Pasados contemporáneos: Acercamientos interdisciplinarios a los derechos humanos y las memorias en Perú y América Latina 9783964568465

Este libro propone un abordaje actualizado sobre violaciones de los derechos humanos, memoria social y violencia en Amér

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Spanish; Castilian Pages 336 [335] Year 2019

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Table of contents :
Nexos y Diferencias
Directores
Índice
Reconocimientos
Introducción. Tendencias del presente en el paradigma de los derechos humanos en América Latina
Capítulo I. Comisiones de verdad: Perú y Colombia
Verdad y memoria. Bases conceptuales y axiológicas de las comisiones de verdad. A propósito de la Comisión de la Verdad y Reconciliación en Perú
Colombia: tratamiento del pasado, memoria y construcción de la paz
Capítulo II. Justicia transicional: América Latina y Perú
El tránsito de la justicia transicional
Memorias negadas: el proceso político de la justicia transicional en Perú
Capítulo III. Memorias cotidianas: Chile
Tematización, anclajes, silencios y olvidos en la memoria: entre la fragmentación y la integralidad identitaria
Recordar la dictadura chilena a través de los miedos cotidianos
Capítulo IV. Representaciones de la víctima: Perú y El Salvador
La problemática centralidad de la víctima en la memoria cultural peruana
Violencia sexual y romance en el imaginario del Perú contemporáneo
Entre el ideal de verdad y el impulso estético. Los muertos de la guerra en El Salvador (1980-1992) en tres textos literarios
Capítulo V. Narrar las violencias contemporáneas: México y Colombia
“¡Los muertos, a sus lugares!”. Violencia, memoria e identidad en el contexto del narcotráfico mexicano
Narrar la infamia: imagen y escritura para contar la violencia de la historia
Capítulo VI. La memoria en la fotografía y el documental: Perú
Fotografiar la propia muerte: las últimas fotografías de Willy Retto en Uchuraccay
Fotografía y memoria en el documental performativo: el caso de Tempestad en los Andes
Capítulo VII. Debates sobre la víctima y el victimario en segunda generación: Cono Sur y Perú
¿Posmemoria en el Cono Sur? Sobre la aplicabilidad de un concepto
Memorias perturbadoras: las narrativas de los otros HIJOS
Autoficciones de filiación en las narrativas de memoria: Chile, Argentina y Perú
Sobre los autores
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Pasados contemporáneos: Acercamientos interdisciplinarios a los derechos humanos y las memorias en Perú y América Latina
 9783964568465

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PASADOS CONTEMPORÁNEOS Acercamientos interdisciplinarios a los derechos humanos y las memorias en Perú y América Latina

LUCERO DE VIVANCO Y MARÍA TERESA JOHANSSON (EDS.)

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Nexos y Diferencias Estudios de la Cultura de América Latina

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nfrentada a los desafíos de la globalización y a los acelerados procesos de transformación de sus sociedades, pero con una creativa capacidad de asimilación, sincretismo y mestizaje de la que sus múltiples expresiones artísticas son su mejor prueba, los estudios culturales sobre América Latina necesitan de renovadas aproximaciones críticas. Una renovación capaz de superar las tradicionales dicotomías con que se representan los paradigmas del continente: civilización-barbarie, campo-ciudad, centro-periferia y las más recientes que oponen norte-sur y el discurso hegemónico al subordinado. La realidad cultural latinoamericana más compleja, polimorfa, integrada por identidades múltiples en constante mutación e inevitablemente abiertas a los nuevos imaginarios planetarios y a los procesos interculturales que conllevan, invita a proponer nuevos espacios de mediación crítica. Espacios de mediación que, sin olvidar los nexos que histórica y culturalmente han unido las naciones entre sí, tengan en cuenta la diversidad que las diferencia y que existe en el propio seno de sus sociedades multiculturales y de sus originales reductos identitarios, no siempre debidamente reconocidos y protegidos. La colección Nexos y Diferencias se propone, a través de la publicación de estudios sobre los aspectos más polémicos y apasionantes de este ineludible debate, contribuir a la apertura de nuevas fronteras críticas en el campo de la cultura de América Latina.

Directores Fernando Aínsa (Zaragoza); Marco Thomas Bosshard (Europa-Universität Flensburg); Oswaldo Estrada (The University of North Carolina at Chapel Hill); Luis Duno Gottberg (Rice University, Houston); Margo Glantz (Universidad Nacional Autónoma de México); Beatriz González-Stephan (Rice University, Houston); Gustavo Guerrero (Université de Cergy-Pontoise); Jesús Martín-Barbero (Bogotá); Andrea Pagni (Friedrich-Alexander-Universität Erlangen-Nürnberg); Mary Louise Pratt (New York University); Friedhelm Schmidt-Welle (IberoAmerikanisches Institut, Berlin)

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PASADOS CONTEMPORÁNEOS Acercamientos interdisciplinarios a los derechos humanos y las memorias en Perú y América Latina

LUCERO DE VIVANCO Y MARÍA TERESA JOHANSSON (EDS.)

Iberoamericana

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Vervuert



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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www. conlicencia.com;  91 702 19 70 / 93 272 04 47)

© Iberoamericana, 2019 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 © Vervuert, 2019 Elisabethenstr. 3-9 - D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.iberoamericana-vervuert.es ISBN 978-84-9192-061-8 (Iberoamericana) ISBN 978-3-96456-845-8 (Vervuert) ISBN 978-3-96456-846-5 (e-book) Diseño de cubierta: Rubén Salgueiros Depósito legal: M-9991-2019 The paper on which this book is printed meets the requirements of ISO 9706 Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro Impreso en España

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Índice

Reconocimientos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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Lucero de Vivanco y María Teresa Johansson Introducción. Tendencias del presente en el paradigma de los derechos humanos en América Latina . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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Capítulo I. Comisiones de verdad: Perú y Colombia Salomón Lerner Febres Verdad y memoria. Bases conceptuales y axiológicas de las comisiones de verdad. A propósito de la Comisión de la Verdad y Reconciliación en Perú . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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Elizabeth Lira Kornfeld Colombia: tratamiento del pasado, memoria y construcción de la paz

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Capítulo II. Justicia transicional: América Latina y Perú Hugo Rojas y Tomás Pascual El tránsito de la justicia transicional. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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Iris Jave Memorias negadas: el proceso político de la justicia transicional en Perú . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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Capítulo III. Memorias cotidianas: Chile Pedro Milos Tematización, anclajes, silencios y olvidos en la memoria: entre la fragmentación y la integralidad identitaria . . . . . . . . . . . . . . . 113 Loreto López G. Recordar la dictadura chilena a través de los miedos cotidianos . . . . . . 129

Capítulo IV. Representaciones de la víctima: Perú y El Salvador Alexandra Hibbett La problemática centralidad de la víctima en la memoria cultural peruana . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 149 Francesca Denegri y Cecilia Esparza Violencia sexual y romance en el imaginario del Perú contemporáneo

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Valeria Grinberg Pla Entre el ideal de verdad y el impulso estético. Los muertos de la guerra en El Salvador (1980-1992) en tres textos literarios . . . . . 185

Capítulo V. Narrar las violencias contemporáneas: México y Colombia Brigitte Adriaensen “¡Los muertos, a sus lugares!”. Violencia, memoria e identidad en el contexto del narcotráfico mexicano . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 203 Ana María Amar Sánchez Narrar la infamia: imagen y escritura para contar la violencia de la historia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 219

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Capítulo VI. La memoria en la fotografía y el documental: Perú Víctor Vich Fotografiar la propia muerte: las últimas fotografías de Willy Retto en Uchuraccay. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 237 Constanza Vergara Fotografía y memoria en el documental performativo: el caso de Tempestad en los Andes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 257

Capítulo VII. Debates sobre la víctima y el victimario en segunda generación: Cono Sur y Perú Ilse Logie ¿Posmemoria en el Cono Sur? Sobre la aplicabilidad de un concepto . . 275 Teresa Basile Memorias perturbadoras: las narrativas de los otros HIJOS . . . . . . . . . 293 María Teresa Johansson y Lucero de Vivanco Autoficciones de filiación en las narrativas de memoria: Chile, Argentina y Perú . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 311 Sobre los autores . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 327

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Reconocimientos

Pasados contemporáneos. Acercamientos interdisciplinarios a los derechos humanos y las memorias en Perú y América Latina pretende ser una contribución activa a la reflexión sobre derechos humanos en el tiempo presente. Esta reflexión ha sido impulsada por el proyecto Fondecyt 1150904, “Post narrativas de la violencia: representaciones y desplazamientos de la memoria y la ficción en la literatura peruana”, financiado por la Comisión Nacional de Investigación Científica y Tecnológica de Chile (Conicyt), cuyas investigadoras son las editoras del presente volumen. Asimismo, este libro ha sido fruto del trabajo colaborativo de los investigadores asociados al proyecto Redes 150021: “Truth-Telling: Violence, Memory and Human Rights in Latin America. A multidisciplinary Approach”, patrocinado por el Programa de Cooperación Internacional de Conicyt. El proyecto Redes tuvo entre sus objetivos la expansión y consolidación de una red internacional de investigadores y centros de investigación, cuyas áreas de interés, desde diversas perspectivas disciplinarias, convergen en temas relacionados con la violencia política, la memoria social y los derechos humanos en América Latina, teniendo siempre en cuenta sus dimensiones contextuales, políticas, históricas, culturales y étnicas. En este sentido, este proyecto ha fortalecido el trabajo que lleva realizando la red Vyral (www.redvyral.com), red internacional de investigadores sobre violencia y representación en América Latina, a la que se han asociado los siguientes centros de investigación y departamentos académicos: Departamento de Lengua y Literatura

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de la Universidad Alberto Hurtado (Chile), Centre Écriture, Création, Représentation: Littératures et Arts de la Scène de la Universidad Católica de Lovaina (Bélgica), Cultural Memory Studies de la Universidad de Gante (Bélgica), Historical, Literary and Cultural Studies de la Universidad de Radboud (Holanda), Centre de Recherches Historiques de la Escuela de Estudios Superiores en Ciencias Sociales (Francia), Centro de Teoría y Crítica Literaria de la Universidad de La Plata (Argentina), Instituto de Estudios Peruanos (Perú), Instituto de Democracia y Derechos Humanos de la Pontificia Universidad Católica del Perú, Grupo Memoria del Departamento de Humanidades de la Pontificia Universidad Católica del Perú, Critical Theory Institute de la Universidad de California-Irvine (Estados Unidos) y Centro de Ética y Reflexión Social de la Universidad Alberto Hurtado. Cabe señalar, además de los dos proyectos involucrados, que este libro ha sido patrocinado por el Departamento de Lengua y Literatura de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Alberto Hurtado, y por la Facultad de Derecho de la misma universidad.

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INTRODUCCIÓN

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Tendencias del presente en el paradigma de los derechos humanos en América Latina Lucero de Vivanco Universidad Alberto Hurtado María Teresa Johansson Universidad Alberto Hurtado

Este libro hace explícita la necesidad, urgencia y pertinencia de continuar avanzando en los estudios sobre violaciones de los derechos humanos, memoria social y violencia, pese a las adversidades provenientes de los discursos de banalización o descrédito y de las operaciones de consumo masivo que, sobre estas cuestiones, han desplegado ciertos lenguajes políticos e industrias culturales en el presente. La naturaleza global de tales fenómenos, los diferentes lenguajes en los que se expresan, las múltiples dimensiones sociales y humanas que componen su complejidad, junto a la diversidad de sus elaboraciones discursivas y de sus representaciones estéticas, demandan de los estudios académicos un enfoque multidisciplinar. Se trata, sin duda, de una demanda imperativa a la que este libro intenta responder integrando perspectivas

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provenientes de las ciencias sociales y las humanidades, que incluyen en un horizonte común los ámbitos jurídico, político y ético, la crítica literaria y cultural, los estudios sobre visualidad, la historia y la psicología social. Los trabajos acá compilados integran un ejercicio dialógico sostenido en los paradigmas de los derechos humanos, la justicia transicional y los estudios sobre memoria. En dicho ejercicio se asume la exigencia de una permanente revisión crítica de los supuestos teóricos que permiten aproximarse al fenómeno, de las herramientas metodológicas disponibles y de la mediación que necesariamente se da respecto de los modelos de reflexión construidos sobre las mismas problemáticas en otros hemisferios y contextos. Estos estudios abordan la actualidad de las materias vinculadas a los derechos humanos y la memoria social en América Latina, poniendo énfasis en Perú. Se trata de una actualidad definible como un periodo de interfase entre el impacto generado por los regímenes dictatoriales, los estados de excepción, la acción de las guerrillas y las guerras contrasubversivas, y los posteriores escenarios de impunidad tensionados por demandas de memoria, justicia y reparación, que intentan progresar en todo el continente pese a operar, en ciertos casos, en contextos que continúan siendo arreciados por la pervivencia de las violencias sociales, políticas y económicas bajo nuevas formas. El énfasis en Perú se justifica, en primer lugar, por la emergencia comparativamente reciente, en el campo político y cultural latinoamericano, de las reflexiones sobre la memoria y los derechos humanos hechas a partir de los acontecimientos vividos en dicho país en las últimas décadas del siglo xx. En segundo lugar, porque estas reflexiones vienen cuestionar y enriquecer los saberes instalados respecto de las experiencias del Cono Sur, dada la consideración de aspectos étnicos e históricos de larga duración requeridos para abordar el caso peruano. La aproximación a este lato y complejo proceso histórico latinoamericano, signado por la emergencia y las consecuencias de la violencia extrema, evidencia ciertos núcleos problemáticos fundamentales constituidos como un sustrato conceptual, especulativo y argumental de los actuales estudios de teoría social y crítica cultural. En esta introducción interesa identificar y tematizar aquellos núcleos que ostentan una mayor relevancia en los distintos capítulos de este libro, en tanto

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Introducción

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contienen los dilemas del presente en torno a la actualidad de los derechos humanos y los estudios de memoria, y otorgan espesor a la trama histórica continental, confiriéndole un carácter transnacional. El primer núcleo expone las especificidades del paradigma de los derechos humanos en América Latina, cuyo forzoso despliegue durante los procesos de justicia transicional ha modificado las condiciones sociales y constituido un aporte a nivel mundial. Asimismo, reconoce la integración entre el paradigma de los derechos humanos, el discurso de la memoria y la producción artística e intelectual de las últimas décadas en cada nación, subrayando el carácter señero de esta última, en la visibilización de lo silenciado y lo oculto. El segundo núcleo devela la problemática de las víctimas, se aproxima a sus figuras y a sus límites, tanto en la experiencia como en la representación del acontecimiento traumático, y también elabora las críticas contemporáneas a su conceptualización tradicional. Este núcleo expone un debate en torno a la noción de víctima que impele a recuperar la dimensión de la subjetividad, su potencial de agencia política y la diversidad de sus representaciones para su reinscripción en el discurso social. En este sentido, al focalizar los contextos de Perú —y Centroamérica—, se vuelve gravitante la incorporación de la problemática relativa al sujeto indígena, puesto que su presencia traslada a la actualidad matrices históricas de la violencia y resignifica la alteridad en las distintas formas de la memoria. Finalmente, un tercer y último núcleo plantea las perspectivas contemporáneas para proyectar en el continente el paradigma de los derechos humanos, en términos de un humanitarismo político que integre ampliamente el discurso afirmativo de estos derechos, junto a las operaciones de memoria colectiva. Las proyecciones de tal paradigma hacia la contemporaneidad implican interrelacionar complejas tramas de memorias intergeneracionales que exigen un cambio permanente. La suma de estas dimensiones, en su sentido afirmativo, impulsa una actuación contemporánea en defensa de los derechos humanos, precavida de una consciencia histórica ante las nuevas formas de la violencia social. El enfoque de este libro releva la importancia de otorgar un espacio central al trabajo de recepción crítica de las expresiones artísticas que se hicieron parte activa de una trama factual y simbólica, cuya

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finalidad fue tensionar los límites de lo representable y de lo decible en condiciones de violencia extrema. Por tanto, es posible sostener que el despliegue del paradigma de los derechos humanos no solo ha estado guiado por una variedad de impulsos de agencia y reflexión en los campos sociales y políticos, sino que también ha sido promovido, desde el campo simbólico y la creación artística, por producciones y estudios críticos sobre memoria, que han sido parte actuante de los procesos de verdad y justicia ante las violaciones de los derechos humanos. Los tres núcleos que hemos destacado operan, entonces, en la diversidad de dichos ámbitos (social, político y cultural) y descentran algunas categorías que, si bien han sido adecuadas para analizar los procesos sociopolíticos acaecidos en el Cono Sur, deben ser actualizadas para formular las aproximaciones a otros contextos latinoamericanos, lo que se manifiesta claramente en los estudios de este libro que abordan el caso peruano.

Los derechos humanos en América Latina: historización de un paradigma Si bien con anterioridad a la década de los setenta el paradigma de los derechos humanos en América Latina se había desarrollado fundamentalmente desde el enfoque de la vulneración de la dignidad humana en condiciones de pobreza extrema y la necesidad de justicia social, la defensa de los derechos humanos cobró urgencia y debió reenfocarse durante la década de los setenta y ochenta a causa del nuevo contexto de represión sistemática y violencia política que arreció en el continente. Las masivas y extremas atrocidades cometidas por la aplicación de las políticas de terrorismo de Estado contra los movimientos revolucionarios y las grandes poblaciones civiles durante los regímenes dictatoriales de Brasil, Paraguay, Argentina, Chile y Uruguay fueron un modo particular de ejercicio de atropello a los derechos humanos, que se generalizó a nivel continental. Al mismo tiempo, la ampliación de los conflictos armados en diversos puntos del territorio, tales como Perú, Colombia, Guatemala y otros países de Centroamérica, acrecentó el uso de la violencia por parte tanto de los ejércitos estatales

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como de los movimientos guerrilleros. Este incremento de la violencia desató situaciones de guerra interna que impactaron directamente en la población general y, especialmente, en los pueblos indígenas. Las brutales consecuencias del ejercicio de la tiranía, la guerra contrasubversiva y la actuación de las guerrillas modificó, en consecuencia, el paradigma de los derechos humanos, obligando a centrar su definición en los casos máximos de violaciones definibles como asesinatos, desapariciones forzadas y secuelas de las prácticas de tortura extendidas a nivel continental. En este nuevo contexto, la acción y el discurso de los derechos humanos tuvo que responder a la gravedad y la magnitud de los acontecimientos, y situarse ante un escenario que solo puede ser comprendido en términos de una masacre histórica y tipificado judicialmente, como lo es en la actualidad, bajo el concepto de crimen contra la humanidad. En estas condiciones extremas, impuestas en una primera etapa por las dictaduras y los estados de excepción y que luego dieron pie a arduas negociaciones y situaciones de sometimiento vigentes en los periodos de posdictadura y posguerra, una parte de las sociedades latinoamericanas ha debido luchar para esclarecer los hechos y disputar la verdad sobre la memoria histórica. En el centro de esta demanda se sitúa el testimonio de las víctimas y de sus familiares. En este contexto, distintos grupos sociales han debido oponerse activa y colectivamente a las políticas de negación, justificación y silenciamiento impuestas por los regímenes autoritarios y prolongadas por el militarismo y los pactos políticos sellados en los procesos de transición democrática o en los denominados periodos posconflicto. No obstante, en estas adversas condiciones, las distintas naciones de América Latina han visto emerger y conformarse un campo de acción social y política de carácter nacional e internacional, articulado en torno a los derechos humanos, que ha modificado progresivamente las políticas estatales y ha logrado, de manera paulatina, importantes avances, primero en materia de verdad y progresivamente en materia de justicia, reconocimiento y reparación. Dado que las referidas operaciones de negación, ocultamiento de los hechos, silenciamiento y borramiento han funcionado en los niveles factual y simbólico, no solo se ha visto limitado el conocimiento sobre lo sucedido y han sido cercenadas las posibilidades de justicia,

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sino que además ha habido una afrenta contra las posibilidades de su enunciación y su relato. De esta manera, las situaciones de violencia y vulneración se han prolongado durante décadas mediante distintos mecanismos de coerción social y determinación discursiva. En complejo itinerario, la problemática de las violaciones de los derechos humanos ha debido atenderse desde prismas factuales y simbólicos que intentaran detener su desmesura y permitieran su comprensión. Sin lugar a dudas, desde un inicio las prácticas de ejecuciones clandestinas y desapariciones forzadas tendieron a impedir el hallazgo de los cuerpos y a omitir la información sobre los hechos, convirtiendo los procesos de búsqueda de los restos humanos en una tarea interminable. Posteriormente, la inviabilidad, o bien las agudas dificultades para concretar estas identificaciones, ha prolongado de manera indefinida el carácter indeleble y fantasmal de esas muertes, generado en los familiares situaciones de duelo imposibles de resolver y repetido cíclicamente las secuelas de la violencia. Así, las políticas de olvido impuestas con posterioridad a los acontecimientos han tenido el efecto que sus impulsores buscaban: hacer más profunda la fragmentación del cuerpo social y negar el espacio político necesario para el esfuerzo de reconocimiento, identificación y búsqueda de un acuerdo discursivo básico. En permanente confrontación con este escenario de negación, silencio y ocultamiento surgido en cada nación en distintos momentos históricos, la defensa de los derechos humanos se ha intentado articular en un discurso y una acción social que demandan verdad y reconocimiento, justicia y reparación para las víctimas. Cabe señalar al respecto que las primeras comisiones de verdad en la historia mundial tuvieron lugar en Bolivia y, posteriormente, en Argentina. Al inicio de este libro, Salomón Lerner y Elizabeth Lira Kornfeld reflexionan sobre las complejidades involucradas en los procesos de paz y las iniciativas estatales para la recuperación de la verdad. Desde un enfoque filosófico, y a partir de su experiencia como presidente de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) del Perú, Lerner expone, en “Verdad y memoria: bases conceptuales y axiológicas de las comisiones de verdad. A propósito de la Comisión de la Verdad y Reconciliación en Perú”, algunos de los elementos conceptuales y axiológicos que fundamentan el trabajo de toda comisión de verdad, y se refiere al caso peruano en

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particular para escrutar conceptos tales como “violencia”, “política”, “justicia”, “verdad”, “memoria” o “responsabilidad”. Lerner explica cómo la CVR puso en el centro de su trabajo las voces de quienes habían sufrido violaciones de sus derechos humanos, instalando esta tarea en el campo ampliado de la ética y el discernimiento moral y buscando, al mismo tiempo, comprender los valores y razones por los cuales una comisión de verdad, comprometida con el reconocimiento de las víctimas, requiere llevar adelante la indagación del pasado y devolverle a la sociedad en su conjunto la conciencia de su historicidad. Por su parte, Lira, desde su experiencia como presidenta del Comité Asesor Internacional del Centro Nacional de Memoria Histórica de Colombia, asume la difícil tarea de sistematizar un proceso en marcha, el de la construcción de la paz en Colombia. En su trabajo “Colombia: tratamiento del pasado, memoria y construcción de la paz”, expone los modos mediante los cuales dicho país está intentando obtener acuerdos de paz sin sacrificar por ello ni la recuperación de la verdad ni los derechos de las víctimas ni la asignación de responsabilidad a los distintos actores ni la impartición de la justicia. En este ejercicio de reconstrucción histórica, Lira destaca el dialogismo implícito en el proceso de búsqueda de acuerdos de paz, a partir de lo que en Colombia se ha llamado “ejercicios de memoria”. Esta modalidad ha dado el protagonismo a diversos actores, dentro de los que se relevan la perspectiva y la participación de mujeres afectadas junto a otras agrupaciones de víctimas y organizaciones no gubernamentales, desafiando, de paso, las exclusiones históricas de la sociedad colombiana. Estos dos casos exponen que la multiplicación de tales instancias gubernamentales ha generado en los distintos países del continente una primera respuesta a la demanda por verdad e identificación, y un primer reconocimiento oficial a las víctimas mediante el cual se les devuelve su condición de ciudadanos. Por otra parte, se ha obligado a los Estados nacionales a realizar una afirmación de su responsabilidad, pese a las resistencias de instituciones militares y sectores civiles a incorporar las prácticas del terrorismo de Estado como parte del relato de la nación. En este contexto, la problemática de la justicia ante el desafío de los derechos humanos no ha implicado únicamente una demanda y un cuestionamiento al

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código de justicia ordinaria, que debiera incorporar modificaciones para operar ante condiciones extremas de genocidio, sino que, además, ha supuesto la puesta en marcha de una serie de iniciativas llevadas a cabo por distintos organismos, una suma de acciones de diferentes colectividades y una serie de tecnologías políticas estatales en orden al reconocimiento de la verdad y la necesidad de justicia. En la actualidad, este amplio accionar en el campo de los derechos humanos ha logrado sostener la imprescriptibilidad de los delitos de lesa humanidad, lo que en muchos casos ha abierto un camino para derogar los mecanismos de amnistía implementados en cada nación y juzgar a los responsables. Asimismo, dicho proceso ha impulsado progresivamente distintas labores de orden legislativo y estatal, tales como comisiones e informes de verdad, investigaciones judiciales, audiencias públicas o leyes de reparación. Junto con esto, se ha orientado a proyectar iniciativas encaminadas a instalar memoriales y museos y a promover la producción cultural asociada a temas de memoria. Estos complejos procesos sociales y culturales se han llevado a cabo en un marco que hoy se define, desde diversas áreas de conocimiento, como un escenario de justicia transicional en el cual el paradigma de los derechos humanos se inscribe en un campo plural y abierto, en el que la producción cultural cumple un papel relevante. En el capítulo “El tránsito de la justicia transicional”, Hugo Rojas y Tomás Pascual realizan un acercamiento exhaustivo y crítico al tema. Exponen, en primera instancia, los distintos alcances de la definición de justicia transicional, el desarrollo de este concepto como campo de estudio, las repercusiones sociales de las medidas que se adoptan bajo su alero y la interdependencia de los cinco componentes que constituyen su núcleo: verdad, justicia, reparación, memoria y no repetición. En segundo lugar, enfatizan la necesidad de revisar o superar ciertas ideas instaladas en este campo, como por ejemplo, la propia expresión “transición” que, en opinión de los autores, enfatiza de manera extrema el periodo de transición política en el que suelen darse los procesos de justicia transicional. Así, específicamente, Rojas y Pascual plantean la necesidad de que el principio de no repetición articule medidas estructurales para instalarse con un carácter permanente una vez que el Estado y la sociedad hayan normalizado su funcionamiento.

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Por su parte, y focalizándose en la experiencia peruana, Iris Jave recupera, en “Memorias negadas: el proceso político de la justicia transicional en Perú”, las dificultades experimentadas en la construcción de una política pública centrada en la víctima que asegure la implementación de los elementos de la justicia transicional recomendados por la CVR al término del conflicto armado. De acuerdo con esta autora, tal dinámica ha estado marcada, por un lado, por la disputa de narrativas entre partidarios y opositores a una agenda de justicia y verdad, de reconocimiento y memoria; y por otro, por las dificultades que surgen en los procesos de institucionalización de las medidas provenientes de esta agenda, interrumpidos e interferidos por las luchas de poder propias del ámbito político. El análisis de Jave evalúa el tránsito de estas tensiones hacia la escuela, verbi gratia, hacia el difícil rol de los maestros y los desafíos respecto de cómo incorporar la historia reciente en el currículo educativo nacional. Como queda patente en estos dos capítulos, la noción de justicia transicional implica una trama simbólica y de representación más amplia, en la que concurren distintos actos de reparación junto a una importante dimensión que enfatiza los procesos de memoria como constitutivos de las identidades subjetivas y sociales. En este sentido, es esperable que exista una convergencia entre los agentes de derechos humanos, las políticas estatales y las producciones culturales de memoria que contribuya a crear una justicia “más allá de la ley”. Esta puede pensarse, según propone Luis Martín-Cabrera (2016: 10), como una “justicia radical” que, si bien tiene un carácter incompleto y fragmentario, es un proyecto que interviene en el presente, al situarse en una brecha entre los procesos transicionales y las herencias traumáticas del pasado. En todos los países del continente, el trabajo de producción artística y cultural ha desempeñado el rol de precursor en los procesos de verdad y justicia, pues ha dado cauce a formas y sentidos para el develamiento y la denuncia, haciendo frente a las imposiciones de negar, ocultar y silenciar. Las producciones artísticas, durante y después de los episodios de violencia, se han acercado a las fronteras experimentales con lenguajes diferentes. Este libro expone y discute el problema de la representación entendiendo que, a pesar de ser un asunto que ya tiene larga data en los

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estudios de memoria, nunca está dicha la última palabra. La violencia inenarrable se transforma y transita por diversos lenguajes buscando su expresividad. Por ello, no solo la escritura sino también la imagen, el cine, el documental, la fotografía, el archivo oral, entre otros, forman parte del abordaje teórico y crítico de los distintos estudios. En este marco, el capítulo de Ana María Amar Sánchez, “Narrar la infamia: imagen y escritura para contar la violencia de la historia”, hace un doble análisis de los problemas de la representación al trabajarlos desde una perspectiva teórica y a partir de una novela Trítpico de la infamia, que precisamente tiene como eje temático las formas “adecuadas” de la representación estética en el ámbito de la violencia política y las luchas por la memoria y la justicia. Amar Sánchez recorre, en su reflexión, no solo la refundación de la violencia actual a partir de los horrores que dieron origen a nuestra modernidad, sino también la dimensión ética-política del arte y las formas posibles de abordar la violencia —alegórica, sesgada, violentada en sí misma, evitada, desviada—, para hundir esta última pregunta en los entramados del silencio. Un derrotero similar recorre Valeria Grinberg Pla en su estudio “Entre el ideal de verdad y el impulso estético: los muertos de la guerra en El Salvador (1980-1992) en tres textos literarios”. Su reflexión indaga en la tensión permanente entre el impulso estético y el impulso moral de la verdad al plantear las posibilidades de una representación ética de las guerras de Centroamérica. Con el foco puesto en El Salvador, Grinberg Pla explora la correlación entre las formas literarias y la política de la memoria, correlación en la que están implicadas consideraciones sobre la estetización del sufrimiento y la crueldad. A partir de la lectura comparada de tres textos literarios, la autora analiza las potencialidades y las limitaciones de los registros periodísticos, los relatos de viaje exotizantes, las ficciones absurdas y la autoficción como formas literarias que asumen el trasfondo de barbarie con la finalidad de hacer aparecer la desmesura del sufrimiento en los cuerpos de las víctimas. Tal como se torna legible en los casos analizados, en distintos territorios y a lo largo de diferentes periodos, estas prácticas estéticas de visibilización de los hechos omitidos han inscrito a las víctimas en un lugar central y han otorgado enunciación a su testimonio. Asimismo, los

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artistas han logrado poner de manifiesto y escenificar la violencia sobre los cuerpos; elaborar la falta, el vacío y la fragmentación; explorar desplazamientos de carácter histórico y realizar una particular confluencia entre procedimientos documentales y ficcionales. Esta posición “del lado de las víctimas”, inquisitiva respecto de la memoria histórica, ha implicado una perspectiva que puede interpretarse en términos de un acto de justicia, en la medida en que, bajo distintas coyunturas políticas, el arte ha inscrito al sujeto vulnerado en un espacio situado en las fronteras entre lo visible y lo invisible, espacio en el cual la experiencia límite reclama su reconocimiento social y público. Por esta razón, una buena parte de la producción estética estuvo guiada por una actitud melancólica que formuló imágenes para el duelo y produjo formas alegóricas que convivieron con el humor subversivo, el distanciamiento irónico y los relatos de búsquedas que imaginan posibilidades de justicia. Orientadas por la pregunta sobre la representación de una experiencia límite, vacía y oscura, estas obras han asumido la compleja tarea de subvertir los lenguajes, en sincronía con la radicalidad de la experiencia de violencia. En suma, una mirada global a la problemática de los derechos humanos en el marco de una justicia transicional —o bien, justicia radical— implica una ampliación de las perspectivas. El tratamiento integrado de las políticas estatales, entre las cuales se encuentran tanto las formas gubernamentales derivadas de modelos transicionales —comisión, informes, leyes de reparación, pruebas judiciales, técnicas forenses, museografías, entre muchas otras— como las producciones político-estéticas —literatura, performance, música, teatro, fotografía, cine, documentales—, genera nuevas correspondencias y preguntas que solo pueden abordarse desde una reflexión crítica que identifique prácticas, tendencias y nociones consistentes, con capacidad de migrar e intervenir en distintas naciones del continente. La articulación entre estas dimensiones suscita una discusión relevante que este libro aborda transversalmente en distintos artículos, cuestionando y actualizando la pregunta por una de las categorías centrales: la noción de víctima. El aporte que realiza Víctor Vich va en esa dirección, al preguntarse el autor por la relación entre el testimonio de la víctima y el acto de representar. En “Fotografiar la propia muerte: las últimas fotografías

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de Willy Retto en Uchuraccay”, Vich interroga una vez más la serie de fotografías tomadas por el periodista Willy Retto en los trágicos sucesos de Uchuraccay en 1983, en la sierra peruana, cuando ocho periodistas fueron asesinados tras ser confundidos con miembros de Sendero Luminoso. A través de un ejercicio exegético minucioso, el ensayo elabora una interpretación de la serie fotográfica en tanto testimonio del resultado en extremo violento de la incomunicación humana. Pero también cuestiona la im/posibilidad del acto mismo de representar, en una situación tan límite como la que constituye fotografiar la propia muerte. Especialmente el examen de la última fotografía, en la que una mancha en la imagen aparece simultáneamente a la desaparición de la vida del fotógrafo, permite al autor plantear que la representación del horror implica confrontar lo que queda dentro y lo que queda fuera de lo simbolizado, desestructurando y poniendo en crisis cualquier intento totalizante del ejercicio representacional.

La noción de víctima en la teoría y en la producción literaria y audiovisual: crítica de una categoría en el contexto latinoamericano Las reflexiones teóricas sobre los derechos humanos plantearon tempranamente explicaciones que permitían articular un relato histórico del ejercicio de la violencia y la represión contra los pueblos. En este sentido, si el paradigma de los derechos humanos en América Latina comenzó a tomar fuerza a partir de las dictaduras del Cono Sur, las violaciones se interpretaron muy pronto históricamente, poniendo de relieve su filiación genealógica con la experiencia de violencia impresa en las matrices originarias de la conquista y colonización en el continente. En este punto, coincidimos con Gros Espiell (1988: 68) en que una limitación de las realidades históricas se debe a que “en América Latina, las violaciones a los derechos humanos, resultado de la explotación económica y la desigualdad social, de la discriminación contra las poblaciones indígenas, de las dictaduras militares, del caudillismo político y de la prepotencia gubernamental y administrativa, han sido

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una constante de la historia”. Esto puso de relieve una continuidad de prácticas endémicas, heredadas por los Estados nacionales durante el siglo xix, en las persecuciones indiscriminadas a poblaciones indígenas y en el amparo a situaciones de explotación en las condiciones de una violencia estructural, que forman parte de las matrices de desigualdad, incluyendo la desigualdad de género y sus extremas manifestaciones. Desde este ángulo, y retomando aspectos de la tradición narrativa peruana, Francesca Denegri y Cecilia Esparza analizan, en “Violencia sexual y romance en el imaginario del Perú contemporáneo”, textos que testimonian y representan ficcionalmente la violencia contra la mujer, tanto de autoría masculina como femenina, en la época del conflicto armado. Y proponen la existencia de una normalización y legitimación del abuso ejercido por el varón, que en las tramas y discursos se encubre bajo un engañoso espectro de gestos, vueltas, cruzamientos y lenguajes propios del amor romántico. El estudio propone, adicionalmente, el concepto de gine-sacra para mostrar el excedente que, por su condición de “violable”, tiene el sujeto femenino en el marco legal de la ciudadanía moderna, respecto de la categoría de homo-sacer planteada por Agamben. Las autoras resaltan el carácter ubicuo de la violencia sexual, en tanto que esta aparece permeada por una violencia estructural, agravada por jerarquías raciales y culturales. En este sentido, se postula que este tipo de violencia ejercida en tiempos de guerra es la continuación de la que se da en tiempos de paz. Bajo este prisma, se desplaza y amplía la noción de víctima de los derechos humanos, identificada —en las naciones que sufrieron dictaduras militares— con los militantes de izquierda, perseguidos por los regímenes de facto por motivos ideológicos en el escenario internacional de la Guerra Fría. Se reconoce una genealogía más vasta, que desestabliza la oposición dicotómica entre militante de izquierda y terrorismo de Estado y que se articula en violencias diversas, entre las que sobresale la violencia histórica (colonial y poscolonial, racista y clasista) contra el sujeto indígena. Esta noción de víctima, históricamente situada y tensionada por la violencia, entra en relaciones conflictivas con la emergencia y consolidación de un enfoque humanitario, el que en las últimas décadas del siglo pasado, y bajo la noción de una “razón humanitaria” y de

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una “nueva economía moral”, pone a la víctima en un lugar central, entendiendo que su condición de tal prácticamente coopta la identidad del sujeto. Esta razón humanitaria promovió el reconocimiento identitario, simbólico y material de los supervivientes del Holocausto, sin escatimar esfuerzos para otorgarles el derecho a la justicia, a la memoria y a la reparación histórica. Tal enfoque ha llegado a impregnar la articulación total de respuestas —discursivas, políticas, judiciales, asistenciales— respecto de las violaciones masivas de los derechos humanos, sobre todo en aquellos casos en los que, por su masividad, ellas están por encima de lo que un sistema regular de justicia penal es capaz de absorber. Desde este enfoque, se representan los efectos de la violencia en un lenguaje humanitario más que político, es decir, en términos de sufrimiento y no de desigualdad, de trauma más que de violencia, de compasión más que de justicia (Fassin 2012). Se construye, entonces, la figura de la víctima; y las guerras y los conflictos comienzan a escribirse en términos de víctimas y perpetradores. En el apartado dedicado a las “Representaciones de la víctima: Perú y El Salvador”, Alexandra Hibbett focaliza su trabajo en las construcciones culturales de la víctima de la violencia en el contexto de posguerra peruano. En “La problemática centralidad de la víctima en la memoria cultural peruana”, la autora analiza, en este marco, las maneras en las que, bajo el influjo de la CVR, la memoria cultural ha priorizado un enfoque de la víctima en términos de su pureza, en desmedro de miradas históricas o sociales que hagan visibles zonas grises y agencias más complejas de los actores del conflicto. Y promueve, de paso, una sensibilidad empática y caritativa respecto de ellas. Hibbett acomete su trabajo sobre distintos géneros y desde un enfoque que considera las condiciones de producción, circulación y consumo de la obras, contraponiendo aquellas representaciones culturales que se someten dócilmente a dicha matriz despolitizante, a iniciativas que desafían al lector o al espectador más allá de la esperada empatía caritativa y que promueven —descentrando al sujeto respecto de su condición de víctima— una reflexión crítica y ampliada a causalidades históricas y estructurales de la violencia. Sin embargo, el factor fundamental que contribuye al descentramiento de la víctima es la crítica que se hace del enfoque humanitario, que se formula en pos de la recuperación de la identidad integral y de

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la agencia del sujeto victimal. Esto quiere decir, en el primer caso, que se rechaza que la situación de victimización sea algo que cope la identidad del sujeto, es decir, que lleve a que este sea visto únicamente en función de su dolor, su carencia, su poca o nula capacidad de respuesta a la situación que lo violenta o sus escasas competencias para reconstruirse posteriormente. Esta es una manera sustantiva de considerar a la víctima que dificulta su transición hacia otros roles no victimizados. Al respecto, advierte Beristain (2009: 18) que “la centralidad de estas experiencias de victimización no debe llevar a confundir a la persona con su experiencia, o bien a convertir la experiencia en una forma fosilizada de su identidad”. En el segundo caso, se culpa al enfoque humanitario de haber creado sujetos pasivos, sin capacidad de agencia alguna. En esta línea, Jelin (2002: 15) denuncia que, desde el paradigma de los derechos humanos, “lo que resulta importante es la vejación o violencia que sufrió la persona (especialmente si hay marcas corporales de la misma, tortura, violación, asesinato), y pasa a segundo plano —para ser retomado en un momento posterior de la historia— el proyecto o el activismo de ese sujeto cuya integridad ha sido violada”. No importa lo que la víctima hizo, sino lo que le hicieron. Restablecer agencia en la víctima implica, por lo tanto, destacar “su voluntad, sus motivaciones, su perfil político” (Agüero 2015: 97). En muchos casos, reintroduce su identidad de militante o el sentido en el que sus acciones fueron inscritas (Cardozo y Michalewicz 2014). Por otro lado, para algunos sujetos, instalados en una situación de vulnerabilidad extrema (socioeconómica, de minoría, de género, etc.) aún antes de los actos de violencia por los cuales se convirtieron en víctimas, ser considerados víctimas es su única forma de existir, de ejercer en algún modo sus derechos como ciudadanos. En términos generales, este es el caso de miles de personas en América Latina, cuya victimización ha sido el vehículo para su visibilidad política.

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Humanitarismo político: memorias y actualidad de los derechos humanos ante las violencias sistémicas en América Latina La importancia que tuvo la emergencia pública del paradigma de los derechos humanos debe ser reconfigurada en el presente, no solo para profundizar en una comprensión sobre el pasado, sino para que su potencial democratizador permita generar procesos de inclusión y reconocimiento más amplios. De esta forma, educación, salud, vivienda, identidad de género, representación indígena, migración, ecología, entre otros, mirados como derechos sociales, vienen a actualizar los derechos humanos en el siglo xxi y se inscriben como debates nucleares de la política contemporánea. Así lo propone Pablo Salvat (2006: 2) al realzar la posibilidad de integrar los dos sentidos convergentes de los derechos humanos: “Por un lado, suelo mínimo de protección de la dignidad, por el otro, expresión de la crítica y la revuelta permanente de hombres y mujeres por conseguir mejores condiciones de vida. Esto es lo que posibilita replantearlos, o recrearlos en el tiempo como idea reguladora, orientadora de la búsqueda permanente de reivindicación de la dignidad”. Se trata de un particular potencial del paradigma de los derechos humanos, desde una perspectiva que recupera una dimensión política basada en la noción de derechos sociales y de libertad. Paralelamente a este desarrollo, la promoción de los derechos humanos es sincrónica con la ampliación del actual enfoque humanitario de carácter global, y dependiente, asimismo, de los estudios de memoria social que sientan partes fundamentales de sus bases subjetivas y sociales. Debido a esta particular imbricación entre la promoción de los derechos humanos y el ejercicio activo de la memoria social, el estudio de las operaciones de la memoria constituye un importante apartado de este volumen. En este ámbito y bajo el título “Tematización, anclajes, silencios y olvidos en la memoria: entre la fragmentación y la integralidad identitaria”, Pedro Milos establece los vínculos entre los actos de memoria y los procesos de construcción identitaria, en el entendimiento de que la memoria es parte constitutiva de la identidad. El autor analiza algunos de los fenómenos mediante los cuales se enlazan

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estas dos categorías, tales como la tematización de la memoria, sus anclajes y los efectos del olvido y el silencio —o silenciamiento— bajo el supuesto de que existe una relación directamente proporcional entre la recuperación o ampliación de las memorias y la integralidad de la identidad; y viceversa, entre la fractura de la memoria y su expresión en una identidad fragmentada. Esta reflexión permite a Milos diseñar una serie de correlaciones entre las operaciones de recordar/olvidar y los tipos de memoria/identidad, correlaciones que no solo tienen valor en sí mismas sino también, en tanto sistematización clarificadora, como parte de una necesaria pedagogía de la memoria y para la conformación de un amplio proceso de memorias sociales en las que puedan incluirse sus diversas manifestaciones y campos temáticos. En esta línea, el artículo de Loreto López G. “Recordar la dictadura chilena a través de los miedos cotidianos” pone en evidencia la importancia de un tipo de memoria colectiva devenida del proceso dictatorial chileno. A partir de la categoría del miedo como dispositivo de control social, la autora indaga en sectores de la sociedad que no fueron víctimas directas de las violaciones de los derechos humanos y cuyas memorias, en consecuencia, han sido escasamente atendidas. Según la autora, el miedo constituyó una forma de violencia invisible que impactó a la sociedad en su conjunto y que funcionó de diversas maneras: como una amenaza externa; como una forma de autocontrol, de sumisión, de acatamiento incontestable; como inseguridad o incertidumbre. Todas estas modalidades, según López, incrustadas en experiencias de la vida cotidiana, permiten al ciudadano “común y corriente” no solo dar contenido a su memoria (tematizarla), sino también posicionarse de manera plena respecto de lo vivido. Pensar en memorias del miedo, concluye la autora, impide que estos testimonios se consideren banales, al resultar imprescindibles para una comprensión más íntegra del periodo dictatorial chileno. Desde otro ángulo que también problematiza una dimensión temporal, esta pregunta por el presente y por la dimensión histórica de los derechos humanos lleva a plantearse las cuestiones relativas a la transmisión intergeneracional de experiencias de violencia traumática, que dan lugar a nuevos debates sobre la herencia y la responsabilidad. A este respecto, a partir del discurso estético y político de los hijos, los

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artículos de Ilse Logie y Teresa Basile piensan un discurso social del presente que devuelve las agencias políticas a las víctimas y reinscribe las tensionadas figuras del militante o del represor. Ambos artículos, a los que se suma el de María Teresa Johansson y Lucero de Vivanco, revelan la importancia de la segunda generación en la reconstrucción del tejido democrático junto a las nuevas agencias sociales y coinciden en la necesaria ampliación de las memorias. Es así como “Memorias perturbadoras: las narrativas de los otros HIJOS”, de Teresa Basile, indaga en los procesos de memoria de segunda generación, contraponiendo dos figuras de progenitores, la de la víctima con la del perpetrador. De ese modo, la problemática de la búsqueda cambia a la del juicio hacia los represores. El estudio se ciñe a un corpus de testimonios sobre el que se despliegan preguntas respecto de la experiencia, los afectos y conflictos de estos vínculos biológicos. Se trata de cuestiones que crean un dilema existencial en los sujetos, pues constriñen la contraposición de lo familiar afectivo a lo ético político, en un escenario que origina posiciones, más o menos radicales, que oscilan entre la acusación y la defensa. Basile expone con nitidez las principales tendencias de estas agencias político-discursivas, sus complejidades éticas y los procesos de rechazo o de sumisión al mandato paterno en un amplio campo de discusión sobre las diversas posiciones de los hijos. Muy en diálogo con los discursos y testimonios estudiados por Basile, el artículo “Autoficciones de filiación en las narrativas de memoria: Chile, Argentina y Perú”, de María Teresa Johansson y Lucero de Vivanco, discurre en torno a tres novelas latinoamericanas escritas por jóvenes autores, herederos de una generación que vivió directamente las experiencias de violencia y dictadura a las que aluden sus tramas: Alejandro Zambra, Patricio Pron y Renato Cisneros. El estudio postula que, en estos ejercicios autoficcionales, los sujetos de la herencia no solo recomponen la relación con sus padres en diálogo con la trama histórica, sino que se posicionan políticamente frente a ellos mediante la elaboración de un juicio ético. En este sentido, los textos aparecen con mayor o menor distancia crítica frente al rol desempeñado por el padre inscrito en la generación anterior. En tal sentido, las autoras proponen que estos narradores —y sus obras— se convierten en voces

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políticamente autorizadas en sus respectivos campos culturales, dadas las coincidencias con las políticas estatales de la memoria en cada nación, al momento de la publicación de los textos. Desde una perspectiva similar, en el artículo “¿Posmemoria en el Cono Sur? Sobre la aplicabilidad de un concepto”, Ilse Logie también aborda las problemáticas de las segundas generaciones a través de un trabajo epistemológico, de carácter analítico y metodológico en torno a la transmisión intergeneracional del trauma, específicamente sobre la categoría de la posmemoria (Hirsh), con la finalidad de reflexionar sobre su operatividad en el contexto latinoamericano. A partir del análisis de los textos Aparecida, de Marta Dillon, y Fotos, de Álvaro Bisama, la autora interpreta la aplicabilidad de esta categoría y la inscribe junto a otras conceptualizaciones de la memoria. El estudio revela la posición testimonial de las víctimas de la segunda generación junto a las articulaciones entre formas documentales y estéticas asociadas a un uso preponderante de la imagen, específicamente de la fotografía. Logie hace manifiesta la centralidad del dispositivo fotográfico para los trabajos de memoria, devenida de su capacidad para hacer presente lo ausente hasta convertirlo en un objeto de duelo. La aproximación teórica y analítica que la autora desarrolla permite concluir que las formas de la posmemoria en el Cono Sur manifiestan un cambio en las perspectivas hacia el pasado, cambio que expresa una nueva posición crítica, distanciada respecto de otros discursos de memoria. Por su parte, la problemática de la fotografía en sus relaciones con los procesos de memoria puede ser rastreada en otros formatos: tal es el caso de la producción audiovisual sobre la memoria. En el marco de los documentales latinoamericanos que abordan la herencia traumática de dictaduras o conflictos armados, y profundizando teóricamente en los documentales performativos, Constanza Vergara se pregunta por el uso de las fotografías al interior del documental a la hora de abordar situaciones del pasado histórico. En “Fotografía y memoria en el documental performativo: el caso de Tempestad en los Andes”, Vergara hace una inmersión en Tempestad en los Andes, producción sueco-peruana que pone en escena dos búsquedas paralelas de familiares desaparecidos en el contexto de la violencia en el Perú. La autora propone que las fotografías que aparecen en esta obra, más que valorarse como

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documentos probatorios de verdad o como ilustraciones de un relato histórico, toman relevancia en función de su materialidad y de los espacios de circulación dentro de la película. Así, los distintos tipos de archivos fotográficos —privado-familiar, público-oficial, público-documental—, además de suscitar el dialogismo dentro de la producción audiovisual, contribuyen no solo a recuperar la memoria y a reparar a los afectados, sino también, a partir de una mayor carga indicial en algunas de ellas, a establecer el paso del tiempo y la problemática continuidad entre el pasado y el presente. Pero, sin duda, los trabajos de memoria no se orientan solo a elaborar el pasado, sino que igualmente invitan a poner la mirada en el presente y en la repetición, o bien en la variación de las formas de violaciones de los derechos humanos que emergen a consecuencia de nuevas violencias políticas y económicas. En este sentido, las actuales situaciones de emergencia de carteles y la denominada guerra contra el narcotráfico constatan tanto la pervivencia estructural de la violencia bajo distintas determinaciones como la actualidad de las situaciones de derechos humanos. El artículo “¡Los muertos a sus lugares! Violencia, memoria e identidad en el contexto del narcotráfico mexicano”, de Brigitte Adriaensen, desplaza la perspectiva hacia las violencias contemporáneas y se focaliza en el carácter sistémico de la narcoviolencia, que provoca situaciones extremas de violaciones de los derechos humanos en un escenario de criminalidad y militarización. Ante este escenario, la autora reflexiona sobre el mercado de la producción cultural de la violencia, la estigmatización de las víctimas y las indistinciones entre víctimas y perpetradores. En este contexto, el estudio inquiere por la representación y la producción discursiva de la violencia del narcotráfico en América Latina desde una perspectiva poscolonial y opone a la producción cultural de escala trasnacional —marcada por el sensacionalismo— la vigencia del género de la crónica, cuyos autores se involucran y asumen riesgos. Estas narrativas buscan, entonces, aproximarse a la violencia desde otros ángulos, elaborando una estética de la sobriedad. La suma de estos artículos expone que la cuestión de la representación simbólica de la violencia y sus víctimas no solo sienta las bases de un régimen discursivo sobre el pasado, sino que permite proyectar los tiempos venideros. En este sentido, este libro contiene una pregunta

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sobre la importancia, el valor —incluso la función— de estar instalados en un presente, siendo contemporáneos de quienes han sido víctimas y habiendo sido testigos de la radicalidad de los fenómenos acaecidos y de sus secuelas. Los estudios contenidos en esta compilación son únicamente una respuesta a la apelación, a la labor, incluso a la actuación de la crítica y a su capacidad de levantar posibles discursos que contengan ese pasado en la contemporaneidad. A partir de estas cuestiones, es posible delinear las condiciones del presente, cuya circunstancia confronta y reclama la necesidad de instalar un paradigma de los derechos humanos que resguarde la convivencia democrática, integrando las dimensiones universales e histórico-políticas. En este amplio escenario de emergentes expresiones y lenguajes diversos, tales como escrituras, oralidades, imágenes, performances, producciones mediáticas, se han producido confluencias, influencias y determinaciones mutuas. A lo anterior debe agregarse la labor sostenida por el campo intelectual, que en sus distintos terrenos ha realizado un avance conceptual tanto en el ámbito académico como en el de la crítica cultural y la teoría social. Esta labor ha logrado establecer justamente núcleos específicos para los que han sido denominados “estudios sobre memoria problemática”, área que no solo puede abordarse con categorías provenientes de la reflexión europea posterior al Holocausto, sino que debe enfocar los dilemas particulares de América Latina. Tal paradigma debe integrar el quehacer de las ciencias sociales, las prácticas artísticas y el aporte de la crítica cultural como modos de pensamiento, acción y discurso social que contribuyen activamente. En este sentido, el trabajo colaborativo que recoge este libro es un aporte para reflexionar sobre los sentidos históricos y continentales y las problemáticas de los derechos humanos desde ámbitos disciplinarios tales como la literatura, la sociología, la historia, la filosofía, la psicología, el arte y los estudios culturales.

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Referencias bibliográficas Agüero, José Carlos (2015): Los Rendidos. Sobre el don de perdonar. Lima: Instituto de Estudios Peruanos. Beristain, Carlos (2010): Diálogos sobre la reparación. Qué reparar en los casos de violaciones a los derechos humanos. San José: Instituto Iberoamericano de Derechos Humanos. Cardozo, Gisela y Michalewicz, Alejandro (2014): “Ser o no ser ‘víctimas’”, . Fassin, Didier (2012): Humanitarian Reason. A Moral History of the Present. Berkeley: University of California Press. Gros Espiell, Héctor (1988): Estudios sobre derechos humanos II. Madrid: Civitas. Jelin, Elizabeth (2012): Los trabajos de la memoria. Lima: Instituto de Estudios Peruanos. Martín-Cabrera, Luis (2016): Justicia radical. Una interpretación psicoanalítica de las postdictaduras en España y el Cono Sur. Barcelona: Anthropos. Salvat, Pablo (2006): “De los derechos humanos como modus vivendi (Hacia una nueva gramática ciudadana)”. CEPPE. Universidad Católica de Chile, . (20-01-2018).

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CAPÍTULO I

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Verdad y memoria Bases conceptuales y axiológicas de las comisiones de verdad. A propósito de la Comisión de la Verdad y Reconciliación en Perú Salomón Lerner Febres Instituto de Democracia y Derechos Humanos de la Pontificia Universidad Católica del Perú

Me propongo exponer en este ensayo algunos elementos conceptuales y axiológicos fundamentales para el trabajo de la Comisión de la Verdad y Reconciliación del Perú. Esta Comisión fue creada en el año 2001 en el contexto de la transición política abierta con la caída del régimen autoritario de Alberto Fujimori. Su propósito, en términos muy generales, fue investigar los hechos y el proceso de violencia armada que se desarrollaron entre los años 1980 y 2000 y, de ese modo, contribuir a dar respuestas a las víctimas y a la sociedad y al Estado peruanos. Hablamos, en este caso, de decenas de miles de víctimas de graves violaciones de derechos humanos cometidas en el marco de la guerra iniciada por la organización terrorista Sendero Luminoso y del combate a dicha organización por parte de la Policía y las Fuerzas Armadas. La Comisión trabajó durante veintiséis meses, hasta agosto del 2003, fecha en la que presentó un Informe final compuesto por nueve

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volúmenes y doce anexos. En dicho informe, la Comisión de la Verdad abordó los grandes tópicos que conformaban la materia de su mandato legal: los crímenes y violaciones cometidos, los factores subyacentes a la violencia, las secuelas dejadas en las víctimas y en la sociedad peruana y las medidas necesarias para dar reparación a las víctimas y garantías de no repetición. Como en la mayoría de las comisiones que habían existido hasta el momento y las que se han establecido después, la comisión peruana colocó en el centro de su trabajo las voces de quienes habían sufrido las violaciones o las de sus allegados más cercanos. Organizó, por ello, como columna vertebral de su trabajo, una vasta operación de recolección de testimonios: llegó a recoger casi 17 000 en todo el Perú. Trabajar con las voces de las víctimas significa, como es evidente, lidiar con el sufrimiento humano, con la experiencia del dolor, su vivencia y sus consecuencias, así como también interrogarse sobre la presencia del mal, incluso del mal radical, en nuestra convivencia humana. Ello hace que el trabajo de una comisión de la verdad, aunque tome la forma de una investigación de carácter jurídico, histórico o científico-social, tenga siempre una valencia suplementaria y que sus investigaciones no puedan reducirse al establecimiento de tipos penales, cifras, nombres, hechos o procesos. Tales investigaciones estarán situadas siempre en un marco de conocimiento más amplio, sin menoscabo del obligatorio rigor metodológico ni de las más precisas técnicas de análisis cuantitativo. Me refiero a los campos de la ética y del discernimiento moral y, en última instancia, a una continua, recurrente y nunca resuelta indagación sobre la naturaleza, las condiciones y los alcances del comportamiento humano. Así, para toda comisión de verdad resulta imprescindible que el trabajo técnico de su investigación se halle anclado a una comprensión más amplia de la tarea que se tiene por delante, y esta ha de ser una comprensión de los valores que están en juego, es decir, de las razones y principios por los cuales se requiere tal indagación en el pasado, así como del marco ético que permite el mejor enjuiciamiento de las acciones, los hechos y los procesos que serán encontrados. También importa el conjunto de valores que presidirá la formulación de recomendaciones para un futuro, que queremos sea mejor y, sobre todo,

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diferente del pasado de horror que se busca explorar, revelar y comprender o explicar. Hablamos, pues, de un encuadre axiológico como contexto conceptual y valorativo necesario de toda búsqueda oficial de verdad. Tal enfoque requerirá claridad y convicción sobre algunos elementos clave de la exploración que está por realizarse; entre ellos, la comprensión de la verdad y del tipo de verdad que se aspira a revelar, y del lugar que la memoria deberá cumplir en la recuperación del pasado y en la creación de un futuro mejor. Ese discernimiento no fue ajeno a la Comisión de la Verdad y Reconciliación del Perú. Todo lo contrario, se trató de un ejercicio realizado consciente y deliberadamente por quienes la conformamos y antecedió en el tiempo y presidió conceptualmente la investigación realizada. Entendimos que, sin claridad sobre conceptos de fondo y sobre los valores subyacentes a la verdad, mal podríamos rendir un servicio estimable a la sociedad peruana. Sobre algunos pocos de esos conceptos y perspectivas éticas deseo ofrecer comentarios a continuación.

Política El periodo que correspondió investigar a la Comisión es conocido en el Perú de muy diversas formas. Se suele hablar de la “época del terrorismo” o de la “violencia política”. Y reparar en esta última denominación, bastante generalizada en la sociedad peruana, puede ser una buena forma de entrar en materia. En la Comisión estimamos que este término, el de “violencia política”, alberga una contradicción interna puesto que, por definición, la política, que es el manejo de los asuntos públicos, de la polis, no puede ser violenta. La política, en efecto, supone la existencia de un desacuerdo que solo puede resolverse mediante procedimientos de diálogo. Esa condición que apela a la racionalidad, pero también a la admisión de la existencia del contrario, del antagonista, es la que, a lo largo de siglos y pasando por prolongados procesos históricos, terminó por dar forma al ideal democrático y al marco institucional que lo define y lo materializa. La política podría ser, en efecto, el ámbito del desacuerdo, pero

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de un desacuerdo llamado a resolverse manteniendo las prerrogativas y derechos que corresponden tanto a la mayoría como a la minoría. La solución violenta a un conflicto es lo opuesto, es decir, es una renuncia a la política propiamente dicha porque implica una negación radical del oponente tanto en el sentido corporal —el de la existencia física— como simbólico —el de la existencia moral—. Quien impone su ley mediante actos violentos lo hace a través tanto de la coerción y el asesinato del otro como de la cancelación de la historia. El enemigo es, así, un objeto prescindible o, más aun, un objeto que debe ser suprimido; pasa a ser un desaparecido en cuanto ha sido exterminado y en tanto la memoria de su existencia se descarta. Y no es por azar que empleo este término, “desaparecido”, cuyas resonancias ominosas en nuestra historia contemporánea resultan evidentes para todos. La desaparición forzada de personas —práctica legada por el nazismo a las dictaduras del Cono Sur y, por medio de estas, al resto de la región— constituye una de las expresiones más aceradas de esta eliminación de la política. Por lo demás, cabe añadir que, si observamos la historia de la violencia estatal y de la violencia revolucionaria, esta eliminación completa, definitiva, usualmente no se cumple en su totalidad y de hecho el intento de llevarla a cabo, el proceso de la eliminación, se prolonga entre los sobrevivientes como trauma. Por estas diferentes consideraciones, para la Comisión fue muy importante dejar de lado la noción de violencia política. Es cierto, por otro lado, que en el discurso público este rechazo del término es apenas perceptible o que, en todo caso, aparecerá como una sutileza sin consecuencias. Pero para una comisión que está en trance de elaborar un enfoque general sobre la materia de su investigación, esa decisión resulta importante, pues repercute sobre las convicciones con que se realizará el trabajo: para qué conocer el pasado, cuál ha de ser el lugar de las víctimas, qué tipo de enjuiciamientos se elaborarán sobre las acciones, hechos, procesos y actores, qué clase de recomendaciones se formularán y con qué finalidad. Todas esas cuestiones, a nuestro juicio, guardan relación con la comprensión de la política que estaba en el origen de nuestro discernimiento ético y conceptual.

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Justicia y verdad He señalado que las víctimas estuvieron siempre en el lugar central de la comprensión que la Comisión tuvo acerca de su tarea. Ese lugar no fue solamente el resultado de acatar las tradiciones ya establecidas en el campo de las comisiones de verdad, sino también, como acabo de sugerirlo, de la comprensión de la política que elegimos. Si la política es, por definición, un reconocimiento del otro, cuando menos en su papel de antagonista, la violencia es una negación radical de ese reconocimiento. Desde un punto de vista republicano, de búsqueda del bien común, así como desde un punto de vista humanitario, de defensa de valores radicales de nuestra concepción de lo humano, resultaba imperativo entonces tomar como eje del trabajo futuro el reconocimiento y la dignificación de aquellos a quienes la violencia había querido suprimir. Por consiguiente, se trataba de entender cuál era la mejor manera de servir a ese reconocimiento, y es ahí donde encuentran su lugar, no por determinación legal sino por convicción axiológica, las nociones de verdad y justicia como los objetivos mayores, trascendentes, del trabajo de las comisiones de verdad. El reconocimiento de las víctimas tendría que materializarse poniendo en acto una búsqueda de verdad y de justicia. Era necesario, por tanto, reflexionar sobre lo que estos grandes valores y conceptos podrían significar en el ámbito específico de nuestro trabajo. Para acercarnos a esta cuestión, será útil retomar la reflexión que hacíamos a propósito de la violencia como destrucción de la política y como motor de la supresión de la vida humana. Las atrocidades destruyen la existencia material de las víctimas, su corporeidad, pero además desbaratan el mundo simbólico de los sobrevivientes. Esto implica que se les han arrebatado el sentido de sus vidas, las significaciones, las expectativas, los sentimientos de confianza que son indispensables para construir biografías coherentes y, en el mejor de los casos, realizadas. Este es, en principio, un daño que nos toca reconocer como irreparable. Además, las experiencias mismas son de tal crueldad y tan carentes de sentido que se presentan como hechos que se resisten a ser narrados. Si se suele decir que la violencia es muda, no solamente es porque no da razones, pues, como escribió el recordado poeta Javier Sologuren,

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cae “de arriba a abajo, como un puño inapelable”; la violencia es muda, también, porque se niega a ser contada, a ser descrita, a ser resuelta en sentido. La violencia tiene por vocación el dejarnos encarcelados en vivencias incomunicables. El dilema entre recordar o vivir planteado por sobrevivientes como Primo Levi o Jorge Semprún; el muy citado escepticismo de Theodor Adorno sobre la posibilidad del enunciado poético después de Auschwitz; la demorada, difícil confesión hecha de culpa y dolor retratada magistralmente por William Styron en Sophie’s Choice; los relatos fragmentarios, quebrados, reticentes de los ancianos que sobrevivieron a la esclavitud y cuyo testimonio fue recogido durante el gobierno de F. D. Roosevelt en los Estados Unidos; nada de esto resulta en rigor muy diferente de ese silencio angustioso que el investigador de una comisión de verdad en Perú, en Guatemala, en Liberia o en Nepal encuentra al comienzo de su trabajo, antes de que esa muralla de silencio, hecha de desesperanza, miedo, desaliento, indignación y estupefacción, sea derribada. El dolor, en efecto, es casi imposible de expresar para las propias víctimas y de difícil interpretación para quien las registra. La atrocidad nos coloca a todos en la frontera de lo decible y nos enfrenta a la estremecedora imperfección de la justicia humana. Pero, entonces, ¿cómo y con qué fin procesar actos de injusticia sobre los que no es posible de manera cabal hacer justicia? Y, además, ¿cómo contar lo que no se puede contar? Se trata de un tipo de mal que una vez cometido no es posible borrar, que se integra a la cadena de la eternidad. La hondura de su abismo, que nos informa sobre los límites de nuestro lenguaje y de nuestra justicia, nos puede tentar a elegir la inacción o el silencio. ¿Qué hacer, entonces? No hay otro camino que el de crear las condiciones para reapropiarse de los hechos a través de su reconocimiento y buscarles una nueva inteligibilidad. Y ese es el lugar de las políticas de búsqueda de la verdad, de las que las comisiones de verdad son solo uno de entre varios instrumentos posibles. Los registros y los archivos, los procesos judiciales, ciertos mecanismos de reconciliación constituyen, también, instancias donde se dice verdad. Pero si todas ellas propician el surgimiento o la restauración de la verdad, no todas buscan exactamente lo mismo, pues la verdad tiene distintas valencias.

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Reconocer esto no implica en modo alguno ceder ante el escepticismo o el relativismo, tan cómodos para quienes prefieren, como se dice, simplemente dar vuelta a la hoja y dejar a las víctimas sumidas en su desesperanza. Se trata, más bien, de entender que la verdad habla a distintos aspectos de nuestra conciencia y que, si ella ha de estar al servicio de la justicia o, más aún, si ha de ser una forma de justicia, es imprescindible comprender qué dimensión de la verdad es la que se necesita restaurar, comunicar, exponer a la luz pública y entregar a las víctimas en cumplimiento de sus derechos y como forma de atender a sus necesidades. En el caso de la comisión de la verdad peruana, y, una vez más, siguiendo en gran medida la tradición preexistente, esto implica que la búsqueda de la verdad debe trascender la mera descripción fáctica para procurar, antes bien, una verdad imbuida de moralidad. Este descubrimiento nos compelía, por cierto, a conocer de modo fiel las acciones, los hechos y los procesos, pero además a una actividad no menos compleja, como es la de des-velarlos. En efecto, no es lo mismo describir con exactitud una acción o un hecho que proceder a su develamiento. Lo segundo supone una restauración de su sentido. Como se sabe, en griego, “verdad” se dice alétheia. En una línea de reflexión que Martin Heidegger destacó, a-létheia significa “desocultamiento” o “descubrimiento”, pues el vocablo léthe nos remite a las nociones de “ocultamiento” u “olvido”. Cuidar la verdad alude a echar luces sobre lo que permanecía invisible en la oscuridad u olvidado. El río Lethe bañaba el Hades —el Inframundo helénico— y se decía que sus aguas tenían la propiedad de borrar los recuerdos de los seres humanos que bebían de ellas. El cultivo de la verdad está entonces vinculado directamente al ejercicio de la rememoración, la anámnesis. En la ética subyacente a la épica y la tragedia griegas —que a veces es descrita como la ética prefilosófica—, la rememoración está asociada al recuerdo. Y en esa ética se trata de recordar la observancia de la medida correcta como criterio para conducirse en la vida y actuar en común. La tesis general de esta antropología filosófica, fundante de aspectos cruciales de la civilización occidental, es que los seres humanos, seducidos por el afán de posesión y el anhelo de poder, tienden a incurrir en la hybris (la “desmesura”, la “trasgresión de la

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justicia”), de tal manera de que deben aprender (a menudo, de forma dolorosa) a reconocer y a observar celosamente la proporción adecuada en todos los asuntos de la vida. La phrónesis “prudencia” constituye la excelencia del intelecto que permite discernir y elegir esta medida correcta en circunstancias particulares. La katharsis trágica funciona, en esa línea de reflexión, como un proceso de configuración del discernimiento práctico que permite al espectador —el ciudadano de la polis— percibir el tipo de conflicto y sufrimiento que desencadena la hybris, así como reconocer la necesidad de tomar conciencia de los límites que plantea el carácter vulnerable de las relaciones humanas. Me he permitido esta breve digresión filológica con la intención de comunicar algo de la hondura que puede poseer el término verdad cuando se aplica a la exploración o la investigación de procesos de violencia, si es que se tiene en cuenta la peculiaridad de su objeto: el sufrimiento humano y las latencias de maldad que son su causa. La verdad que se busca no deja de ser nunca una verdad sobre acciones, hechos y procesos, y los criterios por los que pronunciamos el carácter de verdad de algo no dejan nunca de ser tributarios de las humanidades y de la ciencia social, como tampoco de los parámetros de evidencia que plantea el derecho cuando se trata de atribuir responsabilidades penales. Y, sin embargo, la verdad que se procura restablecer tendrá siempre latencias y valencias suplementarias. Será una verdad sobre la moralidad de la convivencia humana y sobre los actos que la quebrantaron, así como las condiciones profundas —históricas, culturales— que condujeron a dichos actos o los hicieron posibles. Y será, sobre todo, una verdad sobre el sentido de la experiencia, una verdad que busca hacer enunciable y compartible la experiencia del dolor, una verdad que busca rescatar a la víctima de esa cárcel de silencio que he mencionado antes: una verdad que devuelve el dolor al mundo del lenguaje y que, al así devolverlo, lo hace, en primer lugar, articulable en términos de un discurso; en segundo lugar, comprensible y remisible a un cierto sentido; y en tercer lugar —porque ha sido articulado y remitido al sentido—,comunicable, es decir, socializable. Se trata, en suma, de una verdad que rescata a la víctima de su soledad para convertir su experiencia en un asunto colectivo, pero que también, al mismo tiempo,

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rescata a la sociedad, a la colectividad, de su mudez y de su ignorancia, de su desapercibimiento, para brindarle conciencia de sí misma, es decir, historicidad. Y esta secuencia de nociones —víctima, lenguaje, discurso, sentido, comunicación y sociedad— nos coloca, en procesos como los que comentamos, en ese horizonte inmediato a la verdad que es el horizonte de la memoria.

