecernos para poder ponerla en ejecución. Ejecutar tu voluntad es todo lo que quiere la Compañía, tu voluntad manifiesta de tantos modos, pero de un modo específico por medio de la obediencia. Grande, inmensa responsabilidad la mía, al ser Superior General de la Compañía, al que se da toda autoridad «ad aedificationem». Hágase tu voluntad: que yo nunca sea obstáculo ni llegue a desfigurar, alterar o equivocar tu voluntad para la Compañía. Sería doloroso pensar en esa posibilidad: «nunca permitas que me separe de ti» (oración antes de la comunión), «haz que yo me aferré a tus mandatos» (ib.). ¡Es una gracia que siento necesaria! Por eso, inclinado ante la patena que contiene tu Cuerpo, repito una y otra vez esa oración: mil veces morir antes que separarme de Ti. «Por Yahveh y por tu vida, rey, mi señor, que donde el rey, mi señor, esté muerto o vivo, allí estará tu siervo» (2Sam 15,21).
«Señor, no soy digno, pero di una palabra sola y mi alma será sana» (cfr. Mt 8,8), como sanaste al criado del centurión. La Compañía cree que tú eres su Señor y quiere albergarte bajo su techo: en nuestras casas, en nuestras iglesias, en las que quiere visitarte y contribuir a tu glorificación y culto, pero especialmente desea albergarte en el corazón de cada uno de nosotros y en el tabernáculo de cada comunidad, donde te visitarán y buscarán en ti la luz, el consuelo y la fuerza para cumplir con la misión que Tvi les has dado. Entra, Señor, bajo el techo de la Compañía. Te necesitamos; hay tantas crisis de fe, tantas interpretaciones sofisticadas con apariencia de científicamente teológicas... Se llega hasta el desprecio de la piedad, considerando esas manifestaciones de una fe sólida e ignaciana como ñoñerías antiguas, devociones supersticiosas. «Y mi alma quedará sana». Señor, no permitas que la Compañía ceda en este punto y degenere de lo que fue San Ignacio y deseó fuese la Compañía. Mirando de hito en hito esa hostia blanca, caigo de rodillas, y conmigo los 27.000 jesuítas, diciendo como Santo Tomás desde el fondo del alma y con fe inquebrantable: «Señor mío y Dios mío» (Jn 20,28). El cuerpo de Cristo me guarde para la vida eterna
Con los ojos fijos en la hostia consagrada, mientras la presento al Hermano, que me acompaña y que ocupa el lugar de todos los jesuítas. Como los discípulos que vieron a Jesús mientras se lo mostraba Juan Bautista. Allí veían un hombre..., aquí vemos solamente un trozo de pan. Un acto de fe verdadera: creer contra lo que se ve; el acto de fe en la Eucaristía: «es duro este lenguaje, ¿quién puede escucharlo?» (Jn 6,60). No, Señor, no es duro creer este misterio eucarístico; es más bien motivo de inmenso gozo: «Señor, ¿adonde vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6,68).
Señor, custodia a toda la Compañía, custodíame a mí especialmente, ya que me has dado este encargo de tanta responsabilidad. Comunión comunitaria: identificación con Cristo. Alimento que no es transformado, sino que transforma. Cuerpo de la Compañía cristificada: todos unidos y convertidos en un mismo Cristo: ¡qué mayor «unión de corazones»! «Para mí la vida es Cristo» (Flp 1,21) ahora más que nunca. ¡Qué bien podríamos aplicar aquí las palabras de Nadal!: «Acepta y ejercita con diligencia la unión con que te favorece el Espíritu del Señor respecto a Cristo y a sus potencias, de modo que llegues a percibir espiritualmente que tú entiendes por su entendimiento, quieres por su voluntad, recuerdas por su memoria y que tú todo entero, tu existencia, tu vida y tus obras se realizan, no en ti, sino en Cristo. Esta es la perfección suma de esa
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«Ecce Agnus Dei»
vida, fuerza divina, suavidad admirable» (Nadal, Jerónimo: Orationis Observaciones, n°. 308, p. 122). Así identificada la Compañía y cada uno de nosotros con Cristo, nuestro trabajo apostólico y la ayuda a las almas será más eficaz: nuestras palabras serán las de Cristo, que conoce en cada momento la palabra que conviene, nuestros planes y modo de apostolado será precisamente los que el Señor nos inspire, con lo que siempre contaremos con su eficacia... Una Compañía de Jesús verdaderamente de Jesús, identificada con Él... «Bettedictio Dei
Omnipotentis»
Qué consuelo y emoción la de sentirme identificado con Cristo y dar la bendición, su bendición, a la Compañía universal, una bendición que será eficaz. A vosotros, operarios, repartidos por todo el mundo, en medio de tantas dificultades; a vosotros, los que estáis atados por la enfermedad al lecho del dolor y ofrecéis vuestra oración y sufrimientos por las almas y la Compañía; a vosotros, superiores, que tenéis una responsabilidad tan pesada y un cometido tan difícil en los días de hoy; a vosotros, los formadores, que estáis modelando la Compañía del mañana; a vosotros, hermanos coadjutores, que en un momento tan decisivo de nuestra historia estáis atravesando una tan profunda transformación y que con tan gran empeño y devoción estáis sirviendo a la Iglesia en la Compañía de un modo a veces tan oscuro y tan callado; a vosotros, jóvenes escolares y novicios, en quienes la Compañía tiene puesta su esperanza, pues os necesita, y que debéis ser hombres completamente dedicados a la Iglesia y a las almas en la Compañía e imbuidos del espíritu de Ignacio del modo más perfecto posible; a vosotros, muy especialmente, los que vivís en países privados de la verdadera libertad y que debéis sentir que la Compañía está muy cerca de vosotros y estima vuestra vida difícil; a todos, hasta el último rincón del mundo, hasta la habitación más oculta, os bendiga Dios omnipotente, Padre, Hijo y Espíritu Santo. La Misa ha terminado. Id y encended el mundo.
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ULTIMA MEMORIA
TESTAMENTO CREYENTE DEL R ARRUPE
Meses antes de que el Padre Arrupe se sumiera en las oscuridades de la inconsciencia, siempre con misteriosos momentos de lucidez, Pedro Miguel Lamet pasó una temporada en la Curia Gcneralicia de la Compañía cié Jesús, en Roma, dedicado a conversar con el enfermo. Día tras día, redactaba, con la mayor precisión posible, las palabras cruzadas con el Padre Arrupe, además de unos certeros comentarios relativos al momento del enfermo, a la naturaleza de la materia tratada y, en fin, a relaciones con determinados aspectos del contexto humano, eclesial y jesuíta de cuanto acababa sobre el tapete. Algunos momentos de ese diario de las conversaciones entre el entonces joven Lamet y el anciano Arrupe están publicados en la biografía ya citada. Ahora, sin embargo, ofrecemos el conjunto del material como «última memoria» del Padre Arrupe: así trasladamos a los lectores, como quien entrega algo sagrado, lo que pensamos constituye «el testamento creyente» del enfermo romano. Comprenderá quien haya llegado hasta aquí la esmerada relación entre las tres partes de la obra: lo interior justifica lo exterior, y todo ello alcanza su eclosión en este testimonio fascinante de un hombre, humanismo creyente, que contempla interioridad y exterioridad propias desde la atalaya misterio2l