Para comprender el Credo de nuestra fe: a la luz del Catecismo de la Iglesia Católica y de la doctrina del papa Benedicto XVI

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Para comprender

El Credo

de nuestra Fe A la luz del Catecismo de la Iglesia Católica y de la doctrina del papa Benedicto XVI

Raúl Berzosa Martínez

Para comprender

EL CREDO DE NUESTRA FE A la luz del Catecismo de la Iglesia Católica y de la doctrina del papa Benedicto XVI

Selección de textos, resúmenes y comentarios de monseñor RAÚL BERZOSA MARTÍNEZ

Editorial Verbo Divino Avenida de Pamplona, 41 31200 Estella (Navarra), España Tfno: 948 55 65 11 Fax: 948 55 45 06 www.verbodivino.es [email protected] Diseño de cubierta: Francesc Sala. Fotocomposición: Megagrafic, Pamplona (Navarra). Cecilio Raúl Berzosa Martínez © Editorial Verbo Divino, 2011 © De la presente edición: Verbo Divino, 2012 ISBN pdf: 978-84-9945-428-3 ISBN versión impresa: 978-84-9945-144-2

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo la excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita imprimir o utilizar algún fragmento de esta obra.

Prólogo ste libro trata de hacer más comprensible el Credo de nuestra Fe. Desea ofrecer claves seguras y genuinamente cristianas para evangelizar desde la memoria para la esperanza. La brújula segura que nos orientará es el Catecismo de la Tradición Católica y la doctrina del papa Benedicto XVI.

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Sitúo esta obra en una triple perspectiva: primera, la del obispo-pastor, y no simple intelectual o estudioso; segunda, la de un obispo-pastor que está insertado en una diócesis; y, tercera, la de un obispo-pastor que tuvo la gran fortuna de conocer, desde muy temprana edad, el Magisterio del Vaticano II y de los grandes papas del siglo XX e inicios del XXI Juan XXIII, Pablo VI, Juan Pablo I, Juan Pablo II y, ya en nuestros días, Benedicto XVI. Permítaseme, al comienzo, una citas de un libro escrito a finales de la década de los cincuenta del siglo pasado. Su autor, Henri de Lubac: En el patio del recreo, al salir de la capilla, reíase un muchacho del sermón que había tenido que escuchar. Sermón bien ordinario, como tantos otros. Queriendo decir algo sobre Dios, el predicador había presentado a su joven auditorio todo un conjunto de fórmulas abstractas y devotas, que habían producido sobre el espíritu de los que no estuvieran dormidos el efecto más ridículo. El inspector, que era un hombre de Dios, acercase al risueño jovencito y, en lugar de darle una reprimenda, le dijo suavemente: “¿Has pensado alguna vez que no hay cosa más difícil que hablar de esa materia?”. El muchacho no era tonto, reflexionó. Y este incidente le

hizo entrar por primera vez en la conciencia del misterio; del doble misterio del hombre y de Dios 1.

Por otro lado, en plena madurez, aquel mismo niño ya con vocación de teólogo probada, declaraba: «Dios es simplemente el Señor... Él es también el maestro de Sí mismo... Dios es absolutamente libre... Pero Él ama verdadera y realmente... Nada limita la independencia soberana del Dios que se da» 2. La experiencia de nuestro teólogo se puede traducir hoy, en forma de interrogantes, de la siguiente manera: 1 ¿Cómo puede hablarse de Dios, con credibilidad y comprensibilidad, al hombre y mujer de nuestros días?... 2 ¿Cómo se puede hablar de Dios después de Hiroshima, de Auschwitz, de los macroatentados del 11-9-2001 y del 11-3-2004, o de la guerra en la franja de Gaza y otras muchas más?... 3 ¿Cómo se puede hablar de Dios cuando la ciencia (y la sociedad), aparentemente, ya no necesitan la hipótesis «Dios» ni como base de su legiti-

1 H. de Lubac, Por los caminos de Dios, Carlos Lohlé, Buenos Aires 1962, 11. 2 H. de Lubac, Surnaturel, conclusión, in fine, 494. Para una visión completa de la teología de H. de Lubac, cf. R. Berzosa, «Es posible hablar de Dios», Estudios Trinitarios, XLIV/1 (2010) 3-56.

PRÓLOGO

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mación o de su convivencia, en un caso, ni siquiera como planteamiento científico, en otro?... 4 Finalmente, ¿cómo puede hablarse de Dios cuando parece haber sido relegado en la despensa del disco duro del ordenador (cibernética), parece haberse mutado en la diosa Gaya (ecologismo), es sospechoso como fuente de todas las violencias y conflictos (fundamentalismo religioso y científico) o sencillamente equivale al simple desarrollo de nuestro potencial humano (New Age)?... Como en casi todas las realidades, las opiniones parecen irreconciliables: para unos, Dios ha muerto definitivamente en nuestra cultura: ¿para qué le necesitamos? o, en el mejor de los casos, ¿dónde encontrarle? (L. Wittgenstein) 3. Para otros, Dios no solo ha desaparecido sino, que sigue siendo un peligro: sería el causante del regreso de teocracias trasnochadas (G. Kepell) 4. Curiosamente, en nuestra época, la negación de Dios se muestra apasionada 5: así, negar a Dios para amar al hombre (L. Feuerbach); negar a Dios para amar la justicia (K. Marx); negar a Dios para amar la vida (F. Nietzsche); negar a Dios para amar al hombre en su fragilidad (S. Freud); negar a Dios para amar el progreso (A. Comte); negar a Dios para amar la ciencia (R. Carnap y M. Foucault); negar a Dios para amar la libertad (J. P. Sastre). E, incluso, pudiéramos añadir: negar a Dios para amar la felicidad hedonista (M. Onfray); negar a Dios para amar la prehistoria (E. Carbonell); o negar a Dios para amar la naturaleza (ecologismo cerrado). Ya Ortega y Gasset, en su obra El espectador 6, venía a decir más o menos lo que sigue: en la órbi-

3 Cf. M. A. Quintanilla, Diccionario de filosofía contemporánea, Sígueme, Salamanca 1985, 479-482. 4 G. Kepell, La revancha de Dios, Alianza Editorial, Madrid 2005. 5 Cf. E. Bueno, 100 fichas sobre Dios, Monte Carmelo, Burgos 2007, 29-50. 6 Cf. J. L. Abellan, Ortega y Gasset en la filosofía española, Editorial Tecnos, Madrid 1966.

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PARA COMPRENDER EL CREDO DE NUESTRA FE

ta de la tierra hay parhelio y perihelio, es decir, un tipo de máxima aproximación al sol y un tiempo de máximo alejamiento. Un espectador astral que viese la tierra en el momento en que huye el sol pensaría que el planeta no habría de volver nunca junto a él, sino que cada vez se alejaría más. Pero si es capaz de esperar, verá que la tierra, en suave inflexión, volverá otra vez al sol como el boomerang a la mano que lo lanzó. Algo parecido acontece en la órbita de la historia con relación a Dios. Hay épocas de odium dei, de huida de lo divino, en que Dios llega casi a desaparecer del horizonte; y otras, como la presente, en que Dios, por muchos y diversos factores, siempre parece retornar con fuerza 7. O, para ser más precisos, se está produciendo una verdadera transformación de lo sagrado, porque una sociedad secularizada no es necesariamente una sociedad arreligiosa, sino una sociedad donde las religiones tradicionales no detectan ya el monopolio. En este sentido, no es la pura indiferencia lo que caracteriza nuestra sociedad, sino el que las creencias escapan al control de las iglesias y religiones tradicionales (Hervièr-Léger). No está en crisis lo sagrado, sino la «religión de iglesias». E, incluso, cuando se habla de apostasías no lo son tanto de Dios, sino de la desafección de lo eclesial. Si bien es cierto que la experiencia religiosa se nutre de la experiencia personal (G. Anleo) y que lo religioso no se caracteriza por la síntesis, sino por la yuxtaposición de doctrinas y ritos (F. Champion). Del fiel practicante hemos pasado al peregrino o coleccionador de experiencias y de religiosidad «a la carta» (Hervièr-Léger). En cualquier caso, lo religioso se transmite por contacto personal y por contagio comunitario (P. Belderrain) 8.

7 Cf. R. Berzosa, Transmitir la Fe en un nuevo siglo, DDB, Bilbao 2006, 33-39, donde nos hacemos eco, entre otros, del interesante artículo de L. Oviedo Torro, «Un sigiloso retorno a lo sagrado», Razón y Fe 1280 (Junio 2005) 497-512. 8 Cf. R. Berzosa, Transmitir la Fe en un nuevo siglo, DDB, Bilbao 2006, 23-75.

Por otro lado, se está escribiendo sin complejos que el siglo XXI es el siglo de lo religioso, del retorno de la religión (W. Weimer) 9. La religión experimenta en casi todo el planeta un renacimiento, aunque en Europa es un proceso más lento. Europa es como una isla agnóstica en medio de un mar de movimientos neocreyentes. Se apostilla, con cierta crueldad, que el siglo XX fue uno de los más ateos de la historia y, por eso mismo, de mayor catástrofe humanitaria.

De igual manera, el obispo Alfonso Carrasco 11 ha escrito que «... los doce artículos del Credo no quieren proporcionar un sistema de ideas filosóficas o religiosas, que formarían parte simplemente de las muchas reflexiones de los hombres sobre el mundo y el misterio divino, sino que intentan mostrar la inteligencia profunda y amorosa con que los hechos de la historia de la salvación iluminan la vida humana».

Dejemos divagaciones e introducciones y nos centramos ya en nuestra obra. Agradezco a la editorial Verbo Divino haberme concedido la oportunidad de poder publicar estas páginas, especialmente dirigidas a catequistas, animadores de la Fe o simplemente a quienes buscan las verdades más elementales de nuestro Credo.

En la presente edición, cada uno de los artículos de Fe se ha dividido en las siguientes partes:

Una pregunta lacerante: ¿Puede estar de actualidad el Credo? Respondo con unas palabras de O. González de Cardenal: Cada generación histórica, cada generación eclesial, ha de poder recibir el Credo sintiendo pasar toda su vida y todos su problemas a las fórmulas. De lo contrario, no son una confessio fidei (confesión de Fe)... El Credo de la comunidad cristiana, para seguir siendo la expresión viva de una Fe viviente, no basta con ser repetido verbalmente. Necesita una permanente interpretación... que ilumine en forma inteligible su contenido a los creyentes de un momento histórico determinado. Una simple repetición verbal, aparentemente la más fiel, puede ser en el fondo una traición al contenido... Hacer un comentario al Credo o escribir un catecismo es la prueba suprema para un teólogo. Lo difícil es hablar de las realidades más elementales y primarias en la forma más elemental y primaria... la summa de cualquier teólogo está en definitiva llamada a ser humilde, esclarecedor y crítico comentario al símbolo de la única Iglesia. Ella es destinataria de la obra realizada y juez de su valor 10.

9 W. Weimer, Creer. El retorno de la religión, Sal Terrae, Santander 2006. 10 O. González de Cardenal, nota preliminar a J. Ratzinger, Introducción al cristianismo, Sígueme, Salamanca 2001, 13-15

1 El enunciado del Credo de los Apóstoles y del niceno-constantinopolitano. Teniendo también en cuenta, en el trasfondo, el enunciado actualizado del papa Pablo VI en su «Credo del Pueblo de Dios». 2 Una explicación y profundización de cada uno de los artículos de Fe del Credo, teniendo en cuenta lo que afirma el nuevo Catecismo de la Iglesia Católica y el Compendio del Catecismo, y añadiendo los comentarios del papa Benedicto XVI, antes cardenal J. Ratzinger, de forma privilegiada. Es la mejor manera para entender todo lo anterior, realizar una síntesis lo más completa posible, y no perdernos en el intento. Confieso que estaba en cierta manera en deuda con el papa Benedicto XVI a quien había tenido que leer en mis años de docencia en la Facultad de Teología del norte de España, en las sedes de Burgos y Vitoria, 12 y de quien me atreví a realizar una brevísima y muy incompleta semblanza 13. Pero no había tenido ocasión, como la presente, de realizar una lectura mucho más profunda e

11 Cf. J. Ratzinger, H. U. von Balthasar et ál., Yo creo, Encuentro, Madrid 2010, 8. 12 Cf. J. Ratzinger, Teoría de los principios teológicos. Materiales para una teología fundamental, Herder, Barcelona 1985. 13 Cf. La voz «Ratzinger, J.», en J. Bosch, Diccionario de teólogos/as contemporáneos, Monte Carmelo, Burgos 2004, 801-802.

PRÓLOGO

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integral de su obra. Vaya por delante mi admiración y agradecimiento sinceros.

hombres y mujeres de hoy. En estas claves se ofrece el presente escrito.

3 Finalmente, en cada apartado o sección se distribuye una serie de textos complementarios, en recuadro, para leer o para orar, tomados de la liturgia de la Iglesia (Misal Romano) y del Catecismo Esta es nuestra Fe. Esta es la Fe de la Iglesia, editado por la Conferencia Episcopal Española. La liturgia supone entrar en el misterio que se nos da y no puede ser inventado o manipulado, porque incluye lo mejor de la tradición, porque es patrimonio de la comunidad que la recibe y se recibe a sí misma y porque es la manera que tiene la Iglesia para que la humanidad se encuentre realmente con Dios. Si la liturgia entra en crisis, entra en crisis la Iglesia misma; si la liturgia es menospreciada, se menosprecia el mismo cristianismo 14.

Unas frases del papa Benedicto XVI, pronunciadas al inicio de su pontificado, cierran este prólogo: «Mi verdadero programa de gobierno no es hacer mi voluntad ni seguir mis propias ideas, sino ponerme con toda la Iglesia a la escucha de la Palabra y de la voluntad del Señor y dejarme conducir por Él, de tal modo que sea Él mismo quien conduzca la Iglesia en esta hora de nuestra Iglesia» 15. Lo expresado por el papa Benedicto XVI sirve para toda la Iglesia: estamos subordinados a Cristo y a su Palabra. Por eso no debemos proclamar nuestras propias ideas ni adaptar el Credo o «aguarlo» (convertir el vino del Espíritu en agua). La responsabilidad es asegurar que la Palabra de Dios siga estando presente en toda su grandeza y siga resonando en toda su pureza 16. W. Sandfuchs 17 lo ha expresado con toda claridad: «Resulta indispensable destacar el elemento permanente del patrimonio de la fe, cuya validez está por encima de todas las evoluciones necesarias, y subrayar nuevamente su significado para el individuo y para la comunidad». Este sería también el objetivo de la presente publicación. Pido al Espíritu Santo que me ilumine y ayude en esta hermosa y ardua tarea, siempre al servicio del lector.

Si se me pide expresar cuál puede ser mi aportación más original en esta obra, no tengo reparo en afirmar que ninguna. Porque, en el presente escrito, originalidad y fidelidad han tenido que caminar de la mano necesariamente. He tratado, sencillamente, de hacer realidad lo expresado por el Concilio Vaticano II cuando se nos pedía tres cosas: volver a las fuentes más genuinas y claras de la revelación; diálogo sincero con la cultura de hoy; y pastoralidad o dar respuesta a los problemas de los

14 Cf. J. J. Flores; «J. Ratzinger y la liturgia», en AA. VV., El Espíritu de J. Ratzinger, Benedicto XVI, «Communio» 7 (invierno de 2007) 139-159; Benedicto XVI, El espíritu de la liturgia, Cristiandad, Madrid 2007.

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PARA COMPRENDER EL CREDO DE NUESTRA FE

Cecilio Raúl Berzosa Martínez, obispo titular de Arcávica y auxiliar de Oviedo Oviedo-Palenzuela, invierno-primavera-verano de 2010

15 Insegnamenti I (2005) 20-26. Recogido en A. M. Navarro Lecanda, Tiempo para Dios. La teología del año litúrgico de Benedicto XVI (2005-2008), Editorial Eset, Vitoria 2009, 8. 16 G. Weigel, La elección de Dios. Benedicto XVI y el futuro de la Iglesia, Criteria, Madrid 2006, 301. 17 Cf. J. Ratzinger, H. U. von Balthasar et ál., Yo creo, Encuentro, Madrid 2010, 13.

CAPÍTULO 1

La Fe es «eclesial»18 leva razón J. L. Restán cuando afirma que el papa Benedicto XVI tiene un único e importante programa: comunicar la Fe; y que esta es la clave de su misión 19.

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Lo que denominamos Credo o símbolo de nuestra Fe se elaboró entre los siglos II-III, muy unido al sacramento del Bautismo. El Credo tiene como fundamento las palabras del mismo Jesucristo: «Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28,19). Al bautizado, desde los inicios de la iglesia en Roma, se le hacen tres preguntas: «¿Crees en Dios Padre Todopoderoso? ¿Crees en Jesucristo, Hijo de Dios? ¿Crees en el Espíritu Santo?». En el s. II, se amplía la parte que corresponde a la Fe en Jesucristo. Y, en el s. IV, el Credo, ya más completo en su formulación, no tiene la forma de pregunta-respuesta, sino de proclamación de verdades. Pero las formulaciones del Credo no tuvieron una aceptación unánime. Lo que en la Iglesia romana venía siendo tradicional, no lo era para las iglesias orientales. Todavía en el s. XV, en Oriente, no existía un símbolo de Fe unitario para todas las

18 Cf. Prólogo a J. Ratzinger, Introducción al cristianismo, Sígueme, Salamanca 2001, 73-86. 19 M. Bardazzi, De J. Ratzinger a Benedicto XVI, Encuentro, Madrid 2006, 115-129.

La lengua original del Credo fue el griego y, más tarde, se tradujo al latín. Hacia el siglo V nace la tradición de que cada uno de los doce artículos de Fe procedía de cada uno de los Apóstoles. Así lo expuso, por ejemplo, san Ambrosio 20.

iglesias locales porque no existía, como en Occidente, una iglesia, como la romana, con posición privilegiada en relación al resto. Existían en Oriente diversos Credos. Como nota curiosa, en Occidente, el Credo se formula de forma «cristológica» y en clave de historia de salvación, es decir, Dios se hizo hombre por nosotros y vino a salvarnos. En Oriente, los Credos más primitivos, recogen formulas más «cósmicas y salvíficas», donde se une el misterio de Cristo y todo el misterio de la creación. La exposición del Credo de los Apóstoles aparece por primera vez documentado en una carta enviada por el sínodo de Milán (390) al papa Siricio 21. El texto actual aparece por primera vez completo en la obra Scarapsus del autor Pirminio, de origen posiblemente español, y escrito entre el 710 y el 724 22. Fue aceptado por Roma entre los siglos IX-XI se inte-

San Ambrosio, Explanatio Symboli, 8: CSEL 73, 3-12. Cf. PL 16, 1174. 22 Cf. DS 28; PL 89, 1034 y ss. 20 21

LA FE ES «ECLESIAL»

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gró en el Catecismo de Trento y en el Breviario Romano. Fue altamente apreciado por las iglesias de la Reforma protestante 23. El símbolo más ampliado es el denominado niceno-constantinopolitano, fruto del I Concilio de Nicea (325) y del I de Constantinopla (381), aunque es cierto que la adhesión de Occidente no se logró hasta 70 años después, en el Concilio de Calcedonia. Como venimos repitiendo, la fijación y aceptación de este Credo fue una historia muy compleja. Benedicto XVI se atreve a indicar una lección que nunca debe olvidarse, al hilo de la complejidad de la historia del Credo: siempre estará la superioridad de la Iglesia sobre el Estado, y la unidad de la Iglesia universal es imposible sin la unidad con el obispo de Roma. La Iglesia no crece a base solo de compromisos y adaptaciones o de simples teorías. La historia de la fijación del Credo nos enseña que, aunque fluyan múltiples factores humanos para conseguir una unidad, se pone de relieve que no son los hombres quienes forjan la unidad de la Fe, sino que esta es fruto del Espíritu Santo 24. Parafraseando también una frase de Benedicto XVI, en otro contexto, podemos afirmar que «la teología necesita un nuevo comienzo en el pensar, que no es producto de nuestra reflexión, sino del encuentro con una Palabra que siempre nos precede. Es lo que llamamos “conversión”. Ya que no hay teología sin Fe no habrá tampoco teología sin conversión» 25. Y me atrevo a añadir, y no habrá estudio de nuestro Credo sin Fe, sin teología y sin conversión. En cualquier caso, el Credo, el creer, implica una triple dimensión para el bautizado, o un cam-

23 Cf. Santiago del Cura Elena, «Símbolos de Fe», en Diccionario Teológico del Dios Cristiano, Secretariado Trinitario, Salamanca 1992, 1292-1307. 24 J. Ratzinger, Teoría de los principios teológicos. Materiales para una teología fundamental, Herder, Barcelona 1985, 131-143. 25 Recogido en P. Blanco, J. Ratzinger, vida y teología, Rialp, Madrid 2006, 85.

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bio a una vida nueva, en tres dimensiones: conversión al Dios cristiano; viraje existencial y vida en el Espíritu; y cambio en su ser mismo, ya que se convierte en hijo en el Hijo. Y, siempre, el creer comporta una dimensión eclesial y comunitaria. Desde el Bautismo se muestra que el creer nos viene mediante el diálogo, por la escucha. La Fe no es el resultado de una elucubración personal o individual. Se nos pregunta, primero: «¿Crees?». Y, acto seguido, viene la respuesta: «Creo». La Fe viene desde la audición que la comunidad eclesial te hace y no tanto de la reflexión, que es un segundo momento. Por eso el cristianismo no es ideología, literatura o filosofía. En la filosofía, el pensamiento precede a la idea y al concepto. En la Fe, lo esencial y que penetrará a la persona «viene de fuera, de la escucha, de la aceptación de lo dado» 26. Igualmente, la Fe está ordenada a la comunidad y desemboca en una vida comunitaria. En la filosofía, lo que prima es la búsqueda de la verdad, y después se comparte. En la Fe hay una llamada, desde el principio, a la comunión eclesial, y, en ese clima, cada cristiano encuentra su personalidad profunda 27. Hay que destacar que al Credo se le denomina también «símbolo», porque los diversos artículos o enunciados forman un todo 28. Esto mismo, aplicado a la Fe cristiana, encierra una verdad muy profunda: cada cristiano que profesa su Fe solo se puede realizar completamente en su creer cuando hace posible la unión con los demás. Repetimos que la comunidad eclesial, y en ella la comunión, es parte esencial de la Fe de cada cristiano. El cristianismo no es un sistema de ideas, sino un «camino». El «nosotros» de los cristianos no es algo secundario o superpuesto. Somos los convocados o

Cf. ibíd., 79-81. Cf. ibíd., 81-82. 28 Cf. ibíd., 85-86. 26 27

Symbollum viene de symballein que, en griego, significa ‘fusionar’, y hace alusión a las dos partes de una sortija, de un anillo o de una pieza que se podían ensamblar entre sí y que eran los signos por los que se reconocían a los huéspedes, a los mensajeros o a las partes que hacían un contrato. Poseer una parte del símbolo daba derecho a un bien o a la hospitalidad.

llamados (ecclesia) en camino hacia la nueva Jerusalén. Una comunidad-comunión en camino que escucha y anuncia la palabra, que celebra los misterios de la Fe y que traduce el amor de Dios en concreción de atención a los más necesitados. Estas son las dimensiones del Credo y de la Iglesia: vivencia de comunión, anuncio, celebración y compromiso. Y es lo que produce la Fe cristiana: liberación de nuestra limitación para encontrar al Liberador, al Dios vivo, y liberación del egocentrismo para encontrarse con los demás. Finalmente, para valorar la actualidad o no del Credo para el hombre y la mujer de hoy, me hago eco de las mismas palabras del entonces cardenal J. Ratzinger cuando, al presentar el Catecismo de la Iglesia, afirmó que después de la caída de las ideologías, el problema del hombre y el problema moral se plantean de un modo totalmente nuevo: ¿Qué debemos hacer? ¿Qué hay que hacer para que la vida sea como tiene que ser? ¿Quién puede darnos un futuro digno de vivirse? Dado que el Catecismo (y, añadimos, el Credo) responden a estas preguntas, se puede decir que están de plena actualidad. El Credo nos hablaría entonces, inseparablemente, de Dios y del hombre. El Credo respondería a quiénes son Dios y el hombre, en verdad, y cuál es la felicidad plena, ya que todos anhelamos la felicidad. Y la respuesta es clara: la felicidad es el amor que nos otorga un Dios Amor. El Catecismo, nos recordará, en su primera parte, recoge el símbolo apostólico de la Fe que, desde tiempos anti-

guos, era la catequesis bautismal. Y nos recuerda que nuestra Fe no es una teoría, sino un evento, un encuentro con el Dios vivo que es nuestro Padre, que en su Hijo Jesucristo asumió la naturaleza humana, que en el Espíritu Santo nos une, y en todo esto permanece único, un único Dios. Gracias al vínculo que une la enseñanza de la Fe con la confesión bautismal, resulta claro también que la catequesis no es una simple comunicación de una teoría religiosa, sino que quiere poner en movimiento un proceso vital: el ingreso en el Bautismo, en la comunión con Dios y con los demás 29. En este mismo sentido, el cardenal J. Ratzinger, se llegó a preguntar, diez años después de la promulgación del nuevo Catecismo de la Iglesia Católica, si este estaba a la altura de la época en la que vivimos 30. La pregunta valdría también para el tema del Credo. Con la lucidez que le caracteriza, el entonces cardenal denunció que algunos teólogos y especialistas de catequesis se oponían a la publicación de un catecismo, ya que la certeza de Fe aparecía como lo opuesto a la libertad y a la naturalidad de la reflexión. Pero, subraya J. Ratzinger, la Fe no es primariamente materia para experimentos intelectuales, sino el sólido fundamento sobre el cual basamos la vida y la muerte. Las certezas de Fe abren siempre nuevos horizontes, mientras que el movimiento circular de la reflexión experimental aburre. Concluía que la totalidad de la Fe católica, en una visión orgánica de la misma, es hermosa como totalidad porque centellea el esplendor de la verdad. Enunciamos brevemente los Credos o símbolos de nuestra Fe y añadimos la versión de Pablo VI denominada «Credo del Pueblo de Dios».

29 Recogido en J. Villagrasa, J. Ratzinger en Ecclesia, Ateneo Pontificio Regina Apostolorum, Roma 2006, 173-177. 30 J. Ratzinger, Caminos de Jesucristo, Cristiandad, Madrid 2 2005, 140-160.

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CREDO DE LOS APÓSTOLES Creo en Dios, Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra. Creo en Jesucristo, su único Hijo, Nuestro Señor, que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, nació de Santa María Virgen, padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado, descendió a los infiernos, al tercer día resucitó de entre los muertos, subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios, Padre Todopoderoso. Desde allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos. Creo en el Espíritu Santo, la santa Iglesia católica, la comunión de los santos, el perdón de los pecados, la resurrección de la carne y la vida eterna. Amén.

CREDO NICENO-CONSTANTINOPOLITANO Creo en un solo Dios, Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible. Creo en un solo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos: Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre, por quien todo fue hecho; que por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre; y por nuestra causa fue crucificado en tiempos de Poncio Pilato; padeció y fue sepultado, y resucitó al tercer día, según las Escrituras, y subió al cielo, y está sentado a la derecha del Padre; y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su reino no tendrá fin. Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria, y que habló por los profetas. Creo en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica. Confieso que hay un solo Bautismo para el perdón de los pecados. Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro. Amén.

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PARA COMPRENDER EL CREDO DE NUESTRA FE

CREDO DEL PUEBLO DE DIOS (Pablo VI) Creemos en un solo Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, Creador de las cosas visibles –como es este mundo en que pasamos nuestra breve vida– y de las cosas invisibles –como son los espíritus puros, que llamamos también ángeles– y también Creador, en cada hombre, del alma espiritual e inmortal. Creemos que este Dios único es tan absolutamente uno en su santísima esencia como en todas sus demás perfecciones: en su omnipotencia, en su ciencia infinita, en su providencia, en su voluntad y caridad. Él es el que es, como él mismo reveló a Moisés (cf. Ex 3,14), él es Amor, como nos enseñó el apóstol Juan (cf. 1 Jn 4,8), de tal manera que estos dos nombres, Ser y Amor, expresan inefablemente la misma divina esencia de aquel que quiso manifestarse a sí mismo a nosotros y que, habitando la luz inaccesible (cf. 1 Tim 6,16), está en sí mismo sobre todo nombre y sobre todas las cosas e inteligencias creadas. Solo Dios puede otorgarnos un conocimiento recto y pleno de sí mismo, revelándose a sí mismo como Padre, Hijo y Espíritu Santo, de cuya vida eterna estamos llamados por la gracia a participar, aquí, en la tierra, en la oscuridad de la Fe, y después de la muerte, en la luz sempiterna. Los vínculos mutuos que constituyen a las tres personas desde toda la eternidad, cada una de las cuales es el único y mismo Ser divino, son la vida íntima y dichosa del Dios santísimo, la cual supera infinitamente todo aquello que nosotros podemos entender de modo humano. Sin embargo, damos gracias a la divina bondad de que tantísimos creyentes puedan testificar con nosotros ante los hombres la unidad de Dios, aunque no conozcan el misterio de la santísima Trinidad. Creemos, pues, en Dios, que en toda la eternidad engendra al Hijo; creemos en el Hijo, Verbo de Dios, que es engendrado desde la eternidad; creemos en el Espíritu Santo, persona increada, que procede del Padre y del Hijo como amor sempiterno de ellos. Así, en las tres personas divinas, que son eternas entre sí e iguales entre sí, la vida y la felicidad de Dios enteramente uno abundan sobremanera y se consuman con excelencia suma y gloria propia de la esencia increada; y siempre hay que venerar la unidad en la trinidad y la trinidad en la unidad. Creemos en nuestro Señor Jesucristo, el Hijo de Dios. Él es el Verbo eterno, nacido del Padre antes de todos los siglos y consustancial al Padre, u homoousios to Patri, por quien han sido hechas todas las cosas. Y se encarnó por obra del Espíritu Santo, de María la Virgen, y se hizo hombre: igual, por tanto, al Padre según la divinidad, menor que el Padre según la LA FE ES «ECLESIAL»

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humanidad, completamente uno, no por confusión (que no puede hacerse) de la sustancia, sino por unidad de la persona. Él mismo habitó entre nosotros lleno de gracia y de verdad. Anunció y fundó el reino de Dios, manifestándonos en sí mismo al Padre. Nos dio su mandamiento nuevo de que nos amáramos los unos a los otros como él nos amó. Nos enseñó el camino de las bienaventuranzas evangélicas, a saber: ser pobres en espíritu y mansos, tolerar los dolores con paciencia, tener sed de justicia, ser misericordiosos, limpios de corazón, pacíficos, padecer persecución por la justicia. Padeció bajo Poncio Pilato; Cordero de Dios, que lleva los pecados del mundo, murió por nosotros clavado a la cruz, trayéndonos la salvación con la sangre de la redención. Fue sepultado, y resucitó por su propio poder al tercer día, elevándonos por su Resurrección a la participación de la vida divina, que es la gracia. Subió al cielo, de donde ha de venir de nuevo, entonces con gloria, para juzgar a los vivos y a los muertos, a cada uno según los propios méritos: los que hayan respondido al amor y a la piedad de Dios irán a la vida eterna, pero los que los hayan rechazado hasta el final serán destinados al fuego que nunca cesará. Y su reino no tendrá fin. Creemos en el Espíritu Santo, Señor y vivificador que, con el Padre y el Hijo, es juntamente adorado y glorificado. Que habló por los profetas; nos fue enviado por Cristo después de su Resurrección y Ascensión al Padre; ilumina, vivifica, protege y rige la Iglesia, cuyos miembros purifica con tal que no desechen la gracia. Su acción, que penetra lo íntimo del alma, hace apto al hombre de responder a aquel precepto de Cristo: Sed perfectos como también es perfecto vuestro Padre celeste (cf. Mt 5,48). Creemos que la Bienaventurada María, que permaneció siempre Virgen, fue la Madre del Verbo encarnado, Dios y Salvador nuestro, Jesucristo y que ella, por su singular elección, en atención a los méritos de su Hijo redimida de modo más sublime, fue preservada inmune de toda mancha de culpa original y que supera ampliamente en don de gracia eximia a todas las demás criaturas. Ligada por un vínculo estrecho e indisoluble al misterio de la Encarnación y de la Redención, la Beatísima Virgen María, Inmaculada, terminado el curso de la vida terrestre, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celeste, y hecha semejante a su Hijo, que resucitó de los muertos, recibió anticipadamente la suerte de todos los justos; creemos que la santísima Madre de Dios, nueva Eva, Madre de la Iglesia, continúa en el cielo ejercitando su oficio materno con respecto a los miembros de Cristo, por el que contribuye para engendrar y aumentar la vida divina en cada una de las almas de los hombres redimidos. 14

PARA COMPRENDER EL CREDO DE NUESTRA FE

Creemos que todos pecaron en Adán; lo que significa que la culpa original cometida por él hizo que la naturaleza, común a todos los hombres, cayera en un estado tal en el que padeciese las consecuencias de aquella culpa. Este estado ya no es aquel en el que la naturaleza humana se encontraba al principio en nuestros primeros padres, ya que estaban constituidos en santidad y justicia, y en el que el hombre estaba exento del mal y de la muerte. Así, pues, esta naturaleza humana, caída de esta manera, destituida del don de la gracia del que antes estaba adornada, herida en sus mismas fuerzas naturales y sometida al imperio de la muerte, es dada a todos los hombres; por tanto, en este sentido, todo hombre nace en pecado. Mantenemos, pues, siguiendo el concilio de Trento, que el pecado original se transmite, juntamente con la naturaleza humana, por propagación, no por imitación, y que se halla como propio en cada uno. Creemos que nuestro Señor Jesucristo nos redimió, por el sacrificio de la cruz, del pecado original y de todos los pecados personales cometidos por cada uno de nosotros, de modo que se mantenga verdadera la afirmación del Apóstol: Donde abundó el pecado sobreabundó la gracia (cf. Rom 5,20). Confesamos creyendo un solo Bautismo instituido por nuestro Señor Jesucristo para el perdón de los pecados. Que el Bautismo hay que conferirlo también a los niños, que todavía no han podido cometer por sí mismos ningún pecado, de modo que, privados de la gracia sobrenatural en el nacimiento nazcan de nuevo, del agua y del Espíritu Santo, a la vida divina en Cristo Jesús. Creemos en la Iglesia una, santa, católica y apostólica, edificada por Jesucristo sobre la piedra, que es Pedro. Ella es el Cuerpo místico de Cristo, sociedad visible, equipada de órganos jerárquicos, y, a la vez, comunidad espiritual; Iglesia terrestre, Pueblo de Dios peregrinante aquí en la tierra e Iglesia enriquecida por bienes celestes, germen y comienzo del reino de Dios, por el que la obra y los sufrimientos de la redención se continúan a través de la historia humana, y que con todas las fuerzas anhela la consumación perfecta, que ha de ser conseguida después del fin de los tiempos en la gloria celeste. Durante el transcurso de los tiempos el Señor Jesús forma a su Iglesia por medio de los sacramentos, que manan de su plenitud. Porque la Iglesia hace por ellos que sus miembros participen del misterio de la muerte y la Resurrección de Jesucristo, por la gracia del Espíritu Santo, que la vivifica y la mueve. Es, pues, santa, aunque abarque en su seno pecadores, porque ella no goza de otra vida que de la vida de la gracia; sus miembros, ciertamente, si se alimentan de esta vida, se santifican; si se apartan de ella, contraen pecados y manchas del alma que impiden que la santidad de ella se difunda radiante. Por lo que se aflige y hace peniLA FE ES «ECLESIAL»

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tencia por aquellos pecados, teniendo poder de librar de ellos a sus hijos por la sangre de Cristo y el don del Espíritu Santo. Heredera de las divinas promesas e hija de Abrahán según el Espíritu, por medio de aquel Israel, cuyos libros sagrados conserva con amor y cuyos patriarcas y profetas venera con piedad; edificada sobre el fundamento de los apóstoles, cuya palabra siempre viva y cuyos propios poderes de pastores transmite fielmente a través de los siglos en el Sucesor de Pedro y en los obispos que guardan comunión con él; gozando finalmente de la perpetua asistencia del Espíritu Santo, compete a la Iglesia la misión de conservar, enseñar, explicar y difundir aquella verdad que, bosquejada hasta cierto punto por los profetas, Dios reveló a los hombres plenamente por el Señor Jesús. Nosotros creemos todas aquellas cosas que se contienen en la palabra de Dios escrita o transmitida y son propuestas por la Iglesia, o con juicio solemne, o con magisterio ordinario y universal, para ser creídas como divinamente reveladas. Nosotros creemos en aquella infalibilidad de que goza el Sucesor de Pedro cuando habla ex cathedra y que reside también en el cuerpo de los obispos cuando ejerce con el mismo el supremo magisterio. Nosotros creemos que la Iglesia, que Cristo fundó y por la que rogó, es sin cesar una por la Fe, y el culto, y el vínculo de la comunión jerárquica. La abundantísima variedad de ritos litúrgicos en el seno de esta Iglesia o la diferencia legítima de patrimonio teológico y espiritual y de disciplina peculiares no solo no dañan a la unidad de la misma, sino que más bien la manifiestan. Nosotros también, reconociendo por una parte que fuera de la estructura de la Iglesia de Cristo se encuentran muchos elementos de santificación y verdad, que como dones propios de la misma Iglesia empujan a la unidad católica, y creyendo, por otra parte, en la acción del Espíritu Santo, que suscita en todos los discípulos de Cristo el deseo de esta unidad, esperamos que los cristianos que no gozan todavía de la plena comunión de la única Iglesia se unan finalmente en un solo rebaño con un solo Pastor. Nosotros creemos que la Iglesia es necesaria para la salvación. Porque solo Cristo es el Mediador y el camino de la salvación que, en su Cuerpo, que es la Iglesia, se nos hace presente. Pero el propósito divino de salvación abarca a todos los hombres: y aquellos que, ignorando sin culpa el Evangelio de Cristo y su Iglesia, buscan, sin embargo, a Dios con corazón sincero y se esfuerzan, bajo el influjo de la gracia, por cumplir con obras su voluntad, conocida por el dictamen de la conciencia, ellos también, en un número ciertamente que solo Dios conoce, pueden conseguir la salvación eterna. Nosotros creemos que la misa que es celebrada por el sacerdote representando la persona de Cristo, en virtud de la potestad recibida por el sa16

PARA COMPRENDER EL CREDO DE NUESTRA FE

cramento del orden, y que es ofrecida por él en nombre de Cristo y de los miembros de su Cuerpo místico, es realmente el sacrificio del Calvario, que se hace sacramentalmente presente en nuestros altares. Nosotros creemos que, como el pan y el vino consagrados por el Señor en la última Cena se convirtieron en su cuerpo y su sangre, que en seguida iban a ser ofrecidos por nosotros en la cruz, así también el pan y el vino consagrados por el sacerdote se convierten en el cuerpo y la sangre de Cristo, sentado gloriosamente en los cielos; y creemos que la presencia misteriosa del Señor bajo la apariencia de aquellas cosas, que continúan apareciendo a nuestros sentidos de la misma manera que antes, es verdadera, real y sustancial. En este sacramento, Cristo no puede hacerse presente de otra manera que por la conversión de toda la sustancia del pan en su cuerpo y la conversión de toda la sustancia del vino en su sangre, permaneciendo solamente íntegras las propiedades del pan y del vino, que percibimos con nuestros sentidos. La cual conversión misteriosa es llamada por la Santa Iglesia conveniente y propiamente transustanciación. Cualquier interpretación de teólogos que busca alguna inteligencia de este misterio, para que concuerde con la Fe católica, debe poner a salvo que, en la misma naturaleza de las cosas, independientemente de nuestro espíritu, el pan y el vino, realizada la consagración, han dejado de existir, de modo que, el adorable cuerpo y sangre de Cristo, después de ella, están verdaderamente presentes delante de nosotros bajo las especies sacramentales del pan y del vino, como el mismo Señor quiso, para dársenos en alimento y unirnos en la unidad de su Cuerpo místico. La única e indivisible existencia de Cristo, el Señor glorioso en los cielos, no se multiplica, pero por el sacramento se hace presente en los varios lugares del orbe de la tierra, donde se realiza el sacrificio eucarístico. La misma existencia, después de celebrado el sacrificio, permanece presente en el Santísimo Sacramento, el cual, en el tabernáculo del altar, es como el corazón vivo de nuestros templos. Por lo cual estamos obligados, por obligación ciertamente suavísima, a honrar y adorar en la Hostia Santa que nuestros ojos ven, al mismo Verbo encarnado que ellos no pueden ver, y que, sin embargo, se ha hecho presente delante de nosotros sin haber dejado los cielos. Confesamos igualmente que el reino de Dios, que ha tenido en la Iglesia de Cristo sus comienzos aquí en la tierra, no es de este mundo (cf. Jn 18,36), cuya figura pasa (cf. 1 Cor 7,31), y también que sus crecimientos propios no pueden juzgarse idénticos al progreso de la cultura de la humanidad o de las ciencias o de las artes técnicas, sino que consiste en que se conozcan cada vez más profundamente las riquezas insondables de Cristo, en que se ponga cada vez con mayor constancia la esperanza en los bienes eternos, en que cada vez más ardientemente se responda al amor de LA FE ES «ECLESIAL»

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Dios; finalmente, en que la gracia y la santidad se difundan cada vez más abundantemente entre los hombres. Pero con el mismo amor es impulsada la Iglesia para interesarse continuamente también por el verdadero bien temporal de los hombres. Porque, mientras no cesa de amonestar a todos sus hijos que no tienen aquí en la tierra ciudad permanente (cf. Heb 13,14), los estimula también, a cada uno según su condición de vida y sus recursos, a que fomenten el desarrollo de la propia ciudad humana, promuevan la justicia, la paz y la concordia fraterna entre los hombres y presten ayuda a sus hermanos, sobre todo a los más pobres y a los más infelices. Por lo cual, la gran solicitud con que la Iglesia, Esposa de Cristo, sigue de cerca las necesidades de los hombres, es decir, sus alegrías y esperanzas, dolores y trabajos, no es otra cosa sino el deseo que la impele vehementemente a estar presente a ellos, ciertamente con la voluntad de iluminar a los hombres con la luz de Cristo, y de congregar y unir a todos en aquel que es su único Salvador. Pero jamás debe interpretarse esta solicitud como si la Iglesia se acomodase a las cosas de este mundo o se resfriase el ardor con que ella espera a su Señor y el reino eterno. Creemos en la vida eterna. Creemos que las almas de todos aquellos que mueren en la gracia de Cristo –tanto las que todavía deben ser purificadas con el fuego del purgatorio como las que son recibidas por Jesús en el paraíso en seguida que se separan del cuerpo, como el Buen Ladrón– constituyen el Pueblo de Dios después de la muerte, la cual será destruida totalmente el día de la resurrección, en el que estas almas se unirán con sus cuerpos. Creemos que la multitud de aquellas almas, que con Jesús y María se congregan en el paraíso, forma la Iglesia celeste, donde ellas, gozando de la bienaventuranza eterna, ven a Dios, como Él es y participan también, ciertamente en grado y modo diverso, juntamente con los santos ángeles, en el gobierno divino de las cosas, que ejerce Cristo glorificado, como quiera que interceden por nosotros y con su fraterna solicitud ayudan grandemente nuestra flaqueza. Creemos en la comunión de todos los fieles cristianos, es decir, de los que peregrinan en la tierra, de los que se purifican después de muertos y de los que gozan de la bienaventuranza celeste, y que todos se unen en una sola Iglesia; y creemos igualmente que en esa comunión está a nuestra disposición el amor misericordioso de Dios y de sus santos, que siempre ofrecen oídos atentos a nuestras oraciones, como nos aseguró Jesús: «Pedid y recibiréis» (cf. Lc 10,9-10; Jn 16,24). Profesando esta Fe y apoyados en esta esperanza, esperamos la resurrección de los muertos y la vida del siglo venidero. Bendito sea Dios, santo, santo, santo. Amén. 18

PARA COMPRENDER EL CREDO DE NUESTRA FE

CAPÍTULO 2

El nuevo contexto histórico-cultural en el que debemos explicar el contenido del Credo de nuestra Fe firmaba en el año 2000 el papa Benedicto XVI, entonces cardenal J. Ratzinger, que tras la caída del marxismo, como la última ideología y promesa «moral», ha surgido la decepción y el desconcierto 31. Pero ¿dónde queda la voz del cristianismo en este tiempo?...

A

Ya en los años sesenta del siglo pasado, J. Ratzinger, en charlas radiofónicas para la radio bávara, la radio del Vaticano y la radio de Hesse se atrevía a enumerar los retos que, en el futuro tendría el cristianismo en aquel presente y en el futuro. Así, en el campo de la relación entre la Fe y el saber 32, la hipótesis sobre la creencia en Dios parecía superada y no era necesaria para interpretar el mundo, según escribía Laplace. Los creyentes tenían la sensación de que el barco se hundía y que la Fe sería superada por el saber científico. Ahí estaban, como botón de muestra los retos que planteaba el concepto de creación según la Biblia frente a las teorías cosmológicas y de la evolución; el tema del pecado original o la caída de la humanidad primigenia; el carácter humano de la Biblia a la luz de la investigación y

31 J. Ratzinger, Introducción al cristianismo, Sígueme, Salamanca 2001, 17-18. 32 J. Ratzinger-Benedicto XVI, Fe y futuro, DDB, Bilbao 2007, 13-32.

de los métodos histórico-críticos; el sentido de los milagros a la luz de la ciencia; la divinidad de Jesucristo; el sentido que tiene una Iglesia con tantos errores históricos y su pretensión de conocer la verdad al ofrecer dogmas, y otros muchos. Parecía que Nietzsche, con su anunciada muerte de Dios y, Dostoievski, con sus visiones de un mundo sin Dios, estaban triunfando. Ante esto, J. Ratzinger proponía volver a redescubrir el concepto de Fe como «creo en Ti, Jesucristo y Dios personal», más que un «creo en algo». Frente a la oscuridad, tendremos que emitir un simple «sí, creo en Ti, Jesús de Nazaret, y que, en tu persona, se ha mostrado la divinidad». La Fe no es tanto un sistema de conocimientos como una actitud de confianza. Un sentirse sostenido por un amor indestructible a pesar de mis imperfecciones y limitaciones. Por eso, J. Ratzinger, en aquellos años en los que el Concilio Vaticano acababa de celebrarse, quiso mostrar qué implicaba la Fe para nuestra vida concreta. Y nos remitió a la gran figura de un creyente: Abrahán 33. Desde este patriarca se en-

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J. Ratzinger-Benedicto XVI, Fe y futuro, DDB, Bilbao 2007,

33-55.

EL NUEVO CONTEXTO HISTÓRICO-CULTURAL EN EL QUE DEBEMOS EXPLICAR EL CONTENIDO DEL CREDO DE NUESTRA FE

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tiende que la Fe es estar y permanecer siempre en camino, aceptar cambios importantes en nuestra vida, y conjugar el ser peregrinos y abiertos a los demás. Una vez más, a la pregunta de qué es la Fe, Ratzinger responderá que más que «saberes» y «doctrinas» es una decisión existencial: vivir la vida desde la perspectiva de un futuro que Dios nos regala, incluso más allá de los límites de la muerte. Esta Fe deberá hoy seguir dialogando con visiones plurales de pensamiento filosófico, dentro de las cuales no se la puede «probar», pero sí puede ser vista con sentido y de modo razonable, es decir, se debe presentar como un todo lleno de sentido y que puede representar para el ser humano una elección posible y responsable 34. Y, todo ello, en el marco de una sociedad que creía sobre todo en el futuro y deseaba instaurar el Reino de Dios ya aquí en la tierra, como producto de una acción planificadora, calculadora y creativa, apoyada en el poder científico y en las nuevas teorías sociales y liberacionistas. Ahí está el reto de presentar a Jesucristo como futuro y portador de esperanza plena 35. Y el profesor alemán profetizaba, en orden a revitalizar una iglesia para el año 2000, que solo habrá futuro para la Iglesia allí donde surjan creyentes con raíces profundas. El futuro no vendrá de quienes solo dan recetas o se adaptan a los nuevos tiempos sin más. O de quienes se erigen como instancias críticas y se toman a sí mismos como medidas infalibles. Ni de quienes eligen los caminos más cómodos. El futuro de la iglesia estará marcado por el sello de los santos, por quienes pueden ver más que los otros porque su vida abarca espacios más amplios. Desde los santos, la palabra de quienes nos profetizan una sociedad sin Dios y sin Fe se convierte en palabra vana. Todo ello en el

34 Cf. J. Ratzinger-Benedicto XVI, Fe y futuro, DDB, Bilbao 2007, 57-78. 35 J. Ratzinger-Benedicto XVI, Fe y futuro, DDB, Bilbao 2007, 79-90.

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PARA COMPRENDER EL CREDO DE NUESTRA FE

marco de una Iglesia que tal vez sea más pequeña en número, con menos privilegios sociales, pero más libre y convencida. Una Iglesia centrada el misterio litúrgico y que no flirtea ni con la izquierda ni con la derecha. Una Iglesia pobre y de los pequeños 36. Finalizaba anunciando, en los años setenta, que a la Iglesia le aguardan tiempos muy difíciles y que su verdadera crisis no había comenzando todavía. Ya no será nunca más la fuerza dominante en la sociedad y en la política, pero florecerá de nuevo y se hará visible como la patria que da a los hombres vida y esperanza más allá de la muerte 37. El Concilio Vaticano II 38 quiso dar de nuevo al cristianismo una fuerza capaz de configurar la historia. Porque quiso subrayar que la Fe de los cristianos abarca «la vida entera», en medio de la historia y del tiempo, y más allá de subjetivismos e individualismos 39. Para J. Ratzinger, los textos conciliares siguen siendo un verdadero tesoro. Si se leen cuidadosa e íntegramente no se caerá en ninguno de los dos extremos –tradicionalismo o progresismo– y se abrirá un camino con mucho futuro 40. Cierta teología de la liberación, en el posconcilio, pretendió aportar una novedad: posponer el discurso sobre Dios y dar prioridad a la praxis y a la realidad histórica. Se resaltó sobre todo la figura de Jesús como quien encarnaba a todos los que sufren y los oprimidos. El marxismo, ateo y antirreligioso, se llenó de pasión religiosa, asentada sobre todo en la lectura del Antiguo Testamento y en una liturgia

36 J. Ratzinger-Benedicto XVI, Fe y futuro, DDB, Bilbao 2007, 90-106. 37 J. Ratzinger-Benedicto XVI, Fe y futuro, DDB, Bilbao, 105-106. 38 Para una valoración de J. Ratzinger sobre el Concilio Vaticano II, cf. S. Madrigal, K. Rahner y J. Ratzinger. Tras las huellas del Concilio, Sal Terrae, Santander 2006. 39 Cf. J. Ratzinger, Introducción al cristianismo, Sígueme, Salamanca 2001, 19. 40 J. Ratzinger, La sal de la Tierra, Palabra, Madrid 2005, 82.

celebrada como anticipación simbólica del triunfo total revolucionario 41. En los países capitalistas la teología de la liberación se convirtió en la «niña bonita» de la opinión pública, a la que nadie podía censurar u oponerse bajo acusación de atentar contra el humanismo y la misma humanidad 42. La Fe salía del ámbito interno de la Iglesia a lo público y, en muchos casos, al Dios de la tradición se le encerraba en la esfera íntima como algo «inútil». Pero la confesión en Dios, el Dios vivo y de la tradición viva, es algo muy práctico y valioso, y también reclamado y actual. A partir de 1989, la religión vuelve a aparecer en diversas formas y manifestaciones. Aunque, en esta nueva búsqueda religiosa, mucho gente deja de lado las iglesias cristianas tradicionales, pues molesta la institución y también el dogma, se busca la vivencia personal, la experiencia, se ponen de moda, sobre todo, las religiones asiáticas, de inspiración hinduista y budista, con su renuncia a la dogmática y su escasa institucionalización 43. Al mismo tiempo, en los llamados fenómenos de New Age se comienza un proceso de relativización del valor de las religiones: todas son iguales porque en ellas solo hay fragmentos del misterio. La paz mundial se cimentará sobre la base del reconocimiento mutuo y tolerante de que las religiones reflejan el único «Eterno» y que deben dejar libre al hombre para que tantee el camino que une a todas ellas 44. De esta manera, se reinterpreta la figura de Cristo: de un hombre que es Dios, se pasa a ser un hombre con una experiencia especial de Dios y un fundador o avatar de lo religioso. Y el mismo Dios ya no será un ser personal. Y no existe ninguna relación cercana y positiva de Dios con este mundo. Hay

Cf. ibíd., 20. Cf. ibíd., 21. 43 Cf. ibíd., 23-25. 44 Cf. ibíd., 25.

que superar este mundo. La redención consiste en la liberación de la individuación de la persona 45. Si preguntamos al papa Benedicto cuáles han sido y son los grandes retos de los últimos años, echando mano del sugerente resumen que ofrece Olegario González de Cardenal, señalaríamos los siguientes: 1 Después de la Segunda Guerra Mundial, el hecho de buscar la fundamentación de la esencia del cristianismo ante el reto del pensamiento marxista y de las filosofías y teologías del futuro y de la esperanza. 2 Posteriormente, en los años setenta, las divergencias de fondo en el seno de la iglesia no ya sobre su reforma, sino sobre su ser y misión, la lectura radical de algunas afirmaciones bíblicas sobre Dios y sobre Cristo, el cuestionamiento de la autoridad de los concilios celebrados en la época patrística, y una nueva comprensión de la autoridad episcopal y papal. 3 La significación y responsabilidad de la Fe en el nuevo milenio, donde se debe dar respuesta a la justicia y al sentido de redención y de esperanza. ¿Cómo hacer que la Buena Nueva suene a noticia de vida y de libertad? Es el encuentro con las teologías de la liberación, en todas sus gamas. 4 La aparición de las religiones orientales y sus propuestas soteriológicas. En un primer momento aparecieron como complementarias al cristianismo y, en un segundo momento, como alternativas. 5 La nueva situación espiritual de Europa, situada entre dos abismos: por un lado, la honda y progresiva secularización de las conciencias, con la desaparición de Dios en el leguaje, las ex-

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Cf. ibíd., 26-27.

EL NUEVO CONTEXTO HISTÓRICO-CULTURAL EN EL QUE DEBEMOS EXPLICAR EL CONTENIDO DEL CREDO DE NUESTRA FE

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presiones y los símbolos públicos. Y, por otro, la tentación de fundamentalismo, amenazada por el islam. 6 El diálogo con la razón secular, tanto de «amusicalidad religiosa», como lo define Habermas, como con el «ateísmo explícito» de un Flores d’Arcais 46. Y, por si todo lo anterior no fuera de sumo interés y problemático, se añade que hoy hay cierto miedo al «imperialismo cristiano», subrayando la imagen del cristianismo unida al colonialismo, que no aceptaba la alteridad de otras culturas y religiones 47. Añadimos que, en Occidente, la cuna del colonialismo tradicional, se abre también el laicismo beligerante, inspirado en Gramsci, para quien colocar «un cordón sanitario» o relegar como punto de partida el cristianismo es la condición primera para el nuevo hombre y la nueva sociedad que tiene que nacer. A veces desemboca en lo que se ha llamado «cristianofobia». Haciendo un inciso necesario, es cierto que, según el papa Benedicto XVI, no todo son nubarrones negros. En los últimos años han nacido y madurado muchas realidades positivas y que no es justo silenciar: la nueva liturgia más accesible al pueblo, la sensibilidad para los problemas sociales, el mejor entendimiento entre los cristianos separados, la disminución del miedo debido a una falsa concepción literal de la Fe y muchas otras cosas más 48. Finaliza el entonces cardenal J. Ratzinger afirmando que, aunque Dios es siempre más grande que nuestros conceptos e imágenes, se ha hecho

Cf. O. González de Cardenal, Ratzinger y Juan Pablo II. La Iglesia entre dos milenios, Sígueme, Salamanca 2005, 75-96. 47 Cf. ibíd., 28. 48 J. Ratzinger-H. U. von Balthasar, ¿Por qué soy todavía cristiano? ¿Por qué permanezco en la Iglesia?, Sígueme, Salamanca 2005, 93. 46

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PARA COMPRENDER EL CREDO DE NUESTRA FE

muy concreto en la revelación de Jesucristo. Junto a la oscuridad de Dios, se da la claridad de Dios en el «Logos», del que habla el Evangelio de San Juan: Dios, que es Logos, garantiza la racionalidad del mundo, la racionalidad de nuestro ser y la racionalidad del mundo creado 49. La eliminación de la Fe en Dios quita el «logos y el ethos» al mundo del hombre, es decir, la comprensión y los fundamentos de su actuar 50. No podemos separar Dios y Jesucristo, ni Dios y el mundo. Es el gran misterio de Dios y de su «humildad». R. Guardini afirmaba que la mayor humildad está en dejar que Dios haga también lo que a nosotros nos parece inaudito y que solo podemos corresponder a ello inclinándonos y aceptándolo, y no encerrarnos en lo que nosotros pensamos sobre él y para él 51. Como retos para el catolicismo de nuestros tiempos señala, entre otros, el clásico de la relación entre Fe y ciencia, la búsqueda de espiritualidad y de ética, y los desafíos de la nueva religiosidad (New Age). Los caminos de la Fe tendrían que pasar por mostrar que dicha Fe es razonable, que en cada persona debe darse una interrelación entre pensamiento, voluntad y sentimiento profundo de Fe, y que la Fe abarca las dimensiones personales y sociales 52. Llegados a este momento, el papa Benedicto XVI nos volvería a recordar, una y otra vez, que el cristianismo no es una mera religión natural ni solo el resultado de una cultura, sino la expresión de la manifestación definitiva de Dios en la historia personal de Cristo, con su prolongación mediante una comunidad de Fe. No es ni mera doctrina ni solo

49 Cf. J. Ratzinger, Introducción al cristianismo, Sígueme, Salamanca 2001, 29. 50 Cf. ibíd., 30. 51 Cf. ibíd., 31. 52 Conferencia Episcopal Española, Benedicto XVI. Todo lo que el cardenal Ratzinger dijo en España, Edice, Madrid 2005, 43-67.

ética, sino que remite al Hijo de Dios encarnado, a su muerte y resurrección, y a la experiencia originaria del Espíritu. Por la celebración litúrgica, el cristianismo se separa de una metafísica idealista, que supondría una relación «espiritual» con Dios y de un individualismo para quien la comunidad sería algo añadido. Por el contrario, la celebración cristiana es memoria actualizada del origen fundador y de la presencia real de Jesucristo, por el Espíritu, y siempre en el seno de una comunidad eclesial 53. Según Benedicto XVI, «la verdadera belleza es el amor de Dios que se ha revelado definitivamente en el misterio pascual y la belleza de la liturgia es parte de este misterio; es expresión eminente de la gloria de Dios y, en cierto modo, un asomarse del cielo sobre la tierra» 54. A partir de lo anterior, se entiende mucho mejor el sentido que ofrece para el papa Benedicto la evangelización: no es una simple adaptación a la cultura ni un adornar el Evangelio con elementos culturales, siguiendo las líneas de una noción superficial de inculturación. El Evangelio es un injerto, una purificación que se convierte en maduración y sanación, y la fisura debe hacerse en el lugar adecuado, en el momento adecuado y de la forma adecuada. Usando la metáfora de san Basilio el Grande, afirma que la cultura pagana es como un sicómoro. La necesaria transformación no puede proceder del mismo árbol ni de su fruto; es necesaria la intervención de alguien que corte; una intervención desde el exterior, desde la Iglesia. Lo que tiene el poder de convencer a la gente moderna no es un cristianismo histórico o psicológico o en permanente modernización, sino únicamente el men-

53 J. Ratzinger, El espíritu de la liturgia. Una Introducción, Cristiandad, Madrid 2005, 12-13. Lo recuerda en la Introducción O. González de Cardenal. 54 A. M. Navarro Lecanda, Tiempo para Dios. La teología del año litúrgico de Benedicto XVI (2005-2008), Editorial Eset, Vitoria 2009, 21.

saje irrestricto e ininterrumpido de la revelación, porque el cristianismo no es una especulación filosófica, no es una construcción del intelecto. El cristianismo no es obra nuestra: es una revelación, un mensaje que se nos ha dado y que no tenemos derecho a reconstruir a nuestro gusto 55. En una obra, breve pero muy interesante, el entonces cardenal J. Ratzinger, resumía en tres claves algunas propuestas de sumo interés en el tema de la Fe 56: 1 La Fe cristiana está abierta a todo lo que es grande, verdadero y puro en la cultura del mundo, tal y como lo expresó san Pablo en su carta a los Filipenses 4,8. 2 La Fe conoce el punto de contacto, recoge lo bueno, pero también está en contradicción con lo que en las culturas obstruye las puertas del Evangelio. 3 Nadie vive solo. Ser cristiano necesita un vínculo vital en el que se pueda realizar la curación y la transformación cultural. Jamás la evangelización es solo una comunicación intelectual; ella es un proceso vital, una purificación y transformación de nuestra existencia, razón por la cual es necesaria una comunidad. Ahora sí estamos en la mejor disposición para tratar de penetrar en las verdades de nuestra Fe. Con una bella anotación, Olegario González de Cardenal, siguiendo el espíritu del papa Benedicto XVI, ha llegado a afirmar que debemos familiarizarnos con tres libros: la Biblia para saber qué quiere Dios con nosotros a la vez que cómo y quiénes podemos ser nosotros desde él; la Liturgia de las Horas, como

55 T. Rowland, La Fe de Ratzinger. La teología del papa Benedicto XVI, Editorial Nuevoinicio, Granada 1999, 258-259. 56 J. Ratzinger, Caminos de Jesucristo, Cristiandad, Madrid 2 2005, 49-50.

EL NUEVO CONTEXTO HISTÓRICO-CULTURAL EN EL QUE DEBEMOS EXPLICAR EL CONTENIDO DEL CREDO DE NUESTRA FE

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forma de alabanza y alimento de la Fe cada día, antes de comenzar el trabajo diario y antes de volver al sueño; y el Misal que nos prepara para que la celebración eucarística sea glorificación de Dios y construcción de la Iglesia, santificación del mundo y manantial de Fe personal 57. Y añado a estos tres libros el Catecismo, donde se incluye lo que hemos de creer, lo que hemos de celebrar y orar, y lo que hemos de hacer; y que viene a ser memoria siempre viva de nuestra identidad, resistencia en ambientes culturales no favorables u hostiles, y provocación para suscitar nuevos y fundamentales interrogantes.

57 J. Ratzinger, El espíritu de la liturgia. Una Introducción, Cristiandad, Madrid 2005, 28.

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PARA COMPRENDER EL CREDO DE NUESTRA FE

En medio de todas las vicisitudes, y por encima de cualquier efímera moda teológica se cuenta, sin lugar a dudas, la profesión de fe apostólica. Cuando las comunidades congregadas en torno al altar del sacrificio lo recitan en común en el culto divino, quieren confesar una vez más lo que constituye el núcleo esencial de su Fe cristiana... Ya en tiempos antiguos, los cristianos se bautizaban con estas fórmulas primitivas, resumidas y precisas, que son una confesión de Fe cristiana universal. W. Sandfuchs, en J. Ratzinger et ál., Yo creo, Encuentro, Madrid 2010, 14.

CAPÍTULO 3

Creo-creemos CREO-CREEMOS 58

Lo que afirma el Credo de los Apóstoles Creo-creemos.

Lo que afirma el Credo niceno-constantinopolitano Creo-creemos.