Memoria y dignidad Como en la reflexión que plantean las tragedias de la Antigüedad griega, evocadas antes, el trabajo de la memoria sobre la violencia pone de manifiesto la transgresión del límite de lo éticamente aceptable en lo que se vincula con el respeto a la inviolabilidad de la vida, la integridad y la libertad de las personas. Esta conexión ética entre la verdad y la rememoración resulta particularmente fecunda en los estudios contemporáneos sobre la justicia y la historia de la violencia. Tzvetan Todorov, en Los abusos de la memoria (2000), señaló lúcidamente que el control sobre la memoria es una herramienta para la preservación del poder y la supresión de las libertades que resulta tan eficaz como el control sobre el territorio y las personas que viven en él. Los regímenes totalitarios, como el nazismo y el estalinismo, han procurado siempre ahogar los intentos por dar a conocer (des-ocultar) los crímenes perpetrados contra la población civil, los asesinatos, las desapariciones, la reclusión en los campos de exterminio; ese trabajo de represión de la memoria asume la forma de la composición de una historia oficial, una historia diseñada a imagen y semejanza de los intereses de quienes detentan el poder. Suprimir todo registro de crímenes contra la vida constituye un medio para eliminar la memoria de la violencia y crear un falso escenario de paz. De hecho, el vocablo pacificación, cuando se usa de manera inercial, sin una reflexión crítica sobre lo que genuinamente significa “la paz”, está teñido de un sentido cínico: en los peores —pero no infrecuentes— casos, los actos de pacificación suelen ser campañas de masacres e, incluso, genocidios convertidos en proezas de paz mediante el relato histórico oficial; y en los más corrientes, se llama “pacificación”, e incluso “reconciliación”, a los dictados de olvido o

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justificación de los crímenes cometidos. Nada más contrario a la paz, como es evidente, que estos procesos de pacificación que comienzan por prescindir de la justicia penal y terminan por negar y hasta estigmatizar la verdad y la memoria. Para la Comisión de la Verdad y Reconciliación era evidente que si había de ser instrumento de una oportunidad de paz con justicia para el Perú, tenía que postular una comprensión de la verdad y de la memoria que estuviera al servicio de las víctimas, pero al mismo tiempo tener vocación de convertirse en un relato crítico sobre la vida en común, esto es, en una narrativa republicana. (Admitamos, de paso, que esta es una elección abierta a discusión, dada la tensión teórica entre la noción republicana, que tiende a ser homogeneizante y universalista, y la reconocida diversidad o pluralidad de la sociedad peruana, y por lo tanto la heterogeneidad de sus experiencias, sentidos, culturas y nociones de vida deseable. En mi percepción, no se trata de una tensión irresoluble, pero la discusión de este tema excede los límites de estos comentarios). No es por azar que he incluido el término narrativa en esta reflexión sobre verdad y memoria. Para nuestra comisión, las nociones de narración o de relato fueron una condición de esa verdad multivalente, de latencias morales, que vengo mencionando. Saber qué sucedió y poder comunicarlo a otros es el primer paso para liberarse de la opresión del pasado violento, lo cual, a su vez, es condición para que se produzca la paz en su sentido más genuino. El segundo paso es la configuración de una narración que desvele su significado y que devuelva la dignidad a las víctimas, en tanto las recupere como personas plenas. De esa manera ya no ocuparán el simple papel pasivo de víctimas, de seres despojados de nombre e identidad. Es posible alcanzar esto mediante el relato, que es el hogar de la verdad, pues ordena e integra la diversidad de experiencias y de acontecimientos y, de esta manera, les confiere inteligibilidad y sentido. La narración está tejida con un número finito de situaciones (muchas veces, fortuitas y no deseadas) y de actores (voluntaria o accidentalmente presentes) y, dado que estos son elementos parciales y fragmentados, es en la textura de la narración donde el sentido de las experiencias plurales se devela.

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El poeta T. S. Eliot escribió: “Tuvimos la experiencia, pero no captamos el significado / Y el acercamiento al significado restaura la experiencia”. Los hechos separados entre sí contienen una verdad muy limitada, y por ese motivo pueden encerrarnos en un recuerdo obsesivo del cual terminamos siendo prisioneros. Es solo mediante una interpretación narrativa que tales fragmentos adquieren un valor moral que nos dispone a la justicia y nos permite la continuación de la vida. Dicha interpretación moral de la verdad ha de ser fiel a las experiencias, pero además nos debe informar sobre lo que se debe hacer. Es entonces que lo verdadero acontece y no puede ser ignorado ni mucho menos negado por nuestros prejuicios. La verdad profunda, des-velada, de lo que hemos vivido, impregnada de sentido y, por qué no, de drama y hasta de tragedia, se impone firmemente sobre nuestros supuestos no examinados, sobre nuestros deseos y sobre nuestros intereses y, por ello, nos interpela y exige de nosotros una respuesta. De esta manera, en un sentido moral, la verdad nos permite ampliar nuestra perspectiva de las cosas y nos confiere lucidez ante lo que hay que observar o enfrentar. Únicamente cuando alcanza esta dimensión moral, el hecho traumático, que en principio limita la experiencia y aprisiona al sujeto y es, en consecuencia, un impedimento para su biografía, se convierte en un hito de su identidad y un punto de partida para retomar la senda vital. Pero, dicho esto, es pertinente recalcar una vez más los puentes que unen lo individual con lo colectivo en el dominio de la memoria. Devolver dignidad a las víctimas, restaurar el sentido de su experiencia es, por sí mismo, un acto social y de consecuencias o efectos sociales. La verdad y la memoria para las víctimas son elementos de una reconstrucción de la política ahí donde esta ha sido desbaratada por la violencia. Como señaló uno de los pioneros de los estudios sobre memoria, el sociólogo Maurice Halbwachs (1968: 83), “es posible que al día siguiente de un acontecimiento que ha conmocionado, destruido en parte o renovado la estructura de una sociedad, comience otro periodo. Pero solo nos daremos cuenta más tarde, cuando en efecto una sociedad nueva haya sacado de ella misma nuevos recursos y se haya propuesto otros fines”.  Ahora bien, precisamente porque no se trataba de construir una historia oficial sino de escribir un relato que propiciara la memoria, se

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ha de reconocer que en una primera instancia esta última es un ejercicio que compete a los que participaron o fueron testigos de los hechos. En efecto, nadie puede recordar por nosotros; nadie nos puede imponer trozos de nuestro pasado como un patrimonio afectivo decidido externamente. Por otro lado, nuestra memoria no puede ser arbitraria, no puede consistir en lo que más nos acomoda; solo se puede justificar porque reposa en un conocimiento fundamental de lo ocurrido. De ahí que, para las comisiones de la verdad, la elaboración de la narrativa que aspira a ser memoria tienda a descansar sobre la toma de testimonios de las víctimas y de los victimarios. Si la reconstrucción del pasado ha de ser asumida como propia por la comunidad, no puede ser resultado de un trabajo de gabinete, de puro registro positivo, sino el fruto de un ejercicio de intelección y de ciudadanía. Siendo así, queda claro que si la Comisión de la Verdad fue una instancia de búsqueda oficial de la verdad y si tenía como misión una recuperación de esa verdad con toda la autoridad que le da su función estatal, pública, al mismo tiempo no podía pretender establecer una versión oficial en el sentido que esta tiene en el lenguaje autoritario de los Estados y otras organizaciones de poder. Establecer una versión oficial en ese sentido habría implicado despojar al Informe final de su capacidad de entrar en diálogo con la sociedad peruana presente y futura. El texto, entonces, no debía dar por cerrado el conocimiento de los casos, sino, como sugirió Todorov (2000), disponerse a liberar la memoria. Esto último está definido por aquello que él llamó “memoria ejemplar”, que se refiere a una memoria puesta al servicio del presente, y se opone, en consecuencia, a lo que denominó “memoria literal”, que, por el contrario, está anclada en el pasado. La memoria ejemplar es un recuerdo destinado a la edificación del futuro. Es memoria porque no acepta el silenciamiento, porque no concede a la censura, porque rechaza las borraduras y porque educa a las generaciones. Es memoria también porque se trata de una selección de lo relevante, es decir, no es todo el pasado, sino lo que una sociedad considera las huellas legítimas del tiempo acaecido y que permiten comprender su sentido. La memoria hace justicia a las víctimas y recupera su dignidad en tanto ellas dejan de ser fantasmas de tiempos exóticos, de una era desconectada del presente y, por el contrario, las revitaliza como

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actores que acompañan a la comunidad en la definición actual de su quehacer. Paul Ricoeur sostuvo que el deber de recordar es el deber de enseñar, que el deber de olvidar es ir más allá del odio y la furia. La memoria ejemplar posee, entonces, una impronta docente. Pierre Nora (1984), por su lado, señaló que la memoria se opone a la historia. Para este autor, la memoria es vida, pues es la fundación de las naciones y está en permanente evolución, abierta a la dialéctica del recuerdo y del olvido. Sostiene que, en cambio, la historia es la reconstrucción, siempre problemática, de aquello que ya no es más, pues está desconectado del presente. La memoria posee entonces un empuje moral en el devenir de la comunidad.

Responsabilidades colectivas Esto último, el impulso de la memoria en la moralidad actual, implica hacerse cargo del pasado incluso si no lo hemos experimentado, si no hemos sido parte de él. Tal compromiso puede entenderse a partir de las consideraciones sobre la culpa en el clásico ensayo de Karl Jaspers (1965) acerca de la responsabilidad alemana durante la posguerra, en el que señaló la existencia de una “culpa moral” de un pueblo que, sostenía, se decidía en la propia conciencia. Siguiendo estas reflexiones, la Comisión de la Verdad estimaba que los peruanos debíamos sentir una responsabilidad por los hechos atroces que ocurrieron dentro de nuestra nación, no porque hubiéramos participado de ellos, y menos aún para diluir las responsabilidades individuales e institucionales, sino porque nos atañen. Sentirnos concernidos y responsables por las injusticias cometidas por los otros y que son parte de nuestra nación no es un exceso innecesario de sensibilidad. Es una demanda que recae sobre quien se siente corresponsable de los actos realizados dentro de su colectividad. Una vez conocidos los hechos atroces ya no podemos expurgarlos de nuestra consciencia. Primo Levi (2009: 252) había reconocido un tipo de vergüenza particular que, según escribió, es “la que siente el justo ante la culpa cometida por otro, que le pesa por su misma existencia, porque ha sido introducida irrevocablemente en el mundo de las cosas que existen, y porque su buena voluntad ha sido

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nula o insuficiente y no ha sido capaz de contrarrestarla”. Despertar los escrúpulos y convertirlos en una pieza de la conciencia pública puede ser, en efecto, uno de los mayores servicios que rinden, o intentan rendir, las comisiones de verdad. Para cumplir con los propósitos de la memoria, este esfuerzo de registro e interpretación no podía seleccionar los hechos, sino que había de expresar, de manera aceptable para todos, la experiencia implicada en tales hechos. Es en esa confluencia, y solo en ella, donde se hace posible la con-memoración y no únicamente la re-memoración de lo in-olvidable. He señalado que el ejercicio del recuerdo colectivo tiene como meta que dejemos de ser prisioneros del pasado. Ahí se encuentra una interesante paradoja: la memoria nos remite al pasado, ciertamente, pero al hacerlo tiene la facultad de orientarnos hacia el futuro. El recuerdo comunitario es, sobre todo, el primer escalón de toda proyección para una sociedad que ha experimentado un ciclo de violencia honda y terrible. Nada verdaderamente valioso y perdurable puede edificarse sobre los cimientos del olvido o del recuerdo interesado. Una sociedad que se quiere pacífica y democrática, una nación de personas reconciliadas entre sí y con su propia historia, solo puede nacer de un ejercicio valiente de esa memoria ética que he mencionado. En este punto debe haber quedado claro que, si bien la memoria está entretejida en el trabajo de la Comisión, si bien está presente en su horizonte de sentido, el hacer memoria, en tanto acto deliberado de una conciencia, no era en sentido estricto una actividad de la Comisión. Esta es necesariamente una tarea colectiva libre, un ejercicio que no puede ser monopolizado por ningún sector. La tarea de la Comisión se limitaba a ofrecer un conocimiento certero que sirviera de fundamento a la práctica de la memoria en el Perú. La tarea de construir la memoria queda necesariamente como un trabajo pendiente para la sociedad. La construcción de lugares de memoria en varias partes del país y de un Museo de la Memoria en la ciudad de Lima fue el resultado del esfuerzo de diversos actores sociales. Estos sitios sirven como instancias de comunicación y de docencia, de rememoración y de reflexión.

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Tareas de la memoria Sin embargo, no se puede decir, lamentablemente, que la sociedad peruana haya asumido la comprensión de los hechos y la responsabilidad que se deriva de ellos. Son varias las maneras en las que se expresa esta negativa a incorporar el pasado. Algunos, sencillamente, no se sienten concernidos por lo que les ocurrió a personas distantes y diferentes en su lengua y su cultura. Este hecho no hace sino reiterar las distancias étnicas y de clase que siguen imperando en la sociedad peruana. Otros piensan que, al no haber participado, no merecen sentirse tocados por ese pasado. Muchos son los que afirman que la responsabilidad última era de los grupos subversivos y que las fuerzas del Estado “se vieron obligadas” a violar los principios básicos de humanidad. La peor reacción resulta ser la de aquellos que sostienen que despertar el pasado daña al presente, pues divide a la sociedad e impide su avance. Esta es una manera de cancelar la justicia, de sacrificarla en nombre de un progreso que solo puede advenir con el silenciamiento del pasado. Formula como única solución posible a la barbarie imponer su silenciamiento. El silenciamiento, por cierto, no es lo mismo que el silencio. El primero es una coacción, una forma de represión y de censura para que no se pronuncien ciertos hechos. El silencio, en cambio, es un ejercicio de respeto al dolor de otro, de duelo, de conmiseración, de admisión de que nos hallamos ante lo inefable o bien de reconocimiento de la propia culpa. Frente a ciertos hechos inhumanos, el silencio puede ser una respuesta justa, pero jamás lo será su silenciamiento. El duelo, que es un ritual de aceptación de la pérdida, puede convertirse en un primer paso hacia la reconciliación, en tanto la comunidad reconoce que ocurrieron actos que la avergüenzan. La aceptación de dicha vergüenza sigue siendo una tarea pendiente y difícil en mi país, posiblemente porque, como sostuvo Jaspers (1965: 73), “un Estado criminal se convierte en una carga para todo el pueblo”. Frente al olvido y al silenciamiento, el ejercicio deliberado de la memoria aparece como una forma valiente, honesta y eficaz de hacer frente a aquello que duele y que ya no puede ser sustraído a la cadena de lo existente. Para ello, los símbolos de la memoria, los objetos que median en la construcción sensata del recuerdo, deben seguir siendo

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instaurados y defendidos tanto de su destrucción como de su banalización. En el Perú los enemigos de la memoria suelen caricaturizar el Informe final de la Comisión, como si quienes lo defienden lo consideraran un texto incuestionable y sagrado. Esta burda y falsa sacralización les sirve para sustraer el objetivo último de ese relato, que es el de servir para la discusión, para abrirse a la interpretación y para acoger nuevas evidencias. Merleau-Ponty señaló que el ser humano es un producto productor y que es así como se abre al campo de las posibilidades. La idea de que el futuro no está escrito y que, en realidad, es un terreno anchuroso que se va abriendo de acuerdo con nuestras decisiones, presupone hacernos conscientes y responsables de nuestro actuar. El Informe final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación no pretendió ni podía pretender condenar el futuro a partir del pasado, sino abrir una veta a la reflexión para que el tiempo venidero poseyera mayor conciencia y lucidez. Todo relato que persigue un sentido de justicia es, necesariamente, perfectible, sujeto a mejora, y está dispuesto a incorporar más testimonios y nuevas interpretaciones. Su búsqueda de la verdad constituye por sí misma la puesta en acto de un proceso de reivindicación y de reconocimiento de las víctimas silenciadas y un desafío a las herméticas narrativas oficiales de la violencia. En efecto, la primera reivindicación de la víctima se logra mediante el registro de su testimonio, que cuestiona la hermética verdad oficial. De aquella voz no escuchada emergen la protesta y la demanda contra el Estado que no quiso responder, contra la sociedad que no quiso escuchar, contra los perpetradores. Paul Ricoeur (2002: 26) ha indicado lúcidamente que el testimonio de la víctima —en tanto primera etapa del trabajo de la memoria, previa al documento— pretende poner de manifiesto la veracidad de su experiencia: nos dice: “Aquello existió”. Esta situación en la que se vio lesionada en sus derechos básicos, en las que se le desconoció su condición de ciudadana, realmente tuvo lugar, a pesar de los esfuerzos de las “historias oficiales” para no registrar el hecho y no darle un lugar en la historia. La proposición que dice: “Aquello existió” —advierte Ricoeur— expresa a su vez varias cosas. En primer lugar, dice: “Yo estuve allí”. Constituye, en ese sentido, el relato en primera persona de quien sufrió un grave daño y hoy exige justicia y reparación; la víctima cuenta lo que vivió. En segundo lugar,

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la víctima y el testigo dicen: “Créeme”, piden a las personas que les rodean o pueden escucharlos que se fíen de su narración, que confíen en ellos en tanto sujetos de esta experiencia dramática. En tercer lugar, dicen: “Si no me crees, pregúntale a otros”. La víctima o el testigo se remiten a otras personas que vivieron con ellas aquella circunstancia y que pueden corroborar, con su propio testimonio, la veracidad de su relato (Ricoeur 2002: 26-27). Estas tres reclamaciones —estuve ahí, créeme, pregunta—se encuentran en el centro de la misión que la Comisión de la Verdad quiso llevar a cabo. Son, evidentemente, el eje de su intento de dar voz a las víctimas que, además, fueron en su mayoría hombres y mujeres de los sectores más excluidos y silenciados del Perú. Dar ocasión a que las víctimas le digan al resto de sus conciudadanos: “Estuve, créeme, pregunta”, es una forma de fomentar un sentido de comunidad nacional, de construir una ciudadanía desde la voz de los marginados. Pero es también la Comisión, como entidad del Estado con un encargo oficial, la que insta al resto de peruanos a mirar de frente el pasado, a no renunciar al conocimiento, a hacer un esfuerzo por admitir y valorar la legitimidad de las voces que no habían sido escuchadas hasta entonces. Y ahí es donde adquiere su mayor concreción esa tarea de propiciar el reconocimiento que mencioné al inicio de estos comentarios: al exponer una verdad de dimensiones simbólicas, morales; al hacer descansar esa verdad sobre la voz de las víctimas; al señalar que esa verdad nos postula exigencias de comprensión, pero también de autocrítica y de diálogo, la Comisión se sitúa en el horizonte de la recuperación de la política para el Perú y, al recuperar la política, por tanto, se coloca en posición de decir “nunca más” a la violencia.

Referencias bibliográficas Halbwachs, Maurice (2004): La memoria colectiva. Traducción de Inés Sancho Arroyo. Zaragoza: Prensas Universitarias de Zaragoza. Jaspers, Karl (1998): El problema de la culpa. Sobre la responsabilidad política de Alemania. Barcelona: Paidós. Levi, Primo (2009): Trilogía de Auschwitz. Barcelona: El Aleph.

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Nora, Pierre (2009): Pierre Nora en Les liuex de mémoire. Santiago de Chile: LOM. Ricœur, Paul (2002): “Definición de la memoria desde un punto de vista filosófico”, en Francoise Barret-Ducrocq (dir.), ¿Por qué recordar? Barcelona: Granica, pp. 24-28. Todorov, Zvetan (2013): Los abusos de la memoria. Barcelona: Paidós.

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Colombia: tratamiento del pasado, memoria y construcción de la paz Elizabeth Lira Kornfeld Universidad Alberto Hurtado

Introducción Durante el siglo xx, hubo décadas de violencia y represión en América Latina que dieron lugar a diversas formas de lucha y resistencia y a movimientos políticos con agendas revolucionarias (Lira 2004). Después de la Revolución cubana, para muchos la superación de las injusticias y abusos históricos solo sería posible mediante la lucha armada contra los poderes establecidos. En ese contexto, en la década de 1960 se inició en Colombia el conflicto armado, que se extendió por más de cincuenta años. La amenaza de morir, de perder los medios de subsistencia, la tierra y la vivienda llevó a millones de personas a abandonar sus territorios, el trabajo, la comunidad, la familia. Hubo secuestros, enfrentamientos y masacres que afectaron gravemente a la población civil no combatiente, causando pérdidas traumáticas y duelos sucesivos. Por décadas, las relaciones sociales y políticas estuvieron marcadas por innumerables actos violentos, la violación de los derechos

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humanos y las prácticas de crueldad ejercidas por agentes del Estado, organizaciones paramilitares y de autodefensa y por grupos alzados en armas, y el número de víctimas se multiplicó. La expresión concreta de la violencia ha tenido varias dimensiones: violencia contra los cuerpos y las mentes, contra la integridad psicológica y la identidad de individuos y grupos, contra las ideas, los bienes particulares y los bienes comunes, el territorio y las comunidades, y ha amenazado y destruido formas de convivencia ancestrales. ¿Cómo poner fin a la guerra y a la violencia? La pregunta no ha tenido una respuesta sencilla. Su complejidad requería entender sus causas, su línea de desarrollo y sus múltiples implicaciones. También, reconocer la existencia de cientos de miles de víctimas, negociar la paz con los actores armados y organizar un tránsito institucional complejo con acuerdos viables que garantizaran una paz duradera. Este trabajo ofrece una síntesis del proceso de paz iniciado en Colombia para poner fin al conflicto. Dicho proceso se ha basado en la verdad y la memoria del pasado de violencia para reconstruir la experiencia de las víctimas mediante “ejercicios de memoria” realizados por diversos actores institucionales, agrupaciones de víctimas y organizaciones no gubernamentales. Se incluyen referencias al trabajo del Grupo y luego del Centro de Memoria Histórica y, de manera explícita, la verdad y la memoria de las mujeres y su contribución a la paz. Finalmente, se describe sucintamente la estructura institucional del proceso de paz en curso, que implementará los acuerdos alcanzados en los últimos años.

Iniciativas de memoria La voluntad de terminar el conflicto en décadas anteriores dio lugar a varios intentos para alcanzar la paz, que fracasaron por distintos motivos (Villarraga 2015). Un esfuerzo institucional relevante se verificó el año 2005. La Ley de Justicia y Paz (Ley N.º 975 de 2005) señalaba en su primer artículo que tenía como objetivo facilitar los procesos de pacificación y asegurar la reincorporación individual o colectiva a la vida civil de miembros de

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grupos armados al margen de la ley, garantizando los derechos de las víctimas a la verdad, la justicia y la reparación.1 Al parecer, se había escuchado a algunos sectores comprometidos con la búsqueda de la paz y el cese del enfrentamiento político que daban importancia a la reconstrucción de la memoria de la violencia contra las personas y las comunidades como fundamento de un proceso de paz. Por esa misma ley (art. 50) se creó la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación (Diario Oficial 45.980, 25 de julio de 2005), presidida por Eduardo Pizarro Leongómez, que inició el Grupo de Memoria Histórica (GMH) poco tiempo después. Dicha instancia empezó su trabajo investigando lo sucedido en Trujillo, y dio lugar, tres años después, al primer informe de memoria histórica de la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación: Trujillo. Una tragedia que no cesa (2008). Esta publicación abrió una línea de trabajo oficial, explicitando el lugar de la memoria en este proceso y buscando convocar la solidaridad ciudadana. Colombia ha vivido las últimas décadas en luto permanente. Masacres y otras formas de violencia colectiva con diversas magnitudes, intencionalidades y secuelas han ensangrentado la geografía nacional. Entre 1982 y 2007, el Grupo de Memoria Histórica ha establecido un registro provisional de 2505 masacres con 14 660 víctimas. No ha sido solo una guerra de combates, también una guerra de masacres. Sin embargo, la respuesta de la sociedad no se ha traducido tanto en estupor o rechazo como en rutinización y olvido. El municipio de Trujillo, en el norte del departamento del Valle, fue escenario de esa violencia múltiple y continuada, y también de nuestra amnesia. No solo sus vecinos del orden regional desconocen o han olvidado lo sucedido, sino que, más aún, respecto a esos eventos existe lo que pudiéramos llamar una “desmemoria nacional”, como así lo han resentido las víctimas. Volver la mirada a Trujillo es entonces un primer ejercicio en la misión de convocar la solidaridad ciudadana y mostrarle al país que aquellos hechos pertenecen al pasado nacional. Trujillo es, en más de un sentido, Colombia. Es preciso interpelar por 1. La norma citada se encuentra en Régimen Legal de Bogotá D.C., .

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tanto no únicamente al Estado, sino también a toda la sociedad, por los silencios y los olvidos que prosperaron en torno a la masacre; por haberse negado a aceptar lo que parecía inenarrable, inaceptable o imposible, pero que en verdad era muy real (GMH, 2008, Introducción General, primer y segundo párrafos). El informe constataba que las masacres expresaban la degradación de la guerra. Se describía cómo la violencia destruía los lazos sociales y sometía psicológicamente a las víctimas, lo cual tuvo como consecuencia la destrucción de núcleos familiares, la desarticulación de las organizaciones campesinas y otras formas de acción colectiva, que bloquearon la estrategia insurgente en la zona, neutralizaron la resistencia de los campesinos e instauraron “un verdadero contrapoder que continúa vivo aún hoy día” (tercer párrafo). Frente a todo esto, “no se puede continuar viviendo como si no hubiera pasado nada”. Explicar y procesar los hechos traumáticos es un ejercicio indispensable para los individuos y para las sociedades. Una nueva narrativa de los hechos es necesaria no sólo para las víctimas y sus comunidades, sino para la sociedad colombiana en general. [...] La reconstrucción de la memoria histórica en escenarios como éste cumple una triple función: de esclarecimiento de los hechos, haciendo visibles las impunidades, las complicidades activas y los silencios; de reparación en el plano simbólico al constituirse como espacio de duelo y denuncia para las víctimas; y de reconocimiento del sufrimiento social y de afirmación de los límites éticos y morales que las colectividades deben imponer a la violencia (GMH 2008: 11-12).

Este primer informe inició la reconstrucción de la memoria histórica en un país que por décadas había ignorado a cientos de miles de víctimas del conflicto. La verdad sobre el pasado —según los propósitos del equipo de memoria histórica— podría fundar una forma de reparación al constituirse en un “espacio de duelo y denuncia”, pero también permitir “el reconocimiento del sufrimiento social” y lograr que la sociedad colombiana se comprometiera con la paz. Los informes publicados desde 2008 se internan y profundizan en situaciones y casos concretos en el territorio, registran los cataclismos personales y familiares en distintas comunidades a causa de las violencias padecidas y ejercidas durante décadas y cumplen con “la responsabilidad de esclarecer lo sucedido” y visibilizar la tragedia de las víctimas.

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Centro de Memoria Histórica: “La memoria, una aliada de la paz”2 En 2011 se promulgó la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras (Ley 1448) y se creó, entre otros programas, el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH). Este asumió la continuidad de la tarea del Grupo de Memoria Histórica respecto de fortalecer el “deber de memoria del Estado en relación a las violaciones ocurridas en el marco del conflicto [...] con el fin de conocer la verdad y contribuir a evitar en el futuro la repetición de los hechos” (Ministerio de Justicia y del Derecho, 2011, Decreto 4803). Desde 2011, el CNMH ha continuado trabajando en la reconstrucción de las situaciones de violencia y muerte en distintos lugares del país, recuperando la historia del conflicto y sus consecuencias e instalando los “ejercicios de memoria” como el mejor aliado de la paz. La investigación realizada se ha vertido en numerosos informes publicados en los últimos años que registran los efectos de la violencia —los traumas, sufrimientos y duelos—, la capacidad de resistencia de las víctimas, las atrocidades cometidas por los agentes del Estado, así como las de los actores insurgentes y paramilitares. Cabe destacar el informe Basta ya. Memorias de guerra y dignidad, que fue entregado oficialmente al presidente de la República, Juan Manuel Santos, en 2013. En el discurso oficial, Gonzalo Sánchez, director del CNMH, caracterizó este texto como “un memorial de agravios de centenares de miles de víctimas del conflicto armado interno, pero también aspira a ser un acta de compromiso con la transformación del futuro de Colombia” (CNMH 2014: 9). Este informe dio cuenta de por lo menos 220 000 muertos, un 80% de ellos de la población civil, de miles de víctimas de desaparición forzada y millones de desplazados que abren historias de dolor y pérdidas, pero también de desesperación ante la imposibilidad de vivir en paz durante décadas. Sánchez afirmó que la misión del Centro había implicado asumir la verdad y la memoria como tareas centrales en un periodo político

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Lema institucional que caracteriza su rol político.

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cruzado por “los temas del conflicto, los temas de las negociaciones de paz y los temas de la memoria”, y agregó que “este contexto [...] le plantea exigencias y transformaciones profundas al sentido de la memoria como lugar desde el cual las víctimas de más de medio siglo de confrontación armada expresan sus agravios y sus expectativas de cambio” (CNMH 2014: 13). La memoria de los hechos de violencia y sus efectos ha sido documentada también por organizaciones no gubernamentales. Entre estas, cabe destacar la Comisión de la Verdad de las Mujeres, las agrupaciones de víctimas y numerosas investigaciones académicas.

La memoria de las mujeres La reconstrucción de la memoria a partir de la perspectiva de mujeres afectadas por la guerra ha sido una fuente muy importante. El informe La verdad de las mujeres víctimas del conflicto armado en Colombia, realizado por la organización Ruta Pacífica de las Mujeres y difundido en 2013, recoge la experiencia y la visión de más de mil mujeres de diferentes regiones y lugares del país. El informe se propuso registrar y reconstituir la memoria desde la perspectiva de “‘lo que ocurrió’ dando a conocer lo que ‘me ocurrió’”. Las narraciones incluyen la dimensión subjetiva de la victimización, pero también las formas de resistencia que ellas ejercieron durante décadas frente a las condiciones generadas por el conflicto. La narración habla de “memoria de la verdad y verdad de las mujeres para nombrar el ejercicio de traer al presente una experiencia vivida, con palabras capaces de decirla fielmente desde la subjetividad de las mujeres que dan su testimonio” (Ruta Pacífica de las Mujeres. Resumen 2013: 22). Las mujeres señalaron tener conciencia de la irreparabilidad del daño causado por el conflicto y la violencia. Afirmaron que era obligación del Estado ofrecer reparación y reconocer los derechos de las víctimas, y los de las mujeres en particular, y declararon que el reconocimiento de las violaciones de los derechos humanos era una condición para el establecimiento de la paz. Consideraron necesario que se proporcionaran atención a la salud y atención psicosocial como una

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manera de mitigar las heridas y daños producidos. Las recomendaciones finales sugirieron la constitución de una comisión de la verdad en la que estuvieran incluidas las mujeres de manera paritaria, considerando que la verdad forma parte del sentido de justicia y reparación (Ruta Pacífica de las Mujeres. Resumen 2013: 95-103). Este informe se sumó a los miles de testimonios de mujeres recogidos en el trabajo de diversas organizaciones no gubernamentales en procesos de acompañamiento de víctimas durante décadas. Pero, al ofrecer simultáneamente una visión general y otra particular, contribuyó a trazar un cuadro dramático de los daños y sufrimientos ocasionados por el conflicto armado, especialmente sobre la población civil. Las narraciones comprobaron el carácter acumulativo de situaciones extremas, pérdidas, traumas y daños padecidos por las mujeres y sus familias, como víctimas y como resistentes a la violencia de la guerra. La victimización acumulativa visibilizada en este informe amplifica el desafío del Estado para el resarcimiento y la reparación de las víctimas en general, pero especialmente para las mujeres.

Memoria política, tratamiento del pasado y acuerdos de paz La reconstitución de las memorias personales y políticas de la guerra son necesarias para apreciar la complejidad del proceso, pero no bastan para lograr los compromisos requeridos con el fin de terminar el conflicto ni para instalar nuevas formas de relación social. Las transiciones políticas posteriores a periodos de enfrentamiento armado y de dictaduras han debido diseñar procesos para el tratamiento del pasado, con el fin de alcanzar acuerdos de paz y propiciar la reconciliación política. Esas iniciativas han dado gran importancia al derecho a la verdad de las víctimas y al derecho de estas a recibir reparación moral y social, lo que es y ha sido particularmente complejo en Colombia. ¿Cómo instalar, entonces, un proceso de paz que sea legítimo y reconocido por todos después de un conflicto tan prolongado? ¿Cuál ha de ser el lugar de las víctimas?

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La reconstrucción de la historia y la memoria de la violencia ha sido uno de los fundamentos culturales y políticos en favor de la paz. El informe Basta ya expandió la discusión sobre las consecuencias de la violencia contra las personas y las comunidades, y contribuyó a hacer evidentes los enormes obstáculos para la reconciliación política que provenía de una violencia activa incluso durante el periodo de negociaciones. Como señaló Gonzalo Sánchez en la presentación del informe Basta ya, “la lectura del conflicto en clave política puede abrir las puertas para su transformación [...] para reconocer, reparar y dignificar a las víctimas que ha dejado la confrontación armada” (CNMH 2014: 15). La polarización política que se instaló en las mentes y los corazones de las personas, erosionando durante años el reconocimiento y la solidaridad con las víctimas, ha sido uno de los mayores obstáculos. El informe señala que la “confrontación armada contemporánea exacerbó el sectarismo y tuvo su máxima expresión en la guerra sucia” [...], manifestándose en el campo político en la eliminación del adversario, del otro” (CNMH 2014: 17).

Los acuerdos y la construcción del proceso de paz En 2012, el Estado colombiano inició una negociación para poner fin al conflicto y lograr “acuerdos de paz” con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), el grupo guerrillero más relevante durante cincuenta años. Las negociaciones y diálogos se realizaron en torno a cinco materias acordadas: participación política, víctimas, tierras, narcotráfico y jurisdicción especial para la paz (JEP). Las víctimas fueron un tema central. Se llegó a acuerdos sobre asuntos complejos y las negociaciones dieron cuenta de las dificultades para resolver las demandas y deudas acumuladas durante décadas. Las declaraciones de unos y otros buscaban inicialmente deslindar responsabilidades respecto a las consecuencias que había dejado el conflicto, especialmente sobre las víctimas. Asumir responsabilidad sobre el conflicto armado y sus miles de víctimas no era fácil para las FARC. Argumentaban ser luchadores revolucionarios,

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y afirmaban que no habían cometido crímenes contra el pueblo, sino que habían ejercido el derecho universal a la rebelión. Las fuerzas militares y otros se justificaban señalando que buscaban restaurar el imperio de la ley, y denunciaban, además, que las FARC habían violado el derecho humanitario durante el conflicto. Se les acusaba de haber secuestrado y reclutado forzadamente a menores de edad; igualmente, de haber ejecutado a personas fuera de combate o de dirigir ataques indiscriminados contra la población civil, lo que los constituía en crímenes contra la humanidad. Estas constataciones derivaron en exigencias sobre la rendición de cuentas de la actuación de las FARC. A ello se agregaba que la fuerza pública colombiana, incluido el Ejército, también tenía responsabilidad en la situación de las víctimas, así como la tenían los grupos paramilitares, que fueron visibilizados por la ley de justicia y paz. La existencia de miles de víctimas fue un tema complejo en las negociaciones al forzar que su reconocimiento implicaba asumir una responsabilidad general, pero también particular, sobre las consecuencias de acciones violentas en contra de personas y comunidades. Los acuerdos se alcanzaron después de sucesivos diálogos en Oslo y luego en La Habana. El texto final se firmó en Cartagena el 26 de septiembre de 2016, en una ceremonia solemne, y se llamó a un plebiscito de refrendación que tuvo lugar el 2 de octubre del mismo año. Este convocó a cerca del 37% de los electores. La opción de rechazo obtuvo el 50,21% de los votos y la de aprobación un 49,79%. Este resultado derivó en negociaciones con la oposición, lo que modificó el texto original, que se firmó el 24 de noviembre y fue ratificado por el Congreso Nacional el día 30. Se declaró que, en su implementación, se debía contribuir a la protección y la garantía del goce efectivo de los derechos de todos, y que el Estado tenía el deber de promover y proteger los derechos y las libertades fundamentales, sin discriminación alguna. Estos puntos se basaban en un enfoque de derechos y en una perspectiva de género. En el texto final del “Acuerdo general para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera”, los ajustes incorporados tenían relación con la Jurisdicción Especial para la Paz y la incorporación de las FARC a la vida política, reafirmando que se fundaría en la institucionalidad existente. También se estableció

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formalmente la importancia de la reconciliación política para asegurar relaciones sociales pacíficas y armónicas (Gobierno Nacional. FARCEP (2012: 124-125).3 Se señaló que con esto se hacía un justo reconocimiento a quienes han sufrido en tantos años de conflicto armado, y también se pretende la generación de acciones que cambien los escenarios de confrontación social de tipo violento, y los consolide como espacios de participación e intercambio de ideas y proyectos en los cuales sea posible la diferencia y el debate, y se puedan generar disensos y consensos como fruto del diálogo. Para esto, es primordial reconocer la gravedad de la guerra y por lo mismo, el reconocimiento de las víctimas. Luego de esto, se tendrá que dar un compromiso general (Estado, FARC, sociedad civil) para contribuir a la reconciliación. Será un proceso lento y largo, pero no por ello innecesario o imposible (Gobierno Nacional. FARC-EP 2012: 129).

El acuerdo final (art. 1.° del Acto Legislativo n.° 1 de 2017) estableció los componentes del Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y no Repetición (SIVJRNR). Entre ellos, cabe destacar: 1. Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición, reglamentada mediante el Decreto Ley n.° 588 del 5 de abril de 2017. La Comisión fue definida como “transitoria, imparcial e independiente”. Se indicó además que tendría un carácter extrajudicial y que la información obtenida no podría ser entregada a instancias judiciales para establecer responsabilidades ni serviría como prueba en ningún proceso (Gobierno Nacional. FARC-EP 2016: 134). Los acuerdos establecieron una línea de continuidad con la Comisión Histórica del Conflicto y sus Víctimas. Se determinó que debía actuar en consonancia con el espíritu que “inspira el reconocimiento, la responsabilidad y la justicia respecto a las víctimas del conflicto en Colombia”. 2. Unidad para la búsqueda de personas dadas por desaparecidas en el contexto y en razón del conflicto armado. Se estableció que tendría un carácter extrajudicial, autonomía administrativa, presupuestal y técnica (art. 3.° transitorio). Su tarea sería encontrar a las personas desaparecidas con ocasión del conflicto armado interno —si fuera

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posible— y realizar las acciones humanitarias necesarias para esclarecer los hechos. Se estableció mediante el Decreto Ley 589 del 5 de abril de 2017, con una duración de veinte años que podrían prorrogarse por ley (art. 1.°) sin límite alguno. 3. La Jurisdicción Especial para la Paz (Decreto Ley 587 del 5 de abril de 2017). El artículo 5.° transitorio del Acto Legislativo n.° 1 de 2017 establece que la JEP tendrá un régimen legal propio, con autonomía administrativa, presupuestal y técnica, que administrará justicia de manera transitoria y que conocerá de manera preferente sobre todas las demás jurisdicciones. Se establece que solo podrán acceder a este sistema aquellos que suscriban un acuerdo de paz con el Gobierno Nacional.4 El 4 de septiembre de 2017, el Gobierno de Colombia anunció el cese del fuego (octubre 2017-enero 2018) con el Ejército de Liberación Nacional (ELN) después de negociaciones realizadas en Quito. El Gobierno destacó que Naciones Unidas, la cooperación internacional y la Iglesia católica habían colaborado para el logro de estos acuerdos, y reconoció que “es la primera vez que ocurre una instancia como esta en más de 50 años”.5 Las FARC depusieron las armas y, según lo acordado, las entregaron al Estado durante 2017. En el contexto de la implementación de los acuerdos, han reconocido su participación y responsabilidad en algunas masacres. Entre ellas, la de Bojará, ocurrida en mayo de 2002, en la que 119 civiles fueron asesinados en una iglesia. Por este episodio la oficina en Colombia del Alto Comisionado para los Derechos Humanos consideró al grupo responsable de “ataque indiscriminado a la población civil”, a la vez que condenó al Estado a pagar una indemnización a las víctimas. El grupo guerrillero pidió perdón durante las 4. Para más detalles, véase “Sobre los componentes del Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición”, . 5. “Acuerdo y comunicado sobre el cese al fuego bilateral y temporal entre el Gobierno y el ELN”, .

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rondas de diálogo en La Habana, en septiembre de 2016. Y más tarde lo hizo por la masacre de La Chinita, en enero de 1994, en la que hubo 35 muertos y 13 heridos; este gesto de reconciliación fue resultado de reuniones entre familias de las víctimas y delegados de las FARC. De estas conversaciones surgió también un acuerdo para construir una universidad para la paz, un museo de la memoria regional y la entrega de viviendas a familias de las víctimas.

Reflexiones finales El proceso de negociaciones que culminó en los acuerdos de paz no logró, aparentemente, comprometer a la sociedad colombiana. En el plebiscito organizado por el Poder Ejecutivo en octubre de 2016, la población que habitaba los territorios que habían sido el teatro de la guerra se pronunció masivamente a favor de la paz, pero la de las grandes ciudades rechazó los acuerdos. Hubo, así, casi un empate entre ambos. Sin embargo, como el 62% de los colombianos se mantuvo al margen y no concurrió a sufragar, esta situación obligó a redefinir la implementación de los acuerdos de paz. El plebiscito generó un conjunto de preguntas e intentos de algunas respuestas de importancia para la paz: ¿la abstención sería resultado de la ignorancia y el desconocimiento sobre lo que estaba en juego?, ¿de percepciones incorrectas sobre los efectos políticos de aprobar o rechazar los acuerdos?, ¿de no querer saber ni participar de esas decisiones por diversos motivos ligados a experiencias traumáticas como resultado de la violencia y la guerra? A veces, las personas no se involucran en determinadas situaciones cuando estiman que no les incumben o no les afectan..., pero también cuando les afectan demasiado. Sin embargo, a pesar de carecer de respuestas sobre los motivos de la mayoría de los colombianos para no votar los acuerdos de paz, estos se empezaron a implementar progresivamente desde fines de 2016. La impunidad ha sido un elemento permanente en la política de América Latina y de Colombia. Por décadas, las amnistías cerraron el paso al enjuiciamiento y a la sanción de quienes habían sido responsables de crímenes mayores y menores por motivos políticos. En el

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proceso desplegado para alcanzar acuerdos de paz, uno de los puntos críticos ha sido la creación de la Jurisdicción Especial para la Paz con el fin de garantizar los derechos de las víctimas e impedir la impunidad de los crímenes cometidos durante el conflicto. El reconocimiento expreso de los delitos de las fuerzas beligerantes y la aceptación de la sanción de los responsables es parte de los pactos políticos que pueden asegurar la convivencia democrática y la necesaria transición política del fin de la guerra a la instalación de la paz. Este desafío es posiblemente uno de los más sensibles para las víctimas y el más temido por los victimarios. Por ello, en el incipiente proceso de reconciliación política, las peticiones puntuales de perdón de las FARC contribuyen al reconocimiento público de las responsabilidades de los actores armados y no armados en el conflicto y la violencia. Estas iniciativas dan cuenta también de la complejidad de las tratativas respecto de esos reconocimientos, sus posibilidades y riesgos, en el marco de un proceso lleno todavía de incertidumbres y desconfianzas, aunque también de voluntades, esfuerzos y esperanzas. Actualmente, el proceso de paz está en construcción. La creación de iniciativas oficiales, como el Museo de la Memoria (que se inaugurará en 2020) y las instancias para implementar los acuerdos, como la Comisión de la Verdad y la Jurisdicción Especial para la Paz, han alertado a distintos sectores, generando temores sobre la diversidad de relatos que resultarán de ellas. Miembros de la Fuerza Pública han reclamado también su voz y su lugar en la narración histórica del conflicto. Empresarios y terratenientes han expresado su temor a que se les atribuyan responsabilidades sobre las masacres y hechos de violencia, y que esto reabra la conflictividad que se ha buscado cerrar. A muchos sectores les sigue preocupando la verdad que quedará en la “memoria” política de Colombia. Estas preocupaciones dan cuenta de las enormes dificultades que enfrentan la verdad y la memoria del pasado reciente como instancias inclusivas para alcanzar un relato compartido. Y también de los riesgos y los costos del proceso de paz. Una mirada retrospectiva permite constatar que se ha transitado desde las negociaciones iniciadas en 2012 hasta la comunicación pública de los acuerdos de paz en 2016, el plebiscito y sus efectos y su refrendación en el Congreso. Su implementación ha dado lugar

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a procesos institucionales y acciones simbólicas. Durante el 2017 se produjo la entrega de las armas de las FARC, se realizaron actos de reconocimiento de responsabilidades y peticiones de perdón de diversos actores, incluido el propio presidente de la República, en nombre del Estado colombiano, en un horizonte de reconciliación política cruzado todavía por la amenaza de impunidad de unos y otros. Pero ha cesado el fuego y la guerra ha terminado. Surgen preguntas inevitables sobre la calidad del proceso de paz en curso. ¿Se desmovilizará completamente el ELN? ¿Cómo se incorporarán las FARC a la vida política? ¿Cómo continuará el proceso de paz a pesar del cambio de gobierno durante 2018? ¿Cuánta verdad, cuanta justicia se requiere para implementar este proceso de paz —a pesar de las desconfianzas inevitables entre los actores— después de décadas de violencia? ¿Qué esperan las víctimas? Es preciso señalar que han sido reconocidas miles de ellas: mujeres, niños, afrodescendientes, pueblos indígenas. Sus voces han ido tomando su lugar, desafiando las exclusiones históricas. Pero ¿cuántos años tomará este reconocimiento incluyendo las que aún faltan por identificar? ¿Cómo podrán esas víctimas ejercer sus derechos y su rol en el proceso de construcción de la paz? ¿Cómo se reconstruirán las relaciones sociales y políticas y la convivencia en paz entre los que antes eran enemigos, después de tanto odio, tanta muerte, tanta crueldad y tanto sufrimiento? Los procesos de paz tienen dimensiones institucionales, sociales, culturales, políticas y también personales. Requieren de liderazgos capaces de construir las confianzas necesarias para garantizar el fin de la guerra y la desmovilización efectiva de los grupos armados y su reinserción social y política. Requieren también de liderazgos para construir la paz y desarmar los espíritus en cada territorio, en cada comunidad. Instalar la violencia ha tomado siglos y esta forma concreta de violencia, décadas. ¿Cuánto tiempo tomará instalar la paz?

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Referencias bibliográficas Centro Nacional de Memoria Histórica (2008): Trujillo. Una tragedia que no cesa. Primer Informe de Memoria Histórica de la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación. Bogotá: Planeta Colombia, . — (2010): Bojayá: La guerra sin límites. Bogotá: Taurus Colombia, . — (2011): Ley de víctimas y Restitución de tierras, . — (2013): Basta ya. Colombia. Memorias de guerra y dignidad. Resumen. Bogotá: Impreso Nacional de Colombia. — (2016): “Los cambios en el Acuerdo de paz”, 15 de noviembre, . — (2016): Hasta encontrarlos. El drama de la desaparición forzada en Colombia. Bogotá: CNMH. — “Información institucional”, . Gobierno Nacional. FARC-EP (2012): Acuerdo general para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera, . — (2016): “Acuerdo final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera”, . Lira, Elizabeth (2004): “Reconciliación política”, en María Ángeles Siemens, Rosemary Vargas y Ana García Rodicio (eds.), Crisis humanitarias post conflicto y reconciliación, volumen III. Madrid: Forum Barcelona / Globalitaria net (Iniciativas para la construcción de la paz) / Comité español de ACNUR, pp. 101-118. Ministerio de Justicia y del Derecho, Decreto n.° 4803 (2011), . Ruta Pacífica de las Mujeres (2013): La Verdad de las Mujeres. Víctimas del conflicto armado en Colombia. Resumen. Bogotá. Villarraga Sarmiento, Álvaro (2015): Los procesos de paz en Colombia 19822014. Documento Resumen. Bogotá: Fundación Cultura Democrática.

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CAPÍTULO II

Justicia transicional: América Latina y Perú

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El tránsito de la justicia transicional Hugo Rojas Universidad Alberto Hurtado Tomás Pascual Universidad Alberto Hurtado

La noción de justicia transicional se ha extendido en las ciencias sociales desde que Ruti G. Teitel la acuñara a comienzos de la década de los noventa. Según esta autora, corresponde a aquella “concepción de justicia asociada a periodos de cambio político caracterizados por respuestas legales que tienen el objetivo de afrontar los crímenes cometidos por los regímenes represores anteriores” (2003: 69; 2017: 31). La justicia transicional ha sido concebida como un proceso que comprende un conjunto de medidas judiciales y extrajudiciales, así como políticas públicas implementadas por sociedades en transición después de un conflicto armado, régimen totalitario o dictadura (Lessa 2013: 10-12). Más específicamente, la referencia a la justicia transicional en el ámbito internacional alude a “toda la variedad de procesos y mecanismos asociados con los intentos de una sociedad por resolver los problemas derivados de un pasado de abusos a gran escala, a fin de que los responsables rindan cuentas de sus actos, servir a la justicia y lograr

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la reconciliación” (Consejo de Seguridad de Naciones Unidas 2004: 4). Estos mecanismos pueden ser promovidos por organismos internacionales, los Estados y la sociedad civil, de modo que las comunidades políticas enfrenten las atrocidades y situaciones conflictivas del pasado (Skaar y Malca 2015: 1), incluyendo casos de violaciones a los derechos humanos y terrorismo de Estado. Estas medidas incluyen comisiones de la verdad, juicios penales, amnistías, indultos, reparaciones en sus más diversas formas, entre otros dispositivos (Posner y Vermeule 2004: 766). Tales mecanismos son promovidos por autoridades públicas, líderes políticos y la sociedad civil, en pos de metas políticas que, en contextos de posconflicto, resultan más ambiciosas: preservación de la paz, reconciliación y cohesión social, promoción de la democracia y del Estado de derecho. Tal como Alexandra Barahona de Brito et al. (2001: 1) han advertido, “diversos grados de restricciones políticas, sociales e institucionales afectan las soluciones adoptadas o limitan las oportunidades para lidiar con el pasado”. La justicia transicional también ha sido concebida como un reciente proyecto académico interdisciplinario que analiza aquellas transiciones políticas que ocurren principalmente después de guerras civiles o regímenes autoritarios. La reflexión se centra en cómo las sociedades en transición enfrentan su pasado violento y, al mismo tiempo, logran consolidar la democracia y el Estado de derecho en una nueva era de coexistencia política. En los periodos de transición, las sociedades suelen efectuar transformaciones en sus sistemas políticos, jurídicos y económicos (Teitel 2000: 11). Desde las últimas décadas del siglo xx, y en paralelo al término de las dictaduras latinoamericanas y regímenes totalitarios, este proyecto académico se ha estado especializando y consolidando como un tema interdisciplinar particular en el campo de las ciencias sociales (Aguilar et al. 2011: 1398; Lessa 2013: 10-12; Stan 2013: Cap. 1). A través de investigaciones recientes sobre procesos de justicia transicional, ha sido posible analizar sistemáticamente y generalizar, a partir de la evidencia empírica, el impacto de varios mecanismos que los regímenes en transición están utilizando para enfrentar el pasado (Olsen et al. 2010a; Olsen et al. 2010b; Kim y Sikkink 2010; Sikkink 2013; Cárdenas et al. 2014; Lessa et al. 2014; Jeffery y Kim 2014; Stan 2013; Skaar et al. 2015). Desde un punto de vista teórico,

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esto no significa que haya consenso en la literatura sobre los marcos de la justicia transicional (Subotić 2009: 25-26; Schneider y Esparza 2015: XIV). Como los conflictos políticos persisten en todos los continentes, los diferentes modelos de justicia transicional que aplican los gobiernos o desarrolla el mundo académico requieren constante revisión y refinamiento. Por ejemplo, es cuestionable la referencia que se hace en la noción de justicia transicional al hecho de que una sociedad se encuentre en una transición política. Cabe señalar que, en la época moderna, los estudios de justicia transicional comenzaron con ocasión de los crímenes de lesa humanidad cometidos durante la Segunda Guerra Mundial (Teitel 2000: 3136), aunque en las últimas tres décadas hemos visto una proliferación de este tipo de investigaciones. La literatura de justicia transicional se caracteriza por combinar aspectos teóricos y prácticos (Olsen et al. 2010b; Loyle y Davenport 2015). Muchos miembros de la comunidad académica dedicados a la investigación de la justicia de esta índole prestan atención a la rendición de cuentas y a cómo las sociedades asumen la responsabilidad de los abusos de los derechos fundamentales cometidos en el pasado (Hilbink 2007; Collins 2014; Sikkink 2013). Algunas de estas investigaciones se han centrado en medir y comparar el impacto social de las comisiones de la verdad, los juicios, las amnistías y los indultos (Hayner 2008; Moon 2008; Olsen et al. 2010b; Sikkink y Michel 2013). Este tipo de conocimiento examina y monitorea el impacto en las sociedades en transición de la aplicación de los diversos mecanismos y dispositivos de justicia penal, verdad, reparación, no repetición y memoria. Algunos expertos en estos tópicos han aprovechado los recientes estudios sobre la memoria colectiva, en particular en las artes y las humanidades (Hirsch 1995; Wilde 1999; Hite 2013; Jelin 2003; Stern 2004; Lazzara 2006; Gómez 2006; Lessa y Druliolle, eds., 2011; Lessa 2013). Otros autores interesados en estudiar las transiciones políticas han centrado su mirada en los procesos y mecanismos que contribuyen a la consolidación de la democracia y a la prevención de las reversiones autoritarias, en vista de que la impunidad frente a las violaciones de los derechos humanos debilita el sistema democrático (O’Donnell et al. 1986; Mainwaring et al. 1992; Linz y Stepan 1996; Barahona de Brito 1997; Elster 2004). En consecuencia,

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el concepto de justicia transicional se refiere al estudio académico interdisciplinario y sistemático sobre: 1) cómo las sociedades enfrentan las violaciones de los derechos humanos cometidas durante regímenes autoritarios o totalitarios, o derivadas de guerras o conflictos internos civiles (Corradetti et al. 2015: 2), y 2) procesos sociopolíticos en transición y políticas públicas adoptadas en el ámbito de los derechos humanos. En el caso de las sociedades que vivieron bajo dictaduras militares y luego iniciaron procesos de democratización institucional, en los años de transición política se utilizaron diversos mecanismos de justicia transicional. Parafraseando a Juan Méndez, la justicia transicional se caracteriza porque no existen fórmulas o recomendaciones específicas para lidiar con el pasado tormentoso, ya que cada sociedad en transición ha tenido una experiencia única (Mezarobba 2007). Como el tratamiento de las atrocidades cometidas en el pasado es un asunto crucial para el proceso de transición a la democracia, es imprescindible tener respuestas para los siguientes cinco interrogantes: 1. ¿Qué mecanismos se deben utilizar para encontrar información confiable que nos permita conocer la naturaleza y alcance de las violaciones de los derechos humanos o crímenes de lesa humanidad? 2. ¿Qué medidas se deben adoptar para investigar judicialmente tales crímenes, combatir la impunidad y, eventualmente, castigar a los responsables de las violaciones de los derechos humanos? 3. ¿Qué políticas públicas o mecanismos debería adoptar el Estado para reparar el daño causado a las víctimas y sus familias durante los años de represión? 4. ¿Cómo se deberían recordar socialmente los horrores del pasado y conmemorar a las víctimas? 5. ¿Cómo se reducen las posibilidades de repetición de violaciones de los derechos humanos en el futuro? A continuación se ofrece una breve descripción de cada uno de estos cinco componentes interdependientes que constituyen el núcleo de la justicia transicional: verdad, justicia, reparación, memoria y no repetición.

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Verdad Puede ser que las víctimas y sus familiares estén interesados en obtener una compensación económica por los perjuicios causados en sus vidas. Sin embargo, por lo general, lo que más desean es conocer la verdad de lo sucedido, preferentemente mediante procesos penales que establezcan fehacientemente las circunstancias de la muerte o desaparición de sus seres queridos y conduzcan a la condena de los culpables de los crímenes. Tanto la sociedad como las víctimas tienen derecho a saber la verdad de los hechos y a que esta sea oficialmente reconocida (Gómez 2006: 37-38). Pero quienes ordenaron o cometieron las violaciones de los derechos humanos usualmente adoptan medidas para impedir que la verdad de los actos represivos y otros crímenes se conozca (Elster 2004: 281). Para evitar dejar registros o pruebas de los crímenes, es sabido que con frecuencia los oficiales de alto rango ordenan verbalmente la destrucción de archivos, documentos y otros elementos materiales que podrían ser útiles para el esclarecimiento de las circunstancias relacionadas con la comisión de violaciones de los derechos humanos. Una de las medidas más atroces para no dejar rastros de los crímenes cometidos es la eliminación clandestina o desaparición de los cadáveres de las víctimas. Esta decisión inhumana y extrema continúa causando dolor a lo largo del tiempo, e impide a los familiares de quienes han sido ejecutados vivir su proceso de duelo (Castillo 2013: Ch. 5; Norambuena 2015). Sin el cuerpo de los detenidos desaparecidos es imposible realizar el rito funerario o reconocer la muerte de un ser querido (Lira 2015: 568). La búsqueda de los cuerpos de los desaparecidos no es solo un objetivo de la familia directa, sino un drama que afecta a toda la población (García 2011: 113) y que se sustenta en un derecho cuya obligación recae en los Estados. Por cierto, la búsqueda de la verdad también es importante para quienes sobrevivieron a la prisión política o la tortura (Lira 2010: 16). La verdad, entendida como un derecho, ha alcanzado el carácter de norma de derecho consuetudinario, esto es, no se admite su modificación por parte de una norma estatal o internacional posterior. Juan Méndez ha señalado que el derecho a ella es una “obligación (que recae en los Estados) de revelar a las víctimas y la sociedad todo lo que

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de manera confiable puede ser conocido acerca de las circunstancias de los crímenes, incluyendo la identidad de los perpetradores e instigadores” (Park 2010: 24). El conocimiento de la verdad, a partir de la determinación de los hechos que rodean la perpetración de los crímenes, devuelve la dignidad a la víctima de la manifiesta violación de sus derechos humanos, asegurando que los hechos atroces no vuelvan a ocurrir (Orentlicher 2005: 23). Conocer integralmente lo sucedido contribuye a comprender las causas más profundas de los conflictos en los que se enmarcan las violaciones de los derechos humanos. De este modo, la búsqueda de la verdad asegura justicia —luchando contra la impunidad—, promueve la reconstrucción social y psicológica de una sociedad, fomenta la reconciliación y desalienta la ocurrencia de estos hechos en el futuro (Mendelof 2004: 356). Un mecanismo que se ha utilizado ampliamente en los últimos treinta años para investigar el pasado traumático ha sido la creación de comisiones oficiales de la verdad, encargadas de elucidar y producir informes oficiales sobre las violaciones de los derechos humanos. Los informes de estas instancias sirven para reconocer públicamente los abusos del pasado, eliminando en cierta medida el velo de la negación y el silencio (Hayner 2008: 55). Sin embargo, las atribuciones y mandatos legales de dichas comisiones han sido muy variados, lo que hace que tanto los hallazgos como los efectos políticos en un país y en otro sean difíciles de comparar. La persecución criminal de los crímenes cometidos ha contribuido otro tanto al establecimiento de la verdad. Dado que este sistema está destinado a establecer los hechos y determinar la identidad de los malhechores, al menos en teoría satisface la obligación de investigar. Tanto para las ejecuciones extrajudiciales como para las desapariciones forzadas, la persecución se prolonga hasta que se determina el paradero de la víctima, lo cual debe ir ligado al establecimiento de las circunstancias que rodearon su muerte o desaparición (González y Varney 2013: 3).

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Justicia Para evitar la impunidad y el olvido social de las violaciones de los derechos humanos, los promotores de la justicia transicional otorgan importancia a las investigaciones judiciales y al enjuiciamiento de los victimarios. La referencia a la justicia, en tanto componente del núcleo de la justicia transicional, está asociada con la investigación por parte de los tribunales y la acusación penal, pero principalmente con la sanción judicial y la condena privativa de libertad de los perpetradores. Sin embargo, estos últimos han utilizado diversas formas jurídicas para eludir la justicia: autoamnistías, prescripción de delitos, autoexilio, etc. Existe consenso en la comunidad mundial sobre la necesidad de sancionar estos intentos por evitar la responsabilidad, y la jurisprudencia de los tribunales internacionales ha sido clara al respecto: la amnistía o los plazos de prescripción no pueden invocarse en casos de genocidio, tortura y crímenes de lesa humanidad (CIDH 2001; CIDH 2006). La búsqueda de justicia es un asunto tenso y complejo de conseguir en muchas sociedades en transición. Lo óptimo es que los delitos se investiguen y que los acusados sean condenados por tribunales nacionales o con jurisdicción internacional. Pero la realidad ha demostrado que el sistema jurídico puede ser manipulado por aquellos que de hecho gobiernan, lo que da lugar a situaciones de impunidad durante los años de transición. Por ejemplo, según el exministro de la Corte de Apelaciones de Santiago, Juan Guzmán Tapia, en los primeros años de la transición chilena los perpetradores confiaron en mantenerse impunes gracias a los efectos de los enclaves autoritarios del sistema político: “A pesar del retorno a la democracia, cada uno estaba seguro de haber obtenido la impunidad. El sistema había quedado absolutamente ordenado por los militares antes de entregar el poder a los civiles. Ley de amnistía, acuerdos oficiosos con los partidos de la Concertación: todo estaba previsto para que jamás se les molestara” (2005: 135). Para fortalecer el Estado de derecho puede ser necesario que las sociedades en transición introduzcan cambios en la judicatura, la cultura legal, la Constitución y otras fuentes del derecho (Fuenzalida 2003). Pero la aplicación retroactiva de tales cambios plantea interrogantes sobre la legitimidad y legalidad de las aplicaciones ex post facto de derecho

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penal, tema que se suscitó en los debates judiciales chilenos durante la dictadura militar y después del retorno a la democracia en 1990. Con todo, para la satisfacción del derecho a la justicia, los Estados deben llevar adelante investigaciones rápidas, minuciosas, independientes e imparciales de las violaciones de los derechos humanos. En palabras de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), “el derecho al acceso a la justicia debe asegurar, dentro de un plazo razonable, el derecho a las familias de las víctimas de que se hará todo lo necesario para conocer la verdad acerca de lo sucedido y de sancionar a los responsables” (2007: 115). A este respecto, parte integrante de la satisfacción de tal derecho lo constituye el castigo a los responsables en proporción a la magnitud de los crímenes cometidos. Lo contrario abre espacio a la impunidad, lo que a su vez dificulta el proceso de consolidación de los demás elementos que integran la justicia transicional y los objetivos que esta persigue. Se ha sostenido que los Estados deben adoptar todos los mecanismos necesarios para facilitar el acceso a la justicia de las víctimas y sus familiares (cf. Principio 19 contra la Impunidad). Lo contrario acarrea la responsabilidad internacional de los Estados, por constituir esta denegación de justicia un trato inhumano hacia las víctimas y sus familiares (Groome 2011: 180).

Reparación Idealmente, el abuso, el daño y la pérdida sufridos por las víctimas deben repararse por completo, aunque lamentablemente nunca será posible alcanzar una reparación total. Sin embargo, existe una variedad de políticas públicas destinadas a compensar con fondos públicos a las víctimas de violaciones de los derechos humanos. Entre tales medidas cabe destacar la indemnización pecuniaria, la restauración de la propiedad confiscada, la reasignación de puestos de trabajo perdidos debido a purgas o persecución en la Administración pública, la restauración de la ciudadanía (cuando el régimen autoritario la ha arrebatado), servicios de salud y salud mental, consejería gratuita, becas y otros beneficios asistenciales del Estado (Gómez 2006: 58-59). Es indispensable que las víctimas y la sociedad civil jueguen un rol en el diseño de estos

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programas de reparación. Estas medidas son paliativas y nunca podrán reparar por completo las profundas consecuencias de las violaciones de los derechos humanos. Pero también son simbólicas, porque el Estado está reconociendo oficialmente la existencia de víctimas que han sido identificadas, y se ha comprometido, a través de políticas públicas, a la reparación del daño causado. Además, medidas como la recuperación de la ciudadanía, la formulación de disculpas públicas y la difusión de obras conmemorativas, entre otras, restablecen la dignidad de quienes han sufrido los atropellos. Además de impulsar políticas de reparación, es igualmente importante —e, incluso, más difícil— que las víctimas tengan la percepción de que han recibido reparación o, al menos, que la sociedad haya hecho esfuerzos por compensar los daños causados (Lira y Loveman 2005: 9). Para lograr la reparación, resulta fundamental que el Estado cuente con procedimientos que hagan posible el ejercicio de este derecho. No existen vías exclusivas para ello. Procedimientos penales, civiles y administrativos parecen ser útiles para el propósito de reparación. Además, el ámbito de aplicación de la reparación alcanza “todos los daños y perjuicios sufridos por las víctimas” (Principios contra la Impunidad). En los términos empleados por la Corte Interamericana de Derechos Humanos, la reparación del daño ocasionado implica el restablecimiento de la situación anterior y, en aquellos casos en que no es posible —como suele suceder en el contexto de la justicia transicional—, se debe considerar una justa indemnización o compensación pecuniaria, a la que deben sumarse las medidas positivas del Estado para conseguir que los hechos lesivos no se repitan (Caso Trujillo Oroza; Caso Bámaca Velásquez; Caso Loayza Tamayo; Caso Paniagua Morales, inter alia). Además, el exjuez de la Corte Interamericana y actual juez de la Corte Internacional de Justicia, Antonio Cançado Trindade, señaló en un voto concurrente del Caso Loayza Tamayo que la reparación debe considerar la perspectiva de la víctima y tener presente su realización como ser humano y la restauración de su dignidad (CIDH 1997: 17).

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Memoria Desde un punto de vista funcional, las sociedades, al igual que los individuos, necesitan reconstruir el pasado en el presente. Investigar sociológicamente las diversas y, en ocasiones, conflictivas memorias colectivas que existen dentro de una comunidad política implica responder a cuáles, cómo, cuándo y por qué ciertos eventos son recordados por los actores sociales. En sociedades divididas y polarizadas es probable que coexistan memorias en disputa (Borzutzky 2017: viii), de modo que el grupo social no comparta los recuerdos colectivos y estos sean más bien una fuente de conflicto y de tensión. Como argumenta Elizabeth Jelin (2002), la memoria de los hechos traumáticos puede ser una fuente de controversias y luchas políticas entre los diferentes sectores de una sociedad. La memoria da sentido al pasado y puede ser movilizadora en el presente (Hite 2013: 20). En nuestra opinión, el recuerdo de las violaciones de los derechos humanos contribuye al proyecto político del “nunca más”. La memoria, junto con los avances que se logren en las dimensiones de la justicia, la verdad y la reparación, puede evitar que vuelvan a ocurrir atrocidades similares (Stern 2010: 19; Lessa 2013: 16). Un desafío político relevante —también para las políticas públicas— consiste en promover en una sociedad en transición la generación de un marco interpretativo o narrativo del pasado que sea socialmente compartido (Jelin 2002: Cap. 4). La sociedad tiene derecho no solo a saber lo que sucedió, sino también a recordar lo que sucedió. Este tema es particularmente sensible para las víctimas, los sobrevivientes y sus familiares, ya que la narrativa colectiva del recuerdo incide en la manera en que otros los valoran y reconocen como seres humanos. La falta de reconocimiento de las víctimas es un ataque a su dignidad. La museología y los sitios de memoria son dispositivos para recordar, tanto como mecanismos necesarios para la transmisión intergeneracional de la memoria del pasado traumático. Es por ello que las iniciativas de memoria no pueden dejarse únicamente en manos de la sociedad civil y los emprendedores de la memoria. El Estado también debe financiar iniciativas de conmemoración y prestar atención a sus contenidos. Pero, a medida que el control político del Estado cambia,

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tal memorialización puede tornarse a su vez en un foco de conflicto político. En efecto, es posible que la conmemoración vuelva a surgir como un tema político muchos años después. Es lo que ha ocurrido recientemente en Estados Unidos a propósito de los monumentos a los héroes de la Confederación. Este es un ejemplo de cómo las luchas por la memoria no desaparecen, y muestra que el pasado puede tener numerosas resurrecciones y en diferentes versiones, en tanto munición para la política del presente.

No repetición Evitar en el futuro la repetición de las violaciones de los derechos humanos representa un esfuerzo lógico en la tarea de salvaguardar el cumplimiento de estos. Supone superar un obstáculo inicial no menor, como es reconocer el estatus de víctima de quienes sufrieron a consecuencia del conflicto. Solo desde dicho reconocimiento las víctimas pueden volver a confiar en el Estado, lo que fortalecerá la nueva institucionalidad. Evitar la reiteración de los atentados contra los derechos humanos posibilita la reconstrucción del tejido social dañado a consecuencia del conflicto pasado. En función de esto último, se ha sostenido que la garantía de no repetición propicia la reconciliación, evita el surgimiento de nuevos actores armados y consigue legitimar nuevamente al Estado de derecho (Uprimny 2006: 50). La definición de garantía de no repetición no está clara. La Corte Interamericana de Derechos Humanos la ha invocado como parte del derecho a la reparación integral (CIDH 2003; CIDH 2009). En la misma línea se sitúa el Sistema Universal, al sostener que la no repetición implica constituir mecanismos preventivos y accesorios a las otras obligaciones. En ese entendido, “los Estados deben emprender reformas institucionales y otras medidas necesarias para asegurar el respeto del imperio de la ley, promover y mantener una cultura de respeto de los derechos humanos, y restaurar o establecer la confianza pública en las instituciones gubernamentales” (Joinet 1997: 35). Asimismo, el establecimiento de las reformas debe ir precedido de consultas que permitan la participación de las víctimas y la sociedad civil en su conjunto.

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Algunas de las garantías de no repetición recogidas en las reformas institucionales en contextos de procesos de justicia transicional son: 1) la sujeción irrestricta de las instituciones públicas a la ley; 2) l derogación de leyes que propicien la impunidad o que faciliten las violaciones de los derechos humanos; 3) el control civil de las fuerzas militares y de seguridad, incluyendo los servicios de inteligencia, así como el desmantelamiento de las fuerzas armadas paraestatales, y 4) la reintegración a la sociedad de los niños que hayan participado en conflictos armados (véase Joinet 1997: 35). Además, habría que añadir la educación en derechos humanos y derecho internacional humanitario. En consecuencia, las garantías de no repetición se mueven en torno a medidas que apuntan a impactar la situación a corto, mediano y largo plazo, como acción de reparación hacia las víctimas y, a la vez, como fuente de legitimación del Estado en su camino de reconstrucción posconflicto. Es importante superar la idea de que la no repetición —como parte de la reparación integral de las víctimas— está circunscrita únicamente al contexto de la justicia transicional. La búsqueda de reformas estructurales y el consecuente fortalecimiento del Estado de derecho deben pensarse además como mecanismos preventivos de la reiteración de estas violaciones, en contextos donde los mecanismos de la justicia transicional han dado paso a la normalización del funcionamiento del Estado y la sociedad. Esto implica que las medidas preventivas se erijan como parte de una política de Estado de carácter permanente, lo que diferencia a este elemento de la búsqueda de la verdad, la justicia, la reparación y la memoria. En otras palabras, las garantías de no repetición deben seguir perfeccionándose conforme avanza el contexto nacional de cada Estado, y su incorporación no se agota con los periodos de transición a que se ven comúnmente supeditados los demás elementos.

