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El Autor y su Obra

Pascal

Gabriel Albiac

NOVA

índice

La pasión del ju e g o .................................................... C ro n o lo g ía .................................................................... Aquel insom ne juego de la c ie n c ia ........................ Como una persislente pesadilla ............................ A.M.D.G.: Los que juegan a ganar .......................... El asilo de los locos .................................................. E p ílo g o ............................................................................. N o ta s ................................................................................. B ib lio g rafía .....................................................................

11 27 35 65 85 99 121 122 127

«Hubo un hombre que, a los doce años, con barras y redondeles había creado las matemáticas; que, a los dieciseis, había realizado el más sabio tratado sobre las cónicas que se viera desde la antigüedad; que, a los diecinueve, redujo a máquina una ciencia que existe toda entera en el entendimiento; que a los veintitrés, de­ mostró los fenómenos de la pesadez del aire, y destruyó uno de los grandes erro­ res de la física antigua; que, a esa edad en que los hombres comienzan apenas a nacer, habiendo acabado de recorrer el círculo de las ciencias humanas, se aper­ cibió de su nada e hizo girar sus pensa­ mientos hacia la religión; que, a partir de ese momento y hasta su muerte, que acaeció en su trigésimonono aniversario, continuamente enfermo y plagado de su­ frimientos, fijó la lengua que hablaron Bossuet y Racine, dio el modelo de la más perfecta ironía como del razonamiento más poderoso; y que, Analmente, en los breves intervalos de sus males, resolvió como distracción uno de los más altos problemas de la geometría y dejó caer sobre el papel pensamientos que son más divinos que humanos. Este genio aterra­ dor se llamaba Blaise Pascal.» (Chateaubriand) «He cometido el peor de los pecados que un hombre puede cometer: no he sido feliz. Que los glaciares del olvido me arrastren y me pierdan despiadados.» (Borges).

Todo suicidio es apasionante. Tanto más, cuanto más atroz y rigurosa es su forma. Lo que sigue no es sino la trabajosa historia de un suicidio.

La pasión del juego

Fin del juego Tras la muerte de M. Pascal, una vez que fu e abierto, se encontraron el estómago y el hígado putrefactos v los intestinos gangrenados, sin que fuera posible saber con exactitud si esto había sido Ia causa de los dolores de cólico o bien el efecto de ellos. Pero lo más peculiar se pro­ dujo en el momento de la apertura de la cabeza, cuyo cráneo resultó no tener otra sutura que la lamboidea. Io que aparentemente había sido la causa de los grandes dolores de cabeza a los que se viera sometido durante su vida. Es cierto que había poseído antaño la llamada sutura frontal: pero como quiera que ésta permaneció abierta mucho tiempo durante su infancia, como suele acontecer en esta edad, al no poder volver a cerrarse, se había formado un callo que la había recubierto por completo y que era tan considerable que podía fácilmente percibirse al tacto. En lo que a la sutura coronaria se refiere, no te­ nía el menor rastro de ella. Los médicos absentaron que se encerraba en él una prodigiosa abundancia de cerebro, cuya sustancia era tan sólida y condensada que ello les hizo juzgar que ésta era la razón por la cual, al no poder cerrarse la sutura frontal, la naturaleza se había ocupado de ello mediante ese callo. Pero lo más notable que obser­ varon, y a lo cual se atribuyeron en concreto su muerte y los últimos accidentes que ¡o acompañaron, fue aue había en el interior del cráneo, frente a los ventrículos de! cere­ bro, dos impresiones, como de dedo sobre la cera, que es­ taban llenas de una sangre coagulada y pútrida que había comenzado a gangrenar la duramadre .'

Fin de juego, pues. En el instante preciso —a fin de cuen­ tas, más sórdido que patético—, del cual Marguerite Périer 11

La pasión del juego

levanta acta literal y terrible en su meticulosidad mezquina, en que finalmente queda cumplimentado ese largo apren­ dizaje de la muerte rigurosamente edificada pieza a pieza que ocupara los años últimos y decisivos de Blaise Pascal, parece como si, al fin, una larga tensión no culminada, una espera insoportable y lúcida hubiera hallado bruscamente la calma. Fin de juego. Lo hemos perdido todo, definitiva­ mente —y, bien lo sabemos, no de otra cosa se trataba. Fin de juego: la mesa abandonada y silenciosa, mi espejo, el de mi mundo; ríen ne va plus\ todo disuelto en sangre seca y pútrida; ríen ne va plus; fin, oh si, fin desgarrado del juego. La muerte es una mala jugadora, la peor de todas, la que no sabe ganar; al menos en cristiano la pala­ bra muerte no tiene el rostro hermoso (hubo otros tiempos, otras muertes, hubo Patroclo y Aquiles, hubo Empédocles y las blasfemias de los dioses, fue hace mucho, todo lo que me queda es el recuerdo de un olvido irreversible...). Es ahora ese cuerpo desarmado y penoso el que me retiene al borde de la escritura, ese cuerpo roto, amasijo de gangrena y miseria, esa cochambre mugrienta sobre una mesa de autopsia, lo que hoy me hace evocar los nombres sibilinos y diamantinamente hermosos que un viejo griego, hoy perdido sin remedio, otorgara a la espera de una muerte bella. Vana esperanza. Para el cristiano la muerte es sólo horror y sólo muerte. Con ella el mundo, definitiva­ mente, abandona el horizonte. Fin de mi cuerpo que es el Jin del mundo; no hay más mundo que el mío, más juego que el de esta mesa odiada en que me odio repetido y uná­ nime. (•Cada cual para s í mismo es un todo, puesto que. una vez muerto, todo ha muerto para mí»2). Recuerdos descuajeringados de una vida imposible • abrir un capitulo nuevo en la historia del pensamiento filosófico.'0

Un tal sentido del pathos que todo lo arrastra a su paso, no puede menos, en efecto, que resultar insoportable desde el equilibrio sereno de la mirada cartesiana. Pero, más allá de la incompatibilidad de los caracteres —esa incom­ patibilidad que frustará, a buen seguro, sus dos únicas entrevistas " —. es la estructura misma de sus concepcio­ nes teóricas más claves, la trama invisible que aleja irre­ misiblemente a dos espíritus cuya grandeza primera es quizás la de haber forjado paradigmáticamente la ima­ gen de la cara y la cruz de la modernidad. Lejos del clima de ocio apacible en que el joven Pascal (acuciado, eso sí, de continuo por la enfermedad. —pero ese es otro tema—) desarrolla su actividad teórica, en un clima en que actividad científica y divertimento lúdico no son diferenciables, el segundón Descartes, él que ha cono­ cido todos los avatares grises de quien, a través de mil actividades, ha de ganarse laboriosamente su propio bie47

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nestar material, con una persistencia que los suyos mismos tal vez no pueden considerar sino como humillante Lejos y. muy probablemente, resentido ha de sentirse el viejo ante el joven discípulo mimado por la suerte. Esc Descartes que. poco a poco, se ha labrado con dureza y persistencia (y en toda persistencia yace un peso inconfesado de humillación silenciada y de rencor latente), un prestigio y una seguridad tan altos como costosos, ese Des­ cartes —digo— contempla al joven Pascal —no es difí­ cil imaginarlo— con mirada cansada y prevenida: nada halla en el estilo de pensar del otro, en su diletantismo exquisito y levemente displicente,que le pueda ser común, nada en esta práctica señorial con que el joven Pascal acomete el más delicadamente elegante de los juegos (aun cuando sea con tanta frecuencia, ese juego, no otra cosa que antídoto contra el dolor insoportable), que no le aparezca como la máscara, apenas velada, de la más notoria frivo­ lidad. Descartes quiere, necesita, resultados tangibles en toda actividad científica, y a por ellos va directamente, con avidez de ganador perpetuo. Pascal se alarga, indolente, en el placer del texto, de la búsqueda, de la espiral loca y autosuficiente del estilo. ¿Los objetivos? |Y qué más da! Los resultados —cosa muerta— se publican si así place, o. si no, se guardan tranquilamente en el cajón, para el círculo de amigos con quienes charlar en las tardes de lluvia gris de rué Monsieur-le-Prince o Port-Royal des Champs. «Sólo el combate nos agrada, no la victoria».13 Penosa es, en verdad, la tarea de artesano de aquel que empeña su vida en pretender vivir como un profesional de lo científico. Para hablaros con franqueza de la geometría, la considero el más alto ejercicio del espíritu; pero, al mismo tiempo, la se tan inútil que hago pocas diferencias entre un hombre que no es más que geómetra y un artesano. Digo también de ella que es el más bello oficio del mundo; pero, a fin de cuentas, nada más que un oficio; y suelo decir que es buena para entrenarse, pero no para gastar en ella nuestra fuerza: de tal modo que no daría yo dos pasos seguidos por la geometría .14

Dandismo soberano del joven genio que. cuando al 48

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Fin se decide a publicar, puede, por ejemplo, llegar a hacer­ lo bajo la forma del duelo simbólico al que, bajo el sudónimo de Amos de Dettonville (último gesto de gran sefior, este rehuir la exhibición demasiado manifiesta), desafiará, en 1658, a los matemáticos de su tiempo, mediante la pro­ puesta de un problema que él se sabe insolentemente único en poder resolver. La obra de Descartes huele a sudor; la delicada Filigrana mínima de Pascal sólo trasluce, a veces, sangre.15 Creo, sinceramente, que Descartes debió odiar mucho al joven Pascal. Motivos para ello no le faltaban. Algún que otro fragmento de su correspondencia con Mersenne no deja de dar pie para pensar que así ha sido. Como aquel, por ejemplo, en que, malévolamente, deja caer que tal vez haya que buscar en Etienne Pascal al verdadero autor de los escritos atribuidos a su hijo. Más motivos de resenti­ miento hubiera tenido si tan sólo se hubiera sobrevivido a sí mismo un par de décadas —Iqué inmensa la fortuna la de Descartes: desaparecer en el momento preciso, incues­ tionado, en el pináculo de la gloria y justo en la antesala del derrumbamiento!—. Hubiera visto entonces, con horror previsible, al bordador de efímeros encajes triunfar, silen­ cioso, sobre ese macizo edificio de la Mathesis Universalis que debiera haber sido pilar de toda ciencia futura. Geneviéve Rodis-Lewis ha subrayado,16 justamente, cómo, al publicar sus Principia en latín, la aspiración de Descartes no ha sido otra que la de proporcionar la clave última de toda ciencia, que pueda constituirse en base de la ensefianza en los Colegios. Las ..-osas no han sido tan lineales como Descartes parece haberlo esperado, y ya en 1647. al publicar su traducción francesa, Descartes, que tiene en mente las primeras divergencias y distorsiones que entre sus discípulos se han producido en torno a la in­ terpretación de la teoría general, recomienda encendida­ mente a sus lectores que no me atribuyan jamás ninguna opinión a no ser que la encuentren expresamente en mis escritos, y que no acepten como verdadera ninguna, ni en mis escritos ni en los de los demás, a no ser que vean que se deduce muy claramente de los verdaderos princi­ pios.'7 49

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La advertencia es, sin duda, honesta, pero tras ella apunta otra más radical, que Malebranche no tardará en plantear: ¿bajo qué condiciones y a qué precio es posible ser cartesiano? —Para darle una respuesta que anuncia ya algo más que una simple «heterodoxia»: No hay que creer en Descartes bajo palabra, sino leerlo, como él mismo nos aconseja, con precaución, examinando si no se habrá equivocado y no creyendo de lo que dice nada más que aquello en lo que la evidencia y los repro­ ches secretos de nuestra razón nos obliguen a creer. ’8

No parece, en cualquier caso, nada claro que una tal actitud tenga mucho que ver con el llamamiento mediante el cual Descartes exhortara a sus discípulos a continuar «durante varios siglos» el desarrollo concreto de sus prin­ cipios universales. Ni mucho menos, que Descartes haya podido imaginar siquiera que tan sólo una vientena d e años d e sp u é s d e su m u erte, la o b s e n ’ación establecerla la velo­ cidad fin ita d e la luz. sien d o a s í q u e s u transm isión in sta n ­ tánea era para é l una ta l c e rtid u m b re q u e ‘estaría d isp u esto a confesar, s i s e probara lo contrario, q u e n o sabía nada d e filo s o fía . '9

Suavemente el mundo todo de las certidumbres carte­ sianas se desmigaja en el pobre plazo de veinte o treinta años. La rehabilitación newtoniana de la «oscura» noción de atracción acabará de arruinar aquella p h y siq u e d u p lein . en cuyos torbellinos buscara testarudo refugio Descartes frente a las concretísimas experiencias pascalianas acerca del vacío. Una época toca a su fin; y en esta hecatombe pre­ visible, Descartes no es el primero de los modernos, sino tal vez el último de aquella raza antigua de los que desea­ ron ser modernos. Bien claro está, de entrada —y eso Leibniz lo ha pre­ sentido en la carta que. sobre la ordenación de los escritos matemáticos de Pascal, escribiera a Etienne Perier—, que lo que subyace a toda la matemática pascaliana es, muy precisamente, la voluntad de oponer un método nuevo (aquel que. muy caóticamente, tiene sus raíces en Desargues). frente a otro ya existente (el de la M a th esis Vniversalis cartesiana); y para ser más concretos, oponer una 50

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geometría pura como alternativa al álgebra pura. Descar­ tes no se ha engañado ni un solo instante acerca del radical peligro que el olímpico desprecio mostrado por el joven Pascal, desde el Tratado de las Cónicas, hacia el análisis especioso cartesiano y su reivindicación de una geometría proyectiva, entraña para la totalidad unlversalizante del método que es suyo. Acometer la tarea de elaborar una nueva geometría, ajena en todo a la preeminencia del álgebra cartesiana, es un golpe particularmente duro para una disciplina que aspira a dar la clave de la resolución matemática de todo saber. Descartes es consciente de ello, y acusa el golpe. El tono de la carta a Mersenne. en que rezonga que «se podrían proponer un montón de cosas sobre las cónicas que un chaval de dieciséis tendría bas­ tantes dificultades para solucionar», constituye, por sí solo,una buena huella del impacto. El encuentro de 1647 entre los dos personajes, un Descartes en el apogeo de su gloria y un Pascal ya lacerado fuertemente por la enfermedad, no arreglará, natural­ mente, nada de nada, y, por el contrario, tendrá la virtud de enconar las cosas, generando la sórdida historia del «plagio» de la experiencia del Puy-de-Dóme sobre la presión del aire y el vacío; plagio del que Descartes acusará —sin aparente fundamento sensato— al joven científico, y que hará, definitivamente, acabar todo a la gresca. Garó que. antes de llegar a este punto de emponzoña­ miento, el problema de las cónicas nos permite observar, en estado transparente, las profundas divergencias, aún estrictamente teóricas, que abren un abismo entre dos modos de pensar a cuya base operan dos contrapuestas metafísicas. Bien manifiesto resulta que lo que está detrás de la polémica es bastante más que la cuestión —al fin y al cabo un tanto secundaria— de saber si un problema matemático concreto es más económicamente resoluble mediante reducción algebraica o por operación geométrico-proyectiva. Lo que se juega tiene un calibre muy dis­ tinto, y éste no es otro que el fundamento mismo del sistema cartesiano: ¿tiene valor universal la reducción algebraica?, ¿es verdaderamente factible la asimilación prometida de todos los ámbitos del saber a vanantes de una sola ciencia general? ¿No está. así. el universo teórico 51

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todo constituido por otra cosa que el juego de variaciones de una sola matemática universal, expresión infalible del Dios Geómetra? La multiplicidad de los objetos de in­ vestigación. ¿no tendrá más contrapartida que la diversificación de un ámbito de saber idéntico en sus reglas úl­ timas? Problema metafísico clave, en el que se pone en juego algo que constituye, tal vez. el tema central de la especulación postrenacentista: ¿de dónde la homogeneidad del mundo?, ¿porqué su cognoscibilidad? En su respuesta. Descartes es pobre y pregalileico. Tratar de recuperar la idea de una ciencia universal no puede ser —Cassirer lo ha mostrado con precisión— sino un retorno a los ensueños confortadores de los adversarios aristotélicos de Galileo. En Descartes revive una vez más el postulado metafísico de llegar a abarcar y agotar con el pensamiento, de una vez para siempre, toda la extensión del ser. 19 Pascal —y tal vez sea esa su específica grandeza como científico, o más bien, como teórico de la ciencia— ha captado muy bien, desde el primer momento, el carácter ilusorio de este método universal, sencillo y atractivo, sí, pero de aspiraciones excesivas y, por tanto, a fin de cuentas, ilusorio.90 Para sustituirlo con algo mucho menos claro y distinto —y, sobre todo, mucho menos ambicioso e impecable: la multiplicidad de los métodos, regionalizados según la esfera a estudiar, aunque, eso sí. nudeados por el carácter geométrico de su sistema deductivo. La referencia a los trabajos de Jean Mesnard parece, en este punto, obligada: Contrariamente a Descartes, que se considera en condi­ ciones de hacer surgir la totalidad del saber de una prime­ ra verdad. Pascal concibe, a partir de principios diversos, cadenas múltiples de deducción, constituyentes de un saber discontinuo: de ahí la razón de su rechazo de la metafísica y de la muy positiva idea que se hace de la cien­ cia. Ahora bien, una multiplicidad de cadenas de deduc­ ción todas ellas dotadas de igual solidez, fundamentadas v desarrolladas, p u ede llegar a plantear conclusiones con­ tradictorias. Y asi. nos vemos precisados a afirmar al mismo tiempo la miseria y la grandeza deI hombre. Esas contradicciones deben ser suprimidas. El método geomé52

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trico es impotente para ello, como lo es, incluso, la razón en general. Sin duda, la revelación nos proporcionará, al respecto, un nuevo principio que permita realizar la unión de contrarios,2'

Lo que Ciencia se llevó De pronto y sin previo aviso, la equilibrada armonía carte­ siana ha venido a dar abiertamente de bruces. El mundo ha dejado, sí. de «estar bien hecho», para pasar a mostrarse bajo una máscara incomprensible (y, por tanto, monstruo­ sa). El espanto (lafrayeur) toma el relevo de la claridad y la distinción. Se comprende ahora el porqué del «terror» ante los «espacios infinitos» del más célebre de los frag­ mentos pascalianos. Lejos, para Descartes, de ser terrorí­ fico. el Universo Infinito no resulta sino un modelo matemá­ tico del orden armónico, que el Dios geómetra rige con precisión implacable. En Pascal, esa convicción rassurante se ha perdido para siempre. Y así, cada uno de sus descu­ brimientos no vendrá sino a añadir un nuevo horror a esta vertiente monstruosa de un mundo hundido en la dulce desesperanza del caos más estricto. «Descartes inútil y falso»,22 «escribir contra los que profundizan excesivamente en las ciencias: Descartes»23 —anotará, con pasión, el solitario entre los solitarios de Port-Royal. Desde mucho antes, cuando aún Port-Royal no se dibuja siquiera en su horizonte, Pascal ha comprendido en su rechazo de los ensueños cartesianos, el tremendo vacío de fundamentación al que las prácticas científicas van a quedar irremisiblemente abocadas. Y, antes de des­ trozar definitivamente sus juguetes de estos años, va a lanzar sobre ellos una última mirada, llena de una ternura triste y de regusto amargo. Extraño a la voluntad cartesiana de buscar la huida de la catástrofe mediante el recurso a la fundamentación metafísica del saber universal —y. con él, del mundo que es su doble—, Pascal se lanza ya en picado a la minuciosa desintegración de los últimos restos del mundo cerrado y confortable. De esta actividad aplicada y tozudamente si

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impía van a ser consecuencia inmediata los dos grandes ejes del pensamiento pascaliano de los últimos años: a) la pérdida de identidad del hombre en el (arruinado) orden del cosmos; b) la absoluta transmutación de los prin­ cipios de verificabilidad científica. Sólo Pensamientos culminará el primer proyecto; bás­ tenos decir aquí que su lúcida consciencia ha marcado la vida de Pascal con una huella de rigurosa desesperanza, pocas veces en la historia del pensamiento occidental planteada con tan frío rigor y tan hondo sentido trágico. En lo que al segundo concierne, una somera revisión de su forja tal vez pueda revelarnos un pathos no menos riguroso ni trágico. El criterio cartesiano de verdad es un criterio explí­ citamente positivo; para decirlo todo, tal vez el más positivo de cuantos criterios de verdad haya producido la historia de la filosofía. Dícese verdadero de aquello que se ajusta a esa norma infaliblemente omniabarcante de la claridad y de la distinción. Todo es matemática al fin. y en idénticos procesos de sistematicidad se resume el inmenso mundo. La implicación de predominancia de una metafísica que sus­ tente, a su vez, todo el aparato de una tal Mathesís. apa­ rece clara. Siervo en este punto, como en tantos otros, de lo más aburrido de la tradición escolástica. Descartes trata, por todos los medios,de hallar esta fundamentación filosófica de toda ciencia y de sustentarla sobre bases inamovibles. Tal es su grandeza y tal también su miseria. Ultimo hombre «premoderno» (nada hay más anticuado que un moderno, salvo, tal vez, alguien empeñado en ser moderno), Descartes no acierta a sospechar que quizás la • única solución del nudo gordiano filosofía-ciencia, cienciafilosofía está en romperlo de un tajo y en mandarlo, de una vez por todas, a mejor vida. No es el menor de los méritos de Pascal el haberlo comprendido perfectamente así y haber puesto manos a la obra. Un historiador perspicaz de la ciencia, como Pierre Raymond. no duda en señalarlo como su mérito más acabado en este terreno. Pascal —escribe Raymond— es uno de los raros filósofos franceses del siglo XVII que rompe la relación de fundamentación entre filosofía y ciencias. E l prefacio al Tratado 54