Lo que significa la expresión «creo-creemos» Los cristianos, al profesar nuestra Fe, decimos «creo y creemos». ¿Qué queremos decir con ello? Ante todo, y sobre todo, «Te creo», «me fío de ti, estoy convencido de que dices la verdad», «creo en lo que tú dices», «estoy persuadido de que el contenido de tus palabras corresponde a la realidad objetiva». Creer, como nos recordaba magistralmente el papa Juan Pablo II 59 significa aceptar y reconocer

58 Para esta sección, remitimos al Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 26-197, y al Compendio del Catecismo de la Iglesia, nn. 1-35. 59 Cf. Audiencia General del 13 de marzo de 1985.

como verdadero y como real el contenido de lo que se me dice, de las palabras de otra u otras personas, en virtud de su credibilidad y de su autoridad en orden a expresar la verdad. Así, pues, al decir «creo», expresamos simultáneamente una doble dimensión: creo en tu persona y en la verdad que me estás transmitiendo, porque eres totalmente creíble y digna de crédito. La palabra «creo» aparece con frecuencia en las páginas del Evangelio y, por supuesto, de toda la Sagrada Escritura, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. Y, al lado del verbo «creer», encontramos muy frecuentemente un sustantivo: «Fe». ¿Por qué creer y Fe van tan unidos? En el documento Dei Verbum del Concilio Vaticano II leemos lo siguiente: «Quiso Dios, con su bondad y sabiduría, reCREO-CREEMOS

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velarse a sí mismo y manifestar el misterio de su voluntad (cf. Ef 1,9); mediante el cual los hombres, por Cristo, la Palabra hecha carne, y con el Espíritu Santo, pueden llegar hasta el Padre y participar de la naturaleza divina» (cf. Ef 2,18; 2 Pe 1,4) (Dei Verbum, 2). «Cuando Dios revela, el hombre tiene que someterse con la Fe (cf. Rom 16,26; comp. con Rom 1,5; 2 Cor 10,5-6). Por la Fe el hombre se entrega entera y libremente a Dios, le ofrece el “homenaje total de su entendimiento y voluntad”, asintiendo libremente a lo que Dios le revela» (Dei Verbum, 2-5).

Abrimos este apartado, con unas palabras de J. Ratzinger: «Decir creo significa reconocer que en el ver, oír y comprender, el hombre no contempla la totalidad de lo que le concierne: significa que el hombre no identifica el espacio de su mundo con lo que él puede ver y comprender, sino que busca otra forma de acceso a la realidad, a la que llama Fe y en la que encuentra el punto de arranque decisivo de su concepción del mundo» 62.

En estas palabras del documento conciliar, se nos subraya que lo primero de todo es la Revelación de Dios y que la Fe es la respuesta del hombre a dicha Revelación de Dios. Nos fiamos de Dios porque Él ha hablado primero y, lo más importante, nos ha amado primero. Dios es creíble y deseable. Nadie ni nada lo es como Él. Nadie como Él posee la autoridad de la verdad y la credibilidad del amor.

Dios existe. Por puro amor ha creado libremente todo cuanto nos rodea. Especialmente nos ha creado a nosotros, los hombres y mujeres, con un fin muy concreto: hacernos partícipes de su vida, de lo que Él es y, por lo mismo, de su felicidad. En este sentido, con la creación en general, «Dios da y regala»; con la creación de la persona humana, «Dios se nos da».

Expresado lo anterior, nos advierte el papa Benedicto XVI, que la Fe no es siempre una adquisición o vivencia clara, fuerte y sin dudas. Santa Teresa de Liseux declaraba que la amenazaban «las ideas de los peores materialistas». El creyente, muchas veces, solo puede creer en el océano de la nada o de un mar de dudas 60. Con palabras textuales de J. Ratzinger, «tanto el creyente, como el no creyente participan, cada uno a su modo, en la duda y en la Fe; siempre y cuando no se oculten a sí mismos y a la verdad de su ser. Nadie puede sustraerse totalmente a la duda o a la Fe. Para uno la Fe estará presente a pesar de la duda; para el otro, mediante la duda o en forma de duda. Es ley fundamental del destino humano encontrar lo decisivo de su existencia en la perpetua rivalidad entre la duda y la Fe, entre la impugnación y la certidumbre» 61.

Cuando en el seno de la Trinidad así lo decidieron, porque no olvidemos que Dios es Unidad y Trinidad, el Hijo se encarnó, se hizo carne de nuestra carne, historia de nuestra historia, tiempo de nuestro tiempo. Y, para que descubriéramos con seguridad lo que Dios quería de nosotros, nos reunió en familia, en «Iglesia» (que significa ‘reunión de los que han sido llamados’), y nos hizo hijos suyos adoptivos, gracias al Espíritu Santo, que es el mismo amor del Padre y del Hijo y, por lo tanto, herederos de una vida que nunca concluirá.

60 Cf. J. Ratzinger, Introducción al cristianismo, Sígueme, Salamanca 2001, 41-44. 61 Cf. ibíd., 45.

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PARA COMPRENDER EL CREDO DE NUESTRA FE

Dios es el primero en todo

Lo que nosotros creemos, y fundamenta toda nuestra vida, se puede resumir en dos partes. Por un lado, que hemos salido de Dios y a Él volveremos. No somos hijos del azar o de la casualidad. Somos criaturas e hijos de la Trinidad. Por otro lado, que nosotros no creemos en «algo», sino en «Alguien»: en Jesucristo y en un Dios Uni-Trino personal. Por eso, Jesucristo es mucho más que un maestro o un

62

Cf. ibíd., 48.

simple fundador de una religión. Es nuestro Señor, nuestro Mediador y quien nos abre el acceso a la misma divinidad. Se ha escrito, con acierto, que el Padre-Dios es la casa; el Hijo, la puerta de la casa; y el Espíritu Santo, la llave.

Los hombres llevamos dentro un «chip» que nos hace religiosos ¿Por qué la Fe se vuelve tan oscura y problemática en el mundo de hoy? Para responder a esta inquietante pregunta, J. Ratzinger sale a nuestro encuentro y nos recuerda que nuestra cultura contemporánea, por un lado, está marcada por el historicismo, que acaba convirtiendo a la persona en centro de sí misma y de sus acciones. El hombre no es alguien hecho, sino en evolución continua y como fruto del azar. El cielo, Dios, se le cae y solo le queda el futuro que él vaya edificando 63. Por otro lado, nuestro pensamiento es, sobre todo, técnico-científico. Solo valoramos los hechos, lo repetible, lo comprobable. A la Fe se la contempla como algo a-histórico y abstracto 64. Pero la Fe en Dios ayuda a comprender la historia, universal y la de cada hombre, y los avances científicos del mismo hombre. Cada uno de nosotros, desde que nacemos, venimos con un «deseo interior» de conocer y de amar a Dios. Aunque somos criaturas, somos «capaces de entrar en contacto con el mismo Dios»; no solamente de conocer cosas o conocernos a nosotros mismos, y no solamente capaces de amar a criaturas, sino al mismo Dios. Como afirmaba sabiamente san Agustín: «Nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto mientras no descansa en ti». Si somos imagen de Dios, llevamos

63 J. Ratzinger, Introducción al cristianismo, Sígueme, Salamanca 2001, 55-58. 64 Cf. ibíd., 59-61.

inscrito en nuestro corazón este deseo de verlo y de amarlo. Aunque a menudo ignoremos tal deseo o nos neguemos a creerlo. Lo más importante es que Dios mismo no cesa de atraernos hacia Él. Porque solo en Él encontraremos la plenitud de la verdad, de la belleza, de la bondad y de la felicidad. En consecuencia, cada uno de nosotros, somos, desde que nacemos, «religiosos», porque buscamos naturalmente a Dios y somos capaces de entrar en diálogo y en comunión con Él. Podemos afirmar, entonces, que esta necesidad de Dios y el poder entrar en diálogo con Él, y de amarlo, es lo que fundamenta nuestra dignidad humana más profunda y lo que nos diferencia de cualquier otro ser creado. No nos cansaremos de repetirlo: desde que somos engendrados, llevamos dentro de nosotros una especie de «chip» para captar y entender las cosas de Dios. Lo religioso no es algo artificial o yuxtapuesto (como una camisa que quitamos o ponemos). Somos, como una cebolla con muchas capas (de las más superficiales a las más profundas) alimentando un único «yo». Entre esas capas, está la dimensión religiosa. Todas las dimensiones son importantes y no podemos arrancar ninguna porque entonces, como nos han advertido, irónicamente algunos escritores, nos quedamos sin cebolla y llorando.

Podemos conocer y amar a Dios Lo más importante de la Fe cristiana, lo volvemos a subrayar, es una frase: «Creo, en ti», no solo «creo en algo». La Fe es encontrar un tú que me sostiene. Para la Fe cristiana no solo existe el puro entendimiento, sino el entendimiento que me conoce y que me ama, y que me conduce al descubrimiento de Dios en el rostro y en el misterio personal de Jesucristo 65.

65 Cf. J. Ratzinger, Introducción al cristianismo, Sígueme, Salamanca 2001, 71-72.

CREO-CREEMOS

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Dios nos ha hecho personas, criaturas personales. La Persona, con mayúsculas, es Dios mismo. Las características de un ser personal son, al menos, cuatro: se autoconoce (no solo conoce cosas); es libre; es capaz de relacionarse desde el amor; y es creativo. Dios se autoconoce sin fisuras; es libre totalmente; no solo ama, sino que es el Amor; y es Creador, no solo creativo. Entonces, si el ser humano es persona e imagen de Dios, puede conocer las cosas de Dios y amar a Dios mismo. Con la razón y con la capacidad de admirarnos y gustar lo bello, lo bueno y lo verdadero, podemos conocer que Dios es el origen de todo cuanto existe, que Él sustenta todo y que Él es el fin al que iremos. De Él hemos salido y a Él volveremos. Cuando se afirma que podemos conocer a Dios, no nos estamos refiriendo a que Dios sea «una cosa más» entre las otras, sino que Él envuelve todo. Rastreamos su rastro y su rostro desde las maravillas que Él mismo ha creado. Afirmaban los escritores de los primeros siglos que, mientras vivimos, somos como fetos en el útero de la madre. Necesitamos nacer (morir) para poder ver el rostro de nuestra madre, de Dios mismo. Por eso, conocer a Dios con la sola luz de la razón, conlleva muchas dificultades. Y no es lo mismo conocerlo «desde fuera» que entrar en la intimidad de su misterio divino. Por ello, Dios ha querido revelarse, abrirse, descubrirnos sus secretos y compartirlos. Entonces hablamos no solo de verdades que superan la comprensión de la razón humana, sino también de verdades espirituales y morales nuevas, que, aun siendo accesibles a la razón, las conocemos con firme certeza y sin mezcla de error, porque el mismo Dios nos ha concedido que las conozcamos. Afirmaba el teólogo protestante K. Barth que «de Dios, para que sean palabras auténticas y verdaderas, solo Dios mismo puede hablar». Es totalmente cierto. Aunque podamos a través de las bellezas del mundo, y de la belleza que somos nosotros mismos, intuir y conocer cómo es Dios, sin embargo solo descubrimos en plenitud quién 28

PARA COMPRENDER EL CREDO DE NUESTRA FE

es Él con lo que Él mismo nos ha revelado y enseñado. En este sentido, donde debemos mirar es a Jesucristo, el Hijo de Dios. En Él descubrimos quién es Dios en verdad y quiénes somos cada uno de nosotros. El papa Benedicto XVI, en una actitud equilibrada, ha llegado a escribir que podemos afirmar, con santo Tomás de Aquino, que la incredulidad no es la actitud natural en el hombre pero hay que añadir al mismo tiempo que el hombre no puede iluminar completamente el extraño crepúsculo sobre la cuestión de lo eterno, de forma que Dios debe tomar la iniciativa de salir a nuestro encuentro 66. Profundizando sobre este mismo tema de la posibilidad de conocer a Dios con la razón humana, el papa Juan Pablo II 67, recordaba un texto clásico de la carta de san Pablo a los Romanos: «... lo cognoscible de Dios es manifiesto entre ellos, pues Dios se lo manifestó; porque desde la creación del mundo, lo invisible de Dios, su eterno poder y divinidad, son conocidos mediante las obras. De manera que son inexcusables» (Rom 1,19-21). Aquí el Apóstol hace ver que es el pecado el que impide dar la gloria debida a Dios y conocerle. Dios, en cierto sentido, «se hace visible en sus obras». En el Antiguo Testamento, el libro de la Sabiduría proclama la misma doctrina del Apóstol sobre la posibilidad de llegar al conocimiento de la existencia de Dios a partir de las cosas creadas: «Vanos son por naturaleza todos los hombres, en quienes hay desconocimiento de Dios, / y que a partir de los bienes visibles son incapaces de ver al que es, / ni por consideración de sus obras conocieron al artífice... Pues en la grandeza y hermosura de las criaturas, / proporcionalmente puede contemplar a su Hacedor original. También, en la carta de san Pablo a los Romanos (Rom 1,18-21) se

66 J. Ratzinger, Mirar a Cristo. Ejercicios de Fe, Esperanza y Amor, Edicep, Madrid, Valencia 2005, 33. 67 Audiencia General del 20 de marzo de 1985.

afirma que se puede conocer a Dios por sus criaturas –para el entendimiento humano, el mundo visible constituye la base de la afirmación de la existencia del Creador invisible–. ¿Cómo es posible que el inmenso progreso en el conocimiento del universo (del macrocosmos y del microcosmos), de sus leyes y avatares, de sus estructuras y energías, no lleve a todos a reconocer al primer Principio sin el que el mundo no tiene explicación? Aunque, es cierto, sin embargo, que son muchos también los científicos que en su mismo saber científico encuentran un estímulo o razones para la Fe o, al menos, para abrirse al misterio que la ciencia no puede responder. Afirmamos, entonces, que el hombre es capaz de conocer a Dios con su sola razón, es decir, es capaz de una cierta «ciencia» sobre Dios, si bien de modo indirecto y no inmediato. Por tanto, al lado del «yo creo» se encuentra un «yo sé». Este «yo sé» hace relación a la existencia de Dios e incluso a su esencia, lo que Él es. Este conocimiento intelectual de Dios se ha denominado tradicionalmente «teología natural» y tiene carácter filosófico. Se concentra sobre el conocimiento de Dios en cuanto causa primera y también en cuanto fin último del universo. Así por ejemplo, santo Tomás, con sus cinco vías o caminos nos señaló el itinerario de la mente humana hacia la búsqueda de Dios. No hay que tener complejo en afirmar que todo nuestro pensar acerca de Dios, aunque se apoya sobre la base de la Fe, tiene también un cierto carácter «racional» e «intelectivo». Incluso el ateísmo, como se ha escrito, paradójicamente queda dentro del círculo de una cierta referencia al concepto de Dios, pues si de hecho niega la existencia de Dios, debe saber ciertamente de Quién se niega la existencia. Claro está que el conocimiento mediante la Fe es diferente del conocimiento puramente racional. Sin embargo, Dios no podía haberse revelado al hombre si este no fuera ya capaz por naturaleza de conocer algo verdadero. Por consiguiente, junto y más allá de un «yo sé», que es propio de la inteligencia del hombre, se sitúa un «yo creo», propio del cristiano.

¿Cómo pueden los hombres conocer a Dios? –Los hombres pueden conocer a Dios en las obras de la creación, en acontecimientos señalados de la vida humana, en el anhelo de felicidad que sientan en su corazón y en la voz de la conciencia. Del Catecismo de la Conferencia Episcopal Española, Esta es nuestra Fe. Esta es la Fe de la Iglesia, 96.

Y al hablar de Dios no podemos tener complejos, ni siquiera desde el planteamiento de la evolución. El mismo Benedicto XVI ha expresado que «evolucionar significa literalmente “desenrollar un rollo de pergamino”, o sea, leer un libro. La imagen de la naturaleza como un libro... nos ayuda a comprender que el mundo, lejos de tener su origen en el caos, se parece a un libro ordenado: es un cosmos» 68.

Podemos hablar de Dios Según la constante doctrina de la Iglesia, expresada especialmente en el Concilio Vaticano I (Dei Filius, 2) y en el Concilio Vaticano II (Dei Verbum, 6), la razón humana posee la capacidad y la posibilidad de conocer a Dios: «Dios, principio y fin de todas las cosas –se dice– puede ser conocido con certeza con la luz natural de la razón humana partiendo de las cosas creadas» (cf. Rom 1,20), aún cuando es necesaria la Revelación divina para que «todos los hombres, en la condición presente de la humanidad, puedan conocer fácilmente, con absoluta certeza y sin error, las realidades divinas, que en sí no son inaccesibles a la razón humana». Este conocimiento de Dios por medio de la razón, que asciende desde las criaturas hacia Él, co-

68 Cf. Benedicto XVI, Discurso a la Academia Pontificia de las Ciencias, 31 de octubre de 2008.

CREO-CREEMOS

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rresponde a la naturaleza racional del hombre y, también, al designio original de Dios: «Dios, creando y conservando el universo por su Palabra (cf. Jn 1,3), ofrece a los hombres en la creación un testimonio perenne de Sí mismo» (cf. Rom 1,19-20) (cf. Dei Verbum, 3). Mediante la atenta y perseverante lectura del testimonio de las criaturas, la razón humana se dirige hacia Dios y se acerca a Él. Esta es, en cierto sentido, la vía ascendente: desde las criaturas, el hombre se eleva a Dios, leyendo el testimonio del ser, de la verdad, del bien y de la belleza que las criaturas poseen en sí mismas. Afirmaba el papa Juan Pablo II 69 que esta vía del conocimiento, podemos llamarla «vía del saber». Pero, junto a ella, hay una segunda vía; la vía de la Fe, que tiene su comienzo exclusivamente en Dios. Estas dos vías son diversas entre sí, pero se encuentran en el hombre mismo y, en cierto sentido, se completan y se ayudan recíprocamente. Así pues, se puede hablar de Dios, partiendo de las perfecciones y de las maravillas que vemos en el hombre y en las demás criaturas creadas, las cuales son un reflejo limitado de la infinita perfección de Dios. Sin embargo, es necesario purificar continuamente nuestro lenguaje sobre Dios de todo lo que tiene de fantasioso o imperfecto, sabiendo bien que nunca podrá expresar plenamente el infinito misterio de Dios. ¡Qué bien lo ha expresado el papa Benedicto XVI! Cuando se trata de mirar las realidades humanas con los ojos de la Fe, tenemos que hacer tres movimientos: asumir, purificar y elevar 70. Asumir este mundo que es regalo de Dios mismo. Purificar todo aquello que ensombrece la verdad, la belleza y la bondad. Y, al final, hacer que renazca la obra de arte escondida, el sueño de Dios. Es lo que hacía

Cf. Audiencia General del 27 de marzo de 1985. J. Ratzinger, Ser cristiano en la era neopagana, Encuentro, Madrid 2006, 18-19.

Miguel Ángel, el artista: nunca veía en un bloque de granito o de piedra solo la piedra, sino la obra de arte (la escultura) que se encerraba en ella. Su labor era únicamente «quitar y limpiar» la broza que envolvía la obra de arte. Todo ello con una llamada de atención: nuestras palabras y nuestras imágenes para expresar las cosas de Dios siempre son pequeñas y aproximadas, aunque sean verdaderas.

Lo que Dios nos ha revelado Es real y verdadera la posibilidad de conocer a Dios con la capacidad de la sola razón humana. Pero, insistimos, existe otra forma más directa de conocer a Dios. Las criaturas solo indirectamente llevan a Dios; la Revelación nos muestra cómo se da a conocer Dios a Sí mismo, directamente. Y se revela a Sí mismo, revelando a la vez sus planes y proyectos, su plan salvífico, para el hombre. Este misterioso proyecto de Dios para la humanidad no es accesible a la sola fuerza razonadora del hombre. Por tanto, la más perspicaz lectura del testimonio de Dios en las criaturas no puede desvelar a la mente humana estos otros proyectos y misterios divinos más profundos. Una vez más, el papa Juan Pablo II 71 nos recuerda cuál es el contenido de la expresión creo. Porque si es exacto decir que la Fe consiste en aceptar como verdadero lo que Dios ha revelado, el Concilio Vaticano II ha puesto oportunamente de relieve que es también una respuesta de todo el hombre, subrayando la dimensión existencial y personalista de ella. Efectivamente, si Dios se revela a Sí mismo y manifiesta al hombre el salvífico misterio de su voluntad, es justo ofrecer a Dios que se revela esta «obediencia de la Fe», por la cual todo el hombre libremente se abandona a Dios, prestándole «el homenaje total de su entendimiento y voluntad, asin-

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PARA COMPRENDER EL CREDO DE NUESTRA FE

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Cf. Audiencia General del 27 de marzo de 1985.

tiendo voluntariamente a lo que Dios revela» (Dei Verbum, 5). En el conocimiento de Dios mediante la Fe, el hombre acepta como verdad todo lo que Dios ha revelado y, además, este hecho lo introduce, al mismo tiempo, en una relación profundamente personal con Dios mismo que se revela. Desde siempre, desde toda la eternidad, Dios Padre nos ha amado a cada uno, de forma única y personal, en el mismo amor con el que amaba a su Hijo, Jesucristo, nuestro Señor. Por eso somos sus hijos: hijos en el Hijo. Esto, como venimos explicando y lo haremos en otros lugares, es por obra del Espíritu Santo. Nos lo ha repetido el Concilio Vaticano II: la revelación de Dios no hay que entenderla como un «depósito o conjunto estático de verdades eternas», sino como «el autodesvelamiento o autodesnudamiento» de Dios mismo, con hechos y palabras, en una historia de salvación. El punto culminante o más perfecto de la revelación: Jesucristo. ¿Qué es lo más importante para nosotros? Que nos va a suceder lo mismo que aconteció a la naturaleza humana de Jesucristo: si dejamos que el Espíritu Santo nos trabaje interiormente seremos capaces de llegar a ver y abrazar a Dios mismo. Lo decía san Ireneo: la gloria y felicidad de Dios es que el hombre viva la vida misma de Dios; y la gloria y felicidad del hombre es la visión y el abrazo de Dios mismo. Estamos llamados a ser mucho más que «criaturas»: somos hijos de Dios en el Hijo, Jesucristo.

Dios se ha ido desvelando por etapas históricas Desde el principio de la historia de la humanidad (la Biblia llama Adán y Eva a nuestros primeros padres), Dios Creador ha invitado a los hombres a una íntima comunión con Él. La criatura humana rechazó esta invitación. Y, sin embargo, a pesar de la caída y de la negación primera, Dios se sigue reve-

lando en la historia y hasta promete la salvación, la plenitud, para toda la humanidad posterior. Y no solo para la humanidad; en el relato del diluvio universal, Dios bueno y misericordioso, establece con Noé una alianza que abraza a todos los seres vivientes. Dios, con toda generosidad, desde el comienzo de la humanidad, se nos da a conocer como es Él: vida eterna, amor de ágape y comunión profunda de tres Personas divinas. Lo llevamos inscrito en nuestra naturaleza humana. Ni siquiera el pecado o el rechazo de Dios nos borra esta verdad profunda. Y ni siquiera el pecado hace que Dios cambie su proyecto inicial: Él, que nos ha creado, sigue apostando por nosotros y dándonos, una y otra vez, una nueva oportunidad. Él es siempre fiel y misericordioso. Posteriormente, Dios escogió y llamó a Abrahán a abandonar su tierra de origen para hacer de él «el padre de una multitud de naciones» (Gn 17,5), y prometiéndole bendecir en él a «todas las naciones de la tierra» (Gn 12,3). Y no solo Dios llama a personas individuales, sino que quiso formar a Israel como su pueblo elegido, salvándolo de la esclavitud de Egipto. Estableció con este pueblo, por puro amor, una Alianza en el Sinaí: Dios quiere ser su Dios para siempre. Además, regala a este pueblo escogido su Ley por medio de Moisés. Su contenido se resume en los Diez Mandamientos de los que habla el libro del Éxodo. Nos ha recordado el papa Benedicto XVI que Dios muestra un amor «de eros (de elección y apuesta concreta por personas y por su pueblo) y de ágape (un amor que abarca a todos y de forma gratuita y generosa)» 72. Toda la historia del pueblo de Israel es testimonio de este amor, con dos caras: concreto y universal. Y lo único que desea con dicho amor no es algo para Él, sino un bien para nosotros: que lleguemos a vivir su misma vida divina para siempre.

72

Cf. Encíclica Deus Caritas Est. CREO-CREEMOS

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¿Cómo se ha revelado Dios a todos los hombres? –Dios se ha revelado a todos los hombres interviniendo con palabras y obras en la historia de Israel y, por último, a través de Jesucristo, que es la plenitud de toda comunicación de Dios a los hombres. Del Catecismo de la Conferencia Episcopal Española, Esta es nuestra Fe. Esta es la Fe de la Iglesia, 97.

Los profetas posteriores, con hechos y con palabras, siguieron manifestando el amor de Dios a su pueblo y anunciaron y abrieron la salvación de Dios a todas las naciones de la tierra, mediante una Alianza nueva y eterna, y unas leyes que no eran solo externas, sino grabadas por el Espíritu en el corazón mismo de cada hombre. Del pueblo de Israel, de la estirpe del rey David, nacerá el Mesías: Jesús. Por eso afirmamos que la más plena y definitiva etapa de la Revelación de Dios es la del Verbo encarnado, Jesucristo, mediador y plenitud de la Revelación. En cuanto Hijo único de Dios y hecho hombre, Él es la Palabra perfecta y definitiva del Padre. Con la venida del Hijo y el regalo del Espíritu, la Revelación de lo que Dios es ya se ha dado plenamente, aunque la Fe de la Iglesia deberá comprender gradualmente y explicar todo su alcance a lo largo de los siglos. San Juan de La Cruz llegó a escribir: «Porque (Dios Padre) en darnos, como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, y que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra, y no tiene más que hablar». El Concilio Vaticano II (Dei Verbum, 4) volvió a subrayar esta misma verdad: la Revelación entró en la fase definitiva con la venida de Cristo, cuando «al final (Dios) nos habló por medio de su Hijo» (Heb 1,1-2). «Jesucristo, pues, Palabra hecha carne, hombre enviado a los hombres, habla las palabras de Dios» (Jn 3,34) y realiza la obra de la salvación que el Padre le encargó (cf. Jn 5,36; 17,4). Por eso, quien ve a Jesucristo, ve al Padre (cf. Jn 14,9); Él, con su 32

PARA COMPRENDER EL CREDO DE NUESTRA FE

presencia y manifestación, con sus palabras y obras, signos y milagros, sobre todo con su muerte y gloriosa resurrección, con el envío del Espíritu de la verdad, lleva a plenitud toda la Revelación y la confirma con testimonio divino; a saber, que Dios está con nosotros para librarnos de las tinieblas del pecado y de la muerte, y para hacernos resucitar a una vida eterna. Creer en sentido cristiano quiere decir acoger la definitiva auto-Revelación de Dios en Jesucristo, respondiendo a ella con un «abandono en Dios», del que Cristo mismo es fundamento, vivo ejemplo y mediador salvífico. Como dice el Concilio: «... no hay que esperar otra revelación pública antes de la gloriosa manifestación de Jesucristo nuestro Señor» (Dei Verbum, 4). Creer cristianamente, es responder a la invitación de Jesús mismo: «Creéis en Dios, creed también en mí» (Jn 14,1). A la luz de todo lo anterior, hay que repetirlo sin ataduras ni complejos: el cristianismo no es ética ni moral, no son prácticas ni normas, no es filosofía ni literatura, no es ni siquiera la religión «de un libro revelado». Se centra en un acontecimiento real e histórico que, a su vez, lo supera: el misterio integral de la persona de Jesucristo. Él es el camino, la verdad y la vida. O, con palabras del papa Benedicto XVI, quien se encuentra con Cristo no solo no pierde nada, sino que gana todo. Añadimos: porque es la Verdad que llena la cabeza, la Belleza que llena el corazón y la Bondad que hace buenas las obras de nuestras manos.

Valor y sentido de las revelaciones «más particulares» Dios, por medio de su Espíritu, en la historia, además de las grandes verdades y hechos de su revelación, ha querido realizar lo que llamamos «revelaciones privadas», que no van en contra de los grandes misterios revelados de Dios y que pueden

ayudar a vivir la única y misma Fe si están referidas a la vida y al misterio de Jesucristo. Por lo tanto, la Iglesia, a través del Magisterio cualificado del Papa y de los obispos unidos al Papa, a quien corresponde el discernimiento auténtico de tales revelaciones, no puede aceptar, por aquellas revelaciones privadas, que pretendan superar, contradecir o corregir la Revelación definitiva, que es Cristo. En resumen, Dios puede hablar, y así lo ha hecho, a personas particulares. Lo mismo que ha permitido que su Madre, María la Virgen, o los santos comunicaran a personas particulares realidades divinas. Pero todas estas revelaciones son auténticas cuando no van en contra o traten de añadir algo al mensaje de Jesucristo. Es muy cierto que los dogmas, es decir, las enseñanzas que hay que creer para ser cristianos genuinos, se van «haciendo más claros» con el correr de los tiempos y las enseñanzas de los pastores y de personas autorizadas, y con el sentido que descubre la Tradición viva y sana de la Iglesia. Pero claridad no equivale necesariamente a novedades o añadidos.

Originalidad de la Fe cristiana Nos detenemos, desde lo expresado anteriormente, en algunas de las enseñanzas del papa Juan Pablo II sobre lo que significa creer en cristiano 73. La Fe es una respuesta personal del hombre a Dios que se revela a Sí mismo. La revelación definitiva es Jesucristo. Por la Fe conocemos a Dios. Este conocimiento de Dios, en la vida presente, es siempre parcial, provisional e imperfecto; pero da, sin embargo, al hombre la posibilidad de participar desde ahora en la verdad definitiva y total, que un día le será plenamente revelada en la visión inmediata de Dios. Esta es precisamente la originalidad de la Fe en relación con el conocimiento racional de Dios, par-

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Audiencias Generales del 10 y 17 de marzo de 1985.

tiendo de las cosas creadas. Si el hombre, mediante la Fe, da la respuesta a la auto-Revelación de Dios y acepta el plan divino de la salvación, esta respuesta conduce al hombre por encima de todo lo que el ser humano mismo alcanza con las facultades y las fuerzas de la propia naturaleza: «Por medio de la revelación divina Dios quiso manifestarse a Sí mismo y sus planes de salvar al hombre, para que el hombre se haga partícipe de los bienes divinos, que superan totalmente la inteligencia humana» (Dei Verbum, 6). Leemos también en la misma constitución del Vaticano II: «Para dar esta respuesta de la Fe es necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda, junto con el auxilio interior del Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del espíritu y concede a todos gusto en aceptar y creer la verdad» (Dei Verbum, 5). Es Dios mismo quien, al hombre que libremente desea creer, le otorga el don de la Fe. Al mismo tiempo, la Fe, con la iluminación de Dios, permite al hombre la comprensión cada vez más profunda de los contenidos revelados. Lo que debemos creer se propone, no se impone. Nadie debe ser forzado a abrazar la Fe contra su voluntad. Porque el acto de Fe es voluntario. Está, por consiguiente, «en total acuerdo con la índole de la Fe el excluir cualquier género de coacción por parte de los hombres en materia religiosa» (Dignitatis Humanae, 10). «Dios llama ciertamente a los hombres a servirle en espíritu y en verdad. Por este llamamiento quedan ellos obligados en conciencia, pero no coaccionados. Porque Dios tiene en cuenta la dignidad de la persona humana, que Él mismo ha creado, y que debe regirse por su propia determinación y usar de libertad. Esto se hizo patente sobre todo en Cristo Jesús...» (Dignitatis Humanae, 11). Cristo mismo trató de «excitar y robustecer la Fe de los oyentes», excluyendo toda coacción. En efecto, Él dio testimonio definitivo de la verdad de su Evangelio, «pero no quiso imponerla por la fuerza a los que le contradecían. Su reino... se establece dando CREO-CREEMOS

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testimonio de la verdad y prestándole oído, y crece por el amor con que Cristo, levantado en la cruz, atrae los hombres a Sí mismo» (Dignitatis Humanae, 11). Cristo encomendó luego a los Apóstoles el mismo modo de convencer sobre la verdad del Evangelio. Precisamente, gracias a esta libertad, la Fe –lo que expresamos con la palabra creo– posee su autenticidad y originalidad humana, además de divina. En efecto, ella expresa la convicción y la certeza sobre la verdad de la Revelación, en virtud de un acto de libre voluntad. Esta voluntariedad de la Fe no significa, sin embargo y en modo alguno, que el creer sea «facultativo», y que, por lo tanto, sea justificable una actitud de indiferentismo o agnosticismo; solo significa que el hombre está llamado a responder a la invitación y al don de Dios con la adhesión libre y total de sí mismo. La Fe, como la religión, es una cuestión de conciencia. «Por razón de su dignidad, todos los hombres, por ser personas, es decir, dotados de razón y de voluntad libre y, por tanto, enaltecidos con una responsabilidad personal, son impulsados por su propia naturaleza a buscar la verdad, y además tienen la obligación moral de buscarla, sobre todo, la que se refiere a la religión. Están obligados, asimismo, a adherirse a la verdad conocida y a ordenar su vida según las exigencias de la verdad» (Dignitatis Humanae, 2). Si este es el argumento esencial en favor del derecho a la libertad religiosa, es también el motivo fundamental por el cual esta misma libertad debe ser correctamente comprendida y observada en la vida social. El papa Juan Pablo II insistirá que, en cuanto a las decisiones personales, «cada uno tiene la obligación, y en consecuencia también el derecho, de buscar la verdad en materia religiosa, a fin de que, utilizando los medios adecuados, llegue a formarse prudentemente juicios rectos y verdaderos de conciencia. Ahora bien, la verdad debe buscarse de modo apropiado a la dignidad de la persona humana y a su naturaleza social, mediante la libre investigación, con la ayuda del magisterio o enseñanza, de la comunicación y del diálogo, por 34

PARA COMPRENDER EL CREDO DE NUESTRA FE

medio de los cuales los hombres se exponen mutuamente la verdad que han encontrado o juzgan haber encontrado para ayudarse unos a otros en la búsqueda de la verdad; y una vez conocida esta, hay que adherirse firmemente a ella con el asentimiento personal» (Dignitatis Humanae, 3). En estas palabras hallamos una característica muy acentuada de nuestro «Credo»: la relación con la verdad mediante la libertad interior y la responsabilidad de conciencia del sujeto creyente.

Dios garantiza su revelación por medio de la Tradición Apostólica ¿Dónde podemos encontrar lo que Dios ha revelado para adherirnos a ello con nuestra Fe convencida y libre? Hay un «sagrado depósito», del que la Iglesia toma comunicándonos sus contenidos. Cristo mandó «a los Apóstoles predicar a todo el mundo el Evangelio como fuente de toda verdad salvadora y de toda norma de conducta, comunicándoles así los bienes divinos» (Dei Verbum, 7). Ellos ejecutaron la misión que les fue confiada ante todo mediante la predicación oral, y al mismo tiempo algunos de ellos «pusieron por escrito el mensaje de salvación inspirados por el Espíritu Santo» (Dei Verbum, 7). Así se formó la transmisión de la Revelación divina en la primera generación de cristianos: «Para que este Evangelio se conservara siempre vivo e íntegro en la Iglesia, los Apóstoles nombraron como sucesores a los obispos, dejándoles su función en el magisterio», según expresión de san Ireneo (cf. Adv. Haer. III, 3,1). «Esta Tradición Apostólica va creciendo en la Iglesia con la ayuda del Espíritu Santo; es decir, crece la comprensión de las palabras e instituciones transmitidas cuando los fieles las contemplan y estudian repasándolas en su corazón (cf. Lc 2,19.51), cuando comprenden internamente los misterios que viven, cuando las proclaman los obispos, sucesores de los Apóstoles en el carisma de la verdad. La Iglesia camina a tra-

vés de los siglos hacia la plenitud de la verdad, hasta que se cumplan en ella plenamente las palabras de Dios» (Dei Verbum, 8). Pero en esta tensión hacia la plenitud de la verdad divina, la Iglesia bebe constantemente en el único «depósito» originario, constituido por la Tradición Apostólica y por la Sagrada Escritura, las cuales «manan la una misma fuente divina, se unen en un mismo caudal, corren hacia el mismo fin» (Dei Verbum, 9). Dios «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Tim 2,4), que es Jesucristo. Hay que anunciar a Cristo a todos los hombres, según su propio mandato: «Id y haced discípulos de todos los pueblos» (Mt 28,19). Este anunciar con fidelidad a Jesucristo durante siglos, en la Iglesia, es lo que se llama la «Tradición Apostólica». Nuestro Dios, Uni-Trino, es universal. Desea que todos los hombres lleguen a conocerle y, lo más importante, a participar de su misma vida, que no finalizará. Por ello, no hay que privar a nadie de que pueda conocer y vivir a Jesucristo mismo, mediante el Espíritu Santo. A esto se llama anunciar a Jesucristo, o evangelizar o, cuando es la primera vez que se hace el anuncio a quienes no lo conocen, missio ad gentes (primera misión). Ahora bien, el misionero, el evangelizador, el pregonero de Jesucristo no se puede predicar a sí mismo o cosas inventadas por él: tiene que anunciar, con honestidad y fidelidad, a Jesucristo. Y, siempre, en la misma onda y con las mismas claves que lo hace la Tradición viva de la Iglesia. La Tradición Apostólica es la transmisión del mensaje de Cristo llevada a cabo, desde los comienzos del cristianismo, por la predicación, el testimonio, las instituciones, el culto y los escritos inspirados. Los Apóstoles transmitieron a sus sucesores, los obispos y, a través de estos, a todas las generaciones hasta el fin de los tiempos todo lo que habían recibido de Cristo y aprendido del Espíritu Santo. Se llama Tradición a la línea de continuidad que engarza nuestros días con el inicio del cristianis-

mo. La línea de continuidad más autorizada, en cuanto a personas se refiere, son los obispos, verdaderos sucesores de los Apóstoles. ¿Y cuál es el contenido de la Tradición? Palabras, testimonios, culto, escritos y tradiciones que nos hablan de lo más genuino y primitivo del cristianismo. Una vez más, es una llamada de atención a la fidelidad y a un sabernos «administradores» y no dueños de los misterios y de las cosas sagradas. La Tradición Apostólica se realiza de dos modos: con la transmisión viva de la Palabra de Dios (también llamada simplemente «Tradición») y con la Sagrada Escritura, que es el mismo anuncio de la salvación puesto por escrito. La Tradición recibida de los Apóstoles ofrece dos vías: la transmisión continuada oral, de generación en generación, y la transmisión puesta por escrito, que denominamos «Sagrada Escritura». Ambas formas, hay que subrayarlo, hacen referencia al anuncio original y primero del Evangelio y remiten, por lo mismo, a la enseñanza más auténtica de Jesucristo. La Tradición y la Sagrada Escritura están íntimamente unidas y compenetradas entre sí, porque han surgido de la misma fuente divina. Suelen decir los teólogos que la «Tradición es la forma de la Revelación» y, la Revelación, «el contenido de la Tradición». En cualquier caso, lo oral y lo escrito, dentro de la Tradición, son una y la misma realidad que remiten a la revelación misma de Dios, en Jesucristo. Beber de la fuente pura y cristalina de la Tradición y de la Escritura, es garantía de que la Iglesia, después de siglos, se sitúa en la misma verdad que nos enseñó Jesucristo. Como nos recordó el papa Juan Pablo II 74, a este propósito conviene precisar y subrayar, también de acuerdo con el Concilio Vaticano II, que «... la Iglesia no saca exclusivamente de la Sagrada Escritura la

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Audiencia General del 24 de abril de 1985. CREO-CREEMOS

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certeza de todo lo revelado» (Dei Verbum, 9). Esta Escritura «es la Palabra de Dios en cuanto escrita por inspiración del Espíritu Santo... La misma Tradición da a conocer a la Iglesia el canon íntegro de los libros sagrados y hace que los comprenda cada vez mejor y los mantenga siempre activos» (Dei Verbum, 8). «La Sagrada Tradición y la Sagrada Escritura constituyen un solo depósito sagrado de la Palabra de Dios, confiado a la Iglesia. Fiel a dicho depósito, el pueblo cristiano entero, unido a sus pastores, persevera siempre en la doctrina apostólica...» (Dei Verbum, 10). Por ello ambas, Tradición y Sagrada Escritura, deben estar rodeadas de la misma veneración y del mismo respeto religioso. Aquí nace el problema de la interpretación auténtica de la Palabra de Dios, escrita o transmitida por la Tradición. Esta función ha sido encomendada «únicamente al Magisterio vivo de la Iglesia, el cual la ejercita en nombre de Jesucristo» (Dei Verbum, 10). Este Magisterio «no está por encima de la palabra de Dios, sino a su servicio, para enseñar puramente lo transmitido, pues por mandato divino y con la asistencia del Espíritu Santo, lo escucha devotamente, lo custodia celosamente, lo explica fielmente; y de este depósito de la Fe saca todo lo que propone como revelado por Dios para ser creído» (Dei Verbum, 10).

vencia de la Fe se ha confiado a toda la iglesia, formada por piedras vivas que somos todos los bautizados. Quien garantiza que estamos en la verdadera y genuina vía es el sentido sobrenatural o de las cosas de Dios que nos infunde, en conjunto, el Espíritu Santo, y siempre con la brújula y la autoridad del Magisterio cualificado de los papas y de los obispos.

Intérpretes autorizados de la Revelación

La interpretación auténtica de lo que creemos, corresponde solo al Magisterio vivo de la Iglesia, es decir, al sucesor de Pedro, el Obispo de Roma, y a los obispos en comunión con él. Este Magisterio papal y episcopal, servidor de la Palabra de Dios, goza del carisma de la verdad, y le compete también definir los dogmas, que son formulaciones de las verdades contenidas en la divina Revelación; esta autoridad se extiende también a las verdades necesariamente relacionadas con la Revelación. A la hora de interpretar, que no quiere decir «crear o inventar», el Credo de nuestra Fe, tenemos que escuchar las directrices de quien posee el Magisterio auténtico en nuestra Iglesia: el Papa y los obispos en unión, en colegio, con él. Solo a este Magisterio, que es vivo porque continúa la tradición de siglos desde el inicio, le corresponde definir dogmas de Fe o señalar comportamientos morales auténticos. Asimismo, aunque no sean normas, corresponde a dicho Magisterio señalar cuál es el sentido verdaderamente cristiano y católico de lo que creemos o de lo que hacemos.

Es verdad que lo que Dios ha ido revelando, especialmente en el misterio de Jesucristo, ha sido confiado por los Apóstoles a toda la Iglesia, a todo el Pueblo de Dios. Este pueblo, sostenido por el Espíritu Santo y guiado por el Magisterio de la Iglesia, acoge la Revelación divina, la comprende cada vez mejor, y la aplica a la vida. Hablar de «verdades» de Fe no equivale a algo estático, sino dinámico: la Fe se vive, se transmite y se encarna en las nuevas generaciones de cristianos. Se está afirmando algo muy grande y muy profundo: el contenido y la vi-

He aquí, pues, una nueva característica de la Fe: creer de modo cristiano significa también aceptar la verdad revelada por Dios, tal como la enseña la Iglesia. Pero al mismo tiempo el Concilio Vaticano II recuerda que «la totalidad de los fieles... no puede equivocarse cuando cree, y esta prerrogativa peculiar suya la manifiesta mediante el sentido sobrenatural de la Fe de todo el pueblo, cuando “desde los obispos hasta los últimos fieles laicos” prestan su consentimiento universal en las cosas de Fe y costumbres. Con este sentido de la Fe, que el Espíritu

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PARA COMPRENDER EL CREDO DE NUESTRA FE

de verdad suscita y mantiene, el Pueblo de Dios se adhiere indefectiblemente “a la Fe confiada de una vez para siempre a los santos” (Jds 3), penetra más profundamente en ella con juicio certero y le da más plena aplicación en la vida guiado en todo por el sagrado Magisterio» (Lumen Gentium, 12). En conclusión, La Tradición, la Sagrada Escritura, el Magisterio de la Iglesia y el sentido sobrenatural de la Fe de todo el Pueblo de Dios forman ese proceso vivificante en el que la divina Revelación se transmite a las nuevas generaciones. «Así Dios, que habló en otros tiempos, sigue conversando con la esposa de su Hijo amado; así el Espíritu Santo, por quien la voz viva del Evangelio resuena en la Iglesia, y por ella en el mundo entero, va introduciendo a los fieles en la verdad plena y hace que habite en ellos intensamente la palabra de Cristo» (cf. Col 3,16) (Dei Verbum, 8). Advierte el papa Benedicto XVI, que los exégetas no pueden moverse en «un ámbito neutral, por encima o fuera de la Iglesia; más bien en la Fe de la Iglesia, en una especie de sympatia sin la cual la Biblia permanecería cerrada» 75.

La relación entre Escritura, Tradición y Magisterio Escritura, Tradición y Magisterio están tan estrechamente unidos entre sí, que ninguno de ellos existe sin los otros. Juntos, por la fuerza del Espíritu Santo, contribuyen eficazmente, cada uno a su modo, a la salvación de los hombres. Lo que la Tradición vive o anuncia y lo que en la Escritura se lee, son una y la misma realidad, porque tienen al mismo autor: el Dios de la Revelación cristiana, cuya plenitud reveladora es Jesucristo. Por eso el Magis-

75 T. Rowland, La Fe de Ratzinger. La teología del papa Benedicto XVI, Editorial Nuevoinicio, Granada 2009, 109.

¿Qué es para el hombre creer a Dios que se revela? –Creer a Dios que se revela es para el hombre entregarse libre y totalmente a Dios, y aceptar como verdadero todo lo que nos ha manifestado acerca de Sí mismo y de sus designios de salvación. Del Catecismo de la Conferencia Episcopal Española, Esta es nuestra Fe. Esta es la Fe de la Iglesia, 99.

terio del Papa y de los obispos no puede separarse de la Tradición Apostólica y de la Sagrada Escritura. El pegamento o cemento que une profundamente los tres es el Espíritu Santo. Y los tres sirven a un único y valioso fin: que todos y cada uno de los hombres y mujeres lleguen a encontrar su plenitud, lo más grande a lo que están llamados, a vivir la misma vida de Dios para siempre.

La Sagrada Escritura enseña la verdad La Sagrada Escritura enseña la verdad porque Dios mismo es su autor: por eso afirmamos que está inspirada y enseña sin error las verdades necesarias para nuestra salvación. El Espíritu Santo es quien ha inspirado a los autores humanos de la Sagrada Escritura lo que el Espíritu mismo ha querido enseñarnos. La Fe cristiana, sin embargo, no es una «religión del libro», sino de la Palabra de Dios. Y esta Palabra de Dios, como escribió san Bernardo, no es solo «una palabra escrita y muda, sino el Verbo encarnado y vivo», Jesucristo. Es verdad que Jesucristo, el centro de nuestra Fe, no es una leyenda ni un mito ni una invención fantástica: es una persona real y concreta. Por eso tenemos que insistir en que el cristianismo no es una «religión del libro». Sin embargo, lo que dijo e hizo Jesucristo, y lo que antes se anunció de Él y lo que los testigos posteriores dijeron de Él está escrito. Y, cuando se escribió, el Espíritu Santo estaba CREO-CREEMOS

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guiando a los autores en lo que son verdades de Fe. Por eso la Escritura es verdadera. El cardenal C. M. Martini ha recordado en muchas ocasiones que leer la Biblia no es leer un libro cualquiera de literatura. Cuando leo la Sagrada Escritura, la Biblia, no solo están los ojos de la carne leyendo y el corazón de carne sintiendo, sino que el mismo Espíritu Santo me ayuda a leer dicha Escritura con ojos profundos de Fe y a sentirlo con corazón «sabio» para saber lo que Dios quiere de mi vida. Por eso, el Concilio Vaticano II, ha insistido tanto en que la Sagrada Escritura debe ser leída e interpretada con la ayuda del Espíritu Santo y bajo la guía del Magisterio de la Iglesia. Y nos ofreció tres criterios: lo primero, que tratemos de entender el contenido del pasaje que leemos y siempre a la luz de toda la Escritura, no aisladamente. Segundo, que busquemos cómo ha sido interpretado dicho pasaje en la Tradición viva de la Iglesia. Y, tercero, así como lo leído tiene que tener en cuenta el conjunto de lo que la Biblia enseña, también debemos leerlo en conexión con el conjunto de las verdades que creemos. Todo el conjunto de libros sagrados, que se denomina «canon», comprende cuarenta y seis escritos del Antiguo Testamento y veintisiete del Nuevo Testamento. A propósito del Antiguo Testamento, los cristianos veneramos dichos libros como verdadera Palabra de Dios porque están divinamente inspirados y conservan un valor permanente. Son testimonio de la historia de Salvación anterior a Jesucristo y fueron escritos sobre todo para preparar la venida de Cristo Salvador del mundo. En el Nuevo Testamento, el centro es Jesucristo, quien nos ha transmitido la verdad definitiva de la Revelación divina. En el Nuevo Testamento, los cuatro Evangelios de San Mateo, San Marcos, San Lucas y San Juan constituyen el corazón de toda la Escritura y ocupan un puesto único en la Iglesia. Por lo tanto, el Antiguo y el Nuevo Testamento son una sola Escritura al menos por tres razones importantes: porque es única 38

PARA COMPRENDER EL CREDO DE NUESTRA FE

la Palabra de Dios que se revela; porque es único el proyecto de salvación de Dios que se nos ha transmitido en ambos testamentos; y porque es único el Espíritu Santo y, por lo mismo, única la inspiración divina de ambos Testamentos. El Antiguo Testamento prepara el Nuevo, mientras que este da cumplimiento al Antiguo: ambos se iluminan recíprocamente. En cualquier caso, la Sagrada Escritura es algo vital para la Iglesia; para los cristianos es seguridad en la Fe y alimento y manantial de vida espiritual. Es el alma de la teología y de la predicación pastoral. Por esto la Iglesia, especialmente los últimos papas, han exhortado a la lectura frecuente de la Sagrada Escritura, atendiendo a las palabras de san Jerónimo: «Desconocer la Escritura es desconocer a Cristo». «Así Dios, que habló en otros tiempos, sigue conversando siempre con la Esposa de su Hijo amado (que es la Iglesia); así el Espíritu Santo, por quien la voz viva del Evangelio resuena en la Iglesia, y por ella en el mundo entero, va introduciendo a los fieles en la verdad plena y hace que habite en ellos intensamente la palabra de Cristo (cf. Col 3,16)» (Dei Verbum, 8). Creer de modo cristiano significa precisamente ser introducidos por el Espíritu Santo en la verdad plena de la divina Revelación; y quiere decir ser una comunidad de fieles abiertos a la Palabra del Evangelio de Cristo. Una y otra cosa son posibles en cada generación, porque la viva transmisión de la divina Revelación, contenida en la Tradición y la Sagrada Escritura, perdura íntegra en la Iglesia, gracias al servicio especial del Magisterio, en armonía con el sentido sobrenatural del Pueblo de Dios. Para completar esta concepción del vínculo entre nuestro Credo católico y su fuente, es importante también la doctrina sobre la divina inspiración de la Sagrada Escritura y de su interpretación auténtica. Al presentar esta doctrina, seguimos (como en las catequesis anteriores) ante todo la constitución Dei Verbum. Dice el Concilio: «La Santa Madre Iglesia, fiel a la Fe de los Apóstoles, reconoce que todos los libros

del Antiguo y del Nuevo Testamento, con todas sus partes, son sagrados y canónicos, en cuanto que, escritos por inspiración del Espíritu Santo (cf. Jn 20,31; 2 Tim 3,16; 2 Pe 1,19-21; 3,15-16), tienen a Dios como autor, y como tales han sido confiados a la Iglesia» (Dei Verbum, 11). Dios –como Autor invisible y trascendente– «se valió de hombres elegidos, que usaban de todas sus facultades y talentos; de este modo... como verdaderos autores, pusieron por escrito todo y solo lo que Dios quería» (Dei Verbum, 11). Con este fin el Espíritu Santo actuaba en ellos y por medio de ellos (cf. Dei Verbum, 11). Dado este origen, se debe reconocer «que los libros de la Sagrada Escritura enseñan sólidamente, fielmente y sin error la verdad que Dios hizo consignar en dichos libros para salvación nuestra» (Dei Verbum, 11). Lo confirman las palabras de san Pablo en la carta a Timoteo: «Toda la Escritura es divinamente inspirada y útil para enseñar, para argüir, para corregir, para educar en la justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto y consumado en toda obra buena» (2 Tim 3,16-17). Nos volvió a recordar el papa Juan Pablo II 76 que la constitución sobre la divina Revelación, siguiendo a san Juan Crisóstomo, manifiesta admiración por la particular «condescendencia», es como un inclinarse de la eterna Sabiduría. «La Palabra de Dios, expresada en lenguas humanas, se hace semejante al lenguaje humano, como la Palabra del Eterno Padre, asumiendo nuestra débil condición humana, se hizo semejante a los hombres» (Dei Verbum, 13). De la verdad sobre la divina inspiración de la Sagrada Escritura se derivan lógicamente algunas normas que se refieren a su interpretación. La constitución Dei Verbum las resume del siguiente modo: 1 El primer principio es que «porque Dios habla en la Escritura por medio de hombres y en len-

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Audiencia General del 1 de mayo de 1985.

guaje humano, el intérprete de la Sagrada Escritura, para conocer lo que Dios quiso comunicarnos, debe estudiar con atención lo que los autores querían decir y Dios quería dar a conocer con dichas palabras» (Dei Verbum, 12). 2 Con esta finalidad –y este es el segundo punto– es necesario tener en cuenta, entre otras cosas, los géneros literarios, «pues la verdad se presenta y enuncia de modo diverso en obras de diversa índole histórica, en libros proféticos o poéticos, o en otros géneros literarios» (Dei Verbum, 12). El sentido de lo que el autor expresa depende precisamente de estos géneros literarios, que se deben tener, pues, en cuenta sobre el fondo de todas las circunstancias de una poca precisa y de una determinada cultura. 3 Y, por esto, tenemos el tercer principio para una recta interpretación de la Sagrada Escritura: «Para comprender exactamente lo que el autor sagrado propone en sus escritos, hay que tener muy en cuenta los habituales y originarios modos de pensar, de expresarse, de narrar que se usaban en tiempo del escritor, y también las expresiones que entonces solían emplearse en la conversación ordinaria» (Dei Verbum, 12). 4 «La escritura se ha de leer e interpretar con el mismo Espíritu con que fue escrita» (Dei Verbum, 12). Por esto, «hay que tener muy en cuenta el contenido y la unidad de toda la Escritura, la Tradición viva de toda la Iglesia, la analogía de la Fe» (Dei Verbum, 12). Por «analogía de la Fe» entendemos la cohesión de cada una de las verdades de Fe entre sí y con el plan total de la Revelación y la plenitud de la divina economía encerrada en él. La misión de los exégetas, es decir, de los investigadores que estudian con métodos idóneos la Sagrada Escritura, es contribuir, según dichos principios, «para ir penetrando y exponiendo el sentido de la Sagrada Escritura, de modo que con dicho estudio pueda madurar el juicio de la Iglesia» (Dei CREO-CREEMOS

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Verbum, 12). Puesto que la Iglesia tiene «el mandato y el ministerio divino de conservar e interpretar la Palabra de Dios», todo lo que se refiere «al modo de interpretar la Escritura, queda sometido al juicio definitivo de la Iglesia» (Dei Verbum, 12). Esta norma es importante y decisiva para precisar la relación recíproca entre exégesis (y la teología) y el Magisterio de la Iglesia. Es una norma que está en relación muy íntima con lo que hemos dicho anteriormente a propósito de la transmisión de la divina Revelación. Hay que poner de relieve una vez más que el Magisterio utiliza el trabajo de los teólogos-exégetas y, al mismo tiempo, vigila oportunamente sobre los resultados de sus estudios. Efectivamente, el Magisterio está llamado a custodiar la verdad plena, contenida en la divina Revelación. Creer de modo cristiano significa, pues, adherirse a esta verdad gozando de la garantía de verdad que por institución de Cristo mismo se le ha dado a la Iglesia. Esto vale para todos los creyentes: y, por tanto –en su justo nivel y en el grado adecuado–, también para los teólogos y los exégetas. Para todos se revela en este campo la misericordiosa providencia de Dios, que ha querido concedernos no solo el don de su auto-Revelación, sino también la garantía de su fiel conservación, interpretación y explicación, confiándola a la Iglesia. Por su parte, de la lectura del libro sobre Jesús 77 y otros escritos anteriores del papa Benedicto, se deducen las siguientes claves para interpretar adecuadamente la Escritura y su uso en teología 78: 1 Para hacer teología correctamente hay que tener un método de exégesis o interpretación de la Sagrada Escritura adecuado. No se pueden separar exégesis bíblica y teología.

77 Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, La Esfera de los Libros, Madrid 2007. 78 S. Madrigal (ed.), El pensamiento de J. Ratzinger. Teólogo y Papa, San Pablo-Comillas, Madrid 2009, 25-65.

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PARA COMPRENDER EL CREDO DE NUESTRA FE

2 Para entender la Sagrada Escritura como Palabra de Dios hay que situarla en el marco de la Revelación de Dios. Se necesita la Fe para entender la Sagrada Escritura en su sentido más original y profundo. 3 La Iglesia es el sujeto de la Sagrada Escritura y el contexto en el que se debe hacer la exégesis y hermenéutica de la Escritura. Escritura, Tradición y Magisterio se interrelacionan. 4 La Escritura es un libro que mantiene su unidad entre Antiguo y Nuevo Testamento, y en todos sus escritos, gracias al misterio de Jesucristo. 5 Para una comprensión integral y adecuada de la Escritura necesitamos hacerlo desde el Espíritu Santo y con el Espíritu con el que fue escrita. Y ello, en clave orante y litúrgica.

La persona humana debe responder a Dios con Fe El filósofo católico X. Zubiri 79 nos ha recordado que para los sabios griegos de la antigüedad lo más importante era descubrir «la naturaleza de las cosas»; para los romanos clásicos, la forma de convivir mediante unas leyes justas. Para los judíos, lo decisivo era fiarse de Dios, la Verdad total y suprema. A este fiarse de Dios y responderle, lo llamamos Fe. Dar a Dios una respuesta de Fe consiste en fiarse plenamente de Él y acoger su Verdad, en cuanto está garantizada por Él mismo, porque Él es la Verdad. En La Biblia, tenemos muchos ejemplos de hombres y mujeres que han respondido con verdadera Fe a Dios. Destacan dos particularmente: en el Antiguo Testamento, Abrahán, que, sometido a

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Cf. X. Zubiri, Naturaleza, Historia, Dios, Alianza, Madrid 1980.

prueba, «tuvo Fe en Dios» (Rom 4,3) y siempre obedeció a su llamada; por esto se convirtió en «padre de todos los creyentes» (Rom 4,11.18). Y, ya en el Nuevo Testamento, la Virgen María, que supo vivir toda su existencia en clave de Fe según lo expresó desde el mismo momento en el que se le pidió aceptar el mensaje de Jesucristo: «Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). A la luz de ellos, y de otros creyentes, descubrimos que creer en Dios significa adherirse a Dios mismo, confiando plenamente en Él y dando pleno asentimiento a todas las verdades por Él reveladas. Significa creer en un solo Dios y, a la vez, en tres personas divinas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. La Fe, como todo en el cristianismo, es don y tarea, gracia y libertad. Pero siempre lo primero es el don gratuito de Dios. Dios es el primero en todo, el que primero habla y sale a nuestro encuentro, A nosotros nos corresponde responder y secundar con humildad la iniciativa de Dios. Pero, aún siendo conscientes de que la Fe es un don o regalo de Dios, es un acto humano, abierto a todos los hombres. A la hora de creer, nuestra inteligencia y voluntad, movidas por el Espíritu Santo, acogen y aceptan libremente la verdad divina. Además, la Fe es necesaria para ser cristianos y es cierta porque se fundamenta sobre la Palabra de Dios. Además, la Fe va unida a la esperanza y al amor. La Fe necesita expresarse por las obras. Por otro lado, la Fe está en continuo crecimiento, gracias particularmente a la escucha de la Palabra de Dios, y a la oración y a la recepción de los sacramentos. La Fe nos hace pregustar, ya desde ahora, lo que será el gozo del cielo, de una vida en Dios que no tendrá fin. De la Fe también hay que afirmar que, aunque supera la capacidad de nuestra razón, no está en contradicción con la verdadera ciencia. Ciencia y Fe no son enemigas ni pueden ignorarse. Son compañeras de camino. Ciencia y Fe, tienen su origen en Dios. Es Dios mismo quien da al hombre tanto la luz de la razón para hacer ciencia como la luz de

¿Cómo llega a nosotros la revelación de Jesucristo? –La revelación de Jesucristo nos llega a nosotros a través de la Tradición de los Apóstoles y de la Sagrada Escritura, conservadas ambas en la Iglesia y transmitidas e interpretadas fielmente por ella a lo largo de los siglos. Del Catecismo de la Conferencia Episcopal Española, Esta es nuestra Fe. Esta es la Fe de la Iglesia, 102.

la Fe para comprender las cosas de Dios. «Cree para comprender y comprende para creer», afirmaba san Agustín. Y se atribuye a Einstein la frase: «La ciencia sin Fe esta coja; pero la Fe sin ciencia es ciega». Y S. Hawkins nos ha vuelto a recordar que «la ciencia siempre es “lo penúltimo” y está sometida a revisiones y nuevas hipótesis. El porqué existe algo y no la nada, el milagro de la vida y la maravilla de la mente humana, pide explicaciones de “totalidad” que la ciencia no aporta».

La Fe, un «sí» personal y eclesial Pero la Fe no es solo un acto personal, como si siempre dijera «creo», es al mismo tiempo un acto eclesial que se manifiesta en la expresión «creemos», porque, efectivamente, es la Iglesia quien cree, y nosotros creemos por la Iglesia, en la Iglesia y con la Iglesia. Ella, con la gracia del Espíritu Santo, precede, engendra y alimenta la Fe de cada uno. Es la seguridad, también de que aquello que creemos es cierto. La Iglesia expresa y fija las verdades de Fe en fórmulas que nos permiten expresar, asimilar, celebrar y compartir con los demás las verdades de la Fe, utilizando un lenguaje común. Y, por eso, la Iglesia, aunque formada por personas diversas por razón de lengua, cultura y ritos, profesa con voz unánime la única Fe, recibida de un solo Señor y transmitida por la única Tradición Apostólica. Profesa un solo Dios –Padre, Hijo y Espíritu CREO-CREEMOS

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Santo– e indica un solo camino de salvación. Por tanto, creemos, con un solo corazón y una sola alma, todo aquello que se contiene en la Palabra de Dios escrita o transmitida y es propuesto por la Iglesia para ser creído como divinamente revelado, es decir, como proveniente verdaderamente de Dios.

Los símbolos de Fe o Credos cristianos Expresado lo anterior, entendemos por qué la Iglesia fija los Credos o símbolos de la Fe, que son fórmulas globales y articuladas de las verdades de nuestra Fe con las que la Iglesia, desde sus orígenes, ha deseado fijar en un lenguaje común y normativo lo que debemos creer todos los fieles. Los símbolos de Fe, o Credos o profesiones de Fe más antiguos son los bautismales, es decir, los que preparaban al Bautismo y se proclamaban en el momento de recibir el sacramento, bien por el propio bautizado si era adulto, o bien por los padres y padrinos si era un niño. Entre los varios símbolos de Fe antiguos, como ya hemos dicho en otro apartado, el más autorizado es el «símbolo apostólico», de origen antiquísimo y comúnmente recitado en las oraciones del cristiano. En él se contienen las principales verdades de la Fe transmitidas por los Apóstoles de Jesucristo. Otro símbolo antiguo y famoso es el «niceno-constantinopolitano», que contiene las mismas verdades de la Fe apostólica autorizadamente explicadas en los dos primeros Concilios Ecuménicos de la Iglesia universal: Nicea (325) y Constantinopla (381). El uso de los símbolos de Fe proclamados como fruto de los Concilios de la Iglesia se ha renovado también en nuestro siglo: efectivamente, después del Concilio Vaticano II, el papa Pablo VI pronunció la profesión de Fe conocida como el «Credo del Pueblo de Dios» (1968), que contiene el conjunto de las verdades de Fe de la Iglesia y tiene en especial consideración los contenidos a los que había dado expresión el último Concilio, o aquellos puntos en torno a los cuales se habían planteado dudas en los últimos años. 42

PARA COMPRENDER EL CREDO DE NUESTRA FE

Si queremos precisar o ampliar aún más, recordemos que la palabra griega symbolon 80, que significaba la mitad de un objeto partido (por ejemplo, de un sello), se presentaba como el signo de reconocimiento. Las partes rotas se juntaban para verificar la identidad del portador. De aquí provienen los ulteriores significados de símbolo: la prueba de la identidad, las cartas credenciales, e incluso un tratado o contrato cuya prueba era el symbolon. El paso de este significado al de colección o sumario de las cosas referidas y documentadas era bastante natural. De aquí también el hecho de que los símbolos de Fe son el primer y fundamental punto de referencia para la catequesis.