Reflexión final La expresión “transición”, implícita en la noción de “justicia transicional”, pareciera no ser del todo apropiada, pues pone desmedidamente el énfasis en la ocurrencia de un proceso de transición política. Lo

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relevante es cómo el país que “transita” por el camino que —usando una expresión acuñada por Teitel (2003)— sucede a la brutalidad, se hace cargo de los hechos traumáticos de su historia reciente, con miras al restablecimiento de la convivencia pacífica y la reconstrucción del tejido social. En consecuencia, como primer elemento, es importante revisitar el concepto de justicia transicional, de modo que sea aplicable a todas las sociedades que han experimentado conflictos internos, más allá del tránsito particular en que se encuentren. Por otra parte, numerosos equipos de investigadores y organismos especializados en justicia transicional han tratado de objetivar las mediciones de impacto sobre los avances en esta materia y, de ese modo, han contribuido al desarrollo de un análisis comparado y a la formulación de recomendaciones de políticas públicas en torno a la justicia transicional. Lo que la literatura muestra es que los países con mayores avances en justicia transicional son aquellos que han combinado la aplicación de un conjunto de dispositivos o mecanismos que hacen alusión a los distintos componentes que constituyen el corpus de la justicia transicional (Olsen et al. 2010b; Skaar et al. 2015), por ejemplo, comisiones de verdad, persecución criminal, fortalecimiento de la memoria histórica, modificaciones legales, cambios institucionales, entre otros. Esto ha sido ratificado por Pablo de Greiff (2012: 21), Relator Especial sobre la promoción de la verdad, la justicia, la reparación y garantías de no repetición, al señalar que los cuatro componentes del mandato “constituyen una serie de áreas de acción interrelacionadas que pueden reforzarse mutuamente en el proceso de subsanar las secuelas del abuso y la vulneración masiva de los derechos humanos”. El debate en torno a los avances en justicia transicional implica revisar el cumplimiento de los objetivos que explican su razón de ser. Estos se orientan hacia dos aspectos: mediatos y finales. Entre los mediatos podemos señalar: ofrecer reconocimiento a las víctimas y fomentar la confianza. Y entre los finales, contribuir a la reconciliación y reforzar el Estado de derecho. En relación con el reconocimiento de las víctimas, resulta indispensable entenderlas como titulares de derechos, lo que a su vez permite buscar vías de reparación para mitigar el sufrimiento padecido, restablecer sus derechos y confirmar su condición de personas habilitadas para ejercerlos. En cuanto al fomento de la

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confianza, supone la expectativa del cumplimiento de las normas que rigen la sociedad y sus instituciones. Confiar implica compartir reglas y valores que son vinculantes para quienes componen la sociedad y ajustarse a ellos. Tanto el reconocimiento del carácter de víctima como la confianza son requisitos y consecuencias de la justicia. Por su parte, la reconciliación y el fortalecimiento del Estado de derecho requieren la aplicación de un enfoque global de los elementos que constituyen la justicia transicional. Sin embargo, es importante destacar que la reconciliación no debe entenderse como una alternativa a la justicia. El reforzamiento del Estado de derecho ha de propender a la promoción de un orden social justo, donde las personas se vean a sí mismas como titulares de derechos y libres para organizarse, y donde no haya espacio para la impunidad. Finalmente, cabe señalar que los debates sobre la justicia transicional no se circunscriben a los niveles nacional y comparado, pues la comunidad internacional ha avanzado en la fijación de estándares que deben tenerse en cuenta, y que están íntimamente ligados a las obligaciones internacionales que emanan de los diversos instrumentos internacionales. A través de la suscripción o adhesión a tratados de derechos humanos y derecho internacional humanitario, los Estados han incorporado a sus ordenamientos locales elementos normativos que los obligan a cumplir con ciertos mínimos, comúnmente llamados “estándares”. A través de los procedimientos existentes en cada uno de los sistemas (regionales o universales), los Estados son objeto de escrutinio por sus pares (p. ej., Examen Periódico Universal), y por tribunales regionales e internacionales (p. ej., Corte Interamericana de Derechos Humanos, Tribunal Europeo de Derechos Humanos, Corte Penal Internacional). Un claro ejemplo del establecimiento de estándares en esta materia lo constituye la obligación contenida en el artículo 32 del Primer Protocolo Facultativo de 1979 de los Convenios de Ginebra de 1949. En dicho precepto normativo se establece el derecho de las víctimas y sus familiares a saber lo que ocurrió en contextos de conflictos internos o externos. Esto dio paso al surgimiento del concepto de derecho a la verdad, que prácticamente treinta años después fue incorporado de manera expresa en la Convención Internacional para la Protección de todas las Personas de la Desaparición Forzada.

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Esta y otras normas imponen obligaciones para los Estados, las que se han transformado en estándares de cumplimiento respecto a los distintos elementos de la justicia transicional. Lo anterior demuestra que el debate sobre esta ha alcanzado un tratamiento universal, que se refleja en la consagración normativa en tratados internacionales de los cinco elementos que la componen.

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Memorias negadas: el proceso político de la justicia transicional en Perú Iris Jave Instituto de Democracia y Derechos Humanos de la Pontificia Universidad Católica del Perú

Presentación Los procesos para hacer políticas de reparación atraviesan una serie de condicionantes, desde el diseño, las narrativas, la puesta en diálogo (o no), la negociación y la disputa sobre a quiénes debe beneficiar o, incluso, sobre cómo deben exponerse los hechos del pasado. Estos procesos siempre son complejos, más aún cuando los actores políticos están posicionados en el conflicto y su intervención termina diluyendo el rol de las víctimas y sus familiares, que buscan no solo un reconocimiento del pasado sino ir construyendo espacios que los dignifiquen y reconozcan en su condición de ciudadanos. Planteo una aproximación al proceso seguido para construir una política pública de reparaciones en el Perú, luego de que la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) entregara su Informe final (2003), primero en la creación de su

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institucionalidad y, luego, en el debate acerca de los contenidos de la historia reciente que debieran incorporarse en el currículo educativo nacional. En esos procesos, veremos cómo las víctimas y sus familiares van transformando una cierta agencia, de manera de ser incluidas en las políticas estatales, logrando de ese modo fortalecer su centralidad en los procesos de justicia transicional. Este texto1 parte de una preocupación por explicar cuál ha sido la relación entre las víctimas y el Estado en el Perú, cómo se han ido estableciendo diversos espacios de encuentro/desencuentro y de qué modo los elementos de la justicia transicional se han incorporado a las políticas estatales. En la observación de estas cuestiones interesa, en particular, discernir el papel del proceso político peruano en los cuatro ejes fundamentales de la justicia transicional: memoria, verdad, justicia y reparaciones, tomando como hilo conductor la centralidad de las víctimas. ¿Se puede decir, por ejemplo, que los mecanismos de comisión de verdad o los de reparaciones promueven nuevas formas de relación con el Estado? ¿Cómo aporta la justicia transicional a la formulación de políticas públicas? ¿Cómo se enriquece o se transforma el rol del Estado en su relación con la ciudadanía cuando este tiene que normar e implementar a partir de nociones de justicia, verdad, reparaciones? Estas son algunos de los interrogantes a los que intento responder en dos partes: primero, una descripción del derrotero de las políticas de justicia transicional en el Perú, donde vemos el desarrollo de los componentes de verdad, reparaciones y justicia; en segundo lugar, algunos hitos en torno a la educación que permiten explicar las disputas alrededor de la memoria y las garantías de no repetición; para, finalmente, ofrecer algunas conclusiones.

1. Redactado sobre la base de un estudio –en elaboración– sobre cómo se fueron desarrollando mecanismos de justicia transicional en medio de los procesos políticos de países de América Latina que atravesaron periodos de violencia y autoritarismo. La investigación, coordinada por el IDEH-PUCP, toma como referencia los casos de Argentina, Brasil, Chile, Guatemala y Perú.

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Políticas de justicia transicional La Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) es el primer hito de justicia transicional que permitió visibilizar a las víctimas y sus derechos en una sociedad que había vivido de espaldas al mundo rural, andino y amazónico. El componente de verdad tuvo en la CVR su máximo desarrollo de expresión, al ofrecer un relato ordenado y sistemático del periodo de violencia entre 1980 y 2000, y dar cuenta de las causas históricas y sociales que explican el conflicto. La CVR señaló la profunda discriminación que acompañó (y acompaña) al país durante toda su historia republicana y que durante el periodo de violencia se reflejó en el rostro de las víctimas: el 75% de ellas era de procedencia rural y tenía como idioma materno el quechua. La verdad incomodó a todos los actores políticos, quienes intentaron deslegitimar este proceso. La composición y el trabajo de la CVR y su Informe final fueron cuestionados por la mayor parte de la clase política, las Fuerzas Armadas y la cúpula de la Iglesia católica conservadora (Montoya 2004). Algunos de los argumentos planteados señalaban que había que evitar volver al pasado. Afirmaban que no se debía cuestionar el accionar de las Fuerzas Armadas, ya que “cumplían su deber de defender al Estado”, preguntaban “por qué abrir heridas cerradas” o criticaban la procedencia de los miembros de la Comisión. Pero la CVR demostró que las heridas no estaban cerradas y que incluso eran más profundas, lo cual se hizo patente mediante una serie de estrategias que buscaron colocarlas en el centro de la atención: por ejemplo, la obtención de más de 16 000 testimonios directos de víctimas y la realización de audiencias públicas que visibilizaron a aquella parte del país que había sido silenciada en su dolor: las víctimas. Los testimonios pusieron en evidencia que las violaciones de los derechos humanos no eran casos aislados y permitieron una función jurídica y terapéutica (Laplante 2007). Así, se pudo avanzar hacia un proceso de verdad mediante la documentación de las violaciones de los derechos humanos y, en algunos casos, la identificación de los perpetradores; se obtuvo una verdad incómoda y, al mismo tiempo, terapéutica, que encontró en la voz de las víctimas —testimonios y audiencias públicas— espacios para revelar el sufrimiento ante una sociedad que había permanecido indiferente.

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Pero la atención de los gobiernos, los partidos políticos y la mayoría de los medios de comunicación estuvo centrada en un debate sobre el rol de las Fuerzas Armadas, respecto de si cometieron excesos o violaciones sistemáticas y generalizadas, y también en el enfrentamiento contra Sendero Luminoso como organización terrorista. Las reparaciones fueron un tema de atención pública debido a la exposición de los daños durante la CVR, pero sobre todo por la agencia de las víctimas, que se rearticularon y organizaron para la defensa de sus demandas. La CVR se convirtió en una ventana de oportunidad para las víctimas, debido a que fue la primera iniciativa estatal que construyó un relato sobre el conflicto armado donde ellas ocuparon la centralidad y fueron reconocidas. Los siguientes gobiernos avanzaron con la creación de instancias estatales para responder a las reparaciones en medio de una paradoja con respecto a su proceso posconflicto. Por un lado, desde el Estado se ha venido implementando una serie de políticas derivadas de las recomendaciones de la CVR, entre ellas la creación de instancias estatales que buscan atender las reparaciones: en 2004 se creó la Comisión Multisectorial de Alto Nivel (CMAN),2 ente rector en materia de reparaciones; el 29 de julio de 2005, se promulgó la Ley 28592, que instauró una política para brindar reparaciones a las víctimas de la violencia según el Plan Integral de Reparaciones (PIR), que definió a víctimas y beneficiarios y excluyó a los miembros de las organizaciones subversivas;3 en 2006 se creó el Consejo de Reparaciones (CR), encargado de elaborar el Registro Único de Víctimas (RUV), cuya función era identificar y acreditar a las víctimas. Este avance se ve permeado, a su vez, por los propios problemas de precariedad institucional y articulación a nivel del Estado. La CMAN, por ejemplo, nace en la Presidencia del Consejo de Ministros (PCM), 2. Mediante el Decreto Supremo n.° 011-2004-PCM. 3. Se reconocen como víctimas a aquellas personas que hayan padecido desplazamiento, encarcelamiento arbitrario, tortura, violación sexual y secuestro, militares, policías y miembros de comités de autodefensa lesionados en el conflicto, y familiares de los muertos y desaparecidos. Se consideró como víctimas indirectas a niños nacidos de violaciones sexuales, niños reclutados por comités de autodefensa, acusados injustamente por cargos de terrorismo o traición, y a toda persona que quedó indocumentada a causa del conflicto (artículo n.° 6, Ley 28592).

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luego pasa al Ministerio de Justicia, el 2006 retorna a la PCM para finalmente ser adscrita al Ministerio de Justicia y Derechos Humanos (Minjus) en 2012. Otro tanto sucedió con el CR, que estuvo a punto de cerrar en 2009 a causa del recorte de presupuesto, lo que obligó a reducir remuneraciones y a prescindir de personal. En suma, las instituciones y mecanismos del Estado se crearon de forma desarticulada, sin pensar en una respuesta integral y, menos, en una política con ubicación, organicidad jerárquica y presupuesto asignado en el aparato estatal. Así se fue debilitando la política pública de atención a las víctimas que debía haberse materializado en tales organismos. Por extensión, esto se tradujo en una menor presencia de la agenda de las víctimas en la política nacional (Jave 2017a). De otro lado, hay problemas de origen. El Estado recortó los derechos de las víctimas con múltiples afectaciones4 y se negó a entregarles más de una compensación económica, lo que iba en contra de los criterios internacionales al respecto. Al mismo tiempo, los dos últimos gobiernos han priorizado una agenda de “justicia social” y determinado que los programas sociales se conviertan en una forma de reparación, diluyendo así los derechos de las víctimas a contar con ella. Esta normativa ha sido aprobada con una serie de restricciones que las víctimas han debido ir conociendo y aprendiendo para involucrarse en las instancias del Estado donde se deciden estos temas. El Perú atraviesa por estos años de democracia con problemas permanentes de gobernabilidad, debido a la debilidad institucional y a una profunda crisis de representación política. El reciente indulto otorgado por el presidente Pedro Pablo Kuczynski a Alberto Fujimori, a cambio de que no se declare la vacancia de la Presidencia, ha colocado al actual mandatario peruano en una situación de extrema debilidad política e institucional. Las protestas en el país a causa de esta decisión y las acciones del movimiento de derechos humanos a nivel del sistema interamericano podrían traer más complicaciones para que este gobernante culmine con normalidad su mandato. 4. Es decir, que a) siendo víctimas directas también tienen algún familiar (padres, cónyuge, hijos) afectado (han fallecido y/o desaparecido) y/o b) beneficiarios que tienen más de un familiar afectado.

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De otro lado, las víctimas que buscan una justicia integral —no solo judicial, sino también encarnada en un reconocimiento de los crímenes y del sufrimiento infligido— encuentran en el indulto un retroceso en el discurso y los avances que había realizado el Estado, como lo era, por ejemplo, la creación de un mecanismo especial para la búsqueda de personas desparecidas, el cual se desatendió por más de treinta años. También se ve como un revés, en el campo simbólico, la inclusión del término “reconciliación” en el discurso de los principales actores políticos del actual Gobierno, pues se lo considera nada más que como una táctica retórica para justificar el indulto a Fujimori. Estas decisiones políticas ponen en evidencia las presiones del sector político denominado “fujimorista”, que siempre ha sido hostil a la agenda de justicia y verdad, y que hoy tiene una clara hegemonía en el Poder Legislativo. Es así que, por un lado, tenemos avances institucionales en políticas de Estado y, del otro, decisiones y concesiones en materia de justicia y derechos humanos que vienen del más alto nivel y que se expresan con mayor fuerza en el espacio público. Ello se debe, en parte, al proceso de transición inconclusa que se inicia en el periodo de transición y encuentra avances relativos durante los primeros años del Gobierno de Alejandro Toledo, cuando se producen ciertas reformas, se debilita en el segundo mandato de Alan García, al quedar postergado por el objetivo de crecimiento económico, y se ve absorbido y, por tanto, desnaturalizado, como parte de las políticas de inclusión social del Gobierno de Ollanta Humala (Jave 2017a). Las diversas fases de este proceso marcado por constantes retrocesos y pasividad sugieren que, en sentido estricto, para los sucesivos gobernantes el periodo de transición —con sus correspondientes obligaciones— se agotó en el Gobierno interino de Valentín Paniagua: es decir, ocho meses para enfrentar un conflicto de veinte años. Desde la hegemonía en el espacio público de esos actores políticos, los discursos prefieren no ocuparse de los temas pendientes del periodo de violencia, donde las huellas más intensas y menos atendidas descansan en las víctimas. Se trata de una transición difícil, durante la cual los gestos de los actores llegan a compartir cierta complicidad con el silencio u ocultamiento.

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Uno de los mayores problemas institucionales es la dificultad para incorporar el pasado reciente en la escuela. Los intentos por incluir textos sobre el periodo de violencia han provocado controversia en los sectores más conservadores, en los que prevalece la idea de mantener una memoria acrítica y poco reflexiva, o simplemente se evita hablar de ello, haciendo que el silencio se convierta en una herramienta de sobrevivencia y de convivencia. Por otra parte, desde el Estado se han producido intentos por sancionar cualquier narrativa vinculada a Sendero Luminoso, que se han ido extendiendo a diversos espacios de la sociedad. En 2012, el primer ministro, Juan Jiménez Mayor, presentó un proyecto de Ley de Negacionismo5 que buscaba incorporar un nuevo delito al Código Penal con la finalidad de sancionar a aquellos servidores públicos que buscaran negar lo sucedido durante el conflicto armado interno. La norma apuntaría a penalizar, entre otros hechos, la negación de los crímenes cometidos por Sendero Luminoso y el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA) en el periodo de violencia política que vivió el Perú. Sin embargo, el anuncio del ministro daba a entender que dicha norma no tipificaba como delito la negación de los crímenes cometidos por los agentes del Estado, los cuales han sido ampliamente documentados por la CVR. El proyecto de ley solo terminaba oficializando un tipo de narrativa que colisiona con los derechos de las víctimas del conflicto y desconoce su afectación. De ese modo, se hacía oficial un discurso parcial sobre esa época y, en última instancia, negaba los hechos de los que fueron víctimas miles de peruanos. Aunque la propuesta no fue promulgada, generó en el debate público la “necesidad” de avanzar con algún tipo de normativa en ese sentido. Posteriormente, en 2017 se aprobó una norma6 que modifica el Código Penal, a petición del Congreso de la República, con miras a generar más agravantes y aumentar las penas para el delito de apología del terrorismo, con sanciones de entre cuatro y doce años de prisión.

5. Presentado el 28 de agosto de 2012 en el Congreso de la República (oficio n.° 202-2012-PR). 6. Veáse .

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Así, se tipifica que, en caso de exaltación, justificación o enaltecimiento de acciones terroristas o de personas que hayan sido condenadas por este delito, la pena será no menor de cuatro años ni mayor de ocho años de cárcel. Lo más grave radica en las sanciones aplicadas a los docentes: si las acciones se realizan en una institución educativa y son propiciadas por un docente o autoridad en actividad en la institución y en presencia de menores de edad, la sanción será de seis hasta diez años de prisión efectiva, mientras que, si la apología de terrorismo se hace mediante objetos, libros, escritos, imágenes visuales o audios y otros medios de comunicación, no será menor de diez años ni mayor de doce. Así, dos gobiernos sucesivos, de distinta tendencia ideológica, buscaron crear marcos normativos de sanción contra cualquier expresión vinculada al conflicto armado interno. En tal escenario, tenemos intensas narrativas en disputa que se despliegan en el espacio público ante determinadas acciones políticas: el proceso electoral de 2016, donde el tema de la memoria fue uno de los factores que propiciaron la derrota de la candidata Keiko Fujimori, o el reciente pedido de investigación de la Fiscalía sobre una reconocida colección de arte popular ayacuchano, presente en el Museo de Arte de Lima (MALI).7 De un lado, la “memoria de salvación”, como la denominó Carlos Iván Degregori (2003), inspirándose en el concepto de Steve Stern, refiriéndose a esa narrativa orientada a justificar los crímenes del Estado en un contexto de inestabilidad social y donde, precisamente a causa de ello, se diluyen los límites entre el autoritarismo y la democracia. De otro lado, la memoria desde las víctimas, basada en su centralidad —como plantea la justicia transicional8—, es decir, en su derecho a satisfacer sus demandas de justicia frente a los crímenes de derechos humanos, ya sean cometidos por las fuerzas del orden o por los grupos subversivos.9 Es en el mundo de la cultura en el Perú donde 7. Veáse . 8. Reátegui 2011. 9. Las agresiones contra la escultura El ojo que llora, ubicada en un espacio público, reflejan estas disputas. En el año 2007 la pieza fue pintada de naranja (color que identifica al fujimorismo) y las piedras que la rodean derruidas. En 2014 se

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han tenido lugar una representación y un diálogo intensos alrededor de la memoria de las víctimas, a través de novelas, retablos, pinturas, esculturas, cine o teatro. En tal contexto, avanza tímidamente la acción desde algunos sectores del Estado que incorporan la centralidad de las víctimas en las políticas de reparaciones, aunque de manera silenciosa, evitando grandes transformaciones y cumpliendo con avances básicos que no colisionan con la permanente acción política de aquellos que se oponen. Vemos entonces una tensión entre el proceso institucional y el proceso político, es decir, el Estado aparece con ciertos resortes institucionales que pueden avanzar en la dirección de la agenda de justicia transicional, pero en ese proceso interfieren el proceso político, cuando se produce una competencia por el poder, la oposición entre actores favorables a la memoria de las víctimas y los actores partidarios de la memoria de salvación.

Memorias en conflicto: la escuela como espacio de disputa El informe de la CVR señala la necesidad de contar con una reforma educativa, debido a que la escuela se convirtió en un espacio de disputa por los actores políticos armados y también por la construcción de narrativas propensas a reproducir o simplificar los escenarios de la guerra y estigmatizar a los sujetos. Desde 2003, año de la entrega del Informe final de la CVR, se han producido varios intentos de incorporar a la escuela la enseñanza del pasado reciente, tanto desde el Ministerio de Educación como desde algunos gobiernos locales o regionales. Durante todos estos años ha prevalecido un conjunto de posturas hegemónicas por parte de los actores que impulsan la memoria de salvación y que se oponen al tratamiento del tema en la escuela, lo que trae como consecuencia una suerte de “sanción social” que se extiende sobre la comunidad educativa, en particular hacia los docentes, produjo una nueva agresión. Las piedras llevan grabadas los nombres de las víctimas que dio a conocer la CVR.

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y sanciona todo aquello que se encuentre vinculado a una discusión sobre la guerra interna en el país. En el espacio público se apela a una amenaza permanente, como si hablar del pasado y pronunciarse acerca de ese periodo fuera una acción (u omisión) capaz de invocar nuevamente el terror y la muerte. Se olvida que los procesos no solo son históricos, sino también sociales y culturales, y que su tratamiento en la esfera cultural —es decir, educativa— puede transformar las sociedades en sentido positivo o negativo. En este escenario, los docentes se enfrentan a generaciones más jóvenes —que no vivieron el conflicto armado y que plantean nuevos interrogantes— en un contexto difícil, en el cual tratar el tema acarrea peligros de estigmatización y hasta de incriminación por apología del terrorismo. Desde que retornó al país el sistema democrático, al tiempo que se intentaban formular políticas de reparación a las víctimas se producía una disputa acerca de las formas de rememorar el pasado en la que diversos actores intentaban incluir distintas narrativas del conflicto en el escenario oficial. La pugna ha llegado hasta el más alto nivel del Ejecutivo, incluso a ámbitos más concretos, como el texto escolar que entrega cada año el Ministerio de Educación. Esta “lucha por la memoria” se produce en el plano de la opinión pública para luego ser transferida a la esfera estatal, pasando por los medios de comunicación, los sectores políticos, las organizaciones de la sociedad civil y colectividades vinculadas a los actores políticos armados, como militares o simpatizantes del Movimiento por la Amnistía y los Derechos Fundamentales (Movadef ). Este escenario de debate nacional también se traslada a los espacios locales, en donde aún se vive un clima de zozobra permanente en torno al tema, se juzga a los docentes por sus vínculos anteriores o se sospecha de su ubicación actual, o en donde la violencia todavía forma parte de la cotidianidad (Jave 2017b). Así, el debate político plantea un desafío permanente al quehacer educativo sobre cómo transmitir a las nuevas generaciones el periodo de la guerra interna. Tal discusión transciende a la escuela, pero termina colocando en los docentes la responsabilidad de lidiar con el pasado, en medio de un clima de oscurantismo y sanción social contra todo aquello que intente recordar el periodo de violencia, incluidas las víctimas. E, indudablemente, enfrentar el pasado de violencia, cuando

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algunos de los docentes han sido actores en sus comunidades o han debido atravesar sanciones sociales y normativas, se convierte en un proceso complejo, que requiere escenarios de diálogo interpersonal desde la escuela y que no se resuelve solo con normativas nacionales o regionales. Es decir, no basta con emitir resoluciones ministeriales u ordenanzas, hace falta un proceso —en muchos casos— de reconstrucción social para hablar del tema. En ese sentido, algunos prefieren optar por el silencio como estrategia de sobrevivencia en su entorno social y político (Jelin 2002). Por cierto, no es tarea sencilla implementar una política educativa de memoria que permita abordar tales materias. Menos aún lo es hacerlo en medio del clima político que remece al país desde que terminó la guerra, considerando además que, para concretarla en la práctica cotidiana, son los docentes quienes deben enfrentar la cadena de tensiones y conflictos que surgen. Justamente, una investigación-acción desarrollada con maestros de escuelas de Ayacucho y Junín10 —de donde tomo algunos elementos— nos permite comprender los desafíos que representa construir políticas de reparación en sociedades posconflicto, particularmente en políticas de educación en memoria. Así, encontramos que el asunto de la guerra interna y sus secuelas está muy presente entre los docentes, pero también se encuentra “oculto”: existen heridas colectivas que se solapan con silencios permanentes y murmuraciones sobre el pasado (Uccelli, Pease, Portugal y Agüero 2013). Algunos han sido actores de la historia reciente, pero no encuentran mecanismos

10. El IDEH-PUCP impulsó la elaboración de una propuesta pedagógica participativa con docentes en el marco del proyecto “Construcción de la paz, memoria, jóvenes y oportunidades educativas” (2012-2015) en dos instituciones educativas golpeadas fuertemente por el conflicto armado interno en el Perú: Mazamari (Junín) y Huancasancos (Ayacucho). En cada una de estas localidades, se eligió una institución educativa con reconocimiento social e institucional en la zona, se desarrolló una investigación etnográfica para comprender el contexto que le tocó enfrentar a la comunidad educativa; se realizaron talleres de elaboración pedagógica y una estrategia de incidencia para validar y legitimar la propuesta educativa. El resultado fue un proceso dinámico con los docentes mediante la puesta en común de sus miedos e inseguridades y el reconocimiento de su historia local, así como de la comprensión del pasado y del nuevo escenario.

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para procesar sus propias vivencias y transmitir una determinada narrativa que permita una reflexión crítica con los estudiantes. Al abordar el pasado reciente de violencia, se constata la sensación de silencio y de que se evita hablar del tema; existe un silencio que permanece oculto y que se hace parte de la memoria que se va construyendo en el país. La autoría de los docentes durante el conflicto armado interno, o bien las décadas de normativas que los han situado como una amenaza permanente en la sociedad, conlleva consecuencias de exculpación o rechazo. Pero el silencio “habla”, compone una memoria con una voz persistente en la escuela, en la comunidad, que se reconoce en todas partes. Todos saben qué pasó, pero nadie quiere referirse a ello y la sanción moral, colectiva, se encarna en una culpa presente que se evita asumir, aunque se señala. Un clima de indiferencia parece hacer más confusa la complejidad del pasado reciente, mientras que el temor a enfrentarlo origina el silencio que hoy prevalece. Este, entonces, nos habla de una sociedad que no ha superado sus miedos, ni siquiera su miedo a sí misma, y que, en ese sentido, sigue marcando a sus sujetos por querer hablar de eso que se calla. Resulta paradójico que en ciertas comunidades afectadas duramente por el conflicto se trate de invisibilizar el pasado violento en la escuela, que es el espacio de socialización por excelencia. Entre las dificultades para enfrentarse al pasado reciente, se menciona la falta de preparación para abordar los cuestionamientos de los alumnos, la sanción moral que pende sobre ellos cuando hablan del tema, la carencia de bibliografía o de material audiovisual, entre otros recursos, y, aunque no se diga abiertamente sino solo de manera privada, el hecho de que algunos de los docentes fueron actores políticos de su comunidad durante el conflicto. Esta percepción soterrada queda fortalecida por normas y directivas del Ministerio de Educación que han sancionado a los maestros hasta con pena de cárcel. Recordemos que, durante el conflicto armado interno, Sendero Luminoso utilizó el magisterio y la carrera docente como principal vehículo de penetración de su ideología. Justamente el pasado tan cercano se reproduce, y sobre los maestros recae la eterna estigmatización de su vínculo con la violencia, lo hayan tenido o no (Jave 2017b).

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Este estigma marca la labor docente de manera profunda, no solo en la práctica profesional, sino también en la vida diaria de los maestros. Atravesados por miedos del pasado, los daña y puede llegar a convertirse en una profunda carga psicológica que no encuentra mecanismos sociales ni institucionales para ser compartida. Entonces, hablar del conflicto no solo requiere de instrumentos metodológicos, sino también de formas de acompañamiento psicosocial que permitan brindar a los docentes las herramientas personales para enfrentarse a una sociedad que los juzga y los margina. El enfoque psicosocial se debe constituir en una piedra angular para la continuidad de cualquier iniciativa sobre el conflicto que busque generar un verdadero cambio en las localidades. En ese sentido, los docentes requieren con urgencia contar con un acompañamiento en la tarea de elaboración de ese pasado que puede ser perverso para su labor educativa.11 Siempre existe el miedo a hablar sobre ese pasado. Un grupo tan duramente estigmatizado como el de los maestros prefiere muchas veces callar u olvidar antes que compartir sus experiencias, ideas y posturas. Leyes como las referidas a la apología al terrorismo o la vigilancia extrema a docentes causaron desconfianza y desintegración en el magisterio, además de daño a la educación peruana, al aplicarse de manera irracional y como instrumento político de control. Así, el trabajo por la memoria no es fácil y se enfrenta a muchos obstáculos. Sin embargo, la riqueza de saberes que se esconde detrás de los temores permite que los propios docentes se reconozcan como sujetos de conocimiento y como líderes locales. Al repensar su labor, el docente la reconoce como vital para la sociedad y se llena de orgullo al observar que es poseedor de conocimientos que hacen injustas las malas críticas y presiones que recibe desde el exterior. Finalmente, resulta evidente que las instituciones educativas tienen que agenciar su propio desarrollo y fomentar la educación en medio de una zona de conflicto, generando resultados que sean altamente elogiables. Frente a los vaivenes políticos y los cambios de cada Gobierno 11. Un año después, un equipo multidisciplinar del Taller de Artes Expresivas (TAE) realizó intervenciones de acompañamiento psicosocial para ayudar a los docentes a trabajar los contenidos de la memoria local en el plan curricular de cada escuela.

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en las políticas estatales, hay un camino que nos trazan estas experiencias: la institucionalidad no está basada solo en normativas y acuerdos jurídicos, también se construye desde la propia experiencia de reconocimiento y diálogo sobre el periodo de violencia, lo cual puede marcar la construcción de ciudadanía entre las nuevas generaciones (Raggio 2004). Se trata de una institucionalidad que nace desde abajo, desde la experiencia misma de los docentes y que puede ser reconocida y legitimada en su ámbito local y regional, y desde allí proyectada hacia lo nacional/estatal. Este es un ejemplo de cómo la educación puede funcionar como un vehículo para fomentar una cultura democrática, una educación que afronte las realidades sociales, económicas y culturales de cada región. En este sentido, resulta fundamental generar y difundir en la sociedad peruana un discurso que legitime ampliamente la idea de que la escuela debe incorporar una memoria reflexiva sobre el periodo de la violencia armada, pues es en esa institución donde se forma a los futuros ciudadanos y actores políticos del país. Junto a esto, será necesario hacer viable tal incorporación mediante propuestas solventes desde el punto de vista pedagógico y metodológico, tomando en cuenta un enfoque intercultural y de género. Todo esto, sin dejar de lado a los propios actores del proceso, los docentes, los cuales deben encontrar en su trabajo una forma de empoderarse y legitimarse, a fin de actuar con capacidad crítica ante a un tema que sigue estando en disputa desde varios frentes.

Conclusiones La justicia transicional plantea reconocer la centralidad de las víctimas como factor fundamental para el respeto de sus derechos, afectados tanto por el Estado como por la sociedad. Esto implica que las medidas de recuperación de la verdad, la justicia, la reparación y la memoria deban tener en cuenta sus necesidades. En ese sentido, el desarrollo de la agenda de justicia transicional en el Perú se ve dificultado por una tensión entre los que postulan esa agenda (organizaciones de víctimas, entidades de la sociedad civil) y un sector social y político —que ha

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alcanzado representación política en el Congreso, en el Poder Ejecutivo, en las Fuerzas Armadas y en los medios de comunicación— hostil a la memoria, al reconocimiento de responsabilidades y a la aplicación de la justicia penal. Se configura así, en el marco general de la política peruana, una oposición gravitante entre partidarios de la memoria y de la justicia y defensores de una “memoria de salvación”, es decir, un sector que considera que el Estado no debe rendir cuentas por las acciones realizadas (y los crímenes cometidos) como parte de la lucha contra las organizaciones subversivas. Sin embargo, aunque este último sector ha ido conquistando progresivamente una hegemonía, existen dentro del Estado peruano algunos reductos institucionales que permiten avances en materia de justicia transicional, ya sea en justicia, memoria o reparaciones. Esos relativos avances se ven con frecuencia refrenados, revertidos o desnaturalizados por lo que sucede en el proceso político. Una marca mayor de esa dinámica es el reciente indulto otorgado a Alberto Fujimori. Mientras que el juicio y la condena a este exgobernante han sido vistos como un hito mayor —incluso a escala internacional— en la búsqueda de justicia, la nueva correlación de fuerzas políticas ha supuesto un revés tras ese logro. En ese contexto, el progreso de la agenda de derechos de las víctimas puede encontrar sus caminos en esos pequeños reductos institucionales sin renunciar a la demanda en el escenario político nacional. Un ejemplo de ello es el camino para intentar incluir la memoria en la escuela. Se trata de un desafío nacional frente al riesgo permanente de la estigmatización de docentes, artistas o de cualquier otro actor que intente revelar las complejidades de la guerra y, por tanto, confrontar a los actores políticos de la “salvación”. Aún en medio de limitaciones políticas y normativas, como las leyes que en la práctica proscriben y penalizan la discusión sobre el conflicto armado en las aulas, se puede ayudar a comprender cómo integrar y articular políticas de memoria y establecer garantías de no repetición.

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Referencias bibliográficas Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) (2003): Informe final. Tomo III, Capítulo 3. Degregori, Carlos Iván (ed.) (2003): Jamás tan cerca arremetió lo lejos. Memoria y violencia política en el Perú. Lima: Instituto de Estudios Peruanos/ Social Science Research Council. Jave, Iris (2017a): “Derechos y posconflicto: El proceso inconcluso de hacer memoria. Memoria”, en Perú Hoy. Desarrollo con derechos. Acceso a la dignidad. Lima: Desco, Centro de Estudios y Promoción del Desarrollo, pp. 59-74. — (2017b): “Políticas públicas de memoria. Los docentes como sujetos de reconocimiento”. Ponencia en la Conferencia Internacional “Justicia transicional y políticas educativas de la memoria”. Universidad de Los Andes, Bogotá, 31 de octubre de 2017 (sin publicar). Jelin, Elizabeth (2002): Los trabajos de la memoria. Lima: Instituto de Estudios Peruanos. Laplante, Lisa (2007): “Después de la verdad: demandas para reparaciones en el Perú post Comisión de la Verdad y Reconciliación”, en Antípoda. Revista de Antropología y Arqueología, 4 (enero-junio), pp.119-145. Montoya, Rodrigo (2004): “Informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación: un doloroso espejo del Perú”. Texto escrito de la Conferencia en el Instituto des Altos Estudios sobre América Latina (IHEAL) de l’Université de Paris III, Sorbonne Nouvelle. Lima. Raggio, Sandra (2004): “La enseñanza del pasado reciente. Hacer memoria y escribir la historia en el aula”, en Clío y Asociados, n.° 5. Reátegui, Félix (2011): “Las víctimas recuerdan. Notas sobre la práctica social de la memoria”, en Félix Reátegui (ed.), Justicia transicional: manual para América Latina. Brasilia/New York: Comisión de Amnistía, Ministerio de Justicia / Centro Internacional para la Justicia Transicional. Stern, Steve (2015): “Las verdades peligrosas: comisiones de la verdad y transiciones políticas latinoamericanas en perspectiva comparada”, en Ludwig Huber y Ponciano del Pino (comp.), Políticas en justicia transicional. Miradas comparativas sobre el legado de la CVR. Lima: Instituto de Estudios Peruanos. Uccelli, Francesca, Agüero, Juan Carlos, Pease, María Angélica, Portugal, Tamia y Del Pino, Ponciano (2013): “Secretos a voces. Memoria y educación en colegios públicos de Lima y Ayacucho”. Documento de Trabajo n.° 203. Serie Educación. Lima: IEP.

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CAPÍTULO III

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Este artículo alude a tres fenómenos que pueden ser reconocidos en los modos en que los sujetos realizan sus actos de memoria y que tendrían relevancia en sus procesos de construcción identitaria. Estos fenómenos son: la tendencia a la “tematización” de la memoria, los tipos de anclaje a los que se recurre en el momento de recordar y los efectos de los actos de olvido y de silencio en la memoria de los sujetos. El punto de partida, como se observará, es el reconocimiento de la estrecha relación que existe entre memoria e identidad, siendo la primera parte constitutiva e imprescindible de la segunda. El horizonte o lo que guía esta reflexión es el interés por aportar a la ampliación y apropiación de la memoria por parte de los sujetos. En este sentido, el análisis que se presenta a continuación parte de una hipótesis

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principal, que puede ser formulada como sigue: en tanto la memoria está en la base del desarrollo de la identidad, todo avance en la ampliación de la misma favorece el desarrollo y el fortalecimiento de las identidades. Por el contrario, los procesos de fragmentación o fractura en las memorias tendrán similares consecuencias o expresiones en las identidades. Consecuentemente, los tres fenómenos mencionados referidos a la memoria —su tematización, sus anclajes y su relación con el olvido y el silencio— constituyen factores que inciden en los procesos identitarios. La relación entre memoria, identidad y experiencia ha sido ya abordada desde distintas perspectivas y con diferentes propósitos. Así, por ejemplo, Ludmila da Silva (2006: 11), al caracterizar y comentar la obra de Michael Pollak, alude a esos tres conceptos, que considera “ejes analíticos, que se constituyen en función de ambigüedades, silencios y olvidos; en su doble posibilidad de vectores de cohesión y conflicto”. Y Elizabeth Lira (2001: 6) señala, sobre el modo en que los sujetos procesan situaciones traumáticas derivadas de contextos de violencia que les ha tocado vivir, que “la memoria es siempre parte de una experiencia individual o colectiva que hace referencia a elementos centrales de la identidad de sus portadores”. Con esta reflexión quisiéramos avanzar un poco más en la comprensión de las relaciones entre estos conceptos y en los modos de operacionalizarlos metodológicamente, con el fin último de contribuir a que los sujetos nos hagamos más plenamente cargo de nuestro pasado y de nuestras trayectorias identitarias.

“Tematización” de la memoria e integralidad de la experiencia La experiencia humana, entendida como la vivencia de las personas y de los grupos, es un fenómeno integral, en el sentido de que “lo vivido” forma parte de un todo que transcurre simultáneamente. Esta comprensión puede hacerse extensiva, también, a la experiencia histórica y a la identidad. Sin embargo, por propia obra selectiva de la memoria o por necesidades de conocimiento y comprensión, esa integralidad

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de la experiencia puede terminar diluyéndose. La necesidad o —por qué no, también— la voluntad de dar relevancia a ciertos temas sobre otros puede disolver lo que la experiencia reunió. A ello me refiero con “tematización” de la memoria, es decir, la tendencia a focalizar el o los recuerdos en ciertos campos específicos de la experiencia pasada, dándoles preeminencia respecto de otros. ¿Hasta qué punto la “tematización” de la memoria, ya sea con necesarios fines analíticos o con justos y legítimos propósitos políticos, amenaza la integralidad de la experiencia social, sea esta individual o colectiva? Y, si así fuera, ¿con qué consecuencias para los actores, para sus identidades y para la sociedad? Hace varios años, en el contexto de una mesa sobre Memoria y Derechos Humanos, cuyos focos eran, naturalmente, las circunstancias y efectos de la violación de los derechos humanos en Chile, planteé que mi comprensión personal de los sufrimientos vividos en ese periodo no estaría o no sería completa si no reconociera, al mismo tiempo, las alegrías y retribuciones que experimenté en esa misma época. ¿Significaba eso que las penurias y el sacrificio de miles de personas, que incluso habían perdido la vida en ese tiempo, quedaban sin sentido? ¿Implicaba que restaba importancia o fuerza la condena a la dictadura? Por supuesto que no. Solo se trataba de reconocer la necesidad de restituir, en parte al menos, la integralidad de la experiencia vivida entonces. Elizabeth Lira (2001: 6) se formula interrogantes similares, aunque de manera más contextualizada y directa: “¿Qué hacer si la memoria parece estar invadida únicamente por las experiencias represivas? ¿Cómo separar las experiencias de pérdida y muerte de las experiencias de vida y resistencia a la muerte?”. En esta misma dirección, Ponciano del Pino (2017: 9), a propósito de la justificada centralidad que adquieren las víctimas en el tratamiento de los temas de memoria y violencia, señala que el discurso de los derechos humanos, al hacer énfasis en su condición de vulnerabilidad y sufrimiento, lleva a “descontextualizar la experiencia humana en su complejidad e historicidad”. Atendiendo a la preocupación por la integralidad de la experiencia humana y a cómo puede afectarla su reconstitución a partir del recuerdo y del ejercicio de la memoria, es necesario mirar hacia otras formas de reconstrucción del pasado. Entre ellas, la más tradicional y

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conocida: la historia, en relación justamente con la memoria. Desde hace muchos años, Henri Rousso (1998: 22) hurga profundamente en dicha relación y destaca algunas de sus diferencias. Respecto de la memoria, al sostener que se inscribe en el registro de la identidad y que se mueve en el campo de lo afectivo, releva lo existencial: “Puede comprimir o dilatar el tiempo, e ignorar toda forma de cronología, al menos racional”. La memoria buscaría “preservar una continuidad y permitir al individuo o al grupo absorber las rupturas, integrarlas en una permanencia”. En ese sentido, no sería estrictamente un proceso de conocimiento propiamente tal, a diferencia de la historia. En efecto, la memoria, al condensar el recuerdo de una determinada experiencia con el fin de evitar que se diluya en el tiempo, preservándola de los cambios y las transformaciones que hayan ocurrido, la “tematiza”. Esta dinámica es propia también de los procesos identitarios, aunque en este caso complementaria con las dinámicas de cambio propias de toda identidad. En esta misma dirección se ubica también Elizabeth Lira (2001: 6) al señalar que “los hechos vividos o contemporáneos a nosotros mismos conservan potencialmente la emocionalidad con la que fueron experimentados”, dificultando la comprensión del rol de la memoria (y del olvido) para el futuro. Desde la perspectiva de la historia, en cambio, lo que se busca es evitar esa fusión o confusión haciendo énfasis en el cambio, en la transformación. El mismo Rousso (1998: 23) afirma que, si bien la historia trae también el pasado al presente, lo hace “para mejor aprehender la distancia que nos separa de él, para dar cuenta de la alteridad, del cambio ocurrido”. Más aún, señala que la única lección real que podría proporcionar la historia, en tanto estudio del pasado, es “la toma de conciencia de que el hombre y las sociedades pueden cambiar”. La historia, como proceso de conocimiento y en su afán por comprender el pasado en su propia lógica y ser exhaustiva en su reconstrucción, pone de relieve dimensiones de la experiencia pasada “que el contemporáneo tal vez no ha podido percibir ni comprender, y que solo la mirada retrospectiva y la posteridad pueden aprehender” (Rousso 1998: 25). La historia, entonces, como otra práctica social de atribución de sentido al pasado distinta de la memoria, posee un mayor potencial “integrador” de la experiencia, da mayor cuenta de su complejidad y

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devela dimensiones del pasado —individuos, hechos, prácticas, tendencias, de acuerdo con Rousso— que podrían escapar a la memoria. Es interesante observar cómo, desde una mirada muy distinta a las anteriores, en este caso empeñada en demostrar la inevitabilidad del olvido y, por tanto, en tomar distancia de la memoria como una práctica social válida y necesaria, se releva una distinción similar al analizar la relación entre memoria e historia. En efecto, a juicio de David Rieff, la memoria colectiva estaría mucho más cerca del mito o de la propaganda política que de la historia, entendida como disciplina académica. Mientras que el conocimiento histórico no tendría pretensiones de ser instructivo, el valor de la memoria radicaría en el “servicio” que presta a la sociedad. Pero, más relevante aún, según Rieff (2017: 37, 43-44), el menoscabo de la memoria frente a la historia vendría dado, precisamente, por la vinculación de la memoria con la identidad: “La esencia de la rememoración histórica la constituyen la identificación y la proximidad psicológica en mayor medida que la exactitud histórica”. En todo caso, la complementariedad entre historia y memoria se ha establecido ya, en tanto “el trabajo de encuadramiento de la memoria se alimenta del material provisto por la historia” (Pollak 2006: 25), sin el cual, por lo demás, vastas zonas de la memoria permanecerían ininteligibles en ausencia de referencias históricas. ¿Qué consecuencias o implicancias pueden tener para los sujetos y para la sociedad el debilitamiento del carácter integral de la experiencia o la creencia de que el pasado “pervive” y permanece por obra de la memoria? Si la memoria está asociada a la identidad y el recuerdo cristaliza a partir de las experiencias significativas y portadoras de sentido, la pérdida o dilución de la integralidad de la experiencia vivida y acumulada por los sujetos —en virtud de la “tematización” de la memoria— restringe las fuentes de sentido, inhibe los recuerdos y, finalmente, puede terminar afectando las bases identitarias. Sin embargo, la creencia de que la función de la memoria sería preservar determinadas experiencias pasadas, como un modo de protegerlas del desgaste del tiempo y de la amenaza del olvido, puede conducir a la restricción de las posibilidades de resignificar el pasado, función propia y necesaria para el mantenimiento y desarrollo de la identidad,

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tanto individual como colectiva. En cuanto a la práctica de separar las experiencias “negativas” de las “positivas”, esto conllevaría el riesgo de distorsionar sus sentidos y significados, ya que en muchos casos dichos sentidos y significados radican en la confluencia entre ambos tipos de experiencia, que la vida real en su momento reunió. Por último, la pérdida o debilitamiento de la visión integral o integrada de la experiencia pasada disminuye —podría decirse, proporcionalmente— las posibilidades de los sujetos y de los grupos de superar vivencias traumáticas, haciendo muy arduo su recuerdo y relegándolas, con ello, al olvido o al silencio.

Los anclajes del recuerdo Otra manera de observar la relación entre memoria y experiencia, complementaria a la anterior referida a la “tematización”, es analizar los distintos tipos de anclaje a los que recurren los sujetos en el momento de ejercer su memoria, a través de la construcción y formulación de sus recuerdos. Esta reflexión es tributaria de una de las primeras “puertas de entrada” al estudio de la memoria como fenómeno social y remite a la obra clásica de Maurice Halbwasch, donde, desde el análisis sociológico, se postula la existencia de ciertos marcos sociales que definen la memoria colectiva. Así lo recupera Michael Pollak (2006: 17) al señalar que Halbwachs, en su análisis, “enfatiza la fuerza de los diferentes puntos de referencia que estructuran nuestra memoria y la insertan en la memoria de la colectividad a la que pertenecemos”. Distanciándose del enfoque “durkheiniano” del que acusa a Halbwachs, Pollak propone una perspectiva constructivista desde la cual “analizar cómo los hechos sociales se hacen cosas, cómo y por quién son solidificados y dotados de duración y estabilidad”. Tal visión, aplicada a la memoria colectiva, relevará “los procesos y actores que intervienen en el trabajo de constitución y formalización de las memorias” (Pollak 2006: 18). Agrega que las funciones esenciales de la memoria colectiva son “mantener la cohesión interna y defender las fronteras de aquello que un grupo tiene en común”, lo que supone “proporcionar un marco de referencia y de

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puntos de referencia” (Pollak 2006: 25). Estos últimos, que son construidos y legitimados social y colectivamente, operan también a nivel individual: cada sujeto posee o construye sus “puntos de referencia” en el momento de recordar. En efecto, tal y como reconoce Ludmila da Silva al prologar la obra de Michael Pollak, todo testimonio coloca en juego “no solamente la memoria, sino también la reflexión sobre uno mismo”. Los testimonios pasan a considerarse como “verdaderos instrumentos de reconstrucción de la identidad y no solamente relatos factuales, limitados a una función informativa” (Da Silva 2006: 13). Compartiendo este marco de preocupaciones, al analizar una serie de entrevistas realizadas con el propósito de recuperar la memoria existente sobre un hecho específico, ocurrido unos treinta y cinco años antes, observé dos modos de anclar los recuerdos por parte de los sujetos que recuerdan (Milos 2007). En particular, analicé las primeras diez líneas de cada testimonio tratando de identificar las “hebras” que el sujeto recuperaba para iniciar la construcción de su recuerdo. Ello me permitió reconocer que más de la mitad de los entrevistados lo hacían a través de un ejercicio más analítico que experiencial. Se trata de dos modos de abordar la significación o la atribución de sentido al pasado. El recuerdo se va a anclar a una determinada fuente de significación o de sentido, según cada sujeto. Al mirarlos en conjunto, pueden observarse ciertas recurrencias o constantes que me llevaron a reconocer estos dos modos. En un caso, el recuerdo está ligado a experiencias personales, contemporáneas al hecho específico, que permiten recuperar la memoria de ese hecho a través de la evocación de la vivencia. Es el sujeto y su memoria los que se relacionan con el hecho a través del recuerdo de una situación personal, individual o social, que escapa al hecho específico. La memoria recupera al sujeto y su circunstancia, de la cual el hecho forma parte. El otro modo de anclaje está ligado al sentido o significado que proviene del análisis de las circunstancias que rodearon al hecho específico, de su contexto, o de un rol o función ejercidos por el sujeto en relación con él. La memoria, en este caso, activa un recuerdo asociado al análisis del hecho específico, vinculado al sujeto a través del contexto o del rol que él jugó respecto de este. Es decir, el foco ya no está en el

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sujeto y su vivencia más amplia, sino en el impacto del acontecimiento en la realidad de la época o en el sujeto directamente. En este caso, a la inversa del anterior, la memoria recupera lo ocurrido y su circunstancia, de la cual el sujeto forma parte. En ambos modos, finalmente, el recuerdo se remite al hecho específico, pero en un caso su significación se elabora a partir de una vivencia propia del sujeto y, en el otro, a partir del hecho mismo, involucrando al sujeto solo en relación con ese hecho. Se trata de constataciones que dialogan bien con dos observaciones de Pollack (2006: 26, 27) respecto de los procesos de memoria: por una parte, el reconocimiento de “una oposición fuerte entre lo ‘subjetivo’ y lo ‘objetivo’, entre la reconstrucción de hechos y las reacciones y sentimientos personales”; y, por otra, el hecho de que, en los recuerdos más cercanos y personales, “los puntos de referencia generalmente presentados en las discusiones [...] son de orden sensorial [...], no atribuyen un lugar central en sus recuerdos a la fecha del acontecimiento”. En el caso de las entrevistas analizadas, quienes optan por anclar su recuerdo a un análisis del hecho y su circunstancia tienden a ser actores directos más que testigos, con militancia política, con roles o funciones dirigenciales y casi cinco años mayores, como promedio, que los otros. Estos otros, en cambio, se reparten entre actores y testigos, con y sin militancia política, sin roles dirigenciales y más jóvenes en la época. ¿Qué reflexiones se pueden realizar a partir de esta observación? El grupo cuya “puerta de entrada” a la memoria corresponde al lado del análisis del hecho o de su contexto, es evidente que se compone de personas cuya identidad está más comprometida, por tratarse de acontecimientos de carácter social, con fuertes repercusiones políticas. El otro grupo, en cambio, vio probablemente menos comprometida su identidad en los sucesos, ya sea por su juventud o por las otras circunstancias de su existencia, donde hubo en ese momento vivencias más significativas en términos identitarios. Se confirma así, en ambos casos, que lo “que está en juego en la memoria es también el sentido de la identidad individual y del grupo” (Pollak 2006: 26, 28-29), y se observa “la existencia, en una sociedad, de memorias colectivas tan numerosas como lo son las unidades que componen la sociedad”.

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Sin perder de vista el límite de este análisis —se trata de entrevistas “inducidas” por una pregunta inicial y no de un ejercicio de memoria espontáneo— sugeriré algunas características que favorecerían o desfavorecerían una mayor integración de la experiencia en relación con la memoria y la identidad de los sujetos por parte de una y otra opción de anclaje de los recuerdos. En el caso del anclaje referido al análisis del hecho específico o de su contexto, se observa positivamente que el recuerdo proporciona otros antecedentes sobre el hecho específico que permiten ponderar mejor la significación o el sentido que el sujeto le atribuye. Este, por esta vía, dependiendo de la intensidad del sentido atribuido, también refuerza o debilita aspectos específicos de su identidad. Menos favorable parece que la referencia principal sea el hecho, con lo cual el sujeto se remite o se limita solo a los aspectos identitarios comprometidos por el acontecimiento, o que emerjan con mayor claridad los elementos de las identidades funcionales, sociales o institucionales sobre las personales. En cuanto al anclaje a través de la vivencia ligada a hechos personales, lo favorable sería que la referencia principal fuera el sujeto, con lo cual “conoceríamos” más de él, ya que su recuerdo va más allá del hecho y compromete otras dimensiones de su existencia o experiencia. En este sentido, sin una vivencia personal “ancla”, tal vez no se hubiese activado el recuerdo sobre el hecho, o bien su intensidad habría sido más débil. En sentido contrario, su menor compromiso identitario con el hecho específico hace que la profundidad de su recuerdo y del sentido que le otorga sean menores. Si bien, finalmente, el recuerdo alude al hecho específico, no siempre se termina de vincular la significación de la vivencia personal con la del hecho.

El peso del olvido y del silencio en la construcción de la memoria y la identidad El tercer fenómeno que me interesa resaltar es el del impacto que dos tipos de “no recuerdo”, como podrían ser el olvido y el silencio, tendrían en la memoria de los sujetos, resignificando sus experiencias e incidiendo, finalmente, en la configuración de sus identidades. Porque,

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tal como sostiene Ludmila da Silva (2006: 14), “testimoniar, silenciar u olvidar son acciones que los individuos y grupos usan para comunicar y posicionarse socialmente”. En efecto, los sujetos se posicionan socialmente y se comunican a partir de lo que son o lo que creen ser, y estas representaciones de sí mismos —estas identidades— se construyen a través del tiempo, sobre la base de ejercicios de memoria permanentes. Lo que me interesa vincular son estas dos “ausencias de recuerdo” —el olvido y el silencio— con una cierta aspiración de avanzar hacia una memoria más integral o integrada, que sirviese de base, más sólida, para el desarrollo de las identidades sociales. Identidades que se desarrollan —adhiriendo a la definición de Pierre Tap— como sistemas dinámicos en los que se conjugan, por una parte, representaciones y sentimientos axiológicos, a partir de los cuales los sujetos procesan su pasado, se comportan en el presente y se proyectan hacia el futuro, y por otra, condiciones materiales de vida y relaciones de poder. Todo ello en permanente interacción con los otros, sin los cuales el sujeto no termina de reconocerse en su propia identidad (Tap 1986). La identidad entendida, entonces, como experiencias, pasadas y presentes, que son permanentemente significadas por el sujeto. En este proceso la memoria juega un papel central. El olvido tiende a asumirse como el anverso o el reverso del recuerdo: ante la imposibilidad de recordar todo, la memoria supondría el olvido. Al respecto, llama la atención la “ofensiva” que se observa ante lo que algunos califican de “exceso de memoria”, cuya expresión más reciente y extrema es el ya citado texto de David Rieff (2017: 17, 33), quien se levanta contra “las imperantes devociones sobre la rememoración”. Al respecto, sentencia: “El olvido es inevitable, tanto por nuestra parte en tanto que individuos, como respecto de nosotros cuando hayamos desaparecido”. A mayor abundamiento: “Y sea o no sea lamentable, olvidar y ser olvidado es lo que ha de ocurrir antes o después”. David Rieff no niega necesariamente el sentido de recordar, ya que reconoce la necesidad de resignificar el pasado, de acuerdo, por ejemplo, con cómo las personas ordenan su experiencia en el tiempo. Sin embargo, le resta perdurabilidad en el tiempo: “¿Cómo conciliar la realidad de que incluso dichos sentidos construidos son perecederos y aceptar el hecho de que tarde o temprano la importancia del pasado se

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desvanecerá hasta perderse definitivamente?” (Rieff 2017: 23, 39). Y, sobre todo, Rieff le niega a la memoria cualquier proyección axiológica o valórica: “Aseverar que la memoria colectiva es un constructo social poco o nada nos dice del carácter moral de dicha rememoración”, advierte a quienes “aún creen que la rememoración siempre es positiva”. Severas son también las implicaciones en términos identitarios cuando Rieff afirma que “la cesación de la memoria personal que denominamos muerte y la cesación de la memoria social que llamamos olvido son dos caras de la misma moneda”. Cuando me refiero al olvido, sin embargo, no es del mismo modo como lo entiende o promueve Rieff. Si lo hemos utilizado es solamente para ilustrarlo en contraste con el recuerdo o con la memoria. Pero, incluso, sea por las razones que sugiere este autor o por las que se han elaborado desde un discurso que valora los actos de memoria, la existencia del olvido afecta seriamente la memoria, fragmentándola o fracturándola, y tiene consecuencias similares a nivel de las identidades. Desde el punto de vista de los procesos de memoria, la interpretación de los silencios es lo que requiere de mayor elaboración e interpretación. Vistos, en ocasiones, casi como sinónimos del olvido, los silencios son portadores de muchas más claves de memoria e identitarias que las que se les suponen. Los aportes de los estudios de Ponciano del Pino (2017: 46, 24) a este respecto son notables, partiendo por la siguiente distinción: existirían dos formas de silencio, aquello que permanece oculto en las narrativas y el silencio impuesto por el poder. Si los silencios impuestos por el poder son los que nos llevan a verlos como factores recesivos en relación con la memoria, el preguntarnos por ellos en términos de ocultamientos de verdad nos abre a otras valoraciones: “Es ese el valor del silencio: dar actualidad a la memoria al forzar conservar el secreto en la narrativa que se va a contar. [...] Por eso, el silencio ocupa una centralidad ineludible en la conformación y transmisión de la memoria...” . Del Pino empuja, claramente, a los silencios del lado de la memoria más que del lado del olvido, ya que ellos resaltarían o darían mayor relevancia a ciertas historias por sobre otras. En su opinión, los silencios son “verdades encubiertas por otras verdades” y el proceso de recordar sería también “el proceso de silenciar el pasado” (Del Pino 2017: 45).

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Estos otros sentidos del silencio son los que llevan a Ponciano del Pino a hablar de los “buenos silencios”, aquellos que pueden “ofrecer alivio e integridad”. Silencios virtuosos porque —en el caso de las comunidades afectadas por la violencia que él estudia en el Perú— “anteponen a los conflictos del pasado, las posibilidades restaurativas e integrativas de la convivencia en comunidad” (Del Pino 2017: 46, 42). Silencios que tienen un pasado, que “están relacionados a los conflictos que vienen de antes y se entienden en contextos más amplios...”. Los silencios asumidos como actos de memoria, que aportan a los procesos identitarios de quienes preservan y resignifican, de ese modo, partes esenciales de su pasado para enfrentar su condición presente y su proyección futura. Distancia entre silencio y olvido, que también remarca Pollack, que pone los silencios al servicio de la sobrevivencia identitaria: “El largo silencio sobre el pasado, lejos de conducir al olvido, es la resistencia que una sociedad civil impotente opone al exceso de discursos oficiales” (Del Pino 2017: 20). Sobre la base de estas distinciones, es posible establecer ciertas diferencias entre olvido, silencio y recuerdo, que no buscan reflejar ni discutir los consensos o disensos existentes, sino simplemente fijar algunos términos que hagan comprensible nuestro planteamiento. Se trata de diferenciaciones a nivel de algunos atributos o características de cada uno de estos actos de memoria, en relación con la experiencia pasada (cuadro 3.1). Cuadro 3.1. Diferencias entre olvido, silencio y recuerdo Olvido

Silencio

Recuerdo

Acto involuntario

Acto voluntario

Acto voluntario

Acto inconsciente

Acto consciente

Acto consciente

La experiencia se niega

La experiencia se omite

La experiencia se asume

El pasado se ignora

El pasado se oculta

El pasado se declara

La memoria de un sujeto o de un grupo será la resultante de estos diversos “actos de memoria”, la mayoría de las veces coexistentes. Sin

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embargo, con fines analíticos me he interrogado por los tipos de memoria que podrían identificarse, dependiendo de su consistencia interna y de la predominancia de algunos de estos actos por sobre otros. Así, sugiero la existencia de tres tipos de memoria, relacionados con distintos grados de apropiación de la experiencia pasada y distintos niveles de integración de la misma. De allí las nociones de fragmentación y segmentación, entendidas como fenómenos que afectarían a las memorias tanto individuales como colectivas, en relación con un ideal representado por la noción de integración (cuadro 3.2). Cuadro 3.2. Tipos de memoria MEMORIA Fragmentada

Segmentada

Integrada

Dilución por fractura

Debilidad por separación

Construcción unificada

Fragmentos dispersos

Segmentos diferenciados

Visibiliza el todo y las partes

Proceso incontrolable

Proceso controlable

Proceso direccionado

Ludmila da Silva (2006: 11) sostiene que cuando se vivencian quiebres importantes en la vida social, “los individuos deben adaptarse a un contexto nuevo, redefiniendo sus identidades y sus relaciones con los otros individuos y grupos”. Por su parte, Ponciano del Pino (2017: 15, 262), en el escenario del posconflicto peruano, identifica “memorias fragmentadas en sociedades que intentan recomponer su identidad comunal”, asociadas a “una experiencia suspendida, sin ser integrada del todo en nuestra historia e identidad”. Las conexiones entre memoria e identidad vuelven a hacerse evidentes. Los mismos atributos de estos tres tipos de memoria son, entonces, a mi juicio, extrapolables al campo de las identidades, pudiendo identificarse identidades fragmentadas, segmentadas e integradas, que estarían asociadas a distintos estados de las memorias, ya sean individuales o colectivas (cuadro 3.3).

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Pedro Milos Cuadro 3.3. Memorias e identidades Memoria/Identidad fragmentada ·

Olvido · · ·

Produce en el sujeto un efecto “expropiatorio” de su memoria, fracturando su identidad. Produce dilución de la memoria y de la identidad. La identidad pierde coherencia y consistencia. Sufre también la pérdida de su sentido global o integral.

Memoria/Identidad segmentada · Silencio

· · ·

Potencial de apropiación de la memoria por parte del sujeto en pos de su identidad. Opera como mecanismo de protección de partes de la memoria y de la propia identidad. Invisibiliza, sin embargo, la coherencia y la consistencia de la memoria. Distribuye y aísla sentidos parciales de la memoria.

Memoria/Identidad integrada · Recuerdo

· · ·

Produce una apropiación efectiva de la memoria por parte del sujeto. Favorece la permanente construcción y reconstrucción de la memoria. Proporciona coherencia y consistencia a la identidad. Unifica y jerarquiza sentidos parciales de la memoria y favorece la identidad integral.

La hipótesis que estaría detrás de este análisis sería la siguiente: los recuerdos constituyen la condición de posibilidad de la memoria integral o integrada, tanto como los olvidos impuestos o involuntarios la debilitan y la fragmentan. En ese contexto, los silencios, entendidos como recuerdos no dichos, que segmentan la memoria, son un potencial muy valioso para el fortalecimiento e integración tanto de esta como de la identidad. Favorecer la activación de los recuerdos y el pronunciamiento de los silencios permite restringir el campo del olvido impuesto o involuntario, así como fortalecer el desarrollo de las identidades. En este mismo sentido, Ludmila da Silva alude a los trabajos de Pollack referidos a experiencias humanas en situaciones límite, que “producen identidades quebradas, fragmentadas, heridas”, identidades

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“en constante composición y recomposición, incapaces de escapar, sobre todo en las situaciones extremas, a las patologías de la desintegración, pero también capaces de recomponerse y reestructurarse en las condiciones menos esperadas” (Da Silva 2006: 11). Es la misma capacidad que Ponciano del Pino (2017: 258) observa en uno de los casos que conoció estudiando las memorias en contextos de violencia: alguien que luchó denodadamente para que la negación y la censura de la muerte trágica de su padre por parte de la comunidad terminara y para que esa memoria fuese integrada y reconocida en la historia local, en su historia.

Comentario final Tanto la memoria como la identidad comparten un rasgo común: ambas aluden o recurren al pasado, pero siempre se conjugan en tiempo presente. La memoria es siempre presente, como también lo es la identidad. Uno es a partir de lo que fue y de lo que desea ser. Uno podrá recordar mañana y podrá haberlo hecho ayer, pero cuando recuerda siempre es hoy, en el momento presente, y no será el mismo recuerdo. Tanto la memoria como la identidad se nutren de la experiencia, de lo vivido, de las vivencias. De ahí la importancia que en esta reflexión se ha dado a la integralidad de dicha experiencia y el interés por interrogarse acerca de los efectos de la natural “tematización” que los sujetos realizamos de esa experiencia al recordar. Si la memoria tematiza y tiende a intentar conservar del pasado aquello que el presente le reclama, la historia muchas veces ayuda a resituar ese pasado en lo que fue o creemos que pudo haber sido. En ello reside el valor de la complementariedad entre memoria e historia: en la posibilidad de recomponer la integralidad de la experiencia pasada. En el marco de tales preocupaciones cobró sentido el análisis de una cuarentena de entrevistas realizadas con un propósito específico, pero que dejó un pequeño valor agregado: la visualización de dos tipos de anclajes para recuerdos que en principio eran o podían ser similares o equivalentes, en tanto todos se referían a un mismo acontecimiento. Una nueva posible vía para la comprensión de la relación entre

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“integralidad” y “tematización” y sus complejidades. Una ventana a dos modos de configuración de los recuerdos y, con ello, de las memorias y, con ello, de las identidades. Porque, finalmente, las identidades se desarrollan a golpes de memoria, recuperando la experiencia vivida a través de los recuerdos, pero también de los olvidos y de los silencios. Impulsadas por sentimientos axiológicos respecto del ser que queremos ser, haber sido o llegar a ser. “Dime lo que olvidaste y te diré lo que estás dejando de ser”; “dime lo que callas y te diré lo que aún puedes llegar a ser”... Unos olvidos que fragmentan, unos silencios que segmentan... tanto memorias como identidades. Una memoria integral, una identidad integral, ¿qué vendrían siendo? Representaciones más cercanas a la riqueza original de la experiencia vivencial en un caso, existencial en el otro. Riqueza en cuanto a niveles de complejidad e integración de lo vivido, de coherencia y consistencia biográficas, que remite, por último, a la multidimensionalidad propia del ser humano y de su humanidad.

Referencias bibliográficas Da Silva, Ludmila (2006): “Presentación”, en Michael Pollak (ed.), Memoria, olvido, silencio. La producción social de identidades frente a situaciones límite. La Plata: Ediciones al Margen. Del Pino, Ponciano (2017): En nombre del Gobierno. El Perú y Uchuraccay: un siglo de política campesina. Puno/Lima: Universidad Nacional de Juliaca/La Siniestra Ensayos. Lira, Elizabeth (2001): “Memoria y olvido”, en Olga Grau y Nancy Olea (eds.), Volver a la memoria. Santiago de Chile: La Morada/LOM. Milos, Pedro (2007): Historia y Memoria. 2 de abril de 1957. Santiago de Chile: LOM. Pollak, Michael (2006): Memoria, olvido, silencio. La producción social de identidades frente a situaciones límite. La Plata: Ediciones al Margen. Rieff, David (2017): Elogio del olvido. Las paradojas de la memoria histórica. Santiago de Chile: Debate. Rousso, Henry (1998): La hantise du passé. Paris: Les éditions Textuel. Tap, Pierre (1986): Identités collectives et changements sociaux. Toulouse: Privat.

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Recordar la dictadura chilena a través de los miedos cotidianos Loreto López G. Universidad de Chile

Y mientras que esta época mató a algunos y determinó la vida y el trabajo de otros, hubo unos cuantos que apenas se vieron afectados, mas nadie de quien podamos afirmar que no quedó condicionado en absoluto. Los que buscan representantes de una era, portavoces del Zeitgeist, exponentes de la Historia (con H mayúscula) buscarán aquí en vano. Hannah Arendt

Al finalizar la dictadura cívico-militar en Chile (1973-1990), distintas acciones estatales y civiles contribuyeron a la configuración de un espacio público para el debate sobre las versiones legítimas del pasado reciente, en el cual la memoria emergió como problema central. La disponibilidad de testimonios de víctimas de violaciones de los derechos humanos y la presencia de acciones públicas de recuerdo, como conmemoraciones, construcción de monumentos y memoriales, recuperación de exrecintos de tortura, producción de documentales, entre otras, centradas en memorias de la detención, tortura, muerte y desaparición, contribuyeron a la consolidación del terrorismo de Estado como un “marco social de la memoria” (Halbwachs 2004) de carácter dominante o hegemónico para referirse al pasado reciente (Da Silva 2010, 2013; Winn y Stern 2014), en contraposición a otros que

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consideran al golpe y la dictadura como una gesta heroica y salvadora (Stern 2009). De esta manera, las memorias del terrorismo de Estado, caracterizadas por visiones trágicas, se habrían transformado en “memorias fuertes” (Traverso 2011), que han logrado visibilidad y reconocimiento, centradas en la práctica del terror estatal que desarticuló grupos opositores e irradió hacia la población el miedo como medio de control social (Corradi, Weiss y Garretón 1992; Koonings y Kruijt 2002; Roniger y Sznajder 2005; Raffin 2006). Sin embargo, el posicionamiento público de las memorias del terrorismo de Estado posiblemente ha dificultado la expresión de memorias de sectores de la sociedad que no se consideran víctimas de violaciones de los derechos humanos, y que podrían develar la producción del miedo que la dictadura promovió en la sociedad. En el Cono Sur latinoamericano, incipientemente se han venido produciendo aproximaciones a experiencias distintas a las de las víctimas, lo que ha puesto de relieve otras memorias escasamente atendidas hasta el momento. Se trata de estudios que amplían las visiones sobre el pasado reciente a través del uso de categorías más genéricas de sujetos, como “el resto de la sociedad” (Caviglia 2006a, 2006b), los “ciudadanos comunes” (Gómez Marín y Yuli 2007), o la “gente común” (Carassai 2013). O que se focalizan en quienes habrían sido espectadores de la violencia fáctica ejercida por las dictaduras contra sus perseguidos, tales como los llamados “espectadores de acciones represivas en el espacio público” (Águila 2009) o “vecinos de recintos de detención y tortura” (Farías 2009, Bertotti 2012, Durán 2012, Mendizábal et al. 2012). A las aproximaciones anteriores se suma el interés por otros grupos específicos, como trabajadores de instituciones públicas sobre los cuales se ejecutaron estrategias de control social por medios burocráticos, como fue la llamada “red ABC”, que la dictadura uruguaya utilizó para conseguir la “depuración política e ideológica” de la planta del Estado (Lubartowski 2001). O el “atmoterrorismo burocrático” (Montecino 2014) ejercido sobre y entre funcionarios de la Universidad de Chile a través de la ejecución de sumarios y sanciones administrativas, como “políticas de microterror” dirigidas a enmarcar las conductas y pensamientos de la comunidad.