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del vacío es ejemplar al respecto: teología y filosofía repetitivas por un lado y ciencias evolutivas por otro. Y la intervención filosófica tiene lugar tan pronto en prove­ cho de la religión, como de tas ciencias. Pascal sustituye la metafísica cartesiana por una intervención filosófica espiritualista o materialista. Diversos efectos episte­ mológicos de esta alianza antiidealista son registrables en su obra: liberación de los conceptos de vacío y de infinito, formación de la categoría de sistema teórico.24

La pretensión cartesiana de «universalidad» —última herencia metafísica del fallido intento de construir el uni­ verso como totalidad racional— se va definitivamente al diablo. Pascal está decididamente demasiado inmerso en la realidad de la práctica científica como para poder permitirse la creencia en panaceas epistemológicas. Cien­ cias Generales, Matemáticas Universales y otras hierbas salvífícas. Pero, ¿qué queda de aquella pasión de comprender. forma más alta del juego del gentiihomme, una vez que la ambición homogeneizadora de la Mathesis Universaiis ha quedado arruinada? ¿La dispersión regional de los sabe­ res científicos (o no) autónomos? Pero, ¿cómo establecer su coherencia, entonces?, ¿cómo garantizar su cientificidad? La respuesta pascaliana es clara, tal vez demasiado clara; antes que Spinoza, Pascal lo ha dicho; no hay más cri­ terio de coherencia discursiva ni más método universal que la susceptibilidad de geometrización. Más difícil que formularla, será el ponerla en funcionamiento: hacer de tal principio una guía funcional para el desarrollo de los distin­ tos niveles del saber. La Física, ante todo. Si hemos de creer las formula­ ciones epistemológicas —por lo demás, de una notable nitidez— de De l'Esprit Géométrique y del Prefacio al Traité du Vide, las cosas parecen transparentes: no hay lugar a discurso científico que no sea el construido por medio del más riguroso método axiomático-deductivo. Es así que la Física escapa a este principio, ergo... Es una vez más, sin embargo. la actividad científica directa de Pascal la que viene al quite de una tan rigurosa epistemología, introduciendo a su autor en un laberinto de 55

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contradicciones, no siempre explícitamente resueltas. Una y otra vez lo vemos rebelarse contra sí mismo, revol­ verse contra el principio inamovible de relativización de las ciencias de la naturaleza por su metodología exigido, y retornar una y otra vez a la espontánea certidumbre de una actividad a la que él mismo ha privado de todo fun­ damento. Veámoslo, así, polemizar con el jesuíta Noel —viejo maestro de Descartes— acerca del vacío. Se trata, por lo demás, de una polémica en todos los planos —y no menos que en otros, en el psicológico— interesante: primera refriega del futuro autor de las Provinciales con un repre­ sentante cualificado de la Societas Jesu\ las heridas que ha dejado abiertas no son, probablemente, extrañas a la causticidad de las Petites Lettres. Observémoslo en el acto de arremeter, con toda la pasión segura del portador de la «verdad» científica. Oigámoslo anatemizar al «buen padre», en nombre de la «absoluta certeza» de los postu­ lados físicos. ¿Dónde han ido a parar los presupuestos precautorios en que la Física fuera designada como activi­ dad no rigurosamente susceptible de explicitación hipotético-deductiva? Sin duda, en el calor de la polémica frente a las martingalas escolásticas de Noel acerca del vacío, Pascal tiene toda la razón del mundo al tratar de aplastarlo bajo un alud descomunal de sistematicidad experimental. Pero ello no salva lo peliagudo del problema metodológico así planteado: ¿es, sí o no. la Física una verdadera ciencia? Pascal —vamos a verlo— oscila aquí según los contextos, y la solución radical del problema permanece indefinida. Claro está que no se trata aquí de disminuir en nada la operatividad del tono polémico por Pascal puesto en fun­ cionamiento. Muy al contrario. Ni de pretender suavizar la ducha enorme que recibe el Padre jesuíta —que bien merecida se la tenía y bien a pulso se la ganó—. Sino de dejar lo más claro posible que. al machacar sin piedad al p ire Nóel. Pascal está —conscientemente o no— violando el propio principio de prudencia y relatividad por él pro­ puesto en el terreno de la Física. El problema de partida es bien conocido. Arrancando de la experiencia de Torricelli, Pascal llega a la conclu­ sión, estrictamente experimental, de que el espacio en que 56

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la columna de mercurio de un tubo invertido en una cubeta del mismo material desciende, no es ocupado por aire ni cuerpo otro alguno; que, por consiguiente, en esa parte superior de la cubeta se ha producido un vado. Llamando en su auxilio a todas las huestes del saber físico escolástico, Noel emprende dura batalla, tratando de «demostrar», mediante argumentos apriorísticos, la imposibilidad del concepto de «vacío» y la necesidad de suponer la existencia de un misterioso «éter» que, de forma no menos misteriosa, atravesando sutilmente las paredes del tubo de cristal, se ha introducido en su interior. De qué lado se decanta la razón y la realidad es hoy algo muy fácil de establecer, desde una perspectiva, la nuestra, en que las martingalas pseudofísico-metafísicas de Noel sólo pueden mover a la sonrisa. Las cosas fueron muy distintas en el siglo XVII, hasta tal punto que el propio Descartes se considera obligado a intervenir en favor de su antiguo profesor, frente a la «cabeza vacía» del joven Pascal, proponiendo a éste el problema —entonces nada irrisorio— de cómo diablos, si el tubo estaba vacío, podía la luz pasar a través de él. La respuesta de Pascal es toda una lección de rechazo del entretejimiento Física-Metafísica que opera aún en Des­ cartes como cordón umbilical que lo une a la tradición que él mismo cree superada. Delimitemos los campos, exige Pascal, no pidamos a una ciencia más que las explicaciones que entran dentro de su ámbito estricto, renunciemos —si es que realmente queremos ejercer una actividad cientí­ fica concreta— a las grandes explicaciones universales; éstas pueden tener un lugar en el ámbito de otras disci­ plinas, no en el limitadísimo de la Física. Considerad —escribe Pascal—. os lo ruego, cómo podría sernos posible llegar infaliblemente a la conclusión de que la naturaleza de la luz es tal que no puede subsistir en el vado, cuando es así que, en realidad, ignoramos absolutamente la natu­ raleza de ¡a luz. Y tal vez ésta permanezca eternamente desconocida para nosotros. Agnosticismo, sin duda al­ guna admirable desde el punto de vista metodológico, éste que consiste en remitirse, sin más pretensiones de genera­ lidad, a la constatación de un experimento bien hecho, ne­ gándose a tratar de pasar aún a la elaboración de una Teoría Universal, para la que se carece de elementos sufi57

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Aquel insomne juego de la ciencia

PENSEES D E

M- PASCAL S U R LA R E L I GI ON, ET SUR. Q J J E L Q U E S

AUTRES

SUJETS.

I.

Contre tZndijference des AthéeS. U e ceux qui combattenc la Religión apprennent au moins quelle elle cft avanc que de la combattfe. Si ccttc Religión le vantoic d’avoir une ____ vcuc elaire de Dicu , & do le poífeder Cabezal de los Pensamientos.

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cientes. Y, ¿qué tiene que ofrecer Descartes frente a los hallazgos experimentales de Torricelli-Pascal? Conviccio­ nes metafísicas injustificadas, que hacen de la negación de la existencia del vacío «una directa consecuencia de la con­ cepción cartesiana de la extensión como atributo de la sustancia corpórea»;26 aburridos argumentos de coheren­ cia lógica apriorística; su propia autoridad intelectual, tal vez. Bastante poca cosa, a fin de cuentas. No son de pequeña importancia esta polémica y los dis­ tintos tonos que. en ella, adoptan los contendientes. La liquidación de la «amalgama» Física-Metafísica es una tarea de primer orden en el proceso de surgimiento de las ciencias y de su progresivo despegue respecto de la Tra­ dición escolástica. Contra Descartes, Pascal es un fino tra­ zador de lindes, de fronteras (Althusser lo ha señalado con certeza en alguna ocasión) entre Física, Metafísica y Religión. Gilberte Périer atribuye a su hermano la si­ guiente fórmula que, en este caso, parece ratificada por numerosos fragmentos de Pensamientos: No puedo per­ donar a Descartes, porque, habiendo querido en toda su filosofía prescindir de Dios, no ha podido evitar el recurrir a él para que dé un papirotazo inicial que ponga el mundo en movimiento. Lo que. como lo señalará Arnauld, más que una incoherencia del cartesianismo, viene a ser, a fin de cuentas, su verdadero hilo conductor: Toda la física de los cartesianos está hasta tal punto apoyada sobre la existencia de Dios, que Este es, por asi decir, la piedra angular, cuyo contrario una vez supuesto, todo el sistema se viene abajo?* Y no deja de resultar a primera vista paradóji­ co que haya sido precisamente un pensador tan profunda­ mente religioso como Pascal el primero en hacer una tal su­ posición demoledora. Aniquilado el intento cartesiano de pasar sin transición del yo al mundo y a Dios, Pascal tiene la radicalidad —quizás única en los medios cartesianos (y an­ ticartesianos que, al fin, es lo mismo)— de proclamar el es­ cepticismo i*Le pyrrhonisme est le vraif9) como única ver­ dad de la filosofía. Decir a las personas carentes de fe y de gracia —escribirá en Pensamientos— que no tienen más que mirar la menor de las cosas que las rodean para ver a Dios a cara descubierta y darles como única prueba de tan grande e importante tema el curso de la luna, de los SO

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planetas, y pretender haber acabado su prueba con se­ mejante discurso, es darles motivo para creer que las pruebas de nuestra religión son bien endebles, y mi razón y mi experiencia me muestran cómo no hay nada más ade­ cuado para hacer nacer el desprecio hacia ella. 30 Y lo verdaderamente notable es que todo este esfuerzo por evitar la confusión ciencia-religión, tiene precisamente como objetivo absolutamente prioritario, salvar la auto­ nomía de la religión. Pero, en esta dialéctica, autonomía de la religión, respecto a la ciencia significa, a contrario, en una paradoja que es sólo aparente, autonomía perfecta de la ciencia respecto de la religión. Debemos compadecer —escribe, así, rotundamente Pascal— la ceguera de aque­ llos que aportan la simple autoridad como prueba en las materias,físicas, en lugar del razonamiento o las experien­ cias, y sentir horror ante la malicia de aquellos otros que emplean el simple razonamiento en la teología, en lugar de la autoridad de la Escritura y los Padres de la Iglesia. Hay que sacudir el ánimo de esos tímidos que no osan in­ ventar nada en física, y confundir la insolencia de esos temerarios que producen novedades en teología31 De ahí, desde luego, el extraño espectáculo de un Pascal que defiende, a capa y espada, a Galileo. precisamente en el mismo texto (Provincial XVIII) en que arremete sañuda­ mente contra los partidarios de la laxitud razonable en la interpretación de la Escritura. En medio de este sutil juego de absoluta libertad y perfecta sumisión (según los planos ciencia/religión). no es raro que algún cartesiano eminente del siglo pasado, confiese que él no entiende nada.32 Las dificultades, sin embargo, no han hecho más que empezar para Pascal. Rechazada la claridad del universo cartesiano, una maraña de cuestiones aparentemente inso­ lubles se abre ante él como un verdadero caos que amenaza con tragarlo definitivamente. ¿Conforme a qué criterio, en efecto, validar los enunciados de una física que. a fin de cuentas, parece ahora quedar del lado de las discipli­ nas teóricas? —No ha lugar, claro está, a la deducción formalista de un Descartes, en cuyo modelo las respuestas para todo no son sino la consecuencia de la fundamen­ tal respuesta para el todo. Pero, ¿será acaso sustituible tal modelo formal por la simple referencia a la constatación 60

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experiencial sensible? La trampa es demasiado ingenua y la habilidad experimental de Pascal demasiado sistemática como para caer en ella. No; porque con que sólo quedase un único caso sin examinar, ello bastaría para invalidar la definición genera!... Pues en todas las materias cuya prueba consiste en experiencias y no en demostraciones, no es posible realizar aserción universaI alguna a no ser mediante la enumeración generaI de todas las partes o de todos los casos diferentes.33 Lo que es manifiestamente imposible y, en todo caso, carente del menor sentido (¿qué valor tendría, una vez enunciados ya todos los casos, la formulación de una ley general? ¿Para qué podría servir* nos, una vez que hemos agotado, ya de entrada, todas las posibilidades de aplicarla?). Pero entonces, ¿qué?: ¿Ni deducción formal,34 ni inducción empírica?35 ¿A dónde han ido a parar los grandes ideales explicativos de la tra­ dición racionalista? Pues, tal vez, sencillamente, a su con­ clusión más alta y a, quizás, su formulación más precisa y asombrosa: a la aparición de algo que —como Küng lo ha señalado— parece asemejarse extrañamente a lo que. tres siglos más tarde, Popper formulará como la base del «principio de falsabilidad»: la idea, verdaderamente chocante, de que no hay más criterio de verdad que el re­ sultante de la resistencia de un enunciado a ser mostrado como falso: no debe (el hombre! tomar como verdade­ ros más que aquellas cosas cuyo contrario le aparece como falso. 36 Descubrimiento radical del valor epistemológico de la negatividadque, sin duda, subyace, más o menos conscien­ temente, a algunos de los grandes supuestos cortesianos (no hay más que ver la técnica de «gran guiñol» ton la que los grandes motivos de duda son introducidos por Descar­ tes en las Méditations métaphysiques. «mientras» no se demuestre su imposibilidad), pero de cuyo uso no creo que pueda hallarse, en todo el siglo XVII, una formulación tan explícitamente elaborada como la que nuclea la redac­ ción de esa importante carta en la que Pascal espeta tajan­ temente a Noel cómo nada de sus pruebas (a favor del pleno absoluto) podrá subsistir mientras no haya suficientemente demostrado que de la negación de los principie s sobre los que descansan se seguiría una manifiesta coitradicción: 61

A q u e l in s o m n e ju e g o d e la c ie n c ia

Reverendo Padre... sería preciso i para que vuestros argumentos fueran probatorios) que primero nos hu­ biéramos puesto de acuerdo en la definición del espacio vacío, de la luz y del movimiento, y haber puesto de manifiesto, en virtud de la naturaleza de estas cosas, la existencia de una contradicción manifiesta en la proposi­ ción según ia cual 4'la luz penetra en un espacio vacío y un cuerpo se m ueve en ella a lo largo del tiem po’". Hasta que no lo hayáis hecho así. vuestra prueba no podrá tenerse en pie.37

Fuerza es, sin embargo, constatar que, co.1 la afirma­ ción de un tal principio, los problemas que quedan abiertos son descomunales. En efecto, Baird lo señalaba en un trabajo reciente acerca de la epistemología pascaliana de la Física: No será jam ás posible satisfacer las condiciones plantea­ das por Pascal con el fin de demostrar que una hipótesis es verdadera en física. Para lograrlo es preciso mostrar que un absurdo manifiesto se concluye de su negación. Pero, dado que la física se apoya inevitablemente sobre experiencias, no es jam ás posible estar seguro de no en­ contrar un fenómeno nuevo que exija el abandono de la hipótesis mostrando que el absurdo manifiesto es tan sólo aparente. A s í pues, la física, según la expresión del propio Pascal, no puede avanzar más allá del dominio de lo 'du­ doso ' y lo 'probable', Pero lo que él llama una ‘experien­ cia decisiva', tal como la 'gran experiencia', no puede demostrar una teoría: todo lo más, probar la falsedad de una teoría, como la gran experiencia lo hace con la teoría según la cual la naturaleza aborrece el vacío ?*

La oscilación entre la m etodología radical establecida y la práctica teórica del físico Pascal, llega entonces a mos­ trarse como casi inevitable. Si de Descartes, como metafísico. puede decirse que lleva a cuestas la huella de un marcado retraso respecto de la realidad de las ciencias de su tiempo, del Pascal filósofo (quizás fuera mejor decir «metodólogo» o «epistemólogo») parece inevitable consta­ tar, al menos en este punto, el embarazo que le resulta de hallarse ante una incomodísima situación de adelanto descarado sobre el propio nivel de práctica del Pascal cien­ tífico (y. en concreto, del Pascal físico); un adelanto que nada tiene de gratificante, y que incluso amenaza con es­ 62

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terilizar y quizás estrangular esta actividad científica misma. Oscilación, en efecto, entre: — un método axiomático deductivo que relega la expe­ riencia a un papel secundario y puramente negativo. método rigurosamente afirmado en todos y cada uno de los textos metodológicos que acompañan, a modo de Prefacios, las relaciones experimentales;39 —y una anténtca fascinación de experimentador habilí­ simo ante el peso casi mágico —prodigioso hasta el asom­ bro en todo caso—, de sus experimentos. Consciente de haber planificado más y mejor que ninguno de sus contem­ poráneos estos experimentos, Pascal tiene con frecuencia, tendencia a volverse muy imprudente y a olvidar las pro­ pias limitaciones por él establecidas; a machacar, en una palabra, al adversario a golpes de «experiencia».40 Axiomatismo de ios •Prefacios» frente a experimentaiism odelos •Tratados». Difícil conjugación. No juzgo, por lo demás, improbable que la constatación de esta extraña paradoja haya constituido el verdadero primer punto de quiebra en el inicio de la gran crisis pascaliana. Porque —y habremos de justificarlo— trato, en efecto, de defender aquí que antes que una crisis religiosa, la de Pascal ha sido una crisis (la crisis) de la Razón: el descubrimiento asom­ broso de su capacidad contradictoria en un siglo que pare­ cía hecho para mostrar su coherencia. Jugando con certeza, Pascal ha tropezado, inopinadamente y sin habérselo jamás propuesto, con lo monstruoso (la verdadera frayeur): una razón que se autodestruye. Como a Edipo la de la esfinge, esa fascinación aterrada no lo abandonará ya nunca: Había pasado yo mucho tiempo dedicado al estudio de las ciencias abstractas; y la poca comunicación que en ellas es posible hallar me había hastiado. Cuando comencé el estudio del hombre, vi que esas ciencias abstractas no son propias al hombre, y que me extraviaba más de mi condición al penetrar en ellas que al ignorarlas. Perdoné a los demás por no saber nada de ellas. Pero creí encontrar al menos muchos compañeros en el estudio del hombre, y que este serta el estudio que nos sería propio. Me enga­ ñé... 41 63

Aquel insomne juego de la ciencia

Jansenius (1585-1638).