Después de todo lo afirmado hasta ahora, Benedicto XVI se atreve a resumir la Fe cristiana en estas tres premisas: 1 La Fe cristiana está anclada y remite a Jesucristo y a los santos. Creer es participar en el mismo misterio de Jesús, fiarnos de Él. San Juan apoyado en el pecho de Jesús es un símbolo de lo que significa la Fe. Creer es comunicarnos con Jesús, liberarnos de la represión contraria a la verdad y del encogimiento sobre mí mismo, y convertirlo en una respuesta al Padre Dios, en un sí al amor que vence al mundo porque «ya no soy yo quien vive; es Cristo quien vive en mí» (Gal 2,2). Así lo experimentaron los santos. 2 La Fe tiene que hacerse realidad en la vida. La Fe me lleva a «un nuevo nacimiento». Esto no se realza en un instante, sino que perdura a lo largo de todo el camino de la vida. Con un consejo de Pascal, aparentemente escéptico: «Empieza con la locura de la Fe y terminarás en el conocimiento». Una locura que es sabiduría y camino de la verdad.

80

Cf. Juan Pablo II, Audiencia General del 13 de Marzo de 1985.

3 La Fe comporta, finalmente, un «nosotros» eclesial. La Fe es necesariamente un acto eclesial. La Fe vive y actúa en el «nosotros» de la Iglesia, derrumbando los muros que puedan existir entre mi yo y los otros. La Fe, o vive en este «nosotros» o no se vive. En la Fe, la verdad y la vida, el yo y el nosotros son inseparables. Por la Fe soy contemporáneo del misterio de Jesús y todas las experiencias de la Iglesia me pertenecen y se han convertido en mis propias experiencias 81.

Para la reflexión personal o en grupo 1. ¿Qué novedad aporta el Dios de la Revelación cristiano cuando afirmamos que «Él siempre ha tomado la iniciativa»? 2. ¿Cómo se complementan razón y Fe cuando se trata de conocer a Dios? 3. ¿Por qué las fuentes puras y genuinas de la Revelación de Dios son la Sagrada Escritura y la Tradición viva? 4. ¿Por qué afirmamos que la Fe cristiana no es solo algo individual, sino que encierra una dimensión eclesial?

81 J. Ratzinger, El Cristianismo en la crisis de Europa, Cristiandad, Madrid 2005, 97-100.

CREO-CREEMOS

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CAPÍTULO 4

Creo en Dios Padre CREO EN DIOS PADRE 82

Lo que afirma el Credo de los Apóstoles Creo en Dios, Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra.

Lo que afirma el Credo niceno-constantinopolitano Creo en un solo Dios, Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible.

Lo que afirma el Credo del Pueblo de Dios (Pablo VI) Creemos en un solo Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, Creador de las cosas visibles –como es este mundo en que pasamos nuestra breve vida– y de las cosas invisibles –como son los espíritus puros, que llamamos también ángeles– y también Creador, en cada hombre, del alma espiritual e inmortal. Creemos que este Dios único es tan absolutamente uno en su santísima esencia como en todas sus demás perfecciones: en su omnipotencia, en su ciencia infinita, en su providencia, en su voluntad y caridad. Él es el que es, como él mismo reveló a Moisés (cf. Ex 3,14), él es Amor, como nos en-

82 Para esta sección, remitimos al Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 198-421; y al Compendio del Catecismo de la Iglesia, nn. 36-78.

CREO EN DIOS PADRE

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señó el apóstol Juan (cf. 1 Jn 4,8) de tal manera que estos dos nombres, Ser y Amor, expresan inefablemente la misma divina esencia de aquel que quiso manifestarse a sí mismo a nosotros y que, habitando la luz inaccesible (cf. 1 Tim 6,16), está en sí mismo sobre todo nombre y sobre todas las cosas e inteligencias creadas. Solo Dios puede otorgarnos un conocimiento recto y pleno de sí mismo, revelándose a sí mismo como Padre, Hijo y Espíritu Santo, de cuya vida eterna estamos llamados por la gracia a participar, aquí, en la tierra, en la oscuridad de la Fe, y después de la muerte, en la luz sempiterna. Los vínculos mutuos que constituyen a las tres personas desde toda la eternidad, cada una de las cuales es el único y mismo Ser divino, son la vida íntima y dichosa del Dios santísimo, la cual supera infinitamente todo aquello que nosotros podemos entender de modo humano. Sin embargo, damos gracias a la divina bondad de que tantísimos creyentes puedan testificar con nosotros ante los hombres la unidad de Dios, aunque no conozcan el misterio de la santísima Trinidad. Creemos, pues, en Dios, que en toda la eternidad engendra al Hijo; creemos en el Hijo, Verbo de Dios, que es engendrado desde la eternidad; creemos en el Espíritu Santo, persona increada, que procede del Padre y del Hijo como Amor sempiterno de ellos. Así, en las tres personas divinas, que son eternas entre sí e iguales entre sí, la vida y la felicidad de Dios enteramente uno abundan sobremanera y se consuman con excelencia suma y gloria propia de la esencia increada; y siempre hay que venerar la unidad en la trinidad y la trinidad en la unidad. [...] Creemos que todos pecaron en Adán; lo que significa que la culpa original cometida por él hizo que la naturaleza, común a todos los hombres, cayera en un estado tal en el que padeciese las consecuencias de aquella culpa. Este estado ya no es aquel en el que la naturaleza humana se encontraba al principio en nuestros primeros padres, ya que estaban constituidos en santidad y justicia, y en el que el hombre estaba exento del mal y de la muerte. Así, pues, esta naturaleza humana, caída de esta manera, destituida del don de la gracia del que antes estaba adornada, herida en sus mismas fuerzas naturales y sometida al imperio de la muerte, es dada a todos los hombres; por tanto, en este sentido, todo hombre nace en pecado. Mantenemos, pues, siguiendo el concilio de Trento, que el pecado original se transmite, juntamente con la naturaleza humana, por propagación, no por imitación, y que se halla como propio en cada uno. Creemos que nuestro Señor Jesucristo nos redimió, por el sacrificio de la cruz, del pecado original y de todos los pecados personales cometidos por cada uno de nosotros, de modo que se mantenga verdadera la afirmación del Apóstol: Donde abundó el pecado sobreabundó la gracia (cf. Rom 5,20). 46

PARA COMPRENDER EL CREDO DE NUESTRA FE

Creemos en un solo Dios La profesión de Fe comienza con la afirmación «Creo en Dios» porque es la más importante: la fuente de todas las demás verdades sobre el hombre y sobre el mundo, y de toda la vida del que cree en Dios. Que Dios sea uno no lo sabemos solo por la razón, sino porque Él mismo se ha revelado en cuanto tal. Primero, al pueblo de Israel, cuando dice: «Escucha Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor» (Dt 6,4), «no existe ningún otro» (Is 45,22). Segundo, y más decisivo, porque Jesús mismo lo confirmó: Dios «es el único Señor» (Mc 12,29). ¿Entonces afirmar que Jesús y el Espíritu Santo también son Dios contradice la afirmación anterior? En absoluto, ya que son un solo Dios en tres personas diferentes, como tendremos ocasión de explicar más adelante. Nos advierte el papa Benedicto que, cuando afirmamos que «Dios es», subrayamos con ello que existe la Verdad y un Fin por encima de nuestros fines e intereses. Existe otro Valor a lo que en este mundo se aprecia. Que todos nosotros somos criaturas, provenientes de ese mismo Dios. Criaturas amadas por Él y destinadas a la vida eterna. El hombre no proviene de la casualidad ni de la mera lucha por la existencia que lleva a la victoria al más apto que logra imponerse. Venimos del amor creador de Dios 83. Hagamos notar, también con palabras del papa Benedicto XVI 84, que el concepto bíblico de Dios ofrece dos caras complementarias: por un lado, lo personal y lo cercano de este Dios que ama a los hombres y habla con ellos. Pero, por otro lado, un Dios no atado a nada y que lo une todo. Cercano e

83 J. Ratzinger, El Dios de los cristianos. Meditaciones, Sígueme, Salamanca 2005, 26-27. 84 Cf. J. Ratzinger, Introducción al cristianismo, Sígueme, Salamanca 2001, 114-115.

inmanente, pero a la vez, trascendiendo el tiempo, los lugares y la historia. Es un Dios paradójico: escondido y, a la vez, cercano; accesible e inaccesible; el uno y el para todos. También nos advierte el papa Benedicto que, en la mentalidad actual, al hablar de Dios tenemos dos peligros: por un lado, considerar la cuestión de Dios como algo meramente teórico e inútil y, por otro lado, lo contrario, considerar el tema de Dios como una cuestión de «praxis social», algo revolucionario 85. Pero el Dios que se revela en las páginas de la Biblia es muy diferente: no es un principio inerte, sino que ha tomado la iniciativa y se ha revelado verdaderamente como ser «personal». El considerarlo como simple teoría o filosofía, o como mera praxis, es una manipulación del hombre que se cierra solo a su mundo humano y contempla la realidad como un conjunto o sistema de objetos muertos que puede manipular a su capricho e incluso negar la realidad de Dios mismo. Dios, por lo tanto, ni es una invención humana ni siquiera una invención judía como se ha llegado a plantear. Tampoco se puede suplantar al Dios vivo y revelado en nombre de «la naturaleza» como se hace en el neodarwinismo. En el fondo, este primer artículo de Fe nos pone ante un dilema: o bien se acepta la realidad como algo puramente material, o bien se acepta como expresión de algo que encierra un sentido. Son dos orientaciones de la vida absolutamente diferentes. Precisamente porque a Dios no se le puede comprobar como un objeto cualquiera mensurable, es el fundamento que precede a toda medida. Para reconocer este hecho se necesita un acto de humildad profunda. Aún más: en la relación del hombre con Dios no basta con el esquema yo-tú. Dios no es un simple interlocutor, sino el fundamento de mi propio ser, sin el cual yo no existiría; es el ser sin el cual nada existiría. Este fundamento

85 J. Ratzinger, H. U. von Balthasar et ál., Yo creo, Encuentro, Madrid 2010, 17-29.

CREO EN DIOS PADRE

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¿A quién llamamos «Dios» los cristianos? –Los cristianos llamamos «Dios» a la causa, guía y meta del universo, que es el Padre de Nuestro Señor Jesucristo. Del Catecismo de la Conferencia Episcopal Española, Esta es nuestra Fe. Esta es la Fe de la Iglesia, 108.

absoluto es, a la vez, relación hasta el punto de que solo puedo conocer porque soy conocido; solo puedo amar porque soy ya primero amado. Este primer artículo de Fe, en resumen, nos habla de una doble dimensión: subjetiva y objetiva. Creer en Dios es, al mismo tiempo, creer en ti, confiar en ti. Lo más decisivo para el hombre no es solo «imaginar o soñar», sino responder al Creador y escuchar el mensaje que encierra la creación misma. Esta aceptación de la verdad del Creador y de su creación es adoración. Solamente esto garantiza la libertad del hombre porque solo este hecho asegura el respeto intangible del hombre hacia el hombre.

El nombre de Dios Cuando Dios se revela, no nos da una definición abstracta, filosófica o teórica. Porque Dios se revela «actuando» en la historia. Por eso, cuando Dios se revela a Moisés lo hace como «el Dios vivo»: «Yo soy el Dios de tus padres, el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob» (Ex 3,6). Pero al mismo Moisés, Dios le revela su Nombre misterioso: «Yo soy el que soy (YHWH)» (Ex 3,14). Esto quiere decir, en primer lugar, que a Dios nadie le ha creado, que era el Principio de todo, incluso antes de la creación de todo. Mientras todas las criaturas hemos recibido de Él todo lo que somos, solo Dios es en sí mismo la plenitud del ser y de toda perfección. Él es «el que es», sin origen y sin fin. Jesús también se atrevió a decir de Él mismo lo que atribuimos al Nombre de Dios, «Yo soy» (Jn 8,28). 48

PARA COMPRENDER EL CREDO DE NUESTRA FE

Es muy importante subrayar que cuando dio su Nombre, al mismo tiempo nos dio a conocer la riqueza contenida en su misterio: solo Él es, desde siempre y por siempre, el que trasciende el mundo y la historia. Él es quien ha hecho el cielo y la tierra. Él es el Dios fiel, siempre cercano a su pueblo para salvarlo. Él es el Santo por excelencia, «rico en misericordia» (Ef 2,4), siempre dispuesto al perdón. Dios es el Ser personal, trascendente, omnipotente, eterno y perfecto. Él es el amor, la belleza, la bondad y la verdad supremas y perfectas. Benedicto XVI extrae de este pasaje del nombre revelado a Moisés preciosas consecuencias 86: es la base de la originalidad del monoteísmo judeocristiano. Dios, por un lado, preserva su carácter misterioso dando una respuesta que parece inicialmente ocultar su Nombre. Y, sin embargo, a la vez ha querido mostrar libremente su identidad dándonos a conocer su Nombre propio. No solo es Uno, sino que puede ser interpelado por el hombre, es un Tú infinito con el que puede dialogar un tú finito. No es el Dios de un lugar, sino el de los padres, el Dios de alguien. Porque Él ha salido a nuestro encuentro, podemos también salir al encuentro de Él. Cuando descubrimos que somos conocidos por Dios, podemos a su vez, conocerle y amarle, o escondernos de Él porque creemos que es una manzana. La plenitud del nombre de Dios nos la revela el Evangelio de San Juan: Dios es Padre y, a la vez, Jesús es el nombre de Dios porque Yeshua significa «Yahvé salva» 87. En Jesús, Dios nos llama por nuestro nombre, nos da nuestra vocación y nos incorpora a su misión y nos hace hijos en el Hijo 88.

86 J. Ratzinger, El Dios de los cristianos. Meditaciones, Sígueme, Salamanca 2005, 14-25. 87 Ibíd., 33-35. 88 Para todo este tema, cf. J. Prades, «Tú me has llamado por mi nombre y yo he respondido. El misterio de Dios contemplado y vivido por J. Ratzinger», en AA. VV., El Espíritu de J. Ratzinger, Benedicto XVI: «Communio» 7 (Invierno de 2007) 70-91.

Dios es la Verdad misma porque ni se engaña ni puede engañar. Dios es la Verdad y la Belleza porque «es luz, y en Él no hay tiniebla alguna» (1 Jn 1,5). El Hijo eterno de Dios, Jesucristo, que es la sabiduría de Dios encarnada, fue enviado al mundo «para dar testimonio de la Verdad» (Jn 18,37). Dios es amor y misericordia porque así se reveló al pueblo de Israel. Un amor más fuerte que el de un padre o una madre por sus hijos o el de un esposo por su esposa. Más aún, Dios en sí mismo es vida y «es amor» (1 Jn 4,8.16). Un amor que supera el amor erótico (entre hombre y mujer), el amor paterno-filial o el amor de amistad. Es un amor de ágape, que se da completa y gratuitamente: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único para que el mundo se salve por él» (Jn 3,16-17). Y todo ello, porque Dios, en sí mismo, y como Trinidad es una comunidad perfecta de amor. También afirmamos de Dios que es Todopoderoso y omnipotente, «el Fuerte, el Valeroso» (Sal 24,8), aquel para quien «nada es imposible» (Lc 1,37). Su omnipotencia es universal y se manifiesta en la creación del mundo de la nada y del hombre por amor, en la Encarnación y en la Resurrección de su Hijo, y en el don de la adopción filial que nos hace por el Espíritu Santo. Creer en Dios, el Único, no es solo «conocer» cosas de Dios o conocer su grandeza y majestad. Implica vivir en acción de gracias continuamente, además de confiar siempre en Él –incluso en la adversidad– y defender la verdadera dignidad de todos los hombres, creados a imagen de Dios; sin olvidar que tenemos que usar rectamente de las cosas creadas por Él. Cuando a Benedicto XVI se le pregunta si Dios es hombre o mujer, su respuesta es clara: Dios es Dios. No es ni hombre ni mujer, sino que es Dios por encima de todo. Es la alteridad absoluta. Es muy importante dejar constancia que la Fe bíblica siempre tuvo claro que Dios no es ni hombre ni mujer, sino precisamente Dios, y que el hombre y la mujer le

copian. Los dos descienden de él y las potencialidades de ambos están contenidas en él. Incluso cuando le llamamos «Padre» sigue siendo una metáfora, una imagen dada por Cristo para orar. La afirmación de que Dios no es ni hombre ni mujer viene reforzada por la tesis de que los pueblos que rodeaban a Israel conocían dioses masculinos y femeninos, y, sin embargo, el monoteísmo excluyó este tema de la pareja divina. Lo demás son imágenes, como cuando Dios llama a su pueblo la novia o que le ama como un marido ama a su mujer. Son imágenes, pero con un contenido real de amor. Otra realidad diferente es el hecho de que el Hijo se encarnara como varón y que hable de Dios como Padre. La paternidad nos habla de la dedicación y amor de Dios al ser humano, de nuestra adopción como hijos por parte de Dios, o de que Él establece sus normas. La imagen de Dios Padre tal y como aparece en la Biblia no es una proyección de nuestras experiencias hacia arriba, sino al revés: desde arriba se nos dice de forma absolutamente innovadora lo que entraña realmente ser padre y lo que podría y debería ser para el ser humano 89.

Dios es Único y, al mismo tiempo, Trinidad de personas Cuando los cristianos nos bautizamos lo hacemos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Con ello, como nos enseñó Jesucristo, estamos afirmando que el misterio central de nuestra Fe y de la vida cristiana es el misterio de Dios como santísima Trinidad. El papa Benedicto insiste constantemente en que nuestro Dios cristiano es un Dios personal, y a la vez comunidad-relacionalidad. La Fe en Dios

89 J. Ratzinger, Dios y el mundo. Creer y vivir en nuestra época, Círculo de Lectores, Barcelona 2002, 97-98.

CREO EN DIOS PADRE

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Uni-Trino significa fundamentalmente la renuncia a encontrar una salida y la permanencia en el misterio que el hombre no puede abarcar. De ahí que, a lo largo de la historia, se hayan cometido errores y herejías. Así los modalistas que imaginaban la Trinidad no como tres personas, sino como tres modos o formas de cómo nuestra conciencia capta a Dios. Igualmente, los subordinacionistas que afirman que Dios es único y que Cristo no es Dios, sino un ser especialmente próximo a Dios. O el monarquianismo, en su versión clásica y moderna (Hegel), que afirma vigorosamente la unicidad de Dios, pero un Dios que se va desarrollando y desvelando progresivamente en la historia: primero, Padre creador; luego, Hijo redentor; y finalmente, Espíritu vivificador 90. Profundizando en la doctrina de Benedicto XVI sobre la Trinidad, se ha destacado 91 que su pensamiento subraya la originalidad del Dios bíblico como un Dios-dialogal. Dios no es solo «Logos», palabra, sino «diálogos» en el mayor modo relacional. El Padre solo puede contemplarse en relación al Hijo. El Padre es un puro concepto de relación. El Padre solo es padre en relación al Hijo. El Hijo es un concepto de relación. En san Juan se habla de Jesucristo como el Hijo que siempre está más allá de sí mismo. El ser de Jesucristo es uno completamente abierto: es un ser que proviene de y se dirige hacia; no se retiene a sí mismo ni está solamente en sí mismo. Este ser es pura relación, no sustancialidad, y en cuanto pura relación es pura unidad. Solo en Jesucristo puede revelarse el ser de Dios uno y trino. Y si la existencia cristiana supone llegar a ser como el Hijo, esa misma condición relacional rige también como don y a la vez como tarea para nuestra vida. En resumen, la esencia de la personalidad trinitaria es ser pura relación y, así, la más absoluta unidad. De tal manera que la perso-

90 Cf. J. Ratzinger, Introducción al cristianismo, Sígueme, Salamanca 2001, 143-145 y 257-258. 91 F. Meier-Hamidi y F. Schumacher (eds.), El teólogo J. Ratzinger, Herder, Barcelona 2007, 115-121.

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PARA COMPRENDER EL CREDO DE NUESTRA FE

na es la pura relación de referencia. La relación no es algo que se añade a la persona –como en lo humano–, sino que la persona divina consiste en la referibilidad 92. En el cristianismo, el concepto de «persona» es mucho más que el de mero «individuo». Y desde la relacionalidad, se descubre otra concepción de la imagen del mundo: no es solo substancia, sino relación. De cualquier forma, el discurso sobre el Dios uno y trino, sobre el amor, sigue siendo siempre un misterio inabarcable. Hay que renunciar a la pretensión de saberlo todo 93. ¿Podemos descubrir con la razón que Dios es Uno y Trino? Aunque Dios ha dejado huellas de su ser trinitario en la creación y en el Antiguo Testamento, la intimidad de su ser como Trinidad Santa constituye un misterio inaccesible a la sola razón humana e incluso fue un misterio para la Fe del pueblo de Israel. Es decir, antes de la Encarnación del Hijo de Dios, Jesucristo, y del envío del Espíritu Santo no se reveló este misterio divino en su plenitud. Jesucristo nos reveló que Dios es «Padre» (para Él incluso, su «papaíto», abba en arameo) no solo en cuanto es Creador del universo y del hombre, sino, sobre todo, porque engendró eternamente en su seno al Hijo, que es su Verbo, «resplandor de su gloria e impronta de su sustancia» (Heb 1,3). El Hijo es igual al Padre en su ser divino. A su vez, el Espíritu Santo es la tercera Persona de la santísima Trinidad. Es Dios, uno e igual al Padre y al Hijo; «procede del Padre» (Jn 15,26), que es principio sin principio y origen de toda la vida trinitaria. Y procede también del Hijo (Filioque, se dirá en latín), por el don eterno que el Padre hace al Hijo. El Espíritu Santo, enviado por el Padre y por el Hijo encarnado, guía a la Iglesia, en su peregrinar, hasta el conocimiento de la «verdad plena» (Jn 16,13).

92 J. Ratzinger, Introducción al cristianismo, Sígueme, Salamanca 2001, 153-156. 93 Ibíd., 143.

La Iglesia expresa su Fe en Dios uno y trino confesando que existe un solo Dios en tres Personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. San Agustín y otros autores, al destacar el Amor de Dios, hablarán de Amante (el Padre), Amado (el Hijo) y Amor (el Espíritu Santo). Las tres divinas Personas son un solo Dios, porque cada una de ellas es idéntica a la plenitud de la única e indivisible naturaleza divina, pero, a la vez, las tres son realmente distintas entre sí, por sus relaciones recíprocas: el Padre engendra al Hijo, el Hijo es engendrado por el Padre, el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo. Además de ser inseparables en su única sustancia, las divinas Personas son también inseparables en su obrar, porque obran en conjunto, aunque en ese único obrar divino cada Persona se hace presente según el modo que le es propio en la Trinidad. Así, al Padre atribuimos la creación, al Hijo, la redención, y al Espíritu Santo, la santificación de todo, aunque creación-redención-santificación sea obra de las tres personas. De nuevo, el papa Benedicto XVI, con clarividencia, se atreve a formular en tres tesis lo que el símbolo de la Fe profesa 94: 1 La paradoja «una esencia en tres personas» indica la unidad y la multiplicidad en Dios. Dios está por encima de lo singular y de lo plural. La suprema unidad no es monotonía; es unidad en el amor mutuo. 2 La paradoja «una esencia en tres personas» hace referencia al concepto mismo de persona. Confesar a Dios como persona supone confesarlo como conocimiento, amor, palabra, relación, comunicabilidad y fecundidad. Lo exclusivamente único, sin relaciones, no puede ser persona. No existe persona en la absoluta singularidad. La palabra persona (en griego proso-

94 Cf. J. Ratzinger, Introducción al cristianismo, Sígueme, Salamanca 2001, 151-161.

¿El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son iguales entre sí? –El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, sin confundirse entre sí, son iguales porque son un solo Dios increado, todopoderoso, santo, eterno, inmenso, justo y misericordioso. Del Catecismo de la Conferencia Episcopal Española, Esta es nuestra Fe. Esta es la Fe de la Iglesia, 218.

pon) significa ‘respecto de’, ‘hacia’. Y, en latín, persona significa ‘resonar a través de’. Dicho lo anterior, el concepto de persona en Dios supera al ser-personal humano. Es un concepto que ilumina y, al mismo tiempo, encubre la personalidad de Dios. 3 La paradoja «una esencia en tres personas» tiene que ver con el problema de lo absoluto y de lo relativo, en el sentido de que manifiesta el carácter absoluto de lo relativo y que lo relativo siempre se trasciende. Implica entender a la persona humana y, sobre todo, el misterio de Cristo. Como en la persona de Jesucristo, lo más propio nuestro es al mismo tiempo lo menos propio y lo recibido. Y que se llega a ser uno mismo cuando salimos de nosotros mismos y nos entregamos a los demás. Al hablar sobre Dios descubrimos quién es el hombre. Lo más teórico ilumina lo práctico. Dios ilumina al ser humano. El P. R. Cantalamessa 95, a propósito del misterio de Dios como Trinidad, ha escrito bellamente que la vida cristiana se desarrolla totalmente en el signo y en presencia de la Trinidad. En la aurora de la vida, fuimos bautizados «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» y al final, junto a

95 Cf. Comentario del padre Raniero Cantalamessa a las lecturas del domingo 9 de Junio 2006, en www.zenit.org/.

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nuestra cabecera, se recitarán las palabras: «Marcha, oh alma Cristiana de este mundo, en el Nombre de Dios, el Padre omnipotente que te ha creado, en el nombre de Jesucristo que te ha redimido y en el nombre del Espíritu Santo que te santifica». Entre estos dos momentos extremos de nuestra vida, se enmarcan otros llamados de «transición» que, para un cristiano, están marcados por la invocación de la Trinidad. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, los esposos se unen en matrimonio, los religiosos se consagran y los sacerdotes son ordenados por el obispo. En el pasado, en nombre de la Trinidad, comenzaban los contratos, las sentencias y todo acto importante de la vida civil y religiosa. No es verdad, por tanto, el que la Trinidad sea un misterio remoto, irrelevante para la vida de todos los días. Por el contrario, son las tres personas más «íntimas» en la vida: no están fuera de nosotros, sino que están dentro de nosotros. «Hacen morada en nosotros» (Jn 14,23); más aún: nosotros somos su «templo». La revelación de Dios como amor, hecha por Jesús, no es una invención humana. Nos ha revelado, al mismo tiempo, un gran secreto en Dios: que es Amor. Y, si Dios es amor, tiene que amar a alguien. No existe un amor «vacío», sin objeto. Pero ¿a quién ama Dios para ser definido amor? ¿A los hombres? Pero los hombres existen tan solo desde hace unos millones de años, nada más. ¿Al cosmos? ¿Al universo? El universo existe solo desde hace algunos miles de millones de años. Antes, ¿a quién amaba Dios para poder definirse amor? No podemos decir que se amaba solo a sí mismo, porque esto no sería amor, sino egoísmo o narcisismo. La respuesta de la revelación cristiana es esta: Dios es amor porque desde la eternidad tiene «en su seno» un Hijo, el Verbo, al que ama con un amor infinito, es decir, con el Espíritu Santo. En todo amor siempre hay tres realidades o sujetos: uno que ama, uno que es amado y el amor que les une. El Dios cristiano es uno y trino 52

PARA COMPRENDER EL CREDO DE NUESTRA FE

porque es comunión de amor. En el amor se reconcilian entre sí unidad y pluralidad; el amor crea la unidad en la diversidad: unidad de propósitos, de pensamiento, de voluntad; diversidad de sujetos, de características. En este sentido, la familia es la imagen menos imperfecta de la Trinidad. No es casualidad que al crear la primera pareja humana Dios dijera: «Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra» (Gn 26-27). Según los ateos modernos, Dios no sería más que una proyección que el hombre se hace de sí mismo. Esto puede ser verdad con respecto a cualquier otra idea de Dios, pero no con respecto al Dios cristiano. ¿Qué necesidad tendría el hombre de dividirse a sí mismo en tres personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo, si verdaderamente Dios no es más que la proyección que el hombre hace de su propia imagen? La doctrina de la Trinidad es, por sí sola, el mejor antídoto al ateísmo moderno. ¿Parece demasiado difícil todo esto? Es lógico que así sea, porque cuando uno está en la orilla de un lago o de un mar y se quiere saber lo que hay del otro lado, lo más importante no es agudizar la vista y tratar de otear el horizonte, sino subirse a la barca que lleva a esa orilla. Con la Trinidad, lo más importante, no es discurrir y dar vueltas sobre el misterio, sino permanecer en la Fe de la Iglesia, que es la barca segura y fiable que lleva al misterio único de la Trinidad.

En el principio Dios creó el cielo y la tierra La Sagrada Escritura dice: «En el principio creó Dios el cielo y la tierra» (Gn 1,1). La Iglesia, en su profesión de Fe, proclama que Dios es el creador de todas las cosas visibles e invisibles: de todos los seres espirituales y materiales, esto es, de los ángeles y del mundo visible y, en particular, del hombre. A través del relato de los «seis días» de la Creación, la Sagrada Escritura nos da a conocer el valor

¿Por qué decimos que Dios es Padre de todos los hombres? –Decimos que Dios es Padre de todos los hombres porque nos ha creado y dado la vida, nos ama y cuida con cariño, y quiere que todos entremos en comunión de vida y amor con Él como hijos suyos. Del Catecismo de la Conferencia Episcopal Española, Esta es nuestra Fe. Esta es la Fe de la Iglesia, 109.

de todo lo creado y su finalidad de alabanza a Dios y de servicio al hombre. Todas las cosas deben su propia existencia a Dios, de quien reciben la propia bondad y perfección, sus leyes y lugar en el universo. Es importante afirmar que en el principio Dios creó el cielo y la tierra porque la creación es el fundamento de todos los designios salvíficos de Dios; manifiesta su amor omnipotente y lleno de sabiduría; es el primer paso hacia la Alianza del Dios único con su pueblo; es el comienzo de la historia de la salvación, que culmina en Cristo; es la primera respuesta a los interrogantes fundamentales sobre nuestro origen y nuestro fin. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son el principio único e indivisible del mundo, aunque la obra de la Creación se atribuye especialmente a Dios Padre. Podemos afirmar que la Creación es un regalo del Padre al Hijo por el Espíritu Santo. El mundo ha sido creado para gloria de Dios, el cual ha querido manifestar y comunicar su bondad, verdad y belleza. El fin último de la Creación es que Dios, en Cristo, pueda ser «todo en todos» (1 Cor 15,28), para gloria suya y para nuestra felicidad. «Porque la gloria de Dios es el que el hombre viva, y la vida del hombre es la visión de Dios» (San Ireneo de Lyon). Dios ha creado el universo libremente con sabiduría y amor. El mundo no es el fruto de una necesidad, de un destino ciego o del azar. Dios crea «de la nada» –ex nihilo– (2 Mac 7,28) un mundo orde-

nado y bueno, que Él trasciende de modo infinito. Dios conserva en el ser el mundo que ha creado y lo sostiene, dándole la capacidad de actuar y llevándolo a su realización, por medio de su Hijo y del Espíritu Santo. Nos recuerda Benedicto XVI, a propósito del Dios Creador, que no es una mera teoría del pasado, sino que se trata de tener una actitud correcta en el presente. Resulta decisivo para la Fe cristiana en la creación que el Dios creador y redentor, el Dios del origen y del fin, sean uno y el mismo. Además, la Fe en Dios creador es Fe en el Dios de la conciencia. Por ser creador está próximo a todos en la conciencia. La conciencia está por encima de la ley. Discierne entre una ley recta y una injusta. Conciencia significa preponderancia de la verdad. La conciencia no es gusto personal erigido en principio, sino la expresión de la Fe en la secreta participación del conocimiento humano en la verdad. En la conciencia somos siempre conscientes de la verdad, y por eso también la conciencia nos desafía a buscar más y más la verdad 96. Además, hay que afirmar con fuerza que Dios sigue cuidando de todo lo que ha creado. A esto se llama «divina Providencia», y consiste en las disposiciones con las que Dios conduce a sus criaturas a la perfección última, a la que Él mismo las ha llamado. Dios pide que las criaturas colaboren con Él. Se sirve también de la cooperación de sus criaturas, otorgando al mismo tiempo a estas la dignidad de obrar por sí mismas, de ser causa unas de otras. Dios otorga y pide al hombre, respetando su libertad, que colabore con la Providencia mediante sus acciones, sus oraciones, pero también con sus sufrimientos, suscitando en el hombre «el querer y el obrar según sus misericordiosos designios» (Flp 2,13).

96 J. Ratzinger, El Dios de los cristianos. Meditaciones, Sígueme, Salamanca 2005, 41-42 y 48-49.

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Fe en un Dios creador y teorías de la evolución Sobre este tema, señalamos tan solo lo expresado en el magisterio de los papas más recientes. Tres veces abordó este tema Pío XII. En el año 1941 en el discurso a la Academia Pontificia de las Ciencias, en 1950 en la encíclica Humani Generis y en 1953 en el discurso al Congreso Internacional de Genética. Por su importancia magisterial nos fijamos solamente en la Humani Generis. Según ella, la Iglesia no prohíbe que los entendidos en teología y ciencia sigan investigando acerca del origen del cuerpo del hombre, en cuanto pueda provenir de una materia viva. La fe católica nos manda sostener que las almas son creadas inmediatamente por Dios. Dentro de estos límites, el evolucionismo puede ser admitido por los católicos. Los reparos respecto al poligenismo habrá que tenerlos en cuenta en futuras reflexiones teológicas. El Concilio Vaticano II no tomó posición directa y expresa frente a las cuestiones teológicas que se plantean con la teoría evolucionista, pero sí se refleja en el Concilio una visión dinámica de la realidad (GS 5) y una convergencia, orientación y plenitud hacia y en Jesucristo (GS 22; 45; AG 3). Con palabras de algunos teólogos, «el Vaticano II mantiene una visión muy optimista de la creación, y pide una responsabilidad al hombre en orden a no destruir lo creado». Pablo VI, el 11 de julio de 1966, volvió a tocar el tema. Por iniciativa suya se reunían en un simposio internacional expertos de la teología y de la exégesis católica para tratar del pecado original e intentar acomodarlo a la nueva visión del mundo. Las palabras del papa dicen así: «Tampoco os parecerá aceptable la teoría del evolucionismo, mientras no esté de acuerdo decididamente con la creación inmediata de todas y cada una de las almas humanas por Dios». El papa Juan Pablo II intervino también en diversas ocasiones recordando la verdad del Dios Crea54

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dor, del hombre como imagen y semejanza de Dios en Cristo, y de la naturaleza como el hogar en el que el Creador ha colocado a la persona humana. Abogaba por una «ecología moral», de respeto al hombre y a la naturaleza. No son incompatibles el evolucionismo «abierto», y la creación como obra de la Trinidad. «No es propio de la Iglesia incorporar todas las novedades científicas... Pero sí tomar en consideración aquellas que forman parte de la cultura de cada época. El concepto de evolución ha entrado como concepto cultural que debe atenderse» (Juan Pablo II, 1996). Por su parte, Benedicto XVI viene recordando con fuerza: que «no somos el producto casual y sin sentido de la evolución. Cada uno de nosotros es el fruto de un pensamiento de Dios. Cada uno de nosotros es querido, cada uno es amado, cada uno es necesario... Quien encuentra a Cristo no solo no pierde nada, sino que gana todo» 97. Me detengo un poco más en el importante discurso que pronunció el papa Benedicto XVI a la Academia Pontificia de las Ciencias el 31 de octubre de 2008. Los científicos reflexionaban en aquella ocasión sobre la «visión científica de la evolución del universo y de la vida», y su compatibilidad o no con la Fe cristiana. Era tanto como afrontar el origen de los seres, su causa, su fin y el sentido de la historia humana y del universo. El Santo Padre subrayó que, algunas veces, la ciencia y la filosofía se han propuesto explicar el origen del cosmos, basándose en uno o varios elementos del mundo material. No hablaban de una creación, sino más bien de mutación o transformación. Implicaba una interpretación horizontal del origen del mundo. Un avance decisivo en la comprensión del origen del cosmos fue la consideración del ser en cuanto ser y el interés de la metafísica por la cuestión fundamental del origen primero o tras-

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Cf. Homilía con ocasión de su investidura en el año 2005.

cendente del ser participado. Para desarrollarse y evolucionar, el mundo primero debe existir y, por tanto, haber pasado de la nada al ser. Dicho de otra forma, debe haber sido creado por el primer Ser, que es tal por esencia. El Santo Padre matizaba que afirmar que el fundamento del cosmos y de su desarrollo es la sabiduría providente del Creador no quiere decir que la creación solo tiene que ver con el inicio de la historia del mundo y la vida. Más bien, implica que el Creador funda este desarrollo y lo sostiene, lo fija y lo mantiene continuamente. Santo Tomás de Aquino enseñó que la noción de creación debe trascender el origen horizontal del desarrollo de los acontecimientos, es decir, de la historia, y en consecuencia todos nuestros modos puramente naturalistas de pensar y hablar sobre la evolución del mundo. Santo Tomás afirmaba que la creación no es ni un movimiento ni una mutación. Más bien, es la relación fundacional y continua que une a la criatura con el Creador, porque él es la causa de todos los seres y de todo lo que llega a ser 98. «Evolucionar», seguía indicando el papa Benedicto XVI, «significa literalmente desenrollar un rollo de pergamino», o sea, leer un libro. La imagen de la naturaleza como un libro tiene sus raíces en el cristianismo y ha sido apreciada por muchos científicos. Galileo veía la naturaleza como un libro cuyo autor es Dios, del mismo modo que lo es de la Escritura. Es un libro cuya historia, cuya evolución, cuya «escritura» y cuyo significado «leemos» de acuerdo con los diferentes enfoques de las ciencias, mientras que durante todo el tiempo presupone la presencia fundamental del autor que en él ha querido revelarse a sí mismo. Esta imagen también nos ayuda a comprender que el mundo, lejos de tener su origen en el caos, se parece a un libro ordenado: es un cosmos. A pesar de algunos elementos irracionales, caóticos y destructores en los largos procesos de cambio en el cosmos, la materia como

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Cf. Summa Theologiae, I, q. 45, a. 3.

tal se puede «leer». Tiene una «matemática» interior. Por tanto, la mente humana no solo puede dedicarse a una cosmografía que estudie los fenómenos mensurables y científicos, sino también a una cosmología que discierne la lógica interna y visible del cosmos. El Santo Padre también nos hacía una advertencia: al principio tal vez no seamos capaces de ver la armonía tanto del todo como las relaciones entre las partes individuales con el todo. Sin embargo, hay siempre una amplia gama de acontecimientos inteligibles, y el descubrimiento de un proceso racional de correspondencias evidentes y finalidades innegables: así, en el mundo inorgánico, entre microestructuras y macroestructuras; en el mundo orgánico y animal, entre estructura y función; y en el mundo espiritual, entre el conocimiento de la verdad y la aspiración a la libertad. La investigación experimental y filosófica descubre gradualmente estos órdenes; percibe que actúan para mantenerse en el ser, defendiéndose de los desequilibrios y superando los obstáculos. Y, gracias a las ciencias naturales, hemos ampliado mucho nuestra comprensión del lugar único que ocupa la humanidad en el cosmos. ¿Qué es, entonces, lo que distingue un simple ser vivo y un ser espiritual (como el hombre), que es capax Dei (capaz de Dios)? Sin duda, responde el Santo Padre, la existencia de lo que llamamos alma intelectiva de un sujeto libre y trascendente. Por eso, el magisterio de la Iglesia ha afirmado constantemente que «cada alma espiritual es directamente creada por Dios –no es “producida” por los padres–, y es inmortal» 99. Esto pone de manifiesto la peculiaridad de la antropología cristiana e invita al pensamiento moderno a explorarla. Ya afirmaba el papa Juan Pablo II, que «la verdad científica, que es en sí misma participación en la Verdad divina,

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Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 366. CREO EN DIOS PADRE

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¿Por qué decimos que Dios es Todopoderoso? –Decimos que Dios es Todopoderoso porque es el único Señor de todo lo que existe y vive y no hay ningún otro poder que sea capaz de oponerse a Él como un rival. Por eso afirmamos que solamente Dios gobierna de verdad el universo y la historia de los hombres. Del Catecismo de la Conferencia Episcopal Española, Esta es nuestra Fe. Esta es la Fe de la Iglesia, 110.

puede ayudar a la filosofía y a la teología a comprender cada vez más plenamente la persona humana y la revelación de Dios sobre el hombre, una revelación completada y perfeccionada en Jesucristo» 100. Hasta aquí, las claves del discurso del papa Benedicto XVI. Si se nos pregunta sobre la postura de la Iglesia en el tema de la evolución, se puede resumir en los siguientes puntos, siguiendo a diversos autores: 1 La Fe no se opone en línea de principio a la teoría de la evolución natural siempre que se la entienda como no excluyendo la causalidad divina. 2 No se ha dicho nada ni a favor ni en contra de una teoría evolucionista que abarcase la totalidad de la creación infrahumana, incluyendo incluso el paso de materia inorgánica a la materia viva. Se trata de un mundo creado por Dios y de una evolución dirigida por Dios. 3 En este sentido, no hay incompatibilidad esencial entre la Fe y una teoría «moderada» de la evolución. Porque, aplicada al caso humano, debemos afirmar que no es fruto del azar, ni de la sola expansión de la materia que se regula a sí misma.

100 Cf. Discurso a la Academia Pontificia de las Ciencias, 10 de noviembre de 2003: L’Osservatore Romano (edición en lengua española), 21 de noviembre de 2003, p. 5.

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PARA COMPRENDER EL CREDO DE NUESTRA FE

4 Es de Fe definida que el hombre es una dualidad de alma y cuerpo y, por tanto, ofrece una superioridad sobre el mundo visible creado. La evolución sola no explica por sí misma el origen de la dimensión espiritual del hombre. 5 Parece lógico plantearse que, si las almas de todos los hombres son creadas inmediatamente por Dios, también lo fue el alma del primer hombre. Esta intervención de Dios no cae dentro de los hechos captados por la ciencia empírica. 6 Sigue abierto el debate en teología sobre si la intervención divina en el caso del primer hombre se limitó a la creación del alma o se extendió también a la preparación «especial» de la materia orgánica para dicha creación. En cualquier caso, Dios Creador habría dispuesto y ordenado todo. 7 La Fe es compatible con la evolución «moderada»: El hombre no es fruto del azar ni de la sola materia. El hombre es dualidad de alma y cuerpo: valor axiológico en sí mismo, con un «plus» de superioridad sobre lo creado. Es imagen y semejanza de la divinidad. 8 En la humanización filogenética (especie humana) y en la humanización ontogénica (embrión) hay una intervención directa de Dios. No al generacionismo (todo viene de los padres), ni al emanatismo (panteísmo), ni a la preexistencia del alma. Sí al creacionismo moderado, distinto de la creación de la nada, de las gracias. 9 ¿Qué es verdaderamente dogmático, o de Fe, en el tema de la creación?...

❏ Creación libre por parte de Dios. Contra los panteísmos, hay que decir que Dios no necesita de la creación para ser Dios. Dios no se identifica con el mundo creado; supone la trascendencia de Dios. Y, con ello, la distinción entre Dios y el mundo, y la independencia de toda coacción interior y exterior en

Dios a la hora de crear. Dios no necesita del hombre ni de la creación: ha creado solo por amor 101.

❏ Creación de la nada. Contra dualismos (como si existiera otra cosa junto a Dios cuando Él creó), significa que no existía algo anterior a la creación misma, y que, por lo mismo, todo tiene un único principio y Dios sustenta todo 102.

❏ Creación en el tiempo. Se opone a la concepción de la eternidad del mundo: refuerza la idea de una libertad creacional, así como el que hubiera algo previo a lo creado. Y nos habla de una historia de Salvación entre Dios y la humanidad.

❏ Creación continuada. Va contra la concepción deísta como si Dios hubiera puesto el mundo en funcionamiento y se hubiera desentendido de él. Con ello queremos afirmar que Dios no solo sustenta todo, sino que lo dirige con su providencia amorosa 103.

❏ En cuanto al fin de la creación. Se afirma que el mundo ha sido creado para la gloria de Dios. Ni el hombre es dueño del mundo ni la diosa Tierra (Gaia) es el fin de lo creado. El fin de la creación es manifestar el amor y la vida de Dios. Es un regalo que hace el Padre al Hijo, mediante el Espíritu Santo 104. Hablando, en resumen, de la evolución, el papa Benedicto XVI, y más en concreto de la «necesidad y del azar en el universo y de nuestra aparición como casualidad», afirma que los cristianos tenemos la osadía de proponer que los grandes proyectos de la vida no son producto de la casualidad ni del error. Remiten a una Razón creadora, nos muestran el Es-

Catecismo de la Iglesia Católica, n. 300. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 296-298. 103 Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 301-308. 104 Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 293-295. 101

píritu Creador. Solo el Espíritu Creador era lo suficiente fuerte, grande y osado para concebir este proyecto. El hombre no es una equivocación; ha sido deseado, es fruto de un amor. Pilato se atrevió a decir de Jesús «este es el hombre». Y tenía razón: en Jesucristo podemos leer lo que es el hombre, el proyecto de Dios sobre el hombre y nuestra relación con Él. En Él podemos leer la historia de pecado y de amor. La pregunta «¿qué es el hombre?» encuentra su respuesta en Jesucristo. De Él aprendemos la paciencia del amor y del sufrimiento, y quién es el hombre y cómo llegar a serlo 105.

El misterio del mal Al interrogante, tan doloroso como misterioso, sobre la existencia del mal solamente se puede dar respuesta desde el conjunto de la Fe cristiana. Dios no es, en modo alguno, ni directa ni indirectamente, la causa del mal. Él ilumina el misterio del mal en su Hijo Jesucristo, que ha muerto y ha resucitado para vencer el gran mal moral, que es el pecado de los hombres y que es la raíz de los restantes males. La Fe nos da la certeza de que Dios no permitiría el mal si no hiciera salir el bien del mal mismo. Esto Dios lo ha realizado ya admirablemente con ocasión de la muerte y resurrección de Cristo: en efecto, del mayor mal moral, la muerte de su Hijo, Dios ha sacado el mayor de los bienes, la glorificación de Cristo y nuestra Redención. No solo la razón teórica, sino la razón práctica también fracasa cuando se trata de reflexionar a fondo sobre el misterio del mal. Ante el dolor y el sufrimiento en sus múltiples formas, los interrogantes y las preguntas se vuelven hacia Dios: 1 Ante la bondad de Dios, al experimentar el mal del mundo, muchos afirman que Dios no es

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J. Ratzinger, Creación y pecado, Eunsa, Pamplona 1992, 75-84. CREO EN DIOS PADRE

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¿Por qué decimos que Dios es justo? –Decimos que Dios es justo porque su infinita santidad impulsa al hombre a abandonar el pecado y a entrar en comunión de vida y amor con Él. Es la justicia la que salva al hombre. Decimos también que es justo porque premia o castiga al hombre según las obras que este haya realizado. Del Catecismo de la Conferencia Episcopal Española, Esta es nuestra Fe. Esta es la Fe de la Iglesia, 114.

bueno, o que no existe. Aunque deberíamos realizar una autocrítica ante esta imagen de bondad de Dios. Porque el ver a Dios como una especie de Papá Noel o mago bueno y siempre milagroso nos crearía dependencia y no nos dejaría crecer como adultos. Por otro lado, la felicidad del hombre no está solo en recibir, sino en dar, en luchar. Por eso existe un concepto de bondad más rico y profundo: permitir que el otro sea él mismo, ayudarle a ser autónomo y adulto, abrirle horizontes de verdad y de valores. Los buenos padres y educadores no regalan todo lo que el niño desea, ni le dispensan del esfuerzo, la búsqueda, los intentos, los fracasos o el mismo error. Desde Dios, por la libertad, existe un tipo de bondad que permite cierta negatividad para que el mundo y el hombre sean adultos. 2 El mal también cuestiona la omnipotencia de Dios: estamos acostumbrados a imaginar a Dios como si este fuera un fabricante o demiurgo que realiza una obra sin errores ni fallos, o como un industrial o artesano perfecto. Pero Dios ha querido crear, no de forma realizada y finalizada, sino en proceso. Y deja al hombre que continúe su obra y la perfeccione. 3 Y, en el horizonte, se añaden otras sospechas: ¿al final, a pesar del mal, la creación tendrá éxito? ¿No era mejor una creación sin tantos errores ni males, sin tantas complicaciones? ¿Está la 58

PARA COMPRENDER EL CREDO DE NUESTRA FE

humanidad sola ante esta lucha en contra del mal? ¿Puede el cristianismo decir alguna otra palabra, que no sea el racionalismo filosófico, ante el misterio del mal? Asentamos, desde nuestra fe cristiana, algunas premisas: 1 Hablando con propiedad, no es que Dios «no pueda» crear y mantener un mundo sin mal, sino que sencillamente no es posible; o, mejor, preguntar en esa línea, no tiene sentido. Dios no puede evitar las consecuencias de un mundo creado en evolución y donde existimos «las criaturas»: equivaldría a anular con una mano lo que ha creado con la otra. 2 Desde el Dios de la revelación cristiana afirmamos que Dios nos ha creado por amor y desde el amor, para hacernos felices participando de su misma vida. Tenemos que existir, y existir como seres finitos, en un mundo finito. Esto quiere decir que estamos expuestos a males físicos y a males morales, desde el uso indebido de nuestra libertad. Todo ello desde un llegar a ser hijos en el Hijo. El mal no aparece ya en una dimensión ciega y oscura, sino desde el misterio de un Dios amor y que en ese amor se ha querido hacer vulnerable y complicarse como Dios por el único motivo de hacernos participar de su misma vida. 3 Dios no es autor del mal, lo permite (porque Dios no se identifica con lo creado y, una vez creado, no puede jugar con las leyes de su creación). A un Dios que crea por amor, solo cabe «comprenderlo» como Aquel que quiere el bien y solo el bien para sus criaturas; el mal, en todas sus formas, es justamente lo que se opone a Él. Existe el mal porque «es inevitable», tanto física como moralmente, en las condiciones de un mundo y una libertad finitos. La omnipotencia divina sigue intacta, pero es la omnipotencia del amor respetuoso, que se compadece, anima y acompaña sin descanso ya desde ahora. Y que

se reserva la última palabra porque de Él, sumo Bien, es el futuro absoluto y total.

sufrimiento y el dolor; y ese sentimiento de que estamos solos ante el dolor y el sufrimiento;

4 Dios no anula el mal, pero le da sentido. Es el «gran compañero», el que comprende y camina en nosotros, aún en medio del mal, como ha escrito el papa Benedicto XVI en su encíclica Spe Salvi.

b o también esa visión de un Dios frío, solo justiciero, y ese sentimiento de que el sufrimiento me viene porque lo merezco. Dios es amor misericordioso, y asume el pecado y el sufrimiento no por necesidad impuesta, sino sencillamente por amor desbordante, libre;

5 Dios es el «antimal» (antes de la existencia del mal, existía Él; y, una vez realizada la creación, lo ha vencido en su Hijo). Desde entonces, todo mal, unido a la Redención, tiene un valor salvífico hasta la consumación final o escatológica. Esto nos otorga una gran esperanza. 6 Dios nos invita y nos empuja constantemente a luchar contra todo mal: contra el natural y físico (por el uso de nuestra inteligencia y la ciencia) y contra el mal moral (cambio de vida y solidaridad profunda). Lo decisivo, en el tema del mal, no son los razonamientos, las ideas, los conceptos. Lo importante, para captarlo, no es ver, sino ser visto; no es entender, sino ser conocido; no es llamar, sino ser llamado; no es buscar, sino ser encontrado. Desde la Encarnación del Hijo de Dios, desde el sufrimiento y el dolor de Dios mismo en su Hijo, se toca el misterio más profundo de la Trinidad donde ya no alcanzan los razonamientos, sino que solo puede llegar el corazón que ama, contempla y adora. Ante el dolor, la enfermedad y el sufrimiento, no se deben transmitir doctrinas ni prácticas ni consejos. Hay que hacer posible que los sufrientes experimenten la presencia misma, hoy y aquí, del Hijo encarnado, como la han experimentado tantos hijos e hijas a lo largo de la historia de la humanidad. Ante el dolor, la enfermedad y el sufrimiento, tenemos que superar esquemas desfasados de pensamiento y sentimientos cortos que no se corresponden con el misterio profundo: a por ejemplo, ese Dios de la filosofía que aparece como impasible, flemático y apático ante el

c o, finalmente, esa visión oscura de que Dios da la enfermedad y el sufrimiento, y ese sentimiento de que el dolor, la enfermedad y el sufrimiento son una prueba. Dios no quiere el dolor ni el sufrimiento para sus hijos; quiere la salud y la vida. También tenemos que superar esa visión negativa de un hombre triste, pecador, abrumado por el peso del mal y del pecado y que hace de la vida un valle de lágrimas, y ese sentimiento de que esta vida no merece la pena y que solo hay que mirar al más allá. Por el contrario, el hombre, aun en medio del dolor, la enfermedad, el pecado o la misma muerte, vive en Cristo y nada de lo negativo podrá separarnos de Cristo, como afirma con fuerza el apóstol san Pablo. Todo lo nuestro, nacimiento y muerte, salud y enfermedad, está escrito y sustentado en el corazón mismo de la Trinidad. Cuando somos conscientes de esto, y lo vivimos, no solo somos signo de entrega radical a Dios, es decir, otro Cristo viviente, sino mediación real y signo y transparencia de una nueva humanidad donde el dolor, el mal, el sufrimiento y el pecado no tienen la última palabra... Y todo esto sin saltos mágicos o jugando con ventajas, sino experimentando lo mismo que el Hijo de Dios encarnado. Desde la Encarnación redentora, hacemos una doble llamada: a encontrarnos con el mismo Hijo Crucificado pero, al mismo tiempo, a bajar de la cruz hasta los crucificados de cada época. Se ha dicho con toda justicia que Cristo no nos ha dejado ni CREO EN DIOS PADRE

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una sola línea escrita, como sí hizo Platón con sus Diálogos. No nos ha transmitido una Tabla con una Ley, como sí hizo Moisés. No ha dictado el Corán, como hizo Mahoma. Tampoco fundó una orden religiosa como Buda. Pero sí dijo: «Yo me quedo con vosotros hasta el fin de los tiempos». En eso consiste la experiencia más profunda del cristianismo. Y ese quedarse para siempre del hijo con nosotros tiene mucho que ver con la Eucaristía y con los sufrientes. La Eucaristía es la misma carne del Hijo encarnado y del hermano sufriente y doliente. La participación en la Eucaristía, sacramento de la Encarnación, muerte y resurrección del Hijo, envía y remite a los crucificados de hoy. La Eucaristía es el secreto de la victoria sobre el mal y la negatividad. La Eucaristía es novedad, es el germen de la nueva humanidad, la fuerza y alimento para el camino, el adelanto de la nueva creación que salta hasta la Jerusalén celeste. La Eucaristía es el sacramento que recuerda permanentemente que la humanidad es el cuerpo de su Hijo y que la evangelización significa también sanación profunda e integral: de todo hombre y de todo el hombre. El que comulga el cuerpo del Hijo se convierte en un Cristo andante, sanador, anunciador de la Buena Nueva. La misma carne del sacramento de su Hijo en la Eucaristía es la del hermano sufriente y necesitado. Participar y vivir la Eucaristía es hacer la gran revolución religiosa, la cristiana, donde la vía de acceso al Dios trino es el prójimo, miembro del Cuerpo del Hijo. El camino que lleva a Dios pasa por el hermano, especialmente el hermano sufriente y necesitado. El papa Juan Pablo II, lo ha vuelto a recordar en la Jornada Mundial del Enfermo del año 2000: la Eucaristía anuncia y actualiza el sacrificio de Cristo por cuyas heridas hemos sido curados y, uniéndonos a Él, participamos de la redención del mundo, porque con Él hemos vencido al mundo y a la propia enfermedad y muerte. La Eucaristía ha transformado las llagas de Cristo en manantial de curación y salvación. Desde la Eucaristía, todo cristiano es un Cristo sanador, y todos los enfermos son mi60

PARA COMPRENDER EL CREDO DE NUESTRA FE

sioneros que anuncian el sentido profundo del sufrimiento y señalan dónde está su victoria. La Eucaristía nos hace samaritanos, como el Hijo, y nos recuerda que debemos defender la vida como un don sagrado, y que debemos cuidar la salud integral de cada persona, la corporal, la psíquica y emotiva, y la espiritual. Si esto se viviera de verdad, la Iglesia cambiaría su rostro: sería una Iglesia de misericordia entrañable, y la misericordia empaparía lo más íntimo y todas las acciones y estructuras. Solo una iglesia samaritana, cercana a los sufrientes y crucificados, puede pronunciar hoy con credibilidad y sentido el nombre de Dios. Y, en otro momento, el papa Juan Pablo II 106 afirmó que el sufrimiento está presente en el mundo no solo, ni principalmente, como escándalo, sino para provocar el amor. El sufrimiento ofrece una doble dimensión: profundamente humana, porque en él, y desde él, se encuentra la persona humana en profundidad, y profundamente sobrenatural, porque en él, y desde él, se arraiga la persona humana en el misterio divino de la redención del mundo. Estamos llamados a tener una especial sensibilidad ante el sufrimiento ajeno y una entrega y apertura eficaz ante quien sufre. Jamás podemos pasar de largo ante cualquier necesidad de nuestro hermano, porque la plenitud y realización del cristiano consiste en entregarse a los demás, especialmente a los más necesitados. Así nos lo muestra la parábola del Buen Samaritano. El amor a los que sufren debe ser de servicio gratuito y desinteresado, como una opción evangélica. Incluso los profesionales de la salud no deben perder este sentido de gratuidad, misterio y respeto. Es muy importante potenciar el voluntariado humano y cristiano de ayuda al más necesitado.

106 Cf. nn. 28-30 de la carta apostólica Salvifici Doloris del papa Juan Pablo II (11 de febrero de 1984).

En Ti vivimos, nos movemos y existimos; y, todavía peregrinos en este mundo, no solo experimentamos las pruebas cotidianas de tu amor. Sino que poseemos ya en prenda la vida futura, pues esperamos gozar de la Pascua eterna porque tenemos las primicias del Espíritu por el que resucitaste a Jesús de entre los muertos. Prefacio dominical del tiempo ordinario.

En cualquier caso, debemos saber unir las técnicas y los medios que favorezcan la mitigación y curación del sufrimiento junto a la relación interpersonal y trato directo, humano y cristiano, con el sufriente. Al final nos examinarán por el amor mostrado a los más necesitados (Mt 25). Benedicto XVI ha escrito sobre el mal y el sufrimiento. Recuerda que, detrás del grito de Job, sufriente inocente, están hoy los de millones de personas que desaparecieron anónimamente en las cámaras de gas de Auschwitz o en las dictaduras de izquierdas o de derechas. ¿Dónde estaba Dios y por qué callaba? Solo Dios puede responder. Y lo hizo parcialmente en Job y totalmente en su Hijo. La respuesta de Dios ante el mal no es explicación, sino hecho. Responde padeciendo con nosotros, no con un mero sentimiento, sino en realidad. La compasión de Dios tiene carne. Se llama flagelación, coronación de espinas, crucifixión, tumba. Dios, en su Hijo, ha penetrado en nuestro sufrimiento personalmente. El crucificado no quitó el sufrimiento del mundo, pero con su cruz cambió a los hombres, volvió su corazón hacia los hermanos y hermanas que sufrían y de esa manera purificó y fortaleció a unos y otros. Pero hay que dar un paso más; la cruz no quedó como la última palabra de Dios en el sufrimiento. La tumba no lo retuvo. Resucitó y Dios nos habla por medio del resucitado. El Dios de la Biblia no quiere víctimas humanas. Allí donde Él se presenta en la historia de las religiones, cesan los sacri-

ficios humanos. Antes de que Abrahán ponga la mano sobre Isaac se lo impide. Para el Dios de Israel, el sacrificio humano es una abominación. La clase de sacrificio que Él pide es otra: la que se encierra en la frase de san Ireneo: «La gloria de Dios es que el hombre viva». Entonces la cruz solo tiene este sentido: un amor sin límites, hasta el extremo, que carga a hombros con el hombre y lo conduce de nuevo al Padre a través de la noche del pecado. Desde ese momento existe una nueva clase de sufrimiento: el sufrimiento no como maldición, sino como amor que transforma el mundo 107.

Existen los ángeles Nos dice el Catecismo de la Iglesia 108 que los ángeles son criaturas puramente espirituales, incorpóreas, invisibles e inmortales; son seres personales dotados de inteligencia y voluntad. Los ángeles, contemplando cara a cara incesantemente a Dios, lo glorifican, lo sirven y son sus mensajeros en el cumplimiento de la misión de salvación para todos los hombres. La Iglesia se une a los ángeles para adorar a Dios, invoca la asistencia de los ángeles y celebra litúrgicamente la memoria de algunos de ellos. «Cada fiel tiene a su lado un ángel como protector y pastor para conducirlo a la vida» (san Basilio Magno). Si hasta hace algunos decenios no se discutía la existencia de ángeles y demonios, hoy los autores católicos se dividen: algunos siguen admitiendo su existencia sin cuestionarla; otros tienden a reducir los ángeles a simples expresiones del amor de Dios, y a Satanás a un mero «símbolo» del pecado personal y social; otros autores ni afirman ni niegan: se conforman con un juicio «en suspensión temporal», de duración impreciso. Sin embargo, como no

107 J. Ratzinger, El Dios de los cristianos. Meditaciones, Sígueme, Salamanca 2005, 49-56. 108 Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 328-333 y 350-351.

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podía ser de otra manera, la mayoría de teólogos católicos afirma que la doctrina de seres espirituales creados, buenos o malos, y que influyen sobre los hombres, es una verdad de Fe vinculante. Aunque ciertamente no es creíble todo aquello que la tradición presenta sobre el tema. Se muestran cautos y delicados en sus opiniones, teniendo en cuenta los datos de la Biblia y de la Tradición.

vitud (GS 22). El diablo nos tienta (LG 16, LG 48). Necesitamos purificarnos de las tentaciones del Maligno (LG 17; AG 19). La conversión conlleva una lucha contra los espíritus del mal (LG 35). Como resumen, se presenta al diablo como realidad personal, su funcionalidad en referencia al mal, y el realismo, según la Biblia, de su influjo hasta la victoria definitiva de Cristo.

La existencia de los ángeles ha sido un tema recurrente en la predicación ordinaria de la Iglesia, y son varios los catecismos que incluyen esta verdad entre las pertenecientes a la Fe (Pío V, Pío X, Pablo VI). Además, desde el Concilio Lateranense IV, hay coincidencia en admitir la creaturidad de los ángeles, y la diferencia de estos con relación a otros seres creados, particularmente los terrestres. Son datos comunes, además, su naturaleza espiritual, y el que tienen inteligencia y voluntad.

El papa Pablo VI habló en dos ocasiones sobre Satanás (29 de junio de 1972 y 15 noviembre 1972), saliendo al paso de las desviaciones sobre el tema del mal: «El mal, no solo es una deficiencia, es una realidad; y el diablo, el Maligno, es un ser vivo, espiritual, pervertido y pervertidor. Terrible realidad misteriosa y estremecedora». Se basaba el Papa en la Escritura y en la Tradición de la Iglesia.