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Este tipo de aproximaciones ofrecen una mirada más diversa al pasado reciente, que no solo amplía el campo de memorias analizadas sino que se detiene en aspectos menos estudiados de la relación entre los regímenes dictatoriales y la sociedad civil, donde el ejercicio del terror y el atemorizamiento están siempre presentes, pero se ejercen a través de diversos espacios y actores de la vida cotidiana. Paradójicamente, los estudios centrados en la experiencia de violencia desatienden al principal destinatario del mensaje del terror elaborado por las dictaduras a través de sus estrategias represivas: la sociedad en su conjunto. En este sentido, la sociedad habría sido la “primera prisionera” de los campos de concentración, con el fin de conseguir su inmovilización y anonadamiento gracias al “conocimiento a medias” elaborado sobre los campos (Calveiro 2006). Se diría que las experiencias traumáticas de las víctimas de violaciones de los derechos humanos y sus cercanos prevalecen en la memoria de las relaciones entre la sociedad y la dictadura, y en el papel que el miedo jugó en ellas. Incluso más que una amenaza externa a las personas, el miedo podría haber sido también una forma de conformidad social y “sumisión tranquilizadora a un orden autoritario” (Vezzetti 2006: 167). El temor habría moldeado actitudes a fin de conseguir una obediencia voluntaria, y de esta forma la ausencia de disidencia durante los primeros años de la dictadura argentina no podría “plantearse simplemente como una expresión del temor” (Luciani 2009). Las facetas sociales y públicas del terror, representadas por los crímenes de lesa humanidad, habrían convivido con formas menos dramáticas y extremas de control (Águila 2009), diseminadas en la sociedad y, muchas veces, encarnadas en acciones de “autopatrullaje” o vigilancia mutua de la propia población con el fin de adecuarse al nuevo orden dictatorial y buscar formas de autoprotección (Pastoriza 2009). El recuerdo de este tipo de experiencias vinculadas a una población más amplia, destinataria del terror, es lo que eventualmente podrían constituir “memorias débiles” que, según Traverso (2011), a veces confrontan a las memorias fuertes o bien señalan visiones distintas, eclipsadas por las que han sido más legitimadas y consagradas oficialmente. O también “memorias subterráneas” que se mantienen en silencio, pues no hay una escucha social que las legitime dentro del ámbito de

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lo decible (Pollak 2006). También “memorias difusas”, que no aspiran a convertirse en una representación colectiva del pasado, que son menos organizadas a nivel social y hacia las cuales se dirigen las versiones dominantes con el fin de ejercer su influencia (Rousso 2012). En el caso chileno, el foco en la experiencia del miedo durante la dictadura predominó en distintas aproximaciones y análisis sobre la vida bajo el régimen. El miedo fue considerado una forma predilecta de control social (Brunner 1981, Munizaga, De la Maza y Occhsenius 1983, Munizaga 1988, Souza y Silva 1988, Valdivia et al. 2012; Timmermann 2013a, 2013b) y su descripción más acabada a nivel subjetivo se basa en los estudios que la psicología política hizo sobre la experiencia de víctimas de violaciones de los derechos humanos, aplicando rápidamente la teoría de la angustia como marco explicativo para estas vivencias (Padilla y Comas-Díaz 1987, Lira 1989, Lira y Castillo 1991). Estos análisis indican que la amenaza vivida por las víctimas habría tenido un efecto de amedrentamiento sobre el conjunto de la sociedad, lo que se llamó “violencia invisible”. No obstante, no existen estudios que permitan comprender cómo, justamente, esa violencia fue percibida y significada por el resto de la población. En este espectro, un antecedente importante es la compilación de testimonios publicada por Patricia Politzer (1984), la cual confirma que el miedo es una experiencia transversal, pero que su significado difiere de acuerdo con la posición ideológica, política y social de los sujetos; por lo tanto, no se trataría de una experiencia homogénea. En esos relatos, la dictadura no siempre representa la amenaza de muerte y, entonces, no provoca un miedo inequívoco; hay también miseria y desestructuración social, pérdida del sentido y de la autonomía. Y, luego de la crisis económica de 1982, un creciente sentimiento de inseguridad e incertidumbre asociado a la inestabilidad laboral y a la consecuente posibilidad de caer en la pobreza y la miseria. Las diversas aproximaciones mencionadas que incluyeron el miedo como dimensión de interés para describir la vida durante la dictadura, por lo general lo hicieron en consideración del uso político que de él hizo el régimen con el fin de regular el comportamiento y desmovilizar a la población, como parte de una estrategia de “guerra psicológica” (Padilla y Comas-Díaz 1987, Timmermann 2014).

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En efecto, el miedo puede ser promovido, manipulado y utilizado con fines políticos por parte de un determinado poder, lo que caracteriza al “miedo político”, que Robin (2009) define como una respuesta social a las amenazas sobre el bienestar colectivo, y a la intimidación que el Gobierno o algunos grupos ejercen sobre sectores de la sociedad. La posibilidad del miedo político se funda en la comprensión de este desde un punto de vista social y semántico, que excede su definición desde parámetros psicofísicos. Es lo que llamaríamos una interpretación cultural del miedo, enmarcada en lecturas sociológicas y antropológicas de las emociones, que no se consideran absolutos biológicos, sino que están condicionadas por las relaciones y situaciones sociales en las que se encuentran los sujetos (Bericat 2000), y cuya experimentación y expresión depende de los repertorios culturales del grupo (Le Breton 1999). En este marco, el miedo se define como una emoción vinculada principalmente a la percepción de inseguridad y a un estado de incertidumbre, elaborada a partir del contexto social, cultural e histórico. Por ello, el miedo cambia a lo largo de la historia (Delumeau 2002, Bourke 2003), derivando en diversas fuentes de temor donde el imaginario juega un rol fundamental para la identificación de amenazas. Reguillo (2001, 2002, 2007) señala que, si bien son los individuos los que en la práctica experimentan los miedos, es la sociedad la que construye nociones estandarizadas de riesgo, amenaza y peligro, y que es en el nivel cultural donde esas realidades se reinterpretan —nombran, representan, explican y actúan— y se enfrentan según los recursos culturales disponibles.1 Esta perspectiva supone entonces que la elaboración del miedo es producto de una actividad interpretativa que significa como amenaza y peligro a determinados “objetos, vivencias o informaciones” (Timermann 2014), para lo cual requiere de marcos de interpretación

1. Por lo tanto, en la medida en que son construidos, los miedos pueden ser gestionados con fines políticos y económicos (Pincheira 2010), a través de una “administración del miedo” (Virilio 2012) o una “administración social de las pasiones” (Reguillo 2007), para lo cual resultan fundamentales los soportes mediáticos y discursivos, así como las “medidas políticas y de gobierno”.

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apropiados y fuentes de información, y luego conductas o posibilidades de acción acordes al tipo de riesgos identificados. Ahora bien, como componente de las memorias trágicas sobre la dictadura (Stern 2009), el miedo formaría parte de los acontecimientos y emociones asociadas a ese periodo, y contribuiría también al significado que desde el presente asocian a esa experiencia quienes se identifican con esas memorias, lo que haría suponer que en los recuerdos de quienes recuerdan el golpe y la dictadura como una gesta salvadora, el miedo podría no estar presente. A esas se sumarían otras memorias que ofrecen una visión desde quienes no sufrieron violaciones de los derechos humanos, conectando con el interés por aquellos sectores que más arriba hemos llamado “resto de la sociedad” o “personas comunes”. Son las que Lechner propone llamar “memorias banales” y que describe como “memorias no dramáticas”, de quienes no han sufrido muertes ni torturas, pero que tampoco las ignoran. Memorias de dolores y miedos cotidianos, sin discursos legitimatorios, que asumen lo acontecido como parte de lo normal y natural: “Una normalidad que, en ausencia de sangre visible, no deja reflexionar los daños. Esta memoria banal hace de las personas una especie de espectadores del naufragio ajeno” (Lechner 2002: 72). Evidentemente, Lechner alude al concepto de banalidad del mal propuesto por Hannah Arendt (2005) para hacer notar el componente irreflexivo que puede haber en la convivencia e incluso la complicidad con el mal, que, en este caso, habría permitido sobrellevar las nuevas condiciones introducidas por la dictadura en la vida cotidiana. Pero también se refiere a un presente en el cual no se ha elaborado una narrativa que permita reflexionar sobre los daños producidos por la dictadura más allá de los crímenes de sangre. Esta es una memoria que eventualmente quedaría “eclipsada” (Montealegre 2013) por la organización hegemónica del debate sobre el pasado reciente: tragedia o salvación. En el presente capítulo quisiera abordar el recuerdo que personas que no sufrieron violaciones de los derechos humanos elaboran sobre la experiencia del miedo durante la dictadura, relevado a partir de veinte entrevistas en profundidad a hombres y mujeres que han vivido en Chile durante los últimos cincuenta años y que cuando se produjo

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el golpe de Estado tenían entre 18 y 40 años.2 Es un intento por dar alcance a otros sujetos y otras memorias sobre el pasado reciente que puedan contribuir a describir las memorias banales propuestas por Lechner, escasamente analizadas en el contexto de los estudios de memorias del pasado reciente en Chile. Las entrevistas han revelado que el miedo constituye un recuerdo con transversalidad social, que se da al margen de la valoración de la dictadura y que remite a diversas experiencias cotidianas, como la presencia de “sapos y delatores” en espacios sociales barriales, laborales e incluso familiares y de camaradería; a los reiterados “toques de queda” que se decretaron como parte de estados de excepción a lo largo del tiempo; a la inhibición de ideas y comportamientos —indeseables, a ojos del nuevo orden y sus censores— que se pudieran vincular con el marxismo, ideología declarada enemiga por la Junta Militar. En el recuerdo del miedo, cada situación considerada riesgosa va acompañada de fuentes de información que fueron colaborando en la elaboración de un contexto de interpretación de peligros, y también del correlato de actitudes de protección necesarias ante los riesgos percibidos. De esta manera, el miedo produce diversos tipos de acciones y moviliza a las personas. Ahora bien, aun cuando el miedo está presente en el recuerdo de la dictadura, su significado varía según la valoración que las personas hacen tanto del periodo previo —el de la Unidad Popular— como del de ese régimen. Puede decirse incluso que quienes recuerdan y valoran la 2. Las entrevistas fueron realizadas entre los años 2016 y 2017 en el marco de la investigación doctoral “Memorias del miedo durante la dictadura cívico-militar chilena (1973-1990). La dictadura narrada por personas que no fueron víctimas de violaciones a los derechos humanos”, desarrollada gracias a la Beca Conicyt de Doctorado Nacional, folio 21130184. Las entrevistas buscaron conocer los recuerdos que las personas asociaban al miedo durante la dictadura y el periodo previo. Para ello, se les solicitaba relatar situaciones que les hubiesen provocado preocupación o temor, y se les pedía que identificaran los potenciales riesgos, las formas de evitarlos, junto a las fuentes de información que les resultaron útiles para elaborarlos o interpretarlos. La conversación se cerraba proponiendo a los entrevistados hacer un balance sobre el significado de lo relatado. Es importante hacer notar que en casi la totalidad de las entrevistas el tópico del miedo surgió espontáneamente asociado a la dictadura y no fue necesario introducirlo deliberadamente.

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Unidad Popular como una etapa de caos e incertidumbre asumieron el miedo como el costo a pagar por el orden que trajo el Gobierno que siguió. Y es justamente este precio en la experiencia subjetiva el que hace que la dictadura no pueda ser significada irrestrictamente como positiva o solo como “gesta heroica y salvadora” (Stern 2009). Tal vez no es un precio en sangre, pero sí en la anomalía de vidas vigiladas y libertades coartadas por peligros e incertidumbres constantes y cotidianas. Esta idea del miedo como costo a pagar por el orden deriva del ejercicio reflexivo habilitado por la práctica del recuerdo y su relato, que permite de esta forma transitar de una experiencia irreflexiva —o banal, a decir de Lechner— a una memoria que, en la interrogación sobre las vivencias subjetivas del miedo, es capaz de elaborar los daños sufridos e incluso de darse cuenta de las actitudes asumidas. Este posicionamiento reafirma lo propuesto por Arendt en cuanto a que en la narración del pasado que efectúan los sujetos, sobre todo cuando relatan sus propias vidas, es posible elaborar una comprensión del pasado, de lo contingentemente actuado, como una “comprensión situada” (Sánchez 2003) a partir de las circunstancias pasadas y presentes. En este sentido, la conversación propuesta a los entrevistados actúa como un espacio de interacción y puesta en común, en el cual “el narrador no solo recopila datos y documentos para ser analizados, sino que emite un juicio de ellos” (Galindo 2015: 124), expresando su habilidad para pensar sobre lo ocurrido. A continuación, revisaremos el recuerdo del “toque de queda”, como una de las experiencias que componen la memoria del miedo en el relato de las personas entrevistadas, considerando la interpretación de amenazas que este condensa en el relato y las prácticas que los entrevistados asocian como medidas de protección. Finalmente, veremos cómo la posibilidad del ejercicio de recuerdo subjetivo que se les propuso, en este caso sobre sus temores y vivencias singulares durante el pasado reciente, no se agota en el relato y la descripción de situaciones vividas, sino que desencadena una reflexión sobre el pasado que nos aproxima al significado global que este adquiere para las personas en el presente.

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Toque de queda: todos lo vivimos, todos lo padecimos En el recuerdo de la experiencia del miedo durante la dictadura, el “toque de queda” emerge como un contexto de inseguridad y peligro de carácter transversal. Esta situación, que se vivió de manera constante pero con variable alcance durante los diecisiete años de dictadura, atraviesa los diversos relatos sobre el pasado reciente y, como señala una entrevistada, “nos llegó a todos los chilenos”; es decir, nadie pudo abstraerse o no verse afectado. Las memorias relatan el toque de queda como una situación asociada a diversos peligros que, en su expresión más extrema, pusieron en riesgo la vida de las personas y que, por lo tanto, demandaron comportamientos adecuados a ese nivel de peligrosidad. De ahí que los recuerdos referidos en esta situación se relacionen tanto con los riesgos como con las restricciones que supuso en las acciones cotidianas, sobre todo vinculadas al uso del espacio público, y que derivaron en conductas o comportamientos seguidos para no exponerse al peligro que suponía ser sorprendido por patrullas militares o policías en la vía pública en horas de restricción. Varios entrevistados expresan de diversa forma los riesgos que se corrían al no acatar la norma de no circulación: “Una pillada de esas te llevaba, no sé, al Estadio Nacional”,3 “estábamos conscientes de que te agarraban y podías desaparecer también”, “si a ti te pillaban en la calle, te pegaban un disparo”, “si tú salías a la calle, ellos te podían matar y chao”, “tú no podías salir de tu casa así a esta hora, y no podías salir, porque te estabas arriesgando a que te mataran”, “uno se tenía que quedar en su casa, porque si andabas afuera, podían pensar que uno andaba haciendo cosas que no correspondían”. Contravenir el toque ponía en riesgo la integridad física en diversos grados, y el hecho de permanecer en la calle en las horas prohibidas se recuerda con pánico y desesperación. “Como a las nueve y media, veinte para las diez, salimos de la casa de esta niña, fuimos a la citroneta, y estaban todos los amigos dentro de la citroneta, todos, había doce

3. Campo de prisioneros que operó públicamente tras el golpe.

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gallos atrás. Y Juan trató de botarlos y nadie se bajó, o sea, ni a palos se bajaban, imagínate que quedaban veinte minutos para el toque de queda [...] luego, buscando un árbol para subirnos, porque imagínate dónde íbamos a estar, no podías dormir en la citroneta” (entrevistado n.º 22). De manera drástica, desde el mismo día del golpe, la ciudad comenzó a transformarse en un espacio prohibido a ciertas horas del día, lo que a la vez expresa una fluctuación temporal del miedo, marcado principalmente por el tránsito entre el día y la noche. El toque de queda persiste en la memoria a través de la imagen de una ciudad tomada que había dejado de pertenecer a sus habitantes, militarizada y bélica, copada por la presencia y armas de militares y carabineros. Es el recuerdo de soldados con metralletas avanzando sobre plazas y calles, patrullando, mientras las personas atisban silenciosas a través de cortinas en casas a oscuras, recluidas en un encierro forzado. Estas escenas agudizan el temor cuando las personas relatan el ejercicio discrecional de la violencia por parte de militares y carabineros, que luego del golpe estaban por todas partes, y con quienes era posible toparse a diario en cualquier horario y lugar. Agentes interceptando y deteniendo personas en la vía pública y sin motivo aparente, aumentaban la incertidumbre. Como lo expresa una entrevistada, “[...] ellos no iban a discriminar si tú eres de un bando o de otro, ellos no te iban a preguntar ‘oye, ¿usted está haciendo algo malo en la calle?’. No, sino que te iban a disparar no más, entonces ahí no iban a discriminar” (entrevistada n.º 5). Ante la imposibilidad de decodificar el comportamiento de la autoridad, que a veces fue descrito como absurdo y temperamental, solo quedaba el acatamiento. Estas experiencias reafirmaron el valor de la obediencia sin importar los motivos y las razones de las normas y disposiciones dictadas, pues la obediencia era la mejor protección contra una autoridad que detentaba el monopolio de la fuerza. En estos relatos, la diversidad de peligros extremos asociados al recuerdo del toque de queda se nutre de un contexto interpretativo que debe sobreponerse a la perplejidad y novedad de la violencia desatada por el golpe. Para ello fue necesaria la confluencia de la experiencia directa, ya sea la de haber visto a las patrullas militares en las calles o

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la de, en algunos casos, haber sido detenidos en horario restringido, y la información disponible sobre las probables consecuencias de no acatar las normas. Una de las fuentes de información que prevalecen en el monitoreo de peligros que forman parte del recuerdo del miedo son las redes sociales, familiares, amigos, compañeros de trabajo y conocidos. Se trata de fuentes informales por medio de las cuales se tomó conocimiento de lo ocurrido a otras personas y de lo que estaba sucediendo más allá de los límites de los espacios sociales en los que se desenvolvían los entrevistados: “Entonces por esos lados [familiares] uno se enteraba de muchas cosas. Siempre había alguien que comentaba” (entrevistada n.º 9). La información obtenida de oídas, por redes y contactos, se configuraba muchas veces con el estatus de rumor, impidiendo dimensionar la veracidad de lo escuchado: “¿sería cierto?”, “pero ¿cómo tanto?”, se preguntaban varios entrevistados. Puede decirse que, si bien la información sobre la violencia dictatorial circulaba en la sociedad, existían dudas sobre la credibilidad o la verdadera magnitud de lo que se escuchaba. No obstante, las personas parecían seguir la máxima “ante la duda, abstente”, que resultaba más conveniente cuando la indeterminación de la probabilidad de padecer la violencia dejaba paso entonces al reino de la posibilidad sin límites. Para lograr discriminar entre lo probable y lo posible, los medios de comunicación distintos de los oficiales y organizaciones de diverso tipo resultaron fundamentales. Mientras el rumor y la información de oídas circulaban por toda la sociedad y eran recepcionados por las personas casi de manera involuntaria, exponerse a otras fuentes suponía la voluntad de saber e informarse, más aún cuando la información se disponía en el contexto de organizaciones o colectivos a los cuales las personas se habían unido deliberadamente, como parroquias u otras colectividades, como cuenta este entrevistado: “Teníamos información privilegiada. Primero, porque el cura este, G.P., él era un tipo muy educado y muy conocedor de la situación y se creó entre todas las organizaciones de la parroquia un comité de derechos humanos” (entrevistado n.º 18). Como experiencia cotidiana y recuerdo transversal del miedo, el toque de queda supuso un esfuerzo interpretativo en la identificación

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y dimensionamiento de peligros. A la vez, al estar fundamentado en una orden de no circulación dirigida a toda la ciudadanía con independencia de sus adhesiones políticas, transformó a toda la población en potencial presa para la represión que, indiscriminadamente, se desataba durante los horarios de restricción. De ahí que el toque de queda permita comprender la domesticación que dicha emoción produjo en la población, y que se manifestó como el acatamiento incontestable a las normas y disposiciones de conducta impuestas por la dictadura. Esta es una expresión del modus vivendi en un contexto que varias personas recuerdan como una anormalidad que debieron “soportar”.

¿Qué nos pasó? El recuerdo de experiencias subjetivas del miedo, como el toque de queda, que podrían parecer menos dramáticas si se comparan con las memorias trágicas de las víctimas de violaciones de los derechos humanos, permite que personas que no sufrieron detención ni tortura, o que no tuvieron familiares desaparecidos o asesinados, elaboren una reflexión sobre lo que significó la dictadura en sus vidas, cómo les afectó y las formas en que sobrellevaron los diecisiete años del régimen, a pesar de que su primera reacción a la invitación a recordar el periodo fue: “¿Qué te puedo contar yo?, a mí no me pasó nada”. Recordar y hablar de lo sucedido personalmente, y no sobre lo ocurrido a otros —las víctimas, por ejemplo—, es lo que permite la elaboración de ciertas comprensiones situadas sobre el pasado, donde el miedo alcanzó incluso a aquellos que valoraron o aún valoran a la dictadura como un contexto de orden, pero de ambigua seguridad solo alcanzable bajo la norma de la obediencia y el acostumbramiento, como señala un entrevistado: “Tú podrías haberte empezado a acostumbrar al tema y efectivamente al final ya, como a lo mejor [a] tu familia nunca le pasó nada, te empezaste a acostumbrar no más” (entrevistado n.º 22). Para quienes el golpe y la dictadura representan el final de una situación previa de incertidumbre, ingobernabilidad y también temor, el nuevo orden supuso la renuncia a la vida normal, junto al

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advenimiento de nuevas preocupaciones e inseguridades asociadas a los potenciales riesgos sobre la integridad física, que en el caso del toque de queda derivaban del desacato a la norma. Para algunas personas, la discusión privada del imperativo de acatamiento significó fisuras familiares, como narra un entrevistado al recordar el distanciamiento con su padre: “[...] mi padre estaba transformado en un pinochetista; entonces, teníamos grandes peleas, discusiones sobre cómo se podía manejar todo esto. Él decía que él era un hombre tranquilo y ‘para qué quiere andar la gente a las diez de la noche en la calle’, y una serie de cuestiones. Ya no nos entendíamos con mi viejo. Y yo antes había conocido una libertad... llamémosla... normal” (entrevistado n.º 17). Para otras, esas distancias al interior de las familias persisten hasta la actualidad como fracturas irreconciliables, que empañan la imagen del orden y la estabilidad económica con la cual recuerdan la dictadura: “[...] Yo creo que fue bueno, ¿económicamente?, bueno, pero todavía tengo a mi familia dividida, todavía. Si me preguntas si todavía esto se cierra, no se ha cerrado, esto no está cerrado. No sé hasta cuándo iremos a estar con esto de que no nos visitemos” (entrevistada n.º 12). Y, como señala otro entrevistado, “[...] aunque haya habido crecimiento económico, a qué costo también, ¿no?”. De esta forma, el espacio de escucha ofrecido a estas experiencias y recuerdos hace posible poner en diálogo estas pequeñas historias que enfatizan la pluralidad de perspectivas a pesar de los recuerdos compartidos sobre el miedo. A la vez, el recuerdo de los temores condujo a las personas a reflexionar sobre sus actuaciones, confrontando sus propias historias, como le ocurre a esta entrevistada: “[...] uno se recrimina porque quizás fue muy cobarde en ese tiempo o no abrió los ojos a tiempo, de no haberse involucrado más, realmente, socialmente. Por otro lado, estaba mi familia, pero el hecho de haberme dedicado solo a ellos también, no haberme involucrado más allá, tiene sus cosas a favor y sus cosas en contra” (entrevistada n.º 3). No es meramente un argumento justificatorio frente a las memorias de las víctimas que tienden a deslegitimar el recuerdo de quienes, sin adherirse a la dictadura, tampoco se le resistieron; se trata de un legítimo esfuerzo subjetivo por entender sus circunstancias del pasado desde la crítica del presente, y una forma de reconciliarse con lo vivido a través del ejercicio comprensivo puesto en el relato.

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Expresiones como “no lo sopesé en su momento”, “no tuve conciencia de lo que venía tras el golpe”, “viví en una burbuja” o “tuve temor a involucrarme”, manifiestan las comprensiones situadas, particulares y parciales que, como señala Galindo (2015), ofrecen un lenguaje para dar cuenta de lo que significó la dictadura que, tras su final, es un significado que solo puede ser recuperado en partes, sin certeza ni control sobre su evaluación. A partir del recuerdo del miedo, que, como hemos visto, contempla tanto un contenido para la memoria como un posicionamiento sobre lo vivido y recordado, es posible decir que la llamada “memoria banal” no es tal. No lo es ya sea porque el recuerdo del miedo expresa el esfuerzo interpretativo que las personas efectuaron sobre los potenciales daños que pudieron sufrir en un contexto de violencia, o porque en el presente son capaces de reflexionar sobre lo que significó para ellas actuar a consecuencia del miedo o de haber vivido de la forma en que lo hicieron. Así, estas memorias no son meramente espectadoras de un naufragio ajeno, el de las víctimas, sino que también representan el testimonio de una época que atravesó sus vidas.

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CAPÍTULO IV

Representaciones de la víctima: Perú y El Salvador

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La problemática centralidad de la víctima en la memoria cultural peruana Alexandra Hibbett Pontificia Universidad Católica del Perú

Desde la Comisión de la Verdad y Reconciliación peruana (CVR), activa de 2001 a 2003, ha sido cada vez más relevante para la producción cultural de Lima la idea de la memoria como una actividad ética que acompaña las iniciativas de justicia transicional a nivel internacional. Esta memoria cultural, producida desde esa ciudad o bien realizada por limeños después de la CVR, ha estado vinculada a una atención preeminente hacia la víctima y a la creación de una comunidad empática con ella. El enfoque en esta figura como centro de una economía moral ha despertado preocupaciones en varios autores y contextos (por ejemplo, Agüero 2015, Das y Poole 2004, Das 2007, Fassin y Rechtman 2009, Lambright 2015, Lugar 2014, Nassim-Simbat 2009). Ahora bien, algunas producciones recientes de memoria cultural en este país colocan a la víctima bajo luces distintas. Aquí indago en qué medida este segundo grupo representa una superación de los problemas que implicaba el primer enfoque. Abordar esta pregunta, más que llevarnos a una respuesta definitiva, aportará a una comprensión más matizada de parte de la memoria cultural peruana, donde diferentes producciones cumplen papeles sociopolíticos distintos. Para analizar el papel sociopolítico de producciones de memoria cultural, planteo —siguiendo a autores como Walter Benjamin, los primeros autores de los estudios culturales, Bourdieu o, más recientemente, Gabriel Rockhill— que es necesario tomar en cuenta no solamente el

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potencial del tipo de representación en sí mismo (a nivel de “contenidos” y de “forma”), sino también la “vida social” de la obra situada en su contexto (Rockhill 2014: 67). Más aún, y lo que es más complejo, es necesario entender los vínculos entre ambos niveles: cómo entran en juego las características particulares de la representación en procesos sociales específicos. Por eso, en lo que sigue no solamente tomaré en cuenta los trabajos creativos mismos; además, abordaré cómo su técnica y temática se inscriben en determinadas relaciones de producción, circulación y consumo, así como los ámbitos sociales y los intereses respecto a los que se formulan.

La ética de la víctima en la memoria cultural peruana Siguiendo tendencias internacionales (Elster 2004) y respondiendo a presiones contextuales —a las que volveré—, el discurso y la práctica de la CVR tuvo como uno de sus ejes principales la noción de víctima. Aunque su Informe final examinó también a los perpetradores y las complejidades del conflicto más allá de la dicotomía víctima-perpetrador, la figura de la primera fue resaltada en sus compromisos y eventos públicos, como se observó en el discurso de presentación del Informe final (Lerner 2003), en la exposición fotográfica Yuyanapaq y en las audiencias públicas de testimonios televisados.1 Como ha analizado Saona (2014) y explicado Lerner (2012, 2015), para la CVR presentar de esta manera a los sujetos afectados por la violencia buscaba, en síntesis, cuatro objetivos. Primero: que una audiencia de personas no afectadas por la violencia,2 es decir, conformada 1. Yuyanapaq es una exposición de fotografías de prensa de la época de la violencia, curada por Mayu Mohana y Nancy Chappell, abierta al público desde 2003. Las audiencias públicas fueron testimonios de víctimas y de miembros de las fuerzas del orden, brindados ante comisionados de la CVR y televisados en vivo desde varios lugares del Perú (CVR 2003a). Están disponibles en la página web del Centro de Información del Lugar de la Memoria (Lugar de la Memoria, la Tolerancia y la Inclusión Social s.f.a.). 2. La distinción entre “afectados” y “no afectados” es una dicotomía, sin duda, demasiado simple. Con ella, más que una realidad objetiva, nombro una percepción del

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por sectores limeños acomodados, acostumbrados a “mirar hacia otro lado”, sintiera empatía por estos sujetos para, así —como segundo objetivo—, crear conciencia respecto a una realidad social que se había estado ignorando y, por tanto, “incluir” a los “excluidos”. Tercero: contrarrestar las narraciones heroicas y acríticas preferidas por Sendero Luminoso, las instituciones militares y los políticos responsables durante el periodo. Y cuarto: apoyar iniciativas de judicialización y reparación para las personas afectadas. Hay que recordar que en el Perú el 75% de los muertos y desaparecidos hablaba quechua como su lengua materna (grupo que representaba solamente el 16% de la población nacional), que el 79% era población rural (y solo el 28% de ella a nivel nacional) y que la gran mayoría vivía en situación de pobreza (Comisión 2003b, vol. 8, 245-6; vol. 1, 120-123). Para lograr los fines señalados, se priorizaban figuras que daban la impresión de ser “víctimas puras”, es decir, que no parecían contaminadas por alguna adhesión a Sendero Luminoso ni por práctica violenta alguna, y cuya identidad principal era la de haberse encontrado atrapadas “entre dos fuegos”. Este enfoque centrado en la víctima fue necesario, en buena medida, por razones contextuales. En primer lugar, es el resultado de un país dividido y desigual, donde algunos ciudadanos sufrieron violencia política mientras que otros la vivieron mucho menos, de tal manera que estos últimos están ahora aprendiendo sobre ella y lo que significó para sus conciudadanos. En segundo lugar, los que reconocen la importancia del procesamiento cultural de la violencia son una minoría, tanto en la sociedad civil como en el Estado; es más, los pocos que están interesados en el tema muchas veces presentan narraciones heroicas y polarizadas. Por lo tanto, la única voz que habla de ello en el foro público, y a la vez puede generar consenso y hacer que el público indiferente de Lima se dé por aludido, es la víctima inocente; más aún si se presenta a través de nociones cristianas de culpa y redención. En tercer lugar, el tropo de la pureza se justifica en cuanto que ninguno de los actores tiene entre sus intereses políticos el reconocimiento de las complicadas zonas grises del conflicto que desafían los marcos legales imaginario social de un sector limeño que asume la violencia como algo que pasó “allá lejos”.

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existentes, zonas en las que las víctimas pueden no ser inocentes y los autores pueden haber actuado como lo hicieron por causas históricas. En cuarto lugar, una dificultad para producir iniciativas de memoria centradas en torno a los perpetradores radica en que, a diferencia de lo que sucede en el caso de las víctimas, existen pocos testimonios de perpetradores, o de personas que lo hayan sido, visibles en el foro público y que sirvan de modelo para una producción cultural que busque la reflexión y la reconciliación. Esto es por motivos muy prácticos. Por un lado, miembros no arrepentidos de Sendero Luminoso justifican aún la violencia o se centran en la necesidad de amnistía para los reclusos (Denegri y Hibbett 2016: 38); se trata de un discurso difícil de insertar en una narrativa de reconciliación. Por otro, existen pocos arrepentidos visibles; el precio de hablar los enfrenta a la justicia tribunal o al ostracismo social. No hay una persona exmiembro de Sendero que tenga presencia aceptada en el foro público, excepto en los casos en que fueran menores de edad durante esos años.3 Algo similar ocurre con los integrantes de las Fuerzas Armadas, pues sus instituciones nunca aceptaron su papel sistemático en la generación de violencia, y por tanto no hay modelos públicos de confesión y arrepentimiento. Como ha señalado Vich (2015), en la producción cultural (mucho más que en la política) se ha asumido el proyecto de la CVR por hacer memoria y lograr la reconciliación. En la primera parte de este artículo quiero plantear, basándome en una presentación breve de tres casos, que varias producciones limeñas sobre memoria cultural han utilizado la figura de la “víctima pura” antes que un análisis complejo de las agencias y causalidades históricas (que constituyó el grueso del trabajo de la Comisión). Además, deseo mostrar los peligros que acompañan esta tendencia antes de pasar a ver, en la segunda parte, casos que divergen de ella.

3. Esta falta de testimonios de perpetradores fue también un factor para la CVR (ver Tomo I, p. 47). Las excepciones son pocas. En 2012 Lurgio Gavilán, niño-soldado de Sendero Luminoso, publicó su testimonio. En 2015, José Carlos Agüero, hijo de senderistas, el texto que examinaré en la siguiente sección. Otro caso que ha tenido visibilidad es el de Gálvez Olaechea (2009 y 2015), miembro arrepentido del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru, adulto durante los hechos.

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El primer ejemplo es La hora azul, de Alonso Cueto (2005), novela que recibió el Premio Herralde y ha circulado ampliamente hasta hoy día; en el Perú incluso es posible encontrarla en supermercados. Esta obra narra la historia de un personaje masculino de clase alta que se ve profundamente conmovido por el caso de una “víctima pura” que fue raptada y violada por su padre, coronel del ejército peruano. Hay una adaptación cinematográfica de 2016, aunque tuvo menos éxito. El segundo es la película NN. Sin identidad (2015), de Héctor Gálvez, donde un antropólogo forense se sensibiliza ante el caso de una mujer, “víctima pura”, que busca los restos de su esposo. Y el tercero es la obra de teatro La cautiva (2013), de Chela de Ferrari y Luis Alberto León Bacigalupo, en la que un asistente de médico forense tiene que tomar posición ante el caso de una niña asesinada por el ejército que, además, será violada después de muerta. Las tres producciones señaladas comparten la característica de centrar sus tramas y su configuración afectiva en torno a la figura de una víctima inocente y femenina. Además, todas son narradas o focalizadas a través de un miembro masculino de un sector más educado y acomodado que ella, que no ha sido directamente afectado pero que, a través de su contacto con la víctima, se contagia de cierta sensibilidad que lo vuelve una persona más ética. El núcleo de las tramas se centra en alguna decisión moral que debe tomar el personaje masculino ante o para la víctima. En estas producciones, se imagina a un público que sienta empatía por la víctima y por este personaje masculino, pero que, además, se identifique con este último y que, al hacerlo, asuma como propio su proceso de aprendizaje para llegar a ser una persona más consciente y ética. En esto hay cierta retórica cristiana, notable particularmente en La hora azul, donde la sensación de empatía hacia la víctima se vincula a una de culpa y el cambio en el personaje masculino se presenta como una redención.4 Además, en todas ellas los perpetradores y, especialmente, Sendero Luminoso, están o completamente ausentes o aparecen solo en los márgenes, y se dedica poco 4. En NN. Sin identidad esto no se da a cabalidad, pues la decisión moral que toma el personaje principal es una decisión discutible en términos morales, por lo que la identificación con él por parte de la audiencia se complica.

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o ningún espacio a presentar las causas estructurales del conflicto o la historia particular que lo articuló. En términos de estilo de las representaciones, a pesar de exponerse mediante géneros diversos (novela, cine, teatro), las tres son básicamente narrativas y siempre de ficción (no se rompe “la cuarta pared” brechtiana); además, las historias se cuentan desde la perspectiva del personaje masculino, con un conflicto central (la decisión ética de este), y se llega a una resolución (que significa, en estos relatos, no un cambio social sino un cambio en la actitud de él hacia el sufrimiento ajeno). No son obras de técnica experimental ni presentan grandes retos a su público, aunque su género (dramas) y su temática seria (violencia política, memoria) llaman no al amplio público sino a uno restringido, al que tiene por costumbre consumir este tipo de arte o demuestra interés por informarse y reflexionar sobre el tema. Esto nos lleva a tomar en cuenta las dinámicas sociales de producción, circulación y recepción de estas obras. Quienes se dedican a la producción de memoria inspirados en el discurso de la justicia transicional son las poblaciones urbanas y los sectores sociales más acomodados que, por lo general, no han sido directamente afectados por la violencia. Y son ellos los que representan a quienes sí fueron afectados (pobladores rurales, pobres, quechua-hablantes y, a veces, también analfabetos; en suma, a aquellos que tienen menos posibilidades de autorrepresentarse ante un público nacional) ante otras personas como ellos: acomodadas, educadas, poderosas y lejanas a la experiencia de violencia política.5 Así, los afectados son vistos como víctimas pasivas, lo que recuerda a la estructura comunicativa del indigenismo (Cornejo Polar 1980): los más afectados por la violencia no son sus productores, sus distribuidores ni sus receptores, sino los objetos pasivos de representación.6 5. Por ejemplo, La cautiva fue casi únicamente escenificada en un exclusivo teatro en un centro comercial lujoso en un barrio de clase alta. 6. Ahora bien, hay mayor complejidad en algunos casos. Por ejemplo, los creadores de La cautiva no solo recogieron aportes de los actores (uno de ellos, de provincia), sino que decidieron montar una primera escenificación de la obra ante comunidades de Ayacucho (región del país muy afectada por la violencia) para recoger sus impresiones y enriquecer la obra a partir de ellas. Efectivamente, se incorporaron

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Varios autores han criticado que la violencia política peruana sea vista a través de un enfoque centrado en la víctima. Respecto a la CVR, Lambright (2015: 19) ha observado que es significativo que los afectados por la violencia sean nombrados, sobre todo, como víctimas; es decir, ha subrayado que el rasgo principal que, desde este enfoque, los une o convierte en un grupo es haber sido victimizados. La propia CVR demostró que había múltiples factores que los unían: etnicidad, lugar de origen, clase socioeconómica. Así, la noción de víctima toma el lugar de estas categorías de tinte más político o social. Este matiz despolitizante de la categoría se ha acentuado en la producción cultural revisada aquí. Luego, en el campo sociológico, Theidon (2004) critica que esta aproximación simplifica la violencia, ya que los afectados estaban involucrados —en la mayoría de los casos— en complejas negociaciones y participaciones con actores violentos, y no simplemente “atrapados entre dos fuegos”; este aspecto también resulta invisibilizado en las producciones analizadas. En tercer lugar, como se sostuvo en el debate sobre las características que tendría que tener el Lugar de la Memoria en Lima, para algunos la imagen de la víctima es paternalista, pues sitúa a esta en una posición pasiva e invisibiliza su capacidad para, por ejemplo, organizarse y exigir justicia e indemnización (Del Pino 2014). De ese modo, notamos en las tres obras no solo que la víctima ocupa un lugar pasivo en la trama, sino que la vida social expuesta también le atribuye un rol pasivo, el de receptora de la caridad o la inclusión.7 En cuarto lugar, es problemático que las causas estructurales e históricas de la violencia se vuelvan algo difícil de imaginar si el enfoque se sitúa sobre la víctima caracterizada de esta manera. A partir del trabajo de Boesten (2016) en esta línea, podemos resaltar la evidente brecha de género que permea estas representaciones como algo que no les permite enfrentarse a las dinámicas durante los “tiempos de paz” que hicieron posible tanta violencia de género durante el conflicto. algunos cambios sugeridos por ellas (Hibbett 2017c). Sin embargo, el enfoque de la obra sobre la víctima no varió en lo fundamental. 7. El terrible caso de Edmundo Camana, que murió en condiciones de alta vulnerabilidad y cuya foto Yuyanapaq convirtió en un emblema, es un ejemplo elocuente y terrible del divorcio existente entre la representación de las víctimas y el mejoramiento de sus condiciones de vida. Véase Ulfe (2013).

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Una quinta crítica, también formulada por Lambright (2015: 15), es que este enfoque solo apunta a la inclusión de estos ciudadanos en un marco político ya existente (occidental y discriminatorio), en lugar de enfatizar la necesidad de un modelo diferente (intercultural) de Estado; de hecho, la diferencia cultural de las víctimas no es un tema que aborden las obras. Añado una sexta observación a partir de estos tres casos: al centrarse en ellas, quedan al margen de la representación los perpetradores y los motivos que los llevaron a pensar que la violencia estaba justificada. Juntas, tales críticas implican que, al movilizar en los espectadores respuestas empáticas y éticas en lugar de respuestas políticas, este tipo de memoria cultural podría llevar, a lo mejor, a una autorreflexión moral ensimismada y, a lo peor, a una peligrosa sensación de autocomplacencia, en el sentido de que efectivamente se ha cumplido una obligación moral al haberse consumido el objeto cultural y desarrollado una sensibilidad o un impulso caritativo. La memoria cultural centrada en la víctima, al basarse en binarios que estructuran la desigualdad social presente y pasada (como andino/limeño, víctima/espectador sensible, mujer/hombre), no proporciona las herramientas necesarias para el pensamiento crítico en el contexto peruano actual. Además, estas prácticas culturales, al ofrecer para el consumo de unos una imagen del otro como objeto pasivo de representación, se inscriben en las divisiones y jerarquías sociales existentes. Y, al hacerlo dentro de formas hegemónicas de representación habitualmente consumidas, en su tiempo libre o como ocio, por parte de limeños del sector más poderoso, educado e incluso “ya convencido” de la necesidad de ser sujetos sociales empáticos y conscientes, se inscriben principalmente en lo que Eagleton (1985-1986) critica como la producción de la subjetividad “humanista liberal”: apolítico, conformista y que se designa a sí mismo como el único sujeto válido del saber. Ahora bien, tomando en cuenta el enfoque de Rockhill para ver más allá de la dicotomía intención-contexto (2014, 192), se abre una manera de considerar las formas en que estos objetos culturales surten efectos indirectamente; un punto medio entre celebrar estas obras por su aporte social y el pesimismo de las críticas reseñadas arriba. Una dimensión poco comentada del efecto positivo de estas producciones

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es que generan en la prensa, en la conversación intelectual y en la práctica académica, más allá de los consumidores directos de las obras, un espacio para la difusión del discurso de los derechos humanos y de la necesidad de pensar en las víctimas como ciudadanos.8 Aportan, también de esta manera indirecta, a la difusión y sustento de una identidad grupal, más allá de su audiencia directa, entre los limeños educados y acomodados. Fortalecen una identidad como defensores de los derechos humanos y opositores a los discursos tanto de la violencia revolucionaria como del patriotismo acrítico, que puede influir en cómo actúa este sector en momentos políticos importantes, como las elecciones nacionales.

Problematizaciones de la figura de la víctima en la memoria cultural peruana Entre las producciones de memoria cultural basadas en Lima, es posible encontrar tendencias que se alejan en parte de este enfoque centrado en la víctima. En primer lugar, consideremos el Lugar de la Memoria, Tolerancia e Inclusión Social (LUM) en esa ciudad, inaugurado en diciembre de 2015.9 Su fundamento conceptual (Del Pino 2014: 82) demuestra que su dirección era consciente de las críticas al enfoque centrado en la víctima, expresadas por las asociaciones de afectados, además de artistas y académicos consultados durante un 8. La cautiva, por ejemplo, suscitó mucho debate en los medios cuando el Ministerio de Defensa acusó a sus creadores de apología al terrorismo, y muchísimos intelectuales, periodistas y grupos de opinión la defendieron. Finalmente, la denuncia fue retractada y se validaron de esta manera no solo la obra, sino también la necesidad de seguir pensando como sociedad sobre la violencia y sus implicancias. Asimismo, el director de NN. Sin identidad, Héctor Gálvez, colaboró con la campaña #Reúne, que buscaba la creación de una ley de búsqueda de desaparecidos dedicando una función especial de la película a familiares de víctimas (Gálvez 2017) y a través de anuncios, difundidos por YouTube, de los actores de la película apoyando la campaña (Reúne Perú 2015). La campaña fue exitosa y la ley se creó en 2016 (Ley 30470). 9. Trabajé como parte del equipo curatorial para la muestra permanente, años 2014 y 2015.

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proceso participativo respecto a los planes para la exhibición. A pesar de esta conciencia, el LUM enmarca su narrativa alrededor de la víctima; los autores de dicho documento argumentan que es por ellas por quienes “debemos tomar partido... [como] punto de enunciación ética”. Ciertamente, la exposición se centra claramente en las víctimas y no en los perpetradores ni en el concepto de violencia estructural. Sin embargo, esta víctima está configurada de manera diferente.10 Un espacio presenta, a través de vídeos, testimonios, objetos, canciones y más, las formas en las que las comunidades rurales no occidentales se vieron afectadas y entendieron su afectación. Otro espacio confronta a los espectadores con la mirada y la voz de los afectados, que aparecen en pantallas de tamaño real, realzando su agencia o interpelación sobre el que mira. Además, en este espacio, víctimas “puras” aparecen junto a casos más complejos (incluyendo el de José Carlos Agüero, a quien volveré) y no hay modo de distinguir entre ambos, como tampoco de saber qué tipo de actor ha sido cada uno, hasta escuchar sus complejas vivencias en sus propias palabras. En ambos espacios, los afectados cuentan historias que, aunque muy conmovedoras, no se centran en su victimización, sino en cómo ellos, desde el presente, asimilan e intentan sobreponerse a sus experiencias traumáticas, y abordan también sus actuales luchas con el Estado en pos de, por ejemplo, el reconocimiento de sus comunidades como distritos o la justicia tribunal.11 Por estos rasgos, la muestra no presenta a estas personas reducidas a su sufrimiento; por el contrario, se enfatizan su agencia, particularidad y contemporaneidad. Así, se va más allá de la idea de que la víctima es un objeto en blanco y vacío, presto para incorporarse a las estructuras políticas existentes. Como han explicado Del Pino y Otta (2018),12 la muestra prioriza el enfoque de la violencia desde la situación presente de los afectados y del país y representa la agencia de las personas 10. Todos los ejemplos siguientes se pueden ver en la visita virtual del museo (Lugar de la Memoria, la Tolerancia y la Inclusión Social s.f.b.). 11. Del Pino (2016: 81), el curador a cargo de los testimonios, sostiene que este enfoque fue intencional. Véase también el fundamento conceptual del LUM (Del Pino 2014), en el que se hace hincapié en resaltar “más que a la víctima, al actor y toda su complejidad”, y “más que el momento trágico, la vida recuperada”. 12. Estos autores fueron parte del equipo curatorial de la muestra aquí analizada.

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afectadas. Esto respondió a las opiniones que las mismas brindaron sobre la propuesta inicial de guion durante un proceso participativo; de hecho, el producto final de la muestra permanente varió de manera notable respecto de sus planes originales dentro de una conversación con varios grupos de interés.13 En todo esto, podemos notar algunos cambios importantes en relación con el paradigma imperante de la víctima. No cambia el hecho de que la estructura de enunciación “incluye” a los afectados como objetos de representación ante un público pensado como no afectado, aunque sí se busca otro tipo de reconocimiento para personas afectadas, como sujetos históricos. Además, al convocar a colegios y ser un espacio público, se abre a una audiencia más amplia. Un segundo ejemplo es el ensayo autobiográfico de José Carlos Agüero, Los rendidos, que, al haber sido escrito por un hijo de militantes de Sendero Luminoso, presenta la figura de una víctima “impura”. Esta voz incómoda pone en tela de juicio, desde su mismo acto de enunciación, la división entre víctima y perpetrador, ciudadano y enemigo. Al hablar en primera persona y por voluntad propia, se presenta como un sujeto, un agente con agenda propia. En cuanto a la producción, circulación y recepción del texto, es necesario observar que Agüero no es quechua-hablante ni parte de la población rural, que tiene una educación superior y que un ámbito principal de la circulación de su texto, editado por un instituto académico, es también el de los más educados de Lima. Como los casos anteriores, gracias a su difusión mediática, ha tenido una presencia más allá de este sector de lectores directos. Pero, a diferencia de estos, no solo ha impulsado en el debate público la necesidad de pensar en el grupo humano de exsubversivos sin demonizarlo, sino que también ha convocado a lectores de este grupo, quienes, gracias a la naturaleza testimonial del texto, han podido establecer una relación de retroalimentación con su autor y se han

13. El proceso participativo convocó a asociaciones de víctimas civiles y de las fuerzas del orden, además de las fuerzas del orden mismas, académicos, artistas y ONG, dentro y fuera de Lima, con la finalidad de llegar a una muestra permanente que tuviera legitimidad ante los principales interesados en ella. Ver Del Pino 2014; y Ledgard, Hibbett y De la Jara s.f.

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apropiado del texto de diversas maneras (Agüero 2017). En este sentido, Los rendidos no supone una participación activa de “la víctima”, si entendemos por esta a la población pobre, rural y quechua-hablante, aunque sí la de sujetos que usualmente no son tomados en cuenta. Es interesante, no obstante, que el texto justamente plantee no ir más allá de la noción de víctima, sino que extienda esta noción: Agüero ensaya verse a sí mismo como víctima para poder así perdonar. Al incluirse en esta categoría, la desestabiliza y repolitiza; hace visibles diversas zonas grises. Sin embargo, la retórica predominante de la culpa y el perdón (perdona, por ejemplo, a Alan García) limita esta politización: el texto se inscribe en un proceso de visibilizar y convocar a un grupo invisibilizado, más que en una búsqueda de justicia, de politización de su receptor, de análisis de causas históricas del conflicto o de retar injusticias estructurales en el presente. Un tercer ejemplo es la película Magallanes, escrita y dirigida por Salvador del Solar. Aunque la focalización sigue dándose a través de un personaje principal masculino, la película también se centra en la experiencia presente de la víctima femenina. Esto nos permite verla más allá de su pasado sufrido y la percibimos como una madre soltera luchadora, tratando de ganarse la vida en Lima. Además, en una escena notable al final, cuando un personaje trata de darle dinero como medio de conciliación, ella responde con un apasionado monólogo en quechua que no aparece subtitulado, lo cual humilla tanto a los personajes de la escena como al espectador promedio (ninguno de los cuales habla el idioma) y los obliga a reconocer en ella una agencia autónoma que va más allá de cualquier intento de empatía caritativa. La película, al no establecer un camino claro hacia la reconciliación, deja a la audiencia de no afectados con la sensación de que hay algo incompleto, una tarea pendiente. En cuanto a la producción, circulación y recepción, es interesante notar que el monólogo en quechua fue propuesto por la actriz (Campos 2015), originaria de un lugar muy afectado por la violencia. También es una novedad que la película sea de un género y estilo (elementos de acción, romance y comedia) que atrae a un público masivo en lugar de solo a los más educados. Sin embargo, por otra part, vemos que no ha cambiado tanto. Por supuesto, fue producida, circuló y la vio principalmente la población

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limeña no directamente afectada por la violencia. Y en cuanto a la representación de la víctima, aunque luchadora, sigue siendo retratada como una víctima “pura” femenina, y lo que no es pasivo y débil en ella se transfiere a la figura de su hijo, cuya discapacidad no tiene otra función que la de inspirar piedad en la audiencia. Finalmente, Sendero Luminoso y cualquier criminalidad sistemática de las Fuerzas Armadas permanecen invisibles. Por último, La sangre de la aurora (2013), de Claudia Salazar Jiménez, muestra también esta tendencia a reformular la noción de víctima, aunque la mantiene como una categoría central. En primer lugar, la novela se narra a través de una focalización múltiple de personajes femeninos, en contraposición a la perspectiva masculina única. Se trata de tres personajes: un miembro no afectado de la clase alta, una “víctima” (es decir, una mujer andina) y un integrante de Sendero Luminoso. Esta focalización múltiple, especialmente la inclusión de la militante, complica la representación del periodo y desafía al lector más allá de la esperada empatía caritativa. Además, la novela muestra cómo vivía la víctima antes del periodo en cuestión, con lo que destaca la presencia de una violencia estructural ya existente. También representa a la víctima-personaje defendiéndose violentamente, así como organizando una asociación de víctimas. De este modo, resalta su agencia pasada y presente. Su final es optimista, en cuanto subraya la capacidad humana para seguir luchando por una vida mejor, pero no simplista, pues reconoce lo arraigado de las estructuras que generan violencia. Respecto de la forma de la novela, es notoriamente difícil y experimental, pues el argumento se fragmenta y en ciertas partes se utiliza un lenguaje poético que rompe la sintaxis: es una novela que inquieta, que hace que su lector sienta una sombra de la violencia. Ahora bien, la campesina es retratada todavía como una víctima “pura”, totalmente inocente. El tópico de encontrarse “atrapada entre dos fuegos” se repite y, además, es revelador que psicológicamente sea un personaje mucho más simple que los otros dos. Respecto al círculo de producción, circulación y recepción, observamos nuevamente que circula predominantemente entre audiencias de Lima con educación superior y ya convencidas de la agenda de la memoria. La novedad que introduce a la discusión existente es la mirada de género al conflicto,

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lo que puede suponer una mayor toma de postura sobre el tema por parte de este grupo influyente. La forma experimental de la novela y su temática han determinado que, por una parte, convoque a una audiencia con mentalidad crítica e interés en discutir la violencia política y, por otra, que no haya sido publicada por una editorial comercial, de manera que ha llegado a relativamente pocos lectores. Ahora bien, haber obtenido el Premio Las Américas ha generado algún interés en los medios y, así, cierto espacio público para una perspectiva de género sobre la memoria del conflicto.

Balance Lo que he mostrado es una tendencia, en las producciones de memoria cultural en el Perú, a girar en torno a la noción de la víctima, tendencia dentro de la cual algunas producciones recientes están dotando a dicha figura de una complejidad mayor que la pura idea de inocencia y pasividad. Con ello se provoca en el espectador algo más que sentimientos de empatía y obligación moral y se lo conduce hacia una reflexión crítica más general. Sin embargo, también he querido demostrar que todos los ejemplos dados se basan aún, de una manera u otra, en esta imagen y que su misma operación participa de la división social que se establece entre los sectores afectados por la violencia y los que no. Los cambios notados son introducidos en el paradigma y no se opta por un cambio de paradigma. Pese a sus dimensiones problemáticas, la imagen de la víctima en la memoria cultural peruana tiene permanente centralidad, porque es aún útil para la producción cultural limeña, dadas las características de la sociedad peruana: es un espacio seguro, que suscita una empatía básica que convoca a la audiencia objetiva de las obras, pese a las tensiones que aún dispara el pasado violento. Lo que he argumentado aquí no quiere decir que producciones como las que he reseñado no tengan, o tengan menos importancia social de lo que se dice comúnmente, pero sí debe quedar más claro cómo se están inscribiendo en procesos sociales existentes y en cuáles de ellos, específicamente.

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Violencia sexual y romance en el imaginario del Perú contemporáneo Francesca Denegri Pontificia Universidad Católica del Perú Cecilia Esparza Pontificia Universidad Católica del Perú

En este artículo nos proponemos explorar distintos productos culturales que representan la violencia de género contra la mujer en el Perú. Con esta finalidad, presentaremos una aproximación teórica, basada en la noción de la gine-sacra, formulada a partir de las ideas de Giorgio Agamben (1998) sobre el homo-sacer. En contraste con la vida “asesinable” del homo sacer, el concepto de gine-sacra se centra en la deshumanización del sujeto femenino por su condición de género subalterno “penetrable”, es decir “violable” (Denegri 2015: 77-84). Con este concepto se señala el exceso inherente a la nomenclatura de Agamben, que subsume a la subjetividad femenina bajo una supuesta neutralidad masculina, y se marca la diferencia de significaciones que, por razones de género, emanan de estos dos conceptos. En su condición de penetrable, la gine-sacra puede ser violada

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sin que el violador sea juzgado o castigado, debido a que, por su condición de “sagrada”, la política se abstiene de incluirla en su gestión y control. A partir de este concepto analizaremos, en primer lugar, testimonios recogidos por la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR), haremos alusión al reciente movimiento #Niunamenos (2016) contra la violencia sexual y de género y, finalmente, examinaremos las representaciones tópicas de la jerarquía de poder masculino que subordina a la mujer a los intereses del varón en la tradición literaria peruana contemporánea. Sugerimos que en tiempos tanto de guerra como de paz, el sujeto masculino evoca sistemáticamente la figura del amor romántico heterosexual en su amplio y engañoso espectro de gestos, vueltas, cruzamientos y lenguajes con el fin de legitimar crímenes de violencia sexual contra la mujer.

La violable El tema resulta tan ajeno al imaginario peruano que, a doce años de la entrega del Informe final, todavía no se ha dictado ni una sola sentencia para los casos de violencia sexual ocurridos durante la guerra interna. La opinión de una fiscal que cuestionó la criminalización de los casos de violación durante el conflicto, porque “en la sierra todas las mujeres son violadas... y esto siempre sucede”, es elocuente.1 Sostenemos por ello que, lejos de ser un escenario en el que el cuerpo de la mujer invadido a la fuerza simbolizaría la conquista del territorio enemigo, se trata más bien de una relación entre los géneros en profundo y permanente antagonismo, que solo se entiende en el contexto de la desigualdad hegemonizada por el patriarcalismo criollo.

1. Testimonio recogido por Demus, citado por Paula Escribens en conversatorio “Verdad, reparación y justicia para víctimas de violencia sexual durante el Conflicto Armado Interno”, realizado en la Pontificia Universidad Católica del Perú, en 2013 (, 7-10-16).

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La prueba más reciente de ello es el vídeo que desde Huamanga, en Ayacucho, se difundió en junio de 2016, en el que un hombre desnudo golpeaba y arrastraba de los pelos a su novia por el pasillo de un hotel, delito que terminó en una sentencia que dejó en libertad al agresor. El vídeo de marras provocó que miles de mujeres indignadas se animaran a colgar sus propios testimonios de violencia sexual en las redes sociales de #Niunamenos.2 Estos hablaban de historias de violencia perpetradas ya no por soldados o guerrilleros, sino por las propias parejas o exparejas de las testimoniantes —también por sus padres, tíos, hermanos y primos—, y que tampoco sucedían en la base militar o en los sótanos del Servicio de Inteligencia Nacional del Perú (SIN), ni en la calle, sino en el espacio doméstico por siglos señalado como el más seguro para ellas. El perfil de las víctimas no era el de la mujer campesina pobre con el que el público peruano se había familiarizado gracias a las audiencias públicas que la CVR había expuesto en 2002, sino el de una mujer de la clase media, urbana y profesional, dotada de voces fuertes que movilizaron a miles de ciudadanas en todo el país, las cuales salieron a las calles para demandar sanciones efectivas contra sus agresores. Si en el imaginario nacional no resultaba raro que las mujeres campesinas fueran violadas, el descubrimiento de que el crimen se perpetraba de forma generalizada contra universitarias, profesionales y señoras de su casa, ricas o pobres, resultaba más repulsivo.3 Si las bombas con las que Sendero atacó a Lima en 1992 anunciaban a “los significantes” limeños que el terror de la guerra no era privativo de los “insignificantes”

2. Colección de vídeos grabados por el asesor presidencial Vladimiro Montesinos en las oficinas del SIN. En ellos se evidencia el soborno con el que Montesinos compraba el apoyo de dirigentes políticos, empresarios y periodistas al Gobierno de Alberto Fujimori. El violento impacto que el año 2000 tuvo la filtración de estos vídeos en la opinión pública nacional ha sido comparado con el del escándalo de Watergate, ya que marcó el principio del fin de la dictadura. 3. El atentado de Tarata, en Miraflores, distrito de la clase media en Lima, ocurrió en 1992 cuando el grupo alzado en armas Sendero Luminoso detonó una bomba en la calle Tarata, causando veinticinco muertos y más de doscientos heridos, además de la destrucción de cientos de casas y comercios. Marcó el inicio de la campaña terrorista en la capital peruana.

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de la sierra, los testimonios de #Niuunamenos los obligaron a admitir que si estas historias nunca antes se habían hecho públicas no fue porque no existieran, sino por la horrenda consigna de callar para no ahondar en la vergüenza y la deshonra familiar.4 Si las audiencias públicas de la CVR en 2002 lograron difundir los testimonios de campesinas quechua-hablantes de la “zona de emergencia”, es solo a partir de #Niunamenos cuando se disuelven las fronteras entre el “ellas” subalterno que confiesa y padece y el “nosotras” hegemónico que escucha y se compadece. Lo que ha quedado visible desde el invierno de 2016 es el carácter ubicuo de la violencia de género, que atraviesa clases sociales, grupos económicos, etnias y culturas regionales. Asoma recién entonces en la memoria colectiva la figura enterrada de la gine-sacra, mujer en estado de excepción permanente, que deshumaniza al sujeto femenino por su condición de género. Con este concepto se busca diferenciar la vida “asesinable” o “eliminable” del homo-sacer —no circunscrito a la ley humana, según la versión que elabora Giorgio Agamben de la ley romana arcaica—, de la condición de “violable” del sujeto femenino en el marco legal de la ciudadanía moderna. Desde los albores de la República hasta la narrativa de posconflicto, la tradición narrativa peruana aparece plagada de escenas de violencia sexual perpetrada por militares, pero también por civiles; por criollos, pero también por mestizos y mulatos; y por señores, e igualmente por criados. El hilo conductor que las atraviesa es la mirada masculina que no cuestiona el crimen y que, antes bien, lo justifica echando mano de una retórica sentimental que sugiere que el abusador actuó bajo el hechizo del amor, o bien recurriendo a un falso moralismo que castiga a su personaje femenino por ser “provocadora”.5 Articulada en torno 4. La artista plástica Natalia Iguiñiz llamó el “vladivideo” de la violencia de género al vídeo de Huamanga, en alusión a los famosos vídeos a los que nos referimos en la nota 3. De igual modo, sugerimos que los testimonios compartidos en la plataforma #Niunamenos fueron equivalentes a la bomba de Tarata que explotó en Miraflores en 1992, después de la cual los limeños no podían seguir pensando que se trataba de una guerra lejana y exclusivamente serrana. 5. En el programa Diálogos de fe, el 29 de julio de 2016, el cardenal de Lima, monseñor Juan Luis Cipriani, insinuó que las mujeres eran las responsables de los

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a estas dos lógicas aparece la perversa sugerencia de la compulsión femenina a la propagación de la especie, que orientaría a la gine-sacra a aceptar la violación como parte de su instinto materno. Esta sería la lógica del narrador en la película El mundo es ancho y ajeno cuando, tras el ingreso de las tropas caceristas al poblado de Rumi y la violación de sus mujeres, señala que “la femineidad de las mocitas triunfó de su íntimo rechazo y, en el tiempo debido, nacieron los niños de sangre extraña” (Alegría 1976: 30). La idea de una feminidad que triunfa del “íntimo rechazo a la violación” nos remite a un concepto darwiniano de selección natural en el que la “femineidad” subalterna como inapelable fuerza biológica se impone al sujeto femenino, garantizando así la reproducción de la especie. Los personajes violados en Rumi no son retratados en los laberintos psicológicos propios del realismo en el que se inscribe la novela, sino que figuran como “mocitas” arquetípicas que, lejos de resistir el embarazo fruto de la violación, siguen obedientes el arcano ritmo biológico que logra que, “en el tiempo debido”, nazcan esos hijos frutos del ataque sexual. Esta mirada masculina es la que vertebra los testimonios de perpetradores de crímenes de género recogidos por la CVR. De ellos, nos remitimos como ejemplo al de un suboficial del ejército peruano en el Alto Huallaga, el Brujo, que recuerda episodios vividos diez años antes.6 En la primera secuencia, el suboficial le propone a una prisionera, encerrada en el calabozo de la base contrasubversiva de Aucayacu, dejarla en libertad bajo la condición de que esa noche ella sea “cariñosa” con él y con sus compañeros de armas.7 Recuerda, además, que este pacto de liberación a cambio del “cariño” que deberá dispensar la prisionera a sus carceleros será aceptado sin resistencia, siempre y cuando

ataques sexuales en su contra porque ellas “se ponen como en un escaparate, provocando”, lo que generó una fuerte reacción de los medios contra esta expresión del machismo en la jerarquía máxima de la Iglesia católica. 6. Los párrafos que siguen dialogan con Denegri (2015), artículo citado en la nota 1. 7. Testimonio 100169, página 19, Centro de Información para los Derechos Humanos y la Memoria Colectiva, Defensoría del Pueblo, Lima. Texto abreviado de la entrevista en profundidad realizada al Brujo en marzo de 2002 por la CVR.

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se excluya a la tropa del acto.8 El Diccionario de la Real Academia Española (DRAE) define el significante cariño como “la inclinación de amor, buen afecto o deseo de entrega que se siente hacia alguien o algo”, pero en este testimonio “dar cariño” implica la obligación ineludible para el sujeto femenino de satisfacer el deseo sexual masculino, así como en situaciones laborales o de domesticidad “dar cariño” al esposo o al jefe podría referirse no únicamente a acciones propias de la ética del cuidado femenino y laboral, sino también al acto sexual. Siguiendo esta lógica semántica, la violación sexual no implicaría daño a la agraviada y por ello, al final de esta secuencia, el suboficial le asegura a su prisionera que no le harán “nada”, lo que en la dinámica del intercambio conversacional del testimonio significa “no te torturamos, no te matamos, solo te violamos”. La conclusión en esta cadena de supuestos es que la violación no hace daño. Que la violación es una forma de cariño o, en el peor de los casos, que no es “nada”. En la segunda secuencia, otra detenida es rescatada de “ser pasada” por la tropa porque el teniente a su cargo, nos dice el suboficial, se enamora de ella y se la queda para “cuidarla”, es decir, privatiza el acceso al cuerpo de su “enamorada” para convertirla en su esclava sexual. En la tercera y última situación, el “cariño” da una nueva vuelta de tuerca cuando una prisionera asume la posición ya no de “enamorada” sino de “esposa” de su celador-violador. La historia de la “esposa de Nacho” comienza cuando la detenida, luego de ser “regalada a la tropa”, se enamora, tal como recuerda el Brujo, de uno de sus violadores, y ambos conviven en el PEAH9, donde cada uno tiene cuartos individuales “con baño, cocina, todo” y donde “hacíamos vida de casados” (CVR 2002: 10). 8. Esta única capacidad de resistencia que el testimoniante reconoce en la prisionera está inscrita en un sistema de estratificación racial de la sexualidad que explicaría por qué el Brujo entiende que la prisionera rechace “ser pasada” por el personal más indio, más pobre y de rango más bajo en el ejército, es decir, la tropa. Ver Jelke Boesten 2008. 9. Proyecto especial del Alto Huallaga, administrado por la Policía Antidrogas, el Ministerio del Interior y el Ministerio de Agricultura. Fue creado por decreto supremo para terminar con los cultivos de coca y promover el desarrollo alternativo del valle.

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Lo que interesa resaltar en el recuerdo del suboficial es el uso intercambiable de modos de habla que aluden a una estructura de relación amorosa de pareja consensuada, superpuesta al contexto de extrema violencia de género producida en esta base militar del Alto Huallaga en plena guerra interna. El “cariño”, el “cuidado”, el “enamoramiento” y “el hacer vida de casados”, que en el arte y la cultura occidental aluden a una relación erótico-amorosa basada en la mutua devoción (Paz 1993), son referidos en este testimonio para describir situaciones de abuso sexual sistematizado. La violencia sexual, como síntoma del discurso masculino hegemónico, asume en este testimonio formas de significación “cariñosa” que incluyen el “amor a primera vista”, y el amor “de casados” que activan en el carcelero, el teniente o el capitán, el mandato personal a ejercer su masculinidad mediante la objetivación del sujeto femenino en gine-sacra, o cuerpo penetrable, y termina atrapando al sujeto masculino en una búsqueda fantasiosa de goce oximorónico con la “gine-sacra-esposa”, que posibilita la imposible confusión de pensar que el vínculo amoroso puede alguna vez surgir de la violencia sexual.

Violencia sexual en la literatura de autoría masculina La naturalización de la violencia sexual es un motivo que aparece con insistencia en la literatura peruana. En los textos narrativos en los que se presenta desde una perspectiva masculina, se justifica de la misma manera que en los testimonios analizados: la trama transforma el abuso en amor romántico. Examinaremos en esta sección las novelas La hora azul (2005) y La pasajera, de Alonso Cueto (2015), en donde la violencia sexual contra la mujer se naturaliza y se presenta como sublime. Contrastaremos más adelante estas novelas con un poemario y una novela escritos por mujeres: Las hijas del terror (2007), de Rocío Silva Santisteban, y la novela La sangre de la aurora (2013), de Claudia Salazar Jiménez. Estas autoras muestran que la violencia sexual en tiempos de guerra es la continuación de la que se da en tiempos de paz. En sus textos, las relaciones entre los géneros aparecen permeadas por una violencia estructural agravada por jerarquías raciales y culturales.

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En el contexto de la literatura que representa la historia de la violencia política en el Perú, Alonso Cueto escribe la novela La hora azul (2005) y, recientemente, La pasajera (2015). Estas obras, como explica Víctor Vich (2009: 234, 237) respecto de la primera, intentan “revelar la dimensión menos conocida de la violencia política” al presentar los hechos desde la perspectiva de un personaje masculino, limeño, de clase alta, que ve perturbada su vida al descubrir el pasado vergonzoso de su padre, militar responsable de torturar y violar a mujeres campesinas en Ayacucho. Vich sostiene que la violación ocupa un lugar central en la estructura de la novela: “[...] al hacer visible el tema de las violaciones, La hora azul asume la necesidad de narrar el lado más oscuro de la violencia política, no el de las acciones de Sendero Luminoso (que fundamentalmente conocíamos) sino el de las Fuerzas Armadas (que desconocíamos en su mayoría)”. Este libro narra la historia del abogado Ormache, quien en su afán por conocer mejor el pasado de su padre y calmar su angustia, consigue localizar a Miriam, la mujer a la que su padre violó y retuvo en el cuartel para su disfrute exclusivo, apartándola de las agresiones de la tropa. La hora azul de Cueto repite el motivo del encuentro violento entre un hombre con poder —blanco, costeño, militar— y una gine-sacra, un cuerpo femenino disponible para ser violado y sometido a sus deseos.10 De acuerdo con Alexandra Hibbett (2013), esta novela propone una noción de memoria que niega la posibilidad de una relación ética entre hombres y mujeres, dentro de una representación de la violencia que invisibiliza los antagonismos sociales.11 En efecto, la violación 10. Este motivo aparece, por ejemplo, en el cuento Amor indígena (1924), uno de los relatos más conocidos y celebrados de Ventura García Calderón. De acuerdo con Mary Louise Pratt, “Amor indígena pone en escena de manera grotesca el clásico drama americano de la conquista como violación” (1990: 59). Nos interesa resaltar, sin embargo, la manera en que esta se justifica: como un acto “natural”, y el derecho del hombre blanco sobre la mujer indígena. La sublimación de la violencia mediante su transformación en un episodio romántico de aventura y amor es una operación discursiva e ideológica que coloca a la mujer en la posición de gine-sacra disponible para el ejercicio de una masculinidad basada en el dominio y la violación del cuerpo femenino aun en tiempos de paz. 11. En la tesis inédita presentada para obtener el grado de Ph.D. en Birkbeck College, University of London, titulada Remembering political violence: A critique of

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se naturaliza y justifica mediante la retórica del amor romántico. El militar Ormache establece con Miriam una relación que parodia la convivencia conyugal y que edulcora la violación sistemática y el rapto de la joven. El hijo del militar establece también con Miriam una relación sexual que se presenta —desde la perspectiva de este, es decir, de Ormache hijo— en términos amorosos. Insistimos en que el texto muestra como verosímil la relación amorosa entre Miriam y su violador y, más tarde, entre Miriam y el hijo de su violador. En un diálogo ambiguo entre Ormache hijo y Miriam, ella reconoce que el padre salvó su vida: “Tu padre fue el peor hombre, pero también el hombre más bueno conmigo, me tuvo encerrada pero también hizo que no me mataran, ¿sabes que los soldados hubieran podido hacerme violación y matarme? Y él me tuvo encerrada, me obligó a estar con él” (Cueto 2005: 254). El agradecimiento de Miriam, tal como Víctor Vich sostiene, es la manera en que se figura la reconciliación nacional, un acercamiento que libera de culpa a las clases poderosas, “pero que mantiene finalmente una fuerte estructura tutelar” (Vich 2009: 244). En el desenlace de la novela, Ormache ayuda a Miguel, el hijo de Miriam, ofreciéndose a pagar sus estudios. La tutela, en el caso de Miriam, se transforma en el ejercicio violento del poder masculino, que anula y elimina a la mujer como sujeto: Miriam muere y, literal y simbólicamente, desaparece de la trama. Diez años después de La hora azul, Cueto publica La pasajera (2015), una novela que insiste en los temas y el imaginario trazados. Arturo Olea, un exmilitar que estuvo destacado en Ayacucho, trabaja años después como taxista en Lima. En sus recorridos, encuentra de manera fortuita a Delia, la mujer violada en Huanta por el grupo de soldados que él comandaba. El exmilitar vive lleno de remordimientos por haber dirigido la violación, y decide expiar su culpa robando un dinero y entregándoselo a Delia. Como los Ormache en La hora azul, se enamora de Delia y fantasea con la posibilidad de que ella y su niña (que nació como producto de la violación) reemplacen a su esposa y a memory in three contemporary Peruvian novels, Hibbett (2013) analiza Un lugar llamado Oreja de Perro, de Iván Thays, Abril Rojo, de Santiago Roncagiolo y La hora azul, de Alonso Cueto, a partir de una noción de memoria como actividad moral.