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Como una persistente pesadilla

Exilios y reinos Y todo este largo peregrinar por el casi infinito universo de la ciencia, ¿no inducirá quizá la tentación de aniquilar la autonomía de la fe, de sospechar su sometimiento a la propia razón geométrica para consumar en ella un fracaso que se adivina inevitable? Pues no. O. al menos, no direc­ tamente. Sí, tal vez, a lo largo de un tortuoso laberinto del que no hemos hecho aquí más que recorrer los primeros pasos. De momento, sin embargo, la conclusión parece más bien ser la contraria. Tal vez ello sea culpable de que tantas veces haya sido confundido el hastl> de la ciencia, que en Pascal comienza a abrirse paso desde finales de los años cuarenta, con una fulgurante «conversión», por lo demás muy acorde con la hagiografía gilbertiana. ¡La «primera conversión»! Todo el mundo habla de ella como si de la evidencia misma se tratara: Etienne Pascal se rompe en enero de 1646 una pierna; los médicos que lo atienden son jansenistas; la familia, y Blaise a la cabeza, se «convierten». Todo muy sencillo (y, con seguridad, anec­ dóticamente cierto en sus grandes rasgos). Pero muy poco consistente. En primer lugar: ¿qué puede realmente significar eso de «conversión», referido a una familia ya tan hondamente devota como la Pascal? Que sepamos, ninguno de los miembros de ella han decidido, en ese instante, «retirarse» del mundo, como lo hará años más tarde Jacqueline, totalmente (1652). y Blaise en buena parte (1654). Hablar de «conversión» me parece, pues, abusivo e impreciso. Que el primer encuentro con la doctrina de Port-Royal se 65

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ha producido en este momento es algo que. en cualquier caso, no ofrece la menor duda. La semilla queda echada y no tardará en germinar. Y. así, que la lectura de los pri­ meros textos de Jansenius, y en particular el De la reforma del hombre interior, habrá de dejar sentir vigorosamente sus huellas en la crisis de 1654, es algo que queda fuera de todo cuestionamiento. Y, de esa lectura, ¡cómo habría podido el joven gentilhombre, para quien la ciencia lo ha sido incontestablemente todo, dejar de sentirse fascinado por aquellos párrafos rotundos que van a trabajar dura­ mente, a lo largo de una década, sus ya resquebrajadas certidumbres!: Aquel que haya vencido la concupiscencia de ¡a carne... se verá atacado por otra tanto más engañosa cuanto más honesta parece. Se trata de esa Curiosidad siempre inquieta, que ha sido llamada con ese nombre a causa del vano deseo que tiene de saber, y que se ha paliado con el nombre de ciencia. Ella ha puesto la sede de su imperio en el espíritu, y allí es donde, habiendo reunido un gran número de diferentes imágenes, lo perturba mediante toda suerte de ilusiones... S i queréis reconocer qué diferencia hay entre los movi­ mientos de la Voluptuosidad y los de esta pasión, no tenéis más que considerar que la Voluptuosidad camal no tiene más finalidad que las cosas agradables, mientras que la Curiosidad recae incluso sobre aquellas que no lo son, divirtiéndose en intentar alcanzar, experimentar y conocer todo aquello que ignora. E l mundo está tanto más corrupto a causa de esta enfer­ medad. cuanto que ella se desliza bqjo el velo de la salud, es decir, fie la ciencia.,. De ahí ha venido la búsqueda de los secretos de la natura­ leza que en nada nos conciernen, que es inútil conocer y que los hombres desean saber tan sólo por el placer de saber...'

En la meditación de estos textos, que estallarán en su cabeza a partir de 1654, Pascal ha comenzado a sospe­ char algo horrible: el hundimiento de todos sus proyectos juveniles. Cuando un mundo se acaba, es preciso buscar otro, antes de optar definitivamente por el abismo. Y si la apuesta científica ha sido perdida (ha conducido 66

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al fracaso que en su inicio mismo era sólo previsible), ¿qué decir ahora de esta nueva apuesta mundana a la que Pascal va a lanzarse, igualmente, a cuerpo entero? Que ya la sabe perdida antes de iniciada. Y que, precisamente por ello, acepta el envite. El esprit de finesse va a proyectarse sobre el mundo —como, poco más adelante, va a hacerlo sobre la religión— con una pasión que no hace sino revelarnos la sed de abso­ luto que tras todo ello subyace. La muerte del padre (16S1) no va a hacer otra cosa que acentuar esta nueva posición de Blaise ante la vida. Con la relativa abundancia de medios económicos que su si­ tuación social le confiere, libre de la sombra, tal vez ama­ ble, pero, en todo caso, marcadamente autoritaria, de Etienne Pascal. Blaise, en los breves intervalos que su continua enfermedad —•desde los dieciocho años no he hecho otra cosa que sufrir»— le concede, va a lanzarse de lleno en el brillante mundo de los salones, mundo de los Méré, de los Mitton, los Roannez, mundo de los brillantes libertinos2 que pueblan la buena sociedad parisina de me­ diados del XVII, Poco a poco, el joven matemático va a ir introduciéndose en el mundo sofisticado de la delicatesse, puliendo sus aristas de geómetra y construyéndose una elegancia que no es ya sólo la del número, sino la de ese quelque chose, ese punto de fuga hacia el universo del savoirfaire que configura al nuevo gentilhomme, Pascal no se ha sentido, sin duda, muy embarazado por este juego, nuevo pero juego al fin, del libertino. Del espíritu del matemático pour le plaisir, al «hombre de espí­ ritu» reivindicado por Méré, la distancia es breve y el salto sólo requiere la presencia de ese punto estético de la f i ­ nesse que a Pascal nunca le ha faltado. Pero el paso «del exilio a la patria», invocado por Pascal entusiásticamente a sus introductores en el «mundo», no es tan sólo un tour d'esprit. Un gran señor requiere de ese despego respecto de las preocupaciones materiales, que sólo la confortabilidad económica de un patrimonio estable puede proporcionar. Dice un personaje de Lampedusa —y perdóneseme aquí el anacronismo— que «es preciso que varias generaciones hayan dilapidado media docena de patrimonios para producir especímenes» como el del jo67

Como una persistente pesadilla

Pascal, por Philippe de Champagne.

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ven libertino Tancredi. Pues bien. Blaise se apresta, a par­ tir de 1651, a tratar de dilapidar al menos el razonable pa­ trimonio de los Pascal. Lo malo del asunto es que no va a encontrarse él ante la displicentemente encantadora dejadez de los Salina lampedusianos, sino frente a la enfu­ recida mirada de los retoños femeninos de una familia de nueva burguesía —acomodada, si', mas por completo carente de ese maravilloso sentido aristocrático del dispen­ dio que subyace a la frase de Don Frabrízio del Gatop a r d o , que no pueden sino ver con algo más que mala cara las nuevas aficiones del antata más razonable her­ mano. A lo largo de tres años, la batalla será feroz. Y Blaise acabará, como siempre, perdiéndola. La muerte en el espejo Todo estallará tomando como catalizador el asunto famoso de la profesión de Jacqueline, la hermana menor, en Port-Royal. No hemos hablado hasta ahora de Jacqueline. y es tanto más preciso cubrir este hueco cuanto que. en muchos aspectos (por no decir en todos), ella ha sido, a lo largo de toda su vida, el ulter ego de Blaise, ese personaje extraordinario, quizás el único en darle, una y otra vez, la réplica y la medida exacta de sí mismo. Atados por una ex­ traña relación especular de ternura, tensión, amor, celos sin duda, de una profundidad desmesurada, Blaise y Jac­ queline atraviesan de la mano el siglo, como imágenes simétricas en las que el espejo y lo-reflejado intercambian permanentemente sus referencias. Dos años más joven que Blaise, Jacqueline ha compar­ tido con él el título de «niña prodigio», sus delicias, su drama y sus sinsabores. Si bien su genio parece haberse inclinado más bien hacia ese terreno de lo «literario» que Madame de Scudéry y más tarde Madame de Sévigné han comenzado a poner de moda entre las damas de la buena sociedad. Versificadora tan pertinaz como lamentable, dos altas glorías le han sido concedidas a la pequeña Pascal en su infantil actividad «poética»: el favor de Richelieu. que contribuirá esencialmente a la rehabilitación del padre caído en desgracia en 1638, y la consecución del premio de 69

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la Academia, bajo el patronazgo del mismísimo Comeille, en 1640. Las muestras del favor real que tal «don» ha pro­ ducido a Jacqueline son, así, prácticamente contemporá­ neas de los éxitos científicos de su hermano. Niño prodigio frente a niño prodigio. También enfermo frente a enfermo. Si Si Blaise ha comenzado, desde los die­ ciséis años a padecer los tremendos sufrimientos físicos que harán de su vida un casi continuo calvario (semiparálisis frecuentes, dolores continuos de cabeza, recaídas casi con­ tinuas en la más negra depresión...), Jacqueline va a sufrir, a los trece años, un estigma no menos marcante: la desfigu­ ración de su rostro como secuela de una viruela que está a punto de acabar con su vida. Sainte-Beuve comenta el carácter fervoroso de la joven dama que agradece, en un poema tan patético como literariamente penoso, a Dios el haber salvado la vida y haberse simultáneamente librado de su belleza física. La miopía de Sainte-Beuve, al empe­ ñarse en ver fervor apacible donde hay tan sólo patetismo desgarrado, me parece manifiesta. Nada más lejos de mi intención que el sugerir que Jacqueline haya buscado en Port-Royal la huida de una amargura física que nunca ya la abandonará. Su decisión es, sin duda,infinitamente más compleja. Pero sería igualmente ingenuo perder de vista que, a partir de este momento, la idea de abandonar el mundo ha sido una constante de su vida; constante varías veces frustrada y finalmente culminada con la profesión de 1652. Unidos (y enfrentados) ya por la «precocidad» y por la infelicidad física, Blaise y Jacqueline lo van a estar, aún más fuerte y contradictoriamente, por la religión. Hemos hablado ya de la problemática «conversión» de 1647. Jac­ queline ha estado junto a Blaise en el momento de los pri­ meros contactos con la literatura jansenista, y. más radical que él (como, por lo demás, lo ha sido siempre), allá donde su hermano no parece ver sino un interesante ele­ mento intelectual de renovación cristiana. Jacqueline ha visto un imperativo práctico directo: si la doctrina de Jansenius y Saint-Cyran es la verdad del cristianismo, entonces no queda más que una vía coherente: el desierto. PortRoyal. Y Port-Royal, con todo lo que el desierto conlleva: 70

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Jacquelinc Pascal, Angélique Soeur.

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abandono total, renuncia absoluta a lo que hasta ahora ha constituido la más dulce y gratificante de sus actividades: la «literaria». Un espíritu religioso no escribe, ora. La actitud de Blaise en todo este asunto parece haber sido, inicialmente, de una cierta inhibición embarazosa. Al fin y al cabo, fue él, sin duda, quien dio a conocer los textos jansenistas a Jacqueiine. Pero la conclusión tajantamente «pragmática» extraída por la hermana no puede dejar de colocarlo en una situación poco graciosa a él, que, pese a todo su entusiasmo intelectual por los trabajos de los «solitarios», no parece tener la menor intención (más bien todo lo contrario) de unirse a ellos y abandonar el mundo. La posición de Jacqueiine ha debido resultarle a Blaise (y no será la última vez que esto ocurra) provocadora e incómoda, al situarlo frente a una experiencia crucial que no parece tener otra función que la de poner de manifiesto su propia «incoherencia» vital (con Port-Royal, pero fuera de Port-Royal, contra el mundo pero en el mundo), esa «in­ coherencia» que Goldmann ha subrayado como la base del estallido trágico de la escritura pascaliana (su «abandono mundano del mundo»). La propia Jacqueiine ve las cosas de ese modo y no dejará de sugerir una y otra vez a su hermano lo extraño de una tal contradicción: espíritu cuyas tomas de posiciones son siempre netas y bien defini­ das, geómetra en esto mucho más que su hermano, Jacqueline no logrará jamás entender ese afincarse en la tragedia de la contradicción, que Blaise (como Racine. ese otro gran incomprendido de las gentes de Port-Royal) asume con una jinesse lúcida que llegará a todo su patetismo en los años finales, con motivo del affaire de la signature. Esa pureza terrible, cortante como una espada arcangélica, que las gentes de Port-Royal esgrimen sobre sí mismas y sobre cuantos les son cercanos, caerá una y otra vez sobre la cabeza de Blaise, manejada por la que lejos del mundo será Soeur de Sainte-Euphe'mie. Y Blaise acusará cada uno de los golpes. Primero con aspereza y rechazo, finalmente con sumisión y aceptación tremenda de la culpa. En cualquier caso, hasta el momento de la muerte del «padre severo», Blaise ha podido escurrir el bulto bastante hábilmente. Etienne Pascal se niega en redondo a oír siquiera hablar de la entrada en religión de su hija. Ya es 72

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viejo y alguien tiene que cuidarlo. Tras su muerte, que sea lo que Dios quiera, pero, hasta entonces, reclama, inapela­ blemente, su derecho de patriarca a conservar junto a sí a la hija menor (tanto más cuanto que Gilberte se ha casado hace ya algunos años y ha abandonado el hogar paterno). Jacqueline permanecerá, pues, por el momento, en el mundo, pero comienza ya esa larga tarea de autoaniquilamíento que en Port-Royal se llama religión. Blaíse debe haber contemplado todo esto con una mezcla tensa de admiración y horror, fácil de imaginar en el futuro autor de Pensamientos, pero su actitud reservada de espectador quedará rota en el año 16S1. 1651. Etienne Pascal ha muerto. Todos los obstáculos para la profesión de Jacqueline parecen suprimidos de un plumazo, y, en efecto, la joven Pascal exige de su hermano la autorización para la entrada inmediata en el convento. Y se produce lo inimaginable para Jacqueline: Blaise aduce la necesidad en que se encuentra de hacer uso de la tota­ lidad del patrimonio familiar para mantener sus propias obligaciones intelectuales y sociales, como argumento para posponerla profesión de su hermana (cuya dote de entrada en Port-Royal mermaría considerablemente dicho patrimo­ nio). Las necesidades del «gran señor» se oponen ahora frontalmente a las convicciones fervientes del cristiano y, al menos de momento, parecen triunfar sobre ellas. El drama familiar estalla. El 4 de enero de 1652, Jacqueline abandona el hogar paterno sin despedirse de su hermano, para iniciar su noviciado bajo la dirección de la Mére Angélique. Desde Port-Royal. escribe a Blaise: Necesito vuestro consentimiento y vuestra aprobación, que con todo el calor de mi corazón os pido, no para poder cumplimentar mi decisión, puesto que no son necesarios para elio, sino para cumplimentarla con alegría, con tran­ quilidad de espíritu, con paz: porque, no siendo así. resulta que realizaré la más grande y gloriosa acción de mi vida con una extrema alegría mezclada a un extremo dolor y en medio de una agitación de espíritu indigna de semejante gracia... Justo es que los demás se hagan un poco de violencia, para pagarme toda la que yo me he hecho durante cuatro años.3 73

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Coro de las religiosas de Grands Augustins de París. 74

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Las tensiones se prolongan. Las escaramuzas se suce­ den. El cariño profundo que las dos grandes animadoras de Port-Royal, las hermanas Arnauld, Agncs y Angélique, sienten hacia su novicia, les hace considerar incluso la po­ sibilidad de aceptar a la joven Pascal sin dote, a lo que ésta no se muestra (orgullo familiar obliga) muy dispuesta. La correspondencia de Jacqueline. a lo largo de estos me­ ses, da cumplida cuenta de todo este infierno que planea sobre las cabezas de los Pascal. Blaise, sometido a un desgarramiento interno en el que el cariño profundo hacia Jacqueline acaba por imponerse, aun a costa de una grave recaída en su enfermedad, aca­ bará rindiéndose sin condiciones. La Mere Angélique (una vez más la pureza gélida de Port-Royal) lo habrá aún de so­ meter a una última corrección, amarga y gratuita, en el momento mismo de capitular: No faltaba ya más que firmar. Era la antevíspera de la profesión: Pascal se dirigió hasta la reja de la clausura acompañado por hombres de negocios y notarios. Pero la Mére Angélique. que era una de las partes contratantes, se encontró demasiado indispuesta aquel día para aparecer; y, congratulándose de ello, le hizo decir que no habla prisa, que todavía tenia tiempo de meditar y que ya habría mucho tiempo después de la profesión de su hermana: lo que equivalía a decir, después de que la Casa por sí sola se hubiera hecho cargo de ella. Los hombres de negocios se quedaron muy sorprendidos por este modo de tratar el asunto. Pasad se sintió herido en su orgullo: volvió al día siguiente, encontró a la Madre en mejor estado y se apresuró a concluir la cuestión con toda clase de expre­ siones de disgusto por no poder hacer más. Mientras mantenía la pluma parafirmar, aún le decía ella: "Ya veis. Señor, hemos aprendido del difunto Sr. de Saint-Cyran a no recibir para la Casa de Dios, nada que no venga de Dios»* Desde el tumulto mundano Así están las cosas para un Pascal que no acaba de sobre­ nadar la crisis profunda a que su progresivo hastío de la actividad científica parece abocarlo. Una vez derrumbada. 75

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en efecto, la aspiración ilusoria aquella al saber universal que, en la forma de la Ciencia Unica y originaria, ocupara la búsqueda de la tradición cartesiana, todo parece venirse abajo: seguridad confortable de la física, de la matemática, del saber teológico, de la religión misma. De esta inmensa y profiláctica hecatombe, va a nacer esa cosa, odiosa y monó­ tona hasta el hastío más vulgar, a la que llamamos, con tedioso nombre, modernidad. También de ella nace esa otra vertiente desesperada y apasionante que. con Pascal, inicia la práctica, solemne y displicente a un tiempo, del más refinadamente puro arte del suicidio: aquel, unánime­ mente intemporal, de la renuncia a la palabra. Puesto que todo ha sido hecho para ser perdido y que, definitivamente, el mundo está mal hecho, vengamos a apostar a la trucada ruleta esa moneda última que. cansada e inútil, vino a esconderse, incierta, en éste nuestro pobre simulacro de vida: apostemos y perdamos, con serenidad notoriamente rebuscada, nuestra propia identidad. Corren los tiempos tempestuosos de la Fronde. Entre­ chocar de espíritus sacudidos y deslabazados. Blaise Pascal trata de orientarse en el mundo, de hallar esa dulzura de vivir, esa felicidad que, a lo largo de toda su vida, se le ha ido escapando. En 1652. durante su estancia chez les Roannez. se le ha visto continuamente en compañía de una «belie savante». ¿Charlotte de Roannez? Probablemente. Determinar con exactitud el alcance de esta relación parece hoy tan difícil como banal. Pascal ha escrito, por esta época, sus deseos de «casarse y formar una familia». Afortunada­ mente ha escrito también cosas menos aburridas: ¿es, en efecto. Charlotte Roannez la destinataria de esa pequeña joya de la literatura galante del XVU que es el Discours sur les passions de l ’amour? No lo sabemos. A decir ver­ dad, por no saber ni siquiera podemos establecer con abso­ luta certidumbre si el Discours es realmente de la pluma de Pascal. Es, en cualquier caso, pascaliano, de eso no pa­ rece haber lugar a muchas dudas. Y preferimos imaginar a un Pascal en curso de redactar este texto, antes que tener que vérnoslas con las desoladoras cartas moralizantes que, pocos años más tarde, serán el último lazo que lo ligue a Mlle de Roannez.