En el Vaticano II solo se conceden tres pasajes al tema de los ángeles: están destinados a venir con Cristo en su gloria final (LG 49); son justamente venerados por los fieles (LG 50); están subordinados a la Madre de Dios (LG 69). Por el contrario, el tema de Satanás es más frecuente: se encuentra en los orígenes del mal (GS 13); es el príncipe de este mundo, y lo tiene sometido en el pecado (GS 13; AG 3). Jesucristo nos has liberado del poder de Satanás (SC 6), y de su escla-

Porque has querido reunir de nuevo por la sangre de tu Hijo y la fuerza del Espíritu a los hijos dispersos por el pecado: De este modo tu Iglesia, unificada por virtud y a imagen de la Trinidad, aparece ante el mundo como cuerpo de Cristo y templo del Espíritu para alabanza de tu infinita sabiduría. Prefacio dominical del tiempo ordinario.

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PARA COMPRENDER EL CREDO DE NUESTRA FE

Por lo demás, en la nueva reforma litúrgica, la Iglesia ha recogido la doctrina tradicional sobre los ángeles y el diablo: se mantiene la fiesta de los arcángeles (29 de septiembre), y de los ángeles custodios (2 de octubre), así como la misa votiva de los Santos Ángeles. Es la primera vez, después de Trento, que se incluye en el Misal Romano un prefacio que agradece a Dios la creación de los ángeles, y en la primera y cuarta plegaria eucarística les concede protagonismo. Por otro lado, la creencia en Satanás y en los demonios subyace también en el Misal, aunque está hecha con sobriedad y discreción. El ministerio del exorcista se reduce a un servicio esporádico, y de hecho subsiste solo a petición del obispo, sin que sea previsto un rito especial para conferirlo. Se reducen, aunque no se anulan, los exorcismos del bautismo y las renuncias expresas a Satanás. En la liturgia penitencial se ha recuperado una antigua oración que recuerda el influjo de Satanás sobre el pecado. Por supuesto, se han respetado los textos bíblicos que hablan de los ángeles y Satanás, y que leemos en la Eucaristía. En el nuevo Catecismo de la Iglesia Católica se subraya que la existencia de los ángeles es una ver-

dad de Fe. Son servidores y mensajeros de Dios porque contemplan constantemente el rostro del Padre de los cielos (Mt 18,l0) y son agentes de sus órdenes, atentos a la voz de su palabra (Sal 103,20). En tanto que criaturas puramente espirituales tienen inteligencia y voluntad: son criaturas personales e inmortales. Superan en perfección a todas las criaturas visibles y el resplandor de su gloria da testimonio de ello (nn. 328-330). Los ángeles pertenecen a Cristo, porque fueron creados por Él y para Él, y son llamados «hijos de Dios». Toda la vida de Jesús encarnado estuvo rodeada de ángeles en diversos pasajes: desde la Encarnación hasta la pasión y resurrección (nn. 331-333). La vida de la Iglesia se beneficia de la ayuda misteriosa y poderosa de los ángeles (nn. 334 y 335) y desde la infancia hasta la muerte la vida humana está rodeada de su custodia (n. 336). El diablo o los demonios son ángeles caídos (nn. 391-393), que influyen en los hombres y, aunque su poder es fuerte por ser espíritus puros, no es sin embargo infinito. El que Dios permita la actividad diabólica es un gran misterio, aunque sabemos que en todas las cosas interviene Dios para el bien de los que le aman (nn. 394-395). A la pregunta de «¿por qué los ángeles están de moda?», me he atrevido a responder 109: 1 No se cree en Dios trascendente, pero se necesita creer en la trascendencia, más allá del materialismo sofocante y cotidiano. Los ángeles, seres más cercanos y ambiguos, suplen esta necesidad de trascendencia. Y hasta explican la necesidad de la oración o petición a lo trascendente de cosas benéficas para nuestra vida. Los ángeles son más cercanos y, ante la variedad de clases, la oferta de conseguir lo que pedimos se hace más rica. Se mezcla, en este sentido, cierta magia, superstición y consumismo. Y un cierto grado de esoterismo, al creer incluso que los ángeles serían extraterrestres.

109 Cf. R. Berzosa, Ángeles y demonios. Sentido de su retorno en nuestros días, BAC, Madrid 1994.

¿Qué nos enseña la Escritura y la Iglesia acerca de los ángeles? –La Sagrada Escritura y la Iglesia nos enseñan acerca de los ángeles que estos son seres puramente espirituales, inteligentes y libres, creados por Dios para alabarle y para ayudar a los hombres en el camino de la salvación; y que son servidores de Cristo Jesús al que dan gloria, honor y acción de gracias. Del Catecismo de la Conferencia Episcopal Española, Esta es nuestra Fe. Esta es la Fe de la Iglesia, 117.

2 Los ángeles favorecen una religiosidad y una espiritualidad eclécticas, ambiguas, que desdibujan el rostro personal y concreto de Dios para «universalizarlo». Además, dentro de esta espiritualidad, los ángeles no son seres trascendentes, sino el propio bien o energía positiva humana (religiosidad del potencial humano). El ángel es como el lado bueno que todos llevamos dentro. 3 Necesitamos quitar el miedo a la muerte. Los ángeles nos ayudan a afrontar la muerte sin tanto terror. Nos estarían diciendo que el morir, con la consiguiente reencarnación en forma de espíritu angélico, no debe aterrarnos. 4 Unida a la creencia en una «reencarnación positiva» (necesitamos vivir más de una vida para alcanzar niveles superiores de conciencia) se encuentra la posibilidad de no perder para siempre a nuestros seres queridos. Ellos, mediante el cuerpo astral, se transformarían en nuestros ángeles custodios. 5 Los ángeles, en esta época de vuelta del sexo y de lo material, representan la otra parte de nuestro yo más «puro, transparente y etéreo», menos materializado y más espiritualizado. La vuelta a la inocencia perdida y recuperada. Ayudan a una idea de persona andrógina (equilibrio entre los dos sexos). CREO EN DIOS PADRE

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Proclamamos tu alabanza por la creación de los ángeles y arcángeles, objeto de tu complacencia. El honor que les tributamos manifiesta tu gloria y la veneración que merecen es signo de tu inmensidad y excelencia sobre tus criaturas. Prefacio de los ángeles.

6 Ante la decadencia de las religiones tradicionales y el afán de presentar novedades, la angeología, tal y como se pone de manifiesto por ejemplo en el espiritismo, es una nueva gnosis, una nueva forma de expresar lo religioso para hacerlo atractivo. 7 Miedo a la soledad, en un mundo sin hogar y, cada vez, más individualista. El ángel haría compañía. 8 Cierta huida de la realidad ante la impotencia de solucionar los problemas personales y los sociales. Se acude a los santos como recurso mágico-religioso. 9 Para finalizar, no cabe duda de que es una moda estética y fruto de una mentalidad «de héroes de cómic» (Spider-Man, Superman, Harry Potter...). Con relación al tema del diablo (ángel malo) hay que decir que está de moda: a Por la vuelta a la práctica de cultos y ritos satánicos. b Incluso, entre algunas tribus urbanas de mentalidad apocalíptica (heavies, thrasers, punks, etc.), el diablo aparece como la lógica a la ilógica y sinsentido del mundo en el que nos movemos y con el que se hace un pacto: a cambio de vivir con intensidad y aparente felicidad unos años jóvenes, se vende el alma y la persona («vive rápido; muere joven; ten un cadáver bonito»). 64

PARA COMPRENDER EL CREDO DE NUESTRA FE

c En algunos casos (tribus urbanas y personas individuales), el diablo es un signo de liberación de la explotación «religiosa». Se parte de la teoría de que la familia, la sociedad y la religión no han dejado crecer a la persona. Por ello hay que liberarse de la familia (no a la familia), de la sociedad (se construye una sociedad paralela) y de la religión, particularmente cristiana (se cree en lo antirreligioso, en el diablo mismo). De esta manera uno puede ser él mismo, sin ataduras. Finalmente, nos hacemos eco de una frase atribuida a M. Eliade: «Cuando el hombre deja de creer en el verdadero Dios, es capaz de creer en cualquier cosa». Tal vez, en nuestra sociedad cansada y posmoderna, de vuelta de ideologías inmanentistas y metarrelatos, la moda de los ángeles no sea más que una versión más de «lo fragmentario y de la religión a la carta» tan típica de este hombre de nuestros días a quien se le ha definido como light, débil y liviano. Porque la creencia obsesiva en los ángeles puede llevar a una forma religiosa narcisista de comportamiento religioso, y sin compromiso comunitario e institucional. En cualquier caso, aunque sea cierto que la angeología no deba situarse en el primer plano de nuestras creencias, tampoco se puede olvidar. Tanto para la Biblia como para la Tradición viva no son seres marginales en la historia de la Salvación. El problema es doble para el hombre de hoy: tanto de lenguaje (cómo hablar de los ángeles) como de contenido (explicar qué son). Sin olvidar lo que afirmaba H. U. von Balthasar: «No podemos negar a los ángeles un puesto importante como personajes activos en el único teodrama que se desarrolla entre el cielo y la tierra. Los ángeles son adoradores del Dios vivo (es su fin último) y servidores de la obra de salvación de Cristo, hoy en la misión de la Iglesia, y por ello, en cada persona también» 110.

110 H. U. von Balthasar, Teodrammatica, vol. III, Jaca Book, Milán 1982, 455.

La persona humana El hombre es la cumbre de la Creación visible, pues ha sido creado a imagen y semejanza de Dios. Entre todas las criaturas existe una interdependencia y jerarquía, queridas por Dios. Al mismo tiempo, entre las criaturas existe una unidad y solidaridad, porque todas ellas tienen el mismo Creador, son por Él amadas y están ordenadas a su gloria. Respetar las leyes inscritas en la creación y las relaciones que dimanan de la naturaleza de las cosas es, por lo tanto, un principio de sabiduría y un fundamento de la moral. La obra de la Creación culmina en la obra aún más grande de la Redención. Con esta, de hecho, se inicia la nueva Creación, en la cual todo hallará de nuevo su pleno sentido y cumplimiento. El hombre ha sido creado a imagen de Dios, en el sentido de que es capaz de conocer y amar libremente a su propio Creador. Es la única criatura sobre la tierra a la que Dios ama por sí misma, y a la que llama a compartir su vida divina, en el conocimiento y en el amor. El hombre, en cuanto creado a imagen de Dios, tiene la dignidad de persona: no es solamente algo, sino alguien capaz de conocerse, de darse libremente y de entrar en comunión con Dios y las otras personas. Dios ha creado todo para el hombre, pero el hombre ha sido creado para conocer, servir y amar a Dios, para ofrecer en este mundo toda la Creación a Dios en acción de gracias, y para ser elevado a la vida con Dios en el cielo. Solamente en el misterio del Verbo encarnado encuentra verdadera luz el misterio del hombre, predestinado a reproducir la imagen del Hijo de Dios hecho hombre, que es la perfecta «imagen de Dios invisible» (Col 1,15). Todos los hombres forman la unidad del género humano por el origen común que les viene de Dios. Además, Dios ha creado «de un solo principio, todo el linaje humano» (Hch 17,26). Finalmen-

Porque al hombre, creado por tu bondad, lo dignificaste tanto que has dejado la imagen de tu propio amor en la unión del varón y de la mujer. Y al que creaste por amor y al amor llamas le concedes participar en tu amor eterno. Y así, el sacramento de estos desposorios, signo de tu caridad, consagra el amor humano por Cristo, Señor nuestro. Prefacio del sacramento del Matrimonio.

te, todos tienen un único Salvador y todos están llamados a compartir la eterna felicidad de Dios. La persona humana es, al mismo tiempo, un ser corporal y espiritual. En el hombre, el espíritu y la materia forman una única naturaleza. Esta unidad es tan profunda que, gracias al principio espiritual, que es el alma, el cuerpo, que es material, se hace humano y viviente, y participa de la dignidad de la imagen de Dios. El alma espiritual no viene de los progenitores, sino que es creada directamente por Dios, y es inmortal. Al separarse del cuerpo en el momento de la muerte, no perece; se unirá de nuevo al cuerpo en el momento de la resurrección final. Al hablar del hombre como imagen de Dios, el papa Benedicto ofrece un pensamiento muy bello. Que el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios equivale a decir «te llamo por tu nombre, eres mío». Cada hombre es conocido y querido por Dios. En esto consiste la profunda y gran unidad de la humanidad, en que todos nosotros, cada hombre cumple un proyecto de Dios que brota de la idea misma de la Creación 111.

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J. Ratzinger, Creación y pecado, Eunsa, Pamplona 1992, 69-70. CREO EN DIOS PADRE

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Varón y hembra los creó Afirma el Catecismo 112 que el hombre y la mujer han sido creados por Dios con igual dignidad en cuanto personas humanas y, al mismo tiempo, con una recíproca complementariedad en cuanto varón y mujer. Dios los ha querido el uno para el otro, para una comunión de personas. Juntos están también llamados a transmitir la vida humana, formando en el matrimonio «una sola carne» (Gn 2,24), y a dominar la tierra como «administradores» de Dios. Al crear al hombre y a la mujer, Dios les había dado una especial participación de la vida divina, en un estado de santidad y justicia. En este proyecto de Dios, el hombre no habría debido sufrir ni morir. Igualmente reinaba en el hombre una armonía perfecta consigo mismo, con el Creador, entre hombre y mujer, así como entre la primera pareja humana y toda la Creación. El tema de la creación de la humanidad en dos géneros, femenino y masculino, está siendo contestado por la denominada «ideología de género». Sin embargo, en nuestra fe profesamos que la persona humana es imagen de Dios de forma andrógina: como varón (is) y como hembra (issá), según el relato del Génesis. Adán y Eva representan a la humanidad en su conjunto y, por consiguiente, desde los comienzos, la persona humana se convierte en imagen de Dios no tanto en la soledad (creación de Adán) cuanto en el momento en que hombre y mujer se encuentran uno frente al otro y se complementan. Hombre y mujer son una «identidad en relación». De ahí la igualdad y dignidad de ambos y el valor del amor humano. Lo masculino y lo femenino se revelan como pertenecientes a la creación misma y están destinados a perdurar más allá del tiempo presente, evidentemente de manera transfigurada. En este tema de la complementariedad varónmujer, debemos remitirnos de forma muy especial

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Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 369-383.

PARA COMPRENDER EL CREDO DE NUESTRA FE

a la carta aparecida el 31-7-04, emanada por la Congregación para la Doctrina de la Fe, y firmada por el entonces cardenal J. Ratzinger 113. En su número dos se afirma que en los últimos años se han delineado nuevas tendencias para afrontar la cuestión femenina. Una primera tendencia subraya fuertemente la condición de subordinación de la mujer a fin de suscitar una actitud de contestación. La mujer, para ser ella misma, se constituye en antagonista del hombre. A los abusos de poder responde con una estrategia de búsqueda del poder. Este proceso lleva a una rivalidad entre los sexos, en el que la identidad y el rol de uno son asumidos en desventaja del otro, teniendo como consecuencia la introducción en la antropología de una confusión deletérea, que tiene su implicación más inmediata y nefasta en la estructura de la familia. Una segunda tendencia emerge como consecuencia de la primera. Para evitar cualquier supremacía de uno u otro sexo, se tiende a cancelar las diferencias, consideradas como simple efecto de un condicionamiento histórico-cultural. En esta nivelación, la diferencia corpórea, llamada sexo, se minimiza, mientras la dimensión estrictamente cultural, llamada género, queda subrayada al máximo y considerada primaria. El obscurecerse de la diferencia o dualidad de los sexos produce enormes consecuencias de diverso orden. Esta antropología, que pretendía favorecer perspectivas igualitarias para la mujer, liberándola de todo determinismo biológico, ha inspirado de hecho ideologías que promueven, por ejemplo, el cuestionamiento de la familia a causa de su índole natural biparental, esto es, compuesta de padre y madre, la equiparación de la homosexualidad a la heterosexualidad y un modelo nuevo de sexualidad polimorfa. Ante estas co-

113 Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta a los Obispos de la Iglesia Católica sobre la colaboración del hombre y la mujer en la Iglesia y en el mundo, Ciudad del Vaticano, 31 de julio de 2004.

rrientes de pensamiento, la Iglesia, iluminada por la Fe en Jesucristo, habla en cambio de colaboración activa entre el hombre y la mujer, precisamente en el reconocimiento de la diferencia misma (n. 4). Es muy importante la exégesis que se hace de los textos bíblicos, especialmente de los dos relatos del Génesis, desde donde se fundamenta, para nuestro cometido, el tema de la Trinidad (n. 6). Así se afirma que, en referencia a este texto genesíaco, el Santo Padre ha escrito: «La mujer es otro “yo” en la humanidad común. Desde el principio aparecen (el hombre y la mujer) como “unidad de los dos”, y esto significa la superación de la soledad original, en la que el hombre no encontraba “una ayuda que fuese semejante a él”» (Gn 2,20). ¿Se trata aquí solamente de la «ayuda» en orden a la acción, a «someter la tierra»? (cf. Gn 1,28). Ciertamente se trata de la compañera de la vida con la que el hombre se puede unir, como esposa, llegando a ser con ella «una sola carne» y abandonando por esto a «su padre y a su madre» (cf. Gn 2,24). La diferencia vital está orientada a la comunión, y es vivida serenamente tal como expresa el tema de la desnudez: «Estaban ambos desnudos, el hombre y su mujer, pero no se avergonzaban uno del otro» (Gn 2,25). De este modo, el cuerpo humano, marcado por el sello de la masculinidad o la femineidad, «desde “el principio” tiene un carácter nupcial, lo que quiere decir que es capaz de expresar el amor con que el

¿Por qué decimos que el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios? –Decimos que el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios porque representa a Dios en este mundo, es señor de la creación visible y es capaz, por ser espiritual, de hablar con Dios como un amigo. Del Catecismo de la Conferencia Episcopal Española, Esta es nuestra Fe. Esta es la Fe de la Iglesia, 120.

hombre-persona se hace don, verificando así el profundo sentido del propio ser y del propio existir». Comentando estos versículos del Génesis, el Santo Padre continúa: «En esta peculiaridad suya, el cuerpo es la expresión del espíritu y está llamado, en el misterio mismo de la creación, a existir en la comunión de las personas “a imagen de Dios”». En la misma perspectiva esponsal se comprende en qué sentido la antigua narración del Génesis deja entender cómo la mujer, en su ser más profundo y originario, existe «por razón del hombre» (cf. 1 Cor 11,9): es una afirmación que, lejos de evocar alienación, expresa un aspecto fundamental de la semejanza con la santísima Trinidad, cuyas Personas, con la venida de Cristo, revelan la comunión de amor que existe entre ellas. «En la “unidad de los dos” el hombre y la mujer son llamados desde su origen no solo a existir “uno al lado del otro”, o simplemente “juntos”, sino que son llamados también a existir recíprocamente, “el uno para el otro...”». El texto del Génesis 2,18-25 indica que el matrimonio es la dimensión primera y, en cierto sentido, fundamental de esta llamada. Pero no es la única. Toda la historia del hombre sobre la tierra se realiza en el ámbito de esta llamada. Basándose en el principio del ser recíproco “para” el otro en la “comunión” interpersonal, se desarrolla en esta historia la integración en la humanidad misma, querida por Dios, de lo “masculino” y de lo “femenino”». En cualquier caso, desde los datos bíblicos deducen algunos datos capitales de la antropología bíblica (n. 8). 1 Ante todo, hace falta subrayar el carácter personal del ser humano. «De la reflexión bíblica emerge la verdad sobre el carácter personal del ser humano. El hombre –ya sea hombre o mujer– es persona igualmente; en efecto, ambos, han sido creados a imagen y semejanza del Dios personal». La igual dignidad de las personas se realiza como complementariedad física, psicológica y ontológica, dando lugar a una armónica «unidualidad» relacional, que solo el CREO EN DIOS PADRE

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pecado y las «estructuras de pecado» inscritas en la cultura han hecho potencialmente conflictivas. La antropología bíblica sugiere afrontar desde un punto de vista relacional, no competitivo ni de revancha, los problemas que a nivel público o privado suponen la diferencia de sexos. 2 Además, hay que hacer notar la importancia y el sentido de la diferencia de los sexos como realidad inscrita profundamente en el hombre y la mujer. «La sexualidad caracteriza al hombre y a la mujer no solo en el plano físico, sino también en el psicológico y espiritual con su impronta consiguiente en todas sus manifestaciones.» Esta no puede ser reducida a un puro e insignificante dato biológico, sino que «es un elemento básico de la personalidad; un modo propio de ser, de manifestarse, de comunicarse con los otros, de sentir, expresar y vivir el amor humano». Esta capacidad de amar, reflejo e imagen de Dios Amor, halla una de sus expresiones en el carácter esponsal del cuerpo, en el que se inscribe la masculinidad y femineidad de la persona. 3 Se trata de la dimensión antropológica de la sexualidad, inseparable de la teológica. La criatura humana, en su unidad de alma y cuerpo, está, desde el principio, cualificada por la relación con el otro. Esta relación se presenta siempre a la vez como buena y alterada. Es buena por su bondad originaria, declarada por Dios desde el primer momento de la creación; es también alterada por la desarmonía entre Dios y la humanidad, surgida con el pecado. Tal alteración no corresponde, sin embargo, ni al proyecto inicial de Dios sobre el hombre y la mujer, ni a la verdad sobre la relación de los sexos. De esto se deduce, por lo tanto, que esta relación, buena pero herida, necesita ser sanada. 4 ¿Cuáles pueden ser las vías para esta curación? Considerar y analizar los problemas inherentes 68

PARA COMPRENDER EL CREDO DE NUESTRA FE

¿Quién es el diablo? –El diablo es un ángel cuya rebelión contra Dios pesa sobre toda la especie humana. Se opone a Dios y tienta al hombre. Es el «padre de la mentira». Jesucristo, en su muerte, venció al diablo y, con su poder, combate y deshace las obras de este. El diablo también es llamado «demonio», «Satanás» y «el Maligno». Del Catecismo de la Conferencia Episcopal Española, Esta es nuestra Fe. Esta es la Fe de la Iglesia, 124.

a la relación de los sexos solo a partir de una situación marcada por el pecado llevaría necesariamente a recaer en los errores anteriormente mencionados. Hace falta romper, pues, esta lógica del pecado y buscar una salida, que permita eliminarla del corazón del hombre pecador. Una orientación clara en tal sentido se nos ofrece con la promesa divina de un Salvador, en la que están involucradas la «mujer» y su «estirpe» (cf. Gn 3,15), promesa que, antes de realizarse, tendrá una larga preparación histórica. 5 En san Pablo leemos: «Todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo: ya no hay... ni hombre ni mujer», escribe san Pablo a los Gálatas (Gal 3,27-28). El Apóstol no declara aquí abolida la distinción hombre-mujer, que en otro lugar afirma pertenecer al proyecto de Dios. Lo que quiere decir es más bien esto: en Cristo, la rivalidad, la enemistad y la violencia, que desfiguraban la relación entre el hombre y la mujer, son superables y superadas. En este sentido, la distinción entre el hombre y la mujer es más que nunca afirmada, y en cuanto tal acompaña a la revelación bíblica hasta el final. Al término de la historia presente, mientras se delinean en el Apocalipsis de Juan «los cielos nuevos» y «la tierra nueva» (Ap 21,1), se presenta en visión una Jerusalén femenina «engalanada como una novia ataviada para su esposo»

(Ap 21,20). La revelación misma se concluye con la palabra de la Esposa y del Espíritu, que suplican la llegada del Esposo: «Ven Señor Jesús» (Ap 22,20). Por lo tanto, la promoción de las mujeres dentro de la sociedad tiene que ser comprendida y buscada como una humanización, realizada gracias a los valores redescubiertos por las mujeres. Toda perspectiva que pretenda proponerse como lucha de sexos solo puede ser una ilusión y un peligro, destinados a acabar en situaciones de segregación y competición entre hombres y mujeres, y a promover un solipsismo, que se nutre de una concepción falsa de la libertad. Sin prejuzgar los esfuerzos por promover los derechos a los que las mujeres pueden aspirar en la sociedad y en la familia, estas observaciones quieren corregir la perspectiva que considera a los hombres como enemigos que hay que vencer. La relación hombre-mujer no puede pretender encontrar su justa condición en una especie de contraposición desconfiada y a la defensiva. Es necesario que dicha relación sea vivida en la paz y la felicidad del amor compartido. En un nivel más concreto, las políticas sociales –educativas, familiares, laborales, de acceso a los servicios, de participación cívica– si bien por una parte tienen que combatir cualquier injusta discriminación sexual, por otra deben saber escuchar las aspiraciones e individuar las necesidades de cada cual. La defensa y promoción de la idéntica dignidad y de los valores personales comunes deben armonizarse con el cuidadoso reconocimiento de la diferencia y la reciprocidad, allí donde eso se requiera para la realización del propio ser masculino o femenino (n. 14). Con respecto a la Iglesia, el signo de la mujer es más que nunca central y fecundo. Ello depende de la identidad misma de la Iglesia, que esta recibe de Dios y acoge en la fe. Debemos mirar a María. Mirar a María e imitarla no significa, sin embargo,

empujar a la Iglesia hacia una actitud pasiva inspirada en una concepción superada de la femineidad. Tampoco significa condenarla a una vulnerabilidad peligrosa, en un mundo en el que lo que cuenta es sobre todo el dominio y el poder. En realidad, el camino de Cristo no es ni el del dominio (cf. Flp 2,6), ni el del poder como lo entiende el mundo (cf. Jn 18,26). Del Hijo de Dios aprendemos que esta «pasividad» es en realidad el camino del amor, es poder real que derrota toda violencia, es «pasión» que salva al mundo del pecado y de la muerte y recrea la humanidad. Muy lejos de otorgar a la Iglesia una identidad basada en un modelo contingente de femineidad, la referencia a María, con sus disposiciones de escucha, acogida, humildad, fidelidad, alabanza y espera, coloca a la Iglesia en continuidad con la historia espiritual de Israel. Estas actitudes se convierten también en Jesús y, a través de Él, en la vocación de cada bautizado. Prescindiendo de las condiciones, estados de vida, vocaciones diferentes, con o sin responsabilidades públicas, tales actitudes determinan un aspecto esencial de la identidad de la vida cristiana. Aun tratándose de actitudes que tendrían que ser típicas de cada bautizado, de hecho, es característico de la mujer vivirlas con particular intensidad y naturalidad. Así, las mujeres tienen un papel de la mayor importancia en la vida eclesial, interpelando a los bautizados sobre el cultivo de tales disposiciones, y contribuyendo en modo único a manifestar el verdadero rostro de la Iglesia, esposa de Cristo y madre de los creyentes. En esta perspectiva también se entiende que el hecho de que la ordenación sacerdotal esté exclusivamente reservada a los hombres no impide en absoluto a las mujeres el acceso al corazón de la vida cristiana. Ellas están llamadas a ser modelos y testigos insustituibles para todos los cristianos de cómo la Esposa debe corresponder con amor al amor del Esposo (n. 16). CREO EN DIOS PADRE

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Pecado de hombres y ángeles Benedicto XVI ha recordado en muchas ocasiones que el tema del pecado es uno de los temas silenciados en nuestro tiempo. La predicación religiosa, si es posible, tiende a eludirlo. La sociología y la psicología intentan desenmascararlo como complejo o ilusión. El derecho intenta cada vez más arreglarse sin el concepto de culpa y acudir a las encuestas y los datos sociológicos. Pero a pesar de ello, continúa existiendo por todas partes. Porque el hombre puede dejar a un lado la verdad, pero no eliminarla, y porque está enfermo, necesitará del Espíritu Santo para que convenza al mundo del pecado (Jn 16,8). No se trata de quitar al hombre el gusto por la vida y llenarle de prohibiciones y negaciones. Se trata sencillamente de conducirle a la verdad y, de esta manera, santificarle 114. En la historia del hombre está presente el pecado. Esta realidad se esclarece plenamente solo a la luz de la divina Revelación y, sobre todo, a la luz de Cristo, el Salvador de todos, que ha hecho que la gracia sobreabunde allí donde había abundado el pecado. Con la expresión «la caída de los ángeles» se indica que Satanás y los otros demonios, de los que hablan la Sagrada Escritura y la Tradición de la Iglesia, eran inicialmente ángeles creados buenos por Dios, que se transformaron en malvados porque rechazaron a Dios y a su Reino, mediante una libre e irrevocable elección, dando así origen al infierno. Los demonios intentan asociar al hombre a su rebelión contra Dios, pero Dios afirma en Cristo su segura victoria sobre el Maligno. El hombre, tentado por el diablo, dejó apagarse en su corazón la confianza hacia su Creador y, desobedeciéndole, quiso «ser como Dios» (Gn 3,5), sin Dios, y no según Dios. Así Adán y Eva perdieron inmediatamente, para sí y para todos sus descendientes, la gracia de la santidad y de la justicia originales.

El pecado original, en el que todos los hombres nacen, es el estado de privación de la santidad y de la justicia originales. Es un pecado «contraído», no «cometido» por nosotros; es una condición de nacimiento y no un acto personal. A causa de la unidad de origen de todos los hombres, el pecado original se transmite a los descendientes de Adán con la misma naturaleza humana, «no por imitación, sino por propagación». Esta transmisión es un misterio que no podemos comprender plenamente. Como consecuencia del pecado original, la naturaleza humana, aun sin estar totalmente corrompida, se halla herida en sus propias fuerzas naturales, sometida a la ignorancia, al sufrimiento y al poder de la muerte, e inclinada al pecado. Esta inclinación al mal se llama «concupiscencia». Después del primer pecado, el mundo ha sido inundado de pecados, pero Dios no ha abandonado al hombre al poder de la muerte, antes al contrario, le predijo de modo misterioso –en el Protoevangelio (Gn 3,15)– que el mal sería vencido y el hombre levantado de la caída. Se trata del primer anuncio del Mesías redentor. Por ello, la caída será incluso llamada «Feliz culpa», porque «ha merecido tal y tan grande Redentor» (Liturgia de la Vigilia pascual). Hoy, el tema del pecado original está cuestionado desde diversos frentes: ■ Ciencias: ¿Cómo hacerlo compatible con el

evolucionismo, donde se afirma que «al principio no era lo perfecto, sino que será al final»? ■ Antropología: ¿Por qué la solidaridad de los

hombres de hoy con el primer pecador?... ¿Estamos marcados para el mal o para el bien cuando venimos a este mundo? ■ Exégesis: ¿El libro del Génesis cuenta algo his-

tórico, o es mero símbolo? ■ Teología: ¿Qué es más importante la solidaridad

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J. Ratzinger, Creación y pecado, Eunsa, Pamplona 1992, 89-90.

PARA COMPRENDER EL CREDO DE NUESTRA FE

en el pecado o la solidaridad en Jesucristo?...

Estos retos no pueden despreciarse ya que detrás de ellos hay diversas cuestiones decisivas para nuestra Fe: ■ Cristológicas: Cristo es único Salvador y Media-

dor; y no solo un fundador más de una religión o un simple maestro de sabiduría. ■ Eclesiológicas: la Iglesia es mediadora como sa-

¿En qué consistió el pecado del primer hombre? –El pecado del primer hombre consistió en rebelarse contra Dios y pretender, prescindiendo de Él, ser como Dios. Este pecado es el prototipo de todo pecado humano. Del Catecismo de la Conferencia Episcopal Española, Esta es nuestra Fe. Esta es la Fe de la Iglesia, 124.

cramento de salvación y no solo una comunidad de gentes buenas... ■ Antropológicas: equilibrio entre naturalismo

antropológico optimista (pelagianismo, roussonianismo, laicismo, New Age...) y naturalismo pesimista o de perversión de la naturaleza humana (protestantismo, maniqueísmo, religiones orientales...). Y, además, están en juego cuatro antropologías o modelos de hombre y mujer en el momento presente:

❏ Ecológica: somos los ojos, el corazón y las manos de la madre Tierra (Gaia). La Tierra no nos pertenece; nosotros pertenecemos a la madre Tierra.

❏ Biónico: somos los ojos, el corazón y las manos de la máquina (ciborgs); mitad humanos, mitad artificiales para viajes interplanetarios.

❏ Humanista horizontalista: somos los ojos, el corazón y las manos de una humanidad nueva y adulta que llegará.

❏ Teológica: Somos los ojos, el corazón y las manos de Dios (Cristianismo). ■ Etiológicas: ¿Qué es el mal? ¿Quién es el res-

ponsable? ¿Quién es el diablo?... ■ Mariológicas: ¿Qué tiene de singular la Virgen

María?... ¿Nos podemos seguir contemplando en ella, los hombres y mujeres del s. XXI? ■ Escatológica: ¿Tiene el mal la última palabra de

la historia?...

■ Espiritual: ¿Qué es lo genuino de la espirituali-

dad cristiana?... A la hora de responder, tenemos que advertir que hablaremos del hombre y del mundo con mirada «teológica». No es psicología ni sociología o filosofía, aunque tenga incidencias en las mismas. La catolicidad y la Tradición viva, una vez más, nos servirán como criterios de verdad. Y, algo decisivo: no «adamizar» al hombre, sino cristificarlo: Jesucristo, hombre perfecto, último Adán, como salvador único y universal mediador. Pecado original no es lo mismo que pecado personal. Es pecado por analogía, aunque sus efectos sean tan reales como los de un pecado (alejamiento de Dios y querer ser como él, pérdida de vida divina o querer ser por nuestros medios inmortales, división interior, ruptura con los demás, violencia a todos los niveles: género, hermanos y familia, tribus, naciones, etc.). Es un pecado real y propio en cada uno. Está como propio en cada uno de nosotros. Transmitido y presente no por «imitación», sino por propagación, y con los efectos de haber cambiado la naturaleza humana a peor, no solo el alma (Concilio de Trento). Es un pecado que no denigró o corrompió la naturaleza humana totalmente (somos capaces de hacer cierto bien, pero sin perseverar de forma duradera en ello). Es un pecado que hace del mundo, junto a los pecados personales, un mundo de «desgracia» en lucha con la «gracia» de Dios. CREO EN DIOS PADRE

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¿Qué consecuencias trajo el pecado original para la humanidad? Las resumimos en cinco: a Pérdida de gracia original santificante (divinizadora) o de amistad «natural» con Dios; como si la vida pudiera realizarse solo «humanamente», al margen de Dios.

3 Más que al pecador Adán nos referimos al pecado de Adán (humanidad). Si bien Adán se concreta en is e isah (hombre-mujer). 4 El Paraíso es símbolo imperfecto de la vida eterna (trinitaria) que traerá Jesucristo en plenitud (Encarnación-Iglesia).

b Tensión entre armonía-desarmonía en la persona humana (concupiscencia humana negativa), negatividad en lo social (en la relación con los demás) y desarmonía ecológica (relación con la naturaleza).

5 La humanidad primera es símbolo del hombre perfecto y último (teleiòs) que es Jesucristo.

c Posibilidad de muerte teológica, del infierno como alejamiento de Dios.

7 Un niño que nace en pecado original no es un condenado: necesita ratificación personal del pecado. No existe el limbo. Cuando morimos entramos no ya en un mundo de «gracia-desgracia» (gracia-pecado), sino solo de gracia (en el «útero» de la Trinidad).

d No pertenencia al Pueblo de Dios, a los salvados y divinizados. e Cierto «influjo y poder» del Maligno. A la hora de reflexionar sobre el misterio del pecado original, la teología contemporánea tiene en cuenta las siguientes claves: 1 Distinguir pecado original originante (lo sucedido al comienzo de la humanidad, en clave de «antropología teológica») y pecado original originado (consecuencias del pecado). 2 Equilibrar la dimensión personal («evitar monoculpismo social») y la dimensión social o comunitaria («policulpismo acéfalo»).

6 Nos situamos en el ámbito o dimensión moralteológica, no solo biológico-natural...

8 Nacemos envueltos en una atmósfera de pecado y gracia, y «potencialmente pecadores y santos». 9 ¿Por qué, en resumen, es tan importante lograr plantear bien el tema del pecado original?...

❏ Porque el núcleo positivo del pecado original es la necesidad real de Jesucristo. Lo decisivo es la unidad de todos los hombres en Cristo, como mediador, salvador-redentor y divinizador.

❏ El pecado original salva la imagen de un Dios malo y malvado y equilibra la antropología... Dios y el hombre se necesitan.

❏ Dios no es culpable del mal moral, del recha¿A qué llama la Iglesia «pecado original»? –La Iglesia llama pecado original a la privación de santidad y justicia en la que todos los hombres nacemos a causa de la rebeldía del primer hombre contra Dios. Por ello, nadie puede salvarse por sus solas fuerzas. Del Catecismo de la Conferencia Episcopal Española, Esta es nuestra Fe. Esta es la Fe de la Iglesia, 125.

zo a su plan divino. Es el misterio de iniquidad «diabólico» y humano.

❏ Sentido profundo de la libertad humana, respetada incluso por parte de Dios.

❏ Conocimiento realista, equilibrado y profundo de la persona y de la sociedad.

❏ Sentido profundo de las estructuras de pecado en el mundo y de la existencia del Maligno.

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PARA COMPRENDER EL CREDO DE NUESTRA FE

❏ Sentido profundo de la espiritualidad cristiana: estamos llamados a ser, desde el Bautismo, carne ungida por el Espíritu Santo, capaz de ver a Dios.

❏ Para una sana relación hombre-mujer, relación entre pueblos y en relación con la naturaleza... 10 Algunos autores recientemente están destacando, en clave cristológica, que Jesús se solidarizó con la humanidad hasta el amor extremo (muerte en la cruz). Una humanidad bajo el señorío de Satanás y afectada por un destino de pecado (muerte teológica). El pecado, junto a su raíz satánica, es vencido por el amor misericordioso. La muerte por los pecados no quiere decir solo «a causa» de los pecados, sino en favor de los pecadores que quedan perdonados, regenerados, hechos solidarios de la vida divina en el resucitado. Al hablar de pecado original tenemos que integrar y equilibrar la visión «histórica de los orígenes» con otra personal y social. También el elemento vertical (ruptura con Dios) como el horizontal (ruptura con los hermanos). Y, como efectos, no solo horizontales históricos (psicológicos y sociológi-

cos), sino cósmicos (ecológicos) y teológicos (las dimensiones del pecado). La liberación del pecado incluye siempre un elemento eclesial, incluso para un niño: entrar en una historia de salvación, de Pueblo de Dios, formando parte de la nueva humanidad. Finalmente, la permanencia de la concupiscencia en los bautizados indica que la salvación en Cristo no es automática o mágica, sino que es histórica en un proceso de crecimiento en libertad. La concupiscencia más que una tentación pecaminosa se puede contemplar como «oportunidad» para crecer continuamente.

Para la reflexión personal o en grupo 1. ¿Qué se quiere expresar cuando afirmamos que Dios es Unidad y Trinidad al mismo tiempo? 2. ¿Por qué son compatibles un Dios Creador y un mundo en evolución? 3. ¿Por qué los ángeles y demonios están de moda en nuestros días? 4. ¿Qué significa pecador original «originante» y pecado original «originado»?

CREO EN DIOS PADRE

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CAPÍTULO 5

Creo en Jesucristo CREO EN JESUCRISTO, HIJO ÚNICO DE DIOS 115

Lo que afirma el Credo de los Apóstoles Creo en Jesucristo, su único Hijo, Nuestro Señor, que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, nació de Santa María Virgen, padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado, descendió a los infiernos, al tercer día resucitó de entre los muertos, subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios, Padre Todopoderoso. Desde allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos.

Lo que afirma el Credo niceno-constantinopolitano Creo en un solo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos: Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre, por quien todo fue hecho; que por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre; y por nuestra causa fue crucificado en tiempos de Poncio Pilato; padeció y fue sepultado, y resucitó al tercer día, según las Escrituras, y subió al cielo, y está sentado a la derecha del Padre; y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su reino no tendrá fin.

115 Cf. para este apartado, el Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 422-672, y el Compendio del Catecismo de la Iglesia, nn. 79-135.

CREO EN JESUCRISTO

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Lo que afirma el Credo del Pueblo de Dios (Pablo VI) Creemos en nuestro Señor Jesucristo, el Hijo de Dios. Él es el Verbo eterno, nacido del Padre antes de todos los siglos y consustancial al Padre, u homoousios to Patri; por quien han sido hechas todas las cosas. Y se encarnó por obra del Espíritu Santo, de María la Virgen, y se hizo hombre: igual, por tanto, al Padre según la divinidad, menor que el Padre según la humanidad, completamente uno, no por confusión (que no puede hacerse) de la sustancia, sino por unidad de la persona. Él mismo habitó entre nosotros lleno de gracia y de verdad. Anunció y fundó el reino de Dios, manifestándonos en sí mismo al Padre. Nos dio su mandamiento nuevo de que nos amáramos los unos a los otros como él nos amó. Nos enseñó el camino de las bienaventuranzas evangélicas, a saber: ser pobres en espíritu y mansos, tolerar los dolores con paciencia, tener sed de justicia, ser misericordiosos, limpios de corazón, pacíficos, padecer persecución por la justicia. Padeció bajo Poncio Pilato; Cordero de Dios, que lleva los pecados del mundo, murió por nosotros clavado a la cruz, trayéndonos la salvación con la sangre de la redención. Fue sepultado, y resucitó por su propio poder al tercer día, elevándonos por su resurrección a la participación de la vida divina, que es la gracia. Subió al cielo, de donde ha de venir de nuevo, entonces con gloria, para juzgar a los vivos y a los muertos, a cada uno según los propios méritos: los que hayan respondido al amor y a la piedad de Dios irán a la vida eterna, pero los que los hayan rechazado hasta el final serán destinados al fuego que nunca cesará. Y su reino no tendrá fin.

Jesucristo, Buena Noticia Al hablar sobre el misterio de Jesucristo, nos advierte el papa Benedicto XVI que, en los dos últimos siglos se ha entablado la polémica de si lo más importante es lo humano y la historia de Jesús de Nazaret o, por el contrario, el Jesús del Credo y el que la Iglesia confiesa. La lección más positiva es el haber llegado a un acuerdo: no puede haber Jesús histórico sin el Cristo de la Fe, porque en realidad Jesús no existe si no es como Cristo, y Cristo no existe si no es en Jesús 116. La Buena Noticia es el anun-

116 Cf. J. Ratzinger, Introducción al cristianismo, Sígueme, Salamanca 2001, 171-172.

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PARA COMPRENDER EL CREDO DE NUESTRA FE

cio de Jesucristo, «el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16), muerto y resucitado. En tiempos del rey Herodes y del emperador César Augusto, Dios cumplió las promesas hechas a Abrahán y a su descendencia, enviando «a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la Ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva» (Gal 4,4-5). Desde el primer momento, los discípulos desearon ardientemente anunciar a Cristo, a fin de llevar a todos los hombres a la Fe en Él. También hoy, el deseo de evangelizar y catequizar, es decir, de revelar en la persona de Cristo todo el designio de Dios, y de poner a la humanidad en comunión con Jesús, nace de este conocimiento amoroso de Cristo.

El nombre de Jesús, dado por el ángel en el momento de la Anunciación, significa «Dios salva». Expresa, a la vez, su identidad y su misión, «porque él salvará al pueblo de sus pecados» (Mt 1,21). Pedro afirma que «bajo el cielo no se nos ha dado otro nombre que pueda salvarnos» (Hch 4,12). Cristo, en griego, y Mesías, en hebreo, significan «ungido». Jesús es el Cristo porque ha sido consagrado por Dios, ungido por el Espíritu Santo para la misión redentora. Él es el Mesías esperado por Israel y enviado al mundo por el Padre. Jesús ha aceptado el título de Mesías, precisando, sin embargo, su sentido: «bajado del cielo» (Jn 3,13), crucificado y después resucitado, Él es el siervo sufriente «que da su vida en rescate por muchos» (Mt 20,28). Del nombre de Cristo nos viene el nombre de «cristianos». En la Biblia, el título «Señor» designa ordinariamente al Dios soberano. Jesús se lo atribuye a sí mismo, y revela su soberanía divina mediante su poder sobre la naturaleza, sobre los demonios, sobre el pecado y sobre la muerte, y sobre todo con su Resurrección. Las primeras confesiones de Fe cristiana proclaman que el poder, el honor y la gloria que se deben a Dios Padre se le deben también a Jesús: Dios «le ha dado el nombre sobre todo nombre» (Flp 2,9). Él es el Señor del mundo y de la historia, el único a quien el hombre debe someter de modo absoluto su propia libertad personal.

Jesucristo, hijo unigénito de Dios ¿Podemos conocer a Jesucristo en verdad? ¿Son fiables los Evangelios y lo que la Tradición cristiana ha venido diciendo de Él? ¿Es el mismo el Jesús de la historia que el Cristo de la Fe y del Credo de la Iglesia? A estas y otras preguntas ha deseado responder Benedicto XVI en su obra Jesús de Nazaret 117. El Pa-

117 Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, La Esfera de los Libros, Madrid 2007.

pa, saliendo al paso de exégesis reduccionistas o deformadas, ha querido mostrarnos que es posible conocer a Jesús, después de más de dos mil años de historia. Y llega a una conclusión de fondo: el verdadero acceso al misterio de Jesucristo, a su persona y a su obra, solo se puede hacer a través del Espíritu. Gracias a la Fe, que ni niega ni destruye la historia, llegamos al verdadero y real Jesús de Nazaret. Sin la Fe, la mirada en las palabras y en los hechos de la vida de Jesús se queda en la superficie, en la cáscara. Contemplar a Jesús, desde la Fe y con la fuerza del Espíritu, es romper todas las dicotomías: entre el Jesús estudiado por los historiadores y el Cristo confesado por la Iglesia; entre el Jesús adorado en la liturgia y el estudiado en los Evangelios; entre el artesano de Nazaret y el Hijo de Dios. En conclusión, los Evangelios recogen la verdad única del único Jesús real. Y el secreto más profundo de Jesús, su yo más íntimo, se descubre desde la vida de oración que mantenía con el Padre. Los discípulos lo captaron y lo reflejaron en los Evangelios. La oración es el latido que alienta su vida, el centro mismo de su existencia, la raíz de su identidad desde donde se explican sus palabras y sus acciones 118. Jesús es el Hijo unigénito de Dios en un sentido único y perfecto. En el momento del Bautismo y de la Transfiguración, la voz del Padre señala a Jesús como su «Hijo predilecto». Al presentarse a sí mismo como el Hijo, que «conoce al Padre» (Mt 11,27), Jesús afirma su relación única y eterna con Dios su Padre. Él es «el Hijo unigénito de Dios» (1 Jn 4,9), la segunda Persona de la Trinidad. Es el centro de la predicación apostólica: los Apóstoles han visto su gloria, «que recibe del Padre como Hijo único» (Jn 1,14). El Hijo de Dios se encarnó en el seno de la Virgen María, por obra del Espíritu Santo, por noso-

118 Cf. G. Uribarri Bilbao, «Para una interpretación teológica de la Escritura. La contribución de J. Ratzinger-Benedicto XVI», en S. Madrigal, El pensamiento de J. Ratzinger, San Pablo-Comillas, Madrid 2009, 28-35.

CREO EN JESUCRISTO

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¿Qué significa que el Hijo de Dios se encarnó? –Que el Hijo de Dios se encarnó significa que el Hijo único y eterno de Dios, sin dejar de ser Dios, se hizo hombre débil y mortal, igual en todo a nosotros, excepto en el pecado. Del Catecismo de la Conferencia Episcopal Española, Esta es nuestra Fe. Esta es la Fe de la Iglesia, 133.

tros los hombres y por nuestra salvación, es decir, para reconciliarnos a nosotros pecadores con Dios, darnos a conocer su amor infinito, ser nuestro modelo de santidad y hacernos «partícipes de la naturaleza divina» (2 Pe 1,4). La Iglesia llama «Encarnación» al misterio de la unión admirable de la naturaleza divina y la naturaleza humana de Jesús en la única Persona divina del Verbo. Para llevar a cabo nuestra salvación, el Hijo de Dios se ha hecho «carne» (Jn 1,14), haciéndose verdaderamente hombre. La Fe en la Encarnación es signo distintivo de la Fe cristiana.

Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre Afirma el papa Benedicto XVI que los concilios de los primeros siglos tuvieron que afrontar tres problemas: mesianidad, filiación y divinidad, es decir, cómo la mesianidad radical de Jesucristo exigía la filiación divina y cómo la filiación exige la divinidad 119. En la unidad de su Persona divina, Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre, de manera indivisible. Él, Hijo de Dios, «engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre», se ha hecho ver-

119 Cf. J. Ratzinger, Introducción al cristianismo, Sígueme, Salamanca 2001, 178-180.

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PARA COMPRENDER EL CREDO DE NUESTRA FE

daderamente hombre, hermano nuestro, sin dejar con ello de ser Dios, nuestro Señor. El Concilio de Calcedonia enseña que «hay que confesar a un solo y mismo Hijo, Nuestro Señor Jesucristo: perfecto en la divinidad y perfecto en la humanidad; verdaderamente Dios y verdaderamente hombre, compuesto de alma racional y de cuerpo; consubstancial con el Padre según la divinidad, y consubstancial con nosotros según la humanidad; «en todo semejante a nosotros, menos en el pecado» (Heb 4,15); nacido del Padre antes de todos los siglos según la divinidad y, por nosotros y nuestra salvación, nacido en estos últimos tiempos de la Virgen María, la Madre de Dios, según la humanidad. La Iglesia expresa el misterio de la Encarnación afirmando que Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre; con dos naturalezas, la divina y la humana, no confundidas, sino unidas en la Persona del Verbo. Por tanto, todo en la humanidad de Jesús –milagros, sufrimientos y la misma muerte– debe ser atribuido a su Persona divina, que obra a través de la naturaleza humana que ha asumido.

La persona humana y divina de Jesucristo El Hijo de Dios asumió un cuerpo dotado de un alma racional humana. Con su inteligencia humana, Jesús aprendió muchas cosas mediante la experiencia. Pero, también como hombre, el Hijo de Dios tenía un conocimiento íntimo e inmediato de Dios su Padre. Penetraba asimismo los pensamientos secretos de los hombres y conocía plenamente los designios eternos que Él había venido a revelar. Jesús tenía una voluntad divina y una voluntad humana. En su vida terrena, el Hijo de Dios ha querido humanamente lo que Él ha decidido divinamente junto con el Padre y el Espíritu Santo para nuestra salvación. La voluntad humana de Cristo

sigue, sin oposición o resistencia, su voluntad divina, y está subordinada a ella. Cristo asumió un verdadero cuerpo humano, mediante el cual Dios invisible se hizo visible. Por esta razón, Cristo puede ser representado y venerado en las sagradas imágenes. Cristo nos ha conocido y amado con un corazón humano. Su Corazón traspasado por nuestra salvación es el símbolo del amor infinito que Él tiene al Padre y a cada uno de los hombres.

¿Qué quería decir Jesús cuando anunciaba que «el Reino de Dios está cerca»? –Cuando Jesús anunciaba que el Reino de Dios está cerca quería decir ante todo que Dios, su Padre, venía como Señor a tomar posesión de la obra de sus manos, del hombre y de su creación. Del Catecismo de la Conferencia Episcopal Española, Esta es nuestra Fe. Esta es la Fe de la Iglesia, 138.

Todo ello, como nos advierte el papa Benedicto XVI, sin olvidar que Jesucristo es de la misma sustancia que el Padre. Si Jesucristo fuese solo hombre, pronto desparecería. Donde solo permanece el hombre, tampoco el hombre permanece. Lo que convierte a Jesús en relevante e insustituible para todos los tiempos es precisamente que era y es el Hijo, que en Él Dios se hizo hombre. Quitar de en medo a Dios no significa descubrir al hombre Jesús, sino disolver a este por ideales de escasa consistencia 120.

de nacimientos milagrosos es que en ellos la divinidad es el poder generante y fecundador, de modo que el padre es la propia divinidad. En el Nuevo Testamento las cosas no son así. Aquí, la concepción de Jesús, segundo Adán, es la nueva creación, no la generación por parte de Dios. Dios no es algo así como el padre biológico de Jesús... La filiación no significa que Jesús sea Dios y hombre a partes iguales, sino que para la Fe siempre fue completamente Dios y completamente hombre 121.

Concebido por obra y gracia del Espíritu Santo y nacido de Santa María Virgen

Que Jesús fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo significa que la Virgen María concibió al Hijo eterno en su seno por obra del Espíritu Santo y sin la colaboración de varón: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti» (Lc 1,35), le dijo el ángel en la Anunciación.

Benedicto XVI, con unas sabias y oportunas palabras, nos dice que los llamados Evangelios de la infancia (Mateo y Lucas) nos presentan a un Jesús que viene de lo «incognoscible» de Dios, pero no para eliminar el misterio, sino para confirmarlo... Lo que acontece en María es una nueva creación: el Dios que de la nada llamo al ser realiza un nuevo comienzo en medio de la humanidad; ahora su palabra se hace carne. En María se introduce Dios en la historia... La diferencia con otros relatos paganos

120 J. Ratzinger, El Dios de los cristianos. Meditaciones, Sígueme, Salamanca 2005, 86-94.

María es verdaderamente Madre de Dios porque es la madre de Jesús (Jn 2,1; 19,25). En efecto, aquel que fue concebido por obra del Espíritu Santo y fue verdaderamente Hijo suyo, es el Hijo eterno de Dios Padre. Es Dios mismo. Dios eligió gratuitamente a María desde toda la eternidad para que fuese la Madre de su Hijo; para cumplir esta misión fue concebida inmaculada. Esto significa que, por la gracia de Dios y en previsión

121 Cf. J. Ratzinger, Introducción al cristianismo, Sígueme, Salamanca 2001, 228-230.

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de los méritos de Jesucristo, María fue preservada del pecado original desde el primer instante de su concepción. Por la gracia de Dios, María permaneció inmune de todo pecado personal durante toda su existencia. Ella es la «llena de gracia» (Lc 1,28), la «toda Santa». Y cuando el ángel le anuncia que va a dar a luz «al Hijo del Altísimo» (Lc 1,32), ella da libremente su consentimiento «por obediencia de la Fe» (Rom 1,5). María se ofrece totalmente a la Persona y a la obra de Jesús, su Hijo, abrazando con toda su alma la voluntad divina de salvación. La concepción virginal de Jesús significa que este fue concebido en el seno de la Virgen María solo por el poder del Espíritu Santo, sin concurso de varón. Él es Hijo del Padre celestial según la naturaleza divina, e Hijo de María según la naturaleza humana, pero es propiamente Hijo de Dios según las dos naturalezas, al haber en Él una sola Persona, la divina. María es siempre virgen en el sentido de que ella «fue Virgen al concebir a su Hijo, Virgen al parir, Virgen durante el embarazo, Virgen después del parto, Virgen siempre» (San Agustín). Por tanto, cuando los Evangelios hablan de «hermanos y hermanas de Jesús», se refieren a parientes próximos de Jesús, según una expresión empleada en la Sagrada Escritura. María tuvo un único Hijo, Jesús, pero en Él su maternidad espiritual se extiende a todos los hombres, que Jesús vino a salvar. Obediente junto a Je¿Se hace presente el Reino de Dios en Jesucristo? –Sí, en Jesucristo el Reino de Dios se hace presente entre los hombres ya que, en Jesucristo y por Jesucristo, Dios mismo nos hace llegar su presencia, su reconciliación, su perdón y su vida. En verdad, Jesucristo es, Él mismo, el Reino de Dios. Del Catecismo de la Conferencia Episcopal Española, Esta es nuestra Fe. Esta es la Fe de la Iglesia, 143.

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PARA COMPRENDER EL CREDO DE NUESTRA FE

sucristo, el nuevo Adán, la Virgen es la «nueva» Eva, la verdadera madre de los vivientes, que coopera con amor de madre al nacimiento y a la formación de todos en el orden de la gracia. Virgen y Madre, María es la figura de la Iglesia, su más perfecta realización. El papa Benedicto XVI recuerda que, en medio de una humanidad desesperada e infecunda, Dios ha inaugurado en Jesucristo un nuevo comienzo que no es producto de la historia humana, sino don de cielo. Igual que el hombre no es mera suma de cromosomas ni producto de su medio ambiente, sino algo indeciblemente nuevo que no es propio de la humanidad, sino del Espíritu de Dios... A diferencia de otros elegidos que le han precedido, no solo recibe el Espíritu de Dios, sino que incluso en su existencia terrena él, y solo él, es movido por el Espíritu 122.

Toda la vida de Jesucristo es un misterio El papa Benedicto XVI nos grita que «Cristo no es el fundador de un partido ni un filósofo de la religión. No es alguien que inventa ideas de cualquier tipo, para las cuales recluta defensores. Cristo es la Palabra viva de Dios mismo que se ha hecho carne por nosotros. No es solo alguien que habla, sino que es él mismo su Palabra. Su amor, por el cual Dios se nos da, va hasta el final, hasta la cruz (Jn 13,1). Si nos adherimos a Él no escogemos solo ideas, sino que ponemos nuestra vida en sus manos y nos convertimos en una criatura nueva (2 Cor 5,17)» 123. Cuando Benedicto XVI habla de Jesucristo resalta en Él, el que es camino-éxodo, liberación,

122 Cf. J. Ratzinger, Introducción al cristianismo, Sígueme, Salamanca 2001, 233. 123 J. Ratzinger, La Iglesia. Una comunidad siempre en camino, Paulinas, Madrid 1992, 119.

verdad, libertad y pobreza, el ayer-el hoy y el eterno, la vida, la existencia para los demás y el amor 124. Toda la vida de Cristo es acontecimiento de revelación: lo que es visible en la vida terrena de Jesús conduce a su misterio invisible, sobre todo al misterio de su filiación divina: «Quien me ve a mí ve al Padre» (Jn 14,9). Asimismo, aunque la salvación nos viene plenamente con la Cruz y la Resurrección, la vida entera de Cristo es misterio de salvación, porque todo lo que Jesús ha hecho, dicho y sufrido tenía como fin salvar al hombre caído y restablecerlo en su vocación de hijo de Dios. Ante todo hay una larga esperanza de muchos siglos, que revivimos en la celebración litúrgica del tiempo de Adviento. Además de la oscura espera que ha puesto en el corazón de los paganos, Dios ha preparado la venida de su Hijo mediante la Antigua Alianza, hasta Juan el Bautista, que es el último y el mayor de los Profetas. En el Nacimiento de Jesús, la gloria del cielo se manifiesta en la debilidad de un niño; la circuncisión es signo de su pertenencia al pueblo hebreo y prefiguración de nuestro bautismo; la Epifanía es la manifestación del Rey-Mesías de Israel a todos los pueblos; durante la Presentación en el Templo, en Simeón y Ana se concentra toda la expectación de Israel, que viene al encuentro de su Salvador; la huida a Egipto y la matanza de los inocentes anuncian que toda la vida de Cristo estará bajo el signo de la persecución; su retorno de Egipto recuerda el Éxodo y presenta a Jesús como el nuevo Moisés: Él es el verdadero y definitivo liberador. Durante la vida oculta en Nazaret, Jesús permanece en el silencio de una existencia ordinaria. Nos permite así entrar en comunión con Él en la santidad de la vida cotidiana, hecha de oración, senci-

124 Conferencia Episcopal Española, Benedicto XVI. Todo lo que el cardenal Ratzinger dijo en España, Edice, Madrid 2005, 15-42.

¿Qué profesamos en el Credo cuando decimos que Jesucristo descendió a los infiernos? –Cuando decimos que Jesucristo descendió a los infiernos profesamos que Jesús murió realmente y que, con su muerte, venció la muerte, abriendo así la entrada en la vida eterna a todos los hombres de todos los tiempos que mueren en amistad con Dios. Del Catecismo de la Conferencia Episcopal Española, Esta es nuestra Fe. Esta es la Fe de la Iglesia, 147.

llez, trabajo y amor familiar. La sumisión a María y a José, su padre legal, es imagen de la obediencia filial de Jesús al Padre. María y José, con su Fe, acogen el misterio de Jesús, aunque no siempre lo comprendan. Jesús recibe de Juan el bautismo de conversión para inaugurar su vida pública y anticipar el «bautismo» de su Muerte; y aunque no había en Él pecado alguno, Jesús, «el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29), acepta ser contado entre los pecadores. El Padre lo proclama su «Hijo predilecto» (Mt 3,17), y el Espíritu viene a posarse sobre Él. El bautismo de Jesús es la prefiguración de nuestro bautismo. Las tentaciones de Jesús en el desierto recapitulan la de Adán en el paraíso y las de Israel en el desierto. Satanás tienta a Jesús en su obediencia a la misión que el Padre le ha confiado. Cristo, nuevo Adán, resiste, y su victoria anuncia la de su Pasión, en la que su amor filial dará suprema prueba de obediencia. La Iglesia se une particularmente a este Misterio en el tiempo litúrgico de la Cuaresma. En la Transfiguración de Jesús aparece ante todo la Trinidad: «El Padre en la voz, el Hijo en el hombre, el Espíritu en la nube luminosa» (santo Tomás de Aquino). Al evocar, junto a Moisés y Elías, su «partida» (Lc 9,31), Jesús muestra que su gloria pasa a través de la cruz, y otorga un anticipo de su Resurrección y de su gloriosa venida, «que transfigurará CREO EN JESUCRISTO

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¿Qué profesamos en el Credo cuando decimos que Jesucristo resucitó al tercer día de entre los muertos? –Cuando decimos que Jesucristo resucitó al tercer día de entre los muertos profesamos que el mismo Jesús, después de morir y quedar sepultado, fue devuelto a la vida por el poder de Dios, su Padre, para no morir jamás. Del Catecismo de la Conferencia Episcopal Española, Esta es nuestra Fe. Esta es la Fe de la Iglesia, 151.

este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo» (Flp 3,21). «En el monte te transfiguraste, Cristo Dios, y tus discípulos contemplaron tu gloria, en cuanto podían comprenderla. Así, cuando te viesen crucificado entenderían que padecías libremente y anunciarían al mundo que tú eres en verdad el resplandor del Padre» (Liturgia bizantina). En el tiempo establecido, Jesús decide subir a Jerusalén para sufrir su Pasión, morir y resucitar. Como Rey-Mesías que manifiesta la venida del Reino, entra en la ciudad montado sobre un asno; y es acogido por los pequeños, cuya aclamación es recogida por el Sanctus de la misa: «¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna! (¡Sálvanos!)» (Mt 21,9). Con la celebración de esta entrada en Jerusalén, la liturgia de la Iglesia da inicio cada año a la Semana Santa.