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su hija, muertas en un accidente de tránsito poco después de su regreso de Ayacucho. Había empezado a salir en el taxi, a dar vueltas. Era lo que más quería hacer, circular, ver gente, atontarse hasta el final. Pero en ese momento comprendía que dar vueltas era un encargo que le habían dejado Gladys y Carolina. Era un encargo porque sin saberlo había estado buscando a esa mujer, Delia. Y la había encontrado. Había encontrado a Delia con esa niña pequeña en la peluquería, una réplica de la esposa e hija que se le habían ido. Ellas sí habían sobrevivido. Habían vuelto. Estaban allí, muy cerca. Y ahora podía hacer algo para completar esa historia. Aun cuando ella lo rechazaba. Era una segunda oportunidad que le daba la Providencia [...]. Iba a ayudar a Delia, llevarle el dinero, iba a ofrecerse para ayudarla en lo que pudiera (Cueto 2015: 61-62).

La pasajera ofrece también una solución que borra la culpa del sujeto masculino y justifica la violencia de género mediante una trama romántica.12 Sin embargo, a diferencia de La hora azul, en La pasajera el “amor” aparece claramente como una fantasía sin correlato en la realidad. Aun así, en el desenlace de esta novela, Olea es reemplazado por Enrique, el vecino enamorado en secreto de Delia; él es un personaje que no constituye un peligro, dado que no tiene interés en establecer una relación sexual con la mujer. La novela termina con una escena que podría leerse como la fantasía de Enrique, que emprende el camino de Lima a Huanta en bicicleta para encontrarse con Delia, encuentro que suponemos no se llevará a cabo (la distancia es más de seiscientos kilómetros) dada la ingenuidad y la pasividad del personaje. En la novela, entonces, Delia solo tiene dos opciones: el “amor” del sujeto que dirigió su violación o el amor idealizado e imposible de Enrique.

12. Las coincidencias entre el relato de García Calderón publicado en 1924 y las novelas de Cueto nos llevan a proponer que estamos frente a una “escena primaria” en la literatura peruana, que expresa lo que Foucault llamó las “técnicas polimorfas del poder” (1990: 11), fuerzas que operan en nuestra cultura para naturalizar o invisibilizar la violencia de género al mostrarla como una forma de amor.

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Violencia sexual en la literatura de autoría femenina ¿Qué ocurre cuando la violencia sexual es representada por una escritora? ¿Cómo se interpreta el motivo desde la mirada femenina? El poemario Las hijas del terror (2007), de Rocío Silva Santisteban, se publica en el contexto de la literatura posconflicto con la intención explícita de representar un aspecto soslayado en la representación de la violencia en el Perú: la violación sistemática de mujeres por el ejército y por los miembros de grupos terroristas. El poemario comienza con un texto en prosa, que expresa de manera clara este propósito: Desde 1980 y durante el transcurso de la guerra interna en el Perú las mujeres fueron violadas y violentadas por el personal militar cuando, muchas veces sin motivo alguno, fueron acusadas de terroristas. De la misma manera, los miembros de Sendero Luminoso y del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru secuestraron a muchas jóvenes bajo el pretexto de la militancia guerrillera, pero con la finalidad última de convertirlas en esclavas sexuales. Por ambos lados las mujeres fueron sometidas, humilladas, doblegadas, oprimidas y avasalladas. ¿Por qué? Porque el cuerpo de la mujer, desde los primeros enfrentamientos humanos, ha sido motivo de caza, de pelea, de discusión, pero, sobre todo, botín de guerra y ensañamiento con el enemigo (2007: 11).

La autora explica que no puede hablar “en vez de” (sic) las mujeres que sufrieron la violencia. Tal como Gayatri Spivak propone, Silva Santisteban reconoce que “el subalterno no puede hablar”. Sin embargo, se propone ofrecer “una versión de parte” (2007: 11) al buscar la marca que dejaron estas experiencias en su propia subjetividad. La posibilidad de comunicar, mediante la poesía, la historia subalterna de la violencia sexual contras las mujeres proviene de testimonios como el de Giorgina Gamboa, a quien está dedicado el libro13. Este relato constituye, pues, la fuente de la primera sección del poemario, titulada 13. El poemario Las hijas del terror obtuvo el Premio Copé de Plata en la XII Bienal de Poesía (2005). Rocío Silva Santisteban eligió el nombre de Giorgina Gamboa como seudónimo. En el epílogo, la autora explica que el libro es un “homenaje a mujeres que, como Giorgina Gamboa, de quien tomé su nombre como seudónimo para presentarme al concurso, han luchado por la justicia y la vida. Su testimonio, otorgado a la Comisión de la Verdad y la Reconciliación, es uno de los

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“Sabes bien que perdí la batalla”, compuesta por poemas que representan voces de mujeres que intentan narrar su propia experiencia de la violencia. En esta parte, el poema “BAvioLADA” (sic) resulta particularmente interesante, porque alterna varios registros: la balada, la voz del militar que dirige la violación y el testimonio de la víctima. El poema explora de manera irónica la posibilidad de utilizar un género musical caracterizado por la idealización del amor romántico para enmarcar un acto que se presenta como abyecto. Los versos de la balada Fuiste mía un verano (1968), del compositor argentino Leonardo Favio, adquieren una connotación siniestra al alternar con fragmentos de las voces de violador y violada rememorados en el testimonio. Se trata de una de las baladas más populares en Latinoamérica durante los años setenta, que moduló la educación sentimental de los adolescentes de la época. El juego del cortejo entre dos jóvenes contrasta con el desprecio y el derecho que sobre la gine-sacra asume temer el militar que dirige la violación. La expresión amorosa “fuiste mía” se transforma en el poema en la expresión de la violencia basada en el derecho masculino sobre la mujer, que deja de ser un sujeto para convertirse en un cuerpo disponible para ser maltratado y violado. La estrategia usada en el poema es el paralelo entre las expresiones de amor y las de odio tomadas de los testimonios de mujeres que rememoran el evento traumático. El joven de la balada dice no poder olvidar “el pelo, el aroma, el sabor, el nombre” de la amada; los mismos tópicos aparecen en la voz femenina que rinde testimonio, pero los versos cambian radicalmente de sentido para intentar dar cuenta del trauma de la violación. Cada chica que pase con un libro en la mano me traerá tu nombre como en aquel verano ¿Su nombre?, ¿para qué? era suboficial o teniente o no sé qué porque ordenaba, les dijo, háganlo rápido como yo y no se ensucien demasiado entonces pasaron uno por uno, dos, tres relatos más impactantes sobre violencia contra la mujer durante el conflicto” (Silva 2007: 73).

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no más, por favor, no, no déjenme morir cuatro cinco seis ya no, Dios, ya no, ya no siete estaba completamente muerta, muerta, muerta, ocho fuiste mía un verano ocho, fueron ocho perra, ladra solamente un verano (Silva 2007: 21).

Rocío Silva Santisteban logra un doble efecto al yuxtaponer los versos de la balada romántica, la voz del violador (en cursivas) y el testimonio de la violada: por un lado, como argumenté, nos muestra la hegemonía de un discurso amoroso basado en un supuesto derecho de posesión del hombre sobre la mujer —“fuiste mía”—, enraizado en la base de la educación sentimental de sujetos masculinos y femeninos. Por otro, la extrañeza frente al contraste entre el lenguaje amoroso y el lenguaje de la violencia revela la impostura, la farsa, el choque de sentidos entre los dos discursos. De esta manera, Silva Santisteban desmonta el discurso que afirma el derecho masculino sobre el cuerpo femenino y muestra la debilidad de la justificación de la violencia sexual mediante la retórica del amor romántico. Claudia Salazar Jiménez publica en 2013 la novela La sangre de la aurora, un texto que otorga voz a las mujeres que sufrieron experiencias de violencia sexual durante el conflicto armado interno. La novela está estructurada a partir de la yuxtaposición de una serie de secuencias breves narradas casi en su totalidad en primera persona por tres mujeres: Marcela, la terrorista; Modesta, la campesina ayacuchana, y Melanie, la periodista limeña. La propuesta es la siguiente: a pesar de las diferencias de clase, educación, cultura, opción política y orientación sexual (Melanie es lesbiana), la violencia sexual contra las tres mujeres parte de una cultura patriarcal que las coloca en la posición de gine-sa-

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cras o “violables”. Esta propuesta se hace evidente en las secuencias que dan cuenta de la violación que sufren tanto por las fuerzas del orden como por los terroristas. Con una sintaxis desarticulada, que recoge exclamaciones, ruidos, sensaciones dolorosas, la escena de la violación es focalizada en parte por la víctima y en parte por un narrador —o, más bien, una narradora—, que podría ser una testigo, en secuencias que se repiten con mínimas variantes (los apelativos “terruca hija de puta» y “blanquita vendepatria”, por ejemplo [2013: 68, 65]) para denunciar el desprecio y el borrado del sujeto femenino: Era un bulto sobre el piso. Importaba poco el nombre que tuviera, lo que interesaba eran los dos huecos que tenía. Puro vacío para ser llenado. Después vendrían las preguntas y las respuestas. Ya sabrían todo de ese bulto. En realidad, no les importaba ahora. Lo suficiente eran esas cuatro extremidades de las cuales podía ser sujetado, inmovilizado, detenido. Estos usaban botas de cuero negro y ropa de color caqui, nada les cubría el rostro. Daba lo mismo, ella era solo un bulto (2013: 68).

Esta manera cruda de relatar la escena de violación claramente anula cualquier posibilidad de apelar a la retórica romántica. A diferencia de las escenas escritas y relatadas desde la perspectiva masculina, la violación no se narra desde la mirada de deseo del atacante (Borrachero 2004: 78), no hay descripciones de la belleza de la mujer violada, no hay justificaciones del abuso. Es más, no hay un violador. Se trata de un acto colectivo, fundado en un supuesto derecho patriarcal sobre un cuerpo femenino “disponible” que el texto presenta como lo más abyecto de la violencia. Los cuerpos son destrozados, el lenguaje expresa la desintegración del sentido, las voces, insultos y órdenes de los atacantes resuenan, el cuerpo “abierto, expuesto, vulnerable, despedazado” se ha “convertido en un campo de batalla” (Salazar Jiménez 2013: 72)14.

14. Salazar Jiménez se refiere, al citar esta frase, a la reinterpretación del póster de Barbara Kruger con la inscripción “Your body is a battleground” producido en 1989 para la marcha de protesta en favor de los derechos reproductivos para las mujeres en Washington D.C. En 2004, la artista plástica Natalia Iguíñiz se apropia y

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Resumen final Nuestra intención en este artículo ha sido contribuir al análisis de la violencia de género como fenómeno social representado a partir de la narrativa hegemónica, que la naturaliza, justifica e invisibiliza mediante estrategias que colocan a la mujer en un lugar aparentemente seguro: su rol tradicional en el hogar, la retórica del amor romántico y la relación conyugal. Para ello nos hemos concentrado en la lectura de tres grupos de discursos: los testimonios del colectivo #Niunamenos, los del conflicto armado interno recogidos por la CVR y las narrativas de ficción que tratan el tema. Asimismo, hemos realizado el desmontaje de algunos textos incluidos en los dos últimos grupos, dejando el primero de lado, por ahora, por razones de confidencialidad y derechos de autoría, pero con la determinación de retomarlo para un proyecto futuro. Proponemos, como resultado de este trabajo, que la violencia de género durante tiempos de guerra es la continuación de la violencia estructural en tiempos de paz, tal como lo demuestra el análisis de las llamativas y siniestras similitudes entre los testimonios y los textos literarios que estudiamos en este ensayo. Hemos colocado la violencia contra la mujer como un antagonismo histórico de larga data, todavía desatendido y por ello irresuelto en las relaciones sociales en el Perú; se trata de un antagonismo que permea las relaciones entre hombres y mujeres de distintas clases sociales, entre grupos étnicos, regiones y épocas en la cultura nacional. La noción de gine-sacra es la herramienta teórica que nos permite develar la deshumanización del sujeto femenino por razones de género en la literatura y en el entramado de la vida cotidiana. En la estela de la revitalización de movimientos que denuncian la violencia contra la mujer, ejercemos en este texto una crítica

cambia de signo la frase de Kruger en su póster con la frase “Mi cuerpo no es un campo de batalla”, producido para sensibilizar a los peruanos sobre la impunidad frente a los casos de violencia sexual contra mujeres campesinas (la frase acompaña la silueta oscura de una mujer andina con una estela de sangre en color rojo brillante).

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académica inspirada por una ética que se propone dar valor a textos invisibilizados por el canon y los circuitos editoriales dominantes, para la construcción de una narrativa que coloque a la mujer fuera de los sentidos comunes del discurso patriarcal.

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Entre el ideal de verdad y el impulso estético Los muertos de la guerra en El Salvador (1980-1992) en tres textos literarios Valeria Grinberg Pla Universidad Estatal de Bowling Green

Nobody exclaims, ‘Isn’t that ugly! I must take a photograph of it’. Even if someone did say that, all it would mean is: ‘I find that ugly thing... beautiful’. Susan Sontag1

Introducción Si, como explica Susan Sontag, la historia de la fotografía pudiera resumirse como la historia de la contradicción entre el principio del embellecimiento, que proviene de las artes, y el principio de lo verdadero, ligado a la función indicial de la fotografía como documento de la realidad (proveniente del periodismo decimonónico), otro tanto podría

1. “Nadie exclama: ‘Ay, ¡qué feo es eso, tengo que fotografiarlo!’. Incluso si alguien dijera eso, lo que en realidad querría decir es: ‘Esa cosa fea me parece... bella’”. Esta y todas las traducciones al español son de mi autoría, a menos que se indique lo contrario (VGP).

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decirse de la historia de la literatura, sobre todo de aquella que busca representar los horrores de la guerra. Así, la literatura de la memoria, en tanto pretende mostrar algo sobre la realidad presente y cómo esta es afectada por el pasado traumático, participa de una tensión permanente entre el impulso estético (la puesta en formato literario) y el impulso moral de verdad. Sin ir más lejos, el veredicto de Adorno (“Escribir un poema después de Auschwitz es un acto de barbarie, y esto también hace comprender por qué se ha vuelto imposible escribir poesía hoy”)2 representa precisamente un problema para la escritura entendida como estetización del sufrimiento provocado por las topografías nazis de la crueldad. Y aunque muchos, sobre todo en la Alemania de posguerra, entendieron esta lapidaria frase no solo como un rechazo a una institución literaria que había sido cómplice del Holocausto sino también como la prohibición o incluso la imposibilidad de representar literariamente el genocidio, la escritura ha sido, para los sobrevivientes de los campos de concentración, una herramienta de supervivencia. Cuando, años después, Adorno (1969) escribe: “Sobre Auschwitz no se puede escribir bien en términos lingüísticos” (el destacado es mío),3 parece insistir en la contradicción existente entre la búsqueda de una forma literaria acabada (pulida, bella, consagrada) y el trasfondo de barbarie que se representa. De esta preocupación se desprende la necesidad de lograr formas literarias que hagan justicia a su objeto en toda su crueldad. Retomando la dicotomía de Sontag, el desafío es crear un lenguaje (literario, fotográfico) construido a partir del rechazo al principio de embellecimiento y, por lo tanto, regulado por un ideal moral de verdad. Desde esta perspectiva, cabe preguntarse si la literatura puede ofrecer una representación justa o ética de los horrores de la guerra y en qué medida puede lograrlo. Dicho de otro modo: ¿es posible pensar una literatura en la cual la estética esté al servicio de una verdad moral sobre las víctimas —masacrados, violados, desaparecidos, torturados—?

2. “Nach Auschwitz ein Gedicht zu schreiben, ist barbarisch, und das frißt auch die Erkenntnis an, die ausspricht, warum es unmöglich ward, heute Gedichte zu schreiben” (Adorno 1970: 30). 3. “Über Auschwitz läßt sich nicht sprachlich gut schreiben” (1969: 597).

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Después del fin de las guerras en Centroamérica, apunta Werner Mackenbach (2012: 231) que “la lucha contra el olvido y por el derecho a la memoria [. . .] se ha transformado en un requisito fundamental para poder pensar y construir un futuro de convivencia de las sociedades centroamericanas basado en respeto mutuo, diversidad, justicia y democracia” en el cual “las prácticas narrativas están ocupando un lugar estratégico”. En efecto, las prácticas narrativas de la posguerra abarcan un amplio espectro de tipos textuales, entre los que destacan los informes de la verdad y el testimonio junto a los géneros ficcionales, como el cuento o la novela. Por su parte, Sophie Esch (2017) puntualiza que: En los años de la posguerra ha habido un aumento de textos ficcionales que exploran el legado de los años de la guerra y la violencia en una región que ha estado nominalmente en paz desde los respectivos acuerdos de paz para Nicaragua, El Salvador y Guatemala a comienzos de los años noventa, pero que ha sufrido en los últimos veinte años periodos de violencia generalizada, muchas veces más difusa y multifacética que la violencia políticamente motivada de la Guerra Fría [...]. En contraste con las voces testimoniales y el optimismo esperanzado de la prosa y la poesía revolucionarias que predominaron durante los años de la guerra, ha surgido una ficción ácida e implacable, de naturaleza experimental e iconoclasta, que pinta un paisaje desolado de la Centroamérica de posguerra (2017: 575).

Si el anclaje literario de las ficciones de la guerra presenta el desafío de poder suspender o desviar, en el sentido situacionista del término, el principio del embellecimiento para que prevalezca el ideal de verdad, también es cierto que la preeminencia de la función poética del lenguaje, junto a la libertad experimental y de imaginación de toda práctica estética, también posibilitan la resignificación de la escritura como instrumento de memoria del horror. Y esto es algo que la literatura, al menos, tiene el potencial de hacer. En ese sentido, “el paisaje desolado” que emerge de muchas de las ficciones es, de algún modo, una verdad tanto sobre los efectos de la guerra como sobre la continuidad de la violencia por otros medios en la posguerra. Las reflexiones de Craig Dworkin sobre la eficacia política de la poesía se aplican muy bien al modo en el cual la literatura de la memoria puede ser políticamente eficaz:

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En el sentido estrecho de la “política”, los poemas no son eficaces, así de simple. En el mejor de los casos, quizás presenten modelos a partir de los cuales los lectores puedan extrapolar modos de pensar o de comportamiento, los cuales a su vez pueden ser traducidos a otros contextos y sistemas. En la medida en que los poemas afectan la comprensión del lenguaje del lector, tienen el potencial de alterar todas aquellas relaciones extraliterarias que también involucran el lenguaje; pero no tienen influencia directa en la política electoral, ni alimentan a los hambrientos, ni suavizan los golpes (Dworkin 2017: 2).

Tampoco procuran juicio y castigo a los responsables políticos y los ejecutores materiales de las masacres, las torturas, las desapariciones y los asesinatos que tuvieron lugar entre 1980 y 1992, durante los doce años que duró la guerra en El Salvador, y que dejaron un saldo de 75 000 muertos.4 Por el contrario, sí pueden “alterar todas aquellas relaciones extraliterarias que también involucran el lenguaje” al nombrar a los culpables y buscar formas justas de representar a las víctimas: Más aún, los análisis políticos de la literatura con frecuencia dan dos pasos que terminan siendo reaccionarios: primero, plantean la pregunta [sobre su eficacia política] en el sentido estrecho y, al encontrar después que la literatura es insuficiente, descartan toda pregunta sobre política literaria, manteniendo un statu quo en el cual los aspectos significativos y apropiados de la política literaria siguen sin ser examinados. El peligro de tomar a la poesía como políticamente eficaz en el sentido estrecho, no es tanto una ingenuidad con respecto a lo que la poesía no puede hacer, sino más bien una falta de atención a aquello que sí puede hacer (Dworkin 2017: 2).

Porque entiendo que cada forma literaria propone una determinada política de la memoria, que va de la mano con sus estrategias y procedimientos, es que me interesa indagar, en el contexto de específico de El Salvador, por un lado, cómo se articula el impulso moral de verdad que regula la representación del pasado traumático y, por otro, cómo dicho principio se traduce en un lenguaje literario particular en tres textos sobre la guerra: Salvador (1983), de Joan Didion, Mediodía de frontera (2002), de Claudia Hernández y Dios tenía miedo (2011), de Vanessa Núñez Handal. En esta indagación me pregunto, 4. Para un análisis detallado de las distintas formas de violencia en esos años, véase el informe de la Comisión de la Verdad (1993), De la locura a la esperanza.

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fundamentalmente, dos cosas: ¿cuál ha sido el ideal moral de verdad que ha determinado dichos textos? y ¿en qué medida estos han podido sustraerse al principio de embellecimiento o subvertirlo? Leer estos textos de manera comparada implica repensar las posibilidades de la literatura y, específicamente, de la ficción, para articular una verdad sobre la guerra en El Salvador en diálogo con un relato como el de Didion, anclado en el registro periodístico o testimonial (sin ser un testimonio propiamente dicho). Esto es significativo, pues mientras duraron los conflictos armados en la región la producción testimonial fue consagrada tanto por los movimientos revolucionarios mismos como por la solidaridad internacional, entre la que se cuenta Didion, como vehículo privilegiado para retratar la realidad social en El Salvador, Nicaragua y Guatemala.5 En consecuencia, y como señala Beatriz Cortez (2010: 26), “la ficción con frecuencia fue vista como un instrumento de evasión, como una forma de alienación de la urgencia de la realidad centroamericana”. Por el contrario, ficciones como las de Claudia Hernández y Vanessa Núñez Handal reclaman ser leídas a la par de la literatura testimonial, como un discurso válido sobre la violencia de la guerra.

Salvador o la pornografía de la violencia En 1983, la escritora estadounidense Joan Didion publicó Salvador, un relato de viaje que puso la violencia de la guerra salvadoreña en el centro de la atención del público lector angloparlante. El pasaje citado a continuación es emblemático de la política de su escritura: La fotografía que acompaña la última toma muestra un cuerpo sin ojos, porque los buitres llegaron antes que el fotógrafo. Hay un tipo especial de información práctica que quien visita El Salvador adquiere inmediatamente, del mismo modo que quienes visitan otros lugares se informan sobre los índices cambiarios, los

5. A modo de ejemplo del testimonio centroamericano en estos tres países, véanse La montaña es algo más que una inmensa estepa verde (1982), de Omar Cabezas, el conocidísimo Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia (1983), editado por Elisabeth Burgos, y Nunca estuve sola (1988), de Nidia Díaz.

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horarios de los museos. En El Salvador uno aprende que los buitres van primero a los tejidos blandos, los ojos, los genitales expuestos, la boca abierta. [Nótese el momento pornográfico, es decir explícito, de la descripción, que es acentuado aún más:] Uno aprende que una boca abierta puede ser usada para decir algo específico, puede ser tapada con algo emblemático, tapada con, por ejemplo, un pene, o, si lo que se quiere decir tiene que ver con un título de propiedad, con algo de la tierra en cuestión. Uno aprende que el pelo se deteriora menos rápidamente que la carne y que una calavera rodeada de una perfecta corona de pelo no es un espectáculo infrecuente en los baldíos donde se tiran los cuerpos (Didion 1983: 17).6

La prosa de Joan Didion, sobre todo en este pasaje, adquiere una cualidad fotográfica no solo por su carácter visual (es decir, por servirse sobre todo de imágenes visuales propiamente dichas), sino porque se entiende a sí misma en la obligación moral de observar y captar la realidad salvadoreña de la guerra (concretamente, de visualizar lo que ella llama “los mecanismos del terror”) y, en ese sentido, también participa del pathos fotográfico implícito en el “heroísmo del ver” que Susan Sontag (1977) atribuye a los fotógrafos, siempre dispuestos a colocarse en situaciones de peligro para su integridad personal con el objeto de poder sacar al menos una fotografía que valga la pena. Al mismo tiempo, esta obligación de ver y describir fotográficamente los cuerpos de los muertos que pueblan las calles de San Salvador se traduce en un voyerismo casi pornográfico, que deslinda su propia subjetividad (racional, civilizada) de la de los salvadoreños. En consecuencia, Didion interpreta todos y cada uno de los aspectos de la realidad salvadoreña como signos de la naturaleza violenta e irracional de dicho país, mientras asume un horizonte común de lectura con su público 6. “The photograph accompanying the last caption shows a body with no eyes, because the vultures got to it before the photographer did. There is a special kind of practical information that the visitor to El Salvador acquires immediately, the way visitors to other places acquire information about the currency rates, the hours for the museums. In El Salvador one learns that vultures go first for the soft tissue, for the eyes, the exposed genitalia, the open mouth. One learns that an open mouth can be used to make a specific point, can be stuffed with something emblematic; stuffed, say, with a penis, or, if the point has to do with land title, stuffed with some of the dirt in question. One learns that hair deteriorates less rapidly than flesh, and that a skull surrounded by a perfect corona of hair is a not uncommon sight in the body dumps” (Didion 1983: 17).

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lector. De ahí deriva otro problema central del ensayo: la confianza en un “nosotros” capaz no de comprender, sino más bien de horrorizarse por lo que está ocurriendo en El Salvador. Así, la política de su escritura funciona exactamente al revés del presupuesto de Susan Sontag (2003) en Regarding the Pain of Others, según el cual las representaciones más efectivas —¿más éticas?— son aquellas que niegan la existencia de un horizonte común y, en consecuencia, llevan a los espectadores a hacerse las preguntas apropiadas sobre las causas de la violencia. Por el contrario, Joan Didion reafirma la humanidad de su propia cultura a costa de la naturalización de la violencia intrínseca, inexplicable y, por ende, inconcebible, que caracteriza a El Salvador.7 Publicado en los primeros años de la guerra, Salvador instala la otredad de la violencia de la guerra a partir de su particular pornografía de la violencia.

Sin sentimientos: mediodía de frontera Casi veinte años después de la aparición del relato de viaje de Didion (1983), y al cumplirse diez de la firma de los acuerdos de paz, la escritora salvadoreña Claudia Hernández (2002) publicó Mediodía de frontera, una colección de cuentos en la cual lo grotesco, la ironía y el absurdo dan cuenta del carácter cotidiano de la muerte y la violencia durante los años de la guerra. El efecto siniestro que se desprende de estos relatos, aparentemente anodinos, es producto precisamente de la aparente normalidad de la omnipresencia de cadáveres, compañeros familiares de los distintos personajes que protagonizan las narraciones de la colección. Así, en el cuento “Hechos de un buen ciudadano (parte 1)”, un hombre que encuentra un cadáver al regresar a su casa, lejos de inmutarse, decide colocar un anuncio en el periódico para ver si alguien viene a reclamarlo, como si se tratara de un hecho cualquiera de la vida cotidiana. Con total desapego, el hombre comenta: “He visto muchos asesinados en la vida, pero nunca uno con un trabajo tan bueno como el que le habían practicado a la muchacha, que tenía cara de llamarse Lívida, tal vez por el guiño de lamento que se le 7. Para una crítica a la mirada imperial de Didion, véase Marie Louise Pratt (1992).

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había quedado atascado en los labios amoratados” (p. 15). A diferencia de lo que le ocurre a Didion, quien en Salvador pone en escena su sentimiento horrorizado por la presencia de los cuerpos violentados de los muertos como si de este modo pudiera proclamar su propia humanidad frente la barbarie de los otros, el buen ciudadano de Hernández parece no acusar recibo de la brutalidad inclemente que lo rodea. Según Sophie Esch (2017: 573), este procedimiento, en el cual las relaciones entre seres humanos y animales ocupan un rol central, es “a un tiempo revitalización y examinación crítica de lo que significa ser humano en el contexto de la violencia, pasada o presente”. Así, Mediodía de frontera constituye un buen ejemplo de una forma oblicua de referirse a la omnipresencia traumática de cadáveres durante la guerra, y se sitúa en el polo opuesto a la estética de la prosa de Didion. Si bien los cuentos refieren directamente a los muertos e incluso describen en detalle distintas formas de mutilación o de convivencia con la muerte, no nos dan una representación realista de la época, debido al extrañamiento en la percepción (de los omnipresentes cadáveres) producido por el uso del absurdo, la ironía y lo grotesco, así como a la total ausencia de sentimientos. A fin de cuentas, lo que la perspectiva de la narración siempre soslaya en estos cuentos es aquello que el relato de Didion hace en exceso: explayarse en los sentimientos provocados por la violencia. En relación con los personajes que habitan estos relatos, la ausencia de todo sentimentalismo en Mediodía de frontera puede ser leída, siguiendo a Esch (2017), como condición de sobrevivencia de una ciudadanía empobrecida, reducida a un comportamiento cívico sin agencia política en el contexto de las democracias neoliberales de la posguerra (2017: 575). Sin embargo, en relación con la política textual de estas ficciones de Claudia Hernández, la reticencia sentimental alude, a mi entender, a cierto pudor generado por las implicaciones éticas de un lenguaje literario afianzado en el ideal estético de lo verdadero, lo bello y lo bueno como parámetros de la literatura —lo que Adorno llamó “escribir bien, literariamente hablando”— y lo problemático de escribir un texto bello sobre la atrocidad.8 La apuesta de los cuentos 8. Coincido plenamente con la interpretación de José Pablo Feinmann (2001) sobre el sentido del veredicto de Adorno, a partir de su lectura de Consignas: “En el

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de esta autora se sitúa en el polo opuesto para proponer una verdad sobre la violencia a partir de un lenguaje despojado, como el que caracteriza al cuento “Manual del hijo muerto”, que cierra la colección: “Cuando el hijo está en forma de trozos causa especial emoción reconstruir el cuerpo del niño (24-25 años) que salió completo de la casa hace dos o seis días” (Hernández 2002: 119). Las detalladas instrucciones que siguen a este preámbulo explican cómo asegurarse de que los pedazos de cuerpo recibidos coincidan con los del hijo muerto y cómo ensamblarlos correctamente para poder mostrar el cuerpo a familiares y amigos, a través de un lenguaje puntillosamente objetivo y didáctico que permite atisbar, oblicuamente, la desmesura del sufrimiento de un padre o una madre, por contraste, al tiempo que su brutalidad absurda recrea la lógica perversa de la tortura y la descuartización, así como la posterior exhibición de los cuerpos mutilados que caracterizó las tácticas de terror de los escuadrones de la muerte en El Salvador.

Contra el percepticidio de la guerra: Dios tenía miedo A casi veinte años del fin de la guerra, la estrategia utilizada por Vanessa Núñez Handal en su novela autoficcional Dios tenía miedo (2011) consiste en alternar la perspectiva de la narración entre el punto de

Prefacio del libro, Adorno hace una cuidada referencia al texto sobre Auschwitz. Dice que no lo ha corregido, no pudo hacerlo. Le pareció que pulir el estilo o aun cierta pulcritud de redacción era imposible, ya que el tema del artículo era la expresión desaforada de la barbarie. ‘Cuando hablamos de lo horrible, de la muerte atroz, nos avergonzamos de la forma, como si esta ultrajara el sufrimiento’. Se sabe que la fórmula adorniana acerca de la imposibilidad de escribir (poesía o lo que sea) después de Auschwitz ha llevado a todo tipo de erráticas (y, por lo general, erradas) interpretaciones. Aquí, Adorno ofrece otra pista sobre su famoso dictum. ‘Imposible escribir bien, literariamente hablando, sobre Auschwitz’ (Consignas, p. 7). Pareciera encontrar en la búsqueda de la perfección del lenguaje una traición a la brutalidad que se debe expresar. No hay que disimular la ‘real brutalidad’. ‘Debemos renunciar al refinamiento’. Con la conciencia de que en ese renunciamiento puede latir el peligro de caer una vez más ‘en el engranaje de la involución general’.” (párrafo 2).

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vista actual de una mujer adulta, tratando de comprender sus recuerdos de la guerra y sus percepciones de la misma cuando niña.9 Así, la verdad sobre la guerra articulada en Dios tenía miedo se desprende de la particular combinación de ficción y documentación que constituye la autoficción de la novela. Esta ambigüedad e hibridez, resultado de que los pactos de lectura de la autobiografía y la novela funcionen al mismo tiempo, presentan un desafío para los lectores, ya que dificultan la fácil clasificación de la verdad del texto como objetiva o subjetiva, documental o ficcional.10 También Julia Negrete (2015: 231) apunta que atribuir la clave de la autoficción a su pacto ambiguo “invita a hacer una lectura simultánea de dos géneros y establecer dos pactos, el autobiográfico y el novelesco, con lo que se ostenta lo contradictorio y paradójico de esta forma de escritura”. Pero si Núñez Handal recurre a la autoficción para articular su verdad sobre la guerra es porque ve la ambigüedad como una oportunidad para no cortar los lazos con la realidad extraliteraria a la que remite, construyendo esta relación con su referente extratextual de manera compleja e híbrida. Así, en Dios tenía miedo la protagonista y principal narradora se involucra en la construcción de la memoria, del mismo modo que la autora se refleja ambiguamente en esa narradora. Y en la medida en que la narradora/protagonista logre comprender qué significó la guerra, también podrá (re)conocerse a sí misma. En consecuencia, este texto afirma la capacidad, y la necesidad, de comprender el pasado como condición de identidad, y apuesta por la hibridez de la autoficción como espacio desde el cual construir ese relato. A partir de una exploración de las dinámicas del yo como sujeto y objeto de la escritura autoficcional, Vanessa Núñez Handal transforma la representación de los horrores de la guerra en una búsqueda de (auto)conocimiento por medio de la literatura. En 2009, diecisiete años después de la firma de los acuerdos de paz, Natalia vuelve a El Salvador al tiempo que retorna a la memoria de la

9. Para una discusión más profunda y extensa de Dios tenía miedo, veáse mi artículo “La guerra salvadoreña vista desde la literatura autoficcional” (Grinberg Pla 2016), de donde provienen estas reflexiones. 10. Véase, a este respecto, Casas 2012: 9-42.

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guerra, de modo que el viaje de regreso al país natal es disparador y metáfora del viaje de regreso al pasado. La narración de Natalia oscila entre la perspectiva que tenía de niña y su perspectiva actual de mujer adulta que trata de entender sus experiencias traumáticas durante la guerra, aunque son precisamente los pasajes escritos desde su perspectiva infantil los que le permiten interrogar la inexplicable violencia que la rodea. En consecuencia, su relato reproduce el lenguaje y la percepción de una niña curiosa, cuyas preguntas sobre la guerra no obtienen respuesta alguna, o bien obtienen respuestas evasivas, por parte de sus mayores, quienes tratan de vivir como si no pasara nada. Para impedir que ella y sus hermanos se den cuenta de que están viviendo en estado de guerra, intentan reprimir o anular cualquier percepción, por medio de la vista, el oído, el olfato o el tacto, de la violencia imperante. El objetivo es forzar y forzarse a no ver los cuerpos de los muertos tirados por doquier en calles y terrenos baldíos que con tanto morbo describe Didion; no oír las bombas ni las sirenas ni los gritos; no oler la carne en descomposición de los cadáveres; no tocar ni ser tocado de ningún modo por la violenta realidad que los rodea. Esta estrategia usada por los padres de Natalia, tal y como ella la describe, es una variante del percepticidio, concepto acuñado por Diana Taylor (1997) para referirse a la supresión o el control de la mirada impuestos durante la última dictadura militar en Argentina, que permitió que miles de personas fueran secuestradas en lugares públicos, muchas veces en pleno día, sin que nadie lo “viera”.11 11. En Disappearing Acts, su estudio sobre la violencia y sus representaciones durante la dictadura militar en la Argentina (1976-1983), Taylor sostiene que la política del percepctidio forzó a la población a mirar hacia otra parte para no ver nada que pusiera en duda el discurso oficial de la dictadura, pese a verlo. En sus palabras: “Ver lo peligroso, ver aquello que no estaba expuesto para ser visto, ponía en riesgo a la población en una sociedad policial que controlaba la mirada. La mutualidad y reciprocidad de la mirada, que permite a las personas identificarse con otras personas, cedió su lugar a la mirada desautorizada. Forzada a funcionar bajo la mirada vigilante, la gente no se animaba a ser descubierta mirando, a ser vista pretendiendo no ver. Mejor cultivar una cuidadosa ceguera. Una red de miradas subrepticias posicionaba y silenciaba a aquellos que no aprobaban al régimen o no se identificaban con el proyecto militar. Esas miradas hicieron añicos la comunidad. En lugar de afinidad, uno reconocía al ‘enemigo’ en lo cotidiano, la división

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He aquí el pasaje más emblemático del modo en que sus padres buscaron anular su percepción de la guerra: Aunque las bombas y los balazos se habían escuchado la mayor parte de la noche, papá pensó que se trataba de algo sin importancia. A la mañana siguiente, cuando me llevaba al colegio en su auto, decidió pasar por la avenida que quedaba paralela a la nuestra. Papá no tuvo tiempo de girar. Solo alcanzó a decir que debía taparme los ojos. No logró identificar que aquello que colgaba de las copas de los árboles que bordeaban la ancha avenida de doble vía eran pedazos de cuerpos. Y yo, sentada en el asiento trasero, no pude dejar de ver aquel horror, que fue mi primer enfrentamiento con los años de pavor que habríamos de vivir durante la década siguiente. Papá condujo hasta el colegio en silencio. Yo no me atrevía a preguntar si debía sentir pena por los muertos que la guardia, según escuché luego en la radio, recogió con palas y bolsas plásticas, a fin de evitar una hedentina en una de las principales calles de nuestra ciudad capital (p. 14; las cursivas son mías).

El recuerdo de Natalia capta, asimismo, el efecto enajenante del percepticidio que han querido imponerle pues, como explica Taylor, “ver sin poder ver, desempodera absolutamente. Pero ver, sin siquiera admitir que uno está viendo, hace que la violencia se vuelva aún más sobre uno mismo. El percepticidio ciega, mutila, mata a través de los sentidos” (1997: 124). La política de Dios tenía miedo es, entonces, escribir sobre los muertos, pero, sobre todo, sobre la violencia del percepticidio en tanto producto de la cultura del miedo y el silencio impuesta por el Estado salvadoreño. Esta autoficción reafirma la función tanto documental como poética de la literatura a la hora de representar los horrores de la guerra. La propuesta de una mirada desalienada y crítica sobre el pasado recae en este texto en la perspectiva infantil. En efecto, es desde su ingenua curiosidad que la narradora puede interpelar el discurso que avala e impone el percepticidio de la guerra. La ingenuidad es “una herramienta clásica de la ironía, que permite subrayar sutilmente ciertos fatal entre nosotros y, repentinamente, ellos. El triunfo de la atrocidad consistió en forzar a la gente a mirar hacia otro lado -un gesto que deshizo su sentido de cohesión personal y comunitaria-, incluso pese a parecer aislarlos de un entorno inestable. Los espectáculos de violencia dejaron a la población muda, sorda y ciega” (1997: 122-123; cursivas en el original).

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aspectos problemáticos de una sociedad, como ya fue el caso del cándido de Voltaire” (Adriaensen 2012, 162), y en este caso concreto sirve no solo para cuestionar el percepticidio y representar la persistencia de los muertos y sus cuerpos despedazados en la memoria. Como ya ha señalado Magdalena Perkowska (2017: 616), Dios tenía miedo cuestiona “el marco social habitual en el que se originan la memoria y la percepción de la realidad histórica. Esta desidentificación permite realizar una lectura crítica de la memoria y de la historia orientada, como la historia crítica de Nietzsche, hacia una acción futura”.

Palabras finales El relato de viaje de Joan Didion, las ficciones absurdas de Claudia Hernández, la autoficción de Vanessa Núñez: cada uno de estos modos de representación implica una política textual bien distinta, que se traduce en los significados atribuidos por cada texto a la violencia de la guerra. La prosa de Salvador se regodea en la contemplación de cuerpos mutilados que confirman la violencia intrínseca de El Salvador y Centroamérica, y es en esa fascinación donde es evidente la fuerza del principio de embellecimiento en la política del texto. El objeto del relato es, sin embargo, la denuncia de las atrocidades, reclamando de este modo el valor documental del mismo, gobernado por un principio moral de verdad. El problema es que la verdad de su particular registro de la violencia reafirma una forma de pensar los conflictos armados desde fuera de la región, caracterizada por la colonialidad del saber, tal como la define Aníbal Quijano (2000). Así, Didion ofrece una representación orientalista de El Salvador como tierra de muerte y violencia en la que el último vestigio de la civilización (“civilization’s last stand in Morazán” [46]) es la presencia de cuatro religiosos extranjeros (dos sacerdotes irlandeses, una monja estadounidense y una irlandesa) que aún continúan con su trabajo en San Francisco Gotera (el pueblo más cercano al sitio donde ocurrió la masacre de El Mozote el 11 de diciembre de 1981).12 12. Otra cita de Salvador relevante en este contexto: “as Thomas P. Anderson pointed out in Matanza: El Salvador’s Communist Revolt of 1932, ‘Salvadorans, like

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Por el contrario, y lejos de la poética exotizante de Didion, tanto Hernández como Núñez Handal intentan una representación de los muertos sin adornos, sin tapujos y sin excusas. En ese sentido, y más allá de sus grandes diferencias, el ideal de verdad que anima Mediodía de frontera y Dios tenía miedo no busca salvar a sus autoras, ni a los personajes que habitan sus textos, de la deshumanización traumática provocada por la convivencia con los muertos. Mientras la estrategia principal de los cuentos de Hernández es el absurdo provocado por el contraste entre los hechos terribles que se cuentan y el modo inexpresivo de contarlos, la narración de Núñez Handal trabaja con la ambigüedad ficción-documentación. Ambos procedimientos replican, a nivel del texto, la tensión irresoluble entre el principio de embellecimiento y el ideal moral de verdad. Esto es muy evidente en la forma en que Dios tenía miedo oscila entre el impulso documental, regulado por nociones referenciales de la verdad, y el impulso ficcional, que construye su verdad desde un discurso estéticamente normado. La estrategia de Mediodía de frontera, por su parte, consiste en subvertir cualquier intento de embellecimiento por medio de un lenguaje llano, algunas veces burocrático, otras forense, que trata a los muertos y a sus deudos con la misma frialdad inclemente usada por las autoridades. Cada cual a su manera, ambos textos lidian con los muertos y su presencia inevitable e ineludible. Si representaciones de la guerra como las de Joan Didion contribuyeron a crear una imagen internacional de El Salvador como tierra de muerte, Mediodía de frontera y Dios tenía miedo son ejemplos de modos de representar a los muertos en los cuales la violencia no es significada como marca de la salvadoreñidad o del carácter violento de toda Centroamérica, sino como cifra de una guerra que dislocó la humanidad de todos los involucrados, y cuyas causas y responsabilidades sociopolíticas pueden y deben ser pensadas críticamente desde la producción cultural.

medieval people, tend to use numbers like fifty thousand simply to indicate a great number-statistics are not their strong point’ [...] (53)” (las cursivas son mías).

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CAPÍTULO V

Narrar las violencias contemporáneas: México y Colombia

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“¡Los muertos, a sus lugares!” Violencia, memoria e identidad en el contexto del narcotráfico mexicano1 Brigitte Adriaensen Universidad de Radboud

En el año 2002, el sociólogo chileno Martín Hopenhayn publicó un artículo, titulado “Drogas y violencia: fantasmas de la nueva metrópoli latinoamericana”, donde criticó la obsesión con la droga y la violencia en los estudios sociológicos. Desde su perspectiva, esta última se había transformado en una obsesión permanente, en una especie de fantasma sobre el cual cada quien proyectaba sus propios miedos. Después de la caída de los regímenes dictatoriales en el Cono Sur y de las guerras civiles en Centroamérica, Hopenhayn observa que “ante la ausencia del fantasma del comunismo o de la revolución, los miedos de la gente se encarnan en los nuevos elementos que minan la sensación de seguridad y control” (Hopenhayn 2002: 70), entre los cuales estarían la droga y la delincuencia como elementos principales. Según la perspectiva de este autor, los medios de comunicación participan activamente en convertir este fantasma de la violencia en un espectáculo, por lo cual el 1. El presente artículo es una versión revisada y reenfocada de un artículo anterior, titulado “¿Hacia un mercado de la memoria sobre México? Narcoturismo, narconovela, narcocrónica”. Véase Adriaensen 2017.

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mismo miedo a la violencia, a la inseguridad y al conciudadano se ve reforzado de manera indirecta. En una especie de círculo vicioso, el espectáculo mediático —así como las industrias culturales— incrementa la sensación de vulnerabilidad y fragilidad entre la población, con el consiguiente reflejo en los tiempos de oro que actualmente viven compañías de vigilancia, cercos eléctricos, chaquetas antibalas, puertas blindadas, etc. Es inevitable subrayar que hoy en día, quince años después, los comentarios sobre el carácter fantasmagórico de la violencia necesitan también de un apunte crítico. Aquella relacionada con el narcotráfico configura un fenómeno transnacional que sigue afectando de manera más o menos visible a muchos países latinoamericanos y da pie a medidas estatales y legales preocupantes. Desde la guerra contra el narco declarada por el presidente mexicano Felipe Calderón en 2006 y la militarización de Ciudad Juárez en 2011, hasta la declaración del estado de emergencia en las villas por parte del mandatario argentino Mauricio Macri cuando llegó a su cargo en el 2015, se observa que los derechos humanos en el contexto de la narcoviolencia se ven seriamente debilitados por parte tanto de las organizaciones criminales como del mismo Estado. En Argentina, por ejemplo, el Centro de Estudios Sociales y Legales (CESL) emitió un comunicado para condenar la declaración del estado de emergencia pronunciado por el Gobierno macrista, enfatizando que la militarización del conflicto conlleva la violación de los derechos humanos: “Ya se ha demostrado que este camino no tiene capacidad para desarmar el complejo mercado de las drogas ilegales, ni su tejido con las instituciones estatales involucradas en las redes de ilegalidad. En cambio, sobran pruebas de su capacidad para incrementar los niveles de violencia y las violaciones a los derechos humanos”.2 Más concretamente, a través del nuevo decreto macrista, “se le atribuyen a las Fuerzas Armadas nuevas facultades para intervenir en cuestiones de seguridad pública y no de defensa nacional”. Estas 2. Para leer el comunicado entero, véase .

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atribuciones implican la “potestad de derribar aviones que no se identifiquen, sin necesidad de consultar a las autoridades políticas para hacerlo”, o la de efectuar “operativos de saturación en barrios pobres, sumando un problema más a las situaciones cotidianas de violencia que se viven en algunos de estos barrios”. Concentrémonos un momento en la situación mexicana. Aparte del espectáculo mediático que, sin lugar a dudas, se ha dado en la última década, se maneja actualmente la cifra aproximada de 120 000 muertos y 27 000 desaparecidos. Entonces, si el discurso gubernamental afirma que cualquier víctima que cayera fuera del círculo de narcotraficantes no era más que un “daño colateral”, hoy en día sabemos que se ha afectado a grandes segmentos de la sociedad mexicana. En efecto, hay una violencia expuesta en los medios de comunicación y otra oculta, una sistémica, no por ello menos real. Esto se hizo patente especialmente tras los acontecimientos de Ayotzinapa, en noviembre de 2014, cuando el mito del narco como territorio del otro fue definitivamente destruido. Es entonces cuando resultó evidente para el mundo entero algo que ya se sabía desde hace muchos años en México: que la guerra contra el narco, en este país, implica un uso no solo económico sino también político de la violencia.

¿Cómo definir la violencia relacionada con el narcotráfico? Para explicar el paso desde la criminalización del narco, de una “guerra contra el narco” hacia una percepción institucionalizada de la violencia, conviene referirse a la distinción entre su dimensión subjetiva y sistémica elaborada por Slavoj Žižek en su libro Violence: Six Sideway Reflections (2008). Según este autor —que retoma dicha distinción del sociólogo Galtung (1990)—, la primera tiene un origen a primera vista claramente identificable: un asesino en serie, una banda de narcotraficantes, un terrorista suicida. Sin embargo, detrás de esta violencia subjetiva se esconde una sistémica: lo que Žižek llama las “consecuencias catastróficas del funcionamiento aparentemente impecable de los sistemas políticos y económicos actuales” (1, mi traducción).

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En su libro Amexica, Ed Vuliamy (2010: 19) nos advirtió de que “los carteles no son parodias del capital multinacional, son sus pioneros, forman parte integral del sistema y aplican las leyes y la lógica (o mejor dicho: la ausencia de leyes y lógica) en su propio sector empresarial de la misma manera que cualquier otra empresa comercial lo haría” (traducción propia). Con la crisis financiera en 2008, también el poder económico de estas “empresas” se hizo patente: Antonio Maria Costa, jefe de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UN Office on Drugs and Crime), afirmó que los “préstamos interbancarios fueron subvencionados por dinero originario del narcotráfico y otras actividades ilegales” (Syal 2009). En su libro Cruel Modernity, Jean Franco (2013) relaciona —sin usar estos términos— la dimensión subjetiva con la sistémica de la narcoviolencia. Al nivel de la violencia subjetiva, se enfoca en lo que llama la crueldad extremada de los “crímenes expresivos”, “donde el uso expresivo del cadáver se convirtió en una práctica común, una forma de teatro macabro dirigido no solo a los rivales, sino también al público” (p. 15), una práctica donde los cuerpos ilustran la lógica de los asesinos (p. 21). Por otra parte, esta violencia subjetiva no se puede desconectar de una violencia sistémica. Jean Franco menciona así las dictaduras y las guerras civiles de los años setenta, ochenta y noventa del siglo pasado en América Latina, apoyadas de manera más o menos implícita por los Estados Unidos, que crearon un clima donde el estado de excepción se normalizó y el uso de la crueldad se naturalizó en nombre de la seguridad del Estado (p. 6). Sin embargo, es importante destacar una diferencia crucial: si en los setenta y ochenta el contexto político de la Guerra Fría ofreció un pretexto para la violencia sistémica, en el caso de la derivada del narcotráfico en México el discurso que impera es económico: desde su inicio, los carteles tienen un objetivo de esa índole, aunque eso no impide, como vimos anteriormente, una dimensión política en el uso de la violencia.3 Jean Franco, entre otros críticos, asoció el narcotráfico con las prácticas neoliberales asentadas desde las dictaduras latinoamericanas 3. Para un análisis más detenido que compara la situación mexicana con la argentina, véase Adriaensen (2015a).

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en el sentido económico: “[si en el pasado el narcotráfico ofrecía] un caso ilustrativo de las prácticas neoliberales presentes en una sociedad corrupta donde las instituciones ya estaban comprometidas y ofrecieron colusión más que resistencia al narcotráfico, hoy en día es la coronación del desastre” (2013: 215, traducción propia). En suma, la violencia relacionada con el narcotráfico posee una dimensión sistémica que tiene sus raíces en una política de Estado orientada hacia el neoliberalismo. En cuanto a la percepción general, sin embargo, la dimensión económica de aquella violencia —aparente en la organización corporalista de los carteles y el objetivo de ganancia financiera con la venta del producto— tiende a obnubilar su profunda colusión con la esfera política, a través no solo de la corrupción en sí sino también de la promulgación de ciertas leyes permisivas al blanqueo de dinero, o bien de la injerencia de los Estados Unidos en la política doméstica de la seguridad. Sin duda, el énfasis predominante en lo económico, y la consecuente despolitización del conflicto, conlleva una relegación del conflicto a ciertos “sectores problemáticos” de la sociedad —entiéndase los sectores más pobres—, donde el narcotráfico encuentra a sus colaboradores y cómplices para realizar su trabajo a pequeña y gran escala. En México, concretamente, la señalada dimensión política e ideológica no pareció aparente —por lo menos, a nivel internacional— sino a partir de los acontecimientos de Ayotzinapa.

El mercado de la violencia En su libro Accounting for Violence. The Marketing Memory in Latin America, Ksenija Bilbija y Leigh A. Payne (2011) explican la urgencia de reflexionar sobre las consecuencias de la globalización y la mercantilización no solo de la violencia, sino también de la memoria. El título de su introducción, “Time is Money. The Memory Market in Latin America”, implica un interesante juego de palabras: por un lado, el tiempo vale oro, en el sentido de que la memoria nos permite recordar el pasado de represión y evitarlo en el futuro. Pero la memoria también es una mercancía que, cada vez más, está sujeta a estrategias de marketing globalizadas. Es importante mantener este doble significado de la

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dimensión mercantil de la memoria: por un lado, nos permite volver al pasado, evitar el silencio, lo que sabemos que es crucial. Por otro, la memoria se puede convertir en un negocio rentable, en un trademark. Enseguida podríamos contestar que, en el caso de México, como en el de Colombia, la memoria es solo incipiente, por lo cual, más que hablar de un mercado de la memoria, podemos hablar de un mercado de la violencia. Si nos preguntamos, por ejemplo, cuáles son los “memory goods” —los productos de consumo relacionados con la memoria en México—, la respuesta sería ambivalente. Cabría mencionar la productividad cultural a escala transnacional, más relacionada con la violencia que con la memoria propiamente dicha: los narcocorridos grabados en Los Angeles; las narcotelenovelas como La reina del sur (Telemundo 2011) y otras; las novelas de autores extranjeros, como Javier Pérez-Reverte (La reina del sur), o nacionales, como Élmer Mendoza, así como también las películas mexicanas con éxito en los festivales internacionales, como Heli (2013), de Amat Escalante o Miss bala (2011), de Gerardo Naranjo.4 Otro género importante, que sobre todo circula en grabaciones difundidas por la red o en revistas de actualidad mexicanas, como Proceso, son las entrevistas con los sicarios o los capos. Las víctimas menos emblemáticas del narco, sin embargo, no suelen alzar la voz. En México, la labor testimonial la cumplen de alguna manera, por un lado, algunos antropólogos, como Shaylih Muehlmann (2014), que cuenta sobre las experiencias de los campesinos mexicanos en las zonas rurales, quienes les producen los tamales o les guardan las casas seguras a los narcos. O como Rosana Reguillo, quien entrevistó a muchos sicarios de segunda o tercera categoría. Por otra parte, existen iniciativas como “Nuestra aparente rendición”, el portal dirigido por la escritora catalana Lolita Bosch, o El Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, una asociación activista creada en 2011 por el poeta mexicano Javier Sicilia. Si estas dos iniciativas se destacan por ofrecer un foro social y también digital a las víctimas, en general 4. Otras, en cambio, han sido taquilleras en México, como El infierno (2010), de Luis Estrada, aunque, curiosamente, no hayan tenido ninguna repercusión internacional.

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llama la atención la circulación relativamente escasa de testimonios publicados por las víctimas. No tenemos, como en el caso de las dictaduras, testimonios escritos por los intelectuales de la militancia. Los sicarios, por lo general, son poco cultos y sus palabras suelen ser transferidas o interpretadas por periodistas, antropólogos, documentalistas (como en el caso de la película El sicario) —y sabemos, desde la polémica transcripción de las palabras de Rigoberta Menchú, cuáles son los problemas implícitos en esta traducción de la voz del subalterno—. Además, la estigmatización de las víctimas (se suele pensar que el que sufre la narcoviolencia es cómplice de alguna manera) todavía perdura, por lo cual testimoniar sobre el narcotráfico parece que implica asumir la culpabilidad. Críticos como Diana Palaversich se han quejado en múltiples ocasiones de la falta de carácter ético de la narcocultura transnacional, donde, desde su perspectiva, se privilegia una representación deleitosa de la violencia sin prestar atención a la dimensión traumática de la memoria. Se suele argumentar que la “comunidad de la memoria” brilla por su ausencia en dichos productos culturales. Sin embargo, esta comunidad de memoria es difícil de definir. Gabriela Polit Dueñas, quien en su libro Narrating Narcos (2013) estudió las novelas sobre el narcotráfico producidas por escritores residentes en Medellín y Sinaloa, toma como criterio la pertenencia del autor a una comunidad local. Observa que incluso novelas como La Virgen de los Sicarios, de Fernando Vallejo, se leen a través del prisma de la memoria en estas comunidades. Pero ¿cómo extendemos este criterio más allá de las novelas producidas por los autores regionales que ella estudia? En su artículo “¿Cómo hablar del silencio?” (2012), Diana Palaversich toma la posición siguiente: “La mayor parte de los novelistas que abordan el tema narco se muestran fascinados no con las víctimas, sino con los asesinos y perpetradores de la violencia. [...] [Estamos ante] un mar de publicaciones que en el fenómeno narco no leen claves de una tragedia nacional, sino materia prima para una novela de acción”. Lo mismo pasa en los medios de comunicación. Piénsese también en la entrevista que le hizo Julio Sherer a Ismael, el Mayo Zambado, o en la de Sean Penn al Chapo Guzmán: alcanzaron altos índices de consumo y fueron celebradas por la prensa.

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Sin embargo, la distinción entre víctimas y perpetradores en el caso mexicano no se puede hacer de manera tan tajante, como propone Palaversich. Como mostró Paola Ovalle (2014), la exclusión de los perpetradores del proceso de la memoria no resulta muy productiva: ¿cómo definirlos, para empezar, si no es excepcional que la víctima haya sido perpetrador y al revés? Lo mismo ocurre en Colombia: el conflicto no es tan antagónico como en el caso argentino.

La crónica sobre el narcotráfico: mercado vs. memoria Junto con la antropología y los foros digitales, el género de la crónica está asumiendo más protagonismo en el panorama de la incipiente memoria mexicana: antologías como Generación Bang, compilada por el chileno Juan Pablo Meneses, se van centrando en lo que se designa como la “microhistoria del narco”: los protagonistas son los personajes secundarios de las organizaciones criminales, sus víctimas a la vez que cómplices menos visibles. El mero título de esta antología ya dice algo sobre su posición ambigua en el mercado: su humor contrasta con su supuesta labor de portavoz de quienes son dañados. Muestra que el movimiento quiere irrumpir en el mercado, pero lo hace casi al estilo de cómic. La comodificación de la violencia se introduce de nuevo en el título, a pesar de que las crónicas mismas hacen lo que pueden para transmitir una preocupación profunda con el “subalterno”. El año pasado se presentó una nueva antología, titulada esta vez La ira de México. Siete voces contra la impunidad (2016). Incluye crónicas de los principales cronistas mexicanos: Lydia Cacho, Sergio González Rodríguez (que falleció en 2017), Anabel Hernández, Emiliano Ruiz Parra, Marcela Turati, Juan Villoro y Diego Enrique Osorno, con un prólogo de Elena Poniatowska. Va acompañado también del segundo manifiesto del “periodismo infrarrealista”, “artefacto diseñado en 2015 durante investigaciones, talleres y funerales celebrados en sitios de Oaxaca [...]”, escrito por Diego Enrique Osorno, uno de los principales representantes de esta corriente. El periodismo infrarrealista se opone al periodismo narrativo autodefiniéndose como “la curva peligrosa

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con la que empezó este manifiesto” (2016: 40). Distanciándose del mercado de la crónica narrativa, afirma: Aunque es cierto que la crónica se ha puesto de moda y hay ocasiones en que es tan petulante como el Cirque du Soleil Lo bueno es que la crónica sobrevivirá a los cronistas, a los detractores de la crónica y a los talleres de crónica.

La crónica infrarrealista, según dice el manifiesto, implica peligro: “Escribir es un autoatentado, o no es escribir”. Las crónicas se oponen a la impunidad, son como “máquinas retroexcavadoras de la mierda gubernamental” (p. 41). Añade: “No es que haya barbarie en nuestra democracia: la barbarie es nuestra democracia” (p. 39). Las crónicas infrarrealistas —así se proclama— son subversivas, arriesgadas, combativas: “No basta con encender una vela por la paz” (p. 42). Y su lema final: “La desmemoria: el enemigo real/ del periodismo infrarrealista/ de cualquier periodista cabal”. Está claro que el campo de la mera crónica implica ya muchas tensiones, escuelas, diferentes tendencias. Hay grupos y grupúsculos, intereses contradictorios, y tampoco aquí el mercado está del todo ausente: las cifras de venta de las crónicas de algunos de ellos son apabullantes: Los señores del narco (2010), de Anabel Hernández, más de 100 000 ejemplares vendidos; La reina del Pacífico (2008), de Julio Scherer, 60 000 ejemplares vendidos; El cártel de Sinaloa (2011), de Diego Enrique Osorno, 30 000 ejemplares vendidos. Son números que pocas novelas alcanzan. Hasta cierto punto, estos cronistas siguen la tradición de Roberto Saviano, quien ya escribió varios bestsellers sobre la mafia italiana, como Gomorra (2006, dos millones de ejemplares vendidos). Ya en otra categoría, no periodística sino hecha desde la complicidad en el crimen, Diana Palaversich destaca también el caso de Lo negro del Negro Durazo (1983), de José González González, el presunto guardaespaldas del narcojefe policiaco Arturo Durazo Moreno, cuya cifra de venta alcanzó los 800 000 ejemplares.5 5. Las cifras se encuentran en Palaversich (2012).

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Por supuesto, las cifras de venta no quitan el peligro real que enfrentan los periodistas mexicanos: al final de la antología La ira de México se incluye una lista con los nombres de los 94 periodistas, locutores y fotógrafos asesinados en territorio mexicano desde 2000 a mayo de 2016 (87 hombres, 7 mujeres). Esta lista fue proporcionada por Artículo 19, una asociación que defiende la libertad de expresión y el libre ejercicio periodístico. Entretanto, la antología de crónicas ha sido traducida a múltiples lenguas y tiene una gran difusión. Parece que la crónica mexicana está contribuyendo a difundir el problema de la violencia y a sensibilizar a un público internacional. Por otra parte, entre la producción ingente de crónicas y reportajes, tanto por parte de periodistas estadounidenses como de mexicanos, es llamativa la obsesión de distanciarse del “turista”. En la contraportada del libro Narco-América, que sigue la ruta de la coca desde el sur hasta el norte, se especifica que “[s]us reportajes, hechos en el camino, y que conforman la materia prima de este libro, son historias que muestran el lado no turístico del continente, los dramas humanos resultado de la corrupción del poder por el dinero ilegal. Son historias que rebautizan este territorio: bienvenidos a Narcoamérica” (solapa). Los cronistas quieren reportear los hechos desde dentro: se sumergen en los bajos fondos, intentan adentrarse en el mundo criminal. El turista, en cambio, es la figura por excelencia de quien no participa, del que está afuera, sin entender lo que realmente está pasando. La imagen del turista como personaje inocente, ajeno a la violencia y al conflicto, se confirma en una crónica de Alejandro Almazán (2012) donde un narco cuenta cómo ellos, cuando quieren pasar desapercibidos, se visten de turistas: “Me acuerdo porque durante el día nos vestíamos de turistas. Ya sabes: bermudas, sandalias y lentes oscuros. Ya en la noche íbamos a donde estaba el faro descompuesto que se conoce como el Machorro” (2012: 20). Simultáneamente, el periodista es el que no mira desde la distancia, sino el que está inmerso en la situación. Si el turista se deleita de forma despreocupada, el periodista se sumerge en situaciones angustiosas. Sufre la violencia: el miedo y la angustia están omnipresentes en las crónicas, porque los jóvenes cronistas retratan la microhistoria, es decir, se proponen “narrar lo humano dentro

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de lo inhumano” (De la Fuente 2012: 57) entrevistando a los narcos “sin éxito” (Almazán 2012), a los exiliados caídos en desgracia (García Palafox 2012).

El narco como el otro Surge así la pregunta de hasta qué punto América Latina es vista como territorio del otro “narco” en las crónicas. En su libro Narco-Epics. A Global Aesthetics of Sobriety (2013), Hermann Herlinghaus se mantiene lejos de la discusión sobre la memoria y propone una aproximación poscolonial, o posimperial, al análisis de la representación del narcotráfico en América Latina. Un elemento clave para entender su postura es la noción del “orientalismo” desarrollada por Edward Said en los años setenta. Lo que en realidad propone Herlinghaus es estudiar la cambiante formación discursiva con respecto a los narcóticos, que podríamos llamar el “narquismo”, que él denomina también como el “imperialismo psicoactivo” (2013: 8). En efecto, los narcóticos inicialmente se valoraron positivamente —desde los inicios de la conquista hasta finales del siglo xix— cuando los poderes coloniales se dedicaron con fervor a producir, vender y tasar (más que a prohibir) las drogas, incluidas las que hoy son legales, como el alcohol, el tabaco, el café y el azúcar. De hecho, estos productos funcionaron incluso como motor esencial de la industrialización en el Occidente ya que, siempre siguiendo el argumento de Herlinghaus, sin el café, el azúcar, la teína y la cocaína, tal industrialización nunca se habría producido. A principios del siglo xx, sin embargo, tuvo lugar la contrarrevolución psicoactiva, que introdujo la prohibición de varias drogas e incluso su criminalización, ya que se empezó a ver una contradicción entre aquellas que reducían la eficacia y se asociaban con el delirio y la irracionalidad, como el opio y la marihuana, por una parte, y el ritmo acelerado y la eficacia de la sociedad moderna, por otra. Dicha contrarrevolución psicoactiva constituyó un momento clave en la formación discursiva de los narcóticos, que en adelante se asociaron de manera sistemática con la otredad, implicando que América Latina se vería cada vez más retratada como el otro inmoral y violento.

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Se inició la lucha “contra las drogas” y esta lucha se concentró en la producción más que en el consumo. La situación actual muestra hasta qué punto “the war against drugs” ha facilitado a los Estados Unidos un impacto cada vez mayor en el territorio mexicano, hasta alcanzar un imperialismo de nuevo corte. Como indica González Rodríguez (2009: 10), este “incluye el combate al tráfico de drogas como un objetivo de guerra, equiparable al terrorismo o la insurgencia”. En ese sentido, según Hermann Herlinghaus (2013), resulta crucial estudiar la producción cultural sobre el narcotráfico producida desde América Latina. Mientras que la violencia en el “Global North” se representa desde la lógica del exceso, la locura o la irracionalidad, existe otra perspectiva “subalterna”, que es la que habría que destacar a la hora de estudiar las “narconarrativas”. Su poética se encuentra en cierta producción latinoamericana y se enfocaría desde la “estética de la sobriedad”: Es decir, “explosiones irracionales” de la violencia pueden aparecer, a primera vista, como perteneciendo al sujeto “intoxicado” (el criminal “bruto”, o el “Sur peligroso”); sin embargo, existe una esfera que es rigurosamente “complementaria” a esta, es la esfera de la “sobriedad humillante”. Cuando los proyectos narrativos toman parte en esta complementariedad, preguntando por la otra cara de la violencia, nos encontramos ante un modo de las estéticas de la sobriedad (2013: 41, traducción propia).

Entre los ejemplos de esta estética, Herlinghaus menciona obras testimoniales (No nacimos pa’ semilla, Diario de un narcotraficante), narcocorridos (de Los Tigres del Norte) y algunas novelas (Nostalgia de la sombra, de Eduardo Antonio Parra). A estas narrativas se podrían añadir los nombres de varios otros autores: la narrativa de Luis Humberto Crosthwaite, por ejemplo. En Aparta de mí este cáliz prevalecen efectivamente la parataxis, una visión cíclica de la violencia, y un fuerte énfasis en el personaje del cholo, como chivo expiatorio del nuevo orden neoliberal que impera en la frontera. La intertextualidad de muchos de estos textos con la Biblia parece indicar además una especie de genealogía milenaria de la figura del Cristo sangrante como chivo expiatorio, aunque teñida con una visión cínica en cuanto a la posible salvación. Cabría recordar, por lo tanto,

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que la sobriedad no siempre se traduce en una sobriedad estilística: si bien Herlinghaus destaca la parataxis, esta puede ir acompañada de una intertextualidad compleja (Señales que precederán al fin del mundo, de Yuri Herrera) o de una intermedialidad densa (La biblia vaquera, de Carlos Velásquez). En el mismo contexto, cabe preguntarse si estas narrativas de la sobriedad podrían asociarse con una narrativa de la lentitud, en oposición a la velocidad asociada por Daniel Noemi Voyonmaa (2016: 17) con la época neoliberal en su reciente libro. En palabras de este autor, “la vida diaria se incorpora a una temporalidad propia de la acumulación del capital financiero. Una temporalidad que resulta imposible medir [...] y que, paradójicamente, queda fuera del tiempo. Todo es más veloz [...] con lo cual el tiempo y las distancias tienden a desaparecer”. ¿Se podría decir que las narrativas extáticas, sobre el sujeto “intoxicado”, el sicario drogado y acelerado, se amoldan a los tiempos de la velocidad y del consumo rápido, que tal vez incluso la aceleración que provocan las drogas sintéticas se traduce en una escritura acelerada, sin aliento? ¿Tendría su contraparte en una escritura más pausada, lenta, densa, impenetrable, tal vez incluso errante, digresiva o polifónica como, por ejemplo, la de Daniel Sada?

Conclusión El presente texto plantea la necesidad y la urgencia de investigar la producción discursiva sobre el narcotráfico en México desde diversos ángulos: primero, proponiendo que se trata de una violencia sistémica, con una dimensión tanto económica como política, que conlleva una flagrante violación de los derechos ciudadanos y humanos. La impunidad en México hace que el trabajo del duelo por los demasiados muertos sea difícil de llevar a cabo. En este panorama desolador de muertos que se van acumulando y de un Estado incapaz de actuar como corresponde, este artículo se pregunta por las consecuencias éticas del mercado de la violencia —y de la incipiente memoria— que se va creando en el presente contexto. ¿Cómo leer la extensa producción, tanto doméstica como global, tanto literaria o cinematográfica como televisiva o periodística, sobre

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esta violencia? ¿Cuáles son las pautas éticas, discursivas y estéticas que nos pueden guiar en ella, y cómo situarla en su contexto histórico? ¿Por qué merecería nuestra atención este corpus de textos, parcialmente dirigido hacia el sensacionalismo, la exotización, la sensualización, a la vez que la “barbarización” del narco? Destacando la similitud entre el discurso orientalista estudiado por Edward Said en los setenta y la producción discursiva actual sobre el narcotráfico, el presente artículo ha seguido en buena medida la propuesta de Hermann Herlinghaus de buscar textos alternativos, emergentes en México, tanto periodísticos como literarios, que buscan aproximar la violencia desde una estética de la sobriedad. Simultáneamente, la aproximación de Herlinghaus sobre la sobriedad en las nuevas narconarrativas suscita nuevas preguntas, que son viejas preguntas dentro del paradigma poscolonial. ¿Cómo determinar cuáles son las narrativas escritas “desde abajo”? No parece productivo, en ese sentido, mantener una oposición dicotómica entre la poética del exceso, de la velocidad, por una parte, y la de la sobriedad, la digresión, la anticatarsis, por otra, entre la mirada desde fuera y la mirada del subalterno. Los papeles y los discursos, en este conflicto globalizado, están cada vez más confusos y se contaminan los unos a los otros. A pesar de ello, sí es obvio que existe un discurso “narquista” y exotizante en cuanto a la representación de la narcoviolencia, no solo en/ sobre México, sino en/sobre toda América Latina. Esta comodificación de la violencia muestra los problemas éticos del mercado de la violencia. Por otra parte, la memoria no solo es una mercancía, es también un bien valioso: los activistas en derechos humanos, los periodistas y cronistas, y algunos novelistas, hacen una labor muy excepcional, arriesgando sus vidas para dar voz a las víctimas: unas víctimas a menudo desconocidas, que no son intelectuales, como en la lucha de los militantes, que no escriben testimonios, sino que son mujeres y hombres que deambulan por el territorio despoblado del campo mexicano. En su crónica “Vivir en México: un daño colateral” (2016), Juan Villoro describió con un humor ácido el papel de los mexicanos en el conflicto actual refiriéndose a la película ¡Viva María!, dirigida por Louis Malle, protagonizada por Jeanne Moreau y Brigitte Bardot y rodada en 1965 en México. Es muy ilustrativa la cita de Villoro, quien

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describe el rodaje de la película como sigue, para referirse a la relación de los mexicanos con la violencia sistémica actual en su país: Miles de mexicanos participan en escenas de una revolución de principios del siglo xx y su papel consiste en adornar el campo como cadáveres. Antes de cada toma, el asistente de dirección indica: “¡Los muertos, a sus lugares!” Es la función que los mexicanos desempeñamos, no solo en el cine, sino en la representación de la realidad que llamamos democracia (Villoro 2016: 56).