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Imposibilitados, por el estado actual de las investiga­ ciones. para decidir definitivamente sobre la paternidad del Discours, operaremos como si perteneciera a Pascal, acordes con el criterio editorial de Chevelier,& según el cual nada en este texto escapa al ámbito del espíritu elaborado en Pensamientos, el cual puede incluso resultar abierta­ mente prefigurado en varias de las fórmulas literarias en él utilizadas.6 Ya hemos dicho que. en su estilo y en sus temas, el Discours es pascaliano. Por otra parte, ¡con cua'nta dificultad podríamos hallar un mejor testimonio de lo que ser mundano pueda significar para el Pascal de 1652-1653! En vano esperará —ya lo hemos indicado— el lector del Pascal «libertino» tropezar con la máscara premonitoria del Lord Henry wildeano. Por jugar con los parentescos me­ tafóricos y los apócrifos simulacros, más bien pueda, si aca­ so, hacernos pensar en el Dorian de los primeros tiempos, en el de «antes del retrato» y el pacto demoníaco. La delicio­ sa frivolidad con la que el autor del Discours se desliza sobre la superficie esplendorosa del hecho amatorio, con una ternura suavemente cínica, cuya ironía no es nunca desgarramiento amargo, es hija manifiesta de la tradición literaria renacentista, más que precursora camuflada de la inteligente misoginia postromántica. Agrada a los gTandes espíritus la vida tumultuosa... A medida que mayor es el espíritu, más grandes son las pa­ siones... La nitidez de espíritu es también causa de la niti­ dez de la pasión... El amor y la razón son una y la misma cosa... 7

¡Cuán cercanas del rigor apasionado del joven matemático pueden resultarnos esas fórmulas en las que el vuelco sobre una nueva esperanza de una pasión vieja y pertinaz es consumado! Pero también, ¡cuánto camino queda aún * por recorrer desde el amante equilibradamente displi­ cente del Discours, hasta llegar al tono seco y desesperan­ zado del fragmento 180' de Pensamientos:La causa idel amori es un no sé qué, sus efectos son aterradores.8

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A sí es como acaba el mundo Pero Pascal no está hecho de la impávida fibra del libertino. La displicencia amable de éste, su complacencia en el juego encantador de superficie, la cutánea indolencia que acom­ paña su estar siempre más allá de toda cosa, le faltan por completo. Pascal es uno de esos seres de sensibilidad de­ sesperadamente fina, a los que cada cosa hiere mortal­ mente; la pasión en él es, mucho más que un adorno ele­ gante de gran espíritu, una fuerza tremenda que arrastra, liicida e implacable, hacia el placer más alto; el placer de comprender. Y, en él. hacia la más honda sima de la deses­ peranza: el drama inapelable de la estricta limitación de todo comprender. El drama de Pascal ante sus juguetes rotos resulta, de este modo, no ser más que una variante de la tragedia eterna en la que amor y muerte se entrelazan, perezosos, e intercambian sus rostros, sus máscaras solem­ nes; el de Medea ante sus hijos, el de Tristán ante Iseo, el que habitará, en un atardecer de noviembre de 1811, la mirada de Heinrich von Kleist... Pasión fundamental por el objeto amado que sólo puede hallar su expresión pura en el acto irreversible de la muerte. En un rincón perdido de la lejana Alemania, Jakob Bohme pensó un día que tal vez no fuera el infierno sino la forma suprema y desmedida del amor divino. Pascal, para quien, naturalmente, el zapa­ tero de Gorlitz no ha existido, debió vivir, sin duda muy in­ tensamente, una experiencia muy cercana acerca del amor y del infierno, del fuego que reconforta y abrasa a un tiempo, del conocimiento que aniquila y arroja maniatado a la profundidad del sinsentido. Y sí el contacto del mundo lo ha llevado a comprender a fondo la compleja estructura de una realidad en cuya superficie leo los signos enigmá­ ticos de mi propio rostro, tal vez el laberinto pueda, ahora al fin. cerrarse definitivamente: «nada podré comprender nunca que no sea mi incapacidad intrínseca para compren­ der nada; nada me será dado vivir que no sea mi propia muerte». La palabra ha sido dicha y la derrota aceptada. Comienza el largo vía crucis final. Y, en el inicio de esa larga noche, el libertino, lentamente, va quedándose a solas con su cuerpo lacerado por la enfermedad y su mente en la 78

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frontera misma del derrumbe. «Es indispensablemente necesario que [el alma] se vea despojada de todo objeto de felicidad».9 La angustia y la desesperanza más absoluta (que pronto se trocará en desesperación) lo van ganando poco a poco. No puede ya (el alma) gozar con tranquilidad de las cosas que le resultaban encantadoras. Un continuo escrúpulo la combate en ese gozo, y esa visión interior no le hace encontrar aquella acostumbrada dulzura entre las cosas a las que se abandona con plena efusión de su corazón. Y aún mayor amargura encuentra en los ejercicios piadosos que en las vanidades del mundo. Por una parte, la presen* cia de los objetos visibles la afecta más que la esperanza de los invisibles, y, por otra, la solidez de los invisibles la afecta más que la vanidad de los visibles. Y asf, la presen­ cia de los unos y la solidez de los otros se disputan su afec­ to; y la vanidad de los unos y la ausencia de los otros excitan su aversión; de tal modo que nacen en ella un desorden y una cunfusión que apenas puede ella desen­ trañar, pero que es la consecuencia de antiguas impresio­ nes sentidas y de las nuevas que experimenta.10 Todo se esfuma en el horizonte de un pasado cuya cercanía ya parece perdida en el infinito hastío: el amor, el juego, la amistad... todo perdido en vano, como en vano perdido fuera el tiempo aquel otorgado a la ciencia. A su alrededor, la muerte ha tejido ya un círculo del que él mismo se sabe geómetra certero. Y en la visión cierta de la aniquilación de todo cuanto ama, se estremece ante esta consideración, viendo que cada instante le arranca el goce de su bien y que lo que le es más querido huye a cada momento, y que finalmente con certidumbre llegará el día en que se encuentre despo­ jado de todas las cosas en las que se puso su esperanza.1' El horror que Blaise Pascal ha sentido ante su obra (porque obra suya es, al fin, esta catástrofe), al ver desapa­ recer bajo sus golpes, una tras otra, las últimas certidum­ bres, sus últimas esperanzas, debe haber sido, con seguri­ dad. atroz, a poco que nos tomemos en serio ese su propio 79

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testimonio, en que nos es narrado cómo el alma del pecador arrepentido entra ante la visión de las grandezas de su Creador y en humillaciones y adoraciones profundas. Se aniquila consi­ guientemente y, no pudiendo formarse de sí misma una idea lo suficientemente baja, ni concebir una lo suficiente­ mente elevada del soberano bien, hace nuevos esfuerzos por rebajarse hasta los últimos abismos de la nada, consi­ derando a Dios en inmensidades incesantemente multi­ plicadas; finalmente, en esta concepción, que agota sus fuerzas, lo adora en silencio, se considera como su vil e inútil criatura y mediante un reiterado respeto lo adora y bendice, y quisiera bendecirlo y adorarlo eternamente.1?

En esta sistemática rigurosa de la desesperanza terrena que Port-Royal acabará encarnando, va a cifrar, paradójica­ mente (pero es ésta una paradoja más aparente que real) Pascal su última y más grande esperanza, la de «adorar a Dios como criatura, rendirle gracias como deudor, satis­ facerlo como culpable y rogarle como indigente».'3 Y así, en el momento mismo en que parece querer abandonar el juego, Blaise Pascal emprende la última y más fuerte de todas sus apuestas. Port-Royal será su última pasión. En Port-Royal está Jacqueline. A ella va a dirigirse Pascal como confidente, en el curso de los largos diálogos que nos son (con seguridad, fielmente) transmitidos por la correspondencia de Soeur de Sainte-Euphémie. Rele­ yéndolos hoy. uno no acierta a estar muy seguro de qué sea lo que resulta más escalofriante: si la imagen del hombre literalmente roto que acude ante la reja de la clausura, o la implacable seguridad serena con la que la religiosa lee, en este derrumbamiento, la marca luminosa del Señor sobre su hermano. Las cartas de Jacqueline Pascal, están ahí. seductoras y un poco terroríficas como lo es todo lo que, de cerca o de lejos, se relaciona con Port-Royal. No me resisto a transcribirlas: No es razonable —escribe a su hermana Gdberte. en la tarde del mismo día 8 de diciembre en el que Pascal ha acudido a buscar consuelo ai ador del •parloir»— que ignoréis por más tiempo h que Dios ha operado sobre la 80

I

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persona que tan querida nos es; pero desearía que fuese él mismo quien os diese cuenta de ello, para que así no tengáis motivo alguno de duda. Todo lo que puedo decir, dado que carneo de más tiempo, es que por la misericordia de Dios se halla en un estado de gran deseo de entregarse todo a El. sin que. no obstante, haya determinado aún bajo qué género de vida. Aun cuando se halla, desde hace más de un año. preso de un gran desprecio por el mundo y de un hastío insoportable respecto de todas las personas que en él se hallan, lo que podría ¡levarlo, dado su natural impetuoso, a grandes excesos, hace, sin embargo, uso de una moderación que me lleva a concebir grandes esperanzas. Se ha entregado en cuerpo y alma a la dirección de M. Singlin. y espero que lo hará con una sumisión de niño, si éste, por su parte, quiere aceptarlo... Aunque se encuentra peor de lo que lo haya estado últimamente, eso no lo aleja en modo alguno de su objetivo; lo cual pone de manifiesto que sus razones pasadas no eran sino pretextos. Observo en él una humil­ dad y una sumisión, incluso hacia mí. que me sorprende. No encuentro, finalmente, otra cosa que deciros, sino que parece claramente que no es ya su espíritu natural quien actúa en él.u Y, en carta del 25 de enero, vuelve sobre el mismo tema, para insistir con más detalle: Mi querida Hermana, no sé si he sido menos impaciente en mandaros noticias de quien ya sabéis, que vos en pe­ dírmelas... Pero ahora las cosas han llegado a un punto tal que es preciso que os lo haga saber, y sea lo que Dios quiera; creería engañaros si no os informara acerca del asunto desde el principio. Algo antes de enviaros mis primeras noticias, es decir, a finales del pasado mes de septiembre, vino él a vente: y, en está visita, se abrió de cara a mí de un modo que me causó compasión, confesando que en medio de sus ocupa­ ciones que eran grandes, y entre todas las cosas que podían prestarse a creerlo muy arraigado, se veía de tal modo llamado a abandonar todo eso. y afectado por una aversión tan extrema hacia las locuras y diversiones del mundo y por el continuo reproche que de todo ello le hacía su conciencia, que se encontraba desligado de todas las cosas de un modo en el que nunca se había hallado...; pero que. de otro lado, se veía en un tan grande abandono 81

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por parte de Dios que no sentía ía menor atracción, pero que sentía que eran su razón y su propio espíritu quienes lo excitaban a conocer lo mejor, y no el movimiento de Dios: que en el desarraigo de todas las cosas en el que se encontraba, si tuviera los mismos sentimientos de Dios que antaño, se consideraría en estado de poder emprender cualquier cosa, y que realmente debía tener en aquellos tiempos horribles ataduras para haberse resistido así a las gracias que Dios le concedía y a los impulsos que le daba. Esta confesión me sorprendió en la medida misma en que me llenó de alegría. A partir de entonces concebí esperan­ zas que jamás había tenido, y creí necesario mandaros al­ guna información sobre el tema, con el fin de obligaros a rogar a Dios. Sí contase con el mismo detalle todas las otras visitas, tendría para todo un volumen: pues a partir de ese momento fueron tan frecuentes y prolongadas que casi no hacía yo cosa otra alguna. No hacía más que se­ guirlo sin hacer uso de ningún tipo de persecución y lo veía crecer poco a poco de tal modo que casi ya no lo reconocía (y creo que a vos os pasará lo mismo, si Dios continúa su obrai. en particular en humildad, en sumisión, en descon­ fianza y desprecio hacia sí mismo y en deseos de verse ani­ quilado en la conciencia y estima de los hombres. Hete aquí cómo están las cosas en estos momentos: sólo Dios sabe lo que sucederá. Finalmente, tras muchas visitas y combates que hubo de sostener consigo mismo sobre la dificultad de escoger un guía, se determinó a ello. No tenía la menor duda de que precisaba de uno, y aunque encontró rápidamente (en M. Singlin) el guía que necesitaba, sin embargo la descon­ fianza que de sí mismo tenía le hacía temer equivocarse por exceso de afecto, no en las cualidades de la persona, sino sobre la vocación, cuyas marcas no le parecían seguras... Vi con claridad que esto no era sino un resto de independencia oculto en lo hondo de su corazón que se armaba con todo tipo de argumentos para evitar un sometimiento... Voilá oú les choses en sont.,s Sí. ¡•Voilá ou les dioses en sont»'. Probablemente mucho más lejos de lo que puede llegar a imaginar esc equi­ librio cristiano, mortíferamente cristalino, que es el de Soeur de Sainte-Euphémie: a! borde mismo del precipicio. A sí es como se acaba el mundo... 82

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En la noche del 23 de noviembre de 1654. en torno a la medianoche, como en tantas otras innúmeras ocasiones, tuvo lugar (siempre lo tiene, tarde o temprano) el fin del mundo. Como en tantas otras innúmeras ocasiones (como siempre, a fin de cuentas), el común de los mortales siguió su marcha cansina de animal resignado, sin acusar el golpe. Como en cada una de esas ocasiones innúmeras (siempre es así), un cuerpo solo queda aplastado, con un chasquido blando y breve, contra el muro (contra el mun* do). Rescatado del innúmero ejército del olvido (resca­ tado de la eternidad que es nada), su nombre fue —y ¿a quién pueden interesarle tales cosas?— Blaise Pascal. Sí. «as/ es como acaba el mundo, así es como acaba el mundo, no con un estallido, sino en un gemido»16

FUEGO Dios de Abraham, Dios de Isaac. Diosde Jacob, no de los Filósofos ni de los sabios. Certidumbre. Certidumbre. Sentimiento. Alegría. Paz. Dios de Jesucristo Deum meum et Deum vostrum. Tu Dios será mi Dios. Olvido del mundo y de todo lo que no sea Dios. El sólo puede ser encontrado por las vías enseñadas por el Evangelio. Padrejusto, el mundo no te ha conocido. pero yo te he conocido Alegría, Alegría. Alegría, llora de alegría. De El me separé Dereliquerunt mefontem aquae vivae. Señor, ¿me abandonaréis? Que no me vea eternamente separado Esta es la vida eterna que te conozcan único Dios verdadero Dios y aquél a quien enviaste J.C. Jesucristo Jesucristo 83

C o m o u n a p e r s i s t e n t e p e s a d illa

Me separé de EL Lo rehuí, negué, crucifiqué. ¡Que no me vea nunca separado de él! No se conserva más que por las vías enseñadas por el Evangelio. Renuncia total y dulce.'7

Granjas de Port-Royal.

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Mística y poesía del panfleto Comienza entonces el final de todo... Y, sin embargo... Sin embargo, de pronto, cuando Pascal no ansia otra cosa que abandonar el mundo, helo aquí —en aras de la defensa de Port-Royal— enredado en la más endiablada batalla político-ideológica del XVII francés. Cuando trata de reco­ brar el silencio, helo aquí literariamente más mundano y desbordante de ingenio libertino de lo que jamás osara pensar siquiera. Las Provinciales estallan, de pronto, como una bomba en pleno corazón de los debates religiosos bayo Mazarino. Pocas obras literarias habrán conmovido, tan inmediata y al mismo tiempo tan perennemente, el horizonte del pensamiento de su tiempo como lo hicieron estas «peque­ ñas cartas». Y quizás ninguna haya ejercido efectos tan ra­ dicales sobre la propia estructura del francés literario como los impuestos por esta obra de un joven matemáti­ co que, por primera vez, se lanza al escenario de las letras. Las Provinciales, en efecto, no sólo han infligido a la Compañía de Jesús la más notable de sus heridas, no sólo han hecho nacer, redondo y perfecto, un nuevo género literario que los siglos venideros habrán de explotar con desigual fortuna: el panfleto. Han hecho algo inmensa­ mente más importante: han dado nacimiento literario al francés moderno. (Cuando el jansenismo, los jesuítas y el propio cristianismo no sean ya más que una sombra perdida en el abismo inexorable del tiempo y el olvido, la prosa transparente y precisa de Les Provinciales seguirá resonando incólume en cada frase de la lengua francesa). 85

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Voltaire ha sabido verlo, con su perspicacia habitual: las Provinciales marcan un nuevo estilo que nada tiene ya que ver con el pasado latinismo de los largos períodos, que si* gue inexorablemente pesando incluso en la pluma precisa de un Descartes. El primer libro de genio —escribirá así en Le siécle de Louis XIV— que se vio en prosa fu e la re­ copilación de ¡as Lettres Provinciales en ¡654. En él se hallan encerrados todos los tipos de elocuencia. No hay una sola palabra en ellas que. al cabo de cien años, se haya resentido del cambio que altera con tanta frecuencia las lenguas vivas. Es preciso remitir a esta obra la época de la fijación del lenguaje. Más de trescientos años después de la muerte de Blaise Pascal, creo que las palabras de Voltaire pueden ser sus­ critas línea a línea. El placer que el lector de nuestro siglo puede hallar en la lectura de este francés límpido, impeca­ ble, de una economía conceptual casi fascinante y de un ingenio festivo que inevitablemente preludia la propia mala uva voltairíana, sólo puede tener quizás parangón con el que nos proporcionan algunos momentos particularmente gozosos de la obra —ligeramente posterior— de Moliere. Racine no andaba, en verdad, nada descaminado, por lo demás, cuando, polemizando con Nicole, le espetaba, irri­ tado contra su «seriedad» antiteatral: ¿Y qué os creéis que son las Lettres Provinciales sino comedias?». Hoy podemos deleitarnos con esa lectura vivaz y cor­ tante como el Filo de una cuchilla. En su tiempo, la tal cu­ chilla levantó, bien es cierto, no poco regocijo en abun­ dantes sectores; no lo es menos que. en aquellos contra los que sus saetas iban dirigidas, lo que levantó fue algo que resultaría muy bondadoso y leve llamar ampollas. Obra de combate directo. Las Provinciales, esa pieza maestra del género, han sido muy bien definidas en su efi­ cacia por el gran teórico del panfleto en el siglo XIX, Paul-Louis Courier, que, en su Pamphlet des pamphlets. subrayará el carácter modélicamente funcional de un estilo que acierta en todos los blancos que se propone, y que sitúa a sus adversarios en la más embarazosa y mortífera de las situaciones: el ridículo.

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A.M.D.G.: Los q u e ju e g a n a g a n a r

¿Qué ha sucedido? Que la ironía, la fina burla de Pascal han hecho más efecto que los arrestos, los edictos, han aplastado por todas partes a los Jesuítas. Esas hojas tan ligeras han derribado el gran cuerpo. Un panfietario. jugando hábilmente, echa abajo ese coloso temido por los reyes y los pueblos. Una vez caída, la Sociedad no volverá a levantar cabeza, sea cual sea el apoyo que se le preste, y Pascal será grande en la memoria de los hombres, no por sus obras científicas, su ruleta, sus experiencias, sino por sus panfletos, sus pequeñas cartas.1 Bueno; desde luego, parece claro que el «optimismo» de Courier, en lo referente a la caída de la Compañía, resulta hoy un tanto desaforado. Pero que el daño causado ha sido bastante perenne, lo prueba, a contrario, la amargu­ ra con que. aún hoy, los escritores eclesiásticos suelen tratar este «impropio desliz» del piadoso Pascal. La verdad es que ya Racine —hombre de letras lúcido como pocos de sus contemporáneos— lo vio muy rápida y exactamente en su citada polémica con Nicole: la jovialidad de M. Pascal ha servido más a vuestro partido [jansenista] que toda la seriedad de M. Amauld? A lo que cualquier partidario de Arnauld hubiera quizás podido objetar que todos y cada uno de los materiales «técnicos» por Pascal utilizados le habían sido proporcionados por aquél y por el propio Nicole. Sin duda; pero la verdadera cuestión no está ahí. Lo que hace la grandeza y la eficacia de Las Pro­ vinciales no es, en modo alguno, su aspecto «técnico-teo­ lógico», sino, en cierto modo, todo lo contrario: su estilo; su estilo punzante, que despedaza todo este tecnicismo para poner de manifiesto (en forma similar a la que tanto gustará de utilizar Moliere) lo que hay debajo: la nada más total, la miseria más absoluta. En el fondo, yo no creo que ni al mismísimo Arnauld la cosa le haya hecho maldita la gracia. Pero era ya imparable, una vez echada a rodar. Los lectores se arrancan de las manos estas hojas clandes­ tinas que semanalmente burlan todos los controles de la censura, alcanzando tiradas, inéditas en el siglo XVII. de más de 10.000 ejemplares. El misterio, celosamente guardado por razones evidentes, del nombre del autor se convierte en el objeto de las cábalas de toda la buena so87

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ciedad parisina y de la búsqueda más encarnizada de los bons méres jesuitas. Jamás Port-Royal ha sido tan popular en el siglo. Jamás ha atraído sobre sí tantas simpatías. También tan poderosos odios. Sin darse cuenta de ello, con su brillantez implacable, Pascal está quizás cavando la tumba del jansenismo francés. Como el teólogo del cuento de Borges, también él discutió con los hombres de cuyo fallo dependía su suerte y cometió la máxima torpeza de hacerlo con ingenio e ironía? Nadie después de Las Provinciales podrá seguir consi­ derando la cuestión Port-Royal como un asunto menor. Quien ha sido capaz de poner en jaque (y casi en jaque­ mate) a la Sociedad de Jesús, hasta el extremo de permi­ tirse escribir que «la Inquisición y la Sociedad (de Jesús] son las dos plagas de la verdad»»4 debe saber que no puede ya dar marcha atrás: el duelo será a muerte; y la despropor­ ción de fuerzas —pese a toda la simpatía que las petites lettres despierten— es demasiado aplastante como para dar lugar a esperanzas. Gesuiti modemi Pero, ¿quiénes son estos todopoderosos personajes sobre cuya cabeza se lanza Pascal con gesto arrogante de kamikaze? Los jesuítas, desde luego, no han sido jamás —por mucho que sus hermanos-enemigos, ilustrados del XVIII y masones del XIX, se hayan empeñado miopemente en proclamarlo— el bastión último y formidable del pensa­ miento reaccionario. Lo que hace temiblemente demoledora la endiablada máquina puesta en pie por san Ignacio, es precisamente (lo ha sido siempre) todo lo contrario: su ex­ traordinaria versatilidad, esa capacidad pasmosa para mon­ tarse sobre los grandes ideales del progreso y del opti­ mismo histórico que abren la modernidad y ponerlos al estricto servicio de la causa divina. Ser jesuíta es, por de­ finición, ser moderno, espeluznantemente moderno: el gesuiti falsi que orna, impávido y certero, las paredes de una Roma hollada por la mancha del spray y las meadas de los gatos, podría, así también, rigurosamente escribirse: gesuiti modemi. 88