Jesús y el Reino de Dios Jesús comenzó su predicación anunciando el Reino de Dios. Como nos recuerda el papa Benedicto XVI 125, la palabra Reino de Dios aparece en el Nuevo Testamento 122 veces. 90 veces está en boca de Jesús. Jesús invita a todos los hombres a entrar en el

Reino de Dios; aún el peor de los pecadores es llamado a convertirse y aceptar la infinita misericordia del Padre. El Reino pertenece, ya aquí en la tierra, a quienes lo acogen con corazón humilde. A ellos les son revelados los misterios del Reino de Dios. Nos advierte el Catecismo 126 que Jesús acompaña su palabra con signos y milagros para atestiguar que el Reino está presente en Él, el Mesías. Si bien cura a algunas personas, Él no ha venido para abolir todos los males de esta tierra, sino ante todo para liberarnos de la esclavitud del pecado. La expulsión de los demonios anuncia que su Cruz se alzará victoriosa sobre «el príncipe de este mundo» (Jn 12,31). Además, el Catecismo 127 subraya que Jesús elige a los Doce, futuros testigos de su Resurrección, y los hace partícipes de su misión y de su autoridad para enseñar, absolver los pecados, edificar y gobernar la Iglesia. En este colegio, Pedro recibe «las llaves del Reino» (Mt 16,19) y ocupa el primer puesto, con la misión de custodiar la Fe en su integridad y de confirmar en ella a sus hermanos. Por su parte, el papa Benedicto, en este tema del Reino de Dios, desea abordar dos temas de discusión teológica y de máxima actualidad aún hoy 128: Por un lado, si el Reino de Dios es algo «exterior» a Cristo o es Él mismo; por otro lado, si el Reino de Dios es algo diferente a la Iglesia o tiene alguna relación con ella. Responde el Papa, a la primera cuestión, que, según la Tradición (así Orígenes), Jesucristo mismo es llamado «el Reino de Dios» (autobasileia, en griego). En Cristo mismo, Dios está obrando los milagros y la novedad que anuncia. Sin embargo, el encuentro con Jesucristo no puede ser solo «idealista o mera-

Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 541-550. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 551-553. 128 Cf. Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, La Esfera de los Libros, Madrid 2007, 76-90. 126 127

125 Cf. Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, La Esfera de los Libros, Madrid 2007,73-90.

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PARA COMPRENDER EL CREDO DE NUESTRA FE

mente personal». Necesita lo comunitario, la eclesialidad. Y, entonces, el papa Benedicto nos advierte de otras dos tendencias: la de quienes han identificado el Reino de Dios con la Iglesia; o, por el contrario, la de quienes han separado Reino de Dios e Iglesia. Con palabras más técnicas, se ha pasado del «eclesiocentrismo» al «cristocentrismo»; y, ahora, habría que volver al «reinocentrismo». De esta manera, ya no la Iglesia o Cristo, sino el mismo cristianismo perdería su identidad. Ya que, como el Reino de Dios es mucho más grande que la Iglesia –e incluso que el mismo Jesucristo–, sería como un patrimonio común de todas las religiones; y todas ellas deberían colaborar a hacer posible la llegada del Reino. De esta manera, incluso Jesucristo aparecería como alguien relevante en todas las religiones... Pero el papa Benedicto, con firmeza, denuncia que esta postura en el fondo lo que pretende es que Dios desaparezca y que la actuación y protagonismo sean solo «humanos». Las religiones son utilizadas para fines políticos. Se ha perdido entonces, y falseado, el horizonte del Evangelio. Porque Jesús, al hablar del Reino, habla ante todo de Dios, de que Dios existe y está en sus manos el mundo. Dios actúa ahora mismo en el mundo. ¿Cómo lo hace? A través de la presencia misma y de la actividad de Jesucristo. Dios, en y por Jesucristo, ha entrado en la historia de un modo totalmente nuevo. Por eso se ha cumplido «el plazo» marcado por Dios (Mc 1,15). Es tiempo de conversión, pero también de

júbilo; pues, en Jesús, Dios viene a nuestro encuentro. Dios actúa y reina en Jesús con un amor llevado hasta el extremo de la muerte en la cruz (Jn 13,1). El papa Benedicto ilustra gráficamente este pensamiento profundo sirviéndose de la parábola del fariseo y del publicano que rezaban juntos en el templo, pero de modo muy diverso (Lc 18,9-14). El fariseo habla a Dios solo de sí mismo y de sus virtudes. Y, al alabarse a sí mismo, cree alabar a Dios. El publicano conoce sus pecados y no se mira a sí mismo, sino a Dios; necesita a Dios porque sabe que no hace las cosas bien y no puede justificarse por sí mismo. Es la diferencia entre «ética» meramente humana y «gracia», que conlleva un comportamiento ético: la gracia libera de la estrechez del moralismo y se sitúa en una relación de confianza y de amor. En resumen, el tema del Reino impregna toda la predicación de Jesucristo. Pero solo podemos entenderlo desde el misterio de su persona. Él es el Hijo y el Padre ocupa el centro de su predicación. Luego el Reino equivale a poner de manifiesto el ser y el obrar de Dios mismo. Sin duda, las Bienaventuranzas («la Carta Magna del Reino») y el Padre Nuestro («la Oración del Reino») desentrañan la enseñanza de Jesús sobre este tema. Nos atrevemos a resumir, breve y sencillamente, su contenido 129: ■ Bienaventurados los pobres de espíritu: Re-

cuerda que el primer mandamiento no es tanto amar a Dios como «dejarse amar por Dios». Dejar que Dios entre en tu vida y te la cambie por entero, hasta que tus ojos sean sus ojos, tu corazón su corazón y tus manos sus manos. No es pobre: quien vive descentrado, disperso o centrado solo en sí mismo. Quien experi-

Por Cristo, los hijos de la luz amanecen a la vida eterna, los creyentes atraviesan los umbrales del reino de los cielos; porque en la muerte de Cristo nuestra muerte ha sido vencida y en su resurrección hemos resucitado todos. Prefacio pascual.

129 Sobre este tema, con la profundidad y riqueza que le caracteriza, Cf. Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, La Esfera de los Libros, Madrid 2007, 91-206.

CREO EN JESUCRISTO

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menta un divorcio entre lo que cree y lo que vive, actuando «como si Dios no existiera». ■ Bienaventurados los mansos, los «humildes»,

los que reconocen que son criaturas, «humus»: Son aquellas personas que no solo buscan sus derechos, o los de los demás, sino los «derechos» de Dios: «Dejan a Dios ser Dios en sus vidas», porque se han dado cuenta de que Dios ha sido expulsado de la vida privada y de la vida pública. Viven siempre con dulzura, ternura, realismo, porque su vida se sabe en manos de Dios. No es manso: quien se pone como centro, se «endiosa» y desconfía de la Providencia. ■ Bienaventurados los que lloran, «los que sufren

como y por lo mismo que sufre Dios»: Los que, viendo-sintiendo-haciendo la vida desde Dios, ven y sienten que los hombres y la sociedad no camina como Dios sueña y desea, y no se corresponde al amor del Hijo ni se hacen realidad las obras del Reino del Hijo. No llora: quien se muestra siempre como crítico y juez de todo y de todos, el «soberbio y egocéntrico». ■ Bienaventurados los que tienen hambre y sed de

justicia de Dios, «de hacer realidad la santidad de Dios»): Los que implantan la vida y el amor, que es el núcleo de Dios. Los que, por el Espíritu, viven configurados con el Hijo y, por lo mismo, caminan en la libertad de los hijos de Dios. No tienen hambre y sed de la justicia de Dios: los que viven con tibieza o mediocridad, los instalados o resignados. ■ Bienaventurados los misericordiosos, «los que

tienen útero materno»: los que acogen a todos, los que valoran a los demás «no desde ellos» o desde «como se les trata», sino desde la gratuidad y el amor de ágape divino, desde la donación gratuita y sin esperar recompensa. 84

PARA COMPRENDER EL CREDO DE NUESTRA FE

No es misericordioso: el que muestra acepción de personas, el selectivo, el envidioso o celoso, el que no es capaz de perdonar ni de dar una nueva oportunidad a los demás. ■ Bienaventurados los limpios de corazón, «los

transparentes, lo que no tienen dobleces»: los que siguen teniendo corazón de niño viven unificados, al día y con intensidad el presente, y constantemente están agradecidos. No es limpio de corazón: el hipócrita o falso, el que va por la vida con caretas, el que valora de los demás por lo que «brilla», por lo exterior y por el «tener», el que no es limpio en el trato con las personas ni en los afectos y es manipulador. En definitiva, el que no vive el amor cristiano de ágape. ■ Bienaventurados los pacíficos, «los armónicos

con ellos, con los demás y con Dios»: Los que experimentan la comunión, la paz profunda; y los que «buscan activamente» y siembran la comunión y la paz en todos los ámbitos en los que se desenvuelven. No son pacíficos: Los agresivos y violentos (explícitos o latentes), los que buscan la división (los «diabólicos»), los que solo miden a los demás por su provecho personal y por los beneficios, los que se dejan amargar por los problemas de la vida. ■ Bienaventurados los perseguidos e insultados

(«los que son signo de contradicción»): no son

Porque has puesto la salvación del género humano en el árbol de la cruz, para que donde tuvo origen la muerte de allí resurgiera la vida; Y el que venció en un árbol fuera en un árbol vencido por Cristo Señor nuestro. Prefacio de la exaltación de la cruz.

Porque Cristo con la inmolación de su cuerpo en la cruz dio pleno cumplimiento a lo que anunciaba los sacrificios de la antigua alianza, y ofreciéndose a sí mismo por nuestra salvación, quiso ser al mismo tiempo sacerdote, víctima y altar. Prefacio pascual.

tesoro, y mostrar amor apasionado por Él y por todo lo suyo. ■ Venga su Reino significa aceptar las dos caras

de una misma moneda: aceptar a su Hijo, como Rey, y hacer las obras del Reino, que es tanto como vivir desde las bienaventuranzas. Todo ello crea un estilo social nuevo: Dios en el centro, y los hombres y mujeres formando una sola fraternidad, amasada en la justicia, la paz, la libertad, la verdad, la belleza, la bondad, el perdón y la solidaridad profundad. ■ Hágase su Voluntad significa que lo que hay en

los fanáticos o los fundamentalistas, sino los coherentes; los que viven contracorriente porque experimentan que «tener la verdad es comenzar a sufrir; defender la verdad es comenzar a morir». Pero bendita muerte que es solo vida para siempre en Él. No es signo de contradicción: el que se compara constantemente con otros o imita a otros, el que tiene miedo al ridículo, el que no sabe dar sentido cristiano a la adversidad. En relación al Padre Nuestro, Jesús, al llamar a Dios «Padre», más que de la esencia de Dios nos reveló un nuevo Dios cercano y amoroso, como un «papá» (abbá). Cuando le nombramos tenemos que dirigirnos a Él como con una exclamación de niños, llenos de alegría y abandono confiado. ■ Jesús hablaba de Padre Nuestro, de un Dios

compartido porque, primero, es del Hijo y, al mismo tiempo, de toda la humanidad y hasta de las criaturas angélicas, que también existen. ■ Un Padre Nuestro que está en el cielo, que nos

envuelve, que es más grande que nosotros y al que no se le puede manipular. Llena todo. Y, al mismo tiempo, significa que somos peregrinos hacia Él y hacia la Jerusalén celeste. ■ Santificado sea su nombre es reconocer al Pa-

dre como nuestro centro vital, como el mejor

Dios, y lo que Él quiere, se extienda a la humanidad. Principalmente el amor y la vida para hacer posible la civilización del amor y de la vida. ■ Danos el pan cotidiano, que es el que necesita-

mos para vivir cada día. Pan que podamos compartir. Pan material y pan espiritual, es decir, su palabra y su presencia. ■ Perdónanos para poder perdonar: Dios que es

como una madre, con entrañas de misericordia nos perdona para que nuestro corazón sepa y pueda perdonar. La medida del perdón, como la del amor, no somos nosotros, sino el mismo Dios. Con una novedad: perdonar incluso a los enemigos y a quienes nos hacen mal.

Porque Jesús, el Señor, el rey de la gloria, vencedor del pecado y la muerte, ha ascendido ante el asombro de los ángeles a lo más alto del cielo, como mediador entre Dios y los hombres, como juez de vivos y muertos. No se ha ido para desentenderse de este mundo, sino que ha querido precedernos como cabeza nuestra para que nosotros, miembros de su cuerpo, vivamos con ardiente esperanza de seguirlo en su reino. Prefacio de la Ascensión.

CREO EN JESUCRISTO

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Jesucristo, al institutor el sacrificio de la eterna alianza se ofreció a sí mismo como víctima de salvación, y nos mandó perpetuar esta ofrenda en conmemoración suya. Su carne, inmolada por nosotros, es alimento que fortalece; su sangre, derramada por nosotros, es bebida que purifica. Prefacio de la santísima Eucaristía.

■ No nos dejes caer en la tentación: no pedimos el

no tener tentaciones –que siempre nos acompañarán en nuestro peregrinar–, sino no caer en ellas, que nos dé luz para discernir y fuerza a nuestra voluntad para no perder, sobre todo, la fe, la esperanza y el amor. Solicitamos el estar siempre vigilantes. ■ Líbranos del mal y del Maligno: es tanto como

desear vivir en la nueva humanidad, sin ser atrapados por los males de este mundo, ni por las estructuras de pecado ni por el mismo Maligno.

Fue crucificado, muerto y sepultado El papa Benedicto XVI ha llegado a escribir que el misterio de la cruz es el punto de partida de la confesión de nuestra Fe. Desde la cruz, la Fe va entendiendo poco a poco que ese Jesús no solo ha dicho y hecho algo, sino que en Él persona y mensaje son lo mismo, que Él es siempre lo que dice... A Jesús se le contempla desde la cruz, que habla más que cualquier palabra; Él es el Cristo y nada más 130. El misterio pascual de Jesús, que comprende su Pa-

130 Cf. J. Ratzinger, Introducción al cristianismo, Sígueme, Salamanca 2001, 174-176.

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PARA COMPRENDER EL CREDO DE NUESTRA FE

sión, Muerte, Resurrección y Glorificación, está en el centro de la Fe cristiana, porque el designio salvador de Dios se ha cumplido de una vez por todas con la muerte redentora de su Hijo, Jesucristo. Algunos jefes de Israel acusaron a Jesús de actuar contra la Ley, contra el Templo de Jerusalén y, particularmente, contra la Fe en el Dios único, porque se proclamaba Hijo de Dios. Por ello lo entregaron a Pilato para que lo condenase a muerte. Jesús no abolió la Ley dada por Dios a Moisés en el Sinaí, sino que la perfeccionó, dándole su interpretación definitiva. Él es el Legislador divino que ejecuta íntegramente esta Ley. Aún más, es el siervo fiel que, con su muerte expiatoria, ofrece el único sacrificio capaz de redimir todas «las transgresiones cometidas por los hombres contra la Primera Alianza» (Heb 9,15). Jesús fue acusado de hostilidad hacia el Templo. Sin embargo, lo veneró como «la casa de su Padre» (Jn 2,16), y allí impartió gran parte de sus enseñanzas. Pero también predijo la destrucción del Templo, en relación con su propia muerte, y se presentó a sí mismo como la morada definitiva de Dios en medio de los hombres. Jesús nunca contradijo la Fe en un Dios único, ni siquiera cuando cumplía la obra divina por excelencia, que realizaba las promesas mesiánicas y lo revelaba como igual a Dios: el perdón de los peca-

El cual, con amor admirable, se entregó por nosotros, y elevado sobre la cruz hizo que de la herida de su costado brotaran, con el agua y la sangre, los sacramentos de la Iglesia: para que así, acercándonos al Corazón abierto del Salvador todos podamos beber con gozo de la fuente de la salvación. Prefacio del Sagrado Corazón de Jesús.

dos. La exigencia de Jesús de creer en Él y convertirse permite entender la trágica incomprensión del sanedrín, que juzgó que Jesús merecía la muerte como blasfemo. La pasión y muerte de Jesús no pueden ser imputadas indistintamente al conjunto de los judíos que vivían entonces, ni a los restantes judíos venidos después. Todo pecador, o sea todo hombre, es realmente causa e instrumento de los sufrimientos del Redentor; y aún más gravemente son culpables aquellos que más frecuentemente caen en pecado y se deleitan en los vicios, sobre todo si son cristianos. Al fin de reconciliar consigo a todos los hombres, destinados a la muerte a causa del pecado, Dios tomó la amorosa iniciativa de enviar a su Hijo para que se entregara a la muerte por los pecadores. Anunciada ya en el Antiguo Testamento, particularmente como sacrificio del Siervo doliente, la muerte de Jesús tuvo lugar según las Escrituras. Toda la vida de Cristo es una oblación libre al Padre para dar cumplimiento a su designio de salvación. Él da «su vida como rescate por muchos» (Mc 10,45), y así reconcilia a toda la humanidad con Dios. Su sufrimiento y su muerte manifiestan que su humanidad fue el instrumento libre y perfecto del amor divino, que quiere la salvación de todos los hombres. En la última Cena con los Apóstoles, la víspera de su Pasión, Jesús anticipa, es decir, significa y realiza anticipadamente la oblación libre de sí mismo: «Esto es mi Cuerpo que será entregado por vosotros..., esta es mi sangre que será derramada...» (Lc 22,1920). De este modo, Jesús instituye, al mismo tiempo, la Eucaristía como «memorial» (1 Cor 11,25) de su sacrificio, y a sus Apóstoles como sacerdotes de la nueva Alianza. En el huerto de Getsemaní, a pesar del horror que suponía la muerte para la humanidad absolutamente santa de Aquel que es «el autor de la vida» (Hch 3,15), la voluntad humana del Hijo de Dios se

Porque consagraste sacerdote eterno y Rey del Universo a tu único hijo nuestro Señor Jesucristo, ungiéndolo con óleo de alegría; para que ofreciéndose a sí mismo, como víctima perfecta y pacificadora en el altar de la cruz, consumara el misterio de la redención humana. Y redimiendo la creación entera entregara a tu majestad infinita un reino eterno y universal. El reino de la verdad y la vida; el reino de la santidad y la gracia; el reino de la justicia, el amor y la paz. Prefacio de Jesucristo, Rey del universo.

adhiere a la voluntad del Padre; para salvarnos acepta soportar nuestros pecados en su cuerpo, «haciéndose obediente hasta la muerte» (Flp 2,8). Jesús ofreció libremente su vida en sacrificio expiatorio, es decir, ha reparado nuestras culpas con la plena obediencia de su amor hasta la muerte. Este amor hasta el extremo (cf. Jn 13,1) del Hijo de Dios reconcilia a la humanidad entera con el Padre. El sacrificio pascual de Cristo rescata, por tanto, a los hombres de modo único, perfecto y definitivo, y les abre a la comunión con Dios. Al llamar a sus discípulos a tomar su cruz y seguirle (cf. Mt 16,24), Jesús quiere asociar a su sacrificio redentor a aquellos mismos que son sus primeros beneficiarios. De nuevo, el papa Benedicto XVI nos subraya una interesante reflexión a partir de la cruz: por una parte lo que significa el culto cristiano y, por otra, cómo debe ser la relación con el mundo. En cuanto al culto cristiano, la cruz es la expresión de un amor radical que se entrega por completo, de una vida totalmente para los demás. En las religiones se habla de expiación en cuanto el hombre reconoce su culpa ante Dios, y debe borrar dicho CREO EN JESUCRISTO

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Jesucristo, al venir por vez primera en la humildad de nuestra carne, realizó el plan trazado desde antiguo y nos abrió el camino de la salvación; para que cuando venga de nuevo, en la majestad de su gloria, revelando así la plenitud de su obra, podamos recibir los bienes prometidos que ahora en vigilante espera confiamos alcanzar. Prefacio de Adviento.

sentimiento de culpabilidad mediante acciones y sacrificios. El Nuevo Testamento ofrece una visión completamente diferente. No es el hombre quien se acerca a Dios y le ofrece un don o sacrificio que restablece el equilibrio o la culpa, sino que es Dios quien se acerca al hombre para darle su amor. El derecho violado se restablece por iniciativa del amor y de la misericordia. Esto diferencia al cristianismo de las demás religiones: «Era Dios el que reconciliaba consigo al mundo en Cristo» (2 Cor 5,19). Dios no espera a que los hombres se reconcilien con Él; Él va a ellos y los reconcilia. La cruz es un movimiento de arriba abajo. No es la obra de reconciliación de la humanidad a Dios, sino la prueba de amor de Dios que se anonada para salvar al hombre. Es su acercamiento a nosotros, no al revés 131. Por eso el culto cristiano no se basa ni en ofrecer ni en destruir cosas. El culto cristiano se basa en el carácter absoluto del amor que solo podría ofrecer aquel en quien el amor de Dios se ha hecho amor humano; Él se puso en lugar nuestro y nosotros nos dejamos poseer por Él. En resumen, la cruz nos dice no solo quien es el hombre, sino también quién es Dios. Dios, en el abismo de la cruz, se

ha identificado con el hombre y lo juzga para salvarlo. En el abismo de la repulsa humana se manifiesta más el abismo inagotable del amor divino 132. En cuanto al significado de la cruz para la relación con el mundo, nos advierte Benedicto XVI que el grito de la Iglesia hacia el mundo que representaría un desvío o separación de la cruz no conduciría a una renovación de la Iglesia, sino únicamente a su fin. El viraje hacia el mundo no puede significar el tender a suprimir el escándalo de la cruz. Porque la Fe cristiana sigue siendo escándalo para el hombre de todos los tiempos: que el intangible se haya hecho tangible en el hombre Jesús, que el inmortal haya sufrido en la cruz, que a los mortales se nos haya prometido resurrección y vida eterna, creer todo esto es para el hombre una sugestión irritante 133. Cristo sufrió una verdadera muerte, y verdaderamente fue sepultado. Pero la virtud divina preservó su cuerpo de la corrupción.

Es nuestro deber y salvación darte gracias, Dios Todopoderoso y Eterno, por Cristo, Señor Nuestro. A quien todos los profetas anunciaron, la Virgen anunció con inefable amor de madre, Juan lo proclamó ya próximo y señaló después entre los hombres. El mismo Señor nos concede ahora prepararnos con alegría al misterio de su nacimiento para encontrarnos así, cuando llegue, velando en oración y cantando su alabanza. Prefacio de Adviento.

Cf. ibíd., 243-245. J. Ratzinger, El nuevo Pueblo de Dios. Esquemas para una eclesiología, Herder, Barcelona 2 2005, 351. 132

J. Ratzinger, Introducción al cristianismo, Sígueme, Salamanca 2001, 235-237. 131

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PARA COMPRENDER EL CREDO DE NUESTRA FE

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Porque gracias al misterio de la Palabra hecha carne la luz de tu gloria brilló ante nuestros ojos con nuevo resplandor para que conociendo a Dios visiblemente Él nos lleve al amor de lo invisible. Prefacio de Navidad.

Jesucristo descendió a los infiernos El papa Benedicto XVI ha llegado a afirmar que este artículo de Fe es quizá de los que más chocan al hombre de hoy. Tratamos de desmitologizarlo, como el nacimiento de Jesús de la Virgen o la ascensión del Señor. El Viernes Santo miramos al crucificado; el Sábado Santo es, en cambio, el día de «la muerte de Dios», el que en nuestro tempo adelanta la ausencia de Dios; el día en que Dios está en la tumba y no se levanta, ni habla, hasta el punto de que no hay nada que discutir de Él, tan solo olvidarlo. Este artículo de Fe nos recuerda que la revelación cristiana habla del Dios de la Palabra, pero también del Dios del silencio. El misterio del descenso a los infiernos es como un relámpago en medio de la noche oscura de la muerte de Jesús, en medio de su grito «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15,34). Cristo franqueó la puerta de nuestra más profunda soledad, el abismo de nuestro abandono. A partir de Él, allí donde ya no podemos oír ninguna voz, está Él. El infierno está superado. Ni la muerte ni el infierno, después de Cristo, son lo mismo. La muerte ya no conduce a la soledad, las puertas del sheol están abiertas de par en par. Desde ahí se entiende lo que los padres afirmaban de que los muertos salen de sus sepulcros y que se abren las puertas del infierno 134. Los «infiernos» –distintos del «infierno» de la condenación– constituían el estado de todos aque-

134

Cf. ibíd., 250-251.

llos, justos e injustos, que habían muerto antes de Cristo. Con el alma unida a su Persona divina, Jesús tomó en los infiernos a los justos que aguardaban a su Redentor para poder acceder finalmente a la visión de Dios. Después de haber vencido, mediante su propia muerte, a la muerte y al diablo «que tenía el poder de la muerte» (Heb 2,14), Jesús liberó a los justos, que esperaban al Redentor, y les abrió las puertas del cielo. La puerta de la muerte está abierta desde que en la muerte habita la vida y el amor de Cristo. El papa Benedicto XVI 135 ha llegado a afirmar que el Sábado Santo es el día del ocultamiento de Dios, como se lee en una antigua homilía: «¿Qué es lo que hoy sucede? Un gran silencio envuelve la tierra; un gran silencio y una gran soledad, porque el Rey duerme... Dios ha muerto en la carne y ha puesto en conmoción a los infiernos» (Homilía sobre el Sábado Santo: PG 43,439). En nuestro tiempo, especialmente después de atravesar el siglo pasado, la humanidad se ha hecho particularmente sensible al misterio del Sábado Santo. El escondimiento de Dios forma parte de la espiritualidad del hombre contemporáneo, de manera existencial, casi inconsciente, como un vacío en el corazón que ha ido haciéndose cada vez mayor. Al final del siglo XIX Nietzsche escribió: «¡Dios ha muerto! ¡Y nosotros lo hemos matado!». Esta famosa expresión, si se analiza bien, está tomada casi al pie de la letra de la tradición cristiana; con frecuencia la repetimos en el vía crucis, quizá sin darnos plenamente cuenta de lo que decimos. Después de las dos guerras mundiales, de los lagers y de los gulags, de Hiroshima y Nagasaki, nuestra época se ha convertido cada vez más en un Sábado Santo: la oscuridad de este día interpela a todos los que se interrogan sobre la vida; y de manera especial nos interpela a los creyentes. También nosotros tenemos que afrontar esta oscuridad.

135 Cf. Benedicto XVI, Meditación en torno a la Sábana Santa de Turín (domingo 2 de mayo de 2010), en www.zenit.com/.

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Y, sin embargo, la muerte del Hijo de Dios, de Jesús de Nazaret, tiene un aspecto opuesto, totalmente positivo, fuente de consuelo y de esperanza. Y, en efecto, es precisamente así: el misterio más oscuro de la Fe es al mismo tiempo el signo más luminoso de una esperanza que no tiene confines. El Sábado Santo es la «tierra de nadie» entre la muerte y la resurrección, pero en esta «tierra de nadie» ha entrado Uno, el Único que la ha recorrido con los signos de su Pasión por el hombre: Passio Christi. Passio hominis. El Sábado Santo nos habla exactamente de ese momento, es testigo precisamente de ese intervalo único e irrepetible en la historia de la humanidad y del universo, en el que Dios, en Jesucristo, compartió no solo nuestro morir, sino también nuestra permanencia en la muerte. La solidaridad más radical. En ese «tiempo más allá del tiempo», Jesucristo «descendió a los infiernos». ¿Qué significa esta expresión? Quiere decir que Dios, hecho hombre, llegó hasta el punto de entrar en la soledad máxima y absoluta del hombre, a donde no llega ningún rayo de amor, donde reina el abandono total sin ninguna palabra de consuelo: «los infiernos». Jesucristo, permaneciendo en la muerte, cruzó la puerta de esta soledad última para guiarnos también a nosotros a atravesarla con Él. Todos hemos experimentado alguna vez una sensación espantosa de aban-

Porque en el misterio santo que hoy celebramos, Cristo, el Señor, sin dejar la gloria del Padre se hace presente entre nosotros de un modo nuevo: El que era invisible en su naturaleza se hace visible al adoptar la nuestra; el eterno, engendrado antes del tiempo, comparte nuestra vida temporal para asumir en sí todo lo creado; para reconstruir lo que estaba caído y restaurar de este modo el universo; para llamar de nuevo al reino de los cielos al hombre sumergido en el pecado. Prefacio de Navidad.

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PARA COMPRENDER EL CREDO DE NUESTRA FE

Hoy nos concedes celebrar la gloria de tu ciudad santa, la Jerusalén Celeste, que es nuestra madre, donde eternamente te alaba la asamblea festiva de Todos los Santos, nuestros hermanos. Hacia ella, aunque peregrinos en país extraño, nos encaminamos alegres, guiados por la Fe y gozosos por la gloria de los mejores hijos de la iglesia; en ellos encontramos ejemplo y ayuda para nuestra debilidad. Prefacio de Todos los Santos.

dono, y lo que más miedo nos da de la muerte es precisamente esto, como de niños tenemos miedo a estar solos en la oscuridad y solo la presencia de una persona que nos ama nos puede tranquilizar. Esto es precisamente lo que sucedió en el Sábado Santo: en el reino de la muerte resonó la voz de Dios. Sucedió lo impensable, es decir, el amor penetró «en los infiernos»; incluso en la oscuridad máxima de la soledad humana más absoluta podemos escuchar una voz que nos llama y encontrar una mano que nos toma y nos saca afuera. El ser humano vive por el hecho de que es amado y puede amar; y si el amor ha penetrado incluso en el espacio de la muerte, entonces hasta allí ha llegado la vida. En la hora de la máxima soledad nunca estaremos solos: Passio Christi. Passio hominis. Este es el misterio del Sábado Santo. Precisamente desde allí, desde la oscuridad de la muerte del Hijo de Dios, ha surgido la luz de una nueva esperanza: la luz de la Resurrección.

Al tercer día resucitó de entre los muertos Afirma Benedicto XVI que confesar la Resurrección de Jesucristo es para los cristianos decir

con seguridad que lo que solo parecía un bonito sueño es una auténtica realidad: «El amor es más fuerte que la muerte» (Cant 8,6). El amor requiere perpetuidad y demanda eternidad. El amor de eros no lo puede dar. El amor divino es más fuerte que la muerte. Además, el amor manifiesta lo que solo la inmortalidad puede dar: ser el otro, en el que queda ahí, cuando yo ya he desaparecido. Y esto solo es posible de forma real y duradera cuando el amor no pasa ni cambia y es el que es siempre, es decir, el amor de Dios. En la Resurrección de Jesús se realizan estas dos dimensiones a las que el hombre aspira: supervivencia en los demás y con un amor más fuerte que la misma muerte. Cuando Cristo resucita no vuelve a su vida anterior en la tierra como sucedió con Lázaro o con el hijo de la viuda de Naín. Cristo ha resucitado para la vida definitiva; para esa vida que se escapa a las leyes químicas o biológicas y, por lo tanto, a la posibilidad de morir. Cristo ha resucitado para la eternidad del amor. Por eso los encuentros con Él se llaman «apariciones». Dichas apariciones nos muestran que la Fe no nació en el corazón de los discípulos, sino que les vino de fuera y los fortaleció frente a sus dudas y los convenció de que Jesús había resucitado realmente. El que yacía en el sepulcro ya no está allí. Ha entrado en el reino de Dios y es tan poderoso que puede hacerse visible a los hombres, que puede mostrar que en Él el poder del amor ha sido más fuerte que el poder de la muerte 136. La Resurrección de Jesús es la verdad culminante de nuestra Fe en Cristo, y representa, con la cruz, una parte esencial del misterio pascual. Además del signo esencial, que es el sepulcro vacío, la Resurrección de Jesús es atestiguada por las mujeres, las primeras que encontraron a Jesús resucitado y lo anunciaron a los Apóstoles. Je-

136 Cf. J. Ratzinger, Introducción al cristianismo, Sígueme, Salamanca 2001, 251-264.

sús después «se apareció a Cefas (Pedro) y luego a los Doce, más tarde se apareció a más de quinientos hermanos a la vez» (1 Cor 15,5-6), y aun a otros. Los Apóstoles no pudieron inventar la Resurrección, puesto que les parecía imposible: en efecto, Jesús les echó en cara su incredulidad. La Resurrección de Cristo es un acontecimiento trascendente porque, además de ser un evento histórico, verificado y atestiguado mediante signos y testimonios, trasciende y sobrepasa la historia como misterio de la Fe, en cuanto implica la entrada de la humanidad de Cristo en la gloria de Dios. Por este motivo, Cristo resucitado no se manifestó al mundo, sino a sus discípulos, haciendo de ellos sus testigos ante el pueblo. La Resurrección de Cristo no es un retorno a la vida terrena. Su cuerpo resucitado es el mismo que fue crucificado, y lleva las huellas de su pasión, pero ahora participa ya de la vida divina, con las propiedades de un cuerpo glorioso. Por esta razón, Jesús resucitado es soberanamente libre de aparecer a sus discípulos donde quiere y bajo diversas apariencias. La Resurrección de Cristo es una obra trascendente de Dios. Las tres Personas divinas actúan conjuntamente, según lo que es propio de cada una: el Padre manifiesta su poder, el Hijo «recobra

En Cristo brilla la esperanza de nuestra feliz resurrección. Y ahora, aunque la certeza de morir nos entristece, nos consuela la promesa de la futura inmortalidad. Porque la vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma. Y, al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo. Prefacio de difuntos.

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la vida, porque la ha dado libremente» (Jn 10,17), reuniendo su alma y su cuerpo, que el Espíritu Santo vivifica y glorifica. La Resurrección de Cristo es la culminación de la Encarnación. Es una prueba de la divinidad de Cristo, confirma cuanto hizo y enseñó, y realiza todas las promesas divinas en nuestro favor. Además, el Resucitado, vencedor del pecado y de la muerte, es el principio de nuestra justificación y de nuestra resurrección: ya desde ahora nos procura la gracia de la adopción filial, que es real participación de su vida de Hijo unigénito; más tarde, al final de los tiempos, Él resucitará nuestro cuerpo.

Jesucristo subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios, Padre Todopoderoso Cuarenta días después de haberse mostrado a los Apóstoles bajo los rasgos de una humanidad ordinaria, que velaban su gloria de Resucitado, Cristo subió a los cielos y se sentó a la derecha del Padre. Desde entonces el Señor reina con su humanidad en la gloria eterna de Hijo de Dios, intercede incesantemente ante el Padre en favor nuestro, nos envía su Espíritu y nos da la esperanza de llegar un día junto a Él, al lugar que nos tiene preparado. Benedicto XVI nos habla del cielo y del infierno. El infierno quiere decir que el hombre decide solo ser él mismo y cerrarse en su propio yo, bastarse por sí mismo. Mientras que el cielo es esencialmente lo que uno no puede hacer ni ha hecho por sí mismo: un don indebido y añadido a la naturaleza. El cielo, como cumbre del amor realizado, siempre es un regalo que se hace al hombre; mientras que el infierno es la soledad de quien rechaza el don, de quien rehúsa ser un mendigo y se encierra en sí mismo 137.

137

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Cf. ibíd., 260.

PARA COMPRENDER EL CREDO DE NUESTRA FE

El cielo Se entiende por cielo el estado de felicidad suprema y definitiva. Todos aquellos que mueren en gracia de Dios y no tienen necesidad de posterior purificación son reunidos en torno a Jesús, a María, a los ángeles y a los santos, formando así la Iglesia del cielo, donde ven a Dios «cara a cara» (1 Cor 13,12), viven en comunión de amor con la santísima Trinidad e interceden por nosotros. El papa Benedicto XVI habla del cielo como la manifestación de lo definitivo y totalmente otro. Su definitividad procede del carácter definitivo del amor de Dios, amor irrevocable e indivisible. El cielo habría alcanzado verdaderamente su plenitud solo cuando se encuentren reunidos todos los miembros del cuerpo del Señor. Esto incluye la resurrección de la carne, la plenitud del cuerpo de Cristo que alcanzará la totalidad cósmica: cuando Cristo sea todo en todos 138.

El purgatorio El purgatorio es el estado de los que mueren en amistad con Dios pero, aunque están seguros de su salvación eterna, necesitan aún de purificación para entrar en la eterna bienaventuranza. En virtud de la comunión de los santos, los fieles que peregrinan aún en la tierra pueden ayudar a las almas del purgatorio ofreciendo por ellas oraciones de sufragio, en particular el sacrificio de la Eucaristía, pero también limosnas, indulgencias y obras de penitencia. Advierte el papa Benedicto XVI que existe una mentalidad difundida por la que nos creemos tan buenos que no podemos merecer otra cosa sino el paraíso. Tendemos a borrar en el hombre el senti-

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J. Ratzinger; Escatología, Herder, Barcelona 2007, 253-254.

miento de culpa y de pecado, en definitiva del infierno y del purgatorio. En concreto hay un silencio en torno al purgatorio. Es cierto que viene alimentado por una teología protestante según la cual el purgatorio no encuentra base en la Escritura. Pero, según la tradición católica, es una realidad, y si no existiera el purgatorio, habría que inventarlo. No hay nada tan extendido en el catolicismo como la oración por los difuntos. Estas oraciones son un testimonio bellísimo de solidaridad, de amor, de ayuda que va más allá de las barreras de la muerte. De mi recuerdo o de mi olvido depende un poco la felicidad o la infelicidad de aquel que fue querido y que ha pasado ahora a la otra orilla, pero que no deja de tener necesidad de mi amor 139. Con más claridad, si cabe, Benedicto XVI ha escrito: el purgatorio no es una especie de campo de concentración en el más allá donde el hombre tiene que purgar penas que se le imponen. Se trata más bien del proceso radicalmente necesario de transformación del hombre gracias al cual se hace capaz de Cristo, capaz de Dios, y en consecuencia capaz de la unidad con toda la comunión de los santos. El encuentro con el Señor es el fuego que acrisola hasta hacerlo una figura libre de toda escoria y convertirlo en vaso de eterna alegría 140.

El infierno Consiste en la condenación eterna de todos aquellos que mueren, por libre elección, en pecado mortal. La pena principal del infierno consiste en la separación eterna de Dios, en quien únicamente encuentra el hombre la vida y la felicidad para las que ha sido creado y a las que aspira. Cristo mismo expresa esta realidad con las palabras: «Alejaos de mí, malditos al fuego eterno» (Mt 25,41).

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139 J. Ratzinger-V. Messori, Informe sobre la Fe, BAC, Madrid 2005, 161-162. 140 J. Ratzinger, Escatología, Herder, Barcelona 2007, 247.

Dios quiere que «todos lleguen a la conversión» (2 Pe 3,9), pero, habiendo creado al hombre libre y responsable, respeta sus decisiones. Por tanto, es el hombre mismo quien, con plena autonomía, se excluye voluntariamente de la comunión con Dios si, en el momento de la propia muerte, persiste en el pecado mortal, rechazando el amor misericordioso de Dios.

Ascensión de Jesucristo En cuanto a la relación entre ascensión y cielo, hay un nexo inseparable. Se puede afirmar, desde Jesucristo, que el cielo surge por la unión de Dios y el hombre; el cielo es el contacto entre el ser del hombre y el ser de Dios. Esta unción de Dios y el hombre en Cristo que venció la muerte se ha convertido en vida nueva y definitiva. El cielo es el futuro de la humanidad que esta no puede darse por sí misma y que se abrió por primera vez en el hombre Jesús. Por eso el cielo es mucho más que un destino privado e individual. Depende necesariamente del último Adán, del hombre definitivo, que es Jesucristo. Desde ahí se entiende que la resurrección y la ascensión son la interacción definitiva del ser del hombre con el ser de Dios, que hace posible que el hombre conserve para siempre su ser. La esperanza de inmortalidad del individuo y la posibilidad de eternidad para toda la humanidad coinciden y se realizan en Cristo, «centro» y fin de la historia. A su vez, la ascensión no solo remite al más allá, a la escatología, sino que es importante entender este mundo. Jesús, en su vida terrena, no estuvo sobre el tiempo y el espacio, sino en su tiempo y desde su tiempo. Ese estar en el tiempo determina la antropología. «Por eso el Hijo, que en el mundo tiene tiempo para Dios, es el lugar originario donde Dios tiene tiempo para el mundo. Dios no tiene otro tiempo para el mundo sino en el Hijo, pero en Él tiene todo tiempo» (H. U. von Balthasar). Dios no es prisionero de su eternidad, pues en Jesús tiene tiempo para nosotros. Y en Jesús, trono de graCREO EN JESUCRISTO

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cia, podemos acercarnos con plena confianza en todo tiempo 141.

Desde allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos Señala Benedicto XVI que, al hablar del fin del mundo, la palabra «mundo» no se refiere primariamente al cosmos físico, sino al mundo humano, a la historia del hombre. En la cristología, fin del mundo, adquiere una doble dimensión: cosmos y hombre. El cosmos es movimiento; no solo acontece en él una historia, sino que él mismo es historia y no solo el escenario de la historia humana. En resumen, no hay más que una historia universal que se dirige hacia un punto omega. El retorno del Señor no es solo salvación, no es solo punto omega que todo lo arregla, sino también inicio. El sentido del juicio final es este: el estadio final del mundo no es el resultado de un flujo natural, sino el resultado de la responsabilidad en la libertad. Hay una libertad que la gracia no elimina, sino que la perfecciona. Desde el mensaje de gracia se afirma que el hombre será juzgado por sus obras 142. El cristiano tiene la tranquilidad liberadora de quien vive en la abundancia de la justicia divina que es Jesucristo. Tenemos la certeza de que Dios nos ama tanto que siempre nos quiere a pesar de nuestros desvaríos. Pero el cristiano sabe que no está ahí para hacer lo que quiera; que sus obras no son un juego poco serio; sabe que tiene que responder ante el administrador y le pedirán cuenta de lo que le han confiado. Solo Cristo juzgará a los vivos y a los muertos. No nos juzgará un extraño, sino a quien conocemos ya por la Fe, el que nos conoce a fondo y nos ha llevado sobre sus hombros. La injusticia del mundo no tiene la última palabra; podemos apelar al amor,

141 142

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Cf. ibíd., 263-264. Ibíd., 266-268.

PARA COMPRENDER EL CREDO DE NUESTRA FE

que es la última instancia. La justicia es la forma básica del amor. El retorno de Cristo no será solo juicio y pavor. Porque el cristianismo no es solo moralismo. No se le puede quitar al cristianismo el hálito de esperanza y de alegría que encierra. En el día del juicio final el creyente verá con asombro que el juez fue su compañero de viaje en la vida terrena y que le tiende su mano y le dice no temas, soy yo 143. Como Señor del cosmos y de la historia, Cabeza de su Iglesia, Cristo glorificado permanece misteriosamente en la tierra, donde su Reino está ya presente, como germen y comienzo, en la Iglesia. Un día volverá en gloria, pero no sabemos el momento. Por esto vivimos vigilantes, pidiendo: «¡Ven, Señor Jesús!» (Ap 22,20). Después del último estremecimiento cósmico de este mundo que pasa, la venida gloriosa de Cristo acontecerá con el triunfo definitivo de Dios en la parusía y con el juicio final. Así se consumará el Reino de Dios. Cristo juzgará a los vivos y a los muertos con el poder que ha obtenido como Redentor del mundo, venido para salvar a los hombres. Los secretos de los corazones serán desvelados, así como la conducta de cada uno con Dios y el prójimo. Todo hombre será colmado de vida o condenado para la eternidad, según sus obras. Así se realizará «la plenitud de Cristo» (Ef 4,13), en la que «Dios será todo en todos» (1 Cor 15,28). A la hora de concluir lo relativo al misterio total de Jesucristo, el papa Benedicto XVI habló en su día de seis grandes principios que se resumen en uno: el amor. Cristiano no es el adepto a un partido confesional o el que acepta un conjunto de normas, sino el que se ha liberado para encontrar el amor de Dios, que se une inseparablemente a la Fe y a la esperanza, como afirma san Pablo: «Ahora subsis-

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Ibíd., 269-271.

ten tres cosas: la Fe, la esperanza y el amor, pero la más excelente de todas es el amor» (1 Cor 13,13). Solo desde el amor se pueden entender y vivir los seis principios a los que se hace referencia: ■ El individuo y el todo. El hombre no es un so-

litario, vive en medio de lazos que le remiten a los otros. Solo desde aquí se entiende a la persona de Cristo que, a la vez, es importante Él como individuo pero en relación al todo. Por eso es un escándalo: uno solo, Jesucristo, es el único mediador y salvador de todos. El cristianismo debe su existencia al principio histórico de «corporeidad» y solo tiene sentido si se contempla desde el todo, pero a la vez debe aceptar el principio de «individuo», en toda su radicalidad, justamente por su relación a la totalidad 144. ■ El principio «para». La Fe cristiana promueve

al individuo no para sí mismo, sino para el todo. Jesucristo es existencia «para muchos, para vosotros, para todos» (Mc 14,24). Ser cristiano significa esencialmente pasar de ser para sí mismo a ser para los demás. Pero hay que estar dispuesto a recibir; el que solo quiere ser para los demás y no está dispuesto a reconocer que recibe destruye el verdadero sentido del «para» 145. ■ La ley de lo incógnito, de la paradoja. Dios se

oculta en lo pequeño, y sin embargo es Él. Dios se oculta en la tierra, en Israel, en Nazaret, en la cruz, en la Iglesia, pero ahí está como realmente es Él. La tierra, que no es nada en relación al cosmos, es el lugar de la acción de Dios en el cosmos. Israel, que no es nada frente a las potencias de este mundo, es el pueblo en el que Dios se encarna. Nazaret, que no es nada den-

Cf. J. Ratzinger, Introducción al cristianismo, Sígueme, Salamanca 2001, 205-210. 145 Cf. ibíd., 210-213. 144

tro de Israel, es donde vive en Señor. La cruz, símbolo de un fracasado, es el lugar donde el hombre palpa a Dios 146. ■ La ley de la sobreabundancia. En Jesucristo des-

cubrimos que Dios supera todo lo humano imaginable, hasta vencer el pecado y la muerte por la sobreabundancia del amor. Por eso ser cristiano es vivir del don de la sobreabundancia, en actitud mendicante, incluso para descubrir que Cristo, en la Eucaristía, es el infinito autoderroche de Dios, como lo fue la historia de salvación con los gestos de amor de Dios. Va en contra de los cálculos humanos y los cálculos que se hacen en otras religiones para llegar a Dios 147. ■ Lo definitivo y la esperanza. La Fe cristiana afir-

ma que en Cristo se ha realizado la salvación del hombre y que en Él comienza el verdadero futuro, porque con Él se completa la revelación de Dios. Por eso remite al pasado y a lo definitivo. En el cristianismo, el pasado y el futuro tienen un límite. Lo definitivo abre al futuro; no lo suprime. El futuro mira al pasado definitivo. Por eso podemos formular Credos y símbolos de Fe y dogmas por su carácter definitivo, aunque estas fórmulas se desarrollen a la lo largo de la historia. Por eso son posibles realidades definitivas en el cristianismo como el matrimonio indisoluble 148. ■ Principio de recepción de positividad cristia-

na. En el cristianismo todo es don y, a la vez, libertad, gracia y esfuerzo. Esta es la diferencia, por ejemplo, con el marxismo: en ambos hay una recepción pasiva (Cristo, en un caso con su pasión, y la clase proletaria con su sufrimiento, en el otro). Se diferencian en cuanto en el marxismo la salvación y liberación vienen por sus

Cf. ibíd., 213-215. Cf. ibíd., 217-219. 148 Cf. ibíd., 219-222. 146 147

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El contacto interior con Dios por Cristo, con Él y en Él, abre en nosotros realmente posibilidades nuevas y ensancha nuestro corazón y nuestro espíritu; ensancha nuestra Fe y da realmente a nuestra vida una dimensión más amplia. Benedicto XVI, Luz del mundo, Herder, Barcelona 2010, 185.

propios medios. Mientras que en el cristianismo todo es don; tenemos que esperarlo. Para salvarnos necesitamos de un don. Si nos negamos a recibirlo, nos destruimos. El primado de la recepción no condena al hombre a la pasividad ni dice que tiene que cruzarse de brazos, como nos echa en cara el marxismo. Al contrario, lo capacita para que responsablemente, se-

rena y libremente realice las obras de este mundo y las ponga al servicio del amor redentor 149. Concluyo este apartado con unas palabras del propio Benedicto XVI: «Desde el momento en que Cristo asumió nuestra naturaleza humana, está presente en la carne humana y nosotros estamos presentes en él, en el Hijo» 150.

Para la reflexión personal o en grupo 1. ¿Qué significa que Jesucristo es, al mismo tiempo, verdadero Dios y verdadero hombre? 2. ¿Cuáles fueron los principales «misterios» de la vida de Jesucristo? 3. ¿Cómo se relacionan Reino de Dios e Iglesia? 4. ¿Qué importancia tiene la resurrección de Jesucristo para nuestra Fe y nuestra vida cristiana?

Cf. ibíd., 222-224. Palabras recogidas y comentadas por A. Scola en el libro de J. Ratzinger, Mi vida. Autobiografía, Encuentro, Madrid 2006, 26. 149 150

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PARA COMPRENDER EL CREDO DE NUESTRA FE

CAPÍTULO 6

Creo en el Espíritu Santo CREO EN EL ESPÍRITU SANTO 151

Lo que afirma el Credo de los Apóstoles Creo en el Espíritu Santo.

Lo que afirma el Credo niceno-constantinopolitano Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria, y que habló por los profetas.

Lo que afirma el Credo del Pueblo de Dios (Pablo VI) Creemos en el Espíritu Santo, Señor y vivificador que, con el Padre y el Hijo, es juntamente adorado y glorificado. Que habló por los profetas; nos fue enviado por Cristo después de su resurrección y ascensión al Padre; ilumina, vivifica, protege y rige la Iglesia, cuyos miembros purifica con tal que no desechen la gracia. Su acción, que penetra lo íntimo del alma, hace apto al hombre de responder a aquel precepto de Cristo: Sed perfectos como también es perfecto vuestro Padre celeste (cf Mt 5,48).

151 Para esta sección, remitimos al Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 683-741, y al Compendio del Catecismo de la Iglesia, nn. 136-146.

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¿Para qué envió Dios, por Jesucristo, al Espíritu Santo al mundo? –Dios envió, por Jesucristo, al Espíritu Santo al mundo para congregar a todas las gentes en la Iglesia continuando así la misión salvadora de Jesús el Señor hasta que Él vuelva. Del Catecismo de la Conferencia Episcopal Española, Esta es nuestra Fe. Esta es la Fe de la Iglesia, 161.

El Espíritu Santo Nos advierte Benedicto XVI dos cosas: por un lado, que hablar del Espíritu Santo es no solo hablar de la vida íntima de Dios, sino de «Dios hacia fuera», del Espíritu Santo como poder por el que el Señor glorificado sigue presente en la historia del mundo como principio de una historia y de un mundo nuevos. Es más: la doctrina sobre la Iglesia ha de partir de la doctrina del Espíritu Santo y de sus dones 152. Por otro lado, Benedicto XVI nos recuerda que los escritores de los primeros siglos del cristianismo, los Santos Padres, cuando hablaban del Espíritu Santo, a diferencia de las designaciones «Padre» e «Hijo», el nombre de la tercera persona divina no expresaba algo específico, sino que designaba lo común a Dios. Lo propio de esta tercera persona consiste «en lo común», en la unidad del Padre y del Hijo. Padre e Hijo son uno mismo entre sí en cuanto que van más allá de sí; en el tercero, en la fecundidad de la donación, son un único ser. La Sagrada Escritura nunca afirma cómo es el Espíritu en sí; dice solo cómo viene a los hombres y cómo se hace discernir de otros espíritus 153. Insistirá Benedicto XVI, a la luz de la doctrina de san Agustín, que

152 J. Ratzinger, Introducción al cristianismo, Sígueme, Salamanca 2001, 276-277. 153 J. Ratzinger, El Dios de los cristianos. Meditaciones, Sígueme, Salamanca 2005, 112.

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PARA COMPRENDER EL CREDO DE NUESTRA FE

mientras en los nombres de «Padre» e «Hijo» se pone realmente de manifiesto lo más propio de la primera y segunda persona trinitarias, el dar y recibir, ser como don y ser como recepción, como palabra y respuesta, pero tan plenamente uno que no surge en ello subordinación sino unidad, sin embargo la denominación «Espíritu Santo» no facilita la presentación de lo que es peculiar a esta terca persona. Al contrario, así podría llamarse también a cualquiera de las otras dos personas trinitarias: espíritu y santo, que es lo que les caracteriza como Dios. San Agustín verá entonces que lo propio del Espíritu Santo es precisamente lo que es común al Padre y al Hijo: la comunión. Su peculiaridad es ser unidad. En este Dios personal, la díada Padre-Hijo vuelve a la unidad en la Trinidad, sin deshacer el diálogo. Por eso, ser cristiano significa ser comunión y, por ello, entrar en la forma esencial del Espíritu Santo, que es fuerza de comunicación, mediador, posibilitador. Espíritu es la unidad que Dios se otorga a sí mismo, en la que Él se da a sí mismo. Espíritu es la dinámica de la unidad. El Espíritu Santo hará de todos los hombres «una casa», terminará con el «cautiverio» de la división y la dispersión. Es el Espíritu de la unidad y del amor 154. Creer en el Espíritu Santo es profesar la Fe en la tercera Persona de la santísima Trinidad, que procede del Padre y del Hijo y «que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria». El Espíritu Santo «ha sido enviado a nuestros corazones» (Gal 4,6), a fin de que recibamos la nueva vida de hijos de Dios. La misión del Hijo y la del Espíritu son inseparables porque en la Trinidad indivisible, el Hijo y el Espíritu son distintos pero inseparables. En efecto, desde el principio hasta el fin de los tiempos, cuando Dios envía a su Hijo, envía también su Espíritu,

154 J. Ratzinger, Convocados en el camino de la Fe. La Iglesia como comunión, Cristiandad, Madrid 2004, 39-61.

que nos une a Cristo en la Fe, a fin de que podamos, como hijos adoptivos, llamar a Dios «Padre» (Rom 8,15). El Espíritu es invisible, pero lo conocemos por medio de su acción, cuando nos revela el Verbo y cuando obra en la Iglesia. «Espíritu Santo» es el nombre propio de la tercera Persona de la santísima Trinidad. Jesús lo llama también Espíritu Paráclito (consolador, abogado) y Espíritu de verdad. El Nuevo Testamento lo llama Espíritu de Cristo, del Señor, de Dios, Espíritu de la gloria y de la promesa. «Sin el Espíritu Santo, Dios está lejos, Cristo queda en el pasado, el Evangelio es letra muerta, la Iglesia una simple organización, la autoridad una dominación, la misión una propaganda, el culto una evocación y el actuar cristiano una moral de esclavos. Pero con el Espíritu Santo, el cosmos está agitado y gime en el alumbramiento del Reino, Cristo resucitado está presente entre nosotros, el Evangelio es potencia de vida, la Iglesia significa la comunión trinitaria, la autoridad es un servicio liberador, la misión es un Pentecostés, la liturgia es memorial y anticipación, y el actuar humano es divinizado» (Patriarca sirio Ignacio de Lattaquié).

El Espíritu Santo en la Sagrada Escritura En el Antiguo Testamento, se afirma que el Espíritu planeaba sobre el mundo (Gn 1,1); que el hombre recibe el espíritu de Dios (Gn 2,7); también los ancianos de Israel reciben el espíritu en el desierto (Nm 11,17); igualmente, el espíritu de Dios está presente en los jueces que guían al pueblo a la conquista de la tierra prometida (Jue 3,10) y en los reyes como David (1 Sm 16); Samuel (1 Sm 3,12 ) y los profetas como Isaías (Is 6,11) o Jeremías (Jr 2-3) recibieron el Espíritu; Ezequiel habla de la necesidad de un espíritu nuevo (Ez 36,24-29). En resumen, en el Antiguo Testamento se manifiesta como

el Espíritu de la promesa que solo en el Nuevo Testamento se manifestará totalmente (así, en Hch 2,17-19 se cita a Joel 3,1-3). En el Nuevo Testamento, primero hablamos de las manifestaciones del Espíritu Santo en la vida misma de Jesucristo: en la Anunciación, «el Espíritu Santo vendrá sobre María» (Lc 1,35), porque lo engendrado en ella viene del Espíritu Santo (Mt 1,20). En el Bautismo de Jesús se lee: «El cielo se abrió y descendió sobre él el Espíritu Santo» (Mt 3,16; Mc, 1,10; Lc 3,21; Jn 1,32). Posteriormente, «entonces fue llevado al desierto por el Espíritu Santo», para vencer al tentador, preanuncio de lo que será expulsar demonios durante su actividad pública (Mt 12,28). Cristo, por el Espíritu Santo, se enfrenta victoriosamente al mal. Por eso Jesús es el «Cristo» (el ungido por el Espíritu Santo) y es enviado en misión por el Padre: «El Espíritu Santo está sobre mí y me ha ungido para que anuncie la Buena Noticia a los pobres» (Lc 4,18). Hace de Jesucristo Buena Noticia liberadora. En su vida, «se estremeció bajo la acción del Espíritu Santo» (Lc 10,21). El Amado, el Esposo, está unido al Padre con una alegría incesante y continua. El Espíritu Santo está presente en la pasión, muerte y resurrección del Señor: es su fuerza, y nos lo regala en el último instante. En el momento de su muerte, Jesús da al Padre su vida humana y también el Espíritu Santo que le habita (Jn 19,28-20). Al tiempo, nos deja el Espíritu Santo, en forma de

¿Qué hace el Espíritu Santo en la Iglesia? –El Espíritu Santo congrega a la Iglesia en la comunión con Cristo y el Padre; la llena de santidad y de vida; y la asiste en su obra de evangelización y testimonio. Del Catecismo de la Conferencia Episcopal Española, Esta es nuestra Fe. Esta es la Fe de la Iglesia, 164.

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agua y sangre, porque «el Espíritu Santo, el agua y la sangre atestiguan juntos» (1 Jn 5,8). Jesús es el verdadero Templo de Dios de donde el profeta Ezequiel (Ez 47) ve salir corrientes de agua. La resurrección, como la Encarnación, se realiza gracias al Espíritu Santo (Rom 1,4). Por el Espíritu, el crucificado da su vida y transmite su Espíritu a la Iglesia, resucita de entre los muertos y recibe el señorío pleno y para siempre.

universal, como se manifiesta en Pentecostés (Hch 2,1-36). Las decisiones importantes se toman bajo el influjo del Espíritu Santo: «Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros» (Hch 1,2). Jesucristo se prolonga en los suyos por medio del Espíritu Santo y nos hace misioneros, como a Felipe (Hch 8,29). La Iglesia se multiplica alentada por el Espíritu Santo» (Hch 9,31). En Él encuentra la iglesia su fecundidad y su alegría.

Siguiendo a san Juan y a san Pablo podemos afirmar que el Espíritu Santo trabaja para el Hijo, el cual no busca otra cosa que la gloria del Padre.

Los símbolos del Espíritu Santo

En san Juan leemos que el Espíritu Santo nos hará renacer de nuevo como a Nicodemo (Jn 3,121), que él nos enseñará todas las cosas de Dios (Jn 3,1-4,6) y nos recordará todo lo revelado por Jesucristo (Jn 14,26). El Espíritu Santo hará que demos testimonio del Hijo (Jn 15,26) y nos dará todo de Cristo (Jn 16,14). El Espíritu Santo concluirá la obra de Cristo (Jn 16,12-13). En los escritos de san Pablo se repite que la carne tiende a la muerte, mientras que el espíritu da la vida y la paz (Rom 8,6). El Espíritu nos hace Hijos de Dios y no esclavos (Rom 8,14-16). Por el Espíritu Santo tenemos libre acceso al Padre (Ef 2,18) y le llamamos «Abba». El Espíritu Santo viene en auxilio de nuestra debilidad (Ef 2,26). Es el autor de los diversos carismas y, a la vez, de la unidad en la Iglesia (1 Cor 12,4). Frente a la división, necesitamos un solo Espíritu (1 Cor 12). En otros pasajes de la Sagrada Escritura se lee que el Espíritu Santo hace a la Iglesia misionera y

Son numerosos los símbolos con los que se representa al Espíritu Santo. Los más conocidos: el «agua viva», que brota del corazón traspasado de Cristo y sacia la sed de los bautizados; la «unción» con el óleo, que es signo sacramental de la Confirmación; el «fuego», que transforma cuanto toca; la «nube» oscura y luminosa, en la que se revela la gloria divina; la «imposición de manos», por la cual se nos da el Espíritu; y la «paloma», que baja sobre Cristo en su Bautismo y permanece en Él. Más en concreto, el Espíritu Santo se representa como: ■ Viento y soplo (ruah es femenino; pneuma,

neutro; spiritus, masculino): Implica movimiento, vida, contrapuesto a «inerte». Jesús transmite el Espíritu en su último aliento; sopla su Espíritu sobre los Apóstoles para concederles poder sobre los pecados; Pentecostés comienza con un ruido de viento. ■ Fuente: Se ve, pero no su origen. Conversación

Jesucristo, después de subir al cielo, donde está sentado a tu derecha, ha derramado sobre tus hijos de adopción el Espíritu Santo que había prometido. Prefacio del Espíritu Santo.

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PARA COMPRENDER EL CREDO DE NUESTRA FE

con la samaritana (Jn 4,14); «El que tenga sed, que venga y beba» (Jn 7,37). De su costado traspasado, mana agua. ■ Paloma: Símbolo de belleza, paz y amor (palo-

ma del Arca; Cantar de los Cantares). Jesús recibe el Espíritu Santo en forma de paloma en su Bautismo; es típico de la anunciación; san Pa-

blo habla de que el Espíritu Santo intercede por nosotros con «gemidos inefables» (Rom 8,26). ■ Fuego y lenguas: Juan Habla de bautismo como

Espíritu y fuego (Lc 3,16). En el Antiguo Testamento, Dios interviene por el fuego: concluida la Alianza, como sello (Gn 15,17); zarza ardiente y Moisés (Ex 3,2); monte Sinaí después del don de la Ley (Dt 4,33); en el desierto es la columna que guía al pueblo (Nm 14,14). El fuego es símbolo de purificación y de amor creciente. Jesús anuncia que ha venido a traer fuego (Lc 12,49). Los discípulos de Emaús sienten fuego cuando Jesús les explica las Escrituras (Lc 24,32). ■ Aceite y crisma: Significa unción y consagra-

ción. Los reyes y profetas son ungidos. Jesús, no. Porque el Espíritu no vendrá desde fuera: está en Él. Los cristianos somos macados por el sello de la promesa (Ef 1,13) para que en nuestro corazón estén las arras del Espíritu Santo (2 Cor 1,22). El cristiano es el buen olor de Cristo (2 Cor 2,15). El Espíritu «anima, empuja, ayuda a discernir», porque siendo maestro interior, a la vez nos empuja a evangelizar; siendo el «alma de la Iglesia», hace posible el encuentro de Dios a quien le busca desde fuera; abre al futuro y a la novedad, en continuidad con lo mejor del pasado; sopla con dulzura y, a la vez, conduce con firmeza; es silencio y recogimiento profundo y no cesa de suscitar profetas de la Palabra y del testimonio martirial. El Espíritu que, siendo don Universal, articula una Iglesia particular como misterio de comunión para la misión.

La obra del Espíritu Santo en las personas Con el término «profetas» se alude a cuantos fueron inspirados por el Espíritu Santo para hablar en nombre de Dios. La obra reveladora del Espíritu en las profecías del Antiguo Testamento halla su

Ven Espíritu Santo Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor. Envía tu Espíritu y todo será creado. Y repuebla la faz de la tierra. ¡Oh Dios, que has iluminado los corazones de tus hijos con la luz del Espíritu Santo!; haznos dóciles a sus inspiraciones, para gustar siempre el bien y gozar de su consuelo. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

cumplimiento en la revelación plena del misterio de Cristo en el Nuevo Testamento. El Espíritu colma con sus dones a Juan el Bautista, el último profeta del Antiguo Testamento, quien, bajo la acción del Espíritu, es enviado para que «prepare al Señor un pueblo bien dispuesto» (Lc 1,17) y anunciar la venida de Cristo, Hijo de Dios: aquel sobre el que ha visto descender y permanecer el Espíritu, «aquel que bautiza en el Espíritu» (Jn 1,33). El Espíritu Santo culmina en María las expectativas y la preparación del Antiguo Testamento para la venida de Cristo. De manera única la llena de gracia y hace fecunda su virginidad, para dar a luz al Hijo de Dios encarnado. Hace de Ella la Madre del «Cristo total», es decir, de Jesús Cabeza y de la Iglesia su Cuerpo. María está presente entre los Doce el día de Pentecostés, cuando el Espíritu inaugura los «últimos tiempos» con la manifestación de la Iglesia. Desde el primer instante de la Encarnación, el Hijo de Dios, por la unción del Espíritu Santo, es consagrado Mesías en su humanidad. Jesucristo revela al Espíritu con su enseñanza, cumpliendo la promesa hecha a los Padres, y lo comunica a la Iglesia naciente, exhalando su aliento sobre los Apóstoles después de su Resurrección. CREO EN EL ESPÍRITU SANTO

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Himno «Veni Creator» Ven, Espíritu Creador, visita las mentes de los tuyos; llena de la gracia divina los corazones que tú has creado. Tú, llamado el Consolador, Don del Dios Altísimo; Fuente viva, Fuego, Caridad y espiritual Unción. Tú, con tus siete dones, eres Fuerza de la diestra de Dios. Tú, el prometido por el Padre. Tú pones en nuestros labios tu Palabra. Enciende tu luz en nuestras mentes, infunde tu amor en nuestros corazones y, a la debilidad de nuestra carne, vigorízala con redoblada fuerza. Al enemigo ahuyéntalo lejos, danos la paz cuanto antes; yendo tú delante como guía, sortearemos los peligros. Que por ti conozcamos al Padre, conozcamos igualmente al Hijo y en ti, Espíritu de ambos, creamos en todo tiempo. Gloria al Padre por siempre, gloria al Hijo, resucitado de entre los muertos, y al Paráclito por los siglos y siglos. Amén.