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Narrar la infamia: imagen y escritura para contar la violencia de la historia Ana María Amar Sánchez Universidad de California-Irvine

Hay ficciones que parecen compendiar muchas de las cuestiones que la teoría y la crítica están debatiendo en nuestro presente. Una novela como Tríptico de la infamia, de Pablo Montoya, publicada en 2014, tiene la capacidad de desencadenar numerosas preguntas. En efecto, su lectura permite atravesar una suma de tópicos que han sido y son objeto de estudio. Representa, en suma, la culminación de una serie de reflexiones y de análisis en torno a las relaciones entre violencia, poder, política, memoria, estética y ética. Reflexiones que se han acentuado en los últimos años y que exponen la inquietud generada por su dominante presencia —en especial el estrecho vínculo entre violencia y política—, en la actualidad y en nuestros Estados, al menos nominalmente, democráticos. El Tríptico de la infamia me parece un relato clave para considerar estas cuestiones. Se trata, sin duda, de un texto muy ligado a lo político y a la violencia, cuyas tres secciones tienen como protagonistas a dos pintores y un grabador europeos del siglo xvi, ninguno de ellos muy conocido por el público en la actualidad: Jacques

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Le Moyne (1533-1588), François Dubois (1529-1584) y Théodore de Bry (1528-1598). Sus vidas se encuentran en el cruce de las preocupaciones estéticas que suscita el trabajo sobre la imagen con las luchas —y la violencia— religiosas, políticas, sociales. A pesar de la distancia histórica que propone la trama, el relato desarrolla discusiones teóricas fundamentales para el siglo xx y aún irresueltas en el xxi: la función política de la imagen y del arte en general, las formas “adecuadas” de representación en una estética de denuncia, la violencia provocada por los fanatismos religiosos, los resultados de la mirada imperial y colonialista de Europa sobre América y su imposible resolución, la lucha por la memoria y la justicia frente al —quizá— inevitable olvido, el mal como expresión de la lucha política, no como abstracción religiosa o moral. Estos debates se plantean a través de la imagen que es en Montoya un disparador de sentidos; la reflexión sobre el posible poder político de lo estético permite entonces pensar la violencia, la guerra y la destrucción. De hecho, el uso de la palabra tríptico evoca de inmediato la pintura, en especial El tríptico del milenio de El Bosco, uno de cuyos paneles representa el infierno y que, según John Berger (2002: 119), “se ha convertido en una extraña profecía del clima mental que han impuesto al mundo [...] la globalización y el nuevo orden económico”. Y también nos remite a otro tríptico, Tres estudios para una crucifixión, de Francis Bacon (1962), síntesis de la violencia y el sufrimiento en su representación de las figuras desolladas o torturadas. Entonces, desde el mismo plano argumental, el relato sugiere un vínculo especial entre violencia y estética, entre horror y ética.1

*** Violencia e historia. Violencia y memoria. ¿Cómo narrarlas? ¿De qué modo, por medio de qué estrategias, se ligan violencia, política y

1. De hecho, la tapa de la edición de Random House reproduce un fragmento de La matanza de san Bartolomé, de François Dubois, cuadro clave en la novela. El lector se enfrenta, así, desde antes de comenzar su lectura, al encuentro de múltiples términos simultáneos: arte, violencia, horror, memoria, ética, política.

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memoria en la literatura, en tanto que podríamos afirmar que narrar es, de algún modo, recordar? La violencia parece ser una presencia inevitable, inherente a nuestra vida actual; su asociación con la política se ha naturalizado y, sin embargo, se trata de una dolorosa distorsión: en verdad, hay que recordar el carácter esencialmente antipolítico de la violencia, si entendemos por política la constitución de un ámbito público de confrontación y debate de los asuntos comunes a una sociedad. Como señala Claudia Hilb (2013: 22), “la violencia reactiva, tomada en su dimensión pública, se nos aparece ante todo como la respuesta impolítica a la imposibilidad de la política”. Esta contradicción, esta imposibilidad de entender la política sin considerarla como un campo de agresión y de vulnerabilidad del contrincante, es la que desencadena la multiplicidad de debates que tratan de explicar, incluso conjurar, un vínculo que solemos dar por aceptado. Los reparos éticos y estéticos que plantea su representación —en particular, las razones ideológicas, económicas y culturales que han “justificado” la violencia extrema, especialmente la estatal— llevan a analizar cómo los discursos se hacen cargo de presentarla a través de sus lenguajes específicos —visuales o escritos—, ya sea utilizando estrategias no explícitas, como la ironía, o directas, como el testimonio, el periodismo, el documental, y cómo el espacio de enunciación condiciona estas representaciones. Mi interés por la “narrativa de perdedores” y la evidente conexión entre violencia y política dominante en la figura del derrotado (Amar Sánchez 2010) fueron el comienzo de un largo proceso de análisis del que la novela de Montoya resulta “una culminación”. Ese interés surge a partir de la experiencia histórica de América del Sur en primera instancia, pero incluye la violencia y la pérdida de las ilusiones en el resto de Latinoamérica, así como los efectos de la guerra civil española y la posguerra franquista. La derrota —y la violencia que conlleva— es común a estas coyunturas y no se liga exclusivamente a las dictaduras del Cono Sur; por eso se trata de textos que se preguntan por “el después”, por las formas en que se asume una derrota política. Numerosos relatos, pertenecientes a las últimas décadas del siglo pasado y a las primeras de este, permiten analizar cómo la literatura ha representado la situación del perdedor (y del vencedor), qué tipo de estrategias para

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sobrevivir propone, qué imágenes de ellos construye. Estas representaciones buscan encontrar un sentido a la pérdida, al horror y, sobre todo, sostener la memoria contra todas las formas del olvido. Los relatos distinguen a los perdedores o derrotados de los fracasados. Los derrotados no se dan por vencidos; han tomado la decisión de persistir y, tercos, se obstinan en sus convicciones. Son textos que proporcionan, de diversos modos, una respuesta y representan soluciones imaginarias a la pregunta sobre cómo vivir, qué hacer cuando nuestra historia se quebró y debemos sobrevivir entre los ganadores. Es decir, son lecturas y representaciones de mundos marcados por el trauma de la violencia de diversas derrotas políticas. El perdedor es el resultado de una coyuntura trágica y, a la vez, deviene perdedor a partir de una consciente elección de vida. La experiencia de la pérdida deja al descubierto su estrecho vínculo con decisiones políticas y éticas: si para el filósofo Badiou (2004) el no ceder es un principio clave de la ética, podría pensarse que los protagonistas de las novelas y cuentos considerados, lejos de fracasados, son héroes éticos, puesto que ceder, resignarse, pactar, es perder la dignidad y la identidad; la exigencia es persistir, continuar a pesar de las circunstancias adversas. Los perdedores de estas ficciones ponen en práctica una ética de la memoria que se basa en no ceder al olvido. Sin duda, las características que definen las figuras de los perdedores en la literatura parecen cuestionar la búsqueda de alternativas para dejar atrás el trauma que, quizá, se encuentra en algunos relatos de la última generación en el Cono Sur, y también en otras narrativas latinoamericanas. La resiliencia propone un camino que, a través de un duelo, lleva a superar de modo positivo ese pasado terrible y seguir adelante. Sin embargo, el concepto tiene una buena dosis de ambigüedad y se vuelve un tanto cuestionable: de alguna manera, sostener la memoria y la resistencia, persistir, no encaja con esta propuesta superadora. En las ficciones estudiadas y en la novela aquí tratada, como podrá verse más adelante, la resiliencia está ausente, se hace imposible y, por lo tanto, no representa una alternativa válida. Antes bien, supone un camino hacia el olvido y, sobre todo, hacia la adaptación que podríamos pensar como otra forma solapada de violencia. La aceptación de la pérdida, la resistencia, se dan de un modo específico en la novela de

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Montoya como una reflexión y un trabajo para dar cuenta de la historia y la violencia sufrida y sostener la memoria. En cualquier caso, no parece haber lugar para una elaboración que suponga la posibilidad de resiliencia y una afirmación de la apertura a una nueva vida. Queda claro que no se trata aquí de una experiencia de duelo tal como lo plantea Avelar (2004): elaborar el duelo es aceptar la pérdida y resignarse a la ausencia definitiva, reemplazar el objeto, es decir, producir una transformación del sentimiento desde la desolación al consuelo. Nada más lejos de la propuesta de estas ficciones. Estos perdedores van más allá del duelo, no intentan superar una pérdida personal sino construir un camino en el que la resistencia y la insistencia en la memoria impidan, justamente, el olvido. Su actitud implica una convicción. De hecho, se puede reconocer en el resistir un proyecto: se resiste para algo, para perdurar y rechazar un presente con miras a un futuro. La derrota es entonces la dimensión de un triunfo ético-político; es decir, esta narrativa propone otras formas de pensar la acción política, los personajes resisten, se repliegan, se alejan del Estado y sus instituciones, asumen un espacio reticente a la acción, buscan “otra política posible”. Asimismo, el corpus resultante remite permanentemente a las discusiones en torno a la representación del mal: la posibilidad o no de hacer explícito el horror y la violencia extrema establece un nexo fundamental entre política, ética y estética. Esto es así porque no se trata de pensar en “una imposibilidad de representar”, sino en los medios de representación: “El problema no es saber si se puede o se debe o no representar, sino qué se quiere representar y qué modo de representación se elige para ese fin” (Rancière 2005: 41). Este es el punto esencial para los relatos que cuentan el horror del nazismo, la tortura y las experiencias traumáticas: las diferencias en el modo de contar y en la elección de qué se ha elegido contar definen la postura ética de esas narrativas. Sin duda, el problema de “narrar el mal” es el problema de hacer presente lo “inimaginable”, de dar cuenta de algo que, por su misma naturaleza, evoca la idea de “indecibilidad” y parece “escapar al lenguaje”. Las dificultades para resolver el vínculo complejo entre la literatura —y el arte, en general— y una ética política de la representación tienen en los análisis sobre el sentido y la posibilidad de narrar

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“Auschwitz” su punto más extremo, por la condición límite del campo y su “inenarrabilidad”. Las estéticas posteriores al nazismo han estado sometidas a la fuerte presión de lo que parece no poder ser dicho, y ese “estupor” se resuelve muchas veces en una reflexión sobre la condición del lenguaje mismo y en una referencia que llamo “sesgada” a los hechos; es decir, se evita la representación directa de los mismos. El concepto de referencia sesgada o trazo oblicuo (Amar Sánchez 2013) es una expresión de algún modo metafórica para denominar una estética que rechaza el relato explícito —directo— y recurre a diferentes estrategias: omisiones, desvíos, alusiones.2 El comentario de Cortázar, a propósito de su cuento “Graffiti”, en una entrevista con Prego Gadea, va en el mismo sentido: “El horror se acentúa porque se vuelve una especie de latencia omnímoda, una atmósfera que flota” (1990: 188). Lo latente, lo no dicho, debe ser reconstruido por el lector y ahí radica su fuerza, se vuelve mucho más notorio en la medida en que está ausente.3 La cuestión de representar de forma explícita o no el horror es un punto clave de los debates y atañe a la cuestión de la forma literaria y pictórica “adecuada”.4 “Imposibilidad” y “efectividad” son palabras frecuentes en las discusiones que apuntan a las funciones ético-políticas de los discursos y a la perduración en la memoria como forma de la búsqueda de justicia simbólica o real. Esta narrativa apela a nuestra imaginación, decide que la violencia debe ser expresada en una forma distinta de un “lenguaje violento”, que es mejor decir menos de lo que se sabe y dar a entender más de 2. El cuento de Borges “Deutsches Requiem” dio origen a esta reflexión: la diversidad de interpretaciones que se han hecho del cuento borgeano se origina, justamente, en lo que es su gran acierto: el modo de representar. Borges ha establecido una distancia entre el suceso traumático y la escritura. Evita así la trampa de la identificación emocional sostenida por la representación de imágenes de la violencia y del horror nazi destinadas a sacudir la sensibilidad del receptor. Se inclina, por el contrario, hacia una concepción que recuerda el distanciamiento brechtiano, opuesto a todo proyecto catártico. 3. Como ha señalado Primo Levi, “no había necesidad de subrayar el horror. El horror estaba ahí. No era necesario escribir ‘esto es horrible’” (Cohen 2006: 27). 4. Está presente —como se verá— a lo largo de la novela de Montoya, en especial en la segunda parte, en los reparos formales de Dubois a la hora de representar la matanza de san Bartolomé.

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lo que se dice. Un considerable corpus del Cono Sur pertenece a una tradición que practica la escritura sesgada y deja al lector imaginar, sabedora de que, cuanto más se persigue decirlo todo, más se fuga lo perseguido: pretender decirlo todo es alterarlo definitivamente.5 En esta narrativa, la ausencia se hace presencia; elige el trazo oblicuo, la atenuación y el desvío; asume lo que he llamado una ética de la escritura, que puede entenderse como una perspectiva del relato que va más allá de la historia misma o de la posición de los sujetos que enuncian. El modo oblicuo de contar la violencia, el relato sesgado que trata de retacear información o dejarla a la imaginación del lector y desecha lo explícito, tiene su forma más extrema del “no decir” en el silencio (Amar Sánchez 2017). Solemos pensar la violencia unida a la agresión o al grito; sin embargo, el silencio puede ser una de las vías más extremas de ejercerla y uno de los mecanismos más efectivos para imponerla: obtura el discurso, la posibilidad de comunicación y atenta contra la memoria, procurando el olvido. Lo contradictorio de su naturaleza en la literatura consiste, en primer lugar, en que opera en el discurso mismo; es decir, se liga fuertemente con la escritura: uno parece necesitar de la otra para construirse. Asimismo, tiene muchas posibles significaciones; en verdad, tiene tantas alternativas como la palabra misma, puede ser el resultado de la opresión y también una forma de resistencia o de indiferencia. El silencio, impuesto desde el poder, es siempre violencia soterrada que neutraliza el otro discurso; es un procedimiento de anulación eficaz de los hechos y de la memoria. Es el “no se puede nombrar” que se lee en muchos relatos del periodo dictatorial y posdictatorial. ¿Cómo se “encarna”, cómo se representa en los textos esa violencia que ejerce el silencio sobre la memoria? Dos son las estrategias en la representación del silencio ligado a la violencia política: en una, lo silenciado es una situación propia de la trama, de lo argumental. Es un procedimiento muy presente en los textos españoles y sudamericanos escritos durante las dictaduras o en los años

5. Recuérdese la famosa frase de Wittgenstein al final de su Tractatus, según la cual “hay que callar sobre aquello de lo que no se puede hablar” (2007: 439), frase que resultó clave para toda una tradición literaria y eje de textos como Respiración artificial, de Ricardo Piglia.

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inmediatamente posteriores. El silencio aquí manifiesta la violencia vivida por los protagonistas (el miedo, la prohibición, la censura, la resistencia) que la existencia misma del texto parece contribuir a mitigar. En la literatura del Cono Sur de ese periodo, el pasado y el horror están latentes en el presente; ambos son tiempos sin justicia que propician el olvido. Textos como El ojo del alma (2001), del chileno Ramón Díaz Eterovic, Ni muerto has perdido tu nombre (2002), del argentino Luis Gusman, Nunca segundas muertes (1995), del uruguayo Omar Prego Gadea, insisten en la vigencia soterrada del miedo en la vida cotidiana de la democracia. Los secretos y el silencio en que están inmersos algunos personajes no impiden un desenlace en el que la palabra se impone y alguna clase de verdad, incluso de justicia, sale a la luz. Mi hipótesis es que aquí reside una de las diferencias clave entre aquella narrativa y la de los años más recientes, en los que el entramado de silencio y violencia no solo se representa en la historia contada, sino que atraviesa la enunciación y forma parte del proceso de escritura a través de mecanismos y técnicas que vuelven al texto reticente, evasivo. El relato gira en torno a cuestiones que siempre parecen oscuras, a secretos sin resolución e historias que aparentan no cerrarse. Ambas alternativas están relacionadas entre sí y pueden darse de manera simultánea: en la primera, el silencio forma parte de la tragedia que viven los personajes; en la segunda, pertenece a la retórica textual. Violencia y silencio están así unidos tanto en la práctica de la escritura como en la representación que cuenta la trama. Este doble vínculo se vuelve esencial en la mayoría de los relatos pertenecientes a la llamada generación de “hijos” del Cono Sur, sean o no descendientes de las víctimas de las dictaduras. Es clave en la colección de cuentos 76 (2014), de Féliz Bruzzone, y en novelas como Una misma noche (2012), de Leopoldo Brizuela y Una muchacha muy bella (2013), de Julián López, en las que se reitera, en el nivel de la enunciación, la pregunta —tácita o no— en torno a si es posible o no decir, y si “no decir” es simplemente callarse. Reprimir, desviar, evitar, pero también destacar con más fuerza al no mencionar y, de algún modo, resistir y no olvidar. En política, como en literatura, las reticencias y omisiones son signos tan cargados como las palabras. Es que la escritura puede hablar a través de pausas, de tropos, de brechas informativas; de toda una retórica que hace elocuente

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una escritura reticente. Lo dicho y lo silenciado entonces participan de la misma condición discursiva: el silencio “dice”, se manifiesta en el lenguaje. Como señala Foucault: El silencio en sí mismo [...] es menos el límite absoluto de discurso [...] que un elemento que funciona junto con lo que se dice [...]. No hay ninguna división binaria entre lo que uno dice y lo que uno no dice [...] no hay uno sino muchos silencios, y ellos son una parte integral de las estrategias que son la base de e impregnan los discursos (1985: 37).

En resumen, el lenguaje no es algo ajeno a la violencia, puede constituir uno de sus canales privilegiados. Pluralidad de formas de violencia, pluralidad de perspectivas, representaciones y usos de los lenguajes —ya sea que se inscriban silenciosamente o se expongan hasta la provocación— abren un vasto campo de alternativas para el análisis. Narrar la violencia política entonces implica no solo un ejercicio de memoria sino una búsqueda que vincula íntimamente la ética a la estética. Podría leerse el Tríptico de la infamia como un hito clave en este camino en que se reflexiona sobre el lazo entre violencia y política, entre la violencia y su representación. La novela funciona como un punto de condensación de muchos de los tópicos mencionados, pero también pone en escena —de modo paradójico, si se considera el tiempo lejano en que transcurre la historia— una forma y un grado de violencia muy contemporáneos. Su lectura evoca el trabajo de Adriana Cavarero y el término horrorismo que ha acuñado: puesto que “la violencia invade y adquiere formas inauditas, la lengua contemporánea tiene una dificultad para darle nombres plausibles” (Cavarero 2009: 16). Según la autora, las categorías de la tradición política son inadecuadas frente a la actual realidad, y propone entonces que la atención se dirija a la condición de vulnerabilidad absoluta del quien sufre la violencia, no al acto de quien la ejerce, es decir, propone adoptar el punto de vista de la víctima inerme. De este modo, el horrorismo: tiene que ver con la instintiva repulsión por una violencia que, no contentándose con matar, porque sería demasiado poco, busca destruir la unicidad del cuerpo [...] El crimen [...] es puesto en escena como una ofensa intencional a la dignidad ontológica de la víctima [...] la cuestión no es a quién matar sino deshumanizar

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[...] como si la violencia extrema, vuelta a nulificar a los seres humanos antes aún que a matarlos, debiese confiar más en el horror que en el terror (2009: 26).

Este regreso del foco de atención a la víctima inocente, cuya muerte puede ser provocada “casualmente y unilateralmente” (2009: 11), nos remite a las matanzas —las infamias— del relato de Montoya porque, aunque la trama —y las imágenes que la originan— se instalan en un pasado lejano, se vuelven una historia de nuestro presente —o de la continuidad entre nuestro pasado y el mundo actual. Montoya construye “una variable” de este largo nexo entre violencia, política y estética, pero la desplaza a la imagen: otra estrategia de representación —de algún modo, vinculada también al silencio— a través de la cual se discuten temas tales como la imposibilidad de mostrar el horror o su semejanza con las formas de violencia más contemporánea que puedan imaginarse. Lejos de hablar solamente de los comienzos de esta historia de horrores en la que se fue gestando nuestra modernidad, apunta a lo más terrible, a nuestra condición de seres inermes —de eternos perdedores silenciados— en el mundo actual, sujetos siempre al terror, a lo impredecible y arrasador que acabe con la inocencia y con cualquier proyecto de felicidad. Forma extrema de la violencia que se ha ido desarrollando y parece haber llegado a su momento culminante, a su “perfección”.

*** En la primera parte de Tríptico de la infamia, el pintor Le Moyne viaja a América con una expedición francesa que intenta establecer una colonia protestante en lo que hoy es la Florida. Contratado para dejar constancia a través de las imágenes de ese mundo nuevo y de los hechos que allí ocurren, su experiencia fundamental se da en el descubrimiento de que “el cuerpo para los indios [...] era como una gran tela [...] el cuerpo se manifestaba [con los tatuajes] como el lugar de todas las representaciones” (Montoya 2014: 44). Le Moyne intenta una relación igualitaria incorporando el mundo del color y la imagen de la cultura aborigen; de ahí que llene sus cuadernos con “diseños geométricos

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donde la espiral, el círculo, el cuadrado se abrazaban incesantemente” (p. 71) y tenga la idea de pintarse el cuerpo a pesar de que sabe que “jamás podría ser cabalmente un indígena” (p. 76). Le Moyne intenta fusionarse con él y corporiza la pintura; es sintomático que haga dibujos abstractos, pues parece no necesitar ya de la representación figurativa en tanto que el cuerpo es el espacio donde cobra sentido ese encuentro. A diferencia de la destrucción, la violencia y el fracaso en que termina la expedición, su vínculo con el indígena Kututuka (hay que recordar que se pintan mutualmente la piel) deja una marca, un recuerdo que será recuperado en las siguientes secciones, especialmente en la última, donde De Bry establece contacto con Le Moyne y compra sus dibujos luego de su muerte. A partir de esta conexión, la compleja red de correspondencias entre la imagen y las formas de la violencia —de la infamia— política y religiosa, tanto en Europa como en América, vertebra las otras dos secciones, unidas entre sí por una palabra clave: Bartolomé. La terrible matanza de hugonotes —de la que es víctima la familia de Dubois— en la Noche de San Bartolomé se liga con la última parte, en que De Bry realiza los grabados para la edición ilustrada de la Brevísima relación de la destrucción de las Indias, de Bartolomé de las Casas. El fanatismo religioso, la capacidad de destrucción, la crueldad ejercidas tanto en América como en Europa dan origen a formas de representación y reflexiones en torno a ellas muy actuales que, por momentos, rozan el anacronismo. Es bueno recordar que en esa última sección se introduce un narrador que en varias ocasiones establece nexos con el presente y se pregunta qué respondería De Bry si “le refiero algunos eventos de mi época [...] Los campos de concentración, las hambrunas, el sida, las bombas atómicas, la manipulación genética, la industria nuclear [...] mi tiempo es quizá más pavoroso que el suyo” (Montoya 2014: 269). El relato parece afirmar que el horror ha cambiado poco desde el siglo xvi, en todo caso se ha intensificado. La violencia pasa de Europa a América y regresa al viejo mundo sin solución de continuidad y sin dar respiro. Por eso, quizá Tríptico de la infamia, en tanto texto literario, sea uno de los mejores “documentos” sobre nuestro presente, sobre la persistencia de los mismos problemas y las mismas preguntas, y sobre la ausencia de respuestas a esos viejos problemas, tanto estéticos como

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políticos y sociales. Si la imagen y la escritura luchan en la novela para evitar el olvido, fracasan en todo intento de superación de la experiencia aterradora. La resolución de cada sección da cuenta de la continuidad de la violencia y de la imposibilidad de curar las heridas: ninguno de los protagonistas, a pesar de producir obras que exponen el horror para las siguientes generaciones, se sobrepone a lo vivido. Así lo atestigua el melancólico final de la novela, en el que un anciano De Bry, que acaba de terminar su último grabado, se pregunta: “¿Y ahora qué hacemos?” (Montoya 2014: 302). Recuérdense aquí los reparos al concepto de resiliencia ya mencionados, si atendemos a autores como Evans y Reid, quienes la definen como “la habilidad [...] para, de forma eficiente, absorber, acomodarse o recuperarse de un acontecimiento” (Evans y Reid 2016: 58) y consideran que promueve la adaptabilidad de tal modo que la vida pueda continuar a pesar de los elementos de ella que se hayan destruido de modo irreparable. Se trata entonces de uno de los mecanismos del poder imperante, de un proceso de permanente adaptación al mundo en el que el sujeto debe aceptar la necesidad de cambiarse a sí mismo. Esto es, sin duda, lo contrario de la resistencia; adaptarse es lo que no hacen estos protagonistas —como tampoco los de otras ficciones— que persisten a pesar de todo y reconocen la imposibilidad de borrar el pasado y de “superar” lo irremediable. Un sistema de “traducción” —entre imagen y palabra— resulta ejemplar del modo en que funciona la novela: en la segunda parte, la tela de Dubois, Masacre de San Bartolomé, es descrita en detalle por su propio autor y los diecisiete grabados de De Bry (en la tercera parte) se despliegan en una minuciosa relación que, a su vez, duplica el texto de De las Casas. De una masacre a otra, de un continente a otro, pero siempre el mismo horror. Esta “traslación” va acompañada de constantes reflexiones acerca del valor de la imagen y su función en tanto denuncia o lucha contra el olvido. Si los cuerpos pintados en la primera parte eran, ya en sí mismos, textos políticos plagados de sentido, los protagonistas de las otras secciones se enfrentan con el conocido dilema de la función política del arte y sus modos de representación: pintar y describir las obras conlleva el debate sobre su fidelidad a lo real. Frente a la insistencia para que pinte una obra que se refiera a la masacre de San Bartolomé, Dubois duda sobre la eficacia del arte

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como denuncia o reparación. Ya sus telas anteriores se caracterizaban por no mostrar nada: en ellas solo se percibía “el eco de sus figuras ausentes” (Montoya 2014: 146). Por lo tanto, no cree en ningún tipo de representación directa ni en su utilidad, y su discurso lo explicita repetidamente: ¿Podría la factura de un óleo curarme no solo de mis heridas aún no cerradas, sino de las laceraciones que padecen mis contemporáneos? (p. 168). ¿Es posible fijarlo [el dolor] en una tabla o en un pedazo de tela? ¿Qué tiene que ver el color con el dolor? (p. 180). ¿De qué manera lograr que con unos cuantos rasgos se exprese la dimensión de un mundo despiadado? [...] jamás es lo mismo una masacre que su representación (p. 185).

Sin embargo, Dubois realiza la tela que, por otra parte, generará la conmoción de De Bry cuando la vea años después e influirá en sus propios grabados; no parece casual que al verla enuncie una de las preocupaciones medulares de la novela: “De Bry trataba de establecer un lazo entre las muertes del mosaico que había pintado Dubois y las que lo asediaban desde el otro lado del océano. Era como si el mal entre los hombres tuviese el mismo semblante [...] el mismo desorden en el fondo calculado” (Montoya 2014: 275). Ambos artistas, Dubois y De Bry, quedan así ligados por los mismos intereses políticos y estéticos que se expresan también en la descripción del cuadro del primero y de los grabados del segundo. Si bien Dubois había resuelto no pintar la masacre porque no encontraba sentido en repetirla en una tabla, su relato sobre las imágenes obtenidas dista de la repetición mimética. Es el producto de una lucha en que términos como configurar, moldear, excluir, delinear, trazar construyen un París y una matanza condensadores de un horror fácilmente desplazable a otro crimen, el realizado en América, marcado asimismo por el signo Bartolomé. Ese signo fusiona violencia, religión y política, pero apunta también en ambos a cuestiones estéticas. Así es que De Bry, aunque afirma que ha tenido la intención de denunciar con sus grabados, es acosado por las mismas dudas que planteaba Dubois: “¿Qué significa

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pintar y qué significa ser asesinado? ¿Qué significa la muerte violenta y qué la representación de la muerte? [...] ¿Bastan diecisiete grabados para redimir la infamia que la violencia provoca? [...] No ignoro que solo he pintado la imagen de un exterminio” (Montoya 2014: 278-279). A continuación de estas palabras se desarrolla el extenso capítulo titulado “El exterminio”, en el que describe sus propios grabados, ilustrando lo que narra De las Casas. Este sistema de desplazamientos de la crónica a la imagen y a su descripción —escritura, ilustración y escritura que remiten, a su vez, a la tela de Dubois y a su explicación de la misma en la segunda parte de la novela— permite exponer los reparos en torno a las dificultades de representación que confluyen en el término Bartolomé, verdadero punto de encuentro de los procesos artísticos y de la violencia que representan el relato de De las Casas, los grabados de De Bry, la tela de Dubois y las descripciones del texto. Lo político se “traslada” entonces de la palabra a la imagen y viceversa, una parece iluminar la otra, “decir de otra manera”, con otro lenguaje, con otro código. Podría aceptarse que la imagen es en Montoya un disparador de sentidos; en la primera sección, en particular, adquiere un espesor corporal, pero también en las siguientes actúa en la trama. La reflexión sobre el posible poder político de su condición estética conlleva una funcionalidad interna al relato, permite pensar en la violencia, la guerra, la destrucción. La novela parece postular con Rancière que la creación estética pertenece, de por sí, al campo político y, recíprocamente, lo político se juega en las formas estéticas (Rancière 2005). La pintura nos acerca, nos hace presente la infamia, al mismo tiempo que analiza su propia capacidad de acción. En Montoya, la imagen es el núcleo mismo donde se debate la violencia como cuestión que atañe a la estética. Eso no quiere decir que se intente “estetizar” el horror, sino que, por el contrario, se da al arte una función central como eje que permite pensar lo político y analizar la continuidad de los mismos problemas, de las mismas infamias del pasado, en nuestro presente y su incierta —quizá imposible— resolución hacia el futuro. El texto nos expone una extensa lista de cuestiones todavía en debate, cuestiones artísticas, políticas, sociales, pero no ofrece soluciones, se limita a señalar que no

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hemos sido capaces de resolverlas todavía, pero que habrá que seguir persistiendo en la búsqueda, como los protagonistas del tríptico. John Berger afirma que “el acto de resistencia no significa solo negarse a aceptar el absurdo de la imagen del mundo que se nos ofrece, sino denunciarlo” (2002: 123). Eso es lo que, más allá de sus dudas, realizan los personajes de esta novela; su denuncia nos permite pensar, inquietarnos, porque ese pasado sigue siendo puro presente para nosotros, sin alternativas de resolución.

Referencias bibliográficas Amar Sánchez, Ana María (2010): Instrucciones para la derrota. Narrativas éticas y políticas de perdedores. Barcelona: Anthropos. — (2013): “El trazo oblicuo. Representaciones sesgadas del horror en la narrativa del Cono Sur”, en Lucero de Vivanco Roca Rey (ed.), Memorias en tinta. Ensayos sobre la representación de la violencia política en Argentina, Chile y Perú. Santiago: Ed. Universidad Alberto Hurtado, pp. 49-60. — (2017): “Recordar, olvidar: violencia y silencio en la ficción contemporánea”, en Geneviève Fabry e Ilse Logie (eds.), Imaginar el futuro. Resistencia y resiliencia en la literatura y el cine hispanoamericanos contemporáneos. HeLix, 10, pp. 39-54. Amar Sánchez, Ana María y Avilés, Luis (2015): Representaciones de la violencia en América Latina: genealogías culturales, formas literarias y dinámicas del presente. Madrid/Frankfurt: Iberoamericana/Vervuert. Avelar, Idelber (2004): The Letter of Violence. Essays on Narrative, Ethics, and Politics. New York: Palgrave MacMillan. Badiou, Alain (2004): La ética. Ensayo sobre la conciencia del mal. México: Herder. Berger, John (2002): “Contra la gran derrota del mundo”, en John Berger (ed.), La forma de un bolsillo. México: Era, pp. 119-124. Cavarero, Adriana (2009): Horrorismo. Nombrando la violencia contemporánea. Barcelona: Anthropos. Cohen, Esther (2006): Los narradores de Auschwitz. México: Fineo-Lilmod. Evans, Brad y Reid, Julian (2016): Una vida en resiliencia. El arte de vivir en peligro. México: FCE. Foucault, Michel (1985): Historia de la sexualidad. La voluntad de saber 1. México: Siglo XXI.

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Hilb, Claudia (2013): Usos del pasado. Qué hacemos hoy con los setenta. Buenos Aires: Siglo XXI. Montoya, Pablo (2014): Tríptico de la infamia. Bogotá: Random House. Prego Gadea, Omar (1990): Julio Cortázar (la fascinación de las palabras). Montevideo: Trilce. Rancière, Jacques (2005): Sobre políticas estéticas. Barcelona: Universitat Autonoma. Wittgenstein, Ludwig (2007): Tractatus logico-philosophicus. Madrid: Tecnos.

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CAPÍTULO VI

La memoria en la fotografía y el documental: Perú

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Fotografiar la propia muerte: las últimas fotografías de Willy Retto en Uchuraccay Víctor Vich Pontificia Universidad Católica del Perú

Willy Retto tenía 27 años cuando fotografió su propia muerte. El hecho ocurrió el 26 de enero de 1983 en la comunidad de Uchuraccay, situada en la zona de Iquicha, en las alturas de Huanta, en Ayacucho, Perú. Ese día, ocho periodistas, un guía y un poblador del lugar fueron asesinados por un grupo de campesinos que los confundieron con terroristas. La noticia dio la vuelta al mundo por la crueldad de lo sucedido y porque se trató de una de las mayores matanzas que hayan sufrido hombres de prensa cumpliendo con su trabajo. Todo fue muy rápido. Desde que los periodistas fueron detenidos hasta el momento de la matanza, se calcula que solo debió pasar media hora. Sin embargo, en ese contexto de extrema tensión, Willy Retto consiguió tomar una serie de fotografías que hoy tienen un altísimo valor testimonial. Según Lizeth Arenas (2012: 8), “más que representar la violencia, se trata de un testimonio de la violencia misma en los precisos momentos en que esta ocurre”, pues en ellas “el fotógrafo es, a la vez, testigo y víctima”.

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En este ensayo me interesa volver a describir estas fotografías, reconstruir la narrativa que traen consigo e interpretarlas a partir de las relaciones entre los hechos y los signos que ahí entrecruzan lo visible y lo invisible. Voy a sostener que el valor de estas imágenes radica en que son el símbolo de una época que tiene zonas grises, así como de un proceso de memoria social que inevitablemente siempre estará incompleto. Debemos entenderlas como un resto, como la huella opaca de lo sucedido. La historia es estremecedora y puede resumirse de la siguiente manera:1 Sendero Luminoso, el radicalizado grupo maoísta, se levantó en armas en 1980, justo en el momento en que el Perú regresaba a la democracia y una nueva Constitución (que garantizaba la participación popular sin discriminación alguna) comenzaba a reordenar la vida pública. Bajo la estrategia de una guerra “del campo a la ciudad”, Sendero Luminoso intentó construir numerosas “bases de apoyo” en el campo ayacuchano. Algunas comunidades se plegaron, pero muchas otras comenzaron a sufrir el dogmatismo de la violencia y decidieron resistir. Fue el caso de las comunidades de altura, en la zona de Iquicha, donde se desarrolló una guerra campal que se había iniciado poco antes de la matanza de los periodistas y que terminó dramáticamente muchos años después. A fines de 1982, el Gobierno declaró el “estado de emergencia” y entregó el control de toda la región a las Fuerzas Armadas, al general Clemente Noel, quien llegó a Ayacucho con una nueva estrategia para afrontar la situación. En ese entonces, todavía nadie sabía bien qué tipo de organización era Sendero Luminoso, quiénes eran sus seguidores y cuáles sus verdaderos objetivos. Ni las autoridades políticas ni la prensa podían describir a este grupo con precisión. Por eso mismo, todos los periodistas buscaban nuevas informaciones y algún contacto

1. Hasta el momento, son cuatro las investigaciones profundas que se han realizado sobre lo sucedido: la de la Comisión Vargas Llosa, la del Poder Judicial, la que llevó a cabo la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) y la muy sólida de los hermanos Víctor y Juan Tipe. Al mismo tiempo, se han publicado varios libros e innumerables artículos periodísticos.

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con ellos. Lo cierto, sin embargo, es que el “estado de emergencia” había incrementado el clima de tensión que se vivía en la zona y muchos hombres de prensa comenzaban a sospechar del inicio de violaciones de los derechos humanos por parte del Estado por todo el departamento. En ese contexto, el 21 de enero de 1983 los pobladores de la comunidad de Huaychao mataron a siete senderistas. La noticia llegó a Lima un día después y la prensa y hasta el propio presidente Fernando Belaúnde celebraron tal hecho como una defensa de la democracia y de la patria. Luego, el 22 de enero, los campesinos de Uchuraccay hicieron lo mismo, mataron a cinco senderistas más.2 En esta comunidad, las relaciones con Sendero Luminoso eran ya tensas desde el año anterior, y varias patrullas habían llegado para capacitar a la población en la defensa y el ataque contra el grupo terrorista. Muchos testimonios han coincidido en afirmar que el firme mandato de los policías a los pobladores fue: “Maten a todos los que vengan a pie; son ‘terrucos’. Nada les pasará si los matan” (Tipe 1985). De hecho, el aislamiento de estas comunidades (situadas a más de 4000 metros de altura y con poblaciones quechua-hablantes) hacía de aquella zona un lugar sin controles, con muy poca presencia del Estado y muy poco transitado por visitantes o gente extraña. Por tanto, en ese tiempo, todas las comunidades de Iquicha (y Uchuraccay, especialmente) se encontraban en un “estado de alerta”, pues esperaban una venganza de Sendero Luminoso. Los comuneros habían establecido un sistema de vigilancia en las cumbres de los cerros y habían acordado que, ante cualquier llamado (producido a partir del sonido de los waqrapukus y de gritos de los vigías), toda la población debería salir de sus casas portando hachas, huaracas, palos y piedras. Los pobladores estaban decididos a defender el pueblo a cualquier 2. El editorial de El Comercio lo relató así: “Dos comunidades campesinas, entrañas vivas de la nacionalidad, han dado al país un ejemplo de viril certidumbre en la defensa de los derechos humanos y de sus derechos [...]. El pueblo peruano es el de Huaychao y Uchuraccay. No se somete a delincuentes... Lo que hace el pueblo con esa gente es darle su merecido. Para liberarse de su amenaza y para salvar al país de esa vergüenza” (El Comercio, 26-1-83). Sobre el tema, puede consultarse el estudio de Peralta (2000).

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costo. Fue en ese contexto que, de pronto, la tarde del 26 de enero de 1983, apareció una columna de ocho personas bajando de los cerros y acercándose sospechosamente a la comunidad. El viaje de los periodistas hacia Uchuraccay tenía el propósito de entender lo que estaba sucediendo en la zona. La declaratoria del “estado de emergencia” abría un nuevo escenario y los principales medios del país enviaron corresponsales y reporteros gráficos a dicha localidad. Para todos, la noticia de las muertes en Huaychao era un hecho que activaba un conjunto de preguntas: ¿fueron realmente los campesinos los que habían matado a los senderistas?, ¿por qué lo hicieron?, ¿qué tipo de tensiones comenzaban a existir entre Sendero Luminoso y las poblaciones del lugar?, ¿cuál era el nuevo papel del Ejército?, ¿había comenzado este a ocultar algo?

*** Willy Retto trabajaba para El Observador, un diario que en ese entonces había impactado por ser el primero en color, por su diagramación novedosa y porque su director era nada menos que uno de los más respetados intelectuales peruanos: el lingüista Luis Jaime Cisneros. Con un buen equipo de columnistas y una importante sección cultural, este periódico, que surgió gracias a la iniciativa del empresario León Rupp, pronto pasó a funcionar como una cooperativa de trabajadores. Retto había ingresado en 1981 y, como dijimos, tenía 27 años en el momento de morir. Su padre también era un reportero gráfico y, por tanto, él era un joven que conocía bastante bien los ambientes de la prensa peruana. Es curioso, pero se hizo conocido a los once años cuando, en una competición automovilística en los arenales de San Juan del Lurigancho, observó que un perro se había metido dentro de un auto como si fuera el piloto. A pesar de su corta edad, no dudó en tomar la fotografía que, al día siguiente, fue portada en Última hora, otro innovador periódico de la época. Aunque su verdadera pasión era el periodismo, Willy Reto estudiaba Psicología en la Universidad Federico Villarreal. Su hija Alicia me contó que él pensaba que esa carrera lo enriquecería mucho como

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fotógrafo. Cuando regresó al Perú (había vivido en Venezuela y trabajado, por un corto tiempo, en Estados Unidos), estaba dispuesto a regresar al periodismo. Muy pronto realizó una secuencia fotográfica que tuvo mucho impacto nacional: el momento en que el ministro de Justicia, Enrique Elías Larosa, fue secuestrado durante unas horas por los internos de una cárcel en Lima.

*** Las últimas fotografías que Willy Retto tomó en su vida muestran el momento anterior a la muerte, o quizá el momento mismo de la propia muerte. Son un testimonio decisivo, pero siempre incompleto, sobre ese día. Se capturaron en una situación límite, en los instantes previos al deceso, en esa frontera entre lo que está pasando y lo que va a pasar. Como buen reportero gráfico, todas las fotografías surgieron de la terca insistencia por registrar lo que estaba sucediendo. Sin duda, son un testimonio estremecedor de alguien que, a pesar de todo, no cede ante el afán de documentar lo que ocurría. De hecho, en las últimas décadas se ha discutido mucho la posibilidad (o imposibilidad) de representar una situación límite. Se ha dicho que lo excesivo y lo traumático no pueden representarse y que es mejor trabajar desde su silencio. Se ha señalado que toda representación traiciona lo vivido. Sin embargo, estas fotografías merecen ser nuevamente interrogadas (Didi-Huberman 2003). Hay en ellas algo que permite extraer conclusiones sobre el periodo de la violencia, sobre una cultura de la memoria y sobre el acto mismo de fotografiar. Todas las fotografías —ha subrayado Sontag (1980: 33)— afirman lo siguiente: “Esta es la superficie: ahora piensen qué hay más allá de ella”. Son ocho las fotografías que Willy Retto tomó poco antes de morir.3 La primera es una postal demasiado clásica y pudo haberla registrado

3. Se publicaron por primera vez en Caretas (febrero de 1984, n.° 787). Actualmente se encuentran disponibles en la versión digital del libro Yuyanapaq. Para recordar. Relato visual de conflicto armado interno en el Perú, 1980-2000 (Lima: IDEHPUCP, 2003). A pesar de reiterados intentos, no ha sido posible establecer

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al coronar la última gran subida anterior a la bajada de Huachwaccasa y poco antes de llegar a la comunidad de Uchuraccay. Por un lado, se trata de un simple “registro de ruta” casi estereotipado, aunque no es difícil notar una cierta voluntad estética en ella: vemos un típico paisaje de altura, un escenario propiamente andino en el que aparecen un pastor, unas ovejas y una pequeña casa en el fondo. El encuadre es correcto. La soledad, el frío, la vida en dicho lugar debieron haber impresionado a Willy Retto para que decidiera insistir en este clásico retrato indigenista. Digamos que fotografía el contexto en el que va a ocurrir la matanza (figura 6.1).

Figura 6.1

La segunda imagen es ya completamente diferente: los periodistas son detenidos por un comunero que les corta el paso. Entre unos y otros, la diferencia cultural se hace visible, sobre todo, en la ropa. Si en la anterior fotografía había quietud, aquí hay movimiento. En ella comunicación con los propietarios o herederos de los derechos de reproducción de las imágenes de este capítulo. A los interesados que puedan hacer valer sus derechos se les ruega ponerse en contacto con la editorial.

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vemos a Pedro Sánchez, a Sedano y, sobre todo, a Félix Gavilán, quien ya tiene la bandera blanca en la mano derecha (figura 6.2). Este es un dato importante, porque la presencia de dicha bandera indicaría que, al escuchar los primeros gritos, los periodistas percibieron el peligro que se les venía encima. Recordemos que el pueblo esperaba una venganza de Sendero Luminoso y estaba muy tenso. De hecho, al divisar que una columna de ocho hombres se acercaba, los vigías gritaron fuertemente, hicieron sonar sus waqrapukus y comenzaron a bajar de los cerros para detenerlos. A uno de ellos, portando una huaracca, se le nota muy tenso.

Figura 6.2

La siguiente fotografía es una de las más importantes. Registra que algo muy grave ya estaba sucediendo. El fotógrafo capta un momento de extrema tensión, un diálogo a punto de fracasar, el instante mismo en el que los periodistas se han dado cuenta de que su vida corre peligro. Sedano está arrodillado y Félix Gavilán levanta las manos para demostrar que no están armados y que han llegado a Uchuraccay no para pelear, sino para otra cosa (figura 6.3).

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Figura 6.3

En aquellos instantes, Willy Retto debía de estar un poco más atrás del grupo: lo cierto es que todavía enfoca, todavía puede enfocar. Ha conseguido un encuadre que captura todo el contexto y en el que, además de los dos campesinos que los han detenido, logra incluir a tres personajes más: el primero, un poco más atrás, chacchando coca; luego, una mujer con una falda roja que se acerca desde arriba y otro campesino, todavía más atrás, que también está bajando del cerro. Continuamos asistiendo a la desconfianza de los pobladores y al miedo a morir de los periodistas. En la imagen aparecen también parte del cuerpo de un campesino (que tal vez está buscando o revisando algo) y una mujer cuyo gesto refleja pánico y mucha tensión. En su encuadre, en su toma tan abierta, en su ritmo, esta fotografía parece indicar la inminencia del ataque. Detengámonos un instante. ¿Qué se fotografía aquí? ¿Un momento de fracaso intercultural? ¿Un momento de pánico y miedo? ¿Un momento de profunda confusión humana? Sabemos que al menos tres de los ocho periodistas hablaban quechua (Octavio Infante, Félix Gavilán y Amador García), pero eso no parece ser suficiente para neutralizar el malentendido. En todo caso, el hecho de que podían comunicarse en quechua es un dato que vuelve mucho más dramático todo el episodio.

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Las dos siguientes fotografías ya muestran una mayor dificultad para tomarlas. Están algo movidas y distorsionadas. Los campesinos se les venían encima y eso debió generar tensión y mucho miedo. Probablemente, a Willy Retto no le quedó más remedio que accionar la cámara de manera clandestina. Parecen haberse realizado desde la altura del pecho, de ahí que los encuadres estén cortados y únicamente podamos ver la mitad del cuerpo de las personas. Notemos, además, que están en el suelo no solo los maletines, sino también la bandera blanca: otro símbolo del fracaso de la comunicación (figura 6.4).

Figura 6.4

Llama la atención la posición en la que se encuentra Jorge Sedano en la segunda fotografía. Está arrodillado (figura 6.5), quizá para sacar la cámara del maletín o tal vez improvisando una súplica para hacerles ver que están indefensos y que vienen con otros propósitos. Probablemente en este momento los periodistas están explicando quiénes son y mostrando absurdamente sus credenciales. Según algunos testimonios, la similitud entre las palabras periodistas y terroristas provoca el malentendido. Según otros, la causa determinante de la matanza tiene que ver con una simple franela roja. En esos años, los maletines para

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guardar cámaras no eran tan sofisticados como los actuales; los periodistas usaban cualquiera que encontraran en el mercado y protegían sus cámaras envolviéndolas con un pedazo de franela. Se cuenta que los campesinos confundieron la franela con una bandera de Sendero Luminoso y que, al verla, algunos comenzaron a gritar: “¡Sí, son terrucos, son terrucos!”.

Figura 6.5

Algunos familiares sostuvieron en su momento que el comunero cuya silueta se aprecia detrás de Pedro Sánchez podría haber sido un infiltrado del Ejército. Mientras que el comunero de la derecha lleva ojotas o va descalzo, este calza botas. Para algunos, el pantalón que viste es sospechoso porque no le llega a la altura de los tobillos (como los que suelen usarse en la zona) ni parece estar confeccionado con bayeta (la tela tradicional del lugar). Estas observaciones siguen sin resultar muy convincentes, aunque fueron motivo de intensos debates durante casi tres décadas. En la siguiente fotografía (figura 6.6), se ve algo más claramente al comunero de la izquierda.

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Figura 6.6

En ella conseguimos ver nuevamente a Jorge Sedano, pero ahora con los brazos en alto, y a dos campesinos que parecen inspeccionarlo ante la mirada de una mujer y de otro campesino más. Los maletines y la bandera siguen en el suelo. Por alguna extraña razón, Gavilán se ha dado la vuelta y se retira, mientras que Pedro Sánchez parece insistir con algo en medio de la confusión. El campesino de la derecha es aquel que en la fotografía anterior (figura 6.3) bajaba chacchando una bola de coca y, según algunos testimonios, se trataría de Antonio Chávez, del que se dice que hoy vive en el VRAEM (valle de los ríos Apurímac, Ene y Mantaro), una zona altamente convulsionada en la actualidad. La penúltima fotografía encontrada en el rollo nos coloca ante un escenario extraño que casi no hemos visto y que se sale de la secuencia (figura 6.7). Se trata, probablemente, de un corral de animales (de hecho, en la parte de atrás podemos ver a las ovejas pastando) o quizá de una parte del muro de piedra que rodeaba la plaza principal de Uchuraccay. Si pensamos en los términos de la secuencia, lo más probable es que Willy Retto estuviera buscando otro encuadre, pero sus rápidos movimientos terminaron por fotografiar esa imagen.

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Figura 6.7

La siguiente es la última fotografía (figura 6.8). Está desenfocada. Probablemente, fue tomada cuando la violencia ya se había desatado. El fotógrafo parece estar mucho más cerca del mencionado muro de piedra y dispara por última vez en un intento de continuar registrando lo que sucedía. Quizá se trata del momento final antes de perder la vida. Willy Retto debió de sufrir el impacto de una piedra y, en el momento de caer, hizo la última toma. Es la más incómoda de toda la secuencia y, por ser la última, la que encarna un mayor dramatismo. En ella aparecen las piedras del muro, pero no solo eso: una mancha se hace presente.

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Figura 6.8

Se trata de una mancha muy extraña y que perturba toda la imagen. Es la irrupción de algo que no podemos definir bien, pues aparece sin forma conocida. Algunos han visto una parte de un gorro, otros un dedo, otros la parte superior de un rostro: un detalle de la frente y el inicio de la órbita del ojo. Nada está realmente claro. Quizá cuando Willy Retto la tomó ya había alguien muy cerca. ¿Es la huella de un agresor o de un compañero? ¿Es la sombra de alguna parte de sí mismo? Caretas describió así esta escena: La cámara de Willy Retto no tenía motor eléctrico. Entre foto y foto, él debía avanzar manualmente la película, rastrillando. Mientras trata de hablar, de convencer, para salvar la vida, él sigue fotografiando; al parecer, sin poder enfocar la cámara. Cuando la agresión se precipita, continúa fotografiando; y cuando golpes o empujones le hacen perder el equilibrio, no intenta protegerse con los brazos y, más allá del instinto de conservación, utilizando las dos manos, corre la película, imprime las placas. Aun cayendo, intentará, hasta el último momento, fotografiar (Caretas 787, p. 15).

Hasta esa última toma, el periodista había captado imágenes de lo que les estaba sucediendo a sus compañeros, como un “exterior”. Este,

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sin embargo, es el momento en que la imagen parece subjetivizarse, el momento en que quizá algo propio del fotógrafo ingresa en ella. No sabemos si se trata de un dedo o de un sombrero, pero, en todo caso, es claro que se trata de una presencia extremadamente cercana que ha desestabilizado la imagen y su propia producción. ¿Qué es esa mancha, en términos simbólicos? ¿A qué refiere? ¿Qué nombra ese “punto ciego” que nunca conseguimos definir bien? Lejos de una interpretación realista (“esa mancha refiere a tal o cual parte del cuerpo...”), me interesa sostener que podemos leerla como un símbolo —indiciario, quizá— de otra cosa. Me explico mejor. Para Lacan, el mundo de la cultura (el orden de lo simbólico) no puede dar cuenta de la totalidad de la experiencia y lo Real, como la mancha, irrumpe de vez en cuando como el signo de su imposibilidad. Lo Real debe definirse entonces como un excedente que se resiste a cualquier proceso de domesticación, como una fuerza que desbarata lo existente. Se trata de algo desconocido que desestabiliza aquello que ha estructurado el mundo de la vida. Según Žižek (2016: 71), “lo Real designa un núcleo sustancial que precede y se resiste a la simbolización y, a la vez, designa el sobrante producido por la simbolización en sí”. Esa mancha puede interpretarse entonces como la irrupción de lo Real, es decir, como algo que tiene que ver con la imposibilidad de lo simbólico para dar cuenta de sí mismo. Tal como la vemos, aparece como una presencia que raja todo el universo simbólico poco antes registrado. En última instancia, podemos decir que esa mancha nos perturba profundamente porque termina por colocarse como una mirada que nos interpela, como la mirada del algo de afuera hacia nosotros mismos (Lacan 2005). Esa mancha nos devuelve la mirada con toda su incógnita y nos desafía porque se trata de algo que se ha salido de la escena o, más bien, es algo que ha entrado intempestivamente —sin permiso— a la escena misma.4 En esta última fotografía vemos el impasse de la simbolización, la irrupción de algo que termina por imponerse, que impide seguir simbolizando y que, curiosamente, queda registrado como mancha en el marco mismo de lo simbólico. 4. Sobre el significado de la mancha, puede consultarse Žižek (2000: cap. 5) y Žižek (1998: cap. 2).

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Según varios testimonios recogidos por los hermanos Tipe, los periodistas fueron atacados salvajemente y el primero en morir fue Jorge Sedano, a quien destrozaron la cabeza a pedradas. Algunos corrieron, pero fue inútil, pues no había posibilidad de escape. Quizá unos pudieron ver la muerte de otros. Lo cierto es que piedras de todo tamaño comenzaron a caerles desde todos los frentes y una de ellas debió golpear a Willy Retto. Tal vez sea este el momento que recoge la última fotografía. Se trata de una toma profundamente estremecedora porque trae consigo una imagen de la muerte y, sobre todo, la imagen de la crisis misma de todo intento de representación. “Estamos aquí ante el encuentro traumático con lo Real como punto en el que falla la misma simbolización” (Žižek 2016: 286). Digamos que esta fotografía registra el momento previo a la desaparición de la imagen. Si toda imagen encarna una tensión entre lo visible y lo invisible, esa tensión alcanza aquí uno de sus puntos más altos en la historia de la fotografía. Ya no hay visión sustancial, ya no hay producción de sentido, ya no hay objeto de deseo. En un entorno realmente convulsionado, y ciertamente en la clandestinidad, a Willy Retto le fue imposible producir tomas más abiertas, que dieran cuenta de todo lo que estaba sucediendo a sus costados. Esta es la imagen final, una imagen con pocas mediaciones que empalma con algo que desconocemos. Según Mondzain (2016: 86), “el sacrificio de la imagen coincide y siempre acompaña el sacrificio de toda vida y de toda libertad”.

*** Por otro lado, la cámara de Willy Retto —una Minolta 4202368— que contenía el rollo con las fotografías no se encontró en el transcurso de la investigación. La matanza ocurrió el 26 de enero. La comisión investigadora entregó su informe en marzo, pero la cámara fue descubierta en el interior de una cueva de vizcachas en el mes de mayo. La encontró un policía que acompañaba al juez Juan Flores mientras realizaban investigaciones en la zona. No se sabe cómo llegó ahí, pero lo más probable es que fuera escondida por alguno de los campesinos

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involucrados en la matanza. El descubrimiento de estas fotografías también fue una noticia que dio la vuelta al mundo.5 Una vez hallada la cámara, se organizó una pericia especial para abrirla. En ella participaron jueces y fiscales a fin de proteger la información que contenía. El padre de Willy Retto, Óscar Retto, consiguió ingresar a la pericia, dada su condición de periodista. Gracias a su gran experiencia como reportero gráfico, ese día, en esa misma sesión, consiguió tomar clandestinamente fotografías de las fotografías, es decir, sacar una copia de cada una de ellas. Y gracias a esta acción las conocemos, ya que semanas después un misterioso incendio en el Poder Judicial destruyó todas las evidencias que quedaban, incluida la cámara.6 La historia de Uchuraccay no acaba con la muerte de los periodistas. Es preciso saber que Sendero Luminoso se empecinó con sus pobladores e incursionó varias veces en la comunidad para secuestrar jóvenes, matar a sus autoridades y masacrar a la población. El 19 de mayo de 1983 tomó el pueblo y asesinó a veinte personas. Poco tiempo después, volvió a ingresar y mató a más de cien comuneros. Los pocos sobrevivientes que quedaron abandonaron el lugar alrededor de 1984 y se fueron a vivir a las alturas, escondidos en cuevas y siempre en condiciones de horror. Aunque el informe de Vargas Llosa sostuvo que los infantes de Marina habían “mejorado notoriamente las relaciones entre las fuerzas del orden y la población civil” (1990: 110), hoy sabemos que el periodo más grave en cuanto a violaciones de los derechos 5. El diario El Observador fue el primero que hizo pública la noticia el 15 de mayo de 1983. Días después se activó una intensa polémica acerca del número de rollos encontrados. En un inicio se dijo que eran trece, pero luego el fiscal señaló que fueron once, de los cuales solo se revelaron dos. Al parecer, algunos desaparecieron. De manera misteriosa, la revista Caretas tuvo acceso a uno de ellos. Una minuciosa recopilación de todos los artículos periodísticos al respecto puede hallarse en el libro de Juan Cristóbal (2003). 6. Entrevisté al señor Óscar Retto y él mismo me contó esa historia. Nancy Chapell narra una variante en la entrevista que le realizó Lizeth Arenas Fernández y que es parte del ensayo que aparece en la bibliografía. La historia, sin embargo, no acaba ahí: cinco años después, el alcalde de Huanta se comunicó con Óscar Retto para informarle del hallazgo de otra cámara, una Rolleiflex que también perteneció a Willy Retto. Esta ya no contenía ningún rollo en su interior. Se trata de la cámara que la familia conserva actualmente en la sala principal de la casa.

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humanos por parte de las Fuerzas Armadas en Ayacucho se produjo luego de la matanza de Uchuraccay —entre los años 1983 y 1984—, y que justamente fueron los infantes de Marina los responsables de las innumerables atrocidades que se cometieron en la zona.

*** ¿Qué es lo que, en última instancia, fotografió Willy Retto? ¿Qué es lo que estas fotografías registran y proponen a la mirada? En primer lugar, podríamos decir que lo que vemos es cierta incomunicación humana, el pánico de dos grupos que no se entienden. No se trata de esencializar la diferencia cultural, pero lo cierto es que estas imágenes muestran un diálogo que no sirvió para nada y que terminó desatando la violencia de unos sobre otros. Lo poco que podemos ver en ellas es que los periodistas no lograron convencer a los iquichanos de que no eran terroristas y que los iquichanos quizá actuaron convencidos de que eran sus enemigos. Vargas Llosa lo explicó así: Aún más dramáticos que la sangre que corre en esta historia, son los malentendidos que la hacen correr. Los campesinos matan a unos forasteros porque creen que vienen a matarlos. Los periodistas creían que eran sinchis y no campesinos quienes habían asesinado a los senderistas. Es posible que murieran sin enterarse de por qué eran asesinados. Un muro de desinformaciones, prejuicios e ideología incomunicaba a unos y a otros, e hizo inútil el diálogo (1990: 170).

En segundo lugar, podemos decir que Willy Retto fotografió el miedo, algo que supera nuestra capacidad de narrar, un momento de pánico donde lo simbólico hace crisis y se agujerea por todos lados. De hecho, estas imágenes son importantes por lo que muestran —una confusión, un drama—, pero también por lo que no pudieron capturar y por lo que se quedó fuera de cuadro. Es decir, terminan por confrontarnos ante algo irrepresentable, ante el silencio, ante una verdadera imposibilidad. Su verdadero valor radica entonces en la relación entre lo dicho y lo no dicho, entre lo representado y lo no representado, entre lo que se representa y lo que ya no puede representarse. Emergen como un instante de verdad, pero lo cierto es que esa verdad nunca es

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total y suele ser opaca. Baudrillard ha sostenido que la imagen fotográfica es siempre dramática por su silencio, por su inmovilidad (163). Digamos, en última instancia, que lo que vemos en la serie de fotografías de Willy Retto es un durísimo proceso de desestructuración de la imagen, una representación trágica del acto mismo de representar. Notemos que ahí podemos observar el paso de la toma más amplia a la toma más cerrada; del retrato más retorizado a la imagen nunca tomada; del control absoluto sobre el encuadre a la pérdida de control sobre el momento mismo de fotografiar. ¿Supo Willy Retto que estaba fotografiando su propia muerte? No lo sabemos, pero, en sus últimas tomas, podemos sentir la agónica tensión de estar ante el final de la vida. La cámara no registra la muerte, pero lo cierto es que algo de la muerte se hace presente en estas fotografías. Un cuerpo extraño atrae nuestra mirada en la última toma. No sabemos bien de qué se trata, pero aparece ahí la inmersión de algo amorfo que no tiene forma conocida ni identidad precisa. Podríamos decir que es un resto que se ha desprendido de algún lugar, un fragmento de la muerte que aparece sin piedad para dejar constancia de su inevitable presencia. En todo caso, la cámara funciona aquí como el último soporte ante la realidad, como su última ancla. La desesperación del fotógrafo parecería querer convertirla en un escudo, pero no uno para defenderse, sino para afrontarla sin miedo. Digamos que, al perder la cámara, el fotógrafo pierde la vida. Digamos, en última instancia, que Willy Retto vio su propia muerte en la muerte de los demás (Groys 2016: 38).

*** ¿Qué discurso de la memoria aparece en estas fotografías? ¿Qué clase de memoria debemos de construir? Las fotografías de Willy Retto marcan la crisis de lo representable y fisuran todas aquellas representaciones que aspiran a ser totalizantes. Notemos que ninguna de ellas registra propiamente los actos de violencia, aunque en todas podemos intuirla. En ese sentido, estas fotografías parecerían afirmar que toda memoria tiene un punto oscuro, algo que es irrepresentable y que ninguna está

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completa del todo. Ningún discurso sobre la memoria puede dejar de ser consciente de sus propios vacíos y zonas grises. Estas fotografías muestran el agujero que quiebra nuestra necesidad de ver y de representarlo todo. Puede decirse que inscriben la falta en el centro mismo de la historia y emergen como un signo que nombra los agujeros inevitables de la memoria colectiva (Wajcman 2001: 187). Dicho de otra manera: el discurso sobre la memoria solo puede construirse a partir de la conciencia de sus propios lados oscuros, de sus propios huecos y de sus propias faltas. Desde este punto de vista, un país con memoria no será aquel que tenga una versión clara de los hechos, sino el que se encuentre en permanente búsqueda de sí mismo: uno que no se canse de regresar, una y otra vez, sobre su propio pasado. Al no poder registrar el momento mismo de la violencia, estas fotografías nos invitan a confrontarnos con los vacíos de la historia. En sus encuadres angustiados, lo que ponen en juego es el intento de registrar un momento opaco, una tensión en la frontera de la propia vida. En esta serie, la fotografía es solamente un resto, un residuo, un testimonio que intenta dar cuenta de algo extremo, una imposibilidad. Al decir de Didi-Huberman (2003), estas fotografías son insuficientes, pero imprescindibles. Hoy, en efecto, ya no solo son fotografías; son un acto y, por tanto, se trata de imágenes heroicas. Fueron tomadas “pese a todo”, exponiendo la vida. De pronto, Willy Retto quedó situado ante un acontecimiento que desafió todo lo conocido y, por lo mismo, todo intento de representación. Estas fotografías fueron el último acto de resistencia y representan la terca insistencia humana por dar cuenta del mundo. Desde su hallazgo, se han utilizado de diferentes maneras y han servido en los procesos judiciales.7 La imagen, ya lo sabemos, no es nunca un objeto estático puesto que siempre apunta a otra cosa. Estas fotografías no son un fetiche. Son imágenes del miedo y de la violencia. Más aún: son imágenes de la muerte. Manuel Michillot, compañero de trabajo, cuenta que Willy

7. Un año después, estas fotografías recibieron un premio póstumo en el concurso de fotoperiodismo Rey de España. La noticia fue registrada por La República el 11 de octubre de 1984. Los familiares todavía conservan el plato recibido de parte del jurado del concurso.

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Retto siempre decía que “una fotografía es la vida misma en una fracción de segundo” (Tipe 2015: 74). ¿Qué es, en última instancia, lo que ese día, en las alturas de Huanta, en Iquicha, en Uchuraccay, se puso en juego durante el trabajo de un reportero gráfico? Digamos que, por última vez, Willy Retto quiso representar la vida; o quizá, por única vez, pudo capturar algo de su propia muerte.

Referencias bibliográficas Arenas Fernández, Lizeth (2012): “Memoria visual en el Perú: las fotografías del caso Uchurracay”, en Corpus. Archivos virtuales de la alteridad americana, 2(2). Baudrillard, Jean (1991): La transparencia del mal. Barcelona: Anagrama. Cristóbal, Juan (2003): Uchuraccay o el rostro de la barbarie. Lima: San Marcos. Didi-Huberman, Geoges (2003): Imágenes pese a todo. Memoria visual del Holocausto. Barcelona: Paidós. Groys, Boris (2016): Arte en flujo. Ensayos sobre la evanescencia del presente. Buenos Aires: Caja Negra. Lacan, Jacques 2005 [1964]: Seminario 11. Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis. Buenos Aires: Paidós. Mondzain, Marie-José (2016): ¿Pueden matar las imágenes? Buenos Aires: Capital intelectual. Peralta, Víctor (2000): Sendero Luminoso y la prensa: 1980-1994. Cuzco: Centro de Estudios Regionales Andinos Bartolomé de las Casas/SUR, Casa de Estudios al Socialismo. Sontag, Susan (1980): Sobre la fotografía. Buenos Aires: Sudamericana. Tipe Sánchez, Víctor y Tipe Sánchez, Jaime (2015): Uchuraccay: el pueblo donde morían los que llegaban a pie. Lima: G7 editores. Vargas Llosa, Mario (1990): Contra viento y marea 3. Lima: Peisa. Wajcman, Gerard (2001): El objeto del siglo. Buenos Aires: Amorrortu. Žižek, Slavoj (1998): Porque no saben lo que hacen. El goce como un factor político. Buenos Aires: Paidós. — (2000): Mirando al sesgo. Una introducción a Lacan a través de la cultura popular. Buenos Aires: Paidós. — (2016): La permanencia de lo negativo. Buenos Aires: Ediciones Godot.

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Fotografía y memoria en el documental performativo: el caso de Tempestad en los Andes Constanza Vergara Universidad Alberto Hurtado

Performance y pesquisa En este escrito me interesa analizar Tempestad en los Andes, un filme sueco-peruano narrado en primera persona, a partir de la exhibición y uso que hace de diferentes tipos de archivos fotográficos. Quisiera plantear que en este documental las fotografías son fundamentales para la elaboración de diferentes memorias del conflicto armado, es decir, me propongo mostrar cómo, a través de la exhibición y el comentario de las fotografías, se escenifica un acercamiento constante entre sujetos, puntos de vista y temporalidades. Específicamente, me centraré en la relación que se establece con tres tipos de archivos: familiar, documental y estatal, los que presentan distintas funciones y proveen accesos a la memoria en clave familiar o comunitaria.

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La relación entre documental y autobiografía ha sido teorizada desde hace ya varios años, primero en el contexto anglosajón y luego en el latinoamericano. Producto tanto de giros epistemológicos como de los avances en la tecnología de cámaras y equipos de sonido, las narrativas documentales en primera persona comenzaron a hacerse cada vez más presentes a partir de los años ochenta. Alejándose de la tradición de registro y tributarios también de las ideas del posestructuralismo y el feminismo que socavaron la noción de la centralidad del sujeto, los first-person films se han convertido en una tendencia prolífica en el cine de no ficción, que privilegia los microrrelatos y la pluralidad de voces. Así como en el ámbito de la literatura se ha llevado a cabo una crítica de la capacidad referencial del lenguaje y de la noción de sujeto como identidad previa que origina un discurso, también en la cinematografía se ha problematizado la noción de registro. Michael Renov se refiere a las maneras en que las formas de la ficción y la no-ficción están imbricadas entre sí y a la frecuente presencia de elementos, como la música extradiegética o la voz en off, en documentales que supuestamente ofrecen una representación objetiva del mundo histórico (Renov 1993: 2-3).1 Stella Bruzzi ha propuesto el término “documental performativo” para describir aquellas producciones que muestran justamente la conciencia de las limitaciones del dispositivo tecnológico y llaman la atención hacia la imposibilidad de una representación auténtica (Bruzzi 2006: 185).2 Contra el supuesto realista que prescribe el 1. “In a number of ways, fictional and nonfictional forms are emmeshed in one another –particularly regarding semiotics, narrativity, and questions of performance. At the level of the sign, it is the differing historical status of the referent that distinguishes documentary from its fictional counterpart... Indeed, nonfiction contains any number of “fictive” elements, moments at which a presumably objective representation of the world encounters the necessity of creative intervention” (Renov 1993: 2-3). 2. Sostiene la autora: “The performative documentary uses performance within a non-fiction context to draw attention to the impossibilities of authentic documentary representation... The traditional concept of documentary as striving to represent reality as faithfully as possible is predicated upon the realistic assumption that the production process must be disguised, as was the case with direct cinema. Conversely, the new performative documentaries herald a different

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Fotografía y memoria en el documental performativo

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ocultamiento del proceso de producción, el documental performativo propone el reconocimiento de la construcción y artificialidad del filme. De este modo, estos trabajos se elaboran sobre la base de la interacción entre performance y realidad. Por ejemplo, una parte importante de ese giro performático está dada por la inscripción de la voz y el cuerpo de los realizadores en el plano. Como propone el cineasta argentino Andrés di Tella, “el relato en primera persona está diciendo ‘créanme’, que no es lo mismo que decir ‘esto es la verdad’. Y el pacto documental tiene que ver con ese ‘créanme’” (Firbas 2006: 53). La modalidad performática de estas obras audiovisuales en primera persona se aleja de los procedimientos tradicionales para estos (el aspecto objetivo, informativo y ligado a la tradición del registro del mundo y los sujetos), pero eso no significa que la apelación al espectador se limite al ámbito privado. Una gran parte del corpus de documentales que se construye de modo performático se refiere a la herencia traumática de las dictaduras y conflictos internos de países como Chile, Argentina o, en este caso, Perú. Muchas de las películas que utilizan esta modalidad exploran, a partir de una enunciación personal, situaciones de relevancia social ligadas al retorno del exilio; procesos de duelo de familiares de víctimas de las dictaduras o la violencia política; búsqueda de las raíces identitarias en los pueblos originarios y demandas de justicia y reparación en el periodo posdictatorial. Es lo que ocurre en Tempestad en los Andes (2004), filme dirigido por Mikael Wiström, cineasta sueco que ya en 1974 había visitado Perú y fotografiado el proceso de la reforma agraria. En ese entonces conoció a Samuel Gonzales, uno de los dirigentes campesinos. Treinta años después, Mikael volvió a encontrarse con Samuel, quien hacía años se había mudado a Lima con su familia. En 2010 empieza a grabar a Flor, una de las hijas de la familia Gonzales Barbarán, para hacer un documental sobre la búsqueda de su hermano Claudio, desaparecido luego de la matanza del penal de El Frontón en 1986. Mientras desarrolla esa idea de película, recibe un correo de Josefin Ekermann, la sobrina sueca de Augusta La Torre (esposa de Abimael Guzmán y notion of documentary “truth” that acknowledges the construction and artificiality of even the non-fiction film” (Bruzzi 2006: 185-186).