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Adelantándose en esto unos cuantos siglos a la Santa Sede ( y aquí hay que decir que su perspicacia ha sido lite­ ralmente sorprendente), la Sociedad de Jesús ha compren­ dido, casi instintivamente —y ha mantenido a lo largo de cuatro siglos esa idea genial, que si hoy parece evidente no lo ha sido en absoluto hace no tanto—, que no hay forma tan eficaz de ser contrarrevolucionario como el ser mo­ derno. La experiencia de la Reforma y la Contrarreforma le ha hecho aprender muy bien la lección: lo revolucionario no es nunca moderno, y, a la inversa, jamás lo moderno correrá el riesgo de ser revolucionario; moderno y revolu­ cionario se oponen con el rigor de términos mutuamente excluyentes. El optimismo progresista de la burguesía de los siglos XVIII y XIX no hará sino prolongar este principio elemental y certero, de una eficacia que sólo su propia sen­ cillez puede explicar. Lugones, en un estudio más que notable que data de 1904, lo había de ver, con una claridad que me exime de análisis más detallados: Resulta... el jesuíta un tipo moderno...: un hombre de acción sobre todo, para quien parece haberse hecho aque­ llo de rogary dar con el mazo. Intransigente en el dogma, por la razón de perennidad.... pero flexible en la conducta: adaptable, porque es utili­ tario y sólo le interesa la consecución de su propósito: hábil, antes que inspirado, y observador, antes que fervo­ roso; ahorrando cuanto puede de contemplación divina, para aplicarse de preferencia a la acción en la lucha humana; abandonando la tristeza, tan característica de la Edad Media, pura entregarse a la ciencia que crea el bie­ nestar. reaccionando sobre el odio al rico, que es la base del cristianismo puro, porque lafilosofía, predominante en él sobre la mística, le ha enseñado que es mucho más humano y eficaz acoger a todos sin distinciones en la misma esperanza de salvación, y porque, siendo la riqueza el ideal social en boga, no es posible ir contra éste sin renunciar a la victoria; amable con la mujer, a quien no detesta como a instrumento de pecado, según la teología medieval, sino que la aprovecha como precioso elemento de dominación; suave con el poder temporal, a cuyo cre­ ciente poderío cede: deferente con las aspiraciones popu­ lares. que sintetizadas en la instrucción barata o gratuita, él cultiva hoy para dirigirlas mañana, convirtiéndose, al

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efecto, en profesor;fiando por último poco o nada en el mi• lagro. y todo en el esfuerzo inteligente, en la perseveran• cia, en la habilidad, nada puede objetársele por el lado de la lógica humana? Básteme añadir, tan sólo, al lúcido análisis de Lugones que, desde el punto de vista de sus intereses expansivos, el papado erró radicalmente cada vez que puso trabas al ejército de san Ignacio. Y que, por poner un solo ejemplo, de no haber sido administrativamente reprimida por la Santa Sede la moderada amalgama de idolatría sobrevolada de cristianismo puesta en funcionamiento por los jesuítas en China, un buen puñado de almas exóticas habría venido, sin duda, a ganar el rebaño del Señor. Es, sin duda, este modernismo sin principios el que saca materialmente de sus casillas a un Pascal decidida­ mente antiguo (y quizás por ello radicalmente revolucio­ nario), viniendo a hacer del matemático hastiado y piadoso un panfletista eufóricamente furibundo y genial. Los hombres de Port-Royal (y, según una tradición persistente, el propio Arnauld en persona) no han tenido más que dar a Pascal el empujón inicial. A partir de ahí, todo va a rodar por su propio peso. Y si las tres primeras cartas (ésas «cuya sal —según Voltaire— supera la de las mejores comedias de Moliére») todavía se atienen bastante rigurosamente a los términos de la polémica sobre la Gracia que opone los jesuítas a Arnauld (aunque ya Pascal opera en términos muy sui generis), a partir de la cuarta, Pascal se desentiende de martingalas teológicas de altos (muertos) vuelos, para comenzar a fijar sus propios blancos: la Com­ pañía y su laxismo moral, alegre y optimista, como instru­ mento de acceso directo a los nudos del poder terrenal: He aquí los primeros rasgos de la Moral de esos buenos Padres Jesuítas, de esos hombres eminentes en doctrina y

sabiduría que están conducidos por la sabiduría divina, que es más segura que todafilosofía...

Creeríais hacer mucho en su favor al mostrar que tienen ellos entre sus Padres algunos que son tan conformes a las máximas evangélicas como contrarios lo son otros: y de ello sacáis la conclusión de que esas opiniones laxas no pertenecen a toda la Sociedad. Bien lo sé: pues si así 90

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fuera, no soportarían que fuesen tan contrarias. Pero, puesto que los hay también que poseen una doctrina tan licenciosa, concluid de ello igualmente que el espíritu de la Sociedad no es el de la severidad cristiana; pues si asi fuese, no soportarían que éstos fueran tan opuestos a ella. Veamos pues, le respondí, ¿cu¿l puede ser entonces la orientación del Cuerpo entero? Será, indudablemente, que no poseen ningún mandato y que cada cual posee la liber­ tad de decir a su gusto lo que bien le parezca. Imposible, me respondió: un Cuerpo tan grande no subsistiría con una conducta temeraria y sin un alma que gobierne y regule todos sus movimientos. Aparte de que tienen la orden par­ ticular de no imprimir nada que no lleve la autorización de sus superiores. ¡Pero bueno!, le dije yo, ¿cómo pueden los mismos superiores estar de acuerdo con máximas tan diferentes? Eso es lo que voy a explicaros, me contestó. Débeis saber que su objeto no es el de corromper las costumbres: no es tal su objetivo. Pero tampoco tienen como única finalidad la de mejorarlas: sería ésta una mala política. Ved cuáles son sus pensamientos. Tienen ellos de sí mismos una opinión lo suficientemente buena como para considerar que es útil y necesario para el bien de la religión que su crédito se extienda por todas partes, y que gobiernen todas las conciencias. Y puesto que las máximas evangélicas y severas son propias para gobernar a deter­ minados tipos de personas, se sirven de ellas en aquellas ocasiones en que les son favorables. Pero como esas mismas máximas no encajan con los deseos de la mayor parte, las dejan de lado en lo referente a éstos, con el fin de tener con qué satisfacer a todo el mundo. Es por esta razón por lo que, teniendo que vérselas con personas de todo tipo de condición y de naciones tan diferentes, es necesario que tengan casuistas adecuados a toda esta diversidad. De este principio deriva claramente que si no tuvieran más que casuistas laxos, arruinarían su principal designio que es abarcar todo el mundo, puesto que aquellos que son verdaderamente piadosos buscan una conducta más severa. Pero como no hay muchos de este tipo, no precisan de muchos directores severos para conducirlos. Tienen pocos para poco; mientras que la muchedumbre de los casuistas laxos es ofrecida a la muchedumbre de los que buscan la laxitud. Mediante esta conducta amable y acomodaticia, como la llama el Padre Petau, tienden sus brazos a todo el mundo: 91

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puesto que si se presenta a ellos alguien que esté decidido a devolver los bienes mal adquiridos, no temáis que lo aparten de tal propósito; lo alabarán, por el contrario, y confirmarán una tan santa resolución: pero si viene otro que quiera recibir la absolución sin restituir, difícil será que no le proporcionen para ello los medios garantizados. Por este sistema conservan a todos sus amigos y se defien­ den de todos sus enemigos; ya que, si uno les reprocha su excesiva laxitud, le muestran incontinentes sus directores austeros, con algunos libros que han hecho acerca del rigor de la ley cristiana; y los simples, aquellos que no profun­ dizan más en las cosas, se contentan con tales pruebas. Así, abarcan a todo el mundo, y responden con tal facili­ dad a cualquier cosa que se les pregunte, que. cuando se encuentran en países en los que un Dios crucificado pasa por locura, suprimen el escándalo de la cruz y no predican más que Jesucristo glorioso, y no Jesucristo sufriente: como lo han hecho en las Indias y en China, donde han per­ mitido a los Cristianos la idolatría misma, mediante la sutil invención de hacerles ocultar bajo sus hábitos una imagen de Jesucristo, a la cual les enseñan a referir mentalmente las adoraciones públicas que dirigen al ídolo Chacim-coan y a su Keum-facum... De tal modo que la congregación de cardenales de propaganda fide se vio obligada a prohi­ bir particularmente a los jesuítas, so pena de excomunión, el permitir adoraciones de ídolos bajo cualquier pretexto, y el ocultar el misterio de la cruz a aquellos a quienes instruían en religión... He aquí cómo se han extendido sobre toda la tierra al abrigo de la doctrina de las opiniones probables, que es la fuente y la base de todo este desorden.6

En esta su tarea de irrisión, hay que decir que Pascal (o sus mentores, que tanto da) dio con un verdadero filón en el Manual de Confesores del Padre Escobar, verdadera joya de la casuística más delirantemente divertida. Desde luego. Escobar y sus seguidores le ponen a Pascal las cosas en bandeja; porque de argumentaciones como aquellas con las que Vázquez y Diana elucidan largamente las condi­ ciones bajo las cuales no peca un eclesiástico que se quita su hábito para ir de putas («Si habitum dimittet ut furetur occulte, veIfomicetur» —Vázquez—. *Vt eat incógnitas ad lupanar» —Diana—). lo menos que se puede decir es que so n , por sí solos, regocijantes. Garó está que Pascal hará 92

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— ¡y cómo no!— de ellos un uso descaradamente hilarante, que debió hacer saltar chispas en los medios de la Sociedad. Por no regodearnos en el divertido caso —expuesto por Filiutius— de dispensa del ayuno para aquellos caballeros que estén demasiado fatigados, como consecuencia, por ejemplo, de haberse pasado el día (sicf persiguiente a alguna esquiva muchachuela: ¿Está obligado —se pregunta nuestro buen casuista— a observar el ayuno aquel que se ha fatigado en algo, como, por ejemplo, en perseguir a una muchacha? En modo alguno. Pero, ¿y si se ha fatigado aposta para quedar con ello dispensado del ayuno? Aún cuando haya habido deseo deliberado, no quedará obligado a cumplirlo.7 Todo el arte de la ironía acerada y cínica que Pascal ha podido adquirir durante su período mundano, ha encon­ trado aquí la ocasión de volcarse al servicio de la más rigu­ rosa de las causas religiosas: la del tradicionalismo portroyalino. Y es eso lo que hace de las Provinciales una obra notablemente paradójica. Extraña figura literaria, en la que el desparpajo más abiertamente libertino se pone al servicio de la más intransigentemente antilibertina de las causas religiosas. Nada tiene, pues, de extraño que sectores im­ portantes de Port-Royal (entre los que se cuenta, con se­ guridad, la propia Jacqueline) hayan visto con no disimu­ lado recelo estas petites lettres que tan brillantemente les defienden contra sus enemigos, haciendo, sin embargo, para ello uso de las mismísimas artimañas del diablo en persona (i.e.: de la S.J.). Pero a Pascal ya no hay quien lo pare. La curación milagrosa de su joven sobrina, novicia en Port-Royal, vendrá a ser interpretada por él como una señal divina, y su furia antijesuíta no hará sino redoblarse. Un puente hacia el vacío Algo que quizás no haya sido frecuentemente puesto de relieve y que conviene, sin embargo,destacar, es la rigurosa continuidad que la escritura pascaliana de las Lettres man­ tiene escrupulosamente respecto de la tradición cientí­ fica de sus obras anteriores. Olvido tanto más extraño 93

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cuanto que la cosa parece bastante lógica a fin de cuentas: Pascal, en 1652, cuando comienza a redactar las Provincia­ les, no posee más experiencia de escritor ni de pensador que la del geómatra, y es el estilo geométrico (base insosla­ yable de todo discurso verdadero) el que se convierte —más allá de los juegos y artilugios retóricos que el autor maneja con rara maestría y explícito gozo de jugador— en el verda­ dero hilo conductor de la diatriba pascaliana, un hilo cuya no aparente visibilidad inmediata (que hubiera echado de espaldas al lector medio —«incluso las mujeres»— a quien van dirigidas) no es sino un elemento más, «geométri­ camente» calculado, para aumentar la eficacia del artefacto deductivo. Con la notable peculiaridad, eso sí, de que, así como en los tratados matemáticos —y científicos en general— el método geométrico tiene como función la producción de un discurso, no sólo posible sino más bien necesariamente, coherente, todo el esfuerzo, verdadera­ mente notorio, tanto retórica como epistemológicamente, de las Provinciales, no es otro que el de convertir el ordo geométrico en un tal artefacto irónico que su conclusión no pueda ser otra que la mostración de la absoluta imposibi­ lidad de aquel discurso que pretende ser portador de verdad (científica) en el terreno de la religión: la teología. Los esfuerzos de los jesuítas —y de los teólogos en general, hasta nuestros días— por mostrar que Pascal no sabia una palabra de teología escolástica, son tan vanos como los que tratasen de poner en evidencia la supina ignorancia de Einstein en materia de astrología. o de Freud en pneumatología, por decir algo. No es el aparato técnico de la pre­ tendida ciencia lo que falla en sus detalles para Pascal, es su fundamento mismo, su pretensión de ser ciencia, su voluntad absurda de confundir niveles del saber que son perfectamente ajenos: ciencia y fe. Cassirer tiene, así, toda la razón al subrayar fuertemente cómo esta actitud pas­ caliana pone de manifiesto, con toda brusquedad, la contraposi­ ción entre la teología escolástica y la ciencia moderna, que el sistema de Descartes deliberadamente encubría. Pascal, llevado por la franqueza y la imperturbable consecuencia de su pensamiento, saca a la luz por todas partes y pone 94

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constantemente de relieve esta contraposición, al paso que sus compañeros de Port-Royal. y sobre todo Amauld, se afanan todavía en aderezar la doctrina de lafe a tono con el punto de vista del cartesianismo y en demostrar la compa­ tibilidad de la nueva física con el dogma de la transubstanciación? El procedimiento seguido constituye, por lo demás, una verdadera joya de claridad y precisión. Con la misma coherencia con que Pensamientos exigirá del ateo que sea absolutamente racional, «Louis de Montalte» exige a los representantes de la «ciencia» teológica que operen como científicos: es decir, que deñnan claramente cada punto de partida y justifiquen su sistema deductivo. La entrevista, escenificada en las dos primeras cartas, entre el autor y los representantes de las distintas escuelas teológicas es, a este efecto, modélica y demoledora. La conclusión que de ella se va a seguir es rápidamente adelantada por «Mon­ talte»: las famosas polémicas teológicas, que tanto ruido están haciendo, no reposan más que sobre algo tan increí­ ble para una supuesta ciencia como lo es la absoluta falta de definiciones conceptuales claras, ausencia que convierte todo su trabajo de erudición en pura palabrería. El trabajo es, sin duda, impecable, tanto desde el punto de vista retórico-literario, como desde el estrictamente conceptual. El geómetra aparece aquí como el auténtico ángel exterminador de la maraña verbal teológica. Y sus conclusiones son demoledoras. ¿Por qué la condena de Amauld en la Sorbona, a causa de un debate del que lo menos que se puede decir es que sus términos resultan más que ambiguos?, se ha preguntado Pascal, desde el inicio de las Cartas. Y, desde el momento mismo en que la cuestión ha sido planteada, es el problema mismo Amauld/ Sorbonne el que ha quedado desplazado, es la temática teológica la que ha quedado rápidamente abandonada en la inmediata constatación de su carencia absoluta de sentido. Pascal no defiende la concepción arnauldiana de la gracia frente a las tesis de sus colegas doctores, se limita a algo más elemental y, al mismo tiempo, infinitamente más ra­ dical: la mostración de la absoluta inexistencia de un terreno teórico sobre el que asentar sólidamente la discu95

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sión y la ñna apreciación de los motivos reales que la polé­ mica «teológica» enmascara en el acto mismo de expresar: la lucha de fondo, una lucha enconada entre dos visiones contrapuestas de la relación poder-religión, que no hacen sino tomar en Amauld una cristalización cortocircuitada. Comprendí entonces que es ésta (la de Arnauld] una herejía de nuevo tipo. No son los sentimientos de Amauld los que son heréticos; tan sólo lo es su persona. Es una herejía personal. No es herético por el hecho de escribir lo que escribe o decir lo que dice, sino tan sólo por ser M. Amauld. He ahí todo lo que hay que decir acerca de él. Haga lo que haga, mientras no deje de exixtir, no será ja­ más un buen Católico. La gracia de san Agustín jamás será verdadera mientras él la defienda. Lo sería si él la comba­ tiera. Sería éste un golpe certero y casi el único modo de destruir el molinismo, habida cuenta de la desdicha que hace recaer sobre las causas que abraza.9

No hace falta ser un lince para apercibirse de hasta qué punto la irrisión lanzada por Pascal sobre las chapuzas sectarias de los teólogos puede volverse sobre la cabeza del propio teólogfo Arnauld al que. con tan terrible eficacia, trata de liberar del acoso de sus adversarios. Cabe abrigar, pues, ciertas dudas a la hora de imaginar qué es lo que debió sentir Antoine Arnauld, teólogo estricto cuyo car­ tesianismo no logra nunca borrar la resonancia de un esco­ lasticismo fundamentalmente tradicional, enfrentado, sí, a sus colegas jesuítas, pero en un plano, desde luego, en el que no sólo la virtud corporativa de la teología no es jamás cuestionada, sino, muy al contrario, continua y sistemática­ mente erigida en juez último de todo saber: qué debió pensar —digo— este Antoine Arnauld que escribe —por supuesto, en latín— plaidoire théologique tras plaidoire théologique, al darse de narices con la masacre producida por la entrada a saco del joven Pascal —bajo su incitación inicial, todo hay que decirlo— en la ebúrnea torre sorboniense. Este joven Pascal que llega incluso a defender, con ironía más sangrienta que cínica, como «los más há­ biles de los teólogos, aquellos que intrigan mucho, hablan poco y no escriben nada».10 A partir de las Provinciales, el

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término Docteur en Sorbonne pasará a cargarse de un inde­ leble carácter burlesco. Sí, realmente, ¿qué pensaría el bueno de Antoine Arnauld, que durante toda su vida no aspirara a otra gloria (aparte, claro está, de la de ser un buen cristiano) que la de ser considerado Docteur en Sor­ bonne? En esta minuciosa destrucción de las pretensiones del saber teológico. Pascal ha dispuesto de su propio «discurso del método», ese notable Prefacio al Traité du Vide (1647), de cuyas directrices las Provinciales no constituyen sino la primera aplicación rigurosa: trazado concreto de unas lí­ neas de demarcación Ciencia/ Religión y delimitación rigu­ rosa (que sólo Pensamientos culminará) de las condiciones que permiten, o aun exigen, apostar por una u otra, e incluso otorgan la posibilidad de plantear los términos de la alternativa. El oprobio jesuíta hunde precisamente en esa amalgama interesada que es preciso romper sus más pro­ fundas raíces. «Los jesuítas han querido unir Dios y el mundo y no han hecho sino ganarse el desprecio de Dios y del mundo».'1 La labor de depuración que esta negativa pascaliana a aceptar la uniformidad sin fisuras del proceso que per­ mitiera a la razón humana pasar de uno a otro nivel, del mundo a Dios, de lo humano a lo divino, sin el menor reparo, se me antoja verdaderamente prodigiosa, en lo que tiene de trabajo contra corriente. De un modo paradójico, este frenazo en seco, aplicado por Pascal sobre el optimis­ mo gnoseológico cartesiano, es hoy, sin duda, lo que con más fuerza hace de Pascal nuestro contemporáneo estricto: El esclarecimiento de esa diferencia nos hace sentir compasión hacia la ceguera de aquellos que aportan la sola autoridad como prueba en las materias físicas, en lugar del razonamiento o las experiencias, y de inspiramos el mismo horror hacia la malicia de esos otros que emplean el solo razonamiento en materia de teología, en lugar de remitirse a la autoridad de la Escritura y de los Padres de la Iglesia. Hay que sacudir el valor de esos tímidos que no se atreven a inventar nada en física, y confundir la insolencia de esos temerarios que producen novedades en teología ,J.