El Espíritu Santo y la Iglesia en los bautizados Benedicto XVI recordó en Aparecida (Brasil) que en la Iglesia, el «método pastoral» es el expresado en Hechos de los Apóstoles (15,28): «Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros...», tanto para las pequeñas asambleas como para las grandes, para las iglesias particulares como para la Iglesia universal, porque se corresponde con la naturaleza misma de la Iglesia, que es misterio de comunión con Cristo en el Espíritu Santo 155.

155 G. M. Carriquiry Lecour, El papa Benedicto XVI y la Conferencia General del CELAM, Ayuda a la Iglesia Necesitada, Madrid 2008, 25.

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PARA COMPRENDER EL CREDO DE NUESTRA FE

En Pentecostés, cincuenta días después de su Resurrección, Jesucristo glorificado infunde su Espíritu en abundancia y lo manifiesta como Persona divina, de modo que la Trinidad Santa queda plenamente revelada. La misión de Cristo y del Espíritu se convierte en la misión de la Iglesia, enviada para anunciar y difundir el misterio de la comunión trinitaria. El Espíritu Santo edifica, anima y santifica la Iglesia; como Espíritu de amor, devuelve a los bautizados la semejanza divina, perdida a causa del pecado, y los hace vivir en Cristo la vida misma de la Trinidad Santa. Los envía a dar testimonio de la Verdad de Cristo y los organiza en sus respectivas funciones, para que todos den «el fruto del Espíritu» (Gal 5,22). Por medio de los sacramentos, Cristo comunica su Espíritu a los miembros de su Cuerpo, y la gracia de Dios, que da frutos de vida nueva, según el Espíritu. El Espíritu Santo, finalmente, es el maestro de la oración. En resumen, ¿para qué necesitamos el Espíritu Santo, tanto en nuestras vidas como en la Iglesia? Cada bautizado, lo necesita para conocer a Dios como Él mismo es y se conoce, y para entrar, por Él, en la vida trinitaria; para conocer a Jesucristo integralmente, en todo su misterio; para conocer a la Iglesia en todo su misterio de sacramento de comunión para la misión; para conocernos a nosotros, como personas, en toda nuestra profundidad; y, finalmente, para conocer a los demás y el proyecto de Dios sobre los hombres en profundidad: vivimos en la era del Espíritu, que hace posible el Reino («ya, pero todavía no»). En la comunidad cristiana, en la Iglesia, desde Pentecostés, el Espíritu Santo es la nueva alianza, la ley grabada en los corazones que hace comprender a los discípulos la Buena Noticia en profundidad y proclamarla en la vida pública. El Espíritu Santo nos enseña que La Iglesia está destinada a todos los pueblos y se hablará, a pesar de la diversidad, la misma lengua divina.

El Espíritu Santo nos otorga sus siete dones, como vienen preanunciados en Isaías (Is 11,2). Allí se señalan seis, pero la Iglesia, para completar el número perfecto de 7, añade el de «piedad». Los recordamos a continuación: Sabiduría: opción para amar a Dios con todo el corazón, todo el ser, toda el alma; Inteligencia: para adentrarse en el misterio de Dios; Consejo: para ver el camino que seguir y discernir lo útil; Fortaleza: voluntad determinada para seguir lo querido por el Señor; Ciencia: clarividencia para conocer lo que Dios quiere para nosotros; Piedad: afecto y religación a Dios; y Temor de Dios: respeto filial a Dios.

Secuencia de Pentecostés Ven, Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo. Padre amoroso del pobre; don, en tus dones espléndido; luz que penetra las almas; fuente del mayor consuelo. Ven, dulce huésped del alma, descanso de nuestro esfuerzo, tregua en el duro trabajo, brisa en las horas de fuego, gozo que enjuga las lágrimas y reconforta en los duelos. Entra hasta el fondo del alma, divina luz, y enriquécenos. Mira el vacío del hombre si tú le faltas por dentro; mira el poder del pecado cuando no envías tu aliento. Riega la tierra en sequía, sana el corazón enfermo, lava las manchas, infunde calor de vida en el hielo, doma el espíritu indómito, guía al que tuerce el sendero. Reparte tus siete dones según la fe de tus siervos; por tu bondad y tu gracia dale al esfuerzo su mérito; salva al que busca salvarse y danos tu gozo eterno. Amén.

En otras palabras, el Espíritu Santo es el maestro interior, que nos hace sacerdotes (orar a Dios y consagrar el mundo), profetas (escuchar, vivir y anunciar su palabra) y reyes (ordenar todo y transformar todo para Dios). Nos hace vivir las virtudes teologales: fe-esperanza-caridad. Nos da sus frutos: caridad, alegría, paz, paciencia, servicialidad, bondad, confianza, dominio de sí (Gal 5,22-23) y nos hace vivir el verdadero amor cristiano (1 Cor 13). El Espíritu Santo es el protagonista en los sacramentos: en el Bautismo nos convierte en hijos en el Hijo; en la Confirmación nos hace testigos de Cristo; en la Eucaristía convierte en pan y el vino en el Cuerpo y Sangre del Señor; en la Penitencia, por Él se nos perdonan los pecados; en el Orden sacerdotal nos configura con Cristo Cabeza, Pastor y Esposo; en el Matrimonio realiza la unión fecunda como Cristo Esposo-Iglesia Esposa; y en la Unción fortalece al enfermo. Una última observación sobre el Espíritu Santo, sugerida por el papa Benedicto XVI: Pablo y Juan coinciden en llamarlo «Paráclito», es decir, defensor, abogado, auxiliar, consolador. Se opone al «diabolos», al acusador, al calumniador (Ap 12,10). El Espíritu es de alegría y de la buena nueva. La alegría eterna 156.

Para la reflexión personal o en grupo 1. ¿Por qué decimos que el Espíritu Santo forma parte de la Trinidad? 2. ¿Cuáles son las representaciones más importantes del Espíritu Santo? 3. ¿Qué importancia tiene el Espíritu Santo en la Iglesia de hoy? 4. ¿Por qué se ha llamado al Espíritu Santo «el gran desconocido» en la vida de los cristianos?

156 J. Ratzinger, EL Dios de los cristianos. Meditaciones, Sígueme, Salamanca 2005, 116-117.

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CAPÍTULO 7

Creo en la santa Iglesia católica CREO EN LA SANTA IGLESIA CATÓLICA 157 Lo que afirma el Credo de los Apóstoles Creo en la santa Iglesia católica.

Lo que afirma el Credo niceno-constantinopolitano Creo en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica.

Lo que afirma el Credo del Pueblo de Dios (Pablo VI) Creemos en la Iglesia una, santa, católica y apostólica, edificada por Jesucristo sobre la piedra, que es Pedro. Ella es el Cuerpo místico de Cristo, sociedad visible, equipada de órganos jerárquicos, y, a la vez, comunidad espiritual; Iglesia terrestre, Pueblo de Dios peregrinante aquí en la tierra e Iglesia enriquecida por bienes celestes, germen y comienzo del reino de Dios, por el que la obra y los sufrimientos de la redención se continúan a través de la historia humana, y que con todas las fuerzas anhela la consumación perfecta, que ha de ser conseguida después del fin de los tiempos en la gloria celeste. Durante el transcurso de los tiempos el Señor Jesús forma a su Iglesia por medio de los sacramentos, que manan de su plenitud. Porque la Iglesia hace por ellos que sus miembros participen del misterio de

157 Para esta sección, remitimos al Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 751-945, y al Compendio del Catecismo de la Iglesia, nn. 147-193.

CREO EN LA SANTA IGLESIA CATÓLICA

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la muerte y la resurrección de Jesucristo, por la gracia del Espíritu Santo, que la vivifica y la mueve. Es, pues, santa, aunque abarque en su seno pecadores, porque ella no goza de otra vida que de la vida de la gracia; sus miembros, ciertamente, si se alimentan de esta vida, se santifican; si se apartan de ella, contraen pecados y manchas del alma que impiden que la santidad de ella se difunda radiante. Por lo que se aflige y hace penitencia por aquellos pecados, teniendo poder de librar de ellos a sus hijos por la sangre de Cristo y el don del Espíritu Santo. Heredera de las divinas promesas e hija de Abrahán según el Espíritu, por medio de aquel Israel, cuyos libros sagrados conserva con amor y cuyos patriarcas y profetas venera con piedad; edificada sobre el fundamento de los apóstoles, cuya palabra siempre viva y cuyos propios poderes de pastores transmite fielmente a través de los siglos en el Sucesor de Pedro y en los obispos que guardan comunión con él; gozando finalmente de la perpetua asistencia del Espíritu Santo, compete a la Iglesia la misión de conservar, enseñar, explicar y difundir aquella verdad que, bosquejada hasta cierto punto por los profetas, Dios reveló a los hombres plenamente por el Señor Jesús. Nosotros creemos todas aquellas cosas que se contienen en la palabra de Dios escrita o transmitida y son propuestas por la Iglesia, o con juicio solemne, o con magisterio ordinario y universal, para ser creídas como divinamente reveladas. Nosotros creemos en aquella infalibilidad de que goza el Sucesor de Pedro cuando habla ex cathedra y que reside también en el cuerpo de los obispos cuando ejerce con el mismo el supremo magisterio. Nosotros creemos que la Iglesia, que Cristo fundó y por la que rogó, es sin cesar una por la Fe, y el culto, y el vínculo de la comunión jerárquica. La abundantísima variedad de ritos litúrgicos en el seno de esta Iglesia o la diferencia legítima de patrimonio teológico y espiritual y de disciplina peculiares no solo no dañan a la unidad de la misma, sino que más bien la manifiestan. Nosotros también, reconociendo por una parte que fuera de la estructura de la Iglesia de Cristo se encuentran muchos elementos de santificación y verdad, que como dones propios de la misma Iglesia empujan a la unidad católica, y creyendo, por otra parte, en la acción del Espíritu Santo, que suscita en todos los discípulos de Cristo el deseo de esta unidad, esperamos que los cristianos que no gozan todavía de la plena comunión de la única Iglesia se unan finalmente en un solo rebaño con un solo Pastor. Nosotros creemos que la Iglesia es necesaria para la salvación. Porque solo Cristo es el Mediador y el camino de la salvación que, en su Cuerpo, que es la Iglesia, se nos hace presente. Pero el propósito divino de salvación abarca a todos los hombres: y aquellos que, ignorando sin culpa el Evange106

PARA COMPRENDER EL CREDO DE NUESTRA FE

lio de Cristo y su Iglesia, buscan, sin embargo, a Dios con corazón sincero y se esfuerzan, bajo el influjo de la gracia, por cumplir con obras su voluntad, conocida por el dictamen de la conciencia, ellos también, en un número ciertamente que solo Dios conoce, pueden conseguir la salvación eterna. Nosotros creemos que la misa que es celebrada por el sacerdote representando la persona de Cristo, en virtud de la potestad recibida por el sacramento del orden, y que es ofrecida por él en nombre de Cristo y de los miembros de su Cuerpo místico, es realmente el sacrificio del Calvario, que se hace sacramentalmente presente en nuestros altares. Nosotros creemos que, como el pan y el vino consagrados por el Señor en la última Cena se convirtieron en su cuerpo y su sangre, que en seguida iban a ser ofrecidos por nosotros en la cruz, así también el pan y el vino consagrados por el sacerdote se convierten en el cuerpo y la sangre de Cristo, sentado gloriosamente en los cielos; y creemos que la presencia misteriosa del Señor bajo la apariencia de aquellas cosas, que continúan apareciendo a nuestros sentidos de la misma manera que antes, es verdadera, real y sustancial. En este sacramento, Cristo no puede hacerse presente de otra manera que por la conversión de toda la sustancia del pan en su cuerpo y la conversión de toda la sustancia del vino en su sangre, permaneciendo solamente íntegras las propiedades del pan y del vino, que percibimos con nuestros sentidos. La cual conversión misteriosa es llamada por la Santa Iglesia conveniente y propiamente transustanciación. Cualquier interpretación de teólogos que busca alguna inteligencia de este misterio, para que concuerde con la Fe católica, debe poner a salvo que, en la misma naturaleza de las cosas, independientemente de nuestro espíritu, el pan y el vino, realizada la consagración, han dejado de existir, de modo que, el adorable cuerpo y sangre de Cristo, después de ella, están verdaderamente presentes delante de nosotros bajo las especies sacramentales del pan y del vino, como el mismo Señor quiso, para dársenos en alimento y unirnos en la unidad de su Cuerpo místico. La única e indivisible existencia de Cristo, el Señor glorioso en los cielos, no se multiplica, pero por el sacramento se hace presente en los varios lugares del orbe de la tierra, donde se realiza el sacrificio eucarístico. La misma existencia, después de celebrado el sacrificio, permanece presente en el Santísimo Sacramento, el cual, en el tabernáculo del altar, es como el corazón vivo de nuestros templos. Por lo cual estamos obligados, por obligación ciertamente suavísima, a honrar y adorar en la Hostia Santa que nuestros ojos ven, al mismo Verbo encarnado que ellos no pueden ver, y que, sin embargo, se ha hecho presente delante de nosotros sin haber dejado los cielos. CREO EN LA SANTA IGLESIA CATÓLICA

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Confesamos igualmente que el reino de Dios, que ha tenido en la Iglesia de Cristo sus comienzos aquí en la tierra, no es de este mundo (cf. Jn 18,36), cuya figura pasa (cf. 1 Cor 7,31), y también que sus crecimientos propios no pueden juzgarse idénticos al progreso de la cultura de la humanidad o de las ciencias o de las artes técnicas, sino que consiste en que se conozcan cada vez más profundamente las riquezas insondables de Cristo, en que se ponga cada vez con mayor constancia la esperanza en los bienes eternos, en que cada vez más ardientemente se responda al amor de Dios; finalmente, en que la gracia y la santidad se difundan cada vez más abundantemente entre los hombres. Pero con el mismo amor es impulsada la Iglesia para interesarse continuamente también por el verdadero bien temporal de los hombres. Porque, mientras no cesa de amonestar a todos sus hijos que no tienen aquí en la tierra ciudad permanente (cf. Heb 13,14), los estimula también, a cada uno según su condición de vida y sus recursos, a que fomenten el desarrollo de la propia ciudad humana, promuevan la justicia, la paz y la concordia fraterna entre los hombres y presten ayuda a sus hermanos, sobre todo a los más pobres y a los más infelices. Por lo cual, la gran solicitud con que la Iglesia, Esposa de Cristo, sigue de cerca las necesidades de los hombres, es decir, sus alegrías y esperanzas, dolores y trabajos, no es otra cosa sino el deseo que la impele vehementemente a estar presente a ellos, ciertamente con la voluntad de iluminar a los hombres con la luz de Cristo, y de congregar y unir a todos en aquel que es su único Salvador. Pero jamás debe interpretarse esta solicitud como si la Iglesia se acomodase a las cosas de este mundo o se resfriase el ardor con que ella espera a su Señor y el reino eterno.

La Iglesia Se ha escrito, con pasión, del papa Benedicto XVI que es un enamorado de la Iglesia, que, para él, es realmente la esposa mística de Cristo, y que la jerarquía católica ha sido instituida por Cristo para transmitir y defender el depósito de Fe hasta el fin del mundo 158. Y que lo mejor que hay en la Iglesia son los testigos de la Fe, los hombres y mujeres de

158 T. Rowland, La Fe de Ratzinger. La teología del papa Benedicto XVI, Editorial Nuevoinicio, Granada 1999, 271.

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PARA COMPRENDER EL CREDO DE NUESTRA FE

profundo amor a Cristo y a su Iglesia 159. Con una expresión suya, «la Iglesia existe para que Dios, el Dios vivo, sea dado a conocer, para que el hombre pueda aprender a vivir con Dios, ante su mirada y en comunión con Él. La Iglesia existe para exorcizar el avan-

159 Benedicto XVI, La Iglesia, rostro de Cristo, Cristiandad, Madrid 2007; Conferencia Episcopal Española, Sobre el fundamento de los Apóstoles. Catequesis del papa Benedicto XVI sobre la experiencia y misión de los Apóstoles, Edice, Madrid 2007; íd., Aprender de san Pablo. Catequesis de Benedicto XVI, Edice, Madrid 2009; íd., Grandes maestros de la Iglesia de los primeros siglos. Catequesis de Benedicto XVI. De san Clemente Romano a san Máximo el Confesor, Edice, Madrid 2009.

ce del infierno sobre la tierra y hacerla habitable por la luz de Dios. La Iglesia no existe para sí misma, sino para la humanidad. Existe para que el mundo llegue a ser un espacio para la presencia de Dios, espacio de alianza entre Dios y los hombres» 160. Pero el papa Benedicto no es ingenuo. Él mismo ha escrito: «Existen hoy muchos y opuestos motivos para no permanecer en la Iglesia. En nuestros días están tentados de volver la espalda a la Iglesia no solo aquellos a quienes les parece demasiado retrógrada, demasiado medieval, demasiado hostil al mundo y a la vida, sino también aquellos que han amado la imagen histórica de la Iglesia, su liturgia, su independencia de las modas pasajeras, el reflejo de lo eterno visible en su rostro. Estos tienen la impresión de que la Iglesia está a punto de traicionar su especificidad, de venderse a la moda del tiempo y, de este modo, perder su alma. Están desilusionados como el amante traicionado y por eso piensan seriamente en volverle la espalda» 161. En el fondo, en lugar de la Iglesia hemos colocado nuestra Iglesia, miles de iglesias. Cada uno la suya. Las iglesias se han convertido en empresas nuestras de las que nos enorgullecemos o nos avergonzamos, pequeñas e innumerables propiedades privadas, puestas una junto a la otra. Iglesias solamente nuestras, obra y propiedad nuestra, que nosotros conservamos o transformamos a nuestro placer. Detrás de nuestra iglesia o de vuestra iglesia ha desaparecido «su iglesia», la del Señor. Si fuese solamente nuestra sería un castillo en la arena 162. No valdría la pena permanecer en una iglesia que, para ser acogedora y digna de ser habitada, tuviera necesidad de ser hecha por nosotros; sería un contrasentido. Se permanece en la Iglesia porque ella es en sí misma digna

160 J. Ratzinger, Convocados en el camino de la Fe. La Iglesia como comunión, Cristiandad, Madrid 2004, 295-296. 161 J. Ratzinger-H. U. von Balthasar, ¿Por qué soy todavía cristiano? ¿Por qué permanezco en la Iglesia?, Sígueme, Salamanca 2005, 83. 162 Ibíd., 101-102.

de permanecer en el mundo, digna de ser amada y transformada por el amor en lo que debe ser 163. Con el término «Iglesia» se designa al pueblo que Dios convoca y reúne desde todos los confines de la tierra, para constituir la asamblea de todos aquellos que, por la Fe y el Bautismo, han sido hechos hijos de Dios, miembros de Cristo y templo del Espíritu Santo. En la Sagrada Escritura encontramos muchas imágenes que ponen de relieve aspectos complementarios del misterio de la Iglesia. El Antiguo Testamento prefiere imágenes ligadas al Pueblo de Dios; el Nuevo Testamento, aquellas vinculadas a Cristo como Cabeza de este pueblo, que es su Cuerpo, y las imágenes sacadas de la vida pastoril (redil, grey, ovejas), agrícola (campo, olivo, viña), de la construcción (morada, piedra, templo) y familiar (esposa, madre, familia).

Origen y misión de la Iglesia De nuevo, una advertencia del papa Benedicto XVI: nos resulta difícil pensar la Iglesia según un modelo diverso del de una sociedad que se autogestiona, o que con los mecanismos de mayoría o minoría intenta darse una forma que sea aceptable por todos sus miembros. Nos resulta difícil una Fe como algo diverso de una decisión por algo que me agrada y por lo que en consecuencia deseo comprometerme. Pero de ese modo somos nosotros y siempre nosotros quienes sobramos. Nosotros hacemos la iglesia. Nosotros intentamos mejorarla y disponerla como una casa confortable. Nosotros queremos proponer programas e ideas que sean simpáticos al mayor número de personas. El hecho de que Dios mismo esté ayudando, de que Él mismo obre, no constituye en el mundo moderno un

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Ibíd., 113. CREO EN LA SANTA IGLESIA CATÓLICA

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supuesto. Sin embargo al obrar así nos estamos comportando como lo que se expresa en la carta a los Corintios; confundimos la iglesia con un partido político y la Fe con un programa de partido 164. La Iglesia tiene su origen y realización en el designio eterno de Dios. Fue preparada en la Antigua Alianza con la elección de Israel, signo de la reunión futura de todas las naciones. Fundada por las palabras y las acciones de Jesucristo, fue realizada, sobre todo, mediante su muerte redentora y su Resurrección. Más tarde, se manifestó como misterio de salvación mediante la efusión del Espíritu Santo en Pentecostés. Al final de los tiempos, alcanzará su consumación como asamblea celestial de todos los redimidos. La misión de la Iglesia es la de anunciar e instaurar entre todos los pueblos el Reino de Dios inaugurado por Jesucristo. La Iglesia es el germen e inicio sobre la tierra de este Reino de salvación. La Iglesia es Misterio en cuanto que en su realidad visible se hace presente y operante una realidad espiritual y divina, que se percibe solamente con los ojos de la Fe. La Iglesia es sacramento universal de salvación en cuanto es signo e instrumento de la reconciliación y la comunión de toda la humanidad con Dios, así como de la unidad de todo el género humano.

La Iglesia: Pueblo de Dios, cuerpo de Cristo, templo del Espíritu Santo La Iglesia es el Pueblo de Dios porque Él quiso santificar y salvar a los hombres no aisladamente, sino constituyéndolos en un solo pueblo, reunido en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

164 J. Ratzinger, La Iglesia. Una comunidad siempre en camino, Paulinas, Madrid 1992, 118-119.

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PARA COMPRENDER EL CREDO DE NUESTRA FE

Este pueblo, del que se llega a ser miembro mediante la Fe en Cristo y el Bautismo, tiene por origen a Dios Padre, por cabeza a Jesucristo, por condición la dignidad y la libertad de los hijos de Dios, por ley el mandamiento nuevo del amor, por misión la de ser sal de la tierra y luz del mundo, por destino el Reino de Dios, ya iniciado en la Tierra. El Pueblo de Dios participa del oficio sacerdotal de Cristo en cuanto los bautizados son consagrados por el Espíritu Santo para ofrecer sacrificios espirituales; participa de su oficio profético cuando, con el sentido sobrenatural de la Fe, se adhiere indefectiblemente a ella, la profundiza y la testimonia; participa de su función regia con el servicio, imitando a Jesucristo, quien, siendo rey del universo, se hizo siervo de todos, sobre todo de los pobres y los que sufren. La Iglesia es cuerpo de Cristo porque, por medio del Espíritu, Cristo muerto y resucitado une consigo íntimamente a sus fieles. De este modo, los creyentes en Cristo, en cuanto íntimamente unidos a Él, sobre todo en la Eucaristía, se unen entre sí en la caridad, formando un solo cuerpo, la Iglesia. Dicha unidad se realiza en la diversidad de miembros y funciones. Cristo «es la Cabeza del Cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1,18). La Iglesia vive de Él, en Él y por Él. Cristo y la Iglesia forman el «Cristo total» (san Agustín); «la Cabeza y los miembros, como si fueran una sola persona mística» (santo Tomás de Aquino). Llamamos a la Iglesia «esposa de Cristo» porque el mismo Señor se definió a sí mismo como «el esposo» (Mc 2,19), que ama a la Iglesia uniéndola a sí con una Alianza eterna. Cristo se ha entregado por ella para purificarla con su sangre, «santificarla» (Ef 5,26) y hacerla Madre Fecunda de todos los hijos de Dios. Mientras el término «cuerpo» manifiesta la unidad de la «cabeza» con los miembros, el término «esposa» acentúa la distinción de ambos en la relación personal.

La Iglesia es llamada templo del Espíritu Santo porque el Espíritu vive en el cuerpo que es la Iglesia: en su Cabeza y en sus miembros; Él además edifica la Iglesia en la caridad con la Palabra de Dios, los sacramentos, las virtudes y los carismas. Los carismas son dones especiales del Espíritu Santo concedidos a cada uno para el bien de los hombres, para las necesidades del mundo y, en particular, para la edificación de la Iglesia, a cuyo Magisterio compete el discernimiento sobre ellos.

La Iglesia es comunión, y es una, santa, católica y apostólica Iglesia «communio» Nos enseñan los escritos de eclesiología del papa Benedicto XVI que, a comienzos del siglo XX, se contemplaba la Iglesia como «Sociedad Perfecta». Era más bien una visión apologética para defenderla de los ataques exteriores, sociales, políticos y jurídicos. Se primaba, dentro de ella, a la jerarquía. Posteriormente, se intentaron dos líneas de renovación y de profundización: la primera, partía del misterio de la Iglesia como cuerpo místico de Cristo, cuyos miembros somos los fieles. El acento recaía en el aspecto interior y espiritual del carácter comunitario de la Iglesia. Pío XII en su encíclica Mystici Corporis, en 1943, lo expresó ampliamente. La otra línea se quería centrar en el tema de la Iglesia como Pueblo de Dios y partía de la realidad histórica, visible y palpable de la Iglesia. Ambas líneas de pensamiento coexistían sin unión fuerte. Gottlieb Söhngen orientó al estudiante J. Ratzinger a realizar una tesis doctoral desde planteamientos eucarísticos como la forma de vivir lo comunitario y la comunión. Así lo hizo, profundizando en la teología de san Agustín. Desde el santo africano, «cuerpo de Cristo» no designa solo la realidad espiritual o mística de la Iglesia porque a través de la celebración de la Eucaristía la Iglesia se hace visible en una comunidad de creyentes y en un pueblo de

¿Cómo fundó Jesucristo su Iglesia? –Jesucristo fundó su Iglesia escogiendo a los Doce Apóstoles como fundamentos del nuevo Pueblo de Dios; muriendo y resucitando para reunir a todos los hijos de Dios en un único Pueblo; y enviando al Espíritu Santo para que asistiese a los Apóstoles en su misión de extender su Iglesia por el mundo. Del Catecismo de la Conferencia Episcopal Española, Esta es nuestra Fe. Esta es la Fe de la Iglesia, 169.

Dios. Tanto el cuerpo eucarístico de Cristo como la Iglesia como cuerpo de Cristo y Pueblo de Dios son visibles. La Iglesia es pueblo de Dios por el cuerpo de Cristo. Y, desde ahí, se unen la realidad interior y exterior de la Iglesia. Es una unidad de naturaleza sacramental. La Iglesia es Sacramento de Cristo en este mundo. La Iglesia es el nuevo Pueblo de Dios que vive del cuerpo eucarístico de Cristo y de la Palabra de Cristo; y de esta manera ella se vuelve cuerpo de Cristo. Para Benedicto XVI, como para los Santos Padres, es importante otro concepto: «communio, comunidad, participación». De la «communio ad sancta», de la participación en la Eucaristía, se sigue la «communio sanctorum» o comunión de los santos. Unidos por el lazo de la Eucaristía, los cristianos se convierten en hermanos que atestiguan su comunión a través de la caridad fraterna. La Eucaristía es el sacramento de la fraternidad. La iglesia como communio tiene su prototipo divino en la comunión personal del Dios trino. La Iglesia es comunión. Es la comunión de Dios con los hombres en Cristo y, por lo mismo, de los hombres entre sí; y así es sacramento, signo e instrumento de salvación. La Iglesia es celebración de la Eucaristía y la Eucaristía es Iglesia. No es que marchen juntas, sino que son lo mismo. Benedicto XVI no solo utiliza el concepto de «communio» para referirse a la comunión fraterna CREO EN LA SANTA IGLESIA CATÓLICA

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de los fieles entre sí, sino que lo aplica a la estructura misma de la Iglesia: la iglesia es «communio ecclesiarum», es decir, comunión de iglesias locales 165. De la eclesiología eucarística nace la eclesiología de las iglesias locales que afirmó el Concilio Vaticano II en la constitución Lumen Gentium, 26, y que se fundamenta en clave eucarística. La iglesia de Cristo está verdaderamente presente en todas las iglesias locales unidas a sus pastores. Ellas son el nuevo Pueblo de Dios, llamado por Dios a través del Espíritu Santo (1 Tes 1,5); y en ellas se reúnen los fieles por el anuncio del Evangelio y se celebra el misterio de la Cena del Señor para que por el alimento y la sangre del Señor quede unida toda la fraternidad del cuerpo, porque la participación en el cuerpo y sangre de Cristo hace precisamente que nos convirtamos en aquello mismo que recibimos. Por lo tanto, la Iglesia una, vive en y a partir de muchas iglesias locales en las que, bajo la guía del obispo local, está presente la Iglesia de Dios en su totalidad, siempre que esta iglesia local esté en comunión con las demás iglesias locales a través de su obispo. Es el mismo cuerpo eucarístico de Cristo el que une a todas esas iglesias locales en la communio del único cuerpo de Cristo en el Espíritu Santo. En las primitivas iglesias, la communio se manifestaba en la comunión eucarística cuando se admitía a sus miembros a la propia celebración eucarística. Si un cristiano viajaba a otra iglesia local, recibía de su obispo la carta de comunión que lo acreditaba como miembro de la comunidad de la Iglesia en su conjunto 166. El obispo es quien representa y asegura el carácter apostólico y la catolicidad de su iglesia local. Por eso, la communio de las iglesias locales se mostraba también en el reconocimiento recíproco de los obispos y en la colegialidad

del ministerio episcopal. Con esta eclesiología de communio se rompen dualismos en la Iglesia o visiones excesivamente mundanas. El núcleo de una sana eclesiología es la Eucaristía como fuente y centro de la vida de la iglesia, y la naturaleza de la Iglesia como sacramento en Cristo, como comunidad fraterna y como comunidad de iglesias locales 167.

Iglesia una La Iglesia es una porque tiene como origen y modelo la unidad de un solo Dios en la Trinidad de las Personas; como fundador y cabeza a Jesucristo, que restablece la unidad de todos los pueblos en un solo cuerpo; como alma al Espíritu Santo, que une a todos los fieles en la comunión en Cristo. La Iglesia tiene una sola Fe, una sola vida sacramental, una única sucesión apostólica, una común esperanza y la misma caridad. La única Iglesia de Cristo, como sociedad constituida y organizada en el mundo, subsiste (subsistit in) en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los obispos en comunión con él. Solo por medio de ella se puede obtener la plenitud de los medios de salvación, puesto que el Señor ha confiado todos los bienes de la Nueva Alianza únicamente al colegio apostólico, cuya cabeza es Pedro. En las Iglesias y comunidades eclesiales que se separaron de la plena comunión con la Iglesia católica, se hallan muchos elementos de santificación y verdad. Todos estos bienes proceden de Cristo e impulsan hacia la unidad católica. Los miembros de estas Iglesias y comunidades se incorporan a Cristo en el Bautismo, por ello los reconocemos como hermanos. El deseo de restablecer la unión de todos los cristianos es un don de Cristo y un llamamiento del

165 J. Ratzinger, Teoría de los principios teológicos: materiales para una teología fundamental, Herder, Barcelona 1986, 60-70. 166 J. Ratzinger, El nuevo Pueblo de Dios. Esquemas para una eclesiología, Herder, Barcelona 2 2005.

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PARA COMPRENDER EL CREDO DE NUESTRA FE

167 F. Meier-Hamidi y F. Schumacher, El teólogo J. Ratzinger, Herder, Barcelona 2007, 173-179.

Espíritu, concierne a toda la Iglesia y se actúa mediante la conversión del corazón, la oración, el recíproco conocimiento fraterno y el diálogo teológico. Benedicto XVI subraya que la iglesia es una porque una es la palabra y uno el sacramento. Y, aunque no debe entenderse la Iglesia desde su organización, la unidad visible de la Iglesia es algo más que una organización. La unidad de Fe, atestiguada en la palabra y en la mesa común, es la cara que la Iglesia debe presentar al mundo 168.

Iglesia santa Benedicto XVI nos advierte de que la Iglesia es santa porque sus fieles lo son. Esta ha sido una característica perenne en la Iglesia. Muchas gentes se quedan defraudadas por el hecho de que no todos los cristianos sean santos. Dan un portazo y tildan a la Iglesia de mentirosa. La santidad en la iglesia consiste en que, por pecador que sea el hombre, Dios tiene poder para hacerla santa. El amor de Dios no se deja vencer por la incapacidad del hombre, sino que lo acepta constantemente como pecador, lo transforma, lo santifica y lo ama 169.

Iglesia católica La Iglesia es católica, es decir, universal, en cuanto en ella Cristo está presente: «Allí donde está Cristo Jesús, está la Iglesia católica» (san Ignacio de Antioquía). La Iglesia anuncia la totalidad y la integridad de la Fe; lleva en sí y administra la plenitud de los medios de salvación; es enviada en misión a todos los pueblos, pertenecientes a cualquier tiempo o cultura. Es católica toda iglesia particular –esto es, la diócesis y la eparquía– formada por la comunidad de los cristianos que están en comunión, en la Fe y en los sacramentos, con su obispo ordenado en la sucesión apostólica y con la Iglesia de Roma, «que preside en la caridad» (san Ignacio de Antioquía). Subraya Benedicto XVI que la palabra católica tiene un doble valor: como unidad local unida al obispo y como la unidad de las iglesias locales abiertas siempre a las demás. La palabra católica expresa la estructura episcopal de la iglesia y la necesidad de que todos los obispos estén unidos 170.

Pertenencia a la Iglesia

La Iglesia es santa porque Dios santísimo es su autor; Cristo se ha entregado a sí mismo por ella, para santificarla y hacerla santificante; el Espíritu Santo la vivifica con la caridad. En la Iglesia se encuentra la plenitud de los medios de salvación. La santidad es la vocación de cada uno de sus miembros y el fin de toda su actividad. Cuenta en su seno con la Virgen María e innumerables santos, como modelos e intercesores. La santidad de la Iglesia es la fuente de la santificación de sus hijos, los cuales, aquí en la tierra, se reconocen todos pecadores, siempre necesitados de conversión y de purificación.

Nos recuerda Benedicto XVI que la Iglesia no es ni un club ni un partido, ni tampoco una especie de Estado religioso, sino un cuerpo, el cuerpo de Cristo. Y por eso la Iglesia no es hecha por nosotros, sino que es Cristo mismo quien la construye, purificándola con la palabra y el sacramento, y haciéndonos por eso sus miembros. Con esto no se está proclamando un «sobrenaturalismo o espiritualismo», sino defender que lo peculiar de la Iglesia no viene de nuestra voluntad o de una decisión nuestra, «ni de la voluntad de la carne, ni del querer del hombre» (Jn 1,13); debe venir de Él 171.

J Ratzinger, Introducción al cristianismo, Sígueme, Salamanca 2001, 287 169 Ibíd., 282-283.

170 Cf. J, Ratzinger, Introducción al cristianismo, Sígueme, Salamanca 2001, 286-287. 171 J. Ratzinger, La Iglesia. Una comunidad siempre en camino, Paulinas, Madrid 1992, 120.

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¿Cuáles son los nombres más importantes con los que se designa a la Iglesia? –Los nombres más importantes con los que se designa a la Iglesia son los siguientes: Pueblo de Dios e Israel de Dios, Cuerpo de Cristo y Comunión de los Santos, Templo de Dios en el Espíritu Santo, Sacramento o Misterio Universal de Salvación, Esposa de Cristo, Santa Madre Iglesia, Casa o Familia de Dios. Del Catecismo de la Conferencia Episcopal Española, Esta es nuestra Fe. Esta es la Fe de la Iglesia, 172.

Todos los hombres, de modos diversos, pertenecen o están ordenados a la unidad católica del Pueblo de Dios. Está plenamente incorporado a la Iglesia católica quien, al poseer el Espíritu de Cristo, se encuentra unido a la misma por los vínculos de la profesión de Fe, de los sacramentos, del gobierno eclesiástico y de la comunión. Los bautizados que no realizan plenamente dicha unidad católica están en una cierta comunión, aunque imperfecta, con la Iglesia católica. La Iglesia católica se reconoce en relación con el pueblo judío por el hecho de que Dios eligió a este pueblo, antes que a ningún otro, para que acogiera su Palabra. Al pueblo judío pertenecen «la adopción como hijos, la gloria, las alianzas, la legislación, el culto, las promesas, los patriarcas; de él procede Cristo según la carne» (Rom 9,4-5). A diferencia de las otras religiones no cristianas, la Fe judía es ya una respuesta a la Revelación de Dios en la Antigua Alianza. El vínculo entre la Iglesia católica y las religiones no cristianas proviene, ante todo, del origen y el fin comunes de todo el género humano. La Iglesia católica reconoce que cuanto de bueno y verdadero se encuentra en las otras religiones viene de Dios, es reflejo de su verdad, puede preparar para la acogida del Evangelio y conducir hacia la unidad de la humanidad en la Iglesia de Cristo. 114

PARA COMPRENDER EL CREDO DE NUESTRA FE

La afirmación «fuera de la Iglesia no hay salvación» significa que toda salvación viene de Cristo, Cabeza por medio de la Iglesia, que es su Cuerpo. Por lo tanto, no pueden salvarse quienes, conociendo la Iglesia como fundada por Cristo y necesaria para la salvación, no entran y no perseveran en ella. Al mismo tiempo, gracias a Cristo y a su Iglesia, pueden alcanzar la salvación eterna todos aquellos que, sin culpa alguna, ignoran el Evangelio de Cristo y su Iglesia, pero buscan sinceramente a Dios y, bajo el influjo de la gracia, se esfuerzan en cumplir su voluntad, conocida mediante el dictamen de la conciencia.

Iglesia misionera La Iglesia debe anunciar el Evangelio a todo el mundo porque Cristo ha ordenado: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28,19). Este mandato misionero del Señor tiene su fuente en el amor eterno de Dios, que ha enviado a su Hijo y a su Espíritu porque «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Tm 2,4). La Iglesia es misionera porque, guiada por el Espíritu Santo, continúa a lo largo de los siglos la misión del mismo Cristo. Por tanto, los cristianos deben anunciar a todos la Buena Noticia traída por Jesucristo, siguiendo su camino y dispuestos incluso al sacrificio de sí mismos hasta el martirio.

Iglesia apostólica La Iglesia es apostólica por su origen, ya que fue construida «sobre el fundamento de los Apóstoles» (Ef 2,20); por su enseñanza, que es la misma de los Apóstoles; por su estructura, en cuanto es instruida, santificada y gobernada, hasta la vuelta de Cristo, por los Apóstoles, gracias a sus sucesores, los obispos, en comunión con el sucesor de Pedro. La palabra apóstol significa ‘enviado’. Jesús, el Enviado del Padre, llamó consigo a doce de entre

sus discípulos, y los constituyó como Apóstoles suyos, convirtiéndolos en testigos escogidos de su Resurrección y en fundamentos de su Iglesia. Jesús les dio el mandato de continuar su misión, al decirles: «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo» (Jn 20,21) y al prometerles que estaría con ellos hasta el fin del mundo. La sucesión apostólica es la transmisión, mediante el sacramento del Orden, de la misión y la potestad de los Apóstoles a sus sucesores, los obispos. Gracias a esta transmisión, la Iglesia se mantiene en comunión de Fe y de vida con su origen, mientras a lo largo de los siglos ordena todo su apostolado a la difusión del Reino de Cristo sobre la tierra.

Iglesia y Eucaristía Dado que la Eucaristía es el centro de la vida y donde se palpa que Dios está cerca de nosotros 172, el papa Benedicto XVI, ante la Eucaristía, solicita tres actitudes: estar, caminar y arrodillarse. Son las tres claves que encierra la solemnidad del Corpus Christi. ■ Estar (statio): Solo la Eucaristía es capaz de unir

nosotros y en el que depositamos todos nuestros intereses particulares. Juntos en solidaridad con el Señor. Extensible a toda la humanidad. ■ Caminar con el Señor (procedere, proceso): Al

caminar hacia el Señor, trascendemos nuestros propios prejuicios, nuestros límites y nuestras barreras..., tanto a nivel histórico-humano como eclesial. La Fe en la Eucaristía hace que recobremos la Fe en nosotros mismos y en la humanidad. En la Eucaristía, además, encontramos a Cristo Camino y el camino a recorrer, no solo en esta vida, sino hacia la nueva Jerusalén. La Eucaristía nos convierte en peregrinos, y sabemos que Cristo está en medio de nosotros, como pan-sangre y Palabra. Y nos pide que, por donde caminemos, con su Espíritu, transformemos la realidad para hacer no «otro mundo», sino de este mundo «otro». ■ Arrodillarse ante el Señor: Si el Señor se nos da,

solo nos queda inclinarnos ante Él, glorificarlo y adorarlo. No va en contra de la dignidad, de la libertad, de la belleza o de la grandeza del hombre. Porque si no lo adoramos y lo negamos, solo nos queda la limitación de lo material. Y, entonces, ¿qué libertad ejercemos?... Al inclinarnos ante Él, nuestra libertad no solo no queda suprimida, sino que es asumida, purificada y elevada. Él mismo se ha inclinado para lavarnos los pies. Adorar es meternos en la dinámica del amor que no solo no esclaviza, sino que transforma y que se traduce en fraternidad y en alegría 173.

a las personas de todos los pueblos, las razas y las culturas. Por eso, en un principio, en la ciudad solo había una Eucaristía y un obispo. Cuando se crearon otras iglesias en Roma, el Papa, en Cuaresma celebraba la Eucaristía en todas ellas para reforzar este signo de comunión (misa estacional): los cristianos se dirigían a cada una de las iglesias como signo de comunión visible. Así el Corpus une a todos los fieles en una sola y principal Eucaristía, y rompe «particularismos-parroquialismos» y «soledades, propias de la urbe». La Eucaristía rompe, además, particularismos y egoísmos: no nos reunimos en torno a un interés privado, o de este o aquel grupo, sino en el «interés» que Dios tiene por

Los fieles son aquellos que, incorporados a Cristo mediante el Bautismo, han sido constituidos

172 J. Ratzinger, La Eucaristía centro de la vida. Dios está cerca de nosotros, Edicep, Valencia 2003.

173 Cf. J. Ratzinger, El resplandor de Dios en nuestro tiempo. Meditaciones sobre el año litúrgico, Herder, Barcelona 2008, 223-233.

Los fieles en la Iglesia: jerarquía, sacerdotes, laicos, vida consagrada

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miembros del Pueblo de Dios; han sido hechos partícipes, cada uno según su propia condición, de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, y son llamados a llevar a cabo la misión confiada por Dios a la Iglesia. Entre ellos hay una verdadera igualdad en su dignidad de hijos de Dios.

ministerio como miembro del colegio episcopal, en comunión con el Papa, haciéndose partícipe con él de la solicitud por la Iglesia universal. Los sacerdotes ejercen su ministerio en el presbiterio de la Iglesia particular, en comunión con su propio obispo y bajo su guía.

En la Iglesia, por institución divina, hay «ministros sagrados», que han recibido el sacramento del Orden y forman la jerarquía de la Iglesia. A los demás fieles se los llama «laicos». De unos y otros provienen fieles que se consagran de modo especial a Dios por la profesión de los consejos evangélicos: castidad en el celibato, pobreza y obediencia.

El ministerio eclesial tiene también un carácter personal, en cuanto que, en virtud del sacramento del Orden, cada uno es responsable ante Cristo, que lo ha llamado personalmente, confiriéndole la misión.

Fieles y jerarquía Cristo instituyó la jerarquía eclesiástica con la misión de apacentar al Pueblo de Dios en su nombre, y para ello le dio autoridad. La jerarquía está formada por los ministros sagrados: obispos, presbíteros y diáconos. Gracias al sacramento del Orden, los obispos y presbíteros actúan, en el ejercicio de su ministerio, en nombre y en la persona de Cristo Cabeza; los diáconos sirven al Pueblo de Dios en la diaconía (servicio) de la palabra, de la liturgia y de la caridad. A ejemplo de los doce Apóstoles, elegidos y enviados juntos por Cristo, la unión de los miembros de la jerarquía eclesiástica está al servicio de la comunión de todos los fieles. Cada obispo ejerce su

¿Por qué decimos que la Iglesia es una? –Decimos que la Iglesia es una porque el Espíritu Santo une a los cristianos en Cristo, el único Señor a fin de que, unidos en la fe, la esperanza y el amor, formen la familia de los hijos de Dios, único Padre de todos. Del Catecismo de la Conferencia Episcopal Española, Esta es nuestra Fe. Esta es la Fe de la Iglesia, 175.

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PARA COMPRENDER EL CREDO DE NUESTRA FE

El Papa, Obispo de Roma y sucesor de san Pedro, es el perpetuo y visible principio y fundamento de la unidad de la Iglesia. Es el Vicario de Cristo, cabeza del colegio de los obispos y pastor de toda la Iglesia, sobre la que tiene, por institución divina, la potestad plena, suprema, inmediata y universal. El colegio de los obispos, en comunión con el Papa y nunca sin él, ejerce también la potestad suprema y plena sobre la Iglesia. Los obispos, en comunión con el Papa, tienen el deber de anunciar a todos el Evangelio, fielmente y con autoridad, como testigos auténticos de la Fe apostólica, revestidos de la autoridad de Cristo. Mediante el sentido sobrenatural de la Fe, el Pueblo de Dios se adhiere indefectiblemente a la Fe, bajo la guía del Magisterio vivo de la Iglesia. La infalibilidad del Magisterio se ejerce cuando el Romano Pontífice, en virtud de su autoridad de Supremo Pastor de la Iglesia, o el colegio de los obispos en comunión con el Papa, sobre todo reunido en un Concilio Ecuménico, proclaman con acto definitivo una doctrina referente a la Fe o a la moral; y también cuando el Papa y los obispos, en su Magisterio ordinario, concuerdan en proponer una doctrina como definitiva. Todo fiel debe adherirse a tales enseñanzas con el obsequio de la Fe. Los obispos ejercen su función de santificar a la Iglesia cuando dispensan la gracia de Cristo, mediante el ministerio de la palabra y de los sacra-

mentos, en particular de la Eucaristía, y también con su oración, su ejemplo y su trabajo. Cada obispo, en cuanto miembro del colegio episcopal, ejerce colegialmente la solicitud por todas las Iglesias particulares y por toda la Iglesia, junto con los demás obispos unidos al Papa. El obispo, a quien se ha confiado una Iglesia particular, la gobierna con la autoridad de su sagrada potestad propia, ordinaria e inmediata, ejercida en nombre de Cristo, Buen Pastor, en comunión con toda la Iglesia y bajo la guía del sucesor de Pedro. Benedicto XVI fundamentó el primado papal en la eclesiología eucarística de la comunión (communio). Solo dentro de esta eclesiología eucarística puede entenderse el primado del obispo de Roma en coherencia con su propio sentido. Por eso, el primado del obispo de Roma no está, según su sentido originario, contra la constitución colegial de la Iglesia, sino que es primado de comunión. El primado supone la comunión de las iglesias, y no es una especie de monarquía absoluta. Significa más bien que, dentro de la red de iglesias que comulgan entre sí y con las que se edifica la Iglesia única de Dios, hay un punto fijo obligatorio, la sede romana, a la que debe orientarse la unidad de la Fe y de la comunión 174. Y esto no por oportunismo humano, sino porque el Señor mismo creó, junto con el oficio de los Doce, el mandato especial de Pedro como roca. De esta manera el primado, como será el caso de los obispos, tendrá una doble fundamentación: la primera, el encargo de Jesús a Pedro, como en el caso de los obispos, a los Doce. Y, la segunda raíz, el principio de comunión. Desde antiguo, a la hora de las controversias, las iglesias locales miraban a los puntos de referencia de Antioquia, Alejandría y Roma. Tres iglesias en las que había actuado Pedro. Roma era especial por la muerte en

174 J. Ratzinger, El nuevo pueblo de Dios, Esquemas para una eclesiología, Herder, Barcelona 2 2005, 37.

ella de los apóstoles Pedro y Pablo, y fue siendo el punto principal de la communio de las iglesias. El coincidir con la Fe de Roma y estar en comunión con el obispo de Roma se convirtió en el criterio de pertenencia a la communio universales o communio católica. La Sede de Pedro no está sola, ni fuera o por encima de la communio de los obispos y de las iglesias locales. Así como ella asegura a las otras sedes su catolicidad, necesita a su vez contar con la realidad de la communio católica. Así como aquellas necesitan el testimonio apostólico de la sede de Pedro para ser católicas, dicha sede necesita el testimonio católico de las otras para seguir siendo verdadera 175. No es el primado de jurisdicción del Papa el que genera la unidad de la iglesia, sino la fuerza unitiva de la Eucaristía, a partir de la cual vive y recibe su unidad el cuerpo de Cristo, que es la Iglesia 176. La unidad de la Iglesia no se funda primariamente en tener un régimen central unitario, sino en vivir de la única cena, de la única comida de Cristo. Esta unidad de la comida de Cristo está ordenada y tiene su principio supremo de unidad en el obispo de Roma. El lugar teológico del primado es a su vez la Eucaristía, en la cual tienen su centro el derecho y la caridad, los ministerios y carismas. Benedicto XVI 177, además, a la hora de fundamentar la colegialidad episcopal, complementará lo expresado en la constitución Lumen Gentium del Vaticano II. Mientras que el Concilio fundamenta la colegialidad de los obispos en el grupo de los Doce, en cuya sucesión se encuentran los obispos, J. Ratzinger fundamenta la colegialidad ante todo en la «comunión eclesial» (Communio ecclesiarum). Hace referencia e hincapié en el papel que tenía el obispo

175 J. Ratzinger-K. Rahner, Episcopado y primado, Herder, Barcelona 2005, 65-75. 176 J. Ratzinger, El nuevo Pueblo de Dios, Esquemas para una eclesiología, Herder, Barcelona 2 2005, 105. 177 F. Meier-Hamidi y F. Schumacher (eds.), El teólogo J. Ratzinger, Herder, Barcelona 2007, 180-181.

CREO EN LA SANTA IGLESIA CATÓLICA

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¿Por qué decimos que la Iglesia es santa? –Decimos que la Iglesia es santa porque ya es perfectamente santa en Cristo y en los santos del cielo; porque aquí, en la tierra, tiene los medios para santificar a los hombres; y porque muchos de sus hijos llevan, ya en la tierra, una vida santa. Del Catecismo de la Conferencia Episcopal Española, Esta es nuestra Fe. Esta es la Fe de la Iglesia, 176.

en la iglesia primitiva, dentro del organismo de las iglesias locales. Por una parte, el obispo tenía la responsabilidad de la «comunión y transmisión de Fe» (communio y communicatio) de su iglesia local con las demás iglesias locales; por otra parte, representaba en el seno de su iglesia local la unidad de la iglesia en su conjunto y aseguraba así la Fe apostólica común. Era como la articulación entre la iglesia universal y la local, y entre las diferentes iglesias locales. De esta manera el obispo servía a la apostolicidad y catolicidad de su iglesia local en comunión colegial con los demás obispos. Por eso la colegialidad de los obispos no es algo aislado, sino la expresión del carácter de communio propio de la Iglesia en general. Existe la colegialidad de los obispos porque hay fraternidad en la iglesia, y la colegialidad de los obispos solo cumple su destino si está al servicio de la fraternidad. La comunión fraterna es el principio general de dicha colegialidad 178.

Los fieles sacerdotes Con motivo del Año Sacerdotal (2009-2010), Benedicto XVI recordó algunos rasgos de la identidad y misión del sacerdote católico. Según palabras del Cura de Ars, «el sacerdocio es el amor del corazón de Jesús», personalmente elegido y enviado

178 J. Ratzinger, El nuevo pueblo de Dios. Esquemas para una eclesiología, Herder, Barcelona 2 2005, 239.

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PARA COMPRENDER EL CREDO DE NUESTRA FE

por Él. La vida del sacerdote debe realizarse de acuerdo con la santidad que implica el ministerio. Se deben identificar con la grandeza de su ministerio. El sacerdote debe apreciar especialmente la Eucaristía y el sacramento de la Penitencia, porque es un dispensador del amor de Dios y su misericordia. Debe ser, en resumen, testigo del Evangelio porque se cree más a los que dan testimonio que a los que enseñan. Y se escucha a los que enseñan porque dan testimonio 179. En la homilía de la clausura del año sacerdotal, Benedicto XVI 180 subrayó que el sacerdote no es simplemente alguien que detenta un oficio, como aquellos que toda sociedad necesita para que puedan cumplirse en ella ciertas funciones. Por el contrario, el sacerdote hace lo que ningún ser humano puede hacer por sí mismo: pronunciar en nombre de Cristo la palabra de absolución de nuestros pecados, cambiando así, a partir de Dios, la situación de nuestra vida. Pronuncia sobre las ofrendas del pan y el vino las palabras de acción de gracias de Cristo, que son palabras de transustanciación, palabras que lo hacen presente a Él mismo, el Resucitado, su Cuerpo y su Sangre, transformando así los elementos del mundo; son palabras que abren el mundo a Dios y lo unen a Él. Por tanto, el sacerdocio no es un simple «oficio», sino un sacramento: Dios se vale de un hombre con sus limitaciones para estar, a través de él, presente entre los hombres y actuar en su favor. Esta audacia de Dios, que se abandona en las manos de seres humanos; que, aun conociendo nuestras debilidades, considera a los hombres capaces de actuar y presentarse en su lugar, esta audacia de Dios es realmente la mayor grandeza que se oculta en la palabra «sacerdocio». Que Dios nos considere capaces de esto, que por

179 Carta del papa Benedicto a los sacerdotes con motivo del año sacerdotal, en L. Sapienza, Estilo sacerdotal. Tras la huellas de San Juan María Vianney, Cura de Ars, Edice, Madrid 2009, 201-217. 180 Pronunciada el 11 de junio de 2010.

eso llame a su servicio a hombres y, así, se una a ellos desde dentro, esto es lo que en este año hemos querido de nuevo considerar y comprender. En lo que se refiere a lo que podemos denominar «magisterio litúrgico» del papa Benedicto XVI 181, las claves de la identidad sacerdotal han sido expresadas de la siguiente manera: el sacerdote debe estar insertado en la misma misión de los Apóstoles y debe vivir en actitud de obediencia a la Palabra de Dios 182; debe ser amigo de Cristo para que pueda Jesucristo ejercer «su» sacerdocio por mediación nuestra y siempre en comunión con la Iglesia 183; debe revestirse de Cristo para amar a Dios y a los demás sincera y coherentemente 184; la Eucaristía debe ser su alimento y el centro de su vida para poder pensar, hablar y servir desde ella 185; y, en definitiva, entregados a Dios y, desde Él, desarrollar su servicio al mundo, con una unión radical a Cristo, impregnados por la Palabra de Dios, renunciando a sí mismos y dejándose transformar por el amor de Dios 186. Como sacerdotes estamos llamados a ser, en la comunión con Jesucristo, hombres de paz, estamos llamados a oponernos a la violencia y a fiarnos del poder más grande del amor 187. En relación al presbítero, desde la doctrina del Vaticano II y del magisterio mayor y menor de los papas Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI, podemos deducir a modo de siete grandes perfiles 188:

181 Benedicto XVI-A. Gelin y J. Danielou, Vida y ministerio del sacerdote, Centre de Pastoral Litúrgica, Barcelona 2010. 182 Cf. Homilía en la ordenación presbiteral del 15 de mayo de 2005. 183 Cf. Homilía en la misa crismal del 13 de abril de 2206. 184 Cf. Homilía en la misa crismal del 5 de abril de 2007. 185 Cf. Homilía en la misa crismal del 20 de marzo de 2008. 186 Cf. Homilía en la misa crismal del 9 de abril de 2009. 187 Cf. Homilía en la misa crismal del 1 de abril de 2010. 188 Raúl Berzosa, «Siete perfiles de la identidad sacerdotal en el magisterio del papa Juan Pablo II», Surge, vol. 51 (julio-diciembre 1993) 348-358; íd., Evangelizar en una nueva cultura, San Pablo, Madrid 1998, 191-212.

l El presbiterado, participación sacramental y ministerial en el sacerdocio de Cristo El sacerdocio ministerial, en todos sus grados, es, según la carta a los Hebreos, una participación en el sacerdocio de Cristo, Único Sumo Sacerdote de la eterna y nueva alianza, que se ofreció de una vez para siempre con un sacrificio de valor infinito, que permanece inmutable y perenne en el centro de la economía de la salvación. Debido a esta participación ontológica del sacerdocio de Cristo, el presbítero está verdaderamente consagrado, es hombre de lo sagrado, entregado, como Cristo, al culto, y es el administrador por excelencia de los sacramentos; por ello se deben evitar interpretaciones secularizantes que hacen del presbítero un simple instaurador o difusor de la justicia y amor en el mundo. Bien se puede afirmar, por ello, que el presbítero es el hombre consagrado a Dios, hombre de Dios que representa la persona de Cristo, y que en Cristo y solo desde Él, alcanzará la unidad de vida. Solo ejerciendo sincera e incansablemente su ministerio en el Espíritu de Cristo, alcanzarán los presbíteros la santidad.

2 El presbítero como evangelizador Aunque en la Iglesia todos estamos llamados a anunciar la Buena Nueva de Jesús, el anuncio de la Palabra de Dios es la primera función de los presbíteros. La misión de anunciar les ha sido conferida como participación en la mediación de Cristo. Esta palabra que predican no es suya, ni debe ser únicamente expresión de problemas e inquietudes humanas: es Palabra Divina, en estrecha unión con los sacramentos, por medio de los cuales Cristo comunica y desarrolla la vida de la gracia. El anuncio de esta Palabra evangelizadora tiene como efecto suscitar y alimentar la Fe, y contribuir al desarrollo de la Iglesia. Y esta Palabra ofrece diCREO EN LA SANTA IGLESIA CATÓLICA

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versas expresiones: testimonio de vida; predicación explícita; catequesis, y aplicación de la verdad revelada a la solución de casos concretos y problemas de pastoral. El presbítero está llamado a ejercer este ministerio de la Palabra con autenticidad, integridad y adaptación realista. Todo ello, con una nota de interés: el predicador, el teólogo o el escritor, más que confiar en sus fuerzas y dotes naturales, debe recurrir y confiar en el Espíritu Santo, que es quien da luz y vivifica las mentes y los corazones.

3 El presbítero como pastor de la comunidad El presbítero es colaborador de los obispos no solo en el magisterio (enseñar) o en el ministerio sacramental (santificar), sino también en el gobierno pastoral de la comunidad cristiana. Es, como para los obispos, una participación en el triple munus de Cristo: profético, sacerdotal, real. Los presbíteros, que ejercen el oficio de Cristo, pastor y cabeza, según su parte de autoridad, reúnen en el nombre del obispo, la familia de Dios, como una fraternidad de una sola alma, y por Cristo, en el Espíritu, la conducen a Dios Padre. El presbítero, por ello, tiene la responsabilidad del funcionamiento orgánico de la comunidad, y para cumplir esta tarea recibe la oportuna participación en su autoridad. Pero la dimensión comunitaria del presbítero no puede pasar por alto las necesidades y atención personal a cada fiel. Misión especial del presbítero, en la comunidad y en el trato personal, es la de sensibilizar en orden a una caridad sincera y activa, en orden a hacer ver a los fieles que no pueden vivir solo para ellos mismos. Más aún: el propio presbítero está llamado personalmente a comprometerse en obras de caridad, a veces incluso de manera extraordinaria.

peligro de olvidar la vida interior privilegiando solo la acción. La oración es una exigencia que brota tanto de su vida personal como del ministerio apostólico. Esta oración debe llevar al presbítero al menos a dos realidades: la necesidad de permanecer constantemente unido a Cristo, sacerdote, y el contemplar la palabra de Dios en profundidad. Esto lo conducirá a juzgar todas las realidades desde la sabiduría divina. Es, por ello, una obligación el rezar la Liturgia de las Horas, e incluso el buscar tiempos más «largos» de oración, como pueden ser los «Retiros» y los Ejercicios Espirituales. En cualquier caso, la oración alcanza su cima en la celebración eucarística. Eucaristía que lleva a un compromiso con la vida. Por otra parte, el presbítero es, inseparablemente, un hombre de caridad. Esta caridad y amor debe ser humilde, compasivo, martirial: hasta dar la vida por su grey. Precisamente el presbítero, en su consagración sacerdotal, es donde recibe la fuente de la caridad pastoral. Se debe guardar un equilibrio: ser testigos y dispensadores de otra vida mayor que la terrena, pero al mismo tiempo sin permanecer extraños a la vida y problemas de los hombres de su tiempo. Siguiendo al Concilio, se atrevería a señalar algunas actitudes concretas de esta caridad pastoral: conocer las ovejas personalmente; acoger a la gente como Jesús; cultivar y practicar virtudes apreciadas socialmente en el trato, como la bondad, sinceridad, fortaleza, constancia, asidua preocupación por la justicia, paciencia, afabilidad, sociabilidad. La Eucaristía, en definitiva, es reactualización de la fuente de la caridad pastoral y debe prolongarse durante toda la vida del presbítero, y llegar a todos los ámbitos donde el presbítero ejerce su ministerio.

4 El presbítero, hombre de oración y de caridad

5 El presbítero insertado en la sociedad: en el mundo sin ser mundanos

Un fructífero ejercicio del sacerdocio no es posible sin la oración, que previene al presbítero del

En cuanto a los bienes temporales, el presbítero debe cultivar el espíritu sincero y profundo de

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PARA COMPRENDER EL CREDO DE NUESTRA FE

pobreza; si no estaría traicionando el Evangelio mismo. Aunque puede y debe administrar sus bienes, debe hacerlo a la luz del Evangelio. En este sentido, Cristo sigue siendo el modelo de desprendimiento de los bienes terrenos. Actitudes que cultivar son: desinterés y desprendimiento, renuncia a la avidez de posesiones, estilo de vida sencillo, rechazo de toda apariencia de lujo u ostentación, y gratuidad en su entrega. Tanto los obispos como los presbíteros deben evitar todo aquello que «pudiera hacer alejarse a los pobres». Es deseable, finalmente, que el presbítero ejerza su ministerio a tiempo pleno. El dedicarse a un trabajo en campos profanos debe ser excepcional. En cuanto a la relación del presbítero con la sociedad civil, aunque el mensaje evangélico es liberador, Jesucristo nunca quiso empeñarse en un movimiento político. Aunque la liberación espiritual comporta consecuencias individuales y sociales en orden a la justicia, el empeño directo de Jesús no iba en este sentido. Lo cual no resta para que el sacerdote, en pobreza y libertad, esté comprometido plenamente en la defensa de los derechos humanos, de la paz y de la justicia. Debe formar a los fieles laicos también esta conciencia social y ética. Los laicos, y no los presbíteros, son los llamados a intervenir directamente en asuntos políticos y sociales. Ciertamente el sacerdote tiene obligación y derecho a formarse su propia opinión política personal y a ejercer su voto. Pero debe recordar que ningún partido se identifica plenamente con el Evangelio, y que, en circunstancias muy especiales, su manifestación personal puede estar limitada por las exigencias de su ministerio sacerdotal. En cualquier caso, deberá presentar su opción como la única legítima, y respetar la madurez de los fieles laicos; más aún, ayudarlos a formar su conciencia. El presbítero debe evitar tener enemigos en el campo político, y abstenerse de toda militancia expresa o activa en un partido. En el campo de la acción y la militancia política, «no tienen ni la misión ni el carisma de lo alto». Se requiere «inteligencia espiri-

¿Por qué decimos que la Iglesia es católica? –Decimos que la Iglesia es católica porque ha sido establecida por Jesucristo para que hasta el fin del mundo lleve la salvación a todos los hombres de todos los pueblos y de todas las culturas; y porque profesa, enseña y comunica toda la verdad de Jesucristo. Del Catecismo de la Conferencia Episcopal Española, Esta es nuestra Fe. Esta es la Fe de la Iglesia, 179.

tual» para comprender y seguir también, en la dimensión política, el camino de la pobreza y desprendimiento que Jesús enseñó.