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dirigente de Sendero Luminoso), quien también desea emprender una búsqueda de la verdad sobre la muerte de su tía. De ese modo, Wiström decide mezclar las dos historias.3 En su libro acerca de los documentales sobre el conflicto armado peruano, el crítico Pablo Malek inscribe Tempestad en los Andes dentro de un segundo momento de producción, en el cual las películas ya no reproducen un discurso institucional ni están tan marcadas por las conclusiones de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR). En este segundo momento encontramos “documentales [en los que] un familiar de un protagonista del conflicto interno hace un viaje a Perú para conocer más sobre esta persona, ahondar en la historia del Perú y a la vez descubrir una parte de su propia identidad” (Malek 2016: 85). En el caso del trabajo que nos ocupa, la que emprende ese viaje es Josefin. Wiström la acompaña en su primera visita al Perú, donde se encontrará con la familia Gonzales, y luego emprenderá un viaje con Flor. El documental se desarrolla a partir de varios desplazamientos y encuentros: desde Suecia a Perú; de Lima a Ayacucho y Apurimac; luego, de regreso a Lima y a la isla donde se encontraba El Frontón. En su recorrido se nos muestran conversaciones en castellano, inglés y quechua con campesinos y familiares de otras víctimas de los episodios de violencia. Josefin, por ejemplo, dialoga con otros familiares de Augusta y con periodistas, con el fin de encontrar algunas claves que le permitan entender la historia de su tía y confrontar el relato que su padre le ha transmitido. La voz en off del filme adquiere la forma de una carta al padre y es abiertamente apelativa y confrontacional, sobre todo, al inicio: “Papá, tantas veces te he preguntado lo que realmente

3. El filme es una coproducción entre Suecia y Perú. Desde el lado peruano, la relación con la productora Casablanca Films insinúa una conexión con el grupo Chaski, ya que María Elena Benites, una de sus gestoras, es miembro del colectivo desde 1985. Chaski, término quechua que nombraba a los mensajeros del Inca, es una agrupación fundada en 1982 que “centra su trabajo en servir de canal de expresión a los marginados y busca desarrollar una conciencia cívica en los sectores más populares” (Godoy 2013: 125). A través de filmes no comerciales y con financiamiento extranjero, sus integrantes llevaron a cabo una serie de documentales sobre la realidad nacional, producciones que, a su vez, eran exhibidas ante las propias comunidades.

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ocurrió aquí en Ayacucho. Jamás me has respondido”. O, más adelante, cuando afirma: “Papá, escapas a mis preguntas, no quieres estar en esta película. Dices que lo que cuento del Perú no es cierto”. Narrado en primera persona por Josefin, el documental pone en escena, entonces, una doble búsqueda de familiares desaparecidos: la de Claudio, el hermano de Flor, y la de Augusta, la tía de Josefin. La trama de la investigación paralela sirve también para explorar quiénes fueron estos sujetos y recrear, en la memoria de quienes los conocieron, sus historias previas a la desaparición. Esta vez, a diferencia de los procedimientos que suelen ser comunes en el corpus de películas del Cono Sur, no hay autobiografía (director y voz en off no coinciden) ni historias de filiación, sino que la herencia es más oblicua: entre tía y sobrina, y entre hermanos. A propósito de esto, escribe Piglia en Crítica y ficción (2006): Pienso ante todo en la figura (policial, pero también, digamos así, literaria) del investigador. Una primera persona que no narra su propia historia, es decir, una primera que cuenta la historia de otro (en mi caso Renzi que cuenta la historia de Maggi), una historia en la que está implicado y a la que conoce solo parcialmente. Esa posición permite incorporar testimonios, pesquisas, citas, hipótesis que funcionan como las que un crítico construye cuando investiga en un libro o en una época (Piglia 2006: 128).

Eso que Piglia describe para su novela Respiración artificial también funciona para Tempestad en los Andes: una primera persona que narra la historia de otro, en la que está implicado. Un documental que utiliza el dispositivo de la investigación sobre el pariente desaparecido y, desde ese conocimiento limitado, presenta testimonios, citas y fotografías de diversas procedencias. Esta incorporación de materiales heterogéneos a través del montaje será una característica usual de los documentales en primera persona, especialmente de aquellos que se construyen al modo performático. Pablo Piedras (2014) afirma de estos trabajos audiovisuales: Se preocupan por exponer sus instancias de preproducción en el núcleo del texto fílmico, incorporar materiales de archivo heterogéneo (fotos, películas, dibujos) explicitando su origen mediante su manipulación visible frente a cámara, inscribir la figura del entrevistador en el mismo plano del entrevistado, y mediatizar los

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testimonios al mostrarlos a través de televisores, monitores y otros dispositivos de reproducción (Piedras 2014: 48).

En Tempestad en los Andes, por ejemplo, vemos al director en escena varias veces, ya que Mikael participa de la conversación entre Josefin y la familia Gonzales; así como también conversa y se fotografía con los campesinos que conoció en los años setenta. Una escena destacada que sirve para pensar la autoconciencia del filme es la de la entrevista entre Josefin y el periodista Gustavo Gorriti. Conducida en inglés, en un tono muy profesional e informado, la charla se interrumpe de repente por una llamada de teléfono. Gorriti responde, anuncia que está ocupado y cuelga enseguida. Esa irrupción del error y de lo inesperado se conserva en el montaje final, no porque introduzca información relevante, sino porque es un signo de esa interacción entre performance y realidad a la que se refiere Bruzzi. Vinicius Navarro (2014) identifica también en estos documentales una nueva relación entre los directores y los sujetos en pantalla, mediante una aproximación dialógica, centrada en la escucha y en la conversación más que en la entrevista formal. Este elemento será muy característico en el filme de Wiström, ya que la mayoría de las entrevistas se llevan a cabo, por ejemplo, en espacios domésticos o comunitarios. Cuando el director está en el plano, forma parte del conjunto y no ocupa un lugar protagónico. Cuando Josefin y Flor se acercan a otros, escuchan con atención sus testimonios (especialmente, en la sección en la que se encuentran con pobladores de la sierra) y están dispuestas no solo a hacer preguntas, sino también a recibirlas.

Mirar y narrar las fotografías El inicio de Tempestad en los Andes sienta las bases para lo que será la interacción entre la historia privada y la nacional, así como la función de las fotografías en el acercamiento al pasado. Tras un plano general del paisaje cordillerano desde el avión, observamos un retrato en blanco y negro de Augusta. Luego, un primer plano de Josefin y su voz en off, que describe la siguiente fotografía: “Estocolmo, 1990, yo en

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una manifestación”. Las imágenes del pasado refuerzan un referente histórico que es contextualizado por la música, que corresponde a un fragmento de archivo sobre mujeres militantes de Sendero Luminoso. En pocos minutos se nos muestra de qué manera esta tía no es cualquier tía y que la historia de esta familia en particular está cruzada por eventos de interés político y social. Asimismo, la película comienza con el motivo del viaje y escenifica una primera aproximación que luego se replicará en los otros desplazamientos de la filmación. ¿Cómo utilizar imágenes privadas para abordar situaciones históricas?, ¿cuánto hay de cultural en la narración que acompaña la observación de una serie de fotografías?, ¿cómo integrar la materialidad de la imagen a la interpretación de la misma? Jordana Blejmar (2016) y José Miguel Palacios (2014) han abordado interrogantes similares al reflexionar específicamente en la inclusión de imágenes fijas en documentales argentinos y chilenos, respectivamente. ¿Qué implica la observación y el comentario de fotografías en películas como Papá Iván, Los Rubios, La memoria obstinada o La ciudad de los fotógrafos? A juicio de estos críticos, muchas veces las fotografías van más allá de su inclusión como prueba y el reforzamiento de su valor de verdad4. Siguiendo lo propuesto por Dubois, Blejmar sugiere las metáforas arqueológicas de Roma y Pompeya como modelos posibles para pensar en la relación entre fotografía y cine. Por un lado, nos encontramos frente a una “acumulación de múltiples capas temporales y el fragmento; por el otro, la posibilidad de recuperar una suerte de totalidad en una sola capa, pero por un instante” (Dubois 1995: 260). La autora realiza la distinción entre la muestra fragmentaria de numerosas imágenes y el examen intensivo y exhaustivo de una sola fotografía. Por su parte, Palacios propone que “esta imagen tiene una dimensión meta-tiempoespacio, lo que permite que las películas mezclen diferentes espacios en uno solo y que venzan el tiempo al conectar dos periodos históricos, 4. No es difícil identificar escenas de documentales que trabajen temas de memoria y que utilicen diversos tipos de archivo fotográfico. En la producción audiovisual chilena este es un procedimiento muy frecuente. Por ejemplo, en Allende, mi abuelo Allende (Marcia Tambutti 2015), las fotografías son un elemento central para el desarrollo del argumento: unas veces se observan, otras se manipulan y, en la mayoría de los casos, se utilizan para gatillar la memoria o forzar la conversación.

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la dictadura y la posdictadura” (Palacios 2014: 109)5. De esta forma, sostiene el autor, se rompe la linealidad de la periodización histórica y se realiza una intervención política. Las fotografías que circulan por Tempestad en los Andes corresponden a tres tipos de archivos. El primero es uno privado, de carácter familiar, y está compuesto por fotografías de álbumes familiares que muestran retratos, reuniones sociales, matrimonios y otras situaciones de carácter íntimo. El segundo es un archivo público de carácter oficial, representado por las fotografías de la muestra Yuyanapaq. Para recordar, que Josefin visita al comienzo de la película6. Por último, también vemos un archivo público de carácter documental, conformado por las imágenes capturadas en la sierra por el propio Mikael, a modo de reportaje en los años setenta. Cada uno de estos archivos va a tener una circulación diferente a lo largo de la película: las fotografías familiares se tocan, se trasladan de un sitio a otro, y constituyen un disparador para la conversación sobre el pasado, específicamente sobre la memoria de los familiares desaparecidos. Por su parte, las del archivo oficial tienen tanto una función informativa como de reparación, y se presentan de manera más monumental: observamos la visita a la muestra y luego aparecen como imágenes no-diegéticas, es decir, se agregan durante el montaje (en pantalla completa, sin ser sostenidas por ningún personaje del documental), y funcionan como ilustración de la voz en off en segmentos de 5. “This image has a meta-time-space dimension, which enables the films to blend distinct spaces into one, and to defeat time by connecting two historical periods, the dictatorship and the postdictatorship” (Palacios 2014: 109). 6. La muestra, que se exhibe en el Ministerio de Cultura y reúne más de doscientas fotografías, fue preparada por la CVR y se define como un relato visual del conflicto armado interno en el Perú. En el discurso de inauguración, Salomón Lerner, el presidente de la entidad, afirmó: “La Comisión inicia hoy, con esta exposición, el proceso ya indetenible de entrega de su informe final a la Nación. Al inaugurar esta muestra de documentos gráficos de la violencia, presentamos al país, para su conocimiento y para su reflexión, los rostros del sufrimiento y la prueba visible de las injusticias cometidas en nuestro país. Y, al mismo tiempo, realizamos un último gesto de dignificación pública de las víctimas, similar en su espíritu, si bien diferente en su forma, al que iniciamos con nuestras audiencias públicas”. Web de la CVR: .

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la edición final. Por último, las fotografías de Mikael son las imágenes que contienen una mayor carga indicial: a partir de ellas se establece el paso del tiempo y se propone una continuidad problemática entre pasado y presente. Wiström regresa a la sierra en compañía de Josefin, Flor y Samuel, y allí les hace ver las fotografías de los setenta a las comunidades que conoció en aquel entonces. Aquellos que posaron se buscan en ellas; el que las tomó se vuelve a situar detrás de la cámara. Como se observa en los fotogramas, las imágenes se muestran en planos detalle en los que el blanco y negro de la fotografía contrasta con el color de la mano que la sostiene y el índice que apunta a los rostros (figuras 6.9-6.11). Asimismo, simultánamente escuchamos comentarios que mueven al reconocimiento y acentúan la importancia del referente con la repetición del deíctico “aquí”.

Figura 6.9

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Figura 6.10

Figura 6.11

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Este procedimiento establece una relación entre performance e índice, ya que el valor de la fotografía como huella de un pasado que efectivamente estuvo allí se rescata a partir del comentario y reconocimiento desde el presente. Aunque se acentúe el valor de registro de esas imágenes, no se utilizan como ilustración de un relato histórico impersonal sino, al contrario, al identificar tanto al fotógrafo como a los sujetos que retrata, se ponen en el centro la experiencia de los protagonistas. Cuando Samuel se observa en una fotografía en la sierra, nos refuerza la noción indicial de la fotografía y nos señala que lo que quiere contar el documental —la búsqueda de Flor y Josefin— es justamente aquello que sucedió entre los tiempos de esas dos imágenes. Para entretejer esas temporalidades distantes, varios planos de la película se relacionarán a partir del recurso de la sobreimpresión. Así como mediante el montaje se agrega una voz en off a las imágenes, también se insiste en la sensación de continuidad al superponer una fotografía del pasado con un plano del presente. El reconocimiento indicial opera, a mi juicio, en dos sentidos diversos. Por un lado, como autorización del discurso del director, porque establece su conocimiento previo del contexto peruano, da cuenta de su larga historia de relación con la comunidad y, de este modo, otorga un respaldo al cambio de formato y estilo, el que va del reportaje fotográfico al documental performativo. Wiström se sitúa como personaje de su propia creación audiovisual, se involucra con los que debieran ser los objetos de su registro y nos hace valorar su rol de mediador, especialmente en el encuentro y la convivencia entre Josefin y Flor. El proyecto de la película es una performance de reconciliación entre familiares de bandos contrarios; el documental de Mikael es la excusa para que conozcan, discutan, se acompañen y colaboren. Por otro lado, el reconocimiento indicial denuncia lo momentáneo del proyecto reformista de los años setenta, puesto que esos campesinos volvieron a sufrir violencia e injusticias en su contra. Ese reconocimiento de los sujetos nos mueve a preguntarnos por los distintos tiempos en los que los sitúan las imágenes, tal como planteaba Palacios: ¿qué queda de la época, de la organización y de la situación de cambio que reporteaban las fotografías en blanco y negro?

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La lectura de fragmentos del manuscrito de Guamán Poma, acompañada de imágenes del paisaje de la sierra y de fotografías de diversas décadas del siglo xx, reafirma una mirada histórica amplia sobre los sufrimientos y la violencia presente en el mundo andino, porque plantea que es una situación que se ha repetido y sostenido a lo largo de los siglos y que, en el fondo, nada ha cambiado desde el periodo colonial. Las citas que se leen del manuscrito son bastante explícitas: “Se perderá la tierra”, “Todos son contra los pobres. Escribirlo es llorar”. Escuchamos la voz en off de Josefin que lee fragmentos del libro, mientras la cámara hace pequeños planeos sobre las páginas y pareciera que animara las figuras. En el montaje de la película, los planos detalle de las páginas de El primer nueva corónica y el buen gobierno de Guamán Poma están enmarcados por planos generales de las ruinas de Machu Picchu, como si ambos objetos fueran vestigios y testigos del pasado indígena. Esa confrontación entre el pasado de lucha y organización comunitaria y el presente de duelo que exhibe el documental resuena con la ruptura en la conformación del álbum familiar. Quiero detenerme brevemente en la serie de fotografías de Augusta que vemos a lo largo de la película. La secuencia que se presenta en el laboratorio fotográfico nos muestra un conjunto de retratos de ella en plano medio sobre fondo blanco, como una figura recortada, sin conexión con su contexto. Algo similar ocurre con las fotografías familiares: sentados en un sofá o en el matrimonio, siempre en un espacio protegido y lejos del espacio público y colectivo que se repite en los otros archivos. A partir de estas imágenes, es imposible situar a Augusta en un contexto ni establecer alguna relación con su pensamiento político. Los discursos sobre esta mujer toman sus retratos como punto de partida, pero se conforman con una red de conocimiento y recuerdos mucho más amplia que la información contenida en esa imagen. Por otra parte, la ruptura de la serie de retratos de La Torre en el estudio fotográfico funciona como un significante de su clandestinidad: se le perdió la pista y no hubo más imágenes ni relatos detallados de testigos. Luego, solo queda la ilustración. En ese sentido, la sobreimpresión del retrato en plano medio de Augusta con la imagen de la revolucionaria es muy indicativo: si bien la búsqueda de Josefin en la película pretende asignar una imagen (y una interpretación que no sea

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como un cuento) a la militancia política de su tía, lo que tiene es una pintura, por lo tanto, una imagen sin valor indicial (aún más construida y abierta a la interpretación que el retrato analógico). Lo que pone en escena la visita al laboratorio fotográfico es que no hay continuidad para el álbum familiar: se rompe la cronología y la siguiente imagen de la secuencia de la vida de Augusta es la fotografía (no familiar, sino apropiada para un uso público) de su velorio. Esta fotografía rondará el documental, así como las preguntas, muy concretas, que Josefin quiere responder: “Mi abuela quiere saber cómo murió Augusta y dónde la enterró Abimael”. Esta imagen del velorio tiene varias capas: es una fotografía de la muestra Yuyanapaq que se actualiza con la inscripción de la sombra de Josefine, que pasa de espectadora a presencia espectral en la escena (figura 6.12).7

Figura 6.12 7. Este plano se puede relacionar con el proyecto “Arqueología de la ausencia” (19992001), de la fotógrafa argentina Lucila Quieto, quien exploró la proyección como mecanismo para inscribir la figura de los hijos en relación con sus padres desaparecidos. De este modo, los hijos eran capaces de incluirse en la proyección de la fotografía del pasado y así crear una imagen que faltaba en el álbum familiar (la de padres e hijos juntos).

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Si la búsqueda de la sobrina está marcada por los retratos fotográficos de estudio, la investigación de Flor lo está por el retrato a color y enmarcado de su hermano Claudio. Como propone Ana Longoni (2010) al estudiar las fotografías como una estrategia de representación de los desaparecidos en el contexto argentino, estas “remiten a la historia individual y el duelo familiar, su gesta infinita contra el anonimato y el borramiento que conlleva la desaparición. Hablan de un sujeto concreto, que tuvo una biografía, padres, hermanos, pareja, hijos: una vida antes del secuestro, una familia que busca, no olvida y reclama”. Esta línea argumental del documental se puede resumir en los planos que muestran cómo Flor toma bajo el brazo el retrato del hermano y lo saca del espacio privado de la casa familiar para volver a situarlo en el espacio público; su imagen circula por la ciudad, reactivando recuerdos e incluso procesos judiciales, hasta recibir un homenaje en el lugar de su muerte, donde se deposita su imagen en un pequeño altar. Este homenaje coincide con la inscripción de Claudio Gonzales Barbarán en el registro único de víctimas. En esta película, acercarse al pasado es acercarse a otros y ser tocado por esas experiencias; por eso se privilegia el viaje y se combina la visión colectiva general con una atención al detalle que invita también a los espectadores a involucrarse. Las dos mujeres que emprenden procesos de búsqueda portan fotografías, revisan manuscritos y dialogan entre sí. La película establece tanto un paralelo entre ambas como una trayectoria de acercamiento y creciente empatía. En su búsqueda de verdad e información, los aspectos afectivos parecen muy relevantes, por eso no alcanza con una noción de conocimiento distanciado u objetivo.

Consideraciones finales Al escribir sobre lo que llama mise-en-filme de fotografías, Philippe Dubois (1995) propone que no es posible pensar un medio de forma autónoma. Para entender mejor los límites y el funcionamiento de la fotografía, dice el autor, es adecuado estudiarla en relación con el cine o el vídeo, y viceversa. Tal como lo propone Dubois, en este escrito

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he intentado reflexionar sobre la imbricación de la imagen fija en la imagen en movimiento. A partir de ello, puedo proponer que, tan importante como su consideración en tanto índice o no, la pertenencia y los espacios de circulación de estos objetos son imprescindibles para entender su funcionamiento dentro de una película. Con esto no me refiero únicamente a su contenido o función como medio, sino a su materialidad: quién los produjo, a qué archivo pertenecen, cómo circulan, quién los mira y manipula. Solo considerando todos estos aspectos podremos comprender de mejor manera la confrontación de tiempos y memorias que tales objetos nos ofrecen.

Referencias bibliográficas Blejmar, Jordana (2016): “Imagen-momia e imagen-ruina. La mise-en-film de las fotografías de los desaparecidos en el documental subjetivo de la postdictadura argentina”, en Kamchatka. Revista de Análisis Cultural 8, pp. 255-273. Bruzzi, Stella (2006): New Documentary. London/New York: Routledge. Dubois, Philippe (1995): “Photography Mise-en-Film: Autobiographical (Hi)stories and Psychic Apparatuses”, en P. Petro (ed.), Fugitive Images. From Photography to Video. Bloomington/Indianapolis: Indiana University Press, pp. 152-172. Firbas, Paul y Monteiro, Pedro Meira (2006): Andrés di Tella: cine documental y archivo personal. Buenos Aires: Siglo XXI. Fortuny, Natalia (2008): “La foto que le falta al álbum. Memoria familiar, desaparición y reconstrucción fotográfica. Memorias de las XII Jornadas Nacionales de Investigadores en Comunicación”, en Nuevos escenarios y lenguajes convergentes. Rosario. — (2011). “Cajas chinas. La foto dentro de la foto o la foto como cosa”, en Revista Chilena de Antropología Visual 17, pp. 44-71. Godoy, Mauricio (2013): 180º gira mi cámara. Lo autobiográfico en el documental peruano. Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú. Kuhn, Annette (1995): Family Secrets. Acts of Memory and Imagination. London: Verso. Lerner, Salomón (2003): Inauguración de la exposición fotográfica Yuyanapaq. Palabras del presidente de la CVR, .

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Longoni, Ana (2010): “Fotos y siluetas: políticas visuales en el movimiento de Derechos Humanos en Argentina”, en Afterall Journal, 25. Recuperado de . Malek, Pablo (2016): Enfoques, discursos y memorias. Producción documental sobre el conflicto armado interno en el Perú. Lima: Gato viejo. Navarro, Vinicius y Rodríguez, Juan Carlos (eds.) (2014): New Documentaries in Latin America. New York: Palgrave Macmillan. Palacios, José Miguel (2014): “Residual Images and Political Time: Memory and History in Chile, Obstinate Memory and City of Photographers”, en Vinicius Navarro y Juan Carlos Rodríguez (eds.), New Documentaries in Latin America. New York: Palgrave Macmillan, pp. 107-120. Piedras, Pablo (2014): El cine documental en primera persona. Buenos Aires: Paidós. Piglia, Ricardo (2006): Crítica y ficción. Barcelona: Anagrama. Renov, Michael (1993): Theorizing documentary. London/New York: Routledge. Wiström, Mikael. Tempestad en los Andes. Mänharen Film & TV/Televisión Sueca/Casablanca Latin Films, 2014.

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CAPÍTULO VII

Debates sobre la víctima y el victimario en segunda generación: Cono Sur y Perú

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¿Posmemoria en el Cono Sur? Sobre la aplicabilidad de un concepto Ilse Logie Universidad de Gante

Desde 1995 ha ido apareciendo un importante número de obras literarias que abordan, desde un punto de vista inédito, la experiencia del terrorismo de Estado en Argentina y Chile.1 Para referirse a esta producción, realizada mayormente por hijos de militantes de la izquierda que sufrieron las secuelas de la represión sistemática —desaparición, tortura, encarcelamiento, clandestinidad, insilio o exilio—, la llamada “segunda generación”, la crítica ha extendido el uso de un término anglosajón: postmemory.2 En este trabajo me propongo examinar el 1. Como ejemplos representativos, se pueden mencionar: La casa de los conejos (Laura Alcoba), Los topos (Félix Bruzzone), Soy el bravo piloto de la nueva China (Ernesto Semán), El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia (Patricio Pron), Diario de una princesa montonera (Mariana Eva Pérez) y Una muchacha muy bella (Julián López) para la Argentina; En voz baja (Alejandra Costamagna), Formas de volver a casa (Alejandro Zambra), Space Invaders (Nona Fernández), Cercada (Lina Meruane) y Camanchaca (Diego Zúñiga) para Chile. 2. El primer estudio que intenta abarcar esta producción a escala del Cono Sur es el de Ana Ros (2012). Esta autora no usa el concepto de posmemoria, sino que habla

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alcance teórico de este concepto y contribuir a una reflexión comparativa, dilucidando analogías y asimetrías entre la categoría de postmemory tal como fue pensada en la academia norteamericana, y ese mismo término trasladado al contexto histórico del Cono Sur. Lo haré partiendo de un breve análisis de dos textos literarios, a saber, Aparecida, de Marta Dillon y Fotos, de Álvaro Bisama. Aparecida (2015) es un libro que oscila entre el testimonio, el diario y la autoficción. Su autora es la periodista argentina Marta Dillon, cuya madre, Marta Tabaoda, detenida-desaparecida desde 1976, militaba en Montoneros. Dillon escribió su crónica familiar entre dos momentos precisos: el anuncio de la identificación por ADN de los restos de su madre asesinada y la ceremonia de sepultura de esos restos un año más tarde, más de tres décadas después del secuestro. La recuperación del cuerpo marca el inicio de una nueva etapa en la vida de la hija. Si bien reabre heridas, la celebración de los últimos ritos también permite poner fin a una búsqueda incansable y ordenar las versiones encontradas acerca de quién era Marta Tabaoda. A fin de cuentas, esa madre “reaparecida” provoca una transformación en la identidad de la hija. El hallazgo de sus restos la dispensa de su obligación de ser testigo para siempre y constituye un disparador de la escritura. El relato “Fotos”, del chileno Álvaro Bisama, figura en el volumen Volver a los 17 años. Recuerdos de una generación en dictadura, editado por Óscar Contardo en 2013. A cuarenta años del bombardeo de La Moneda, él pidió a varios autores chilenos contar su infancia/adolescencia bajo la dictadura de Pinochet en un breve texto autobiográfico. El título, además de evocar en el inconsciente colectivo chileno la canción de Violeta Parra, hace referencia a los diecisiete años que duró la dictadura (1973-1990) y también al hecho de que la mayoría de sus autores tenía esa edad cuando terminó el régimen militar. El autor describe imágenes de su infancia que van apareciendo en su memoria. Su

de “post-dictatorship generation”. Al ser ella uruguaya, intenta explicar por qué el fenómeno queda tan atrás en Uruguay. A pesar de la escasez de ejemplos en la literatura, este sí está presente en la cinematografía de esa nación. En general, el cine ha sido pionero en todo el territorio sudamericano, y Argentina se ha manifestado como el país más propicio a la eclosión de la posmemoria.

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historia comienza con Allende y termina con el entierro de Pinochet. Evoca la clausura de los espacios públicos, la necesidad de volcarse hacia el ámbito privado en el que había penetrado el temor, los silencios de esos años, la música prohibida. El padre del narrador, que militaba en el Partido Socialista, estuvo dos semanas preso: “Antes de casarse, mi papá vivía en Recreo, en Viña, con su madre. Cuando vino el golpe, él estuvo escondido en varias casas por una semana. El único día que fue a su casa, un vecino lo denunció y los marinos lo llevaron detenido al buque carguero Lebu” (Bisama 2013: 31), un barco en Valparaíso que fue utilizado como centro de tortura. El proceso de hacer memoria es arduo debido a la falta de fuentes, aunque también resulta ser una necesidad. Él no ha vivido el golpe, pues nació dos años después, pero sí sus efectos traumáticos. El trauma se encarna en la copia destruida de un disco, El volantín de Los Jaivas, el día del allanamiento de la casa, cuando los militares llevaron al padre (33-34). El niño no logra captar lo que era la dictadura: era “[a]lgo que existía o había existido, pero que en ese momento era invisible o irrecuperable y que para mí, que escuchaba con cierta atención, solo podía llegar en retazos, pedazos sueltos de historia a la que faltaban piezas, enigmas sin claves, paisajes con el fondo brumoso” (p. 46).

La posmemoria: un concepto importado Pero detengámonos primero en el trasfondo teórico. Hacia finales de los noventa, en el seno de los memory studies, la transición de testimonios de sobrevivientes a la memoria de las “segundas generaciones” produjo unas conceptualizaciones adicionales. La noción de posmemoria fue desarrollada por la académica estadounidense Marianne Hirsch (2012)3, como modo de dar cuenta de la pervivencia de los eventos traumáticos del Holocausto en los hijos de sobrevivientes nacidos en la diáspora, tal como esta cobró forma en una serie de manifestaciones artísticas. Hirsch prefiere no definir la posmemoria en términos de 3. Las citas de Hirsch provienen de la traducción española de este libro, publicada en 2015.

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posición identitaria, sino como una estructura de transmisión inter y transgeneracional. Mediante este concepto, analiza la compleja experiencia de aquellos que vienen después de los testigos y no vivieron los acontecimientos, que solo conocen a través de relatos, imágenes y comportamientos, ni sufrieron sus impactos directamente pero que sienten una conexión muy profunda con los recuerdos de la generación precedente, hasta el punto de equiparar dicha conexión con una forma de memoria (Hirsch 2015: 19). En la obra de la propia Hirsch, ella misma hija de judíos rumanos emigrados a los Estados Unidos a principios de los sesenta del pasado siglo, la etiqueta de la posmemoria sirve como eje para analizar una serie de producciones culturales relacionadas con el genocidio judío. En Family Frames (1997) destaca la importancia del álbum familiar en la construcción identitaria del sujeto y en la configuración de su memoria personal, cultural y social. En The Generation of Postmemory se detiene, entre otros, en el cómic Maus, de Art Spiegelman, y en la novela Austerlitz, de W. G. Sebald, a través de un acercamiento fenomenológico basado en las teorías sobre fotografía de Roland Barthes. Porque, si bien el ejercicio de la posmemoria recurre a una amplia gama de medios y lenguajes, es llamativo el protagonismo del registro visual en toda su amplitud (incluida su materialidad), lo que no debe sorprender en una generación que ha crecido dentro de una cultura que justamente privilegia la expresión audiovisual. Hirsch sostiene que, en todas las prácticas vinculadas al concepto de posmemoria, las imágenes adquieren una importancia capital como vehículo por excelencia del recuerdo. Sobre todo, las fotografías familiares son objetos privilegiados para transportarnos al pasado. Cabe recordar, a este respecto, el concepto fotográfico que Barthes ha formulado en La chambre claire (1980). El semiólogo francés se acerca a la fotografía como un objeto de duelo, dado que nos permite un día ver lo que ha sido, hacer presente lo ausente. Ahonda asimismo en su doble inscripción, introduciendo una diferenciación entre la fotografía como documento histórico e informativo (el studium, que es racional, analizable y universal; su mensaje denotado, lo que se ve) y la resonancia específica que tiene para un espectador particular, incluso fuera de su control consciente (punctum, aquello que conmueve y atrapa, efecto muchas

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veces producido por un detalle anodino presente en la fotografía; su mensaje connotado, lo que significa). La metodología de Hirsch y de otros investigadores, como James Young4, que también trabaja en la línea de los estudios culturales, se inscribe dentro de dos cambios de paradigma. En primer lugar, coincide con una nueva perspectiva adoptada en la historiografía, cuyas estructuras institucionales y estéticas ampliaron el tradicional archivo para dar cabida a un repertorio de conocimientos individualizados (testimonios orales, relatos personales anclados en el ámbito familiar, soportes materiales como las colecciones fotográficas...) en el que hasta entonces no habían reparado muchos historiadores tradicionales. Este repertorio representa lo que Jan Assmann (2010) ha denominado la memoria comunicativa, que carece de normatividad y no se estructura de forma jerárquica, a diferencia de otro tipo de memoria colectiva, la memoria cultural, una memoria exteriorizada y objetivada que se almacena en formas simbólicas más estables. Pero la posmemoria está, asimismo, en deuda con un segundo cambio de paradigma que, a partir de los años ochenta, opera en los discursos de la Shoá, a raíz del cual la cuestión ética de la posibilidad o imposibilidad de representar la barbarie viene sustituida por la pregunta de cómo hacerlo. En su estudio Images malgré tout, Georges Didi-Huberman (2003)5 ha indagado en la problemática memoria visual del Holocausto, reivindicando el poder del arte para construir un pasado y una memoria.6 Explica que un doble riesgo acecha el uso de las fotografías: por una parte, el del esteticismo que convierte la imagen en lo que llama “un sustituto atrayente” de la ausencia que representa (2004: 114-115) y, por otra, el del peligro del escepticismo que, al considerar que toda imagen es fetiche,

4. Young (2000) también maneja la noción de posmemoria, que se caracteriza sobre todo a partir de lo vicario, o sea, como reconstrucción de hechos traumáticos por parte de un sujeto que no los ha experimentado. 5. Cito la traducción española publicada un año después del original francés. 6. En Cómo sucedieron estas cosas. Representar masacres y genocidios, José Emilio Burucúa y Nicolás Kwiatkowski (2014) también defienden la representabilidad del Holocausto, antes de centrar su atención en los modos de representación que se eligen para este fin.

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la rechaza sin más. Un proceso de reflexión creativa permite salvar las imágenes de este doble peligro. De ninguna manera, el prefijo “pos” en posmemoria debe entenderse, por consiguiente, como indicador del término o fin del proceso memorialístico. Al contrario, Hirsch intenta enunciar una intensificación de la memoria, si bien enfocada desde otro lugar. Sostiene que quienes no tuvieron una experiencia traumática pueden hacer trabajos en los que reflexionan sobre ella con plena legitimidad, aunque por el efecto de “segundo grado” inevitablemente tiendan a problematizar de una manera más radical los mecanismos convencionales de representación de la memoria. Esa mirada, que se arroja desde una distancia generacional respecto de los hechos históricos evocados, dota a los productores culturales de una voz más crítica que la que puede ostentar el testigo directo de los hechos.

La posmemoria en el Cono Sur: similitudes y diferencias De modo que, cuando llega a Latinoamérica, el concepto de posmemoria es una categoría hermenéutica importada ya construida, que no se puede copiar tal cual. La propia Hirsch (2015: 41) ha formulado como objetivo de su trabajo incorporar diferentes tipos de memorias traumáticas —entre las cuales menciona “las brutales dictaduras de América Latina” (2015: 38)— a una escena global más amplia que acoja memorias locales, regionales, nacionales y transnacionales. La apertura por la que aboga Hirsch cabe dentro de una visión sobre memoria que se opone a la retórica de la singularidad que caracteriza una parte de los estudios sobre el Holocausto. Asimismo, reivindica la necesidad de un pensamiento comparativo que prescinda de establecer jerarquías de sufrimiento.7 Aunque por supuesto dos acontecimientos históricos nunca son iguales, en sus trabajos ulteriores y a raíz de la recepción de sus ideas, Hirsch defiende la tarea de buscar puntos de conexión entre diferentes experiencias históricas. En 7. Veáse, al respecto, el número temático Transnational Memory in the Hispanic World, de European Review, Lie y Mahlke (2014).

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la misma línea hay que situar la influyente reflexión llevada a cabo por Michael Rothberg en su estudio Multidirectional Memory. Remembering the Holocaust in the Age of Decolonization (2009).8 Su noción de “memoria multidireccional” presta atención a los contactos, los intercambios y los préstamos entre las diferentes memorias colectivas y sus articulaciones. A partir de una serie de estudios de caso que ponen de manifiesto cómo diferentes memorias colectivas de violencia (más, en particular, la del Holocausto y la del colonialismo) se confrontan e interactúan en la esfera pública, Rothberg rechaza los planteamientos que acentúan la competitividad, es decir, la lucha por la preeminencia de las memorias de diferentes grupos sociales (2009: 11). Enfatiza el carácter dinámico y constructivo, no esencialista, de esas memorias al considerar la esfera pública como un espacio discursivo en el que esos grupos sociales se construyen y se redefinen constantemente mediante la interacción dialéctica con otros. Teniendo en cuenta que, de acuerdo con Rothberg, la formación de una memoria inevitablemente se apoya en otras y se inscribe dentro de narrativas ya preexistentes, de las cuales la más poderosa es la del Holocausto, es comprensible que la noción de posmemoria se haya expandido al caso de las memorias de descendientes de víctimas de las dictaduras del Cono Sur, dado que conviene a pasados en los que generaciones enteras fueron dañadas por medio de la desaparición forzada de personas, el encarcelamiento ilegal, la tortura o el exilio. Apunta Rothberg (2009: 271) que la posmemoria se puede entender como una versión particular de las diferentes direcciones de la memoria, pues la introducción tardía de recuerdos “vicarios”, a través de relatos, textos e imágenes, conduce a la yuxtaposición de una memoria particular con otros imaginarios históricos. Pese a ciertas críticas vehementes —como la temprana de Beatriz Sarlo en Tiempo pasado (2005: 125-157), según la cual la posmemoria no poseería ninguna característica específica que la diferencie del concepto de memoria, siendo así que todo discurso de la memoria es, 8. El único texto de Rothberg hasta hoy disponible en español es su artículo “De Gaza a Varsovia: hacia un mapa de la memoria multidireccional”, recogido en Mandolessi y Alonso (Rothberg 2015).

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por definición, mediado)— el concepto rápidamente empezó a tener difusión en América Latina, primero en artículos puntuales y estudios de caso (Waldman 2007, Ramírez 2010, Salomone 2011), hasta aparecer recogido en el Diccionario de estudios culturales latinoamericanos, que lo define como la memoria recuperada por los hijos de personas que han sufrido hechos traumáticos, cuyo impacto sigue marcando su vida. Se hace la distinción entre posmemoria y memoria, en cuanto esta puede referirse a cualquier tipo de hecho ocurrido que sea recordado, mientras que aquella está más enfocada en la subjetividad de las personas que viven a la sombra del trauma de la dictadura (Szurmuk 2009: 226). Dos aportaciones recientes más sistemáticas sobre posmemoria se pueden encontrar en los artículos de Quílez Esteve (2014) y Ciancio (2015). Dicho esto, la dinámica transferencial que defienden Rothberg y Hirsch siempre requiere un esfuerzo de transculturación. No se deben pasar por alto algunas diferencias históricas clave entre la índole de la experiencia vivida por los hijos en el modelo del Holocausto y la realidad tal como fue experimentada en las sociedades del Cono Sur, como no han dejado de señalar los teóricos latinoamericanos que abogan por un manejo crítico tanto del término “posmemoria” como del de “segunda generación”. Haré hincapié en dos, sobre las que volveré en mi comentario de los textos seleccionados, dejando de lado otras asimetrías importantes que ya han sido estudiadas ampliamente.9 La primera diferencia guarda relación con la distancia generacional. Como la posmemoria es un concepto planteado específicamente para la memoria de las generaciones posteriores al Holocausto, difícilmente

9. Otra diferencia fundamental es la del trasfondo ideológico de ambas tragedias: mientras que el Holocausto se basó principalmente en un criterio étnico, era política la categoría del enemigo en los regímenes del Cono Sur: la del guerrillero “subversivo” que debía ser erradicado. Esto explica por qué está tan presente, en la producción de los hijos conosureños, una evaluación a veces crítica de las elecciones militantes tomadas por sus padres. Además, como observa Ciancio, lo que provocó la desaparición de esta generación en el Cono Sur fue su militancia, una experiencia que “desarticul[ó] los modelos tradicionales de familia y de género, dentro de los cuales Hirsch describe la transmisión e identificación” (Ciancio 2015: 512).

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puede ser aplicado de manera mecánica a la memoria de los hijos de las dictaduras argentina y chilena sin reparar en la especificidad de ese fenómeno. Es imperativo tener en cuenta cómo incide la mediatización de la memoria en una generación cuya distancia con el trauma es mucho menor. En el caso del Cono Sur, la mayoría de las obras pertenecen a una generación que nació durante la dictadura, a sujetos que sí vivieron esos momentos traumáticos en carne propia. A diferencia de la segunda generación, nacida o crecida en la diáspora, a la que Hirsch atribuye un trabajo de posmemoria, en el Cono Sur no se pueden separar de modo tan tajante testigos directos e indirectos. La autora explica que las memorias de los hijos de las víctimas del Holocausto se fundan en toda clase de mediaciones, porque no estuvieron allí cuando ocurrieron los hechos. La del Cono Sur, en cambio, es otra experiencia que no se asimila totalmente a la que define la posmemoria: si bien es verdad que los lazos de filiación se interrumpieron siendo muchos de los descendientes niños pequeños, a menudo los hijos tienen recuerdos propios del episodio dictatorial, sea por haber sido testigos involuntarios de los momentos de violencia (por ejemplo, del secuestro de sus padres), o porque fueron ellos mismos víctimas cuando fueron llevados a centros de detención clandestinos. Así, la narradora de Aparecida tenía diez años cuando su madre fue secuestrada,10 y pese a que la detención del padre en Fotos tuvo lugar antes del nacimiento del protagonista, este la vivió en su condición de familiar de víctimas afectadas. Dillon y Bisama tuvieron un intenso contacto personal con sus padres; no solo los conocieron a través de narraciones, imágenes y mediaciones ajenas. Aparecida abre, por ejemplo, con la evocación de una fotografía en la que se plasma una escena de cercanía física entre madre e hija: Frente a mí hay una foto de mi mamá conmigo. Estamos tendidas sobre la arena, apenas se ve la espuma del mar en un ángulo. Ella tiene la cara tapada por el pelo, a mí solo se me ve la nuca y su mano enredada en mis rulos. No sé cuántos años puedo tener en la foto, puedo decir que su codo se apoya justo en el nacimiento 10. Dillon no solo fue testigo del secuestro de su madre, sino también víctima directa del terrorismo de Estado, pues fue detenida ilegalmente durante la noche en que los militares esperaron el regreso a casa de Marta Tabaoda (Dillon 2015: 142).

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de mi espalda y sus dedos se pierden en mi pelo. ¿Qué edad hay que tener para que el antebrazo de tu madre tenga la exacta medida de tu torso? (Dillon 2015: 11).

La cita describe el abrazo entre madre e hija, un contacto sensorial que condensa la intimidad que había entre ellas. En cierta medida, el recuerdo de estos momentos de amparo constituye el motor de la obra, ya que dará lugar a la búsqueda incansable de quien fue arrancada de la vida y del afecto de la narradora, un proceso que no encontrará su cierre antes de la recuperación de los huesos de la madre. Es esta cercanía y experimentación del terror estatal durante la propia infancia lo que distancia a la generación de hijos de la segunda generación de la posmemoria. Los hijos que narran aquí se posicionan en un lugar autorizado de recuerdo, donde son válidas sus propias experiencias infantiles. Parece más adecuada, en este caso, la noción de “generación 1,5”, propuesta por Suleiman (2002: 277) para referirse a aquellos que vivieron de niños, antes de haber alcanzado una identidad estable, los hechos traumáticos de la Shoá. Una segunda diferencia entre la posmemoria del Holocausto y la del Cono Sur aparece comentada en una breve reflexión de Victoria Langland (2005: 89, 90), quien se interroga sobre el lugar central que ha ocupado el dispositivo fotográfico en contextos de terrorismo de Estado. Subraya tres cualidades de la fotografía: su carácter de corroboración de la verdad, la “apelación emocional fuerte” que instaura (el plano del punctum frente al studium de Barthes, aquello que conmueve y atrapa) y su “materialidad y reproducibilidad”. Langland señala una paradoja llamativa en cuanto al papel de la relación entre fotografía y memoria en el Cono Sur: si, al hablar de la Shoá, hablamos de un acontecimiento sumamente documentado a través de imágenes que llegaron a tener una gran circulación en Occidente, no hubo nada comparable en términos de evidencia fotográfica sobre la represión en el Cono Sur. Refiriéndose al caso argentino, observa Langland que “[h]ay miles de personas desaparecidas en Argentina, y no hay una sola foto que documente cómo ocurría ese hecho, obviamente por el carácter ilegal del terrorismo de Estado” (87). Y, sin embargo, apunta, a pesar de esta falta de imágenes de archivo, “la fotografía se ha convertido en el símbolo por excelencia de la pérdida sufrida en los países

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del Cono Sur” y también en “recurso central” (p. 88) en las luchas políticas por la memoria llevadas adelante desde entonces. Solo que la base de este simbolismo consiste en otro tipo de fotos: fotos personales de seres queridos tomadas antes de su secuestro, fotos de identificación de tamaño carnet enarboladas en pancartas por las madres y otros familiares de las víctimas en manifestaciones de reclamo y homenaje, y que todavía ahora son reconocidas por su valor como soportes de la memoria. Valiéndose de la alusión a la inmediatez en la que se ancla, la fotografía ha llegado a ser una forma particularmente eficaz de producción cultural para el examen de cuestiones de los derechos humanos, especialmente en América Latina.

El funcionamiento de la foto en los textos de Dillon y Bisama La inaccesibilidad de los documentos de archivo ha reforzado en los jóvenes que crecieron en dictadura el deseo imperioso de saber. La narradora de Aparecida siente una sed insaciable de conocer detalles del secuestro de su madre, un afán de recomponer esa vida truncada a partir de papeles, conversaciones con familiares, pero especialmente de fotografías y filmaciones caseras. Se observa una preferencia por el uso de las fotografías familiares11, que muestran que la persona desaparecida no solo era un ciudadano con existencia ante el Estado, sino —y antes que eso— alguien que pertenecía a una red de relaciones afectivas. Y es que en las fotografías del ámbito privado se aglutinan de manera ejemplar las tres cualidades destacadas por Langland: se erigen en talismanes de la memoria porque ofrecen la prueba irrefutable de los lazos de sangre que unen al ser ausente con su descendencia; provocan un fuerte efecto emocional y, por su materialidad, funcionan literalmente

11. Por encima del uso de las palabras, no solo porque no alcanzan para describir la violencia, sino también porque, tratándose de niños, lógicamente predominan los actos no verbales y precognitivos de transferencia. Aunque en el caso de la fotografía también se señalan los límites de la representación, dado que la distancia entre pasado y presente es insoslayable, esta parece ser menos obstáculo que las palabras.

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como emanaciones de un referente; conservan un rasgo de los muertos. Tal efecto de autenticidad está en juego en la portada del libro de Dillon, que recupera dos fotografías en sepia tomadas del archivo familiar de la autora, una de la madre de la protagonista entrando al mar, que aparece en la tapa, y otra reproducida en la contratapa, que la retrata saliendo del agua. La narradora de Aparecida también es quien más imágenes tiene a su disposición. Intenta combatir el ansia que la devora en el lapso de tiempo que va desde la recuperación de los restos hasta el entierro, viendo breves instantes de vídeos caseros, películas filmadas en súper 8 que le ha legado su padre y ensamblado su hermano. Las situaciones que captan son escenas vacacionales bastante banales en una playa uruguaya. Hablando objetivamente, no pasan de ser una serie de manchas de mala calidad con muchos cortes, en las que la madre suele quedar en segundo plano. Pero en esta proyección retrospectiva de la hija las connotaciones emocionales predominan sobre el elemento explicativo. Y es por eso que su impacto es tan fulgurante —“cuatro segundos como una aguja que se clava en la piel y al quitarla, una gota de sangre mana” (Didion 2015: 173)— y que la narradora no puede dejar de rebobinar y de volver obsesivamente a aquellos filmes, rogando que tenga lugar la imposible restitución de lo ausente. Si estas imágenes ya la defraudan, de los últimos años de militancia y persecución apenas sí se ha conservado un puñado de fotografías donde la madre aparece definitivamente como “otra” (p. 183). En última instancia, la explotación del escaso material fotográfico no satisface el deseo de la narradora, quien confiesa inventar lo que no alcanza a saber. Por mucho que sus autores se esfuercen, el pasado de sus padres pertenece a un universo desaparecido donde reinaba otra retórica que después se perdió, la del “nosotros”, otro lenguaje, un “lenguaje que se había perdido con la dictadura” (Bisama 2013: 49-50) al que ya no logran acceder, “como si se tratase de un idioma extranjero”. Este abismo se pone de manifiesto en la estética de las ruinas y el estilo fragmentario que predominan en los dos ejemplos, y también se percibe en los saltos temporales. Las fotografías viejas y gastadas son esquivas, no ofrecen esta vía tan anhelada al propio evento ni pueden revelar la verdad de aquel entonces.

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También en el texto de Bisama, las fotografías y otros recursos visuales, como el documental o el programa de televisión, juegan un papel importante, como ya indica el título, Fotos. Este título alude a la característica clásica de los trabajos de memoria de usar la fotografía como elemento vertebrador. Pero, en el propio texto, el narrador de Bisama subraya sobre todo los momentos en los que las fotografías llegan a faltar. Esta escasez de imágenes se relaciona con dos factores: con la ya mencionada estrategia de los regímenes del Cono Sur de no documentar los crímenes de Estado, pero asimismo con el carácter por definición clandestino de la militancia durante los periodos de represión. La primera razón explica por qué el narrador apenas encuentra fotografías del barco donde estuvo detenido su padre, el Lebu. Lee todo lo que encuentra sobre ese buque carguero, por ejemplo, en los testimonios de detenidos consignados en el Informe Rettig, pero no obtiene respuesta. Busca una imagen visual y, cuando finalmente da con una, queda decepcionado: “Busqué en varios lugares y solo encontré una foto del Lebu. Una imagen en blanco y negro, que bien puede ser de cualquier barco. Hay algo pavoroso en eso, en esa condición intercambiable, en lo cotidiano y abierto de la imagen: todos los barcos pueden ser el Lebu” (2013: 34). En definitiva, lo que más le ayuda a figurarse la dimensión de lo siniestro, la amenaza de que un barco normal pueda ser transformado en un espacio de horror, no es una imagen sino un poema: el que Raúl Zurita escribió sobre el Lebu, en una serie de textos que dedicó a varios campos de exterminio (2015: 28). Obviamente, el que habla aquí es el adulto que interviene en su calidad de escritor más que de hijo. Por otra parte, el narrador echa de menos imágenes visuales de la boda de sus padres porque este hecho le impide fijar el recuerdo (Bisama 2013: 35-36): no las hay por lo improvisado de su matrimonio (tuvieron que casarse de forma precipitada para tener más posibilidades de evitar las detenciones) y por la clandestinidad en la que operaron, lo que explica la ausencia de amigos en la fiesta, todos detenidos, exiliados o viviendo escondidos: “Siempre me ha llamado la atención esa ausencia de fotos, no hay imágenes de esa fiesta apresurada, solo retazos de lo que he escuchado: quién fue y quién no, hasta qué hora duró, que mi abuela hizo la torta” (p. 35). Ante la ausencia de huellas materiales, las

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lagunas de la memoria se rellenan entonces con fábulas restituidoras: “Como nunca he visto fotos del matrimonio de mis padres, no me queda otra que pensarlo como una ficción, como un relato” (p. 36). Por último, para evocar escenas de su infancia y ante la escasez de instantáneas familiares de la época, el narrador contempla fotografías de Marcelo Montecino, el conocido fotógrafo chileno cuya obra se compone de imágenes captadas desde finales de los años sesenta hasta comienzos de los noventa, que abarcan la presidencia de Allende, pero sobre todo los tiempos de la dictadura. En ellas se cruzan los elementos documentales con un componente estético, pero también están marcadas por un compromiso personal: los hechos acontecidos en Chile afectaron la vida personal del fotógrafo cuando su hermano Christian fue asesinado por el régimen. Por eso, la obra de Montecino expresa también un “lazo de familia” (Bisama 2013: 38). Son fotografías donde “lo íntimo reemplaza lo monumental”, de las calles de Santiago, de rostros que interpelan y que para el narrador desencadenan un proceso de imaginación: “A veces creo que miro esas fotos para inventar los recuerdos que no tengo” (p. 39). La insistencia en los detalles visuales a la hora de tratar de recordar un pasado histórico que no ha vivido conscientemente no da los resultados esperados y el narrador se ve obligado a recurrir a otras estrategias de compensación para acabar de configurar su identidad. Paralelamente a lo que ocurre en el texto de Dillon (quien nunca se separa de su libreta de apuntes), en Fotos la imagen visual cumple, sobre todo, la función de desencadenar el proceso creativo de escribir. Bisama siembra su relato de comentarios metaficcionales que ponen énfasis en el carácter artesanal y vacilante de este acto. Hay que asumir la influencia y la imagen paterna o, como reza la frase final del cuento de Bisama, que “[s]omos fotos de nuestros padres” (2013: 51), con la implícita paradoja de que esas fotos se han perdido o no se han hecho en su momento. Pero el desafío de la nueva generación es conquistar su espacio propio, no dejarse asfixiar, no reiterar. Escribir se convierte así en un acto que pretende rearticular las condiciones simbólicas que constituyen a los sujetos.

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Conclusión En lo que precede he puesto a prueba la operatividad de la categoría “posmemoria” para el estudio de las estrategias de representación del pasado en dos textos narrativos, uno de la hija argentina Marta Dillon y el otro escrito por un hijo chileno, Álvaro Bisama. A pesar de que ha sido necesario señalar algunas diferencias cruciales con la posmemoria del Holocausto (mayor proximidad temporal frente a los acontecimientos y, por lo tanto, una transmisión que transcurre de manera menos mediada; ausencia de materiales fotográficos que documenten los crímenes del Estado) —diferencias que resultan tematizadas en los ejemplos comentados—, no cabe duda de que también en el contexto del Cono Sur queda en pie la validez de la noción de posmemoria. Así, los sujetos de las obras están vinculados a la historia y a la memoria familiar de un modo ciertamente distinto al de sus padres y abuelos. De igual manera que en la memoria del Holocausto, la transmisión entre las dos generaciones no tiene lugar de modo profesional y objetivo, sino, contrariamente, íntimo y personal; y la segunda generación (o, mejor dicho, generación 1,5) establece con los recuerdos de la generación anterior una conexión profunda y emotiva. Hay que destacar asimismo lo visual como recurso central, constituyéndose la fotografía en punto nodal no tanto por su valor informativo, sino por la afectividad que despierta en el espectador. Además, representa un hecho en todas sus contradicciones e imprecisiones, por lo que se presta a ser sometida a una intensa problematización y comentarse en narrativas fragmentarias, que justamente cuestionan las convenciones y los clichés de la fotografía tradicional. Por todo lo arriba mencionado, y aunque reconozco con Sarlo que sería erróneo hipostasiarla, considero productiva la idea de la posmemoria para el Cono Sur y no me parece justificado cuestionar sus supuestos. Sin embargo, como he tratado de demostrar, es importante modular la categoría en función de la especificidad de sus contextos locales sin perder de vista los rasgos que responden a caracteres transnacionales. Pese a las reservas comentadas, el concepto de posmemoria merece entonces ser rescatado en su vertiente teórica. Permite valorar tanto el cambio epistémico que introduce con respecto a la mirada hacia

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el pasado (un pasado que se reconstruye activamente al servicio del presente como posibilidad para construir el futuro) y con respecto al estatuto del sujeto (un actor que deja de victimizarse y se saca el duelo desgarrador al tomar parte en el proceso creativo), como la importancia de la interpelación afectiva contenida en la posmemoria, que actúa como factor clave en la configuración de la identidad personal. Pero donde se muestra particularmente útil la posmemoria es en el estudio de sus modalidades de representación, que en el Cono Sur son muy parecidas a las que han identificado Hirsch y Young en sus análisis del corpus del Holocausto. Cabe destacar el protagonismo que, conforme con lo postulado por Hirsch, ocupa en la constelación posmemorialística del Cono Sur la imagen visual. Hablando en general, la aportación específica consiste, sobre todo, en el empeño con que los artistas de la segunda generación en el Cono Sur han buscado nuevas formas de contar críticamente el pasado, apartándose simultáneamente de los discursos de denuncia y de los discursos institucionalizados de la memoria considerados agotados.

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Young, James E. (2000): At Memory’s Edge: After-images of the Holocaust in Contemporary Art and Architecture. New Haven/London: Yale University Press. Zurita, Raúl (2015): Tu vida rompiéndose. Antología personal. Santiago: Lumen.

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Teresa Basile Universidad de La Plata

Algunas voces de hijos de represores argentinos cobraron presencia pública ante un fallo de la Corte Suprema de la Nación Argentina (3 de mayo de 2017) que aplicaba la benigna ley del “2x1” (Ley 24390)2 a Luis Muiña, culpable de delitos de lesa humanidad y condenado a trece años de prisión. Este hecho abriría las puertas a algunos centenares de militares y miembros de las fuerzas de seguridad, condenados en los juicios por crímenes de igual índole, para obtener el mismo beneficio. De enorme impacto político, esta decisión del tribunal generó 1. El presente artículo es una versión revisada y reenfocada de un artículo anterior, titulado “Infancias violentas. Los relatos de los otros HIJOS”. Véase Basile 2018. 2. Esta ley, que forma parte del derecho procesal penal, estableció que las personas detenidas preventivamente durante más de dos años tenían el derecho a compensar la demora del Estado en llevarlas a juicio, computando doble el tiempo en exceso que permanecieron detenidos sin condena. De este modo se reglamentó el artículo 7.5 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, que establecía el derecho de toda persona que resultara detenida y acusada de un delito a ser juzgada dentro de un plazo razonable o ser puesta en libertad. Esta ley se derogó, ya que el cómputo del “2x1” no es aplicable, como quiso la Corte Suprema, a conductas delictivas que se encuadren en la categoría de delitos de lesa humanidad.

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todo tipo de debates, protestas y marchas. Fue cuestionada por diversas organizaciones de derechos humanos nacionales e internacionales; dio lugar a denuncias penales, pedidos de juicio político contra sus autores y multitudinarias movilizaciones de repudio en todo el país, y terminó siendo rápidamente derogada por las cámaras de Diputados y de Senadores. Pero, además, lo que estaba en juego era el cambio de paradigma en las políticas de derechos humanos que dejaba entrever el Gobierno de Mauricio Macri (iniciado el 10 de diciembre de 2015) a través de varias apariciones, comentarios y medidas tendentes a cuestionar, debilitar y poner en peligro los innegables logros y avances en esta materia de las anteriores administraciones de Néstor Kirchner (2003-2007) y Cristina Fernández de Kirchner (2007-2015). En tal escenario, Mariana D., la hija de Miguel Osvaldo Etchecolatz, uno de los más nefastos represores, decide participar en la marcha contra la ley del “2x1” (10 de mayo), que podía beneficiar incluso a su padre. Resulta sorprendente constatar este acto de defensa de las políticas de derechos humanos ejercido por la hija de una de las figuras emblemáticas del genocidio: en un presente en que se ponen en duda y se atacan los logros de las luchas por la memoria, verdad y justicia, es justamente ella quien recoge las banderas como propias. ¿Cómo leemos este gesto que parece inaugural? ¿En qué sentido estamos frente a nuevas voces que, desde su peculiar lugar, van a continuar y redefinir las políticas de la memoria? ¿Qué historias otras van a contar, cuáles serán sus demandas y reclamos, sus prácticas políticas, sus modos de reunirse y organizarse, sus textos y escrituras, sus relatos e imaginarios? En Anfibia apareció, dos días después de la marcha, una entrevista a Mariana D. a cargo de Juan Manuel Mannarino, “Marché contra mi padre genocida” (12 mayo de 2017), que desató una serie de publicaciones en la misma revista. En ellas volvían a aparecer las voces de estos otros hijos: “Identidad y vergüenza. Hijos de represores: del dolor a la acción”, de Erika Lederer (24 de mayo de 2017); “Nuevas voces de la memoria. Las otras infancias clandestinas”, de Leonor Arfuch (25 de mayo 2017), y “Que tu viejo rompa el silencio”, de Carolina Arenes y Astrid Pikielny (10 de julio de 2017). Si rastreamos apenas un poco hacia atrás, ya otras publicaciones habían puesto el foco en los hijos de militares y recuperado sus

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testimonios: “Hijos de represores: 30 mil quilombos”, de Félix Bruzzone y Máximo Badaró, publicado en la revista Anfibia (2014), e Hijos de los 70. Historias de la generación que heredó la tragedia argentina, de Carolina Arenes y Astrid Pikielny (2016). Desde la ficción, Papá (2003), de Federico Jeanmaire (1957), y Una misma noche (2012), de Leopoldo Brizuela (1963), también exploran la figura del padre militar desde diversos lugares y estéticas, ya que la novela de Jeanmaire es autobiográfica, mientras que la de Brizuela es ficción. También, en Soy un bravo piloto de la nueva China (2011), de Ernesto Semán (1969), despunta el padre de Fausto, policía represor, aunque la novela le dedica más atención al Camarada Abdela, el padre desaparecido de Rubén. Estos textos logran abrir el cerco para interrogarse sobre aquellos otros HIJOS, asimismo vinculados a la violencia política de los años setenta, aunque situados por fuera o en el margen contrario a los HIJOS de padres detenidos-desaparecidos, asesinados, exiliados o presos: se trata, en principio, de hijos de represores militares o policías.3 La mirada (en el testimonio y en la ficción) de los hijos de represores sobre sus padres, si bien se inició en 2003 con Papá, ha alcanzado una notable visibilidad en la década de 2010. Viene a completar y a dialogar con las narrativas que, desde mediados de la década de los noventa, abordan la figura de los victimarios. Miguel Dalmaroni (2004: 155-174) señala la emergencia, hacia 1995, de la voz de exrepresores en textos que serán seminales de una línea de la literatura argentina sobre los modos de narrar el horror de la historia reciente: los testimonios del excapitán de corbeta Adolfo Scilingo en El vuelo (1995), de Horacio Verbitsky, y las novelas Villa (1995), de Luis Gusmán, y El fin de la historia (1996), de Liliana Heker. Mientras estas producciones (y otras que las han seguido) se internan en los vericuetos psicopáticos y en las salvajes prácticas de estos victimarios, torturadores y asesinos implementadas en los centros clandestinos y con secuelas en el hogar,

3. En Hijos de los 70. Historias de la generación que heredó la tragedia argentina, Astrid Pikielny y Carolina Arenes incluyen no solo a los hijos de los represores, sino también a los de las víctimas de la violencia de la izquierda armada —familias de militares o policías, de empresarios e incluso de las mismas agrupaciones de la izquierda revolucionaria—, junto a hijos de las cúpulas de Montoneros, entre otros.

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nuestro campo inspecciona la figura del represor recortada desde el lugar de los hijos, introduciendo otras problemáticas relacionadas con el vínculo familiar. Ahora no se trata solo de los represores, sino también de los padres represores.

Testimonios En este apartado nos detendremos en los testimonios y no en las ficciones, considerando especialmente “Hijos de represores: 30 mil quilombos”, de Félix Bruzzone y Máximo Badaró, e Hijos de los 70. Historias de la generación que heredó la tragedia argentina, de Carolina Arenes y Astrid Pikielny. Uno de los puntos centrales de estas publicaciones radica en el lugar de enunciación desde el cual se organizan ambos textos, ya que se trata de uno diferente a los círculos de pertenencia de estos hijos, a cargo de quienes no son afines ni defensores de sus perspectivas ideológicas. Este gesto es crucial porque les otorga visibilidad, los corre de su endogamia, los lanza al terreno de lo público bajo otras garantías de legibilidad y apoya la necesidad de oír sus voces. El caso de Félix Bruzzone es el ejemplo más radical, ya que se trata de un hijo de padres desaparecidos que se acerca al “bando contrario” con la intención de romper el tabú que rodea sus voces.4 Carecen de un público

4. En el caso de Félix Bruzzone, si por un lado se trató de una convocatoria de la revista Anfibia, por el otro su propia ascendencia familiar engarza a dos familias situadas en polos opuestos, tal como él mismo describe en el libro de Arenes y Pikielny (2016: 21-39). La rama materna, que vivía en Recoleta, estaba formada por su abuela Leda Moretti, quien pertenecía a una familia adinerada y “derechosa” de Barrio Norte, cuyas hermanas se habían casado todas con marinos y habían sido todas procesistas, y su abuelo Carlos Bruzzone (capitán retirado afín a la derecha peronista y militar), todo lo cual explicaría que la abuela nunca se acercara a las Madres de Plaza de Mayo ni emprendiera una búsqueda consistente de la madre de Félix, considerada un desvío dentro de esta familia. En cambio, la rama paterna de San Luis era una familia criolla, de provincia, no pobre pero sí humilde, formada por varios trotskistas, delegados gremiales, militantes de izquierda. Ello no supone una ambivalencia en la posición de Bruzzone a favor de las políticas de la memoria (aunque por fuera de las instituciones y organismos de derechos humanos), pero sí cabe suponer que esta doble pertenencia aceita su interés por los hijos de represores.

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lector o de una escucha de sus testimonios, salvo por su pequeño círculo, y saben que no son bienvenidos en la esfera pública ni tienen en la democracia un lugar ni un espacio de contención: de allí la reticencia a participar, el pedido de anonimato, la falta a la cita, que Bruzzone, Badaró, Pikielny y Arenes señalan como una constante. Portan el estigma de sus padres y el pre juicio de su apoyo a los progenitores y a su universo de valores. ¿Cuáles son las experiencias que expresan en los testimonios quienes son hijos de represores argentinos que cometieron violaciones de los derechos humanos durante los setenta? ¿Cuáles son los vínculos y conflictos con los padres? ¿Qué figuras del padre militar acuñan estos textos? ¿Cuáles son los trabajos con la memoria que llevan a cabo? Ya no se trata de lidiar con la figura del desaparecido, como es el caso paradigmático de los HIJOS de militantes de la izquierda revolucionaria, sino con quien el hijo compartió su vida desde la infancia, junto a quien creció a lo largo de diversos momentos históricos que fueron cambiando diametralmente la percepción social de los padres militares, desde el salvador de la patria durante la dictadura hasta el perpetrador de crímenes de lesa humanidad en democracia. Los hijos de militares se vuelven adultos en un momento en que sus padres son acusados por la justicia, deben declarar en los juicios a las Juntas y se los condena en una coyuntura donde sus valores y prácticas carecen de fundamento, pues se consideran ilegítimas y han caído en el más absoluto descrédito ante la revalorización de la democracia y de los derechos humanos. Son “los malos de los 70” (Bruzzone y Badaró 2014: 7). Estas historias no se centran en la búsqueda de los padres desaparecidos, sino en el juicio frente a las responsabilidades de sus padres. Ya no lidian con fantasmas, sino con hombres reales. También aquí la política se articula a partir del lazo sanguíneo, del mandato biológico, como en los hijos de desaparecidos. De ahí la objeción que hace Félix Bruzzone para reconvertir esta herencia cuando apunta: “Pero el parentesco, lo sabemos, puede ser muchas cosas. Ni herencia ni destino, ni verdad revelada ni condena. El parentesco también puede ser una pregunta abierta, una proyección de futuro que transforma la historia” (Bruzzone y Badaró 2014: 9).

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En este contexto, sus padres no son víctimas sino victimarios, por lo cual estos hijos deben resolver su relación tanto con el rol del padre como con el del militar, dos vínculos que pueden colisionar o hallar puntos de sutura. Las complejas, intrincadas y, por momentos, ambiguas posiciones que asumen respecto a sus progenitores van marcando las diferencias que los distinguen. Incluso provocan una escisión en su propia subjetividad: deben lidiar entre el padre en el interior de la trama familiar y el militar en el terreno político, entre el universo de los afectos y el territorio de las ideas políticas, entre el cariño y la ética. Ya sea que adopten una defensa de sus padres o que los acusen, siempre parece que la ineludible “traición” a sus progenitores o a sí mismos está al acecho en estas subjetividades escindidas. El entendimiento entre los hijos de represores no es fácil. Están sacudidos por la voluntad de diferenciarse unos de otros, por fracturas y rispideces, por suspicacias y recelos provocados por el tambaleante, vulnerable y ambiguo lugar que ocupan, siempre al borde del derrumbe. Entre quienes defienden a sus progenitores y quienes los acusan hay un abismo de diferencias, tanto en los desafíos que enfrentan en la vida pública como en los trabajos con su propia subjetividad. Los que acusan a sus padres suelen enfrentarlos para criticarles su participación en la maquinaria represiva o su desempeño violento y castigador en la intimidad del hogar. Atraviesan un complejo, difícil y doloroso proceso, ya que deben despojarse de la versión sostenida por el padre y por la familia, deben superar un primer momento de negación (a veces, de larga duración), de rechazo a formular preguntas, a averiguar, a leer indicios sobre una historia que estuvo oculta, rodeada de silencio. La ruptura con el padre tiene un alto costo, pues implica también romper con el círculo familiar, provocar heridas en su seno, sufrir el desprecio de sus miembros y quedarse a la intemperie, en el desamparo, con una familia rota, “un destierro afectivo”, dice Analía Kalinec (Arenes y Pikielny 2016: 138). El caso de Daniela marca un punto extremo en el mutuo rechazo cuando ella asegura: “Mi viejo me cagó la vida”. Ella era la “oveja negra”, de quien su padre dijo: “A esta también tendría que haberla hecho matar” (Bruzzone y Badaró 2014: 4). El proceso de averiguación no se detiene solo en el conocimiento de la participación del padre en la maquinaria del terrorismo estatal,

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sino que va un poco más atrás y procura encontrar en el pasado algún acontecimiento traumático que explique las tendencias violentas de aquel. A través de esta revisión de un tiempo anterior, del repaso de la propia infancia bajo la dictadura, se procura también encontrar indicios que descubran al represor detrás del padre amoroso, aquello que en su momento quedó oculto puede ahora revelarse.5 Estos hijos deben lidiar con el fantasma de lo siniestro, de aquello ominoso que se revela en el interior de la familia y que debería haber quedado oculto, tal como argumenta Sigmund Freud (1988). Algunos sufren una disociación a través de la cual separan al buen padre del represor, mientras que otros logran yuxtaponer a ambos.6 La figura de la madre también se tiñe de sospecha respecto a la complicidad y encubrimiento de su marido. En el testimonio de Luis Alberto Quijano, en cambio, no hay un descubrimiento de algo oculto, ya que su padre lo hizo partícipe, a sus quince años, de sus “tareas” como represor, convirtiendo además su casa en otro escenario de despliegue de violencia, otro “campo clandestino”, el infierno de otra guerra cotidiana y doméstica (Arenes y Pikielny 2016: 241-250). En casi todos los casos se advierte una extrema urgencia por diferenciarse del padre, por no ser confundidos con él, por no ser sus cómplices, y un temor a estar contaminado, a llevar una herencia maldita de la cual no es posible escapar: de ahí el rechazo a seguir portando el mismo apellido.7 El acto de confesar, decir la verdad, reconocer su 5. Analía Kalinec interpela doblemente el pasado. Se pregunta: “¿Qué hubo allá a lo lejos en el tiempo que acaso puso a este hombre en la senda del monstruo en que se convirtió?” (Arenes y Pikielny 2016: 133), pero también ella busca “esas señales, esos detalles en los que se escondía el monstruo durante aquellos años de la infancia” (p. 134). 6. Analía Kalinec decide disociar la figura del “buen padre”, el “amoroso padre de sus cuatro hijas, el esposo dedicado” de la del Doctor K, el hombre “sádico y cruel” del que hablan las víctimas (Arenes y Pikielny 2016: 129-149). En cambio, Luis Alberto Quijano mira al abuelo (represor, bandido, delincuente, pistolero que secuestró, torturó, asesinó y saqueó a sus víctimas durante la dictadura), jugando amorosamente con su nieta (p. 241). 7. Luis Alberto Quijano teme llevar a su padre en la sangre, pero también en los gestos. Lucha contra su “propio fascismo, su violencia interior”, que ha heredado de aquella época (Arenes y Pikielny 2016: 250). A su vez, Analía Kalinec procura

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participación y arrepentirse es una de las demandas que estos hijos hacen a sus padres y que puede llevarlos al perdón, a calmar algunas heridas y cerrar, en parte, las grietas (se trata del padre arrepentido). El descubrimiento de la verdad sobre el pasado suele convertirse en una instancia de recuperación de la propia identidad: “Yo vivía como en un mundo de fantasía, mi viejo no era [...] la persona que yo creía conocer [...] todo esto tiene que ver con mi identidad, con quien soy yo”, dice Analía Kalinec (Arenes y Pikielny 2016: 147). Un caso extremo es el de la ya mencionada Mariana D., quien en 2016 se cambió el apellido paterno, rechazando el vínculo biológico con su padre, negando un parentesco heredado, para redefinir su propia identidad desde la ética y la ideología: “Nada emparenta mi ser a este genocida” (D. 2017). Un gesto inédito que subvierte la centralidad del ADN, del vínculo sanguíneo, en la identidad de los HIJOS y se distancia de la lógica del “familismo” (Jelin 2010) en los organismos de derechos humanos, al proponer una identidad por elección. Estos hijos se debaten en una doble condición: si por un lado resultan traidores para el seno familiar, por el otro son percibidos por la sociedad como héroes capaces de contribuir a la verdad y a reparar los crímenes de sus progenitores. El grupo de los defensores de sus padres represores suele ser muy heterogéneo, ya que allí se encuentran desde posturas radicales que justifican sus actuaciones durante la dictadura hasta posiciones más moderadas que solo reclaman juicios más equitativos. Está lleno de tiranteces, diferencias e incluso pases de factura entre ellos, causados por la asimetría que encuentran entre los “monstruos” (aquellos que formaban parte del núcleo de mando dentro de la maquinaria represiva) y “los otros” (quienes obedecían órdenes o formaban parte de la administración, eran civiles y no militares, o solo sabían pero no participaban de los secuestros y torturas). Estos hijos intervienen en el campo de la justicia, en el debate de ideas y en el terreno de la cultura. Emplean argumentos jurídicos, ideológicos e históricos. El contexto conjurar el “riesgo de seguir sus pasos”, “necesita estar segura de que no lo lleva adentro, de que no lo transmitirá como legado, como una herencia maldita hacia sus hijos” (p. 141).