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Con lo cual Pascal nos da, en rigor, la clave que permite rehuir esa oposición frontal racionalismo/irracionalismo, con la que buena parte de la modernidad va a venir bre­ gando una y otra vez. Porque está claro cómo el límite que aquí Pascal opone a la pretensión de la razón a «legislar» en el terreno de la metafísica, no proviene de renuncia alguna al uso sistemático de la razón, sino precisamente de un uso crítico de la razón sobre sí misma, sobre sus preten­ siones y condiciones, que anuncia ya (Goldmann ha sabido verlo con admirable claridad) problemas que sólo cristali­ zarán, un siglo y medio más tarde, en torno al proyecto kantiano. La verdadera angustia pascalina —ha escrito Begin 13 —es la del pensamiento que ya no está seguro de dominar un objeto. El 9 de febrero de 1657, el Parlamento de Aix condena las Provinciales a ser quemadas públicamente; el 6 de sep­ tiembre, alcanzan el honor supremo de ser incluidas en el Index librorum prohibitorum. El 24 de marzo del mismo año, Pascal ha publicado la 18* y última de las cartas. Una 19* quedará interrumpida, en estado de borrador. En ella, Pascal expresa el estado de ánimo (triste, pero firme) a que la polémica lo ha conducido, junto a sus amigos de PortPoyal, «a quienes he visto... en una piedad dulce y sólida, llenos de desconfianza hacia sí mismos, de respeto hacia las potencias de la Iglesia, de amor a la paz. de ternura y celo hacia la verdad, de deseo de conocerla y defenderla, de temor hada su falta de firmeza, de tristeza por verse some­ tidos a semejantes pruebas, y, no obstante, de esperanza en que Dios se dignará sostenerlos mediante su luz y su fuerza, y que la gracia de Jesucristo, que sostienen y por la que sufren, será a su vez su luz y su fuerza» ...M Para cerrarse con dos frases que anundan ya el último acto del drama: —«On attaque la plus grande des vertus chrétiennes. qui est l'amour de la venté...» —«... le déplaisir de se voir entre Dieu et le Pape».

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El asilo de los locos

Inventarío de cenizas «C'est une chose horrible de sentir s’écouler tout ce qu’on possede».1 La larga crisis iniciada en la noche del 23 de noviembre del 54, provisionalmente diferida por el en­ tusiasmo militante de las Provinciales, ha ido horadando, con una profundidad que, desde su comienzo, era ya fácil de adivinar, el espíritu pascaliano. Toda puerta de espe­ ranza se cierra; el abismo se abre de nuevo a los pies de Pascal. Port-Royal, incluso, aparece ahora desprovisto de su catártico carácter primero. En el silencio del retiro, lejos del calor —a fin de cuentas, mundano— de las gran­ des polémicas públicas, las certidumbres van perdiendo consistencia, la voluntad misma de la lucha va cobrando el tinte de una empresa vana y temeraria. Ultima huella de la soberbia y del orgullo. ¿Por qué hablar? ¿Para qué dis­ cutir, discurrir? ¿Por qué no guardar silencio? La trama se cierra, lenta y pastosa, a lo largo de media década de en­ fermedad y desesperación insostenibles. Jacqueline. mu­ riendo en el silencio de una dignidad igualmente ignorante de compromisos y de justificaciones teóricas, ¿no ha dado ya, acaso, el ejemplo vivo —«Dios nos otorgue el favor de una muerte como la suya», habría comentado Pascal— del único camino transitable para el cristiano: el silencio y la fe, la palabra de Dios contra toda palabra de los hom­ bres? Enmudeced ante Dios; guardad con vergüenza vuestro oropel festivo de penosos artífices retóricos. La palabra de Dios no es repetible por el hombre. Toda va­ nidad deberá, al fin, ser ahogada en el silencio. Dejad la palabra del mundo a los hombres del mundo; ningún lugar hay para ella en el desierto. 99

El a s ilo d e lo s lo c o s

Y una sospecha lo asalta de inmediato. La de que toda esta voluntad de geometricidad impecable que atraviesa el texto de las Provinciales, no sea sino la prolongación, la astucia última del juego aquel banal de los discursos científicos, que, como simple divertissement, ocupara los años de una juventud que ahora se le aparece como imperdonable. Ese hombre que fui yo, y al que creí haber dado, en un día lejano, irreversible muerte, está aquí, me envuelve y me domina, soy yo mismo. Y la sospecha se torna necesidad de levantar constancia inapelable de ese yo odioso, en cuya continuidad mis certidumbres de salva­ ción se ven, de pronto, asediadas por una duda radical, preñada de la angustia más rigurosa. Si todo lo que he odiado y querido aniquilar es en mí es yo, si cada intento de destrucción fue hecho con las armas mismas que quise destruir, si, al pensar derruir, me he convertido en el espejo insomne de cada cosa odiada, si todo es, pues, irreversible y horroroso, si el mundo está tan mal hecho, tan definiti­ vamente mal hecho que el acto mismo de decirlo no viene sino a añadir una maldad más a su corrupción irremedia­ ble, entonces, ¿qué hago yo aquí, qué soy, qué he sido yo al pretender hablar, débil roseau pensant, ligera esquirla especular entre dos infinitos que en mí se perpetúan, de los que soy microcosmos y, a un tiempo, macrocosmos? Asentado, sin esperanza alguna, sobre las ruinas polvo­ rientas de mí mismo, ¿cómo recoger las piezas, los casco­ tes, los juguetes y los vidrios rotos que pueblan mi soledad agazapada de animal insomne, sin retornar al ensueño de la unidad, sin reinventar la pesadilla odiada de ese yo que recoge los cascotes, las piezas, los vidrios y juguetes rotos? ¿Cómo hacer un discurso del silencio, cómo llamar al silencio, cómo decir silencio? ¿Cómo deshilvanar la trama de las inacabables palabras en que decir la aspira­ ción de la palabra a no ser más ya que esperanza de silencio —a no ser más que muerte, muerte, muerte...? Todo ha sido palabra, todo ha sido escritura en la vida de Pascal —de quien sus amigos, los gramáticos de PortRoyal, dirán con toda razón que «sabía más de retórica que cualquiera de sus contemporáneos»—, Desintegrar la palabra, desintegrar el decir es, necesariamente, para Pas­ cal no otra cosa que desintegrar su vida, despedazarla 100

El asilo d e lo s locos

lentamente, atomizarla, reducirla a «polvo, sombra, nada». Tal es, creo, la tarea imposible que Pensamientos trata imposiblemente de llevar a cabo. Bajo la máscara de Car­ naval —demasiado evidente, por lo demás, en su simbología— del fragmento, de la obra inacabada, Pensamientos es el diagrama verbal de un yo enfermo, que trabajosamente se descompone. Escribiré aquí mis pensamientos sin orden y tal vez no en una confusión sin deseo: ése es el verdadero orden, y que marcará siempre mi objeto mediante el propio desorden. Concedería un honor demasiado alto a mi objeto, si lo tratara con orden, puesto que quiero poner de manifiesto que éste es imposible.2

La muerte, de continuo en el horizonte, marca la línea sin retorno de una desesperación tan lúcida como impla­ cable. Todo, hasta aquí, no ha sido más que divertissement, feroz huida, inacabable fuga hacia adelante («nuestra natu­ raleza está en el movimiento: el completo reposo es la muerte») 7bis, para escapar a la presencia insufrible de lo más espantoso: la imagen de mi rostro, que es imagen del mundo. Todo fue intentado. La matemática, el mundo, Port-Royal incluso, no han sido más que los juegos con que traté de ocupar un tiempo que me distrajera de este mo­ mento, ahora inevitable. Todo no habrá sido más que un paréntesis torpemente condenado al fracaso. Fin del juego, pues. El momento irreparable se ha producido. N aq u ed a^ ya recursos, no hay huida posible, sólo desvejaf la trama: decir que hemos jugado, y decir a qué y pér qué hemos jugado. Dar muerte al juego, explicitándolo^ ‘ n Desde el lugar de la infamia ¿Por qué el juego? La respuesta es de una claridad sin reproche: por miedo a lo más insoportable. Nada es tan insoportable para el hombre como el hallarse en un absoluto reposo, sin pasiones, sin negocios, sin di­ versiones, sin aplicación. Siente entonces su nada, su 101

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abandono, su insuficiencia, su dependencia, su impoten­ cia, su vació. Incontinente sacará del fondo de su alma el hastío, el pesimismo, la tristeza, la melancolía, el des­ pecho, la desesperación.3 Porque la condición humana es en sí misma intolerable, perfectamente insufrible sin conducir al suicidio, y porque, frente a ella, el único bien de los hombres consiste en ser distraídos de pensar en su condición, bien sea por una ocupación que los aleja de ella, bien por cualquier pasión amable y nueva que los ocupe, bien mediante el juego, la danza, cualquier espectáculo atractivo, y, en definitiva, por todo aquello a lo que se llama distracción.4 Porque, de esta intolerabilidad, tan sólo el autoengaño —siempre provisionalmente diferido— nos libera, propor­ cionándonos objetivos imaginarios en los que proyectar una pasión tan profunda como carente de sentido: un proyecto confuso que se oculta a su vista en el fondo de su alma, que los lleva a tender al reposo mediante la agitación, y a figurarse siempre que la satisfacción que no tienen llegarán a tenerla, si. superando algunas dificulta­ des que ellos establecen, pueden abrirse por ahí la puerta del reposo.5 Terrible tragicomedia, drama cuyo carácter grotesco no hace sino acentuar, hasta lo inverosímil. lo dramático (•Bonita felicidad esta que consiste en ser distraído de pensar en uno mismo»6), la vida del hombre no será, así, sino el esfuerzo vano de un saltar hasta el agotamiento las barreras que su imaginación construye para ocultar la ho­ rrible realidad de la ausencia absoluta de toda barrera, de toda referencia, de toda identidad en la que reconocer el mundo como mío, y en él reconocerme. Yasí se nos va toda la vida. Buscamos el descanso comba­ tiendo algunos obstáculos; y, una vez que los hemos supe­ rado, el descanso se nos hace insoportable.7 En la batalla ineludible contra la muerte, vanamente el divertissement trata de esfumar, mediante el juego, la sombra permanente del horror. 102

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No habiendo podido los hombres remediar la muerte, la miseria, la ignorancia, han decidido, para ser felices, no pensar en ello... La única cosa que nos consuela de núes* tras miserias es la distracción, y es ella, sin embargo, la más grande de nuestras miserias. Puesto que es ella principalmente quien nos impide pensar en nosotros y nos hace perdernos insensiblemente. Sin ella, nos hallaríamos sumidos en el hastío, y este hastío nos empujaría a buscar un medio más solido de* salir de él. Pero la distracción nos divierte, y nos hace llegar insensiblemente a la muerte.8 Permanentemente empeñados en abolir la imagen de nuestro propio drama, «corremos despreocupadamente hacia el precipicio, una vez que hemos colocado delante de él algo que nos impida verlo».9 De la miseria a la angustia Biográficamente instalado en la rigurosa paradoja que hace de realidad y deseo adversarios inconciliables y desgarra­ dores, el drama de Pascal no cuenta siquiera con el recon­ fortante consuelo religioso que apacigua a las almas devo­ tas de las religiosas de Port-Royal, hermosamente descritas por Montherlant. El hecho religioso mismo es, para Blaise Pascal, más patético que consolador; su incertidumbre, no menos paradójica que el drama del jugador mundano. El conocim iento de Dios sin el de la m iseria e s fu en te de orgullo. El conocim iento d e la propia m iseria sin el cono­ cim iento d e Dios e s c a u sa n te de desesp eración ,10

Acosado entre el orgullo y la desesperación, igualmente mortíferos, Pascal se agarra, como a un clavo ardiendo, a la alternativa del «conocimiento de Jesucristo, [quel constituye la mediación, puesto que en él hallamos a Dios y nuestra miseria», olvidando (o tratando de olvidar) lo que él mismo mostrara meticulosamente, desde sus pri­ meros trabajos teóricos, y sobre lo que volverá, con fre­ cuencia, en Pensamientos; que conocimiento y divinidad son términos mutuamente excluyentes. Si el Prefacio al 103

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Traité du Vide era claro al respecto, no lo son menos los fragmentos 447, en que se afirma que es «incomprensible que Dios sea e incomprensible que no sea», y 597, en el que se reprocha, incluso, a la verdad el ser susceptible de deve­ nir objeto de idolatría, por parte de aquellos cuyo orgullo lleva a tomarla como imagen de Dios. En realidad, la paradoja planteada por la primera parte del fragmento 192 es rigurosísimamente insalvable, y, a fin de cuentas, expresión perfectamente plástica del drama pascaliano en el momento de redactar Pensamientos. El fragmento 192 es la expresión lúcida de una rigurosa desconfianza hacia la palabra, frente a la cual no cabe más alternativa que la del silencio invocado en el 99. «Es necesario mantenerse en silencio.siempre que sea posi­ ble»" . Ese silencio que Martin de Barcos esgrimiera cuando el ajfaire de ¡a signature, y que Jacqueline llevará hasta su consecuencia última: la muerte. Jacqueline ha sasabido escoger, como lo supo Barcos: Dios contra cono­ cimiento, silencio contra palabra, oración contra razona­ miento, muerte contra mundo. Apolíneos a su manera y seguros de sí mismos, cartesianos, al fin, en forma paradó­ jica, su decisión ante los términos de la oposición está siempre tomada de antemano. Pero, ¿y Blaise?, Blaise Pas­ cal pertenece a una raza muy diferente; la tragedia no es nunca en él simplemente metódica, la contradicción no se agota jamás, ni en sus textos ni en su vida apasionada y ri­ gurosa, en simple artilugio retórico; dionisíaco en esto como en tantas otras cosas, decir,para Pascal, A contra B, no sig­ nifica optar entre A y B, sino adoptar el juego mismo que la contradicción genera, estar en A y en B, estar en la impo­ sible conjugación de los contradictorios, y con ellos desga­ rrarse en este Universo imposible y necesario, necesaria­ mente imposible: ser silencio y palabra, palabra de silencio, mundo y muerte, razón contra razón, Dios contra hombre y hombre contra todos. Deseamos la verdad y no hallamos más que incertidumbre. Buscamos la felicidad y no hallamos más que miseria y muerte. Somos incapaces de no desear la verdad y la feli­ cidad, y somos incapaces para la certidumbre y la felici­ dad. Este deseo nos es permitido, tanto para castigamos como para hacemos sentir hasta dónde hemos caído .,2 104

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Pensamiento de continuo bailando en la navaja de su propio vacío, lucidez de la locura más alta y más perfecta, la de querer no estar loco, la de pensar, con loca voluntad de consumir hasta la última llama de todo pensamiento. «Toda la dignidad del hombre reside en el pensamiento. Pero, ¿qué es este pensamiento? (Valiente estúpido!».'3 Ultima y patética arrogancia de una razón desmedida en su apasionamiento, esta que quiere que el largo y sistemático camino final hacia la autodestrucción sea racionalmente planificado y riguroso, que nada quepa en él de irracional, de apertura fraudulenta hacia la pobre consolación del irracionalismo. Destruir, con lucidez absoluta, las bases de toda lucidez. La razón nos rige mucho más imperiosamente que un amo; porque, al desobedecer a un amo, uno es desdichado, y. al desobedecer a la razón, uno es estúpido.'4 (Que se olviden de Pascal quienes quieran buscar en él un argumento de autoridad para sus blandas renuncias al rigor espléndido del más hermoso de los juegos: el de la razón contra sí misma! Toda la maestría de Pascal se en­ cierra en este arte de conducir el juego, sin violar las reglas que el juego mismo establece. La angustia pascaliana no sería tan trágicamente profunda, si no fuera tan metó­ dica y precisa, tan fiel representante de esas «miserias de un rey desposeído»,'* que constituyen la grandeza de un ser que es capaz de ser desmedidamente, apasionadamente miserable. La grandeza del hombre es grande en la medida en que se sabe miserable... El hombre sabe que es miserable: es miserable, puesto que lo es, pero es muy grande, puesto que lo sabe .,6 De la fórmula terrible, con la que Pascal invoca la humi­ llación de la razón («¡Cómo me gusta ver a esta soberbia razón humillada y suplicante!»17), conviene no sacar con­ clusiones demasiado precipitadas; porque, no lo olvidemos, es la razón la que procede a la humillación de su propia soberbia, es ella misma quien se fustiga y se impone una disciplina que no hace, en cierto modo, sino culminar su arrogancia más desmesurada. Y, si el cristianismo viene a 105

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resumirse, así, en «sumisión y uso de la razón».18 su sen­ tido último resulta mucho menos sencillamente humilde de lo que pueda aparecer a una lectura piadosa, si lo releemos a la luz, infinitamente más compleja, del fragmento 182, texto que encierra, él solo, todo lo más profundo de la trayectoria del racionalismo anticartesiano: «Nada hay de más conforme a la razón que la desautorización de la razón».19 Asentado en la angustia metódica (en la angustia como método), más allá de toda duda metódica cartesiana. Pascal va lentamente tejiendo el horizonte de un pensa­ miento que trata sistemáticamente de autodisolverse en el seno de una muerte que se dibuja en filigrana, como horizonte último. No es difícil comprender la pasión que esta tarea suicida y rigurosa habría de producir en Nietzsche. Todo en ella anuncia ya. en efecto, un horizonte nuevo, un horizonte que requiere acabar con Descartes, para poder pasar a ser verdaderamente racionalistas, acabar con la ingenuidad del universal geometrismo, para entrar de lleno en el barroco y con él en el umbral de nuestro propio universo discursivo. No me parece exagerado decir que, por caminos muy distintos y con propósitos contrapuestos, sólo dos pensa­ dores del XVII han llevado esta liquidación hasta sus últi­ mas consecuencias: uno fue, claro está, Pascal; el otro, cuya grandeza honra toda la historia de la filosofía que de él es heredera —y que tal vez no haya hecho, a lo largo de tres siglos, otra cosa que comentarlo y explicitarlo—. fue —y recordarlo es innecesario— un recóndito tallador de cristales, expulsado de la comunidad judía de Amsterdam un 27 de julio del año 1656.

Irrealidad del deseo Quizás lo más sorprendente, al proceder hoy a la confronta­ ción de esos dos mutuos extraños que son Pascal y Spinoza. sea el comprobar cómo tesis teóricas que reposan sobre las mismas intuiciones básicas, se constituyen en sustrato de dos perspectivas, aparentemente al menos, tan contra106

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puestas como lo son una teoría de la sumisión total (Pascal) y una filosofía radical de la liberación (Spinoza). No es difícil, sin embargo, reconocer los rasgos comu­ nes, a los que, por vías tan distintas como, a fin de cuentas, cercanas, ambos han llegado en el terreno de la crítica del cartesianismo. Ante todo, una común ruptura con el gnoseología cartesiana; ruptura que se constituye en la verda­ dera apertura de un nuevo modo de pensar las relaciones entre verdad y error. Más allá, o mejor, en contra de la con­ cepción cartesiana del conocimiento, desde la cual el error no aparece sino como resultado de la incidencia del carácter engañoso de los sentidos en el proceso cognoscitivo (y de ahí, por lo demás, el papel gnoseológico de un Dios que pro­ yecta sobre el mundo la certidumbre incontrovertible del propio yo pensante), apunta Pascal —como, más dete­ nido y sistemático, lo hará definitivamente Spinoza— hacia la necesidad de buscar la fuente de ese error, no ya del lado del objeto y de su percepción sensible, sino precisamente desde el del propio sujeto cognoscente, en tanto que gene­ rador de las distorsiones imaginarias que la consciencia misma necesariamente implica. El sujeto no es una pantalla pasiva y neutra sobre la que proyectar los objetos resul­ tantes de la percepción sensible. Muy al contrario, el sujeto es ya pasión, deseo que, como tal, se proyecta a sí mismo como conocimiento. No viene a ser así más, el conocimien­ to, que una forma —tal vez la más elevada— de proyección pasional. Todo nuestro razonamiento se reduce a ceder al senti­ miento. Pero la fantasía es semejante y. al mismo tiempo, contraria al sentimiento, de suerte que no es posible dis­ tinguir entre ambos contrarios. El uno dice que mi senti­ miento es fantasía, el otro que su fantasía es sentimiento. Sería preciso poseer una regla. La razón se ofrece como tal. pero es plegable en todos los sentidos; y resulta, así, que no hay regla.20 Dicho de otro modo, el conocimiento no toma de sí mismo sus raíces, no posee jamás carácter desinteresado y autónomo, nada hay en él que no sea ensueño (o, al menos, que pueda inequívocamente ser designado como no-ensueño), y no es, a fin de cuentas, sino el más volátil, el más 107