6 El presbiterio y la comunión presbiteral Jesús llamó a los discípulos, a los Doce, en el marco de comunión, formando una unidad mutua. Incluso a los setenta los envió de dos en dos. Hoy, los obispos, como los presbíteros, siguen siendo llamados «en y para» la comunión. Se enmarca esta vivencia de la comunión dentro de la necesaria «negación de uno mismo». Aunque la llamada al sacerdocio es personal, se vive en comunión. La gracia del orden establece un vínculo especial entre obispos y presbíteros, porque del obispo se recibe la ordenación sacerdotal, de él se propaga el sacerdocio, y es él el que hace entrar a los presbíteros ordenados en la comunidad sacerdotal. Pero esta comunión sacerdotal entre obispos y presbíteros tiene su fundamentación en la adhesión a Cristo: Jesucristo, al llamar a los Apóstoles, les pidió que entregasen su vida a su misma persona, para de esta manera unirlos entre sí. Esta es la fuente de la verdadera comunión, que se alimenta de la colaboración en una misma obra: la edificación espiritual de la comunidad de salvación. Igualmente, en la oración de la última Cena Jesús pide que la comunidad eclesial sea reflejo y participación de la comunión trinitaria. Aunque cada presbítero tiene CREO EN LA SANTA IGLESIA CATÓLICA

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un campo personal de actividad, ese campo forma parte de la obra mucho mayor, que es la Iglesia. Finalmente, se recordaría que es la comunión eucarística la que otorga capacidad para vivir la comunión eclesial. Esta comunión presbiteral tiene dos dimensiones: la relación con sus obispos, y con los demás miembros del presbiterio. La comunión con los obispos, o comunión jerárquica, deriva de la unidad de consagración y de misión, y se alimenta de la Eucaristía. Del obispo, los presbíteros reciben potestad sacramental y autorización jerárquica para tal ministerio. También los religiosos ordenados reciben del obispo tan potestad y autorización del obispo para la misión pastoral; igualmente aquellos presbíteros de órdenes exentas, en lo que se refiere a su inserción diocesana. Los presbíteros prolongan la acción del obispo en la comunidad y hacen presente la figura del Pastor en los diversos lugares. Esta comunión entre obispo y presbítero se expresa en una relación filial-paternal y en una obediencia en el marco de una sincera amistad, basada en la fraternidad que nace del Bautismo y del sacramento del Orden. Las actitudes del presbítero con su obispo, para consolidar la comunión, deben tener una doble base: caridad y obediencia, desde un espíritu de Fe por el que se reconoce la voluntad de Cristo en las decisiones del obispo. En estos tiempos, el ministerio sacerdotal requiere especialmente la colaboración estrecha entre obispo y presbíteros.

¿Por qué decimos que la Iglesia es apostólica? –Decimos que la Iglesia es apostólica porque se fundamenta sobre los Apóstoles que Jesús eligió y envió. Del Catecismo de la Conferencia Episcopal Española, Esta es nuestra Fe. Esta es la Fe de la Iglesia, 183.

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PARA COMPRENDER EL CREDO DE NUESTRA FE

La otra dimensión de la vivencia de la comunión es la de los presbíteros entre sí, quienes, aun en medio del amplio abanico de funciones, oficios y actividades, expresan un solo y único ministerio sacerdotal. La variedad de misiones no puede crear categorías o desniveles. Es necesario que el presbítero esté dispuesto, y para ello debe formarse convenientemente, a comprender y estimar la obra realizada por sus hermanos en el sacerdocio. Como actitudes concretas y realistas se pide la comprensión recíproca, y la mutua comprensión entre presbíteros mayores y jóvenes. Desde el Vaticano II, se pide fomentar iniciativas comunitarias para promover la ayuda recíproca en los casos de necesidad, incluso de forma permanente e institucional. En este sentido estarían las reuniones fraternas periódicas para la creación y el descanso, por motivos no solo económicos y prácticos, sino también espirituales. También sería conveniente crear asociaciones de presbíteros que fomenten la santidad sacerdotal. En cualquier caso, los sacerdotes deben formarse para poder vivir esta fraternidad y comunión sacerdotales.

7 El presbítero y la vivencia del celibato La Iglesia ha defendido y defiende que el celibato entra en la lógica de la consagración sacerdotal y de la consiguiente pertenencia total a Cristo, con miras a su vida espiritual y a la evangelización. De los Evangelios y de la primera carta a los Corintios se deduce que no es bueno que el sacerdote esté dividido. Y aunque la perfecta continencia no pertenece a la esencia del sacerdocio como Orden y no está impuesta en todas las Iglesias, sin embargo no existen dudas en torno a su conveniencia y congruencia con las exigencias de este mismo Orden sagrado. En la vivencia del celibato, el modelo es Jesús y su opción de radicalidad por el Reino de los cielos (Mt 19,12). Jesús no promulgó una ley, sino que propuso un ideal para el nuevo sacerdocio que instituyó. Y si se ha consolidado en la iglesia

occidental el celibato no ha sido solo por razones históricas o prácticas, sino por la congruencia que se ha ido descubriendo cada vez mayor entre celibato y las exigencias del sacerdocio. La razón definitiva y más valiosa del celibato sigue siendo «la adhesión más plena a Cristo, amado y servido con un corazón indiviso» (1 Cor 7,32-33). Y junto a esta razón, la disponibilidad más amplia al servicio del Reino y cumplimiento de las misiones en la Iglesia, la opción más exclusiva de una fecundidad espiritual y la práctica de una vida más semejante a la definitiva en el más allá, y por lo mismo, más ejemplar en el más acá. Ante las dificultades que encuentra subjetiva y objetivamente la vivencia del celibato, se recomienda el incremento de la vida interior con la ayuda de la oración, de la abnegación, de la ardiente caridad hacia el prójimo y hacia Dios; la relación social y fraternal con los demás presbíteros y con el obispo. En cualquier caso, el celibato, en su comprensión total, sigue siendo un misterio: Jesús mismo advierte que no todos pueden entenderlo. En 1996 apareció el libro Don y misterio 189, del propio Juan Pablo II, como recopilación de recuerdos y memorias en el quincuagésimo aniversario de su ordenación sacerdotal. Tuve ocasión de hablar de dicho libro con D. Andrés. Él valoró el magisterio del Papa y, sin duda, lo hizo suyo. ¿Qué me atrevería a destacar como subrayados que el mismo D. Andrés suscribiría?... En el capítulo VIII, al hacerse el Papa la pregunta «¿Quién es un sacerdote?», responde: «Según san Pablo, es un administrador de los misterios de Dios (1 Cor 4,1-2)... El administrador no es el propietario, sino aquel a quien el propietario confía sus bienes para que los gestione con justicia y responsabilidad... El sacerdote recibe de Cristo los bienes de salvación para distribuirlos».

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Juan Pablo II, Don y misterio, Planeta, Barcelona 1996.

La vocación sacerdotal es un misterio. Un maravilloso intercambio entre Dios y el hombre (¡admirable comercium!). Este ofrece a Cristo su humanidad para que Él pueda servirse de ella como instrumento de salvación, casi haciendo de este hombre otro «sí mismo». El sacerdocio hunde sus raíces en el sacerdocio de Cristo y en la Eucaristía, y en ella tiene su sentido más profundo: «No hay Eucaristía sin sacerdocio, como no hay sacerdocio sin Eucaristía». Ahí hunde sus raíces también el sacerdocio común de los fieles. El sacerdote, como administrador de los misterios de Dios, está al servicio del sacerdocio común de los fieles. El sacerdote actúa «in persona Christi». Lo que Cristo ha realizado sobre el altar de la cruz, el sacerdote lo renueva como sacramento en el Cenáculo, con la fuerza del Espíritu. Hoy, el sacerdote está llamado a indicar a los hombres dónde pueden apagar su sed y cómo responder a sus aspiraciones más profundas. Es el ministro de la misericordia y de la reconciliación. Es el hombre en especial contacto con la santidad de Dios y, por ello, con una especial llamada a la santidad. Lo propio del sacerdote es la «cura animarum», con dedicación y entrega total. Es el evangelizador incansable, el hombre de la Palabra. Una Palabra no solo anunciada, sino también vivida. Y, para ser fiel a su misión, debe profundizar científicamente en su Fe, en diálogo con el pensamiento contemporáneo para iluminar ese mismo pensamiento. El sacerdote no debe tener miedo a estar «fuera de su tiempo» porque el «hoy» humano de cada sacerdote está insertado en el «hoy» de Cristo redentor. La tarea más grande para cada sacerdote es descubrir ese «hoy» suyo en el «hoy» de Cristo.

Los fieles laicos Los fieles laicos tienen como vocación propia la de buscar el Reino de Dios, iluminando y ordenando las realidades temporales según Dios. Responden así a la llamada a la santidad y al apostolado, que se dirige a todos los bautizados. CREO EN LA SANTA IGLESIA CATÓLICA

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Los laicos participan en la misión sacerdotal de Cristo cuando ofrecen como sacrificio espiritual «agradable a Dios por mediación de Jesucristo» (1 Pe 2,5), sobre todo en la Eucaristía, la propia vida con todas las obras, oraciones e iniciativas apostólicas, la vida familiar y el trabajo diario, las molestias de la vida sobrellevadas con paciencia, así como los descansos físicos y consuelos espirituales. De esta manera, también los laicos, dedicados a Cristo y consagrados por el Espíritu Santo, ofrecen a Dios el mundo mismo. Los laicos participan en la misión profética de Cristo cuando acogen cada vez mejor en la Fe la Palabra de Cristo, y la anuncian al mundo con el testimonio de la vida y de la palabra, mediante la evangelización y la catequesis. Este apostolado «adquiere una eficacia particular porque se realiza en las condiciones generales de nuestro mundo» (Lumen Gentium, 35). Los laicos participan en la misión regia de Cristo porque reciben de Él el poder de vencer el pecado en sí mismos y en el mundo, por medio de la abnegación y la santidad de la propia vida. Los laicos ejercen diversos ministerios al servicio de la comunidad, e impregnan de valores morales las actividades temporales del hombre y las instituciones de la sociedad. En cuanto al tema de los laicos, Benedicto XVI ha reflexionado sobre si es posible «una democracia en la Iglesia». Ha dejado escrito, con la lucidez que le caracteriza, que, en la Iglesia, comunidadpresbiterado y episcopado están enlazados entre sí, y cada uno de ellos relacionado especialmente por ambos lados hacia el otro. No son relaciones al estilo de un parlamento, pero sí son relaciones autenticas con sus puntos de comunión, contacto y responsabilidad. El párroco es algo más que el gerente o encargado de la comunidad; el obispo es algo más que el presidente organizador de sus párrocos; y el Papa es algo más que el secretario general del comité ejecutivo de las conferencias episcopales 124

PARA COMPRENDER EL CREDO DE NUESTRA FE

nacionales reunidas. A cada uno le corresponde, en su plano, una responsabilidad propia e irreversible en relación al Evangelio en donde se manifiesta la imposibilidad de una comparación parlamentaria. Ninguna de estas realidades es autóctona. Recuerda la frase de san Cipriano: «Nada sin el obispo, pero nada sin vuestro consejo y parecer; nada sin la aprobación del pueblo» («Nihil sine episcopo; nihil sine consilio vestro; nihil sine consenso plebis»). Esta es la verdadera «democracia eclesial» que no nace de la imitación o copia de otros modelos extraños a la Iglesia, sino que surge de la estructura íntima del orden eclesiástico y corresponde a la exigencia de su misma naturaleza y ser 190. A la hora de plantearse las líneas maestras de una teología y espiritualidad laica, debemos señalar las tres grandes tendencias actuales 191. a Ser laico no es ni más ni menos que ser cristiano sin más. b La secularidad y laicidad (índole secular) como nota específica de toda Iglesia, y de los laicos en particular. c El reforzamiento del binomio comunidad-ministerios como alternativa al de clérigos-laicos.

1 Ser laico es ser cristiano sin más Según esta primera postura, ya es bastante y suficientemente importante con ser cristiano/bautizado. No se debe pensar y actuar como si hubiera que «añadir algo» al ser cristiano, como, por ejemplo, el estar en el mundo o el ejercer algún ministerio.

190 J. Ratzinger-H. Maier, ¿Democracia en la Iglesia?, San Pablo, Madrid 2005, 61-62. 191 Cf. R. Berzosa Martínez, Ser laico en la Iglesia y en el mundo, DDB, Bilbao 2000.

Sobre todo, en esta época poscristiana, hay que mostrar la originalidad del ser cristiano, que no es algo que pueda sin más darse por supuesto. En realidad, la figura y el problema del laico han surgido de una serie de circunstancias históricas que han privilegiado el ministerio sacerdotal y el carisma religioso, relegando a los laicos. Con ello surgió, de rebote, una distancia entre el simple bautizado, los consagrados y la jerarquía (que, tendencialmente, se identificarían con la Iglesia). Esta distancia que el bautizado experimentaba es lo que convertía al laico en un sujeto pasivo, y de hecho secundario. Por tanto, si el ministerio ordenado y la vocación de especial consagración se convierten en verdadero signo de transparencia y servicio eclesial, el laico no será problema, sino sujeto y partícipe activo en la vida y en la misión de la Iglesia.

2 La secularidad como rasgo específico de los laicos Para esta segunda tendencia, y siguiendo expresamente el Concilio Vaticano II y, posteriormente, la Christifideles Laici, el carácter «mundano» de la existencia de los laicos no es un rasgo meramente extrínseco (sociológico), sino que alcanza nivel ontológico (teológico y de identidad profunda). En efecto, desde su vida propiamente laical, para algunos familiar, y desde su profesión mundana, los laicos deben instaurar los valores evangélicos en la sociedad y en la historia contribuyendo a la consacratio mundi (consagración del mundo). Para evitar reduccionismos de la época anterior se destaca el valor eclesial de esa actividad mundana, así como la presencia de la gracia y de la dimensión salvífica de las actividades realizadas por los laicos en orden a la santificación. Con su obrar en el mundo, el laico, en signo de comunión eclesial, participa de la única y misma misión eclesial.

Sin duda, y con mucho, este tema de la secularidad laical es el que más literatura teológica ha producido. Las posturas van desde una defensa decidida y una exaltación de lo secular, como identidad ontológica y teológica propia del laico (v. g.: P. Rodríguez, J. L. Illanes, G. Lo Castro, L. Moreira Neves), hasta la defensa de una mitigación o equilibrio de esta índole secular propia del laico, al relacionarlo con la secularidad de toda la Iglesia en el marco de la relación Iglesia-mundo (v. g.: R. Blázquez, W. Kasper, G. Regnier, B. Forte, E. Bueno). En cualquier caso, cuando se habla de la laicidad (secularidad) como rasgo de toda la Iglesia se quiere decir con ello que sería un lamentable reduccionismo atribuir la referencia al mundo a un solo sector de miembros de la iglesia, es decir, a los laicos, si bien la laicidad marcara «al fiel laico» lo peculiar de su vocación y misión. En realidad, también los que han recibido la imposición de manos tienen una dimensión secular. Igualmente las vocaciones de especial consagración. Teológicamente la laicidad de toda la Iglesia se comprende desde el significado de la relación Iglesia-mundo, y desde el sacerdocio común, el profetismo y la dimensión regia; todo bautizado es miembro de una Iglesia que ha de servir al mundo para hacer presente la voluntad salvífica de Dios y su reino, aunque efectivamente cada bautizado ejerce o desarrolla esa laicidad de modo propio y peculiar, por lo que hay diversidad de ministerios y de funciones y, en cierta mera, de «presencia y situación» en el mundo, en la historia y en la sociedad. La cuestión está, por tanto, en resaltar lo específico de la secularidad de los laicos («su índole secular»), pero no en hacer de la misma algo «solo y exclusivo» de ellos. Esta categoría de laicidad (secularidad), como ha señalado B. Forte, ha sufrido diversas etapas históricas: desde un rechazo de la misma (eclesiocentrismo donde se exasperaba la dimensión sacral y CREO EN LA SANTA IGLESIA CATÓLICA

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espiritual) hasta la recuperación progresiva (teología de las realidades terrestres) y su plasmación y aceptación plena en el Vaticano II (Iglesia y mundo no son dos polos opuestos; el mundo es el lugar natural de la Iglesia –«la viña»– y en él está la Iglesia como levadura y fermento). Se puede afirmar que la categoría de laicidad (secularidad) ha servido como categoría «puente» para despertar y redescubrir la vocación y misión propias del laico. Pero dicho redescubrimiento de la secularidad o laicidad como dimensión de toda la Iglesia, unido al redescubrimiento de la eclesialidad total, exigen la superación en el seno de la Iglesia de todo clasismo y la no reducción a parcelas o cotos. Se concluye que el laico solo puede ser definido en referencia a una constelación histórica determinada en la relación Iglesia-Comunidad temporal, recuperándose el marco eclesiológico y la proyección evangelizadora-transformadora de la realidad. Desde aquí su espiritualidad profunda.

3 La alternativa comunidad/ministerios El mismo Y. Congar es el que ha favorecido esta postura que trata de superar el binomio clásico clérigo/laico, como intento de desarrollar los presupuestos conciliares y de recoger las conclusiones más sobresalientes de los estudios neotestamentarios y de los diálogos ecuménicos. La comunidad cristiana posee una dimensión tanto neumatológica como cristológica: es receptora de pluralidad de carismas para atender a los diversos servicios y necesidades que experimenta en su dimensión evangelizadora y en sus actividades internas. Si el ministerio apostólico enlaza con el ministerio histórico de Jesucristo, ello no debe ir en perjuicio de los otros carismas que existen en la comunidad. Por ello, la comunidad cristiana debe tener la creatividad suficiente para estructurarse conforme 126

PARA COMPRENDER EL CREDO DE NUESTRA FE

a estos criterios. El ministerio ordenado garantiza la continuidad apostólica y sirve a la unidad de los diversos carismas, pero no debe ser ejercido como opresión o anulación del resto de los carismas existentes en la comunidad. De aquí se deduce la promoción de los ministerios laicales. Como puede apreciarse, los caminos de espiritualidad laical no son nítidos, aunque poco a poco van aflorando los puntos esenciales o troncales. Marcadas las diferencias o matices de las tres corrientes de teología y espiritualidad laical, digamos que las tres posturas expuestas consideran superado el binomio clérigo-laico. La reflexión sobre los laicos ha llevado a la conclusión de que el verdadero problema es eclesiológico, en su doble vertiente: hacia dentro (recuperación de una eclesiología de totalidad) y hacia fuera (la nueva postura a adoptarse en la relación Iglesiamundo). Si englobamos dichas líneas podemos afirmar que la teología laical, y con ello su espiritualidad, caminan en sus fundamentos por una instancia tridimensional: ■ Dimensión cristológica («desde donde se es lai-

co»), o recuperación de una definición positiva del laico como «ser cristiano en la Iglesia misterio». Y contribuyendo a hacer presente el único misterio de Cristo en todas sus dimensiones: Jesucristo, misterio de comunión trinitaria, que instaura el reinado de Dios («ya, pero todavía no») siendo sacerdote, profeta rey y sanador. ■ Dimensión eclesiológica de comunión («en don-

de se es laico»), o superación del binomio (clerolaico) y del trinomio (clérigo-laico-religiosos), asumiendo el binomio originario comunidadministerios, dentro de una eclesiología de totalidad (como misterio-comunión-misión). ■ Dimensión antropológica de misión («para

donde se es laico»), o recuperación de la secula-

ridad como nota específica de todo el Pueblo de Dios, de toda la Iglesia (consecuencia del misterio de la Encarnación), pero vivida por los fieles laicos de forma peculiar (índole secular), en cuanto se encuentran «plenamente» insertados en la mundanidad. Afirmado lo anterior, subrayamos que para evitar tanto el peligro de secularización como de clericalización, o incluso de espiritualización, debemos redescubrir la categoría de laicidad eclesial (secularidad) en cuanto dimensión de toda la Iglesia, así como la importancia de la inserción concreta del laico en la Iglesia particular, ejerciendo su ministerialidad y su compromiso asociado, para hacer presente el misterio del Jesucristo total. Podemos afirmar con fuerza que en el tema de la teología y espiritualidad laical estamos no solamente ante el redescubrimiento de los laicos como tales, sino ante el redescubrimiento de la Iglesia misma y su nueva y necesaria relación con la compleja y plural cultura y sociedad de hoy. Superando posturas de escepticismo, laico viene a ser como «el ámbito» en que la laicidad de toda la Iglesia (su relación mundanal) se realiza de forma plena y concreta, es decir, siguiendo la doctrina de LG 31 y AA 4, «laicado es el lugar teológico concreto en el que se realiza plenamente la laicidad de la Iglesia». Expresado de otra forma, «la teología y espiritualidad laical no sería otra cosa que la eclesiología vivida coherentemente en nuestro mundo de hoy hasta crear un estilo de vida genuinamente cristiano». Por eso se ha podido afirmar, lo repetimos, «que el laicado es una condición sacramental de servicio, una condición carismática de libertad, un testimonio evangelizador en el mundo y una presencia de corresponsabilidad». En este sentido, lo laical y el laicado encierra un «carisma especial» dentro de la forma de vivir la experiencia cristiana concreta, como puso de mani-

fiesto la Christifideles Laici, e incluso ha sido sancionado por el nuevo código de Derecho Canónico y el nuevo Catecismo de la Iglesia Católica (nn. 897-913). Dicho «carisma especial» es la realización plena de la índole secular de toda la Iglesia, entendida en un sentido teológicamente profundo y eclesialmente equilibrado para no «secularizar al laico» (encerrarlo en lo mundano) o «absolutizar en él dicha dimensión» como si nada tuviera que ver esta con el fiel religioso y el fiel presbítero. A partir de este dato troncal o fundamental seguimos haciéndonos la misma pregunta: ¿Cómo se pueden definir una genuina teología y espiritualidad laical? Necesariamente debemos mirar al sínodo de 1987 y a la exhortación Christifideles Laici para afirmar, sin ambigüedades: 1 Los fieles laicos «son» Iglesia (Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo, Templo del Espíritu Santo y partícipes, a su modo, de la función real, sacerdotal y profética del mismo Jesucristo). Este ser Iglesia desde la multiforme gracia de Dios y los diversos estados de vida y vocaciones. 2 La dignidad de los fieles laicos («desde donde se es laico») radica en su inserción sacramental en Jesucristo, y en una Iglesia que es misterio salvífico de Cristo. Desde aquí están llamados a la santidad. 3 Los fieles laicos son corresponsables en la edificación de la misma y única Iglesia-comunión («en donde se es laico») mediante el ejercicio de los carismas, ministerios, oficios y funciones propiamente laicales. Todo ello en la Iglesia Universal-Particular, tanto de forma individual como asociada y tanto desde la radical consagración bautismal como desde una especial consagración laical, con sanos y ricos «acentos» plurales tal y como se expresan en los diversos grupos, movimientos, asociaciones e institutos laicales. CREO EN LA SANTA IGLESIA CATÓLICA

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4 Los fieles laicos son corresponsables de la única y misma misión eclesial («para donde el laico es») que hoy se denomina «nueva evangelización», tanto en el ámbito de viejas y nuevas Iglesias como en la denominada «missio ad gentes». Esta misión de la Iglesia, y por lo mismo del laicado, se define como la defensa de los derechos humanos, personales y colectivos, según el Plan de Dios para la humanidad (su Reinado). Si, en resumen, se me permite apuntar cuatro puntos cardinales de la teología y espiritualidad laical, subrayaría como Norte el amor apasionado y la conversión sincera a Jesucristo; como Sur, la experiencia de comunión eclesial; como Este, una seria y continuada formación permanente, y la vivencia de la espiritualidad, para saber dar razón de la Fe y esperanza; y, como Oeste, la transformación de todas las realidades socioculturales y «mundanas» desde las claves del Reinado evangélico. Con una insistencia: no puede haber Rey sin Reinado, ni Reinado sin Rey, es decir, no se pueden separar la identidad y la misión, la mística y la acción. Se puede afirmar que los laicos «son expertos en mundanidad» en cuanto es el Espíritu quien los lleva a vivir en el mundo y para el mundo, pero siempre en nombre de la Trinidad, con el hálito de las Bienaventuranzas (dimensión crística), en la matriz eclesial (dimensión eclesial) y ordenando, según el Plan de Dios, los asuntos temporales (dimensión secular). Desde esta perspectiva se pueden, y se deben, integrar las diversas corrientes de teología y espiritualidad laical que arrancan desde los años inmediatamente anteriores al Concilio Vaticano II.

den a la perfección de la caridad, bajo la moción del Espíritu Santo. Esta consagración se caracteriza por la práctica de los consejos evangélicos. La vida consagrada participa en la misión de la Iglesia mediante una plena entrega a Cristo y a los hermanos, dando testimonio de la esperanza del Reino de los Cielos. Se ha escrito que Benedicto XVI considera a las órdenes religiosas como preciosos laboratorios en los cuales unas vidas basadas en la verdad objetiva podrían ponerse como ejemplo ante un mundo secularizado y relativista, a modo de recordatorio de lo que el espíritu humano puede lograr cuando está de acuerdo con el plan de Dios 192. Desde el Concilio Vaticano II, se ha venido redescubriendo la identidad y misión de la vida de especial consagración a la luz del misterio de la Trinidad 193. Profundizamos en ello.

Fundamentos bíblicos de la vida consagrada No se encuentra su fundamentación de forma explícita y puntual, solo en algunos textos. La distinción clásica entre preceptos (para todos) y consejos (para algunos) es insuficiente. La vida de especial consagración nace como un carisma del Espíritu en el sentido de acentuar una forma de «seguir a Jesús», que se dio ya en el grupo de los Doce que lo dejaron todo (Mt 19,27) para formar una comunidad de vida con Jesús cooperando en su misión. Los fundamentos de la vida de especial consagración son: el seguimiento de Jesús y la participación

Los fieles de especial consagración La vida consagrada es un estado de vida reconocido por la Iglesia, una respuesta libre a una llamada particular de Cristo, mediante la cual los consagrados se dedican totalmente a Dios y tien128

PARA COMPRENDER EL CREDO DE NUESTRA FE

192 Cf. G. Weigel, La elección de Dios. Benedicto XVI y el futuro de la Iglesia, Criteria, Madrid 2006, 296. 193 Cf. C. Maccise, 100 fichas sobre la vida consagrada, Monte Carmelo, Burgos 2005.

en su misión, la vida en comunidad, desde la vivencia de los consejos y los carismas que suscita el Espíritu para la edificación de la Iglesia y para la misión.

La vida consagrada como un modo peculiar de seguir a Jesús en comunidad En los Evangelios, se dan diversos grupos de personas que siguen a Jesús: las multitudes (Mc 1,22; 3,7); los publicanos y pecadores que se convierten (Mc 2,15; Lc 15,1); quienes salen a su encuentro para compartir su vida (v. g.: Joven rico [Lc 9,57; Mt 8,19]; las mujeres [Lc 23,49]); los enviados a predicar y que participan de su misión (Lc 10,1); y Los Doce (Mc 3,13-14). El origen del seguimiento de Jesús se funda en una experiencia: el encuentro con su persona y ha-

Constituiste a tu único Hijo Pontífice de la alianza nueva y eterna para la unción del Espíritu Santo, y determinaste, en tu designio salvífico perpetuar en la Iglesia su único sacerdocio. Él no solo confiere el honor del sacerdocio real a todo su pueblo santo, sino también, con amor de hermano, elige a hombres de este pueblo, para que, por la imposición de las manos, participen de su sagrada misión. Ellos renuevan en nombre de Cristo el sacrificio de la redención, preparan a tus hijos el banquete pascual, presiden a tu pueblo santo en el amor, lo alimentan con tu palabra y lo fortalecen con tus sacramentos. Tus sacerdotes, Señor, al entregar su vida por ti y por la salvación de los hermanos, van configurándose a Cristo, y han de darte así testimonio constante de fidelidad y de amor. Prefacio de Jesucristo sumo y eterno sacerdote.

cer de ello una forma de vida. Y esto implica participar de su misión: predicar la Buena Nueva e instaurar el Reino (Mt 4,18-19); cumplir con tres exigencias fundamentales: primero, relativizar los vínculos familiares por amor a Jesús y entrega al Reino (Lc 14,26), que se traduce más tarde en castidad; segundo, relativizar las riquezas (Lc 5,14,33) para mostrar que la llegada del Reino no se apoya en medios humanos, sino en la fuerza de Dios y en la total disponibilidad y entrega, que se traduce en pobreza; y, por último, llevar la cruz (Lc 9,23; 14,27), que se traduce en obediencia. La vida de especial consagración siempre ha mirado, como ideal de vida, a la comunidad primitiva descrita en los Hechos (Hch 2): es una comunión, teniendo un solo corazón y una sola alma; al servicio del Evangelio; se fundamenta en la Fe común de la enseñanza de los Apóstoles; se alimenta de la fracción del pan y de la oración; y vive la puesta en común de los bienes (tenían todo en común).

La vida consagrada: un carisma en la Iglesia y para la Iglesia En la Iglesia primitiva aparecen dones particulares otorgados a individuos para común utilidad (1 Cor 12,7). A esto se llama «carismas». Estos carismas tienen un origen trinitario: es el Espíritu quien los distribuye (1 Cor 12,11), son como ministerios que confiere el Señor Jesús (1 Cor 12,5); es Dios Padre quien obra todo en todos (1 Cor 12,6). La vida consagrada pertenece también al aspecto carismático de la Iglesia.

La vida consagrada hoy El Vaticano II fue decisivo para actualizar hoy el ser y misión de la vida de especial consagración: ■ Restituyó a los laicos categorías como voca-

ción, consagración, carisma o misión, así como CREO EN LA SANTA IGLESIA CATÓLICA

129

la universal llamada a la santidad y la vivencia de los consejos evangélicos.

trumento de opción preferencial por los más pobres y excluidos en la globalización.

■ Habló de la secularidad de toda la Iglesia, aun-

que matizaría: los laicos viven una «índole secular plena», mientras que los consagrados viven una secularidad «reducida» (son símbolo de lo originario y profecía escatológica). ■ Subrayó la categoría o «sustantivo común» de

«christifideles» para las diversas formas de vida o «adjetivos»: laicos, sacerdotes y religiosos. ■ Dentro de la vida de especial consagración exis-

ten christifideles laicos y christifideles ordenados para hacer realidad dos caras de la Iglesia: la «missio introversa» (misión interna, comunión) y la «missio extroversa» (misión externa, evangelización). ■ La consagración, más que fruto de una iniciati-

va personal, es un signo de Dios que llama. Más que consagrarse, el religioso es consagrado por Dios y, en el Espíritu, se va configurando con Cristo. Esto es lo que da unidad a la identidad y misión. ■ La vida de especial consagración se tiene que

inculturar en los diversos mundos y culturas. En el mundo desarrollado, testigos de trascendencia ante la secularidad y de vida fraterna ante el individualismo y el consumismo; en el mundo subdesarrollado, reclamo profético ante la injusticia y signo de dónde está la fuente para una liberación integral. ■ Sin olvidar que los consagrados están al servi-

cio del Reino que tiende a su consumación escatológica («Ya, pero todavía no»). Este dato convierte a la vida de especial consagración en signo e instrumento para el diálogo en la sociedad y en la Iglesia; signo e instrumento de convivencia y colaboración solidaria; signo e instrumento de justicia y paz; signo e instrumento para abrir nacionalismos cerrados; signo e ins130

PARA COMPRENDER EL CREDO DE NUESTRA FE

La vida consagrada en «dimensión trinitaria» La exhortación postsinodal Vita Consecrata (1996) articula la vida de especial consagración en clave eclesiológica y trinitaria: consagración, comunión y misión. Primera parte: Confessio Trinitatis (confesión de la Trinidad). Segunda parte: Signum fraternitatis (símbolo de fraternidad). Tercera parte: Servitium caritatis (servicio de caridad). La vida consagrada es expresión de la Trinidad, alimentada por el amor a Cristo que llama a una intimidad con Él; por el Espíritu Santo que nos dispone a acoger sus dones e inspiraciones; por el Padre, origen primero y fin supremo de la vida consagrada (Vita Consecrata 21). Desde la Trinidad, la vida de especial consagración aparece como (Vita Consecrata 18): a Una iniciativa del Padre: Él es el origen fontal y originario de la elección y la llamada. b Jesús llama a los que el Padre le ha dado para una forma de vida radical. En Él encuentran el camino y modelo para una entrega y respuesta a Dios y a los hermanos, participando en su misma vida y misión. c Es la fuerza del Espíritu Santo la que impulsa a los llamados a configurarse con Cristo casto, pobre y obediente a partir del propio carisma. Cada uno de los carismas de la vida de especial consagración tiene un origen y orientación trinitarios (Vita Consecrata 36):

a Hacia el Padre, en el deseo de buscar su voluntad mediante un proceso de conversión expresado en la vivencia de los votos. b Hacia el Hijo, para vivir en íntima comunión con Él y para aprender a servir a Dios y a los hermanos. c Hacia el Espíritu Santo, para ser guiados por Él y sostenidos por su fuerza. En la primera parte titulada «Consagración y Trinidad» se hacen las siguientes afirmaciones: ■ Los consagrados están llamados a confesar la

Trinidad con su vida. Su vocación es una llamada del Padre para seguir al Hijo, consagrados en el Espíritu (nn. 17-19). ■ Los consejos evangélicos son un don de la Tri-

nidad y encierran una dimensión trinitaria. ■ La castidad en el celibato y la virginidad se rela-

ciona especialmente con el Padre, en cuanto confiesa que Dios es el único absoluto y crea un corazón filial capaz de amar al mismo Dios y a los demás. Es reflejo del amor que une a las tres Personas en el amor. Un amor que el Verbo encarnado llevó hasta el extremo de la entrega y que, hoy, sigue porque ha sido derramado por el Espíritu (Rom 5,5). ■ La pobreza confiesa que Dios es la única riqueza

del ser humano; una riqueza que se revela en la pobreza (kénosis) del Hijo y que lleva a imitarle porque «siendo rico se hizo pobre» (2 Cor 8,9). Es expresión de la entrega total que de sí mismas hacen las tres Personas recíprocamente. ■ La obediencia confiesa que Dios es la única y

plena realización de la existencia cuando se deja guiar por la fuerza y consolación del Espíritu (nn. 20-21). Es reflejo en la historia de la amorosa correspondencia de las tres personas divinas. Manifiesta la fuerza liberadora que procede de vivir una dependencia filial, tejida en la responsabilidad y en la confianza. Y es signo de

dejarnos guiar por el Espíritu que guía la historia y la vida de cada uno. La segunda parte se centra en la comunión, y se hacen las siguientes afirmaciones: ■ Los consagrados, reunidos en el nombre del Se-

ñor, confiesan que la Trinidad es fuente y modelo de fraternidad entre los seres humanos. ■ «La vida fraterna refleja la hondura y riqueza

del misterio de la Trinidad, configurándose como un espacio humano habitado por la misma Trinidad» (n. 41). ■ Manifiesta, en concreto, al Padre que quiere ha-

cer de todos los hombres una sola familia; manifiesta al Hijo encarnado que, según el Plan del Padre, reúne a los redimidos y reconciliados en una unidad; manifiesta al Espíritu Santo como principio de unidad suscitando a la vez familias espirituales y comunidades fraternas. Después de la Ascensión, por la acción del Espíritu, se constituyen las comunidades en forma de fraternidad edificada en la comunión trinitaria y que hace posible, en la pluralidad, la unidad, y en la diversidad, la fraternidad. ■ La Trinidad muestra cómo es posible vivir la

fraternidad: sin absolutizar las diferencias de las personas y de las comunidades, y sin absolutizar la unidad uniforme y destructiva. Se requiere vivir en la comunidad las dimensiones teológicas profundas para «proclamar el poder reconciliador de la gracia que destruya las fuerzas disgregadoras que se encuentran en el corazón humano y en las relaciones sociales, por el pecado» (n. 41). ■ Esta comunión también tiene otra dimensión

importante: con la iglesia diocesana. Los carismas de la vida consagrada pueden ayudar poderosamente no solo a la edificación de la Iglesia universal, sino de cada iglesia particular, desde una justa autonomía e identidad. Carismas y viCREO EN LA SANTA IGLESIA CATÓLICA

131

da diocesana deben apoyarse y complementarse (nn. 47-48; 60). En la tercera parte, al hablar de la misión, se afirma lo siguiente (Vita Consecrata 72):

al Verbo encarnado que los ayude a seguir siendo signo viviente de los bienes de la resurrección futura; y al Espíritu que les dé la certeza de haber sido llamados y escogidos para la consagración y misión (Vita Consecrata 111).

■ La dimensión trinitaria aparece nuevamente en

la vida consagrada cuando se habla de la misión como «servicio de caridad»: el Padre llama, por la fuerza del Espíritu, a continuar la misión del Hijo (n. 72). La misión en la caridad es la epifanía (manifestación) del amor trinitario en el mundo. ■ Por su consagración, el consagrado está «todo

él en estado de misión», como fue la vida misma de Jesús, no solo como individuo, sino también formando parte de una comunidad reunida en el nombre del Señor para la misma misión. Punto destacado, junto al trinitario, de la exhortación es la llamada a una «fidelidad creativa» (Vita Consecrata 37-38, 54-56): ■ Lectura y respuesta adecuada a los desafíos y

signos de los tiempos del momento histórico (inculturación). ■ A ejemplo de los fundadores, santidad y creati-

vidad en la misión (evangelización). ■ La fidelidad creativa exige la transformación in-

terior y comunitaria, dejándose guiar por el Espíritu. ■ La fidelidad creativa comporta respeto a los di-

versos carismas y colaboración entre los Institutos. ■ La vida fraterna rebombada, así como la comu-

nión y colaboración con los demás miembros del Pueblo de Dios, son un camino eficaz para dar respuesta a los desafíos de nuestro tiempo. En conclusión, la vida consagrada se convierte en una confesión y presencia de la Trinidad (Vita Consecrata 19). En la oración final, se suplica al Padre que santifique a los que se han consagrado a Él; 132

PARA COMPRENDER EL CREDO DE NUESTRA FE

La Iglesia y los nuevos movimientos Benedicto XVI ha visto siempre en los nuevos movimientos eclesiales «modos fuertes de vivir la Fe» 194, y una provocación saludable de que la iglesia necesita siempre una especie de profecía que preanuncia el futuro. Pero para entender los movimientos no basta la dialéctica ni pensar dialécticamente (v. g., institución y carisma, cristología y pneumatología, jerarquía y profecía) porque la iglesia no está edificada dialécticamente, sino orgánicamente. Y entonces propone otro camino: una lectura de su historia misma, contemplando en la sucesión apostólica y en la apostolicidad su justo lugar teológico y eclesial. Y que dan cuenta de la identidad profunda de dichos movimientos: rebasan la frontera de la iglesia local para insertarse en «la catolicidad, en la universalidad», y legar hasta los confines de la tierra. A los movimientos los une un vínculo muy estrecho con el ministerio y misión del sucesor de Pedro en la Iglesia universal. Es verdad que el papado no ha creado movimientos, pero ha sido su apoyo y su pilar esencial en la estructura de la Iglesia. El papa necesita estos servicios, y estos servicios le necesitan a él; y en la reciprocidad de ambas clases de misión se logra la sinfonía de la vida eclesial 195. Benedicto XVI advierte de algunas claves de discernimiento: advierte a las nuevas realidades de los riesgos de una condición aún «adolescente» (exuberancia, unilateralidad, absolutizaciones,

J. Ratzinger, La sal de la tierra, Palabra, Madrid 2005. Benedicto XVI, Los movimientos en la Iglesia. Nuevos soplos del Espíritu, San Pablo, Madrid 2006, 10-11. 194 195

etc.), pero, al mismo tiempo, previene a los pastores a no caer en tentaciones de «vejez», como la uniformidad absoluta en la organización o en la programación pastoral. Solicita «menos organización y más Espíritu Santo» 196. Los movimientos tienen la especificidad de ayudar a reconocer en una gran Iglesia, que parecería solamente como una gran organización universal, que es, al mismo tiempo, la casa donde se encuentra la familia de Dios, esa gran familia universal de los santos de todos los tiempos 197. Los movimientos son comunidades basadas en una Fe profunda, en los que se palpa la fuerza del Evangelio. Por eso las iglesias locales y los movimientos no deben estar en contraste entre sí, sino que deben constituir la estructura viva de la Iglesia 198. En definitiva, se solicita creatividad en la fidelidad. Sin olvidar unas proféticas palabras del cardenal J. Ratzinger, hoy Benedicto XVI, en un contexto análogo al que hemos venido tratando: «Participad en la edificación del único cuerpo. Los pastores estarán atentos a no apagar el Espíritu (1 Tes 5,19) y vosotros aportaréis vuestros dones a la comunidad entera. Una vez más: el Espíritu sopla donde quiere, pero su voluntad es la unidad. Él nos conduce a Cristo, a su Cuerpo... El Espíritu Santo quiere la unidad, quiere la totalidad. Por eso, su presencia se demuestra finalmente también en el impulso misionero» 199. Sin olvidar lo que los movimientos hacen (evangelizar significa el «arte de vivir»), existe la tentación de la impaciencia, la de buscar inmediatamente el éxito. Dios no cuenta con los grandes números; el poder exterior no es el signo de su presencia. El

Ibíd., 12. Ibíd., 13-14. 198 Ibíd., 15. 199 J. Ratzinger, Los movimientos en la Iglesia. Nuevos soplos del Espíritu, San Pablo, Madrid 2006, 148-149. 196 197

Reino de Dios no es una cosa, una estructura social o política, una utopía. El Reino de Dios es Dios mismo. Reino de Dios quiere decir: Dios existe, Dios vive, Dios actúa 200.

Iglesia de sinodalidad 201 Los sínodos diocesanos y provinciales se están revitalizando en nuestros días. Parece redescubrirse una Iglesia de sinodalidad. ¿Por qué? Comenzamos con unas palabras del papa Juan Pablo II 202: «Los sínodos diocesanos se han convertido en una manera de expresar la responsabilidad de cada uno hacia la Iglesia... Esta responsabilidad forma el rostro de la Iglesia para las nuevas generaciones ante el tercer milenio». Los sínodos son una llamada del Espíritu para un nuevo Pentecostés misionero y una nueva primavera eclesial. En ellos, como en la Iglesia, el protagonismo es de la Trinidad: el Padre nos convoca de nuevo (ekklesia), en un tiempo de gracia (kairos) en Cristo por el Espíritu. Se trata, en lo profundo, de redescubrir nuestras iglesias como Iglesias «Trinitarias»: Pueblo de Dios (desde el Padre), Cuerpo de Cristo (desde el Hijo), Templo del Espíritu (desde el Espíritu Santo). Una Iglesia que se sabe «no para ella misma», sino como Sacramento Universal de Salvación (Evangelio Nuntiandi). Precisando aún más el significado de un sínodo se puede englobar en tres dimensiones que desarrollaremos brevemente: Ejercicio de episcopalidad.

200 Cf. Conferencia del cardenal J. Ratzinger, recogida en Católicos del siglo XXI, Madrid (9-7-2001), 7-9. 201 Para este apartado, cf. R. Berzosa; véase la voz «Sínodo Diocesano», en AA. VV., Diccionario de Pastoral y Evangelización, Monte Carmelo, Burgos 2001, 993-1001. 202 Cf. Juan Pablo II, Cruzando el umbral de la Esperanza, Plaza & Janés, Barcelona, 1995, 168.

CREO EN LA SANTA IGLESIA CATÓLICA

133

Porque en esta casa visible que hemos construido, donde reúnes y proteges sin cesar a esta familia que hacia ti peregrina, manifiestas y realizas de manera admirable el misterio de tu comunión con nosotros. En este lugar, Señor, Tú vas edificando aquel templo que somos nosotros, y así la Iglesia, extendida por toda la tierra, crece unida, como Cuerpo de Cristo, hasta llegar a ser la nueva Jerusalén, verdadera visión de paz. Prefacio de dedicación de una iglesia.

Mediación privilegiada para la renovación y aplicación del Vaticano II y la dinámica de una nueva Evangelización. Gran asamblea eucarística, que expresa la comunión para la misión.

El sínodo como ejercicio de la episcopalidad El sínodo es una convocatoria del obispo (que ejerce su episkopé), quien, personificando a Cristo Cabeza, Siervo y Pastor, desde la presidencia de la dimensión eucarística, nos convoca (ekklesia) para redescubrir al mismo Cristo (el mejor misterio que tenemos), y así fortalecer la comunión y la misión. Todo ello en un contexto concreto sociocultural, para desarrollar una Iglesia de totalidad, en la que todos somos necesarios, y todos hemos sido dotados con diversos carismas, vocaciones, ministerios y funciones. Junto a la visita pastoral, es una mediación privilegiada de gobierno del obispo para insistir en la llamada continua a la misión desde la conversión personal y la renovación de estructuras pastorales... Un sínodo es un evento muy especial en el que un obispo quiere hacer participar a todos los esta134

PARA COMPRENDER EL CREDO DE NUESTRA FE

dos de vida cristiana: sacerdotes, religiosos, laicos; si bien, los sacerdotes de un modo especial por su vinculación sacramental y de estrecha colaboración con el orden episcopal. Con una convicción eclesiológica, señalada ya por Tertuliano: «Nada sin el obispo; nada sin vuestro consejo; nada sin la voluntad decidida de ser y sentirnos todos la única Iglesia».

Mediación privilegiada para la renovación y aplicación del Vaticano II y la dinámica de la nueva Evangelización Sínodo es experimentarse la Iglesia siempre en camino, como misterio de comunión para la misión. La comunión se entiende en dos dimensiones: de la humanidad con Dios y de los hombres entre sí. Y la misión hoy recibe el nombre de nueva evangelización; con nuevo ardor, nuevos métodos y nuevas expresiones... Un sínodo, después del Vaticano II, debe hacerse las mismas preguntas que entonces se hicieron los padres conciliares. Esta vez desde la diócesis de Oviedo: ¿Dónde estamos? (Iglesia, ¿qué dices de ti misma?); ¿Qué camino recorrer? (¿qué prioridades evangelizadoras? ¿Y para la comunión...?); ¿Qué maleta o equipaje llevar? (¿qué mediaciones y objetivos primar?). Presidido por el obispo, el sínodo es como un verdadero ejercicio de discernimiento comunitario y, por lo mismo, de renovación profunda. Tenemos la certeza de que la realidad diocesana y pastoral no solo se debe contemplar con los ojos de la carne (humanos), sino con los del Espíritu (los ojos profundos de la Fe). El sínodo quiere ser mucho más que una expresión democrática o participativa en la Iglesia: es una reunión de hermanos en el Espíritu. Por eso, no deben triunfar ni las prisas, ni las presiones –que existen–, ni las tensiones, ni fractu-

ras de personas o grupos. Nos situamos en perspectiva de obediencia a la Fe y al Espíritu. A la hora de marcar prioridades y propuestas sinodales debemos tener en el corazón las palabras del apóstol Pablo: «No os acomodéis a los criterios de este mundo» (Rom 12,2); «Vivid como hijos de la luz» (Ef 5,8-9); «Dejaos conducir constantemente por el Espíritu» (Rom 8,2). Sin miedos, porque sabemos quién conduce el timón. Por eso también escuchamos las palabras del apóstol san Juan: «No os fiéis de cualquier espíritu, sino examinad si los espíritus vienen de Dios» (1 Jn 4,1). En el sínodo, nuestras comunidades hablarán, orarán, celebrarán y se comprometerán. En resumen, el sínodo nos pondrá en camino, y será como una bocanada de aire fresco, una primavera, un nuevo Pentecostés. El sínodo seguirá siendo el corazón y motor de toda la vida diocesana. En unos casos, fortaleciendo y confirmando lo que ya se venía haciendo; en otros casos, orientando y abriendo nuevos caminos y horizontes. Los peligros y las tentaciones en un proceso sinodal tienen «nombre» y siguen siendo, entre otros, los siguientes: la rutina, el funcionariado, la instalación; el ir por libre o el ser «francotiradores»; el querer encuadrar todo y el complicar innecesariamente las cosas (no somos máquinas que a toda costa pretenden cumplir los objetivos y las acciones programadas); el considerar lo mío, o lo nuestro, como lo mejor y lo que debe imponerse. Estas tentaciones que nos acechan son muy reales, y pueden traducirse, tal y como ya señaló Henri de Lubac en vísperas del Concilio Vaticano II, en desencanto: «Nosotros creíamos...», como los discípulos de Emaús; nostalgia del pasado: instalados en una melancolía complaciente; hostilidad o enfrentamiento permanente: con «los otros, los de arriba o los de abajo, los de derechas o izquierdas, los míos o los contrarios...»; resentimiento: con quienes han abandonado o con los que no caminan a nuestro rit-

mo; permanente acusación: que me descarga de culpabilidades y que busca chivos expiatorios constantemente; encerrarme en mi grupo o comunidad de amigos: en mi gueto e identificar la pastoral (y la Iglesia) con los míos y con mi causa; crítica destructiva: bajo capa de catarismo-espiritual (purismo) o de actitudes unilaterales (progresismo-inmovilismo); resentimiento, personal o colectivo: por no haber sido valorados o adquirir un mayor protagonismo... Las tentaciones se pueden alargar. En cualquier caso, y hay que afirmarlo con clarividencia, la vitalidad y la salud sinodal se jugará en actitudes verdaderas y se concretará en respuestas a preguntas como estas: «¿Qué transformaciones de calado y verdaderas he experimentado en mi vida en los últimos tiempos?» «¿Qué transformaciones de calado he contemplado a mi alrededor, en mi comunidad?»... Por todo ello, es necesario recordar que es más importante lo que vivimos que lo que hacemos. Son más importantes las personas concretas que las actividades. Más relevantes las relaciones que las agendas llenas. Hablan más los climas y ambientes que los mensajes verbales; más nuestra forma de vivir testimonial que las palabras. Nosotros solo somos mediaciones, signos, indicadores; no fines. Como afirmaba el papa Juan Pablo II en Novo Millennio Ineunte: «No nos salvarán programas ni personas, sino Jesucristo y la permanente promesa de su presencia real entre nosotros». Al final, si se cumple lo anterior, se hará patente una Iglesia como hogar (juntos crecemos), escuela (todos aprendemos de todos) y taller (nuevas experiencias de evangelización en fidelidad y creatividad).

Gran asamblea eucarística, que expresa la comunión para la misión El sínodo diocesano es como una gran concelebración eucarística, donde destacan los siguientes CREO EN LA SANTA IGLESIA CATÓLICA

135

elementos: centralidad de la Eucaristía presidida por el obispo, expresión de la comunión para la misión; la doxología trinitaria y la acción de gracias, y la vertebración «sinérgica» de todas las vocaciones, estados de vida y carismas. Sínodo quiere decir ‘comunión de caminos’ 203. En resumen, los elementos estructurales de un sínodo son: Trinidad, Eucaristía, episcopalidad, fieles de una Iglesia particular que, en comunión de vocaciones y carismas, buscan nuevos caminos de evangelización, para la hora presente, desde la conversión personal y la renovación de estructuras pastorales. Expresado de otro modo, las raíces teológicas de un sínodo son: las Misiones trinitarias del Padre-Hijo-Espíritu Santo; la Eucaristía y el ministerio episcopal de presidencia; la fundamentación bautismal de los fieles cristianos: comunión para la misión; la configuración y el desarrollo de carismas, vocaciones y ministerios; la misión evangelizadora en un contexto determinado y en un tiempo concretos.

o de rango superior. Iglesias vinculadas especialmente por razones culturales o históricas. ■ Concilio Ecuménico: es la máxima actuación

visible de la comunión católica. Legisla para toda la Iglesia, en comunión con el ministerio petrino, en temas de liturgia, de fe y de moral. ■ Conferencias Episcopales: expresión de la cole-

gialidad episcopal de un determinado número de obispos. No se equipara a los concilios particulares ni tampoco son meros instrumentos de carácter pastoral. Son expresión del espíritu de comunión que debe vivir el obispo, como representante de su Iglesia, en cuanto está abierto a la comunión con otras iglesias vecinas y, con ellas, a la comunión universal. Aunque es cada obispo quien otorga entidad a la Conferencia Episcopal, esta puede promover magisterio común e iniciativas pastorales comunes. ■ Sínodo de obispos: consejo de algunos obispos,

presididos por el ministerio petrino, que realiza una función para todo el episcopado católico, ayudando al Papa en su magisterio primacial, y sirve, además, para expresar la solicitud de los obispos por toda la Iglesia universal.

Como conclusión de este apartado, una cita de san Juan Crisóstomo: «No te separes de la Iglesia. Ningún poder tiene su fuerza. Tu esperanza es la Iglesia. Tu salvación es la Iglesia. Tu refugio es la Iglesia. No envejece jamás; su juventud es eterna» 204.

■ Sínodo diocesano: Históricamente, instrumen-

A las notas anteriores de la Iglesia (una, santa, católica, apostólica), se puede añadir la de sinodalidad como expresión de comunión «en ejercicio». ¿Cómo se manifiesta dicha sinodalidad en sus expresiones concretas? Veamos estas expresiones:

to para facilitar la recepción de doctrinas conciliares y de reforma eclesial medio episcopal privilegiado de gobierno y mediación máxima de la iglesia particular para articular, en clave eucarística, la comunión para la misión.

■ Concilios Provinciales: es la praxis conciliar

Una pregunta necesaria: ¿Por qué un sínodo o un obispo no pueden legislar en contra de las leyes universales? Porque el obispo forma parte esencial para ejercer su ministerio del colegio episcopal unido al ministerio petrino, y porque un sínodo de una iglesia particular solo es vinculante cuando está en comunión con la Iglesia universal.

más antigua de la Iglesia. Es reunión de varias iglesias para afrontar los problemas comunes o para aplicar decisiones normativas de tradición

203 Cf. Juan Pablo II, en la Misa de Clausura de la Asamblea Especial para América, 12 de febrero de 1997. 204 Homilía de Capto Eutripio, 6; PG 52, 402.

136

PARA COMPRENDER EL CREDO DE NUESTRA FE

De alguna manera se puede afirmar que la Iglesia siempre se encuentra en estado sinodal... por-

que «sínodo» es nombre de Iglesia 205. La sinodalidad es inseparable de la conciliaridad y de la episcopalidad, en el sentido de que, como estas, pretende el reconocimiento del ministerio y la misión episcopales, como sucesión del ministerio apostólico, y afrontar los nuevos retos y situaciones de evangelización desde la comunión. Volviendo a lo que significa «sinodalidad», distinguimos un triple nivel: ■ Dimensión sinodal: que brota de la misma

Es importante una observación obvia: las estructuras propiamente sinodales (Comisión General, Secretaría, Comisiones Técnicas, Reuniones de grupos, Asambleas...) deben reflejar esta misma sinodalidad en su funcionamiento concreto. En resumen, la sinodalidad, inseparable de la episcopalidad en su ejercicio y expresión cotidianos, no es otra cosa sino la propia Iglesia que peregrina hacia el regazo trinitario. Esta ofrece diversas dimensiones:

constitución de la Iglesia local (comunión para la misión). La sinodalidad, presidida por el obispo, busca la edificación de la Iglesia conjugando peculiaridades (carismas, vocaciones, ministerios, funciones) y armonizando diferencias.

Sinodalidad en lo territorial (parroquias, arciprestazgos, diócesis).

■ Estructura sinodal: designa los organismos

Sinodalidad en los órganos permanentes diocesanos (Consejos diocesanos, arciprestales, parroquiales...).

que canalizan dicha sinodalidad. En la Iglesia particular siempre hay «estructuras permanentes» de sinodalidad (de comunión y de corresponsabilidad): son los consejos, a todos los niveles, que bien se pueden denominar «órganos permanentes de sinodalidad». ■ Praxis sinodal: funcionamiento efectivo de di-

cha sinodalidad, en lo ordinario y en momentos extraordinarios. Entre estos, el sínodo diocesano es la expresión más solemne de dicha sinodalidad de la iglesia particular: es la estructura privilegiada para la articulación de la misión en comunión; es un órgano «cualificado» que la ejerce; es un proceso «modélico» que la potencia. Además de lo expresado en otros apartados, hagamos notar ahora que la sinodalidad, como realidad constitutiva de la Iglesia, comporta dos caras: la externa, jurídica e institucional, y la interna, que es la comunión. La primera expresa la segunda y está a su servicio.

205

San Juan Crisóstomo, Comentario al Salmo 149,1; PG 55,49.

Sinodalidad en lo sectorial y carismático (movimientos, carismas, ambientes y sectores).

Finalizamos con algunas «advertencias» que pueden distorsionar o malograr la realidad sinodalidad y que se encuentran esparcidas en los escritos del papa Benedicto XVI 206: peligro de pretensiones desmesuradas (indica un déficit eclesiológico); duración exagerada de un proceso sinodal (indica falta de equilibrio y buena dirección); aterrizaje decepcionante del proceso sinodal (indica poca implicación de los organismos sinodales ordinarios); buscar ante todo la eficacia y las recetas mágicas de pastoral (indica que la Iglesia no se entiende como don y tarea); confundir la comunión (y sinodalidad) con otras realidades «más civiles» (indica asamblearismo, o pretensiones de democracia formal en el seno de la Iglesia). La sana participación en la comunión no es asamblearismo (donde las mayorías se imponen a las minorías y donde se buscan alianzas de poder e influencia); y la sana corresponsabilidad no puede dejar en la oscuridad la diversidad de funciones y ministerios. La iglesia es mucho más que una democra-

206 Cf, por ejemplo, J. Ratzinger-H. Maier, ¿Democracia en la Iglesia?, San Pablo, Madrid 2005.

CREO EN LA SANTA IGLESIA CATÓLICA

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Pablo VI retomó lo que desarrolló san Pablo, quien definió a la Iglesia como la corporeidad permanente de Cristo, como el organismo vivo de Cristo. Justamente Pablo no la concibió como institución, como organización, sino como organismo vivo en el que todos actúan unos juntos a los otros y hacia los otros, en el que se encuentran unidos desde Cristo... Todos estamos reunidos realmente en ese cuerpo nuevo, del Resucitado, como el gran ámbito de una nueva humanidad. Benedicto XVI, Luz del mundo, Herder, Barcelona 2010, 185.

cia: es comunión y fraternidad, es discernimiento en la verdad desde el Espíritu; finalmente, aplicar imágenes o parámetros «civilistas» a la Iglesia: ni es con-

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PARA COMPRENDER EL CREDO DE NUESTRA FE

federación, ni sindicalismo, ni monarquía. Hay que volver a su misterio profundo: comunión fraternal y comunión orgánica (la misma dignidad en los fieles, pero diversidad de vocaciones, carismas, ministerios y responsabilidades).

Para la reflexión personal o en grupo 1. ¿Qué significa que la Iglesia es una, santa, católica, apostólica? 2. ¿Por qué definió el Concilio Vaticano II a la Iglesia como «sacramento de comunión y misión»? 3. ¿Qué es lo más específico o característico de la vocación laical, de especial consagración y del sacerdocio ministerial? 4. ¿Por qué en los últimos años se ha destacado la dimensión «sinodal» de la Iglesia y la celebración de sínodos?

CAPÍTULO 8

Creo en la comunión de los santos CREO EN LA COMUNIÓN DE LOS SANTOS 207 Lo que afirma el Credo de los Apóstoles Creo en la comunión de los santos.

Lo que afirma el Credo del Pueblo de Dios (Pablo VI) Creemos que la bienaventurada María, que permaneció siempre Virgen, fue la Madre del Verbo encarnado, Dios y Salvador nuestro, Jesucristo y que ella, por su singular elección, en atención a los méritos de su Hijo redimida de modo más sublime, fue preservada inmune de toda mancha de culpa original y que supera ampliamente en don de gracia eximia a todas las demás criaturas. Ligada por un vínculo estrecho e indisoluble al misterio de la Encarnación y de la Redención, la Beatísima Virgen María, Inmaculada, terminado el curso de la vida terrestre, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celeste, y hecha semejante a su Hijo, que resucitó de los muertos, recibió anticipadamente la suerte de todos los justos; creemos que la santísima Madre de Dios, nueva Eva, Madre de la Iglesia, continúa en el cielo ejercitando su oficio materno con respecto a los miembros de Cristo, por el que contribuye para engendrar y aumentar la vida divina en cada una de las almas de los hombres redimidos. Creemos que la multitud de aquellas almas que con Jesús y María se congregan en el paraíso, forma la Iglesia celeste, donde ellas, gozando de la bienaventuranza eterna, ven a Dios, como Él es y participan también,

207 Para esta sección, remitimos al Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 946-975; y al Compendio del Catecismo de la Iglesia, nn. 194-199.

CREO EN LA COMUNIÓN DE LOS SANTOS

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ciertamente en grado y modo diverso, juntamente con los santos ángeles, en el gobierno divino de las cosas, que ejerce Cristo glorificado, como quiera que interceden por nosotros y con su fraterna solicitud ayudan grandemente nuestra flaqueza. Creemos en la comunión de todos los fieles cristianos, es decir, de los que peregrinan en la tierra, de los que se purifican después de muertos y de los que gozan de la bienaventuranza celeste, y que todos se unen en una sola Iglesia; y creemos igualmente que en esa comunión está a nuestra disposición el amor misericordioso de Dios y de sus santos, que siempre ofrecen oídos atentos a nuestras oraciones, como nos aseguró Jesús: «Pedid y recibiréis» (cf. Lc 10,9-10; Jn 16,24). Profesando esta Fe y apoyados en esta esperanza, esperamos la resurrección de los muertos y la vida del siglo venidero. Bendito sea Dios, santo, santo, santo.

Su significado Benedicto XVI hace una observación muy profunda: la comunión de los santos apunta en primer lugar a la comunión eucarística; el cuerpo de Cristo une en una iglesia a la comunidad dispersa por todo el mundo. Por tanto, la palabra sanctorum (‘de los santos’) no se refiere a las personas, sino a los dones santos, a lo santo que Dios regala a la iglesia en la celebración de la Eucaristía. La Iglesia no ha de definirse ni por sus oficios, ni por su organización, sino por el culto litúrgico, es decir, como comunidad en torno al resucitado que la congrega y une en todo lugar. De aquí que pronto se comenzó a pensar en las persona unidas y santificadas por el don uno y santo de Dios. Pronto se entendió a la iglesia no solo como comunidad de mesa eucarística, sino como comunidad de los que son uno justamente por el banquete eucarístico. De ahí se pasó pronto a introducir en el concepto de Iglesia una dimensión cósmica: la comunidad de los santos que supera los límites de la Eucaristía, la que une a los que han recibido el Espíritu y su poder único y vivificante 208.

208 J. Ratzinger, Introducción al cristianismo, Sígueme, Salamanca 2001, 277-278.

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PARA COMPRENDER EL CREDO DE NUESTRA FE

La expresión «comunión de los santos» indica, ante todo, la común participación de todos los miembros de la Iglesia en las cosas santas (sancta): la Fe, los sacramentos, en particular en la Eucaristía, los carismas y otros dones espirituales. En la raíz de la comunión está la caridad que «no busca su propio interés» (1 Cor 13,5), sino que impulsa a los fieles a «poner todo en común» (Hch 4,32), incluso los propios bienes materiales, para el servicio de los más pobres. La expresión «comunión de los santos» designa también la comunión entre las personas santas Porque en los apóstoles Pedro y Pablo has querido dar a tu Iglesia un motivo de alegría: Pedro fue el primero en confesar la Fe; Pablo, el maestro insigne que la interpretó. Aquel fundó la primitiva iglesia con el resto de Israel; este la extendió a todas la gentes. De esta forma, Señor, por caminos diversos, los dos congregaron la única Iglesia de Cristo, a los dos, coronados por el martirio, celebra hoy tu pueblo con una misma veneración. Prefacio de san Pedro y san Pablo.