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adverso, el rechazo social generalizado, la falta de legibilidad y audición de sus historias explica su malestar. Entre los moderados se encuentran algunos de los miembros del colectivo Hijos y Nietos de Presos Políticos, analizado por Bruzzone y Badaró. Se colocan en una instancia intermedia respecto de los sectores más radicalizados que defienden el programa y el accionar de la dictadura. Hijos y Nietos de Presos Políticos están dispuestos a hablar e intervenir públicamente para defender a sus padres. En general, nacieron en democracia y no tuvieron un padre golpeador, no se reconocen como hijos de represores ni víctimas ni cómplices. Denuncian las falencias jurídicas y las motivaciones políticas en los juicios que condenaron a sus padres. No reivindican el accionar de las fuerzas represivas ni sostienen la teoría de los dos demonios. Fundaron esta agrupación para diferenciarse de quienes defienden la dictadura, como es el caso del colectivo Memoria Completa, de las reivindicaciones de Cecilia Pando o de la revista B1: Vitamina para la memoria de la guerra en los 70 (Bruzzone y Badaró 2014: 5-8). Dos de sus miembros, Aníbal Guevara y Lorena Moore, ponen en evidencia una vara que interviene y distancia las experiencias, en tanto sus padres no fueron “monstruos” como el Tigre Acosta, Miguel Etchecolatz o el propio Rafael Videla, sino que ocupaban grados inferiores y obedecían órdenes, lo que genera fuertes tensiones con los compañeros de las distintas agrupaciones, pues ellos hacen el “aguante” a sus padres inocentes, pero no a los “monstruos”. La necesidad de diferenciarse se agudiza ante el riesgo de caer en la defensa de los represores; se trata de una búsqueda de divergencia que no logra sortear la ambivalencia que los recubre. Pero también ese contraste entre cúpulas y subordinados articula la figura del derecho penal de la “obediencia debida” bajo la cual Hijos y Nietos de Presos Políticos exime de responsabilidad a sus padres: “Videla es el responsable de que ahora mi viejo esté en cana” (Bruzzone y Badaró 2014: 8). Es el principio de la obediencia debida el que sostiene, en gran medida, esta posición de los moderados. Los sectores más radicales argumentan desde el relato de la Doctrina de Seguridad Nacional que hace de los militares los defensores y salvadores de la patria ante la amenaza desintegradora del comunismo. También, desde la existencia de una “guerra” y la instauración de un

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“estado de excepción” que explicaría y justificaría las detenciones, los centros clandestinos, las torturas, el robo de bebés, es decir, “los males propios e inevitables de una guerra” (Arenes y Pikielny 2016: 294). No hablan de excesos en el cumplimiento de las órdenes ni de obediencia debida. Enarbolan, además, un argumento histórico: la ley de amnistía dictada por Héctor Cámpora en 1973 liberó a miles de guerrilleros que habían sido condenados y encarcelados por la Cámara Federal en lo Penal del Gobierno de facto de Agustín Lanusse, que luego tomaron venganza de los jueces, por lo cual “ya nadie quiso volver a apostar por el Derecho” (Arenes y Pikielny 2016: 296). Impugnan la justicia al aplicar retroactivamente el delito de lesa humanidad y perciben, además, muchas desprolijidades en los juicios, una sed de venganza, una motivación política más que la búsqueda de la verdad y la justicia, una desatención a los documentos y a las pruebas. También protestan contra el trato discriminatorio a estos presos y solicitan los beneficios que las leyes argentinas otorgan a todo prisionero (excarcelación, libertad condicional y salidas transitorias, estudio, entre otras). Tal es el caso de Ricardo, quien defiende a su padre, el general Ibérico Saint-Jean, gobernador de facto en la provincia de Buenos Aires entre 1976 y 1981, condenado a prisión perpetua y que murió en prisión a los 90 años. Lo presenta como un anciano vulnerable (“tan disminuido, él que siempre había sido fuerte como una estatua”), frágil (“ese cuerpo ya vencido por los años”) y enfermo, merecedor de los beneficios de la ley para estos casos, ya que los informes médicos lo declaraban incapaz para defenderse (Arenes y Pikielny 2016: 291-304). Apela al carácter de víctima, tal como sostiene Ricardo Saint-Jean: “Somos los judíos de la Alemania nazi, los cristianos de Irak, los parias de la democracia” (p. 297). Aquellos padres militares, que eran héroes para sus hijos, devienen ancianos frágiles, enfermos, necesitados del cuidado de su familia y de los médicos, una imagen con la que se procura despertar piedad tanto como reclamar una prisión domiciliaria. La figura del represor ahora se muestra, se oculta y reconvierte en la imagen de anciano, desde el abuelo que juega amorosa e inocentemente con sus nietos hasta el anciano débil y enfermo, incapaz de defenderse a sí mismo, una imagen para reclamar beneficios en los juicios.

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¿Cuál es la experiencia de estos hijos de represores que asumen la tarea de defender a sus padres? Si bien no sufren el quiebre afectivo hacia el interior de la familia e incluso colaboran en sostener su cohesión y evitar fracturas, aceptar la defensa de sus padres se vuelve una decisión de vida que supone unas veces acarrear una “mochila muy pesada” y otras abandonar los deseos, vocaciones y elecciones proyectados en la primera juventud. Aníbal Guevara puso entre paréntesis la música, el gran sueño de su vida, renunciando a una beca en Cuba (Arenes y Pikielny 2016: 85), y Malena Gandolfo dejó “sus sueños en suspenso” al cancelar su vida profesional como periodista en España y terminar un noviazgo de cuatro años con planes de casamiento para regresar a Argentina y ocuparse de su padre (pp. 119-122). Varios de estos hijos ya eran abogados o habían comenzado la carrera de Derecho para encarar mejor la defensa, otros eligieron la de Psicología, en un intento por comprenderlos. Se hacen abogados, gestores, escribas, detectives, recolectores de pruebas para actuar en los juicios, ofician de mediadores e intermediarios con otros grupos, asisten a los juicios y visitan a sus padres en las cárceles, fundan instituciones, se reúnen, hacen escraches e intervienen en diversas ocasiones. También pueden ir más allá de un acto de defensa y proponer nuevas políticas, desafiando y presionando a sus padres para que cambien de posición, para que pidan perdón y den información sobre el destino de los desaparecidos y las apropiaciones de niños. Elaboran propuestas en torno a la pacificación, a la reconciliación, al perdón y al diálogo. Estas perspectivas van diseñando diversas figuras de los padres: el represor fuera de la casa y pegador en la intimidad; o, por el contrario, quien en el interior de la casa se muestra como un buen padre, el padre perejil, víctima del engranaje del terror, de la banalidad del mal y de la obediencia debida, frente al monstruo que da las órdenes; la estampa del militar salvador de la patria o la del arrepentido que se confiesa y pide perdón; y, finalmente, las reconversiones en el anciano frágil y el abuelo amoroso. En tercer lugar, tenemos la posición de los hijos que rechazan la historia heredada. Tal vez sería necesario repensar esta decisión, en tanto el rechazo no implica un mero acto de negación de la responsabilidad del padre represor, un acto de desmemoria, desinterés o irresponsabilidad,

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sino el derecho de cualquier ser humano a elegir su destino por afuera de los mandatos de la herencia. No se trata de la figura del “hombre sin memoria” de la que habla Daniela, ni de aquellos que se hacen “los boludos” (Bruzzone y Badaró 2014: 4). La herencia como mandato, pesada mochila o destino maldito, constituye todo un problema en el centro de estos testimonios.

Hijos plurifiliados Otros casos de hijos se vuelven intrincadamente complicados. Más allá de la distinción primera y tajante entre los hijos de militantes desaparecidos —víctimas del terrorismo estatal— y los hijos de represores, se abre un abanico de casos cruzados, de hijos plurifiliados que tienen vínculos parentales con ambos grupos, que exhiben múltiples y contrapuestas herencias, que se debaten entre variadas pertenencias y lealtades incompatibles, suscitando conexiones y disociaciones, exteriorizando nuevas y abismales grietas. En este sentido, Eva Daniela Donda es hija de padres desaparecidos, adoptada por su tío, el marino Adolfo Miguel Donda, exjefe de Inteligencia de la Escuela Superior de Mecánica de la Armada (ESMA), preso y acusado de complicidad en la desaparición de sus padres (es decir, del hermano y la cuñada del marino). Es hermana de Victoria, nacida en cautiverio en la ESMA —apropiada por el hoy condenado exprefecto José Antonio Azic—, que recuperó su identidad y se encontró con su hermana Eva en 2003. Se sospecha que fue entregada con la anuencia del tío. De modo que Daniela no solo está tironeada por dos lealtades: la del tío marino y la de la hermana, hoy referente destacada en las luchas por la memoria —dos fuerzas enfrentadas en los setenta—, la de la izquierda que le dio el nombre de Eva y la de los militares que prefieren llamarla Daniela, sino también atravesada por las sospechas (y las condenas) sobre su tío-padre, a quien ella a su vez considera una “víctima” acusada injustamente. El rechazo a leer los periódicos, a escuchar las noticias, a presenciar los juicios al tío, constituyen el signo del insoportable peso de desiguales lealtades que no pueden hallar puntos de acuerdo, señalan el riesgo de traicionar en dos oportunidades y de sufrir una doble pérdida. En ella no

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hay búsqueda, sino negación para “no ver la historia infernal de la que fueron víctimas”. Solo en Facebook logra proyectar la fantasía de una familia reunida (Arenes y Pikielny 2016: 41-54). El caso de Claudia Rucci, hija de José Ignacio Rucci, secretario general de la Confederación General del Trabajo (CGT), líder de la derecha peronista asesinado por las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR) y Montoneros luego del enfrentamiento entre las dos alas del peronismo en Ezeiza, sin dejar de ser complejo, resulta un contraejemplo del caso anterior. Ella tendió puentes al casarse con un exmilitante del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) para construir entre los dos “un relato equilibrado”. Quiere mostrar que “en la vida no todo es blanco y negro” (Arenes y Pikielny 2016: 259-272). Desde cierta perspectiva, todos los hijos de militares son niños víctimas de los setenta, en tanto han heredado una historia maldita en la cual no participaron y de la que no son responsables, un pesado legado que se entreteje con la culpa social, la acusación de la justicia y el juicio de la historia, a quienes se transfiere sin la menor justificación lo que sus padres han hecho.8 El punto de inflexión de estos hijos se articula en el momento en que asumen una posición frente a lo actuado por sus padres, momento en el que dejan de ser víctimas para volverse adultos responsables de su elección ética y política.

Territorio minado Muchos de estos hijos, de diferentes perfiles, historias y herencias, hablan de la necesidad de sanar las heridas y se ven a sí mismos como agentes de una voluntad por tender puentes entre sujetos ayer y hoy enfrentados (Arenes y Pikielny 2016: 32-33). En este sentido, la escena del encuentro, del saludo, de la conversación entre el hijo de un 8. Desde la perspectiva psicoanalítica, se señalan los síntomas que manifiestan estos hijos de represores: “Hay individuos dispersos que llegan al consultorio psicológico con ataques de pánico, fobias, adicciones o problemas de infertilidad, y meses o años después de la terapia se descubren víctimas, cómplices o acusadores de los crímenes, abusos o delitos que sus padres militares cometieron en los años setenta” (Bruzzone y Badaró 2014: 2).

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represor y el de un militante de la izquierda armada reaparece continuamente hasta adquirir el peso de una proyección en el texto Hijos de los 70. Historias de la generación que heredó la tragedia argentina. Pero siempre está al borde de quebrarse, de deshacerse el sortilegio, de estallar ante las desavenencias que la acechan. El relato suele lidiar entre el abrazo y la grieta, tal como acontece en el saludo entre Federico Guevara (hijo del militar Aníbal Guevara, condenado a prisión perpetua) y Mariano Tripiana (cuyo padre fue víctima de Aníbal Alberto Guevara). Si en 2011 aún estaban dispuestos a reunirse para un diálogo a dos voces, luego las diferencias entre ellos se vuelven insalvables. Sin desearlo, sus historias expresan “dos grandes avenidas simbólicas por las que discurrió la Argentina del siglo xx” (p. 71). Las periodistas parten de esta imagen de un idilio que se rompe para contraponerle otro relato: el del hermano de Federico, Aníbal Guevara, quien desanda el camino de confrontación directa para defender a su padre y ensaya otro, quien emprende cambios para que su defensa encuentre eco y sea escuchada. Se trata de un relato de aprendizaje a través del cual, y en interacción con el contexto de la democracia y los derechos humanos, va a cambiar los modos provocadores y agresivos de defensa: se arrepiente de emplear la violencia en el escrache contra el presidente de la Corte Suprema, Ricardo Lorenzetti, ya que ello supone reiterar la prepotencia de los militares; elige el respeto a los derechos humanos para solicitar juicios justos, advierte cierto carácter político de los juicios y decide emplearlo a su favor, comienza a dialogar con diversos sectores de la izquierda, presiona a los presos para que empiecen por pedir perdón y entreguen información sobre el destino de los desaparecidos si quieren ser escuchados. De este modo procura “tender puentes”: “Puentes. Cruzar al espacio del otro, escuchar sus razones. Aunque no todos sean encuentros ni todas las diferencias puedan ser zanjadas” (p. 88). Como vocero oficial de la agrupación Hijos y Nietos de Presos Políticos ha ido encontrando “canales más democráticos” y un “discurso más moderado”, dejando de lado “los agravios” (p. 78). Desde ese lugar va a hacer un llamado a la “reconciliación y pacificación nacional”, a “poner fin a la guerra que divide a los argentinos”, a “tirar todos para el mismo lado” (pp. 69-101).

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Las propuestas en torno a “tender puentes”, suturar las heridas, desandar la grieta, suscitar un diálogo, apostar por la reconciliación, resultan un territorio minado, un tembladeral de suspicacias y recelos. Arenes y Pikielny recorren y describen algunas propuestas que hablan de reconciliación y de perdón, pero bajo ciertos límites, acuerdos previos e incluso exigencias, que son esgrimidas desde trayectorias y posiciones muy disímiles. José María Sacheri, hijo de un profesor de filosofía asesinado por el ERP, viene “trabajando en procesos de perdón y reconciliación”. Ricardo Saint-Jean, hijo del exgobernador bonaerense durante la dictadura, también habla de pacificación y reconciliación. Desde el otro polo, Mario Javier Firmenich, hijo del exlíder montonero, defiende la posibilidad de que justamente sean los hijos quienes puedan “recomponer grietas y trabajar por la unidad” para que los nietos no hereden las heridas. Aníbal Guevara trabaja para que los detenidos hagan un pedido público de perdón y den información sobre los cuerpos de los desaparecidos y sobre los niños apropiados. La socióloga Claudia Hilb fue quien planteó las condiciones indispensables para la reconciliación: que se reconozca que el terrorismo de Estado no es homologable con los crímenes de la izquierda insurgente y que se aporte información concreta sobre las víctimas. A su vez, Norma Morandini plantea, en su libro De la culpa al perdón, la necesidad de la sociedad de perdonarse a sí misma por haber permitido que se cometan los crímenes contra nuestros hermanos, pero que ello no suponga la cancelación del castigo de la justicia. Héctor Leis, exmontonero, en su libro Un testamento de los años 70, pide perdón a sus antiguos enemigos y propone un memorial conjunto con el nombre de todas las víctimas. Graciela Fernández Meijide, que coprotagonizó con él el documental El diálogo, valoró estas propuestas, pero asimismo señaló la imposibilidad de equiparar ambas violencias (pp. 16-18). Se trata de perspectivas dragadas por las sospechas y acusaciones en torno a una reconciliación que conduzca a la teoría de los dos demonios e impacte negativamente en la justicia, provocando un retroceso. Las periodistas advierten que su misma invitación de reunir en este libro los testimonios de hijos de víctimas y victimarios ha sido interpretada por algunos de los participantes como un “camino de reconciliación”.

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En el interior de una posible cronología de la literatura y de la producción cultural de HIJOS, la voz de los hijos de represores constituye, al parecer, un último eslabón que escuchar y tener en cuenta, que adviene luego de un proceso de institucionalización y canonización de las memorias de los HIJOS de desaparecidos iniciado a mediados de la década de 1990 (Cueto Rúa 2008), para señalar allí mismo un hueco sin escucha, un límite que sobrepasar. No se trata, ciertamente, de la consigna de una memoria completa, tal como la formula Cecilia Pando o lo plantean las demandas de la revista B1: Vitamina para la memoria de la guerra en los 70, entre otras perspectivas que adhieren a la teoría de los dos demonios, sino de una escucha sobre los otros hijos. Pero entonces, ¿cuál es el sentido de la escucha a los otros hijos que inician Félix Bruzzone y  Máximo Badaró? ¿Cuál es el valor de convocarlos en un mismo texto, tal como lo hacen las periodistas en Hijos de los 70. Historias de la generación que heredó la tragedia argentina? ¿Cómo entendemos los posteriores encuentros que ellos mismos organizaron durante el año 2017, descritos en la crónica “Que tu viejo rompa el silencio” (Arenes y Pikielny 2017)? Seguramente estos contactos tienen diversos valores para cada participante. Leonor Arfuch entiende que se trata de una “escucha como hospitalidad hacia el otro” (Anfibia), lo que parece constituir un primer y prudente paso. También se advierte, en varios comentarios de los hijos, la curiosidad y necesidad de conocer e intercambiar sus historias, lo que puede conducir a una contención afectiva, pero no supone un acuerdo ético-ideológico entre quienes acusan y quienes defienden a sus padres: estas subjetividades se encuentran tironeadas y disociadas entre los afectos, la ética y la política. Aun con sus insalvables diferencias, perciben una pertenencia generacional9 en tanto son hijos de represores y se topan con el mandato de resolver el conflicto heredado: “Lo que no resuelve una generación, pasa a la generación siguiente” (Arenes y Pikielny 2017).

9. Liliana Furió, hija desobediente, dice que ella no puede poner en la misma bolsa a los hijos que a sus padres, aunque los defiendan, y por mucho que difieran de su pensamiento “[...] nos hermana un dolor por el pasado de nuestros viejos que seguimos cargando”, y Mariana Leis sostiene: “¿Qué culpa tienen los hijos de lo que hicieron sus padres?” (Arenes y Pikielny 2017).

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Otro de los resultados de estos encuentros es la necesidad de congregarse para actuar en la arena política. Así se crea el grupo de las Hijas Desobedientes, que nuclea a un sector homogéneo de aquellas hijas que acusan a sus progenitores.10 La cuestión clave en estas reuniones es el desafío de establecer un diálogo entre posturas enfrentadas que suponga un verdadero intercambio de perspectivas y experiencias, con la posibilidad de cambiar las posiciones de cada uno: es la condición que formula Félix Bruzzone cuando afirma: “Si queremos dialogar entre nosotros [...] debería haber una mínima condición: que esas miradas se piensen a sí mismas como posibles de ser revisadas, incluso abolidas” (Arenes y Pikielny 2017). Por su parte, las periodistas Pikielny y Arenes se proponen articular un diálogo, una “conversación” (2016: 11), una “memoria polifónica, no binaria” (2016: 10), que vaya más allá de la polarización de fuerzas en los años setenta bajo la Guerra Fría y la Doctrina de Seguridad Nacional. Una conversación que, sin embrago, no suponga colar de contrabando la teoría de los dos demonios, ni poner en discusión la legitimidad de la justicia, ni homologar responsabilidades ante la ley (2016: 10). Es una apuesta de gran valentía en un clima político en el que escasea la posibilidad de la conversación y de lo que Jürgen Habermas llama la “razón comunicativa”, que se traduce a partir de las prácticas del diálogo, sin negar los conflictos ni las tensiones irreductibles, sin olvidar las memorias en pugna.

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Autoficciones de filiación en las narrativas de memoria: Chile, Argentina y Perú María Teresa Johansson Universidad Alberto Hurtado Lucero de Vivanco Universidad Alberto Hurtado

La denominación “relato de filiación” fue creada por Dominque Viart para aludir a las narrativas escritas por la generación posterior a la Segunda Guerra Mundial, cuando las historias familiares y sus silencios traumáticos comenzaron a ser objeto de elaboración literaria. En la última década, su uso se ha extrapolado a Latinoamérica para referirse a relatos de segunda generación que abordan procesos de memoria reciente, tras los distintos periodos dictatoriales o de violencia interna experimentados en el continente en el último tercio del siglo xx. En relación con la literatura argentina, Ilse Logie (2015) señala que, desde la década de los noventa, una generación de “hijos” emerge como un nuevo actor en el escenario social y literario. Esta autora hace referencia no solo “a los vínculos parentales, sino también a todos los hijos simbólicos cuya infancia o adolescencia estuvo marcada por la experiencia

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dictatorial” (2015: 76). En esta clave puede leerse, por ejemplo, a Félix Bruzzone, a Laura Alcoba o a Mariana Eva Pérez. También en Chile han aparecido trabajos (Amaro 2014, Roos 2013) que, desde la crítica literaria, discuten la narrativa de escritores como Nona Fernández, Diego Zúñiga, Alejandra Costamagna o Alejandro Zambra, en tanto narradores de “segunda generación” respecto de la dictadura. En el Perú, si bien el fenómeno es muy reciente, fundamentalmente por la fecha más próxima del término del conflicto armado (2000), es posible mencionar las obras de Renato Cisneros, José Carlos Agüero, Juan Manuel Robles o José Carlos Yrigoyen. Desde una perspectiva de crítica literaria que integre presupuestos psicoanalíticos en su vertiente relacional, todo relato de filiación supone un sujeto que efectúa un proceso de elaboración psíquica en torno al mandato paterno y a contenidos que le han sido transmitidos por generaciones precedentes. Por tanto, en la mayoría de estas narrativas, este sujeto se representa a través de la figura del “hijo/hija” quien, en interdependencia con la figura del “padre/madre”, se constituye en un receptor activo en la transmisión generacional de las experiencias de violencia y trauma. En efecto, según René Kaës (1986), la perspectiva psicoanalítica relacional incorpora el problema de la transmisión psíquica como aspecto constitutivo de la subjetividad, impactando incluso la definición de sujeto y su inscripción en el orden simbólico familiar. Desde este prisma, la noción de sujeto se distancia de una idea monádica, narcisa y aislada, para aparecer como una entidad intersubjetiva en la cual coexiste su condición de “para sí” con un carácter de “heredero” de transmisiones psíquicas familiares y generacionales.1 A partir de este supuesto —por cierto, implícito en las formulaciones sobre el relato de filiación de Viart (2009)— es posible colegir que las novelas en estudio exponen formas narrativas en las que el sujeto autoral se actualiza como un sujeto de herencia complejo y contradictorio, 1. Desde la posición posfreudiana del psicoanálisis relacional, así lo afirma, por ejemplo, Stephen A. Mitchell: “Las teorías del modelo relacional [...] no nos describen como un conglomerado de impulsos de origen físico, sino como si estuviéramos conformados por una matriz de relaciones con los demás, en la cual estuviéramos inscritos de manera inevitable, luchando simultáneamente por conservar nuestros lazos con los demás y por diferenciarnos de ellos” (1993: 14).

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en tanto se funda, con grados e intensidades distintas, “en ese lugar psíquico donde se ve llevado a pensarse como sujeto de una herencia y de la diferencia que él introduce en lo que recibe de sus padres” (Kaës 1986: 15). Esto es más complejo aún si esa herencia se constituye a partir de aspectos reprimidos o silenciados en la transmisión generacional, que permanecen ocultos o negados con el preciso propósito de mantener el vínculo, algo que Kaës (1997) ha denominado el “pacto denegativo” de la historia familiar.2 En consecuencia, la representación de la relación filial implica tanto la transmisión y la asimilación personal de las formas de identificación con la figura paterna —y, por añadidura, según se verá a continuación, con los hechos históricos generacionalmente representados—, como los actos de rechazo generados en el proceso de individuación psíquica. Para los efectos de este artículo, no solo interesa destacar la consideración de Viart sobre el relato de filiación como una forma narrativa que implica un vuelco hacia la anterioridad familiar y hacia la representación de aspectos heredados, sino también, y especialmente, la presencia en ellos de una “consciencia de su historicidad problemática” (Viart 2009: 102). Esto implica la manifestación de una lucidez particular respecto de su situación histórica, que se expresa tanto temáticamente como en su factura formal.3 Así, los relatos de filiación contemporáneos producidos en América Latina ponen en evidencia tanto sus contenidos sobre el pasado reciente y la memoria como los procedimientos formales específicos utilizados para acceder a nuevos sentidos históricos. De este modo, un importante número de narrativas de

2. El “pacto denegativo” (Kaës 1997) o “pacto de negación” (Kaës 1987) es un pacto intersubjetivo inconsciente, que “condena al destino de la represión”, de la negación, de lo irrepresentado o de lo imperceptible todo lo que “vendría a poner en cuestión la formación y el mantenimiento de ese vínculo”, como la violencia o las divisiones y diferencias propias de una relación vincular. Así, “el precio del vínculo consiste en aquello que no podría cuestionarse entre las personas que vincula” (Kaës 1987: 51). 3. “La littérature contemporaine manifeste ainsi une lucidité particulière envers sa situation historique, lucidité qui affecte le processus d’écriture, la matière et la manière des textes. Elle thématise et formalise dans ses textes la conscience de son historicité problématique” (Viart 2009 : 102).

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filiación participa del género de la autoficción o bien integra algunas operaciones de carácter autoficcional. Estas operaciones pueden ser definidas, a priori, por dos de sus rasgos constitutivos: su “indefinición genérica inherente” (Casas 2015) y la representación del sujeto autoral en tanto figura de “escritor”, que refiere de manera indirecta a la persona del autor (Alberca 2007). En el primer caso, explica Ana Casas, la indeterminación genérica se produce “a partir de dos conceptos fundamentales; el de ambigüedad, dada la recepción simultánea de dos pactos de lectura en principio excluyentes (el pacto autobiográfico y el pacto novelesco) y, en segundo lugar, el de hibridismo, al combinar la autoficción rasgos propios de los enunciados de realidad y los enunciados de ficción” (Casas 2015: 22). En el segundo caso, explica Alberca, en la autoficción se homologan las categorías de autor, narrador y personaje, y el relato queda construido de tal manera que “lo ficticio parece verdadero. Y, viceversa, lo verdadero parecería ficticio” (Alberca 2007: 126). Esta suma de indeterminaciones es lo que problematiza cualquier transparencia posible en el pacto de lectura de la autoficción, por lo que, parafraseando a Lejeune (1975), Alberca ha postulado un “pacto ambiguo” para estas “novelas del yo”, cuyo estatuto se inscribe en un principio de indeterminación entre ficción y factualidad. De esta manera, forzando al lector a desplazarse de manera oscilante entre el referente contextual, por un lado, y la ficcionalización de la personalidad y la intimidad biográfica de quien escribe, por otro, este tipo de “autoficciones de filiación” pone en escena a un sujeto autoral dual, constituido por las figuras del “hijo” y del “escritor”. Considerando estos presupuestos, este ensayo discurre en torno a tres novelas latinoamericanas escritas por autores de una generación posterior a los hechos de violencia y dictadura a los que aluden sus tramas: Formas de volver a casa (2011), del chileno Alejandro Zambra, El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia (2011), del argentino Patricio Pron, y La distancia que nos separa (2015), del peruano Renato Cisneros. En los tres casos, las referencias históricas remiten a las dictaduras militares de los años setenta y ochenta (Pinochet, Videla y Morales Bermúdez) y, en el caso peruano, también al conflicto armado interno entre Sendero Luminoso y el Estado, que se desarrolló entre 1980 y 2000. Los tres textos coinciden, asimismo, en que la trama histórica

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está entrelazada con la recomposición que cada autor hace tanto de la figura paterna que le es propia como de la relación padre-hijo, en tanto que los padres se erigen como representantes de la generación protagonista de los hechos históricos narrados y los hijos, a su vez, pertenecen a una generación cuya memoria respecto de esos mismos hechos es necesariamente una memoria fragmentada e indirecta. En este marco, planteamos que estas novelas, en tanto relatos de filiación, se constituyen a partir de una narrativa de autoficción que despliega una suerte de desdoblamiento del sujeto autoral entre la figura del hijo y la del escritor, así como una negociación entre ellas. Es desde esta tensión, desde esta necesidad de ruptura, convenio o distancia —según la novela de que se trate— entre lo que podría llamarse la fidelidad a la relación filial o, en su defecto, la fidelidad al ejercicio escritural, que las novelas participan de una (ya mencionada) consciencia histórica problemática que se apropia, ficcionaliza y también enjuicia el pasado. En otras palabras, tras extrapolar la perspectiva de transmisión y herencia a las novelas en cuestión, el sujeto autoral no solo podrá concebirse a partir de las indeterminaciones propias de la autoficción, sino también a partir de los conflictos generacionales sobre el pasado reciente representados en la tensión respecto de la figura del padre. En estas novelas, este complejo proceso será construido a partir de una puesta en crisis radical del pacto filial denegativo, sostenida por el pacto ambiguo propio de la autoficción contemporánea. Es decir, amparados en las indeterminaciones de la autoficción —especialmente cuando esta es concebida, en términos de Alberca, como “la búsqueda de un mecanismo propio de la posmodernidad, un artificio o una ortopedia, diseñado para sostener la fragilidad identitaria del sujeto moderno, necesitado de un suplemento de ficción sin el cual su existencia carecería de entidad suficiente” (2007: 127)—, el sujeto autoral se dispone a cuestionar el vínculo con el padre para cuestionar también su vínculo con la historia. De esta manera, las tres novelas proyectan una política de la literatura que dialoga necesariamente con los discursos sobre memoria social imperantes en sus contextos nacionales de producción, lo que manifiesta explícitas voluntades de intervención e inscripción en sus respectivos campos literarios, culturales y sociales.

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En efecto, la literatura latinoamericana ha sido tradicionalmente parte activa de los discursos sociales con los que se han construido e interpretado los distintos procesos históricos vividos en el continente. Siguiendo a Rancière (2009, 2011), la literatura ha jugado un rol político clave en tanto configuradora de espacios simbólicos en los que visibilizar o invisibilizar, legitimar o deslegitimar, un conjunto de sentidos y significados valorados cultural, política o éticamente dentro de una determinada sociedad. La representación de la violencia política de las últimas décadas y la construcción de memorias asociadas a dicha violencia se vienen apropiando, en este sentido, de una agenda sociohistórica mediante la que se cuestionan (o refuerzan) no solo los aspectos ideológicos de los discursos circulantes, sino también, dentro del campo más específicamente literario, las posibilidades y formas transgeneracionales de hacer presentes los sucesos del pasado y los propios lenguajes de dicha representación. En el caso de estas tres novelas, los nudos argumentales tematizan un legado ideológico problemático representado en la figura del padre. Ante esta herencia transgeneracional, la elaboración de la identificación y del rechazo supone distintos grados de valoración y apego a la relación filial. Es importante avizorar que la formulación del rechazo y de la identificación con la figura paterna en esos textos supone que la consciencia histórica problemática se haga legible mediante la transmutación de planos, es decir, mediante el desplazamiento desde lo familiar a lo social, desde lo íntimo a lo político. Así, mientras Zambra desarrolla una actitud de crítica y Pron opta por valorar la herencia y asemejarse, Cisneros se contradice entre su voluntad de distanciarse y un ejercicio escritural que, en realidad, termina por acercarlo. Esta diferencia en las posturas ante la herencia ideológica también determina los órdenes estéticos, pues si el libro de Zambra realiza quiebres estructurales en los modelos de la ficción narrativa y la novela de Pron ofrece solo un relato segmentado que alterna entre autoficción y textos de caso periodístico, el trabajo de Cisneros sigue un modelo narrativo más canónico al apegarse a una biografía periodística en sus sentidos más tradicionales.

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Resistencia al mandato Como hemos adelantado, Formas de volver a casa narra la historia de un conflicto filial inscrito en la perspectiva de una generación de hijos que recrea una memoria de infancia dictatorial a mediados de la década de los ochenta. La narración tiene lugar entre dos terremotos, el de 1985 y el de 2011, lo que demarca una temporalidad biográfica e histórica. En esta novela, la figura del hijo se autodefine como un “personaje secundario” respecto de los “protagonistas” de la historia, que serán los padres y su generación, situando así al interior de los regímenes literarios tanto el contexto histórico como la relación filial. En el desarrollo de la trama, el hijo vacila: denuncia el autoritarismo paterno, pero, a la vez, reivindica el valor moral de la presencia paterna en el hogar, al rescatar sus recuerdos formativos. Este “exceso” de presencia contrasta con la ausencia del padre clandestino de Claudia, a quien, sin embargo, el joven valora éticamente por su compromiso político. No obstante lo anterior, el argumento progresivamente elabora el rechazo a la figura del padre en tanto representante de una clase media silenciosa que, distanciada de las dicotómicas categorías de víctima y victimario, apoyó la dictadura por omisión o mediante su pasividad. La novela prepara el momento del juicio político al progenitor, mediante marcas léxicas y fraseológicas que, en el habla de los padres, remiten a signos ideológicos de la dictadura, tales como “estaba metido en política” (p. 132) o “era un terrorista” (p. 133). De esta manera, en la representación de la figura paterna el texto construye la imagen del autoritarismo al interior de la vida familiar. La escena culmen al respecto rompe el “pacto denegativo” sobre el pinochetismo del padre: Los de la Concertación son una manga de ladrones, dice. No le vendría mal a este país un poco de orden, dice. Y finalmente viene la frase temida y esperada, el límite que no puedo, que no voy a tolerar: Pinochet fue un dictador y todo eso, mató a alguna gente, pero al menos en ese tiempo había orden. Lo miro a los ojos. En qué momento, pienso, en qué momento mi padre se convirtió en esto. ¿O siempre fue así? (p. 129).

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El uso del pronombre cosificador “esto” cuestiona el imaginario filial de la novela, en el acto de convocar el origen y a la vez denostarlo. Es posible sostener, de acuerdo con Amaro (2014: 116), que “Zambra escribe sobre cierta clase media que, promovida intelectualmente y con más cultura y herramientas que sus padres, se enfrenta a su pasado con una mirada distanciada, buscando pistas que ayuden a precisar el presente pero incluso en los casos más duros, enjuiciándolos como en sordina”. Sin embargo, también se puede interpretar que el gesto del protagonista de renegar de su clase de origen ha tenido lugar, finalmente, por el ascenso y la movilidad social que se hicieron posibles en la nueva sociedad chilena posdictatorial y neoliberal. Con ello, el autor reconfigura el tradicional tópico de la representación de las clases medias en el contexto de los avatares de la historia nacional. En efecto, este juicio será factible solo desde un sujeto autoral que se ha separado del padre mediante su paso por las instituciones estatales que le han dado una nueva orientación política: el Instituto Nacional y la Universidad de Chile. Así, en el transcurso de su formación como escritor, ha superado a su familia de origen en el escenario de movilidad social favorecido durante los gobiernos concertacionistas: se trata de un nuevo orden socioeconómico que permite la emancipación y el desclasamiento del protagonista, es decir, su ingreso a la pequeña burguesía intelectual comprometida con el ideario de izquierda del conglomerado político gobernante en esos años. Desde este nuevo lugar, el escritor se constituye en una suerte de autoridad moral que puede realizar la ruptura filial.

Identificación con el legado Por su parte, El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia narra la historia de un joven escritor argentino que regresa de Alemania a su pueblo natal para acompañar la pseudoagonía de su padre. En ese retorno, el protagonista emprende una búsqueda detectivesca sobre la figura de su progenitor, como modo de develar el pacto denegativo sobre su pasado silenciado. Tal como lo exponen Logie y Willem (2015: 10), “los padres del protagonista, periodistas ambos, integraron la

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organización peronista ‘Guardia de Hierro’, hasta que esta se disolvió. Aunque nunca participaron en la lucha armada, todos los miembros de la familia sufrieron las consecuencias de esa etapa de militancia. [...] Los acontecimientos que vivió la familia son menos dramáticos que los que padecieron otros: todos sobrevivieron”. Desde un estrecho convenio entre las figuras del hijo y el escritor, el sujeto autoral devela, a través de un caso policial actual, el pasado político del padre, lo que activa su memoria de infancia. La coincidencia entre la fidelidad a la relación filial y al ejercicio escritural llega a su punto más álgido cuando se asume que este es el libro que el padre quiso escribir, pero no pudo. En este sentido, la aproximación a la memoria del padre no pone en crisis el pacto denegativo. El ejercicio de escritura no opera, entonces, contra el padre, sino que se constituye a partir de la suplantación de su lugar, suplantación marcada por el reconocimiento hacia su biografía. Así, en esta novela, la elaboración de la herencia es casi acrítica, en tanto el sujeto que recibe se identifica plenamente con el legado de la generación que lo antecedió, pretendiendo incluso emularla: Me pregunté qué podía ofrecer mi generación que pudiera ponerse a la altura de la desesperación gozosa y del afán de justicia de la generación que la precedió, la de nuestros padres. ¿No era terrible el imperativo ético que esa generación puso sin quererlo sobre nosotros? ¿Cómo matar al padre si ya está muerto y, en muchos casos, ha muerto defendiendo una idea que nos parece acertada incluso aunque su ejecución haya sido indolente o torpe o errónea? (p. 179).

Una herencia ambivalente En La distancia que nos separa, la ambivalencia sugerida en el título es el lugar desde donde Renato Cisneros construye su relato de filiación, buscando su propia identidad mientras indaga en la del padre. Pero el padre de Cisneros —a diferencia del de Zambra— no es un ciudadano “común y corriente”, ni —a diferencia del de Pron—un militante comprometido de izquierda, sino Luis Cisneros Vizquerra: general del Ejército y político peruano, ministro del Interior durante la segunda fase de la dictadura militar en los setenta y ministro de

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Guerra en el Gobierno de Fernando Belaúnde en los primeros años de los ochenta. Su postura fue siempre controversial dentro de la sociedad peruana, por las duras declaraciones que permanentemente hacía en contra de Sendero Luminoso y por las tácticas militares y de guerra sucia que proponía para combatirlo. Apodado “el Gaucho Cisneros”, porque nació y se educó en Buenos Aires, tenía además cercanía con los principios y métodos usados por las dictaduras del Cono Sur (colaboró ocasionalmente con la Operación Cóndor) y se declaraba amigo de Jorge Rafael Videla, imitador de Henry Kissinger y admirador de Augusto Pinochet. El sujeto autoral es, como otros miembros de esta generación, un receptor activo en la transmisión generacional de experiencias de violencia y trauma, aunque, en este caso, de violencias acometidas y no sufridas. A primera vista, la biografía política del padre hace que la negociación entre la figura del escritor y la del hijo en esta novela no solo se estrese, sino que además llegue a ser agónica, pues supone para el hijo avenir a la imagen parental la de un militar cuya ética y legalidad han sido —y con razón— enérgicamente cuestionadas. Así lo manifestó el propio autor en una entrevista que concedió a un medio de prensa: “La escritura del libro fue la lucha constante entre el hijo que no quería descubrir más cosas y que se horrorizaba o indignaba ante ciertos hallazgos, y el escritor que quería seguir escarbando y encontraba muy útiles y dramáticos ciertos hechos que el hijo repelía” (Careaga 2016: E10). Sin embargo, la novela de Cisneros parece disolver la posible agonía y contradecir las declaraciones recién expuestas. Porque si bien el hijo declara horrorizarse e indignarse ante el develamiento de las acciones represivas del padre, la figura del escritor en el texto, ayudado por la profesión de periodista de Cisneros, se construye a partir de la búsqueda de enunciados de la realidad que, como evidencias, permitan limpiar o depurar la memoria pública del general. De esta forma, descalifica a quienes entonces incriminaban a su padre e introduce constantemente aclaraciones y precisiones respecto de las declaraciones hechas por él. El punto más alto de esta depuración surge a partir de una entrevista dada por el general, que “marcaría el resto de su vida. También la mía”, afirma el autor (p. 204). Al ser interrogado sobre los métodos para combatir a Sendero Luminoso, el general Cisneros dice: “Para que las

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fuerzas policiales puedan tener éxito tendrían que comenzar a matar a senderistas y no senderistas porque esa es la única forma como podrían asegurarse el éxito. Matan 60 personas y a lo mejor ahí hay 3 senderistas...” (p. 205). La aclaración que el hijo-escritor hace sobre los dichos de su padre cancela toda posibilidad de que él tome distancia o, incluso, de que formule un genuino juicio ético ante tal manera de pensar. Porque la aclaración —que en 2007 tomaría forma en una columna periodística con el título “En contra de una leyenda negra”— no condena el hecho de concebir como alternativa la matanza indiscriminada, sino que solo le introduce un adjetivo: se trata de la peor alternativa: “Nadie o casi nadie repararía en el transcurso de los años siguientes en la precisión que el Gaucho hizo respecto de que la matanza indiscriminada le parecía ‘la peor alternativa’” (p. 206). Entonces, si bien el título de la novela parece aludir a la gran distancia que existe entre el autor y su padre, su contenido y sus procedimientos formales más bien nos muestran una falsa distancia o, dicho de otro modo, un convenio entre la figura del hijo y la del escritor mediante la fusión de ambas posiciones discursivas, con el objetivo depuratorio recién mencionado. En otras palabras, la novela logra poco el fin autopropuesto de componer la identidad del hijo/autor a partir de la reconstrucción de la vida del padre: el autor pasa a ser, más bien, una suerte de amplificador del lenguaje del padre, un argumento póstumo de quien, convertido en personaje magno de la historia peruana, ha dejado sobre su hijo, como consueta teatral, las palabras con las que quisiera ser públicamente recordado. “Él [...] me encomendó este libro. Este libro es su encargo” (p. 305), dice el escritor refiriéndose al general. Con esto, reproduce de paso la práctica que padre e hijo tenían cuando el padre le escribía los discursos con los que el hijo, aún niño, ganaba los concursos de oratoria en el colegio: “Nadie supo jamás que lo único que yo hacía era repetir frases que mi papá escribía para mí la noche anterior. Él era el guionista de todos esos discursos y alocuciones inspiradas. Él era el ventrílocuo y yo su muñeco” (p. 309). En esta complicidad secreta, el primer discurso escrito por el Gaucho Cisneros para su hijo fue, precisamente, “La juventud peruana y la subversión”, inscribiendo al interior de la vida familiar los principios de orden y autoridad que pautaban su acción política-militar.

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Por lo tanto, se podría afirmar que, en La distancia que nos separa, la figura del padre, en su interrelación con el hijo-escritor, condiciona las operaciones de la escritura en desmedro de las posibilidades de realizar un juicio ético. Con ello, la novela aparenta poner en crisis el pacto denegativo filial, pero en realidad lo honra, pues lo develado tiene que ver más con aspectos de la vida del padre en tanto padre y no en tanto militar, cuyo posicionamiento político era de domino público muchos años antes de que esta novela saliera a la luz. Esto se afirma en la segunda edición del libro, que cambia radicalmente la semiótica de la portada respecto de la primera edición: de una fotografía en la que aparecen en primer plano las siluetas de un militar y un civil —padre e hijo, se entiende—, se pasa a otra despolitizada en la que un padre que se baña en el mar lanza por los aires a un niño en edad preescolar. En este sentido, esta novela se dispone en consonancia con un discurso social conservador, que acordó mayoritariamente la necesidad de suspender el juicio sobre los métodos utilizados para combatir a Sendero Luminoso y que en ese entonces hablaba de la “doctrina Cisneros” y solicitaba “‘cisnerizar’ el Ejército” (p. 216). Renato Cisneros reconoce el legado y dice: “Yo no me siento tan inocente, pues me considero deudor de sus palabras: si años antes me beneficié de ellas en un concurso de oratoria para abandonar el anonimato colegial y adquirir cierto prestigio en la secundaria, ahora tengo que ser leal a esas palabras y asumir también sus efectos devastadores” (p. 240).

Un juicio hacia los padres generacionales Vistas en conjunto, estas novelas escenifican una tensión generacional que se distancia tanto de las representaciones del vacío provocado por la pérdida y el duelo posdictatorial como de los relatos de la orfandad paterna y, en su lugar, optan por reinscribir a los padres en la imaginación pública, ya sea para incriminarlos, homenajearlos o pedirles cuentas. Con una clara voluntad de intervención política, estas novelas presentan juicios éticos hacia los “padres generacionales”, juicios que, por lo demás, serán afines a los discursos hegemónicos sobre memoria en cada contexto nacional.

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Esta situación ha tenido como corolario que estas tres novelas hayan sido erigidas por un aparato cultural hegemónico (editoriales, medios de comunicación, academia) como textos representantes de la segunda generación y como voces políticamente autorizadas en sus campos culturales para hablar sobre el pasado reciente. Como sosteníamos recién, esta eventual representación se afirma en una afinidad ideológica entre la construcción narrativa de la herencia y el juicio intergeneracional que estos textos elaboran, por un lado, y las políticas estatales de la memoria en cada nación y el momento de publicación, por el otro. Zambra censura el pinochetismo del padre en un acto de ruptura filial; no obstante, valora aspectos morales de la relación formativa y, por tanto, no suprime totalmente su legado generacional. Esto es análogo a la matriz ideológica de los Gobiernos de la Concertación, que impulsaron políticas de condena y reparación de las violaciones de los derechos humanos sin rechazar la herencia socioeconómica de la dictadura. Por su parte, Pron, forzando la posición política de Guardia de Hierro hacia una izquierda más radical —para estar en sintonía con los procesos actuales de memoria y justicia—, reconoce en la herencia paterna una figura política peronista revolucionaria y reformadora con carácter ampliado, que puede ser polémica en tanto borra las diferencias entre las distintas organizaciones peronistas. La novela elabora la identificación entre las generaciones e inscribe un reconocimiento ético sin fisuras en la figura del militante peronista de izquierda. Estas premisas son convergentes con las políticas estatales de la memoria impulsadas por el kirchnerismo, que propició procesos de justicia y memoria, realizó actos de reconocimiento social de las víctimas y reconfiguró el ideario político del peronismo de izquierda. Finalmente, Cisneros, en la intención de dar un relato al pasado pese a la imposibilidad de separarse de la figura del padre, expone las estrategias de silenciamiento y exculpación, la falta de voluntad política para la profundización de la reparación y el lugar de resguardo de las Fuerzas Armadas en el Perú que han guiado las políticas de Estado en el periodo posconficto. No por esto la novela pierde el mérito de incursionar, desde un involucramiento personal, en zonas grises de la historia peruana reciente.

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Para cerrar, en estas novelas los rechazos y las identificaciones del sujeto autoral respecto de la figura paterna exponen una consciencia histórica con lucidez, aunque también con cierto simplismo. Quizás habría que preguntarse, entonces, por las limitaciones que tiene el relato de filiación y la figura de los hijos en su aporte a la mirada a ciertas dimensiones de la historia de América Latina, ya que, más que darle lucidez a esa consciencia, en ocasiones pareciera ofuscarla. Asimismo, habría que considerar las restricciones de las operaciones de autoficción para reflexionar sobre los procesos de memoria que impelen en buena medida al escritor de estas segundas generaciones a repetir un discurso ideológico, más que a imaginar una configuración política y social allende las categorías conocidas o hegemónicas. No obstante estas limitaciones, la correlación entre las representaciones literarias y las políticas de Estado permite especular sobre las posibilidades y los problemas que plantean estas novelas en su condición —precisamente— de “narrativas de políticas estatales”. Por último, esta correlación deja entrever zonas más sombrías de una consciencia histórica de filiación cuya lucidez a ratos se vuelve tenue, pudiendo ser más inquisitiva, menos reproductora y más iluminadora de las zonas en penumbra.

Referencias bibliográficas Alberca, Manuel (2007): El pacto ambiguo. De la novela autobiográfica a la autoficción. Madrid: Biblioteca Nueva. Amaro Castro, Lorena (2014): “Formas de salir de casa, o cómo escapar del Ogro: relatos de filiación en la literatura chilena reciente”, en Literatura y lingüística (29), pp. 96-109,  . Careaga, Roberto (2016): “Renato Cisneros, el hijo del villano”, en El Mercurio, 29 de mayo, E10. Casas, Ana (2015): “El simulacro del yo: la autoficción en la narrativa actual”, en Ana Casas (comp.). La autoficción. Reflexiones teóricas. Madrid: Arco/Libros. Cisneros, Renato (2015): La distancia que nos separa. Lima: Planeta.

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Käes, René (1986): “Introducción: el sujeto de la herencia”, en René Käes, Haydée Faimberg, Micheline Enríquez y J. J. Baranes (eds.), Transmisión de la vida psíquica entre generaciones. Buenos Aires: Amorrortu. — (1997): “Figuras de lo negativo e interdicción de pensar en la cura”, en Psicoanálisis APdeBA, XIX (3), pp. 387-408. Käes, René, et al. (1989): La institución y las instituciones. Buenos Aires: Paidós. Leujene, Philippe (1975): Le pacte autobiographique. Paris: Seuil. Logie, Ilse (2015): “Más allá del ‘paradigma de la memoria’: la autoficción en la reciente producción posdictatorial argentina: El caso de 76 (Félix Bruzzone)”, en Pasavento 3(1), pp. 75-89, . Logie, Ilse y Bieke, Willem (2015): “Narrativas de la postmemoria en Argentina y Chile: la casa revisitada”, en Alter/nativas (5), pp. 1-25, . Mitchell, Stephen A. (1993): Conceptos relacionales en psicoanálisis. Una integración. Madrid: Siglo XXI. Pron, Patricio (2011): El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia. Barcelona: Mondadori. Rancière, Jacques (2009): El reparto de lo sensible. Estética y política. Santiago de Chile: LOM. — (2011): Política de la literatura. Buenos Aires: Zorzal. Roos, Sarah (2013): “Micro y macrohistoria en los relatos de filiación chilenos”, en  Aisthesis, (54), pp. 335-351,  . Viart, Dominique (2009)  : “Le silence des pères au ‘principe du récit de filiation’”, en Études françaises, 45(3), pp. 95-112, . Zambra, Alejandro (2011): Formas de volver a casa. Barcelona: Anagrama.

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Brigitte Adriaensen es doctora por la Universidad Católica de Lovaina (K. U. Leuven) y profesora titular de Literaturas y Culturas Hispánicas en la Radboud Universiteit de Nimega (Holanda). Dirigió el proyecto de investigación (2011-2016) “The Politics of Irony in Contemporary Latin American Literature on Violence”, financiado por el Fondo de Investigación de Holanda (NWO). Ha investigado y publicado sobre autores como Roberto Bolaño, Jorge Luis Borges, Carlos Fuentes, Daniel Guebel, Martín Kohan, Fernando Vallejo y Juan Pablo Villalobos. Algunas de sus publicaciones recientes son: La poética de la ironía en la obra tardía de Juan Goytisolo (Verbum, 2007); Narcoficciones en México y Colombia (editora con Marco Kunz, Iberoamericana/ Vervuert, 2016) e Ironía y violencia en la literatura latinoamericana contemporánea (editora con Carlos van Tongeren, IILI Pittsburgh, 2017). Ana María Amar Sánchez es Ph.D. por la Universidad Nacional de Buenos Aires y profesora de Literatura Latinoamericana y Teoría Literaria en la Universidad de California-Irvine. Ha sido presidenta del Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana, Universidad de Pittsburgh, durante el periodo 2012-2016. Su actual proyecto explora las relaciones entre estética y política en la literatura latinoamericana de las últimas décadas. Algunas de sus publicaciones son: El relato de los hechos. Rodolfo Walsh: testimonio y escritura (De la Flor, 1992); Juegos de seducción y traición. Literatura y cultura de masas (Beatriz Viterbo, 2000) e  Instrucciones para la derrota. Narrativas éticas y políticas de

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perdedores (Anthropos, 2010). También ha publicado antologías y dosieres en Revista Iberoamericana, Katatay, y numerosos artículos sobre narrativa contemporánea, ética, política y cultura de masas. Teresa Basile es doctora en Letras por la Universidad Nacional de La Plata (UNLP). Se desempeña como profesora de Literatura Latinoamericana y directora del Centro de Teoría y Crítica Literaria (CTCL-IdIHCS-CONICET) de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la UNLP. Es vicepresidenta (2016-2020) del Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana (IILI), de Pittsburgh. Sus trabajos abordan los vínculos entre política y memoria en la literatura latinoamericana contemporánea y dirige el proyecto de Investigación I+D del Ministerio de Educación sobre el tema. Directora (2005-2015), junto con E. Foffani, de la revista Katatay. Algunas de sus publicaciones son: El desarme de Calibán. Debates culturales y diseños literarios en la posdictadura uruguaya (IILI, 2018), y las ediciones de La vigilia cubana. Sobre Antonio José Ponte (Beatriz Viterbo, 2008), Lezama: orígenes, revolución y después (con N. Calomarde, Corregidor, 2013), Onetti fuera de sí (con E. Foffani, Katatay, 2013), Derrota, melancolía y desarme en la literatura latinoamericana de las últimas décadas (con A. M. Amar Sánchez, Revista Iberoamericana, 2014), Bolaño en sus cuentos (con P. Aguilar, Almenara, 2015). Francesca Denegri obtuvo su doctorado en Estudios Hispánicos en el King’s College de la Universidad de Londres. Es profesora principal en el Departamento de Humanidades de la Pontificia Universidad Católica del Perú, directora de la Maestría en Literatura Hispanoamericana, coordinadora de la especialidad y coordinadora del grupo de investigación RIEL xix (Red Interdisciplinaria de Estudios Latinoamericanos siglo xix). Ha sido profesora titular de University College London, la Universidad de Londres, profesora visitante en UCLA y en la Universidad de Bonn. Ha dictado conferencias en las universidades de Delhi, Jawarhalal Nehru y Chulalongkorn, de Bangkok. Ha publicado El abanico y la cigarrera. La primera generación de ilustradas en el Perú (IEP/Flora Tristán, 1995 y 2000, y Ceques Editores, 2018), Soy Señora. Testimonio de Irene Jara (Flora Tristán, 2000), Dando cuenta.

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Estudios sobre el testimonio de la violencia política en el Perú (19802000)  (coeditora con A. Hibbett, Fondo Editorial PUCP, 2016), y tiene en prensa Razones del corazón. La política cultural de las emociones en el Perú posbélico (Fondo Editorial PUCP, 2018). Ha sido columnista de El Comercio y presentadora del programa de televisión En blanco y negro (Antena 3). Cecilia Esparza es doctora en Literatura por New York University (NYU). Es profesora principal del Departamento de Humanidades de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Algunas de sus publicaciones son: El Perú en la memoria. Sujeto y nación en la escritura autobiográfica (Red para el Desarrollo de las Ciencias Sociales en el Perú, 2006), Arguedas: la dinámica de los encuentros culturales (coeditora, Fondo Editorial PUCP, 2013) y La mujer  es aún lo otro. Actualidad y política en el pensamiento de Simone de Beauvoir (coeditora, Fondo Editorial PUCP, 2015).  Valeria Grinberg Pla es doctora en Letras Románicas por la Universidad Goethe de Frankfurt. Se desempeña como catedrática de Bowling Green State University, en el ámbito de los estudios literarios y culturales latinoamericanos. Actualmente investiga sobre el discurso de la memoria en el cine de posguerra (Nicaragua, Guatemala y El Salvador) y posdictadura (Argentina, Chile, Uruguay). Algunas de sus publicaciones son:  Eva Perón: cuerpo-género-nación  (Universidad de Costa Rica, 2013) y Narrativas del crimen en América Latina: transformaciones y transculturaciones del género policial (coeditora con Brigitte Adriaensen, LIT-Verlag, 2011). Alexandra Hibbett obtuvo su Ph.D. en Birkbeck, Universidad de Londres y su maestría en la Universidad de Oxford. Es profesora del Departamento de Humanidades de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Su investigación actual se centra en la dimensión política de iniciativas culturales de memoria en el Perú. Algunas de sus publicaciones son: Retos y estrategias para una política pública de memoria: el proyecto Lugar de la Memoria, la Tolerancia y la Inclusión Social (LUM) (coautora con Denise Ledgard y Blas de la Jara, Cuaderno de

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Investigación. Escuela de Gobierno PUCP, 2018), Dando cuenta. Estudios sobre el testimonio de la violencia política en el Perú (1980-2000) (editora con Francesca Denegri, Fondo Editorial PUCP, 2016) y Contra el sueño de los justos: la literatura peruana ante la violencia política  (coautora con Víctor Vich y Juan Carlos Ubilluz, IEP, 2009). Es miembro del Grupo de Teoría Crítica de la PUCP. Iris Jave es licenciada en Comunicación Social por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (UNMSM) y egresada de la maestría en Ciencia Política por la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP). Trabaja sobre memoria y educación, participación e incidencia política de jóvenes y mujeres indígenas y sus interacciones como actores políticos. Ha desarrollado políticas de comunicación y derechos humanos en diversas instituciones del Estado, como la Comisión de la Verdad y Reconciliación y los Ministerios de la Mujer, Defensa y Cultura, entre otros. Es docente de Comunicación Política en la PUCP y en la Universidad de Lima, investigadora del IDEHPUCP y miembro del Grupo de Investigación Memoria y Democracia de la PUCP. Algunas de sus publicaciones son: ¿Quién dijo que sería fácil? Liderazgo y participación política en regidoras jóvenes de Lima Metropolitana (IDEHPUCP y KAS, 2013), Entre el estigma y el silencio: memorias de la violencia entre estudiantes de la UNMSM y la UNSCH (IDEHPUCP, 2015), El Santuario de la Memoria La Hoyada. Un proceso de diálogo y negociación (PUCP, 2017), La Beca REPARED. Oportunidad y derecho en el Programa de Reparaciones en Educación (IDEHPUCP y KAS, 2017).  María Teresa Johansson es doctora en Literatura Hispanoamericana y magíster en Lingüística por la Universidad de Chile. Participó de la fundación de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Alberto Hurtado y del Departamento de Lengua y Literatura. Su área de especialización se focaliza en la literatura del Cono Sur, con especial atención a la literatura chilena y uruguaya. Ha escrito artículos y capítulos de libros sobre temas de memoria, narrativas posdictatoriales, campo cultural de los sesenta, testimonio y prisión política en Chile y Uruguay. Ha trabajado, asimismo, en el área de análisis del

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discurso. Actualmente es coinvestigadora en el proyecto “A genealogy of the devices of registration and denunciation of human rights violations under the Chilean military dictatorship 1973-2013” (Universidad Alberto Hurtado/Oxford University) y Fondecyt “Post-narrativas de la violencia: representaciones y desplazamientos de la memoria y la ficción en la literatura peruana (2000-2015)”. Coordina el Programa de Memoria y Derechos Humanos Universidad Alberto Hurtado/California University. Salomón Lerner Febres es doctor en Filosofía por la Universidad Católica de Lovaina. Ha sido rector de la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP) durante dos periodos (1994-2004) y presidente de la Comisión de la Verdad y Reconciliación del Perú (2001-2003). Actualmente es rector emérito, así como presidente emérito del Instituto de Democracia y Derechos Humanos de la PUCP, presidente de la Filmoteca (PUCP) y presidente de la Sociedad Filarmónica de Lima. Es profesor de Filosofía, Educación, Ética y Metodología de la PUCP y autor de numerosas publicaciones, artículos y ensayos relacionados con los derechos humanos, la filosofía, la educación superior, la globalización y el gobierno. Ha recibido distinciones y reconocimientos en diversas instituciones civiles y universitarias peruanas y de otros países. Algunas de sus publicaciones son: Verdad y reconciliación, reflexiones éticas (CEP, Instituto Bartolomé de las Casas, 2002), La rebelión de la memoria. Selección de discursos 2001-2003 (CEP, IDEHPUCP, 2004), Universidad, fe y razón (Fondo Editorial PUCP, 2007), “Universidad y Catolicidad”, en Postsecularización: Nuevos escenarios del encuentro entre culturas, de Salomón Lerner Febres y Miguel Giusti (eds.) (Fondo Editorial PUCP, 2017). Elizabeth Lira Kornfeld es psicóloga de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Ha desempeñado su actividad profesional y docente en distintas universidades y organizaciones. En la Universidad Alberto Hurtado ha sido directora del Centro de Ética (2006-2013) y actualmente es decana de la Facultad de Psicología. Es presidenta del Comité Asesor Internacional del Centro Nacional de Memoria Histórica de Colombia (2017-2018). Su producción académica ha

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sido reconocida nacional e internacionalmente, y recientemente recibió el Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales (Chile, 2017). Algunas de sus publicaciones son:  Psicoterapia y represión política (coautora, Siglo XXI, 1984), Psicología de la amenaza política y del miedo (coautora, CESOC, 1991), Las suaves cenizas del olvido. La vía chilena de reconciliación política 1814-1932 (coautora, LOM, DIBAM, 1999), El espejismo de la reconciliación política. Chile 19902002 (coautora, LOM, DIBAM, UAH, 2002), Políticas de reparación, Chile 1990-2004 (coautora, LOM, DIBAM, UAH, 2005), Historia, política y ética de la verdad en Chile 1891-2001 (coautora, LOM, UAH, 2001), Poder Judicial y conflictos políticos. Chile 1925-1958 (coautora, LOM, UAH, 2014),  Lecturas de psicología y política. Crisis política y daño psicológico. Colectivo chileno de trabajo psicosocial (editora y coautora, UAH, 2017). Ilse Logie es doctora en Filología Hispánica por la Universidad de Amberes y profesora titular en la Universidad de Gante. Sus publicaciones se centran en la narrativa rioplatense y en la traducción literaria. Últimamente ha trabajado la representación de la violencia en la literatura conosureña contemporánea. En este marco ha publicado artículos sobre literatura argentina y chilena (Roberto Bolaño, Alan Pauls, Matilde Sánchez, Félix Bruzzone, entre otros). Ha llevado a cabo los proyectos de investigación “Los imaginarios apocalípticos en la literatura hispanoamericana contemporánea” y “El canon en la narrativa contemporánea del Caribe y del Cono Sur”. Actualmente dirige el proyecto “Vidas en traducción. Las paradojas de la escritura autobiográfica multilingüe hispanoamericana 1980-2015”. Entre sus publicaciones se pueden mencionar: La omnipresencia de la mimesis en la obra de Manuel Puig (Rodopi, 2001), Imaginarios apocalípticos en la literatura hispanoamericana contemporánea (coeditora con Geneviève Fabry y Pablo Decock, Peter Lang, 2010),  Juan José Saer. La construcción de una obra (editora, Universidad de Sevilla, 2013) y El canon en la narrativa contemporánea del Caribe y del Cono Sur (coeditora con Rita De Maeseneer, Droz, 2014). 

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Loreto López G. es antropóloga de la Universidad de Chile, magíster en Estudios Latinoamericanos y candidata a doctora en Ciencias Sociales por la misma universidad. Se ha especializado en metodología cualitativa para la investigación social y en estudios sobre memorias colectivas del pasado reciente en Chile y Argentina a través del análisis de lugares de memoria. Ha formado parte de equipos de trabajo interdisciplinarios tanto en el sector público como en organismos de la sociedad civil, realizando investigaciones y proyectos de desarrollo en las líneas de actividades creativas, patrimonio, memoria y derechos humanos. Entre sus publicaciones recientes destacan: “Allende en la Moneda”, “Muralismo” y “Palacio de la Moneda en llamas”, en Diccionario de la memoria colectiva (Ricard Vinyes, ed. Gedisa, 2018), Archivo y Memoria. La experiencia del Archivo Oral de Villa Grimaldi (coautora, Corporación Parque por la Paz Villa Grimaldi, 2012) y “Derechos Humanos, patrimonio y memoria. Museos de la memoria y sitios de conciencia”, en Derechos Humanos, pedagogía de la memoria y políticas culturales (Erazo, X., Ramírez, G., Scantlebury, M., eds., LOM, 2011). Pedro Milos es doctor en Ciencias Históricas por la Universidad Católica de Lovaina (Bélgica). Actualmente es vicerrector académico de la Universidad Alberto Hurtado y miembro del cuerpo académico de su Departamento de Historia. Al inicio de su trayectoria realizó un extenso trabajo en educación popular y en la historia del movimiento obrero chileno. Desde los años 90, ha publicado trabajos sobre la relación entre historia, memoria e identidad, sobre la enseñanza de la historia y sobre temas de historia social y política del siglo xx chileno. Desde 1998, es profesor visitante en la Universidad Católica de Lovaina, donde imparte un seminario sobre Historia de América Latina. Algunas de sus publicaciones son: Historia y memoria. 2 de abril de 1957 (LOM, 2007), Frente Popular en Chile. Su configuración: 1935-1938 (LOM, 2008), Chile 1970. El país en que triunfa Salvador Allende (editor, UAH, 2013), Chile 1971. El primer año de gobierno de la Unidad Popular (editor, UAH, 2013), Chile 1972. Desde “El Arrayán” hasta el “paro de octubre” (editor, UAH, 2013), Chile 1973. Los meses previos al golpe de estado (editor, UAH, 2013).

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Tomás Pascual es licenciado en Ciencias Jurídicas y Sociales, abogado de la Universidad de Chile y máster en Derecho con mención en Derechos Humanos de London School of Economics and Political Science. Actualmente es profesor de Derecho Internacional de los Derechos Humanos y Clínica Jurídica de Migrantes en la Universidad Alberto Hurtado y encargado de la Unidad de Derechos Humanos en la Defensoría Penal Pública. Ha sido investigador en el proyecto sobre niñez y apatridia en Chile (Chilereconoce), financiado por el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), y litigante de causas sobre graves violaciones a los derechos humanos en Chile, en el Programa de Derechos Humanos del Ministerio del Interior y Seguridad Pública. Hugo Rojas es doctor en Sociología por la Universidad de Oxford. Cuenta, además, con grados académicos en Ciencias Sociales, Políticas Públicas, Derecho y Antropología. Su tesis doctoral recibió el Premio del Museo de la Memoria y los Derechos Humanos en Chile. Actualmente se desempeña como académico de la Facultad de Derecho de la Universidad Alberto Hurtado. Algunas de sus publicaciones son: Justicia constitucional y modelos de reconocimiento de los pueblos indígenas en América Latina (junto a G. Aguilar, S. Lafosse y R. Steward. Porrúa, 2012), Libertad sindical y derechos humanos. Análisis de los informes del Comité de Libertad Sindical de la OIT (1973-1990) (editor junto a E. Lira, Lom, 2009) y “Biopolitics and Homo Sacer in a Torture Center in Chile” (revista Direito GV, 2015). Constanza Vergara es profesora del Departamento de Lengua y Literatura de la Universidad Alberto Hurtado. Sus investigaciones giran en torno a la relación entre cine y literatura. Junto a Michelle Bossy realizó el proyecto “Documentales autobiográficos chilenos” (2010), financiado por el Fondo Audiovisual del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes. Ha publicado, junto a Betina Keizman, el libro Profundidad de campo. Des-encuentros cine-literatura en Latinoamérica (Metales Pesados, 2016), que compila algunos de los resultados de un proyecto de investigación Fondecyt sobre el impacto del cine en escritores de Argentina, México y Chile.

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Sobre los autores

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Víctor Vich es doctor en Literatura Hispanoamericana por la Universidad de Georgetown, profesor principal de la Pontificia Universidad Católica del Perú e investigador del Instituto de Estudios Peruanos (IEP). Entre 1994 y 1995 fue profesor en la Universidad Nacional San Cristóbal de Huamanga. Ha sido profesor invitado en varias universidades internacionales como Harvard, Berkeley y Madison. Es autor de varios libros sobre violencia política, entre los que destacan: El caníbal es el otro. Violencia y cultura en el Perú contemporáneo (IEP, 2002), Poéticas del duelo. Ensayos sobre arte, memoria y violencia política en el Perú (IEP, 2015), Contra el sueño de los justos: la literatura peruana ante la violencia política (coautor con Alexandra Hibbett y Juan Carlos Ubilluz, IEP, 2009). Con Gustavo Buntinx, dirige la serie “Partes de guerra”, que da a conocer las respuestas que el arte peruano ha venido produciendo sobre dicho periodo. Son ya cuatro los volúmenes publicados: Tarata (2009), Cantuta (2010), Anamnesia (2012) y El Frontón (2014). Lucero de Vivanco es doctora en Literatura Hispanoamericana por la Universidad de Chile. Cuenta con un Diploma en Trauma y Psicoanálisis Relacional, otorgado por la Facultad de Psicología de la Universidad Alberto Hurtado (UAH) y el Instituto Latinoamericano de Salud Mental y Derechos Humanos (ILAS). Se desempeña como profesora asociada de la UAH, donde es también directora de investigación. Es miembro fundador de la red Vyral. Sus líneas de investigación se articulan en torno a la narrativa peruana, en la que explora las relaciones entre literatura, política, violencia y sociedad en el Perú. Es autora, entre otras obras, de Historias del más acá: imaginario apocalíptico en la literatura peruana (IEP, 2013), y editora de Memorias en tinta: ensayos sobre la representación de la violencia política en Argentina, Chile y Perú (UAH, 2013). Actualmente dirige el proyecto de investigación “Post-narrativas de la violencia: representaciones y desplazamientos de la memoria y la ficción en la literatura peruana (2000-2015)”, y ha dirigido el proyecto de cooperación internacional “Truth-Telling: Violence, Memory and Human Rights in Latin America. A multidisciplinary Approach”, ambos financiados por Conicyt.

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17/04/2019 21:59:07