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efímero de sus ensueños imaginarios ese su vano quererse libre de todo ensueño. «Esas ligaduras, que atan nuestro respeto a tal o cual cosa particular, son ligaduras de imagi­ nación».21 Más allá de toda voluntad de autonomía, lo ima­ ginario es el verdadero imperio que lo domina todo, que todo lo predetermina, incluido, naturalmente, el propio conocimiento: Imaginación. Es esa parte dominante en el hombre, esa maestra de error y falsedad, y tanto más bribona cuanto que no siempre lo es; ya que seria regla infalible de verdad, si lo fuera infaliblemente de mentira. Pero siendo falsa la mayor parte de las veces, no da ninguna marca de su cualidad, marcando con el mismo carácter lo verdadero y lo falso... Esta soberbia potencia, enemiga de la razón, que se complace en controlarla y dominarla, para poner de mani­ fiesto cuánto es su poder en todas las cosas, ha estable­ cido en el hombre una segunda naturaleza. Tiene sus feli­ ces y sus desdichados, sus sanos, sus enfermos, sus ricos, sus pobres; hace creer, dudar, negar la razón; suspende los sentidos, los hace sentir; tiene sus locos y sus sabios: y nada nos desanima tanto como el ver hasta qué punto llena ella a sus huéspedes de una satisfacción muy distinta, en plenitud y entereza, a la de la razón. Los hábiles por imaginación se sienten autosatisfechos de un modo que está razonablemente vedado a los prudentes. Miran a la gente con seguridad; discuten con osadía y confianza; los demás, con temor y desconfianza: y esa ale­ gría del rostro les da frecuentemente la ventaja a los oídos del auditorio, hasta tal punto gozan de favor los sabios imaginarios ante jueces de la misma naturaleza. No puede volver sabios a los locos; pero los hace felices, para envidia de la razón, que sólo puede hacera sus amigos miserables, cubriéndolos la una de gloria y la otra de vergüenza... Jamás puede la razón superar enteramente la imagina­ ción, mientras que la imaginación desmonta por completo a la razón de su escaño con harta frecuencia... La imaginación decide acerca de todo; origina la belleza, la justicia, y la felicidad, que lo es todo en el mundo... He ahí los efectos de esta facultad engañosa que parece habernos sido expresamente dada para inducirnos a un error necesario,** 108

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¿Es necesario insistir sobre la contigüidad que la idea, que las palabras mismas, tienen con los párrafos célebres de la Etica en los que Spinoza inaugura toda esa detallada visión del deseo imaginario que hace de él el único antepa­ sado directo de la concepción marxiana del poder como gestor del discurso? Creo, sinceramente, que no. Baste con decir que, en Spinoza, te torna pensamiento riguroso y detallado lo que en Pascal fuera sólo atisbo, que en aquél la ambigüedad se rompe, y lo que en éste fuera aún elemento —contradictorio, sí, pero elemento— de apología cristiana, pasa ahora a convertirse en el más formidable aparato de crítica religiosa que el siglo XVII ha producido. Althusser lo señalaba, muy justamente, en un texto que quisiera recordar aquí: Todo el genio científico de Pascal no le im pide haber extraído efectos de elocuencia edificantes y útiles a l cris­ tianismo (un tanto herético/ que él profesaba, d e las contradicciones del propio infinito matemático, y de! 'terror' religioso que le inspiraban esos nuevos (galileicosí ‘espacios infinitos ' de un m undo cuyo centro no era ya el hombre, y del que Dios se hallaba 'ausente' — lo que imponía, para salvar su idea, decir que era por esencia un 'Dios o c u lto ' ipuesto que no puede se r hallado en ninguna parte, n i en el mundo, n i en su orden, ni en su moral: salvo en el caso de ser alcanzado por su gracia im previsi­ ble e im penetrable/. Digo que todo el genio d e Pascal, porque fu e un gran científico, y. lo que es extrem adam ente raro (paradoja sobre la que hay que reflexionar/, un asom­ broso filósofo de la práctica científica, quasi materialista. Pero se hallaba demasiado solo en su tiempo, y sometido como todo e l m undo a tales contradicciones, sosteniendo un tal envite, y en una tal correlación de fu erza s (no hay m ás que pensar en la violencia de su com bate contra los je su íta s/ que no podía escapar a la 'solución ’ obligada, que era sin duda tam bién una consolación para él. de resolver en la religión (aun cuando se trate de la suyaI las contradicciones conflictivas más generales de una cien­ cia. en la que trabajaba como un verdadero agente m ate­ rialista. A ese titulo, ju n to a textos adm irables (sobre las matemáticas, sobre la experimentación científica/. Pascal nos ha dejado el Corpus d e una filosofía relig io sa de la que es inevitable decir que tien e como m óvil el explotar con 109

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fin e s apologéticos, exteriores a las ciencias, las grandes ‘contradicciones ‘ teóricas d e las ciencias de su tiempo.23

Pero, liberada de su función apologética, como Spinoza no dejará de mostrarlo en la práctica de su propia obra, la idea pascaliana de la prioridad del deseo sobre la razón, la idea del «sometimiento» de la razón a un poder que le propone las imágenes mismas de su búsqueda, cobra, de pronto, todo su sentido radicalmente revolucionario. Si el apetito no es otra cosa que la esencia misma del hombre, y de la naturaleza de esta esencia se siguen necesariamente las cosas que sirven para su consen>ación, y. por consi­ guiente. el hombre está determinado a hacerlas?* los fun­ damentos para un análisis materialista del sujeto humano parecen definitivamente asentados. Y, con ellos, la posibi­ lidad de acercamiento racional al estudio de comporta­ mientos «no-racionales», que nos permititá, desbordando el ámbito estrecho del racionalismo cartesiano, abordar una concepción nueva del papel y lugar de la racionalidad, sin deslizamos por la rampa aburrida del «irracionalismo». Todo el esfuerzo spinoziano por establecer qué sea lo que en el deseo —como esencia del hombre— hace que éste sea susceptible de transmutarse, para pasar de la servi­ dumbre a la autonomía, de la sumisión a la liberación, se nos antoja paradójica culminación de aquel principio pascaliano de la sumisión de la razón a «lo otro». Si se me permite la fórmula abusiva, habría que decir algo así como que toda la parte IV de la Etica (De la servidumbre del hombre) es la más detenida explicitación de las grandes in­ tuiciones, que, como fogonazos, atraviesan la obra de Pascal, acerca del drama del hombre aprisionado (i.e.: del hombre apasionado). La conclusión spinozista se abre, sin embargo, paso, en la parte V (De la libertad del hom­ bre), con una habilidad pasmosa, a través de la maraña, casi selvática, del radical pesimismo pascaliano Es la fuerza quien hace la opinión... El imperio fundado sobre la opinión y la imaginación reina durante algún tiempo, y es éste un imperio suave y voluntario; el de la fuerza reina siempre. Así, la opinión, es la reina del mundo, pero la fuerza es su tirano.2* 110

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para establecer que si la naturaleza humana conlleva en sí misma las fuerzas que permitirán su liberación, es precisa* mente en función del hecho de ser ella misma fuente única de su servidumbre deseante. Toda la exposición de la ciencia del deseo imaginario, y de su mutación en deseo consciente, que ocupa dicha parte V, no es sino la explicitación de una tal tesis: el paso a una forma superior del deseo, en la que lo imaginario sea conscientemente asumido, y superado el dilema pascaliano de la «guerra intes* tina del hombre entre la razón y las pasiones»,26 del ine­ vitable permanecer de todo sujeto en el ámbito circular de la ilusión?7 Yo, fantasma Y, si algún efecto ha inducido la experiencia de Port-Royal, en el terreno de la filosofía, sobre Pascal, éste ha sido, sin duda, la clara enseñanza del carácter imaginario, y por tanto irresolublemente odioso, de eso a lo que llamamos yo. «Le moi est haissable».28 La fórmula puede parecer cho­ cante o excesiva para un lector cartesiano: en el siglo del cogito, en el siglo del descubrimiento del sujeto, ¿qué puede querer significar esta invocación abrupta del odio hacia el yo? Tal vez, precisamente, la más alta pro* fundización del tema mismo del sujeto en cuestión: la com­ prensión de su carácter fantasmático, imaginario, mil veces camuflado y mimado por nuestra ilusoria pretensión de autoconsciencia. «Incesantemente trabajamos en el embe­ llecimiento y conservación de nuestro ser imaginario y dejamos de lado el verdadero».29 La práctica, por lo demás, puesta en funcionamiento concreto por Port-Royal, es aquí esencial para comprender lo sucedido. Esa testaruda sistematicidad con la que PortRoyal ha ido rechazando toda forma de compromiso con el mundo, esa búsqueda ardiente del desierto, de la lenta e implacable disolución de sí mismo en la espera y la escucha del Señor, ante la cual toda autonomía del individuo cae. en la cual no queda ya lugar más que al silencio y a la muerte, es ya, mucho antes de su teorización, la ejemplificación más detallada y rigurosa del odio radical hacia ese 111

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yo, en cuya identidad el mundo intenta un último salto de penetración en el propio desierto. En la soledad del conven­ to, el yo no es otra cosa que el otro nombre que recibe el mundo. Fin de toda esperanza mundana, pues; crisis del cogito que messieurs de Port-Royal han tratado también de teorizar en la Logique, sin la crudeza —bien es cierto— de Pascal. Arnauld sobre todo, también Nicole, han preserva­ do siempre, aun en lo más patético de la disputa jansenista, esa equilibrada distancia doctoral que hace, hoy, de sus tra­ bajos textos admirables y lejanos. Ayunos de toda pasión, los trabajos de Arnauld tratan siempre de preservar un im­ posible equilibrio que no pocas veces se convierte en corsé. Y, sin embargo, la Logique, esa obra maestra del saber car­ tesiano, no evita —aunque lo trate en otros términos y otro estilo muy distintos— la confrontación con el mismo tema del yo, que Pascal invoca con desgarro explícito: ¿Dónde está ese yo, si no está ni en el cuerpo ni en el alma? Y, ¿cómo amar el cuerpo o el alma, si no es en fun­ ción de esas cualidades, que no son lo constitutivo del yo. puesto que son perecederas?... No amamos nunca a perso­ na alguna, sino tan sólo cualidades.30 De otro modo dicho: llamo yo a la costumbre, a esa pe­ reza remolona de la identidad en que soñar y soñarme; en que jugar a perder de vista el caos inevitable de un ser trágicamente desgarrado por la contradicción: La naturaleza del amor propio y de ese yo humano consiste en no amar más que a si mismo y no considerar más que a sí mismo. Pero, ¿qué podrá hacer?... Se quiere grande y se ve pequeño: quiere ser feliz y se ve miserable; quiere ser perfecto y se ve lleno de imperfecciones: quie­ re ser objeto del amor y la estima de los hombres y ve que sus defectos no merecen otra cosa que su aversión y su desprecio. Este embarazo en que se halla produce en él la más injusta y criminal pasión que sea posible imaginar: puesto que concibe un odio mortal contra esa verdad que lo reprende y que lo convence de sus defectos. Desea­ ría aniquilarla, y, no pudiendo destruirla a ella misma, la destruye en la medida en que le es posible, en su conoci­ miento y en el de los demás.3' 112

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El yo es. pues, odioso. Tal vez toda la actividad del filó­ sofo quepa en ese odio, desmedidamente sistemático hacia el yo. Porque, como lo señalara en alguna ocasión Brecht, el filósofo «piensa en otras cabezas, y en la suya piensan otros distintos de él. Eso es el verdadero pensa­ miento» . Otros hablan en él. 0 , por decirlo con la palabra precisa de Rimbaud,«e/yo es lo otro», y si, en efecto, «no nos hubiéramos empeñado en encontrar tan sólo la signi­ ficación falsa del yo, no tendríamos ahora que dedicarnos a barrer esos millones de esqueletos que, desde hace un tiempo infinito, han acumulado los productos de una inte­ ligencia tuerta». •Un immense et raisonné déréglement des sens», llamará a eso Rimbaud; y todo el proyecto del nuevo punto de vista inducido en filosofía por la radical disolución del yo por Pascal cumplimentada, cabe, tal vez, en esa sor­ prendente fórmula: pasión de lo frío (raisonné déréglement) que preside tanto la mecánica de Vesprit de justesse como de Vesprit de géométrie o del de finesse; una pasión del rigor que, volviendo a las postrimerías del siglo XIX, tan profundamente habrá de marcar a ese alter ego blasfemo del jugador pascaliano que es el Lautréamont de los Chants de Maldoror y de las Poesiés. Disolver la estabilidad del yo cartesiano ha sido, para Pascal, un radical esfuerzo, ante todo (cuyos referentes biográficos no son, por lo demás, excesivamente difíciles de delimitar), por destrozar sistemática y racionalmente, razonada y rigurosamente, todo lo que configura el universo sistemático y razonable del sujeto, mediante la apertura de la apuesta, al juego, a través del cual me sea dado ver las cosas «no desde otras perspectivas, sino con otros ojos»: ojos en que la indigencia final de la filosofía parece cul­ minar (¡socrática pirueta!) en ese punto en que —como se formula en Pensamientos— «burlarse de la filosofía es la verdadera forma de filosofar». Actitud amarga, que consti­ tuye quizás el modo más elevado de ese «separarse de la última orilla» que, en algún momento. Schelling de­ finirá como la condición ineludible y el punto de partida del filósofo. Filosofía, pues, juego (y, como tal. apuesta) de la pala­ bra. cuya culminación sólo puede ser hallada en el silencio. 113

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Toda otra pretensión hunde sus raíces en la bruma del sin­ sentido: «Cuando Platón y Aristóteles escriben de polí­ tica es como si lo hicieran para regular un asilo de locos», escribirá, amargo, Pascal en Pensamientos. Y, en la autodestrucción final de la razón, a la que Pascal aboca a la filosofía, la propuesta inicial de la deleznabilidad del yo (aquel yo odioso) halla, finalmente, su para­ lelo correlato en la ruina de la razón por la filosofía cumpli­ mentada. «Toda la filosofía —escribirá Pascal en Pensa­ mientos (192), al final de su vida, desde el retiro de quien ha cumplimentado su propia autoaniquilación intelectual, para alcanzar el poder que en la visión divina yace—, toda la filosofía no merece más de una hora de esfuerzo».

La costumbre de ser El hombre, así, más allá de todos sus ensueños y esperan­ zas perdidas de roseau pensant, queda, de pronto, en­ frentado a la radical constatación de la hecatombe de su es­ fuerzo por autofundamentarse. «Descripción del hombre —anota con crueldad lúcida— dependencia, deseo de independencia, necesidad». Frustación y muerte; el ho­ rizonte comienza a ennegrecerse, con una densidad que el propio Port-Royal ignora. Nada hay en el hombre que no sea ilusoria imagen de sí mismo. Nada en su vana pre­ tensión de ser sí mismo que no derive del implacable peso de una ineludible sumisión en la que es configurado y aplas­ tado. Nada en su razón que no sea racionalización, pues "las razones me vienen después, pero en primer lugar la cosa me agrada o llama la atención sin que sepa yo la razón de ello, y. sin embargo, me llama la atención precisamente por la razón que descubro a continuación, decía el señor de Roannez. Pero yo más bien creo que no es que llamara la atención a causa de las razones que luego eran halla­ das, sino que hallamos estas razones por la única razón de que ello nos ha llamado la atención’? 3 114

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No es el sujeto humano un punto de partida, tan sólo lo es de llegada; un constructo de fuerzas incontrolables, regidas, a fin de cuentas, por el peso remolón de la cos­ tumbre. Es la costumbre una segunda naturaleza que destruye la primera. Pero ¿qué es esta naturaleza? ¿Por qué no es natural la costumbre? Mucho miedo siento de que esta naturaleza no sea, a su vez, más que una primera costum­ bre, al modo en que la costumbre es una segunda natura­ leza".34 La costumbre (a la que, un par de siglos más tarde, Marx llamará Historia) tal vez sea. en verdad, nuestra úni­ ca naturaleza, y ello hasta el punto de ser la verdadera gestora de aquello que, para Pascal, aparece como la más alta de las actividades humanas: incluso el hecho religioso es un fruto cálido de la costumbre. Del poder humano al divino, toda creencia es sumisión, automatismo dulce de un hábito consagrado. «¿Queréis creer? —se pregunta Pas­ cal—. Haced, entonces "comme s i”: fingirse enamorado es ya, muy profundamente, estarlo, «tomar agua bendi­ ta, hacer decir misas», repetir incansablemente los mil ritos que acompañan al ser religioso es ya, muy estrictamente, serlo: tal vez todo ser no sea otra cosa que el conjunto arti­ culado de sus máscaras, de sus superficies lisas y brillan­ tes, de su liturgia perfecta y autosuficiente. El actor y su máscara son uno; no hay más ser del actor que la serie ina­ cabable de sus máscaras. Toma, pues, tu papel, tu másca­ ra, abrázalos sin miedo, ícela vousfera croire et abétira.w Esa es la verdadera apuesta. Y, en el final, el yo odiado, definitivamente quedará relegado en el subsuelo del olvido. Porque quien se acostumbra a la fe cree en ella y no puede ya de­ jar de temer el infierno y no cree en ninguna otra cosa. Quien se acostumbra a creer que el rey es terrible, etc. ¿Quién puede, pues, dudar que una vez nuestra alma se ha acostumbrado a ver número, espacio y tiempo no puede ver ya nada más 37.

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Sorprendente lucidez —casi materialista— en la deli­ mitación del ámbito del saber como constructo de poder y persuasión que, como elemento de la reproducción de las dinámicas de sumisión lo construye en saber y lo deli­ mita del delirio, ésta que nos ofrece una apologética como la pascaliana, que llama en su auxilio la más destructora de las criticas de la epistemología cartesiana. La sombra nocturnal de la pesadilla spinozista sobrevuela, de nuevo, nuestras cabezas, en el momento mismo de releer a Pascal. Porque, si, en efecto, las tesis morales y religiosas que sobre tal artefacto trata de asentar el jansenista francés, son estrictamente opuestas a las que soñará en Holanda el insomne tallador de lentes (liberación radical en éste, donde en aquél sumisión absoluta), no disminuye ello un ápice la fundamental identidad formal del descubrimiento fascinante de ambos: el momento, crucial para la Historia de la Filosofía, en que conocimiento pasa a ser pensado (Platón lo había sugerido en las primeras líneas de la paté­ tica carta VII, pero fue tan rápidamente olvidado... Toda la historia de la filosofía es, tal vez. el trágico e inacabable proceso de rememoración de ese olvido) como movimiento de poder, como constructo imaginario de poder, como lugar privilegiado de la elaboración sumisa de esa ruina de penosa grandeza a la que llamamos sujeto humano. «No hay que engañarse: somos autómata, tanto como espí­ ritu»,38 somos espíritu (idest: autómata), somos autómata (id est: espíritu). Las cartas están echadas. Insalvable es, pues, la servidumbre. Y tanto más amarga cuanto que «sólo el señorío y el imperio hacen la gloria, la servidumbre sólo la vergüenza» .39 ¿Qué es lo que queda, entonces, de la esperanza aquella que latiera una vez, bajo el ensueño de la imagen del sabio que el joven Pascal cultivara, con paciencia dulce, a lo largo de los años de aprendizaje? ¿Qué lugar hay ahora para aquel orgullo con el que algún fragmento de Pensamientos proclamara aún cómo, no siendo el hombre más que «una caña, la más débil de la naturaleza», su carácter de «caña pensante» lo eleva, en el fondo de su miseria, por encima de la más elevada de las glorias? Tal vez sólo la constata­ ción escéptica de una ambición desmedida e infundada. Y no pueden aparecer ahora sino como una ilusión más. 116

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tal vez la última de las ilusiones imaginarías, las palabras con las que Pensamientos proclamaran esa grandeza en el seno de la miseria: El h o m b re no e s sino la m ás débil caña d e la n a tu raleza; p ero e s u n a cañ a p e n sa n te . No hace falta q u e el universo en te ro se coaligue p a ra d estru irlo : b a sta un v ap o r, o una g ota d e ag u a p a ra m atarlo . P ero aun cu an d o el universo lo a p la s ta ra , se ría el h o m b re m ás noble q u e aquello que lo m ata, p u esto q u e sa b e él q u e m u ere y conoce la su p e rio ­ rid ad q u e el univ erso tie n e so b re ¿I, m ie n tra s q u e el un i­ verso nada sab e d e todo ello.40

Palabras de consuelo esteticista en medio de la deses­ peración, que parecen definitivamente lanzadas al vacío por el restallar de esa otra fórmula, breve y cortante, que acaba con todo juego estético posible: «toda la dignidad del hombre reside en el pensamiento. Pero, ¿qué es ese pensa­ miento? ¡Valiente estúpido!».4' De la esperanza de victoria sobre el olvido, que la ac­ tividad literaria pudiera aún encerrar en el espíritu del Pascal atrapado en el callejón sin salida de la proximidad de la muerte, no va a quedar, al final, sino ese último resquicio de señorío que se encierra en el acto de aceptar la insoportabilidad misma de la condición humana. Fin de toda espe­ ranza. Aceptación de la miseria y de la densa noche oscura. Nada queda ya que hacer, que no sea aguardar la lla­ mada del ángel. Con el espíritu quebrantado y marchito. Con el horror inevitablemente delante de los ojos. Y no cerrar los ojos, y callar, y callar, y callar... «Miserias de un rey desposeído».42 ¡Por qué camino tan largo y tortuoso ha llegado, al fin, Pascal a la vieja palabra platónica que dice que la filosofía no es más que muerte y aprendizaje de la muerte] Bien es cierto, por decirlo con las palabras precisas de Ernst Bloch, que todo pensamiento cuerdo puede haber sido pensado siete veces, mas cada vez que se volvió a pensar, en otro tiempo, en otras circunstancias, no era ya el mismo,43 pero no podemos hoy evitar, ante este extraño eco de un platonismo que trata de aniquilarse a sí mismo, la tentación de sentirnos «como en casa». La muerte, «una muerte 117