Porque Cristo, nuestro Señor, manifestó su gloria a unos testigos predilectos, y les dio a conocer en su cuerpo, en todo semejante al nuestro, el resplandor de su divinidad. De esta forma, ante la proximidad de la pasión, fortaleció la Fe de los apóstoles para que sobrellevasen el escándalo de la cruz y alentó la esperanza de la Iglesia al revelar en sí mismo la claridad que brillará un día en todo el cuerpo que le reconoce como cabeza suya. Prefacio de la Transfiguración del Señor.

(sancti), es decir, entre quienes por la gracia están unidos a Cristo muerto y resucitado. Unos viven aún peregrinos en este mundo; otros, ya difuntos, se purifican, ayudados también por nuestras plegarias; otros, finalmente, gozan ya de la gloria de Dios e interceden por nosotros. Todos juntos forman en Cristo una sola familia, la Iglesia, para alabanza y gloria de la Trinidad. En este último sentido, el papa Benedicto XVI ha dicho que la comunión de los santos que profesamos en el Credo es una realidad que se construye aquí en la tierra pero se manifestará plenamente cuando veamos a Dios tal cual es (1 Jn 3,2). Es la realidad de una familia unida por profundos vínculos de solidaridad espiritual que une a los fieles difuntos y a cuantos son peregrinos en el mundo. Un vínculo misterioso pero real, alimentado por la oración y la participación en el sacramento de la Eucaristía. En el cuerpo místico de Cristo, las almas de los fieles se encuentran superando la barrera de la muerte, oran unas por otras y realizan en la caridad un íntimo intercambio de dones. En esta dimensión de Fe se comprende también la práctica de ofrecer por los difuntos oraciones de sufragio, de modo especial el sacrificio eucarístico, memorial de la Pas-

cua de Cristo, que abrió a los creyentes al paso a la vida eterna 209.

María, Madre de Cristo, Madre de la Iglesia La bienaventurada Virgen María es Madre de la Iglesia en el orden de la gracia, porque ha dado a luz a Jesús, el Hijo de Dios, Cabeza del Cuerpo que es la Iglesia. Jesús, agonizante en la cruz, la dio como madre al discípulo con estas palabras: «Ahí tienes a tu madre» (Jn 19,27). Después de la Ascensión de su Hijo, la Virgen María ayudó con su oración a los comienzos de la Iglesia. Incluso tras su Asunción al cielo, ella continúa intercediendo por sus hijos, siendo para todos un modelo de Fe y de caridad y ejerciendo sobre ellos un influjo salvífico, que mana de la sobreabundancia de los méritos de Cristo. Los fieles ven en María una imagen y un anticipo de la resurrección que les espera, y la invocan como abogada, auxiliadora, socorro y mediadora. A la Virgen María se le rinde un culto singular, que se diferencia esencialmente del culto de adora-

Porque has cimentado tu Iglesia sobre la roca de los apóstoles, para que permanezca tu Iglesia ante el mundo como signo de santidad y señale a todos los hombres el camino que nos lleva a Jesucristo. Prefacio de los apóstoles.

209 Oración del Ángelus en la solemnidad de Todos los Santos (1 de noviembre de 2005), recogido en J. Gasco Casesnoves, El Papa con las familias. Toda la enseñanza de Benedicto XVI sobre la familia, BAC, Madrid 2006, 121.

CREO EN LA COMUNIÓN DE LOS SANTOS

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Tú nos ofreces el ejemplo de su vida, la ayuda de su intercesión y la participación en su destino; para que animados por su presencia alentadora luchemos sin desfallecer en la carrera y alcancemos con ellos la corona de gloria que no se marchita. Prefacio de los santos.

ción, que se rinde solo a la santísima Trinidad. Este culto de especial veneración encuentra su particular expresión en las fiestas litúrgicas dedicadas a la Madre de Dios y en la oración mariana, como el santo Rosario, compendio de todo el Evangelio. Contemplando a María, la toda santa, ya glorificada en cuerpo y alma, la Iglesia ve en ella lo que la propia Iglesia está llamada a ser sobre la tierra y aquello que será en la patria celestial.

La Virgen María en la doctrina del Concilio Vaticano II Como en otros documentos conciliares, se quiso volver a las genuinas fuentes y liberar la doctrina sobre el misterio de María del estrechamiento en que había caído una cierta «mariología de los privilegios», es decir, una mariología que estaba más centrada en la figura individual de María que en su relación con Jesucristo y con la Iglesia. El Concilio quiso situar a María en el contexto bíblico de la historia de la salvación y de la comunidad eclesial de los creyentes. En este sentido puede verse el título a ella dedicado en uno de los documentos principales del concilio Vaticano II: «La bienaventurada Virgen María, Madre de Dios, en el misterio de Cristo y de la Iglesia» (Capítulo VIII de la constitución Lumen Gentium). María no es presentada en un texto independiente, sino cerrando la Lumen Gentium, a conti142

PARA COMPRENDER EL CREDO DE NUESTRA FE

nuación del tema de los santos. En cierto sentido, bajo la perspectiva escatológica o final. Como clave de lectura, se parte de Cristo y de la Iglesia para situar a María en unión con Cristo y dentro de la obra salvadora. El Concilio quiso subrayar tres notas: no pretende ofrecer una mariología completa o un tratado exhaustivo; no se define en cuestiones discutidas por la teología católica; y, por último, se esfuerza por buscar formulaciones que eviten malentendidos en los temas ecuménicos. Los números que se ocupan de María y de su misterio (52–69) están divididos en cinco grandes apartados: 1 Números 52-54: María dentro de la historia de salvación (Gal 4,4). En relación a las criaturas, es privilegiada; en relación a la Trinidad, es hija del Padre, madre del Hijo y templo o esposa del Espíritu Santo. 2 Números 55-59: Su papel en la historia de salvación. 3 Números 60-65: Su misión en relación a la Iglesia. En concreto, es llamada «mediadora de todas las gracias», remitiendo a la mediación única e indivisible de Cristo (1 Tim 2,5) y su significado para la Iglesia. 4 Números 66-67: haciendo referencia al II Concilio de Nicea (787) y al Concilio de Trento

La sangre de tus mártires derramada, como la de Cristo, para confesar tu nombre, manifiesta las maravillas de tu poder; pues en su martirio, Señor, has sacado fuerza de lo débil haciendo de su fragilidad tu propio testimonio. Prefacio de los santos mártires.

2 María y la Iglesia (núm. 53) ¿Por qué llamamos a la Iglesia comunión de los santos? –Llamamos a la Iglesia comunión de los santos porque todos los miembros, por la acción del Espíritu Santo, viven unidos entre sí en comunión de vida con Cristo glorioso, su Cabeza. Por eso, todos se benefician de los bienes, dones y gracias que cada uno ha recibido de Dios. Del Catecismo de la Conferencia Episcopal Española, Esta es nuestra Fe. Esta es la Fe de la Iglesia, 173.

(1563) se justifica la especial veneración de la Iglesia hacia María, en el marco de la veneración general a los santos. Se subraya que la adoración corresponde solo a Dios. 5 Números 68-69: trata del misterio de la Asunción como figura de lo que será el final y comienzo del mundo venidero para quienes peregrinamos. María es intercesora con todos los santos. La Iglesia es el nuevo pueblo de Dios, reunido con María en paz y concordia para gloria de la santísima Trinidad.

Breve desarrollo de los números conciliares 1 María en el misterio de Cristo (núm. 52) Dios envió a su Hijo nacido de una mujer. Este misterio de salvación se revela y continúa en la Iglesia. La Iglesia venera a los santos, y especialmente a María. Por tanto, María no es una figura imaginaria o mitológica, del mismo modo que tampoco lo es su Hijo; la Encarnación es un hecho real, al igual que su vida. Esta Encarnación se prolonga en la Iglesia y pide de los hombres una respuesta de Fe en libertad, como en un primer momento Dios pidió de María.

María acogió la Palabra en su corazón y en su cuerpo. Ella es verdadera madre de Dios, y fue redimida de forma sublime. Por eso se le llama miembro muy eminente del cuerpo de Cristo. La Iglesia la honra como Madre. Nos encontramos ante un texto clave. En él se fundamenta la verdadera devoción hacia María por su especial papel con Jesucristo y con la Iglesia. En relación al Hijo, se afirma que María acogió «al verbo en su corazón y en su cuerpo», es decir, totalmente. El texto subraya que Jesucristo es verdaderamente Hijo de Dios, y que María es verdaderamente Madre de Dios. Mas no en el sentido de que participe en la vida «intratrinitaria» o «intradivina». La divinidad proviene exclusivamente del Padre; el Hijo ha tomado en María el modo de existencia humana. La naturaleza divina procede del Padre; la naturaleza humana de María. Por otra parte, María mantiene con la Trinidad una relación muy especial: desde el punto de vista de Dios Padre, puede ser llamada hija (Gal 4,4-6; Rom 8,15.29). Desde Cristo, es madre y hermana (como creyente). En cierto sentido, si hermano y madre es «todo el que hace la voluntad de Dios», se puede afirmar que Cristo nace constantemente en cada cristiano que decide serlo de verdad. Desde el punto de vista del Espíritu Santo, ella es templo y santuario de Dios de forma perfecta, como podemos llegar a serlo cada bautizado (Rom 5,5). Es la

¿Quiénes participan en la comunión de los santos? –Participan en la comunión de los santos todos los miembros de la Iglesia, tanto los que todavía están en este mundo como los que ya han muerto en la paz del Señor. Del Catecismo de la Conferencia Episcopal Española, Esta es nuestra Fe. Esta es la Fe de la Iglesia, 174.

CREO EN LA COMUNIÓN DE LOS SANTOS

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¿Qué gracias singulares otorgó Dios a la santísima Virgen María? –Dios otorgó a la santísima Virgen María las gracias singulares de ser: Madre de Dios, siempre Virgen, bendita entre todas las mujeres; Madre Inmaculada, llena de la gracia del Espíritu Santo y libre de todo pecado desde su concepción; Madre glorificada en cuerpo y alma en los cielos, su asunción es figura y primer fruto de la Iglesia que un día alcanzará la plenitud de la gloria. Del Catecismo de la Conferencia Episcopal Española, Esta es nuestra Fe. Esta es la Fe de la Iglesia, 193.

inhabitación del Espíritu Santo en el corazón y en la carne (esponsalidad). Se destaca que María fue redimida «de forma más sublime». Como todos los humanos necesitó la redención, pero fue redimida de forma «diferente» en atención a su misión (la de ser Madre del Hijo); en este sentido, fue preservada del pecado. Cuando hablamos de una «primacía» de María en relación a las demás criaturas no se trata de un título honorífico o de prestigio terreno, sino del servicio y entrega perfectos a su Hijo y a la Iglesia. María es miembro de la Iglesia, necesitada de redención, pero a diferencia de cualquier cristiano, hijo de Adán, no fue liberada del pecado original, sino preservada de él (llena de gracia). Esto no rompe la solidaridad con los demás hombres. No recibió la gracia para distanciarse, sino para un mayor servicio. En resumen, María es miembro del Cuerpo de Cristo y, a la vez, Madre de los creyentes. Si el Espíritu Santo concede sus dones a cada cristiano, a ella le ha correspondido el don especial de la virginidad-maternidad (Ef 4,7-16). Como miembro del Cuerpo es «tipo y modelo destacadísimo en la Fe y en el amor». Ella nos lleva a Jesús en el nacimiento, cuando lo presentó a los pastores y a los magos (Lc 144

PARA COMPRENDER EL CREDO DE NUESTRA FE

2,11); y en Caná, cuando pronunció las palabras: «Haced lo que Él os diga» (Jn 2,5).

3 Intención del Concilio (núm. 54) Se trata de iluminar el papel jugado por María en el misterio del Verbo encarnado y en el misterio de la Iglesia. También de resaltar los deberes de los redimidos hacia ella. No se quiere exponer una mariología completa ni resolver cuestiones que los teólogos no han aclarado. Las obligaciones de los cristianos hacia María son, con la gracia de Dios, las de imitar sus virtudes de Fe y de servicio, y el seguimiento de Jesús, hasta configurarnos con Él. En este sentido, tener Fe es ver la vida con los ojos de Jesús, sentir con su corazón y hacer con sus manos, como podemos contemplar en María.

4 La Madre del Mesías en el Antiguo Testamento (núm. 55) María y su misión aparecen proféticamente preanunciados en la historia de salvación desde el comienzo (Gn 3,15). Ella es la Virgen que concebirá y dará a luz a Emmanuel (Is 7,14; Miq 5,2-3). Sobresale entre el grupo de los pobres que esperan a Yahvé. Las mujeres del Antiguo Testamento preanuncian la figura de María. A ella se le puede aplicar muy adecuadamente el cántico de Ana (1 Sm 2,110), pues es la jubilosa hija de Sión. María es, en verdad, prototipo de Fe y Madre de la Iglesia.

5 María y el anuncio del ángel (núm. 56) María es la nueva Eva. Libre de toda mancha de pecado. Criatura nueva, creada y formada por el Espíritu Santo. Por el anuncio del ángel se convirtió en madre de Jesús. Ella se entregó totalmente como esclava y servidora de los misterios de Dios, pero

no tuvo una actitud pasiva, colaboró con su Fe y su obediencia en libertad. Si Eva fue la madre de la perdición, ahora María es la madre de una nueva vida. La gracia no impide el ejercicio de la libertad.

6 María y el niño Jesús (núm. 57) La unión entre la persona de María y Jesucristo se manifiesta desde la concepción. Ella está presente en todos los pasajes de la infancia: visita a Isabel, nacimiento, presentación a los magos y pastores, profecías en el templo, pérdida y hallazgo de Jesús, siendo adolescente. La figura de María es fundamental en la vida oculta de Jesús. Y si es importante la vinculación de Jesús con el Padre, también lo es la vinculación de María con el conjunto de la vida «dramática y misteriosa» de Jesús («una espada atravesará tu corazón»). María tuvo que aprender a vivir un proceso de Fe, donde los lazos de sangre no fueron los decisivos.

7 María en la vida pública de Jesús (núm. 58) Aparece de forma significativa desde las bodas de Caná. Acogió las palabras de Jesús durante su ministerio público. Avanzó en la peregrinación de la Fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la cruz. Jesús la dio como Madre en el calvario. «Peregrina de la Fe» es un término adecuado para comprender las diferentes noticias sobre los en-

María concibió a su único Hijo por obra del Espíritu Santo; Y, sin perder la gloria de su virginidad, derramó sobre el mundo la luz eterna, Jesucristo, nuestro Señor. Prefacio de Santa María Virgen.

Porque la Virgen creyó el anuncio del ángel: que Cristo, por obra del Espíritu Santo, iba a hacerse hombre por salvar a los hombres; y lo llevó en sus purísimas entrañas con amor. Así Dios cumplió sus promesas al pueblo de Israel y colmó de manera insospechada la esperanza de otros pueblos. Prefacio de la Anunciación del Señor.

cuentros entre el Jesús prepascual y su persona. María fue progresivamente aceptando lo que veía en su Hijo y en su misión. En María, fiel discípula hasta el final, ve la Iglesia el tipo de Fe que necesita en el seguimiento de Jesús, y ve en ella una poderosa intercesora.

8 María después de la glorificación de Jesús (núm. 59) El Espíritu manifestó solemnemente el misterio de salvación. María estaba con los discípulos en Pentecostés. Más tarde, será asunta. María participa en la soberanía de Cristo, y puede ser llamada Reina, junto a todos los santos. La Asunción implica una comunión especial y total con Dios en cuerpo y alma; y es un adelanto y figura del futuro. Si ella estuvo unida por la maternidad, ahora la Asunción es el complemento de plenitud.

9 María, la esclava del Señor y del Redentor (núm. 60) Uno solo es el mediador: Cristo. La figura de María y su misión maternal en nada disminuyen o hacen sombra a la mediación única de Cristo, sino que manifiesta su eficacia. Su mediación brota de la sobreabundancia de los méritos de Cristo (no de necesidad alguna) y está apoyada en la mediación del mismo Cristo, de ella depende y saca su eficacia. La mediación de María favorece y en nada impide la unión inmediata con el Señor Jesús. CREO EN LA COMUNIÓN DE LOS SANTOS

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La mediación de María se entiende desde la estructura sacramental de la Iglesia: Dios ha elegido unos signos visibles para darnos su gracia. Unida a la comunión de los santos, su mediación es auxilio que Dios quiere ofrecernos a quienes peregrinamos. Más aún, su mediación es especial, en relación a la de los santos, por haber sido la Madre de Cristo. Ella es, en definitiva, la Madre de la Iglesia.

10 María es nuestra Madre en el orden de la gracia (núm. 61) Colaboró de manera totalmente singular en la obra de salvación por su Fe, su esperanza y su ardiente amor para restablecer la vida sobrenatural de los hombres. Por eso es nuestra madre en el orden de la gracia. Como la Iglesia, María es madre nuestra no en el orden biológico, sino en el de la Fe y en el de la gracia. Nos lleva a una relación con Jesús no en la sangre, sino en el Espíritu.

11 Constante colaboración de María en nuestra salvación (núm. 62) Después de la Asunción no abandonó a sus hijos, sino que sigue intercediendo por ellos. Cuida

Porque hoy ha sido llevada al cielo la Virgen, Madre de Dios; Ella es figura y primicia de la Iglesia que un día será glorificada; Ella es consuelo y esperanza de su pueblo todavía en la tierra. Con razón no quisiste, Señor, que no conociera la corrupción del sepulcro la mujer que, por obra del Espíritu, concibió en su seno al autor de la vida, Jesucristo, Hijo tuyo y Señor nuestro. Prefacio de la Asunción de María.

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PARA COMPRENDER EL CREDO DE NUESTRA FE

Porque preservaste a la Virgen María de toda macha de pecado original, para que en la plenitud de la gracia fuese digna madre de tu Hijo y comienzo e imagen de la Iglesia, Esposa de Cristo, llena de juventud y de limpia hermosura. Purísima había de ser, Señor, La Virgen que nos diera el Cordero inocente que quita el pecado el mundo. Purísima la que entre todos los hombres es abogada de gracia y ejemplo de santidad. Prefacio de la Inmaculada Concepción de Santa María Virgen.

de quienes peregrinamos sin restar ni añadir nada a la eficacia de Cristo, único mediador. Cada criatura participa de la vida de Dios y colabora con Él. María colabora como Madre. La colaboración de las criaturas no limita la eficacia universal de Dios. Pero esta colaboración, en el caso de María y en el de los santos, es una ayuda inestimable para la Iglesia peregrina. La intercesión especial de María se entiende por la estrecha relación interna existente entre Cristo y la Iglesia.

12 Como Virgen y Madre, María es figura de la Iglesia, que es también Virgen y Madre (núm. 63-64) María es figura de la Iglesia en el orden de la Fe, el amor y la unión perfecta con Cristo. Es modelo de Virgen y Madre, para la Iglesia. La Iglesia, como madre, mediante la predicación y el bautismo, engendra hijos para una vida inmortal concebidos por el Espíritu Santo. Como Virgen, la Iglesia guarda íntegra y pura la fidelidad prometida al Esposo. Siendo Virgen y Madre, María es modelo de la Iglesia por la acogida de la Palabra y la concepción

de Cristo. Por su Fe, su fecundidad y su vida es modelo para la Iglesia y para cada uno de los cristianos. En la obediencia de María, la Iglesia ve su propia obediencia de Fe de donde surgen fecundidad y amistad con Dios.

13 María precede a la Iglesia con su ejemplo (núm. 65) En María, la Iglesia ha llegado ya a su perfección sin mancha ni arruga (Ef 5,27). En cambio, los creyentes se esfuerzan todavía en vencer el pecado para crecer en santidad y dirigen su mirada a la Madre del Señor. Los creyentes contemplan a María y piden su ayuda, también en la misión apostólica. La Iglesia peregrina, de santos y pecadores, vislumbra en María la profundidad de los misterios divinos. Ella es consuelo y fortaleza para la Iglesia en su misión apostólica.

14 Honra y veneración que la Iglesia tributa a María (núm. 66-67) María se sitúa por encima de ángeles y hombres, y es honrada por la Iglesia con un culto especial. Se le llama Madre de Dios, pero este culto no es de adoración. Hay que fomentar el auténtico culto litúrgico, evitando exageraciones, volviendo a las fuentes (Sagrada Escritura y Tradición) y evitando todo lo que pueda contribuir a romper el ecumenismo. La devoción no es sentimiento pasajero y sin frutos, ni credulidad vacía. La adoración a Dios se diferencia de modo fundamental de la veneración a María. La veneración a su persona no es un fin en sí misma: nos lleva a Jesucristo. La verdadera devoción no consiste en un desbordamiento de emociones, de sensacionalismos o de sentimentalismos; la piedra de toque es el amor a Jesús y el compromiso apostólico.

Ella, María, al aceptar tu palabra con limpio corazón, mereció concebirla en su seno virginal, y al dar a luz a su Hijo preparó el nacimiento de la Iglesia. Ella, al recibir junto a la cruz el testamento de tu amor divino, tomó como hijos a todos los hombres, nacidos a la vida sobrenatural por la muerte de Cristo. Ella, en la espera pentecostal del Espíritu, Al unir sus oraciones a las de los discípulos, se convirtió en el modelo de tu Iglesia suplicante. Desde su asunción a los cielos, acompaña con amor materno a la Iglesia peregrina, y protege sus pasos hacia la patria celeste, hasta la venida gloriosa del Señor. Prefacio de la santísima Virgen María.

15 María, señal de esperanza cierta y de consuelo (núm. 68) María, como asunta, es imagen y comienzo de la Iglesia que llegará a su plenitud en el siglo futuro. Para la Iglesia peregrina, ella brilla como señal de esperanza cierta y de consuelo. María es signo de esperanza porque en ella se han cumplido las promesas escatológicas (finales). En su persona reúne y resume todos los acontecimientos salvíficos.

16 Intercesión de María en favor de la familia de los pueblos (núm. 69) El Concilio se alegra por la devoción a María de los hermanos separados, sobre todo de los orientales. Pide oraciones por la unión, la paz y la concordia de todos los pueblos. La Iglesia es sacramento de unión con Dios y entre los hombres. CREO EN LA COMUNIÓN DE LOS SANTOS

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La consumación de la unión será trinitaria. Mientras peregrinamos, pedimos la intercesión de los santos y especialmente de María, recordando que, «cuanto más santo y más gracia posee un hombre, más abierto se halla a la comunidad» (san Ambrosio).

María en la primera encíclica del papa Benedicto XVI El papa Benedicto XVI hizo pública su primera encíclica con el nombre de Deus Caritas Est. ¿Qué se afirma en ella de la Virgen María? En breves pinceladas maestras, en el número 41, se afirma que, entre los santos, sobresale María, la Madre del Señor y espejo de toda santidad. ¿Qué rasgos desea destacar el Pontífice? En primer lugar, y dado que es una Encíclica toda ella dedicada en su segunda parte a la identidad y misión de la caridad cristiana, nos presenta la figura de María desde el Evangelio de San Lucas, quien la muestra atareada en el servicio de caridad hacia su prima Isabel, para atenderla durante el embarazo (Lc 1,46). Con este gesto se expresa todo el programa que marcará la vida de María: no ponerse a sí misma en el centro, sino dejar espacio a Dios, a quien encuentra tanto en la oración como en el servicio al prójimo; solo entonces el mundo se hace bueno. María es grande precisamente porque quiere enaltecer a Dios en lugar de a sí misma. Ella es humilde: no quiere ser sino la sierva del Señor (cf. Lc 1,38.48). Sabe que contribuye a la salvación del mundo no con una obra suya, sino solo poniéndose plenamente a disposición de la iniciativa de Dios. Precisamente, por ser mujer de caridad es, al mismo tiempo, una mujer de esperanza; precisamente porque cree en las promesas de Dios y espera la salvación de Israel, el ángel puede presentarse a ella y llamarla al servicio total de estas promesas. Y, porque es mujer de caridad y de esperanza, es 148

PARA COMPRENDER EL CREDO DE NUESTRA FE

una mujer de Fe: «¡Dichosa tú, que has creído!», le dice Isabel (Lc 1,45). Recuerda el Papa que el Magníficat es el mejor retrato de su alma, de su intimidad. En él se pone de relieve que la Palabra de Dios es verdaderamente su propia casa, de la cual sale y entra con toda naturalidad. Habla y piensa con la Palabra de Dios; la Palabra de Dios se convierte en palabra suya, y su palabra nace de la Palabra de Dios. Además se pone de manifiesto que sus pensamientos están en sintonía con el pensamiento de Dios, que su querer es un querer con Dios. Todo ello con una consecuencia gozosa: al estar íntimamente penetrada por la Palabra de Dios, puede convertirse en madre de la Palabra encarnada. Y, al hilo del motivo de la encíclica, Benedicto XVI subrayará que María es, en resumen, «una mujer que ama». ¿Cómo podría ser de otro modo? Como creyente, que en la Fe piensa con el pensamiento de Dios y quiere con la voluntad de Dios, no puede ser más que una mujer que ama. ¿Dónde y cómo se muestran existencialmente los rasgos de esta mujer que ama? El Papa destaca los siguientes: 1 Lo intuimos en sus gestos silenciosos que nos narran los relatos evangélicos de la infancia. 2 Lo vemos en la delicadeza con la que en Caná se percata de la necesidad en la que se encuentran los esposos, y lo hace presente a Jesús. 3 Lo vemos en la humildad con que acepta ser como olvidada en el período de la vida pública de Jesús, sabiendo que el Hijo tiene que fundar ahora una nueva familia y que la hora de la Madre llegará solamente en el momento de la cruz, que será la verdadera hora de Jesús (cf. Jn 2,4; 13,1). 4 Entonces, cuando los discípulos hayan huido, ella permanecerá al pie de la cruz (cf. Jn 19,25-

27); más tarde, en el momento de Pentecostés, serán ellos los que se agrupen en torno a ella en espera del Espíritu Santo (cf. Hch 1,14). Y enlazando de forma natural, con el número 42, el Papa dirá de María y de los santos que quien va hacia Dios no se aleja de los hombres, sino que se hace realmente cercano a ellos. En nadie lo vemos mejor que en María. La palabra del Crucificado al discípulo –a Juan y, por medio de él, a todos los discípulos de Jesús: «Ahí tienes a tu madre» (Jn 19,27)– se hace de nuevo verdadera en cada generación. Por eso María se ha convertido efectivamente en Madre de todos los creyentes. Como expresa bellamente el papa Benedicto, su bondad materna, así como a su pureza y belleza virginal, se dirigen a los hombres de todos los tiempos y de todas las partes del mundo en sus necesidades y esperanzas, en sus alegrías y contratiempos, en su soledad y en su convivencia. Y siempre experimentan el don de su bondad; experimentan el amor inagotable que derrama desde lo más profundo de su corazón. En efecto, los testimonios de gratitud, que le manifiestan en todos los continentes y en todas las culturas, son el reconocimiento de aquel amor puro

que no se busca a sí mismo, sino que sencillamente quiere el bien. La devoción de los fieles muestra al mismo tiempo la intuición infalible de cómo es posible este amor: se alcanza merced a la unión más íntima con Dios, en virtud de la cual se está embargado totalmente de Él, una condición que permite a quien ha bebido en el manantial del amor de Dios convertirse a sí mismo en un manantial «del que manarán torrentes de agua viva» (Jn 7,38). En conclusión, María, la Virgen, la Madre, nos enseña qué es el amor y dónde tiene su origen, su fuerza siempre nueva. A ella confía Benedicto XVI a la Iglesia y su misión al servicio del amor.

Para la reflexión personal o en grupo 1. ¿Cómo explicarías lo que significa «comunión de los santos»? 2. ¿Cuál es el contenido fundamental de los cuatro dogmas marianos: Inmaculada, Virgen, Madre de Dios, y Asunta al cielo? 3. ¿Por qué el Vaticano II quiso unir estrechamente a la Virgen María no solo al misterio de Jesús, sino de la Iglesia? 4. ¿Qué destaca de la reflexión del papa Benedicto XVI sobre el misterio de María Virgen?

CREO EN LA COMUNIÓN DE LOS SANTOS

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CAPÍTULO 9

Creo en el perdón de los pecados CREO EN EL PERDÓN DE LOS PECADOS 210 Lo que afirma el Credo de los Apóstoles Creo en el perdón de los pecados.

Lo que afirma el Credo niceno-constantinopolitano Confieso que hay un solo Bautismo para el perdón de los pecados.

Lo que afirma el Credo del Pueblo de Dios (Pablo VI) Confesamos creyendo un solo Bautismo instituido por nuestro Señor Jesucristo para el perdón de los pecados. Que el Bautismo hay que conferirlo también a los niños, que todavía no han podido cometer por sí mismos ningún pecado, de modo que, privados de la gracia sobrenatural en el nacimiento nazcan de nuevo, del agua y del Espíritu Santo, a la vida divina en Cristo Jesús.

El perdón de los pecados El primero y principal sacramento para el perdón de los pecados es el Bautismo. Para los peca-

210 Para esta sección, remitimos al Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 976-987, y al Compendio del Catecismo de la Iglesia, nn. 200-201.

dos cometidos después del Bautismo, Cristo instituyó el sacramento de la Reconciliación o Penitencia, por medio del cual el bautizado se reconcilia con Dios y con la Iglesia. Benedicto XVI afirmará que ciertamente el perdón de los pecados apunta al Bautismo, pero pronto fue evolucionando también hacia el sacramento de la penitencia. Caló la idea de que se es cristiano CREO EN EL PERDÓN DE LOS PECADOS

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Tú has querido que del corazón abierto de tu Hijo manara para nosotros el don nupcial del Bautismo, primera pascua de los creyentes, puerta de nuestra salvación, inicio de la vida en Cristo, fuente de la humanidad nueva. Del agua y del Espíritu engendras en el seno de la iglesia, virgen y madre, un pueblo de sacerdotes y reyes, congregado de entre todas las naciones en la unidad y santidad de tu amor. Prefacio del sacramento del Bautismo.

no solo por el nacimiento, sino por el renacimiento. Se es cristiano cuando se cambia el modo de vivir, cuando alguien se convierte 211. La Iglesia tiene la misión y el poder de perdonar los pecados porque el mismo Cristo se lo ha dado: «Recibid el Espíritu Santo, a quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados, a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20,22-23). La Iglesia, subrayará Benedicto XVI, se entiende a partir del Espíritu Santo en dos puntos clave: el Bautismo (penitencia) y la Eucaristía. Este enfoque sacramental implica una comprensión teocéntrica de la Iglesia: Lo importante no es la agrupación de hombres que constituye la iglesia, sino el don de

211 Cf J. Ratzinger, Introducción al cristianismo, Sígueme, Salamanca 2001, 278

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PARA COMPRENDER EL CREDO DE NUESTRA FE

Dios que transforma al hombre en un nuevo ser que él no puede darse, en una nueva comunidad que solo puede recibir como don. Conversión y comunión van unidas. El nuevo ser perdonado lleva a convivir con los que viven del perdón, Y el perdón funda la comunidad; y la comunión con el Señor en la Eucaristía lleva necesariamente a la comunidad de los convertidos que comen un único pan para ser un solo cuerpo (1 Cor 10,17), «un único hombre nuevo» (Ef 2,15) 212. Los que, después del Bautismo, se acercan al sacramento de la Penitencia obtienen de la misericordia de Dios el perdón de los pecados cometidos contra Él y, al mismo tiempo, se reconcilian con la Iglesia, a la que ofendieron con sus pecados. Ella les mueve a conversión con su amor, su ejemplo y sus oraciones (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1422).

¿Cómo ofrece Dios a todos los hombres el perdón de los pecados? –Dios ofrece a todos los hombres el perdón de los pecados por la acción del Espíritu Santo, quien con su gracia nos comunica la salvación que Jesucristo nos ha alcanzado; y por el ministerio de la Iglesia, sacramento universal del perdón y la reconciliación. Del Catecismo de la Conferencia Episcopal Española, Esta es nuestra Fe. Esta es la Fe de la Iglesia, 197.

212

Cf. ibíd., 278-279

CAPÍTULO 10

Creo en la resurrección de la carne y en la vida eterna CREO EN LA RESURRECCIÓN DE LA CARNE Y EN LA VIDA ETERNA 213 Lo que afirma el Credo de los Apóstoles Creo en la resurrección de la carne y la en vida eterna.

Lo que afirma el Credo niceno-constantinopolitano Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro.

Lo que afirma el Credo del Pueblo de Dios (Pablo VI) Creemos en la vida eterna. Creemos que las almas de todos aquellos que mueren en la gracia de Cristo –tanto las que todavía deben ser purificadas con el fuego del purgatorio como las que son recibidas por Jesús en el paraíso en seguida que se separan del cuerpo, como el Buen Ladrón– constituyen el Pueblo de Dios después de la muerte, la cual será destruida totalmente el día de la resurrección, en el que estas almas se unirán con sus cuerpos.

213 Para esta sección, remitimos al Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 990-1060, y al Compendio del Catecismo de la Iglesia, nn. 202-216.

CREO EN LA RESURRECCIÓN DE LA CARNE Y EN LA VIDA ETERNA

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¿Qué quiere decir que los cristianos esperamos la resurrección de los muertos y la vida eterna? –Que los cristianos esperamos la resurrección de los muertos y la vida eterna quiere decir que al igual que Cristo murió y, resucitado, vive para siempre, también los justos vivirán para siempre, con Cristo resucitado, en el Reino de Dios. Del Catecismo de la Conferencia Episcopal Española, Esta es nuestra Fe. Esta es la Fe de la Iglesia, 202.

La resurrección de la carne Advierte Benedicto XVI que las palabras «resurrección de la carne» y «vida eterna» son también ampliación de la Fe en el Espíritu Santo y en su poder transformador. Desde la resurrección se traspasan las fronteras de la muerte y se abre un futuro decisivo para el hombre y para el mundo 214.

te del cuerpo. Sin embargo, el pensamiento bíblico presupone la unidad indivisible del hombre. La Biblia no conoce ningún vocablo para designar al cuerpo como distinto y separado del alma. «Alma» significa siempre el hombre entero. Tener un alma espiritual es ser llamado por Dios a un diálogo eterno, ser capaz de conocer a Dios y de responderle. El alma es un concepto relacional que tiene que ver con el Dios que habla y con el hombre que puede responder. El concepto de alma bíblico no es el platónico. Implica siempre la corporeidad del hombre. El hombre entero es el dialogante con Dios. Cuando se muere, y decimos que el alma espera ser reunida con el cuerpo, no nos estamos refiriendo a un alma sin cuerpo 215.

Profundizando más en este tema, el papa Benedicto XVI llega a contraponer el sentido griego de muerte y el cristiano. Así, para los griegos, el hombre se compone de dos sustancias: cuerpo, que se descompone, y alma, imperecedera e independien-

La resurrección de los muertos, no de los cuerpos, de la que nos habla la Escritura se refiere a la salvación del hombre entero, no de una parte del hombre. Esto indica que resurrección no es el retorno de los cuerpos, como a veces hemos deducido. ¿Qué se quiere decir con resurrección de los muertos? La resurrección es resurrección del hombre entero. Cuando se habla de «carne» significa «mundo de los hombres», no corporeidad aislada y separada del alma. Y resurrección «en el último día» quiere decir al final de la historia y ante todos los hombres. Es el carácter cohumano de la resurrección, con la que cada uno ha vivido y por la que será feliz o desdichado. Todo esto hay que contemplarlo a la luz de Jesucristo, el «segundo Adán». Porque quien cree en el Hijo tiene ya la vida eterna (Jn 3,15). Así se explica el estado intermedio entre la muerte y la resurrección. El estar con Cristo es el comienzo de la vida de resurrección y de superación de la muerte (Flp 1,23). En resumen, la resurrección no equivale a devolver los cuerpos a las almas tras un largo período intermedio, como si se pensara en el dualismo de la concepción griega.

214 Cf. J Ratzinger, Introducción al cristianismo, Sígueme, Salamanca 2001, 279.

215 F. Meier-Hamidi y F. Schumacher (eds.), El teólogo J. Ratzinger, Herder, Barcelona 2007.

El término «carne» designa al hombre en su condición de debilidad y mortalidad. «La carne es soporte de la salvación» (Tertuliano). En efecto, creemos en Dios que es el Creador de la carne; creemos en el Verbo hecho carne para rescatar la carne; creemos en la resurrección de la carne, perfección de la Creación y de la redención de la carne. La expresión «resurrección de la carne» significa que el estado definitivo del hombre no será solamente el alma espiritual separada del cuerpo, sino que también nuestros cuerpos mortales un día volverán a tener vida.

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PARA COMPRENDER EL CREDO DE NUESTRA FE

Quien vive es el hombre. La resurrección pertenece a todo el hombre en cuanto hombre. Tanto san Juan (6,63) como san Pablo (1 Cor 15.50) insisten en la resurrección de la carne como resurrección de la persona, no «de los cuerpos», que no quiere decir retorno del «cuerpo carnal», del sujeto biológico, sino en la diversidad de vida como aconteció al Señor resucitado. Existe, por lo tanto, una última unión entre materia y espíritu donde se entrelazan el destino del mundo y del hombre, aunque no podamos definirla con precisión. El «ultimo día», en el que se consuman el destino de los individuos, es el día de consumación de la humanidad. La meta del cristiano no es privada, sino de totalidad. El individuo no puede quedar redimido después de la muerte si no están redimidos también los otros. Solo al final de los tiempos se realizará el juicio universal. El estado intermedio es un tiempo de espera hasta que llegue la perfección al fin de los tiempos. Esto equivale a afirmar que no solo tenemos esperanza para nosotros, sino para los otros y que nuestra salvación no puede pensarse sin la salvación del mundo. La relacionalidad que rige en el tiempo rige eternamente. Creer en Cristo no es creer solo en el propio futuro, sino en el futuro del mundo. El mundo nuevo que se describe con la imagen de la nueva Jerusalén celeste no es pura utopía, sino la certeza que nos ofrece la Fe. El mundo ha sido redimido. Es la certeza que nos sostiene a los cristianos 216.

La resurrección de Cristo y la nuestra Así como Cristo ha resucitado verdaderamente de entre los muertos y vive para siempre, así también Él resucitará a todos en el último día, con un cuerpo incorruptible: «Los que hayan hecho el bien

J. Ratzinger, Introducción al cristianismo, Sígueme, Salamanca 2001, 288-297. 216

resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación» (Jn 5,29). Con la muerte, que es separación del alma y del cuerpo, este cae en la corrupción, mientras el alma, que es inmortal, va al encuentro del juicio de Dios y espera volverse a unir al cuerpo, cuando este resurja transformado en la segunda venida del Señor. Comprender cómo tendrá lugar la resurrección sobrepasa la posibilidad de nuestra imaginación y entendimiento. Morir en Cristo Jesús significa morir en gracia de Dios, sin pecado mortal. Así el creyente en Cristo, siguiendo su ejemplo, puede transformar la propia muerte en un acto de obediencia y de amor al Padre. «Es cierta esta afirmación: si hemos muerto con Él, también viviremos con Él» (2 Tm 2,11). Una vez más, el papa Benedicto XVI nos sirve para profundizar en lo que en el Catecismo se afirma. Lo que se salva en la muerte es la criatura del hombre, la totalidad y la unidad de la persona que se manifiesta en nuestra vida corporal. Esto no significa que no haya nada caduco en el hombre. Sí quiere decir que precisamente en la superación de lo caduco es donde adquiere concreción lo permanente. La materia no puede ser el factor de permanencia en el hombre: incluso durante la vida terrena se encuentra en continua mutación. Por esta razón sigue resultando irrenunciable la distinción entre alma y cuerpo, sin dualismos, sino que hace relación a la dignidad y unidad del hombre. Incluso en el progresivo desgaste del cuerpo es el hombre en su unidad,

¿Qué es el cielo? –El cielo es la felicidad de los hombres que mueren en la gracia y amistad de Dios: unidos con Jesucristo, el resucitado, serán para siempre semejantes a Él porque verán a Dios tal como Él es. Del Catecismo de la Conferencia Episcopal Española, Esta es nuestra Fe. Esta es la Fe de la Iglesia, 212.

CREO EN LA RESURRECCIÓN DE LA CARNE Y EN LA VIDA ETERNA

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todo el hombre, el que camina hacia la eternidad, madurando como criatura de Dios en la vida corporal en orden a ver el rostro de Dios 217. Dicho lo cual, añade con humildad: el mundo nuevo supera nuestra imaginación. Tampoco disponemos de enunciados concretos que nos ayuden a imaginarnos de alguna manera cómo el hombre se relacionaría con la materia en el mundo nuevo y cómo será el cuerpo resucitado. Pero si tenemos la seguridad de que la dinámica del cosmos lleva a una meta, a una situación en la que la materia y el espíritu se entrelazarán mutuamente de un modo nuevo y definitivo. Es la creencia en la resurrección de la carne 218.

La vida eterna La vida eterna es la que comienza inmediatamente después de la muerte. Esta vida no tendrá fin; será precedida para cada uno por un juicio particular por parte de Cristo, juez de vivos y muertos, y será ratificada en el juicio final.

Juicio particular Es el juicio de retribución inmediata, que, en el momento de la muerte, cada uno recibe de Dios en su alma inmortal, en relación con su Fe y sus obras. Esta retribución consiste en el acceso a la felicidad del cielo, inmediatamente o después de una adecuada purificación, o bien de la condenación eterna al infierno.

El juicio final El juicio final (universal) consistirá en la sentencia de vida bienaventurada o de condena eterna que

217 218

156

J. Ratzinger, Escatología, Herder, Barcelona 2007, 15-176. Cf. ibíd., 210. PARA COMPRENDER EL CREDO DE NUESTRA FE

¿Qué es la purificación final o purgatorio? –La purificación final o purgatorio es el sufrimiento de los que mueren en la paz y amistad de Dios y están ciertos de su salvación, pero necesitan aún ser purificados para llegar a gozar de Dios mismo. Del Catecismo de la Conferencia Episcopal Española, Esta es nuestra Fe. Esta es la Fe de la Iglesia, 213.

el Señor Jesús, retornando como juez de vivos y muertos, emitirá respecto «de los justos y de los pecadores» (Hch 24,15), reunidos todos juntos delante de sí. Tras del juicio final, el cuerpo resucitado participará de la retribución que el alma ha recibido en el juicio particular. El juicio final sucederá al fin del mundo, del que solo Dios conoce el día y la hora. Después del juicio final, el universo entero, liberado de la esclavitud de la corrupción, participará de la gloria de Cristo, inaugurando «los nuevos cielos y la tierra nueva» (2 Pe 3,13). Así se alcanzará la plenitud del Reino de Dios, es decir, la realización definitiva del designio salvífico de Dios de «hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra» (Ef 1,10). Dios será entonces «todo en todos» (1 Cor 15,28), en la vida eterna. Antes de pasar a otro apartado, quiero recordar unas palabras del papa Benedicto XVI, lacerantes, realistas y sinceras: hace mucho tiempo que ya no se citan los textos neotestamentarios sobre la Jerusalén celestial, sobre la patria futura. Perece como si distanciaran a los hombres de la tierra y los apartaran de su compromiso en el mundo y de sus ocupaciones políticas. Perece tener más éxito el grito de F. Nietzsche: «Hermanos, permaneced fieles a la tierra». El marxismo quiso hacernos creer que no podemos perder el tiempo por el cielo. El cielo, como afirmaba el poeta B. Brecha, se lo dejamos a los gorriones. Nosotros nos ocuparemos de la tierra para hacerla confortable. Pero cuando los hombres

Diría que lo más sencillo es lo verdadero y lo verdadero es sencillo. Nuestra problemática consiste en que, de tantos árboles, no vemos más que el bosque; que de tanto saber, no encontramos la sabiduría... Ver lo sencillo, eso es lo que importa. ¿Por qué Dios no habría de ser capaz de regalar un alumbramiento también de una virgen? ¿Por qué no podría resucitar Cristo? Por supuesto, si yo mismo establezco lo que tiene permitido ser y lo que no, si yo y nadie más que yo determino los límites de lo posible, entonces tales fenómenos deben excluirse. Benedicto XVI, Luz del mundo, Herder, Barcelona 2010, 175-176.

no tienen otra cosa que esperar que lo que les ofrece este mundo, cuando deben y tienen que exigírselo todo al Estado, se destruyen a sí mismos y destruyen el Estado. Si no queremos caer en las garras de nuevo del totalitarismo tenemos que mirar más allá del Estado, que es una parte, no el todo. La esperanza en el cielo no va contra la fidelidad a la tierra: es esperanza también para la tierra, esperando lo más excelso y definitivo, los cristianos debemos y tenemos que llevar esperanza también a lo provisional, al Estado en el mundo 219. Y unas palabras también llenas de esperanza de Benedicto XVI: la Fe en el retorno de Cristo es el rechazo de la posibilidad de que el mundo llegue solo a una plenitud intrahistórica y no se haga justicia o la última palabra la tenga la resignación. La Fe

219 J. Ratzinger, Verdad, valores, poder, piedras de toque de la sociedad pluralista, Rialp, Madrid 4 2005, 107-108.

¿Qué es el infierno? –El infierno es la privación de la visión de Dios para siempre, y la desesperación y sufrimiento que nace, en el condenado, de esa misma privación. Del Catecismo de la Conferencia Episcopal Española, Esta es nuestra Fe. Esta es la Fe de la Iglesia, 214.

en el regreso de Cristo representa la certeza de que el mundo alcanzará la plenitud no gracias a la razón o a la razón y técnicas humanas, sino gracias a la fuerza indestructible del amor que ha vencido en Cristo resucitado. La Fe en el retorno de Cristo es la Fe en que, al final, la verdad juzga y el amor triunfa. La historia misma está pidiendo esta superación. La historia solo tiene posibilidad de llegar a la consumación desde fuera de sí misma. Y cada vez que se acepta esto, cada vez que se la vive orientada hacia su propia superación trascendental, la historia se abre a su plenitud 220.

Para la reflexión personal o en grupo 1. ¿Qué relación tienen los sacramentos del Bautismo y de la Penitencia y Reconciliación para el perdón de los pecados? 2. ¿Qué se entiende por resurrección de la carne? 3. ¿Por qué se habla poco hoy de la vida eterna? 4. ¿Cómo explicarías en qué consistirá el cielo, el purgatorio y el infierno?

220

J. Ratzinger, Escatología, Herder, Barcelona 2007, 229-230.

CREO EN LA RESURRECCIÓN DE LA CARNE Y EN LA VIDA ETERNA

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CAPÍTULO 11

Amén AMÉN 221 Lo que afirma el Credo de los Apóstoles Amén.

Lo que afirma el Credo niceno-constantinopolitano Amén.

Lo que afirma el Credo del Pueblo de Dios (Pablo VI) Amén.

La palabra «Amén» La palabra hebrea Amén, con la que se termina también el último libro de la Sagrada Escritura, algunas oraciones del Nuevo Testamento y las oraciones litúrgicas de la Iglesia, equivale a nuestro «sí» confiado y total a cuanto confesamos creer,

221 Para esta sección, remitimos al Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1061-1065, y al Compendio del Catecismo de la Iglesia, nn. 217.

confiándonos totalmente en Aquel que es el «Amén» (Ap 3,14) definitivo: Cristo el Señor. Como colofón, una vez más unas palabras del papa Benedicto XVI: «La Fe no es la elección de un programa que me satisface o al adhesión a un club de amigos por los que me siento comprendido; la Fe es conversión que me transforma a mí y a mis gustos, o al menos hace que mis gustos y deseos pasen a segunda línea. La Fe alcanza una profundidad completamente diversa de la elección que me liga a un partido. Su capacidad de cambio llega a tal AMÉN

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punto que la iglesia la llama «nuevo nacimiento» (1 Pedro 1,3.23) 222. Y una advertencia final: en lugar de falsas alternativas es necesario una nueva síntesis entre ciencia y sabiduría, en la que la pregunta por los aspectos particulares no sofoque la visión del todo y el cuidado por el todo no disminuya la atención a los elementos singulares. Esta nueva síntesis, que se puede llamar «católica», es el gran desafío en el que nos encontramos y la clave del futuro 223. Tenemos que abandonar el sueño ilusorio de la absoluta autonomía de la razón y de que esa se baste a sí misma. La razón humana necesita apoyarse en las grandes tradiciones religiosas de la humanidad. Donde se niega a Dios, no se edifica la libertad, sino que se la priva de su fundamento y de esta manera se la distorsiona. Si no hay verdad acerca del hombre, el hombre no tiene tampoco libertad. Solo la verdad nos hace libres 224. Al final de este recorrido, dos anotaciones más: por un lado, recordar que la liturgia oriental define a Jesucristo como «luz de la razón», porque solo Él enseña la sabiduría verdadera; y por otro lado, subrayar que no se pueden separar en la Iglesia Fe, liturgia y santidad. Es lo que se ha venido denominando «ley que se cree», «ley que se celebra» y «ley que se vive»; porque la Iglesia (y por lo mismo la Fe) sin sacramentos sería una vacía organización; pero los sacramentos sin la Iglesia (y sin la Fe de la Iglesia) serían ritos privados de sentido. Los santos son la prueba indefectible de la verdad del cristianismo 225. Decíamos en las primeras páginas de este libro que el papa Benedicto XVI entendía su misión co-

222 J. Ratzinger, La Iglesia. Una comunidad siempre en camino, Paulinas, Madrid 1992, 118-119. 223 J. Ratzinger, La Fe como camino. Contribución al ethos cristiano en el momento actual, Ediciones Internacionales Universitarias, Madrid 2005, 97. 224 J. Ratzinger, Fe, verdad y tolerancia. El cristianismo y las religiones del mundo, Sígueme, Salamanca 5 2005, 222. 225 Cf. N. Bux, La reforma de Benedicto XVI. La liturgia entre la innovación y la tradición, Ciudadela Libros, Madrid 2009, 61.

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PARA COMPRENDER EL CREDO DE NUESTRA FE

«La fe en la vida eterna nos preserva de la manía hoy endémica de apurar hasta el fondo el placer de cada momento a toda costa... Nos preserva de la huida constante, del miedo, de la caducidad, del pánico a ser cada vez más viejos, de la desesperación en situaciones aparentemente sin salida. La fe en la vida eterna pone de manifiesto, además y sobre todo, que nuestra vida entera es un don, que existimos porque recibimos, y que recibir depende de nuestra prestación... El hombre, cuyo futuro es la vida eterna, posee precisamente por ello una dignidad incomparable. El hombre definido por la vida eterna y llamado a ella no es un medio para los fines de otros, no es un conjunto de relaciones sociales. Su ser no es un ser para la muerte, no es una etapa, ni una piedra para la edificación del templo de un paraíso terreno destinado a una humanidad futura... El futuro, la vida eterna, comienza ya ahora; está presente en nuestra fe, esperanza y caridad. La vida eterna es la perfección que se manifiesta y la revelación perfecta de lo que ha determinado ya nuestra vida: Dios Creador y Jesucristo, en la unidad del Espíritu Santo». H. Fries, en J. Ratzinger et ál., Yo creo, Encuentro, Madrid 2010, 186-187.

mo la de «volver a anunciar la Fe». Aún siendo cierto, concluyo señalando el «gran secreto», según sus propias palabras, que ha movido toda su teología y que está siendo el alma de su ministerio petrino: «Cuando el mundo en su conjunto se haya convertido en la liturgia de Dios, cuando en su realidad se haya convertido en adoración, entonces habrá alcanzado su meta, entonces estará sano y salvo. Es este el objetivo último de la misión apostólica de san Pablo y de nuestra misión. A tal ministerio el Señor nos llama. Recemos en esta hora a fin de que Él nos ayude a desarrollarlo de modo justo, a convertirnos en verdaderos servidores de Jesucristo» 226.

226

Cf. Homilía del 29 de junio de 2008.

Bibliografía Del papa Benedicto XVI (bibliografía utilizada, por orden cronológico) RATZINGER, J., El nuevo Pueblo de Dios. Esquemas para una eclesiología, Herder, Barcelona 1972. —, Teoría de los principios teológicos. Materiales para una teología fundamental, Herder, Barcelona 1985. —, Una comunidad siempre en camino, Paulinas, Madrid 1992. —, Creación y pecado, Eunsa, Pamplona 1992. —, Introducción al cristianismo, Sígueme, Salamanca 2001. —, Dios y el mundo. Creer y vivir en nuestra época, Círculo de Lectores, Barcelona 2002. —, La Eucaristía centro de la vida. Dios está cerca de nosotros, Edicep, Valencia 2003. —, Caminos de Jesucristo, Cristiandad, Madrid 2004, 2 2005. —, Convocados en el camino de la Fe. La Iglesia como comunión, Cristiandad, Madrid 2004. —, El nuevo Pueblo de Dios. Esquemas para una eclesiología, Herder, Barcelona 2 2005. —, La Fe como camino. Contribución al ethos cristiano en el momento actual, Ediciones Internacionales Universitarias, Madrid 2005. —, El espíritu de la liturgia. Una introducción, Cristiandad, Madrid 3 2005. —, El Cristianismo en la crisis de Europa, Cristiandad, Madrid 2005. —, EL Dios de los cristianos. Meditaciones, Sígueme, Salamanca 2005. —, Mirar a Cristo. Ejercicios de Fe, Esperanza y Amor, Edicep, Madrid-Valencia 2005.

—, Fe, verdad y tolerancia. El cristianismo y las religiones del mundo, Sígueme, Salamanca 5 2005. —, La sal de la tierra. Quién es y cómo piensa Benedicto XVI, Palabra, Madrid 9 2006. —, Mi vida. Autobiografía, Encuentro, Madrid 2006. —, Ser cristiano en la era neopagana, Encuentro, Madrid 2 2006. BENEDICTO XVI, Los movimientos en la Iglesia. Nuevos soplos del Espíritu, San Pablo, Madrid 2006. RATZINGER, J.-BENEDICTO XVI, Fe y futuro, DDB, Bilbao 2007. RATZINGER, J., Escatología, Herder, Barcelona 2007. BENEDICTO XVI, La Iglesia, rostro de Cristo, Cristiandad, Madrid 2007. —, Jesús de Nazaret, La Esfera de los Libros, Madrid 2007. RATZINGER, J., El resplandor de Dios en nuestro tiempo. Meditaciones sobre el año litúrgico, Herder, Barcelona 2008. —, La teología de la historia de San Buenaventura, Cristiandad, Madrid 2010. BENEDICTO XVI, Luz del Mundo, Herder, Barcelona 2010. RATZINGER, J. y K. RAHNER, Episcopado y primado, Herder, Barcelona 2005. RATZINGER, J. y V. MESSORI, Informe sobre la Fe, BAC, Madrid 2 2005. RATZINGER, J. y H, U. VON BALTHASAR, ¿Por qué soy todavía cristiano? ¿Por qué permanezco en la Iglesia?, Sígueme, Salamanca 2005. RATZINGER, J. y H. MAIER, ¿Democracia en la Iglesia?, San Pablo, Madrid 2005. RATZINGER, J. y J. HABERMAS, Dialéctica de la secularización. Sobre la razón y la religión, Encuentro, Madrid 2006. RATZINGER, J., H. U. VON BALTHASAR et ÁL., Yo creo, Encuentro, Madrid 2010. BIBLIOGRAFÍA

161

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PARA COMPRENDER EL CREDO DE NUESTRA FE

NAVARRO LECANDA, A. M., Tiempo para Dios. La teología del año litúrgico de Benedicto XVI (2005-2008), Editorial Eset, Vitoria 2009. ROWLAND, T., La Fe de Ratzinger. La teología del papa Benedicto XVI, Editorial Nuevo Inicio, Granada 2009. RUBIO FERNÁNDEZ, J., Tolerancia cero. La cruzada de Benedicto XVI contra la pederastia en la Iglesia, DDB, Bilbao 2010. SAPIENZA, L., Estilo sacerdotal. Tras la huellas de San Juan María Vianney, Cura de Ars, Edice, Madrid 2009. VILLAGRASA, J., J. Ratzinger en Ecclesia, Ateneo Pontificio Regina Apostolorum, Roma 2006. EIGEL , G., La elección de Dios. Benedicto XVI y el futuro de W la Iglesia, Criteria, Madrid 2006.

De Raúl Berzosa (bibliografía relacionada con el tema del Credo) BERZOSA MARTÍNEZ, R., Como era en el principio. Temas clave de antropología teológica, San Pablo, Madrid 1996. —, Evangelizar una nueva cultura. Respuestas a los retos de hoy, San Pablo, Madrid 1997. —, Nueva Era y cristianismo: Entre el diálogo y la ruptura, BAC, Madrid 2 1998. —, Ángeles y Demonios. Sentido de su retorno en nuestros días, BAC, Madrid 2 1998. —, Ser laico en la Iglesia y en el mundo, DDB, Bilbao 2000. —, Para comprender la creación en clave cristiana, Editorial Verbo Divino, Estella 2001. —, Ante el Icono de la Trinidad de Andrej Rublev. 30 Miradas de contemplación, Monte Carmelo, Burgos 2003. —, 10 Desafíos al cristianismo desde la nueva cultura emergente, Editorial Verbo Divino, Estella 2 2006. —, 100 preguntas sobre el misterio de nuestros orígenes. Antropología en clave cristiana, Monte Carmelo, Burgos 2005. —, Una lectura creyente de Atapuerca. La Fe cristiana ante las teorías de la evolución, DDB, Bilbao 2 2006. —, En el misterio de María. Breve mariología en clave orante, Sígueme, Salamanca 2006. —, Transmitir la Fe en un nuevo siglo. Retos y propuestas, DDB, Bilbao 2 2007. —, Orar con San Ireneo. Carne ungida por el Espíritu, Monte Carmelo, Burgos 2008. —, San Pablo nos habla hoy. 50 textos para vivir y orar, PPC, Madrid 2008.

Índice PRÓLOGO

5

CAPÍTULO 1

La Fe es «eclesial» Credo de los Apóstoles Credo niceno-constantinopolitano Credo del Pueblo de Dios (Pablo VI)

9 12 12 13

CAPÍTULO 2

El nuevo contexto histórico-cultural en el que debemos explicar el contenido del Credo de nuestra Fe

19

CAPÍTULO 3

CAPÍTULO 4

Creo–creemos Lo que significa la expresión «creo-creemos» Dios es el primero en todo Los hombres llevamos dentro «un chip» que nos hace religiosos Podemos conocer y amar a Dios Podemos hablar de Dios Lo que Dios nos ha revelado Dios se ha ido desvelando por etapas históricas Valor y sentido de las revelaciones «más particulares» Originalidad de la Fe cristiana Dios garantiza su revelación por medio de la Tradición Apostólica Intérpretes autorizados de la Revelación La relación entre Escritura, Tradición y Magisterio La Sagrada Escritura enseña la verdad La persona humana debe responder a Dios con Fe La Fe, un «sí» personal y eclesial Los símbolos de Fe o Credos cristianos

25 25 26 27 27 29 30 31 32 33 34 36 37 37 40 41 42

Creo en Dios Padre Creemos en un solo Dios El nombre de Dios

45 47 48 ÍNDICE

163

CAPÍTULO 5

CAPÍTULO 6

164

Dios es Único y, al mismo tiempo, Trinidad de personas En el principio Dios creó el cielo y la tierra Fe en un Dios Creador y teorías de la evolución El misterio del mal Existen los ángeles La persona humana Varón y hembra los creó Pecado de hombres y ángeles

49 52 54 57 61 65 66 70

Creo en Jesucristo Jesucristo, Buena Noticia Jesucristo, hijo unigénito de Dios Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre La persona humana y divina de Jesucristo Concebido por obra y gracia del Espíritu Santo y nacido de Santa María Virgen Toda la Vida de Jesucristo es un misterio Jesús y el Reino de Dios Fue crucificado, muerto y sepultado Jesucristo descendió a los infiernos Al tercer día resucito de entre los muertos Jesucristo subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios, Padre Todopoderoso El cielo El purgatorio El infierno Ascensión de Jesucristo Desde allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos

75 76 77 78 78

Creo en el Espíritu Santo El Espíritu Santo El Espíritu Santo en la Sagrada Escritura Los símbolos del Espíritu Santo La obra del Espíritu Santo en las personas El Espíritu Santo y la Iglesia en los bautizados

PARA COMPRENDER EL CREDO DE NUESTRA FE

79 80 82 86 89 90 92 92 92 93 93 94 97 98 99 100 101 102

CAPÍTULO 7

Creo en la santa Iglesia católica La Iglesia Origen y misión de la Iglesia La Iglesia: Pueblo de Dios, cuerpo de Cristo, templo del Espíritu Santo La Iglesia es comunión, y es una, santa, católica y apostólica Iglesia «communio» Iglesia una Iglesia santa Iglesia católica Pertenencia a la Iglesia Iglesia misionera Iglesia apostólica Iglesia y Eucaristía Los fieles en la Iglesia: jerarquía, sacerdotes, laicos, vida consagrada Fieles y jerarquía Los fieles sacerdotes 1 El presbiterado, participación sacramental y ministerial en el sacerdocio de Cristo 2 El presbítero como evangelizador 3 El presbítero como pastor de la comunidad 4 El presbítero, hombre de oración y de caridad 5 El presbítero insertado en la sociedad: en el mundo sin ser mundanos 6 El presbítero y la comunión presbiteral 7 El presbítero y la vivencia del celibato Los fieles laicos 1 Ser laico es ser cristiano sin más 2 La secularidad como rasgo específico de los laicos 3 La alternativa comunidad/ministerios Los fieles de especial consagración Fundamentos bíblicos de la vida consagrada La vida consagrada como un modo peculiar de seguir a Jesús en comunidad

105 108 109 110 111 111 112 113 113 113 114 114 115 115 116 118 119 119 120 120 120 121 122 123 124 125 126 128 128 129 ÍNDICE

165

La vida consagrada: un carisma en la Iglesia y para la Iglesia La vida consagrada hoy La vida consagrada en «dimensión trinitaria» La Iglesia y los nuevos movimientos Iglesia de sinodalidad El sínodo como ejercicio de la episcopalidad Mediación privilegiada para la renovación y aplicación del Vaticano II y la dinámica de la nueva Evangelización Gran asamblea eucarística, que expresa la comunión para la misión CAPÍTULO 8

166

129 129 130 132 133 134 134 135

Creo en la comunión de los santos 139 Su significado 140 María, Madre de Cristo, Madre de la Iglesia 141 La Virgen María en la doctrina del Concilio Vaticano II 142 Breve desarrollo de los números conciliares 143 1 María en el misterio de Cristo 143 2 María y la Iglesia 143 3 Intención del Concilio 144 4 La Madre del Mesías en el Antiguo Testamento 144 5 María y el anuncio del ángel 144 6 María y el niño Jesús 145 7 María en la vida pública de Jesús 145 8 María después de la glorificación de Jesús 145 9 María, la esclava del Señor y del Redentor 145 10 María es nuestra Madre en el orden de la gracia 146 11 Constante colaboración de María en nuestra salvación 146 12 Como Virgen y Madre, María es figura de la Iglesia, que es también Virgen y Madre 146 13 María precede a la Iglesia con su ejemplo 147 14 Honra y veneración que la Iglesia tributa a María 147 15 María, señal de esperanza cierta y de consuelo 147 16 Intercesión de María en favor de la familia de los pueblos 147 María en la primera encíclica del papa Benedicto XVI 148

PARA COMPRENDER EL CREDO DE NUESTRA FE

CAPÍTULO 9

Creo en el perdón de los pecados El perdón de los pecados

151 151

CAPÍTULO 10

Creo en la resurrección de la carne y en la vida eterna La resurrección de la carne La resurrección de Cristo y la nuestra La vida eterna Juicio particular El juicio final

153 154 155 156 156 156

CAPÍTULO 11

Amén La palabra «Amén»

159 159

BIBLIOGRAFÍA

Del Papa Benedicto XVI Sobre el Papa Benedicto XVI De Raúl Berzosa (bibliografía relacionada con el tema del Credo)

161 162 162

ÍNDICE

167