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inevitable, que nos amenaza a cada instante»44, es la compañera inseparable del filósofo. Esa presencia dulce y re­ signada que hace de la escritura el juego más arriesgado. Ese suave atardecer de la palabra hacia el silencio. ¿La vida misma? No otra cosa que «un ensueño apenas una pizca menos inconsistente»...45 (Por qué camino tan largo y tortuoso! Imaginemos una multitud de hombres encadenados, todos ellos condenados a muerte, varios de los cuales son degollados a diario a la vista de los demás, los que quedan ven su propia condición en la de sus semejantes, y. con­ templándose unos a otros con dolor y sin esperanza, esperan su turno. Tal es la imagen de la condición hu­ mana. 46 La Caverna se cierra. Veo ahora, cuando escribo, la mirada de cristal de Nietzsche clavarse sobre Port-Royal, penetrando el cuerpo derrumbado del pensador suicida. Le oigo execrar el cris­ tianismo, feroz en su pureza, que fuera capaz de hacer añicos un espíritu y una pluma tan definitivamente hermo­ sos. Lo siento casi, rozándome la espalda, desde la oscuri­ dad callada y fresca de la biblioteca, en el momento mismo de maldecir con rabia solemne e impotente: A Pascal no lo leo, sino que lo amo como a la más instructiva víctima del cristianismo, asesinado con lentitud, primero corporal­ mente, después psicológicamente, cual corresponde a la entera lógica de esta forma horrorosa entre todas de inhu­ mana crueldad*7 Siento, por un momento, la tentación nietzscheana; maldecir, gritar contra quienes, ángeles bes­ tialmente empeñados en ser ángeles, estúpidamente hi­ cieran jirones, con impunidad autosatisfecha, todo aquello que, en Pascal, anunciara la más exquisita forma de toda belleza: la de la lejana displicencia de la inteligente escri­ tura. Luego me alejo un momento, contemplo la imagen solitaria de la esfinge Nietzsche. la veo nuevamente des­ componerse, vuelven a mí sus palabras terribles: aquella fe de Pascal, que se parece tanto a un continuo suicidio de la razón —de una razón tenaz, longeva, parecida a un gu­ sano. que no se deja matar de una vez y con un sólo gol­ pe.40 Y la sospecha, de pronto, me invade, de estar escu118

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chando el enigma cifrado de un relato autobiográfico; la certidumbre, casi, de la necesidad de subvertir la mal­ dición, de decir:- ¡Bendito sea aquello que ha llevado a Pascal a los umbrales olvidados de la muerte bella, del paradójico retomo inesperado del ensueño griego, de la •enfermedad platónica», en el interior más recóndito de aquella tradición que le fuera justamente más hostil..,! Pero no, no es eso sólo. Justo es contradecir al Nietzsche del Ecce Homo con aquel otro de Más allá de! bien y del mal. Pascal no fu e suicidado por el cristianismo. No hay suicidio cristiano. En el cristianismo halló Pascal el instru­ mental que precisaba para hallar el punto exacto en el que oculta su rostro enigmático la muerte. Del cristianismo se sirvió Pascal, desde la primera línea (matemática) de su obra, para cumplimentar un suicidio que, desde aquella primera línea (y por ella), estaba rigurosamente exigido. Y de un banal suicidio, la tradición cristiana pudo propor­ cionarle el material preciso para planificar un espectáculo memorable. Eso es todo. O mejor, no. No es todo. Queda que con Pascal es, tal vez, el cristianismo todo, o, para ser más precisos, el «pensar cristiano» todo el que acomete su suicidio irreversible. Desde el cristianismo como hori­ zonte, el intento radical de una fílosofíá de la muerte de la filosofía no puede, tal vez, dar lugar (Kfing lo ha sospe­ chado) más que a un cristianismo de la muerte del cristia­ nismo. Hemos citado, más arriba, a Wilde: «todos los hom­ bres matan aquello que aman». Con infinita paciencia y sistematicidad de matemático impecable, fue Pascal dando muerte, uno a uno, a todos sus grandes amores, a todos sus lentos sueños de visionario insomne. En la noche final, sólo quedó el vacío de una mirada frontal hacia la muerte.

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Mascarilla mortuoria.

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Epílogo El último acto es sangriento, por muy bello que sea todo el resto de la comedia: se echa finalmente una paletada de tierra sobre la cabeza, y se acabó todo para siempre.' Tras la muerte de M. Pascal, una vez que fu e abierto, se encontraron el estómago y el hígado putrefactos y los intes­ tinos gangrenados, sin que fuera posible saber con exac­ titud si esto había sido la causa de los dolores de cólico o bien el efecto de ellos. Pero lo más peculiar se produjo en el momento de la apertura de la cabeza, cuyo cráneo resultó no tener otra sutura que la lamboidea. lo que apa­ rentemente había sido ¡a causa de los grandes dolores de cabeza a los que se viera sometido durante toda su vida. Es cierto que había poseído antaño la llamada sutura frontal; pero, como quiera que ésta permaneció abierta mucho tiempo durante su infancia, como suele acontecer en esta edad, al no poder volver a cerrarse, se había formado un callo que la había recubierto por completo y que era tan considerable que podía fácilmente percibirse al tacto. En lo que a la sutura coronaria concierne, no tenía el menor rastro de ella. Los médicos observaron que se encerraba en él una prodigiosa abundancia de cerebro, cuya sustancia era tan sólida y condensada que ello les hizojuzgar que ésta era la razón por la cual, al no poder cerrarse la sutura frontal, la naturaleza se había ocupado de ello mediante ese callo. Pero lo más notable que observaron, y a lo cual se atribuyeron en concreto su merte y los últimos accidentes que lo acompañaron, fu e que había en el interior del crá­ neo, frente a los ventrículos del cerebro dos impresiones, como de dedo sobre la cera, que estaban llenas de una sangre coagulada y pútrida que había comenzado a gangrenar la duramadre. 2 121

Notas

Introducción: LA PASION DEL JUEGO 1. Me'maire sur la vie de monsieur Pascal écrit par mademoiselle Marguerite Pirier sa mece. en PASCAL. B.: Oeuvres Complétes, édition établie et anotéc par Jacques Chevalier: París. Plétade. 1954 (En adelante, citaremos esta edición Chevalier de las Obras Completas de Pascal, me­ diante las siglas 0 C |. p .4 l. 2. Pensamientos, N* 668 (Las citas de Pensamientos se dan conforme a la numeración de la edición Lafuma (v. Bibliografía), que es la reprodu­ cida por las dos más recientes ediciones de Pascal en castellano: Pensa­ mientos, Alianza Editorial, 1981; Obras Completas, Alfaguara. 1981. 3. ibid.. N° 47. 4. La vie de Monsieur Pascal écrite par Madome Périer, sa soeur. en OC, p. 6. 5. Tal es el sino de la obra, por lo demás insustituible, de Sainte-Beuve sobre Port-Royal. Un monumento de datos y recopilación que no puede jamás ser dejado de lado. Pero, cuando el autor pasa a la «interpretación» de sus m ateriales..., entonces todas las perversidades con que su contem­ poráneo Balzac lo distinguiera, en más que abundantes ocasiones, resultan suaves. 6. Desde el primer historiador de Port-Royal. Hacine, que pasa sobre acontecimientos tan cruciales como sobre ascuas, hasta los trabajos más recientes de Orcibal o Jaccard. 7. Ante todo, claro está, en Le Dieu Caché, París, P.U.F.. 19S6 (hay traducción castellana, con el título El hombre y lo absoluto, Barcelona, Península. 1968). obra preciosa, con la que me apresuro aquí a dejar cons­ tancia —por lo demás innecesaria— de mi deuda. Pero también en el excelente Prólogo a su edición de las Lentes de Martin de Barcos. París. P.U.F.. 1956. 6. El hombre y loabsoluto; ed. cit., p. 147. 9 SAINTE-BEUVE: Port-Royal: Parts. Plétade. 1953. vol. I. p. 334. 10. Les origines dujansénisme; Parts. Vrin. 1947. 11. Saint-Cyran. précurseur de Pascal: Lausana. Edilions de la Con­ corde, f944. 122

Ñ o las

12. 13. 14. 15. 16. 17. 18. 19.

GOLDMANN, L.: Op. cil.. pp. 145-147. Cfr. Ibtd. Ibíd.. pp. 139-140. Ibíd.. pp. 151-155. Ibíd. pp. 135-136. Ibíd. p. 178. Pensamientos, N° 136. Ibíd., N° 622.

AQUEL INSOMNE JUEGO DE LA CIENCIA 1. LAUTREAMONT: Les chanls de Maldoror. 2. OC. pp. 1402-1404. 3. MESNARD, J . «Universalité de Pascal», en Méthodes chez Pascal: Parts. P .U .F ..p . 338. 4. «Principes de la Phüosophie», Prface.cn Oeuvres philosophiques: París. Garnier. 1973. vol. ID. 5. En Oeuvres philosophiaues. ed. cit. 5 bis. ’Pensamientos. Ntt 136. 6. OC, p. 538. 7. Ibíd. 8. Ibíd. 9. OC, p.537. 10. GOLDMANN. L.: op. cit., p. 242. 11. Estas entrevistas tienen lugar en París, los días 23 y 24 de septiem­ bre de 1647. Pascal se halla enfermo en cama, y fue Roberval quien actuó como mediador entre los dos personajes. El encuentro parece haber resul­ tado bastante decepcionante para ambas partes. 12. Cfr. BIEVRE, C. de: Descartes et Pascal; éditeur Imprimerie De Biévre, Anvers, s.f., p. 66. 13. OC, p, 364. 14. Carta a Fermat de agosto de 1660, en OC. p. 522. 15. «Solía decimos que, desde la edad de dieciocho años, no había pasado un sólo día sin dolor», escribe Gilberte. 16. Descartes et le rationalisme; París, P.U.F.. 1966. 17. Préface a la edición francesa (1667) de los Principes de la Philaso-

phie. 18. La Recherche de la Vérité, París, Vrim. 1966,111-1. cap. 45. 19. Carta de Descartes a Béckmann del 22 de agosto de 1634. 19 bis. CASSIRER. E.: El problema del conocimiento. México. F.C.E.. 1974, l.p . 488. 20. Cfr. Ibíd., pp. 448 y ss., así como GEYMONAT, L.: Storia del oensierofilosófico e identifico; Milán, Garzanti. 1977, II, p. 398. 21. Op. cit., p. 344. 22. Pensamientos, N° 887. 23. Ibíd., N° 553.

123

\o ia s 24. RAYMOND, P.: Le passage au matérialismei París. Maspero. 1973. pp. 93-94. 25. OC. p.372. 26. GHYMONAT. L.: Op. cit., p. 294. 27. En OC, p. 28. Ver SAINTE-BEUVE: Op. cit., 1, pp. 889-890. 29. Pensamientos. N° 691. 30. lb(d., N° 781. 31. OC, p. 531. 32. Cfr., particularmente, BOl'lLLIER: Histoire de la pbilasophie cartesienne, París, 1868,1, pp. 543-544. 33. OC, p. 535. 34. Puesto que «ciertamente un tal método sería bello, pero es absoluta­ mente imposible» (OC, p. 578). 35. OC. p. 579. 36. OC, p. 585. 37. OC, p.372. 38. En Méthodes chez Pascal, ed. cit., p. 117. 39. Cfr. OC, pp. 371 y 429-430. 40. Cfr. OC. pp. 430-431 y 462. 4 1. Pensamientos, N8 687.

COMO UNA PERSISTENTE PESADILLA 1. JANSENIUS. C.: De la réformation de t'homme (traducción de Arnauld d'Andilly), libro II, c. VIII. 2. Cfr. KUNG. H.: ¿Existe Dios?: Madrid. Edaf. 1979. pp. 103-104., Naturalmente que no debemos llamarnos a engaño: el «libertino• del siglo XVII nada tiene todavía de ese exquisito escéptico esteticista que. en el XIX nos será descrito con minuncia por Wilde. Un Méré o un Mitton debieron asemejarse más bien a la figura del gran caballero, displicente y despegado en materia de religión, y gentilhomme por encima de todo. Negligentemente lejano de toda cuestión grave, hombre de ingenio y con­ versador notable, el libertino es el producto más específico del salón. 3. OC. p. 1367. 4. SAINTE-BEUVE: Op. cit., I. pp. 909-910. 5. Cfr. OC. pp. 536-537. 6. Es el caso, en particular, de la definición de las categorías de esprit géometrique y esprit de finesse. que parecen (más que un préstamo tomado a Les Penséesl un primer esbozo aún no totalmente elaborado de algo que sólo en sus fragmentos posteriores logrará Pascal reducir a formalización definitiva. 7. OC. pp. 538-546. 8. Pensamientos, N° 413. 9. OC, p. 550. 10. OC. p.548. 11. OC. p. 549. 12. OC. p. 551. 124

N otas

13. OC, p. 552. 14. OC, pp. 1371-1372. 15. OC, pp. 1373 y ss. 16. ELLIOT, T.S.: Los hombres Huecos. (Trad. de J . M. Valverde). 17. OC, pp. 5S3-554. El Memorial, como es bien sabido, fue descubier­ to, a la muerte de Pascal, cosido en el dobladillo de su ropa. Se trata de un pequeflo pergai.'¡no y un papel, el primero de los cuales se ha perdido. Conservamos el trozo de papel en el que. «con mano febril», dice Chevai lier, anotó Pascal, en la fecha misma del 23 de noviembre de 1654, la que fue su fulminante revelación religiosa.

A.M.D.G.: LOS QUE JUEGAN A GANAR l.O C .p.215. 2. RAC1NE. J.: Oeuvres completes; París, stéréotype d'Herhan. 1813, vol. IV, p. 24. 3. BORGES, J.L .: «Los teólogos»; e n ElAleph, 4. OC. 0.1073. 5. LUGONES, L.: «B imperio jesuistico». en Jesuítas. n° 3 de la Re­ vista Hiperión, Madrid. 1978, pp. 106-107. 6. OC, pp. 703-706. 7. OC. pp. 709y 716-717. 8. CASS1RER. E.: Op. cit. I. S36. 9. OC, pp. 689 y 692. 10. O C.p. 11. OC. p. 1063. 12. OC, pp. 529 y ss. 13. BEGUIN, A.: Pascal par lui-méme; París, Seuil, 1952. p. 45. 14. O C .p .903. 15. OC, p. 904. Cfr. También OC. pp. 1073-1074. EL ASILO DE LOS LOCOS 1. Pensamientos, N“ 757. 2. Ibid.. N* 532. 2 bis. Ibid., N® 641. 3. Ibid., N* 622. Cfr. también OC, p. 1138. 4. Ibid. N° 136. 5. Ibid. 6. Ibid. 7. Ibid. 8. Ibid., Números 134 y 414. 9. Ibid., N* 166. 10. Ibid., N* 192. 11. Ibid., N# 99. 12. /M /..N °4 0 I. 13. Ibid., N° 756. 14. Ibid., N° 768. 125

N otas

15. ¡bíd., N* 116. 16. lb(d.. Números 114y 122. 17. Ibíd., N# 52. 18. Ib(d., N# 167. 19. Ibtd., N# 182. 20. Ibíd., N“ 530. 21. Ibíd., N° 828. 22. Ibíd., N° 44. 23. ALTHUSSER, L.: Philosophie el philosophie spontanée des sawm/s (1967); París. Maspero, 1974, pp. 83-84. 24. ESP1NOZA, B.: Etica. III. escolio a la proposición IX. 25. Pensamientos. Números 554 y 665. 26. Ibfd.. N° 621. 27. Ibíd., N#92. 27. Ibíd., N° 597. 29. Ibíd.. N°806. 30. Ibfd., N° 101. 31. Ibíd., N°978. 32. Ibíd., N° 78. 33. Ibfd.. N°983. 34. Ibfd., N° 126. 35. OC. p. 540. 36. Pensamientos, N° 418. 37. Ibíd., N# 419. 38. Ibíd., N® 821. 39. Ibíd., N° 795. 40. Ibíd., N° 200. 41. Ibfd., N® 756. 42. Ibíd., N“ 116. 43. BLOCH, E.: Avicena y la izquierda aristotélica; Madrid, Ciencia Nueva. 1968. 44. Pensamientos, N° 607. 45. Ibíd., N®803. 46. Ibíd., N® 434. 47. N1ETZSCHE. F.: Ecce Homo, Madrid. Alianza Editorial. 1973. página 42. 48. NIETZSCHE. F.: Más allá del bien y del mal; Madrid. Alianza Editorial. 1973. p. 72. EPILOGO 1. Pensamientos, N® 165. 2. OC. p. 41.

Bibliografía 1. E d icio n es A) Obras completas CHEV AU ER, J a c q u e s ; Ed. de la Pléiade, París. 1949. La ordenación de los Fragmentos de Pensées resulta parti­ cularm ente cóm oda para el no especialista. Quizás la edición de más cómodo manejo. L a F uma , LouiS; LIntégrale, París, E d. du Seuil, 1963. M e sn a r d , J ean ; Ed. Desclée de Brouwer. En curso de publicación, a partir de 1964. Constituye la edición crí­ tica más acabada de la obra pascaliana.

B) Traducciones castellanas de Pascal La más antigua traducción de Pascal al castellano que nos es conocida, es la de Las Provinciales, a cargo de Gratiano Cordero de Burgos, fechada en 1760 v sin pie de imprenta. Existe una traducción de Pensamientos, prologada por Xavier Zubiri y editada en la Colección Austral de Espasa Calpe, Madrid, 1940. En 1981 ha aparecido una nueva traducción de J. Llansó en Alianza Editorial, Madrid. En esta misma fecha se publica otra traduc­ ción de Pensamientos, dentro de Obras Completas, a cargo de Carlos R. de Dampierre y prologada por José Luis L. Arangure, en la Editorial Alfaguara. 2. E stu d io s A) S o b re B laise Pascal

BlEVRE, C. PE: Descartes el Pascal; Ed. Imprimerie de

Biévre, Brasschaat-Anvers, s.f. Bouii.uer , F.: Histoire de la phiiosophie cartesienne; Pa­ rís, 1868; reimpresión anastática, Bruselas, 1969. BEfíUlN, A.; Pascal par lui-niéme: París. Ed. du Seuil, 1952. 127

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Pascal» en Dialogues avec les philosophes; París, Aubier, 1966. COGNET, L.: Le jansénisme; París, P.U.F., 1968. L a po r t e , J.: La doctrine de Port-Royal. La morale (d’aprés Amauld); 2 vols., París, Vrin, 1951. M artin d e B a rco s : Correspondance avec les Abbesses de Port-Royal et les principaux personnages du Groupe janséniste. Editée et présentée p ar Lucien Goldmann. París, P.U.F., 1956. MARIN, L.: La critique du discours. Sur la «Logique de Port-Royal» et les «Pensées» de Pascal; París, Ed. de Mi* nuit, 1975. SAINTE-Beu v e : Port-Royal, 3 vols., París, Pléiade, 1953. (Reedición de la gran obra clásica del siglo XIX sobre el tema. Una m ontaña de erudición y datos, y una lí­ nea interpretativa no siem pre afortunada). RACINE, J.: Abrégé de VHistoire de Port-Royal (Redacta­ da en 1693 por el gran autor trágico, que había realiza­ do sus prim eros estudios en las petites écoles jansenis­ tas, constituye la más antigua y, sin duda, tam bién la más bella de las num erosas «Historias» de Port-Royal. Una verdadera joya de ternura y buen estilo); en Oeuvres de Jean RACINE, vol. IV, París, 1813. 128

Blaise Pascal, heredero de las luces del Renacimienlo y representante del Racionalismo — el movimiento de Desearles, Leibniz y Newton— logra modificar el frío esquema de las ideas puras y matemáticas irrumpiendo en medio de ellas con sus «razones sentimentales», con los argumentos agónicos de lo irracional y maravilloso. De esta forma se convierte en un claro precursor de la filosofía poética y del existencialismo.

Gabriel Albiac nació en Utiel (Valencia) en 1950. Es Profesor adjunto de Historia de la Filosofía en la Universidad Complutense y entre sus obras se cuentan Luis Althusser: cuestiones del leninismo, Al margen del Capital, El debate sobre la dictadura del proletariado y De la añoranza del poder o consolación de la filosofía.